Хосе де Акоста. Естественная и моральная история Индий. Часть 2.
José de Acosta. Historia natural y moral de las Indias. Parte 2.
Capítulo XXXVI
Cómo sea posible haber en Indias animales que no hay en otra parte del mundo
Mayor dificultad hace averiguar qué principio tuvieron diversos animales que se hallan en Indias y no se hallan en el mundo de acá. Porque si allá los produjo el Criador, no hay para qué recurrir al arca de Noé, ni aun hubiera para qué salvar entonces todas las especies de aves y animales si habían de criarse después de nuevo; ni tampoco parece que con la creación de los seis días dejara Dios el mundo acabado y perfecto, si restaban nuevas especies de animales por formar, mayormente animales perfectos, y de no menor excelencia que esotros conocidos.
Pues si decimos que todas estas especies de animales se conservaron en el arca de Noé, síguese que, como esotros animales fueron a Indias de este mundo de acá, así también éstos, que no se hallan en otras partes del mundo. Y siendo esto así, pregunto: ¿cómo no quedó su especie de ellos por acá?, ¿cómo sólo se halla donde es peregrina y extranjera? Cierto es cuestión que me ha tenido perplejo mucho tiempo. Digo, por ejemplo, si los carneros del Perú y los que llaman pacos y guanacos no se hallan en otra región del mundo, ¿quién los llevó al Perú?, ¿o cómo fueron? Pues no quedó rastro de ellos en todo el mundo; y si no fueron de otra región, ¿cómo se formaron y produjeron allí? ¿Por ventura hizo Dios nueva formación de animales?
Lo que digo de estos guanacos y pacos diré de mil diferencias de pájaros, aves y animales del monte, que jamás han sido conocidas ni de nombre, ni de figura, ni hay memoria de ellos en latinos ni griegos, ni en naciones ningunas de este mundo de acá. Sino es que digamos que aunque todos los animales salieron del arca; pero por instinto natural y providencia del cielo, diversos géneros se fueron a diversas regiones, y en algunas de ellas se hallaron tan bien, que no quisieron salir de ellas, o si salieron no se conservaron, o por tiempo vinieron a fenecer, como sucede en muchas cosas. Y si bien se mira, esto no es caso propio de Indias, sino general de otras muchas regiones y provincias de Asia, Europa y África: de las cuales se lee haber en ellas castas de animales que no se hallan en otras; y si se hallan, se sabe haber sido llevadas de allí. Pues como estos animales salieron del arca: verbi gratia, elefantes, que sólo se hallan en la India oriental, y de allá se han comunicado a otras partes, del mismo modo diremos de estos animales del Perú y de los demás de Indias que no se hallan en otra parte del mundo.
También es de considerar si los tales animales difieren específica y esencialmente de todos los otros, o si es su diferencia accidental, que pudo ser causada de diversos accidentes, como en el linaje de los hombres ser unos blancos y otros negros, unos gigantes y otros enanos. Así, verbi gratia, en el linaje de los jimios ser unos sin cola y otros con cola, y en el linaje de los carneros ser unos rasos y otros lanudos: unos grandes y recios, y de cuello muy largo, como los del Perú; otros pequeños y de pocas fuerzas, y de cuellos cortos, como los de Castilla. Mas por decir lo más cierto, quien por esta vía de poner sólo diferencias accidentales pretendiere salvar la propagación de los animales de Indias y reducirlos a las de Europa, tomará carga que mal podrá salir con ella. Porque si hemos de juzgar de las especies de los animales por sus propiedades, son tan diversas, que querellas reducir a especies conocidas de Europa será llamar al huevo castaña.
Capítulo XXXVII
De aves propias de Indias
Ora sean de diversa especie, ora de la misma de otras de acá, hay aves en Indias notables. De la China traen unos pájaros, que penitus no tienen pies grandes ni pequeños, y cuasi todo su cuerpo es pluma: nunca bajan a tierra; ásense de unos hilillos que tienen, a ramos, y así descansan: comen mosquitos y cosillas del aire. En el Perú hay los que llaman tominejos, tan pequeñitos, que muchas veces dudé viéndolos volar, sí eran abejas o mariposillas, mas son realmente pájaros.
Al contrario, los que llaman cóndores son de inmensa grandeza, y de tanta fuerza, que no sólo abren un carnero y se lo comen, sino a un ternero. Las auras que llaman, y otros las dicen gallinazas, tengo para mí que son de género de cuervos: son de extraña ligereza, y no menos aguda vista; para limpiar las ciudades y calles son propias, porque no dejan cosa muerta; hacen noche en el campo en árboles o peñas; por la mañana vienen a las ciudades, y desde los más altos edificios atalayan para hacer presa. Los pollos de éstas son de pluma blanquizca, como refieren de los cuervos, y mudan el pelo en negro. Las guacamayas son pájaros mayores que papagayos, y tienen algo de ellos: son preciadas por la diversa color de sus plumas, que las tienen muy galanas.
En la Nueva España hay copia de pájaros de excelentes plumas, que de su fineza no se hallan en Europa, como se puede ver por las imágenes de pluma que de allá se traen; las cuales con mucha razón son estimadas y causan admiración, que de plumas de pájaros se pueda labrar obra tan delicada, y tan igual, que no parece sino de colores pintadas; y lo que no puede hacer el pincel y las colores de tinte, tienen unos visos, miradas un poco a soslayo, tan lindos, tan alegres y vivos, que deleitan admirablemente. Algunos indios, buenos maestros, retratan con perfección de pluma lo que ven de pincel, que ninguna ventaja les hacen los pintores de España. Al príncipe de España don Felipe dió su maestro tres estampas pequeñitas, como para registros de diurno, hechas de pluma, y su alteza las mostró al rey don Felipe nuestro Señor, su padre, y mirándolas Su Majestad, dijo que no había visto en figuras tan pequeñas cosa de mayor primor.
Otro cuadro mayor, en que estaba retratado San Francisco recibiéndole alegremente la santidad de Sixto V, y diciéndole que aquello hacían los indios de pluma, quiso probarlo trayendo los dedos un poco por el cuadro para ver si era pluma aquélla, pareciéndole cosa maravillosa estar tan bien asentada que la vista no pudiese juzgar si eran colores naturales de plumas o si eran artificiales de pincel. Los visos que hace lo verde, y un naranjado como dorado, y otras colores finas, son de extraña hermosura; y mirada la imagen a otra luz, parecen colores muertas, que es variedad de notar.
Hácense las mejores imágenes de pluma en la provincia de Mechoacán, en el pueblo de Páscaro. El modo es con unas pinzas tomar las plumas, arrancándolas de los mismos pájaros muertos, y con un engrudillo delicado que tienen irlas pegando con gran presteza y policía. Toman estas plumas tan chiquitas y delicadas de aquellos pajarillos que llaman en el Perú tominejos, o de otros semejantes que tienen perfectísimas colores en su pluma. Fuera de imaginería usaron los indios otras muchas obras de pluma muy preciosas, especialmente para ornato de los reyes y señores, y de los templos y ídolos. Porque hay otros pájaros y aves grandes de excelentes plumas y muy finas, de que hacían bizarros plumajes y penachos, especialmente cuando iban a la guerra; y con oro y plata concertaban estas obras de plumería rica, que era cosa de mucho precio. Hoy día hay las mismas aves y pájaros, pero no tanta curiosidad y gala como solían usar.
A estos pájaros tan galanos y de tan rica pluma hay en Indias otros del todo contrarios, que demás de ser en sí feos, no sirven de otro oficio sino de echar estiércol; y con todo eso no son quizá de menor provecho. He considerado esto admirándome la providencia del Criador, que de tantas maneras ordena que sirvan a los hombres las otras criaturas. En algunas islas o farellones que están junto a la costa del Perú se ven de lejos unos cerros todos blancos: dirá quien les viere que son de nieve, o que toda es tierra blanca, y son montones de estiércol de pájaros marinos, que van allí contino a estercolar. Y es esta cosa tanta, que sube varas y aun lanzas en alto, que parece cosa fabulosa. A estas islas van barcas a sólo cargar de este estiércol, porque otro fruto pequeño ni grande en ellas no se da; y es tan eficaz y tan cómodo, que la tierra estercolada con él da el grano y la fruta con grandes ventajas. Llaman guano el dicho estiércol, de do se tomó el nombre del valle que dicen de Lunaguaná, en los valles del Perú, donde se aprovechan de aquel estiércol, y es el más fértil que hay por allá.
Los membrillos y granadas, y otras frutas en grandeza y bondad exceden mucho, y dicen ser la causa que el agua con que riegan estos árboles pasa por tierra estercolada, y da aquella belleza de fruta. De manera que de los pájaros no sólo la carne para comer, y el canto para deleite, y la pluma para ornato y gala, sino el mismo estiércol es también para el beneficio de la tierra, y todo ordenado del sumo Hacedor para servicio del hombre, con que el hombre se acordase de ser grato y leal a quien con todo le hace bien.
Capítulo XXXVIII
De animales de monte
Fuera de los géneros de animales que se han dicho de monte, que son comunes a Indias y a Europa, hay otros que se hallan allá, y no sé que los haya por acá, sino por ventura traídos de aquellas partes.
Saynos llaman unos como porquezuelos, que tienen aquella extrañeza de tener el ombligo sobre el espinazo; éstos andan por los montes a manadas; son crueles y no temen, antes acometen, y tienen unos colmillos como navajas, con que dan muy buenas heridas y navajadas si no se ponen a recaudo los que los cazan. Súbense los que quieren cazarlos a su seguro en árboles, y los saynos o puercos de manada acuden a morder el árbol cuando no pueden al hombre; y de lo alto, con una lancilla hieren y matan los que quieren. Son de muy buena comida; pero es menester quitarles luego aquel redondo que tienen en el ombligo del espinazo, porque de otra suerte dentro de un día se corrompen.
Otra casta de animalejos hay que parecen lechones, que llaman guadatinajas. Puercos de la misma especie de los de Europa, yo dudo si los había en Indias antes de ir españoles, porque en la relación del descubrimiento de las islas de Salomón se dice que hallaron gallinas y puercos de España. Lo que es cierto es haber multiplicado cuasi en todas partes de Indias este ganado en grande abundancia. En muchas partes se come carne fresca de ellos, y la tienen por tan sana y buena como si fuera carnero, como en Cartagena. En partes se han hecho montaraces y crueles; y se va a caza de ellos, como de jabalíes, como en la Española y otras islas, donde se ha alzado al monte este ganado. En partes se ceban con grano de maíz, y engordan excesivamente para que den manteca, que se usa a falta de aceite. En partes se hacen muy escogidos perniles, como en Toluca de la Nueva España y en Paria del Perú.
Volviendo a los animales de allá, como los saynos son semejantes a puercos, aunque más pequeños, así lo son a las vaquillas pequeñas las dantas, aunque en el carecer de cuernos más parecen muletas: el cuero de éstas es tan preciado para cueras y otras cubiertas, por ser tan recias, que resisten cualquier golpe o tiro.
Lo que defiende a las dantas la fuerza del cuero, defiende a los que llaman armadillos la multitud de conchas, que abren y cierran como quieren a modo de corazas. Son unos animalejos pequeños que andan en montes, y por la defensa que tienen metiéndose entre sus conchas, y desplegándolas como quieren, los llaman armadillos. Yo he comido de ellos: no me pareció cosa de precio.
Harto mejor comida es la de iguanas, aunque su vista es bien asquerosa, pues parecen puros lagartos de España, aunque éstos son de género ambiguo, porque andan en agua, y sálense a tierra, y súbense en árboles que están a la orilla del agua, y lanzándose de allí al agua las cogen poniéndoles debajo los barcos.
Chinchillas es otro género de animalejos pequeños como ardillas: tienen un pelo a maravilla blando, y sus pieles se traen por cosa regalada y saludable para abrigar el estómago, y partes que tienen necesidad de calor moderado; también se hacen cubiertas o frazadas del pelo de estas chinchillas.
Hállanse en la sierra del Perú, donde también hay otro animalejo muy común que llaman cuy, que los indios tienen por comida muy buena, y en sus sacrificios usaban frecuentísimamente ofrecer estos cuyes. Son como conejuelos, y tienen sus madrigueras debajo de tierra; y en partes hay donde la tienen toda minada. Son algunos de ellos pardos, otros blancos y diferentes. Otros animalejos llaman vizcachas, que son a manera de liebres, aunque mayores, y también las cazan y comen.
De liebres verdaderas también hay caza en partes bien abundante. Conejos también se hallan en el reino de Quito, pero los buenos han ido de España. Otro animal donoso es el que por su excesiva tardanza en moverse le llaman perico ligero, que tiene tres uñas en cada mano: menea los pies y manos como por compás con grandísima flema; es a la manera de mona, y en la cara se le parece; da grandes gritos, anda en árboles y come hormigas.
Capítulo XXXIX
De los micos o monos de Indias
Micos hay innumerables por todas esas montañas de islas, y Tierra Firme y Andes. Son de la casta de monas, pero diferentes en tener cola, y muy larga, y haber entre ellos algunos linajes de tres tanto, y cuatro tanto más cuerpo que monas ordinarias. Unos son negros del todo, otros bayos, otros pardos, otros manchados y varios. La ligereza y maña de éstos admira, porque parece que tienen discurso y razón; en el andar por árboles parece que quieren imitar las aves. En Capira, pasando de Nombre de Dios a Panamá, vi saltar un mico de éstos de un árbol a otro, que estaba a la otra banda del río, que me admiró. Ásense con la cola a un ramo, y arrójanse adonde quieren, y cuando el espacio es muy grande, que no puede con un salto alcanzarle, usan una maña graciosa de asirse uno a la cola del otro y hacer de esta suerte una como cadena de muchos; después, ondeándose todos, o columpiándose, el primero, ayudado de la fuerza de los otros, salta y alcanza y se ase al ramo, y sustenta a los demás, hasta que llegan asidos, como dije, uno a la cola del otro.
Las burlas, embustes y travesuras que éstos hacen es negocio de mucho espacio; las habilidades que alcanzan cuando los imponen no parecen de animales brutos, sino de entendimiento humano. Uno vi en Cartagena en casa del gobernador, que las cosas que de él me referían apenas parecían creíbles. Como en envialle a la taberna por vino, y poniendo en la una mano el dinero, y en la otra el pichel, no haber orden de sacalle el dinero hasta que le daban el pichel con vino. Si los muchachos en el camino le daban grita o le tiraban, poner el pichel a un lado, y apañar piedras, y tirallas a los muchachos, hasta que dejaba el camino seguro; y así volvía a llevar su pichel. Y lo que es más, con ser muy buen bebedor de vino (como yo se lo vi deber echándoselo su amo de alto), sin dárselo, o dalle licencia, no había tocar al jarro. Dijéronme también que si vía mujeres afeitadas, iba y les tiraba del tocado, y las descomponía y trataba mal.
Podrá ser algo de esto encarecimiento, que yo no lo vi, mas en efecto no pienso que hay animal que así perciba y se acomode a la conversación humana, como esta casta de micos. Cuentan tantas cosas, que yo, por no parecer que doy crédito a fábulas, o porque otros no las tengan por tales, tengo por mejor dejar esta materia con sólo bendecir al autor de toda criatura, pues para sola recreación de los hombres y entretenimiento donoso parece haber hecho un género de animal, que todo es de reír, o para mover a risa. Algunos han escrito que a Salomón se le llevaban estos micos de Indias occidentales: yo tengo para mí que iban de la India oriental.
Capítulo XL
De las vicuñas y tarugas del Perú
Entre las cosas que tienen las Indias del Perú notables, son las vicuñas y carneros que llaman de la tierra, que son animales mansos y de mucho provecho. Las vicuñas son silvestres, y los carneros son ganado doméstico.
Algunos han pensado que las vicuñas sean las que Aristóteles, Plinio y otros autores tratan191 cuando escriben de las que dicen capreas, que son cabras silvestres; y tienen, sin duda, similitud por la ligereza, por andar en los montes, por parecerse algo a cabras. Mas, en efecto, no son aquéllas, pues las vicuñas no tienen cuernos, y aquéllas los tienen, según Aristóteles refiere. Tampoco son las cabras de la India oriental, de donde traen la piedra bezaar; o si son de aquel género, serán especies diversas, como en el linaje de perros es diversa especie la del mastín y la del lebrel. Tampoco son las vicuñas del Perú los animales que en la provincia de la Nueva España tienen las piedras, que allá llaman bezaares, porque aquéllos son de especie de ciervos o venados. Así que no sé que en otra parte del mundo haya este género de animales, sino en el Perú y Chile, que se continúa con él.
Son las vicuñas mayores que cabras, y menores que becerros; tienen la color que tira a leonado, algo más clara; no tienen cuernos, como los tienen ciervos y capreas; apaciéntanse y viven en sierras altísimas en las partes más frías y despobladas, que allá llaman punas. Las nieves y el hielo nos les ofende, antes parece que les recrea; andan a manadas y corren ligerísimamente. Cuando topan caminantes o bestias, luego huyen, como muy tímidas; al huir echan delante de sí sus hijuelos. No se entiende que multipliquen mucho por donde los reyes Ingas tenían prohibida la caza de vicuñas, si no era para fiestas con orden suyo. Algunos se quejan que después que entraron españoles se ha concedido demasiada licencia a los chacos o cazas de vicuñas, y que se han diminuido.
La manera de cazar de los indios es chaco, que es juntarse muchos de ellos, que a veces son mil, y tres mil y más, y cercar un gran espacio de monte, y ir ojeando la caza, hasta juntarse por todas partes, donde se toman trescientas y cuatrocientas, y más y menos, como ellos quieren, y dejar ir las demás, especialmente las hembras para el multiplico. Suelen tresquilar estos animales, y de la lana de ellos hacen cubiertas o frazadas de mucha estima, porque la lana es como una seda blanda, y duran mucho; y como el color es natural y no de tinte, es perpetuo. Son frescas y muy buenas para en tiempo de calores; para inflamaciones de riñones y otras partes las tienen por muy sanas, y que templan el calor demasiado; y lo mismo hace la lana en colchones, que algunos usan por salud, por la experiencia que de ello tienen. Para otras indisposiciones, como gota, dicen también, que es buena esta lana o frazadas hechas de ella; no sé en esto experiencia cierta.
La carne de las vicuñas no es buena, aunque los indios la comen, y hacen cusharqui o cecina de ella. Para medicina podré yo contar lo que vi: Caminando por la sierra del Perú llegué a un tambo o venta una tarde con tan terrible dolor de ojos, que me parecía se me querían saltar; el cual accidente suele acaecer de pasar por mucha nieve y miralla. Estando echado con tanto dolor, que cuasi perdía la paciencia, llegó una india y me dijo: Ponte, padre, esto en los ojos y estarás bueno. Era una poca de carne de vicuña recién muerta y corriendo sangre. En poniéndome aquella medicina se aplacó el dolor, y dentro de muy breve tiempo se me quitó del todo, que no le sentí más.
Fuera de los chacos que he dicho, que son cazas generales, usan los indios particularmente para coger estas vicuñas, cuando llegan a tiro, arrojarles unos cordelejos con ciertos plomos, que se les traban y envuelven entre los pies, y embarazan para que no puedan correr; y así llegan y toman la vicuña. Lo principal porque este animal es digno de precio son las piedras bezaares que hallan en él, de que diremos luego. Hay otro género que llaman tarugas, que también son silvestres, y son de mayor ligereza que las vicuñas: son también de mayor cuerpo y la color más tostada; tienen las orejas blandas y caídas. Estas no andan a manadas, como las vicuñas; a lo menos yo no las vi sino a solas, y de ordinario por riscos altísimos. De las tarugas sacan también piedras bezaares, y son mayores, y de mayor eficacia y virtud.
Capítulo XLI
De los pacos y guanacos y carneros del Perú
Ninguna cosa tiene el Perú de mayor riqueza y ventaja, que es el ganado de la tierra, que los nuestros llaman carneros de las Indias, y los indios en lengua general los llaman llama, porque bien mirado es el animal de mayores provechos y de menos gasto de cuantos se conocen. De este ganado sacan comida y vestido, como en Europa del ganado ovejuno, y sacan más el trajín y acarreto de cuanto han menester, pues les sirve de traer y llevar sus cargas. Y, por otra parte, no han menester gastar en herraje, ni en sillas o jalmas, ni tampoco en cebada, sino que de balde sirve a sus amos, contentándose con la hierba que halla en el campo. De manera, que les proveyó Dios de ovejas y de jumentos en un mismo animal, y como a gente pobre quiso que ninguna costa les hiciese, porque los pastos en la sierra son muchos, y otros gastos, ni los pide, ni los ha menester este género de ganado.
Son estos carneros o llamas en dos especies: unos son pacos o carneros lanudos; otros son rasos y de poca lana, y son mejores para carga; son mayores que carneros grandes y menores que becerros; tienen el cuello muy largo, a semejanza de camello, y hanlo menester, porque, como son altos y levantados de cuerpo, para pacer requieren tener cuello luengo. Son de varias colores: unos, blancos del todo; otros, negros del todo; otros, pardos; otros, varios, que llaman moromoro. Para los sacrificios tenían los indios grandes advertencias de qué color habían de ser para diferentes tiempos y efectos. La carne de éstos es buena, aunque recia; la de sus corderos es de las cosas mejores y más regaladas que se comen; pero gástanse poco en esto, porque el principal fruto es la lana para hacer ropa, y el servicio de traer y llevar cargas.
La lana labran los indios, y hacen ropa, de que se visten: una, grosera y común, que llaman havasca; otra, delicada y fina, que llaman cumbi. De este cumbi labran sobremesas y cubiertas y reposteros y otros paños de muy escogida labor, que dura mucho tiempo, y tiene un lustre bueno, cuasi de media seda. y lo que es particular de su modo de tejer lana, labran a dos haces todas las labores que quieren, sin que se vea hilo ni cabo de él en toda una pieza. Tenía el Inga, rey del Perú, grandes maestros de labrar esta ropa de cumbi, y los principales residían en el repartimiento de Capachica, junto a la laguna grande de Titicaca. Dan con hierbas diversas diversos colores y muy finos a esta lana, con que hacen varias labores. Y de labor basta y grosera, o de pulida y sutil, todos los indios e indias son oficiales en la sierra, teniendo sus telares en su casa, sin que hayan de ir a comprar, ni dar a hacer la ropa que han menester para su casa.
De la carne de este ganado hacen cusharqui o cecina, que les dura largo tiempo, y se gasta por mucha cuenta; usan llevar manadas de estos carneros cargados como recua, y van en una recua de éstas trescientos o quinientos, y aun mil carneros, que trajinan vino, coca, maíz, chuño y azogue, y otra cualquier mercadería; y lo mejor de ella, que es la plata, porque las barras de plata las llevan el camino de Potosí a Arica, setenta leguas, y a Arequipa otro tiempo solían ciento y cincuenta. Y es cosa que muchas veces me admiré de ver que iban estas manadas de carneros con mil y dos mil barras, y mucho más, que son más de trescientos mil ducados, sin otra guarda, ni reparo, más que unos pocos de indios para sólo guiar los carneros y cargallos, y, cuando mucho, algún español; y todas las noches dormían en medio del campo, sin más recato que el dicho. Y en tan largo camino, y con tan poca guarda, jamás faltaba cosa entre tanta plata; tan grande es la seguridad con que se camina en el Perú.
La carga que lleva de ordinario un carnero de éstos será de cuatro a seis arrobas, y siendo viaje largo no caminan sino dos o tres leguas, o cuatro a lo largo. Tienen sus paradas sabidas los carneros, que llaman (que son los que llevan estas recuas), donde hay pasto y agua; allí descargan y arman sus toldos y hacen fuego y comida, y no lo pasan mal, aunque es modo de caminar harto flemático. Cuando no es más de una jornada, bien lleva un carnero de éstos ocho arrobas y más, y anda con su carga jornada entera de ocho o diez leguas, como lo han usado soldados pobres que caminan por el Perú.
Es todo este ganado amigo de temple frío, y por eso se da en la sierra y muere en los llanos con el calor. Acaece estar todo cubierto de escarcha y hielo este ganado, y con eso muy contento y sano. Los carneros rasos tienen un mirar muy donoso, porque se paran en el camino y alzan el cuello y miran una persona muy atentos, y estánse así largo rato sin moverse, ni hacer semblante de miedo, ni de contento, que pone gana de reír ver su serenidad, aunque a veces se espantan súbito y corren con la carga hasta los más altos riscos, que acaece, no pudiendo alcanzallos, porque no se pierdan las barras que llevan, tiralles con arcabuz y matallos.
Los pacos a veces se enojan y aburren con la carga, y échanse con ella sin remedio de hacellos levantar; antes se dejarán hacer mil piezas, que moverse, cuando les da este enojo. Por donde vino el refrán que usan en el Perú, de decir de uno que se ha empacado, para significar que ha tomado tirria, o porfía, o despecho, porque los pacos hacen este extremo cuando se enojan. El remedio que tienen los indios entonces es parar y sentarse junto al paco y hacerle muchas caricias y regalalle, hasta que se desenoja y se alza, y acaece esperarle bien dos y tres horas, a que se desempaque y desenoje.
Dales un mal como sarna, que llaman carache, de que suele morir este ganado. El remedio que los antiguos usaban era enterrar viva la res que tenía carache, porque no se pegase a las demás, como mal que es muy pegajoso. Un carnero o dos que tenga un indio, no lo tiene por pequeño caudal. Vale un carnero de éstos de la tierra seis y siete pesos ensayados y más, según que son tiempos y lugares.
Capítulo XLII
De las piedras bezaares
En todos los animales que hemos dicho ser propios del Perú se halla la piedra bezaar, de la cual han escrito libros enteros autores de nuestro tiempo, que podrá ver quien quisiere más cumplida noticia. Para el intento presente bastará decir que esta piedra que llaman bezaar se halla en el buche y vientre de estos animales, unas veces una, y otras dos, tres y cuatro. En la figura, grandeza y color tienen mucha diferencia, porque unas son pequeñas, como avellanas, y aun menores; otras, como nueces; otras, como huevos de paloma; algunas, tan grandes como huevos de gallina, y algunas he visto de la grandeza de una naranja.
En la figura unas son redondas, otras ovadas, otras lenticulares, y así de diferentes formas. En el color hay negras y pardas y blancas y berenjenadas y como doradas; no es regla cierta mirar la color ni tamaño para juzgar que sea más fina. Todas ellas se componen de diversas túnicas o láminas, una sobre otra. En la provincia de Jauja y en otras del Perú se hallan en diferentes animales bravos y domésticos, como son guanacos y pacos y vicuñas y tarugas; otros añaden otro género, que dicen ser cabras silvestres, a las que llaman los indios cipris. Esotros géneros de animales son muy conocidos en el Perú, y se ha ya tratado de ellos. Los guanacos, carneros de la tierra y pacos comúnmente tienen las piedras más pequeñas y negrillas, y no se estiman en tanto, ni se tienen por tan aprobadas para medicina. De las vicuñas se sacan piedras bezaares mayores, y son pardas o blancas o berenjenadas, y se tienen por mejores. Las más excelentes se creen ser las de las tarugas, y algunas son de mucha grandeza; sus piedras son más comúnmente blancas y que tiran a pardas, y sus láminas o túnicas son más gruesas.
Hállase la piedra bezaar en machos y hembras igualmente; todos los animales que la tienen rumian, y ordinariamente pastan entre nieves y punas. Refieren los indios, de tradición y enseñanza de sus mayores y antiguos, que en la provincia de Jauja y en otras del Perú hay muchas hierbas y animales ponzoñosos, los cuales empozoñan el agua y pastos que beben y comen y huellan. Y entre estas hierbas hay una muy conocida por instinto natural de la vicuña y esotros animales que crían la piedra bezaar, los cuales comen esta hierba y con ella se preservan de la ponzoña de las aguas y pastos, y de la dicha hierba crían en su buche la piedra, y de allí le proviene toda su virtud contra ponzoña y esotras operaciones maravillosas. Esta es la opinión y tradición de los indios, según personas muy pláticas en aquel reino del Perú han averiguado. Lo cual viene mucho con la razón y con lo que de las cabras monteses refiere Plinio, 192 que se apacientan de ponzoña y no les empece.
Preguntados los indios que, pastando, como pastan, en las mismas punas carneros y ovejas de Castilla, cabras, venados y vacas, ¿cómo no se halla en ellos la piedra bezaar? Responden que no creen ellos que los dichos animales de Castilla coman aquella hierba, y que en venados y gamos ellos han hallado también la piedra bezaar. Parece venir con esto lo que sabemos, que en la Nueva España se hallan piedras bezaares, donde no hay vicuñas, ni pacos, ni tarugas, ni guanacos, sino solamente ciervos, y en algunos de ellos se halla la dicha piedra.
El efecto principal de la piedra bezaar es contra venenos y enfermedades venenosas, y aunque de ella hay diferentes opiniones, y unos la tienen por cosa de aire, otros hacen milagros de ella, lo cierto es ser de mucha operación, aplicada en el tiempo y modo conveniente, como las demás hierbas y agentes naturales, pues no hay medicina tan eficaz, que siempre sane. En el mal de tabardete, en España e Italia ha probado admirablemente; en el Perú no tanto. Para melancolía y mal de corazón, y para calenturas pestíferas y para otros diversos males se aplica molida y echada en algún licor que sea a propósito del mal que se cura. Unos la toman en vino, otros en vinagre, en agua de azahar, de lengua de buey, de borrajas y de otras maneras, lo cual dirán los médicos y boticarios. No tiene sabor alguno propio la piedra bezaar, como de ella también lo dijo Rasis, árabe.
Hanse visto algunas experiencias notables, y no hay duda, sino que el Autor de todo puso virtudes grandes en esta piedra. El primer grado de estima tienen las piedras bezaares, que se traen de la India oriental, que son de color de aceituna; el segundo las del Perú, el tercero las de Nueva España. Después que se comenzaron a preciar estas piedras, dicen que los indios han hecho algunas artificiales y adulteradas. Y muchos, cuando ven piedras de éstas de mayor grandeza que la ordinaria, creen que son falsas, y es engaño, porque las hay grandes y muy finas, y pequeñas y contrahechas; la prueba y experiencia es el mejor maestro de conocellas.
Una cosa es de admirar, que se fundan estas piedras algunas veces en cosas muy extrañas, como en un hierrezuelo, o alfiler o palillo, que se halló en lo íntimo de la piedra, y no por eso se arguye que es falsa, porque acaece tragar aquello el animal y cuajarse sobre ello la piedra, la cual se va criando poco a poco una cáscara sobre otra, y así crece. Yo vi en el Perú dos piedras fundadas sobre dos piñones de Castilla, y a todos los que las vimos nos causó admiración, porque en todo el Perú no habíamos visto piñas ni piñones de Castilla, si no fuesen traídos de España; lo cual parece cosa muy extraordinaria.
Y esto poco baste cuanto a piedras bezaares. Otras piedras medicinales se traen de Indias, como de hijada, de sangre, de leche y de madre, y las que llaman cornerinas, para el corazón, que, por no pertenecer a la materia de animales que se ha tratado, no hay obligación de decir de ellas. Lo que está dicho sirva para entender cómo el universal señor y autor omnipotente a todas las partes del orbe que formó repartió sus dones y secretos y maravillas, por las cuales debe ser adorado y glorificado por todos los siglos de los siglos. Amén.
Libro quinto
Prólogo a los libros siguientes
Habiendo tratado lo que a la historia natural de Indias pertenece, en lo que resta se tratará de la historia moral, esto es, de las costumbres y hechos de los indios. Porque después del cielo y temple y sitio y cualidades del nuevo orbe, y de los elementos y mixtos, quiero decir de sus metales y plantas y animales, de que en los cuatro libros precedentes se ha dicho lo que se ha ofrecido, la razón dicta seguirse el tratar de los hombres que habitan el nuevo orbe.
Así que en los libros siguientes se dirá de ellos lo que pareciere digno de relación, y porque el intento de esta historia no es sólo dar noticia de lo que en Indias pasa, sino enderezar esa noticia al fruto que se puede sacar del conocimiento de tales cosas que es ayudar aquellas gentes para su salvación, y glorificar al Criador y Redentor, que los sacó de las tinieblas escurísimas de su infidelidad, y les comunicó la admirable lumbre de su evangelio.
Por tanto, primero se dirá lo que toca a su religión o superstición y ritos y idolatrías y sacrificios, en este libro siguiente, y después, de lo que toca a su policía y gobierno y leyes y costumbres y hechos. Y porque en la nación mejicana se ha conservado memoria de sus principios y sucesión y guerras y otras cosas dignas de referirse, fuera de lo común que se trata en el libro sexto, se hará propia y especial relación en el libro séptimo, hasta mostrar la disposición y prenuncios que estas gentes tuvieron del nuevo reino de Cristo nuestro Dios, que había de extenderse a aquellas tierras, y sojuzgarlas a sí, como lo ha hecho en todo el resto del mundo. Que cierto es cosa digna de gran consideración ver en qué modo ordenó la divina providencia que la luz de su palabra hallase entrada en los últimos términos de la tierra.
No es de mi propósito escribir ahora lo que los españoles hicieron en aquellas partes, que de eso hay hartos libros escritos; ni tampoco lo que los siervos del Señor han trabajado y fructificado, porque eso requiere otra nueva diligencia; sólo me contentaré con poner esta historia o relación a las puertas del evangelio, pues toda ella va encaminada a servir de noticia en lo natural y moral de Indias, para que lo espiritual y cristiano se plante y acreciente, como está largamente explicado en los libros que escribimos: De procuranda Indorum salute.
Si algunos se maravillare de algunos ritos y costumbres de los indios, y los despreciare por insipientes y necios, o los detestare por inhumanos y diabólicos, mire que en los griegos y romanos que mandaron el mundo se hallan o los mismos, o otros semejantes, y a veces peores, como podrá entender fácilmente no sólo de nuestros autores Eusebio Cesariense, Clemente Alejandrino, Teodoreto Cirense y otros, sino también de los mismos suyos, como son Plinio, Dionisio Halicarnaseo y Plutarco. Porque siendo el maestro de toda la infedilidad el príncipe de las tinieblas, no es cosa nueva hallar en los infieles crueldades, inmundicias, disparates y locuras propias de tal enseñanza y escuela. Bien que en el valor y saber natural excedieron mucho los antiguos gentiles a estos del nuevo orbe, aunque también se toparon en éstos cosas dignas de memoria; pero, en fin, lo más es como de gentes bárbaras, que, fuera de la luz sobrenatural, les faltó también la filosofía y doctrina natural.
Capítulo I
Que la causa de la idolatría ha sido la soberbia y envidia del demonio
Es la soberbia del demonio tan grande y tan porfiada, que siempre apetece y procura ser tenido y honrado por Dios, y en todo cuanto puede hurtar y apropiar a sí lo que sólo al altísimo Dios es debido, no cesa de hacerlo en las ciegas naciones del mundo, a quien no ha esclarecido aún la luz y resplandor del santo evangelio.
De este tan soberbio tirano leemos en Job,193 que pone sus ojos en lo más alto, y que entre todos los hijos de soberbia él es el rey. Sus dañados intentos y traición tan atrevida con que pretendió igualar su trono con el de Dios, bien claro nos lo refieren las divinas Escrituras, diciéndole en Isaías:194 Decía entre ti mismo: Subiré hasta el cielo, pondré mi silla sobre todas las estrellas de Dios, sentarme he en la cumbre del testamento, en las faldas de aquilón, pasaré la alteza de las nubes, seré semejante al Altísimo. Y en Ezequiel:195 Elevóse tu corazón, y dijiste: Dios soy yo, y en silla de Dios me he sentado en medio del mar.
Este tan malvado apetito de hacerse Dios, todavía le dura a satanás; y aunque el castigo justo y severo del muy Alto le quitó toda la pompa y lozanía, por donde se engrió tanto, tratándole como merecía su descortesía y locura, como en los mismos profetas largamente se prosigue; pero no por eso aflojó un punto su perversa intención, la cual muestra por todas las vías que puede, como perro rabioso, mordiendo la misma espada con que le hieren.196 Porque la soberbia, como está escrito, de los que aborrecen a Dios, porfía siempre.
De aquí procede el perpetuo y extraño cuidado que este enemigo de Dios ha siempre tenido de hacerse adorar de los hombres, inventando tantos géneros de idolatrías, con que tantos tiempos tuvo sujeta la mayor parte del mundo, que apenas le quedó a Dios un rincón de su pueblo Israel. 197 Y con la misma tiranía, después que el fuerte del evangelio le venció, y desarmó y entró por la fuerza de la cruz las más importantes y poderosas plazas de su reino, acometió las gentes más remotas y bárbaras, procurando conservar entre ellas la falsa y mentida divinidad que el Hijo de Dios le había quitado en su Iglesia, encerrándole como a fiera en jaula, para que fuese para escarnio suyo y regocijo de sus siervos, como lo significa por Job.198 Mas, en fin, ya que la idolatría fué extirpada de la mejor y más noble parte del mundo, retiróse a lo más apartado y reinó en estotra parte del mundo, que, aunque en nobleza muy inferior, en grandeza y anchura no lo es.
Las causas porque el demonio tanto ha esforzado la idolatría en toda infidelidad, que apenas se hallan gentes que no sean idólatras, y los motivos para esto, principalmente, son dos. Uno es el que está tocado de su increíble soberbia, la cual, quien quisiere bien ponderar, considere que al mismo Hijo de Dios y Dios verdadero acometió la misma espada con que le hiere,199 que se postrase ante él y le adorase; y esto le dijo, aunque no sabiendo de cierto que era el mismo Dios, pero teniendo por lo menos grandes barruntos de que fuese Hijo de Dios. ¿A quién no asombrará tan extraño acometimiento? ¿Una tan excesiva y tan cruel soberbia? ¿Qué mucho que se haga adorar de gentes ignorantes por Dios el que al mismo Dios acometió, con hacérsele Dios, siendo una tan sucia y abominable criatura?
Otra causa y motivo de idolatría es el odio mortal y enemistad que tiene con los hombres. Porque, como dice el Salvador:200 Desde el principio fué homicida, y eso tiene por condición y propiedad inseparable de su maldad.
Y porque sabe que el mayor daño del hombre es adorar por Dios a la criatura, por eso no cesa de inventar modos de idolatría con que destruir los hombres y hacelles enemigos de Dios. Y son dos los males que hace el demonio al idólatra: uno, que niega a su Dios, según aquello:201 Al Dios que te crió desamparaste; otro, que se sujeta a cosa más baja que él, porque todas las criaturas son inferiores a la racional; y el demonio, aunque en la naturaleza es superior al hombre, pero en el estado es muy inferior, pues el hombre en esta vida es capaz de la vida divina y eterna. Y así, por todas partes con la idolatría Dios es deshonrado y el hombre destruido, y por ambas vías el demonio soberbio y envidioso, muy contento.
Capítulo II
De los géneros de idolatrías que han usado los indios
La idolatría, dice el Sabio, y por él el Espíritu Santo,202 que es causa y principio y fin de todos los males, y por eso el enemigo de los hombres ha multiplicado tantos géneros y suertes de idolatría, que pensar de contarlos por menudo es cosa infinita.
Pero, reduciendo la idolatría a cabezas, hay dos linajes de ella: una es cerca de cosas naturales; otra, cerca de cosas imaginables o fabricadas por invención humana. La primera de éstas se parte en dos, porque, o la cosa que se adora es general, como sol, luna, fuego, tierra, elementos; o es particular, como tal río, fuente, o árbol, o monte, y cuando no por su especie, sino en particular, son adoradas estas cosas; y este género de idolatría se usó en el Perú en grande exceso, y se llama propiamente guaca.
El segundo género de idolatría, que pertenece a invención o ficción humana, tiene también otras dos diferencias: Una de lo que consiste en pura arte y invención humana, como es adorar ídolos o estatuas de palo, o de piedra o de oro, como de Mercurio o Palas, que, fuera de aquella pintura o escultura, ni es nada, ni fué nada. Otra diferencia es de lo que realmente fué y es algo, pero no lo que finge el idólatra que lo adora, como los muertos o cosas suyas, que por vanidad y lisonja adoran los hombres. De suerte, que por todas contamos cuatro maneras de idolatría que usan los infieles, y de todas converná decir algo.
Capítulo III
Que en los indios hay algún conocimiento de Dios
Primeramente, aunque las tinieblas de la infidelidad tienen escurecido el entendimiento de aquellas naciones, en muchas cosas no deja la luz de la verdad y razón algún tanto de obrar en ellos; y así comúnmente sienten y confiesan un supremo señor y hacedor de todo, al cual los del Perú llamaban Viracocha, y le ponían nombre de gran excelencia, como Pachacamac o Pachayachachic, que es criador del cielo y tierra, y Usapu, que es admirable, y otros semejantes. A éste hacían adoración, y era el principal que veneraban mirando al cielo. Y lo mismo se halla en su modo en los de Méjico, y hoy día en los chinos y en otros infieles.
Que es muy semejante a lo que refiere el libro de los Actos de los Apóstoles,203 haber hallado San Pablo en Atenas, donde vió un altar intitulado: Ignoto Deo, al Dios no conocido. De donde tomó el apóstol ocasión de su predicación, diciéndoles: Al que vosotros veneráis sin conocerle, ése es el que yo os predico. Y así, al mismo modo, los que hoy día predican el evangelio a los indios, no hallan mucha dificultad en persuadirles que hay un supremo Dios y señor de todo, y que éste es el Dios de los cristianos y el verdadero Dios. Aunque es cosa que mucho me ha maravillado que, con tener esta noticia que digo, no tuviesen vocablo propio para nombrar a Dios. Porque si queremos en lengua de indios hallar vocablo que responda a éste, Dios, como en latín responde Deus, y en griego, Theos, y en hebreo, El, y al arábigo, Alá; no se halla en lengua del Cuzco, ni en lengua de Méjico; por donde los que predican o escriben para indios usan el mismo nuestro español, Dios, acomodándose en la pronunciación y declaración a la propiedad de las lenguas índicas, que son muy diversas.
De donde se ve cuán corta y flaca noticia tenían de Dios, pues aun nombrarle no saben sino por nuestro vocablo. Pero, en efecto, no dejaban de tener alguna tal cual; y así le hicieron un templo riquísimo en el Perú; que llamaban el Pachacamac, que era el principal santuario de aquel reino. Y, como está dicho, es lo mismo Pachacamac, que el Criador; aunque también en este templo ejercitaban sus idolatrías adorando al demonio y figuras suyas. Y también hacían al Viracocha sacrificios y ofrendas, y tenía el supremo lugar entre los adoratorios que los reyes Ingas tuvieron. Y el llamar a los españoles viracochas fué de aquí, por tenerlos en opinión de hijos del cielo y como divinos, al modo que los otros atribuyeron deidad a Paulo y a Bernabé, llamando al uno Júpiter y al otro Mercurio, e intentando de ofrecerles sacrificio como a dioses. Y al mismo tono los otros bárbaros de Melite, que es Malta, viendo que la víbora no hacía mal al Apóstol, le llamaban Dios.204 Pues como sea verdad tan conforme a toda buena razón haber un soberano señor y rey del cielo, lo cual los gentiles,205 con todas sus idolatrías e infidelidad, no negaron, como parece así en la filosofía del Timeo de Platón y de la Metafísica de Aristóteles, y Esclepio de Trismegistoo, como también en las poesías de Homero y de Virgilio.
De aquí es que, en asentar y persuadir esta verdad de un supremo Dios, no padecen mucha dificultad los predicadores evangélicos, por bárbaras y bestiales que sean las naciones a quien predican pero les es dificultosísimo desarraigar de sus entendimientos que ningún otro Dios hay, ni otra deidad hay, sino uno; y que todo lo demás no tiene propio poder, ni propio ser, ni propia operación, más de lo que les da y comunica aquel supremo y solo Dios y Señor. Y esto es sumamente necesario persuadilles por todas vías, reprobando sus errores en universal, de adorar más de un Dios. Y mucho más en particular, de tener por dioses y atribuir deidad y pedir favor a otras cosas que no son dioses, ni pueden nada más de lo que el verdadero Dios, señor y hacedor suyo les concede.
Capítulo IV
Del primer género de idolatría de cosas naturales y universales
Después del Viracocha o supremo Dios, fué y es en los infieles el que más comúnmente veneran y adoran, el sol, y tras él esotras cosas, que en la naturaleza celeste o elemental se señalan, como luna, lucero, mar, tierra. Los Ingas, señores del Perú, después del Viracocha y del sol, la tercera guaca o adoratorio y de más veneración, ponían al trueno, al cual llamaban por tres nombres, Chuquilla, Catuilla e Intiillapa, fingiendo que es un hombre que está en el cielo con una honda y una porra, y que está en su mano el llover, granizar, tronar y todo lo demás que pertenece a la región del aire, donde se hacen los nublados.
Esta era guaca (que así llaman a sus adoratorios), general a todos los indios del Perú, y ofrecíanle diversos sacrificios. Y en el Cuzco, que era la corte y metrópoli, se le sacrificaban también niños, como al sol. A estos tres que he dicho, Viracocha, sol y trueno, adoraban en forma diversa de todos los demás, como escribe Polo haberlo él averiguado, que era poniendo una como manopla o guante en las manos cuando las alzaban, para adorarles. También adoraban a la tierra, que llamaban Pachamama, al modo que los antiguos celebraban la diosa Tellus; y al mar, que llamaban Mamacocha, como los antiguos a la Tetis o al Neptuno. También adoraban el arco del cielo, y era armas o insignias del Inga con dos culebras a los lados a la larga. Entre las estrellas, comúnmente todos adoraban a la que ellos llaman Collea, que llamamos nosotros las Cabrillas. Atribuían a diversas estrellas diversos oficios, y adorábanlas los que tenían necesidad de su favor; como los ovejeros hacían veneración y sacrificio a una estrella, que ellos llamaban Urcuchillai, que dicen es un carnero de muchos colores, el cual entiende en la conservación del ganado, y se entiende ser la que los astrólogos llaman Lira. Y los mismos adoran otras dos que andan cerca de ella, que llaman Catuchillay, Urcuchillay, que fingen ser una oveja con un cordero.
Otros adoraban una estrella, que llaman Machacuay, a cuyo cargo están las serpientes y culebras, para que no les hagan mal; como a cargo de otra estrella, que llamaban Chuquichinchay, que es tigre, están los tigres, osos y leones. Y, generalmente, de todos los animales y aves que hay en la tierra, creyeron que hubiese un semejante en el cielo, a cuyo cargo estaba su procreación y aumento; y así tenían cuenta con diversas estrellas, como la que llamaban Chacana, y Topatorca, y Mamana, y Mirco, y Miquiquiray, y así otras, que en alguna manera parecen que tiraban al dogma de las ideas de Platón.
Los mejicanos, cuasi por la misma forma, después del supremo Dios adoraban al sol; y así a Hernando Cortés, como él refiere en una carta al emperador Carlos V, le llamaban hijo del sol, por la presteza y vigor con que rodeaba la tierra. Pero la mayor adoración daban al ídolo llamado Vitilipuztli, al cual toda aquella nación llamaba el todopoderoso y señor de lo criado; y como a tal los mejicanos hicieron el más suntuoso templo y de mayor altura, y más hermoso y galán edificio, cuyo sitio y fortaleza se pueden conjeturar por las ruinas que de él han quedado en medio de la ciudad de Méjico. Pero en esta parte la idolatría de los Mejicanos fué más errada y perniciosa que la de los Ingas, como adelante se verá mejor. Porque la mayor parte de su adoración e idolatría se ocupaba en ídolos y no en las mismas cosas naturales, aunque a los ídolos se atribuían estos efectos naturales, como del llover y del ganado, de la guerra, de la generación, como los griegos y latinos pusieron también ídolos de Febo, y de Mercurio, y de Júpiter, y de Minerva, y de Marte, etc.
Finalmente, quien con atención lo mirare, hallará que el modo que el demonio ha tenido de engañar a los indios, es el mismo con que engañó a los griegos y romanos, y otros gentiles antiguos, haciéndoles entender, que estas criaturas insignes sol, luna, estrellas, elementos, tenían propio poder y autoridad para hacer bien o mal a los hombres, y habiéndolas Dios criado para servicio del hombre, él se supo tan mal regir y gobernar, que por una parte se quiso alzar con ser Dios, y por otra dió en reconocer y sujetarse a las criaturas inferiores a él, adorando e invocando estas obras, y dejando de adorar e invocar al Criador, como lo pondera bien el sabio por estas palabras: 206 Vanos y errados son todos los hombres, en quien no se halla el conocimiento de Dios. Pues de las mismas cosas que tienen buen parecer, no acabaron de entender al que verdaderamente tiene ser. Y con mirar sus obras, no atinaron al Autor y artífice, sino que el fuego, o el viento, o el aire presuroso, o el cerco de las estrellas, o las muchas aguas, o el sol, o la luna, creyeron que eran dioses y gobernadores del mundo. Mas si enamorados de la hermosura de las tales cosas les pareció tenerlas por dioses, razón es que miren cuanto es más hermoso que ellas el Hacedor de ellas, pues el dador de hermosura es el que hizo todas aquestas cosas. Y si les admiró la fuerza y maravilloso obrar de estas cosas, por ellas mismas acaben de entender cuánto será más poderoso que todas ellas el que les dió el ser que tienen. Porque por la propia grandeza y hermosura que tienen las criaturas, se puede bien conjeturar qué tal sea el Criador de todas.
Hasta aquí son palabras del libro de la Sabiduría. De las cuales se pueden tomar argumentos muy maravillosos y eficaces para convencer el grande engaño de los idólatras infieles, que quieren más servir y reverenciar a la criatura, que al Criador, como justísimamente les arguye el Apóstol.207 Mas porque esto no es del presente intento, y está hecho bastantemente en los sermones que se escribieron contra los errores de los indios, baste por agora decir, que tenían un mismo modo de hacer adoración al sumo Dios, y a estos vanos y mentirosos dioses.
Porque el modo de hacerle oración al Viracocha, y al sol y a las estrellas, y a las demás guacas o ídolos, era abrir las manos, y hacer cierto sonido con los labios, como quien besa, y pedir lo que cada uno quería, y ofrecerle sacrificio. Aunque en las palabras había diferencia, cuando hablaban con el gran Ticciviracocha, al cual atribuían principalmente el poder y mando de todo, y a los otros como dioses o señores particulares cada uno en su casa, y que eran intercesores para con el gran Ticciviracocha.
Este modo de adorar abriendo las manos y como besando, en alguna manera es semejante al que el santo Job abomina como propio de idólatras, diciendo:208 Si besé mis manos con mi boca mirando al sol, cuando resplandece, o a la luna, cuando está clara; lo cual es muy grande maldad, y negar al altísimo Dios.
Capítulo V
De la idolatría que usaron los indios con cosas particulares
No se contentó el demonio con hacer a los ciegos indios que adorasen al sol, y la luna, y las estrellas, y tierra, y mar y cosas generales de naturaleza; pero pasó adelante a darles por dioses, y sujetallos a cosas menudas, y muchas de ellas muy soeces.
No se espantará de esta ceguera en bárbaros, quien trajere a la memoria que de los sabios y filósofos dice el Apóstol,209 que habiendo conocido a Dios, no le glorificaron ni dieron gracias como a su Dios; sino que se envanecieron en su pensamiento, y se escureció su corazón necio, y vinieron a trocar la gloria y deidad del eterno Dios, por semejanzas y figuras de cosas caducas y corruptibles, como de hombres, de aves, de bestias, de serpientes. Bien sabida cosa es el perro Osiris, que adoraban los egipcios, y la vaca Isis, y el carnero Amon; y en Roma la diosa Februa de las calenturas, y el ánser de Tarpeya; y en Atenas la sabia, el cuervo y el gallo. Y de semejantes bajezas y burlerías están llenas las memorias de la gentilidad, viniendo en tan gran oprobio los hombres por no haber querido sujetarse a la ley de su verdadero Dios y Criador, como San Atanasio doctamente lo trata escribiendo contra los idólatras.
Mas en los indios, especialmente del Perú, es cosa que saca de juicio la rotura y perdición que hubo en esto. Porque adoran los ríos, las fuentes, las quebradas, las peñas o piedras grandes, los cerros, las cumbres de los montes que ellos llaman apachitas, y lo tienen por cosa de gran devoción; finalmente, cualquiera cosa de naturaleza que les parezca notable y diferente de las demás, la adoran como reconociendo allí alguna particular deidad. En Cajamalca de la Nasca me mostraron un cerro grande de arena, que fué principal adoratorio o guaca de los antiguos. Preguntando yo qué divinidad hallaban allí, me respondieron, que aquella maravilla de ser un cerro altísimo de arena en medio de otros muchos todos de peña. Y a la verdad era cosa maravillosa pensar como se puso tan gran pico de arena en medio de montes espesísimos de piedra. Para fundir una campana grande tuvimos en la ciudad de los Reyes necesidad de leña recia y mucha, y cortóse un arbolazo disforme, que por su antigüedad y grandeza, había sido largos años adoratorio y guaca de los indios.
A este tono cualquier cosa que tenga extrañeza entre las de su género, les parecía que tenía divinidad, hasta hacer esto con pedrezuelas y metales, y aún raíces y frutas de la tierra, como en las raíces que llaman papas hay unas extrañas a quien ellos ponen nombre llallahuas, y las besan y las adoran. Adoran también osos, leones, tigres y culebras, porque no les hagan mal. Y como son tales sus dioses, así son donosas las cosas que les ofrecen, cuando los adoran. Usan cuando van de camino, echar en los mismos caminos o encrucijadas, en los cerros y, principalmente, en las cumbres que llaman apachitas, calzados viejos y plumas, coca mascada, que es una yerba que mucho usan, y cuando no pueden más, siquiera una piedra; y todo esto es como ofrenda para que les dejen pasar, y les den fuerzas, y dicen que las cobran con esto, como se refiere en un Concilio provincial del Perú.210 Y así se hallan en esos caminos muy grandes rimeros de estas piedras ofrecidas, y de otras inmundicias dichas.
Semejante disparate al que usaban los antiguos, de quien se dice en los Proverbios:211 Como quien ofrece piedras al montón de Mercurio, así el que honra a necios, que es decir, que no se saca más fruto, ni utilidad, de lo segundo que de lo primero; porque ni el Mercurio de piedra siente la ofrenda, ni el necio sabe agradecer la honra que le hacen. Otra ofrenda no menos donosa usan, que es tirarse las pestañas o cejas, y ofrecerlas al sol, o a los cerros y apachitas, a los vientos o a las cosas que temen. Tanta es la desventura en que han vivido, y hoy día viven muchos indios, que como a muchachos les hace el demonio entender cuanto se le antoja, por grandes disparates que sean, como de los gentiles hace semejante comparación San Crisóstomo en una homilía.212
Mas los siervos de Dios, que atienden a su enseñanza y salvación, no deben despreciar estas niñerías, pues son tales que bastan a enlazallos en su eterna perdición. Mas con buenas y fáciles razones desengañarlos de tan grandes ignorancias. Porque cierto es cosa de ponderar, cuán sujetos están a quien les pone en razón. No hay cosa entre las criaturas corporales más ilustre que el sol, y es a quien los gentiles todos comúnmente adoran. Pues con una buena razón me contaba un capitán discreto y buen cristiano, que había persuadido a los indios, que el sol no era Dios, sino sólo criado de Dios; y fué así. Pidió al cacique y señor principal, que le diese un indio ligero para enviar una carta; diósele tal, y preguntóle el capitán al cacique: dime, ¿quién es el señor y el principal, aquel indio que lleva la carta tan ligero, o tú que se la mandas llevar? Respondió el cacique, yo, sin ninguna duda, porque aquél no hace más de lo que yo le mando. Pues eso mismo, replicó el capitán, pasa entre ese sol que vemos y el Criador de todo. Porque el sol no es más que un criado de aquel altísimo Señor, que por su mandado anda con tanta ligereza sin cansarse, llevando lumbre a todas las partes. Y así veréis como es sin razón y engaño dar al sol la honra que se le debe a su Criador y señor de todo.
Cuadróles mucho la razón del capitán a todos, y dijo el cacique y los indios que estaban con él, que era gran verdad, y que se habían holgado mucho de entenderla. Refiérese de uno de los reyes Ingas, hombre de muy delicado ingenio, que viendo cómo todos sus antepasados adoraban al sol, dijo que no le parecía a él, que el sol era Dios, ni lo podía ser. Porque Dios es gran señor, y con gran sosiego y señorío hace sus cosas; y que el sol nunca para de andar, y que cosa tan inquieta no le parecía ser Dios. Dijo bien. Y si con razones suaves, y que se dejen percibir, les declaran a los indios sus engaños y cegueras, admirablemente se convencen y rinden a la verdad.
Capítulo VI
De otro género de idolatría con los difuntos
Otro género de idolatría muy diverso de los referidos, es el que los gentiles han usado por ocasión de sus difuntos, a quien querían bien y estimaban. Y aún parece que el sabio da a entender, que el principio de la idolatría fué esto, diciendo así:213 El principio de fornicación fué la reputación de los ídolos; y esta invención es total corrupción de la vida. Porque al principio del mundo no hubo ídolos, ni al fin los habrá para siempre jamás. Mas la vanidad y ociosidad de los hombres trajo al mundo esta invención, y aun por eso acabaron sus vidas tan presto. Porque sucedió que sintiendo el padre amargamente la muerte del hijo mal logrado, hizo para su consuelo un retrato del difunto, y comenzó a honrar y adorar como a Dios, al que poco antes como hombre mortal acabó sus días; y para este fin ordenó entre sus criados, que en memoria suya se hiciesen devociones y sacrificios. Después pasando días, y tomando autoridad esta maldita costumbre, quedó este yerro canonizado por ley; y así por mandato de los tiranos eran adorados los retratos y ídolos. De aquí vino que con los ausentes se comenzó a hacer lo mismo, y a los que no podían adorar en presencia por estar lejos, trayendo los retratos de los reyes que querían honrar, por este modo los adoraban, supliendo con su invención y traza la ausencia de los que querían adorar. Acrecentó esta invención de idolatría la curiosidad de excelentes artífices, que con su arte hicieron estas imágenes y estatuas tan elegantes, que los que no sabían lo que era, les provocaban a adorarlas. Porque con el primor de su arte, pretendiendo contentar al que les daba su obra, sacaban retratos y pinturas mucho más excelentes. Y el vulgo de la gente, llevado de la apariencia y gracia de la obra, al otro que poco antes había sido honrado como hombre, vino ya a tenerle y estimarle por su Dios. Y este fué el engaño miserable de los hombres, que acomodándose ora a su afecto y sentimiento, ora a la lisonja de los reyes, el nombre incomunicable de Dios, le vinieron a poner en las piedras, adorándolas por dioses.
Todo esto es del libro de la Sabiduría, que es lugar digno de ser notado. Y a la letra hallarán los que fueren curiosos desenvolvedores de antigüedad, que el origen de la idolatría fueron estos retratos y estatuas de los difuntos. Digo de la idolatría, que propiamente es adorar ídolos e imágenes porque esotra de adorar criaturas como al sol y a la milicia del cielo, de que se hace mención en los profetas,214 no es cierto que fuese después; aunque el hacer estatuas e ídolos en honra del sol y de la luna y de la tierra, sin duda lo fué.
Viniendo a nuestros indios, por los mismos pasos que pinta la Escritura, vinieron a la cumbre de sus idolatrías. Primeramente los cuerpos de los reyes y señores procuraban conservarlos, y permanecían enteros, sin oler mal, ni corromperse más de doscientos años. De esta manera estaban los reyes Ingas en el Cuzco, cada uno en su capilla y adoratorio, de los cuales el virrey Marqués de Cañete (por extirpar la idolatría) hizo sacar y traer a la ciudad de los Reyes tres o cuatro de ellos, que causó admiración ver cuerpos humanos de tantos años con tan linda tez y tan enteros. Cada uno de estos reyes Ingas dejaba todos sus tesoros, y hacienda y renta para sustentar su adoratorio, donde se ponía su cuerpo y gran copia de ministros, y toda su familia dedicada a su culto. Porque ningún rey sucesor usurpaba los tesoros y vajilla de su antecesor, sino de nuevo juntaba para sí y para su palacio.
No se contentaron con esta idolatría de los cuerpos de los difuntos, sino que también hacían sus estatuas; y cada rey en vida hacía un ídolo o estatua suya de piedra, la cual llamaba Guaoiquí, que quiere decir hermano, porque a aquella estatua en vida y en muerte se le había de hacer la misma veneración que al propio Inga; las cuales llevaban a la guerra, y sacaban en procesión para alcanzar agua y buenos temporales, y les hacían diversas fiestas y sacrificios. De estos ídolos hubo gran suma en el Cuzco y en su comarca; entiéndese que ha cesado del todo, o en gran parte, la superstición de adorar estas piedras, después que por la diligencia del licenciado Polo se descubrieron: y fué la primera la de Ingaroca, cabeza de la parcialidad principal de Hanan Cuzco. De esta manera se halla en otras naciones gran cuenta con los cuerpos de los antepasados y sus estatuas, que adoran y veneran.
Capítulo VII
De las supersticiones que usaban con los muertos
Comúnmente creyeron los indios del Perú, que las ánimas vivían después de esta vida, y que los buenos tenían gloria, y los malos pena; y así en persuadilles estos artículos hay poca dificultad. Mas de que los cuerpos hubiesen de resucitar con las ánimas, no lo alcanzaron; y así ponían excesiva diligencia, como está dicho, en conservar los cuerpos, y honrarlos después de muertos. Para esto, sus descendientes les ponían ropa, y hacían sacrificios, especialmente los reyes Ingas en sus entierros habían de ser acompañados de gran número de criados y mujeres para el servicio de la otra vida; y así el día que morían, mataban las mujeres a quien tenían afición, y criados y oficiales, para que fuesen a servir a la otra vida.
Cuando murió Guainacapa, que fué padre de Atagualpa, en cuyo tiempo entraron los españoles, fueron muertas mil y tantas personas de todas edades y suertes para su servicio y acompañamiento en la otra vida. Matábanlos después de muchos cantares y borracheras, y ellos se tenían por bienaventurados; sacrificábanles muchas cosas, especialmente niños, y de su sangre hacían una raya de oreja a oreja en el rostro del difunto. La misma superstición e inhumanidad de matar hombres y mujeres para acompañamiento y servicio del difunto en la otra vida han usado y usan otras naciones bárbaras. Y aun, según escribe Polo, cuasi ha sido general en Indias; y aun refiere el venerable Beda, que usaban los Anglos antes de convertirse al evangelio la misma costumbre de matar gente, que fuese en compañía y servicio de los difuntos. De un portugués que, siendo cautivo entre bárbaros, le dieron un flechazo con que perdió un ojo, cuentan, que queriéndolo sacrificar para que acompañase un señor difunto, respondió: que los que moraban en la otra vida tendrían en poco al difunto, pues le daban por compañero a un hombre tuerto, y que era mejor dársele con dos ojos, y pareciéndole bien esta razón a los bárbaros, le dejaron.
Fuera de esta superstición de sacrificar hombres al difunto, que no se hace sino con señores muy calificados, hay otra mucho más común y general en todas las Indias, de poner comida y bebida a los difuntos sobre sus sepulturas y cuevas, y creer que con aquello se sustentan, que también fué error de los antiguos, como dice San Agustín.215 Y para este efecto de darles de comer y beber, hoy día, muchos indios infieles desentierran secretamente sus difuntos de las iglesias y cementerios, y los entierran en cerros, o quebradas, o en sus propias casas. Usan también ponerles plata en las bocas, en las manos, en los senos, y vestirles ropas nuevas y provechosas dobladas debajo de la mortaja. Creen que las ánimas de los difuntos andan vagueando, y que sienten frío y sed, y hambre y trabajo, y por eso hacen sus aniversarios, llevándoles comida, bebida y ropa.
A esta causa advierten con mucha razón los prelados en sus sínodos. que procuren los sacerdotes dar a entender a los indios, que las ofrendas que en la Iglesia se ponen en las sepulturas, no son comida ni bebida de las ánimas, sino de los pobres, o de los ministros, y sólo Dios es el que en la otra vida sustenta las ánimas, pues no comen, ni beben cosa corporal. Y va mucho en que sepan esto bien sabido, porque no conviertan el uso santo en superstición gentílica, como muchos lo hacen.
Capítulo VIII
Del uso de mortuorios que tuvieron los mejicanos y otras naciones
Habiendo referido lo que en el Perú usaron muchas naciones con sus difuntos es bien hacer especial mención de los mejicanos en esta parte, cuyos mortuorios eran solemnísimos, y llenos de grandes disparates. Era oficio de sacerdotes y religiosos en Méjico (que los había con extraña observancia, como se dirá después) enterrar los muertos, y hacerles sus exequias; y los lugares donde los enterraban, eran las sementeras y patios de sus casas propias: a otros llevaban a los sacrificaderos de los montes; otros quemaban, y enterraban las cenizas en los templos, y a todos enterraban con cuanta ropa, joyas y piedras tenían; y a los que quemaban, metían las cenizas en unas ollas, y en ellas las joyas y piedras y atavíos, por ricos que fuesen.
Cantaban los oficios funerales como responsos, y levantaban a los cuerpos de los difuntos muchas veces, haciendo muchas ceremonias. En estos mortuorios comían y bebían; y si eran personas de calidad, daban de vestir a todos los que habían acudido al enterramiento. En muriendo alguno, poníanle tendido en un aposento hasta que acudían de todas partes los amigos y conocidos, los cuales traían presentes al muerto, y le saludaban como si fuera vivo. Y si era rey, o señor de algún pueblo, le ofrecían esclavos para que los matasen con él, y le fuesen a servir al otro mundo. Mataban asimismo al sacerdote o capellán que tenía, porque todos los señores tenían un sacerdote, que dentro de casa les administraban las ceremonias; y así le mataban para que fuese a administrar al muerto: mataban al maestresala, al copero, a los enanos y corcovados, que de éstos se servían mucho, y a los hermanos que más le habían servido; lo cual era grandeza entre los señores servirse de sus hermanos y de los referidos. Finalmente mataban a todos los de su casa para llevar a poner casa al otro mundo.
Y porque no tuviesen allá pobreza, enterraban mucha riqueza de oro, plata y piedras, ricas cortinas de muchas labores, brazaletes de oro, y otras ricas piezas; y si quemaban al difunto, hacían lo mismo con toda la gente y atavíos que le daban para el otro mundo. Tomaban toda aquella ceniza, y enterrábanla con grande solemnidad: duraban las exequias diez días de lamentables y llorosos cantos. Sacaban los sacerdotes a los difuntos con diversas ceremonias, según ellos lo pedían, las cuales eran tantas, que cuasi no se podían numerar. A los capitanes y grandes señores les ponían sus insignias y trofeos, según sus hazañas y valor que habían tenido en las guerras y gobierno, que para esto tenían sus particulares blasones y armas. Llevaban todas estas cosas y señales al lugar donde había de ser enterrado, o quemado, delante del cuerpo, acompañándole con ellas en procesión, donde iban los sacerdotes y dignidades del templo, con diversos aparatos, unos incensando, y otros cantando, y otros tañendo tristes flautas y atambores, lo cual aumentaba mucho el llanto de los vasallos y parientes. El sacerdote que hacía el oficio, iba ataviado con las insignias del ídolo, a quien había representado el muerto, porque todos los señores representaban a los ídolos, y tenían sus renombres, a cuya causa eran tan estimados y honrados.
Estas insignias sobredichas llevaba de ordinario la orden de la caballería. Y al que quemaban, después de haberle llevado al lugar donde habían de hacer las cenizas, rodeándole de tea a él, y a todo lo que pertenecía a su matalotaje, como queda dicho, y pegábanle fuego, aumentándolo siempre con maderos resinosos hasta que todo se hacía ceniza. Salía luego un sacerdote vestido con unos atavíos de demonio, con bocas por todas las coyunturas, y muchos ojos de espejuelos, con un gran palo, y con él revolvía todas aquellas cenizas con gran ánimo y denuedo, el cual hacía una representación tan fiera, que ponía grima a todos los presentes. Y algunas veces este ministro sacaba otros trajes diferentes, según era la cualidad del que moría.
Esta digresión de los muertos y mortuorios se ha hecho por ocasión de la idolatría de los difuntos; ahora será justo volver al intento principal, y acabar con esta materia.
Capítulo IX
Del cuarto y último género de idolatría que usaron los indios con imágenes y estatuas, especialmente los mejicanos
Aunque en los dichos géneros de idolatría en que se adoraban criaturas hay gran ofensa de Dios, el Espíritu Santo condena mucho más y abomina otro linaje de idólatras, que adoran solamente las figuras e imágenes fabricadas por manos de hombres, sin haber en ellas más de ser piedras, o palos, o metal, y la figura que el artífice quiso dalles.
Así dice el Sabio216 de estos tales: Desventurados, y entre los muertos se puede contar su esperanza, de los que llamaron dioses a las obras de las manos de los hombres, al oro, a la plata con la invención y semejanza de animales, o la piedra inútil, que no tiene más de ser de una antigualla. Y va prosiguiendo divinamente contra este engaño y desatino de los gentiles, como también el profeta Isaías y el profeta Jeremías y el profeta Baruch y el santo rey David copiosa y graciosamente disputan.217 Y convendrá que el ministro de Cristo, que reprueba los errores de idolatría, tenga bien vistos y digeridos estos lugares, y las razones que en ellos tan galanamente el Espíritu Santo toca, que todas se reduce a una breve sentencia, que pone el profeta Oseas:218 El oficial fué el que le hizo, y así no es Dios; servirá, pues, para telas de arañas el becerro de Samaria.
Viniendo a nuestro cuento, hubo en las Indias gran curiosidad de hacer ídolos y pinturas de diversas formas y diversas materias, y a éstas adoraban por dioses. Llamábanlas en el Perú guacas, y ordinariamente eran de gestos feos y disformes, a lo menos las que yo he visto todas eran así. Creo, sin duda, que el demonio, en cuya veneración las hacían, gustaba de hacerse adorar en figuras mal agestadas. Y es así, en efecto, de verdad que, en muchas de estas guacas o ídolos, el demonio hablaba y respondía, y los sacerdotes y ministros suyos acudían a estos oráculos del padre de las mentiras; y cual él es, tales eran sus consejos y avisos y profecías.
En donde este género de idolatría prevaleció más que en parte del mundo fué en la provincia de Nueva España, en lo de Méjico y Tezcuco y Tlascala y Cholula y partes convecinas de aquel reino. Y es cosa prodigiosa de contar las supersticiones que en esta parte tuvieron; mas no será sin gusto referir algo de ellas. El principal ídolo de los mejicanos, como está arriba dicho, era Vitzilipuztli; esta era una estatua de madera estrellada, en semejanza de un hombre sentado en un escaño azul fundado en unas andas, y de cada esquina salía un madero con una cabeza de sierpe al cabo; el escaño denotaba que estaba sentado en el cielo. El mismo ídolo tenía toda la frente azul y por encima de la nariz una venda azul que tomaba de una oreja a otra. Tenía sobre la cabeza un rico plumaje de hechura de pico de pájaro; el remate de él, de oro muy bruñido. Tenía en la mano izquierda una rodela blanca con cinco piñas de plumas blancas puestas en cruz; salía por lo alto un gallardete de oro, y por las manijas cuatro saetas, que, según decían los mejicanos, les habían enviado del cielo para hacer las hazañas que en su lugar se dirán. Tenía en la mano derecha un báculo labrado a manera de culebra, todo azul ondeado. Todo este ornato y el demás, que era mucho, tenía sus significaciones, según los mejicanos declaraban. El nombre de Vitzilipuztli quiere decir siniestra de pluma relumbrante.
Del templo superbísimo y sacrificios y fiestas y ceremonias de este gran ídolo se dirá abajo que son cosas muy notables. Sólo digo al presente que este ídolo, vestido y aderezado ricamente, estaba puesto en un altar muy alto en una pieza pequeña, muy cubierta de sábanas, de joyas, de plumas y de aderezos de oro, con muchas rodelas de pluma, lo más galana y curiosamente que ellos podían tenelle, y siempre delante de él una cortina para mayor veneración. Junto al aposento de este ídolo había otra pieza menos aderezada, donde había otro ídolo que se decía Tlaloc. Estaban siempre juntos estos dos ídolos, porque los tenían por compañeros y de igual poder.
Otro ídolo había en Méjico muy principal, que era el dios de la penitencia y de los jubileos y perdón de pecados. Este ídolo se llamaba Tezcatlipuca, el cual era de una piedra muy relumbrante y negra como azabache, vestido de algunos atavíos galanos a su modo. Tenía zarcillos de oro y de plata, en el labio bajo un cañutillo cristalino de un geme de largo, y en él metida una pluma verde y otras veces azul, que parecía esmeralda o turquesa. La coleta de los cabellos le ceñía una cinta de oro bruñido, y en ella por remate una oreja de oro con unos humos pintados en ella, que significaban los ruegos de los afligidos y pecadores, que oía cuando se encomendaban a él. Entre esta oreja y la otra salían unas garzotas en grande número; al cuello tenía un joyel de oro colgado, tan grande, que le cubría todo el pecho; en ambos brazos, brazales de oro, en el ombligo, una rica piedra verde; en la mano izquierda, un mosqueador de plumas preciadas verdes, azules, amarillas, que salían de una chapa de oro reluciente muy bruñido, tanto que parecía espejo; en que daba a entender que en aquel espejo vía todo lo que se hacía en el mundo. A este espejo o chapa de oro llamaban Itlacheaya, que quiere decir su mirador. En la mano derecha tenía cuatro saetas, que significaban el castigo que por los pecados daba a los malos.
Y así, al ídolo que más temían, porque no les descubriesen sus delitos, era éste, en cuya fiesta, que era de cuatro a cuatro años, había perdón de pecados, como adelante se relatará. A este mismo ídolo Tezcatlipuca tenían por dios de las sequedades y hambres y esterilidad y pestilencia. Y así le pintaban en otra forma, que era sentado con mucha autoridad en un escaño rodeado de una cortina colorada labrada de calaveras y huesos de muertos. En la mano izquierda, una rodela con cinco piñas de algodón, y en la derecha, una vara arrojadiza, amenazando con ella; el brazo, muy estirado, como que la quería ya tirar. De la rodela salían cuatro saetas; el semblante, airado; el cuerpo, untado todo de negro; la cabeza, llena de plumas de codornices. Eran grandes las supersticiones que usaban con este ídolo, por el mucho miedo que le tenían.
En Cholula, que es cerca de Méjico y era república por sí, adoraban un famoso ídolo, que era el dios de las mercaderías, porque ellos eran grandes mercaderes, y hoy día son muy dados a tratos; llámanle Quetzaalcoatl. Estaba ese ídolo en una gran plaza, en un templo muy alto. Tenía al derredor de sí oro, plata, joyas y plumas ricas, ropas de mucho valor y de diversos colores. Era en figura de hombre, pero la cara de pájaro, con un pico colorado y sobre él una cresta y berrugas, con unas rengleras de dientes y la lengua de fuera. En la cabeza, una mitra de papel puntiaguda pintada; una hoz en la mano y muchos aderezos de oro en las piernas y otras mil invenciones de disparates, que todo aquello significaba, y, en efecto, le adoraban porque hacía ricos a los que quería, como el otro dios Mamón, o el otro Plutón. Y cierto el nombre que le daban los cholulanos a su dios, era a propósito, aunque ellos no lo entendían. Llamábanle Quetzaalcoatl, que es culebra de pluma rica, que tal es el demonio de la codicia.
No se contentaban estos bárbaros de tener dioses, sino que también tenían sus diosas, como las fábulas de los poetas las introdujeron y la ciega gentilidad de griegos y romanos las veneraron. La principal de las diosas que adoraban llamaban Tozi, que quiere decir nuestra agüela, que, según refieren las historias de los mejicanos, fué hija del rey de Culhuacán, que fué la primera que desollaron por mandado de Vitzilipuztli, consagrándola de esta arte por su hermana, y desde entonces comenzaron a desollar los hombres para los sacrificios y vestirse los vivos de los pellejos de los sacrificados, entendiendo que su dios se agradaba de ello; como también el sacar los corazones a los que sacrificaban, lo aprendieron de su dios, cuando él mismo los sacó a los que castigó en Tula, como se dirá en su lugar.
Una de estas diosas que adoraban tuvo un hijo grandísimo cazador, que después tomaron por dios de Tlascala, que fué el bando opuesto a los mejicanos, con cuya ayuda los españoles ganaron a Méjico. Es la provincia de Tlascala muy aparejada para caza, y la gente muy dada a ella, y así hacían gran fiesta. Pintan al ídolo de cierta forma, que no hay que gastar tiempo en referilla; mas la fiesta que le hacían es muy donosa. Y es así que, al reir del alba, tocaban una bocina, con que se juntaban todos con sus arcos y flechas, redes y otros instrumentos de caza, e iban con su ídolo en procesión, y tras ellos grandísimo número de gente, a una sierra alta, donde en la cumbre de ella tenían puesta una ramada y en medio altar riquísimamente aderezado, donde ponían al ídolo. Yendo caminando con el gran ruido de bocinas, caracoles y flautas y atambores llegados al puesto, cercaban toda la falda de aquella sierra al derredor y, pegándole por todas partes fuego, salían muchos y muy diversos animales, venados, conejos, liebres, zorras, lobos, etc., los cuales iban hacia la cumbre huyendo del fuego; y yendo los cazadores tras ellos con grande grita y vocería, tocando diversos instrumentos, los llevaban hasta la cumbre delante del ídolo, donde venía a haber tanta apretura en la caza, que, dando saltos, unos rodaban, otros daban sobre la gente y otros sobre el altar, con que había grande regocijo y fiesta.
Tomaban entonces grande número de caza, y a los venados y animales grandes sacrificaban delante del ídolo, sacándoles los corazones con la ceremonia que usaban en los sacrificios de los hombres. Lo cual hecho, tomaban toda aquella caza a cuestas y volvíanse con su ídolo por el mismo orden que fueron, y entraban en la ciudad con todas estas cosas muy regocijados, con grande música de bocinas y atabales, hasta llegar al templo, adonde ponían su ídolo con muy gran reverencia y solemnidad. Íbanse luego todos a guisar las carnes de toda aquella caza, de que hacían un convite a todo el pueblo; y después de comer hacían sus representaciones y baile delante del ídolo. Otros muchos dioses y diosas tenían con gran suma de ídolos, mas los principales eran en la nación mejicana y en sus vecinas los que están dichos.
Capítulo X
De un extraño modo de idolatría que usaron los mejicanos
Como dijimos que los reyes Ingas del Perú sustituyeron ciertas estatuas de piedra hechas a su semejanza, que les llamaban sus guaoiquíes o hermanos y les hacían dar la misma veneración que a ellos, así los mejicanos lo usaron con sus dioses; pero pasaron éstos mucho más adelante, porque hacían dioses de hombres vivos, y eran en esta manera: Tomaban un cautivo, el que mejor les parecía, y, antes de sacrificarle a sus ídolos, poníanle el nombre del mismo ídolo, a quien había de ser sacrificado, y vestíanle y adornábanle del mismo ornato que a su ídolo, y decían que representaba al mismo ídolo.
Y por todo el tiempo que duraba esta representación, que en unas fiestas era de un año y en otras era de seis meses y en otras de menos, de la misma manera le veneraban y adoraban que al propio ídolo, y comía y bebía y holgaba. Y cuando iba por las calles salía la gente a adorarle y todos le ofrecían mucha limosna, y llevábanle los niños y los enfermos para que los sanase y bendijese, y en todo le dejaban hacer su voluntad, salvo que, porque no huyese, lo acompañaban siempre diez o doce hombres adonde quiera que iba. Y él, para que le hiciesen reverencia por donde pasaba, tocaba de cuando en cuando un cañutillo, con que se apercibía la gente para adorarle. Cuando estaba de sazón y bien gordo, llegaba la fiesta, le abrían, mataban y comían, haciendo solemne sacrificio de él.
Cierto pone lástima ver la manera que Satanás estaba apoderado de esta gente, y lo está hoy día de muchas, haciendo semejantes potajes y embustes a costa de las tristes almas y miserables cuerpos que le ofrecen, quedándose él riendo de la burla tan pesada que les hace a los desventurados, mereciendo sus pecados que le deje el altísimo Dios en poder de su enemigo, a quien escogieron por dios y amparo suyo. Mas, pues se ha dicho lo que hasta de las idolatrías de los indios, síguese que tratamos del modo de religión o superstición, por mejor decir, que usan de sus ritos, de sus sacrificios, de templos y ceremonias y lo demás que a esto toca.
Capítulo XI
De cómo el demonio ha procurado asemejarse a Dios en el modo de sacrificios y religión y sacramentos
Pero, antes de venir a eso, se ha de advertir una cosa, que es muy digna de ponderar, y es que, como el demonio ha tomado por su soberbia bando y competencia con Dios, lo que nuestro Dios con su sabiduría ordena para su culto y honra y para bien y salud del hombre, procura el demonio imitarlo y pervertirlo, para ser él honrado y el hombre más condenado. Y así vemos que, como el sumo Dios tiene sacrificios y sacerdotes y sacramentos y religiosos y profetas y gente dedicada a su divino culto y ceremonias santas, así también el demonio tiene sus sacrificios y sacerdotes y su modo de sacramentos y gente dedicada a recogimiento y santimonia fingida y mil géneros de profetas falsos.
Todo lo cual, declarado en particular, como pasa, es de grande gusto y de no menor consideración para el que se acordare, como el demonio es padre de la mentira, según la suma Verdad lo dice en su evangelio;219 y así procura usurpar para sí la gloria de Dios y fingir con sus tinieblas la luz. Los encantadores de Egipto, enseñados de su maestro Satanás, procuraban hacer, en competencia de Moisés y Aarón, otras maravillas semejantes.220 Y en el libro de los Jueces221 leemos del otro Micas, que era sacerdote del ídolo vano, usando los aderezos que en el tabernáculo del verdadero Dios se usaban, aquel efod y terafim, y lo demás: Séase lo que quisieren los doctos. Apenas hay cosa instituida por Jesucristo, nuestro Dios y señor, en su ley evangélica, que en alguna manera no la haya el demonio sofisticado y pasado a su gentilidad; como echará de ver quien advirtiere en lo que por ciertas relaciones tenemos sabido de los ritos y ceremonias de los indios, de que vamos tratando en este libro.
Capítulo XII
De los templos que se han hallado en las Indias
Comenzando, pues, por los templos, como el sumo Dios quiso que se le dedicase casa en que su santo nombre fuese con particular culto celebrado, así el demonio para sus intentos persuadió a los infieles que le hiciesen soberbios templos y particulares adoratorios y santuarios. En cada provincia del Perú había una principal guaca, o casa de adoración, y ultra de esta algunas universales, que eran para todos las reinos de los Ingas.
Entre todas fueron dos señaladas: una que llaman de Pachacama, que está cuatro leguas de Lima y se ven hoy las ruinas de un antiquísimo y grandísimo edificio, de donde Francisco Pizarro y los suyos hubieron aquella inmensa riqueza de vasijas y cántaros de oro y plata, que les trajeron cuando tuvieron preso al Inga Atagualpa. En este templo hay relación cierta, que hablaba visiblemente el demonio y daba respuestas desde su oráculo, y que a tiempos vían una culebra muy pintada; y esto de hablar y responder el demonio en estos falsos santuarios y engañar a los miserables es cosa muy común y muy averiguada en Indias, aunque donde ha entrado el evangelio y levantado la señal de la santa Cruz manifiestamente ha enmudecido el padre de las mentiras, como de su tiempo escribe Plutarco:222 Cur cessaverit Pithias fundere oracula. Y San Justino mártir trata largo223 de este silencio que Cristo puso a los demonios que hablaban en los ídolos, como estaba mucho antes profetizado en la divina Escritura.
El modo que tenían de consultar a sus dioses los ministros infieles hechiceros era como el demonio les enseñaba; ordinariamente era de noche, y entraban las espaldas vueltas al ídolo, andando hacia atrás, y doblando el cuerpo y inclinando la cabeza, poníanse en una postura fea, y así consultaban. La respuesta de ordinario era en una manera de silvo temeroso, o con un chillido, que les ponía horror, y todo cuanto les avisaba y mandaba era encaminado a su engaño y perdición. Ya, por la miseria de Dios y gran poder de Jesucristo, muy poco se halla de esto.
Otro templo y adoratorio aún muy más principal hubo en el Perú, que fué en la ciudad del Cuzco, adonde es agora el monasterio de Santo Domingo, y en los sillares y piedras del edificio, que hoy día permanecen, se echa de ver que fuese cosa muy principal. Era este templo como el Panteón de los romanos, cuanto a ser casa y morada de todos los dioses. Porque en ella pusieron los reyes Ingas los dioses de todas las provincias y gentes que conquistaron, estando cada ídolo en su particular asiento y haciéndole culto y veneración los de su provincia con un gasto excesivo de cosas que se traían para su ministerio, y con esto les parecía que tenían seguras las provincias ganadas, con tener como rehenes sus dioses.
En esta misma casa estaba el Punchao, que era un ídolo del sol, de oro finísimo, con gran riqueza de pedrería y puesto al oriente con tal artificio que, en saliendo el sol, daba en él, y como era el metal finísimo, volvían los rayos con tanta claridad, que parecía otro sol. Este adoraban los Ingas por su dios, y al Pachayachachic, que es el hacedor del cielo. En los despojos de este templo riquísimo dicen que un soldado hubo aquella hermosísima plancha de oro del sol, y como andaba largo el juego, la perdió una noche jugando. De donde toma origen el refrán que en el Perú anda de grandes tahures, diciendo: Juega el sol, antes que nazca.
Capítulo XIII
De los soberbios templos de Méjico
Pero, sin comparación, fué mayor la superstición de los mejicanos, así en sus ceremonias, como en la grandeza de sus templos, que antiguamente llamaban los españoles el Cu, y debió de ser vocablo tomado de los isleños de Santo Domingo o de Cuba, como otros muchos que se usan y no son ni de España ni de otra lengua que hoy día se use en Indias, como son maíz, chicha, baquiano, chapetón y otros tales.
Había, pues, en Méjico el Cu, tan famoso templo de Vitzilipuzli, que tenía una cerca muy grande y formaba dentro de sí un hermosísimo patio; toda ella era labrada de piedras grandes, a manera de culebras asidas las unas a las otras, y por eso se llamaba esta cerca Coatepantli, que quiere decir cerca de culebras. Tenían las cumbres de las cámaras y oratorios donde los ídolos estaban, un pretil muy galano, labrado con piedras menudas, negras como azabache, puestas con mucho orden y concierto, revocado todo el campo de blanco y colorado, que desde abajo lucía mucho. Encima de este pretil había unas almenas muy galanas, labradas como caracoles; tenía por remate de los estribos dos indios de piedra, asentados con unos candeleros en las manos, y de ellos salían unas como mangas de cruz, con remates de ricas plumas amarillas y verdes, y unas rapacejos largos de lo mismo. Por dentro de la cerca de este patio había muchos aposentos de religiosos y otros en lo alto para sacerdotes y papas, que así llamaban a los supremos sacerdotes que servían al ídolo.
Era este patio tan grande y espacioso, que se juntaban a danzar o bailar en él en rueda al derredor, como lo usaban en aquel reino, sin estorbo ninguno, ocho o diez mil hombres, que parece cosa increíble. Tenía cuatro puertas o entradas a oriente y poniente y norte y mediodía; de cada puerta de éstas principiaba una calzada muy hermosa de dos y tres leguas; y así había en medio de la laguna, donde estaba fundada la ciudad de Méjico, cuatro calzadas en cruz muy anchas, que la hermoseaban mucho. Estaban en estas portadas cuatro dioses, o ídolos, los rostros vueltos a las mismas partes de las calzadas. Frontero de la puerta de este templo de Vitzilipuztli había treinta gradas de treinta brazas de largo, que las dividía una calle que estaba entre la cerca del patio y ellas.
En lo alto de las gradas había un paseadero de treinta pies de ancho, todo encalado: en medio de este paseadero, una palizada muy bien labrada de árboles muy altos puestos en hilera, una braza uno de otro; estos maderos eran muy gruesos y estaban todos barrenados con unos agujeros pequeños; desde abajo hasta la cumbre venían por los agujeros de un madero a otro unas varas delgadas, en las cuales estaban ensartadas muchas calaveras de hombres por las sienes; tenía cada una veinte cabezas. Llegaban estas hileras de calaveras desde lo bajo hasta lo alto de los maderos, llena la palizada de cabo a cabo, de tantas y tan espesas calaveras, que ponían admiración y grima. Eran estas calaveras de los que sacrificaban, porque, después de muertos y comida la carne, traían la calavera y entregábanla a los ministros del templo, y ellos la ensartaban allí hasta que se caían a pedazos, y tenían cuidado de renovar con otras las que caían.
En la cumbre del templo estaban dos piezas como capillas, y en ellas los dos ídolos que se han dicho de Vitzilipuztli y su compañero Tlaloc, labradas las capillas dichas de figuras de talla; y estaban tan altas, que para subir a ellas había una escalera de ciento y veinte gradas de piedra. Delante de sus aposentos había un patio de cuarenta pies en cuadro, en medio del cual había una piedra de hechura de pirámide verde y puntiaguda, de altura de cinco palmos, y estaba puesta para los sacrificios de hombres que allí se hacían, porque echado un hombre de espaldas sobre ella, le hacía doblar el cuerpo, y así le abrían y le sacaban el corazón, como adelante se dirá.
Había en la ciudad de Méjico otros ocho o nueve templos como éste que se ha dicho, los cuales estaban pegados unos con otros dentro de un circuito grande, y tenían sus gradas particulares y su patio con aposentos y dormitorios. Estaban las entradas de los unos a poniente; otros, a levante; otros, al sur; otros, al norte; todos muy labrados y torreados con diversas hechuras de almenas y pinturas, con muchas figuras de piedras, fortalecidos con grandes y anchos estribos. Eran éstos dedicados a diversos dioses, pero después del templo de Vitzilipuztli, era el del ídolo Tezcatlipuca, que era dios de la penitencia y de los castigos, muy alto y hermosamente labrado. Tenía para subir a él ochenta gradas, al cabo de las cuales se hacía una mesa de ciento y veinte pies de ancho, y junto a ella una sala toda entapizada de cortinas de diversas colores y labores: la puerta baja y ancha, cubierta siempre con un velo, y sólo los sacerdotes podían entrar; y todo el templo labrado de varias efigies y tallas, con gran curiosidad, porque estos dos templos eran como iglesias catedrales, y los demás en su respecto como parroquias y ermitas. Y eran tan espaciosos y de tantos aposentos, que en ellos había los ministerios y colegios y escuelas y casas de sacerdotes, que se dirá después.
Lo dicho puede bastar para entender la soberbia del demonio, y la desventura de la miserable gente, que con tanta costa de sus haciendas y trabajo y vidas servían a su propio enemigo, que no pretendía de ellos más que destruilles las almas, y consumilles los cuerpos; y con esto muy contentos, pareciéndoles por un grave engaño, que tenían grandes y poderosos dioses, a quien tanto servicio se hacía.
Capítulo XIV
De los sacerdotes y oficios que hacían
En todas las naciones del mundo se hallan hombres particularmente diputados al culto de Dios verdadero o falso, los cuales sirven para los sacrificios y para declarar al pueblo lo que sus dioses les mandan.
En Méjico hubo en esto extraña curiosidad; y remedando el demonio el uso de la Iglesia de Dios, puso también su orden de sacerdotes menores, y mayores y supremos, y unos como acólitos y otros como levitas. Y lo que más me ha admirado, hasta en el nombre parece que el diablo quiso usurpar el culto de Cristo para sí, porque a los supremos sacerdotes, y como si dijésemos sumos pontífices, llamaban en su antigua lengua Papas los mejicanos, como hoy día consta por sus historias y relaciones. Los sacerdotes de Vitzilipuztli sucedían por linaje de ciertos barrios diputados a esto. Los sacerdotes de estos ídolos eran por elección u ofrecimiento desde su niñez al templo.
Su perpetuo ejercicio de los sacerdotes era incensar a los ídolos, lo cual se hacía cuatro veces cada día natural: la primera en amaneciendo; la segunda, al mediodía; la tercera, a puesta del sol; la cuarta, a media noche. A esta hora se levantaban todas las dignidades del templo, y en lugar de campanas tocaban unas bocinas y caracoles grandes, y otros unas flautillas y tañían un gran rato un sonido triste; y después de haber tañido salía el hebdomadario o semanero, vestido de una ropa blanca como dalmática, con su incensario en la mano lleno de brasa, la cual tomaba del brasero o fogón que perpetuamente ardía ante el altar, y en la otra mano una bolsa llena de incienso, del cual echaba en el incensario, y entrando donde estaba el ídolo, incensaba con mucha reverencia. Después tomaba un paño, y con la misma limpiaba el altar y cortinas; y acabado esto, se iban a una pieza juntos, y allí hacían cierto género de penitencia muy rigurosa y cruel, hiriéndose y sacándose sangre en el modo que se dirá, cuando se trate de la penitencia que el diablo enseñó a los suyos estos maitines a media noche jamás faltaban.
En los sacrificios no podían entender otros sino solos los sacerdotes, cada uno conforme a su grado y dignidad. También predicaban a la gente en ciertas fiestas, como cuando de ellas se trate diremos; tenían sus rentas, y también se les hacían copiosas ofrendas. De la unción con que se consagraban sacerdotes se dirá también adelante. En el Perú se sustentaban de las heredades, que allá llaman chácaras de sus dioses, las cuales eran muchas y muy ricas.
Capítulo XV
De los monasterios de doncellas que inventó el demonio para su servicio
Como la vida religiosa (que a imitación de Jesucristo y sus sagrados apóstoles han profesado y profesan en la santa Iglesia tantos siervos y siervas de Dios) es cosa tan acepta en los ojos de la divina Majestad, y con que tanto su santo nombre se honra y su Iglesia se hermosea, así el padre de la mentira ha procurado, no sólo remedar esto, pero en cierta forma tener competencia y hacer a sus ministros que se señalen en aspereza y observancia.
En el Perú hubo muchos monasterios de doncellas que de otra suerte no podían ser recibidas, y por lo menos en cada provincia había uno, en el cual estaban dos géneros de mujeres: unas ancianas, que llamaban mamaconas, para enseñanza de las demás; otras eran muchachas, que estaban allí cierto tiempo y después las sacaban para sus dioses o para el Inga. Llamaban a esta casa o monasterio Acllaguaci, que es casa de escogidas, y cada monasterio tenía su vicario o gobernador, llamado Apopanaca, el cual tenía facultad de escoger todas las que quisiese, de cualquier calidad que fuesen, siendo de ocho años abajo, como le pareciesen de buen talle y disposición.
Estas, encerradas allí, eran doctrinadas por las mamaconas en diversas cosas necesarias para la vida humana, y en los ritos y ceremonias de sus dioses; de allí se sacaban de catorce años para arriba, y con grande guardia se enviaban a la corte; parte de ellas se diputaban para servir en las guacas y santuarios, conservando perpetua virginidad; parte para los sacrificios ordinarios que hacían de doncellas, y otros extraordinarios por la salud, o muerte, o guerras del Inga; parte también para mujeres o mancebas del Inga, y de otros parientes o capitanes suyos, a quien él las daba; y era hacelles gran merced; este repartimiento se hacía cada año. Para el sustento de estos monasterios, que era gran cuantidad de doncellas las que tenían, había rentas y heredades propias, de cuyos frutos se mantenían.
A ningún padre era lícito negar sus hijas cuando el Apopanaca se las pedía para encerrallas en los dichos monasterios, y aun muchos ofrecían sus hijas de su voluntad, pareciéndoles que ganaban gran mérito en que fuesen sacrificadas por el Inga. Si se hallaba haber alguna de estas mamaconas o acllas delinquido contra su honestidad, era infalible el castigo de enterralla viva o matalla con otro género de muerte cruel.
En Méjico tuvo también el demonio su modo de monjas, aunque no les duraba la profesión y santimonia más de por un año; y era de esta manera: dentro de aquella cerca grandísima, que dijimos arriba, que tenía el templo principal, había dos casas de recogimiento, una frontera de otra; la una de varones, y la otra de mujeres. En la de mujeres sólo había doncellas de doce a trece años, a las cuales llamaban las mozas de la penitencia; eran otras tantas como los varones; vivían en castidad y clausura como doncellas diputadas al culto de su Dios. El ejercicio que tenían era regar y barrer el templo y hacer cada mañana de comer al ídolo y a sus ministros de aquello que de limosna recogían los religiosos. La comida que al ídolo hacían eran unos bollos pequeños en figura de manos y pies, y otros retorcidos como melcochas. Con este pan hacían ciertos guisados, y poníanselo al ídolo delante cada día, y comíanlo sus sacerdotes, como los de Bel, que cuenta Daniel.224
Estaban estas mozas trasquiladas, y después dejaban crecer el cabello hasta cierto tiempo. Levantábanse a media noche a los maitines de los ídolos, que siempre se hacían, haciendo ellas los mismos ejercicios que los religiosos. Tenían sus abadesas, que las ocupaban en hacer lienzos de muchas labores para ornato de los ídolos y templos. El traje que a la continua traían era todo blanco, sin labor ni color alguna. Hacían también su penitencia a media noche, sacrificándose con herirse en las puntas de las orejas en la parte de arriba: y la sangre que sacaban poníansela en las mejillas; y dentro de su recogimiento tenían una alberca, donde se lavaban aquella sangre. Vivían con honestidad y recato, y si hallaban que hubiese alguna faltado, aunque fuese muy levemente, sin remisión moría luego, diciendo que había violado la casa de su Dios; y tenían por agüero y por indicio de haber sucedido algún mal caso de estos, si vían pasar algún ratón o murciélago en la capilla de su ídolo, o que habían roído algún velo; porque decían que, si no hubiera precedido algún delito, no se atreviera el ratón o murciélago a hacer tal descortesía. Y de aquí procedía a hacer pesquisa; y hallando el delincuente, por principal que fuese, luego le daban la muerte. En este monasterio no eran admitidas doncellas sino de uno de seis barrios, que estaban nombrados para el efecto; y duraba esta clausura, como está dicho, un año, por el cual ellas o sus padres habían hecho voto de servir al ídolo en aquella forma; y de allí salían para casarse.
Alguna semejanza tiene lo de estas doncellas, y más lo de las del Perú, con las vírgenes vestales de Roma, que refieren los historiadores, para que se entienda cómo el demonio ha tenido codicia de ser servido de gente que guarda limpieza, no porque a él le agrade la limpieza, pues el de suyo espíritu inmundo, sino por quitar al sumo Dios, en el modo que puede, esta gloria de servirse de integridad y limpieza.
Capítulo XVI
De los monasterios de religiosos que tiene el demonio para su superstición
Cosa es muy sabida por las cartas de los Padres de nuestra Compañía, escritas de Japón, la multitud y grandeza que hay en aquellas tierras de religiosos, que llaman bonzos, y sus costumbres y superstición y mentiras; y así de éstos no hay que decir de nuevo. De los bonzos o religiosos de la China refieren Padres que estuvieron allá dentro haber diversas maneras u órdenes, y que vieron unos de hábito blanco y con bonetes; y otros de hábito negro, sin bonete ni cabello; y que de ordinario son poco estimados, y los mandarines o ministros de justicia los azotan como a los demás.
Estos profesan no comer carne, ni pescado, ni cosa viva, sino arroz y yerbas; mas de secreto comen de todo y son peores que la gente común. Los religiosos de la corte, que está en Paquín, dicen que son muy estimados. A las varelas o monasterios de estos monjes van de ordinario los mandarines a recrearse, y cuasi siempre vuelven borrachos. Están estos monasterios de ordinario fuera de las ciudades; dentro de ellos hay templos, pero en esto de ídolos y templos hay poca curiosidad en la China, porque los mandarines hacen poco caso de ídolos y tiénenlos por cosa de burla, ni aun creen que hay otra vida, ni aun otro paraíso, sino tener oficio de mandarín; ni otro infierno sino las cárceles que ellos dan a los delincuentes.
Para el vulgo dicen que es necesario entretenerle con idolatría, como también lo apunta el filósofo225 de sus gobernadores. Y aun en la Escritura226 fué género de excusa, que dió Aarón, del ídolo del becerro que fabricó. Con todo eso usan los chinos en las popas de sus navíos, en unas capilletas, traer allí puesta una doncella de bulto, asentada en su silla, con dos chinos delante de ella arrodillados a manera de ángeles, y tiene lumbre de noche y de día; y cuando han de dar a la vela le hacen muchos sacrificios y ceremonias con gran ruido de atambores y campanas, y echan papeles ardiendo por la popa.
Viniendo a los religiosos, no sé que en el Perú haya habido cosa propia de hombres recogidos, más de sus sacerdotes y hechiceros, que eran infinitos. Pero propia observancia, en donde parece habella el demonio puesto, fué en Méjico, porque había en la cerca del gran templo dos monasterios, como arriba se ha tocado: uno de doncellas, de que se trató; otro de mancebos recogidos de dieciocho a veinte años, los cuales llamaban religiosos. Traían en las cabezas unas coronas como frailes: el cabello, poco más crecido, que les daba a media oreja, excepto que al colodrillo dejaban crecer el cabello cuatro dedos en ancho, que les descendía por las espaldas, y a manera de trenzado los ataban y trenzaban.
Estos mancebos, que servían en el templo de Vitzilipuztli, vivían en pobreza, castidad y obediencia, y hacían el oficio de levitas, administrando a los sacerdotes y dignidades del templo el incensario, la lumbre y los vestimentos; barrían los lugares sagrados; traían leña para que siempre ardiese en el brasero del dios, que era como lámpara, la cual ardía continuo delante altar del ídolo. Sin estos mancebos había otros muchachos, que eran como monacillos, que servían de cosas manuales, como era enramar y componer los templos con rosas y juncos, dar agua a manos a los sacerdotes, administrar navajuelas para sacrificar, ir con los que iban a pedir limosna, para traer la ofrenda.
Todos éstos tenían sus prepósitos, que tenían cargo de ellos, y vivían con tanta honestidad, que cuando salían en público donde había mujeres, iban las cabezas muy bajas, los ojos en el suelo, sin osar alzarlos a mirarlas; traían por vestido unas sábanas de red. Estos mozos recogidos tenían licencia de salir por la ciudad de cuatro en cuatro, y de seis en seis, muy mortificados, a pedir limosna por los barrios; y cuando no se la daban, tenían licencia de llegarse a las sementeras, y coger las espigas de pan o mazorcas, que habían menester, sin que el dueño osase hablarles ni evitárselo. Tenían esta licencia porque vivían en pobreza sin otra renta más de la limosna.
No podía haber más de cincuenta; ejercitándose en penitencia, y levantábanse a media noche a tañer unos caracoles y bocinas, con que despertaban a la gente. Velaban el ídolo por sus cuartos, porque no se apagase la lumbre que estaba delante del altar; administraban el incensario con que los sacerdotes incensaban el ídolo a media noche, a la mañana y al medio día y a la oración. Estos estaban muy sujetos y obedientes a los mayores, y no salían un punto de lo que les mandaban. Y después que a media noche acababan de incensar los sacerdotes, éstos se iban a un lugar particular y sacrificaban, sacándose sangre de los molledos con unas puntas duras y agudas; y la sangre que así sacaban se la ponían por las sienes hasta lo bajo de la oreja. Y hecho este sacrificio se iban luego a lavar a una laguna; no se untaban estos mozos con ningún betún en la cabeza, ni en el cuerpo, como los sacerdotes; y su vestido era una tela que allá se hace muy áspera y blanca. Durábales este ejercicio y aspereza de penitencia un año entero, en el cual vivían con mucho recogimiento y mortificación.
Cierto es de maravillar que la falsa opinión de religión pudiese en estos mozos y mozas de Méjico tanto, que con tan gran aspereza hiciesen en servicio de satanás lo que muchos no hacemos en servicio del altísimo Dios; que es grave confusión para los que con un poquito de penitencia que hacen están muy ufanos y contentos. Aunque el no ser aquel ejercicio perpetuo, sino de un año, lo hacía más tolerable.
Capítulo XVII
De las penitencias y asperezas que han usado los indios por persuasión del demonio
Y pues hemos llegado a este punto, bien será que así para manifestar la maldita soberbia de Satanás, como para confundir y despertar algo nuestra tibieza en el servicio de el sumo Dios, digamos algo de los rigores y penitencias extrañas, que esta miserable gente hacía por persuasión del demonio, como los falsos profetas de Baal,227 que con lancetas se herían y sacaban sangre; y como los que al sucio Beelfegor sacrificaban sus hijos e hijas;228 y los pasaban por fuego, según dan testimonio las divinas letras,229 que siempre satanás fué amigo de ser servido a mucha costa de los hombres.
Ya se ha dicho que los sacerdotes y religiosos de Méjico se levantaban a media noche, y habiendo incensado al ídolo los sacerdotes, y como dignidades del templo, se iban a un lugar de una pieza ancha, donde había muchos asientos, y allí se sentaban; y tomando cada uno una puya de manguey, que es como alesno o punzón agudo, o con otro género de lancetas o navajas, pasábanse las pantorrillas junto a la espinilla, sacándose mucha sangre, con la cual se untaban las sienes, bañando con la demás sangre las puyas o lancetas, y poníanlas después entre las almenas del patio hincadas en unos globos o bolas de paja, para que todos las viesen y entendiesen la penitencia que hacían por el pueblo. Lavábanse de esta sangre en una laguna diputada para esto, llamada Ezapán, que es agua de sangre; y había gran número de estas lancetas o puyas en el templo, porque ninguna había de servir dos veces.
Demás de esto tenían grandes ayunos estos sacerdotes y religiosos, como era ayunar cinco y diez días arreo antes de algunas fiestas principales, que eran éstas como cuatro témporas. Guardaban tan estrechamente la continencia, que muchos de ellos, por no venir a caer en alguna flaqueza, se hendían por medio los miembros viriles, y hacían mil cosas para hacerse impotentes, por no ofender a sus dioses; no bebían vino; dormían muy poco, porque los más de sus ejercicios eran de noche, y hacían en sí crueldades, martirizándose por el diablo, y todo a trueco de que les tuviesen por grandes ayunadores y muy penitentes.
Usaban disciplinarse con unas sogas que tenían ñudos; y no sólo los sacerdotes, pero todo el pueblo, hacía disciplina en la procesión y fiestas que se hacía al ídolo Tezcatlipuca, que se dijo arriba era el Dios de la penitencia. Por que entonces llevaban todos en las manos unas sogas de hilo de manguey, nuevas, de una braza, con un ñudo al cabo, y con aquellas se disciplinaban dándose grandes golpes en las espaldas. Para esta misma fiesta ayunaban los sacerdotes cinco días arreo, comiendo una sola vez al día, y apartados de sus mujeres, y no salían del templo aquellos cinco días, azotándose reciamente con las sogas dichas. De las penitencias y extremos de rigor que usan los bonzos, hablan largo las cartas de los Padres de la Compañía de Jesús, que escribieron de la India, aunque todo esto siempre ha sido sofisticado, y más por apariencia que verdad.
En el Perú, para la fiesta de el Itu, que era grande, ayunaba toda la gente dos días, en los cuales no llegaban a mujeres, ni comían cosas con sal, ni ají, ni bebían chicha; y este modo de ayunar usaban mucho. En ciertos pecados hacían penitencia de azotarse con unas hortigas muy ásperas; otras veces darse unos a otros con cierta piedra cuantidad de golpes en las espaldas. En algunas partes, esta ciega gente, por persuasión de el demonio, se van a sierras muy agrias, y allí hacen vida asperísima largo tiempo. Otras veces se sacrifican despeñándose de algún alto risco, que todos son embustes del que ninguna cosa ama más que el daño y perdición de los hombres.
Capítulo XVIII
De los sacrificios que al demonio hacían los indios, y de qué cosas
En lo que más el enemigo de Dios y de los hombres ha mostrado siempre su astucia, ha sido en la muchedumbre y variedad de ofrendas y sacrificios, que para sus idolatrías ha enseñado a los infieles. Y como el consumir la sustancia de las criaturas en servicio y culto del Criador, es acto admirable y propio de religión, y eso es sacrificio, así el padre de la mentira ha inventado que, como a autor y señor, le ofrezcan y sacrifiquen las criaturas de Dios.
El primer género de sacrificios que usaron los hombres fué muy sencillo, ofreciendo Caín230 de los frutos de la tierra y Abel de lo mejor de su ganado; lo cual hicieron después también Noé y Abraham, y los otros patriarcas, hasta que Moysen le dió aquel largo ceremonial del Levítico, en que se ponen tantas suertes y diferencias de sacrificios, y para diversos negocios de diversas cosas, y con diversas ceremonias; así también Satanás en algunas naciones se ha contentado con enseñar que le sacrifique de lo que tienen, como quiera que sea; en otras ha pasado tan adelante en dalles multitudes de ritos y ceremonias en esto, y tantas observancias, que admiro y parece que es querer claramente competir con la ley antigua, y en muchas cosas usupar sus propias ceremonias. A tres géneros de sacrificio podemos reducir todos los que usan estos infieles: unos de cosas insensibles, otros de animales y otros de hombres.
En el Perú usaron sacrificar coca, que es una hierba que mucho estiman, y maíz, que es su trigo, y plumas de colores, y chaquira, que ellos llaman mollo, y conchas de la mar, y a veces oro y plata, figurando de ello animalejos; también ropa fina de cumbi, y madera labrada y olorosa, y muy ordinariamente sebo quemado. Eran estas ofrendas o sacrificios para alcanzar buenos temporales, o salud, o librarse de peligros y males. En el segundo género era su ordinario sacrificio de cuyes, que son unos animalejos como gazapillos, que comen los indios bien. Y en cosas de importancia, o personas caudalosas, ofrecían carneros de la tierra, o pacos rasos, o lanudos; y en el número, y en las colores, y en los tiempos había gran consideración y ceremonia.
El modo de matar cualquier res chica o grande, que usaban los indios, según su ceremonia antigua, es la propia que tienen los moros, que llaman el alquible, que es tomar la res encima del brazo derecho, y volverle los ojos hacia el sol diciendo diferentes palabras, conforme a la cualidad de la res que se mata. Porque si era pintada, se dirigían las palabras al chuquilla o trueno, para que no faltase el agua; y si era blanco raso, ofrecíanle al sol con unas palabras; y si era lanudo, con otras, para que alumbrase y criase; y si era guanaco, que es como pardo, dirigían el sacrificio al Viracocha. Y en el Cuzco se mataba con esta ceremonia cada día un carnero raso al sol, y se quemaba vestido con una camiseta colorada, y cuando se quemaba, echaban ciertos cestillos de coca en el fuego (que llamaban villcaronca); y para este sacrificio tenían gente diputada, y ganado que no servía de otra cosa.
También sacrificaban pájaros, aunque esto no se halla tan frecuente en el Perú como en Méjico, donde era muy ordinario el sacrificio de codornices. Los del Perú sacrificaban pájaros de la puna, que así llaman allá al desierto, cuando habían de ir a la guerra, para hacer disminuir las fuerzas de las guacas de sus contrarios. Este sacrificio se llamaba cuzcovicza, o contevicza, o huallavicza, o sopavicza, y hacíanlo en esta forma: tomaban muchos géneros de pájaros de la puna, y juntaban mucha leña espinosa, llamada yanlli, la cual, encendida, juntaban los pájaros, y esta junta llamaban quizo, y los echaban en el fuego, alrededor de el cual andaban los oficiales del sacrificio con ciertas piedras redondas y esquinadas, a donde estaban pintadas muchas culebras, leones, sapos y tigres, diciendo usachum, que significa: suceda nuestra victoria bien; y otras palabras en que decían: Piérdanse las fuerzas de las guacas de nuestros enemigos. Y sacaban unos carneros prietos, que estaban en prisión algunos días sin comer, que se llamaban urcu, y matándolos decían que así como los corazones de aquellos animales estaban desmayados, así desmayasen sus contrarios.
Y si en estos carneros vían que cierta carne que está detrás de el corazón no se les había consumido con los ayunos y prisión pasada, teníanlo por mal agüero. Y traían ciertos perros negros llamados apurucos, y matábanlos, y echábanlos en un llano, y con ciertas ceremonias hacían comer aquella carne a cierto género de gente. También hacían este sacrificio para que el Inga no fuese ofendido con ponzoña, y para esto ayunaban desde la mañana hasta que salía la estrella, y entonces se hartaban y zahoraban a usanza de moros. Este sacrificio era el más acepto para contra los dioses de los contrarios. Y aunque el día de hoy ha cesado cuasi todo esto, por haber cesado las guerras, con todo han quedado rastros, y no pocos, para pendencias particulares de indios comunes, o de caciques, o de unos pueblos con otros.
Ítem, también sacrificaban u ofrecían conchas de la mar, que llaman mollo. y ofrecíanlas a las fuentes y manantiales, diciendo que las conchas eran hijas de la mar, madre de todas las aguas. Tienen diferentes nombres según la color, y así sirven a diferentes efectos. Usan de estas conchas cuasi en todas las maneras de sacrificios; y aun en el día de hoy echan algunos el mollo molido en la chicha por superstición. Finalmente, de todo cuanto sembraban y criaban, si les parecía conveniente, ofrecían sacrificio.
También había indios señalados para hacer sacrificios a las fuentes, manantiales o arroyos que pasaban por el pueblo, y chacras, o heredades, y hacíanlos en acabando de sembrar, para que no dejasen de correr, y regasen sus heredades. Estos sacrificios elegían los sortilegos por sus suertes, las cuales acabadas, de la contribución del pueblo se juntaba lo que se había de sacrificar, y lo entregaban a los que tenían el cargo de hacer los dichos sacrificios. Y hacíanlos al principio del invierno, que es cuando las fuentes y manantiales y ríos crecen por la humedad del tiempo, y ellos atribuíanlo a sus sacrificios, y no sacrificaban a las fuentes y manantiales de los despoblados.
El día de hoy aún queda todavía esta veneración de las fuentes, manantiales, acequias, arroyos o ríos que pasan por lo poblado y chacras; y también tienen reverencia a las fuentes y ríos de los despoblados. Al encuentro de dos ríos hacen particular reverencia y veneración, y allí se lavan para sanar untándose primero con harina de maíz, o con otras cosas, y añadiendo diferentes ceremonias; y lo mismo hacen también en los baños.
Capítulo XIX
De los sacrificios de hombres que hacían
Pero lo que más es de doler de la desventura de esta triste gente es el vasallaje que pagaban al demonio sacrificándole hombres, que son a imagen de Dios, y fueron criados para gozar de Dios. En muchas naciones usaron matar, para acompañamiento de sus difuntos, como se ha dicho arriba, las personas que les eran más agradables, y de quien imaginaban que podrían mejor servirse en la otra vida.
Fuera de esta ocasión usaron en el Perú sacrificar niños de cuatro o de seis años hasta diez; y lo más de esto era en negocios que importaban al Inga, como en enfermedades suyas para alcanzalle salud; también cuando iba a la guerra por la victoria. Y cuando le daban la borla al nuevo Inga, que era la insignia del rey, como acá el cetro o corona, en la solemnidad sacrificaban cuantidad de doscientos niños de cuatro a diez años: duro y inhumano espectáculo. El modo de sacrificarlos era ahogarlos y enterrarlos con ciertos visajes y ceremonias; otra veces los degollaban, y con su sangre se untaban de oreja a oreja. También sacrificaban doncellas de aquellas que traían al Inga de los monasterios, que ya arriba tratamos.
Una abusión había en este mismo género muy grande y muy general, y era que cuando estaba enfermo algún indio principal o común, y el agorero le decía que de cierto había de morir, sacrificaban al sol o al Viracocha, su hijo, diciéndole que se contentase con él, y que no quisiese quitar la vida a su padre. Semejante crueldad a la que refiere la Escritura231 haber usado el rey de Moab en sacrificar su hijo primogénito sobre el muro a vista de los de Israel, a los cuales pareció este hecho tan triste, que no quisieron apretarle más, y así se volvieron a sus casas.
Este mismo género de cruel sacrificio refiere la divina Escritura haberse usado entre aquellas naciones bárbaras de cananeos y jebuseos, y los demás de quien escribe el libro de la Sabiduría:232 llaman paz vivir en tantos y tan graves males, como es sacrificar sus propios hijos, o hacer otros sacrificios ocultos, o velar toda la noche haciendo cosas de locos; y así ni guardan limpieza en su vida, ni en sus matrimonios, sino que éste de envidia quita al otro la vida, estotro le quita la mujer, y el contento, y todo anda revuelto, sangre, muertes, hurtos, engaños, corrupción, infidelidad, alboroto, perjuicios, motines, olvido de Dios, contaminar las almas, trocar el sexo y nacimiento, mudar los matrimonios, desorden de adulterios y suciedades, porque la idolatría es un abismo de todos males.
Esto dice el Sabio de aquellas gentes, de quien se queja David,233 que aprendieron tales costumbres los de Israel, hasta llegar a sacrificar sus hijos y hijas a los demonios, lo cual nunca jamás quiso Dios, ni le fué agradable, porque como es autor de la vida, y todo lo demás hizo para el hombre, no le agrada que le quiten hombres la vida a otros hombres; y aunque la voluntad del fiel patriarca Abraham la probó y aceptó el Señor, el hecho de degollar a su hijo, de ninguna suerte lo consintió. De donde se ve la malicia y tiranía del demonio, que en esto ha querido exceder a Dios, gustando ser adorado con derramamiento de sangre humana, y por este camino procurando la perdición de los hombres en almas y cuerpos, por el rabioso odio que les tiene, como su tan cruel adversario.
Capítulo XX
De los sacrificios horribles de hombres que usaron los mejicanos
Aunque en el matar niños y sacrificar sus hijos los del Perú se aventajaron a los de Méjico, porque no he leído ni entendido que usasen esto los mejicanos; pero en el número de los hombres que sacrificaban, y en el modo horrible con que lo hacían, excedieron éstos a los del Perú, y aun a cuantas naciones hay en el mundo; y para que se vea la gran desventura en que tenía ciega esta gente el demonio, referiré por extenso el uso inhumano que tenía en esta parte.
Primeramente, los hombres que se sacrificaban eran habidos en guerra; y si no era de cautivos, no hacían estos solemnes sacrificios. Que parece siguieron en esto el estilo de los antiguos, que según quieren decir autores, por eso llamaban víctima al sacrificio, porque era de cosa vencida; como también la llamaban hostia, quasi ab hoste, porque era ofrenda hecha de sus enemigos, aunque el uso fué extendiendo el un vocablo y el otro a todo género de sacrificio.
En efecto, los mejicanos no sacrificaban a sus ídolos, sino sus cautivos; y por tener cautivos para sus sacrificios, eran sus ordinarias guerras; y así cuando peleaban unos y otros, procuraban haber vivos a sus contrarios, y prenderlos, y no matallos, por gozar de sus sacrificios; y esta razón dió Motezuma al Marqués del Valle cuando le preguntó: ¿Cómo siendo tan poderoso, y habiendo conquistado tantos reinos, no había sojuzgado la provincia de Tlascala, que tan cerca estaba? Respondió a esto Motezuma que por dos causas no habían allanado aquella provincia, siéndoles cosa fácil de hacer, si lo quisieran. La una era, por tener en que ejercitar la juventud mejicana, para que no se criase en ocio y regalo. La otra, y principal, que había reservado aquella provincia para tener de donde sacar cautivos que sacrificar a sus dioses.
El modo que tenían en estos sacrificios era que en aquella palizada de calaveras, que se dijo arriba, juntaban los que habían de ser sacrificados; y hacíase al pie de esta palizada una ceremonia con ellos, y era que a todos los ponían en hilera al pie de ella con mucha gente de guardia, que los cercaba. Salía luego un sacerdote vestido con una alba corta llena de flecos por la orla, y descendía de lo alto del templo con un ídolo hecho de masa de bledos y maíz amasado con miel, que tenía los ojos de unas cuentas verdes, y los dientes de granos de maíz, y venía con toda la priesa que podían por las gradas del templo abajo, y subía por encima de una gran piedra que estaba fijada en un muy alto humilladero en medio del patio: llamábase la piedra Quauxicalli, que quiere decir la piedra del águila.
Subiendo el sacerdote por una escalerilla, que estaba enfrente del humilladero, y bajando por otra, que estaba de la otra parte, siempre abrazado con su ídolo, subía adonde estaban los que se habían de sacrificar; y desde un lado hasta otro iba mostrando aquel ídolo a cada uno en particular; y diciéndoles: éste es vuestro Dios; y en acabando de mostrárselo descendía por el otro lado de las gradas, y todos los que habían de morir se iban en procesión hasta el lugar donde habían de ser sacrificados, y allí hallaban aparejados los ministros que los habían de sacrificar.
El modo ordinario del sacrificio era abrir el pecho al que sacrificaban, y sacándole el corazón medio vivo, al hombre lo echaban a rodar por las gradas del templo, las cuales se bañaban en sangre; lo cual para que se entienda mejor es de saber que al lugar del sacrificio salían seis sacrificadores constituídos en aquella dignidad; los cuatro para tener los pies y manos del que había de ser sacrificado, y otro para la garganta, y otro para cortar el pecho, y sacar el corazón del sacrificado, llamaban a estos chachalmúa, que en nuestra lengua es lo mismo que ministro de cosa sagrada: era ésta una dignidad suprema, y entre ellos tenida en mucho, la cual se heredaba como cosa de mayorazgo.
El ministro que tenía oficio de matar, que era el sexto de éstos, era tenido y reverenciado como supremo sacerdote o pontífice, el nombre del cual era diferente según la diferencia de los tiempos y solemnidades en que sacrificaba; asimismo eran diferentes las vestiduras cuando salían a ejercitar su oficio en diferentes tiempos. El nombre de su dignidad era papa y topilzín; el traje y ropa era una cortina colorada a manera de dalmática, con unas flocaduras por orla, una corona de plumas ricas verdes y amarillas en la cabeza, y en las orejas unos como sarcillos de oro, engastadas en ellos unas piedras verdes, y debajo del labio, junto al medio de la barba, una pieza como cañutillo de una piedra azul.
Venían estos seis sacrificadores el rostro y las manos untados de negro muy atezado; los cinco traían unas cabelleras muy encrespadas y revueltas, con unas vendas de cuero ceñidas por medio de las cabezas; y en la frente traían unas rodelas de papel pequeñas pintadas de diversas colores, vestidos con unas dalmáticas blancas labradas de negro. Con este atavío se revestía en la misma figura del demonio, que verlos salir con tan mala catadura, ponía grandísimo miedo a todo el pueblo. El supremo sacerdote traía en la mano un gran cuchillo de pedernal muy agudo y ancho; otro sacerdote traía un collar de palo labrado a manera de una culebra. Puestos todos seis ante el ídolo hacían su humillación, y poníanse en orden junto a la piedra piramidal, que arriba se dijo que estaba frontero de la puerta de la cámara del ídolo. Era tan puntiaguda esta piedra, que echado de espaldas sobre ella el que había de ser sacrificado, se doblaba de tal suerte, que dejando caer el cuchillo sobre el pecho, con mucha facilidad se abría un hombre por medio.
Después de puestos en orden estos sacrificadores, sacaban todos los que habían preso en las guerras, que en esta fiesta habían de ser sacrificados, y muy acompañados de gente de guardia, subíanlos en aquellas largas escaleras, todos en ringlera, y desnudos en carnes, al lugar donde estaban apercibidos los ministros; y en llegando cada uno por su orden, los seis sacrificadores lo tomaban, uno de un pie, y otro del otro; uno de una mano, y otro de otra, y lo echaban de espaldas encima de aquella piedra puntiaguda, donde el quinto de estos ministros le echaba el collar a la garganta, y el sumo sacerdote le abría el pecho con aquel cuchillo con una presteza extraña, arrancándole el corazón con las manos; y así vaheando, se lo mostraba al sol, a quien ofrecía aquel calor y vaho del corazón; y luego volvía al ídolo y arrojábaselo al rostro; y luego el cuerpo del sacrificado le echaban rodando por las gradas del templo con mucha facilidad, porque estaba la piedra puesta tan junto a las gradas, que no había dos pies de espacio entre la piedra y el primer escalón, y así, con un puntapié, echaban los cuerpos por las gradas abajo. Y de esta suerte sacrificaban todos los que había, uno por uno, y, después de muertos, y echados abajo los cuerpos, los alzaban los dueños, por cuyas manos habían sido presos, y se los llevaban, y repartíanlos entre sí, y se los comían, celebrando con ellos solemnidad; los cuales, por pocos que fuesen, siempre pasaban de cuarenta y cincuenta, porque había hombres muy diestros en cautivar. Lo mismo hacían todas las demás naciones comarcanas, imitando a los mejicanos en sus ritos y ceremonias en servicio de sus dioses.
Capítulo XXI
De otro género de sacrificios de hombres que usaban los mejicanos
Había otro género de sacrificio en diversas fiestas, al cual llamaban Racaxipe Valiztli, que quiere decir desollamiento de personas. Llamóse así, porque en ciertas fiestas tomaban un esclavo o esclavos, según el número que querían, y desollándoles el cuero, se lo vestía una persona diputada para esto: éste andaba por todas las casas y mercados de las ciudades cantando y bailando, y habíanle de ofrecer todos, y al que no le ofrecía, le daba con un canto del pellejo en el rostro, untándole con aquella sangre que tenía cuajada; duraba esta invención hasta que el cuero se corrompía. En este tiempo juntaban estos que así andaban, mucha limosna, la cual se gastaba en cosas necesarias al culto de sus dioses.
En muchas de estas fiestas hacían un desafío entre el que había de sacrificar y el sacrificado, en esta forma: Ataban al esclavo por un pie en una rueda grande de piedra, y dábanle una espada y rodela en las manos para que se defendiese, y salía luego el que le había de sacrificar, armado con otra espada y rodela; y si el que había de ser sacrificado prevalecía contra el otro, quedaba libre del sacrificio, y con nombre de capitán famoso; y como tal era después tratado; pero si era vencido, allí en la misma piedra en que estaba atado le sacrificaban.
Otro género de sacrificio era cuando dedicaban algún cautivo que representase al ídolo, cuya semejanza decían que era. Cada año daban un esclavo a los sacerdotes para que nunca faltase la semejanza viva del ídolo, el cual luego que entraba en el oficio, después de muy bien lavado, le vestían todas las ropas e insignias del ídolo, y poníanle su mismo nombre, y andaba todo el año tan honrado y reverenciado como el mismo ídolo; traía consigo siempre doce hombres de guerra porque no se huyese, y con esta guarda le dejaban andar libremente por donde quería, y si acaso se huía, el principal de la guardia entraba en su lugar para representar al ídolo, y después ser sacrificado. Tenía aqueste indio el más honrado aposento del templo, donde comía y bebía, y a donde todos los principales le venían a servir y reverenciar, trayéndole de comer con el aparato y orden que a los grandes; y cuando salía por la ciudad, iba muy acompañado de señores y principales, y llevaba una flautilla en la mano, que de cuando en cuando tocaba, dando a entender que pasaba, y luego las mujeres salían con sus niños en los brazos, y se los ponían delante, saludándole como a Dios; lo mismo hacía la demás gente. De noche le metían en una jaula de recias vergetas porque no se fuese, hasta que llegando la fiesta le sacrificaban, como queda arriba referido.
En las formas dichas, y en otras muchas traía el demonio engañados y escarnecidos a los miserables; y era tanta la multitud de los que eran sacrificados con esta infernal crueldad, que parece cosa increíble. Porque afirman, que había vez que pasaban de cinco mil, y día hubo que en diversas partes fueron así sacrificados más de veinte mil.
Para esta horrible matanza usaba el diablo, por sus ministros, una donosa invención, y era, que cuando les parecía, iban los sacerdotes de satanás a los reyes, y manifestábalanles cómo los dioses se morían de hambre, que se acordasen de ellos. Luego los reyes se apercibían, y avisaban unos a otros, cómo los dioses pedían de comer, por tanto que apercibiesen su gente para un día señalado, enviando sus mensajeros a las provincias contrarias para que se apercibiesen a venir a la guerra. Y así congregadas sus gentes, y ordenadas sus compañías y escuadrones, salían al campo situado, donde se juntaban los ejércitos; y toda su contienda y batalla era prenderse unos a otros para el efecto de sacrificar, procurando señalarse así una parte, como otra en traer más cautivos para el sacrificio, de suerte, que en estas batallas más pretendían prenderse, que matarse; porque todo su fin era traer hombres vivos para dar de comer a los ídolos; y este era el modo con que traían las víctimas a sus dioses. Y es de advertir, que ningún rey era coronado, si no vencía primero alguna provincia, de suerte que trajese gran número de cautivos para sacrificios de sus dioses. Y así, por todas vías era infinita cosa la sangre humana que se vertía en honra de satanás.
Capítulo XXII
Como ya los mismos indios estaban cansados, y no podían sufrir las crueldades de sus dioses
Esta tan excesiva crueldad en derramar tanta sangre de hombres, y el tributo tan pesado de haber de ganar siempre cautivos para el sustento de sus dioses, tenía ya cansados a muchos de aquellos bárbaros, pareciéndoles cosa insufrible; y con todo eso, por el gran miedo que los ministros de los ídolos les ponían de su parte, y por los embustes con que traían engañado al pueblo, no dejaban de ejecutar sus rigurosas leyes, mas en lo interior deseaban verse libres de tan pesada carga. Y fué providencia del Señor que en esta disposición hallasen a este gente los primeros que les dieron noticia de la ley de Cristo, porque sin duda ninguna les pareció buena ley y buen Dios, el que así se quería servir.
A este propósito me contaba un Padre grave en la Nueva España, que cuando fué a aquel reino había preguntado a un indio viejo y principal, ¿cómo los indios habían recibido tan presto la ley de Jesucristo, y dejado la suya, sin hacer más prueba, ni averiguación, ni disputa sobre ello? que parecía se habían mudado, sin moverse por razón bastante. Respondió el indio: no creas, padre, que tomamos la ley de Cristo tan inconsideradamente como dices, porque te hago saber, que estábamos ya tan cansados y descontentos con las cosas que los ídolos nos mandaban, que habíamos tratado de dejarlos y tomar otra ley. Y como la que vosotros nos predicásteis nos pareció que no tenía crueldades, y que era muy a nuestro propósito, y tan justa y buena, entendimos que era la verdadera ley, y así la recibimos con gran voluntad.
Lo que este indio dijo, se confirma bien con lo que se lee en las primeras relaciones que Hernando Cortés envió al emperador Carlos V, donde refiere, que después de tener conquistada la ciudad de Méjico, estando en Cuyoacán, le vinieron embajadores de la república y provincia de Mechoacán, pidiéndole que les enviasen su ley, y quien se la declarase, porque ellos pretendían dejar la suya porque no les parecía bien; y así lo hizo Cortés, y hoy día son los mejores indios y más buenos cristianos que hay en la Nueva España.
Los españoles que vieron aquellos crueles sacrificios de hombres, quedaron con determinación de hacer todo su poder para destruir tan maldita carnecería de hombres; y más cuando vieron que una tarde ante sus ojos sacrificaron sesenta o setenta soldados españoles, que habían prendido en una batalla que tuvieron durante la conquista de Méjico. Y otra vez hallaron en Tezcuco, en un aposento, escrito de carbón: Aquí estuvo preso el desventurado de fulano con sus compañeros, que sacrificaron los de Tezcuco. Acaeció también un caso extraño, pero verdadero, pues lo refieren personas muy fidedignas, y fué que estando mirando los españoles un espectáculo de aquellos sacrificios, habiendo abierto y sacado el corazón a un mancebo muy bien dispuesto, echándole rodando por la escalera abajo, como era su costumbre, cuando llegó abajo, dijo el mancebo a los españoles en su lengua: Caballeros, muerto me han; lo cual causó grandísima lástima y horror a los nuestros.
Y no es cosa increíble, que aquél hablase, habiéndole arrancado el corazón, pues refiere Galeno234 haber sucedido algunas veces en sacrificios de animales, después de haberles sacado el corazón y echándole en el altar, respirar los tales animales, y aún bramar reciamente, y huir por un rato. Dejando por agora la disputa de cómo se compadezca esto con la naturaleza, lo que hace al intento es ver, cuán insufrible servidumbre tenían aquellos bárbaros al homicida infernal, y cuán grande misericordia les ha hecho el Señor en comunicalles su ley mansa, justa y toda agradable.
Capítulo XXIII
Cómo el demonio ha procurado remedar los sacramentos de la santa Iglesia
Lo que más admira de la invidia y competencia de satanás es, que no sólo en idolatrías y sacrificios, sino también en cierto modo de ceremonias, haya remedado nuestros sacramentos, que Jesucristo nuestro Señor instituyó y usa su santa Iglesia. Especialmente el sacramento de Comunión, que es el más alto y divino, pretendió en cierta forma imitar para gran engaño de los fieles; lo cual pasa de esta manera: En el mes primero, que en el Perú se llama Rayme, y responde a nuestro diciembre, se hacía una solemnísima fiesta llamada Capacrayme, y en ella grandes sacrificios y ceremonias por muchos días, en los cuales ningún forastero podía hallarse en la corte, que era el Cuzco.
Al cabo de estos días se daba licencia para que entrasen todos los forasteros, y los hacían participantes de la fiesta y sacrificios, comulgándolos en esta forma: Las mamaconas del sol, que eran como monjas del sol, hacían unos bollos pequeños de harina de maíz, teñida y amasada en sangre sacada de carneros blancos, los cuales aquel día sacrificaban. Luego mandaban entrar los forasteros de todas las provincias, y poníanse en orden, y los sacerdotes, que eran de cierto linaje descendientes de Lluquiyupangui, daban a cada uno un bocado de aquellos bollos, diciéndoles que aquellos bocados les daban, para que estuviesen confederados y unidos con el Inga, y que les avisaban, que no dijesen, ni pensasen mal contra el Inga, sino que tuviesen siempre buena intención con él, porque aquel bocado sería testigo de su intención, y si no hiciesen lo que debían, los había de descubrir y ser contra ellos.
Estos bollos se sacaban en platos de oro y plata, que estaban diputados para esto, y todos recibían y comían los bocados, agradeciendo mucho al sol tan grande merced, diciendo palabras, y haciendo ademanes de mucho contento y devoción. Y protestaban que en su vida no harían, ni pensarían contra el sol, ni contra el Inga, y que con aquella condición recibían aquel manjar del sol, y que aquel manjar estaría en sus cuerpos para testimonio de su fidelidad que guardaban al sol y al Inga su rey.
Esta manera de comunión diabólica se daba también en el décimo mes llamado Coyaraime, que era septiembre, en la fiesta solemne que llaman Citua, haciendo la misma ceremonia; y demás de comulgar (si se sufre usar de este vocablo en cosa tan diabólica) a todos los que habían venido de fuera, enviaban también de los dichos bollos a todas las guacas o santuarios, o ídolos forasteros de todo el reino, y estaban al mismo tiempo personas de todas partes para recebillos; y les decían que el sol les inviaba aquello en señal que quería que todos lo venerase y honrasen; y también se enviaba algo a los caciques por favor.
Alguno, por ventura, tendrá esto por fábula e invención, mas en efecto, es cosa muy cierta, que desde Inga Yupangui, que fué el que más leyes hizo de ritos y ceremonias, como otro Numa en Roma, duró esta manera de comunión hasta que el evangelio de nuestro señor Jesucristo echó todas estas supersticiones, dando el verdadero manjar de vida, y que confedera las almas y las une con Dios. Y quien quisiere satisfacerse enteramente, lea la relación que el licenciado Polo escribió al arzobispo de los Reyes D. Jerónimo de Loaysa, y hallará esto y otras muchas cosas, que con grande diligencia y certidumbre averiguó.
Capítulo XXIV
De la manera con que el demonio procuró remedar la fiesta de Corpus Christi, y comunión que usa la santa Iglesia
Mayor admiración pondrá la fiesta y semejanza de comunión que el mismo demonio, príncipe de los hijos de soberbia ordenó en Méjico, la cual, aunque sea un poco larga, es bien referilla como está escrita por personas fidedignas.
En el mes de mayo hacían los mejicanos su principal fiesta de su dios Vitzilipuztli, y dos días antes de la fiesta, aquellas mozas, que dijimos arriba, que guardaban recogimiento en el mismo templo, y eran como monjas, molían cuantidad de semilla de bledos juntamente con maíz tostado, después de molido amasábanlo con miel, y hacían de aquella masa un ídolo tan grande como era el de madera, y poníanle por ojos unas cuentas verdes, o azules, o blancas, y por dientes unos granos de maíz, sentado con todo el aparato que arriba queda dicho. El cual, después de perficionado, venían todos los señores, y traían un vestido curioso y rico, conforme al traje del ídolo, con el cual le vestían, y después de muy bien vestido y aderezado, sentábanlo en un escaño azul en sus andas, para llevarle en hombros.
Llegada la mañana de la fiesta, una hora antes de amanecer, salían todas estas doncellas vestidas de blanco con atavíos nuevos, y aquel día las llamaban hermanas del dios Vitzilipuztli. Venían coronadas con guirnaldas de maíz tostado y reventado, que parece azahar, y a los cuellos gruesos sartales de lo mismo, que les venían por debajo del brazo izquierdo, puesta su color en los carrillos, y los brazos desde los codos hasta las muñecas emplumados con plumas coloradas de papagayos; y así aderezadas tomaban las andas del ídolo en los hombros, y sacábanlas al patio, donde estaban ya todos los mancebos vestidos con unos paños de red galanos, coronados de la misma manera que las mujeres. En saliendo las mozas con el ídolo, llegaban los mancebos con mucha reverencia, y tomaban las andas en los hombros, trayéndolas al pie de las gradas del templo, donde se humillaba todo el pueblo; y tomando tierra del suelo se la ponían en la cabeza, que era ceremonia ordinaria entre ellos en las principales fiestas de sus dioses.
Hecha esta ceremonia, salía todo el pueblo en procesión con toda la priesa posible, e iban a un cerro que está a una legua de la ciudad de Méjico, llamado Chapultepec, y allí hacían estación y sacrificios. Luego partían con la misma priesa a un lugar cerca de allí, que se dice Atlacuyavaya, donde hacían la segunda estación, y de allí iban a otro pueblo una legua adelante, que se dice Cuyoacán, de donde partían, volviéndose a la ciudad de Méjico sin hacer pausa. Hacíase este camino de más de cuatro leguas en tres o cuatro horas; llamaban a esta procesión Ipayna Vitzilipuztli, que quiere decir el veloz y apresurado camino de Vitzilipuztli.
Acabados de llegar al pie de las gradas, ponían allí las andas, y tomaban unas sogas gruesas, atábanlas a los asideros de las andas, y con mucho tiempo y reverencia, unos tiraban de arriba, y otros ayudando de abajo, subían las andas con el ídolo a la cumbre del templo, con mucho ruido de flautas, y clamor de bocinas y caracoles y atambores. Subíanlo de esta manera, por ser las gradas del templo muy empinadas y angostas, y la escalera bien larga, y así no se podían subir con las andas en los hombros. Y al tiempo que subían al ídolo, estaba todo el pueblo en el patio con mucha reverencia y temor.
Acabado de subirle a lo alto, y metido en una casilla de rosas que le tenían hecha, venían luego los mancebos, y derramaban muchas flores de diversas colores, hinchiendo todo el templo dentro y fuera de ellas. Hecho esto, salían todas las doncellas con el aderezo referido, y sacaban de su recogimiento unos trozos de masa de maíz tostado y bledos, que era la misma de que el ídolo era hecho, hechos a manera de huesos grandes, y entregábanlos a los mancebos, y ellos subíanlos arriba, y poníanlos a los pies del ídolo por todo aquel lugar, hasta que no cabían más. A estos trozos de masa llamaban los huesos y carne de Vitzilipuztli. Puestos allí los huesos, salían todos los ancianos, del templo, sacerdotes y levitas, y todos los demás ministros, según sus dignidades y antigüedades, porque las había con mucho concierto y orden, con sus nombres y dictados: salían unos tras otros con sus velos de red de diferentes colores y labores, según la dignidad y oficio de cada uno, con guirnaldas en las cabezas y sartales de flores en los cuellos. Tras éstos salían los dioses y diosas, que adoraban en diversas figuras, vestidos de la misma librea, y poniéndose en orden al derredor de aquellos trozos de masa, hacían cierta ceremonia de canto y baile sobre ellos, con lo cual quedaban benditos y consagrados por carne y huesos de aquel ídolo.
Acabada la bendición y ceremonia de aquellos trozos de masa, con que quedaban tenidos por huesos y carne del ídolo, de la misma manera los veneraban que a su dios. Salían luego los sacrificadores y hacían el sacrificio de hombres en la forma que está referida arriba, y eran en éste sacrificados más número que en otro día, por ser la fiesta tan principal. Acabados, pues, los sacrificios, salían luego todos los mancebos y mozas del templo, aderezados como está dicho: puestos en orden y en hileras, los unos en frente de los otros, bailaban y cantaban al son de un atambor que les tañían en loor de la solemnidad, y del ídolo que celebraban, a cuyo canto todos los señores y viejos y gente principal respondían bailando en el circuito de ellos, haciendo un hermoso corro, como lo tienen de costumbre, estando siempre los mozos y las mozas en medio, a cuyo espectáculo venía toda la ciudad.
En este día del ídolo Vitzilipuztli era precepto muy guardado en toda la tierra, que no se había de comer otra comida, sino de aquella masa con miel de que el ídolo era hecho; y este manjar se había de comer luego en amaneciendo, y que no se había de beber agua, ni otra cosa alguna sobre ello, hasta pasado medio día, y lo contrario tenían por gran agüero y sacrilegio; pasadas las ceremonias podían comer otras cosas. En este ínterin, escondían el agua de los niños, y avisaban a todos los que tenían uso de razón, que no bebiesen agua, porque vendría la ira de Dios sobre ellos, y morirían, y guardaban esto con gran cuidado y rigor. Concluidas las ceremonias, bailes y sacrificios, íbanse a desnudar; y los sacerdotes y dignidades del templo tomaban el ídolo de masa, y desnudábanle de aquellos aderezos que tenía, y así a él, como a los trozos que estaban consagrados, los hacían muchos pedazos, y comenzando desde los mayores, repartíanlos, y dábanlos a modo de comunión a todo el pueblo, chicos y grandes, hombres y mujeres; y recibíanlo con tanta reverencia, temor y lágrimas, que ponía admiración, diciendo que comían la carne y huesos de Dios, teniéndose por indignos de ello, los que tenían enfermedades pedían para ellos, y llevábanselo con mucha reverencia y veneración; todos los que comulgaban quedaban obligados a dar diezmo de aquella semilla de que se hacía el ídolo.
Acabada la solemnidad de la comunión, se subía un viejo de mucha autoridad, y en voz alta predicaba su ley y ceremonias. ¿A quién no pondrá admiración, que tuviese el demonio tanto cuidado de hacerse adorar, y recibir, al modo que Jesucristo, nuestro Dios, ordenó y enseñó, y como la santa Iglesia lo acostumbra? Verdaderamente se echa de ver bien lo que al principio se dijo, que, en cuanto puede, procura satanás usurpar y hurtar para sí la honra y culto debido a Dios, aunque siempre mezcla sus crueldades y suciedades porque es espíritu homicida e inmundo y padre de mentira.
Capítulo XXV
De la confesión y confesores que usaban los indios
También el sacramento de la confesión quiso el mismo padre de mentira remedar, y de sus idólatras hacerse honrar con ceremonia muy semejante al uso de los fieles. En el Perú tenían por opinión, que todas las adversidades y enfermedades venían por pecados que habían hecho, y para remedio usaban de sacrificios, y ultra de eso, también se confesaban vocalmente cuasi en todas las provincias, y tenían confesores diputados para esto mayores y menores, y pecados reservados al mayor, y recibían penitencias, y algunas veces, ásperas, especialmente si era hombre pobre el que hacía el pecado, y no tenía qué dar al confesor; y este oficio de confesar, también lo tenían las mujeres.
En las provincias de Collasuyo, fué y es más universal este uso de confesores hechiceros, que llaman ellos Ichúri o Ichúiri. Tienen por opinión que es pecado notable encubrir algún pecado en la confesión, y los Ichúris o confesores averiguan, o por suertes, mirando la asadura de algún animal, si les encubren algún pecado, y castíganlo con darle en las espaldas cuantidad de golpes con una piedra hasta que lo dice todo, y le dan la penitencia, y hacen el sacrificio. Esta confesión usan también cuando están enfermos sus hijos, o mujeres, o maridos, o sus caciques, o cuando están en algunos grandes trabajos; y cuando el Inga estaba enfermo se confesaban todas las provincias, especialmente los Collas. Los confesores tenían obligación al secreto, pero con ciertas limitaciones.
Los pecados de que principalmente se acusaban, eran: lo primero, matar uno a otro fuera de la guerra; ítem, hurtar; ítem, tomar la mujer ajena; ítem, dar yerbas o hechizos para hacer mal; y por muy notable pecado tenían el descuido en la reverencia de sus guácas, y el quebrantar sus fiestas, y el decir mal del Inga, y el no obedecerle. No se acusaban de pecados y actos interiores, y según relación de algunos sacerdotes, después que los cristianos vinieron a la tierra, se acusaban a sus Ichúris o confesores, aun de los pensamientos. El Inga no confesaba sus pecados a ningún hombre, sino sólo al sol para que él los dijese al Viracocha, y le perdonase. Después de confesado, el Inga hacía cierto lavatorio, para acabar de limpiarse de sus culpas; y era en esta forma, que poniéndose en un río corriente, decía estas palabras: Yo he dicho mis pecados al sol, tú, río, los recibe, llévalos a la mar, donde nunca más parezcan.
Estos lavatorios usaban también los demás que se confesaban, con ceremonia muy semejante a la que los moros usan, que ellos llaman el guadoi, y los indios los llaman opacúna; y cuando acaecía morírsele a algún hombre sus hijos, le tenían por gran pecador, diciéndole: que por sus pecados sucedía que muriese primero el hijo que el padre; y a éstos tales, cuando después de haberse confesado, hacían los lavatorios llamados opacúna, según está dicho, los había de azotar con ciertas ortigas algún indio monstruoso, como corcovado o contrahecho de su nacimiento. Si los hechiceros o sortílegos por sus suertes o agüeros, afirmaban que había de morir algún enfermo, no dudaban de matar su propio hijo, aunque no tuviese otro, y con esto entendía que adquiría salud, diciendo que ofrecía a su hijo en su lugar en sacrificio; y después de haber cristianos en aquella tierra, se ha hallado en algunas partes esta crueldad.
Notable cosa es cierto que haya prevalecido esta costumbre de confesar pecados secretos, y hacer tan rigurosas penitencias, como era: ayunar, dar ropa, oro, plata, estar en las sierras, recibir recios golpes en las espaldas; y hoy día dicen los nuestros, que en la provincia de Chicuito topan esta pestilencia de confesores o ichúris, y que muchos enfermos acuden a ellos. Mas ya, por la gracia del Señor, se van desengañando del todo, y conocen el beneficio grande de nuestra confesión sacramental, y con gran devoción y fe acuden a ella. Y en parte ha sido providencia del Señor permitir el uso pasado para que la confesión no se les haga dificultosa; y así en todo, el Señor es glorificado, y el demonio burlador queda burlado.
Por venir a este propósito referiré aquí el uso de confesión extraño, que el demonio introdujo en el Japón, según por una carta de allá consta, la cual dice así: En Ozaca hay unas peñas grandísimas, y tan altas, que hay en ellas riscos de más de doscientas brazas de altura, y entre estas peñas sale hacia fuera una punta tan terrible, que de sólo llegar los Xamabúxis (que son los romeros) a ella, les tiemblan las carnes, y se les despeluzan los cabellos, según es el lugar terrible y espantoso. Aquí en esta punta está puesto con extraño artificio un grande bastón de hierro, de tres brazas de largo, o más, y en la punta de este bastón esta asido uno como peso, cuyas balanzas son tan grandes, que en una de ellas puede sentarse un hombre, y en una de ellas hacen los Goquís (que son los demonios en figura de hombre) que entren estos peregrinos, uno por uno, sin que quede ninguno, y por un ingenio que se menea mediante una rueda, hacen que vaya el bastón saliendo hacia fuera, y en él la balanza va saliendo, de manera, que finalmente queda toda en el aire, y asentado en ella uno de los Xamabúxis. Y como la balanza en que está asentado el hombre, no tiene contrapeso ninguno en la otra, baja luego hacia abajo, y levántase la otra hasta que topa en el bastón, y entonces le dicen los goquís desde las peñas, que se confiese y diga todos sus pecados, cuantos hubiere hecho y se acordare. Y esto es en voz tan alta, que lo oigan todos los demás que allí están.
Y comienza luego a confesarse, y unos de los circunstantes se ríen de los pecados que oyen, y otros gimen. Y a cada pecado que dicen, baja la otra balanza un poco, hasta que, finalmente, habiendo dicho todos sus pecados, queda la balanza vacía igual con la otra en que está el triste penitente. Y llegada la balanza al fin con la otra, vuelven los goquís a hacer andar la rueda, y traen para dentro el bastón, y ponen a otro de los peregrinos en la balanza, hasta que pasan todos. Contaba esto, uno de los japones después de hecho cristiano, el cual había andado esta peregrinación siete veces, y entrado en la balanza otras tantas, donde públicamente se había confesado. Y decía, que si acaso alguno de éstos, puesto en aquel lugar, deja de confesar el pecado como pasó, o lo encubre, la balanza vacía no baja, y si después de haberle hecho instancia que confiese, él confía en no querer confesar sus pecados, échanlo los goquís de la balanza abajo, donde al momento se hace pedazos. Pero decíanos este cristiano, llamado Juan, que ordinariamente es tan grande el temor y temblor de aquel lugar en todos los que a él llegan, y el peligro que cada uno ve al ojo, de caer de aquella balanza y ser despeñado de allí abajo, que casi nunca por maravilla acontece haber alguno que no descubra todos sus pecados; llámase aquel lugar por otro nombre: Sangenotocóro, que quiere decir lugar de confesión.
Vése por esta relación bien claro, cómo el demonio ha pretendido usurpar el culto divino para sí, haciendo la confesión de los pecados que el Salvador instituyó para remedio de los hombres, superstición diabólica para mayor daño de ellos, no menor en la gentilidad del Japón, que en la de las provincias del Collao en el Perú.
Capítulo XXVI
De la unción abominable que usaban los sacerdotes mejicanos y otras naciones, y de sus hechiceros
En la ley antigua ordenó Dios el modo con que se había de consagrar Aarón, y los otros sacerdotes; y en la ley evangélica también tenemos el santo crisma y unción, de que usamos cuando nos consagran sacerdotes de Cristo. También había en la ley antigua cierta composición olorosa, que mandaba Dios que no se usase, sino sólo para el culto divino. Todo esto ha querido el demonio en su modo remedar, pero como él suele, inventando rosas tan asquerosas y sucias, que ellas mismas dicen cuál sea su autor.
Los sacerdotes de los ídolos en Méjico se ungían en esta forma: Untábanse de pies a cabeza, y el cabello todo; y de esta unción que ellos se ponían mojada, venían a criarse en el cabello unas como trenzas, que parecían crines de caballo encrisnejadas; y con el largo tiempo crecíales tanto el cabello, que les venía a dar a las corvas, y era tanto el peso que en la cabeza traían, que pasaban grandísima trabajo, porque no lo cortaban o cercenaban hasta que morían, o hasta que ya de muy de viejos los jubilaban, y ponían en cargos de regimientos u otros oficios honrosos en la república. Traían éstos las cabelleras trenzadas en unas trenzas de algodón de seis dedos en ancho. El humo con que se tiznaban era ordinario, de tea, porque desde sus antigüedades fué siempre ofrenda particular de sus dioses, y por esto muy tenido y reverenciado. Estaban con esta tinta siempre untados de los pies a la cabeza, que parecían negros muy atezados, y ésta era su ordinaria unción, excepto que cuando iban a sacrificar y a encender incienso a las espesuras y cumbres de los montes y a las cuevas escuras y temerosas, donde tenían sus ídolos, usaban de otra unción diferente, haciendo ciertas ceremonias para perder el temor y cobrar grande ánimo. Esta unción era hecha de diversas sabandijas ponzoñosas como de arañas, alacranes, cientopiés, salamanquesas, víboras, etc. Las cuales recogían los muchachos de los colegios, y eran tan diestros, que tenían muchas juntas en cuantidad, para cuando los sacerdotes las pedían. Su particular cuidado era andar a caza de estas sabandijas, y, si yendo a otra cosa acaso topaban alguna, allí ponían el cuidado en cazarla, como si en ello les fuese la vida. Por cuya causa de ordinario no tenían temor estos indios de estas sabandijas ponzoñosas, tratándolas como si no lo fueran, por haberse criado todos en este ejercicio.
Para hacer el ungüento de éstas tomábanlas todas juntas y quemábanlas en el brasero del templo que estaba delante del altar, hasta que quedaban hechas ceniza. La cual echaban en unos morteros con mucho tabaco (que es una yerba de que esta gente usa para amortiguar la carne y no sentir el trabajo); con esto revolvían aquellas cenizas, que les hacía perder la fuerza, echaban juntamente con esta yerba y ceniza algunos alacranes y arañas vivas y cientopiés, y allí lo revolvían y amasaban, y después de todo esto le echaban una semilla molida que llaman ololuchqui, que toman los indios bebida para ver visiones, cuyo efecto es privar de juicio. Molían asimismo con estas cenizas gusanos negros y peludos, que sólo el pelo tiene ponzoña. Todo esto junto amasaban con tizne y, echándolo en unas ollitas, poníanlo delante de sus dioses, diciendo que aquélla era su comida, y así la llamaban comida divina.
Con esta unción se volvían brujos y vían y hablaban al demonio. Embijados los sacerdotes con aquesta masa, perdían todo temor, cobrando un espíritu de crueldad, y así mataban los hombres en los sacrificios con grande osadía, y iban de noche solos a montes y cuevas escuras y temerosas, menospreciando las fieras, teniendo por muy averiguado que los leones, tigres, lobos, serpientes y otras fieras que en los montes se crían, huirían de ellos por virtud de aquel betún de Dios; y aunque no huyesen del betún, huirían de ver un retrato del demonio, en que iban transformados. También servía este betún para curar los enfermos y niños, por lo cual le llamaban todos medicina divina, y así acudían de todas partes a las dignidades y sacerdotes como a saludadores, para que les aplicasen la medicina divina, y ellos les untaban con ellas las partes enfermas.
Y afirman que sentían con ella notable alivio, y debía esto de ser porque el tabaco y el ololuchqui tienen gran virtud de amortiguar y, aplicado por vía de emplasto, amortigua las carnes; esto sólo por sí, cuanto más con tanto género de ponzoñas, y como les amortiguaba el dolor, parecíales efecto de sanidad y de virtud divina, acudiendo a estos sacerdotes como a hombres santos, los cuales traían engañados y embaucados los ignorantes, persuadiéndoles cuanto querían, haciéndoles acudir a sus medicinas y ceremonias diabólicas, porque tenían tanta autoridad que bastaba decirles ellos cualquiera cosa, para tenerla por artículo de fe. Y así hacían en el vulgo mil supersticiones, en el modo de ofrecer incienso y en la manera de cortarles el cabello y en atarles palillos a los cuellos y hilos con huesezuelos de culebras, que se bañasen a tal y tal hora, que velasen de noche a un fogón y que no comiesen otra cosa de pan sino lo que había sido ofrecido a sus dioses, y luego acudiesen a los sortílegos, que con ciertos granos echaban suertes y adivinaban mirando en lebrillos y cercos de agua.
En el Perú usaron también embadurnarse mucho los hechiceros y ministros del demonio. Y es cosa infinita la gran multitud que hubo de estos adivinos, sortílegos, hechiceros, agoreros y otros mil géneros de falsos profetas, y hoy día dura mucha parte de esta pestilencia, aunque de secreto, porque no se atreven descubiertamente a usar sus endiabladas y sacrílegas ceremonias y supersticiones. Para lo cual se advierte más a la larga, en particular de sus abusos y maleficios en el confesonario hechos por los perlados del Perú. Señaladamente hubo un género de hechiceros entre aquellos indios, permitidos por los reyes Ingas, que son como brujos y toman la figura que quieren, y van por el aire en breve tiempo largo camino, y ven lo que pasa; hablan con el demonio, el cual les responde en ciertas piedras o en otras cosas que ellos veneran mucho.
Estos sirven de adivinos y de decir lo que pasa en lugares muy remotos antes que venga o pueda venir la nueva; como, aun después que los españoles vinieron, ha sucedido que en distancia de más de doscientas o trescientas leguas se ha sabido de los motines, de las batallas y de los alzamientos y muertes, así de los tiranos, como de los que eran de la parte del rey y de personas particulares el mismo día y tiempo que las tales cosas sucedieron, o el día siguiente, que por curso natural era imposible saberlas tan presto. Para hacer esta abusión de adivinaciones se meten en una casa cerrada por de dentro y se emborrachan hasta perder el juicio, y después, a cabo de un día, dicen lo que se les pregunta.
Algunos dicen y afirman que éstos usan de ciertas unturas: los indios dicen que las viejas usan de ordinario este oficio, y viejas de una provincia llamada Coaíllo y de otro pueblo llamado Manchay y en la provincia de Guarochirí y en otras partes que ellos no señalan. También sirven de declarar dónde están las cosas perdidas y hurtadas; y de este género de hechiceros hay en todas partes, a los cuales acuden muy de ordinario los anaconas y chinos, que sirven a los españoles cuando pierden alguna cosa de su amo o desean saber algún suceso de cosas pasadas o que están por venir, como cuando bajan a las ciudades de los españoles a negocios particulares o públicos, preguntan si les irá bien, o si enfermarán, o morirán, o volverán sanos, o si alcanzarán lo que pretenden, y los hechiceros responden sí o no, habiendo hablado con el demonio en lugar escuro, de manera que se oye su voz, mas no se ve con quién hablan, ni lo que dicen; y hacen mil ceremonias y sacrificios para este efecto, con que invocan al demonio, y emborráchanse bravamente, y para este oficio particular usan de una yerba llamada villca, echando el zumo de ella en la chicha, o tomándola por otra vía.
Por todo lo dicho consta cuán grande sea la desventura de los que tienen por maestros a tales ministros, del que tiene por oficio engañar, y es averiguado que ninguna dificultad hay mayor para recebir la verdad del santo evangelio y perseverar en ella los indios, que la comunión de estos hechiceros, que han sido y son innumerables, aunque, por la gracia del señor y diligencia de los perlados y sacerdotes, van siendo menos y no tan perjudiciales. Algunos de éstos se han convertido y públicamente han predicado al pueblo, retratando sus errores y engaños y declarando sus embustes y mentiras, de que se ha seguido gran fruto; como también por letras del Japón sabemos haber sucedido en aquellas partes a grande gloria de nuestro Dios y Señor.
Capítulo XXVII
De otras ceremonias y ritos de los indios, a semejanza de los nuestros
Otras innumerables ceremonias y ritos tuvieron los indios, y en muchas de ellas hay semejanza de las de la ley antigua de Moysén; en otras se parecen a las que usan los moros, y algunas tiran algo a las de la ley evangélica, como los lavatorios o opacuna, que llaman, que era bañarse en agua, para quedar limpios de sus pecados.
Los mejicanos tenían también sus bautismos con esta ceremonia, y es que a los niños recién nacidos les sacrificaban las orejas y el miembro viril, que en alguna manera remedaban la circuncisión de los judíos. Esta ceremonia se hacía principalmente con los hijos de los reyes y señores; en naciendo, los lavaban los sacerdotes, y, después de lavados, les ponían en la mano derecha una espada pequeña y en la izquierda una rodelilla. A los hijos de la gente vulgar les ponían las insignias de sus oficios, y a las niñas, aparejos de hilar, tejer y labrar; y esto usaban por cuatro días, y todo esto delante de algún ídolo.
En los matrimonios había su modo de contraerlos, de que escribió un tratado entero el licenciado Polo y adelante se dirá algo; y en otras cosas también llevaban alguna manera de razón sus ceremonias y ritos. Casábanse los mejicanos por mano de sus sacerdotes en esta forma: Poníanse el novio y la novia juntos delante del sacerdote, el cual tomaba por las manos a los novios y les preguntaba si se querían casar, y, sabida la voluntad de ambos, tomaba un canto del velo con que ella traía cubierta la cabeza y otro de la ropa de él, y atábalos, haciendo un ñudo, y, así atados, llevábalos a la casa de ella, adonde tenían un fogón encendido, y a ella hacíale dar siete vueltas al derredor, donde se asentaban juntos los novios, y allí quedaba hecho el matrimonio.
Eran los mejicanos celosísimos en la integridad de sus esposas, tanto que, si no las hallaban tales, con señales y palabras afrentosas lo daban a entender con muy grande confusión y vergüenza de los padres y parientes, porque no miraron bien por ella; y a la que conservaba su honestidad, hallándola tal, hacían muy grandes fiestas, dando muchas dádivas a ella y a sus padres, haciendo grandes ofrendas a sus dioses, y gran banquete, uno en casa de ella y otro en casa de él; y cuando los llevaban a su casa ponían por memoria todo lo que él y ella traían de provisión de casas, tierras, joyas, atavíos, y guardaban esta memoria los padres de ellos, por si acaso se viniesen a descansar, como era costumbre entre ellos, y, no llevándose bien, hacían partición de los bienes, conforme a lo que cada uno de ellos trajo, dándoles libertad que cada uno se casase con quien quisiese, y a ella le daban las hijas y a él los hijos. Mandábanles estrechamente que no se tornasen a juntar, so pena de muerte, y así se guardaba con mucho rigor; y aunque en muchas ceremonias parece que concurren con las nuestras pero es muy diferente, por la gran mezcla que siempre tienen de abominaciones.
Lo común y general de ellas es tener una de tres cosas, que son o crueldad, o suciedad, o ociosidad, porque todas ellas o eran crueles y perjudiciales, como el matar hombres v derramar sangre; o eran sucias y asquerosas, como el comer y beber en nombre de sus ídolos, y con ellos a cuestas orinar en nombre del ídolo, y el untarse y embijarse tan feamente, y otras cien mil bajezas: o por lo menos eran vanas y ridículas y puramente ociosas, y más cosas de niños, que hechos de hombres. La razón de esto es la propia condición del espíritu maligno, cuyo intento es hacer mal, provocando a homicidios o a suciedades, o por lo menos a vanidades y ocupaciones impertinentes, lo cual echará de ver cualquiera que con atención mirare el trato del demonio con los hombres que engaña, pues en todos los ilusos se halla o todo o parte de lo dicho.
Los mismos indios, después que tienen la luz de nuestra fe, se ríen y hacen burla de las niñerías en que sus dioses falsos los traían ocupados, a los cuales servían mucho más por el temor que tenían de que les habían de hacer mal si no les obedecían en todo, que no por el amor que les tenían, aunque también vivían muchos de ellos engañados con falsas esperanzas de bienes temporales, que los eternos no llegaban a su pensamiento; y es de advertir que, donde la potencia temporal estuvo más engrandecida, allí se acrecentó la superstición, como se ve en los reinos de Méjico y del Cuzco, donde es cosa increíble los adoratorios que había, pues dentro de la misma ciudad del Cuzco, pasaban de trescientos. De los reyes del Cuzco fué Mangoinga Yupangui el que más acrecentó el culto de sus ídolos, inventando mil diferencias de sacrificios y fiestas y ceremonias; y lo mismo fué en Méjico por el rey Izcoalt, que fué el cuarto de aquel reino.
En esotras naciones de indios, como en la provincia de Guatimala, y en las islas y Nuevo Reino, y provincias de Chile, y otras que eran como behetrías, aunque había gran multitud de supersticiones y sacrificios; pero no tenían que ver con lo del Cuzco y Méjico, donde satanás estaba como en su Roma o Jerusalén, hasta que fué echado a su pesar, y en su lugar se colocó la santa Cruz, y el reino de Cristo, nuestro Dios, ocupó lo que el tirano tenía usurpado.
Capítulo XXVIII
De algunas fiestas que usaron los del Cuzco, y cómo el demonio quiso también imitar el misterio de la Santísima Trinidad
Para concluir este libro, que es de lo que toca a la religión, resta decir algo de las fiestas y solemnidades que usaban los indios, las cuales, porque eran muchas y varias, no se podrán tratar todas. Los Ingas, señores del Perú, tenían dos géneros de fiestas: unas eran ordinarias, que venían a tiempos determinados por sus meses, y otras extraordinarias, que eran por causas ocurrentes de importancia, como cuando se coronaba algún nuevo rey y cuando se comenzaba alguna guerra de importancia y cuando había alguna muy grande necesidad de temporales.
De las fiestas ordinarias se ha de entender que en cada uno de los doce meses del año hacían fiesta y sacrificio diferente, porque, aunque cada mes y fiesta de él se ofrecían cien carneros, pero las colores o facciones habían de ser diferentes. En el primero, que llaman rayme, y es de diciembre, hacían la primera fiesta y más principal de todas, y por eso la llamaban Capacrayme, que es decir fiesta rica o principal. En esta fiesta se ofrecían grande suma de carneros y corderos en sacrificio y se quemaban con leña labrada y olorosa; y traían carneros, oro y plata, y se ponían las tres estatuas del sol y las tres del trueno, padre, hijo y hermano, que decían que tenía el sol y el trueno.
En estas fiestas se dedicaban los muchachos Ingas, y les ponían las guaras o pañetes y les horadaban las orejas y les azotaban con hondas los viejos y untaban con sangre el rostro, todo en señal que habían de ser caballeros leales del Inga. Ningún extranjero podía estar este mes y fiesta en el Cuzco, y al cabo de las fiestas entraban todos los de fuera y les daban aquellos bollos de maíz con sangre del sacrificio, que comían en señal de confederación con el Inga, como se dijo arriba. Y cierto es de notar que en su modo el demonio haya también en la idolatría introducido trinidad, porque las tres estatuas del sol se intitulaban Apointi, Churiinti y Inticuaoquí, que quiere decir el padre y señor sol, el hijo sol, el hermano sol, y de la misma manera nombraban las tres estatuas del Chuquiilla, que es el dios que preside en la región del aire donde truena y llueve y nieva.
Acúerdome que, estando en Chuquisaca, me mostró un sacerdote honrado una información, que yo la tuve harto tiempo en mi poder, en que había averiguado de cierta guaca o adoratorio, donde los indios profesaban adorar a Tangatanga, que era un ídolo, que decían que en uno eran tres, y en tres uno; y admirándole aquel sacerdote de esto, creo, le dije, que el demonio todo cuanto podía hurtar de la verdad para sus mentiras y engaños, lo hacía con aquella infernal y porfiada soberbia con que siempre apetece ser como Dios.
Volviendo a las fiestas, en el segundo mes, que se llama Camay, demás de los sacrificios echaban las cenizas por un arroyo abajo, yendo con bordones tras ellas cinco leguas por el arroyo, rogándole las llevase hasta la mar, porque allí había de recibir el Viracocha aquel presente. En el tercero y cuarto y quinto mes también ofrecían en cada uno de sus cien carneros negros y pintados y pardos, con otras muchas cosas, que por no cansar se dejan. El sexto mes se llama Hatuncuzqui Aymoray, que responde a mayo; también se sacrificaban otros cien carneros de todos colores.
En esta luna y mes, que es cuando se trae el maíz de la era a casa, se hacía la fiesta, que hoy día es muy usada entre los indios que llaman Aymoray; esta fiesta se hace viniendo desde la chacra o heredad a su casa, diciendo ciertos cantares, en que ruegan que dure mucho el maíz; la cual llaman Mamacora, tomando de su chacra cierta parte de maíz más señalado en cuantidad, y poniéndola en una troje pequeña, que llaman pirua, con ciertas ceremonias, velando en tres noches, y este maíz meten en las mantas más ricas que tienen y, después que está tapado y aderezado, adoran esta pirua y la tienen en gran veneración y dicen que es madre del maíz de su chacra, y que con esto se da y se conserva el maíz; y por este mes hacen un sacrificio particular, y los hechiceros preguntan a la pirua si tiene fuerza para el año que viene, y si responde que no, lo llevan a quemar a la misma chacra con la solemnidad que cada uno puede, y hacen otra pirua con las mismas ceremonias, diciendo que la renuevan para que no perezca la simiente del maíz, y si responde que tiene fuerza para durar más, la dejan hasta otro año; esta impertinencia dura hasta hoy día, y es muy común entre indios tener estas piruas y hacer la fiesta del Aymoray.
El séptimo mes, que responde a junio, se llama Aucaycuzqui Intiraymi, y en él se hacía la fiesta llamada Intiraymi, en que se sacrificaban cien carneros guanacos, que decían que ésta era la fiesta del sol; en este mes se hacían gran suma de estatuas de leña labrada de quinua, todas vestidas de ropas ricas, y se hacía el baile, que llamaban Cayo, y en esta fiesta se derramaban muchas flores por el camino y venían los indios muy embijados y los señores con unas patenillas de oro puestas en las barbas, y cantando todos. Hase de advertir que esta fiesta cae cuasi al mismo tiempo que los cristianos hacemos la solemnidad del Corpus Christi, y que en algunas cosas tiene alguna apariencia de semejanza, como en las danzas, o representaciones, o cantares, y por esta causa ha habido, y hay hoy día entre los indios, que parecen celebrar nuestra solemne fiesta de Corpus Christi, mucha superstición de celebrar la suya antigua del Intiraymi.
El octavo mes se llama chachua Huarqui, en el cual se quemaban otros cien carneros por el orden dicho, todos pardos, de color de vizcacha, y este mes responde al nuestro de julio. El noveno mes se llamaba Yápaquis, en el cual se quemaban otros cien carneros castaños y se degollaban y quemaban mil cuyes, para que el hielo, el aire, el agua y el sol no dañasen a las chácaras; este parece que responde a agosto. El décimo mes se llama Coyaraymi, en el cual se quemaban otros cien carneros blancos lanudos; en este mes, que responde a septiembre, se hacía la fiesta llamada Citua, en esta forma: que se juntaban todos antes que saliese la luna el primer día, y, viéndola, daban grandes voces con hachos de fuego en las manos, diciendo: Vaya el mal fuera, dándose unos a otros con ellos; éstos se llamaban panconcos, y aquesto hecho se hacía el lavatorio general en los arroyos y fuentes, cada uno en su acequia o pertenencia, y bebían cuatro días arreo.
Este mes sacaban las mamaconas del sol gran cantidad de bollos hechos con sangre de sacrificios, y a cada uno de los forasteros daban un bocado, y también enviaban a las guacas forasteras de todo el reino y a diversos curacas, en señal de confederación y lealtad al sol y al Inga, como está ya dicho. Los lavatorios y borracheras y algún rastro de esta fiesta llamada Citua aun duran todavía en algunas partes, con ceremonias algo diferenciadas y con mucho secreto, aunque lo principal y público haya cesado. El undécimo mes se llamaba Homaraimi Punchaiquís, en el cual sacrificaban otros cien carneros; y si faltaba agua, para que lloviese ponían un carnero todo negro atado en un llano, derramando mucha chicha al derredor, y no le daban de comer hasta que lloviese; esto se usa también ahora en muchas partes por este mismo tiempo, que es por octubre.
El último se llama Ayamara, en el cual se sacrificaban otros cien carneros y se hacía la fiesta llamada Raymicantará Rayquis; en este mes, que responde a noviembre, se aparejaba lo necesario para los muchachos que se habían de hacer orejones el mes siguiente, y los muchachos con los viejos hacían cierto alarde, dando algunas vueltas; y esta fiesta se llamaba Ituraymi, la cual se hace de ordinario cuando llueve mucho o poco, o hay pestilencia.
Fiestas extraordinarias, aunque había muchas, la más famosa era la que llamaban Itu. La fiesta del Itu no tenía tiempo señalado, más de que en tiempo de necesidad se hacía. Para ella ayunaba toda la gente dos días, en los cuales no llegaban a mujeres, ni comían cosa con sal, ni ají, ni bebían chicha, y todos se juntaban en una plaza donde no hubiese forastero ni animales, y para esta fiesta tenían ciertas mantas y vestidos y aderezos, que sólo servían para ella, y andaban en procesión cubiertas las cabezas con sus mantas, muy despacio, tocando sus atambores y sin hablar uno con otro. Duraba esto un día y una noche, y el día siguiente comían y bebían, y bailaban dos días con sus noches, diciendo que su oración había sido acepta; y aunque no se haga hoy día con toda aquella ceremonia, pero es muy general hacer otra fiesta muy semejante, que llaman Ayma, con vestiduras que tienen depositadas para ello; y como está dicho, esta manera de procesión a vueltas con atambores, y el ayuno que precede y borrachera que se sigue, usan por urgentes necesidades.
Y aunque el sacrificar reses y otras cosas, que no pueden esconder de los españoles, las han dejado, a lo menos en lo público; pero conservan todavía muchas ceremonias que tienen origen de estas fiestas y superstición antigua. Por eso es necesario advertir en ellas, especialmente, que esta fiesta del Itu la hacen disimuladamente hoy día en las danzas del Corpus Christi, haciendo las danzas del Llamallama y de Guacon y otras, conformes a su ceremonia antigua, en lo cual se debe mirar mucho.
En donde ha sido necesario advertir de estas abusiones y supersticiones, que tuvieron en el tiempo de su gentilidad los indios, para que no se consientan por los curas y sacerdotes, allá se ha dado más larga relación de lo que toca a esta materia; al presente hasta haber tocado el ejercicio en que el demonio ocupaba a sus devotos, para que, a pesar suyo, se vea la diferencia que hay de la luz a las tinieblas, y de la verdad cristiana a la mentira gentílica, por más que haya con artificio procurado remedar las cosas de Dios el enemigo de los hombres y de su Dios.
Capítulo XXIX
De la fiesta del jubileo que usaron los mejicanos
Los mejicanos no fueron menos curiosos en sus solemnidades y fiestas, las cuales de hacienda eran más baratas; pero de sangre humana, sin comparación, más costosas. De la fiesta principal de Vitzilipuztli ya queda arriba referido. Tras ella la fiesta del ídolo Tezcatlipuca era muy solemnizada. Venía esta fiesta por mayo y en su calendario tenía nombre Toxcoalt, pero la misma cada cuatro años concurría con la fiesta de la penitencia, en que había indulgencia plenaria y perdón de pecados. Sacrificaban este día un cautivo, que tenía la semejanza del ídolo Tezcatlipuca, que era a los diez y nueve de mayo.
En la víspera de esta fiesta venían los señores al templo y traían un vestido nuevo, conforme al del ídolo, el cual le ponían los sacerdotes, quitándole las otras ropas y guardándolas con tanta reverencia, como nosotros tratamos los ornamentos, y aún más. Había en las arcas del ídolo muchos aderezos y atavíos, joyas y otras preseas, y brazaletes de plumas ricas, que no servían de nada sino de estarse allí, todo lo cual adoraban como al mismo Dios. Demás del vestido con que le adoraban este día, le ponían particulares insignias de plumas, brazaletes, quitasoles y otras cosas. Compuesto de esta suerte, quitaban la cortina de la puerta, para que fuesen vistos de todos, y, en abriendo, salía una dignidad de las de aquel templo, vestido de la misma manera que el ídolo, con unas flores en la mano y una flauta pequeña de barro, de un sonido muy agudo, y, vuelto a la parte de oriente, la tocaba, y volviendo al occidente y al norte y sur, hacía lo mismo. Y habiendo tañido hacia las cuatro partes del mundo, denotando que los presentes y ausentes le oían, ponía el dedo en el suelo y, cogiendo tierra con él, la metía en la boca y la comía en señal de adoración, y lo mismo hacían todos los presentes, y llorando, postrábanse, invocando a la escuridad de la noche y al viento, y rogándoles que no los desamparasen, ni los olvidasen, o que les acabasen la vida y diesen fin a tantos trabajos como en ella se padecían.
En tocando esta flautilla, los ladrones, fornicarios, homicidas, o cualquier género de delincuentes sentían grandísimo temor y tristeza, y algunos se cortaban de tal manera, que no podían disimular haber delinquido. Y así todos aquellos no pedían otra cosa a su Dios sino que no fuesen sus delitos manifiestos, derramando muchas lágrimas con grande compunción y arrepentimiento, ofreciendo cuantidad de incienso para aplacar a Dios. Los valientes y valerosos hombres, y todos los soldados viejos que seguían la milicia, en oyendo la flautilla con muy grande agonía y devoción pedían al Dios de lo criado, y al señor por quien vivimos, y al sol, con otros principales dioses suyos, que les diesen victoria contra sus enemigos y fuerzas para prender muchos cautivos, para honrar sus sacrificios.
Hacíase la ceremonia sobredicha diez días antes de la fiesta, en los cuales tañía aquel sacerdote la flautilla, para que todos hiciesen aquella adoración de comer tierra y pedir a los ídolos lo que querían, haciendo cada día oración, alzados los ojos al cielo, con suspiros y gemidos, como gente que se dolía sus culpas y pecados. Aunque este dolor de ellos no era sino por temor de la pena corporal que les daban, y no por la eterna, porque certifican que no sabían que en la otra vida hubiese pena tan estrecha, y así se ofrecían a la muerte tan sin pena, entendiendo que todos descansaban en ella. Llegado el propio día de la fiesta de este ídolo Tezcatlipuca, juntábase toda la ciudad en el patio para celebrar asimismo la fiesta del calendario, que ya dijimos se llamaba Toxcoatl, que quiere decir cosa seca, la cual fiesta toda se endereza a pedir agua del cielo, al modo que nosotros hacemos las rogaciones, y así tenían aquesta fiesta siempre por mayo, que es el tiempo en que en aquella tierra hay más necesidad de agua. Comenzábase su celebración a nueve de mayo y acabábase a diecinueve.
En la mañana del último día sacaban sus sacerdotes unas andas muy aderezadas, con cortinas y cendales de diversas maneras. Tenían estas andas tantos asideros cuantos eran los ministros que las habían de llevar, todos los cuales salían embijados de negro, con unas cabelleras largas trenzadas por la mitad de ellas, con unas cintas blancas, y con unas vestiduras de librea del ídolo. Encima de aquellas andas ponían el personaje del ídolo señalado para este oficio, que ellos llamaban semejanza del dios Tezcatlipuca, y, tomándolo en los hombros, lo sacaban en público al pie de las gradas. Salían luego los mozos y mozas recogidas de aquel templo con una soga gruesa, torcida de sartales de maíz tostado, y rodeando todas las andas con ella, ponían luego una sarta de lo mismo al cuello del ídolo, y en la cabeza una guirnalda; llamábase la soga toxcatl, denotando la sequedad y esterilidad del tiempo. Salían los mozos rodeados con unas cortinas de red y con guirnaldas y sartales de maíz tostado; las mozas salían vestidas de nuevos atavíos y aderezos con sartales de lo mismo a los cuellos, y en las cabezas llevaban unas tiaras hechas de varillas todas cubiertas de aquel maíz, emplumados los pies y los brazos, y las mejillas llenas de color. Sacaban asimismo muchos sartales de este maíz tostado y poníanselos los principales en las cabezas y cuellos, y en las manos unas flores.
Después de puesto el ídolo en sus andas, tenían por todo aquel lugar gran cantidad de pencas de manguey, cuyas hojas son anchas y espinosas. Puestas las andas en los hombros de los sobredichos, llevábanlas en procesión por dentro del circuito del patio, llevando delante de sí dos sacerdotes con dos braseros o incensarios incensando muy a menudo el ídolo, y cada vez que echaban el incienso, alzaban el brazo, cuan alto podían, hacia el ídolo y hacia el sol, diciéndoles subiesen sus oraciones al cielo, como subían aquel humo a lo alto. Toda la demás gente que estaba en el patio, volviéndose en rueda hacia la parte donde iba el ídolo llevaban todos en las manos unos sogas de hilo de manguey nuevas de una braza con un ñudo al cabo, y con aquéllas se disciplinaban dándose grandes golpes en las espaldas de la manera que acá se disciplinan el Jueves Santo. Toda la cerca del patio y las almenas estaban llenas de ramos y flores, tan bien adornadas y con tanta frescura, que causaban gran contento.
Acabada esta procesión, tornaban a subir el ídolo a su lugar, a donde lo ponían; salía luego gran cuantidad de gente con flores aderezadas de diversas maneras y henchían el altar y la pieza y todo el patio de ellas, que parecía aderezo de monumento. Estas rosas ponían por sus manos los sacerdotes, administrándoselas los mancebos del templo desde acá fuera, y quedábase aquel día descubierto y el aposento sin echar el velo. Esto hecho, salían todos a ofrecer cortinas, cendales, joyas y piedras ricas, incienso, maderos resinosos, mazorcas de maíz y codornices y, finalmente, todo lo que en semejantes solemnidades acostumbraban ofrecer. En la ofrenda de las codornices, que era de los pobres, usaban esta ceremonia, que las daban al sacerdote y, tomándolas, les arrancaban las cabezas y echábalas luego al pie del altar, adonde se desangrasen; y así hacían de todas las que ofrecían. Otras comidas y frutas ofrecía cada uno según su posibilidad, las cuales eran el pie de altar de los ministros del templo; y así ellos eran los que las alzaban, y llevaban a los aposentos que allí tenían.
Hecha esta solemne ofrenda, íbase la gente a comer a sus lugares y casas, quedando la fiesta así suspensa hasta haber comido. Y a este tiempo los mozos y mozas del templo, con los atavíos referidos, se ocupaban en servir al ídolo de todo lo que estaba dedicado a él para su comida, la cual guisaban otras mujeres, que habían hecho voto de ocuparse aquel día en hacer la comida del ídolo, sirviendo allí todo el día. Y así se venían todas las que habían hecho voto, en amaneciendo, y ofrecíanse a los propósitos del templo, para que les mandasen lo que habían de hacer, y hacíanlo con mucha diligencia y cuidado. Sacaban después tantas diferencias e invenciones de manjares, que era cosa de admiración. Hecha esta comida, y llegada la hora de comer, salían todas aquellas doncellas del templo en procesión, cada una con una cestica de pan en la una mano, y en la otra una escudilla de aquellos guisados: traían delante de sí un viejo, que servía de maestresala, con un hábito harto donoso.
Venía vestido con una sobrepelliz blanca, que llegaba a las pantorrillas, sobre un jubón sin mangas a manera de sambenito, de cuero colorado; traía en lugar de mangas una alas, y de ellas salían unas cintas anchas, de las cuales pendía en medio de las espaldas una calabaza mediana, que por unos agujerillos que tenía estaba toda llena de flores, y dentro de ella diversas cosas de superstición. Iba este viejo así ataviado, delante de todo el aparato, muy humilde, triste y cabizbajo, y en llegando al puesto, que era al pie de las gradas, hacía una grande humillación, y haciéndose a un lado, llegaban las mozas en las comidas e íbanla poniendo en hilera, llegando una a una con mucha reverencia. En habiéndola puesto, tornaba el viejo a guiarlas, y volvíanse a sus recogimientos. Acabadas ellas de entrar, salían los mozos y ministros de aquel templo, y alzaban de allí aquella comida, y metíanla en los aposentos de las dignidades y de los sacerdotes, los cuales habían ayunado cinco días arreo, comiendo sola una vez al día, apartados de sus mujeres, y no salían del templo aquellos cinco días, azotándose reciamente con sogas, y comían de aquella comida divina (que así la llamaban) todo cuanto podían, de la cual a ninguno era lícito comer sino a ellos.
En acabando todo el pueblo de comer, tornaban a recogerse en el patio a celebrar y ver el fin de la fiesta, donde sacaban un esclavo, que había representado el ídolo un año, vestido y aderezado y honrado como el mismo ídolo, y haciéndole todos reverencia le entregaban a los sacrificadores, que al mismo tiempo salían, y tomándole de pies y manos, el papa le cortaba el pecho, y le sacaba el corazón, alzándolo en la mano todo lo que podía, y mostrándolo al sol, y al ídolo, como ya queda referido. Muerto éste, que representaba al ídolo, llegábanse a un lugar consagrado y diputado para el efecto, y salían los mozos y mozas con el aderezo sobredicho, donde tañéndoles las dignidades del templo, bailaban y cantaban puestos en orden junto al atambor; y todos los señores ataviados con las insignias que los mozos traían, bailaban en cerco alrededor de ellos.
En este día no moría ordinariamente más que este sacrificado, porque solamente de cuatro a cuatro años morían otros con él, y cuando éstos morían era el año del jubileo e indulgencia plenaria. Hartos ya de tañer, comer y beber, a puesta del sol íbanse aquellas mozas a sus retraimientos, y tomaban unos grandes platos de barro, y llenos de pan amasado con miel, cubiertos con unos fruteros labrados de calaveras y huesos de muertos cruzados, llevaban colación al ídolo, y subían hasta el patio, que estaba antes de la puerta del oratorio, y poniéndolo allí, yendo su maestresala delante, se bajaban por el mismo orden que lo habían llevado. Salían luego todos los mancebos puestos en orden, y con unas cañas en las manos arremetían a las gradas del templo, procurando llegar más presto unos que otros a los platos de la colación. Y las dignidades del templo tenían cuenta de mirar, al primero, segundo, tercero y cuarto, que llegaban, no haciendo caso de los demás, hasta que todos arrebataban aquella colación, la cual llevaban como grandes reliquias.
Hecho esto, los cuatro que primero llegaron, tomaban en medio las dignidades y ancianos del templo, y con mucha honra los metían en los aposentos, premiándoles y dándoles muy buenos aderezos, y de allí adelante los respetaban y honraban como a hombres señalados. Acabada la presa de la colación, y celebrada con mucho regocijo y gritería, a todas aquellas mozas que habían servido al ídolo y a los mozos, les daban licencia para que se fuesen, y así se iban unas tras de otras. Al tiempo que ellas salían, estaban los muchachos de los colegios y escuelas a la puerta del patio, todos con pelotas de juncia, y de hierbas en las manos, y con ellas las apedreaban, burlando y escarneciendo de ellas, como a gente que se iba del servicio del ídolo. Iban con libertad de disponer de sí a su voluntad, y con esto se daba fin a esta solemnidad.
Capítulo XXX
De la fiesta de los mercaderes que usaron los Cholutecas
Aunque se ha dicho harto del culto que los mejicanos daban a sus dioses; pero porque el que se llamaba Quetzaalcoatl, y era dios de gente rica, tenía particular veneración y solemnidad, se dirá aquí lo que de sus fiestas refieren.
Solemnizábase la fiesta de este ídolo en esta forma: Cuarenta días antes compraban los mercaderes un esclavo bien hecho, sin mácula ni señal alguna, así de enfermedad como de herida o golpe; a éste le vestían con los atavíos del mismo ídolo, para que le representase estos cuarenta días; y antes que le vistiesen, le purificaban, lavándole dos veces en un lago, que llamaban de los dioses; y después de purificado le vestían en la forma que el ídolo estaba vestido. Estaba muy reverenciado en estos cuarenta días, por lo que representaba; enjaulábanle de noche, como queda dicho, porque no se fuese, y luego de mañana lo sacaban de la jaula y le ponían en lugar preeminente, y allí le servían, dándole a comer preciosas viandas.
Después de haber comido, poníanle sartales de flores al cuello y muchos ramilletes en las manos; traía su guardia muy cumplida, con otra mucha gente que lo acompañaba, y salían con él por la ciudad, el cual iba cantando y bailando por toda ella, para ser conocido por semejanza de su Dios; y en comenzando a cantar, salían de sus casas las mujeres y niños a saludarle y ofrecerle ofrenda como a Dios. Nueve días antes de la fiesta venían ante él dos viejos muy venerables de las dignidades del templo; y humillándose ante él, le decían con una voz muy humilde y baja: Señor, sabrás que de aquí a nueve días se te acaba el trabajo de bailar y cantar, porque entonces has de morir; y él había de responder que fuese mucho de norabuena.
Llamaban a esta ceremonia Neyólo Maxilt Iléztli, que quiere decir el apercibimiento; y cuando le apercibían mirábanle con mucha atención, si se entristecía o si bailaba con el contento que solía; y si no lo hacía con el alegría que ellos deseaban, hacían una superstición asquerosa, y era que iban luego y tomaban las navajas del sacrificio, y lavábanles la sangre humana que estaba en ellas pegada de los sacrificios pasados, y con aquellas lavazas hacíanle una bebida mezclada con otra de caco, y dábansela a beber, porque decían que hacía tal operación en él, que quedaba sin alguna memoria de lo que le habían dicho, y cuasi insensible, volviendo luego al ordinario canto; y aun dicen que con este medio él mismo con mucha alegría se ofrecía a morir, siendo enhechizado con aquel brebaje. La causa porque procuraban quitar a éste la tristeza era porque lo tenían por muy mal agüero y pronóstico de algún gran mal.
Llegado el día de la fiesta, a media noche, después de haberle hecho mucha honra de música e incienso, tomábanle los sacrificadores, y sacrificaban al modo arriba dicho, haciendo ofrenda de su corazón a la luna; y después arrojándolo al ídolo, dejando caer el cuerpo por las gradas del templo abajo, de donde lo alzaban los que le habían ofrecido, que eran los mercaderes, cuya fiesta era ésta; y llevándolo a la casa del más principal, lo hacían aderezar en diferentes manjares, para celebrar en amaneciendo el banquete y comida de la fiesta, dando primero los buenos días al ídolo, con un pequeño baile que hacían mientras amanecía, y se guisaba el sacrificio. Juntábanse después todos los mercaderes a este banquete, especialmente los que tenían trato de vender y comprar esclavos, a cuyo cargo era ofrecer cada año un esclavo para la semejanza de su Dios.
Era este ídolo de los más principales de aquella tierra, como queda referido; y así el templo en que estaba era de mucha autoridad, el cual tenía sesenta gradas para subir a él, y en la cumbre de ellas se formaba un patio de mediana anchura, muy curiosamente encalado; en medio de él había una pieza grande y redonda a manera de horno, y la entrada, estrecha y baja, que para entrar era menester inclinarse mucho. Tenía este templo los aposentos que los demás, donde había recogimiento de sacerdotes, mozos y mozas, y de muchachos, como queda dicho, a los cuales asistía sólo un sacerdote, que continuamente residía allí, el cual era como semanero, porque puesto caso que había de ordinario tres o cuatro curas o dignidades en cualquiera templo, servía cada uno una semana sin salir de allí.
El oficio del semanero de este templo, después de la doctrina de los mozos, era que todos los días, a la hora que se pone el sol, tañía un grande atambor, haciendo señal con él, como nosotros usamos tañer a la oración. Era tan grande este atambor, que su sonido ronco se oía por toda la ciudad; y en oyéndolo, se ponían todos en tanto silencio, que parecía no haber hombre, desbaratándose los mercados, y recogiéndose la gente, con que quedaba todo en grande quietud y sosiego. Al alba, cuando ya amanecía, le tornaba a tocar, con que se daba señal de que ya amanecía; y así los caminantes y forasteros se aprestaban con aquella señal, para hacer sus viajes, estando hasta entonces impedidos para poder salir de la ciudad.
Este templo tenía un patio mediano, donde el día de su fiesta se hacían grandes bailes y regocijos, y muy graciosos entremeses, para lo cual había en medio de este patio un pequeño teatro de a treinta pies en cuadro, curiosamente encalado, el cual enramaban y aderezaban para aquel día, con toda la policía posible, cercándolo todo de arcos hechos de diversidad de flores y plumería, colgando a trechos muchos pájaros, conejos y otras cosas apacibles, donde, después de haber comido, se juntaban toda la gente. Salían los representantes, y hacían entremeses, haciéndose sordos, arromadizados, cojos, ciegos y mancos, viniendo a pedir sanidad al ídolo; los sordos respondiendo adefesios; y los arromadizados tosiendo; los cojos, cojeando, decían sus miserias y quejas, con que hacían reír grandemente al pueblo.
Otros salían en nombre de las sabandijas: unos vestidos como escarabajos, y otros como sapos, y otros como lagartijas, etc.; y encontrándose allí, referían sus oficios; y volviendo cada uno por sí, tocaban algunas flautillas, de que gustaban sumamente los oyentes, porque eran muy ingeniosas; fingían asimismo muchas mariposas y pájaros de muy diversos colores, sacando vestidos a los muchachos del templo en aquestas formas, los cuales, subiéndose en una arboleda, que allí plantaban, los sacerdotes del templo les tiraban con cebratanas, donde había en defensa de los unos y ofensa de los otros, graciosos dichos, con que entretenían los circunstantes; lo cual concluido, hacían un mitote o baile con todos estos personajes, y se concluía la fiesta; y esto acostumbraban hacer en las más principales fiestas.
Capítulo XXXI
Qué provecho se ha de sacar de la relación de las supersticiones de los indios
Baste lo referido para entender el cuidado que los indios ponían en servir y honrar a sus ídolos, y al demonio, que es lo mismo; porque contar por entero lo que en esto hay es cosa infinita y de poco provecho; y aun de lo referido podrá parecer a algunos que lo hay muy poco o ninguno, y que es como gastar tiempo en leer las patrañas que fingen los libros de Caballería; pero éstos, si lo consideran bien, hallarán ser muy diferente negocio, y que puede ser útil para muchas cosas tener noticia de los ritos y ceremonias que usaron los indios.
Primeramente, en las tierras donde ello se usó no sólo es útil, sino del todo necesario, que los cristianos y maestros de la ley de Cristo sepan los errores y supersticiones de los antiguos, para ver si clara o disimuladamente las usan también agora los indios; y para este efecto hombres graves y diligentes escribieron relaciones largas de lo que averiguaron, y aun los Concilios Provinciales han mandado que se escriban y estampen, como se hizo en Lima; y esto muy más cumplidamente de lo que aquí va tratado. Así que en tierras de indios cualquier noticia que de aquesto se da a los españoles es importante para el bien de los indios.
Para los mismos españoles allá y donde quiera puede servir esta narración, de ser agradecidos a Dios, nuestro Señor, dándole infinitas gracias por tan gran bien, como es habernos dado su santa ley, la cual toda es justa, toda limpia, toda provechosa; lo cual se conoce bien, cotejándola con las leyes de satanás, en que han vivido tantos desdichados. También puede servir para conocer la soberbia e invidia y engaños y mañas del demonio con los que tiene cautivos, pues por una parte quiere imitar a Dios y tener competencia con él y con su santa ley; y por otra mezcla tantas vanidades y suciedades, y aun crueldades, como quien tiene por oficio estragar todo lo bueno y corrompello.
Finalmente, quien viere la ceguedad y tinieblas en que tantos tiempos han vivido provincias y reinos grandes, y que todavía viven en semejantes engaños muchas gentes, y grande parte del mundo, no podrá, si tiene pecho cristiano, dejar de dar gracias al altísimo Dios por los que ha llamado de tales tinieblas a la admirable lumbre de su evangelio, suplicando a la inmensa caridad del Criador las conserve y acreciente en su conocimiento y obediencia; y juntamente doliéndose de los que todavía siguen el camino de su perdición, instar al Padre de misericordia que les descubra los tesoros y riquezas de Jesucristo, el cual con el Padre y con el Espíritu Santo, reina por todos los siglos. Amén.
Libro sexto
Capítulo I
Que es falsa la opinión de los que tienen a los indios por hombres faltos de entendimiento
Habiendo tratado lo que toca a la religión que usaban los indios, pretendo en este libro escribir de sus costumbres y policía y gobierno, para dos fines: el uno, deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene de ellos, como de gente bruta y bestial y sin entendimiento, o tan corto, que apenas merece ese nombre; del cual engaño se sigue hacerles muchos y muy notables agravios, sirviéndose de ellos poco menos que de animales y despreciando cualquier género de respeto que se les tenga. Que es tan vulgar y tan pernicioso engaño, como saben bien los que con algún celo y consideración han andado entre ellos, y visto y sabido sus secretos y avisos, y juntamente el poco caso que de todos ellos hacen los que piensan que saben mucho, que son de ordinario los más necios y más confiados de sí.
Esta tan perjudicial opinión no veo medio con que pueda mejor deshacerse que con dar a entender el orden y modo de proceder que éstos tenían cuando vivían en su ley, en la cual, aunque tenían muchas cosas de bárbaros y sin fundamento, pero había también otras muchas dignas de admiración, por las cuales se deja bien comprehender que tienen natural capacidad para ser bien enseñados, y aun en gran parte hacen ventaja a muchas de nuestras repúblicas. Y no es de maravillar que se mezclasen yerros graves, pues en los más estirados de los legisladores y filósofos se hallan, aunque entren Licurgo y Platón en ellos. Y en las más sabias repúblicas, como fueron la romana y la ateniense, vemos ignorancias dignas de risa, que cierto si las repúblicas de los mejicanos y de los Ingas se refirieran en tiempos de romanos o griegos, fueran sus leyes y gobierno estimado.
Mas como sin saber nada de esto entramos por la espalda sin oirles ni entenderles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios sino como de caza habida en el monte y traída para nuestro servicio y antojo. Los hombres más curiosos y sabios que han penetrado y alcanzado sus secretos, su estilo y gobierno antiguo, muy de otra suerte lo juzgan, maravillándose que hubiese tanto orden y razón entre ellos. De estos autores es uno, Polo Ondegardo, a quien comúnmente sigo en las cosas del Perú; y en las materias de Méjico, Juan de Tovar, prebendado que fué de la Iglesia de Méjico y ahora es religioso de nuestra Compañía de Jesús, el cual, por orden del virrey don Martín Enríquez, hizo diligente y copiosa averiguación de las historias antiguas de aquella nación, sin otros autores graves, que por escrito o de palabra me han bastantemente informado de todo lo que voy refiriendo.
El otro fin que puede conseguirse con la noticia de las leyes y costumbres y policía de los indios es ayudarlos y regirlos por ellas mismas, pues en lo que no contradicen a la ley de Cristo y de su santa Iglesia, deben ser gobernados conforme a sus fueros, que son como sus leyes municipales. Por cuya ignorancia se han cometido yerros de no poca importancia, no sabiendo los que juzgan, ni los que rigen, por dónde han de juzgar y regir sus súbditos. Que demás de ser agravio y sinrazón que se les hace, es en gran daño por tenernos aborrecidos como a hombres que en todo, así en lo bueno como en lo malo, les somos y hemos siempre sido contrarios.
Capítulo II
Del modo de cómputo y calendario que usaban los mejicanos
Comenzando, pues, por el repartimiento de los tiempos y cómputo que los indios usaban, que es una de las más notorias muestras de su ingenio y habilidad, diré primero de qué manera contaban y repartían su año los mejicanos, y de sus meses y calendario, y de su cuenta de siglos o edades.
El año dividían en dieciocho meses; a cada mes daban veinte días, con que se hacen trescientos y sesenta días, y los otros cinco que restan para cumplimiento del año entero, no los daban a mes ninguno, sino contábanlos por sí y llamábanlos días valdíos, en los cuales no hacía la gente cosa alguna, ni acudían al templo, sólo se ocupaban en visitarse unos a otros perdiendo tiempo y los sacerdotes del templo cesaban de sacrificar. Los cuales días cumplidos, tornaban a comenzar la cuenta de su año, cuyo primer mes y principio era por marzo cuando comienza a reverdecer la hoja, aunque tomaban tres días de febrero, porque su primer día del año era a veintiséis de febrero, como constaba por el calendario suyo; en el cual está incorporado el nuestro con notable cuenta y artificio, hecho por los indios antiguos, que conocieron a los primeros españoles, el cual calendario yo vi y aun le tengo en mi poder, que es digno de considerar para entender el discurso y habilidad que tenían estos indios mejicanos.
Cada uno de los dieciocho meses que digo tiene su nombre especial y su pintura y señal propia, y comúnmente se tomaba de la fiesta principal que en aquel mes se hacía, o de la diferencia que el año va entonces causando. Y para todas sus fiestas tenían ciertos días señalados en su calendario. Las semanas contaba de trece en trece días y a cada día señalaban con un cero o redondo pequeño, multiplicando los ceros hasta trece y luego volvían a contar uno, dos, etc. Partían también los años de cuatro en cuatro signos, atribuyendo a cada año un signo. Estas eran cuatro figuras: la una de casa, la otra de conejo, la tercera de caña, la cuarta de pedernal, y así las pintaban, y por ellas nombraban el año que corría, diciendo: A tantas casas, o a tantos pedernales de tal rueda, sucedió tal y tal cosa.
Porque es de saber que su rueda, que es como siglo, contenía cuatro semanas de años, siendo cada una de trece, de suerte que eran por todos cincuenta y dos años. Pintaban en medio un sol, y luego salían de él en cruz cuatro brazos o líneas hasta la circunferencia de la rueda, y daban vueltas, de modo que se dividía en cuatro partes la circunferencia, y cada una de ellas iba con su brazo de la misma color, que era cuatro diferentes, de verde, de azul, de colorado, de amarillo, y cada parte de éstas tenía sus trece apartamientos, con su signo de casa, o conejo, o caña, o pedernal, significado en cada uno su año, y al lado pintaban lo sucedido en aquel año. Y así vi yo en el calendario que he dicho señalado el año que entraron los españoles en Méjico, con una pintura de un hombre vestido a nuestro tallo de colorado, que tal fué el hábito del primer español que envío Hernando Cortés.
Al cabo de los cincuenta y dos años que se cerraba la rueda, usaban una ceremonia donosa, y era, que la última noche quebraban cuantas vasijas tenían, y apagaban cuantas lumbres había, diciendo que en una de las ruedas había de fenecer el mundo, y que por ventura sería aquella en que se hallaban, y que, pues se había de acabar el mundo, no habían de guisar, ni comer, que para qué eran vasijas, ni lumbre, y así se estaban toda la noche, diciendo que quizá no amanecería más, velando con gran atención todos para ver si amanecía. En viendo que venía el día, tocaban muchos atambores, y bocinas, y flautas y otros instrumentos de regocijo y alegría; diciendo, que ya Dios les alargaba otro siglo, que eran cincuenta y dos años, y comenzaban otra rueda.
Sacaban, el día que amanecía para principio de otro siglo, lumbre nueva, y compraban vasos de nuevo, ollas y todo lo necesario para guisar de comer, e iban todos por lumbre nueva donde la sacaba el sumo sacerdote, precediendo una solemnísima procesión en hacimiento de gracias, porque les había amanecido, y prorrogádoles otro siglo. Este era su modo de contar años, y meses, y semanas y siglos.
Capítulo III
Del modo de contar los años y meses que usaron los Ingas
En este cómputo de los mejicanos, aunque hay mucha cuenta e ingenio para hombres sin letras; pero paréceme falta de consideración no tener cuenta con las lunas, ni hacer distribución de meses conforme a ellas; en lo cual, sin duda, les hicieron ventaja los del Perú, porque contaban cabalmente su año de tantos días como nosotros, y partíanle en doce meses o lunas, consumiendo los once días que sobran de luna, según escribe Polo, en los mismos meses.
Para tener cierta y cabal la cuenta del año, usaban esta habilidad, que en los cerros que están alrededor de la ciudad del Cuzco (que era la corte de los reyes Ingas, y juntamente el mayor santuario de sus reinos, y como si dijésemos otra Roma) tenían puestos por su orden doce pilarejos, en tal distancia y postura, que en cada mes señalaba cada uno, donde salía el sol, y donde se ponía. Estos llamaban Succanga; y por allí anunciaban las fiestas, y los tiempos de sembrar y coger, y lo demás. A estos pilares del sol hacían ciertos sacrificios conforme a su superstición. Cada mes tenía su nombre propio y distinto, y sus fiestas especiales. Comenzaban el año por enero como nosotros; pero después un rey Inga, que llamaron Pachacúto, que quiere decir reformador del tiempo, dió principio al año por diciembre, mirando (a lo que se puede pensar) cuando el sol comienza a volver del último punto de Capricornio, que es el trópico a ellos más propinco. Cuenta cierta de bisiesto no se sabe que la tuviesen unos ni otros, aunque algunos dicen que sí tenían.
Las semanas que contaban los mejicanos, no eran propiamente semanas, pues no eran de siete días, ni los Ingas hicieron esta división; y no es maravilla, pues la cuenta de la semana no es como la del año por curso del sol, ni como la del mes por el curso de la luna, sino en los hebreos por el orden de la creación del mundo, que refiere Moysén,235 y en los griegos y latinos por el número de los siete planetas, de cuyos nombres se nombran también los días de la semana; pero para hombres sin libros ni letras, harto es, y aun demasiado, que tuviesen el año, las fiestas y tiempos con tanto concierto y orden, como está dicho.
Capítulo IV
Que ninguna nación de indios se ha descubierto que use de letras
Las letras se inventaron para referir y significar inmediatamente las palabras que pronunciamos, así como las mismas palabras y vocablos, según el filósofo,236 son señales inmediatamente de los conceptos y pensamientos de los hombres; y lo uno y lo otro (digo las letras y las voces) se ordenaron para dar a entender las cosas; las voces a los presentes: las letras a los ausentes y futuros. Las señales que no se ordenan de próximo a significar palabras, sino cosas, no se llaman, ni son en realidad de verdad letras, aunque estén escritas; así como una imagen del sol pintada no se puede decir que es escritura o letras del sol, sino pintura.
Ni más ni menos otras señales que no tienen semejanza con la cosa, sino solamente sirven para memoria, porque el que las inventó, no las ordenó para significar palabras, sino para denotar aquella cosa: estas señales no se dicen, ni son propiamente letras ni escritura, sino cifras o memoriales, como las que usan los esferistas o astrólogos, para denotar diversos signos o planetas de Marte, de Venus, de Júpiter, etc., son cifra, y no letras, porque por cualquier nombre que se llame Marte, igualmente lo denota al italiano y al francés y al español; lo cual no hacen las letras, que aunque denoten las cosas, es mediante las palabras, y así no las entienden, sino los que saben aquella lengua, verbi gratia: está escrita esta palabra sol, no percibe el griego ni el hebreo qué significa, porque ignora el mismo vocablo latino. De manera, que escritura y letras solamente las usan los que con ellas significan vocablos; y si inmediatamente significan las mismas cosas, no son ya letras, ni escrituras, sino pintura y cifras.
De aquí se sacan dos cosas bien notables, la una es, que la memoria de historias y antigüedad puede permanecer en los hombres por una de tres maneras; o por letras y escritura, como lo usan los latinos, y griegos y hebreos, y otras muchas naciones; o por pintura, como cuasi en todo el mundo se ha usado, pues como se dice en el Concilio Niceno segundo, la pintura es libro para los idiotas que no saben leer; o por cifras o caracteres, como el guarismo significa los números de ciento, de mil, y los demás, sin significar esta palabra ciento, ni la otra mil. El otro notable que se infiere es el que en este capítulo se ha propuesto; es a saber: que ninguna nación de indios, que se ha descubierto en nuestros tiempos, usa de letras, ni escritura, sino de las otras dos maneras, que son imágenes o figuras; y entiendo esto, no sólo de los indios del Perú y de los de Nueva España, sino, en parte también, de los japones y chinas. Y aunque parecerá a algunos muy falso lo que digo, por haber tanta relación de las grandes librerías y estudios de la China y del Japón, y de sus chapas, y provisiones y cartas; pero es muy llana verdad, como se entenderá en el discurso siguiente.
Capítulo V
Del género de letras y libros que usan los chinos
Las escrituras que usan los chinos, piensan muchos, y aún es común opinión, que son letras como las que usamos en Europa, quiero decir, que con ellas se puedan escribir palabras o razones, y que sólo difieren de nuestras letras y escritura en ser sus caracteres de otra forma, como difieren los griegos de los latinos, y los hebreos y caldeos. Y por la mayor parte no es así, porque ni tienen alfabeto, ni escriben letras, ni es la diferencia de caracteres, sino en que principalmente su escribir es pintar o cifrar, y, sus letras no significan partes de dicciones como las nuestras, sino son figuras de cosas, como de sol, de fuego, de hombre, de mar, y así de lo demás.
Pruébase esto evidentemente, porque siendo las lenguas que hablan los chinos, innumerables, y muy diferentes entre sí, sus escrituras y chapas igualmente se leen y entienden en todas lenguas, como nuestros números de guarismo igualmente se entienden en francés y español, y en arábigo; porque esta figura 8, donde quiera dice ocho, aunque ese número el francés le llama de una suerte, y el español de otra. De aquí es, que como las cosas son en sí innumerables, las letras o figuras que usan los chinos, para denotarlas, son cuasi infinitas, porque el que ha de leer o escribir en la China, como los mandarines hacen, ha de saber, por lo menos, ochenta y cinco mil figuras o letras; y los que han de ser perfectos en esta lectura, ciento y veinte y tantas mil. Cosa prodigiosa, y que no fuera creíble, si no lo dijeran personas tan dignas de fe, como lo son padres de nuestra Compañía, que están allá actualmente aprendiendo su lengua y escritura; y ha más de diez años que de noche y de día estudian en esto con inmortal trabajo, que todo lo vence la caridad de Cristo y deseo de la salvación de las almas.
Esta misma es la causa porque en la China son tan estimados los letrados, como de cosa tan difícil; y solos ellos tienen oficios de mandarines, y gobernadores, y jueces, y capitanes; y así es grande el cuidado de los padres en que sus hijos aprendan a leer y escribir. Las escuelas donde esto aprenden los niños o mozos, son muchas y ciertas y el maestro de día en ellas, y sus padres de noche en casa, les hacen estudiar tanto, que traen los ojos gastados, y les azotan muy a menudo con cañas, aunque no de aquellas rigurosas con que azotan los malhechores. Esta llaman la lengua mandarina, que ha menester la edad de un hombre para aprenderse; y es de advertir, que aunque la lengua en que hablan los mandarines, es una, y diferente de las vulgares, que son muchas, y allá se estudia como acá la latina o griega, y sólo la saben los letrados que están por toda la China; pero lo que se escribe en ella, en todas las lenguas se entiende, porque aunque las provincias no se entienden de palabra unas a otras, mas por escrito sí, porque las letras o figuras son unas mismas para todos, y significan lo mismo; mas no tienen el mismo nombre, ni prolación, porque, como he dicho, son para denotar cosas, y no palabras, así como en el ejemplo de los números de guarismo que puse, se puede fácilmente entender.
De aquí también procede, que siendo los japones y chinas naciones y lenguas tan diferentes, leen y entienden los unos las escrituras de los otros; y si hablasen lo que leen o escriben, poco ni mucho no se entenderían. Estas, pues, son las letras y libros que usan los chinos tan afamados en el mundo; y sus impresiones son grabando una tabla de las figuras que quieren imprimir, y estampando tantos pliegos como quieren, en la misma forma que acá estampamos imágenes, grabando el cobre o madera. Mas preguntará cualquier hombre inteligente, cómo pueden significar sus conceptos por unas mismas figuras, porque no se puede con una misma figura significar la diversidad que cerca de la cosa se concibe, como es decir, que el sol calienta, o que miró al sol, o que el día es del sol: finalmente, los casos, conjunciones, artículos que tienen muchas lenguas y escrituras ¿cómo es posible denotarlos por unas mismas figuras? a esto se responde, que con diversos puntos, rasgos y postura hacen toda esa variedad de significación.
Más dificultad tiene entender, cómo pueden escribir en su lengua nombres propios, especialmente de extranjeros, pues son cosas que nunca vieron, ni pudieron inventar figura para ellos; yo quise hacer experiencia de esto hallándome en Méjico con unos chinos, y pedí que escribiesen en su lengua esta proposición: Josef de Acosta ha venido del Perú, u otra semejante; y el china estuvo gran rato pensando, y al cabo escribió, y después él y otro leyeron en efecto la misma razón, aunque en el nombre propio algún tanto variaban. Porque usan de este artificio, tomando el nombre propio, y buscan alguna cosa en su lengua con que tenga semejanza aquel nombre, y ponen la figura de aquella cosa; y como es difícil en tantos nombres hallar semejanza de cosas, y sonido de su lengua, así les es muy trabajoso escribir los tales nombres. Tanto, que nos decía el padre Alonso Sánchez, que el tiempo que anduvo en la China, trayéndole en tantos tribunales, de mandarín en mandarín para escribirle su nombre en aquellas chapas, que ellos usan, estaban gran rato, y al cabo salían con nombralle a su modo, en un modo ridículo que apenas acertaban con él.
Este es el modo de letras y escritura que usan los chinos. El de los japones es muy semejante a éste, aunque de los señores japones que estuvieron en Europa afirman que escribían fácilmente en su lengua cualquiera cosa, aunque fuesen de nombres propios de acá, y me mostraron algunas escrituras suyas, por donde parece que deben de tener algún género de letras, aunque lo más de su escritura debe de ser por caracteres y figuras, como está dicho de los chinos.
Capítulo VI
De las universidades y estudios de la China
De escuelas mayores y universidades de filosofía y otras ciencias naturales, los padres de la Compañía que han estado allá, dicen, que no las vieron, ni pueden creer que las haya, y que todo su estudio es de la lengua mandarín, que es dificilísima y amplísima, como está referido. Lo que también estudian son cosas que hay en esta lengua, que son historias, sectas, leyes civiles y moralidad de proverbios y fábulas y otras muchas composiciones, y los grados que hay son en estos estudios de sus lenguas y leyes.
De las ciencias divinas ningún rastro tienen; de las naturales, no más que algún rastro, con muy poco, o ningún método, ni arte, sino proposiciones sueltas, según es mayor o menor el ingenio o estudio de cada uno; en las matemáticas por experiencia de los movimientos de las estrellas, y en la medicina por conocimiento de yerbas, de que usan mucho, y hay muchos que curan. Escriben con pinceles: tienen muchos libros de mano, y muchos impresos, todos mal aliñados. Son grandes representantes, y hácenlo con grande aparato de tablado, vestidos, campanas y atambores, y voces a sus tiempos. Refieren padres haber visto comedia de diez o doce días con sus noches, sin faltar gente en el tablado, ni quien mire: van saliendo personajes y escenas diferentes, y mientras unos representan, otros duermen o comen. Tratan en estas comedias cosas morales, y de buen ejemplo; pero envueltas en otras notables de gentilidad.
Esto es en suma lo que los nuestros refieren de las letras y ejercicios de ellas en la China, que no se puede negar sea de mucho ingenio y habilidad. Pero todo ello es de muy poca substancia, porque, en efecto, toda la ciencia de los chinos viene a parar en saber escribir y leer no más, porque ciencias más altas no las alcanzan; y el mismo escribir y leer no es verdadero escribir y leer, pues no son letras las suyas, que sirvan para palabras, sino figurillas de innumerables cosas, que con infinito trabajo y tiempo prolijo se alcanzan; y al cabo de toda su ciencia, sabe más un indio del Perú o de Méjico, que ha aprendido a leer y escribir, que el más sabio mandarín de ellos, pues el indio con veinticuatro letras que sabe escribir y juntar, escribirá y leerá todos cuantos vocablos hay en el mundo, y el mandarín con sus cien mil letras, estará muy dudoso para escribir cualquier nombre propio de Martín o Alonso, y mucho menos podrá escribir los nombres de cosas que no conoce, porque en resolución el escribir de la China es un género de pintar o cifrar.
Capítulo VII
Del modo de letras y escritura que usaron los mejicanos
Hállase en las naciones de la Nueva España gran noticia y memoria de sus antiguallas. Y queriendo yo averiguar en qué manera podían los indios conservar sus historias y tantas particularidades, entendí, que aunque no tenían tanta curiosidad y delicadeza como los chinos y japones, todavía no les faltaba algún género de letras y libros, con que a su modo conservaban las cosas de sus mayores.
En la provincia de Yucatán, donde es el obispado que llaman de Honduras, había unos libros de hojas a su modo encuadernados o plegados, en que tenían los indios sabios la distribución de sus tiempos, y conocimiento de planetas y animales, y otras cosas naturales, y sus antiguallas; cosa de grande curiosidad y diligencia. Parecióle a un doctrinero que todo aquello debía de ser hechizos y arte mágica, y porfió que se habían de quemar, y quemáronse aquellos libros, lo cual sintieron después no sólo los indios, sino españoles curiosos que deseaban saber secretos de aquella tierra.
Lo mismo ha acaecido en otras cosas, que pensando los nuestros que todo es superstición, ha perdido muchas memorias de cosas antiguas y ocultas, que pudieran no poco aprovechar. Esto sucede de un celo necio, que sin saber, ni aun querer saber las cosas de los indios, a carga cerrada dicen, que todas son hechicerías, y que estos son todos unos borrachos, que ¿qué pueden saber, ni entender? Los que han querido con buen modo informarse de ellos, han hallado muchas cosas dignas de consideración.
Uno de los de nuestra Compañía de Jesús, hombre muy plático y diestro, juntó en la provincia de Méjico a los ancianos de Tuscuco y de Tula y de Méjico, y confirió mucho con ellos, y le mostraron sus librerías y sus historias y calendarios; cosa mucho de ver. Porque tenían sus figuras y jeroglíficas con que pintaban las cosas de esta forma, que las cosas que tenían figuras las ponían con sus propias imágenes, y para las cosas que no había imagen propia tenían otros caracteres significativos de aquello, y con este modo figuraban cuanto querían y para memoria del tiempo en que acaecía cada cosa tenían aquellas ruedas pintadas, que cada una de ellas tenía un siglo, que eran cincuenta y dos años, como se dijo arriba; y al lado de estas ruedas, conforme al año en que sucedían cosas memorables, las iban pintando con las figuras y caracteres que he dicho, como con poner un hombre pintado con un sombrero y sayo colorado en el signo de caña, que corría entonces, señalaron el año que entraron los españoles en su tierra, y así de los demás sucesos; pero porque sus figuras y caracteres no eran tan suficientes como nuestra escritura y letras, por eso no podían concordar tan puntualmente en las palabras, sino solamente en lo sustancial de los conceptos.
Mas porque también usan referir de coro, arengas y parlamentos que hacían los oradores y retóricos antiguos, y muchos cantares que componían sus poetas, lo cual era imposible aprenderse por aquellas hieroglíficas y caracteres: es de saber que tenían los mejicanos grande curiosidad en que los muchachos tomasen de memoria los dichos parlamentos y composiciones, y para esto tenían escuelas y como colegios o seminarios, adonde los ancianos enseñaban a los mozos estas y otras muchas cosas, que por tradición se conservan tan enteras, como si hubiera escritura de ellas. Especialmente las naciones famosas hacían a los muchachos que se imponían para ser retóricos, y usar oficio de oradores, que las tomasen palabra por palabra; y muchas de éstas, cuando vinieron los españoles, y les enseñaron a escribir y leer nuestra lengua, los mismos indios las escribieron, como lo testifican hombres graves, que las leyeron. Y esto se dice porque quien en la historia mejicana leyere semejantes razonamientos largos y elegantes, creerá fácilmente que son inventados de los españoles, y no realmente referidos de los indios; mas entendida la verdad, no dejará de dar el crédito que es razón a sus historias.
También escribieron a su modo por imágenes y caracteres los mismos razonamientos; e yo he visto, para satisfacerme en esta parte, las oraciones del Pater noster y Ave María y símbolo y la confesión general en el modo dicho de indios, y cierto se admirará cualquiera que lo viere, porque para significar aquella palabra: yo pecador me confieso, pintan un indio hincado de rodillas a los pies de un religioso, como que se confiesa; y luego para aquélla: a Dios topoderoso, pintan tres caras con sus coronas al modo de la Trinidad; y a la gloriosa Virgen María, pintan un rostro de nuestra Señora, y medio cuerpo de un niño; y a San Pedro y a San Pablo, dos cabezas con coronas, y unas llaves, y una espada, y a este modo va toda la confesión escrita por imágenes; y donde faltan imágenes ponen caracteres, como: en que pequé, etc. De donde se podrá colegir la viveza de los ingenios de estos indios, pues este modo de escribir nuestras oraciones y cosas de la fe, ni se lo enseñaron los españoles, ni ellos pudieran salir con él, si no hicieran muy particular concepto de lo que les enseñaban.
Por la misma forma de pinturas y caracteres vi en el Perú escrita la confesión que de todos sus pecados un indio traía para confesarse, pintando cada uno de los diez mandamientos por cierto modo; y luego allí haciendo ciertas señales como cifras, que eran los pecados que había hecho contra aquel mandamiento. No tengo duda, que si muchos de los muy estirados españoles les dieran a cargo de hacer memoria de cosas semejantes, por vía de imágenes y señales, que en un año no acertara, ni aun quizá en diez.
Capítulo VIII
De los memoriales y cuentas que usaron los indios del Perú
Los indios del Perú, antes de venir españoles, ningún género de escritura tuvieron, ni por letras, ni por caracteres o cifras, o figurillas, como los de la China y los de Méjico; mas no por eso conservaron menos la memoria de sus antiguallas, ni tuvieron menos su cuenta para todos los negocios de paz, y guerra y gobierno, porque en la tradición de unos a otros fueron muy diligentes, y como cosa sagrada recibían y guardaban los mozos lo que sus mayores les referían, y con el mismo cuidado lo enseñaban a sus sucesores.
Fuera de esta diligencia, suplían la falta de escritura y letras, parte con pinturas, como los de Méjico, aunque las del Perú eran muy groseras y toscas; parte, y lo más, con quipos. Son quipos unos memoriales o registros hechos de ramales, en que diversos ñudos y diversas colores significan diversas cosas. Es increíble lo que en este modo alcanzaron, porque cuanto los libros pueden decir de historias, y leyes, y ceremonias y cuentas de negocios, todo eso suplen los quipos tan puntualmente, que admiran. Había para tener estos quipos o memoriales oficiales diputados, que se llaman hoy día Quipocamayo, los cuales eran obligados a dar cuenta de cada cosa, como los escribanos públicos acá, y así se les había de dar entero crédito; porque para diversos géneros, como de guerra, de gobierno, de tributos, de ceremonias, de tierras, había diversos quipos o ramales; y en cada manojo de estos ñudos y ñudicos y hilillos atados, unos colorados, otros verdes, otros azules, otros blancos, y finalmente tantas diferencias, que así como nosotros de veinte y cuatro letras, guisándolas en diferentes maneras, sacamos tanta infinidad de vocablos, así éstos de sus ñudos y colores sacaban innumerables significaciones de cosas.
Estos de manera, que hoy día acaece en el Perú a cabo de dos y tres años, cuando van a tomar residencia a un corregidor, salir los indios con sus cuentas menudas y averiguadas, pidiendo, que en tal pueblo, le dieron seis huevos, y no los pagó, y en tal casa una gallina, y acullá dos haces de yerba para sus caballos, y no pagó sino tantos tomines y queda debiendo tantos; y para todo esto hecha la averiguación allí al pie de la obra con cuantidad de ñudos y manojos de cuerdas, que dan por testigos y escritura cierta. Yo vi un manojo de estos hilos, en que una india traía escrita una confesión general de toda su vida, y por ellos se confesaba, como yo lo hiciera por papel escrito; y aun pregunté de algunos hilillos que me parecieron algo diferentes, y eran ciertas circunstancias que requería el pecado para confesarle enteramente.
Fuera de estos quipos de hilo tienen otros de pedrezuelas, por donde puntualmente aprenden las palabras que quieren tomar de memoria, y es cosa de ver a viejos ya caducos con una rueda hecha de pedrezuelas aprender el Padrenuestro, y con otra el Avemaría, y con otra el Credo, y saber cuál piedra es: que fué concebido de Espíritu Santo, y cuál; que padeció debajo del poder de Poncio Pilato, y no hay más que verlos enmendar cuando yerran, y toda la enmienda consiste en mirar sus pedrezuelas, que a mí, para hacerme olvidar cuanto sé de coro, me bastará una rueda de aquellas.
De éstas suele haber no pocas en los cimenterios de las iglesias, para este efecto; pues verles otra suerte de quipos, que usan de granos de maíz, es cosa que encanta; porque una cuenta muy embarazosa, en que tendrá un muy buen contador que hacer por pluma y tinta, para ver a como les cabe entre tantos, tanto de contribución, sacando tanto de acullá y añadiendo tanto de acá, con otras cien retartalillas, tomarán estos indios sus granos y pondrán uno aquí, tres acullá, ocho no sé dónde; pasarán un grano de aquí, trocarán tres de acullá, y, en efecto, ellos salen con su cuenta hecha puntualísimamente sin errar un tilde, y mucho mejor se saben ellos poner en cuenta y razón de lo que cabe a cada uno de pagar o dar, que sabremos nosotros dárselo por pluma y tinta averiguado. Si esto no es ingenio y si estos hombres son bestias, júzguelo quien quisiere, que lo que yo juzgo de cierto es que, en aquello que se aplican, nos hacen grandes ventajas.
Capítulo IX
Del orden que guardan en sus escrituras los indios
Bien es añadir a lo que hemos notado de escrituras de indios, que su modo no era escribir reglón seguido, sino de alto abajo, o a la redonda. Los latinos y griegos escribieron de la parte izquierda a la derecha, que es el común y vulgar modo que usamos. Los hebreos, al contrario, de la derecha comienzan hacia la izquierda, y así sus libros tienen el principio donde los nuestros acaban. Los chinos no escriben ni como los griegos ni como los hebreos, sino de alto abajo; porque, como no son letras, sino dicciones enteras, que cada una figura o carácter significa una cosa, no tienen necesidad de trabar unas partes con otras, y así pueden escribir de arriba abajo.
Los de Méjico, por la misma razón no escribían en renglón de un lado a otro, sino al revés de los chinos, comenzando de abajo, iban subiendo, y de esta suerte iban en la cuenta de los días y de lo demás que notaban, aunque cuando escribían en sus ruedas o signos comenzaban de en medio, donde pintaban al sol, y de allí iban subiendo por sus años hasta la vuelta de la rueda. Finalmente, todas cuatro diferencias se hallan en escrituras: unos escriben de la derecha a la izquierda; otros, de la izquierda a la derecha; otros, de arriba abajo; otros, de abajo arriba, que tal es la diversidad de los ingenios de los hombres.
Capítulo X
Cómo enviaban los indios sus mensajeros
Por acabar lo que toca a esto de escribir, podrá con razón dudar alguno cómo tenían noticia de todos sus reinos, que eran tan grandes, los reyes de Méjico y del Perú; o qué modo de despacho daban a negocios que ocurrían a su corte, pues no tenían letras, ni escribían cartas; a esta duda se satisface con saber que de palabra y por pintura o memoriales se les daba muy a menudo razón de todo cuanto se ofrecía.
Para este efecto había hombres de grandísima ligereza, que servían de correos, que iban y venían, y desde muchachos los criaban en ejercicio de correr y procuraban fuesen muy alentados, de suerte que pudiesen subir una cuesta muy grande corriendo sin cansarse; y así, daban premio en Méjico a los tres o cuatro primeros que subían aquella larga escalera del templo, como se ha dicho en el libro precedente; y en el Cuzco los muchachos orejones, en la solemne fiesta del Capacrayme, subían a porfía el cerro de Yanacauri; y generalmente ha sido y es entre indios muy usado ejercitarse en correr.
Cuando era caso de importancia llevaban a los señores de Méjico pintado el negocio de que les querían informar, como lo hicieron cuando aparecieron los primeros navíos de españoles y cuando fueron a tomar a Toponchan. En el Perú hubo una curiosidad en los correos extraña, porque tenía el Inga en todo su reino puestas postas o correos, que llaman allá chasquis, de los cuales se dirá en su lugar.
Capítulo XI
Del gobierno y reyes que tuvieron
Cosa es averiguada que en lo que muestran más los bárbaros su barbarismo es en el gobierno y modo de mandar, porque cuanto los hombres son más llegados a razón, tanto es más humano y menos soberbio el gobierno, y los que son reyes y señores se allanan y acomodan más a sus vasallos, conociéndolos por iguales en naturaleza, e inferiores en tener menor obligación de mirar por el bien público; mas entre los bárbaros todo es al revés, porque es tiránico su gobierno, y tratan a sus súbditos como a bestias y quieren ser ellos tratados como dioses. Por esto muchas naciones y gentes de indios no sufren reyes ni señores absolutos, sino viven en behetría, y solamente para ciertas cosas, mayormente de guerra, crían capitanes y príncipes, a los cuales durante aquel ministerio obedecen, y después se vuelven a sus primeros oficios.
De esta suerte se gobierna la mayor parte de este nuevo orbe, donde no hay reinos fundados, ni repúblicas establecidas, ni príncipes o reyes perpetuos y conocidos, aunque hay algunos señores y principales que son como caballeros aventajados al vulgo de los demás. De esta suerte pasa en toda la tierra de Chile, donde tantos años se han sustentado contra españoles los araucanos y los de Tucapel y otros. Así fué todo lo del nuevo reino de Granada y lo de Guatimala, y las islas y toda la Florida y el Brasil y Luzón y otras tierras grandísimas, excepto que en muchas de ellas es aún mayor el barbarismo, porque apenas conocen cabeza, sino todos de común mandan y gobiernan, donde todo es antojo y violencia y sinrazón y desorden, y el que más puede, ése prevalece y manda.
En la India oriental hay reinos amplios y muy fundados, como el de Siam, el de Bisnaga y otros, que juntan ciento y doscientos mil hombres en campo cuando quieren; y, sobre todo, es la grandeza y poder del reino de la China, cuyos reyes, según ellos refieren, han durado más de dos mil años, por el gran gobierno que tienen. En la India occidental solamente se han descubierto dos reinos o imperios fundados, que es el de los mejicanos en la Nueva España y el de los Ingas en el Perú; y no sabría yo decir fácilmente cuál de éstos haya sido más poderoso reino, porque en edificios y grandeza de corte, excedía el Motezuma a los del Perú: en tesoros, riqueza y grandeza de provincias excedían los Ingas a los de Méjico: en antigüedad era más antiguo el reino de los Ingas, aunque no mucho; en hechos de armas y victorias paréceme haber sido iguales.
Una cosa es cierta, que en buen orden y policía hicieron estos dos reinos gran ventaja a todos los demás señoríos de indios que se han descubierto en aquel nuevo mundo, como en poder y riqueza, y mucho más en superstición y culto de sus ídolos la hicieron, siendo muy semejantes en muchas cosas; en una eran bien diferentes, que en los mejicanos la sucesión del reino era por elección, como el Imperio Romano, y en los del Perú era por herencia y sangre, como en los reinos de España y Francia. De estos dos gobiernos (como de lo más principal y más conocido de los indios) se tratará lo que pareciere hacer al propósito, dejando muchas menudencias y prolijidades, que no importan.
Capítulo XII
Del gobierno de los reyes Ingas del Perú
Muerto el Inga que reinaba en el Perú, sucedía su hijo legítimo, y tenían por tal el que había nacido de la mujer principal del Inga, a la cual llamaban Coya, y ésta, desde uno que se llamó Inga Yupangui, era hermana suya, porque los reyes tenían por punto casarse con sus hermanas, y aunque tenían otras mujeres o mancebas, la sucesión en el reino era del hijo de la Coya. Verdad es que, cuando el rey tenía hermano legítimo, antes de suceder el hijo sucedía el hermano, y tras éste, el sobrino de éste e hijo del primero; y la misma orden de sucesión guardaban los curacas y señores en las haciendas y cargos.
Hacíanse con el difunto infinitas ceremonias y exequias a su modo excesivas. Guardaban una grandeza, que lo es grande, y es que ningún rey que entraba a reinar de nuevo, heredaba cosa alguna de la vajilla y tesoros y haciendas del antecesor, sino que había de poner casa de nuevo y juntar plata y oro y todo lo demás de por sí, sin llegar a lo del difunto, lo cual todo se dedicaba para su adoratorio o guaca y para gastos y renta de la familia que dejaba, la cual con su sucesión toda se ocupaba perpetuamente en los sacrificios, ceremonias y culto del rey muerto, porque luego lo tenían por Dios, y había sus sacrificios y estatuas y lo demás. Por este orden era inmenso el tesoro que en el Perú había, procurando cada uno de los Ingas aventajar su casa y tesoro al de sus antecesores.
La insignia con que tomaba la posesión del reino era una borla colorada de lana finísima, más que de seda, la cual le colgaba en medio de la frente, y sólo el Inga la podía traer, porque era como la corona o diadema real. Al lado, colgada hacia la oreja, sí podían traer borla, y la traían otros señores; pero en medio de la frente, sólo el Inga, como está dicho. En tomando la borla, luego se hacían fiestas muy solemnes y gran multitud de sacrificios, con gran cuantidad de vasos de oro y plata y muchas ovejuelas pequeñas hechas de lo mismo y gran suma de ropa de cumbí muy bien obrada, grande y pequeña, y muchas conchas de la mar de todas maneras, y muchas plumas ricas, y mil carneros, que habían de ser de diferentes colores, y de todo esto se hacía sacrificio. Y el sumo sacerdote tomaba un niño de hasta seis u ocho años en las manos, y a la estatua del Viracocha decía juntamente con los demás ministros: Señor, esto te ofrecemos, porque nos tengas en quietud, y nos ayudes en nuestras guerras, y conserves a nuestro señor el Inga en su grandeza y estado, y que vaya siempre en aumento, y le des mucho saber para que nos gobierne.
A esta ceremonia o jura se hallaban de todo el reino y de parte de todas las guacas y santuarios que tenían; y, sin duda, era grande la reverencia y afición que esta gente tenía a sus Ingas, sin que se halle jamás haberles hecho ninguno de los suyos traición, porque en su gobierno procedían no sólo con gran poder, sino también con mucha rectitud y justicia, no consintiendo que nadie fuese agraviado. Ponía el Inga sus gobernadores por diversas provincias, y había unos supremos y inmediatos a él: otros más moderados, y otros particulares con extraña subordinación en tanto grado, que ni emborracharse ni tomar una mazorca de maíz de su vecino se atrevían.
Tenían por máxima estos Ingas, que convenía traer siempre ocupados a los indios, y así vemos hoy día calzadas y caminos y obras de inmenso trabajo, que dicen era por ejercitar a los indios, procurando no estuviesen ociosos. Cuando conquistaba de nuevo una provincia, era su aviso luego pasar lo principal de los naturales a otras provincias, o a su corte; y éstos hoy día los llaman en el Perú mitimás, y en lugar de éstos plantaba de los de su nación del Cuzco, especialmente los orejones, que eran como caballeros de linaje antiguo. El castigo por los delitos era riguroso. Así concuerdan los que alcanzaron algo de esto, que mejor gobierno para los indios no le puede haber, ni más acertado.
Capítulo XIII
De la distribución que hacían los Ingas de sus vasallos
Especificando más lo que está dicho, es de saber que, la distribución que hacían los Ingas de sus vasallos era tan particular, que con facilidad los podían gobernar a todos, siendo un reino de mil leguas de distrito, porque en conquistando cada provincia, luego reducían los indios a pueblos y comunidad, y contábanlos por parcialidades, y a cada diez indios ponían uno que tuviese cuenta con ellos, y a cada ciento, otro, y a cada mil, otro, y a cada diez mil, otro, y a éste llamaban Huno, que era cargo principal; y sobre todos éstos en cada provincia un gobernador del linaje de los Ingas, al cual obedecían todos, y daba cuenta cada un año de todo lo sucedido por menudo; es, a saber, de los que habían nacido, de los que habían muerto, de los ganados, de las sementeras.
Estos gobernadores salían cada año del Cuzco, que era la corte, y volvían para la gran fiesta del Rayme, y entonces traían todo el tributo del reino a la corte, y no podían entrar de otra suerte. Todo el reino estaba dividido en cuatro partes, que llamaban Tahuantinsuyo, que eran Chinchasuyo, Collasuyo, Andesuyo, Condesuyo, conforme a cuatro caminos que salen del Cuzco, donde era la corte, y se juntaban en juntas generales. Estos caminos y provincias que les corresponden están a las cuatro esquinas del mundo: Collasuyo, al sur; Chinchasuyo, al norte; Condesuyo, al poniente; Andesuyo, al levante. En todos sus pueblos usaban dos parcialidades, que eran de Hanansaya y Urinsaya, que es como decir los de arriba y los de abajo.
Cuando se mandaba hacer algo, o traer al Inga, ya estaba declarado cuánta parte de aquello cabía a cada provincia y pueblo y parcialidad, lo cual no era por partes iguales, sino por cuotas, conforme a la cualidad y posibilidad de la tierra, de suerte que ya se sabía para cumplir cien mil hanegas de maíz: verbi gratia, ya se sabía que a tal provincia le cabía la décima parte, y a tal la séptima, y a tal la quinta, etcétera, y lo mismo entre los pueblos y parcialidades y ayllos o linajes. Para la razón y cuenta del todo había los quipocamayos, que eran los oficiales contadores, que con sus hilos y ñudos sin faltar decían lo que se había dado, hasta una gallina y una carga de leña; y por los registros de éstos en un momento se contaba entre los indios lo que a cada uno le cabía.
Capítulo XIV
De los edificios y orden de fábricas de los Ingas
Los edificios y fábricas que los Ingas hicieron en fortalezas, en templos, en caminos, en casas de campo y otras, fueron muchos y de excesivo trabajo, como lo manifiestan el día de hoy las ruinas y pedazos que han quedado, como se ven en el Cuzco, en Tiaguanaco y en Tambo y en otras partes, donde hay piedras de inmensa grandeza que no se puede pensar cómo se cortaron, trajeron y asentaron donde están.
Para todos estos edificios y fortalezas, que el Inga mandaba hacer en el Cuzco y en diversas partes de su reino, acudía grandísimo número de todas las provincias, porque la labor es extraña y para espantar; y no usaban de mezcla, ni tenían hierro, ni acero para cortar y labrar las piedras, ni máquinas, ni instrumentos para traellas, y con todo eso están tan pulidamente labradas, que en muchas partes apenas se ve la juntura de unas con otras, y son tan grandes muchas piedras de éstas, como está dicho, que sería cosa increíble si no se viese. En Tiaguanaco medí yo una de treinta y ocho pies de largo y de diez y ocho en ancho, y el grueso sería de seis pies; y en la muralla de la fortaleza del Cuzco, que está de mampostería, hay muchas piedras de mucho mayor grandeza, y lo que más admira es que, no siendo cortadas éstas que digo de la muralla por regla, sino entre sí muy desiguales en el tamaño y en la facción, encajan unas con otras con increíble juntura sin mezcla.
Todo esto se hacía a poder de mucha gente y con gran sufrimiento en el labrar, porque para encajar una piedra con otra, según están ajustadas, era forzoso proballa muchas veces, no estando las más de ellas iguales, ni llenas. El número que había de acudir de gente para labrar piedras y edificios, el Inga lo señalaba cada año; la distribución, como en las demás cosas, hacían los indios entre sí, sin que nadie se agraviase; pero aunque eran grandes estos edificios, comúnmente estaban mal repartidos y aprovechados, y propiamente como mezquitas o edificios de bárbaros. Arco en sus edificios no le supieron hacer, ni alcanzaron mezcla para ello. Cuando en el río de Jauja vieron formar los arcas de cimbrias, y después de hecha la puente vieron derribar las cimbrias, echaron a huir, entendiendo que se había de caer luego toda la puente, que es de cantería; como la vieron quedar firme y a los españoles andar por cima, dijo el cacique a sus compañeros: Razón es servir a éstos, que bien parecen hijos del sol.
Las puentes que usaban eran de bejucos, o juncos tejidos y con recias maromas asidos a las riberas, porque de piedra, ni de madera no hacían puentes. La que hoy día hay en el Desaguadero de la gran laguna de Chicuito, en el Collao, pone admiración, porque es hondísimo aquel brazo, sin que se pueda echar en él cimiento alguno, y es tan ancho, que no es posible haber arco que le tome, ni pasarse por un ojo, y, así, del todo era imposible hacer puente de piedra, ni de madera. El ingenio e industria de los indios halló cómo hacer puente muy firme y muy segura, siendo sólo de paja, que parece fábula, y es verdad; porque, como se dijo en otro libro, de unos juncos o espadañas que cría la laguna, que ellos llaman totora, hacen unos como manojos atados y, como es materia muy liviana, no se hunden; encima de éstos echan mucha juncia, y teniendo aquellos manojos o balsas muy bien amarrados de una parte y de otra del río, pasan hombres y bestias cargadas muy a placer.
Pasando algunas veces esta puente, me maravillé del artificio de los indios, pues con cosa tan fácil hacen mejor y más segura puente, que es la de barcos de Sevilla a Triana. Medí también el largo de la puente y, si bien me acuerdo, serán trescientos y tantos pies. La profundidad de aquel Desaguadero dicen que es inmensa; por encima no parece que se mueve el agua, por abajo dicen que lleva furiosísima corriente. Esto baste de edificios.
Capítulo XV
De la hacienda del Inga, y orden de tributos que impuso a los indios
Era incomparable la riqueza de los Ingas, porque con no heredar ningún rey de las haciendas y tesoro de sus antecesores, tenía a su voluntad cuanta riqueza tenían sus reinos, que así de plata y oro, como de ropa y ganados, eran abundantísimos, y la mayor riqueza de todas era la innumerable multitud de vasallos, todos ocupados y atentos a lo que le daba gusto a su rey.
De cada provincia le traían lo que en ella había escogido: de los Chichas le servían con madera olorosa y rica; de los Lucanas, con anderos para llevar su litera; de los Chumbibilcas, con bailadores, y así en lo demás que cada provincia se aventajaba, y esto fuera del tributo general que todos contribuían. Las minas de plata y oro (de que hay en el Perú maravillosa abundancia) labraban indios, que se señalaban para aquello, a los cuales el Inga proveía lo que había manester para su gasto, y todo cuanto sacaban era para el Inga. Con esto hubo en aquel reino tan grandes tesoros, que es opinión de muchos que, lo que vino a las manos de los españoles, con ser tanto como sabemos, no llegaba a la décima parte de lo que los indios hundieron y escondieron, sin que se haya podido descubrir, por grandes diligencias que la codicia ha puesto para sabello.
Pero la mayor riqueza de aquellos bárbaros reyes era ser sus esclavos todos sus vasallos, de cuyo trabajo gozaban a su contento. Y lo que pone admiración, servíase de ellos por tal orden y por tal gobierno, que no se les hacía servidumbre, sino vida muy dichosa. Para entender el orden de tributos que los indios daban a sus señores, es de saber que, en asentado el Inga en los pueblos que conquistaba, dividía todas sus tierras en tres partes. La primera parte de ellas era para la religión y ritos, de suerte que el Pachayachacic, que es el criador, y el sol, y el Chuquilla, que es el trueno, y la Pachamama, y los muertos, y otras guacas y santuarios tuviesen cada uno sus tierras propias; el fruto se gastaba en sacrificios y sustento de los ministros y sacerdotes, porque para cada guaca o adoratorio había sus indios diputados.
La mayor parte de esto se gastaba en el Cuzco, donde era el universal santuario; otra parte en el mismo pueblo donde se cogía, porque, a imitación del Cuzco, había en cada pueblo guacas y adoratorios por la misma orden y por las mismas vocaciones, y así se servían con los mismos ritos y ceremonias que en el Cuzco, que es cosa de admiración y muy averiguada, porque se verificó con más de cien pueblos, y algunos distaban cuasi doscientas leguas del Cuzco. Lo que en estas tierras se sembraba y cogía se ponía en depósitos de casas hechas para sólo este efecto, y ésta era una gran parte del tributo que daban los indios. No consta qué tanto fuese, porque en unas tierras era más y en otras menos, y en algunas era cuasi todo, y esta parte era la que primero se beneficiaba.
La segunda parte de las tierras y heredades era para el Inga; de ésta se sustentaba él y su servicio y parientes, y los señores y las guarniciones y soldados; y así era la mayor parte de los tributos, como lo muestran los depósitos o casas de pósito, que son más largas y anchas que las de los depósitos de las guacas. Este tributo se llevaba al Cuzco, o a las partes donde había necesidad para los soldados, con extraña presteza y cuidado, y, cuando no era menester, estaba guardado diez y doce años, hasta tiempo de necesidad. Beneficiábanse estas tierras del Inga después de las de los dioses, e iban todos, sin excepción, a trabajar, vestidos de fiesta y diciendo cantares en loor del Inga y de las guacas; y todo el tiempo que duraba el beneficio o trabajo, comían a costa del Inga, o del sol o de las guacas, cuyas tierras labraban. Pero viejos, enfermos y mujeres viudas eran reservadas de este tributo. Y aunque lo que se cogía era del Inga, o del sol, o guacas; pero las tierras eran propias de los indios y de sus antepasados.
La tercera parte de tierra daba el Inga para la comunidad. No se ha averiguado qué tanto fuese esta parte, si mayor o menor que la del Inga y guacas; pero es cierto que se tenía atención a que bastase a sustentar el pueblo. De esta tercera parte ningún particular poseía cosa propia, ni jamás poseyeron los indios cosa propia, si no era por merced especial del Inga, y aquello no se podía enajenar, ni aun dividir entre dos herederos. Estas tierras de comunidad se repartían cada año, y a cada uno se le señalaba el pedazo que había menester para sustentar su persona y la de su mujer y sus hijos, y así era unos años más, otro menos, según era la familia, para lo cual había ya sus medidas determinadas. De esto que a cada uno se le repartía no daban jamás tributo, porque todo su tributo era labrar y beneficiar las tierras del Inga y de las guacas y ponerles en sus depósitos los frutos. Cuando el año salía muy estéril, de estos mismos depósitos se les daba a los necesitados, porque siempre había allí grande abundancia sobrada.
De el ganado hizo el Inga la misma distribución que de las tierras, que fué contallo, y señalar pastos y términos del ganado de las guacas, y del Inga y de cada pueblo, y así de lo que se criaba era una parte para su religión, otra para el rey y otra para los mismos indios, y aun de los cazaderos había la misma división y orden: no consentía que se llevasen ni matasen hembras. Los hatos del Inga y guacas eran muchos y grandes, y llamábanlos Capacllamas. Los hatos concejiles o de comunidad son pocos y pobres, y así los llamaban Guacchallama.
En la conservación del ganado puso el Inga gran diligencia, porque era y es toda la riqueza de aquel reino: hembras, como está dicho, por ninguna vía se sacrificaban, ni mataban, ni en la caza se tomaban. Si a alguna res le daba sarna o roña, que allá dicen carache, luego había de ser enterrada viva, porque no se pegase a otras su mal. Tresquilábase a su tiempo el ganado, y daban a cada uno a hilar y tejer su ropa para hijos y mujer, y había visita si lo cumplían y castigo al negligente. Del ganado del Inga se tejía ropa para él y su corte: una rica de cumbí a dos haces; otra vil y grosera, que llaman de abasca. No había número determinado de aquestos vestidos, sino los que cada uno señalaba. La lana que sobraba poníase en sus depósitos, y así los hallaron muy llenos de esto y de todas las otras cosas necesarias a la vida humana, los españoles cuando en ella entraron.
Ningún hombre de consideración habrá que no se admire de tan notable y próvido gobierno, pues sin ser religiosos, ni cristianos los indios, en su manera guardaban aquella tan alta perfección de no tener cosa propia y proveer a todos lo necesario y sustentar tan copiosamente las cosas de la religión y las de su rey y señor.
Capítulo XVI
De los oficios que aprendían los indios
Otro primor tuvieron también los indios del Perú, que es enseñarse cada uno desde muchacho en todos los oficios que ha menester un hombre para la vida humana. Porque entre ellos no había oficiales señalados, como entre nosotros, de sastres y zapateros y tejedores, sino que todo cuanto en sus personas y casa había menester lo aprendían todos, y se proveían a sí mismos. Todos sabían tejer y hacer sus ropas; y así el Inga con proveerles de lana, los daba por vestidos. Todos sabían labrar la tierra y beneficiarla, sin alquilar otros obreros. Todos se hacían sus casas; y las mujeres eran las que más sabían de todo, sin criarse en regalo, sino con mucho cuidado, sirviendo a sus maridos.
Otros oficios, que no son para cosas comunes y ordinarias de la vida humana, tenían sus propios y especiales oficiales, como eran plateros, y pintores, y olleros, y barqueros, y contadores, y tañedores; y en los mismos oficios de tejer y labrar, o edificar, había maestros para obra prima, de quien se servían los señores. Pero el vulgo común, como está dicho, cada una acudía a lo que había menester en su casa, sin que uno pagase a otro para esto; y hoy día es así, de manera que ninguno ha menester a otro para las cosas de su casa y persona, como es calzar y vestir y hacer una casa y sembrar y coger, y hacer los aparejos y herramientas necesarias para ello. Y cuasi en esto imitan los indios a los institutos de los monjes antiguos, que refieren las Vidas de los Padres.
A la verdad, ellos son gente poco codiciosa, ni regalada, y así se contentan con pasar bien moderadamente, que cierto si su linaje de vida se tomara por elección, y no por costumbre y naturaleza, dijéramos que era vida de gran perfección; y no deja de tener harto aparejo para recibir la doctrina del santo evangelio, que tan enemiga es de la soberbia y codicia y regalo; pero los predicadores no todas veces se conforman con el ejemplo que dan, con la doctrina que predican a los indios.
Una cosa es mucho de advertir, que con ser tan sencillo el traje y vestido de los indios, con todo eso se diferenciaban todas las provincias, especialmente en lo que ponen sobre la cabeza, que en unas es una trenza tejida, y dada muchas vueltas; en otras ancha, y de una vuelta; en otra unos como morteretes o sombreruelos; en otras unos como bonetes altos redondos; en otras unos como aros de cedazo, y así otras mil diferencias. Y era ley inviolable no mudar cada uno el traje y hábito de su provincia, aunque se mudase a otra, y para el buen gobierno lo tenía el Inga por muy importante, y lo es hoy día, aunque no hay tanto cuidado como solía.
Capítulo XVII
De las postas y chasquis que usaba el Inga
De correos y postas tenía gran servicio el Inga en todo su reino; llamábanles chasquis, que eran los que llevaban sus mandatos a los gobernadores, y traían avisos de ellos a la corte. Estaban estos chasquis puestos en cada topo, que es legua y media, en dos casillas, donde estaban cuatro indios. Estos se proveían y mudaban por meses de cada comarca, y corrían con el recaudo que se les daba, a toda furia, hasta dallo al otro chasqui, que siempre estaban apercibidos y en vela los que habían de correr. Corrían entre día y noche a cincuenta leguas, con ser tierra la más de ella asperísima. Servían también de traer cosas que el Inga quería con gran brevedad, y así tenía en el Cuzco pescado fresco de la mar (con ser cien leguas) en dos días o poco más.
Después de entrados los españoles, se han usado estos chasquis en tiempos de alteraciones, y con gran necesidad. El virrey don Martín los puso ordinarios a cuatro leguas, para llevar y traer despachos, que es cosa de grandísima importancia en aquel reino, aunque no corren con la velocidad que los antiguos, ni son tantos, y son bien pagados, y sirven como los ordinarios de España, dando los pliegos que llevan a cada cuatro o cinco leguas.
Capítulo XVIII
De las leyes y justicia y castigo que los Ingas pusieron y de sus matrimonios
Como a los que servían bien en guerras u otros ministerios se les daban preeminencias y ventajas, como tierras propias, insignias, casamientos con mujeres del linaje del Inga, así a los desobedientes y culpados se les daban también severos castigos: los homicidios y hurtos castigaban con muerte; y los adulterios y incestos con ascendientes y descendientes en recta línea también eran castigados con muerte del delincuente.
Pero es bien saber que no tenían por adulterio tener muchas mujeres o mancebas, ni ellas tenían pena de muerte sí las hallaban con otros, sino solamente la que era verdadera mujer, con quien contraían propiamente matrimonio, porque ésta no era más de una, y recibíase con especial solemnidad y ceremonia, que era ir el desposado a su casa, o llevalla consigo, y ponelle él una ojota en el pie. Ojota llaman el calzado que allá usan, que es como alpargate, o zapato de frailes Franciscos abierto. Si era la novia doncella, la ojota era de lana; si no lo era, era de esparto. A ésta servían y reconocían todas las otras; y ésta traía luto de negro un año por el marido difunto, y no se casaba dentro de un año: comúnmente era de menos edad que el marido.
Esta daba el Inga de su mano a sus gobernadores o capitanes; y los gobernadores y caciques en sus pueblos juntaban los mozos y mozas en una plaza, y daban a cada uno su mujer; y con la ceremonia dicha de calzarle la ojota, se contraía el matrimonio. Esta tenía pena de muerte si la hallaban con otro, y el delincuente lo mismo; y aunque el marido perdonase, no dejaban de darles castigo, pero no de muerte. La misma pena tenía incesto con madre, o agüela, o hija, o nieta; con otras parientas no era prohibido el casarse o amancebarse; sólo el primer grado lo era.
Hermano con hermana tampoco se consentía tener acceso, ni había casamiento, en lo cual están muchos engañados en el Perú, creyendo que los Ingas y señores se casaban legítimamente con sus hermanas, aunque fuesen de padre y madre; pero la verdad es que siempre se tuvo esto por ilícito y prohibido contraer en primer grado; y esto duró hasta el tiempo de Topa Inga Yupangui, padre de Guaynacapa y abuelo de Atahualpa, en cuyo tiempo entraron los españoles en el Perú; porque el dicho Topa Inga Yupangui fué el primero que quebrantó esta costumbre y se casó con Mamaocllo, su hermana de parte de padre; y éste mandó que sólo los señores Ingas se pudiesen casar con hermana de padre, y no otros ningunos. Así lo hizo él, y tuvo por hijo a Guaynacaba, y una hija llamada Coya Cusilimay; y al tiempo de su muerte mandó que estos hijos suyos, hermanos de padre y madre, se casasen, y que la demás gente principal pudiesen tomar por mujeres sus hermanas de padre. Y como aquel matrimonio fué ilícito, y contra ley natural, así ordenó Dios que en el fruto que de él procedió, que fué Guáscar Inga y Atahualpa Inga, se acabase el reino de los Ingas.
Quien quisiere más de raíz entender el uso de los matrimonios entre los indios del Perú, lea el tratado que a instancia de don Jerónimo de Loaysa, arzobispo de los Reyes, escribió Polo, el cual hizo diligente averiguación de esto, como de otras muchas cosas de los indios; y es importante esto, para evitar el error de muchos, que no sabiendo cuál sea entre los indios mujer legítima, y cuál manceba, hacen casar al indio bautizado con la manceba, dejando la verdadera mujer; y también se ve el poco fundamento que han tenido algunos, que han pretendido decir que, bautizándose marido y mujer, aunque fuesen hermanos, se habían de ratificar su matrimonio. Lo contrario está determinado por el Sínodo Provincial de Lima;237 y con mucha razón, pues aun entre los mismos indios no era legítimo aquel matrimonio.
Capítulo XIX
Del origen de los Ingas, señores del Perú, y de sus conquistas y victorias
Por mandado de la majestad católica del rey don Felipe, nuestro Señor, se hizo averiguación, con la diligencia que fué posible, del origen y ritos y fueros de los Ingas, y por no tener aquellos indios escrituras, no se pudo apurar tanto como se deseaba; mas por sus equipos y registros que, como está dicho, les sirven de libros, se averiguó lo que aquí diré.
Primeramente, en el tiempo antiguo en el Perú no había reino, ni señor a quien todos obedeciesen; mas eran behetrías y comunidades, como lo es hoy día el reino de Chile, y ha sido cuasi todo lo que han conquistado españoles en aquellas Indias Occidentales, excepto el reino de Méjico; para lo cual es de saber que se han hallado tres géneros de gobierno y vida en los indios. El primero y principal y mejor ha sido de reino o monarquía, como fué el de los Ingas y el de Motezuma, aunque éstos eran en mucha parte tiránicos. El segundo es de behetrías o comunidades, donde se gobierna por consejo de muchos, y son como concejos. Estos en tiempo de guerra eligen un capitán, a quien toda una nación o provincia obedecen. En tiempo de paz cada pueblo o congregación se rige por sí, y tiene algunos principalejos, a quien respeta el vulgo; y cuando mucho, júntanse algunos de éstos en negocios que les parecen de importancia, a ver lo que les conviene.
El tercer género de gobierno es totalmente bárbaro, y son indios sin ley, ni rey, ni asiento, sino que andan a manadas como fieras y salvajes. Cuanto yo he podido comprender, los primeros moradores de estas Indias fueron de este género, como lo son hoy día gran parte de los Brasiles y los Chiriguanás, y Chunchos, y Iscaycingas, y Pilcozones, y la mayor parte de los Floridos, y en la Nueva España todos los Chichimecos. De este género, por industria y saber de algunos principales de ellos, se hizo el otro gobierno de comunidades y behetrías, donde hay alguna más orden y asiento, como son hoy día los de Arauco y Tucapel en Chile, y lo eran en el nuevo reino de Granada los Moscas, y en la Nueva España algunos Otomites; y en todos los tales se halla menos fiereza y más razón.
De este género, por la valentía y saber de algunos excelentes hombres, resultó el otro gobierno más poderoso y próvido de reino y monarquía, que hallamos en Méjico y en el Perú, porque los Ingas sujetaron toda aquella tierra, y pusieron sus leyes y gobierno. El tiempo que se halla por sus memorias haber gobernado, no llega a cuatrocientos años, y pasa de trescientos; aunque su señorío por gran tiempo no se extendió más de cinco o seis leguas al derredor del Cuzco.
Su principio y origen fué el valle del Cuzco, y poco a poco fueron conquistando la tierra que llamamos Perú, pasado Quito hasta el río de Pasto hacia al norte, y llegaron a Chile hacia el sur, que serán cuasi mil leguas en largo; por lo ancho hasta la mar del sur al poniente, y hasta los grandes campos de la otra parte de la cordillera de los Andes, donde se ve hoy día, y se nombra el Pucará del Inga, que es una fuerza que edificó para defensa hacia el oriente. No pasaron de allí los Ingas por la inmensidad de aguas, de pantanos, y lagunas y ríos que de allí corren: lo ancho de su reino no llegará a cien leguas.
Hicieron estos Ingas ventajas a todas las otras naciones de la América en policía y gobierno, y mucho más en armas y valentía, aunque los Cañaris, que fueron sus mortales enemigos, y favorecieron a los españoles, jamás quisieron conocerles ventaja; y hoy día, moviéndose esta plática, si les soplan un poco, se matarán millares sobre quién es más valiente, como ha acaecido en el Cuzco. El título con que conquistaron y se hicieron señores de toda aquella tierra, fué fingir, que después del diluvio universal, de que todos estos indios tenían noticia, en estos Ingas se había recuperado el mundo, saliendo siete de ellos de la cueva de Pacaritambo; y que por eso les debían tributo y vasallaje todos los demás hombres, como a sus progenitores. Demás de esto, decían y afirmaban, que ellos solos tenían la verdadera religión, y sabían cómo había de ser Dios servido y honrado, y así habían de enseñar a todos los demás; en esto es cosa infinita el fundamento que hacían de sus ritos y ceremonias.
Había en Cuzco más de cuatrocientos adoratorios, como tierra santa, y todos los lugares estaban llenos de misterios; y cómo iban conquistando, así iban introduciendo sus mismas guácas y ritos en todo aquel reino. El principal a quien adoraban, era el Viracocha Pachayachachic, que es el Criador del mundo, y después de él al sol; y así el sol, como todas las demás guácas decían, que recibían virtud y ser del Criador, y que eran intercesores con él.
Capítulo XX
Del primer Inga y de sus sucesores
El primer hombre que nombran los indios, por principio de los Ingas, fue Mangocapa; y de éste fingen, que después del diluvio salió de la cueva o ventana de Tambo, que dista del Cuzco cinco o seis leguas. Este dicen, que dió principio a dos linajes principales de Ingas: unos se llamaron Hanancuzco, y otros Urincuzco, y del primer linaje vinieron los señores que conquistaron y gobernaron la tierra.
El primero que hacen cabeza de linaje de estos señores que digo, se llamó Ingaroca, el cual fundo una familia o ayllo, que ellos llaman por el nombre Vizaquiráo. Este, aunque no era gran señor, todavía se servía con vajilla de oro y plata; y ordenó que todo su tesoro se dedicase para el culto de su cuerpo, y sustento de su familia; y así el sucesor hizo otro tanto, y fué general costumbre, como está dicho, que ningún Inga heredase la hacienda y casa del predecesor, sino que él fundase casa de nuevo: en tiempo de este Ingaroca usaron ídolos de oro.
A Ingaroca sucedió Yaguarguaque, ya viejo; dicen haberse llamado por este nombre, que quiere decir lloro de sangre, porque habiendo una vez sido vencido, y preso por sus enemigos, de puro dolor lloró sangre: éste se enterró en un pueblo llamado Paulo, que está en el camino de Omasuyo; éste fundó la familia llamada Aocailli Panaca.
A este sucedió un hijo suyo, Viracocha Inga: éste fué muy rico, e hizo grandes vajillas de oro y plata, y fundó el linaje o familia Coccopanaca. El cuerpo de éste, por la fama del gran tesoro que estaba enterrado con él, buscó Gonzalo Pizarro; y después de crueles tormentos que dió a muchos indios, le halló en Jaquijaguana, donde él fué después vencido y preso, y justiciado por el Presidente Gasca: mandó quemar el dicho Gonzalo Pizarro el cuerpo del dicho Viracocha Inga, y los indios tomaron después sus cenizas, y puestas en una tinajuela, le conservaron, haciendo grandísimos sacrificios, hasta que Polo lo remedió con los demás cuerpos de Ingas, que con admirable diligencia y maña saco de poder de los indios, hallándolos muy embalsamados y enteros, con que quitó gran suma de idolatrías que les hacían. A este Inga le tuvieron a mal que se intitulase Viracocha, que es el nombre de Dios; y para excusarse dijo, que el mismo Viracocha, en sueños le había aparecido y mandado que tomase su nombre.
A éste sucedió Pachacuti Inga Yupangui, que fué muy valeroso conquistador, y gran republicano, y inventor de la mayor parte de los ritos y supersticiones de su idolatría, como luego diré.
Capítulo XXI
De Pachacuti Inga Yupangui, y lo que sucedió hasta Guaynacapa
Pachacuti Inga Yupangui reinó sesenta años, y conquistó mucho. El principio de sus victorias fué que un hermano mayor suyo, que tenía el señorío en vida de su padre y con su voluntad administraba la guerra, fué desbaratado en una batalla que tuvo con los Changas, que es la nación que poseía el valle de Andaguaylas, que está obra de treinta o cuarenta leguas del Cuzco, camino de Lima, y así desbaratado, se retiró con poca gente.
Visto esto el hermano menor Inga Yupangui, para hacerse señor, inventó y dijo que, estando él solo y muy congojado, le había hablado el Viracocha, criador, y, quejándosele que, siendo él señor universal y criador de todo, y habiendo él hecho el cielo y el sol y el mundo y los hombres, y estando todo debajo de su poder, no le daban la obediencia debida, antes hacían veneración igual al sol y al trueno y a la tierra y a otras cosas, no teniendo ellas ninguna virtud más de la que les daba; y que le hacía saber que en el cielo, donde estaba, le llamaban Viracocha Pachayachachic, que significa criador universal. Y que para que creyesen que esto era verdad, que aunque estaba solo no dudase de hacer gente con este título, que, aunque los Changas eran tantos y estaban victoriosos, que él le daría victoria contra ellos y le haría señor, porque le enviaría gente que, sin que fuese vista, le ayudase. Y fué así que con este apellido comenzó a hacer gente y juntó mucha cuantidad, y alcanzó la victoria, y se hizo señor, y quitó a su padre y a su hermano el señorío, venciéndolos en guerra; después conquistó los Changas. Y desde aquella victoria estatuyó que el Viracocha fuese tenido por señor universal, y que las estatuas del sol y del trueno le hiciesen reverencia y acatamiento, y desde aquel tiempo se puso la estatua del Viracocha más alta que la del sol y del trueno y de las demás guacas; y aunque este Inga Yupangui señaló chacras, tierras y ganados al sol y al trueno y a otras guacas, no señaló cosa ninguna al Viracocha, dando por razón que, siendo señor universal y criador, no lo había menester.
Habida, pues, la victoria de los Changas, declaró a sus soldados que no habían sido ellos los que habían vencido, sino ciertos hombres barbudos que el Viracocha le había enviado, y que nadie pudo verlos, sino él, y que éstos se habían después convertido en piedras, y convenía buscarlos, que él los conocería; y así juntó de los montes gran suma de piedras, que él escogió, y las puso por guacas, y las adoraban y hacían sacrificios, y éstas llamaban los Pururaucas, las cuales llevaban a la guerra con grande devoción, teniendo por cierta la victoria con su ayuda; y pudo esta imaginación y ficción de aquel Inga tanto, que con ella alcanzó victorias muy notables.
Este fundó la familia llamada Inacapanaca, y hizo una estatua de oro grande, que llamó Indiillapa, y púsola en unas andas todas de oro de gran valor, del cual oro llevaron mucho a Cajamalca, para la libertad de Atahualpa, cuando le tuvo preso el marqués Francisco Pizarro. La casa de éste y criados y mamaconas que servían su memoria, halló el licenciado Polo en el Cuzco, y el cuerpo halló trasladado de Patallacta a Totocache, donde se fundó la parroquia de San Blas. Estaba el cuerpo tan entero y bien aderezado con cierto betún, que parecía vivo. Los ojos tenía hechos de una telilla de oro tan bien puestos, que no le hacían falta los naturales, y tenía en la cabeza una pedrada, que le dieron en cierta guerra. Estaba cano y no le faltaba cabello, como si muriera aquel mismo día, habiendo más de sesenta o ochenta años que había muerto.
Este cuerpo, con otros de Ingas, envió el dicho Polo a la ciudad de Lima por mandado del virrey marqués de Cañete, que para desarraigar la idolatría del Cuzco fué muy necesario, y en el hospital de San Andrés, que fundó el dicho marqués, han visto muchos españoles este cuerpo con los demás, aunque ya están maltratados y gastados. Don Felipe Caritopa, que fué bisnieto o rebisnieto de este Inga, afirmó que la hacienda que éste dejó a su familia era inmensa, y que había de estar en poder de los yanáconas Amaro y Tito y otros.
A éste sucedió Topa Inga Yupangui, y a éste otro hijo suyo llamado del mismo nombre, que fundó la familia que se llamó Capac Ayllo.
Capítulo XXII
Del principal Inga llamado Guaynacapa
Al dicho señor sucedió Guaynacapa, que quiere decir mancebo rico o valeroso, y fué lo uno y lo otro más que ninguno de sus antepasados ni sucesores. Fué muy prudente y puso gran orden en la tierra en todas partes; fué determinado y valiente, y muy dichoso en la guerra, y alcanzó grandes victorias. Este extendió su reino mucho más que todos sus antepasados juntos. Tomóle la muerte en el reino de Quito, que había ganado, que dista de su corte cuatrocientas leguas; abriéronle, y las tripas y el corazón quedaron en Quito, por haberlo él así mandado, y su cuerpo se trajo al Cuzco y se puso en el famoso templo del sol.
Hoy día se muestran muchos edificios y calzadas y fuertes y obras notables de este rey; fundó la familia de Temebamba. Este Guaynacapa fué adorado de los suyos por dios en vida, cosa que afirman los viejos, que con ninguno de sus antecesores se hizo. Cuando murió, mataron mil personas de su casa, que le fuesen a servir en la otra vida, y ellos morían con gran voluntad por ir a servirle, tanto, que muchos, fuera de los señalados, se ofrecían a la muerte para el mismo efecto. La riqueza y tesoro de éste fué cosa no vista, y como poco después de su muerte entraron los españoles, tuvieron gran cuidado los indios de desaparecerlo todo, aunque mucha parte se llevó a Cajamalca para el rescate de Atahualpa, su hijo. Afirman hombres dignos de crédito, que entre hijos y nietos tenía en el Cuzco más de trescientos. La madre de éste fué de gran estima; llamóse Mamaocllo. Los cuerpos de ésta y del Guaynacapa, muy embalsamados y curados, envió a Lima Polo, y quitó infinidad de idolatrías que con ellos se hacían.
A Guaynacapa sucedió en el Cuzco un hijo suyo, que se llamó Tito Cusi Gualpa, y después se llamó Guáscar Inga, y su cuerpo fué quemado por los capitanes de Atahualpa, que también fué hijo de Guaynacapa, y se alzó contra su hermano en Quito, y vino contra él con poderoso ejército. Entonces sucedió que los capitanes de Atahualpa, Quizquiz y Chilicuchima, prendieron a Guáscar Inga en la ciudad del Cuzco, después de admitido por señor y rey, porque, en efecto, era legítimo sucesor. Fué grande el sentimiento que por ello se hizo en todo su reino, especial en su corte; y como siempre en sus necesidades ocurrían a sacrificios, no hallándose poderosos para poner en libertad a su señor, así por estar muy apoderados de él los capitanes que le prendieron, como por el grueso ejército con que Atahualpa venía, acordaron, y aun dicen que por orden suya, hacer un gran sacrificio al Viracocha Pachayachachic, que es el criador universal, pidiéndolo que, pues no podían librar a su señor, él enviase del cielo gente que le sacase de prisión.
Estando en gran confianza de éste su sacrificio, vino nueva, como cierta gente que vino por la mar había desembarcado y preso a Atahualpa. Y así, por ser tan poca la gente española que prendió a Atahualpa en Cajamalca, como por haber esto sucedido luego que los indios habían hecho el sacrificio referido al Viracocha, los llamaron Viracochas, creyendo que era gente enviada de Dios, y así se introdujo este nombre hasta el día de hoy, que llaman a los españoles Viracochas. Y cierto, si hubiéramos dado el ejemplo que era razón, aquellos indios habían acertado en decir que era gente enviada de Dios.
Y es mucho de considerar la alteza de la providencia divina, cómo dispuso la entrada de los nuestros en el Perú, la cual fuera imposible a no haber la división de los dos hermanos y sus gentes; y la estima tan grande, que tuvieron de los cristianos como de gente del cielo, obliga, cierto, a que, ganándose la tierra de los indios, se ganaran mucho más sus almas para el cielo.
Capítulo XXIII
De los últimos sucesores de los Ingas
Lo demás que a lo dicho se sigue está largamente tratado en las Historias de las Indias por españoles; y por ser ajeno del presente intento, sólo diré la sucesión que hubo de los Ingas.
Muerto Atahualpa en Cajamalca, y Guáscar en el Cuzco, habiéndose apoderado del reino Francisco Pizarro y los suyos, Mangocapa, hijo de Guaynacapa, les cercó en el Cuzco y les tuvo muy apretados, y al fin, desamparando del todo la tierra, se retiró a Vilcabamba, allá en las montañas, que por la aspereza de las sierras pudo sustentarse allí, donde estuvieron los sucesores Ingas hasta Amaro, a quien prendieron y dieron muerte en la plaza del Cuzco, con increíble dolor de los indios, viendo hacer públicamente justicia del que tenían por su señor.
Tras esto sucedieron las prisiones de otros de aquel linaje de los Ingas. Conocí yo a don Carlos, nieto del Guaynacapa, hijo de Paulo, que se bautizó y favoreció siempre la parte de los españoles contra Mangocapa, su hermano. En tiempo del marqués de Cañete salió de Vilcabamba Sayritopa Inga, y vino a la ciudad de los reyes de paz, y diósele el valle de Yucay, con otras cosas en que sucedió una hija suya. Esta es la sucesión que se conoce hoy día de aquella tan copiosa y riquísima familia de los Ingas, cuyo mando duró trescientos y tantos años, contándose once sucesores en aquel reino, hasta que del todo cesó.
En la otra parcialidad de Urincuzco, que, como arriba se dijo, se derivó también del primer Mangocapa, se cuentan ocho sucesores, en esta forma: A Mangocapa sucedió Chinchiroca; a éste, Capac Yupangui; a éste, Lluqui Yupangui; a éste, Maytacapa; a éste, Tarco Guamán; a éste, un hijo suyo, no le nombran, y a éste, don Juan Tambo Maytapanaca. Y esto baste para la materia del origen y sucesión de los Ingas, que señorearon la tierra del Perú, con lo demás que se ha dicho de sus leyes, gobierno y modo de proceder.
Capítulo XXIV
Del modo de república que tuvieron los mejicanos
Aunque constará por la historia que del reino, sucesión y origen de los mejicanos se escribirá, su modo de república y gobierno, todavía diré en suma lo que pareciere más notable aquí en común, cuya mayor declaración será la historia después.
Lo primero en que parece haber sido muy político el gobierno de los mejicanos es en el orden que tenían y guardaban inviolablemente de elegir rey. Porque desde el primero que tuvieron, llamado Acamapich, hasta el último, que fué Motezuma, el segundo de este nombre, ninguno tuvo por herencia y sucesión el reino, sino por legítimo nombramiento y elección. Esta a los principios fué del común, aunque los principales eran los que guiaban el negocio. Después, en tiempo de Izcoatl, cuarto rey, por consejo y orden de un sabio y valeroso hombre que tuvieron, llamado Tlacaellel, se señalaron cuatro electores, y a éstos, juntamente con dos señores o reyes sujetos al mejicano, que eran el de Tezcuco y el de Tacuba, tocaba hacer la elección.
Ordinariamente elegían mancebos para reyes, porque iban los reyes siempre a la guerra, y cuasi era lo principal aquello para lo que los querían, y así miraban que fuesen aptos para la milicia y que gustasen y se preciasen de ella. Después de la elección se hacían dos maneras de fiestas: unas al tomar posesión del estado real, para lo cual iban al templo y hacían grandes ceremonias y sacrificios sobre el brasero que llamaban divino, donde siempre había fuego ante el altar de su ídolo, y después había muchas oraciones y arengas de retóricos, que tenían grande curiosidad en esto.
Otra fiesta, y más solemne, era la de su coronación, para la cual había de vencer primero en batalla y traer cierto número de cautivos que se habían de sacrificar a sus dioses, y entraban en triunfo con gran pompa, y hacíanles solemnísimo recibimiento, así de los del templo (que todos iban en procesión, tañendo diversos instrumentos e incesando y cantando), como de los seglares y de corte, que salían con sus invenciones a recibir al rey victorioso. La corona e insignia real era a modo de mitra por delante, y por detrás derribada, de suerte que no era del todo redonda, porque la delantera era más alta y subía en punta hacia arriba. Era preeminencia del rey de Tezcuco haber de coronar él por su mano al rey de Méjico.
Fueron los mejicanos muy leales y obedientes a sus reyes, y no se halla que les hayan hecho traición. Sólo al quinto rey, llamado Tizocic, por haber sido cobarde y para poco, refieren las historias que con ponzoña le procuraron la muerte; mas por competencias y ambición no se halla haber entre ellos habido disensión ni bandos, que son ordinarios en comunidades. Antes, como se verá en su lugar, se refiere haber rehusado el reino el mejor de los mejicanos, pareciéndole que le estaba a la república mejor tener otro rey.
A los principios, como eran pobres los mejicanos y estaban estrechos, los reyes eran muy moderados en su trato y corte; como fueron creciendo en poder, crecieron en aparato y grandeza, hasta llegar a la braveza de Motezuma, que, cuando no tuviera más de la casa de animales que tenía, era casa soberbia y no vista otra tal como la suya. Porque de todos pescados y aves y alimañas y bestias había en su casa, como otra arca de Noé; y para los pescados de mar tenía estanques de agua salada, y para los de río, estanques de agua dulce; para las aves de caza y de rapiña, su comida; para las fieras, ni más ni menos en gran abundancia, y grande suma de indios ocupados en mantener y criar estos animales.
Cuando ya vía que no era posible sustentarse algún género de pescado, o de ave, o de fiera, había de tener su semejanza labrada ricamente en piedras preciosas, o plata, u oro, o esculpida en mármol o piedra. Y para diversos géneros de vida tenía casas y palacios diversos; unos de placer, otros de luto y tristeza, y otros de gobierno; y en sus palacios, diversos aposentos, conforme a la cualidad de los señores que le servían, con extraño orden y distinción.
Capítulo XXV
De los diversos dictados y órdenes de los mejicanos
Tuvieron gran primor en poner sus grados a los señores y gente noble, para que entre ellos se reconociese a quién se debía más honor. Después del rey era el grado de los cuatro como príncipes electores, los cuales, después de elegido el rey, también ellos eran elegidos, y de ordinario eran hermanos o parientes muy cercaros del rey.
Llamaban a éstos Tlacohecalcatl, que significa el príncipe de las lanzas arrojadizas, que era un género de armas que ellos mucho usaban. Tras éstos eran los que llamaban Tlacatecatl, que quiere decir cercenador o cortador de hombres. El tercer dictado era de los que llamaban Ezuahuacatl, que es derramador de sangre, no como quiera, sino arañando; todos estos títulos eran de guerreros. Había otro cuarto, intitulado Tlillancalquí, que es señor de la casa negra o de negregura, por un cierto tizno con que se untaban los sacerdotes y servía para sus idolatrías. Todos estos cuatro dictados eran del consejo supremo, sin cuyo parecer el rey no hacía ni podía hacer cosa de importancia; y muerto el rey, había de ser elegido por rey hombre que tuviese algún dictado de estos cuatro.
Fuera de los dichos, había otros consejos y audiencias, y dicen hombres expertos de aquella tierra, que eran tantos como los de España, y que había diversos consistorios, con sus oidores y alcaldes de corte, y que había otros subordinados, como corregidores, alcaldes mayores, tenientes, alguaciles mayores, y otros inferiores, también subordinados a éstos con grande orden, y todos ellos a los cuatro supremos príncipes, que asistían con el rey; y solos estos cuatro podían dar sentencia de muerte, y los demás habían de dar memorial a éstos de lo que sentenciaban y determinaban, y al rey se daba a ciertos tiempos noticia de todo lo que en su reino se hacía.
En la hacienda también tenía su policía y buena administración, teniendo por todo el reino repartidos sus oficiales y contadores y tesoreros, que cobraban el tributo y rentas reales. El tributo se llevaba a la corte cada mes por lo menos una vez. Era el tributo de todo cuanto en tierra y mar se cría, así de atavíos, como de comidas. En lo que toca a su religión o superstición e idolatría, tenían mucho mayor cuidado y distinción, con gran número de ministros, que tenían por oficio enseñar al pueblo los ritos y ceremonias de su ley.
Por donde dijo bien y sabiamente un indio viejo a un sacerdote cristiano, que se quejaba de los indios, que no eran buenos cristianos, ni aprendían la ley de Dios. Pongan -dijo él- tanto cuidado los padres en hacer los indios cristianos, como ponían los ministros de los ídolos en enseñarles sus ceremonias, que con la mitad de aquel cuidado seremos los indios muy buenos cristianos, porque la ley de Jesucristo es mucho mejor, y por falta de quien la enseñe, no la toman los indios. Cierto dijo verdad, y es harta confusión y vergüenza nuestra.
Capítulo XXVI
Del modo de pelear de los mejicanos y de las órdenes militares que tenían
El principal punto de honra ponían los mejicanos en la guerra, y así los nobles eran los principales soldados, y otros que no lo eran, por la gloria de la milicia subían a dignidades y cargos, y ser contados entre nobles. Daban notables premios a los que lo habían hecho valerosamente; gozaban de preeminencias, que ninguno otro las podía tener; con esto se animaban bravamente.
Sus armas eran unas navajas agudas de pedernales puestas de una parte y de otra de un bastón, y era esta arma tan furiosa, que afirman, que de un golpe echaban con ella la cabeza de un caballo abajo, cortando toda la cerviz; usaban porras pesadas y recias, lanzas también a modo de picas y otras arrojadizas, en que eran muy diestros; con piedras hacían gran parte de su negocio. Para defenderse usaban rodelas pequeñas y escudos, algunas como celadas o morriones, y grandísima plumería en rodelas y morriones, y vestíanse de pieles de tigres o leones, u otros animales fieros. Venían presto a manos con el enemigo, y eran ejercitados mucho a correr y luchar, porque su modo principal de vencer no era tanto matando, como cautivando; y de los cautivos, como está dicho, se servían para sus sacrificios.
Motezuma puso en más punto la caballería, instituyendo ciertas órdenes militares, como de comendadores, con diversas insignias. Los más preeminentes de éstos eran los que tenían atada la corona del cabello con una cinta colorada y un plumaje rico, del cual colgaban unos ramales hacia las espaldas, con unas borlas de lo mismo al cabo; estas borlas eran tantas en número, cuantas hazanas habían hecho. De esta orden de caballeros era el mismo rey, también, y así se halla pintado con este género de plumajes; y en Chapultepec, donde están Motezuma y su hijo esculpidos en unas peñas, que son de ver, está con el dicho traje de grandísima plumajería.
Había otra orden, que decían los águilas; otra, que llamaban los leones y tigres. De ordinario eran éstos los esforzados, que se señalaban en las guerras, los cuales salían siempre en ellas con sus insignias. Había otros, como caballeros pardos, que no eran de tanta cuenta como éstos, los cuales tenían unas coletas cortadas por encima de la oreja en redondo; éstos salían a la guerra con las insignias que esotros caballeros, pero armados solamente de la cinta arriba; los más ilustres se armaban enteramente. Todos los susodichos podían traer oro y plata, y vestirse de algodón rico, y tener vasos dorados y pintados, y andar calzados. Los plebeyos no podían usar vaso sino de barro, ni podían calzarse, ni vestir sino nequén, que es ropa basta.
Cada un género de los cuatro dichos tenía en palacio sus aposentos propios con sus títulos: al primero llamaban aposento de los Príncipes; al segundo, de los Águilas; al tercero, de Leones y Tigres; al cuarto, de los Pardos, etcétera. La demás gente común estaba abajo, en sus aposentos más comunes, y, si alguno se alojaba fuera de su lugar, tenía pena de muerte.
Capítulo XXVII
Del cuidado grande y policía que tenían los mejicanos en criar la juventud
Ninguna cosa más me ha admirado, ni parecido más digna de alabanza y memoria, que el cuidado y orden que en criar sus hijos tenían los mejicanos; porque, entendiendo bien que en la crianza e institución de la niñez y juventud consiste toda la buena esperanza de una república (lo cual trata Platón largamente en sus libros de Legibus), dieron en apartar sus hijos de regalo y libertad, que son las dos pestes de aquella edad, y en ocupallos en ejercicios provechosos y honestos.
Para este efecto había en los templos casa particular de niños, como escuela o pupilaje distinto del de los mozos y mozas del templo, de que se trató largamente en su lugar. Había en los dichos pupilajes o escuelas gran número de muchachos, que sus padres voluntariamente llevaban allí, los cuales tenían ayos y maestros que les enseñaban e industriaban en loables ejercicios, a ser bien criados, a tener respeto a los mayores, a servir y obedecer, dándoles documentos para ello. Para que fuesen agradables a los señores, enseñábanles a cantar y danzar; industriábanlos en ejercicios de guerra, como tirar una flecha, fisga o vara tostada a puntería, a mandar bien una rodela y jugar la espada. Hacíanles dormir mal y comer peor, porque desde niños se hiciesen al trabajo y no fuesen gente regalada.
Fuera del común número de estos muchachos, había en los mismos recogimientos otros hijos de señores y gente noble, y éstos tenían más particular tratamiento: traíanles de sus casas la comida; estaban encomendados a viejos y ancianos que mirasen por ellos, de quien continuamente eran avisados y amonestados a ser virtuosos y vivir castamente, a ser templados en el comer y a ayunar, a moderar el paso y andar con reposo y mesura; usaban probarlos en algunos trabajos y ejercicios pesados.
Cuando estaban ya criados, consideraban mucho la inclinación que en ellos había; al que vían inclinado a la guerra, en teniendo edad le procuraban ocasión en que proballe, a los tales, so color de que llevasen comida y bastimentos a los soldados, los enviaban a la guerra, para que allá viesen lo que pasaba, y el trabajo que se padecía, y para que así perdiesen el miedo; muchas veces les echaban unas cargas muy pesadas, para que, mostrando ánimo en aquello, con más facilidad fuesen admitidos a la compañía de los soldados. Así acontecía ir con carga al campo y volver capitán con insignia de honra: otros se querían señalar tanto, que quedaban presos o muertos, y por peor tenían quedar presos; y así se hacían pedazos por no ir cautivos en poder de sus enemigos.
Así que los que a estos se aplicaban, que de ordinario eran los hijos de gente noble y valerosa, conseguían su deseo; otros, que se inclinaban a cosas del templo, y por decirlo a nuestro modo, a ser eclesiásticos, en siendo de edad los sacaban de la escuela y los ponían en los aposentos del templo que estaban para religiosos, poniéndoles también sus insignias de eclesiásticos, y allí tenían sus perlados y maestros, que le enseñaban todo lo tocante a aquel ministerio; y en el ministerio que se dedicaban, en él había de permanecer.
Gran orden y concierto era éste de los mejicanos en criar sus hijos, y si agora se tuviese el mismo orden en hacer casas y seminarios, donde se criasen estos muchachos, sin duda florecería mucho la cristiandad de los indios. Algunas personas celosas lo han comenzado, y el rey y su consejo han mostrado favorecerlo; pero, como no es negocio de interés, va muy poco a poco y hácese friamente. Dios nos encamine para que siquiera nos sea confusión lo que en su perdición hacían los hijos de tinieblas, y los hijos de luz no se queden tanto atrás en el bien.
Capítulo XXVIII
De los bailes y fiestas de los indios
Porque es parte de buen gobierno tener la república sus recreaciones y pasatiempos cuando conviene, es bien digamos algo de lo que cuanto a esto usaron los indios, mayormente los mejicanos. Ningún linaje de hombres que vivan en común se ha descubierto, que no tenga su modo de entretenimiento y recreación, con juegos o bailes, o ejercicios de gusto.
En el Perú vi un género de pelea hecha en juego, que se encendía con tanta porfía de los bandos, que venía a ser bien peligrosa su puclla, que así la llamaban. Vi también mil diferencias de danzas, en que imitan diversos oficios, como de ovejeros, labradores, de pescadores, de monteros; ordinariamente eran todas con sonido y paso y compás muy espacioso y flemático. Otras danzas había de enmascados, que llaman guacones, y las máscaras y su gesto eran del puro demonio. También danzaban unos hombres sobre los hombros de los otros, al modo que en Portugal llevan las pelas, que ellos llaman.
De estas danzas la mayor parte era superstición y género de idolatría, porque así veneraban sus ídolos y guacas; por lo cual han procurado los perlados evitarles lo más que pueden semejantes danzas, aunque por ser mucha parte de ella pura recreación, les dejan que todavía dancen y bailen a su modo. Tañen diversos instrumentos para estas danzas: unas como flautillas o cañutillos; otros, como atambores; otros, como caracoles; lo más ordinario es en vez cantar todos, yendo uno o dos diciendo sus poesías y acudiendo los demás a responder con el pie de la copla. Algunos de estos romances eran muy artificiosos y contenían historia; otros eran llenos de superstición; otros eran puros disparates.
Los nuestros que andan entre ellos han probado ponelles las cosas de nuestra santa fe en su modo de canto, y es cosa grande el provecho que se halla, porque con el gusto del canto y tonada están días enteros oyendo y repitiendo sin cansarse. También han puesto en su lengua composiciones y tonadas nuestras, como de octavas y canciones, de romances, de redondillas, y es maravilla cuán bien las toman los indios y cuánto gustan; es cierto gran medio éste y muy necesario para esta gente. En el Perú llamaban estos bailes comúnmente Taquí, en otras provincias de Indias se llamaban Areytos, en Méjico se dicen Mitotes.
En ninguna parte hubo tanta curiosidad de juegos y bailes, como en la Nueva España, donde hoy día se ven indios volteadores que admiran sobre una cuerda; otros, sobre un palo alto derecho, puestos de pies danzan y hacen mil mudanzas; otros, con las plantas de los pies y con las corvas menean y echan en alto, y revuelven un tronco pesadísimo, que no parece cosa creíble, sino es viéndolo; hacen otras mil pruebas de gran sutileza en trepar, saltar, voltear, llevar grandísimo peso, sufrir golpes, que bastan a quebrantar hierro, de todo lo cual se ven pruebas harto donosas.
Mas el ejercicio de recreación más tenido de los mejicanos es el solemne Mitote, que es un baile que tenían por tan autorizado, que entraban a veces en él los reyes, y no por fuerza, como el rey don Pedro de Aragón con el barbero de Valencia. Hacíase este baile o mitote de ordinario en los patios de los templos y de las casas reales, que eran los más espaciosos. Ponían en medio del patio dos instrumentos: uno de hechura de atambor y otro de forma de barril hecho de una pieza, hueco por de dentro y puesto como sobre una figura de hombre o de animal, o de una columna. Estaban ambos templados de suerte que hacían entre sí buena consonancia. Hacían con ellos diversos sones, y eran muchos y varios los cantares; todos iban cantando y bailando al son, con tanto concierto, que no discrepaba el uno del otro, yendo todos a una, así en las voces, como en el mover los pies, con tal destreza, que era de ver.
En estos bailes se hacían dos ruedas de gente; en medio, donde estaban los instrumentos, se ponían los ancianos, señores y gente más grave, y allí cuasi a pie quedo bailaban y cantaban. Alrededor de éstos, bien desviados, salían de dos en dos los demás, bailando en corro con más ligereza y haciendo diversas mudanzas y ciertos saltos a propósito, y entre sí venían a hacer una rueda muy ancha y espaciosa. Sacaban en estos bailes las ropas más preciosas que tenían, y diversas joyas, según que cada uno podía. Tenían en esto gran punto, y así desde niños se enseñaban a este género de danzas. Aunque muchas de estas danzas se hacían en honra de sus ídolos; pero no era eso de su institución, sino, como está dicho, un género de recreación y regocijo para el pueblo, y así no es bien quitárselas a los indios, sino procurar no se mezcle superstición alguna.
En Tepotzotlán, que es un pueblo siete leguas de Méjico, vi hacer el baile o mitote, que he dicho, en el patio de la iglesia, y me pareció bien ocupar y entretener los indios días de fiestas, pues tienen necesidad de alguna recreación; y en aquella que es pública y sin perjuicio de nadie hay menos inconvenientes que en otras, que podrían hacer a sus solas, si les quitasen éstas. Y generalmente es digno de admitir que, lo que se pudiere dejar a los indios de sus costumbres y usos (no habiendo mezcla de sus errores antiguos), es bien dejallo; y conforme al consejo de San Gregorio, Papa, procurar que sus fiestas y regocijos se encaminen al honor de Dios y de los Santos, cuyas fiestas celebran. Esto podrá bastar así en común de los usos y costumbres políticas de los mejicanos; de su origen y acrecentamiento e imperio, porque es negocio más largo, y que será de gusto entenderse de raíz, quedará el tratarse para otro libro.
Libro séptimo
Capítulo I
Que importa tener noticias de los hechos de los indios, mayormente de los mejicanos
Cualquiera historia, siendo verdadera y bien escrita, trae no pequeño provecho al lector, porque, según dice el sabio,238 lo que fué, eso es, y lo que será, es lo que fué. Son las cosas humanas entre sí muy semejantes, y de los sucesos de unos aprenden otros. No hay gente tan bárbara, que no tenga algo bueno que alabar; ni la hay tan política y humana, que no tenga algo que enmendar.
Pues cuando la relación o la historia do los hechos de los indios no tuviese otro fruto más de este común de ser historia y relación de cosas, que en efecto de verdad pasaron, merece ser recibida por cosa útil, y no por ser indios es de desechar la noticia de sus cosas, como en las cosas naturales vemos, que no sólo de los animales generosos y de las plantas insignes y piedras preciosas escriben los autores, sino también de animales bajos y de yerbas comunes y de piedras y de cosas muy ordinarias, porque allí también hay propiedades dignas de consideración. Así que cuando esto no tuviese más que ser historia, siendo como lo es, y no fábulas y ficciones, no es sujeto indigno de escribirse y leerse.
Mas hay otra muy particular razón, que por ser de gentes poco estimadas se estima en más lo que de ellas es digno de memoria, y por ser en materias diferentes de nuestra Europa, como lo son aquellas naciones, da mayor gusto entender de raíz su origen, su modo de proceder, sus sucesos prósperos y adversos. Y no es sólo gusto, sino provecho también, mayormente para los que los han de tratar, pues la noticia de sus cosas convida a que nos den crédito en las nuestras y enseñan en gran parte cómo se deban tratar, y aun quitan mucho del común y necio desprecio en que los de Europa los tienen, no juzgando de estas gentes tengan cosas de hombres de razón y prudencia. El desengaño de esta su vulgar opinión en ninguna parte le pueden mejor hallar que en la verdadera narración de los hechos de esta gente.
Trataré, pues, con ayuda del Señor, del origen y sucesiones y hechos notables de los mejicanos con la brevedad que pudiere; y últimamente se podrá entender la disposición que el altísimo Dios quiso escoger para enviar a estas naciones la luz del evangelio de su unigénito hijo Jesucristo, nuestro señor, al cual suplico enderece este nuestro pequeño trabajo, de suerte que salga a gloria de su divina grandeza y alguna utilidad de estas gentes, a quien comunicó su santa ley evangélica.
Capítulo II
De los antiguos moradores de la Nueva España, y cómo vinieron a ella los Navatlacas
Los antiguos y primeros moradores de las provincias que llamamos Nueva España fueron hombres muy bárbaros y silvestres, que sólo se mantenían de caza, y por eso les pusieron nombre de Chichimecas. No sembraban ni cultivaban la tierra, ni vivían juntos, porque todo su ejercicio y vida era cazar, y en esto eran diestrísimos. Habitaban en los riscos y más ásperos lugares de las montañas, viviendo bestialmente sin ninguna policía, desnudos totalmente. Cazaban venados, liebres, conejos, comadrejas, topos, gatos monteses, pájaros y aun inmundicias, como culebras, lagartos, ratones, langostas y gusanos, y de esto y de yerbas y raíces se sustentaban. Dormían por los montes en las cuevas y entre las matas; las mujeres iban con los maridos a los mismos ejercicios de caza, dejando a los hijuelos colgados de una rama de un árbol, metidos en una cestilla de juncos, bien hartos de leche, hasta que volvían con la caza. No tenían superior, ni le reconocían, ni adoraban dioses, ni tenían ritos, ni religión alguna.
Hoy día hay en la Nueva España de este género de gente, que viven de su arco y flechas, y son muy perjudiciales, porque para hacer mal y saltear se acaudillan y juntan, y no han podido los españoles, por bien ni mal, por maña ni fuerza, reducirlos a policía y obediencia, porque, como no tienen pueblos, ni asiento, el pelear con éstos es puramente montear fieras, que se esparcen y esconden por lo más áspero y encubierto de la sierra; tal es el modo de vivir de muchas provincias hoy día en diversas partes de Indias. Y de este género de indios bárbaros principalmente se trata en los libros de Procuranda Indorum salute, cuando se dice que tienen necesidad de ser compelidos y sujetados con alguna honesta fuerza, y que es necesario enseñallos primero a ser hombres, y después a ser cristianos.
Quieren decir que de estos mismos eran los que en la Nueva España llaman Otomíes, que comúnmente son indios pobres y poblados en tierra áspera; pero están poblados y viven juntos y tienen alguna policía, y aun para las cosas de cristiandad, los que bien se entienden con ellos nos los hallan menos idóneos y hábiles que a los otros que son más ricos y tenidos por más políticos.
Viniendo al propósito, estos Chichimecas y Otomíes, de quien se ha dicho que eran los primeros moradores de la Nueva España, como no cogían, ni sembraban, dejaron la mejor tierra y más fértil sin poblarla, y ésa ocuparon las naciones que vinieron de fuera, que por ser gente política, la llaman Navatlaca, que quiere decir gente que se explica y habla claro, a diferencia de esotra bárbara y sin razón. Vinieron estos segundos pobladores Navatlacas de otra tierra remota hacia el norte, donde agora se ha descubierto un reino que llaman el Nuevo Méjico. Hay en aquella tierra dos provincias: la una llaman Aztlán, que quiere decir lugar de garzas; la otra, llamada Teuculhuacán, que quiere decir tierra de los que tienen abuelos divinos.
En estas provincias tienen sus casas y sus sementeras y sus dioses, ritos y ceremonias, con orden y policía, los Navatlacas, los cuales se dividen en siete linajes o naciones; y porque en aquella tierra se usa, que cada linaje tiene su sitio y lugar conocido, pintan los Navatlacas su origen y descendencia en figura de cueva, y dicen que de siete cuevas vinieron a poblar la tierra de Méjico, y en sus librerías hacen historia de esto, pintando siete cuevas con sus descendientes. El tiempo que ha que salieron los Navatlacas de su tierra, conforme a la computación de sus libros, pasa ya de ochocientos años, y reducido a nuestra cuenta, fué el año del Señor de ochocientos y veinte, cuando comenzaron a salir de su tierra. Tardaron en llegar a la que ahora tienen poblada de Méjico, enteros ochenta años.
Fué la causa de tan espacioso viaje haberles persuadido sus dioses (que sin duda eran demonios que hablaban visiblemente con ellos) que fuesen inquiriendo nuevas tierras de tales y tales señas, y así venían explorando la tierra y mirando las señas que sus ídolos les habían dado, y donde hallaban buenos sitios, los iban poblando, y sembraban y cogían; y como descubrían mejores lugares, desamparaban los ya poblados, dejando todavía alguna gente, mayormente viejos y enfermos y gente cansada; dejando también buenos edificios, de que hoy día se halla rastro por el camino que trajeron. Con este modo de caminar tan despacio gastaron ochenta años en camino que se puede andar en un mes, y así entraron en la tierra de Méjico el año de novecientos y dos, a nuestra cuenta.
Capítulo III
Cómo los seis linajes Navatlacas poblaron la tierra de Méjico
Estos siete linajes que he dicho, no salieron todos juntos. Los primeros fueron los Suchimilcos, que quiere decir gente de sementeras de flores. Estos poblaron a la orilla de la gran laguna de Méjico, hacia el mediodía, y fundaron una ciudad de su nombre y otros muchos lugares. Mucho después llegaron los del segundo linaje, llamados Chalcas, que significa gente de las bocas, y también fundaron otra ciudad de su nombre, partiendo términos con los Suchimilcos. Los terceros fueron los Tepanecas, que quiere decir gente de la puente, y también poblaron en la orilla de la laguna al occidente. Estos crecieron tanto, que a la cabeza de su provincia la llamaron Azcapuzalco, que quiere decir hormiguero, y fueron gran tiempo muy poderosos.
Tras éstos vinieron los que poblaron a Tezcuco, que son los de Culhua, que quiere decir gente corva, porque en su tierra había un cerro muy encorvado. Y así quedó la laguna cercada de estas cuatro naciones, poblando éstos al oriente y los Tepanecas al norte. Estos de Tezcuco fueron tenidos por muy cortesanos y bien hablados, y su lengua es muy galana. Después llegaron los Tlatluícas, que significa gente de la sierra; éstos eran los más toscos de todos, y como hallaron ocupados todos los llanos en contorno de la laguna hasta las sierras, pasaron de la otra parte de la sierra, donde hallaron una tierra muy fértil, espaciosa y caliente, donde poblaron grandes pueblos y muchos; y a la cabeza de su provincia llamaron Quahunahuac, que quiere decir lugar donde suena la voz del águila, que corrompidamente nuestro vulgo llama Quernavaca; y aquella provincia es la que hoy se dice el Marquesado.
Los de la sexta generación, que son los Tlascaltecas, que quiere decir gente de pan, pasaron la serranía hacia el oriente, atravesando la sierra nevada, donde está el famoso volcán entre Méjico y la ciudad de los Ángeles. Hallaron grandísimos sitios, extendiéronse mucho, fabricaron bravos edificios, fundaron diversos pueblos y ciudades; la cabeza de su provincia llamaron de su nombre, Tlascala. Esta es la nación que favoreció a los españoles, y con su ayuda ganaron la tierra, y por eso, hasta el día de hoy, no pagan tributo y gozan de exención general.
Al tiempo que todas estas naciones poblaban, los Chichimecas, antiguos pobladores, no mostraron contradicción, ni hicieron resistencia; solamente se extrañaban y, como admirados, se escondían en lo más oculto de las peñas. Pero los que habitaban de la otra parte de la sierra nevada, donde poblaron los Tlascaltecas, no consintieron lo que los demás Chichimecas, antes se pusieron a defenderles la tierra, y, como eran gigantes, según la relación de sus historias, quisieron echar por fuerza a los advenedizos; mas fué vencida su mucha fuerza con la maña de los Tlascaltecas. Los cuales los aseguraron y, fingiendo paz con ellos, los convidaron a una gran comida, y teniendo gente puesta en celada, cuando más metidos estaban en su borrachera hurtáronles las armas con mucha disimulación, que eran unas grandes porras y rodelas y espadas de palo y otros géneros. Hecho esto, dieron de improviso en ellos; queriéndose poner en defensa y echando menos sus armas, acudieron a los árboles cercanos y, echando mano de sus ramas, así las desgajaban, como otros deshojaron lechugas. Pero, al fin, como los Tlascaltecas venían armados y en orden, desbarataron a los gigantes, y hirieron en ellos sin dejar hombre a vida.
Nadie se maraville, ni tenga por fábula lo de estos gigantes, porque hoy día se hallan huesos de hombres de increíble grandeza. Estando yo en Méjico año de ochenta y seis, toparon un gigante de éstos enterrado en una heredad nuestra que llamamos Jesús del Monte, y nos trajeron a mostrar una muela, que, sin encarecimiento, sería bien tan grande como un puño de un hombre, y a esta proporción lo demás, lo cual yo vi, y me maravillé de su deforme grandeza. Quedaron, pues, con esta victoria los Tlacaltecas pacíficos, y todos los otros linajes sosegados, y siempre conservaron entre sí amistad las seis generaciones forasteras, que he dicho, casando sus hijos e hijas unos con otros, y partiendo términos pacíficamente, y atendiendo con una honesta competencia a ampliar e ilustrar su república cada cual, hasta llegar a gran crecimiento y pujanza.
Los bárbaros Chichimecos, viendo lo que pasaba, comenzaron a tener alguna policía, y cubrir sus carnes, y hacérseles vergonzoso lo que hasta entonces no la era, y tratando ya con esotra gente, y con la comunicación perdiéndoles el miedo, fueron aprendiendo de ellos, y ya hacían sus chozas y buhíos, y tenían algún orden de república, eligiendo sus señores y reconociéndoles superioridad. Y así salieron en gran parte de aquella vida bestial que tenían; pero siempre en los montes y llegados a las sierras y apartados de los demás.
Por este mismo tenor tengo por cierto que han procedido las más naciones y provincias de Indias, que los primeros fueron hombres salvajes, y por meterse de caza fueron penetrando tierras asperísimas y descubriendo nuevo mundo y habitando en él cuasi como fieras, sin casa, ni techo, ni sementera, ni ganado, ni rey, ni ley, ni Dios, ni razón. Después, otros, buscando nuevas y mejores tierras, poblaron lo bueno e introdujeron orden y policía y modo de república, aunque es muy bárbara. Después, o de estos mismos, o de otras naciones, hombres que tuvieron más brío y maña que otros, se dieron a sujetar y oprimir a los menos poderosos, hasta hacer reinos e imperios grandes.
Así fué en Méjico, así fué en el Perú y así es, sin duda, donde quiera que se hallan ciudades y repúblicas fundadas entre estos bárbaros. Por donde vengo a confirmarme en mi parecer, que largamente traté en el primer libro, que los primeros pobladores de las Indias occidentales vinieron por tierra, y, por el consiguiente, toda la tierra de Indias está continuada con la de Asia, Europa y África, y el mundo nuevo con el viejo, aunque hasta el día presente no está descubierta la tierra, que añuda y junta estos dos mundos, o si hay mar en medio, es tan corto, que le pueden pasar a nado fieras y hombres en pobres barcos. Mas dejando esta filosofía, volvamos a nuestra historia.
Capítulo IV
De la salida de los mejicanos, y camino y población de Mechoacán
Habiendo, pues, pasado trescientos y dos años que los seis linajes referidos salieron de su tierra y poblaron la de Nueva España, estando ya la tierra muy poblada y reducida a orden y policía, aportaron a ella los de la séptima cueva o linaje, que es la nación mejicana, la cual, como las otras, salió de las provincias de Aztlán y Teuculhuacan, gente política y cortesana y muy belicosa. Adoraban éstos el ídolo llamado Vitzilipuztli, de quien se ha hecho larga mención arriba, y el demonio que estaba en aquel ídolo hablaba y regía muy fácilmente esta nación.
Éste, pues, les mandó salir de su tierra, prometiéndoles que los haría príncipes y señores de todas las provincias que habían poblado las otras seis naciones; que les daría tierra muy abundante, mucho oro, plata, piedras preciosas, plumas y mantas ricas. Con esto salieron llevando a su ídolo metido en una arca de juncos, la cual llevaban cuatro sacerdotes principales, con quien él se comunicaba y decía en secreto los sucesos de su camino, avisándoles lo que les había de suceder, dándoles leyes y enseñándoles los ritos y ceremonias y sacrificios. No se movían un punto sin parecer y mandato de este ídolo. Cuándo habían de caminar y cuándo parar y dónde, él lo decía y ellos puntualmente obedecían.
Lo primero que hacían dondequiera que paraban era edificar casa o tabernáculo para su falso dios, y poníanle siempre en medio del real que asentaban, puesta el arca siempre sobre un altar hecho al mismo modo que le usa la Iglesia cristiana. Hecho esto, hacían sus sementeras de pan y de las demás legumbres que usaban; pero estaban tan puestos en obedecer a su Dios, que si él tenía por bien que se cogiese, lo cogían, y si no, en mandándoles alzar su real, allí se quedaba todo para semilla y sustento de los viejos y enfermos y gente cansada que iban dejando de propósito donde quiera que poblaban, pretendiendo que toda la tierra quedase poblada de su nación.
Parecerá, por ventura, esta salida y peregrinación de los mejicanos, semejante a la salida de Egipto y camino que hicieron los hijos de Israel, pues aquéllos, como éstos, fueron amonestados a salir y buscar tierra de promisión, y los unos y los otros llevaban por guía su dios, y consultaban el arca, y le hacían tabernáculo, y allí les avisaba y daba leyes y ceremonias, y así los unos, como los otros, gastaron gran número de años en llegar a la tierra prometida. Que en todo esto y en otras muchas cosas hay semejanza de lo que las historias de los mejicanos refieren, a lo que la divina Escritura cuenta de los israelitas. Y, sin duda, es ello así: que el demonio, príncipe de soberbia, procuró en el trato y sujeción de esta gente remedar lo que el altísimo y verdadero Dios obró con su pueblo, porque, como está tratado arriba, es extraño el hipo que satanás tiene de asemejarse a Dios, cuya familiaridad y trato con los hombres pretendió este enemigo mortal falsamente usurpar.
Jamás se ha visto demonio que así conversase o con las gentes, como este demonio Vitzilipuztli. Y bien se parece quién él era, pues no se ha visto ni oído ritos más supersticiosos, ni sacrificios más crueles y inhumanos, que los que éste enseñó a los suyos; en fin, como dictados del mismo enemigo del género humano. El caudillo y capitán que éstos seguían tenía por nombre Meji; y de ahí se derivó después el nombre de Méjico y el de su nación mejicana.
Caminando, pues, con la misma prolijidad que las otras seis naciones, poblando, sembrando y cogiendo en diversas partes, de que hay hasta hoy señales y ruinas, pasando muchos trabajos y peligros, vinieron a cabo de largo tiempo a aportar a la provincia que se llama de Mechoacán, que quiere decir tierra de pescado, porque hay en ella mucho en grandes y hermosas lagunas que tiene, donde, contentándose del sitio y frescura de la tierra, quisieran descansar y parar. Pero, consultando su ídolo y no siendo de ello contento, pidiéronle que, a lo menos, les permitiese dejar de su gente allí, que poblasen tan buena tierra, y de esto fué contento, dándoles industrias como lo hiciesen, que fué que, en entrando a bañarse en una laguna hermosa que se dice Pázcuaro, así hombres como mujeres, les hurtasen la ropa los que quedasen, y luego, sin ruido, alzasen su real y se fuesen; y así se hizo.
Los otros, que no advirtieron el engaño, con el gusto de bañarse, cuando salieron y se hallaron despojados de sus ropas, y así burlados y desamparados de los compañeros, quedaron muy sentidos y quejosos, y, por declarar el odio que les cobraron, dicen que mudaron traje y aun lenguaje. A lo menos es cosa cierta que siempre fueron estos Mechoacanes enemigos de los mejicanos, y así vinieron a dar el parabién al marqués del Valle de la victoria que había alcanzado cuando ganó a Méjico.
Capítulo V
De lo que les sucedió en Malinalco y en Tula y en Chapultepec
Hay de Mechoacán a Méjico más de cincuenta leguas. En este camino está Malinalco, donde les sucedió que, quejándose a su ídolo de una mujer que venía en su compañía, grandísima hechicera, cuyo nombre era Hermana de su Dios, porque con sus malos artes les hacía grandísimos daños, pretendiendo por cierta vía hacerse adorar de ellos por diosa, el ídolo habló en sueños a uno de aquellos viejos que llevaban el arca, y mandó que, de su parte, consolase al pueblo, haciéndoles de nuevo grandes promesas, y que a aquella su Hermana, como cruel y mala, la dejasen con toda su familia, alzando el real de noche y con gran silencio y sin dejar rastro por donde iban.
Ellos lo hicieron así; y la hechicera, hallándose sola con su familia y burlada, pobló allí un pueblo, que se llama Malinalco; y tienen por grandes hechiceros a los naturales de Malinalco, como a hijos de tal madre. Los mejicanos, por haberse diminuido mucho por estas divisiones y por los muchos enfermos y gente cansada que iban dejando, quisieron rehacerse y pararon en un asiento que se dice Tula, que quiere decir lugar de justicia. Allí el ídolo les mandó que atajasen un río muy grande, de suerte que se derramase por un gran llano, y con la industria que les dió cercaron de agua un hermoso cerro llamado Coatepec y hicieron una laguna grande, la cual cercaron de sauces, álamos, sabinas y otros árboles. Comenzóse a criar mucho pescado y a acudir allí muchos pájaros, con que se hizo un deleitoso lugar. Pareciéndoles bien el sitio, y estando hartos de tanto caminar trataron muchos de poblar allí y no pasar adelante.
De esto el demonio se enojó reciamente y, amenazando de muerte a sus sacerdotes, mandóles que quitasen la represa al río y le dejasen ir por donde antes corría, y a los que habían sido desobedientes dijo que aquella noche él les daría el castigo que merecían; y como el hacer mal es tan propio del demonio, y permite la justicia divina muchas veces que sean entregados a tal verdugo los que le escogen por su dios, acaeció que a la media noche oyeron en cierta parte del real un gran ruido, y a la mañana, yendo allá, hallaron muertos los que habían tratado de quedarse allí; y el modo de matarlos fué abrirles los pechos y sacarles los corazones, que de este modo los hallaron. Y de aquí les enseñó a los desventurados su bonito dios el modo de sacrificios que a él lo agradaban, que era abrir los pechos y sacar los corazones a los hombres, como lo usaron siempre de allí en adelante en sus horrendos sacrificios.
Con este castigo, y con habérseles secado el campo por haberse desaguado la laguna, consultando a su dios de su voluntad y mandato, pasaron poco a poco hasta ponerse una legua de Méjico, en Chapultepec, lugar célebre por su recreación y frescura. En este cerro se hicieron fuertes, temiéndose de las naciones que tenían poblada aquella tierra, que todas les eran contrarias, mayormente por haber infamado a los mejicanos un Copil, hijo de aquella hechicera que dejaron en Malinalco; el cual, por mandado de su madre, a cabo de mucho tiempo, vino en seguimiento de los mejicanos, y procuró incitar contra ellos a los Tepanecas y a los otros circunvecinos y hasta los Chalcas, de suerte que con mano armada vinieron a destruir a los mejicanos.
El Copil se puso en un cerro, que está en medio de la laguna, que se llama Acopilco, esperando la destrucción de sus enemigos; mas ellos por aviso de su ídolo, fueron a él, y tomándole descuidado, le mataron y trajeron el corazón a su dios, el cual mandó echar en la laguna, de donde fingen haber nacido un tunal, donde se fundó Méjico. Vinieron a las manos los Chalcas y las otras naciones con los mejicanos, los cuales habían elegido por su capitán a un valiente hombre llamado Vitzlovitli; y en la refriega éste fué preso y muerto por los contrarios; mas no perdieron por eso el ánimo los mejicanos y, peleando valerosamente, a pesar de los enemigos, abrieron camino por sus escuadrones y, llevando en medio a los viejos y niños y mujeres, pasaron hasta Atlacuyavaya, pueblo de los Culhuas, a los cuales hallaron de fiesta, y allí se hicieron fuertes. No les siguieron los Chalcas, ni los otros; antes, de puro corridos de verse desbaratados de tan pocos, siendo tanto, se retiraron a sus pueblos.
Capítulo VI
De la guerra que tuvieron con los de Culhuacán
Por consejo del ídolo enviaron sus mensajeros al señor de Culhuacán, pidiéndole sitio donde poblar; y, después de haberlo consultado con los suyos, les señaló a Tizaapán, que quiere decir aguas blancas, con intento de que se perdiesen y muriesen, porque en aquel sitio había grande suma de víboras y culebras y otros animales ponzoñosos, que se criaban en un cerro cercano. Mas ellos, persuadidos y enseñados de su demonio, admitieron de buena gana lo que les ofrecieron, y por arte diabólica amansaron todas aquellas animalias, sin que les hiciesen daño alguno, y aun las convirtieron en mantenimiento, comiendo muy a su salvo y placer de ellas.
Visto esto por el señor de Culhuacán, y que habían hecho sementeras y cultivaban la tierra, tuvo por bien admitirlos a su ciudad y contratar con ellos muy de amistad; mas el Dios que los mejicanos adoraban (como suele) no hacía bien sino para hacer más mal. Dijo, pues, a sus sacerdotes que no era aquél el sitio adonde él quería que permaneciesen, y que el salir de allí había de ser trabando guerra; y para esto se había de buscar una mujer, que se había de llamar la diosa de la discordia, y fué la traza enviar a pedir al rey de Culhuacán su hija para reina de los mejicanos y madre de su dios; a él le pareció bien la embajada, y luego la dió con mucho aderezo y acompañamiento.
Aquella misma noche que llegó, por orden del homicida a quien adoraban, mataron cruelmente la moza y, desollándole el cuero, como lo hacen delicadamente, vistiéronle a un mancebo y encima sus ropas de ella, y de esta suerte le pusieron junto al ídolo, dedicándola por diosa y madre de su dios; y siempre de allí adelante la adoraban, haciéndole después ídolo, que llamaron Tocci, que es nuestra abuela. No contentos con esta crueldad, convidaron con engaño al rey de Culhuacún, padre de la moza, que viniese a adorar a su hija, que estaba ya consagrada diosa; y viniendo él con grandes presentes y mucho acompañamiento de los suyos, metiéronle a la capilla donde estaba su ídolo, que era muy oscura, para que ofreciese sacrificio a su hija, que estaba allí; mas acaeció encenderse el incienso que ofrecían en un brasero a su usanza, y con la llama reconoció el pellejo de su hija, y entendida la crueldad y engaño, salió dando voces, y con toda su gente dió en los mejicanos con rabia y furia, hasta hacerles retirar a la laguna tanto, que cuasi se hundían en ella.
Los mejicanos, defendiéndose y arrojando ciertas varas que usaban, con que herían reciamente a sus contrarios, en fin cobraron la tierra y, desamparando aquel sitio, se fueron bogando la laguna, muy destrozados y mojados, llorando y dando alaridos los niños y mujeres contra ellos y contra su dios, que en tales pasos los traía. Hubieron de pasar un río, que no se pudo vadear, y de sus rodelas, fisgas y juncias hicieron unas balsillas, en que pasaron; en fin, rodeando de Culhuacán vinieron a Iztapalapa, y de allí a Acatzintitlán, y después a Iztacalco, y finalmente al lugar donde está hoy la ermita de San Antón, a la entrada de Méjico, y el barrio que se llama al presente de San Pablo, consolándoles su ídolo en los trabajos y animándoles con promesas de cosas grandes.
Capítulo VII
De la fundación de Méjico
Siendo ya llegado el tiempo que el padre de las mentiras cumpliese con su pueblo, que ya no podía soportar tantos rodeos y trabajos y peligros, acaeció que unos viejos hechiceros o sacerdotes, entrando por un carrizal espeso, toparon un golpe de agua muy clara y muy hermosa y que parecía plateada, y, mirando alrededor, vieron los árboles todos blancos, y el prado, blanco, y los peces, blancos, y todo cuanto miraban, muy blanco. Y admirados de esto, acordáronse de una profecía de su dios, que les había dado aquello por señal del lugar adonde habían de descansar y hacerse señores de las otras gentes, y llorando de gozo volvieron con las buenas nuevas al pueblo.
La noche siguiente apareció en sueño Vitzilipuztli a un sacerdote anciano, y díjole que buscasen en aquella laguna un tunal, que nacía de una piedra, que, según dijo, era donde por su mandado habían echado el corazón de Copil, su enemigo, hijo de la hechicera, y que sobre aquel tunal verían un águila muy bella, que se apacentaba allí de pájaros muy galanos, y que cuando esto viesen, supiesen que era el lugar donde se había de fundar su ciudad, la cual había de prevalecer a todas las otras y ser señalada en el mundo.
El anciano, por la mañana, juntando todo el pueblo, desde el mayor hasta el menor, les hizo una larga plática en razón de lo mucho que debían a su dios, y de la revelación, que, aunque indigno, había tenido aquella noche, concluyendo que debían todos ir en demanda de aquel bienaventurado lugar, que les era prometido; lo cual causó tanta devoción y alegría en todos, que sin dilación se pusieron luego a la empresa. Y dividiéndose a una parte y a otra por toda aquella espesura de espadañas y carrizales y juncias de la laguna, comenzaron a buscar por las señas de la revelación el lugar tan deseado. Toparon aquel día el golpe de agua del día antes, pero muy diferente, porque no venía blanca, sino bermeja, como de sangre; y partiéndose en dos arroyos, era el uno azul espesísimo, cosa que les maravilló y denotó gran misterio, según ellos lo ponderaban.
Al fin, después de mucho buscar acá y allá, apareció el tunal nacido de una piedra, y en él estaba un águila real, abiertas las alas y tendidas, y ella vuelta al sol, recibiendo su calor; alrededor había gran variedad de pluma rica de pájaros, blanca, colorada, amarilla, azul y verde, de aquella fineza que labran imágenes. Tenía el águila en las uñas un pájaro muy galano. Como la vieron y reconocieron ser el lugar del oráculo, todos se arrodillaron, haciendo gran veneración al águila, y ella también les inclinó la cabeza, mirándolos a todas partes. Aquí hubo grandes alaridos y muestras de devoción y hacimiento de gracias al criador y a su gran dios Vitzilipuztli, que en todo les era padre y siempre les había dicho verdad. Llamaron por eso la ciudad que allí fundaron Tenoktitlán, que significa tunal en piedra; y sus armas y insignias son, hasta el día de hoy, un águila sobre un tunal, con un pájaro en la una mano, y con la otra asentada en el tunal.
El día siguiente, de común parecer, fueron a hacer una ermita junto al tunal del águila, para que reposase allí el arca de su dios, hasta que tuviesen posibilidad de hacerle suntuoso templo; y así la hicieron de céspedes y tapias y cubriéronla de paja. Luego, habida su consulta, determinaron comprar de los comarcanos piedra y madera y cal a trueque de peces, ranas y camarones, y asimismo de patos, gallaretas, corvejones y otros diversos géneros de aves marinas; todo lo cual pescaban y cazaban con suma diligencia en aquella laguna, que de esto es muy abundante. Iban con estas cosas a los mercados de las ciudades y pueblos de los Tepanecas y de los de Tezcuco, circunvecinos, y con mucha disimulación e industria juntaban poco a poco lo que habían menester para el edificio de su ciudad, y haciendo de piedra y cal otra capilla mejor para su ídolo, dieron en cegar con planchas y cimientos gran parte de la laguna.
Hecho esto, habló el ídolo a uno de sus sacerdotes, una noche, en esta forma: Di a la congregación mejicana que se dividan los señores, cada uno con sus parientes y amigos y allegados, en cuatro barrios principales, tomando en medio la casa que para mi descanso habéis hecho, y cada parcialidad edifique en su barrio a voluntad. Así se puso en ejecución, y estos son los cuatro barrios principales de Méjico, que hoy día se llaman San Juan, Santa María la Redonda, San Pablo, San Sebastián.
Después de divididos los mejicanos en estos cuatro barrios, mandóles su dios que repartiesen entre sí los dioses que él les señalase, y cada principal barrio de los cuatro nombrase y señalase otros barrios particulares, donde aquellos dioses fuesen reverenciados, y así a cada barrio de éstos eran subordinados otros muchos pequeños, según el número de los ídolos que su dios les mandó adorar, los cuales llamaron Capultetco, que quiere decir dios de los barrios. De esta manera se fundó, y de pequeños principios vino a grande crecimiento la ciudad de Méjico Tenoxtitlán.
Capítulo VIII
Del motín de los de Tlatellulco, y del primer rey que eligieron los mejicanos
Hecha la división de barrios y colaciones con el concierto dicho, a algunos de los viejos y ancianos, pareciéndoles que en la partición de los sitios no se les daba la ventaja que merecían, como gente agraviada, ellos, sus parientes y amigos se amotinaron y se fueron a buscar nuevo asiento; y discurriendo por la laguna, vinieron a hallar una pequeña albarrada o terrapleno, que ellos llaman Tlatelollí, adonde poblaron, dándole el nombre de Tlatellulco, que es lugar de terrapleno. Esta fué la tercera división, división de los mejicanos después que salieron de su tierra, siendo la primera la de Mechoacán y la segunda la de Malinalco.
Eran estos que se apartaron a Tlatellulco, de cuyo inquietos y mal intencionados, y así hacían a sus vecinos los mejicanos la peor vecindad que podían; siempre tuvieron revueltas con ellos y les fueron molestos, y aun hasta hoy duran la enemistad y bandos antiguos. Viendo, pues, los de Tenoxtitlán que les eran muy contrarios estos de Tlatellulco, y que iban multiplicando, con recelo y temor de que por tiempo viniesen a sobrepujarles, tuvieron sobre el caso larga consulta, y salió de acuerdo que era bien eligir rey a quien ellos obedeciesen y los contrarios temiesen, porque con esto estarían entre sí más unidos y fuertes, y los enemigos no se les atreverían tanto.
Puestos en eligir rey, tomaron otro acuerdo muy importante y acertado, de no elegirle de entre sí mismos, por evitar disenciones, y por ganar con el nuevo rey alguna de las naciones cercanas, de que se vían rodeados y destituídos de todo socorro. Y mirado todo, así para aplacar al rey de Culhuacán, a quien tenían gravemente ofendido por haberle muerto y desollado la hija de su antecesor, y hecho tan pesada burla, como también por tener rey que fuese de su sangre mejicana, de cuya generación había muchos en Culhuacán, del tiempo que vivieron en paz con ellos, determinaron eligir por rey un mancebo llamado Acamapixli, hijo de un gran príncipe mejicano y de una señora, hija del rey de Culhuacán.
Enviáronle luego embajadores a pedírselo con un gran presente, los cuales dieron su embajada en esta forma: Gran señor, nosotros, tus vasallos y siervos mejicanos, metidos y encerrados entre las espadañas y carrizales de la laguna, solos y desamparados de todas las naciones del mundo, encaminados solamente por nuestro dios al sitio donde agora estamos, que cae en la jurisdicción de tu término y del de Azcapuzalco y del de Tezcuco, ya que nos habéis permitido estar en él, no queremos, ni es razón, estar sin cabeza y señor que nos mande, corrija, guíe y enseñe en nuestro modo de vivir, y nos defienda y ampare de nuestros enemigos. Por tanto, acudimos a ti sabiendo que en tu casa y corte hay hijos de nuestra generación emparentada con la vuestra, salidos de nuestras entrañas y de las vuestras, sangre nuestra y vuestra. Entre éstos tenemos noticia de un nieto tuyo y nuestro, llamado Acamapixtli; suplicámoste nos lo des por señor, al cual estimaremos como merece, pues es de la línea de los señores mejicanos y de los reyes de Culhuacán.
El rey, visto el negocio y que no le estaba mal aliarse con los mejicanos, que eran valientes, les respondió que llevasen su nieto mucho en hora buena; aunque añadió que, si fuera mujer, no se la diera, significando el hecho tan feo que arriba se ha referido. Y acabó su plática con decir: Vaya mi nieto, y sirva a vuestro dios, y sea su lugarteniente y rija y gobierne las criaturas de aquel por quien vivimos, señor de la noche y día, y de los vientos. Vaya y sea señor del agua y de la tierra que posee la nación mejicana; llevalde en buena hora, y mirá que le tratéis como a hijo y nieto mío.
Los mejicanos le rindieron las gracias, y juntamente le pidieron le casase de su mano, y así le dió por mujer una señora muy principal entre ellos. Trajeron al nuevo rey y reina con la honra posible, y hiciéronles su recibimiento, saliendo cuantos había, hasta los muy chiquitos, a ver su rey, y llevándolos a unos palacios, que entonces eran harto pobres, y sentándolos en sus asientos de reyes, luego se levantó uno de aquellos ancianos y retóricos, de que tuvieron gran cuenta, y habló en esta manera: Hijo mío, señor y rey nuestro, seas muy bien venido a esta pobre casa y ciudad, entre estos carrizales y espadañas, adonde los pobres de tus padres, abuelos y parientes padecen lo que el señor de lo criado se sabe. Mira, señor, que vienes a ser amparo, sombra y abrigo de esta nación Mejicana, por ser la semejanza de nuestro dios Vitzilipuztli, por cuya causa se te da el mando y la jurisdicción. Bien sabes que no estamos en nuestra tierra, pues la que poseemos agora es ajena, y no sabemos lo que será de nosotros mañana o esotro día. Y así considera, que no vienes a descansar, ni a recrearte, sino a tomar nuevo trabajo con carga tan pesada, que siempre te ha de hacer trabajar, siendo esclavo de toda esta multitud, que te cupo en suerte, y de toda esotra gente comarcana, a quien has de procurar de tener muy gratos y contentos, pues sabes vivimos en sus tierras y término. Y así cesó, con repetir seáis muy bien venido tú y la reina nuestra señora a este vuestro reino.
Esta fué la plática del viejo, la cual, con las demás que celebran las historias mejicanas, tenían por uso aprender de coro los mozos, y por tradición se conservaron estos razonamientos, que algunos de ellos son dignos de referir por sus propias palabras. El rey respondió dando las gracias, y ofreciendo su diligencia y cuidado en defendelles y ayudarles cuanto él pudiese. Con esto le juraron, y conforme a su modo le pusieron la corona de rey, que tiene semejanza a la corona de la señoría de Venecia. El nombre de este rey primero Acamapixtli, quiere decir, cañas en puño; y así su insignia es una mano, que tiene muchas sacias de caña.
Capítulo IX
Del extraño tributo que pagaban los mejicanos a los de Azcapuzalco
Fué la elección del nuevo rey tan acertada, que en poco tiempo comenzaron los mejicanos a tener forma de república y cobrar nombre y opinión con los extraños. Por donde sus circunvecinos, movidos de envidia y de temor, trataron de sojuzgarlos, especialmente los Topanecas, cuya cabeza era la ciudad de Azcapulco, a los cuales pagaban tributo, como gente que había venido de fuera y moraba en su tierra.
Pero el rey de Azcapuzalco, con recelo del poder que iba creciendo, quiso oprimir a los mejicanos, y habida su consulta con los suyos, envió a decir al rey Acamapixtli que el tributo que le pagaban era poco, y que de ahí adelante le habían también de traer sabinas y sauces para el edificio de su ciudad, y ultra de eso le habían de hacer una sementera en el agua de varias legumbres, y así nacida y criada se la habían de traer por la misma agua cada año sin faltar, donde no que los declararía por enemigos y los asolaría.
De este mandato recibieron los mejicanos terrible pena, pareciéndoles cosa imposible lo que les demandaba, y que no era otra cosa sino buscar ocasión para destruillos. Pero su dios Vitzilipuztli les consoló apareciendo aquella noche a un viejo y mandándole que dijese a su hijo el rey, de su parte, que no dudase de aceptar el tributo, que él le ayudaría y todo sería fácil. Fue así que, llegado el tiempo del tributo, llevaron los mejicanos los árboles que les habían mandado, y más la sementera hecha en el agua, y llevada por el agua, en la cual había mucho maíz (que es su trigo) granado ya con sus mazorcas, había chili, o ají, había bledos, tomates, frísoles, chía, calabazas y otras muchas cosas, todo crecido y de sazón.
Los que no han visto las sementeras que se hacen en la laguna de Méjico en medio de la misma agua, ternán por patraña lo que aquí se cuenta, o, cuando mucho, creerán que era encantamento del demonio, a quien esta gente adoraba. Mas, en realidad de verdad es cosa muy hacedera, y se ha hecho muchas veces hacer sementera movediza en el agua, porque sobre juncia y espadaña se echa tierra en tal forma, que no la deshaga el agua, y allí se siembra y cultiva y crece y madura y se lleva de una parte a otra. Pero el hacerse con facilidad y en mucha cuantidad y muy de sazón, todo bien arguye que el Vitzilipuztli, que por otro nombre se dice Patillas, anduviese por allí, mayormente cuando no habían hecho ni visto tal cosa.
Así, se maravilló mucho el rey de Azcapuzalco cuando vió cumplido lo que él había tenido por imposible, y dijo a los suyos que aquella gente tenía gran dios, que todo les era fácil. Y a ellos les dijo que, pues su dios se lo daba todo hecho, que quería que otro año, al tiempo del tributo, le trajesen también en la sementera un pato y una garza, con sus huevos empollados, y que había de ser de suerte que, cuando llegasen, habían de sacar sus pollos, y que no había de ser de otra suerte, so pena de incurrir en su enemistad.
Siguióse la congoja en los mejicanos que mandato tan soberbio y difícil requería; mas su dios, de noche (como él solía), los conhortó por uno de los suyos y dijo que todo aquello tomaba él a su cargo, que no tuviesen pena que estuviesen ciertos que venía tiempo en que pagasen con las vidas los de Azcapuzalco aquellos antojos de nuevos tributos; pero que al presente era bien callar y obedecer. Al tiempo del tributo, llevando los mejicanos cuanto se les había pedido de su sementera, remaneció en la balsa (sin saber ellos cómo) un pato y una garza empollando sus huevos, y caminando llegaron a Azcapuzalco, donde luego sacaron sus pollos. Por donde admirado sobre manera el rey de Azcapuzalco, tornó a decir a los suyos que aquellas cosas eran más que humanas, y que los mejicanos llevaban manera de ser señores de todo. Pero, en fin, el orden de tributar no se aflojó un punto, y por no hallarse poderoso, tuvieron sufrimiento, y permanecieron en esta sujeción y servidumbre cincuenta años.
En este tiempo acabó el rey Acamapixtli, habiendo acrecentado su ciudad de Méjico de muchos edificios, calles y acequias, y mucha abundancia de mantenimientos. Reinó con mucha paz y quietud cuarenta años, celando siempre el bien y aumento de su república; estando para morir hizo una cosa memorable, y fué que, teniendo hijos legítimos a quien pudiera dejar la sucesión del reino, no lo quiso hacer; antes dejó en su libertad a la república que, como a él le habían libremente elegido, así eligiesen a quien les estuviese mejor para su buen gobierno, y amonestándoles que mirasen el bien de su república. Y mostrando dolor de no dejarles libres del tributo y sujeción, con encomendarles sus hijos y mujer hizo fin, dejando todo su pueblo desconsolado por su muerte.
Capítulo X
Del segundo rey y de lo que sucedió en su reinado
Hechas las exequias del rey difunto, los ancianos y gente principal, y alguna parte del común, hicieron su junta para elegir rey, donde el más anciano propuso la necesidad en que estaban y que convenía elegir por cabeza de su ciudad persona que tuviese piedad de los viejos y de las viudas y huérfanos, y fuese padre de la república, porque ellos habían de ser las plumas de sus alas y las pestañas de sus ojos y las barbas de su rostro; y que era necesario fuese valeroso, pues habían de tener necesidad de valerse presto de sus brazos, según se lo había profetizado su dios.
Fué la resolución elegir por rey un hijo del antecesor, usando en esto de tan noble término, de dalle por sucesor a su hijo, como él lo tuvo en hacer más confianza de su república. Llamábase este mozo Vitzlovitli, que significa pluma rica; pusiéronle corona real y ungiéronle, como fué costumbre hacerlo con todos sus reyes, con una unción que llamaban divina, porque era la misma con que ungían su ídolo. Hízolo luego un retórico una elegante plática, exhortándole a tener ánimo para sacallos de los trabajos, servidumbre y miseria en que vivían oprimidos de los Azcapuzalcos, y, acabada, todos le saludaron y le hicieron su reconocimiento.
Era soltero este rey, y pareció a su consejo que era bien casarle con hija del rey de Azcapuzalco, para tenerle por amigo y disminuir algo con esta ocasión de la pesada carga de los tributos que le daban; aunque temieron que no se dignase darles su hija, por tenerles por vasallos. Mas, pidiéndosela con grande humildad y palabras muy comedidas, el rey de Azcapuzalco vino en ello y les dió una hija suya llamada Ayauchigual, a la cual llevaron con gran fiesta y regocijo a Méjico, e hicieron la ceremonia y solemnidad del casamiento, que era atar un canto de la capa del hombre con otro del manto de la mujer, en señal de vínculo de matrimonio.
Nacióle a esta reina un hijo, cuyo nombre pidieron a su abuelo el rey de Azcapuzalco, y echando sus suertes, como ellos usan (porque eran en extremo grandes agoreros en dar nombres a sus hijos), mandó que llamasen a su nieto Chimalpopoca, que quiere decir rodela que echa humo. Con el contento que el rey de Azcapuzalco mostró del nieto, tomó la reina, su hija, de pedirle por bien, pues tenía ya nieto mejicano, de relevar a los mejicanos de la carga tan grave de sus tributos; lo cual el rey hizo de buena gana con parecer de los suyos, dejándoles en lugar del tributo que daban, obligación de que cada año llevasen un par de patos o unos peces en reconocimiento de ser sus súbditos y estar en su tierra. Quedaron con esto muy aliviados y contentos los de Méjico; mas el contento duró poco, porque la reina, su protectora, murió dentro de pocos años, y otro año después el rey de Méjico, Vitzilovitli, dejando de diez años a su hijo Chimalpopoca. Reinó trece años; murió de poca más edad de treinta.
Fué tenido por buen rey, diligente en el culto de sus dioses, de los cuales tenían por opinión que eran semejanza los reyes, y que la honra que se hacía a su dios, se hacía al rey, que era su semejanza, y por eso fueron tan curiosos los reyes en el culto y veneración de sus dioses. También fué sagaz en ganar las voluntades de los comarcanos y trabar mucha contratación con ello, con que acrecentó su ciudad, haciendo se ejercitasen los suyos en cosas de la guerra por la laguna, apercibiendo la gente para lo que andaban tramando de alcanzar, como presto parecerá.
Capítulo XI
Del tercero rey Chimalpopoca y de su cruel muerte, y ocasión de la guerra que hicieron los mejicanos
Por sucesor del rey muerto eligieron los mejicanos, sobre mucho acuerdo, a su hijo Chimalpopoca, aunque era muchacho de diez años, pareciéndoles que todavía les era necesario conservar la gracia del rey de Azcapuzalco con hacer rey a su nieto, y así le pusieron en su trono, dándole insignias de guerra, con un arco y flechas en la una mano, y una espada de navajas, que ellos usan, en la derecha, significando en esto, según ellos dicen, que por armas pretendían libertarse.
Pasaban los de Méjico gran penuria de agua, porque la de la laguna era cenagosa y mala de beber, y para remedio de esto hicieron que el rey muchacho enviase a pedir a su abuelo el de Azcapuzalco el agua del cerro de Chapultepec, que está una legua de Méjico, como arriba se dijo; lo cual alcanzaron liberalmente, y poniendo en ello diligencia, hicieron un acueducto de céspedes y estacas y carrizos, con que el agua llegó a su ciudad; pero, por estar fundada sobre la laguna y venir sobre ella el caño, en muchas partes se derrumbaba y quebraba y no podían gozar su agua como deseaban y habían menester. Con esta ocasión, ora sea que ellos de propósito la buscasen, para romper con los Tepanecas, ora que con poca consideración se moviesen, en efecto, enviaron una embajada al rey de Azcapuzalco muy resoluta, diciendo que del agua que les había hecho merced no podían aprovecharse, por habérseles desbaratado el caño por muchas partes; por tanto, le pedían les proveyese de madera y cal y piedra, y enviase sus oficiales, para que con ellos hiciesen un caño de cal y canto que no se desbaratase.
No lo supo bien al rey este recado, y mucho menos a los suyos, pareciéndoles mensaje muy atrevido y mal término de vasallos con sus señores. Indignados, pues, los principales del consejo, y diciendo que ya aquélla era mucha desvergüenza, pues no se contentando de que les permitiesen morar en tierra ajena y que les diesen su agua, querían que los fuesen a servir; que ¿qué cosa era aquélla, o de qué presumían gente fugitiva y metida entre espadañas? Que les habían de hacer entender si eran buenos para oficiales, y que su orgullo se abajaría con quitalles la tierra y las vidas.
Con esta plática y cólera se salieron, dejando al rey, que lo tenían por algo sospechoso por causa del nieto; y ellos aparte hicieron nueva consulta, de la cual salió mandar pregonar públicamente que ningún Tepaneca tuviese comercio con mejicano, ni fuesen a su ciudad, ni los admitiesen en la suya, so pena de la vida. De donde se puede entender que entre éstos el rey no tenía absoluto mando e imperio, y que más gobernaba a modo de cónsul o dux, que de rey, aunque después, con el poder, creció también el mando de los reyes, hasta ser puro tiránico, como se verá en los últimos reyes, porque entre bárbaros fué siempre así, que cuanto ha sido el poder, tanto ha sido el mandar. Y aun en nuestras Historias de España en algunos reyes antiguos se halla el modo de reinar que estos Tepanecas usaron. Y aun los primeros reyes de los romanos fueron así, salvo que Roma de reyes declinó a cónsules y senado, hasta que después volvió a emperadores; mas los bárbaros, de reyes moderados declinaron a tiranos, siendo el un gobierno y el otro como extremos y el medio más seguro el de reino moderado.
Mas, volviendo a nuestra historia, viendo el rey de Azcapuzalco la determinación de los suyos, que era matar a los mejicanos, rogóles que primero hurtasen a su nieto el rey muchacho, y después diesen en hora buena en los de Méjico. Cuasi todos venían en esto, por dar contento al rey y por tener lástima del muchacho; pero dos principales contradijeron reciamente, afirmando que era mal consejo, porque Chimalpopoca, aunque era de su sangre, era por vía de madre, y que la parte del padre había de tirar de él más. Y con esto concluyeron que el primero a quien convenía quitar la vida era a Chimalpopoca, rey de Méjico, y que así prometían de hacerlo.
De esta resistencia que le hicieron, y de la determinación con que quedaron, tuvo tanto sentimiento el rey de Azcapuzalco, que de pena y de mohina adoleció luego y murió poco después. Con cuya muerte, acabando los Tepanecas de resolver, acometieron una gran traición, y una noche, estando el muchacho rey de Méjico durmiendo sin guardia, muy descuidado, entraron en su palacio los de Azcapuzalco y con presteza mataron a Chimalpopoca, tornándose sin ser sentidos. Cuando, a la mañana, los nobles mejicanos, según su costumbre, fueron a saludar su rey y le hallaron muerto, y con crueles heridas, alzaron un alarido y llanto que cubrió toda la ciudad, y todos, ciegos de ira, se pusieron luego en armas para vengar la muerte de su rey.
Ya que ellos iban furiosos y sin orden, salióles al encuentro un caballero principal de los suyos, y procuró sosegarlos y reportarlos con un prudente razonamiento. ¿Dónde vais, les dijo, oh, mejicanos? Sosegaos y cuietad vuestros corazones; mirad que las cosas sin consideración no van bien guiadas, ni tienen buenos sucesos; reprimid la pena cosiderando que, aunque vuestro rey es muerto, no se acabó en él la ilustre sangre de los mejicanos. Hijos tenemos de los reyes pasados, con cuyo amparo, sucediendo en el reino, haréis mejor lo que pretendéis. Agora, ¿qué caudillo o cabeza tenéis, para que en vuestra determinación os guíe? No vais tan ciegos, reportad vuestros ánimos, elegid primero rey y señor, que os guíe, esfuerce y anime contra vuestros enemigos. Entre tanto, disimulad con cordura, haciendo las exequias a vuestro rey muerto, que presente tenéis; que después habrá mejor coyuntura para la venganza.
Con esto se reportaron, y para hacer las exequias de su rey convidaron a los señores de Tezcuco y a los de Culhuacán, a los cuales contaron el hecho tan feo y tan cruel que los Tepanecas habían cometido, con los que los movieron a lástima de ellos y a indignación contra sus enemigos. Añadieron que su intento era o morir o vengar tan grande maldad; que les pedían no favoreciesen la parte tan injusta de sus contrarios, porque tampoco querían les valiesen a ellos con sus armas y gente, sino que estuviesen de por medio a la mira de lo que pasaba; sólo, para su sustento, deseaban no les cerrasen el comercio, como habían hecho los Tepanecas.
A estas razones los de Tezcuco y los de Culhuacán mostraron mucha voluntad y satisfacción, ofreciendo sus ciudades y todo el trato y rescate que quisiesen, para que, a su gusto, se proveyesen de bastimentos por tierra y agua. Tras esto les rogaron los de Méjico se quedasen con ellos y asistiesen a la elección del rey, que querían hacer, lo cual también aceptaron por dalles contento.
Capítulo XII
Del cuarto rey Izcoalt, y de la guerra contra los Tepanecas
Cuando estuvieron juntos todos los que se habían de hallar a la elección, levantóse un viejo, tenido por gran orador, y, según refieren las historias, habló en esta manera: Fáltaos ¡oh mejicanos! la lumbre de vuestros ojos, mas no la del corazón, porque dado que habéis perdido al que era la luz y guía en esta república Mejicana, quedó la del corazón para considerar, que si mataron a uno, quedaron otros que podrán suplir muy ventajadamente la falta que aquél nos hace. No feneció aquí la nobleza de Méjico, ni se acabó la sangre real. Volved los ojos, y mirad alrededor, y veréis en torno de vosotros la nobleza mejicana puesta en orden, no uno, ni dos, sino muchos y muy excelentes príncipes, hijos del rey Acamapichtli, nuestro verdadero y legítimo señor. Aquí podréis escoger a vuestra voluntad, diciendo: este quiero, y estotro no quiero, que si perdísteis padre, aquí hallaréis padre y madre. Haced cuenta, ¡oh mejicanos!, que por breve tiempo se eclipsó el sol, y se escureció la tierra, y que luego volvió la luz a ella. Si se oscureció Méjico con la muerte de vuestro rey, salga luego el sol, elegid otro rey, mirad a quién, adonde echáis los ojos, y a quien se inclina vuestro corazón, que ese es el que elige vuestro dios Vitzilipuztli; y dilatando más esta plática, concluyó el orador con mucho gusto de todos.
Salió de la consulta elegido por rey Izcoalt, que quiere decir, culebra de navajas, el cual era hijo del primer rey Acamapíchtli, habido en una esclava suya; y aunque no era legítimo, le escogieron, porque en costumbres, en valor y esfuerzo era el más aventajado de todos. Mostraron gran contento todos, y más los de Tezcuco, porque su rey estaba casado con una hermana de Izcoalt. Coronado, y puesto en su asiento real, salió otro orador, que trató copiosamente de la obligación que tenía el rey a su república, y del ánimo que había de mostrar en los trabajos, diciendo, entre otras razones, así: Mira que agora estamos pendientes de ti, ¿has por ventura de dejar caer la carga que está sobre tus hombros? ¿Has de dejar perecer al viejo y a la vieja? ¿Al huérfano y a la viuda? Ten lástima de los niños que andan gateando por el suelo, los cuales perecerán, si nuestros enemigos prevalecen contra nosotros. Ea, señor, comienza a descoger y tender tu manto, para tomar a cuestas a tus hijos, que son los pobres y gente popular, que están confiados en la sombra de tu manto, y en el frescor de tu benignidad. Y a este tono otras muchas palabras, las cuales, como en su lugar se dijo, tomaban de coro para ejercicio suyo los mozos, y después las enseñaban como lección a los que de nuevo aprendían aquella facultad de oradores.
Ya entonces los Tepanecas estaban resueltos de destruir toda la nación mejicana, y para el efecto tenían mucho aparato: por lo cual el nuevo rey trató de romper la guerra, y venir a las manos con los que tanto les habían agraviado. Mas el común del pueblo, viendo que los contrarios les sobrepujaban en mucho número, y en todos los pertrechos de guerra, llenos de miedo, fuéronse al rey y con gran ahinco le pidieron no emprendiese guerra tan peligrosa, que sería destruir su pobre ciudad y gente. Preguntados, pues, qué medio querían que se tocase, respondieron que el nuevo rey de Azcapuzalco era piadoso, que le pidiesen paz, y se ofreciesen a serville, y que los sacase de aquellos carrizales, y les diese casas y tierras entre los suyos, y fuesen todos de un señor; y que para recabar esto, llevasen a su dios en sus andas por intercesor.
Pudo tanto este clamor del pueblo, mayormente habiendo algunos de los nobles aprobado su parecer, que se mandaron llamar los sacerdotes y aprestar las andas con su dios, para hacer la jornada. Ya que esto se ponía a punto, y todos pasaban por este acuerdo de paces y sujetarse a los Tepanecas, descubrió de entre la gente un mozo de gentil brío, y gallardo, que con mucha osadía les dijo: ¿Qué es esto, mejicanos? ¿Estáis locos? ¿Cómo tanta cobardía ha de haber, que nos hemos de ir a rendir así a los de Azcapuzalco?, y vuelto al rey le dijo: ¿Cómo, señor, permites tal cosa? Habla a ese pueblo, y dile que deje buscar medio para nuestra defensa y honor, y que no nos pongamos tan necia y afrentosamente en las manos de nuestros enemigos. Llamábase este mozo Tlacaellel, sobrino del mismo rey, y fué el más valeroso capitán, y de mayor consejo, que jamás los mejicanos tuvieron, como más adelante se verá.
Reparando, pues, Izcoalt, con lo que el sobrino tan prudentemente le dijo, detuvo al pueblo, diciendo que le dejasen probar primero otro medio más honroso y mejor. Y con esto, vuelto a la nobleza de los suyos, dijo: Aquí estáis todos los que sois mis deudos, y lo bueno de Méjico; el que tiene ánimo para llevar un mensaje mío a los Tepanecas, levántese. Mirándose unos a otros estuviéronse quedos, y no hubo quien quisiese ofrecerse al cuchillo. Entonces el mozo Tlacaellel, levantándose, se ofreció a ir, diciendo que, pues había de morir, que importaba poco ser hoy o mañana; que, ¿para cuál ocasión mejor se había de guardar?; que allí estaba, que le mandase lo que fuese servido. Y aunque todos juzgaron por temeridad el hecho, todavía el rey se resolvió en enviarle, para que supiese la voluntad y disposición del rey de Azcapuzalco y de su gente, teniendo por mejor aventurar la vida de su sobrino que el honor de su república.
Apercibido Tlacaellel, tomó su camino y, llegando a las guardias, que tenían orden de matar cualquier mejicano que viniese, con artificio les persuadió le dejasen entrar al rey; el cual se maravilló de verle, y, oída su embajada, que era pedirle paz con honestos medios, respondió que hablaría con los suyos, y que volviese otro día por la respuesta; y demandando Tlacaellel seguridad, ninguna otra le pudo dar, sino que usase de su buena diligencia; con esto volvió a Méjico, dando su palabra a las guardas de volver.
El rey de Méjico, agradeciéndole su buen ánimo, le tornó a enviar por la respuesta, la cual, si fuese de guerra, le mandó dar al rey de Azcapuzalco ciertas armas para que se defendiese, y untarle y emplumarle la cabeza, como hacían a hombres muertos, diciéndole que, pues no quería paz, le habían de quitar la vida a él y a su gente. Y aunque el rey de Azcapuzalco quisiera paz, porque era de buena condición, los suyos le embravecieron, de suerte que la respuesta fué de guerra rompida. Lo cual oído por el mensajero, hizo todo lo que su rey le había mandado, declarando con aquella ceremonia de dar armas y untar al rey con la unción de muertos, que de parte de su rey le desafiaba. Por lo cual todo pasó ledamente el de Azcapuzalco, dejándose untar y emplumar, y en pago dió al mensajero unas muy buenas armas. Y con esto le avisó no volviese a salir por la puerta del palacio, porque le aguardaba mucha gente para hacelle pedazos, sino que por un portillo que había abierto en un corral de su palacio se saliese secreto.
Cumpliólo así el mozo y, rodeando por caminos ocultos, vino a ponerse en salvo a vista de las guardas. Y desde allí los desafió, diciendo: ¡Ah Tepanecas! ¡Ah Azcapuzalcas, qué mal hacéis vuestro oficio de guardar! Pues sabed que habéis todos de morir, y que no ha de quedar Tepaneca a vida. Con esto las guardas dieron en él, y él se hubo tan valerosamente, que mató algunos de ellos, y viendo que cargaba gente, se retiró gallardamente a su ciudad, donde dió la nueva que la guerra era ya rompida sin remedio, y los Tepanecas y su rey quedaban desafiados.
Capítulo XIII
De la batalla que dieron los mejicanos a los Tepanecas, y de la gran victoria que alcanzaron
Sabido el desafío por el vulgo de Méjico, con la acostumbrada cobardía acudieron al rey, pidiéndole licencia, que ellos se querían salir de su ciudad porque tenían por cierta su perdición. El rey los consoló y animó, prometiéndoles que les daría libertad vencidos sus enemigos, y que no dudasen de tenerse por vencedores. El pueblo replicó: Y si fuéredes vencido, ¿qué haremos? Si fuéremos vencidos, respondió él, desde agora nos obligamos de ponernos en vuestras manos, para que nos matéis y comáis nuestras carnes en tiestos sucios, y os venguéis de nosotros. Pues así será, dijeron ellos, si perdéis la victoria, y si la alcanzáis, desde aquí nos ofrecemos a ser vuestros tributarios y labraros vuestras casas y haceros vuestras sementeras y llevaros vuestras armas y vuestras cargas cuando fuéredes a la guerra, para siempre jamás nosotros y nuestros descendientes.
Hechos estos conciertos entre los plebeyos y los nobles (los cuales cumplieron después de grado, o por fuerza, tan por entero como lo prometieron), el rey nombró por su capitán general a Tlacaellel; y puesto en orden todo su campo por sus escuadras, dando el cargo de capitanes a los más valerosos de sus parientes y amigos, hízoles una muy avisada y ardiente plática, con que les añadió al coraje que ellos ya se tenían, que no era pequeño, y mandó que estuviesen todos al orden del general que había nombrado. El cual hizo dos partes su gente, y a los más valerosos y osados mandó que en su compañía arremetiesen los primeros; y todo el resto se estuviese quedo con el rey Izcoalt, hasta que viesen a los primeros romper por sus enemigos.
Marchando, pues, en orden, fueron descubiertos los de Azcapuzalco, y luego ellos salieron con furia de su ciudad, llevando gran riqueza de oro y plata, y plumería galana, y armas de mucho valor, como los que tenían el imperio de toda aquella tierra. Hizo Izcoalt señal con un atambor pequeño que llevaba en las espaldas; y luego, alzando gran grita y apellidando Méjico, Méjico, dieron en los Tepanecas; y aunque eran en número sin comparación superiores, los rompieron e hicieron retirar a su ciudad. Y acudiendo los que habían quedado atrás, y dando voces Tlacaellel: victoria, victoria, todos de golpe se entraron por la ciudad, donde, por mandado del rey, no perdonaron a hombre, ni a viejos, ni mujeres, ni niños, que todo lo metieron a cuchillo, y robaron y saquearon la ciudad, que era riquísima. Y no contentos con esto, salieron en seguimiento de los que habían huido y acogido a la aspereza de las sierras, que están allí vecinas, dando en ellos y haciendo cruel matanza.
Los Tepanecas, desde un monte do se habían retirado, arrojaron las armas y pidieron las vidas, ofreciéndose a servir a los mejicanos y dalles tierras y sementeras y piedra y cal y madera, y tenellos siempre por señores, con lo cual Tlacaellel mandó retirar su gente y cesar de la batalla, otorgándoles las vidas debajo de las condiciones puestas, haciéndoselas jurar solemnemente. Con tanto, se volvieron a Azcapuzalco, y con sus despojos muy ricos y victoriosos, a la ciudad de Méjico.
Otro día mandó el rey juntar los principales y el pueblo, y repitiéndoles el concierto que habían hecho los plebeyos, preguntóles si eran contentos de pasar por él. Los plebeyos dijeron que ellos lo habían prometido, y los nobles muy bien merecido, y que así eran contentos de servirles perpetuamente, y de esto hicieron juramento, el cual inviolablemente se ha guardado. Hecho esto, Izcoalt volvió a Azcapuzalco y, con consejo de los suyos, repartió todas las tierras de los vencidos y sus haciendas entre los vencedores. La principal parte cupo al rey; luego a Tlacaellel; después, a los demás nobles, según se habían señalado en la guerra; a algunos plebeyos también dieron tierras, porque se habían habido como valientes; a los demás dieron de mano y echáronlos por ahí como a gente cobarde.
Señalaron también tierras de común para los barrios de Méjico, a cada uno las suyas, para que con ellas acudiesen al culto y sacrificio de sus dioses. Este fué el orden que siempre guardaron de ahí adelante en el repartir las tierras y despojos de los que vencían y sujetaban. Con esto los de Azcapuzalco quedaron tan pobres, que ni aun sementera para sí tuvieron; y lo más recio fué quitalles su rey y el poder tener otro, sino sólo al rey de Méjico.
Capítulo XIV
De la guerra y victoria que tuvieron los mejicanos de la ciudad de Cuyoacán
Aunque lo principal de los Tepanecas era Azcapuzalco, había también otras ciudades que tenían entre ellos señores propios, como Tacuba y Cuyoacán. Estos, visto el estrago pasado, quisieran que los de Azcapuzalco renovaran la guerra contra mejicanos, y viendo que no salían a ello, como gente del todo quebrantada, trataron los de Cuyoacán de hacer por sí la guerra, para lo cual procuraron incitar a las otras naciones comarcanas, aunque ellas no quisieron moverse, ni trabar pendencia con los mejicanos.
Mas creciendo el odio y envidia de su prosperidad, comenzaron los de Cuyoacán a tratar mal a las mujeres mejicanas que iban a sus mercados, haciendo mofa de ellas, y lo mismo de los hombres que podían maltratar, por donde vedó el rey de Méjico que ninguno de los suyos fuese a Cuyoacán, ni admitiesen en Méjico ninguno de ellos. Con esto acabaron de resolverse los de Cuyoacán en darles guerra, y primero quisieron provocarles con alguna burla afrentosa. Y fué convidarles a una fiesta suya solemne, donde, después de haberles dado una muy buena comida y festejado con gran baile a su usanza, por fruta de postre les enviaron ropas de mujeres y les constriñeron a vestírsela, y volverse así con vestidos mujeriles a su ciudad, diciéndoles que, de puro cobardes y mujeriles, habiéndoles ya provocado, no se habían puesto en armas.
Los de Méjico dicen que les hicieron en recompensa otra burla pesada, de darles a las puertas de su ciudad de Cuyoacán ciertos humazos con que hicieron malparir a muchas mujeres y enfermar mucha gente. En fin, paró la cosa en guerra descubierta, y se vinieron los unos a los otros a dar la batalla de todo su poder, en la cual alcanzó la victoria el ardid y esfuerzo de Tlacaellel, porque dejando al rey Izcoalt peleando con los de Cuyoacán, supo emboscarse con algunos pocos valerosos soldados, y rodeando vino a tomar las espaldas a los de Cuyoacán, y cargando sobre ellos les hizo retirar a su ciudad, y viendo que pretendían acogerse al templo, que era muy fuerte, con otros tres valientes soldados rompió por ellos y les ganó la delantera y tomó el templo y se lo quemó y forzó a huir por los campos, donde, haciendo gran riza en los vencidos, les fueron siguiendo por diez leguas la tierra adentro, hasta que en un cerro, soltando las armas y cruzando las manos, se rindieron a los mejicanos, y con muchas lágrimas les pidieron perdón del atrevimiento que habían tenido en tratarles como a mujeres, y ofreciéndose por esclavos, al fin les perdonaron.
De esta victoria volvieron con riquísimos despojos los mejicanos, de ropas, armas, oro, plata, joyas y plumería lindísima, y gran suma de cautivos. Señaláronse en este hecho, sobre todos, tres principales de Culhuacán, que vinieron a ayudar a los mejicanos por ganar honra; y después de reconocidos por Tlacaellel, y probados por fieles, dándoles las divisas mejicanas los tuvo siempre a su lado, peleando ellos con gran esfuerzo. Vióse bien que a estos tres, con el general, se debía toda la victoria, porque de todos cuantos cautivos hubo, se halló que, de tres partes, las dos eran de estos cuatro. Lo cual se averiguó fácilmente por el ardid que ellos tuvieron, que en prendiendo alguno, luego le cortaban un poco del cabello y lo entregaban a los demás, y hallaron ser los del cabello cortado en el exceso que he dicho. Por donde ganaron gran reputación y fama de valientes, y como a vencedores les honraron con darles de los despojos y tierras partes muy aventajadas, como siempre lo usaron los mejicanos; por donde se animaban tanto los que peleaban a señalarse por las armas.
Capítulo XV
De la guerra y victoria que hubieron los mejicanos de los Suchimilcos
Rendida ya la nación de los Tepanecas, tuvieron los mejicanos ocasión de hacer lo propio de los Suchimilcos, que, como está ya dicho, fueron los primeros de aquellas siete cuevas o linajes que poblaron la tierra. La ocasión no la buscaron los mejicanos, aunque, como vencedores, podían presumir de pasar adelante; sino los Suchimilcos escarbaron, para su mal, como acaece a hombres de poco saber y demasiada diligencia, que por prevenir el daño que imaginan, dan en él.
Parecióles a los de Suchimilco que con las victorias pasadas los mejicanos tratarían de sujetarlos, y platicando esto entre sí, y habiendo quien dijese que era bien reconocerles, desde luego, por superiores, y aprobar su ventura, prevaleció al fin el parecer contrario, de anticiparse y darles batalla. Lo cual, entendido por Izcoalt, rey de Méjico, envió su general Tlacaellel con su gente, y vinieron a darse la batalla en el mismo campo donde partían términos. La cual, aunque en gente y aderezos no era muy desigual de ambas partes, fuélo mucho en el orden y concierto de pelear, porque los Suchimilcos acometiéronles todos juntos de montón, sin orden. Tlacaellel tuvo a los suyos repartidos por sus escuadrones con gran concierto, y así presto desbarataron a sus contrarios y los hicieron retirar a su ciudad, la cual de presto también entraron, siguiéndoles hasta encerrarlos en el templo, y de allí con fuego les hicieron huir a los montes y rendirse finalmente cruzadas las manos.
Volvió el capitán Tlacaellel con gran triunfo, saliéndole a recebir los sacerdotes con su música de flautas, y incensándole a él y a los capitanes principales, y haciendo otras ceremonias y muestras de alegría que usaban, y el rey con ellos, todos se fueron al templo a darle gracias a su falso dios, que de esto fué siempre el demonio muy codicioso, de alzarse con la honra de lo que él no había hecho, pues el vencer y reinar lo da no él, sino el verdadero Dios, a quien le parece. El día siguiente fué el rey Izcoalt a la ciudad de Suchimilco y se hizo jurar por rey de los Suchimilcos, y por consolarles prometió hacerles bien, y en señal de esto les dejó mandado hiciesen una gran calzada, que atravesase desde Méjico a Suchimilco, que son cuatro leguas, para que así hubiese entre ellos más trato y comunicación. Lo cual los Suchimilcos hicieron, y a poco tiempo les pareció tan bien el gobierno y buen tratamiento de los mejicanos, que se tuvieron por muy dichosos en haber trocado rey y república.
No escarmentaron, como era razón, algunos comarcanos, llevados de la envidia o del temor a su perdición. Cuytlavaca era una ciudad puesta en la laguna, cuyo nombre y habitación, aunque diferente, hoy dura; eran éstos muy diestros en barquear la laguna, y parecióles que por agua podían hacer daño a Méjico; lo cual, visto por el rey, quisiera que su ejército saliera a pelear con ellos. Mas Tlacaellel, teniendo en poco la guerra, y por cosa de afrenta tomarse tan de propósito con aquéllos, ofreció de vencerlos con solos muchachos, y así lo puso por obra. Fuése al templo y sacó del recogimiento de él los mozos que le parecieron, y tomó desde diez a dieciocho años los muchachos que halló que sabían guiar barcos o canoas, y dándoles ciertos avisos y orden de pelear, fué con ellos a Cuytlavaca, donde con sus ardides apretó a sus enemigos, de suerte que les hizo huir, y yendo en su alcance, el señor de Cuytlavaca les salió al camino, rindiéndose a sí y a su ciudad y gente, y con esto cesó el hacerles más mal.
Volvieron los muchachos con grandes despojos y muchos cautivos para sus sacrificios, y fueron recibidos solemnísimamente con gran procesión y músicas y perfumes, y fueron a adorar su ídolo, tomando tierra y comiendo de ella, y sacándose sangre de las espinillas con las lancetas los sacerdotes, y otras supersticiones que en cosas de esta cualidad usaban. Quedaron los muchachos muy honrados y animados, abrazándoles y besándoles el rey, y sus deudos y parientes acompañándoles, y en toda la tierra sonó que Tlacaellel con muchachos había vencido la ciudad de Cuytlavaca.
La nueva de esta victoria y la consideración de las pasadas abrió los ojos a los Tezcuco, gente principal y muy sabia para su modo de saber, y así el primero que fué de parecer se debían sujetar al rey de Méjico y convidalle con su ciudad, fué el rey de Tezcuco, y con aprobación de su consejo enviaron embajadores muy retóricos con señalados presentes a ofrecerse por súbditos, pidiéndole su buena paz y amistad. Ésta se aceptó gratamente; aunque, por consejo de Tlacaellel, para efectuarse se hizo ceremonia que los de Tezcuco salían a campo con los de Méjico y se combatían y rendían al fin, que fué un auto y ceremonia de guerra, sin que hubiese sangre ni heridas de una y otra parte. Con esto quedó el rey de Méjico por supremo señor de Tezcuco, y no quitándoles su rey, sino haciéndole del supremo consejo suyo; y así se conservó siempre hasta el tiempo de Motezuma II, en cuyo reino entraron los españoles.
Con haber sujetado la ciudad y tierra de Tezcuco, quedó Méjico por señora de toda la tierra y pueblos que estaban en torno de la laguna, donde ella está fundada. Habiendo, pues, gozado de esta prosperidad y reinado doce años, adoleció Izcoalt y murió, dejando en gran crecimiento el reino que le habían dado, por el valor y consejo de su sobrino Tlacaellel (como está referido), el cual tuvo por mejor hacer reyes, que serlo él, como ahora se dirá.
Capítulo XVI
Del quinto rey de Méjico, llamado Motezuma, primero de este nombre
La elección del nuevo rey tocaba a los cuatro electores principales (como en otra parte se dijo), y juntamente, por especial privilegio, al rey de Tezcuco y al rey de Tacuba. A estos seis juntó Tlacaellel, como quien tenía suprema autoridad, y propuesto el negocio, salió electo Motezuma, primero de este nombre, sobrino del mismo Tlacaellel.
Fué su elección muy acepta, y así se hicieron solemnísimas fiestas, con mayor aparato que a los pasados. Luego que lo eligieron, le llevaron con gran acompañamiento al templo, y delante del brasero, que llamaban divino, en que siempre había fuego de día y de noche, le pusieron un trono real y atavíos de rey; allí, con unas pautas de tigre y de venado, que para esto tenían, sacrificó el rey a su ídolo, sacándose sangre de las orejas, de los molledos y de las espinillas, que así gustaba el demonio de ser honrado. Hicieron sus arengas allí los sacerdotes y ancianos y capitanes, dándole todos el parabién. Usábanse en tales elecciones grandes banquetes y bailes, y mucha cosa de luminarias. Y introdújose en tiempo de este rey, que para la fiesta de su coronación fuese él mismo en persona a mover guerra a alguna parte, de donde trajese cautivos con que se hiciesen solemnes sacrificios, y desde aquel día quedó esto por ley.
Así, fué Motezuma a la provincia de Chalco, que se habían declarado por enemigos, donde peleando valerosamente hubo gran suma de cautivos, con que ofreció un insigne sacrificio el día de su coronación, aunque por entonces no dejó del todo rendida y allanada la provincia de Chalco, que era de gente belicosa. Este día de la coronación acudían de diversas tierras, cercanas y remotas, a ver las fiestas, y a todos daban abundantes y principales comidas, y vestían a todos, especialmente a los pobres, de ropas nuevas. Para lo cual el mismo día entraban por la ciudad los tributos del rey con gran orden y aparato, ropa de toda suerte, cacao, oro, plata, plumería rica, grandes fardos de algodón, ají, pepitas, diversidad de legumbres, muchos géneros de pescados de mar y de ríos, cuantidad de frutas y caza sin cuento, sin los innumerables presentes que los reyes y señores enviaban al nuevo rey.
Venía todo el tributo por sus cuadrillas, según diversas provincias; iban delante los mayordomos y cobradores con diversas insignias; todo esto con tanto orden y con tanta policía, que era no menos de ver la entrada de los tributos, que toda la demás fiesta. Coronado el rey, dióse a conquistar diversas provincias, y siendo valeroso y virtuoso, llegó de mar a mar, valiéndose en todo del consejo y astucia de su general Tlacaellel, a quien amó y estimó mucho, como era razón.
La guerra en que más se ocupó, y con más dificultad, fué la de la provincia de Chalco, en la cual le acaecieron grandes cosas. Fué una bien notable; que, habiéndole cautivado un hermano suyo, pretendieron los Chalcas hacerle su rey, y para ello le enviaron recados muy comedidos y obligatorios. Él, viendo sus porfías, les dijo que, si en efecto querían alzarle por rey, levantasen en la plaza un madero altísimo y en lo alto de él le hiciesen un tabladillo, donde él subiese. Creyendo era ceremonia de quererse más ensalzar, lo cual pusieron así por obra, y juntando él todos sus mejicanos alrededor del madero, subió en lo alto con un ramillete de flores en la mano, y desde allí habló a los suyos en esta forma: ¡Oh, valerosos mejicanos! Estos me quieren alzar por rey suyo; mas no permitan los dioses que yo, por ser rey, haga traición a mi patria; antes quiero que aprendáis de mí dejaros antes morir, que pasaros a vuestros enemigos; diciendo esto, se arrojó y hizo mil pedazos. De cuyo espectáculo cobraron tanto horror y enojo los Chalcas, que luego dieron en los mejicanos, y allí los acabaron a lanzadas, como a gente fiera y inexorable, diciendo que tenían endemoniados corazones. La noche siguiente acaeció oír dos buhos dando aullidos tristes el uno al otro, con que los de Chalco tomaron por agüero que habían de ser presto destruídos.
Y fué así que el rey Motezuma vino en persona sobre ellos con todo su poder y los venció y arruinó todo su reino; y pasando la sierra nevada fué conquistando hasta la mar del norte, y dando vuelta hacia la del sur también ganó y sujetó diversas provincias, de manera que se hizo poderosísimo rey; todo esto con el ayuda y consejo de Tlacaellel, a quien se debe cuasi todo el imperio mejicano. Con todo, fué de parecer (y así se hizo) que no se conquistase la provincia de Tlascala, porque tuviesen allí los mejicanos frontera de enemigos, donde ejercitasen las armas los mancebos de Méjico, y juntamente tuviesen copia de cautivos, de que hacer sacrificios a sus ídolos, que, como ya se ha visto, consumían gran suma de hombres en ellos, y éstos habían de ser forzoso tomados en guerra.
A este rey Motezuma, o por mejor decir, a su general Tlacaellel, se debe todo el orden y policía que tuvo Méjico, de consejos, consistorios y tribunales para diversas causas, en que hubo gran orden, y tanto número de consejos y de jueces, como en cualquiera república de las más floridas de Europa. Este mismo rey puso su casa real en gran autoridad, haciendo muchos y diversos oficiales, y servíase con gran ceremonia y aparato. En el culto de sus ídolos no se señaló menos, ampliando el número de ministros y instituyendo nuevas ceremonias, y teniendo obervancia extraña en su ley y vana superstición. Edificó aquel gran templo a su dios Vitzilipuztli, de que en otro libro se hizo mención. En la dedicación del templo ofreció innumerables sacrificios de hombres que él en varias victorias había habido. Finalmente, gozando de grande prosperidad de su imperio, adoleció y murió habiendo reinado veinte y ocho años, bien diferente de su sucesor Tizocic, que ni en valor ni en buena dicha le pareció.
Capítulo XVII
Que Tlacaellel no quiso ser rey, y de la elección y sucesos de Tizocic
Juntáronse los cuatro diputados con los señores de Tezcuco y Tacuba, y presidiendo Tlacaellel, procedieron a hacer elección de rey, y encaminando todos sus votos a Tlacaellel, como quien mejor merecía aquel cargo que otro alguno, él lo rehusó con razones eficaces, que persuadieron a elegir otro. Porque decía él que era mejor para la república que otro fuese rey y él fuese su ejecutor y coadjutor, como lo había sido hasta entonces, que no cargar todo sobre él solo, pues sin ser rey era cierto que había de trabajar por su república no menos que si lo fuese.
No es cosa muy usada no admitir el supremo lugar y mando, y querer el cuidado y trabajo, y no la honra y potestad; ni aun acaece que el que puede por sí manejallo todo, huelgue que otro tenga la principal mano, a trueque que el negocio de la república salga mejor. Este bárbaro en esto hizo ventaja a los muy sabios romanos y griegos, y si no díganlo Alejandro y Julio César, que al uno se le hizo poco mandar un mundo, y a los más queridos y leales de los suyos sacó la vida a crueles tormentos, por livianas sospechas que querían reinar. Y el otro se declaró por enemigo de su patria, diciendo que, si se había de torcer del derecho, por sólo reinar se había de torcer; tanta es la sed que los hombres tienen de mandar.
Aunque el hecho de Tlacaellel también pudo nacer de una demasiada confianza de sí, pareciéndole que sin ser rey lo era, pues cuasi mandaba a los reyes, y aún ellos le permitían traer cierta insignia como tiara, que a solos los reyes pertenecía. Mas con todo, merece alabanza este hecho, y mayor su consideración, de tener en más el poder mejor ayudar a la república siendo súbdito, que siendo supremo señor; pues, en efecto, es ello así, pues, como en una comedia, aquél merece más gloria, que toma y representa el personaje que más importa, aunque sea de pastor o villano, y deja el de rey o capitán a otro que lo sabe hacer; así, en buena filosofía, deben los hombres mirar más el bien común y aplicarse al oficio y estado que entienden mejor.
Pero esta filosofía es más remontada de lo que al presente se platica. Y con tanto, pasemos a nuestro cuento con decir que, en pago de su modestia y por el respeto que le tenían los electores mejicanos, pidieron a Tlacaellel que, pues no quería reinar, dijese quién le parecía reinase. El dió su voto a un hijo del rey muerto, harto muchacho, por nombre Tizocic, y respondiéronle que eran muy flacos hombros para tanto peso; respondió que los suyos estaban allí para ayudarle a llevar la carga, como había hecho con los pasados; con esto se resumieron y salió electo el Tizocic, y con él se hicieron las ceremonias acostumbradas. Horadáronle la nariz, y por gala pusiéronle allí una esmeralda, y esa es la causa que en sus libros de los mejicanos se denota este rey por la nariz horadada.
Este salió muy diferente de su padre y antecesor, porque le notaron por hombre poco belicoso y cobarde; fué para coronarse a debelar una provincia que estaba alzada, y en la jornada perdió mucho más de su gente que cautivó de sus enemigos; con todo eso volvió diciendo traía el número de cautivos que se requería para los sacrificios de su coronación; y así se coronó con gran solemnidad. Pero los mejicanos, descontentos de tener rey poco animoso y guerrero, trataron de darle fin con ponzoña, y así no duró en el reino más de cuatro años.
Donde se ve bien que los hijos no siempre sacan con la sangre el valor de los padres, y que cuanto mayor ha sido la gloria de los predecesores, tanto más es aborrecible el desvalor y vileza de los que suceden en el mando, y no en el merecimiento. Pero restauró bien esta pérdida otro hermano del muerto, hijo también del gran Motezuma, el cual se llamó Ajayaca, y por parecer de Tlacaellel fué electo, acertando más en éste que el pasado.
Capítulo XVIII
De la muerte de Tlacaellel y hazañas de Ajayaca, séptimo rey de Méjico
Ya era muy viejo en este tiempo Tlacaellel, y como tal le traían en una silla a hombros, para hallarse en las consultas y negocios que se ofrecían. En fin adoleció, y visitándole el nuevo rey, que aún no estaba coronado, y derramando muchas lágrimas, por parecerle que perdía en él padre y padre de su patria; Tlacaellel le encomendó ahincadamente a sus hijos, especialmente al mayor, que había sido valeroso en las guerras que había tenido. El rey le prometió de mirar por él y, para más consolar al viejo, allí, delante de él, le dió el cargo e insignias de su capitán general, con todas las preeminencias de su padre, de que el viejo quedó tan contento, que con él acabó sus días, que si no hubieran de pasar de allí a los de la otra vida, pudieran contarse por dichosos, pues de una pobre y abatida ciudad, en que nació, dejó por su esfuerzo fundado un reino tan grande y tan rico y tan poderoso. Como a tal fundador cuasi de todo aquel imperio le hicieron las exequias los mejicanos, con más aparato y demostración que a ninguno de los reyes habían hecho.
Para aplacar el llanto, por la muerte de su capitán, de todo el pueblo mejicano, acordó Ajayaca hacer luego jornada como se requería para ser coronado. Y con gran presteza pasó con su campo a la provincia de Teguantepec, que dista de Méjico doscientas leguas, y en ella dió batalla a un poderoso y innumerable ejército, que así de aquella provincia, como de las comarcanas, se habían juntado contra Méjico. El primero que salió delante de su campo fué el mismo rey, desafiando a sus contrarios, de los cuales, cuando le acometieron, fingió huir hasta atraerlos a una emboscada, donde tenía muchos soldados cubiertos con paja; éstos salieron a deshora, y los que iban huyendo revolvieron de suerte, que tomaron en medio a los de Teguantepec y dieron en ellos, haciendo cruel matanza, y prosiguiendo asolaron su ciudad y su templo, y a todos los comarcanos dieron castigo riguroso. Y sin parar fueron conquistando hasta Guatulco, puerto hoy día muy conocido en la mar del sur.
De esta jornada volvió Ajayaca con grandísima presa y riquezas a Méjico, donde se coronó soberbiamente, con excesivo aparato de sacrificios, de tributos y de todo lo demás, acudiendo todo el mundo a ver su coronación. Recibían la corona los reyes de Méjico de mano de los reyes de Tezcuco, y era esta preeminencia suya. Otras muchas empresas hizo en que alcanzó grandes victorias, y siempre siendo él el primero que guiaba su gente y acometía a sus enemigos, por donde ganó nombre de muy valiente capitán. Y no se contentó con rendir a los extraños, sino que a los suyos rebeldes les puso el freno, cosa que nunca sus pasados habían podido, ni osado.
Ya se dijo arriba cómo se habían apartado de la república mejicana algunos inquietos y mal contentos, que fundaron otra ciudad muy cerca de Méjico, la cual llamaron Tlatellulco y fué donde es agora Santiago. Estos alzados hicieron bando por sí y fueron multiplicando mucho, y jamás quisieron reconocer a los señores de Méjico, ni prestalles obediencia. Envió, pues, el rey Ajayaca a requerilles no estuviesen divisos, sino que, pues eran de una sangre y un pueblo, se juntasen y reconociesen al rey de Méjico. A este recado respondió el señor de Tlatellulco con gran desprecio y soberbia, desafiando al rey de Méjico para combatir de persona a persona, y luego apercibió su gente, mandando a una parte de ella esconderse entre las espadañas de la laguna, y para estar más encubiertos, o para hacer mayor burla a los de Méjico, mandóles tomar disfraces de cuervos y ansares y de pájaros y de ranas y de otras sabandijas que andan por la laguna, pensando tomar por engaño a los de Méjico que pasasen por los caminos y calzadas de la laguna.
Ajayaca, oído el desafío y entendiendo el ardid de su contrario, repartió su gente y, dando parte a su general, hijo de Tlacaellel, mandóle acudir a desbaratar aquella celada de la laguna. El, por otra parte, con el resto de gente, por paso no usado, fué sobre Tlatellulco, y ante todas cosas llamó al que lo había desafiado, para que cumpliese su palabra. Y saliendo a combatirse los dos señores de Méjico y Tlatellulco, mandaron ambos a los suyos se estuviesen quedos hasta ver quién era vencedor de los dos. Y obedecido el mandato, partieron uno contra otro animosamente, donde peleando buen rato, al fin le fué forzoso al de Tlatellulco volver las espaldas, porque el de Méjico cargaba sobre él más de lo que ya podía sufrir. Viendo huir los de Tlatellulco a su capitán, también ellos desmayaron y volvieron las espaldas, y siguiéndoles los mejicanos, dieron furiosamente en ellos. No se le escapó a Ajayaca el señor de Tlatellulco, porque pensando hacerse fuerte en lo alto de su templo, subió tras él y con fuerza le asió y despeñó del templo abajo, y después mandó poner fuego al templo y a la ciudad.
Entretanto que esto pasaba acá, el general mejicano andaba muy caliente allá en la venganza de los que por engaño les habían pretendido ganar. Y después de haberles compelido con las armas a rendirse, y pedir misericordia, dijo el general que no había de concederles perdón, si no hiciesen primero los oficios de los disfraces que habían tomado. Por eso, que les cumplía cantar como ranas y graznar como cuervos, cuyas divisas habían tomado, y que de aquella manera alcanzarían perdón, y no de otra; queriendo por esta vía afrentarles y hacer burla y escarnio de su ardid. El miedo todo lo enseña presto: Cantaron y graznaron, y con todas las diferencias de voces que les mandaron, a trueco de salir con las vidas, aunque muy corridos del pasatiempo tan pesado que sus enemigos tomaban con ellos.
Dicen que hasta hoy dura el darse trato los de Méjico a los de Tlatellulco, y que es paso porque pasan muy mal cuando les recuerdan algo de estos graznidos y cantares donosos. Gustó el rey Ajayaca de la fiesta, y con ella y gran regocijo se volvieron a Méjico. Fué este rey tenido por uno de los muy buenos; reinó once años, teniendo por sucesor otro no inferior en esfuerzo y virtudes.
Capítulo XIX
De los hechos de Autzol, octavo rey de Méjico
Entre los cuatro electores de Méjico que, como está referido, daban el reino con sus votos a quien les parecía, había uno de grandes partes llamado Autzol; a éste dieron los demás sus votos, y fué su elección en extremo acepta a todo el pueblo, porque demás de ser muy valiente, le tenían todos por afable y amigo de hacer bien, que en los que gobiernan es principal parte para ser amados y obedecidos.
Para la fiesta de su coronación la jornada que le pareció hacer fué ir a castigar el desacato de los de Cuajutatlan, provincia muy rica y próspera, que hoy día es de lo principal de Nueva España. Habían éstos salteado a los mayordomos y oficiales que traían el tributo a Méjico, y alzándose con él; tuvo gran dificultad en allanar esta gente, porque se habían puesto donde un gran brazo de mar impedía el paso a los mejicanos. Para cuyo remedio, con extraño trabajo e invención, hizo Autzol fundar en el agua una como isleta hecha de fajina y tierra y muchos materiales. Con esta obra pudo él y su gente pasar a sus enemigos y darles batalla, en que les desbarató, venció y castigó a su voluntad, y volvió con gran riqueza y triunfo a Méjico a coronarse según su costumbre.
Extendió su reino con diversas conquistas Autzol, hasta llegarle a Guatimala, que está trescientas leguas de Méjico; no fué menos liberal que valiente; cuando venían sus tributos (que, como está dicho, venían con grande aparato y abundancia) salíase de su palacio y, juntando donde le parecía al pueblo, mandaba llevasen allí los tributos; a todos los que había necesitados y pobres repartía allí ropa y comida y todo lo que habían menester en gran abundancia. Las cosas de precio, como oro, plata, joyas, plumería y preseas, repartíalas entre los capitanes y soldados y gente que le servía, según los méritos y hechos de cada uno.
Fué también Autzol gran republicano, derribando los edificios mal puestos y reedificando de nuevo muchos suntuosos. Parecióle que la ciudad de Méjico gozaba poca agua y que la laguna estaba muy cenagosa, y determinó echar en ella un brazo gruesísimo de agua de que se servían los de Cuyoacán. Para el efecto envió a llamar al principal de aquella ciudad, que era un famosísimo hechicero, y propuesto su intento, el hechicero le dijo que mirase lo que hacía, porque aquel negocio tenía gran dificultad, y que entendiese que, si sacaba agua de madre y la metía en Méjico, había de anegar la ciudad. Pareciéndole al rey eran excusas para no hacer lo que él mandaba, enojado le echó de allí.
Otro día envió a Cuyoacán un alcalde de corte a prender al hechicero, y entendido por él a lo que venían aquellos ministros del rey, les mandó entrar y púsose en forma de una terrible águila, de cuya vista espantados se volvieron sin prenderle. Envió otros enojado Autzol, a los cuales se les puso en figura de tigre ferocísimo, y tampoco éstos osaron tocarle. Fueron los terceros, y halláronle hecho sierpe horrible, y temieron mucho más. Amostazado el rey de estos embustes, envió a amenazar a los de Cuyoacán que, si no le traían atado aquel hechicero, haría luego asolar la ciudad. Con el miedo de esto, o el de su voluntad, o forzado de los suyos, en fin fué el hechicero, y en llegando le mandó dar garrote. Y abriendo un caño por donde fuese el agua a Méjico, en fin salió con su intento, echando grandísimo golpe de agua en su laguna, la cual llevaron con grandes ceremonias y superstición, yendo unos sacerdotes incesando a la orilla; otros, sacrificando codornices y untando con su sangre el borde del caño; otros, tañendo caracoles y haciendo música al agua, con cuya vestidura (digo de la diosa del agua) iba revestido el principal, y todos saludando al agua y dándole la bienvenida.
Así está todo hoy día pintado En los Anales Mejicanos, cuyo libro tienen en Roma y está puesto en la sacra biblioteca o librería vaticana, donde un padre de nuestra Compañía, que había venido de Méjico, vió ésta y las demás historias, y las declaraba al bibliotecario de Su Santidad, que en extremo gustaba de entender aquel libro, que jamás había podido entender. Finalmente, el agua llegó a Méjico; pero fué tanto el golpe de ella, que por poco se anegara la ciudad, como el otro había dicho, y en efecto, arruinó gran parte de ella. Mas a todo dió remedio la industria de Autzol, porque hizo sacar un desaguadero, por donde aseguró la ciudad, y todo lo caído, que era ruín edificio, lo reparó de obra fuerte y bien hecha, y así dejó su ciudad cercada toda de agua, como otra Venecia, y muy bien edificada. Duró el reinado de éste once años, parando en el último y más poderoso sucesor de todos los mejicanos.
Capítulo XX
De la elección del gran Motezuma, último rey de Méjico
En el tiempo que entraron los españoles en la Nueva España, que fué el año del Señor de mil quinientos diez y ocho, reinaba Motezuma, el segundo de este nombre y último rey de los mejicanos; digo último, porque, aunque después de muerto éste, los de Méjico eligieron otro, y aun en vida del mismo Motezuma, declarándole por enemigo de la patria, según adelante se verá; pero el que sucedió, y el que vino cautivo a poder del marqués del Valle, no tuvieron más del nombre y título de reyes, por estar ya cuasi todo su reino rendido a los españoles. Así que a Motezuma con razón le contamos por último, y como tal así llegó a lo último de la potencia y grandeza mejicana, que para entre bárbaros pone a todos grande admiración. Por esta causa, y por ser ésta la sazón que Dios quiso para entrar la noticia de su evangelio y reino de Jesucristo en aquella tierra, referiré un poco más por extenso las cosas de este rey.
Era Motezuma de suyo muy grave y muy reposado; por maravilla se oía hablar, y cuando hablaba en el supremo consejo, de que él era, ponía admiración su aviso y consideración, por donde, aun antes de ser rey, era temido y respetado. Estaba de ordinario recogido en una gran pieza, que tenía para sí diputada en el gran templo de Vitzilipuztli, donde decía le comunicaba mucho su ídolo, hablando con él, y así presumía de muy religioso y devoto. Con estas partes, y con ser nobilísimo y de grande ánimo, fué su elección muy fácil y breve, como en persona en quien todos tenían puestos los ojos para tal cargo.
Sabiendo su elección, se fué a esconder al templo a aquella pieza de su recogimiento; fuese por consideración del negocio tan arduo que era regir tanta gente, fuese (como yo más creo) por hipocresía y muestra que no estimaba el imperio, allí, en fin, le hallaron y tomaron y llevaron con el acompañamiento y regocijo posible a su consistorio. Venía él con tanta gravedad, que todos decían le estaba bien su nombre de Motezuma, que quiere decir señor sañudo. Hiciéronle gran reverencia los electores, diéronle noticia de su elección, fué de allí al brasero de los dioses a incensar y luego ofrecer sus sacrificios, sacándose sangre de orejas, molledos y espinillas, como era costumbre. Pusiéronle sus atavíos de rey y horadándole las narices por las ternillas, colgáronle de ellas una esmeralda riquísima; usos bárbaros y penosos, mas el fausto de mandar hacía no se sintiesen.
Sentado después en su trono oyó las oraciones que le hicieron, que, según se usaba, eran con elegancia y artificio. La primera hizo el rey de Tezcuco, que, por haberse conservado con fresca memoria y ser digna de oír, la porné aquí, y fué así: La gran ventura que ha alcanzado todo este reino, nobilísimo mancebo, en haber merecido tenerte a ti por cabeza de todo él, bien se deja entender por la facilidad y concordia de tu elección y por el alegría tan general que todos por ella muestran. Tienen cierto muy gran razón, no que está ya el imperio mejicano tan grande y tan dilatado, que para regir un mundo como éste y llevar carga de tanto peso, no se requiere menos fortaleza y brío que el de tu firme y animoso corazón, ni menos reposo, saber y prudencia, que la tuya. Claramente veo yo que el omnipotente Dios ama esta ciudad, pues le ha dado luz para escoger lo que le convenía. Porque, ¿quién duda que un príncipe, que antes de reinar había investigado los nueve dobleces del cielo, agora, obligándole el cargo de su reino, con tan vivo sentido no alcanzará las cosas de la tierra, para acudir a su gente? ¿Quién duda que el gran esfuerzo que has siempre valerosamente mostrado en casos de importancia, no te haya de sobrar agora, donde tanto es menester? ¿Quién pensará que en tanto valor haya de faltar remedio al huérfano y a la viuda? ¿Quién no se persuadirá que el imperio mejicano haya ya llegado a la cumbre de la autoridad, pues te comunicó el Señor de lo criado tanta, que en sólo verte la pones a quien te mira? Alégrate, ¡oh tierra dichosa!, que te ha dado el Criador un príncipe que te será columna firme en que estribes, será padre y amparo de que te socorras, sera más que hermano en la piedad y misericordia para con los suyos. Tienes por cierto rey que no tomará ocasión con el estado para regalarse y estarse tendido en el lecho, ocupado en vicios y pasatiempos; antes al mejor sueño le sobresaltará su corazón y le dejará desvelado el cuidado que de ti ha de tener. El más sabroso bocado de su comida no sentirá, suspenso, en imaginar en tu bien. Dime, pues, reino dichoso, si tengo razón en decir que te regocijes y alientes con tal rey. Y tú, ¡oh generosísimo mancebo y muy poderoso señor nuestro!, ten confianza y buen ánimo, que pues el Señor de todo lo criado te ha dado este oficio, también te dará su esfuerzo para tenerle. Y el que en todo el tiempo pasado ha sido tan liberal contigo, puedes bien confiar que no te negará sus mayores dones, pues te ha puesto en mayor estado, del cual goces por muchos años y buenos.
Estuvo el rey Motezuma muy atento a este razonamiento, el cual acabado, dicen se enterneció de suerte que, acometiendo a responder por tres veces, no pudo, vencido de lágrimas, lágrimas que el propio gusto suele bien derramar, guisando un modo de devoción salida de su propio contentamiento, con muestra de grande humildad. En fin, reportándose, dijo brevemente: Harto ciego estuviera yo, buey rey de Tezcuco, si no viera y entendiera que las cosas que me has dicho ha sido puro favor que me has querido hacer, pues habiendo tantos hombres tan nobles y generosos en este reino, echastes mano para él del menos suficiente, que soy yo. Y es cierto que siento tan pocas prendas en mí para negocio tan arduo, que no sé qué me hacer, sino acudir al Señor de lo criado, que me favorezca, y pedir a todos que se lo supliquen por mí. Dichas estas palabras, se tornó a enternecer y llorar.
Capítulo XXI
Cómo ordenó Motezuma el servicio de su casa, y la guerra que hizo para coronarse
Este, que tales muestras de humildad y ternura dió en su elección, luego, viéndose rey, comenzó a descubrir sus pensamientos altivos. Lo primero mandó que ningún plebeyo sirviese en su casa, ni tuviese oficio real, como hasta allí sus antepasados lo habían usado, en los cuales reprehendió mucho haberse servido de algunos de bajo linaje; y quiso que todos los señores y gente ilustre estuviese en su palacio y ejerciese oficios de su casa y corte.
A esto le contradijo un anciano de gran autoridad, ayo suyo, que lo había criado, diciéndole, que mirase que aquello tenía mucho inconveniente, porque era enajenar y apartar de sí todo el vulgo y gente plebeya, y ni aun mirarle a la cara no osarían viéndose así desechados. Replicó él, que eso era lo que él quería, y que no había de consentir que anduviesen mezclados plebeyos y nobles como hasta allí, y que el servicio que los tales hacían, era cual ellos eran, con que ninguna reputación ganaban los reyes. Finalmente, se resolvió de modo, que envió a mandar a su consejo quitasen luego todos los asientos y oficios que tenían los plebeyos en su casa y en su corte, y los diesen a caballeros; y así se hizo.
Tras esto salió en persona a la empresa, que pará su coronación era necesaria. Habíase rebelado a la corona real una provincia muy remota hacia el mar océano del norte: llevó consigo a ella la flor de su gente, y todos muy lucidos y bien aderezados. Hizo la guerra con tanto valor y destreza, que en breve sojuzgó toda la provincia y castigó rigurosamente los culpados, y volvió con grandísimo número de cautivos para los sacrificios, y con otros despojos muchos. A la vuelta le hicieron todas las ciudades solemnes recibimientos, y los señores de ellas le sirvieron agua a manos, haciendo oficios de criados suyos, cosa que con ninguno de los pasados habían hecho: tanto era el temor y respeto que le habían cobrado.
En Méjico se hicieron las fiestas de su coronación con tanto aparato de danzas, comedias, entremeses, luminarias, invenciones, diversos juegos y tanta riqueza de tributos traídos de todos sus reinos, que concurrieron gentes extrañas y nunca vistas, ni conocidas a Méjico, y aun los mismos enemigos de mejicanos vinieron disimulados en gran número a verlas, como eran los de Tlascala y los de Mechoacán. Lo cual entendido por Motezuma, los mandó aposentar y tratar regaladísimamente como a su misma persona, y les hizo miradores galanos como los suyos, de donde viesen las fiestas; y de noche, así ellos, como el mismo rey, entraban en ellas, y hacían sus juegos y máscaras.
Y porque se ha hecho mención de estas provincias es bien saber, que jamás se quisieron rendir a los reyes de Méjico, Mechoacán, ni Tlascala, ni Tepeaca, antes pelearon valerosamente, y algunas veces vencieron los de Mechoacán a los de Méjico, y lo mismo hicieron los de Tepeaca. Donde el marqués D. Fernando Cortés, después que le echaron a él y a los españoles de Méjico, pretendió fundar la primera ciudad de españoles, que llamó, si bien me acuerdo, Segura de la Frontera, aunque permaneció poco aquella población; y con la conquista que después hizo de Méjico, se pasó a ella toda la gente española. En efecto, aquellos de Tepeaca, y los de Tlascala, y los de Mechoacán se tuvieron siempre en pie con los mejicanos, aunque Motezuma dijo a Cortés que de propósito no los habían conquistado, por tener ejercicio de guerra y número de cautivos.
Capítulo XXII
De las costumbres y grandezas de Motezuma
Dió este rey en hacerse respetar, y aun cuasi adorar como Dios. Ningún plebeyo le había de mirar a la cara, y si lo hacía, moría por ello: jamás puso sus pies en el suelo, sino siempre llevado en hombros de señores; y si había de bajarse, le ponían una alfombra rica donde pisase. Cuando iba camino, había de ir él y los señores de su compaña por uno como parque hecho de propósito, y toda la otra gente por defuera del parque a uno y otro lado: jamás se vestía un vestido dos veces, ni comía, ni bebía en una vasija, o plato más de una vez: todo había de ser siempre nuevo; y de lo que una vez se había servido, dábalo luego a sus criados, que con estos percances andaban ricos y lucidos.
Era en extremo amigo de que se guardasen sus leyes: acaecíale cuando volvía con victoria de alguna guerra, fingir que iba a alguna recreación, y disfrazarse para ver, si por no pensar que estaba presente, se dejaba de hacerse algo de la fiesta o recibimiento: y si en algo se excedía o faltaba, castigábalo sin remedio. Para saber cómo hacían su oficio sus ministros, también se disfrazaba muchas veces, y aún echaba quien ofreciese cohechos a sus jueces, o les provocase cohechos a sus jueces, o les provocase a cosa mal hecha, y en cayendo en algo de esto, era luego sentencia de muerte con ellos. No curaba que fueran señores, ni aun deudos, ni aun propios hermanos suyos, porque sin remisión moría el que delinquía: su trato con los suyos era poco, raras veces se dejaba ver; estábase encerrado mucho tiempo, y pensando en el gobierno de su reino.
Demás de ser justiciero y grave, fué muy belicoso, y aun muy venturoso, y así alcanzó grandes victorias, y llegó a toda aquella grandeza que por estar ya escrita en historia de España, no me parece repetir más. Y en lo que aquí adelante se dijere, sólo terné cuidado de escribir lo que los libros y relaciones de los indios cuentan, de que nuestros escritores españoles no hacen mención, por no haber tanto entendido los secretos de aquella tierra, y son cosas muy dignas de ponderar, como agora se verá.
Capítulo XXIII
De los presagios y prodigios extraños que acaecieron en Méjico, antes de fenecerse su imperio
Aunque la Divina Escritura239 nos veda el dar crédito a agüeros y pronósticos vanos, y Jeremías nos advierte ,240 que de las señales del cielo no temamos, como lo hacen los gentiles; pero enseña con todo eso la misma Escritura, que en algunas mudanzas universales, y castigos que Dios quiere hacer, no son de despreciar las señales, monstruos y prodigios, que suelen preceder muchas veces, como lo advierte Eusebio Cesariense.241 Porque el mismo Señor de los cielos y de la tierra ordena semejantes extrañezas y novedades en el cielo, y elementos, y animales y otras criaturas suyas, para que en parte sean aviso a los hombres, y en parte principio de castigo con el temor y espanto que ponen.
En el segundo libro de los Macabeos242 se escribe, que antes de aquella grande mudanza y perturbación del pueblo de Israel, causada por la tiranía de Antioco llamado Epífanes, al cual intitulan las letras Sagradas243 raíz de pecado, acaeció por cuarenta días enteros verse por toda Jerusalén grandes escuadrones de caballeros en el aire, que con armas doradas, y sus lanzas y escudos, y caballos feroces, y con las espadas sacadas, tirándose y hiriéndose, escaramuzaban unos con otros; y dicen, que viendo esto los de Jerusalén, suplicaban a Dios alzase su ira, y que aquellos prodigios parasen en bien. En el libro de la Sabiduría también, cuando quiso Dios sacar de Egipto su pueblo, y castigar a los egipcios, se refieren244 algunas vistas y espantos de monstruos, como de fuegos vistos a deshora, de gestos horribles que aparecían.
Josefo, en los libros de Bello Judaico, cuenta muchos y grandes prodigios, que precedieron a la destrucción de Jerusalén y último cautiverio de la desventurada gente, que con tanta razón tuvo a Dios por contrario. Y de Josefo tomó Eusebio Cerasiense245 y otros la misma relación, autorizando aquellos pronósticos. Los historiadores están llenos de semejantes observaciones en grandes mudanzas de estados, o repúblicas, o religión, y Paulo Orosio cuenta no pocas. Sin duda no es vana su observancia, porque aunque el dar crédito ligeramente a pronósticos y señales, es vanidad, y aun superstición prohibida por la ley de nuestro Dios, mas en cosas muy grandes y mudanza de naciones, y reinos y leyes muy notables, no es vano, sino acertado creer, que la sabiduría del Altísimo ordena o permite cosas que den como alguna nueva de lo que ha de ser, que sirva, como he dicho, a unos de aviso y a otros de parte de castigo, y a todos de indicio, que el rey de los cielos tiene cuenta con las cosas de los hombres. El cual, como para la mayor mudanza del mundo, que será el día del Juicio, tiene ordenadas las mayores y más terribles señales que se pueden imaginar, así para denotar otras mudanzas menores, pero notables, en diversas partes del mundo, no deja de dar algunas maravillosas muestras, que según la ley de su eterna sabiduría tiene dispuestas.
También se ha de entender, que aunque el demonio es padre de la mentira; pero a su pesar le hace el Rey de gloria confesar la verdad muchas veces, y aun él mismo de puro miedo y despecho la dice no pocas. Así daba voces en el desierto, 246 y por la boca de los endemoniados, que Jesús era el salvador, que había venido a destruille. Así por la pithonisa decía,247 que Paulo predicaba el verdadero Dios. Así apareciéndose, y atormentando a la mujer de Pilato, le hizo negociar por Jesús, varón justo. Así otras historias, sin la sagrada, refieren diversos testimonios de los ídolos en aprobación de la religión cristiana, de que Lactancia, Próspero y otros hacen mención. Léase Eusebio en los libros de la Preparación Evangélica, y después en los de Demostración, que trata de esto largamente.
He dicho todo esto tan de propósito, para que nadie desprecie lo que refieren las historias y anales de los indios cerca de los prodigios extraños, y pronósticos que tuvieron de acabarse su reino y el reino del demonio, a quien ellos adoraban juntamente: los cuales, así por haber pasado en tiempos muy cercanos, cuya memoria está fresca, como por ser muy conforme a buena razón, que de una tan mudanza el demonio sagaz se recelase y lamentase, y Dios junto con esto comenzase a castigar a idólatras tan crueles y abominables, digo que me parecen dignos de crédito, y por tales los tengo y refiero aquí.
Pasa, pues, de esta manera: que habiendo reinado Motezuma en suma prosperidad muchos años, y puesto en tan altos pensamientos, que realmente se hacía servir y temer, y aun adorar, como si fuera Dios, comenzó el Altísimo a castigarle, y en parte avisarle, con permitir, que los demonios a quien adoraba, le diesen tristísimos anuncios de la pérdida de su reino, y le atormentasen con pronósticos nunca vistos, de que él quedó tan melancólico y atónito, que no sabía de sí. El ídolo de los Cholola, que se llama Quezalcoalt, anunció que venía gente extraña a poseer aquellos reinos. El rey de Tezcuco, que era gran mágico y tenía pacto con el demonio, vino a visitar a Motezuma a deshora y le certificó que le habían dicho sus dioses, que se le aparejaban y él y a todo su reino grandes pérdidas y trabajos. Muchos hechiceros y brujos le iban a decir lo mismo, entre los cuales fué uno, que muy en particular le dijo lo que después le vino a suceder; y estándole hablando advirtió, que le faltaban los dedos pulgares de los pies y manos.
Disgustado de tales nuevas, mandaba prender todos estos hechiceros, mas ellos se desaparecían presto de la prisión, de que el Motezuma tomaba tanta rabia, que no pudiendo matarlos, hacía matar sus mujeres y hijos, y destruir sus casas y haciendas. Viéndose acosado de estos anuncios, quiso aplacar la ira de sus dioses, y para esto dió en traer una piedra grandísima, para hacer sobre ella bravos sacrificios. Yendo a traerla muchísima gente con sus maromas y recaudo, no pudieron moverla, aunque porfiando quebraron muchas maromas muy gruesas, mas como porfiasen todavía, oyeron una voz junto a la piedra, que no trabajasen en vano, que no podrían llevarla, porque ya el señor de lo criado no quería que se hiciesen aquellas cosas.
Oyendo esto Motezuma, mandó que allí hiciesen los sacrificios. Dicen que tornó otra voz: ¿Ya no he dicho que no es la voluntad del Señor de lo criado, que se haga eso? Para que veais que es así, yo me dejaré llevar un rato, y después no podréis menearme. Fué así, que un rato la movieron con facilidad, y después no hubo remedio, hasta que con muchos ruegos se dejó llevar hasta la entrada de la ciudad de Méjico, donde súbito se cayó en una acequia y buscándola no pareció más, sino fué en el propio lugar de adonde la habían traído, que allí tornaron a hallar, de que quedaron muy confusos y espantados.
Por este propio tiempo apareció en el cielo una llama de fuego grandísima, y muy resplandeciente, de figura piramidal, la cual comenzaba a aparecer a la media noche yendo subiendo, y al amanecer cuando salía el sol, llegaba al puesto de medio día, donde desaparecía. Mostróse de este modo cada noche por espacio de un año, y todas las veces que salía, la gente daba grandes gritos, como acostumbraban, entendiendo era pronóstico de gran mal. También una vez, sin haber lumbre en todo el templo, ni fuera de él, se encendió todo, sin haber trueno ni relámpago, y dando voces las guardas, acudió muchísima gente con agua, y nada bastó, hasta que se consumió todo: dicen, que parecía que salía el fuego de los mismos maderos, y que ardía más con el agua.
Vieron otrosí salir un cometa siendo de día claro, que corrió de poniente a oriente, echando gran multitud de centellas: dicen era su figura de una cola muy larga, y al principio tres como cabezas. La laguna grande, que está entre Méjico y Tezcuco, sin haber aire, ni temblor de tierra, ni otra ocasión alguna, súbitamente comenzó a hervir, creciendo a borbollones tanto, que todos los edificios que estaban cerca de ella cayeron por el suelo. A este tiempo dicen se oyeron muchas voces como de mujer angustiada, que decía muchas veces: ¡oh hijos míos, que ya se ha llegado vuestra destrucción! Otras veces decía: ¡oh hijos míos! ¿dónde os llevaré, para que no os acabéis de perder? Aparecieron también diversos monstruos con dos cabezas, que llevándolos delante de el rey desaparecían.
A todos estos monstruos vencen dos muy extraños: uno fué, que los pescadores de la laguna tomaron una ave del tamaño de una grulla y de su color, pero de extraña hechura, y no vista. Lleváronla a Motezuma; estaba a la sazón en los palacios que llamaban de llanto y luto, todos teñidos de negro, porque como tenía diversos palacios para recreación, también los tenía para tiempo de pena; y estaba en él con muy grande, por las amenazas que sus dioses le hacían con tan tristes anuncios. Llegaron los pescadores a punto de medio día y pusiéronle delante aquella ave, la cual tenía en lo alto de la cabeza una cosa como lúcida y transparente, a manera de espejo, donde vió Motezuma, que se parecían los cielos y las estrellas, de que quedó admirado, volviendo los ojos al cielo, y no viendo estrellas en él. Tornando a mirar en aquel espejo, vio que venía gente de guerra de hacia oriente, y que venía armada, peleando y matando. Mandó llamar sus agoreros, que tenía muchos, y habiendo visto lo mismo, y no sabiendo dar razón de lo que eran preguntados, al mejor tiempo desapareció el ave, que nunca más la vieron, de que quedó tristísimo, y todo turbado el Motezuma.
Lo otro que sucedió fué, que le vino a hablar un labrador, que tenía fama de hombre de bien, y llano, y éste le refirió que estando el día antes haciendo su sementera, vino una grandísima águila volando hacia él, y tomóle en peso sin lastimarle, y llevóle a una cierta cueva, donde le metió, diciendo el aguila: Poderosísimo señor, ya traje a quien me mandaste. Y el indio labrador miró a todas partes a ver con quién hablaba, y no vió a nadie, y en esto oyó una voz que le dijo: ¿Conoces a ese hombre, que está ahí tendido en el suelo?, y mirando al suelo vió un hombre adormecido, y muy vencido de sueño, con insignias reales, y unas flores en la mano, con un pebete de olor ardiendo, según el uso de aquella tierra, y reconociéndole el labrador, entendió que era el gran Motezuma. Respondió el labrador, luego después de haberle mirado: Gran Señor, éste parece a nuestro rey Motezuma. Tornó a sonar la voz: verdad dices, mírale cual está, tan dormido y descuidado de los grandes trabajos y males que han de venir sobre él. Ya es tiempo que pague las muchas ofensas que ha hecho a Dios y las tiranías de su gran soberbia, y está tan descuidado de esto, y tan ciego en sus miserias, que ya no siente. Y para que lo veas, toma ese pebete que tiene ardiendo en la mano, y pégaselo en el muslo, y verás que no siente. El pobre labrador no osó llegar ni hacer lo que decían, por el gran miedo que todos tenían a aquel rey. Mas tornó a decir la voz: No temas, que yo soy más sin comparación, que ese rey; yo le puedo destruir y defenderte a tí, por eso haz lo que te mando. Con esto el villano, tomando el pebete de la mano del rey, pegóselo ardiendo al muslo, y no se meneó ni mostró sentimiento. Hecho esto, le dijo la voz que, pues vía cuán dormido estaba aquel rey, que le fuese a despertar y le contase todo lo que había pasado, y que el águila por el mismo mandado le tornó a llevar en peso y le puso en el propio lugar de donde lo había traído, y en cumplimiento de lo que se le había dicho, venía a avisarle. Dicen que se miró entonces Motezuma el muslo y vió que lo tenía quemado, que hasta entonces no lo había sentido, de que quedó en extremo triste y congojado.
Pudo ser que esto que el rústico refirió le hubiese a él pasado en imaginaria visión. Y no es increíble que Dios ordenase, por medio de ángel bueno, o permitiese, por medio de ángel malo, dar aquel aviso al rústico (aunque infiel), para castigo del rey. Pues semejantes apariciones leemos en la divina Escritura248 haberlas tenido también hombres infieles y pecadores, como Nabucodonosor y Balam y la pitonisa de Saúl. Y cuando algo de estas cosas no hubiese acaecido tan puntualmente, a lo menos es cierto que Motezuma tuvo grandes tristezas y congojas por muchos y varios anuncios, de que su reino y su ley habían de acabarse presto.
Capítulo XXIV
De la nueva que tuvo Motezuma de los españoles que habían aportado a su tierra, y de la embajada que les envió
Pues a los catorce años del reinado de Motezuma, que fué en los mil y quinientos y diez y siete de nuestro Salvador, aparecieron en la mar del norte unos navíos con gente, de que los moradores de la costa, que eran vasallos de Motezuma, recibieron grande admiración, y queriendo satisfacerse más quién eran, fueron en unas canoas los indios a las naos, llevando mucho refresco de comida y ropa rica, como que iban a vender.
Los españoles les acogieron en sus naos y, en pago de las comidas y vestidos que les contentaron, les dieron unos sartales de piedras falsas, coloradas, azules, verdes y amarillas, las cuales creyeron los indios ser piedras preciosas. Y habiéndose informado los españoles de quién era su rey y de su gran potencia, les despidieron, diciéndoles que llevasen aquellas piedras a su señor y dijesen que de presente no podían ir a verle, pero que presto volverían y se verían con él. Con este recado fueron a Méjico los de la costa, llevando pintado en unos paños todo cuanto habían visto, y los navíos y hombres, y su figura, y juntamente las piedras que les habían dado. Quedó con este mensaje el rey Motezuma muy pensativo, y mandó no dijesen nada a nadie. Otro día juntó su consejo y, mostrando los paños y los sartales, consultó qué se haría. Y resolvióse en dar orden a todas las costas de la mar que estuviesen en vela y que cualquier cosa que hubiese le avisasen.
Al año siguiente, que fué a la entrada del diez y ocho, vieron asomar por la mar la flota en que vino el marqués del Valle, don Fernando Cortés, con sus compañeros, de cuya nueva se turbó mucho Motezuma, y consultando con los suyos, dijeron todos que, sin falta, era venido su antiguo y gran señor Quetzaalcoatl, que él había dicho volvería, y que así venía de la parte de oriente, adonde se había ido. Hubo entre aquellos indios una opinión, que un gran príncipe les había en tiempos pasados dejado, y prometido que volvería, de cuyo fundamento se dirá en otra parte. En fin, enviaron cinco embajadores principales con presentes ricos a darles la bienvenida, diciéndoles que ellos sabían que su gran señor Quetzaalcoatl venía allí, y que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, teniéndose por siervo suyo.
Entendieron los españoles este mensaje por medio de Marina, india que traían consigo, que sabía la lengua mejicana. Y pareciéndole a Hernando Cortés que era buena ocasión aquélla para su entrada en Méjico, hizo que le aderezasen muy bien su aposento, y puesto él con gran autoridad y ornato, mandó entrar los embajadores, a los cuales no les faltó sino adoralle por su Dios. Diéronle su embajada, diciendo que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, y que, como teniente suyo, le tenía la tierra en su nombre, y que sabía que él era el Topilcin, que les había prometido muchos años había volver a vellos, y que allí le traían de aquellas ropas, que él solía vestirse cuando andaba entre ellos, que les pedían las tomase, ofreciéndole muchos y muy buenos presentes.
Respondió Cortés aceptando las ofertas y dando a entender que él era el que decían, de que quedaron muy contentos, viéndose tratar por él con gran amor y benevolencia (que en esto, como en otras cosas, fué digno de alabanza este valeroso capitán), y si su traza fuera adelante, que era por bien ganar aquella gente, parece que se había ofrecido la mejor coyuntura que se podía pensar para sujetar el evangelio con paz y amor toda aquella tierra. Pero los pecados de aquellos crueles homicidas y esclavos de satanás pedían ser castigados del cielo, y los de muchos españoles no eran pocos; y así los juicios altos de Dios dispusieron la salud de las gentes, cortando primero las raíces dañadas. Y como dice el Apóstol:249 La maldad y ceguera de los unos fué la salvación de los otros.
En efecto, el día siguiente, después de la embajada dicha, vinieron a la capitana los capitanes y gente principal de la flota, y entendiendo el negocio y cuán poderoso y rico era el reino de Motezuma, parecióles que importaba cobrar reputación de bravos y valientes con aquella gente; y que así, aunque eran pocos, serían temidos y recibidos en Méjico. Para esto hicieron soltar toda la artillería de las naos, y como era cosa jamás vista por los indios, quedaron tan atemorizados, como si se cayera el cielo sobre ellos. Después los soldados dieron en desafiallos a que peleasen con ellos, y no se atreviendo los indios, los denostaron y trataron mal, mostrándoles sus espadas, lanzas, gorgujes, partesanas y otras armas, con que muchos les espantaron.
Salieron tan escandalizados y atemorizados los pobres indios, que mudaron del todo opinión, diciendo que allí no venía su rey y señor Topilcin, sino dioses enemigos suyos para destruirlos. Cuando llegaron a Méjico estaba Motezuma en la casa de Audiencia, y antes que le diesen la embajada, mandó el desventurado sacrificar en su presencia número de hombre, y con la sangre de los sacrificados rociar a los embajadores, pensando con esta ceremonia (que usaban en solemnísimas embajadas) tenerla buena. Mas oída toda la relación e información de la forma de navíos, gente y armas, quedó del todo confuso y perplejo, y habido su consejo no halló otro mejor medio que procurar estorbar la llegada de aquellos extranjeros por artes mágicas y conjuros. Solíanse valer de estos medios muchas veces, porque era grande el trato que tenían con el diablo, con cuya ayuda conseguían muchas veces efectos extraños.
Juntáronse, pues, los hechiceros, magos y encantadores, y, persuadidos de Motezuma, tomaron a su cargo el hacer volver aquella gente a su tierra, y para esto fueron hasta ciertos puestos que, para invocar los demonios y usar su arte, les pareció. Cosa digna de consideración: hicieron cuanto pudieron y supieron; viendo que ninguna cosa les empecía a los cristianos, volvieron a su rey diciendo que aquéllos eran más que hombres, porque nada les dañaba de todos sus conjuros y encantos. Aquí ya le pareció a Motezuma echar por otro camino y, fingiendo contento de su venida, envió a mandar en todos sus reinos, que sirviesen a aquellos dioses celestiales que habían venido a su tierra. Todo el pueblo estaba en grandísima tristeza y sobresalto.
Venían nuevas a menudo que los españoles preguntaban mucho por el rey y por su modo de proceder y por su casa y hacienda. De esto él se congojaba en demasía, y aconsejándole los suyos y otros nigrománticos que se escondiese, y ofreciéndole que ellos le pornían donde criatura no pudiese hallarle, parecióle bajeza, y determinó aguardar, aunque fuese muriendo. Y, en fin, se pasó de sus casas reales a otras, por dejar su palacio para aposentar en él a aquellos dioses, como ellos decían.
Capítulo XXV
De la entrada de los españoles en Méjico
No pretendo tratar los hechos de los españoles que ganaron a la Nueva España, ni los sucesos extraños que tuvieron, ni el ánimo y valor invencible de su capitán don Fernando Cortés, porque de esto hay ya muchas historias y relaciones, y las que el mismo Fernando Cortés escribió al emperador Carlos V, aunque con estilo llano y ajeno de arrogancia, dan suficiente noticia de lo que pasó, y fué mucho y muy digno de perpetua memoria. Sólo para cumplir con mi intento, resta decir lo que los indios refieren de este caso, que no anda en letras españolas hasta el presente.
Sabiendo, pues, Motezuma las victorias del capitán y que venía marchando en demanda suya, y que se había confederado con los de Tlascala, sus capitales enemigos, y hecho un duro castigo en los de Cholola, sus amigos, pensó engañarle o proballe con enviar con sus insignias y aparato un principal, que se fingiese ser Motezuma. Cuya ficción, entendida por el marqués, de los de Tlascala, que venían en su compañía, envióle con una prudente reprehensión por haberle querido engañar, de que quedó confuso Motezuma, y con el temor de esto, dando vueltas a su pensamiento, tornó a intentar hacer volver a los cristianos por medio de hechiceros y encantadores. Para lo cual juntó muchos más que la primera vez, amenazándoles que les quitaría las vidas si le volvían sin hacer el efecto a que los enviaba; prometieron hacerlo.
Fueron una cuadrilla grandísima de estos oficiales diabólicos al camino de Chalco, que era por donde venían los españoles. Subiendo por una cuesta arriba, aparecióles Tezcatlipuca, uno de sus principales dioses, que venía de hacia el real de los españoles, en habito de los Chalcas, y traía ceñidos los pechos con ocho vueltas de una soga de esparto; venía como fuera de sí y como hombre embriagado de coraje y rabia. En llegando al escuadrón de los nigrománticos y hechiceros, paróse y díjoles con grandísimo enojo: ¿Para qué volvéis vosotros acá? ¿Qué pretende Motezuma por vuestro medio? Tarde ha acordado, que ya está determinado que le quiten su reino y su honra y cuanto tiene, por las tiranías grandes que ha cometido contra sus vasallos, pues no ha regido como señor, sino como tirano traidor. Oyendo estas palabras, conocieron los hechiceros que era su ídolo, y humilláronse ante él y allí le compusieron un altar de piedra y le cubrieron de flores que por allí había. Él, no haciendo caso de esto, les tornó a reñir, diciendo: ¿A qué venistes aquí, traidores? Volveos, volveos luego y mirad a Méjico, porque sepáis lo que ha de ser de ella. Dicen que volvieron a mirar a Méjico y que la vieron arder y abrasarse toda en vivas llamas.
Con esto el demonio desapareció, y ellos, no osando pasar adelante, dieron noticia a Motezuma, el cual por un rato no pudo hablar palabra, mirando pensativo al suelo; pasado aquel tiempo, dijo: ¿Pues qué hemos de hacer si los dioses y nuestros amigos no nos favorecen, antes prosperan a nuestros enemigos? Ya yo estoy determinado, y determinémonos todos, que, venga lo que viniere, que no hemos de huir, ni nos hemos de esconder, ni mostrar cobardía. Compadézcome de los viejos, niños y niñas, que no tienen pies ni manos para se defender; y diciendo esto calló, porque se comenzaba a enternecer.
En fin, acercándose el marqués a Méjico, acordó Motezuma hacer de la necesidad virtud, y salióle a recibir como tres cuartos de legua de la ciudad, yendo con mucha majestad y llevado en hombros de cuatro señores y él cubierto de un rico palio de oro y plumería. Al tiempo de encontrarse bajó el Motezuma, y ambos se saludaron muy cortésmente, y don Fernando Cortés le dijo estuviese sin pena, que su venida no era para quitarle ni disminuirle su reino.
Aposentó Motezuma a Cortés y a sus compañeros en su palacio principal, que lo era mucho, y él se fué a otras casas suyas; aquella noche los soldados jugaron el artillería por regocijo, de que no poco se asombraron los indios, no hechos a semejante música. El día siguiente juntó Cortés en una gran sala a Motezuma y a los señores de su corte, y juntos les dijo, sentado él en su silla: Que él era criado de un gran príncipe, que le había mandado ir por aquellas tierras a hacer bien, y que había en ellas hallado a los de Tlascala, que eran sus amigos, muy quejosos de los agravios que les hacían siempre los de Méjico, y que quería entender quién tenía la culpa, y confederarlos para que no se hiciesen mal unos a otros de ahí adelante, y que él y sus hermanos, que eran los españoles, estarían allí sin hacerles daño, antes les ayudarían lo que pudiesen. Este razonamiento procuró le entendiesen todos bien, usando de sus intérpretes. Lo cual, percibido por el rey y los demás señores mejicanos, fué grande el contento que tuvieron y las muestras de amistad que a Cortés y los demás dieron.
Es opinión de muchos, que como aquel día quedó el negocio puesto, pudieran con facilidad hacer del rey y reino lo que quisieran, y darles la ley de Cristo con gran satisfacción y paz. Mas los juicios de Dios son altos, y los pecados de ambas partes, muchos; y así se rodeó la cosa muy diferente, aunque al cabo salió Dios con su intento de hacer misericordia a aquella nación con la luz de su evangelio, habiendo primero hecho juicio y castigo de los que lo merecían en su divino acatamiento. En efecto, hubo ocasiones con que de la una parte a la otra nacieron sospechas y quejas y agravios, y viendo enajenados los ánimos de los indios, a Cortés le pareció asegurarse con echar mano del rey Motezuma y prenderle y echarle grillos; hecho que espanta al mundo, igual al otro suyo, de quemar los navíos y encerrarse entre sus enemigos a vencer o morir.
Lo peor de todo fué que, por ocasión de la venida impertinente de un Pánfilo de Narváez a la Vera-Cruz, para alterar la tierra, hubo Cortés de hacer ausencia de Méjico y dejar al pobre Motezuma en poder de sus compañeros, que ni tenían la discreción ni moderación que él. Y así vino la cosa a términos de total rompimiento, sin haber medio ninguno de paz.
Capítulo XXVI
De la muerte de Motezuma y salida de los españoles de Méjico
En la ausencia de Cortés de Méjico, pareció al que quedó en su lugar hacer un castigo en los mejicanos, y fué tan excesivo y murió tanta nobleza en un gran mitote o baile que hicieron en palacio, que todo el pueblo se alborotó y con furiosa rabia tomaron armas para vengarse y matar los españoles; y así les cercaron la casa y apretaron reciamente, sin que bastase el daño que recibían de la artillería y ballestas, que era grande, a desvialles de su porfía.
Duraron en esto muchos días, quitándoles los bastimentos y no dejando entrar ni salir criatura. Peleaban con piedras, dardos arrojadizos, su modo de lanzas y espadas, que son unos garrotes en que tienen cuatro o seis navajas agudísimas, y tales, que en estas refriegas refieren las historias que de un golpe de estas navajas llevó un indio a cercén todo el cuello de un caballo. Como un día peleasen con esta determinación y furia, para quietalles hicieron los españoles subir a Motezuma con otro principal a lo alto de una azotea, amparados con las rodelas de dos soldados que iban con ellos. En viendo a su señor Motezuma pararon todos y tuvieron grande silencio. Díjoles entonces Motezuma, por medio de aquel principal, a voces, que se sosegasen y que no hiciesen guerra a los españoles, pues estando él preso, como vían, no les había de aprovechar.
Oyendo esto un mozo generoso, llamado Quicuxtemoc, a quien ya trataban de levantar por su rey, dijo a voces a Motezuma que se fuese para bellaco, pues había sido tan cobarde, y que no le habían ya de obedecer, sino darle el castigo que merecía, llamándole por más afrenta de mujer. Con esto, enarcando su arco, comenzó a tirarle flechas, y el pueblo volvió a tirar piedras y proseguir su combate. Dicen muchos que esta vez le dieron a Motezuma una pedrada, de que murió. Los indios de Méjico afirman que no hubo tal, sino que después murió la muerte que luego diré.
Como se vieron tan apretados, Alvarado y los demás enviaron al capitán Cortés aviso del gran peligro en que estaban. Y él, habiendo con maravillosa destreza y valor puesto recaudo en el Narváez, y cogídole para sí la mayor parte de su gente, vino a grandes jornadas a socorrer a los suyos a Méjico, y aguardando a tiempo que los indios estuviesen descansando, porque era su uso en la guerra, cada cuatro días descansar uno, con maña y esfuerzo entró, hasta ponerse con el socorro en las casas reales, donde se habían hecho fuertes los españoles; por lo cual hicieron muchas alegrías y jugaron el artillería.
Mas como la rabia de los mejicanos creciese, sin haber medio para sosegarlos, y los bastimentos les fuesen faltando del todo, viendo que no había esperanza de más defensa, acordó el capitán Cortés salirse una noche a cencerros atapados, y habiendo hecho unas puentes de madera para pasar dos acequias grandísimas y muy peligrosas, salió con muy gran silencio a media noche. Y habiendo ya pasado gran parte de la gente la primera acequia, antes de pasar la segunda fueron sentidos de una india, la cual fué dando grandes voces que se iban sus enemigos, y a las voces se convocó y acudió todo el pueblo con terrible furia; de modo que al pasar la segunda acequia, de heridos y atropellados cayeron muertos más de trescientos, adonde está hoy una ermita que, impertinentemente y sin razón, la llaman de los Mártires.
Muchos, por guarecer el oro y joyas que tenían, no pudieron escapar; otros, deteniéndose en recogello y traello, fueron presos por los mejicanos y cruelmente sacrificados ante sus ídolos. Al rey Motezuma hallaron los mejicanos muerto y pasado, según dicen, de puñaladas; y es su opinión que aquella noche le mataron los españoles, con otros principales. El marqués, en la relación que envió al emperador, antes dice que a un hijo de Motezuma, que él llevaba consigo, con otros nobles, le mataron aquella noche los mejicanos. Y dice que toda la riqueza de oro y piedras y plata que llevaban se cayó en la laguna, donde nunca más pareció.
Como quiera que sea, Motezuma acabó miserablemente, y de su gran soberbia y tiranías pagó el justo juicio del Señor de los cielos lo que merecía. Porque, viniendo a poder de los indios su cuerpo, no quisieron hacerle exequias de rey, ni aun de hombre común, desechándole con gran desprecio y enojo. Un criado suyo, doliéndose de tanta desventura de un rey, temido y adorado antes como dios, allá le hizo una hoguera y puso sus cenizas donde pudo, en lugar harto desechado. Volviendo a los españoles que escaparon, pasaron grandísima fatiga y trabajo, porque los indios les fueron siguiendo obstinadamente dos o tres días, sin dejarles reposar un momento, y ellos iban tan fatigados de comida, que muy pocos granos de maíz se repartían para comer.
Las relaciones de los españoles y las de los indios concuerdan en que aquí les libró nuestro Señor por milagro, defendiéndoles la Madre de misericordia y Reina del cielo, María, maravillosamente en un cerrillo, donde a tres leguas de Méjico está hasta el día de hoy fundada una iglesia en memoria de esto, con título de Nuestra Señora del Socorro. Fuéronse a los amigos de Tlascala, donde se rehicieron y, con su ayuda y con el admirable valor y gran traza de Fernando Cortés, volvieron a hacer la guerra a Méjico, por mar y tierra, con la invención de los bergantines que echaron a la laguna; y después de muchos combates y más de sesenta peleas peligrosísimas, vinieron a ganar del todo la ciudad día de San Hipólito, a trece de agosto de mil y quinientos y veinte y un años.
El último rey de los mejicanos, habiendo porfiadísimamente sustentando la guerra, a lo último fué tomado en una canoa grande, donde iba huyendo, y traído con otros principales ante Fernando Cortés. El reyezuelo, con extraño valor, arrancando una daga, se llegó a Cortés y le dijo: Hasta agora yo he hecho lo que he podido en defensa de los míos; agora no debo más sino darle ésta, y que con ella me mates. Respondió Cortés que él no quería matarle, ni había sido su intención de dañarles; mas que su porfía tan loca tenía la culpa de tanto mal y destruición, como habían padecido; que bien sabían cuántas veces les habían requerido con la paz y amistad. Con esto le mandó poner guardia y tratar muy bien a él y a todos los demás que habían escapado.
Sucedieron en esta conquista de Méjico muchas cosas maravillosas, y no tengo por mentira, ni por encarecimiento, lo que dicen los que escriben, que favoreció Dios el negocio de los españoles con muchos milagros, y sin el favor del cielo era imposible vencerse tantas dificultades y allanarse toda la tierra al mando de tan pocos hombres. Porque, aunque nosotros fuésemos pecadores e indignos de tal favor, la causa de Dios y gloria de nuestra fe y bien de tantos millares de almas, como de aquellas naciones tenía el Señor predestinadas, requería que para la mudanza que vemos se pusiesen medios sobrenaturales y propios del que llama a su conocimiento a los ciegos y presos, y les da luz y libertad con su sagrado evangelio. Y porque esto mejor se crea y entienda, referiré algunos ejemplos que me parecen a propósito de esta historia.
Capítulo XXVII
De algunos milagros que en las Indias ha obrado Dios en favor de la Fe, sin méritos de los que los obraron
Santa Cruz de la Sierra es una provincia muy apartada y grande en los reinos del Perú, que tiene vecindad con diversas naciones de infieles que aún no tienen luz del evangelio, si de los años acá que han ido padres de nuestra Compañía con ese intento, no se la han dado. Pero la misma provincia es de cristianos, y hay en ella españoles y indios baptizados en mucha cuantidad.
La manera en que entró allá la cristiandad fué ésta: Un soldado de ruín vida y facineroso en la provincia de los Charcas, por temor de la justicia, que por sus delitos le buscaba, entró mucho la tierra adentro y fué acogido de los bárbaros de aquella tierra, a los cuales, viendo el español que pasaban gran necesidad por falta de agua, y que para que lloviese hacían muchas supersticiones, como ellos usan, díjoles que, si ellos hacían lo que él les diría, que luego llovería. Ellos se ofrecieron a hacerlo de buena gana. El soldado con esto hizo una grande cruz, y púsola en lo alto y mandóles que adorasen allí y pidiesen agua, y ellos lo hicieron así. Cosa maravillosa: Cargó luego tan copiosísima lluvia, que los indios cobraron tanta devoción a la santa cruz, que acudían a ella con todas sus necesidades y alcanzaban lo que pedían, tanto, que vinieron a derribar sus ídolos y a traer la cruz por insignia, y pedir predicadores que le enseñasen y baptizasen; y la misma provincia se intitula hasta hoy por eso Santa Cruz de la Sierra.
Mas porque se vea por quién obraba Dios estas maravillas, es bien decir cómo el sobredicho soldado, después de haber algunos años hecho estos milagros de apóstol, no mejorando su vida, salió a la provincia de los Charcas y, haciendo de las suyas, fué en Potosí públicamente puesto en la horca. Polo, que le debía de conocer bien, escribe todo esto como cosa notoria que pasó en su tiempo.
En la peregrinación extraña que escribe Cabeza de Vaca, el que fué después gobernador en el Paraguay, que le sucedió en la Florida con otros dos o tres compañeros que solos quedaron de una armada, en que pasaron diez años en tierras de bárbaros, penetrando hasta el mar del sur, cuenta y es autor fidedigno: Que compeliéndoles los bárbaros a que les curasen de ciertas enfermedades, y que si no lo hacían les quitarían la vida, no sabiendo ellos parte de medicina, ni teniendo aparejo para ella, compelidos de la necesidad se hicieron médicos evangélicos, y diciendo las oraciones de la Iglesia, y haciendo la señal de la cruz, sanaron aquellos enfermos. De cuya fama hubieron de proseguir el mismo oficio por todos los pueblos, que fueron innumerables, concurriendo el Señor maravillosamente, de suerte que ellos se admiraban de sí mismos, siendo hombres de vida común, y el uno de ellos un negro.
Lancero fué en el Perú un soldado, que no se saben de él más méritos que ser soldado, decía sobre las heridas ciertas palabras buenas, haciendo la señal de la cruz, y sanaban luego; de donde vino a decirse como por refrán, el salmo de Lancero. Y examinado por los que tienen en la Iglesia autoridad, fué aprobado su hecho y oficio.
En la ciudad del Cuzco, cuando estuvieron los españoles cercados, y en tanto aprieto que sin ayuda del cielo fuera imposible escapar, cuentan personas fidedignas y yo se lo oí, que echando los indios fuego arrojadizo sobre el techo de la morada de los españoles, que era donde es agora la iglesia mayor, siendo el techo de cierta paja, que allí llaman icho, y siendo los hachos de tea muy grandes, jamás prendió ni quemó cosa, porque una Señora que estaba en lo alto, apagaba el fuego luego, y esto visiblemente lo vieron los indios, y lo dijeron muy admirados.
Por relaciones de muchos y por historias que hay, se sabe de cierto, que en diversas batallas que los españoles tuvieron, así en la Nueva España como en el Perú, vieron los indios contrarios en el aire un caballero con la espada en la mano, en un caballo blanco, peleando por los españoles; de donde ha sido y es tan grande la veneración que en todas las Indias tienen al glorioso Apóstol Santiago. Otras veces vieron en tales conflictos la imagen de nuestra Señora, de quien los cristianos en aquellas partes han recibido incomparables beneficios.
Y si estas obras del cielo se hubiesen de referir por extenso, como han pasado, sería relación muy larga. Baste haber tocado esto, con ocasión de la merced que la Reina de gloria hizo a los nuestros, cuando iban tan apretados y perseguidos de los mejicanos. Lo cual todo se ha dicho para que se entienda, que ha tenido nuestro Señor cuidado de favorecer la fe y religión cristiana, defendiendo a los que la tenían aunque ellos por ventura no mereciesen por sus obras semejantes regalos y favores del cielo.
Junto con esto es bien que no se condenen tan absolutamente todas las cosas de los primeros conquistadores de las Indias, como algunos letrados y religiosos han hecho con buen celo sin duda, pero demasiado. Porque aunque por la mayor parte fueron hombres cudiciosos, ásperos, y muy ignorantes del modo de proceder, que se había de tener entre infieles, que jamás habían ofendido a los cristianos; pero tampoco se puede negar, que de parte de los infieles hubo muchas maldades contra Dios y contra los nuestros, que les obligaron a usar de rigor y castigo. Y lo que es más, el Señor de todos, aunque los fieles fueron pecadores, quiso favorecer su causa y partido para bien de los mismos infieles que habían de convertirse después por esa ocasión al santo evangelio. Porque los caminos de Dios son altos, y sus trazas maravillosas.
Capítulo XXVIII
De la disposición que la divina providencia ordenó en Indias para la entrada en la religión cristiana en ellas
Quiero dar fin a esta Historia de Indias, con declarar la admirable traza, con que Dios dispuso y preparó la entrada del evangelio en ellas, que es mucho de considerar, para alabar y engrandecer el saber y bondad del Criador.
Por la relación y discurso que en estos libros he escrito, podrá cualquiera entender, que así en el Perú, como en la Nueva España, al tiempo que entraron los cristianos, habían llegado aquellos Reinos a lo sumo, y estaban en la cumbre de su pujanza, pues los Ingas poseían en el Perú desde el reino de Chile hasta pasado el de Quito, que son mil leguas; y estaban tan servidos y ricos de oro, plata y todas riquezas. Y en Méjico, Motezuma imperaba desde el mar océano del norte, hasta el mar del sur, siendo temido y adorado, no como hombre, sino como dios.
A este tiempo juzgó el Altísimo, que aquella piedra de Daniel,250 que quebrantó los reinos y monarquías del mundo, quebrantase también los de estotro mundo nuevo, y así como la ley de Cristo vino, cuando la monarquía de Roma había llegado a su cumbre, así también fué en las Indias occidentales. Y verdaderamente fué suma providencia del Señor. Porque el haber en el orbe una cabeza, y un señor temporal (como notan los sagrados doctores), hizo que el evangelio se pudiese comunicar con facilidad a tantas gentes y naciones. Y lo mismo sucedió en las Indias, donde el haber llegado la noticia de Cristo a las cabezas de tantos reinos y gentes, hizo que con facilidad pasase por todas ellas.
Y aun aquí hay un particular notable, que como iban los señores de Méjico y del Cuzco conquistando tierras, iban introduciendo también su lengua, porque aunque hubo y hay muy gran diversidad de lenguas particulares y propias; pero la lengua cortesana del Cuzco corrió y corre hoy día más de mil lenguas, y la de Méjico debe correr poco menos. Lo cual para facilitar la predicación en tiempo que los predicadores no reciben el don de lenguas como antiguamente, no ha importado poco, sino muy mucho.
De cuanta ayuda haya sido para la predicación y conversión de las gentes la grandeza de estos dos imperios, que he dicho, mírelo quien quisiere en la suma dificultad que se ha experimentado en reducir a Cristo los indios que no reconocen un señor. Véanlo en la Florida, y en el Brasil, y en los Andes y en otras cien partes, donde no se ha hecho tanto efecto, en cincuenta años, como en el Perú y Nueva España en menos de cinco se hizo.
Si dicen, que el ser rica esa tierra fué la causa, yo no lo niego; pero esa riqueza era imposible habella, ni conservalla, si no hubiera monarquía. Y eso mismo es traza de Dios, en tiempo que los predicadores de el evangelio somos tan fríos y faltos de espíritu, que haya mercaderes y soldados que con el calor de la cudicia y del mando, busquen y hallen nuevas gentes, donde pacemos con nuestra mercadería. Pues como San Agustín dice,251 la profecía de Isaías se cumplió, en dilatarse la Iglesia de Cristo, no sólo a la diestra, sino también a la siniestra, que es como él declara, crecer por medios humanos y terrenos de hombres, que más se buscan a sí, que a Jesucristo.
Fué también gran providencia de el Señor, que cuando fueron los primeros españoles, hallaron ayuda en los mismos indios, por haber parcialidades y grandes divisiones. En el Perú está claro que la división entre los dos hermanos Atahualpa y Guáscar, recién muerto el gran rey Guaynacapa su padre, esa dió la entrada al marqués don Francisco Pizarro, y a los españoles, queriéndolos por amigos cada uno de ellos, y estando ocupados en hacerse la guerra el uno al otro. En la Nueva España no es menos averiguado, que el ayuda de los de la provincia de Tlascala, por la perpetua enemistad que tenían con los mejicanos, dió al marqués don Fernando Cortés, y a los suyos la victoria y señorío de Méjico, y sin ellos fuera imposible ganarla, ni aun sustentarse en la tierra.
Quién estima en poco a los indios, y juzga que con la ventaja que tienen los españoles de sus personas y caballos, y armas ofensivas y defensivas, podrán conquistar cualquier tierra y nación de indios, mucho, mucho se engaña. Ahí está Chile, o por mejor decir Arauco y Tucapel, que son dos valles que ha más de veinte y cinco años, que con pelear cada año, y hacer todo su posible, no les han podido ganar nuestros españoles cuasi un pie de tierra, porque perdido una vez el miedo a los caballos y arcabuces, y sabiendo que el español cae también con la pedrada, y con la flecha, atrévense los bárbaros, y éntranse por las picas, y hacen su hecho.
¿Cuántos años ha que en la Nueva España se hace gente, y va contra los Chichimecos, que son unos pocos de indios desnudos con sus arcos y flechas; y hasta el día de hoy no están vencidos, antes cada día más atrevidos y desvergonzados? ¿Pues los Chunchos, Chiriguanas, y Pilcozones y los demás de los Andes? ¿No fué la flor del Perú llevando tan grande aparato de armas y gente como vimos? ¿Qué hizo? ¿Con qué ganancia volvió? Volvió no poco contenta de haber escapado con la vida, perdido el bagaje, y caballos cuasi todos.
No piense nadie, que diciendo indios, ha de entender hombre de tronchos, y si no llegue y pruebe. Atribúyase la gloria a quien se debe, que es principalmente a Dios, y a su admirable disposición, que si Motezuma en Méjico, y el Inga en el Perú se pusieran a resistir a los españoles la entrada, poca parte fuera Cortés, ni Pizarro, aunque fueron excelentes capitanes, para hacer pie en la tierra.
Fué también no pequeña ayuda para recibir los indios bien la ley de Cristo, la gran sujeción que tuvieron a sus reyes y señores. Y la misma servidumbre y sujeción al demonio y a sus tiranías, y yugo tan pesado, fué excelente disposición para la divina Sabiduría, que de los mismos males se aprovecha para bienes y coge el bien suyo del mal ajeno, que él no sembró. Es llano, que ninguna gente de las Indias occidentales ha sido, ni es más apta para el evangelio, que los que han estado más sujetos a sus señores, y mayor carga han llevado, así de tributos y servicios, como de ritos y usos mortíferos. Todo lo que poseyeron los reyes mejicanos y del Perú, es hoy lo más cultivado de cristiandad, y donde menos dificultad hay en gobierno político y eclesiástico. El yugo pesadísimo e incomportable de las leyes de satanás, y sacrificios y ceremonias, ya dijimos arriba, que los mismos indios estaban ya tan cansados de llevarlo, que consultaban entre sí de buscar otra ley y otros dioses a quien servir. Así les pareció, y parece la ley de Cristo justa, suave, limpia, buena, igual, y toda llena de bienes.
Y lo que tiene dificultad en nuestra ley, que es creer misterios tan altos y soberanos, facilitóse mucho entre éstos, con haberles platicado el diablo otras cosas mucho más difíciles; y las mismas cosas que hurtó de nuestra ley evangélica como su modo de comunión y confesión, y adoración de tres en uno, y otras tales, a pesar del enemigo, sirvieron para que las recibiesen bien en la verdad los que en la mentira las habían recibido; en todo es Dios sabio y maravilloso, y con sus mismas armas vence al adversario, y con su lazo le coge, y con su espada le degüella.
Finalmente, quiso nuestro Dios (que había criado estas gentes, y tanto tiempo estaba, al parecer, olvidado de ellas, cuando llegó la dichosa hora) hacer, que los mismos demonios, enemigos de los hombres, tenidos falsamente por dioses, diesen a su pesar testimonio de la venida de la verdadera ley, del poder de Cristo y del triunfo de su cruz, como por los anuncios, y profecías, y señales y prodigios, arriba referidos, y por otros muchos que en el Perú, y en diversas partes pasaron, certísimamente consta. Y los mismos ministros de satanás, indios hechiceros y magos lo han confesado, y no se puede negar, porque es evidente y notorio al mundo, que donde se pone la cruz, y hay iglesias, y se confiesa el nombre de Cristo, no osa chistar el demonio, y han cesado sus pláticas y oráculos y respuestas y apariencias visibles, que tan ordinarias eran en toda su infidelidad. Y si algún maldito ministro suyo participa hoy algo de esto, es allá en las cuevas o simas, y lugares escondidísimos, y del todo remotos del nombre y trato de cristianos; sea el sumo Señor bendito por sus grandes misericordias y por la gloria de su santo nombre.
Cierto, si a esta gente, como Cristo les dió ley, y yugo suave, y carga ligera, así los que les rigen temporal y espiritualmente, no les echasen más peso del que pueden bien llevar, como las cédulas del buen Emperador, de gloriosa memoria, lo disponen y mandan, y con esto hubiese siquiera la mitad del cuidado en ayudarles a su salvación, del que se pone en aprovecharnos de sus pobres sudores y trabajos, sería la cristiandad más apacible y dichosa del mundo; nuestros pecados no dan muchas veces lugar a más bien. Pero con esto digo lo que es verdad, y para mí muy cierta, que aunque la primera entrada del evangelio en muchas partes no fué con la sinceridad y medios cristianos que debiera ser; mas la bondad de Dios sacó bien de ese mal, y hizo que la sujeción de los indios les fuese su entero remedio y salud.
Véase todo lo que en nuestros siglos se ha de nuevo allegado a la cristiandad en oriente y poniente, y véase cuán poca seguridad y firmeza ha habido en la fe y religión cristiana, donde quiera que los nuevamente convertidos han tenido entera libertad para disponer de sí a su albedrío: en los indios sujetos la cristiandad va sin duda creciendo y mejorando, y dando de cada día más fruto, y en otros de otra suerte, de principios más dichosos, va descayendo y amenazando ruina. Y aunque en las Indias occidentales fueron los principios bien trabajosos, no dejó el Señor de enviar luego muy buenos obreros y fieles ministros suyos, varones santos y apostólicos, como fueron fray Martín de Valencia, de San Francisco; fray Domingo de Betanzos, de Santo Domingo; fray Juan de Roa, de San Agustín, con otros siervos del Señor, que vivieron santamente, y obraron cosas sobre humanas. Perlados también sabios y santos y sacerdotes muy dignos de memoria, de los cuales no sólo oímos milagros notables y hechos propios de apóstoles; pero aún en nuestro tiempo los conocimos y tratamos en este grado.
Mas porque el intento mío no ha sido más que tratar lo que toca a la Historia propia de los mismos indios, y llegar hasta el tiempo que el Padre de nuestro Señor Jesucristo tuvo por bien comunicalles la luz de su palabra, no pasaré adelante, dejando para otro tiempo, o para mejor ingenio, el discurso del evangelio en las Indias occidentales, pidiendo al sumo Señor de todos, y rogando a sus siervos supliquen ahincadamente a la Divina Majestad que se digne por su bondad visitar a menudo, y acrecentar con dones del cielo la nueva cristiandad, que en los últimos siglos ha plantado en los términos de la tierra. Sea al Rey de los siglos gloria, y honra y imperio por siempre jamás. Amén.
Todo lo que en estos siete libros desta Historia Natural y Moral de Indias está escripto, sujeto al sentido y corrección de la Santa Iglesia Católica Romana en todo y por todo. En Madrid, 21 de febrero, 1589.
Fué impreso en Sevilla, casa de Juan de León, junto a las Siete Revueltas, 1590
Aug. lib. 2, de conc. Evang., cap. 36.
Для кого ця стаття? Для таких як я сам, хто в часи пандемії та суттєвої…
Git is a free and open source distributed version control system designed to handle everything from small…
ASCII Tables ASCII abbreviated from American Standard Code for Information Interchange, is a character encoding standard for electronic communication.…
Conda Managing Conda and Anaconda, Environments, Python, Configuration, Packages. Removing Packages or Environments Читати далі…
This website uses cookies.