CARLOS FUENTES. Los días enmascarados.

CARLOS FUENTES. Los días enmascarados.

ÍNDICE

El que inventó la pólvora 3
Chac Mool 8
A la víbora de la mar 14
La muñeca reina 48
I 48
II 50
III 51
IV 53
V 57

El que inventó la pólvora
Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual —titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades—, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.
La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.
Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino —no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té —a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios— se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.
Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud… Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches —esto podría haber despertado sospechas— ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior —que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado—, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos —declaraba un cartel— usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.
El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).
Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían… amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.
La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.
Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.
Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo —por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan— que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora… Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos— y formular algún proyecto.
¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas… Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.
No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!… Ahí pasa otra vez el mensajero:
«USEN TODO… TODO… TODO»
Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos…
Estoy sentado en una playa que antes —si recuerdo algo de geografía— no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo… ah, la primera chispa…

Chac Mool
Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por el sudor de la cocina tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada, y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien, pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, y a medianoche, un trecho tan largo! Frau Müller no permitió que se velara —cliente tan antiguo— en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos de lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y chorizo, abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado en México; cachos de la lotería; el pasaje de ida —¿sólo de ida?—. Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito, y cierto sentimiento natural de respeto a la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría —sí, empezaba con eso— nuestra cotidiana labor en la oficina, quizá, sabría por qué fue declinando, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidada la pensión, sin respetar los escalafones.
”Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un Café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros —de hecho librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían la baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos (quizá los más humildes) llegarían muy alto, y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas, modernizadas —también, como barricada de una invasión, la fuente de sodas— y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el Café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A lo sumo —uno o dos— una mano gorda y rápida en el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo, mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfilaron los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando, y al cabo, quién sabrá adónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera. Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la vista a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina”.
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no les basta: en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si no fuera mexicano, no adoraría a Cristo, y… No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adores a un Dios, muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o mahometanos. No es concebible por nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huizilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos de caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.
”Pepe sabía mi afición, desde joven, por ciertas formas del arte indígena mexicano. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala, o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.
”Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch…!”
“Hoy, domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga para convencer a los turistas de la autenticidad sangrienta de la escultura.
”El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol, vertical y fogoso: ese fue su elemento y condición. Pierde mucho en la oscuridad del sótano, como simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharnos que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco exactamente vertical a la escultura, que recortaba todas las aristas, y le daba una expresión más amable a mi Chac Mool. Habría que seguir su ejemplo.”
”Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina, y se desbordó, corrió por el suelo y llegó hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron, y todo esto en día de labores, me ha obligado a llegar tarde a la oficina.”
Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base”.
Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación”.
”Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlos, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano”.
”El plomero no viene, estoy desesperado. Del departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra”.
Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una eripisela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a un apartamento, y en el último piso, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero no puedo dejar este caserón, ciertamente muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana, pero que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una casa de decoración en la planta baja”.
”Fui a raspar la lama del Chac Mool con una espátula. El musgo parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No era posible distinguir en la penumbra, y dar fin al trabajo, con la mano seguí los contornos de la piedra. Cada vez que repasaba el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he puesto encima unos trapos, y mañana le pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total”.
“Los trapos están en el suelo. Increíble. Volví a palpar al Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la piedra. No quiero escribirlo: hay en el dorso algo de la textura de la carne, lo aprieto como goma, siento que algo corre por esa figura recostada… Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos”.
”Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina; giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool”.
Hasta aquí, la escritura de Filiberto era la vieja, la que tantas veces vi en memoranda y formas, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininiteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa.
”Todo es tan natural; y luego se cree en lo real… pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si pinta un bromista de rojo al agua… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?… Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?… Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en un caracol. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haber borrado hoy: era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o la muerte que llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que debe sacudirnos para hacerse viva y presente. Creía, nuevamente, que era imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un Dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
Casi sin aliento encendí la luz.
”Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores, mordiendo el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia la cama; entonces empezó a llover”.
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director, y rumores de locura y aun robo. Esto no lo creí. Si vi unos oficios descabellados, preguntando al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían crispado. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
”Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, …un glu-glu de agua embelesada… Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales, el castigo de los desiertos; cada planta arranca su paternidad mítica: el sauce, su hija descarriada; los lotos, sus mimados; su suegra: el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las chanclas flameantes de ancianidad. Con risa estridente, el Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon, y puesto físicamente en contacto con hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la tempestad, natural; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado al escondite es artificial y cruel. Creo que nunca lo perdonará el Chac Mool. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el estómago que el mercader le untó de ketchup al creerlo azteca: No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y, cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primero días, bajó a dormir al sótano, desde ayer, en mi cama”
”Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala en que duermo ahora, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí y entreabrí la puerta de la recámara: el Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño… Luego bajó jadeante y pidió agua; todo el día tiene corriendo las llaves, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido no empapar la sala más”.
”El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, dije que lo iba a devolver a la Lagunilla. Tan terrible como su risilla —horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o animal— fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de brazaletes pesados. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez —¿quién lo dijo?— es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme. Mientras no llueva —¿y su poder mágico?— vivirá colérico o irritable”.
Hoy descubrí que en las noches el Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una canción chirriona y anciana, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y cuando no me contestó, me atreví a entrar. La recámara, que no había vuelto a ver desde el día en que intentó atacarme la estatua, está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas”.
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; ha hecho que telefonee a una fonda para que me traigan diariamente arroz con pollo. Pero lo sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará; también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas… Como no hay luz, debo acostarme a la ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada, y quise gritar.
”Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse en piedra otra vez. He notado su dificultad reciente para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, y parece ser, de nuevo, un ídolo. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiera arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables en que relataba viejos cuentos; creo notar un resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: se está acabando mi bodega; acaricia la seda de las batas; quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Creo que el Chac Mool está cayendo en tentaciones humanas, incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado. Pero también, aquí, puede germinar mi muerte: el Chac no querrá que asista a su derrumbe, es posible que desee matarme.
Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para adquirir trabajo, y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Necesito asolearme, nadar, recuperar fuerza. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo el Chac Mool; a ver cuánto dura sin mil baldes de agua”.
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise volver a pensar en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la terminal, aún no podía concebir la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y desde allí ordenar su entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
—Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…
—No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

A la víbora de la mar
A Julio Cortázar
El suboficial vestido de blanco le tendió los brazos. Isabel enrojeció al tocar el vello del inglés joven y serio que le dio la bienvenida. La lancha motor arrancó, ronroneando; Isabel tomó asiento sobre la húmeda banca de lona y vio alejarse las luces del centro de Acapulco y sintió que, al fin, el viaje había comenzado. Una bahía sin ruidos rodeaba al blanco vapor. El viento abatido de la medianoche agitó la pañoleta que la mujer amarraba bajo la barbilla. Durante el corto trayecto del muelle al barco anclado en el espejo sin luz en la noche tropical, Isabel se imaginó a sí misma abandonada en el embarcadero con los vendedores de nieves insalubres, peines de carey y ceniceros de concha nácar. Pero sus facciones permanecieron indiferentes y apenas rozadas por las orillas de sal desprendidas de la espuma. Abrió la bolsa de mano y sacó los anteojos y revisó apresuradamente los documentos de viaje, con el temor repentino de haberlos perdido para siempre, pero con la intención desconocida, también, de desterrar, con esa preocupación, el recuerdo que quedaba en la costa ya lejana y parpadeante. Pasaporte. Isabel Valles. Color blanco. Nacida el 14 de febrero de 1926. Señas particulares ninguna. Dado en México D. F. Lo cerró y buscó el pasaje. MS Rhodesia. Sailing on the 27th. July 1963 from Acapulco to Balboa, Colón, Trinidad, Barbados, Miami and Southampton. Era necesario ese suspiro hondo y libre. Sus ojos miraron por última vez la costa. La lancha se detuvo, bamboleando, junto a la escalerilla de estribor y el suboficial volvió a ofrecerle los brazos. Isabel se quitó los anteojos, los dejó caer dentro de la bolsa y se frotó con los dedos el caballete de la nariz, antes de poner pie en la escalerilla y evitando resueltamente el contacto con el joven oficial.
—Cuarentona, no muy guapa, ¿cuál sería la palabra?
—Dowdy, I guess.
—No, no es eso. Tiene una como elegancia pasada de moda, ¿eh?
—En fin, puesto que no la vas a sentar a mi mesa.
—Claro que no, Jack. Ya te conozco. Not a chance.
—Está bien; me imagino que ser jefe de camareros lo hace a uno sospechoso.
—No tiene nada que ver con sospechas, Jack. Tiene que ver con hechos bien sabidos.
—Sigue sonriendo, bobo; acabaré por darte una buena propina.
—¿Eh? Fuera de aquí, ¿quieres? Yo sé cuál es mi lugar y tú debías conocer el tuyo.
—Sólo quiero portarme democráticamente, Billy. Piensa que por primera vez, después de ocho viajes en el Rhodesia como camarero, puedo pagarme mi pasaje en primera clase y hacerlos sufrir a ustedes como los pasajeros me hicieron sufrir a mí antes.
—Pues quédate en tu lugar y yo en el mío.
—¿Dónde la vas a colocar?
—Déjame ver. En una mesa con gente de su edad.
No sé si habla inglés. En fin. Puede que la deje en una mesa para dos, con esta otra solterona. Puede que se diviertan juntas. Sí. La mesa veintitrés. Con Mrs. Jenkins.
—Me rompes el corazón, Billy.
—Fuera de aquí, payaso.
—Y regaña a Lovejoy. Dile que cuando pido mi té en la mañana, quiero té de verdad, té caliente, no esa agua con la que lavan los platos allá abajo.
—¡Eh! Ya te veré en la cubierta de la tripulación otra vez, Jack.
—You jolly well won’t.
Lovejoy el camarero le dejó las llaves e Isabel empezó a desempacar. Se detuvo con una sensación de tristeza: el apartamiento, la tienda, Marilú, la tía Adelaida, los almuerzos en Sanborns. La melancolía la obligó a sentarse sobre la cama y observar con desidia las dos maletas abiertas. Se incorporó y salió del camarote. Casi todo el pasaje había descendido a conocer Acapulco y no regresaría antes de las tres de la mañana. El Rhodesia zarparía a las cuatro. Isabel aprovechó el momento para recorrer los salones solitarios sin percatarse aún de la novedad que le rodeaba, o quizás sintiéndola pero deseosa de no reflexionar sobre el clima exótico que le ofrecía este mundo a flote, autónomo, sometido reglas completamente ajenas a las que formaban l conducta en las ciudades inmóviles. Las salas no eran, en verdad, sino trasposiciones de la idea británica de la comodidad, a home away from home, pero para Isabel las cortinas de zaraza, los hondos sillones y los cuadros de escenas marinas, los sofás de holanda estampada y el recubrimiento de maderas rubias, empezaron a ser los signos de algo ajeno y deslumbrante. Abrió una puerta de cristales y pasó al Promenade Deck y por primera vez se dio cuenta del olor de un barco, de la suma original de brea y pintura, sogas mojadas y goznes aceitados que revelan, en el olfato, la novedad agresiva de la vida marina. La alberca estaba cubierta por una red de cuerdas fibrosas, semejante a un inmenso dogal iluminado por las lámparas de los azulejos y un fondo olvidado de agua de mar permanecía estancado e inmóvil, con un poderoso olor salino que Isabel aspiró, aún insegura de que el primer asalto de esa nueva vida ensanchaba las aletas de su nariz y la forzaba, contra su voluntad, a reconocer con miedo que estaba sola.
Un rumor rítmico la atrajo hacia la proa. Allí, como desde una terraza bardeada por tubos blancos, vio a los jóvenes de la tripulación de guardia tocando la concertina y bebiendo cerveza: desnudos hasta la cintura, descalzos, vestidos con angostos pantalones de dril, tarareaban una vieja canción escocesa, exagerando los suspiros y los ojos entornados de la melodía romántica que, insensiblemente, se fue transformando en una parodia cortada y veloz, sin brújula, acompañada de rostros alegres y miradas pícaras, por fin de contorsiones y de onomatopeyas provocadas por los pies, las manos, los labios.
Isabel sonrió y dio la espalda al grupo bullicioso.
Dudó al acercarse al bar contiguo a la piscina.
Entró y tomó asiento junto a una mesa cubierta de franela. Los ojos le brillaron y se alisó los pliegues de la falda cuando el cantinero pelirrojo surgió detrás de la barra, le guiñó un ojo y le preguntó:
—What is your ladyship’s pleasure?
Isabel unió las manos. Las sintió húmedas. Las pasó discretamente sobre la franela. Su sonrisa forzada ocultaba un esfuerzo nervioso y desorientado por ubicarse, por saberse en un lugar conocido y rodeada de gente conocida. Quería evitar el contacto con ese hombre que avanzaba hacia ella con una felpa de zanahorias en la cabeza y una asombrosa, cómica y espantable ausencia de cejas, de manera que sólo las pestañas detenían el larguísimo muro de su frente picoteada de pecas azules. La lentitud con que el cantinero se acercaba a ella, como si quisiera subrayar de ese modo su presencia, impedía a Isabel pensar en el nombre de una bebida y la obligaba a pensar, al mismo tiempo, en que nunca había pedido una copa en un bar. Y el hombre-zanahoria se acercaba, implacable, sin duda en el cumplimiento de un deber reiterado, pero también —los ojos sin marco, las dos yemas inyectadas de bilis— husmeando la debilidad, la confusión, el sudor acorralado de la dama, vestida con un suéter de mangas. cortas y una falda de cuadros escoceses, que frotaba una mano contra la franela de la mesa y otra contra la lana del regazo, antes de unir otra vez las palmas húmedas y gritar, sin dominio de su voz nerviosa:
—Whisky soda… Without glass…
El cantinero la miró con asombro: un asombro de profesional herido. Se detuvo en la postura en que la orden de Isabel lo sorprendió y dejó caer los hombros, derrotado en su oficio por el grito agudo de esa cabeza inclinada. Cerró los ojos, despeñado de su antigua seguridad por la solicitud sin antecedentes:
—P’raps her ladyship would like a silver globet… Glass is so commom, after all…
La cabeza en llamas se desbarató en una carcajada arrugada y pecosa. El cantinero se llevó la servilleta al rostro y detrás de ella sofocó su risa triturada.
—Sans glace, s’il vous plalt… —repitió Isabel sin mirar al cantinero—. El hielo… el hielo me hace daño a la garganta.
El hombre colorado asomó detrás de la servilleta.
—Ah, madame est francaise?
—No, no… Mexicana…
—Me llamo Lancelot y espero servirla como se merece. Le sugiero un Southerly Buster: es lo mejor para las anginas y permite un dominio absoluto del paso del alcohol a la sangre, dada la espesura del menjurje. Lancelot, ¿sabe? Los caballeros de la mesa redonda.
Se inclinó ante Isabel, ejecutó un rápida media vuelta con las rodillas dobladas y pasó en cuatro patas bajo el bar, canturreando.
El corazón le latía velozmente a Isabel. Permaneció con la mirada baja, fija en un punto neutro del mantel.
—¿Desea que le ponga un disco? —preguntó Lancelot.
Isabel escuchó el goteo de un líquido espeso, el chisguete de un limón pellizcado, el jeringazo de una botella de sifón, el batido profesional, casi virtuoso, de la mezcla. Asintió con la cabeza. El suspiro de Lancelot:
—Mala suerte. No me tocó bajar aquí. ¿Usted es de aquí?
Isabel negó con la cabeza. Lancelot colocó un disco viejo y rayado. Doing the Lambeth Walk. Isabel sonrió, levantó la mirada y la dirigió al cantinero: gritó, se cubrió los ojos con las manos, se llevó las manos al pecho al ver el nuevo rostro de Lancelot, enmascarado, las facciones deformes y alargadas en una masa cruda, de dientes afilados y ojos de ostión… Se levantó, derrumbó la silla y corrió fuera del bar, sin atender las voces:
—Milady! Look here! Milady! Shall I have it sent to your cabin?
La zanahoria alcohólica se arrancó, como si fuese la capucha de un inquisidor, la media transparente que le cubría el rostro. Se encogió de hombros y sorbió los popotes de la bebida violácea.
Isabel se detuvo en el pasillo, sin aliento, sin saber a dónde dirigirse, confundida por la numeración de las cubiertas y los pasillos, y sólo al sentir la frescura de la almohada y el rumor de la ventilación en su cabina empezó a llorar y a repetir en voz baja los nombres que la tranquilizarían, los nombres de las cosas familiares, de las personas conocidas que no le habían advertido, que no le habían impedido embarcarse en esta aventura. Y el cansancio y el miedo y la nostalgia la arrullaron, la durmieron y la hicieron desistir de tomar sus maletas y regresar a tierra esa misma noche.
—¿Qué se siente dejar la cubierta de la tripulación, Jackie boy?
—Más respeto, pobre y humilde Lovejoy. Puedo quejarme con el capitán.
—Trata de humillarnos. Ya sabes el castigo.
—¿Qué? ¿Me van a esperar en un callejón oscuro de Panamá para golpearme hasta que pida misericordia? ¿Y luego creen que me voy a quedar callado por pura hombría?
—Eso, más o menos. Si es que no decidimos raparte tus rubios bucles de Mandy Rice-Davies.
—Te olvidas de algo muy sencillo, pobre, idiota Lovejoy.
—¿Ah, sí?
—¡Ah, sí! Yo no tengo códigos de honor. Los delataré y los despacharán a todos a la cárcel.
—Sentimientos, eso es lo que te falta. No sólo a ti, a todos estos muñequitos de ahora, teddy boys, holgazanes, gente sin principios. Antes un buen marinero valía la sal del mar. Ojalá venga una nueva guerra para que se hagan hombres.
—¿A quién engañas, mi amado Lovejoy?
—Está bien, Jackie; todo sea por los viejos tiempos. Es que me enternece no tenerte entre nosotros.
—¿Ternura? Te da una rabia de perro tener que servirme.
—No, Jackie boy, no; tú sabes que siempre te he querido. Hemos pasado demasiados buenos ratos juntos. Te conocí pajarito. De veras, me haces falta. ¿No me digas que no recuerdas…?
—Silencio, loro sin plumas. El chantaje es un crimen muy sucio y se paga bien caro.
—No, Jack, no me entiendes. Es que me da miedo hacer ciertas cosas solo. Juntos, como antes, me siento protegido. La gente es tan descuidada. ¿Recuerdas a Mrs. Baldwuin con sus joyas falsas que…?
—Adiós, Lovejoy. Mañana llévame el té caliente. Es una orden.
Espera, espera. Es que la recién llegada, sabes, la sudamericana que embarcó en Acapulco…
—No quiero saber nada. Eres la sirena más repulsiva de los siete mares, horrendo, viejo, calvo, miserable Lovejoy.
—Es que es tan descuidada, Jackie boy. Está pidiendo a gritos nuestra intervención. Oye: nueve mil dólares en cheques de viajero, ¿has oído algo igual? Allí, puestos en la cómoda de la cabina como si fueran lechugas. Verdes y frescas. Listas para hacer la ensalada.
—Mi inocente Lovejoy. Un cheque de viajero tiene que llevar la misma firma abajo y arriba. ¿No lo dicen los avisos? Safer than money.
—Jackie, Jackie, recuerda cuando falsificamos la…
—¡Basta! Si vuelvo a oír tu graznido maloliente te acuso, te juro que llevo la queja hasta el capitán. Estás tratando con un caballero. Y un caballero siempre salva las apariencias, demonio, vampiro sin dientes, inmundo zopilote calvo…
—¿Ah? ¡Ah! ¡Jackie boy! Ya te entiendo. Oh, Jack, sí, qué contento me pones. Siempre me han dado tanta alegría tus insultos, eso lo sabes bien, ¿verdad? Pero ahora no importa, Jack, recuérdame en tu reino, como dijo Barrabás, ¿sí, Jackie, sí?
—Té caliente, Lovejoy. Lo ordeno. Buenas noches.
Dormida, no se dio cuenta del momento en que el barco zarpó de Acapulco, y la mañana siguiente, que no pasó de ser una ordinaria mañana en el vapor que venía repitiendo sus diarias ceremonias desde Sydney, para Isabel fue quietamente extraordinaria. El vaivén del Rhodesia hacía que los pequeños pomos y artículos de tocador resbalasen y chocasen entre sí. El camarero entró sin tocar cuando ella aún estaba en la cama, le dijo «Good morning; I’m Mr. Lovejoy, your cabin steward» y le depositó en las rodillas una bandeja con té humeante mientras ella se cubría los pechos con la cobija y se pasaba una mano por el cabello y balanceaba la bandeja sobre las rodillas y pensaba que, definitivamente, para los extranjeros no contaba el respeto a la intimidad de una mujer. Después de beber el té tomó un baño de tina con agua caliente de mar y al verse desnuda en ese líquido verdoso y sedante recordó cómo era el baño en el internado del Sagrado Corazón. En fin, al bajar al comedor de la Cubierta C el Jefe de camareros se inclinó, dijo llamarse Higgins y estar a sus órdenes, la condujo a una mesa para dos personas y la sentó frente a una señora cincuentona que comía huevos revueltos.
Se presentó como Mrs. Jenkins y agitando la papada le contó que era maestra de escuela en Los Angeles, que cada tres años podía hacer un crucero con sus ahorros, pero que como las vacaciones escolares eran en el verano, nunca le tocaba la temporada elegante en los vapores y en las islas del sol, que era en invierno, e Isabel se vio obligada a contarle que era dueña de una tienda en la calle de Niza, en la ciudad de México, de la cual se alejaba por primera vez en su vida pues éste era su primer viaje al extranjero, aunque tenía una dependiente muy trabajadora que se llamaba Marilú y que cuidaría del establecimiento con gran competencia; la tienda merecía los mayores cuidados, pues había costado trabajo crearle una reputación y asegurar una clientela que no sólo incluía, como era natural, a los viejos amigos, parientes y conocidos de las familias honorables que habían sido dañadas por la revolución, sino a las señoras de fortuna reciente que en esta boutique tenían asegurado el buen gusto en todos sus detalles, y sí, era un trabajo bonito, escoger ese pisapapeles, ofrecer esos guantes de cabritilla, envolver esa mascada de seda…
La señora Jenkins la interrumpió para aconsejarle que nunca pidiese un desayuno inglés, pues la avena seca y el arenque acecinado que servían los isleños sólo podían ser considerados como un vomitivo para los excesos alcohólicos de la noche anterior: —No creerá usted que un ser humano pueda beber tanto aguardiente hasta verlo con sus propios ojos. ¿A usted no le gusta beber?— Isabel rió y dijo que su vida era muy sencilla. Y que a pesar de la novedad y excitación del viaje, extrañaba sus costumbres. Después de todo, era bonito despertar y caminar del apartamiento que compartía con su tía Adelaida a la tienda, entrar a ella y ocuparse en silencio con Marilú, tan joven y competente, cruzar la calle y almorzar en Sanborns, todos los días. La tía Adelaida la esperaba a las siete y se contaban viejas historias de la familia y se decían lo que había pasado durante el día y a las ocho tomaban su merienda. Iban a misa los domingos, a confesión los jueves, a comunión los viernes. Y el bonito Cine Latino estaba a la vuelta del apartamiento. Era bonito.
Isabel ordenó un desayuno de jugo de naranja, huevos poché y café. Mrs. Jenkins le dio una patadita debajo de la mesa y le dijo que se fijara en la juventud y belleza de los mozos.
—Ninguno tendrá más de veinticuatro años y uno se pregunta qué clase de país es este que dedica su juventud a servir mesas en vez de mandarla a la universidad; con razón perdieron todas sus colonias.
Isabel estuvo a punto de reanudar su historia; sólo pudo llevarse la servilleta a los labios y mirar fríamente a la norteamericana. —No acostumbro hablar de la servidumbre. Si se les muestra interés, lueguito se igualan.
La señora Jenkins frunció el ceño y se levantó diciendo que iba a tomar su «diario constitucional»: —Seis veces alrededor del Promenade Deck hacen una milla. Hay que caminar diariamente o se indigesta uno con seguridad. Good-bye, deary; te veré a la hora del almuerzo.
A pesar de todo, Isabel se sintió otra vez protegida en la compañía de la inmensa señora envuelta con un estampado que describía la llegada de los colonizadores puritanos a la roca de Plymouth y que ahora se ondulaba hacia la salida del comedor, despidiéndose de todos los comensales como si tecleara el aire y repitiendo varias veces «deary».
Sonrió y bebió lentamente café, casi con los ojos cerrados. Los ruidos menudos del comedor —el tintinar de cucharas dentro de tazas, el choque de vasos, el cálido verter de té humeante— la envolvieron y, al cabo, la convencieron de la tranquilidad, la decencia y el buen gusto que la rodeaban, sentimiento que la mañana larga y plácida, contemplando el Pacífico desde la cubierta, bebiendo una taza de consomé recostada sobre una silla de lona, escuchando al cuarteto de cuerdas que tocaba valses de Lehar en el salón principal y observando a los viejos pasajeros, no hizo sino subrayar.
A la una de la tarde pasó un adolescente tocando una marimba de mano para anunciar el almuerzo. Isabel bajó al comedor, desdobló la servilleta y jugueteó con el collar de perlas mientras leía la minuta. Escogió el salmón de Escocia, el rosbif y el queso Cheddar, sin mirar al apuesto mozo y esperando con cierta tensión la llegada, necesaria, puntual, de la señora Jenkins.
—Hello. My name’s Harrison Beatle.
Isabel dejó de exprimir el limón sobre la rebanada color de rosa y encontró a ese hombre tostado por el sol, con el pelo dorado, dividido por un raya y aplastado sobre el cráneo; encontró ese perfil delgado, esos labios, finos, esos ojos grises y sonrientes que despojaban de ceremonias la inclinación un poco rígida del cuerpo: el joven rubio había apartado la silla y esperaba una indicación de Isabel para tomar asiento.
—Creo que hay una equivocación —logró balbucear Isabel—. Aquí se sienta la señora Jenkins.
Mr. Harrison Beatle ocupó el lugar, desplegó la servilleta sobre los muslos y con un movimiento veloz mostró los puños de su camisa a rayas azules y se desabotonó el saco de lino blanco.
—Nueva disposición. Sucede todo el tiempo —dijo sonriendo, mientras consultaba la carta—. El jefe de camareros es el Jehová de este comedor. Descubre afinidades. Destierra incompatibilidades. Tómelo a broma: quizás su compañera se quejó de usted, pidió un cambio…
—Oh, no —dijo con seriedad Isabel en su inglés trabajoso—. Si nos entendimos de lo más bien.
—Entonces atribúyalo a la omnisciencia del jefe de camareros. Don’t know what’s becoming of these ships. Rotten service nowadays. Boy! ¿Gustaría un poco de vino? ¿No? Lo mismo que la señora y media botella de Chateau Yquem.
Volvió a sonreírle. Isabel bajó la mirada y comió de prisa el salmón.
—Suppose we ought to be properly introduced. Pity you didn’t show up at the Captain’s gala the other night.
—No, es que apenas me embarqué anoche, en Acapulco.
—¡Ah! ¿Latina?
—Sí, de México Distrito Federal.
—Harrison Beatle, Philadelphia.
—Isabel Valles. En Hamburgo 211 tiene su casa. Señorita Isabel Valles.
—¡Ah! ¿Viaja sin chaperón? Creí que los latinos eran muy puntillosos y siempre designaban a una dueña con mantilla para acompañar a las señoritas. No se preocupe. Keep an eye on you.
Isabel sonrió y, por segunda vez en el mismo día, contó la historia de su vida. Desde una mesa redonda para cuatro comensales, la mano arrugada tecleó el aire y le gritó «Yoohoo, deary» e Isabel volvió a sonreír, en seguida enrojeció y siguió contando como la tía Adelaida la había convencido de que se tomase un descanso, después de quince años al frente de la tienda de regalos; pero extrañaba su bonita boutique, toda decorada en oro y blanco, y era curioso cómo esas pequeñas preocupaciones, la contabilidad y el ahorro, encargar, exhibir y vender pañoletas, prendedores y collares para el uso diario, bolsas de mano, estuches de maquillaje, pequeños objetos de lujo, podían llenar la vida y hacerse indispensables. La razón de ese cariño, quizás, era que al morir su padre y su madre —Isabel bajó aún más la mirada— algunos buenos amigos de la familia le aconsejaron invertir todo lo que dejaron —bueno, lo poco que dejaron— en la tienda. Mr. Harrison Beatle, dorado por el sol, la escuchó con la cabeza apoyada en el puño y un velo de Benson & Hedges en los ojos.
Fiel a la consigna que atribuye la victoria en Waterloo al entrenamiento en los campos deportivos de Eton, un vapor inglés de pasajeros semeja un enorme y flotante campo de competencias en el que todos los poderes del Establecimiento se hubiesen confabulado, a través de un ejército de suboficiales, encargados de los juegos, señoritas de piernas largas y uniforme blanco, marineros de pantalón ancho y camiseta a rayas, y otras personalidades más o menos inconscientes de su similitud paródica con los personajes de Gilbert y Sullivan, para hacer patente la tradición británica del fair play e inculcarla, con espíritu de cruzada y aprovechando al máximo el corto tiempo de viaje acordado por la Providencia, en los desafortunados nativos que por primera vez entraban en contacto con Albión. Ciertamente, el espíritu deportivo implantado en las cubiertas del Rhodesia solicitaba descripciones centradas en los más estrictos lugares comunes británicos; pero lejos de considerarlo con ánimo peyorativo, ¿habría un solo oficial o pasajero que no se sintiese, a la vez, consciente y orgulloso de ejemplificar actos y actitudes contra los cuales, inútilmente, han gastado su filo cien años de espadas satíricas? El secreto es otro: el inglés establece su propia caricatura externa, y la vive en público, a fin de gozar en privado, protegido por el lugar común, de una vida diversificada, oculta, personal y excéntrica.
—Subamos al juego de cricket— diría en la tarde Mr. Harrison Beatle, adecuadamente vestido con pantalones de franela blanca y una sudadera de ribetes verdinegros.
—Veamos la competencia acuática de los niños —diría en la mañana Mr. Harrison Beatle, perfectamente ordenado dentro de una camisa blanca de tela de toalla.
—¿Nunca ha visto bailar el Scottish Reel? —diría después Mr. Harrison Beatle —blazer azul con el escudo de Trinity College bordado sobre el pecho— al entrar al salón de baile.
—Hoy se disputa el campeonato de deck tennis — anunciaría otra mañana Mr. Harrison Beatle, camisa de polo, pantalones cortos y piernas rubias.
—Esta noche tendrán lugar las carreras de caballos en el lounge. Estoy apoyando a Oliver’s Twist y le ordeno que por solidaridad le apueste una libra—: smoking de solapas opacas, zapatillas de charol.
Isabel, sin pensarlo mucho, se convenció de que asistir a las diversas competencias, ya que no participar en ellas, era su deber natural de pasajero en un barco protegido por los colores del Union Jack. Con el señor Beatle a su lado, y ella vestida siempre con la combinación acostumbrada (blusa o suéter en colores pastel, collar de perlas, falda plisada de tergal, medias nylon, zapatos de tacón bajo —ésta la única concesión al espíritu de vacaciones—) recorrió todas las cubiertas, subió y bajó por todas las escalerillas, calentó todos los asientos, asintió a todos los encuentros de los onces de cricket, adquirió una leve tortícolis viendo torneos de tenis, acabó lanzando vivas al equipo de la clase turista en su sudorosa lucha de la cuerda con el equipo de la tripulación que, previamente aconsejado, siempre se dejaba arrastrar más allá de la raya blanca del límite.
—Chin up!
—Knuckle clown!
—Character will carry the day!
—Shame! Measure those twenty-two yards between wickets again!
—Mr. Beatle plays bowler for the Sherwood Forest Greens!
—Come now, Miss Valles, hold youd partner by the waist and keep your left arm up! Good sport!
—Good sport! —le dijo al oído Mr. Harrison Beatle, apretándola contra el pecho, al terminar la sesión de danzas escocesas y media hora antes de que se iniciara el concierto con discos estereofónicos en el mismo salón de baile.
No enrojeció. Isabel se llevó la mano a la mejilla como para conservar el aliento de Mr. Harrison Beatle: el joven norteamericano mostraba su pulida dentadura y revisaba el programa del concierto: oberturas de Massenet, Verdi y Rossini.
—¿Tomamos té antes del concierto? —sugirió el hombre.
Isabel asintió.
—Es usted muy inglés… digo, para ser americano —murmuró mientras Harrison recogía las galletas y las colocaba sobre un platillo.
—Philadelphia. Main Une. Scranton en 64 —sonrió Harrison al tomar un lugar en la cola para recibir el té.
Miró a Isabel con humor en los ojos. Se dio cuenta de que la señorita no entendía ninguna de sus alusiones. —Y buena parte de la niñez en Londres con mis padres. Vi a Gielgud en Hamlet. A Eduardo renunciar al trono. A Chamberlain regresar de Munich con su paraguas y su papel mojado. A Anna Neagle en mil películas sobre los sesenta gloriosos años de Victoria. A Beatrice Lillie cantar canciones pícaras. Y a Jack Hobbs ganar el campeonato de cricket en Lord’s.
—Señor: Grace fue y siempre será el más grande jugador de cricket que ha producido Inglaterra —dijo, dándole la cara, un robusto caballero de bigotes blancos peinados en dirección de las fosas nasales.
—Hobbs fue la gloria de Surrey —intervino, rascándose la barbilla blanca, otro caballero, pequeñín, mal encarado y con un enorme radio transistor bajo el brazo.
—Las gloriosas locales de Surrey no nos interesan a los vecinos de Gloucester —pronunció, imperialmente, el caballero de los bigotes peinados.
—¿Bristol? —inquirió el hombre de la barbilla.
—Blakeney —el de los bigotes levantó la cabeza con indignación—. Forest of Dean. On the Severn! Tierra, no ladrillos, señor.
—Eso no debe impedir un buen trago —tosió el hombre pequeño y abrió su radio portátil para revelar media botella de coñac incrustada en el lugar de las pilas; la extrajo, la abrió y la ofreció al caballero de Gloucester con parejas rapidez y destreza; éste aceptó con una inclinación de cabeza el chorro de licor en el té y los dos estallaron en carcajadas.
—Nos vemos esta noche en el Pool Bar, Tommy —gruñó el de Gloucester.
—Sin falta, Charlie —dijo el de Surrey y volvió a empacar su botella, guiñando un ojo en dirección de Isabel: —si no apeteces mis peras, no vayas a sacudir mi peral.
—Creí que estaban enojados —dijo Isabel con una risilla—. ¡Qué simpáticos!
—¡Prohibida la amistad! —dijo con el rostro muy serio Harrison—. La mitad de la población inglesa es lo más decente del mundo y la otra mitad lo más decadente.
Tomaron asiento en el saloncito de escribir y hablaron en voz muy baja.
—Cómo conoce usted el mundo, señor Beatle. —Llámeme Harry. Como mis amigos, Isabel.
Isabel se detuvo y escuchó una pluma que raspaba el papel tieso y azul.
—Sí… sí, Harry…
Y otros tosían, corrían las hojas de los libros, rotulaban sobres.
Harry… La he pasado tan bien en su compañía… Perdón… Debo parecerle muy… muy confianzuda, como decimos en México… Pero… Pero al principio pensé que iba a estar muy sola… o que no hablaría con nadie… usted sabe…
—No, no entiendo. También para mí su compañía ha sido preciosa. Creo que usted se rebaja a sí misma sin razón.
—¿Cree? ¿De veras… cree?
—La mujer más agradable del barco, para mí. Distinción…
—¿Yo?
—Sí, distinción y decencia. Muy feliz a su lado, Isabel.
—¿Usted?
Sin darse cuenta, Isabel se arrancó el pañuelo de encaje guardado entre la muñeca y la cinta de terciopelo del reloj pulsera, se secó las palmas húmedas y caminó de prisa fuera del salón.
Ese rimmel azul; no, no, no, si siempre le han dicho que lo mejor que tiene son los ojos; no necesita abrillantarlos; pero quizás un toque de lápiz negro en los párpados; ¿dónde está?; oh, por Dios, no pudo haber perdido el lápiz de las cejas: ¿por qué olvidar eso y traer ese ridículo pomo de rimmel que jamás usa? Mr. Lovejoy, Mr. Lovejoy, el timbre, no sabe qué hacer, por qué toca el timbre y espera la llegada de Mr. Lovejoy, calvo y narizón: para pedirle que suba a la tienda y le compre por favor un lápiz de cejas, halfcrown, quédese con el cambio; y los bigudíes, ¿le tendrán el cabello listo a tiempo?, no, el pelo está húmedo, qué idiota, lavarse el pelo dos horas antes de la cena, el salón de belleza siempre ocupado, necesario aviso previo de veinticuatro horas, ay, ay, por lo menos el perfume sí es de calidad, Ma Griffe, muy buena venta en la tienda, pero el vestido de noche, ¿le gustaría a Harrison; a Harry, perdón?, ¿no le faltaría un poco de escote?, quién sabe, los trajes de corte griego siempre son elegantes, eso lo sabe, lo dicen todas las señoras que pasan por la tienda: corte griego; gracias señor Lovejoy, sí, era exactamente ése, gracias, quédese con el cambio; puede retirarse; ¿no es demasiada base de maquillaje: le dijeron que el pancake no le sentaba, que su cutis era primoroso, natural; oh, oh, los dedos embarrados de maquillaje rosa oscuro, ay, ay, nunca estará lista, los pomos ruedan con el ritmo del barco, nada se está quieto, la caja de Kleenex cae al piso, el agua en la tapa para humedecer el lápiz se riega sobre el regazo, mancha las medias y hay que levantarse casi gritando, llevándose las manos a los muslos y manchándose ahora con esa pasta pegajosa de los dedos, gritando sin poder dominarse y arañando el cristal con las manos sucias, llenándolo de huellas digitales color de rosa, color de carne, hasta poner las dos manos sobre el espejo y embarrarlo todo, llorando, arrancarse los bigudíes, sollozando, barrer de un manotazo con todo lo que hay en la incómoda y estrecha mesita, oler las mezclas derramadas y vaciadas y embarradas de lápiz labial, perfume, rimmel, polvo, colorete, colgar la cabeza, rehacerse, verse en el espejo nublado con los surcos del llanto sobre el maquillaje, abrir el pomo de crema, limpiarse con una servilleta de papel esas huellas, sonrojarse al tomar el rastrillo diminuto, levantar el brazo y pasarse un poco de jabón por la axila, rasurar sus vellos cortos, secarse con una toalla húmeda y aplicar el desodorante —¿donde está?—. Y buscarlo, primero desde el taburete frente al espejo, en seguida de rodillas en el camarote estrecho, recogiendo todas las cosas, Harry, Harry, no estará a tiempo, no se verá bien, oh, Harry, Harry…
—El tiempo pasa rápidamente. Zarpamos de Acapulco hace cuatro días y mañana llegaremos a Panamá. ¿Dónde desembarcas?
—En Miami. De allí debo volar a México. Es lo previsto, es…
—Y quizás no nos volveremos a encontrar nunca. —Harry, Harry…
—Cada cual volverá a su país. Obligaciones. Deberes. Olvidaremos este viaje. Es más. No le daremos importancia. Nos parecerá un sueño.
—No, Harry, eso no.
—¿Entonces?
—Pero es que sé tan poco de usted… de ti…
—Harrison Beatle. Treinta y siete años. Lo juro, aunque parezca más joven. Vecino de Philadelphia, Pennsylvania, U.S.A. Católico. Republicano. Groton, Harvard y Cambridge. Casa con catorce habitaciones en la ciudad. Un pabellón en la comarca de la caza de zorros. Objetos valiosos. Oleos de Sargent, Whistler y Winslow Homer. Un MG de la vieja línea. Modesto: trajes hechos de Brooks Brothers. Costumbres ordenadas. Ama los perros y los caballos. Dedicado a su madre, una deliciosa viuda de sesenta años, recio carácter y detestable memoria. Y ahora la parte oscura: diez horas diarias en la oficina. Corredor de bolsa. ¿Satisfecha?
—Yo… yo no… Digo, su vida ha sido más agradable. Mi tía Adelaida dice que en sus tiempos pues todo era muy brillante, las fiestas, la gente, todo. A mí eso ya no me tocó. Fui a la escuela del Sagrado Corazón y luego, pues… los jóvenes nunca me visitaron, aunque, de veras, yo nunca los había esperado. Las muchachas hablaban de eso y yo creía que eran puras invenciones. Pero todo ha sido bonito, ¿no es cierto? Digo, no creo que mi vida haya sido muy distinta de las de otras gentes, ¿usted me entiende?… Harry… Harry…
Nunca la duda anunció una certeza más cálida, jamás con esos nombres, nunca con el nombre de temor o el de delicia, igualmente aplicables a la espina dorsal débil, helada, receptiva a las yemas exactas de los dedos que le acariciaban la espalda: la espalda desnuda, se diría, si era tal el contacto eléctrico de los dedos de Harry con la tela azul pálida, abotonada por detrás, tachonada con mil estrellitas perdidas, del traje de noche de Isabel; duda y certeza, temor y delicia, era ese sudor frío, inofensivo, sentido como algo separado del cuerpo, risueña y tenazmente ajeno al orden y la precaución; era ese temblor caliente que destruía, haciéndola perceptible, la organización de las venas pulsantes y tibias que ascendían con un pálpito hasta tocar la piel; era ese sabor seco y pastoso de la lengua apretada contra el paladar tierno y burbujeante. Era la lasitud de los brazos sobre los hombros de Harry. El peso muerto de las piernas al desplazarse sin saberlo por el salón de baile apenas iluminado por las lucecillas azules, diseminadas, del cielo raso. El latir lejano de la música. La ausencia de los rostros que giraban frente a ella, tímidamente entregada en brazos de Harry; ella que adelantaba el mentón para rozar la solapa de Harry, ella que acurrucaba la cabeza cerca del cuello de Harry y su aroma de lavanda. Isabel buscó inútilmente al caballero de los bigotes blancos, al hombrecillo malencarado con la piocha canosa, a la maestra californiana drapeada en satines rojos. que se deslizaba moviendo los dedos y susurrando «yoohoo», al joven rubio que pasó tantas veces cerca de ellos, mirándola intensamente, guiñándole el ojo de vez en cuando mientras ella y Harry giraban, dejando que la música fuese y viniese, pulsando con un corazón propio.
—Ven, Isabel. Vamos a la cubierta.
—Harry, no debo. Yo nunca…
—No hay nadie a esta hora.
Y la estela fosforescente, la espuma calurosa de la noche inmóvil, arrastró en su agitación perdida, de mercurio blanco, los recuerdos de la tía Adelaida y de Marilú, de la tienda de Niza y el apartamiento de Hamburgo, hacia la hélice silenciosa, los rasgó y convirtió en listones del mar antes de desprenderlos, abandonarlos a la oscuridad y dejar a Isabel, perdida, débil, húmeda, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y las lágrimas calurosas, en brazos de Harrison Beatle.
—¿Cómo estuvo la boda, Jack?
—Romántica, Billy, romántica como una vieja película de Phyllis Calvert.
—¿Pero no invitaron a nadie?
—No, ellos dos solos en una iglesia cerca del Hilton. Y yo de mirón detrás de una columna. Esas cosas me emocionan.
—Corta el merengue y dame el pastel.
—Pides mucho a cambio de nada. Recuerda que ya no somos iguales.
—¿Cuándo lo hemos sido? Ya te lo dije: volveré a verte lavando excusados.
—¿Y mientras tanto?
—Está bien. Le diré a Lancelot que te separe una botella de Gordon’s.
—Ahora estás hablando, Billy.
—Aunque la mona se vista de seda…
—¿Cómo lo supiste? Si, iba vestida de seda blanca, con un velito de organdí.
—Me refería a ti, estúpido.
—Billy, you’re a bloody bastard.
—Bueno, ¿quieres esa botella o no?
—Una botella de ginebra. El viejo Scrooge era la Hermanita Blanca a tu lado. Sólo puedo invitarle ginebra a mis amigos hasta que se acabe la botella. ¿Crees que eso conviene a mi prestigio de caballero?
—Me importa un cuerno. Habla.
—Pues ella estaba muy colorada todo el tiempo y lloraba. Mr. Beatle era el retrato mismo de la dignidad, con su saco azul y su pantalón blanco como para deslumbrar a todas las faldas de Brighton.
—¡Eh! Mr. Beatle es todo un caballero. Casi parece inglés. Buen mozo, si me lo preguntas y no me avergüenza decirlo. Ahora que se ve mucho más joven que ella.
—Te digo que no tienes corazón, ¿Qué sabe un viejo lagarto seco como tú del amor?
—¡Eh! Yo te podría enseñar una o dos cosas sobre el amor, pero tendría que limpiarte los mocos de la nariz primero. En mis tiempos…
—Corta la prehistoria y déjame merecer mi botella. Te digo que hubo una escenita a la salida de la iglesia. Ella no quería quitarse el velo y él se puso firme y se lo arrebató sin muchos preámbulos. Ella lloró y tomó el velo entre las manos y lo besó y él tieso como un condenado guardia de palacio. Vaya manera de empezar una luna de miel.
—¿No oíste lo que se dijeron?
—No, bobo, tenía que mantenerme lejos, ¿ves? Y luego caminaron de la iglesia al hotel, en ese calor de Panamá que es como si de una vez te hubieran mandado al infierno. La señora traía el vestido pegado a la espalda como con cola, del sudor. Y él igualito, hecho un lord. Total que entraron al hotel y ella se dedicó a mandar telegramas mientras él sorbía un Planter’s Punch en la barra y todos esos micos vestidos de olanes bailaban el tamborito.
—¿Por qué no repiten la boda a bordo? Sería muy divertido. Yo he visto varias bodas a bordo. El capitán tiene poderes y toda la cosa.
—Ella es papista, ¿ves? Con la iglesia basta.
—¿Cómo lo sabes?
—Lovejoy vio su pasaporte y sus documentos. Más papista que María Sangrienta. Una herejona forrada de libras, chelines y peniques.
—¿Y ahora tú esperas que otro te la cocine para que tú la saborees, eh?
—¡Ay! ¡Billy! ¡Suéltame la oreja! ¡Ah! ¡Viejo réprobo, te voy a cocinar a ti en aceite!
—No lo permitiré, ¿me oyes, Jack? Te tendré vigilado; te conozco todas las mañas; tú dejas a esa pareja de gente buena, decente y enamorada en paz, o vas a saber de lo que es capaz Billy Higgins y no se te olvide que antes de llegar a jefe de camareros pasé veinte anos en la tripulación y sé patear debajo del cinturón. Así que vete con Dios y camina derechito por la vereda estrecha o sabrás de mí como que tengo el nombre de Gwendolyn Brophy tatuado en el pecho.
—La perra que te parió, bucanero.
El Rhodesia zarpó de Balboa a las cuatro de la mañana con un cargamento de pasajeros ligeramente ebrios, posesionados de baratijas y manteles de encaje adquiridos en las tiendas hindús de la Avenida Central, esquilmados en los cabarets de humo azul y fichadoras mulatas, excitados por el girar rojinegro sobre tapetes verdes, hipnotizados por los traganíqueles parpadeantes, atarantados por la música tropical de órganos que se prolongaban en iridiscencias tubulares frente a barras de cristal redondas, aliviados al dejar atrás las sombras amarillas y moradas de las vecindades destartaladas de Calidonia, los raquíticos castillos de madera tambaleante poblados por negras panzonas que hacían girar sus parasoles azules en la noche, y pasar a los prados cepillados y las casas sólidas de la Zona del Canal, aspirar con náuseas la brisa del Pacífico y ascender por la escalerilla del vapor atracado.
—¡Thanks for the tip! —les gritó el que manejaba el taxi y añadió en español: —¡Aquí no tenemo ni la plata ni la páis!
Y Harrison Beatle le ofreció el brazo a su mujer. Y una hora después las compuertas de la esclusa de Miraflores, inundada del agua verdegris, se abrieron para admitir el paso solemne del vapor, tirado por las dos mulas mecánicas que se arrastraban en la noche sobre los rieles negros y aceitados. Y fatalmente, el Rhodesia iluminado avanzó hacia la madrugada, penetró las esclusas de Pedro Miguel y, ya en la luz horizontal del trópico naciente, cumplió el ordenado paso del Corte de la Culebra, semejante a una daga blanca que apartó la tupida y lujosa selva de manglares y árboles de plátano que, al más leve descuido, volvería a invadir el trazo de la ingeniería.
Por el astro de la claraboya penetraba la luz aplomada cuando Mr. Lovejoy, el camarero, se inclinó para separar los cobertores de las sábanas y escudriñar éstas con un olfato de mastín y dos ojos angostados. Desde la puerta de la cabina, Jack, cruzado de brazos, rió. Mr. Lovejoy se incorporó nerviosamente y continuó haciendo la cama.
—¿Se van a cambiar de camarote? —preguntó Jack.
—Sí. El _propio capitán les ha ofrecido la cabina matrimonial —Mr. Lovejoy tosió y sacudió la frazada—. Tuvieron suerte. La pareja que la ocupaba desembarca en Colón.
—Sí, pura suerte —Jack sonrió y disparó con los dedos la colilla del cigarro contra la cabeza calva de Lovejoy.
Sonriente Isabel: con los brazos abiertos, danzó alrededor de la cabina matrimonial, ligera, impulsada por una música que sus labios silenciosos intentaban recuperar. Los pies descalzos sentían el cosquilleo del tapete, las manos extendidas rozaban las cortinas. Se detuvo, mordiéndose un dedo, sonrió y corrió sobre las puntas de los pies a la cómoda donde Harry ordenaba sus camisas.
Harry, ¿se pueden recibir telegramas a bordo? —Telegrafía sin hilos, querida —dijo Harry con el ceño fruncido.
Isabel lo abrazó con una fuerza que no dejó de sorprenderla.
—Harry, ¿te imaginas la cara que pondrá la tía Adelaida cuando se entere? ¿Sabes? Cuando vi que tenía bastante ahorrado empecé a pensar en el viaje, sentí miedo de venir sola y mi tía me dijo que me podía exponer a que un caballero decente y cincuentón se enamorara de mí. Ya conocerás a mi tía Adelaida. Usa un sofocante. ¿Cuánto tiempo tarda en llegar un telegrama a México?
—Pocas horas.
Harry iba acomodando las camisas en el primer cajón: una torrecilla para las de vestir, otra para las de deporte.
—¡Y Marilú! Le va a dar gusto, sí, pero envidia también. ¡Qué envidiota le va a dar!
La recién casada rió y bajó las manos a la cintura de Harry.
—Querida. Si no ordenamos la ropa cuanto antes, el camarote va a parecer una tienda de circo.
Harry hizo un leve intento de desprenderse de los brazos de Isabel, se detuvo, le acarició una mano.
—Sí, sí, —después Isabel acomodó la cabeza sobre el hombro de su marido—. Es que es una nueva vida… mi amor.
—Se detuvo a considerar esa dos palabras, las repitió sin decirlas, moviendo los labios.
Harry se inclinó y pasó las manos sobre las camisas, ‘como para asegurarles reposo y orden:
—Puedes tomar los tableros del clóset para tus cosas. No te tendrás que agachar. Dividamos el clóset a la mitad. Los buques americanos tienen más espacio, pero debemos conformarnos.
—Sí sí sí —canturreó Isabel, soltó a Harry y volvió a danzar.
—Ahora las cosas de toilette —murmuró Harry, dirigiéndose a la puerta del baño, seguido por Isabel de puntillas, con las manos cruzadas sobre el regazo, jugando a la sombra del joven esbelto y rubio que se desabotonaba la camisa y miraba con sospecha hacia la redecilla del aire refrigerado.
—Puedes tomar el botiquín —añadió—; yo ocuparé la mesita junto a la tina. Menos peligroso para tus frascos. Abrió el botiquín y afirmó con la cabeza.
Isabel introdujo la mano por la camisa abierta de Harry, le acarició el pecho, tocó la humedad de la axila, quiso arañarle la espalda, lo obligó a unir las cabezas frente al espejo y los dos se observaron reflejados, unidos.
—Es que no sabía, no sabía, no sabía —dijo Isabel y su vaho empañó el espejo—. Creí que las muchachas mentían. Me avergonzaba escucharlas. Se burlaban de mí porque me ponía colorada. Por eso se callaban cuando yo entraba a un lugar. Se tapaban las bocas con las manos. Y ya no platicaban más. ¿Sabes? A veces veía las fotos de mi niñez y luego me miraba en el espejo y se me ocurría que algo pasó, que no era la misma, que sólo me quedaban el pelo lustroso, los ojos grandes, el cutis… Pero los labios como que se me habían hecho delgados y la nariz estrecha… Acabé por alejarme. Olvidé. No supe. Harry ¿me entiendes?
—Queridísima Isabel.
Isabel levantó la mirada y encontró que ella y Harry, en el espejo, miraban a Harry. La mujer pasó la palma abierta por las mejillas del hombre:
—Necesitas rasurarte para la cena. Te verías bien con barba. Sería casi blanca, de tan güerita.
—Equivocación. Tiende a salirme rojiza. —Harry adelantó la quijada.
—¿Quisiste a muchas mujeres antes? —Isabel trazaba olas imaginarias sobre el pecho desnudo de Harry.
—Dosis adecuadas —sonrió el joven marido.
—A mí nadie me quiso antes, nadie… —Isabel besó el pecho de vello rizado que Harry apartó con violencia.
—¡Basta, Isabel! Basta de autocompasión. Me enferma la gente que se tiene lástima.
Harry salió del baño. Isabel se miró en el espejo por primera vez y se quitó los anteojos, se tocó los labios.
—Será necesario educarte —dijo con voz firme Mr. Beatle desde la cabina—. Ya sabía que en los trópicos el carácter degenera. No habré leído bien mi Conrad.
—En los trópicos… —repitió. Isabel sin poder mirarse otra vez en el espejo—. No, la altura de la ciudad de México… Harrison, es la segunda vez que me regañas desde que nos casamos ayer…
Le contestó un ruido de cajones abiertos y cerrados, de cortinas corridas y después un largo silencio. Isabel esperó.
Harry tosió.
—Isabel.
—Sí.
—Perdóname si soy un poco brusco. Fui educado severamente. Pero tú también lo fuiste. Por eso me sentí atraído hacia ti, en primer lugar. Por tu decencia y circunspección. Sólo te falta un poco de carácter. Ahora eres mi mujer y nunca más debes compadecerte de ti misma. ¿Está claro? No lo toleraré. Lo siento, pero no lo toleraré. La esposa de Harrison Beatle debe ver el mundo con la cabeza alta y la mirada orgullosa. Isabel. Te digo todo esto porque te amo. Isabel. Adorable Isabel. Con los anteojos entre las manos humedecidas, Isabel corrió fuera del baño, se arrojó en brazos de Harry y lloró con una gratitud que confundía, en cada sollozo ahogado, las caricias físicas dentro del camarote oscurecido y las caricias morales que, como la primera noche, libraban del signo del pecado ese temblor incontrolable, esa humedad oscuramente deseada y rechazada y, como las sábanas, sigilosamente apartadas por Harry en la penumbra, ofrecían frescura y conservaban tibieza: las manos de Harry, imaginaba lejanamente Isabel, tocaban al mismo tiempo un cuerpo y un espíritu. Esto era, entonces, el amor bendecido, la unión moral, la carne protegida por el sacramento. Buscó inútilmente palabras para decir gracias. Fraseó inútilmente un telegrama más a la tía Adelaida, explicando esto, tranquilizándola, haciéndole saber que era querida —¿cómo decirlo? —como quizás se quisieron sus padres, igual. Y pensarlo la confortaba dulcemente, la mantenía envuelta en una luz clara a sabiendas de que otra fuerza, una resaca de sueños olvidados en la adolescencia, la arrastraba bajo las olas negras y la ahogaba pero también le permitía murmurar: —Soy feliz, soy feliz, soy feliz.
Isabel consultó su reloj pulsera cuando el largo puente de pontones se abrió para dar paso al Rhodesia. Con lentitud, el buque penetró la rada del puerto de Willemstad. Isabel se dio cuenta de que el indicador del paso de los días se había detenido. Harry, a su lado, apoyaba los codos en el barandal de madera despintada y vela pasar los remates holandeses de la capital de Curaçao, los altos techos casi verticales, de dos aguas, transplantados de Haarlem, Gouda y Utrecht a esta isla caribeña, plana y calurosa, por cuyo firmamento asoleado pasaban las ráfagas penetrantes del humo de refinerías. Isabel le preguntó la fecha y Harry, con una mirada distraída, le contestó que era domingo. Ella rió: también ayer le había dicho que era domingo y por eso ella no había consultado el reloj y sólo ahora se daba cuenta de que todos los días le parecían de fiesta y que, desde Panamá, no se había preocupado por ese reloj-calendario que indicaba la hora, el día y el mes con una exactitud probada por los horarios comerciales de la tienda de Niza. Antes, la impuntualidad podría haber provocado una multa: a punto de explicárselo a Harry, se contuvo con una sonrisa: el pobre tenía una idea tan pintoresca de la vida en México, la falta de carácter de la gente tropical, las señoritas solteras acompañadas por dueñas con mantilla, la impuntualidad, la tierra de mañana, la inocencia… Le acarició la mano y los dos continuaron viendo el paso lento de los edificios, estrechos, con sus altas techumbres de pizarra y sus fachadas de colores pastel, a menudo coronadas con viejos emblemas heráldicos. Dentro de la rada Isabel miró hacia la popa, para ver cómo se volvía a desplazar, totalmente, de extremo a extremo, el viejo puente de pontones firmes, mientras el tránsito de automóviles, autobuses, bicicletas y peatones se amontonaba en las dos orillas. Sonó un agudo pitazo cuando el puente volvió a encontrar la piel caliente del pavimento y el ruido de motores, claxons, voces y campanillas se reanudó, como si el paso solemne del Rhodesia hubiese impuesto una tregua a la vida de Curaçao, como si la nave blanca, deslizándose sobre las aguas mansas de la bahía, cortándolas en silencio, casi sin turbarlas, hubiese provocado, una vez más, la admiración mágica que los hechos cotidianos terminan por disipar. Sin pensar esto, Isabel sí se sintió admirada de lejos por la multitud de negras desdentadas y negros nerviosamente esbeltos, venezolanos sudorosos, holandeses fríamente pulcros, españoles mal afeitados y mujeres de raza mezclada y cinturas libres, senos sueltos y caderas apretadas que veían la lenta y suave carrera del vapor y que, al fin, en las calles ardientes del puerto, la envolvieron con su vocinglería de idiomas, canturreos y ofrecimientos insistentes de plátanos y papayas, camotes y cocos, tomates y naranjas, mangos y mangas, pargos y corbinas dispuestos a lo largo de los muelles y vendidos desde lanchas atracadas, cubiertas por techos de lona. Los negros, recostados entre las sombras hundidas de las embarcaciones, utilizaban los cajones repletos de fruta olorosa como almohadas de sus largas siestas y murmuraban órdenes a las negras lejanas y lentamente activas, con movimientos de imagen retardada, que gritaban los nombres de los productos a los posibles clientes y se turnaban en el caluroso quehacer, descansando a veces para trenzarse con dificultad los cortos cabellos crespos o atarse a las cabezas pañuelos negros y húmedos de sudor. Pero la vibración del mercado flotante, así como la serenidad nórdica del Helfricliplein con sus casas de gobierno y su estatua de la joven reina Guillermina sobre un pedestal rococó, no establecían para Isabel, al recorrerlos junto a Harry, un contraste entre sí y con su vida pasada, sino que prolongaban esa sensación del tiempo detenido en su reloj pulsera: el tiempo a la vez inmóvil y apresurado de una vida naciente, descubierta, que parecía borrar para siempre la realidad de toda su existencia previa. La espalda recta y el paso juvenil de Harry frente a ella, cuando penetraron por la Keukenstraat y aspiraron el aroma de café tropical, eran las pruebas de esta nueva vida en la que, sorpresivamente, los valores de lo aprendido y aceptado durante todos sus años se fundían con las delicias de lo previamente prohibido y rechazado. Siguió con la mirada los movimientos de su marido, lo vio detenerse frente a un café al aire libre, escoger una mesa, apartar una silla y esperar a que ella se acercara: Isabel se detuvo con la mirada húmeda y un temblor involuntario en la garganta. Ese hombre hermoso, de ojos grises en los que la alegría era dominada por la dignidad, ese joven de rubia cabellera y labios firmes, su hombre de brazos largos y manos hábiles…
Isabel le contó a Harry, mientras bebían los capuchinos, que este viaje le hacía recordar los juegos de su infancia, antes de que murieran sus padres, cuando todos vivían en una casa grande cerca del Tívoli del Eliseo. Esa casa conservaba, desde los tiempos de la niñez de su padre, una especie de gimnasio en el sótano, y los sábados en la tarde los primos se reunían. Los muchachos utilizaban las barras y las argollas, las pasarelas y un gran caballo decapitado, de cuero, para saltar. Las niñas se dedicaban a los juegos mexicanos, tan distintos, siempre ilustrados por palabras poéticas. Doña Blanca está cubierta por pilares de oro y plata. Romperemos un pilar para ver a doña Blanca. Isabel repitió con un sonsonete sus recuerdos. Una mexicana que frutas vendía, naranja o chabacano, melón o sandía. A la víbora, víbora de la mar, de la mar, por aquí pueden pasar. Harry ladeó la cabeza y le pidió que repitiera el último cántico. Isabel lo hizo mientras él traducía, con los brazos cruzados y la mirada puesta en el gran cielo vertical de la isla.
—The Snakes of the sea. Quite. The sea-snakes. Oh God.
Y rió sin ruido. Pagó el consumo. Isabel señaló una tienda que, con el letrero de Mocky Job, anunciaba reparación de relojes y trabajos de joyería. Se llevó la mano izquierda a la muñeca derecha y recordó la descompostura de su reloj. Entraron a la tienda. El joyero, un viejo holandés rubicundo, de mejillas colgantes, examinó el reloj, lo desmontó y jugó un segundo con los engranajes antes de devolverlo a Isabel. La mujer se puso los anteojos y hurgó en la bolsa de mano.
—¿Cuánto es? —preguntó—. ¿Puedo pagarle en dólares? Creo que sólo traigo cheques de viajero.
—Un dólar —asintió el joyero.
Harry adelantó un billete y lo colocó sobre el mostrador. Isabel permaneció con la chequera abierta en la mano, confusa, sonrojada, al fin sonriente.
—Gracias. Vuelvan.
—Perdón murmuró Isabel—. Es que como siempre he pagado yo mis cosas. Se me olvidó, Harry.
—No te preocupes, querida. Ya te acostumbrarás al matrimonio. Dime, ¿cómo sigue tu ronda infantil?
A la víbora, víbora de la mar, de la mar, por aquí pueden pasar; los de adelante corren mucho, los de atrás se quedarán.
—Oh God.
—Sí, me siento como si volviera a jugar, de niña. Todo es tan alegre y tan bueno. No había vuelto a ser feliz desde entonces, Harry.
—Te confieso que la primera noche el barco me asustó —dijo Isabel mientras desdoblaba cuidadosamente su camisón, guardado bajo la almohada.
Harry, acostado, dejó caer el ejemplar de Fortune sobre las rodillas cubiertas por la sábana: —Pero si este buen barco inglés es la decencia a flote.
—Sí, ahora sé. Pero entonces me engenté. ¡Mira! Ya se ven lejos las luces de Curaçao:
¿No te da confianza el capitán tan bien afeitado? ¿El reverendo anglicano? ¿La distinguida senectud del pasaje?
—Ay, los curas protestantes me espantan más que ese cantinero loco…
Isabel rió. Harry bostezó. Ella consultó su reloj recién arreglado; él volvió a hojear la revista con desidia. Ella le recordó que se acercaba la hora de la cena. El se excusó y dijo estar agotado. Ella bajó la mirada modosamente:
—Pero la gente va a comentar tu ausencia…
Harry extendió los brazos y acarició la mano de su esposa:
—Ordena que me traigan un consomé y un sandwich. That’s a nice girl.
—Si quieres, te acompaño.
Harry la miró con la cabeza ladeada y una sorna fingida en los ojos:
—Sabes tan bien como yo que no quieres perderte una sola noche.
—Sí, pero contigo, ¡de veras!
—Muy bien. Mejor que mejor. Ve a cenar, extráñame mucho, conversa con la gente, toma una copa, piensa en lo que sería la vida sin mí y cuando ya no soportes más la lejanía, ven corriendo al camarote y dime que me amas.
Isabel se sentó junto a Harry y le abrazó el cuello, suspirando:
—Todo es tan distinto contigo. A todo le encuentras el lado alegre. Y al mismo tiempo, eres tan serio… Estoy tan contenta y al mismo tiempo tan asustada…
—¿Asustada? —Harry levantó la cabeza y apoyó la mejilla contra la de Isabel. La revista cayó al piso—. Ya salimos de la bahía.
—Nunca hemos hablado del futuro.
—Error imperdonable. Vendrás conmigo a Philadelphia, por supuesto.
—¿Y mi tía Adelaida?
—Puede vivir con nosotros. Hará buena amistad con mi madre. ¿Sabe jugar bridge?
—Sería una carga. Es tan vieja. Y le gusta hacer su santa voluntad. Si ella no da órdenes, no está contenta.
—Pobrecita Isabel. ¿Te ha tiranizado mucho?
—No, no me entiendes. Ella es feliz a su manera y yo también de que me hagan las cosas. Nunca me preocupo. Digo, la tienda es mi responsabilidad y la casa le toca a mi tía. Además, sabe lidiar con las criadas. Eso es lo que yo nunca podría hacer. Puedo tratar con comerciantes, con los de los impuestos, todo eso. Pero no con las gatas. Las criadas me enferman, Harry. Marilú es distinta. Es de familia humilde pero es respetuosa y, bueno, ya se viste de otra manera y no sale de su lugar. Una vez me puse mala y la criada que teníamos se atrevió a acariciarme la frente para ver si tenía fiebre. Sentí un asco horrible. Además tienen hijos sin saber quién fue el papá. Cosas así. Me enferman, de veras.
—Isabel: te prometo que la servidumbre de nuestra casa se moverá con la discreción de las nubes en verano.
—Perdón. Ya sé que no te gusta oír quejas. ¿Y cómo voy a quejarme? —miró fijamente a Harrison, con una sonrisa torcida—. Cuando pienso cómo fui educada. Las monjas la vestían a una con un uniforme verde de mangas largas y cuello cerrado. Nos bañaban envueltas en camisones largos. Había que apagar la luz para desvestirse antes de dormir…
Darling, ya dieron las ocho y no te has arreglado. Te lo aseguro. Me pondré al día en mi lectura, tú me extrañarás y regresarás queriéndome más. Y otra cosa, Isabel. Tienes que superar ese miedo. Ve sola y trata a los pasajeros. Recuerda que en Philadelphia tendremos que hacer vida social.
—Sí Harry. Tienes razón. Gracias Harry.
—Hurry on now. That’s a nice girl.
—Asunto urgente, Mr. Jack —Lovejoy se inclinó respetuosamente para acercarse a la oreja del joven que masticaba el lenguado en la mesa redonda de cuatro pasajeros; el murmullo del camarero calvo se perdió en el rumor de voces, risas bien educadas y cubiertos sobre porcelana.
—Puedes hablar, Lovejoy.
—El marido no bajó a cenar.
—¿Cuál marido hombre? ¿Crees que soy el registro civil del barco?
—El marido de la sudamericana.
—¡Ah, ése! ¿Se enfermó? ¿Ha llamado al médico? Agotamiento prematuro, me imagino.
—No, no, Mr. Jack. Pidió un consomé y un sandwich de paté. Acabo de llevárselos.
—Bien, Lovejoy. Puedes retirarte.
—A las órdenes del señor, seguramente.
Jack sonrió a sus compañeros de mesa, se limpió los labios con la servilleta y levantó un dedo: —Sommelier! le dijo en voz baja al joven con anteojos que acariciaba el medallón que le colgaba sobre el pecho—: Dom Pérignon a la señora de la mesa veintitrés.
Firmó el vale y volvió a sonreír.
—Ajá le dijo a Jack la señora Jenkins cuando el joven rubio al fin se cercioró, con el cuello alargado, de que la botella, dentro de una cubeta de plata abrigada con servilletas húmedas, había sido colocada en la mesa de Isabel.
—¿Ajá qué? —le gruñó brutalmente Jack.
—Mr. Jack, ¿cómo puede ser usted tan grosero? —rió Mrs. Jenkins—. Caballeros, ¿por qué toleramos a este rebelde sin causa en nuestra mesa?
El inglés de Gloucester se esponjó las solapas de su smoking blanco y se acarició con un dedo los bigotes peinados hacia arriba. —Democracia, eso es. Ustedes la quisieron, pues aquí la tienen. Nunca pensé que cenaría con un ex camarero en mi vida.
Rió robustamente, pero Jack ya no lo escuchaba; con las manos cruzadas bajó el mentón, perseguía las reacciones de Isabel al recibir la champaña.
—Oh you wicked boy —ronroneó Mrs. Jenkins, cada vez más parecida a un injerto de elefante con gato—. Si quieres te digo. Se ha puesto colorada. Dice que jamás ha pedido champaña para la cena. El mozo le explica que se la envía con sus respetos ese joven de la mesa redonda. Ella vuelve a sonrojarse. Creerá que es un homenaje por su reciente boda. Mr. Charlie, ¿ha visto usted una pareja más dispareja que la de esa mexicana y mi compatriota de Philadelphia?
El viejo de los bigotes blancos gruñó: —Rebeldes sin causa, bloussons noirs, stiliagha, nezem, paparazzi, es el mal del siglo.
—No seas bruto, Charlie —el viejo de la barbilla arrancó de un tirón magistral el espinazo del lenguado— Los paparazzi no son jóvenes enojados. Son una pasta italiana.
—Jo, jo —rió, ahora como elefante, Mrs. Jenkins—. Ahí tienen para lo que sirve la prensa inglesa. Los paparazzi no son spaghetti, Mr. Tommy, de la misma, manera que los eunucos no son hombres, aunque la sustancia aparente sea la misma…
—Oh, cállense la boca —escupió Jack, entre las carcajadas de los tres viejos, y un instante después hizo brillar su sonrisa hacia los rumbos de Isabel, que la recogió confundida, bajó la cabeza y siguió cenando.
—¿Entonces qué es una paparazzi? —dijo Mr. Tommy el de Surrey saboreando el filet de sole.
Charlie: —Un soldado italiano con plumas de gallo en la cabeza.
Mrs. Jenkins: —Una gallina egipcia con plumas de italiano en la cola.
Tommy: —Un tormento medieval que era introducido, ardiente, por la cola.
Charlie: —¿La cola va a ser el tema de esta noche? Bien: supongamos que la gente es identificada por su cola y no por su cara.
Tommy: —Buenos días, qué cola tan rozagante se le ve a usted hoy.
Mrs. Jenkins: —Con un colorete Deleite en su cola será usted irresistible como un sorbete.
Tommy: —¿Cómo te reconoceré en el carnaval con esa mascarita en la cola?
Charlie: —Ahora, con la cirugía colar, puedes convertirte en estrella de cine: te nombraremos Anus Cyclops.
Tommy: —Y te compraremos un monóculo para tu astigmatismo del esfínter.
Mrs. Jenkins: —Y la hora de comer será indecente y secreta, pero la hora de defecar se hará en la amable compañía de amigos selectos.
Charlie: —En los restaurants habrá bacinicas en vez de platos.
Tommy: —Y los mozos en vez de ofrecer recibirán.
Charlie: —Oh what a jolly world!
Jack pegó con el puño sobre la mesa:
—Shut your bloody mouths!
—¡Ese es el punto! —chilló Tommy—. Precisamente. Cerrar las bocas y abrir las…
—Y los paparazzi son unos bastardos fornicadores que le fotografían las tetas a Anita Ekberg —gritó Jack y soltó una carcajada que todos le corearon.
—Nada como mezclarse con las clases inferiores —rió Charlie tapándose la boca con la servilleta y poniéndose colorado de risa.
—La experiencia vicaria de mirar con rencor al pasado sintiendo un sabor de miel en los labios y viviendo en el presente con nuestro propio inglés enojado y Lucky Jim —suspiró sin interrupciones Tommy.
—Salve Britana —Charlie levantó la copa y eructó—. Tierra de elección de la locura estoica.
—Really, some people over do it —comentó glacialmente una dama, parte del último grupo en abandonar el comedor.
—¡Salve! —segundó Tommy, levantando la suya y dirigiendo una mirada de desprecio a la dama—. ¡Este real trono de putas, esta isla con cetros nucleares prestados, esta tierra de majestad, este asiento de Stephen Ward, este otro Edén Anthony y demitasse, this happy breed of nymphs and kinkys, esta nodriza de macrós jamaiquinos, este vientre preñado por Battenberg, esta tierra bendita, este reino, esta Inglaterra!
Tommy cayó sentado y miró con ojos vidriosos a la señora Jenkins: A ver, ¿tienen los yanquis una poesía comparable?
Mrs. Jenkins se incorporó majestuosamente y cantó, con las papadas flácidas y entre las risas contenidas de los grupos de mozos que presenciaban el espectáculo en el comedor vació: —Oh diiiime, pueeeedes ver, a la luz de la aurora, lo que taaaan orgullosos arriamos en el último esplendor del crepúscuuuuulo…!
La vieja extendió un brazo dramático y contrajo los músculos faciales: —¡Bum! ¡Volaron los niñitos en la escuela de Alabama! ¡Zas! ¡Dickenliz se metieron a la cama! ¡Pam! ¡Adquieran sus refugios pronto, que Rocky los vende y no es tonto! ¡Bang! ¡Jack Paar es nuestro Homero y Fulton Sheen nuestro niñero! ¡Frrrp! ¡En la tevé lloramos con Nixon y su perrito! ¡Zing! ¡En San Quintín asamos a Chessman todo enterito! ¡Tick tick tick tick mientras el tick de las cotizaciones haga tick tick tick alzaremos oraciones! ¿Qué no tenemos, eh? ¿Quieres el cielo? Te lo da Spellman. ¿Quieres sentimientos? Oye a Liberace tocar el piano. ¿Quieres ganar amigos e influir sobre la gente? Regala millones a España y Vietnam. ¿Quieres jugar a los piratas? Húndete en la bahía de Cochinos. ¿Quieres cultura? Jackie decora la Casa Blanca. ¡Oh, la inocencia de ayer, oh, las cabinas de madera, oh los pioneros del lejano oeste, oh los asaltos de los indios sioux, oh el charco bucólico de Walden, oh las cazas de brujas en Salem: Miller, thy name is Dimmesdale! ¡Viva Lincoln bien polveado, viva Grant desodorado, viva Jefferson sentado en bidet desegregado! ¡Consumamos, consumamos, en la tierra abundante, olfateemos nuestra caca con la nariz de Durante!
Gelatina, paquidermo o hacha, Mrs. Jenkins se dejó caer, sofocada, en brazos de Charlie: su rostro rubicundo encontró la boca abierta de Isabel, sentada al lado de Jack: —¿No bebe usted, exvirgen? —gimió Mrs. Jenkins y se desmayó.
—¿Qué le pasa? —gritó Isabel—. ¡No entiendo nada! Señor, usted ha sido muy fino, pero debo regresar a mi camarote…
Jack la detuvo suavemente del codo: —Debe ayudarnos con la señora Jenkins.
—¿A dónde llevamos al zepellin rosado de la libertad? —se contoneó Tommy al recoger su radio portátil.
—¡Por lo pronto quítenmela de encima! —gritó, sofocado, Charlie, que soportaba los noventa y ocho kilos drapeados.
—¡Al Pool Bar! —urgió Tommy y extendió un brazo agitando como sonaja la botella oculta dentro del aparato de radio.
Mrs. Jenkins abrió un ojo: —Pareces Jorge cruzando el Delaware.
—¡Un río de whisky con témpanos de hielo! ¡Independencia y revolución sobre las rocas! —chifló Charlie, tomó a Mrs. Jenkins de las axilas mientras Tommy la recogía de las piernas y la alegre tropa inició el desfile hacia el Pool Bar, seguida de Jack e Isabel.
—Se puede uno divertir a bordo, Sra. Beatle.
—¿Señora? Ah, sí, sí, señora Beatle. Bueno, él dijo… digo, mi marido, que me divertiera… no sabía…
—¿Qué sabía usted, señora? Isabella. ¿Puedo llamarla Isabella?
La puerta del elevador se abrió y todos entraron como pudieron. El joven elevadorista se tapó la nariz con la mano para no reír: Mrs. Jenkins fue detenida como una muralla sin cimientos por Tommy y Charlie, quienes a su vez buscaban el apoyo de la silenciosa jaula de laca. Entre los apretujones, Isabel y Jack quedaron en un rincón.
—Me llamo Isabel, no Isabella. ¿Cómo sabe usted?
Jack hizo un gesto con la mano: ese gesto de inspiración o desidioso esplendor, o indiferente .suficiencia: —Isabella es más romántico, más latino. Hay una lista de pasajeros, ¿sabe?
—Además…
—¿Abuso de confianza? ¿Falta de respeto? ¡Mire a su alrededor! ¡Todos estamos locos!
Isabel rió. La puerta se abrió y pasaron por el salón donde los pasajeros, en eterna competencia, jugaban a las preguntas y respuestas. El encargado de los juegos hacía preguntas por el micrófono y los equipos formados en una veintena de mesas escribían las respuestas y el número de la mesa y un miembro del grupo corría a depositar el papelito en la mesa del jurado. El marinero de pantalones anchos iba anotando los puntos de los equipos en un pizarrón y los dos viejos, Charlie y Tommy, cargaban eficazmente a Mrs. Jenkins con Isabel y Jack detrás de ellos y la mexicana ocultó medio rostro con su bolsa de mano y el director del juego preguntó: —¿Quién inventó el sicoanálisis?
Charlie gritó: —¡Montgomery Clift! —y Tommy gritó: —¡No es cierto! Fue un astuto fabricante de divanes— y Charlie añadió: —¿Qué fue primero: el diván o el sicoanálisis?— y los dos soltaron a Mrs. Jenkins como un saco de ladrillos en medio del salón, se tomaron de las cinturas, movieron las piernas como bailarinas de can-can y aullaron con sus voces ebrias:
El organista del salón tocó música de Offenbach y Charlie y Tommy recogieron a la desvanecida y salieron corriendo entre risas y aplausos, fuera del salón iluminado y a la penumbra del Pool Bar donde Mrs. Jenkins, por última vez, fue depositada en un alto banquillo frente a la barra y sostenida por Lancelot el cantinero, mientras Tommy tomaba por asalto él piano y modulaba las teclas con ripios acuosos a la Debussy y Charlie ordenaba, con voz clara y los codos sobre la barra:
—¡Te he de confundir todavía, Lancelot! ¡Terciopelo de Medianoche!
El hombre con la cabeza de zanahoria sonrió mostrando unos dientes negros de cartón: —Champagne and stout, M’Lord…
—Blast it! —Charlie golpeó sobre la barra—. Scarlett O’Hara!
El cantinero rió con la podredumbre ficticia de su boca, se agachó, emergió con unos pincenez dorados y mezcló velozmente whisky, jugo de lima y el contenido de una lata de frambuesas molidas en una coctelera llena de hielo en polvo: la agitó frente al rostro congestionado y feroz de Charlie.
—¡Por la borda, Lancelot, por la borda! ¡Decididamente no se puede contigo! ¡Pierdes el tiempo en este barquichuelo de inmigrantes ucranianos! Marly, Fontainebleau, Windsor, Peterhof, San Souci, Schönbrunn, Sardi’s, Robert Vathier aux Halles, los palacios del mundo y los paladares principescos reclaman tus servicios… ¡Un Grillo! Grasshopper!
Lancelot volvió a agacharse, emergió esta vez con un sombrero de copa y un monóculo de listón negro y vació en otra coctelera fría una onza de crema pura, otra de crema de cacao y una tercera de crema de menta: ofreció la copa fría al caluroso Charlie. Frente a las tres mezclas, la negra, la roja y la verde, el de Gloucester ya no habló: sorbió una tras otra sin tocar las copas, manchándose los bigotes blancos hasta aparecer, ligeramente aturdido, con los colores nacionales de alguna nación aún no liberada en los labios.
—Un Alamo… —logró suspirar antes de caer para siempre— en honor de nuestra huésped mexicana…
Isabel, sentada junto a Jack al lado del piano, recibió el alto vaso de jugo de toronja con Whisky.
—Remember the Alamo? preguntó, guiñando los ojos sin cejas, el cantinero tocado con un gorro frigio.
—Es jugo de toronja —dijo Jack.
Isabel bebió con una mueca de repugnancia. —Pero si yo nunca bebo.
—¿Despreciaste mi champaña, entonces?
—No, me la tomé. Pero ésa no es bebida de borrachos.
—Recuerdo mis anos en California —decía con una voz muy dulce y ojos de ensoñación Tommy mientras tecleaba el piano—. Un bar de Oakland, en la época de la prohibición. Éramos jóvenes, irresponsables. Aún no. caían sobre nuestras espaldas las obligaciones de la edad madura. Sólo se es joven una vez, señora —le guiñó el ojo a Isabel— y yo amaba a una extra de cine que decía llamarse Laverne O’Malley. Era la que le pasaba la reata a Douglas Fairbanks para que trepara el muro del castillo. Éramos jóvenes y románticos y cantábamos.
Tommy pegó duro sobre las teclas y extrajo un gruñido de su diafragma:
—How ya gonna keep’em down at the farm, now that they’ve seen Pareeeee…
Observó con ojos humedecidos a Isabel y Jack.
—No pierdan el tiempo, ositos koala. La cama es el único lugar de la amistad y el amor, del conocimiento y la crueldad, del desengaño y la emoción. Al Jolson acabó con Laverne, San Francisco here I come, right back where I started from, Swannee, how I lovya, muy dear old Swanee, Sonny Boy, If you don’t get a letter then you’ll know I’m in jail, Too-too-tootsie dahn craay, porque Laverne tenia una voz capaz de interceptar a un cohete dirigido intercontinental y se hundió con John Gilbert y Ramón Novarro y ahora tiene una casa de huéspedes para actores retirados en un callejón sin salida al final de Wilshire Boulevard…
La voz de Tommy se quebró y su cabeza cayó llorando sobre las teclas. Jack apretó la mano de Isabel. La señora Beatle, mareada, no la retiró del firme puño del joven. Recorrió con la mirada nebulosa los tres bultos inánimes: Mrs. Jenkins roncando sobre la barra, apuntalada por el taburete; Charlie acurrucado en el suelo con la cabeza sobre una escupidera de cobre; Tommy lloriqueando junto a las teclas silenciosas. Y Jack, sin dejar de mirar fijamente a Isabel, sin soltar la mano húmeda, chifló la primera barra de Dios salve a la Reina y Lancelot, en puntillas, caminó hasta el tocadiscos, lo hizo girar y dejó escuchar la voz de Sara Vaughan. Jack levantó a Isabel tomándola de los brazos, apoyó los dedos en la cintura de la recién casada y adoptó el ritmo más lento, casi inmóvil, con el que la señora Beatle había sido arrullada jamás, y de pie por añadidura. Por la cabeza confusa de Isabel pasaron insinuaciones de las rondas de su niñez, la piel de Harry, las olas quebradas por la quilla del Rhodesia, el aroma de desinfectante inglés y cócteles derramados. Y este segundo hombre no la apretaba, no abusaba de ella, se mantenía alejado, mirándola fijamente, casi sin moverse, como lo dictaba la canción lentísima: My little girl blue… Era otra, como otra había sido la mujer abandonada en el muelle de Acapulco, tan lejano, tan irreal. Y el código aprendido se derrumbaba y ella no sabía cómo responder a las palabras dichas y las situaciones creadas por la banda de Charlie, Tommy, Mrs. Jenkins y Jack, Jack que no cesaba de mirarla…
—No he dejado de mirarte desde que subiste al vapor, Isabella…
—Doña Blanca está cubierta, por pilares de oro y plata…
—¿Te sientes bien?
—Romperemos un pilar…
—Pero tú nunca me miraste a mí…
—Yo nunca te miré a ti…
Un oleaje caluroso le ascendió desde el vientre.
Acercó a Jack con los brazos y lo besó en la boca. En seguida se apartó, con una mueca de horror, lo miró tan fijamente como él, ahora, la miraba sonriendo, con los ojos entreabiertos, y se tapó la cara con las manos, se dobló sobre sí misma con esa vergüenza que disipaba el calor de las sienes pero no acababa de enfriar la tibieza del vientre y cayó hincada frente a Jack, inmóvil, lleno de fuerza en las piernas duras como dos árboles.
—Oh Jack, Jack, oh Jack…
—Ven. Levántate. Dame las manos. Vamos a tomar aire.
—Perdón. Se me subió. Nunca bebo. Nunca… Nunca…
Otra vez las orillas de la sal, raspadas como en un lago de hielo por el cuchillo del barco, en sus mejillas. Pero esta vez no con el fresco vigor del principio, sino con una espantosa insinuación de náusea.
—Llévame a mi camarote, Jack, por favor. Me siento mal.
—¿Quieres regresar a tu marido en este estado?
—No, no. ¿Qué hago?
—El aire acabará por serenarte. Apóyate en mi hombro.
—Qué vas a pensar de mí.
—Lo mismo de siempre. Que eres la muchacha más adorable del barco.
—No es cierto. No te burles.
Se dio cuenta de que, al gritar, el viento despojaba de toda fuerza sus palabras, que gritar, ahora, allí, era como estar muda. Los relámpagos sin ruido, mudos también, iluminaban la franja del horizonte. Jack movía los labios y ella no lo escuchaba. El viento agitaba la cabellera de ambos: el corte rubio de Jack, el pelo negro de Isabel que la cegaba y se le humedecía en la boca. Jack le quitó los anteojos a Isabel y los arrojó al mar. Isabel extendió una mano y sólo encontró el vacío del océano negro, sin más cuerpo que el ruido. Jack, sonriente, tomó la bolsa de mano de Isabel, extrajo el lápiz de cejas y el labial y comenzó a dibujar, veloz pero cuidadosamente, el nuevo rostro: arqueó las cejas, colmó los labios, con las manos arregló la cabellera. Isabel sintió la caricia de los dedos sobre sus sienes, sobre su frente, sobre su boca y por fin Jack le mostró a Isabel reflejada en el pequeño espejo, con esos cambios mínimos pero absolutos: las cejas querían expresarse, los labios plenos daban otra simetría al rostro y el cabello un desarreglo provocado a todo el cuerpo. Y el viento cesó y las voces pudieron escucharse de nuevo.
Cuando regresaron al salón, el trío de viejos se había recompuesto. Estaban sentados en los sillones de cuero verde jugando un juego de su invención: hacer una conversación con citas de Shakespeare. Lancelot, acomedido, les había preparado cócteles a base de jugo de naranja y amargos y Charlie explicaba:
—¿Para qué gastar celdillas grises, como diría mi detective favorito, inventando de nuevo lo que ya está dicho, dicho para siempre y dicho soberbiamente? ¡A la salud del viejo Will! ¿Maricón o Marlowe? Averígüelo la CIA. El lo dijo todo, de manera que, por el amor de Dios, sentémonos sobre la tierra y contemos tristes historias acerca de la muerte de los reyes. Ricardo II.
Mrs. Jenkins contuvo el hipo: —Me parece que mi cabeza es demasiado débil para beber. Otelo.
Tommy tocó la marcha nupcial de Mendelsohn en el piano: —Muy trágica alegría. El sueño de una noche… —No pudo retener las lágrimas de su mueca risueña—: …de verano.
—Pues a una esposa ligera corresponde un marido pesado —Charlie suspiró—. Mercader de Venecia.
Mrs. Jenkins cacareó: —¿Cuándo volveremos a encontrarnos los tres… truenos… relámpagos… lluvia…
Charlie y Tommy se incorporaron, tensos y alegres, con las copas en alto, y exclamaron al parejo: — When the hurly-burly’s done, when the battle’s lost and won!
—Bloody fools —Jack se encogió de hombros y les dio la espalda—. Luego los cuelga la chusma y todavía se preguntan por qué y suben a la guillotina azorados, inocentes y llenos de su condenada dignidad. De una vez les metería un cohete por el fundillo.
—Jack… ese lenguaje… —murmuró Isabel—. Creo que ahora sí debo regresar.
Jack arqueó las cejas y mostró los dientes. —Qué, ¿se acabó el romance porque terminó la cortesía? Vaya, falda, tú sí que estás verde. ¿Con quién crees que tratas? ¿Se acabó la comedia? Entonces conoce al cabrón de Jack Murphy, que durante ocho años ha trabajado como camarero de esta misma bañera y ahora se ha gastado todos sus ahorros para convivir una sola vez con los gentiles caballeros y las graciosas damas…
—Tú… usted… ¿un sirviente?… ¿yo… yo besé a un criado…?
—Y de lo más bajo, preciosa. Con estas manitas manicuradas he lavado retretes y recogido condones, ¿qué te parece?
—Déjeme ir…
—Tú te sientas. Todavía me falta conocer a una señora encopetada a la que no le guste que la ame su criado. Emociones, todas quieren emociones. ¿Con cuántas damas respetables me habré acostado en cada viajecito de éstos?
—¡Señora Jenkins! ¡Por favor! ¡Ayúdeme!
—Y sin embargo temo a tu naturaleza —contestó desde lejos la potente californiana con un graznido—. Estás demasiado llena de la leche de la bondad humana. Macbeth.
Jack detuvo a Isabel de la muñeca: —Y hoy recibí el telegrama, ¿qué te parece?
—No sé, no sé, ¿qué telegrama? Por Dios… ay, Marilú, o mi tía, ellas…
—La vieja, mi madre, toda una vida vendiendo flores en las calles de Blackpool, a la salida de los teatros, ¿sabes?, como en los melodramas de antes, bajo la nieve y la lluvia… y yo me gasté todo el dinero en el pasaje. Las bebidas me las dan por lástima.
—Me lastima usted. Suélteme, por lo que más quiera. Mi marido…
—¿No te interesa saber de mi madre? Eres bien dura.
—Señor, yo no entiendo nada, déjeme ir, se lo suplico…
—El corazón. Muerte segura en tres meses. Ni siquiera un penique para pagar el condenado hospital. Y yo aquí flirteando contigo. Y yo…
Jack cayó sobre el regazo de Isabel, sollozando.
Isabel mantuvo las manos en alto, como si quisiera exorcizar a un demonio, y al fin las dejó caer sobre la cabeza rubia de Jack.
—Jack… señor… oh Dios mío, que se hace en estos casos, yo nunca…
Abrió la bolsa y sacó un pañuelo. Se sonó ligeramente.
—Fair is foul and foul is fair —dijo Charlie entre hipos.
Isabel sacó de la bolsa la carterita azul. La desabrochó, encontró la pluma fuerte y firmó con rapidez, al pie de cada cheque con la letra de telaraña que le enseñaron en el Sagrado Corazón. Habló con la voz seca y amarga:
—¿Cuánto necesita? ¿Doscientos dólares, quinientos? Dígame.
Jack no contestó. Su sollozo era un largo gemido acompañado de varias negativas de cabeza.
Isabel metió los cheques de viajero en la bolsa del saco de Jack, apartó la cabeza del hombre como si fuese un delicado globo de cristal y salió lentamente del bar, seguida por la mirada biliosa de Lancelot y entre la indiferencia del terceto de borrachos que, sin sentirlo, habían ido descendiendo de citas:
—Merde —eructó Charlie.
—Te haría bien vomitar —dijo Mr. Harrison Beatle.
Vestía su combinación preferida: saco de lino azul y pantalón de franela blanca. Se arreglaba frente al espejo e Isabel, recostada bajo la estampa de la Virgen de Guadalupe que había fijado con una tachuela proporcionada por Lovejoy, también se miró en el suyo de mano. Hizo una mueca de desagrado ante lo que vio reflejado: sacó la lengua y la examinó y olió la fragancia del agua de colonia que Harry roció sobre el pañuelo.
—Ay Harry mira. Nunca me había visto la lengua así. Ay qué vergüenza.
Harry pareció dudar al verse en el espejo.
—No lo puedo creer, Isabel. Juntarte con esa punta de viciosos.
Deshizo el nudo de la corbata.
—Ay Harry mejor no te hubiera dicho nada. Abrió el clóset frunciendo el ceño.
—Por favor. No debe haber secretos entre tú y yo. Además te agradezco la sinceridad. Por lo menos, ahora sabes que con dos copas de champaña y un cóctel podrías caer al mar. También tendré que enseñarte a beber en sociedad.
Suspiró y eligió una corbata azul de regimiento con listas rojas.
—¿Ves? Me hubiera quedado contigo mejor. Tú insististe en que fuera a divertirme…
Levantó el cuello de la camisa.
—Sí, pero pensé que lo harías con otra clase de gente. Abundan las parejas respetables. Tuviste que ir a dar con la ralea.
Anudó la nueva corbata.
—A las tres atracamos en Trinidad. Are you up to it?
Se observó detenidamente, reflejado.
—No, Harry, no creo que pueda bajar. Siento el estómago revuelto y la cabeza como si fuera de piedra. Harry…
Esbozó una sonrisa de satisfacción ante su atuendo.
—Nunca pensé que a mi propia esposa la tendría que curar de una borrachera. Nasty business. Isabel: ¿Si nosotros no mantenemos una norma de conducta, quién…?
Isabel se levantó, despeinada, ojerosa, con el rostro amarillento.
—Harry, Harry, ya no me hagas sentirme apenada… Harry, hay algo peor, que no te he dicho… Oh, Harry…
La mujer se hincó, sollozando. Abrazó las piernas de su marido.
—¿Qué? —Harry no la tocó—. Isabel. Uno trata de ser flexible. Pero llega un límite que no es posible pasar, Isabel, ¿qué has hecho de mi honor?
—No, no, no —balbuceó Isabel entre lágrimas—. No es lo… ¡Harry! ¿Cómo puedes pensar? Oh Harry, Harry, mi amor, mi marido. Harry. Es que creí que de ese modo lo injuriaba, le hacía pagar por las humillaciones, lo…
—Speak up, woman.
Isabel levantó la mirada y vio a su esposo alto y rubio como un trigal quemado al sol. —Le di dinero, para humillarlo a él, ¿ves?, sólo por eso…
—Qué irresponsabilidad —Harry se desprendió violentamente del abrazo—. Sobre todo, no tenías por qué justificarte ante ese majadero. Hoy mismo lo buscaré y le haré devolver el dinero, por más desagradable que me parezca un encuentro con semejante vividor. ¿Cuánto le diste?
—No sé —Isabel quedó sentada sobre el piso—. Creo que quinientos dólares. Es cuestión de contar los cheques para saber… Harry… No lo busques. Por favor, olvidemos todo esto. —Se levantó con dificultad. Primero se tuvo que detener a gatas—. Ya sé. Harry. Han sido tantas cosas, que estoy trastornada. Ya sé. Manéjame tú el dinero, por favorcito.
Harry le ofreció los brazos e Isabel se puso de pie, tambaleando.
—No quiero saber nada de tu dinero. Si lo deseas, regálaselo a tu tía. Olvidas con quién hablas. Ya me conocerás, con el tiempo. Entonces sabrás que mi honra es…
Isabel le tapó la boca con una mano, caminó con dificultad hasta la mesa de noche y recogió su bolsa. Se sentó y empezó a firmar un cheque tras otro, rápidamente.
—Cuídamelo, por favor. Nada más de pensar que pudiera repetirse lo de anoche, me da náuseas, Harry…
—Mi dinero y el tuyo deben permanecer aparte siempre. Es la condición para que vivamos unidos.
—Me queman estos cheques… Toma, toma, toma.
Iba arrancando cada cheque y dándoselo a Harry.
—Muy bien. Si ése es tu deseo —Harry los tomó con desagrado primero y decisión en seguida—. En Trinidad abriré una cuenta a tu nombre en mi propio banco y cuando regresemos a los Estados Unidos podrás girar. Espero que para entonces recuperes tus virtudes habituales.
Harry, sí. Ahora quiero ser consentida, quiero que tú me compres mis cosas, quiero pedirte hasta para ir al salón de belleza. —Se pasó la mano por la cabellera—. Debo estar hecha una facha, ¿no?
Harry le tomó la mano y la besó. —Adorable Isabel. —Sí, Harry. Ahora prepárate para bajar, ya no te preocupes. Descansaré toda la tarde.
El vapor disminuyó la marcha. Isabel arregló el pañuelo y el nudo de la corbata de Harry. Corrió a la mesa de noche, abrió un cajón y le tendió el pasaporte.
—Toma. Se te olvidaba esto.
—Ah. Gracias.
Harry salió del camarote. Isabel, en camisón, se hincó en la cama frente a la claraboya y desde allí vio acercarse los muelles de Puerto España. El vapor, al atracar, levantaba florones de lodo amarillo. Las voces de los negros que recibían las sogas arrojadas desde el Rhodesia y el ruido de la escalerilla al descender al muelle fueron detenidos del otro lado del cristal. Detrás de la actividad de los estibadores, sólo almacenes viejos y largos, de muros escarapelados y entrañas oscuras. Vio descender a Harry. Pegó con los nudillos sobre el cristal. Harry no miró hacia la claraboya. Penetró por una de las puertas oscuras de los almacenes. Otros nudillos golpearon sobre la puerta de la cabina. Isabel se arropó y se recostó contra las almohadas.
—Come in.
Asomó la larga nariz de Lovejoy pidiendo permiso y dando excusas. Entró, obsequioso, con una cajita de celofán bajo el brazo y un sobre entre los dedos pálidos. Depositó ambas cosas en el regazo de Isabel y salió sin darle la espalda, como un embajador japonés.
Isabel abrió la caja húmeda, perlada de sudor, donde yacía una orquídea amarilla y rosa. Rasgó el sobre, lo agitó y dejó caer sobre el regazo tres cheques de viajero, algunos billetes de cinco libras y una nota. Cerró los ojos. Al fin se atrevió a leer:
«Dear Isabella: I love you. Will you ever believe It?
Jack.»
«PS: I bought the flowers with your money.
Hope the change is OK. Impudent, but adoring you, J.»
La náusea ascendió otra vez y se anudó en la garganta antes de disolverse en una dulzura empalagosa entre los dientes. Isabel no se atrevió a tocar las orquídeas, o los cheques, o el dinero. Acercó la nota a los pechos y murmuró, con los ojos cerrados:
—Te amo a ti. Subrayado. ¿Podrías creerlo algún día? Querida Isabella. —Escondió el rostro en la almohada y al cabo de unos segundos alargó la mano y a ciegas buscó la caja de celofán. Por fin pudo tocar el vello aterciopelado de la flor y acariciar los pétalos carnosos.
—¡Ay, Jack! Me haces daño…
—¿Y qué cara puso?
—Va aprendiendo.
—¿Qué quieres decir? Gargajo, placenta, te odio…
—¡Déjame hablar, Jackie boy!
—Soy todo orejas.
—No movió un músculo de la cara.
—¿Eso es todo lo que puedes decirme?
Traté de oír del otro lado de la puerta. Sólo suspiró.
—¡Toma por tus servicios!
—¡Ay! ¡Ya no, Jackie, por favor! ¡Ya no! ¡Sí! ¡Otra vez! ¡No escondas el cinturón! ¡Pégame, por lo que más quieras, por todo lo que es divino!
—Culebra indecente, espermatozoide negro, moco peludo, toma…
—Oh Jack, ya no, dime qué quieres que haga por ti…
—De rodillas, miserable Lovejoy. ¿No escuchas el pitazo de la chimenea? Adiós, Trinidad. ¿No te das cuenta de que el viaje prosigue y pronto terminará? ¿Qué vas a hacer cuando el viaje termine?
—No sé, Jack, pero si una vez, una sola vez, tú quisieras, además de todo esto…
—Jamás, Lovejoy. Nunca me verás así. De pie, arana maldita. Corre a enredarte en tu tela.
—Oh, Jackie, oh.
El vapor zarpó de Puerto España durante la cena y, al terminar el postre, Harry invitó a Isabel a subir al salón para tomar el café. Ocuparon lugares en un sofá hondo e inclinaron las cabezas cortésmente ante cada pareja vestida de noche que, tomada del brazo, se paseaba esperando la hora del cine. El capitán se detuvo a saludarlos («Ah, los recién casados. ¿Disfrutan el viaje? ¿Cuándo quieren visitar el puente?»), así como el pastor anglicano («Siento, de verdad siento, que se me haya escapado la oportunidad de unirlos, pero al cabo todos somos hijos del Señor, ¿no es cierto?, y lo importante es la fe, no las formas, ah sí»), el segundo ingeniero («El barco les ha de parecer chico para contener su felicidad, ¿eh?, pero cuando gusten bajamos a ver las máquinas para que se den una idea del tamaño»), el director de los juegos de a bordo («Lo hemos extrañado en las competencias de cricket, Mr. Beatle. Está usted casada con el mejor bateador del buque, señora. Hasta parece inglés. No offense meant, I’m sure»), una pareja de norteamericanos de edad media («No habíamos tenido oportunidad de felicitarlos. Es lo más romántico que ha sucedido durante el viaje. Todos lo dicen»), otra de ingleses de edad avanzada («Nada como un viaje por mar para el reposo. Tristes de regresar al país. Treinta y cuatro nietos»). Pero sólo una colombiana ojerosa y vestida de negro obligó a Isabel a fijar la mirada en un interlocutor: a unos metros de distancia, Jack jugaba a las cartas en una mesa. Barajaba, repartía, recogía sus naipes, apostaba, perdía o ganaba sin dejar de ver a Isabel.
—Debíamos vernos, mire que somos las únicas latinas del barco.
—Sí, encantada. No faltaba más.
—Claro que yo comprendo. Usted acaba de casarse con el mono.
—¿Cómo?
—El mono, el catire, el rucio, el rubio, ¿cómo dicen ustedes pues?
—Ah, el güero. Sí.
—Entonces hasta pronto.
—Sí. Cómo no. A sus órdenes.
—¿Qué observas, Isabel querida? —dijo Harry cuando la colombiana se alejó.
—Nada, Harry. De veras. Veo el salón.
—¿Te das cuenta de que puede pasarse una noche verdaderamente agradable a bordo?
—Sí, Harry.
—Entonces, ¿por qué te noto triste?
—No, si no estoy triste. Serena nada más, que no es lo mismo.
—Cualquier mujer estaría feliz.
—Sí, eso quise decir. Estar serena es estar feliz, ¿no?
—Claro. Con dos hombres. Me imagino que ninguna otra mujer en este barco trae de cabeza a dos hombres.
—¿Qué quieres decir? Harry, por favorcito. Te pedí que ya no habláramos de eso.
—Eres muy descuidada. Un billet-doux no se esconde debajo de la almohada.
—Harry.
—Oh God. «Insolente, pero adorándote, J.» Eres tan descuidada como promiscua, mi amor.
—Pero yo no…
—Sí, comprendo. No tienes por qué ser distinta a las demás mujeres. Ahora sabes que siento celos y tratarás de atormentarme.
Harry rió nerviosamente y con el rostro adusto. Isabel no supo qué contestar. Pero levantó los ojos con una sensación de fuerza vanidosa.
—Hasta has cambiado de maquillaje y peinado, ya veo. ¿De dónde sacaste esas cejas tan dibujadas y esos labios…? Isabel, te estoy dirigiendo la palabra.
Y los fijó con descaro en la mirada intensa de Jack. El joven rubio continuó barajando en silencio.
«Here, sir», «Look here, daddy-o», «Come, sir», «Penny, daddy»: los jóvenes negros nadaban furiosamente al lado del Rhodesia y se clavaban gritando para recuperar las monedas arrojadas por los pasajeros desde las cubiertas de babor. Dos o tres lanchas de remo eran mecidas por las olas cerca del equipo de buceadores anhelantes, que emergían de las zambullidas sin aire en los pulmones, con los ojos inyectados y una saliva gruesa en el mentón. Pero entre todos, una sola mujer, una negra de quince años, esbelta y sin pechos, gritaba más que nadie, se clavaba mostrando las nalgas pequeñas, surgía del mar como una lanza, vestida con un viejo traje de baño verde y aullaba con todas sus fuerzas:
—Look at me, daddy-o! Silver here, sir! Please!
Y esperaba la moneda con una fascinación brillante en los grandes ojos blancos, como si esta tarea no fuese una manera de ganarse la vida, sino un juego excitante y placentero:
—Gimme, sir, ooooh Daddy-oooooh…
En el mediodía encapotado y tibio, de pura resolana, las lanchas motor del Rhodesia iban transportando en tandas a los pasajeros que deseaban descender a Bridgetown. La costa de Barbados, en la lejanía, contrastaba los edificios de madera roja y los crecimientos negros del zacatón con la blancura del agua asentada sobre una arena sin color.
«Mañana estaremos en Barbados —le había dicho Harry a Isabel cuando regresaron al camarote y empezaron a desvestirse—. Es la última escala antes de Miami. De Miami volaremos a Nueva York y luego bajaremos en tren a Philadelphia. Quiero ser civilizado y flexible contigo. Me doy cuenta de tu excitación. En contra de tu voluntad, no lo dudo, ese pobre diablo se ha enamorado de ti. Para ti es una situación excepcional. Tan excepcional, que no volverá a repetirse. Jamás. Porque en mi casa te espera otra vida. Por lo demás, la misma que según entiendo siempre has vivido y para la que fuiste educada. Entonces liquida este asunto, Isabel. Baja sola a Bridgetown. Si quieres, toma una copa o paséate con tu insólito galán. Quiero darte esta prueba de confianza. Sí, te lo aseguro. Quiero que veas a ese hombre en frío, a la luz del día. Para que te convenzas de que es sólo un criado. Es más: te lo exijo. Quiero que pierdas esa ilusión y volvamos a vivir en paz.»
En realidad, al bajar por la escalerilla a la lancha y al cruzar el brazo de mar que separaba al vapor de los muelles, Isabel sólo pensó en enviar una tarjeta a la tía Adelaida y otra a Marilú, hablándoles de las maravillosas experiencias. Boda, amor, un rostro nuevo, Isabel entre el deseo de dos hombres. Una y otra vez intentó redactar, en la cabeza, esas tarjetas que producirían asombro, envidia, desilusión, sentimientos de autoridad perdida, de vejez fatal frente a juventud recuperada, de tedio aprisionado frente a libre entusiasmo. ¿Qué caras pondrían?, se repitió Isabel con una sonrisa que no influía sobre el incontrolable latir de la boca del estómago.
—Siempre que bajamos aquí, Jack va a la playa de Acera —le había dicho Lovejoy con un guiño y el billete de cinco libras apretado en el puño—. Ahí el agua parece pura ginebra, señora, y Jack se exhibe en bikini y enloquece a todas las faldas.
Isabel había extendido el billete sin tocar la mano de Lovejoy: estaba segura de que era húmeda, pegajosa y fría. Y la palabra «alcahuete», ese insulto lejano y sin comprobación, le hacía cosquillas, con su actualidad, en el paladar.
Pero ahora, en el muelle, las bandas de acero tocaban, con una intensa lasitud, los calipsos de las islas. Los negros de pantalones blancos y blusas amarillas tamborileaban con destreza sobre los barriles huecos y las tapas de metal y sus zonas dibujadas y numeradas con pintura blanca: «Shut your mouth» «Go away» «Mamma» «Look-a BubuDad…»
Tomó un taxi a la salida del embarcadero y lo dirigió a la playa de Acera. El auto costeaba y se alejaba de la ciudad, dejando atrás a las familias de negros endomingados que salían de misa, a los procuradores tocados con carretes anacrónicos que asediaban a los turistas masculinos con ofrecimientos para profanar el día del Señor, a los jóvenes barnizados que entraban y salían por las cantinas del puerto: alejándose velozmente del horror victoriano de los edificios pintados de rojo, con altas mansardas, remates en veleta y falsa cúpula y largos balcones de hierro forjado. El taxi se detuvo frente a un hotel color de rosa. Isabel atravesó los salones y salió a la playa. Le resultaba difícil caminar con los tacones altos y la brisa agitaba la falda. Se quitó los zapatos y sintió las brasas hondas de la arena en las plantas de los pies. Con la otra mano, detuvo los pliegues de la falda entre las rodillas y avanzó, un poco encorvada, hacia el girón de arena. Olvidó los zapatos y los pliegues para buscar sus anteojos de repuesto en la bolsa y, guiñando contra la resolana, quiso localizar a Jack entre los hombres que reposaban de cara al sol, o unían la frente y la nariz a los de sus compañeros recostados boca abajo, o jugaban a la pelota o se zambullían en el mar. El sol del Caribe era un limón lejano disuelto en brumas calientes: Isabel hizo una visera de la mano y recorrió la franja de arena varias veces. Por fin se sentó bajo una sombrilla a esperar. Acabó adormilándose y en el sueño se dio cuenta de su fatiga nerviosa, del pagó cobrado por la excitación fuera de lo común. Dormitó sin dejar de escuchar las voces y los rumores de la playa. Mantuvo abierta una ventana en el sueño, como si se atreviese a reconocer a ciegas la voz, el paso o el sudor de Jack. Abrió los ojos con una sensación de hambre. Consultó el reloj pulsera. Las tres de la tarde. Se levantó, recogió los zapatos y la bolsa de mano, se sacudió la arena de la falda y caminó hacia el hotel. Pudo reconocer, saliendo del mar, dirigiéndose a las duchas, sentados en sillas de lona, a varios pasajeros del Rhodesia. También Charlie y Tommy pasaron chapoteando por las orillas del mar, mojando sus alpargatas y cantando alguna letrilla obscena. Pensó que Jack podría estar en la barra.
Tomó asiento, sola y un poco atarantada por la resolana, en una caballeriza. Había poca gente en el bar. Algunos hombres, obviamente funcionarios de la isla, sentados sobre taburetes. Y dos o tres grupos en las caballerizas. Isabel se sintió segura en su lugar: pudo ordenar un jerez sin bajar la mirada, sin sudor en las manos, sin titubear. Y detrás de ella, separada por la altura de cedro pulido de la caballeriza, escuchó la voz destemplada de la señora Jenkins, sentada con un grupo de pasajeros.
—…como los ingleses. No he visto nada ni nadie que beba más. Otro Tom Collins para acercarme a la marca olímpica. Oh boy, después de esto tres anos más en la Fremont High School…
El mozo colocó la copa de jerez frente a Isabel. La mexicana sonrió y pensó en levantarse y saludar a Mrs. Jenkins. Quizás sabría algo de Jack. Pero antes decidió beber un sorbo.
—…la mitad de los muchachos acaban de delincuentes juveniles, ¡muy bien! Yo a su edad era una flapper descarada. Me vestía como Clara Bow y andaba toda la noche gritando en un convertible…
El jerez descendió suavemente al estómago y allí prendió un fuego leve y amistoso. Isabel sonrió. La voz de la señora Jenkins dominaba las risas de sus acompañantes en la caballeriza vecina.
—Pero el peor rebelde sin causa en California es un niño de teta al lado de estos ingleses. Borrachos, gigolós, pornógrafos, de todo hay y siempre con las caras muy solemnes, como si la Reina estuviera a punto de entrar y colgarles la Orden de la Jarretera… Aaaag.
Isabel contuvo la risa y escuchó el escupitajo certero de la señora Jenkins sobre el filo de cobre.
—Charlie and Tommy just don’t have any visible means of support. Yo no sé quién los mantiene, de bar en bar y de mar en mar. Y ese grosero de Jack, ¿cómo se las arregla para viajar en primera? Dizque los ahorros de cuando lavaba retretes. Ja. Ja. Very fishy. ¿Y por qué andaba a escondidas en un parque de Trinidad ayer con ese tipo que se viste como el Gran Chambelán de la Corte, el marido de la mexicanita? ¿Y qué le ve ese señor Beatle tan guapo a una solterona sin gracia como esa mexi…?
Isabel detuvo el vaso de jerez con las dos manos. Lo apretó como si temiera que, por su propio impulso, la copa se estrellase contra el piso de mármoles blancos y negros.
Entró al camarote con un temblor tenso, con una lucidez de palabras estranguladas, gritando en silencio el nombre de su marido, buscándolo, inverosímilmente, en el baño, en el closet, debajo de la cama, como si creyese que Harry ya estaba escondido para no hablarle. Se sentó frente al espejo, sin mirarse. Metió los dedos en el pomo de crema y la untó sobre las cejas y la boca. Despintada, se colocó los anteojos y se soltó el pelo.
Esperó, inmóvil, frente al espejo.
Se levantó y salió al corredor.
Pasó entre los mozos que rociaban desinfectante y lavaban los pisos de linóleo. Tropezó contra una cubeta de agua gris y jabonosa. Lovejoy asomó desde la cabina de los criados.
—Lléveme al camarote del señor Jack…
—Con placer, señora, seguramente.
Lovejoy se inclinó con una mano extendida. Del dedo alargado pendía un manojo de llaves.
Usted perdonará, Milady musitó el criado calvo y narizón, vestido con una camisa de mangas cortas rayada en blanco y gris—. En las escalas aprovechamos para asear el barco sin molestar a nadie.
Los mozos arrojaban baldes de agua, cepillaban los pisos, fregaban con estropajos los excusados. Isabel siguió a Lovejoy a la cubierta B.
—No piense usted mal de Mr. Jack. Su cabina no es a lo que usted está acostumbrada. Es interior, sin claraboya. El pobre ha ahorrado tanto.
Penetraron por un corredor estrecho y silencioso, cerrado al fondo por la puerta de un camarote.
Se detuvieron frente a ella y Lovejoy se llevó un dedo a los labios al tiempo que escogía una llave del manojo.
Abrió lentamente la puerta, sonriendo. Isabel se detuvo en el umbral. Lovejoy se hizo a un lado y en seguida se colocó detrás de Isabel, mirando sobre el hombro de la mujer hacia la cabina apenas iluminada por la lámpara de noche que dibujaba, y aún parecía subrayar, las siluetas desnudas, recostadas en la cama, dormidas, abrazadas, fatigadas, rubias: Isabel miró el perfil recortado de los dos hombres que dormían sin inquietud, el uno frente al otro. Lovejoy se tapó la boca con la mano y su risilla no perturbó el sueño de los amantes. Cerró la puerta con suavidad.
Alguien le había dicho que la proa era el lugar más silencioso del barco Pero para llegar a ella era preciso descender tres cubiertas y salir a los compartimientos de la tripulación. La guiaron, quizás, los olores. Como al principio, el buque volvía a ser esta sensualidad primaria del olfato: lejos del desinfectante y el agua jabonosa, lejos de las cortinas de zaraza y los tapetes hondos, lejos de la pintura blanca y la alberca salada, hacia estos aromas de cocina, de quesos fermentados y carne empalizada, hacia estos cuartos abiertos que olían a ropa usada, a bulbos quemados de tocadiscos viejos, a sábanas húmedas: los jóvenes de la tripulación se asomaron al paso de Isabel, mostrando los rostros blanqueados por la crema de rasurar, las axilas empapadas, los brazos tatuados. El Rhodesia, en marcha, buscaba el aliento del Atlántico. Sin mirarlos, Isabel pasó junto a los hindús color de ceniza, sentados sobre la cubierta agitada de viento, con los turbantes deshebrados, los pies desnudos y los anchos pantalones de ribetes sedosos, que jugaban a los dados y conversaban con voces tipludas. Algunos rostros barbados se levantaron a mirarla; algunos ojos de carbón apagado guiñaron y esa tripulación secreta, jamás vista en las cubiertas del pasaje, rió agudamente mostrando los dientes color de nicotina. Isabel subió por la escalerilla que conducía a la proa, cabeza y extremo del barco. El ruido y el olor quedaron detrás. Isabel se detuvo de un barrote oxidado con ambas manos. La respiración del barco, así como la del mar que lo arrullaba, era aquí más honda. La proa se levantaba y caía con un ritmo alto, lento y silencioso. El escotillón del ancla dejaba ver, entre las macizas trenzas de hierro, una parcela azul del mar del atardecer. No soltó el barrote. El océano era el corazón que latía sin pausa, el espejo sin luz que Isabel se asomó a ver, vasta reproducción de los falsos colores del cielo, azogue veloz y cambiante sobre el que ningún ojo humano podría encontrar su gemelo. Soltó el barrote y observó las palmas manchadas de hollín ferroso. Cayó de hinojos y terminó por abrazarse así misma con las rodillas unidas al mentón, sintiendo los bordes de la sal, otra vez, en los labios despintados y la caricia del viento en el cabello peinado al gusto de la brisa. El Atlántico se abría frente a ella y la invitaba. Billy Higgins la había visto pasar rumbo a la proa. El viejo jefe de camareros estaba aprovechando estas horas de sol poniente para tostarse, tendido sobre una silla de lona, con el torso desnudo, el nombre de Gwendolyn Brophy tatuado entre las tetillas encanecidas y un puro corto adquirido en Trinidad entre los dientes. La vio pasar y se preguntó qué hacía la señora Beatle en el sector reservado a la tripulación. Notó el paso lento y lejano de Isabel y la mirada triste. Pensó en Jack y recordó la amenaza que le habla hecho. Suspiró y levantó del vientre desnudo la novela de Max Brand. Se dijo que sería un buen entrometido si se acercara a la señora y siguió leyendo y fumando tranquilamente. Terminó un capítulo y miró hacia la proa. ¿Entonces quién, si no él, había aceptado la propina de Mr. Harrison Beatle para sentarlo en la mesa número veintitrés? Se preocupó, arrojó la novela a un lado y se levantó de la silla.
—Cálmate; Harry. Tres días más y estaremos en Miami.
—Estoy aburrido de actuar.
—Quita eso. Las dificultades para vernos. Tuviste una buena idea mandándola sola a Barbados.
—¿Te lo imaginas, Jackie? Buscándote por la playa, con los anteojitos, llena de ilusión…
—Sé más compasivo, amor. Da gracias por la suerte que nos trajo y ya.
—Ocho mil quinientos dólares. Se dice fácil. Podemos vivir como príncipes durante tres o cuatro meses sin volver a trabajar. Tomaremos un piso en Nueva York, saldremos todas las noches, recibiremos a los amigos.
—Seguro, Harry. En Miami abandonamos el barco y en unas horas nos sonríen las luces de Broadway. ¿Y después?
—Cuando estemos descansados nos pondremos a pensar. Estas cosas hay que planearlas a la perfección., Ya llevo cinco años en este negocio. Aunque no siempre se tiene tanta suerte.
—It’s breeding that does it, Harry. Con tu educación podías engañar al propio Lord Astor. Y todo lo que me has enseñado: sommelier, Dom Pérignon, all those fancy things. Nunca podré pagarte, de verdad, creéme, Harry. You’re real cool.
—Qué curioso. El único miedo que me daba era que viese el pasaporte y se diera cuenta de que le había mentido en lo de la edad. La única vez que me latió el corazón fue cuando ella me tendió el pasaporte al bajar a Trinidad. Creí que allí se desplomaba el cuento. Qué risa, las cosas que lo asustan a uno.
—¿Y la iglesia no?
—Soy Adventista del Séptimo Día y nunca me caso con una dama de mi religión.
—¿Te gusta así?
—Nadie como tú. Desde que te vi en ese pub la primavera pasada, ¿recuerdas?
—Desquítate, después de tantas noches de sacrificio.
—No sabía que las mexicanas eran tan desabridas. De todas maneras, pobrecita. Empezaba a quererla, como a una tía vieja. Pensar que tenemos que hacer la comedia tres días más, ¡ooooooh!
—Ahora olvida eso. Ven, Harry, ven.
—A la víbora, víbora de la mar, de la mar.

La muñeca reina
I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia —acaso de la de muchos niños— y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olvida a su amiguito y me buscas aquí como te lo dibujó.
Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los villanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras —la palabra me trastornaba— que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas —mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos— que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.
II
Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina… ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.
Me buscas aquí como te lo dibujó. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos —era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos—, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.
La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.
—Buenas tardes. ¿Podría decirme…?
Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:
—¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.
III
En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas —y por ello más intenso— con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes… Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
—¿Deseaba?
—Me envía el señor Valdivia. —Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
—¿Valdivia? —La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
—Sí. El dueño de la casa.
Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
—Ah sí. El dueño de la casa.
—¿Me permite?…
Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:
—¿Por aquí?
La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
—El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
—La manda saludar y…
Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.
—…y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días…
Mis ojos buscan rápidamente.
—…Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde… ¿Ustedes llevan viviendo aquí…?
Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.
—…¿por lo menos quince años, no es cierto…?
No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura…
—…¿usted, su marido y…?
Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
—Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles…
La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
—¿No podríamos subir a la azotea? —pregunto—. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.
—¿Para qué? —dice, por fin—. La extensión la sabe bien el señor… Valdivia…
Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.
—No sé —hago un esfuerzo por sonreír—. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no… —mi falsa sonrisa se va derritiendo—… de abajo hacia arriba.
—Usted seguirá mis indicaciones —dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción —me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua— no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría una respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta —quizá simple y clara, inmediata y evidente— a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado —me acerco con el pretexto de mis notas— por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora…
Cierro mi libro de notas.
—Continuemos, señora.
Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.
Ridículamente, murmuró: —Buenas tardes… —y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica una pronta huida. Repito “Buenas tardes”, ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.
—Valdivia murió hace cuatro años —dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
—Amilamia…
Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules… Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
—¿Usted la conoció?
Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
—Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
—¿Qué edad tenía ella? —dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
—Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
—¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor…
Cierro los ojos. Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto… mi alucinación… ¿me escuchan?… bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules… el que ustedes tienen tendido en la azotea…
Toman mis brazos y no abro los ojos.
—¿Cómo era, señor?
—Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles…
Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer…
—Díganos, por favor…
—El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre…
No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.
—¿Cómo era, cómo era?
—Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo —¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo—, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.
Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olvida a su amiguito y me buscas aquí como te lo dibujo.
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
—No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.
V
Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.
Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.
—¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.
—No, Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:
—¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.

KUPRIENKO