Porras Barrenechea, Raúl. El legado quechua.
Порас Барренечеа, Рауль. Наследие кечуа.
Título: El legado quechua
Autor: Porras Barrenechea, Raúl
Publicación: Lima: UNMSM, Fondo Editorial, 1999
Descripción: xciv, 421 p. : retr. ; 24 cm.
ISBN: 9972-46-069-X
Tema: Incas – Perú
Quipu – Perú
TABLA DE CONTENIDO
CONTENIDO
Presentación por Jorge Puccinelli
Prólogo por Félix Álvarez Brun
La caída del imperio incaico
La leyenda de los pururaucas
Atahualpa no murió el 29 de agosto de 1533
Notas para una biografía del yaraví
La crónica india
Juan Santa Cruz Pachacutic
Titu Cusi Yupanqui
Los cantares épicos incaicos
El cronista indio Felipe Huamán Poma de Ayala
Quipu y Quilca
Los quechuistas coloniales
Fray Domingo de Santo Tomás
Mito y épica incaicos
La raíz india de Lima
Coli y Chepi
Riva Agüero y la Historia incaica
Oro y leyenda del Perú
El Cuzco de los Incas
APÉNDICES
Poesía e Historia entre los Incas
El Padre Valdez autor del Ollantay
La paternidad definitiva de Ollantay
El Ollantay y Antonio Valdez
TESTIMONIOS
Carta de José María Arguedas
Carta de Luis Angel Aragón
Raúl Porras Barrenechea por Angel Avendaño
La “Antología del Cuzco” por Jorge Puccinelli
Porras y la Literatura Quechua por Jorge Prado
Chirinos
BIBLIOGRAFÍA
Breve Biobibliografía de Raúl Porras Barrenechea por Jorge Puccinelli
Presentación por Jorge Puccinelli
Con la presente edición de “El Legado Quechua” el Instituto Raúl Porras Barrenechea, Centro de Altos Estudios y de Investigaciones Peruanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, inicia la publicación de las “Obras Completas” del maestro, cuyos primeros tomos estarán consagrados al vasto conjunto de ensayos, monografías y artículos dispersos en revistas y diarios del Perú y del extranjero que el propio Raúl Porras proyectaba reunir bajo el título de “Indagaciones Peruanas”.
En cumplimiento de uno de sus fines primordiales, el Instituto ha reeditado, con sus escasos recursos o con el apoyo de alguna institución amiga, libros fundamentales del autor como “Fuentes Históricas Peruanas”, “Cronistas del Perú”, “Historia de los límites del Perú”, “El sentido tradicional en la literatura peruana”, “Mito, tradición e historia del Perú”, “Las relaciones primitivas de la conquista del Perú”, “Andrés Avelino Aramburú, el periodista de la defensa nacional”, “Un viajero y precursor romántico cuzqueño, don José Manuel Valdez y Palacios”, “Una relación inédita de la conquista, la crónica de Diego de Trujillo”, “Pizarro”, “Pequeña Antología de Lima. El río, el puente y la alameda”, “El paisaje peruano de Garcilaso a Riva Agüero”, “Antología del Cuzco”, “Relaciones italianas de la conquista del Perú”, “Perspectiva y panorama de Lima”. Igualmente se han publicado algunos estudios, trabajos monográficos y antologías acerca del maestro: “Porras Barrenechea y la historia” por Jorge Basadre, “Raúl Porras” por René Hooper, “El maestro Raúl Porras Barrenechea” por Emilio Vásquez, “Raúl Porras Barrenechea, parlamentario” por Carlota Casalino, “Raúl Porras, diplomático e internacionalista” por Félix Alvarez Brun, “La marca del escritor” por Luis Loayza, “Antología de Raúl Porras” por Jorge Puccinelli.
Paralelamente con el trabajo que han representado las publicaciones mencionadas, el Instituto ha venido recopilando los disjecta membra de la cuantiosa producción de Raúl Porras, diseminada en los medios impresos, con los que damos inicio a esta colección de sus “Obras Completas”. El título de serie elegido por el autor para estos primeros tomos es el de “Indagaciones Peruanas”; título sencillo, acaso modesto, como el de los “Comentarios” del Inca, que encierra, sin embargo, la idea esencial de la historia: “inquirir o averiguar una cosa discurriendo acerca de ella”. Agrupados por épocas sus ensayos, artículos y monografías –como él lo hiciera en un tomo selectivo de las “Tradiciones” de Palma y lo propusiera respecto de la producción de Riva Agüero- se pueden reconstruir todas las etapas de nuestra historia y de nuestras letras y descubrir el sentido profundo de su obra íntegra como una prolongada meditación acerca del Perú.
Recordando la riqueza y fecundidad de la obra total de Porras, ha dicho Jorge Basadre que “a diferencia de los eruditos que se instalan en un período o en un área de un período, la vocación peruanista de Porras irradió sobre todas las épocas de la historia nacional. Ella no fue fruto de vacilaciones frívolas ni de versatilidad de ‘dilettante’ sino expresión de fecundidad, de vigor y de constancia para trabajar, de aptitud para producir y de indeclinable y predestinado ligamen a la difícil y lenta tarea que le atrajo y le subyugó… A diferencia de los que publicaron, siendo jóvenes, libros muy aplaudidos y luego no los superaron, la obra de Porras se consolida, se expande y crece en reciedumbre a lo largo de los años…”
Los volúmenes de “Indagaciones Peruanas” que darán inicio a las “Opera Omnia” comprenderán los títulos “El legado Quechua”, “La huella hispánica”, “Patriotismo, liberalismo y civilidad”, “Páginas de crítica y de historia literarias”, “Páginas internacionales y diplomáticas”, “La ciudad, el paisaje, los viajeros”, “Crónicas, conferencias, discursos e intervenciones parlamentarias”. A continuación seguirán los libros orgánicos de Raúl Porras para integrar la totalidad del proyecto de las “Obras Completas” que ha asumido como un compromiso de honor su alma mater, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Jorge Puccinelli
Prólogo
Raúl Porras Barrenechea en sus investigaciones, estudios y meditaciones sobre la cultura peruana tuvo clarísima predilección por conocer a fondo al pueblo quechua desde el punto de vista de sus valores espirituales. Lo que no quiere decir que dejara de reconocer sus realizaciones materiales y admirar las obras concretas representadas en monumentos y otras expresiones de carácter colectivo como fueron los caminos y los canales y andenerías dedicadas al desarrollo de la agricultura, base de su economía.
Así lo demuestran numerosos estudios que muchos historiadores desconocen por no haber tenido amplia difusión o por cierta predisposición o prejuicio respecto del autor, a quien se ha querido encasillar bajo determinadas etiquetas mal interpretadas, siendo, en realidad, defensor de un Perú integral del cual el pueblo indígena forma parte fundamental y marca su presencia a través de toda nuestra historia.
Artículos, ensayos y libros constituyen la vasta producción del insigne historiador y maestro. En el amplio panorama de la historia peruana que Porras consideraba indispensable estudiar para obtener una visión integral de nuestra realidad, en ningún momento dejó de pensar en la raíz india como componente de nuestra personalidad nacional. Y no porque tratara de mostrar su adhesión a una insoslayable realidad, como ocurre en quienes se dejan llevar por emociones o por inocultable interés de figurar en la lista de defensores del mundo indígena, sino por convicción nacida en el conocimiento profundo de aquella realidad que es parte integrante e inequívoca de nuestra identidad. En el discurso que pronunció al ser declarado Hijo Predilecto de Pisco, en setiembre de 1958, expresó que “en la trayectoria de todo el pueblo peruano debe contar como el más fuerte lazo telúrico su vieja raíz indígena. En ella está la más honda simiente del espíritu local”, vale decir de la patria toda.
En oportunidad anterior, al precisar sucintamente los estudios de Porras sobre las diversas etapas de nuestra historia desde las más remotas culturas indígenas hasta la República, dije que Porras no hizo otra cosa que cumplir con un compromiso que él mismo se había trazado: tener una visión integral del Perú y recoger el mensaje de auténtica peruanidad. El conocimiento global de la historia y la cultura peruanas le era indispensable, porque su interés y sentimiento íntimo, como lo dio a conocer alguna vez, fue “recoger de la historia nuestra, todavía insegura y borrosa, las esencias morales que definen nuestra patria y que sustenten en el alma de todos nosotros la conciencia y el orgullo inexplicado de ser peruanos”. Si Porras se hubiera dedicado a una sola época de nuestra historia tal vez no habría alcanzado aquel propósito o, al menos, su visión del Perú y la peruanidad habría sido parcial. De ahí también que consideró necesario pensar en un Perú que “recoja todos los latidos de nuestra historia, sin exclusivismos ni caciquismos históricos, atento a los mensajes que nos vienen del pasado, el occidental irrenunciable para nuestra cultura como lo proclamó Mariátegui y el indígena que es raíz y decoro de nuestra nacionalidad”. El pensamiento de Porras es, por consiguiente, muy claro. No puede dudarse de él porque así lo confirman los enjundiosos trabajos históricos que ahora se reúnen en el volumen El Legado Quechua, que es el primero de sus Obras Completas. En los siguientes volúmenes se reunirán los correspondientes a las demás etapas de nuestra historia, de acuerdo al Proyecto que se tiene preparado y que mencionaré al término de esta introducción.
orras siempre pensó que era indispensable que el Perú contara con una historia integral que abarcara todo el panorama del pasado peruano en el que se diese cabida a una interpretación nuestra respecto de ese pasado y de nuestra posición en América y en el mundo, como lo señaló en 1951, con ocasión del IV Centenario de la Fundación de San Marcos y después en 1954 a propósito de un editorial de El Comercio, en el cual este importante cotidiano se refirió a aquella necesidad. “Riva Agüero, Vargas Ugarte, Lohmann y Tauro, analizadores de nuestra producción historiográfica, reconocen la escasez de ella en comparación con la de otros países americanos de menos historia que el Perú”, dijo en 1951. Aún más, declaró en aquellas dos oportunidades, “conocemos las interpretaciones de nuestra historia y sicología hechas por extranjeros y viajeros eminentes, pero nos falta la interpretación propia de un Perú visto desde adentro y no desde fuera”. Lamentaba, a la vez, que la única historia integral del Perú que se poseía, aparte de los textos escolares, fuese la del inglés Markham, “meritísimo peruanista quien, no obstante su devoción por los Incas […] no pudo, como extranjero, libertarse de cierto pintoresquismo y se le escapa esencias de nuestras costumbres y de nuestro espíritu”. Autores extranjeros ilustres como Baudin y Prescott se han ocupado de los Incas y de la Conquista, y otros, como Medina, Levillier, Torres de Mendoza y Altamira, han publicado documentos para escribir capítulos fundamentales de la historia del Descubrimiento y Conquista. La Colonia, en cambio, no ha tenido, decía, una historia que “abarque los tres siglos de transculturación española y de surgimiento de la conciencia peruana de la nacionalidad”. La única con la que se ha contado es “la sumaria y envejecida de Lorente”. Sobre la historia de la lucha por la Independencia, anotaba Porras, escribió Mariano Felipe Paz Soldán, “dentro del criterio de la historia política y militar del siglo XIX, etapa en la que han incursionado, con sus prejuicios nacionales, historiadores argentinos, chilenos y colombianos, con las magníficas obras de Mitre, de Vicuña Mackenna o de Bulnes, pero sin que se haya escrito hasta ahora una historia que recoja el hálito social y espiritual de la época y funda en un crisol peruano los aportes del norte y del sur, con un criterio equilibrado en el que cuenten el influjo del medio y de la historia peruanos”. En lo que se refiere a la República, afirmaba que “la historia política y social de esta época, así como la económica, la cultural, la internacional ha sido escrita desde ángulos diversos por notables especialistas, pero falta aún la obra integral e interpretativa”.
al ha sido el panorama de la historia peruana visto por Porras. Desde luego explica los motivos debido a los cuales no se ha tenido una historia integral, entre ellos la falta de una disciplina científica y el poco favor que se presta a la investigación; la “falta de apoyo del Estado, la negligencia en la custodia de los Archivos, los robos y saqueos de éstos y una especialidad nuestra, que es la de los siniestros, desde el incendio del Archivo Virreinal en 1620, el de 1822, el de 1885 y el gran auto de fe de 1943”. Se refería en este último caso al incendio de la Biblioteca Nacional sobre el cual escribió un artículo inmediatamente después de la catástrofe, que no fue únicamente la expresión de una justa indignación por lo sucedido, sino además una franca protesta por la falta de protección y prevención del Estado y sus organismos correspondientes en lo que atañe a nuestros fondos documentales y bibliográficos y a todo lo que constituye el patrimonio artístico y cultural de la Nación, cuyo desvalijo y pérdida, por lo general, es irreparable.
sa es la razón por la que Porras hablaba de la necesidad de exhumar y publicar los documentos de nuestros Archivos, como lo han hecho otros países, documentos que les han servido para escribir sus respectivas síntesis históricas. Sin documentos no hay historia se ha dicho hasta la saciedad, desde Fustel de Coulanges y Ranke, en el pasado siglo. Recordaba Porras al mismo tiempo que, después del acopio de documentos y de la labor heurística, y antes que una historia general y panorámica, debía procederse a escribir monografías, estudios intensivos de épocas, historia de ciudades y regiones y biografías a fin de que el historiador pueda deducir más tarde la gran síntesis peruana. Estos y muchos conceptos más, como la necesidad de trabajar en equipo las diversas etapas claramente establecidas de nuestra historia, definían, pues, el pensamiento y la preocupación de Porras respecto de nuestra historia nacional. Estimaba como muy importante la historia escrita por un solo autor, pero, al mismo tiempo, sostenía que “la diversidad de opiniones en una historia mancomunada, no perjudica sino que enriquece la verdad histórica con la exhibición de los puntos de vista antagónicos y la confrontación de éstos por los lectores de las más diversas ideologías, a los que se les escamotea su propia verdad o convicción. Lo importante de la historia plural es la riqueza de la información aportada por los mejores especialistas, entre los que cabe, por lo demás, una concertación previa, sobre métodos de investigación y de crítica, de planteamiento de los temas y exposición de éstos, que evite la invertebración de la historia que es el pecado natural de las historias en equipo”. Por otro lado, Porras sostenía que el hombre, considerado individual y colectivamente, debe ser el centro de la atención de la historia, porque sus actos son tema “auténtico y cardinal” de la misma, debiendo ocupar puesto importante los que se refieren a las formas sociales, económicas y culturales. No descarta, desde luego, la actividad política del Estado, cuya evolución debe estudiarse a la par que las anteriores, “para establecer las causas que han impulsado o retardado el progreso económico, social y espiritual del país.”
or último, recojo una advertencia fundamental de Porras en relación a los historiadores que se ocupan de nuestro pasado. “El historiador peruano, dice, debe tender a no encasillarse dentro de una época o compartimento-estanco, concibiendo siempre la historia del Perú como un todo, en el que la continuidad no se interrumpe ni se corta, sino que es siempre transición y fusión constantes. Ninguna época del Perú le debe ser extraña ni debe tratar de separar mentalmente lo que es naturalmente solidario. Junto con este respeto por todos los legados étnicos y culturales que han enriquecido nuestro espíritu, debe ser norma indeclinable del historiador peruano, ese fondo de cortesía y de respeto que el Inca Garcilaso exigía para escribir la historia, que no puede tener por objeto ni la propaganda, ni la lisonja, ni la difamación, sino el culto insobornable de la verdad y un afán incesante de comprensión”. Porras, en consecuencia, señala que el estudio de nuestro pasado debe ser integral y exige ser cauteloso en la crítica, en la interpretación y en las afirmaciones a las que se pueda arribar. El historiador debe despojarse de toda idea preconcebida al tratar el tema histórico, y ajustarse a los documentos e informaciones, si es que desea llegar a conclusiones válidas. Su mira, por lo mismo, debe ser encontrar la verdad, sin falsificarla por pasiones personales, compromisos ideológicos o de otra índole. Paul Valery decía que “la historia es el producto más peligroso que la química intelectual haya elaborado”, con lo que quiso indicar que había que tratarla con suma cautela y sin introducir elementos que pueden derivar en perjuicio de la humanidad.
l respecto debe tenerse presente que la historia es materia indesligable de la enseñanza escolar y universitaria, es decir de la niñez y juventud, en las que se recoge y valora todo lo que contribuye a forjar la conciencia de la nacionalidad. Por esta razón, Porras, en nota de puño y letra dejó sintetizado su pensamiento de historiador en los siguientes términos: “La historia –factor de enseñanza cívica, de espíritu humanitario, de dignidad nacional y de desarrollo del amor a la verdad– no puede ser usada para fines extraños a su propia misión, ni utilizarse como un instrumento de propaganda. Todo sectarismo debe ser ajeno por completo a la función de enseñar. El alumno debe ser puesto por el profesor en condición de pesar el pro y el contra de los hechos, de discernir por sí mismo lo verdadero y lo falso y de formar libremente sus convicciones”.
Me he detenido en fijar algunos de los criterios y normas que han guiado la obra histórica del maestro Porras porque pienso que muchos lectores no los conocen y porque los considero indispensables al presentar este volumen sobre el Legado Quechua.
El interés que tenía por poseer una visión integral de la historia del Perú, a la que me he referido anteriormente, le llevó a estudiar y escribir artículos y ensayos sobre los momentos históricos, circunstancias y personajes representativos vinculados a distintas etapas de nuestra historia, como se verá cuando finalmente se cumpla con el deseo de publicar la vasta creación intelectual que se tiene de él. Entre los trabajos con óptica panorámica y general, se cuenta con algunas síntesis valiosas tocantes a diversos aspectos de nuestra cultura a través de nuestra historia. Básteme citar El sentido tradicional en la literatura peruana (1945) que Porras inicia con la frase de Francisco de Xerez, por la que este conquistador y cronista del primer momento, califica al pueblo indígena peruano de “gente de más calidad y manera que indios, porque ellos son de mejor gesto y color […] de más razón que toda la que antes habían visto de indios”, y que culmina nombrando a las personalidades intelectuales más destacadas del Perú contemporáneo. Está también El periodismo en el Perú (1921), que abarca desde El Diario de Lima y el Mercurio Peruano de fines del siglo XVIII hasta las dos primeras décadas del presente siglo, al que añade artículos posteriores sobre el mismo tema; El Paisaje Peruano-De Garcilaso a Riva Agüero (1955), bello ensayo que sirvió de estudio preliminar a los Paisajes Peruanos del insigne historiador Riva Agüero; y finalmente, Mito, tradición e historia del Perú (1951), que es una brillante suma y compendio histórico-cultural del Perú a partir de los mitos y leyendas del mundo indígena hasta las figuras representativas de los siglos XIX y XX de la época republicana.
El conjunto de los estudios históricos de Porras es, por consiguiente, amplísimo sin tomar en cuenta sus obras vertebrales como Fuentes Históricas Peruanas, Los Cronistas del Perú, Pizarro, el fundador, Las Relaciones Primitivas de la conquista del Perú, Los Viajeros italianos en el Perú, El Congreso de Panamá, Historia de los límites del Perú o el Elogio de Miguel Grau. Ahora bien. Se ha dicho que Porras se interesó particularmente por la Conquista y la Colonia, es decir porque lo vinculaban a lo hispánico. Es verdad, porque no podía ser de otra manera. Se olvida que Porras fue profesor de esa parte de nuestra historia y que como catedrático consciente de la responsabilidad que ello implicaba, tenía que ahondar sus conocimientos respecto de dichas etapas. He tenido la suerte de ser alumno de un brillante grupo de profesores en la Universidad de San Marcos que creo difícil que se haya dado en otro momento. La Facultad de Letras contaba en las décadas cuarenta y cincuenta con destacados maestros a los que los estudiantes admirábamos por su vocación docente, por el sólido dominio de la especialidad que era materia del curso que corría a su cargo, por su honda formación humanística que los caracterizaba y por su permanente inquietud intelectual para dejar obra escrita que esté a la altura del renombre que ya tenían en los medios académicos. No eran profesores repetidores de otros autores ni de cultura general, como ocurre con frecuencia en ciertas universidades. Recuerdo con imborrable afecto a Julio C. Tello, Luis E. Valcárcel, Raúl Porras y Jorge Basadre, para referirme solamente a los profesores de historia peruana. Pues bien, Tello, catedrático de Arqueología, ahondó sus investigaciones sobre esta especialidad; Valcárcel, catedrático del curso de Incas, hizo lo mismo con el suyo; Basadre, catedrático de Historia de la República, también siguió el mismo camino. Porras, catedrático de Conquista y Colonia y de Fuentes Históricas Peruanas, trabajó en idéntica forma. Por lo indicado, todos los maestros mencionados han dejado obra imperecedera en su especialidad y nadie discute ni puede negar que en gran medida se debió a su compromiso con el claustro sanmarquino y sus alumnos, así como con la cultura peruana. Porras, es cierto, se dedicó a investigar y profundizar sus conocimientos sobre la Conquista y la Colonia, curso que desarrolló poniendo de lado las tradicionales lecciones narrativas, para ocuparse de preferencia del régimen colonial, las instituciones y las fuentes históricas pertinentes, sobre todo los cronistas y los quechuistas que no sólo le sirvieron para conocer mejor las etapas mencionadas sino además para descubrir las esencias del pueblo indígena y la cultura quechua. Su magnífica obra Los Cronistas del Perú, es un ejemplo, como lo es también Fuentes Históricas Peruanas para el curso que tuvo a su cargo con dicho título.
Ahora bien, sin disminuir o negar los altos méritos de mis maestros Tello, Valcárcel, Basadre y otros, a quienes recordaré siempre con el mayor afecto, admiración y reconocimiento por sus sabias enseñanzas, puedo decir que Porras tenía además la virtud de contar con el maravilloso don de la exposición, clara y firme, seguridad en los conceptos y opiniones vertidos por él y el galano lenguaje con el cual deslumbraba a su numeroso auditorio de alumnos, muchos de ellos provenientes de otros cursos. Al hacer el relato histórico de los acontecimientos y personajes del pasado, Porras concentraba su atención en el marco o escenario en que aquellos se producían o movían con pleno dominio del tema y con lenguaje ameno, fácil y deslumbrante en el cual florecía el espíritu agudo, penetrante y a veces irónico que lo caracterizaba. Esto permitía la mayor atención de los concurrentes a la clase o conferencia que desde entonces quedaba grabada en la memoria como la imagen de un mural vital y polícromo. “Exponía con una elegancia consumada, en un español sabroso y muy castizo”, ha escrito Vargas Llosa, agregando “que no era él, ni remotamente, el profesor lenguaraz, de palabrería sin consistencia, que se escuchaba hablar. Porras tenía el fanatismo de la exactitud y era incapaz de afirmar algo que no hubiera verificado”. En este sentido era un maestro como Fustel de Coulanges o como Marcel Bataillon, dos figuras relevantes del magisterio universitario y de la historia.
El Legado Quechua, ya lo he dicho, reúne los estudios de Porras sobre el mundo indígena, particularmente sobre el Imperio de los Incas, considerado desde el ángulo de los valores espirituales. Por este motivo he creído necesario tratarlos independientemente en esta Introducción, con citas breves del autor y cortas acotaciones mías. Sin embargo he dejado de comentar el valioso ensayo Quipu y Quilca, que es una contribución histórica al estudio de la escritura en el antiguo Perú, por su extensión y porque es tema para un especialista como bien pudiera haberlo hecho Carlos Radicati di Primeglio, autor de importantes estudios sobre el particular. El estudio Riva Agüero y la Historia incaica, he preferido también no tocarlo por su extensión y por tratarse del notable historiador que Porras elogia por su “sentido de peruanismo integral ajeno a todo caciquismo histórico”, y por ser uno de los que ha interpretado con hondura el mundo incaico, sus gobernantes e instituciones que, desde luego, requiere atención particular y amplia. Por último otros trabajos no necesitan comentario aparte por ser cortos, como Coli y Chepi y los Cantares épicos incaicos así como los que se publican en los Apéndices, entre los que destacan los textos periodísticos que se refieren al Ollantay y al padre Antonio Valdez como su autor, por carecer del texto original de la conferencia que dictara el Dr. Porras en la Facultad de Letras como parte del programa del I Congreso Internacional de Peruanistas que él mismo organizara y presidiera y del que desafortunadamente no se conserva una copia, verdadera y lamentable laguna en la historia literaria peruana.
El lector podrá sacar sus propias conclusiones sobre cada uno de los trabajos incorporados así como de toda la obra en conjunto.
La Caída del Imperio Incaico
El presente volumen se inicia con un trabajo compendioso en el cual Porras ofrece una interpretación nueva, muy distinta de la tradicionalmente aceptada, respecto de la caída del imperio de los Incas. Este estudio es el resultado de un profundo análisis realizado por el autor a través de documentos e informaciones que le han permitido presentar y aclarar, dentro del más amplio contexto histórico, aspectos fundamentales sobre aquel acontecimiento. Por esta razón el estudio de Porras fue acogido con especial interés y sin reparo alguno desde 1935 en que fue publicado, y ha dado motivo a que los nuevos historiadores ofrezcan parecidas conclusiones en trabajos recientes, aunque en algunos de ellos se ha eludido citar la fuente inspiradora.
La caída del Imperio Incaico salió en la Revista de la Universidad Católica del Perú el citado año; fue reeditado por la misma Universidad en 1993 y en la Revista Sollertia de los estudiantes de diversas Facultades de la Universidad de San Marcos en 1990, con una corta nota introductoria del profesor Miguel Maticorena. Trabajos importantes como los de Fernando Bobbio Rosas, Liliana Regalado de Hurtado y del citado doctor Maticorena, fijan claramente el interés que tiene el estudio de Porras al poner éste de lado el motivo psicológico; el de los elementos materiales, entre los que involucra los caballos y las armas usadas en aquella época, y el de los factores sobrenaturales, como determinantes de la derrota sufrida por Atahualpa en Cajamarca. Porras efectivamente se aparta de esos conceptos y ofrece una opinión más acorde con la realidad vivida en aquel momento, conceptualmente estimada dentro de una visión de conjunto en la que, como señala Maticorena, juega la erudición, el dato, el documento y la “plena conciencia de la correlación análisis-síntesis, erudición-interpretación”. En esa forma, afirma Liliana Regalado, “Porras con el estudio breve pero justo dio un paso adelante harto significativo en lo que se refiere al atisbo o planteamiento de una serie de cuestiones que las siguientes generaciones se encargarían de desarrollar”.
Al iniciar su trabajo expresa Porras que “la derrota de Cajamarca no se explica simplemente por el arrojo de los españoles ni por el miedo de los indios. Tampoco se explica por los factores sobrehumanos alegados por ambas partes; ni el milagro del apóstol Santiago ayudando con su espada formidable a los españoles, ni la profecía de Huayna Cápac de que habla Garcilaso sobre la próxima terminación del imperio y venida de unos hombres blancos y barbudos, a los que debían obedecer”. Para Porras si bien es cierto aquellos factores tuvieron alguna influencia en el ánimo de ambos pueblos, no fueron determinantes en el mencionado suceso, como tampoco los elementos materiales. Más bien encuentra explicación en otros hechos que no fueron coyunturales sino provenientes del proceso mismo en el desarrollo y fuerza del imperio incaico. Estimo innecesario detenerme en cada uno de los factores considerados por Porras por ser claros y precisos. En consecuencia me limito únicamente a mencionar a continuación los más importantes.
Según Porras el imperio incaico empezó a derrumbarse solo y encuentra como motivo la enorme extensión territorial que pudo desarrollarse y mantenerse mientras tuvo “grandes espíritus guerreros y conquistadores” como Pachacútec y Túpac Yupanqui y, sobre todo, a la conservación de una milicia cohesionada y firme, “sobria y virtuosa”, como lo era la de los orejones. Huayna Cápac tenía esas mismas virtudes guerreras, pero en él se presentan y se afirman ya síntomas de corrupción y relajamiento de las costumbres militares tradicionales, lo que determina que las victorias incaicas sean más lentas y difíciles. Ya no se siente “el ímpetu irresistible de las legiones quechuas”; es decir, la casta militar de los orejones pierde la fuerza y vigor de otros momentos. La conquista de Quito que, entre otras cosas, rompe la unidad del imperio al crearse un nuevo foco de poder, significa para Porras la pérdida del Tahuantinsuyo porque crea el germen fatal de la disolución y surge la rivalidad irreconciliable de cuzqueños y quiteños. Este hecho allana el camino a los conquistadores españoles que al decir de uno de ellos “si la tierra no hubiera estado dividida y Huayna Cápac no hubiera muerto no la pudiéramos entrar ni ganar”. Pero además de estas razones fundamentales, Porras precisa otras que podrían ser consideradas de importancia circunstancial al momento de la presencia de los españoles en la costa peruana, como las siguientes: la amplitud del territorio que dificulta un mejor control de los pueblos sometidos al poder del Cuzco; las etnias se rebelan apenas son conquistadas y también se pierde la cohesión con los vencidos por el rigor con que se les trata, rompiéndose así “la proverbial humanidad” de la raza quechua y “las tradiciones pacificadoras del Imperio”. A esto se agregan los cambios o traslados de las poblaciones que constituían “verdaderos destierros”, ordenados por Huayna Cápac y el “estigma de la indisciplina y desobediencia que se apoderan de los vasallos”, al mismo tiempo que la formación guerrera de las fuerzas imperiales es menos rígida y se vuelve placentera. En este último caso el propio Huayna Cápac que reunía las condiciones viriles de sus antepasados se deja arrastrar por ” la tendencia invencible al placer, al fausto y a la bebida”. El hecho mismo de construir en Tomebamba palacios que superasen a los del Cuzco, dice Porras, aparte de revelar su frivolidad suntuaria es, por haber provocado el resentimiento cusqueño, una de las causas de la disolución del Imperio. Fernando Bobbio Rosas, en reciente trabajo publicado en Alma Mater de la Universidad de San Marcos, coincide con los conceptos expresados por Porras, al referirse a las dificultades que surgen en el control y la administración económica del Tahuantinsuyo. “Es claro, dice, que lo que hay aquí es debilitamiento de las líneas de comunicación y de abastecimiento, el control se hace difícil y la férrea unidad corre el peligro de romperse; las rebeliones se multiplican y las represiones se hacen más brutales; esto crea o aumenta el descontento…”.
Junto a esas razones se encuentran las que se vinculan al desarrollo económico, agrícola fundamentalmente, y al abandono de los principios de cohesión social. A este respecto Porras menciona que “la fuerza y la estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus, trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes”. Y añade, de manera tajante, “todo esto que había creado la alegría incaica, en el buen gobierno de Túpac Yupanqui, era abandonado con imprevisora insensatez”. Mientras la parentela real y la nobleza privilegiada con el pretexto de las guerras configuran una casta aparte, “excluida del trabajo, parásita y holgazana”, el pueblo, el hatun runa, trabajaba desde ese momento duramente no sólo las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino también la de los nuevos señores. Porras dice “El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio, obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban a los indios para que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los frutos”. Y esas eran las tierras mejores que se convertían en propiedades individuales, “dentro de un pueblo acostumbrado al colectivismo”.
Porras sintetiza aquellas causas que rompen la unidad del Imperio incaico y facilitan la invasión europea, en los siguientes términos: “En el momento de la llegada de los españoles la antigua unidad incaica estaba corroída por tales gérmenes de división: uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la aristocracia militar dominante; otro político, el odio entre cuzqueños y quiteños”. Y sobre el particular para el primer caso, cita al cronista Oviedo, el que después de interrogar a los conquistadores que regresaban a España tras la derrota de Atahualpa, “consigna esta impresión inmediata y sagaz: La gente de guerra tiene muy sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la agricultura”. Respecto del segundo dice Porras: “La lucha entre los dos hermanos –Huáscar y Atahualpa– pone en evidencia todos los males íntimos del Imperio”. En consecuencia “el final del Imperio de los Incas estaba decretado, no por el mandato vacío de los oráculos, sino por el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza de la cultura incaica”.
La Leyenda de los Pururaucas
En la exaltación que hace Porras de los valores que caracterizaron a los Incas menciona como uno de los más importantes la formación del espíritu guerrero de los orejones, vale decir de la clase dirigente constituida esencialmente por la nobleza incaica. Esa condición de fortaleza y capacidad militar de resistencia y valor, es la que impulsó el ensanchamiento del imperio en la época de Pachacútec y Túpac Yupanqui hasta el gobierno de Huayna Cápac y la que le permitió, al mismo tiempo, mantener su unidad y defenderla de la amenaza de algunas invasiones sobre el Cuzco como fue la de los Chancas. Esto es lo que Porras se propone demostrar mediante la leyenda de los Pururaucas que le sirve de tema para escribir el artículo que fuera publicado en la revista Excelsior en 1945 y reproducido en la Revista de Infantería de Chorrillos en 1950.
Lo primero que hace Porras es rechazar la imagen dis-torsionada que se ha tenido en relación con el pueblo incaico y a su capacidad militar y guerrera. “El pueblo incaico, dice, al que algunos cronistas e historiadores se empeñan en pintar como un pueblo apacible, tímido y fatalista, tuvo en sus días de auge el culto del valor y la vocación por la milicia”. La educación de la juventud, en general, tendía a exaltar entre los Incas, “los sentimientos de virilidad y de poderío, la conciencia del triunfo contra las fuerzas hostiles de la tierra y contra las tribus díscolas desconocedoras del sino del Imperio”. Y en ella ocupaba lugar preferente la que se impartía a la juventud que debía marchar a la guerra y las conquistas.
“Se inspiraba, escribe Porras, en principios de disciplina, de abstención rigurosa, de estoica resistencia y en ejercicios de agilidad, fuerza y destreza”. Las prácticas y pruebas a las que era sometida se describen en el artículo; entre ellas destaca Porras, como la de mayor quilate, la que determina “la impasibilidad ante el peligro”, que tanto impresionó a los conquistadores recién llegados a Cajamarca. “¡Profunda y bien aprendida lección de estoicismo que admiró el conquistador español, cuando el caballo de Soto, llegó hasta el solio de Atahualpa, en desbocada carrera, salpicando con su espuma las insignias imperiales, sin que un solo músculo del rostro del Inca se contrajera ante la insólita y desconocida amenaza”, escribe Porras.
La leyenda de los Pururaucas surge cuando la ciudad imperial del Cuzco sufre la mayor amenaza de su historia, como fue la agresión de los Chancas. Es entonces que el príncipe Inca Yupanqui, aun desoyendo las órdenes de su padre, se presenta para detener al invasor y alejar el peligro. Los habitantes de la ciudad, consternados y llenos de temor, habían visto partir al joven y arrogante guerrero, resuelto a enfrentarse al belicoso ejército de los Chancas. El triunfo coronó su decisión y valentía regresando al Cuzco con “las cabezas de sus enemigos para ofrecerlas, como una lección viril, a su padre anciano y a su hermano tránsfuga”.
El relato de este suceso se encuentra en las crónicas de Juan de Betanzos y Garcilaso, los que recogen la leyenda contada por el príncipe Inca Yupanqui después de su victoria contra los Chancas. Betanzos refiere que el príncipe, antes de enfrentarse al invasor, adoptó muchas precauciones y se preparó con la debida anticipación para la batalla. Su padre, que prefería al hijo mayor, el pusilánime y cobarde Inca Urco, se había negado a socorrerlo, por lo que aquél imploró ayuda a Viracocha, dios de los Incas, separándose por varias noches de sus compañeros. Se aleja “a cierta parte do ninguno de los suyos le viesen, espacio de dos tiros de onda de la ciudad e que allí se puso en oración al hacedor de todas las cosas que ellos llaman Viracocha Pacha Yachachic…”, escribe Betanzos en su crónica Suma y narración de los Incas. Una noche, “estando el príncipe en su sueño vino a él el Viracocha en figura de hombre” y le dijo: “hijo no tengas pena que yo te enviaré el día que a batalla estuvieses con tus enemigos gente con que los desvarates e quedes victorioso e Ynga Yupanqui entonces despertó deste sueño alegre tomó ánimo y que se fue a los suyos y que les dijo estuviesen alegres porque él lo estaba e que no tuviesen temor que no serían vencidos de sus enemigos que él tenia gente cuando menester lo hubiese e que no les quiso decir otra cosa de qué ni de cómo ni de dónde aunque ellos le interrogaron…”. Viracocha le anuncia también el día en que los enemigos atacarían y se daría la batalla e insiste “yo te socorreré con gente para que lo desbarates y quedes victorioso”. Así ocurrió, en los momentos decisivos del violento y mortal encuentro, porque, cuando el ejército de Inca Yupanqui parecía que iba a ser arrollado y vencido, comenzaron a llegar refuerzos inesperados por todos los lados y el triunfo fue del valeroso príncipe. Garcilaso, por su parte, se refiere también a esa importantísima ayuda y habla que “las piedras y las matas de aquellos campos se convirtieron en hombres y venían a pelear en servicio del príncipe, porque el Sol y el Dios Viracocha lo mandaban así”. Este es el motivo por el que los Chancas, “como creadores de fábulas, desmayaron mucho con esta novela”. Pero agrega algo más. Dice que “todas las piedras que había en aquel campo se tornaron hombres, para pelear con ellos”, por los hijos del Sol, por los defensores de la ciudad del Cuzco y, lógicamente, por el imperio de los Incas.
El príncipe triunfante, transcurrido un tiempo durante el cual se producen una serie de acciones que confirman la victoria y de varios desencuentros con su padre el Inca Viracocha, recibe de éste, finalmente, por sus merecimientos que todos exaltan, la borla imperial que le impone, diciéndole: “Yo te nombro para que de hoy y más te nombren los tuyos en las demás naciones que fuesen sujetas, Pachacuti Inga Yupangue Cápac e Indichuri que dice vuelta de tiempo…” escribe Betanzos. Se trataba nada menos de quien pronto se convertiría en el más grande gobernante del Imperio, Pachacútec Inca Yupanqui, que reedifica, organiza y embellece la ciudad del Cuzco y el que transforma y engrandece el Imperio de los Incas.
La leyenda de los Pururaucas, como dice Porras, es una de las más bellas y sugestivas lecciones del espíritu heroico de los Incas. En realidad fueron los guerreros de los pueblos vecinos y de la propia ciudad del Cuzco, los que se unieron al ejército del príncipe Inca Yupanqui al comprobar el valor y coraje de éste frente a los Chancas, señalándosele como el salvador de la ciudad imperial que su padre y hermano, el uno debido a su ancianidad y el otro por no poseer los arrestos viriles de su hermano menor, habían rehuido defender. Esos mismos hombres fueron leales con él hasta que lograron que asumiera la gloriosa borla de sus antepasados los Incas. “El mito de los Pururaucas, expresa Porras en el último acápite de su hermoso artículo en elogio del pueblo incaico, es tan sólo una bella alegoría incaica para honrar el valor de las propias fuerzas y enaltecer la grandeza del espíritu. Cuando los hombres sienten el acicate de la dignidad y del patriotismo, cuando son capaces del sacrificio y del riesgo, cuando se han educado en el roce del sufrimiento y del esfuerzo, cuando se han sobrepuesto al temor, entonces sus fuerzas se duplican y surgen junto a ellos los invisibles compañeros de granito, que desconocen el miedo y sólo saben el camino de la victoria. Los Pururaucas son los héroes silenciosos y leales que acompañan sólo a los que se atreven…”.
Lo lamentable es que esta leyenda del milagro bélico y las excelsas virtudes de los hijos del Sol, simbolizadas en el príncipe Inca Yupanqui, no figura, por desgracia, en los textos de historia nacional, como dice Porras.
El 29 de Agosto de 1533
Recuerda Guillermo Lohmann Villena en un artículo titulado “Porras historiador y romántico”, publicado en 1963, la forma como Porras incitaba a los profesores jóvenes de historia y a sus alumnos para que ahondaran sus conocimientos en dicha materia. Dice Lohmann Villena que Porras “con absoluta naturalidad espoleaba la inquietud cognoscitiva mediante la frase “Eso es de cultura general”. Es verdad. Porras quería que quienes se dedicaban a la historia o pretendían ingresar en esa especialidad lo hicieran seriamente investigando a fondo nuestro pasado, sometiendo a cuidadosa compulsa los datos obtenidos en los documentos y realizando una rigurosa y desapasionada interpretación de los mismos. Le molestaba la improvisación y las generalizaciones de algunos profesores o alumnos que se calificaban de historiadores. Por lo tanto, para que merecieran el calificativo de tales les exigía prepararse y perseverar en los estudios históricos para ofrecer la verdadera imagen de los hechos. Cuando alguno de ellos publicaba algún artículo o trabajo sin el rigor y el pleno conocimiento histórico o sea, sin poseer la firmeza y seguridad que ofrecen los documentos y las obras de historiadores consagrados, Porras no podía ocultar su desagrado. Inmediatamente llamaba la atención del historiador improvisado o lo rectificaba a través de una publicación precisando los errores cometidos, lo que muchas veces despertaba enojo y hasta inquina en contra del maestro
En realidad no existía en Porras ningún deseo de mortificar o hacer daño a nadie, sino que buscaba que los historiadores no ofrecieran una imagen distorsionada o equivocada de la historia, ya se trate de personajes, instituciones o hechos colectivos del pasado. Sin embargo no ocurría lo mismo cuando se trataba de quienes escribían sin tener como oficio la historia o sólo se referían a ella en forma circunstancial. Para éstos le bastaba a Porras con que tuvieran un conocimiento general del asunto histórico, pero, eso sí, sin dejarse llevar por una mala o equivocada información como resultado de no haber tomado la debida precaución de verificar los datos obtenidos para tal efecto o también por no haber consultado a un autor cuya autoridad en la materia fuese reconocida por todos. El caso era, por consiguiente, distinto al de los especialistas en historia, de manera que respecto de aquellos prefería callar, salvo que el asunto tuviera interés y connotación nacional.
Así ocurrió con el debate producido en la Cámara de Diputados para aprobar la Ley que debía fijar el Día del Tahuantinsuyo o Día del Indio, como se había planteado en el respectivo proyecto. Porras consideraba que no era posible que en un organismo tan importante del Estado como era la Cámara de Diputados se pudieran cometer errores mayúsculos en cuanto a la historia peruana se refiere, porque lo integraban honorables representantes cuya cultura y preparación dábase por descontada y no debía ponerse en duda. Empero no fue así y, desde luego, Porras reaccionó y tomó la decisión de aclarar los desaguisados históricos cometidos sobre el tema en discusión. No debemos olvidar que Porras era catedrático titular de Historia en la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos y de la Universidad Católica del Perú, y era considerado el especialista más destacado en la etapa de la Conquista y en el conocimiento de los cronistas. En consecuencia no pudo eludir el compromiso de referirse a lo acontecido en la sesión de dicha Cámara al tocarse la fecha relacionada con la muerte de Atahualpa. Era fundamental fijar el día del año que debía figurar en la Ley, porque pasaba al calendario cívico nacional con el objeto de que fuera conmemorado todos los años en todos los centros educativos del país, con un programa especial destinado a resaltar los valores del indígena peruano. El propósito era magnífico, quién podía dudarlo, pero era necesario hacer las cosas bien, vale decir mostrar conocimiento de los hechos históricos de nuestra patria y tener sumo cuidado en la escogencia de la fecha más significativa para el pueblo peruano, no cayendo en errores flagrantes como los que Porras se encarga de rectificar en el artículo que se incorpora en este volumen bajo el título de “Atahualpa no murió el 29 de Agosto de 1533”, el que fue publicado en La Prensa, el viernes 31 de agosto de 1945.
Comienza Porras refiriéndose a la muerte de Atahualpa como un “suceso que hirió vivamente la imaginación popular”, respecto del cual “todos los sucesos que la rodearon se hallan comprobados por crónicas y documentos oficiales de la época, por testimonios y cartas particulares de los conquistadores y por otros documentos, públicos y privados, que coadyuvan a restablecer la cronología y la secuela de hechos que antecedieron o siguieron a la ejecución del Inca”. Sin embargo, a pesar de ser verdad lo consignado por Porras y conocido por la mayoría de historiadores, algunos no habían advertido que, junto a hechos concretos, documentalmente comprobados, había una corriente nacida en la imaginación popular destinada a paliar lo sucedido y levantar el espíritu del pueblo vencido. “Desde el día siguiente de la muerte de Atahualpa, dice Porras, el pueblo indígena comienza a trabajar poéticamente sobre el final del Inca y la tragedia de Cajamarca”. De esta manera surge “una profusa leyenda, principalmente de origen quiteño, que inventa episodios que no constan en ningún documento o crónica”. Porras se detiene en cada caso, amparado en su honda versación histórica y reconocida erudición, lo que, por supuesto, dejo de comentar a fin de que los interesados en los hechos históricos de la conquista se informen directamente en lo escrito por el gran maestro.
Más bien me referiré a la controvertida fecha de la muerte de Atahualpa, motivo principal del debate parlamentario que determina que Porras escriba el citado artículo de La Prensa. Ningún cronista de la conquista ni posterior a ella ofrece el dato exacto y verdadero de la fecha en que se llevó a cabo la ejecución del Inca en la ciudad de Cajamarca. Solamente se ha contado con fechas aproximativas y referenciales deducidas de algunos documentos como el relativo al reparto del rescate ofrecido por el Inca, según consta en el libro de tesorería que tenía a su cargo el tesorero Riquelme, en el cual éste apuntaba las regalías para ser entregadas al Rey.
Después de dos siglos, concretamente en la segunda mitad del XVIII, aparece, por primera vez como fecha de la muerte, el 29 de agosto de 1533, en la Historia del Reino de Quito del padre Juan de Velasco. De ella la toman algunos historiadores ecuatorianos dándola como cierta sin la debida comprobación documental ni el respectivo análisis crítico de la obra. Entre ellos está Neptalí Zuñiga que la adopta sin discusión y más bien se empeña en demostrar su validez en su libro Atahualpa o la tragedia Amerindia que mereció el premio Nacional de Biografías de Ecuador en 1941 y que fue publicado en Buenos Aires cuatro años después. En honor a la verdad, ilustres historiadores y escritores ecuatorianos como Jijón y Caamaño, Homero Viteri Lafronte, Gonzalo Zaldumbide, entre otros, y los historiadores peruanos, restaron valor a la obra y a las informaciones referidas en ella por el padre Velasco. La consideraron enteramente imaginativa, anovelada o fabulada, sin sustento documental que respaldara las afirmaciones del autor.
No podía ser de otra manera, por cuanto el padre Velasco escribió en Italia, de memoria, sin papeles ni otras fuentes, indispensables. Como otros jesuitas que lo acompañaron en el destierro se sintió impulsado a exaltar a su país, a la nación quiteña en este caso, de la que había sido alejado injustamente, al igual que sus hermanos de la Compañía de Jesús, por orden de Carlos III, rey de España. “El buen jesuita, escribe Porras, no dice de dónde tomó sus datos ni podía decirlo, porque eran de su invención, como otras muchas cosas de su crónica”, tardía, alejada en el tiempo de las cosas y hechos por él narrados.
A pesar de todo, el día 29 de agosto del año 1533, que sin fundamento alguno se le ocurrió al padre Velasco consignar como fecha de la muerte de Atahualpa, es recogida en los textos escolares, más por inercia o indolencia que por otra razón, y, finalmente, ¡Oh sorpresa!, por los honorables parlamentarios peruanos para celebrar justamente el Día del Indio o Día del Tahuantinsuyo. Porras no podía quedarse callado, porque en sus clases universitarias y en diversas publicaciones había expresado que el 29 de agosto no podía ser la fecha de la ejecución del Inca, y más bien fijaba algunas fechas aproximadas de acuerdo a documentos contemporáneos del suceso. Para abreviar, creo necesario citar al propio doctor Porras. Dice lo siguiente: “En diversos libros publicados desde 1936 y en mis lecciones en la Universidad de San Marcos he demostrado, hasta el cansancio, que Atahualpa no murió el 29 de agosto de 1533, sino acaso un mes y algunos días antes, pero no he tenido la suerte de ser leído por ninguno de los diputados que intervinieron en el debate de ayer, algunos de ellos apreciadísimos amigos y compañeros de estudios. Voy a exponer por esto, rápidamente, las pruebas de que el 29 de agosto de 1533 no ocurrió nada que pueda merecer que se le señale como un día excepcional y menos como el Día del Tahuantinsuyo, que en ningún caso podría ser un día de derrota y de duelo”. Y sigue, “La primera deducción que brota de los cronistas contemporáneos es la que refiere que la ejecución de Atahualpa se realizó inmediatamente después del rescate y que fue en día sábado. El reparto duró, según Jerez, desde el 17 de junio hasta el 25 de julio, ‘Día del Señor Santiago’. Jerez y Estete, los dos cronistas más próximos a los hechos, declaran que la ejecución del Inca se verificó una vez terminado el reparto. Ejecutado el Inca los españoles emprendieron el camino de Jauja. El suplicio de Atahualpa tuvo que realizarse, pues, entre el 25 de julio y el 21 de agosto en que los españoles salieron de Cajamarca. El 29 se hallaban en pleno Callejón de Huaylas y no en Cajamarca”. Porras cita otros documentos que corroboran lo expresado anteriormente, pero creo que con lo dicho queda todo claro y no es preciso agregar nada más.
El doctor Rafael Loredo, en su obra Los Repartos, publicada en 1958, es quien deduce la fecha del ajusticiamiento de Atahualpa. En efecto, Loredo dice que en el reparto no fueron incluidos “dos vasos grandes de oro y la fuente de oro esmaltada que obsequió Atahualpa a Pizarro en la mañana del sábado 26 de julio de 1533, horas antes de ser ajusticiado”. José Antonio del Busto confirma el dato y señala que la ejecución se llevo a cabo al anochecer, después de cumplirse diversos actos previos. Hoy todos los historiadores la dan como válida, pero sin citar la fuente. Loredo, de acuerdo a documentos de la época que encontró en Sevilla y otros archivos, y del Busto, especialista en la conquista, están en lo cierto.
Porras concluye el artículo manifestando que su aclaración histórica no tiene el ánimo de rectificar a nadie porque sus datos se encuentran en publicaciones suyas anteriores y que, más bien, su deseo es colaborar y difundir “nuestras fuentes históricas desdeñadas”. Respecto de las últimas palabras citadas, pienso que Porras repetiría hoy lo mismo, sobre todo porque la cultura, en general, y nuestra historia nacional, en particular, han perdido interés para nuestros gobernantes y dirigentes políticos; han sido prácticamente puestos de lado. Tal vez estamos perdiendo la brújula ante la presión de los nuevos tiempos que nos arrastran fuera de conceptos y normas tradicionalmente aceptados. Es sabido que cada época de la historia tiene sus preocupaciones ineludibles y sus exigencias vitales, pero no por ello debe soslayarse ni dejar que perezca o pase a segundo lugar un elemento fundamental de la vida que constituye la esencia misma del ser humano. Me estoy refiriendo a la educación, a la cultura, que es el alimento del espíritu, del alma, que nos distingue de los demás seres vivientes. El alma y el cuerpo forman un todo integral, armonioso e inseparable, por lo que olvidarse de uno u otro es desconocer una realidad consubstancial a la vida del hombre. Negarlo sería como decir que no existe armonía en el universo. Ojalá que el desaguisado cometido hace cinco décadas no vuelva a repetirse en las esferas políticas ni en otros círculos importantes del país.
El Yaraví
Tema que le atrajo mucho a Porras ha sido desentrañar el origen y desarrollo del yaraví como expresión del pueblo indígena peruano, desde remotos tiempos, así como descubrir los cambios sufridos en él durante el curso de los siglos hasta convertirse acaso en algo distinto a lo que fue en su comienzo. Lo primero que observa Porras es que “No se halla definida hasta ahora claramente cuál es la esencia lírica y humana del yaraví. Se habla de esta canción poética popular –dice–como de la forma más expresiva del alma indígena y se supone que tuvo siempre la misma inspiración melancólica y elegíaca que en nuestros días”. Con el deseo de esclarecer estos conceptos o apreciaciones se plantea algunas interrogaciones sobre todo porque le parece que el espíritu del pueblo incaico “expansivo, dinámico y vital”, expresado a través de la “alegría colectiva, desbordante y dionisiaca de los taquis incaicos y sus ritos agrícolas y domésticos”, y pleno “de salud espiritual y de juvenil optimismo”, no concuerda o no armoniza con el sentido plañidero y quejumbroso que se le atribuye ahora. “Algo hay efectivamente –apunta– que se ha sobrepuesto y fundido con el alma primitiva de la canción incaica, trasmutando su sentido y prestándole nueva entonación sentimental en la que se sienten ecos de líricas lejanas de Occidente, de canciones provenzales, églogas petrarquistas y coplas y seguidillas castellanas”. Pues bien, Porras considera por estos motivos que se deben aclarar “los orígenes del yaraví y separar lo autóctono y original de lo aprendido o importado para determinar los componentes de la aleación actual”. Esta es la tarea que efectúa en el trabajo que se incorpora en el presente volumen.
Porras dilucida el origen y significado del yaraví y puntualiza los cambios producidos con el correr del tiempo en el que el concepto amplio y múltiple que tenía en el siglo XVI, evoluciona y pasa a ser “restringido y monocorde, teñido de melancolía en el siglo XVIII”. Quien lea el trabajo de Porras, escrito con el estilo ágil, ameno, y limpio que lo distinguía y con la versación histórica que le era inherente, encontrará cómo el maestro logra distinguir las variaciones más saltantes realizadas en el fondo y forma del yaraví. Cronistas de primera línea como Cristóbal de Molina, Murúa, Cobo, Poma de Ayala, Garcilaso, traen para él testimonios que le son indiscutibles. En esta forma demuestra que la voz “yaraví” procede del castellano y es mestiza. El nombre primitivo incaico, dice Porras, fue aravi o haravi, y a los poetas, de acuerdo con Garcilaso, los Incas los llamaban haravec o también haravicus. Acuden, asimismo, en amparo de sus afirmaciones los frailes quechuistas y catequizadores autores de gramáticas y vocabularios en lengua quechua, como fray Domingo de Santo Tomás, González Holguín, Torres Rubio y José de Rodríguez que escriben indistintamente en los siglos XVI al XVIII.
No puedo o no debo detenerme comentando las apreciaciones históricas y hasta literarias, verdaderamente interesantes, de Porras, que se encuentran firmemente avaladas e incrementadas con citas de cronistas y quechuistas que dan vida y sustento a lo sostenido por él. Creo que sería quitar al lector el regusto de apreciar personalmente los alcances que da Porras no sólo a las expresiones sentimentales del mundo quechua incaico sino además a las palabras como cuando afirma, basado en las crónicas y vocabularios, que el araví era sinónimo de canción y el haylli el “canto épico que loaba el triunfo del hombre sobre la tierra o sobre el enemigo. El aravi era una canción lírica en la que se modulaban el amor, la tristeza o la alegría, las emociones dulces del hogar o de la vida. El haylli era acompañado con el rudo sonido del huancar y de ‘cajas temerarias’ y el agudo zumbar de los pututos. El aravi se tañía al son tierno del pincullo, de la antara y de la quena-quena”. Y cada una de estas aseveraciones trae una cita de Garcilaso, de Molina, de Murúa, de Poma de Ayala o de Gutiérrez de Santa Clara. De tal manera Porras nos encamina por los vericuetos de la historia y las tradiciones y tanto que la lectura de lo escrito por él resulta fluida e incansable y al mismo tiempo ilustrativa y fecunda, lo que no es frecuente en muchos historiadores que adormecen los sentidos y se termina por no cosechar casi nada de lo que han querido decir o transmitir. En conclusión, en cuanto al término aravi, Porras sostiene que éste “era inseparable de la música; no podía cantarse sin la flauta”, o que el indio enamorado “hablaba por la flauta”, según Garcilaso. Otra anotación es la de que “el aravi no era una canción triste o melancólica. No todo en el amor es triste, como dijo el poeta. El aravi incaico fue triste o alegre, según los momentos anímicos que expresaba. La tristeza del yaraví es un tópico posterior a la conquista y especialmente grato al siglo XVIII”.
De manera pues que el aravi de la alegría, del amor, de fiestas, de sembríos y cosechas cambia con el tiempo y se torna triste, quejumbroso, trasformándose en el yaraví, como en el caso del drama Ollanta que “está ungido de melancolía indígena”. El yaraví de Melgar, surgirá en pleno proceso de mestización espiritual, en el que la quena es reemplazada por la guitarra o vihuela. “El aravi incaico, insiste Porras, es de fiesta de expansión vital y apenas alguna vez en el deliquio de la fiesta sensual se oye la canción lastimosa de las ñustas de que habla Huamán Poma”.
Saltando páginas del brillante artículo de Porras se llega al momento en el que la revista Mercurio Peruano de 1791, se ocupa del Yaraví, lo que me parece imprescindible poner de relieve. Porras sostiene, en primer lugar, que Mariano Melgar no fue el creador del yaraví, según la opinión de muchos autores, no obstante haber sido él quien diera a esa forma poética “su plena forma romántica”. “En 1791–dice– el Mercurio Peruano hablaba del yaraví como de una corriente poética copiosa, de la que había abundantes muestras, pues dice que se componían en diversos metros o endechas de cinco, seis y siete sílabas y también en redondillas, quintillas, cuartetas, décimas y glosas, es decir, en metros típicamente españoles”. Y sigue Porras: “Un colaborador anónimo del Mercurio declara que tiene reunidos doce yaravíes diversos. En El Hijo pródigo, pieza dramática atribuida a Espinosa Medrano, considerada como la producción más antigua del teatro quechua, hay una endecha amorosa, que se canta detrás de la escena, a la que algunos han llamado yaraví, pero no recibe tal nombre en la misma pieza”. Porras menciona también otras canciones con acento y composición que denuncian el carácter mestizo del yaraví, como la que figura en la escena 9a. del drama Ollanta, cuyos versos son “fruto del estro poético de Antonio Valdez, gran poeta desdeñado”, autor de yaravíes que son los que “deciden la suerte del género”. Valdez, de conformidad con documentos encontrados por Porras, fue el autor del drama Ollanta. Escribió yaravíes en quechua y “aunque contengan reminiscencias poéticas castellanas, su espíritu es ya peruano, es decir que está ungido de melancolía indígena. Los yaravíes de Valdez fueron escritos en la lengua ancestral y aun para ser acompañados por la quena; los de Melgar, en pleno proceso de mestización espiritual, no contendrán una sola palabra indígena y reclamarán las cuerdas de la guitarra”.
Para Porras, el “Mercurio Peruano” de 1791, “con su revalorización de todo lo peruano y su inquieta búsqueda de las esencias patrias, marca un momento interesante en la historia del yaraví”. Los contertulios de la Sociedad de Amantes del País, ocultos bajo los seudónimos de Sicramio, Leucipo y Eurifilo, abordan el tema de los yaravíes en una reunión tenida en el campo, y luego en un Rasgo remitido por la Sociedad Poética que se publica en el Mercurio el 22 de diciembre de 1791. Este Rasgo revela la polémica, en la que se aclaran conceptos e interpretaciones del yaraví. Se trata, en efecto, de tres miembros de la Sociedad Amantes del País aficionados a las bellas artes, los que tratan el tema del yaraví y explican el sentido de la música y de la poesía que contiene, los cuales conducen al llanto o la melancolía. El propósito del yaraví para el mercurial escondido en el seudónimo de Sicramio es, escribe Porras, “reflejar la gravedad y seriedad del alma india […] y recoger en buena cuenta la tristeza telúrica del paisaje y asociarla a una pena de amor”. A Sicramio le contradice otro mercurial y así la tertulia amical campestre, entre árboles y plantas, trasladada a la revista, cobra un interés singular para los lectores de aquella importantísima publicación de fines de siglo XVIII, como para todos los que hasta ahora todavía pensamos en la cultura, en la música y la poesía, como componente espiritual indesligable del ser humano, a pesar de los cambios realizados en los últimos tiempos. La exposición de los amigos que publica el Mercurio corre a cargo de Sicramio, considerado como el más instruido en nociones de música , “contrayéndose especialmente a la de los yaravíes”. Por la expresada razón dejo que el lector sea quien acuda al Mercurio Peruano de 1791 y se solace leyendo a los mercuriales que discuten sobre un tema que acaso hoy muchos podrían considerar baladí.
Por último, Porras considera un tercer momento en la evolución del yaraví. Es el representado por Mariano Melgar, quien es el que, conforme a la cita hecha anteriormente, le infunde un aliento revolucionario y patriótico. Es el ideal que imprime en su obra poética. Muerto después de la batalla de Humachiri “sus yaravíes se quedan para siempre en la imaginación popular, oreados de pólvora revolucionaria y de sangre insurgente”, sin perder su “languidez romántica”. Concluye Porras con referencias al yaraví visto por los románticos peruanos y sintetiza su trabajo diciendo que son “notas deshilvanadas” que no bastan para caracterizar toda la trayectoria vital del yaraví. Deja constancia, sin embargo, de que “el yaraví nace alegre en la fiesta jubilar de la cosecha incaica, silencia su voz en los primeros siglos de la conquista y renace preñado de pesadumbre en el siglo XVIII en las representaciones escénicas en las que sorprende, como una expresión nueva de la raza, su infinita melancolía. Es la época aédica o de florecimiento, en el idioma nativo y genuino, cuyos ecos recogería el Mercurio Peruano y más tarde Markham al copiar el cancionero del cura Justiniani. Melgar le prestó el fuego de la pasión criolla y el ardor por la libertad y lo encadenó a las cuerdas de la guitarra”.
La Crónica India
Entre los cronistas estudiados por Porras no podían faltar los que se refirieron a la caída del Imperio de los Incas, visto desde el ángulo indígena. Era indispensable recoger la versión de los caídos y no conocer únicamente la de los vencedores que fueron los que relataron los sucesos en los momentos de la Conquista y primeras décadas de la colonización. La opinión del gran historiador despierta el interés de otros especialistas que deciden seguir su ejemplo. Miguel León-Portilla publica en México, en 1959, el libro Visión de los vencidos, con los testimonios aztecas de la conquista, y, en 1964, El Reverso de la Conquista en el que ofrece una brevísima relación de los principales testigos aztecas, mayas y quechuas. Entre estos últimos figuran Titu Cusi Yupanqui, Huamán Poma de Ayala, Juan Santa Cruz Pachacutic y tres documentos que se refieren a la muerte de Atahualpa y a Manco II. En el Perú, Edmundo Guillén publica, en 1979, La Visión peruana de la conquista. Estas publicaciones, por consiguiente, demuestran la importancia de contar con la versión india para confrontarla con la de los cronistas españoles, a fin de obtener una justa apreciación de aquel suceso histórico.
El tema es tratado por Porras en el estudio que se incorpora al presente volumen bajo el título La Crónica India, así como los concernientes a los cronistas Titu Cusi Yupanqui, Juan Santa Cruz Pachacuti y Felipe Huamán Poma de Ayala. Lo primero que dilucida Porras en relación a la versión del acontecimiento es el hecho de haber sido narrado en las primeras décadas por cronistas castellanos únicamente. La versión india que trasmitiese la impresión y sentimientos del pueblo vencido, apenas pudo deslizarse en las informaciones de los quipucamayocs y en algunos cronistas como Cieza de León, gran amigo de Fray Domingo de Santo Tomás y éste de los naturales que le comunicaron su aflicción y repulsa por los dolorosos sucesos que los hirieron profundamente. “Es sólo en los primeros cronistas indios y mestizos de las postrimerías del siglo XVI en que empieza a escucharse la voz de la raza vencida”, escribe Porras, y señala a los tres cronistas indios antes mencionados junto al mestizo Inca Garcilaso de la Vega. Existió sin duda cierto mestizaje espiritual en los tres primeros de los nombrados por su frecuente contacto con la cultura española, no obstante lo cual su manera de pensar y sentir es diferente a la del mestizo propiamente dicho porque disciernen de diversas maneras y porque “hablan quizás en español, pero piensan en quechua”. Esto es lo que los diferencia de Garcilaso que es el mestizo conforme él mismo lo declara con altivo orgullo y porque así se le descubre a través de toda su vida. Afirma Porras que el insigne cuzqueño es “indio por el querer y por su atávica simpatía a todas las manifestaciones del espíritu Inca, pero su mentalidad es inequívocamente la de un hombre del Renacimiento europeo, hasta por el gusto de la filosofía platónica y por su conciencia, que es la de un caballero cristiano y español”.
Son sumamente importantes las notas que caracterizan la crónica india, que Porras remarca tomando en cuenta la mentalidad del cronista, la influencia ancestral que éste posee y las opiniones de cronistas contemporáneos. Entre ellas sobresalen su tendencia a lo maravilloso indio y cristiano, su actitud fatalista o cohibida ante las presiones externas, su fondo íntimo de protesta no obstante el exterior halagüeño, la ingenuidad primitiva de sus impresiones e imágenes, su vaguedad e inexactitud histórica, compensadas por su amor al folklore y a la tradición popular y, en lo externo, su mezcolanza quechua-española y la crudeza bárbara del estilo. Esos aspectos fundamentales del cronista indio los explica Porras con referencias concretas que definen su personalidad y obra.
El cronista Titu Cusi Yupanqui es quien ofrece la primera versión india de la Conquista, trasladada al papel por fray Marcos García, que fue el encargado de catequizarlo. Titu Cusi fue hijo natural de Manco Inca, aunque él, en su crónica, se considera heredero legítimo y mayorazgo. Porras consigna noticias relacionadas con la vida de Titu Cusi, entre ellas sus actividades como rebelde en las montañas de Vilcabamba después de la muerte de su padre, y su posterior entendimiento con las autoridades virreinales hasta convertirse en 1566 en vasallo del monarca español. En la capitulación respectiva se estableció el compromiso de nombrar un corregidor para que hiciera justicia en las provincias rebeldes, un clérigo y frailes para el adoctrinamiento de los naturales. Entre los indios y españoles habría paz perpetua, según quedó acordado. Dicha capitulación fue aprobada en octubre del indicado año. La crónica de Titu Cusi se refiere al sitio del Cuzco por Manco Inca y a la etapa de los Incas en Vilcabamba. Relata también la captura de Atahualpa, aspectos de la insurrección de su padre y referencias sobre los conquistadores “que eran hombres que hablaban a solas con unos paños blancos –para decir que leían– que iban sobre animales que tenían los pies de plata y que eran dueños de algunas illapas o truenos”.
Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua, cronista indio por los cuatro costados como dice el gran historiador Marcos Jiménez de la Espada, y Collagua de Canchis, escribió la Relación de antigüedades deste Reyno del Piru. Porras considera esta crónica como la versión más pura de la historia incaica y al autor como el más directo y veraz de los cronistas indios o indianizados. Opina, además, que la crónica es la simple traducción de los cantares históricos del pueblo incaico, sobre las hazañas de los monarcas”, que escuchó de niño, y que “la técnica del canto épico está palpable en todo el libro y lo que se censura a Pachacutic de exageración o puerilidad es precisamente quilate de su veracidad, porque es tan sólo la fidelidad del autor al texto poético que traslada”. Estas afirmaciones de Porras son muy importantes y sirven para ahondar en ellas sobre todo teniendo a la vista las apreciaciones formuladas a propósito de la edición facsimilar y respectiva transcripción paleográfica de la Relación. Esta ha sido hecha por el Instituto Francés de Estudios Andinos y el Centro de Estudios Nacionales Andinos –Bartolomé de las Casas, Cusco-1993– y trae un valioso estudio etno-histórico y lingüístico de Pierre Duviols y César Itier. Nota interesante dentro del estudio de Porras es la que dice “Los hechos relatados por Santa Cruz Pachacuti constan en otros cronistas: Sarmiento de Gamboa y Cabello Balboa bebieron probablemente los mismos cantares, pero Santa Cruz Pachacuti conservó intacta la frescura primitiva del poema original […] Los otros escardaron el texto de elementos maravillosos, él tuvo el mérito de no haber suprimido la poesía, que es también de la más honda historia de un pueblo”.
Huamán Poma de Ayala
No obstante formar un cuerpo aparte dentro de los cronistas estudiados por Porras, se incorpora en el presente volumen el ensayo sobre Huamán Poma de Ayala que fuera publicado en 1948, en su versión final, con el título de El Cronista Indio Felipe Huamán Poma de Ayala. Se ha tenido en cuenta para ello el hecho de ser prácticamente el primer trabajo en el cual se rastrea la vida del cronista indio no solamente en base a las brevísimas y contradictorias referencias personales dejadas por éste en su extenso manuscrito sino también por la variada gama de informaciones de la época empleadas por Porras, en orgánica utilización de datos y relaciones no tenidos en cuenta hasta entonces. Además se ha considerado la apreciación crítica rigurosa en la que señala el valor histórico-documental de la Nueva Coronica y Buen Gobierno, que muchos autores posteriores no han tenido en cuenta por no haber leído atentamente, o por haber leído a medias, el trabajo de Porras.
Paul Rivet publicó en 1936 la obra de Huamán Poma en edición facsimilar incorporando como introducción el estudio de Richard Pietschmann en el cual éste informa sobre el valioso descubrimiento del manuscrito en Copenhague, 1908, y además realiza las primeras averiguaciones acerca del autor con datos extraídos de la propia crónica, vale decir de las dispersas noticias dejadas por Huamán Poma, entre ellas la carta que su padre Martín de Ayala dirige al rey Felipe III. Arthur Posnansky, por su parte, al editar la Nueva Coronica en letras de molde, en La Paz, Bolivia, 1944, se limita a exaltar la personalidad y contribución del cronista indio, pero sin ofrecer nada nuevo en relación a su biografía, pues apenas hace referencias generales y sucintas sin aportar datos concretos, precisos, que pudieran aclarar la hasta ese momento enigmática figura del autor. Porras, en cambio, aparte de realizar con detenimiento y severa confrontación y análisis el rastreo autobiográfico busca nuevos derroteros que conduzcan al propósito de encontrar la huella vital del autor en el contexto de otros documentos e informaciones de la misma época. De esta manera abre una amplia gama de perspectivas destinadas a alcanzar aquel objetivo y, además, permiten un certero enfoque en relación a la interpretación de la obra y su importancia en el conjunto de las crónicas de los siglos XVI y XVII.
Porras divide su estudio en dos capítulos fundamentales con el objeto de esclarecer hechos, muchos de ellos contradictorios, tanto en lo que respecta a los datos biográficos como a la obra, señalando al mismo tiempo el valor de ésta y su contribución dentro de las crónicas de su época. Ellos son: I- El rastreo autobiográfico y II- La obra. Comienza refiriéndose al extravío y hallazgo de la Nueva Coronica por Richard Pietschmann en 1908 y su publicación facsimilar por Rivet en 1936, que motiva e incita a los historiógrafos peruanos a realizar estudios sobre el autor y su obra desde diversos ángulos o puntos de vista. Luego, de acuerdo a los datos proporcionados en la Nueva Coronica, se refiere a los Yarovilca Allauca Huanucos, señores del Chinchaysuyo, de los cuales Huamán Poma afirma descender. Sobre el particular, Porras dice que habría que creerle, provisionalmente, “bajo su palabra, prescindiendo de sus errores, jactancias, contradicciones y absurdos frecuentes”. En tal sentido, busca hilvanar las referencias existentes en la crónica hasta encontrar aquella posible vinculación familiar de los Yarovilcas con la dinastía real de los Incas, a la cual Huamán Poma se ufana de pertenecer. Son interesantes los datos que consigna referentes al abuelo y al padre, así como a la posibilidad de que Anello Oliva, autor de una historia breve del Perú antiguo, descubrimiento y conquista, e interesado por las tradiciones indígenas, hubiese conocido a Huamán Poma que era gran amigo de los jesuitas. Largo sería seguir el curso de otras vinculaciones familiares de Huamán Poma a las que Porras se refiere con detenimiento corrigiendo o rectificando hechos, fechas, nombres de personajes, de lugares y otros datos consignados erróneamente por el cronista según los documentos oficiales, crónicas e informaciones de la época que cita Porras. De la misma manera se ocupa del problema relativo al lugar y fecha de su nacimiento, a su educación y recorrido vital. En este último aspecto, como lo confirmara en un valioso estudio reciente la destacada historiadora Rolena Adorno, Porras confrontando datos y referencias del propio autor, precisa que “la única región que verdaderamente conoció y recorrió Huamán Poma fue la de Huamanga y no toda su extensión sino las partes más próximas a la provincia de Lucanas y a su pueblo de San Cristóbal de Suntunto”. “El resto de la experiencia geográfica de Huamán Poma –agrega Porras– lo constituye el itinerario de Huamanga a Lima, por Huancayo o por Ica. En su descripción de las ciudades del Perú se demuestra claramente esta deficiencia viajera del cronista”. Culmina Porras el pormenorizado rastreo autobiográfico de Huamán Poma con la llegada de éste, octogenario y abatido por pesares diversos, a la Ciudad de los Reyes en donde probablemente murió en 1615 bajo el gobierno del Virrey Marqués de Montesclaros.
El segundo capítulo del estudio de Porras que se refiere a la Nueva Coronica y Buen Gobierno es, asimismo, minucioso y sujeto a rigurosa confrontación de informaciones y documentos que le permiten evaluar su contenido. Encuentra, en primer término, dos partes claramente definidas: la primera que corresponde a la Nueva Coronica que trata de la historia antigua o sea de los “antepasados aguelos y mis padres y señores que fueron antes del Inga”, según Huamán Poma, y la segunda que es, dice Porras, “la descripción de la vida provincial bajo el régimen español denunciando sus vicios y abusos, la explotación del indio por las demás clases sociales y proponiendo las reformas necesarias a su juicio”. De lo dicho puede colegirse la importancia verdaderamente fundamental que ambas partes poseen para la arqueología y el folklore prehispánicos y para la historia social y administrativa de la Colonia. Rolena Adorno, por su parte, señala que Huamán Poma “conoce la historia antigua andina y la de la conquista española a través de las tradiciones orales andinas más las tempranas relaciones y crónicas españolas, publicadas éstas a mediados del siglo XVI”. Dice además: “Su propia elaboración de la historia se ubica en el contexto de la perspectiva andina y en el de su conocimiento de la polémica sobre la conquista y la filosofía lascasiana al respecto. Los capítulos dedicados al pasado revelan que el propósito del autor no es exclusivamente etnográfico ni histórico, sino que su interpretación del pasado apoya sus aseveraciones sobre el presente para asegurar la reparación de agravios en el futuro”. Es importante lo anotado por la autora en su valioso libro Cronista y Príncipe, porque efectivamente Huamán Poma sabía de los escritos de Bartolomé de las Casas y conocía las obras de fray Domingo de Santo Tomás, quien junto con fray Tomás de San Martín, fue informante del Apóstol de las Indias. Indudablemente estos destacados dominicos contribuyeron mucho en el pensamiento del cronista indio y le facilitaron los argumentos para defender al pueblo indígena de los maltratos y agravios cometidos no sólo por los encomenderos y autoridades virreinales sino también por los caciques coludidos con ellos. Pero además, Huamán Poma conocía las obras de José de Acosta, Luis Gerónimo de Oré, Miguel Cabello de Valboa, Cristóbal de Molina, el cuzqueño, “gran lenguaraz muy antiguo de la lengua quichua y aymara”, y, desde luego, al mercedario Martín de Murúa con quien tuvo algunos encuentros personales, del que dice que fue comendador del pueblo de Yanaoca y escribió un libro.
Porras se refiere ampliamente a la obra de Huamán Poma y no es del caso que me detenga punto por punto en el detalle de lo expresado por él. Sin embargo vale la pena seguir el orden establecido para una mayor y mejor comprensión tanto del contenido de la crónica como del estudio crítico y conceptos emitidos por Porras respecto de la misma y del autor.
Lo primero que comprueba Porras es la forma como Huamán Poma concibe y desarrolla su trabajo. En este aspecto encuentra que no existe una narración fluida y coordinada de los hechos sino fragmentos casi siempre independientes, vale decir sin una verdadera trabazón interna. Esto ocurre, entre otras razones, porque el cronista incorpora dibujos de personajes, sucesos, ciudades, etc. con leyendas o explicaciones atinentes a cada uno de ellos, como si se tratara de un film y su respectiva leyenda escrita. De esta manera, “la historia está subordinada a éstos y no los dibujos en función o ilustración de la historia”. Es por ello que Porras dice, con toda razón, que “en lugar de una historia de los Incas tenemos una serie de biografías y apuntes sumarios sobre leyes, fiestas, oraciones, bailes, oficios o cargos de la administración incaica, siempre dosificados dentro del marco constreñido de una página. Es el método de la albañilería incaica trasladado a la crónica”. Lo dicho merece acaso una reflexión. Algunos historiadores han criticado a Porras tomando en cuenta sus opiniones y discrepancias en relación a las contradicciones, yerros, confusión y falta de concatenación en el desarrollo de la obra y en la exposición confusa del propio pensamiento del autor, es decir sobre el aspecto formal mas no al contenido mismo. No han advertido, probablemente por falta de una lectura atenta del estudio de Porras, que éste en vez de criticar el fondo de la obra, vale decir, las ideas y pensamiento de Huamán Poma, las acoge y hasta las confirma mediante documentos y declaraciones de otros cronistas y personajes contemporáneos de aquél.
Porras, siguiendo el orden establecido por Huamán Poma, se ocupa en primer término de la época pre-incaica. Lo más interesante aquí está en el hecho de considerar Huamán Poma un larguísimo periodo de siglos y miles de años anteriores al surgimiento de los Incas. Porras piensa que esto debe provenir “probablemente de remotísima tradición oral, sobre las primeras edades del Perú”. Cabe indicar a este respecto que Huamán Poma es posiblemente uno de los cronistas que recoge con más persistencia las tradiciones e informaciones orales, lo que concede a su obra interés muy especial luego de analizar y verificar los datos aportados. La huella supérstite en labios del pueblo, aunque no tenga las características de seguridad histórica por carecer de respaldo documental y porque puede sufrir alteraciones con el acontecer del tiempo, no deja de poseer algo mágico y persistente en el alma colectiva sobre todo en lo que concierne a las tradiciones y costumbres populares. Pero este no es el asunto a tratar a propósito de la tradición sobre la creación del mundo y de las etapas en que Huamán Poma divide la época pre-incaica, podría decirse del milenario mundo andino. Lo cierto es que Huamán Poma habla de una época lejana en que los hombres vivían en cuevas y peñascos como los animales, hasta que aparecieron los Huari huiracocha runa que introducen el uso de la vestimenta y algunos instrumentos para el cultivo de la tierra, época que dura varios siglos. Vienen enseguida una segunda y tercera generación, los Huari Runa y los Purun Runa, respectivamente, que permanecen por más de dos mil años y que mejoran progresivamente el status social y cultural.
Finalmente surge una cuarta generación, la de los Auca Runa que se caracterizan por ser guerreros y que incorporan a su dominio, por las armas, amplias extensiones de territorio, perdurando su dominio 2100 años. En esta época, que Huamán Poma se complace en resaltar, florece la dinastía de los Pomas y los Huamanes, y dentro de ella la dinastía de los Yarovilcas, de la que dice descender el cronista. Lo interesante del caso, como lo señala Porras, es que Huamán Poma traslada o atribuye a los Yarovilcas todas las virtudes y valores de los Incas. Por este motivo dice que “la exaltación de la bondad incomparable de aquella lejana era, en que no había tributos ni trabajos forzados, es, en el fondo, una cazurra burla del indio yarovilca contra Incas y españoles”.
A propósito de las cuatro edades o épocas en que Huamán Poma divide el mundo anterior a la época de los Incas, habría que mencionar como noticia a resaltar que fray Buenaventura Salinas y Córdoba también establece esas cuatro edades del Perú pre-colombino. Buenaventura Salinas, como lo supone el doctor Luis Valcárcel, probablemente conoció la crónica de Huamán Poma cuando trabajaba en el Palacio virreinal por los años 1615 y 1616. No era quechuista pero estuvo interesado en los hechos históricos del Perú antiguo y conocía a los cronistas Zárate, Gomara, Cieza, Oviedo, Garcilaso a los que cita en su obra Memorial de las Historias del Nuevo Mundo Piru, impresa en Lima por Gerónimo de Contreras en 1630. Lo cierto es que Buenaventura Salinas en el primer discurso de su obra consigna también cuatro edades regidas por capitanes y caudillos: los Huari Viracocha Runa, los Huari Runa, los Purun Runa y los Auca Runa, todos los cuales abarcaron más de 3 600 años en el mundo primitivo anterior a los Incas. Existe, pues, una rara coincidencia, salvo brevísimas discrepancias, entre Huamán Poma y Buenaventura Salinas sobre aquellas lejanas edades que no figuran en otros cronistas.
En relación a la etapa milenaria del mundo primitivo habría que agregar también algunos conceptos de Porras en los que se refiere a cómo Huamán Poma, “recogió tradiciones orales muy antiguas conservadas en el fondo inmemorial de los pueblos de la serranía andina” las que son “imposibles de comprobar y en las que predomina la esencia poética de los mitos y de los sueños que es fundamentalmente diversa de la lógica histórica” “La contribución de Huamán Poma, dice Porras, es, por esto mismo, muy apreciable para el estudio de las épocas pre-históricas del Perú. Huamán Poma, tratando de revivir el espíritu y los hechos de la época pre-incaica, que el Inca Garcilaso y otros cronistas desdeñaron, puede reclamar, para esta época, la primacía que aquellos detentan en las otras, y ser considerado como el Garcilaso de la época pre-incaica”. Agrega, asimismo, “Sin aceptar íntegramente su versión, hay que reconocer que él ha descorrido, en algo, el velo de la más antigua historia peruana y hallamos que no todo es invención, por las coincidencias que sobre estas antiguas edades se encuentran entre muchas afirmaciones de Huamán Poma y referencias hasta ahora aisladas e incomprendidas en las crónicas de Cristóbal de Molina, Cieza, Sarmiento de Gamboa, Santa Cruz Pachacutic y el padre Cobo. Comparándolas, se pueden restaurar algunos eslabones de la perdida cadena histórica. Así, Santa Cruz Pachacútec habla de los tiempos de Purunpacha, que recuerdan a Purunruna de Huamán Poma, ambos hablan de Tocay Cápac y Pinau Cápac, refiriéndose ambos a los mismos fondos insondables de la tradición oral”.
A continuación el estudio de Porras se refiere a la historia incaica en la obra de Huamán Poma, en la cual, dice, “falta, sobre todo, la evolución gradual del imperio y la asimilación lenta y tenaz de los pueblos sometidos”. Y, agrega, “no se percibe a través de la biografía sumaria de cada Inca, la creciente grandeza del Tahuantinsuyo, las luchas y rivalidades con las tribus vecinas y los avances y retrocesos hasta el reinado expansionista de los últimos Incas. En la crónica de Huamán Poma no se siente, siquiera, el formidable peligro de la invasión de los Chancas hasta las puertas mismas del Cuzco”. Porras aclara, en esta forma, hechos históricos en los cuales los Incas fueron protagonistas indiscutibles, los que crearon la grandeza del Imperio, a los cuales Huamán Poma olvida o rehúye mencionar por su interés en exaltar a los Yarovilcas Huanucos, de los que se considera descendiente. No obstante ello, Porras prefiere disculpar al cronista, expresando que lo ocurrido probablemente “proviene de la estrechez de la página correspondiente a cada Inca, que constriñe al cronista a conceder el mismo espacio al reinado de Incas insignificantes, como al de los grandes conquistadores Pachacútec o Túpac Yupanqui”. Y no sólo esto, sino además, “para el criterio de Huamán Poma los Incas, como los españoles, son unos advenedizos y los verdaderos señores de la tierra son los antiguos pobladores Auquiconas y Ñustaconas”. Para confirmar lo dicho, Porras cita frases del propio Huamán Poma en las que el nombre Inga, según éste, tiene diversos significados según la forma como es usado o el aditivo quechua al que va unido, así “Ynga no quiere decir Rey cino que ynga ay gente vaja como chilque ynga ollero – acos ynga enbustero”, etc. Otras frases de Huamán Poma inciden en su inocultable aversión a los Incas, particularmente “en contra de la figura más venerada de los Incas, contra el fundador semi-divino del Imperio o sea el Inca Manco Cápac”. En este sentido, según Porras, Huamán Poma “colabora con los más acres cronistas toledanos, no sólo en la afirmación de la tiranía de los Incas y de los rudos usos guerreros de éstos y en la existencia de los sacrificios humanos, sino que agrega otros hábitos bárbaros que parangonan las costumbres de los Incas con las de los antiguos imperios orientales.” Las citas de Huamán Poma sobre este particular son muchas como la de que el capitán Rumiñahui mató al infante Illescas y “del pellexo hizo tanbor de la cavesa hizo mate de beber chicha y de los guesos antara y de los dientes y muelas quiro guallca” o sea gorjal de muelas.
Aparte de esas y otras informaciones que desfiguran la realidad del pueblo incaico, Huamán Poma consigna las que se refieren a leyes y ordenanzas que inciden sobre la organización administrativa, el trabajo, la familia y algunos aspectos más en el imperio incaico, que Porras no deja de recoger reforzándolas con citas de cronistas contemporáneos o anteriores a aquél. Entre las contribuciones de Huamán Poma que Porras se complace en relievar, considerándolas como i-napreciables, están las referentes al folklore andino y las fiestas incaicas. “El Cronista nos refiere, escribe Porras, mes a mes, las fiestas y canciones –aravis, hayllis y taquis– de los indios de las diversas regiones del Perú. Recoge en quechua o en aymara y en otros dialectos, los textos mismos de las canciones indígenas y nos describe los instrumentos musicales con las que las acompañaban. Están allí las canciones de la siembra y de la cosecha, el aymoray cuando se llevaba el maíz a los trojes, los cantos de los pastores o llamamiches y los cantos regionales de los collasuyos, los contisuyos y andesuyos”.
Conforme apunta Porras, la segunda parte de la obra de Huamán Poma es la que se titula Buen Gobierno y “está destinada a analizar y censurar la realidad social y política de la época en que le tocó vivir al cronista”, o sea que trata de las primeras décadas del gobierno colonial. Sobre el particular, dice Porras que más que una crónica son “una serie de memoriales y proyectos dirigidos al Rey y a las autoridades coloniales, en los que se mezclan quejas y protestas justísimas por los abusos de algunos funcionarios provinciales”. Las principales diatribas, añade, “están dirigidas contra la tríade provincial que representan el corregidor, el cura doctrinero y el cacique indio, con su cortejo de ‘mandones’ y de ‘mandoncillos’”. El cuadro del sistema opresivo que pinta Huamán Poma es, precisamente, el que determina la “disminución de la raza indígena y de la población de las ciudades y villorrios andinos. Los indios huyen a las punas y las soledades agrestes para librarse de las extorsiones y abusos de los funcionarios de la ciudad”. “Es el lamento más constante en la pluma de Huamán Poma”, escribe Porras. Las quejas de Huamán Poma en esta parte están enderezadas principalmente contra el virrey Francisco de Toledo y las ordenanzas dictadas por éste, entre ellas las que dispone el nombramiento de corregidores para las provincias, de los que dice que son los causantes de “gran daño y pleytos y perdiciones de los yndios y como se perderá la tierra y quedara solitario y despoblado todo el rreyno y quedara muy pobre el rrey por causa de dicho corregidor, padre encomendero y demás españoles que roban a los yndios sus haziendas y tierra y casas y sementeras y pastos y sus mugeres y hijas…” Porras, agrega a lo dicho por el cronista, que “es la opinión de los virreyes contemporáneos don Garcia Hurtado de Mendoza y don Luis de Velasco que coinciden casi literalmente en sus expresiones con Huamán Poma”.
Muchos otros asuntos tocados por Huamán Poma en la parte del Buen Gobierno son mencionados y comentados por Porras, con amplio conocimiento de la realidad existente y del accionar de los funcionarios reales y de la aplicación de las leyes respectivas. Una breve enumeración de los mismos puede dar idea de la amplitud que significaría consignarlos en esta introducción. El cronista se refiere a los maltratos del indio por el cobro de los tributos; al corregidor y sus excesos como funcionario real que se colude con el encomendero, el fraile, el cacique y el escribano; a los españoles que medran a la sombra del corregidor; a los curas doctrineros, aunque reconoce que algunos de ellos dan buen ejemplo y defienden al indio; a los criollos, mestizos y castas intermedias y a los propios indios, cuyos defectos y virtudes menciona. Todo lo cual constituye un verdadero arsenal de informaciones de las que se pueden extraer conclusiones importantes acerca de la Nueva Coronica y Buen Gobierno. Porras lo reconoce así, al expresar que “Con los apuntes dispersos e insistentes hasta la saciedad de Huamán Poma, se puede rehacer el cuadro de la administración provincial española en la época colonial y el de las diversas escalas sociales que lo integraban. Una rápida comparación entre los datos del cronista y los contenidos en otros documentos oficiales de la época basta para acreditar la veracidad y realismo de sus acusaciones”.
Porras toca después algunas facetas de la personalidad de Huamán Poma y se refiere también a sus proyectos reformistas del mundo colonial. Sigue con una apreciación sobre el valor histórico y moral de la obra para luego ocuparse de la versión del cronista acerca de la conquista y la colonización. Concluye Porras refiriéndose al carácter satírico y burlón del cronista, y emite apreciaciones críticas sobre el autor y la obra, todo lo cual abarca buen número de páginas que, por lo mismo y por el interés que poseen, dejo de revisar a fin de que el estudioso interesado en el tema Huamán Poma, luego de leerlas, aprecie el trabajo de Porras, desapasionadamente y con el rigor que le corresponde como lo ha hecho Rolena Adorno, a quien me refiero a continuación.
olena Adorno, destacada historiadora, ampliamente conocida entre los especialistas de Huamán Poma por su obra Cronista y Príncipe, ha escrito recientemente sobre el valor del ensayo de Porras, que fuera publicado hace cincuenta años, Considera que las lecciones de Porras sobre la manera de “emprender una investigación textual e histórica”, siguen vigentes. En tal sentido, afirma, “Someter documentos nuevamente hallados a un escrutinio riguroso es imprescindible y eso es precisamente lo que él hizo”. Lo dice a propósito de un valioso trabajo que acaba de realizar sobre Huamán Poma en el que analiza dos importantes documentos encontrados en los últimos años que se refieren a la existencia real del cronista indio, es decir al hombre de carne y hueso. Cabe recordar que al momento de escribir Porras sobre Huamán Poma y su obra no se tenía documento alguno que certificara la existencia de éste, salvo las noticias consignadas en su crónica. Sin embargo, en el Post scriptum de la edición de 1948, logró dar a conocer “dos huellas documentales directas halladas en archivos diversos”: un amparo en posesión a los hijos del cacique de Lurinsaya, en Huamanga, de 20 de noviembre de 1595, que ratifica ‘don Philipe Guaman Poma’, probablemente en condición de secretario o escribiente, y una carta dirigida por Felipe [Guaman Poma] de Ayala al rey, desde el pueblo de Santiago de Chipao, de la provincia de Lucanas Andamarcas, de fecha 14 de febrero de 1615, con la que, precisamente, remite la crónica. A estos documentos agrega Porras las relaciones de méritos y servicios del capitán Luis Dávalos de Ayala quien, anota Porras, “convivió con la madre del cronista doña Juana Curi Ocllo e influyó grandemente en la vida de éste, dándole seguramente su protección y apellido”.
ues bien, medio siglo después, Rolena Adorno tiene en sus manos dos “documentos de gran relevancia para la historia de la vida de Guaman Poma”. Dichos documentos –dice la ilustre historiadora– son: “El primero (la compulsa Ayacucho), analizado y publicado por Juan C. Zorrilla A. en 1977, que forma parte de una compulsa elaborada para un juicio por tierras que sostuvo la comunidad de Chiara contra su hacendado el año de 1807. El segundo (el Expediente Prado Tello), editado y sacado a luz en 1991 por monseñor Elías Prado Tello y Alfredo Prado Prado y sustanciosamente prologado por el historiador Pablo Macera, que es el expediente en el cual Guaman Poma apareció como peticionario en la década de 1590”. Y agrega: “Sin duda, esta última publicación ha sido un acontecimiento bibliográfico de máxima importancia para el conocimiento de las actividades del cronista andino”. A estas dos publicaciones Rolena Adorno concede una atención prioritaria porque le permiten señalar aspectos fundamentales de la vida y obra de Huamán Poma. Y al hacerlo con la solvencia intelectual y el rigor histórico que la caracterizan, ha llegado a conclusiones que revelan cómo Porras sin haber contado con dichos documentos había logrado precisar referencias muy concretas sobre la vida de Huamán Poma y, además, señalar los alcances de la obra de éste en dos aspectos fundamentales: “los límites geográficos de la experiencia vital del cronista y la parcialidad étnica de su perspectiva”. Por esta razón, Rolena Adorno ha declarado, en el trabajo que comento, su “reconocimiento a la contribución del doctor Porras al conocimiento de la figura de Guaman Poma y su obra”, así como por la forma como trató el asunto, es decir mediante el escrutinio riguroso imprescindible que es lo que todo buen historiador debe realizar. Debo recalcar que el trabajo de Rolena Adorno, que es un homenaje a Porras, es producto de esfuerzo paciente, laborioso y serio, lo que se percibe particularmente en la compulsa que ha efectuado de los citados documentos.
De acuerdo a ellos y tomando en cuenta lo hecho por Porras, Rolena Adorno recuerda, cito sus palabras, “que en los años cuarenta el doctor Porras había estudiado en detalle la perspectiva local de Guaman Poma. La relevancia del balance crítico hecho por el distinguido historiador peruano consiste en haber destacado los límites geográficos de la experiencia vital del cronista y la parcialidad étnica de su perspectiva. Porras reconoció la corta extensión del peregrinaje de éste, mayormente en el Obispado de Huamanga en las partes más próximas a la provincia de Lucanas Andamarcas, tanto como su residencia infantil en el Cuzco y su repetida trayectoria de Huamanga y Lima por Huancayo o por Ica. Destacó también el carácter provinciano de sus ideas reformadoras fundadas en un ‘rígido estatismo’ jerárquico y aristocrático que buscaba la restauración de los antiguos caciques; perfiló acertadamente al Guaman Poma que proclamaba la tiranía de los Incas, a quienes veía como posteriormente a los españoles como advenedizos e intrusos, que reservaba su protesta más airada ‘por el despojo de sus caciques principales y por la mezcla de la raza’ y su odio capital por el mestizaje”.
Pero Rolena Adorno no solamente ha precisado en la obra de Porras los aspectos mencionados que indudablemente son esclarecedores respecto de la experiencia vital del cronista y de sus propósitos reformadores, sino también las contribuciones que éste presenta en otros campos, los mismos que Porras no deja de resaltar. Algunos historiadores, al parecer, no han leído la obra completa de Porras y se han dejado llevar por algunos conceptos vertidos por él en las primeras líneas de ella en relación al estilo y la sintaxis del cronista, así como a la confusión mental en la exposición de sus ideas e informaciones. Quienes hayan leído la Nueva Coronica –que deben ser poquísimos o sólo los especialistas en Huamán Poma– no pueden dejar de aceptar que el cronista indio no conocía bien el castellano para disfrutar de un buen estilo ni que es claro, preciso y puntual en sus conceptos, sino más bien confuso y hasta enrevesado en buena parte de su obra. Sostener lo contrario es simplemente carecer de sindéresis conceptual. Piénsese, además, que a ello se suman los persistentes párrafos en quechua que, estoy seguro, casi todos los historiadores, salvo contados quechuistas, desconocen. Por último, no se ha tenido en cuenta que Porras, al emitir aquellos conceptos considerados por algunos como injustos o exagerados, pensaba en los destacados cronistas que cita al iniciar el estudio sobre Huamán Poma, es decir en Garcilaso, Sarmiento de Gamboa, Gutiérrez de Santa Clara y Pedro Cieza de Leon. De manera, pues, que tratar de restar valor al trabajo de Porras sobre el cronista indio en base únicamente a las citadas expresiones que más se refieren a su personalidad y cultura, sería, por ejemplo, como negar la importancia de la obra de Huamán Poma sólo por el hecho de haber expresado éste que el Vocabulario del gran quechuista fray Domingo de Santo Tomás en “la lengua del cuzco chinchaysuyo quichua” se encuentra “todo revuelto con la lengua española y no escribió la descendencia de los primeros indios cómo de qué manera fue y multiplicó antiguamente de los primeros señores reyes pacarimoc y de sus vidas y de los indios…”.
Por lo expuesto me parece oportuno volver a citar a la distinguida historiadora, quien dice lo siguiente: “A pesar de haber caracterizado a Guaman Poma por un ‘pensamiento confuso’ que conocía mal la historia de los Incas y su obra por ‘el método de albañilería incaica trasladado a la crónica’, al mismo tiempo el doctor Porras reconoció como frescas y originales las contribuciones de Guaman Poma al conocimiento de las costumbres, ritos y creencias andinas y subrayó la veracidad y realismo de sus acusaciones en contra de los corregidores, encomenderos, curas doctrineros, criollos y mestizos, comparándolos con testimonios semejantes ofrecidos por los virreyes en sus documentos oficiales” Dice asimismo, que “en la primera época de las investigaciones sobre Guaman Poma el doctor Porras estableció el valor y la importancia del testimonio del cronista como un observador perspicaz de la sociedad virreinal al nivel local y como una auténtica voz andina que conocía las tradiciones orales y rituales del pueblo”. Creo que con estas esclarecedoras apreciaciones de la gran especialista en nuestro cronista indio quedan desvirtuadas algunas de las opiniones vertidas en contra del insigne historiador peruano Porras Barrenechea, con relación a su obra El Cronista Indio Felipe Huamán Poma de Ayala.
La Supervivencia del Quechua
Es importante anotar cómo Porras estudia el proceso referido a la supervivencia del quechua y todo lo que hicieron los curas y frailes españoles en tal sentido. No sólo nos presenta a los quechuistas clásicos como Domingo de Santo Tomás (s. XVI), Diego González Holguín (s.XVII) y otros, sino también a los que regentaron cátedras eclesiásticas como Juan de Balboa –primer catedrático de quechua en San Marcos– (15791590); Fray Juan Martínez de Ormachea, Antonio de la Cerna, Juan Roxo Mexia, Diego Arias Villaroel, Joaquín de Avalos Chauca y otros hasta el siglo XVIII en que, por decreto del Virrey Jáuregui (1784) se extingue, para dar paso a un cambio en la política del gobierno virreinal. No deja de mencionar, asimismo, a fray Luis Gerónimo de Oré, criollo guamanguino amigo de Garcilaso y autor del Símbolo Católico Indiano, publicado por Antonio Ricardo en 1588. Según Porras, Oré ofrece en el Símbolo “un arte en quechua y aymara, una descripción geográfica del Perú y de los naturales de él y noticias sobre el origen de los indios, o sea, la primera prosa científica escrita en quechua”. Larga es la relación de quechuistas que Porras recuerda y que no es del caso mencionar en esta introducción. Sin embargo, habría que decir que Porras no solamente los cita sino que, aparte de la rigurosa apreciación crítica, ofrece importantes datos biográficos y bibliográficos sobre cada uno de ellos, producto de arduas investigaciones personales que después son aprovechadas por posteriores historiadores. Y además Porras fija el papel que desempeñó la Universidad en la tarea de revelar y estudiar las lenguas indígenas desde el siglo XVI y de haber sido fray Domingo de Santo Tomás el descubridor de los secretos de la estructura gramatical del quechua y de los tesoros culturales del Incario contenidos, para conocimiento de los etnógrafos futuros, en su importantísima obra Lexicón o Vocabulario de la lengua general del Perú.
Porras es por consiguiente de los estudiosos más destacados entre los que han cultivado la historia lingüística peruana. Es de los que en el presente siglo, exactamente desde 1919 en que funda el Conversatorio Universitario, plantea la necesidad de estudiar el quechua como componente de la cultura peruana contemporánea. Como ha precisado en reciente estudio el licenciado Jorge Prado Chirinos, a partir del Conversatorio se toma interés por conocer lo ancestral indígena y se valora la literatura quechua que, salvo esporádicos trabajos, no era tomada en cuenta, y más bien se privilegiaba la occidental, es decir la española. En un artículo publicado en La Estrella de Panamá y reproducido en la revista Variedades de 1924, Porras se refiere a los “vagos testimonios y fragmentos felices que atestiguan la existencia de una literatura plena en el imperio de maravilla” y, con gran conocimiento de la historia del pueblo incaico, afirma que sobrepasaron los quechuas las formas hímnicas que fueron el balbuceo literario de todas las culturas indígenas americanas para abordar la historia cultivada por los amautas, la oratoria incitante de las arengas de los Incas paternales y guerreros y “la excelsa forma dramática que dio pábulo en el teatro del Cuzco a que el instinto suntuario de la raza desplegara todos los faustos del oro, el vellón, la pedrería y las plumas”. Porras encuentra pues que la literatura quechua tiene un pasado de oro muy poco conocido, como lo confirmara después el destacado profesor Teodoro Meneses, discípulo de Raúl Porras y Paul Rivet. Y es que Porras se hallaba en la línea de los investigadores interesados en profundizar el estudio de las expresiones más significativas del mundo andino, entre ellas la lengua quechua, contribuyendo en esta forma a su mejor conocimiento y difusión. Salvo contados especialistas de los últimos años interesados en el quechua de los Incas, la mayoría de los que se ocupan de temas vinculados al pueblo indígena lo hacen sin contribuir con nada nuevo y más bien moviéndose con información ya conocida. Son los que ven nuestra historia con la mirada puesta en el cascarón y sin penetrar en la médula misma o el corazón de ella. En cambio Porras investiga, estudia, analiza e interpreta las obras de los quechuistas y emite opiniones claras y precisas sobre el valor que tienen, como lo veremos después. Porras era un erudito en temas históricos peruanos de todas las épocas. En el caso de la lengua quechua poseía amplio dominio de las fuentes y a través de éstas adquirió absoluto convencimiento sobre la eficacia de ella para ofrecer la mejor información en relación a la vida social, cultural y hasta económica del pueblo indígena. Por eso no dejó de precisar que la contribución del XVI al conocimiento de las lenguas indígenas y, a través de él, al de la historia prehispánica fue fundamental. Por este motivo consideró también que el estudio de la obra evangelizadora en el mencionado siglo y, desde luego, en el XVII, fue esencial porque los frailes y doctrineros promovieron el aprendizaje del quechua como la forma más eficaz para captar el sentimiento indígena y fundirlo al sentimiento cristiano y occidental. Esto le llevó a Porras a aprovechar del Congreso Internacional de Peruanistas de 1951, reunido con motivo del IV Centenario de la fundación de San Marcos, para reeditar los vocabularios de fray Domingo de Santo Tomás, de 1560 y de Diego González Holguín de 1618, convencido de que en ellos se recoge el legado espiritual de los Incas. Los primeros vocabularios fueron considerados por Porras como fuente indispensable para reconstruir los principios modeladores del alma incaica y de la organización institucional de los antiguos peruanos, según sus propias palabras. Tanto en los quechuistas citados como en otros de los primeros siglos de la presencia española en el Perú que también recogieron vocablos quechuas y usaron esta lengua para sus sermones, informes, y demás trabajos oficiales y religiosos, se encuentra amplísimo material para escribir la historia de los Incas, particularmente en lo que se refiere al espíritu creativo y sustentador del sentimiento del pueblo incaico. A ellos se debe que muchas palabras y expresiones, que reflejan el espíritu del pueblo indígena, no desaparecieran. “El mito, la leyenda y el cuento fueron las formas populares y poéticas anunciadoras de la historia”, dice Porras, y esas manifestaciones se descubren en los quechuistas de los siglos XVI y XVII. Porras lo expresa claramente cuando señala que “la historia, los mitos y la organización del pueblo incaico se transparentan a través de los vocablos simbólicos. El hallazgo de la fonética y el traslado de los fonemas quechuas a la escritura occidental permite la fijación y la perpetuación de los cantares históricos de los Incas, de sus hayllis o himnos guerreros y de sus leyes, de sus haravis amorosos o bucólicos y de sus fábulas o consejas populares. Las crónicas castellanas recogen ávidamente el latido de la vieja civilización indígena y lo sincronizan con la cultura universal…”. La historia de los Incas para Porras “fue un sacerdocio investido de una alta autoridad moral, que utilizó todos los recursos a su alcance para resguardar la verdad del pasado y que estuvo animado de un espíritu de justicia y de sanción moral para la obra de los gobernantes, que puede servir de norma para una historia más austera y estimulante, que no sea simple acopio memorístico de hechos y de nombres”. Todo ello lo dice Porras en base a su conocimiento profundo de los quechuistas y de los cronistas, en los que fue maestro incomparable.
La incorporación en este volumen de los trabajos sobre fray Domingo de Santo Tomás y fray Diego González Holguín, que sirvieron de prólogo a cada una de las obras de estos notables quechuistas, debe ser por consiguiente estimado como fundamental para los estudiosos de la historia de la lengua de los Incas, de las instituciones incaicas y de las más variadas manifestaciones de la cultura vinculada a nuestro pasado indígena
Fray Domingo de Santo Tomás
Porras expresa, en frases encendidas de admiración y simpatía, la valiosísima contribución de fray Domingo de Santo Tomás al estudio de la lengua de los Incas, a la que es el primero en bautizar con el nombre de quechua. Por esta razón le dedica uno de sus mejores estudios, producto, como siempre, de minuciosa investigación sobre la vida, la obra y la personalidad del notable dominico. Fray Domingo de Santo Tomás, dice Porras, “tuvo en el Perú la vocación y el destino de iniciador”. Confirma esta aseveración con una relación en la cual enumera haber sido el primero de los españoles que en el Perú abrió surcos provechosos que sirvieron de ejemplo y de perseverancia para alentar vocaciones. Por todo lo que hizo y dejó como ejemplo o modelo en el Perú en su condición de lingüista, maestro y predicador, fray Domingo de Santo Tomás “se yergue, en el pórtico de la cultura peruana, como una de esas esculturas de los frontispicios de los templos medioevales, revestido con el amplio y noble talar de la sabiduría”, escribe Porras.
La primacía de fray Domingo como iniciador en muchos aspectos de la actividad humana permiten fijar su personalidad y talento, de manera que considero necesario reiterar lo consignado por Porras sobre el particular. Descubrió y compuso la primera gramática sobre la lengua de los Incas y publicó el primer vocabulario quechua; fundó los primeros conventos dominicos en la costa peruana, en Chicama y en Chincha, y es de los primeros en dedicarse por entero a la conversión de los pueblos del Callejón de Huaylas y de la región de los Conchucos. En esta última se dedicó, además de evangelizar, a corregir algunos malos hábitos morales, llegando al extremo de castigar a un indio que actuaba como sacerdote de una huaca por vestir y obrar con “vicio debajo de especie de santidad”, según informe escrito de su “misma letra” que entregó a Cieza de León. En esa misma región, según Porras, perfeccionaría su experiencia lingüística. Es el primero que predica a los naturales en su propia lengua, convencido que era la vía más efectiva para alejarnos de la idolatría; es el primer doctor graduado en la Universidad de San Marcos, cuando esta institución funcionaba en el Convento de Santo Domingo, y es el primer catedrático de Teología en la misma Universidad.
El hecho de conocer y hablar muy bien la lengua quechua convirtió a fray Domingo en el mejor intérprete de los sentimientos de los naturales, porque pudo comunicarse con ellos directamente, sin intermediarios, y obtener información de primera mano sobre sus costumbres, tradiciones, ritos y otras manifestaciones espirituales. Cieza de León, el Príncipe de los Cronistas, fue amigo personal de fray Domingo y recogió de él muchas de aquellas informaciones para la Crónica del Perú y El Señorío de los Incas, que son dos obras imprescindibles para conocer la historia del Imperio de los Incas. La primera obra describe los pueblos y regiones de nuestro territorio, en lo que se refiere a lo físico y etnográfico, y la segunda que “es la auténtica revelación del Incario”, porque descubre su estructura íntima y las normas esenciales del espíritu quechua de ecuanimidad y de justicia, como lo ha precisado Porras. Cieza considera a fray Domingo como el gran conocedor de antiguallas peruanas, lo que en efecto quedó demostrado no sólo en sus principales obras sino también en sus consejos, informes, relaciones y cartas a las autoridades reales y a cuantos se interesaron en los asuntos del pueblo indígena. Además fray Domingo de Santo Tomás, debido a su condición de pastor de almas y por su sabiduría, inquirió sobre aquellos sentimientos y atisbó con particular interés los hechos respecto de la vida pasada y la que tenían los indios desde el momento en que los españoles conquistaron el Imperio de los Incas. Todo ello contribuyó, no cabe duda, para que se convirtiera, como señala Porras, en el defensor de la capacidad intelectual de los indios y sostener, por lo tanto, que eran aptos para la cultura y religión, conceptos similares a los esgrimidos por fray Bartolomé de las Casas contra las ideas de Juan Ginés de Sepúlveda. Sobre el particular habría que recordar que fray Domingo perteneció a la misma orden religiosa del Apóstol de las Indias, fue amigo suyo y su corresponsal al que enviaba “relaciones originales sobre las costumbres y creencias de los peruanos”, así como sobre la situación real de los indios y el maltrato de que eran objeto de parte de los españoles. De esta manera lo “secundo apostólicamente en el sacerdocio y en el episcopado defendiendo tenazmente a sus ovejas índicas de los zarpazos de los conquistadores”. Cuando fray Domingo estuvo en España entre 1560 y 1561, presentó, conjuntamente con Las Casas, un Memorial a Felipe II, a nombre de los indios y de los caciques principales del Perú, oponiéndose a la perpetuidad de las encomiendas y demostrando la inconveniencia de la medida por el daño que podría acarrear a los naturales. Abogaba, en cambio, a favor de su incorporación como súbditos de la corona real.
o dicho demuestra pues la estrecha vinculación de fray Domingo con Cieza de Leon y Las Casas, así como la valiosa colaboración que prestó a ambos en su calidad de informante en asuntos del Perú. Ello le concede el privilegio de ser uno de los más eficaces y confiables conocedores de la realidad seiscentista peruana.
Lo expuesto explica por qué Porras dedicó especial atención a la figura de fray Domingo de Santo Tomás. Los prólogos a la Gramática o arte de la lengua general de los Indios de los Reynos del Perú y El Lexicón o Vocabulario de la lengua general del Perú, reeditados por Porras en 1951, poseen aquella connotación, es decir que no solamente incitan a profundizar el estudio de la lengua quechua sino además a penetrar en la verdadera historia de los Incas y adquirir información fundamental sobre instituciones, costumbres, mitos y leyendas del mundo indígena peruano. Para Porras la gramática prueba la capacidad y la estructura mental del pueblo creador de una lengua y el vocabulario constituye el mejor inventario de los adelantos y adquisiciones culturales de un pueblo. En relación a fray Domingo de Santo Tomás, como autor de la Grammatica, expresa que éste “realizó para la lengua quechua la tarea inmortal que para la castellana llevó a cabo Antonio de Nebrija, a cuyo plan ciñó el análisis de la estructura de la lengua índica”. En cuanto al valor del Lexicón como instrumento para descubrir la trascendencia del idioma, Porras expresa que “el estudio de los vocabularios puede servir no sólo para seguir la evolución fonética del lenguaje, sino para rastrear el origen del pueblo que habla una lengua, su estado social, sus principales nociones y elementos de cultura, el origen y significados de sus mitos, las relaciones con los pueblos vecinos y las áreas geográficas de distribución cultural”. Partiendo de estas consideraciones, Porras estima que el examen minucioso de los vocabularios puede conducir al esclarecimiento de muchos problemas históricos, etnológicos o de otra índole. Al respecto señala que del estudio geográfico de la difusión de las dos grandes familias lingüísticas, el quechua y el aymara, surgieron las teorías de Riva Agüero y Max Uhle sobre el imperio megalítico preincaico que después es comprobado por la arqueología. Precisa, asimismo, que de “las fuentes lingüísticas arrancan las interpretaciones cardinales de Rivet sobre el origen de los americanos, así como las de Latcham, Jijón Caamaño y Valcárcel sobre los primeros pobladores del Cuzco y las pugnaces interpretaciones de Tello sobre el origen arawaco o forestal de la cultura peruana, coordinadas con la arqueología”.
Después de fijar la importancia de la lengua nativa y dentro de ella los vocabularios para desentrañar aspectos esenciales como los indicados, Porras se aboca a la tarea de precisar los orígenes, amplitud, tendencias y demás características del quechua o runasimi de los Incas. Lo hace con amplio dominio de las fuentes –cronistas, historiadores, arqueólogos, lingüistas y otros especialistas en el asunto–. Analiza e interpreta gramáticas y vocabularios con el objeto de destacar el valor de numerosas palabras quechuas y su significación histórica e idiomática, dentro del espectro general de la lengua general de los Incas. En esta labor recurre de manera preferente a Fray Domingo de Santo Tomás, a quien considera el iniciador de los estudios quechuistas. Es indudable que el trabajo de Porras abre un amplio horizonte a los especialistas en la parte que dedica al examen terminológico del quechua vinculado a las instituciones y al papel que éstas cumplían en el mundo del incario. De ahí que para él, el vocabulario de Fray Domingo “sirvió de aprendizaje no sólo para evangelizar a los indios, sino también para captar su historia y las esencias de sus instituciones”, como lo es también el vocabulario de Diego González Holguín, conforme lo veremos después.
Pero Porras no solamente se refiere a las dos obras citadas de Fray Domingo de Santo Tomás, sino también a “sus innumerables cartas y memoriales en defensa de los indios”. “No cesó –dice– de abogar por ellos en toda su vida, desde que llegó en 1540, hasta el momento en que fue nombrado Obispo de Charcas en que escribió inmediatamente al Rey representándole la opresión en que viven los indios, los malos ejemplos que se les da y la falta de Ministros eclesiásticos que los instruyan. En sus cartas de fraile y de prelado vibra el mismo acento patético que en las del Obispo Las Casas”. En la misma forma, Porras menciona otros hechos que Fray Domingo denuncia en sus cartas y relaciones, y entre éstas una que dirigió a Las Casas, en la que “aboga rotundamente por los indios, sosteniendo la tesis de la despoblación y planteando, también, la pérdida de las buenas costumbres y de la justicia que tenían los Incas malogradas por la libertad y la codicia de los españoles”.
Todos los conceptos emitidos por Porras a propósito de la obra de fray Domingo de Santo Tomás prueban de manera clara y contundente el interés de esclarecer la realidad en que vivió el pueblo incaico al momento de irrumpir los españoles, dejando bien establecidos cuáles fueron los valores humanos y espirituales de aquéllos. En este sentido el pensamiento de Porras estuvo animado siempre por el deseo de encontrar la verdad en base a los documentos e informaciones obtenidos con paciencia y esfuerzo y en el análisis correcto de los mismos, sin pizca de prejuicio alguno, como suele ocurrir con algunos autores. Por estas razones cada afirmación suya cuenta con el invalorable respaldo documental y la crítica seria e imparcial, factores que la hacen valedera para todo momento y resistente a la estimativa posterior.
Después de la muerte del doctor Porras se han ahondado los estudios sobre el quechua y sobre los primeros quechuistas y en esta tarea se ha confirmado el valor históricodocumental, “único en su especie”, de la obra de fray Domingo de Santo Tomás. Rodolfo Cerrón Palomino, profesor y quechuista sanmarquino, en su importante estudio introductorio a la reedición de la Grammatica, efectuada en 1995, bajo los auspicios del Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, así lo ha declarado. Aún más, considera que la lingüística histórica quechua encuentra en la obra del dominico “lo que podríamos denominar el ‘eslabón’ que permite postular, en parte al menos, un esquema de interpretación mucho más coherente de la evolución de algunos dialectos modernos, entre ellos el norteño”. Y añade que “fuera de la información lingüística en la obra del dominico está igualmente consignado el primer texto escrito en quechua, cuya importancia documental y filológica no tiene parangón en la historia de la lengua, como lo observara Porras Barrenechea”. De modo, pues, que la reedición de Porras de las obras de fray Domingo de Santo Tomás, como la del Vocabulario de Diego González Holguín, además de haber constituido un justo homenaje a sus autores, ha venido prestando un servicio fundamental a las nuevas generaciones, como lo había previsto el ilustre historiador. A partir de los años cincuenta los lingüistas, etnohistoriadores, antropólogos y científicossociales han manifestado particular interés en ahondar sus estudios teniendo presente las obras arriba mencionadas, que aportan información de primerísima clase para interpretar la historia peruana en sus más variados aspectos, particularmente en lo que refiere a la lingüística andina.
Para concluir estas referencias al estudio del doctor Porras sobre fray Domingo de Santo Tomás, debo agregar que en él se encuentra la biografía del ilustre dominico trazada con referencias y noticias actualizadas por el maestro e historiador sanmarquino, en la que se encuentra perfilada en su verdadera dimensión la recia y fecunda personalidad de quien, en concepto de fray Reginaldo de Lizárraga citado por Porras, fue “libérrimo de toda codicia, ambición o avaricia; castísimo, pobrísimo y muy observante de toda su profesión; era de mucha cordura y prudencia y que delante de todos los príncipes del mundo podía parecer y razonar; humilde en gran manera, amigo de pobres, limosnero; su renta nunca llegó a ocho mil pesos de plata, de los cuales, dejando para su casa un gasto muy moderado, lo demás repartía entre los pobres”.
Fray Diego González Holguín
Con el mismo interés con que Porras estudió la vida y obra de fray Domingo de Santo Tomás lo hizo también respecto de Fray Diego González Holguín, autor de la Gramática y Arte Nueva de la lengua general de todo el Perú, llamada Quichua, o lengua del Inca y del Vocabulario de la Lengua General de todo el Perú, llamado Quichua o del Inca. Y es que Porras consideró que las obras de estos dos quechuistas eran fundamentales para penetrar en el conocimiento del espíritu del pueblo quechua, para obtener información de primera mano destinada a reconstruir la historia de los Incas y dentro de ella su organización económicosocial y sobre todo sus instituciones con su respectiva estructura y funciones que fue lo que permitió el desarrollo y auge del Imperio Incaico. Llamó mucho la atención de Porras que los vocabularios de los mencionados frailes no fueran citados por los estudiosos del pasado peruano, particularmente de los quechuistas e historiadores que tenían interés en obtener una visión del pueblo Inca. En el prólogo al Vocabulario de González Holguín, reeditado por él en 1952, se expresa de esta manera: “Causa asombro, en verdad, el poco caso que nuestros quechuistas e historiadores del siglo XIX y aun del XX han hecho para sus interpretaciones etimológicas y rastreos históricos, de los vocabularios de los siglos XVI y XVII, tan cuajados de sustanciales acepciones populares arcaicas, noticias de instituciones y costumbres, atisbos sobre los mitos y supersticiones, y caudalosa información sobre el folklore y el mundo físico y espiritual de los Incas”. Ese fue el motivo fundamental de Porras para reimprimir las obras de fray Domingo de Santo Tomás y fray Diego González Holguín. No dejó de tener razón porque al poco tiempo de salir éstas a la luz, con los magníficos prólogos que les precedieron y que hoy se recogen en el presente volumen, comenzó a abrirse un amplísimo abanico de informaciones con múltiple provecho para historiadores, etnógrafos, lingüistas y, de modo especial, para todos los interesados en ahondar sus estudios en el atrayente campo de la literatura quechua.
En relación al Vocabulario de González Holguín, Porras manifestó que el “rarísimo cimelio lingüístico y casi un incunable peruano”, representa “sin duda el más completo, sagaz y revelador de todos los prontuarios lingüísticos de los siglos XVII y XVIII, y verdadera suma de la lengua y del saber indígena en el alborear de la colonización”. Así dejó calificado el inmenso valor que para la cultura posee la obra de González Holguín. Si en el siglo XVI se contó con la Gramática y el Vocabulario de fray Domingo de Santo Tomás como dos obras representativas para el conocimiento del quechua, en el XVII se incrementa el caudal de vocablos con los mejores vocabularios, como son, dice Porras, los de González Holguín y de Torres Rubio, con nuevas gramáticas y sermones dando paso al ejercicio literario. “Es la época de oro, agrega, de los sermones de Avendaño y de Avila, de las disquisiciones filológicas de Garcilaso en sus Comentarios Reales y la crónica bilingüe de Huamán Poma de Ayala y de Santa Cruz Pachacutic”.
Porras fue, un convencido de la trascendencia cultural de los trabajos de los quechuistas en el indicado siglo y por esa razón se esmeró en conseguir datos y noticias sobre la vida y obra de cada uno de ellos precisando su significación en el panorama seiscentista peruano. De esta manera demostró interés por González Holguín, Torres Rubio, Alonso de Huerta, Juan Pérez Bocanegra, Fray Diego de Olmos, Pedro del Prado y Escobar, Bartolomé Jurado Palomino, Juan de Avila y otros que cultivaron la lengua de los Incas para cumplir mejor las funciones de su cargo frente al pueblo indígena y de las propias autoridades religiosas y civiles virreinales. Pero además de estos propósitos Porras aprecia un aspecto nuevo en los escritos de los quechuistas del XVII que rebasa la función evangelizadora. Se trata de un marcado interés por el quechua desde el punto de vista artístico y literario. Clérigos, doctrinarios, mestizos o criollos, dice Porras, ensanchan el dominio de la lengua quechua y la ensayan en la forma literaria, en sermones o en relatos de costumbres y leyendas indígenas. Se abre, por consiguiente, una cantera inédita fundamental para los filólogos, historiadores y lingüistas, porque les permite descubrir las manifestaciones y características de la literatura quechua. Al mencionar Porras los nombres de los que cultivan las formas artísticas del quechua en el siglo XVII, que “determinan la aparición de una escuela literaria en que se afirma un gusto y un estilo propios, dentro de la adaptación o imitación de los géneros importados”, nombra como los más genuinos exponentes a los extirpadores de idolatrías Francisco de Avila, Hernando de Avendaño, el franciscano fray Diego de Molina y el famoso cuzqueño Juan de Espinosa y Medrano, el Lunarejo. A cada uno de ellos les dedica páginas que reflejan su admiración por el conocimiento literario que tienen aplicado a la lengua de los Incas, calificándolos como los mejores escritores en dicha lengua. No escapa, pues, a la percepción aguda de Porras el talento de los quechuistas del mencionado siglo y además su importancia para los estudiosos de las tradiciones prehispánicas y de la lengua imperial de los Incas. José María Arguedas que conocía y hablaba el quechua, confirma el parecer de Porras, cuando se refiere al padre Avila en el libro Dioses y Hombres de Huarochiri, que contiene la narración quechua de éste acerca de los dioses y hombres de Huarochirí. Para Arguedas la obra de Avila tiene importancia excepcional tanto por su contenido como por la forma. “Es –dice– una especie de Popol Vuh de la antigüedad peruana; una pequeña biblia regional que ilumina todo el campo de la historia prehispánica…”. Más aún, como testimonio documental, lo considera de mayor importancia que el Ollantay y el Usca Paucar, y refiriéndose al testimonio de Huamán Poma de Ayala estima que éste posee valor relativo porque su obra “se presenta como un inmenso documento inevitablemente convencional, con todas las limitaciones y riquezas de una obra inspirada por el amor y el odio, el credo confuso, la sabiduría un tanto libresca”. La narración del padre Avila Dioses y Hombres de Huarochiri, es para él “el mensaje casi incontaminado de la antigüedad, la voz de la antigüedad trasmitida a las generaciones por boca de los hombres comunes que nos hablan de su vida y de su tiempo”. Existe, pues, una gran diferencia entre Avila y Huamán Poma, como fuente documental para el estudio del pueblo quechua en concepto de nuestro ilustre escritor y sociólogo Arguedas. Avila recoge informaciones en la propia lengua indígena, incontaminada y limpia, de aquí que, tanto para Porras como para Arguedas, resulta fuente documental muy valiosa para interpretar el alma indígena, sus virtudes y otros aspectos del pasado. Porras le reconoce a Huamán Poma el hecho de haber completado la información de Garcilaso en lo que respecta a “traslados de oraciones, cantos de fiestas y cosechas en diversos dialectos y, sobre todo, la rápida enunciación de dichos populares de la Nueva Crónica, que son una cantera para los estudios filológicos”. Sin embargo en Avila encuentra que el destructor de idolatrías es paradójicamente, en sus relaciones e informaciones, “el más fiel depositario de las más bellas leyendas indígenas que se conservan de los naturales de la región de Huarochiri”. En consecuencia, Arguedas concede plena razón a Porras en esa apreciación sobre la valiosa contribución de Avila para los estudios del pasado peruano, particularmente del quechua.
Aparte de la breve disquisición anterior que he considerado indispensable por el valor que posee la obra del padre Avila como fuente documental, no creo necesario referirme a cada uno de los quechuistas del siglo XVII que menciona Porras. Básteme añadir el nombre de Espinosa Medrano, tan conocido ya por los estudiosos de la literatura, a quien considera Porras como “el primer gran escritor en quechua, que maneja con la misma facilidad y galanura que el castellano” y como “el primer humanista indio”, y también el nombre de Torres Rubio por ser el autor del Arte de la lengua quechua, publicado en 1619, con licencia del Virrey Príncipe de Esquilache, que tuvo gran boga en el siglo XVII y cuyo prestigio e interés se renovó durante el XVIII como consecuencia de su reedición en 1701 y 1754, conforme anota Porras.
olviendo a González Holguín me permito apuntar que en el Prólogo que se incorpora en el presente volumen, Porras se refiere brevemente a la biografía del ilustre quechuista con algunos datos de su propia cosecha y remitiendo al lector a la obra de Enrique Torres Saldamando escrita en base a crónicas e historias jesuíticas. El trabajo de Porras se centra, en todo caso, en el análisis de la obra quechuística de aquél, es decir de la Gramática y el Vocabulario, que representan, dice, la contribución no solamente del autor sino además de la escuela jesuítica de Juli al estudio del quechua. Fueron impresas en 1607 y 1608, respectivamente, por Francisco del Canto. Es interesante resaltar, dice Porras, el propósito de la Gramática y Arte, de levantar el estudio de las lenguas indígenas que el propio jesuita declara hallarse muy caído y olvidado. Aparte de ésto, Porras precisa el interés de la Gramática en una brevísima revisión de su contenido señalando de manera particular la parte cuarta y última dedicadas a precisar la elegancia de la lengua, y sobre todo el análisis de las interjecciones que demuestran, escribe Porras, “los diversos movimientos del ánimo indio de horror, indignación, alegría, dolor, ira, llanto, impaciencia, reprensión, sobresalto, miedo y particularmente las sobresalientes de la ternura y la ironía, mofa, sarcasmo, tristeza o irrisión”. La importancia de la obra de González Holguín referente a los sentimientos humanos del pueblo indígena salta pues a la vista y por ésta y otras razones Porras lamentaba que no existiera una reedición de la Gramática que estuviera al alcance de los especialistas, lo que sólo se produce quince años después de su muerte.
Luego de ocuparse de la Gramática y Arte, como lo titula González Holguín, Porras analiza el Vocabulario. Son verdaderamente valiosos los conceptos interpretativos del mundo indígena que Porras resalta a través de los vocablos quechuas recogidos por González Holguín y otros quechuistas. Así anota “el culto de la simetría en el arte y de la equidad en el orden social, o el desconcierto del indio ante lo desproporcionado o lo anormal, el anhelo de igualdad social y económica, representado por el tupu que es no sólo la parcela de tierra sino ese algo más en la medida de las cosas; en la moral quechua que repudia el exceso y el abuso y glorifica el sosiego, la templanza, el sereno equilibrio de las cualidades”. Hay que ver como Porras interpreta, por ejemplo, la partícula quechua chaupi que implica, según él, “una conciliación de contrarios o el justo medio”. La palabra chaupi significa el término medio de las cosas, de los lugares, del tiempo y hasta de la conducta humana por lo que Porras lo califica como el arquetipo quechua o sea el areté incaico de la ecuanimidad y la mesura. Otros vocablos vendrían a representar lo mismo y significar lo contrario como el relativo al abuso en el mando. En todo caso Porras encuentra palabras y frases que dan a conocer normas morales o de conducta muy significativas del mundo quechua lo que en realidad toca a los quechuólogos examinar y poner de relieve. Porras no podía penetrar más allá de lo que se consigna en los vocabularios porque desconocía el quechua, que sólo por su talento y cultura podía superar para ofrecernos los conceptos valorativos de la lengua de los Incas. Al referirse Porras a la conducta que debe observar el que manda, entiende, de conformidad a la terminología quechua, que éste “debe ajustarse a una regla intangible de derecho natural”, y cita como ejemplo la frase Chayayninman simiytachayachircani o chayayninman chayacta o chayaquentam rimani o rurani que González Holguín interpreta como “Darle en el punto, dezir, hazer, o pensar al justo lo que convenía, o pensar o juzgar, etc”. O también esta otra frase: Chayaqquellay tupullay, o camayniypa chayaqquen, que significa “Lo que es proporcionado propio al natural de uno conforme a su talento”.
Existe pues un mundo del pensamiento quechua por explorar a través de los vocabularios y hasta de las gramáticas de los quechuistas de los siglos XVI y XVII. Porras solamente nos ha mostrado el camino que a partir de la década del cincuenta, hay que decirlo, ha sido seguido por algunos destacados quechuistas peruanos y extranjeros. Como en los casos consignados anteriormente se pueden ofrecer otros ejemplos como los que se refieren a la jerarquía, al orden, al trabajo agrícola o la guerra, lo mismo que múltiples formas acerca de la vida del pueblo indígena. Muchos historiadores que han tenido por tema el estudio etnográfico del indio y el mundo andino no han realizado una interpretación rigurosa respecto de su conducta, de su manera de ser, de su personalidad, y, por este motivo, han dejado que se siga hablando del indio triste, tímido, receloso y fatalista, propenso a la mentira y al engaño, como dice Porras. Y es que esos panegiristas del pueblo indígena no ahondan sus estudios sobre éste y se dejan llevar por lo que se dice o comenta o por el dato que tienen más a la mano, sin penetrar en el meollo, en el espíritu y el corazón de aquél a través de documentos fehacientes y obras de calificada seriedad y autenticidad.
Porras en base al estudio de los vocabularios quechuas rechaza los conceptos peyorativos tradicionalmente aceptados y asienta que fue “un pueblo poseído de optimismo vital, de amor al trabajo y una moral dinámica y constructiva basada en la cooperación, en la buena fe y el cumplimiento de los grandes deberes sociales”. Agrega además frases que reflejan la salud y juventud espiritual del pueblo indígena, su confianza en sí mismo, su fe y voluntad de poderío. Por eso llama la atención que a Porras se le tilde de hispanista y de anti-indigenista, lo que uno sólo puede explicarse por el desconocimiento de su obra total. En fin, los historiadores y etnógrafos interesados en el mundo quechua, sacarían mucho provecho leyendo, entre otros estudios de Porras, los análisis e interpretaciones efectuados por él en las obras de los quechuistas y particularmente en el Vocabulario de González Holguín.
Acaso es indispensable agregar algo más. Porras no deja de anotar también la huella proveniente del castellano. En una parte del prólogo, que en gran medida gloso y comento, Porras advierte que “es posible deslindar en el Vocabulario lo importado y lo autóctono, tanto desde el punto de vista filológico como del conceptual”. Verbigracia, en relación a términos religiosos dice: “Hay en él una invasión fácilmente perceptible y desbrozable de palabras y giros de procedencia catequista y misionera, sobre cosas del culto católico, frases sacramentales, mandamientos morales, conceptos de teología cristiana o consejos eclesiásticos que conservan su traza occidental”. De manera que de acuerdo con Porras, no existe forma de confundirse con las palabras y expresiones pertenecientes al pueblo quechua y, en consecuencia, la “interpretación de ambas lenguas no intercepta por completo la captación del primitivo espíritu indio”. “Este perdura en el lenguaje y se manifiesta claramente en los vocablos y giros que resguardan las convicciones morales mucho más duraderas que las formas políticas derrocadas”.
Lo mismo ocurre con la huella dejada con respecto a la toponimia americana, a la flora y a la fauna. Toda la geografía continental, dice Porras, “está regada de nombres o desinencias quechuas identificadas con el paisaje americano y emergidas directamente de él”. Señala asimismo la constante atención de González Holguín sobre la ciudad imperial del Cuzco y otras cosas más que, según Porras, “pueden deducirse de un examen sumario y breve del gran repertorio seiscentista que desde ahora (se refiere al año 1952 en que fue reeditado por él) se hallará más al alcance de los estudiosos peruanos y de nuestros vacantes centros de lingüística”. Porras entendió así, después de citar a diversos autores interesados en conocer la importancia y significado del quechua cultivado por los Incas, que el “Runa-simi o Lengua del Cuzco fue un lenguaje culto, como órgano de una clase directiva y de la civilización más adelantada de América del Sur”. Así fue y es sin duda alguna el quechua, “lengua de un pueblo prendado de la igualdad y el equilibrio, amante de la medida y del justo medio”, que “abunda en palabras que expresan ese afán moderador y enemigo de los extremos”.
Fray Diego González Holguín
La tradición de los estudios quechuistas es acaso la más conspicua, por antigua y original, en la cultura peruana, como que, a través de ella se vierte en nuestra conciencia todo el legado espiritual de los Incas. En la tarea secular de descubrir los secretos del Runa simi o lengua imperial del Tahuantinsuyu incaico, se suman los esfuerzos de investigadores coloniales y republicanos, desde que en 1560 el fraile andaluz Domingo de Santo Tomás descubrió la estructura del lenguaje índico y la copia de sus vocablos –al publicar en Valladolid los primeros Arte y Vocabulario de la lengua general del Perú–, hasta hoy.
El Instituto de Historia de la Facultad de Letras de San Marcos, consciente de la importancia fundamental de los primeros vocabularios como fuente histórica, para reconstruir los principios modeladores del alma incaica y de la organización institucional de los antiguos peruanos, ha emprendido la tarea de reeditar dichos repertorios, escasos o inexistentes en nuestros fondos bibliográficos, a fin de acercarlos a las manos de nuestros investigadores y estudiantes precisados de ellos, para obtener una visión integral del pasado peruano. Causa asombro, en verdad, el poco caso que nuestros quechuistas e historiadores del siglo XIX y aun del XX han hecho para sus interpretaciones etimológicas y rastreos históricos, de los vocabularios de los siglos XVI y XVII, tan cuajados de sustanciales acepciones populares arcaicas, noticias de instituciones y costumbres, atisbos sobre los mitos y supersticiones, y caudalosa información sobre el folklore y el mundo físico y espiritual de los Incas.
Hasta ayer era inaccesible y no se le citaba siquiera en tesis y monografías el Vocabulario y el Arte de Santo Tomás, tan próximos, sin embargo, al Incario y rezumantes de su vida y espíritu. Editados por el Instituto de Historia el año último, en conmemoración del IV Centenario de la fundación de la Universidad Mayor de San Marcos, su aparición ha sido un servicio positivo a los estudios históricos, etnológicos y lingüísticos, a la vez que un homenaje a la tarea de investigación quechuista que desde la cátedra de San Marcos desarrollaron, durante tres siglos, criollos, mestizos y españoles en trance de nación. Con el mismo propósito se reedita ahora el Vocabulario prócer de Fray Diego González Holguín, rarísimo cimelio lingüístico y casi un incunable peruano, editado en Lima en 1608, en la imprenta de Francisco del Canto y sin duda el más completo, sagaz y revelador de todos los prontuarios lingüísticos de los siglos XVII y XVIII y verdadera suma de la lengua y del saber indígenas en el alborear de la colonización. La utilidad y oportunidad de la publicación son palmarias pues son pocos los ejemplares que quedan en el mundo del vocabulario de Holguín, como lo acredita el profesor Rivet en su reciente Bibliografía de las lenguas Aymara y Kichua, en la que apunta tan sólo 6 ejemplares en todo el Perú: uno en el Cuzco, en el Convento franciscano de la Recoleta, dos en Arequipa, en los conventos de San Francisco y de la Recoleta, y tres en Lima, uno deteriorado e incompleto en la Biblioteca Nacional, otro en la biblioteca de los Padres Redentoristas y el tercero en la biblioteca particular del doctor don Arturo García. La presente edición se hace tomándola directamente de un cuarto ejemplar limeño, existente en mi colección privada de libros peruanos, del que lo han copiado, directamente, los tipógrafos de la Imprenta Santa María, vigilando la correción de pruebas el estudiante quechuista de San Marcos, don Guillermo Escobar Risco. No es, pues, una edición crítica, sino conmemorativa y de divulgación universitaria. La reproducción facsimilar no pudo hacerse, como las de las obras de Santo Tomás, por la impresión débil de algunas páginas del libro de González Holguín y la transparencia del papel que hacía visibles en algunas fojas el texto del reverso. Esta, como la anterior publicación, se ha hecho bajo el patrocinio del Rector de la Universidad, don Pedro Dulanto, y del Consejo Universitario con el apoyo de la Facultad de Letras.
SIGLO XVI: DOCTRINAS, ARTES Y VOCABULARIOS
Fray Domingo dio no sólo el primer Arte o Grammatica de la lengua hablada por los Incas e incomprendida por los conquistadores, sino la primera lista de palabras con sus equivalentes castellanos y bautizó el Runa simi incaico con el nombre de quichua que hizo fortuna y que ha conservado, con algunos reveses fonéticos u ortográficos. El dominico era amigo y corresponsal del fraile Las Casas y fue maestro e iniciador del cronista Cieza de León en antiguallas indianas y de ahí el doble signo de su obra: estímulo apostólico a la tarea de la evangelización y amor y curiosidad por las manifestaciones del espíritu indio. Toda la labor quechuista subsecuente del siglo XVI se encauza por la senda abierta por el doctrinero de Chicama y de Chincha.
El entusiasmo por el aprendizaje del quechua es general en el siglo XVI. Es la gran tarea original y creadora de captación del alma indígena para fundirla con el espíritu cristiano y occidental. En el fondo de ella bullen un sentimiento humanitario y una apetencia histórica. La finalidad es ganar las almas para el cristianismo y recoger a la vez el mensaje de la tierra. La finalidad evangelizadora se persigue con la creación de escuelas y conventos y con la predicación constante. El obstáculo es la lengua nativa. De las dos políticas imperiales a seguir, la de exterminar la lengua indígena o la de conservarla estudiándola y aprendiéndola, el español opta por la segunda. Roma no respetó la lengua ibérica ni el Islam el romance español. En Indias oscilan frente al caso lingüístico incaico, las corrientes contradictorias de los juristas románicos y los teólogos católicos, pero a la postre es el cura de almas, el doctrinero, el que escoge el camino más humano. Los frailes comienzan a estudiar las lenguas indígenas y a captar los secretos de la civilización primitiva. Los órganos de esa actividad incansable fueron los prelados y los concilios, la Universidad y las congregaciones religiosas, particularmente domínicos y jesuitas. Tres concilios se realizan en el siglo XVI, presididos los dos primero por Fray Jerónimo de Loaysa y el tercero por el beatífico Toribio de Mogrovejo. El primero, el de 1551, menciona oraciones y reglas cristianas traducidas al quechua por los domínicos y estimula la redacción de cartillas, coloquios y catecismos bilingües y trilingües, en quechua, aymara y puquina. El de 1567, celebrado bajo el aura de Trento, ordenó publicar catecismos en quechua y aymara. El de 1583, auspiciado por Mogrovejo, que predica ya en quechua, más que un Concilio parece un moderno Congreso de Americanistas, poseído de celo etnográfico. En él se ordena redactar un Catecismo en el que colaboran frailes de todas las órdenes, aportando sus ensayos rudimentarios sobre ritos y supersticiones, clérigos y licenciados. En el convento máximo de los jesuitas funciona esta academia de lenguas indígenas en la que participan los mejores lenguaraces criollos y españoles venidos de todo el Perú: el padre Cristóbal de Molina, el de los Ritos y fábulas de los Incas, y cura de los Remedios del Cuzco, español indianizado por el amor a los indios y a la lengua vernácula; el presbítero mestizo y cuzqueño Francisco Carrasco, tenido por el mejor intérprete de la lengua; el cuzqueño Diego de Alcobaza, presbítero mestizo condiscípulo de Garcilaso; el catedrático de la lengua quechua de San Marcos, Juan de Balboa; y los jesuitas Alonso de Barzana, experto en puquina, Bartolomé de Santiago y Blas Valera, el criollo autor de la perdida Historia de los Incas y el Vocabulario quechua que vieron Garcilaso, Anello Oliva y Montesinos. El resultado será el primer libro peruano y sudamericano, que es simbólicamente para nuestra cultura un texto bilingüe: la Doctrina Cristiana para instrucción de indios, traducida en las dos lenguas Generales destos Reynos quichua y aymara, impreso por el italiano Antonio Ricardo, introductor de la imprenta en el Perú.
De 1560 a 1583 imperan solitarios la Gramática y el Lexicón de Santo Tomás, aunque se hable de otras Gramáticas y Vocabularios, a base de vagas referencias de crónicas conventuales. Así, las obras atribuidas a Fray Pedro de Aparicio, dominico, y Fray Martín de Victoria, presuntos autores de un Arte y vocabulario quichua y de otro de la lengua del Inca, no materializados cronológica ni bibliográficamente. Más ciertos son El Confesionario para los curas de Indios, en quechua y aymara, publicados por el Concilio de 1583, que trae oraciones, letanías y fórmulas rituales de los sacramentos en ambas lenguas indígenas, y el Tercero Cathecismo de 1585, impresos por Antonio Ricardo. El segundo Vocabulario y Arte es de 1586, que se reimprime varias veces, en 1603 en Sevilla, en 1604 por el mismo Ricardo en Lima y en 1614, por Francisco del Canto, y que algunos atribuyen al jesuita Barzana, y Rivet, con más razón, al agustino Juan Martínez, que pone su nombre en la edición de 1604.
La época de Toledo, que da énfasis a todo lo indio, es singularmente favorable al desarrollo del quechua. Filólogos e historiadores han comprobado que el quechua continuó expandiéndose por obra de los misioneros españoles y sobrepasando, después de la conquista, las fronteras del Incario. El Tucumán, entre otros, y algunas regiones amazónicas, habrían recibido el mensaje del quechua llevado por la conquista española en el siglo XVI. Toledo con su instinto unificador, bajo el primado quechua y cuzqueño, descubre la persistencia del aymara y el puquina en la región del Collao, antes oprimidos por el Runa simi imperial y ordena que todos los sacerdotes aprendan quechua, proscribiendo desde Potosí, en 1573, como un nuevo Inca, el puquina y el aymara. Para consolidar científicamente la preponderancia del quechua, Toledo crea la cátedra de Lengua General en San Marcos, en 1579, asignándole rentas y estableciendo en una ordenanza que los sacerdotes no podrían ordenarse sin saber quechua, ni los licenciados y bachilleres obtendrían el grado en la Universidad sin estudiar la lengua general. El quechua adquiere así en la cultura sudamericana la prestancia de un latín indiano.
En la Catedral de Lima existió también desde 1551 una Cátedra de Quechua para los clérigos del Arzobispado y el Catedrático de ella debía predicar los domingos, en quechua, desde el atrio de la iglesia mayor, a los indios que se hallaban en la plaza. Regentaron esta cátedra eclesiástica, a partir de 1551, el canónigo Pedro Mexía, el presbítero Alonso Martínez, y Alonso Huerta. El primer Catedrático de Quechua de la Universidad, de 1579 a 1590, fue el doctor Juan de Balboa, canónigo e investigador de ritos y huacas y el primer peruano graduado en San Marcos. Le sucedió el agustino Fray Juan Martínez de Ormaechea. La cátedra fundada por Toledo duró doscientos años. Se extinguió en el siglo XVIII, por un decreto del virrey Jáuregui de 29 de marzo de 1784, a raíz de la revolución de Túpac Amaru y de un cambio brusco y tardío de política lingüística del gobierno español. En la cátedra de quechua de la Universidad figuraron en esos siglos los nombres de Alonso de Osorio, Alonso Corbacho, Antonio de la Cerda, Juan Roxo Mexía y Ocón, Izquierdo, Zubieta, Sánchez Guerrero, Juan Calvo de Sandoval, Diego Arias Villarroel, Avalos Chauca, Izquierdo Roldán y otros. Hubo también una legión eficiente de intérpretes quechuas incorporados a la Audiencia y un cargo de Intérprete General que, a principios del siglo XVII desempeñó Gaspar Flores, el padre de Santa Rosa de Lima.
Un paso más adelante, que anuncia la estilización y el máximo cultivo literario del quechua de los siglos XVII y XVIII, lo da el criollo huamanguino fray Luis Gerónimo de Oré, amigo del Inca Garcilaso, con su Símbolo Católico Indiano, primer florilegio cristiano escrito y pensado en lengua quechua. Oré fue Lector de Teología en el Cuzco, guardián en Jauja y Obispo de la Imperial en Chile. Debió aprender el idioma nativo en el Cuzco junto con sus hermanos Pedro, Antonio y Dionisio, los tres frailes, predicadores como él y hábiles lenguas. En el Símbolo se dan un sermonario, un arte en quechua y aymara, una descripción geográfica del Perú y de los naturales de él y noticias sobre el origen de los indios, o sea, la primera prosa científica escrita en quechua. También aparecen en él los primeros versos en quechua, traducciones unos de cánticos religiosos y otros originales de Alonso de Hinojosa, que inauguran la poética indígena en moldes occidentales. Oré publicó más tarde en Nápoles, en 1607, su Rituale Seu Manuale Peruanum, manual para los curas, para que éstos administren los sacramentos y prediquen a los indios en quechua, aymara, puquina, mochica, guaraní y brasílica. Los textos quechua y aymara son, en parte, de la Doctrina Cristiana de 1584, el puquina se confiesa ser principalmente de fray Alonso Barzana, el mochica de sacerdotes seculares y regulares, el guaraní del franciscano Fray Luis de Bolaños y el brasílico de los monjes del Brasil.
El conocimiento de la lengua indígena se extiende por la incesante propaganda apostólica y la curiosidad de la primera generación criolla. Son quechuistas por esta época los prelados como Santo Tomás, Mogrovejo y Gregorio Montalvo, Obispo del Cuzco, frailes y canónigos como el Arcediano Hernando Alvarez, el presbítero Alonso Martínez, los canónigos de Lima, Pedro Mexía y Juan de Balboa, el agustino Martínez, el mercedario Melchor Fernández, autor de unas Anotaciones y de interpretaciones de oraciones antiguas, derribador de huacas y catequizador del Inca Sayri Túpac; y en el Cuzco, sede de la pureza lingüística, vivían Cristóbal de Molina, Francisco Carrasco, Blas Valera, Juan de Vega, Diego de Alcobaza, entre clérigos y frailes, y, entre los cultivadores laicos, Juan de Betanzos, Francisco de Villacastín y Diego Arias Maldonado. Los jesuitas toman a su cargo el menester filológico y en el Colegio de San Martín en Lima y en el de la Compañía del Cuzco propagan el conocimiento de la lengua. El Virrey Velasco dispuso en 1599 que los jesuitas fuesen los examinadores de quechua y aymara en el Cuzco y que predicasen el sermón dominical en la lengua del Inca. En el Norte del Perú, en los curatos y conventos de la costa floreció otra corriente interesante de captación de los dialectos yungas: Fray Pedro de Aparicio compuso un Arte y Vocabulario en lengua chimú, Fray Benito de la Jarandilla aprendió la lengua de los indios pescadores de Chicama, el presbítero Roque de Cejuela, cura de Lambayeque, preparó un catecismo en lengua yunga y castellana, el franciscano Fray Luis de Bolaños, el cura de Jayanca Alonso Núñez de San Pedro, y Fray Juan de Caxica, argentino, traspusieron al yunga catecismos y pláticas, himnos, oraciones y salmos.
Lima es, entonces, la sede tradicional de la cultura antártica, y, como tal, recibe con sentido de capitalidad cultural, todas las experiencias lingüísticas del continente sur y en ella se preparan vocabularios y artes no sólo de la lengua quechua y aymara, sino de la araucana, de la puquina y la guaraní. En ella se imprimirán, a poco, el vocabulario aymara de Bertonio, el araucano de Luis de Valdivia y, más tarde, el guaraní del limeño Ruiz Montoya. La Universidad de San Marcos es entonces como una Alcalá de Henares indiana.
La contribución del siglo XVI al conocimiento de las lenguas indígenas y, a través de él, al de la historia prehispánica, es fundamental. El quechua y las lenguas subordinadas al romance imperial son descritos e inventariados prolijamente, descubriéndose su estructura y un primer caudal de palabras, un «vocabulario básico», como se diría ahora, suficiente para un entendimiento preliminar. Merced a él se verifica la primera simbiosis cultural indo-hispánica. El Lexicón de Fray Domingo de Santo Tomás desemboca en la Crónica del Perú, de Cieza. La historia, los mitos y la organización del pueblo incaico se transparentan a través de los vocablos simbólicos. El hallazgo de la fonética y el traslado de los fonemas quechuas a la escritura occidental permite la fijación y la perpetuación de los cantares históricos de los Incas, de sus hayllis o himnos guerreros y de sus leyes, de sus haravis amorosos o bucólicos y de sus fábulas y consejas populares. Las crónicas castellanas recogen ávidamente el latido de la vieja civilización indígena y lo sincronizan con la cultura universal. Al mismo tiempo, se traspasan al alma y a la fonética indias los remotos salmos bíblicos de los profetas hebreos, los cánticos y las letanías cristianas del Medioevo europeo y la piedad inextinguible del Padre Nuestro y el Ave María. El quechua ensaya tímidamente el repiqueteo del octosílabo castellano y de los metros petrarquistas. Y en las parroquias cristianas, al borde del lago mítico donde asoma la peña sagrada de la que surgieron el Sol y los fundadores del Imperio gentil, o, en la costa, junto al Océano, al pie del antiguo oráculo de Pachacamac, devastador y creador de la tierra, los frailes hispanos repiten en quechua al indio naturalista adorador del sol y los luceros, y sacrificador de llamas o de niños, los primeros artículos de fe del dogma católico: “Inti, Quilla, Coyllorcuna, Chasca Coyllor, Choque Ylla, Huaca, Villcacuna… Manan Dioschu chaychacunaca, Diospa camascallanmi, rurascallanmi. Cay Capac Diosmi, hanac pachacta, cay pachacta, llapa ymaymana, haycaymana, hanacpachapi cay pachapi cactahuampas, runap allinimpac camarcan”. “El Sol, la Luna, Estrellas, Luzero, Rayo, Huaca, Idolo, Cerro… no son Dios, mas son hechura de Dios, que hizo el cielo, la tierra, y además todas las cosas, para el bien del hombre”. Y luego la creencia en la vida ultraterrena aferrada en el alma agónica de España con su gana de inmortalidad: “Runacunap animancunaca manan llamacuna hinachu, ucuncunahuan huañuncu, viñaypaccac, viñaypac mana huañucmi”. “Las ánimas de los hombres no mueren con los cuerpos como las llamas, sino que son inmortales y nunca se acaban”. Y por primera vez, también, la dulce enseñanza galilea trasfundida al quechua: “Diosman sonco canqui, tucuy yma haycacta yallispa: puna maciyquitari quiquiyquicta hina munanqui”. “Ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”.
EL SIGLO XVII: EL QUECHUA, LENGUA LITERARIA
Desde fines del siglo XVI empieza a cultivarse el quechua en forma artística y literaria. De las traducciones de oraciones y letanías cristianas del español al quechua y de las versiones de los himnos y oraciones quechuas a la letra escrita occidental, como lo hicieran las crónicas de Molina y Sarmiento, se pasa a las composiciones originales en quechua, religiosas y profanas, y se inicia la composición de comedias y de diálogos o coloquios piadosos rimados, que representan los indiecillos catecúmenos en su lengua nativa como relata Garcilaso. El siglo XVII continuará perfeccionando y ampliando el análisis de la lengua y de su estructura y acrecentando el caudal de vocablos con los mejores Vocabularios, como son los de González Holguín y de Torres Rubio, con nuevas Gramáticas o Artes y, particularmente, con sermones en los que se ejercita la elegancia de la lengua por frailes criollos o se recoge por el extirpador de idolatrías la leyenda mitológica en su prístina versión indígena. Es la época de oro de los sermones de Avendaño y de Avila, de las disquisiciones filológicas de Garcilaso en sus Comentarios Reales y de la crónica bilingüe de Huamán Poma de Ayala y de Santa Cruz Pachacutic.
Los criollos, mestizos e indios que han aprendido la lengua, como Garcilaso, en la leche materna, aclaran el sentido de las palabras alterado por la imperfecta captación de los primeros lingüistas hispanos y descubren los íntimos secretos de la fonología india. Garcilaso se ríe benévolamente de las sumarias interpretaciones de Fray Domingo de Santo Tomás sobre vocablos indios y se complace en descubrir los diversos sentidos de una misma palabra sin mudar letra ni acento, según se pronuncie en lo alto del paladar o en el interior de la garganta, o apretando los labios y rompiendo el aire con la voz. Así explica el diverso significado de la palabra pacha, que es “tierra” pronunciada sencillamente y «ropa de vestir» si se aprieta entre los labios; de huaca, que pronunciada la última sílaba en lo alto del paladar es “ídolo”, y pronunciada la última sílaba en lo más interior de la garganta quiere decir “llorar”; y de chaqui, que de un modo es tener sed y de otro significa “pie”. Garcilaso denuncia también en las primeras gramáticas y en el Confesionario de 1585, “muchas palabras españolas indianizadas”, como en Cristiano hatizas cachucanqui (Cristiano estás bautizado), en que lo único quechua es el canqui. Garcilaso, a pesar del cansancio de su memoria, recuerda con vivacidad los nombres de plantas, de frutos y de animales, y con las explicaciones que hace de estos vocablos se podría formar un pequeño vocabulario quechua sobre el mundo infantil de un niño cuzqueño del siglo XVI. Huamán Poma de Ayala completa la información de Garcilaso, ambos en forma asistemática, como es el genio mestizo con los traslados de oraciones, cantos de fiestas y cosechas en diversos dialectos y, sobre todo, la sápida enunciación de dichos populares de la Nueva Corónica, que son una cantera para los estudios filológicos.
Ni Garcilaso ni Huamán Poma, tan profundos conocedores de la lengua materna, escriben, sin embargo, un Arte de ésta ni se arriesgan a organizar un Vocabulario. Se habla de un Vocabulario perdido del padre Blas Valera, criollo, que vio Montesinos y citó el Jesuita Anónimo, pero, por las citas, más parece de carácter histórico que filológico, y hasta 1616 no aparecerá el Vocabulario del criollo huanuqueño Alonso de Huerta. Entretanto la tarea didáctica y sistematizadora sigue en manos de los frailes españoles: de Juan Martínez de Ormaechea, agustino que publica en 1604 su ya citado Vocabulario de la lengua general del Perú llamado Quichua y en la lengua Española, que fue texto en San Marcos, y, sobre todo, de los jesuitas Diego González Holguín y Diego Torres Rubio, que, entre 1607 y 1619, publican en Lima sus obras clásicas desde entonces para quechuistas y aymaristas.
González Holguín publica en 1607 su Gramática y en 1608 su Vocabulario, ambos textos en la imprenta limeña de Francisco del Canto, el segundo de los cuales es el objeto particular de esta reimpresión y comentario. Desde su aparición esta obra se alza con la primacía de los estudios quechuistas, que mantiene hasta ahora, por la importancia de sus innovaciones fonéticas que coinciden con las formuladas por Garcilaso, en España, en 1609, por su abundancia de vocablos, riqueza de giros proverbiales y elegancias del idioma.
Torres Rubio tuvo gran boga en el siglo XVII y ésta se renovó durante el XVIII por la reedición de su obra en 1701 y 1754, con agregaciones de Juan de Figueredo sobre el lenguaje Chinchaysuyo. Esta difusión y prestigio tienen una explicación. Dominó el quechua, el aymara y el guaraní. De todos ellos publicó vocabularios: el Arte de la lengua aymara, con oraciones y pequeño vocabulario en Lima, en l6l6; el Arte de la lengua quichua, en l6l9, imprenta de Francisco Lasso y licencia del Príncipe de Esquilache, que comprende Ritual, confesionario y pequeño vocabulario; y aun se le atribuye un Arte de lengua guaraní, publicado en 1627. Durante 30 años estuvo dedicado a la enseñanza, principalmente de lengua aymara, en Chuquisaca y Potosí. Los textos de Torres Rubio reflejan la habilidad didáctica y la sencillez de la experiencia directa. Son brevísimos, sumarios, de una concisión sorprendente, pero certeros y útiles, a veces más felices para la consulta que los vocabularios espesos y complicados. De ahí su fortuna contemporánea y póstuma.
La primera Gramática escrita por un criollo fue la de Alonso de Huerta, maestro en Artes y doctor en Teología, cura y capellán de iglesias limeñas y Catedrático de lengua en la Catedral de Lima, quien en 16l6 publicó, en la imprenta de Francisco del Canto, su Arte de la lengua general de los yndios de este Reyno del Pirú, dedicado al Arzobispo Lobo Guerrero. Huerta fija bien la posición de los estudios quechuistas al referirse a las obras de González Holguín y de Torres Rubio: “el uno es tan corto que le faltan muchas cosas que en este van añadidas… y el otro es tan abundoso y amplio que no es para principiantes”. El criollo, impaciente de renovaciones, revoluciona la denominación de la lengua, a la que, aprovechando la confusión fonética de la e y la i, titula quechua en vez de quichua, como se había dicho hasta entonces. Huerta, que vivió en Lima la mayor parte de su vida, distingue dos “modos de la lengua”: “uno muy amplio y congruo que llaman el Inga que es la lengua que se habla en el Cuzco, Charcas y demás partes de la provincia de arriba que se dice Incasuyo”, y la otra lengua “es corrupta que la llaman Chinchaysuyo que no se habla con la policía y congruidad que los Ingas hablan”. En la costa, en los valles de Trujillo, se hablaba según Huerta la lengua “pescadora” y lenguas diversas en pueblos que distaban a veces entre ellos de media legua de camino.
Durante el siglo XVII continúa la labor doctrinera en quechua y la didáctica de la lengua en nuevos rituales católicos, catecismos y sermones que se adornan de elegancia barroca. La ausencia de nuevos vocabularios demuestra la eficacia y uso constante de los de González Holguín y Torres Rubio. El Cuzco es la metrópoli del bien decir quechua y como el Toledo del catecismo incaico. Los más solventes cultivadores del quechua son cuzqueños como Francisco de Avila, Espinosa Medrano, Diego de Olmos, Roxo Mexía, Bartolomé Jurado Palomino, o lo han aprendido en la ciudad imperial de labios de indios del Cuzco o en el contorno de esta “Ccosco quitipi”, como González Holguín, Torres Rubio, Pérez Bocanegra, Pablo del Prado y otros.
Entre los didactas del quechua aparece el bachiller Juan Pérez Bocanegra, cura, primero, en el corazón andino y quechua de Andahuaylas, y, luego, párroco de la indianísima Iglesia de Belén del Cuzco y Examinador de quechua y aymara por más de treinta años. Su Ritual, formulario e institución de curas para administrar a los naturales con advertencias muy necesarias, publicado en 1631, brota, pues, de la entraña popular de las confesiones y trato de los indios. Bocanegra proclama la originalidad de su trabajo, que no es mendigado ni adquirido de otro Ritual, y que trata de decir las verdades cristianas en el lenguaje vulgar, pero con “el modo de decir polido de la ciudad del Cuzco que es el Atenas de esta tan amplia y general lengua que se llama quechua y no quichua como comúnmente se nombra entre todos…”. El quechua es para el párroco cuzqueño lengua “mucho mas dilatada y de todos universalmente mejor entendida y hablada que la lengua aymara: difícil menos, común y mas sucinta”. Fray Diego de Olmos, franciscano, publica en 1633 un Arte de la lengua quichua, “muy elegante y necesario en estos Reinos”, según Córdova y Salinas, que se ha perdido. Tampoco se conserva el Arte particular de la lengua de los indios de los valles de Zaña, Chiclayo y Trujillo, que escribió el inquieto cura de Reque, Pedro del Prado y Escobar, más tarde Deán de Huamanga. Pablo del Prado, criollo de La Paz y colegial de San Martín en Lima, y Rector de Juli, dos grandes centros de enseñanza lingüística, imprime en Lima, en 1641, un Directorio espiritual en la lengua española y quichua general del Perú, en el que se incluyen el Catecismo de 1584 y algunos ejercicios de devoción. Prado declara que el quichua no se habla en los llanos y otras partes “con la propiedad y pureza que en el Cuzco”. Juan Roxo Mexía y Ocón, también cuzqueño, colegial de San Martín de Lima, cura en San Sebastián y Santa Ana de Lima, y Visitador eclesiástico, en su Arte de la lengua general de los indios del Perú, publicada en 1648, se reclama también “hijo de la elegancia de la cortesana lengua del Cuzco, donde nací y naturalmente la hablé como la española”. En Roxo Mexía se descubre también un aliento de originalidad autóctono. “Aunque hay cuatro artes de este con la gloria de los inventores –dice– no trataron de muchos romances, del uso del infinitivo que es dificultosísimo, la correspondencia de los subjuntivos, el uso del relativo de que carece la lengua”. Bartolomé Jurado Palomino, otro criollo cuzqueño, graduado en Lima, cura de Cabana y visitador de idolatrías, traduce al quechua en 1649 la Doctrina Cristiana del Cardenal Bellarmino, proporcionando, con su traducción y el texto del famoso catecismo que le acompaña, un servicio apreciable a la filología clásica, sirviendo como de un puente entre el latín y el quechua, en el que media el castellano. Jurado Palomino sabía, según Avila, “la lengua con eminencia”, como que la había aprendido en el Cuzco, donde “esta lengua se habla propiamente y con elegancia”. De 1690 a 1691 son, por último, las gramáticas de Juan de Aguilar y de Esteban Sancho de Melgar. El primero escribió un Arte de la lengua Quichua general de los indios Perú, cuyo manuscrito cita Rivet, y el segundo limeño y Catedrático de la Catedral, publicó una nueva gramática quechua titulada Arte de la lengua general del Inga llamada Quechua, en la que se insinúa una reforma ortográfica. En 1700, cerrando este gran ciclo de estudio, un religioso jesuita anónimo publicó los trabajos del huancavelicano Juan de Figueredo, eclesiástico, colegial de San Martín y profesor de los jesuitas en el Cercado, quien había añadido el vocabulario de Torres Rubio con un Vocabulario de la lengua Chinchaysuyo, versos y letanías en quichua, vocablos nuevos y una lista de términos de parentesco, poniendo a contribución, según lo declara, el “dilatado y exactísimo vocabulario” del padre Diego González Holguín y el anónimo de 1604.
Lo característico del siglo XVII, aparte de la continuación de la obra didáctica y catequista del siglo XVI, es el cultivo de las formas artísticas del quechua que determinan la aparición de una escuela literaria en la que se afirman un gusto y un estilo propios, dentro de la adaptación o imitación de los géneros importados. No es la crónica informe e incoherente de Huamán Poma de Ayala, “mixtum compositum de español y quechua mezclado con varias lenguas indígenas”, en la que se prolonga el eco de las crónicas castellanas del siglo XVI, patetizado por el clamor indio de los obrajes y de las mitas, sino una cierta forma de gay saber o de mester de clerecía quechua que se expresa en poesías religiosas y cortesanas, en sermones retorizantes y en autos sacramentales en quechua, en que el Diablo hace el papel del truhán o gracioso. El representante típico de esta tendencia es el visitador de idolatrías con su hosco ceño antigentílico, pero que a la par que destruye y pasa obstinadamente la reja de la ortodoxia por el campo devastado de las supersticiones indias, recoge con fruición algunas florecillas poéticas de la leyenda vernácula, enredadas entre los dientes del implacable rasero catequista. Los representantes más genuinos de esta escuela son los extirpadores de idolatrías Francisco de Avila, Hernando de Avendaño, el franciscano Fray Diego de Molina y el famoso cuzqueño Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo.
Avila es uno de los mejores escritores en lengua quechua. Nacido en el Cuzco, en 1573, de padres ignorados, aunque nobles, se educó en los jesuitas del Cuzco y abrazó la carrera eclesiástica en 1591. Estudió luego Cánones y Leyes en San Marcos de Lima y fue nombrado cura de San Damián de Huarochirí. En la fogosa campaña de su época contra los ritos gentílicos supervivientes, Avila se especializó por su ardor en la predicación y en arrebatar a los indios de Huarochirí sus ídolos, conopas y amuletos. Predicó ardientemente contra los dioses más venerados de la región, los cerros Pariacaca y Chaupiñamca, y al margen de su predicación exaltada hizo una copiosa vendimia de leyendas sencillas del terruño andino adheridas a la fauna y a la flora con una gracia de fábula primitiva. Paradójicamente este fiero iconoclasta, denunciado por los indios y por Huamán Poma como un extorsionador, y que sobrellevó por ello dos años de cárcel de los que salió absuelto, es el más fiel depositario de las leyendas de la región de Huarochirí, que recogió en memorias e informes en la propia lengua originaria. Su Tratado y relación de los errores, falsos Dioses, y otras supersticiones y ritos diabólicos en que vivían antiguamente los indios de las provincias de Huarochirí, Mama y Chaclla y hoy también viven engañados con gran perdición de sus almas, escrito en 1608 y conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, es un monumento de la lengua quechua. El filólogo italiano Hipólito Galante lo ha reproducido en 1942, en edición facsímil y traducciones quechua, latina y castellana. Avila publicó, además, en 1646, su Tratado de los Evangelios, que es una colección de sermones en lengua índica y castellana, para todo el año y la enseñanza de los indios y extirpación de idolatrías. En la introducción a sus Sermones, Avila dicta algunas lecciones útiles sobre fonética y ortografía. Dice que las reglas ortográficas del Concilio de 1583 y las de González Holguín no son suficientes. Ellas omitieron la pronunciación de las sílabas acc, ecc, occ, como en munacc, purecc y milppocc. Holguín aconsejó el uso de la k, pero preferible es el de la doble c. Para pronunciar con fuerza debe usarse las letras duplicadas, como en ppacha, ccallu, ttocco.
El tono de Avila es sencillo, llano, infantil casi, como dirigido al humilde aprisco indio. Por el estilo es el del Maestro Hernando de Avendaño, limeño nacido en 1577, hijo de un humilde artesano y que, ordenado en 1604, fue cura de indios en San Pedro de Casta y en San Francisco de Yhuari, párroco de Santa Ana de Lima, Arcediano de la Catedral, Catedrático de Teología y Rector de San Marcos en 1641 y 1642. Pero Avendaño es, sobre todo, visitador y extirpador de idolatrías como Avila, como Arriaga, Teruel, Hernádez Príncipe, Vega Bazán y demás prosélitos del Arzobispo Villagómez. Avendaño escribió en castellano y en quechua unos Sermones de los Misterios de Nuestra Santa Fe, impresos en Lima, en 1648, en los que, como en una Relación de las idolatrías de los indios, hay abundantes noticias sobre las creencias animistas o fetichistas de los indios, culto de las huacas, ayunos, confesiones, sacrificios y ofrendas.
El quechua se perfecciona y se adoba de elegancia y adquiere categoría literaria en el Cuzco imperial, sede matriz de la pureza idiomática y donde la lengua se flexibiliza y renueva buscando todas las posibilidades artísticas depositadas en ella. El representante más calificado de esta tendencia es el célebre escritor y orador cuzqueño don Juan de Espinosa Medrano, conocido con el mote de El Lunarejo.
Espinosa Medrano (1632-1688) fue indio o mestizo de la provincia de Aymaraes, nacido de familia humilde y madre india y educado en los planteles coloniales del Cuzco. Fue niño prodigio que venció todos los prejuicios y vallas sociales de la época y alcanzó por su talento y cultura altos beneficios eclesiásticos. Le hizo célebre en la literatura americana su Apologético de Góngora (1662) elogiado por Menéndez y Pelayo: “perla arrojada en el muladar de la retórica culterana”. Pero escribió, además, innumerables obras, sermones, tratados, versos y piezas dramáticas. Es el primer gran escritor en quechua, que maneja con la misma facilidad y galanura que el castellano, y el primer humanista indio. En quechua escribió poemas líricos, traducciones de Virgilio y de comedias clásicas y autos sacramentales que se representaban en los atrios de las iglesias cuzqueñas o en los patios de los seminarios. El más famoso de estos autos es El hijo pródigo, que se le atribuye por Middendorf y es una imitación de un auto español con personajes simbólicos como el Mundo, La Carne (Aycha Koya), El Cuerpo (Uku), y La Palabra de Dios (Diospa Simin), que denuncian la transculturación y el mestizaje espiritual. En El hijo pródigo encuentra Middendorf la transición del dialecto cuzqueño del siglo XVI a sus formas actuales, con españolismos y giros desconocidos en el quechua del siglo XVI. También se atribuyó a Espinosa el Usca Pauccar y El pobre más rico, piezas dramáticas que ofrecen la misma vena alegórica mestiza. De esta corriente dramática quechua-española surgirá en el siglo XVIII el famoso drama Ollantay, del cura Antonio Valdez, cumbre de la literatura quechuista.
El sermón catequista, el auto sacramental, la leyenda exorcizada, no son las únicas floraciones del quechuismo del siglo XVII. Hay huellas de una activa gimnasia poética y de la perduración de las formas líricas del Incario bajo el nuevo atavío de los metros españoles. La oda clásica, el exámetro, el soneto y el romance son transportados al quechua bronco y onomatopéyico. El aravi de las cosechas y las citas amorosas se transforma en el yaraví criollo, melancólicamente bordoneado por la guitarra. Prospera sobre todo una literatura cortesana y artificiosa de panegírico y de reverencia áulica, de pompa aclamatoria o lágrima servil en el advenimiento o en la muerte de reyes y virreyes, a los que se suma bien el indio hierático y ceremonioso. Y así en los carteles ponderativos de la Real magnanimidad como en los epitafios de las exequias coloniales a la muerte de los monarcas, se mezclan loores o suspiros en la lengua indígena. En la muerte de la Reina María Amalia de Sajonia, Emperatriz de las Indias, ya iniciado el siglo XVIII, un bardo mestizo compone en verso este lamento:
Yacuiquita achcata cconqui ñinquitac
Amalia Ccoyanchicmi huañucurccan
Chayhuan puticuspa huntachinaipacc
Soccoi tocuita
El representante típico de este quechuismo poético, áulico en veces, popular otras y siempre devoto y genuflexo ante el altar barroco –apologético de todas maneras–, es sin duda Espinosa Medrano, el loador de Góngora. El cuzqueño humanista es el gran poeta quechua colonial como en español lo es el limeño don Pedro de Peralta, políglota del verso y del saber. Ambos tejen al mismo tiempo acrósticos y comedias, poemas y tratados escolásticos, prosa y verso culteranos. El limeño se pierde en los meandros de la erudición occidental en tanto que el cuzqueño occidentaliza la lengua vernácula. Los versos de Espinosa se conservan a fines del siglo pasado por la escritora cuzqueña doña Clorinda Matto de Turner, quien recogió esta muestra de su numen mestizo en un Canto a la religión y a la cruz:
Limpic chaccha mayo, suchurillay
chaquiñyta ttasnurispa
Ccapac sacha mallqui, llantuicullay
huateccaita aiquerispa.
Que traducido da:
Sigue en tu murmullo, arroyo cristalino
tu curso ameno
y refrigere tu dulzor divino
mi ardiente seno.
Bajo tu sombra acoge, árbol frondoso
a un pecador;
líbrame del influjo pernicioso
del tentador.
A la cabeza de todo el movimiento lingüístico quechua, como maestro y orientador, con la suprema autoridad de una Academia de la Lengua, durante los siglos XVII y XVIII, están fray Diego González Holguín y sus dos insignes obras: la Gramática y Arte Nueva y el Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada lengua Qquichua o del Inca, editadas en 1607 y 1608. Ellas son hasta hoy el más grande monumento clásico de la lengua incaica.
FRAY DIEGO GONZÁLEZ HOLGUÍN
La biografía del gran lingüista colonial fue trazada por el erudito peruano don Enrique Torres Saldamando a base de las noticias consignadas en las crónicas e historias jesuíticas, como los Varones ilustres del Padre Anello Oliva, la Historia de la provincia del Perú del Padre Barrasa, la Histórica relación del Reyno de Chile del Padre Ovalle, la Historia de la Compañía de Jesús en la provincia del Paraguay del Padre Lozano, y la Biblioteca de escritores de la Compañía de Jesús de los Padres Rivadeneira y Alegambe. Se menciona también una biografía inédita del Padre Diego Rosales en su Conquista espiritual de Chile.
Fray Diego González Holguín, cuyos padres no se mencionan por los biógrafos religiosos tocados de humildad, perteneció a las más ilustres familias de la señorial ciudad de Cáceres: era del tronco nobilísimo de los Ovando, los Solís y los Holguines o Golfines, los belicosos y ricos señores de Extremadura, dueños de casas fuertes y dehesas y terror de la hermandades. Los biógrafos apuntan únicamente que fue de ilustre y distinguida familia de Cáceres y que tuvo tres hermanos; Pedro González, célebre predicador en Castilla; el General Gonzalo de Solís que fue Gobernador en Santa Cruz de la Sierra, y don Antonio González que fue del Supremo Consejo de Indias de 1584 a 1602 y Oidor de la Audiencia de Nueva Granada. El hermano Gonzalo de Solís se nombraba Gonzalo de Solís Holguín y Becerra. Estos apellidos bastan a mi ver para hallar la recia estirpe a que perteneció el jesuita. Debió descender de las casas nobilísimas de los Ovando y los Solís, pues se dice que era pariente de Juan de Ovando, Presidente del Consejo de Indias. Por las referencias de los genealogistas extremeños podría deducirse que arrancaba del tronco de don Diego González Mexía, señor de Loriana, y de doña María de Ovando, hermana del famoso Gobernador indiano don Nicolás de Ovando, Comendador de Lares y gran señor de la época de los Reyes Católicos. De una de las ramas de este enlace, vinculado con la casa de los Solís, como lo denuncia el nombre de su hermano, y con los Holguín, por este apelativo usado por Diego y Gonzalo, debió proceder el lingüista cacereño. Sus antecesores cercanos debieron vivir en las más soberbias mansiones de la palaciega ciudad de Cáceres: el palacio de los Ovando, la casa y torre de las Cigüeñas, la casa de los Golfines y la casa del Sol, de los Solís, a espalda de la parroquia de San Mateo, con el escudo del Sol mordido por ocho cabezas de lobo y el mote:
Aunque sale ensangrentado
de los Solís el Sol
a todo el campo español
dejó alegre y plateado.
Estos insignes linajes extremeños se volcaron, blasonándola con su nobleza, sobre la tierra americana. Desde don Nicolás de Ovando fueron legión los Mexía Ovando, los Holguín, los Solís, Núñez del Prado, Chávez, Carvajales, etc. que pasaron a Indias. Garci Holguín estuvo en la hueste de Cortés y capturó a Chauthemoc y más tarde vino al Perú y fue de los fundadores de Trujillo. Per Alvarez Holguín fue capitán de las guerras civiles en el Cuzco y murió en Chupas bajo la bandera del Rey; y un Diego Ruiz Mexía, del linaje de los Ovando, fue de los apresadores de Atahualpa. Gómez de Solís era maestresala de Don Francisco Pizarro, en Lima, cuando le mataron. El hermano mayor de fray Diego fue Oidor y Presidente de la Audiencia de Nueva Granada, y otro de sus hermanos, Corregidor en Santa Cruz de la Sierra, en Charcas.
El vástago de los Solís Ovando, fue enviado muy joven a la Corte bajo la protección de su pariente el Licenciado don Juan de Ovando. Este le recomendaría a la Universidad de Alcalá de Henares, donde el futuro lingüista obtuvo una beca y se adiestró en el cultivo de las lenguas clásicas y orientales cuyo estudio constituía el prestigio de aquella casa. También debió familiarizarse con el estudio de los textos bíblicos que cultivó hasta resultar un insigne escriturario. De Alcalá paso al Instituto de Loyola, donde fue recibido en 1569 por el Provincial de Castilla Padre Manuel López.
En 1581 se organizó una misión jesuítica destinada a ir al Perú, la que se encomendó al Padre Baltasar de Piñas, procurador de la provincia peruana. Este sumó a ella en buena hora al aprendiz de lenguas. Junto con él viajaron, también novicios, los padres Ludovico Bertonio y Diego de Torres Bollo. En la misma armada viajaba al Perú Santo Toribio de Mogrovejo. Su primer destino en el Perú fue en el Cuzco, donde recibió las órdenes mayores e iniciaría su aprendizaje del quechua imperial. Dedicado a la catequesis, fue enviado después a Juli, donde trabajaría al lado del padre Bertonio, que preparaba su gramática y vocabulario aymaras, los primeros de esa lengua. En la residencia jesuítica del lago, gran taller de lenguas indígenas, vivió hasta 1586 en que se le envió a Quito, sede importante del habla Chinchaysuyu. Fue, con los padres Piñas e Hinojosa, a fundar una nueva casa de su orden y ahí estuvo cuatro años y presenció la famosa insurrección de las alcabalas, ayudando a pacificar a los revoltosos con el padre Torres Bollo.
Volvió al sur del Perú en 1600 a ejercer el rectorado de la Compañía en Chuquisaca y luego fue designado Superior de la Residencia de Juli hasta 1607 en que el Padre Diego de Torres Bollo le lleva a la Provincia del Paraguay a fundar una nueva casa. Es en este momento antes de partir para el Plata que publica en Lima sus dos famosas obras la Gramática y el Vocabulario. En el Paraguay fue Comisario General de la Inquisición y defensor de los indios contra el visitador Francisco Alfaro. Del Paraguay debió pasar a Chile donde se sabe que abogó también por la supresión del trabajo forzado de los indios y preconizó, con el Padre Torres Bollo, que la Compañía libertase a todos los que padecían ese yugo. En 1615 sucedió al Padre Torres en el Rectorado del Colegio de la Asunción hasta que se le envió a la Residencia de Mendoza como Superior donde falleció en 1618 a los 66 años de edad.
Estos son los datos escuetos sobre la trayectoria vital del Padre González Holguín. Poco se sabe de su personalidad ni de su carácter. El Padre Lozano dice que “fue tenido por dechado perfecto en todo género de virtud”. Vida sencilla de misionero dirigida por el anhelo obsesionante de la fe y el sosiego de la disciplina, de la obediencia y del trabajo. Dócil al estatuto elegido, sujetó su vida y su obra al mandato de sus superiores. Es lástima que éstos apartasen al insigne quechuista del campo de sus investigaciones lingüísticas que eran el Perú y el Cuzco, para hacerlo ambular incansablemente de un extremo a otro del continente antártico. Es admirable que a pesar de esa inestabilidad alcanzase a escribir su obra maestra sobre la lengua de los Incas. Si hubiera continuado viviendo en el Cuzco o en el área cultural del quechua, acaso hubiera ensanchado su ya inmensa obra. Pero los diez años postreros le fueron asignados en el ambiente nuevo y extraño del Paraguay, donde su curiosidad comenzaría a sorprender los secretos del guaraní.
Torres Saldamando consigna cuatro obras del Padre González Holguín: dos de carácter doctrinal y dos relativas a la lengua quechua. Las dos primeras son un Tratado sobre los privilegios de los indios, editado por Francisco del Canto en 1608, y un volumen manuscrito e inédito que existía en la Biblioteca de Lima titulado Pláticas sobre las Reglas de la Compañía. Las didácticas de la lengua son la Gramática y Arte Nueva de la lengua general de todo el Perú llamada Qquichua o lengua del Inca, impresa en Lima por Francisco del Canto en 1607, y el Vocabulario de la Lengua General de todo el Perú llamado Qquichua o del Inca, impresa por el mismo del Canto en Lima, en 1608. Se sabe también que tenía recogido y trabajado mucho para imprimir sobre interpretaciones de la Sagrada Escritura.
En 1842 se editó, sin lugar de impresión, pero probablemente en Lima, la Gramática y Arte Nuevo, en un formato in 4º, con XIV y 320 páginas, reclamándose de “Nueva edición revista y corregida” que describe Medina en su Bibliografía de las lenguas quechua y aymará, Nueva York, 1910. En 1901 se editó también en Lima, el Vocabulario Qquechua-Español de González Holguín –”corregido y aumentado” por los RR. PP. Redentoristas– Lima, Imprenta del Estado, in 8º de XVIII y 399 páginas, que fue publicado con fines de evangelizantes, sin prestar atención al contenido histórico original.
LA OBRA QUECHUISTA
La Gramática y el Vocabulario representan la contribución de González Holguín y la escuela jesuítica de Juli al estudio del quechua. La Gramática apareció un año antes que el Vocabulario, que es su coronación o remate. El propio Holguín aclara que el Arte es el resultado de 25 años de investigación y estudio de “todas las cosas curiosas, sustanciales y elegantes que ha hallado en la lengua”. Su propósito es levantar el estudio de las lenguas indígenas, que según el jesuita se hallaba “muy caído y olvidado y estimado en menos de lo que la conciencia o charidad o razón obliga”. He ahí una explicación del propósito humanista de todos los cultivadores del quechua: obligación de conciencia, caridad para la lengua obsoleta y propósito de cultura. Las Gramáticas en boga eran sumarias y deficientes: el Arte inicial de Fray Domingo de Santo Tomás, el anónimo de 1586 que algunos han atribuido a Fray Diego, y las anónimas de 1603 de Sevilla y Roma. El jesuita se jacta de haber añadido en cosas nuevas y da cuenta de más de ochenta materias que no estaban en los tratados anteriores, sin contar las anotaciones breves y aclaraciones de dudas sobre materias erradas. Sus innovaciones son sobre plurales simples y compuestos, la declinación genitivada de nombre y pronombres genitivados que tienen su genitivo por nominativo, la declinación apositiva o por aposición; la relativa, con la composición de muchos relativos, los tiempos de verbos que faltaban en proporción del doble o triple, nuevas conjugaciones, adición de transiciones, sintaxis y construcción de toda clase de verbos con sus pasivas, y otras contribuciones y enmiendas. La Gramática se divide en cuatro libros. Los dos primeros comprenden la verdadera Gramática y los dos últimos lo que conviene a la perfección y elegancia del idioma. En el primer libro se trata de las declinaciones del nombre, pronombre y participio, y en el segundo del verbo y de sus conjugaciones y de la sintaxis propia del quechua a raíz del régimen del verbo. Las dos primeras partes de la gramática están dirigidas a los meros estudiantes del quechua que quieran saber moderadamente el idioma y las últimas para los que quieran alcanzar el ápice y aprender a componer oraciones con las partículas de ornato en que consiste la elegancia de esta lengua. El libro tercero registra el vasto material de prefijos, infijos y sufijos que son los materiales propios de la lengua con los que se le da propiedad y flexibilidad. González Holguín anota por orden alfabético las partículas o vocablos que se agregan a los nombres para modificarlos o denotar afirmación o negación, alabanza o mengua, superación o defecto, equilibrio o medida, estimación, cariño, desprecio, inclinación, bondad o maldad y otras posiciones intelectuales o afectivas. De esta “copia de vocablos” auxiliares, verdadera clave interna del idioma, brotó la idea del gran Vocabulario que Holguín realizó enseguida. La parte cuarta y última de la Gramática es la dedicada a enseñar la elegancia de la lengua por el buen uso de las partes de la oración y su colocación adecuada en su propio lugar y en el adorno con detención en las demás partes de la oración: preposiciones, adverbios, interjecciones y conjunciones. Es interesante en esta parte el análisis de las interjecciones que demuestra los diversos movimientos del ánimo indio: de horror, indignación, alegría, dolor, ira, llanto, ironía, impaciencia, reprensión, sobresalto, miedo y particularmente las sobresalientes de la ternura y la ironía, mofa, sarcasmo, tristeza o irrisión. También interesa el capítulo sobre los numerales, con formas propias de contar ajenas al logos occidental. La Gramática de Holguín, siguiendo acaso la tradición clásica del Diálogo de la Lengua de Juan de Valdez y la vena de las Misceláneas y coloquios de la época y sobre todo por un afán didáctico, está redactada en forma de diálogo, de preguntas y respuestas en que se absuelven las dudas y contradicciones.
No obstante la importancia de la Gramática, que espera todavía un análisis técnico que señale sus aportes y logros, aparece como más original y trascendente la tarea realizada por el fraile cacereño al dar a luz su voluminoso y ya clásico Vocabulario, el mayor monumento de la lengua quechua o General del Inca.
González Holguín ha aludido con la modestia y sobriedad característica de su espíritu y de su instituto al propósito y forma como redactó su Vocabulario. El intento que le movió a dedicar los trabajos y vigilias de 25 años fue el de evangelizar a los indios del Perú. El Vocabulario es para los predicadores de Cristo y está destinado a formar Ministros del Evangelio. Los indios, dice González Holguín, mueren de hambre, hambre de Dios y de la palabra divina y perecen en sus idolatrías y pecados, sin esperanza de salvación eterna. Este afán de caridad ultraterrena le impulsó a trabajar. Sus informantes principales fueron los propios indios. Holguín debe naturalmente reconocimiento a los primeros autores de Vocabularios. Pero su recolección es “cuatro tantos” mayor que la de aquéllos. Al decir en la portada de su obra que en ella “salen de nuevo las cosas que faltaban al Vocabulario”, confiesa el aporte que de ellos extrajo, pero no equivale a decir, como se ha interpretado, que él fuera el autor del anterior Vocabulario de 1586, publicado cuando Holguín acababa de llegar al Perú. Incapaz de apropiarse de cosa ajena, ingénitamente modesto, el jesuita declara que él no es el autor de su propia obra. “Porque –dice– así como yo no estoy persuadido para mí a que esta obra sea mía principalmente sino de los muchos indios del Cuzco a quienes yo he repreguntado y averiguado con ellos cada vocablo y de ellos lo he sacado, assi son ellos los principales autores desta obra y a ellos se debe atribuir todo lo bueno que ubiere en ella despues del autor principal que es Dios y a mi como a instrumento de ellos no mas todo lo que no fuera tan acertado cumplido y ajustado”. De Dios y de los indios pues las excelencias de la obra y de él los defectos y yerros en traducirlas. Esto lo había dicho ya en la Gramática: que durante 25 años había estado “repreguntando a muchos Indios, grandes lenguas y enterado en la práctica y uso de todo”. La fuente de González Holguín es pues el habla popular del Cuzco, sede señorial del quechuismo, mucho más que las obras de sus antecesores, que él revisó con su método directo y ejemplar.
El de González Holguín es, pues, el mayor repertorio de palabras quechuas publicado desde el descubrimiento de esta lengua hasta 1608 y continuó siéndolo durante todo el siglo XVII y acaso mantenga hasta ahora esta primacía de caudal. El jesuita innova también en la ortografía, la que trata de acordar con la fonética. Este es el primer Vocabulario en que se saca Ortografía, apunta en sus Avisos al Lector. Anota la falta de las letras B, D, F, G y X, la falta de V consonante sustituida por el diptongo hua, de la L sencilla y de RR doblada. Introduce como necesarias las letras CC, K, CHH, PP, QQ, TT, reformas ortográficas que denuncian la pronunciación y fueron adoptadas posteriormente por casi todos los quechuistas.
El Vocabulario compuesto de 375 páginas en la parte quechua española y de 332 la castellana y quechua, es en realidad un voluminoso en 4º de 700 páginas, a dos columnas, inmensamente superior en tamaño y número de páginas a los parvos y diminutos Vocabularios del siglo XVI. González Holguín recoge no sólo las palabras sino las combinaciones diversas de éstas, las partículas deformadoras, los giros, las expresiones proverbiales y todos los movimientos de expresión incorporados a cada vocablo. La riqueza léxica y espiritual del Vocabulario es así abundante y múltiple. Ello implica también desorden en el plan. Holguín incorpora al lado de una palabra, todos los vocablos que tienen relación con él, los que él llama “sus hijos y parientes”, los que muchas veces no se encuentran en la letra correspondiente para evitar la repetición. La búsqueda se dificulta y se hace insegura en el gran laberinto lingüístico del Vocabulario, que adquiere así de conformidad con el genio de la época una prestancia barroca.
Entre el Vocabulario de González Holguín y el de Fray Domingo de Santo Tomás median cerca de cincuenta años. En este medio siglo se ha producido el acercamiento y la fusión de las dos razas, castellana e india, y el lenguaje de ambas se ha modificado por la convivencia. El quechua no es el mismo del siglo XVI, particularmente en lo que se refiere a la vida espiritual. El préstamo cultural hispano se acentúa en todo lo que se refiere a “cosas de Dios, alma, virtudes, etc., de que es corta esta lengua” dice Fray Diego. Y Garcilaso confirma un año después, en los Comentarios reales, que el quechua no es propicio para las abstracciones. La mestización del lenguaje del Vocabulario de González Holguín es pues evidente y además buscada: el mismo autor declara que ha prescindido de los “usos curiosos y galanos” y recogido sólo “la lengua que agora anda corriente en el Cuzco común para todos, que todos la entienden”. Es, pues, un repertorio del quechua popular cuzqueño del siglo XVII atento a las alteraciones y ufano de ellas. Esto rebaja naturalmente la importancia del Vocabulario como fuente histórica para auscultar el alma del Incario sin interposiciones forasteras. En esto le aventajan los vocabularios del siglo XVI casi incontaminados de elementos occidentales. Expresamente han desaparecido del Vocabulario seiscentista las voces denotadoras de usos gentílicos combatidos por los catequistas e incorporádose impositivamente todos los términos de la apologética católica que inundan verdaderamente el diccionario y lo matizan con su ingenua y postiza superposición. Pero este defecto está reparado ampliamente con el gran número de voces, giros y expresiones verbales propios del quechua que arrancan de la misma entraña popular, y son residuo viviente e infalsificable del alma colectiva del pueblo indio antes de la conquista.
Es posible deslindar en el Vocabulario lo importado y lo autóctono, tanto desde el punto de vista filológico como del conceptual. Hay en él una invasión fácilmente perceptible y desbrozable de palabras y giros de procedencia catequista y misionera, sobre cosas del culto católico, frases sacramentales, mandamientos morales, conceptos de teología cristiana o consejos eclesiásticos que conservan su traza occidental. Algunas palabras se trasladan intactas sin alteración alguna, salvo la declinación quechua como en Diospa gracianca, la gracia de Dios; o Chayracruna, forastero, aplicado al chapetón o español colonial; casaracuni, casarse; amachaqquey angel, angel de la guarda; Virreypa pachacan, mayordomo mayor del Virrey; Libro chipachina, la imprenta de libros; pucllachini torocta, lidiar toros; marccascay baptismopi, mi ahijado, o chhapriricukmula, mula que corcobea. En otras ocasiones una palabra indígena se adapta a un concepto occidental afín del indígena como en Diospa acllancuna, las monjas, en que éstas son equiparadas a las acllas, o Vírgenes del Sol; o en quellcayquipi, que es carta, en que las pictografías indígenas o quelcas son identificadas con la escritura, el haravi que fue canción de hechos o memorias y se vuelve cántico de devociones místicas, collque, plata, adoptado para decir moneda, qqueru mesa o queru banco, mesa o banco de madera, quespi o cosa trasparente por vidrio, quillay por hierro, yana runa por los negros, illapa que era rayo, por el arcabuz, o en el caso de las frutas o plantas importadas, como la uva, a la que se llama huc huayuck que equivale a racimo o cosa pendiente, y como la caña dulce a la que se bautiza como castilla viru, por viru la caña de maíz. Pero la más difícil restitución al sentido originario es la de los conceptos sobre las cosas espirituales en que la acción innovadora del misionero es incesante, principalmente en los conceptos sobre Dios, el alma, la eternidad o el pecado que tienen numerosa cabida en el Vocabulario. Este recoge como expresiones quechuas muchas que son simple trasplante de la teología católica del misionero y en manera alguna modos de pensar indígenas. Así cuando habla de la vida temporal (tucuk cauçay) y de la vida eterna (viñay cauçay); del mundo engañoso infernal (36) o de este miserable mundo (cayccampacha) o valle de lágrimas (veqquepacha), o reproduce frases de plática religiosa como Graciayoc hanapacha chayaqueyocmi (El que tiene gracia tiene derecho a la gloria) o Çupaymi ccana huchaçapa cayta camaycun (el demonio inspira al pecado) o en puro plan filosófico ajeno al esquematismo mental indio, se aventuran sutilezas escolásticas y preceptos católicos como en estas frases: Chhusacta cachik (“Dios que da ser a lo que no es”) o Animacta o ucu soncocta chuya yachini (“Limpiar y aclarar la conciencia y purificar el alma”). La trasculturación se intensifica cuando se traspasan conceptos científicos occidentales del Renacimiento como al hablar de “la redondez de la tierra”: Pacha cororumpa caynin o “toda la redondez de la tierra” (Ticci muyu pacha).
Esta interpenetración de ambas lenguas no intercepta por completo la captación del primitivo espíritu indio. Este perdura en el lenguaje y se manifiesta claramente en los vocablos y giros que resguardan las convicciones morales mucho más duraderas que las formas políticas derrocadas. Un breve recorrido por el Vocabulario, sin propósito exhaustivo, revela las características más acusadas del logos y del ethos indio. Con Incas o sin ellos, no hay duda de que el espíritu de la raza quechua estuvo animado por un idea de orden y de igualdad. “Solidez, grandeza, simetría” dijo Humboldt, refiriéndose a la arquitectura incaica y ésta parece también ser la norma moral. El quechua tiene el culto de la simetría en el arte y de la equidad en el orden social. Instintivamente rechaza lo desigual y lo asimétrico, lo excesivo o lo deforme. Repite incansablemente hasta la monotonía un mismo motivo decorativo en las telas o en los muros de piedra o de barro y desecha lo que es desproporción o insubordinación al canon unánime. Este horror a la desigualdad y al cambio cristaliza en el lenguaje, en las supersticiones religiosas, en el sistema social y en el profundo tradicionalismo del hombre del Incario. El indio llama chaccu, según Holguín y parece ser concepto angular, a “lo desigual que no empareja con otro”. Chacu chacu son “las cosas que no tienen proporción entre sí” y las “cosas desemparejadas, no de un tamaño ni de una hechura y parecer”. Pacta significa en cambio cosa igual, justa o pareja y Atillcha purantin atillcha matinton significa “dos cosas iguales como dos ciriales” y tinqui: un par de cosas iguales como guantes. La paridad en el orden físico y en el moral, la perfecta armonía, el equilibrio clásico, están en el fondo de esta implacable concepción dicotómica de la vida, y del acontecer histórico incaico que tiene su arranque mítico en las cuatro parejas paradigmáticas. En cambio de la reverencia a lo regular y lo geométrico el espíritu del indio se siente desconcertado ante lo desproporcionado o lo anormal. Esta desazón espiritual se manifiesta en su reverencia ante las formas desusadas de la naturaleza o de la vida que le despiertan el temor de lo sobrenatural. La mazorca de dos cuerpos pegados o la papa irregular de forma, es según Holguín, abusión de muerte. Frente a este temor arrítmico el quechua erige el culto de la perfecta similitud en el topu que es no sólo la parcela de tierra repartida al trabajador en un anhelo de igualdad social y económica, sino también “medida de qualquiera cosa”. El mundo para el espíritu incaico es “lo finito mesurable” que se dice Tupuyock. Lo infinito, lo inaccesible es Mana tupuyock, la negación de lo micrométrico bordeado de ceqques, que son “rayas, líneas, términos”.
De acuerdo con esta norma racional se organiza la vida del Incario, y florecen las expresiones del lenguaje. La simetría trasciende y se torna afán de equidad en el orden moral. El pueblo zahiere los defectos físicos y las deformidades con nombres aullantes de risa, como cencca çapa al que tiene narices grandes, capnu cinca al de “nariz abollada”, chaqui çapa el gordo de piernas o hatuncaray al de “estatura diforme, grandazo”, y tantos otros consignados por Holguín y que retozan en la sorna india de Huamán Poma de Ayala. La misma aversión guarda para las desviaciones del ánimo o de la conducta. El código íntimo de moral quechua repudia el exceso y el abuso y glorifica el sosiego, la templanza, el sereno equilibrio de las cualidades. Innúmeros vocablos demuestran el gesto despectivo del quechua para todo lo que es exceso o demasía moral para el charlatán, el vanaglorioso, el afectado, el melindroso, el viejo que es como mozo en vicios, el iracundo, el perezoso, el goloso o el dormilón. En la partícula chaupi se concentra esa virtud morigeradora. Chaupi implica una conciliación de contrarios o el justo medio. Chaupi yunga es el clima que participa del frío de la sierra y del calor de los llanos y chaupiruna, “el hombre hecho, ni mozo ni viejo de mediana edad”. Este es el arquetipo quechua. El areté incaico parece ser el de la ecuanimidad y la mesura. Una frase del Vocabulario de Holguín trae esta protesta: Yacta camachi huaychu o sea “No me mandes demasiado”. Hay un verbo que significa lo mismo: Camachipayani que es “mandar con demasía o exceso sin orden”. El orden, pues, comienza desde arriba, en el que manda, el que debe ajustarse a una regla intangible de derecho natural. Chayayninman simiyta chachichircani es “Darle en el punto, dezir, hazer o pensar al justo lo que convenía o pensar o juzgar” y Chayaqquellay tupullay o camallay o camayniypa chayaqquen: “lo que es proporcionado, propio al natural de uno, conforme a su talento”. A cada uno según sus capacidades y según sus necesidades, como la más evolucionada doctrina social marxista.
Junto con el sentido del orden estuvo el de la jerarquía y el de la autoridad. El ideal utópico de igualdad del Imperio coexistía con una rígida diferenciación de clases fundada en un orgullo mítico y racial. El pueblo labrador debe alinearse o “estar en orden por ringleras parejos sin salir uno de otro”, checca checcallan huacho huachollan, pero la casta solar de los Incas se sobrepone a la multitud y erige sobre ella su estatuto divino. Las ideas de casta, nobleza, aristocracia, capitanía, hidalguía abundan en el Vocabulario. El indio reverencia todo lo que tiene origen o principio conocido, tradición y casta. A esto se llama tener ylla que es prestigio de cosa antigua, guardada. Pacarichick es dar principio a alguna cosa. Paccarichik machu chauchu o hurutmi es principio del linaje y Paccarisccacak o mantacak es “cosa antigua o costumbre vieja y assentada”. Ticcin cani capin cani es “ser principio de linaje o de otra cosa fundada”. Una frase reveladora del profundo tradicionalismo indio es la que recoge González Holguín y que dice Paccarisca yachacuy cactam yma hinam tañichissun o sea: “Costumbre natural y antigua como la hemos de arrancar ni cortar”. Los hombres se dividen para el indio tradicionalista según su origen. Unos nacen pobres –huaccha paccarik– y otros poderosos que tienen por nacimiento Apusquicuna o sea “abolengo y casta”. Ccallaricmachu es la cepa del linaje. En cambio hay una clase a la que se llama Apusquinnac mana apusquiyoc que son los que no tienen “abolengo, casta, ni progenitores”. El Inca es la suprema expresión de esta jerarquía. Abundan los epítetos que se le disciernen: Çapay Inca, çapay apu: el rey de esta tierra o “supremo señor y juez”. Su vestido era el tocapu, el traje más galano y rico de todos. Incac çapay churin, es el príncipe heredero, çapay ccoya la reina, çapay ñusta, las infantas, yñacca ñusta “la señora del ayllo de Incas o nobles”, palla “la mujer noble adamada galana”, ccoripaco o ccoririnri, los orejones o capitanes, çapay auqui el principal de los caballeros nobles y ccapchi, “el gentilhombre polido y entonado”. Pero el Inca es el çapay por excelencia, el çapay auqui auquicunap auquin: “el mayor señor”.
Antes de Luis XVI estaba planteado en América el aforismo de la monarquía absoluta: Çapay o çapallan: “yo solo no más”. Y al lado de la exaltación del linaje vernáculo el desdén o la repulsión por el advenedizo o el forastero, por el hombre sin casta el mitmac, “entrometido en un pueblo”, por el Incap michhuscan runa “gente mezclada por el Inca, advenedizos” y por el caru runa: “hombre forastero de lexos venido” o el llactannac apunnac hamumanta purik: “el vagabundo sin patria”.
La aristocracia incaica fue guerrera y tuvo el culto del valor. La guerra era su ocupación predilecta, mientras el pueblo seguía siendo agrícola. Ella arrastraba al hombre común al llacta runa o llactayoc runa a la aventura bélica en el tiempo libre entre siembras y cosechas. Auccay era la guerra y Aucca aucca pacha era “el tiempo de guerra”, Auccani, pelear y Aucanacuy camayo “el soldado experto viejo” y Huamak auccak, “el soldado bisoño”. El modo de la guerra surge de múltiples palabras. Había alardes, escaramuzas, (auccay pucllay), retos (ccacoricupuni maqueyta) –que consistían en escupirse y sobarse las palmas de las manos–, la batalla, los capitanes (Aucak pusarik o auccaman pusarik o auccaman pusarik), los soldados (Auccak), el pífano Auccay pincollo, el atambor, auccay huancar y el Auccak cunap apun, el capitán general, y atiy la victoria. Los usos de la guerra se transparentan en los términos auccay haychay, alaridos de guerra, en los gritos Chaya Chaya (¡Ea, a ellos, a ellos!), auccay baylli, el canto triunfal de victoria, Auccay chapcha, destrozador de enemigos, y Aticamuni despojar en la guerra o saquear pueblos. Ataucay es la fortuna en guerra y honores, renovadora del Imperio y de su estatismo social. El culto del valor estoico y sufridor de la milicia india está estereotipado en esta denominación o epíteto: Mana chhorinta yupaychac, “El que no siente ni hace caso de las heridas”.
Una representación sicológica generalizada en los estudios etnográficos es la del indio triste, tímido, receloso y fatalista, propenso a la mentira y al engaño. Algunos cronistas toledanos llegaron a apuntar que no tenían concepto de la honra ni de la lealtad a la palabra empeñada. El Vocabulario ofrece frescas muestras de un pueblo poseído de optimismo vital, amor al trabajo, y una moral dinámica y constructiva basada en la cooperación, en la buena fe y el cumplimiento de los grandes deberes sociales. Hay frases que reflejan salud y juventud espiritual, confianza en sí mismo, fe y voluntad de poderío. “Estoy en mi juventud y fuerzas”, “Estoy con todo mi brío”, “Estoy en todo mi juicio”, “Soy tu igual en saber o te alcanzo en todo tu saber”, son díceres proverbiales que recogen esta actitud afirmativa. Y junto con ellas el cumplimiento voluntario de la obligación social: camay.
Hay vocablos abundantes que expresan la alegría en el trabajo (ccapa runa, hombre alegre en el trabajo), la voluntad de trabajar más que los otros (ccapacha cumuni), la ponderación del trabajador incansable hasta la vejez (ccori o chhoqqueruna) y la fustigación de la ociosidad, y de los perozosos y holgazanes (ccaçiruna, hombre ocioso, sin oficio, o el “perezoso para poco” (69) o el manay macirakpas (16). Correspondiente con esta fuerza y sanidad de espíritus jóvenes hay también un anhelo de “buena ciencia y vida concertada” (chhantaylla) que define “la honra” indígena (alliyupay cayniy o yupayoc cayñiy). Esta honra está sujeta a virtudes y abstenciones, a prohibiciones que se expresan por la partícula Ama, persuasiva y por la imperativa amapuni amatac, que significa “en ninguna manera”. Los vicios especialmente fustigados en el lenguaje son precisamente aquellos que más se imputaron al deprimido indio colonial: la mentira, la falsedad, el ocio, la murmuración, la ebriedad. Ejemplo de esta rectitud del ánimo es esta frase recogida por Holguín, precisamente sobre el culto de la verdad y la palabra empeñada: Cam llullaypas ñocam ari amatac “Di tu mentira si quieres, empero yo no”, que revela un sano espíritu de honestidad mental y esta otra, también llena de sencillez y sinceridad: “La palabra salió una vez de mi boca y he dado el sí. No se ha de quebrar” (35). La mentira, llulla es combatida; despreciado el embustero, batum llulla, y estimado “el que cumple fielmente lo que dijo y no engaña” (checcan simi sullullusin y runa o simin cana).
Estas comprobaciones no invalidan la existencia de vicios y corrupciones morales semejantes a los que existen en la vida de todos los pueblos. El mundo de perfección bosquejado por el baladrón Mancio Serra de un Imperio sin ladrones, ni mujeres adúlteras ni ociosos, es del campo de la Utopía. Como en el diccionario de Santo Tomás abundan en éste las palabras que señalan a las mujeres públicas comunes a todas (pampayruna o huptasca huarmi), al amancebarse la mujer, Runayucuni o huaynayacun, al hijo de muchos (Huptascca churi) y a los concubinarios amancebados (Tiyakmaciy). El adulterio “a escondidas del marido” se llama Çuapuccuni ccoçay hahuampi o hahuamanta o çocanta hahuanchani huassanhani ayuni y el hijo adúltero çuacussca huahua. Huctatac paltaycuchicuk huarmi, “la que pone los cuernos a su marido”. Otros términos denuncian al ladrón y sus diversas clases: el que se lleva cuanto puede (apapu çuapu) el çua hucucha o ladroncillo de comidas, el gran ladrón, allca hucucha o moro huccucha runa, el ladrón que todo se le pega a las manos çua cazcaccoc maqui hayhuaycachak maqui o lluquiricuk maqui, yachascca uyay çua “público ladrón cursado o conocido”, hasta el que se dedica a hurtar (manu çuaccuni) y el simple “gorrón que se convida a comer con todos y se entra sin combidarle”: Micupuccuc, upiyapuccuc, caypi chaypi. El perezoso es fustigado en frases como ésta: Allcota yallik qquellapunik, perezoso dormilón mas que el perro o llamándolo despectivamente yana huacta, que es “baldón de floxo”. El borracho es también zaherido en dichos y motes burlescos (44), pero el indio admira al mismo tiempo al gran bebedor de recia cabeza que no se emborracha, ceka huma o racra puyñu ccoro puyñu.
En la colmena incaica el arquetipo es el hombre medio, el yuyay runa, el hombre cuerdo, adulto o de razón, el buen trabajador, el fiel cumplidor de sus deberes: Checcan soncco o sullull sonco; Fray Domingo de Santo Tomás traduce este término como “el hombre verdadero” y González Holguín como “fiel de confianza, que ni encubre ni hurta ni esconde ni haze menos de lo que le entregan”. El vocabulario seiscentista insiste acaso menos que el de 1560 en lo relativo a la organización social del Incario. La investigación incanista parece agotada o desplazada por la preocupación doctrinera. Por esto Holguín no ahonda en la proporción que debiera, en las instituciones incaicas, sino que se limita a recoger lo ya sabido y asimilado, con algunas aclaraciones, glosas o adiciones o rectificaciones ortográficas. Gobernar es michini runacta, pero no hay una palabra precisa para ley, que se equipara a ejemplo o se concibe como la palabra del jefe: apup simin. Gobernar en el Incario es repartir. Las provincias o suyus del Imperio son las partes principales. Suyu runa es el vasallo tributario. Suyu quiti la tierra de jurisdicción de cada juez. Suyuni es repartir y suyu “lo que cabe de parte de trabajo a cada un suyo o persona”. El acto más característico del imperio es el de alinearse los hombres o los ayllus en hileras para dar o recibir su trabajo. Esto se llama suyuchanacuni: “ponerse en renglera o en orden así en pie o en sus asientos para ordenarlos”, para el trabajo o la guerra. La ordenación implacable va desde el ayllu al Estado imperial. Suyu llamccana es la obra o tarea del ayllu o parcialidad, suyu la provincia y Tahuantinsuyu, la suma de las partes o “todas quatro provincias del Perú”.
González Holguín posterga indudablemente los vocablos históricos o arcaicos relativos a la organización incaica, pero se detiene con interés de catequizador en la organización de los pueblos y el mando de éstos. Cada pueblo tiene un señor: curaca o pachac curaca, hatun o akapac curaca. La reunión o consulta del pueblo se llamaba camachinacuy y las cosas comunes: sapsi. El ttocricuk, “es el que tiene la guarda del pueblo o la gente” seguramente de parte del Inca. También se menciona al llactayoc señor del pueblo, acaso de los caseríos menores sujetos al curaca, y al llacta camayoc, teniente del principal o executor del que manda. El mitmac es el advenedizo o el mezclado en el pueblo por el Inca, Incap michhuscan runa o caru runa, el originario es el llactayoc. El pueblo se divide en dos: Hanan suyo y Hurin suyo, parte alta y baja en un afán indeclinable de clasificación. Llactayoc cama son todos los del pueblo y la unión de varios pueblos llactantin llactantin runa. Y hay voces que correponden a fundar pueblos, reducir pueblos, extinguir los pueblos y desterrar del pueblo (llactamanta ccarccuni).
Entre las instituciones ya conocidas de los Incas se mencionan las de los yachachik o maestros, los amautas o sabios, los mitmacs, las mamaconas, los yanacunas o criados, y otros como el Huchacta camacta yachak o hucha yachak, el Secretario del Inca, los mittayocs, el allpa tupuk apu o cequek apu, el medidor o repartidor de tierras, pachaca el mayordomo mayor del Inca que tenía a cargo sus haciendas, el huaccha pitiuicuk o rimapucuk, el procurador de pobres colonial que tenía su antecesor en el pachac o “curaca que volvía por todos los suyos”, el ararihua guarda de chacras o frutos y el ararihua apo, juez del campo, o el tapucpacuk apu, “visitador que repregunta de sus vidas” o los manchayruna cappaquenchi, protectores y los manchayruna o manchay niyoc “hombres de gran autoridad como los juezes o curacas o los sabios y los santos”. También se mencionan las palabras: compra, venta, dote, divorcio (apaycupuni), hacienda, propiedad, testamento, que indican mezcla o trasculturación y la palabra arahua equivalente a horca o picota antigua «era una peña alta donde ahorcaban». Un examen más detenido que es imposible dentro del espacio de este prólogo, daría muchas otras referencias a instituciones civiles y penales, pero bastará indicar ahora que hay un vasto caudal de vocablos sobre las diversas edades de los trabajadores del Imperio y sus obligaciones correspondientes, sobre grados de parentesco y organización decimal de la población: huaranca curaca, pachaccuraca, chunca curaca, curaca cuna, etc. También vale la pena señalar la existencia de recintos penales: uatay huaci, la cárcel o samka huaci “la cárcel perpetua donde penaban los delitos atroces echando con él culebras y sapos” descripción que coincide con un dibujo de Huamán Poma.
El Vocabulario de Holguín es copiosísimo en vocablos referentes a la técnica y la ciencia indígena, la agricultura, las industrias, indumentaria, utensilios, vivienda, artes y costumbres. Cabe investigar en él, detenidamente los usos agrícolas, observaciones sobre el tiempo, instrumental, prácticas médicas, enfermedades, arquitectura, forma de construcción, cerámica, música, danzas, flora, fauna, etc.
Del mundo de lo espiritual cabe rescatar algunos conceptos e inducciones. El Vocabulario de Holguín como el de Santo Tomás descubre la índole severa y melancólica del indígena pero también su propensión a la burla y al sarcasmo y sus desbordes momentáneos de alegría báquica en la danza y el canto. Al lado del propio Inca había un truhán –ccamchu– “para hacer reír y decir gracias”. Abundan los vocablos que significan hacer burla, mofar, triscar, o decir donaires. Y son infinitas las formas de danzas y cantos coreográficos, de taquis o tussuy, como lo comprueba la crónica de Huamán Poma de Ayala. El Vocabulario menciona algunos bailes con disfraces o máscaras como el hayacucho, la llama-llama, la saynata huacon, pucllack, etc. El que entona el canto o corifeo es el taquicta hucaric, o tussuchik al que siguen todos los enmascarados o danzantes, saynata mascara o çaynata runa y acompañan los músicos o ñauray cuna taquik cuna. Pero al lado de esta jocunda teoría de danzantes está la otra elegíaca o patética de los funerales o de los cantos guerreros. Hay los cantores de fábulas y cantares antiguos –taquiyachak huacanqui– los que dan en cara la victoria y celebran con vítores y afrentas al vencido el triunfo guerrero –hayllycuni– y las endechaderas huaccapucuc –que lloran y endechan a los muertos–.
El misionero jesuita no es afecto a la recordación de los mitos gentílicos de los Incas, pero no obstante su reserva recoge a veces algunas huellas de las creencias y ritos incaicos, y acepciones de palabras que pueden ayudar a desentrañar el simbolismo de los relatos míticos. En ellos se entremezcla la teología católica con su concepción popular del demonio, transformado en el quechua: zupay. El mundo estaba poblado para el indio de duendes y fantasmas, de brujas y potencias ocultas que había que concitarse con ceremonias propicias como las calpas guerreras, las mochas o saludados a las huacas y apachetas, los huaccani o llantos, o la interrogación a los oráculos, huatuchicuni. De estas idolatrías Holguín recoge la que consistía en ofrecer las cejas al sol soplándolas –Quessipra actuni ppucuni– los hechizamientos de los umus y las supersticiones sobre días o épocas aciagas. Los hapiñunu, dice, “eran fantasmas o duendes que solían aparecer con dos tetas largas que podían asir de ellas”. Otros seres nocturnos fantásticos eran las brujas –visscocho o humapurik– “que dizen que las topaban de noche en figuras de cabeza humana solamente silbando asi no más: viss, vis”. Y por último la estrella llamada Maman muccuc cuyllur, que desde el cielo vigilaba y perseguía a los que cometían el delito de incesto con sus padres o muccuni, un tucuriyoc divino o como un ser moralizador.
Largamente podrían estudiarse las concepciones científicas de los Incas, tocadas de superstición y aliento mágico, particularmente las de la medicina en que se habla del “aojo” y del “vaho” de los enfermos o las enfermedades características de sierra, costa y selva como la “caracha” o tiña, las calenturas “que acuden a sus tiempos”, o el anti uncoy, mal de los Andes pestífero. Pero éstas, como las anotaciones referentes a la flora y la fauna, requerirían largo espacio y especialidad. Cabe sin embargo, hacer corta alusión a una clase de vocablos que ha dejado larga huella en el lenguaje español y en la toponimia americana, acaso por su fuerte emoción telúrica y son las denominaciones geográficas. Toda la geografía continental está regada de nombres o desinencias quechuas identificadas con el paisaje americano y emergidas directamente de él. En América es imposible dejar de llamar pampa a las grandes llanuras o sabanas, tambo a la venta o mesón del camino, pongo a la estrechura del río o huayco a la avenida torrentosa por la quebrada. Otras frescas desinencias han permanecido adheridas a los nombres para significar accidentes geográficos como cocha para las lagunas o lugares lacustres, mayo el río, urcco el cerro, huatta la isla, huaylla la pradera, ñan camino, pallca horqueta en que dividen los ríos o los caminos, pata andén, grada, terraza, racay corral, larca canal o acequia, uma la cumbre de la montaña, sacha bosque, rumi rumi pedregal, y acco acco el arenal. Llacta es pueblo y hatun llacta ciudad o pueblo grande. Huaci huaci: muchas casas cercanas, Purun llacta pueblo abandonado o desierto y Chhinnic llacta “el pueblo que no tiene gente o hay gran soledad y silencio sin ruido alguno”. Hay, entre estos términos, algunos especialmente expresivos de fenómenos característicos e intermedios, que no tienen correspondiencia en español como chaupi yunga para la zona intermedia entre frío y calor, chirapa lluvia con sol, urcop cencan lo que está entre dos quebradas, huac que significa “a la otra banda” o quinrayñan camino que va por las laderas. El Vocabulario consigna también algunos nombres propios de provincias y ciudades como: Cuzco, Chincha, Quito, Chachapoyas. Las cuatro regiones del Tahuantinsuyo o Imperio incaico son mencionadas: Antesuyo, Collasuyo, Conti suyu y Chinchay suyu. El chinchaysuyu, desmintiendo algunas tergiversaciones modernas, es definido así: “Una de las cuatro partes del Pirú, desde la parroquia de Sancta Anna del Cuzco abaxo hasta Quito o Pasto a donde llega el Inca”. Anti es la tierra de los Andes o Antis, es decir la selva poblada por los Anticuna. También sobreviven algunas denominaciones quechuas de carácter antropológico como la de Chhuchu o chunchos para los indios de guerra o salvajes, çampas para los hombres floxos o sin fuerza, runa miccuk antropófago, checanpiruna el forastero.
Ciertas particularidades del clima y especialmente de la lluvia merecen recogerse. Chirma o para es aguacero, chirapa lluvia con sol, llchama para aguacero terrible desatinado, chirau para o ypu para, la mollina o lluvia menudita o sea la garúa limeña. Es interesante comprobar a propósito de este término, hoy día debatido, que González Holguín lo considera siempre como español. En la parte española de su Vocabulario dice así: “Garuar: Yppuni. Garuar con sol: Chirapanni. Garúa: ippu ippu. Garúa con sol: Chirapa”. También se comprueba que la niebla de Lima no es fenómeno moderno sino muy antiguo y característico de la ciudad y su contorno como lo demuestra esa frase: Puyuyllam puyum Rimacpi manan puyu cheqquericunchu: “En Lima hay continuos nublados que nunca se deshacen las nubes”.
El Cuzco, la ciudad imperial de los Incas, es objeto de constante atención en el Vocabulario. Se consignan sus nombres, su comarca –Cuzco quitipi– los nombres de sus dos grandes plazas «Haucaypata, plaza del Cuzco de las fiestas, huelgas y borracheras y cussipata, la otra donde se hacían alardes o ensayes de guerra». El camino real de los Incas que terminaba en la plaza del Cuzco era el Kapac Ñan. La fortaleza del Inca en el Cuzco era Çaçça Huaman y Çaççay huaman significa “Aguila real la mayor” y no halcón satisfecho como se ha interpretado generalmente. Lo más interesante al respecto parece ser la etimología de la palabra Cuzco, tan diversamente traducida. Garcilaso dijo que Cozco quería decir ombligo o centro de la tierra. Otros sugirieron: corazón que en quechua es soncco. De las diversas significaciones de la raíz cuzcuni o ccozquini que da González Holguín parece desprenderse que ella entrañaba un doble concepto metafórico de allanar o buscar con ahínco un sitio árido y duro y también hacer paces y amistades. Así Cuzca cuzcalla significa “cosa igual, llana”, cuzca cachani “emparejar lo desigual, allanar” y “también hacer paces y amistades” y “acabar negocios y riñas difíciles”, que es allanar en lo moral. “Cuzcachani aucanacuc cunacta es apaciguar, aplacar, sosegar la rebelión y cuzquipayani o cuzquini, escudriñar, buscar con ahínco”, ccuzquicta yapuni es arar en tierra dura, cuzquini: arrancar terrones o romper la tierra dura, y cuzqquini rucrini despedrar o desembarazar el solar para edificar la chacra. En todas estas acepciones está presente el mito originario de la ciudad: buscada y escudriñada por los legendarios Ayar, hallada y edificada sobre la tierra dura y difícil, escombrada de piedras y allanada e igualada para servir de sede a la capital del Imperio igualitario y anheloso de simetría y de síntesis. Cuzco es el cimiento de la paz y de la grandeza incaicas y por ello aquél que había estado en la gran ciudad era reverenciado por aquél que no la conocía y podía decir ufano: Cozcopi cascay canni: “Yo he estado en el Cuzco”.
Estas son las notas más saltantes sobre el espíritu indio intervenido ya poderosamente por la cultura occidental y nutrido de las cosas de Dios y del alma, vicios y virtudes influidos por la convivencia de la nación colonizadora, como lo anota el propio González Holguín, que pueden deducirse de un examen sumario y breve del gran repertorio seiscentista que desde ahora se hallará más al alcance de los estudiosos peruanos y de nuestros vacantes centros de lingüística.
EL QUECHUA CORTESANO DEL CUZCO
Los primeros Vocabularios recogieron el quechua común hablado en el Imperio y estropeado por la pronunciación regional, principalmente la del Chinchaysuyo, aunque Morúa pensase que el quichua tuvo su origen en la costa y que de Chincha partió la infiltración del quichua a las regiones andinas del Sur. Garcilaso y los cronistas que vivieron en el Cuzco sostuvieron que era esta ciudad la depositaria de la mejor tradición de pureza y propiedad del Runa Simi y donde mejor se hablaba. Garcilaso la llama por esto “lengua del Cosco” y se niega a nombrarla “lengua quichua” como la bautizara Fray Domingo de Santo Tomás. Blas Valera identifica la posesión de la lengua cortesana y pulida del Cuzco con el adelanto cultural de quienes la hablaban. “Los indios Puquinas, Collas, Urus, Yuncas y otros –dice el jesuita citado por Garcilaso– y otras naciones que son rudos y torpes y por su rudeza aun sus propias lenguas las hablan mal; cuando alcanzan a saber la lengua del Cozco parecen que echan de si su rudeza y torpeza que tenían y que aspiran a cosas políticas y cortesanas y sus ingenios pretenden subir a cosas más altas”. La lengua cuzqueña tuvo pues un alto coeficiente de cultura y fue en sí misma un elemento civilizador. González Holguín rescata en su Vocabulario el contenido de ese mensaje y la pureza originaria de la forma.
La superioridad del quechua como órgano de cultura y como forma de expresión humana ha sido generalmente reconocida desde los primeros tiempos de la conquista, por el acatamiento general que le prestaron los cronistas y lenguaraces españoles y el crédito sobreviviente en la masa indígena. El quechua reveló su vitalidad, afrontando la dominación del español, sobreponiéndose a las demás lenguas indígenas y manteniéndose como un habla viva y no muerta, en constante transformación. Garcilaso habla de la corrupción constante del quechua en el lapso de los treinta primeros años de la conquista y glosando a Valera dice “esta tan corrupta que casi parece otra lengua diferente”. “El día de hoy –agrega– se hallan entre los indios más diferencias de lenguajes que había en tiempo de Huayna Cápac”. La lengua del Cuzco sirvió en el siglo XVI de unificadora como en el Incario, merced a su mayor ductilidad para trasmitir el nuevo mensaje cultural, dentro de su estructura acomodada al alma indígena ya que según Valera, “el general lenguaje del Cozco… no se diferencia mucho de los demás lenguajes de aquel imperio”. Hubo, pues, similitud en la estructura de las lenguas usadas en el Incario pero la forma hablada en el Cuzco fue la más evolucionada, noble y señorial, y la que envolvía un saber colectivo más depurado y más eficaz para la vinculación social.
El más recio competidor del quechua en su vida histórica primitiva y aun en la de su vivir bajo el signo occidental ha sido el aymara. El aymara convivió con el quechua bajo el sistema imperial incaico. El Runa Simi no consiguió extinguirlo y perduró en la región del lago, en Charcas y en el sur del Perú. Quechuistas y aymaristas discuten hoy sobre la precedencia o mayor antigüedad de una lengua o de otra. Max Uhle y Von Buchwald, arqueólogos sugestionados por la magnificencia de Tiahuanaco, región colla, han sostenido que la lengua primitiva del Perú fue la de este pueblo, a la que se llamó por los jesuitas aymara, como se había llamado quichua a la lengua del Cuzco. Riva Agüero, Tschudi y Markham han sostenido la precedencia del quechua como idioma arcaico del Perú anterior a los Incas. Según Uhle la toponimia primitiva aymara es más abundante que la quechua. Middendorf la cree también la más antigua lengua peruana y la de mayor propagación inicial. El aymara ofrece como signo de arcaísmo, formas predominantemente largas en tanto que el quechua prefiere las formas breves y tiene menos vocales. El quechua habría sido una lengua hermana, un dialecto posterior afortunado. En la imposible comprobación del pasado inmemorial de ambas lenguas, sólo resta recoger las comparaciones y esfuerzos de identificación o parentesco entre las dos ramas. Middendorf ha dejado asentado que aunque familiares de un mismo tronco el quechua y el aymara eran desemejantes desde el punto de vista lingüístico. Las palabras comunes del vocabulario sólo alcanzan al veinte por ciento y se pueden explicar por préstamos culturales. Pero la fonética y la gramática ofrecen grandes analogías.
La competencia entre ambas lenguas reñidas en el territorio de la civilización prehispánica continuó después de ésta. El Virrey Toledo hostigó la subsistencia del aymara en la región del lago. D’Orbigny, como todos los arqueólogos y antropólogos que frecuentaron el altiplano, sostiene que ambas lenguas son de las más duras del mundo y su redundancia ruda y contenida, pero piensa que el aymara es la fuente del quechua. Uhle cree que el verbo aymara supera al quechua en la riqueza de su desarrollo y que aquél es “una lengua bien desarrollada y expresiva y particularmente más organizada que el quechua para expresar las cosas concretas”. El aymara se habló, para Uhle, por todo el Perú en los tiempos primitivos y después fue perseguido sistemáticamente por los Incas.
El aimarista Escobar dice en sus Analogies philologiques de la langue Aymara, citadas por Medina: el aimara “vivió y vive todavía rodeado del quechua y, sin embargo, no tiene analogía con este idioma, más rico, más suave, más elegante que el aimará”.
Por su parte los conocedores del quechua han hecho la alabanza cumplida de la lengua cuzqueña. Garcilaso se dolía en el siglo XVII de que se perdiese una lengua tan galana y se esforzaba en trasmitir a los mestizos y criollos sus hermanos los secretos de la lengua y de la pronunciación estropeados por los españoles. El Padre Blas Valera declaraba que la “lengua del Cozco” tiene “mas campo y mucha variedad de flores y elegancias para hablar con ellas”, que las demás lenguas indígenas. El Padre Vásquez de Espinoza decía a principios del XVII que es “lengua muy elegante y compendiosa”. El Padre González Holguín dice que había en esta lengua “cosas curiosas, sustanciales y elegantes” que las partículas de ornato eran las que le daban su elegancia y que salvo la falta de las cosas de Dios y del alma en que es corta, está probado que “es perfecta y cumplida en todo”. Don Antonio de Ulloa, el gran naturalista del siglo XVIII, dijo que dudaba que hubiese otra lengua que pudiera igualar al quechua en frases de agasajo y cariño, “en la armonía de vivir de aquel pueblo singular”. Por esta misma época el polígrafo peruano Llano Zapata, gran rastreador de esencias peruanas, apuntaba: “el quechua explica las pasiones del ánimo con más viveza y naturalidad que ninguna otra lengua”. El lingüista alemán Tschudi, gran autoridad técnica, decía más tarde: “Ningún idioma de América supera al quechua en la abundancia de formas, en la riqueza para la creación de palabras, en la penetración para hacer distinciones y en la aptitud para trasmitir cada expresión del sentimiento o de la realidad exterior”. El quechua, para Tschudi, tiene un fuerte sentido onomato-péyico, sabe dar tremendos efectos a los apóstrofes y a las imprecaciones y al mismo tiempo sabe “reflejar el encanto de las faenas agrícolas o la dulzura de la melancolía del cariño o de la nostalgia”. Pacheco Zegarra, el peruano del Cuzco que mejor conoció el quechua, escribió: “La lengua quechua en razón de su riqueza y sobre todo de la maravillosa flexibilidad con que se presta a todos los cambios y juegos múltiples del pensamiento, como a la expresión de matices, por decir así los más fugaces, ha sido comparada a las lenguas sabias por muchos escritores”. Riva Agüero, gran defensor de la primacía del quechua, escribe magistralmente: “El quechua se nos presenta más elaborado que el aymara, más rico en palabras y acepciones y hasta en nombres de parentela paterna y menos pródigo en sinónimos inútiles y broza primitiva, porque ha servido de vehículo a una cultura más dilatada y que ha conocido mayores vicisitudes que la aymara y no porque en el árbol genealógico de los idiomas andinos carezca de perfecta y equidistante colateralidad con éste”.
El Runa simi o lengua del Cuzco fue, pues, un lenguaje culto, como órgano de una clase directiva y de la civilización más adelantada de la América del Sur. Este idioma tuvo como tal una forma popular y otra cultivada y cuidadosa que fue como un sermo nobilis que arraigó en el Cuzco. Enseñado en las escuelas, difundido en los cantos o en los cuentos de admiración fabulosos hahuaricuy simi o en las fábulas de pasatiempo (sauca sauca hahuaricuycuna) fue adquiriendo por el trato esmerado y el aleccionamiento y resguardo constante un pulimento especial y gracias propias de estilo. Una tradición idiomática, un purismo quechua, se formó en el Cuzco e impuso su tono y su ritmo a toda la extensión hablada del Runa simi. Diversos vocablos reflejan este culto del bien decir quechua. El desdén hacia los bárbaros que pronuncian mal la lengua está concentrado en el vocablo Uparuna. Ccuru Kallu es el que habla mal y a tientas. Mattu simi equivale a barbarismo y mattu simiyoc es “el que habla impropiamente”. En cambio ccazccak simi son las palabras propias. Mauccari may son los arcaísmos o “vocablos antiguos”, demostrando la constante evolución de la lengua. El hablar fino y sutil es Rimayta o simicta ccazccahini: hablar sutilmente cortado y elegante y pronunciar bien. Un paso más en la perfección de la lengua sería el que designa el término: Hayaquen allinta rimani que es «hablar cosas admirables de buenas o la lengua muy bien».
Podrían aun señalarse algunos matices en el uso de la lengua. Ttittu son las “palabras oscuras y difíciles de entender o de saber”, cultismos o conceptismos. El vocablo sencillo es kallman simi y el que se multiplica en muchas significaciones o palabra preñada de la que salen muchas es hatun simi o gran palabra. El pesado o prolijo en el hablar era el llassacta rimak. Mirrcca simicta rimak “el que habla lengua mezclada de otras ajenas”.
No obstante su afán de perfección y acicalamiento el quechua es un idioma duro y recio. D’Orbigny estimando que el hombre quechua tiene un fondo de dulzura a toda prueba, declara que esta lengua, plena de figuras elegantes y de ingeniosas comparaciones, es una de las lenguas cuya pronunciación, por sus sonidos guturales que parecen graznidos, es más dura al oído. La fonética del quechua se presta para las frases arrogantes, las imprecaciones y amenazas. Los españoles cercados por los indios en Vilcacunga, en la marcha de Pizarro hacia el Cuzco, no entendían el lenguaje de éstos pero apuntan que les dirigían “palabra injuriosas, según suenan en aquella lengua”. El mismo bronco acento delatan las arengas de los Incas y los retos de éstos a los Chancas, conservados por Sarmiento de Gamboa y Santa Cruz Pachacutic. Gran voz dio el Inca Pachacutic al clamar: Cuzco capacpac churacllay yanapauay maypim canque, en que a un arrastrado y creciente impulso dice: “Cuzco ¡tú que sólo al potente sueles sustentar donde estás!, ¡ayúdame!”. Y el general Ollantay en el drama quechua clásico, impreca también al Cuzco con fuerza extraordinaria: ¡Ay kosko, ay sumak llakta -Cunanmanta kkayanmanta – Aukam casak casak auka – chay kkaskoyquita kkarakta – Llikirkospa sonkoyquita – Cunturcunamankonaypak. (Ay de ti hermosa ciudad. Desde hoy seré tu implacable enemigo. Te arrancaré el corazón y se lo arrojaré a los cóndores).
El quechua arranca indudablemente muchas de sus expresiones directamente de la naturaleza imitando los sonidos de ésta: el piar de los pájaros, el temblor de las hojas de los árboles, el crujir del agua en el fuego, el tronar de la tempestad o el de la multitud parlera. De todos ellos saca sápidos vocablos cargados de vigor onomatopéyico como en chhis chhisñin, el pío pío de los polluelos, chicchi, el granizo menudito; circa tticttic ñiynin, el pulso; chhillillillini, el ruido de la grasa, sudor o pringue; y entre los fuertes kakakakan, el trueno; sallallallay, ruido de piedras y temblores o chacacacan, hacer ruido lo que se quiebra.
La raza quechua es a la vez grave y tierna según Riva Agüero. El habla quechua se amolda y se achica admirablemente para los diminutivos, para los ayes de dolor, la compasión, y para las ternezas amorosas y los arrullos del corazón. De las cortas expansiones en este sentido del Vocabulario que no se adentra en el hondón lírico del pueblo quechua, están expresiones como éstas: chinunacuni: “acariaciarse y regalarse las palomas con el pico y besarse” y sonco apak: “es lo amable que roba el corazón”. Ala cuyay cuyaylla, es “pobrecito o desdichado de ti pobrecito”. Agreguemos que en su Gramática González Holguín declara que en el quechua hay, como indicio de una afabilidad íntima, “muchas palabras para saludar”.
Cada idioma tiene sus aciertos verbales, sus logros expresivos que descubren la índole de sus poseedores. El quechua, lengua de un pueblo prendado de la igualdad y el equilibrio, amante de la medida y del justo medio, abunda en palabras que expresan ese afán moderador y enemigo de los extremos. Hemos citado ya frases expresivas de este género en lo material y en lo moral. Entre los dichos y proverbios recogidos por González Holguín, hay algunos que subrayan una actitud especial del alma india de elusión o resistencia pasiva a la presión externa, manifestada en múltiples ejemplarios de las crónicas. Así en la respuesta del indio a los que interrogan por alguno cuyo paradero no quiere dar: Maymantach llucsin chaypi huatucuy: “De donde allí salió pregunta por él” y la evasiva y lacónica frase: Arich o ychach, quizás sí; y Manach, quizás no; que debió ser la usada por la Coya a quien obligaron a casarse con un sastre español y también el monosilábico As o Ach que equivale a “podrá ser” o “así será” el fatalista estribillo que Chocano revivió en sus versos como arquetípico del alma quechua.
La riqueza y originalidad del quechua se confirman por la influencia que ha dejado en el habla conquistadora. El español ha recogido por expresivas e insustituibles muchas palabras quechuas, no sólo las relativas a frutas y cosas de la tierra, sino también a elementos culturales importados o comunes a ambas civilizaciones. Del quechua directamente provienen vocablos hoy día españoles como papa, quinua, charqui, chirimoyo, zapallo, poroto, panca, yuyo, coca, mate, pita, coronta, chonta, rocoto, entre los nombres vegetales; llama, alpaca, vicuña, puma, cóndor, entre los de la fauna más notables, guano, pampa, puna, cancha, carpa, chácara, tambo, pirca, de los factores telúricos y humanos combinados y chancar (de chanca: cosa molida), chupo, concho, quena, yaraví, inca, entre los múltiples provenientes de la acción y de la vida.
El Vocabulario de González Holguín tiene aún otro mérito insigne además de su clasicidad en lo relativo al quechua. El español Gallardo ha anotado con justeza que Holguín “es un escritor castizo, propio, sesudo y sobre todo copioso. La lectura atenta de su Diccionario en la parte española, puede servir mucho para enriquecer de voces y de frases el de nuestra Academia, con la circunstancia de ser anterior al de Covarrubias”.
La obra de González Holguín es la expresión de una gran época constructiva de coordinación y de síntesis en el Virreinato peruano. González Holguín trabaja en el Cuzco y en Juli al mismo tiempo que Bertonio descubre la lengua aymara en el propio cenobio jesuita del lago, que Luis de Valdivia publica sus trabajos sobre el araucano en Lima y Torres Rubio compara los modos de ambas lenguas. En Lima los juristas Solórzano y Pereyra y León Pinelo preparan obras monumentales, obras de sistematización y armonía de todo el derecho indiano: la Política Indiana y la Recopilación de Leyes de Indias. El Padre Cobo trata de coordinar todos los datos del mundo físico y moral en su Historia del Nuevo Mundo. Lima es corte de saber y de poesía en la que Diego de Hojeda emprende la colosal obra mística del La cristiada, Juan de Miramontes canta la nueva epopeya hispana en sus Armas antárticas y Pedro de Oña fatiga el verso con las octavas de su Arauco domado. El empeño de acumular materiales y de levantar con ellos fábricas soberbias surge en todos los escritores contemporáneos: en el agustino Calancha, escribiendo su grandiosa Corónica moralizada, en el clérigo Cabello Balboa levantando los pilares audaces de su Miscelánea antártica, en León Pinelo trabajando en su monstruoso y laberíntico Paraíso en el Nuevo Mundo y este afán de grandeza y unidad se trasmite a los mestizos e indios y lo recogen el Inca Garcilaso en el airoso edificio de sus Comentarios reales y el indio Huamán Poma de Ayala en su caótica Nueva corónica y buen gobierno. Bajo el cortesano patriciado del Marqués de Montesclaros funciona en Lima la Academia Antártica en la que alternan Diego Mexia de Fernán Gil, traductor de Ovidio, Diego Dávalos y Figueroa y las anónimas poetisas de la Epístola a Lope y el Discurso en loor de la poesía, y los bardos alabados por Cervantes. El Vocabulario de González Holguín ocupa en la lingüística peruana el mismo lugar cimero que sus obras coetáneas en la épica, en el derecho o en la historia. Es la culminación de los esfuerzos de estructuración del siglo XVI y de la inspiración artística del siglo XVII. Es el mayor monumento de la lengua quechua de todos los tiempos y su más clásico hontanar. En el horizonte de los estudios quechuistas se destaca sobre los demás artes y Vocabularios, sólido y macizo, como las torres de la Iglesia de la Compañía cuzqueña, dominando a los demás templos y campanarios sembrados en la comarca del Cuzco, con su mole gris y dura y mirando por los ojos de buey de su planta barroca el panorama del Cuzco Quitipi en que nació la lengua imperial, frente al osado alarde de las piedras de Sacsahuamán y a la mítica e imperturbable serenidad nevada del Auzangate.
Mito y Épica Incaicos
En mayo de 1951 se conmemoró el IV Centenario de la fundación de la Universidad de San Marcos con diversas actuaciones culturales organizadas por dicha Universidad, entre las que alcanzó notable relieve la conferencia sustentada por el doctor Porras en el Salón de Actos de la Facultad de Letras el día 17 de mayo del indicado año. El ilustre maestro sanmarquino, Director del Instituto de Historia de la Universidad, escogió como tema de su disertación la “Universidad y la Historia”, que resultó ser una excelente síntesis de la cultura peruana desde la época de los Incas hasta el siglo XX. En agosto del mismo año salió a la luz como libro bajo el título de Mito, Tradición e Historia del Perú.
En el capítulo II de dicho libro Porras se ocupa de Mito y épica incaicos que después, en 1954, incorpora a su valiosa obra Fuentes Históricas Peruanas, la misma que el Instituto Raúl Porras Barrenechea reimprime, en edición facsimilar, en 1963. Sin embargo, no obstante haberse difundido Mito y épica incaicos en las publicaciones citadas, se incluye en el presente volumen porque se refiere precisamente al mundo quechua que Porras interpreta desde el punto de vista de los mitos, leyendas y otras manifestaciones del alma indígena. El pueblo incaico se caracterizó por el don de contar fábulas, leyendas y hechos memoriosos como lo recordaba Garcilaso, quien en su juventud había oído “fábulas breves y compendiosas”, en las que, “los indios guardaban leyendas religiosas o hechos famosos de sus reyes y caudillos, las que encerraban generalmente una doctrina moral”. Los cronistas fueron los que se encargaron de recoger y perennizar en sus relatos todo ese bagaje cultural que con el tiempo hubiese desaparecido por falta de escritura. Mucho de lo narrado en esa línea por los amautas y los quipucamayocs se encuentra en las crónicas de Garcilaso, Cristóbal de Molina, Sarmiento de Gamboa y Betanzos, y a través de ellos se puede obtener información sobre el espíritu, la psicología, el carácter y la historia de los Incas. ¿La Leyenda de Manco Cápac saliendo del lago Titicaca o la de los hermanos Ayar de Pacaritambo, acaso no se toman en cuenta para hablar sobre el origen de los Incas y la fundación del Cuzco? El tema es, por consiguiente, sumamente importante dentro de los estudios efectuados por Porras acerca del mundo espiritual de los Incas.
Una de las características fundamentales que distinguía al pueblo indígena y que Porras subraya en primer lugar, fue “su afán de perennidad y perpetuación del pasado” que se manifestaba en sus costumbres e instituciones. Prueba de ese sentimiento fue el culto de la pacarina o lugar donde consideraba haber aparecido el antecesor familiar o en el culto de los muertos o malquis. Con excepción de los chinos, dice Porras, posiblemente ningún otro pueblo como el quechua “sintió más hondamente la seducción del pasado y el anhelo de retener el tiempo fugaz”. El alma indígena, el mundo andino todo, mostraba así un aspecto esencial de su vida espiritual que sobreviviría al tiempo y que Porras descubre y precisa como ningún otro estudioso del pasado peruano lo había hecho. Después han surgido investigadores que han seguido el hilo de aquella apreciación de Porras, que fue el que abrió el camino para nuevas interpretaciones no solamente de historiadores, sino también de etnólogos, antropólogos y sociólogos. Estos estudios deben seguir adelante porque muchos de aquellos sentimientos del pueblo indígena se han mantenido a través del tiempo a pesar de la influencia de costumbres exóticas y ajenas que bien podían haber determinado su desaparición, debido a la arremetida persistente de los medios de comunicación que emplean sistemas modernos y llegan a todas partes. Lo prueba el caso del habitante de la sierra peruana que por razones de vida se ve impelido a dejar su suelo nativo, pero que siempre está pensando en regresar a su terruño para visitar los lugares más queridos entre los que se encuentran los que le recuerdan a sus padres y antepasados. Es indudablemente el culto de la pacarina el que lo atrae, además de otros motivos como las fiestas vernaculares o patronales llenas de colorido, alegría y vida.
Porras cita diversas manifestaciones que poseen las características que tienden a la perpetuación de los sentimientos del pueblo indígena, y en todos ellos encuentra que “hay un instinto o apetencia de historia, que cristaliza también en el amor por los mitos, cuentos y leyendas, y más tarde en las formas oficiales de la historia que planifica el estado incaico”. En el testimonio de Garcilaso y las leyendas recogidas por los cronistas post-toledanos y extirpadores de idolatrías, Porras descubre, por otro lado, la vocación narrativa del pueblo indígena y señala que “los Incas amaron particularmente el arte de contar”.
Para Porras los mitos poseen elementos de gran valor para reconstruir el espíritu de un pueblo primitivo, porque “es fácil descubrir en ellos rastros de la psicología y de la historia del pueblo creador”. “Es cierto, dice, que el mito confunde, en una vaguedad e incoherencia de misterio, el pasado, el presente y el futuro, que la acción de ellos transcurre principalmente en el tiempo mítico, que es el tiempo eterno; mas la prueba de que contienen elementos reales y alusiones a hechos ciertos, está en que los relatos míticos coinciden con otras manifestaciones anímicas desaparecidas del mismo pueblo y son muchas veces confirmados por la arqueología”. En esta forma Porras deja constancia o aclara que los mitos no deben ser dejados de lado al tratar el pasado lejano de un pueblo. Son, por lo mismo, necesarios para encontrar las raíces y sentimientos anímicos que han originado su quehacer y desarrollo cultural.
En el caso de la poesía mítica de los Incas, estima Porras, “se mezclan, sin duda, como en los demás pueblos, hechos reales e imaginarios, los que transcurren, por lo general, en el reino del azar y de lo maravilloso. Pero todos ofrecen indicios históricos, porque está presente en ellos el espíritu del pueblo creador”. Estas son consideraciones importantes que es preciso tener en cuenta; es decir que no deben soslayarse o ser desdeñados, si es que se tiene el deseo de alcanzar una interpretación valorativa concordante y verdadera del carácter y sentimientos del pueblo indígena.
Porras menciona algunos de ellos en la mitología peruana: el “burlón y sonriente optimismo de la vida”, el origen del mundo, la guerra entre los dioses Con y Pachacamac, la creación del hombre por Viracocha, o la aparición de personajes legendarios que siguen el camino de las montañas al mar… En esta relación no escapan a la atención de Porras los mitos que se refieren a la naturaleza y al mundo cósmico que prefiero reproducir teniendo en cuenta la forma maravillosa con que lo hace, en la que la secuencia de su pensamiento se desliza armoniosamente y sin tropiezos, como si se tratara de una cascada o catarata plena de colorido y de conocimientos: “En la alegoría del alma primitiva, los cerros o los islotes marinos son dioses petrificados, o seres legendarios castigados por su soberbia o su pasión amorosa. El trueno es el golpe de un dios irritado sobre el cántaro de agua de una doncella astral que produce la lluvia; la venus o chasca de enredada cabellera, es el paje favorito del sol, que unas veces va delante y otras después de él; los eclipses son luchas de gigantes, leones y serpientes, y, otras veces, la unión carnal del Sol con la Luna, cuyos espasmos producen la oscuridad. La Vía Láctea es un río luminoso; las estrellas se imaginan como animales totémicos, o como granos de quinua o maíz, desparramados en los festines celestes, y los sacasacas o cometas pasan deslumbrantes con sus alas de fuego, a refugiarse en las nieves más altas. La Luna o quilla suscita dulces y sonrientes consejas de celos y amor. Algunas veces es la esposa del Sol; otras, el Sol, envidioso de la blancura de su luz, le echa a la cara un puñado de ceniza que la embadurna para siempre, aunque también se asegura que las manchas lunares son la figura de un zorro enamorado de la luna, que trepó hasta ella para raptarla y se quedó adherido al disco luminoso”.
Y sigue: “He aquí una cosmología sonriente. El propio drama universal del diluvio resulta amenguado por una sonrisa. El único hombre y la única mujer que se salvan de las aguas, sobreviven encima de la caja de un tambor. La serpiente que se arrastra ondulando por el suelo, se transforma inusitadamente en el zig-zag del relámpago. El zorro trepa a la luna por dos sogas que le tienden desde arriba. Los hombres nacen de tres huevos, de oro, de plata y de cobre, que dan lugar a los curacas, a las ñustas y a los indios comunes, y, en una cinematográfica versión del diluvio, los pastores refugiados en los cerros más altos, ven con azorada alegría que el cerro va creciendo cuando suben las aguas, y que baja cuando éstas descienden. Todas estas creaciones son la expresión de un alma joven, plena de gracia y de benévola alegría. El terror de los relatos primitivos ha desaparecido para dar paso a la fe en los destinos del hombre y de la raza”.
A continuación de esa estupenda relación de mitos, Porras se refiere a algunas costumbres predominantes en el pueblo incaico. Señala que en sus orígenes fue esencialmente agrícola y dedicado a la vida rural, y “en su apogeo, aunque no perdiera su sentimiento bucólico, se transformó en un pueblo guerrero y dominador, guiado por una casta aristocrática y por una moral guerrera”. Cita en apoyo de lo dicho, para el primer caso, las leyendas primitivas de los héroes civilizadores Viracocha, los hermanos Ayar y Manco Cápac; para el segundo, el haylli o canto de la victoria que no loaba únicamente el triunfo bélico sino también “las hazañas del trabajo y el término de las jornadas agrícolas”. Menciona, asimismo, el purucalla que no era otra cosa que la representación mímica de los hechos de los Incas y sus triunfos guerreros.
Abunda Porras en otras manifestaciones populares entre las costumbres, ritos y tradiciones más arraigadas del pueblo quechua, que sería largo recoger aquí. Lo importante es que todo lo dicho por él se halla amparado en los cronistas y en otros documentos que le han permitido reconstruir los hechos y las formas en que éstos se manifiestan.
Una de las conclusiones de Porras incide en el hecho de que la historia cultivada por los Incas “no era la simple tradición oral de los pueblos primitivos, sujeta a continuas variaciones y el desgaste de la memoria. La tradición oral estaba en el pueblo incaico resguardada, en primer término, por su propia forma métrica que balanceaba la memoria, y por la vigilancia de escuelas rígidamente conservadoras. Los quipus y las pinturas aumentaban la proporción de fidelidad de los relatos y la memoria popular era el fiscal constante de su exactitud”.
Por último, dice Porras que la historia de los Incas “fue un sacerdocio investido de una alta autoridad moral, que utilizó todos los recursos a su alcance para resguardar la verdad del pasado y que estuvo animada de un espíritu de justicia y de sanción moral para la obra de los gobernantes, que puede servir de norma para una historia más austera y estimulante, que no sea simple acopio memorístico de hechos y de nombres. Su eficacia está demostrada en que, mientras en otros pueblos la tradición oral sólo alcanzó a recordar hechos de 150 años atrás, la historia incaica pudo guardar noticia relativamente cierta de los nombres y los hechos de dos dinastías, en un espacio seguramente mayor de cuatrocientos años”.
La raíz india de Lima
En una charla que el doctor Porras ofreció en el Club de Leones de Lima en 1952, se ocupó de la destrucción de esta ciudad producida en las últimas décadas más que por los embates de la naturaleza por obra de los hombres, entre los que no están exentos los propios limeños. Los únicos testimonios urbanos sobrevivientes en su estructura telúrica o monumental, decía Porras, eran el río, el puente y la alameda. El nombre de estos tres testigos sirvió de título a la citada charla que Chabuca Granda escuchó muy emocionada y que le sirvió de tema para componer la “Flor de la Canela”, como ella misma se encargó de comunicar a Porras, de quien era apreciada amiga. Al año siguiente, 17 de abril de 1953, Porras volvió a hablar de Lima en una conferencia sustentada en la “Galería de Lima”, a pedido de Paco Moncloa, Sebastián Salazar Bondy y Juan Mejía Baca. En esta oportunidad Porras revierte el tema anterior de las oleadas destructoras de la ciudad y trata de la “evolución de la aldea indígena a la ciudad española, a la capital barroca y la urbe industrial”. El texto completo de la conferencia fue publicado en 1965 por el Instituto Raúl Porras Barrenechea, a cargo de Jorge Puccinelli, como complemento de la Pequeña Antología de Lima, reeditada ese año, la misma que fue impresa en Madrid en 1935, en homenaje a Lima por el IV centenario de su fundación española.
Con la publicación de la Pequeña Antología de Lima y la amena y enjundiosa conferencia El río, el puente y la alameda, Porras cumplió su “deuda de amor con Lima”. En el presente volumen se incorpora la parte inicial de dicha conferencia que, con el título de La raíz india de Lima, apareció en El Comercio el 28 de julio de 1953 y en la revista Miraflores, en junio de 1954. Antes de tratar sobre Lima prehispánica y sobre los demás aspectos de la misma ciudad a través del tiempo, Porras escribe una breve introducción general que no aparece en el texto que hoy se publica, pero de la que no puedo dejar de incorporar un párrafo por ser pertinente al caso. Dice así: “… Pisamos una tierra antigua que nos ata al pasado, que detiene el progreso si se quiere, en la que angustia al hombre un ansia de perennidad. Fundamos un balneario de lujo y hemos de contener su expansión porque al lado está una de las más viejas necrópolis del continente y lo estorban las momias y sus artefactos primitivos, asombro de la arqueología; establecemos un aeródromo donde confluyen las rutas del Continente y caemos en Limatambo, donde se hallaba el oráculo indio antes de la fundación española…”. Desde el momento en que Porras escribió estas frases hasta nuestros días, muchos de los incontables restos arqueológicos han desaparecido casi totalmente con la aquiescencia, la indiferencia o la complicidad de quienes han tenido la responsabilidad de defender nuestro patrimonio cultural y también por el desinterés de los propios limeños. Es lógico que no todo aquel legado pre-hispánico podía permanecer incólume ante la acometida de los nuevos tiempos, como en el caso de la expansión urbana, pero, por lo menos, mucho más de lo poco que queda podía haberse conservado para mostrarlo al mundo y para alentar el turismo del cual tanto se habla. Y no me refiero a la Lima monumental de la Colonia y la República, porque es tema para otra oportunidad.
En la parte en que Porras se ocupa de la raíz india de la ciudad declara enfáticamente que “no es cierto que Lima sea exclusivamente española por su origen, por su formación biológica y social y por su expresión cultural”. Dos factores pre-existentes no pueden dejar de ser considerados: “el marco geográfico y el estrato cultural indígena. Ambos influyeron, decisivamente, en aspectos y formas de la peculiaridad de nuestro desarrollo urbano”. De estos aspectos y formas se ocupa Porras, con citas de cronistas, de Hipólito Unanue, del poeta Pedro de Oña y de viajeros posteriores que se refieren a las “constantes geográficas del clima limeño”, como son la falta de lluvia, la humedad ambiente, la fauna menuda y doméstica, de los sembríos existentes y de otros factores, determinados todos ellos por el clima y la geografía. El hombre tuvo que acomodarse a esa situación e influencia y desarrollar dentro de ellas sus facultades para vivir. Las “realidades geográficas modelan las instituciones y las relaciones humanas”, dice Porras. Por estas razones el yunga, el habitante del valle limeño, antes de la llegada de los españoles, se alimentaba con los productos que tenía a la mano y construía sus viviendas en lugares altos, con material de caña y barro. La relación de éstos y otros aspectos es amplia en la pluma de Porras.
A continuación se refiere al cacicazgo de Lima, a su extensión y a la importancia de los centros poblados que existían alrededor de ella. Muchos de estos y otros aspectos relacionados con Lima han sido tratados después, con mayor detenimiento, por diversos autores, algunos de los cuales han tomado como fuente principal la Antología de Lima, sin citar al autor, o sea que ésta “ha sido objeto de la santa industria del plagio por benévolos escritores nacionales y extranjeros”, conforme expresó Porras en su conferencia de 1953. Por limitación de tiempo en la conferencia mencionada, Porras no vertió todos los conocimientos que poseía sobre el interesante tema de Lima pre-hispánica. Sin embargo, no dejó de ocuparse del cacique de Lima Taulichusco, “señor del valle en tiempo de Huayna Cápac y cuando entraron los españoles.” Para tal efecto cita un proceso judicial de la época que revela las condiciones y extensión del poder de aquél y la entraña del régimen incaico. Analiza el documento, recoge los nombres de los personajes principales y de los testigos; el sistema de sucesión entre los curacas, y se refiere a una “comprobación importante para la reconstrucción del marco geográfico limeño, en la época incaica, [que] surge de este proceso, que abre ventanas al tiempo pre-histórico”. Porras se extiende sobre este particular refiriéndose al cacique Gonzalo, uno de los dos sucesores de Taulichusco, que vivía en el pueblo de Magdalena “que sustituyó a Limatambo, para alejar a los indios de su idolatría”. “El cacique don Gonzalo, dice Porras, pidió que declarasen los testigos sobre el hecho de que, al entrar los españoles en el valle de Lima, ‘había muchas chacras y heredades de los indios y en ellos muchas arboledas frutales: guayavos, lúcumas, pacaes y otros todos’ y que todos habían sido derribados para construir casa de los españoles y también los tiros de arcabuz”. Luego se ocupa de la extensión del cacicazgo de Lima y cómo fue elegido el lugar para la fundación española de la ciudad al pie del río hablador, que no es otro que el río Rímac, “obrero silencioso en la fecundación de la tierra y creador oculto de fuerza motriz, que impone su nombre a la capital indo-hispana del Sur”. Al mencionar Porras al santuario indígena de Pachacamac, que recibió a Hernando Pizarro y a un grupo de conquistadores con un “recio temblor” de tierra dos años antes de la fundación de Lima, comenta: “El mito del dios costeño y limeño se aclara así a despecho de antropólogos y lingüistas, como el símbolo de una cosmología popular que diviniza el mayor fenómeno telúrico y lo personifica en Pachacamac –el dios-temblor– como más tarde buscaría, en el seno de la fe cristiana, el auxilio divino, en Taitacha Temblores o en el Señor de los Milagros”. Por consiguiente el llamado también “Cristo de Pachacamilla”, tiene aquí su antecedente indiscutible, precisado por el maestro e historiador.
Porras concluye esta parte dedicada a la etapa india de la ciudad, con el siguiente elogio: “Lima, ciudad brumosa y desértica, de temblores, de dueñas y doctores, es un don del Rímac y de su dios hablador”.
Oro y leyenda del Perú
Oro y leyenda del Perú es un estudio escrito con la maestría y belleza inconfundibles que caracterizan el estilo de Porras en el cual trata de aquel metal precioso y de su significación en la historia peruana, desde los más remotos tiempos. A partir de las primeras líneas el tema atrae nuestra atención porque hemos oído siempre que el Perú es un país privilegiado, inmensamente rico, por la variada y generosa naturaleza que posee su vasto territorio. Además porque así lo han dado a conocer autores peruanos y extranjeros. Lamentablemente, todos o casi todos los que han escrito en los dos últimos siglos coinciden en declarar que no se ha sabido aprovechar ni preservar como podía haberse hecho por imprevisión o falta de una adecuada política. El trabajo de Porras que se incorpora a este volumen fue publicado en 1959 como Introducción al hermoso libro Oro en el Perú de Miguel Mujica Gallo, que ha tenido como objeto, “divulgar algunos aspectos de la orfebrería preincaica e incaica, y con ellos, ciertamente, una de las manifestaciones más importantes de estas culturas milenarias, sin parangón en América”. Por consiguiente, Porras se ciñe a lo establecido por el autor, ocupándose del oro en el Perú a través de los siglos, sin dejar de mencionar, aunque brevemente, la plata utilizada también por los orfebres peruanos.
“Un mito trágico y una leyenda de opulencia mecen el destino milenario del Perú, cuna de las más viejas civilizaciones y encrucijada de todas las oleadas culturales de América. Es un sino telúrico que arranca de la entraña de oro de los Andes”. De esta manera Porras fija, desde el comienzo, el sentido valorativo y la inmensa trascendencia que para el Perú han tenido el oro y demás metales de nuestro pródigo territorio en su desarrollo y destino entre los pueblos de América. Parte de la leyenda áurea milenaria hasta que surgen otras riquezas que la sustituyen en el siglo XIX. Es decir “desde los tiempos más remotos en que cumplía una función altruista y una virtualidad estética”, a la República, en que no se tuvo “cuenta del mañana y se entregó al azar y a la voluntad de los dioses, con espíritu de jugador, hasta que la fortuna se cansó de sonreírle”, y recibir de Raimondi la frase incansablemente repetida de ser el Perú un “mendigo sentado en un banco de oro”.
Entre los metales, el oro alcanza la más alta calificación por ser el que “no se menoscaba, ni carcome, ni envejece; es el símbolo de la protección y de la pureza y emblema de inmortalidad”, cuyas cualidades las recibe del Sol, escribe Porras. Y esa es la razón por la que en todas las épocas ha sido motivo de interés, de avaricia y de preocupación de monarcas, príncipes y gobernantes que se sentían alucinados con él y que pensaban que su prestigio, poder, nobleza y hasta su propia inmortalidad podían obtenerla por medio de la acumulación de esa riqueza. Todo lo cual dio origen a los mitos y leyendas de la antigüedad, a las alucinaciones de la Edad Media, a las experiencias mágico-religiosas de los alquimistas, hasta que, dice Porras, “se esfuman y languidecen en el siglo XVI ante el hallazgo de asombro del Imperio de los Incas y de los tesoros del Coricancha”. Cualquiera otra especulación sobre los tesoros que puedan haber existido en la realidad o en la imaginación, quedan minimizados, disminuidos, cuando se divulga en España y por todo el mundo la riqueza proveniente del rescate de Atahualpa. El oro de los Incas, “cosa de sueño”, que los primeros cronistas describen deslumbrados y que los europeos leen o escuchan con estupor y admiración, porque el oro de Cajamarca y el del Cuzco, que le sigue inmediatamente después, “excede al de todos los botines de la historia”. Así es como se da inicio a un cambio en la economía durante los siglos XVI al XVII. El oro y la plata del Nuevo Mundo alientan de manera incontenible el desarrollo del mercantilismo europeo partiendo de España, la metrópoli que tuvo la suerte de incrementar sus arcas con aquella hasta entonces insospechada riqueza que le llega de Perú, México y otras partes de América. Earl Hamilton, cuatrocientos años después, ha estudiado a profundidad este asunto y declara que aquella riqueza proveniente de las fabulosas minas de nuestro continente fue derramada sobre Europa en cantidades gigantescas tanto que “precipitaron la revolución de los precios, la cual influyó de forma decisiva en la transformación de las instituciones sociales y económicas en los dos primeros siglos de la Edad Moderna”. A esa maravilla áurea que llena de asombro a los habitantes del viejo continente y que transforma la economía, se refiere Porras.
El paisaje ascético es el que esconde en sus vetas interiores el oro que los antiguos peruanos recogían en los lavaderos de los ríos y que después, a la llegada de los españoles, se explota abriendo minas a todo lo largo de la cordillera de los Andes. Es la región de la sierra hasta las más elevadas punas la que es considerada en mayor o menor grado como un laboratorio inagotable de oro y de plata. Porras para confirmar lo dicho cita al padre Bernabé Cobo, autor de la obra Historia del Nuevo Mundo, escrita en la primera mitad del siglo XVII, en la que consigna que “la mayor cantidad que se saca de oro en toda América es de lavaderos” y cita, asimismo, al padre José de Acosta, autor de la Historia natural y moral de las indias, publicada en 1590, en la que dice que el oro y la plata y los metales encerrados en los “armarios y sótanos de la tierra” nacen en las tierras más estériles y anfractuosas, según escribió Filon. Por lo que, concluye Porras, “puede establecerse, así, una ecuación entre la desolación y aridez del suelo y la presencia sacra del oro. Y ninguna tierra más desamparada y de soledades sombrías, que esa vasta oleada terrestre erizada de volcanes y de picos nevados, que es la sierra del Perú y la puna inmediata –‘el gran despoblado del Perú’, según Squier– que parece estar, fría y sosegadamente, aislada y por encima del mundo, despreciativa y lejana, en comunión únicamente con las estrellas”.
“En el Perú primitivo hubo el oro de los ríos y de las vetas subterráneas”, escribe Porras luego de referirse al existente en otras regiones del continente. No hay río sin oro en nuestro territorio como tampoco deja de haberlo en sus minas, conforme lo demuestran informaciones de los primeros cronistas y geógrafos, que señalan los nombres de los lugares donde se encuentran y que Porras recoge en esta parte. “El oro más puro del Perú –dice– fue el del río San Juan del Oro, en Carabaya, que alaban el Padre Acosta, Garcilaso y Diego Dávalos y Figueroa, por ser el más acendrado y pasar de veintitrés quilates”. En los valles de Carabaya se hallan lavaderos de oro y están los cerros famosos de Cápac Orco y de Camanti, “que alucinó éste último algunos espejismos republicanos”.
n seguida vienen páginas valiosas que se refieren a la aparición de la metalurgia como “una hazaña cultural de la América del Sur”, en concepto del ilustre antropólogo y humanista Paul Rivet; a los mochicas y el oro lunar; a la profanación de los huaqueros; a joyeles antiguos, y a la orfebrería Chimú, antes de abocarse a la tarea de mostrar la riqueza representada por el oro de los Incas. Cada una de estas secciones podría ser motivo de un comentario detenido, minucioso, que me agradaría hacer en base al amplio conocimiento y a la aguda interpretación que ofrece el maestro Porras. Sin embargo me limito a extraer breves citas dejando al lector que se solace recorriendo sus páginas para recoger directamente sus impresiones que, estoy seguro, le llenarán de gozo personal y serán de múltiple y permanente provecho por las inapreciables revelaciones que obtendrá sobre la riquísima metalurgia de nuestros antepasados.
“Los mochicas de la costa del Perú, radicados en los valles centrales de éste, teniendo como centro las pirámides del Sol y la Luna en Moche, desarrollaron antes que los demás pueblos del Perú el arte de la metalurgia”. “Dominaron las técnicas de la soldadura, el martillo, fundido, repujado, dorado, esmaltado y la técnica de la cera perdida”. En amplia relación expresa que los mochicas “perfeccionaron la orfebrería áurea forjando ídolos y máscaras, adornos e instrumentos, armas, vasos repujados, collares y tupus, brazaletes y ojotas, orejeras y aretes [….] tumis o cuchillos ceremoniales incrustados de turquesas y esmeraldas…”, etc. Hay que destacar que toda esa maravilla de la orfebrería mochica como la de los chimús que le siguieron, con su riqueza y variedad de formas, usos y calidad del trabajo realizado, es asimilada, en parte, en lo técnico, “por al arte sobrio de los Incas, pero se perdió el estilo y el alma de los orfebres de Moche, Lambayeque y Chan Chan”, apunta con toda razón Porras. Además, al momento de producirse la conquista del señorío de Chimú, muchos de los orfebres yungas, hábiles para trabajar metales “fueron llevados al Cuzco y a las cabeceras de las provincias donde labraban plata y oro en joyas, vasijas y vasos y lo que más mandado les era”, conforme una cita de Cieza que Porras recoge.
En la parte en que Porras se ocupa de la profanidad de los huaqueros revela que si bien los Incas perdieron la “destreza y adelanto del arte metalúrgico” de los yungas “éste quedó encerrado en las tumbas más tarde violadas por conquistadores, huaqueros y arqueólogos”. Señala algunos casos como el regalo de un cacique hecho a Martín de Estete, en 1535, de un deslumbrante y miliunanochesco tesoro extraído de la huaca de Chimu-Guaman, y otro proveniente de la huaca Peje Chico hecho a García Toledo, en 1592. Ese desvalijo, como lo llama Porras, continuó en la época republicana, “como aquel empírico coronel La Rosa, que repartió sus trofeos arqueológicos con el viajero Squier y confesó a Wiener que había hecho fundir más de cinco mil mariposas de oro, de apenas un miligramo de espesor, lindos juguetes con las alas de filigrana, a los que se podía, por su levedad, lanzar al aire y ver revolotear alegremente venciendo la pesantez hasta caer en tierra”. Esta revelación de Porras no solamente nos impacta por lo que significa la belleza, el arte y la habilidad de los orfebres yungas, que es lo positivo; sino además y profundamente por la depredación de nuestra riqueza arqueológica, irreparable y continuamente efectuada hasta en nuestros días, que es lo negativo. Felizmente, desde hace pocos años, podemos decir que tenemos prestigiosos arqueólogos como Walter Alva, el descubridor del Señor de Sipán, y otros, que, con esfuerzo y sacrificio, defienden ese legado en lo que queda y les es posible de nuestros antepasados. Porras, estoy convencido, hubiera sido el primero en felicitar y alentar a esos peruanos que aman el arte y la cultura y que luchan a fin de que el país pueda mostrar al mundo lo que ha sido, es y debe seguir siendo; un país con un pasado brillante, con una historia incomparable que le viene desde lejanos tiempos.
Antes de ocuparse Porras de la orfebrería Chimú, que viene enseguida, ofrece una relación de gran parte de aquella riqueza arqueológica sacada del país subrepticiamente, que se encuentra en museos y colecciones del extranjero, particularmente alemanes.
En lo que se refiere a la orfebrería Chimú señala los hallazgos de Brüning en el cerro Zapame, en Batán Grande e Íllimo, en 1937, cerca de Lambayeque, que “comprueban, dice, un arte metalúrgico refinado y primoroso”, y como pieza del mayor valor artístico el “tumi o cuchillo ceremonial de oro laminado, de 43 cm y 1 kg de peso, engastado con turquesas”. Otros objetos que describen Squier y Wiener, muestran, de la misma manera, la perfección del arte en la costa peruana del norte.
Finalmente, Porras trata del oro de los Incas, en sendos capítulos o secciones, que dejo de puntualizar y comentar por el temor de extenderme demasiado en esta presentación. Al comienzo hice breve mención al oro del rescate de Cajamarca y al oro del Coricancha que Porras describe con lujo de detalles en las siguientes páginas, al lado de otras manifestaciones cuyo valor, historia y significación se precisa en la pluma ágil y limpia del gran historiador, asunto que dejo a la atención de los estudiosos peruanos y extranjeros amantes de la historia y la cultura.
ice referencia también a las expresiones de Porras sobre el “mito trágico” y la “leyenda de opulencia” que “mecen el destino milenario del Perú”, así como a lo ocurrido a través de nuestra historia que, por cierto, no ha sido la que por muchas razones podía haberse esperado de ella, perdiéndose oportunidades que bien pudieron haberse aprovechado para labrar la grandeza de la patria. Sin embargo, no nos quejemos, algo ha quedado como nota distintiva para satisfacción de los peruanos de hoy y de siempre, nota que los distingue entre los pueblos de nuestro continente. Porras lo dice como conclusión a su brillante estudio sobre el oro en el Perú: “El recuerdo legendario de su arcaica grandeza, que se trasunta en la imagen del cerco y los jardines de oro del Coricancha, o en las calles pavimentadas con lingotes de plata de la Lima virreinal, dejó en el ser del Perú, junto con la conciencia de una jerarquía del espíritu que, como el oro, no se gasta ni perece, una norma de comprensión y amistad que brota de la índole generosa del metal y es el quilate-rey de su personalidad y señorío”. Hermosas palabras del maestro que por el sentido hondo que poseen y por el magnífico estilo con que las expresa, traen al recuerdo al ilustre escritor y académico Enrique Diez-Canseco, quien en elogio del Perú y de Porras escribe: “el Perú sabe historias del pasado, tiene la gracia del contar y en sus cuentos hay oro, sangre, sensualidad y humor jocundo”, y, respecto de su amigo peruano, expresa: “No es un árido historiador, atado al documento, prisionero de la fecha. Se mueve con desembarazo por entre las líneas inflexibles de la historia, y se le ve animar los márgenes con leves dibujos, llenos de vida”.
El Cuzco y el mundo andino
Una muestra clarísima del enorme interés y simpatía que Porras tenía por la ciudad imperial, sede de la cultura incaica y posterior presencia de la española, se encuentra en la admirable Antología del Cuzco, publicada en 1961 al cumplirse el primer aniversario de su muerte.
El texto completo del prólogo, dedicado fundamentalmente al mundo incaico, se reproduce en el presente volumen con el título original de El Cuzco de los Incas. Es importante señalar que Porras visitó la ciudad imperial en tres oportunidades: en 1920 como delegado estudiantil de la Universidad de San Marcos al Primer Congreso Nacional de Estudiantes, en 1944 y en 1954. En 1944 fue acompañado por dieciséis alumnos de la Facultad de Letras de San Marcos, todos ellos pertenecientes al curso de Historia del Perú – Conquista y Colonia – que tenía a su cargo en dicha Universidad. Tuve la suerte de integrar el grupo y de esta manera recorrer la sierra peruana del centro y sur del Perú en julio de aquel año. El viaje fue lento, en ómnibus y por una carretera llena de peligros hasta que llegamos al Cuzco. En esta ciudad, guiados por el doctor Porras y por su apreciado amigo el ilustre profesor cuzqueño José Gabriel Cosio, visitamos los monumentos y lugares más destacados de la urbe mestiza. Subimos a la fortaleza de Sacsayhuaman desde la cual contemplamos la ciudad imperial mientras escuchábamos las amenas y eruditas informaciones históricas –verdaderas clases magistrales al aire libre– que nos ofrecía el maestro, así como sobre su trascendencia cultural y artística entre las más representativas del Perú. Porras nos hablaba del Cuzco con profundo conocimiento y admiración como si hubiese vivido en ella en todas las épocas de su historia hasta el momento en que la visitamos, abrumándonos de datos y noticias que desconocíamos o que necesitábamos refrescar, recordando sus magníficas clases en la Facultad de Letras. Pero no solamente conocimos la ciudad capital sino que fuimos a los cercanos lugares, entre los que recuerdo Pisac, donde vimos por primera vez a los alcaldes indígenas o varayocs en una reunión dominical con sus varas de mando y vestimenta llena de colorido; Quenco, al noroeste de la ciudad de Cuzco; Tampumachay, el balneario del Inca; Ollantaytambo en la ruta a Machu Picchu, y por último, esta misteriosa ciudad descubierta por Hiram Bingham en 1911. Ubicada en una alta montaña, en la margen izquierda del río Vilcanota, se llegaba a ella por una ruta escarpada, casi inaccesible, que sólo nuestra fortaleza juvenil nos permitió vencer a pie. Para el doctor Porras se consiguió felizmente una acémila que lo condujo hasta la imponente ciudad de piedra. Nuestra alegría fue enorme y más todavía si se quiere, porque nos fue posible admirar la grandeza del pueblo que construyó esa maravilla, entre las mejores del mundo, y porque de labios del maestro Porras escuchábamos las explicaciones históricas que nos permitían remontarnos en el tiempo y de esta manera penetrar hondamente en el conocimiento de nuestro pasado milenario.
En 1954, el doctor Porras volvió al Cuzco para recibir el grado de Doctor Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional de San Antonio Abad y para ser incorporado como Miembro Honorario del Colegio de Abogados del Cuzco. En esta ocasión aprovechó la oportunidad para realizar investigaciones en los fondos documentales de la ciudad y dictar conferencias en los centros culturales más importantes con asistencia masiva de estudiantes, profesores e intelectuales. Hizo asimismo, recorridos por algunas ciudades vecinas a la sede imperial con el propósito de hurgar en los archivos notariales y parroquiales sobre figuras históricas y hechos importantes de la región.
La brevísima disquisición anterior, a propósito de la Antología del Cuzco, me permite fijar el hecho de haber tenido Porras gran predilección por la cultura incaica y porque la citada Antología no fue una obra improvisada sino que le costó años prepararla. Desde mucho antes de 1947, en que fue entregada a las prensas, Porras recogió datos e informaciones que le permitieron seleccionar los autores, precisar la calidad de los escritos y fijar el valor de los mismos para ofrecer la imagen más completa y cabal del Cuzco. Reitero, no fue una obra improvisada sino meditada y cuidadosamente preparada. Lo prueba el hecho de que cada uno de los numerosos textos reunidos en ella tiene una nota de Porras en la cual consigna de manera sintética datos fundamentales respecto del autor y obra. Hay que advertir que la selección antológica no es una simple e indiscriminada acumulación de autores, sino el resultado de una severa apreciación crítica sobre el valor del trabajo cuyo texto es consignado.
La simpatía de Porras por el Cuzco y su interés en dedicarle dicha obra demuestra que fue un peruano integral que amaba lo nuestro, como síntesis humana en sangre y espíritu. La prensa elogió sin reservas la aparición de la Antología del Cuzco y dijo: “la ciudad santuario tiene un nuevo monumento histórico”.
El prólogo incorporado en el presente volumen, posee un valor extraordinario para conocer el pensamiento de Porras en relación con el mundo indígena, fundamentalmente el mundo quechua de los Incas, cuya expresión máxima se encuentra en la ciudad imperial del Cuzco. Porras habla del marco geográfico; del sentido mágico de su ubicación, de la prodigiosa y fecunda naturaleza que la rodea y de muchos factores más que la predestinan “para servir de nido caliente de una cultura, de cruce de caminos, crisol de pueblos, acrópolis india y cuadrante de una historia solar”. Habla también de los orígenes y antigüedad de los primeros pobladores del Cuzco, “a base de los restos arqueológicos, de las huellas lingüísticas, de la toponimia y de la remota tradición oral recogida por los cronistas españoles”; de las primeras normas urbanísticas y políticas de las urbes indianas, representadas por los Hanan Cuzco y Hurin Cuzco; de la segunda fundación del Cuzco por obra de Pachacútec Inca Yupanqui, que marca el esplendor de la ciudad imperial. Todo ello en base a estudios profundos realizados por Porras a través de los cronistas, de los viajeros y de cuantos han tenido al Cuzco como tema en su actividad intelectual, para, finalmente, unirse sin mengua ni resabio al coro de los mejores elogios a la capital arqueológica de América, con expresiones admirativas que confirman la impresión obtenida por él, a través del conocimiento personal que tuvo y de los autores y relatos recogidos en la Antología que señalan a la gran ciudad no sólo como capital de un imperio, sino además como un inmenso santuario en la época de los Incas, o “como una ciudad-Dios que ejerció fascinación misteriosa sobre el Incario y sobre todos los pueblos y ciudades de América”, según sus propias palabras.
Esta magnífica obra del doctor Porras fue reeditada en 1992, por la Fundación M. J. Bustamante De la Fuente con fotografías de Martín Chambi y presentación de Jorge Puccinelli, Director del Instituto, Centro de Altos Estudios y de Investigaciones Peruanas de la Universidad de San Marcos, que lleva el nombre del ilustre historiador y maestro. Por su valor e interés para los cuzqueños y la cultura peruana me parece necesario ofrecer una sucinta relación de su contenido, rogando se me disculpe por salirme del asunto propio de la presentación de este volumen.
En la Antología se consignan las descripciones de los primeros conquistadores que llegaron al Cuzco, en las que descubren su emoción y asombro ante la ciudad indiana. Pedro Sancho de la Hoz, Secretario de Pizarro, la encuentra “Tan grande y tan hermosa que sería digna de verse aún en España”, “toda llena de palacios de señores”; Miguel Estete goza señalando los lugares, construcciones y objetos más notables de ella, de la cual escribe que es “grande, extensa y de mucha vecindad, donde muchos señores tenían casas”. Figuran también los cronistas más representativos desde Cieza de León y Juan de Betanzos hasta Garcilaso de la Vega y Bernabé Cobo. En la parte destinada al Cuzco Español, incorpora Porras el Acta de fundación española de la ciudad, de 23 de marzo de 1534, la misma que fue publicada por primera vez en el Perú, en su versión completa copiada entre los años 1548 y 1549 por el escribano Simón de Alzate. En esa Acta “de gran importancia y belleza histórica”, Porras encontraría “el acento inmortal de Vitoria, Suarez y Las Casas”, así como la lista de los primeros 88 vecinos españoles del Cuzco. Luego vienen las descripciones y relaciones de Cieza, Esquivel y Navia, de Garcilaso, Ignacio de Castro, fray Reginaldo de Lizárraga, Carrió de la Vandera y de escritores como Ricardo Palma, del que incorpora la tradición “Quizá quiero, quizá no quiero”, y Riva Agüero del que toma el valioso estudio El Inca Garcilaso de la Vega. Por último, para el Cuzco Republicano, selecciona las impresiones de los generales Miller y O’Leary, de los viajeros Castelnau, Marcoy, Raimondi, Squier, Wiener, Paul Morand y, en fin, cuantos llegaron al Cuzco para admirar su grandeza. No faltan los historiadores Markham, Riva Agüero, José Gabriel Cosio, Luis E. Valcárcel, Uriel García, Alayza y Paz Soldán, el poeta Luis Nieto, y José María Arguedas, con el que concluye la Antología. Este último, dice Porras, recoge “la emoción estética del paisaje y la mágica confabulación de los nevados y de las torres conventuales para reflejar, en los tránsitos de la luz o en el sonido ilimitado de las campanas en el aire traslúcido, todo el pasado mítico y evocador de la ciudad”.
Tal es la obra monumental que Porras dedicó al Cuzco con la admiración y afecto que siempre le tuvo. Será muy difícil publicar una nueva antología sobre la ciudad imperial que posea la calidad y los méritos de la de Porras, no solamente por la valiosa y significativa selección de los trabajos incorporados sino también por las notas introductorias que son magníficas y que demuestran la sensibilidad y el talento del insigne historiador y hombre de letra
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Los discípulos y amigos del doctor Raúl Porras, así como los estudiosos de nuestra historia y literatura han reclamado reiteradamente la publicación de las obras completas del ilustre maestro. No solamente de sus libros medulares y ensayos más importantes sino además de sus numerosos artículos, comentarios, informes, reportajes y conferencias producidos durante su fecunda vida intelectual. La obra del historiador, hombre de letras, diplomático y maestro es amplísima y variada –más de 700 títulos–, como figura en la bibliografía publicada por el doctor Oswaldo Holguín Callo en el libro Los Cronistas del Perú, editado por el Banco de Crédito del Perú en 1986.
Cumplir con ese anhelo no podía ser fácil por mil razones. En primer término había necesidad de reunir el abundante material disperso en revistas, periódicos y otras publicaciones peruanas y extranjeras. En segundo lugar, porque era indispensable someter dicho material a un riguroso examen y comprobación de textos a fin de evitar errores y repeticiones que pudieran haberse producido en el curso de la vida del autor o después. Había también necesidad de confrontar dichos textos y hacer anotaciones en los casos indispensables como precisar fecha y lugar de cada publicación. Al equipo de trabajo, constituido por Antonio Soto Torres, Jorge Prado Chirinos, Javier Lozano Yalico, Antonio Zapata Guzmán, Jorge Moreno Matos, Ernesto Ho Amat y María Angélica Ortiz, debemos agradecer estas tareas preparatorias del texto, lo mismo que al Dr. Jorge Puccinelli por la supervisión de la edición. Finalmente, la edición de las Obras Completas dependía del indispensable apoyo económico que solamente podía obtenerse de instituciones públicas o privadas o de personas vinculadas a la cultura, a fin de cubrir los gastos que implicaba reunir y preparar el material bibliográfico, y, desde luego, su consiguiente publicación. El primer centenario del nacimiento del insigne maestro ha sido la ocasión para que la Universidad Nacional Mayor de San Marcos se comprometa por intermedio de su actual Rector, el doctor Manuel Paredes Manrique, a cubrir los indicados gastos, a pedido de la Comisión Nacional del Centenario presidida por el doctor Enrique Chirinos Soto, miembro del Congreso de la República. El Instituto Raúl Porras Barrenechea, Centro de Altos Estudios y de Investigaciones Peruanas de San Marcos, por su parte, es el encargado de llevar a buen término el respectivo Proyecto sobre la edición de las Obras Completas.
Con los antecedentes indicados que era necesario fuesen conocidos por las instituciones culturales y las personas interesadas en la publicación de la obra intelectual del doctor Porras, el Instituto se complace hoy en iniciar la edición de las Obras Completas con la presentación del primer volumen de Indagaciones Peruanas que corresponde a El Legado Quechua, de conformidad con lo establecido en el Proyecto.
Félix Álvarez Brun
La caída del impero incaico*
La derrota en Cajamarca no se explica simplemente por el arrojo de los españoles ni por el miedo de los indios. Tampoco se explica por los factores sobrehumanos alegados por ambas partes: ni el milagro del apóstol Santiago ayudando con su espada formidable a los españoles, ni la profecía de Huayna Cápac de que habla Garcilaso sobre la próxima terminación del Imperio y venida de unos hombres blancos y barbudos, a los que debían obedecer. Aunque estas alucinaciones tuvieron poder sobre el ánimo de ambos pueblos contendientes, no fueron las fuerzas determinantes.
Tampoco fueron los elementos materiales: las armas y los caballos de los españoles. Es cierto que infundían espanto los arcabuces y las cargas de caballería, pero la superioridad de armas españolas estaba compensada en la enorme superioridad numérica de los indios y el espanto primitivo causado por los caballos desapareció pronto. Los indios trataban de evitar a éstos eludiendo los llanos, combatiendo en las breñas, abriendo hoyos en los campos para que se despernancaran los equinos. En el sitio de Cuzco varios indios se cogían de las colas de los caballos impidiéndoles caminar. En la campaña de Benalcázar contra Rumiñahui las cabezas de los caballos muertos eran colocadas en estacas coronadas de flores.
En realidad el Imperio Incaico empezaba a derrumbarse solo. Era un organismo caduco y viciado, que tenía en su enormidad territorial el más activo germen de disolución. La grandeza del Imperio estaba ligada esencialmente a la existencia al frente de él de grandes espíritus guerreros y conquistadores como los de los últimos Incas, Pachacútec y Túpac Yupanqui, y, sobre todo, a la conservación de una casta militar, sobria y virtuosa como la de los orejones. Con Huayna Cápac se inició la decadencia. Huayna Cápac era aún un gran conquistador como su padre y abuelo, pero en él se presentan y se afirman ya los síntomas de una corrupción. Las victorias incaicas son más difíciles y lentas, no se siente ya el ímpetu irresistible de las legiones quechuas. La conquista de Quito es la pérdida del Tahuantinsuyo. Las tribus se rebelan apenas sometidas y escarmientan a los vencedores. Los orejones, la invencible y austera casta de los anteriores reinados, educada en la abstinencia, la privación y el trabajo, había perdido su vigor. Ya no comían maíz crudo ni viandas sin sal, no se abstenían de mujer durante los ejercicios preparatorios de su carrera militar, ni realizaban trabajos de mano, ni eran los primeros en el salto y la carrera. De las clásicas ceremonias instituidas por Túpac Yupanqui para discernir el título de orejón, sólo conservaban el amor a la chicha. Mientras más beber, más señor es, llegó a decirse. Los Pastos les sorprenden y les diezman, después de una victoria, porque según cuenta Sarmiento estaban «comiendo y bebiendo a discreción». Los cayambis, un pueblo rudo y desconocido, resisten al ejército incaico, y hacen huir por primera vez a los orejones, dejando en el campo indefenso y en peligro de muerte al Inca. Éste tiene que usar para someter a los cayambis métodos que contradicen la proverbial humanidad de su raza y las tradiciones pacificadoras del Imperio: matanzas de prisioneros, guerra sin cuartel a mujeres y a niños, incendio y saqueo de poblaciones. El vínculo federativo que era el sostén del Imperio, no era ya así libre y voluntario o conseguido por la persuasión, sino impuesto por la fuerza. La cohesión incaica estaba desde ese momento amenazada por el odio de los pueblos vencidos y afrentados. Las sublevaciones se suceden y los enormes cambios de poblaciones ordenadas por Huayna Cápac, verdaderos destierros colectivos de grandes masas, no hacen sino aumentar el descontento de vasallos y sometidos.
Sus conquistas, su valor personal, el respeto supersticioso de sus súbditos, no bastan para ocultar la condición viciosa y decadente del monarca. Reúne aún las condiciones viriles de sus antepasados, pero relajadas por su tendencia invencible al placer, al fausto y a la bebida. Su afán de construir en Tumibamba palacios que superasen a los del Cuzco, aparte de revelar su frivolidad suntuaria es, por haber provocado el resentimiento cuzqueño, una de las causas de la disolución del Imperio. Fiestas y diversiones llenan las últimas etapas de su reinado, transcurrido en la sede sensual y enervadora de Quito. Bailes y borracheras amenizaban el paso del cortejo de Huayna Cápac, –formado de aduladores y cortesanos– por todo el Tahuantisuyo. El Inca encabezaba estos desbordes livianos. Era “vicioso de mujeres” dice Cieza, privaban con él los aduladores y lisonjeros y era el primer borracho del reino. “Bebía mucho más que tres indios juntos” cuenta Pedro Pizarro, y cuando le preguntaban cómo no perdía el juicio bebiendo tanto, respondía el viejo Baco vicioso “que bebía por los pobres que él muchos sustentaba”.
Huayna Cápac era, a pesar de estos vicios, grave, valiente y justiciero. Los indios le querían y le respetaban. “Era muy querido de todos sus vasallos” dice Pedro Pizarro y Cieza afirma que “quería ser tan temido que de noche le soñaran los indios”. En sus manos no corría peligro la unidad del Imperio. Pero él creó el germen fatal de la disolución: una sede rival del Cuzco, en regiones distantes y apenas conquistadas y al crear la causa de la futura división incaica, allanó el camino de los españoles. Si la tierra no hubiera estado dividida –dice uno de los primeros conquistadores– o si Huayna Cápac hubiera vivido, “no la pudiéramos entrar ni ganar”.
La decadencia iniciada, aunque envuelta en fausto, en el reinado de Huayna Cápac se acentúa a la muerte de éste. Huáscar, el heredero legítimo, carecía de don directivo y de la firmeza de ánimo necesaria para conducir tan vasto y heterogéneo Imperio. Su padre le había creado además un problema político, para ser resuelto por voluntad y capacidad superiores a la suya. Le faltaba hasta el valor físico para enfrentar y desarmar con su prestigio de hijo del Sol, a sus enemigos. El estigma de la indisciplina y la desobediencia se apoderaba de sus vasallos. El espíritu regional ambicioso de los quiteños, alentado irresponsablemente por la frivolidad sensual de Huayna Cápac, se alzaba contra él retando su poder. Cuzqueños y quiteños habían llegado por causa de rivalidad, a odiarse irreconciliablemente.
Huayna Cápac completó su error no acordándose, en el devaneo de su vida sensual, de preparar y asegurar la sucesión normal del Imperio. Con una acción previsora en este sentido, y con el respeto que le tenían sus súbditos, su decisión testamentaria claramente expresada y reafirmada, hubiera evitado la confusión y la discordia que sobrevinieron a su muerte.
No interesa aclarar para éste si dictó a última hora, como quieren algunos cronistas, por medio de unas rayas pintadas sobre un bastón su decisión dinástica. Hubiese ordenado en su testamento como único señor del Imperio indivisible a Huáscar, Ninán Cuyochi o Manco Inca, o dispuesto la división del Imperio entre Huáscar y Atahualpa, dejándole a aquél el Cuzco y a éste Quito, la separación del Norte y del Sur se hubiera irreparablemente producido. Atahualpa no fue sino el nombre propio de una insurrección regional incontenible contra el espíritu absorcionista y despótico de la capital: el Cuzco.
Atahualpa, acaso, más audaz e inteligente que Huáscar, hubiera podido, de haber sido el heredero legítimo y no un bastardo, contener la disolución del Imperio a base de astucia y de tino político, de enérgica violencia en último caso, pero no es dable suponer que llegara a obtener la adhesión sincera y leal del bando cuzqueño. La insurrección habría estallado tarde o temprano o en su lugar Atahualpa habría tenido que imponer un sangriento despotismo como el que inauguraron en el Cuzco, sus generales Quisquis y Calcuchima a raíz de la derrota y apresamiento de Huáscar.
Cuzqueños y quiteños no formaban ya una sola nación, eran extranjeros y enemigos. Nacido en el Cuzco o en Quito, de una ñusta quechua o de una princesa quiteña, Atahualpa criado lejos del Cuzco, de sus instituciones y costumbres, era un extraño que no merecía la confianza de la ciudad imperial y de sus ayllus ancestrales.
Otra señal de la disolución era el abandono de los más fuertes principios de su propia cohesión social. La fuerza y la estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus, trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes. Todo esto que había creado la alegría incaica, en “el buen tiempo de Túpac Yupanqui”, era abandonado con imprevisora insensatez. El Inca y sus parientes, la nobleza privilegiada, bajo el pretexto de las guerras, habían formado una casta aparte, excluida del trabajo, parásita y holgazana. En torno de ella se quebraban todos los viejos principios. El pueblo trabaja rudamente para ellos; tenía que labrar no solamente las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino la de estos nuevos señores. El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio, obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban en arrendamiento a indios que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los frutos. Estas propiedades individuales, dentro de un pueblo acostumbrado al colectivismo, herían el espíritu mismo de la raza y presagiaban la disolución, o un ciclo nuevo bajo normas diversas. Los nobles favorecidos trataban de perpetuar el favor recibido, trasmitiendo la propiedad individual. El reparto periódico de las tierras se hacía cada vez más formal y simbólico. El Inca o el llacta camayoc confirmaban cada año a los ocupantes en sus mismos lotes de terreno, existiendo casi en realidad propietarios de por vida. Lo que se hacía anualmente era el reparto de lotes adicionales para los hijos que nacían o el de las tierras llamadas de descanso. Las tierras mejores eran en todo caso las de los nobles y curacas y éstos no trabajaban. Por allí empezaba a destruirse el gran Imperio de trabajadores incaicos. En el momento de la llegada de los españoles, la antigua unidad incaica estaba corroída por tales gérmenes de división; uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la aristocracia militar dominante, otro político, el odio entre cuzqueños y quiteños. Todos los primeros testigos de la conquista, acreditaron la existencia de este último. Pero el malestar social y económico se percibe en el cronista de mayor intuición y levadura jurídica de los primeros tiempos. Gonzalo Fernández de Oviedo, después de interrogar acuciosamente a los primeros conquistadores que regresaban a España, tras de la captura de Atahualpa, consigna esta impresión inmediata y sagaz: “la gente de guerra tiene muy sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la agricultura”.
La lucha entre los dos hermanos –Huáscar y Atahualpa– pone en evidencia todos los males íntimos del Imperio. La traición y la cobardía, la incapacidad, tejen la trama de la guerra civil. En cada general indio alentaba un auca o traidor. En el Cuzco se sospechaba de la fidelidad de Huanca Auqui, el jefe de las tropas de Huáscar, inexplicablemente derrotado en sucesivas batallas por los generales de Atahualpa, Quisquis y Calcuchima. Éstos, vencedores arrogantes, no guardan ningún respeto por el linaje imperial de Huáscar, ultrajan de palabra a la Coya viuda de Huayna Cápac y a la mujer de Huáscar y exterminan a todos sus parientes hasta las mujeres preñadas.
“¿De dónde os viene, vieja presuntuosa, el orgullo que os anima?” dice Quisquis a Mama Rahua Ocllo, ex emperatriz venerada. El olvido o desdén por las tradiciones incaicas llega, en este proceso de disolución, hasta la profanación. Atahualpa allana la huaca de Huamachuco que le presagia mal fin, derriba al ídolo y decapita al sacerdote. Huáscar desdeñaba las momias de sus antepasados, según Pedro Pizarro; y Santa Cruz Pachacutic le acusa de haber autorizado la violación de las vírgenes del Sol. Quisquis y Calcuchima realizan, aun, el mayor desacato concebible a la majestad de los Incas: la momia de Túpac Inka Yupanki fue extraída de su palacio, donde era reverenciada, y quemada públicamente. Pero, la nota más característica de este desquiciamiento, que perfila ya el desprestigio de la autoridad y el desborde sacrílego, es la acentuación de la crueldad. Atahualpa escarmienta ferozmente a los cañaris, haciendo abrir el vientre a las mujeres en cinta, y dar muerte a sus hijos. Sarmiento de Gamboa, dice que Atahualpa hizo las mayores crueldades, robos, insultos, tiranías, “que jamás allí se habían hecho en esta tierra”. El relato de las crueldades realizadas por los generales de Atahualpa en el campo y Yahuarpampa contra los parientes de Huáscar, –mujeres, niños, ancianos–, ahorcados, ahogados, muertos por hambre, es de una siniestra verdad. El final del Imperio de los Incas estaba decretado no por el mandato vacío de los oráculos, sino por el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza de la cultura incaica.
* Publicado en: Revista de la Universidad Católica del Perú, Lima, mayo de 1935, Año III, N° 13, p. 142-148. Reproducido en la revista Sollertia, año V, Nº VIII, oct.-dic. de 1990, de donde se toma.
La leyenda de los Pururaucas*
Decía Tomás Carlyle, el mayor exaltador de los héroes en la Historia: “Existe un deber sempiterno que impera en nuestros días, como en los días de ayer, como en todos los tiempos: el deber de ser valientes”.
El hombre necesita libertarse del temor, que es instinto natural que lo ata y esclaviza, y marchar adelante en todas las ocasiones, por difíciles que sean, portarse como se portan los hombres, confiando en su destino, desafiando los obstáculos y adversidades, con el solo apremio de vencerse a sí mismo, subyugar el temor y hacerle morder el polvo de sus pies, como aconseja Carlyle.
Para avivar el culto del valor marcial de un pueblo, ningún estímulo mejor que el de los ejercicios viriles, el desarrollo de las fuerzas físicas, el adiestramiento en la lucha, la agilidad de los músculos y la práctica fecunda de la solidaridad social que favorecen los entrenamientos colectivos y hacen más sincera y más cierta la idea de un origen y de un destino común, que es la Patria. Ese sentimiento solidario adquirido en la fatiga del esfuerzo compartido, se aviva, sobre todo, con el estímulo espiritual que nos viene del fondo de nosotros mismos, tocado de esa forma de grandeza que tiene todo aquello que atraviesa los siglos por medio de la tradición.
El pueblo incaico, al que algunos cronistas e historiadores se empeñan en pintar como un pueblo apacible, tímido y fatalista, tuvo en sus días de auge el culto del valor y la vocación por la milicia. La educación de la juventud, la vida del plebeyo y del noble, –el trabajo, la fiesta y la oración– tendían a exaltar entre los Incas, los sentimientos de virilidad y de poderío, la conciencia del triunfo contra las fuerzas hostiles de la tierra y contra las tribus díscolas desconocedoras del signo de grandeza del Imperio. La más grande emoción del pueblo incaico y la visión más genuina del Cuzco Imperial, no es la de los días de siembra y de cosecha, con sus ingenuas rondas y cantos de alegría rural, ni tampoco el solemne espectáculo sacerdotal del Inti Raymi, no obstante la vocación agrícola de los primitivos pobladores; sino el estruendo guerrero de los días de preparación militar y la estrepitosa algazara de la entrada de los Incas victoriosos al Cuzco.
La educación de la juventud que había de marchar a la guerra, se inspiraba en principios de disciplina, de abstención rigurosa, de estoica resistencia y en ejercicios de agilidad, fuerza y destreza. A los dieciséis años los jóvenes nobles eran sometidos a prueba –en el ayuno en Colcampata, comiendo sin sal ni uchu o ají, absteniéndose de bebidas espirituosas–, corriendo desde el cerro de Huanacaure hasta la fortaleza de Sacsahuamán, casi legua y media, luchando en equipos contrarios, atacando o defendiendo la fortaleza, haciendo varias noches la vela de los centinelas y rivalizando en el manejo de la lanza y el arco, en puntería y en distancia. Todo el pueblo presenciaba y alentaba estos esfuerzos viriles. Los padres y parientes iban al borde del camino, en el que corrían sus hijos, para animarlos, “poniéndoles delante, dice Garcilaso, la honra y la infamia, diciéndoles que eligiesen un menor mal reventar antes que desmayarse en la carrera”. Los simulacros de lucha eran a veces tan reñidos que algunos mozos eran heridos o morían en ellos por la codicia de la victoria. El mayor quilate de un guerrero indio era la impasibilidad ante el peligro. Los maestros jugaban con los discípulos, pasándoles las puntas agudas de las lanzas delante de los ojos, o amenazándolos herir en las piernas, sin que los jóvenes debieran siquiera pestañear o retraer algún músculo. Si lo hacían eran rechazados, diciendo que quien temía a los ademanes de las armas, –que sabía que no le habían de herir–, mucho más temería las armas de los enemigos y que los guerreros incaicos debían permanecer sin moverse “como rocas combatidas del mar y del viento”. ¡Profunda y bien aprendida lección de estoicismo que admiró el conquistador español, cuando el caballo de Soto, llegó hasta el solio de Atahualpa, en desbocada carrera, salpicando con su espuma las insignias imperiales, sin que un sólo músculo del rostro del Inca se contrajera ante la insólita y desconocida amenaza!
La fiesta que podríamos llamar pre militar del Incario era el Huarachicu, en la que los guerreros nóveles, recibían, después de pruebas deportivas de carrera, de lucha, de arco y de honda, las insignias y signos militares, los pantalones o huaras y las ojotas y se horadaban las orejas para usar los grandes aretes distintivos de su rango. Ese día el pueblo bailaba repetida e incansablemente el taqui llamado huari, instituido por Manco Cápac, que duraba una hora y los jóvenes cadetes se presentaban ante el Inca que los exhortaba a “que fuesen valientes guerreros y que jamás volviesen pie atrás”.
Otra visión del Cuzco de la época heroica es la de los días de salida de los ejércitos del Inca para expediciones lejanas o del retorno de éstos victoriosos y las ceremonias del triunfo guerrero. En los días de apresto bélico, el ejército llevando delante de sí el Suntur Paucar y la capacunancha con sus plumerías irisadas, iba rodeando el anda del Inca al son de las caxas, pincujillos, wallayquipus o caracoles, antaras y pututos, en un bullicio ensordecedor que hacía caer aturdidas a las aves del cielo. Los soldados aclamaban al Inca y entonaban sus Hayllis de guerra. Antes de emprender la jornada los sacerdotes hacían los sacrificios y alzaban su plegaria al Hacedor: “¡Oh sol, padre mío que dixiste haya cuzco y tambos, y sean estos tus hijos, los vencedores y los despojadores de toda la tierra; que ellos sean siempre mozos y jóvenes y alcanzen siempre victoria de sus enemigos!”. El día del triunfo del Inca vencedor de los Chancas o de los Collas, llegaba anunciado por el ruido de su ejército y pasaba por la calle que llevaba al Coricancha, pisando los despojos y las armas de sus enemigos. Hombres y mujeres delirantes entonaban a su paso el haylli y loa de la batalla.
El triunfo de los Incas en todas sus campañas se debió, sin duda, a la superioridad de su organización política y social y al mayor adelanto de su técnica militar. Fue el champi o maza, con la punta de bronce, aleación que sólo los Incas conocieron en América, el más poderoso resorte o la verdadera arma secreta de las victorias incaicas. Pero lo fue también, principalmente, su moral heroica, su capacidad para la lucha y el sufrimiento y su confianza en sí mismos que es el mejor acicate del heroísmo.
La conciencia nacional del Incario se forjó repentinamente en el reino de Viracocha con el avance de los Chancas sobre el Cuzco y la huida del Inca hacia Urcos. La angustia del peligro ha sido siempre la gran forjadora del alma colectiva. Ante la feroz agresión de los Chancas a la ciudad imperial, surge la joven figura vencedora del príncipe Yupanqui, que convoca a los ayllus dispersos, recoge las armas abandonadas y se alista en contra del invasor. Los habitantes del Cuzco consternados ven salir al imberbe arrogante y temen que sea contraria su suerte ante la ferocidad, experiencia bélica y número de los Chancas. Sin embargo, el Inca joven regresa pocos días después vencedor, trayendo las cabezas de sus enemigos para ofrecerlas para una lección viril, a su padre anciano y a su hermano tránsfuga.
La causa de este milagro bélico está relatada en una leyenda que no figura por desgracia en los textos de historia nacional, no obstante ser una de las más bellas y sugestivas lecciones del espíritu heroico de los Incas. El joven Yupanqui relató, al regresar al Cuzco, que su victoria la debía no sólo al valor de sus soldados y a su resistencia desesperada sino a una ayuda divina que le había enviado su padre y Dios, Viracocha. El Dios, después de recibir los sacrificios que se le hicieron antes de la batalla, anunció al príncipe que le ayudaría y alentaría en la mitad de la lucha. Y contaba el príncipe valiente, que en el fragor de la batalla, cuando entre la gritería y sonido de trompetas, atabales, bocinas y caracoles, veían disminuir el número de los suyos a su alrededor, sentía que llegaban nuevos contingentes silenciosos que se incorporaban a pelear a su lado y extenuaban el empuje de los contrarios. Un rumor corrió entonces en el ejército incaico, seguro de su destino y del apoyo de sus dioses. Los soldados del Cuzco dieron voces anunciando a sus enemigos que las piedras y las plantas de aquellos campos se convertían en hombres y venían a pelear en defensa del Cuzco, porque el Sol y Viracocha se lo ordenaban así. “Los Chancas –dice Garcilaso– como gente creadora de fábulas, agoreros como todos los indios, desmayaron entonces en su ímpetu y cedieron en la lucha”. Ellos mismos bautizaron a sus invisibles vencedores con el nombre de los Pururaucas, que quiere decir “inconquistados enemigos”. Los pururaucas, dice la leyenda, después de vencer a los Chancas, fieles a su destino mítico se convirtieron en piedras. Cuenta otro cronista que desde entonces el mito de los Pururaucas fue uno de los más poderosos incentivos de las victorias incaicas. Los soldados del Cuzco entraban a la batalla animados por esa fuerza divina, incapaces de miedo, y los enemigos de los incas no osaban resistirles, tiraban las armas y se disgregaban, a veces sin llegar a las manos, al sólo grito que anunciaba la llegada de los hombres de piedra. Inca Yupanqui completó entonces su hazaña mítica. Afirmó que había visto en sueños a los Pururaucas y que estos se habían quejado de que, después de haberle prestado tanto favor, los incas los hubiesen dejado abandonados en el campo, convertidos en piedra, sin hacerles homenajes y ofrendas como a los otros dioses. El Inca Viracocha y sus capitanes fueron al lugar de la batalla y recogieron las piedras que el propio Inca indicaba ser de los Pururaucas y las llevaron en triunfo al Cuzco, donde fueron veneradas entre sus huacas más ilustres.
El mito de los Pururaucas es tan sólo una bella alegoría incaica para honrar el valor de las propias fuerzas y enaltecer la grandeza del Espíritu cuando los hombres sienten el acicate de la dignidad y del patriotismo, cuando son capaces del sacrificio y del riesgo, cuando se han educado en el roce del sufrimiento y del esfuerzo, cuando se han sobrepuesto al temor, entonces sus fuerzas se duplican y surgen junto a ellos los invisibles compañeros de granito, que desconocen el miedo y sólo saben el camino de la victoria. Los Pururaucas son los héroes silenciosos y leales que acompañan sólo a los que se atreven. Los Pururaucas son los traidores escondidos que acechan a los incrédulos y a los pusilánimes. Los Pururaucas no faltan nunca a la cita con los valientes. Son los enviados del optimismo, los mensajeros de la fe y de la confianza en nosotros mismos, los soldados de piedra de la convicción heroica. Son, sobre todo, la encarnación misteriosa de las fuerzas telúricas de la amistad secular entre la tierra y el hombre nativos, que se unen fielmente para rechazar al bárbaro extraño, transformando hasta las duras peñas y los árboles delicados, en corazones pujantes para el combate. Los Pururaucas son la primera expresión de un profundo y generoso amor: el sentimiento defensivo de la Patria.
* Publicado en: Excelsior, Lima, ene-feb. 1945, N° 143-144, p. 23-24; Revista de Infantería, Chorrillos (Lima), agosto de 1950, N° 1, p. 339-342; y Equis, Lima, octubre de 1955, p. 11-12.
Atahualpa no murió el 29 de agosto de 1533*
El debate habido ayer en la Cámara de Diputados sobre la fecha en que deba celebrarse el Día del Tahuantinsuyu o Día del Indio, demuestra hasta qué punto la leyenda es más tenaz y firme que la historia y cómo no valen documentos fidedignos ni investigaciones documentales para rebatir hechos legendarios. Tal ocurre con la muerte de Atahualpa, suceso que hirió vivamente la imaginación popular y sobre el que subsisten, no obstante las rectificaciones fundamentales de hechos ya incontrovertibles, las fantasías inventadas uno o dos siglos después de la muerte del Inca, por escritores anovelados y repetidas después, sin examen, por toda clase de historiadores y biógrafos.
La muerte de Atahualpa y todos los sucesos que la rodearon, están comprobados por crónicas y documentos oficiales de la época, por testimonios y cartas particulares de los conquistadores y por otros documentos, públicos y privados, que coadyuvan a restablecer la cronología y la secuela de hechos que antecedieron o siguieron a la ejecución del Inca. Pero, aparte de estos documentos, hay una profusa leyenda, principalmente de origen quiteño, que inventa episodios que no constan en ningún documento o crónica. Desde el día siguiente de la muerte de Atahualpa, el pueblo indígena comienza a trabajar poéticamente sobre el final del Inca y la tragedia de Cajamarca. Los soldados de la conquista, afectos también a las alucinaciones fantásticas, colaboran en la difusión de esas creaciones novelescas y las trasmiten más tarde a las crónicas. El pueblo indígena no puede aceptar la derrota y muerte de su Inca y señor, sin darle una explicación plausible y surgen las leyendas de la profecía de Huayna Cápac, sobre la llegada de los Viracochas y la próxima pérdida del Imperio, las versiones de pronósticos siniestros de los oráculos o las calpas y de la aparición de sacacas o cometas fatídicos.
A este ciclo justificador que podríamos llamar de los presagios, que atribuye a un mandato sobrenatural el triunfo de los españoles y la derrota de los indios, sigue otro, que podría ser el ciclo de la venganza o reparativo, en que los indios toman desquite de los españoles, los derrotan en una batalla campal y les imponen en la misma plaza de Cajamarca la ley del Talión. Este ciclo de la venganza es estrictamente quiteño y es recogido únicamente por cronistas que bebieron en fuentes quiteñas. El cronista Gómara, el contador Zárate y Garcilaso, son efectivamente los primeros que refieren que, después de la salida de los españoles de Cajamarca, cuando estos se hallaban en marcha hacia Jauja, un ejército indio atacó la retaguardia de Pizarro en Tocto, la venció y tomó prisioneros a 11 españoles que fueron llevados a Cajamarca. Ahí se les hizo un proceso a semejanza de aquél en que se condenó a Atahualpa y se les sentenció a muerte, pero luego la magnanimidad india perdonó a todos menos a Sancho de Cuéllar, que habría sido el escribano de la causa contra el Inca, y a quien se ejecutó en la plaza de Cajamarca, en el mismo lugar que el monarca quiteño. La leyenda agrega que los indios desenterraron luego el cadáver de Atahualpa y lo llevaron procesionalmente a Quito. Ninguna crónica inmediata a los hechos habla del encuentro de Tocto, que pudo haberse realizado y ser una pequeña escaramuza como la minúscula que en Roncesvalles dio lugar a la Canción de Rolando. Pero todavía más inhallable que aquél épico incidente es el infortunado Sancho de Cuéllar, cuyo nombre como el del imaginario precursor de Colón, Alonso Sánchez de Huelva, sólo aparece en Garcilaso y no surge en ninguno de los alardes de la conquista ni en documento alguno conocido, como soldado de Pizarro.
Del mismo jaez legendario, pero mucho más tardía y de origen puramente erudito y no popular, es la fijación del 29 de agosto como fecha de la ejecución de Atahualpa. Ningún cronista contemporáneo de Pizarro, llámese Jerez, Estete, Mena, Trujillo, Ruíz de Arce, Pedro Pizarro, ni ninguno de los cronistas inmediatamente posteriores como Molina, Enríquez de Guzmán, Zarate, Gómara, Oviedo, Sarmiento de Gamboa, Cabello Balboa, Santa Cruz Pachacutic o el fantaseador Montesinos, traen tal fecha imaginaria y contradictoria de indiscutibles documentos. Tampoco la trae el gran historiador de comienzos del siglo XVII, Antonio de Herrera, quien dispuso de todas las fuentes existentes entonces en los archivos del Consejo de Indias.
La fecha de la muerte de Atahualpa, aparece por primera vez en la bastante denostada Historia del Reino de Quito por el padre Juan de Velasco, escrita en el siglo XVIII. Este dice que Atahualpa fue ejecutado por un soldado Mores el 29 de agosto de 1533, a los 45 años de edad, el día en que se celebraba la degollación de San Juan Bautista y por esto se le impuso en el bautismo el nombre de Juan. El buen jesuita no dice de dónde tomó sus datos, ni podía decirlo, porque eran de su invención, como muchas otras cosas de su crónica. La leyenda popular y las danzas sobre la muerte de Atahualpa hablan de que Atahualpa fue degollado, desdeñando el hecho histórico de que se le aplicó el garrote, y el jesuita no encontró expediente cronológico más fácil que el de equipararlo con el apóstol decapitado, para que las pallas futuras limpiaran, en las danzas provinciales, la cabeza del Inca, con delectaciones de Salomés. Prescott, Mendiburu y la secuela poco escrupulosa de biógrafos de Pizarro del siglo XIX y XX adoptaron la fecha, el nombre y las circunstancias novelescas que encuadraban bien la tragedia de Cajamarca.
En diversos libros publicados desde 1936 y en mis lecciones en la Universidad de San Marcos he demostrado, hasta el cansancio, que Atahualpa no murió el 29 de agosto de 1533, sino acaso un mes y algunos días antes, pero no he tenido la suerte de ser leído por ninguno de los diputados que intervinieron en el debate de ayer, algunos de ellos apreciadísimos amigos y compañeros de estudios. Voy a exponer por esto, rápidamente, las pruebas de que el 29 de agosto de 1533 no ocurrió nada que pueda merecer que se le señale como un día excepcional y menos como el Día del Tahuantinsuyu, que en ningún caso podría ser un día de derrota y de duelo.
La primera deducción que brota de los cronistas contemporáneos es que la ejecución de Atahualpa se realizó inmediatamente después del rescate y que fue en día sábado. El reparto duró, según Jerez, desde el 17 de junio hasta el 25 de julio, “día del señor Santiago”. Jerez y Estete, los dos cronistas más próximos a los hechos, declaran que la ejecución del Inca se verificó una vez terminado el reparto. Ejecutado el Inca, los españoles emprendieron el camino de Jauja. El suplicio de Atahualpa tuvo que realizarse, pues, entre el 25 de julio y el 21 de agosto en que los españoles salieron de Cajamarca. El 29 se hallaban en pleno callejón de Huaylas y no en Cajamarca.
La crónica de Jerez, tal como fue reproducida por Oviedo en su Historia General de las Indias, está fechada, al final, en Cajamarca el día 31 de julio de 1533. En ella se relata, en la forma más minuciosa, la muerte de Atahualpa. Es claro que éste tuvo que morir antes del 31 de julio. Consta, por las escrituras originales de la conquista, que se conservan en el Libro Becerro del Archivo Nacional, que los conquistadores estaban el 24 de agosto en Andamarca, que se hallaba según Estete, siete leguas al sur de Huamachuco. La última escritura del registro de Gerónimo de Aliaga fechada en Cajamarca, es del 20 de agosto. En los días anteriores, desde el 1º de agosto, abundan los contratos típicos de la víspera de partida: ventas de caballos y de mulas, poderes para vender, contratos de sociedad entre los soldados. El 26 de agosto estaban aún en Andamarca. El 2 de setiembre en Guailas y el 12 en Cracuray. No hay, pues, duda de que el 29 de agosto de 1533 los españoles no estaban en Cajamarca, sino en marcha hacia Jauja y el Cuzco.
Otros documentos corroboran este aserto, porque la verdad deja siempre huellas diversas. En una carta del Licenciado Espinoza al Rey, fechada en Panamá el 10 de octubre de 1533, dándole cuenta de los sucesos del Perú, como amigo y protector que era de Pizarro y Almagro, dice que sabe: “por cartas del governador don francisco piçarro e del capitán e marichal don diego de Almagro que partieron de Caxamalca que es en la provincia dónde tomaron a tubalica (Atahualpa) y hicieron esta fundición, que se partieron de allí con la gente en principio del mes de agosto pasado. Antes que partiesen de Caxamalca –dice el Licenciado–, mataron al cacique Tabalica, porque dizen que tenía hecha gran junta de gente para venir sobre nuestros españoles e gente e que para ello el governador fue persuadido, casi forzado, a lo hacer”. He ahí las verdades contemporáneas: la partida de los españoles de Cajamarca en el mes de agosto y la oposición de Pizarro a la muerte del Inca, trabucadas después por historiadores del siglo XVIII.
Hay otras comprobaciones coincidentes. El Rey de España en carta a Pizarro de 21 de mayo de 1534, que publiqué el año último en el Cedulario del Perú (1529-1534), comentándola, dice al Gobernador del Perú que ha recibido sus cartas de 8 de junio y de 29 de julio, y al contestarlas, expresa: “Vi lo que decis de las justicia que hizistes del cacique Atabaliba que prendistes, por que os avisaron que avia mandado hazer gentes de guerra para venir contra vos…”. Pizarro había, pues, informado a la corona de la muerte de Atahualpa en su carta de 29 de julio de 1533.
Luego, ésta ocurrió antes del 29 de julio. Tales datos directos y documentales pueden concertarse con otros derivados de las crónicas. Así, Estete afirma que los españoles salieron de Cajamarca, 30 ó 40 días después de la muerte del Inca. La salida de Cajamarca, que se hacía por grupos como se acostumbraba entonces o por “hilas” como dice Garcilaso, debió iniciarse hacia el 15 ó 20 de agosto y la ejecución del Inca habríase realizado el 20 ó 27 de julio que fueron sábados en 1533.
Estos datos provienen únicamente de las fuentes más fáciles y accesibles de las crónicas, de los documentos publicados por Torres de Mendoza, por Medina, por Levillier y algunos revelados por mí que están al alcance de todos. No tiene esta aclaración histórica ánimo de rectificar a nadie porque sus datos están contenidos en publicaciones mías anteriores, sino más bien un deseo de colaboración y de difusión de nuestras fuentes históricas desdeñadas. Al margen de ella cabe agregar la opinión de que el Día del Tahuantinsuyu no puede ser el de su final vencimiento, ni encarnarse en un Inca que representó la desunión y el desconocimiento del señorío imperial del Cuzco, como lo ha dicho acertadamente el diputado señor Escalante, sino más bien el día anónimo del Inti Raymi en que el pueblo incaico festejaba, en el apogeo solar, al Padre de los Incas y entonaba los hayllis que pregonaban a la vez el triunfo sobre los enemigos y el milagro fecundador de los sembríos y de las cosechas.
*Publicado en: Excelsior, Lima, ene-feb. 1945, N° 143-144, p. 23-24; Revista de Infantería, Chorrillos (Lima), agosto de 1950, N° 1, p. 339-342; y Equis, Lima, octubre de 1955, p. 11-12.
Notas para una biografía del yaraví
No se halla definida hasta ahora claramente cuál es la esencia lírica y humana del yaraví. Se habla de esta canción poética popular como de la forma más expresiva del alma indígena y se supone que tuvo siempre la misma inspiración melancólica y elegíaca que en nuestros días. ¿Fue así, plañidera y decepcionada, la canción predilecta del pueblo incaico, expansivo, dinámico y vital? ¿No está reñida la queja individual y romántica con la alegría colectiva, desbordante y dionisíaca de los taquis incaicos y de sus ritos agrícolas y domésticos, plenos de salud espiritual y de juvenil optimismo? ¿No se habrá deslizado, en el transcurso del tiempo, algo del acíbar de la opresión y de la nostalgia del pasado en el lamento insistente de las quenas o en la tristeza de los versos fatalmente desesperados? Algo hay efectivamente que se ha sobrepuesto y fundido con el alma primitiva de la canción incaica, trasmutando su sentido y prestándole una nueva entonación sentimental en la que se sienten ecos de líricas lejanas de Occidente, de Canciones provenzales, églogas petrarquistas y coplas y seguidillas castellanas. Precisa por esto aclarar los orígenes del yaraví y separar lo autóctono y original de lo aprendido o importado para determinar los componentes de la aleación actual. Para esto, aunque falten colecciones de textos auténticos y comentarios críticos, interesa, por lo menos, escribir la biografía del yaraví.
La imagen enlutada y llorosa del yaraví y el propio nombre dado a la canción primitiva indígena, provienen del siglo XVIII. La fonética misma aguda de la voz yaraví está denunciando su procedencia castellana y mestiza, ya que no son propias del quechua las palabras agudas. El nombre primitivo incaico fue aravi o haravi. Es el testimonio de cronistas de calidad en lo quechua como Cristóbal de Molina, fray Martín de Morúa, Bernabé Cobo y Huamán Poma de Ayala. Garcilaso nos dice que a los poetas les llamaban los Incas haravec que quiere decir inventador. También los llama haravicus, en otra parte de sus Comentarios, concordando sus difusos recuerdos de la lengua madre. Más preciso que el de los cronistas es el testimonio de los frailes catequistas estudiosos de la lengua quechua y autores de gramáticas y vocabularios. El vocabulario de González Holguín, de 1608, dice haravi y traduce “cantares de hechos de otros o memoria de los amados ausentes y de amor y afición”. En el Arte y Vocabulario de Torres Rubio reeditado en 1754, se dice haravi, pero se nota la variante faraví que significa ya “canción triste”. En el Vocabulario y Gramática Ilustrada de José de Rodríguez de 1791 se escribe haravi y haravicuy que se traducen como “canciones de indios a manera de endechas de cosas de amores”. A través de la nomenclatura se advierte ya la evolución del concepto, amplio y múltiple en el siglo XVI y restringido y monocorde, teñido de melancolía en el siglo XVIII. Es la modulación que va a prevalecer en la disertación sobre los yaravíes del Mercurio Peruano de 1791 y en la guitarra arequipeña de Melgar. Pedantes profesores de fonética ausentes del alma nueva y criolla del yaraví, aconsejarán más tarde llamarle “hjarahui”, “harawi” o “Aya aruhui”.
Del espíritu y del texto de las crónicas se desprende que aravi era sinónimo de canción. El haylli era el canto épico que loaba el triunfo del hombre sobre la tierra o sobre el enemigo. El aravi era la canción lírica en la que se modulaban el amor, la tristeza o la alegría, las emociones dulces del hogar o de la vida. El haylli era acompañado con el rudo sonido del huancar y de “cajas temerarias” y el agudo zumbar de los pututos. El aravi se tañía al son tierno del pincullu, de la antara y de la quena-quena. “Las canciones que componían de sus guerras y hazañas no las tañían –dice Garcilaso– porque no se habían de cantar a las damas, ni dar cuenta de ellas por sus flautas”. Y más adelante: “Los versos amorosos hacían cortos porque fuesen más fáciles de tañer en la flauta”. Así queda fácilmente deslindada la materia poética del Incario, pese a la primitiva confusión de los géneros. El haylli es la épica incaica, el aravi, es sobre todo la canción lírica o de amor.
El aravi o canción podía ser de amor, como cantar otras emociones, principalmente las festividades de la vida agrícola: el barbecho, la siembra, la siega, el traslado del maíz de las chacras a las casas para colocarlo en las pirúas propiciatorias. En la fiesta del aymoray, dice Cristóbal de Molina, llevaban en triunfo el maíz de las chacras a las casas: “trayanlo en unos costales pequeños con un cantar llamado aravi, con unos vestidos galanos”. En estos cantares, apunta el licenciado Ondegardo, entonaban la alabanza del maíz y rogaban que no se extinguiera la fuerza fecundadora de las simientes. El fraile Morúa agrega que “cuando sembraban sus chacras y danzaban todos juntos con las propias tachas” –o arados– cantaban “aires y otros diversos yaravíes que son romances que ellos cantaban en su lengua”. Huamán Poma habla también de diversas clases de aravíes: uaritza-aravi, aravi-manca, el taqui cahuia-haylli-aravi. Del embrollado galimatías del cronista indio se puede decir que el aravi era una canción mimada, unida siempre, asociada, en sus relatos a la canción o aravi y diferenciado de éste. “De esta manera –dice en alguna parte de su Nueva Corónica– prosigue cada ayllo hasta Quito, nuevo reino, desde el Cuzco, cada ayllo con sus taquis y sus aravíes. Los cuales danzas y aravis –dice en otra parte– no tienen cosa de hechicería ni de idolatrías”.
El aravi es, pues, una canción, acompañada del taqui o danza, y aún de comer y beber. Acaso, según puede deducirse del mismo cronista indio, la denominación de aravi provenga de la repetición de esta palabra usada como estribillo, según la costumbre poética incaica, como se repetía la palabra “haylli” en los cantos guerreros. Huamán Poma, anota en uno de sus dibujos: “Cantan haravayo, haravayo, Haravi, cantan haray haravi, compás muy poco a poco”. Morúa y Cobo parecen confundir el haylli y el aravi. Morúa dice que los indios tenían “cantares que memoraban y cantaban las cosas pasadas y hoy en día llaman arabise”. En ellos había un guía y un coro, duraban tres o cuatro horas y eran acompañados por el tambor. Cobo indica igualmente que en sus arabis “referían sus hazañas y cosas pasadas y decían loores al Inca: entonaba uno solo y respondían los otros”. La confusión de ambos cronistas es palmaria. Garcilaso ha diferenciado bien la canción tañida en la flauta del cantar histórico, recitado o cantado y del haylli o himno guerrero de triunfo que otros cronistas recuerdan acompañado por el tambor.
El aravi era pues inseparable de la música: no podía cantarse sin la flauta. Las frases de la canción se decían a través de la flauta, de modo que se percibían claramente a través del sonido de ésta. Se podía decir, apunta Garcilaso, que indio enamorado, “hablaba por la flauta”. Dos cronistas, el Inca y Gutiérrez de Santa Clara, nos traen el testimonio del embrujo erótico de estas canciones: Garcilaso nos cuenta que un español topó en el Cuzco con una india que conocía y quiso detenerla y ella le dijo: “Señor, déjame ir donde voy, sábete que aquella flauta que oyes en el otero me llama con mucha pasión y ternura, de manera que me fuerza a ir allá que el amor me lleva arrastrando para que yo sea su mujer y él mi marido”. Y Gutiérrez de Santa Clara confirma este hechizo irresistible: “Y tienen estos indios unas flautillas con dos agujeros arriba y uno abajo, que llaman pingolios y con estas flautillas cantan sus romances que se entiende claramente lo que dizen. Y con estas claman a las yndias y a las mozas de noche las que están encerradas en sus casas y en la de sus amos y como entienden quién tañe el pingolio, se salen escondidamente y se van con ellos”.
Otra anotación que surge de este examen es la de que el aravi no era una canción triste o melancólica. No todo en el amor es triste, como dijo el poeta. El aravi incaico fue triste o alegre, según los momentos anímicos que expresaba. La tonada, explica Garcilaso, revelaba el contento o descontento del ánimo del cantor, el favor o el disfavor de la dama que le atraía. La tristeza del yaraví es un tópico posterior a la conquista y especialmente grato al siglo XVIII, como se verá adelante. En el Incario el aravi era ya triste, ya alegre, lleno de jubiloso optimismo en los cantos de siembra y de cosecha, insinuante y caricioso en la flauta del indio enamorado y pletórico de entusiasmo y de frenesí vital en los taquis, las fiestas dionisíacas del Incario que tenían los contornos de bacanales delirantes de sexo y de vida.
La canción amorosa –el aravi– nos dice Garcilaso, era corta, de metros y estrofas breves. El mismo cronista nos ha conservado acaso el único aravi auténtico en versos de cuatro sílabas:
Caylla llapi
Puñunqui
Chaupituta
Samusac.
Traducida al castellano, la corta estrofa indígena hecha para el tañido de la flauta, daría esta versión:
Al cantico
Dormirás,
Media noche
Yo vendré.
Nada hay de tristeza en esta invitación al amor. La tonada no podría ser melancólica para el amante esperanzado. El Padre Cobo nos aclarará aún más el múltiple sentir del aravi en esta nota: “Para todos sus bailes tenían cantares bien ordenados y a compás de ellos. Los que eran de regocijo se decían arabis”. Huamán Poma confirma: las danzas y aravis eran “todo huelgo y fiesta y regocijo: si no hubiese borrachera sería cosa linda”.
El propio Huamán Poma nos refiere que la Coya Raua Ocllo, mujer de Huayna Cápac, tenía “mil yndios regocijadores unos dansavan otros baylaban otros cantavan con tambores y músicas y pingollos y tenía cantores haravi en su casa y fuera de ella para oyr las dichas músicas que hacían haravi en uacapunco…”. En el mes de abril el Inca tenía grande fiesta en la plaza del Cuzco “y comía y cantava y dansava”. “En esta fiesta cantava el cantar de los carneros, puca-llama y cantar de los ríos aquel sonido que hace”. Estos cantos coreográficos eran lentos y acompasados, repitiendo incansablemente el mismo estribillo, “el retruécano de todas sus coplas” que dice Garcilaso, generalmente de sentido onomatopéyico. En la danza de los carneros se cantaba el uaritza aravi “que cantan con puca-llama (llama bermeja) al tono del carnero cantan diciendo con compás muy poco a poco, media hora dicen: y y y al tono del carnero”. El Inca comenzaba, imitando el tono del carnero y diciendo luego sus coplas. Las ñustas y coyas respondían, “cantan a vos muy alta, muy suabemente y uaritza aravi dize así: aravi, aravi, acay aravi aravi yau aravi van diciendo lo que quieren y todos el tono de aravi responden las mugeres”. El diálogo coral continúa alternando el monótono estribillo, con coplas ya alegres, ya tristes, ya triunfales. A ratos es el haylli pleno de entusiasmo o el aravi cantado por las ñustas. De las notas recogidas por Huamán Poma se puede deducir la costumbre general en todas las tribus incaicas de estos cantos y danzas colectivos al son de un mismo estribillo implacable. Los labradores en el mes de mayo cantarían haravayo, haravayo, haravayo, llevando las mazorcas frescas en la mano y los llama-miches o pastores llamaya, llamaya, ynyala, llamaya. En la danza de los chinchaysuyos, los hombres soplando la cabeza de un venado responden a las mujeres: uauco, uauco, uauco, chicho, chicho, chicho, chicho. Y luego nuevamente los varones pano yaypanoa pano yaypano. Otras veces es una exclamación alegre y jubilosa: ¡yaha ha ha, ya haha! Tanto los collasuyos como los antisuyos y los chinchaysuyos tienen los mismos regocijos y canciones, las mismas algazaras juveniles, al son del tambor, entremezclado con los diálogos entre hombres y mujeres, estrofa y anti estrofa llenas de un sentido erótico y vital. Entre los collas, dice Huamán Poma, “las mosas donzellas dizen sus aravis que ellos le llaman aanca”. Santa Cruz Pachacútec dice que Manco Cápac, en cierta ocasión, “començó a cantar el cantar de chamaiguarisca de pura alegría”.
Todas estas referencias hacen alusión a una lírica ingenua y colectiva, ligada a la tierra, al trabajo y al amor, con algo de juego o de ronda infantil, sin congojas o torturas individuales, ni desesperaciones a la manera romántica, que serán más tarde la nota distintiva del yaraví criollo. El aravi incaico es de fiesta, de expansión vital y apenas alguna vez en el deliquio de la fiesta sensual se oye la “canción lastimosa de las ñustas” de la que habla Huamán Poma, que es apenas un instante pasajero de melancolía en la embriaguez de alegría del taqui incaico.
Con la conquista el aravi pierde su estrepitosa gracia colectiva, desaparecido el desenfreno profano de los taquis y sólo subsiste en el lloroso y solitario gemido de las quenas de los pastores solitarios o en las quejas nocturnas de los amantes separados. El aravi se transforma en el yaraví, transformación que es no sólo fonética, sino espiritual. El aravi había sido jubilar y multánime.
Melgar pasa ante la opinión común y también a veces, ante la erudita, como el creador del yaraví. Pero es indudable que esta forma poética a la que él dio su plena forma romántica existió anteladamente. En 1791 el Mercurio Peruano hablaba del yaraví como de una corriente poética copiosa, de la que había abundantes muestras, pues dice que se componían en diversos metros o endechas de cinco, seis y siete sílabas y también en redondillas, quintillas, cuartetas, décimas y glosas, es decir, en metros típicamente españoles. Un colaborador anónimo del Mercurio declara que tiene reunidos doce yaravíes diversos. En El Hijo Pródigo, pieza dramática atribuida a Espinosa Medrano, considerada como la producción más antigua del teatro quechua, hay una endecha amorosa, que se canta detrás de la escena, a la que algunos han llamado yaraví, pero que no recibe tal nombre en la misma pieza. Es la que comienza:
¿A dónde huyes, corazón seducido tocado por la flecha del amor?
Es una canción amorosa sin duda pero como cualquiera otra, sin ningún ingrediente particular, ni siquiera el metro corto, por la que pueda considerársele como un yaraví, síntesis de la tristeza criolla. La antigüedad mayor recae entonces en el yaraví de Ollanta, cantado en la escena V del primer acto y escrito hacia 1780. Este sí recibe del propio autor el nombre del yaraví, es decir que ha sido concebido como tal. La canción empieza:
Dos amantes palomitas
Tienen pesar, se entristecen,
Gimen, lloran, palidecen
Con un inmenso dolor.
El símil de las avecillas amorosas y tiernas con el corazón amante se asocia bien a la índole ingenua del yaraví y persistirá más tarde en Melgar y en los mejores cultivadores del género. Al terminar el canto, Cusi Coyllor, la novia indígena, exclama: “Verdad dice este yaraví: basta de cantar, pues ya mis ojos se convierten en torrentes de lágrimas”. Así queda definida desde el primer momento la índole del yaraví mestizo, octosílabo castellano, nostalgia sentimental, ingenuidad lírica, demostrada en el leit motiv de las palomas –las urpis indígenas– ritornello triste y música capaz de enternecer hasta el llanto. En la escena 9ª del mismo drama Ollanta, se canta otra canción lastimera, a la que no hay necesidad de llamar yaraví, porque lo es desde su primera línea:
Una paloma he criado
Que perdí en un momento
Busca en la comarca atento
Y averigua dónde está.
Estos dos primeros yaravíes, fruto del estro poético de Antonio Valdez, gran poeta desdeñado, deciden la suerte del género. Los yaravíes de Valdez están escritos en quechua y aunque contengan reminiscencias poéticas castellanas, su espíritu es ya peruano, es decir que está ungido de melancolía indígena. Los yaravíes de Valdez fueron escritos en la lengua ancestral y aun para ser acompañados por la quena; los de Melgar, en pleno proceso de mestización espiritual, no contendrán una sola palabra indígena y reclamarán las cuerdas de la guitarra.
El Mercurio Peruano de 1791 con su revalorización de todo lo peruano y su inquieta búsqueda de las esencias patrias, marca un momento interesante en la historia del yaraví. Los contertulios de la Sociedad de Amantes del País, ocultos bajo los seudónimos de Sicramio, Leucipo y Eurifilo, abordan el tema de los yaravíes en una reunión tenida en el campo y luego en un Rasgo remitido a la Sociedad, que es publicado en el Mercurio de 22 de diciembre de 1791. Este rasgo provoca una polémica, en la que se aclaran conceptos e interpretaciones del yaraví.
Una comprobación fundamental surge del análisis de los escritores del Mercurio, particularmente de la interpretación de Sicramio, que fue el disertante: lo esencial en el yaraví, lo que le presta todo su patetismo, su melancolía incurable, es la música. La poesía cantará olvidos y tristezas del amor, tiranías del ser querido, males de ausencia y aun figuras mitológicas, en endechas castellanas de cinco o de ocho sílabas, pero los versos se han de acomodar a la tonada musical y ésta es, dice el comentarista “la excelencia más noble de los yaravíes”. La asociación musical es la que produce el fenómeno romántico de las lágrimas. “¿Qué oídos –dice el escritor mercurial– no quedan arrebatados de su influencia? ¿Qué ojos que no se inunden de llanto? ¿Qué persona que no se conmueva sólo con el oír tocar su aire en un mero instrumento?” Y responde con el testimonio desbordante de su propia emoción: “Por lo que a mí toca, confieso con ingenuidad que cuando oigo estas canciones, se abate mi espíritu, se acongoja el ánimo, el corazón se entristece, los sonidos se encalman y el llanto humedece mis ojos”. La finalidad del yaraví está lograda, hacer llorar.
Pero no sólo promover “sollozos, suspiros y ayes” es el don del yaraví sino que debe expresar el alma india, debe ser una trasposición de los íntimos afectos y sentimientos del pueblo indígena. Aunque se escriba en castellano el yaraví debe tener alma quechua. El yaraví –dice Sicramio– debe reflejar la gravedad y seriedad del alma india, su humor “propenso a lo pánico y triste”, sus habitaciones lóbregas, su lecho humilde, su comida frugal, su inclinación a lo lúgubre, el canto de las cuculíes y el de las aves agoreras, o sea recoger en buena cuenta la tristeza telúrica del paisaje y asociarla a una pena de amor. El Mercurio recoge como ejemplo de esta poesía quejumbrosa y llena de melancolía cósmica un yaraví anónimo, en el que se exhiben estos motivos.
Cuando a su consorte pierde
triste tortolilla amante
en sus ansias tropezando
corre, vuela, torna parte.
Perdida ya la esperanza
y el corazón palpitante
llora sin intermisión
fuentes, ríos, golfos, mares.
Leídos, estos versos carecen de originalidad y se parecen a muchos otros, principalmente a canciones y coplas españolas. El secreto está pues en la música. Pero esta misma condición le fue negada por un colaborador anónimo del Mercurio quien tomó la contrapartida de Sicramio. El contradictor no hallaba originalidad ni patetismo en la música del yaraví, fácilmente superable por cualquiera otra música, sobre todo teniendo a la mano el Stabat Mater Dolorosa de Pergolesi; y, del análisis de sus modulaciones y transiciones, deducía “el poco mérito de esta especie de música”. El empecinado contradictor encontraba también que los indios no eran exclusivamente tristes, sino que tenían sus momentos de alegría, sus pasiones, sus impulsos de ambición y de gloria manifestada algunas de ellas en las modulaciones alegres y vivaces de las cashuas y cascabelillos, danzas regocijadas. El descontento encontraba, aún, en los yaravíes un sabor añejo de seguidillas españolas.
En el mismo Mercurio Peruano se consignó un artículo del sabio don Hipólito Unanue, en el que éste, de ocasión toca en el tema de los yaravíes y dice que son canciones elegíacas, cuya “música peculiar” les da una fuerza especial, superior a los cantos de otras naciones “para inflamar el corazón humano en los sentimientos de la piedad y el amor”.
El tercer momento en la vida del yaraví lo representa Mariano Melgar. El yaraví quechua de Valdez se castellaniza en manos del criollo arequipeño, pero sin perder su alma india. Los diez yaravíes que se conocen de Melgar están escritos en español, en estrofas que recuerdan e imitan las anacreónticas de Meléndez Valdez y de otros españoles contemporáneos, como anotó Riva Agüero. Pero hay en ellos un acento americano popular y romántico inconfundible, un estremecimiento semejante al de los versos posteriores de Acuña y de Plácido. Esto quiere decir que la endecha no es ya puramente indígena del Perú, sino criolla, de América urbana y provincial, cantada bajo el balcón, en noche de serenata y acompañada por el bordoneo de la guitarra:
Todo mi afecto puse en una ingrata
y ella inconstante me llegó a olvidar
si así, si así se trata,
un afecto sincero,
amor, amor no quiero,
no quiero más amar.
Melgar halla en los yaravíes la veta de lo popular y da expansión en ellos a su espíritu reprimido de libertad y de rebeldía. La adopción de la canción indígena, para sus esparcimientos poéticos, demuestra su simpatía instintiva por los oprimidos y los débiles. Desecha las estrofas académicas y la poesía clásica y mitológica que le enseñaron, para inspirarse en las formas del arte indígena, saludadas ya en el Mercurio Peruano e indicadas al amor de los jóvenes, como una enseña de nacionalidad. Arequipa presta, además, a los yaravíes de Melgar el escenario indispensable del campo que es nota consustancial del yaraví. Este, según lo apunta el prologuista de Melgar no puede surgir en las ciudades porque requiere soledad, silencio y un aire de égloga. Arequipa con su campiña y su paz rural alienta el alma soledosa del yaraví.
Melgar no renueva casi la técnica del yaraví, ni los temas de éste, que permanecen inalterables, pero, por contagio de su existencia atormentada y de su trágica inmolación por la libertad, le comunica un aliento revolucionario y patriótico. Melgar cumple su sino rebelde no sólo al insurreccionarse contra el régimen español sino al escribir yaravíes. Con ellos reivindica el ancestro indio de nuestro mestizaje y lo vincula, como haría más tarde Olmedo, al ideal revolucionario. Al morir fusilado por su adhesión a la revolución de Pumacahua, después de la batalla de Humachiri, sus yaravíes se quedan para siempre, en la imaginación popular, oreados de pólvora revolucionaria y de sangre insurgente. Pero su languidez romántica es siempre la misma:
Vuelve que ya no puedo
Vivir sin tu cariño;
Vuelve mi palomita,
Vuelve a tu dulce nido.
Por ello en Arequipa los yaravíes de Melgar serían escuchados por los niños inclinados sobre el regazo materno y adormecidos con el arrullo de su triste música, como recuerda don Francisco García Calderón en el prólogo a las Poesías de Melgar, pero serían cantadas también en los combates, por los soldados arequi-peños en las insurrecciones republicanas, no obstante su aliento lírico, como una poesía de barricada.
El romanticismo fue un momento propicio para el florecimiento de las tendencias melancólicas que encarna el yaraví. En realidad muchas poesías nostálgicas de nuestros bardos escritas con el desmayo amoroso y la obsesión fatalista del movimiento romántico pudieran considerarse dentro del género del yaraví. Pero los nombres que les dieron sus autores de baladas, cantarcillos, estancias, barcarolas o seguidillas, demuestran, desde el primer momento, su alejamiento del alma india. Aun algunos que escriben versos bajo el epígrafe de yaravíes, como Althaus y Salaverry, encubren bajo ese título canciones lamartinianas o imitaciones de Arolas o Zorrilla. Salaverry sin embargo, canta en un verso la emoción que le produjo la música de un yaraví:
Jamás con tanta dulzura
turbó un yaraví mi calma:
tal fue tu voz de ternura
que era cada nota pura
dulce sollozo de tu alma.
La influencia del paisaje y la cercanía al alma india, se demuestra que son factores indispensables en la producción del yaraví, por el hecho de que los poetas que continúan la vena de Valdez y de Melgar son, principalmente, los poetas arequipeños. El principal cultivador del género entre los románticos fue el arequipeño Manuel Castillo quien escribió y tradujo diversos yaravíes. Otro romántico, Constantino Carrasco que había estado en Ayacucho tradujo acertadamente el Ollantay y con él los yaravíes clásicos de Valdez, que han sido popularizados en la forma castellana que Carrasco les dio. Acisclo Villarán, impulsado por Castillo, tradujo también yaravíes mientras sus compañeros románticos traducían a Hugo, Byron y Heine. Villarán coleccionó algunos yaravíes en su estudio sobre la poesía de los Incas publicado en 1873 y entre ellos dos yaravíes ayacuchanos anónimos recogidos por Carrasco de los que uno, que es un lamento de mujer, tiene el acento desgarrado y cósmico característico del auténtico yaraví:
Huarpa, Huarpa, grande río
que corres de un pueblo a otro
detén el paso a mi amado
que busco con triste lloro.
¡Oh! Nube preñada de agua
cual de lágrimas mis ojos,
viértela sobre el ingrato
para que me espere un poco.
Juan de Arona, típico descontento, es quien manifiesta con mayor rotundidad su desapego por esta poesía quechuizante en su Diccionario de Peruanismos al tratar de la palabra yaraví. El humorista romántico, que buscó sin embargo, la fórmula de una poesía del paisaje costeño, en sus Cuadros y Episodios Peruanos, demuestra su insensibilidad para lo andino, al decir: “Como letra, nada más tonto y vacío de toda originalidad que los tales yaravíes”. Lo interesante y lo original de esta canción, como de otras muchas, es para Paz Soldán, la música, aunque la de los yaravíes le parece pobre, monótona y uniforme si bien en ciertos momentos, por obra principalmente de la escenografía –el paisaje, la serranía agreste, el doloroso quejido de la quena– resulta triste y agradable.
Así el romanticismo peruano, salvo la devoción individual de Carrasco y de Castillo se demuestra extraño a la seducción del yaraví. Probó así cómo era de postizo el barato indigenismo de sus producciones teatrales con indios de novela filantrópica y rusoísta, tan falsos como sus caballeros cruzados y templarios y las almenas de cartón de sus melodramas orientalistas.
Estas notas deshilvanadas no bastan para caracterizar toda la trayectoria vital del yaraví, sino principalmente el origen y la iniciación del género. El yaraví nace alegre en la fiesta jubilar de la cosecha incaica, silencia su voz en los primeros siglos de la conquista y renace preñado de pesadumbre en el siglo XVIII en las representaciones escénicas en las que sorprende, como una expresión nueva de la raza, su infinita melancolía. Es la época aédica o de florecimiento, en el idioma nativo y genuino, cuyos ecos recogería el Mercurio Peruano y más tarde Markham al copiar el cancionero del cura Justiniani. Melgar le prestó el fuego de la pasión criolla y del ardor por la libertad y lo encadenó a las cuerdas de la guitarra. Traducido al castellano, transportado al ámbito urbano, contagiado de romanticismo europeo, pierde su originalidad en la lira de los románticos, época rapsódica de imitación y decadencia. Para recobrar su ingenuidad y su desolada queja, su tristeza medular, necesita volver al regazo de la tierra quechua, escuchar de nuevo el son de las esquilas y la canción de la trilla, y llenarse de silencio y de aromas silvestres en el trigal o de nieve y de cóndores en la inmensidad de la jalca. Es el alborear de la nueva poesía andina, mitad quechua, mitad española, que escribirá de nuevo no yaravíes criollos, sino jharawis, en los que trasciende el vaho de la tierra infundido en un milenario dolor musical.
* Publicado en: El Comercio, Lima, 28 de julio de 1946.
La Crónica India*
El descubrimiento y la conquista fueron narrados exclusivamente en los primeros lustros de la colonización, por cronistas castellanos. El choque entre las dos razas, los sucesos culminantes de Cajamarca y del Cuzco, se relataron únicamente por el vencedor. Se tuvo la versión española de la conquista, pero faltaba la versión india que explicase el derrumbe del Imperio y juzgase la derrota y sus causas desde el ángulo de los vencidos. Es cierto que algo de la voz y el sentimiento de aquellos pudo deslizarse en algunas de las crónicas castellanas o en las informaciones tomadas a los quipucamayos por Vaca de Castro, por Cieza de León, por el Virrey Toledo o por Sarmiento de Gamboa. Pero el hecho mismo del interrogatorio oficial, con su presión efectiva o tácita y la doble o triple transmisión de los testimonios a través del intérprete, el escribano y el funcionario informante, les quita a éstos su carácter primicio de espontaneidad. No importa aún que en determinadas ocasiones el propio elemento hispánico busque y favorezca la razón india, como en la época de Gasca, para rebajar la obra y sobre todo para menoscabar el poder y la influencia de los primeros conquistadores. Aun en la crónica de Cieza, que es el reflejo de ese estado de ánimo y no obstante el humanitarismo generoso del autor, que recoge muchas de las protestas y de los sentimientos del pueblo oprimido, no es el espíritu de éste el que se transparenta en su obra sino en la propia mentalidad del cronista, española y cristiana.
Es sólo en los primeros cronistas indios y mestizos de las postrimerías del siglo XVI en que empieza a escucharse la voz de la raza vencida. Estos son, naturalmente, muy escasos y con muy estrecha libertad para decir su verdad bajo un régimen colonial. Estrictamente son tres cronistas indios: Titu Cusi Yupanqui, Juan Santa Cruz Pachacutic Salcamaygua y Felipe Huamán Poma de Ayala, y un mestizo genial, el Inca Garcilaso de la Vega. En todos, aun en los indios puros, hay una huella indeleble de mestizaje español, de modo que puede considerárseles, como lo ha apuntado José Varallanos en relación con Poma de Ayala, como mestizos espirituales. Hay en ellos algunas influencias de la cultura hispánica y occidental –nociones históricas, sociales o religiosas– pero la mentalidad y el modo de sentir y raciocinar son profundamente indios y primitivos. Hablan quizás en español, pero piensan en quechua. Es la diferencia fundamental que los separa del Inca Garcilaso. El gran cronista cuzqueño es también profundamente indio por el querer y por su atávica simpatía a todas las manifestaciones del espíritu Inca, pero su mentalidad es inequívocamente la de un hombre del Renacimiento europeo, hasta por el gusto de la filosofía platónica y por su conciencia, que es la de un caballero cristiano y español. Garcilaso coincide en muchas de sus versiones con el sentir de los cronistas indios, apartándose con ellos de las versiones españolas, pero no puede incluírsele entre aquellos porque discurre y siente de muy diversa manera. Vive dentro de otro espíritu y de otra civilización. Habla y piensa subconscientemente en español.
El primer cronista indio en el tiempo es el Inca Titu Cusi Yupanqui, el audaz bastardo hijo del rebelde Manco Inca, que se alza con la mascapaicha imperial y continúa la ficción del Incario, luchando contra los españoles, en las soledades bravías de Vilcabamba. Este dicta en 1570, a un fraile español empeñado en catequizarlo, una relación de la caída del Imperio en Cajamarca y de la resistencia de su padre Manco Inca contra los españoles en la ciudad del Cuzco. Es la primera versión india de la conquista, y aunque trasladada al papel por un fraile español, fue escrita simbólicamente en la fortaleza de Vilcabamba en el único recinto libre de los Incas y antagónico de los españoles, que lo asediaban porfiada e inútilmente. El escrito de Titu Cusi Yupanqui tiene, en las formas externas, apariencias francamente sacerdotales y católicas, pero en el relato y en el fondo de sus apreciaciones han quedado intactas algunas auténticas esencias indias.
Juan Santa Cruz Pachacutic y Felipe Huamán Poma de Ayala (1567-1615), no obstante sus nombres mestizados, son los más legítimos representantes de la crónica india. Aunque ambos tratan de barnizarse de cultura occidental y de liturgia católica, con cierta socarronería y batiburrillo mental, permanecen esencial y distintamente indios en el espíritu supersticioso y agorero, en la credulidad para lo maravilloso, en el fondo cazurro y paciente, en el amor intenso por el estrecho terruño y por el folklore nativo, con una propensión ingenuamente racista, y en lo externo por la forma bárbara y confusa de la expresión, verdadera jerigonza o retorta de español y quechua, con predominio de la fonética y sintaxis india. Las crónicas de Santa Cruz Pachacutic y de Huamán Poma de Ayala son, en forma y fondo, las primeras crónicas bilingües.
La crónica india se escribe predominantemente en español, pero el indio que la escribe, no obstante su incorporación a la cultura occidental que significa el mismo arte de escribir y algunas nociones confusas de religión o de historia, piensa predominantemente en quechua. Son mestizos espirituales pero en los que predomina el atavismo indígena. Del español han recogido, sobre todo, la devoción religiosa, mezclándola con sus propias supersticiones y afición a los ritos y ceremonias. Santa Cruz Pachacutic, que asperja su crónica con invocaciones cristianas y jaculatorias y apóstrofes contra el demonio, nos relata compungidamente la fábula de Tonapa-Viracocha colocando sobre el rostro barbado del ídolo indio la máscara cristiana de Santo Tomás. “Pues se llamó a este varón Tonapa-Viracochampanchacan, ¿no será este hombre el glorioso apóstol Santo Tomás?”. Pero detrás de estas ficciones destila su néctar la mitología india: Tonapa derrite los cerros con fuego, o convierte en piedras a los indios adversos, las huacas vuelan como fuegos o vientos, o, convertidos en pájaros, hablan, lloran o se espantan cuando ven pasar por los aires los sacacas o cometas presagiadores que envueltos en sus alas de fuego se refugian en la nieve de los cerros más altos. Huamán Poma, que al fin y al cabo no ha sido de una familia de bardos collaguas como Santa Cruz Pachacutic, sino sacristán y escribiente judicial, concede menos lugar a lo maravilloso indio, para copiar, a cada rato, trozos del credo y del catecismo o la lista de todos los pontífices romanos. Es en este terreno religioso donde la comunicación entre las dos razas y el mestizaje son más efectivos. El cronista indio cree no sólo en sus propios ingenuos mitos primitivos sino también en lo maravilloso cristiano, en el milagro. Toda la milagrería de la conquista se transfiere a la crónica india y resulta el verdadero deux ex machina de la acción, como en la crónica castellana. Los cronistas indios nos asegurarán que el Imperio se perdió, como lo había anunciado Huayna Cápac pero principalmente por la ayuda del apóstol Santiago, Viracocha montado sobre un caballo blanco y armado del terrible illapa o relámpago, o por la aparición de la Virgen, que, según el relato recogido por Huamán Poma y por el propio Garcilaso, echaba arena y rocío para apagar el incendio de las tiendas españolas en el sitio del Cuzco.
Frente a la arrogancia y a la fe en sí misma de la crónica castellana, la crónica india guarda una actitud fatalista. La única explicación del vencimiento del Imperio que surge de sus relatos es la de un designio sobrenatural. El propio Garcilaso nos asegura que los indios no combatieron contra los españoles porque la profecía de Huayna Cápac había anunciado la llegada de los hombres blancos y barbados y el término irremisible del Imperio. A la llegada de los españoles, los indios no pensaron en resistirles sino en llorar. Titu Cusi insinúa la tesis del engaño para huir de la explicación de la fuerza: los indios dejaron entrar a los españoles fiados en un pacto de no agresión que éstos no cumplieron después. “No me vencisteis a mí por fuerza de armas sino por hermosas palabras”, pone en boca de su padre Manco Inca. Santa Cruz Pachacutic confirma la derrota de orden divino: “entendieron que era el mismo Pachayachachi Viracochan o sus mensajeros… y después como tiró las piezas de la artillería y arcabuces, creyeron que era Viracocha y como por los yndios fueron avissados que eran mensageros, assí no los tocaron mano ninguno, sin que los españoles recibiesen siquiera ser tocados”.
Es indudable, sin embargo, que el espíritu inca buscó otros caminos para explicar su caída. Ningún pueblo se siente él mismo culpable de su derrota y tiende siempre a culpar a alguien, a individualizar la culpa. Los orejones del Cuzco descargaron su odio sobre el bastardo y usurpador Atahualpa. Titu Cusi dice sarcásticamente que Atahualpa pensaba matar a los españoles, pero que Pizarro “antes que los comiesen los almorzó”. Pero la leyenda norteña, principalmete la quiteña, tratará de disculpar a Atahualpa y de imaginar la venganza de éste contra los españoles. Es indudablemente una versión india de origen quiteño la que recogieron Gómara y Zárate y más tarde adoptó Garcilaso, de un ataque de los indios de Rumiñahui a las huestes de Pizarro que se retiraban de Cajamarca y el apresamiento de once españoles, entre ellos el escribano Sancho de Cuéllar, que escribió la sentencia de Atahualpa y a quien los indios degollaron en el mismo lugar en que había sido ajusticiado el Inca. La leyenda, que surge siempre como una justificación más que como una venganza, agrega que los indios, más generosos que los españoles, perdonaron a los diez prisioneros restantes y firmaron con Francisco de Chávez un pacto de no agresión. El cadáver de Atahualpa fue desenterrado en Cajamarca y llevado procesionalmente a Quito, según la leyenda reparativa.
La huella indígena está más palpable en la confusión frecuente entre lo real y lo ideal y el amor del misterio que caracteriza a las mentes primitivas y se exhibe a menudo en las crónicas indígenas, sobre todo en algunas impresiones e imágenes casi surrealistas recogidas seguramente de boca del pueblo de la conquista. En Titu Cusi y en Huamán Poma hay algunas de estas primicias del alma india. Titu Cusi dice que los contemporáneos de su padre creían que los españoles “hablaban solos con unos paños blancos”. Huamán Poma traslada la misma impresión: “de noche hablaban con sus papeles (quilca)”. Titu Cusi dice que cundió la noticia de que habían llegado unos hombres barbudos que iban sobre animales con pies de plata, y Huamán Poma describe en esta forma al conquistador forrado de fierro: “Todos eran como amortajados, toda la cara cubierta y que se le parecia sólo los ojos y en la cabeza traían unas ollitas”.
No falta en las crónicas indias un fondo de cazurro humorismo y de burla a lo español, como en el trozo anterior, no obstante las protestas reiteradas de profundo y absoluto lealismo. Huamán Poma es en este sentido el mejor exponente del indio posterior a la conquista. Multiplica sus alabanzas y dedicatorias al Rey nuestro Señor “que Dios guarde” y al Sumo Pontífice. Sostiene que la llegada de los españoles fue “ventura y primicia de Dios” y que éstos ganaron sin sangre la tierra, para deslizar, a renglón seguido, sus sátiras contra la organización colonial y decir que no hay Dios ni Rey para los pobres, porque están en Roma y en Castilla. En Huamán Poma hay sobre todo una perfecta adecuación entre la sorna íntima y el lenguaje. Burlonamente dice del encuentro de Cajamarca que los españoles “comenzaron a matar indios como hormigas”. Idénticamente satiriza a indios y españoles. Así compara a los curas con zorras y a los caciques con ratones que roen noche y día, o dice de los collas que, “son todos, los hombres o mujeres, grandotes, gordos, sebosos, floxos, bestias, sólo es para comer y dormir”. Pero bajo este exterior sonriente esconden su garra el resentimiento y la protesta, reprimidos por el ambiente. El se vuelve malicia intencionada en las caricaturas grotescas de la Nueva corónica y buen gobierno o dolor punzante y desesperanzado en el estribillo de Huamán Poma: “¡Y no hay remedio!”.
Históricamente, la crónica india ofrece grandes irregularidades, sobre todo en lo que se refiere a cronología, orden y lugar de los sucesos. Huamán Poma de Ayala trastrueca fácilmente los hechos más cercanos y habla del Paraguay y de Tucumán como regiones marítimas. Pero, en cambio, traen los cronistas indios frescas aportaciones sobre el folklore y las tradiciones populares. Santa Cruz Pachacutic y Huamán Poma de Ayala, aunque confunden fechas y personajes, nos dan en su lengua nativa la versión más directa del cantar y la fiesta, la oración y el rito, expresiones auténticas del alma incaica.
Literariamente juzgada, la crónica india vacila en hallar una ubicación. No es castellana pura ni tampoco quechua. Desde el punto de vista español es, tal como la juzgó Jiménez de la Espada, una jerigonza bárbara, una indiana algarabía. Las palabras y las sintaxis se retuercen para acomodarse a la flexión característica del quechua. Las transgresiones de la i por la e y la o por la u, típicas de la fonética quechua, y una sintaxis particular son las notas más saltantes. Huamán Poma escribirá que su crónica es: “falta de inbinción y de aquel ornamento y polido estilo que en los grandes engeniosos se hallan”. Santa Cruz Pachacutic dirá que Atahualpa, al saber la noticia de la muerte de Huáscar, “se hace falso tristi”. La imperfección del estilo corre a veces pareja con la crudeza o impudicia de la frase, que llega a veces a la escatología del lenguaje, sobre todo en Huamán Poma que no escatima las palabras particularmente para zaherir a las indias que conviven con los españoles y se cargan de mesticillos. El indio arremete contra la “putiria” con su látigo de cuatro puntas.
En resumen, la crónica india se define por su tendencia a lo maravilloso indio y cristiano, por su actitud fatalista o cohibida ante las presiones externas, por su fondo íntimo de protesta no obstante el exterior halagüeño, por la ingenuidad primitiva de sus impresiones e imágenes, por su vaguedad e inexactitud histórica, compensadas por su amor al folklore y a la tradición popular y, en lo externo, por su mescolanza quechua-española y la crudeza bárbara de su estilo.
EL CRONISTA INDIO FELIPE HUAMÁN
POMA DE AYALA (¿1534-1615?)*
Si el Inca Garcilaso es la expresión más auténtica de la historia inca y cuzqueña –la visión dorada y suave del Imperio paternal–, en Sarmiento de Gamboa está la leyenda épica antagónica del señorío tiránico y turbulento de los Hijos del Sol, en Gutiérrez de Santa Clara la pasión y el estrépito de la guerra civil entre los mismos conquistadores y en Pedro Cieza de León la visión integral y ecuánime del Incario unida a los más nobles y humanos impulsos del colonizador. El indio Felipe Huamán Poma de Ayala, en cambio, hasta por sus nombres totémicos –huamán y puma: halcón y león– aparece póstuma y sorpresivamente, como una reencarnación de la behetría anterior a los Incas. Su Nueva crónica y buen gobierno no sólo trata de revivir épocas remotas, casi perdidas para la propia tradición oral en los fondos milenarios de la raza, sino que es también por la confusión y el embrollo de sus ideas y noticias, y por el desorden y barbarie del estilo y de la sintaxis, pura behetría mental.
Extravío y Hallazgo
El nombre de Huaman Poma de Ayala fue absolutamente desconocido para sus contemporáneos, y para la historia posterior hasta 1908. En este año el Director de la Biblioteca de Gottinga, Richard Pietschmann, descubrió en la Biblioteca de Copenhague, encuadernado en pergamino, el manuscrito Nº 2232 de la Colección Real que contenía, con numerosos dibujos, en 1,179 páginas, la crónica del indio peruano. Numerosas divagaciones y las inevitables sospechas de los detractores de España, han surgido alrededor del viaje de este manuscrito hasta Dinamarca. Markham, sobre todo, patetiza, según su costumbre: “Es un misterio cómo el libro con todas estas ilustraciones escapó a la destrucción y aún cómo se permitió su envío a España. Por fin esta obra importantísima se halló en manos compasivas”. El presunto destierro, la fuga o la vía crucis del voluminoso códice, no fueron acaso sino la ocasional odisea de tantas otras producciones de la época, como la de los manuscritos de Cieza, Betanzos o Santa Cruz Pachacutic y del propio Sarmiento de Gamboa, el defensor de las tesis oficiales españolas, hallado después de tres siglos en Gottinga por el mismo Pietschmann. El manuscrito mártir no fue, sin embargo, ni quemado ni destruido, sino probablemente remitido a España para ser conservado en las cámaras imperiales, como una expresión curiosa de las civilizaciones primitivas de América. Me parece hallar la huella del camino seguido por la Nueva crónica, en una noticia que trae Gregorio Marañón en su elegante biografía del Conde Duque de Olivares. Este dice que la biblioteca del Conde Duque –en la que había numerosos manuscritos de América– fue comprada, en parte, por Cornelius Pederson Lerche, quien fue embajador danés en Madrid en 1650-53 y quien residió en dicha ciudad hasta 1662. Este los llevó a Dinamarca. ¿Estaría entre ellos el de Huamán Poma o pudo ser comprado, en otra forma, por el mismo biliófilo danés?
Los estudios de Pietschmann publicados en Nachrichten de la Real Sociedad de Goettingen, en 1908 y en las Actas del Congreso de Americanistas de Londres de 1912, revelaron la importancia del cronista autóctono y hasta entonces totalmente ignorado. Este no pudo ser cabalmente conocido e interpretado en el Perú, sino a partir de 1936, en que el manuscrito de Huamán Poma fue publicado en edición facsímil por el Instituto de Etnología de París. La historiografía peruana se empeña, desde entonces, por desentrañar y comprobar el enorme y confuso material aglomerado en las páginas apretadas y bilingües del grueso códice. Los profesores Tello, Varallanos y Lastres han estudiado particularmente el aspecto arqueológico, folklórico, jurídico y científico de la obra de Huamán Poma, abriendo el camino, aún difícil, de una estimativa total. La reciente edición boliviana, hecha por Posnansky, en que se traduce por primera vez íntegramente, a la letra impresa, el manuscrito únicamente reproducido en la edición facsimilar de París, puede contribuir eficazmente a ese esclarecimiento, necesario para nuestros estudios históricos.
La época en que esta crónica fue escrita puede situarse, a primera vista, entre los años 1567 y 1615. En el pórtico de la obra hay una carta del padre del autor Martín de Ayala al Rey de España, Felipe II, fechada en Concepción de Huayllapampa, a 15 de mayo de 1587 (págs. 5 a 7). En ella dice al Rey que su hijo, Teniente de Corregidor de la Provincia de Lucanas, ha escrito su historia empleando en su trabajo veinte años. Debería haberla comenzado, pues, en 1567. Pero hay indicios de que la obra se escribió más tarde.
Desde las primeras páginas de la crónica se comprueba que ésta fue escrita, en su forma presente, no sólo después de 1587 sino después de 1600 y quizás entre 1613 y 1615. Así en la página 9 se alude a los virreyes que gobernaron el Perú después de 1600. Se nombra primeramente a los virreyes del siglo XVI, Cañete (1556-1561), Toledo (1569-1581), Enríquez (1581-1583), Conde del Villar (1585-1589), García Hurtado de Mendoza (1590-1595), y luego a los virreyes Luis de Velasco (1596-1604), el Conde de Monterrey (1604-1606) y el Marqués de Montesclaros que gobernó de 1607 a 1615. Esta página pudo, sin embargo, haber sido corregida y cambiada, pero hay otras referencias más claras. En la página 20 hay una alusión al Obispo del Cuzco fray Gregorio de Montalvo que gobernó esa diócesis de 1590 a 1592. En la página 435 se menciona el año 1613, en la 470, el año 1615, en la página 473 se habla de los legados del Obispo del Cuzco fray Antonio de la Raya, fallecido en 1606; en la 498 se cita el año de 1612, en la 515 el 1612, en la 518 el año 1608, en la 581 el 1610, en la 624 el 1608, en la 673 el 1613, en la 679 el 1611 y la visita del Obispo del Cuzco, en la 690 el año 1611, en la 696 al Obispo del Cuzco Lartaún (1573-83), en la 698 nuevamente al Obispo Antonio de la Raya (1598-1606) como ya fallecido; en la 700 al año 1611, en la 919 al año 1613, en la 930 al 1611 y en la 1104 al año 1614. No hay referencia alguna posterior a 1615. El Virrey Príncipe de Esquilache que entró a gobernar en diciembre de 1615 no es considerado en la lista de virreyes ni figura para nada.
No hay duda, pues, que el manuscrito actual se escribió entre 1613 y 1615. Pietschmann, quien ha estudiado el códice directamente, cree que toda la obra se escribió en 1613 (no menciona las referencias a 1614 y 1615). Según él, no hay en la grafía del cronista, esas variaciones de pulso y de caracteres que deberían existir en un manuscrito hecho en épocas sucesivas. El trazo es idéntico, desde el principio hasta el fin, sin vacilaciones ni decaimientos. Sin embargo, puede notarse que, salvo la lista de virreyes de la página 9, que pudo ser revisada, las referencias a años posteriores a 1600 sólo se presentan en la Segunda Parte o sea en el “Buen Gobierno”. Podría establecerse, pues, que Huamán Poma escribiese la primera parte de su obra –la Nueva crónica– antes de 1600, para lo que recogería datos durante 20 años, y que se decidiera a escribir la segunda parte –el Buen Gobierno– precisamente el año 1613, mencionado en la página 435 en que termina la primera parte y comienza la segunda. El cronista copiaría entonces de nuevo el manuscrito, ya envejecido, de la primera parte para uniformarlo con la nueva. De ahí la identidad de la escritura observada por Pietschmann.
I
El Rastro Autobiográfico
La Estirpe de Los Yarovilcas. El Abuelo y El Padre
Se carece hasta ahora, absolutamente, de toda huella documental sobre la vida de Felipe Huamán Poma de Ayala. Los únicos datos biográficos que de él se saben son los que él mismo consigna en su crónica. Tenemos que creerle, provisoriamente, bajo su palabra, prescindiendo de sus errores, jactancias, contradicciones y absurdos frecuentes. Y la aclaración biográfica es tanto más necesaria, porque de ella depende la valoración de muchos juicios del cronista y hasta la sinceridad y certidumbre de sus noticias y testimonios.
El primer hecho desconcertante en la autobiografía de Huamán Poma es que se dice descendiente de una dinastía de los Yarovilcas de Huánuco, señores del Chinchaysuyo, muy anteriores a los Incas y antes por nadie mencionados, de cuya rancia nobleza se ufana el cronista. Los Yarovilca Allauca Huánucos fueron señores del Chinchaysuyo hasta que fueron conquistados por Auqui Topa Ynga, capitán del Inca Topa Inca Yupanqui (págs. 111 y 160). Túpac Yupanqui concedió los más grandes honores a los miembros de la antiquísima casta de los Yarovilcas, los que entraron a formar parte del Consejo del Inca y Guaman Chava Allauca Huánuco, quien fue el que “se dio de paz con el Inca” (75) fue designado “segunda persona” de éste y su Visorrey en todo el reino “como en Castilla al Excmo. señor duque de Alva” (341 y 1030). Este fue el abuelo del autor, aunque alguna vez le llama “mi bisaguelo” (948), y en otra “abuelo” de su padre (111). Los títulos que le concedió el Inca eran de Capac Apo, Incap rántin, taripac, Tahuantinsuyo runata, que equivalían a los de príncipe, duque, conde y marqués en España (341). Entonces, o más tarde, un hijo de Huaman Chava llamado Huaman Malqui casó con Curi Ocllo, hija menor del Inca Túpac Yupanqui, quienes fueron los padres de Huaman Poma. Así, se fundieron, según el cronista, las dos estirpes reales del Perú, la de los Yarovilcas Allauca Huánucos y la dinastía real de los Incas del Cuzco.
Huaman Chava-Yarovilca Allauca Huánuco –el abuelo del cronista–, fue para éste, un personaje de altísima prestancia en el Incario. Gobernó 50 años, como segunda persona del Inca Túpac Yupanqui y como Virrey y Capitán General de los Chinchansuyo y de todo el reino (341 y 111). Acompañaba al Inca en sus paseos (339), fue con él a las conquistas de Chile y de Quito y fue quemado vivo en el Cuzco por Pizarro y Almagro, quienes le exigían oro y plata (397 y 399). De éste último hecho no queda huella alguna en ninguna de las crónicas o documentos acusatorios de la conquista. El propio Huaman Poma afirma, en otro lugar de su crónica, que Huaman Chava “con guayna capac ynga acabó su vida” (166), lo que ofrece mayor presunción cronológica.
El cronista se ufana, a menudo, de la importancia de su abuelo y nos da su retrato, dibujado por él mismo, una vez con sus insignias de mando y su escudo con un halcón y un puma (165) y llevado, en otra, en andas imperiales, como los Incas, en la leyenda “Incaprantin Capac” (340). Nos dice también orgullosamente, que se sentaba en una tiana de plata finísima, y un codo más alta que la de todos los demás funcionarios reales (453). La mujer de Huaman Chava, abuela del cronista, fue Cápac Guarmi Pomagualca Chinchaysuyo, tan noble como su marido y de la misma casta de los Yarovilcas Allauca Huánucos (174). El cronista la retrata, con la uniformidad característica de sus dibujos, con la indumentaria de las Coyas –lliclla, acxo, chumbe y topo– diciendo que fue la “primera reyna y señora Capac Guarmi Poma Guallca Chinchaysuyo, muy bizarra y muy hermosa muger que de tan buena governaba todo el reyno” (173 y 174). De algunos otros datos confusos, se puede entresacar que Huaman Chava fue hijo de Cápac Apo Chava (741) y nieto de Yarovilca (111), y que tuvo un hermano menor Apo Huamán Poma, que fue señor de los Chinchaysuyos (453). También fueron sus parientes coetáneos Francisco Huamán Guachaca de Ayala y Juan Huamán Guachaca, principales de Andahuaylas “nietos legitimos” no se sabe de quien; don Martín Cápac Apo Quicyavilca de Ayala “sobrino legitimo” que gobernaba “la provicia de los angarays chocorbos de uaytara santiago yauyos y de cordoba vilcanchos” (809), y don Diego Quicyavilca hanan yauyo de Santiago de Quirahuaura, también principal con salario.
Huamán Poma se afana, también, por encumbrar la biografía de su padre, humilde cacique de Lucanas y sirviente de un hospital en la época española y hacerla más espectacular. Nos asegura que su padre, como su abuelo y seguramente a título hereditario, fue también “segunda persona del Inca” Túpac Yupanqui, su suegro, y su visorrey en todo el reyno (736), sin explicarnos cómo descendió después a la modesta categoría de curaca de la apartada región de Lucanas. Apunta, también, que “vido y comido con Topa Inga Yupanqui”, con Huayna Cápac y con Huáscar, aunque para ello tenga que sostener que cuando murió, en tiempo de cristianos era ya “muy viejo de edad de ciento y cincuenta años”. Huaman Mallqui, con otros grandes señores de las cuatro partes del Imperio, fue en 1532 a recibir a los españoles a Tumbes, de parte de Huáscar, “a darse la paz y besar los piés” del Emperador Carlos V, aunque bastaba para la importancia de la Embajada que estuviera sólo su padre (47, 376, 550, 957). Un dibujo reproduce la escena del abrazo del “Excmo. señor don Martin Guaman Mallqui de Ayala” con Pizarro y Almagro (375). Esta embajada, omitida por todos los cronistas presenciales de la conquista, consignada tan sólo por cronistas tardíos y sospechosos, como Montesinos y Torres Naharro, parece, como muchas de las afirmaciones de Huamán Poma, una leyenda popular que el cronista ha capitalizado en favor de su progenie. Garcilaso duda de que Huáscar pudiese enviar embajador alguno en la aflictiva situación en que le tuvieron, después de apresarle, los generales de Atahualpa y sugiere que la embajada pudo ser de la iniciativa privada de algún curaca compasivo, que se apiadó de la suerte de su señor.2 Pero un cronista tardío del siglo XVII, el padre Anello Oliva aporta una confirmación desconcertante y no exhibida hasta ahora por ninguno de los comentaristas de Huamán Poma. Dice el padre Oliva en su Historia del Perú: “Con este fin y blanco despachó Huáscar una embaxada a Huamán Mallqui Topa Yndio Orejón de la sangre real a don Francisco Pizarro pidiéndole que pues era hijo del sol y venía a deshacer agravios, deshiciese el muy exorbitante que padecía de su hermano Atahualpa. El governador respondió que ya iba de camino para ayudar con la verdad y justicia a quien la tubiese y favorecer a quien lo mereciese”.3 Anello Oliva, contemporáneo de Huamán Poma, pudo conocer a éste y recoger de él, la inédita versión y aun el nombre de su padre como embajador de Huáscar a Pizarro. Huamán Poma se declara gran amigo de los jesuitas y Anello Oliva manifiesta en toda su obra, como los demás cronistas postoledanos, gran interés por las tradiciones populares indígenas.
Nada se sabe de la suerte de Huaman Mallqui, después de su aparatosa embajada, hasta 1539. El cronista afirma que su padre fue el fundador de la ciudad de Huamanga, en compañía de don Hernando Cacyamarca, aunque sabemos que la ciudad fue fundada de orden de Pizarro, por Vasco de Guevara, en 1539. Al establecerse la ciudad recibiría unas tierras en Santa Catalina de Chupas (1050). Declara, también, que su padre sirvió al Rey, al lado de Vaca de Castro, contra don Diego de Almagro el Mozo y estuvo en la batalla de Chupas (Chupaspampa uaraco urco) (413 y 736). También habría servido al Rey en las insurrecciones de Gonzalo Pizarro y de Hernández Girón. En la primera, afirma que, después de la defección de Juan de Saavedra, teniente de Gonzalo en Huánuco y de la salida de éste de la ciudad para incorporarse al servicio del Rey, Gonzalo envió un capitán con “300 hombres” para que quemase Huánuco. Los indios, a cuyo frente se hallaba el “capitán general segunda persona del ynga, capac apo don martin guaman malque de ayala allauca huanuco yarovilca, el excmo señor destos rreynos y otros capitanes”, defendieron entonces la ciudad contra el rebelde (421). La jactanciosa afirmación del cronista se halla, esta vez, rectificada por la propia crónica del Palentino, que en esta parte le sirve de guía para su relato. El cronista español consigna que Gonzalo envió, en esa ocasión, a Francisco de Valladolid, con sólo quince soldados, para tomar el pueblo, pero que no pudo hacerlo porque “todos los indios estaban alzados y de guerra”.4 La hazaña disminuye en proporciones.
El servicio más importante prestado por su padre a la causa del Rey de España, y a la vez el hecho más decisivo en la biografía del cronista, es el ocurrido en la batalla de Huarina, entre las fuerzas de Gonzalo Pizarro y las del Rey acaudilladas por Diego Centeno. En esta batalla, dice el autor, hallándose el capitán Luis Avalos de Ayala, combatiendo en el bando de su Majestad, cayó del caballo e iba a ser victimado por Martín de Olmos, cuando surgió Huaman Mallqui, quien desjarretó al caballo del contrario y “le mato al dicho traydor martin de olmos” (16).5 “Por este servicio –dice el cronista– ganó onrra y merito y se llamo ayala” (16). Después de entonces el antiguo Virrey Yarovilca se llamó don Martin Huamán Mallqui de Ayala, nombre símbolo de fidelidad, pues “los yndios guanocos (son) fieles como en castilla los vizcainos” (341 y 1030) y los Ayala eran vizcaínos.
El hecho parece, a primera vista, incierto. El Palentino afirma que Martín de Olmos, capitán del bando de Gonzalo, se pasó al bando del Rey, antes de la batalla de Huarina, en la que no pudo, por tanto, combatir contra Avalos de Ayala, si éste militaba también en el bando del Rey, como afirma Huamán Poma.
Huamán Poma nos refiere además que Luis Avalos de Ayala, fue uno de los defensores de Lima en 1536, cuando, a raíz del alzamiento de Manco Inca en el Cuzco, los indios pusieron cerco a la ciudad de los Reyes. Según Huamán Poma, el capitán Avalos de Ayala, mató personalmente a Quiso Yupanqui, el jefe de los sitiadores, que corría como un gamo y a quien Avalos sorprendió en una acequia (393). Quiso Yupanqui era hijo de Túpac Yupanqui y por lo tanto hermano de Curi Ocllo y tío del autor, pero esto no amengua el entusiasmo de Huamán Poma por el capitán Avalos (393 y 1032). Más tarde, nos dice el cronista, fue capitán de a caballo de la Gasca (425).
El error de estas noticias de Huamán Poma sobre el capitán Avalos de Ayala, es patente. En ningún documento de las guerras civiles se halla el capitán Avalos, en el Perú, antes de 1548. Por diversos testimonios puede afirmarse que éste vino a Indias con el Licenciado la Gasca, que pasó con éste a Buenaventura y luego con Benalcázar a Quito. En 1548 o sea un año después de la batalla de Huarina, ingresa al Perú y asiste al lado de la Gasca a la batalla de Xaquixaguana en que es derrotado Gonzalo Pizarro. Ejerce luego una comisión en Charcas, llevando el oro del Rey de Potosí a Lima. Sirvió, enseguida, en el bando real en las sublevaciones de Sebastián de Castilla y Hernández de Girón. En ésta última, juntó 200 soldados, a los que proveyó de lo necesario y mandó como capitán de infantería. Estuvo en el ejército de los Oidores contra Girón, en Pachacamac y le siguió hasta el valle de Villacuri. El Palentino menciona a Avalos en esta batalla, entre los amigos del Oidor Santillán y Garcilaso le cuenta entre los heridos de esa desastrosa jornada. En una información hecha en 1578 se dice que el capitán Avalos “fue herido de un arcabuzazo en el brazo izquierdo y mano del cual quedó manco”. Perdió también toda su ropa, plata y cabalgadura. Siguió sin embargo, en el servicio real, hasta la batalla de Pucará en que fue derrotado Hernández Girón y donde “se señaló mucho”. Fue enseguida a Lima y luego a Potosí donde recibió como prisioneros al Adelantado Sanabria del Río de la Plata y a Juan Núñez de Prado, gobernador de Tucumán y los condujo a Lima, entregándolos al Marqués de Cañete. En 1559 se le encuentra en Arequipa firmando con don Pedro Luis de Cabrera, el gordo pariente de Garcilaso, un contrato de transporte de maíz de Cuzco a Arequipa en unas recuas de llamas que poseía.
Por sus señalados servicios al Rey envió al Virrey una cédula en 18 de agosto de 1559, recomendando a Avalos para que se le diese alguna renta.6 El Conde de Nieva Otorgó por esto a Avalos, en 29 de abril de 1563, una merced de 5 000 pesos de oro situados en la Caja Real de Potosí, sobre indios vacos y por dos vidas. En 1578 había muerto y su hijo, Luis Dávalos de Ayala, reclamaba la herencia. En 1608 solicitaba la merced real en Lima, el nieto, capitán Juan Avalos de Ayala, hijo de otro Juan de Avalos que fue hijo segundo del viejo capitán.
Estos documentos no dejan lugar a dudas y descubren el enredo mental del cronista. El capitán Avalos de Ayala no estuvo en el sitio de Lima (1536) ni fue herido en la Huarina (1547). Llegó un año más tarde de este suceso y siete años despues cayó herido en Villacuri (1554) o en Chuquinga según otros documentos. Es posible que en este trance le auxiliara Huaman Mallqui, pues los indios Lucanas intervinieron en esta campaña. En cuanto al capitán Martín de Olmos, que según Huamán Poma estuvo a punto de matar a Ayala en la batalla, estuvo en Chuquinga en el mismo bando que Avalos o sea en el campo del Rey.
El episodio más dudoso de la biografía paterna es el referente a la vinculación sui generis que, desde la batalla de Huarina, o de Chuquinga tuvo el capitán Avalos con Huaman Mallqui y su familia. El cronista nos habla de un hermano suyo, mestizo, llamado Martín de Ayala, quien fue hijo del capitan Luis Avalos de Ayala y de la madre del cronista doña Juana Curi Ocllo. Huamán Poma elude explicar la forma y el tiempo en que el capitán Ayala sedujo a su madre, pero de sus propias afirmaciones y de la cronología se deduce que estas relaciones se contrajeron, hallándose ya unida a Huaman Mallqui, quien ajeno a las susceptibilidades occidentales, tomó esta colaboración como un gran honor, que el cronista comparte, según se desprende de sus continuas alabanzas al caballero Ayala y a su linaje (1107). La familia Huamán vivió agradecida y guardó con respeto el nombre de don Luis Avalos de Ayala, pero lo que es más pintoresco, Huaman Mallqui, el cónyuge agraviado, adoptó el nombre de su competidor conyugal y lo trasmitió a sus hijos.
El padre del cronista sirvió también al Rey en la revolución de Hernández Girón. Huamán Poma repite varias veces, según su costumbre, que los indios Lucanas dirigidos por su padre y por Apo Uasco Changa y Guamán Uachaca Lurinchanga, principales de la provincia de Andahuaylas, combatieron contra el rebelde después de la batalla de Chuquinga y le derrotaron en el sitio de Huachahuapiti Huancacocha, junto a Huatacocha (págs. 409, 431 y 736). Según el cronista, quien recoge indudablemente tradiciones populares indígenas de su provincia, su padre y los principales que le acompañaban vencieron a “trecientos españoles y cien yanaconas mestizos y mulatos del bando de Hernándes de Girón en el alto de Uachauapite, junto a Uatacocha Uraya Uma Uancacocha” (433), obligando al rebelde a huir a las montañas de Jauja, donde, según las mismas tradiciones indias que recoje Huamán Poma, fue apresado por los indios Jaujas. Un grabado presenta a Huamán Malqui amenazando con su lanza a Hernández Girón que huye con otros españoles. En todas estas noticias, referentes al paso de Hernández Girón por los Lucanas y a su brillante e inesperado triunfo de Chuquinga, que hirió la memoria popular indígena, resalta la inseguridad y la tendencia legendaria de la tradición oral que el cronista transmite.
Los indios Lucanas convirtieron el episódico combate del alto de Huachahuapiti, habido después de Chuquinga, como la derrota decisiva de Hernández Girón, después de la que éste huye a Jauja, eludiendo la batalla de Pucará, a la que se refiere después, y en que el rebelde fue efectivamente deshecho. La prisión del rebelde realizada por capitanes españoles se atribuye a los caciques indios de Jauja (434 y 435), en especial a Choquillanqui, uno de cuyos hijos fue amigo de Huamán Poma y le favoreció en uno de sus viajes (1120).
Los indios Lucanas, según el Palentino y otros documentos, tampoco se limitaron a atacar a Hernández Girón, después de la batalla de Chuquinga. Atacaron a los dos bandos, al del mariscal Alvarado que defendía al Rey y al que le mataron treinta hombres y al del rebelde Hernández Girón, cargando sobre ambos después de la batalla y robándoles sus equipajes. Huamán Poma convierte este acto de represalia indígena en un servicio a la causa del Rey.7
Todavía Huaman Mallqui, indio colaboracionista toma parte en la prisión de Túpac Amaru en Vilcabamba realizada por el capitán Martín García de Loyola, de orden del Virrey Toledo. El cronista afirma que el Virrey le nombró por capitán de Vilcabamba y que en esa circunstancia ganó merced de armas y salario de dicho Virrey, la que confirmaron los Virreyes don García Hurtado de Mendoza y don Luis de Velasco (903). No está claro, sin embargo, por la confusión de las frases del cronista, si la capitanía y las mercedes fueron otorgadas a Huaman Mallqui o al capitán Dávalos de Ayala, su asociado conyugal. Me inclino a lo segundo.8
La última etapa de la vida de Huaman Mallqui transcurre en el Cuzco y en Huamanga. De Virrey y “segunda persona” del Inca el desafortunado descendiente de los Yarovilcas, Allauca Huánucos, señores del Chinchaysuyo, desciende a ser mayordomo y mandadero, primero del Hospital de Naturales del Cuzco y luego del de Huamanga. En uno y otro sirvió treinta años “de sacar servidores y limpiar la casa y comprar de comer para los pobres del hospital” (736 y 819). “Y acabó su vida muy viejo de edad de ciento y cincuenta años” (76 y 1078).
De su unión con doña Juana Curi Ocllo tuvo Huaman Mallqui de Ayala cuatro hijos varones, Felipe, Francisco, Juan y Melchor y una hija llamada Isabel Huamán Poma de Ayala (76 y 740). Doña Juana tuvo a su vez un hijo mestizo, el padre Martín de Ayala, hijo de don Luis Avalos de Ayala. El cronista no hace mención mayor de sus demás hermanos, pero el Palentino nombra a un clérigo llamado Francisco Huamanes de Ayala, a quien Hernández Girón envía desde Guamanga, como emisario suyo ante el Arzobipo Loayza para convencerlo a su favor. El clérigo engañó a Lope Martín y llegado el Arzobispo, éste le hizo prender y le remitió enseguida a España junto con otro clérigo alborotador llamado Baltasar de Loayza.9 Huamán Poma, buen alegador de sus servicios familiares al Rey, calla todas estas cosas. Es indudable, sin embargo, por la coincidencia de nombres, que se trata de un hermano suyo mestizo por el hecho de ser clérigo. Este hermano que actuaba ya en 1556, como eclesiástico, debió ser mayor que Felipe el cronista.
El padre Martín de Ayala
La figura del padre Martín de Ayala, medio hermano del cronista, recordada con veneración por éste, tiene especial importancia, porque influyó en su formación intelectual y moral y porque, a base de las referencias biográficas de su hermano, se puede restaurar algo de la propia biografía del cronista y principalmente los jalones cronológicos que le faltan.
Huamán Poma da una serie de rodeos para explicar la filiación de su hermano uterino. Dice en una parte, que era “entenado” de Huaman Mallqui (15), en otra que era hijo de Juana Curi Ocllo y en otra que Luis Avalos era “padre de dicho santo hermitaño Martín de Ayala” (16). En ningun momento nombra juntos a su madre y al capitán Ayala, previniéndose acaso de las invectivas y epítetos soeces que en el texto de su crónica dedica a las indias que conciben de los españoles y paren infames mesticillos. El mestizo Martín de Ayala “hijo de un caballero principal y nieto de Topa Inga Yupanqui” (733), se distinguió desde niño por su vocación religiosa y tendencias ascéticas. A los siete años comenzó a servir en el Hospital de Naturales del Cuzco y a los doce, recibió el hábito de ermitaño (15 y 733). En la época del Virrey Enríquez (1582) entró a la conquista de los Chunchos y Andesuyos de Manari, con Martín Hurtado de Arbieto con el deseo de encontrar el martirio, pero escapó a la matanza de los indios, que se sublevaron por las exigencias de oro de los españoles, contrayendo únicamente una enfermedad propia de la región selvática, por la que daba gracias a Dios.10 Volvió en seguida al Cuzco y luego fue sacerdote y clérigo de misa en Huamanga de cuyo hospital fue capellán. Huamán Poma exalta el espíritu de caridad y la piedad de su medio hermano, con delectación de hagiógrafo. Dormía en una estera, se disciplinaba duramente, usaba cilicios y tenía un gallo en la cabecera de su lecho para que le despertase a la hora del alba para orar y visitar a los enfermos. No levantaba la vista del suelo, no osó nunca mirar a las mujeres, no dijo jamás una mala palabra y en su amor por todos los seres no permitía que se matase ni a un piojo (18). Los pájaros acudían a cantarle y recibir su bendición y los ratones se quedaban extáticos al verle en oración. El padre Martín repartía grandes limosnas, amaba y auxiliaba a los indios y limpiaba a los enfermos, “en las noches le enseñaba a su padrastro don Martín de Ayala y a su madre, y a sus ermanos penitentes el santo mandamiento” (18 y 599).
Huamán Poma elogia también el desinterés de su hermano, quien no quiso ser nunca cura doctrinante ni enriquecerse a costa de los indios como aquellos lo hacían, sino convivir con los padres del hospital. El obispo del Cuzco, fray Gerónimo de Montalvo, impuso, sin embargo, al padre Martín de Ayala, la obligación de servir un curato en el pueblo de Gran Canaria, próximo a Huamanga, donde los indios tenían contiendas con el encomendero don Gerónimo de Oré. El padre Ayala se negó a ir por no dejar a sus enfermos del hospital, pero amenazado de excomunión, tuvo que cumplir la orden episcopal. Sólo estuvo unos “pocos meses”, como interino, en el pueblo de Canaria y entre voces y llantos de los indios se regresó a Huamanga a su hospital y capellanía donde murió, “a los pocos meses”. Le enterraron con mucha honra en la iglesia de San Francisco en la capilla de Nuestra Señora de la Limpia Concepción, donde más tarde fueron enterrados sus padres. Su retrato, junto con el del piadoso Administrador don Diego Beltrán de Caicedo, fue colocado en el Hospital. En varios grabados de la crónica aparece el clérigo Martín de Ayala (14, 17 y 19).
De estas referencias se pueden deducir algunas fechas útiles para la reconstrucción de la vida de Huamán Poma. Es probable que el mestizo Martín de Ayala, hijo del caballero Avalos y de Curi Ocllo, naciera en el Cuzco hacia 1551. Huamán Poma nos dice que su hermano entró a servir al Hospital de Naturales del Cuzco a los siete años de edad. Por Garcilaso y las Noticias Cronológicas del Cuzco, sabemos que el Hospital se fundó por el capitán Garcilaso de la Vega, que la primera piedra se colocó en 1555 y que vino a funcionar completamente en 1560.11 Suponiendo que Martín de Ayala entrase en 1558, a la edad de siete años, habría nacido en 1551. La entrada a Vilcabamba, con Martín Hurtado de Arbieto, parece haber sido la emprendida en 1582 para someter a los indios manaris. Estas fechas se confirman por la afirmación del cronista de que su hermano estuvo unos meses por mandato del obispo Montalvo en el pueblo de Canaria y que murió, meses después, en Huamanga “de edad de cuarenta años”. El obispo fray Gerónimo de Montalvo sólo gobernó la diócesis del Cuzco de 1590 a 1592. En consecuencia, Martín de Ayala, nombrado por Montalvo en 1590, falleció en 1591, a los cuarenta años de su nacimiento, que hemos ubicado entre 1550 y 1551.
Estas comprobaciones cronológicas demuestran que la relación marital entre el capitán Avalos de Ayala y la mujer de Huaman Mallqui tuvo lugar después de la batalla de Huarina (1547). Demuestra también, salvo que Huamán Poma haya mistificado su edad, que el cronista era diez o veinte años mayor que su hermano mestizo. Pietschmann y todos los biógrafos sucesivos de Huamán Poma, han creído que el cronista era menor y que la india Curi Ocllo llevó su vástago mestizo al casarse con Huaman Mallqui.
La tierra y el momento natal
El primer problema biográfico sobre el cronista es el relativo a su nacimiento. Es sabido que escribió su obra entre 1613 y 1614, según queda demostrado. En varias partes finales de su obra el cronista afirma tener ochenta años. Es cierto que en la página 1096 hay una corrección por la que parece declarar ochenta y ocho años, pero se descubre que puso primero setenta y ocho y corrigió luego ochenta, olvidándose de borrar el ocho anterior. Por lo demás en varias páginas inmediatas declara tener 80 años. En la página 962, dice que no puede ir a España a hablar con el Rey, “por ser viejo de ochenta años y enfermo”. En la página 1094 dice que al llegar a su pueblo estaba muy viejo que “sería de edad de ochenta años todo sano y flaco y desnudo y descalso” y en la página 1108 dice “soy biejo de ochenta años” y en la 1109 vuelve a decir que era “tan biejo de ochenta años”. De modo que no hay duda respecto a la edad que el cronista ha querido declarar o sea 80 años en 1614. En consecuencia debió nacer en 1534 o 1535.
En el caso de ser cierta esta suposición, se halla de acuerdo con otra afirmación suya contenida en su crónica y que no ha sido tomada en cuenta por sus biográfos. Posnansky, por ejemplo, considera que debió nacer antes de la conquista, aproximadamente hacia 1526. La referencia aludida del propio H. P. dice así: “porque yo no nací en el tiempo de los ingas para saber todo que de estas cordilleras lo supe” (846). Hay que convenir, pues, en que nació después de 1533 en que cayó el Imperio de los Incas.
Pietschmann ha planteado también la inverosimilitud de que la madre del cronista Curi Ocllo fuera hija del décimo inca Túpac Yupanqui porque, de haberlo sido, ésta tendría al dar a luz a Felipe, 69 años, según la cronología de Sarmiento y 112 años según la cronología del propio Huamán Poma. Según Sarmiento de Gamboa, Huayna Cápac sucesor de Túpac Yupanqui gobernó 60 años y 9 corresponden al período de Huascar y Atahualpa. En consecuencia la presunta princesa Curi Ocllo habría dado a luz a Huamán Poma de más de 70 años de edad y Martín de Ayala de 87. Pero, ni aún adoptando cronologías más favorables resulta posible la paternidad de Túpac Yupanqui. Según Blas Valera, Huayna Cápac reinó 42 años y murió en 1523. Habría comenzado por lo tanto a reinar en 1481. En este caso dando por nacida a la madre de Huamán Poma en 1480, no obstante que Túpac Yupanqui tenía 85 años, habría concebido a Huamán Poma a los 53 y a su hermano Martin a los 70. Todos los datos cronológicos defraudan, pues, la tesis de la directa progenie real de la madre de Huamán Poma.
El segundo problema biográfico relativo al cronista es el del lugar de su nacimiento. Unos le hacen natural de la región de Huánuco de donde eran originarios por lo menos sus padres y su abuelo, últimos representantes de la dinastía de los Yarovilcas. José Varallanos12 supone que Huamán Poma naciera en Huánuco el Viejo y que, después de la insurrección de los indios de esa región contra Martín de Alcántara y Gómez de Alvarado entre 1537 y 1542, Huaman Mallqui fuese trasladado, principalmente por sus servicios en la batalla de Chupas, a la región vecina de Lucanas. Esta suposición podría enlazarse con la afirmación del cronista de que su padre se batió, defendiendo a Huánuco, contra las tropas rebeldes de Gonzalo Pizarro en 1546 ó 47. La tesis más aceptada hasta ahora es la de que el cronista nació en el pueblo de San Cristóbal de Suntunto o Sondondo, dependiente de Santiago de Chipao, en la provincia de Lucanas (hoy distrito de Cabana). El corregimiento de Lucanas perteneció a la diócesis del Cuzco hasta 1615 en que se creó el Obispado de Huamanga, al que se incorporó la región de Lucanas, que había estado siempre dentro de la jurisdicción civil de la ciudad de Huamanga.
Es el mismo cronista quien se encarga de señalar el pueblo de San Cristóbal de Suntunto como el lugar en que tiene sus casas y sementeras. El nos dice que a los 70 años, después de largas peregrinaciones llegó el autor a su casa en “la provincia de los andamarcas soras lucanas y pueblo medio y caveza de San cristobal de suntunto nueva castilla de santiago chipao” (pág. 1094), “donde tenía sus casas y sementeras” (1096) y donde había sido “señor principal, cabesa mayor y administrador protector, tiniente general de corregidor de la dicha provincia de los indios andamarcas soras lucanas por su magestad y principe deste rreyno” (1096). En la última página de su crónica dice a manera de colofón que la obra fue “acavada por don felipe huaman poma de ayala principe autor de las indias del Reyno del pirú de la ciudad y medio de san cristobal de suntunto nueva castilla en la provincia de los andamarcas lucanas”, etc. Esta última indicación parece indicar nacimiento, pero induce a dudar de la avanzada edad del cronista, porque de ser nacido en Lucanas y no en Huánuco, a donde su padre debió vivir hasta 1539 ó 1542, tendría menos años de los que afirma.
Lo que no parece dudoso es que vivió buena parte de su vida en San Cristóbal de Suntunto y en sus alrededores y que fue teniente de corregidor de la región de los Lucanas Andamarcas en que se halla dicha población (367 y 809). El padre del cronista, en su carta al Rey de 15 de mayo de 1587, le escribe desde “la Concepción de Guayllapampa de Apcara, provincia de los lucanas y soras jurisdiccion de la ciudad de guamanga” (7). El mismo cronista al referirse a su padre dice que era “de la provincia de los lucanas y soras andamarcas del pueblo de la santa maria de pena de francia de gualcabamba de suntonto y de santiago de chipao” (819). La vida del cronista oscila entre estos pueblos de la región de los Lucanas. San Cristóbal de Sodondo se halla a media legua de Guayllapampa de Apcara. “de la otra parte del río, a la vera de éste, en una ladera no muy llana”. Entre los tres pueblos de Cabana, Huaycanacho y San Cristóbal de Sondondo reunían apenas 509 indios tributarios en 1586.13 Concepción de Guayllapampa de Apcara, hoy simplemente Aucara, era cabecera del repartimiento y de la doctrina, y se había fundado, atrayendo a los indios dispersos y formando una “reducción”, en la época de Toledo. Distaba 52 leguas del Cuzco y 32 leguas de Huamanga, por caminos muy ásperos, “cuesta arriba y cuesta abajo”, todos de tierra doblada. En la actualidad Aucara tiene mil habitantes y Sondondo, 447.14
La región de Lucanas o de los Rucanas Antamarcas, en plena cordillera de los Andes Centrales del Perú, es una de las regiones más desoladas y apartadas de la serranía peruana. La tierra es en su mayoría fría, llana y seca, de páramos desolados, apenas traficados por algunos pacos huidizos y de pequeñas quebradas, de ancho apenas de dos leguas por donde discurren los pequeños afluentes del Pampas, formador del Apurímac y en las que los indios tienen sus pueblos, sementeras y ganados. Llueve insistentemente de octubre a abril y el viento o guayra, acrecido en la infinidad vacía del páramo, se lleva, a veces, la paja que cubre las casas de los indios.
La región inmediata a Sondondo es casi toda quebrada, pero, saliendo de ella, está la tierra llana y fría por la que se desciende a la costa, a la región de Nazca o se va hacia los Aymaraes, al Este, o al páramo inmenso de Parinacochas, al Sur. El accidente geográfico más notable es el volcán Carhuarazo, que quiere decir nieve amarilla, y que se levanta, con su pico nevado, a dos leguas de San Pedro de Chipao. No obstante este apartamiento, el antiguo camino de Lima al Cuzco por los llanos, pasaba por la región de Lucanas y cruzaba precisamente, por la plaza del pueblo de la Concepción de Guayllapampa. Esta pudo ser la primera incitación al viaje que recibiera el cronista indio. En la época incaica los Rucanas –Atun Rucanas y Rucanas Antamarcas– se distinguen por ser cargadores de las andas imperiales en que el Inca recorría sus dominios. Los Collaguas cargaban al Inca cuando éste iba de paseo, pero los Lucanas lo llevaban cuando iba de viaje por el Imperio o marchaba a la guerra. Antamarca quiere decir pueblo de cobre y Lucanas se hizo sinónimo de “pies del Inca”. En Cabana, pueblo principal de los Lucanas, hubo una población antigua con calles y caminos “antes que los Incas los señoreasen”. Los indios Rucanas “son de buenas facciones y de buenos entendimientos y inclinados a saber leer y escribir y saber las cosas de los españoles”, dice una información de 1586, y los Rucanas Antamarcas son “de mediana estatura, de buenos entendimientos en comparación de otros de otras provincias inclinados a saber leer y escribir”. He allí otro indicio de la vocación ilustrada de Huamán Poma. Vivían en casas bajas y pequeñas de piedra y de adobes, enlucidas con tierra y cubiertas de paja. Las casas de los caciques o de indios principales eran algo mayores que la de los indios ordinarios, denunciando los instintos jerárquicos que revelara en su obra el cronista Lucana. La ocupación principal de los indios era la de labrar sus tierras, vecinas a los pueblos, y pastar sus ganados de pacos y de llamas. Sus cultivos eran de maíz y papas, ocas, frejoles y zapallos y se procuraban la coca y el ají, trocándola por la carne de sus ganados. El tributo al Rey lo pagaban en llamas, puercos, maíz, trigo y papas.15
La región de los Lucanas, fuera de las rutas del comercio y del tráfico incaico y colonial, situada al margen de los dos caminos de los llanos y de la sierra, en una vía trasversal, sólo tuvo relativa importancia histórica en el momento de las guerras civiles: por ella traficaron las huestes de Pizarro y Almagro antes de la batalla de las Salinas y en plena región de los Lucanas se libró la batalla de Chuquinga entre el mariscal Alvarado y el rebelde Hernández Girón, en cuyo epílogo intervinieron los indios Lucanas y el que dejó huella intensa en la memoria popular.
Nacido en la región de Huánuco o en la de los Lucanas, Huamán Poma manifiesta, en toda su crónica, un interés predominante por esta última región, en la que indudablemente trascurrió la mayor parte de su vida y andanzas. Un comentarista regional, Abraham Padilla B., ha señalado atinadamente en la crónica del indio Lucana alguna de las muchas referencias a los lugares y tradiciones de la región y a los pueblos vecinos Huayllaripa, Pampachiri, San Pedro de Queca y a los nevados Carhuarazo y Rasuvilca, pertenecientes todos a la región de los Lucanas. También ha comprobado que la mayor parte de sus referencias a funcionarios coloniales se contraen a personajes contemporáneos de la región de Lucanas.
La educación y el recorrido vital
Nacido en Huánuco hacia 1534, o en Lucanas, hacia 1556, el cronista Huamán Poma de Ayala creció y se educó seguramente en el Cuzco y en Huamanga. En un dibujo (pág.14) aparece la familia de Huamán Poma constituida por el padre don Martín de Ayala y la madre doña Juana Curi Ocllo recibiendo a su hijo Martín de Ayala, de doce años de edad, en el hábito de ermitaño. Al pie del dibujo dice: “En la ciudad del Cuzco”. Tres páginas más adelante aparece otra escena familiar en la que figuran, el padre y la madre del autor, su hermano el padre Martín de Ayala y el propio don Felipe de Ayala. Al pie dice: “En la ciudad de Guamanga” (17). Este último dibujo induce a una seria duda sobre la edad de Huamán Poma. El hermano Martín, nacido hacia 1550, aparece como un hombre maduro y como sacerdote de misa y el cronista como un niño de 12 a 15 años de edad. Es clara la deducción de que el cronista es menor en seis o siete años que su hermano el clérigo. Esto conduciría a pensar que Felipe Huamán de Ayala pudo nacer hacia 1556 y que por lo tanto al escribir su crónica no tuviese 80 años sino tan sólo 59 ó 60. La honra de Huamán, como marido burlado, convalecería apreciablemente, porque su matrimonio con Curi Ocllo sería entonces posterior a la aventura de ésta con el caballero español Avalos de Ayala. No hay, sin embargo, hasta ahora, elementos suficientes para dirimir la cuestión.
El propio cronista afirma que fue su hermano Martín quien le enseñó las primeras letras a él y a sus hermanos, “por donde se bino a escrivirse la dicha primer coronica” (15), y que también enseñó los mandamientos y la doctrina evangélica a su padrastro don Martín Ayala, a su madre y a sus hermanos (pág. 18). Como se ve la enseñanza no presupone mayoría de edad por cuanto el clérigo enseñaba también a sus padres.
Es probable que los primeros años y parte de su juventud trascurrieran en la provincia de Lucanas y en San Cristóbal de Suntunto. El padre era ya, según el cronista, cacique en 1554, cuando la batalla de Chuquinga. Después pasarían al Cuzco para atender la educación del hijo mestizo Martín de Ayala. El padre obtendría entonces un puesto en el Hospital de Naturales del Cuzco. Los recuerdos personales o familiares del cronista relativos al Cuzco se refieren casi todos a la época del Virrey Toledo. No hay ningún recuerdo directo u original de época anterior. El cronista parece haber visto entrar a Túpac Amaru al Cuzco, haber presenciado la escaramuza que se hizo en la plaza de San Francisco antes de la partida de la expedición de Martín Hurtado de Arbieto a Vilcabamaba y hasta haber asistido a la ejecución y al entierro de Túpac Amaru en 1571. Su relato de estas escenas tiene colorido personal y detalles característicos, como el de haber visto a Toledo montar en su jaca riscosa, o asomarse a una ventana a la calle desde la casa del vecino Diego de Silva para ver pasar a Túpac Amaru preso con esposas en las manos y una cadena de oro al cuello, llevado por el capitán Martín García de Loyola (pág. 445). También pueden ser impresiones recogidas de labios de su padre o hermano.
La estada en el Cuzco puede haberse prolongado hasta 1580, porque el cronista se refiere con simpatía al Obispo don Sebastián de Lartaún, quien gobernó de 1573 a 1583. También parece haber escuchado predicar en quechua al célebre cronista y doctrinero de indios el padre Cristóbal de Molina el autor de las Fábulas y Ritos de los Incas, porque le cita en su obra como cronista y además parodia o transcribe un sermón suyo, en quechua muy antiguo, según afirma Posnansky. También el cronista demuestra conocer los barrios de la ciudad y la disposición general de ésta. Su plano del Cuzco (pág. 1041), sin ser un modelo de fidelidad, no tiene los caracteres imaginarios de los planos de otras ciudades. En ellos se establece aproximadamente la posición de las dos plazas, Aucaypata y Cusipata, la posición de Curicancha y de Carmenca y las iglesias de San Cristóbal y San Blas.
Después de una estada en Concepción de Huayllapampa (1587), la familia Poma de Ayala debió trasladarse a Huamanga y vivir al lado y bajo la protección del hermano mestizo y a la vera del hospital del que aquél era capellán. Además de las primeras letras y de la doctrina cristiana el clérigo iniciaría a su hermano Felipe y a sus hernanos Diego, Juan, Melchor e Isabel en el estudio de las humanidades más elementales. Felipe se aficionaría al estudio de la historia sagrada y de la antigua historia europea. También debió ayudar al hermano mayor eclesiástico en sus oficios sagrados, porque guardó fielmente el recuerdo de oraciones y jaculatorias y cierto tono de homilía que aparece, frecuentemente, a lo largo de su crónica y deja percibir un tufillo de sacristía.
Los Huamán Poma, a estar a los datos del cronista, debieron de gozar de una holgada posición en el régimen colonial como caciques principales. El declara que en su juventud “solía andar (vestido) de seda y de cumbe”, que “se regalaba como señor”, que era dueño de vastas tierras en el campo de Santa Catalina de Chupas cerca de Huamanga y que su hacienda valía veinte mil pesos (1094).
La época en que le tocó vivir al cronista, durante su juventud, fue especialmente dura para los habitantes del Perú, sobre todo para los de la región andina en que residía. Fueron años de grandes calamidades y epidemias generales que causaron enorme estrago entre los indios. Hubo peste de catarros en 1577, epidemia de viruela y sarampión en 1585, gran escasez de alimentos en 1586 y tres años después, en 1589, una peste de tumores o bubas en el Cuzco que diezmó la población. Los cadáveres no cabían en las iglesias y cementerios y los enfermos desbordaban las salas de los hospitales.16 El cronista se educó en el dolor y la piedad adherido a estas casas de sufrimiento. La administración española resultó impotente para contener esos flagelos y para someter a la mucha “gente suelta” que ambulaba por los caminos y las ciudades del interior. Las minas de Huancavelica atraían a todos los aventureros y cuando se descubrió la riqueza de Castrovirreyna, hacia 1591, Huamanga estuvo a punto de despoblarse. Los indios de Lucanas y Parinacochas enviaban fuertes contingentes humanos para el trabajo de las minas de Huancavelica y Castrovirreyna.
Es probable que Huamán Poma se hallase en Huamanga el año 1601 cuando fue ejecutado por acusaciones calumniosas de insurrección, y en realidad por rivalidades provinciales, el noble caballero don García Solís Portocarrero, antiguo corregidor de Huamanga y Huancavelica, cuya cabeza fue colocada en el rollo de la plaza principal.17 Es un suceso que dejó huella profunda en el alma popular y en la memoria del cronista, que se refiere a él múltiples veces como ejemplo de injusticia y rigor españoles contra los propios compatriotas (549, 917, 934 y 1050).
No se sabe exactemente la época en que se inició la vocación aventurera de Huamán Poma. La sumaria instrucción recibida por éste le destacó sobre el bajo nivel cultural de los demás indios y le hizo apto para algunas funciones administrativas. Es posible que viviera algún tiempo, como intérprete, en los estrados coloniales en Lima o en el Cuzco, donde aprendería su rudo castellano y su vocación burocrática. El mismo lo dice: “me e criado en palacio en casa del buen gobierno en la audiencia y e servido a los señores bisorreyes, oydores, presidentes y alcaldes de corte y a los muy ylustres yn cristos Sa. Obispos” (701). Sin embargo, su libro no describe un conocimiento profundo de la vida cortesana virreinal.
El indio ladino, “cerviendo de lengua” (701), debió comenzar a recorrer algunas partes del territorio con algunos visitadores a quienes se encargaría de satirizar más tarde. “No hay visitador que no sea ladrón”, afirma en su obra. El mismo declara haber servido al lado del clérigo Cristóbal de Albornoz, visitador de doctrinas, quien fue más tarde Chantre en el Cuzco e intervendría en la fundación de Huancavelica y en la segunda fundación de San Francisco de la Victoria de Vilcabamba. El canónigo Albornoz fue, en 1571, uno de los visitadores eclesiásticos de la provincia del Cuzco, en compañía de Joan de Palomares, en la célebre visita del Perú del Virrey Toledo.18 Por esa época escribió Albornoz una Instrucción para descubrir todas las huacas del Perú con sus camayos y haciendas (1570-75?) que conserva manuscrita el erudito ecuatoriano Jijón y Caamaño. Pero Huamán Poma parece referirse a alguna otra visita de Albornoz como “visitador general” o eclesiástico. En compañía de Albornoz, quien fue “santo hombre temeroso de Dios y bravo jues” anduvo Huamán Poma, destruyendo y quemando ídolos, quebrando huacas y castigando hechiceros (280 y 676). Fue su iniciación como folklorista. Se acaba muchas veces adorando lo que se ha quemado.
Además de intérprete, Huamán Poma se jacta de haber sido cacique principal, cabeza mayor, administrador del sapsi,19 protector de los indios y teniente general de corregidor en la provincia de los Andamarcas, Soras y Lucanas. Pietschmann anota, sin embargo, fundándose en las Relaciones Geográficas de Indias, que en 1586 nadie guardaba noticia de los Huamán Poma como caciques de Lucanas. El padre del cronista en su carta a Felipe II fechada en Concepción de Huayllapampa a 15 de mayo de 1587, declara no obstante, que su hijo era en esa fecha cacique y teniente de corregidor. En la Relación Geográfica, hecha de orden real en el propio pueblo de la Concepción de Huayllapampa de Apcara el 27 de enero de 1586, se menciona como curacas principales del repartimiento a don Esteban Pilconi, don Juan Chuqi Guarcaya, don Hernando Caquismarca, don Francisco Husco, don Diego Luna, don García Mollo Guamani, don Diego Quispilla “y otros principales indios”. Los intérpretes son el mestizo don Juan Alonso de Badajoz y el indio Pedro Taypimarca, citado alguna vez por Huamán Poma (518). Es posible que los Huamán Poma contasen entre esos indios principales indeterminados, pero lo es también que, por lo menos en esta época, el cronista no ejercía autoridad. En diversas partes de su crónica Huamán Poma cita como principales de Lucanas a estos mismos Uscos, Quispes, Guarcayas, Pilcones, Lucas, y Mollos, Guamanis, aunque, los considera como indios sometidos a la influencia del corregidor (495, 776, 783, 789, 872 y 1050).
La época en que Huamán Poma fue cacique principal y teniente de corregidor se podría establecer averiguando cuándo fue corregidor de Lucanas Antonio de Monroy. El cronista refiere que este corregidor le apresó en la cárcel de la provincia, le hizo varios capítulos de acusación junto con el buen cura Saravia y el Vicario Rota y le echaron de la región (930 y 931). Me inclino a creer que esto sería entre 1594 ó 95. Entonces comenzarían sus viajes.
La mayor parte de los biógrafos del cronista indio aceptan las afirmaciones de éste relativas a sus largas andanzas por el Perú. Estas habrían durado veinte o treinta años y habrían abarcado gran parte del Virreinato. El padre del cronista, o sea él mismo, afirma que las relaciones y testigos de la crónica habían sido tomados “de los quatro partes destos rreynos”. El doctor Tello asiente que viajó “por todo el territorio del Perú”.
El peregrinaje de Huamán Poma fue, en mi opinión, mucho más corto de lo que generalmente se cree. De los propios datos y referencias de su crónica se puede extraer la conclusión de que, aparte de su infantil residencia en el Cuzco, su vida trascurrió casi íntegramente en las provincias correspondientes al obispado de Huamanga y que hizo en dos o tres ocasiones viajes a Lima por la ruta de Huancayo o por el camino de los llanos que unía a su ciudad natal con Lima a través de Nazca y de Ica. No conoció absolutamente el nombre del Perú, ni en la costa ni en la sierra, ignoró Cajamarca y el Callejón de Huaylas, Arequipa, Puno, Arica y Charcas y naturalmente la región amazónica, es decir las dos terceras partes del Perú.
Huamán Poma dice que decidió dejar su tierra natal y hacerse pobre para conocer las miserias y padecimientos de los indios y defenderlos ante la justicia. Su espíritu de protesta, del mismo modo que su cultura más adelantada le distanciarían pronto de las autoridades provinciales. Era un personaje incómodo para los funcionarios abusivos y los frailes licenciosos. Su facultad de escribir peticiones y memoriales constantes defendiendo a sus hermanos de raza, provocaría conflictos frecuentes. Alrededor suyo iría formándose un sentimiento colectivo, principalmente, encarnado en los jóvenes. El propio cronista afirma que iba haciendo escuela de rebeldía y que tenía muchos discípulos a quienes había enseñado a leer, a conocer la doctrina cristiana y a defender a los pobres (495). El principal de ellos fue Cristóbal de León, a quien el corregidor castigó y puso en un cepo y después le quemó su casa y desterró. (494, 495, 498, 680, 690, 930, 937, 1097 y 1109). Enemistado y perseguido por los corregidores y por los malos curas para mantener la tranquilidad de su grey y la pacífica succión de las pobres ubres indias, el apóstol en ciernes tuvo seguramente que vivir mudando continuamente de pueblos dentro de su misma provincia.
La única región que verdaderamente conoció y recorrió Huamán Poma fue la de Huamanga y no en toda su extensión sino en las partes más próximas a la provincia de Lucanas y a su pueblo San Cristóbal de Suntunto. En la segunda parte de su obra, en la que pormenoriza los abusos de los corregidores, curas y caciques contra los indios, la mayor parte de los casos que refiere se contraen a hechos ocurridos en la provincia de Lucanas. Un número menor de referencias mencionan lugares geográficos de la provincia de Aymaraes, vecina de la de Lucanas, de la provincia y ciudad de Huamanga y de la región minera de Castrovirreyna y de Huancavelica, en la que Huamán Poma tuvo algunos parientes y la que le interesó profundamente por la situación de los indios, muchos de ellos comprovincianos suyos, destinados al trabajo de las minas.20
El resto de la experiencia geográfica de Huamán Poma lo constituye el itinerario de Huamanga a Lima, por Huancayo o por Ica. En su descripción de las ciudades del Perú se demuestra claramente esta deficiencia viajera del cronista. Sus descripciones de las ciudades que no ha visto, las de Nueva Granada y Quito, las ciudades del norte del Perú, Cajamarca, Paita, Trujillo, Saña o las del sur situadas fuera de su órbita como Arequipa, Arica, Potosí y Chuquisaca y las ciudades de Chile y Río de la Plata son enteramente ficticias, tanto en el plano topográfico como en las descripciones literarias. De las ciudades desconocidas para él apunta generalidades y convencionalismos sobre sus habitantes o lugares comunes históricos sin ninguna nota personal. Su observación más frecuente es la de llamar rebeldes y mentirosos a los habitantes de las ciudades que alguna vez se rebelaron contra el Rey, como la ciudad de Quito, por ejemplo, imputar poca caridad a los de tierras mestizas y declarar gentes de mucha honra y de mucho amor a los pobres a los de las ciudades que le eran gratas por su composición étnica.
Se reconoce inmediatamente la originalidad y la percepción directa del cronista cuando se trata de ciudades o pueblos que efectivamente ha conocido, como cuando dice de Cañete que es “tierra caliente yunga de mucha fruta y de pan y vino y mucho pescado y camarones”; o de Pisco que es “una villa bonita pegado al mar que bate el agua y de mucha frescura de la mar y linda vista”; de Ica “que es villa grande de hanan yunga y de lurin yunga, de abundancia de fruta y del vino como agua lo mejor del rreyno y muy barato la botixa” y alrededor de la villa todo poblado de aldeas; del pueblo de Nazca que tiene el mejor vino de todo el reino comparado con el vino de Castilla “clarisimo, suave, holoroso y de las huvas con mollares, tamaño como cirguelas”; donde hay mucho vino poca agua y siempre tiene nuevas de todo el mundo; de la villa de Castrovirreyna, donde “no an asertado a la madre de la mina”; de Huancavelica en cuya plaza suenan las bofetadas a los indios y prendieron un dia al corregidor García Solís Portocarrero, o de Huamanga en cuya plaza está la cabeza del pobre caballero don García, y tiene monasterios, conventos y ocho iglesias y los vecinos que en ella habitan “son muy noble gente y pulidos y cristianícimos” quitados de las revueltas que algunas veces hacen. De la descripcion de la ciudad del Cuzco ya hemos hablado. Son, como se ve, experiencias vividas. En cambio yerra apenas se entromete en regiones desconocidas, como cuando dice que la frigidísima ciudad de Chuquiavo, hoy La Paz, es tierra “muy linda de temple” o de Tucumán que es “tierra de mucho pescado” y el Paraguay es “tierra en medio de la mar” (1070 y 1072).
* Publicado en: La Prensa, Lima, 20 de noviembre de 1946.
Huamán Poma, desterrado de Suntunto, estuvo, pues, durante veinte o treinta años dando la vuelta de noria a su provincia de Lucanas. Por las huellas dejadas en su libro se puede presumir que estuviese en Lima hacia 1600 ó 1601. Afirma el cronista que informó al Virrey don Luis de Velasco (1596-1604) sobre la falta de atención que los corregidores hacían para las demandas de los indios. “Y por el servicio lo informe al Señor Excmo don Luys de Velasco Bisorrey le puso de pena de cien pesos ensayados a cada corregidor para que las peticiones de los yndios lo hiciesen lo diesen y sobre ello proviesen justicia en este reyno” (518). La afirmación del cronista está confirmada en el capítulo VII de la Ordenanza de Corregidores de don Luis de Velasco de 31 de julio de 1601, donde se establece la dicha multa de cien pesos.21 El retrato del Virrey Velasco dibujado por el cronista (468) parece revelar conocimiento personal. No tiene uniformidad ficticia de rasgos que adjudica a otros virreyes y ofrece la peculiaridad de las gafas que no llevan los demás gobernantes y que pudo ser un apunte personal del cronista dibujante.
Cuando regresa a su pueblo, después de veinte o treinta años de vagabundeo por los pueblos vecinos, Huamán Poma encuentra todo cambiado. Han desaparecido sus amigos y discípulos y acaso el cura Diego Beltrán de Saravia que había defendido a los pobres y ayudádoles con su cristiandad y caridad durante treintaicinco años (731). Huamán Poma encuentra su tierra desierta y sus casas y sementeras ocupadas por otros indios intrusos. El indio aristócrata siente dolor y vergüenza al comprobar que habían hecho curaca principal de Santiago de Hipao a un indio tributario, Diego Suyca, y en San Cristóbal de Suntunto estaban por caciques don Gabriel Cacyamarca y don Francisco Usco, legítimos, pero enteramente subordinados al corregidor don Juan de León Flores y al padre Peralta. Su casa y solar estaban ocupadas por Pedro Colla Quispe y Esteban Atapillo y su sementera de Chinchaycocha repartida entre otros indios por orden de Diego Suyca. El pueblo se alborota al ver llegar a este anciano gemebundo y los indios pobres le acompañan a llorar. Huamán Poma estaba muy cansado y muy pobre y después de haber andado tantos años en el mundo “no tenía un grano de maíz” (1097).
La miseria no abate al altivo descendiente de los Yarovilcas. Este se presenta al corregidor y le reclama sus oficios y cargos de cacique principal y mayor de la provincia y le endereza la retahíla dudosa de sus títulos y honores: hijo de virreyes, nieto de incas, príncipe y excelentísimo señor. Juan de León Flores, el corregidor, escucha con tolerante curiosidad la cháchara del indio alucinado y declara que le honrará como a quien es y le dará un asiento adecuado a su rango. Pero no termina allí la locura o la cordura de Huamán Poma y, a renglón seguido, increpa al corregidor por qué obliga a los indios a tejer piezas de ropa en grandes cantidades en su pueblo, por qué explotaba a los pobres vendiéndoles en las pulperías y en otros rescates y por qué sacaba indios para los trajines del comercio y los transportes. Ante la incontinencia del apóstol indio, el corregidor depone sus buenas intenciones, elude devolverle sus casas y sementeras y le echa de la provincia. Huamán Poma protesta inútilmente, alegando ante el escribano las provisiones reales, pero, según un estribillo trágico “¡no hay remedio!” y el viajero valetudinario tiene que reemprender el viaje dirigiéndose por el camino de Huancavelica a Lima. Esto debió ocurrir hacia 1613. El cronista dice tener entonces como 80 años. No es edad de peregrinar, pero, aparte de que su cronología no es muy prolija, lleva en su alforja de viaje para presentarlo al Virrey el manuscrito de su Nueva Crónica y buen gobierno, que ha de ser enviado al Rey y ha de aliviar en el futuro la suerte de los indios. El ansia de redención le vuelve joven.
La relación del viaje de Huamán Poma de Huamanga a Lima, octogenario y echado de su pueblo por los opresores de éste y por sus propios hermanos de raza, ocupa las últimas páginas de su crónica. Iba por los ásperos caminos de la sierra con su bordón de caminante, acompañado únicamente por su hijo Francisco de Ayala, su caballo Guiado (?) y sus perros Amigo y Lautaro (grabado pág. 1095). Al salir de su pueblo, aún dentro de los linderos de la provincia de Lucanas, en el pueblo de Otoca le asaltaron los indios por orden del indio bajo Juan Capcha y le robaron quinientos pesos. Después de este robo –que no está bien aclarado si ocurrió en esta ocasión– continuó su marcha por el camino de Chocorvos y Huaytará donde vivía alguno de sus parientes y fue a prosternarse en el ingenio minero de Choclococha ante la imagen de Nuestra Señora de la Peña de Francia, que era su devoción infantil.22 Era una de las advocaciones de la Inmaculada Concepción ante la cual estaba acostumbrado a orar en su pueblo de San Cristóbal de Suntunto (819, 827, 908, 919, 1100, 1105 y 1109). Recorrió Castrovirreyna, San Cristóbal, el asiento de Sotomayor, y pasó a Jauja, Huancayo, Concepción y los pueblos del valle del Mantaro. El caballo iba por los pasos nevados de los Andes, aterido de frío, con un temblor semejante al de los indios azogados en Huancavelica. El peregrino vio las extorsiones de los encomenderos en Yauyos y Huarochirí, oyó contar las pesquisas implacables del visitador Avila, extirpador de idolatrías en el pueblo de San Felipe que arrebataba a los indios sus topos y adornos de oro para las fiestas, vio a los cargueros servir en los tambos de los Yauyos y del Chorrillo y siguió su camino tratando de enderezar entuertos. En su odisea terrestre halló españoles amigos y hostiles, caciques compasivos como el de Jauja, perdió dos mulas y sus perros, y se le escapó su hijo don Francisco de Ayala. Quedó solo y desamparado. Los pasantes, al verle vagar vacilante y aturdido por los caminos, miserable y anciano, casi ciego, preguntaban al indio que a quién servía. El respondía, cazurra y simbólicamente, que a don Cristóbal de la Cruz, con lo que quería decir que servía a Jesucristo. Y cuando le preguntaban quién era aquel señor, decía que era un minero muy rico y muy poderoso. Sirviendo a este enigmático señor, llegó por fin, acompañado de un pobre viajante encontrado en la ruta, a la Ciudad de los Reyes. No hallaron posada y durmieron la primera noche sin probar bocado en el zaguán de una casa limeña. Su aspecto desgarrado y miserable hacía que le echasen de los lugares a donde entraba, pero él tenía alguna plata, con la que alquiló al fin una casa por la que pagaba veinte reales cada mes y donde se fue a vivir con otros pobres. Al día siguiente de su llegada, fiel a su devoción juvenil, fue al templo de Santa Clara, recién levantado, en cuyo altar mayor estaba el corazón del santo arzobispo Toribio de Mogrovejo, velado por las monjas clarisas y en lo alto del cual le sonreía la imagen familiar de Nuestra Señora de la Peña de Francia que hasta hoy se conserva en el dicho sitio. Es el último acto conocido del cronista indio y devoto. En Lima termina su crónica en servicio de Dios y su Majestad hacia 1614 (1104 y 1128). No hay más noticias de él: probablemente murió en Lima en 1615 bajo el gobierno del Virrey Marqués de Montesclaros. “¡Y no hay remedio!”.
II
La obra
El manuscrito de la crónica consta de 1179 páginas y se halla dividido en dos partes perfectamente distintas e independientes: la primera parte a la que conviene el título de Nueva Crónica y la segunda que es el Buen Gobierno. La primera parte tiene 435 páginas y la segunda 740. La primera es la Historia antigua “de nuestros antepasados aguelos y mis padres y señores que fueron antes del inga”. El cronista acentúa, desde la portada de su obra, su atención para la época anterior a los Incas: “me determine de escrivir la historia de los primeros reyes y señores y capitanes nuestros aguelos y des (sic) prencipales y vida de indios y sus generaciones y desendencia desde el primero yndio llamado uari uiracocha…”. La segunda parte es la descripción de la vida principal bajo el régimen español denunciando sus vicios y abusos, la explotación del indio por las demás clases sociales y proponiendo las reformas necesarias a su juicio. Es a la vez alegato y memorial, sátira disimulada entre alabanzas y jaculatorias, sorna cazurra de los dibujos, proyectismo ingenuo, alabanza servil de indio mediatizado y a veces grito herido y franco de dolor y protesta. La primera parte tiene interés para la arqueología y el folklore prehispánicos, la segunda para la historia social de la Colonia.
La época preincaica
El plan de la primera parte es simple y revela la falta de criterio constructivo del indio semi-culto. Huamán Poma concibe su obra como los edificadores de muros incaicos: por pequeños fragmentos adosados unos a otros, sin mezcla ni trabazón interna. El texto de cada página, generalmente referente al dibujo fronterizo o del reverso, es independiente del de la página anterior y de la posterior o simple eslabón de una serie de párrafos completos en sí mismos y con vida celular. No hay pues una narración continua, sino una serie de trozos y sobre todo de leyendas o explicaciones de los dibujos. La historia está subordinada a éstos y no los dibujos en función o ilustración de la historia. En lugar de una historia de los Incas tenemos una serie de biografías y apuntes sumarios sobre leyes, fiestas, oraciones, bailes, oficios o cargos de la administración incaica, siempre dosificados dentro del marco constreñido de una página. Es el método de la albañilería incaica trasladado a la crónica.
La narración histórica comienza, como otras crónicas indias y eclesiásticas, con la creación del mundo y los principales episodios bíblicos: Adán y Eva, el Arca de Noé, el sacrifico de Abraham, la historia de David hasta el nacimiento de Cristo. Luego una mixtura confusa de historia romana y española, y la lista o más bien batahola de todos los pontífices hasta llegar a la época del descubrimiento del Perú.
La contribución original de Huamán Poma se halla, principalmente, en sus noticias, probablemente de remotísima tradición oral, sobre las primeras edades del Perú. El mundo fue creado para Huamán Poma 6613 años antes de Cristo. El hombre aparece en América el año 5000. Los primeros hombres fueron los Huari huiracocha runa o Pacarimoc. La segunda época es la de los Huari runa. La tercera de los Purun runa y la cuarta de los Auca runa. Huamán Poma nos da la cronología exacta que no se puede tomar en serio de cada una de estas etapas y los caracteres de los hombres que en ella vivieron, con alguna intuición sociológica. En la primera época los hombres vivían desnudos, como bestias, en cuevas y peñascos hasta que llegaron los Huari huiracocha runa que usaban vestidos y habían descubierto el arado o taclla para cultivar la tierra y tenían “una sombrilla de conocimiento del dios creador”. La segunda generación o sea la de los Huari runa duró 1300 años y en ellos desarrollaron los procedimientos agrícolas formando andenes y construyendo acequias. Vestían de cueros de animales y vivían en unas casitas que parecían hornos, “que ellos les llaman pucullo”. Estos hombres adoraban al dios creador Ticze-caylla-huiracocha y le dirigían preces, semejantes a las que Santa Cruz Pachacútec recoge como provenientes de la época incaica. La tercera generación de los Purun runa, que dura 1100 años, aprende el arte de tejer ropas de avasca y de cumbe, domestica a los animales y ensaya la fundición de los metales. La tierra es dividida y cercada, se eligen capitanes, se dictan leyes y se construyen casas de piedra. La cuarta edad o generación de los Auca runa dura 2100 años. Los Auca runas son guerreros, luchan unos contra otros hasta que los valles se despueblan y los pueblos se construyen en lo alto de los cerros y peñas que se convierten en fortalezas o pucaras. Se inventan las armas de guerra, los robos y depredaciones de tierras y mujeres y los caudillos toman nombre de leones y tigres, zorros, buitres y gavilanes. En ella florece la dinastía de los Pomas (leones) y de los Huamanes (halcones) de los que desciende el cronista. De esta guerra sale triunfante la dinastía de los Yarovilcas que se establece en Allauca Huánuco y domina el Chinchaysuyo, el Ande-suyo, el Colla-suyo y el Conde-suyo. Para Huamán Poma la unidad imperial, que la tradición más común atribuyó a los señores del Cuzco, se realizó siglos antes por los Yarovilcas de Huánuco. Estos fueron también los creadores de la organización decimal y de la asistencia social atribuida a los Incas. Fue una época de vida idílica mucho más dichosa que la que Garcilaso atribuye al Incario. En esta época arcádica no había adúlteras ni ladrones, no había codiciosos porque no había oro, “ni avia luxuria embienes avaricia gula sobervia yra acidia pereza y no había deudas ni mentiras”. Para completar el cuadro paradisíaco los elementos y fuerzas naturales colaboran, pues tampoco había “pistelencia ni hambre ni matanza ni sequedad de agua porque llovía mucho y abia bondancia de comida y multiplico de ganado y mucho multiplico de indios”. La leyenda de una edad de oro se traslada así, por obra de la imaginación de Huamán Poma, del Incario a la remotísima época de los Yarovilcas. La exaltación de la bondad incomparable de aquella lejana era, en que no había tributos ni trabajos forzados, es, en el fondo, una cazurra burla del indio yarovilca contra Incas y españoles.
Huamán Poma llega hasta consignar la lista de los monarcas de cada una de estas épocas, dándonos los nombres de cuarenticinco soberanos de la dinastía de los Yarovilca. He aquí repetida la audacia retrospectiva del clérigo Montesinos, con sus 96 Incas anteriores a Manco Cápac. Como en el caso de Montesinos, podría admitirse que sea, también en parte, obscura tradición popular, sobre épocas más recientes, trascordadas por el cronista con su habitual confusionismo. La transgresión está patente en la adjudicación de muchos usos e instituciones incaicas a los primitivos habitantes del Perú que vivían en plena behetría, según la historia más consciente de Cieza y Garcilaso.
El notable arqueólogo peruano, don Julio C. Tello, ha dedicado un ensayo de interpretación a esta primera parte de la obra de Huamán Poma, deduciendo de ella las diversas edades arqueológicas del Perú.
La historia incaica
Huamán Poma no emprende una historia narrativa del Incario. Dentro de su plan fragmentario, aborda la historia narrativa de los Incas trazando, primero, la biografía de cada uno de los monarcas, de cada una de las coyas y de los grandes capitanes. Su versión de la historia incaica es, no sólo por razón de plan, sino también por falta de disposición simpatizante, incompleta y superficial. Falta, sobre todo, la evolución gradual del imperio y la asimilación lenta y tenaz de los pueblos sometidos. No se percibe, a través de la biografía sumaria de cada Inca, la creciente grandeza del Tahuantinsuyo, las luchas y rivalidades con las tribus vecinas y los avances y retrocesos hasta el reinado expansionista de los últimos Incas. En la crónica de Huamán Poma no se siente, siquiera, el formidable peligro de la invasión de los Chancas hasta las puertas mismas del Cuzco. Y esto proviene de la estrechez de la página correspondiente a cada Inca, que constriñe al cronista a conceder el mismo espacio al reinado de Incas insignificantes, como al de los grandes conquistadores Pachacútec o Túpac Yupanqui.
Se ha dicho que la voz de Huamán Poma se alza para defender a los Incas de la acusación de tiranía que les hicieron las Informaciones de Toledo y de algunos cronistas españoles. La lectura de la Nueva Crónica produce una impresión diversa. La voz del cronista yarovilca parece más bien sumarse, en representación de los pueblos del Chinchaysuyo, vencidos y oprimidos por los Incas, a las más graves acusaciones dirigidas por los cronistas toledanos contra el Incario, y aún sobrepasarlas.
Para el criterio de Huamán Poma los Incas, como los españoles, son unos advenedizos y los verdaderos señores de la tierra son los antiguos pobladores Auquiconas y Ñustaconas. “Inga no quiere decir rey cino que Inga ay gente vaja como chilque, Inga, ollero, quilliscachi, equeco, Inga, lleva chismes y mentiras” (118). Y agrega con su característica manía de repetición: “no es señor, ni rey, ni duque, ni conde, ni marqués, ni cavalleros ingas sino son gente vaja inga y pecheros” (118). Huamán Poma acusa sobre todo a los Incas de haber rebajado la espiritualidad de los antiguos pobladores yarovilcas que tenían una “sonbrilla del dios creador” y haberlos convertido a la más baja idolatría. “No siguieron –dice– la ley antigua de conocer al señor y creador dios hazedor de los hombres y del mundo que es lo que llamaron los indios antiguos Pachacmac Dios runa hurac”.
La aversión incanista de Huamán Poma se manifiesta, principalmente, contra la figura más venerada de los Incas, contra el fundador semidivino del imperio o sea el Inca Manco Cápac. Le trata como un advenedizo, dice que fue hijo de una bruja de los Andes, Mama Huaco, que “se echava con los hombres que ella quería” y que no tuvo padre conocido y que no fue del linaje de Huari huiracocha runa. Le achacaba ser el introductor de la idolatría, con la mentira de llamarse hijo del sol y de la luna, y escribe, despreciativamente: “no tuvo pueblo ni tierra ni chacra ni fortaleza ni casta ni parientes antiguallas pacarimoc”.
El cronista indio colabora con los más acres cronistas toledanos, no sólo en la afirmación de la tiranía de los Incas y de los rudos usos guerreros y en la existencia de los sacrificios humanos, sino que agrega otros hábitos bárbaros que parangonan las costumbres de los Incas con las de los antiguos imperios orientales. De Túpac Inca Yupanqui dice que “por una mentira lo mandaba matar” a cualquier indio (111). De Huayna Cápac que mandó matar a dos de sus hermanos. De Topa Amaru, Capitán del Inca, que conquistaba y mataba “y sacaba ojos a sus enemigos” y reproduce, en un grabado, la forma brutal en que se hacía esto por medio de unas pinzas (147 y 148). De los capitanes Apomaytac y Vilcac Inga que “hizo una destrucción y mató muy mucha gente y destruyó” (152). De Auqui Topac Inga Yupanqui, hijo de Cápac Yupanqui, dice que “a sus enemigos cortaba las cavesas para lo presentar a su padre Cápac Yupanqui” (154). De Apo Camac Inga que “mató cien mil chilenos” (158).
Huamán Poma confirma lo dicho por muchos cronistas españoles sobre las costumbres de los Incas de hacer tambores humanos de los pellejos de sus enemigos y vasos macabros de las cabezas de aquellos. Huamán Poma nos dice que se llamaba runa tinya a esos tambores y que cuando Rumiñahui mató a Illescas “del pellejo hizo tambor y de la cavesa hizo mate de vever chicha y de los guesos antara y de los dientes y muelas quiro guallca” (164). El dibujante se confabula con el escritor, como hubiera dicho Markham, para descubrir la ferocidad de la escena en que aparece el cuerpo de Quilliscachi colgado de un árbol mientras su bárbaro enemigo le abre las entrañas con un cuchillo (163).
Un testimonio de la más directa autenticidad, agrega Huamán Poma, para atestiguar la costumbre de los tambores y es la canción popular siguiente:
El cráneo del traidor beberemos en él
llevaremos sus dientes como collar
de sus huesos haremos flautas
de su piel haremos un tambor
entonces bailaremos (314).
No se trata ya de cronistas españoles, estipendiados por el Virrey Toledo, para probar la crueldad de los Incas, sino del más auténtico vocero indio y violento detractor de la conquista española, ¡tan semejante a la conquista incaica en la dureza como en el empeño civilizador!
No es menos cruda la versión de Huamán Poma de Ayala sobre los sacrificios humanos entre los Incas. El indio yarovilca confirma las noticias de Sarmiento de Gamboa y de Cristóbal de Molina. En el mes de junio, dice, hacían el “sacrificio llamado capacocha que aterravan a los niños ynocentes, quinientos”.
La obra de Huamán Poma, contiene, también, después de la historia de los Incas, coyas y capitanes, una colección de las leyes y ordenanzas incaicas. Estas leyes ponen de relieve la organización aristocrática del Imperio Incaico, la desigualdad social y la condición de cosas en que se hallaban ciertos seres humanos como los niños ofrecidos para los sacrificios, los mitimaes y las mujeres repartidas por el Inca a sus servidores. las leyes fijaban también las obligaciones civiles y familiares, reglamentaban el matrimonio, la herencia y las relaciones entre los miembros del ayllu. Huamán Poma se ocupa también de la división del trabajo, enumerando, del mismo modo que Ondegardo y Santillán, los grupos de trabajadores en que se subdividía el Imperio, según las edades de los individuos, ya fuesen hombres o mujeres. Por último, señala el cronista las principales disposiciones en materia penal, los delitos y las penas y los funcionarios encargados de ejecutarlos. Varallanos, en su estudio sobre el derecho inca, ha hecho notar la drasticidad de la ley penal en la que abundan las penas de muerte y las corporales. Señala entre ellas la decapitación, el descuartizamiento, despeñamiento, asfixia, emparedamiento, hoguera, muerte por tormento, arrastrar, colgar de los cabellos, pisar o entregar a los animales feroces. No obstante su extensión, las anotaciones de Huamán Poma sobre las leyes y las instituciones incaicas son suficientes. El cuadro jurídico y administrativo del Imperio está trazado con más solvencia de información y de juicio en otros cronistas. Actúan siempre en contra del cronista indio el fragmentarismo e incoherencia de sus apuntes y sus lagunas mentales. Al hacer el comentario de sus aportaciones jurídicas en un valioso ensayo, José Varallanos ha tenido que suplir los vacíos e incorreciones de Huamán Poma con las noticias más orgánicas y certeras de Cieza, Santillán, Garcilaso y Cobo.
La parte más sustantiva e interesante de la obra de Huamán Poma es seguramente la que se refiere a las fiestas incaicas. El cronista nos refiere, mes por mes, las fiestas y canciones –aravis, hayllis y taquis– de los indios de las diversas regiones del Perú. Recoge, en quechua o en aymara y en otros dialectos, los textos mismos de las canciones indígenas y nos describe los instrumentos musicales con las que las acompañaban. Están allí las canciones de la siembra y de la cosecha, el aymoray cuando se llevaba el maíz a los trojes, los cantos de los pastores o llamamiches y los cantos regionales de los collasuyos, los condesuyos y los bárbaros andesuyos.
Las primera parte de la crónica contiene, aún en el desorden y cháchara repeticionista del indio viejo, noticias folklóricas de gran interés sobre los ídolos y los huacas, los sacrificios y los ritos, los hechiceros, las abusiones, las procesiones, el ayuno, los entierros y otras costumbres incaicas. Es en este sentido una cantera magnífica. El doctor Lastres ha relievado en un jugoso ensayo, las noticias del cronista indio en materia de prácticas curativas, hechicerías y costumbres medicinales. Huamán Poma repite a menudo noticias recogidas por otros cronistas, sin método ni plan, pero aportando a cada paso contribuciones frescas y originales extraídas directamente del fondo popular de la tradición incaica. Su contribución al folklore andino es inapreciable.
La provincia que vio Huamán Poma
La segunda parte de la obra de Huamán Poma es la que se titula Buen Gobierno y está destinada a analizar y censurar la realidad social y política de la época en que le tocó vivir al cronista. Intérprete de la lengua quechua y procurador de pleitos de indios, Huamán Poma escribe, más que una crónica una serie de memoriales y proyectos dirigidos al rey y a las autoridades coloniales, en los que se mezclan quejas y protestas justísimas por los abusos de algunos funcionarios provinciales, sátiras embozadas contra algunos de ellos, digresiones y repeticiones constantes de los mismos hechos y opiniones, jaculatorias religiosas y protestas de adhesión al régimen español, mezclados con planes de reforma de un proyectismo ingenuo y casi infantil.
Las principales diatribas de Huamán Poma están dirigidas contra la tríada provincial que representan el corregidor, el cura doctrinero y el cacique indio, con su cortejo de “mandones” y de “mandoncillos”. Sarcásticamente compara a los diversos personajes provinciales con los animales de la fauna local. Los corregidores, dice, con gracia de fabulero, se parecen a las sierpes porque aprietan a los indios con sus trabajos, los encomenderos por su arrogancia semejan leones, los curas doctrineros son como zorras mañosas, el escribano es el gato cazador y los caciques indios, dice, son ratones peores que todos estos animales porque no cesan de roer a los indios ni de día ni de noche.
Corregidores, encomenderos, padres doctrinantes, caciques principales, mandones y mandoncillos indios, jefes decimales de grupos a la manera incaica y hasta los mestizos, negros y mulatos explotan, vejan y maltratan al indio. El sistema opresivo contraría no sólo las leyes y los propósitos humanos de la colonización, sino que produce la disminución de la raza indígena y la despoblación de las ciudades y villorios andinos. Los indios huyen a las punas y las soledades agrestes para librarse de las extorsiones y abusos de los funcionarios de la ciudad. Es el lamento más constante en la pluma de Huamán Poma: “se acaban los indios, se despueblan las villas, todos paren ya mestizos y cholos” (446). Pero no es un grito aislado del cronista indio. Es también la opinión de los virreyes contemporáneos don García Hurtado de Mendoza y don Luis de Velasco que coinciden casi literalmente en sus expresiones con Huamán Poma. “Los indios –dice el Virrey Mendoza– están pobres y oprimidos a causa de los servicios personales y mucho tributo que pagan”. Y agrega, con una expresión que deja pálidas las protestas de Huamán Poma, “son la gente mas miserable encoxida y oprimida que debe de haber en el mundo”. Y el Virrey Velasco, defendiendo la conservacion de los indios “de quien todo pende” expresa que “por evadirse los indios de este Reyno de los trabajos y vexaciones que padecen en sus pueblos, se esconden y ocultan en chácaras, montes y quebradas… y se vuelven a sus ydolatrias y biben como salvajes”. Es lo mismo que apunta Huamán Poma: “no quieren servir a dios ni a su magestad y se ausentan y están en las punas estancias y chacaras y huaycos metidos y anci no se confiesan ni viene a la doctrina ni a misa ni le conosen el padre ni el corregidor ni cacique principal ni obedese a sus alcaldes y caciques pincipales y comen carne cruda y vuelven a su antigua ydulatria ni quieren servir a su magesta”.
La vida provincial descrita por Huamán Poma es de escarnio permanente para el indio. Este debe pagar el tributo al corregidor o al encomendero, labrar los campos, servir de carguero en los trajines comerciales, trabajar en las misas y ciudades, tejer en los obrajes y sufrir todos los caprichos y abusos de los encomenderos y corregidores.
Huamán Poma protesta no sólo de la depresiva condición del indio sino que defiende su libertad y su dominio sobre la tierra de sus antepasados. Sostiene que ésta le pertenece desde los tiempos de Huari huiracocha runa en que los indios primitivos desbrozaron las tierras y echaron las piedras que las cubrían. Con orgullo de señor feudal dice refiriéndose a las tierras que él tenía en el campo de Chupas que eran suyas y de sus antepasados “desde que dios fundó la tierra”. El dominio de los Incas es para él tan advenedizo e ilegítimo como el de los españoles, aunque por razón de conveniencia sostiene que el Rey de España es el heredero legítimo de los Incas del Perú. “¿Quién es el Inga sino el Rey Católico?”, exclama (193). Pero el vasallaje no significa esclavitud. Huamán Poma protesta sobre todo del tributo cobrado a los indios principales porque esto los reduce a la condición de pecheros (897). “Que no diga tributo –reclama varias veces– cino pecheros i dezir tributos es decir esclavo” (457).
El cobro del tributo era la señal y el punto de partida para todas las extorsiones. El tributo se pagaba primitivamente en especies según las provisiones de Vaca de Castro y de la Gasca, hasta que el Virrey Toledo ordenó pagarlo también en moneda, y tasarlo por los visitadores. Pero las exacciones continuaron, no obstante las ordenanzas, por la exigencia del servicio personal de los indios para ciertas tareas como las minas, los obrajes, los trajines comerciales y el servicio de las ciudades y de los encomenderos. El corregidor exigía al indio el pago del tributo en especies y en servicios y le obligaba a hacerle continuos “camaricos” o presentes; el padre doctrinante exigía a su grey parte de los frutos de la tierra, hacía hilar a las indias en su provecho o reunía a las doncellas “con color de la doctrina” en la cocina. El encomendero se hacía llevar en andas como los ingas, mandaba hacer sogas y costales, exigía carneros, papas, huevos y conejos y ejercía el derecho de pernada entre las indias “desvirgando a las doncellas y forzando a las casadas” (533). La explotación se remataba en las bajas esferas por la colaboración de los caciques principales y demás indios mandoncillos coludidos con el corregidor y el encomendero para esquilmar la última gota de sudor del indio.
Con los apuntes dispersos, e insistentes hasta la saciedad, de Huamán Poma se puede rehacer el cuadro de la administración provincial española en la época colonial y el de las diversas escalas sociales que lo integraban. Una rápida comparación entre los datos del cronista y los contenidos en otros documentos oficiales de la época basta para acreditar la veracidad y realismo de sus acusaciones.
En el peldaño superior de la vida provincial estaban los españoles, cuyo representante máximo era el corregidor, delegado del Rey con poderes ejecutivos, judiciales y hasta legislativos. El corregidor ejecutaba las órdenes reales, cobraba las rentas de la corona, fijaba los precios de los comestibles e intervenía en la vida privada de los vecinos para vigilar las buenas costumbres. El exceso de autoridad y el aislamiento de los pueblos andinos, fueron las causas principales de los abusos de los corregidores. El Virrey Velasco señalaba ya esta causa en 1596, diciendo que los excesos de estos funcionarios eran mayores que los de la Nueva España, por ser la tierra menos poblada “y las provincias della son tan distantes una de otras y los pueblos de los yndios tan divididos y apartados entre sí”. Don García Hurtado de Mendoza se quejaba también al Rey de la imposibilidad de vigilar las provincias porque los corregidores “suélense concertar ellos y los doctrineros y caciques y en haciendo esto es imposible saber como proceden”. El Príncipe de Esquilache apuntaba en su memoria: “El brazo del Virrey no es poderoso contra la negligencia y mala administarción de los corregidores”. La tiranía de los corregidores creció con la irresponsabilidad y el aislamiento. La residencia del cargo era tomada al corregidor saliente por el sucesor, lo que los volvía generalmente solidarios. El corregidor debía ganar de dos mil a tres mil pesos del corregimiento a costa de los indios (437). El corregidor se coludía, desde su llegada, con el encomendero, con el fraile, con el cacique principal y el escribano. La primera extorsión era el cobro del tributo, el que se exigía cobrando mayor número de especies de las que estaban tasadas, obligando a los indios a que sus hijas y mujeres hilasen y tejiesen la ropa del corregidor y su séquito, y exigiendo constantemente a los indios pobres, carneros, charqui, lana, maíz, papas, cuando no gallinas y perdices (555). Los corregidores cometieron tantos atropellos que hubo necesidad de imponer castigos y reprimendas constantes y dictar ordenanzas restringiendo sus atribuciones y señalando sus responsabilidades. Así, el Virrey Mendoza ordenó repartir las rentas de los bienes de Alonso de Hinojosa entre los indios de Parinacochas “en restitución de los servicios personales y excesivos servicios que exigió a los indios” (Noticias Cronológicas del Cuzco, 242). Los virreyes Hurtado de Mendoza y Velasco dictaron también severas disposiciones. El primero promulgó sus Ordenanzas sobre Corregidores de 21 de julio de 1594 y el segundo, la Ordenanza de Corregidores de 31 de julio de 1601. Huamán Poma se suma, humorísti-camente, al propósito de los Virreyes y pide que los corregidores no duren cinco años sino que el corregidor bueno esté “un año no más”, el malo “que no esté un día” (500). Todas las disposiciones fueron inútiles. El Duque de la Palata decía a fines del siglo XVII estas palabras: “Hay que tener por buenos a los que no son verdaderamente inicuos. Son como las langostas en Castilla y por doquier que vayan consumen todo y hechan a perder la tierra”. La formidable insurreción india de Túpac Amaru, también contra la vesanía de los corregidores, recogió en 1780 la queja provisora de Huamán Poma.
A la sombra del corregidor medran naturalmente otros españoles. El más odiado por su altanería y sus exigencias es el encomendero. Este exige yanacones, labradores, caballerizos, pastores de ganado, hortelanos, chinaconas y muchachos yanacones para sus trapiches, estancias e ingenios y les hace trabajar sin pagarles el salario. Huamán Poma tiene con ellos un resentimiento especial: el de su promiscuidad con las mujeres de su raza. Protesta indignado de los atropellos sexuales de los encomenderos y clama repetidas veces porque “todas las mujeres se van tras de los españoles” (1018). En este punto es cuando cobra más vigor el anti-hispanismo del indio septuagenario. Los españoles, dice en pleno delirio mancista, han venido a corromper las costumbres de los indios que eran mucho más puras en la época de los Incas y sobre todo en la de Huari huiracocha runa. “Los dichos españoles les enseñan los dichos yndios de este rreyno malos costumbres” (61). Abomina de la codicia del español que “se dejaría matar por medio real” y declara “parezeme a mi cristiano todos vosotros condenays al infierno” (367). Entre tanto llega el castigo divino, Huamán Poma se conforma con el alejamiento terreno. Los españoles dice son mitimaes de Castilla y deben irse a su tierra: “el español a España y el negro a Guinea” (915). Es la negación más absoluta de la trilogía racial peruana.
La crítica de Huamán Poma se encona también particularmente contra los curas doctrinantes, aunque reconozca el buen ejemplo de algunos. Insiste el cronista indio en los abusos de los curas al exigir a los indios tributos graciosos y víveres para su sustento y el de los visitadores, pero incide sobre todo, constantemente, en la nota de lujuria y de incontinencia erótica de los doctrinantes. Estos eran de dos clases: clérigos y frailes destacados de sus conventos por las diversas congregaciones, distinguiéndose éstos, principalmente, fuera de la vigilancia conventual, por su conducta poco arreglada. De la doctrina dice el Virrey Montesclaros “se van todos tan desenfrenadamente que la más ruin doctrina vale mas el día de oy que ningún repartimiento” y agregaba “tienen en las doctrinas carceles y cepos para los yndios y tratan y contratan con ellos muy en su perjuicio”. Diversas cédulas reales y cartas y sentencias de los virreyes condenan estos vicios y abusos de los doctrineros y les hacen cargo “por su poca caridad y mucha codicia”. Huamán Poma denuncia los hechos más escandalosos en algún grabado de la más burda obscenidad en el que un fraile con su acólito alumbran con una vela las “verguenzas” de una mujer india y cuando refiere que el fraile mercedario Morúa intentó arrebatarle su mujer al propio Huamán Poma en el pueblo de Yanaca. De esta crítica mordaz del cronista sólo exime a los franciscanos, a los jesuitas y a los ermitaños de San Pedro. De los primeros dice: “los dichos reverendos padres todos ellos son sanctos y cristianos… jamás se ha oído pleitos ni quexas de los bienaventurados frayles y confesarse con ellos es gloria”. De los padres de la Compañía apunta: “son sancticimos”, “ama y quiere la pobreza”, “no tiene soberbia ni quiere hacienda ajena”, y “son grandes letrados y predicadores”. Huamán Poma coincide en este juicio con el Virrey Montesclaros quien también exceptúa de sus juicios condenatorios a franciscanos y jesuitas.
Debajo del español están los criollos, mestizos y castas intermedias y por último los indios. El criollo tiene la misma soberbia del español aunque le falten algunas letras y virtudes para igualar a sus padres. El medio y su condición social indefinida les imprimen cierta indolencia y tendencia a la haraganería. Pero apunta en ellos un espíritu de independencia y de amor a la tierra que es ya una semilla de patriotismo. El propio Virrey don García Hurtado de Mendoza, por haber vivido en su juventud en las Indias escribía al Rey: “me tenían por padre de la patria y medio criollo”. El criollo y la patria nacen juntos. El Virrey Mendoza temía ya en 1593 a las ciudades que estaban llenas de mestizos y criollos. Y decía: “la gente se va arraigando en la tierra y los naturales de ella creciendo y no solamente son hijos de los que allá vinieron pero ay nietos y bisnietos dellos”. El instinto político del segundo marqués de Cañete, y acaso su sentimiento criollo, llegaron hasta aconsejar al Rey que incluyese a este nuevo Perú de los criollos en la Convocatoria a cortes de los reinos de Castilla, anticipándose en dos siglos al Conde de Aranda. Huamán Poma a diferencia de Garcilaso no puede ocultar su antipatía a los criollos. “Son peores que mestizos y mulatos y negros…son brabicisimos y soberbiosos… y de ello no se a aparecido servicio a dios de su magestad” (539). Su posición frente a ellos es de burlona malquerencia. Los ridiculiza diciendo que se crían con la leche de las indias y las negras y parodia los diálogos familiares entre los padres sobre el destino de sus hijos: “Bueno que Aloncito sea frayle agustino y Martinillo dominico, Gonzalico mercenario” (536).
El odio capital de Huamán Poma es, sin embargo, para los mestizos, cholos, mulatos y sambahigos. Su resentimiento proviene, principalmente, de sus rígidas ideas racistas y aristocráticas, como veremos en seguida. Pero, también, de los abusos que los mestizos y mulatos cometían entonces en los pueblos y del desprecio con que estas clases intermedias trataban a los indios. “Cada uno de estos mulatos y mestizos –decía el Virrey Marqués de Montesclaros– es rayo contra los indios”.
El régimen legal y la situación social de los mestizos eran indecisos, hasta que el número creciente de ellos y las capacidades y virtudes demostradas por algunos, obligaron a legalizar su situación social. El Arzobispo Mogrovejo se había negado hasta 1591 a ordenar mestizos para sacerdotes, pero, por cédula real dictada en El Pardo a 2 de noviembre de 1591, se ordenó que los mestizos fuesen habilitados para cualquier oficio. El Virrey García Hurtado de Mendoza anotaba, en 1593, que los mestizos eran en su mayoría “gente pobre y de poca consideración”. Huamán Poma pide que sean excluidos de todos los derechos, como razas impuras y sólo los encuentra aptos para el presidio. “Mestizo, mulato buena señal para galeras” (535). Mientras Garcilaso declara sentirse orgulloso de sus dos razas y se llama mestizo a “boca llena”, Huamán Poma restalla toda su ira contra los “mestillos y mesticillos” con que las indias, de mal nombre, infestan el nuevo mundo.
Huamán Poma tiene tan mala idea de los corregidores españoles como de los caciques indios. De donde se ve, como en su frase favorita, que el mal no tiene remedio. Para el indio legitimista hay dos clases de caciques: los de casta y los improvisados, indios tributarios usurpadores de esa jerarquía. Los únicos con derecho a gobernar son los caciques de casta, a quienes “dios les puso” (762) y cuyos derechos provienen desde Adán, Noé y Huari huiracocha runa. El cacique de casta es de ánimo leal y noble y lleva en la sangre el servicio de Dios. Los que no son de casta sólo sirven para vender a sus prójimos, al corregidor, al padre doctrinante y al encomendero. Estos caciques son los cómplices mayores del corregidor. Ellos le dan indios para sus trajines y rescates, para hacer ropa de cumbe y abasca y son los que organizan las derramas extraordinarias entre los indios para agasajar al juez o al visitador y comer todos a costa de los pobres. Los caciques, en su mayoría indios bajos, advenedizos que se han apoderado de los puestos que correspondían a los señores “de casta y sangre” y “cobran la tasa demasiadamente y se la beben y juegan y lo gastan”. Son todos borrachos y coqueros, “todo lo hurta para emborracharse”, cobra a los viejos y a los enfermos “y estando borracho se vuelve a su antigua ley” (774). Como sus únicas ocupaciones son las de hacer traer botijas de chicha y beberlas y mascar coca, todos los caciques son “tramposos, mentirosos y haraganes y se engañan a jugar con naipes y dados”. El cacique, estupidizado por la coca, la “come de dia y de noche y estando dormiendo la come” (774). El Virrey Velasco decía de los caciques que algunos eran incapaces y otros inútiles y que otros gobernaban mal y con tiranía “a imitación de sus antepasados de quien se les viene como herencia”. Diversas órdenes reales y ordenanzas de los virreyes trataron de cortar el lujo de los caciques mandando que no se vistiesen de seda, con recamados y holandas y que no usasen terciopelos ni caireles.
Los indios se tornaron viciosos con la conquista española, según Huamán Poma. En la época de los Incas, “aunque era barbaro el inga tenia muy gran justicia y castigo exemplo y así jamas avia borracha ni golosa y asi no ubo adultera ni luxuriosa mujer y a esta luego le matava en este rreyno”. Los indios eran no sólo castos sino obedientes durante la época del Inca, “tenía tanta ubedencia como los frayles franciscanos y los reverendos padres de la compañia de jesús”. Pero los españoles les enseñaron a ser lujuriosos y rebeldes. Después de la conquista todos los indios son borrachos y coqueros. Sus fiestas sólo son para beber y entregarse a los placeres livianos. “Idulatran y fornican a sus ermanas y a sus madres, las mugeres casadas y las mugeres estando borrachas andan salidas ayllas propias buscan a los hombres no mira si es su padre u ermano” (863). La conquista ha vuelto también a los indios perezosos, bachilleres y amigos de pleitos y cambalaches (869). Ni las indias se salvan de la admonición del cronista porque dice “son embusteras y rrevoltosas, enemigo mortal de los hombres y falso testimonieras y lloronas y pobres mugeres solo para dalle limosna a ellas es bueno” (855). Los indios tienen, sin embargo, facilidad para aprender todos los artificios y beneficios, son buenos cantores y músicos, organistas, flautistas, tocadores de vihuela, pintores, talladores, estofadores, bordadores, zapateros, carpinteros, plateros, etc. (822). “Si este dicho yndio no fuera borracho fuera tanto como español en la habilidad y brio y cristianismo” (945), dice de uno de sus mejores discípulos.
Este es el cuadro agrio y hosco de la vida provincial, sin afectos y sin dulzura, trazado por Huamán Poma, insistiendo principalmente en los vicios y en los defectos porque se trata, ante todo, de una protesta y de un plan de reforma.
Aristocratismo y racismo
¿Cómo pretendía Huamán Poma corregir los vicios de la administración provincial y la situación de sus hermanos de raza? Es difícil hallar los lineamientos de un pensamiento tan confuso como el del cronista indio. Pero pueden señalarse las directivas principales de su plan. Huamán Poma es, ante todo, un aristócrata empedernido y un racista convicto y confeso.
Se designa a sí mismo con el título de príncipe y al hablar de su padre le llama “el excelentísimo señor”. Se le han atragantado las pomposas nominaciones españolas y sostiene que sus parientes son como los condes, duques y marqueses en Castilla y que su abuelo tenía la misma importancia que el Duque de Alba en la corte española.
Su protesta más airada es por el despojo de los caciques principales de los pueblos o auqui capac churi y por la mezcla de razas. Sostiene que los caciques, más antiguos que los incas, son los verdaderos príncipes de la tierra y que “an de tener encomiendas y señales como casta real”. Para él, las jerarquías sociales y étnicas son inamovibles. El indio pechero debe seguir siendo pechero y el príncipe mandar. El peor delito es el mestizaje y la confusión de castas. “Para ser buena criatura de Dios hijo de Adán y de su mujer Eva español puro, yndio puro, negro puro, maldición de Dios hijo en el mundo de mala fama, mestizo y cholo, mulato sambahigo” (526). Restalla contra las indias principales que se casan con indios mitayos o que se amanceban con españoles para infestar al mundo de los “mesticillos” y castas intermedias (1128). Para él los negros deben casarse con negras y los blancos con blancas, los mitayos con las mitayas y los hijos de señores entre ellos. El mestizaje era para él la verdadera causa de la “despoblación” que tanto preocupó a los frailes indianistas y a Cieza. Temía, y lo expresaba a menudo, que desaparezcan los indios puros y que en el futuro todos sean mestizos o españoles. “Andando tiempo nos engualaremos y seremos unos en el mundo ya no abra yndio ni negro todos seremos españoles” (771).
El indianismo en Huamán Poma es, sin embargo, restrictivo y despótico. Quiere que los indios comunes sean tributarios y pecheros, sostiene la esclavitud, quiere que los negros y mulatos, los cholos y sambahigos, paguen tributo y también los chachapoyas, cañaris, y cayambis (526 y 854). “Los negros han de servir todos los servicios personales” (526, 1129). Se irrita cada vez que encuentra un indio bajo con título de cacique o principal. “Ahora –dice– un mitayo tiene título: el mundo esta perdido”. En otra parte gime atribulado: “y anci esta el mundo al reves yndio mitayo se llama don Juan y la mitaya doña Juana en este rreyno”.
El aristocratismo de Huamán Poma no se reduce al mantenimiento de las antiguas jerarquías: trasciende a la nueva época y es en su concepto, eterno y consustancial con la naturaleza humana. Sin haber leído a Aristóteles ni a Sepúlveda, el indio autoritario asienta “que los pies no pueden rregir a la cavesa, las manos no pueden mandar a la cavesa aunque sea el corason, que es mas, no vale nada sin la cavesa”. En su afán nobiliario, el indio llega a sostener que los obispos deben ser hidalgos y se burla de los españoles que vienen a las Indias y tienen una hidalguía dudosa. Pulperos, zapateros, sastres, olleros, se llaman dones y doñas. Un judío moro ganapán aporrea al señor principal y alcalde de su tierra. El mayor título después de la nobleza de la sangre es, para Huamán Poma, el de la edad. Aboga por una verdadera geronto-cracia en que los corregidores y caciques tengan más de 60 años y los curas doctrineros de 60 a 80, a buen seguro de toda lubricidad. “A los biejos y a los letrados le aves depreguntar aunque no sepa la letra por que save mas el biejo que no el moso que dios le dio aquella sabeduria y vertud”.
La utopía reformista
Huamán Poma trata de reformar el mundo colonial en que vive a base de estas ideas, reemplazando en buena cuenta un despotismo por otro despotismo más viejo todavía. Lo que él pretende, al fin y al cabo, es una restauración de los antiguos caciques o auqui capac churi, y un nuevo reparto de la riqueza conforme a las antiguas preeminencias, pero subsistiendo la desigualdad y un implacable régimen de castas. En su nuevo país utópico, Huamán Poma no permitirá que los indios comunes se mezclen con los principales (799) y todas las clases y razas se diferenciarán nítidamente por la indumentaria, los asientos y los distintivos capilares. Los españoles se distinguirán por sus barbas, los caciques por el cabello cortado al oído y, los indios bajos trasquilados, los clérigos con manteo, sotana y bonete (798). Las mujeres de los indios principales “an de tener alfombra, cogín y abito de señora, chapin, faldellin, escofreta, toca, sarcillo, anillo y gargantilla, axo, llicllay, llamarse doña Juana o doña Maria y an de deferenciarse todo su casta de los comunes yndios” (768). Cada jerarquía de indios principales o mandones se señalará por una “tiana” o asiento distinto, de diversas alturas y materiales desde el oro y plata, hasta la madera y el junco. Los matrimomios entre castas diversas estarán prohibidos y los mestizos inhabilitados para todas las funciones públicas. Los indios vivirán en sus pueblos mandados por sus caciques principales y antiguos señores a quienes pagarán “la setima” de sus productos y los españoles, negros y mestizos se quedaran en las ciudades.
Todo anhelo imposible de reforma desemboca, por lo general, en la utopía. El trazo de la ciudad o provincia ideal que Huamán Poma propone para reemplazar a la realidad ominosa que le ha tocado en suerte, tiene mucho de la República platónica, por la comunidad de los bienes para el pueblo y el gobierno de los filósofos o ancianos, pero su rigidez y automatismo primitivos se acercan más a modelos americanos más proximos y afines a las misiones jesuíticas del Paraguay o a las “reducciones” tan denostadas del Virrey Toledo, cuyo elogio como legislador está a cada rato, a regañadientes, en la pluma del cronista en esta parte de su obra. Difiere, en cambio, fundamentalmente, de la utopía indianista de Vasco de Quiroga en México. La organización del Obispo de Michoacán estaba fundada en la humildad y en la caridad cristianas, en los dulces vínculos familiares; la del indio Lucana, es un rígido estatismo, jerárquico e insensible, implacablemente aristocrático, sin las virtudes del régimén incaico y con todos los defectos de la burocracia española. De ambos toma únicamente la dureza. Todo lo compone con azotes o destierros. “El buen castigo es un buen hierro, dice, amansa bellacos” (719).
El plan político de Huamán Poma, como el de Toledo, se basa en la adaptación de las antiguas instituciones incaicas al régimen colonial, procurando el mayor alejamiento posible de los encomenderos y españoles de los pueblos de indios. El secreto o panacea extirpadora de todos los malos sería la devolución del gobierno a los antiguos caciques principales, que tendrían toda la suma del poder provincial.
Los nuevos caciques “no son obedecidos ni respetados –según el cronista– porque no son señores verdadero de linagi” (778). El cacique deberá ser, además, ilustrado, buen cristiano, conocedor de la lengua de Castilla y de la lengua general quichua, sabrá leer y contar, escribir peticiones e interrogatorios, ha de ser «probado y criado sin chicha” y “a de tener miel y hiel, ser bravo y manso, león y cordero para los españoles y para los indios bellacos” (769, 771).
Debajo de los caciques estarían, como en el régimen incaico, las “segundas personas”, los caciques de huaranga o huaranga curacas, los pisca pacahaca camayoc, jefes de 500 personas, los pachacamayoc, jefes de 100 y los pisca chunga camayoc. Cada uno de estos funcionarios indios tendría distintivos especiales, diversos servidores a sus órdenes –pajes y lacayos– sementeras, ganados y “renta de la caxa de su magestad”. Los caciques principales tendrían el tercio de cada pueblo de indios, “como en tiempo del inga” (456-457). El poder colonial representado por el corregidor, el cura y el encomendero intervendría apenas en la vida local al llamado de un veedor, indio ladino y cristiano –en buena cuenta el tucuyricuc incaico– quien avisaría a los jueces y vigilaría que los indios no idolatren, ni se emborrachen, ni maten.
El trabajo y la producción estarían repartidos meticulosamente en la ínsula huamanpomina. Todos los indios en edad viril trabajarían para las comunidades y sapci, para la iglesia, las viudas, las viejas y las solteras. Otros serían repartidos para las minas y obrajes, los indios maltones servirían a los caciques principales como sacristanes o cantores, hasta que lleguen a la edad de tributar, y a los indios maltoncillos se les ocuparía en las sementeras y ganados. Todo indio o india principal, deberá saber un oficio o artificio y los indios e indias pobres aprenderán a labrar, tejer o hilar y el que no tenga oficio, beneficio o hacienda “sea castigado por ladron” (774). Todo pueblo tendría su capilla, su reloj y su campana y sería gobernado por toques monótonos e invariables desde el alba al atardecer. El trabajo sería para todos de diez horas, de siete a doce en la mañana, con un descanso al medio día y de una a seis en la tarde. Huamán Poma llega en su reglamentismo a determinar no sólo el tamaño de cada huerta –de uno o dos topos– sino que pretende fijar el número de coles y de lechugas, de gallinas y de conejos que tenga cada indio, los precios de los carneros y hasta las puchuelas de chicha que se darían a los indios en el almuerzo y en la comida. En este mundo celosamente inventariado, el personaje central resulta el escribano público de cabildo, quien tomaría nota de todo en sendos libros desde los indios tributarios, las especies tributadas, las comidas, los abusos, las limosnas, las misas, las doncellas, las chácaras, los pastos, los ganados, los árboles, las lagunas, los pozos y las acequias y hasta el incienso y el jabón (825-26). El instinto estadístico de los quipucamayos antiguos, asoma por debajo de la indumentaria española de Huamán Poma y se une a su propensión tinterillesca de influencia colonial. Nada se haga sino por escrito dice el indio “jamás haga justicia de palabra si no de letra” (827).
A la par que la exactitud y la justicia cronométrica y su afán de restaurar la ley antigua de los incas y, sobre todo, la de huira huiracocha runa, dominan, también, en la organización utópica de Huamán Poma, propósitos de ilustración, religiosidad e higiene que revelan una innegable occidentalización del espíritu del cronista. Sostiene que todos los indios e indias y niños y niñas deben aprender la lengua de Castilla, y saber “leer y escribir como españoles y al quien no las supere le tengan por barbaro, al final, caballo, no puede ser cristiano ni cristiana”. Los caciques no sólo han de ser ladinos “y capaces de redactar un inventario” sino que han de saber latín. A más de la alfabetización y castellanización de los pueblos indígenas, Huamán Poma reclama, ardiente y sinceramentre, su cristianización. Quiere que todos los indios sepan rezar el padrenuestro, el avemaría y el credo; que en cada pueblo haya una cofradía; que los indios marchen limpios y con rosario y que todo indio tenga su candela de bien morir. Abomina también de los indios hechiceros e idólatras que mochan secretamente a las huacas y contra todos los ritos o abusiones incaicas. Los pueblos han de resplandecer como espejos por su limpieza en forma que en “las calles muy limpias no ayga una sola piedra” (812) y en el interior de las casas la vajilla sea toda de plata o de oro, y las que no pudieran tenerlo de esos metales los tengan de palo o de barro, pero con “tinajas con agua y jarros limpios y todo el adereso y bufete y banquillos como buen cristiano”.
La máxima alegría y prueba de espíritu democrático de su colectividad parsimoniosa, sería la de las reuniones dominicales, en la plaza pública, en que los caciques principales comerían con las gentes del pueblo, enviarían los restos del festín para auxiliar a los pobres, a los inválidos, los huérfanos y los enfermos. Esta fue una costumbre incaica que Huamán Poma sostiene que era de la ley antigua, anterior a los incas y que el virrey Toledo ordena restablecer en sus célebres reducciones (447). Huamán Poma considera que esta costumbre es una “ley de misericordia” que no ha tenido otro pueblo alguno en el mundo “cristianos, moros, turcos, franceses, judíos, indios de México y de la China, Paraguay, Tucuman”, etc. y prescribe una pena de diez azotes para los que no asistan a esta jornada fraternitaria.
El éxito de tal sistema depende en gran parte de su legitimidad. ¿Cómo podría el Rey de España encontrar a los auténticos caciques principales que debían presidir todo el engranaje reformatorio de Huamán Poma? En un diálogo imaginario con el Rey de España, responde el mismo Huamán Poma, proponiendo que el monarca le nombre a él mismo segunda persona en el Perú, como su abuelo Huamán Chava fue segunda persona de Huayna Cápac, y le haga algo que oscila entre Virrey y Príncipe Cronista del reino, quien estaría encargado de dar testimonios escritos a los que él considerase como descendientes auténticos de los antiguos señores del Perú, por lo que se le abonaría como salario “la sétima del rreino”. “Quijote indio”, “Las Casas americano”, le han llamado algunos admiradores. Como se ve, El Quijote no iba únicamente a desfacer entuertos, ni por puro amor al prójimo, como el fraile español, sino que reclamaba, como cualquier Sancho cazurro y ventrudo, su ínsula Barataria.
Valor histórico y moral
Las opiniones formuladas hasta ahora sobre el valor histórico y nacional de la obra de Huamán Poma, difieren completamente. Markham considera a Huamán Poma como “un héroe” que honraría a cualquier nación, lo cual, además de prescindir de las adulaciones de Huamán Poma a Virreyes y funcionarios, no es precisamente un juicio sobre su obra como historiador. Tello dice que tiene una “extraordinaria erudición en la geografía y en la historia” y agrega que, “no existe libro alguno escrito en este período que pueda competir con él en riqueza de información histórica”. Otros historiadores más objetivos, como Pietschmann y Riva Agüero, encuentran deficientes sus informaciones en muchos puntos.
Conviene precisar por esto, en forma serena, el aporte histórico de la Nueva Crónica y la actitud de su autor frente a las presiones e intereses de su época. Hay, en primer lugar, un prejuicio en quienes consideran a Huamán Poma como un figura solitaria en la denuncia de los abusos cometidos por los españoles en el Perú. La voz de Huamán Poma no hace sino sumarse al largo y constante coro de los defensores de los indios, españoles casi todos ellos, que desde el siglo XVI, sostuvo intrépidamente la defensa de la personalidad humana de los aborígenes americanos y denunció los atropellos que contra ellos se cometían. Esa lista epónima, de espíritus valerosos, se halla encabezada en la Antillas por montesinos y fray Bartolomé de las Casas e ilustrada, en el Perú, con nombres beneméritos como los de fray Domingo de Santo Tomás, fray Luis de Morales –el las Casas de la Conquista del Perú– el licenciado Falcón, el licenciado Santillán, el Padre José de Acosta que proclama, doscientos años antes que el Mercurio Peruano la aptitud de los indios, Diego de León Pinelo, fray Diego Gutiérrez Flores, Alberto de Acuña, el criollo Juan del Campo Godoy a quien los indios llamaban padre, fray Juan de Silva y los innúmeros cronistas y doctrineros que recogieron celosamente las huellas del pasado indígena. La posición asumida por Huamán Poma se halla, pues, dentro de una corriente ética propiciada y sostenida por los mismos colonizadores españoles, ninguno de los denunciantes sufrió por ello persecución o amenaza, de modo que es absolutamente inocua la dramatización que se hace principalmente por Markham y Means, de los riesgos corridos por el miserando autor de la crónica. La denuncia de los atropellos contra los indios, que fue hazaña singular, en la época de Colón y de Cortés, era ya un “tópico” en la época de Huamán Poma. Este pudo, pues, dentro del ambiente de libertad del pueblo español, en lo que no se refiriese a materia religiosa, decir abiertamente como las dijo, su verdad y su protesta. Sus apuntaciones sobre el régimen colonial, no son menos claras y expresivas que las que contienen la propia correspondencia o las memorias de la Virreyes y otros particulares de la época colonial, anteriores o posteriores, como los de don Juan de Padilla, denunciando al Rey los agravios, injusticias y tiranías que sufrían los indios del Perú, los de fray Francisco de la Cruz, pidiendo la extinción de la mita de Potosí o de los que años más tarde, escribieron los célebres viajeros españoles Juan y Ulloa, sobre los abusos y vicios de todo el Virreinato austral.
No es posible juzgar el valor histórico de la obra de Huamán Poma fundándose en criterios racistas o sentimentales. Es un mérito que un indio de su tiempo con su escasa y confusa cultura, pero ayudado por su viva intuición, abordara la hazaña intelectual de escribir una crónica. Pero esto no puede llevarnos a divinizar todos sus yerros, inepcias e inexactitudes. La crónica de Huamán Poma es una “monstruosa miscelánea”, amasijo de quechua y español, en la que se mezclan y repiten en la forma más burda, las más diversas y encontradas noticias sobre el pasado incaico y las épocas prehistóricas del Perú. Es necesario analizar con cuidado este baratillo o cajón de sastre, para extraer de él los hilos de oro de la tradición oral.
Hay un indicio desfavorable para el enjuiciamiento del valor histórico de la Nueva Crónica y son sus continuos errores y confusiones sobre la historia y la geografía contemporáneas. Huamán Poma lejos de ser un erudito, yerra a cada paso en las noticias más sencillas y divulgadas sobre hechos cercanos del Incario o de la conquista ocurridos en vida de sus padres o en la suya misma, invitando a desconfiar de sus aseveraciones sobre personajes y sucesos de épocas más lejanas. Sin ir más lejos, Huamán Poma nos afirma que Almagro y Pizarro desembarcaron juntos en Tumbes (p. 47), que el dominico Valverde era de la orden de San Francisco; que Almagro fue a España con Pizarro (p. 71); que la guerra entre Huáscar y Atahualpa duró 36 años (p. 386); que Huayna Cápac y Pedro de Candia se entrevistaron en el Cuzco (p. 369); que Candia fue compañero de Colón (p. 370); que Luque estuvo en el Perú (p. 376) y Almagro en la prisión de Atahualpa y que este Inca fue “degollado” en Cajamarca. Es también notable su omisión del virrey Conde de Nieva en las semblanzas biográficas de los once virreyes –contemporáneos suyos– que hasta entonces habían gobernado el Perú, demostrando que perdía muy fácilmente la cuenta. Para estar a tono en lo geográfico, afirma, como ya queda indicado al hablar de sus viajes, que el Paraguay es “tierra en medio del mar” y el serrano Tucumán “tierra de mucho pescado”. Estos despropósitos son, en parte suyos, culpa de su memoria senil y mal asimilada cultura, pero también obra de la tradición oral que fue su principal fuente de información y que es fácil rectificar cuando hay fuentes escritas. Tales errores nos previenen para juzgar el resto de su obra. No es honrado ni científico coger, como hacen algunos autores modernos, alguna de las muchas extravagantes y solitarias afirmaciones del indio enredado y enredista, sobre instituciones inéditas y hasta sobre cronología para colgar de ella alguna nueva y desconcertante tesis histórica, sin antecedente alguno, en las demás crónicas y documentos. Las afirmaciones históricas de Huamán Poma deben ser comprobadas severamente, confrontándolas con los datos recogidos por los demás cronistas indios y españoles, desconfiándose de ellas cuando atestigüen un hecho insólito o excepcional.
El propio cronista afirma, para dar validez a sus datos, que los ha tomado de indios muy viejos, “de edad de ciento y cincuenta años” y de las cuatro partes del Perú, los que le refirieron sus historias “cin escritura ninguna no mas de por los quipus y memorias rrelaciones de los indios antiguos de muy biejos y biejas sabios testigos de vista”. Es indudable, aunque hay que disminuir prudencialmente la longevidad de los testigos, que Huamán Poma recogió tradiciones orales muy antiguas conservadas en el fondo inmemorial de los pueblos de la serranía andina. No es posible exigir exactitud cronológica a tales recuerdos y como tales cabe estimarlos dentro de su nebulosidad legendaria. Son alusiones milenarias imposibles de comprobar y en las que predomina la esencia poética de los mitos y de los sueños que es fundamentalmente diversa de la lógica histórica.
La contribución de Huamán Poma es, por esto mismo, muy apreciable para el estudio de las épocas prehistóricas del Perú. Huamán Poma, tratando de revivir el espíritu y los hechos de la época preincaica, que el Inca Garcilaso y otros cronistas desdeñaron, puede reclamar, para esta época, la primacía que aquellos detentan en las otras, y ser considerado como el Garcilaso de la época preincaica. Sin aceptar íntegramente su versión, hay que reconocer que él ha descorrido, en algo, el valor de la más antigua historia peruana y hallamos que, no todo es invención, por las coincidencias que sobre estas antiguas edades se encuentran entre muchas afirmaciones de Huamán Poma y referencias hasta ahora aisladas e incomprendidas en las crónicas de Cristóbal de Molina, Cieza, Sarmiento de Gamboa, Santa Cruz Pachacútec y el padre Cobo. Comparándolo, se pueden restaurar algunos eslabones de la perdida cadena histórica. Así, Santa Cruz Pachacútec habla de los tiempos de Purunpacha, que recuerdan los Purunruna de Huamán Poma, ambos hablan de Tocay Capac y de Pinau Capac, refiréndose ambos a los mismos fondos insondables de la tradición oral.
No puede dársele, en cambio, el mismo crédito ilimitado en lo que se refiere a la época ya más histórica de los Incas. Su narración de los hechos más importantes de la vida del Incario, tratada en la forma biográfica, es notoriamente deficiente y difiere de la de textos más seguros. Su enemistad hacia Manco Cápac y su extrañeza e incompresión para las tradiciones cuzqueñas, quita relieve a toda su versión. La historia externa de los Incas, de sus conquistas y de su acción civilizadora, no podrán estudiarse en los sumarios textos de Huamán Poma. Sus datos y referencias sobre instituciones y leyes incaicas que son en cambio extensas y abundantes, tienen una doble sombra de inexactitud. Huamán Poma trata de demostrar la importancia administrativa de los caciques y señores principales, cuyos derechos reclama y realza, e idealiza, intencionadamente, algunas prescripciones de la legislación incaica para enrostrar la insuficiencia y el yerro de la administración española. Su tendencia ponderativa le acerca a las tesis idílicas de Mancio Serra, llegando a veces a formular juicios de traza típicamente mancista. Donde Huamán Poma acierta es, principalmente, en todas las cosas en que son menos necesarias la exactitud y fidelidad del historiador: en la prehistoria legendaria y en la descripción de las costumbres que sobreviven en la memoria del pueblo: danzas, cantos, ritos, agrícolas y religiosos, en una palabra, en la descripción del folklore incaico. Pero su versión no es tampoco estrictamente histórica: él no sabe ni pretende discriminar lo pasado de lo presente, sino que recoge tan sólo la huella sobreviviente. Los cantos agrícolas o de fiestas que transcribe, no son seguramente los mismos que se cantaban en el incario, si no los ya evolucionados, cantados por el pueblo en la época del cronista, con las variantes y modificaciones sustanciales introducidas en el alma popular por el hecho capital de la conquista. Es, pues, típicamente, un folklorista.
La conquista y la colonización
La versión de la conquista es la más dificultosa y escombrada de errores y disparates de toda la crónica de Huamán Poma. Revela su inadaptabilidad al mundo occidental y su enemistad profunda para todo lo español. Confunde hechos y nombres lastimo-samente: hay que reconocer a Colón bajo el nombre de Culum, a Enciso bajo el de Fernández ynseso, a Vasco Núñez de Balboa en Bascones de Balboa, y al factor Illan Suárez en el “factor Gelin”. Los errores abundan al referir la conquista y se duplican al intentar seguir el intrincado curso de las guerras civiles entre espeluznantes anacronismos. Enciso resulta conquistador del Perú junto con Pizarro (374) y Diego de Almagro el Mozo unido con los oídores que llegaron dos años después de muerto éste, libra una batalla con Gonzalo Pizarro a las puertas de Quito en que Gonzalo mata a Almagro. Por el estilo son las demás trasposiciones, no obstante que para el relato de las guerras civiles se descubre que ha leído y trata de extractar al Palentino, demostrando su incapacidad para un relato coherente y continuo.
Huamán Poma ve, naturalmente, la conquista con ojos adversos de indio desposeído. Desde su posición aristocrática de principal y terrateniente acusa a Pizarro y Almagro de haber robado la hacienda del Inca Atahualpa (388) pero echa la culpa a Pizarro –contra la verdad histórica pero de acuerdo con la leyenda popular– de la sentencia de Atahualpa, que Almagro se negó, según él, a firmar (391). Pizarro, dentro de su criterio legitimista, no tenía derecho a matar a Atahualpa, porque no era de casta real, sino súbdito de otro rey. El único móvil de la conquista es el oro y la causa de la derrota india la ayuda milagrosa y sobrenatural que reciben los españoles en Cajamarca y el Cuzco del Apóstol Santiago y la Virgen María. Sin embargo, de su posición adversa a la conquista, el cronista asienta varias veces que los conquistadores fueron más humanos que los corregidores y encomenderos.
Huamán Poma recoge, indudablemente, algunos recuerdos e impresiones de hechos conservados por la memoria popular sobre la llegada de los españoles, con sus “bonetes colorados”, “mucho cascabel y penacho”, envueltos en hierro como “amortajados”, y con sus caballos “con ojotas de plata”. El humor caústico del cronista describe a los españoles embarcándose ávidamente en todos los puertos de Castilla e Indias ante las noticias de un país en que el suelo era todo de oro macizo y a los soldados de Pizarro con sus espadas, de las que los indios decían que llevaban “las pixas colgadas” al hombro. “Todo era dezir pirú y mas pirú” (391).
El espíritu egocéntrico y particularista de Huamán Poma se revela también en esta parte de su crónica. Los protagonistas centrales de la historia son también sus parientes y allegados: Huaman Mallqui que fue embajador de Huáscar ante Pizarro (376). El capitán Luis Avalos de Ayala, “padre del hermano del autor” que mata a Quiso Yupanqui en el sitio de Lima (393), Guaman Chava que resulta quemado por Pizarro y Almagro después de haber muerto en la época de Huayna Cápac y Huaman Mallqui que decide la batalla de Chupas (413), salva a Avalos de Ayala en Huarina, hostiga a Hernández Girón en Chuquinga y le prende en Jauja “como a mujer” con sus indios guancas (433). La historia del Perú se convierte así en la historia apologética de la familia Huamán Poma de Ayala.
En cuanto a la época colonial, el escrito de Huamán Poma puede considerarse más que como historia o crónica, como un documento directo y vivaz sobre el régimen español, al finalizar el siglo XVI y comienzos del XVII. No cabe dudar de las afirmaciones del cronista sobre los abusos y extorsiones de los funcionarios españoles, que están patentizados por otros documentos, pero tampoco cabe adoptar su visión local y parcial como síntesis general de la obra española en el Perú. Hay que tener en consideración que el testimonio de Huamán Poma se refiere, solamente, a una provincia del Perú, y no a todo el Perú, y a una época determinada, y no a toda la historia colonial. Es evidente que Huamán Poma, aparte de su infantil residencia en el Cuzco, no conoció sino su provincia de Lucanas y las poblaciones que se hallan en el trayecto de ésta a Lima, por el camino de Huancayo o el de Ica. No hay una sola alusión en todo su voluminoso mamotreto a ninguna otra provincia del Perú ni a abusos cometidos fuera de Lucanas. Todos los encomenderos y funcionarios extorsionadores que cita son de la región de los Soras y Lucanas y nunca de otra provincia o región. Si es cierto que por un hilo se saca el ovillo, no lo es menos que los matices y los grados de opresión pudieran ser distintos en otras regiones. Las condiciones del trabajo no eran las mismas en la Costa que en la Sierra, ni idéntica la situación de las clases sociales en las ciudades que en los pueblos del interior, ni en Lima o en el Cuzco, bajo la mirada de la Audiencia o de la autoridad episcopal que en el villorio, sometido a la avidez del corregidor o del encomendero. El indio pudo ser analfabeto y coquero en la sierra y el criollo culto y activo en las ciudades.
El libro de Huamán Poma sólo refleja la vida en los pueblos de una provincia del interior del Perú, con todas sus pequeñeces y rivalidades y hasta con sus chismes característicos. Para Huamán Poma el personaje histórico más repudiable de su época es el indio Juan Capcha que le robó unas alforjas y convierte en cuestión histórica el robo de una mula o la deuda de cuatro reales, de una gallina. Largas páginas de su crónica están destinadas a protestar porque el corregidor y el padre doctrinante de los Lucanas sienten a su mesa a Juan Capcha que es indio bajo y tributario, y por añadidura hechicero, reverenciador de huacas. “Con los sacerdotes –dice tartufescamente– avian de comer los angeles” (788). Sólo con una miopía histórica insanable pueden erigirse tales relatos en hechos-símbolos. Huamán Poma no vio ni sintió todo el Perú: vio únicamente la provincia de los Soras y Lucanas y acaso, dentro de ellas, sólo unos cuantos pueblecitos con su cura, su encomendero y su cacique rival. La historia provincial de Lucanas no puede explicarnos toda la historia del Perú, como el examen de una sola célula no puede explicarnos la rica complejidad de todo el organismo.
La crítica barata y sentimental exhibe, por lo general, la obra de Huamán Poma como uno de los juicios más adversos y lapidarios que se han expresado en contra de la colonización española. Queda ya aclarado el carácter particularista y local de los juicios de Huamán Poma. Un examen superficial de la Nueva Crónica, con sus repeticiones y muletillas contra encomenderos y corregidores, puede llevar a una conclusión inexacta. Aparentemente el indio repudió todo lo español. El mundo provincial que él describe, aparece regido únicamente por el interés, el fraude, la violencia y el soborno. Todos los encomenderos son inhumanos, todos los frailes lascivos, todos los visitadores ladrones, todos los indios borrachos, coqueros y mentirosos. Cabe preguntarse ¿no hubo acaso funcionarios que no fuesen prevaricadores, frailes virtuosos, ni indios verídicos y abstemios? ¿El espejo de Huamán Poma no tendría alguna concavidad deformadora que aumentase los vicios y defectos? Lo cierto es que el cronista recoge, principalmente, las violaciones de la ley y esto se debe a que se ha asignado a sí mismo la función de fiscal y acusador. De ahí el tinte peyorativo de todas sus versiones.
No faltan a pesar de esto, sus notas laudables que contrarresten las sombras insistentes del cuadro. Abundan en la misma obra de Huamán Poma, no obstante sus diatribas generales, ejemplos de españoles nobles e hidalgos. Los virreyes, incluso Toledo, a quien no perdona la ejecución del Inca Túpac Amaru, reciben su cargada nube de incienso. El cronista dice, por de pronto que los españoles de la conquista eran mejores que los de su tiempo, que tenían más fe en Dios y tenían mucha caridad y humildad y de algunos españoles contemporáneos dice que “no habría papel” para escribir sus obras de cristiandad. En el propio reducido cuadro de la vida provincial, Huamán Poma menciona a muchos españoles piadosos y amigos de los indios. Así habla del buen encomendero Pedro de Córdova Guzmán que partía sus salarios con los indios de su encomienda; del capitán Cárdenas, el caballero Palomino, el corregidor de Aymaraes, Alonso de Medina, “cristianicimo hombre”, del corregidor de Lucanas Gregorio López de Puga, gran letrado, muy cristiano y amigo de Huamán Poma, por cuya salida del corregimiento “lloraron todos los indios” y “los pueblos hicieron grandes llantos”; del visitador Juan López de Quintanilla que “avia de ser vicitador en todo el mundo”, del padre Alonso Hernández Coronado “mas que dotor y letrado” por sus obras de misericordia (745); del vicario Diego Beltrán de Saravia, ejemplo de amor, caridad y humildad, y del padre bachiller Avendaño, cura por más de veinte años del pueblo de nombre de Jesús de Pucyulla, que no recibió jamás camarico de los indios, que no tenía mitayos a su servicio ni indias en la cocina y sólo comía humildemente una gallina en el almuerzo y un pollo en la cena parroquial (732). El cronista elogia aún como abuenos obispos del Cuzco a don Antonio de la Raya, don Sebasián de Lartaún y don Gregorio Montalvo. Y, para que las excepciones sean muchas, excluye de sus críticas contra los religiosos a los franciscanos, a los jesuitas, a los ermitaños de San Pablo y a la monjas de la Encarnación.
Tales ejemplos recogidos, no obstante el resentimiento del cronista, bastan en el reducido cuadro de la vida provincial, para demostrar la existencia de una corriente ejemplar y moralizadora, al lado de la depredatoria e inhumana. Huamán Poma escogió para copiarlo, por razón de su origen y misión, el hemisferio sombrío, pero hubo también un anverso luminoso cuyo resplandor, por encima de las pequeñeces de la crónica, ilumina la historia.
Caústico quechua: sátira y caricatura
El propio Huamán Poma nos ha prevenido, en lo que se refiere a la parte formal de su obra, reconociendo humildemente sus defectos y barbarie sintáxica, en esta frase, por sí sola demostrativa en que declara que aquella está “falta de inbinción y de aquel ornamento y polido estilo que en los grandes engeniosos se hallan”. Huamán Poma desconoce no sólo la sintaxis, la prosodia y hasta la ortografía castellanas, sino que traslada al español los giros y la fonética del quechua. Pietschmann califica su engendro de una “monstruosa miscelánea hispano-quechua, plagada de tediosas prolijidades, digresiones y repeticiones”. El noruego Sundt dice que es un “curioso mixtum compositum de español y quechua mezclado con varias lenguas indígenas”. Varallanos califica su estilo de “telegráfico” y hasta de surrealista, y declara que su lenguaje desprovisto de toda gramática hace a veces difícil la interpretación de su pensamiento. Lastres dice que “la prosa de este anciano melancólico, atosigado por el bilingüismo, es un constante atentado contra la sintaxis”. Tales juicios bastan para definir el subestilo de este escritor caótico, cuya exacta apreciación sólo tienen derecho de hacer quienes hayan tenido la paciencia inenarrable de leerle.
El gran defecto de Huamán Poma es su incultura o lo que es peor su semicultura. El mismo confiesa que tuvo que tropezar “en la rudeza de mi ingenio y ciegos ojos y poco ver y poco saver y no ser letrado ni dotor ni lisenciado ni latino”. Lo que daña precisamente su espontaneidad e ingenio natural, es lo poco que ha aprendido y trata de probar a cada paso, con esas retahílas de nombres propios, listas de reyes y pontífices, trozos de homilía, vulgaridades históricas o fórmulas judiciales que denuncian, a la vez, al escolar de paporreta, al sacristán leguleyo o al tinterillo provincial. Si se pudieran extraer de la crónica de Huamán Poma sus innumerables repeticiones, letanías de hechos e insistentes triviali-dades, se abreviaría grandemente la vía crucis de su lectura.
El cronista indio no careció de dotes de ingenio y calidades de observación sicológica y de causticidad de expresión. A través del fárrago de su crónica destellan esas cualidades de su espíritu. Se vislumbra que debió ser un indio ladino, de cháchara alegre, acaso avivada por el alcohol, porque su relato tiene la insistencia de pesadilla y, a ratos, el acierto chispeante y jovial de los beodos. Huamán Poma descuella, principalmente, como satírico. Su burla recae de preferencia sobre los españoles y en general, sobre todos los enemigos de su comodidad o de su estirpe. Hemos mencionado ya sus burlas de los conquistadores y sus sátiras contra corregidores, encomenderos y curas doctrinantes, comparándolos con los animales de la fauna local. No obstante sus protestas de adhesión al régimen español, satiriza a menudo la falta de espíritu cristiano de los españoles y se burla del catolicismo español. Dice sarcásticamente que son “cristiano de palo”, “justicia de palo” y que “dios estara en Castilla o en Roma”, pero que no se hace presente para los indios del Perú. Cazurro y cauteloso, se asegura, después de haber lanzado alguna blasfemia, santiguándose contritamente. “Donde esta el pobre no esta ay [ahí] dios y la justicia”. Pero agrega a renglón seguido: “pues a de saverse claramente con la fe que a donde esta el pobre esta el mismo jesucristo a donde esta dios esta la justicia”.
También demuestra su vena satírica en la descripción de los diferentes tipos raciales de los indios, principalmente de los que no le eran gratos y en los retratos de algunos Incas. Así, describe a los Collas diciendo que eran “todos los hombres o mujeres, grandotes, gordos, sebosos, floxos, bestias solo es para comer y dormir”. E insiste al compararlos con los de Chinchaysuyo, diciendo que tienen “muy poca fuerza y ánimo y gran cuerpo y gordo seboso para poco porque comen todo chuño y beben chicha de chuño” (336) en tanto que los Chinchaysuyo beben chicha de maíz. De los indios incas dice que eran gentil hombres y delgados: los Cuntis “flacos y delgados” y los Antis “delgados y flacos, mal inclinados, soberbios, fingidos y traydores como Chile”. De los Chachapoyas dice que son blanquísimos como españoles pero que ellos y los Cañaris son rebeldes, “ladrones yembosteros”, los Lucanas sus coterráneos “algo blancos y gentiles”, los del Cuzco y Arequipa “algo morenos y de talla alta” y los Huancavelicas y los de Quito “morenetes de talle feo ancho bozalotes como negro de Guinea… sucios araganes ladrones mentirosos como dicho tengo como indios uaillas en todo este reyno”. De los Huánucos –dice en cambio– que eran “fieles como en Castilla los bizcainos” (343). Su dardo más punzante es contra los negros criollos… ya que, estima a los bozales porque son de raza pura. De aquellos dice: “los negros y negras criollas son bachilleres y revoltosos, mentirosos ladrones y rrobadores y salteadores jugadores borrachos tramposos de mal bevir e puro vellaco matan a sus amos y rresponde de boca tienen rosario en la mano y lo que pensa es de hurtar y ni le aprovecha sermon ni predicación ni pringalli con tocino mientras mas castigos mas vellaco y no ay rremedio cienddo negro o negra criolla” (714).
En sus retratos de los Incas, coyas y capitanes campea también una sorna irrespetuosa. Aparte de sus diatribas contra Manco y su madre Mama Huaco, acentúa los tonos caricaturescos al describir a ciertos incas, así describe a Lloque Yupanqui con las “narices corcobadas” y “prieto de cuerpo”; a Mayta Cápac, como “muy feo hombre de cara y pies y manos y cuerpo delgadito friolento”; a Cápac Yupanqui “medianito de cuerpo cara larga avariento poco saber”; a Inca Roca, “largo y ancho, fuerte y gran hablon y hablaba con trueno, gran vagador y putaniero”; a Yahuar Huacac “pequeño de cuerpo anchete y recio y fuerte y sabio”; a Pachacútec “alto de cuerpo redondo de rostro alocado tronado uno ojos de león”, y, a Huáscar Inca de “rostro morenete y largo y sancudo y feo y de malas entrañas”. Su burla alcanza a las Coyas, pues nos pinta a Ypahuaco, mujer de Yahuar Huacac, diciendo que era “fea de narices larga y el rostro largo y el talle flaco y seca larga y amiga de criar paxaritos”; de la coya Chuquillanto que era “hermosa y blanquilla” pero que su marido Huáscar era muy avariento y “amanecía con la coca en la boca”.
Los dibujos que acompañan el texto acentúan la tendencia caricaturesca del indio lucana. El escritor y el dibujante confabulados, dice Markham, no perdonan a sus víctimas. Algunos autores, como el propio Pietschmann, creen que los dibujos son de mucha mayor importancia que el texto que los acompaña. Posnansky considera que son “la más valiosa objetivación histórica que poseemos”; Means, en cambio, dice que los dibujos son atroces. Y el profesor argentino Aparicio encuentra que “para el propio autor fueron sus dibujos la parte fundamental de la obra y el texto sólo una explicación complementaria”.
Los dibujos de Huamán Poma tienen, indudablemente, mucho mayor valor documental que artístico. El indio carece de imaginación y su defecto principal es como en el texto la insoportable repetición y monotonía de las mismas formas. Diríase que no percibe la individualidad, sino las tipificaciones genéricas. Todos sus incas son iguales, todos sus virreyes tienen las mismas barbas y vestidos, todas las ciudades son idénticas y hasta el propio autorretrato del autor, a pesar de sus 80 años, es el de un joven indio, imberbe y vestido a la española. El cronista dibujante no tuvo la sensibilidad de los indios costeños del Chimú que lograron aprisionar en sus huacos-retratos los más variados gestos de la expresión humana. En la historia pre-hispánica, el texto está, como lo ha observado Aparicio, subordinado al dibujo. Pero en la segunda parte, el Buen Gobierno, el dibujo colabora y amplía la voz del escritor, adquiere una intención política y agrega, en las leyendas en boca de los personajes, algunas censuras o audacias que el autor no se atrevió a incluir en el texto. De esto puede ser un ejemplo la leyenda del grabado en la página 709. Por esa intención descuellan algunos dibujos como el del Virrey Toledo en desgracia en la Corte.
Burla y lamento
El propio Huamán Poma anunció el efecto que su libro habría de producir en los lectores. “A algunos arrancará lágrimas a otros dará risa, a otros hará prorrumpir en maldiciones: estos lo encomendarán a dios, aquellos de despecho querrán destrozarlo: unos pocos querrán tenerlo en las manos”.
El libro efectivamente divierte o conmueve a trozos, aunque lo que provoca más a menudo es el cansancio. Aparte de la nota burlesca hay efectivamente, a través de todo el informe volumen de Huamán Poma, una nota auténtica de dolor y de queja, que proviene de la situación desventurada del indio en los obrajes, en las mitas y en los mismos pueblos indígenas sujetos a todas las tiranías. No es el arte de cronista, evidentemente, el que realza la dramática situación de sus hermanos porque el abogado es inferior a la causa, sino ésta misma la que traspasa todas las imperfecciones y fatigas seniles de su estilo, para conmover los ánimos con su sola enunciación. Y es que, como dice inspiradamente Huamán Poma “escrivillo es llorar”. El tono generalmente zumbón del satírico indio se torna a veces, cuando clama contra la esclavitud de su raza, de una austera simplicidad bíblica: “hasta cuando daré voces y no me oiras señor, hasta cuando clamaré y no me responderás” dice parodiando al profeta Habacuc. Y mezclando burla y tragedia, compone en quechua, con aparente inocencia, una oración para los indios dentro de la que se esconde el fuego de sus protestas: “Del fuego del agua, del terremoto líbrame jesucristo. Jesucristo librame de las autoridades, corregidor, alguacil, alcalde, pesquisadores, jueces, visitadores, padres doctrinantes, de todos los caballeros, hombres ladrones de los pueblos librame; librame Jesucristo de los que levantan falso testimonio, de los odiadores; librame Jesucristo de las malas lenguas, hombres y mujeres, de los borrachos, de los que no temen a Dios y a la justicia”. Todas las quejas, todas las imprecaciones, recogidas de lo más hondo del alma indígena, se concretan en labios del cronista indio en una frase, repetida fatigosamente, que tiene de imprecación y de lamento: “¡y no hay remedio!”.
La crónica de Huamán Poma no puede, históricamente, alcanzar el crédito ni la importancia de las obras contemporáneas escritas entre la segunda mitad del siglo XVI y los comienzos del XVII. No puede competir en información histórica con Cieza, Betanzos, Cristóbal de Molina o Sarmiento de Gamboa, ni tiene los primores de forma del padre Acosta o de Morúa, ni el sentimiento nacional ya patente en el Inca Garcilaso. Su racismo frenético le enemista, fundamentalmente, con el Perú del porvenir que sería un Perú mestizo. Lo único que lo vincula a la nación en potencia, que se preparaba oscuramente en universidades o en mazmorras coloniales, es su espíritu de protesta.
Huamán Poma no supo ser indio cabal porque se lo impedía su sentimiento de casta, ni mestizo nuevo del Perú porque le ahogaban los prejuicios racistas. Tampoco vio ni sintió el Perú en su integridad espacial e histórica, porque sentía única y absorben-temente su provincia recóndita. Las torres demasiado cercanas de los campanarios de Lucanas le impidieron ver la grandeza del Perú virreinal. Noticias de rivalidades pueblerinas entre encomenderos y caciques, minúsculos pleitos de sementeras y ganados obstruyen su visión panorámica y la hacen creer en un mundo colonial en el que sólo imperan la codicia, la inhumanidad y la incultura. Nada podría hacer suponer, leyendo la crónica biliosa de Huamán Poma, que en ese mismo territorio viviesen espíritus animados de nobles preocupaciones, almas capaces de piedad y filantropía. Era, sin embargo, la época en que se forjaba una nueva cultura, en la que el espíritu indio iba a tener puesto digno al lado del espíritu y la cultura hispánicos. Juan de Solórzano Pereyra preparaba en Lima el magnífico edificio de su Política Indiana, en la que recogía todos los clamores en favor de una humanización del trato de los indios. Miguel Cabello de Balboa y fray Martín de Morúa recogían con fruición las más hermosas leyendas del pasado incaico próximas a desaparecer en el olvido y don Juan de Miramontes y Zuázola, ponía en octavas heroicas la leyenda de Chalcuchimac y Cusi Coyllor. El jesuita Bernabé Cobo acababa de llegar a América para inventariar todas las plantas peruanas y los últimos misterios recalcitrantes de los quipucamayos y los padres Gonzales Holguín, Torres Rubio y Bertonio, fijaban definitivamente, en sus Gramáticas y Vocabularios, los cánones de las lenguas indígenas. En los conventos limeños daban ejemplos de piedad y ascetismo y ascendían a las cimas de la santidad, representantes de esas castas moralmente denostadas por Huamán Poma: la mestiza Isabel Flores de Oliva que llegaría a los altares como la más cándida flor de pureza bajo el nombre de Santa Rosa de Lima y el mulato fray Martín de Porres que se santificaría llevando el culto de la fraternidad y de la comprensión hasta enseñar una norma de convivencia a las más encontradas especies zoológicas. La criolla Amarilis lanzaba desde Huánuco, saetas de amor al Fénix español de los ingenios y el Inca Garcilaso escribía en la soberbia y morisca Córdoba sus recuerdos del Cuzco. En los pórticos de las catedrales y de las universidades fundadas en las ciudades peruanas, los artistas indios mezclaban los motivos ornamentales de su fauna y de sus mitos a las líneas severas del plateresco español o a las conturbadas formas del barroco. Nada de esto ve Huamán Poma, ciego de años y de prejuicios. Sólo percibe una roja legión de encomenderos, corregidores, frailes endemoniados, caciques usurpadores que le arrebatan sus tierras y sus títulos, una ola de mesticillos que crece indefinidamente y le arrolla y, allá en el fondo, el espectro resentido de los Yarovilcas Allauca Huánucos que reclaman su dudosa primacía. Hay un mundo que se le escapa indudablemente: el de las catedrales y las bibliotecas, el de las empresas de mar y cielo, de proa y velámenes, que desconoce su vivir mediterráneo, el del Océano y el aire latinos, el de la cultura occidental en una palabra. Es el mundo inerte de la Edad de Piedra y de la Prehistoria que se rebela, inútilmente, contra el mundo del Renacimiento y de la Aventura.
Juan Santa Cruz Pachacutic*
A don Juan Santa Cruz Pachacutic Yamqui Salcamaygua se le ha denigrado en exceso como cronista. Indio españolizado, falsario y cucufato, enemigo de los Incas y acérrimo atahualpista, le han llamado los más altos árbitros de la crítica histórica española y peruana. Podría suavizarse este juicio, pasando por alto las puerilidades religiosas del autor y la amena jerigonza de su estilo, para calar otros valores esenciales de su relato. Cierto que el indio cristianiza demasiado en su crónica, sobre todo al comienzo, con la leyenda Tonapa –Santo Tomás y sus 7 mandamientos– y hasta con la alusión a la inmersión de Inca Roca en el lago Titicaca, con visos a escena del Jordán. Pero esto parece más bien maña de indio viejo que se pone a salvo de azotes y corozas que convicción profunda. Para librarse de responsabilidades, más que por otra cosa, el cronista asienta “que todos sus antepasados paternos y maternos fueron bautizados” y asperja su crónica con diatribas contra el demonio, disfrazado entre los indios de hapiñunnu y achacalla (demonio-duende) y escribe: “Los demonios son príncipes de la mentira y falsía y el verdadero negocio y palabra es Dios”. De todos los cronistas indios o indianizantes –Betanzos, Titu Cusi, Huamán Poma y aun Garcilaso– Santa Cruz Pachacutic me parece, sin embargo, el más directo y veraz y quien nos da la versión más pura de la historia incaica.
La crónica de Santa Cruz Pachacutic es, en mi opinión, la simple traducción al español de los cantares históricos del pueblo incaico, sobre las hazañas de sus monarcas. El mismo dice, en la introducción de su libro, que trasmite “las historias, barbarismos y fábulas del tiempo de las gentilidades” que escuchó siendo niño. Consta por su misma crónica que los cantares épicos del ejército Inca que componían las «loas» de las batallas eran Collas. Santa Cruz era Collagua de Canchis y de familia noble de la región. Cada capítulo de su crónica es un cantar sobre la vida de un Inca. Diez cantares dan diez capítulos. Los Incas sin hazañas guerreras no tienen texto aparte. La técnica del canto épico está palpable en todo el libro y lo que se censura a Pachacutic de exageración o puerilidad es precisamente quilate de su veracidad, porque es tan sólo la fidelidad del autor al texto poético que traslada. No son sólo los himnos religiosos de los Incas, intercalados en su relato los que trasmiten esta impresión, aunque estos sean también una huella de los poemas primitivos. Es la técnica misma del relato lo que denuncia el fragmento épico: son las frases y parlamentos breves de los héroes, los rápidos procedimientos descriptivos de situaciones y personajes propios de la leyenda oral, el recurso a lo mágico o maravilloso en circunstancias extraordinarias y la viveza y el brillo supérstite de ciertas metáforas y giros poéticos admirables. Jiménez de la Espada se refirió despectivamente a la calidad literaria de la obra, hablando de la «indiana algarabía» de su estilo y de su prosodia y sintaxis desbarradas, pero cabía también haber reparado en sus bellezas literarias de primera mano. Bastaría citar el apóstrofe de Inca Yupanqui, que el autor transcribe en quechua: “Cusco, capacpac churacllay yanapauay maypimcanqui” (Cuzco, tú que sólo al potente puedes sustentar, ¿dónde estás? ayúdame), las apariciones de personajes misteriosos como el monstruo que aparece cuando la invasión Chanca, “bestia de media legua de largo”, la del mancebo que anuncia su triunfo a Viracocha o el que entrega un libro (sic) a Pachacútec y desaparece, pero sobre todo los capítulos finales relativos a Huayna Cápac y Huáscar. En lo relativo al primero se comprueba que el autor trasmite “los de la batalla”, en determinado momento suspende su relato pormenorizado y dice que no conoce los episodios porque los Collasuyos, que eran los bardos del ejército “no estaban allí”. En cambio, qué movimiento poético el de las escenas siguientes: el resentimiento de los orejones con Huayna Cápac, semejante a la cólera de Aquiles, el episodio de la laguna de Yahuarcocha con su “sauce temerario” y la partida de Huayna Cápac de Pasto, quien “da rayos a los pies”, cercado de agüeros y de visiones de fantasmas que le anuncian la peste y, por último, la muerte del Inca, como de cuento oriental por el maleficio de una mariposa encerrada en una caja traída por un mensajero divino. El cantar de Huáscar abunda también en diálogos apóstrofes como el de “Cocahacho ysullaya” (bastardo comedor de coca), los lamentos de Huáscar y su castigo por haber pecado contra las huacas y las vírgenes del Sol, de pura procedencia épica. Los 7 millones de hombres que se enfrentan en la batalla de Uttscupampa no son invención del autor, sino transcripción del poema, el que recurría, como todo canto épico, al método amplificador de la leyenda.
Los hechos relatados por Santa Cruz Pachacutic constan en otros cronistas: Sarmiento de Gamboa y Cabello Balboa bebieron probablemente los mismos cantares, pero Santa Cruz Pachacutic conservó intacta la frescura primitiva del poema original… Los otros escardaron el texto de elementos maravillosos, él tuvo el mérito de no haber suprimido la poesía, que es también de la más honda historia de un pueblo.
Se carece de datos sobre la vida de Santa Cruz Pachacutic. Se sabe por él mismo que fue natural de Santiago de Hananguaygua y Hurin guacinchi de Urcosuyo, cerca de Canchis en Collasuyo. Su padre se llamó Diego Felipe Condorcanqui y dos ascendientes suyos estaban en Cajamarca en el ejército de Atahualpa cuando entraron los españoles. No obstante esto y que transcribe la versión exacta de los ultrajes hechos por Quisquis a Huáscar y sus parientes, no halló en el cronista una exaltación personal por el monarca quiteño, que justifique el epíteto de atahualpista. Su relato tiene la objetividad característica de los cantos épicos.
* “Tres cronistas del Inkario: Juan de Betanzos (1510-1576), Titu Cusi Yupanqui (1529-1570?), Juan Santa Cruz Pachacutic”, Publicado en: La Prensa, Lima, 1 de enero de 1942.
Titu Cusi Yupanqui (1529-1570?)*
Titu Cusi es considerado como el tercer inca de la cristiandad o Vilcabamba. Recuperado el dominio del Cuzco por los españoles después del formidable asedio de Manco Inca, éste se retiró a las montañas inaccesibles de Vilcabamba. Allí restableció el Incanato y el culto al Sol, venerado en el ídolo Punchao. Muerto Manco, le sucedió Sayri Túpac. Pero en 1557 Túpac aceptó los ofrecimientos del Marqués de Cañete, salió de Vilcabamba, fue a Lima, donde renunció a sus derechos en cambio de una rica encomienda en Yucay con 12 000 pesos de renta. Sayri Túpac se fue a vivir al Cuzco, pero Titu Cusi quedó en Vilcabamba. Parece que el Incazgo correspondía por derecho a Túpac Amaru, hijo legítimo y mayorazgo de Manco, pero que, siendo éste menor o incapaz (utic: bobo, tonto, loco), Titu Cusi fue reconocido como el jefe. En su crónica él se reclama como el heredero legítimo y mayorazgo de Manco, pero era hijo bastardo y cartas suyas comprueban que gobernaba únicamente como tutor de su hermano Túpac Amaru. En otros documentos aparece que era hijo legítimo y que sus hermanos menores se llamaban Cápac Túpac Yupanqui, Topa Huallpa y Topa Amaro. Estuvo casado con Chimbo Ocllo Coya, su hermana, hija de Manco.
Mientras vivió Sayri Túpac en el Cuzco, Titu permaneció inactivo. Los indios seguían considerando a aquél como el monarca legítimo. Pero muerto Sayri el bastardo se ciñó la mascapaicha y encerró al heredero legítimo con acllas y mamacunas en la casa del Sol. Titu asumió inmediatamente una actitud beligerante contra los españoles, siguiendo el ejemplo de su padre Manco Inca: sus guerrillas de indios volvieron a saltear y a matar a los españoles que iban por la ruta del Cuzco a Lima y a incursionar en el valle del Tambo y en las proximidades del Apurímac.
El licenciado Lope García de Castro, Gobernador del Perú, deseoso de remediar esta situación entabló negociaciones para reducir al Inca. Este tenía en el Cuzco como apoderado a Juan de Betanzos y era, según lo declaran los que lo conocieron “hombre mañoso” y calculador. En su entrevista con el Licenciado Matienzo, Oidor de la Audiencia de Charcas, en el puente de Chuquichaca, se mostró hábil diplomático. Se proclamó cristiano, deseoso de recibir el Evangelio y derramó luengas lágrimas por asaltos que se había visto obligado a hacer a los españoles. Entregó entonces al Licenciado Matienzo dos memoriales: uno sobre los agravios hechos a su padre, que le habían obligado a él a tomar represalias y otro sobre las mercedes que pedía para salir de Vilcabamba y firmar las paces. Estas eran, que el Rey le diera en encomienda el valle de Vilcabamba con los pueblos de éste, Rayangalla, Asangalla, Vilcabamba y Viticos, además de los pueblos de Chachona y Çanora y otros, que tuvo el Convento de la Merced junto al Cuzco, para sí y sus herederos. A este «fleco» de un Imperio añadía Titu Cusi una cláusula que revela sus preocupaciones dinásticas: el matrimonio de su hijo Quispe Tito con Doña Beatriz Sayri Topa, hija del último Inca con el goce de la encomienda de Yucay. La legitimidad incaica refluía así sobre su estirpe en el caso de una restauración.
El 24 de agosto de 1566 se concertó el arreglo o capitulación entre el Inca y el Tesorero García de Melo, en Carco. En él Titu Cusi consintió ser vasallo de Su Majestad aceptando que se nombrase un corregidor para que ejerciera justicia en las provincias rebeldes, clérigo y frailes que la doctrinasen y que habría paz perpetua entre indios y españoles y ni el Inca ni sus capitanes harían más daños a los pueblos situados en los términos del Cuzco. En compensación, se le ofreció al Inca que su hijo Quispe Tito se casaría con doña Beatriz Colla hija de Sayri Túpac y se le darían los indios y pueblos de Coca que el virrey Cañete dio al padre de doña Beatriz, con los 3,500 pesos de pensión que pesaban sobre ellos en favor de otros vecinos. Esta capitulación fue aprobada por García de Castro en Los Reyes a 14 de octubre de 1566. En los documentos anexos a ella figuran el juramento del Inca y de sus capitanes hecho a la usanza incaica, mirando hacia el sol con los brazos tendidos y las manos abiertas e invocando al astro solar como criador de todas las cosas y a la tierra como madre; el bautizo de Felipe Quispe Tito hijo de Titu Cusi y de Coya Chimbo Ocllo, hija de Mango Inga Yupanqui verificado en el pueblo de Carco de Vilcabamba en 20 de julio de 1567 y una declaración de Titu Cusi y sus capitanes en Carco a 8 de julio de 1567 en que éstos informan sobre el origen, ascendencia y matrimonio de Titu Cusi, las causas de la sublevación de Manco Inca y la muerte de éste. Tanto Titu Cusi como sus generales Yanquemayta, su gobernador, y Rimachi Yupanqui, su maese de campo, que habían sido capitanes de Manco en el cerco del Cuzco, declaran que Titu es hijo de Manco Inca, nieto de Huayna Cápac, bisnieto de Topa Inga Yupanqui y tataranieto de Pachacuti Inga. Según ellos, Manco Inca designó como sucesor a Titu Cusi “como más viejo que es de edad” y en virtud de esa designación tomó la borla imperial, se hizo Señor de sus hermanos y sumo sacerdote. Su padre le mandó que “no hiciese liga ni confederación con la nación española”. Las insignias de autoridad que el Inca ostentaba en el acto de jurar obediencia en Carco eran una maza de oro con unas borlas de lo mismo «que es insynea que los señores incas llevaban antiguamente para ser reconocidos por señores». En el acto del juramento ante el Corregidor español Diego Rodríguez de Figueroa, Titu Cusi juró por sí, por Quispe Titu y por sus hermanos Cápac Topa Yupanqui, Topa Guallpa y Topa Amaro y declaró que si éstos le desobedeciesen y se insubordinasen contra los españoles él “los despedazará a lanzadas con sus propias manos”.
El comisionado de Matienzo que vio a Titu nos da su traza física así: “será hombre como de cuarenta años, de mediana estatura, moderno y con unas pecas de viruelas en la cara, el gesto algo severo y robusto”. El Inca vestía camiseta de “damasco azul”, diadema de plumas en la cabeza, collar y coracinas de plumas en las pantorrillas. En el pecho llevaba una patena de plata, un puñal dorado y una “rodela” de Castilla en la mano y el rostro “enmascarado de un mandul colorado”. “Le rodeaban veinte o treinta mujeres de razonable parecer”. Así vio un soldado español el último cortejo de un Inca irrisorio, algo selvatizado por la permanencia en Vilcabamba y con unos pobres arreos de farsa en vez de la magnífica joyería de sus antepasados.
En tanto que se formalizaban los arreglos, el Inca permitió que entrasen a Vilcabamba algunos frailes para doctrinar a los indios. El primero en entrar fue Fray Antonio de Vera, en el pueblo de Carco, quien bautizó a Quispe Titu, que recibió el nombre de Felipe (1567). Al año siguiente Titu Cusi solicitó ser bautizado por el fraile más principal del Cuzco y se le envió al prior de los agustinos fray Juan de Vivero, quien le bautizó el 28 de agosto de 1568, “día del glorioso doctor San Agustín”, recibiendo el nombre de Diego de Castro. Quedó en Vilcabamba el padre Marcos García, quien debía doctrinar al Inca y quien escribió a solicitud de Titu Cusi un memorial o “Instrucción” al Gobernador García de Castro que tiene el carácter de crónica. El Inca murió a poco de una pulmonía y los indios mataron entre grandes suplicios al padre agustino Diego Ortiz, porque no supo curarle primero ni resucitarle después.
La Instrucción recuenta los agravios hechos por los conquistadores españoles a Manco Inca en el Cuzco principalmente por los hermanos de Pizarro, en ausencia de éste. El hijo de Manco rinde justicia al Conquistador del Perú, cuando, después de relatar las tropelías sufridas por su padre, escribe: “Entienda el que esto leyere que cuando estos negocios pasaron de dar la coya a la prisión de las cadenas y grillos el Marqués don Francisco Pizarro ya era ido a Lima y a la sazón no estaba en el Cuzco y por eso, no piense naide que en todo se halló”.
La crónica de Titu Cusi es particularmente interesante para reconstruir el sitio del Cuzco por Manco y la etapa de los Incas de Vilcabamba. Relata también la captura de Atahualpa recogiendo la versión cuzqueña contraria a aquel Inca, enemigo y destructor de su raza. Su testimonio no es muy seguro desde el punto de vista cronológico, como hombre que no supo escribir y confió todo a la memoria. La acción de su padre Manco es hiperbolizada en muchas partes, principalmente en los sucesos anteriores a la insurrección, en que Titu pretende hacer creer que Manco gobernaba en el Cuzco como heredero primogénito de Huayna Cápac, en lugar de Huáscar. Otros sucesos y nombres son confundidos, como los de Soto y el violador de Inguil que no fue Gonzalo sino Juan Pizarro. El fraile redactor de la crónica interpone también su personalidad, haciendo pronunciar a cada rato, a Manco Inca, arengas que son verdaderas homilías y que comienzan invariablemente con este vocativo: “Muy amados hijos y hermanos míos”. Sin embargo de esto, hay algunos atisbos e impresiones directas del espíritu indio frente a los españoles o viracochas. Así, cuando dice, para describir a los conquistadores, que eran hombres barbados que hablaban a solas con unos paños blancos –para decir que leían–, que iban sobre animales que tenían los pies de plata y que eran dueños de algunos illapas o truenos.
* Publicado en: “Tres cronistas del Inkario: Juan de Betanzos (1510-1576), Titu Cusi Yupanqui (1529-1570?), Juan Santa Cruz Pachacutic”, La Prensa, Lima, 1 de enero de 1942; Raúl Porras Barrenechea, Los cronistas del Perú, Lima, Banco de Crédito del Perú, 1986.
Los Cantares Epicos Incaicos*
Los dos más claros antecedentes indígenas de las crónicas peruanas son los cantares épicos incaicos y los quipus históricos. El pueblo incaico, como pueblo joven y guerrero en pleno periodo vital de expansión y de fuerza, cultivó, para mantener la moral de su aristocracia guerrera, la poesía heroica. Los cronistas españoles nos dirán, después de establecidos en el territorio, cuáles eran los ritos del triunfo entre los Incas. El vencedor de los enemigos del Cuzco –ya fuesen los Chancas, los Andahuaylas o los Collas– era recibido por la multitud en medio de grandes aclamaciones, de bailes y cantares, ensalzando sus hechos y dando gracias al Sol. Las canciones que componían de sus guerras y hazañas “no las tañían –dice Garcilaso– porque no eran cosas de damas”, y Santa Cruz Pachacuti nos habla de un “fuerte cantar con ocho tambores y caxas temerarias”. Era el haylli o canción de triunfo de los Incas, semejante en su embriaguez de gloria al pean griego. Así nos cuenta Garcilaso que entraron Lloque Yupanqui y Mayta Cápac. “Toda la ciudad salió a recibirle con bailes y cantares”, dice, refiriéndose a Cápac Yupanqui. Y Montesinos describe la entrada de Sinchi Roca vencedor entre las aclamaciones del pueblo, llevando los despojos de los vencidos, convertidos en tambores y seguido “de tres mil indios orejones ricamente vestidos y adornados de plumas, y de quinientas doncellas hijas de señores principales”, que iban cantando –los hombres– “el haylli, canto de la victoria y suceso de la batalla, ánimo y valor del rey vencedor”.
A estas ceremonias triunfales se unían otras, reveladoras del mismo culto bélico y heroico. En los grandes días de fiesta las momias de los grandes Incas eran sacadas a la plaza del Cuzco por sus mayordomos y mamaconas, y éstos cantaban delante del Inca la loa o cantar de cada uno de los monarcas muertos, “por su orden y concierto –dice Betanzos– comenzando el primero el tal cantar o historia o loa, los de Manco Cápac, y siguiéndoles los servidores de los reyes que le habían sucedido”. También en los funerales de los Incas se cantaban los grandes hechos, y los principales actos de su reinado, como refiere Cabello Balboa en las exequias de Inga Yupanqui. En la costa del Perú, según refieren Cieza y Las Casas, los funerales de los curacas duraban varios días, y en ellos las “endechaderas” o huaccapucus cantaban delante del cuerpo del difunto, en la plaza principal, acompañadas por la multitud, entre flautas y aullidos dolorosos, las perfecciones y hazañas del muerto.
Por la falta de escritura, esta poesía oral debía ser celosamente resguardada del olvido. Cieza refiere que en cada reinado se designaban tres o cuatro hombres ancianos para que guardasen la memoria de los hechos de los Incas y compusiesen cantares sobre ello. Se escribían en verso, dice Garcilaso, para que sus descendientes se acordasen de los buenos hechos de sus pasados y los imitasen: “Los versos eran pocos porque la memoria los guardase; empero eran muy compendiosos como cifras. No usaron de consonante en los versos; todos eran sueltos” (Garcilaso, cap. XXVII, lib. II).
Estos cantares no podían ser dichos ni cantados fuera de la presencia de un Inca, y cuando era muerto el monarca a que se referían, estos indios viejos se acercaban al Inca recién proclamado y con los ojos puestos en el suelo y bajas las manos, le decían: “Oh, Inca grande y poderoso, el Sol y la Luna, la Tierra, los montes y los árboles, las piedras y tus padres te guarden de infortunio y hagan próspero, dichoso y bienaventurado sobre todos cuantos nacieron. Sábete que las cosas que sucedieron a tu antecesor son éstas”, y recitaban entonces el cantar inédito de las hazañas del muerto, y estos cantares sólo podían decirse en días de gran tristeza o de regocijo (Cieza, Señorío, Cap. XII).
Cuando el juglar histórico aparecía ante la multitud y comenzaba su canto, ésta reconocía, inmediatamente, la presencia de la materia épica, por las palabras iniciales y cierto tonillo pecular ya conocido. El juglar iniciaba siempre el cantar histórico con dos palabras rituales: Ñaupa Pacha, que quiere decir antiguamente o en tiempos pasados, y equivalía al “en aquel entonces” de nuestros cuentos. Al oír esta palabra, la multitud se recogía espiritualmente para escuchar las hazañas de sus reyes y sus propias leyendas. Para hacer más presente y vivaz el recuerdo heroico, casi todos estos cantares eran mimados o acompañados de una representación ligera.
Esta historia épica, “cantada a voces grandes” o representada en el Aucaipata delante del Inca y de la multitud, tenía también, como las crónicas castellanas, un austero sentido moralizador. Sólo era permitido hacer cantares sobre los reyes que no habían perdido ninguna provincia de las que recibieron de su padre, que no hubiesen “usado de bajezas ni de poquedades” y “si entre los reyes algunos salía remiso, cobarde, dado a vicios y amigo de holgar sin acrecentar el señorío de su Imperio, mandaban que destos tales obiese poca memoria o casi ninguna” (Cieza, Señorío, Cap. XI). Así la historia incaica ofrece una galería de varones sabios y valientes en la que no hay reyes viciosos ni tiranos.
Esta poesía heroica de los Incas no difiere en nada de la poesía de otros pueblos guerreros. Sólo le falta hallar el trance para ser transportada a la historia por medio de la escritura. Es todavía pre-historia y leyenda.1
* Publicado en: “Los cronistas del Perú (1528-1650)”, La Prensa, Lima, 4 de noviembre de 1945.
1 He tratado más ampliamente este tema de la leyenda y las formas de la épica incaica en Mito, tradición e historia del Perú, y en unas conferencias sobre La épica incaica, en la Universidad del Cuzco (noviembre de 1954), en la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (1955) y en la Escuela Normal de Varones (1956).
El cronista indio Felipe Huamán Poma de Ayala (¿1534-1615?)*
Si el Inca Garcilaso es la expresión más auténtica de la historia inca y cuzqueña –la visión dorada y suave del Imperio paternal–, en Sarmiento de Gamboa está la leyenda épica antagónica del señorío tiránico y turbulento de los Hijos del Sol, en Gutiérrez de Santa Clara la pasión y el estrépito de la guerra civil entre los mismos conquistadores y en Pedro Cieza de León la visión integral y ecuánime del Incario unida a los más nobles y humanos impulsos del colonizador. El indio Felipe Huamán Poma de Ayala, en cambio, hasta por sus nombres totémicos –huamán y puma: halcón y león– aparece póstuma y sorpresivamente, como una reencarnación de la behetría anterior a los Incas. Su Nueva crónica y buen gobierno no sólo trata de revivir épocas remotas, casi perdidas para la propia tradición oral en los fondos milenarios de la raza, sino que es también por la confusión y el embrollo de sus ideas y noticias, y por el desorden y barbarie del estilo y de la sintaxis, pura behetría mental.
Extravío y Hallazgo
El nombre de Huaman Poma de Ayala fue absolutamente desconocido para sus contemporáneos, y para la historia posterior hasta 1908. En este año el Director de la Biblioteca de Gottinga, Richard Pietschmann, descubrió en la Biblioteca de Copenhague, encuadernado en pergamino, el manuscrito Nº 2232 de la Colección Real que contenía, con numerosos dibujos, en 1,179 páginas, la crónica del indio peruano. Numerosas divagaciones y las inevitables sospechas de los detractores de España, han surgido alrededor del viaje de este manuscrito hasta Dinamarca. Markham, sobre todo, patetiza, según su costumbre: “Es un misterio cómo el libro con todas estas ilustraciones escapó a la destrucción y aún cómo se permitió su envío a España. Por fin esta obra importantísima se halló en manos compasivas”. El presunto destierro, la fuga o la vía crucis del voluminoso códice, no fueron acaso sino la ocasional odisea de tantas otras producciones de la época, como la de los manuscritos de Cieza, Betanzos o Santa Cruz Pachacutic y del propio Sarmiento de Gamboa, el defensor de las tesis oficiales españolas, hallado después de tres siglos en Gottinga por el mismo Pietschmann. El manuscrito mártir no fue, sin embargo, ni quemado ni destruido, sino probablemente remitido a España para ser conservado en las cámaras imperiales, como una expresión curiosa de las civilizaciones primitivas de América. Me parece hallar la huella del camino seguido por la Nueva crónica, en una noticia que trae Gregorio Marañón en su elegante biografía del Conde Duque de Olivares. Este dice que la biblioteca del Conde Duque –en la que había numerosos manuscritos de América– fue comprada, en parte, por Cornelius Pederson Lerche, quien fue embajador danés en Madrid en 1650-53 y quien residió en dicha ciudad hasta 1662. Este los llevó a Dinamarca. ¿Estaría entre ellos el de Huamán Poma o pudo ser comprado, en otra forma, por el mismo biliófilo danés?
Los estudios de Pietschmann publicados en Nachrichten de la Real Sociedad de Goettingen, en 1908 y en las Actas del Congreso de Americanistas de Londres de 1912, revelaron la importancia del cronista autóctono y hasta entonces totalmente ignorado. Este no pudo ser cabalmente conocido e interpretado en el Perú, sino a partir de 1936, en que el manuscrito de Huamán Poma fue publicado en edición facsímil por el Instituto de Etnología de París. La historiografía peruana se empeña, desde entonces, por desentrañar y comprobar el enorme y confuso material aglomerado en las páginas apretadas y bilingües del grueso códice. Los profesores Tello, Varallanos y Lastres han estudiado particularmente el aspecto arqueológico, folklórico, jurídico y científico de la obra de Huamán Poma, abriendo el camino, aún difícil, de una estimativa total. La reciente edición boliviana, hecha por Posnansky, en que se traduce por primera vez íntegramente, a la letra impresa, el manuscrito únicamente reproducido en la edición facsimilar de París, puede contribuir eficazmente a ese esclarecimiento, necesario para nuestros estudios históricos.
La época en que esta crónica fue escrita puede situarse, a primera vista, entre los años 1567 y 1615. En el pórtico de la obra hay una carta del padre del autor Martín de Ayala al Rey de España, Felipe II, fechada en Concepción de Huayllapampa, a 15 de mayo de 1587 (págs. 5 a 7). En ella dice al Rey que su hijo, Teniente de Corregidor de la Provincia de Lucanas, ha escrito su historia empleando en su trabajo veinte años. Debería haberla comenzado, pues, en 1567. Pero hay indicios de que la obra se escribió más tarde.
Desde las primeras páginas de la crónica se comprueba que ésta fue escrita, en su forma presente, no sólo después de 1587 sino después de 1600 y quizás entre 1613 y 1615. Así en la página 9 se alude a los virreyes que gobernaron el Perú después de 1600. Se nombra primeramente a los virreyes del siglo XVI, Cañete (1556-1561), Toledo (1569-1581), Enríquez (1581-1583), Conde del Villar (1585-1589), García Hurtado de Mendoza (1590-1595), y luego a los virreyes Luis de Velasco (1596-1604), el Conde de Monterrey (1604-1606) y el Marqués de Montesclaros que gobernó de 1607 a 1615. Esta página pudo, sin embargo, haber sido corregida y cambiada, pero hay otras referencias más claras. En la página 20 hay una alusión al Obispo del Cuzco fray Gregorio de Montalvo que gobernó esa diócesis de 1590 a 1592. En la página 435 se menciona el año 1613, en la 470, el año 1615, en la página 473 se habla de los legados del Obispo del Cuzco fray Antonio de la Raya, fallecido en 1606; en la 498 se cita el año de 1612, en la 515 el 1612, en la 518 el año 1608, en la 581 el 1610, en la 624 el 1608, en la 673 el 1613, en la 679 el 1611 y la visita del Obispo del Cuzco, en la 690 el año 1611, en la 696 al Obispo del Cuzco Lartaún (1573-83), en la 698 nuevamente al Obispo Antonio de la Raya (1598-1606) como ya fallecido; en la 700 al año 1611, en la 919 al año 1613, en la 930 al 1611 y en la 1104 al año 1614. No hay referencia alguna posterior a 1615. El Virrey Príncipe de Esquilache que entró a gobernar en diciembre de 1615 no es considerado en la lista de virreyes ni figura para nada.
No hay duda, pues, que el manuscrito actual se escribió entre 1613 y 1615. Pietschmann, quien ha estudiado el códice directamente, cree que toda la obra se escribió en 1613 (no menciona las referencias a 1614 y 1615). Según él, no hay en la grafía del cronista, esas variaciones de pulso y de caracteres que deberían existir en un manuscrito hecho en épocas sucesivas. El trazo es idéntico, desde el principio hasta el fin, sin vacilaciones ni decaimientos. Sin embargo, puede notarse que, salvo la lista de virreyes de la página 9, que pudo ser revisada, las referencias a años posteriores a 1600 sólo se presentan en la Segunda Parte o sea en el “Buen Gobierno”. Podría establecerse, pues, que Huamán Poma escribiese la primera parte de su obra –la Nueva crónica– antes de 1600, para lo que recogería datos durante 20 años, y que se decidiera a escribir la segunda parte –el Buen Gobierno– precisamente el año 1613, mencionado en la página 435 en que termina la primera parte y comienza la segunda. El cronista copiaría entonces de nuevo el manuscrito, ya envejecido, de la primera parte para uniformarlo con la nueva. De ahí la identidad de la escritura observada por Pietschmann.
I
El Rastro Autobiográfico
La Estirpe de Los Yarovilcas. El Abuelo y El Padre
Se carece hasta ahora, absolutamente, de toda huella documental sobre la vida de Felipe Huamán Poma de Ayala. Los únicos datos biográficos que de él se saben son los que él mismo consigna en su crónica. Tenemos que creerle, provisoriamente, bajo su palabra, prescindiendo de sus errores, jactancias, contradicciones y absurdos frecuentes. Y la aclaración biográfica es tanto más necesaria, porque de ella depende la valoración de muchos juicios del cronista y hasta la sinceridad y certidumbre de sus noticias y testimonios.
El primer hecho desconcertante en la autobiografía de Huamán Poma es que se dice descendiente de una dinastía de los Yarovilcas de Huánuco, señores del Chinchaysuyo, muy anteriores a los Incas y antes por nadie mencionados, de cuya rancia nobleza se ufana el cronista. Los Yarovilca Allauca Huánucos fueron señores del Chinchaysuyo hasta que fueron conquistados por Auqui Topa Ynga, capitán del Inca Topa Inca Yupanqui (págs. 111 y 160). Túpac Yupanqui concedió los más grandes honores a los miembros de la antiquísima casta de los Yarovilcas, los que entraron a formar parte del Consejo del Inca y Guaman Chava Allauca Huánuco, quien fue el que “se dio de paz con el Inca” (75) fue designado “segunda persona” de éste y su Visorrey en todo el reino “como en Castilla al Excmo. señor duque de Alva” (341 y 1030). Este fue el abuelo del autor, aunque alguna vez le llama “mi bisaguelo” (948), y en otra “abuelo” de su padre (111). Los títulos que le concedió el Inca eran de Capac Apo, Incap rántin, taripac, Tahuantinsuyo runata, que equivalían a los de príncipe, duque, conde y marqués en España (341). Entonces, o más tarde, un hijo de Huaman Chava llamado Huaman Malqui casó con Curi Ocllo, hija menor del Inca Túpac Yupanqui, quienes fueron los padres de Huaman Poma. Así, se fundieron, según el cronista, las dos estirpes reales del Perú, la de los Yarovilcas Allauca Huánucos y la dinastía real de los Incas del Cuzco.
Huaman Chava-Yarovilca Allauca Huánuco –el abuelo del cronista–, fue para éste, un personaje de altísima prestancia en el Incario. Gobernó 50 años, como segunda persona del Inca Túpac Yupanqui y como Virrey y Capitán General de los Chinchansuyo y de todo el reino (341 y 111). Acompañaba al Inca en sus paseos (339), fue con él a las conquistas de Chile y de Quito y fue quemado vivo en el Cuzco por Pizarro y Almagro, quienes le exigían oro y plata (397 y 399). De éste último hecho no queda huella alguna en ninguna de las crónicas o documentos acusatorios de la conquista. El propio Huaman Poma afirma, en otro lugar de su crónica, que Huaman Chava “con guayna capac ynga acabó su vida” (166), lo que ofrece mayor presunción cronológica.
El cronista se ufana, a menudo, de la importancia de su abuelo y nos da su retrato, dibujado por él mismo, una vez con sus insignias de mando y su escudo con un halcón y un puma (165) y llevado, en otra, en andas imperiales, como los Incas, en la leyenda “Incaprantin Capac” (340). Nos dice también orgullosamente, que se sentaba en una tiana de plata finísima, y un codo más alta que la de todos los demás funcionarios reales (453). La mujer de Huaman Chava, abuela del cronista, fue Cápac Guarmi Pomagualca Chinchaysuyo, tan noble como su marido y de la misma casta de los Yarovilcas Allauca Huánucos (174). El cronista la retrata, con la uniformidad característica de sus dibujos, con la indumentaria de las Coyas –lliclla, acxo, chumbe y topo– diciendo que fue la “primera reyna y señora Capac Guarmi Poma Guallca Chinchaysuyo, muy bizarra y muy hermosa muger que de tan buena governaba todo el reyno” (173 y 174). De algunos otros datos confusos, se puede entresacar que Huaman Chava fue hijo de Cápac Apo Chava (741) y nieto de Yarovilca (111), y que tuvo un hermano menor Apo Huamán Poma, que fue señor de los Chinchaysuyos (453). También fueron sus parientes coetáneos Francisco Huamán Guachaca de Ayala y Juan Huamán Guachaca, principales de Andahuaylas “nietos legitimos” no se sabe de quien; don Martín Cápac Apo Quicyavilca de Ayala “sobrino legitimo” que gobernaba “la provicia de los angarays chocorbos de uaytara santiago yauyos y de cordoba vilcanchos” (809), y don Diego Quicyavilca hanan yauyo de Santiago de Quirahuaura, también principal con salario.
Huamán Poma se afana, también, por encumbrar la biografía de su padre, humilde cacique de Lucanas y sirviente de un hospital en la época española y hacerla más espectacular. Nos asegura que su padre, como su abuelo y seguramente a título hereditario, fue también “segunda persona del Inca” Túpac Yupanqui, su suegro, y su visorrey en todo el reyno (736), sin explicarnos cómo descendió después a la modesta categoría de curaca de la apartada región de Lucanas. Apunta, también, que “vido y comido con Topa Inga Yupanqui”, con Huayna Cápac y con Huáscar, aunque para ello tenga que sostener que cuando murió, en tiempo de cristianos era ya “muy viejo de edad de ciento y cincuenta años”. Huaman Mallqui, con otros grandes señores de las cuatro partes del Imperio, fue en 1532 a recibir a los españoles a Tumbes, de parte de Huáscar, “a darse la paz y besar los piés” del Emperador Carlos V, aunque bastaba para la importancia de la Embajada que estuviera sólo su padre (47, 376, 550, 957). Un dibujo reproduce la escena del abrazo del “Excmo. señor don Martin Guaman Mallqui de Ayala” con Pizarro y Almagro (375). Esta embajada, omitida por todos los cronistas presenciales de la conquista, consignada tan sólo por cronistas tardíos y sospechosos, como Montesinos y Torres Naharro, parece, como muchas de las afirmaciones de Huamán Poma, una leyenda popular que el cronista ha capitalizado en favor de su progenie. Garcilaso duda de que Huáscar pudiese enviar embajador alguno en la aflictiva situación en que le tuvieron, después de apresarle, los generales de Atahualpa y sugiere que la embajada pudo ser de la iniciativa privada de algún curaca compasivo, que se apiadó de la suerte de su señor1.Pero un cronista tardío del siglo XVII, el padre Anello Oliva aporta una confirmación desconcertante y no exhibida hasta ahora por ninguno de los comentaristas de Huamán Poma. Dice el padre Oliva en su Historia del Perú: “Con este fin y blanco despachó Huáscar una embaxada a Huamán Mallqui Topa Yndio Orejón de la sangre real a don Francisco Pizarro pidiéndole que pues era hijo del sol y venía a deshacer agravios, deshiciese el muy exorbitante que padecía de su hermano Atahualpa. El governador respondió que ya iba de camino para ayudar con la verdad y justicia a quien la tubiese y favorecer a quien lo mereciese2.Anello Oliva, contemporáneo de Huamán Poma, pudo conocer a éste y recoger de él, la inédita versión y aun el nombre de su padre como embajador de Huáscar a Pizarro. Huamán Poma se declara gran amigo de los jesuitas y Anello Oliva manifiesta en toda su obra, como los demás cronistas postoledanos, gran interés por las tradiciones populares indígenas.
Nada se sabe de la suerte de Huaman Mallqui, después de su aparatosa embajada, hasta 1539. El cronista afirma que su padre fue el fundador de la ciudad de Huamanga, en compañía de don Hernando Cacyamarca, aunque sabemos que la ciudad fue fundada de orden de Pizarro, por Vasco de Guevara, en 1539. Al establecerse la ciudad recibiría unas tierras en Santa Catalina de Chupas (1050). Declara, también, que su padre sirvió al Rey, al lado de Vaca de Castro, contra don Diego de Almagro el Mozo y estuvo en la batalla de Chupas (Chupaspampa uaraco urco) (413 y 736). También habría servido al Rey en las insurrecciones de Gonzalo Pizarro y de Hernández Girón. En la primera, afirma que, después de la defección de Juan de Saavedra, teniente de Gonzalo en Huánuco y de la salida de éste de la ciudad para incorporarse al servicio del Rey, Gonzalo envió un capitán con “300 hombres” para que quemase Huánuco. Los indios, a cuyo frente se hallaba el “capitán general segunda persona del ynga, capac apo don martin guaman malque de ayala allauca huanuco yarovilca, el excmo señor destos rreynos y otros capitanes”, defendieron entonces la ciudad contra el rebelde (421). La jactanciosa afirmación del cronista se halla, esta vez, rectificada por la propia crónica del Palentino, que en esta parte le sirve de guía para su relato. El cronista español consigna que Gonzalo envió, en esa ocasión, a Francisco de Valladolid, con sólo quince soldados, para tomar el pueblo, pero que no pudo hacerlo porque “todos los indios estaban alzados y de guerra.3 La hazaña disminuye en proporciones.
El servicio más importante prestado por su padre a la causa del Rey de España, y a la vez el hecho más decisivo en la biografía del cronista, es el ocurrido en la batalla de Huarina, entre las fuerzas de Gonzalo Pizarro y las del Rey acaudilladas por Diego Centeno. En esta batalla, dice el autor, hallándose el capitán Luis Avalos de Ayala, combatiendo en el bando de su Majestad, cayó del caballo e iba a ser victimado por Martín de Olmos, cuando surgió Huaman Mallqui, quien desjarretó al caballo del contrario y “le mato al dicho traydor martin de olmos” (16).4 Por este servicio –dice el cronista– ganó onrra y merito y se llamo ayala” (16). Después de entonces el antiguo Virrey Yarovilca se llamó don Martin Huamán Mallqui de Ayala, nombre símbolo de fidelidad, pues “los yndios guanocos (son) fieles como en castilla los vizcainos” (341 y 1030) y los Ayala eran vizcaínos.
El hecho parece, a primera vista, incierto. El Palentino afirma que Martín de Olmos, capitán del bando de Gonzalo, se pasó al bando del Rey, antes de la batalla de Huarina, en la que no pudo, por tanto, combatir contra Avalos de Ayala, si éste militaba también en el bando del Rey, como afirma Huamán Poma.
Huamán Poma nos refiere además que Luis Avalos de Ayala, fue uno de los defensores de Lima en 1536, cuando, a raíz del alzamiento de Manco Inca en el Cuzco, los indios pusieron cerco a la ciudad de los Reyes. Según Huamán Poma, el capitán Avalos de Ayala, mató personalmente a Quiso Yupanqui, el jefe de los sitiadores, que corría como un gamo y a quien Avalos sorprendió en una acequia (393). Quiso Yupanqui era hijo de Túpac Yupanqui y por lo tanto hermano de Curi Ocllo y tío del autor, pero esto no amengua el entusiasmo de Huamán Poma por el capitán Avalos (393 y 1032). Más tarde, nos dice el cronista, fue capitán de a caballo de la Gasca (425).
El error de estas noticias de Huamán Poma sobre el capitán Avalos de Ayala, es patente. En ningún documento de las guerras civiles se halla el capitán Avalos, en el Perú, antes de 1548. Por diversos testimonios puede afirmarse que éste vino a Indias con el Licenciado la Gasca, que pasó con éste a Buenaventura y luego con Benalcázar a Quito. En 1548 o sea un año después de la batalla de Huarina, ingresa al Perú y asiste al lado de la Gasca a la batalla de Xaquixaguana en que es derrotado Gonzalo Pizarro. Ejerce luego una comisión en Charcas, llevando el oro del Rey de Potosí a Lima. Sirvió, enseguida, en el bando real en las sublevaciones de Sebastián de Castilla y Hernández de Girón. En ésta última, juntó 200 soldados, a los que proveyó de lo necesario y mandó como capitán de infantería. Estuvo en el ejército de los Oidores contra Girón, en Pachacamac y le siguió hasta el valle de Villacuri. El Palentino menciona a Avalos en esta batalla, entre los amigos del Oidor Santillán y Garcilaso le cuenta entre los heridos de esa desastrosa jornada. En una información hecha en 1578 se dice que el capitán Avalos “fue herido de un arcabuzazo en el brazo izquierdo y mano del cual quedó manco”. Perdió también toda su ropa, plata y cabalgadura. Siguió sin embargo, en el servicio real, hasta la batalla de Pucará en que fue derrotado Hernández Girón y donde “se señaló mucho”. Fue enseguida a Lima y luego a Potosí donde recibió como prisioneros al Adelantado Sanabria del Río de la Plata y a Juan Núñez de Prado, gobernador de Tucumán y los condujo a Lima, entregándolos al Marqués de Cañete. En 1559 se le encuentra en Arequipa firmando con don Pedro Luis de Cabrera, el gordo pariente de Garcilaso, un contrato de transporte de maíz de Cuzco a Arequipa en unas recuas de llamas que poseía.
Por sus señalados servicios al Rey envió al Virrey una cédula en 18 de agosto de 1559, recomendando a Avalos para que se le diese alguna renta.5 El Conde de Nieva Otorgó por esto a Avalos, en 29 de abril de 1563, una merced de 5 000 pesos de oro situados en la Caja Real de Potosí, sobre indios vacos y por dos vidas. En 1578 había muerto y su hijo, Luis Dávalos de Ayala, reclamaba la herencia. En 1608 solicitaba la merced real en Lima, el nieto, capitán Juan Avalos de Ayala, hijo de otro Juan de Avalos que fue hijo segundo del viejo capitán.
Estos documentos no dejan lugar a dudas y descubren el enredo mental del cronista. El capitán Avalos de Ayala no estuvo en el sitio de Lima (1536) ni fue herido en la Huarina (1547). Llegó un año más tarde de este suceso y siete años despues cayó herido en Villacuri (1554) o en Chuquinga según otros documentos. Es posible que en este trance le auxiliara Huaman Mallqui, pues los indios Lucanas intervinieron en esta campaña. En cuanto al capitán Martín de Olmos, que según Huamán Poma estuvo a punto de matar a Ayala en la batalla, estuvo en Chuquinga en el mismo bando que Avalos o sea en el campo del Rey.
El episodio más dudoso de la biografía paterna es el referente a la vinculación sui generis que, desde la batalla de Huarina, o de Chuquinga tuvo el capitán Avalos con Huaman Mallqui y su familia. El cronista nos habla de un hermano suyo, mestizo, llamado Martín de Ayala, quien fue hijo del capitan Luis Avalos de Ayala y de la madre del cronista doña Juana Curi Ocllo. Huamán Poma elude explicar la forma y el tiempo en que el capitán Ayala sedujo a su madre, pero de sus propias afirmaciones y de la cronología se deduce que estas relaciones se contrajeron, hallándose ya unida a Huaman Mallqui, quien ajeno a las susceptibilidades occidentales, tomó esta colaboración como un gran honor, que el cronista comparte, según se desprende de sus continuas alabanzas al caballero Ayala y a su linaje (1107). La familia Huamán vivió agradecida y guardó con respeto el nombre de don Luis Avalos de Ayala, pero lo que es más pintoresco, Huaman Mallqui, el cónyuge agraviado, adoptó el nombre de su competidor conyugal y lo trasmitió a sus hijos.
El padre del cronista sirvió también al Rey en la revolución de Hernández Girón. Huamán Poma repite varias veces, según su costumbre, que los indios Lucanas dirigidos por su padre y por Apo Uasco Changa y Guamán Uachaca Lurinchanga, principales de la provincia de Andahuaylas, combatieron contra el rebelde después de la batalla de Chuquinga y le derrotaron en el sitio de Huachahuapiti Huancacocha, junto a Huatacocha (págs. 409, 431 y 736). Según el cronista, quien recoge indudablemente tradiciones populares indígenas de su provincia, su padre y los principales que le acompañaban vencieron a “trecientos españoles y cien yanaconas mestizos y mulatos del bando de Hernándes de Girón en el alto de Uachauapite, junto a Uatacocha Uraya Uma Uancacocha” (433), obligando al rebelde a huir a las montañas de Jauja, donde, según las mismas tradiciones indias que recoje Huamán Poma, fue apresado por los indios Jaujas. Un grabado presenta a Huamán Malqui amenazando con su lanza a Hernández Girón que huye con otros españoles. En todas estas noticias, referentes al paso de Hernández Girón por los Lucanas y a su brillante e inesperado triunfo de Chuquinga, que hirió la memoria popular indígena, resalta la inseguridad y la tendencia legendaria de la tradición oral que el cronista transmite.
Los indios Lucanas convirtieron el episódico combate del alto de Huachahuapiti, habido después de Chuquinga, como la derrota decisiva de Hernández Girón, después de la que éste huye a Jauja, eludiendo la batalla de Pucará, a la que se refiere después, y en que el rebelde fue efectivamente deshecho. La prisión del rebelde realizada por capitanes españoles se atribuye a los caciques indios de Jauja (434 y 435), en especial a Choquillanqui, uno de cuyos hijos fue amigo de Huamán Poma y le favoreció en uno de sus viajes (1120).
Los indios Lucanas, según el Palentino y otros documentos, tampoco se limitaron a atacar a Hernández Girón, después de la batalla de Chuquinga. Atacaron a los dos bandos, al del mariscal Alvarado que defendía al Rey y al que le mataron treinta hombres y al del rebelde Hernández Girón, cargando sobre ambos después de la batalla y robándoles sus equipajes. Huamán Poma convierte este acto de represalia indígena en un servicio a la causa del Rey.6
Todavía Huaman Mallqui, indio colaboracionista toma parte en la prisión de Túpac Amaru en Vilcabamba realizada por el capitán Martín García de Loyola, de orden del Virrey Toledo. El cronista afirma que el Virrey le nombró por capitán de Vilcabamba y que en esa circunstancia ganó merced de armas y salario de dicho Virrey, la que confirmaron los Virreyes don García Hurtado de Mendoza y don Luis de Velasco (903). No está claro, sin embargo, por la confusión de las frases del cronista, si la capitanía y las mercedes fueron otorgadas a Huaman Mallqui o al capitán Dávalos de Ayala, su asociado conyugal. Me inclino a lo segundo.7
La última etapa de la vida de Huaman Mallqui transcurre en el Cuzco y en Huamanga. De Virrey y “segunda persona” del Inca el desafortunado descendiente de los Yarovilcas, Allauca Huánucos, señores del Chinchaysuyo, desciende a ser mayordomo y mandadero, primero del Hospital de Naturales del Cuzco y luego del de Huamanga. En uno y otro sirvió treinta años “de sacar servidores y limpiar la casa y comprar de comer para los pobres del hospital” (736 y 819). “Y acabó su vida muy viejo de edad de ciento y cincuenta años” (76 y 1078).
De su unión con doña Juana Curi Ocllo tuvo Huaman Mallqui de Ayala cuatro hijos varones, Felipe, Francisco, Juan y Melchor y una hija llamada Isabel Huamán Poma de Ayala (76 y 740). Doña Juana tuvo a su vez un hijo mestizo, el padre Martín de Ayala, hijo de don Luis Avalos de Ayala. El cronista no hace mención mayor de sus demás hermanos, pero el Palentino nombra a un clérigo llamado Francisco Huamanes de Ayala, a quien Hernández Girón envía desde Guamanga, como emisario suyo ante el Arzobipo Loayza para convencerlo a su favor. El clérigo engañó a Lope Martín y llegado el Arzobispo, éste le hizo prender y le remitió enseguida a España junto con otro clérigo alborotador llamado Baltasar de Loayza.8 Huamán Poma, buen alegador de sus servicios familiares al Rey, calla todas estas cosas. Es indudable, sin embargo, por la coincidencia de nombres, que se trata de un hermano suyo mestizo por el hecho de ser clérigo. Este hermano que actuaba ya en 1556, como eclesiástico, debió ser mayor que Felipe el cronista.
* Talleres Gráficos de la Editorial Lumen, Lima, 1948.
1 Los Comentarios Reales de Los Incas, Segunda Parte, Libro I. Cap. XVI.
2 Anello Oliva, Historia del Reino y Provincias del Perú, de sus Incas Reyes, Descubrimiento y conquista por los españoles de la Corona de Castilla. Lima, 1895.
3 Diego Fernández, el Palentino, Primera y segunda parte de la Historia del Perú, Sevilla, 1571, parte primera, libro II, capítulo LVIII.
4 Garcilaso nos dice que la casa de Martín de Olmos estaba en la plaza principal del Cuzco. No debió morir en la batalla de Huarina, porque figura en 1572 como capitán para la entrada a Vilcabamba y caballero del hábito de Santiago. En 1573 era Alcalde del Cuzco. En el Archivo de Indias existe su Información de servicios que puede aclarar estos hechos.
5 El Rey envió al Conde de Nieva una cédula de recomendación a favor de Luis Avalos de Ayala que éste no cumplió inmediatamente. (Carta del Licenciado Monzón al Rey. Lima, 10 de febrero de 1563): Levillier, Audiencia de Charcas (t.I, p. 289). Más tarde le otorgó 5 000 pesos en la hacienda real, por haber servido “muy bien y principalmente” (Id. p. 318).
6 El ataque de los Lucanas a las tropas leales consta no sólo en la crónica del Palentino, sino en documentos posteriores. En una información de la época de Toledo, de Bartolomé de Pineda, hecha en 1577, se dice: “y en el camino los indios Lucanas a él (A. de Alvarado) y a otros le dieron gran guerra, donde le mataron más de treinta hombres”. Revista de Archivos y Bibliotecas, t. I, p. 189.
7 En ninguna de las relaciones de las entradas a Vilcabamba publicadas figura el capitán Avalos de Ayala. (Véase Alegato del Perú en su cuestión con Bolivia (t.VII). Figura, en cambio, Martín de Olmos.
8 El Palentino, op. cit., Segunda Parte, Li. II, p. 66 v
MITO Y ÉPICA INCAICOS*
La tradición, la arqueología y los primeros documentos escritos del siglo XVI, y el propio testimonio etnográfico actual, revelan que el indio peruano, tanto de la costa como de la sierra, y, particularmente, el súbdito de los Incas, tuvo como característica esencial, un instinto tradicional, un sentimiento de adhesión a las formas adquiridas, un horror a la mutación y al cambio, un afán de perennidad y de perpetuación del pasado, que se manifiesta en todos sus actos y costumbres, y que encarna en instituciones y prácticas de carácter recordatorio, que reemplazan, muchas veces, en la función histórica, a los usos gráficos y fonéticos occidentales. Este sentimiento se demuestra particularmente en el culto de la pacarina o lugar de aparición –cerro, peña, lago o manantial– del que se supone ha surgido el antecesor familiar, o en el culto de los muertos o malquis, de la momia tratada como ser viviente y de la huaca o adoratorio familiar. Ningún pueblo como el incaico, salvo acaso los chinos, sintió más hondamente la seducción del pasado y el anhelo de retener el tiempo fugaz. Todos sus ritos y costumbres familiares y estatales, están llenos de este sentido recordatorio y propiciador del pasado. Cada Inca que muere en el Cuzco es embalsamado y conservado en su propio palacio, rodeado de todos los objetos que le pertenecieron, de sus armas y de su vajilla, servido en la muerte por sus mujeres e hijos, los que portan la momia a la gran plaza del Cuzco, en las grandes ceremonias, y conservan la tradición de sus hechos en recitados métricos que se trasmiten a sus descendientes. La panaca, o descendencia de un Inca, equivale a las instituciones nobiliarias europeas, encargadas de mantener la legitimidad de los títulos y la pureza de la sangre. Es una orden de Santiago, con padrones de nudos y el mismo horror a la bastardía o la extrañeza de sangre. El indio de las serranías, según los extirpadores de idolatrías, se resistía a abandonar los lugares abruptos en que vivía, porque ahí estaba su pacarina, y guardaba reverencialmente en su hogar las figurillas de piedra y de bronce que representaban a sus lares. En la costa, nos refiere el Padre las Casas, se realizaban los funerales de los jefes en las plazas públicas y los túmulos eran rodeados por coros de mujeres o endechaderas, que lloraban y cantaban relatando las hazañas y virtudes del muerto. En todos estos actos hay un instinto o apetencia de historia, que cristaliza también en el amor por los mitos, cuentos y leyendas, y más tarde en las formas oficiales de la historia que planifica el estado incaico.
El mito y el cuento popular anteceden, según los sociólogos, a la historia. El pueblo incaico fue especialmente propenso a contar fábulas y leyendas. Garcilaso recordaba que había oído, en su juventud, “fábulas breves y compendiosas”, en las que los indios guardaban leyendas religiosas o hechos famosos de sus reyes y caudillos, las que encerraban generalmente una doctrina moral. El testimonio de Garcilaso y las leyendas recogidas por los cronistas post-toledanos y extirpadores de idolatrías confirman esta vocación narrativa. Los Incas amaron particularmente el arte de contar. Puede hallarse una confirmación del aserto de Garcilaso en el lenguaje incaico, en el que abundan las palabras expresivas de los diversos matices de la función de narrar. Así, revisando el ilustre Vocabulario de González Holguín, hallamos palabras especiales para significar el relato de un simple suceso, el relato de fábulas de pasatiempo (sauca hahua ricuycuna), contar fábulas o vejeces (hahua ricuni), contar cuentos de admiración fabulosos (hahuari cuy simi), referir un ejemplo temeroso (huc manchay runap cascanta hucca ripus caiqui), y por último, un vocablo para expresar el canto o relato de lo que ha pasado y contar ejemplos en alta voz a muchos (huccaripuni). Al contador de fábulas se le llamaba hahuaricuk.
Hay una edad mitopéyica o creadora de mitos en los pueblos, según Max Müller, que algunos identifican con la creación poética, que otros consideran como un período de temporal insania, y a la que otros otorgan valor histórico. Sin incurrir en las afirmaciones extremas del evemerismo, hay que reconocer el valor que los mitos tienen para reconstruir el espíritu de un pueblo primitivo. Aunque se haya dicho que los mitos son la expresión de un pasado que nunca tuvo presente o que son el resultado de confusiones del lenguaje, es fácil descubrir en ellos rastros de la psicología y de la historia del pueblo creador. Es cierto que el mito confunde, en una vaguedad e incoherencia de misterio, el pasado, el presente y el futuro, y que la acción de ellos transcurre principalmente en el tiempo mítico, que es tiempo eterno, mas la prueba de que contienen elementos reales y alusiones a hechos ciertos, está en que los relatos míticos coinciden con otras manifestaciones anímicas desaparecidas del mismo pueblo y son muchas veces confirmadas por la arqueología. En el mito es posible hallar, como lo sugiere Cassirer, un orden cronológico de las cosas y de los acontecimientos, para una cosmología y una genealogía de los dioses y de los hombres.
En la poesía mítica de los Incas se mezclan, sin duda, como en los demás pueblos, hechos reales e imaginarios, los que transcurren, por lo general, en el reino del azar y de lo maravilloso. Pero todos ofrecen indicios históricos, porque está presente en ellos el espíritu del pueblo creador. En casi todos los mitos incaicos, a pesar de algunos relatos terroríficos de destrucción y recreación de los hombres, cabe observar un ánimo menos patético y dramático que en las demás naciones indígenas de América, en las que, como observa Picón Salas, se concibe la vida como fatalidad y catástrofe. Predomina también en la mitología peruana un burlón y sonriente optimismo de la vida. El origen del mundo, la guerra entre los dioses Con y Pachacamac, la creación del hombre por Viracocha, que modeló en el Collao la figura de los trajes de los pobladores de cada una de las tribus primitivas, o la aparición de personajes legendarios que siguen el camino de las montañas al mar, como Naymlap, Quitumbe, Tonapa o Manco Cápac, tienen un fresco sentido de aventura juvenil. En la ingenua e infantil alegoría del alma primitiva, los cerros o los islotes marinos son dioses petrificados, o seres legendarios castigados por su soberbia o su pasión amorosa. El trueno es el golpe de un dios irritado sobre el cántaro de agua de una doncella astral que produce la lluvia; la Venus o chasca de enredada cabellera, es el paje favorito del Sol, que unas veces va delante y otras después de él; los eclipses son luchas de gigantes, leones y serpientes, y, otras veces, la unión carnal del Sol con la Luna, cuyos espasmos producen la oscuridad. La Vía Láctea es un río luminoso; las estrellas se imaginan como animales totémicos, o como granos de quinua o maíz, desparramados en los festines celestes, y los sacacas o cometas pasan deslumbrantes con sus alas de fuego, a refugiarse en las nieves más altas. La Luna o quilla suscita dulces y sonrientes consejas de celos y amor. Algunas veces es la esposa del Sol; otras, el Sol, envidioso de la blancura de su luz, le echa a la cara un puñado de ceniza que la embadurna para siempre, aunque también se asegura que las manchas lunares son la figura de un zorro enamorado de la Luna, que trepó hasta ella para raptarla y se quedó adherido al disco luminoso.
He aquí una cosmología sonriente. El propio drama universal del diluvio resulta amenguado por una sonrisa. El único hombre y la única mujer que se salvan de las aguas, sobreviven encima de la caja de un atambor. La serpiente que se arrastra ondulando por el suelo, se transforma inusitadamente en el zig-zag del relámpago. El zorro trepa a la Luna por dos sogas que le tienden desde arriba. Los hombres nacen de tres huevos de oro, de plata y de cobre, que dan lugar a los curacas, a las ñustas y a los indios comunes, y, en una cinematográfica visión del diluvio, los pastores refugiados en los cerros más altos, ven, con azorada alegría, que el cerro va creciendo cuando suben las aguas, y que baja cuando éstas descienden. Todas estas creaciones son la expresión de un alma joven, plena de gracia y de benévola alegría . El terror de los relatos primitivos ha desaparecido para dar paso a la fe en los destinos del hombre y de la raza.
En sus orígenes fue el pueblo incaico predominantemente agrícola y dedicado a la vida rural. En su apogeo, aunque no perdiera su sentimiento bucólico, se transformó en un pueblo belicoso y dominador, guiado por una casta aristocrática y por una moral guerrera. Las leyendas primitivas de los héroes civilizadores exaltarán por esto, principalmente, los triunfos del hombre sobre la tierra yerma y los milagros de la siembra y el cultivo. Viracocha es un dios benefactor y civilizador, que encarna la fecundidad de la vida y el triunfo sobre la naturaleza. La mujer que baja del cielo y se cobija en el árbol de coca, trae también un mensaje consolador, pues desde entonces las hojas del árbol dañino mitigan el hambre y hacen olvidar las penas. Pero los mitos más genuinos son los que exaltan la siembra, la semilla y las escenas del trabajo rural. Las parejas simbólicas de los cuatro hermanos Ayar que parten de la posada de la aurora o Pacaritampu, con sus alabardas resplandecientes y sus hondas que derriban cerros, van a buscar la tierra predestinada para implantar en ella el maíz y la papa, nutricios de la grandeza del imperio. Ellos simbolizan, según Valcárcel, el hallazgo de algunas especies alimenticias: Ayar Cachi, la sal; Ayar Uchu, el ají; Ayar Amca, el maíz tostado. Cuando el dios Viracocha envía a sus hijos Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar un imperio, la mágica barreta de oro que llevan se hunde en la tierra más fértil, para simbolizar el destino agrario de los Incas y el peor castigo que sobreviene, en las leyendas incaicas, a los que faltan las leyes divina y humana, es siempre el de verse convertidos en piedra, que es el símbolo mayor de la esterilidad.
El mito, la leyenda y el cuento fueron las formas populares y poéticas anunciadoras de la historia. Pero hubo otras formas oficiales del sentimiento histórico, dueñas de un carácter que podría decirse estatal u oficial. Estas formas fueron: el haylli o canto de la victoria y loa de la batalla, el cantar histórico recitado en alta voz en la plaza pública, durante las grandes solemnidades, y el purucalla, o representación mímica de los hechos de los Incas y de sus triunfos guerreros. A estas formas de tradición oral se sumaban los procedimientos mnemotécnicos, que eran ya un conato de escritura, y que fueron los quipus o cordones de nudos, las quilcas o quelcas, –que debió ser un sistema de pictografía–, los bastones o báculos rayados, y los tablones pintados y las telas de cumbe representando hechos históricos.
El haylli, como el pean griego, era un canto colectivo de alegría y de victoria, destinado a exaltar los sentimientos de la casta aristocrática y guerrera. Pero el haylli incaico no era sólo himno de triunfo bélico, sino, como expresión de un pueblo agrícola y militar, una canción gozosa que loaba las hazañas del trabajo y el término venturoso de las jornadas agrícolas. El haylli, dice una antigua gramática quechua, la de González Holguín, de 1608, es “un canto regocijado de guerra o chacras bien acabadas y vencidas”. Haychacta hayllini es “cantar la gloria de la victoria o de la chacra”. Hayllinccomichacracta es “acabar las chacras vencidas”, y Hayllircco puni aucacta es “concluir la victoria o rematarla con canciones”. Aucacta hayllik es el triunfador. Hayllini es celebrar el triunfo o victoria con cantos y bailes. Así, el pueblo incaico encerró en una sola palabra jubilar su doble índole guerrera y campesina.
El haylli era cantado cuando el ejército entraba victorioso al Cuzco, entre las aclamaciones de la multitud. Garcilaso, Sarmiento de Gamboa y Montesinos, han descrito la entrada de los Incas, vencedores de los Chancas, de los Andahuaylas o los Collas, llevando los despojos de los vencidos, convertidos en atambores, y seguidos de los indios orejones, con sus ornamentos de oro y de plumas, y de doncellas principales que entonaban el haylli, “canto de la victoria y sucesos de la batalla, ánimo y valor del rey vencedor”. Estas canciones eran acompañadas de música, pero “no las tañían, dice Garcilaso, porque no eran cosas de damas”; y Santa Cruz Pachacutic hablaba de “un fuerte cantar con ocho tambores y caxas temerarias”. Los cantares, unidos siempre a manifestaciones coreográficas, se repetían luego en las fiestas principales por conjuntos de hombres y mujeres asidos de las manos, según refiere Cieza, los que andaban a la redonda al son de un atambor, recontando en sus cantares y endechas las cosas pasadas, como los españoles en sus romances y villancicos, y siempre bebiendo hasta quedar muy embriagados. Era el taqui semejante al «areito» antillano o azteca, poseído de ardor báquico. El corifeo o taquicta huacaric decía la copla y la multitud respondía con el estribillo o retruécano estridente y jubiloso: ¡haravayo, haravayo; o yaha, ya ha, ya ha ha ha! En cada reinado, o a raíz de un nuevo triunfo incaico, se inventaban nuevos taquis y hayllis, con diversos vestidos, ceremonias e instrumentos, ya fuesen las succas, o cabezas de venado, o los caracoles de mar horadados, denominados hayllai quipac, o trompetas del triunfo, o atabales de oro engastados en pedrería. Según una tradición vernácula, los bardos que componían los hayllis o loas de la victoria eran de la tribu de los Collaguas.
La verdadera historia oficial era cultivada por los quipucamayocs, pertenecientes a la descendencia o panaca de cada uno de los Incas. Estos se hallaban obligados, desde la época de Pachacútec, a hacer cantares históricos relativos a las hazañas de cada Inca y estaban obligados todos los ayllus imperiales, desde el de Manco Cápac, a componer el cantar correspondiente al reinado del Inca fundador de la panaca. A la muerte de cada Inca se llamaba a los quipucamayocs y se investigaba si debía quedar fama de aquél por haber vencido en alguna batalla, por su valentía o buen gobierno y sólo se permitía hacer cantares sobre los reyes que no hubieran perdido alguna provincia de las que recibieran de su padre, que no hubiesen usado de bajezas ni poquedades, y “si entre los reyes alguno salía remisio, cobarde, amigo de holgar o dado a vicios, sin acrecentar el señorío de su imperio, mandaba que destos oviese poca memoria o casi ninguna” (Cieza).
Después de que tres o cuatro ancianos juzgasen el derecho a la fama póstuma del Inca, el cantar era compuesto por “los retóricos abundantes de palabras que supieran contar los hechos en buen orden”. Esta historia oficial y dirigida, erudita en cierto modo, que encarnaba las ideas morales y políticas de la casta dirigente, tenía un alto sentido moralizador: excluía de la recordación histórica a los malos gobernantes y a los que vulneraban las leyes o el honor. De ahí que la historia incaica ofrezca únicamente las biografías de doce o catorce Incas impecables, y que no haya uniformidad sobre el número de éstos, a los que algunos cronistas, como Montesinos hacen llegar a más de noventa. La historia pierde en fidelidad, pero gana en moralidad. El quipucamayoc o historiador tenía una grave responsabilidad, que afectaba a la colectividad y al espíritu nacional. Debía conservar intacta la memoria de los grandes reyes por el recitado métrico del cantar, ayudado por el instrumento mnemotécnico de los quipus; en caso de olvidarse como los alcohuas de México, sufría pena de muerte. Eran ellos como un colegio de historiadores, cuya disciplina, al igual que la de otros organismos del estado Inca, era inflexible.
Esta historia épica, que sólo se ocupaba de los héroes, era “cantada a voces grandes” en el Aucaypata, delante del Inca y de la multitud. En los grandes días de fiesta, en el del Inti Raymi, en los días de nacimiento, de bodas o de casamientos, y, particularmente, en las exequias de los Incas, se sacaba a todas las momias imperiales conservadas en sus palacios, y los mayordomos y mamaconas de cada uno de ellos, cantaban delante del Inca reinante, el relato histórico correspondiente a su monarca “por su orden y concierto”, dice Betanzos, “comenzando primero el tal cantar e historia o loa los de Manco Cápac y siguiéndoles los servidores de los otros reyes que le habían sucedido”. Al aparecer en la plaza los quipucamayocs, con su aire grave y hierático, la multitud se aprestaba a escuchar los hechos históricos de los Incas y adoptaba una actitud religiosa, cuando el juglar incaico empezaba su relato con la frase sacramental ñaupa pacha, que quiere decir, según González Holguín, “antiguamente o en tiempos pasados”. La multitud reconocía inmediatamente la esencia histórica del relato, por cierto “tonillo y ponderación” que daba el recitante al pronunciar las palabras “ñaupa pacha”, semejante a la entonación que los narradores de cuentos infantiles dan a la frase castellana: “En aquellos tiempos…”. Y el pueblo escuchaba, entonces prosternado y extático, la leyenda de los hermanos Ayar venidos desde la posada de Pacaritampu, la aparición de Manco Cápac, las hazañas de Viracocha contra los Chancas, la huida del Inca viejo y de su hijo Urco, el cantar de Uscovilca y la misteriosa ayuda de los Pururaucas, que enardecían la fe en la invicta fortuna del imperio. En medio del estruendo de los huáncares y el agudo silbar de los pututos, de la alharaca guerrera que hacía caer a las aves aturdidas, el Villac Umu, y su teoría de sacerdotes alzaban las manos al cielo e imploraban: “Oh dios Viracocha, Supremo Hacedor de la tierra, haz que los Incas sean siempre jóvenes y triunfadores y que nadie detenga el paso de los despojadores de toda la tierra”.
Hay huella, también, en el lenguaje y en los cronistas, de la existencia de cantos épicos mimados, en que se representaban los hechos de los Incas y las batallas ganadas por éstos. Sarmiento de Gamboa refiere que Pachacútec, al triunfar sobre los Chancas, mandó hacer grandes fiestas y representaciones de la vida de cada Inca, y que a estas fiestas se les llamó purucalla. Tales representaciones hacíanse por las calles del pueblo, en el desfile guerrero hacia el templo del Sol, y también se representaban antes de las batallas para animar a los combatientes. Es posible que este rito coreográfico adquiriese más tarde un sentido fúnebre y elegíaco, principalmente en las exequias de los Incas, donde tendrían el carácter de una melopeya. Sarmiento de Gamboa cuenta que, al morir Pachacútec, este dijo a Túpac Inca Yupanqui: “Cuando yo sea muerto, curarás de mi cuerpo y ponerlo has en mis casas de Patallacta. Harás mi bulto de oro en la casa del Sol y en todas las provincias a mi subjetas haras los sacrificios solemnes y al fin la fiesta de purucalla para que vaya a descansar”. Esta alusión es confirmada por el Vocabulario de González Holguín, donde se dice que la palabra purucayan significa “un llanto común por la muerte del Inca, lllevando su vestido y su estandarte real, mostrándolo para mover a llanto, caymi saminchic caymi marcanchic ñispa”.
Todavía años después de la conquista, un cronista cuzqueño vio desenvolverse en Vilcabamba, a la muerte de Titu Cusi, la ceremonia que los Incas usaban en sus entierros y cabos de año, “que ellos llaman en su lengua purucalla que quiere decir honras”. Era aquél un paseo de las insignias reales: el tumi, el chuqui, la chipana, el llauto, la jacolla, el uncuy, la huallcanca, las ojotas, el duho, la mascapaicha, el huantuy, el achigua, los que eran llevados por señores cubiertos de luto, con atambores roncos y grandes gemidos y sollozos. La ceremonia del purucalla era imitada, en tono menor, por las “endechaderas” de que hablan Garcilaso, Cobo y el Padre las Casas, en las exequias de los curacas y de los grandes señores.
La ausencia de una escritura fonética fue reemplazada entre los Incas por dos imperfectos sistemas mnemotécnicos, que he estudiado detenidamente en mi ensayo Quipu y Quilca. Quilca, según los primeros vocabularios, quiere decir pintura, y quilcacamayoc, pintor. Mas tarde, por el proceso ineludible de la transculturación, se tradujo quilca por escritura. Quilca era el nombre de las pictografías simbólicas usadas por los Incas y acaso de las propias pinturas históricas de los hechos de los monarcas. Los indios, por analogía, aplicaron dicho nombre después de la conquista, a los papeles, cartas y libros de los españoles. Los cronistas indios hablan de que los españoles leían en “quilcas”; de ahí se ha derivado la discusión sobre la existencia de una escritura pre-incaica, la que cuenta con el apoyo del fantaseador clérigo Montesinos, quien propugnó la versión de que la escritura fue conocida por los antecesores de los Incas, hasta que llegaron gentes ferocísimas desde los Andes y desde el Brasil, “y con ellas se perdieron las letras”. Antes de esta catástrofe, había una universidad en el Cuzco, donde se enseñaba la cultura en pergaminos y hojas de árboles. En la época de Túpac Cauri Pachacuti, imaginario Inca de la dinastía montesiniana, intentóse restablecer la escritura, pero el dios Viracocha reveló que las letras habían sido la causa de una desoladora peste, por lo que se dictó una ley prohibiendo que ninguno usase de quilcas o letras. Cabe identificar las quilcas con las pictografías o petroglifos o inscripciones jeroglíficas lapidarias que aparecen en diversas regiones del Perú. Es significativo, por lo menos, que el lugar donde se hallan los importantes petroglifos de la Caldera, cerca de Arequipa, llevase antiguamente el nombre revelador de Quilcasca.
El más importante sistema recordativo de los Incas fue el de los quipus o cordones con nudos, que tuvieron, inicialmente, una función de contabilidad y estadística, pero que fueron adaptados posteriormente a la rememoración histórica. Garcilaso dice, con razón, que “el quipu o el ñudo dice el número más no la palabra”. Pero un sistema ingenioso de colores y de pequeños objetos –piedre-cillas, carbones o pedazos de madera, atados a los cordones–, contribuía a despertar los recuerdos del quipucamayoc. Hubo quipus destinados a guardar el recuerdo de los reinados de los Incas, otros destinados a las batallas, a las leyes, al calendario, a los cambios de población y a otros hechos. Los colores designaban, según Calancha, la época histórica a que pertenecía el quipu. Los hilos de lana color pajizo, correspondían a la época de behetría, anterior a los Incas; el color morado denunciaba la época de los caciques, y el carmesí era señal de la incaica. En los quipus de batallas, los quipus verdes denotaban a los vencidos y el hilo del color de los auquénidos a los vencedores. El blanco era indicador de plata; el amarillo, de oro; el rojo, de guerra; y el negro, de tiempo.
Las cifras numéricas del quipu no podían trasmitir más que las proporciones o la época del hecho, pero no el relato de las circunstancias ni la transmisión de las palabras, ni los razonamientos. Esto se remediaba por las pequeñas señales adheridas a los quipus, y sobre todo, por versos breves y compendiosos, aprendidos por el quipucamayoc, y que advenían a su memoria por el llamado mnemotécnico de aquéllos. El quipucamayoc cogía el quipu y, teniéndolo en la mano, recitaba los trozos métricos breves, como fábula “con el favor de los cuentos y la poesía”. Es la asociación quipu-cantar, en la que el principal ingrediente es la memoria del recitador. Por esto, los quipucamayocs de una escuela no podían leer ni entender las señales, puramente mnemotécnicas de las otras, y si el historiador se olvidaba del cantar perdíase la historia, por lo que se le aplicaba la pena de muerte.
Las crónicas de Cristóbal de Molina y de Sarmiento de Gamboa, revelan que en la época de Pachacútec se inició un nuevo sistema de perpetuación de los recuerdos históricos. El Inca mandó averiguar las antigüedades y cosas notables del pasado, tanto del Cuzco como de las provincias, y ordenó pintarlas por su orden en “tablones” grandes, en las casas del Sol, donde se colocaron éstos guarnecidos de oro y se nombró doctores que supiesen entenderlos y declararlos. “Y no podían entrar en donde estas tablas estaban sino el inga y los historiadores sin expresa licencia del inga”. Molina habla de que estos tablones pintados sobre la vida de cada uno de los ingas, sobre las tierras que conquistó y sobre su origen, se hallaban en una casa del Sol llamada Puquincancha, junto al Cuzco, y que era lugar de adoración para los Incas. De estos tablones se sacó una historia dibujada en tapicería de cumbe que fue enviada al Rey de España por el Virrey Toledo.
Los cronistas hablan, aún, de bastones y “palos pintados” en los que se inscribirían disposiciones testamentarias, cortas instrucciones a los visitadores o noticias llevadas por los chasquis. Cabello de Balboa refiere que Huayna Cápac señaló en un bastón, con dibujos y rayas de diversos colores, su última voluntad. En los símbolos y estilizaciones geométricas, usadas en los vasos y esculturas indígenas, y en las escenas guerreras que reproducen los huacos de la región del Chimú, acaso haya un reflejo de aquellas pinturas históricas o signos convencionales anunciadores de la escritura.
La historia cultivada por los Incas no es la simple tradición oral de los pueblos primitivos, sujeta a continuas variaciones y al desgaste de la memoria. La tradición oral estaba en el pueblo incaico resguardada, en primer término, por su propia forma métrica que balanceaba la memoria, y por la vigilancia de escuelas rígidamente conservadoras. Los quipus y las pinturas aumentaban la proporción de fidelidad de los relatos y la memoria popular era el fiscal constante de su exactitud.
La historia incaica es, sin embargo de su difusión y aprendizaje por el pueblo, una disciplina aristocrática. Ensalza únicamente a los Incas y está destinada a mantener la moral y la fama de la casta guerrera. Es una historia de clan o de ayllus familiares, que sirve los intereses de la dinastía reinante de los Yupanquis, así como la historia romana fue patrimonio de las familias patricias, de los Fabios y de las Escipiones. Esto recorta naturalmente el horizonte humano de aquella visión histórica. No es la historia del pueblo incaico, sino las biografías de doce o catorce Incas supérstites de la calificación póstuma. Los relatos están hechos también con un sentido laudatorio y cortesano. Es una historia áulica que sólo consigna hazañas y hechos beneméritos. En contraposición con la historia occidental, afecta más bien a recoger las huellas de dolor y de infortunio, la historia incaica sigue una trayectoria de optimismo y de triunfo.
Los Incas, como los romanos con los pueblos bárbaros, no guardaron memoria del pasado de las tribus conquistadas. Se apoderaron de sus hallazgos culturales y velaron con una niebla de incomprensión y de olvido todo el acaecer de los pueblos preincaicos. Garcilaso recogió esta versión imperial, afirmando que los pueblos anteriores a los Incas eran behetrías, sin orden ni ley, y sus aglomeraciones humanas “como recogedero de bestias”. En el lenguaje incaico se llamó a esa época lejana e imprecisa, con el nombre de purunpacha, que significa tiempo de las poblaciones desiertas o bárbaras. Purun pacha equivale, en la terminología incaica, al concepto vago y penumbroso que damos en la época moderna a los tiempos prehistóricos. La historia de los Incas, a pesar de su carácter aristocrático, de sus restricciones informativas, de la parcialidad y contradicción irresoluble entre las versiones de los diferentes ayllus, de su tendencia épica y panegirista, de su asociación todavía rudimentaria al baile y a la música, tiene, sin embargo, mayores características de autenticidad que la tradición oral de otros pueblos primitivos. La historia fue un sacerdocio investido de una alta autoridad moral, que utilizó todos los recursos a su alcance para resguardar la verdad del pasado y que estuvo animada de un espíritu de justicia y de sanción moral para la obra de los gobernantes, que puede servir de norma para una historia más austera y estimulante, que no sea simple acopio memorístico de hechos y de nombres. Su eficacia está demostrada en que, mientras en otros pueblos la tradición oral sólo alcanzó a recordar hechos de 150 años atrás, la historia incaica pudo guardar noticia relativamente cierta de los nombres y los hechos de dos dinastías, en un espacio seguramente mayor de cuatrocientos años.
* En: Mito, tradición e historia del Perú. Lima, Imp. Santa María, 1951; 2da. ed., Instituto Raúl Porras Barrenechea, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1969; 3ra. ed. Retablo de Papel Ediciones [Talleres Gráficos del INIDE], 1973.
La raíz india de Lima
No es exacto que Lima sea exclusivamente española por su origen, por su formación biológica y social y por su expresión cultural. La fundación española, forjadora perenne de mestizaje, tuvo que contar con dos factores preexistentes; el marco geográfico y el estrato cultural indígena. Ambos influyeron decisivamente en aspectos y formas de la peculiaridad de nuestro desarrollo urbano.
Don Hipólito Unanue, vocero de la ilustración colonial y maestro de nuestra meteorología, definió ya el clima de Lima como el de una “eterna y continuada primavera”. Los cronistas soldados del siglo XVI después de ambular por selvas y riscos y pantanos habían dicho ya su admiración al llegar a tierra de tanto sosiego y equilibrio atmosférico como la de Lima. Cieza de León en su crónica, hoy cuatro veces centenaria, publicada en 1553, expresó su contento viajero al decir: “Y cierto para pasar la vida humana cuando los escándalos y alborotos y no haciendo guerra, es una de las buenas tierras del mundo, pues vemos que en ella no hay hambre ni pestilencia, ni llueve, ni caen rayos, ni relámpagos, ni se oyen truenos; antes siempre está el cielo sereno y muy hermoso” . Y los poetas del siglo de hierro confirmaron el entusiasmo de los cronistas, entonando himnos a la benignidad del cielo de Lima y a la uniforme templanza de sus estaciones. Pedro de Oña el poeta de Arauco huésped limeño de los Virreyes dijo en su cántico a Montesclaros:
Soberbios montes de la regia Lima
que en el puro cristal de vuestro río
de las nevadas cumbres despeñado
arrogantes miráis la enhiesta cima,
tan extensa al rigor del almo estío
como a las iras del invierno helado.
Las constantes geográficas del clima limeño han sido señaladas precisamente por viajeros y geógrafos posteriores. Las preexistentes a la conquista fueron: la proximidad del mar, el suelo llano y desértico, los blancos arenales que conforman según el decir de Morand un paisaje lunar; el suelo de tierra arenisca delgada y fértil “que parece que la echó el Creador para hacerla habitable”, la falta de lluvias que produce la esterilidad del suelo y el sistema de irrigación artificial por canales o acequias, el abono fácil en las islas vecinas, los sembríos de maíz, de yuca, de habas, de camotes, de frijoles, de maní y de algodón en los oasis verdeantes de los valles junto al curso rápido y torrentoso de los ríos, bordeados de arboledas frutales como los pacaes o huavas, las guayabas, paltas, chirimoyas, piñas, lúcumos y algarrobos; los bosquecillos de espinos, huarangos y algarrobos en las partes altas y en las bajas los sauces, chilcas y los juncales y aneas de los pantanos; la humedad ambiente condensada en la neblina y en la tenue garúa invernal; la fauna menuda y veloz, de gozquecillos, patos, palomas, cigüeñas, faisanes, perdices, venados y los clásicos gallinazos; sin animales temerosos como los lobos, salvo las águilas y astutas raposas, y los pumas sorpresivos. Los únicos fenómenos extraordinarios del ambiente costeño son el temblor cucuy y el hauyco o aluvión violento que desciende por las quebradas como un castigo de los cerros destrozando casas y sembríos.
La estructura geográfica original de suelo, clima, vegetación y vida animal, influye en primer término sobre el hombre y es reformada y definida por la acción de éste y por los recursos de su técnica. Del yunga costeño hablaban despectivamente los Incas, como lo comprobaron los cronistas primitivos Jerez, Sancho y Estete, que dicen de ellos ser “gente ruin y pobre”, que no servía para guerra ni para gobierno. Esto, prescindiendo del alto nivel intelectual y artístico que revelan los vasos y dibujos estilizados de Nazca, las telas de Paracas y las esculturas chimúes. Coinciden en este desdén por el yunga u hombre de la costa, a través de los siglos, los amautas cuzqueños y los sociólogos marxistas de hogaño. Algunos geógrafos y viajeros han recogido también epidérmicamente, esa impresión deprimente del clima costeño sobre el hombre. Raimondi pensaba que el aire saturado de humedad hacía perder calor al cuerpo humano calentado por el sol. La tala de árboles suprimía las barreras a los vientos y favorecía el frío fisiológico. Middendorf creía que la falta de descargas eléctricas en el verano disminuía la capacidad de trabajo y el cielo plomizo cargado de nubes y la correspondiente falta de luz, más que la de calor, producían el decaimiento moral. En oposición a éstos, algunos científicos modernos afirman que el tiempo medio más favorable a la energía física e intelectual es el que va de 16º a 20ºC con 70º o 90º de humedad relativa y el de Lima oscila en 17º y 22º. El clima costeño, según Pedro Larrañaga, favorece en nuestros días, la vivienda y el taller baratos y ligeros, la suculencia de recursos alimenticios en que predominan las farináceas sobre las proteínas, permite el trabajo a la intemperie y ofrece reservas enormes de energía eléctrica proporcionada por los torrentes cisandinos.
Estas realidades geográficas básicas modelan las instituciones y las relaciones humanas. El yunga pescador y cazador obligado, se alimentó de carne y pescado crudo; se estacionó en los valles al borde de la fuente de agua única que recogió y distribuyó en canales para vivificar los sembríos de maíz y plantas alimenticias y construyó sus poblaciones agrícolas en las colinas o sitios encumbrados o cerros artificiales huyendo de la llanura o la tierra fértil por razones defensivas, económicas o mágicas. La huaca irguió su perfil en talud incorporándose a la visión del paisaje local. La templanza del clima, la amenaza del temblor y la falta de madera y de piedra determinaron los materiales de construcción: paredes de adobes o torta de caña y barro y techos de troncos de árbol, paja, ramajes o totora. El vestido fue ligero y de algodón y los trabajadores los simplificaban en el trabajo que hacían semidesnudos. La benignidad del clima, la facilidad de recursos, el ahorro de energías, deciden, según Bennet, la placidez necesaria para la creación artística y el refinamiento de la técnica. El yunga descubrirá sus calidades artísticas coloreando los muros con el ocre o granate de sus vasos y con los dibujos geométricos de sus tapicerías.
Las realizaciones urbanas y arquitectónicas alcanzadas por los yungas a la llegada de los españoles eran la aldea o marca, la pucara o fortaleza de adobes, la huaca o templo de piedra y barro, el tambo y la ciudad o hatun llacta como Pachacámac, Chincha, o Chanchán. El camino, las obras hidráulicas, la tendencia simétrica, el hermetismo de los lugares sagrados, los pozos sepulcrales revelan los progresos técnicos y las creencias. Son formas logradas y vivientes que supervivirán, algunas en la época española, junto con la toponimia que descubre las raíces étnicas y culturales. La casa yunga fue simplísima, de adobes y esteras y generalmente de tipo de ramada o vivienda de tres paredes y el cuarto frente descubierto, a la que se pone una reja y es un rancho republicano de Barranco o Chorrillos. Alonso Enríquez que recorrió la costa del Perú en 1534 dice que “no tienen casas sino setos de cañas, como corrales de gallina y ansi sucias desbaratadas”. Y el contador Zárate que llegó en 1543 que “los indios de la costa no viven en casas, sino debajo de árboles o de ramadas”. Cieza de León apunta, en 1548, que “los indios de los llanos y arenales no hacen las casas cubiertas como las de la serranía, sino terrados galanos o grandes casas de adobe, con sus estantes o mármoles y para guarecerse del sol ponían unas esteras en lo alto”. El techo plano de estera, el adobe, la quincha son tradiciones que junto con el nombre indio recogerá la ciudad colonial, desalojando o reformando técnicas españolas.
La arqueología no ha aclarado, todavía, la extensión del cacicazgo de Lima y la importancia de los centros poblados alrededor de ella, como son Pachacámac, Ancón, Carabayllo, Armatambo, el Huarco y la misteriosa Cajamarquilla; lo que acaso aclaren las nuevas investigaciones del arqueólogo Stumer. El padre Cobo, el más ilustre historiador de Lima, nos dice que había tres pueblos grandes –Hatun Llacta– en la región de Lima que eran cabezas de tres hunus incaicos, de diez mil familias cada uno: Carabayllo, en el valle de Chillón; Maranga, huaca célebre y lugar arqueológico que ha cortado una irrespetuosa avenida republicana al Callao, y el más importante de todos, el pueblo de Surco o Armatambo, en las faldas del cerro solar, donde Hernando Pizarro se detuvo antes de llegar a Pachacámac. Este era el centro urbano más calificado de la región limeña y en la época de Cobo se veían aún “las casas del curaca con las paredes pintadas de varias figuras, una muy suntuosa guaca o templo y otros muchos edificios que todavía están de pie sin faltarles más de la cubierta”. Los demás pueblos eran, dice Cobo, “lugarejos de corta vecindad”. Cerca de Maranga estaba el “pueblo de Lima”, que tenía aproximadamente media legua y se hallaba junto a la huaca o templo del dios Rímac, oráculo de la región. “Desde Limatambo a Maranga –dice el Padre Calancha– había una serie de enterramientos y casas o palacios, uno del rey Inca –la huaca de Mateo Salado– otro del cacique del pueblo y los demás de caciques ricos”. Junto al río Rímac, a la banda del sur, había un lugarejo o tambo, en el mismo sitio que hoy ocupan la plaza y casas reales, que pertenecía, como las tierras colindantes, al cacique de Lima. Este lugar fue escogido por Pizarro para asiento de la ciudad, “por hallarlo ya proveído de agua, leña y otras cosas necesarias a una República y lo otro porque conjeturaba que sería más sano”. La provisión de agua y su distribución por canales por el valle, es uno de los motivos determinantes de la elección del sitio de la ciudad. Las acequias juegan un papel decisivo.
Al fundarse la ciudad española el cacique de Lima era Taulichusco, “señor principal del valle en tiempo de Guayna Capac y cuando entraron los españoles”. Un proceso judicial de la época revela las condiciones y extensión de su poder y la entraña del régimen incaico. Taulichusco, según los testigos indios, era “yanacona y criado de Mama Vilo, mujer de Huayna Cápac” y proveía los tributos que se enviaban al Inca y lo que éste mandaba. Un hermano de Taulichusco, llamado Caxapaxa era también criado de Huayna Cápac y “andaba siempre con el inca en la corte”. El padre de Taulichusco, no obstante la sujeción del Inca y la protección de éste, tenía que luchar con los caciques “aucas”, vecinos y rivales. Uno de ellos llamado Coli –acaso el de Chincha– entró por la fuerza en el valle, pero los indios viejos declaran que “había otros principales en el valle” y “tierras del sol y de las guacas” y de “otros caciques comarcanos”. También se aclara el sistema de sucesión entre los curacas. Taulichusco, que alcanzó a recibir a Pizarro, “no gobernaba por ser viejo”, en los últimos años, y ejercía el curacazgo su hijo Guachinamo, que se presentaba siempre ante los españoles “con gran servicio de indios”. A Guachinamo le sucedió su hermano don Gonzalo que vivía en el pueblo de la Magdalena, que sustituyó a Limatambo, para alejar a los indios de sus idolatrías. En esa época, los indios del cacicazgo, que habían sido más de dos mil, se habían dispersado: unos se habían hecho yanaconas de los españoles en la ciudad, otros habían huido o se habían “desnaturado” de su tierra o se habían entregado “como vagamundos” a las borracheras. La mayor parte de las tierras y pastos que pertenecían al cacique, le habían sido arrebatadas y los indios estaban reducidos “a un rincón”, según Pedro de Alconchel.
Una comprobación importante para la reconstrucción del marco geográfico limeño, en la época incaica, surge de este proceso, que abre ventanas al tiempo prehistórico. El cacique don Gonzalo pidió que declarasen los testigos sobre el hecho de que, al entrar los españoles en el valle de Lima, “había muchas chacras y heredades de los indios y en ellos muchas arboledas frutales: guayavos, lucumas, pacaes e otros todos” y que todos habían sido derribados para construir casas de los españoles y también los tiros de arcabuz. Pedro de Alconchel, el trompeta de Pizarro en Vilcaconga, declara que “avía muchos árboles de frutales y bosques dellos”. El indio Pedro Challamay dice que, cuando entró el marqués, “hera todo de frutales de guavos e guayavos e lucumos y otros frutas y asimismo de camotales e donde cogían sus comidas”. Y fray Gaspar de Carvajal, el cronista del descubrimiento del Amazonas, dice que, cuando él llegó a Lima, la primera vez “avía montes de arboledas e así lo era el sitio de esta ciudad e se iban los españoles dos leguas sin que les diese sol e todos estos árboles era frutales e agora ve que no hay ninguno”. Marcos Pérez dice que Lima era “como un vergel de muchas arboledas de frutales”. Y doña Inés de Yupanqui, la manceba india del Conquistador, recuerda el diálogo entre Pizarro y Taulichusco. Este protestó ante el Gobernador porque le quitaban sus tierras y “decía que adónde avian de sembrar sus yndios y que si le tomava las tierras se le irían los yndios y el marqués le respondía que no avia donde poblar la ciudad”.
La extensión del cacicazgo de Lima era, sin embargo, muy corta. No alcanzaba a Carabayllo ni a Surco, que tenían jefes propios, ni al santuario de Pachacámac. Se concentraba al valle de Lima desde el puerto de mar de Maranga, llamado Pitipiti, antecesor del Callao, por el norte, hasta que el camino del Inca entra en el valle de Chillón; por el sur hasta Armendáriz, en que partiría términos con el cacique de Surco, llamado Trianchumbi; y, por el interior, abarcaría, acaso, hasta los caseríos menores de Late, Puruchuco, Pariache y Guamchiguaylas, que ascienden a la sierra. El área de atracción y de influencia de la aldea india de Lima era, pues, pequeñísima. Su cacique, uno de los más ínfimos régulos del Tahuantinsuyo, y aun el asiento de Lima, era parte de “la provincia de Pachacamac” como lo dice Pizarro en el auto para elegir el sitio de la ciudad. Hernando Pizarro y su hueste de jinetes, que pasaron en enero de 1533 hacia Pachacámac, no hubieran reparado en el cacique rimense si, en ese pueblo cuyo nombre no recordaba el cronista Estete, y en el que acamparon un noche, antes de llegar a Pachacámac, no les saludara, como Epifanía de la ciudad futura, un típico temblor de tierra. “Acaeciónos –dice el cronista– una cosa muy donosa antes que llegásemos a él, en un pueblo junto a la mar: que nos tembló la tierra de un recio temblor y los indios que llevábamos, que muchos de ellos se iban tras nosotros a vernos, huyeron aquella noche, de miedo, diciendo que Pachacámac se enojaba, porque íbamos allá y todos habíamos de ser destruídos”. El mito del dios costeño y limeño se aclara así a despecho de antropólogos y lingüistas, como el símbolo de una cosmología popular que diviniza el mayor fenómeno telúrico y lo personifica en Pachacamac –el dios-temblor– como, más tarde, buscaría en el seno de la fe cristiana el auxilio divino, en Taitacha Temblores o en el Señor de los Milagros.
La raíz india de Lima está, pues, en el caserío de Limatambo y Maranga, regido por el Curaca Taulichusco. De él recibe la ciudad hispánica la lección geográfica del valle yunga, el paisaje de la huaca destacando sobre el horizonte marino; la experiencia vital india, expresada en las acequias, triunfo de una técnica agrícola avezada a luchar contra el desierto; el cuadro doméstico de plantas y animales, que el aluvión español modificará sustancialmente; algunas formas de edificación que podrían normar una arquitectura del arenal peruano y el nombre de Lima que tiene “sabor de mujer y de fruta”, según Marañón, y que venció con su entraña quechua inarrancable, a la denominación barroca de Ciudad de los Reyes. Es el río Rímac, torrentoso, voluble y desigual, innavegable y huérfano de transportes, desconocedor del papel unificador de los cursos fluviales, camino frustrado, carente de paisaje y de alma, pero obrero silencioso en la fecundación de la tierra y creador oculto de fuerza motriz, el que impone su nombre a la capital indo-hispánica del Sur. Y hay, en la permanencia del nombre, acaso un sino espiritual. “Rímac –dice el padre Cobo– es participio y significa el que habla, nombre que conviene al río por el ruido que hace con su raudal”. Rimani significa en quechua hablar, pero no sencillamente hablar, sino hablar de cierta manera. El habla natural o lenguaje se dice Simi y Runa simi es el lenguaje del hombre. Pero Rimani y sus derivados tienen un significado especial, como rimapayani que significa “hablar mucho, con presteza” o rimacarini, “hablar disparates”, o rimacuni, “murmurar” y rima-chipuni, cierta forma de celestinaje. Con lo que el nombre de Rímac encarnaría el destino parlero y murmurador de Lima, la tendencia a la hablilla y a la cháchara y también al ático placer de la conversación.
Lima, ciudad brumosa y desértica, de temblores, de dueñas y doctores, es un don del Rímac y de su dios hablador.
Coli y Chepi
LOS TÉRMINOS DORADOS DE LA AMBICIÓN DE PIZARRO
En el mes de setiembre de este año de 1953 un incendio destruyó en la serranía andina de Parinacochas un pueblecito, al parecer anónimo, entre los muchos pueblecitos que integran el inmenso y milenario Perú. Los diarios dieron cuenta del pavoroso siniestro que dejó inermes y ateridos a 500 pobladores descendientes de los antiguos Soras y Lucanas, cargadores de las andas del Inca y “gente robusta y belicosa”, según Cieza. Las informaciones de los diarios atrajeron por unas horas el interés sobre el cuasi inédito caserío cuyos techos de paja ardieron sin alivio, estimulados por el viento que corre en el páramo andino. Se dijo entonces que Chaipi era un caserío dependiente de Pullo, en la provincia de Parinacochas, a sesenta kilómetros del puerto de Chala, al que lo une un mal camino que sigue el lecho seco del río Indio Muerto, desigual y pedregoso. Se dijo, también, que el pueblo de Chaipi se ufanaba de una reliquia colonial que era la imagen de una Virgen del Rosario milagrera, que regalara el presidente de la Audiencia de Quito, Marques de Selva Alegre y que congregaba las devociones indias de varias leguas a la redonda. El templo que –fue notable, arquitectónicamente– se quemó a mediados del siglo XVIII, en algún incendio despiadado como el de ahora. Y después de esto el pueblecito de Chaipi volvió a su ancestral letargo.
Y sin embargo, este nombre de Chaipi o de Chepi sonó en la conquista del Perú antes que el de Lima o el de Arequipa o Huamanga con un prestigio alucinado, junto al de Tumbes, al del Cuzco y al de Chincha. En 1534 el nombre de Chepi vuela, a través del Pacífico y del Atlántico, a Toledo y a Zaragoza y se pronuncia a media voz, con misteriosa hipérbole, por los comisionados de Pizarro en España, mientras éste funda el Cuzco y reparte el oro del Coricancha. Dos cartas reales lo mencionan cuando la geografía incaica andaba todavía en tinieblas y Cieza no había prendido aún su antorcha viajera para alumbrar pueblos y caminos, y le dan categoría de hito en la tensa frontera de la gobernación de Pizarro. ¿Quiénes eran, en el rígido imperio del Tahuantinsuyu, los “Caciques Coli y Chepi”, que el Apu Macho español solicitaba, con instancia, se agregasen a su dominio, sobrepasando la cicatera línea de Chincha que se había trazado a su desmandado afán imperial? Este es el tema de estas líneas.
Desde la isla de la Puná, en mayo de 1532, Pizarro envió a España a su secretario Rodrigo de Mazuelas para que pidiese al rey ampliación de la gobernación que le fue concedida por la Capitulación de Toledo, el 26 de julio de 1529. Pizarro y Carlos V habían convenido que la ínsula del gobernador extremeño comen-zase en el río Santiago y terminase doscientas leguas más adelante, a la altura de Chincha. La Capitulación decía claramente: “podays continuar el dicho descubrimiento conquista e población de la dicha probincia del Perú fasta dozientas leguas de tierra por la misma costa, las quales dozientas leguas comienzan desde el pueblo que en lengua de yndios se dize teninpuya y despues le llamastes santiago fasta llegar al pueblo de chincha que puede aver las dozientas leguas de costa poco mas o menos”. La línea de Chincha marcaba bien el horizonte momentáneo de la ambición de Pizarro después del segundo viaje. Aunque en éste no llegaron sino hasta Santa, los soldados de Pizarro recogieron de los yungas del litoral norteño la noticia del prestigio del señor de Chincha, situado más al sur. El derrotero marino del piloto Ruiz –recogido por Diego Ribero en su mapa de 1529– marca como último punto conocido o vislumbrado hacia el sur, el “puerto y provincia de la ciudad de Chinchay”. Era también, según el cronista Herrera, el consejo de los yungas, quienes dijeron a Pizarro que fuese a la provincia de Chincha “que era la mayor y mejor de todo”. El aumento de cincuenta leguas pedido desde La Puná, revela la inquietud de Pizarro por abarcar ya no sólo Chincha, sino el Cuzco, del que tendría noticias claras en la costa ecuatoriana.
Chincha siguió siendo, a la vez, una incógnita y un imán para los españoles, hasta 1533. En la tarde de la prisión del Inca, los soldados de Pizarro vieron azorados surgir tras de las andas imperiales de Atahualpa, las andas en que venía el señor de Chincha. Pedro Pizarro transparenta su asombro diciendo que el señor de Chincha venía “en unas andas que parecía a los suyos cosa de admiración, porque ningún indio por señor principal que fuese había de parecer delante del (Inca) sino fuese con una carga a cuestas y descalzo”. Interrogado Atahualpa sobre esta insólita situación, dijo que “este señor de Chincha antiguamente era el mayor señor de los llanos, que echaba solo de su pueblo cien mil balsas a la mar y que era muy su amigo y por esta grandeza de Chincha pusieron nombre de Chinchay Suyo desde el Cuzco hasta Quito que hay casi cuatrocientas leguas”. Y Xerez anota en su crónica, que en Quito y en Chincha “hay las mejores minas”, y que en algunos lugares de estas provincias bastaba con prender fuego a la tierra para que el oro corriese líquido. El nombre de Chincha chispea, pues, en Cajamarca con un resplandor metálico.
El viaje de Hernando Pizarro de Cajamarca a Pachacamac, mientras Atahualpa continuaba preso, de enero a mayo de 1533, despeja la incógnita geográfica de Chincha. Hernando recorre la sierra de Cajamarca a Carhuay y desciende a la costa por Pachacoto. En Pachacamac se instala en la tienda derruida del ídolo y recibe los tributos de todos los pueblos vecinos, entre ellos el de los caciques de Mala, de Noax (?), del Huarco y de Chincha. El cacique de Chincha llamado Chumbiauca y diez principales suyos, confirmando el prestigio áureo de la región, le ofrecen “presentes de oro y de plata”. Es indudable que Hernando debió recorrer a caballo este sector de la costa hasta Chincha, para enterarse de la calidad de la tierra y de la población de ella. Hernando regresa a Cajamarca, donde acaba de llegar, torvo y codicioso, Almagro, para gozar de los postres, con su turba advenediza y hambrienta. Un mes después parte Hernando para España, llevando la parte del rey en el botín del Inca y nuevos ruegos y demandas de Pizarro sobre el lindero movedizo de su gobernación.
Hernando pidió angustiosamente en el Consejo de Indias que aumentasen la gobernación de su hermano en setenta leguas y que se le adjudicase nominalmente el Cuzco. Los letrados imperiales, con argucia maliciosa, cambiaron el texto de la petición y otorgaron las cifrescas y problemáticas leguas que habrían de dar lugar a la sangrienta guerra de las Salinas entre Pizarro y Almagro. Pero en algo dieron satisfacción al quisquilloso Hernando, y fue en la inclusión dentro de la gobernación peruana de dos nombres geográficos inéditos que servirían de hitos finales a la ínsula pizarreña: Coli y Chepi.
Por cédula expedida en Toledo a 4 de mayo de 1534, el Rey, que acababa de recibir su parte del formidable tesoro del Coricancha transportado a Cajamarca, ordena ampliar la gobernación de Pizarro en setenta leguas, de modo que se cuenten las primitivas doscientas leguas desde Teninpulla “hasta sesenta o setenta leguas que son los caciques Coli y Chepi”. En carta del Rey a Pizarro, de 21 de marzo de 1534, se vuelve a mencionar hasta los entonces desconocidos caciques. El Rey dice: “En lo que hernando picarro en vuestro nombre nos suplicó vos mandase prorrogar los límites de vuestra gobernación hasta setenta leguas que entra los caciques Coli y Chepi atento los servicios que nos aveis hecho y esperemos que nos hareys de aquí adelante y por vos hacer merced he tenido por bien de vos alargar los límites de vuestra gobernación la tierra de estos caciques con que no exceda de setenta leguas de lengua de costa…”
¿Dónde se hallaban los caciques Coli y Chepi que Pizarro quería abarcar imprescindiblemente dentro de su gobernación? ¿Cúales eran sus dominios y riquezas tentadoras que hicieron llevar la súplica del conquistador desde el remoto Mar del Sur hasta el Consejo Imperial de Carlos V en Toledo? Las cédulas reales nada explican sobre los dos nombres indígenas, herméticos y hieráticos. Tampoco Prescott, que ni siquiera los menciona en su Historia de la Conquista del Perú.
La imaginación calenturienta de los aventureros de la conquista, forjadora constante de Dorados fabulosos, trabajó siempre prendiéndose obstinadamente, como de realidades certeras, de los nombres indígenas pronunciados con asombro de riqueza o misterio por los labios de los indios. En los nombres de las tierras confinantes, mal aprendidos o voluntariamente estropeados, con una rudeza de tiempo nuevo, cargaba particularmente ese hambre de mitos. “El Dabaibe”, “el Cenu”, “el cacique Tubinama”, el “cacique del Birú”, fueron los nombres sucesivos adoptados por la ambición conquistadora para llevar adelante los términos siempre dorados de sus conquistas.
El primer mito áureo de la conquista fue, después del primer viaje de Pizarro, el del humilde y anónimo cacique de Birú en las cercanías de Panamá, que se transformó en el nombre resonante y afortunado del Perú. Al regresar del segundo viaje, la alucinación era Chincha, entrevista por Pizarro y Ruiz a través de los relatos de los yungas y acaso escuchado de boca de los mismos balseros de Chincha que traficaban por el litoral. En el momento de la captura del Inca y de la marcha al Cuzco, la obsesión está en dos nombres del litoral peruano hasta entonces escuchados y no vistos: Coli y Chepi.
Interroguemos a la geografía contemporánea de la conquista y a la posterior sobre estos cacicazgos de realidad o de sueño. Pizarro y Ruiz descubrieron la costa hasta Santa y tuvieron noticia de la tierra hasta Chincha. Hernando debió llegar en 1533 por lo menos hasta San Gallán, en donde se instala en 1534 don Nicolás de Ribera para recibir a los aventureros que venían de Panamá y donde estuvo a punto de fundarse, cerca de Pisco, la capital costeña, hoy llamada Lima la Vieja. La costa peruana, de Arica hacia el Sur, fue descubierta por Ruy Díaz, teniente de Almagro que fue por mar a Chile para ayudar a éste en su frustrada conquista. En una información de la época se dice que cuando Ruy Díaz salió de Lima y sacó gente para Chile, “estaba por ver de la Nasca para arriba” y que Ruy Díaz con 20 españoles “fue por la costa y descubrió y conquistó todos los pueblos y valles que hay desde Lima, en donde ahora están pobladas Arequipa, La Paz y la Plata”. Ruy Díaz parece, sin embargo, que fue por tierra hasta Arica y que allí se embarcó en un navío del maestro Quintero y empezó a descubrir la tierra de Tarapacá hacia el sur. Pero el sector entre Pisco y Arica fue descubierto, por mar, según informaciones inéditas, entre 1535 y 1536, por una nave de Pizarro y Almagro, que fue tras de Ruy Díaz, en auxilio de Almagro, y en la que iban por teniente Juan Tello, por piloto mayor Diego García de Alfaro y como maestro Rodrigo Ramos. Estos declaran que tenían noticia de la tierra hasta cincuenta o sesenta leguas; que desembarcaron a cuarenta leguas de San Gallán en una costa brava, a buscar agua; y que a sesenta leguas, en Ocoña, encontraron a Ruy Díaz, quien les dijo que había “un camino a Chincha” más adelante. El descubridor de la región litoral de Ica y de la región de Camaná y Arequipa fue, pues, el piloto Diego García de Alfaro, quien continuó por mar su viaje a Chile. Aquel sector de la costa, al Sur de Chincha, es el que Pizarro había pedido, desde 1533, que se agregase a su gobernación, sabiendo que en él se hallaban los caciques Coli y Chepi.
En esta región costeña y en su hinterland serrano de Lucanas, Camaná y Arequipa, abundan los nombres que pueden equipararse fonéticamente a Coli y Chepi. Hay Coli, Coles, Chuli, Chule, Chala, Chapi y Chaipi. Hay sobre todo dos parejas de nombres –costeño el uno y serrano el otro– situados horizontalmente como hitos de un camino al interior, que son Chala en la costa y Chaipi en la sierra, en el tránsito de la provincia de Camaná a las de Lucanas y Parinacochas; y Chule, en la costa de Mollendo, conectada con Chapi en el interior, en el distrito de Quequeña, provincia de Arequipa. La geografía habla, pues, de un emparejamiento de nombres semejante al histórico –Chala-Chapi-Chule-Chapi– y que coincide casi, fonéticamente, con el de Coli y Chapi.
La región de Nazca al Sur, de Camaná a Arica, ha sufrido según las oscilantes comprobaciones de la arqueología, influencias quechuas, aymaras y puquinas. En quechua colli-runa es hombre diligente o prolijo; cori, que puede transformarse en coli, es oro; chapi según fray Domingo de Santo Tomás, es cosa lujuriosa, chaupi es cosa intermedia y chaypi significa allí, el lugar donde está algo o donde tú estas. En aymara, según Bertonio, colli es el nombre de un árbol y colli-tonco significa maíz casi amarillo; culli es travieso, revoltoso, inquieto; y challa es la caña del maíz después de desgranado y también el montoncito que dan las vendedoras en el mercado. Chapi en aymara significaría espina o abrojo. La nomenclatura no da, particularmente, ninguna luz sobre la importancia de estos lugares, aunque puede retenerse la referencia posible a una riqueza áurea y la alusión, tanto quechua como aymara, a una sensación de diligencia, de inquietud y de movimiento, que puedan ser referidas al tránsito de un camino.
La geografía de la conquista es sumaria y torpe para los nombres indígenas. Nada puede extraerse de las crónicas de Xerez y de los soldados de Pizarro sobre el litoral del Sur, Cieza, en su Crónica del Perú, da la primera referencia útil. Nombra los puertos de San Gallán, Nasca, San Nicolás, Acarí, río de Ocoña, Camaná, Quilca, Chuli, Tambospalla, Ilo Morro de los Diablos, Arica y Pisagua. “El puerto de Arequipa, Quilca, está a 17 grados y medio. Al Sur a 17 grados y medio está un puerto que llaman Chuli a 12 leguas de Quilca”. También habla del valle de Chulli, después del valle de Quilca y de los valles subsiguientes de Tambospalla e Ilo. Chuli era, pues, el puerto o uno de los puertos de Arequipa en la época de la conquista y lo sería, antes, en la inmediata del Incario. El cosmógrafo de Indias López de Velasco habla de la caleta de Chule, a 16 leguas de Arequipa, “la cual sirve de puerto y se descarga en ella las mercaderías que se llevan de allí al Cuzco”. La caleta de Chuli está a doce leguas de Quilca. En la Descripción de las Indias de Antonio de Herrera, se señala como puerto de Arequipa a Quilca y se dice: “adelante están el valle de Chuli y Tambopalla”. El mapa confirma la posición de Chuli en la costa arequipeña, hacia el Sur.
La geografía colonial confirma esta posición adventicia de Chuli como puerto de Arequipa, anexo al de Quilca, sustituyéndolo y desplazándolo a veces, pero ofreciendo constantemente la dificultad de su falta de fondo y viento adverso para los desembarcos. El Deán Valdivia, en sus Fragmentos para la historia de Arequipa, dice: “El puerto de Chule que sirvió en los primeros años para el comercio de mar fue el curato de toda la costa. Por haberse cegado el puerto con la mucha arena, se dispersaron los indios a las caletas vecinas. Las embarcaciones fueron después a fondear ya en Aranta, ya en Cilca o Quilca, sobre lo cual pretendieron los vecinos de Camaná en 1618 que sólo Quilca fuese puerto habilitado”. La provincia de Vitor, erigida según el mismo Deán por el Gobernador Lope García de Castro, comprendía entre otros “los pueblos de Chuli y Tambo”. El geógrafo Alcedo apuntará en el mismo sentido sobre Chule, a fines del siglo XVIII: “puerto pequeño o caleta de la costa de la Mar del Sur en al provincia y corregimiento de Arequipa: es de poco fondo, abierto, de ninguna seguridad por los vientos del S.O.”
Los mapas de los siglos XVI y XVII, excesivamente sumarios, omiten por lo general los nombres de los puertos menores o consignan nombres trocados o antojadizos. No figura Chuli en los mapas venecianos del Quinientos, ni en los atlas de Ortelio y Tolomeo, pero en 1599 en el mapa de Levinum Huls, aparecen en la costa de Arequipa el “valle de Culi”; y en un mapa de la Biblioteca de Grenoble, después de Cumaná y San Miguel de la Ribera, la punta de Llile y Xuli. En los mapas del siglo XVIII es ya más frecuente la mención se Xuli o caleta de Chule, como puede verse principalmente en los Andrés Baleato, de 1792, y en el famoso mapa de Arrowsmith, de 1810. En el de Cano y Olmedilla, de 1775, aparece “la isla, punta y caleta de Chule”, entre Islay y Tambopalla.
La geografía republicana va olvidando y desdeñando el nombre de Culi o Chuli junto con el de la caleta. En el mapa de John Cary de 1816 y en el de Sidney Hall de 1828, aparece junto al Port de Mollendo –ignorado casi por las cartas anteriores–, el nombre de Chule. El mapa de F. Lucas de 1824, Baltimore, menciona aún Chule Cove, o sea caleta o ensenada de Chule. El mapa oficial de las campañas de la Independencia, editado en 1826, menciona Chala, Quilca, Islay, Mollendo y Punta de Coles. Chuli ha desaparecido y es sustituido por Mollendo. El geógrafo Paz Soldán, natural de Arequipa, consigna aún en su mapa, al Sur del puerto de Mollendo, el nombre de Chule y en su geografía dice: Chule, “quebradita contigua a la caleta de Mejia, departamento de Arequipa, provincia de Islay”.
Chule es, pues, un lugar inmediato a Mollendo que acaso dio nombre antes al mismo lugar de Mollendo, pero que fue lentamente desplazado por éste. La mutación geográfica puede observarse en el Derrotero de las costas de la América Meridional por King y Fitz Roy, de 1860, en el que se mencionan, de Sur a Norte, Tambo, Mollendo, Islay, Punta Cornejo, Quilca y Camaná, sin citar ya a Chule. Los pilotos ingleses apuntan sobre Mollendo lo siguiente: “Cala de Mollendo: Está 16 millas más al O., es que antiguamente sirvió de puerto a Arequipa, pero hoy está tan alterado su fondo, que sólo es capaz para un bote o para embarcaciones pequeñas, por esto se ha abandonado, siendo la bahía de Islay la que recibe los buques que conducen géneros al mercado de Arequipa”. El viajero francés Charles Wiener confirma, hacia 1876, la transmutación de Chuli en Mollendo: “Este puerto –dice refiriéndose al de Mollendo– se llamaba Chule”. Cieza de León escribió “Chuli (17º Lat. Sud)”. Juan Gualberto Valdivia, Fragmento para la historia de Arequipa, dice “que era un puerto importante”. El Derrotero de la costa del Perú de Stiglich, de 1918, señalará ya Chule como una caletilla al Sur de Mejía y a cinco millas de punta Méjico. En el Mapa de la Dirección de caminos y ferrocarriles de 1938, sólo figura ya la quebrada de Chule, entre Mejía y Mollendo. Otro Chule –nombre propicio en la región–, figura en la desembocadura del río Ocoña. El nombre de Chule ha dejado de ser el de la entrada de Arequipa y se ha confinado al de una pequeña quebrada insignificante al Sur de Mollendo.
Hacia el interior, y a trasmano de Arequipa, en el distrito de Quequeña, está el pueblo de Chapi. Es, según Stiglich, un pueblecito de 158 habitantes. Pero tiene un prestigio legendario y alberga una conspicua tradición regional. Chapi es un lugar de romería provincial por la imagen de Nuestra Señora de la Purificación, a cuyas plantas acuden los devotos de toda la región anualmente, el 8 de setiembre. Chapi tiene otro prestigio legendario. Al Oeste de Quequeña y cerca de Chapi, en un lugar sobre los cerros Patak y Huacuchara, que mira al Océano y a los Andes, se hallan las ruinas de Churajón, excavadas y reveladas por el canónigo Bernedo Málaga y cuya importancia han señalado J. Kinmich y el célebre arqueólogo norteamericano Kroeber. Este pueblo perdido y legendario, donde subsisten grandes ruinas y tumbas, habría sido, según los arqueólogos regionales, la capital de la región puquina. Esto coordina, entonces, el binomio andino-costeño de Chapi y Chuli, que pudo ser transmitido por los indios a Pizarro. Chapi, capital puquina, tuvo como puerto a Chuli, en la misma relación que hoy tienen Arequipa y Mollendo.
La segunda interpretación que podría darse al enigma de los caciques Coli y Chapi, sería la de tomar como correspondientes de estos nombres los actuales de Chala y Chaipi. La punta y morro de Chala –nos dice Stiglich en su Derrotero– es la saliente más elevada de la costa. El puerto de Chala está a dos leguas y el pueblo de Chala a la orilla derecha del río de su nombre. Stiglich recoge un dato tradicional interesante: dice que los españoles observaron que desde Chala se enviaba pescado al Cuzco. Lo había anotado en el siglo XVI el Padre José de Acosta al hablar de los Chasquis: el Inca “tenía en el Cuzco pescado de la mar y con ser cien leguas en dos días poco más o menos”. Esta sería, pues, la ruta imperial por la que se lleva a la mesa del Inca, atravesando despoblados y campos nevados, el pescado que éste saboreaba en su valle andino y que recorría sin corromperse cientos de leguas merced a la frialdad del clima. El camino de Chala se interna a Lucanas y al famoso despoblado de Parinacochas y pasa por el pueblo de Chaipi, mencionado al comienzo de este artículo. Del curato de Pullo en el que está Chiapi, dice el geógrafo Cosme Bueno –además de los datos sobre el santuario colonial ya anotados–, que hay minas de oro que se benefician por el azogue. En las inmediaciones de Chaipi y de Pullo hay también unas ruinas incaicas famosas, denominadas Ingahuasi. Chaipi, fue pues un lugar de renombre áureo en el Imperio incaico. En Chaipi estuvo el general Miller, cuando se retiraba después de la batalla de Zepita, viniendo de Arequipa por Camaná. Los habitantes de Chaipi huyeron a las alturas al ver llegar las tropas de Miller, porque acababan de ver saqueadas sus casas y ganados por una partida realista. Miller descendió a la costa por el camino que va de Chaipi a Chala.
Dos posibilidades se desprenden de estas confrontaciones históricas y geográficas; los caciques Coli y Chapi, pedidos por Pizarro, pueden ser los de dos binomios geográficos actuales que serían el primero el de Chala y Chaypi, en la región de Camaná – Lucanas – Parinacochas, y el segundo el de Chule y Chapi en la región Islay – Arequipa.
En favor de la primera interpretación concurre, además de la semejanza fonética, el hecho importantísimo de ser ésa la vía de salida del Cuzco, comprobado en la guerra de las Salinas –en la que Hernando Pizarro sigue el camino que va de la Nazca a los Soras– y por la tradición regional sobre el servicio de chasquis que iba de Chala al Cuzco. Es probable que al preguntar Pizarro a los indios cuál era la salida del Cuzco a la costa, para abarcar esta ciudad dentro de los términos de su gobernación, éstos le dieran la respuesta que marcaba el itinerario de Chala a Chaipi y el Cuzco. De ahí el interés del conquistador en retener esas tierras indispensables a su dominio.
La interpretación de Chuli y Chapi tendría una mayor exactitud fonética: casi no hay variante en Coli y Chepi, ya que la u y la o de Culi y Coli se confunden en la lengua quechua; y ofrecería otra perspectiva histórica apreciable. En el caso de la primera interpretación, Pizarro habría pedido al rey de España que le asignara los caciques Coli y Chepi, porque ellos eran la puerta de entrada del Cuzco en la Costa; pero de ser éstos los nombres actuales de Chule y Chapi, la explicación podría ser de carácter político o histórico más afincado en los intereses regionales de la costa que en los del Imperio. Es posible que al preguntar Hernando Pizarro por los límites hasta los cuales se extendía el señorío de Chincha, dentro del que estaría comprendida la antigua cultura puquina, le dijesen que los términos sureños de ese señorío eran los marcados por la raya Chule-Chapi, o sea el puerto mayor y la capital puquina. En la información del siglo XVI que hemos citado, sobre el descubrimiento de esta costa por Ruy Diaz y García de Alfaro, se dice que siguieron adelante del río Ocoña “preguntando por la provincia de Chincha que se tenía noticia de los indios que había 50 ó 60 leguas”. Se desprende de esta afirmación que los españoles buscaban en 1535 “los términos” de Chincha al sur de Ocoña. Esos términos pudieron ser los de los caciques de Coli y Chapi. En ese punto había, por lo menos, una raya de separación geográfica, que puede deducirse de que la mayor parte de los geógrafos del siglo XVI dicen que ahí coincidían –en el río Tambospata o Nombre de Dios (hoy es Tambo)– las tres jurisdicciones del Perú, Charcas y Chile.
Ambas explicaciones pudieran ser reales; pero acaso la última pudiera ser la más valedera, porque ella permitiría a Pizarro abarcar a la vez el camino de salida del Cuzco y todos los dominios del señor de Chincha, émulo y rival de los Incas del Cuzco, con su flota de cien mil balsas y sus minas de oro.
De soslayo, prueba esta ubicación de los caciques Coli y Chapi –términos de la gobernación de Pizarro, en la costa– una verdad histórica más palpable y reciente: que el Cuzco, situado muy al Norte de cualesquiera de las dos líneas geográficas que correspondan a Coli y Chapi, quedaba, indiscutiblemente, en la gobernación de Pizarro, que Almagro intentó usurpar, descaradamente, en la guerra de las Salinas.
Riva Agüero y la historia incaica
El más solvente y autorizado historiador de los Incas, a la manera clásica, es don José de la Riva Agüero (1885-1944), tanto por la extraordinaria riqueza de su cultura humanista, que le daba dominio pleno sobre todas las disciplinas conexas de la historia, cuanto por la vigorosa originalidad de su espíritu, que le llevó a plantear esenciales revisiones e interpretaciones de capital importancia no sólo para la historia incaica sino para todo el transcurso de la historia peruana. Fue lástima que las circunstancias políticas adversas del Perú de su época determinaran su largo apartamiento del país y de las actividades universitarias, a las que pertenecía de derecho, pero, a pesar de esta dispersión de sus actividades de la época viril –que le impidió escribir la gran obra de conjunto que de él se reclamaba–, dejó en los libros promisores de su juventud y en los ensayos colmados de erudición de su madurez truncada, la garra de su profunda concepción de la historia y su enjundiosa sagacidad crítica.
José de la Riva Agüero y Osma nació en Lima, el 26 de febrero de 1885. Descendía de viejas estirpes españolas y republicanas. Entre sus ascendientes más notables se hallaba don Nicolás de Ribera el Viejo –uno de los Trece compañeros de Pizarro en la Isla del Gallo y primer Alcalde de Lima– y su bisabuelo, don José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, fue el más descollante conspirador peruano contra el régimen español en los albores de la independencia y el primer Presidente del Perú, desposeído por Bolívar, en 1823. Estos antecedentes determinaron la vocación aristocrática de Riva Agüero y su contextura esencial de élite. Educado en el Colegio de los padres franceses de la Recoleta, recibió en él una profunda formación cristiana a la vez que el hálito liberal de la historia y de la cultura de Francia, que condicionó la tolerancia de su ideario juvenil.
La Universidad de San Marcos de principios del siglo XX le impuso por un tiempo la impronta positivista de la época, que se refleja en sus primeros ensayos y opiniones. Dos obras fundamentales, escritas en plena mocedad estudiantil, acusan la recia mentalidad de Riva Agüero y son acaso los hitos más importantes de su contribución histórica. Ellas fueron Carácter de la Literatura del Perú Independiente (Lima, 1905) y La historia en el Perú (1910). La primera –escrita cuando sólo contaba 19 años y comentada entonces por Unamuno– inicia los estudios orgánicos de historia de nuestra cultura y traza, por primera vez, un cuadro completo de nuestra evolución literaria, coordinado y pletórico de información y de solidez crítica. Es, junto con El Perú contemporáneo de Francisco García Calderón, el primer itinerario espiritual del Perú en su etapa republicana, en el que destacan, con los ensayos sustanciales sobre Palma y González Prada, los valores de nuestra literatura. La historia en el Perú, acaso su obra más sustantiva, fue presentada como tesis en 1910, cuando tenía 25 años. Con ella puso Riva Agüero los cimientos de la historiografía peruana, mediante el estudio preliminar e imprescindible de las fuentes históricas. Toda la historia posterior que se ha hecho en el Perú, aun la de los que le contradicen y niegan, ha tenido por andaderas este libro de consulta fundamental. Riva Agüero revisó con su potente y bien informado criterio las principales directivas de nuestra historia. A través del Inca Garcilaso revisó toda la historia incaica externa e interna, a través de los cronistas de convento, de Peralta y Mendiburu, la historia colonial, y siguiendo la estela erudita de Paz Soldán, las grandes transformaciones y rumbos de nuestra historia independiente. Toda la visión de nuestro pasado resultó transformada por su soplo creador y por su visión señera de los derroteros morales del Perú.
En 1912 Riva Agüero realizó con los deficientes medios de transporte de la época –por ferrocarril y a lomo de mula, como Raimondi o Squier– un viaje por el Sur del Perú y Bolivia, del que recogió impresiones de las ciudades y paisajes serranos y costeños que dieron vida a su libro, publicado fragmentariamente en Mercurio Peruano de 1918 a 1929 –primero bajo el nombre de Paisajes andinos y más tarde con el de Paisajes peruanos. En él se transparenta la compenetración de Riva Agüero con el Perú profundo de la geografía y de la historia. En él campea, más limpia y fluida que en sus obras de historia científica, su prosa señorial en las descripciones de paisajes: valles yungas de luz mate y velada limpidez de acuarela, mar de estaño fundido en cuyas playas chispea la mica de rocas y tablazos, pureza diáfana del refulgente cielo andino o desolada llanura de la puna “donde los charcos congelados brillan como láminas de plata”. Riva Agüero ha sentido como pocos el goce del paisaje peruano –el escenario del vivir histórico– y trasladado sus impresiones con los colores e imágenes más felices. Sus Paisajes peruanos, con la emoción vernácula de pueblos y caseríos de la costa y de la sierra, la descripción luminosa y quieta del Cuzco desde lo alto de Carmenca, la visión colonial de Ayacucho o de los páramos, montañas y desiertos del Perú, quedarán como el libro más representativo del alma y del paisaje peruano, como el Os Sertoes de Euclides da Cunha para el Brasil y el Facundo de Sarmiento para la Argentina. Es el pórtico magnífico que la geografía presta a una gran historia. El periplo peruano lo completó Riva Agüero con un viaje a Europa, de 1913 a 1914, donde estudió en algunos archivos españoles e intervino en algunos Congresos internacionales de historia. Al Congreso de Geografía y de Historia Hispano-Americanas de Sevilla, en 1914, presentó sus dos brillantes monografías y hallazgos históricos: La Descripción de Lima y el Perú del siglo XVII del judío portugués y el Estudio sobre la Segunda Parte inédita del Parnaso Antártico de Diego Mexia de Fernan Gil.
Riva Agüero intervino activamente en la política del Perú, de 1911 a 1919, defendiendo una política de respeto a las normas liberales y democráticas. Como leader juvenil y universitario fue encarcelado en 1911, en que la juventud universitaria solicitó y obtuvo tumultuariamente su excarcelación. Definió entonces una posición, si bien liberal y respaldada por la juventud, defensiva de las posiciones y los intereses tradicionales que removió al gobierno mesocrático de Leguía. Durante el segundo gobierno de Pardo, Riva Agüero fundó un partido de intelectuales y profesionales jóvenes, el Partido Nacional Democrático, que careció a la vez del apoyo gubernativo y de adhesiones populares. Al producirse el golpe revolucionario de 1919, que echó por tierra los principios constitucionales consagrados por la experiencia desde 1895, Riva Agüero se expatrió voluntariamente y residió en Europa –principalmente en Italia y España– durante el oncenio dictatorial de Leguía. En Europa y durante esta etapa publicó un libro de rememoración de su estirpe familiar montañesa titulado El Perú histórico y artístico (Santander, 1921), en el que estudió la influencia de los montañeses en la vida peruana y en el que analizó, de paso, algunas corrientes literarias y artísticas de nuestra historia.
De vuelta al Perú, Riva Agüero actuó como elemento directivo y defensor de un programa de orden y de autoridad en la vida política e intelectual. En discursos y conferencias, principalmente en su Discurso de la Recoleta en que proclamó su reconciliación con el catolicismo de su infancia y tradiciones familiares, definió su posición ideológica con su energía y rotundidad característica y fue blanco de la odiosidad demagógica, a la que provocara frecuentemente. A partir de 1934 fue, pasajeramente, Presidente del Consejo de Ministros, Alcalde de Lima, Decano del Colegio de Abogados, Director de la Academia de la Lengua. Alternó estas actividades con la redacción de ensayos nutridos de erudición y de poderosa dialéctica sobre cuestiones históricas y literarias, marcando siempre una segura y lúcida orientación. Reunió esos ensayos y otros anteriores en dos tomos que tituló Opúsculos. Por la verdad, la tradición y la patria (Lima, 1937 y 1938). En ellos aparecen estudios capitales para nuestra historiografía: sobre la Atlántida, los precursores de Colón, la civilización de Tiahuanaco, en pugna abierta con Uhle, y sobre la obra de los misioneros de Ocopa (tomo I). Hállanse en la misma colección el Elogio del Inca Garcilaso (1916), el estudio sobre el Cuzco español, los admirables ensayos de enjuiciamiento de la obra española en el Perú, titulados Lima Española y Algunas reflexiones sobre la época española en el Perú, el estudio sobre El derecho en el Perú, los estudios sobre Humboldt y el Padre Hojeda y la célebre polémica con Gonzáles de la Rosa sobre la originalidad y veracidad de Garcilaso (tomo II). De esta misma época son sus estudios sobre El teatro de Lope de Vega, sobre Goethe, sobre San Alberto Magno y sobre los poetas franceses Ronsard y Malberbe, que acreditan su vocación humanista.
Entre sus obras dispersas pueden citarse: Fundamentos de los interdictos posesorios (Lima, 1911), Concepto del Derecho, ensayo de filosofía jurídica (Lima, 1912), Un cantor de Santa Rosa, el Conde de la Granja (Lima, 1919), Los Franciscanos en el Perú y las misiones de Ocopa (Barcelona, 1920), Discursos en las fiestas del aniversario patrio de 1931, como Alcalde de Lima (Sarmiento y Unanue), Añoranzas, con recuerdos autobiográficos de la vieja Lima (1932), El Primer Alcalde de Lima, Nicolás de Ribera el Viejo y su posteridad (1935), Discursos Académicos (1935) sobre el centenario de la fundación de Lima, La Galatea, Cervantes, Ricardo Palma, Enrique A. Carrillo, Gutiérrez de Quintanilla y Lope de Vega; Estudios sobre Literatura Francesa (1944), El Obispo Sarasola.
Riva Agüero fue ocasionalmente profesor universitario de historia. En 1916 pronunció en el General de San Marcos el Elogio del Inca Garcilaso, en el Tercer Centenario de su muerte. En la Universidad petrificada anterior a 1919 no se le concedió oportunidad de llevar su saber a la cátedra. En 1918 la amplitud comprensiva de don Carlos Wiesse le cedió el puesto para dictar unas lecciones de la única cátedra de Historia con que contaba la Universidad en la Facultad de Letras. Riva Agüero dictó entonces un curso sobre la civilización incaica, en el que puso de relieve su enjundia histórica al propio tiempo que sus magníficas condiciones de expositor claro, fluido y vigoroso. Sus lecciones atrajeron por primera vez a San Marcos a un público excepcional que rebasaba el salón de clases y atestaba las puertas y ventanas de éste y los corredores del claustro. De regreso al Perú, el Rector de San Marcos, Encinas, de filiación política opuesta, respetuoso de su jerarquía científica, le llamó a las altas tareas de los institutos de investigación histórica, que Riva Agüero aceptó, pero no pudo incorporarse a la tarea didáctica por el antagonismo ideológico que lo separaba de la nueva juventud. En 1937 es llamado a la Universidad Católica donde dicta nuevamente un curso sobre la Civilización Incaica, como el que dictara antes en San Marcos, cuyos apuntes taquigráficos fueron recogidos por aquel Instituto y que revisados por él formaron su libro Civilización Peruana. Epoca Prehispánica. Curso dictado en la Universidad Católica del Perú (Lima, 1937), que es una visión de la historia externa del incario contemplada desde una perspectiva universal y humana.
Riva Agüero abarcó con igual solvencia toda la historia del Perú desde las épocas de la prehistoria exhumadas por la arqueología, como la época española y el periodo republicano, con un sentido de peruanismo integral ajeno a todo caciquismo histórico. En todo momento trató de exaltar los legados ánimicos de las diversas épocas y estratos etnográficos, ya fuera el alma quechua del Incario que caracterizara admirablemente o el mensaje cristiano de la civilización española. Concibió al Perú como un país de sincretismo y de síntesis, en que las regiones físicas se compenetran, en que hay un maridaje constante del mar y de los Andes y una tendencia histórica a la fusión y la armonía. El Perú era para él “un país predominantemente mestizo constituido no sólo por la coexistencia sino por la fusión de las dos razas esenciales”. “Aun los puros blancos –dijo– sin alguna excepción tenemos en el Perú una mentalidad de mestizaje derivada del ambiente, de las tradiciones y de nuestra propia y reflexiva voluntad de asimilación”. Pero dentro de esta concepción su mentalidad y su tradición de hombre de imperio le impulsaban a preferir los periodos en que se ponía de manifiesto el apogeo y la grandeza del Perú en el orden civilizador. Amó, por eso, profundamente la tradición incaica y el alma quechua que la inspiró, vivía como cosa familiar la historia del Virreinato y en la República no pudo ocultar su simpatía entusiasta hacia la Confederación Perú-Boliviana, realización del sueño de un gran Perú.
De acuerdo con las tendencias historiográficas de su época, siguiendo a Fustel de Coulanges y a Ranke, el historiador peruano basó sus construcciones históricas en el estudio estrictamente científico de las fuentes. A estas coordenadas se sujeta su revisión constante de la historia incaica. Cuando Riva Agüero inició su valoración del pasado incaico, predominaba el ambiente idílico sobre los Incas, creado por los historiadores de la Ilustración a base de la difundida versión garcilacista y la predisposición romántica de Prescott, a pesar de las objeciones liberales de aquél al sentido aniquilador de la voluntad y de la libertad humana del régimen incaico. Riva Agüero asume, en la primera hora, un criterio sereno y objetivo, equidistante de las exageraciones y de las negaciones antagónicas, aunque atraído por la seducción de la tesis poetizadora. Gradualmente, a medida que penetra en el estudio de las fuentes y en la crítica de éstas, reajusta su pensamiento hasta forjar una síntesis cabal del Imperio.
La posición crítica de Riva Agüero respecto del Incario se va elaborando y corrigiendo a través de sus diversas obras con un sentido profundo de verdad. Se pueden señalar como hitos de su evolución su juicio sobre la Primera Parte de los Comentarios reales en La historia en el Perú (1910), en que examina todos los problemas relativos al origen y sucesión de los Incas, sus instituciones y el aspecto general del Imperio, las lecciones sobre la civilización incaica sustentadas en San Marcos en 1918, las lecciones dictadas en la Universidad Católica en 1937 y reunidas en volumen el mismo año, los ensayos sobre el Imperio incaico publicados en sus Opúsculos (1937 y 1938), particularmente el prólogo a la obra El Imperio Incaico del Dr. Urteaga, su réplica a González de la Rosa y algunas reflexiones sobre la época española en el Perú.
La historia en el Perú rectificó, en su época, muchos errores sobre hechos e instituciones que hoy se hallan incorporados a la estimativa general del Incario. Sostuvo –con vigorosos argumentos étnicos, filológicos y arqueológicos– que la civilización y las instituciones incaicas no fueron un brote espontáneo y original, o invención incaica, sino culminación de la antigua cultura de Tiahuanaco, la que a su vez recogió reflejos de culturas anteriores. Esa cultura fue obra de los quechuas, primitivos pobladores de la región, los que fueron desplazados por los aymaras y no por los atacameños, invasión destructora del Sur que partió en dos el antiguo dominio cultural y lingüístico de los quechuas, interponiendo una mancha aymara, que aún subsiste, entre los quechuas del Sur del Perú y del Sur de Bolivia y Norte argentino. Con apasionamiento dialéctico rebatió más tarde la apología aymarista de Middendorf, Markham, Uhle, von Buchwald y Latcham. Fue también Riva Agüero el primero en caracterizar dos claros periodos en la historia incaica, calificados hasta entonces indistintamente como Imperio Incaico, distinguiendo una primera etapa de “confederación” o “liga quechua”, capitaneada por los Incas de Hurin Cuzco, pero con cierta autonomía feudal de los asociados, y un segundo periodo, el del Imperio conquistador de los Hanan Cuzco, con carácter centralista y unificador. En lo relativo a la organización social, sostuvo que no eran privativas ni originales ciertas instituciones incaicas, como la comunidad de tierras –que existió en casi todas las partes del mundo– o los mitimaes, que fueron empleados por los asirios y babilonios. Aclaró, también, como el núcleo del Imperio y de la aristocracia gobernante estuvo constituido por el conjunto de tribus de la nación Inca y sus descendientes o parentela de sangre, hijos del dios Inti y libres de tributos y pechos. Ese cuerpo de patricios y magnates, descendientes de las primeras tribus pobladoras del Cuzco, fue por “tradición y confraternidad de origen y de sangre el más robusto sostén de la legitimidad” hasta la época de Atahualpa. Para Riva Agüero la fuerza secreta e imponderable de la institución imperial incaica estuvo en la cohesión de esta aristocracia tradicional, étnica y hereditaria, a la que no cabe confundir con los Incas de privilegio, criados de la casa real elevados por sus méritos personales. Esa casta tradicional y no improvisada, constituida por los que vivían inmemorialmente en la parte del Cuzco y sus descendientes, fue “una aristocracia verdadera de sangre, gentilicia y fisiológica”. Sobre la religión incaica Riva Agüero trazó un magnífico cuadro, analizando la evolución y fusión de los conceptos religiosos y de los dioses locales tendiendo a la centralización y al monoteísmo, refutando a Garcilaso sobre la interpretación de Pachacamac como dios supremo, espiritual e invisible de los Incas, reconociendo en él un ídolo costeño e identificó a Viracocha como dios de la primitiva civilización quechua y al sol como la divinidad tutelar de los Incas. Con criterio objetivo, basándose en Cieza y en la mayoría de los cronistas, sostuvo la efectividad de los sacrificios humanos, aunque no en la proporción ni con el carácter de las sangrientas carnicerías de México.
En su primer libro Riva Agüero trató de ser imparcial y sereno, pero influenciado subconscientemente por las tesis de la época de la Ilustración y el romanticismo, se inclinó del lado garcilasista y por el carácter idílico del Imperio. En realidad se trataba de un problema de interpretación de las fuentes primitivas de los cronistas. El propio Riva Agüero lo expresa al decir: “Valera y Garcilaso presentan el lado risueño y luminoso del gobierno de los Incas: las Informaciones de Toledo, el Padre Cobo y Pedro Pizarro el lado oscuro y disforme. Tan erróneo sería ver exclusivamente este último como lo fue atender al primero. Es menester unirlos hasta que se fundan en ese tono gris que es el de la verdad”. Riva Agüero negaba entonces científicamente el valor de las Informaciones de Toledo, publicadas fragmentariamente por Jiménez de la Espada en 1882 y desconocía la Historia indica de Sarmiento de Gamboa, descubierta por Pietschmann en 1906 y a la que suponía erróneamente un simple eco de las Informaciones cuando se trata de cosa distinta y autónoma. Para Riva Agüero las Informaciones eran amañadas y falsas, obtenidas por intimidación y tendían a achacar a los Incas todo genero de tiranías y desmanes. “Son –dijo– el arsenal mejor provisto de acusaciones y detracciones contra los incas”, y, como más tarde Tschudi, “propenden por reacción contra Garcilaso a rebajar y denigrar las instituciones y costumbres del Tahuantinsuyo”. De ellas sólo podían extraerse algunas noticias sobre el orden de los reinados, la historia externa de algunos hechos y conquistas principales. En el resto eran yerro y falsedad. Erraban al pintar la behetría primitiva, al afirmar el repentino engrandecimiento de los Incas y al juzgar sus instituciones políticas y sus costumbres. Recapitulando su acusación rotunda, como todas las suyas, decía: “El crédito de dichas informaciones decrece hasta el extremo que no vacilamos en declarar que todo historiador imparcial y sagaz debe tenerlo por escasísimo y casi nulo”.
De conformidad con esta valoración de las fuentes fue el juicio de Riva Agüero sobre el Incario en 1910. Con criterio sagaz y ecléctico y apuntalando a Garcilaso con Cieza, Acosta y Santillán –y hasta con el testimonio baladrón de Mancio Sierra–, sostiene Riva Agüero la índole mansa y benévola del Imperio, la conquista pacífica y la sumisión voluntaria de las tribus, la “amicicia” de los Incas que ganaban pueblos con dádivas y buenas palabras y, en general, el carácter incruento de las conquistas incaicas. Estas se realizaron, dice, “sin encontrar gran resistencia y sin dejar tras de sí inextinguibles odios”. En este orden hubo en algunos casos resistencias latentes, estados sometidos con carácter semiautónomo, mitimaes y provincias en situación de opresión y desigualdad. Pero, al mismo tiempo, acepta Riva Agüero muchas de las notas desechadas por Garcilaso como impropias de la vida incaica, como las revoluciones y conjuras, los desórdenes, los vicios, las penas crueles, las matanzas, la dureza de los tributos y aun que en las guerras “los Incas se mostraron con frecuencia a fuer de déspotas, crueles y sanguinarios”. Los Incas –dice Riva Agüero– tuvieron las características de los primitivos estados despóticos y conquistadores, y su sistema “no estuvo exento de los depravadores defectos inseparables de todo despotismo, por más suave y benigno que sea”. Su posición tiende a ser ecuánime, equidistante de ambos extremos.
Contemplando serenamente el panorama histórico Riva Agüero reconoció, como Prescott, que el Imperio tuvo ventajas y defectos: “Fue un imperio despótico y comunista, pero tuvo las ventajas, las virtudes y los vicios propios de su constitución”. Aseguró el orden, la disciplina y el bienestar de miles de hombres. Entre los imperios que recuerda la historia –los asiáticos, el imperio romano, las monarquías absolutas de la edad moderna– anhelosos de un “ideal de tranquilidad en la servidumbre”, el de los Incas fue el que “más se acercó al ideal de orden, de disciplina y bienestar en la obediencia”. El liberal que había en el Riva Agüero juvenil de 1910 no podía aceptar, como Prescott, la negación de la libertad individual que implicó el régimen incaico. Con dignidad republicana escribe Riva Agüero: “los que reputamos supremo valor moral y social el respeto a la personalidad y a la libertad del individuo, sostenemos que aquel régimen deprimente hubo de ser de efectos desastrosos a la larga y que en mucha parte es responsable de los males que todavía afligen al moderno Perú”. He aquí ya la interpretación particularista del historiador peruano, que se expansiona también para considerar un aspecto justificativo del régimen incaico, visto con ojos propios, desde dentro. Riva Agüero considera que acaso el despotismo incaico, tan denostado, no fuera una forma característica del alma peruana, fruto de instituciones seculares en que se afirmara una sumisión voluntaria. “La docilidad y la ternura –dice– son las características de los indios del Perú”. “Los súbditos vivían por lo general satisfechos con sus leyes y costumbres, sin desear nada mejor y el gobierno de los Incas era para los indios peruanos el más apropiado que se podía concebir”. El despotismo paternal de los Incas –si cabe tal maridaje– era, para Riva Agüero, “Una encarnación de las naturales aspiraciones de la dócil raza quechua”.
En el Elogio de Garcilaso (1916) palpita la misma emoción tensa de admiración hacia el Incario. Riva Agüero vitupera a los historiadores fríos y mediocres, amontonadores de datos, y loa al Inca por haber escrito con alma de poeta, en una historia que puede errar en lo accesorio pero que, realzando las líneas capitales y dominantes de la cultura incaica, salva el espíritu y traduce con instinto adivinatorio el misterio esencial de su estirpe y de su raza. “Y es la entraña del sentimiento peruano, es el propio ritmo de la vida aborigen, ese aire de pastoral majestuosa que palpita en sus páginas y que acaba en el estallido de una desgarradora tragedia, ese velo de gracia ingenua tendido sobre el espanto de las catástrofes, lo dulce junto a lo terrible, la flor humilde junto al estruendoso precipicio, la sonrisa resignada y melancólica que se diluye en las lágrimas”.
En El Perú histórico y artístico (1921), dedicado a su estirpe montañesa, hace Riva Agüero una magnífica interpretación de la vida y de la cultura incaica y sobre todo del alma quechua. Insiste en el descrédito y ningún valor de las Informaciones toledanas y aun de Sarmiento de Gamboa, cuya crónica considera como “simple resumen de ellas”. De las Informaciones dice que estuvieron encaminadas a rebatir a Las Casas y a justificar el suplicio de Túpac Amaru, que están colmadas de equivocaciones y patrañas, que fueron falseadas por el intérprete Gonzalo Jiménez y que son “recusables en grado sumo para todo lo tocante a la apreciación del régimen incaico”. De paso, ataca a todos los negadores de la índole idílica del Imperio: Tschudi, Bandelier, el “atrabiliario jesuita” Padre Cappa y Lummis, “indiscreto apologista de Pizarro”. En lo propiamente histórico insiste en la existencia de una raza protoquechua creadora de la civilización de Tiahuanaco y generadora de la incaica, en el quechuismo original de los Incas, en la transformación de la confederación o liga feudal en imperio despótico y en los privilegios de las tribus incaicas. El juicio final sobre el Imperio es, sin embargo, equilibrado y recto, como era su espíritu clásico y armonizador, cuando no le enervaban ataques desleales e insidiosos. Fundándose en el jesuita Acosta y olvidado de sus reparos liberales, Riva Agüero declara su admiración por el régimen incaico, al que considera “notable y provido gobierno”, no obstante su severidad en los castigos. El autoritario de espíritu que había en el fondo liberal de época que fue Riva Agüero habla ya de la «necesidad política del rigor y del escarmiento», típico además del sistema colectivista incaico. “El socialismo –dice– y más aún el socialismo militar y conquistador como lo fue el de los Incas, exige la mayor energía autoritaria, el despotismo administrativo, minucioso e inexorable”. Pero recobra su ritmo liberal para señalar los deletéreos efectos de ese régimen negativo de la libertad. El socialismo tuvo, para él resultados enervantes sobre las naciones del Imperio. Acostumbró al pueblo con tranquila indiferencia a cualquier yugo extraño, desarraigó toda iniciativa, “hizo de una de las razas mejor dotadas de la América indígena una tímida grey de esclavos taciturnos” y llevó al Imperio a la “senilidad apática” de todas las sociedades de tipo análogo: chinos, egipcios, indostanos, persas, romanos, rusos. El aristócrata liberal salva, sin embargo, de esta decadencia a la casta noble incaica. Las virtudes viriles se refugiaron, según él, en la aristocracia política y guerrera y en la lucha final contra los españoles fue esa clase la única que resistió en el levantamiento de Manco Inca, en tanto que “los antiguos súbditos, sumidos en su automatismo y marasmo habituales, desoyeron las exhortaciones de rebeldía que salían de Vilcabamba”.
En este mismo libro Riva Agüero torna a caracterizar la índole de las instituciones sociales incaicas, de acuerdo en parte con los postulados de la sociología de su época. Afirma que los Incas no inventaron la comunidad de aldea, surgida de la agricultura, sino que fue una institución primordial y espontánea. En algunas provincias antes de los Incas se había llegado a formas de propiedad o de explotación agrícola particularizada. Los Incas impusieron, sin embargo, su inflexible colectivismo. Llevaron la socialización económica al más alto grado: absoluta proscripción de la propiedad individual, requisición para el trabajo rústico y militar, anual repartición de lotes, faenas comunes y turnos, graneros y almacenes públicos, asistencia a pobres y viudas, rigurosas leyes suntuarias, matrimonio obligatorio y omnipotencia del Estado. A este sistema rígidamente socialista –que tuvo sus buenas y malas cualidades–le sucedió “el desenfrenado y anárquico individualismo español”.
En la síntesis sustanciosa y tersa de 1921 hay otro mérito cardinal y es su exaltación de los valores espirituales de la raza y la cultura quechua, el sugestivo análisis de la poesía y los mitos indios, su interpretación del Ollantay –que llevado de su entusiasmo retrae hasta el siglo XVII, y, a la postre, a una leyenda prehispánica– y su interpretación de la arquitectura incaica: “manifestación de un pueblo grave, probo y triste que no aspiraba a deslumbrar con apariencias engañosas como el estilo yunga, sino a imponerse con la extraordinaria robustez de la planta y los materiales y la primorosa paciencia de la ejecución”. En estas admirables páginas de Riva Agüero están acaso las más sutiles notas de historiador con alma de poeta que habían destellado en el elogio de Garcilaso cuando dice que en el arte indígena predominaron “la ternura sollozante y la ingenuidad pastoril” o cuando en el tono majestuoso y señoril que le era peculiar, dice con robusta elocuencia: “Esquiva y tradicional, esta raza, más que ninguna otra, posee el don de lágrimas y el culto de los recuerdos. Guardiana misteriosa de tumbas, eterna plañidera entre sus recuerdos ciclópeos, su afición predilecta y su consuelo acervo consisten en cantar las desventuras de su historia y las íntimas penas de su propio corazón”. Todavía cerca de Jauja, en el baile popular de los Incas las indias que representan el coro de princesas (ñustas) entonan, inclinándose con exquisita piedad sobre Huáscar, el monarca vencido: «Enjuguémosle las lágrimas y para aliviar su aflición llevémosle al campo, a que aspire la fragancia de las flores».
Hasta 1921, poco más o menos, Riva Agüero es en la historiografía peruana el iniciador y sostenedor de la corriente garcilasista y de los tópicos recogidos más tarde por el indigenismo romántico: mansedumbre de las conquistas incaicas, antiespañolismo, rechazo de la obra toledana, quechuismo del Incario.
En 1934 se anuncia el cambio de orientación que había de acentuarse en las lecciones de 1937, a base de la renovación y revisión de las fuentes. El hecho fundamental es la aparición de la Historia indica de Sarmiento de Gamboa, cuya versión de la historia incaica, bárbara y grandiosa, tarda en ser aceptada en el Perú por Riva Agüero, que es el árbitro de los estudios históricos. Al fin y al cabo se impone la visión heroica de los antiguos hayllis o cantos de triunfos recogidos por los cronistas toledanos. Las crónicas fundamentales de Sarmiento, de Cristóbal de Molina, de Cabello Balboa y de Cobo confirman la índole guerrera y viril del Imperio. La transformación del criterio de Riva Agüero se esboza en un discurso con motivo de la conmemoración del IV centenario del Cuzco español, recogido en los Opúsculos (II). Riva Agüero analiza, él mismo, las motivaciones de su entusiasmo garcilasista: “Cuando hacia 1906 –dice– comencé en la Universidad a interesarme por la investigación personal de los anales incarios, predominaban en nuestra prehistoria dos corrientes antagónicas. Era la una la aceptación rutinaria de las fábulas indígenas, el idilio de los Incas, que aún atestaba manuales y libros de texto y que aceptaba a ojos cerrados las aserciones del tardío recopilador Garcilaso, cuya utilidad y buena fe he defendido y defiendo, pero al que jamás he reputado el más fidedigno, seguro y completo analista del Tahuantinsuyo. En oposición a la manida y yerta escuela tradicional, mantenida entonces aquí por los herederos de Lorente, nos llegaba el eco rabioso del antigarcilasismo europeo, que extremaba el escepticismo y la hipercrítica contra las tradiciones incanas y que todo lo sacrificaba en aras del aymarismo…” y agrega: “Antes de 1906 no se conocía acá la Historia indica de Sarmiento de Gamboa, publicada en Alemania el mismo año, ni la del Padre Morúa, editada con mucha posterioridad”. Es notoria, sobre todo su variación de criterio sobre la encuesta toledana, sobre la que dice, ahora, cosa sustancialmente distinta de la de 1910. “Las capitales Informaciones recogidas por el Virrey Toledo no habían aparecido en su integridad y sólo podían leerse en el breve extracto que publicó Jiménez de la Espada”. En realidad las Informaciones completas publicadas por Leviller dicen en el fondo lo mismo que el extracto de 1880. Es el criterio de Riva Agüero el que ha variado, por la influencia decisiva de la poesía heroica guardada por las panacas principales. Riva Agüero se va entregando pausada pero seguramente a la evidencia. Al referir los orígenes del Cuzco habla ya de las crueldades de Mama Ojllo contra las tribus vencidas, veladas por Garcilaso. Al describir el cuadro de las luchas primitivas dice: “Todos estos combates entre ayllus congéneres, cruentas invasiones de territorios e inmolaciones de víctimas humanas, nos alejan mucho de la idílica leyenda que deleitó a los peruanistas del siglo XVIII y predomina todavía en buena parte de los del XIX”. Por el estilo son sus acotaciones en el prólogo al libro sobre el Imperio de Horacio H. Urteaga. En tono provocador de polémica presentista dice: “Peca la tradición incaica por sus tendencias socialistas y despóticas cuyos deprimentes resultados analiza con tanta maestría el contemporáneo Baudin. Es la menos liberal y democrática de las dos, por más que duela a la mayoría de sus panegiristas: su ideal fue el orden, el método, la disciplina y la jerarquía”.
La visión madura y final del Imperio la alcanza Riva Agüero en el libro Civilización tradicional peruana. Epoca prehispánica (1937), en el que el contenido de la crónica de Sarmiento de Gamboa se absorbe íntegramente en el relato de los hechos externos y en el que predomina ya la versión de un Imperio rudo, belicoso y sangriento. El testimonio de Garcilaso ha ido perdiendo autoridad en su ánimo para lo que se refiere a la índole pacífica del colosal imperio andino. La realidad, dice ahora, aparece en Garcilaso “idealizada y edulcorada”. Con mucho más sentido histórico que en su juventud, escribe ahora: “Hay que acudir a los analistas primitivos para hallar los rasgos de significativa barbarie y las tintas de color local y época auténticas. Los chancas llevaban como paladión en la campaña los cadáveres embalsamados de sus antiguos caudillos…”. La reacción contra la tesis garcilasista es completa. Queda estereotipada en este pasaje, tan diverso del juicio de 1910 y del Elogio de 1916: “Muy dudosa e intercadente resulta en la historia efectiva esa clemencia y mansedumbre incaica, manido lugar común y engañoso artículo de fe en el cuadro convencional de nuestro pasado. El colorido, más todavía que los hechos concretos, es falso en los Comentarios reales, que parecen, por su almibarada monotonía, no relatos de época bárbara, sino vidas legendarias y monásticas de santos. Garcilaso diluye en plata y azul lo que en las demás fuentes brilla con fulgor sombrío y rutilante de rojo y oro. Por su violenta crueldad, Pachacútec se hermana con los déspotas orientales, con los monarcas asirios. Exterminaba, desollaba a los enemigos rebeldes. Sus cárceles pobladas de fieras y víboras, el pueblo las llamaba la Sancahuasi y la Llaxahuasi, la caverna y la pavorosa”.
Riva Agüero acepta ya en este libro último y definitivo la índole sangrienta y dominadora del Imperio conquistador. La pintura de los tiempos primitivos del Incario es ruda y bárbara. Pero la violencia continúa bajo los grandes Incas y capitanes de la expansión incaica. Inca Yupanqui en su reacción contra los Chancas “degolló a los principales, hizo clavar sus cabezas en las picas, a otros ahorcó o quemó, a otros empaló y desolló vivos, y reservó los cráneos para usarlos como vasos en sus banquetes…”. “Todo esto es –dice– de una trocidad oriental asiria”. En el mismo tono habla de las represalias ejercidas en la conquista del valle del Huarco o en la “terrible sublevación de los Collas”. De retorno de Chile, Pachacútec castiga a los rebeldes que son desollados y de sus pieles se hacen tambores. El reinado de Túpac Yupanqui deja “una herencia de agravios y rencores”, en contradicción con su afirmación anterior de que no dejaron tras de sí inextinguibles odios. De Huayna Cápac dice que hizo degollar con espantosa crueldad más de veinte mil hombres en las orillas de Yahuarcocha. El jefe Pintuy (caña brava) fue desollado y “de su piel hicieron un tambor, enviado al Cuzco como trofeo”. La crueldad continúa y se exacerba en la guerra civil de Huáscar y Atahualpa, quien ordenaba sacar los ojos a los enemigos, asolaba ciudades, pasó a cuchillo a 60 000 personas, mandó saquear el Cuzco, abrir los vientres a las mujeres, ajusticiar en estacas a los miembros de la nobleza adicta a Huáscar y a aquél horadar los hombros para pasarle unas sogas, y que levantó en su paso de conquistador “pirámides horrendas como un conquistador asiático”. Atahualpa fue, según Riva Agüero, el culpable de que el Perú no se defendiera ante los conquistadores españoles, “infundiendo el respeto que es prenda de unión fecunda y gloriosa”.
La égloga del Imperio se desvanece por completo, pero al mismo tiempo Riva Agüero acepta que esta exacerbación de la crueldad y ruptura de la unidad incaica se debiera a un comienzo de decadencia moral. En 1934, en un ensayo publicado en la “Revista de la Universidad Católica” titulado La caída del Imperio incaico insinué la explicación de que esa debilidad proviniera del decaimiento de las virtudes de la nobleza incaica, la que por primera vez se abstuvo de combatir a los Cayambis y había perdido en parte sus costumbres ascéticas y viriles. Riva Agüero aceptó esta tesis en sus clases, aunque la discuta en parte en su texto y sostenga que la depravación cortesana se inicia en la época de Pachacútec. “El receloso despotismo, dice, la poligamia, la vida de serrallo, producía sin cesar tragedias domésticas”. Con su acostumbrada tendencia analógica compara el cuadro de los últimos Incas con el de los antiguos persas, a los que se parecen “en la teocracia solar y despótica, en el incesto dinástico obligatorio y los crímenes del serrallo que producen la rápida decadencia de la monarquía”.
En estas descripciones está presente el influjo de la historia de Sarmiento y de las antes repudiadas Informaciones, cuya autoridad no cabe aceptar en alguna manera en su integridad, como instrumento político que fueron de la política imperial de Toledo. Las Informaciones, son, como los hayllis incaicos, la versión oficial del bando dominador en la que hay que descartar la deformación interesada y hallar los hechos reales indiscutidos.
Riva Agüero permanece sin embargo fiel a Garcilaso en algunos puntos ya insostenibles después de la aceptación de las guerras y revueltas intestinas de que hablan Cieza y Sarmiento. Su obstinacion erudita se manifiesta principalmente en la insistencia en la tesis de que el Imperio se formó lentamente desde los primeros Incas, por expansión gradual y no por una rápida propagación, y también en el mantenimiento de la afirmación garcilasista de que el vencedor de los Chancas fue Viracocha, y no Pachacútec como lo sostiene ahora con firme documentación Maria Rostworowski de Diez Canseco. En veces restalla también su antigua enemiga contra Sarmiento, al que, no obstante haber incorporado sus épicos trozos a su historia, llama “acérrrimo detractor del imperio incaico”. Y contra las Informaciones descarga aún su habitual expolio, diciendo que no cabe admitir “sin riguroso examen las tendenciosas declaraciones debidas a la pusilanimidad y el servilismo habitual en los indios”. Si es fundada la desconfianza de Riva Agüero para las Informaciones toledanas desde el punto de vista político del Imperio, no resulta muy adecuada la confianza que deposita a menudo en lo que se refiere a la historia externa de los Incas en algunas fuentes dudosas y tardías: en las Informaciones llamadas de Vaca de Castro, a las que presta excepcional validez, cuando son eco inseguro de unas hipotéticas declaraciones que hasta ahora no han aparecido, y en tres cronistas que escribieron en el siglo XVII, casi después de un siglo de la caída del Incario –Gutiérrez de Santa Clara, Anello Oliva y Huamán Poma– que coinciden con frecuencia reveladora y son una sola fuente insegura e insuficiente para rebatir el testimonio tan sólido y directo de Cieza o de Sarmiento.
Una última variación interesante se produce en el ánimo de Riva Agüero con relación a las calidades anímicas de los habitantes de Costa y Sierra, que han agudizado algunos complejos provinciales. En 1910 Riva Agüero comulgaba en el desdén de los Incas y de los cronistas españoles primitivos por los yungas ruines, sucios y despreciables. “El Imperio Incaico –dice– coincidió con el debilitamiento y degeneración de las razas del litoral”. Los Incas, agrega, los mantuvieron en pie de dependencia y desigualdad. En 1921 coopera todavía con la leyenda de la endeblez intelectual y moral de los costeños, cuando dice que las civilizaciones primitivas Nazca, Ica y Trujillo que perfilan una cultura autónoma y brillante, eran “adelantadas y opulentas, pero muelles”. Pero en su Civilización tradicional peruana (1937), al estudiar la influencia del clima sobre el hombre y la reacción vencedora de éste sobre el medio físico, declara que la influencia deprimente que se atribuye al clima costeño sobre el hombre es “menos enervante de lo que sostiene cierta literatura rutinaria, estragada y perniciosa, detestable por cursi y malévola”. La costa, dice recuperando su ecuanimidad, desde los primeros tiempos tuvo “papel importantísimo de iniciativa e invocación”. Refiriéndose a la Sierra anota su tristeza y desolación y comenta: “La altura andina predispone el ánimo a la frialdad, la lentitud y la melancólica resignación”. El antiguo garcilasista, el pugnaz polemista contra González de la Rosa y Uhle se ha compenetrado insensiblemente de algunas de las necesarias verdades de los adversarios.
Entre sus más altas cualidades para el desempeño de su función de historiador, tuvo Riva Agüero la de su inmensa capacidad receptiva, su inagotable curiosidad y erudición, el humanismo ingénito de su inteligencia que se interesaba por todos los aspectos de la historia universal y no sólo la peruana, sobrepasando las recortadas visiones de campanario y que hicieron de él un verdadero maestro de historia comparada. Riva Agüero es, en su época, el más documentado de nuestros historiadores sobre formas sociológicas y culturales y lo que enaltece y distingue su obra son las analogías y comparaciones que hace de las instituciones y evolución del pueblo incaico con las de otros pueblos primitivos, como los caldeos, los egipcios, los romanos, los chinos o los demás pueblos de América, con pleno dominio de las fuentes más saneadas y de los últimos hallazgos y comprobaciones. Con el Egipto halló la analogía del territorio que determina el tipo de una civilización de oasis, la preocupación de ultratumba, los procedimientos de momificación, el hieratismo en el arte y el recuerdo de las maldiciones populares por los padecimientos que significaron las grandes obras públicas. Compara también el Incario con los pueblos babilonio y asirio y con la confederación azteca. Considera el régimen Inca como un despotismo teocrático semejante al de China y Egipto, rodeado de un nobleza militar y feudal. El paralelo entre el Imperio del Sol Celeste y el del Sol Andino, iniciado por Prescott y ahondado por Riva Agüero, es una obra maestra de historia comparada. Con él pone de relieve, aparte de los rasgos señalados por Prescott –absoluta obediencia, carácter terco y suave, respeto de usos y formas tradicionales, destreza y prolijidad, predominio de la paciencia sobre la imaginación, falta de audacia– otras notas anímicas y coincidencias históricas: primitiva escritura de nudos, Huangti y su mujer, pareja civilizadora como Manco Cápac y Mama Ocllo, máximas y discursos de los emperadores, pájaro mitológico fughuang semejante al coraquenque, gran muralla y gran canal, ceremonias agrícolas presididas por el Emperador hijo del Cielo en la China y del Sol en el Perú. Coinciden sobre todo ambos pueblos en la tendencia hacia la reglamentación minuciosa y patriarcal y el manso despotismo, en que “la corrupción y la crueldad no borran el sello paternal y bondadoso de las leyes” (1910). El Incario fue, para Riva Agüero, una China joven que la conquista española detuvo y destruyó en los primeros grados de evolucion (1910). “Conocer –dijo alguna vez, resumiendo su técnica histórica– es en el fondo comparar”.
Además de exaltar los valores poéticos de Garcilaso o de la poesía indígena y la tendencia sincrética de la historia peruana, Riva Agüero rechazó también orgullosamente el determinismo y el materialismo históricos y, particularmente, la tendencia a deshumanizar o colectivizar la historia. Reivindicó la existencia personal de Manco Cápac y declaró “que es mala filosofía histórica, arbitraria y perniciosa, la de suprimir por capricho o alarde de ingenio la intervención constante de los hombres en los acontecimientos mayores, la de imaginar que los pueblos se mueven sin caudillos y por sí solos, que las ciudades se fundan por instinto ciego de muchedumbre como los panales de las ovejas o las cabañas de los castores… no hay que desterrar de la historia la individualidad, la voluntad y la reflexión porque es apagar toda luz y rendirse a la ignorancia y al acaso”.
En el fondo del espíritu de Riva Agüero lucharon el liberal y el autoritario del siglo XIX. En su primera etapa predominó el liberal cuando condenaba el imperio incaico porque no había respetado el supremo valor moral de la libertad individual y le hacía responsable de los hábitos de servidumbre y de los males que actualmente afligen al Perú. Pero, en su ultima época, se sobrepuso el antiguo absolutista que latía en el fondo atávico de su estirpe española y reclamaba como mérito del antiguo Imperio indígena el haber hecho prevalecer desde sus más remotos orígenes, “la jerarquía, la subordinación forzosa y clarísima propensión a la autocracia”. Fundió, así, íntimamente en su espíritu, el legado quechua y el español, aunque como excelso representativo que era de la cultura occidental no pudo dejar de afirmar –como lo dijo en su discurso de 1934, en el Centenario de la fundación del Cuzco, probablemente recordando a Bartolomé Herrera– que aquel acto “era la iniciación solemne del Perú cristiano y europeizado, que es el nuestro, el presente, el definitivo”.
Pero el Imperio Incaico realizó una obra civilizadora benéfica para el hombre y la cultura americana. “Fue un régimen de madurez, una gerontocracia en que predominaban la experiencia y el tino”. Conducido por los orejones, que fueron la armadura y el nervio de la potencia incaica, terminó con las luchas intestinas, disminuyendo los sacrificios humanos, construyendo caminos, canales y edificios, difundiendo altos principios éticos y despertando en sus súbditos la orgullosa conciencia de integrar una sociedad ejemplar entre las hordas salvajes.
Como en el campo de la historia incaica e hispánica, fue también decisivo el influjo de José de la Riva Agüero en la orientación de los estudios de historia republicana, no obstante de que no escribió una obra particular sobre este periodo. Riva Agüero contribuyó fundamentalmente a la exégesis de la evolución republicana con su obra Carácter de la literatura del Perú Independiente, primer balance de nuestra cultura original y autónoma, con su crítica a la obra de Paz Soldán en La Historia en el Perú, en la que trazó pautas definitivas al reivindicar a las figuras de la revolución peruana, reaccionar contra el procerismo extranjero imperante y reivindicar la trascendencia y visión del empeño de Santa Cruz al forjar la Confederación Perú-Boliviana, restauración de un gran Perú, con sus ensayos sobre diplomcia y política republicanas publicados en la “Revista de América” o en el “Mercurio Peruano”, rebatiendo a Bulnes o Alberto Gutiérrez sobre la guerra con Chile o en su reservado folleto El problema diplomático del Sur. Relaciones con Chile y Bolivia (Chorrillos, 1932) en el que aboga por la alianza diplomática con Chile o la unión de los tres países por tratados de comercio, de statu quo y garantía territorial y hasta una unión aduanera, política circunstancial dictada por la amenaza bélica de Bolivia en 1926, y en alguno de sus Opúsculos, principalmente en el dedicado a don Manuel Pardo.
Hubo en Riva Agüero, de acuerdo con las tendencias de su época de auge de la Sociología, una tendencia a derivar hacia el enfoque sociológico de la realidad peruana y al análisis de las leyes que han presidido el desarrollo político y social del Perú, lo que se patentiza en sus tres obras sobre literatura, historia y paisajes del Perú republicano. En El Carácter de la Literatura del Perú Independiente (1905), Riva Agüero, como Prado y García Calderón, se mueve dentro de los conceptos familiares entonces de “razas”, de “superioridades e inferioridades étnicas”, de influencias e “imitaciones” extranjeras y de “peligros” imperialistas. García Calderón había señalado la necesidad de europeizar nuestra cultura bajo el preponderante influjo latino y había denunciado “el peligro japonés” (Las democracias latinas). Riva Agüero preconizaba en 1905, ante la falta de cohesión étnica, escaso desarrollo social y económico y falta de un ideal colectivo, la necesidad de la imitación. Diez años más tarde, insistiría sobre el tema en la Biblioteca Internacional de Obras Famosas con su estudio Influencias imitativas en la moderna literatura peruana (1914?). El Perú necesitaba, según Riva Agüero, romper con los ideales políticos, filosóficos y religiosos de la vieja España y europeizarse en todo menos en el idioma y el respeto a los clásicos literarios. “Ampliemos el círculo de nuestras imitaciones –escribía– y multipliquemos el número de nuestros modelos”. Al analizar las posibilidades perdidas y las futuras de nuestra historia, esboza, dentro de la tónica de Prada, un análisis de los defectos nacionales. El carácter peruano se definía por su “versatilidad, frivolidad burlona, atolondramiento, irreflexión, vanidad”, “por la costumbre de esperarlo todo del Estado, la plétora de las profesiones liberales, la empleomanía, la centralización asfixiante, el desprecio de la tradición, repudio del derecho histórico, inestabilidad en el gobierno”. Desde entonces lucharon en Riva Agüero el liberal y el hombre de casta y, a pesar de su radicalismo de escuela, su condenación del catolicismo como pasadismo y fanatismo, reclamaba, ya en un anhelo de equilibrio, el mantenimiento de un elemento tradicional, el que buscaba en el “carácter honrado y viril del pueblo español”. “La tradición española –decía– es la única tradición que nos queda”, y, tras de denunciar sus defectos, hallaba en ella “reservas de energía y virilidad” contra el peligro de la absorción económica de otros pueblos. Su baluarte de nacionalismo era el mantenimiento de la lengua castellana.
En La historia en el Perú (1910) Riva Agüero, todavía dentro de su posición de época liberal y anticlerical, reacciona ya contra el cerrado antiespañolismo del siglo XIX y declara que “la nacionalidad tiene orígenes más profundos y remotos que la declaración de la independencia”. Revisando el criterio con que se había juzgado la obra colonizadora española, asienta que es necesario “comprender y sentir en él cómo la sangre, las leyes y las instituciones de España, trajeron la civilización europea a este suelo y crearon y modelaron lo esencial del Perú moderno” (pág. 549).
En sus Paisajes peruanos (1912) Riva Agüero reanuda sus meditaciones sociológicas sobre el Perú. A través de la magnífica descripción del Perú que ese libro contiene Riva Agüero expansiona su espíritu ante la tierra impregnada de historia y renueva su pensamiento sobre la evolución de Perú. La visión de la sierra, del hombre y del paisaje andino restablecen el equilibrio de su interpretación del Perú. Considera que hubo “excesiva hispanofilia” en sus reflexiones juveniles y se arrepiente de su “tendencia europeizante de criollo costero”. Destacan en sus reflexiones históricas su juicio sobre la Independencia, en el campo de Ayacucho, sus notas sobre Gamarra y la Confederación, sus apreciaciones sobre sus valores de Costa y Sierra y su espléndida caracterización del alma quechua. Es la hora radiante de la valorización certera y luminosa del Perú andino –que él es el primero en hacer en esta etapa de nuestra cultura–, variando el ángulo de las preocupaciones extranjerizantes e imitativas que habían sido la consigna recibida en su juventud y orientando la historia y la sociología nacional hacía el conocimiento de nosotros mismos. Riva Agüero considera desde entonces al Perú como “un país de sincretismo y de síntesis” cuya expresión auténtica es el mestizaje. Fue un error –dice al volver de la sierra–, “el considerar el antiguo régimen español como la antítesis y la negación del Perú” y proscribir “los tres siglos” de la Colonia de nuestra formación espiritual. España consideró al Perú dentro de una minoridad filial privilegiada y “mantuvo nuestra primacía histórica en la América de Sur”. Pero el Perú no es única ni exclusivamente español, como afirmara el obispo Herrera. “El Perú –dice Riva Agüero– es obra de los Incas tanto o más que de los conquistadores”. “El Perú moderno vive de dos patrimonios: del castellano y del incaico, el segundo aunque subalterno en ideas, instituciones y lengua es el primordial en sangre, instinto y tiempo. En él se contienen los timbres más brillantes de nuestro pasado”. Así se coordinan en el pensamiento de Riva Agüero, generalmente tildado de hispanista acérrimo, nuestras dos herencias esenciales y recobra por obra suya, su valor primordial el mensaje de la cultura y de la sangre del antiguo Perú –toda la corriente moderna del indigenismo peruano– que él fue el primero en proclamar y restaurar, reaccionando contra prejuicios étnicos y psicológicos, nacionales y extranjeros, largo tiempo estratificados.
Oro y leyenda del Perú
LA LEYENDA ÁUREA
Un mito trágico y una leyenda de opulencia mecen el destino milenario del Perú, cuna de las más viejas civilizaciones y encrucijada de todas las oleadas culturales de América. Es un sino telúrico que arranca de las entrañas de oro de los andes. Millares de años antes que el hombre apareciera sobre el suelo peruano, dice el humanista italiano Gerbi, el futuro histórico del Perú estaba escrito con caracteres indelebles de oro y plata, cobre y plomo, en las rocas eruptivas del período terciario. Los agoreros astrólogos egipcios, los shamanes indios o los sacerdotes taoístas de la China misteriosa e imperial habían establecido ya, milenios antes, la supremacía del oro sobre los demás metales; y el propio desencantado poeta del Eclesiastés reconoció la plata y el oro como “tesoro preciado de reyes y provincias”. Los metales eran semejantes a seres vivos que crecían, como las raíces de los árboles bajo la tierra, y maduraban, diversamente, en las tinieblas telúricas, regidos por los astros y el cuidado de Dios. La plata crece bajo el influjo de la Luna, el cobre bajo el de Venus, el hierro bajo el de Marte, el estaño bajo el de Júpiter y el plomo, pesado y frío, bajo el de Saturno. Pero sólo el oro, que recibe del Sol sus buenas cualidades, que no se menoscaba, ni carcome, ni envejece, es el símbolo de la perfección y de la pureza y emblema de inmortalidad. El plomo y los demás metales que buscaban ser oro son como abortos, porque todos los metales hubiesen sido oro –dice Ben Johnson– si hubiesen tenido tiempo de serlo. Pero, el oro, a la par de su primacía solar y su poder de preservar del mal y de acercar a Dios, implica, en la hierofanía del Cosmos, un azaroso devenir en el que juegan los agentes de disolución y dolor y en que se retuerce un sentimiento agónico de muerte y resurrección. Es el destino azaroso de este “pueblo de mañana sin fin”, de este “país de vicisitudes trágicas”, que vislumbró el poeta español García Lorca cuando dijo : “¡Oh, Perú de metal y de melancolía!”.
Todos los mitos de la antigüedad sobre riquezas fabulosas y las alucinaciones de la Edad Media sobre islas Afortunadas o regiones de Utopía y ensueño y todas las recetas arcanas y la experiencia mágico-religiosa de los alquimistas medioevales para trasmutar los metales en oro, se esfuman y languidecen en el siglo XVI, ante el hallazgo de asombro del Imperio de los Incas y de los tesoros del Coricancha. Pudo decirse que, en la imaginación de los filósofos que soñaron la Atlántida o de los cosmográfos y pilotos que buscaban el camino de Cipango, hubo, ya, una nostalgia del Perú. Pizarro es el único argonauta de la historia que le tuerce la cabeza al dragón invencible que custodia el Toisón de Oro y rompe en mil pedazos la redoma de la ciencia esotérica medioeval para obtener la Piedra Filosofal, ya innecesaria. El Perú sobrepasa, con sus tesoros, la fama de la Cólquida y de Ofir. Es el único Vellocino hallado y tangible de la conquista de América. El Inca Atahualpa, avanzando en su litera áurea por la plaza de Cajamarca, entre el rutilante cortejo de sus soldados armados de petos, diademas y hachas de oro, o llenando de planchas y vasijas de oro el cuarto del rescate, es el único auténtico Señor del Dorado.
Se explica bien, entonces, las noticias escalofriantes de los cronistas, el asombro europeo de los humanistas, portulanos y gacetas y la hipérbole de los poetas e historiadores. Las noticias que llegan del Perú, escribe desde Panamá el Licenciado Espinosa al Rey, apenas apresado el Inca en Cajamarca, “son cosa de sueño”. Gonzalo Fernández de Oviedo, que ha visto y palpado durante veinte años, desde Santo Domingo y Panamá, para ponerlas en su Sumario de la natural historia de las Indias, todas las riquezas naturales halladas en el Nuevo Mundo, se admira de “estas cosas del Perú” al tocar con sus manos un tejo de oro que pesaba cuatro mil pesos y un grano de oro, que se perdió en la mar, que pesaba tres mil seiscientos pesos, o al ver pasar hacia España tinajas de oro y piezas “nunca vistas ni oídas”. Y comenta, venciendo su desconfianza y escepticismo naturales: “Ya todo lo de Cortés paresce noche con la claridad que vemos cuanto a la riqueza de la Mar del Sur”. El tesoro de los Incas del Cuzco excede al de todos los botines de la historia: al saco de Génova, al de Milán, al de Roma, al de la prisión del rey Francisco o al despojo de Moctezuma –dirá maravillado el cronista de los Reyes Católicos–, porque “el rey Atahualpa tan riquísimo e aquellas gentes e provincias de quien se espera y han sacado otros millones muchos de oro, hacen que parezca poco todo lo que en le mundo se ha sabido o se ha llamado rico”. Francisco López de Gómara diría: “Trajeron casi todo aquel oro de Atabalipa, e hinchiron la contratación de Sevilla de dinero, y todo el mundo de fama y deseo”. Y el padre Acosta, con su severidad científica y su don racionalista, nos dirá en su Historia natural y moral de las Indias: “Y entre todas las partes de Indias, los Reinos del Perú son los que más abundan de metales, especialmente de plata, oro y azogue”. León Pinelo, que situaría el Paraíso en el Perú, escribe: “La riqueza mayor del Universo en minerales de plata puso el criador en las provincias del Perú”. Y Sir Walter Raleigh, avizorando el Dorado español desde su frustrada cabecera de puente sajón de la Guyana, en América del Sur, escribiría: “Ipso enim facto deprehendimus Regem Hispanum, propter divitias et Opes Regni Peru omnibus totis Europae Monarchis Principibusque longue superiorem esse.” –”De ello sabemos que el rey de España es superior a todos los reyes y príncipes de Europa por causa de la abundancia y las riquezas del reino del Perú”–. Por las fronteras del Imperio Español de Carlos V, quien hubiera necesitado para sus guerras riquezas seis veces mayores aún, correría la voz de los tesoros del Perú, que servirían al César español para combatir más ardidamente a Francisco I, Lutero y el Turco y se urdiría el nuevo ensalmo de la fortuna, el nuevo mito del oro peruano, que cristaliza en la mente alucinada del europeo en frases que tientan imposibles o resumen desengaños. Será el súbdito francés de Francisco I, quien después de leer en un pequeño folleto titulado Nouvelles certaines des íles du Perou, publicado en Lyon en l534, la lista de los objetos y planchas de oro traídos del Perú, gruñirá su sorpresa o su ironía en dichos como el de “gagner le Perou” que vale por una utopía o fortuna irrealizable, o el de “Ce n’est pas le Pérou” ante la mezquindad de un propósito defraudado. O será el epíteto de “perulero”, aplicado por los pícaros de Sevilla y por el teatro del siglo de oro a los indianos enriquecidos a los que se iba a desplumar, o acuchillar la bolsa, al desembarcar en la ría; o el hiperbólico “Vale un Perú”, que trasciende la euforia de un mediodía imperial en la historia del mundo y que ha recogido el poeta peruano J. S. Chocano en su estrofa altisonante:
“¡Vale un Perú! Y el oro corrió como una onda
¡Vale un Perú! Y las naves lleváronse el metal;
pero quedó esta frase, magnífica y redonda,
como una resonante medalla colonial.”
PAISAJE ASCÉTICO, ENTRAÑA DEL ORO
América precolombina desconoció el hierro, pero tuvo el oro, en un mundo regido, según Doehring, por el terror y la belleza. En toda América hubo, en la época lítica y premetalúrgica, oro nativo o puro que no necesitaba fundirse ni beneficiarse con azogue, en polvo o en pepitas o granos que se recogían en los lavaderos de los ríos o en las acequias; pero se desconoció, por lo general, el arte de beneficiar las minas. “La mayor cantidad que se saca de oro en toda la América –dice el Padre Cobo– es de lavaderos”. Decíase que el oro en polvo era de tierras calientes. Pero la veta estaba escondida en las tierras frías y desoladas, en las que el oro, mezclado con otros metales, necesitaba desprenderse de la piedra y “abrazarse” con el mercurio, como decían los mineros, con simbolismo nupcial. El oro y la plata encerrados en los sótanos de la tierra se guardaban, según los antiguos filósofos –según recuerda el Padre Acosta–, “en los lugares más ásperos, trabajosos, desabridos y estériles”. “Todas las tierras frías y cordilleras altas del Perú, de cerros pelados y sin arboleda, de color rojo, pardo o blanquecino –dice el jesuita, Padre Cobo– están empedradas de plata y oro”. Un naturalista alemán del siglo XVIII, gran buscador de minas, dirá que “las provincias de la sierra peruana son las más abundantes en minas y al mismo tiempo las más pobladas y estériles” (Helms). “Se puede considerar toda la extensión de la cordillera de los Andes, en mayor o menor grado, como un laboratorio inagotable de oro y plata”. Y lo confirmará, con su estro vidente y popular, el poeta de la Emancipación al invocar en su Canto a Junín como dioses propicios y tutelares, dentro de la sacralidad proverbial del oro, “a los Andes…, las enormes, estupendas / moles sentadas sobre bases de oro, / la tierra con su peso equilibrando”. Puede establecerse, así, una ecuación entre la desolación y aridez del suelo y la presencia sacra del oro. Y ninguna tierra más desamparada y de soledades sombrías, que esa vasta oleada terrestre erizada de volcanes y de picos nevados, que es la sierra del Perú y la puna inmediata –”el gran despoblado del Perú”, según Squier– que parece estar, fría y sosegadamente, aislada y por encima del mundo, despreciativa y lejana, en comunión únicamente con las estrellas. De ellas brota la tristeza y el fatalismo de sus habitantes –la tristeza invencible del indio, según Wiener– y sus vidas “casi monásticas”, grises y frías como la atmósfera de las altas mesetas y en las que la felicidad es hermana del hastío. Es casi el marco ascético de renunciamiento y de pureza que, en los mitos universales del oro, se exige por los astrólogos y los hiero-fantes, para el advenimiento sagrado del metal perfecto, que arranca siempre de un holocausto o inmolación primordial.
El oro argentífero y la plata, su astral compañera, abundaron en todas las regiones de la América prehispánica, aunque no se descubriera sino aquella que arrastraban los ríos o estaba a flor de tierra. El oro asomó, por primera vez, ante los ojos alucinados del Descubridor, como una materialización de sus sueños sobre el Catay y de la lectura del Il Milione en la Isla Española, ante las riquezas del Cibao, que se pudo confundir, por la obsesión de las Indias, con Cipango. Y surgió, luego, en la isla de San Juan, dando nombre a Puerto Rico, y en Cuba. Llegaron, entonces, los gerifaltes de la conquista, poseídos de la fiebre amarilla del oro, que, según el historiador sajón y el donaire de Lope, “so color de religión / van a buscar plata y oro / del encubierto tesoro”. Surgió más tarde “la joyería” de México, que capturó Cortés, hasta dar con “la rueda grande con la figura de un monstruo en medio”, que se robó, en medio del mar, el corsario francés Juan Florín. Sierras y cursos fluviales de la Nueva España estuvieron cargados de oro, por lo que dijo el cronista Herrera que en toda ella “no hay río sin oro”. Y el oro surgió, en Veragua y en Caribana, custodiado no ya por toros que despedían llamas o por dientes de dragón sembrados en la tierra, que pudieran vencerse, como en el mito griego, con la ayuda de Medea, sino defendido por caribes antropófagos, con clavos de oro en las narices y con las flechas envenenadas, más mortíferas que los caballos y los arcabuces. Los espejismos dorados de Tubinama, de Dabaibe y del Cenú –donde el oro se pescaba con redes y había granos como huevos de gallina–, decidieron las razzias de Balboa y Espinosa contra los naturales de Tierra Firme, abrieron el camino de la Mar del Sur, reguero de sangre que esmaltan las perlas del golfo de San Miguel y las esmeraldas de Coaque. A las espaldas de las Barbacoas, de la región de los manglares y del Puerto del Hambre, donde los soldados de Pizarro cumplen la ascética purificación que exige el hallazgo de la piedra filosofal, según la liturgia del Medioevo, estaba el reino de los Chibchas, que dominaron la técnica del oro, lo mezclaron con el cobre y crearon el oro rojo de la tumbaga, inferior en quilates y en diafanidad al oro argentífero del Perú.
NO HAY RÍO SIN ORO
En el Perú primitivo hubo también el oro de los ríos y de las vetas subterráneas. Los primeros cronistas y geógrafos mencionan las minas de Zaruma en el Norte, detrás de Tumbes, y las de Pataz, que proveerían a los orfebres del Chimú; y hacia el interior, en Jaén de Bracamoros, Santiago de las Montañas, el Aguarico célebre por sus arenas de oro, el Morona, la tierra de los Jíbaros y la de los Chachapoyas. En Huánuco, a diez jornadas de Cajamarca, dice la crónica de Xerez, y en el Collao hay ríos que llevan gran cantidad de oro. En la región de Ica debieron existir yacimientos o criaderos de oro en Villacurí, en Guayurí, en Porum y en Nazca; y en la de Apurímac, los de Cotabambas, explotados más tarde. Las minas más ricas, según Xerez “las mayores”, eran las de Quito y Chincha; y el cronista oficial Pedro Sancho habla, en 1534, de las minas de Huayna Cápac en el Collao, que entran cuarenta brazas en la tierra, las que estaban custodiadas por guardas del Inca. El oro más puro del Perú fue el del río San Juan del Oro, en Carabaya, que alaban el Padre Acosta, Garcilaso y Diego Dávalos y Figueroa, por ser el más acendrado y pasar de veinte y tres quilates. Carabaya es la región aurífera por excelencia del Perú, el último trofeo de su opulencia milenaria. El cuadro geográfico de Carabaya se acomoda, por su adustez y hostilidad, a la mística metalúrgica, porque una inmensa muralla de cerros nevados y ventisqueros separa la altiplanicie, en que se hallan ciudades como Crucero –donde el agua se hiela en las acequias y se recoge en canastas, según don Modesto Basadre– de la región húmeda y tropical, hacia la que descienden, casi perpendicularmente, por graderías, los ríos que van al Inambari y al Madera, afluentes del Amazonas y que llevan sus aguas cargadas de cuarzo aurífero. En los valles de Carabaya, donde las lluvias torrentosas arrastran árboles y tierra formando aluviones inmensos de agua y tierra rojiza, se hallan los lavaderos de oro Huari-Huari y de Sandia, de San Juan del Oro, de Aporoma, de San Gabán, de Challuma, Huaynatacoma, Machitacoma, Coasa, Marcapata y los cerros famosos de Cápac Orco y de Camanti, que alucinó éste último algunos espejismos republicanos. Esta región inmisericorde, azotada por el viento y las aguas y por las apariciones sorpresivas del jaguar, fue también arrasada por los indios selváticos que degollaron en 1814 a los mineros de Phara a golpes de maza, destruyeron las labores de oro de San Gabán, masacraron a los obreros de Tambopata y en el cerro de Camanti, famoso mineral de oro desde la conquista, mataron los indios Chunchos a un capataz inglés, asaltándole a la salida de su casa y dejándole muerto, de pie y sostenido por las flechas que le enclavaron contra la pared.
GÉNESIS DE LA METALURGIA AMERICANA
La aparición de la metalurgia fue una hazaña cultural de la América del Sur, según Paul Rivet. En México sólo aparecen los metales hacia el siglo XI. El mundo maya tuvo una industria metalúrgica muy rudimentaria y sólo los del “segundo imperio” trabajaron el oro y conocieron el cobre, pero no el bronce. La utilización del oro nativo y del cobre es, en cambio, general en la región andina de Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia y parece que se generó en el interior de la Guayana y en la costa del Perú. El oro fue utilizado en el Perú antes que el cobre. En Nazca y Chavín se da el oro en los estratos más antiguos; el cobre era, en cambio, desconocido hasta el siglo IV, a la aparición de la civilización de Tiahuanaco y en el antiguo Chimú. La técnica de la tumbaga –aleación del oro con el cobre– llamada también guanin, es típica de toda la zona del Caribe, desde el comienzo de la Era Cristiana. “En las Antillas y Tierra Firme –escribe Oviedo– los indios lo labran y lo suelen mezclar con cobre o con plata y lo abajan segund quieren”. Los Chibchas son los propagadores de ella y quienes perfeccionan las técnicas de la puesta en color, laminado del oro, soldadura autógena, soldadura por aleación y modelado a la cera perdida. Esta técnica se propaga al Ecuador y a la costa peruana, según Rivet, muy afecto a una génesis caribe de la metalurgia americana.
Los Chimús desarrollaron una de las más avanzadas técnicas del oro, el que trataron por fundición, al martillo, soldadura, remache y repujado. En la costa del Perú se desarrolló, esencial y originariamente, la metalurgia de la plata, desde la época de Paracas, la que sólo se conoce en la alta meseta perú-boliviana en el segundo período de Tiahuanaco y en el Ecuador de la época incaica. El bronce, por último, proviene, según Rivet, del segundo período de Tiahuanaco y sólo aparece en la costa en el último Chimú y en el Ecuador en la época incaica. Los principales propagadores del bronce, son los Incas, que lo llevan a todas las provincias sometidas a su imperio.
LOS MOCHICAS Y EL ORO LUNAR
Los Mochicas de la costa del Perú, radicados en los valles centrales de ésta, teniendo como centro las pirámides del Sol y de la Luna en Moche, desarrollaron antes que los demás pueblos del Perú el arte de la metalurgia. Dominaron las técnicas de la soldadura, el martillado, fundido, repujado, dorado, esmaltado y la técnica de la cera perdida. Al mismo tiempo que decoraban su cerámica en dos colores, ocre y crema, con dibujos ágiles y finos con escenas de cetrería o de guerra, de frutos y plantas, como también de seres monstruosos idealizados, perfeccionaron la orfebrería áurea forjando ídolos y máscaras, adornos e instrumentos, armas, vasos repujados, collares y tupus, brazaletes y ojotas, orejeras y aretes, tiranas para depilar, cetros, porras, cascos, tumis o cuchillos ceremoniales incrustados de turquesas y esmeraldas, vasos retratos de oro puro, rodelas de oro con estilizaciones zoomorfas e ídolos grotescos coronados con una diadema semilunar. En todos ellos parece que el oro argentado del Perú recibe el pálido reflejo lunar; y la imagen de la luna, diosa nocturna del arenal y del mar, inspira a los artífices chimús formas decorativas y homenajes litúrgicos, que se materializan en la diadema semilunar de los ídolos o héroes civilizadores y en la predilección por los símbolos de la araña y el zorro. Esta metalurgia ceremonial, religiosa o civil, reviste las formas más caprichosas y gráciles, con laminillas de oro en forma de rayos, campanillas o cascabeles en que el oro es hueco, o pesados objetos en los que se imita el arte lítico o la cerámica: vasos de oro y turquesas, huacos de oro como el ejemplar único exhibido por Mujica en los grabados de esta Colección. Toda esta feérica bisutería dorada de los imagineros mochicas, como más tarde de sus sucesores los Chimús –que acaso recibieran ya el influjo quimbaya– fue asimilada, en parte, en lo técnico, por el arte sobrio de los Incas, pero se perdió el estilo y el alma de los orfebres de Moche, Lambayeque y Chanchán. Los Incas, al conquistar el señorío de Chimú y su capital Chanchán, con Túpac Inca Yupanqui, por cuanto los yungas de la región –dice Cieza–”son hábiles para labrar metales, muchos dellos fueron llevados al Cuzco y a las cabeceras de las provincias donde labraban plata y oro en joyas, vasijas y vasos y lo que mas mandado les era”.
PROFANIDAD DE LOS HUAQUEROS
Si los Incas borraron de sus anales la destreza y el adelanto del arte metalúrgico de los vencidos yungas, éste quedó encerrado en las tumbas más tarde violadas por conquistadores, huaqueros y arqueólogos. Entonces empezó a resurgir para la historia cultural la maravillosa orfebrería Chimú.
La primera revelación de los tesoros enterrados del Chimú la dio el cacique de este pueblo Sachas Guamán, en l535, cuando obsequió al Teniente de Trujillo, Martín de Estete, con un deslumbrante e irisado tesoro de objetos de oro, de plumas y de perlas, que fue extraído de la casa de ídolos o huaca de Chimú-Guamán, junto a la mar. Figuraban en el lote miliunanochesco, una almohada cubierta de perlas, una mitra de perlas, un collar de oro y perlas y un asiento en cuyo espaldar había borlas de perlas que ceñían cabezas esculpidas de pájaros. Equipo marfileño que acaso perteneciera a algún sacerdote del culto lunar, que era, según el cronista Calancha, el privativo de los yungas, en contraste con el andino culto solar. Se repitió después el áureo donativo hecho legendario de la huaca del Peje Chico a García de Toledo, que le dio 427,735 castellanos en 1566 y 278,134 en 1578, y volvió a rendir 235,000 castellanos en l592. De las huacas de la gran ciudad de Chanchán –llamadas popularmente de Toledo o del Peje Grande y Chico, del Obispo, de las Conchas, de la Misa, de la Esperanza– surgieron en la época colonial tesoros que se fundieron y dieron ríos de onzas deslumbrantes. De la huaca del Sol de Moche se extrajo, según Calancha, como 800,000 pesos. Y el desvalijo continuó por los huaqueros de la época republicana, como aquel empírico coronel La Rosa, que repartió sus trofeos arqueológicos con el viajero Squier y confesó a Wiener que había hecho fundir más de cinco mil mariposas de oro, de apenas un miligramo de espesor, lindos juguetes con alas de filigrana, a los que se podía, por su levedad, lanzar al aire y ver revolotear alegremente venciendo la pesantez hasta caer en tierra. La mayoría de los objetos de oro encontrados en Chanchán y en otros lugares, fue fundida o emigró a los museos extranjeros, para constituir las innúmeras colecciones que poseen ejemplares y muestras que no tienen los escasos museos peruanos y las colecciones particulares peruanas, torpemente prohibidas.
JOYELES ANTIGUOS PERUANOS
El desfile del oro peruano continuó hacia Europa después de la independencia, enriqueciendo joyeles y colecciones del Viejo Mundo. La Colección Macedo, peruana, fue vendida y forma parte de un museo alemán. Los excepcionales objetos de oro del Cuzco, que Markham y Bollaert vieron en manos del General Echenique, Presidente de la República, antes de 1853 –frutos y hojas vegetales de oro, llautu tejido de oro, tupu o prendedor ricamente ornamentado, con cruz de Malta, estrellas y animales en círculos, y por último la tincuya de oro o disco con 34 compartimientos a modo de zodíaco, con círculos, facciones humanas, ojos, boca y ocho agudos caninos y las caras del Inca y la Coya– se han repartido entre el Museo Indiano de Nueva York y don Matías Errázuriz en Chile. En Alemania existen las mejores colecciones de cerámica y metalurgia peruanas, no bien identificadas e inventariadas. Se mencionan en ella como depositarias de objetos de oro: la Colección Gaffron, en el Museo Etnográfico de Munich, con vasos de oro repujado de Lambayeque, adornos femeninos de oro para el pecho, parejas de colibríes de oro, pájaros de oro para coserlos a la vestidura; la Colección Schmidt, con tiranas de oro para depilar; la Colección Alfredo Hirsch de vasos retratos de oro; la Colección Ricardo W. Staudt, con vasos retratos de plata; la Colección Gretzer, con vasos retratos de oro puro, repujados, de 17 cm. de alto, provenientes de Ica, mascarillas de oro, etc.; y la Colección Suttorius, de Stuttgart, con puñetes, pinzas depilatorias, máscaras con liga de oro y cobre. Cítanse en el extranjero también las colecciones de Herget, con el disco del sol en oro purísimo, grandes vasos de oro, puños, brazaletes incrustados de turquesas y esmeraldas, tupus de gran tamaño con el sol flamígero, orejeras, etc.; la Colección Allchurch, con un disco solar y cara humana ensangrentada; la Colección Ferris, que Squier vio en Londres y fue a parar al Museo Británico; la George Folsom, en la Historical Society of New York; la colección de Bliss, en Nueva York; la propia Colección Squier, con ricos ejemplares; la Colección Bandelier, en el Museo de Historia Natural de Nueva York; y el archivo Baessler, con sus trofeos del cerro de Zapame, en Lambayeque, y sus chapas de oro con representaciones de peces y búhos. Se citan, también, la colección del poeta argentino Oliverio Girondo, con objetos de oro de Nazca, máscaras funerarias, puños o brazaletes de oro laminado y estilizaciones fito-zoomorfas, y la del Museo Histórico de Rosario, en Argentina, con dos rodelas de oro con estilizaciones zoomorfas y adornos de turquesas. Charles Wiener menciona, como ejemplares que vio en el Perú y llevó a París, brazaletes, orejeras, sortijas y collares, y como ejemplares sugestivos, un pájaro de oro martillado llevando una hoja o fruto en el pico, procedente de Pachacamac, una figurilla de oro encontrada en Chancay y un tupu de oro macizo de Recuay. Wiener confiesa que llevó de la región de Trujillo –antiguo Chimú– tres cajones conteniendo 652 números, entre los que figuraban collares, sortijas, brazaletes, aretes y otros adornos. Por último, se citan las magníficas colecciones del Museo Rafael Larco Herrera, de Chiclín, del coleccionista don Hugo Cohen y de Miguel Mujica, el autor de este libro.
ORFEBRERÍA CHIMÚ
Los más sensacionales y reveladores hallazgos de oro precolombino en el Perú han sido en el presente siglo los del alemán E. Brüning, en el cerro de Zapame y los de Batán Grande e Illimo en 1937, ambos cerca de Lambayeque. Los hallazgos de Brüning comprueban un arte metalúrgico refinado y primoroso. Al lado de los vasos negros, de la etapa Chimú, que revelan una decadencia de la cerámica, surgieron joyas como la araña de oro con huevos de perlas, con adorno emplumado de cabeza, que recuerda, según Doehring, figuras toltecas; chapas de oro con figuras humanas o cabezas humanas que salen de cabezas de animales, como los dioses Anahualli mexicanos, y figuras de peces y otros animales. En la huaca de la Luna, en Moche, halló don Manuel Pío Portugal otro tesoro, con tupus, pectorales, collares, campanillas, estólicas, flautas, máscaras de zorro y coronas con laminillas colgantes, que han integrado diversas colecciones. Los hallazgos de Batán Grande se incorporaron en parte al Museo de la Cultura, en Lima, y en ellos figura, como pieza del mayor valor artístico representativo del arte Chimú, el tumi o cuchillo ceremonial de oro laminado, de 43 cm y 1 kg de peso, engastado con turquesas, que se exhibe en dos ejemplares extraordinarios: uno existente en el Museo Nacional de Antropología y Arqueología, y otro, que se reproduce por primera vez en este libro, con brazos abiertos y ligeramente trunco. Es, posiblemente, el dios o señor principal de la región, con sus atributos jerárquicos. Algunos han querido ver en él al legendario caudillo Naym-Lap, que insurgió en la costa de Lambayeque, con un séquito oriental, en la época pre-inca, según el novelesco relato del clérigo trashumante.
Ciertas joyas revelan la excepcional pericia y el gusto artístico finísimo de los orfebres del Chimú. Squier describe un grupo argentífero formado por un hombre y dos mujeres, en un bosque representado con gracia y discreción y sentido de la armonía, en el que la representación de un retorcido tronco de algarrobo, descubre el sentimiento del paisaje en el artífice indio. Otro grupo escultórico, en plata, visto por el mismo viajero, fue el de un niño meciéndose plácidamente en una hamaca, junto a un árbol, por el que sube, sigilosamente, una serpiente, mientras que al lado, arde una hoguera. Estos grupos, dice Squier, revelan pericia en el diseño, en el modelado y fundido y acaso el conocimiento del molde de cera. La araña de oro del cerro de Zapame, las chapas de oro, con figuras zoomorfas, las mariposas alígeras de Wiener y los tumis ceremoniales de Illimo, representan el ápice de la joyería estilizada y barroca del arte aurífero peruano.
Todo el esplendor de la industria metalúrgica costeña fue anterior a los Incas. Es ya axioma arqueológico que los descubrimientos técnicos de los aurífices yungas –como la aleación del oro nativo y de la plata bruta y las aleaciones cuproargentíferas–, así como los primores de la orfebrería costeña, fueron asimilados tardíamente por los Incas, en el siglo XV, al conquistar el litoral. Arriesgados etnólogos y arqueólogos sostienen aún que el arte metalúrgico del Chimú se propagó a la región del Ecuador y alcanzó a Guatemala y a México, donde Lothrop ha hallado discos de oro del estilo Chimú medio y reciente en Zacualpa y una corona de oro emplumada con decoración Chimú y discos del último período de esta cultura.
EL ORO: MITO INCAICO
Los Incas no inventaron las técnicas del oro; pero el oro fulgura, desde el primer momento de su aparición, en el valle de Vilcanota en los mitos de Tamputocco y Pacarictampu, como atributo esencial de su realeza, de su procedencia solar por la identificación de sol y oro en la mítica universal y de su mandato divino. Una fábula costeña, adaptada en la dominación incaica, relataba que del cielo cayeron tres huevos, uno de oro, otro de plata y otro de cobre, y que de ellos salieron los curacas, las ñustas y la gente común. El oro es, pues, señal de preeminencia y de señorío, de alteza discernida por voluntad celeste. Los fundadores del Imperio, las cuatro parejas paradigmáticas presididas por Manco Cápac, usan todavía la honda de piedra para derribar cerros, pero traen ya, como pasaporte divino, sus arreos de oro para deslumbrar a la multitud agrícola en trance de renovación. Los cuatro hermanos Ayar portan alabardas de oro, sus mujeres llevan tupus resplandecientes y en las manos auquillas o vasos de oro para ofrecer la chicha nutricia de la grandeza del Imperio. La figura de Manco, el fundador del Cuzco y de la dinastía imperial incaica, fulge de oro mágico solar y sobrenatural. Una fábula cuzqueña refiere que la madre de Manco colocó en el pecho de éste unos petos dorados y en la frente una diadema y que con ellos le hizo aparecer en la cumbre de un cerro, donde la reverberación solar le convirtió ante la multitud en ascua refulgente y le consagró como hijo del sol. En los cantares incaicos el dios Tonapa, que pasa fugitivo y miserable por la tierra, deja en manos de Manco un palo que se transforma luego en el tupayauri o cetro de oro, insignia imperial de los Incas. Manco sale en la leyenda de Tamputocco de una ventana, la Capactocco, enmarcada de oro, y marcha llevando en la mano el tupayauri o la barreta de oro que ha de hundirse en la tierra fértil y que le ha de defender de los poderes de destrucción y del mal. Mientras sus hermanos son convertidos en piedra, él detiene el furor demoníaco de las huacas que le amenazan y fulmina con el tupayauri a los espíritus del mal que se atraviesan en su camino. En retorno, cuando Manco manda construir la casa del Sol –el Inticancha–, ordena hacer a los “plateros” una plancha de oro fino, que significa “que hay Hacedor del cielo y tierra” y la manda poner en el templo del Sol y en el jardín inmediato a éste, a la vez que hace calzar de oro las raíces de los árboles y colgar frutos de oro de sus ramas.
El oro se convierte para los Incas en símbolo religioso, señal de poderío y blasón de nobleza. El oro, escaso en la primera dinastía, obtenido penosamente de los lavaderos lejanos de Carabaya, brilla con poder sobrenatural en los arreos del Inca –en el tupayauri, los llanquis u ojotas de oro, la chipana o escudo y la parapura o pectoral áureo– y se reserva para las vasijas del templo y la lámina de oro que sirve de imagen del sol colocada hacia el Oriente, que debe recibir diariamente los primeros rayos del astro divino y protector. La mayor distinción y favor de la realeza incaica a los curacas aliados y sometidos, será iniciarles en el rito del oro, calzándoles las ojotas de oro y dándoles el título de apu. Y los sacerdotes oraban en los templos para que las semillas germinasen en la tierra, para que los cerros sagrados echasen oro en las canteras y los Incas triunfasen de sus enemigos.
Los triunfos guerreros de los Incas encarecen el valor mítico del oro y su prestancia ornamental. El Inca vencedor exige de los pueblos vencidos el tributo primordial de los metales y el oro que ha de enriquecer los palacios del Cuzco y el templo de Coricancha. Todo el oro del Collao, de los Aymaraes y de Arequipa, y por último del Chimú, de Quito y de Chile, afluye al Cuzco imperial. Los ejércitos de Pachacútec vuelven cargados de oro, plata, umiña o esmeraldas, mulli o conchas de mar, chaquira de los yungas, oro finísimo del Tucumán y los Guarmeaucas, tejuelos de oro de Chile y oro en polvo y pepitas de los antis. El mayor botín dorado fue, sin embargo, el que se obtuvo después del vencimiento del señor del Gran Chimú, en tiempo de Pachacútec. El general Cápac Yupanque, hermano del Inca y vencedor de los yungas de Chimú, reúne en el suelo de la plaza de Cajamarca –donde más tarde habría de ponerse el sol de los Incas, con otro trágico reparto– el botín arrebatado a la ciudad de Chanchán y a los régulos sometidos al Gran Chimú y a su corte enjoyada y sensual, en el que contaban innumerables riquezas de oro y plata y sobre todo de “piedras preciosas y conchas coloradas que estos naturales entonces estimaban más que la plata y el oro”.
EL CORICANCHA: CERCO DE ORO
De la época de Pachacútec y sus sucesores proviene el esplendor áureo del Cuzco que deslumbró a los españoles. El templo del Sol se reviste de una franja de oro de anchor de dos palmos y cuatro dedos de altor, que destella sobre la traquita azul de la piedra severa. El disco del Sol era, según el inédito Felipe de Pamanes, “de oro macizo, como una rueda de carro”. La estatua del Sol, llamada Punchao, con figura humana y tamaño de un hombre, obrada toda de oro finísimo con exquisita riqueza de pedrería, su figura de rostro humano, rodeada de rayos, era también maciza. De oro se hacen los ídolos pares del Sol, Viracocha y Chuqui-Illa, el relámpago, y las dos llamas o auquénidos de oro –corinapa–, que con las dos de plata –colquinapa– recordaban la entrada de los Ayar al Cuzco. De chapería de oro profusa –llamada llaucapata, colcapata y paucar unco– estaban cubiertas las imágenes áureas de las divinidades femeninas Palpasillo e Incaollo y las momias de los Incas, desde Manco a Viracocha, puestas en hilera frente al disco del Sol. Pachacútec manda guarnecerlas también con el metal divino: cúbreselas con máscaras de oro, medalla de oro o canipa, chucos, patenas, brazaletes, cetros a los que llaman yauris o chambis, ajorcas o chipanas y otras joyas y ornatos de oro.
Las paredes del templo del Sol, que según algunos cronistas tenían en las junturas de sus piedras oro derretido, se revisten enteramente como de tapicería, de planchas de oro y el Inca, todopoderoso, manda que los queros o vasos sagrados, los grandes cántaros o urpus, los platos en que comía el sol o carasso y los wamporos o grandes odres o trojes de oro y plata para la chicha solar, se funden en oro. La feería mayor del templo –que pareciera relato de las mil y una noches, si la contaran únicamente cronistas tan parcos como Cieza y Cobo y no constase por inventarios del botín de Cajamarca–, era el jardín del Sol, en el que todo era de oro: los terrones del suelo, sutilmente imitados; los caracoles y lagartijas que se arrastraban por la tierra; las yerbas y las plantas; los árboles con sus frutos de oro y plata; las mariposas de leve y calada orfebrería, puestas en las ramas, y los pájaros en árboles, que parecía –dice Garcilaso– como que cantaban o que estaban volando y chupando la miel de las flores; el gran maizal simbólico con sus hojas, espigas y mazorcas que parecían naturales; la raíz sagrada de la quinua y, para completar el ilusorio cuadro, veinte llamas de oro con sus recentales y sus pastores y cayados, todos vaciados en oro. El metal solar es, para los Incas, el mayor tributo que puede ofrecerse a los dioses; y, “como en las divinas letras, dice el padre Acosta, la caridad se semeja al oro”, esta costumbre elimina la de los sacrificios humanos o la reduce a mínimo por el destino redentor del oro.
En el Cuzco se cumple también el doble sino del oro que purifica y salva, pero que, a la vez, precipita el ritmo del tiempo, acorta el placer y la efusión de la vida y acelera el momento de la catástrofe liberadora. La canción del oro relaja las fuerzas vitales del Incario y enerva su energía guerrera. Rompe también la solidaridad social, porque el goce del oro, siempre esquivo, constriñe a crear restricciones y diferencias jerarquizantes. El oro, que fue, en los primeros tiempos, atributo mítico y divino de los Incas y de los homenajes al Sol, se convierte en un privilegio de la casta militar y sacerdotal. El oro es requisado celosamente por el Estado, como perteneciente al Inca y al Sol, y Túpac Yupanqui ordena prender a los mercaderes que traían oro, plata o piedras preciosas y otras cosas exquisitas, para inquirir de dónde las habían sacado y descubrir así grandísima cantidad de minas de oro y plata. Y, en pleno apogeo incaico, se dicta la ley que ordenaba “que ningún oro ni plata que entrase en la ciudad del Cuzco della pudiese salir, so pena de muerte”. El Cuzco, con su templo refulgente y sus palacios repletos de oro, recibiendo cada año de las minas y lavaderos 15 mil arrobas de oro y 50 mil de plata y las cargas de oro y piedras preciosas de todos los ángulos del Imperio, vino a ser, por obra del tabú imperial como un intangible Banco de Reserva de la América del Sur.
PALACIOS Y TESOROS INCAICOS
Tanto como el esplendor del Coricancha fue, a medida que crecía el poderío incaico, el fausto y el derroche en los palacios incaicos. El Inca y sus servidores resplandecen de oro y pedrerías. El Inca y su corte visten con camisetas bordadas de oro, purapuras, diademas y ojotas de oro. La vajilla del Inca y de los nobles es toda de oro. “Todo el servicio de la casa del rey –dice Cieza–, así de cántaros para su uso como de cocina, todo era de oro y plata”. Beber en vaso de oro era hidalguía de señores y signo de paz. De oro eran los atambores y los instrumentos de música, engastados en pedrería. El Inca Pachacútec dio en usar, después de su triunfo, en vez de la borla de lana encarnada de sus antepasados, una mascapaicha cuajada de oro y de esmeraldas. El asiento del Inca o tiana, escaño o silla baja, que era de oro macizo de 16 quilates “guarnecido de muchas esmeraldas y otras piedras preciosas” y fue el trofeo de Pizarro en Cajamarca, valió 25 mil ducados de buen oro, según Garcilaso. La litera del Inca o andas cargadas por 25 hombres eran –según los cargadores del Inca, con quienes Cieza habló– tan ricas, “que no tuvieran precio las piedras preciosas tan grandes y muchas que iban en ellas, sin el oro de que eran hechas”.
La opulencia de los palacios incaicos tendía, además, a ser eterna. No perece, y se dispersa como la de los monarcas occidentales, con la muerte. Cada Inca al morir deja intacto su palacio, con su vajilla y joyas que su sucesor no podrá tocar. El nuevo Inca deberá edificar nuevo palacio y mandar a los orfebres de todo el reino que le fabriquen nuevos cántaros y tupus y diademas. Cada palacio incaico queda, así, como un museo o joyel de los antiguos Incas: en él se custodia, además, por su clan o panaca, su busto o quaoqui fundido en oro, mientras su momia hace guardia junto a sus antecesores en la capilla del Sol del Coricancha. En Písac, en “una bóveda de tres salas”, estaba el tesoro fabuloso de Pachacútec; en Chincheros el de Túpac Yupanqui y los de Huayna Cápac, en Caxana y en Yucay. El oro del triunfo se convierte, así, en oro ritual y en prisionero del fatum incaico; por ello, según el cronista Pedro Pizarro, “la mayor parte de la gente y tesoros y gastos y vicios estaba en poder de los muertos”, al punto de que el Inca Huáscar, poseído de un demoníaco y fatídico propósito, anunció que habría de mandar enterrar a todos los bultos de los Incas, porque los muertos y no los vivos “tenían lo mejor de su reino”.
EL IMPERIO DE HUAYNA CÁPAC Y SUS HITOS DE ORO
El gran instante jubilar del Imperio, en orden a la riqueza y el despliegue de un lujo oriental, es el del Inca Huayna Cápac. La plaza del Aucaypata, en el Cuzco, resplandece de oro, plata, sederías de cumbi y de plumas y de piedras preciosas. Los palacios desnudos de los Incas antiguos y patriarcales se llenan de decoraciones imprevistas, cercos de oro, puertas de jaspe y de mármol de colores, y motivos escultóricos de lagartijas y mariposas y culebras grandes y chicas que parecían “andar subiendo y bajando por ellas”. El ejército incaico presenta sus cincuenta mil hombres armados de oro y plata. En el centro de la plaza se levanta un dosel o teatro “cubierto de paños de plumas llenos de chaquira y mantas grandes de tan fina lana, sembrados de argentería de oro y pedrería”. Allí va a posarse, sobre un escaño de oro, la imagen del sol. “Tenemos por muy cierto –dice el cronista Cieza– que ni en Jerusalén, ni en Roma, ni en Persia, ni en ninguna parte del mundo, por ninguna república ni rey del se juntaba en un lugar tanta riqueza de metales de oro y plata y pedrería como en esta plaza del Cuzco”. Para rematar y circuir la gloria áurea de la plaza y del Imperio, el Inca Huayna Cápac manda forjar una maroma o cadena de oro de trescientos cincuenta pasos de largo, para que los indios bailen asidos de ella alrededor de la gran plaza del Cuzco, al cantarse las hazañas y glorias de sus antepasados. Y, en los remotos confines del Imperio mandó colocar dos “porras de oro y plata” en la raya de Vilcanota, como reto y defensa mágica contra los Collas, y en el Ancasmayo, en la frontera indómita de los Pastos, “ciertas estacas de oro”, como alarde de soberbia y señorío.
Acaso si toda la lucha del mundo y de la historia, el surgir y caer de los Imperios, no sea, como dijo el inglés Carlyle, sino una etapa de la interminable y gigantesca lucha de la fe contra la incredulidad. Parece que el Incario se incorporara dentro de esta norma, porque su grandeza y poderío comienza con un acto de fe, en el momento en que la barreta de oro de Manco Cápac se hunde en la tierra fértil y promisoria del Cuzco, donde habrían de surgir la urbe y el estado imperial; y su estrella se nubla y declina cuando los dos hijos bastardos del Inca, Huáscar y Atahualpa, mandan, el uno destruir las huacas y las momias del Cuzco, y el otro golpea y azota con una alabarda de oro al sacerdote de la huaca de Huamachuco, que le previene una catástrofe inevitable y cercana.
EL BOTÍN DE ORO DE PIZARRO
La cruzada de sangre y oro de la conquista llegó con Pizarro a Cajamarca y desbarató, en el espacio de cincuenta minutos, con ciento sesenta y ocho aventureros haraposos, al invicto ejército incaico de treinta mil hombres, que había conquistado toda la América del Sur, como tres siglos más tarde el Imperio español, en que no se ponía el sol, sería desbaratado en cincuenta y cinco minutos de combate por ochocientos peruanos, en el campo de Junín. De la captura del Inca, en medio de su corte enjoyada en lo alto de su litera impasible, cargada por los estoicos Lucanas, arranca el río de oro alucinante que lleva el nombre del Perú a los confines del mundo occidental. Y no fue mentira el relato fabuloso de los cronistas, ni de los humanistas europeos o los comerciantes genoveses o venecianos que en Sevilla vieron el desfile del fantástico botín y lo divulgaron por Europa con cifras de envidia. Aquel día, en aquel rincón andino del Perú, la historia del mundo había dado un salto o un viraje: el oro americano, principalmente el del Perú, iba a transformar la economía europea, porque al aumentar el circulante y producir la repentina alza de los precios, iba a surgir el auge incontrolado del dinero y del capitalismo.
Jerez y Pedro Sancho, secretarios de Pizarro, describieron en sus crónicas –que se tradujeron y adaptaron en publicaciones europeas– el botín obtenido por Pizarro en Cajamarca y el Cuzco. El primer botín de la cabalgata sudorosa y jadeante, que recorre el campo de Cajamarca y saquea el campamento del Inca, es de 80 mil pesos de oro y siete mil marcos de plata y 14 esmeraldas. “El oro y plata se hubo –dice, maravillado, el escribano Xerez, Secretario de Pizarro, informando oficialmente al Rey– en piezas monstruosas y platos grandes y pequeños y cántaros y ollas y braceros y copones grandes y otras piezas diversas”. Atabalipa –el Inca preso– dijo a los españoles que todo esto y mucho más que se llevaron los indios fugitivos “era vajilla de su servicio”.
El Inca, astuto y sutil, en quien los españoles se espantarían “de ver en hombre bárbaro tanta prudencia”, comprendió que el oro, buscado ansiosamente por la soldadesca era el precio y el talismán de su vida e hizo espectacularmente, el ofrecimiento fabuloso que llenó de asombro a su siglo y a la historia: llenar la sala de su prisión, de 22 pies de largo por 17 de ancho, de cántaros, ollas, tejuelos y otras piezas de oro y dos veces la misma extensión de plata, hasta la altura de “estado y medio”. Del Cuzco, de donde debía, traerse el oro a Cajamarca había, por lo menos, cuarenta días de ida y vuelta, con los que el Inca había ganado una prórroga efectiva de su vida, plazo dentro del que sus generales de Quito y del Cuzco podrían reaccionar y aplastar a aquella cohorte andrajosa de jinetes que, para custodiar al Inca y el precario botín del día de su captura, tenían que velar todas las noches, con armaduras y sobre el caballo, en atisbo de la emboscada india.
El resplandor del oro alumbra, al par que los hachones nocturnos, a los actores de ambos bandos de aquella dramática pugna y zozobra. Por los caminos incaicos empiezan a llegar las acémilas humanas cargadas de oro y plata. Cada día llegan cargas de treinta, cuarenta y cincuenta mil pesos de oro y algunos de sesenta mil. Los tres comisionados de Pizarro que llegan al Cuzco, ordenan deschapar las paredes del Templo del Sol y los palacios incaicos de sus láminas de oro. Y parten para Cajamarca la primera vez 600 planchas de oro de 3 a 4 palmos de largo, en doscientas cargas que pesaron ciento treinta quintales y, luego, llegaron sesenta cargas de oro más bajo, que no se recibió por ser de 7 u 8 quilates el peso. Más tarde llegó todo el oro recogido por Hernando en la “mezquita” de Pachacamac.
EL RESCATE DE ORO DE ATAHUALPA
La mayor parte del oro fue fundido por los indios, “grandes plateros y fundidores que fundían con nueve forjas”. El incentivo trágico del oro dividía ya, no sólo a indios y españoles, sino a éstos mismos, porque los soldados de Almagro, llegados después de la captura del Inca, no tenían derecho al enorme y resplandeciente botín que ingresaba todos los días a Cajamarca y que ellos ayudaban a custodiar. Hubo que apresurar el reparto, sin que la estancia aladinesca estuviera totalmente llena, porque Almagro y sus soldados y otros cuervos adiestrados y ansiosos de partir, exigían se terminase de una vez la comedia del rescate para que el oro fuera de todos. Para interrumpir la trágica espera no había solución más llana y segura, según los almagristas, que la muerte del Inca. Para impedir la contienda y la explosión de la codicia de los doscientos advenedizos de Almagro hubo, a la vez, que eliminar al Inca y cerrar la cuenta del botín de su prisión. Muerto el Inca, el oro era ya no únicamente de sus captores, sino de todos. El oro había sido el can Cerbero de su vida y a la postre fue su talón de Aquiles. Llegaron juntos la condenación del Inca y el reparto del oro del Coricancha, cuyo dueño legítimo –el Inca Huáscar– acababa de perecer por una orden de Atahualpa, en otro rincón hasta entonces incógnito del Imperio.
EL REPARTO DEL BOTÍN
En el fabuloso botín del Inca en Cajamarca llaman la atención la extraordinaria suma de oro recogida y la calidad artística del oro pulido y exornado. La cantidad recogida fue, según el acta oficial del reparto, 1´326,539 pesos de buen oro, cada peso de cuatrocientos cincuenta maravedís. De éstos se sacó para el Rey el quinto, ascendiente a 264,859 pesos y 2,245 por los derechos de fundición. Para “la compañía” de soldados quedaron líquidos, 1´059,435 pesos. A Pizarro, que tenía compañía universal de sus bienes con Almagro, le tocó 57,220 pesos de oro y 2,350 marcos de plata. A Hernando Pizarro, 31,080 de oro y 1,267 de plata; a Hernando de Soto, 17,740 de oro y 724 de plata; a Juan Pizarro 11,100 de oro y 407,2 de plata; a Pedro de Candia, 9,909 de oro y 407,2 de plata. A los capitanes inmediatos les correspondió alrededor de 9 mil pesos de oro. A los cronistas soldados Cristóbal de Mena, Miguel de Estete y Francisco de Xerez, les tocaron sumas iguales: 8,800 pesos de oro y 362 marcos de plata. A los 48 restantes hombres de a caballo, les entregaron entre 9 mil y 8 mil pesos de oro y 362 marcos de plata. Los de infantería recibieron un promedio de 4,500 a 2,200 pesos de oro y 180 a 90 marcos de plata. Aun la cuota otorgada al último peón era fortuna apreciable, porque con lo ganado por un hombre de a caballo, como Juan Ruiz de Albuquerque, pudo éste regresar a España para ayudar al Rey con sus donativos, fincar 600 ducados de renta en juros perpetuos en Jerez en Sevilla, gastar tren de escuderos y esclavos negros, fundar mayorazgos y dedicarse a la montería de perros y volatería de azores en su pueblo natal y en su casa solar con un escudo de piedra en el frontis. Otros volvían “de ciudadanos labradores, de pobres, hechos señores” y, como Rodrigo Orgóñez, mandaban fundar capellanías y entierros en San Juan de los Reyes en Toledo; o como Pedro Sancho se casaban con damas de la aristocracia, o como Francisco de Xerez, era elogiado en coplas porque “tiene en limosnas gastados / mil y quinientos ducados / sin los más que da escondido”.
Es posible que la suma de oro reunida fuese mayor que la que da el acta oficial del reparto. Sumando la plata al oro lo recogido en Cajamarca fue, según León Pinelo, 3,130,485 pesos. Pero, dada la abundancia de metal, los repartidores veedores tuvieron mano larga para el peso y el “oro de catorce quilates lo ponían a siete y lo de veinte a catorce”. No todo el oro fue registrado y mucho se evadió de la cuenta. En el hartazgo de oro de Cajamarca nadie reparaba en peso de más y de menos, y “era tenido en tan poco el oro y la plata así de los españoles como de los indios”, que algunos conquistadores ambulaban por las calles de Cajamarca con un indio cargado de oro, buscando a sus acreedores para pagarles, y entregaban por cualquier cosa un pedazo de oro en bulto, sin pesar. Otros, pordioseros de la víspera, jugaban en una apuesta a los bolos o en una carta del naipe, miles de ducados. Los precios subieron fantásticamente: por un caballo se pagaba de 2 mil a 3 mil pesos, 40 pesos por un par de borceguíes, 100 pesos por una capa y 10 pesos de oro una mano de papel.
EL ORO PERULERO EN SEVILLA
La crónica de Xerez explica, con su fría parsimonia y exactitud notarial, los objetos más notables del botín de Cajamarca que se salvaron de la fundición. Dice el cronista que, “aparte de los cántaros grandes y ollas de dos y tres arrobas, fueron enviados al Rey, una fuente de oro grande con sus caños corriendo agua”; otra fuente donde hay muchas aves hechas de diversas maneras y hombres sacando agua de la fuente, todo hecho de oro; llamas con sus pastores de tamaño natural de oro; un águila o cóndor de plata, “que cabía en su cuerpo dos cántaros de agua”; ollas de plata y de oro en las que cabía una vaca despedazada; un ídolo del tamaño de un niño de cuatro años, de oro macizo; dos tambores de oro, y “dos costales de oro, que cabrá en cada uno dos hanegas de trigo”. Pedro Sancho habla de que se fundieron “piezas pequeñas y muy finas”, que se contaron más de 500 planchas de oro del templo del Cuzco, que pesaban desde cuatro y cinco libras hasta diez y doce libras y que entre las joyas había “una fuente de oro toda muy sutilmente labrada que era muy de ver, así por el artificio de su trabajo como por la finura con que era hecha, y un asiento de oro muy fino –la tiana del Inca o del sol– labrado en figura de escabel que pesó diez y ocho mil pesos”.
La hipérbole aparente de los cronistas se halla, esta vez, respaldada por los documentos fehacientes que obran en el Archivo de Indias. Toda la ciudad de Sevilla presenció la descarga del tesoro de los Incas cuando se llevaron de la nao Santa María del Campo a la Casa de Contratación las vasijas y grandes cántaros del Templo del Sol a lomo de mulas y el resto en cajas conducidas por lentas carretas de bueyes, en veintisiete cargas. Pero los funcionarios del Consejo de Indias tomaron inventario minucioso de todo el oro y la plata llegados del Perú, el que coincide absolutamente con la relación sumaria y asombrada de los cronistas.
De la relación del oro y plata tomada en Sevilla, en el mes de febrero de 1534, por Luis Fernández Alfaro, tesorero de la Casa de Contratación, y publicada por José Toribio Medina, aparece, en la lista del oro del Perú, llevado por Hernando Pizarro, lo siguiente: 38 tinajas de oro de un peso medio de 60 a 25 libras; una figura de medio cuerpo de indio, metida en un retablico de plata y oro; dos atabales de oro; dos fuentes que pesaron 17 libras; un ídolo a manera de hombre, que pesó 11 libras; y en otro inventario una de las cañas de maíz de oro con tres hojas o mazorcas de oro, descritas por Xerez y por Garcilaso; una figura de indio, de veinte quilates; una alcarraza de oro de 27 libras y un atabal de oro de 21 quilates y peso de cuatro marcos. En el inventario de la plata aparece, poco más o menos, el mismo arte orfebreril en 12 figuras de mujer, pequeñas y grandes, que pesaron 937 marcos, un “carnero y cordero de plata” –léase llamas–, que pesaron 347 marcos; y una tinaja con dos asas y una cabeza de perro y su pico, de 27 libras. Mujeres de oro, un hombre enano, de oro, con su bonete y una corona y 3 carneros de oro, aparecen en otro envío al Rey, entregado por Diego de Fuentemayor, en 1538. En el Perú, la historia supera en asombros a la leyenda.
EL BOTÍN DEL CUZCO
El cronista Agustín de Zárate dice que en el Cuzco se halló tanto como en Caxamalca. Gómara dice “que fue mas, aunque como se repartió entre más gente no pareció tanto”. Pero Garcilaso afirma que en el Cuzco “ovo mas”. De las publicaciones hechas por el historiador peruano don Rafael Loredo sobre el acta inédita del reparto del Cuzco, se deduce que el botín de esta ciudad ascendió a 588,226 pesos de oro de 450 maravedís, y a 164,558 marcos de plata buena a 2,110 maravedís y 63,752 marcos de plata mala a 1,125 maravedís, lo cual da un total de 793,140,080. En Cajamarca, según el mismo documento, se obtuvo 1’326’539 pesos de oro de 450 maravedís y 51’610 marcos de plata a su verdadera ley de 1’958 maravedís, lo que da un total de 697’994 930. Esto confiere, evidentemente, una ligera ventaja, en las cifras oficiales, al tesoro del Cuzco sobre el de Cajamarca, aunque bien sabemos que en esta villa mucho no fue quintado ni fundido y hubo múltiples evasiones. Únicamente el escaño de Pizarro –que pesó 83 kilos de oro de 15 quilates y no fue contado– restablece la balanza a favor del botín cajamarquino. Por de pronto, el oro habido en Cajamarca fue más del doble del que se hubo en el Cuzco. Es la plata la que predomina en este último reparto. La cuota asignada en el Cuzco a cada soldado tuvo que ser menor, ya que era mayor el número de participantes. Se hicieron 480 partes, sobre las 168 de Cajamarca, y a cada soldado le tocó, según unos, 4’000 pesos y 700 marcos de plata. De las pocas cifras dadas por Loredo, se percibe que un soldado común, como Juan Pérez de Tudela, recibió 1’023 marcos de plata de diversa ley. Los de a caballo parecen haber recibido 1’126 pesos de buen oro y 2’553 pesos de oro de 22 1/2 quilates. En el quinto del Rey, se mencionan algunos objetos que no fueron fundidos, como “una mujer de 18 quilates que pesó 128 marcos de oro” o sea 29 kilos 440 gramos, lo que, según Loredo, corresponde a la suma actual de 736’000 soles oro; también figura, como en Cajamarca, “una oveja de oro de 18 quilates que pesó 5 750 pesos o sea 26 kilos 450 gramos, lo que equivaldría, según el mismo cálculo, a 661’000 soles. En el quinto hubo 11 mujeres de oro y 4 ovejas o llamas del mismo metal”. Pizarro recibió lo que le correspondía “en piezas labradas de indios y en ciertas mujeres de oro”. La pieza más extraordinaria del botín del Cuzco fue, según el documento glosado por Loredo, una “plancha de oro blanco que no ovo con que pesalla”, y que se presume fuera la imagen de la luna arrancada al Templo del Sol.
EL ORO NECRÓFILO
El oro recogido por los españoles en Cajamarca y el Cuzco, no obstante su caudalosidad, no fue sino una mínima parte de la riqueza incaica. “No fue sino muy pequeña parte de lo que de estos tesoros vino en poder de los españoles”, afirma el padre Cobo. “La mayor parte de sus riquezas –dice Garcilaso– la hundieron los indios, ocultándola y enterrándola de manera que nunca más ha parecido”. Y Cieza refería que Paullo Inca le dijo en el Cuzco que, “si todo el tesoro de huacas, templos y enterramientos se juntase, lo sacado por los españoles haría tan poca mella, como se haría sacando de una gran vasija de agua una gota della”, o de una medida de maíz un puñado de granos. Los españoles se llevaron el oro de los templos y palacios que los indios no alcanzaron a esconder, pero no vislumbraron la enorme riqueza sepultada en las tumbas. El hombre del Incario se preocupó tanto o más de la morada eterna que de la provisoria de la vida. En el Perú antiguo hubo más necrópolis que ciudades y estas ciudades estaban plenas de tesoros maravillosos. Los señores y caudillos se enterraban con todo su atuendo de mantas lujosas, vajilla de oro y plata, joyería de perlas, turquesas y esmeraldas, ollas y cántaros de barro y de oro. Se creía que quien no llevaba mucho a la otra vida, lo pasaría muy pobre y desabridamente. Había que pagar, como en el mundo clásico europeo, el pasaje a Carón, el barquero de las tinieblas.
Desde el día siguiente de la conquista surgen las leyendas de tesoros ocultos que alucinan a tesauristas empeñosos y a aventureros de la imaginación. Tras del resonante desentierro del tesoro del cacique de Chimú y de la huaca de Toledo, crece la fiebre funeraria de los conquistadores vacantes. Se habla de los tesoros enterrados en Pachacamac, del tesoro de Huayna Cápac enterrado en el templo del Sol, de los de Curamba y de Vilcas, de los tesoros de doña María de Esquivel y de la cacica Catalina Huanca en el cerro del Agustino, veinte veces perforado inútilmente por los huaqueros.
El poder moral de los frailes reacciona contra la profanación de tumbas y aparece la admonición de fray Bartolomé de las Casas, que defiende los cuerpos y las almas de los indios en De Thesauris qui reperientur in sepulchrum Indorum, y el implacable papel Duda sobre los tesoros de Caxamalca que incita a los encomenderos y dueños de tesoros, minas y heredades, a recibir la ceniza sobre la frente y devolver lo arrebatado a los indios so pretexto de idólatras y enemigos de Dios. Está próximo el arrepentimiento y la baladronada póstuma del testamento de Mancio Serra de Leguísamo y las mandas contritas de Francisco de Fuentes en Trujillo, azuzado por su confesor, para devolver todo el oro manchado con la sangre de Atahualpa. Va llegando la hora prevista por Gómara para los que mataron al Inca, en que, castigados por el tiempo y sus pecados, acaben mal.
Ninguno de los tesoros famosos clamoreados en el siglo XVI apareció ante sus pesquisadores. No hallaron el tesoro de Huayna Cápac el tesorero de Arequipa, ni sus socios fray Agustín Martínez y Juan Serra de Leguísamo, autorizados por cédulas reales de 1607, 1608 y 1618, para excavar en el templo del Sol en pos de sus ilusos derroteros. Tampoco pudo nadie llegar a la cumbre nevada del Pachatusan, donde 300 cargas de indios Antis, portadores de oro en polvo y en pepitas, fueron enterrados por orden de Túpac Yupanqui. Ni la plata y el oro sepultados por los indios de Chachapoyas o los de Lampa, que escondieron los caudales que conducían 10 mil llamas y que buscaba aún en la hacienda Urcunimuri, en 1764, un soñador autorizado por el Virrey. Hay una estampa de la época que podría iluminarse con la luz dudosa de un candil, en la que un individuo vendado es conducido a una cueva en que el oro está tirado por los suelos en tinajas, cántaros y alhajas de todo género, que un cacique generoso pone a su disposición.
LAS MINAS COLONIALES
Pasado el deslumbramiento de los botines del oro de Cajamarca y del Cuzco y de los entierros famosos, los economistas modernos tratan de enfriar aquella emoción única. Garcilaso y León Pinelo habían ya reaccionado, enunciando la tesis de que las minas del Perú y el trabajo sistematizado de ellas habían dado a España más riquezas que las de la conquista. El Inca Garcilaso asegura que todos los años se sacan, para enviarlos a España, “doce o trece millones de plata y oro y cada millón monta diez veces cien mil ducados”.
En 1595, dice el mismo Inca, entraron por la barra de San Lúcar treinta y cinco millones de plata y oro del Perú. Y León Pinelo, con los libros del Consejo de Indias en la mano, dice que en el Perú se labraban, a principios del siglo XVII, cien minerales de oro y que en ellos se habían descubierto dos minas de cincuenta varas, de otros metales. Es el momento del apogeo de la plata. Las minas de Potosí dieron de 1545 a 1647, según León Pinelo, 1’674 millones de pesos ensayados de ocho reales. Cada sábado daban 150 ó 200 mil pesos, dice el padre Acosta. El padre Cobo escribía hacia 1650: “Hoy se saca cuatro veces más plata que en la grande estampida de la conquista”. Las minas del Perú y Nuevo Reino dieron, en el mismo lapso, 250’000 000 pesos. La mina de Porco daba un millón cada año, la de Choclococha y Castrovirreyna 900 mil pesos ensayados, la de Cailloma 650 mil y la de Vilcabamba 600 mil. El oro prevaleció, en los primeros años, hasta 1532, en que se descubrieron las primeras minas de plata en Nueva España y, en 1545, las de Potosí. León Pinelo calcula que las minas de oro del Perú, Nueva Granada y Nueva España daban al Rey un millón de pesos anuales. Desde la conquista hasta 1650 el oro indiano dio 154 millones de castellanos, o sea 308 millones de pesos de ocho reales, o sea quince mil cuatrocientos quintales de oro de pura ley. Según el economista Hamilton, el tesoro dramáticamente obtenido por los conquistadores fue “una bagatela” en comparación con los productos de las minas posteriores. Hasta el cuarto decenio del siglo XVII, el tesoro de las Indias se vertió en la metrópoli con caudal abundancia. La corriente de oro y plata disminuyó considerablemente, pero no cesó por completo.
PLATEROS COLONIALES
El Incario fue, según Gerbi, la época del auge del oro, la Colonia la de la plata y la República la del guano. No cabe, en este estudio sobre el oro precolombino, seguir la trayectoria del oro en estas últimas épocas. En la época colonial el oro sigue siendo, sin embargo, como en el Incario, símbolo de majestad y de señorío. Se prodiga principalmente en los retablos barrocos, verdaderas ascuas de oro retorcido y flamígero –”galimatías dorados”–, en los cálices y en las custodias cuajadas de pedrería, en las coronas y en las joyas de oro de las vírgenes, en tanto que la plata abunda en los frontales, sagrarios y tabernáculos de los altares, los blandones y candeleros, andas y urnas de plata, pebeteros e incensarios, hisopos, azafates, palanganas y bandejas, hacheros y lámparas de los templos.
En los vestidos masculinos predomina el oro en los galones, bordados, trencillas y pasamanerías; abundan las joyas de oro y pedrería, las cadenas y las abotonaduras de oro, las sillas de filigrana de oro y los estribos y jaeces de oro y plata. Los negros y los zambos usan capas bordadas, sillas de montar de plata, reloj y sortijas de oro, vestidos de tisú, lana y terciopelo.
La indumentaria femenina también incide en el amor ceremonial del oro; las mujeres de Lima, según Frezier, gustan de los encajes de oro, las cintas y los tisús de oro, los brocados y briscados y los adornos extraordinarios de alhajas, pulseras, collares, pendientes o sortijas de oro, perlas y pedrerías. Frezier dice haber visto bellísimas damas que llevaban sobre el cuerpo como 60’000 piastras, o sea 240’000 libras. Concolorcorvo apunta la riqueza de las camas, con colgaduras de damasco carmesí y galones y flecaduras de oro; y Terralla habla de cortinas imperiales, con catres de dos mil pesos. La vajilla de las casas es, en cambio, casi íntegramente de plata labrada, que trabaja con originalidad y maestría el gremio de plateros, tradicional en Lima y en el Cuzco, en las calles que llevan sus nombres. Y como es el apogeo de la plata potosina, las calles de la ciudad virreinal se pavimentan para el paso de la procesiones o para la entrada del Virrey con lingotes de plata. Para la entrada del duque de la Palata los comerciantes de Lima alfombraron de barras de plata de 200 marcos, de 15 pulgadas de largo, cinco de ancho y 2 a 3 de espesor, las calles de La Merced y Mercaderes, echando por los suelos una suma que representaban 320 millones de libras. Lima, era, entonces, el núcleo del comercio sudamericano y el depósito de todos los tesoros del Perú.
La decadencia económica del Virreinato a fines del siglo XVIII se produce por la segregación de Nueva Granada y Buenos Aires y la apertura del comercio por el Río de la Plata. Las minas decaen por las sublevaciones de los indios y la inseguridad económica y social. El vendaval revolucionario arrasa con la riqueza privada y la de los templos, cuyos joyeles desaparecen o son fundidos para necesidades de la guerra. Instaurada la República, se pospone la industria minera por falta de capitales. Abandonados minas y lavaderos de oro, la producción llegó al mínimo, según Gerbi, entre 1885 y 1895. El oro se explotaba en las primeras décadas del siglo XX como un subproducto del cobre. Se extraía de los lingotes de cobre que se exportaban de Cerro de Pasco. Hacia 1920 se exportaba un promedio de 840 kilos por año. En 1938 y 1939, reiniciada la extracción directa del oro, éste alcanzó a casi 8’000 kilos y a cuarenta y cincuenta millones de soles. Elevado el precio del oro, revivieron los lavaderos de oro de Carabaya y adquirieron repentino auge las minas de Parcoy y de Buldibuyo, acaparadas por la Northern Peru, las de Nazca, de prestigio precolombino, la de Cotabambas, ruidosamente frustrada, y la de Santo Domingo, de la Inca Mining Company.
EL FATUM DEL ORO
Otras riquezas sustituyen al oro en el siglo XIX, caudillesco y republicano. Como en el Incario o en la Colonia, el Perú volvió a disfrutar de una riqueza fácil, corruptora de su disciplina social y política y extinguible a corto plazo. Como los conquistadores derrocharon el oro indio del botín y lo despilfarraron en el juego, en la rivalidad enconada y sangrienta, en la inercia destructora o en el boato imprevisor y ostentivo, los caudillos republicanos jugaron también el destino de la República en el tapete verde de las salas de Rocambor, en la estulticia y falta de plan gubernativo, en la guerra civil implacable y anarquizadora, en los derroches presu-puestales y suntuarios de la Consolidación y en la megalomanía de los empréstitos y de las obras públicas, mientras en el horizonte se acentuaba una amenaza internacional. Llegamos incluso, en el país proverbial del oro y la plata, al absurdo paradojal del papel moneda. El guano, decía don Luciano Benjamín Cisneros, ha sido acaso la maldición del Perú. “Sin esa riqueza fácil habríamos sido sobrios, laboriosos y fecundos, en vez de pródigos e imprevisores”. Del guano provinieron, como del oro incaico o la plata virreinal, la fiebre del dinero y la hidropesía de la opulencia burguesa.
Pero, no obstante estas vicisitudes y contrastes, el oro no dejó tan sólo desconcierto y corrupción. El oro tiene, entre sus virtudes míticas, la de buscar la perfección y desarrollar un sentimiento de confianza y orgullo en el que se esconde un propósito egregio de prevalecer contra el tiempo y las fuerzas de destrucción.
El oro tuvo en el Perú, desde los tiempos más remotos, una función altruista y una virtualidad estética. En el Incario el oro libertó al pueblo creyente y dúctil de la barbarie de los sacrificios humanos y elevó el nivel moral de las castas, ofreciendo a los dioses, en vez de la dádiva sangrienta, el cántaro o la imagen de oro estilizados, fruto de una contemplación libre y bienhechora, con ánimo de belleza. El oro tuvo, también, una virtud mítica fecundadora y preservadora de la destrucción y la muerte. En la boca de los cadáveres y en las heridas de las trepanaciones colocaban los indios discos de oro para librarlos de la corrupción. El oro acumulado durante cuatro siglos en las cajas de piedra de seguridad del Coricancha, con un propósito reverencial y suntuario, fue a parar, a través de las manos avezadas al hierro, de soldados que se jugaban en una noche el sol de los Incas antes de que amaneciese, a los bancos de Amsterdam, de Amberes, de Lisboa y de Londres. No fue nunca el dinero, el oro acumulado, inhumano, utilitario y cruel. Fue “el tesoro”, conjunto mágico, cosa soñada e innumerable, suscitadora de aventuras y hazañas. En el Virreinato español la plata no se convirtió, tampoco, en negocio y dividendo, sino que afloró en el altar, en el decoro doméstico o en el alarde momentáneo de la procesión, en la cabalgata o el séquito barroco del Virrey o del Santísimo Sacramento. Por imposición de su medio, el Perú tuvo oro y esclavos –como denostó Bolívar, en su carta de Jamaica–, que produjeron anarquía y servidumbre y el peruano de la República, como el indio fatalista y agorero y como el conquistador ávido y heroico, no tuvo cuenta del mañana y se entregó al azar y a la voluntad de los dioses, con espíritu de jugador, hasta que la fortuna se cansó de sonreírle. Surgió entonces la comparación del humanista europeo, que llamó al Perú, un “mendigo sentado en un banco de oro”.
El recuerdo legendario de su arcaica grandeza, que se trasunta en la imagen del cerco y los jardines de oro del Coricancha, o en las calles pavimentadas con lingotes de plata de la Lima virreinal, dejó en el ser del Perú, junto con la conciencia de una jerarquía del espíritu que, como el oro, no se gasta ni perece, una norma de comprensión y amistad que brota de la índole generosa del metal y es el quilate-rey de su personalidad y señorío.
El Cuzco de los Incas
EL MARCO GEOGRÁFICO
Ni la arqueología ni la historia han logrado hasta ahora arrancar a la naturaleza, ni a los restos materiales o humanos del pasado, el secreto de los orígenes del Cuzco. Este permanece, todavía, inexcrutablemente adherido a los dominios del mito y de la leyenda. No se ha determinado aún la circunstancia histórica precisa en que surgió a la vida histórica “la gran ciudad del Cuzco”, el eje de la tierra andina, la urbe imperial de la América prehistórica meridional, cabeza de todas las ciudades del Virreinato austral bajo el régimen español y, en el refluir eterno de la grandeza, capital arqueológica de nuestro creciente panamericanismo científico y democrático.
La explicación del surgimiento y grandeza del Cuzco hay que inducirla de las permanentes sugestiones del marco geográfico. La vocación imperial del Cuzco nace, acaso, de su posición intermedia, topográfica y atmosférica, que condiciona las calidades del paisaje y del hombre y el destino social y urbano de la región. El Perú es, según Squier, un país de hoyadas próvidas, en medio de mesetas desoladas, de montañas nevadas, de gargantas profundas, murallas de cerros y de montes, de bosques y desiertos. En el fondo quieto y tibio de esas hoyadas de la costa o de la sierra, más templado que el árido terreno circundante, ha nacido la civilización. El Cuzco está en una de esas hoyadas de la puna en los Andes del Sur del Perú, entre la Cordillera Occidental y Oriental, más echado a la Oriental, entre las hoyas del Vilcanota y del Apurímac, en un límite isotérmico, geográfico y etnográfico que decide su destino nuclear.
La altura del Cuzco es ya la altura de la puna. Está a 3,350 metros rodeado de cerros nevados, en la parte más elevada del valle y en los declives de tres altas colinas donde convergen tres ríos –el Tulumayo, el Huatanay y el Chunchulmayo– como los dedos de una mano abierta. No obstante esta altura el clima es duro y severo, “fresco pero no frígido”. Garcilaso, elogiándole, dice que el temple es más bien frío que caliente, pero no tan inclemente que obligue a buscar fuego para calentarse, porque basta entrar a un aposento donde no corra aire para perder el frío. En cambio, como el aire es frío y seco, no se corrompe la carne ni hay moscas. Y Sarmiento de Gamboa, haciendo el elogio de la tierra que aposentó a los Incas, dice que es “de enjutos mantenimientos e incorruptos aires”. Y, anticipando lecciones de geopolítica sobre el marco geográfico del Cuzco, dice: “La tierra es escombrada, seca, sin lagos, ni ciénagas, ni montañas de arboledas espesas, que todas esas son causas de sanidad y por esto de larga vida para los habitantes”. La tierra fértil y el aire sano predisponían, pues, antes de la historia, al surgimiento de un pueblo recio, grave y tenaz. El fondo del valle, que suaviza el clima, estimularía el desarrollo social.
La geografía regala también al Cuzco con una posición privilegiada para el mantenimiento de sus habitantes y el disfrute de los diversos dones de la tierra que pueden favorecer el surgimiento de un centro metropolitano. El Cuzco está rodeado de fértiles llanuras tributarias y de pastales propicios a la ganadería. En las tierras altas, donde el hombre vive en chozas con muros de piedra y techos de paja, donde la nieve condiciona la altura de los cultivos, donde crece la “tola”, vegetación alpina y el hombre se alimenta de patatas, el poblador se dedica al pastoreo y vive aislado e ignorante de la civilización. En los altos valles secos, en los que alternan una estación seca y fría y otra caliente y lluviosa, aparece una débil vegetación de pequeños arbustos, de cactus, de chilcas y de molles, con sus bayas granates y su fronda sagrada, en tanto que, en el fondo del valle, fecundan el maíz, las papas, la quinua, la oca o los frijoles y, después de la colonización española, el trigo, la cebada, los guisantes. El poblador es, en esta región, durante el corto período agrícola, cuando no emigra a otros trabajos mineros o de la costa, agricultor y hombre de ciudad. Toda la vida del agricultor de esta zona y sus fiestas y sus costumbres están regidas por las dificultades del riego y la obtención de la única cosecha anual. Este hombre será el inventor de los andenes y los canales, la lucana (pico) y el huizo (azadón para apoyar el pie). La lucha por la civilización, que dará origen a la organización social y al Imperio, arranca de la sequedad del suelo y de los planes de cultivo e irrigación. La tierra del Cuzco es árida, sólo en apariencia, porque sus páramos son salados y el más leve contacto del agua o del estímulo humano la vuelve fecunda. Al Cuzco le proveen ampliamente de recursos las llanuras fértiles de Anta, del valle del Urubamba, los valles del Cuzco y de Sicuani y ahora las plantaciones de azúcar de Abancay. Los valles orientales sub-tropicales, inmediatos al Cuzco, situado en el borde de los Andes Orientales, le rendirán, también, como tributo imperial, la divina planta de la coca, que será lujo de la vida incaica.
Hay algo, sobre todo, que decide, en lo topográfico, la primacía y la calidad metropolitana del Cuzco y es su posición en un cruce de vías imperiales, por las que habrán de llegar los tributos de los granos, de la lana, de la coca y del oro. El Cuzco está no sólo en el límite del cultivo del trigo y la cebada y del frío seco de la sierra al inhospitalario de la puna, sino que está, también, en un cruce o palca promisorio de caminos y en un límite étnico entre el hombre de la serranía el puna-runa y el sacha-runa u hombre de la selva. El Cuzco a la vez que hondón en el camino yugular de los Andes, de Norte a Sur, es una de las mejores puertas de ingreso a la selva de la región oriental. Ambas zonas, la selva y la sierra, se hallaron separadas en la época primitiva como ahora, por una muralla infranqueable de montañas, a la vez que por vetos étnicos y telúricos. El hombre de la sierra repudió al sacha-runa u hombre del bosque. Pero del Cuzco parten gargantas profundas que cortan y atraviesan la cordillera, por las que puede llegarse a la región tropical y que son puntos de acceso y de defensa. En las laderas y pendientes que bajan de la puna a la selva surgirán las ciudadelas incaicas de frontera que, como Macchu Picchu, Paucartambo, Pisac y Ollantaytambo, defenderán el avance de los hombres selváticos. El hombre de la selva hará de la madera su principal elemento de expresión en tanto que el de la sierra aprenderá el arte de la piedra. Esta oposición decidirá uno de los derroteros históricos y geográficos del Incario. El súbdito incaico, amante de la simetría y del orden, nacido en una tierra de clásica austeridad y equilibrio, rehuirá el bosque y el pantano, la maleza y el desorden y será un enemigo declarado del Trópico. La arquitectura incaica –dice el argentino Angel Guido– reflejará principalmente el ascetismo del paisaje andino, ajeno por completo al exceso y desequilibrio barrocos del Trópico.
Las fronteras del Imperio cuzqueño se detendrán al Sur, al Norte y al Este, en el momento en que las huestes incaicas, dominadoras de montes y mesetas, se enfrenten con la confusa maraña de los árboles y el húmedo y sofocante hálito del bosque tropical.
Pero el territorio y el clima confabulados le dieron aún al habitante del Cuzco otra presea de triunfo. Los suelos de la puna Sur –dice el gran geógrafo Troll– son de gran riqueza nutritiva y de pastos chicos, de los que se alimentan la llama y la alpaca. Debido a la llama –dice el mexicano Esquivel Obregón– el Perú avanzó un paso más que todos los países de América en la escala de la civilización, por cuanto la ganadería le apartó de una serie de formas rudimentarias de vida. El hombre dejó de ser bestia de carga y con la acémila humana desaparecieron la esclavitud y la antropofagia y disminuyeron los sacrificios humanos, rescatados en el Perú, como en otras partes, por la presencia del ganado. El Imperio incaico vencerá los desiertos y las cumbres al paso ligero de la llama.
A estos desiderata de orden físico habría que agregar los motivos de índole mágica y estética: el culto de las cumbres y el de la influencia solar. Para el hombre del altiplano, acostumbrado al rigor del frío y a la inclemencia del viento de la puna, para el que acaso resultaba demasiado muelle y sedante el fondo cálido de la quebrada, de las tierras llamadas desdeñosamente yunga, acaso si el sereno y ecléctico término medio, la áurea tranquilidad buscada cerca del aire frío y tonificante de la meseta, no estaba en la planicie demasiado abierta, sino en el corazón hermético de la serranía, en un áspero rincón del valle, sobre las laderas de las montañas, en las que el espíritu de la raza pudiera otear, como una utopía, a lo lejos, la perspectiva verde y alegre del valle, pero manteniéndose asido siempre a las rocas, en un afán de soledad y de ascetismo, como el de los nidos de los cóndores.
Este destino geográfico ascensional, este amor de las cumbres es consustancial con el alma del Cuzco y del hombre del Incario, que el forjó a su semejanza, que diviniza los cerros y otea el alma de las montañas, porque ellas le han dado lecciones de severidad y de majestad estoicas. Los cerros o las montañas formaron alrededor del Cuzco como una silenciosa hilera de guardianes a los que el quechua rendirá diaria y reverente pleitesía. Los nombres de los cerros adquirirán prestigio mítico y desde el Cuzco se venerará la cumbre nevada del Ausangate y el Sallcantay, del Pachatusan que sostiene el cielo y el Alperan, el cerro sobre el cual se pone el sol y donde se sacrificaba diariamente una llama, o el cerro Guanacaure, ligado a la leyenda sagrada de los Ayar.
Por ello, este afán de agarrarse a las breñas y de radicar en ellas la esencia de su espíritu, será consustancial con el alma incaica en los días de su mayor apogeo y cuando, en el auge de su civilización, el Cuzco abarque sierra y costa, subsistirá ese agreste destino y la costumbre atávica y señera de considerar “por más hidalgos y nobles” a los de la ciudad de arriba.
El oscuro e inconsciente anhelo de cimas no basta para explicar la decisión inicial. El Cuzco, como otras ciudades milenarias, debió nacer de los variados impulsos que deciden la vida del hombre primitivo, acechado por enemigos visibles e invisibles, defendiéndose y buscando la seguridad en sus armas y en los parapetos naturales de los riscos, pero atento siempre a las inspiraciones de lo sobrenatural y a las misteriosas interpretaciones anímicas del cielo y del contorno geográfico. Los primeros habitantes se cobijarían para defenderse bajo la mole del Sacsayhuaman, pero luego los atarían a la tierra la revelación sagrada de los mitos del Titicaca y de Paccarectambo. El Cuzco debió ser fortaleza y santuario, antes que mercado; debió nacer no de un determinismo rígido de leyes económicas, aún elementales y difusas –abundancia o escasez del ají o de la quínua– sino, más bien, por un fatum religioso y político que presidiría su destino con la ineluctabilidad de los grandes acaeceres históricos y que amarró a la mole del Sacsayhuaman y a la imagen del Inti o divinidad solar de los quechuas el destino de la América indígena meridional.
El Cuzco es, esencialmente, una ciudad de ladera. Rodeado de cerros por todas partes, no se sabe si baja del cerro de Sacsayhuaman al valle o si se ha colgado a la mole de él, en un declive. Partes del Cuzco están prendidas a la montaña y otras descienden en terraplenes y andenes, en una arquitectura típica y originalísima. Toda la historia del Cuzco –la del Hanan Cuzco, tortuoso y accidentado, como la del Hurin Cuzco, llano y rectangular– estará influida por esta posición topográfica. Las ciudades de ladera han sido establecidas principalmente teniendo en cuenta la luz, el sol. Los sociólogos apuntan que los pueblos de montaña escogen las laderas soleadas, las que primero reciben el sol, prefiriéndolas a las laderas sombrías. El Cuzco fue elegido así, teniendo en cuenta la presencia mágica del sol, el milagro cotidiano de la luz. Por eso, acaso, el transporte encendido de José María Arguedas: “Sólo a esa altura de los Andes es posible un valle con ese horizonte y esa luz”. Y la comprobación poética del mismo, cuando habla del “cielo de ilimitada hondura, escenario de resplandecientes tránsitos de luz, de esos cambios de claridad y sombra, de fuego dorado y sangriento, con grandes pozos de lobreguez insondable, propios de las regiones altas: abierto e irrenunciable camino a la meditación y a las inmortales empresas”.
El Cuzco fue, así, predestinado por la naturaleza para servir de nido caliente de una cultura, de cruce de caminos, crisol de pueblos, acrópolis india y cuadrante de una historia solar.
EL ENIGMA ARQUEOLÓGICO
Discuten los historiadores el origen y la antigüedad de los primeros pobladores del Cuzco anteriores a los Incas, a base de los restos arqueológicos, de las huellas lingüísticas, de la toponimia y de la remota tradición oral recogida por los cronistas españoles. La investigación arqueológica ha dado, hasta ahora, escasos resultados por la superposición en el mismo sitio de las poblaciones preincaica, incaica y española. Para hacer una amplia búsqueda habría que derribar lo incaico subsistente o lo hispánico acoplado a lo incaico o realizar obras mayores de apuntalamiento, que no justificarían seguramente los hallazgos. La pala de los arqueólogos no ha hallado, por lo general, en el recinto del Cuzco y sus lugares aledaños, sino restos característicos de la cultura incaica. Todo lo monumental y espectacular de la región del Cuzco hallado por los españoles –las piedras ciclópeas de Sacsayhuaman, de Ollantay-tambo o de Macchu Picchu– es, según los arqueólogos más autorizados, de época y estilo incaicos.
Los viajeros del siglo XIX distinguieron en los antiguos monumentos del Cuzco y en los de la órbita incaica dos estilos: el estilo ciclópeo o de mampostería de piedras irregulares de gran tamaño, sólidamente encajadas en muros de aspecto imponente y el estilo de piedras rectangulares de forma acanalada, ligeramente convexa y cortada en sesgo hacia los bordes, de modo que se produzca una acanaladura entre los bordes perfectamente ensamblados. Es la mampostería que Humboldt comparó con el corte de piedra llamado bugnato por los italianos y que ostentan las piedras del muro de Nerva en Roma y del palacio Pitti en Florencia. Hubo la tendencia a considerar el estilo ciclópeo, indiscutiblemente más primitivo e incipiente e indiciario de un escaso desarrollo arquitectónico, como más antiguo que el de las piedras isógonas. Markham señaló cinco estilos: primitivo, ciclópeo, poligonal, rectangular almohadillado y pulido isógono. Uhle sugirió que los muros de piedras irregulares y poligonales señalarían el estilo originario del Cuzco. Muestras de esa primitiva arquitectura serían los muros de Colcampata, llamado el palacio de Manco Cápac, los del muro llamado de Hatunrumiyoc o piedra de los doce ángulos, el templo de Pumapuncu –anterior al del Sol, según Cobo– y los muros y andenes de Sacsayhuaman, que debieron ser el primitivo Intihuasi. Fuera del Cuzco corresponderían a este estilo, según Uhle, el templo de Viracocha en Cacha, el templo del Sol en Huaitará y algunas partes de Ollantaytambo. Pertenecerían a este arte de aspecto gigantesco y caótico estructuras internas de prestigio sibilino y esotérico: galerías subterráneas, terrazas superpuestas, escaleras, escondrijos tallados, capillas e hipogeos. Pero la propia observación del área urbana subsistente del Cuzco incaico desbarató la clasificación excesivamente rígida, demostrando que existían construcciones muy antiguas de piedras rectangulares –como el palacio de Coracora, del tiempo de Inca Roca– y que ambos estilos coexistieron en un mismo edificio en la época del apogeo incaico. De estas inducciones se desprendía que el Cuzco era una ciudad fundamentalmente incaica, sin antecedentes en el tiempo prehistórico. Los hombres, según la tradición imperial recogida por Garcilaso, habrían vivido, antes de Manco, entre ciénagas y breñales, en pueblos sin calles ni plazas, “como recogedero de bestias”, en el valle del Cuzco, que estaba entonces “todo él hecho montaña brava”.
La arqueología no ha podido despejar aún la niebla mítica que envuelve a piedras y relatos primitivos. Dos esfuerzos en la investigación han pretendido, sin embargo, hendir el pasado misterioso del Cuzco: el del doctor Luis E. Valcárcel, con sus excavaciones en la fortaleza de Sacsayhuaman en 1933 y 1934 y el del arqueólogo norteamericano John H. Rowe, en 1941, junto al templo del Sol y en Carmenca, donde halló el estilo preincaico cuzqueño denominado Chanapata.
La excavación de Valcárcel y su equipo arqueológico puso al descubierto gran parte de los baluartes y torreones de Sacsayhuaman descritos por Garcilaso, terrazas, galerías, explanadas y, particularmente, un sector de ruinas aledaño de Sacsayhuaman –la fuente bellísima de Tambomachay, la fortaleza en miniatura de Pucara, el laberinto de Lanlacúyoc y el grandioso ídolo del adoratorio de Quenco–, conjunto ciclópeo que constituyó, según Valcárcel, el recinto del antiguo Hanan Cuzco. En todos ellos sólo se encontró la cerámica inca de formas clásicas –conopas, queros, aríbalos– y colores opacos, grises, ocres y rojos oscuros. Tan sólo en la proximidad del antiguo torreón de Mullucmarca, en Sacsayhuaman, se halló un ceramio de clásica forma de Tiahuanaco, de colores brillantes y dibujos geométricos, que no basta para establecer un marcado estrato cuzqueño de esta civilización.
En sus excavaciones científicas Rowe logró romper el invulnerable circuito de lo preincaico –el Purun pacha de los Incas–, hallando tres clases de cerámica preincaica, que ha bautizado con los nombres de Chanapata clásico, Chanapata derivado y estilo Huari. El sitio de Chanapata se halla en las afueras del Cuzco, en la carretera a Abancay cerca a la parroquia de Santa Ana. Las vasijas extraídas del pequeño basural en el que subsisten, como restos de una pequeña población, algunos muros de piedra tosca y empedrados, son de color negro y dibujos incindidos en el estrato más lejano y se parecen a los estilos más antiguos de la costa peruana. Rowe les señala la fecha tope de 800 años antes de Cristo. El tercer estilo preincaico es el semejante al llamado Huari en la región de Ayacucho, con huellas del difundido estilo tiahuanacoide.
En el estrato netamente incaico Rowe señaló, aguzadamente, tres estilos de cerámica y de arquitectura, concordantes con las épocas históricas: un primer período provincial, al que corresponde la cerámica Quilque, el período Inca Imperial, al que corresponde el estilo Cuzco, y el período Colonial español, al que pertenecen muchos edificios tenidos por incaicos, como la casa de los seis pumas en Santa Teresa, en que, conservando el estilo incaico, se han adaptado ciertas reglas de arquitectura española. Rowe le llama el estilo Cuychipuncu.
EL CUZCO PREINCAICO
La tradición oral de los Incas, celosa de su predominio político y cultural, ahogó todo recuerdo anterior a la aparición de Manco y toda alusión a las tribus poseedoras del sitio del Cuzco, lo que descubrieron las investigaciones del virrey Toledo en la propia ciudad imperial y sus tribus aledañas.
No es posible fijar cronológicamente el momento en que, sobre el herbazal de la marca primitiva, se hincó el primer usnu o piedra de la justicia, se trazó el cuadro inicial del Aucaypata o ágora india y surgió el perfil en talud de la primera pucara o huaca, fortaleza o templo, que habían de servir de centro a la ciudad futura. La dubitante tradición oral recogida por Toledo y la nomenclatura confusa de los ayllus primitivos, conservada por Sarmiento de Gamboa, nos permiten vislumbrar que fueron los Huallas, alfareros y sacrificadores de llamas, los primeros pobladores de la urbe sagrada. Junto a ellos y a la “fuente de agua salobre para hacer sal”, se situaron en las tierras más fértiles los Poques y los Lares. Se discute si fueron quechuas, aymaras o puquinas. Uhle y Latcham, principalmente, sostienen el origen colla de estas tribus y su lengua aymara, en tanto que Riva Agüero defiende ardorosamente su quechuismo y Middendorf busca la procedencia colla o puquina. De cualquier modo que sea, traducidos al quechua, al aymara o al puquina, aparecen siempre como hombres rudimentarios y desdeñados por los Incas. En quechua hualla significa depravado o desordenado, poje, primerizo y lares, gente cimarrona y sin gobierno. En arawak poque es tonto y lari, montubio o cimarrón. Los Huallas habitaron en la parte de San Blas y la Recoleta. Betanzos nos dice que el Cuzco preincaico antes de la llegada de Manco estaba ocupado en gran parte por “un tremedal o ciénaga” y que no había en el valle de Huatanay sino pueblos pequeños de “hasta treinta casas pajizas y muy ruines”.
LOS TAMPUS
La primera onda civilizadora fue, según Riva Agüero, que coordina los datos de Sarmiento, la de los Maras, la segunda la de los Sutic o Tampus (gente conocida), descendientes de los Sahuasiray y los Antasayas, y la tercera la de los Ayar. Estos les quitan las tierras y aguas a los Huallas, que se desplazan, derrotan a Copalimayta y Sahuasiray y ocupan el área comprendida entre los dos ríos. Diez ayllus legionarios se reparten el área del Cuzco… Según Valcárcel los Huallas quedan en la cuesta de San Blas, los Antasayas en las colinas septentrionales, los Sahuasiray al lado del futuro Coricancha y los Alcavizas hacia Santa Clara. Los Tampus, indiscutiblemente quechuas, son los que quedan por vencedores. Los himnos de los Incas dirán, más tarde, en el apogeo imperial: “Dios proteja a los Incas y a los Tampus, vencedores y despojadores de toda la tierra”. Los Tampus son del más antiguo linaje del mundo después de Dios, dijeron al padre Acosta los quipucamayos cuzqueños.
La segunda fundación del Cuzco se halla mezclada a los ritos de la fertilidad y del oro que perduran en las leyendas del Titicaca y de Paccarectampu –la posada del amanecer– y la llegada de las cuatro parejas simbólicas con sus alabardas resplandecientes y sus hondas que derriban cerros, para implantar en la tierra predestinada el maíz y la papa nutricios de la grandeza del Imperio.
El camino seguido por los segundos fundadores del Cuzco, ya sea la pareja simbólica de Manco Cápac y de Mama Ocllo o las cuatro parejas de los hermanos Ayar, viene del Sur, del lago sagrado o de las tres ventanas simbólicas de Tamputocco o Paccarec-tampu y trae un mensaje civilizador. Los etnólogos creen que los nombres de los Ayar corresponden a productos vegetales introducidos o preferidos por ellos al entrar al Cuzco: Ayar Cachi representaría la sal, Ayar Uchu el ají, Ayar Auca el maíz tostado. Betanzos aclara que en el camino hacia el Cuzco los Ayar implantaron el cultivo de la papa en el valle de Guanacaure y hallaron en un pueblo pequeño de los Alcavizas el cultivo de la coca y el ají. Eran portadores, además, del providencial recurso de la llama, pues Molina habla de que usaban adornos y vajillas de oro y de que llevaban la napa o llama con la gualdrapa o aparejo rojo con que más tarde la sacrificarían en las fiestas del Imperio, en recuerdo de los Ayar. Estos pueblos quechuizados –o que hablaban ya la lengua quechua, que trasciende en todos los nombres de la leyenda– traían, por último, como procedentes que eran de la región del Titicaca, todo el legado arquitectónico de la épocas megalíticas de Tiahuanaco, lo que explicaría la similitud que algunos arqueólogos encuentran entre la parte baja de Sacsayhuaman y las construcciones del lago.
EL MARCAYOC
Todos los pueblos primitivos del Perú guardaron celosamente la memoria del marcayoc o fundador, al que rendían culto sacro y votivo. En las relaciones de idolatrías del Arzobispo Villagómez, se dice que todos los pueblos indios tienen ídolos de piedra “que eran los fundadores o patronos de pueblos a quien llaman marcayoc o marcachacra, que ellos suponen que era el primero que pobló aquella tierra”1 .
En el caso del Cuzco, la ciudad solar y vértice del Imperio, no era posible que se perdiese el recuerdo del marcayoc progenitor y fundador. Las tradiciones históricas y los mitos más remotos señalan a Manco Cápac como el fundador del Cuzco y de la primacía incaica. Algunos historiadores suspicaces le han negado existencia real y le han considerado como personaje mítico y legendario. Riva Agüero refutó, contundentemente, a González de la Rosa, que representa la tesis escéptica y nihilista. No importa que la momia de Manco, como la de Yahuar Huaca, no apareciese en la pesquisa hecha por Polo de Ondegardo de los mallquis incaicos. Estaba, en cambio, su bulto o guauqui, como los de los otros Incas, que era reverenciado como imagen rediviva de su figura humana o de su totem protector y estaba, sobre todo, la descendencia misma de dicho Inca, la Chima panaca, conservada y respetada como el ayllu primogénito o la más rancia de las viejas estirpes imperiales cuzqueñas. Fue Manco Cápac, sin duda, personaje real e histórico, de magnífica pujanza vital, paradigma heroico de su raza y héroe civilizador, al que el respeto y la gratitud de su casta revistió luego, por la obra alucinadora de la tradición oral, de relieves legendarios y míticos, que siempre cortejan en la historia al personaje arquetípico. Manco aparece, así, en todas las tradiciones y cantares cuzqueños con los arreos simbólicos de los héroes epónimos. Cieza le hace surgir en el horizonte de la marca primitiva, teniendo al fondo el cerro de Guanacaure, levantando los ojos al cielo y siguiendo el vuelo de las aves y las señales de las estrellas, para hundir en la tierra la barreta civilizadora. Molina refiere que el dios Sol lo llamó y le dio por insignia y armas el suntur paucar o airón de plumas y el champi, los supremos y divinizadores atributos de los Incas. En los cantares quechuas, que recogió Sarmiento de Gamboa, Manco lleva, en una petaca de paja, el pájaro o halcón totémico llamado indi o inti, reverenciado como símbolo del Sol, y el yauri o estaca de oro que hiende las tierras fértiles. En su cortejo marchan su mujer Mama Ocllo y las tres parejas que completan el número mítico de cuatro, llevando los topacusis o vasos de oro y el napa o llama sagrada. Manco instituye las danzas y las fiestas rituales el huarachico y el capacraymi, la ceremonia de horadar las orejas a los donceles nobles y el rito para llorar a los muertos, “imitando el crocitar de las palomas”. El indio Santa Cruz Pachacuti recoge la misma figura legendaria del Inca que avanza entre prodigios –derribando cerros, volando con alas de piedra o petrificando enemigos– desde el Collao hacia el mediodía, portando el topayauri o cetro que le diera el dios Tonapa. Manco y sus tres compañeros se detienen en el Cuzco cuando surge ante ellos el signo promisor del arco iris –que sus sucesores llevarían como estandarte– y al darse con el destino definitivo de su raza entonan el cantar de chamaiguarisca o “cantar de pura alegría”, que podría ser el himno nacional del Imperio.
Ninguna de estas poetizaciones, que también surgieron sobre otros Incas –principalmente, sobre Pachacútec–, reducen, proviniendo de un pueblo crédulo y agorero, la personalidad histórica de Manco Cápac y la certeza de sus hazañas vitales. Manco Cápac existió realmente. Podrá dudarse si fue de raza quechua o aymara, o de la cronología de su reinado; pero fue héroe de carne y hueso y el jefe de los ayllus que ocuparon el Cuzco tras de la odisea de Paccarectampu a Guanacaure y el valle sagrado. Es inútil que los historiadores traten de saber si fue quechua o aymara, cuando los propios indios, sus descendientes, le hacían hijo del Sol y de la Luna o declaraban que “no tuvo pueblo, ni chácara, ni casta o antigualla pacarimoc”. El nombre Manco no tiene explicación en quechua, según Garcilaso, aunque Cápac signifique poderoso o rico, en quechua y en aymara y mallco, según Uhle, sea “señor de vasallos” en aymara. No cabe, tampoco, aceptar la tesis del sutil investigador Latcham, quien piensa que los Ayar, nombre que significa “difunto”, habían muerto cuando sus tribus llegaron al Cuzco y que, por lo tanto, ni Manco ni sus compañeros collas vieron jamás la ciudad del Sol. Para la tradición secular incaica, Manco Cápac fue el inconfundible fundador o marcayoc del Cuzco de los Incas.
Entre los signos históricos innegables de la personalidad histórica de Manco Cápac están los hechos de que en el Cuzco se le señaló siempre unánimemente, como el fundador de la ciudad e iniciador de la dinastía incaica, y de que se veneró, además, por una tradición persistente, los sitios donde Manco fundó el templo de Inticancha, el de Colcampata que fue su morada o el sitio en que dormía su mujer, Mama Ocllo. Además de estos recuerdos locales se conservó la versión de que fue Manco quien enseñó la labranza de la tierra y el uso del arado, estableció el culto del Sol y forjó las leyes y las grandes instituciones y ceremonias rituales del Imperio. Con tan firmes lauros la figura de Manco vence las nieblas de la leyenda y adquiere vigor y prestancia reales. Es el fundador del Cuzco y de la estirpe de los Incas y preside, como desde un pórtico majestuoso y monolítico, toda la primera historia peruana.
Manco fue, pues, el personaje real e histórico que fundó el Cuzco y aun le dio, según la tradición, su nombre perdurable. El Cuzco, antes de la llegada de Manco, estaba ocupado, según el testimonio veraz de Betanzos, en gran parte por “un tremedal o ciénaga” y no había en el valle del Huatanay sino pueblos pequeños de “hasta veinte o treinta casas pajizas y muy ruines”. Huamán Poma dice que este caserío antiguo se llamó Acamama.
Manco cumple la función sinoicista, allanando obstáculos y juntando pueblos. De ahí, acaso, el nombre mismo del Cuzco, sobre el que vacila la ciencia lingüística. Garcilaso afirmó que “Cozco, en la lengua particular de los Incas, quiere decir ombligo o centro del mundo”. También se ha dicho modernamente, por Escalante, que proviene de Cejasco, que significa pecho o corazón. Pero González Holguín, uno de los más ilustres quechuistas, afirmó en los mismos días de Garcilaso, en su Vocabulario prócer, dictado, según él, por los mismos indios del Cuzco que cusquini significa “allanar el terreno” y también “allanar dificultades, unir y establecer una concordia”. Todo esto se conjuga con la tarea de Manco, que vino a enseñar ese arte supremo de los Incas, del que dijo Cornejo que “enseñaron a unir las piedras para levantar fortalezas y a soldar las tribus para crear imperios”. Esto coincide con la voz de otros cronistas indianistas o indios. Montesinos dice que a Manco le pareció bien el lugar para fundar una ciudad y señalando un amontonamiento de piedras dijo que lo hiciesen “en esos Cuzcos” y que hubo que allanarlos “y este término de allanar se dice por este verbo cozcoani, cozcochanqui o chanssi y de aquí se llamó Cuzco”. Sarmiento de Gamboa dice que el lugar al que llegaron los Ayar, y donde Ayar Auca se petrificó y convirtió en hito de posesión, “se llama Cozco” y que “de ahí le quedó el nombre hasta hoy”. Ayar Auca Cuzco huanca –o sea Ayar Auca hito de piedra– fue un proverbio incaico. También se dijo que el lugar de enterramiento de uno de los Ayar, donde lloraron los Incas, fue este del Cuzco, “que significa triste y fértil”. Y el indio collagua Santa Cruz Pachacuti, dice que, cuando Manco llegó al sitio del Coricancha, había dos manantiales que los naturales de allí –Alcahuisas, Culinchimas y Cayaocachis– llamaban Cuzcocassa o Cuzco rumi y “de alli se vino a llamarse Cuzco pampay y los ingas que después se intitularon cuzco-capac o cuzco-ynca”. El cronista cuzqueño Mogrovejo de la Cerda apunta que Cuzco quiere decir “pintura de colores” como alusión a los matices del sitio florido en que se fundó.
Manco vivió y murió, según Sarmiento, en Inticancha o en Cayacachi según Santillán. Su tarea urbanística fue la de juntar pueblos, trazar la nueva ciudad y vencer la tierra estéril. Manco fundó la casa del Sol o Coricancha, dividió la vieja ciudad, por sus cifras mágicas y simbólicas, en cuatro partes, que fueron Quinticancha, Cumbicancha, Sayricancha y Yarambaycancha. Las razones de la elección del sitio se hallan indicadas al hablar del marco geográfico. Habría que agregar a ellas la existencia de “una fuente salobre para hacer sal”, que recuerda Garcilaso.
Así nació entre señales del cielo y prodigios míticos, intuiciones telúricas y faenas humanas civilizadoras, el Cuzco de Manco, al pie del Sacsayhuaman y junto a la laguna o tremedal que ocupaba la plaza de Cusipata –hoy día cubierta por los portales del Poniente y por el Hotel de Turistas– y la gran hazaña urbanística de la primera dinastía, de los sucesores de Manco, será la de vencer el pantano y, a través de él, tender los canales y primeras calzadas por donde se expandirá el Imperio hacia el Contisuyo.
HANAN CUZCO Y HURIN CUZCO
Es un hecho inmemorial, tanto en el Cuzco como en las demás ciudades peruanas, que una de las primeras normas urbanísticas y políticas de las urbes indianas es la de su división en dos secciones, parcialidades o bandos: la de los Hurin y la de los Hanan. Esta concepción, muy característica del concepto dicotómico de la vida del hombre quechua y de su amor por la paridad y la simetría, se impone a la ciudad imperial y rige su destino. El Cuzco estuvo dividido, como la Tenochtitlán azteca, en dos mitades, el Cuzco alto o Hanan Cuzco y el Cuzco bajo o Hurin Cuzco, separados por el camino de Antisuyo, y las parcialidades humanas que los formaron rivalizaron en el poder económico, social y político, alternativamente. Todas las historias hablan de que en el Imperio se sucedieron dos dinastías: los Hurin Cuzco y los Hanan Cuzco.
La simple enunciación de los términos Hurin y Hanan denuncia una diversidad topográfica que trascendió luego en división social. Difieren los cronistas en la interpretación de esta diferenciación urbana y en sus vicisitudes históricas. El Sochantre Molina dice que los del Cuzco de arriba “se tienen por más hidalgos y nobles” que los del Cuzco bajo y Garcilaso, que los del Cuzco alto “fueron respetados y tenidos como primogénitos hermanos mayores y los del bajo como segundos y, en suma, fueron respetados como el brazo izquierdo y el derecho, en cualquiera preeminencia de lugar y oficio”. El Oidor Matienzo, perspicaz en matices sociales y jurídicos, declara que el curaca de Anansaya es en todos los poblados indígenas, en el siglo XVI, “el principal de toda la provincia”, que el curaca de Urinsaya debe obedecerle y que en las ceremonias se sientan, “los de anansaya a mano derecha y los de urinsaya a la izquierda”. Otra es la experiencia del folklorista Ramos Gavilán en el siglo XVII: “Los de Hurinsaya consideraban a los de Hanansaya como pobres advenedizos, sin tierra ni patria propia”.
Los historiadores y sociólogos, analizando notas de los cronistas y documentos, interpretan en diversas formas estas oscilaciones demóticas. Sarmiento de Gamboa cree que la división en dos parcialidades clásicas en todos los pueblos del Incario servía “para contarse unos a otros”. Las Casas cree, también, en una finalidad estadística, para facilitar empadronamientos. Más tarde se trasformaría en instrumento de regulación cívica, por la creación de dos fuerzas rivales que se emularían y vigilarían entre sí, como dos partidos políticos. Este sentido parecen revelar las noticias de Garcilaso, quien dice que en este ritmo binario los Hanan agrupaban a los descendientes de Manco y los Hurin a los de Mama Ocllo, y la afirmación del Sochantre Molina, que habla de dos castas de orejones: los de los cabellos largos o chilques, que eran los sojuzgados, y los trasquilados, que eran los Incas o vencedores. Cobo dice que Hanan son los que atrajo Manco y Hurin los que atrajo Mama Ocllo. Montesinos, por último, considera que la división tendía a excitar emulaciones e impedir revueltas, porque cada parte vigilaba a la otra. Esta competencia, según Cobo, se extendía aun a las fiestas y regocijos.
Latcham cree que los Hurin serían los originarios y los Hanan los forasteros o usurpadores. Baudin, máxima autoridad incanista, considera el problema muy oscuro y cree que se trata de una supervivencia de las fratrías de las tribus primitivas: los Hanan serían originarios del Cuzco y los Hurin inmigrantes. Von Buschan piensa que fueron grupos exógamos en el interior de las tribus. Means habla de vencedores y vencidos: los Hurin, los vencidos, ocuparían las tierras menos buenas. Zurkalowski cree que es una costumbre serrana impuesta a la costa. Uriel García, gran cuzqueñista, dice que los urai-ccosccos vinieron del Sur y conquistaron el Cuzco; los hanan-ccosccos representan la reacción de los hombres del Norte refugiados en torno de la fortaleza.
EL CUZCO DE LOS HURIN
El criterio más divulgado es este de que los Hurin fueron en el Cuzco los ayllus originarios y los Hanan los advenedizos. La primera dinastía se considera que fue la de Hurin Cuzco, a pesar de que la casa de Manco Cápac se conserva por la tradición en el barrio alto de Colcampata. Cieza refiere que Inca Roca trasladó la casa real “hacia lo alto de la población”; pero la ubicación de la morada de este Inca –llamada hoy de Hatunrumiyoc– no se halla en la parte alta y escarpada del antiguo Hanan Cuzco, sino en la parte media entre los dos ríos.
Parece que sólo a partir de la reforma de Pachacútec y su reconstrucción de la ciudad se llamó Hanan Cuzco a la parte en que se halla el Aucaypata y se quiso denominar Hurin Cuzco a lo que demoraba al Sur del Coricancha. Desenmarañando las reformas políticas y sociales promovidas por Pachacútec, podría establecerse que los primitivos pobladores de Cuzco fueron los Hanan Cuzcos. Coinciden los más expertos cuzqueñistas –Uriel García, Luis Valcárcel, Luis Pardo– en que el Cuzco alto (el de los andenes y las calles rampantes) es el más antiguo en estilos arquitectónicos y traza; en que era mucho más extenso de lo que ahora parece, comprendiendo todos los aledaños de Sacsayhuaman; y en que la parte alta y la fortaleza fueron el reducto de las tribus primitivas, las que sólo en una etapa posterior descendieron, según Pardo, del Sacsayhuaman “al valle codiciado”.
El análisis de la historia incaica cuzqueña parece demostrar un flujo y reflujo constante de las dos parcialidades. Cieza y los cronistas avezados en el origen de la cultura incaica afirman que los primitivos pobladores se establecían, en todas partes, en los sitios altos –laderas o riscos– en natural actitud defensiva. Y “que dejados los pucaraes que primeramente tenían, ordenaron sus pueblos de buena manera”, descendiendo a los valles a trabajar y estimular la tierra. Los auténticos Hanan Cuzcos de la primera hora fueron, entonces, los Huallas, los Poques, los Lares, los Antasayas, los Alcavizas. Estos fueron desplazados por las tribus de los Incas y los Tampus, encabezadas por Manco. Ellas tomarían, por necesidad estratégica, el cerro y su incipiente pucara y comenzarían a construir sobre ellos la gran fortaleza de Sacsayhuaman y el palacio o granero fortificado de Manco en Colcampata; pero, en señal de aproximación a la tierra fértil y de una vocación agrícola, establecerían el Coricancha en la parte baja, inmediata a la ciénaga, buscando el verdor y la fecundidad del valle. Hasta ese momento los Huallas y las tribus primitivas fueron los Hanan, y los Incas, los Hurin. Desalojadas aquellas tribus, expulsados los Huallas y los Alcavizas, los Incas fueron extendiéndose del Hurin Cuzco hacia arriba y señorearon poco a poco el Hanan Cuzco. Lloque Yupanqui, el tercer Inca, llamó a los indios de Zañu, de donde era su madre, y les dio “la parte occidental de la ciudad”, la cual, dice Cieza, “por estar en laderas y collados se llamó Anan Cuzco y en lo llano mas bajo quedóse el rey con su casa y vecindad”. Los Incas, que vivían en el Inticancha, a la vez templo y palacio, siguieron siendo, hasta Inca Roca, Hurin Cuzcos. Garcilaso pudo afirmar, por esto, que las primeras casas y moradas de los Incas se hicieron en la falda y laderas del Sacsayhuaman.
La dinastía Hurin Cuzco trabaja lenta y metódicamente por levantar el Cuzco de barro de los Huallas y Alcavizas a la categoría de urbe. Las principales tareas son las de desecar el pantano –el tremedal que sería plaza, base de la nueva polis– cubriéndolo de losas y maderas gruesas; estimular la fertilidad del suelo, transportando de la selva vecina cargas de tierra vegetal; levantar bellos y durables edificios y, particularmente, dotar de agua a la ciudad, lo que sólo se alcanza al final de la dinastía cuando Inca Roca, inspirado por la divinidad, pega al suelo el oído y, al escuchar ruido de agua, descubre los manantiales de Hurinchacan y Hananchacan que, por canales enlosados, deberían discurrir por la ciudad y regar las sementeras. Los Incas de esta primera dinastía, de los Hurin, inician también una política demótica, de atracción de pueblos y allegamiento de nuevas gentes, para disfrutar del “nuevo orden que tenían”, según apunta Cieza. Sus rivales vecinos, los Contisuyos, los Alcavizas del fiero Tocay Cápac, los Collasuyos de los poderosos Cari y Zapana, son vencidos o asimilados a la empeñosa y ruda confederación naciente. Los primeros trofeos de esta concentración urbana son, como en los pueblos dóricos de Occidente, los edificios que albergan a las instituciones tutelares. A manera de acrópolis es ya la fortaleza cimera de Sacsayhuaman, a la que todavía no se cansan de llegar las piedras ciclópeas; el Aucaypata, extendiéndose sobre el antiguo tremedal del Cusipata, es como el ágora de las grandes fiestas incaicas; y el Coricancha es falansterio y pritáneo. Manco Cápac vivió más, seguramente, en el Coricancha o casa del Sol enseñando el culto del agro, que en el Hanan Cuzco militar. Sinchi Roca agrandó el templo solar y residió junto a él en el Cuzco. Lloque Yupanqui levantó el primer acllahuasi, instaló el mercado o catu y fijó su casa entre el Coricancha y el Hanan Cuzco viejo. Llevó también, según Santa Cruz Pachacuti, los ídolos cautivos de las tribus de Vilcanota, Puquina y Coropuna para ponerlos de cimientos en el templo del Sol, que comenzó así su destino sincrético e imperial. Los guerreros Mayta Cápac y Cápac Yupanqui, de regreso de sus primeras y cortas victorias, hacen escuchar a la ciudad los primeros estruendos de los triunfos guerreros y las aclamaciones multitudinarias. En la plaza del Cuzco se yergue ya, aguzada y fatídica, la piedra de la guerra, manchada de sangre y engastada en oro, que marcará el destino bélico de la segunda dinastía.
Los Incas de Hurin Cuzco realizaron una obra trascendente en la evolución de la ciudad. Transformaron a los primitivos pobladores de alfareros y agricultores en propietarios y políticos. Triunfaron de sus enemigos vecinos y los atrajeron con su fuerza de concentración, alejándolos de sus riscos y pacarinas y de los sepulcros de sus antepasados con su seducción tenebrosa. Cieza dice que Cápac Yupanqui, asumiendo la vocación de los Hurin Cuzco, al conquistar las tierras vecinas al Cuzco aconsejaba a los naturales que “viviesen ordenadamente, sin tener sus pueblos por los altos y peñascos de nieve”.
Al llegar a la etapa expansiva de los Hanan Cuzcos conquistadores, los Incas de Hurin Cuzco pudieron haber afirmado que habían cumplido el mandato de su padre el Sol a Manco: habían sacado a sus súbditos “de aquellos montes y malezas” y derrocado la behetría o “vida ferina”, que dijera Garcilaso, en que predominaban los más fuertes y atrevidos. Cuando Pachacútec Inca Yupanqui, rey estelar de los Hanan Cuzcos, reedifique la ciudad de los triunfadores, echará del recinto privilegiado de los nuevos Hanan Cuzco a los viejos y derrotados originarios Hanan Cuzcos, los Alcavizas, a quienes enviará a Cayaocachi. El cronista que recogerá el melancólico cantar de los desposeídos, dirá que “ansi estos de Allcahuiza fueron echados de la ciudad del Cuzco, e ansí quedaron subjetos e avasallados: los cuales podrían decir que les vino guesped que los echó de casa”. Había comenzado el esplendor imperial de los Incas Yupanquis, definitivos señores del Hanan Cuzco, Roma indígena y ombligo del mundo americano.
LA SEGUNDA FUNDACIÓN DEL CUZCO
El destino de la segunda dinastía incaica –que se ha convenido en hacer nacer en el reinado de Inca Roca, cuando acaso arranque únicamente de Yahuar Huácac o Viracocha, entre los que cabe un cambio genealógico– es, a todas luces, guerrero, expansivo y civilizador. Del triunfo sobre los Chancas, que llegaron hasta las alturas de Carmenca amenazando destruir o sojuzgar a la naciente urbe de los Hurin Cuzcos, data el nacimiento del Imperio y, por consecuencia, el esplendor urbano del Cuzco. El segundo fundador o marcayoc imperial del Cuzco es Pachacútec Inca Yupanqui, el vencedor de los Chancas.
En la confusa y contradictoria historia de las panacas cuzqueñas se señala, con más o menos intensidad, a Pachacútec como el gran urbanista del Imperio, que dio las primeras normas suntuarias, transformó el Cuzco de la aldea de casas pajizas y “sin proporción ni arte de pueblo que calles tuviese” en la ciudad de las grandes canchas o palacios y del esplendor y señorío de su fortaleza y templo del Sol. Pero son los cantares recogidos por Betanzos y Sarmiento los que exaltan y describen, con primor, la epopeya civil de la reconstrucción del Cuzco realizada por Pachacútec.
La transformación y embellecimiento del Cuzco emprendidos por Pachacútec no pueden entenderse sino como una segunda fundación. El Inca urbanista derribó todo lo viejo, hizo salir a los habitantes a las provincias vecinas, trazó un nuevo plano del Cuzco y lo construyó de nuevo desde sus cimientos, convirtiendo una ciudad de barro y de paja en una ciudad monumental de piedra, rígida, soberbia y geométrica.
Ritos mágicos y propiciadores rodean la segunda como la primera fundación y la leyenda convoca, para el surgimiento de la urbe de Pachacútec, los mismos signos votivos que presidieron e hicieron venturoso el destino de la urbe fundada por los Ayar, bajo la ubérrima protección del Sol. El número cuatro –o el tres más uno, con su carga jerárquica, o el doble de cuatro, ocho– vuelve a regir la simétrica astrología quechua en su radicación sobre la tierra abrupta, como un conjuro de orden contra el reto de las fuerzas ocultas y disgregadoras de la naturaleza. El mito de la fundación por Manco cuenta que de la ventana de Tamputocco salieron cuatro hombres –Ayar Manco, Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca– y cuatro mujeres –Mama Ocllo, Mama Guaco, Mama Ipacura y Mama Raua–, los que emprendieron la marcha hacia el Norte para fundar el Cuzco. Manco es a la vez, por un sino esotérico, una parte de la pirámide fraterna y cuadrangular y el vértice de ella. Sólo Manco llega, entre los Ayar, a fundar el Cuzco mientras sus hermanos perecen en la lucha y una sola de las mujeres –Mama Ocllo– tiene descendencia en este proceso rítmico y numérico de cooperación armoniosa, sacrificio colectivo y endiosamiento individual que son, al cabo, la imagen del pueblo quechua y de su Inca, vértice impar de un edificio implacablemente binario.
El mismo número cuatro –o tres más uno– o de cuatro parejas –o sea ocho–, decide los grandes acaeceres de la época de Pachacútec: la derrota de los Chancas y la reconstrucción y población del Cuzco. El cantar del Inca Yupanqui, recogido por Betanzos, relata que fueron “tres mancebos hijos de señores nobles” –Vicaquirao, Apo Mayta y Quilliscachi Urco Huaranga– los que secundan al joven héroe Inca Yupanqui para levantar el ánimo de los cuzqueños, abatido por la deserción de Viracocha y de Inca Urco, el heredero del Imperio, para forjar la resistencia y abatir a los Chancas a las puertas del Cuzco. Estos mismos tres mozos salvan a Yupanqui de las emboscadas de su padre y su hermano. En la batalla contra los Chancas, Yupanqui nombra como generales a sus “tres buenos amigos”, tomando para sí el mando general. Ganada la guerra, los “tres mancebos” le ayudan a repartir las tierras, a casar a sus súbditos y asisten a la Capacocha en el templo del Sol, en la que el sacerdote les hace una raya en el rostro con la sangre de las víctimas, como al propio Inca y a los ídolos. Por último, al repoblarse la ciudad, no obstante la valerosa y constante ayuda de los mancebos, por ser éstos “hijos bastardos” de señores de su misma sangre, Pachacútec recobrando su jerarquía impar decide que los descendientes de los tres señores sus amigos, se llamen de Hurin Cuzco y vivan ellos y los de su linaje en el Cuzco bajo, reservando para sí y “los señores más propincuos deudos suyos y descendientes de su linaje por línea recta” el Hanan Cuzco. También en el mito de la segunda fundación aparecen cuatro parejas; pero, en vez de las cuatro mujeres de los Ayar, alejado del ambiente matriarcal primitivo, son “cuatro criados” de Pachacútec y sus amigos –Patayupanqui, Muruhuanca, Apoyupanqui y Uxuta Urco Huaranga– los que ayudan a los héroes en todas sus tareas. Renace, así, plenamente el mito de las cuatro parejas fundadoras y de la casta divina dominadora.
El cantar de Betanzos, a manera de un Vitrubio indio, nos da todos los preceptos urbanísticos seguidos por Pachacútec para su reconstrucción. El Inca ordena, primero, una “traza”, dibujo o escultura de la ciudad y de sus barrios. Como Manco, reconstruye la Casa del Sol en el Hurin Cuzco. Hecha la maquette del templo, el propio Inca va a las canteras de Saluoma, a cinco leguas de la ciudad, para medir las piedras del edificio, y regresa al Cuzco y con sus manos, como obrero, porque era hijo del Sol, mide con un cordel el recinto del culto solar. Manda, enseguida, traer llamas y cierta suma de niños y de niñas y hacer la ceremonia de la Capacocha, matando doscientos de éstos en honor del Sol y enterrándolos vivos bajo los cimientos del Coricancha, como se acostumbraba en los templos de la América precolombina.
Dos figuras de barro con el trazo de las calles predeterminaron el Cuzco imperial. Hechas estas figuras, Pachacútec dicta las medidas precautorias de su gran plan urbanístico, que habría de necesitar de veinte años para realizarse. Ordena aumentar las tierras de cultivo, señala ciertas chapas y laderas para depósitos de alimentos, hace canalizar dos arroyos y reparar el canal de agua hasta Mohina, reparte y amojona tierras en el campo y acumula toda clase de elementos de construcción: “piedra tosca” para los cimientos, “barro pegajoso” para las mezclas y para los adobes, madera de alisos, cardones para untar y lustrar las paredes, sogas gruesas, maromas y nervios de cuero de llama para el transporte de las piedras. Hecho esto ordena salir a todos los habitantes a los “pueblezuelos” inmediatos y haciendo traer un cordel mide con éste –como más tarde los conquistadores españoles– el trazo rectangular de la ciudad que había dibujado, “señalando los solares e casas de cada linaje”.
Cincuenta mil indios, de todas las regiones conquistadas por Pachacútec, trabajaron en la reconstrucción. Los cimientos los echó hasta donde topaban el agua: de ahí sacaron caños para todas las casas y canales. Los palacios o canchas de los Incas y de sus diversos linajes ocupaban el centro de la población. Los muros eran de “piedra tosca” en la parte baja y cimientos, de piedra pulida y bruñida en la media y de adobe en la parte alta, y los techos de paja. Tres grandes cercados o canchas, “de muralla excelentísima” según Cieza, levantaron entonces su área y mole imponentes: Pucamarca, Hatun Cancha, destinado a las vírgenes del Sol, y Cassana. El arte supremo de la albañilería incaica se desplegó en los muros lisos y perfectamente ensamblados de estos palacios, cuyas juntura, dice Cieza, “están tan apegadas y asentadas que no se divisan”.
En la plaza principal del Aucaypata, destinada únicamente a palacios de los Incas, se levantaron los nuevos y suntuosos edificios de Quishuarcancha, consagrado al dios Viracocha, de Sunturhuasi, en el emplazamiento actual de la Catedral y la iglesia del Triunfo, y Condorcancha, posible residencia de Pachacútec, según María Rostworowski de Diez Canseco.
Conviene también la mayoría de los cronistas en que en este momento es que se dio su definitiva forma arquitectónica a la fortaleza de Sacsayhuaman, construyendo en la parte superior de ella los edificios de piedra pulida y rectangular y los tres torreones que describe el Inca Garcilaso. La antigua fortaleza fue convertida por Pachacútec, además de peñol defensivo de la ciudad, en templo del Sol, reloj solar, enterramiento de los Incas y gran depósito de víveres y armas, ropa y utensilios, como lo vieron Sancho y Pedro Pizarro. El Sacsayhuaman, dice Garcilaso, se constituyó como casa del Sol de armas y guerra, en tanto que el Coricancha quedó como templo de paz, de oración y de sacrificio.
Pachacútec dividió la ciudad en dos barrios aristocráticos: el Hanan Cuzco, de su linaje; y el Hurin Cuzco, de sus compañeros de guerra, los tres mancebos de las batallas contra los Chancas. De las casas del Sol para arriba, todo lo que tomaban los dos arroyos hasta el cerro, era el Hanan; y el Hurin, lo de las casas del Sol para abajo, hasta Pumapchupan. Dentro de sus ritos mágicos y totémicos, la ciudad dibujada y realizada por Pachacútec tuvo la forma de un león o puma, cuya cabeza estaba en la cima altanera del Sacsay-huaman, y fenecía en punta, en la junta de los dos ríos, abajo del templo del Sol, en el barrio de Pumapchupan, que significa y tiene figura de cola de león.
Al efectuar la distribución de los barrios del Cuzco, Pachacútec lo hace ya con un sentido funcional. El espacio que desciende de Sacsayhuaman al Coricancha y sus calles transversales, cuyo centro era el Aucaypata, fue destinado a barrio señorial de los Incas o residencia de los ayllus de sangre real. En la parte baja fueron a vivir, hacia Pumapchupan, los ayllus reales bastardos provenientes de mujeres alienígenas o de baja suerte, a los que se llamaba Guaccha Cconcha o “provenidos de pobre gente e baja generación”. Gutiérrez de Santa Clara y Las Casas dan datos precisos, en los que no se ha puesto atención, sobre la división del Cuzco y ubicación de los ayllus o panacas de los descendientes de cada Inca, hecha por Pachacútec. Según Las Casas, que trae la versión más explícita, Pachacútec ordenó que residieran en el Hanan Cuzco los cinco ayllus de sus antepasados a partir de Inca Roca, o sea los llamados Cápac Ayllu, su propia panaca, Iñaca Panaca, la de su padre, Cuzco Panaca, la de su abuelo, Aucailli, de su bisabuelo y Vicaquirao, de su tatarabuelo. En el Hurin Cuzco residían los ayllus Usca Mayta, Apo Mayta, Hahuayni, Raura Panaca y Chima Panaca, correspondientes a los cinco Incas de la primera dinastía (Esta ubicación coloca los ayllus en una posición histórica en la que prevalecen los inmediatos parientes de Pachacútec y decrecen a medida de su antigüedad los ayllus de los Incas primitivos. O sea que el Hurin Cuzco sería, pese a las disposiciones imperiales, no el refugio de los bastardos o de sangre mezclada, sino precisamente de los más rancios linajes incaicos, incluso el del fundador Manco Cápac).
Alrededor de este núcleo autóctono, surgen en la ciudad imperial de Pachacútec, formando un cerco a la villa señorial, los barrios correspondientes a los habitantes de las diversas regiones del Imperio. De la plaza principal del Aucaypata partían los cuatro caminos hacia el Chinchaysuyo o Norte, el Contisuyo u Oeste, el Collasuyo o Sur y el Antisuyo o Este selvático. Al margen de estos caminos se agrupaban, pasada el área señorial y guardando su correspondencia geográfica, los linajes forasteros del Cuzco. Fueron poblando –dice Garcilaso– conforme a los lugares de donde venían. Los del Oriente al Oriente y los del Poniente al Poniente y cada uno guardaba el sitio de su provincia. Revisando sus diversos barrios “se veía y comprendía todo el Imperio junto, como en un espejo o en una pintura de cosmografía”.
El Cuzco vino a ser, así, la síntesis exacta del Tahuantinsuyo. En su ámbito se cruzaban las cuatro grandes vías de piedra que venían de los ángulos más lejanos del Incario. En la plaza principal el suelo estaba cubierto con arenas traídas de la costa y en sus andenes se había volcado cargas de tierra vegetal de la selva cercana. Los caciques de los pueblos sojuzgados debían residir cuatro meses del año en el Cuzco, donde tenían sus palacios particulares, y sus hijos debían educarse en la ciudad imperial. Lo más de la ciudad, dice Cieza, fue poblado de mitimaes y estaba tan “lleno de naciones extranjeras y tan peregrinas, pues había indios de Chile, Pasto, Cañares, Chachapoyas, Guancas, Collas y de los más linajes que hay en las provincias”.
Una multitud extraña y heterogénea, de rostros y expresiones diversas, ambulaba por sus barrios y llevaba al rumor de la ciudad cosmopolita no sólo sus tributos y sus frutos, sino sus teogonías y sus mitos, sus dolores, trabajos y alegrías. No obstante la desemejanza de los diversos tipos indios, poco perceptible al extranjero, que hiciera decir a Cieza que “son todos de una color y facciones y aspecto y sin barbas, con un vestido y un solo lenguaje”, podía reconocerse a cada uno y decirse de qué provincia era, por el color del llautu que le ceñía la frente o por el corte de pelo. Entre los diversos indios que trepaban, en la hora de la reconstrucción, a la mole de Sacsayhuaman, llevando tierra o piedras en sus mantos de cabuya liados a la espalda, o entre los cargueros ágiles que circulaban por los callejones y andenes del Cuzco portando maíz, pescado o carne seca, podía reconocerse inmediatamente a los fuertes y hermosos Cañares por sus coronas de pelo entretejidas con sus largos cabellos; a los indios de Huancabamba, por sus trenzados menudos; a los bravos Conchucos, por sus madejas de lana roja; a los de Jauja, por sus llautos negros de cuatro dedos; a los de Piura y el Chimú, por sus diademas de oro y chaquira; a los de Canchis, por sus trenzas negras envueltas en la cabeza; a los Canas, con sus altos y redondos bonetes; a los Collas, con sus chucus ceñidos a las cabezas alargadas y chatas y a los Yungas del Chinchaysuyo, señores de la elegancia indígena y maestros de vestir de los Incas, por sus mantos bordados y sus rebozos blancos de algodón envolviéndoles la cabeza como alárabes o como almaizares moriscos.
Toda esta población, continuamente renovada, atraída o devuelta a las zonas conquistadas, a las extremidades del territorio de Quito o de Tucumán o de Chile, o a las zonas rebeldes a la unificación, era acogida en el seno de la ciudad imperial y luego devuelta, en un ritmo alterno de sangre nueva y vieja, de diástole y sístole, que bien explicaría el dictado de la ciudad “corazón”. De las provincias eran llevados al Cuzco los más eximios obreros: ceramistas, plateros, tejedores, danzarines, alarifes, honderos, para aprovechar su técnica, pero también para que ellos asimilaran las costumbres sociales y políticas, la lengua y el culto de los Incas. El Cuzco, a la vez que imponía sus normas sociales y sus ritos y hasta sus modas a los pueblos vencidos, respetaba y dejaba subsistir los de éstos y, celoso de su función totalizadora, llevaba al propio recinto de sus dioses los ídolos venerados por los pueblos tributarios. El santuario del Cuzco era, por esto, como el Olimpo de todos los dioses indígenas, presidido por el Sol, como un Júpiter complaciente y fraterno.
A la vez que la concentración geográfica y la función capitalina, se afirma, entonces, la distribución de la ciudad en una forma orgánica que correspondía a las diversas formas de vida y repartición gremial del trabajo, por “cofradías y compañías” de los diversos artes y oficios. Hubo, así, el barrio de los “plateros de oro y plata”, el de los alarifes, el de los tejedores –del que queda huella en la calle de Ahuacpinta–, el de los olleros, el de los soldados, el de la cárcel o samcacancha, el de las escuelas o yachahuasi, aparte del barrio eclesiástico o sagrado del Coricancha, al que sólo se podía entrar con los pies descalzos.
La transformación radical realizada por Pachacútec es la de convertir la aldea de paja y el parapeto primitivo de los Huallas y de la primera dinastía, en una ciudad monumental de piedra, de templos y palacios, con espíritu de capital y de corte. Aunque predominan aún algunas notas de la ciudad primitiva –como son la asociación política a base de sangre y vecindad, el sometimiento a ciertos ritos mágicos y el predominio de la tradición oral–, se ha producido, con la ruptura del aislamiento, con la campaña guerrera y la aparición de los mercaderes, un entrecruzamiento de culturas que tiende a recoger la experiencia diversificada de otros pueblos y, con ellos, el adelanto de la técnica, el gusto por lo suntuario y los goces de la vida y la preocupación cultural. Junto con el templo a la deidad unificadora, surgen los palacios de los señores, las escuelas, el museo histórico de pinturas de Puquin cancha, las casas de recreo de los Incas en los rincones tibios y floridos –Yucay, Chincheros, Patallacta, Tambomachay–, los jardines de plantas naturales y de orfebrería áurea y las fuentes de agua con cañerías secretas que producían el milagro repentino del chorro de plata sobre la piedra áspera y sombría y sobre los tinajones pardos y ventrudos. El máximo alarde de la villa indígena fueron, sin embargo, sus grandes canchas o barrios señoriales que comprendían dentro de su recinto amurallado, con una sola puerta hasta cien casas, como el Hatuncancha. Estas canchas, con sus cercas de muros lisos, uniformes y sombríos, de traquita gris de los Andes con reflejos azulados o rojizos, con dinteles trapezoidales y sin ventanas ni decoración, daban el tono austero a la ciudad. El prodigio arquitectónico estaba en el sobrio y monótono aparejo de los muros, inclinados hacia adentro, el perfecto encaje de la piedra o almohadillo, que parece de tablas encepilladas. La sencillez, la simetría y la solidez, que dijera Humboldt.
El Cuzco de los Hanan, con su aire monumental y su ostentación de poder y de lujo expresada en su fortaleza de Sacsayhuaman, reedificada y aumentada con sus soberbios torreones, y el Corican-cha enriquecido con el oro y los tributos del Imperio, construido dura y despóticamente para la glorificación personal de los Incas autócratas, tiene, como ha dicho Sharp de las ciudades imperiales, un orgullo seguro y poderoso que expresa la conciencia del triunfo. El Cuzco de los Hanan, aunque subsistan las creencias mágicas y los ritos simbólicos, es predominantemente guerrero y dominador. Los Incas son aclamados por la multitud bélica en la plaza del Cuzco –en el centro de la cual se yergue la piedra de la guerra– en la que se representan sus hazañas y se cantan los hayllis triunfales que piden al Sol la salud y la fuerza, entre el estruendo de los huancares y de los pututos y los alaridos de la multitud. El Inca avanza en sus andas de oro y plumerías hacia el templo del sol, para pedirle ayuda de éste o sacar de su recinto las huacas o dioses que le ayuden en la batalla o, al regreso de las campañas, para depositar en el santuario los ídolos o huacas vencidos y pisar los cadáveres y las armas de sus enemigos. En la confusa alegría del taqui, avivada por la bebida de la chicha y la euforia del éxito, el Aucaypata refulge al Sol con el brillo de las patenas y pectorales de los guerreros, los brillantes colores de los vencidos de los orejones, ornados de tocapus ajedrezados y simétricos con el reflejo multicolor de los plumajes de pájaros selváticos que alfombran el suelo de la plaza o con el esplendor rutilante del Inca enjoyado, sobre el que flota la irisada plumería del suntur paucar.
Los síntomas de decadencia se anuncian al lado del esplendor guerrero, si el cesarismo es, como quiere Toynbee, “un subproducto social peculiar de las épocas de descomposición”. El Cuzco de los últimos Hanan ofrece ya los caracteres de una relajación. Invaden el Cuzco, según apunta Riva Agüero, mercaderes que negocian en oro, plata, pedrería, telas finas y plumerías de lujo. Al lado del Aucaypata guerrero surge el Cusipata, que se convierte en mercado y en que se cambiaba las cosas por medio del trueque y donde “cada oficio y cada mercadería tenía su lugar señalado”. La ciudad y la propia fortaleza están llenas de almacenes de víveres, armas y vestidos. Túpac Yupanqui manda incrustar esmeraldas, perlas y turquesas en los muros del Coricancha, para el que construye un jardín artificial, con plantas, llamas y pastores de oro. Huayna Cápac rompe la severidad de los muros de su palacio, decorándolo con conchas marinas rojas y con mármoles polícromos. Para el nacimiento de Huáscar se manda forjar una cadena de oro que rija la simetría de las danzas. Hombres y mujeres de la casta incaica visten con el mayor lujo y ostentación ropas de cumbe finísimo como seda y el estilo de trajes y de joyas se esparce y es imitado por los habitantes de las ciudades incaicas, que visten a la moda de los orejones y de las pallas del Cuzco, con mantas de chumbi y tupus de plata y oro.
La admiración y la reverencia por el Cuzco se vuelven leyes del Imperio. A su imagen y semejanza se trazan las ciudades de Tomebamba y del Huarcu y otras, repitiendo su traza y los nombres de sus barrios y cerros tutelares. El esplendor monumental y la riqueza del Cuzco deslumbran a las tribus indígenas de la América del Sur, que trasmiten la voz de que en el interior de los Andes hay una ciudad enchapada de oro y de plata, que dará origen, a la llegada de los españoles, a los mitos radiales del Sur y del Norte, de la Sierra de la Plata y de El Dorado, que no son sino el lejano reflejo del esplendor cultural del Cuzco.
ELOGIOS DEL CUZCO
No cabe ya, en la dimensión de este ensayo, desarrollar la descripción del Cuzco incaico en el momento en que lo hallaron los españoles, con sus grandes expresiones monumentales de Sacsayhuaman, el Coricancha y los palacios del Hanan Cuzco, los que aparecen evocados con férvida admiración en los cronistas españoles desde Sancho hasta Sarmiento, Garcilaso y Cobo, transcritos en esta Antología. La impresión que se desprende de esos relatos es la de que el Cuzco fue en la época del Incario y en la América primitiva no sólo la capital de un imperio sino un inmenso santuario. Podría decirse que el Cuzco fue uno de los grandes ídolos indígenas y como una ciudad-Dios que ejerció una fascinación misteriosa sobre el Incario y sobre todos los pueblos y ciudades de América. Garcilaso refiere que todos los viajeros que llegaban al Cuzco, al acercarse a la ciudad decían: “Najay, tucuyquin hatun Cossco” o sea “yo te saludo gran ciudad del Cuzco”, y cuando en los caminos del Imperio se cruzaban los viajeros el que venía del Cuzco debía ser reverenciado por aquél que iba al Cuzco, porque venía de la ciudad solar, de la ciudad de los dioses. Los cronistas primitivos, cogidos de la grandeza monumental del Cuzco, prorrumpen en alabanzas que no tienen parangón en las cosas vistas hasta entonces por los españoles en Indias. Pedro Sancho compara los edificios del Cuzco con las obras de los romanos, con la murallas de Tarragona y el acueducto de Segovia y aun con los trabajos de Hércules. El cronista Estete compara al Cuzco con Burgos y Cieza de León, reconociendo la calidad excelsa del Cuzco entre todas las ciudades indianas, declara “en ninguna parte de este Reyno del Perú se halló forma de ciudad de tan noble ornamento, sino fue este Cuzco. El Cuzco tuvo gran manera y calidad, debió ser fundado por gente de gran ser”. El mismo Cieza dice que sólo en España encuentra dos cosas que se puedan comparar a la arquitectura del Cuzco y a sus piedras: La Torre de Calahorra cerca de Córdoba y el Hospital levantado por el Arzobispo Tavera en Toledo. Polo de Ondegardo, Corregidor del Cuzco, experto en antiguallas, descubridor de las momias de los Incas y de sus secretos míticos, declara que el Cuzco era “Casa y morada de dioses” y, así, “No había en ella fuente ni paso, ni pared que no dijesen que no tenía misterio”. Y Ondegardo y Cobo han descrito minuciosamente los ceques o lugares píos del Cuzco que se hallaban a cargo de las parcialidades o ayllus cuzqueños y a los que rendían periódicos sacrificios y tributos. Estos ceques llegaban al número de 350, distribuidos entre los cuatro caminos de los Incas y recordaban apariciones míticas del halcón o del rayo, propiciaban el buen tiempo o las cosechas o que el Inca no tuviese ira o venciese a sus enemigos, quitaban el cansancio o propiciaban el sueño o recordaban el sitio donde nació Inca Yupanqui, donde se sentaba Mayta Cápac, donde murió Mama Ocllo o donde se apareció el personaje misterioso que alentó a los Incas para derrotar a los Chancas. Y, junto con los personajes históricos, recordaban los ceques las tradiciones míticas sobre el viento y el granizo, el lugar donde se bañaba el trueno, donde se encendía el fuego o donde brotaron las raíces de la quinua.
El estupor de indios y de españoles se condensa en la admiración filial de Garcilaso por la imperial ciudad del Cuzco, su urbe natal, la que describió amorosamente en las páginas que aparecen en esta Antología sobre la fortaleza de Sacsayhuaman, sobre el Coricancha y sobre el Cuzco de los conquistadores cuyas calles describe casa por casa y en la que transcurrió su infancia “entre armas y caballos”. Garcilaso dice que “El Cossco en su imperio fue otra Roma en el suyo, y así se puede cotejar la una con la otra porque se asemejan en las cosas más generosas que tuvieron”. El Virrey Toledo que no era muy propicio a los entusiasmos, como hombre frío y autoritario se emociona ante el prodigio monumental del Cuzco incaico y dice al Rey que: “Es de tan grandes piedras que parece imposible haberlo hecho fuerza e industria de hombre”. El Padre Acosta, su coetáneo, dice, hablando de la fortaleza del Cuzco, que está hecha de “Piedras tan grandes que espantan”. El cronista Gutiérrez de Santa Clara dice que para remover las piedras tan grandes de la fortaleza de Sacsayhuaman sería necesario quince yuntas de bueyes, y Garcilaso, juntando la visión del paisaje y de la urbe materna, escribe que sus piedras ciclópeas parecen “pedazos de sierra”.
El embrujo milenario del Cuzco trasciende más tarde a los viajeros coloniales y republicanos y a los arqueólogos contemporáneos y se acrecienta por la superposición del arte y la cultura española sobre los recios vestigios incaicos. De la impresión del Cuzco mestizo, incaico y español, quedan huellas en los testimonios constantes de los viajeros que renuevan durante el siglo XIX el elogio de la legendaria ciudad incaica y de la gran ciudad del Cuzco español “cabeza de todas las ciudades del Perú, en cuyo escudo imperial se mandó poner un castillo hispánico sobre el que se enciende el fulgor imperial de la mascapaicha incaica”. No cabe ahora incidir sobre los prodigios de la arquitectura española, de los templos barrocos, las casonas solariegas, con sus portadas de piedra, sus ajimeces y sus escudos, sus patios entoldados de hiedras y jaramagos, que han descrito admirablemente Riva Agüero, Uriel García o José Sabogal, o sobre los prodigios ingenuos de la escultura, la orfebrería y la pintura cuzqueñas que ha indagado Cossío del Pomar. Baste recoger de aquella onda admirativa moderna el asombro de Humboldt, que no vio el Cuzco pero que lo intuyó a través de los templos y fortalezas levantados por los Incas en el área de su expansión imperial y quien dijo que el arte incaico se resumía en tres cualidades: solidez, simetría y sencillez. El viajero y arqueólogo norteamericano Squier, el más hábil rastreador de los monumentos incaicos en el siglo XIX dirá categóricamente: “El Cuzco fue la ciudad más grande de toda América, sólo se puede comparar con las Pirámides, con el Stone honge y con el Coliseo”. El francés Wiener, también arqueólogo y artista confirmará diciendo: “Es una ciudad ciclópea y tiene en sus ruinas el conjunto que caracteriza a una ciudad eterna; fue la Roma de la América del Sur”. Mackellar dice que fue la ciudad única por su forma y color; Middendorff: “esta atmósfera donde parece que mariposean aún los átomos del pasado”. Hiram Bingham, el explorador de Machu Picchu, recuerda, a propósito del Cuzco, el Egipto y dice que “es el espectáculo más maravilloso y grandioso que ha visto en América del trabajo manual del hombre”. James Bryce, el famoso viajero y político inglés compara el Cuzco a la imperial Delhi, a las grandes ciudades imperiales del mundo, Aquisgrán, Bagdad, Upsala, Alejandría, Colonia. Es, dice, uno de los monumentos más impresionantes de la época prehistórica con que cuenta el mundo y muy pocos son los sitios en los que cada piedra esté más saturada de historia. El viajero alemán Schmidt confirma: “la más fantástica ciudad prehistórica que en el mundo exista”. Pero acaso si la palma de la lisonja se la lleva el voluptuoso fraile Murúa, quien en el arrebato de sus hipérboles sobre las riquezas miliunanochescas del Cuzco, de sus jardines de oro y sus joyerías de piedras preciosas, exclama que el Cuzco es “la yema y corazón de este Reyno” y que nadie podrá quitarle al Cuzco el primer lugar en el Perú o en las Indias porque “sería como quitarle a la historia los ojos”.
Apéndices
(Informaciones periodísticas)
POESÍA E HISTORIA ENTRE LOS INCAS*
Ante nutrida y selecta concurrencia que ocupó totalmente la sala de actuaciones, pasillos y corredores del local de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas, el doctor Raúl Porras Barrenechea, ofreció anoche una interesante conferencia sobre Poesía e Historia entre los Incas, correspondiente al ciclo de “La Cultura en el Perú” programada por el Comité Organizador de la Primera Convención de Escritores y Artistas, ciclo que ha logrado despertar sumo interés entre los elementos de nuestras esferas intelectuales y que se demuestra con la crecida concurrencia que asiste a estas conferencias.
Anoche después de breves palabras iniciales del Presidente de la Asociación, doctor don Pedro Irigoyen, el doctor Estuardo Núñez, que tenía a cargo la presentación del doctor Porras Barrenechea, inició el acto manifestando que en esos momentos cumplía con el doble encargo, primero, de dar una cordial bienvenida en nombre de la institución al doctor Julio Mendoza López, poeta boliviano, delegado de la Asociación de Escritores de Bolivia , que se encontraba allí presente y luego hacer la presentación del doctor Porras Barrenechea, distinguido historiador y hombre de letras, bibliógrafo y maestro universitario en quien se reúne no sólo la capacidad del historiador, sino también una auténtica vocación literaria demostrada desde sus años juveniles. Manifestó que era pertinente resaltar esa faceta y la excelencia literaria del conferencista, pues el tema se refería a la Poesía e Historia entre los Incas que enfocaba esos dos aspectos de la cultura antigua del Perú y en consecuencia nadie más calificado que el doctor Porras para abordar un tema de tan integral valor cultural y terminó invitando al doctor Porras a que ocupara la tribuna.
El doctor Porras comenzó agradeciendo la gentil invitación de la ANEA para participar en este ciclo así como las amables palabras del doctor Estuardo Núñez con quien le unían especiales vínculos de amistad.
Luego entrando de lleno al desarrollo de su conferencia expresó:
Dijo que iba a ocuparse de un tema que era objeto de sus investigaciones históricas en la Cátedra de San Marcos, sobre el que había publicado diversos ensayos y sobre el que seguía trabajando. La literatura peruana vivió ausente del alma del Incario y de la cultura indígena en todo el primer siglo republicano. Las historias literarias peruanas comenzaban sus exégesis con los autores españoles del siglo XVI. Riva Agüero, en el primer panorama literario del Perú, que escribió en 1905, se ocupó, únicamente, de la literatura republicana. Desdeñó a los poetas coloniales y olvidó por completo la poesía indígena, aunque, dado su genio sincrético, reconoció, desde entonces, que el tipo literario nacional se integraba en el Perú, donde existió una gran cultura, por el aporte español y por el indígena. Idéntico planteamiento ofreció la Literatura peruana de Ventura García Calderón, publicada en 1915, que se iniciaba con la exégesis de Garcilaso, Diego Mexia de Fernán Gil y Amarilis. Fue el viaje de Riva Agüero al Cuzco, en 1912, el que determinó un vuelco fundamental. En sus Paisajes peruanos, Riva Agüero, el limeño de casta hispánica, reinvindicó, por primera vez, en nuestra cultura, el aporte fundamental de lo incaico en la historia y del paisaje andino en la literatura. le siguió entusiasta la generación Colónida, con More y Valdelomar. More, llevado de su genio polémico y siguiendo el ejemplo gonzalespradesco, disminuyó a Lima y a la costa y erigió un andinismo dogmático y excluyente. Valdelomar, que trabajó como secretario de Riva Agüero, se familiarizó con los temas incaicos y publicó Los hijos del sol. Desde entonces las historias literarias comenzaron a estudiar y a calar el aporte indígena.
Se refirió al proceso literario que significó la prosificación de los antiguos cantares incaicos en las críticas castellanas, semejante al que se realizó en el medioevo europeo con los cantares de gesta. Dijo que, para estudiar los testimonios poéticos e históricos de los Incas, era necesario ahondar en el conocimiento de las crónicas de la Conquista, en sus diversas etapas; de las crónicas conventuales: de los extirpadores de idolatrías y principalmente, los Vocabularios quechuas, que son verdaderos inventarios de esa cultura y poesía fosilizada. Entre las crónicas destacó, como las más representativas del transplante poético incaico, la Suma y Narración de los Incas de Betanzos, transcripción de un cantar del apogeo incaico sobre Pachacútec. La obra de Cieza, rica en veneros etnológicos, la de Sarmiento de Gamboa que podía considerarse como una Iliada incaica, la Relación del indio Santa Cruz Pachacuti, con sus elementos poéticos y maravillosos, guardados por los bardos collaguas, y la crónica bilingüe de Huamán Poma de Ayala, con sus tesoros folklóricos y su actitud mordaz y sarcástica que lo alinea en una posición contraria a la épica y a sus impulsos heroicos, y su burlesca descripción de incas y españoles.
Se ocupó enseguida, de los mitos incaicos y de su carácter sonriente y optimista, en los que no predominan el terror, la angustia ni las sombrías catástrofes de otros pueblos primitivos de América. Dijo que no podía hablarse estrictamente de “géneros” en la literatura incaica, por lo general indiferenciada y en la que lo característico era el taqui, una mezcla de canto, de danza, de música y expansión báquica de los impulsos vitales. Todas las formas de la cultura incaica, el himno religioso, el canto épico, la lírica, la representación dramática estuvieron asociados a la danza y a la música y tuvieron un carácter mágico, religioso y propiciatorio. En todos ellos predominaba el aspecto ritual de “sacrificio, agüeros y hechicerías”.
Habló del haravi como la forma característica de la lírica incaica, de su carácter agrícola de su asociación a la flauta, su recitado incitante y su carácter, ya alegre, ya triste, que deviene melancólico únicamente después de la Conquista y se transforma en el yaraví. Dijo que la poesía oral se desarrolló principalmente por la casta militar y guerrera determinando las formas ya examinadas por él en anteriores ocasiones, el haylli…los cantares históricos que comenzaban con el sacramental ñaupa pacha, los cantos de las huaccapucuc o endechaderas y la famosa ceremonia del Purucaya con sus cantos roncos, sus vestidos desgarrados y cubiertos de ceniza y su tamboril melancólico. Dijo que los compositores de los cantares épicos eran los Hayllicunis y no los amautas, que es un adjetivo que significa “cuerdo o sabio”. Habló de la historia encargada a los pacariscap villac y a los hucaripuni. Examinó enseguida las diversas formas dramáticas, el cuento, la fábula y la sátira incanistas, que se manifestó en los cuentos, consejas y fábulas. Debió haber una serie de bufones o graciosos –ayachucos, misquisimiyoc– truhanes que desvanecían el hieratismo de la clase superior y cuya expresión más característica después de la conquista es el indio Huamán Poma.
Terminó diciendo que la poesía incaica fue esencialmente aristocrática, cultivada por funcionarios oficiales y que el pueblo sólo tuvo el papel coral de repetir el estribillo y seguir acompasadamente, los movimientos o las palabras del corifeo o taquieta hucario. La poesía incaica fue realista y pragmática. Los himnos pedían el pan, el maíz, la juventud, la salud, el triunfo. La historia tuvo un carácter docente y moralizador. Otra nota primordial es la tendencia panteísta y bucólica, manifestada en el amor a las cumbres y a los cerros a y la intervención de los elementos agrícolas en los mitos. El ají, el pimiento, la quinua son personajes mitológicos incaicos. Otras notas características son la “gravedad y ternura”, señalada por Riva Agüero y el tradicionalismo de los Incas. Del Incario provienen en el espíritu clásico y equitativo de los peruanos, su odio del exceso y la violencia, su señorío y su humanidad. Del Incario podrían provenir las normas capitales del espíritu literario peruano, del que dijo Diez Canedo que “el Perú guarda nostalgias de Corte, sabe historias del pasado, tiene la gracia de contar y en sus cuentos hay sangre, sensualidad y humor jocundo”.
Cálidos y nutridos aplausos escuchó el doctor Porras Barrenechea al finalizar su erudita e interesante conferencia.
EL PADRE VALDEZ, AUTOR DEL OLLANTAY*
Tuvo exitosa culminación la búsqueda realizada por el prestigioso historiador nacional, doctor Raúl Porras Barrenechea respecto a la paternidad del drama en quechua Ollantay.
Al término del brillante ciclo de conferencias a cargo de los jurisconsultos que integraron la delegación del Colegio de Abogados de Lima, en el que tuvo relevante actuación el doctor Porras Barrenechea, dióse a la tarea de investigar en fuentes históricas el derrotero de la apasionante leyenda del general rebelde Ollantay. Contó con la colaboración de destacados intelectuales cuzqueños, el arqueólogo e historiador John H. Rowe y la valiosa cooperación del asistente de arqueología de la Universidad del Cuzco, señor Luis Barreda Murillo, quien lo acompañó en sus diferentes visitas en el Cuzco.
¿Quién fue el Cura Valdez?
El Doctor Porras, con su palabra autorizada, expresa que la personalidad intelectual del cura Valdez, desconocida por los críticos ollantinos, nació en Urubamba. Fue el único suscriptor cuzqueño del “Mercurio Peruano”, de 1791. Eximio conocedor del idioma quechua, tuvo bondad evangélica para con los indios. De los datos obtenidos, hasta la fecha, se deduce que Antonio Valdez, fue uno de los prestantes antonianos o alumnos del Seminario de San Antonio Abad, donde fue Catedrático de Latinidad y Filosofía. Recibió el grado de Maestro y Doctor, con singular aplauso. Fue colaborador del Obispo Moscoso y simpatizante del partido indio en la revolución de Túpac Amaru. Valdez fue toda su vida párroco –expresa el doctor Porras Barrenechea– en la región del Cuzco; y, siguiendo una tradición regional, escribió dramas en quechua para su feligreses indios. Mientras que el Lunarejo había escrito autos sacramentales, Valdez llevó a la literatura quechua, las leyendas indígenas, entre ellas la de la rebelión de los Antis, que es la leyenda urubambina proscrita por los Quipucamayoc imperiales del Cuzco.
¿Quién es el autor del Ollantay?
Enfáticamente asevera el doctor Porras Barrenechea la paternidad de Valdez, para el drama Ollantay, porque Valdez nació a pocas leguas de Ollantaytambo y porque Markham recogió su manuscrito de la vecina villa de Lares. Los más autorizados historiógrafos cuzqueños de la primera etapa republicana como José Manuel Palacios, Pio B. Meza y Justo Sahuaraura, contemporáneos de Valdez, reconocieron la paternidad de éste, negada después por críticos forasteros.
¿Qué consignan los Archivos Parroquiales?
Con erudición, el doctor Porras manifiesta que en los archivos parroquiales consta que el cura Valdez, se negaba a cobrar derechos a los niños pobres, regalaba imágenes y vajilla de plata para los templos, reedificaba éstos y fue además insigne imaginero que talló admirables imágenes para las iglesias de Tinta y Tambopata.
¿Cuál es el documento fundamental?
Un importantísimo testimonio para la comprobación de la paternidad de Valdez, se halla en las declaraciones del sacerdote indio Justo Pastor Sahuaraura; en un manuscrito que conserva en Arequipa el Padre Barriga. El clérigo cuzqueño declara, en él, que preguntó a Valdez por qué había hecho feliz el desenlace del drama Ollantay contra la versión original de la leyenda urubambina, y Valdez le respondió que lo había hecho por razones de poética y por satisfacer al público.
Otros documentos hallados por el doctor Porras atestiguan que la leyenda ollantina no subsistió en el actual pueblo de Ollantaytambo, que en los siglos XVI y XVII, se llamó solamente “Tambo”, como aparece en los libros parroquiales. La difusión de ésta, se logra a mediados del siglo XVII, por la vía erudita, en que se comienza a hablar del pueblo de “Santiago de Ollantaytambo”, quizá por alguna obra anterior a la de Valdez. Pero es, sin duda, quien le dio mayor realce y validez poética, habiendo dado vida a la fama universal del Ollantay.
Para el doctor Porras Barrenechea, la cultura cuzqueña tiene tres máximos representativos: el Inca Garcilaso, en el siglo XVI, el Lunarejo en el XVII y Antonio Valdez en el siglo XVIII, que representa el ápice de la literatura quechuista.
Todas estas confrontaciones que son fruto de una acuciosa labor de investigación realizada por el ilustre historiador doctor Raúl Porras Barrenechea, vienen a dar fin a la prolongada polémica sobre la paternidad del inmortal drama Ollantay.
Por avión de hoy miércoles 17, retorna el doctor Porras a Lima.
Se le tributó cordial despedida en el aeropuerto, pudiendo calificarse su labor durante su estada, como de excepcional valor en las investigaciones históricas sobre el tema ya citado y otros, que merecerán en su oportunidad revelación y comentario sobre aspectos de la historia y la tradición del Cuzco eterno.
LA PATERNIDAD DEFINITIVA DE OLLANTAY *
Acaba de regresar del Cuzco, a donde fue integrando la delegación del Colegio de Abogados de Lima que ofreció un plausible ciclo de conferencias, el doctor Raúl Porras Barrenechea, destacado historiador y diplomático peruano que, una vez terminada su labor jurídica en la Ciudad Imperial, permaneció allí varios días visitando archivos, bibliotecas y lugares notables y haciendo acopio de importantes datos que le han de servir, como en otras ocasiones, para esclarecer hechos, personajes y circunstancias de nuestro rico acervo histórico.
En su edición matinal de ayer, “El Comercio”, publicó las interesantes declaraciones formuladas con carácter de primicia por el doctor Porras Barrenechea a nuestro corresponsal en el Cuzco acerca de la paternidad, que parece ahora indiscutible, del drama en quechua Ollantay que algunos historiadores y comentaristas hacían remontar a épocas precolombinas. Ese drama ha sido definitivamente ubicado por el doctor Porras Barrenechea a fines del siglo dieciocho, reafirmando que su autor fue el párroco doctor Antonio Valdez, eminente quechuista nacido cerca de Ollantaytambo que recogió el tema épico que evolucionó desde los incas por la vía oral al pueblo hasta devenir en el drama Ollantay.
Anoche tuvimos el agrado de entrevistar al doctor Porras Barrenechea en su apacible residencia de Miraflores, rodeado de sus libros, pinturas y reliquias familiares e históricas.
Poco tengo que agregar –nos dijo– a las noticias dadas por “El Comercio” sobre las investigaciones realizadas en el Cuzco alrededor del problema literario del autor de Ollantay. El corresponsal de “El Comercio” en el Cuzco ha captado acertadamente las comprobaciones esenciales de esa investigación: personalidad del Cura Valdez, diferenciación entre la leyenda y el drama, testimonio cuzqueño contemporáneo favorable a Valdez, comprobación del origen urubambino de la leyenda proscrita por los Incas, revelación del testimonio concluyente del cura Sahuaraura sobre la paternidad de Valdez del drama ollantino.
¿Cómo se desarrolló, doctor Porras, el debate sobre la antigüedad de esta obra?
El debate sobre la antigüedad del drama Ollantay obsesiona al siglo diecinueve. La primera noticia sobre el drama la da el periódico “El Museo Erudito” del Cuzco en 1857. Su redactor principal, el culto escritor don José Manuel Palacios y Valdez, era relacionado del cura Antonio Valdez. Palacios reconoce a Valdez como autor del drama que habría recogido de la tradición oral india, pero le censura haber cambiado el desenlace trágico de castigo y exterminio, reemplazándolo por un final de bodas y perdones. Otros testimonios contemporáneos, olvidados o pospuestos, reconocen a Valdez como el autor del drama. El viajero francés Marcoy, que estuvo en el Cuzco en 1846, habla de la tragedia de Valdez inspirada en la leyenda popular. El cura de Lares, Justiniani, que dio a Makham una copia del manuscrito de Ollantay en 1856, dijo a éste que Valdez era el autor del drama. Idéntica afirmación volvió hacer Palacios en un folleto publicado en 1846 en Río de Janeiro. El testimonio cuzqueño contemporáneo fue pues unánime en señalar como autor del Ollantay al célebre cura de Tinta, amigo de los Túpac Amaru.
Sin embargo, de esta comprobación indisputable –nos siguió expresando el doctor Porras Barrenechea–, triunfó en el siglo diecinueve la tesis de la antigüedad prehispánica del drama, que oscureció definitivamente la fama y el prestigio literario del cura Valdez, gran despojado de nuestra historia. Markham, por sostener la importancia de su hallazgo, llevado de su sano entusiasmo incanista, proclamó la procedencia antigua del drama y descalificó a Valdez, como autor de su descollante obra. El argentino López proclamó, sin sustento cronológico alguno, que Valdez había sido compañero de su padre y que nunca escribió dramas. Tschudi consideró el drama como una supervivencia del teatro incaico, de tragedias y comedias, aludido por Garcilaso y aseveró que había sido transcrito a la escritura en el siglo dieciséis. El gran quechuista cuzqueño Pacheco Zegarra declaró que el lenguaje del drama era arcaico y que su forma lo acusaba como una obra escrita en el siglo dieciséis. El historiador argentino Mitre y don Ricardo Palma denunciaron el error y sostuvieron el carácter prehispánico del drama. Factor fundamental de revisión de este concepto fue la intervención del gran humanista argentino Ricardo Rojas. En su libro Un Titán de los Andes, Rojas diferenció la leyenda del drama. La leyenda es indígena, primitiva; el drama es colonial y dieciochesco. Pero Rojas descartó a Valdez como autor del drama o le pospuso, desconocedor de su figura y trayectoria vital. Por eso planteé desde 1943, en la cátedra de Literatura Americana y Peruana de San Marcos la necesidad de estudiar y aclarar la figura de Valdez.
¿Y los resultados ahora?
El resultado de la investigación biográfica ha sido plenamente confirmador de la paternidad de Valdez. No es ya sólo el testimonio de sus contemporáneos, sino su origen, sus actos, sus predilecciones, los que lo definen como el revelador de la leyenda ollantina. La familia de los Valdez y los Ugarte, de antigua prosapia cuzqueña, venida a menos en su fama, radicó en Urubamba, a pocas leguas de Ollantaytambo. El nació al parecer en San Juan de Huaylla-bamba. Su madre tenía casa en la plaza de Urubamba y tierras en Tiobamba, lugar de feria en la ruta de Ollantaytambo. Su infancia transcurrió pues en el Valle Sagrado del Vilcanota, donde circularía la leyenda ollantina de rebelión de los Antis, prófuga y clandestina, como censurada por la historia imperial de los Quipuca-mayocs y los Hayllicunis. En el seminario de San Antonio descolló Valdez como lingüista y filósofo. Dedicado al sacerdocio fue cura ecónomo en Maras y asistente del cura de Ollantaytambo, Fernando Valverde y Ampuero, que rigió esa doctrina por 31 años y le dejo más tarde como su universal heredero. Durante toda su vida fue cura de indios en Acha, Coasa, Crucero, Tinta, Sicuani, desplegando su bondad y su desinterés en el auxilio de los naturales, levantando iglesias, tallando como escultor imágenes de los santos predilectos para sus amadas iglesias de Tinta y Cambopata y renunciando a cobrar los derechos parroquiales a los indios pobres. Su ascendencia sobre los indios está probada por múltiples hechos: alguna vez salvó la vida a una de los Sahuarauras en Tinta y en 1782 intervino de parte del obispo Moscoso para la rendición de Diego Túpac Amaru en Sicuani. Era, pues, indigenista de cerebro y corazón. La ausencia de prebendas y canongías en hombre tan ilustrado y capaz –fue el único cura cuzqueño suscritor del Mercurio Peruano– revelan la desconfianza hacia él del poder virreinal. En las revoluciones de Túpac Amaru y Pumacahua, no obstante su profesión sacerdotal, se le ve vacilar e inclinarse íntimamente al partido indio. En todo momento aparece como el apaciguador y defensor de los indios. Murió probablemente en 1816 en su casa humilde de la cuesta del Almirante en el Cuzco, con su dintel de piedra incaico, al lado del antiguo palacio de Viracocha transformado en Catedral.
¿Y habría alguna prueba definitiva?, preguntamos.
La prueba concluyente –nos responde el doctor Porras Barrenechea– si no lo fueran ya las declaraciones de Palacios y Valdez, de Cuentas y de Justiniani, de Marcoy y el del propio Markham en su primera versión, es la del cura Justo Sahuaraura, probablemente discípulo de Valdez, quien en el manuscrito que conserva el padre Víctor Barriga en Arequipa declara textualmente refiriéndose a Valdez: “Este celoso y virtuoso Párroco fue muy amante de su patria, amaba con ternura a la desgraciada descendencia de la sangre real a quienes él conoció y fue amigo íntimo del que escribe”. Con esta ocasión le preguntó sobre “la verdad de su tragedia y le dijo que en ella más había escrito como poeta que como historiador, por esta razón el final de ésta dará loa del que oyó a sus padres el que esto escribe”. Sahuaraura –terminó diciendo el doctor Porras Barrenechea– coincidió así con Palacios en señalar a Valdez como autor del drama y renovador de la leyenda de Ollantay, que él plasmó definitivamente y le dio categoría universal en la lengua quechua, hasta el punto de apasionar a todos los filólogos e historiadores de la literatura peruana del siglo diecinueve.
EL OLLANTAY Y ANTONIO VALDEZ*
Estrecho resultó ayer el Salón de Grados de la Facultad de Letras para contener al numeroso público que acudió para escuchar al doctor Raúl Porras Barrenechea, catedrático de la citada Facultad, quien presentó una interesante ponencia sobre el drama quechua Ollantay, en el symposium que sobre los libros peruanos fundamentales ha organizado la mencionada Facultad.
Inició el acto el doctor Aurelio Miró Quesada Sosa, Decano de la Facultad de Letras, quien después de breves y adecuadas palabras con relación al symposium que se estaba realizando invitó al doctor Raúl Porras Barrenechea a que hiciera uso de la palabra.
El doctor Porras Barrenechea comenzó diciendo que intervenía en este symposium sobre obras fundamentales peruanas exponiendo los resultados de una investigación de diez años sobre la leyenda del Ollantay y el autor del drama dieciochesco sobre este tema, don Antonio Valdez, porque consideraba que era deber de los catedráticos no la labor de repetición y difusión de ideas ajenas, sino la de una investigación constante y renovadora que se reflejará en las conferencias y en los libros.
Dijo que, indudablemente, el Ollantay era obra fundamental para la cultura peruana, como lo atestiguan las polémicas producidas al rededor de él en el siglo XIX, dentro y fuera del Perú, las numerosas ediciones que se han hecho del drama, que sólo pueden competir con las Tradiciones peruanas de Palma y los Comentarios del Inca Garcilaso y por las numerosas traducciones que existen del Ollantay, del quechua, en que fue escrito, al español, el francés, el inglés, el alemán, el latín y el checo.
Consideró que la crítica del siglo XIX, representada principalmente por grandes quechuistas extranjeros como Tschudi, Markham y Middendorf, y por peruanos ilustres como Barranca y Pacheco Zegarra, había recaído principalmente en la validez de los diversos Códices del drama, en la antigüedad de ésta y en la personalidad de su posible autor. El argentino Mitre y los europeos Markham y Tschudi fueron los campeones de la antigüedad prehispánica del drama y de su esencia indígena y arcaica. Don Ricardo Palma, seguido por Mitre, denunció la forma colonial del drama y su analogía con las comedias de capa y espada por los tres actos, el gracioso, el galán y los octosílabos. Middendorf centró la polémica, a base de su pericia filológica, aprendida junto al pueblo del Perú, demostrando que las formas lingüísticas y métricas del Ollantay eran españolas y del siglo XVIII, estableciendo que debía considerarse como elementos fundamentales del drama, una leyenda antigua o “saga” indígena relativa a la guerra de los Antis contra los Incas y una adaptación colonial, que ha dejado su huella en el lenguaje y en las pericias. Ricardo Rojas discriminó con maestría los elementos fundamentales que se yuxtaponen en el drama: un Haylli incaico mimado, un episodio sentimental de Inmmac Summac, unas poesías líricas del folklore indígena y un final postizo de bodas y perdones. Finalmente, Riva Agüero ha sido el mejor exégeta de los personajes y del espíritu quechua que los anima.
En la segunda parte se ocupó de las vicisitudes de la leyenda de la rebelión de los Antis que se refugió prófuga y proscrita en la región del Urubamba y se localizó en la antigua fortaleza de Ollantaytambo. Perseguida y reprimida por los Incas, no fue tomada en cuenta por Garcilaso ni por la mayoría de los cronistas del siglo XVI, salvo por Sarmiento y los cronistas toledanos que recogieron los ecos de las tradiciones provinciales hostiles a los incas. Se refirió a diversos testimonios del siglo XVI en los que se llama Hatun cancha cacay a los “paredones y andenes” vecinos de Ollantaytambo. Las tradiciones épicas sobreviven, según el francés Bédier, cuando se adhieren a un monumento –iglesia, campo de batalla o fortaleza– y se conservan por los clérigos y maestros de escuela en el espacio vecino al campanario de la aldea y constituyen toda su historia. La leyenda de Ollantay se pierde en el propio pueblo de su nombre hasta el siglo XVII, en que un cura restablece el nombre del pueblo llamado hasta entonces Tambo y lo denomina Santiago de Ollantaytambo.
Analizó enseguida las diversas versiones de la leyenda ollantina que se inicia en 1776 con la referencia de un manuscrito español al “Degolladero” de piedra de Tambo y a la muerte del rebelde Ollantay ajusticiado por Huayna Cápac. Lee enseguida los textos sobre el desenlace trágico de Ollantay que dan José Manuel Valdez y Palacios, en su libro de viajes, y del viajero francés Castelnau. Ellos muestran que Ollantay fue castigado en la leyenda y no perdonado como innovó el drama dieciochesco.
El revelador y el plasmador de la leyenda de Ollantay, fue el clérigo Antonio Valdez. Sus contemporáneos cuzqueños que hablaron del drama –José Palacios, el cura Sahuaraura, el viajero Valdez y Palacios y don Pío B. Meza– lo consideran como el autor. Para ratificarlo en tal calidad era necesario conocer su vida, desconocida para todos los autores del siglo XIX que lo descartaron como autor. La investigación hecha en los pueblos del Cuzco y en la región del Urubamba demuestra que la familia Valdez, de antigua prosapia colonial menoscabada, tenía su casa en la Plaza de Urubamba frente a la iglesia y en el vecino pueblo de Maras. Los Valdez descendían de Alexo de Valdez, que mató en duelo al Conde de Portillo en Arcopunco, y los Ugarte fueron acusados de complicidad en la revolución de Túpac Amaru. La investigación demuestra la cultura del cura Valdez que fue maestro y catedrático en Filosofía, Licenciado, doctor en Teología y rechazó ser Rector de la Universidad del lugar. Valdez fue toda su vida cura de indios en Accha, en Maras, en Carabaya durante quince años, en Tinta después de la revolución de Túpac Amaru y en Sicuani donde sólo estuvo dos años. En todos estos lugares se destacó por su generosidad, su amor a los indios y su calidades artísticas como pintor y como imaginero.
El análisis de la vida de Valdez lleva a demostrar que no fue cura de Tinta durante la revolución de Túpac Amaru, sino después de ella, que por lo tanto el Ollantay no pudo ser representado en Tinta ante el cacique rebelde. Probablemente fue escrito en la etapa conciliatoria en la que intervino Valdez como amigo de los indios, para propiciar una solución de perdón. El drama revela a la vez un espíritu de protesta y de incitación a la rebeldía como cuando dice que “la roja flor de nujhu se esparcerá por toda la tierra y que nubes de maldición oscurecerán el cielo”, y una tendencia humanitaria en favor de la ciencia y el perdón. En ciertos pasajes contemplados ahora bajo este nuevo prisma, se podrían hallar alusiones a la represión española contra Túpac Amaru. En el drama, vencido Ollantay, Túpac Yupanqui invita al Villac Umu y a Rumiñahui a pronunciar sentencia. El frío e implacable Rumiñahui, que bien pudiera simbolizar a Areche, pide que los cabecillas sean “ligados a cuatro estacas y pisoteados por los suyos”. Aquí parece que hubiera una alusión al descuartizamiento de Túpac Amaru amarrado a cuatro caballos y ultimado bárbaramente.
Valdez aparece así como un representante típico del peruano de la época de la Ilustración. Contemporáneo de Baquíjano y Carrillo y de Rodríguez de Mendoza, con el mismo sentimiento de protesta reprimida y de aliento nuevo y patriótico. Es el mestizo, el nuevo peruano que escribe para denunciar las injusticias locales y las de su tiempo, pero que envuelve en ellas los eternos motivos del destino humano. En el forcejeo de la rebelión latente y la obediencia fanática, el autor escoge su camino, como dice Riva Agüero en «la ingénita misericordia de su pueblo”.
Desde cualquier punto de vista que se le considere, Antonio Valdez es un gran poeta lírico, precursor de los yaravíes de Melgar, gran creador de los caracteres dramáticos como los de Ollantay y Pachacútec, Cussi Coyllor y sobre todo Piqui Chaqui y uno de los más felices intérpretes de la historia y de la naturaleza peruana que se filtra en el drama a través de los hayllis de segadores y de los haravis elegíacos que refleja el aire pastoril del valle de Urubamba. El drama está, además, “cargado de destino”, como diría Borges, del Martín Fierro argentino. El Ollantay, es la más alta voz de la poesía quechua en el Perú y una obra de entraña popular en la que reviven los taquis incaicos y ruge una protesta de rebelión, pero a la que el cura de almas, mestizo, ha buscado, conforme a su ministerio evangélico, un camino de convivencia humana y de amnistía cívica conforme a una ética de perdón.
Cálidos y nutridos aplausos escuchó el doctor Porras al finalizar su interesante y erudita conferencia.
Testimonios
Raúl Porras Barrenechea
Por Angel Avendaño*
Ninguna gratitud qosqoruna podrá jamás pagar la deuda contraída ante el hamawt´a Raúl Porras Barrenechea. No sólo por su cátedra de garcilasismo, las ediciones y estudios de ingentes documentos históricos referentes al Qosqo, desde sus Cartas del Perú (1524-1543), Lima, 1959; hasta su magistral Antología del Cuzco, publicada en 1961. Sino, ante todo, por su fiebre de inmersiones en el Qosqo con las técnicas propedéuticas contemporáneas, con los métodos heurísticos y las hermenéuticas actuales, para desviscerar los entresijos de La Ciudad Puma, para interpretarlo, entenderlo a la luz de la ciencia, para explicarlo pletórico de contenidos y paradigmas en las peripecias de sus circunstancias históricas.
Porras Barrenechea transfiguró el sentido de los estudios históricos del Qosqo, con la fuerza de su caudaloso saber, con su versación histórica planetaria. Las 38 páginas del prólogo a su libro Antología del Cuzco, son un modelo de crinografía y el más alto himno de amor y homenaje a la Ciudad Puma. Canto épico en prosa, difícilmente superable en la historia de la literatura americana.
La obra de Raúl Porras Barrenechea con referencia al Qosqo es ese mallki terrenal y rabdomántico que hace la eternidad de la piedra, su tramonto y su palingenesia en el hermético estar de la muerte. Maestro ejemplar, no igualado en el Qosqo, por ratos ni siquiera descubierto. ¡Como desconocer los libros referentes al Qosqo escritos por el maestro Raúl Porras Barrenechea!:
– CARTAS DEL PERU (1524-1543). Lima, 1959
– RELACION DE LA DESCENDENCIA DE GARCI PÉREZ DE VARGAS, 1596 por el Inca Garcilaso de laVega. Reproducción facsimilar y prólogo de Raúl Porras Barrenechea. Lima, 1951
– EL INCA GARCILASO DE LA VEGA. Lima, 1946
– EL INCA GARCILASO EN MONTILLA, 1955
– EL PAISAJE PERUANO DE GARCILASO A RIVA AGUERO, 1955
– ANTOLOGIA DEL CUZCO. Lima, Ed. Librería Internacional del Perú, 563 p., 1961
Sin contar sus obras mayores: FUENTES HISTORICAS PERUANAS, LOS CRONISTAS DEL PERÚ, PIZARRO. Sin lugar a dudas, sin ser qosqoruna, Raúl Porras Barrenechea es el maestro de los historiadores qosqorunas de todos los siglos, paradigma insuperable en su rigor científico y en el conocimiento y la meditación del pasado peruano.
La Antología del Cusco de Raúl Porras Barrenechea
Por Jorge Puccinelli
Desde su juvenil viaje al Cuzco en 1920, como delegado de la Universidad de San Marcos al primer Congreso Nacional de Estudiantes, Raúl Porras quedó subyugado por el sortilegio milenario de la ciudad imperial y durante toda su vida dedicó largas horas de estudio y de investigación en torno a la que él denominó “primera ciudad y cabeza de todas las ciudades del Perú”, así como al legado quechua de nuestra cultura, al que ofrendó notables indagaciones, libros y ensayos. Buena prueba de ello son sus trabajos capitales sobre “El Cuzco Imperial”, “Los quechuistas del Perú”, “Quipu y Quilca”, “La leyenda incaica”, “Garcilaso y los cronistas cuzqueños”, “Notas para una biografía del yaraví”, “El Ollantay”, “Poesía e Historia entre los Incas”, “Mito y épica incaicos”, “El imperio incaico y el Cuzco en los recuerdos del Inca Garcilaso”. Con motivo del IV Centenario de la fundación de la Universidad San Marcos editó diccionarios y gramáticas quechuas en su calidad de Director del Instituto de Historia y promovió el I Congreso Internacional de Peruanistas, con un amplio capítulo sobre la lengua y la literatura quechuas en el que participó activamente.
El año 1933, encontrándose en Río de Janeiro como miembro de la delegación peruana a la conferencia internacional sobre el diferendo de límites con Colombia, bajo la presidencia de Afranio de Mello Franco, descubre en la Biblioteca Nacional de esa ciudad la obra “Viagem da cidade do Cuzco a de Belem, no Grão Pará, pelos ríos Vilcamayu, Ucayali e Amazonas” del escritor cuzqueño José Manuel Valdez y Palacios, precursor romántico olvidado, ausente de nuestras historias literarias, quien se internó por los ríos de selva en una odisea amazónica que culminó en Río de Janeiro, donde habría de desarrollar una activa labor docente y de difusión de la historia y la literatura peruanas. La revelación de este insigne escritor y humanista cuzqueño tiene gran trascendencia para la historia de nuestra cultura porque evidencia, según advierte Porras, “el notable estado de la ilustración en el Cuzco, al iniciarse nuestra vida independiente, como reflejo de la cultura universitaria colonial: Valdez y Palacios es el continuador de la noble tradición literaria cuzqueña de Garcilaso, del Lunarejo, de Antonio Valdez o Ignacio de Castro, de Sahuaraura y Gallegos y de los esforzados redactores del Museo Erudito de 1837”.
Porras retornaría dos veces más al Cuzco, en misión de estudio, aproximadamente por espacio de un mes en cada oportunidad. La segunda fue en 1944, por vía terrestre, presidiendo una delegación universitaria en la que participaron dieciséis estudiantes de la Facultad de Letras de San Marcos, entre los que se encontraban brillantes discípulos que habrían de sobresalir en el campo de la diplomacia y de la actividad académica, como Carlos García Bedoya, Juan José Calle, Carlos Fernández Sessarego, Jorge Morelli Pando, Enrique Fernández de Paredes y Félix Alvarez Brun, el cronista de la expedición, quien ha publicado un animado “Testimonio de una gira universitaria al Cuzco en 1944”, en el “Boletín de Lima”, Nº 46.
Diez años más tarde, en noviembre de 1954, Porras volvió, accediendo a la honrosa invitación de la Universidad Nacional de San Antonio Abad, para recibir el grado de Doctor Honoris Causa, y del Colegio de Abogados del Cuzco, que lo incorporó como miembro honorario de la Orden. En esa oportunidad ofreció varias conferencias, con asistencia multitudinaria, para exponer los resultados de sus investigaciones sobre cronistas cuzqueños y la ciudad imperial y para culminar pesquisas ya iniciadas sobre el drama Ollantay y el rastro biográfico de su autor, el cura Antonio Valdez. Recibió el reconocimiento público de maestros y estudiantes, de escritores y periodistas como José Gabriel Cosio, que expresaron en los diarios la gratitud al gran cuzqueñista que había encontrado y publicado en la “Revista Histórica” el Acta de fundación de la ciudad. Ofreció a la revista de la Universidad un legajo de facsímiles de documentos inéditos hallados por él en el Archivo de Indias, relativos a los héroes cuzqueños Túpac Amaru y Pumacahua, y recorrió los pueblos aledaños al Cuzco y al valle sagrado del Vilcanota, que interesaban a su investigación ollantina, como Urubamba, Yucay, Calca, Maras y Ollantaytambo, rastreando sus archivos parroquiales y notariales y “aprehendiendo en sus templos – según confiesa en un reportaje – las notas del admirable arte barroco de los artífices quechuas”, porque “cualquiera de las iglesias de los poblachos indígenas del Cuzco, como Checacupe, Yucay o Andahuaylillas supera en primor y riqueza a los grandes templos capitalinos”.
En la vida y en la obra total de Porras el Cuzco tiene una significación capital y un peso específico cualitativo. Hay una inocultable predilección amorosa por la ciudad imperial y por la cultura quechua que lo lleva a la indagación constante desde una visión pluridisciplinaria: historia, geografía, filología, mito, tradición, paisaje, lengua, literatura, arte, periodismo. Todo ello expuesto en su estilo vibrante, hablado, con la fuerza suasoria y la emoción del gran escritor y maestro.
La Fundación M. J. Bustamante de la Fuente cumpliendo cabalmente los fines trazados por su ilustre creador, para quien el campo de la historia tuvo particular predilección, ha querido editar y difundir – en estrecha cooperación con el Instituto Porras Barrenechea, Centro de Altos Estudios y de Investigaciones Peruanas, que desarrolla sus tareas en condiciones verdaderamente franciscanas – esta segunda edición de la Antología del Cuzco, agotada desde hace muchos años, cuyo prólogo es una síntesis magistral de sus indagaciones cuzqueñas de tantos años y cuya selección de textos es un hermoso y documentado florilegio de cronistas, viajeros y escritores, peruanos y peruanistas, acerca de la ciudad imperial. La presente edición se ve enriquecida con las fotografías del notable artista cuzqueño Martín Chambi que exornan sus páginas.
Porras y la literatura quechua
Por Jorge Prado Chirinos*
Desde 1924, como ya hemos mencionado, Raúl Porras se interesó por el estudio de las manifestaciones literarias de los quechuas, intensificando su conocimiento casi en forma simultánea a sus importantes indagaciones sobre los cronistas y las fuentes históricas. Reconoció, dentro de la literatura incaica, en primer lugar, la existencia de una notable poesía mítica. Después de examinar exhaustivamente los testimonios escritos proporcionados en las crónicas y otras fuentes, en su conferencia dictada en 1951, en San Marcos, señaló como las notas características de esta poesía, las siguientes: a) mezcla de hechos reales e imaginarios, los que transcurren, por lo general, en el reino del azar y de lo maravilloso; b) presencia constante de indicios históricos, “porque está en ellos el espíritu del pueblo creador”; c) a pesar de algunos relatos terroríficos de destrucción, muestran un “animo menos patético y dramático que en las demás naciones indígenas de América”; d) manifestación de un burlón y sonriente optimismo de la vida. Por eso –dice Porras – “Los personajes legendarios que siguen el camino de las montañas al mar, como Naymlap, Quitumbe, Tonapa o Manco Cápac, tienen un sentido de fresco de aventura juvenil; e) los cerros o los islotes marinos son dioses petrificados, el trueno es el golpe de un dios irritado sobre el cántaro de agua de una doncella astral, los astros son pajes favoritos del Sol, los eclipses son luchas de gigantes, leones o serpientes; la Vía Láctea es el río luminoso o, la serpiente ondulando por el suelo se transforma inusitadamente en zigzag del relámpago; el zorro trepa a la Luna por dos sogas que le tienden desde arriba; o los hombres nacen de tres huevos , de oro, de plata y de cobre, que dan lugar a los curacas, a los mistis y a los indios comunes y, en una cinematográfica versión del Diluvio, los pastores refugiados en los cerros más altos, ven con azorada alegría que el cerro va creciendo cuando suben las aguas y que bajan cuando estas descienden”. De esta manera el Dr. Porras, con su poderosa sensibilidad y aguda inteligencia, nos explica lo que es la poesía mítica de los incas, iluminando las recóndidas aristas del alma indígena, la que vivió y vive consustanciada con la mama pacha, el tayta orcco, la mama cocha y, en general con la naturaleza y el cosmos. El Maestro, en su incesante búsqueda de otras expresiones de la poesía mítica y de las leyendas, en 1945 da a conocer la “Leyenda de los Pururaucas”, narración incaica casi ignorada hasta entonces. Según explica el Dr. Porras este relato quechua pertenece al periodo de auge Imperio de los Incas en el cual se cultivó el valor y la vocación por la milicia en la juventud. Narra cómo en el reinado de Yahuar Huaccac, cuando frente a la feroz agresión de los Chancas a la ciudad del Cuzco, el joven príncipe Yupanqui logró derrotarlo. Después de vencer a los chancas regresó al Cuzco trayendo las cabezas de sus enemigos para ofrecerlas como una lección viril a su padre anciano y a su hermano tránsfuga. Refiere que su triunfo se debió no sólo al valor de sus soldados y a su resistencia desesperada sino, en gran parte, a la ayuda divina que había enviado su padre y dios Wiracocha. Este dios hizo que soldados invisibles pelearan junto a las huestes incaicas hasta la victoria final. Estos luchadores fueron bautizados con el nombre de los “Pururaucas”, que significa “traidores escondidos”. Estos pururaucas, fieles a su destino mítico, se convierten al final en piedras.
Sobre la fábula de Tonapa, que figura en la crónica de Santa Cruz Pachacutic, Raúl Porras dice que este personaje derrite los cerros con fuego y convierte en piedras a los indios adversos, las huacas vuelan como fuego o vientos o, convertidos en pájaros, hablan, lloran o se espantan cuando ven pasar por los aires los sacacas o cometas presagiadoros, que envueltos en sus alas de fuego se refugian en la nieve de los cerros más altos. En 1951, en el “Prólogo” que dedica a la “Gramática” de fray Domingo de Santo Tomás, da a conocer una versión inédita de la leyenda de Pacaritampu sobre el origen de los Incas, que no coincide con las de Cieza y Betanzos ni con las de Garcilaso y Sarmiento. En esta leyenda se refiere que hubo dos hombres Marastoco y Sutictoco. Ambos llevan el sobrenombre de “toco” (ventana) porque creen los indios que ellos salieron de dos cuevas que están en Pacaritampu, donde dicen que salió Manco Inca, para cuyo servicio dicen que salieron esos dos indios.
Otra de las creaciones poéticas del pueblo incaico que el Dr. Porras investigó, con singular originalidad, fue sobre el ARAVI o HARAWI. El sostuvo siempre, a través de sus estudios, que el pueblo incaico expansivo y dinámico, expresó en sus taquis o cantos alegría colectiva, desbordante y dionisíaca, que sólo a partir de la Conquista se torna en expresión llorosa. Indagando en los antiguos vocabularios quechuas, en las crónicas del Cristóbal de Molina, de Polo de Ondegardo, del Inca Garcilaso de la Vega, del frayle Murúa, de Huamán Poma y en los cambios semánticos del vocablo HARAVI a partir de la Colonia, el Dr. Porras en su ensayo “Notas para una biografía del YARAVI”, publicado en el diario El Comercio el 28 de julio de 1946, demostró documentalmente que el HARAVI no sólo fue expresión de la tristeza del indio sino, principalmente fue la manifestación de la alegría colectiva. Precisa el Maestro que hubo varias clases de HARWI, tal como refiere Huamán Poma (NARITZA-ARAVI, ARAVI-MANCA, TAQUI CAHLUA-HAYLLI-ARAVI); el HARAWI no podía cantarse sin la quena. “Las frase de la canción se decían a través de la flauta del indio enamorado”; “no era una canción triste o melancólica, pues no todo en el amor es triste. Añade: “El ARAWI incaico fue triste o alegre, según los momentos anímicos que expresaba. El propio Huamán Poma nos refiere que la Coya Raua Occllo, mujer de Huayna Cápac, tenía indios regocijadores unos danzaban otros bailaban, otros cantaban con tambores y músicas y pinqollos y tenía cantores HARAVI en su casa y fuera de ella para oír las dichas músicas que hacían HARAWI”. Esta expresión incaica así como otras literario-musicales, casi siempre estuvieron ligadas a la tierra, el trabajo y al amor. Concluye el Maestro Porras: “Con la Conquista el ARAVI, pierde su estrepitosa gracia colectiva, desaparecido el desenfreno profano de los taquis, sólo subsiste en el lloroso y solitario gemido de las quenas de los pastores o en las quejas nocturnas de los amantes separados”. De esta forma el ARAWI se transforma en YARAVI, “transformación que no sólo es fonética, sino espiritual”.
En suma, con este estudio el Dr. Porras rectificó a todos los demás, estudiosos provenientes desde el siglo XVIII hasta el presente.
Finalmente, otra de las importantes contribuciones del insigne Maestro sobre el legado Quechua, constituye su investigación de más de diez años sobre el drama OLLANTA. A diferencia de los estudios de los grandes quechuistas extranjeros como Tschudi, Markham y Middendorf y de los peruanos como Barranca y Pacheco Zegarra, el Dr. Porras centró su indagación en la leyenda ollantina, en la figura del cura de Sicuani Antonio Valdez, autor del drama quechua y en el testimonio dado por el escritor romántico cuzqueño José Valdez y Palacios. Consideró fundamental conocer la trayectoria vital de ambos para aclarar el debate ollantino y el estado de la ilustración en el Cuzco. Porras demostró que Antonio Valdez no fue cura de Tinta durante la revolución de Túpac Amaru, sino después de ella, por lo tanto el Ollantay no pudo ser representado en Tinta ante el cacique; Valdez fue amigo de los indios, es el nuevo peruano que escribe para denunciar injusticias locales y las de su tiempo; gran poeta lírico y precursor de los yaravíes de Melgar, y gran creador de los caracteres dramáticos como los de Ollanta, Pachacutec, Cusi Coyllor y, sobre todo de Piquichaqui y, en fin, casi fiel intérprete del alma del indio a través de los hayllis y haravis. Y, sobre la leyenda Ollantay, basándose en los testimonios proporcionados por el escritor romántico Valdez y Palacios, consideró que es de procedencia incaica, corresponde a la rebelión de los antis que se refugiaron en la fortaleza de Ollantaytambo. De acuerdo con el testimonio dado en un artículo aparecido en El Museo Erudito del Cuzco (1837), dice el Dr. Porras que el cura Valdez fue quien introdujo innovaciones en el drama: incorporó los personajes Ima Sumac y Piquichaqui y en el desenlace de la obra representa el perdón y las bodas, lo cual para el Maestro Porras no figuró en la antigua leyenda del Ollantay.
Biobibliografía
Breve biobibliografía de Raúl Porras Barrenechea (1897-1960)
Por Jorge Puccinelli
1897 Nace en Pisco, el 23 de marzo. Hijo de Guillermo Porras Osores y Juana Barrenechea Raygada.
1899 Muere trágicamente el padre el 22 de marzo, víspera de su cumpleaños. En la niñez –ha dicho Basadre– conoció la tristeza y acaso la pobreza.
1906 Ingresa en el Colegio de la Recoleta, donde estudia primaria y media.
1909 Publica tres cuentos y una traducción del francés en el “Boletín Escolar Recoletano”.
1912 Ingresa en la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos. Trabaja como amanuense en la Corte Suprema.
1913 Trabaja en la Facultad de Letras. Funda la revista “Ni más, ni menos”.
1914 Ingresa en la Facultad de Derecho.
1915 Funda la revista “Alma Latina”, con Guillermo Luna Cartland. Trabaja como amanuense en la Facultad de Ciencias Políticas de San Marcos.
1918 Delegado estudiantil de la Facultad de Letras en Bolivia.
Publica La Literatura Peruana, texto de su conferencia en La Paz.
1919 Participa en la Reforma Universitaria. Funda el “Conversatorio Universitario”. Secretario del Ministro de Relaciones Exteriores.
José Joaquín de Larriva. Palma Satírico.
1920 Delegado de San Marcos al Primer Congreso Nacional de Estudiantes del Cuzco. Auxiliar en el Archivo de Límites. Conferencia en el Conversatorio sobre “San Martín en Pisco”.
Editor de las actas del Primer Congreso Nacional de Estudiantes.
1921 Delegado del Perú a la conmemoración del Centenario de la Independencia de México y al Congreso Internacional de Estudiantes de México. Conferencias en las Universidades Populares González Prada: «El Ollantay».
El Periodismo en el Perú.
1922 Se recibe de abogado. Bibliotecario del Ministerio de Relaciones Exteriores.
1923 Profesor en el Colegio Anglo-Peruano.
1924 Asesor para el Plebiscito de Tacna y Arica.
Un profesor de turbulencia (Sánchez Carrión).
1925 Viaje de investigación a los archivos de Arequipa para la defensa de los derechos del Perú sobre Tacna y Arica.
Alegato en la cuestión de Tacna y Arica.
1926 Jefe del Archivo de Límites. Delegado al Centenario del Congreso de Panamá. Encargado de la publicación del Archivo Diplomático Peruano.
Don Felipe Pardo y Aliaga. Historia de los Límites del Perú.
1927 Mariano José de Arce.
1928 Doctor en Letras. Catedrático de Literatura Castellana en la Universidad de San Marcos. Saludo a José Toribio Medina.
Toribio Pacheco. José Antonio Barrenechea. Programa de Literatura Castellana.
1929 Catedrático de Historia del Perú (Conquista y Colonia).
1930 Profesor en la Deutsche Schule. Participa en la Acción Republicana y en el diario “El Perú”.
Historia de los Límites del Perú (2da. Edición). El Congreso de Panamá.
1931 Dirige el Colegio Universitario (Rectorado Encinas). Catedrático de Historia Diplomática del Perú.
Cámara Lenta, crónicas político-humorísticas en el diario “El Perú”.
1932 Profesor en los colegios Antonio Raimondi, Anglo-Peruano y de las Srtas. Castañeda. Fundador de la Sociedad Amigos de Palma. Organiza en el Colegio Anglo-Peruano un debate rememorando la Conferencia Anfictiónica Panamericana.
1933 Exposición en homenaje al centenario del nacimiento de Ricardo Palma. Catedrático de la Universidad Católica. Consejero de la Delegación Peruana a la Conferencia de Rio de Janeiro.
Palma romántico,
1934 Viaja a España.
Palma y Gonçalves Días.
1935 Conferencias en Madrid. “Orden del Sol del Perú”. Investigaciones en el Archivo de Indias, Archivo Histórico Nacional, Real Academia de Historia, Biblioteca del Palacio Real y Biblioteca Nacional. Delegado al 26° Congreso de Americanistas en Sevilla. Consejero de la Legación del Perú en España.
Pequeña Antología de Lima.
1936 Viaja a París. Delegado permanente del Perú ante la Sociedad de las Naciones (Ginebra).
El Testamento de Pizarro.
1937 Investigaciones en la Biblioteca Imperial de Viena
Las Relaciones Primitivas de la Conquista.
1938 Tradiciones escogidas de Ricardo Palma.
1939 Edita en París Poemas Humanos, de César Vallejo.
1940 El Ministerio de Relaciones Exteriores le encarga una investigación en los archivos de España.
1941 Retorna al Perú. Asesor del Ministerio de Relaciones Exteriores y Jefe de la Oficina de Prensa. Ingresa en la Academia Peruana de la Lengua. Catedrático de Historia del Perú en la Universidad Católica.
La Primera Copla de la Conquista. Pizarro el fundador.
1942 Ministro Plenipotenciario. Viaja a Trujillo, Piura y Huamachuco. Catedrático de Literatura Americana y del Perú en la Universidad de San Marcos. Organiza la Exposición Amazónica.
El Amazonas y el Perú. Peruanidad del descubrimiento del Amazonas. El litigio Peruano-Ecuatoriano ante los principios jurídicos americanos.
1943 Publica El Paraíso en el Nuevo Mundo, de León Pinelo.
1944 Embajador. Viaja por tierra al Cuzco con una delegación de estudiantes de la Facultad de Letras. Condecorado por el gobierno de Colombia. Homenaje a Riva Agüero. Miembro de la Hispanic Society of America.
Los Cronistas del Perú. Cedulario del Perú. Historia del Perú (Conquista y Colonia). La fuente de la Plaza Mayor descubierta.
1945 Premio Nacional de Historia.
Cervantes y el Perú. Reseña de Historia Cultural y Literaria del Perú.
1946 Homenaje a Francisco de Vitoria en el Teatro Municipal.
El Inca Garcilaso de la Vega. El Cronista Indio Guaman Poma. Pedro Gutiérrez de Santa Clara. El pensamiento de Vitoria en el Perú.
1947 Comisión para el estudio del Convenio Cultural con Chile y para la Conferencia de Cancilleres a Rio de Janeiro.
Dos viajeros franceses en el Perú. Quipu y Quilca.
1948 Embajador del Perú en España. Número especial de “Mercurio Peruano” y separata: Semblanza y Antología de Raúl Porras por Jorge Puccinelli.
El Nombre del Perú. La Relación de Diego de Trujillo. La Crónica Rimada de 1538.
1949 Conferencias en Barcelona, Valencia, Trujillo, Montilla y Salamanca.
Publica el Epistolario de Palma. Jauja, capital mítica. La bandera del Perú.
1950 Retorna al Perú. Director del Instituto de Historia de la Universidad de San Marcos.
Crónicas perdidas, presuntas y olvidadas sobre la Conquista del Perú. Los quechuistas del Perú.
1951 Organiza y preside el Primer Congreso Internacional de Peruanistas. Presidente del Instituto Peruano de Cultura Hispánica.
Publica Mito, tradición e historia del Perú, la Gramática y el Lexicón de Fray Domingo de Santo Tomás.
1952 Participa en el homenaje internacional a José Toribio Medina en Santiago de Chile como delegado del Perú. Conferencias sobre Medina y Pedro de Oña.
Bibliografía de don Ricardo Palma.
1953 Instituye por testamento ológrafo como legataria de su biblioteca de más de 25,000 volúmenes a la Biblioteca Nacional y establece una Junta de Albaceazgo para su cabal cumplimiento. Conferencia sobre Lima: “El río, el puente y la alameda”.
Edita el Vocabulario de la lengua quechua de González Holguín. Homenaje Peruano a José Toribio Medina. José Faustino Sánchez Carrión, el Tribuno de la República peruana.
1954 Muere su madre. Viaja al Cuzco. Conferencias en la Universidad y en el Colegio de Abogados. Homenaje a Grau.
Fuentes Históricas Peruanas. Las Memorias republicanas y el Deán Valdivia.
1955 El Inca Garcilaso en Montilla. El Paisaje Peruano, de Garcilaso a Riva Agüero. Elogio de don Miguel Grau. Tres ensayos sobre Ricardo Palma.
1956 Conferencia en Trujillo. Es elegido Senador de la República. Premio Nacional de Ensayo.
Luciano Benjamín Cisneros, abogado representativo del siglo XIX. El Callao en la historia peruana.
1957 Presidente del Senado.
Los Viajeros Italianos en el Perú. Satíricos y costum-bristas.
1958 Es nombrado Ministro de Relaciones Exteriores. Concurre a la XIII Asamblea General de las Naciones Unidas. Es declarado Hijo Predilecto de Pisco. Ultima clase en San Marcos.
La Culture Française au Perou.
1959 Viaja a Santiago a la V Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores y a la XIV Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, presidiendo la Delegación peruana.
Oro y Leyenda del Perú. Cartas del Perú. Pancho Fierro.
1960 Viaja a Europa como Canciller en gira oficial: Francia, Italia, República Federal de Alemania. VI Reunión de consulta de Cancilleres americanos en San José de Costa Rica (18 de agosto). VII Reunión de Cancilleres en San José de Costa Rica: Histórico discurso del 23 de agosto en el que afirma la vocación unitaria y conciliadora del Perú en el ámbito americano, en la búsqueda de una fórmula de entendimiento entre los Estados Unidos y Cuba, que permita vivir sin temor y “se haga prevalecer el espíritu de razón y de conciliación contra toda forma de fanatismo, de miedo y de pasión”.
Se despide de Torre Tagle entregando los diplomas y juramentando a la primera promoción de la Academia Diplomática: “He querido – afirmó – que mi último acto en esta vieja casa de Torre Tagle a la que he entregado mi vida sea el de incorporarlos a ustedes, jóvenes herederos de nuestra tradición, al Servicio Diplomático de la República, porque en los jóvenes se encuentra la renovación democrática del Perú. Quiero que sepan que más allá de las prebendas, de los favores y de las ventajas personales, está la dignidad de los hombres y por encima la dignidad de la Nación”. Renuncia al Ministerio de Relaciones Exteriores. Fallece en Miraflores, la noche del 27 de setiembre, en su casa de la calle Colina 398.
El Cuzco de los Incas, prólogo a su Antología del Cuzco, y “Discurso del Ministro de Relaciones Exteriores en la VII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores”.
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