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PEDRO DE CIEZA DE LEON. PARTE IV DE LA CRÓNICA DEL PERÚ. TERCERO LIBRO DE LAS Guerras civiles del Perú, EL CUAL SE LLAMA LA GUERRA DE QUITO (Libro III).

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PEDRO DE CIEZA DE LEON. PARTE IV DE LA CRÓNICA DEL PERÚ. TERCERO LIBRO DE LAS Guerras cipiles del Perú, EL CUAL SE LLAMA LA GUERRA DE QUITO (Libro III).
Педро де Сьеса де Леон. ЧАСТЬ ЧЕТВЕРТАЯ ХРОНИКИ ПЕРУ. КНИГА ТРЕТЬЯ. Гражданская война в Кито.

TERCERO LIBRO

DÉ LAS

Guerras cipiles del Perú,

EL CUAL SE LLAMA

LA

GUERRA DE QUITO,

HECHO POR

PEDRO DE CIEZA DE LEÓN,

Coremsta di las cosas di las Indias,

Y PUBLICADO POR

MARCOS JIMÉNEZ DE LA ESPADA.

TOMO I

MADRID

IMPRENTA DE M. G. HERNÁNDEZ

San Miguel, a3, bajo

1877

Tomo 11 dela BiblioUca Htspa%o-Ultramarina.

PRÓLOGO.

I.

La primera edición de LA GUERRA DE QUITO es algo

más que una modesta ofrenda a la literatura castellana,

es la reparación de una grande injusticia y una prueba

irrecusable de que las crónicas de Indias, y en especial

las más autorizadas y corrientes, necesitan de una crí-

tica severa, que tase la demasiada confianza con que se

aceptan y se siguen.

Yo confieso mi engaño: prendado de aquel narrar

vigoroso y sencillo, tan claro y tan expresivo de lo que

quiere decir, casi siempre sin embarazarse con retóri-

cas ni atildamientos de lenguaje; trasunto del habla

suelta y pintoresca y reflejo de la enérjica acción de los

que daban, al conquistar y ennoblecer un mundo, su

mejor argumento á nuestra historia, le creia eco; no

sólo de la verdad de los sucesos referidos, sino también

VI

Prólogo.

de la veracidad de quienes, por vocación ó por oficio,

debían consignarlos religiosamente en libros destinados

á guardar, como depósito sagrado, la vida y el alma en-

teras de los pueblos, sus vicios y virtudes, sus ale-

grías y dolores, sus realidades y sus sueños, sus es-

plendores y miserias; y que, con el trascurso de los tiem-

pos, tal vez, de puro humanos, llegan á ser divinos.

Las reflexiones y sentencias que pocas veces suspenden

el discurso, inspiradas en los principios de una moral

estrecha, supersticiosa, pero en el fondo sana; y la noble

franqueza con que sin ambajes ni disimulos se censu-

ran las faltas y se condenan los delitos (heroicos para

mí) que cometimos en,el calor de aquella obra gigan-

tesca, aumentaban mi fe en los autores de esos testimo-

nios de nuestra antigua gloria.

Hoy siento de otro modo de los que así escribían:

los hechos me persuaden á que algunos de ellos no

procedieron con la honradez escrupulosa, que parece

haber sido en todas épocas norte y divisa de los histo-

riadores castellanos.

“La Historia del Perú% de Agustín de Zarate, dice

Prescott, ocupa un lugar permanente entre las más

respetables autoridades para la historia de aquellos

tiempos;” (a) y el erudito don Enrique de Vedia: “no

(a) LA CONQUISTA DBL PBRÚ, Adición al libro último.

VII

vacilamos en decir que, después de ser uno de los mo-

numentos históricos más bellos (quizá el primero) de

nuestra lengua, es una autoridad respetable en alto

grado respecto á los sucesos de que trata/’ (a) En

efecto, otro tanto dirá el menos avisado de los que la

leyeren, sobre todo parando su atención en la habilí-

sima dedicatoria al príncipe don Felipe, donde el autor

declara cómo y cuándo la ha escrito, y pone de relieve

con magistrales formas el aprecio en que debe tenérse-

la. Y sin embargo, Zarate no es el padre de su obra sino

á medias. Ya él manifiesta al fin de la “Declaración”

que va después de la dedicatoria, que “La principal

relación de su libro, en cuanto al descubrimiento de la

tierra, se tomó de Rodrigo Lozano, vecino de Trujillo,

que es en el Perú, y de otros que lo vieron;” pero no

declara que los libros 5.0, 6.w y 7.0 están tomados de

otra relación que no es suya, y que siguió—cosa que

no me explico—hasta en aquellos acontecimientos que

hubo de presenciar, no obstante los errores que con-

tiene, en alguno de los cuales es imposible que incur-

riera persona de su talento y perspicacia (1). La “respe-

table autoridad que en alto grado” comunica á su his-

toria la circunstancia de haber sido testigo de los suce-

(a) HISTORIADORES PRIMITIVOS DE INDIAS, t. x.°, XI; Bibl. de Au-

tores Esp., t. 26.0

VIII

Prólogo.

sos que comprende, queda también bastante quebran-

tada con la averiguación del tiempo que pudo residir

en el Perú. La cuenta es clara: Zarate entraba en ese

#. reino por Enero ó por Marzo de 1544 con el virey

Blasco Nuñez Vela, y salia de él á principios de Junio

de 1545 (a): luego sólo presenció los sucesos referidos

en el libro 5.0 hasta el capítulo xxi ó xxn inclusive. Y

hé aquí por qué don Antonio de Alsedo (b) le califica

con razón de historiador de gran mérito, pero de

poca exactitud, aunque sin aducir las pruebas que

yo aduzco.

Diego Fernández de Palencia escribe con origi-

nalidad, culta frase y riqueza de interesantes pormeno-

res la segunda parte de su Historia del Perú; mas la

primera—redactada después de la* segunda—la copia

letra á letra—salvo las correcciones necesarias en el

tiempo y persona de los verbos y trastornando los pe-

ríodos—de otra historia ó relación histórica que com-

puso, ú ordenó cuando menos, el licenciado Pedro de

La Gasea, valiéndose de las comunicaciones y cartas

de oficio que él mismo habia dirigido desde América,

durante su gobierno y jornada contra Gonzalo Pizarro,

al Emperador, á los Príncipes y al Consejo de las Indias.

(a) Véase el Apéndice núm. i.°

(b) BIBLIOTECA AMERICANA MS.

Prólogo.

IX

Entre los papeles que este político y clérigo sin tacha

legó al colegio de San Bartolomé de Cuenca, hállase

un trozo de la antedicha relación, el cual he sometido

á minuciosa compulsa con el texto de Fernandez; y no

hay dudar, el plagio es manifiesto y tan descarado, que

hasta puede marcarse en el último con toda exactitud

en el lib. 2.0, cap. 47.°, f.° 100 vuelto, col. 2.a, lín. 34,

la primera palabra del manuscrito de La Gasea: procu-

raríamos (2).

¿Cabe ya, desde hoy en adelante citar sin toda clase

de reservas un lugar, una frase de Zarate ó Fernández?

Quien falta á su conciencia, ¿no faltará mejor á la ver-

dad, ya que no por antojo, obligado de altísimos respe-

tos, ó bien por amistad, gratitud, ambición ó salario?

Ninguno de los» historiadores de Indias, sin em-

bargo, ha llegado donde Antonio de Herrera en esto

de apropiarse los trabajos ajenos. Siquiera * el Con-

tador y el Palentino tienen en su disculpa haber usado,

el primero, de un documento anónimo y acaso relegado

á los archivos cuando lo disfrutó; el segundo, de un

escrito que al cabo no era más que una memoria de los

insignes hechos de su autor, de sobra conocidos y en-

comiados por todo el mundo á la sazón de publicarlo.

Pero el Cronista de Castilla y mayor de las Indias, sobre

haber incurrido en otras comisiones semejantes (3), se

atrevió á sepultar en sus Décadas una crónica entera y

X

Prólogo.

modelo en su clase, y con ella el nombre de un soldado

valiente y pundonoroso, los afanes y desvelos de un

hombre honrado y de elevada inteligencia y una repu-

tación de historiador más grande y bien ganada que la

suya. Reputación que comenzó con un libro por ven-

tura sin par é inimitable (4), especie de itinerario geo-

gráfico, ó más bien animada y exacta pintura de la

tierra y del cielo, de las razas, costumbres, monumen-

tos y trajes del dilatado imperio de los incas y países

al Norte comarcanos, y de las poblaciones recien fun-

dadas por los españoles; fondo maravilloso del gran

cuadro de su conquista y de las sangrientas y encona-

das guerras de los conquistadores, cuyo relato, pre-

cedido de los anales de los reyes cuzqueños, daba fin

á la obra, bajo un plan que demuestra por sí solo el

ánimo, los brios y el talento de quien lo bosquejó

mancebo todavía.

La pintoresca descripción geográfica se imprimió con

el título de LA PRIMERA PARTE DE LA CRÓNICA DEL PE-

RÚ, en Sevilla y el año de 1553 (5); el resto es lo usur-

pado con tan buena maña ó tan buena suerte, que hasta

principios del presente siglo no supieron algún que

otro bibliófilo que existia realmente el libro que ahora

se publica por primera vez en esta BIBLIOTECA (a).

(a) Y sin embargo, el P. Pedro de Aguado, en su HISTORIA DE SANTA

Prólogo.

XI

Ya fe que no comprendo cómo la pluma, aunque

era vigorosa, del Tito Livio castellano, no vaciló al

borrar, para hacer suyas las páginas del soldado cronis-

ta, ciertas frases que debieran moverle á proceder con

más nobleza, ó al menos con caridad cristiana. ‘INo creí,

cuando comencé á escrebir las cosas subcedidas en Perú,

que fuera proceso tan largo, porque ciertamente yo

rehuyera de mi trabajo tan excesivo; porque conocien-

do mi humildad y llaneza, como otras veces he referi-

do, no ignoro mi escambrosa pluma no era digna de

escrebir materias tan grandes… A Dios con toda humil-

dad suplico favorezca este mi deseo, pues otra cosa

que servir á mi Rey é satisfacer á los curiosos y dar

noticia á mi patria de las cosas de acá, no me movió á

pasar tantos trabajos, caminar caminos tan largos como

he andado” (a).—”Y verdaderamente yo estoy tan

MARTA Y NUEVO REINO DE GRANADA MS., anterior á las Décadas de

Herrera, dice bien claro que la cuarta parte de la crónica de Cieza de León

existia, y hasta da á entender que podía consultarse con facilidad:—”como

lo tratan algunos de los que ya han escrito de esta tierra de Cartagena,

que son Francisco López de Gomara y Pedro de Cieza de León en la

primera y cuarta parte de las historias que escribió de Perú.” (Lib. 8.°,

cap. i.°)—„ Tardaron en esta jornada [la de Vadillo desde Urabá á

Popayan] todo el año de 1538, donde padecieron hartos trabajos y necesi-

dades y muertes de españoles y otras calamidades y desvetturas, de las

cuales no escribo aquí particularmente, porque tiene escrita esta misma

jornada Cieza en la cuarta parte de su historia. £1 que la quiera ver, allí

la podrá leer.” (Lib. 8.°, al fin.)

(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. LIX.

XII

Prólogo.

cansado y fatigado del continuo trabajo y vigilias que

he tomado, por dar fin á tan grande escritura, que mas

estaba para darme algún poco de contento y gastar mi

tiempo en leer lo que otros han escrito, que no en pro-

seguir cosa tan grande y tan prolija. Dios es el que da

esfuerzo para que yo pase adelante y prosiga estas Guer-

ras civiles hasta que el Presidente Pedro de La Gasea,

en nombre de Rey, funde el Audiencia en la cibdad

de Los Reyes’7 (a).—”Y hago á Dios testigo de lo que

en ello yo trabajo; y, cierto, muchas veces determiné de

dejar esta escritura, porque ya casi ha quitado todo el

ser de mi persona trabajar tanto en ella y ser por ella

de algunos no poco murmurado; mas como en esta

tierra las reliquias de la virtud sean menospreciadas,

y no pretenda más de que S. M. sea informado de las

cosas que han pasado en estos sus reinos, y que la prá-

tica mia todas las otras naciones que debajo del cielo

son la vean y entiendan, pasaré adelante, poniendo

siempre mi honor en las manos del lector —”E cier-

tamente si yo no hubiera publicado á muchos amigos

mios singulares, que, mediante el auxilio divino, mi

débil ingenio con mi pluma escambrosa daría noticia de

las cosas ultramarinas de acá en las Españas, ó hiciera

(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXIV.

(b) Ibid., cap. CLXXIV.

Prólogo.

XIII

fin en lo escrito ó pasara por muchas materias sin las

escrebir. Las persuasiones destos que digo son no poca

parte para que yo consuma mi vida en breve tiempo,

porque no mueran los notables hechos destos rei-

nos” (a).

Pero á estas sentidas quejas, arrancadas en momen-

tos de amargura y cansancio á un corazón entero y

bueno, responde Herrera del siguiente modo: “Este

Pedro de Cieza es el que escribió la historia de las

provincias del Quito y Popayan, con mucha puntua-

lidad, aunque (contra lo que se debe esperar de los

Príncipes), tuvo la poca dicha que otros en el premio

desús trabajos.”—¿Y por qué no enmendaba en lo po-

sible la soberana ingratitud, confesando por la cruz de

Santiago que en su pecho lucia, que una parte y no

escasa de salario y mercedes que como cronista de

aquellos príncipes aceptaba, era el premio que Cieza

no recibió?

Herrera poseía un talento de primer orden, un cri-

terio sereno y atinado; conocía bastante la condición

humana, y de raíz la nuestra, y el genio y el estímulo

que nos movió á dejar la vieja y esquilmada patria, por

otra nueva y rica más allá de los mares. Su estilo grave,

contenido y lleno de nervio, penetraba los escritos de

(a) LA GUERRA DE, QUITO, cap. CCXII.

xrv Prólogo.

diverso carácter y variado lenguaje que le servían para

componer sus Decadas, y de sus manos pasaban las

más veces al discurso de la historia como las pie-

zas ajustadas de bellísimo mosaico, ó los parejos es-

labones de firme y bien labrada cadena. Muchos

perdían de su ingenuo sabor y prístina frescura;* la

forma de casi todos ellos ganaba en elegancia y cla-

sicismo. Si el trabajo de Cieza sólo hubiera sufrido las

correcciones del maestro para quedar con la dicción

más pura y propia, purgado de evidentes errores, ali-

viado de enfadosas sentencias y de importunas digre-

siones; reparado del desaliño y poco método con que

suelen exponerse los hechos por quien los vé pero, ante

todo, cuida de relatarlos fielmente, no faltarían lite-

ratos que aquella expropiación le perdonasen. Mas no

fueron mejoras todos los cambios que introdujo en la

usurpada crónica: una gran parte alcanza á las ideas,

á los hechos fundamentales, y, por ende, corrompe la

puridad histórica, según que en su leal entender y saber

la comprendía y la expresaba el primero que observó y

estudió los sucesos consignados en ella, en el mismo

lugar que acaecieron y comunicando con los mismos

hombres que á efecto les llevaron. Interpretó diversa-

mente la intención ó el sentido de varias reflexiones

y pasajes; falseó determinados caracteres, añadién-

doles ó quitándoles su tanto, ya de la calidad, ya del

Prólogo.

xv

demérito con que Cieza juzgó que debia estimarlos;

suprimió lo que pudo de cuanto redundaba en des-

prestigio de la real autoridad, y, en fin, hizo una his-

toria cortesana y discreta con las francas y palpitantes

narraciones del laborioso aventurero, nacidas al calor

• del alterado suelo peruano, en medio de las borrascas

y peleas, al choque de bravias, encontradas é inconti-

nentes ambiciones y bajo la zozobra y la amenaza de

continuos y mortales peligros.

No dudo yo que en casos le asistieran poderosas

razones para obrar de ese modo: Cieza no era infalible;

él, como Cronista de Castilla y mayor de las Indias, dis-

puso de infinidad de documentos, entre los cuales nada

tiene de extraño que existiesen algunos contrarios á los

asertos de Cieza y en desacuerdo con sus juicios, tal

vez apasionados como de mozo y parte interesada en

muchas de las cosas que escribía. Pero bueno es adver-

tir que el insigne historiógrafo y criado de Felipe II

profesaba, ó no podia por menos de profesar, una máxi-

ma de incalculable trascendencia en los negocios de su

cargo, la cual no se apartó jamás de su memoria y tuvo

muy al ojo precisamente al componer aquellas de sus

Décadas, cuyo meollo y fuste pertenecen á nuestro

buen soldado.

Contestando á una carta que el arzobispo de Grana-

da don Pedro de Castro y Quiñonesle dirigía con motivo

XVI

Prólogo.

de haber leido el manucristo de sus Claros varones de

España^ uno de los cuales era Cristóbal Vaca de Castro,

padre del arzobispo, y gobernador del Perú de dudosa

memoria, decia:

“Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: Con la mer-

ced que V, S. I. me ha hecho con su carta, he recibido

mucha honra y contento, por ver la voluntad y gusto

de V. S. I. para obedecelle y cumplille; y si di en esto

alguna priesa á don Juan de Torres, fué hasta que

pasó desta vida don Baltasar de Zúñiga, que solicita-

ba que se sacase á luz esta obra de los Claros varones de

España á imitación de las Varias de Casiordo (sic):

ahora, vista la intención de V. S. I., me daré priesa,

“El primero punto que toca á la naturaleza del señor

Cristóbal Vaca de Castro se acomodará bien, teniendo

respeto á que no se contradiga con lo que está publica-

do. El segundo, que trata de la sentencia contra los re-

beldes y lo que procuró que se pelease en Chupas, la

consulta del Consejo sobre los alimentos y la merced

hecha en las Indias á un hijo, no tiene dificultad. El

tercero, sobre engrandecer el Monte Santo, no dije nada

del en la dirección del elogio á V. S. I., por parecerme

que en aquel lugar se podia decir poco; pero visto lo

que V. S. I. manda, he pensado de hacer con breve dis-

curso al fin de toda la obra, (sic) como lo verá V. S. I.

en el principio que aquí va; y si satisface, será servido de

Prólogo. xvii

mandarme enviar los papeles ó avisarme de lo que mejor

pareciere á V. S. I., que yo lo ejecutaré siguiendo aquel

lugar de Cicerón que V. S. I. apunta en su carta (a).

“No quiero callar que he hallado que el Consejo con-

sultó diversas veces al Emperador la inocencia del se-

ñor Vaca de Castro, y al cabo de ocho años le envió á

Flándes una muy apretada consulta, y S. M. Ce-

sárea la tuvo cinco ó seis años en un escritorio hasta

que la resolvió; tan porfiado estuvo en creer las sinies-

tras relaciones de la imprudencia de Blasco Nuñez

Vela T este punto se omitió en la historia por guardar

la oportunidad con que se debe escribir. Dícese en ella que

salió de su presión con mucha reputación, el pleito que

tuvo por la precedencia (c) y otras cosas muy particu-

lares; y no se callan los docientos ducados que se man-

daron dar cada año á mi señora doña Maria de Qui-

ñones, madre de V. S. I., durante el ausencia del señor

Critóbal Vaca de Castro. Y todo fué comunicado con

don Juan de Idiáquez, que me dijo haber conocido en el

Consejo al señor Vaca de Castro; porque aunque este

(a) En tiempo del arzobispo Castro y Quiñones fué la invención de

las reliquias y libros del Monte Santo de Granada; en él fundó una cole-

giata, y en la colegiata una capilla para enterramiento de su padre. Por

eso deseaba que la historia engrandeciera su piadosa obra.

(A) Véase el Apéndice número 8.

(c) En el Consejo, á donde volvió después de rehabilitado.

xvin Prólogo.

gran ministro estaba muy ocupado, tenia algunos ratos

para el deleite de la Historia; y lo mismo hacia el señor

don Baltasar de Zúñiga, su gran imitador.

“V. S. I. mándeme en todo lo que más fuere servi-

do.—A quien le suplico me tenga en su gracia.—

Guarde Nuestro Señor á V. S. I. y R. con la vida y

contento que yo deseo. De Madrid 30 de Enero

de 1623.—Antonio de Herrera (a).”

A cuya carta replicó el arzobispo:

“He visto la relación y elogio que vuestra merced

ha hecho sobre las cosas que sucedieron en el Perú á

Vaca de Castro, mi señor. Está muy bien dispuesto y

advertido, como de tan diestro y ejercitado en la His-

toria. He holgado mucho de verlo; estimo, como es

razón, el trabajo y cuidado de vuestra merced. No lo

había visto hasta agora por ausencia de mi secretario;

mia ha sido la pérdida.

“Dice vuestra merced en su carta, que de industria

deja algunas cosas: que después de ocho años de pri-

sión consultó el Consejo de Indias al Emperador el

manifiesto agravio é injusticia que se hacia á Vaca de

Castro, mi señor; y el emperador guardó cuatro ó cin-

co años la consulta en un escriptorio, hasta que, remor-

(a) Es tuda de su puño y letra, y se encuentra en él códice S—26 de la

Bibl. Nacional.

Prólogo.

dido de la conciencia, lo resolvió. ¡Grave circunstan-

cia es esta! Pero dice vuestra merced, que aunque la

Historia lia de decir verdad^ ha de ser oportunamente.

“Otras cosas también se pudieran tratar esenciales

en la Historia, que vuestra merced deja, por no alar-

gar el discurso. Una me pareció apuntar para que

vuestra merced, si le pareciere, la ponga en su lugar.

Consta de las relaciones y del proceso…” (a)

Pues, conforme á esa máxima, ninguna oportunidad

mejor que la de ahora, en que se publica un libro del

desdichado Cieza, para restituirle íntegramente en su

reputación y fama, descubriendo el secreto de las que

obtuvo la HISTORIA GENERAL DE LOS HECHOS DE LOS

CASTELLANOS EN LAS ISLAS Y TIERRA FIRME DEL MAR

OCÉANO; admirada en España, vertida á todos los idio-

mas europeos, considerada en todas partes “como la

fuente de la verdad” de aquellos hechos, ensalzada con

este parecer de don Antonio de Solís: que reconocía la

inmensa dificultad (que no trató de superar) de prose-

guirla (b). ¡Ya lo creo! Agotado el rico y facilísimo ve-

nero de Cieza de León y otros no menos fáciles y ri-

cos, cierto que era difícil continuarla tan nutrida de su-

(a) Hasta aquí la minuta corregida de mano del arzobispo. Figura

con la carta de Herrera en el códice citado.

(b) LA CONQUISTA DB MÉJICO, cap. i.°

. xx ‘ Prólogo.

cesos como salía de las manos de Herrera; de no bus-

carlos antes uno á uno en las informaciones, memoriales,

relaciones y cartas que en apretados envoltorios afluían

al Consejo de Indias, al de Estado y á la Cámara Real;

“trabajo deslucido, como Solís decia, pues sin dejarse

ver del mundo, consume oscuramente el tiempo y el

cuidado.”

No hay exageración en lo que afirmo. Herrera dejó

sus Décadas en el año de 1554; para llenar los tres ó

cuatro últimos de lo tocante al reino peruano y alguno

de los países vecinos, se socorrió con las extensas rela-

ciones históricas ó historia del licenciado de La Gasea

y con la parte segunda del libro del Palentino;^ los de-

más, desde el de 1524, se colmaron abastadamente con

el trabajo inédito de Cieza. Porque el honrado aven-

turero—á costa de su salud, y quizá de su vida—cum-

plió lo prometido en el prospecto de su obra; y enga-

ñóse muy mucho el Sr. Prescott—y olvidó lo que

Cieza asegura varias veces (a)—al suponer que este

“había muerto sin realizar parte alguna del magnífico

plan que con tanta confianza se trazara” (¿). Su crónica

está hecha, el magnífico plan realizado, y el reino que

(a) En los caps. IV, IX, XXI, XXXVII, XXXIX, XLI, XLII,

XLIX, LV, LXin, LXVII, LXXXIX, y C de la PRIMBRA PARTE DE

LA CRÓNICA DEL PERÚ.

(A) LA CONQUISTA DEL PERÚ, Adición al litro IV.

Prólogo.

XXI

conquistó don Francisco Pizarro, cuenta con la historia

mejor, más concienzuda y más completa que se ha es-

crito de las regiones sur-americanas. El libro que sale á

luz thora, es et tercero de los cinco que componen la

cuarta parte, ó sea de Las guerras civiles; la segunda

parte, que trata del señorío de los incas, sus hechos

y gobierno, cuántos fueron y cuyos sus nombres, de

sus leyes, religión y costumbres, conócese hace tiempo

con el título de Relación de la sucesión y gobierno de los

incas, señores naturales que fueron de las provincias del

Perú y otras cosas tocantes á aquel reino, para el Hustrí-

sitno Señor D. Juan de Sarmiento, Presidente del Con-

sejo de Indias; si bien atribuida por el citado Prescott

al personaje á quien se dedicó, gracias á un sencillo y

gravísimo error del encargado de copiarla en Londres,

que puso/wr en vez aspara (6); y la tercera parte, que

se ocupa en la conquista de la Nueva Castilla, y los li-

bros primero y segundo de la cuarta, guerras de Salinas

y Chupas, aunque no los he visto, me consta con certeza

que existen y dónde (a). De los libros cuarto y quinto

de la cuarta parte, guerras de Huarina y Xaquixahuana;

y de los dos Comentarios que terminan la crónica, nada

(a) Motivos de delicadeza me impiden ser en este punto más explícito;

pero el inteligente y activo bibliófilo que dispone de tan preciosos docu.

mentos, tiene medios de publicarlos como corresponde, y es de esperar

que pronto se disfruten por los amantes de la historia patria.

* #

xxii • Prólogo.

sé; entiendo, sin embargo, que Cieza de León los da

por acabados, al decir en su Proemio: “En el cuarto

libro trato? “El quinto libro trata? “Concluido con

estos libros… hago dos comentarios.” Cuando un •tra-

b ajo de esa especie se hallaba todavía bajo su pluma,

tenia buen cuidado de consignarlo así (a).

Pero aunque no los acabase, con lo hecho, hizo más,

mucho más, que cualquiera de los historiadores del

Perú. Concibió el pensamiento de la CRÓNICA con gran-

deza y con fe en los recursos de su ingenio y en el

poder de su voluntad,—por más que cerca ya de con-

cluirla le abrumara y le afligiera la magnitud de su

proposito; dióle primera forma deslindando sus partes

y ordenándolas con método original, filosófico y claro;

y le desarrolló con amplitud tan minuciosa y tan pro-

lija, que satisface de cuanto se desea de esta clase de

escritos; que deben ser más que historia acabada ó en

sustancia, diversos y abundosos manantiales donde se

tome en lo futuro. Si vamos al desempeño de su ardua

y vastísima tarea, como en el concebirla y prepararla,

tampoco se hallará quien le aventaje entre los que tra-

taron total ó parcialmente el mismo asunto.—El Palen-

(a) Por ejemplo, al citar el Libro de las cosas sucedidas en las pro*vw-^

cias que confinan con el mar Océano, dice: “como verán los lectores en un

libro que tengo comenzado” (La Guerra de Quito, cap. XLIII).

Prólogo.

XXIH

tino es, en mi concepto, el único que se le acerca y aun

le iguala en la segunda parte de su Historia.—Porque

Xerez, el secretario de Francisco Pizarro, cuenta sin la

menor afectación y llanamente los sucesos que pasan á

su vista, pero sin penetrar en el fondo de ellos, ni

mostrar que comprende su alcance, omite alguno,

acaso por descuido, y no es exacto en otros; no se

olvida del cargo que desempeñaba, y en su relato,

demasiado sucinto, todo aparece favorable á nuestra

causa, ó mejor dicho, á los actos de su amo el marqués.

De Zarate ya dije lo bastante. El inculto lenguaje y

estilo desmañado y flojo de la notable Relación del des-

cubrimiento y conquista de los rey nos del Perú y del gobier-

no y orden que los naturales tenían, y tesoros que en ella (sic)

se hallaron y de las demos cosas que en él han sucedido

hasta el dia de la fecha [7 de Febrero de 1571] (a), en-

cubren torpemente la inquina y el despecho de su

autor, Pedro Pizarro, así con sus primeros valedores y

parientes como con las personas de quienes esperó

más tarde la recompensa de su lealtad, harto protes-

tada y encarecida por él mismo, para no ser sospe-

chosa. Lo importante y curioso de su escrito, consiste

en la parte primera y más extensa, donde acaso refiere

(a) Se publicó en la COLECCIÓN DB DOCUMENTOS INÉDITOS PARA LA

HISTORIA DE ESPARA, t. 5.0, pags. 201-388.

XXIV

Prólogo.

con toda sinceridad lo que hizo ó pasó ante sus ojos;

mas, en la narración de los sucesos acaecidos desde la

muerte del marqués Pizarro hasta el completo allana-

miento del Perú, los cuales amontona en obra de vein-

te y tantas páginas, anduvo desmemoriado con frecuen-

cia y calló alguna vez la verdad, conviniéndole callar-

la (7). El inca Garcilaso comentó, no historió propia-

mente. Las tradiciones de su patria y real linaje ad-

quieren con su manera de decir candorosa, entu-

siasta y persuasiva, un esplendor y una grandeza tales,

que no son de creer en una tierra y de unas gentes

ganadas y avasalladas en tres dias por un puñado de

españoles. A tomar por lo serio sus anales de la raza

de Manco, difícilmente encontraríamos otra alguna,

semítica ó ariana, que los pudiera presentar en época y

condiciones análogas tan gloriosos y prósperos. En lo

que se refiere á nuestros hechos y sobre todo á las per-

sonas que intervienen ó descuellan en el descubrimien-

to, conquistas, guerras civiles y pacificación del Perú,

se muestra más sensato é imparcial, aunque de cuando

en cuando ponga de manifiesto el peligro de introdu-

cir en el contexto de una historia, y al lado de obser-

vaciones serias y fundadas, y como base de crítica,

recuerdos de muchacho, venerandas memorias pater-

nales, y dichos y cuentos de veteranos, camaradas, pa-

niaguados y amigos de la familia del comentarista. Eso

Prólogo.

xxv

sí, los Pizarros, Cepeda», Carvajales, Centenos, Leo-

nes, Candías y Alvarados de Garcilaso, no son artificio-

sos maniquíes sin más alma y carácter que su oficio 6

cargo público; que sólo mueven el brazo en las bata-

llas, las piernas para entrar ó salir de cabildo, y los la-

bios para pronunciar clásicas arengas; son hombres

de carne y hueso, acuchillados, mancos ó tuertos;

moceros, tahúres ó devotos; pendencieros ó mansos;

cultos ó broncos; valientes ó fanfarrones; galanes ó

astrosos; despilfarrados ó tacaños; honrados ó bella-

cos: viven la vida de su casa ó la de sus comble-

zas; no ocultan sus amistades ni sus odios; descu-

bren los móviles de su lealtad ó de su perfidia; hoy

son cobardes, esforzados mañana; y ni el malo lo es

siempre, ni el bueno deja de pecar cuando le tientan

¿on ahinco y de veras la ambición, el amor, la codicia

ó la venganza.

Los historiadores generales de Indias están en

igual caso que los cronistas antedichos. El fecundo

Gonzalo Fernández de Oviedo no hizo más que abrir

un registro universal de las relaciones, cartas, memo-

riales, conversaciones públicas y privadas, de rumo-

res y cualesquiera noticias que llegaban á la suya del

continente americano, por la oficiosidad de sus amigos

ó conocidos, ó de oficio y por razón del cargo que la

Cesárea Magestad de Carlos V le habia conferido.

XXVI

Prólogo.

En este gran bosquejo—que otro nombre no merece—

de una crónica indiana, es inútil buscar la unidad his-

tórica, la proporción y armonía de los miembros ó par-

tes de que consta, el orden cronológico siquiera; unos

mismos sucesos se repiten diferentes veces y contados

de diferente modo; y el autor, lejos de hacerse cargo

de la contradicción y confusiones que de esto se ori-

ginan, con censurable ligereza aventura sus juicios

acerca de la conducta de un personaje, sin conocerla

por entero, ó de los resultados de un acaecimiento gra-

ve que se inicia ó desenvuelve en circunstancias azaro-

sas é inciertas, antes que llegue á su término debido.

Dice Oviedo de uno de los capítulos de su obra (el

XVII del libro XLVI), que será “como pepitoria

de diversas partes ó apetitos de este manjar, ó como

aquella conserva llamada composta, que es una con-

ficion de diversos géneros de fructas (revuelto todo)

en un mesmo vaso.”—Otro tanto pudo decir de

toda ella. La cual no por eso dejará de ser tesoro ines-

timable de datos fidedignos de importancia suma y en

sazón acopiados, y de una lengua exuberante, sabrosa

y castiza, manejada por estilo robusto, poderoso y apa-

sionado, donde prodigan la amenidad y el interés una

imaginación viva y lozana, una memoria enriquecida

con asiduas lecturas, en viajes, campañas y servicios pa-

laciegos, y una experiencia aleccionada por el trato de

Prólogo.

XXVII

toda clase de personas, durante largos años y en am-

bos mundos; donde chispean la ironía y el gracejo y

fulguran, terribles la ira y la indignación, no siempre

por justa causa sublevadas en un pecho de agradecido

y lealísimo vasallo, como era el del alcaide de la Isla

Española.—Y, por último, á Francisco López de Go-

mara, el más literato de los cronistas del Nuevo Mundo,

hasta Solís; escritor elegante, f ácil y correcto, cáustico,

intencionado y atrevido en sus juicios, y amigo de in-

vestigar novedades, le faltaba suficiente autoridad

para defender unos y otras de las censuras de Gasea,

Bernal Diaz y el inca Garcilaso, y de los enojos y

amenazas de los conquistadores del Perú y Nueva Es-

paña, porque jamás estuvo en esos reinos ni en parte

alguna de las Indias.

Pedro de Cieza de León reconoció en persona el

país, teatro de la historia que proyectaba, desde el puer-

to de Panamá á la costa de Arica y desde las salvajes y

boscosas montañas de Abibe á los desnudos y argentí-

feros cerros de los Charcas (12o lat. N.—20o lat. S.),

demarcando como experto geógrafo, la variedad de sus

regiones y climas; situando las fundaciones españo-

las y los pueblos indianos; observando como naturalista

las especies más útiles y curiosas, bravias ó domésticas,

de animales y plantas; describiendo como etnógrafo ó

investigando como anticuario la raza, gesto, trajes,

xxviH Prólogo.

armas, alimentos, costumbres, creencias, industria,

artes, gobierno, tradiciones y monumentos de las

gentes indígenas; gozándose en pintar á grandes ras-

gos la fisonomía de la tierra y de el cielo, en la magnifi-

cencia de los nevados y volcanes, la grandeza y multitud

de los rios, la espesura y misterio de las gigantes selvas

y la yerma soledad de las xallcas y punas; en el humbroso

y risueño frescor de los valles marítimos, y en la ari-

dez de los quemados arenales que con ellos alternan á lo

largo de la extensa comarca de los yuncas. Ni se olvidó

de indicar las relaciones sociales, políticas y religiosas

que entonces existían entre conquistadores y conquis-

tados, efecto de la lucha que aún duraba, déla reciente

y poderosa civilización castellana con la imperfecta y

ya caduca de los antiguos dominadores del Perú. Y

comprendiendo que las instituciones y poderío de unos

soberanos, cuyo genio y cuya fortuna dieron la unidad

á un imperio vastísimo, importaba que fuesen conocidos

puntualmente, no sólo ala más clara inteligencia de los

hechos de la conquista y posteriores, y por el lustre y

mérito que á la empresa de Francisco Pizarro y sus he-

roicos camaradas añadía, pero también por ser materia

de suyo en alto grado interesante y nueva; sin arredrarse

ante la infinidad de inconvenientes que el trabajo ofre-

cía, ayudado de los mejores lenguaraces del idioma qui-

chua y vaquéanos del reino, acudió á interrogar la me-

Prólogo.

XXIX

moría y los quipus de los más viejos orejones, ser-

vidores, deudos ó descendientes de los últimos incas

Tupac-Yupanqui y Huaina-Cápac; y antes que Juan

de Betánzos, y el padre Blas Valera, y Polo de Onde-

gado, y Santülan, y Cabello Balboa y Garcilaso, entre-

sacó de una maraña inestricable de fábulas y absurdas

tradiciones, el origen, linaje, descendencia, política, le-

yes y religión de los autócratas cuzqueños, y sus fastos

hazañosos y legendarios.

Ejercitó nuestro cronista, ciertamente, sus grandes

cualidades de historiador en ésta como en la primera

parte de su obra; aunque, á decir verdad, en ambas

lucen en primer término el tino con que observa é

investiga, la animación y propiedad con que describe

y la facilidad con que su pluma discurre por donde se

le antoja. Mas cuando aquellas se mostraron con toda

su virtud, fué al entrar ya de lleno en el asunto capital

de su crónica: los hechos de los conquistadores, y es-

pecialmente sus guerras intestinas; tempestad de pa-

siones desatadas atraída por los montes de plata y de

oro del riquísimo suelo peruano, confusa y atropellada

muchedumbre de sucesos extraordinarios é inauditos,

donde para juzgar y discenir lo criminoso de lo

heroico, lo justo de lo injusto, lo contingente de

lo necesario, lo bueno de lo malo, era preciso ser

dueño de una prudencia consumada, una imparciali-

XXX

Prólogo.

dad á toda prueba, una intención sanísima, un juicio

perspicaz y reposado, y una cabeza y voluntad de

hierro,

Pero con todas esas cosas contaba el avisado y ani-

moso mancebo, para salir, como salió, gallardamente de

la parte más ardua de su historia. Además era diligen-

tísimo: cuando le interesaba conocer de un suceso que

no habia presenciado, aclarar los dudosos, ó ilustrar Ips

sabidos con más amplios informes, acudía, á ser posi-

ble, á testigos presenciales, y en su defecto, á personas

de reputación y acreditada imparcialidad; y en todos

casos consultada la publica opinión, y se procuraba de

compañeros, jefes, autoridades, cabildos y notarios

toda clase de documentos y papeles particulares y de

oficio, los cuales conferia y depuraba detenidamente,

antes de recusarlos ó hacerlos testimonio de su escri-

to.—Bien es cierto, que pocos historiadores se encon-

traron en condiciones tan ventajosas como las suyas, no

sólo para verificar personalmente esas diligencias pre-

liminares, y establecer sobre base tan firme su obra, sino

también para acopiar los primeros materiales de ella;

porque intervino en muchos episodios de la conquista y

de la$ guerras del Perú y Nuevo Reino, ya como des-

cubridor ó poblador, ya como simple soldado de for-

tuna; conoció á la mayor parte de los famosos capita-

nes, letrados y eclesiásticos, que figuraron en aquellas;

Prólogo.

XXXI

fué amigo de los unos y enemigo de los otros; peleó

juntó á ellos ó con ellos; padeció sus hambres; dis-

frutó de sus botines; los vio vivir y morir, pudo es-

timarlos en lo que valían y juzgar con acierto de sus

obras.

Era hasta exagerado en su honradez de historia-

dor: no se olvidó jamás de distinguir lo que contaba

por experiencia y vista propias, de lo que referia por

‘ relaciones de otros, ó se fundaba en dichos notorios y

dignos de crédito ó en rumores del vulgo desprecia-

bles; á cada paso nombra los sujetos que le suministra-

ron noticias, é indica, extracta ó copia los documen-

tos de que se servia; de modo que el lector camina

siempre por su historia sobre seguro y sin recelo de

quien así la escribe y la comprende. Era, por fin, como

escritor, modesto: sus pretensiones literarias se redu-

cían á bien poco: que su estilo bastase á la puntualidad

y claridad de la narración, la cual no lleva más adorno

que contados ejemplos de los historiadores clásicos, cu-

ya lectura el nuestro frecuentaba, de los Libros Sagra-.

dos y de los Santos Padres.

Cieza de León tomó tan á conciencia el generoso

# empeño de instruir á su patria con verdad de las accio-

nes de sus hijos en el remoto suelo americano, y

de la honra ó deshonra, fortuna ó desgracia que de

ellas le resultaban, que hubo de sacrificarle, no sola-

XXXII

Prólogo.

mente el reposo necesario al cuerpo y al espíritu (a)y

pero hasta sus afectos mas caros y entrañables. En él,

generalmente, el historiador dominaba al hombre. Pre-

senció las infamias y traiciones que trajeron la muerte

de su gran amigo el noble y confiado mariscal Jorge

Robledo, y no obstante, tuvo palabras de censura para

las imprudencias del fundador de Antíoquía, y de dis-

culpa y compasión para el adelantado Belalcázar, su

asesino. “Andaba el pobre viejo tan temido, que casi es-

taba fuera de sí; é no iba ninguno de los de Robledo

en aquel tiempo hacia donde él estaba, que osase llevar

espada ni otras armas, y aunque fuese sin ningunas é

iba á hablar con él, luego se empuñaba de una daga.

Yo me acuerdo en esta ciudad de Cali allegarle á ha-

blar é poner la mano en el puño de la daga” Ca-

tólipo á carta cabal, según su siglo, y por consiguiente

supersticioso, veneraba con profundo y filial acatamien-

to á los ministros de la Iglesia, y miraba las ofensas

hechas, con motivo ó sin él, á sus personas, como otros

tantos sacrilegios; mas no por eso desoyó la voz de su

deber, que le gritaba,—sin hacer caso de la pena que, de

seguro, afligiría á su piadoso corazón: “Y á la verdad

(a) “Pues muchas veces, cuando los otros soldados descansaban, cansa-

ba yo escribiendo.» (Primera parte de la Crónica del Perú, Dedicatoria.)

(¿) LA GUERRA DE QUITO, cap. CCXXXV.

Prólogo. xxxui

ya es plaga y dolencia general en estos infelices reinos

del Perú no haber traición ni motín, ni se piensa co-

meter otra cualquiera maldad, que no se hallen en ella

por autores ó consejeros clérigos ó frailes; lo cual ha

procedido que debajo de su observancia quieren ser

tenidos y reverenciados como á dioses; y ha sido su

soltura grande, y á rienda suelta han corrido sin que

hallen quien les impidan; porque ni los obispos, ni

priores, ni custodios los han castigado” (a).

Sin embargo, dos cosas no pudo ó no quiso reducir á

términos discretos y sensatos: su lealtad al Rey y su

aversión á los que, cautelosa ó paladinamente, desobe-

decieron las órdenes y leyes soberanas. No me pro-

pongo entrar en un examen detenido de esos senti-

mientos, que influyen á las veces en demasía sobre la

manera de referir sucesos muy capitales de la guerra

de Quito; aunque bastante exagerados, los tengo por

sinceros: son de una época en que la lealtad al Rey

significaba lo que hoy significa el honor, y el rebelarse

contra su voluntad augusta y sacra ser traidor á la

patria, cuyo símbolo entonces era la corona.—Y no

hay que olvidar que la guerra de Quito fué la primera

y más seria de las tentativas de independencia á que se

atrevieron los españoles americanos. Pero me duele

(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXLIX.

xxxiv Prólogo.

a par del alma ver á un hombre de carácter tan

noble y tan simpático como nuestro cronista, des-

atarse, llevado de su apasionamiento, en improperios

contra Gonzalo Pizarro y los que le siguieron hasta

el fin de su triste jornada, recrearse con la idea *de su

muerte y disculpar y aun aplaudir los crímenes más

horrendos y repugnantes de los realistas, si se co-

metían con los amigos y secuaces de aquel valeroso

aunque obcecado caudillo. Hablando de Alonso de

Toro, teniente de Gonzalo Pizarro en el Cuzco, dice:

“que como tratase ásperamente á los que via que se

inclinaban al servicio del Rey nuestro señor, luego

comenzó á ser aborrecido de muchos, y conjuraban

contra él, tratándole la muerte, siendo el autor prin-

cipal un clérigo vizcaíno, llkmado Domingo Ruiz, con

otros vizcaínos; los cuales determinadamente acorda-

ron en dar la muerte al capitán Alonso de Toro; y

porque vian que andaba siempre muy acompañado, no

se tuvieron por bastantes de ponello en obra al des-

cubierto, sino aguardar á que fuese á visitar á la

mujer del inca Páulu, que estaba enferma, é á quel

padre Domingo Ruiz y Joánes de Cortaza con los

demás estuviesen en parte que lo viesen entrar, y con

una ballesta le tirasen una jara ó arpón de tal manera,

que el golpe, no saliendo en vacío, hiciese camino por sus

entrañas y corazón, para que, quedando muerto, libre-

Prólogo. xxxv

mente se pudiese apellidar el nombre del Rey nues-

tro señor” (a). Hay aquí tanto ensañamiento y

tal ferocidad al pintar el ballestazo de los asesinos de

Toro, que cualquiera pensaría que el mismd Cieza lo

hubiese disparado con gusto. Contando cómo’ Diego

Centeno, tan leal á la causa del Rey como ambicioso y

avaro, amañaba con éxito el asesinato, casi el fratri-

cidio, de Francisco de Almendras en los Charcas,

se atreve Cieza á observar “que parecía que Dios

guiaba aquel negocio” (b). Y en defensa de la felonía

de Centeno escribe: “que, gobernando Almendras en

nombre de tirano, era cosa ridiculosa creer que Cen-

teno había de anteponer su amistad al servicio real;

porque, tocando á él, ninguno ha de tener ley si no

fuere con solo Dios” (¿y.

Grave defecto es, sin duda alguna, en quien trata

materias históricas, fervor tan sospechoso como el que

dicta las anteriores frases, y que, aun siendo sincero y

bien intencionado—como á mí me lo parece,—no deja

de hacer sombra á la verdad. Mas, si la simpatía no

me ciega, creo que nuestro historiador lo atenúa en

cuanto cabe atenuarlo. No hace de su pasión exagera-

da, como otros lo han hecho con rectos ó torcidos

W

w

LA GUERRA DE QUITO, cap. CXXXm.

Ibid., cap. CXXIX.

IWd., cap. CXXVIIÍ.

xxxvi Prólogo.

fines, el móvil y resorte secreto de la historia, ni guia

por aquella ó adereza los acontecimientos y la conduc-

ta de los personajes que en la acción intervienen; los

arranques de su entusiasmo y las protestas de su leal

enojo quedan para los juicios y comentarios que le su-

gieren sucesos culminantes y acciones muy señaladas,

ó no pasan del estilo, que adquiere en ocasiones cierta

vehemencia candorosa muy en armonía con los pocos

años del cronista. Repárese, sino, en el notabilísimo

contraste que forman los hechos y los actos referidos,

con su manera de juzgarlos bajo el doble punto de

vista de su amor al Rey y de su odio á los rebeldes.

Y este género de inconsecuencia, harto común en

los que, al escribir, se apasionan sin arte y con fran-

queza, en nuestro historiador lo es tanto, que á mi

modo de ver constituye la más característica de sus

genialidades. En prueba de ello, baste citar un

ejemplo.

El amor al prójimo indiano y un generoso senti-

miento de conmiseración por la triste suerte á que le

había reducido la Conquista, brillan en multitud de lu-

gares de la Crónica de Cieza, y especialmente y de tal

modo en la segunda parte, donde trata del antiguo po-

derío de los incas, que ha merecido del insigne Pres-

cott el siguiente caluroso elogio: “y mientras que hace

completa justicia al mérito y capacidad de las razas

Prólogo. xxxvii

conquistadas, habla con indignación de las atrocidades

de lds españoles y de la tendencia desmoralizadora de

la Conquista. No era fanático, puesto que su corazón

estaba lleno de benevolencia para el desgraciado indí-

gena; y en su lenguaje, si no se descubre la llama abra-

sadora del misionero, se encuentra un rayo generoso

de filantropía, que envuelve tanto al conquistador como

al conquistado, considerándolos hermanos” (a). Pues

véase ahora cómo nuestro filántropo se expresa respec-

to de una laya de naturales popayaneses, á quienes co-

noció más de cerca que á los antiguos peruanos.

“Los pozos, como entendian la guerra de sus comar-

canos, aguardábanlos por algunas partes y prendieron

aqueste dia más de cincuenta personas; y como la Pás-.

cua de Resurrección Santísima quiere venir, que los

carniceros, amolados sus navajones, degüellan á los

inútiles carneros, ansí estos indios con gran gana de

comer de sus tan confines en parentesco y allegados á

su patria, pues no hay más de una lengua de una pro-

vincia á-otra, con cuchillos de pedernal los hacían pie-

zas. Y una cosa noté, porque infinitas veces lo vi por

mis propios ojos, que así como eran presos los mal-

aventurados por sus enemigos, sin hablar palabra, se

abajaban fasta que con un bastón, dado en la cabeza

(«) LA CONQUISTA DE PERÚ, Adic. al lib. I.

***

XXXVIII

Prólogo.

un gran golpe, era aturdido; y aunque de la burla no

quedase muerto ni con el cuchillo le cortasen la cabe-

za, no hablaba ni pidia misericordia; por donde se ve-

rifica y colige la gran crueldad de aquellas naciones.

Luego hacían pedazos todos aquellos humanos cuer-

pos, y hasta las inmundicias dellos las metían en gran-

des ollas, y sin aguardar áque estuviese bien cocido, era

por ellos comido; y la sanguaza se bebían, comiéndose

los corazones y asaduras crudas; las cabezas inviaban

á sus provincias, que era como señal de triunfo. Esta

perniciosísima costumbre tienen aquellos diabólicos

hombres. ¡Dios nos libre del índico furor! Porque en

todas las naciones del mundo se usó alguna clemencia

y bondad, y entre ellos no hay sino maldades é vendi-

caturas, que no se puede innumerar la mucha cantidad

y falta de gente, por se haber comido unos á otros.”

Conviene á saber que esta especie de fieras eran

aliados de Sebastian de Belalcazar, á cuyas órdenes

Cieza combatía, en la guerra de los de Picara, nación

valerosa é indomable, que “tenia á gran dicha ser víc-

tima de las atrocidades de \os pozos, pues era por la li-

bertad de su patria;” á pesar de lo cual dice tam-

bién de ella:

“El adelantado habíales inviado muchas embaja-

das amonestándoles que quisiesen tener confederación

con los españoles y reconocer por señor al invitísimo

Prólogo. xxxix

cesar, nuestro Emperador; y como ya estuvieran deter-

minados de proseguir la guerra, por entretener á los

cristianos, respondían respuestas generales: que se ha-

ría llamamiento en la provincia, y -que, juntos los se-

ñores de ella, se trataría; sobre otras respuestas equí-

vocas. Mas como el adelantado los entendiese, mandó

continuar la guerra, la cual se les hizo asentando el

real en la tierra del señor Sanguitama, adonde se jun-

taron muchos indios naturales de toda la provincia, y

de noche se nos pusieron en un collado que estaba

encima del real, desde donde hacían grandísimo ruido,

encendiendo muchos hachos, y nos llamaban mugeres,

diciendo que fuésemos para que usasen con nosotros,

y otras palabras de gran vituperio. Y como los espa-

ñoles tengan por costumbre de obrar con las manos y

callar con sus bocas, á la segunda vigilia de la noche,

nos concordamos cuarenta mancebos, y tomadas nues-

tras rodellas y espadas, con licencia del adelantado,

fuimos á ganar lo alto dejando dicho que, en dando el

alba testimonio de la claridad del dia que había de ve-

nir, fuesen algunos de á caballo á hacernos espaldas.

Ordenado desta suerte, caminamos por un cerro arriba

que iba á dar al otro donde los indios estaban hacien-

do ruido, y como los cobardes temiesen en tanta ma-

nera los golpes de las espadas que con los fuertes bra-

zos los españoles tiraban en sus desnudos cuerpos y á

XL

Prólogo.

los dientes de los perros, tenían sus velas y centinelas

no muy lejos del real de los cristianos, y como sintie-

sen su subida por el cerro, dieron al arma con gran-

des voces; y como la fuerza y poder, de los barbaros

estaba en la cumbre de todo el collado, oyeron las vo-

ces y entendieron sus crueles enemigos estar tan cerca

dellos, y huyeron con ser más de tres mili y los cristia-

nos cuarenta (a).”

II.

A estas observaciones acerca del carácter y mérito

de Cieza, considerado como historiador, hubiera yo

querido que siguiesen abundantes noticias de su vida

y persona. Por desgracia, el primero de los cronistas

del Perú, y quizás de las Indias, se halla en el mismo

caso que la mayoría de nuestras celebridades literarias

del siglo XVI: se le conoce únicamente por sus escritos,

y se sabe de aquellas lo que en éstos nos quiso decir ó

dijo por incidencia. Así, pues, y aun cuando he procu-

rado ilustrar con no pocos documentos la época de su

(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXLITI.

Prólogo.

XLI

vida que trascurrió en América, el presente bosquejo

biográfico se compondrá, en sustancia, de lo que consta

en la parte ya impresa de la Crónica del Perú, de lo

que añaden la segunda y este tercero libro de la cuarta,

y de algún que otro dato que por mi cuenta he podido

allegar, con varias é indispensables rectificaciones á

los que han publicado don Nicolás Antonio (a), Fer-

mín Arana de Valflora, [Fernando Díaz de Valder-

rama] Prescott (r), Vedia (d) y Markham (e).

Y la primera rectificación, ó hablando más propia-

mente, reparación de incomprensible olvido, se refiere

á la patria de Cieza. Acerca de ella nos dice Nicolás

Antonio que era “Sevilla por naturaleza, ó solamente

por vecindad ó residencia” (/): Arana de Valflora y

Vedia, que copian al célebre bibliógrafo, repiten la

anterior especie por términos semejantes; y Markham,

sin saberse el por qué—como no sea una interpreta-

ción gratuita de aquella duda de Nicolás Antonio—

(a) B. H. N. 1788: II, pág. 184.

(b) HIJOS DE SEVILLA ILUSTRES EN SANTIDAD, LETRAS, ARMAS, ARTES

Ó DIGNIDAD.— I79I*

(c) LA CONQUISTA DEL PBRÜ, Adic. al lib. IV.

(d) HIST. PRiMiT. DE IND., t. XXVI de la Bibl. de Aut. Esp.,

pág. IX.

(e) THE TRAVBLS OF PEDRO DE CIEZA DE LEÓN, M.DCCC.LXIV, Lon-

don.—Hakluyt society.

(/) Petrus Cieza de León (patria, an dumtaxat domicilio incolature

Hispalensis)…..

XLII

Prologo.

estampa en la portada esteelsiana de su elegante y pri-

morosa edición: PEDRO DE CIEZA DE LEÓN a native of

Seville (a). Y sin embargo, Herrera, ó como si dijéramos

el mismo Cieza, declara por dos veces su verdadera

patria, que es Llerena (b).—De suerte que la feliz y ge-

nerosa Extremadura ha sido madre, no sólo de los

conquistadores del Perú, sino además de quien supo

escribir las heroicas empresas que acabaron.

Ni el año en que Cieza vino al mundo, ni el en que

salió de España para Indias pueden señalarse, á mi

juicio, con la seguridad que lo hace don Enrique de

Vedia; porque si bien es cierto que el cronista declara

al fin de la primera parte de su obra que acabó dicha

parte “originalmente en Lima á 8 de Setiembre

de 1550, siendo de edad de 32 años, habiendo gas-

tado los 17 de ellos en aquellas Indias”, también lo es

que en el “Proemio al lector” asegura “haber salido de

España de tan tierna edad, que casi no habia enteros 13

(a) Pudo también Mr. Markham tomar su noticia del MEMORIAL DE

LAS HISTORIAS DEL NUEVO MUNDO PIRÜ, Lima 1630, por Fr. Buena-

ventura de Salinas y Córdoba, que, sin aducir comprobantes, asegura que

Cieza era natural de Sevilla.

(b) Dec. VI, lib. VI, cap. IV; y Déc. VII, lib. IX, cap. XIX. En

este último lugar de la primera edición se imprimió Erena por Llerena,

error que ha cundido á la de Ambéres y á la de González Barcia.—El

obispo Fernández de Piedrahita repite también en la parte primera, lib. IV,

cap. II de su Historia general del nuevo Reyno de Granada, que Pedro

de Cieza de León es natural de Llerena.

Prólogo.

XLIII

años, y gastado en las Indias de mar Occeano tiempo

de más de 17”, lo cual no se conforma ni puede con-

formarse con lo primero; pues si contaba 32 años

en 1550, diez y siete años antes contaría, por fuerza,

quince, no trece escasos, y tendría que haber nacido

en 1518, y llegado á las Indias en 1533, no en 1519,

y 1531 respectivamente, como quiere el señor Vedia.

Además, en el capítulo XCIV de la citada primera

parte, dice el autor: “Estas cosas [de la riqueza de los

antiguos templos peruanos] no dejo yo de pensar que

son así, cuando me acuerdo de las piezas tan ricas que

se vieron en Sevilla, llevadas de Cajamarca, á donde

se juntó el tesoro que Atabaliba [Atahuallpa] prometió

á los españoles, sacado lo más del Cuzco”; y como las

tales piezas fueron vistas en aquella ciudad á princi-

pios de enero de 1534, mal las hubiera podido re-

cordar si hubiese pasado á Indias en 1531, ó, según

los cálculos de Mr. Markham, en 1532 en la flotilla

de don Pedro de Heredia, ó en 1533, como resulta de

los datos terminantes consignados por Cieza al fin de

la primera parte de su obra. De cualquier modo, es

evidente la contradicion de sus palabras en ese punto,

y en vista de ella, lo único que procede es averiguar

cuál de los tres asertos presenta más visos de certi-

dumbre, para elegirlo por base de las cuentas que se

quieran hacer sobre su edad, el año de su partida

XL1V

Prólogo.

de España, ó el de su llegada al Nuevo Mundo. Yo

creo que debe darse la preferencia al último de los tres:

primero, porque se relaciona con un caso concreto

y acerca del cual no cabe la menor duda, al paso

que en los otros dos se citan edades y fechas, cosas

f áciles de olvidar, como se observa en muchos de

nuestros historiadores del siglo XVI, y ahora en el

mismo Cieza, según hemos visto; y después, porque

ninguno dfe los varios lances ó aventuras personales

que él recuerda en las partes de su crónica que yo

conozco, se refiere á tiempos anteriores al año de 1535;

indicio muy atendible y que no veo desmentido en

ninguno de los documentos y relaciones históricas que

aluden á los sucesos por Cieza recordados.

Aceptada exclusivamente la cita del tesoro de Caxa-

marca, queda inaveriguable, es cierto, el año del naci-

miento de Cieza; pero entre tanto, y con ayuda de

aquel indicio, puede asegurarse que pasó al Nuevo

Mundo entre los eneros de 1534 y 1535.

Es más que probable que se embarcase en San Lú-

car de Barrameda, puerto de donde salían todas las

expediciones que para Indias se proyectaban y organi-

zaban en Sevilla; y que la Nueva Lombardia ó Carta-

gena de Tierra Firme fué la primera que pisó del conti-

nente americano, dedúcese de que en ella pone los

primeros casos de su vida de aventurero. Y si esta de-

Prólogo.

XLV

duccion es admisible, y no me engaño al considerar

como el más antiguo de aquellos su estancia en el Cenú

por el año de 1535 y cuando el descubrimiento de sus

ricas sepulturas se hallaba en su mayor prosperi-

dad (a), me atrevería á suponer que pasó de Sevilla á

Cartagena en las naos de Rodrigo Duran, las cuales

anclaban en ese puerto á fines de octubre ó principios

de noviembre de 1534.

Don Pedro de Heredia, que gobernaba entonces

la Nueva Lombardia, después de haber reconocido y

conquistado la mitad de su territorio hacia el rio Gua-

dalquivir ó de la Magdalena con menos de cien hom-

bres y cuarenta caballos, y luego de establecida definiti-

vamente en Calamar (b) la capital de la gobernación,

con el nombre de Cartagena, el primero de junio de

1533, escribió al Emperador encareciéndole la bondad

y riqueza de la nueva tierra, su buen aparejo para po-

blar y la poca gente de que para ello disponía. Aten-

, dio S. M. las instancias de don Pedro, y al trasladarse

de Sevilla á Cartagena Juan Velázquez y Rodrigo

Duran, proveídos respectivamente de veedor y contador

(a) “En el Cenú… me hallé yo el año de 1535:n (Primera parte de la

Crónica del Perú, cap. LXII); «pues me hallé en él (Cenú) en tiempo

que estaba mis próspero:,, (La Guerra de Quito, cap. XCVIII.)

(b) Tierra de cangrejos en lengua caribe.

LXVI Prólogo.

de esa gobernación, dio licencia á el último para que

hiciese gente en auxilio de Heredia. Alistó en dicha

ciudad doscientos cincuenta hombres, embarcóse con

ellos en dos galeones; zarpó de San Lúcar por junio

ó agosto de 1534, y en 29 de setiembre aportaban á

Santo Domingo de la Española, desde donde Veláz-

quez escribía al Emperador con fecha de 18 de octu-

bre (a), participándole su llegada y la de Duran á la isla

con ciento y cincuenta expedicionarios, en el galeón

grande, y que el pequeño con el resto se habia separa-

do de ellos en medio del golfo y no habían sabido más

de él; que tenían gran priesa en acudir á Heredia y

grandes nuevas de Cartagena, que prometía ser otro

Perú; y por fin, que partirían para allá desde á cuatro

ó cinco dias. No sé si partieron de Santo Domingo el

24 ó 25 de octubre, como prometían, solos los ciento

cincuenta del galeón grande ó aguardaron á juntarse

con los otros ciento que no habían llegado; pero cons-

ta que el 15 de diciembre, reunidos en capítulo en Car-

tagena el gobernador, el alcalde Alonso de Cáceres, el

tesorero Alonso de Saavedra, el contador Duran, el

escribano Juan de Peñalosa y Juan Ramírez de Ro-

bles, votaron ser conveniente sacar el oro del arca de

(a) Col. Muñoz, t. 8o, f.° 3*.

»

Prólogo. xLvii

S. M., para pagar la gente que el contador habia traído

de España (a).

Mientras Heredia escribía á don Carlos pidiéndole

soldados y Duran los enganchaba en Sevilla, sucedió el

hallazgo de los famosos enterramientos del Cenú,

uno de los tesoros más ricos y peregrinos que las

Indias regalaron á sus conquistadores. Al llegar á

Cartagena los doscientos cincuenta chapetones an-

daluces y ver las joyas de oro que de allí se en-

viaban, confirmando las fabulosas noticias que les

sacaron de su patria, muchos de ellos entre los que se

contaban don Juan y don Martin de Guzman, Giraldo

y Lorenzo Estopiñan, Juan de Sandoval, Peralta de

Peñalosa y otros cuyos nombres figurarán más tarde

en las revueltas del Perú, aguijados por la codicia, y no

pudiendo resistir á su impaciencia, pidieron permiso

para marchar al Cenú, y antes de fin del año de 1534

se encontraban en aquel paraje. Otros, más sosegados

ó menos ambiciosos—y de ellos fué Pedro de Cieza,

(a) Extracto de testimonio auténtico, dado por Juan de Herrera, es-

cribano de cabildo. (Col. Muñoz, t. 8o, f.°n)—Con los galeones de

Duran vino otra nao conduciendo al primer obispo de Cartagena fray

Tomas de Toro Cabero y detenta soldados; acaso entre ellos viniera Cieza,

si no vino con el contador. (Carta de Duran y Velázquez al Emperador,

fecha en Cartagena á zi de Agosto de 1536.— Col. Muñ., t. 80, f.° 277

vto.)

XLViii Prólogo.

si realmente formó parte de la gente de Duran—se

quedaron en Cartagena con el gobernador, esperando

mejor ocasión de trasladarse junto á las auríferas se-

pulturas. Que por lo mucho que suenan en las histo-

rias de Tierra Firme y ser lugar descrito por nuestro

cronista y adonde hizo quizá su primera jornada de

America, merecen aquí algunas palabras.

El extenso país del Cenú ó Cenúa, situado en medio

de la gobernación de Cartagena, componíase de tres

comarcas: lá del Pancenú, que caia en las sierras de

Abreva y vertientes al Cauca; la de Cenufana, corres-

pondiente poco más ó menos á la provincia que des-

pués se llamó de Zaragoza, y la Fincenú, orillas

del rio de Cenú y al Norte de Abreva. En todas

tres abundaban aquellas necrópolis indianas; pero en

ninguna tanto como en la de Fincenú, cuya principal

población, así como sus términos, era suelo sagrado

para los cenúes y varias otras naciones circunvecinas.

Hallábase asentada hacia la margen diestra de dicho

rio, á unas treinta leguas del mar (a), en unos campos

rasos y espaciosos cercados de fragosas montañas. En

medio de la llanura alzábase una casa de unos doscien-

tos pies de largo y no muy ancha, con una de sus

puertas al oriente y otra al occidente; dentro de ella

(a) Cieza pone sesenta, pero es distancia evidentemente exagerada.

Prólogo.

XLIX

habia dos ídolos tan grandes como dos crecidos hom-

bres, bien entallados, delante de los cuales practicaban

aquellos indios sus hechicerías y supersticiones y hacían

sus ofrendas de oro de muchas maneras de joyas.99 Y

tenían por cierto todos los de aquellas provincias, que

enterrando sus cuerpos en triángulo de una legua á la

redonda del, que sus ánimas iban á parte alegre. Y

ansí habia unas sepulturas llanas, pero muy hondas, y

otras hechas á manera de pequeños cerros. Y ansí copio

un señor era muerto, era traído por sus vasallos á

aquel campo, que ellos tenían por santo, como nos-

otros los cristianos el de Jerusalen; y llegado allí, hacian

su sepultura en cuadra, ancha y muy honda, y á una

parte ponían el cuerpo y á la redonda del sus armas é

tesoros. Junto á aquella sepultura hacian otras siete ó

ocho adonde metían más de ochenta indias muy her-

mosas y muchachos vivos, y ansí los dejaban79 (a).

(a) LA GUBRRA DE QUITO, cap. XCVIII. En el LXII de la PRIMERA

PARTE DE LA CROÑICA DEL PERÚ dice que eran algunas tan antiguas, que

habia en ellas árboles crecidos, gruesos y grandes.—Juan de Caste-

llanos, en sus ELEGÍAS Y ELOGIOS DE VARONES ILUSTRES DE INDIAS,

canto III de la Historia de Cartagena, da más pormenores acerca del

templo y sepultura del Cenú. Estas noticias de la Historia de Cartagena

son interesantes, minuciosas y por lo general exactas, pues las hubo

Castellanos de varías personas que intervinieron en ella, particularmente de

Gonzalo Fernández y de Juan de Orozco, soldados de Heredia, amigos

suyos y que escribieron además, aquél unas relaciones del descubrimiento

y conquista de Cartagena y éste un libro titulado Peregrino, donde trataba

el mismo asunto entre las peregrinaciones hechas durante su vida.

L

Prólogo.

Este modo de sepultar á sus señores y á las personas

principales, no era exclusivo de los pueblos cenúes;

muchos otros practicaban lo mismo, y ya lo nota Cieza

á seguida, y antes lo habia notado al hablar de las

huacas ó sepulturas de los yuncas, en la primera

parte de su Crónica (*); mas en ningún pais de los de

América encontraron los españoles tantas reunidas ni

con tanto caudal dentro de ellas. Por quintales nos

dice Castellanos que se alcanzó á sacar el oro en

Piezas de diversísimas figuras

Y de todas maneras de animales,

Acuáticos, terrestres, aves, hasta

Los más menudos y de baja casta.

Dardos con cerco de oro rodeados,

Con hierros de oro grandes y menores,

Y en hojas de oro todos aforrados;

Asimismo muy grandes a tambores

Y cascábales finos enlazados,

Según los de pretales y mayores,

Flautas, diversidades de vasijas,

Moscas, arañas y otras sabandijas (b).

La fama de las provincias del Cenú venia de los pri-

meros años del descubrimiento de Tierra Firme. Pe-

drárias Dávila, gobernador de Castilla del Oro, al olor

de este metal, cuya abundancia en ellas se oia pon-

te) Cap. LVIII.

(b) ELEG. Y ELOG., Canto citado.

Prólogo.

IA

derar á todo el mundo (*), envió dos ó tres capitanes

á su conquista, uno de los cuales, Francisco Becerra,

fué, con los ciento cincuenta que mandaba, pasto de ca-

ribes; que, al decir de Cieza la mayor parte enfer-

maron de cámaras y murieron de aquel hartazgo de

carne española. Con tal motivo, cesaron las entradas á

tierra tan bien defendida, pero quedó con más presti-

gio y, por ende, más codiciada de gente aventurera.

No tanto por esto, cuanto por continuar el reconoci-

miento y reducción de un territorio, cuyos bárbaros

naturales tenia la obligación de convertir en ‘buenos

cristianos y subditos felices de los reyes de Castilla,

emprendió Heredia á los 9 de enero de 1534, al frente

de ciento cincuenta ginetes é igual número de peones,

Su jornada al Pancenú, donde, según informes de

indios, se encontraban las minas de . todo el oro

que corria por las demás provincias de la gobernación;

en cuya jornada, al pasar por el pueblo de Fincenú,

(a) Juzgúese por lo que dice Gomara en el cap. Cenú de su HISTORIA

GENERAL DE LAS INDIAS: “Cojcn (los indios) oro en do quieren, y cuando

llueve mucho, paran redes muy menudas en aquel rio y en otros, y á las

veces pescan granos como huevos, de oro puro.”

(b) LA GUERRA DE QUITO, cap. XCVIII.—Un caso semejante refiere

el Clérigo agradecido, en su VIAJE DEL MUNDO, de estos indios de Tierra

Firme:, que habiéndose comido uno 6 dos frailes, rebentaron; y creyendo

que eran de carne indigesta, desde, entonces no se atrevieron á tocar á

ninguno.

Lll

Prólogo.

dio con el suntuoso adoratorio del Diablo, que le pro-

dujo treinta mil pesos, y tuvo conocimiento de las ri-

quezas enterradas en sus contornos, por una sepultura

que abrieron y contenia utensilios y alhajas por valor

de diez y siete mil pesos (a). A pesar de lo cual y de

las súplicas y requerimientos de los soldados, no quiso

poblar allí ni á la ida ni la vuelta, al cabo de dos meses,

de las montañas de Abreva, de donde salieron por en-

tre pantanos, bosques y barrancas, combatidos por la

lluvia, los huracanes, el hambre y la muerte. Sospe-

chábase en el ejército que don Pedro no poblaba en

Fincenú, porque quería sacar á solas con sus criados

y esclavos y sin testigos aquel tesoro. Si lo pensó no

lo hizo ó no lo pudo hacer, al menos en esa forma;

pero aquellas sospechas, injustas ó fundadas, no tarda-

ron en traerle grandes trabajos y amarguras (i).

(a) Este hecho, que no deja de tener su importancia histórica, lo consigna

el tesorero de Cartagena Alonso de Saavedra en carta al Emperador, fecha

en esa’ciudad á 26 de mayo de 1535 (Col. Mufi., t. 80, f.° 121). Cas-

tellano* lo pasa en silencio. En cambio hace subir el despojo del diabólico

adoratorio á mas de ciento y cincuenta mil ducados. Yo me atengo á lo

que asegura Saavedra, que tenia entre otras razones para saberlo á ciencia

cierta, la de su cargo y el haber acompañado al gobernador al Cenú.

(b) Juan de Orozco fué uno de los que participaron de la sospecha, y

el beneficiado de Tunja acoje en su historia rimada la grave censura que

envuelve del proceder de Heredia; Cieza opinaba como Orozco. Sin em-

bargo, Saavedra, que era enemigo del gobernador, y le acusa en su carta

de cosas más menudas, no dice una palabra en ese asunto.

Prólogo.

De regreso en Cartagena, encontró allí á su hermano

mayor don Alonso, á quien habia escrito mandándole

venir de Guatimala, donde vivia rico y honrado. Hí-

zole su teniente general, y como fiaba en su consejo y

experiencia más que en los propios, encargóle de la

dificultosa entrada de Pancenú, poniéndole á la cabeza

de unos ciento treinta soldados de á pié y veinte de á

caballo, y dándole por su segundo al valeroso cordobés

Francisco César, que hasta entonces le habia servido

con lealtad, inteligencia y celo en el cargo que á su

hermano conferia. Partióse don Alonso en el mes de

julio de 1534; halló en las sierras de Abreva los mis-

mos obstáculos que d gobernador, y retiróse á Fince-

nú á tener la invernada. Para aliviar al pueblo, que

era escaso de comidas, despachó á César con algunos

hombres á explorar las comarcas que se extendian en-

tre el Cenú y la costa; y mientras éste descubría la

provincia que primero se llamó de las Balsillas—por las

muchas que alagan su suelo—y más tarde de Erec y de

Tulú, él procedió al registro de las famosas sepulturas,

del cual pronto gozó su hermano los provechos en ri-

quísimas piezas de oro. A esta sazón llegó Duran con

su flotilla á Cartagena, y poco después, como hemos

dicho, iban á juntarse con don Alonso parte de los re-

cien llegados; cuyo refuerzo y la venida del verano le

animaron áemprender nuevamente la dif ícil jornada de

LIV

Prólogo.

Abreva, para donde salía á los principios de diciembre,

dejando por su teniente en Fincenú á Garci Avila del

Rey ó de Villarey, y por contador á Juan de Villoría,

natural de Ocaña (a).

Tan luego como el gobernador supo de la salida de

su hermano, acordó dirigirse á Fincenú con unos qui-

nientos hombres, ciento ochenta caballos y buen sur-

tido de azadones, picos y barretas y otros pertrechos

convenientes al laboreo de las sepulturas. Cierto ya de

su número y riqueza, y libre del cuidado de buscar

en persona la del fragoso Pancenú y de extender por

ese rumbo más allá de las sierras orientales los aleda-

ños de su gobernación, limitada hasta entonces á la

zona marítima, se proponía plantear en grande la

explotación del cementerio indiano y fundar junto á él

un pueblo en condiciones que le hicieran en breve

concurrido y próspero; lo cual, siendo la tierra flaca y

de pocos recursos, habia de conseguirse en mucha parte

abriéndole camino corto y franco por donde transitasen

sin estorbos toda suerte de mercaderes y logreros. Y

como el descubierto á principios de aquel mismo año

no llenaba las condiciones apetecidas, se embarcó con

su gente en cinco naves, y siguiendo la costa en de-

ja) Es probable que para entonces estuviera ya casado con doña Cons-

tanza de Heredia, hija de don Alonso.

Prólogo.

LV

manda del rio de Cenú, rindió su viaje en la bahía que

hoy nombran de Cipata, donde aquel desemboca; y

después de mandar á la ligera en auxilio de su her-

mano unos cien hombres conducidos por Alonso de

Cáceres, gobernó su derrota por la margen derecha del

rio, explorándole al paso hasta muy cerca de los enter-

ramientos, donde llegaba al cabo de diez días con los

suyos muertos de cansado.

Aunque el activo don Alonso hubo de dirigir con

más acierto*su segunda jornada á Pancenú, pues,.

si no miente Castellanos, á costa de trabajos in-

decibles, acampó en las orillas del Cauca, en este

punto le faltaron el sustento y el ánimo á su gen-

te, y sin hallar los decantados minerales de oro, ni una

trocha de bestias en aquellas desiertas y bravias mon-

tañas, con la hueste mermada y perecida de hambre,

revolvió en dirección de Tococona ó Pueblo Nuevo,

descubierto á la ida, donde le encontraron los de Alonso

de Cáceres; y una vez reunidos, prosiguieron la triste

retirada al real de don Pedro de Heredia. El cual,

visto que ni caminos ni oro parecían por aquellos ex-

tremos dé su gobernación, renunciando á la empresa

de Abreva, se decidió á tomar con doble ahinco

el negocio que á la mano tenia. Pero las ruines vegas

del Cenú ni los montes vecinos bastaban á entretener

el hambre de ochocientos soldados allí juntos, con sus

LVI

Prólogo.

esclavos y sirvientes, casi todos enfermos ó desfalleci-

dos; urgía descargar á toda costa la tierra de una mitad

al menos de la gente; determinó el gobernador divi-

dirla en tres, cuerpos de ejército. El uno, acaudillado

por Alonso de Cáceres, debia mantenerse en las orillas

del Nuevo Guadalquivir ó Magdalena, cuya fertilidad

y blando temple eran ya conocidos; otro, de doscientos

hombres y algunos caballos, al mando de don Alonso,

debia dirigirse á las bocas del Cenú á esperar tres na-

vios de Cartagena que le condujesen á la culata ó golfo

de Urabá, término, al sur, de Nueva Lombardia,

donde, para zanjar las diferencias sobre límites suscita-

das por el gobernador de Castilla de Oro, convenia

poblar y hacer frontera. Don Pedro con el resto de la

gente quedaría en Fincenú.

Partieron á su destino ambas expediciones, no sin

lamentos y protestas de los que en ellas iban, pues

aquellos soldados, “cuya piel semejaba saco de sus

huesos,” á comer y sanar en otra parte, preferían el

riesgo de cavarse su propia sepultura abriendo las que

encerraban para unos el objeto de su loca codicia, para

otros el justo premio de sus afanes; y sólo ya don Pedro

y á sus anchas, pro¿edió á derribar á toda prisa os aurí-

feros mogotes, distribuyendo, para facilitar los trabajos

y su lucro, la gente por compañías ó cuadrillas, cuyas,

ganancias se repartían en esta forma: una mitad, apar*

Prólogo. Lvn

tados los derechos reales, era para los que buscaban,

encontraban y sacaban; la otra mitad entraba en un

fondo común para mantenimientos, paga de utensi-

lios, etc. (a) En todas participaba el gobernador perso-

nalmente ó por medio de sus deudos, criados ó escla-

vos, y además nombró para el caso tesorero y contador,

el primero de los cuales usaba un peso para recibir y

otro para devolver el oro que le llevaban á marcar

Muy en breve quedó desbaratado el cementerio de

Cenú, y convertidos sus sarcófagos en montones de

tierra revuelta con harapos y pedazos de momias des-

pojadas de sus ricos arreos: andaban por el suelo los

húmeros y tibias como leña caida, y rodaban las hue-

cas calaveras como en un muladar las ollas rotas. ¡Qué

diferencia de cuando aquellos túmulos se alzaban en la

fúnebre llanura como inmóbiles tiendas donde acampa

la muerte; y aquellos cuerpos, aunque bajo el amparo

del Demonio, descansaban en paz y esperando, á su

modo, la resurrección de la carne!

El pueblo de Fincenú, al hacerse depositario de los

opulentos despojos, cambió su nombre indiano por el

de Villa Rica de Madrid; mas no cambió de traza ni.

(a) Carta del licenciado Juan de Vadillo ala Emperatriz. De Cartage-

na, ii de febrero de 1537. (Col. Muñ., t. 81, f.° 76 vto.)

(b) Carta de Alonso de Saavedra, tesorero de Cartagena, al Empera-

dor. De Cartagena, 26 de mayo de 1535. (Col. Muñ.,t. 80, f.° 121.)

LVI1I

Prólogo.

compuso siquiera su aspecto para el bautizo: por los

años 1537, todavía habitaban sus vecinos españoles

“unas chozas donde apenas podían entrar ni estar; y

en un apartado de una de ellas decían misa con gran

incomodidad, por el humo y el mal olor de copia de

murciélagos” (a). El oro no hizo más que hospedarse

por unos cuantos meses en los tugurios de la Villa Rica;

pasó por ella, como el que entonces se llamaba corrido

y ahora de aluvión, á la recámara de don Pedro; á poder

de los únicos cincuenta y cinco que, entre quinientos

y tantos cavadores, se enriquecieron (b)\ ó á manos

de mercaderes, que con licencia del gobernador re-

montaban en barcos el rio del Cenú hasta las cercanías

del cementerio, y allí vendían una pipa de vino en

100 pesos, en 50 un pernil ó un queso de Canaria,

y en 25 una ristra de ajos (c).

No creo que Cieza fuese de los treinta y cinco afor-

tunados, antes debo pensar que se contó entre los qui-

nientos que fueron al Cenú á “mejorar su pobre capa”

y que no pudieron ni aun remendarla: aquellos regre-

(a) Carta del licenciado Vadillo al Emperador. De Cartagena, x 5 de se-

tiembre de 1537. (Col. Mufl., t. 81, f.° 80 vto.)

(b) Carta de los oficiales reales Rodrigo Duran y Juan Velazquez al

Emperador. De Cartagena, 20 de abril de 1539« (Col. Muñ., t. 81,

f.° 297 vto.)

(c) El peso valia en aquel tiempo tres veces más que ahora.

Prólogo.

LIX

saron á España; estos quedaron en la gobernación de

Cartagena, y á él le encontramos al año siguiente de

1536 en San Sebastian de Buenavista (a).

Ignoro con qué motivo y cuándo el futuro cro-

nista-se trasladó desde el próspero Cenú á la ciudad

frontera de Urabá; pero presumo que un muchacho

sin otros medios de fortuna que su espada y sus bríos,

no viajaría por capricho, sino buscando la manera de

lucir ambas cosas y medrar con ellas.

Veamos cuál pudo ser la ocasión más propicia á

sus fines.

Don Alonso de Heredia, á quien su hermano envió,

como se ha dicho, á la culata ó golfo de Urabá, lle-

gado al del Cenú, mientras se le juntaban los tres

barcos que habían de conducirle á su destino, ocupóse,

conforme á las instrucciones que tenia, en la conquista

del territorio de Catarrapa y fundación del pueblo de

Santiago de Tolú, escala necesaria á los tratantes que

habían de frecuentar la proyectada Villa Rica. Pero los

indios catarrapas eran tenaces y esforzados é hicieron

la campaña, aunque breve, sangrienta y trabajosa; con

lo cual recreció de tal modo la mala voluntad de la gen-

te española, ya disgustada de su partida del Cenú, que

(a) “Yo me hallé en esta ciudad de San Sebastian de Buenavista el

año de 1536.11 (Primera parte de la Crónica del Perú, cap. IX.)

LX

Prólogo.

antes de hacerse á la vela don Alonso á principios de

Abril de 1535, varios de los soldados se pusieron de

acuerdo para alzarse, abandonar á su caudillo y recla-

mar de los agravios y violencias del gobernador. Y

eso hicieron, que una vez embarcados, la nave que

conducia el capitán Francisco César, más que ninguno

y justamente resentido de los dos Heredias, se separó

de la flotilla y aportó á Tierra Firme, donde á los 9

de aquel mismo mes y en la ciudad de Acia, por man-

dado de Antonio Pinedo, alcalde ordinario, y á pedi-

mento de don Martin de Guzman, en nombre de cin-

cuenta y tres de los quejosos, se abria información en

toda regla contra don Pedro (a).—Por cierto que uno

de los tales era el famosísimo Lope de Aguirre, joven

entonces de 24 años (b).

Aquella deserción, aunque redujo considerable-

mente su pequeña armada, no detuvo á don Alonso,

que, en llegando á Urabá, se apresuró á elegir el pin-

toresco sitio donde luego asentaba el pueblo de San Se-

bastian de Buena Vista. Perb los desertores, por ven-

ganza, se concertaron con Julián Gutiérrez, teniente

(a) Consta un extracto de la información en el t. So de la Col. Muñ.,

f.° 146 vto.

(b) Primera vez que figura este hombre extraordinario en los’ sucesos

de la conquista de América. ¡Por fuerza habia de ser en algún alzamiento

ó rebelión!

Prólogo.

de Francisco Barrionuevo, gobernador á la sazón de

Tierra Firme ó Castilla de Oro, que se consideraba

con derecho á mandar en todo el golfo del Darien, y

tenia encargado al Gutiérrez,—sujeto de influencia en-

tre los indios urabaes por hallarse casado con un her-

mano del principal de los caciques,—que resistiese las

invasiones de su vecino el.de Cartagena. Y fué tan efi-

caz la vengativa alianza, que don Alonso, no obstante

haber rechazado con entereza un requerimiento for-

mal de los de Acia para que abandonase su población,

hecho en persona por don Martin de Guzman, lo te-

mió todo de sus antiguos camaradas, la mayor parte

hombres aguerridos, vaquéanos, y acalorados ademas

por recientes enojos, y despachó al instante un men-

sajero en demanda de auxilios á su hermano. £1 cual,

conociendo el gravísimo riesgo que corrian los suyos

y su honra, con gente de Cartagena y del Cenú le acu-

dió lo más pronto que pudo, y formando con ella y la

que habia en Buena Vista razonable ejército, fué so-

bre los • contrarios, los venció con astucia y con ar-

mas, é hizo prisioneros á Gutiérrez, á su mujer, á Cé-

sar, á Guzman y á los más principales de los tráns-

fugas.

Otra de las expediciones que pudo ocasionar el que

Pedro de Cieza se trasladase de Villa Rica de Madrid

al pueblo de Urabá, es la llamada de Dabaibe, empren-

LXII

Prólogo.

dida también por don Pedro de Heredia á los fines de

1535 ó principios de 1536 (a), aguas arriba del Da-

ñen ó Chocó, á través de salyajes florestas pobladas de

murciélagos vampiros, y que dio por único resultado

el descubrimiento de ijna casta miserable de indios

arborícolas, cuya vivienda trae á la memoria la del

nshiego-mbuvé, un mono troglodita (Troglodytes calr-

vus). Sin embargo, Dabaibe, cacique ó soberano fabu-

loso y como tal inmensamente rico, gozaba desde los

tiempos de Pedrárias de tanto nombre en Tierra Fir-

me, como el Dorado en Quito, Popayan y Bogotá: su

misterioso reino desvanecíase delante de los que iban

á descubrirle, de la misma manera que los lagos que

finge el espejismo en los desiertos africanos, al acer-

carse á sus orillas el sediento viajero. £1 factor de Cas-

tilla del Oro Juan de Ta vira gastó 40.000 pesos en una

armada que hizo para subir el rio, la cual, andadas mu-

chas leguas, se perdió, muriendo el factor con otros ca-

pitanes y personas señaladas, por ser los naturales ribe-

(a) Castellanos supone que comenzó esta expedición á mediados de

abril de 1536 (Hist.de Cartagena, canto IV.); pero hay una carta de

don Pedro de Heredia al Emperador fecha en Cartagena á 25 de noviem-

bre de 1535, en que le anunciaba estar ya de camino para ir á ella; y otra

carta de los oficiales reales de Cartagena, también al Emperador, fecha

en esa ciudad á 5 de abril de 1536, en que dicent «no trae el gobernador

de Dabaybe, de do hace 25 años que se tenían maravillosas noticias, sino

6.000 pesos.» (Col. Muñ. t. So, fbs. 122 y 276 vtos.)

Prólogo. LXiii

renos muy belicosos (a). Cuando el gobernador de

Cartagena hizo su jornada, el Dabaibe era hembra, y

decíase “que debia ser cosa de devoción de los indios;

que fué una cacica aniigua, llamada Dabaiba, y que

cuando tronaba, era señal de estar enojada. Guardaba

su casa, un tigre, y cada luna le daban una moza á co-

mer” (i). Si Cieza hubiese ido con don Pedro á tan

famosa expedición, al describir en la primera parte de

su Crónica las provincias de Cartagena y confinan-

tes, probablemente recordaría el hecho, como recuerda

otros parecidos de mucha menos importancia.

A contar de los años de 1536 y de la estada de

nuestra aventurero en Buena Vista, ya es más fácil se-

guirle los pasos por tierra americana hasta que la aban-

done para siempre.

En el cap. II de la primera parte de su Crónica, dice:

“Un lagarto de estos hallamos en seco en el rio de

San Jorge, yendo á descubrir con el capitán Alonso

de Cáceres las provincias del Urute;” y en el XLIII de

la GUERRA DE QUITO: “en el descubrimiento de Urute

melité debajo de su bandera [de Cáceres] y pasamos

muchos trabajos, hambres y miserias.”

(a) Carta al Emperador del regimiento y oficiales reales de Cartage-

no, fecha á 26 noviembre de 1535. (Col. Muñ. t. So, f.° 124.)

(b) Carta del licenciado Juan de Vadillo al Emperador. De Cartagena,

15 de setiembre de 1537. (Col. Muñ. t. 81, f> So vto.)

LXIV

Prólogo.

No sé de historia alguíia general ó particular de las

Indias que refiera la entrada del Urute; pero gracias al

meritísimo Muñoz, no quedará desconocido entera-

mente este episodio de la vida de Cieza (a).

La información instruida en Acia á pedimento de

don Martin de Guzman; las vivas reclamaciones del

tesorero Alonso de Saavedra, que dieron lugar á que

el doctor Infante, gobernador de Santa Marta, secues-

trara catorce mil pesos que Antonio de Heredia, hijo

de don Pedro, conducia á Castilla; las quejas dé los

conquistadores y vecino» de Cartagena, excluidos de

la explotación de Cenú, y por último, cierta asonada es-

candalosa promovida por nueve caballeros madrileños

huéspedes del Saavedra y recien llegados de España,

uno de los cuales, de apellido Ludueña, tenia, según

parece, alguna antigua cuenta de honra que ajustar con

su paisano don Pedro (¿); movieron á la Audiencia de la

(a) Hay noticias de dicha entrada en la carta del licenciado Juan de

Vadiilo á la Emperatriz, escrita en Cartagena á n de febrero de 1537; en

la que cito en la nota anterior, y en los “Autos fechos por mandado del

licenciado Juan de Santa Cruz, juez de residencia y gobernador de Carta-

gena,” en esa ciudad y £ so de noviembre de 153S. (Col. Muñ. t. Si,

fos. 76 vto., So vto. y 135 vto.)

(b) Nació en Madrid de don Pedro de Heredia y de Inés Fernández,

ambos de noble alcurnia. Pendenciero y valiente hasta rayar en temerario,

hubo de meterse él solo contra seis en un lance de cuchilladas, de donde

salió con las narices menos; cuya sensible falta reparó un médico de la

corte sacándole otras nuevas del molledo de un brazo, queporespacio de

Prólogo.

LXV

Española, de donde Cartagena dependía, á proveer por

juez de residencia de su gobernador al fiscal licenciado

Dorantes. Y no habiendo podido cumplirse aquel

acuerdo, porque el fiscal se ahogó con todos sus cria-

dos y comitiva á la boca del Rio Grande de la Magda-

lena, la Audiencia confió la misma comisión á uno de

sus oidores, el licenciado Juan de Vadillo, muy pa-

riente del,otro Vadillo que gobernó á Santa Marta

con don Pedro de Heredia por teniente, allá por los

años de 1527 á 1529; cuya circunstancia y la de car-

tearse como buenos amigos el juez y el encausado, hi-

cieron que éste esperase más bien con alegría que con

pena la residencia. Pero los modos amigables de Vadi-

llo no eran otra cosa que disimulo de enconado rencor

“contra don Pedro,—según se cuenta, porque dejó mo-

rir* de miseria y trabajos en las primeras conquistas

de Nueva Lombardía, á dos sobrinos del oidor, aunque

se ignora si aquel tuvo la culpa con verdad ó sólo la

mala suerte de los sobrinos. Como fuese, ello es que el

sesenta días tuvo aplicado al rostro. Terminada con toda felicidad la

peregrina cura, Heredia no sosegó buscando un cumplido desquite y lo

encontró por fin en la muerte dada con mano propia á tres de sus agre-

sores, uno de los cuales era hermano ó muy deudo de Ludueña. Para evi-

tar escándalos y un mal remate de proceso, habiéndosele ofrecido oportuna

ocasión de pasar á las- Indias, dejando en Madrid mujer y dos hijos, An-

tonio y Juan, se embarcó para la Española en compañía de su hermano

mayor don Alonso.

LXVI

Prólogo.

magistrado, oyendo á su pasión por único consejero,

y aun pareciéndole que no le aconsejaba mal, conside-

rada la gravedad de los excesos cometidos por He-

redia, y que la justicia y la venganza podian dar-

se la mano, llegado á Cartagena el n de febrero

de 1536, y evacuadas las más indispensables diligen-

cias, se echó sobre los bienes del gobernador y de los

que le inspiraban alguna sospecha (a); puso en la cár-

cel á los amigos de éste que desempeñaban algún cargo

público y á cuestión de tormento á sus esclavos y cria-

dos; mandó traer á buen recaudo del Cenú á don

Alonso; cargóle de prisibnes dentro de un calabozo es-

trecho y enfermizo—de cuyas resultas quedó tullido

para siempre de las piernas,—é intentó someterlo á la

misma cuestión que al último de los negros de su her-

mano, con el objeto de que declarase dónde tenia oculto

el oro de las sepulturas (¿),del cual se habian encontra-

do sólo treinta mil pesos (r); y en fin, cuando el gober-

(a) Fué uno de estos el obispo fir. Tomas de Toro Cabero, en cuyo

poder encontró seis mil pesos mal guardados. (Carta de los oficiales

reales al Emperador. De Cartagena de la Nueva Lombardía á 5 de abril

de 1536.—Col. Muñ. t. 80, t> 276 vto.)

(b) MAl hermano de Heredia condené á cuestión de tormento, para

que declarase del mencionado oro que sin duda tiene escondido Pedro de

Heredia, pues sacó las mejores sepulturas; pero le he admitido apelación á

la Audiencia de la Española, n (Carta de Vadillo á la Emperatriz. Carta-

gena 11 febrero 1537,)

(c) Carta de los oficiales reales al Emperador citada más arriba.

Prólogo. LXVII

nador volvió de su jornada del Dabaibe, le redujo

también á prisión bajo la guarda de un Pedro de

Peñalosa, natural de Madrid.

Y mientras continuaban los procesos, no con todo

el rigor que él. hubiese querido (*), como llevaba el

cargo de gobernador además del de juez de residencia,

por el tiempo que esta durase, se trasladó al Cenú

—donde, según es fama, cometió los mismísimos ex-

cesos que estaba castigando,—organizó varias expedi-

ciones para hacer esclavos, que después remitía á sus

haciendas de Santo Domingo, y se dispuso á continuar

las entradas inútilmente acometidas por don Pedro y

(a) “La sentencia de tormento á Alonso de Heredia fué confirmada

por la Audiencia de la Española; pero con tal moderación, que solo le pu-

siesen en el potro y le echasen dos jarrillos de agua. Trajola el doctor Blaz-

quez, juez de comisión. Diósele aviso á Heredia por un hijo suyo, y sin

hacer caso de las comisiones ni de los jarrillos, no confesó. Yo quería se

le diesen más tormentos: Blazquez lo resistió, y se tornó á remitir á la

Española. El, sin duda, sabe dónde su hermano tiene escondido el oro,

pues es hermano mayor y el Pedro siempre se dejó gobernar por él. Que

este sacase gran suma consta por las sepulturas que abrió. En solo mi

tiempo se han sacado cerca de 200.000 mil pesos.” (Carta de Vadillo al

Emperador. De Cartagena 15 de setiembre de 1537.)—En otra, fecha

30 de mayo de 1537, dice la Audiencia de Santo Domingo al Emperador:

“Del Licenciado Juan de Vadillo que reside en Cartagena, se quejan el

gobernador Heredia y sus parientes recusándolo á título de apasionado.

Hemos proveído que Blazquez, que va de camino á Nicaragua, tocase

en Cartagena, y estando veinte dias, acompañado con Vadillo se senten-

cien los procesos de que se ha apelado, especial de cuestión de tormento

á Alonso de Heredia, hermano del gobernador, porque diz no quiere decla-

rar el oro que diz tiene escondido.” (Col. Muñ., t. 81, f.° 55 vto.)

Lxviii Prólogo.

su hermano en busca de los veneros de oro de las mon-

tañas madres de los rios Atrato, Cauca y Magdalena,

y á emprender otras nuevas por el mismo rumbo;

coijfiándolas todas, por supuesto, de aquellos capitanes

más descontentos de su antiguo jefe (a).

A César se le dio la del Guaca (b\ para donde salía á

21 de agosto de 1536 con 40 peones, 8 ó 10 ginetes

y 50 caballos. Alonso López de Ayala, teniente de Va-

dillo en Urabá, fué en cuatro barcos por el Atrato ar-

riba á verse con la Dabaiba; de la llamada del Urute se

encargó Alonso de Cáceres, caudillo de uno de los

ejércitos despedidos del Cenú por don Pedro de Here-

dia, como ya referí, y á quien éste después hubo de

despojar de unos cinco mil pesos, ganados ó rancheados

en su penosa vuelta á Cartagena, por mayo de 1536.

Era también el tal Urute un cacique ó señor pode-

(a) Aparte de la impaciente rivalidad y de las miras codiciosas que

pudieron impulsar á Vadillo á meterse en entradas y conquistas, existia

otra razón de su conducta: “De acuerdo de todos, dice en su carta á la

Emperatriz, se pensó, pues por la cédula de V. M. se habían de empres-

tar 4.000 pesos á los conquistadores con que se remediasen y sosegasen

sus pensamientos acerca del Perú, que se fes aviase y armase para descu-

brir minas desta y de la otra parte de las sierras de Abreva, donde se es-

peran.”

(b) O del Adoratorio, porque se contaba que hacia aquella parte exis-

tia, entre otras maravillas, uno semejante al de Fincenú, fabricado con oro

y piedra, donde el Diablo, bajo el nombre de Tucubo, recibía multitud de

presentes de aquel metal.

Prólogo.

LXIX

rosísimo tan real y positivo como el diablo del Guaca y

la estrepitosa Dabaiba; sus estados venían á caer entre

los ríos Cauca y Magdalena, de Guamocó á Mompox,

y acaso más al oriente todavía, desde la sierra de la

Nueva Pamplona hasta la de las Palmas (a). Cáceres

tuvo ya noticias suyas, cuando entró á socorrer á don

Alonso de Heredia hasta Tococona ó Pueblo Nuevo,

y los indios que se las dieron se brindaron á ponerle

en la corte de Urute con los soldados que quisiese lle-

var; no estaba en su mano entonces aprovecharse de

la espontanea y tentadora oferta, y más tarde, su ene-

mistad con el gobernador vino á incapacitarle para el

desempeño de cualquier cargo de confianza. Pero esa

enemistad se convertía ahora en mérito relevante para

Juan de Vadillo, que no dejó tampoco de tener en

cuenta la pericia de Alonso de Cáceres, y que este ca-

pitán habia sido el primero que tuvo nuevas del Urute;

por todo lo cual se resolvió á elegirle para dicha

conquista.

En su demanda, pues, acaudillando cien peones de

los buenos, treinta ginetes y veinte macheteros para

abrir los caminos, y llevando ciento veinte caballos

(a) Poco más ó menos entre los 70 y 9° lat. sept. y los 302o a

304o long. orient., meríd. de Tenerife.

. Prólogo.

de repuesto y para cargar las armas y equipaje de

los de á pié, salió de Cartagena el 24 de octubre

de 1536, por la vía de tierra y- en dirección del

pueblo de Cenú, mientras las municiones iban en seis

bergantines por mar y después por el rio hasta di-

cho pueblo. Pero habiendo sobrevenido tal diluvio

qu? estuvo á punto de arruinarse Cartagena, les filé

preciso volver á esta ciudad, donde llegaban el 11 de

noviembre. Tornaron á salir el día 13 todos embarca-

dos, y fueron de esa manera hasta las bocas del Cenú,

desde donde, la gente por tierra y los seis bergan-

tines por el rio, marchando despacio, llegaron á Fin-

cenú en 20 de diciembre. De allí, reformados y pro-

veídos de .nuevo, con mejor tiempo, por ser principio

de verano en aquellas regiones, partieron el sábado 23

muy llenos de esperanzas por las noticias estupendas

que les comunicó cierto cacique de un lugar no lejano

del Cenú, diciendo que las riquezas de Urute no dis-

taban sino doce jornadas de despoblado, caminadas

las cuales, darían en pueblos grandes, en especial uno

de piedra con los postes de las casas aforrados de oro.

Tomáronle por guia con unos cuantos indios de los

suyos y otros que aseguraban ser vasallos de Urute;

caminaron con rumbo hacia el oriente las doce jorna-

das y muchas más por selvas y pantanos intransitables;

como era de suponer, desatinaron los embusteros ada-

Prólogo. LXXI

lides, y la hueste castellana, consumidos los víveres

y muerta de fatiga, salió por casualidad á la ribera iz-

quierda del brazo de San Jorge, afluente del Cauca,

que corre á unas veinte leguas de la costa (*), en don-

de hallaron, en vez de los palacios de Urute, una pe-

queña y miserable ranchería de indios pescadores.

Probaron á esguazar el caudaloso brazo por varios

puntos, y no habiendo podido conseguirlo, empren-

dieron la vuelta á los fines de marzo de 1537 en di-

rección de Fincenú, en cuyo pueblo les estaba espe-

rando Vadillo con vituallas y toda clase de socorros.

(a) El Brazo de San Jorge no figura ya con ese nombre en los mapas

modernos, y dudo que se encuentre en muchos de los antiguos publicados.

Alcedo en su Diccionario Geográfico Histórico lo describe así: «Un río

caudaloso de la provincia y gobierno de Cartagena en el Nuevo Reino

de Granada; nace de un brazo del grande de la Magdalena y formando

un círculo en su curso que coge toda la provincia, sale al mar, cerca del

puerto de Tolú.» .Pero no hay rio en la dicha provincia que en su caso

se encuentre. Por otra parte, no se concibe que de ser ese el curso del

San Jorge, le hubiesen encontrado á su paso expediciones que partían de

la costa inmediata á Tola, hacia el oriente.—En un mapa de mano que

poseo del vireynato de Santa Fé, trazado por el doctor Escandon en

tiempo del virey marqués de la Vega de Armijo, el brazo de San Jorge

es un afluente del Cauca, con su curso de NO. á SE., y entra en este úl-

timo rio por los 302o 30′ long. or. Mer. Ten., y los 90 lat. sept. Las

noticias no .muy claras que acerca de dicho brazo trae el P. Simón éh la

tercera parte de sus Noticias Historiales, parecen conformes con los datos

del mapa anterior.—D. José Manuel Restrepo, en su Tabla geográfica de

la provincia de Antioquía, fija la boca del San Jorge en el Cauca á los 90

de lat. próximamente. *

Lxxn Prólogo.

No murió en la jornada ningún español; perdieron

únicamente veintiocho caballos (a).

Repuesto apenas de su infructuosa entrada del Uru-

te, comenzó á prepararse nuestro aventurero para la

segunda y verdaderamente memorable del Guaca, que

el juez Vadillo dirigió en persona.

No fué esa, por cierto, la primera intención del ma-

gistrado, por más que el capitán Francisco César hubo

de regresar de su descubrimiento tan alegre como si

hubiese hallado otro nuevo Perú, trayendo por valor

de treinta mil ducados en alhajas de oro y nuevas de

que el país, en pasando la sierra, era todo sabanas po-

bladas de naturales bien vestidos, más ricos, cultos y

mejor gobernados que los de Cartagena, y en muchas

cosas semejantes á sus vecinos los de Nueva Castilla;

todo lo cual era incentivo más que suficiente para que

una persona del carácter y condiciones de Vadillo se

moviese á tomar la mejor parte en la gloria y prove-

chos de jornada que tanto prometía, conduciéndola él

(a) La jornada del Urute se repitió poco después, en tiempo de Vadi-

llo todavía, con doce de á caballo y unos treinta peones mandados por el

capitán Gómez Becerra. Tuvo el mismo éxito que la de Cáceres. Más

tarde la hizo también sin resultado el sucesor de Vadillo, licenciado Juan

de Santa Cruz: salió de Cartagena por febrero de 1340 y regresó desbara-

tado á los treinta días. (Autos citados; carta de Vadillo al Emperador. De

Santo Domingo, zz de Agosto de 1540.—Col. Muñ. t. 82, f.° 143.)

Prólogo.

Lxxni

mismo. Pero, habiendo tenido aviso de la Corte de

que S. M. enviaba á Cartagena al licenciado Juan de

Santa Cruz á que hiciese con él lo que él estaba ha-

ciendo con Heredia, mudó de parecer, y aunque

hombre ya de edad, pesado en carnes, y no usado á

trabajos de entradas y conquistas (a), calculando que

mientras estuviese empeñado en aquel descubrimiento

evitaba la residencia, y si le concluia felizmente le

seria en descargo de las faltas que hubiese cometido

como gobernador y como juez, se resolvió á tomar el

mando de la gente que tenia dispuesta para el caso y

confiada al mismo capitán que con tanto valor y tanto

acierto acababa de abrir el difícil camino del Guaca.

Y en verdad que si la Historia ha de ser justa con el

oidor Vadillo, no debe vacilar en admitirle el tal des-

cargo: que en su jornada de doscientas leguas por una

de las regiones más fragorosas del continente ameri-

cano, doblada de asperísimas montañas, surcada de

caudalosos é innumerables ríos, ignota, y defendida

por infinita gente ó esforzada, ó astuta, ó traidora é

irreducible siempre, el verdugo de Alonso de Here-

dia, el juez apasionado y prevaricador, el falso amigo,

el hombre codicioso, se mostró liberal con todo el

(a) Carta de los oficiales Rodrigo Duran y Juan Velázquez al Empe-

rador. De Cartagena, zo de abril de 1839 (Col. Muñ., t. 8i,f.° 197 vto.)

LXXIV Prólogo.

mundo, padre de sus soldados, hermano de sus capita-

nes, primero en las fatigas y peligros, sobrio, recto y

prudente; y fue de modo, que la entereza y gene-

rosidad de su ánimo sostuvieron el de toda la hueste

en los trances más apurados y angustiosos. Ejemplos

como este abundan en los varones señalados de la

conquista: acaso sean, en el orden moral, variedad

común á todas las especies nobles del género humano;

pero de tal manera se repiten en la raza española,

cuando se halla, como se hallaba entonces, en condi-

ciones de mostrarse tal cual ella es, que semejante

frecuencia bien puede constituir uno de sus rasgos

característicos. Ancha la tierra; sus naturales bárbaros,

de mezquina razón y esclavos del Demonio; la autori-

dad real reconocida únicamente en los pregones y pa-

peles de oficio; la conciencia á cargo de los frailes y

clérigos que, provistos de multitud de bulas para todas

las ocasiones de pecado que en la conquista se ofrecie-

ran, vendían la absolución y limpiaban el alma por

unos cuantos pesos, ¿qué obstáculos podían atajar, que

freno moderar la poderosa acción de los conquistado-

res? La voluntad iba dtrecha á su querer como jara

lanzada por robusto braio, así quisiera conquistar un

Perú ó consumar la más rastrera felonía. En aquel

momento histórico, para nuestra raza, la suprema

excelencia era tem¥ valor¿ constancia y fuerza sufl-

Prólogo..

LXXV

cientes para poner la mano donde estaba el deseo; la li-

beralidad ó la codicia, la mansedumbre ó la fiereza, la

gratitud ó ingratitud, la caridad ó el egoísmo, la inge-

nuidad ó la doblez, la ira ó la continencia, la malicia

ó bondad, todas estas cualidades, pasiones ó apetitos,

que tiranizan ó gobiernan el carácter cuando á la vo-

luntad no le es dado moverse libre y soberana, eran

dóciles instrumentos de ella, y que, según el caso, acu-

dían á servirla. Condenar á esos hombres absoluta-

mente porque una vez ó dos necesitaran cometer un

delito, es tan injusto, en mi concepto, como ensalzar-

los de la misma manera por lo bueno que hicieron á

vueltas de lo malo. Lo que hay que ver es si realiza-

ron lo que se proponían y si lo que se propusieron no

fué la obra más grande en que se ha ocupado la hu-

manidad. Por lo demás, ¡dichosos los que tuvieron

bastante con la virtud para vencer en todos los com-

bates de la vida!

La expedición de Juan de Vadillo al Guaca, á las

Sabanas ó á las montabas de Abibe—que de estas tres

maneras se la llamó —fué la más numerosa y mejor

organizada de cuantas se llevaron á cabo en las Indias

hasta aquella fecha. Dieron principio los aprestos en

(a) Y según Fernández de Oviedo, del Dabaibe también, aunque creo

que en esto se equivoca. (Lib. XXVII, cap. X.)

LXXVI Prólogo.

octubre de 1537, en cuyo mes ó al comenzar del in-

mediato zarpaban de Cartagena tres navios coa gente

para San Sebastian de Buena Vista; seguíales el juez

en 19 de noviembre con un bergantín y una fusta, y el

día de Navidad de 1537 reunía este caudillo bajo su

mando en aquel pueblo hasta doscientos españoles,

muchos negros é indios de servicio y quinientos y doce

caballos con copiosos pertrechos, así para atender a

las necesidades de la guerra, del camino y del laboreo

de minas, como para cumplir en toda regla con los

preceptos religiosos, pues llevaron ornamentos y vasos

sagrados y hasta moldes de hierro para hostias. En

atención á las dificultades del terreno y falta de recursos

del país por donde habia de transitar la numerosa hues-

te, cada soldado de á caballo llevaba tres: el uno de

montura, otro para el hato y otro del diestro con las

armas y para pelear cuando llegara el caso; al servicio

del ginete y cuidado de las bestias iban un mozo y un

(a) Rarísima vez se hallan conformes las historias, crónicas y docu-

mentos particulares en el numero de hombres y caballos que componían los

ejércitos de Indias. Herrera, que indudablemente tomó sus datos del ori-

ginal de Cieza, dice que fueron en esta jornada 350 españoles y 51a caba-

llos. Vadillo, en carta á un amigo suyo, la cual copia casi á la letra

Fernández de Oviedo (1. c), escribe que llevó “hasta zoo cristianos con

un clérigo y un fraile de la Merced.» Yo me atengo á este dato, pero el

lector puede escoger, si quiere, un término medio, ó entre los extremos el

que más le plazca.

Prólogo. Lxxvn

negro, ó dos negros y una pieza india ó negra, para

moler el maíz, pan de aquella tierra; de los peones una

buena parte iba con machetes para abrir el bosque y

limpiar la maleza, y cada par de ellos se socorría con

un caballo que cargaba la comida y calzado de en-

trambos (a).

A punto ya el ejército de marcha, Vadillo proveyó

los principales cargos en la forma siguiente: hizo te-

niente general á Francisco César; maestre de campo á

Juan de Villoría; alférez mayor á don Alonso de

Montemayor; capitanes á don Antonio de Ribera y al

tesorero de Cartagena Alonso de Saavedra; por ada-

lid ó guía militar, nombró al valiente y consumado

vaquiano Pablo Hernández, y de los cuatro sacer-

dotes que iban en la jornada eligió por vicario á Fran-

cisco de Frías.

El día 23 de enero de 1538 salió de San Sebastian

y tomó por la costa una gruesa avanzada conduciendo

los caballos, que iban en pelo á causa de los muchos

ríos que habían de encontrar en su camino; el 24, Va-

dillo con el grueso de la gente y los mantenimientos,

en seis bergantines, se partió de Urabá para el puerto

que forma el rio de Santa María—hoy Guacuba—cerca

(a) Carta de los oficiales reales de Cartagena al Emperador. De Car-

tagena, 7 de octubre de 1537. (Col. Muñ., t. 81, f.° 78.)

LXXVIII

Prólogo.

de la boca del Darien, en donde le esperaban los ca-

ballos, y con ellos y la hueste completa abandonó á

Santa María el dia 25 de enero y emprendió su ca-

mino hacia la sierra, tomando la dirección de SO.

á NE.

El dia 26 acamparon orillas del rio de Caballos; el 27

entraban en el abandonado pueblo de Urabaibe; el 31

fueron al rio que se dice de Gallo; el 2 de febrero á

otro nombrado de las Guamas ó cañas; paraban en Ca-

güey el 5 de febrero, lugar que denominaron de las

Monterías por una danta ó behorí que en sus térmi-

nos cazaron; prosiguieron hasta la provincia de Guan-

chicoa ó Tinya, regida por el cacique Autibara, donde

se ranchearon de asiento 15 días; intentaron después

inútilmente aproximarse á la montaña, salvando un

caudaloso rio por un frágil y movedizo puente

de bejucos; probaron otro camino á los 4 de marzo;

el 5, miércoles de Ceniza, después de tomarla, empeza-

ron á subir la sierra por la falda llamada de Piten, y el

dia 13 la trasponían por los 301o long. or., mer. Ten.

y 70, 5, lat. sep., más arriba del pueblo de Abibe, atra-

vesando los dominios del cacique Nutivara. Hallában-

se ya en la cuenca del poderoso Cauca, y siguiéndola—

aunque al principio en el error de que era del Atrato

ó Darien—pasaron en todo el mes de junio por el valle

de Norí, pcp* los de Buy, Buriticá y Nacur; hasta el

Prólogo. LXXIX

15 de agosto fueron atravesando las comarcas de Ca-

ramanta y Aburra, en la primera de las cuales murie-

ron el adalid Hernández en el pueblo de Viara, y el ca»

pitan Francisco César en el lugar llamado Corid. Dé-

la provincia de Aburra entraron á las de Arma, la de>

Paucura y de Ancerma ó Birú, y allí, buscando las en-^

cantadas minas de Cuir-Cuir, y las fuentes del rio de

Darien, se detuvieron hasta el mes de diciembre, de

1538; en cuyo dia 18, al cabo de más de un año de

jornada, yendo á la descubierta con algunos soldados

el tesorero Alonso de Saavedra, dio en los contornos

de la ciudad de Cali, fundada recientemente por los es-

pañoles en la gobernación de Popayan, donde el juez

y su gente eran por Navidad bien recibidos y agasaja-

dos de sus compatriotas.—Dejaban atrás, muertos por

el camino, cincuenta camaradas, gran parte del servicio

y mas de ochenta caballos.

He omitido los lances novelescos, las dramáticas

escenas que hicieron de la jornada de Vadillo, uno de

los episodios más interesantes y más gloriosos de la

Conquista, porque Gonzalo Fernández de Oviedo

Antonio de Herrera—es decir, el mismo Cieza de

(a) Lib. XXVII, caps. X á XII. Edic. de la Acad. de la Historia.—

Debo advertir que en esta edición no se ha leído con mucha exactitud el

original de Oviedo. En los capítulos citados, Corrura está por Orrura%

. LXXX Prólogo.

León (a)—y Juan de Castellanos (¡>) los refieren con

numerosos y exactos pormenores; mas no resisto á

trasladar aquí, como muestra de lo que fué dicha jor-

nada, el pasaje donde se cuenta la muerte de Nogue-

ral, uno de los mejores soldados de aquel ejército,

tomado de la tercera parte de las Noticias historiales

MS. de fray Pedro Simón; pues aunque el reverendo

conquense, en rigor, no hizo más que reducir á prosa

llana los escabrosos metros del beneficiado de Tunja,

de cuando en cuando les añade alguna cosa y casi

siempre con oportunidad.

“Luego comenzó á empinarse el camino por ir

subiendo á un peñol altísimo é inaccesible y de tantas

dificultades en la subida, que solo era una cuchilla

tan angosta, que más parecía apeadero de gatos, pues

no daba lugar más que para ir una persona tras otra

con derrumbaderos de ambos lados de más de 500

brazas. Hacíase en lo alto una espaciosa mesa, llena

de una gran población donde estaba recogido mucho

número de gente con gran copia de sustentos y di-

Naasc por Nacur\ Meotagoso por Nocotagoro; Trabuco por Tucubo\ Sa-

riga* por Surigix-y coris (especie de roedor) por axes (especie de batata) §

Ancerina por Ancerma\ treinta leguas (desde Abibe á Angasmayo) por

trescientas.

(a) Dec. VI, lib. VI, caps. IV y V.

(b) , ELBG. Y ELOG. Historia de Cartagena, Can. VI y VII.

Prólogo. LXXXI

versas armas; para mayor fortaleza, sobre la natural,

cercado el pueblo de palenque de muy gruesos made-

ros, y no sin cuidado, á lo que pareció, de lo que les

podía suceder con los nuestros, de cuya entrada ya les

habia llegado la voz. Puso perpleja á nuestra gente la

dificultosísima subida, hasta que, exhortándolos el licen-

cenciado Vadillo, diciendo ser necesario apear la difi-

cultad de aquella fortaleza, pues sin duda por pare-

cerles á los indios ser mucha, tenían allí recogidos

todos sus bienes, y que era propio de españoles poner

el pecho á las mayores dificultades, se determinó á ser

el primero que emprendiese aquella, esforzándose con

esto tanto todos, que ya les parecía mucha tardanza el

detenerse á armarse, como lo hicieron, de sus escaupi-

les, rodelas embrazadas, cascos, morriones, escopetas*

buena munición y ballestas bien arponadas; y con

óaáen de que fuese delante un rodelero y detrás un

‘ arcabuz ó ballesta, comenzaron á subir el recuesto,

yendo primero un Noguerol, mancebo valiente y de

grandes bríos.”

“Seguía sus pasos Juan de Orozco, y tras él Her-

nando de Rojas—que ambos á dos fueron después

vecinos de la ciudad de Tunja, donde murieron;—

iban tras éstos enhilados los demás, y al postre, los ca-

ballos armados de algodón colchado que tenían dis-

puesto para el efecto. No habia concavidad en la subí-

LXXXII Prólogo.

da, por pequeña que fuese, que no estuviese ocupada

de belicosos indios con sus armas, dardos, hondas para

las piedras, macanas, lanzas y otras de que comenza-

ron á jugar, cuando se llegó el tiempo, que llovía de

todo aguacero sobre los nuestros, que llevaban tan va-

lientes brios, que todo esto no les era causa de retar-

dar un punto la subida; hasta que se fueron acrecen-

tando de manera, que se hubo de detener el Noguerol

como aguardando que pasase un gran turbión de

armas que caían sobre él. Y parece no fué sino aguar-

dando la muerte, pues estando así detenido, se la dio

una lanza pasándole la garganta de parte á parte, de

que cayó luego muerto. Y cayera por uno de los der-

rumbaderos, haciéndose mil pedazos, si Orozco no de-

tuviera el cuerpo, dando una voz que pasase la palabra

á que hiciesen alto y rezasen un Pater Noster y un

Ave Marta por Noguerol, que era muerto. Usanz% en

estas guerras, cuando suceden casos semejantes. Sabi-

do esto por Vadillo, les esforzó más á la subida, di-

ciendo: Si es muerto un Noguerol, ciento quedan en el

ejército”

Los pobladores de Cali se hallaban tan necesitados

de gente como la de Vadillo de descanso y sustento,

por lo cual no fué obra muy difícil para aquellos se-

ducir á los de Cartagena, que, á excepción de unos

pocos, negaron la obediencia á su animoso jefe y re-

Prólogo.

Lxxxm

solvieron quedarse en Cali á descansar y probar otra

jrez su fortuna en las conquistas de aquella tierra. Ni

amenazas, ni halagos, ni promesas bastaron á mudarlos

de su firme propósito; las primeras eran ineficaces en

un país donde no mandaba el que las hacia; halagos…

eran más positivos los de sus nuevos camaradas; pro-

mesas… no igualaban alas que les hicieron al partir

de Urabá, y al cabo de la jornada, echadas cuentas,

venian á tocar á cada uno sobre cinco ó seis pesos de

ganancias. Por otra parte, cuando Vadillo quiso vol-

ver pasos atrás y conducir su gente á Buritícá, para

poblar allí y dedicarse al beneficio de las gruesas mi-

nas que en el viaje habian descubierto, Lorenzo de

Aldana, que se hallaba en Cali por teniente de gober-

nador de don Francisco Pizarro, se opuso á ello ter-

minantemente, alegando que Buriticá y todas las

demás provincias descubiertas entraban en la juris-

dicción de Popayan. De manera que el desairado y des-

amparado caudillo no tuvo otro remedio que abando-

nar á Cali y emprender una triste aunque honrosa

retirada; y en compañía de Alonso de Saavedra el

tesorero y de Juan de Villoría y de otros pocos leales,

—el padre Frías y los demás sacerdotes se quedaron,—

salió por tierra de Quito con gran trabajo, riesgo y

hambres al puerto de San Miguel de Piura el 25 de

‘junio de 1539; aquí se embarcó para Panamá, donde

LXXXIV

Prólogo.

llegó el 25 de julio, y de Panamá se restituyó en Car-

tagena “á dar cuenta ante el licenciado Santa Cruz de

sí y de los males que del se habian dicho en su

ausencia” (a).

El marqués don Francisco Pizarro, tan luego como

supo que Sebastian de Belalcázar, su teniente de go-

bernador en Quito, habia abandonado esta provincia

por las tierras que nuevamente descubría más al

norte, en la de Popayan, intentando eximirse de su

jurisdicción, mandó secretamente contra él á Lorenzo

de Aldana con poderes para prenderle, cortarle la ca-

beza, en caso necesario, y en ese y en cualquier otro

(a) Dice Juan de Castellanos al fin del canto VII de la Historia de

Cartagena, que al llegar Vadillo á Panamá, por orden del licenciado

Santa Cruz, se apoderaron de su persona y lo llevaron con grillos y pri –

siones á Cartagena; que su residencia anduvo muy complicada y dificul-

tosa; que apeló de la sentencia y fué remitido bajo buena guarda á Cas»

tilla, donde la apelación duró veinte años, etc. Pero Vadillo. ni en la

carta á su amigo Francisco de Avila, vecino de Santo Domingo, que

trasladó en su historia Gonzalo Fernández de Oviedo, ni en otra al Empe-

rador fecha en Santo Domingo de la Española á 21 de agosto de 1540

(Col. Muñ., t. 82, f.° 143), dice una palabra de aquel atropello; en

esta última escribe sólo lo siguiente: «Detúvcme en Cartagena más de

lo que pensaba, porque, con la buena voluntad que hallaron en el licen-

ciado Santa Cruz y sus oficiales, no faltaron émulos que intentaran mo-

lestarme. Al cabo, llegado el obispo de aquella provincia (don Jerónimo

de Loaisa, después obispo de Los Reyes), me despaché y salí á principios

de mayo; con tiempos contrarios he tardado en venir hasta cuasi mediado

agosto.»—Un año más tarde, el 28 de noviembre de 1541, escribía al

Emperador el obispo de Santo Domingo y presidente de la Audiencia¿

Prólogo. LXXXV

sustituirle en la tenencia. No pudo Aldana cumplir la

primera parte de su cometido, porque, cuando llegaba

á la ciudad de Cali, Belalcázar, navegando por el rio

de la Magdalena, iba camino de España á negociar

para sí una gobernación independiente de la del mar-

qués; pero con esta ausencia, en cambio, le fué mucho

más fácil desempeñar la segunda; por lo cual, y á fin

de que los descubrimientos de Belalcázar quedasen por

Pizarro y engrandeciendo sus dominios, dispuso que

se fundara la villa de San Juan de Pasto; que se re-

formasen las encomiendas hechas por su antecesor,

que se socorriese y sustentase la ciudad de Popayan,

afligida del hambre, y que se procediese á la conquista

dándole cuenta de sus disgustos con los oidores, y expresándose respecto

de Vadillo en estos términos: “Es la causa (de los disgustos), que á Va-

dillo, por lo de Cartagena contra Heredia, se le dieron de término ciento

setenta dias. Andando ese término, V. M. le proveyó de aquella gober-

nación por el tiempo de su voluntad, con todos los provechos é salarios

que gozaba Heredia. En el término de los ciento setenta dias, mandó

V. M. se le diese salario de oidor. Pasado este término, como tenia la

gobernación con tantas ventajas, mandamos no se acudiese con el salario

de oidor. Venido aquí, sobre haberse aprovechado en la gobernación de

más de zo.ooo pesos, recatándose de mí, negociaba con los oficiales y los

licenciados Guevara y Cervantes que le pagaran 4 !/i año8 de su salario,

que, á 300.000 mrs., son 3.000 castellanos. Resistiólo el tesorero,

por más que Guevara salió por fiador, y le trató mal de palabra, porque

no podía vencerle.” (Col. Muñ., t. 82, f.° zn vto.)—Vadillo, como

se ve, permaneció en Santo Domingo bastantes años después de pasar su

residencia.—Según Cieza, se hallaba en España el de 49 ó 50.—Castella-

nos asegura que murió en Sevilla desacreditado y pobre.

LXXXVI

Prólogo.

y población de Ancerma, comarca que años antes ha-

bia reconocido Belalcázar muy de paso, siguiendo el

curso del poderoso Cauca.

Vióse obligado Aldana á suspender por falta de

hombres la campaña de Ancerma; pero como el re-

fuerzo que le deparaba la oportuna venida de Vadillo

y la desobediencia de su gente resolvian de plano la

dificultad, volvió á su idea y trató de ponerla por obra

• al instante, encomendando la jornada á Jorge Roble-

do, capitán aguerrido en Italia, de condición tan noble

como su sangre, valiente, dotado de una gracia espe-

cial para ganarse la voluntad de los indios, y á quien

muy pronto habian de dar fama sus hechos, y más que

sus hechos su trágica muerte.

La opinión de Robledo le atrajo lo más florido de

los cartagineses—que así llamaban, por su procedencia,

á los soldados de Vadillo,—de los cuales unos ciento

de caballo y de pié tomaron su bandera y partieron de

Cali á 14 de febrero de 1539- Cieza iba entre ellos, y

participando en sus glorias y penalidades, se halló en

la fundación de Santa Ana de los Caballeros—más tar-

de villa de Ancerma—(15 de agosto de 1539); en la

reducción de las provincias de Umbra, Ocuzca y otras

á ella comarcanas; en el descubrimiento de los orígenes

del Darien; paso del Cauca por Irrúa, á 8 de marzo de

1540, en demanda de las provincias situadas á la mar-

Prólogo. LXXXVII

gen derecha de ese rio, Quimbayá, Picara, Carrapa, Po-

zo, Paucura, extendiéndose en la exploración de sur á

norte hasta las de Cenufana y Buriticá, y regresando

á la de Quimbayá, donde, á los fines de setiembre de

1540, se fundaba la ciudad de Cartago.

A los dos ó tres dias de fundada, como Robledo

hubiera tenido aviso de que el adelantado don Pascual

de Andagoya era llegado á la ciudad de Cali con

título de gobernador de aquellas tierras, y le ordenaba

que le fuese á ver y á prestarle la debida obediencia,

se partió á cumplir con la orden, dejando casi toda su

gente en la nueva ciudad. Pero, vuelto á Cartago,

ya entrado en el mes de enero de 1541, tuvo que

regresar al poco tiempo a Santa Añade Ancermaá re-

cibir á Sebastian de Belalcázar por gobernador de Po-

payan, cuyo acto formalizó, no sin protestas, el 21 de

abril de 1541. De modo que hasta entonces hubo tre-

gua forzosa en las operaciones militares de la jornada

de Robledo. Acaso Cieza aprovechara este descanso

de las armas para probarse en el oficio de escribir,

pues dice al fin de la primera parte de su Crónica que

la empezó en Cartago el año de 1541.

Regresado de Ancerma el general Jorge Robledo,

continuaron desde el valle y provincia de Paucura,

veinte leguas al sur de Cartago, las poblaciones y con-

quistas de que estaba encargado, con un infructuoso

Lxxxviii Prólogo.

reconocimiento por el valle de Arvi, á que siguieron

las exploraciones del de Arma, de la fértil provincia de

Aburra, hoy Medellin, que llamaron de San Barto-

lomé, donde descubrieron edificios ciclópeos y caminos

abiertos en la peña como los del Perú; de las de Cu-

rume y Guarami y Buriticá, y por último, de los valles

de Hébéjico de Ituany y de Nori, en el primero de

los cuales, á 25 de noviembre de 1541, se fundóla

ciudad de Antioquía (a).

Con esta población, y después de haber reducido á

la obediencia y amistad los indios comarcanos, asegu-

rando así el abasto y servicio de los pobladores, dio

Robledo por fenecida su jornada.—No dejarían de

advertirle los cartagineses, como prácticos del terreno,

que poco más al norte se encontraban el valle de Gua-

ca y las sierras de Abibe, pertenecientes á la goberna-

ción de Cartagena, y que en años pasados habian ellos

mismos descubierto por orden de don Pedro de Here-

dia ó en compañía del oidor Vadillo.—Pero el teniente

general de Belalcázar, en vez de revolver y dirigirse á

(a) La fundación de Antioquía por Robledo, como otras muchas

debidas á los descubridores y primeros pobladores de América, fué más

bien tentativa ó ensayo de población que establecimiento definitivo; por

eso cambió de sitio una ó dos veces. Hoy se encuentra asentada en el

valle de Nori, orillas del Tonuzco, á tres cuartos de legua de la margen

occidental del Cauca.

Prólogo. LXXXIX

Popayan ó Cali á dar cuenta á su jefe, como correspon-

día, del resultado de su expedición, tentado del ejemplo

que el mismo Belalcázar acababa de darle, alcanzando

en la Corte el gobierno de las provincias descubiertas

en nombre del marqués don Francisco Pizarro y des-

obedeciéndole, se resolvió á bajar al golfo de Darien y

encaminarse á España, cotí el objeto de pedir para sí

una gobernación independiente en las provincias que

habia reducido y poblado.

Salió Jorge Robledo de Antioquía el 8 de enero

de 1542 acompañado con treinta y tantos españo-

les; entró por el pueblo de Cunquiva al valle de Nori,

pasó al de Guaca, y después de ocuparse algunos

dias en amistar los naturales de la comarca, despidió

la mayor parte de su escolta, que regresó á Antio-

quía, quedándose para el resto del camino con sólo

diez ó doce hombres, todos amigos suyos y probados

de valientes y en los riesgos de un viaje como el que

iban á hacer. Uno de estos era Pedro de Cieza. Sufrie-

ron lo que no sé contar en la bajada de las sierras de

Abibe, entonces más desiertas y desoladas que cuando

las subieron César y Vadillo, llegando á tal extremo de

desesperación, que dice el cronista de aquella milagrosa

jornada: “E ansí ando vimos otros muchos dias sin ca-

mino aquí más allí, á las veces topando con rios que

no podíamos pasar y otras veces con ciénagas que nos

Prólogo.

hundíamos en ellas; é siempre cortando, abriendo ca-

mino; é ya no teníamos con qué cortar, porque todas

las espadas é machetes se nos habían quebrado; y ya

íbamos tan hechos á la hambre, que más era el miedo

porque nos podían hacer mucho daño, por no llevar

armas ningunas, que la comida que nos faltaba. Pero

tanto pudo la hambre, que se hobo de trocar lo uno

por lo otro, que ya deseábamos topar indios, que aun-

que fuera á bocados peleáramos con ellos (a)”

(a) Tomo este pasaje de la RELACIÓN DEL DESCUBRIMIENTO DE LAS

PROVINCIAS DE ANTIOCHIA, POR JORGB ROBLEDO, de la cual existe copia

en el t. 82 de la Col. Muñ., publicada en el t. II, cuaderno 10, de la

Coi. de Doeum. Inéd. del Sr. Torres de Mendoza. La redactó el escribano

del ejército de Robledo, Juan Bautista Sardella, uno de los doce según él

y diez según Cieza, que le acompañaron desde Antioquía á Urabá; y

aunque escrito con poca gramática, es uno de los papeles más sabrosos

que yo he leido de los tiempos de la Conquista. AHÍ y en la RELACIÓN

DEL VIAJE DEL CAPITÁN JORGE RoBLBDO A LAS PROVINCIAS DE ANCERMA

r QUINBAYÁ, procedente también de la Col. Muñ. y publicado asimismo

en la Col. del Sr. Torres de Mendoza, t. II, cuadernos 9 y 10, encon-

trará el curioso todos los pormenores que desee acerca de las jornadas en

que Cieza militó, con algunos descansos, desde julio de 1539 á febrero ó

marzo de 1542.—Herrera compuso con la relación de Sardella los capítu-

los V á XI de la Déc. VII; y en el II del lib. VII y los I, II y IV del

libro VIII de la Déc. VI, trata de los descubrimientos de Ancerma y

Cartago con la población de sus ciudades, citando más de una vez el

nombre de Cieza. Este, en los primeros capítulos de la Primera parte de

su crónica, recuerda también bastantes episodios de sus expediciones á las

comarcas de Ancerma, Qifínbayá y Antioquía. Todo lo cual me escusa

de ser prolijo y minucioso en la relación de estos sucesos.

que llevábamos de ser sentidos

Prólogo.

xci

Ya en lo bajo de la sierra y cerca del rio de las

Guamas, dieron con algunos maizales abandonados,

luego con el camino que otras veces habían tran-

sitado los españoles, y al cabo con indios amigos,

que les proporcionaron guías para sacarlos hasta el

mar; por cuyas orillas y con el agua á la cinta, lle-

garon al mes y medio de su viaje á San Sebastian de

Urabá.

Encontrábase allí á la sazón haciendo gente para

entrar en la tierra recien poblada por Robledo, Alonso

de Heredia, el cual, después de recibir con más asom-

bro que caridad al fundador de la nueva Antioquía y

á sus mal trechos compañeros, enterado del caso y mo-

tivo de su arriesgada caminata, sin prestarles el más leve

socorro, los detuvo, los despojó de cuanto traían y dio

cuenta del suceso á su hermano—que ya estaba de

vuelta en su gobernación libre y absuelto de la resi-

dencia.—Acudió con presteza don Pedro, aprobó todo

lo hecho, pues entendía, y con razón, que la ciudad

nuevamente fundada y sus términos entraban en los

de Cartagena; y además de aprobarlo, formó causa á

Robledo, y con ella y en calidad de preso lo remitió á

Castilla. Acto más rigoroso en apariencia que en el

fondo, toda vez que la intención de prisionero era

pasar á donde le llevaban.

Antes de hacerse á la vela, conviniéndole que la

XC1I

Prólogo.

audiencia de Tierra Firme conociese de todo lo suce-

dido y estuviese de su parte mientras sus negocios se

resolvían en España, pidió al gobernador de Cartagena

licencia de trasladarse á Panamá para Pedro de Cieza,

á quien confió el delicado encargo de representarle

ante aquella chancillería. Otorgada graciosamente por

Heredia, nuestro cronista fuese á Nombre de Dios y

á Panamá, y evacuada fielmente la comisión de su

amigo, se embarcó para Buena Ventura, puerto de

San Sebastian de Cali, en cuya ciudad halló al go-

bernador Belalcázar muy indignado contra Jorge

Robledo.

Por aquel mismo año de 1542 pasó Cieza de Cali á

Cartago, donde fué testigo de las crueldades de Juan

Cabrera y de Miguel Muñoz, tenientes de Belalcázar,

cometidas en Pindara y en Arma; sin embargo de lo

cual, cuando por los hechos conocieron aquellos natu-

rales la diferencia entre el carácter conciliador y afa-

ble de Robledo y la dura tiranía de Belalcázar, y se

alzaron y así mismo las provincias de Carrapa, Picara,

Paucura y todas las del distrito de Cartago, tomó

partido por el adelantado é hizo con él la guerra in-

terminable y cruelísima de sus indios en alianza con

los caribes carniceros de Pozo, y aceptó de su mano la

vecindad de Arma, villa fundada por Muñoz en di-

cho año, y el premio de sus servicios en la enco-

v Prólogo. xcm

mienda del cacique Aopirama y otro señorete comar-

cano suyo (a).

Sobrevinieron, entre tanto (i 543-45), las discordias

civiles del Perú, originadas de las nuevas leyes—parto

del celo de un varón excelente, muy buen apóstol, pero

malísimo estadista—y del rigor y la imprudencia con

que procedía el virey Blasco Núñez, encargado de eje-

cutarlas en la Nueva Castilla; el cual, preso por la

audiencia de Los Reyes, enviado á España bajo la

custodia de uno de los oidores, puesto por éste en li-

bertad, desembarcado en Túmbez (al mediar octubre

de 1544), huido á Quito, rehecho y victorioso en Chin-

chichara, roto en Piura, y acosado por Gonzalo Pizar-

ro hasta los confínes de Popayan, acudió á Belalcázar

por tres veces mendigando socorro de armas y de

gente con que volver por su prestigio y castigar á los

rebeldes peruanos. Por la primera, contestó el receloso

adelantado con excusas que eran temores de la ven-

ganza de los pizarristas; á la segunda, dio licencia para

,que fuesen á servir al virey cuantos tuviesen voluntad

de hacerlo; á la tercera, mediaron buenos pesos de oro

y esmeraldas y promesas formales de que S. M. con-

firmaría sus derechos á las tierras pobladas por Robledo;

conque mirándolo mejor, tomó á pechos la causa del

(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CIX.

XCIV

Prólogo.

afligido Blasco Núñez y hasta quiso servirle con su

persona.

Cieza tuvo intención de acompañar á Belalcázar

y todavía se dispuso á ello; mas como recibiese por

aquel entonces cartas de Robledo, anunciándole que

volvía de España nombrado mariscal de Antioquía, y

encargándole que le proveyese de algunas cosas que

habia de menester tan luego como llegase á Popayan,

pues llegaba con mujer y con casa y con la obligación

de honrarse conforme á su nuevo rango y estado; pos-

poniendo Cieza el servicio del Rey al de su antiguo

capitán y buen amigo (aún no habia escrito las nota

bles frases que van copiadas en la página xxxv de este

prólogo), encaminóse á Cali en la creencia de que Ro-

bledo aportaría por la Buena Ventura. No fué así; el

mariscal dejó mujer y casa en la Española y vino á des-

embarcar él solo á Nombre de Dios, donde informado

de que Panamá se hallaba en poder de los pizarristas,

dio la vuelta á Cartagena; sabido lo cual por Cieza, re-

gresó á Cartago con el fui de salirle al encuentro.—

Esto fué por diciembre de 1545.—Mientras tanto don

Sebastian de Belalcázar y su teniente Juan Cabrera iban

á la jornada que terminó en el campo de Iñaquito, con

la muerte del obstinado Blasco Núñez y los mejores de

sus partidarios.

Restituíase, quizás, el mariscal Robledo á su pro-

Prólogo. . xcv

vincia de Antioquía, sin otras ambiciones que conser-

varla y prosperarla; pero encontróse en Cartagena

con su deudo el licenciado Díaz de Arm^ndáriz, visita-

dor y juez de residencia con facultades de tomarla en

aquella gobernación, en la de Santa Marta, en la de

Bogotá y en la de Popayan, que por favorecerle y ayu •

darle contra Belalcázar, aunque no estaba todavía re-

cibido por juez en esta última, le proveyó por gober-

nador de Antioquía, Arma y Cartago, que fué tanto

como proveer su desastroso fin y muerte; porque el

mariscal, fiando demasiado en la autoridad que le dio

quien ciertamente no podia dársela, desoyendo los con-

sejos de Cieza (a) y otros como él, que iealmente le

advertían de la falsa posición en que Armendáriz y sus

deseos ambiciosos le habían colpcado, entró con mano

armada y bandera tendida en aquellas poblaciones,

prendiendo y destituyendo los tenientes y justicias

puestos por el adelantado, abriendo las cajas reales,

atropellando por todo; y cuando Belalcázar regresó de

(a) “Algunas veces, platicando yo este negocio (la forma en que Ro-

bledo se entraba por la gobernación de Belalcázar) con el mariscal, y aun

afeando la entrada, me respondió que temia de muchos que no le eran

amigos, aunque en verdad yo muchas veces le dije (á Robledo) que se

retirara á la ciudad de Antiocha, pues Belalcázar venia poderoso y al fin

era gobernador de Rey, y él tenia voz de teniente de un juez no visto ni.

recebido por tal como S. M. mandaba.” (La Guerra de $uito, caps.

CXCIy CXCIII.)

XCVI

Quito tan pizarrista como realista fué con Blasco Nú-

ñez, le requirió y amonestó que se estuviese en Cali es-

perando la venida del juez y le dejase poseer la tierra

desde Cartago hasta Antioquía. En fin, tales violencias

y desaciertos cometió, que al cabo él mismo vino á co-

nocer la sinrazón de su conducta, pues aunque acele-

rado y ambicioso, era noble y leal; y arrepentido, buscó

manera de avenirse con el adelantado, llegando á pro*-

ponerle, como prenda de alianza, el matrimonio de dos

hijos mestizos de Belalcázar con dos nobles doncellas

parientas de su mujer, doña María Carbajal (a); sin des-

cuidar por eso la vigilante guarda de su persona ni los

aprestos de guerra, por si fracasaban las negociaciones.

Cieza, que acompañó á Robledo en todas aquellas ma-

landanzas, nos dice que el mariscal “mandó que los

principales amigos suyos durmiesen en su casa, á don-

de estaban las armas que habia, y para peltrecharse de

más me mandó á mi que fuese con toda priesa á la

ciudad de Cartago á buscar las que hobiese” (i). Pero

el arrepentimiento llegó á deshora y las muestras de

él á parte donde holgaron siempre la generosidad y la

blandura; antes, el inhumano conquistador de Quito,

(a) Era hija de Juan Carbajal, caballero principal de Ubeda y señor

de la casa de Jódar.

(b) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXCII.

Prólogo. xcvii

calculando el partido que podría sacar deí cambio de

conducta de su émulo, le entretuvo fingiendo con

mensajes y cartas que admitía gustoso sus propo-

siciones (*), entretanto que á marchas dobladas y con

golpe de gente mas numeroso que el ejército de Roble-

do, iba sobre éste. Y al turbio clarear de una mañana

nebulosa, le sorprendió en la loma de Pozo, cerca de la

villa de Arma, le hizo prisionero y le dio un garrote el

dia 5 de octubre de 1546. Después paseó su cadáver

por el real á voz de pregonero, le cortó la cabeza y rezó

sobre ella en son de mofa: “si desta vez no escar-

mienta Robledo, yo le tendré por muy grandísimo

necio.” Pero su corazón no quedó todavía harto de

venganza. Rogábanle los criados del sin ventura ma-

riscal que les dejase trasportar su cadáver á la iglesia

de Arma, pues dejándolo en Pozo, los indios de se-

guro le devorarían. Negóse á ello, y aunque sobre la

sepultura de Robledo quemaron unas casas para ocultar

(a) Belalcázar, “teniendo la intención ya dicha (de prender y matar á

Robledo) les dio (á los mensajeros de este) una carta para el mariscal, la

cual yp vi y leí, y en ella decia que se holgaba en extremo de confor-

marse con él y que no hobiese pasiones ni junta de gente, pues dello Dios

y S. M. no eran servidos; y que para que hobiese conclusión aquella paz,

debia no creer algunos de los que llevaba en su compañía…..; y en lo

demás, que diese crédito á lo que dijesen los que iban con el mensaje, afir-

mando que no saldría un punto de ello.” (La Guerra de %uito,

cap. CXCIII.)

xcvín Prólogo.

la tierra removida, al fin fué descubierta por los po-

zos y el cuerpo que encerraba pasto de estos caní-

bales.

Cieza no presenció la muerte de su amigo: “el ma-

riscal, escribe, salió con su gente para ponerse en la

loma de Poza a donde años pasados por su causa tan-

tos indios perdieron las vidas y que por algún secreto

juicio de Dios estaba determinado quél muriese en

aquel lugar. Y yo quería salir con él, y me rogó que-

dase en la villa [de Arma] para proveer algunas cosas

que á él convenían; y desde PQZO me escribió que le

enviase las armas que habia dejado en la villa, y ciertos

tiros, lo cual se hizo (a).” Cuando tuvo noticia de

aquella desgracia, con el temor de las consecuencias

que podía tener para él, abandonando su hacienda y

sus indios de Arma, huyó á esconderse en unas minas

metidas entre los bravos cañaverales de Quimbayá,

donde se proponía aguardar la venida del juez Miguel

Díaz de Armendáriz; lo cual sabido por Hernández

Girón, teniente de Belalcázar, le mandó que abando-

nase su refugio y se saliese á Cali, orden que Cieza no

se atrevió á desobedecer (b).

Inmediatamente después de este suceso, nuestro CrO-

ía) LA GUERRA DE QUITO, c.ip CXCIV.

(b) LA GUERRA DE QUITO, cap. CCXXXVI.

Prólogo.

xcix

nista se trasladó á Popayan, en cuya ciudad se encon-

traba al recibirse los despachos de Armendáriz consul-

tando al cabildo sobre su entrada y visita a la gober-

nación. Más tarde regresó á la villa de Arma á poner

algún orden en los restos de ‘su hacienda; luego,

vínose á Cali, que pot su vecindad al puerto de la

Buena Ventura, era en aquel entonces el centro de

las grandes noticias que en la gobernación de Popayan

corrian con la llegada del presidente licenciado Gasea

y la entrega de la flota de Gonzalo Pizarro; y de Cali

pasóse á Cartago, en donde dice él mismo que se ha-

llaba el año de 1547.

A los 15 de marzo de ese año, el presidente Pe-

dro de la Gasea, en vísperas de salir para el Perú,

remitía con Miguel Muñoz, el fundador de Arma, á

Sebastian de Belalcázar, provisiones y cartas declaran-

do los poderes y objeto con que S. M. le enviaba al

Perú y aceptando la oferta que le hacia el adelantado

de acudir en persona con doscientos hombres; y aun-

que en junio de 1547 el presidente le escribió desde

Manta que suspendiese la jornada hasta nueva orden,

á principios del inmediato julio y desde el puerto de

Túmbez, diósela de nuevo de que, “quedando en la

gobernación de Popayan la gente que para la defensa

y granjerias de ella fuese necesaria, la demás que de

su voluntad, y no por premio, quisiese venir á servir

c

Prólogo.

á S. M. y merecer que se le hiciese bien, viniese con

toda presteza á juntarse con él (a).99

No podia la suerte brindar al soldado y cronista es-

tremeño con ocasión que más cuadrase á su carácter

y propósitos: servir al Rey sin interés y honrosamente

y visitar el renombrado imperio cuya historia traia en-

tre manos. Así, pues, al llegar á su noticia el urgente

mandato de Gasea, preparó sus armas, acabaló su equi-

po, y acudió á la bandera que habia de guiarle en

aquella campaña.

Salieron de Popayan con él poco menos de doscien-

tos soldados, casi todos ginetes, conducidos por el

mismo adelantado y su segundo, el capitán Francisco

Hernández Girón; pero entrados por tierra de Quito,

á fin de que el servicio de cargas y mantenimientos se

hiciese más fácil y con menos molestia de los naturales,

se fraccionaron en pequeñas partidas, que fueron á

juntarse con Gasea por diversos caminos y en dife-

rentes tiempos.

La primera que llegó á su destino fué la de Her-

nández Girón, compuesta de unos quince ó veinte

hombres de á caballo; la cual tomó por la sierra y es-

taba á las órdenes del presidente en Xauxa al termi-

(a) Carta de Gasea al Consejo de Indias. De Túmbez, 11 de agosto

de 154.7. {Col. de doc. méd. parala Hist. de España, t. XXIX, pág. 165.)

Prólogo.

ci

nar el mes de noviembre de 1547. Belalcázar, que es-

cogió la vía de la costa ó de los yuncas, se hallaba en

tima con veinte ó veinticinco ginetes al mediar di-

ciembre de ese mismo año, y á principios de enero

de 1548, en el campo de Gasea en Antahuaillas. Cieza

siguió la ruta del adelantado y quizá se juntara con él

en Los Reyes, porque en setiembre de 47 (a) pasaba

por el valle costeño de Pacasmayu con dirección á esa

ciudad y hubo de reunirse con el presidente también en

el primero de aquellos puntos Incorporado con

el ejército realista hizo la trabajosa marcha de An-

tahuaillas al puente de Apurímac, tomó parte en la

arriesgada operación del paso de ese rio, y á los pocos

dias en la batalla de Sacsahuana (9 de abril de 1548),

que fué, más que batalla, alarde de .traidores á la causa

de Gonzalo Pizarro y trance donde se vieron y proba-

ron los grandes corazones de este caudillo y de sus fie-

les capitanes Francisco Carvajal y Juan de Acosta.

(a) PRIMERA PARTB DE LA CRÓNICA DEL PERÚ , cap. LXVIII.—A

propósito de esta fecha, es de advertir que en todas las ediciones de dicha

parte que he consultado, incluso la de Sevilla, se lee de 1548; error evi-

dente, pues en setiembre de ese alio, después de haber pasado Cieza por

Pacasmayu, tuvieron lugar la batalla de Sacsahuana y otros muchos su-

cesos á que asistió.—£1 itinerario del cronista desde Popayan á Anta-

huaillas puede verse en los caps. XXXVII á XLIV y LVI á XCI.

(b) “Aquí (Andahuailas) estuvimos muchos dias con el presidente

Ga«ca cuando iba á castigar la rebelión de Gonzalo Pizarro.» (1. c.

cp.XC.J,

en

Prólogo.

Después de presenciar la justicia que se hizo del

jefe de los rebeldes y de sus más leales partidarios

sobre el campo de combate, Cieza volvióse á lima,

en cuya ciudad se hallaba todavía cuando entró el vic-

torioso presidente, en medio de grandes fiestas y exa-

gerados regocijos y al aplauso de malísimas coplas,

el 17 de setiembre de 1548. Por ese tiempo, Gasea,

instruido de los trabajos históricos que ocupaban al

modesto soldado, y estimándolos en todo lo que valían,

le ordenó que escribiese ó acabase la Crónica del Perú

con el carácter oficial de cronista de Indias, título que

el autor omitió en la portada de la Primera parte, pero

que ya aparece, como luego veremos, en el epígrafe de

nuestro original de LA GUERRA DE QUITO. La honrosa

distinción que Cieza mereció del presidente Gasea,

hecho hasta hoy, en mi entender, desconocido, consta

por un informe que Antonio de Herrera dio acerca

de los servicios de Hernán Mexía de Guzman á pedi-

mento de su hijo don Fernando, del cual, considerada

su importancia, extractaré los párrafos que hacen á mi

objeto:

“SEHOR: D. Fernando Mexía de Guzman suplicó á

V. M. que mediante que de (sic) los libros que tengo,

sacase la razón que se hallare tocante á los servicios de

su padre hechos en el Perú, y V. M., por su decreto

de 17 de abril de este año, en la Cámara Real y Su-

Prólogo.

CUI

premo Consejo de las Indias, me manda que le dé cer-

tificación de lo que consta. En cumplimiento de lo

cual, habiendo visto las historias que tengo y papeles

que V. M. me mandó dar para escribir la historia de

las Indias, he hallado lo siguiente:…..—En un libro

escrito de mano que salió de la Cámara Real y por

mandado del Rey don Philippe II, de gloriosa memo-

ria, se dio á Antonio de Herrera para efecto de escri-

bir la historia de las Indias; el cuál escribió Pedro de

Cieza, cronista de aquellas partes, por orden del pre-

sidente Gasea, y viene aprobado de la Real Chan-

cillería de la ciudad de Los Reyes, se halla lo siguien-

te:….. Y por la verdad lo firmé de mi nombre en

Valladolid á 7 de julio de 1603.—Antonio de Her-

rera” (a). ‘

No fué esta sola la merced que debió nuestro cro-

nista al licenciado Gasea; permitióle además que se

valiese de sus papeles y diarios reservados para ilustrar

y autorizar la Crónica del Perú: “E sepan los que esto

leyeren, dice Cieza, que el licenciado Gasea desde que

salió de España hasta que volvió á ella, tuvo una orden

maravillosa para que las cosas no fuesen olvidadas, y

fué, que todo lo que sucedió de dia lo escribia de no-

(a) Debo una copia de este documento á la obsequiosa amistad de don

Francisco de Paula Juárez, entendido y celoso Archivero de Indias.

C1V

Prólogo.

che en borradores quél tenia para este fin, y así, por

sus dias y meses é años contaba con mucha verdad

todo lo que pasaba. E como yo supiese él tener tan

buena cuenta y tan verdadera en ios acaecimientos,

procuré de haber sus borradores y dellos sacar un tras-

lado, el cual tengo en mi poder, y por él iremos es-

cribiendo hasta que se dé la batalla de Xaquixaguana,

desde donde daremos también noticia de la manera

con que escribimos lo que más contamos en nuestros

libros” (a).—Y haré notar, de paso, la importancia his-

tórica de esta ingenua revelación de Cieza, la cual hace

menos sensible la pérdida que hasta hoy lamentamos

de sus libros IV y V de Las Guerras civiles, toda vez

que, como dejo dicho y probado (b), la Historia ó Re-

lación de los sucesos del Perú que Gasea compuso, la

tomó el Palentino á la letra para la primera parte de su

Historia.—Sin contar también con que se conservan

y están, en su mayor parte, publicados los despachos

oficiales que el presidente dirigia ai Consejo de las

Indias, disponiendo su contenido por los borradores

de que Cieza nos habla.

(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CCXXXIII .—Yo he visto entre los

papeles que Gasea se trajo del Perú algunos de los documentos origi-

nales que Cieza afirma haber tenido en su poder.

(b) Págs. VIII y IX de este prólogo y Ap. n.°

Prólogo.

cv

En fin, cuando éste hizo, en el año siguiente de 49,

su viaje por la vasta región del Collao hasta la villa de

Plata, con el objeto de estudiar las antiguallas del

país y esclarecer muchos sucesos de las guerras civi-

les, dióle el licenciado cartas suyas, recomendándole á

los corregidores y justicias de los pueblos y asientos

por donde habia de pasar, con que facilitó sobrema-

nera las investigaciones del activo cronista (0); el cual,

con el favor que aquellas le prestaban, pudo obtener

noticias fidedignas acerca de la historia y tradición de

los famosos monumentos de Cacha, Pucará, Vinaque,

Tiaguanaco, Ayavire y otros, suministrados por los in-

dios viejos, curacas y encomenderos de esas localida-

des; y consiguió que los cabildos y notarios de Potosí,

Plata y el Cuzco le abriesen y mostrasen sus registros,

donde constaban los hechos primordiales del alza-

miento de Gonzalo Pizarro y de los realistas Diego

Centeno y Lope de Mendoza, y de la guerra que les

hizo el maestre de campo Carvajal.

A los favores y protección de Gasea, Cieza corres-

pondió aplicándose á sus trabajos históricos coi} una

actividad ciertamente pasmosa. Al comenzar el año

de 1550, terminada su excursión al Collao, se encon-

traba en el Cuzco consultando y oyendo á Cayu Tupac

(a) PRIMERA PARTE DE LA CRÓNICA DEL PERÚ, caps. XCV y CIX.

cvi Prólogo. 1

Yupanqui, descendiente de Guayna Capac, y á los más

nobles é instruidos orejones, capitanes y cortesanos de

ese inca, reunidos en una especie de consejo con los

mejores lenguaraces que se hallaron, sobre el origen

fabuloso de la raza inqueña, sus monarcas, leyes, obras

y costumbres, y otros puntos relativos á la antigua,

y hasta entonces desconocida, historia del Perú (a); y

antes del mes de setiembre del expresado año, sometía

modestamente el fruto de sus investigaciones, orde-

nado para la segunda parte de la Crónica del Perú, á

la competencia y saber de los oidores de la audiencia

de Lima, Hernando de Santillan y Melchor Bravo de

Saravia El 8 de ese mismo setiembre concluía

en aquella ciudad la primera parte (c), y no mucho

más tarde, ó quizá en la propia fecha, dejaba corrien-

tes la tercera y la cuarta, hasta el tercero libro, por lo

menos ( cuyo capítulo corresponde al XI del lib. VI

de la Déc. VII en Herrera.

Capítulo III. ii

temió no le viniese á matar por mandado de Vaca de

Castro, por la enemistad que con él tenia; y luego otro

dia, por todas las vías exquisitas que pudo, procuró de

no tener tal huésped en su casa; mas como Francisco

Carvajal era tan mañoso, demás de entender al tesore-

ro, se aposentó de más reposo en su casa. Y á cabo de

algunos dias que habia que llegó á Los Reyes, dio las

cartas que traia de Vaca de Castro y cuenta á los del

cabildo de su viaje á España, y de la utilidad y prove-

cho que al reyno se recrescia con su ida, y que por su

parte habia S. M. de ser bien informado de las cosas de

la provincia y del agravio que se les hacia á los con-

quistadores, si por entero las nuevas leyes se hubiesen

de cumplir:—lo mismo decia Vaca de Castro por sus

cartas, y que diesen poder á Carvajal para que nego-

ciase en España lo que convenia al reyno. Los del ca-

bildo, vista la carta de Vaca de Castro y lo que decia

Francisco Carvajal, respondiéronle equívocamente, que

pues el gobernador por sus cartas les avisaba su veni-

da á Los Reyes seria breve, que se estuviese en la cib-

dad hasta que viniese, y venido, se haria lo que man-

daba como gobernador que era del Rey: y esta res-

puesta se le dio dentro en su cabildo y ayuntamiento,

estando en su congregación. Y Carvajal, paresciéndole

que por le tener en poco los del cabildo de Los Reyes,

le habían dado respuesta tan frivola, se salió del muy

sentido, y los del regimiento quedaron riendo, hacien-

do burla del; teniendo por cierto, que cuando Vaca dfe

Castro viniese del Cuzco, estaría ya en la tierra el vi-

sorey, y no seria parte para les hacer ninguna moles-

12

La Guerra de Quito.

tia, por no haber querido enviar á Francisco de Car-

vajal (a) á la España.

En este tiempo, el visorey Blasco Núñez Vela de-

seaba en gran manera salir de Tierrra Firme, y embar-

cado en la mar austral en naves, navegar, para con

presteza allegar al reyno de Perú; porque en gran ma-

nera deseaba asentar el audiencia en Los Reyes, te-

niendo por fácil cosa ejecutar las ordenanzas, oyendo

enojosamente y con dificultad á los que otra cosa le

hablaban Y dejando en Panamá á los oidores, lle-

vando consigo el sello real, se embarcó en la cibdad de

Panamá á diez dias andados del mes de Hebrero del

mismo año, y allegó al puerto de Túmbez en nueve

dias, viaje no visto ni oido que con tanta presteza ni

velocidad haya allegado ningún navio. Y desde Túm-

bez escribió sus cartas á la cibdad de San Francisco del

Quito, é Puerto Viejo é Guayaquil, para hacelles saber

de su venida al reyno y del cargo que en él traía por

mandado del Emperador nuestro señor, y que su

deseo era de hacer á todos bien y tenellas en justicia; y

que por eso lo habia aceptado; y que en llegando á la

cibdad de Los Reyes, se fundaría el audiencia y chanci-

llería real, á donde oiría y haría justicia á los que cares-

ciesen della. Y aunque les envió á decir esto, proveyó

algunos mandamientos para la nueva gobernación y

sobre el tratamiento de los indios; los cuales se tuvie-

ron por enojosos y pesados, porque hasta aquel tiempo

(a) Así varias veces, con la partícula de.

(b) Suprimido este pasaje en Herrera.

Capítulo IV.

13

la justicia habia sido, como dice el pueblo, de entre

compadres; y murmuraban del visorey, y á donde lle-

gaba la fama de su venida, pesaba no poco, y de todos

los más era su nombre aborrecido, y todos por temor

de la tasación no entendian en otra cosa que en sacar la

más cantidad de oro que podian á los indios y caciques.

CAP. IV.—Cómo el gobernador Vaca de Castro

escribió desde la cibdad del Cu^co al capitán

Gonzalo Pi\arro,y de su salida del Cu\co.

PASADAS en la cibdad de Cuzco las cosas que hemos

contado en los capítulos pasados no cesando el

alboroto y tomulto que cabsó las nuevas de las orde-

nanzas, antes se practicaba lo mismo; y aún cuentan

que Hernando Bachicao (b\ Juan Velez de Guevara,

Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Cermeño con

otros hablaron á Vaca de Castro, diciéndole, que pues

era gobernador del Rey, que se estuviese en su mando

y cargo, pues sabia que todos le habían de servir y dar

(a) Últimos de La guerra de Chupas—Caps. X y XI, lib. VI,

Déc. VII, en Herrera.

(b) Herrera escribe constantemente Machtcao; pero él firmaba todas

sus cartas Bachicae.

*4

La Guerra de Quito.

favor en lo que les mandase. A lo cual dicen que Vaca

de Castro les respondió como quien entendía cuan

mutables eran las voluntades de los hombres del Perú

y cuan inconstantes, y que para hacer sus hechos de-

sean tener cabeza á quien después, saliéndose ellos

á fuera, echen la culpa de lo que subcediese. Y en

esto no se engañaba Vaca de Castro, porque los que

mueven sediciones é pendencias locas y guerras colo-

readas con justificaciones, tomando cabdillo y quien

tome la voz del negocio, aunque ellos le sean cómpli-

ces en la demanda, cuando ven tiempo, sálense á fuera,

publicando conciencia y afirmando con grandes jura-

mentos que por fuerza sirvieron al tirano, y alegan

otras cosas que al fin les vale.

Entendiendo esto Vaca de Castro, les respondió, que

habia tenido la provincia á su cargo por mandado del

Rey, y que no haría otra cosa que irse á la cibdad de

Los Reyes á aguardar al que por mandado de S. M.

venia por visorey. Y diciendo esto, mandó al secretario

Pero López que aderezase las escrituras y testimonios,

porque quería luego salir del Cuzco.

Quieren algunos decir, y aun hombres de vista me

lo han á mí afirmado, que el gobernador Vaca de Cas-

tro escribió á Gonzalo Pizarro que viniese con toda

presteza y se mostrase procurador del reyno y su defen-

sor, y que casándose con una hija suya, él iria á España

á negociar la gobernación del Nuevo Toledo para él, y

otras cosas, persuadiéndole á que se moviese á ello.

Estando yo en la cibdad de Los. Reyes, me dijo don

Antonio de Ribera, que entre las cartas que Gonzalo

Capítulo IV.

*5

Pizarro allí tenia,—que yo me acuerdo eran tantas,

que tres secretarios continamente las leyeron al presi-

dente de la Gasea y no acabaron en cuatro dias (0),—y

que en ella decia que sabiendo que muchos le ha-

bían escrito incitándole á que viniese á responder por

ellos, que no lo hiciese, sino que se estuviese en su

casa, porque S. M. habia enviado á su visorey, el cual,

entrado en la tierra, haria lo que viese que á su real

servicio con venia; y otras cosas que no eran escritas

con intención tan mala como algunos han querido de-

cir. Bien podria ser que entrambas cartas fuesen escri-

tas por él (9). E desde á pocos dias salió del Cuzco

acompañado de Gaspar Rodríguez de Camporedondo

y de Antonio de Quiñones y Diego Maldonado y el

licenciado Carvajal, Antonio de Altamirano, Gaspar

Gil, Pedro de los Rios, Hernando Bachicao y otros

principales y algunos soldados, y con ellos comenzó de

caminar hacia la cibdad de Los Reyes.

(a) No hay exageración en esto; porque sólo las que el presidente se

trajo á España, y yo he visto y leído, formaran un tomo en folio de más de

quinientas fojas.

(b) Falta algo antes de esta frase, que seria: habia una de Faca de

Castro á Gonzalo Pizarro, ó cosa equivalente.

i6

La Guerra de Quito.

CAP. V.—Cómo el visorey partió de Túmbe\

para la cibdad de Sant Miguel, yendo execu-

tando las ordenanzas, por lo cual mostraban

los del Perú gran sentimiento.

ALLEGADO, pues, el visorey Blasco Núñez Vela al

puerto de Túmbez acompañado de Francisco Ve-

lazquez Vela Nuñez, su hermano, y del capitán Diego

Alvarez de Cueto, su cuñado, y de otros caballeros y

criados suyos, entendió luego, como hemos dicho, en

la ejecución de las ordenanzas, enviando sus manda-

mientos, sin estar recibido por visorey, para que todos

le toviesen por tal, pues S. M. era dello servido; man-

dándoles que no sacasen ningún tributo demasiado á

los indios, ni les hiciesen ninguna fuerza ni mal trata-

miento, y otras cos$tó, que aunque eran justas, se ha-

bían de mandar ejecutar con gran orden y templanza,

é no tan severamente ni con tanta aceleridad; no em-

bargante que no era causa equivalente para que los del

Perú se levantasen.

En Túmbez, Diego Alvarez de Cueto y otros de

los que venían con él y de los que residian en el Perú,

le aconsejaban por entonces no ejecutase las leyes, ni

entendiese en más que asentar el audencia y verse

i7

apoderado en el reyno; pero jamás quiso tomar en este

caso parescer, por donde me parece que Dios, por los

pecados grandes de los hombres que vivían en Perú,

fué servido que se guiase desta manera, para después

castigatlos con su poderosa justicia; porque cierto la

soberbia dellos y su gran soltura y disoluciones de al-

gunos en pecar públicamente, merescian que Dios los

hiriese con su mano, y que por la graveza de sus pe-

cados tan grandes, pasasen por las calamidades y tra-

bajos excesivos que por ellos vino. El visorey respon-

día lo que siempre: que habia de hacer lo que el Rey

le mandase, aunque supiese perder la vida.

En Túmbez estuvo quince dias entendiendo en estos

proveimientos, los cuales pasados, determinó de salir

de allí y partirse para la cibdad de Sant Miguel; é por

sus jornadas anduvo hasta llegar á aquella cibdad, á

donde fué rescibido alegremente, á lo que mostraban

en lo público, no embargante que lo interior de sus

ánimos verdaderamente á todos pesaba de verlo, por

traer las leyes. Mas al fin fué rescibido por visorey, y

luego entendió en la ejecución de las ordenanzas,

mandando tomar copia de los repartimientos que habia

en los términos de Sant Miguel, preguntando á los ca-

ciques lo que daban y á los encomenderos lo que reci-

bían, para conforme á esto tasar los tributos que ha-

bían de dar á los principales; y á los indios naturales

hacia entender como S. M. era servido que fuesen

libres y tratados como subdictos (sic) vasallos suyos.

Los del cabildo de aquella cibdad, viendo al visorey

como ejecutaba las ordenanzas, suplicáronle con toda

2

i8

La Guerra de Quito.

humildad no lo hiciese por entonces y diese lugar á quel

Emperador fuese informado generalmente de todo el

reyno, para que, constándole los grandes servicios que

le habían hecho, fuese servido de facerles mercedes en

no consentir que por entero las ordenanzas sean cum-

plidas. Mas aunque con grandes lloros se lo suplicaban,

alzando sus manos derechas en testimonio de que siem-

pre servirían al Rey con toda lealtad, no aprovechó sus

ruegos ni apelaciones, requerimientos, protestaciones

que sobre ello hicieron, antes suspendió luego los in-

dios á Diego Palomino, porque habia sido teniente de

gobernador, y á todos los indios puso en gran libertad,

mandándoles que á ningún español diesen cosa alguna

sin que primero lo pagasen, y que usasen de pesos y

medidas con ellos (10).

De todas estas cosas que pasaban iban á las cibdades

de Trujillo y Los Reyes nuevas, y aun se contaban con

mayor extremo que ello pasaba, haciendo más grave y

dificultoso el rigor del visorey, como suele acontecer

en los semejantes casos. Y sin la gente que iba por

tierra, allegó al Callao, ques el puerto de la marí-

tima cibdad de Los Reyes, una nave de un Juan

Vázquez de Ávila, y el maestre que en ella venia,

dijo quedar el visorey Blasco Nuñez en Túmbez. Con

esta nueva hubo grande alboroto en la cibdad, sabien-

do lo que pasaba á donde el visorey estaba, creyendo

que luego habia de mandar ejecutar las leyes; é juntos

en su cabildo é ayuntamiento los regidores y oficiales

y los demás que solían juntarse en semejantes congre-

gaciones, y praticaron sobre la venida del visorey y

Capítulo VI.

l9

el alboroto que andaba en el reyno, y lo que les con-

venia hacer ; y después de altercado, se resumieron en

que saliesen de su cibdad algunos varones doctos y de

autoridad á encontrarse con el visorey y dalle la nora-

buena de su venida, y á que le informasen de lo que

pasaba en el reyno, y de cómo todos, el pecho por

tierra, harían lo que su Rey y señor natural les man-

daba (a).

CAP. VI.—Cómo de la cibdad de Los Reyes

salieron algunos caballeros á rescibir al viso-

rey, y de su salida dé Sant Miguel para Tru-

jillo.

DETERMINADOS, pues, los del cabildo de Los Reyes

de inviar personas de su cibdad, para que se encon-

trasen con el visorey, señalaron para ello al factor

YUan Xuárez de Carvajal, y al capitán Diego de

Agüero, regidores, y á Juan de Barbarán, procurador

de la cibdad, con los cuales salieron Pablo de Mené-

ses, Llorenzo de Estopiñan, Sebastian de Coca, Her-

ía) Calla Herrera todas las durezas y muchos de los actos del visorey

consignados en este capítulo; y también la actitud respetuosa y humilde con

que las autoridades le recibieron, y suplicaron del rigor de las ordenanzas.

La Guerra de Quito.

nando de Vargas, Rodrigo Núñez de Prado y otros,

entre los cuales iba fray Esidro (a) de la orden de los

dominicos, que salía por mandado del reverendísimo

don Jerónimo de Loaisa, obispo de Los Reyes. Y de-

‘ jando ir caminando á los que digo, volveremos á

Blasco Núñez, que después de haber hecho en la cibdad

de Sant Miguel y sus términos lo que contamos en el

capítulo precedente, determinó de se partir para Tru-

jillo, y ansí, acompañado de los suyos, salió de aquella

cibdad.

El factor con los que salieron de Los Reyes andu-

vieron hasta que llegaron á unos aposentos que se nom-

bran de las Perdices que están diez*leguas de Los

Reyes, con voluntad de no parar hasta encontrarse

con el visorey; y vieron venir á gran priesa un espa-

ñol, el cual, llegado junto á ellos, supieron llamarse

Ochoa, y dijo venia con despachos del visorey para el

cabildo de Los Reyes y el gobernador Vaca de Cas-

tro, lo cual era verdad, porque el visorey lo envió

desde el camino. El factor YUan Xuárez de Carva-

jal, y el capitán Diego de Agüero, coiíio regidores, y

Juan de Barbarán, como procurador, abrieron el

(a) De San Vicente. Herrera le llama Egidio.

(b) £1 nombre indiano de estos aposentos 6 tambo era Llachu ó Lia-

chay\ pero los primeros españoles que fueron con Hernando Pizarro y el

veedor Miguel Estete desde Caxamarca á Pachacámac, le llamaron el

tambo délas Perdices, por las muchas de aquella tierra (Nothura) que los

¡odios tenían enjauladas en sus casas; probablemente en calidad de ma-

chete, guaca ó cosa sagrada, pues aquella galinácea era entre los yuncas 6

habitantes de la costa peruana pájaro agorero.

Capítulo VI. # 2i

pliego, y hallaron que venia un traslado de la provi-

sión que S. M. dio á Blasco Núñez de su virey, y una

carta para Vaca de Castro, en que le mandaba que no

usase más el cargo de gobernador y que se viniese á

Los Reyes, y otras cosas que en la carta se contenían.

Para el cabildo de la cibdad de Los Reyes venia otra

carta, y por ella les mandaba que le recibiesen por

visorey por virtud de traslado de la provisión que les

inviaba, teniendo los alcaldes la justicia, sin tener más

tiempo á Vaca de Castro por gobernador. Dícese quel

visorey, desde que entró en el reyno, tuvo por odiosas

las cosas de Vaca de Castro, y que tuvo por muy acetos

á los que siguieron la parte de don Diego de Almagro.

Dichos vulgares son, é yo no sé lo cierto dello (a).

Vistos estos despachos por el factor y por los otros,

my alegres, *por la enemistad que con Vaca de Castro

tenían, determinaron que fuese con la nueva Juan de

Barbarán, como procurador; el cual á toda furia revol-

vió á Los Reyes, y allegado á la cibdad, entró cor-

riendo por las calles, como si la tierra estuviera rebe-

lada del servicio de S. M., diciendo:—¡Libertad!, que

el señor visorey viene; veis aquí sus despachos. Y con

esta nueva, entraron en su cabildo el tesorero Alonso

Riquelme y el veedor García de Saucedo y Juan de

León, Francisco de Ampuero, Niculás de Ribera el

Mozo, regidores; Alonso Palomino, Niculás de Ribera

el Viejo, alcaldes. La provisión real de S. M. mandaba,

(a) Esto lo suprimió Herrera; pero la carta del virey inserta en el Apén-

dice núm. S.° no es mal fundamento de los tales dichos

aunque en ver su persona tan venerable le causó gran

compasión, mas teniendo solamente atención á lo quel

Rey le mandó, le dio de puñaladas y puso su persona

en gran trabajo (a). Y ansí, el visorey, queriendo que

S. M. supiese que con toda voluntad y fedilidad com-

plió lo por él mandado, sin se acordar de los escándalos

que se habian de seguir, apregonó las leyes. Y esto que

digo, lo recitamos no por más de por lo que toca á la

intención suya, no dejando de decir que fué caso teme-

rario, é que al servicio del Rey más conviniera que se

suspendieran, que no que se apregonaran;

Los vecinos de la cibdad, como oyeron el pregón

tan triste, fué grande su desasosiego; muy turbados

decian unos á otros:—¿Qué es esto, por qué S. M.,

siendo príncipe tan cristianísimo, ansí nos quiere des-

truir, habiendo ganado nosotros la provincia á costa

de nuestra hacienda con muerte de tanctos compañe-

ros; nuestros hijos y mujeres, que serán dellos? Y an-

(a) DE REBUS GESTIS ALEX. MAC, Hbs. VI y VII.—DE EXPEDITIONE

ALEX. MAC, lib. III, al ñn.

Capítulo XXXIV. 115

_• _

daban muchos ya sin sentido; y desde entonces les

parescia no tener indios ni otra ninguna hacienda; y

como estaban airados, escribían cartas á Gonzalo Pi-

zarro, avisándole lo que pasaba, y de cómo se habian

ya apregonado las leyes.

CAP. XXXIV.—En que se concluye el pasado

* hasta quel licenciado Vaca de Castro fué preso.

No inoraba el visorey lo que pasaba en la cibdad, y por

el tomulto grande que habia, entendía cuan desa-

sosegados andaban los vecinos; y salió á la sala di-

ciendo, que á cualquiera que dijere que Gonzalo Pi-

zarro se quería alzar, que le fuesen luego dados cien

azotes públicamente. Vaca de Castro, en estos dias,

siempre iba á visitar al visorey, y como ya estuviese tan

mal con sus cosas, le mandó prender y le trujeron á el

cuarto viejo de las casas de Marqués, donde él po-

saba; y estuvo allí preso ocho dias, mostrando senti-

miento muy grave, porque ansí el visorey le hubiese

preso y tratado tan ásperamente; y pesóle por no se

haber ido á dar cuenta al Rey de las cosas por él he-

chas en la provincia.

El obispo don Jerónimo de Loaysa, pesándole de

quel visorey hobiese preso á Vaca de Castro, le suplicó

II6 La Guerra de Quito.

con toda humildad le soltase, y él lo hizo por su

ruego, mandando apregonar, que cualquiera que se

tuviera por agraviado del mismo Vaca de Castro, le

pusiese demandas, para que, si se viere que hizo sin-

justicia, sea castigado. Y dende á pocos dias se tornó á

prender Vaca de Castro y lo llevaron á un navio, man-

dando que lo tuviesen en él á recaudo. Y esta prisión

fué, según se publicó, por sospecha que de su persona

el visorey tuvo (a).

Lorenzo de Aldana habia venido de la provincia de

Xauxa á ver al visorey y como primero contamos ho-

biese escrito aquella carta, y el visorey supiese que ha-

bia sacado della treslado, se enojó grandemente; y por

esto y porque su abtoridad era mucha y siempre se

habia mostrado amigo-de los Pizarros, le mandó pren-

der, teniendo del, según dicen, sospechas, y enviar á

otra nave á donde le tjivieron algunos dias; mas des-

pués le mandó soltar, dando causas por qué lo habia

mandado llevar al navio.—Y en este tiempo ordenó el

visorey que en la mar hobiese armada, y por capitán

general della Diego Alvarez de Cueto, su cuñado, y por

v capitán Jerónimo Zurbano.

(a) Herrera añade por cuenta propia, que Vaca de Castro frecuentaba

la casa del virey ó por honrarle y dar á todos buen ejemplo, ó por cum-

plir las órdenes del Rey de aconsejarle y asistirle; y que sufrió la injuria

de su prisión con tolerancia.

Capítulo XXXV.

117

CAP. XXXV.—Cómo el obispo don Jerónimo de

Loaysa, pesándole de que se levantasen los mo-

vimientos qué decían, habló al visorey sobre

que quería ir al Cu^co, y lo que sobrello pasó.

YA era cosa muy entendida por todos los que esta-

ban en la cibdad de Los Reyes, Gonzalo Pizarro

estar ya en el Cuzco recibido por procurador é justicia

mayor. Don Jerónimo de Loaysa era obispo en esta cib-

dad de Los Reyes, la cual es la cabeza de su obispado, y

deseando que no se levantase alguna guerra en el reyno

que fuese parte para que la paz se perturbase, con vo-

luntad de servir á Dios y á S. M., quiso por su persona

ir á tratar sobrello á donde Gonzalo Pizarro estuviese;

y ansí habló con el visorey, representándole los gran-

des movimientos que sabian habia en el Cuzco, donde

también decían estar Gonzalo Pizarro nombrado por

procurador y justicia mayor, el cuál no entendía sino

en aderezar armas, hacer pólvora y proveerse de otras

cosas más pertenecientes á guerra, que’no convinien-

tes á suplicación; y que para que no pasase adelante la

desvergüenza, seria cosa provechosa ir algunos varo-

nes cuerdos y modestos, para que, encaminándole en

lo que conviene, se saliese á fuera de tan loca y necia

118 La Guerra de Quito.

demanda; y que pues para en tiempos semejantes quiere

el Rey sus vasallos, quél, por ello, y principalmente por

servir á Dios, quería tomar trabajo y llegarse al Cuzco

para persuadir á Pizarro en lo que convenia. Esto di-

cen que pasó el obispo con el visorey, y aun otras prá-

ticas más y mayores sobre este caso; á lo cual, el viso-

rey mostró gran contento, diciendo que en la ida hacia

á Dios y á S. M. gran servicio, y á él mercedes. Y

cuentan que se determinó quel obispo saliese luego con

toda brevedad, porque lo mismo habian de hacer cier-

tos notarios con las provisiones reales, para requerir con

ellas á Gonzalo Pizarro y á los demás no se moviesen

inconsideradamente, antes las obedesciesen como de su

Rey y señor natural; y que procurase de tener forma

como Pizarro no abajase á Los Reyes con junta de

gente ni con la desvergüenza que decia. Y para tratar

con él algún honesto concierto, dio el visorey palabra

al obispo de que pasaría por lo quél ordenase é hiciese;

y no se le dio poder, por algunas causas, las cuáles yo

las pondré al tiempo quel obispo y Gonzalo Pizarro se

vieron; porque es gran trabajo una cosa escrebirla

muchas veces, y más que en aquel paso, se ha por

fuerza de retirar [reiterar], porque conviene ansí.

Y seré largo en esta ida del obispo, porque pasa-

ron cosas muy delicadas y de noctar, y yo las supe de

personas que se hallaron con Pizarro de los que fue-

ron con el mismo obispo, y aun él mismo me lo afirmó

pasar como yo lo cuento. Y algunos trataron desta ida

del obispo, afirmando que eran cautelas y que iba más

por el bien de Pizarro y por su provecho, que no por

Capítulo XXXV.

119

el servicio del Rey; mas no quiero parar en dichos vul-

gares, pues es una contusión varia y nunca cierta, pues

sabemos que nunca dan en el blanco de la verdad,

aunque parezcan no alejarse mucho de ella*

Determinada, pues, la ida por el obispo, salió de la

cibdad de Los Reyes, yendo con él un compañero suyo

llamado fray Esidrode San Vicente, áveinte dias del

mes de Junio del mesmo año. Salieron para le acompa-

ñar en aquella jornada, don Juan de Sandoval, Luis de

Céspedes, Pero Hordóñez de Peñalosa y dos clérigos,

llamado el uno Alonso Márquez y el otro Juan de

Sosa. Y tomando, pues, el camino marétimo de Los

Llanos, anduvo hasta llegar á un pueblo llamado Yca, á

donde encontró con un Rodrigo de Pineda, el cuál

venia del Cuzco y afirmó ser ya salido del Gonzalo Pi-

zarro, y que si el obispo fuese por Los Llanos, que lo

erraria. Con el dicho deste, determinó el obispo de su-

birse á la sierra para salir al pueblo de Gualle, reparti-

miento de Francisco de Cárdenas, vecino de Goa-

manga.

Pues como el visorey entendiese que ya era pública

la alteración de las provincias de arriba y que Gonzalo

Pizarro y los que con él se juntaban, no obstante las

muchas palabras feas que en desacato del Rey decían,

se aparejaban para venir con mano armada á obrar y

estorbar que no se cumpliese su mandamiento real,

después de haber tomado su parecer con Francisco

Velázquéz Vela Núñez, su hermano, y con Diego Al«*

varez de Cueto, don Alonso de Montemayor y otros

caballeros de los principales que estaban en Los Reyes,

I20

La Guerra de Quito.

determinó de hacer llamamiento general en el reyno;

y ansí, á gran priesa, mandó despachar provisiones

para todas las cibdades y villas del, por las cuales man-

daba que acAidiesen todos los vecinos y estantes á ser-

vir á S. M. á la corte de Los Reyes con sus armas y

caballos, sin ser osados de dar favor ninguno á Gon-

zalo Pizarro ni á otro que se nombrase deservidor de

la corona real de Castilla, so pena de traidores y de

perdimiento de todos sus bienes. Hecho esto, mandó

al secretario Pero López que se apercibiese, porque

habia de ir al Cuzco con las provisiones reales, á re-

querir á Gonzalo Pizarro y á los demás que estaban en

aquella cibdad las obedesciesen llanamente el pecho

por tierra, como sus sudictos y vasallos leales. Pero

López, no ostante el peligro grande que se le rescre-

cia, viendo que tocaba al servicio real, respondió que

lo haria, con tanto que no mandase apregonar la guerra

hasta quél volviese, porque no le matasen. El visorey

se lo prometió; mas, si él no tuvo las orejas sordas,

antes que saliese del ámbito de la cibdad, pudo enten-

der el son de los atambores y de los pífanos.—Para

que pudiese ir más seguro Pero López, mandó el vi-

sorey á Francisco de Ampuero, criado que habia sido

del marqués don Francisco Pizarro, que fuese con él;

y ansí salieron de Los Reyes, yendo también Ximon

de* Álzate, notario público, con los despachos y provi-

siones, que eran para que deshiciese la gente y acudie-

sen al servicio del Rey, so pena de traidores, y para

que donde quiera que llegasen, les diesen todo favor

é ayuda.

Capítulo XXXVI.

121

CAP. XXXVI.—De cómo los oidores llegaron

d la cibdad de Los Reyes y se fundó el audien-

cia real.

EN lo de atrás dimos noticia de cómo desde la cibdad

de Panamá se adelantó el visorey Blasco Núñez

Vela y los oidores quedaron para luego salir; y ansí,

desde á pocos dias, embarcados en naves con sus muje-

res, se partieron para el Perú. Llegados al puerto de

Túmbez, fueron caminando hacia la cibdad de Los

Reyes, y eran grandes las quejas que generalmente les

daban del visorey, diciendo que por su proveimiento

habian sido muertos más de cuarenta españoles de

hambre por los caminos, por no querer los indios pro-

veerlos de cosa alguna. Respondían que era un teme-

rario, y que, idos á Los Reyes, se fundaria el audien-

cia, á donde le irian á la mano, para que no hiciese tan

grandes desatinos como habia hecho desde que entró

en el reyno; y hablando estas cosas y otras, según di-

cen, llegaron á la cibdad de Los Reyes, á donde la ha-

llaron puesta en armas, porque el visorey empezaba ya

á apregonar la guerra contra Gonzalo Pizarro. Llega-

dos, fueron bien recibidos y aposentados en casas de ve-

cinos de la cibdad, y andaban muy acompañados, y eran

bien visitados.

122

La Guerra de Quito.

Idos á verse con el visorey, les dijo cómo toda la

provincia estaba alterada y que se habian huido de Los

Reyes Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao

y otros, los cuales habian alterado los vecinos de la cib-

dad del Cuzco, á donde, con poco temor de Dios y del

Rey, habian nombrado por procurador á Gonzalo Pi-

zarro, el cual habia enviado por el artillería que estaba

en Goamanga, para con ella y la junta de gente que

hacia, venir á la cibdad de Los Reyes contra ellos. Los

oidores les desplugo oir aquella nueva.—Y el sello real

fué metido debajo de un palio, llevando los regidores

las varas, y el audiencia fué fundada, y se despachaban

provisiones á todas partes; y el visorey escribió á la real

magestad de nuestro señor el Rey las cosas subcedidas

en el Perú desde que entró en él, cómo se habian alte-

rado con las ordenanzas que habia mandado quél trú-

jese; y lo mismo escribió á los del su muy alto Consejo.

CAP. XXXVII.—De cómo viendo algunos -ve-

cinos del Cuíco la mala intención de Pi^arrQ,

escribieron al visorey para que los perdonase

• y que le acudirían.

COSA muy cierta es cuando hay escándalo y se esco-

mienzan guerras, pasado aquel furor impetuoso

que tuvieron para levantallas, la razón, usando su uso,

da á entender el yerro que acomenten; y aun muchos

Capítulo XXXVII.

123

de los que habian sido en que Gonzalo Pizarro tomase

aquella empresa y fuese con mano armada contra el vi-

sorey, les pesaba ya dello, y decian:—¿Quién fué el que

nos engañó á querer oponernos contra el Rey? ¿Qué

suplicación podemos hacer con arcabuces y tiros grue-

sos? Demás desto vemos á Pizarro inclinado á querer

mandar. Otros decian:—Hayámonos cuerdamente é

acudamos á nuestro Rey antes que la cosa pase adelante.

De manera, que con un clérigo llamado (a) de Loaysa,

acuerdan Diego Centeno, Gaspar Rodríguez de Cam-

poredondo y el maese de campo Alonso de Toro, Die-

go Maldonado el Rico, Pedro de los Ríos y otros al-

gunos de escribir al visorey, para que les inviase perdón

de lo que habian inventado, sin les dar pena ninguna

por ello, afirmando quellos con sus personas, armas,

caballos le acudirían y sirvirian lealmente. Y para que

Loaysa pudiese ir debajo de disimulación, sin que le

impidiesen la ida, platicaron con Gonzalo Pizarro so-

bre que seria cosa decente de que Loaysa el clérigo

fuese á la cibdad de Los Reyes por espía y supiese lo

que pasaba y – volviese á le avisar con toda presteza.

Gonzalo Pizarro, creyendo que le decian verdad, vino

en ello y dio licencia al padre Loaysa para lo que de-

cimos. Y ansí, llevando cartas de muchas personas,

partió del Cuzco para Los Reyes (15).—En este tiempo,

el obispo don Jerónimo de Loaysa venia camino hacia

el Cuzco, y lo mismo los que llevaban las provisiones,

como iremos relatando.

(*) Bartolomé (tach.). Es Baltasar.

I

124 La Guerra de Quito.

CAP. XXXVIII.—De cómo el secretario Pero

Lópeiy Francisco de Ampuero y los otros ve-

nían camino del Cuíco, y de cómo llegaron á

Goamanga, y lo que subcedió al obispo hasta

llegar d aquella cibdad.

EN el trascurso de nuestra historia contamos cómo

el visorey Blasco Núñez Vela mandó á Francisco

de Ampuero y á Pero López, secretario, que fuesen á

notificar las provisiones reales, creyendo que por ser

bien quisto Pero López iría seguramente, y lo mismo

Francisco de Ampuero, porque Pizarro le tenia por

su amigo, por haber sido criado del marqués su herma-

no. Partidos de la cibdad con las provisiones y despa-

chos que llevaban, se dieron mucha priesa á andar y

alcanzaron al obispo; y después de le haber dado la

cuenta de á lo que iban y tomado su bendición, se par-

tieron de allí, dándose grande priesa, con voluntad

entera de hacer lo que por el visorey les era mandado;

y por sus jornadas allegaron á la cibdad de Goamanga,

á donde, sabido á lo que venian, como ya supiesen la

pujanza que tenia Gonzalo Pizarro, les pesó y quisie-

ran no vellos en su cibdad. Y al fin, después de haber

entrado en cabildo, tuvieron sus práticas y acuerdos y

Capitulo XXXVIII.

125

acordaron de hacer lo que S. M. les mandaba y tener

á Blasco Núñez Vela por su visorey, como él lo manda-

ba; lo cual determinado, fué recibido por tal, y habién-

doles notificado la provisión por la cual se mandaba

que acudiesen con sus armas y caballos á la cibdad de

Los Reyes, les pidieron que señalasen vecinos que fue-

sen en acompañamiento de las reales provisiones. Es-

taban tan temerosos, que no se atrevieron á nombrar,

antes, con toda instancia, rogaron al secretario Pero

López que señalase los quél quisiese que fuesen con

las provisiones; y se nombraron á Juan de Berrio y á

Antonio de Aurelio y á otros, con los cuales se partie-

ron de la cibdad de Goamanga, habiendo llegado pri-

mero el obispo don Jerónimo de Loaysa, con el cual co-

municaron lo que se habia hecho y de su ida al Cuzco;

y él les respondió que aguardasen á que fuesen todos

juntos, porque se notificarían las provisiones con más

abtoridad; mas no quisieron, paresciéndoles que irían

con más brevedad; y ansí caminaron la vuelta del

Cuzco.

El obispo habia recibido cartas del visorey, en las

cuales le avisaba de algunas cosas y de cómo podría

juntar ochocientos hombres de guerra, con los cuales

pensaba salir de la cibdad á encontrarse con Gonzalo

Pizarro, si supiese que todavía se desvergonzaba á ve-

nir; á lo cual le respondió el obispo, que debía no ha-

cer gente, sino continuar su audiencia y despachar en

ella lo que conviniese, y aguardar á Gonzalo Pizarro y

á los demás en su casa, acompañado de los oidores.

Estas cartas se dieron á Francisco de Cárdenas, vecino

La Guerra de Quito.

de aqueila cibdad, las cuales dicen que no las quiso

enviar al visorey.—Esto hecho, el obispo salió de Goa-

manga la vuelta del Cuzco.

CAP. XXXIX.—Cómo el visorey trató con los

oidores que se sacasen los dineros que estaban

en la nave para inviar d España; y de cómo se

revocaron las nuevas leyes.

MUY congojado se mostraba estar el visorey por ver

las grandes desvergüenzas de la gente del reyno,

pues tenian atrevimiento á se mover contra el mando

real. Muchos pensamientos le venían, unas veces del

mismo ir al Cuzco á la ligera, otras de hacer gente de

guerra; al fin, mandando llamar á los oidores, que ya

hemos dicho ser el licenciado Cepeda y el doctor Tejada

y el licenciado Alvarez y el licenciado Zarate, el cual

no habia llegado ni vino en muchos dias adelante; y

entrando con ellos en acuerdo, les dijo: que tan noto-

rio era á ellos como á él la voluntad de S. M. ser que

las ordenanzas se cumpliesen y se mandasen en todos

aquellos reynos guardar; y si él de suyo se moviera á

algunos mudamientos ó en mandar cosa otra de lo que

su príncipe le mandó, que ciertamente tuviera á los del

Perú por hombres sabios y avisados, pues por defen-

Capítulo XXXIX.

127

der sus haciendas se ponían en armas; mas pues que ya

les constaba S. M. del Emperador nuestro señor ser de

lo que en aquel caso hicieron servido, que sin temor se

ponían en armas, y aun mostraban voluntad de venir

contra ellos, como si por ventura no fueran enviados

por él; y que la pena quél sentía de aquello por la

mucha que ellos merescian, que seria de parescer que

entendiesen en que, ellos quedando castigados, los

bullicios hobiesen fin; y que no pensasen quél no sa-

bia lo que aquella gente querían; y que los que viviesen,

verian cómo pendía de otro deseo la salida de Pizarro

que no solamente ser procurador de las nuevas leyes;

y que aunque ellas se suspendiesen, creia no serian

parte para apagar fuego tan cruel; aunque también no

inoraba que si no las suspendian, después serian acha-

que con el cual pudiesen dar color á su traición, y que

le parescia las debían suspender; sin lo cual, también

seria necesario comenzar á drezarse y sacar los dineros

que estaban en el navio, para con ellos y con los que

más pudiesen haber é S. M. tuviese en su real caja,

hacer gente de guerra, porque después anduviesen los

traidores buscando movimientos, que, al fin al fin, todo

lo que se gastase, ellos con sus personas y haciendas

lo habian de pagar.

Suspensos estaban los oidores oyendo al visorey,

cuando esto hablaba; los ojos en el suelo, con su silen-

cio mostraban gran pesar por las cosas que se levanta-

ban, aunque no todos tres tenian un pensamiento ni

deseaban los negocios como sus oficios requerían. El

pesar que ellos mostraban, según dicen, era pensar

128

La Guerra de Quito.

•i

que el visorey hacia junta de gente para resistir á Pi-

zarro, y habiendo batalla, el audiencia quedaría deshe-

cha si Pizarro venciese, y si fuese vencido, el honor se

atribuiría al visorey. Sus intereses propios particular-

mente mirando, el licenciado Cepeda habló primero,

porque tenia el primer voto, y respondió á la prática

quel visorey habia hecho lo siguiente: que S. M. lo-

habia á él nombrado por visorey y á ellos señalado por

oidores, y que á él como á más principal, pues venia

por presidente é gobernador, le mandó ejecutase las

ordenanzas, tomando en todo parescer con el audien-

cia, pues él era la cabeza y ellos eran los miembros, lo

cual todo junto era un cuerpo que representaba el

nombre del Rey é S. M.; que bien sabia lo que en Pa-

namá pasó y aun lo que el licenciado Zarate sobre su

venida le dijo, y que las cosas que habia con ellos co-

municado, él mismo lo sabia, pues desde que entró en

aquel reyno, no quiso aguardarlos, y que gastó en

Trujillo y en Piúra el tiempo que todos sabían, sin

aprovechar mucho, antes se enconaron las cosas; y que

los que desleales se quieren hacer tiranos, no buscaban

otro sonido sino libertad, pues todos los que se habian

levantado, con aquel nombre hacían sus hechos; y que

él no inoraba cuan doblada y mal corregida era la

gente de aquella tierra, pues lo alcanzaba; mas que

muchas veces los príncipes disimulan con los subditos

hasta ver tiempo convenible para ejecutar el castigo y

punición, sin lo cual era cierto el nombre de Pizarro

estar dentro en los ánimos de mucha de la gente de

aquella cibdad, y que ciertamente tan poca confianza

Capítulo XXXIX. 129

se habia de tener en ellos, como en los que con él es-

taban en el Cuzco; y que gastar el Rey su dinero es

perdida y daño; que pues habia ido el obispo á tratar la

paz y el regente (16), debían de aguardar á ver la res-

puesta y lo que decian á las provisiones que Pero Ló-

pez llevó; y que las ordenanzas las debía mandar revo-

car, que quizá podría ser hacer provecho, aunque más

hiciera si se apregonaran en Túmbez. Los otros oidores

en ello vinieron. E sin estas práticas, pasaron otras mu-

chas, porque los oidores, antes desto, se habian con-

certado y ordenado hacer un requerimiento al visorey

sobre que no ejecutase las leyes, y no lo presentaron

porqué no se atrevieron. Y allegaron á tener palabras

de punta el visorey y Cepeda, diciendo el visorey que

hasta entonces que la abdiencia se habia fundado, no

tenia para qué tomar consejo con ellos; y que pluguiese

á Dios que lo que Cepeda decia tuviese en pensamiento.

Y pasado esto, después de haber tenido otras prá-

ticas mayores, se determinó de sacar los dineros que

estaban en la nave, para con ellos hacer gente, con la

cual se resistiese á Pizarro en la traición que comenza-

ba. Y ansí los ciento y tantos mili pesos se sacaron y

los trujeron á casa del tesorero; (a) y el visorey, con

animó valeroso, comenzó á tener en poco á Pizarro y á

su gente, animando á todos los que estaban en Los

Reyes; y mandó revocar las nuevas leyes hasta que

S. M. otra cosa mandase, ecepto en lo tocante á los

(a) V. Apcnd. núra. io.°, cargo 35.

9

130 La Guerra de Quito.

gobernadores y oficiales reales. Quieren decir, que

antes de la suspensión, hizo una exclamación que pro-

testaba que no lo hacia con voluntad firme, sino por-

que los bullicios toviesen fin. Y públicamente se apre-

gonaron y por todo el reyno se divulgó. Si quisieran no

más de verlas suspendidas, bien las vieron. No fueron

dignos de tal beneficio, pues después, por sus locos mo-

vimientos, tantos perdieron las vidas por el quellos eli-

gieron por su defensor; que, ciertamente, más derrama-

miento de sangre ha costado y haciendas que se han

perdido, que montaban sus repartimientos, que no es

poco dolor pensar en ello. Los pensamientos de los

hombres que buscan principio sin mirar qué tal será el

fin, para en lo que estos pararon. Diógenes Laertio,

entre las sentencias del sabio Platón, pone ésta: “que

todos miren primero el fin de aquello que quie-

ren hacer, porque no hagan cosa reprehensible y de

vituperar”. Dionisio Halicarnasio, en el otavo libro de

las antigüedades romanas, dice: “nunca hallarás que

haya habido algún hombre al cual todas las cosas le

hayan siempre subcedido prósperamente y á su vo-

luntad, sin que alguna vez le fuese contraria la for-

tuna; y por esto, los que son de mejor providencia

que otros, la cual se alcanza por luenga vida y es-

pirencia, dicen, que cuando se ha de hacer alguna

cosa, antes que la comiencen, miren primero el fin.”

Los tiranos de la cibdad de Jherusalem Simón (a)

(á) Hijo de Giora.

Capítulo XXXIX.

y Juan (#), según Josepo De bello judaico que eli-

gió por sus defensores, ¿qué más daño pudieran los

romanos en ellos hacer que ellos mismos hicieron,

ni tanto ni ninguno que con ellos se igualara? Los de

Milán, por tomar por su capitán á Gualpaggo (c)> con-

de de Angleria, de capitán se tornó tirano, c la opulen-

ta cibdad de Milán destruida hasta los cimientos fué

por Federico (d). No hay otra libertad, no, sino las re-

públicas vivir debajo del gobierno real; y si no es

bueno, pregúntenlo á Arequipa, cómo le fué en Gua-

rina, y á Quito en Añaquito; y si les fuera mejor no co-

nocer á Pizarro, y tener los unos y los otros por sobe-

rano señor al Rey, y no con colores relucientes por de

fuera y por dentro sucias y llenas de hollín, oponerse

contra sus ministros y á los que enviaba por sus dele-

gados y lugares tenientes.

(a) Hijo de Lcvias.

(b) Flavio Josepho, lib. IV á VII.

(c) Este nombre recuerda el de “Welphone (Guelpone), marido de la

célebre condesa Matilde de Toscana, á quien, en efecto, confiaron los

miianeses la guarda y protección de sus libertades en los primeros tiem-

pos de las repúblicas lombardas. (Muratori, Ann., t. 6.° parte 2.*—1093).

Sin embargo, Moroni, en su Dic. de erud. star, eceles., dice que los pri-

meros nncecomites de Angleria (Anghiera) fueron de la familia que más

tarde dominó en Milán con el apellido Visconti.

(d) Primero de ese nombre entre los emperadores romanos, llamado

generalmente Barbaroja. Destruyó á Milán en 1160.

132

La Guerra de Quito.

CAP. XL.—De cómo el visorey nombró ca-

pitanes y se hizo junta de gente.

BIEN conozco que me detuve en el capítulo pasado,

mas no pude menos, por la materia que llevaba; no

me quieran roer los que causados de emulación, en

viendo quel autor es largo en los capítulos ó prolijo

en recontar los acaescimientos, arronjan el libro por

los bancos, tratando no bien del escritor. Y para esto

diré yo lo que dice el glorioso doctor señor Sant Jeró-

nimo en su tratado de la instruicion de las vírgenes:

“refrena tu lengua de mal hablar y pon á tu boca ley

y freno de razón, y si entonces hobieres de hablar

cuando es pecado callar, guárdate no digas cosa que

pueda venir en reprehinsion.” (a) Dejando de más tratar

sobre esto, prosigamos el curso de nuestra historia.

(a) San Jerónimo no escribió tratado ninguno especial acerca de la

instrucción de las vírgenes. Trata, sí, de ella en sus epístolas ad Eusto-

chtumy de custodia wghátatis; ad Lartam, de institutioru filice; ad Déme-

tríade m, de virginitate serarte se interpusiere.

Y en lo demás, si Su Señoría quisiese ver el real, que allá

vamos y lo verá; y aun si lo quisiere venir á ver, como

venga con tres ó cuatro caballeros, lo verá y le dejaremos

entrar en él y aun hablará á todos. Y en lo demás de los

requerimientos, á nosotros nos conviene, porque lo que

pretendemos es cumplir con S. M. y no echarnos nin-

guna culpa de Su Señoría.á nuestras cuestas.

sltem, al quinto capítulo que se dé seguridad para que

los señores oidores queden en la tierra, estoy admirado

pedir esto, siendo nuestro principal intento pedir antellos

Número i6.°

99

nuestra justicia é facer antellos nuestra probanza, jus-

tificar antellos nuestras causas y aun suplicalles quescri-

ban á S. M. nuestras quejas, y aun tomar dellos nuestra

• seguridad; pues siendo esto así, mal quebraremos el es-

pejo en que nos hemos de mirar, que no somos tan necios

y torpes fuera de razón, que hemos de apartar lo que nos

Conviene y allegar nuestro daño, apartándonos de nues-

tro bien, ques S. M. Y para esto vean Sus Mercedes

ques la seguridad que quieren, que aunquellos quieran,

no saldrán de la tierra, porque quedaríamos sin justicia.

Esto nos ha puesto grandescándolo, porque quien pone

escrúpulos en esto debe ser grande enemigo nuestro y

gran deservidor de S. M.; y es infamarnos, para questos se-

ñores estén escrupulosos de nosotros y se nos vayan sin

* hacernos ninguna merced y dejarnos desamparados de

justicia. Y en lo demás que en el dicho capítulo se dice,

que á mí me harán capitán general, yéndose el señor

Blasco Nuñez Vela de la tierra, digo que Sus Mercedes ha-

rán lo que más conviniere al servicio de S. M., ó lo que

les pareciere, para que se asegure la gente que conmigo

llevo, que yo seguro estoy, porque sé que aquellos señores

me guardarán justicia, y guardándomela, estoy seguro. Y

en lo demás que Vuestra Paternidad se refiere á decir la

posibilidad que tenemos, Su Señoría y esos señores la

vean, que no es sola esta, sino la de todo el reino.—Gon-

zalo Pizarro.» (Original).

Con la nota anterior iba esta carta de Gonzalo Pizarro

al virey:

■ Illtre. Señor=Bien entiendo y acá se entiende, que la

poca verdad de las Indias impone algunas cosas á Vuestra

Señoría de las que dicen que hace, que no solamente

no créalas, pero ni aun pensarlas se deben de un caba-

llero tan sabio y calificado como Vuestra Señoría es;

pero otras que Vuestra Señoría hace y ha hecho y dice

que ha de hacer, que su aspereza y crudeza hasta acá nos

lastima y su nortoriedad no se nos deja encubrir, han fedio

ayuntar en esta cibdad toda la gente que á Vuestra Se-

IOO

Apéndices.

noria dirá el Muy Reverendo Padre Fray Tomás de San

Martin, provincial de los Predicadores, llevador desta é*

tan servidor de Vuestra Señoría, que no le dirá otra cosa

de la verdad, para que Vuestra Señoría no nos haga

fuerza en la justicia, ni nuestra honra lo padezca por des-

cuido.

»La causa que hemos tenido para esta alteración, es

sola la que Vuestra Señoría nos ha dado entrando solo

en este reino sin los señores oidores, haciendo solo lo que

todos habian de mirar y considerar, primero que se pro-

cediese á ejecución, y no admitiendo exebcion ni causa

legítima á ninguna de las personas á quien tocaba, pro-

cediendo sin orden de derecho, por sola voluntad, y lo

que peor es y que más nos exaspera, no admitiendo

suplicación alguna que para ante S. M se haya inter-

puesto por los cabildos y vecinos de las cibdades de San

Miguel y Trujillo y los Reyes, antes denegándolas y pro-

cediendo de hecho á ejecutar aquellas de que tan justa y

santamente se suplicaba, sin admitir ni permitir defensa,

y seyendo, como es, de derecho natural, y quel príncipe

no la puede quitar ni admover.

•Visto que lo que S. M. no hiciera ni pudiera hacer hasta

oirnos, Vuestra Señoría tan ásperamente lo ejecuta, estos

cabildos de las cibdades de acá arriba y ésta, como cabeza,

por merced de S. M., me han elegido por procurador de

todo el reino, y por su capitán, como aquel áquien va su

parte en ello y quiere y desea que S. M. entienda y sepa

que no son pequeños y de poca calidad los servicios que

en estos reinos se le han hecho, para que la dicha fuerza

no se les haga y la dicha ejecución se suspenda, hasta que

S. M. nos oiga, y oidos, provea lo que fuere servido;

porque aquello sera justicia y retitud, y con nosotros usará

de su acostumbrada beninidad, de las cuales cosas nunca

S. M. falta. Y si otra cosa de lo que pensamos y su-

plicamos S. M. hiciere, aunque de las dichas cosas lo

que proveyere carezca (que no creemos), sus vasallos so-

mos é sus subjetos y él es nuestro señor natural, á quien

hemos de obeder y cumplir sus mandamientos. Quitarnos

y llevarnos las haciendas, revocarnos las mercedes, oyen-

Número i6.° 101

donos, tememos por justo; privarnos de la vida., tememos

por santo; opremirnos nuestra libertad, tememos por bue-

no; porque sabiendo y entendiendo nuestras causas y so-

brellas oyéndonos, sabremos y entendremos que no será

sin ][usta causa lo que S. M. hiciere y proveyere, siendo,

como es, tan católico, tan justo y benino como todos

conocemos.

i Y para que lo susodicho haya efeto, con estos caballeros

y gente que me han eligido por procurador y capitán, voy

á esa ciudad de los Reyes , así para suplicar de las orde-

nanzas que todo el reino ha suplicado y de las demás

que nos convengan, como de que Vuestra Señoría sea vi-

sorey en estos reinos; no porque Vuestra Señoría no sea

caballero sabio y calificado y tal quel gobierno de España

toda no se le podría encomendar, p

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