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Fray Pedro de Aguado. Recopilación historial. Primera parte. Libro décimotercero, Libro catorce, Libro quince, Libro diez y seis.

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Fray Pedro de Aguado. Recopilación historial. Primera parte. Libro décimotercero, Libro catorce, Libro quince, Libro diez y seis.
Монах Педро де Агуадо. Исторический сборник. История Колумбии, Венесуэлы.

Edición original: Bogota, Empresa Nacional de Publicaciones. 1956-1957

LIBRO DECIMOTERCERO | [1]

En el libro trece se escribe cómo los vecinos de Pamplona pidieron en la Audiencia que se poblase una villeta en el valle de Santiago, sufragana a Pamplona, para que más seguramente se pudiesen servir de los naturales que en aquel valle tenían encomendados. La Audiencia nombró para este efecto al capitán Maldonado, vecino de Pamplona, que juntando la gente que pudo se metió, descubriendo por algunas poblazones y valles comarcanos a Santiago, después de lo cual pobló la villa que llamó de San Cristóbal, en el propio valle de Santiago, no sufragana a Pamplona, mas libre. Hizo un fuerte de tapia donde la gente se… giese y estuviese segura de…. Descubrió otros valles y poblazones que… vecinos… Pamplona, donde tenía su mujer y casa. Por su ausencia y por otras muchas causas y… villa de… | [2] |.

Capítulo primero En el cual se escribe cómo los vecinos de Pamplona pidieron en la Audiencia que se les diese licencia para poblar una villa en el valle de Santiago, y cómo les fue dada y nombrado por capitán para el efecto por la Audiencia a Juan Maldonado, vecino de Pamplona.

Aunque Juan Rodríguez Juárez descubrió el valle de Santiago, que en lengua de sus propios naturales es llamado Çorca, y los adjudicó por términos de Mérida, ningún derecho adquirió con esto para que le quedase sufragáneo a su pueblo ni los indios en las personas a quien él los encomendó y señaló, porque como muchos años antes de esto el general Pedro de Orsúa, que pobló a Pamplona, llegase hasta las poblazones de Cúcuta y diese vista a la loma verde, que es lo que Juan Rodríguez llamó el pueblo de la guazabara y otro valle que por noticia tenían estar adelante, llamado antiguamente Çama, y demás de esto dio otras muchas poblazones y caseríos dende la loma verde adelante que entraban en las poblazones de este valle, de todo lo cual hizo cédulas de encomiendas a vecinos de Pamplona, que fueron confirmadas por el gobernador Miguel Díaz y después de él por la Audiencia Real; pues como este valle de Santiago estuviese apartado de Pamplona más de doce leguas, y los encomenderos no se atreviesen a entrar en él ni en sus poblazones a servirse y aprovecharse de los indios, por ser belicosos e indómitos, y que si no era con violencia no les hacían humillarse, concertaron que en este valle se poblase una villeta sufragana a su pueblo, que no tuviese más jurisdicción de la que el cabildo de Pamplona en ella pusiese, lo cual no se atrevieron a hacer de su autoridad, porque ya la Audiencia les había amenazado por la licencia que habían dado a Juan Rodríguez Juárez para ir a buscar minas con junta de gente, y les habían suspendido y anulado las comisiones que antiguamente tenían y puéstoles pena para que no consintiesen ni diesen licencia a que nadie saliese de Pamplona con junta de gente; y para evitar todos estos inconvenientes enviaron un procurador a la Audiencia con informaciones de la necesidad que había de que en aquel valle se poblase la villa en la forma dicha, demás de que era grandísimo el peligro y riesgo que los caminantes y pasajeros que habían de ir a Mérida corrían de ser muertos y flechados de los naturales de este valle y de otros que están comarcanos al camino porque forzosamente habían de pasar por este valle de Santiago, cuyos naturales podían hacer todo el daño que quisieran en los pasajeros, como no fueran en cantidad y bien armados.

Estas y otras causas muy urgentes tenían los vecinos de Pamplona y su procurador para que esta licencia se les concediese por la Audiencia Real, las cuales, como he dicho, presentaron con bastante averiguación de testigos ante el presidente y oidores que en aquella sazón eran los licenciados Grajeda, Artiaga, Angulo y Villafañe, por los cuales, vista la necesidad que había de que en el valle de Santiago se poblase una villa, dieron la licencia, como de parte de Pamplona les era pedida; y para que la poblase y repartiese los naturales que a ella habían de ser sufraganos, nombraron al capitán Juan Maldonado, vecino de Pamplona, como a persona que ya tenía bastante experiencia de semejantes negocios, y le dieron poderes y provisiones e instrucción de lo que debía y había de hacer, y aun de parte de los propios vecinos se pidió que se cometiese a él el negocio, porque entre ellos era persona principal y tenida en mucha reputación y estimación, así por el valor y reputación de su persona, que era mucho y digno de no ser menospreciado, como por ser tenido por caballero y de linaje ilustre y descendiente de una cepa tan principal y a quien no sola España, pero todas las universidades del mundo donde la ciencia se profesa y enseña tanto debe, como fue el maeso Antonio de Lebrija, luz y esplendor de la gramática y latinidad.

Este Maldonado, hombre de buen juicio y de agudos dichos y muy graciosos, de los cuales se precia él mucho, aunque por ello y hablar libremente es algo aborrecido de gentes de robusta condición y que no querían ver a otros que supiesen hablar; pero como es hombre que tiene lo necesario sin haber de acudir ni respetar a otro, menosprecia las quejas de semejantes, y muchas veces dice que por decir un buen dicho que él quiere perder un amigo; y como en esta parte es ya conocido de todos, antes se llegan a oírle hablar, aunque los lastime y muerda agudamente, que perder su buena conversación, y sobre todo se ha preciado mucho de la jineta, en la cual tiene entre quien le conocen fama y loa de muy buen jinete y que graciosamente se pone sobre un caballo y lo manda y gobierna. Ha sido hombre venturoso entre indios, porque con haber seguido la guerra de ellos más de veinte y cinco años y haberse hallado en muchas guazabaras, jamas le han herido ni lastimado, y demás de esto, doquiera que ha capitaneado, siempre ha evitado y aborrecido la severidad y crueldad contra los indios, y así continuo antes que otro ninguno los traía de paz y a su amistad.

Aceptó Maldonado con pesadumbre la comisión que la Audiencia le enviaba, y no quisiera usar de ella porque temía la misma persecución que contra Juan Rodríguez Juárez había venido casi por su propia mano; porque en semejantes poblazones y descubrimientos no se excusan algunas muertes de indios, que locamente se meten por las puntas de las lanzas y espadas, o que con necia obstinación se hacen fuertes en sus pajizas casas, donde por mano de severos soldados reciben la pena que les quieren dar. Llueven después casi todas estas cosas sobre el propio capitán, y siempre quien las acusa las glosa y hace más feas de lo que son, y ponen a un hombre que porque ellos tengan de comer ha gastado su hacienda en detrimento de perder la honra y vida, porque nunca falta un juez apasionado que dé oído a los tales y mande que se haga lo que desean, y sin tener atención, como sería justo que se tuviese, a lo que el capitán ha servido al rey, lo maltratan y persiguen hasta dejarlo en el hospital, y a veces en lugar más afrentoso.

Capítulo segundo En el cual se escribe cómo Maldonado salió de Pamplona con gente, y pasando por el valle de Cúcuta fue a Cania, poblazón de antigua fama, y de allí, enviando primero a descubrir, se pasó al valle de Quenemari, y le salieron los indios de paz.

El capitán Maldonado comenzó luégo a usar de su comisión juntando gente y soldados para el efecto de su jornada, en la cual no sólo había de poblar, pero descubrir y pacificar los indios que en círculo del valle de Santiago había; a la cual jornada fueron promovidos a ir muchos vecinos de Pamplona y encomenderos de indios, pareciéndoles que como la villa, según ellos lo pretendían, había de ser sufragana a Pamplona, que podrían tener indios en entrambos pueblos y aprovecharse de todos, pero estos sus designios fueron frustrados, según adelante se dirá.

Juntáronse entre soldados extravagantes y vecinos de Pamplona hasta treinta y cinco hombres, con los cuales el capitán salió de Pamplona y atravesando por Cúcuta y la loma verde de la guazabara, fue a ver y descubrir el valle de Canía, llamado así de sus propios naturales, el cual por la antigua y gran noticia que de él se tenía, creyeron los españoles que fuese alguna gran poblazón y de muchos naturales, lo cual pareció al contrario, porque como Maldonado y los demás soldados entrasen en él, vieron manifiestamente el engaño en que antes habían estado, pero con todo esto fueron bien hospedados de los naturales, que les salieron de paz y con mucha comida al camino, de pescado, yuca, maíz, batatas, auyamas y frisoles, de lo cual tenían en abundancia, porque aunque el valle es de pocos naturales es muy fértil y abundoso de todas comidas, y tierra muy templada.

Alojose en él Maldonado por parecerle que por ser pocos los naturales y haberle salido de paz, podría, quedando allí con pocos compañeros, enviar adelante a descubrir; porque aunque los indios decían que adelante había muchas poblazones, era la tierra por donde habían de ir montuosa y muy áspera, y habla necesidad de que pasase primero gente delante descubriendo el camino y lo que en él había, para que con los caballos y el demás carruaje no se caminase ciegamente y diesen o se metiesen donde no pudiesen salir ni pasar adelante ni volver atrás. Envió Maldonado a este efecto a Nicolás de Palencia, hombre anciano y que se había hallado en la destrucción y ruina de Cubagua y en otras jornadas que de Venezuela se hicieron, y con ciertos compañeros y coadjutores fue por una agria y apretada montaña abriendo camino con machetes, hachas y con azadones allanando la tierra, porque aunque iban por camino de contratación de indios, era en sí tan ciego y cerrado, que si no era agobiados y abajados y con mucho trabajo no se podía andar por él, y así con mucho trabajo de los españoles que lo iban abriendo y haciendo, llegaron a dar vista a la poblazón y valle que en lengua de sus propios naturales y moradores era llamado Quenemari; pero por ir pocos y sin caballos y faltos de arcabuces y de otras cosas necesarias, no quisieron demostrarse a los indios ni dar en el pueblo, por no dar ocasión a que se desvergonzasen contra ellos y les hiciese algún daño, porque los indios, como reconozcan tener un poco de ventaja a los españoles, síguenlos con mucha audacia y brío, y si comienzan a cobrar y tener temor y miedo, no hallan donde estar seguros.

Volviose Palencia a Canía, donde había quedado el capitán Maldonado con la demás gente, que estaría apartado cuatro leguas, para que todos los españoles que había fuesen juntos a Quenemari, valle que, como he dicho, había él descubierto. Maldonado se aprestó y desde a tres o cuatro días, siguiendo el camino que Palencia había hecho y abierto, entró en este valle de Quenemari, y porque los indios daban muestras de querer esperar con las armas en sus casas a defenderlas, Maldonado, como hombre que aborrecía de todo punto el derramamiento de la sangre de estos miserables, comenzó a hacer a los soldados que desde lejos disparasen arcabuces y diesen grandes voces, de suerte que con el estruendo de los arcabuces y las voces que se daban pusieron tal temor en los indios, que sin esperar el ímpetu de los soldados desampararon sus casas y se fueron retirando; y con esta loable industria se evitaron hartas muertes que pudieran suceder si con loca obstinación, como querían los bárbaros, se pusieran a defender sus casas y la entrada de los españoles, en cuyo querer no fuera evitarlos si una vez vinieran a las manos.

Pero no paró aquí el llevar tan bien guiados y encaminados el capitán Maldonado sus negocios y jornada, porque como entrase en el pueblo de los indios, y se alojase y con algunos intérpretes que traía los enviase a llamar de paz y que le viniesen a ver y entender lo que les quería decir, que era el efecto y la causa de su venida a aquella tierra, luégo con sincera y llana voluntad, le vinieron todos a ver y obedecer en lo que les quisiese mandar, y a entender y oír lo que les quería decir. Maldonado, con los farautes que tenía, les dijo que él les había enviado a llamar para darles a entender la causa de su venida aquella tierra, que era a poblar y permanecer en ella de la suerte que lo estaban los españoles en Pamplona y Mérida, y que lo que ante todas cosas quería saber de ellos, era si querían o pretendían serles amigos y leales o seguir la guerra en defensa y conservación de su libertad antigua, porque aquello que en aquellas primeras vistas escogiesen y eligiesen, eso se había de llevar al cabo con rigor, hasta que todo fuese allanado. Los indios, más con temor de las calamidades y trabajos que las guerras traen consigo, que con ánimo ni voluntad que de verse ni conversarse con los españoles tuviesen, dieron por respuesta que querían ser amigos de los españoles y abrazar la paz para conservación de sus vidas, que las tenían en más que a su libertad antigua; y viendo la voluntad que mostraban de ser leales o de quererlo ser, les habló Maldonado muy largamente sobre cómo la Audiencia le enviaba a poblar un pueblo, y que para que se sustentase este pueblo habían de ser encargados o encomendados a un español, al cual habían de servir y obedecer en todo lo que les mandase, haciéndole casas en que viviese, labranzas en que se mantuviese, y dándole muchachos y muchachas que le sirviesen, como lo hacían los indios de los otros pueblos. Los indios dijeron que todo lo hacían de voluntad, pero que les rogaban que no se les hiciese ningún daño en sus casas y bohíos; prometióselo Maldonado, y así lo mandó cumplir a los soldados, y dándoles a los indios algunas bujerías de rescates, como son cuentas, cuchillos, agujas y otras menudencias que con los indios se suelen contratar, les mandó que se viniesen a sus casas con sus mujeres e hijos sin recelo de que recibirían daño alguno. Los indios lo cumplieron así, y se estuvieron en sus casas todo el tiempo que los españoles en ellas estuvieron; y parece que en esta manera de hablar Maldonado con los indios, siguió la más común y antigua costumbre de las Indias y se tiene por más acertada, porque entrar luégo a gentes tan bárbaras y de tan terrestres entendimientos y juicios con la predicación del Santo Evangelio y con quererles dar a entender la ley de Dios en alguna manera, parece que es querer reedificar sin fundamentos; porque como en otras partes de esta historia digo, muy pocos indios hay en las Indias que vivan en la ley de naturaleza ni que la guarden, sino en casi todas las cosas tan contra ella que no hay modo de significarlo por escrito.
Capítulo tercero En el cual se escribe cómo los españoles y su capitán salieron de Queneman y pasando por Asua entraron en el valle de Santiago, donde poblaron la villa de San Cristóbal. Trátase de la manera y gente y fertilidad de este valle de Santiago.

Después de haber estado algunos días en Quenemari alojado, el capitán Maldonado con su gente se salió de él con mucho contento de ver cuán pacíficos y humildes estaban los indios de aquel valle; y dende a tres leguas dio en los pueblos de Açua y Caçabata, gente de bien diferente condición y propiedad que los de atrás, porque los unos procuraban que los españoles no arruinasen sus casas, ni se las deshiciesen, y los otros, con bárbara ferocidad, y porque los nuestros no se aprovechasen de nada ni morasen en sus casas, les pegaron fuego luégo que vieron que los soldados se les acercaban, y tomando por delante sus mujeres e hijos, y dejando ya sus casas puestas en incendio, huyendo con toda la presteza que podían, se procuraban poner en salvo. Y como los nuestros viesen la mucha ventaja que en la huída los indios les llevaban, y la soltura y ligereza con que corrían, pareciéndoles que su trabajo seria en vano si pensando de alcanzarlos corriesen tras dellos, procuraron mitigando o alcanzando o atajando el incendio librar de él algunas comidas de maíz para sí y para su servicio e indios ladinos que consigo llevaban y mediante su buena diligencia sacaron muy mucho maíz que tuvieron que gastar los días que en estos pueblos estuvieron, en los cuales aunque se puso diligencia de parte del capitán en enviar a llamar de paz a los indios que se habían retirado al monte, no se efectuó cosa alguna, antes los bárbaros dieron muestras de querer o pretender seguir con dureza su rebelión y guerrear coléricamente sobre la libertad de sus personas y defensa de sus tierras.

Maldonado, por no dar lugar que se efectuase el deseo de los soldados, que era ir a buscar los indios y dar en los alojamientos donde estuviesen recogidos, y allí hacerles con turbulento rigor que se sujetasen y abajasen sus indómitas cervices, remitiéndolo todo al tiempo, que más maduramente cura las cosas y doma los animales y hombres, se salió de estas poblazones de Açua y Caçabata, y entró por el valle de Santiago y sus poblazones que, como he dicho, de sus propios naturales es llamado Çorca; en donde, para con más facilidad correr y descubrir todo lo que en la provincia había, acordé Maldonado poblar la villa para que quedando en ella una parte de los soldados con el carruaje, los otros anduviesen de una parte a otra sin esta carga, que es muy grande y de mucho peligro, y para este efecto anduvo primero Maldonado lo más del valle tanteando la tierra y considerando la parte más acomodada y que mejor le pareció para ello, que fue sabana alta, despoblada, que está de la otra banda del río principal que atraviesa por medio del valle, que la tuvieron de cara hacia el nacimiento del sol los que en este valle entraron cuando el mismo capitán Maldonado iba a Mérida a los negocios de Juan Rodríguez, y ahora asímismo la tienen o llevan al rostro los que a ella van desde Pamplona, al tiempo que entran en el valle mirando, como he dicho, al oriente.

En este sitio y sabana pobló el capitán Maldonado la villa o lugar, muy diferentemente de la comisión que le había sido dada, que fue causa de hartas disensiones, como adelante se dirá. El nombre que le puso fue la villa de San Cristóbal; su fundación fue por el mes de mayo del año dicho de mil y quinientos y sesenta y uno. Los actos y ceremonias de su fundación fueron los que en las ciudades se suelen hacer, excepto que en la elección o nombramiento de regidores aquí no fueron más de cuatro, y en los otros pueblos o ciudades suelen ser ocho. Las condiciones con que la pobló fue hacerla libre y exenta de la jurisdicción de Pamplona, y que en ella no tuviesen entrada ni salida los alcaldes ni otras justicias de Pamplona, sino fuese en grado la apelación al justicia mayor, y esto había de ser de quinientos pesos arriba. Y aunque estaban presentes a esto vecinos de Pamplona, no miraron en ello, pareciéndoles que pues Maldonado era también vecino de aquel pueblo, que no haría cosa que fuese en su perjuicio. Y no sólo hizo esto, pero dividió y partió términos entre la villa y Pamplona, que después hubo mucho tiempo pleito sobre ellos, e hízose lo que adelante se dirá. Item repartió los indios que había visto y descubierto así dentro del valle como fuéra de él, y dio a todos los que con él habían ido según la antiguedad y merecimiento de cada uno y a lo que en la tierra había, prefiriendo en todo a los vecinos de Pamplona que le siguieron de los demás soldados que con él fueron.

Es este valle de Santiago casi triangulado, que lo hace ser así la quebrada y aguas que bajan de las lomas del viento y de otras cumbres y sierras que por allí hay, que casi caminan derecho a donde está la villa poblada; pero no entran ni se juntan en aquel mismo paraje y dereçera en el río principal, que pasa por delante la villa, porque impidiéndoles el paso una baja y llana loma que por allí se le opone, la hace baja casi media legua más abajo; pero la villa o pueblo está situada y poblada casi en medio del valle, donde la cogen en medio los naturales que en ella hay. Es de alegre cielo y de apacible temple, aunque más cálido que frío. No es todo tierra rasa ni el arcabuco o montaña que en él hay es todo crecido, sino partes es montaña y partes chaparrales y otros pequeños o bajos montes que con facilidad los rozan los indios cada vez que quieren o tienen necesidad, para hacer en él sus rozas y sementeras. Es tierra muy fértil y acomodada a darse en ella todos géneros de frutas, así naturales como extranjeras; pero de las cosas necesarias, que son del principal sustento de los indios, como son maíz, yuca, batata, auyama, pescados y otros muchos géneros de comidas y legumbres, excede y sobrepuja en esto a toda la más de la tierra de Pamplona, y en los algodonales, que los hay muchos y muy fructíferos y de muy buen algodón de que se hacen mantas y otro género de lino, aunque no de la naturaleza de lo de España, pero después de puesto en çerros tiene gran similitud con él, de que se hace muy buen hilo y muy delgado. De todas las cuales cosas se aprovechan muy bien los vecinos de aquel pueblo, pero con todo esto y la diligencia que se pone en granjear, jamás los he visto medrar, sino cada día venir a menos, por defecto de no tener minas de oro ni plata, que son las que suelen dar y dan lustre a los pueblos y poner ánimo a los hombres.

Capítulo cuarto En el cual se escriben algunas bárbaras costumbres de los indios del valle de Santiago.

La gente de todo este valle de Santiago y aun de algunas poblazones y valles a él comarcanos, son indios de buena disposición y bien hechos y proporcionados y bien agestados, harto más que las mujeres. Précianse mucho del cabello, pero no todos los traen tendidos, sino recogidos y revueltos a la cabeza, la cual traen cubierta con ciertas hojas anchas de la tierra cría, y produce en partes húmedas y montuosas. Ninguna cosa traen sobre sus cuerpos, mas todos los varones andan desnudos en carnes, por honestidad traen el miembro genital atado a una cabuya o hilo que traen ceñido por la cintura. Es gente belicosa y guerrera: sus armas principales son arcos y flechas de las cuales usan muy diestramente. Viven a barriezuelos o lugarejos de ocho o diez bohíos juntos, y el que llega a veinte son muchos. Las mujeres traen, como las de Mérida, unas salamayetas vestidas que les cubren casi todo el cuerpo, que son de hilo de cabuya y hechas a manera de sacos angostos y largos. En sus costumbres y manera de vivir no son menos bárbaros que las otras gentes indianas y aun digo que más, pues entre ellos ni hay principales ni señores que los rijan y gobiernen ni a quien obedezcan ni reconozcan por superiores, ni usan hacer ninguna adoración ni veneración a ninguna criatura por dios ni tampoco al verdadero Dios; que es cosa cierto que entre pocos indios se ha hallado que no tengan veneración a algún simulacro o a otra criatura que imaginariamente y por ilusiones del demonio entiendan o tengan que de allí les venga todo el bien que tienen, especialmente tratando como tratan por mano de sus farautes y mohanes con el diablo; y así es gente muy bruta en todo, pues tienen por costumbre de en naciendo el hijo o hija casarlo y darles compañero o compañera de su propia edad, los cuales se crían juntos y duermen juntos y están juntos en su infancia y puericia y juventud sin consumir cópula carnal ni llegar el marido a la mujer hasta tanto que a ella le baje su mujeril costumbre, y si antes esto hiciese serian entrambos castigados gravemente por sus padres y parientes, porque, como he dicho, entre ellos no hay principales, y si se tiene algún respeto o veneración es a algún pariente que tiene muchos hijos e hijas y posee más labranzas y bienes temporales que los demás, y que por esta vía vive o ha vivido tiránicamente, y que por vía de tiranía se hace respetar y acatar, mas no para que por esta causa pueda castigar civil ni criminalmente ni entremeterse en otras diferencias populares ni particulares, porque en esto tienen ellos su antigua costumbre convertida en ley inviolable y que se guarda enteramente.

Volviendo, pues, a lo de los casamientos, el día que a la mujer le baja su regla la primera vez, da ella noticia de ello a sus padres, los cuales lo hacen saber a todos los demás deudos y parientes suyos, y a los padres y parientes del desposado, todos los cuales se juntan y celebran las bodas con mucho regocijo de bailes y cantos a su modo, mezclados con todo el vino que pueden juntar, y el que allí puede beber más aquel se tiene por mejor; y aunque se emborrache no por eso pierde ninguna reputación, ni honor de su persona, porque entre ellos hay tan poco rastro de esto ni de honra, que ni hay injuria ni afrenta que les dé pesadumbre ni que les haga aborrecerse los unos a los otros, excepto dos, que son el hurtar y fornicar con mujeres ajenas, como luégo se dirá, pero palabras que injurien ni agravien a ninguno ni que le muevan a ira, no las hay. Acabadas las fiestas de las bodas, que como he dicho, todo es beber, cantar y bailar, luégo les hacen a los desposados su casa aparte donde vivan por sí; porque hasta este tiempo, aunque estaban juntos, estaban en casa de los padres y parientes de la moza o desposada.

Los adulterios no los venga el marido, sino los hermanos y parientes de la mujer, que es a su cargo el satisfacer esta injuria con matar al fornicador, con que el marido, que es el agraviado, se tiene por satisfecho y se queda con la mujer en su casa, muy contento; y si esto no se hace, él echa la mujer de sí y la repudia como adúltera y fornicaria, a la cual sin recibir otro daño ni afrenta más de aquesta del repudio, que es muy grande entre ellos, se vuelve a casa de sus padres o hermanos.

Tienen otra costumbre que a mi parecer es la más bárbara que de gentes indianas ni de otras naciones se puede haber oído ni visto, y es que los hijos tienen dominio sobre los padres, y no los padres sobre los hijos, en tal manera que no sólo está obediente el padre al querer del hijo, pero si el hijo, por enojo o por otra furia o cólera alguna se Indigna contra el padre y le da y castiga, tiene licencia para ello sin que el padre se lo pueda contradecir ni repugnar, aunque el hijo sea muy pequeño; y tienen por máxima y opinión que si el padre azotase y castigase al hijo, se moriría luégo, y así lo han visto por experiencia algunos españoles de los de esta villa, porque viendo delante de sí algunas inobediencias que los muchachos han hecho a sus padres, los mandaban azotar por ello a sus propios padres, los cuales lo rehusaban diciendo que se habían de morir, y sin embargo de esto los hacían azotar allí en su presencia, y luégo otro día el padre que había azotado al hijo, caer malo con esta imaginación de que se había de morir por haber azotado a su hijo, y yéndolo a visitar su encomendero le dio la propia razón y así se fue consumiendo hasta que murió, y así con esta bestial costumbre viven y vivirán hasta que se ponga remedio en ello.

Si la mujer muere y el marido queda vivo por diez lunas siguientes, que son diez meses, no se ha de lavar ni limpiar ni comer cosa alguna con sus propias manos, sino que se lo ha de dar y poner otro en la boca, y cuando le falta al viudo quién de esto le sirva, abaja el rostro y boca al suelo, y allí, a imitación de los otros animales irracionales, toma la comida o bebida entre las muñecas de los brazos y con aquello la llega a la boca. Las mismas ceremonias guarda la mujer si el marido se le muere, por los diez meses siguientes, los cuales ellos cuentan por nudos que ellos dan en una cabuya o hilo grueso: como va pasando la luna o haciéndose la conjunción, ahí van dando el nudo, y pasando este tiempo, por obsequias o cabo de año hacen las mismas ceremonias y regocijos y borracheras que al tiempo que se caso la viuda o el viudo fueron hechas; y con esto dan fin a sus lloros y austera vida.

En sus enterramientos y mortuorios usan de pocos ritos ni ceremonias. Solamente hacen la sepultura a la larga abierta del grandor del difunto, como lo hacen los cristianos; y si es varón entierran con él todas sus armas, y si es mujer, sus piedras de moler y otras cosas mujeriles, y cúbrenlo con tierra; y si acaso se olvidó de meter en la sepultura alguna cosa del difunto o de la difunta, no hay indio ni india que ose llegar a ello ni tomarlo para aprovecharse de ello. Y si algún indio hurta o toma cualquiera cosa ajena, el ofendido, o a quien se hizo el hurto, se venga por su propia mano, dando la muerte como puede y quiere al ladrón, sin que haya quién se lo estorbe ni contradiga, y así hay pocos hurtos entre estos indios.

La gente de más reputación entre ellos es los mohanes y farautes que con el demonio tratan, los cuales son dedicados y criados desde pequeños para este efecto; y éstos ni labran ni siembran ni tienen cuidado de cosa alguna de éstas, porque de todo lo necesario les proveen los demás indios, y si se ven en alguna necesidad de temporales o enfermedades, acuden a ellos que los remedien. Estos mohanes, para dar a entender que consiguen y alcanzan enteramente del demonio lo que los otros indios les ruegan, se van a los montes y arcabucos y a partes lagunosas y cenagosas, y allí invocan al demonio en su lenguaje y dan muchos golpes con varas en los árboles y en el suelo y en las aguas de las lagunas, dando a entender que por aquellos medios alcanzan lo que piden, que las más veces suelen ser aguas para las sementeras, y espéranlo a hacer en sazón que ven el tiempo revuelto y turbio o propinquo para llover, y como luégo después de haber hecho estas sus supersticiosas ceremonias acierta el tiempo a hacer su natural curso y a llover, dicen estos mohanes a los demás indios que mediante su buena diligencia y aun su querer y voluntad ha llovido, y los indios créenselo muy de plano, y así no les falta más de adorarles por dioses.

[1] La palabra “décimotercero” reemplaza a décimocuarto, tachada. Véase nota 1 al libro 5°
[2] Siguen varias líneas tachadas, de difícil lectura. Se observa que constituye el resumen de los sucesos referidos en el libro.

Capítulo quinto En el cual se escribe cómo los españoles, para su seguridad, hicieron en la villa un fuerte de tapias, donde se recogían, y cómo el capitán Maldonado con veinte y cinco hombres fue a descubrir los valles del Espíritu Santo y Corpus Christi, y se volvió a la villa.

Como los indios del valle de Santiago vieron que los españoles hacían asiento en su tierra, en aquella parte que el pueblo estaba fijado y poblado, poníanse todos los más días en partes seguras, de donde podían ver y señorear el lugar, haciendo ostentación y muestra de esperar tiempo cómodo para dar en los españoles y aprovecharse de cualquiera buena ocasión que se les ofreciese y pusiese en las manos; y como los nuestros viesen esto y la necesidad que de salir a descubrir y pacificar la tierra tenían, y que los soldados eran pocos para dividirse en dos partes, de suerte que en entrambas estuviesen seguras, acordaron hacer un fuerte de tapias para en que se recogiesen y estuviesen seguros de las asechanzas y cavilaciones de estos bárbaros los que en el pueblo quedasen, y así de común consentimiento lo pusieron por la obra, y trabajando todos en esto por su propia en pocos días cercaron dos solares en cuadra de dos tapias en alto y las hicieron y pusieron su puerta de suerte que en él los indios no los podían ofender ni damnificar, y era suficiente custodia y guarda esta flaca cerca para los españoles, porque estos indios no usan ni tienen armas con qué, si no es descubiertamente y cara a cara, puedan ofender a sus contrarios, ni menos se extiende su talento a hacer ingenios ni artificios con que batir ni derribar semejantes cercas ni otras más flacas; y así, en viendo que los nuestros se habían fortalecido y corroborado da esta suerte, luégo perdieron de todo punto la esperanza de haber victoria de ellos, porque con esta manera de cerca quedaban muy seguros muy pocos soldados; y con esta pequeña seguridad, aunque grande para con estos naturales, determinó el capitán Maldonado salir a descubrir, y tomando consigo veinte y cinco hombres y dejando en el fuerte solos diez soldados, caminó la vía de los nacimientos del río de Santiago, que por aquella parte estaban casi al norte, y torciéndose sobre la mano derecha atravesó cierta cordillera que por este lado tenían, por donde dio en una región tan fría que sobrepujando con su rigor de hielo al calor natural de los hombres derribó y quitó el anhélito a muchos, así indios como españoles, de los cuales algunos sin poder ser remediados ni socorridos se quedaban helados y pasmados con los ojos abiertos y riéndose, pero muertos de todo punto. Otros eran favorecidos y sacados de la frialdad y altura de este páramo por amigos y conocidos suyos que tirando de ellos los llevaban casi arrastrando a partes hondas y abrigadas, donde haciendo con presteza lumbre y echándoles mucha ropa encima para conservarles el calor, los remediaban.

De todo este daño fue causa una aborrasca y tempestad de agua y viento que en este páramo se levantó al tiempo que los españoles lo atravesaban; y no paró aquí su trabajo, porque como empezasen a bajar para entrar en tierra poblada y caliente se les puso adelante un pedazo de arcabuco de un muy hondo manglar que con las raíces de los árboles levantadas gran trecho sobre la tierra, por cima de las cuales pasan los caminantes, pero no pueden pasar caballos porque se sumirán los pies y las manos por entre las cepas y raíces de los árboles, donde con dificultad podrían ser sacados, y así les fue necesario cortar mucha fajina y rama de los árboles con que allanar y hacer pasajero para los caballos aquel pedazo de mal camino que delante se les había puesto; el cual pasado con harto trabajo y dificultad, fueron a dar a un valle que llamaron del Espíritu Santo, por haber entrado en él esta pascua, y en lengua de sus propios naturales es llamado Quenaga y Sunesua; cuyos naturales, luégo que tuvieron noticia que los españoles se les acercaban, tomaron las armas en las manos, dando muestra de quererlos esperar en sus casas y allí hacer toda la resistencia que pudiesen; y mientras los españoles caminaban algo apartados de su pueblo hacían muy grandes fieros con los paveses, arcos y flechas y macanas que en las manos tenían, dando a entender que deseaban que se les acercasen para pelear con ellos; pero de que vieron que sin ningún recelo los nuestros iban llegándoseles y que ya se les entraban por el pueblo, no curando hacer lo que decían volvieron las espaldas y desamparando sus casas se procuraba cada cual poner en salvo su persona y apartarla de todo riesgo.

Es esta gente de este valle casi de la misma manera y traza que de la del valle de Santiago, excepto que todos traían unos sacos de mantas de hilo de cabuya muy largos y justos al cuerpo, vestidos y atados con unas cabuyas o hilos por sobre los hombros y recogido lo muy largo en la cintura, por donde traían ceñidos y recogidos estos sacos.

Alojáronse los españoles en el propio pueblo y casas de los indios, sin que hubiese ningún derramamiento de sangre, y a la noche salieron algunos soldados a buscar los lugares donde los indios se habían recogido y escondido con sus mujeres e hijos, y toparon algunos escondrijos, donde tomaron muchas personas de todas suertes, las cuales trujeron ante el capitán Maldonado, para que de ellas hiciese a su voluntad, a los cuales hizo todo buen tratamiento y los soltó luégo dándoles a entender que no venía a maltratarlos ni hacerles daño ninguno, sino a traerlos a la amistad de los españoles; que se volviesen y llamasen los demás naturales para que sin temor ni miedo alguno viniesen a ver los españoles y a entender lo que habían de hacer, como otros muchos indios lo habían hecho, a los cuales se les guardaría la paz, de suerte que no recibiesen ningún daño en sus personas ni haciendas. Pero esta liberalidad y clemencia de Maldonado ningún efecto de presente hizo en los bárbaros, porque aunque les soltó y envió muchas criaturas y muchachos que se habían tomado, y como he dicho, otras muchas personas de todo sexo, nunca se quisieron inclinar a venir de paz ni a gozar de la equidad de que con ellos usaba el capitán Maldonado, el cual viendo la ingratitud y obstinación de los bárbaros y que de su voluntad no querían la paz y amistad que se les ofrecía, envió de nuevo soldados a que hiciesen correrías por una parte y por otra de este valle y le trujesen de nuevo toda la gente que pudiesen haber, sin que en ello hubiese ningún derramamiento de sangre, para con esta industria ver si los podía apaciguar; pero érale gran defeto a Maldonado no tener intérprete ni lengua con que hablarles, porque aunque le traían muchos indios e indias, si no era por señas no les podía dar a entender ninguna cosa de las que quería y pretendía, y así enteramente no pudo efectuar su pretensión. Procuró por señas informarse de estos bárbaros si adelante de este valle había más gente y naturales. Dieron a entender que detrás de una sierra que por delante tenía había poblazones de muchos indios, por lo cual el capitán Maldonado fue promovido a enviar a verlas a Gonzalo Rodríguez con una docena de soldados de a pie, y él se quedó allí con los caballos en lugar acomodado para aprovecharse de los indios si les viniesen acometer.

Gonzalo Rodríguez y los soldados que con él iban abriendo camino por una montaña, llegaron a un valle que de sus propios naturales es llamado Susaca, y de los españoles el valle de Corpus Christi, por haber entrado en él la víspera de esta fiesta, donde tomaron mucha cantidad de indios e indias de todas edades en sus propias casas, que por no haber visto ni tenido noticia de la ida de los españoles, estaban algo descuidados, y no habían tenido lugar de huir ni de tomar las armas en la mano para defenderse; y sin pasar adelante se volvieron a donde Maldonado había quedado, el cual como supiese que el camino era de condición que por él no podían pasar ni caminar caballos, se volvió a salir del valle del Espíritu Santo, donde estaba, y se fue la vuelta de la villa de San Cristóbal.

Es toda la gente de estos valles desnuda y de buena disposición, y la tierra y temple de ella más fría que caliente, por lo cual se da en ellos muy poco maíz, pero en abundancia todas las otras comidas y legumbres. Son muy faltos de loza y vasijas de barro para su servicio, y no tienen sino unos pequeños vasuelos muy toscamente hechos, que tienen el canto más grueso que tres dedos, que solamente les sirven de guisar algunas comidas y legumbres. Todos los demás vasos de su servicio son de calabazos; y entre estos indios hay calabazos en que caben y echan más de dos arrobas de vino para su bebida, que es cosa de harta admiración; y así en esto como en otras cosas necesarias para su vivienda lo pasan miserablemente.

Al tiempo que Maldonado con sus soldados llegó a cierta poblazón de indios llamada Lobatera, en esta tornavuelta halló que los indios de aquella poblazón, que estaría cuatro leguas de la villa, le estaban esperando con las armas en las manos, los cuales tenían puestas de antes sus espías, porque sabían que por allí habían de volver forzosamente los españoles; y así los recibieron con muchas rociadas de flechas que contra ellos tiraron, con que hirieron muchos indios del servicio de los españoles y algunos soldados; pero como los arcabuceros tuviesen lugar de disparar los arcabuces, y los jinetes de armarse a sí y a sus caballos, dieron en los indios e hiriendo y matando a muchos, los ahuyentaron y echaron del camino, y prosiguieron su camino hasta llegar a la villa de San Cristóbal, donde hallaron los diez españoles que en el fuerte habían quedado, sanos y salvos y sin haber recibido daño alguno, porque aunque diversas veces se les habían llegado los indios a quererlos ofender y matar, como los hallaban recogidos en aquel su fuerte, volvíanse burlados, sin hacer cosa alguna de las que pretendían y querían.

Capítulo seis En el cual se escribe las discordias que entre los vecinos de Pamplona y la villa de San Cristóbal hubieron sobre la jurisdicción y términos, y lo que sobre ello se hizo, y cómo el capitán Maldonado descubrió el valle de San Agustín.

En este tiempo había ya acudido más gente española a la villa, a que le diesen en ella de comer, y después de haber ya pacificado los indios del valle de Santiago, y que todos o los más servían a los españoles, y concluso de todo punto el repartimiento de los naturales y haberlo enviado a Santafé para que la Audiencia Real lo confirmase y aprobase, el capitán Maldonado, dejando la gente española que en la villa había con algún contento, se volvió a la ciudad de Pamplona, donde tenía su habitación y morada; y como en este tiempo se llegase el día de la elección de los alcaldes y regidores, que es el año nuevo, los vecinos o cabildo de Pamplona quisieron elegir alcaldes y regidores para la villa y enviar persona que de su mano diese los oficios, pareciéndoles que conforme a la comisión que la Audiencia había dado al capitán Maldonado lo podían bien hacer. Pero como esto llegase a oídos de Maldonado, que como he dicho estaba ya en Pamplona, contradíjolo diciendo que la villa era libre y no sufragana a Pamplona, avisándoles que era en vano el trabajo que tomaban, porque en la villa no se había de cumplir ni obedecer lo que ellos mandasen, antes habían de ser causa con aquella novedad de que hubiese algún escándalo o alboroto, en lo cual puso tanto calor y diligencia que hizo con el capitán Ortún Velasco, que era su suegro y justicia mayor de Pamplona, que no se efectuase lo que el cabildo quería, y así cesó por entonces la elección de los alcaldes y regidores, y no hubo efecto lo que quisieron hacer, lo que él les prestara poco, porque los propios vecinos de la villa estaban con propósito de no admitir ninguna elección que de Pamplona se les enviase, y así ellos, el día propio del año nuevo, usando de sus preeminencias y libertades, eligieron sus alcaldes y regidores y los demás oficiales de república cadañeros.

Lo que de aquí sucedió fue que después, enojados los de Pamplona de que les hubiesen hecho esenta de su jurisdicción a la villa, pidieron en la Audiencia que se la adjudicasen, como cosa que estaba poblada en sus términos y territorios. Los vecinos de la villa pidieron su libertad y que les señalasen términos, y que quitasen los indios a los vecinos de Pamplona que en la villa los tenían o los mandasen ir a residir a ella, pues conforme a una cédula o ley real, ningún español puede tener indios encomendados en dos partes, pues no los puede administrar a entrambos. Turó el pleito algunos días, hasta que el doctor Venero de Leyva vino por presidente al Nuevo Reino, en cuyo tiempo se definió y concluyó todo lo que se litigaba; y fue que a los vecinos de Pamplona los mandaron que dentro de cierto tiempo escogiesen los indios con que se querían quedar, y en efecto les quitaron los que en la villa tenían y se quedaron con los de Pamplona, aunque no dejó de tenérseles algún respeto en que los que casaron hijas con españoles les dieron los indios a los yernos de cuyos habían sido. En lo de los términos, adjudicaron a la villa toda la jurisdicción que había hasta el río llamado Cúcuta, que era por do el capitán Maldonado los había echado; y después, el licenciado Angulo de Castrejón, oidor, yendo a visitar aquella tierra, los había confirmado y aprobado, entendiendo estos dos jueces de términos que Cúcuta era un río que atraviesa por medio del llano de Cúcuta, donde tienen los vecinos de Pamplona sus hatos y estancias de ganados. Mas como esto pareciese después ser al contrario, y estar el río de Cúcuta dos leguas más hacia la ciudad de Pamplona, sintieron los vecinos mucho el agravio que en este se les había hecho, porque los de la villa pretendían despojarlos de toda esta tierra, pero los de Pamplona no estaban en dársela sino en defendérsela a lanzadas o como pudiesen, y así se estuvieron en la posesión de ella y de todos los llanos de Cúcuta hasta que después los vecinos de los dos pueblos se conformaron y concertaron entre sí, y de conformidad partieron los términos y los echaron por el río que atraviesa por el llano de Cúcuta, que ya he nombrado, donde estaban los hatos y estancias de las vacas, con que tuvieron conformidad los vecinos de estos dos pueblos, aunque a los unos y a los otros nunca les faltaran quejas perpetuamente contra el presidente Venero: los de Pamplona, porque les quitó los indios, y los de la villa, porque dándoselos a hombres sediciosos y advenedizos, les puso en su pueblo por compañeros personas intolerables de sufrir por sus continuas inquietudes y revueltas, y así ha estado y está este lugarejo en condición de despoblarse.

Los términos que esta villa tiene por la parte de Mérida son: hasta el pie del páramo alto o Pueblo Hondo que estará de ella como diez y seis o diez y ocho leguas; y aunque las poblazones de la Grita y Alarde y Pueblo Hondo estuvieron repartidas a Mérida, después la Audiencia, informándose de cuán apartadas estaban de Mérida, las adjudicó a la villa de San Cristóbal, con que los indios de ellas se encomendasen en personas que tuviesen méritos y pretensión en Mérida; y sin que hubiese contradicción pasaron por ello los de Mérida, porque vían que con dificultad podían llevar a su pueblo los naturales de estas poblazones.

En lo que he escrito he dado un gran salto por no dejarlo quebrado e inteligible, y así, para entera relación y noticia de los sucesos de San Cristóbal, es necesario volver atrás, por los cuales iremos discurriendo sumariamente, porque ya de aquí adelante lo que hubo se puede más llamar guerras civiles y domésticas de entre los propios vecinos, como en efecto lo fueron, que descubrimiento ni conquista. Porque, desde que el capitán Maldonado descubrió los valles del Espíritu Santo y Corpus Christi, hasta el año de sesenta y tres, que descubrió el San Agustín en los confines de Mérida, hacia aquella parte donde los de Mérida llaman el valle de la Ascensión o de los Valientes, siempre se entendió en pacificar los naturales del propio valle de Santiago y en domar los rebeldes hasta traerlos a su servidumbre, y así hay poco que particularizar de estos años y tiempos, y aun del descubrimiento del valle de San Agustín, que sus propios naturales llaman Loriguaca, entiendo tratar poco, porque en él ni hubo guazabaras ni guerras ni otras violencias ni fuerzas, antes en la hora que los indios entendieron o supieron que los españoles se les acercaban, pusieron por los caminos mucha cantidad de comidas de las que ellos tenían, como eran yucas, maíz, batatas, vino y masato y frutas de la tierra, pareciéndoles que con aquello no llegarían a sus pueblos, y ya que llegasen no les hiciesen mal ninguno.

Entró en la poblazón Maldonado y alojose en un buen llano que en ella halló muy apacible y bueno, donde estuvo más de cuarenta días holgándose y recreándose con los soldados, porque llevaban al padre Juan de Cañada, clérigo que les decía misa en una iglesia pajiza que para solo este efecto hicieron; en el cual tiempo se andaban los naturales por los altos, mirando el reposo de los españoles, sin que osasen llegarse a ellos de paz ni de guerra, y como de día había tantas espías y atalayas de parte de los naturales, salían algunas noches los soldados, de diez en diez, a buscar los lugares donde los indios estaban recogidos, pero ellos se habían puesto tan en salvo que casi no se hallaron ni pudieron tomar ningunos, y dejando de andar tras los indios, por salirles el trabajo pesado y en vano, se dieron a buscar minas de oro por la tierra donde estaban, las cuales hallaron y descubrieron, y por parecerles muy pobres y de poco provecho las dejaron y se volvieron a la villa de San Cristóbal, y después el presidente, el doctor Venero, dio y adjudicó este valle de San Agustín, o la mayor parte de él, a vecinos de Mérida, por parecerles que estaba más cerca a Mérida que a la villa.

Capítulo siete En el cual se escribe cómo Hernán Martín Peñuelas fue con gente a descubrir las poblazones de Burba y por mandato de Maldonado, y fue rebatido y desbaratado de los indios.

Desde a pocos días el capitán Maldonado tuvo noticia, por lengua de los naturales, que ya algunos había de paz y servían, que el río abajo de la villa había cierta poblazón de indios llamada Burba, la cual envió a descubrir y ver con veinte y tres soldados, dándoles por caudillo a Hernán Martín Peñuelas, hombre tan mal afortunado cuanto pesado y cargado para descubrimientos y guerras de indios, según claramente lo mostró y dio a entender su mal suceso que en esta jornada hubo; porque pasa así, que como caminando por el propio río abajo los españoles, el agua a los pechos y a la cinta, por no ir machetando y abriendo camino por la montaña que por un lado y por otro del río era muy espesa y asperísima, llegasen a vista de la poblazón de Burba, y encontrase allí solos diez soldados indios desnudos con sus arcos y flechas, los indios no sólo no hicieron semblante de volver el pie atrás ni se espantaron de ver los españoles, mas con brios de grande estima comenzaron a poner en sus arcos las flechas y acercarse a los nuestros para emplearlas más a su gusto, dando un gran alarido y gritería, con que pusieron algún temor a los nuestros, los cuales, oyendo esto, que aun estaban algo apartados, soltaron cuatro perros de ayuda que llevaban, para que fuesen a dar en los indios, e hiciesen en ellos el estrago que pudiesen, como otras veces lo habían hecho; mas los bárbaros lo hicieron tan bien que cuando se les acercaron de todo punto los españoles tenían ya muertos los tres perros, y revolvieron sus arcos contra los españoles. Comenzaron a flechar con toda la furia que pudieron y a hacer detener los españoles que no llegasen a ellos; pero como el ver tan pocos indios delante les incitase a haber vergüenza y a volver por su honra, todos los españoles casi apeñuscados y hechos un escuadrón, arremetiendo con los indios y metiéndose por entre sus flechas, les hicieron retirarse y volver atrás, excepto uno que con ánimo obstinado se puso a defender el paso a los soldados, y peleando muy briosamente recibió allí honrosamente la muerte, con que pudiera cobrar perpetua memoria si su persona fuera conocida y su nombre sabido de los nuestros.

Entraron los soldados en el pueblo de los indios, donde tomaron algunas personas de las cuales se informaron y tuvieron noticia de la gente que adelante había en unos pueblos que de Burba estaban distancia de una legua, pero aquella noche durmieron en la poblazón de Burba, bien a costa de los indios; porque como toda la noche repartiesen entre sí para velarla de dos en dos soldados, de suerte que la vela corriese por todos, tomaron por ampolleta y hora de lo que cada uno había de velar, lo que turase ardiendo cada casa de las que quemasen en el pueblo donde estaban, y así hicieron aquella noche y antes que amaneciese un incendio y abrasamiento de casas que turó toda la noche, y antes que amaneciese, pegando fuego a los demás bohíos que quedaban pasaron adelante, a ver y descubrir los pueblos de que ya tenían noticia, cuyos naturales ya estaban avisados y con las armas en las manos, porque aunque los españoles llegaron a vista de su pueblo antes que fuese de día claro, los indios salieron a ellos animosamente, y acometiéndoles de repente con ímpetu feroz, hicieron volver atrás a los nuestros, que iban algo más descuidados de lo que habían de ir, por no llevar sus sayos de armas vestidos, aunque no dejaban de aprovecharse de los arcabuces y hacer el daño que podían en los enemigos hiriéndolos, y hacer en ellos lo que podían, pero de ninguna cosa se espantaban ni atemorizaban los bárbaros, antes aunque a sus pies vían muertos a sus hermanos y compañeros, y por otra parte vían arder sus casas, que les habían pegado fuego los españoles, no dejaban de pelear como valientes guerreadores, de suerte que acorralaron y metieron a los nuestros en el río, y no sólo les tomaron lo que los indios amigos les llevaban cargados, como eran sayos de armas y cosas de comer, pero los propios arcabuces con que peleaban y se defendían, porque algunos tímidos soldados, viendo tan cerca de sí a los enemigos, y que con tanta audacia los seguían, dejaban los arcabuces y otras armas infamemente, por huir con más ligereza y con menos embarazo.

Corrido un soldado, natural de Moger, que debía de ser señalado entre los otros, temerariamente se volvió contra los indios, para con este ejemplo animar y persuadir a sus compañeros que le siguiesen, dándoles muy grandes voces que volviesen contra los enemigos, que eran pocos y desnudos; pero como los soldados iban ya inclinados a huir, hiciéronse ciegos y sordos, y no curando de volver con su compañero, que por ellos se quiso poner y ofrecer en sacrificio, se dieron priesa a huir el río arriba, casi sin volver la cara atrás a ver si les seguían. Los indios detuviéronse en haber a las manos el español que entre ellos se había metido, y no curando de seguir a los demás, le dieron y atravesaron con un dardo por el pescuezo, con que lo derribaron y tomaron vivo, y así lo llevaron a sus casas y le dieron la muerte con la severidad e inhumanidad que los indios lo acostumbran hacer, que es grandísima, y casi comparable a los antiguos martirios que los perseguidores de la Iglesia daban a los cristianos; y como dije, parece que este soldado se quiso ofrecer en sacrificio por sus compañeros, porque es cierto que si los indios en él no se detuvieran y siguieran con coraje a los demás, que los mataran a todos, o a gran parte de ellos, mas por la flojura y mala fortuna del caudillo que por el número de indios que le acometieron, que verdaderamente no eran muchos. Pero cierto fue que después que los soldados cobraron un poco de ventaja en el camino a los indios, que no les alcanzaran, según huían con gana, porque cuando llegaron a la villa ninguna cosa llevaban consigo, que todo lo habían arrojado en el camino, temiendo la tormenta de los bárbaros no les siguiese y alcanzase.

Pesole a Maldonado de este mal suceso, no tanto por la reputación que en ello perdieron los españoles, cuanto porque por esta ocasión se alzaron y quitaron de la obediencia algunos pueblos de indios que de aquella parte había poblados, para por vía de guerra conservar su libertad, porque les parecía que pues tan pocos indios como los de Burba y sus compañeros habían desbaratado y ahuyentado veinte y tres soldados españoles, que juntándose los demás con ellos, que bien podrían resistir otros tantos que les acometiesen.

Capítulo ocho

En el cual se escribe las crueles muertes que los indios dieron a Medina y a Baracaldo, sus encomenderos, y el castigo que por ello se hizo.

En el antecedente capítulo se trata de la bárbara crueldad de los indios, y en este entiendo darla a entender con más perpetuidad en dos particulares sucesos que en esta villa hubo, donde claramente dieron muestra estos bárbaros de su inhumana severidad y condición.

Había en este lugar un soldado o vecino llamado Juan de Medina, natural de Sevilla. Este tenía, como los demás, indios en depósito o administración, porque en esta sazón aún no estaban encomendados los indios, ni aún el doctor Venero, que los encomendó, entró en el Reino en este año, que era el de sesenta y tres, aunque ya estaba en las Indias. Este Medina, creyendo estar sus indios pacíficos y sin ninguna alteración ni enojo de cosas que entre ellos hablan pasado, se fue más descuidadamente de lo que era razón al repartimiento, y se puso llanamente a tratar y hablar con los indios, que entre sí estaban ya determinados a matarle; y como los bárbaros vieron el descuido con que Medina entró entre ellos, y que no traía consigo ningún recelo de lo que podía suceder, aprovecháronse de la ocasión, y habiéndose juntado muchos so color de quererle hablar, se llegaron a él y le abrazaron, de suerte que aunque tuviera consigo las armas él no se pudiera aprovechar de ellas, y atándole las manos atrás, le despojaron de todos sus vestidos y le amarraron fuertemente en un árbol que los españoles llaman cural, de do se coge la fruta llamada cura; y juntándose por llamamiento de sus propios indios otros muchos que por aquel valle, que era el del Espíritu Santo, había, comenzaron a hacer sus bailes alderredor del árbol donde el español estaba atado, y bebiendo y bailando y azotándolo gastaban todo lo más del día, y desque estaban bien embriagados cortabanle un brazo o una pierna con la propia espada de Medina, y el siguiente día, con las mismas ceremonias, y habiendo precedido los azotes que le quisieron dar, le sacaron los ojos, y así fueron martirizándolo y despedazándolo vivo, hasta que en estos crueles tormentos murió; donde fue con gran regocijo de los bárbaros celebrada su muerte miserable; pero con la misma crueldad fue pagada o castigada, porque como a ello fuesen algunos españoles bien aderezados y llevasen perros de ayuda, que suelen hacer grandes estragos en los indios, pagaron muy por entero su maldad y rústica desvergüenza, con lo cual, mostrándose ufanos de haber dado tan cruel muerte a Medina, teniendo noticia cómo los españoles iban a su pueblo y tierra, salieron a ellos con las armas en las manos, pretendiendo darles la muerte.

Mas como los soldados y su caudillo, que se decía Juan Francisco, natural de la isla de Tenerife, fuesen con mucho cuidado y muy recatados y apercibidos, halláronse cuando no pensaron acometidos y cercados de los indios, con los cuales tuvieron una reñida pelea que turó por buen rato, sin que ninguna de las partes cantase victoria, aunque los indios llevaban la peor y recibían mucho daño de los arcabuces que contra ellos se disparaban, y de los perros de ayuda que metiéndose por entre ellos con su fiera osadía despedazaban a bocados a los que alcanzaban. Los nuestros, como estaban armados de sayos y reparados de rodelas, ningún daño les hacían las flechas que les tiraban. El remate de esta guazabara fue que viendo los indios los muchos que de ellos caían y eran muertos de arcabuzazos y de los perros, se comenzaron a retirar, y los nuestros a seguirlos hasta que de todo punto les hicieron volver las espaldas y huir apresuradamente, sin orden ni concierto alguno, mas el que más podía correr ese se tenía por mejor y más honrado, pues con ello ponía a su vida en cobro, porque los soldados y los perros de ayuda iban tan cebados y encarnizados que no perdonaban ni usaban de clemencia con ninguno de cuantos alcanzaban, mas todos los pasaban a cuchillo o por las piezas de los alanos. Y no paró aquí su miseria y calamidad, mas antes pasó muy adelante, porque como después de alojados los españoles saliesen algunos soldados a buscar los lugares donde los indios estaban recogidos y escondidos, llevábanse los perros sueltos, que desde media legua tomaban el rastro de cualquier persona que iba huyendo y la iban siguiendo hasta alcanzarla, y que fuese varón o mujer o de cualquier edad que fuese la despedazaban y mataban y comían a bocados con tanta fiereza y presteza que por presto que los españoles llegaban ya no podían remediar el daño ni eran parte para ello. Mas en esto que los canes hacían quitaban de trabajo a los españoles, porque aunque vivos habían algunos indios, preguntándoles si habían sido en la muerte de Medina, luégo los bárbaros por jactancia decían que sí y recibían de su mano la muerte; de suerte que por una vía o por otra todos perecían y eran muertos, y así en pocos días que en esta poblazón estuvieron la dejaron tan arruinada y destruida que parecía haber grandes tiempos que era inhabitable; con que quedó bien purgada la muerte de Medina, a cuya sangre les parecía a estos soldados que era cosa muy acertada y justa hacer sacrificio con las vidas de los que a él se la habían quitado tan cruelmente cuanto se ha dicho.

Después de este suceso y castigo, el año de sesenta y ocho, bien cerca de la propia villa de San Cristóbal, mataron a Sancho de Baracaldo, criollo de Santo Domingo, y hombre sedicioso y algo revoltoso, sus propios indios, y le dieron casi la misma muerte que antiguamente solían los romanos dar a las vírgenes vestales que iban contra el voto de castidad; porque como hubiese muchos días que este Sancho de Baracaldo hubiese ido a Santafé con negocios en perjuicio de la quietud y sosiego de sus compañeros y vecinos de la villa, al tiempo que volvió, casi sin dar causa ninguna a sus indios, yéndolos a visitar, lo mataron y tomaron entre sí los más valientes, y atándolo a un estante o pilar del bohío y casa donde estaban, lo azotaron cruelmente, y vivo, sin daule herida ninguna, lo enterraron en una sepultura que le hicieron y le cubrieron con tierra donde acabó la vida; y para disimulación de esta maldad, los propios indios vinieron al lugar o villa a decir que su encomendero se había muerto y que ellos, por hacerle buena obra, le habían enterrado. Fueron luégo algunos españoles con un alcalde al propio pueblo de los indios, que estaría legua y media de la villa, y mandando desenterrar el muerto hallaron señales en él de haber recibido tan trabajosa muerte cuanto se ha dicho. Prendieron los indios que allí estaban y una india ladina que había sido la inventora de esta maldad y era natural del propio pueblo, y tomándoles sus confesiones dijeron el hecho como había pasado, y la causa por que lo habían muerto, que era porque les había azotado unos muchachos hijos suyos o naturales del propio pueblo; causa bien leve para haber de hacer un hecho tan cruel y malo. La justicia, en pena y castigo de este delito, ahorcó cerca de la propia villa la india con tres o cuatro indios, y con esto cesó el castigo. Pero esta desastrosa muerte hízola menos sentible entre los españoles la desasosegada e inquieta vivienda de este soldado, que le tenían por turbador de la paz común.

Sin estos dos españoles han muerto los indios otros cinco o seis, sin muchos indios e indias ladinos cristianos, que también fueron muertos con sus amos y encomenderos por la multitud de los bárbaros, cuyas muertes, que algunas de ellas se han castigado aunque blandamente y otras no se han osado castigar, porque ha venido la desventura de estos vecinos a tal extremo, que sin tener respeto al bien común y privado, se acusan los unos a los otros lo que en estos castigos y fuéra de ellos se hicieron y aun lo que no se hizo, con que los ponen en harto trabajo y necesidad más de lo que se tienen, porque con haber tanto tiempo como ha que están poblados, aun hoy que es el año de sesenta y nueve, no tienen con qué sustentar un cura o sacerdote que les administre los sacramentos ni les diga misa, ni el perlado se lo da, porque no hay clérigo que quiera residir en esta villa, a causa de no haber de qué se le pague su estipendio; y así viven casi como bárbaros, sin gozar de este beneficio y santo sacrificio.

LIBRO CATORCE | | |

En el libro catorce se trata cómo saliendo Francisco de Ospina por caudillo con gente de la ciudad de Vitoria a contar ciertas suertes de indios se metió la tierra adentro y pobló la ciudad de Nuestra Señora de los Remedios, en el valle de Corpus Christi, y por esta causa fue mandado prender. Escríbese, aunque brevemente, todo lo sucedido en este pueblo, desde que se pobló hasta este tiempo; y juntamente con esto la salida que Bernardo de Loyola hizo con cierta gente para meterse en la tierra de los dos ríos; y cómo luégo que salió de los Remedios pobló la ciudad de Guadalupe, y después de esto y de haberse metido la tierra adentro, se tomó a salir, con daño y pérdida de alguna gente; y estando en el sitio donde había poblado, fue preso y enviado a la Audiencia, después Juan Velasco, teniente en aquel pueblo, con la gente que en él había, se tomó a meter la tierra adentro, por los propios pasos que Loyola había entrado, y fue rebatido, y vuelto al propio sitio donde la ciudad de Guadalupe se había poblado, los soldados, no pudiendo tolerar la necesidad que pasaban, fue cada uno por su parte y despoblaron el pueblo. |

Capítulo primero En el cual se escribe cómo Ospina salió a contar ciertas casas de indios por mandado del cabildo de Vitoria, y metiéndose la tierra adentro con la gente que llevaba, pobló la ciudad de Nuestra Señora de los Remedios.

Al tiempo que el capitán Asensio de Salinas, Loyola, que pobló la ciudad de Vitoria, repartió los indios de aquella provincia, agravió claramente a muchos de los que con él habían andado descubriendo y conquistando aquella tierra, porque demás de dar los mejores indios de ella a hombres ausentes por respetos interesables a sus comilitones y aun compañeros, los en balumó con decir que les daba indios en parte cómoda, sólo por entretenerlos para que le ayudasen a la pacificación de la tierra. Y aunque era verdad que los señalaba en el apuntamiento, iban a contarlos muy lejos, y alguno no había donde contárselos, y con esta esperanza muchos soldados se estuvieron en Vitoria, sin tener más del nombre de encomenderos, con esperanza de que vacarían indios y se los darían.

Mas como les pareciese que no era acertado acuerdo este, concertáronse de común consentimiento así soldados como vecinos de Vitoria, que se nombrase una persona con alguna color que pudiese salir fuéra con los soldados que se juntasen, y buscasen dónde poblar otro pueblo en que tuviesen indios de que se aprovechar. Los vecinos y justicia de Vitoria dieron consentimiento a esta determinación por echar de sobre sí tan gran subsidio y carga como eran los soldados a quien las suertes de los indios les habían faltado, porque de continuo estaban representando grandes quejas y servicios; y así, a pedimento de algunos que sobre ello metieron en el cabildo petición, fue nombrado Francisco de Ospina, vecino de la propia ciudad, que fuese a hacer la cuenta de las casas que los soldados decían; y aunque esta era la color, el intento principal era el que he dicho de poblar; lo cual no osaban hacer descubiertamente temiendo el castigo que sobre ello se les daría por mano de la Audiencia, que tenía puestas grandes penas contra los que saliesen a hacer nuevas poblazones.

Juntó Ospina hasta treinta y un soldados, y aderezados lo mejor que pudieron, se fueron la vuelta de las poblazones y valle de Ortana, donde se contaron las casas que por allí había a los que les pertenecían, que fueron bien pocos; pero los demás que tenían título y no se les podía henchir en este valle, para que su hecho fuese más disimulado comenzaron a hacer requerimientos a Ospina que no se volviese a Vitoria, porque de industria había dado muestra de quererse volver, sino que pasando adelante con la facultad que por el cabildo le era dada, buscase poblazones en que fuesen enterados y cumplidas sus datas y cédulas. Ospina, que ya se lo tenía en voluntad, pasó adelante del valle de Ortana y pasando por otras algunas poblazones, entró en el valle que el capitán Pedroso llamó de Corpus Christi, donde hallaron cantidad de naturales, por lo cual fueron los soldados promovidos de conformidad a pedir y requerir al caudillo Francisco de Ospina que pues la tierra era acomodada para ello y había cantidad de naturales para se poder sustentar, que poblase allí un pueblo o ciudad, que ellos se prefirirían, repartiéndoles los indios, de sustentarlo porque después de poblado hacían consideración estos soldados que no podían dejar de permanecer en la tierra, porque ni la Audiencia les había de mandar despoblar ni ellos habían de atreverse a desamparar el pueblo por temor del castigo que por ello se les daría, en lo cual pusieron tanta diligencia con sus persuasiones a hacer a Ospina que poblase, y Ospina viéndose tan combatido de los ruegos e importunaciones de todos los que estaban presentes, vino a otorgarles lo que le pedían. Y así, en el propio valle de Corpus Christi, en la parte más acomodada que le pareció, fundó y pobló una ciudad, a la cual puso Nuestra Señora de los Remedios, y en ella nombró sus alcaldes y regidores, y fue con mucho regocijo de todos celebrada esta fundación el año de sesenta y uno. Y después de haber dado asiento Ospina en las cosas de su república, se fue a descubrir y ver lo que adelante y en las otras partes comarcanas a este valle había.

Descubriose por los primeros que salieron el río de Nare, que es de mucha agua y de gran corriente. Pasáronle con dificultad y trabajo por una peligrosa y flaca puente de bejucos, que ciertamente parece temeridad, y aun lo es, pasar por ellas. Caminaron adelante, y dende a poco se toparon de repente con indios punchinaes que con sus armas en las manos venían a dar en los españoles; pero como se hallasen muy juntos los unos a los otros, cerran los españoles con ellos y comenzándolos a herir los hicieron retirar y volver atrás; mas los nuestros, dar lugar a los enemigos que se alejasen de ellos, los siguieron con más obstinación de la que debían, hasta apretarlos en un mal paso que por delante se les puso, donde viendo los bárbaros que dificultosamente podían pasar adelante, y que por las espaldas les herían los españoles, volviendo sus armas contra ellos, tornaron a renovar la pelea, que turó buen rato, hasta que tuvieron lugar de proseguir su huida y recogerse a sus casas, que estaban puestas en lugares altos y fuertes. Recibieron más daño en estos recuentros los indios que los soldados, porque como los naturales eran gente desnuda y los nuestros iban armados, hacían más daño con las espadas y arcabuces de lo que les podían hacer con la flechería y dardos los indios.

Conclusa esta guazabara, pasaron los españoles adelante y descubrieron el valle que llamaron de San Blas; y corriendo la tierra a una parte y a otra, fueron a dar a un cerro muy alto y de muy derecha subida que en la cumbre de él se hacía una teta de peña viva, en la cual había algunos indios y la subida era de gran riesgo y peligro, porque demás de ser muy empinada y derecha, se había de subir por un agujero o boquerón algo estrecho y de gran salto, que si no fuera ayudándose los unos a los otros por ninguna vía lo podían subir; la caída era muy honda y de gran peligro, porque si por desgracia acertara algún soldado a caer por ella, no podía dejar de hacerse pedazos. Finalmente, sin peligrar los soldados subieron a lo alto de este peñol y se apoderaron de él, y hecho esto se volvieron al pueblo de los Remedios, y dende a pocos días tornaron a salir e ir en demanda del valle de Punchina, el cual descubrieron y hallaron poblado de muchos naturales, gente que, según daban las muestras, no tenían simulacros ni otras criaturas a quién idolatrasen por dioses si no en su manera de vivir; en este caso daban muestras de ser gente simple aunque belicosa y guerrera, que este era su principal fin, y hacer muchas labranzas para borrachear y jarrear, porque era la tierra muy fértil y fructífera, y en ella se daban todo género de frutas.

Los españoles se dieron a correr la tierra, y por la vía acostumbrada procurar pacificar los naturales, y en ello pusieron tan buena diligencia, que antes que saliesen del valle dejaron los indios pacíficos, con que se volvieron alegremente a su pueblo.

Capítulo dos | [1] Cómo la Audiencia teniendo noticia de la poblada de los Remedios, envió a prender al capitán y oficiales del pueblo, y a que despoblasen, y cómo después fue proveído el capitán Sancedo, que mudó el pueblo al valle de San Blas.

No pasó mucho tiempo después de poblada la ciudad de los Remedios, que la Audiencia Real no tuviese nueva y certificación de ello; y pareciéndoles a los oidores ser negocio digno de castigo, y que para que adelante sin su licencia otra persona no se atreviese a hacer lo mismo, enviaron a Rodrigo Pardo por juez de comisión para que prendiese los alcaldes y regidores y al capitán Ospina y aun despoblase el pueblo, lo cual fuera bien fácil de hacer si los vecinos y pobladores de él no lo estorbaran y defendieran a poder de requerimientos, porque como ya después de pacífica y conquistada toda la más de la tierra y que mediante la buena diligencia del capitán Francisco de Ospina y los que con él estaban, los indios les sirviesen de paz, y a esta sazón llegase al pueblo Rodrigo Pardo, pretendió hacer con vigor fingido lo que la Audiencia le había encargado y mandado; mas como he dicho todo cesó con mandar prender al capitán Ospina y a los alcaldes y regidores, y enviarlos presos a Santafé, estorbando lo demás los vecinos con voces y requerimientos, y al fin quedándose con ellos por justicia Rodrigo Pardo, con harto trabajo y peligro, por quedar pocos españoles para resistir las novedades que los indios intentasen o quisiesen intentar.

Sucedió que dende a pocos días, por vía de la gobernación de Popayán, entró en este pueblo el capitán o caudillo de ciertos soldados que con él venían, Pablo de Salazar, vecino de la villa de Arma, que había sido enviado por los de la gobernación a sólo echar estos españoles que estaban poblados en el valle de Corpus Christi, por pretender que eran términos y jurisdicción de aquella gobernación. Los de los Remedios, aunque eran pocos, siempre mostraron bríos y ánimos de morir por la defensa de su pueblo y por sustentarlo, y así, aunque los de la gobernación comenzaron a encenderse en cólera y hacer muestras de querer remitirlo a las manos y hacer que los de los Remedios hiciesen, forzados y constreñidos de temor suyo, lo que por sus ruegos no habían querido hacer, fueles en vano todo su industrioso trabajo, porque mientras más amenazas hacían menos les aprovechaban, viniéronse apartar los unos de los otros y hacer muestras de querer romper y reñir sobre el derecho de esta tierra, y en esto, como en lo demás, siempre Pablos de Salazar y los que con él estaban, hallaron muy a pique y a punto de recibir cualquier encuentro a los pobladores de los Remedios, por lo cual, y por ver cuán obstinados estaban en defender y sustentar el pueblo, se volvió a salir Salazar y los que con él habían entrado, y se fue a su gobernación de Popayán o villa de Enzerma, y con ellos se fueron algunos soldados de los que en los Remedios estaban; de donde les vino mayor y más intolerable trabajo a los vecinos que en el pueblo quedaron, por no ser parte para ir a correr la tierra ni a proveerse de las comidas necesarias para su sustento, antes se les habían rebelado los indios por ver que en el pueblo había tan pocos españoles, y pretendiendo echarlos de la tierra o matarlos venían en muy gran cantidad, de noche y de día, sobre el pueblo a darles guazabaras y a quemarles las casas y bohíos donde vivían.

Pero a todos estos trabajos y necesidades acudían los españoles con muy buen ánimo, y de todos se defendían resistiendo a los enemigos y rebatiéndolos de sobre su pueblo, haciendo siempre en ellos el daño que podían. Turoles esta inquietud y desasosiego muchos días, hasta que de la ciudad de Santafé volvieron algunos de los oficiales de república que habían ido presos, que metieron consigo otros muchos soldados y compañeros que les ayudaron a correr y pacificar la tierra de nuevo y a suplir su necesidad y trabajo de proveerse de comida y el resistir a los naturales; pero esto también era con harto trabajo, porque no eran tantos los españoles que con moderación y descanso suyo lo pudiesen hacer; y así se pasaron hasta que la Audiencia les envió por capitán y justicia mayor de aqueste pueblo al capitán Lope de Sanzedo, que entrando en él metió más copia de soldados y mucho ganado, con que se toleró el trabajo y hambre pasada, porque si no era alguna carne salada que llevaban cargada hasta este tiempo que como he dicho, metió Sanzedo ganado en pie | [2]

Sanzedo se dio luégo a entender en las cosas de la pacificación de la tierra y en lo que se debía hacer para la perpetuidad del pueblo, y así pareciéndole que en el valle de San Blas había mejor sitio de pueblo y que estaría más en medio de la poblazón de los naturales, mudó el pueblo y ciudad de Nuestra Señora de los Remedios a este valle de San Blas, en la parte y lugar donde al presente está poblada y permanece; lo cual hizo el capitán Sanzedo de común consentimiento y parecer de todos los soldados, que por entender que a todos les estaba bien la mudada del pueblo, vinieron en ello, y así se dieron luégo con mas voluntad a hacer salidas y correrías a una y a otra parte, y a hacer a los indios que les viniesen a servir a su propia ciudad, en lo cual pusieron tanta diligencia y solicitud que en poco tiempo les sirvieron los indios de Punchina y de otros cuatro valles comarcanos que en esta tierra son llamados provincias, y dende en adelante lo pasaron mejor los españoles y soldados, porque con la paz y servidumbre de los indios eran proveídos de la comida de maíz que habían menester y les era necesaria; y aunque después se rebelaron y tornaron a alzar los indios, no fueron todos sino en algunas partes y pueblos algo lejos y apartados del pueblo, y así hasta hoy siempre han tenido los españoles y vecinos de este pueblo quién les sirva.

Capítulo tres En el cual se escribe cómo a pedimento de algunas personas se le tomó residencia al capitán Sauzedo, en cuyo lugar fue proveído Gabriel de Vega, y después de esto a Pedro Pablos de Salazar, vecino de Arma.

Como el capitán Sauzedo metió consigo en los Remedios algunos soldados a quien pretendió aprovechar en aquella tierra, comenzaron a nacer las emulaciones y disensiones que entre primeros y segundos pobladores suele haber, que en este Reino han sido muy generales, a lo menos en los pueblos que se han poblado desde el año de cincuenta y siete hasta el presente tiempo, porque casi todos los pueblos que en estos años se han poblado han sido sin licencia real o a lo menos de la Audiencia, por lo cual los oidores luégo procuraban enviar otro capitán que prendiese al primero y tomase la gente en sí. Este segundo capitán siempre llevaba consigo soldados a quien pretendía favorecer más que a los primeros que habían descubierto la tierra, y así era luégo contención y aun sedición entre ellos.

Ospina, aunque preso, procuraba volver por los que con él habían entrado, que fuesen preferidos y aventajados a los demás que después habían entrado; y Sauzedo, por el contrario, pugnaba contra esto, y pretendiendo favorecer a los que él había metido en aquesta tierra, hacía de menos merecimientos los trabajos de los primeros, por haber poblado contra la voluntad del rey; pero al fin, como el capitán Salcedo gobernase la tierra y por comisión de la Audiencia hiciese nuevo apuntamiento y repartimiento de los naturales, hízolo más en pro y utilidad suyo y de sus colegas y compañeros que de los de Francisco de Ospina, y por esta causa más que por otra ninguna, vino entre ellos a crecer el odio y enemistad, de suerte que Ospina y los que le seguían hubieron de pedir residencia contra el capitán Salcedo del tiempo que había sido corregidor y aun juez, que entendiese en otros negocios particulares y privados tocantes al apuntamiento que había hecho. Fue para estos negocios proveído por juez Martín de Agurto, hombre algo tenaz.., y acusarles (o acusador?)… resistirles (?), que a la sazón era procurador de la Real Audiencia. Este, después de haber hecho lo que a su oficio tocaba, envió al capitán Sauzedo a la ciudad de Santafé, en son de preso, ante el presidente y oidores, por cuya causa fue dende a pocos días proveído por capitán y justicia mayor de los Remedios, Gabriel de Vega, vecino de Tocaima, hombre afable y llano en sus contrataciones con todos.

Tuviéronse por contentos los vecinos de los Remedios con el gobierno de este capitán y juez, porque aunque era grande amigo de Sanzedo, en los negocios que se ofrecían entre los vecinos de este pueblo no se mostraba nada parcial, procurando el tiempo que gobernó tener pacífica la tierra y los naturales de ella, para lo cual mandó hacer algunas salidas, con que resultó provecho a los españoles, sin daño de los naturales, aunque los indios de Punchina, como siempre, fueron más atrevidos y desvergonzados que los demás, tan traidora como malvadamente, y debajo de seguro mataron a Alonso Martín y a Cristóbal Rodríguez, y dende a poco, por la misma orden mataron a Çamarripa, y les dieron muertes cierto trabajosas y angustiosas, según pareció después por las muertes que a otros dos soldados dieron, a los cuales tomándolos vivos por hallarlos descuidados, los colgaron con unas cabuyas de los pies en alto y allí les metieron por el unos palos agudos que atravesándolos por el cuerpo y tripas y entrañas les iban a salir a los pescuezos, y de esta suerte fueron hallados dende a pocos días por trece o catorce soldados que pasaron por esta poblazón; pero yo soy cierto que esta cruel muerte primero la vieron ellos dar a sus compañeros y hermanos por mano de los españoles que la diesen a estos soldados. Porque solían algunos crueles hombres, por leves casos y sucesos que no merecían casi ningún castigo, darles pena de muerte, y la muerte no cualquiera sino esta terrible e inhumana de empalarlos.

Pasados algunos días que Gabriel de Vega usaba su oficio de capitán y justicia mayor, por causa que les movió a los superiores, nombraron en su lugar a Pedro Pablos de Salazar, vecino de la villa de Arma, y se le envió la conduta dello, lo cual sabido por Gabriel de Vega, sin esperar a su sucesor, se salió de los Remedios y se vino a su casa a Tocaima Pablos de Salazar, después que tuvo noticia de su nuevo proveimiento, se vino a los Remedios y halló el pueblo muy trabajado y aflito, porque los naturales se habían tornado a rebelar a causa de la poca gente que en el pueblo había; porque los más de los soldados habían ido a Santafé a pretensiones a representar escritos y servicios ante el presidente, el doctor Venero, que a esta sazón había llegado de España con poderes para poder encomendar la tierra; por lo cual no se podían proveer de comida para se sustentar, por cuya causa padecían gran hambre todos los vecinos en general, a lo cual se habían juntado las muertes de los soldados que he dicho, y de otros que los indios habían muerto; y para remediar esta hambre y necesidad en que el pueblo estaba, el capitán Salazar envió a Juan de Olivares, vecino del propio pueblo, que con seis soldados fuese a recoger la comida que pudiese y la trujese en los indios amigos que llevaba y en los demás que por las poblazones donde iba tomase.

Olivares y los demás españoles, no viviendo tan recatadamente y apercibidamente como era razón y la belicosidad de los naturales lo requería, juntaron los indios que pudieron, so color de fingida paz, y estando con las cargas de maíz hechas para haberse de volver al pueblo, los mismos indios que las habían de llevar, viendo el descuido de los españoles, arremetieron a ellos, y quitándoles las armas los mataron a todos, sin que ninguno escapase; con cuyas muertes se doblaron los trabajos de los vecinos, porque para vengarlas y proveerse de comidas les era necesario y forzoso no dormir de noche ni reposar de día, mas andar continuo con las armas a cuestas, sin parar ni reposar, en lo cual puso tanta y tan buena diligencia el capitán Pedro Pablos de Salazar, que en tiempo de un año que en este pueblo estuvo en el gobierno tomó a llamar y pacificar los naturales y atraerlos a la sujeción y servidumbre de los españoles, con danos y muertes de algunos indios, porque semejantes pacificaciones no se suelen hacer sin azote que castigue y ponga temor en los indios.

[1] En la “tabla” de Sevilla comienza el capítulo: “En el cual se escribe cómo…”
[2] Estas palabras tachadas completan el sentido de la frase. Se trata, pues, al tacharlas, de una equivocación en la redacción final.

Capítulo cuatro En el cual se escribe cómo el presidente, el doctor Venero, nombró por corregidor de los Remedios a Antonio Bermúdez, vecino de Santafé. Trátase aquí lo que acostumbran hacer los receptores y jueces comisarios que salen por mandato de la Audiencia a hacer informaciones de malos tratamientos de indios y de otras cosas.

Algunos días, por la ausencia de Pedro Pablos de Salazar, se estuvo el pueblo sin corregidor; y ciertamente que el presidente no quisiera proveerlo, sino dejar la administración de la justicia en los alcaldes ordinarios, para que fuese el pueblo gobernado más en conformidad de los vecinos; pero los excesos y demasías que algunas personas hacían así en la administración de sus indios como en respetar poco a los alcaldes, por ser, como se suele decir, justicia de entre compadres, fue causa que el presidente lo procurase remediar todo con enviarles de nuevo corregidor, y este fue Antonio Bermúdez, vecino de Santafé, que presumía hacer y saber más de lo que entendía, y gran vacilador, y que el tiempo que le sobraba ocioso lo gastaba en grandes fantasías y cosas de imaginación aplicadas a su provecho y aumentar su hacienda; y aunque esto sea en estos nuestros tiempos cosa muycomún en los [1]…………….. de hombres. Se les prohibe el estar en las Indias y se les manda y encarga con mucho rigor a las Audiencias y gobernadores que lo hagan así cumplir, para los cuales efectos, por los oidores o presidentes se suelen enviar jueces por los pueblos del distrito, y aunque vayan a otro efecto siempre se les encomienda por particular provisión que hagan cumplir esto de casados marañones y extranjeros, pero jamás se cumple sino en sólo cobrar los salarios de ellos, y para sólo este efecto procuran prender los casados y marañones y extranjeros de que tienen noticia, y muchas o las más veces, sin prenderlos, sino por terceras personas, les enviaron veinte o treinta y aun cien escudos para el salario, y así disimulan con ellos y no hay más prenderlos ni enviarlos ni cumplir lo que les es mandado; y de estos comisarios suelen encontrarse por los caminos, los unos a los otros, y todos hallan que pelar y que repelar, y el casado que al principio estaba con quinientos pesos para enviar a su mujer e hijos, al cabo de un año estaba sin blanca, porque todo se lo han llevado estos jueces de comisión, contra los cuales no hay hacer pesquisa ni diligencia alguna para castigarlos; y así se quedan los culpados sin dineros y las provisiones del rey por cumplir, y se estarán perpetuamente mientras en ello no se diere alguna orden cual convenga para que estos tres géneros de gentes no estén en las Indias, pues los casados de todo en todo van contra el estado y sacramento que recibieron; los marañones es gente que, dejados aparte los delitos que contra su rey y contra otras personas particulares cometieron, y que quien hace un motín hará ciento, el día de hoy se traen consigo los mismos deslavados rostros y ánimos con que tan malvadamente siguieron su rebelión y mataron a su gobernador, que parece que están convidándose para entrar en otro tal motín, y peor que fuese, y aunque no los conozcan dondequiera que lleguen, procuran hacer obras con que dan a conocerse a todos por sus sediciosos ánimos y revolvedoras lenguas. El daño de los extranjeros no es tanto, porque procurando sustentarse y ganar la vida, sirven a otros naturales, y al fin se vienen a casar y convertir en naturales; pero todavía, es mejor que los aprovechamientos que estos tales tienen los gocen algunos pobres hombres de nuestra nación castellana, que pasan a Indias, aunque son muy pocos y raros los que se quieren humillar o los que hasta aquí se querían humillar a servir a otros. Pero ya la tierra está muy de otra condición que hasta aquí, porque hay más estrecheza y necesidad en ella, y cada cual procura aprovecharse y ganar dineros como puede.

Engolfeme en esta materia de jueces tan de golpe que no he podido volver a la historia que en este capítulo comencé, Y verdaderamente no ha sido más en mí mano, porque el gran do­lor que tengo de ver lo que acerca de esto que he escrito pasa, ha guiado mi pluma. por la digresión que ha hecho y apartádola del intento principal, el cual proseguiremos en el presente ca­pitulo.

Capítulo cuatro | [2] En el cual se escribe cómo Bernardo de Loyola salió de los Remedios con gente, por comisión de Antonio Bermúdez, corregidor de aquel pueblo, y pobló la ciudad de Guadalupe.

En tiempo que Pablos de Salazar gobernaba el pueblo de los Remedios, y aun entiendo que antes, era ya venido al Nuevo Reino el doctor Venero, a cuyo cargo, como en otros lugares he dicho, era el proveer corregidores y encomendar los indios. Por mano de este presidente fue proveído por corregidor de los Remedios Antonio Bermúdez, cuyo corregimiento fue de duros y pesados sucesos, así por algunas crueldades y malos tratamientos de indios que en su tiempo se hicieron, como por algunos feos acontecimientos que hubo | [3] y le sobrevinieron | [4] |.

Entre las otras cosas que este corregidor hizo, fue que pretendiendo hacer alguna cosa notable y provechosa, nombró por caudillo de ciertos soldados a Bernaldo de Loyola, vecino de aquel pueblo, para que con cierta color saliese de los Remedios y se metiese por tierra de guerra, y fingiendo después fuerza poblase un pueblo, al cual él iría después, y como cosa ya hecha y poblada, fingiría no ser parte para deshacerla, y así repartiría y conquistaría los indios que hubiese y se descubriesen, aunque algunos quieren decir que de todo en todo le dio poder y facultad para que en la parte que él le señalaba poblase una villa, diciendo tener poder para ello.

De cualquier manera que fuese, el Loyola salió de los Remedios con gente por el año de sesenta y seis, con muy diferente disinio del que Bermúdez tenía, porque pretendiendo vanamente con estos medios fama y honra y dineros, quería Loyola con los pocos compañeros que Bermúdez le había dado, meterse la tierra adentro e ir en demanda y descubrimiento de la noticia de los ríos, tierra que mucho tiempo antes algunos capitanes habían pretendido irla a descubrir y jamás habían salido con ello, aunque habían tenido copia de gente y otras municiones necesarias. Pero si Bermúdez fue frustrado en sus desinos, a Loyola no le fueron provechosos ni acertados sus balances, antes después de haber poblado y peregrinado él y sus soldados y haber andado por algunas partes peligrosas y trabajosas por defeto de la prudencia y maduro consejo que en semejantes principios y medios suele hacer gran falta, vinieron a quedar con sólo el nombre y títulos de pobladores, y con las haciendas gastadas y pobres y necesitados; y porque esta jornadilla que Loyola y sus compañeros hicieron no dejó de haber algunos recuentros y guazabaras de indios y hambres, que suele ser el principal trabajo, aunque me detenga un poco en ello lo quiero contar a la letra como sucedió.

Luégo que Bernardo de Loyola salió de los términos y territorio de los Remedios, viendo los pocos naturales que adelante parecían, hizo acometimiento de quererse volver al pueblo o ciudad de los Remedios; pero como los soldados estuviesen ya amaestrados para el negocio, juntáronse y comenzaron a hacer munipudio y mover una manera de escándalo y alboroto entre sí, diciendo que aunque Loyola se quisiese volver, que no se lo habían de consentir, antes les había de poblar un pueblo, que ellos se ofrecían de sustentarlo en donde hubiese copia de naturales para ello, y sobre esto hicieron su manera de sedición entre ellos, dando, como he dicho, a entender que le forzaban y constreñían a que hiciese lo que él tenía en voluntad de hacer. Loyola, abrazándose con esta manera de fingida fuerza para su descargo, aunque el lugar donde estaba era de muy pocos naturales y muy conjunto a los términos de los Remedios, pobló allí un pueblo, al cual puso la ciudad de Guadalupe, con aditamento de lo mudar y fijar en parte más cómoda cada vez que la hallase, y en ella nombró sus alcaldes y regidores, y se celebró y aun regocijó la fundación del pueblo con mucha alegría y contento, y para dar orden en las cosas que en prosecución de su descubrimiento se habían de hacer se detuvieron en este lugar y sitio algunos días, en los cuales nombraron por su capitán y justicia mayor los del cabildo a Bernardo de Loyola; porque si no es que tenga particular comisión de los superiores para ello, en la hora que un capitán puebla un pueblo expira su comisión y jurisdicción y no es más superior de aquella gente si no es que el cabildo lo torne a elegir y nombrar por tal.

Y estando ya casi de camino para pasar adelante, llegó a la poblazón de Guadalupe el corregidor de los Remedios, Antonio Bermúdez, creyendo que no se hiciera más de lo que él quisiera; pero como los pobladores de aquel pueblo estaban de diferente opinión que la suya y habían ya electo por su capitán a Loyola, negáronle de todo punto la obediencia a Bermúdez y no lo quisieron recibir por su juez, aunque se lo requirió y pidió como persona nombrada para ello por la Audiencia Real del Nuevo Reino; y como Bermúdez viese que sus ruegos ni requerimientos no eran de provecho, y que todo lo que los pobladores de Guadalupe hacían era por contemplación de Loyola y guiado por su propia mano, y que ya estaban de camino para se meter la tierra adentro, con gran sentimiento de la burla que se le había hecho se volvió a los Remedios, y descargándose lo mejor que pudo, dio aviso a la Audiencia Real de lo que Loyola y los demás soldados que con él estaban habían hecho. Pero no faltaron otros escritores que escribiendo la realidad de la verdad, fueron causa de que Bermúdez perdiese mucha parte de la reputación y opinión que con los jueces superiores tenía, y así dende a ciertos días fue depuesto del cargo, como adelante se dirá.

Capítulo cinco | [5] En el cual se escribe cómo los españoles que poblaron a Guadalupe, pasaron adelante en busca de gente y naturales que les pudiesen sustentar, y dieron en unas montañas despobladas, donde hubieron de perecer de hambre, y lo que les sucedió hasta alojarse en un bohío donde hallaron comida.

Luégo que los españoles del pueblo de Guadalupe y su caudillo despidieron a Bermúdez, levantaron ellos sus toldos y tiendas donde las tenían y comenzaron a caminar adelante a descubrir; porque según he dicho, donde habían poblado no había ningunos naturales de que se pudiesen aprovechar, mas habían usado de esta cautela de poblar allí tan cerca con disinio de pasar a descubrir, y de que no mandándoles los superiores volver atrás, les diesen ayuda de gente para pasar adelante.

Metiéronse por grandes montañas, que en esta parte lo es toda la tierra cubierta de ellas; dieron en el río de San Bartolomé, que por ir ya en este paraje caudaloso llevaba y tenía gran cantidad de pescado, aunque despoblado y falto de naturales, que fue causa que en él se detuviesen poco, a fin de que la comida o matalotaje que llevaban no se les gastase y acabase antes de llegar a poblado, y los pusiera en condición de perecer de hambre. Y pasando adelante por entre algunos palmares dieron en la quebrada llamada de Guarquina, en la cual hallaron caminos anchos y seguidos y rastro o vestigios de haber poco que habían andado por allí indios, porque hasta haber llegado a esta quebrada habían caminado por angostos y ciegos caminos. Holgáronse todos los españoles y su caudillo, paireciéndoles que era señal la que habían topado de dar presto en poblazones de indios; y así, no mirando a lo que podía suceder, diéronse a gastar desordenadamente las comidas que llevaban, de tal suerte que dende a poco se hallaron en medio de un arcabuco tan falto de mantenimiento que ni podían ir atrás ni adelante, porque como siguiendo el ancho camino que habían topado se engolfasen en una despoblada montaña, caminaron por ella seis o siete días sin hallar bohíos ni labranzas ni cosa de comer; y por la desorden que en gastar el matalotaje poco antes habían tenido, halláronse de todo punto faltos de ello, y comenzaron a sentir la hambre, tan de golpe que casi no podían ir adelante ni se hallaban con posibilidad de fuerzas y ánimo para volver atrás.

El caudillo Loyola, viendo la aflicción y trabajo suyo y de sus compañeros, que eran hasta treinta y tres, juntolos a todos para que con el común parecer y acuerdo se hiciese lo que todos o la mayor parte dijesen que fuese cosa que conviniese a la conservación de sus vidas y a su honor; porque aunque Loyola estaba ya confuso de lo que había principiado, por parecerle que no llevaba su jornada medios de ser acertada, no osaba, por lo que a su honra tocaba, determinarse en cosa ninguna ni declarar de todo punto su pecho, porque no se le pusiese alguna nota que le causase infamia.

Lo que de esta junta resultó fue que de común consentimiento y parecer se apartaron catorce hombres, los que menos debilitados estaban, y estos, siguiendo aquel camino que todos llevaban, con la ligereza que podían, al segundo día dieron vista a un bohío solo, cercado de muchas labranzas de maíz, y quedándose emboscados los cuatro de ellos a la mira de las labranzas y bohío. Los otros se volvieron a dar aviso al caudillo y a los demás españoles que atrás habían quedado, comiendo y sustentándose con solamente ciertas hojas que eran a manera de bledos, de que en aquella montaña había muchos.

Alegráronse de saber la buena nueva que se les llevaba, pero su descaimiento y flaqueza era tanta que casi se hallaban sin fuerzas para caminar; pero como por conservar las vidas se animasen todos, caminaban como podían, llevando algunos tan consumidas las carnes, que solamente llevaban el espíritu, con una similitud y figura de muertos, por lo cual, viendo Loyola cuán flojamente caminaban algunos soldados, escogió de los que daban muestras de tener más brío y fuerzas hasta diez hombres, y enviándolos delante, les mandó que juntándose con los cuatro que emboscados y atalayando habían quedado, se acercasen a los bohíos y a hora y tiempo conveniente diesen en los indios y los prendiesen o sujetasen o hiciesen lo que pudiesen. Pero aunque sacando, como se suele decir, los soldados de las fuerzas flacas muy briosos ánimos, procuraron hacer lo que Loyola les mandó, su fortuna fue tan adversa que ninguna cosa pudieron hacer enteramente, porque como después de juntos los catorce soldados, se fuesen acercando a las labranzas y bohíos de los indios que habían visto, sucedió que viniendo un bárbaro de aquella propia poblazón de fuera parte, dio en el rastro de los españoles, y deseando saber lo que fuese siguió el camino hasta dar en los propios soldados que iban a dar en su pueblo, los cuales, aunque pusieron diligencia en procurar tomar este indio, no pudieron, por ser muy suelto y saber mejor la tierra que ellos; y así, dando muy grandes alaridos y voces se apartó de los españoles, con las cuales dio a entender a ciertos indios que estaban cerca de allí junto en una borrachera, el suplicio y trabajo que sobre ellos iba.

Los españoles, aunque entendieron que eran ya sentidos, no por eso dejaron de pasar adelante y acercarse hacia donde estaba la junta y borrachera de los indios, los cuales, luégo que por los alaridos del indio entendieron lo que en su tierra había y les estaba cercano, con gran presteza recogieron sus mujeres e hijos y la otra gente que era inútil para la guerra, y poniéndolas en camino y lugar seguro, tomaron sus armas y salieron al encuentro a los catorce soldados. Serían los bárbaros que a encontrarse con los nuestros venían, cien hombres, y como en medio de un arcabuco descubriesen y viesen a los españoles, admirados de ver en su tierra una cosa tan nueva y por ellos nunca vista, se estuvieron algo suspensos; pero desque vieron que se iban acercando a ellos, comenzaron a disparar su flechería y a usar de ella, alzando un común alarido y gritería, de la cual los bárbaros usan mucho en semejantes acometimientos. Los nuestros, no hallándose con entereza de fuerzas para arremeter a los enemigos con la ligereza necesaria, soltaron contra ellos cuatro alanos o perros de ayuda que llevaban ya bien amaestrados y enseñados para semejantes necesidades. Los perros, como animales feroces, sin ningún temor se metieron entre el escuadrón de los indios, y comenzaron a morder y aun a despedazar a algunos de ellos, con lo cual cobraron gran temor y miedo y a perder el brío de su primer acometimiento, con lo cual causaron en los nuestros más ánimo que el que antes tenían para arremeter de todo punto a ellos, lo cual se hizo sin mostrar ninguna flaqueza ni cobardía, y arrojándose entre los indios y comenzándolos a herir y lastimar con las espadas, y los perros que no cesaban de dañar y maltratar los indios que podían, fue causa que se retirasen los indios y volviesen atrás, huyendo ligeramente; mas las fuerzas de los nuestros eran tan débiles, que en ninguna manera pudieron seguir el alcance de los indios ni haber ninguno a las manos vivo para informarse de él de aquella tierra; pero esta falta la suplieron muy bien los perros que siguieron gran rato a los indios y los hicieron alejar y apartar gran trecho de donde los nuestros estaban, los cuales, siguiendo su camino, fueron por él a dar en el bohío de la borrachera, el cual hallaron bien proveído de maíz y sal y tres o cuatro cuchinatos mansos y algunas mayas, que son unos animalejos pequeños, a manera de gozques, cuya carne es muy sabrosa y gustosa de comer. Alojáronse dentro del bohío todos los soldados y los indios del servicio que consigo llevaban, y procuraron satisfacer a sus vientres, que con muy gran causa estaban atribulados de la hambre pasada.

Este día no llegó Loyola con la demás gente a este bohío, porque no podían caminar algunos flacos soldados; pero un bárbaro de aquella propia tierra, queriendo de todo punto reconocer a los españoles, confiado en la ligereza y soltura de su persona, se acercó muy mucho al bohío donde los españoles estaban alojados. Ciertamente él se fuera riendo y triunfante de los nuestros, porque entre todos ellos no había hombre que aunque estuviera muy entero, le pudiese dar alcance, si un perro de los que tenían, que entre los otros era aventajado, siguiéndolo con obstinación, no lo alcanzara y despedazándolo diera miserable fin a sus días, con que pagó su temeridad, porque nunca le aprovechó al mísero indio la macana, arco y flechas que traía para ofender a quien le siguiese, porque el perro, con su presteza, no le dio lugar a que se aprovechase de ellas.

La noche se pasó con gran temor y centinela, creyendo que los bárbaros les acometieran; pero nunca osaron ni se atrevieron a hacerlo. El siguiente día llegó y se juntó Loyola y los demás que atrás habían quedado, con estos del bohío, y allí descansaron y se holgaron algunos días sólo para reformarse del trabajo del camino y hambre que consigo traían.

Capítulo seis | [6] En el cual se escribe cómo pasando adelante Loyola con los españoles, llegó al río de la Simitirra, donde le mataron tres soldados los indios, y otros tres escaparon nadando; y cómo los naturales alzaron y quemaron las comidas que tenían, por lo cual se volvieron a salir de las montañas al sitio y lugar donde se había poblado la ciudad de Guadalupe.

Ya que la gente había convalecido, porque el tiempo no se gastase y perdiese ociosamente, salieron catorce hombres de los que mejor dispuestos se hallaron, a descubrir lo que adelante había. Estos, corriendo y siguiendo un trillado camino que desde el bohío donde estaban alojados salía, caminaron algunos días hasta dar en el río de la Simitarra, que va a salir cerca de los términos de Mompox, villa poblada en las riberas del río grande.

Los naturales, habiendo antes sentido a los españoles, porque en el camino había encontrado cuatro indios que iban a espiar lo que en el bohío donde estaban alojados se hacía, y sin haber podido tomar indio ninguno se les habían huido y avisado las gentes que de la otra banda del río de la Simitarra estaban poblados, los cuales habían cortado la puente que para el pasaje y servicio de aquel río tenían puesta poco tiempo antes. El río era hondable y de mucha agua y gran corriente, por lo cual, aunque los españoles procuraron y buscaron modo cómo pasarlo, jamás lo pudieron hacer; y fueles útil y provechoso este impedimento, porque si por ventura acertaran a pasar los catorce soldados el río, no pudieran dejar de perecer todos y morir a manos de los indios, que puestos en emboscada de la otra banda, les estaban esperando con las armas en las manos; y así dieron la vuelta al bohío o casa donde Loyola con la demás gente habían quedado, representando, para más daño y perdición suya, haber visto de la otra banda del río de la Simitarrá gran poblazón y labranzas, que era señal de haber mucha gente.

El caudillo Loyola, con juvenil ambición de hallar lo que deseaba, para perpetuar su nombre, se partió con toda la gente, con determinación de poner todo su posible en pasar el río, y como llegase ya cerca de él y viese que si no era con puente o balsa no se podía pasar, alojose en un bohío que algo apartado del río estaba, con propósito de no pasar adelante sin primero dar orden en lo que se debía hacer para entrar y asaltar y saquear la poblazón que de la otra banda del río había, que estaban corroborados y fortalecidos con la furia e in petri del propio río. El siguiente día se dio orden en hacer unas balsas, para que en ellas pasase la gente a la otra parte; pero aunque éstas se hicieron con gran diligencia, fueron inútiles y sin provecho, porque como a la medianoche Loyola enviase catorce o quince soldados para que con la claridad de la luna pasasen en las balsas el río y se emboscasen de la otra banda para dar en los indios si descuidadamente se les acercasen y para tener seguro aquel paso, con que después pudiese pasar toda la demás gente, la corriente y veloz ímpetu del agua era tanta que en ninguna manera dejaba gobernar ni navegar las balsas a la otra parte, mas con gran peligro de los que en ellas se metían las tornaba a echar fuéra a las riberas del río. Y como uno de los catorce soldados, que iba señalado por caudillo, viese el poco efecto y provecho de las balsas, deseando que su salida no fuese en vano, persuadió a los soldados, que eran buenos nadadores, que nadando pasasen el río; pero, como viendo el gran peligro que en ello había, todos lo rehusasen, comenzó con palabras a vituperar su cobardía y poco ánimo, con lo cual, casi forzados, seis soldados, despojándose de sus vestiduras y atando sus armas a unos livianos palos a que habían de ir asidos, se arrojaron al agua y pasaron de la otra parte.

Loyola estaba ausente, y después que supo que solos los seis soldados habían pasado el río, pesole de ello y quisiera hacer que se tornaran a pasar, y para ello vadeó con presteza al río con algunos de los soldados que con él habían quedado; mas como ya los seis soldados estaban emboscados, y porque los indios no oyesen el alboroto no curaron de llamarlos, y así se estuvieron los unos y los otros basta que amaneció para aflicción y castigo de los que tan temerariamente habían pasado el río; porque sucedió que como un indio, que había bajado de las poblazones, viniese caminando el río abajo y aun cantando en su lengua y descuidado de toparse con españoles, aunque bien vía los que de la banda contraria estaban, a los cuales, con señales que les hacía, llamaba que pasasen a donde él estaba, salió a él uno de los seis españoles de la emboscada e hízolo tan flojamente que con su salida causó su perdición, porque el indio, escapándose de sus manos, iba huyendo con gran ligereza y apellidando a sus compañeros, que también estaban muy cerca de allí emboscados, y dándoles aviso de cómo había españoles de la parte del río donde ellos estaban, los promovió a que con presteza se acercasen a los seis españoles y dando en ellos muy osadamente, en la primer arremetida mataron los dos, y los otros cuatro viendo su perdición, procurando de remediar y conservar sus vidas, se arrojaron al agua confiados en su nadar. Muchos indios se arrojaron tras de ellos, pero no alcanzaron más de a sólo el uno, que casi desmayado se cortó y no pudo con fuerza cortar el agua como los demás hacían. A este soldado sacaron los indios vivo a tierra, y comenzaron a escarnecerle y a pasar tiempo con él muy bárbaramente y con gran placer suyo. Mas uno de los bárbaros, no satisfaciéndole la recreación de sus compañeros, pues de ella se seguía el alargar la vida al español, con una gruesa macana que tenía se llegó a él y alzándola con entrambas manos en alto, con toda la furia que pudo le dio en la cabeza un golpe con que le derribó en el suelo, y segundando con otros lo acabó de matar en presencia de los demás españoles que los estaban mirando sin poderlo remediar. Y con esta victoria quedaron tan ufanos los bárbaros, con muy apresuradas y aun regocijadas voces, decían a los nuestros que se pasasen a donde ellos estaban, porque deseaban darles a todos el castigo que a los tres ya difuntos habían dado; cuyos cuerpos, para mejor significar y dar a entender lo que querían, ponían en pie, junto al agua, y en ellos hacían muchas maneras de vituperios, pareciéndoles que era afrentar de todo punto a los nuestros, pues no pasaban a vengar su injuria.

Y no haciendo ya caso de ninguno de los seis españoles, porque los tres vían presentes difuntos y los otros tres había el raudal y canal del río llevado con violencia agua abajo, se recogieron el caudillo y los demás españoles al bohío donde la demás gente había quedado con temor de que los indios, por otra parte, no diesen en ellos. Mas fue Dios servido que no hubiese tanta gente en aquella provincia que por todas partes pudiesen hacer acometimiento, porque si lo hicieran, todos sin escapar ninguno, perecieran; y estando todos juntos celebrando, ya casi noche, con lacrimoso sentimiento aunque recogido, las muertes de sus seis compañeros, los tres que habían ido el río abajo, habiendo por particular gracia y merced de Dios inmortal, escapado de entrambas fortunas de tierra y de agua, llegaron, aunque apartados unos de otros, a donde sus compañeros estaban, y aunque desnudos en carnes se les pusieron delante, que parecía espectáculo de gran compasión, con verlos vivos perdieron de todo punto su aflicción y se regocijaron con ellos, y procurando conservarse algunos días en este estalaje hasta ver qué tierra era la que de la otra banda del río estaba, comenzaron a hacer un palenque para fortificarse y estar más seguros, y luégo procuraron juntar comida de maíz antes que los indios lo alzasen y escondiesen; y a este efecto salieron luégo otro día algunos soldados con los indios ladinos que tenían, y hallando algo apartados de donde estaban alojados, un bohío con maíz, tomaron lo que en él había, y con ello se volvieron al alojamiento y palenque, que ya habían empezado a hacer.

Los indios y naturales, entendiendo que los españoles andaban a recoger maíz, escondieron lo que habían menester y pudieron, y a lo demás, juntamente con las casas en que estaban, que eran las propias de su morada, les pegaron fuego, y todo lo consumían y atalaban con el fuego.

Loyola y los soldados que con él estaban, visto que por todas vías les querían hacer guerra, y teniendo por intolerable esta del quitarles las comidas, cesando la obra del palenque que habían comenzado, se volvieron a salir de conformidad, y por el propio camino por do habían entrado, se volvieron al sitio donde habían poblado la ciudad de Guadalupe, que consigo se traían, porque aunque caminaban y andaban a una parte a otra, los alcaldes y regidores electos no dejaban de gozar de sus preeminencias.

[1] Desde aquí el texto se interrumpe por faltar una página.
[2] La palabra “cuatro” reemplaza a cinco, tachada por haberse suprimido el capítulo cuarto. La corrección ordinal se va repitiendo hasta el final del libro.
[3] Siguen unas líneas tachadas, ilegibles, de las cuales sólo se puede descifrar: “…por la disolución y … procedieron … algunos.
[4] Siguen unas líneas tachadas, ilegibles, de las cuales sólo se descifra: deseaba … antes ser bien quisto … se la halla encargado … castigo … caudillo querían.
[5] La palabra cinco reemplaza a seis. Vease nota 6 al presente libro
[6] La palabra “seis” reemplaza a siete, tachada. Véase nota 6 del presente libro.

Capítulo siete | [1] En el cual se escribe cómo don Diego de Caravajal, por comisión de la Audiencia, fue a Guadalupe y prendió los alcaldes y regidores, y cómo volviéndose a salir y enviando por su teniente a Juan Velasco, por consejo del mismo Caravajal se volvieron los españoles al río de la Simitarra. Cuéntase lo que allí les sucedió hasta la víspera de Santiago.

Dende a pocos días que Loyola y los demás se volvieron a su pueblo de Guadalupe, llegó don Diego de Caravajal, vecino de Vitoria, por justicia mayor de aquel pueblo, y a prender los alcaldes y regidores y capitán que lo había poblado; porque como la Audiencia Real tuviese noticia de cómo esta ciudad o pueblo se había poblado y del fraude que en ello había habido, así por parte de Bermúdez, corregidor de los Remedios, como por Loyola y los demás españoles, privaron a Bermúdez del cargo que tenía y nombrando en su lugar a don Diego de Caravajal, le mandaron que pasase a este pueblo de Guadalupe, con la provisión y comisión que para ello le dieron e hiciese lo que he dicho.

Pero también pretendió don Diego, como los demás, con esta color mejorarse y aprovecharse en meterse con la gente la tierra adentro. Mas no lo osó hacer, porque la comisión que tenía estaba tan rigurosa contra él, que temió, si excedía algo de lo que se le mandaba, perder todo lo que tenía, y aun la vida con ello; y así, después de haber preso a Loyola y a los alcaldes y regidores de aquel pueblo, se volvió a salir de él, dejando en su lugar un teniente y enviando a la Audiencia preso un alcalde y a Bernardo de Loyola, pareciéndole que la demás gente era necesaria para el sustento del pueblo.

En Vitoria, pueblo de españoles, tenía Caravajal un grande amigo suyo, llamado Juan Velasco. A este le había encargado que juntase la gente que pudiese para entrar en Guadalupe, donde él le nombraría por su teniente; y que de allí entraría con toda ella la tierra adentro. Juan Velasco era algo ambicioso por mandar y sobrepujar a los otros, tenía algunos dinerillos que con trato de mercancía había adquirido y juntado; despendiolos con liberalidad en avío de soldados y otras cosas necesarias a su jornada, y tomando comisión de don Diego de Caravajal, en la cual le nombraba por su teniente general, se entró en Guadalupe, donde fue recibido de los soldados y vecinos y del cabildo, porque a todos escribió don Diego que para que su jornada fuese adelante y él fuese proveído por capitán de ella, como deseaba, era necesario que se tornasen a entrar la tierra adentro, y que él los seguiría dentro de ciertos días que señaló, con gente y ganados y otras municiones necesarias para hacer la jornada.

Los soldados, creyendo que lo que les convenía era lo que don Diego les escribía, recibiendo el teniente que les enviaba, se partieron otra vez la tierra adentro por la vía que antes habían llevado, dejando para posesión y mojones del pueblo un alcalde y un regidor, ceremonia cierto bien inútil y desaprovechada.

Era ya en este tiempo entrado el invierno, y como la tierra es tan montuosa eran en ella tan continuas las aguas que causaban en el caminar gran trabajo en los soldados. Hallaron el río de San Bartolomé crecido de suerte que les fue necesario hacer puente para pasarlo. Los caballos, por pasar por el agua, corrieron gran peligro; pero al fin sólo uno se les ahogó. Llegados a las riberas del río de la Simitarra, donde antes habían estado alojados, hicieron su asiento en el propio lugar y río, y luégo procuraron buscar maíz con que se sustentar. Juntaron lo que pudieron, y no lo que quisieron, porque los indios, luégo que los vieron en su tierra, se juntaron y les vinieron a dar guazabaras a su propio alojamiento, y el primer día que les acometieron les hirieron seis soldados que entre los otros se quisieron extremar y señalar, siguiendo más briosamente los indios que otros ningunos, hasta encerrarlos en la montaña, de donde, revolviendo los indios sobre ellos animosamente los hirieron a todos, de los cuales murieron dos y al uno se le quebró un Ojo. Juan Velasco, a quien los españoles tenían por teniente, visto el atrevimiento de los indios, aunque era algo bisoño o novicio en la guerra y tratos con ellos, pareciéndole que eran pocos y que estaban en mala tierra para poder sujetar a los indios que les acometiesen, para seguridad de su persona y de sus compañeros, hizo en breve un palenque cuanto en él se recogese la gente y pudiese resistir el ímpetu de los bárbaros, y aprovecholes tanto este palenque o palizada que les fue gran ayuda y reparo para los acometimientos que después les hicieron los indios.

Y entre otras muchas cosas que entre los españoles e indios pasaron, fue señalada la que Gonzalo Verdes, natural de las islas de Canaria, hizo: que habiendo salido del palenque a un arroyo a donde lavaban la ropa, a hacer espaldas a una india que había ido a lavar, salieron a él más de cien indios con armas para tomarlo vivo y a manos. Gonzalo Verde, recogiendo junto a sí la india, y habiéndolo desamparado un compañero que llevaba, se defendió con su espada y rodela con valor y ánimo español, sin que los bárbaros le pudiesen ni osasen echar mano, antes hiriendo a muchos de ellos arredraba y apartaba de sí y de la india que consigo tenía, a la canalla de los bárbaros. Turó esta contienda hasta que llegó gente a socorrerle, con que de todo punto se escapó de las manos de los indios sin recibir de ellos más daño de sólo un flechazo en la pierna.

El siguiente día, después de esto, acudieron al palenque como cuatrocientos indios de guerra, y arremetieron divididos por dos partes con tanto ímpetu que si el teniente no se hallara sobre su caballo hubiera de todo punto victoria de los españoles este día los indios que con esperanza de matarlos a todos venían. Los bárbaros, muy galanes con la plumajería de colores que sobre sí traían, y con ricos caricuries y otras piezas de oro fino de que venían peltrechados, pelearon gran rato del día los unos con los otros, pero al fin fueron los indios ahuyentados con la mucha resistencia y daño que el teniente con su caballo y armas les hacía, alanceando muchos de ellos. Y como algunos indios, de las heridas que les daban caían muertos, los españoles arremetían a ellos, por quitarles el oro que traían consigo; los compañeros del muerto acudían a defenderlo, donde por momentos se renovaban en diferentes lugares la pelea; mas según he dicho, los indios se retiraron llevando harto daño. A los nuestros les hirieron tres españoles, sin que ninguno de ellos muriese; y viviendo dende en adelante más apercibida y recatadamente, les fue ocasión de recibir menos daño y estar a menos peligro, porque demás de las centinelas ordinarias, siempre tenían ensillados tres o cuatro caballos, que son los que más doman y aflojan la soberbia y brío de los indios.

Tornáronse a coadunar y juntar mucha más cantidad y número de indios con desinio de no dejar de aquesta vez los españoles en la tierra; acercáronse al palenque la víspera de Santiago con el ímpetu y vocería así de cornetas como con sus propias voces, disparando contra los españoles y gente que en él estaba, mucha flechería; pero como hallaron a punto de pelear a los nuestros no les fue provechoso el combate, aunque les fue harto dañoso, porque casi fueron heridos todos. Pelearon los unos y los otros con igual brío y ánimo más de dos horas, y como los arcabuceros no cesasen de tirar y matar algunos indios, ni los de a caballo andar entre ellos alanceando, fue ocasión de que con tiempo dejasen la pelea y se retirasen, aunque dando muestras de gran contento y de gente que había salido victoriosa. Los españoles se recogieron al palenque y se curaron los unos a los otros lo mejor que pudieron, de suerte que no peligró ninguno.

Entre los indios que en esta guazabara murieron, se halló que los más traían consigo cabuyas o sogas o muchilas, lo uno para llevar a todos los vivos, y lo otro para llevar la carne de los muertos, entendiendo que por la confianza que en su multitud tenían que habrían victoria de los nuestros.
Capítulo ocho | [2] En el cual se escribe lo demás que sucedió a los españoles en el palenque, donde estuvieron alojados en las riberas de la Simitarra hasta que se volvieron a salir y despoblaron de todo punto la ciudad de Guadalupe.

Quedaron tan atemorizados y lastimados los soldados de la guazabara pasada, que temiendo recibir otro día la muerte por manos de los indios, algunos de ellos trataban de retirarse y salirse aquella noche a tierra de los Remedios, porque pareciéndoles cosa dura y grave aventurar sus propias vidas y ponerlas en evidente peligro por salvar o librar a los que por haber escapado de la guazabara muy mal heridos ni podían caminar ni aun daban muestras de vivir muchos días, decían severamente que quedasen allí, en el camino, los tales vivos o muertos, y que los que pudiesen caminar siguiendo a los más sanos, procurasen asegurar o librar sus vidas de las manos de los bárbaros. Pero como esto, que entre los más o algunos de los soldados se trataba, viniese a noticia de Juan Velasco, a cuyo cargo estaba la superioridad y administración de la justicia, con moderación les reprehendió sus disinios, que parecen tan perjudiciales al bien de muchos y aun al suyo propio, pues contra su propio honor y valor querían volver las espaldas antes de tiempo y dejando a sus compañeros en manos de sus enemigos vivos, cobrar una infamia de gente que con cruel cobardía temerariamente habían huido. Tratoles el teniente lo que debían hacer por conservar la honra española, y cuán favorable les era el tiempo, pues era día de Santiago, a quien los españoles tienen por patrón en la guerra, por cuyos medios y preces podrían alcanzar de Dios inmortal la gracia de Vitoria, ocurriendo con los corazones y con las armas defendiéndose de los enemigos. Y para más los animar, herido como estaba hizo que le pusiesen sobre un caballo y allí le armasen, y tomando él la delantera se salió del palenque el propio día de Santiago a esperar los enemigos. Lo mismo hicieron todos los demás soldados, para que hallándolos tan apercibidos y puestos a punto de pelear le fuese más leve la pelea.

Quedó dentro del palenque, en una pequeña iglesia que tenían, fray Bernabé, fraile carmelita y sacerdote, a imitación de Moysen puesto en oración, rogando a Dios por la vida de su pueblo y por la victoria. Dende a poco llegaron los bárbaros con el alarido y tumulto que solían, trayendo delante de sí un indio que los acaudillaba y animaba a la pelea, el cual de un arcabuzazo cayó, y entre otras cosas que para el ornato de su persona traía se le halló en la corona o parte superior de la cabeza, fijada una imagen de papel, en la cual estaba la figura del crucifijo con nuestra Señora y San Juan. Algunos soldados, maravillados de ver esto, no podían atinar de dónde hubiese habido aquel bárbaro una cosa tan insigne; pero aunque dende a poco se supo ser de unas horas que entre otras cosas habían tomado los indios algunos días antes en una petaca, no dejaron tener por cosa de maravilla y aun por prodigio notable, el traer este indio la imagen sobre la corona más que en otra parte ninguna, y tan cosida en el cabello que no se la podían quitar.

Los demás bárbaros comenzaron a disparar su flechería y almacén de armas que traían, contra los nuestros, los cuales, aunque maltratados del día pasado, peleaban tan briosamente con el favor divino, que ahuyentaron y echaron los bárbaros de sobre sí, haciendo en ellos tal estrago que después, por muchos días, no les tornaron a hacer ningún acometimiento, mas siempre tenían sobre el palenque puestas sus espías y atalayas para saber si los nuestros se dividían y apartaban, porque entendían que así podrían haber de ellos con más facilidad y menos daño suyo entera victoria.

Don Diego de Caravajal, aunque sobre el negocio de esta jornada pareció en la Audiencia y dio noticia de cómo los soldados se habían tornado a meter la tierra adentro, y sobre ello puso mucha diligencia, el presidente y oidores, presumiendo o habiendo entendido la cautela que en ello podía haber habido y había, no quisieron darle la conducta y comisión que pedía, que era que le dejasen ir en seguimiento de esta gente y soldados de Guadalupe, y así se estuvo y hubiera de ser causa con su deseo de capitanear, que los españoles perecieran y murieran a manos de indios por haberlos hecho volver a entrar la tierra adentro; y vista su tardanza los españoles del palenque y el riesgo en que estaban, determinaron enviarle un mensajero a rogarle que con brevedad los socorriese y favoreciese; pero como entre todos no se hallase quién quisiese ponerse en riesgo y aventura de que en el camino les matasen, les fue necesario dar cien pesos entre todos a un mulato llamado Juan Martín, buen peón, que con las cartas y despachos salió de noche y caminando ligeramente se puso en salvo y dio relación en Vitoria y los Remedios del efecto a que iba y del riesgo en que los españoles quedaban. Mas ninguna cosa aprovechó su salida, porque como a don Diego no le habían querido dar la comisión y conducta que pedía en la Audiencia, pareciéndole cosa vana gastar sus dineros en perjuicio y daño propio, no quiso buscar gente ni soldados que fuesen a socorrer a los de Guadalupe, que ya estaban muy trabajados y cansados de los continuos acometimientos que los indios les hacían, los cuales tomaron por remedio de estarse sobre el palenque a la mira, para con esto impedir que no saliesen soldados a buscar comida, porque ya habían dado en hacerles esta guerra civil; y demás de esto, los propios indios tenían escondidas y puestas en cobro las comidas que había y tenían en aquella provincia; y con este modo de guerrear pusieron en tanto aprieto a los nuestros que les fue forzoso matar para comer algunos caballos de los que tenían.

Pero como a los españoles los pareciese cosa infame el morir de hambre y no en la guerra, determinaron salir de noche a buscar comida la mitad de ellos, y la otra mitad se quedaron en el palenque guardándolo, para que los indios no les quemasen los bohíos y ranchuelas que en él tenían hechos. Los indios, como andaban sobre el aviso para saber cuándo salía gente fuéra, no se tardó mucho que no lo supieron, y así, juntándose, vinieron en seguimiento de los que habían salido por la comida, que ya habían topado alguna, aunque poca, y habían sido vistos de diez o doce indios que en el camino habían encontrado, los cuales dieron a los demás aviso de su salida. Los soldados oyeron el ruido y vocería que los indios juntándose hacían para venir sobre ellos, y sin pasar más adelante dieron la vuelta al palenque con festinación y presteza; pero no fue tanta que al tiempo que ellos entraban y se recogían en el palenque, los indios les alcanzaron y comenzaron a pelear con ellos; y si de los españoles que en el palenque habían quedado no fueran socorridos, fueran de los indios muy maltratados, y así, juntándose y haciéndose un cuerpo, rebatieron la multitud de los bárbaros que los venían siguiendo, sin recibir de ellos ningún daño.

Y viendo que de los Remedios no les entraba ningún socorro, y que ya no podían haber comida ni traerla, porque en otras salidas que después hicieron los habían corrido los indios y puéstolos diversas veces en condición de perderse, acordaron tornarse a salir de aquella tierra y volverse a salir al sitio antiguo donde habían poblado la ciudad de Guadalupe, a lo cual les dio, demás de lo dicho, gran causa y ocasión el haber visto en poder de un indio de la tierra un bonete colorado que les hizo presumir y sospechar que Juan Martín, el mensajero que habían enviado, lo habían muerto los indios, y que sus cartas no habrían salido a tierra de paz, y así no les podía venir ningún socorro del que enviaban a pedir; y poniendo en efecto su acuerdo, que a mi parecer era muy acertado, pues ellos no eran parte para pasar adelante ni sustentarse allí, se volvieron a salir todos juntos de la tierra y riberas del río de la Simitarra, donde ya había tres o cuatro meses que estaban sustentándose con excesivo trabajo de hambre y guerra, que son dos adversidades que cuando vienen hermanadas han de ser grandes los ánimos que algún tiempo los pudieran tolerar.

Luégo se tuvo noticia en los Remedios y Vitoria de la salida de estos españoles, a los cuales escribió don Diego de Caravajal cómo la Audiencia no les había querido dar ni daba licencia que los fuesen a socorrer, y así él no había sido ni era parte para ello, que si quisiesen despoblar el pueblo lo despoblasen e hiciesen lo que les pareciese. Los soldados, oyendo estas nuevas y como se vían en parte donde no se podían sustentar por ninguna vía, desampararon la poblazón que habían hecho y dejando el pueblo yermo, cada cual se fue por su parte, excepto dos soldados, que el uno era alcalde y el otro era regidor, que pareciéndoles cosa conveniente a sus cargos, se detuvieron allí algunos días, al cabo de los cuales hicieron lo que los demás habían hecho, dejando de todo punto desierta la ciudad de Guadalupe, la cual así como fueron flacos y vanos sus fundamentos, así, sin ser edificada, cayó presto y perdió su nombre y ser.

Capítulo nueve | [3] En el cual se escribe y prosigue y da fin a las cosas de la ciudad de los Remedios y sucesos de ella.

Volviendo a tratar de los sucesos de los Remedios, si por extenso lo hubiésemos de escribir, sería renovar la memoria de los tiranos emperadores pasados que con sangre humana celebraban la entrada y salida de sus imperios, porque como entre los españoles, y aun jueces de este pueblo reinase tan gran avaricia y codicia de llegar a sacar oro, procuraba cada cual para este efecto, más con violencia que con maña y halagos quitar el hijo al padre y la hermana al hermano y desmembrar o despedazar los unos de los otros, con tanta severidad que los animales hicieran sentimiento de ello cuánto más los hombres. De aquí se seguía que los indios se alteraban y rebelaban de suerte que muchas veces dejaban de ir a servir a los españoles al pueblo y con esto luégo los vecinos, para asegurar sus haciendas, procuraban un caudillo que fuese a castigar los rebeldes. Dábanle cien pesos porque usase de severidad con los indios, y el bueno |[4] del caudillo hacía carnicería en los desventurados bárbaros, que ni eran para defenderse ni esconderse, pero lo uno ni lo otro creo yo que no les aprovechara cosa ninguna, según andaban de encarnizados estos vecinos.

Y fue la desventura y calamidad de los naturales de este pueblo tanta y la severidad y rigor de los caudillos tan grande, que matando inhumanamente la mayor parte de los indios y pasándolos a cuchillo, y cortando a unos las manos, a otros los pies, a otros las narices, a otros las orejas, eran causa que otra mucha cantidad de naturales, por apartarse de estas crueldades, se metiesen a esconder por las montañas donde también tenían sus accidentales y miserables muertes, porque a muchos consumía de todo en todo la falta de la comida y se hallaban muertos de hambre en muchas partes, y otros, procurando conservar las vidas, buscaban por las montañas y arcabucos frutas de árboles incógnitos y perjudiciales para su salud, y comiéndolas para satisfacer la hambre, eran corrompidos y les daban cámaras, y así morían con la mesma aflicción que los demás. Y vino a tanto su desventura y calamidad de estos indios, que con las maneras y modos referidos, de más de cuatro mil indios que en esta provincia de los Remedios había al tiempo que el presidente los repartió y encomendó, no se hallan ahora mil indios, que todos los demás han perecido en las calamidades dichas y en otras, porque aun a los que servían en las minas no les faltaba su azote por mano de los mineros y calpixques que los tenían a cargo, los cuales, para sacar el oro, los hacían por fuerza meter debajo del agua de un gran río que es llamado de Ortana, a manera de indios que sacan perlas, y de lo hondo sacaban el cascajo y oro para lavar. Y sobre este trabajo, si a la tarde no les traían el jornal que ellos querían los azotaban con unas candelillas de cera a todos, sin quedar ninguno, y les hacían otras fuerzas y opresiones intolerables e insufribles.

De tales pueblos como este son los que yo digo que sería muy acertado que ni los poblasen ni sustentasen ni estuviesen en ellos españoles, pues no sirven de más que ser y estar hechos verdugos y carniceros de los indios y consumirlos y acabarlos y despoblar la tierra y poblar el infierno, o que en ello se diese una orden concertada y tal que fuese provechosa a los unos y a los otros; y todo esto depende del no hacer justicia los corregidores y jueces que los gobernadores y audiencias envían a semejantes pueblos, los cuales, como poco ha dije, no procuran de más de cobrar sus salarios y todo se queda en la perdición que de antes, y sí alguna diligencia acerca de ellos se hace y se prenden algunos culpados, no hay henchirle ni cumplirla contra ellos. Pocos días ha que la Audiencia envió a este pueblo a Francisco de Santiago, alcalde mayor del Reino, a inquirir y saber de estos negocios de malos tratamientos y tomar residencias a todos los que en aquel pueblo habían sido ministros de justicia; y con averiguar mucho sus negocios de los referidos, no se ha hecho en el caso justicia por los superiores, ni aun se cree que habrá | [5] el castigo que es razón; y si no es que el rey mande por algún tiempo que semejantes procesos y las personas que tales delitos cometen sean llevados a España y allí sean vistos sus negocios y castigados por ellos, no habrá ninguna moderación; porque las Audiencias muchas veces disimulan con semejantes crueldades, porque del quererlas castigar con rigor no nazcan cosas más escandalosas y peligrosas, por la mucha libertad de que suelen usar los españoles en las Indias.

Y como en lo dicho no haya enmienda, el pueblo de los Remedios, y los que siguieron sus pisadas, perecerán y no permanecerán, pues en las Indias no permanecen más los pueblos de cuanto tiempo les turan los naturales, que son su principal sustento y fundamento, porque a lo menos en este Reino ni los españoles cavan, ni aran, ni tienen otro sustento ni aprovechamiento del que los indios les dan.

Y con esto no tengo más, o no quiero decir más de la conquista de los Remedios, pues, como he dicho, sería renovar extrañas crueldades.

De las naturalezas, ritos y ceremonias de estos indios no hay que escribir en este lugar, porque estos naturales y los de la ciudad de Vitoria son todos casi una gente, y así siguen las pisadas en esto los unos de los otros.

Fin del presente libro.

[1] La palabra “siete” reemplaza a ocho, tachada. Véase nota 6 al presente libro.
[2] La palabra “ocho” reemplaza a nueve. Véase nota 6 al presente libro
[3] La palabra “nueve” reemplaza a díez. Véase nota 6 al presente libro
[4] La palabra “bueno” es una añadidura escrita entre líneas que reemplaza a “malvado”, tachado
[5] Hay un espacio en blanco

|LIBRO QUINCE | [1]

En el libro quince | [2] se escribe cómo don Antonio de Toledo, siendo alcalde en la ciudad de Mariquita, salió con gente a correr los términos de su pueblo, y metiose por la tierra de los colimas, donde pobló la villa de la Palma. Después de repartir los naturales vínose a Santafé, a dar cuenta a la Audiencia de lo que había hecho; fue preso y proveído en su lugar para la villa a Juan de Otálora, vizcaíno. En este tiempo hicieron tal guerra los naturales colimas que forzaron a los españoles a despoblar el lugar e irse fuéra de la tierra. Sabido esto por la Audiencia, mandaron que don Antonio volviese a reedificar la villa a su costa; fue hecho así por el don Antonio, el cual luégo se tomó a salir; quedó don Gutierre de Ovalle con cargo de justicia mayor pacificando la tierra; mudó el pueblo ciertas veces hasta que lo vino a poner a donde ahora esté. Escríbese la prolija guerra que los indios tuvieron con los españoles, y todo lo sucedido en esta villa hasta el tiempo que Hernando Velasco fue allá por corregidor, con algunas propiedades y naturalezas así de los indios como de la propia tierra y provincia de los colimas.

Capítulo primero En el cual se escribe cómo don Antonio de Toledo, siendo alcalde de Mariquita, salió con gente cautelosamente, con título y color de que iba a correr los términos de este pueblo, y se metió por la tierra de los colimas con designio de poblar un pueblo. Escríbese la causa del correr estos términos, y cómo por qué son llamados colimas | [3] los indios donde está la provincia de | [4] la villa de la Palma, y lo que sucedió a don Antonio en el ínterin que estuvo alojado en la loma de Caparrapí.

En la provincia de los muzos está poblado otro lugar o pueblo de españoles, llamado la villa de la Palma; y aunque los pobladores de este pueblo comúnmente han llamado y llaman a los naturales de la comarca donde este pueblo está poblado, colimas, que parece que por disonar o discordar del nombre de Muzo da a entender a los que lo ignoran que la gente y tierra es diferente de los muzos, lo cierto es lo que yo aquí escribo y en el antecedente libro he apuntado, y es, que como el pueblo de la Trinidad está más cercano a la nación y gente mosca, y los que lo poblaron entraron por aquella parte y pueblos de gente mosca, siguieron el apellido y nombradía que aquellos naturales acostumbraban llamar a la gente de esta provincia que es muzos, y así antes que la villa se poblase era llamada toda la provincia de los muzos. Después de lo cual los que poblaron a la villa de la Palma salieron de la ciudad de Mariquita, cuyos naturales es gente pancha de nación, que se extiende a otros pueblos de españoles, como son Ibagué y Tocaima, y aun Cartago y Vitoria y los Remedios, aunque difieren algo en la lengua de cada poblazón de estas.

Los naturales de Mariquita y todos los demás panches que con los muzos confinan, que es hacia esta parte donde está poblada esta villa, en su lengua materna llaman a estos muzos, colimas, y son grandes enemigos y contrarios, y se comen los unos los otros, y de aquí, como he dicho, vinieron estos españoles pobladores de la Palma, a llamar a los naturales donde la poblaron, colimas; pero la gente en lengua y en guerra y en el arte y tratamiento de sus personas y en el brío y obstinación de defender y conservar su libertad con las armas en la mano, toda es una, y así no ha sido menos trabajosa y calamitosa para los españoles el poblar y sustentar este pueblo, que lo ha sido a los trinitarios; porque después de haberlo poblado don Antonio de Toledo, los indios echaron y ahuyentaron los primeros pobladores fuéra de todo su territorio, con pérdidas y muertes de algunos de ellos; y después, por la Audiencia del Nuevo Reino fue mandado al mismo don Antonio, por pena de haberlo antes poblado sin licencia y autoridad real, que lo reedificase a su costa y misión. Y porque de tan breves palabras cuanto las escritas son, no se puede enteramente comprender una historia tan larga ni el exordio y principio de ella, y otros muchos particulares sucesos dignos de escribirse, aunque sea mío el trabajo, los declararé y diré por sus capitulaciones lo más por la posta que pudiere, porque aunque el leer semejantes historias es agradable a los lectores, a mí no es pequeño el trabajo de recopilarlas y escribirlas tan por extenso cuanto aquí van, especialmente siendo yo del hábito y profesión, por lo cual había más de procurar el descanso y recreación para el espíritu que trabajo tan excesivo; pero como otras veces he dicho, el amor de la patria y el ver que hasta ahora ninguna persona ha escrito la población de este Reino breve ni larga, y que si pasa este nuestro tiempo donde aún son vivos muchos o los más de los primeros descubridores y pobladores de él y de las ciudades y villas que en él están pobladas, no habrá después quién dé verdadera y entera noticia de semejantes sucesos, de quien yo he habido muy entera y verdadera relación de todo lo que escribo, y aun mucho de ello he visto y veo por mis propios ojos y lo he andado, y como testigo de vista lo afirmo y escribo, por lo cual me parece que se puede tener por más cierta esta historia que las que algunos han escrito en España y en otras partes de Europa por relaciones inciertas que les han dado, y de ello no les pongo tanta culpa, pues los hombres parece que en alguna manera están obligados a dar crédito a lo que los otros les dicen, y porque en este caso la sinceridad y claridad de esta escritura da testimonio de la verdad que en ella hay, proseguiremos adelante con la historia de la Palma, de quien en el presente libro tratamos.

El año de mil y quinientos y sesenta, siendo en la ciudad de Mariquita corregidor y justicia mayor el capitán Francisco Núñez Pedroso, que la pobló, y teniendo deseo y voluntad don Antonio de Toledo, que en la sazón era alcalde, de ir a conquistar y poblar en esta tierra de colimas, estaba prohibido el hacerse nuevos descubrimientos y poblazones por la majestad real y por los del su Consejo de las Indias, por lo cual la Audiencia del Nuevo Reino tenía cerrada la puerta a semejantes peticiones, por lo cual ninguno no osaba pedirlas ni hacerlas; y así no quiso por esta vía don Antonio intentar ni hacer lo que pretendía, mas a su instancia se juntó el cabildo de Mariquita con el corregidor o justicia mayor Pedroso, y ellos de poder absoluto, fingiendo ser cosa necesaria a su república, nombraron por caudillo o juez a don Antonio de Toledo para que fuese a visitar y correr los términos de aquella ciudad y a defender los naturales que estaban de paz, para que sus comarcanos y cercanos vecinos los colimas no les hiciesen daño; porque se quejaban los panches, indios sufragáneos a Mariquita, que por las antiguas enemistades que entre ellos había habido desde el tiempo de sus mayores, no vivían al presente seguros de las asechanzas de sus contrarios, los cuales aprovechándose de la ocasión que el tiempo les ofrecía, en el ínterin que los panches venían a servir a sus encomenderos y andaban ocupados en lo que los españoles les mandaban, los colimas, tomando las armas en las manos con ánimos de enemigos, se entraban por sus pueblos y los arruinaban, cautivando y matando sus mujeres e hijos y otras personas que en los tales pueblos hallaban, destruyendo y atalando sus campos y labores, y haciendo y ejercitando todos otros géneros de bárbara crueldad que podían.

Para obviar y estorbar estos daños, a cautela, como he dicho, fue nombrado don Antonio, para que con gente corriese los términos y ahuyentase los enemigos. Juntó don Antonio hasta treinta soldados extravagantes y algunos vecinos, que por todos serían casi cuarenta hombres, con los cuales salió en este mismo año de la ciudad de Mariquita llevando consigo más de trescientos indios amigos del propio territorio de Mariquita, llamados calamoymas, por ser de ciertas poblazones y valle llamados de este nombre. Con esta gente referida se apartó don Antonio de toda la tierra y términos de Mariquita y se entró en la tierra de los colimas por una loma llamada de sus propios naturales, de Caparrapí, en la cual se alojaron por respeto de que en ella, un poco apartado del alojamiento, estaba un peñol fortificado por la naturaleza, que allí lo puso de tal suerte que sí sus defensores obstinadamente lo defendieran, ninguna gente bastara á entrarlo, porque a él se había de subir por unas escalas hechas de bejuco, por donde los propios indios bajaban y subían y se proveían de lo que habían menester y defendían el pasaje para el valle de Caparrapí que es donde la loma tenía esta nominación.

Algunos españoles de su propia autoridad, se fueron con sus armas a ver si podían tomar este peñol y echar de él a los indios que lo guardaban, lo cual hicieron, aunque con trabajo y riesgo de sus personas y vidas, porque como se llegasen y acercasen al peñol los indios que estaban en su guardia, comenzaron a defender la subida y aun a hacer que se arredrasen y apartasen los españoles algo lejos, disparando contra ellos gran multitud de flechas. Los nuestros, defendiéndose, tiraban algunos arcabuzazos a lo alto, y con el alarido y voces que de la una parte y de la otra había, fueron oídos a donde don Antonio de Toledo estaba alojado, el cual luégo envió otra media docena de arcabuceros en socorro de los demás españoles que ya estaban en la refriega con los indios del peñol. Juntáronse los unos y los otros y usaron también de sus arcabuces que aliende de otros indios a quien hirieron, mataron al principal o capitán de los que defendían la subida, y como estos bárbaros nunca habían visto arcabuces ni el daño que hacían, lo habían experimentado más de esta vez, espantados y atemorizados del daño que en matarles su capitán recibieron, y creyendo que si permanecían en aquella defensa habían de ser todos muertos y consumidos, desampararon el paso y huyendo bárbaramente se retiraron, de suerte que los españoles, sin recibir daño, subieron al peñol, y pasando adelante, bajaron al valle de Caparrapí, donde se proveyeron de la comida que quisieron, y se volvieron muy contentos a donde don Antonio y los demás españoles habían quedado alojados.

Dende a pocos días, para más claridad de lo que adelante había, don Antonio envió un caudillo llamado Diego de Posadas con soldados que fuese a ver y visitar la tierra comarcana, por donde toda la demás gente y carruaje habían de caminar y proseguir su descubrimiento. Posadas, caminando por la propia loma y peñol que poco antes habían allanado los soldados referidos, se bajó a la caldera y valle de Caparrapí, donde de repente dio en ciertos bohíos de poca gente, y así no hubo resistencia en ellos; pero después de tomados y habidos a las manos le flecharon un español de esta manera: bailaron los soldados gran cantidad de flechas y puyas hechas en estos bohíos, y tomando un español de los que allí estaban ciertos manojos de ellas, se llegó a una india, mujer vieja, a la cual, mostrándole las flechas y puyas, le dijo que para qué eran y hacían aquel género de armas, más por tener materia y ocasión de indignarse contra ella, que porque ignorase el efecto de ellas. La buena vieja, que debía ser tan antigua en maldades como en días, tomó una de las flechas en la mano y arrimose al español, y metiéndosela por el muslo le dijo: estas flechas para esto se hicieron. Pero este su loco atrevimiento puso términos antes de tiempo en su vida, porque queriendo los circunstantes castigar el bárbaro atrevimiento de esta india, no mirando que era mujer, las cuales suelen ser reservadas entre españoles de todo daño y mal tratamiento, la mataron allí incontinenti, y el soldado fue en el mismo punto curado con la cruel cura que los españoles del pueblo de la Trinidad suelen curar semejantes heridas, porque la yerba es toda una, y así es necesario que la medicina sea la propia. Cortáronle buen pedazo de carne, con que le atajaron la yerba que no pasase adelante. Fue este el primer soldado que en esta tierra o de estos de don Antonio hirieron.

Prosiguieron por el valle de Caparrapí adelante, y en una loma que se dice de los Itocos, vieron estar gran cantidad de indios puestos a punto de guerra; y considerando que por respeto de ser pocos los españoles no les viniese daño de la muchedumbre de los bárbaros que por los altos parecían, se alojaron en un bohío o casa que estaba puesta en un alto, en cuyo sitio los pocos españoles que iban, siendo ayudados de la fortaleza del lugar, resistirían a muchos indios que les acometiesen, y efectuando este acuerdo y alojándose como he dicho, se estuvieron allí hasta que la noche apartó de su presencia los escuadrones de indios que les estaban dando grita y haciendo muestra de quererles acometer. Y por parecerles a los nuestros que seguramente no se podían retirar de día, se retiraron aquella noche hacia el alojamiento donde don Antonio había quedado; pero esta su retirada de noche no fue tan honrosa ni segura que no redundase en daño suyo, porque como los indios tuviesen fortificados los caminos con puyas y hoyos, se les empuyaron doce españoles malamente y estuvieron otros en peligro de caer en un gran hoyo que hallaron atravesado en el camino, a donde solamente cayó un perro de ayuda que consigo llevaban y se estacó y metió por el cuerpo siete u ocho estacones. Los españoles no osaron dejarlo allí, porque habían dado a entender, para que fuesen más temidos, que no les empecían ni mataban a los perros ningunas flechas ni puyas ni otras asechanzas que contra ellos se pusiesen; y así lo llevaron cargado en una manta al alojamiento.

Quedáronse junto a este hoyo cuatro soldados en salto, porque los indios habían de acudir a ver el daño que su hoyo había hecho, y dende a poco acudieron cuatro dispuestos indios, con sus arcos y flechas, y como llegasen algo más descuidados de lo que se requería, salieron a ellos los de la emboscada y tomáronlos todos, y allí les dieron a entender cómo no habían de poner semejantes asechanzas y lazos en los caminos; y para que quedasen castigados de todo punto fueron allí muertos miserablemente.

Yendo caminando este propio día Posadas con los otros compañeros que llevaba, los indios de la tierra se pusieron en un alto a decirle que había mostrado flaqueza en retirarse de noche y no esperar al día; que volviesen atrás a su poblazón, porque tenían deseo de probar la fuerza de sus armas. Posadas, como llevaba heridos tres españoles, respondíoles que si algo querían que viniesen donde él estaba, y con esto no dejó de caminar todo el día y parte de la noche por verse fuéra del peligro que los bárbaros le ponían, y así, a buen rato de la noche, llegó a donde don Antonio estaba, y le dio noticia y relación de haber visto mucha gente y poblazones, las cuales se le debieron de acrecentar más por el aprieto en que pensó verse que por lo mucho que anduvo.

Capítulo segundo En el cual se escribe cómo don Antonio, bajando al valle de Caparrapí, se empuyó, de que estuvo muy malo, y se tomó a retirar a la loma, donde antes había estado, hasta que mejoró y se quiso salir y volver a Mariquita, y a ruego de los soldados lo dejó de hacer. Trátase la causa por que muchos indios comarcanos a este Reino no se han convertido ni convierten con la facilidad que los del Pirú y Nueva España lo hicieron y han hecho.

Don Antonio y los soldados que con él estaban tuvieron esperanza que los indios de Caparrapí y algunos sus comarcanos les saliesen de paz y vinieran a visitar a su alojamiento; pero como esta gente eran de nación muzos, parece que en alguna ma­nera seguían la opinión de los demás de la provincia en ser partícipes en su rebelión, nombre a mi parecer impropio, porque una gente que jamás había conocido rey ni señor y quería conservar su antigua libertad, en ninguna manera se debía llamar rebeldes; pero pues la voz y opinión del vulgo en este caso es tan poderosa, paréceme que yo no puedo dejar de seguirla y usarla en llamar rebeldes a los que jamás de voluntad se humillaron; por lo cual alzaron los españoles sus tiendas y toldos y caminaron hacia la caldera de Caparrapí con desinio e intención de constreñir y forzar por la vía que pudiesen a los naturales de aquel valle y a los demás comarcanos que se les sujetasen y fuesen feudatarios, que es lo que llaman, como en otras partes he dicho, paz y dar el dominio al rey, y de cuyo entendimiento carece bien esta gente y aun toda la más de las Indias, sino es que por curso de tiempo lo vengan a entender.

La bajada a este valle o caldera es algo áspera, de suerte que los españoles no podían bajar en sus caballos, y constreñidos de esta necesidad se apearon, así el capitán como los soldados, y todos bajaban a pie, trayendo cada cual sus armas y caballo junto a sí. Los indios tenían reparado el camino o fortificado con algunas puyas que en él y fuéra de él habían puesto, en dos de las cuales fueron lastimados y empuyados el capitán de esta gente, don Antonio de Toledo y otro soldado. El puyazo de don Antonio de Toledo fue en la espinilla de la pierna, y según la demostración hacía parecer ser de poco peligro, y así fue curado livianamente, por lo cual le hubiera de costar la vida, que no se le hizo más beneficio de quemarle con fuego. El otro soldado que con el capitán se empuyó, como su herida dio demostración de más peligrosa, fue curado con más diligencia y cuidado, cortándole toda la carne que iba enfistolando y tocando la yerba, basta dejarle en carne limpia y sana; y acontece con esta cura, siguiendo el rastro y quemazón de la yerba, raerle la carne de las canillas y otros huesos, por donde se va extendiendo la ponzoña.

Y atento a este suceso los españoles se alojaron en los primeros bohíos que bajados a la caldera hallaron, de donde don Antonio envió a Juan del Olmo con gente a que viese si cerca de allí había algún sitio acomodado donde seguramente se pudiesen alojar. Este Juan del Olmo no es el descubridor del Reino que entró con Jiménez de Quesada, de quien atrás, tratando de la ciudad de la Trinidad, hemos hecho mención, mas es deudo suyo.

Este caudillo fue con la gente que le fue señalada, y anduvo la tierra, y en una loma a donde señoreaba y vía el valle llamado Biripi, le pareció que había sitio cual se le habían mandado elegir y escoger, y con este recaudo se volvió el propio día que salió a donde había quedado don Antonio, el cual luégo otro día siguiente, con toda su gente marchó y caminó para el lugar dicho, a donde llegados que fueron se alojaron en dos bohíos que allí había; y aunque por parte de los españoles fueron los indios llamados para que fuesen sus amigos y se confederasen con ellos, jamás vinieron en ello.

Detuviéronse en este alojamiento ocho días, en los cuales se agravó la enfermedad de don Antonio de tal suerte que le fue necesario, por el evidente peligro en que estaba, ordenar su alma y hacer lo que como cristiano era obligado; en lo cual no fue punto perezoso don Antonio, porque todo lo hizo por mano de un religioso que consigo llevaba, llamado fray Antonio de León, de la orden de Nuestra Señora del Carmen. Con todo esto iba empeorando don Antonio, por lo cual le pareció retirarse atrás, con esperanza de que con los aires de su tierra y provincia mejoraría; y por defeto de no poder caminar a pie ni a caballo, fue llevado a hombros de los indios a la loma de Caparrapí, donde antes había estado alojado, de donde señoreaba y vía la tierra de los calamoymas, indios y términos de Mariquita y otras muchas poblazones, donde don Antonio mejoró y dio muestras de tener entera salud; después de lo cual determinó de volverse a Mariquita, su pueblo, por no andar en tierra de tanto peligro.

Los soldados y otras personas que con él estaban sintieron gran desabrimiento de oír esta nueva, y así, de conformidad todos le rogaron que no se saliese fuéra de la tierra, porque era dejarlos perdidos y pobres y en casas ajenas, mas antes volviese a entrar la tierra adentro y poblase un pueblo y les repartiese los indios para que se pudiesen sustentar. Don Antonio les dijo que si se obligaban y juraban de sustentar el pueblo y que permanecerían como estaban, que él haría lo que le rogaban los soldados y vecinos de Mariquita que allí había; vinieron en ello y lo hicieron y otorgaron y juraron como don Antonio se lo pedía y aun más adelante.

En el ínterin que estas cosas pasaban entre los españoles, los indios y naturales de aquella tierra no cesaban de ponerse por los altos a mirar y ver y entender el fin de lo que los españoles pretendían hacer; y acaso un día, por consejo de fray Antonio de León, fueron llamados ciertos indios que en un alto se reparcieron, de los cuales el uno se llamaba Thama y el otro Amo. El religioso, por medio de los intérpretes, les comenzó a decir cómo habían venido él y los demás españoles a predicarles y enseñarles la ley evangélica y a encaminarlos por la vía de la salvación y a darles a entender cómo la gentilidad en que vivían era vanidad y camino de perdición. Los dos indios respondieron que se holgaban de entender lo que les decía y que estarían atentos a la lo demás que les había de predicar; y así fray Antonio les comenzó a dar a entender, aunque con harto trabajo por defecto de los intérpretes, lo que sabía o le pareció de la ley evangélica; y como estos indios no saben qué cosa es la ley de natura ni naturalmente viven bien, mal podían entender la suavidad de la evangélica, pues la una ha de asentar sobre la otra, como perfección y matiz con que a cualquier figura se le da entera gracia, y así estos bárbaros comenzaron muy despacio a reírse de lo que el fraile les decía, como cosa que no les cuadraba, por la mucha libertad y disolución de su bárbaro vivir.

Y viendo don Antonio cuán fuera de propósito se les hablaba, para darles el mantenimiento que conforme a su talento y rusticidad de juicios habían menester, llamó a los indios moscas y panches y les dijo que él y los demás españoles habían venido a aquella tierra para que los entendiesen y sirviesen, de la suerte y forma que los indios moscas y panches entendían a los otros españoles de Mariquita, Tocaima y Santafé. Los indios, entendiendo lo que se les decía, dijeron que eran muy contentos de ello; y verdaderamente, pretender luégo a los principios y primeras vistas, con una gente tan terrestre y bárbara como esta y que viven en todo y por todo contra la ley natural, darles a comer un manjar tan suave y delicado como es la ley de Cristo, me parece que es yerro muy grande, sino que antes todas cosas se extirpen de entre ellos aquellas cosas que más los ofenden para la conservación de su vida, como es comerse los unos a los otros inhumanamente; y por esta causa y respeto hacerse crueles guerras, usar de una muchedumbre y multitud de mujeres, por ninguna vía querer para el prójimo lo que para sí quieren, vivir divididos y apartados unos de otros en partes remotas y solitarias y nunca permanecer congregados en una parte, de los cuales dice el filósofo que su vida o es angelical o bestial; y de esta gente ciertos somos, por lo que la experiencia nos ha mostrado, que antes viven a imitación y ejemplo de fieros y agrestes animales que de hombres humanos, cuanto más subir a la alteza y superioridad angelical. Y extirpados estos y otros errores que en ellos hay, entra muy bien la cooperación y predicación evangélica, si ya no queremos que el Todopoderoso Dios, con su entera omnipotencia, use de aquellos misericordiosos y excelentes e incomprensibles milagros de que en la primitiva Iglesia usó por su misericordia, multiplicando siempre el número de los creyentes hombres gentiles y bárbaros al que los emperadores y apóstatas perseguidores de la Iglesia católica martirizaban porque creían y tenían la fe católica cristiana y eran baptizados.

Y si alguno me quisiere decir que la gente de la Nueva España y Pirú son ya cristianos todos los más y se han apartado y apartaron luégo de los errores de su gentilidad mediante la predicación y exhortación que al principio se les hizo mediante la gracia y auxilio divino, yo se lo concederé; pero era gente de más agudos ingenios y que se gobernaban y regían debajo del gobierno de un rey y señor que, aunque gentil y bárbaro, se puede decir que naturalmente vivía bien, pues tenían tanto concierte y orden en el gobierno y regimiento de sus reinos y provincias cuanto por sus historias se puede ver. Y eran tan inclinados los naturales de aquellos dos reinos a seguir la voluntad y opinión de sus reyes, que no querían ellos ni hacían más de lo que por su rey se les mandaba y aquello tenían por cosa muy acertada y verdadera, y así en la hora que los principales de estos dos reinos dejaron y echaron de sí la vanidad de los ídolos y siguieron lo que se les enseñaba de la ley evangélica, todos sus sujetos e inferiores hicieron lo mismo y fueron conociendo por mano de nuestros sacerdotes y predicadores el bien y vía de salvación que todos o los más ahora tienen. Pero esta gente de quien vamos tratando, que son muzos o colimas y otras cercanas naciones del Nuevo Reino, como son panches, que se incluyen en los pueblos arriba dichos, y laches, que son en términos de Tunja, y guates, que caen en términos de Vélez, y las gentes y naturales de Pamplona y Mérida y villa de San Cristóbal y Santiago de los Llanos, que todos estos carecen de caciques y señores principales que los gobiernan a quien enteramente obedezcan, porque aunque entre algunas de estas naciones hay una manera de personas principales a quien el vulgo o gente española ha puesto nombre de caciques o capitanes, lo cierto es que no lo son, ni como tales son obedecidos ni respetados ni guardados sus mandatos por los indios. Solamente, como en otros lugares de esta Historia he dicho, al indio que es más valiente o más rico o más emparentado, se le tiene una manera de respeto para irse a holgar a su casa y beber y bailar, o seguirle en la guerra, y no para más.

Y esto no lo hace toda la gente de cualquiera de estas provincias en común, sino cada lugarejo, o pueblo en particular, y así, el que el tal principal dijese que dejando los ídolos y las otras cosas que son contra la ley de natura, y recibiesen y guardasen la evangélica, burlarían de él como de hombre loco y que persuadido de los religiosos y cristianos, quiere dejar la costumbre y superstición de sus mayores en la que han vivido tantos tiempos libre y disolutamente, por seguir la que a los buenos es dulce y suave y a los malos y precitos, por su propia maldad e iniquidad, le parece estrecha y apretada. Por todo lo cual, como he dicho, a semejantes gentes que estas, no se les debe luego poner en las manos la suavidad de la ley de gracia, sino que primero sean inducidos humanamente a que sigan el trato y contrato que los otros indios sus comarcanos tienen con los españoles, sin perjuicio de su buen tratamiento y libertad, pues la austeridad de sus condiciones e inclinaciones y mal vivir lo pide así; y después, por mano de los religiosos y buenos sacerdotes, se consigue con más docilidad de los propios naturales el principal fin.

Y por estas consideraciones, sometiéndolas ante todas cosas, a mí y a ellas, a la Santa Madre Iglesia y al juicio y parecer de quien mejor salida y remedio diese a ellas, ni alabo la vehemencia con que fray Antón de León comenzó a predicar a estos indios, pues carecían de las partes dichas para recibir esta simiente del Evangelio, ni repruebo el modo que don Antonio tomó para dárselo mejor a entender, con lo cual los indios se fueron muy contentos prometiendo de volver el siguiente día con muchos indios de paz, lo cual cumplieron en la forma y manera que en el siguiente capítulo se tratará, aunque según se entendió sin ser estos dos indios en ello culpables.

[1] La palabra “quince” reemplaza a diez y seis, tachada. Véase nota 1 al libro quinto.
[2] La palabra quince sobreescrita, reemplaza a díez y seis, tachada, la cuál está en el texto original.
[3] En el margen hay uan anotación que dice: “los colimas son muzos”.
[4] Las palabras “la provincia de”, escritas entre líneas, reemplazan la palabra tachada poblada, palabra que también aparece en la “tabla” de Sevilla.

Capítulo tercero En el cual se escribe la muchedumbre de los bárbaros que vinieron sobre el alojamiento de los españoles a dar guazabara, y cómo fueron desbaratados y ahuyentados con pérdida y daño suyo, y cómo don Antonio salió por cierta parte de la provincia y le salieron de paz algunos indios y hubo a las manos a un cacique indio panche retirado entre estos naturales, lo cual hecho se volvió al alojamiento de Calamoyma.

Parece que al tiempo que los dos indios de quien de suso hemos tratado, se fueron del alojamiento de don Antonio, ya los naturales de aquella tierra se habían coadunado y determinado de venir a dar guazabara a los españoles, y así no fueron parte los dos indios a estorbárselo, aunque lo debieron procurar con tibieza; y así luégo que fue de día en la siguiente feria, se vinieron allegando al alojamiento de los españoles cantidad de cuatro mil indios con sus armas, puestos en orden por escuadrones, tocando sus fotutos y cornetas y otros instrumentos de guerra que estos bárbaros acostumbran traer consigo cuando vienen a dar semejantes guazabaras.

El día amaneció muy cerrado, por respeto de la mucha niebla y vapor que de la tierra, con el calor y rayos del sol se había levantado; y así los españoles, aunque oían el sonido de los instrumentos de los indios, no los podían ver para conocer y entender de su vista y presencia si venían como amigos o enemigos, y por causa de haber el día antes dicho los dos indios que vendrían con indios de paz, tuvieron entendido que los que sentían acercárseles no venían de mano armada, lo cual patentemente dende a poco conocieron y entendieron, porque como la niebla se deshiciese y toda la tierra quedase descubierta y clara, vieron que los que venían mostraban traer ánimo de ofenderles, por lo cual don Antonio apercibió y puso en orden a los españoles que consigo tenía, para que con las armas en la mano esperasen y resistiesen la furia de los bárbaros, los cuales se vinieron acercando a los españoles todo lo que pudieron hasta meter sus flechas en donde los nuestros estaban alojados, y dando muestras y apariencias de quererlos consumir y destruir de aquella vez; pero el brío que los bárbaros mostraban traer fue quebrantado con harta facilidad, porque como un soldado arcabucero disparase su arcabuz contra los indios, los miserables, temiendo que por aquel trueno habían de ser destruidos, sin pasar adelante punto volvieron las espaldas vergonzosamente, y con la más presteza que pudieron se dieron a huir.

Salieron tras ellos algunos españoles de a pie y de a caballo, y siguiendo el alcance herían y lastimaban algunos indios, aunque los que iban huyendo, como los apretaban los que los seguían, volvían algunas veces los rostros y flechas atrás para resistir la furia de sus perseguidores; pero la fragilidad de sus atormentados ánimos les hacía no perseverar en semejantes resistencias, sino proseguir con su huida adelante. Los indios amigos que los cristianos llevaban consigo, que, como he dicho, eran calamoymas, siguiendo su antigua enemistad que con los colimas tienen, seguían también el alcance con bríos tan crueles que ninguno alcanzaban a quien no quitasen la vida, y así murieron a manos de calamoymas y españoles más de cien indios colimas.

Los despojos de esta guerra no fueron de mucha codicia ni estimación, porque aunque se tomaron algunas joyas de oro fueron pocas y de poco valor, lo más fue algunas ollas de yerba ponzoñosa que los indios traían consigo para mojar las flechas al tiempo del arrojarlas y tirarlas porque hiciesen más impresión y con más fuerza en el cuerpo y sangre do tocasen e hiriesen. Item se les tomó muy grandes cestos o cataures que consigo traían para en ellos llevar las tripas y manos y cabezas y pies de los españoles, de quien vanamente pensaron haber victoria; porque estos bárbaros, imitadores en todo de las caníbales fieras enemigas del género humano, pensaban con la carne y cuerpos de los españoles hacer muy suntuosas cenas o borracheras; y ultra de esto hubieron a las manos muchas armas de los enemigos, cosa de bien poco valor, por ser todas macanas y lanzas y flechería, de que dejaban los indios con su apresurado huir bien poblada la tierra por do caminaban.

El propio día, ya tarde, vinieron al alojamiento de los españoles los dos indios que el día antes habían estado allí, y antes que allegasen ni mucho se acercasen comenzaron a dar voces diciendo que si llegarían seguros al alojamiento. Fueles respondido que sí, y de esta manera se vinieron a hablar con don Antonio, al cual comenzaron a dar sus descargos, diciendo que ellos no habían sido participantes ni consentidores en el acometimiento y guazabara que los indios habían venido a dar ni habían sido parte para estorbárselo, y así no eran aceptantes en el negocio y por ello -no- merecían castigo. Don Antonio les respondió que a él no se le había hecho ninguna ofensa ni daño por los indios que le habían venido a dar guazabara, antes los había rebatido honrosamente, y que todas las veces que quisiesen guerrear le hallarían aparejado para ello, y si quisiesen seguir la paz y amistad él se la guardaría y conservaría, y así les tomó a repreguntar la causa de no haber venido con ellos alguna copia de indios de paz. Dieron por respuesta que ellos lo habían procurado y tratado con los propios indios que aquel día habían sido desbaratados, pero que soberbiamente les habían respondido que no había cosa para ellos más odiosa ni aborrecible que tratarles de que viniesen a entender y obedecer a los españoles, y que antes se les dijese que no era su voluntad ni querían que estuviesen ni anduviesen por sus tierras, sino que se saliesen luégo de ellas, pues no eran ellos gente de tan poca estimación ni de bríos tan anichilados que a ejemplo e imitación de los panches y moscas, sus vecinos, se habían de sujetar a la servidumbre de los españoles; palabras dichas en su libertad y en parte donde los bárbaros entendían que no eran oídos de los españoles, pues hasta entonces ninguna honra ni victoria habían ganado para tener licencia de hablar tan libre y arrogantemente.

Envió don Antonio a los dos capitanejos que fuesen a llamar y traer los indios de paz. Hiciéronlo así, y dende a ciertos días volvieron con alguna gente, a los cuales recibió don Antonio amorosamente y les hizo todo buen tratamiento, y luégo los tomó a enviar para que atrajesen de paz a los demás indios; y así se fue poco a poco apaciguando la gente y pacificándose, y dende a pocos días tomó consigo don Antonio quince soldados y se abajó a la caldera o valle de Paripari, donde le convino hacer asiento por respeto de que en el camino se le empuyó un soldado, donde por mano y medio de los soldados y capitanejos de la primera paz, salieron pacíficamente a ver a don Antonio algunos indios de aquel valle, mostrando ser su rebelión más por temor de los españoles que porque se tuviesen por poderosos para conservar su antigua libertad. Fuele preguntado por que no se humillaban y venían como habían de venir a servir a los españoles, y a esto dieron por respuesta que se lo estorbaba cierto indio principal, de nación panche, que estaba retirado en este valle por no servir a su encomendero, que se decía Posadas, vecino de Mariquita, que por causa del propio encomendero se había retirado.

Don Antonio persuadió por las vías que pudo a los indios que trajesen ante él este indio panche, porque le parecía que tendría más cierta cierta la paz de los naturales con traerle así pacífico al panche; y en esto puso tanta y tan buena diligencia que el propio panche, de su propia voluntad, vino a visitar y ver a don Antonio y a entender lo que le quería. Don Antonio lo recibió alegremente, y lo abrazó y dio de vestir, e hizo todo el regalo que pudo, y le dijo lo que de él pretendía, que era que le trujese de paz los naturales y gente de aquella provincia; y mediante el regalo y buen tratamiento que don Antonio le hizo, se ofreció de hacer y poner por obra lo que le era encargado; y así se fue el panche, y don Antonio prosiguió su viaje para el alto de los Itoques que los españoles llamaron la boina del árbol de la cruz, a donde se abojó, y de allí envió a llamar de paz los indios del valle de los Itocos; y del valle de los Socapas vino a verle un principal de los Itocos, a quien don Antonio dijo su pretensión, y que si quería que en las labranzas de los indios no se les hiciese daño, que ellos propios trujesen el mantenimiento que era necesario para los españoles y calamoymas que con ellos iban.

El principal se fue luégo, y don Antonio marchó el siguiente día para su pueblo, en el cual se abojó y fue bien proveído de lo necesario. En este alojamiento y lugar se tuvo noticia cómo cerca de allí andaban españoles conquistando, y aunque claramente no supieron por entonces quiénes eran, pero presumiose ser gente de la ciudad de la Trinidad, por lo cual mandó don Antonio hacer y poner una cruz de madera en aquella loma y chapa donde estaba alojado, porque si los españoles llegasen a ella, conociesen y entendiesen que habían llegado allí otros españoles y se abstuviesen por esta señal de pasar adelante, por ser tal y muy antigua esta usanza en las Indias.

Partiose de este pueblo don Antonio con buen avío que los indios de él le dieron, y fuese alojar en una loma que está entre Avipay y Curabay, donde se holgó la pascua de Navidad, y le salieron de paz todos los naturales de aquellas poblazones, y trajeron toda la comida que fue menester, a los cuales don Antonio habló dándoles algunos rescates, con que los dejó contentos y pacíficos. Se volvió pasada la pascua a Caparrapí, donde había quedado la demás gente.

Capítulo cuarto En el cual se escribe cómo después de haber andado don Antonio toda la mayor parte de la provincia de los colimas y haberles salido de paz los indios y naturales de ella, entró con toda la gente a la loma de Minipi | [1] , donde pobló la villa de la Palma.

Los soldados y otras gentes que en el alojamiento estaban recibieron mucha alegría y contento por la buena nueva que don Antonio trajo de que había visto y descubierto muchas poblazones cuyos naturales le habían salido de paz y le habían recibido amigablemente, por los cuales respetos pasaron todos los días que hasta la festividad de los Reyes hubo con mucho regocijo y pasatiempo, después de lo cual don Antonio quiso dar otra vuelta por otra parte de la tierra y descubrir para ver bien lo que en ella había.

Y tomando consigo treinta hombres, se fue derecho al valle de Minipi, donde hallaron los dos capitanes de la primera paz, los cuales con muchos indios le salieron a ver y trajeron gran abundancia de comidas, y se mostraron amigables a los españoles. El siguiente día don Antonio pasó adelante, y yendo marchando halló que andaban cazando los dos capitanes, y con ellos muy gran cantidad de indios, y ya que los españoles llegaron al paraje de los indios alzaron los bárbaros muy grande y común alarido con que pusieron alguna sospecha en los nuestros para que creyesen que eran enemigos, y así el capitán como los soldados se recelaron no fuese traición ordenada por los dos capitanes, los cuales se llegaron a don Antonio y le dijeron que perdiese toda sospecha, porque ellos habían juntado aquella multitud de bárbaros para que viniesen a servirles y darles algún contento con matarles alguna caza; y así mataron y tomaron allí a manos, vivo, y a pura pata, un venado, que cuando dieron el alarido le mataron y lo trajeron a don Antonio; y con esto se fueron adelante a hacer el alojamiento o ranchos en que los españoles habían de dormir aquella noche, que fue a una loma, de donde se pareció y vio el valle llamado Chaquipay, donde cuando llegaron los nuestros hallaron tan bien proveído el alojamiento de ranchos y comida, de que por mano de los indios había sido proveído, que ninguna cosa les faltó. Y otro día don Antonio envió siete soldados que fuesen a ver y contar las poblazones que en el valle de Chaquipay había, y les mandó que no llegasen ni hiciesen daño alguno en las tierras, casas ni otras cosas que los indios tuviesen, lo cual fue hecho y cumplido como les fue mandado, sin esceder cosa alguna; y el propio día volvieron los soldados ya noche y dieron noticia de mucha poblazón que por allí había.

Y luégo otro día don Antonio y los demás españoles caminaron por las riberas de un río que en este propio valle se hace, que por lengua de los naturales es dicho el río de Murca, que de una parte y de otra iban grandes poblazones, por las cuales pasando se fueron alojar a la poblazón llamada Mitipay, cuyos naturales salieron de paz a don Antonio y le hicieron ranchos y sirvieron en lo que les fue mandado, y proveyeron de toda la comida que fue necesaria. En esta poblazón se padecía trabajo en el hablar a los indios por defecto de lenguas e intérpretes, pero fue luégo remediado, porque como estos naturales tuviesen entre sí cautivos de mucho tiempo atrás ciertos indios moscas que ya entendían y sabían hablar muy bien su lengua y saliesen a ver los españoles, fueron conocidos y entendidos de los indios ladinos del servicio de los españoles, que también eran moscas, y así hubo comodidad de hablarse más enteramente a los indios y naturales de esta provincia dende en adelante.

Después de esto pasó don Antonio adelante y fuese alojar a una poblazón llamada de Texama, donde antes que llegasen tenían ya los indios prevenido de ranchos en que los soldados y el capitán se alojasen, y de comida para ellos y su servicio y caballos, lo cual les fue agradecido y aun pagado por don Antonio con algunos rescates que les dio y con palabras de agradecimiento que les dijo, y sin detenerse allí más de una noche, prosiguió su descubrimiento y se fue alojar entre los valles y poblazones de Chapaypi y Topaypi, cuyos indios tenían prevenido lo necesario en la forma que los de Terema habían hecho. Pagóselo don Antonio con rescates que les dio, como a los demás, y durmiendo allí aquella noche pasó adelante a la loma de Muchipay, a quien los soldados llamaron la loma de la misa, por haberse celebrado en ella el día que estuvieron alojados los españoles, donde los naturales comarcanos continuaron la paz, según que los demás lo habían hecho, y proveyeron de mantenimiento y lo demás necesario a los españoles, con que se holgaron el tiempo que allí estuvieron; y desde este sitio fueron a dar con la paz y quietud que llevaban al valle de Jacopi, cuyos moradores se habían ausentado de sus casas con sus mujeres e hijos, por temor que tuvieron a los españoles.

Enviolos don Antonio a llamar con indios amigos que consigo traía, y a persuadirles que se volviesen a sus casas y que no les sería hecho daño ninguno. Vinieron a su llamamiento unos pocos de indios de los de Yacupi, pero dijéronle que mientras él y sus compañeros por allí anduviesen, que sus mujeres e hijos no volverían a sus casas, pero que le proveerían de todo el maíz que hubiese menester o que él fuese a sus casas y lo tomase. Don Antonio los persuadió a que dejasen y se apartasen de aquel obstinado propósito todo lo que pudo en que estaban obstinados, mas ninguna cosa le aprovechó, y con esto dio la vuelta don Antonio a la loma de Caparrapí, donde había dejado alojada la demás gente, que era bien poca. Fue bien recibido y usaron los soldados de las alegrías y demostraciones de que en semejantes tiempos suelen usar. Demás que la nueva de la poblazón que se descubre siempre en estas coyunturas es más próspera y gruesa que en otro tiempo ninguno, porque, o porque la descubrió el capitán o porque los soldados son algo verbosos, no hay ninguno que no diga que es la mejor y mayor poblazón que se ha visto la que ellos han descubierto, especialmente que había en esta jornadilla sido bien afortunado don Antonio, en que no tuvo ninguna controversia ni acometimiento de guerra, sino que todos los naturales le habían salido de paz.

Descansó de esta vez el don Antonio y sus soldados ocho días, en los cuales mandó apercibir y aderezar toda su gente y carruaje para entrar con ella la tierra adentro a poblar y fundar su pueblo, como lo había prometido, y poniéndolo por obra, levantó sus tiendas y toldos de la loma de Caparrapí y marchó la tierra adentro por la vía más derecha que pudo, y se fue alojar a una loma rasa de sabana, que tiene el apellido del pueblo de Misisipi, por ser términos suyos, y en la parte más apta que le pareció asentó su alojamiento, y allí fundó su pueblo, al cual llamó la villa de la Palma, nombrando sus alcaldes y regidores, que en las villas suelen ser y se eligen dos alcaldes y cuatro regidores, y los demás oficiales. Usó en esta poblazón don Antonio de las otras ceremonias que en la fundación de las colonias y sus (?) ciudades se acostumbra hacer, y luégo repartió y dio solares y huertas y estancias a los pobladores, hizo apuntamiento de los naturales que en la tierra había, apuntando y señalando a cada soldado lo que le pareció que le podía caber conforme a lo que la tierra era, con que mostraron todos o los más estar contentos. Fue esta primera fundación de esta villa de la Palma hecha por don Antonio de Toledo por el mes de febrero del año mil y quinientos y sesenta y un años.

Hecho esto, porque el contento de los soldados principiase con guerra, sucedió que cerca de la villa estaba un vallezuelo de poca poblazón que dos soldados pedían para servicio, que es como cosa que por más manual se da porque provean la casa de lo necesario. Don Antonio, por ser certificado de lo que daba y dar buena cuenta de sí de lo que había hecho, envió doce soldados que fuesen a contar las casas que en el vallezuelo había, los cuales fueron algo más desapercibidos de armas de lo que convenía, porque solamente llevaban sus espadas y rodelas y un arcabuz; y como los indios los viesen de esta suerte tomaron avilantez, aunque ellos también estaban desapercibidos, con solas sus macanas, con las cuales acometieron a los doce españoles y comenzaron a pelear con ellos pie a pie. Defendiéronse los nuestros hasta que fueron socorridos de los de la villa; porque como un soldado en un caballo se asomase en un alto desde donde señoreaba el vallezuelo y viese la pendencia que entre los indios y españoles había trabada, dio arma y fueron socorridos con brevedad, que luégo salieron seis hombres de a caballo, y arrojándose los dos dellos por una muy derecha y áspera bajada temerariamente, fueron en favor de sus compañeros, y los unos y los otros ahuyentaron los indios y los hicieron retirarse a la parte donde habían los otros cuatro de a caballo ido y estaban esperando a que los indios se retirasen por allí, los cuales dieron en ellos, y cogiéndolos en medio los unos y los otros españoles, les dieron el castigo que su rústico atrevimiento merecía, alanceando e hiriendo muchos de ellos. A la grita acudió otro escuadrón de hasta doscientos indios, pero desque vieron cuán mal habían librado los del primer acometimiento, se detuvieron y volvieron atrás.

| Capítulo cinco | En el cual se escribe cómo don Antonio se salió | [2] de la villa de la Palma a dar cuenta a la Audiencia de lo que había hecho, donde fue preso, y en su lugar proveído Juan de Otálora. Escríbese cómo los indios de la Palma se alzaron y mataron muchos ladinos y después hirieron y mataron algunos de los españoles que les fueron a castigar.

Parecíale a don Antonio que con lo que tenía hecho y con la demostración que los indios habían dado de ser gente pacífica, estaba ya el pueblo seguro y con principios de sustentarse y permanecer, por lo cual determinó salirse a dar cuenta al presidente y oidores de la Audiencia del Reino de lo que había hecho.

Saliose de la villa con algunos de los vecinos de Mariquita que con él habían entrado y andado en aquella pacificación, y dejó la administración de la villa en un alcalde que a la sazón era.

Los oidores, por cumplir con lo que el rey tenía mandado a los que sin licencia hiciesen nuevas poblazones fuesen castigados, luégo que don Antonio llegó donde ellos estaban, le mandaron prender y procedieron contra él, y dejando estar las cosas de la villa en el estado en que don Antonio las había dejado, proveyeron por capitán y justicia mayor de ella a Juan de Otálora, para que la tornase a tener en justicia e hiciese las informaciones y residencia que contra don Antonio se había de hacer, y así se aprestó Otálora con la gente que pudo haber de nuevo para llevarla en su resguardo.

En tanto que esto pasaba en el Reino, Pero Hernández Higuera, vecino de Muzo o de la ciudad de la Trinidad, salió de ella con gente, por mandado de don Lope de Orozco, que la regia y gobernaba, a visitar la provincia y pueblos de ella y a pacificarlos; y caminando o andando hacia aquella parte donde la villa se había nuevamente poblado, los indios le dieron noticia cómo allí cerca había cristianos mariquitas, que era como decir gente que había salido de Mariquita. Pero Hernández, con esta noticia, se fue acercando a donde los indios le habían señalado y señalaban, y de repente dio en la villa. Entró en ella y supo todo lo sucedido y hecho por don Antonio y la causa de su ausencia. Holgose allí dos días, y volviose al pueblo de la Trinidad, donde don Lope tuvo noticia de la poblazón de la villa, y cómo estaba poblada en términos de Muzo o de la ciudad de la Trinidad, por lo cual algunos vecinos, con gran ahínco importunaban a don Lope que fuese a echar los vecinos de la villa de donde estaban poblados. Don Lope, por contentarlos, les dijo que sí haría, y tomando consigo la gente que pudo sacar, se fue derecho a donde la villa estaba y se entró en ella, y no atreviéndose a despoblarla, solamente puso en ella un teniente o persona que en su nombre la tuviese en justicia, según atrás queda escrito más copiosamente en el libro que trata de la ciudad de la Trinidad; con sólo este efecto se volvió a su pueblo.

Algunos de los de la Palma dicen que apresuró don Lope su salida porque los vecinos de la villa habían enviado ya a pedir socorro a la ciudad de Mariquita, para vengarse de la violencia y fuerza que don Lope les había hecho en entrar de mano armada y con vara enhiesta a su pueblo, de que habían recibido notable agravio e injuria, y que si el socorro les entrara antes que don Lope se saliera, que no dejaran de llegar y venir a las manos y suceder algunas rencillas y chirinolas entre ellos, pues con estar tan pocos como estaban se habían conformado en que una noche durmiendo todos desarmasen al agente y soldados de don Lope y lo prendiesen y enviasen preso a Santafé. Pero a las veces estas jatancias suelen ser vanas y jocosas.

Ido don Lope de la villa, los naturales se juntaron a borrachear y determinaron, después de borrachos, de matar los indios ladinos y cristianos del servicio de los españoles que por sus pueblos andaban desparados, por mandato de sus amos, para hacer labrar a los indios de los repartimientos y llevarlos al pueblo cuando les fuese mandado. Este malvado acuerdo pusieron con presteza por obra los indios, con que mataron muchas personas de todo sexo, con que, por temor del castigo, hicieron cierta y aun pertinaz su rebelión. Era a esta sazón alcalde Alonso de Madrigal en la villa, el cual para que este delito que los indios habían hecho y cometido fuese castigado, envió diez y ocho españoles mal aderezados que hiciesen el castigo. Los españoles fueron con el caudillo que les fue señalado, y dando en algunas poblazones y rancherías de indios mataron algunas personas culpantes y no culpados, porque en semejantes tiempos pocas veces se mira a los que hicieron la maldad, sino a que los indios queden hostigados y descalabrados, porque si hubiesen de esperar a examinarlos o cuáles fueron culpados, jamás enteramente averiguarían quiénes eran, y sería quedar los indios con alas para intentar otros daños mayores contra los españoles, como en muchas partes se ha visto, por la tibieza y negligencia de los capitanes y jueces, sobrevenir algún mal mayor en una provincia. Pero esta gente que este castigo hizo nunca usó de mucha presteza, porque dieron, en el tiempo que anduvieron castigando o haciendo su castigo, lugar a los indios a que se juntasen, y tomando las armas en la mano viniesen sobre ellos al tiempo que ya estaban de camino para volverse a la villa, y por eso ni los soldados dejaron de seguir el camino ni los indios de acometerles y seguirles con tanto coraje y obstinación que aunque los españoles hacían en ellos algún daño no por eso se detenían ni volvían atrás, mas antes siempre acudían a donde sentían que había pasos peligrosos y trabajosos para emplear mejor sus flechas y ofender más seguramente a sus enemigos.

Había en el camino una quebrada honda y de mal pasaje, en la cual pusieron los indios tanta diligencia y cuidado contra los nuestros que les hirieron y flecharon nueve españoles y les tomaron dos a manos, los cuales, incontinenti mataron e hicieron pedazos, y cada cual tomaba su posta y tajada y se la llevaba en la mano lamiendo la sangre que de ella corría o que tenía pegada en sí, y con el cebo seguían con más brío a los nuestros, de los cuales hubieran aquel día entera victoria y fueran todos muertos y sepultados en los vientres de estos bárbaros si no sucediera disparar y soltar un soldado un arcabuz, con el cual mató un indio que debía ser persona principal y de estimación entre estos bárbaros, cuya muerte fue causa no sólo de que dejasen de conseguir y alcanzar entera victoria, pero de que volviendo las espaldas se diese a huir con toda ligereza la vía de sus poblazones y tierra. Los soldados se vinieron a la villa con harto trabajo, donde dende a poco murieron algunos de los heridos y flechados, y hallaron que ya estaba en él Juan de Otálora, que había entrado por justicia mayor de este pueblo con algunos españoles que los venían a Socorrer de Mariquita.

Los indios, queriendo saber el daño que habían hecho, enviaron a la villa cuatro indios de paz, para que con esta color viesen y entendiesen los que eran muertos y los que estaban flechados; pero como de esto se tuviese sospecha fueron presos los cuatro indios, e interrogados por Otálora la causa de su venida al pueblo, la dijeron y manifestaron y aun se alargaron a decir por jactancia que ellos eran de los que mataron y comieron los dos españoles, por lo cual Otálora los condenó a muerte y los mandó ahorcar, y para este efecto fueron bautizados, y se dice que uno murió invocando el nombre de Jesús.

[1] En la “tabla” de Sevilla se lee: “Minipo”
[2] En la “tabla” de Sevilla se lee: “Antonio salió de la”

Capítulo seis En el cual se escribe cómo Juan de Otálora envió españoles a hacer el castigo de los que habían sido matadores, y cómo los indios se juntaron y dieron en los | | [1] españoles e hirieron algunos de ellos y los forzaron a que de noche se retirasen, y cómo Juan de Otálora con toda la gente se retiró y dejó desierto el pueblo de la Palma | [2] |.

Con ayuda de la gente que en socorro de la villa nuevamente había entrado, le pareció a Juan de Otálora que sería cosa acertada, o que a lo menos lo era muy necesaria, que se fuese a castigar la desvergüenza y atrevimiento con que los indios habían, pocos días antes, muerto los españoles referidos, porque con la victoria que entonces hubieron no les creciese la soberbia y viniesen a metérseles con las armas en las manos por las puertas de sus casas. Para este efecto nombró por caudillo a un Acosta, portugués, y le dio treinta soldados y la comisión necesaria para castigar los delincuentes y culpados.

Salió Acosta del lugar y caminó por las poblazones de los rebeldes y delincuentes, y llegando a vista de la loma de la guazabara, que está entre Murca y Cuchipay, vieron en lo alto de la loma muy gran cantidad de indios que con sus armas en las manos estaban esperando a los nuestros para pelear con ellos.

Y en este mismo tiempo le salieron al camino otros pocos de indios con cautelosa paz, diciendo que ellos eran inocentes y salvos de las muertes de los españoles e indios ladinos, y que los que en lo alto de la loma parecían eran los culpados y delincuentes.

Algunos soldados, pareciéndoles que era maldad y cautela la de los indios que al camino les habían salido, y que sólo venían a reconocer la gente que eran y el designio que llevaban, aconsejaron al caudillo Acosta que para haber entera victoria de los enemigos que delante los ojos tenía, le convenía y era necesario dar en los que consigo llevaba y matar algunos de ellos, porque todos los demás temiesen y no se les atreviesen a llegar ni venir a las manos. Pero como el caudillo fuese algo profano y de poca experiencia y aun prudencia, no sólo menospreció el consejo que se le daba, pero inconsideradamente se metió por las poblazones de los indios, diciendo que no quería él estragarse en tan poca gente como la que con él estaba, sino esperara hacer mejor presa y de más gente, con cuyas muertes pudiese quedar enteramente vengado de la muerte de los españoles. Y pasando adelante subió a la loma de la guazabara y fue marchando por ella arriba hasta llegar a un bohío que en ella estaba hecho, donde alojó y rancheó con sus compañeros; y en acabando los españoles de alojarse, comenzaron los indios acercársele despendiendo contra ellos sus flechas hasta meterlas por los ranchos y alojamiento.

Los nuestros, pareciéndoles que el acometimiento de los indios llevaba principio de redundar en daño suyo, lo mejor y más presto que pudieron se pusieron en orden divididos en tres partes para recibir la furia de los bárbaros, los cuales multiplicaban el brío, y así no cesaban de llegarse y juntarse indios y tender sus arcos contra los soldados, con que los pusieron en harto trabajo, porque les hirieron catorce españoles, y como no llevaban caballos con qué hacer algunos acometimientos y romper los indios, y los arcabuceros casi andaban turbados, pues con tirar a terreno tan cercano no hacían tiro cierto, estaban por lo que vían con gran temor de perecer allí todos, pues no habían sido parte para ahuyentar y echar de sobre sí los indios, y si la noche no viniera, que con su obscuridad hizo retirar la multitud de los bárbaros, todavía no dejaran nuestros españoles de recibir más daño del que recibieron.

Salían tres caminos de donde los españoles estaban alojados, en los cuales los indios pusieron gente de guarnición que los defendiese y guardase, y allende de esto, como en algunas partes de ellos era montaña, mandaban los principales que se cortasen muy gruesos y crecidos árboles y los atravesasen por los caminos, para que fuesen estorbo e impedimento a los nuestros, si de noche se quisiesen retirar, a que con facilidad no pudiesen caminar, y asímismo no cesaban de enviar mensajeros por unas y otras partes a llamar indios que viniesen allí aquella noche, para que cuando amaneciese, cerrar con los españoles y destruirlos de todo punto. Y todas estas cosas no las hacían tan debajo de silencio que los nuestros no las oían y entendían, y con ellas les incitaban a que aquella noche buscasen su remedio y se aventurasen a pasar por entre los enemigos, lo cual pusieron por obra después de haber curado sus heridos y flechados. Y para mejor descuidar a los enemigos, en el bohío donde estaban alojados encendieron ciertas velas de cera, porque aunque fuesen idos entendiesen los contrarios por la lumbre que todavía estaban españoles dentro, y con esto caminaron por uno de los tres caminos, que les pareció más derecha vía aunque más trabajosa por defecto de una quebrada que en él había, la cual forzosamente habían de pasar.

De los soldados más aptos y dispuestos para pelear echaron delante, para resistir y rebatir a los que pretendiesen estorbarles el pasaje, llevando con el mejor resguardo que pudieron a sus enfermos. Y dende a poco que comenzaron a marchar fueron sentidos de los indios, los cuales incontinenti se apellidaron los unos a los otros, y comenzaron todos a acudir aquella parte por donde los españoles iban saliendo y retirándose; y como la noche hacía tan lóbrega y oscura, aunque andaban peleando los unos con los otros, casi no sabían si herían a enemigos o amigos, porque los españoles algunas veces, pensando que acometían a los contrarios acometían a ciertos indios amigos calamoymas que consigo llevaban; y los indios de la tierra, asímismo, se herían y flechaban los unos a los otros, y con toda esta refriega no cesaban los españoles de caminar y proseguir su vía, aunque con harto trabajo, porque la aspereza de la quebrada por do iban caminando y la resistencia que los indios les hacían no les daba ningún contento.

En esta refriega que en esta quebrada hubieron los españoles con los indios, se escondieron dos españoles en la montaña y nunca más parecieron, con otras piezas e indios ladinos que faltaron.

Los enemigos, aunque la oscuridad de la noche les era impedimento, no por eso dejaban de seguir a los nuestros con obstinación brío, procurando ofenderles en todo lo que podían, y los siguieran hasta el pueblo, si cuatro españoles, buenos soldados, no se emboscaran y al tiempo que los indios habían pasado tras los nuestros salieron a ellos los de la emboscada y dieron en ellos por las espaldas y mataron cinco o seis indios, con que perdieron el brío los demás y se volvieron, dejando de seguir a los nuestros, los cuales dende en adelante caminaron algo más descansadamente hasta llegar a la villa, donde de los heridos no escaparon más de solamente tres hombres.

Los indios de la tierra habían tomado esta guerra tan entrañablemente que se averiguó haber estado mucha cantidad de ellos en la quebrada dicha toda la noche batallando y flechándose los unos a los otros, hasta que fue de día, y conocieron lo que hacían.

Juan de Otálora, visto el mal suceso de la gente y de su caudillo, y el mal aderezo para sustentarse y defenderse en aquel pueblo y sitio tenía, quisiera luégo salirse y retirarse fuéra de gente tan belicosa y guerrera; pero los soldados le importunaron que no lo hiciese hasta que los enfermos mejorasen o acabasen, que sería al septeno día. Otálora vino en ello e hízolo así, pero al segundo día vinieron gran cantidad de indios sobre el pueblo, y comenzaron a flechear y hacer su acometimiento con determinación de dar fin a todas sus guerras, porque pensaban de esta vez arruinar de todo punto a los nuestros; pero como un arcabucero, con un tiro que hizo, derribase a un indio que estos bárbaros tenían por capitán o persona principal, desmayaron de tal suerte que al punto que vieron este indio en el suelo caído, volvieron las espaldas y se retiraron, diciendo a grandes voces que dende a cuatro o cinco días volverían a dar fin a sus guerras.

Desque Otálora oyó esto, no pareciéndole cosa acertada que pues Dios le había librado de una, no se debía meter ni esperar otra. Luégo otro día se retiró, y desamparó y dejó desierto el pueblo, y se vino con toda la gente a la loma de Caparrapi, para de allí enviar por socorro de más soldados y municiones y volver a entrar la tierra adentro al pueblo o villa; pero la gente española no dio lugar a esto, porque luégo que se vieron en el lugar y loma dicha, que es ya principio de tierra de paz, los enfermos se salieron juntos a curar y los demás soldados dos a dos y cuatro a cuatro se salieron, y tras de ellos Juan de Otálora, su capitán, con que de todo punto quedó despoblada la villa de la Palma el propio año de sesenta y uno en que fue poblada por don Antonio de Toledo.

Capítulo siete En el cual se escribe cómo don Antonio de Toledo y don Gutierre de Ovalle volvieron a la provincia de los colimas, y fue por mano de don Antonio reedificada la villa, y del estrago | [3] que Pero Fernández de Higuera hizo en los indios, hasta que se encontró con don Lope de Orozco.

Al tiempo que la villa se despobló se trataba todavía en la Audiencia del Nuevo Reino el pleito con don Antonio sobre el haber poblado la villa sin licencia y haber repartido la tierra y muerto indios en ella, lo cual seguía el fiscal del rey de la propia Audiencia, pidiendo que don Antonio fuese castigado por las cosas dichas.

Concluyose el pleito definitivamente, y fue condenado y sentenciado don Antonio en que a su costa y minsión volviese con la gente que fuese menester y reedificase la villa, y fue nombrado don Gutierre de Ovalle para que en reedificando don Antonio el lugar, tomase en sí la jurisdicción superior del pueblo, y lo rigiese y gobernase como justicia mayor. Y estando esto proveído, sucedió lo que atrás queda escrito, de pretender don Lope de Orozco, por la vía de Muzo, entrar a reedificar este pueblo, que fue causa que estos dos capitanes más trépidamente efectuasen su jornada, porque don Lope no les ganase por la mano en la reedificación del lugar, que era para ellos cosa afrentosa y de gran disgusto, y después, y aunque los autos de la Audiencia estaban en su favor, no pudieran salir con ello ni hacer lo que pretendían, por ser antigua costumbre y casi inviolable en las Indias, entre los que van a descubrir nuevas tierras y a poblar nuevas colonias y ciudades, que si después de poblado un pueblo se torna a despoblar por cualquier necesidad o caso fortuito que sea, aunque se haya salido de la poblazón y provincia con notoria fuerza y manifiesta violencia, haciendo protestaciones de tornarla a reedificar, todo le es inútil y de ningún provecho si otra cualquiera persona con comisión o sin ella y de su propia autoridad, entra en la propia provincia y puebla, aunque no se haya reedificado el pueblo que antes estaba poblado, sino haciendo nuevas poblazones, y que la gente que hace esta segunda poblazón sea de distrito diferente, porque siempre en tal caso los jueces superiores miran y tienen advertencia que todos los distritos y todas las Indias son de un mismo rey y señor, que no va cosa alguna estar poblada la provincia de la una o de la otra gobernación, y es cierto que si diesen lugar sobre semejantes poblazones o hubiese competencias entre los primeros y segundos pobladores de la tierra, que sería ocasión de grandes daños y muertes y otros escándalos. Y en esto, como he dicho, se ha usado de mucha prudencia por los que tienen el sumo magistrado en semejantes provincias y tiempos.

Don Antonio y don Gutierre, con la gente que pudieron haber, que fueron pasados de cincuenta soldados, se entraron en la tierra de los colimas, y casi al principio de la poblazón, en la loma de Caparripi, reedificó su villa y la pobló, nombrando sus oficiales para el gobierno público, según que antes lo había hecho, porque como no llevaba a su cargo más de hacer esto, no se quiso meter la tierra adentro, por no ponerse en peligro notorio sobre cosa que no se le seguía ningún provecho más de una inútil honra, y también lo deseaba así don Gutierre, por verse solo con la gente y mandar sin competidor ni igual, y con esto se salió luégo don Antonio y se volvió a Mariquita, donde era vecino y hacendado, por tener allí muy buenos indios de repartimiento encomendados, que de las ricas minas de oro que en los términos de aquella ciudad hay, le sacaban muy buen oro.

Salido que fue don Antonio, don Gutierre se quedó por capitán y justicia mayor de aquel pueblo, y comenzó a entender en las cosas necesarias a la pacificación y castigo de la tierra, para el cual efecto envió a Pedro Hernández Higuera con treinta y tres hombres buenos soldados bien aderezados, cuales para tal menester se requerían. El caudillo Higuera se fue con los soldados a la poblazón de Viripi, donde envió a llamar los indios que le viniesen a ver. Saliéronle de aquella poblazón como treinta indios, más con cautela de ver y escudriñar la gente que Higuera llevaba que por hacerles servicio. Conoció Higuera por el aspecto de los indios que venían algo alborotados, que era señal de haber sido agresores en las muertes y daños pasados, y disimuladamente hizo juntar los soldados, y llegándose a los indios hirieron en ellos y matáronlos todos o los más, para con este cruel hecho entrar poniendo terror y temor en los demás naturales, que tenían ya puestos sus designios en tornar a proseguir la guerra contra los españoles con la obstinación que antes habían hecho, con que pensaban haber entera victoria:

Hecho esto, los españoles pasaron adelante, y se fueren pasando por la loma y valle de Guachipa a alojar al pie del cerro de Itoco, donde le salieron ciertos indios de paz, a los cuales exhortó el caudillo que no usasen de las cautelas y dobleces pasados, sino que sinceramente fuesen verdaderos amigos. Los indios lo prometieron así, e idos, volvieron el día siguiente, con cien gandules de los más crecidos y belicosos, a donde los españoles estaban, los cuales trujeron de lo que en sus pueblos tenían de presente, como eran pavas, curíes, piñas, guayabas y otras frutas y comidas, para con esta manera de cebo o regalo descuidar y asegurar a los nuestros. Pero el caudillo, temiendo la cautela de los bárbaros, después de haberles recibido con alegre rostro, los envió a que cogiesen y trujesen leña y yerba, y mandó quedar en el alojamiento cuatro o seis mujeres qué los indios consigo habían traído, de cada una de las cuales se informó muy particularmente de los desinios con que aquellos indios le habían venido a ver y salido de paz. Las indias no negaron ni ocultaron cosa alguna de lo que supieron, mas todo lo manifestaron, y dijeron cómo a los alrededores del alojamiento de los españoles había gran cantidad de indios emboscados y con sus armas, para que fuesen llamados por los que allí habían venido acudizados en los nuestros, porque traían ordenado los cien indios que al alojamiento habían venido de cuando más seguros y descuidados estuviesen los soldados, abrazarse cada dos o tres con un español y dar voces para que los de la emboscada les acudiesen, y así podrían con menos perjuicio suyo hacer lo que pretendían. De esta traición y cautela se hubo entera certificación por los dichos de las mujeres, que cada una de por sí lo dijeron y declararon así.

El caudillo, entendido el riesgo en que estaba, hizo poner en orden los soldados y ensillar los caballos que allí tenía, y mandó que estuviesen todos a punto para en volviendo los cien indios con la leña dar en ellos y matar los que pudiesen para no verse en mayor peligro que el pasado. Vueltos los que fueron por la leña y entrados en el alojamiento, los españoles dieron en ellos, y sin que ninguno se les escapase los pasaron todos a cuchillo, excepto uno que por haberse hecho mortecino fue dende a poco hallado entre los cuerpos muertos, al cual soltaron, no con pocas ni pequeñas heridas, para que llevase la nueva de lo sucedido a los demás bárbaros que estaban en la emboscada. Señaláronse con sus brazos muchos soldados en este triste espectáculo, que como a su salvo herían, acontecíales cortar el indio por los muslos y alcanzar a otro por las piernas, cortar cabezas, pies y manos de un golpe o revés, cada una cosa de estas con mucha facilidad; y la verdad es que, como los indios estaban desnudos y no tenía el espada, ropa ni otras armas en que embarazarse, que todas estas cosas parecían cosas factibles.

El indio que los españoles enviaron a dar la nueva a los de la emboscada, se subió sobre un cerro y comenzó a decir: a vosotros compañeros que estáis esperando la señal que se os ha de dar, digo que salgáis de la emboscada y veréis cuántos de los valientes y atrevidos que fueron a matar a los cristianos han escapado con la vida; salí, salí, y verlos eis, porque en mí sólo se han resumido todos. Los de la emboscada, como conocieron la voz y el indio que les hablaba, se retiraron y se salieron de donde estaban por sus escuadrones bien peltrechados y proveídos de armas; y desque fueron certificados del desdichado suceso de sus compañeros se fue cada familia por su parte, sin osar revolver sus armas contra los nuestros.

El siguiente día de como esto sucedió se encontró este caudillo con don Lope de Orozco, corregidor de la Trinidad, que venía con gente a reedificar la villa, donde sucedió lo que atrás, en el libro doce | [4] queda escrito.

Capítulo ocho En el cual se escribe cómo don Gutierre mudó el pueblo o villa a Itoco, y envió a Pero Hernández | [5] | con gente a pacificar la tierra. Escríbese aquí lo que un indio hizo y dijo desque los españoles le prendieron hasta que fue muerto.

Como don Antonio de Toledo pobló la villa en la loma de Caparrapí, lugar y sitio muy fuera de comarca, para que los naturales con menos trabajo suyo pudiesen servir, don Gutierre de Ovalle envió con gente a Pero Hernández que discurriese por la tierra y viese dónde había sitio cómodo y que demás de ser bien proveído de las cosas necesarias para el servicio de la república de los españoles, estuviese en medio de la provincia. Porque una de las principales cosas que los nuevos pobladores de colonias y ciudades miran es esta, a causa de que su sustento y bien principal depende de los indios, que les han de hacer las casas y servirles en todo lo necesario, y para que no sean molestados ni vejados demasiadamente con venir al pueblo de muy lejos camino, lo cual sería si estuviese apartado el pueblo de los españoles y fuera de la comarca dicha de las poblazones de los indios, se tiene muy gran atención y pone toda la diligencia posible en que el pueblo y ciudad se edifique y pueble en medio de la comarca y poblazón de los indios; y ya que no pueda ser en medio, en la parte más conveniente, de suerte que no sea mucho más el trabajo de los unos indios que el de los otros.

Pero Hernández salió al efecto dicho y anduvo por las partes de la provincia que pudo; y después de considerado por él los lugares que había visto y andado, hizo asiento en una poblazón de la provincia de Itoco, cuyo sitio era llano y de buen temple y bien proveído de aguas, yerbajes y leña, aunque fuera de comarca para los indios; en el cual comenzó a juntar comida e hizo casas y bohíos de paja para que se pudiesen pasar a ellas todos los más españoles de asiento; lo cual concluso de todo punto, envió ciertos españoles soldados a donde don Gutierre estaba a que le diesen noticia y relación de lo que pasaba y había hecho, y de cómo estaba prevenido y aderezado todo lo necesario en el lugar dicho.

Don Gutierre, luégo que se le dio la nueva de lo que Pero Hernández, su caudillo, había y tenía hecho, se movió con todo el resto de la gente y carruaje, y se fue donde él estaba, y allí asentó por entonces el pueblo y villa de la Palma, donde después de haber descansado algunos días envió a correr la tierra con Pero Hernández Higuera para que procurase traer de paz a los indios, y diole cuarenta españoles, los cuales salieron del lugar bien noche, por no ser vistos de los indios, y caminando por entre muchos abrojos de puyas, que los indios tenían puestos por el camino, y algunas flechas que les fueron tiradas, fueron a dar a la chapa de Parriparris, donde se alojó y estuvo todo un día, sin que de paz ni de guerra le saliese indio ninguno, y a la noche salieron diez soldados a buscar dónde estaban los indios recogidos para dar en ellos. Siguieron por cierta senda que los llevó a donde estaba un bohío lleno de naturales recogidos recatadamente, porque en la propia vía estaba un indio puesto con sus arcos y flechas, haciendo guardia, el cual como viese y sintiese los españoles comenzó a usar contra ellos de sus flechas, tirándoselas con gran furia y juntamente con esto, dando muy grandes voces y alaridos, diciendo a los que en el bohío estaban que se huyesen y escondiesen en el ínterin que él defendía el paso y la subida a los españoles, lo cual hizo el indio con tanto brío que sin menearse de donde estaba hubiera con sus flechas de herir algunos españoles, demás de resistirlos al tiempo de la subida; pero al fin fue preso de los soldados, y atado, más por ruegos que por violencia; y no hallando en el bohío a persona ninguna se volvieron a donde Pero Hernández había quedado con el resto de los soldados, el cual mandó poner a recado el indio que llevaban preso, que aun no había perdido punto el coraje y brío que tenía, porque como viese entre los españoles ciertos indios amigos de la propia provincia, indignada y ásperamente les comenzó a hablar y a decir que por qué eran de tan frágiles y cobardes ánimos, que sin ninguna resistencia ni fuerza se habían humillado y sujetado a sus enemigos, debiendo defender y conservar su amistad y libertad con el valor que sus mayores lo habían siempre hecho, lo cual él sentía harto más que su prisión, de la cual deseaba y pretendía verse libre muy presto, sólo para destruir y arruinar las familias y generaciones de hombres tan infames y pusilánimes que con loca y necia trepidación habían querido perder malvadamente la reputación que de valientes y vencedores de españoles poco tiempo antes habían ganado.

Pero Hernández, como por medio de los intérpretes entendiese lo que el indio había hablado, le dijo cuán más loca y temeraria era su osadía, pues estando preso y en poder de sus enemigos hablaba tan libremente palabras contra los amigos de los españoles, que debía reportarse y moderarse en todo, si no quería haber, con una miserable muerte que incontinente le sería dada, el castigo de su rústica desvergüenza y atrevimiento. El bárbaro, casi como hombre furioso y que se regía más por la alteración y movimiento de su cólera que por el uso de la razón, replicó con sobrada arrogancia diciendo que las amenazas de muerte no le eran a él tan pesadas y graves que le impidiesen el hablar ni le estorbasen de efectuar lo que había dicho, pues tenía certificación de sus simulacros, revelada por medio de sus ministros o mohanes, que aunque los españoles le quitasen la vida que ellos se la volverían a dar para cumplir y efectuar lo que ellos tenían mandado, donde de nuevo movería y levantaría guerras contra los españoles y arruinaría de todo punto las poblazones y generaciones de aquellos indios que siguiesen y hubiesen seguido la opinión de los españoles sujetándoseles y siéndoles amigos y feudatarios.

Los españoles, otro día, se partieron de donde estaban alojados y se fueron a la poblazón de Avipay, y donde en el camino se les empuyaron y murieron dos piezas, y presumiendo que el indio que llevaban preso había sido el autor de este daño, se le preguntó si era él el que ponía aquellas puyas en que se empuyaban los indios que morían, dijo que sí, y que otros tantos quisiera haber muerto, aunque pocos días antes, con su propia mano, había él muerto otros muchos indios ladinos, con lo cual no estaba satisfecho ni vengado porque como ya que los españoles le matasen, había de volver a este mundo a hacer guerra a los indios y a los españoles; que entonces habría entera venganza de ellos. Pero Hernández, viéndolo estar tan obstinado en su libre hablar, porque los demás indios no creyesen ser todo verdad lo que este indio decía, y porque algunos de ellos daban muestras de tenerle y haber miedo de él, lo mandó empalar metiéndole un agudo palo por el sieso, muerte cierto cruelísima y que entre cristianos no se debía de usar por no imitar en ella la crueldad de los turcos, que primero la inventaron. Pero con todo esto, estaba tan obstinado este bárbaro en su opinión y rebelión, que después de empalado y alzado en el aire, comenzó a hablar muy atrevida y desvergonzadamente a grandes voces, persuadiendo a sus compañeros y naturales que tuviesen gran cuenta con seguir las cosas de la guerra y no dejarse vencer de los halagos ni amenazas de los españoles, pues él había de volver a ayudarles a guerrear. Pero los indios amigos, viendo sus desvaríos, le comenzaron a flechar y a herirle con sus flechas, contradiciéndole todo lo que les decía; pero el empalado, turándole la vida, se quitaba las flechas del cuerpo y las tiraba a los indios, y dando alaridos de acometimiento de guerra, murió bien cruel y trabajosamente.

Capítulo nueve | [6] En el cual se escribe cómo los españoles y Pero Hernández, caudillo, prosiguieron su pacificación, en la cual fue muerto el caudillo, y fue por ellos elegido por caudillo Alonso de Molina, que siguió la conquista hasta que se volvieron al pueblo donde estaba don Gutierre. Escríbese el suceso de la guerra.

Los españoles y su caudillo, prosiguiendo su pacificación y conquista, se partieron del lugar dicho donde el indio fue empalado, y tomaron la vía del valle de Murca, que es donde fueron en el tiempo de Juan de Otálora muertos y desbaratados los españoles; y pasando por otras muchas poblazones que por el camino había, hacían en ellas el estrago que podían, por no querer salir sus naturales y moradores de paz, antes poniéndose por los altos y lugares seguros tiraban algunas flechas y decían contra los nuestros los vituperios que les parecían, amenazaban grandemente a los españoles con la gente y moradores del valle de Murca, diciéndoles que los naturales de aquel valle habían de destruirlos y arruinarlos, como habían hecho a los demás españoles, y aun en su opinión tenían estos bárbaros que la gente de aquel valle de Murca era invencible, y que el lugar donde habían sido muertos antes los españoles, que llamaban la loma de la guazabara, era lugar sagrado y diputado por sus simulacros y demonios en favor suyo para que siempre en él hubiesen victoria así contra indios sus enemigos como contra españoles, y así se habían recogido en esta loma de la guazabara muy gran cantidad de indios con sus armas, para que si los españoles subiesen por ella, haberlos todos a las manos y destruirlos, pues la fortuna del sitio y lugar tenían de su parte y en su favor, y por estos respectos eran estos indios llamados los valientes de Murca.

El suceso de esto fue que los españoles, después de haber entrado en el valle de Murca y descansado en él, marcharon para la loma de la guazabara, y comenzaron a subir por ella adelante, y los indios a bajarse contra los españoles, disparando en ellos sus flechas y acercárseles todo lo que podían. Y era tanta la confianza que estos bárbaros tenían en la consagración de aqueste lugar, que aunque los españoles con los arcabuces les hacían mucho daño y les iban matando muchos indios, no por eso se retiraban ni detenían, antes siempre se venían acercando a los nuestros para conseguir su victoria. Usaban de un animoso ardid, y era que, en cayendo el indio del arcabuzazo, luégo en su lugar, se ponía otro, y al muerto lo sacaban arrastrando por entre las yerbas y pajas, de suerte que los nuestros no lo viesen ni entendiesen que hacían en ellos daño ninguno, y siempre les acudía mucha gente en su favor, que hacían el guerrear más grave y pesado para los españoles, los cuales con todas estas cosas no se detenían punto, mas por momentos iban ganando tierra y acercándose, a lo alto, porque como a los indios se les ganen y tomen las cumbres y superioridades de las sierras y lomas, son fáciles de desbaratar y romper. Y así, aunque con harto trabajo y riesgo llegaron los nuestros a lo alto de la cuchilla por do subían, por do se repararon un poco para dar reposo al anhélito, que lo llevaban muy gastado y las personas algo cansadas del trabajo de la subida.

Los indios que más adelante estaban apiñados y recogidos con un mogote algo alto que en la propia loma se hacía, viendo reparar a los nuestros, creyendo que de temor suyo lo hacían y desmayando de sus propios y naturales ánimos, crecioles la querencia y reputación que del lugar donde estaban tenían, y comenzaron a grandes voces a cantar victoria y a decir a los demás indios que alrededor en el propio valle y poblazones había, que acudiesen con diligencia y fuerza y cuidado a tapar los caminos y poner en ellos muy buena guardia y defensa de gente y armas, porque los españoles no se fuesen como antes lo habían hecho, y que el que aportase a donde ellos estuviesen lo matasen cruelmente.

Los nuestros, después que hubieron descansado, oyendo la victoria que los indios cantaban, dividiéndose en dos partes, la ,una que quedase con los indios amigos en guarda del sitio donde estaban, los demás pasaron adelante con sus arcabuces a ahuyentar los que estaban hechos fuertes en el morro, que con una infinidad de flechas que contra los nuestros tiraban se pretendían defender neciamente, porque como a los soldados no les pusiesen ningún temor ni espanto la flechería que contra ellos venía, no cesaban de disparar sus arcabuces e irse acercando a los enemigos, sin perder punto de su valor y brío, porque antes que llegasen al mórro donde los indios estaban les habían ya herido y flechado el caudillo y otro español, y con todo esto arremetieron a los bárbaros con tanto brío que les echaron de todo lo alto del morro donde estaban, con gran pérdida de muchos indios que les mataron, y así no les aprovechó el haber cantado victoria ni la consagración del lugar donde estaban.

Juntáronse allí luégo todos los soldados con su Carruaje y curaron los heridos; y como los indios viesen que ‘a esto se detenían en aquel lugar, comenzaron a dar voces, diciendo: bellacos, que hacéis; dejad los venados que en nuestra tierra hemos muerto; y añadiendo otros géneros de vituperios nunca cesaban de dar voces y alaridos por todas partes. Curadós los heridos, se bajaron los españoles de donde estaban al valle, caminando con el mejor concierto que pudieron. Los indios, como los viesen bajar, comenzaron a dar muy grandes voces a bis demás naturales, diciéndoles: atajád, que allá van esos cristianos huyendo de nosotros; dad en ellos y acabadlos, por acá habemos muerto cuatro de ellos. Los nuestros, siguiendo su camino por entre muchas puyas que tenían los indios puestas, donde se empuyó un español y algunos indios amigos y del servicio, fueron a alojarse a una loma o cuchilleja pequeña que tenía tres bohíos, a la cual luégo acudieron mucha cantidad de indios a dar batería a los españoles y ver si los podían acabar de destruir. Salieron a ellos una docena de arcabuceros e hiciéronlos volver atrás, porque con los arcabuces derribaban muchos indios, y los bárbaros, viendo que sus flechas no derribaban ningún español ni hacían muestra de damnificar en cosa alguna a los nuestros, se fueron retirando y apartando todo lo que pudieron.

Los soldados que los seguían se volvieron al alojamiento bien cansados de la continua pelea que todo aquel día habían tenido con los indios, sin haber comido cosa que les diese sustento ni nutrimento corporal, y así les fue necesario descansar en aquél sitio dos días, después de los cuales el caudillo, aunque bien agravado y atormentado del flechazo que le habían dado por la maleza de la yerba, envió diez y seis soldados que fuesen a ver si podían tomar algunos indios para tratar con ellos de paces. Salieron los soldados después de anochecido, por no ser sentidos, y dieron en dos bohíos con gente, la cual Prendieron. Había apartado de estos dos bohíos, otro pequeño, do estaba recogido un indio que por ser temido por valiente era llamado Apipa, que quiere decir indio que ha muerto españoles. Este bárbaro era en sí tan bersuto y doblado que aunque seis buenos soldados le quisieron amarrar las manos, no pudieron al principio, por aprovecharse mucho de sus corporales fuerzas, hasta que después de haber forcejado y peleado o braceado con el indio más de una hora, de puro cansado le vinieron a rendir y atarle las manos, como pretendían.

Vueltos estos soldados donde habían quedado los demás sus compañeros, hallaron a Pero Hernández, su caudillo, muy trabado de la ponzoña o yerba de que había sido herido, de tal suerte que la propia noche que llegaron a donde él estaba, murió. Fue sentida su muerte entre los españoles, por estar este hombre en opinión de buen guerrero y bien afortunado, y allí lo enterraron lo más ocultamente que pudieron, y luégo eligieron entre silos propios soldados a Alonso de Molina por su caudillo y caporal, con el cual dende a poco se fueron o volvieron al valle de Murca, donde se despendieron y gastaron algunos días en trasnochar y caminar de noche a dar en las rancherías y escondidos alojamientos de los indios, con que les hicieron harto daño en sus personas y haciendas, de suerte que pagaron bien el escote. Pero todo este estrago y daño no fue parte para que los indios perdiesen el brío que tenían y se humillasen, antes cuando pensaron los nuestros que les tenían las cervices más quebrantadas y postradas por el suelo, entonces los vieron venir contra sí en gran multitud, puestos por sus ordenados escuadrones, trayendo con muy gran regocijo la cabeza del caudillo Pero Hernández, que lo habían desenterrado, y enderezando sus palabras y bárbaros vituperios contra los nuestros les decían que a todos habían de poner como habían puesto al dueño de la cabeza que consigo traían; acompañando estas palabras con feos improperios de que estos bárbaros se pagan mucho y les es gran contento hablar ociosa y viciosamente contra sus contrarios y hacer muchos visajes y meneos con el cuerpo, con que significan y dan a entender menospreciar y tener en poco a los nuestros.

Venían por dos partes estos indios a hacer sus acometimientos, a las cuales salieron los españoles concertadamente a recibirlos al camino, y como los primeros que llegaron o se acercaron a los nuestros fuesen heridos de los arcabuces, comenzáronse a reparar, y los soldados a acercarse a ellos, hasta que les forzaron a volver las espaldas y retirarse huyendo; y esto sucedió a los que traían la cabeza de Pero Hernández, que mostraban venir más briosos; los demás, viendo que estos se retiraban y huían, no curaron de pasar adelante a hacer su acometimiento; antes desde donde vieron huir a sus compañeros, se retiraron ellos, volviendo antes de tiempo las espaldas, y así, dejaron victoriosos a los nuestros, y con esto nunca más osaron hacer acometimiento alguno, más de poner continuamente puyas por los caminos que hacían harto daño.

Anduvieron estos soldados casi tres meses continuos por la tierra, sin poder traer ningún indio de paz, después del cual tiempo, y de haber mirado bien el sitio donde el pueblo o villa está ahora, se volvieron a donde don Gutierre y la demás gente estaban alojados en Itoco, donde dieron noticia a don Gutierre de las poblazones que habían visto y andado y pasado, y de lo mucho que en esta salida se había trabajado y padecido.

[1] En la “tabla” de Sevilla se lee: “en unos españoles”
[2] En la “tabla” de Sevilla se lee: “El pueblo, sin nombrar La Palma”
[3] En la “tabla” de Sevilla se lee: “del castigo”
[4] La palabra “doce” está enmendada. En el original decía “trece, que corresponde a la antigua numeración de los libros.
[5] En la “tabla” de Sevilla se lee: “Pero Hernández, caudillo”
[6] Por descuido de amanuense falta el encabezamiento de este capítulo

Capítulo diez En el cual se escribe cómo don Gutierre visitó lo que faltaba de la tierra y lo salieron de paz los indios, y de la segunda translación del pueblo que hizo a donde ahora está, y cómo repartió los indios de la provincia y le fue quitado el cargo de corregidor de la villa.

Al tiempo que don Gutierre envió a pacificar la tierra esta última vez con Pero Hernández Higuera, le tomó a encargar que buscase sitio acomodado y que fuese más metido entre las poblazones de los naturales, porque el sitio donde estaban en Itoque era muy fuéra del comedio que se requería para la utilidad de los indios, aunque él en sí era buen asiento de pueblo; y como por muerte de Pero Hernández Higuera fue electo por caudillo Alonso de Molina, éste tuvo cargo de cumplir lo que sobre este caso había encargado y mandado don Gutierre. Y cerca de donde había muerto Pero Hernández Higuera había tierra muy escombrada y masa y de hartas tierras llanas para ejidos y estancias del pueblo, que suele ser cosa muy necesaria para el sustento de los vecinos.

Era esta tierra y sitio casi en el propio valle de Murca o junto a él, y como todos los soldados le certificasen a don Gutierre que en todo lo que hablan andado no había más acomodado ni mejor sitio donde el pueblo pudiese estar y permanecer, determinose de pasarse a él y dar asiento en todas las cosas de la tierra, repartiendo los indios entre los soldados que lo habían trabajado, porque con ellos se pudiesen sustentar; y porque quedaban ciertas poblazones por ver y andar para que mejor se pudiesen repartir, tomó consigo don Gutierre treinta y cinco hombres y fuese al valle que los españoles dijeron de Nuestra Señora, y loma de Santiago, y valle de Guaguachi y otras poblazones a éstas comarcanas, por las cuales anduvo y discurrió tiempo y espacio de dos meses sin que ningunos indios tomasen las armas contra él ni le diesen ningún desasosiego, antes le salieron de paz y le comenzaron a servir con muestras de gran contento y alegría, proveyéndole de lo que era necesario y sirviéndole en todo lo que les era mandado de que todos los españoles recibían grandísima alegría y contento por parecerles que era esta paz principio de tener algún sosiego, refugio y descanso de los prolijos y continuos trabajos que en los tiempos pasados habían padecido.

Y acabado que hubo don Gutierre de hacer la discreción y visita de los pueblos que iba a ver, se volvió a donde había dejado la demás gente, donde se detuvo solamente doce días, para que todos se aderezasen con sus ganados y haciendas para efectuar la segunda translación del lugar, la cual fue hecha por el don Gutierre de Ovalle en el sitio donde al presente está y permanece, cuyo territorio de sus naturales era llamado Quencho, y por el mes de mayo, año de mil y quinientos y sesenta y [1] tres. En esta segunda traslación de esta villa le fue mudado el nombre por el capitán don Gutierre, y le puso por nombre la ciudad de Ronda, aunque este segundo nombre se perdió por la vieja costumbre del primero, con el cual se está y permanece basta el día de hoy | [2] .

Hecha la traslación y fijación de la villa con los ordinarios autos que es costumbre, adjudicó ejidos para el pasto común de los ganados, repartió estancias a los vecinos, dioles solares en que edificasen e hiciesen sus casas, y señaloles huertas para el servicio común; y hecho esto entendió en repartir los naturales e indios entre los soldados españoles que habían trabajado en aquella conquista, pacificación y población, en lo cual se excedió don Gutierre de la comisión que tenía | [3] y de lo que conforme a justicia debía hacer; porque señaló indios a personas que no habían trabajado ni andado en la pacificación de la tierra, de que vinieron a agraviarse los soldados y a quejarse de él públicamente y a decir algunas palabras libres, dando muestras de que querían dejar y desamparar el pueblo y salirse fuéra, pues vían que lo que ellos habían trabajado lo daba en su perjuicio don Gutierre a personas inméritas de lo que en esta tierra había.

Llegaron a los oídos de don Gutierre los clamores de los soldados, y aun algunas cosas que con libertad sobrada se decían en su perjuicio, las cuales disimuló cuerdamente; y para aplacar el furor de los quejosos se prefirió de enmendar y remediar todo lo hecho, aunque cautelosamente y sólo por librarse de la vejación presente; y así, no teniendo algunos soldados esperanza que habría enmienda en lo que don Gutierre había hecho, por haber dado algunas muestras de quererlo sustentar, se salieron a quejar de él y de lo que en su perjuicio había hecho a la Audiencia, y don Gutierre, viendo que con palabras blandas ni ofertorias no bastaba a mitigar los quejosos, díjoles que él se eximía del repartir de la tierra y que no quería más entender en ello; y para dar muestra de que esto no era fingido, delante de los vecinos rompió el apuntamiento que había hecho, dejando en su poder guardado un treslado para enviarlo a la Audiencia. Los soldados, presumiendo la cautela, comenzáronse a alborotar de nuevo y quererse salir e ir con sus quejas, mas don Gutierre los procuró aplacar con acrecentar algunas casas más a los quejosos, pero todo esto le aprovechó muy poco a don Gutierre, porque como enviase el apuntamiento y repartimiento que de los naturales había hecho a la Audiencia, donde ya estaban algunos soldados quejándose de él, no sólo los oidores no confirmaron ni aprobaron lo que él había hecho, pero suspendiéronle del cargo de justicia mayor que de aquel pueblo tenía, y en su lugar proveyeron por corregidor de la villa a don Lope de Orozco, que a la propia sazón había sido quitado del corregimiento del pueblo de la Trinidad, como en su lugar se ha dicho.
Capítulo once En el cual se escribe cómo don Lope de Orozco fue por corregidor a la villa de la Palma, y el poco tiempo que gobernó, y lo que en él sucedió y se hizo en esta villa.

El gobierno o cargo que de corregidor de la Palma tuvo don Lope fue breve, que después que en ella entró no le tuvo más de seis meses, y así habrá poco qué escribir.

A los principios estuvo bien quisto y afable con los vecinos, por no entremeterse en mover ningunos indios de los que don Gutierre había dado, porque bien o mal les servían ya los indios y cada cual conocía ya su suerte, y así aunque a los principios aborrecieron lo que don Gutierre había hecho y apuntado, después estaban contentos los más con ello, y no quisieran que hubiera ningún removimiento, lo cual pretendió hacer don Lope, mandando que no se sirviesen de los indios por el apuntamiento de don Gutierre sino por las cédulas que él les hiciese o diese de ellos. Esta novedad fue causa, no sólo de que aborreciesen a don Lope, sino que con diligencia procurasen que lo quitasen del pueblo, y así se salieron algunas personas a quejar de él a la Audiencia para que lo remediase.

En este mismo tiempo sucedió que estando de paz los indios y sirviendo a sus encomenderos, entre sí se conjuraron los indios y determinaron rebelarse y quitar la obediencia que al pueblo tenían dada; y para que esta su rebelión fuese solemnizada con el derramamiento de alguna sangre, porque entre ellos tuviesen más fijeza mataron algunos yanaconas e indios ladinos que entre ellos estaban por mandado de sus amos como sustitutos para hacer que hiciesen labranzas y lo demás necesario que se les mandase; y con esto no acudieron más al pueblo. Los vecinos, luego que tuvieron noticia de lo que los indios habían hecho, se juntaron y fueron a castigarlos así de la rebelión como de los indios que habían muerto. Anduvieron por entre las poblazones de los rebeldes y delincuentes algunos días, caminando de noche y reposando de día, dando algunas alboradas en las partes donde los indios estaban recogidos y retirados, de tal suerte que pagaron bastantemente lo que habían hecho, sin que hubiesen contra los españoles ninguna victoria ni les damnificasen en cosa alguna, que fue causa de que los indios quedasen algo domados y humildes y viniesen con más brevedad de paz y a servir a los españoles.

Después de lo cual don Lope de Orozco, teniendo por cosa muy útil y provechosa para el sustento de este pueblo y vecinos de él, y aun para el descanso de los indios que por el río grande de la Magdalena arriba suben la ropa de Castilla para el sustento y servicio del Reino, que en este pueblo o en sus términos se descubriese puerto en el cual las canoas echasen la ropa y de allí la llevasen a los pueblos del Reino en arrias, determinó irlo a buscar y descubrir, porque esta provincia de la villa de la Palma cae más abajo del desambarcadero del río Negro, al cual con muy gran trabajo y peligro de su salud llegan los indios canoeros a echar la ropa que desde Mompox, villa puesta en las riberas del propio río, hacia la parte de Cartagena, suben; y descubriéndose en el paraje de los términos de esta villa de la Palma puerto y desembarcadero y abriéndose camino para que las arrias pudiesen llegar a tomar la ropa, los jueces superiores mandarían que de allí no subiesen los indios de las canoas para arriba, por el refugio y bien de los indios que las bogan. Pues con deseo de ganar esta honra y gloria, don Lope salió de la villa con gente, y caminando por ásperas y muy dobladas montañas la vía del río grande, anduvo por ellas trabajando todo lo que pudo más de dos meses, a pie y casi sin comida sino era alguna agreste o silvestre de la tierra. Túvose algo a mano izquierda; tomó a caminar por una quebrada arriba pareciéndole vía derecha y muy acertada, y por ella vino a dar al pueblo del río Negro, caminando algunas leguas de montaña despoblada y sin camino que los guiase más de la corriente del agua.

De aquí se volvió don Lope a la villa de la Palma, donde halló que sus émulos y contrarios habían ganado una provisión en que la Audiencia le suspendía del cargo de justicia mayor que tenía, y dende a diez o doce días se tomó a salir, aunque esto tengo yo por incierto, porque a esta sazón vino por presidente del Nuevo Reino el doctor Venero de Leyva, que comenzó a poner corregidores en los pueblos del Reino, y por su mandado fue don Lope de Orozco llamado como persona de calidad para semejantes cargos, y le dio el corregimiento de Tunja, Vélez y Pamplona, a donde luégo se fue y estuvo más de un año gobernando estos pueblos prudentemente.
Capítulo doce En el cual se escribe cómo Cepeda de Ayala fue por corregidor a la villa de la Palma, y de allí a Muzo, y dende a poco le fue quitado el cargo de Muzo y se volvió a la Palma, y fue en descubrimiento del desembarcadero del río grande, y lo que en ello le sucedió.

Con la ausencia que don Lope, hizo de la villa de la Palma, y con la de otros muchos vecinos que en este tiempo faltaron, que habían acudido a la ciudad de Santafé a representar sus servicios y méritos al presidente, que como he dicho había poco que era llegado al Reino, para que les encomendase indios y los desagraviase, los naturales se rebelaron de todo punto, y andaban concertándose entre sí para dar en el pueblo y arruinarlo.

Tuvo de ello noticia el presidente y de la falta que los vecinos ausentes hacían, juntamente con la de una persona que los gobernase y tuviese en justicia; porque, aunque en estos pueblos haya alcaldes ordinarios que usan de jurisdicción real, civil y criminal, suele muchas veces haber bandos y competencias entre ellos y entre los regidores, y así nunca se efectúa cosa que convenga al bien común, y a las veces suelen ser estos alcaldes inútiles y sin provecho y no más de para ostentación de aquel título honroso y preeminente, que es el supremo que en tales pueblos se puede dar. Proveyó el presidente Venero por corregidor de la villa a Cepeda de Ayala, de quien en el libro e historia de la Trinidad he mostrado, y con esto proveyó por edito público que los vecinos de la Palma se fuesen a sustentar su pueblo, con pena y apercibimiento que les quitaría los indios y los daría a otras personas.

Cumpliose en esto lo que el presidente proveyó, y en breves días Cepeda de Ayala y los vecinos se entraron y volvieron a su pueblo, donde por el respeto dicho de estar los naturales rebeldes fue necesario salir luégo con gente a correr la tierra y poner algún temor en los indios para que viniesen de paz y al servicio de los españoles. Fue a ello Diego de Montalvo, con los españoles que Cepeda le señaló; entró por el valle de Murca y por el de Terama hizo algún castigo en los indios, de suerte que los amedrentó y forzó a que se humillasen y pacificasen; gastó en correr la tierra veinte días, en los cuales aprovechó harto para la tranquilidad de los naturales y conservación del pueblo, y volvió a entrar en la villa, después del tiempo dicho, con indios de paz. Y porque la pacificación de los naturales pasase adelante, luégo que Montalvo llegó al pueblo, envió el corregidor Cepeda de Ayala a Juan de Olmo con gente a que corriese lo demás que faltaba de la provincia que estaba más cercana al pueblo, en que se incluyese lo que ahora llaman suerte primera.

Juan de Olmo y los demás españoles que con él salieron, anduvieron algunos días por las poblazones dichas. Hallaron algo aplacados y humillados a los naturales, por lo cual no fue menester meter la mano en derramar alguna de su sangre, que en semejantes tiempos se suele hacer; porque ellos, temiendo y viendo, como se suele decir, el cuchillo a la garganta, y acordándose de los daños que les habían llovido a cuestas en las guerras pasadas, y lo poco que habían ganado, salieron de paz a Olmos, y casi toda la demás gente que estaba rebelde se ofrecieron de servir a los españoles pacíficamente, sin cauteiia ni doblez; y con este buen suceso se volvieron los españoles al pueblo muy contentos, por parecerles que con esta paz cesarían por algunos días el andar de cerro en cerro y de collado en collado con las armas acuestas tras los indios, corno quien anda a cazar fieras; pero estos sus desinos les iban ya saliendo inciertos, porque Cepeda de Ayala, luégo que vio la tierra pacífica y que los naturales servían, determinó irse a descubrir el puerto del río grande, que pocos días antes había intentado don Lope de Orozco, para el cual efecto forzosamente había de llevar consigo los más de los vecinos y soldados que en el pueblo había. Pero también el corregidor Cepeda fue de la misma suerte burlado que los demás, aunque con más próspero suceso, porque en esta sazón fue proveído por corregidor de Muzo juntamente con la Palma y vinieron vecinos del pueblo de la Trinidad a llevarlo, según que en otra parte habemos contado, aunque Cepeda de Ayala no por esto se apartó del propósito que tenía de ir a descubrir el desembarcadero de río grande por aquella provincia, por ser negocio que le había sido mandado y muy encargado por el doctor Venero, presidente, que a fin de reservar de algún trabajo a los indios de la boca del río grande, como poco ha dije, había mandado con mucha calor a Cepeda de Ayala que procurase descubrir este camino, para el cual efecto llevó consigo de la villa veinte soldados, aunque no fueron menester, porque en esta sazón fueron descubiertas las minas de las esmeraldas en la ciudad de la Trinidad, por cuya causa o codicia fue proveído otro corregidor a Muzo y vuelto Cepeda de Ayala a su villa en pocos días, sin gozar por entonces como quisiera de la jurisdicción de entrambos pueblos.

En el camino le quisieron hacer resistencia los naturales entre Notepi y Micipa; pero fueron rebatidos y ahuyentados por los soldados, sin que los nuestros recibiesen daño alguno.

Llegó Cepeda de Ayala a la villa de la Palma, con propósito de no meter la mano en ir a descubrir el desembarcadero, porque sintió grandemente que en tan breve tiempo y por respeto que otro, fuese aprovechado de aquel descubrimiento, le quitasen el cargo de corregidor de Muzo; pero como era negocio que el presidente le había encargado, de quien esperaba ser aprovechado, mudó propósito y acordó efectuar lo que le había sido mandado, y tomando consigo la gente que le pareció, caminó la vía del río grande, por la cual llegó a la loma que llaman de la Tormenta, de donde se ve y parece el propio río. Alojose en ella, que es ya el remate de la poblazón de la villa de la Palma, y de allí hasta el río es despobladas montañas. Y dejando en este alojamiento Cepeda de Ayala toda la más dc la gente que llevaba, tomó consigo solos siete hombres para a la ligera ir desde allí por delante descubriendo el camino hasta la barranca del propio río, y caminando por bien malos caminos iba siempre desechando ciénagas y anegadizos que por la derrota que llevaba había, por donde llegaron a un río bajo y de poca agua en el cual hallaron rastro de un indio que por él iba caminando. Cepeda y los demás lo siguieron todo aquel día hasta que se hizo hora de ranchear o alojarse, que comenzaron a hacer ranchos. Mas como la codicia de seguir y descubrir la vía de aquel indio que por el río caminaba era muy grande en Cepeda de Ayala, tomó consigo a Alonso de Molina y a Salvador Pérez y a Pedroso y prosiguió adelante, para en el tiempo que quedaba del día ver si podía descubrir el paradero del rastro del indio, el cual los llevó, después de haber sido por él sentidos, por una trocha o angosta senda que por la montaña iba a dar en un bohío donde ya sus moradores estaban puestos en arma y la puerta embarazada con dos palos cruzados como aspa para que no pudiesen entrar fácilmente sin resistencia.

Llegó el primero a la puerta Molina, y metió la cabeza por entre los palos. Los indios que dentro estaban tiráronle dos flechazos con gran furia, y el uno se le enclavó por el oído y el otro en la mejilla: hízose fuera el Molina con sus flechas en el rostro, para quitárselas, y luégo se llegó al bohío Salvador Pérez con su arcabuz, y andando a la redonda de la casa halló otra puerta falsa, por la cual entró, y como quisiese disparar su arcabuz y la mecha por venir mal aderezada no le ayudase, diéronle los indios de dentro un flechazo, aunque al soslayo, por entre la boca del estómago y la tetilla, de que luégo, saliéndose fuéra del bohío, cayó en el suelo casi sin sentido, amortecido, y comenzó a lanzar del estómago; Ayala, viendo que de cuatro que eran estaban los dos heridos, acordó retirarse atrás; y porque Salvador Pérez había dado muestras de estar más muerto que vivo, apartáronlo del bohío y escondiéronlo en un balsar, porque los indios no lo acabasen de matar, y con el otro herido se volvieron a donde habían quedado los otros cuatro soldados haciendo ranchos. Durmieron allí aquella noche, con harta pena y congoja de que no amaneciesen sobre ellos indios y los matasen, pues no sabían la poblazón que por allí había; pero con todo este recelo, Cepeda de Ayala, luégo que amaneció, determinó ir con toda la gente que allí tenía a enterrar a Salvador Hernández que había quedado por muerto, pero halláronlo vivo y desnudo en carnes, y que casi toda la noche había andado por el arcabuco, buscando el camino para ir a dar donde estaba el corregidor, y así escapó este soldado con la vida sin pensar. Fue hallado desnudo porque él, de industria, se había desnudado porque los indios no lo viesen y conociesen en la vestidura blanca que tenía y lo acabasen de matar; y aliende de su flechazo le hallaron en la barriga una llaga que con el fuego de la noche se le había hecho, y el otro herido, Molina, que se contaba con los vivos, murió al tercero día, porque este Molina teniéndose así por vivo y a Salvador Hernández por muerto, al tiempo que Cepeda de Ayala quiso ir a dar sepultura al que tenía por muerto, le dijo que curase de remediar los vivos y poner en salvo sus vidas y se dejase de ir a dar sepultura a los muertos.

El corregidor, con esta desgracia, no curó de pasar adelante con el descubrimiento del camino; mas de allí se volvió a la loma de la Tormenta, donde había dejado el resto de la gente, y descansando en ella dos días, se volvió con toda la compañía junta a la villa de la Palma con harto desgusto de haber echado en vano esta jornada.

Capítulo trece En el cual se escribe cómo Cepeda de Ayala fue a buscar minas de esmeraldas, y después de esto quiso volver a descubrir el puerto del río grande, y se volvió del camino y se salió al Remo, y cómo los vecinos o el cabildo enviaron a Juan Esteban con gente a pacificar los rebeldes.

Halló Cepeda de Ayala en la villa algunos vecinos de la villa de San Miguel, lugar sufragáneo a Santafé, que habían entrado a noticia y en demanda de minas de esmeraldas, porque como en este mismo tiempo se habían descubierto las minas esmeraldas de la ciudad de la Trinidad, presumían, y aun tenían por cierto, que por ser toda la provincia y tierra una, no dejaría de haberlas en el territorio y términos de la villa de la Palma.

Cepeda de Ayala se holgó de ello y aun los vecinos de este pueblo, por parecerles que con la entrada de estos otros vecinos se acreditaría mucho el pueblo. Y así, el propio corregidor salió con los vecinos de San Miguel y con algunos de los de la Palma, y anduvo algunos días por entre las poblazones de los naturales, en demanda y busca de las minas esmeraldas; y con más diligencia fueron buscadas en las poblazones de Ibama y Atico, por haber tenido noticia que allí las había. Pero en ninguna parte las hallaron, y los naturales siempre negaron que las hubiese en la tierra, por lo cual se volvieron a la villa, con daño de algunos soldados que se les empuyaron, y con uno menos que murió de un puyazo, porque los indios tenían preparados los caminos con muchas puyas enherboladas que en ellos tenían puestas; y los vecinos de San Miguel se tornaron a salir frustrados de su desinos, que pensaban enriquecer por esta vía muy presto en aqueste pueblo.

Hallábanse ya cansados los vecinos de la villa de la Palma de las continuas salidas que habían hecho y guerras que habían tenido, y dábales pena muy grande que a cabo de tanto ‘tiempo que andaban trabajando en la conquista y pacificación de este pueblo con tan evidentes peligros de la muerte, no tenían ni conocían cosa propia ni les acababan de encomendar los indios, por lo cual propusieron y aun se determinaron de no salir a parte ninguna si no fuesen constreñidos de alguna extrema necesidad.

El corregidor Ayala tenía voluntad de volver a descubrir su puerto al río grande, pero hallaba a los soldados tan fuera de seguirle que no se atrevió a mandarlos apercibir, porque no usasen de algunas libres palabras contra él y menospreciasen su mandamiento y viniese a suceder algún tumulto por quererlos apremiar, y así para conseguir y efectuar lo que pretendía, le fue necesario usar de cautela, porque dijo a los vecinos que quería salir a hacer cierta averiguación de un principal o cacique sobre quien tenían diferencias dos vecinos de este lugar, y con esto salieron con él hasta quince hombres. Metiose con ellos la tierra adentro, y allá les dijo lo que pretendía hacer y cómo quería proseguir su descubrimiento del puerto o desembarcadero del río grande. Pesoles a los que allí estaban de la cautela o burla, pero porque no pensasen que de temor no le querían seguir, se fueron con él, y al subir de la loma de la Pascua le salieron muchos indios de guerra a dar guazabara, con los cuales pelearon gran rato, hasta que les hicieron volver las espaldas y retirarse; y como los indios se iban retirando iban dejando por el camino puestas muchas puyas, con que hicieron harto daño a los nuestros, que los seguían con obstinación, porque en ellas se empuyó, demás de otros muchos indios ladinos, Guerrero, buen soldado, por quererse adelantar y aventajar de los demás. Metiose la puya por el carcañar, donde se dio una peligrosa herida y de muy mala yerba, que ocho días continos no dejaron de irle cortando carne, según la yerba iba haciendo señal de irle condiendo y empeciendo, cura con que le descabezaron casi todas las venas que a aquella parte acuden.

Esta guazabara y daño fue causa que Cepeda no pasase adelante, por el mal aderezo que consigo llevaba para jornada tan larga y de tanto trabajo y peligro, y así se volvió a la villa, donde se desabrió del todo de ver que no le quisiesen seguir los vecinos; y luégo, dende a pocos días, se salió de la villa y volvió a Santafé, donde la segunda vez fue proveído por corregidor de Muzo, según que atrás queda escrito.

En estos días los naturales casi se acabaron otra vuelta de rebelar y quitar de la obediencia que a los españoles habían dado, sin querer venir al pueblo a servirles ni proveerles de lo necesario, que demás de hacerles padecer alguna necesidad y falta de comida había en ello riesgo de que si les diesen lugar se congregasen y juntasen, y tomando las armas viniesen sobre el pueblo; y para remediar con tiempo esto, de consentimiento de todo pueblo el cabildo nombró por caudillo a Juan Esteban, soldado de quién atrás hemos hecho mención, el cual con quince compañeros salió a correr la tierra, y caminando la vía y valle de Murca hacia los panches, se metió con presteza entre las poblazones de esta comarca, porque los naturales de ella estaban algo tibios, que ni querían servir ni rebelarse, sino vivir en ocio y a la mira.

Los españoles pusieron tanta diligencia y tan buena en el negocio, que en breve tiempo atrajeron a sí los indios y los hicieron sus amigos, con que les volviesen a servir al pueblo. De aquí envió Juan Esteban a llamar de paz y que lo viniesen a ver a los indios de Muchipay, para antes de ir a su poblazón, reconocer de ellos lo que pretendían, pero los indios, usando de su rústica libertad, le enviaron a decir que fuesen él y los demás españoles a donde ellos estaban, porque no era razón que por cumplir el mandato suyo dejasen ellos sus casas, recreaciones y mujeres. Juan Esteban y los demás soldados, con todos los indios amigos que pudieron haber, se fueron derechos a la poblazón de Muchipay, donde menos tardaron en llegar que los indios en cercanos con las armas en las manos y darles guazabara. Defendiéronse los nuestros con ánimos y valor español, porque aunque la pelea y cerco turó dos días con sus noches, no por eso la multitud de los bárbaros ganaron con ellos cosa alguna, antes siempre recibían daño notable de los arcabuces, y fue Dios todo poderoso servido de que al tiempo que a los nuestros se les acababa la munición se les acabó a los indios el coraje y brío con que habían peleado dos días, y se retiraron con solamente haber damnificado a los nuestros con un flechazo que dieron a un español, de que le atravesaron una pierna, que les dio harto trabajo para llevarlo o volverlo al pueblo, lo cual hicieron los nuestros luégo otro día de como los indios les dejaron de dar guazabara.
[1] La palabra “tres” substituye a dos, tachada.
[2] Las palabras: “En esta segunda traslación de esta villa le fue mudado el nombre por el capitán Don Gutierre, y le puso por nombre la ciudad de Ronda, aunque este segundo nombre se perdió por la vieja costumbre del primero, con el cual se está y perma­nece hasta el día de hoy”, están añadidas en el margen con letra distinta. El texto ori­ginal tachado se lee así: Algunos han querido decir que… Don Gutierre hizo esta última traslación de este pueblo lo que fue … quién… en lo que le puso la ciudad de Ronda; pero esto no parece ser… porque el pueblo permanece hoy con su antiguo nombre de la villa de La Palma, y si Don Gutierre le puso ciudad de Ronda, fue muy fuera de… pues no tenía misión pera ello. Hecha la traslación, etc.”
[3]
Al margen de la página hay una anotación tachada que dice: Algunos soldados mal contentadizos y con poca razón quisieron decir que Don Gutierre había excedido, que es, como se ve, un intento de una nueva redacción. Aquí hay una señal que se refiere a una anotación también tachada, la cual dice:
Algunos han querido decir que cuando Gutierre hizo esta última traslación… La frase está, inconclusa. Se trata de ensayos de redacción.

Capítulo catorce En el cual se escribe cómo don Antonio fue proveído por corregidor de esta villa y entró en ella, y entendió en la pacificación de los indios que estaban rebeldes, y dejándolos casi a todos de paz se volvió a Mariquita, donde es vecino.

Como en estos pueblos nuevos, según atrás he apuntado, sea muy necesaria la presencia de un corregidor o capitán que los rija o gobierne para efectuar las cosas de la pacificación de los naturales con más diligencia, por causa haberse salido Cepeda de Ayala, que poco ha era corregidor en este pueblo, fue proveído don Antonio de Toledo, que lo pobló, por el presidente doctor Venero; porque estos cargos y otros semejantes en las Indias los proveen siempre los visorreyes, y por defecto y ausencia de éstos los proveen los presidentes, que casi tienen el mismo poder que los visorreyes, excepto que no gozan de las prerrogativas y otros privilegios que a los visorreyes les son concedidos; y así de la jurisdicción que los presidentes tienen tratamos en otra parte [1].

Los vecinos de la villa, como supiesen que don Antonio estaba proveído por su capitán, juntáronse algunos y salieron a Mariquita por él, para que con brevedad entrase a dar orden en la pacificación de la tierra, porque los indios no sólo se habían rebelado de todo punto, pero se habían desvergonzado a venir al pueblo a matar los indios del servicio que salían a coger leña, y a los pastores que guardaban el ganado, con ser de su propia nación, hacían lo mismo a tiro de arcabuz del pueblo y les quitaban las ovejas y se las llevaban; y no sólo hacían esto, pero desmandándose más con rústica desvergüenza que con ánimos de guerreadores, se entraban de noche con silencio en el pueblo y ponían puyas por los solares y casas de los vecinos, y se tornaban a salir, que tenían los españoles harto que hacer en su pueblo en solo mirar dónde y cómo habían de asentar el pie sin riesgo.

Don Antonio, con la priesa que los que le fueron a llamar le dieron, entró en el pueblo por Carnestolendas de sesenta y cinco, y luégo, el miércoles de la ceniza, siéndole manifiestos los daños que los indios hacían, envió de noche soldados por tres partes para que se pusiesen en salto o emboscados en aquellas partes donde los indios solían acudir a hacer daño a los que de la villa salían; pero no todos los soldados hicieron presa, porque solamente los que salieron con Guerrero tomaron diez y ocho indios que el día antes habían muerto dos panches junto al pueblo y tenían la carne de ellos cocida con pijivaos, que es cierta fruta de palmas silvestres para comer, y venían al pueblo a ver si podían hacer otro salto como el que el día antes habían hecho. Fueron castigados estos indios ejemplar y corporalmente, de que tomaron algún escarmiento y corrección los demás, porque dende en adelante no sólo no vinieron sobre el pueblo tan libremente como solían, pero comenzaron a venir de paz al pueblo y sujetarse a la servidumbre de los españoles. De esta salida se tomó a empuyar Guerrero de un tobillo, pero aunque en ella le cortaron el tobillo y la carne de alrededor, no por eso dejó de caminar y hacer lo que hizo.

Los indios de Avipay se estaban todavía obstinados en su rebelión, y aun con propósito de sustentar la guerra, por lo cual don Antonio envió a Guerrero con veinte y cinco hombres que por fuerza o de grado, por bien o por mal, los procurase pacificar. Metiose Guerrero con los españoles en la poblazón de Avipay. Los indios, no dando ninguna muestra de amor | [2] , salían a ellos con las armas en las manos y dábanles continuas guazabaras, y ultra de esto los ofendían con las puyas que por todas partes les ponían. Anduvo Guerrero de esta vez en Avipay más de veinte días sin hacer ningún buen efecto en los indios, porque la tierra estaba tan armada y enerizada de puyas que no se atrevían los soldados a andar de noche, que era cuando habían de hacer algún castigo en los indios, y así antes recibió daño que lo hizo, porque le flecharon algunos soldados y otros se empuyaron, y el propio Guerrero recibió un flechazo en la garganta, y por entrar al soslay y poco no peligro, con lo cual acordó volverse a la villa, quedándose los indios en su obstinada rebelión. Fuele necesario a los españoles cargar ellos propios a los heridos que no podían caminar, y así los llevaron al pueblo en sus propios hombros por bien ásperas cuestas y malos caminos, donde se les renovó la guerra; porque como los indios viesen que todos los más españoles iban embarazados y ocupados con cargarse los unos a los otros, tomaron las armas y saliéronles al camino a flechar, donde se les dobló el trabajo a los nuestros; pero no por eso perdieron punto de su acostumbrado vigor, porque los que iban desembarazados peleaban tan briosamente con los bárbaros que al camino les salían que siempre los iban arredrando y rebatiendo, sin recibir casi daño de ellos; y con este continuo trabajo llegaron al lugar, donde fueron curados seis españoles que traían heridos, de los cuales murió uno y fue enterrado de noche, muy secretamente, a causa de que los indios empezaban a venir al pueblo de paz, mas con intento de inquirir y saber si morían o eran muertos los flechados que se habían traído cargados, que con voluntad de ser perpetuos amigos; porque como estos bárbaros deseaban con gran deseo la destrucción y ruina de los nuestros, procuraban saber con diligencia la operación que sus flechas y yerba hacían en los nuestros, los cuales siempre les negaban y ocultaban que las puyas ni flechas ni las demás armas de que ellos usan, pudiesen ofender a los españoles de suerte que les privasen de la vida. Pero esto no querían creer los indios, porque patentemente habían visto lo contrario al tiempo que la primera vez se despobló la villa, donde tomaron a manos algunos soldados y los despedazaron y comieron. Mas con todo esto no dejaban de conocer que el daño que ellos recibían era muy mayor sin comparación que el que hacían; con lo cual y con verse andar siempre tan perseguidos y desasosegados y trabajados, comenzaron a reportarse y apartarse de común consentimiento de la rebelión en que estaban y a venirse al pueblo más cotidianamente de lo que solían.

Pasado esto, don Antonio envió a Hernando Díaz, natural de Tenerife, con gente, a que corriese y pacificase las poblazones de Caparrapí y los Erganos, y aunque iban pocos españoles en número, los indios los temían por los daños que de ellos habían recibido, y así les salían de paz. Corrieron lo que por esta parte había que correr, y dejando asentada la paz entre los indios, que parecía ser cierta y sin doblez, se volvieron al pueblo trayendo consigo muchos naturales para que les hablase don Antonio y los viese; lo cual concluso tuvo necesidad don Antonio de volverse a su casa a Mariquita, a ver su hacienda, que había ya cuatro o seis meses que estaba ausente de ella, y tomando consigo algunos españoles, para la seguridad del camino, se salió dejando la tierra, o los naturales de ella, casi todos pacíficos y que venían a servir a los españoles al propio pueblo y villa de la Palma.

Capítulo quince En el cual se escribe cómo don Antonio volvió a la villa y repartió los indios, y el residente los encomendó, y después fue Hernando Velasco por corregidor a la villa de la Palma, y ha estado en ella hasta este tiempo | [3] .

Con todas estas cosas y trabajos nunca hablan los vecinos de la Palma acabado ni concluído con el presidente que se les repartiesen y encomendasen los naturales para que tuviesen por cosa propia cada uno lo que poseyese. Porque aunque cada vecino tenía indios conforme al apuntamiento que don Gutierre había hecho, estaban con temor de que no se los quitasen, porque en el ínterin que no los tienen por vía de encomienda les pueden ser removidos y desposeídos de ellos y dados a otros, y sola la encomienda trae consigo esta fijeza y seguridad de ser inmutable la administración y aprovechamiento de los indios y no les pueden ser quitados sino es por malos tratamientos o por hereje o traidor; y como no incurra en algunos de estos tres casos, por otros varios acaecimientos ya que el encomendero pierda la tierra el sucesor o heredero suyo goza de la segunda vida y merced que les (fue) hecha; por las cuales causas y por tener necesidad de quién los gobernase, pues don Antonio se había ausentado, volvieron a pedir al presidente que le mandase a don Antonio que volviese a la villa o proveyese de otro capitán, y que encomendase los indios en los vecinos, porque si con brevedad no efectuaba estas cosas, los que quedaban en la villa la dejarían de todo punto, porque ya algunas personas la habían desamparado y salídose fuera de la tierra, viendo la tibieza que en el presidente había acerca de darles las encomiendas.

Don Antonio no tenía voluntad de volver a la villa, y así, aunque de parte del presidente le fue dicho que volviese a entrar a gobernar aquel pueblo, no lo quiso aceptar, antes se eximió del cargo de corregidor por no echarse a cuestas cuidados ajenos y tan inútiles y desagradecidos como son los hechos en favor de comunidad; pero con todo esto, por ser don Antonio persona que conocía y tenía noticia de aquella tierra y de los que en ella habían trabajado, le tomó el presidente a mandar que solamente volviese a repartir la tierra y a echar los términos con Cepeda de Ayala de entre la villa y la ciudad de la Trinidad, y hecho esto se volviese a salir y dejase la jurisdicción superior en Hernando Velasco de Angulo, que juntamente con don Antonio se había de hallar en el repartir de los indios, porque este Hernando Velasco de Angulo no quería aceptar el cargo de corregidor de la villa si no se hallaba él juntamente con don Antonio a hacer el apuntamiento y repartimiento de los indios; pero esta su pretensión le salió en vano a Velasco; porque estándose él aprestando en Santafé para ir a la villa, fue llamado por los vecinos de ella don Antonio de Toledo, que estaba en Mariquita, que fuese a echar los términos de entre la villa y el pueblo de la Trinidad, por estarle esperando Cepeda de Ayala, corregidor de la Trinidad, para este efecto.

Don Antonio, sin esperar a Velasco, se entró en la villa de la Palma y efectuó lo de los términos, según en la historia de la ciudad de la Trinidad queda escrito, y concluso esto repartió los indios entre los vecinos e hizo su apuntamiento lo mejor que le pareció, de suerte que hubo muy pocos quejosos ni que se agraviasen de lo que don Antonio hizo y repartió, lo cual concluso dende a pocos días se volvió a salir con el apuntamiento don Antonio, y se vino a la ciudad de Santafé, y dio cuenta de lo hecho al presidente, juntamente con este apuntamiento, el cual luégo dio conclusión y asiento en lo de los indios, encomendándolos por otro nuevo señalamiento que hizo, rigiéndose en todo o en lo más por lo que don Antonio había señalado y apuntado.

Velasco, como en su ausencia había repartido la tierra, no quiso ir a la villa con el cargo de corregidor, antes luégo se eximió de él; mas como los vecinos de la villa tornasen a importunar al presidente que les diese corregidor que les metiese en posesión de las encomiendas y los quitase de debates y diferencias, fue de nuevo rogado Hernando Velasco que tornase a tomar el cargo de corregidor y entrase en la villa con certificación de que le seria gratificado su trabajo por el presidente. Fue sobre esto tan persuadido Velasco que hubo de aceptar el cargo e irlo a usar.

Entró en la villa en tiempo que los naturales se habían tornado a rebelar, y así le fue necesario enviar gente a pacificarlos. Salió, por mandado de Velasco, un alcalde con ciertos soldados y fuese la vía de Avipay, que era la gente más indómita esta, y aunque entre estas poblazones de Avipay anduvieron los soldados y el caudillo casi dos meses, nunca los indios osaron llegarse a darles guazabara ni hacerles daño como solían. La guerra que hacían era poner puyas y hacer hoyos; y asímismo los españoles, viendo que andaban tan apartados de ellos los indios, les talaban las comidas y labranzas y les damnificaban en todas las demás temporalidades. Aunque algunas noches no dejaban de caminar a buscar las rancherías y alojamiento de los indios, y daban algunas veces en algunas con que les damnificaban harto, y aprovechó todavía alguna cosa esta manera de guerrear, porque algunos indios ‘les salieron de paz, aunque tibiamente, con los cuales se volvieron bien trabajados al pueblo. Pero esta paz de los indios, como era tibia, así permaneció poco tiempo, que luégo se tornaron a rebelar todos los más, y a recogerse en las poblazones y valle de Avipay, y allí se fortificaban con muchas puyas que por todos los caminos ponían, y hoyos que hacían.

Envió Velasco a ellos veinte y cinco hombres con un alcalde de la villa: hallaron los naturales puestos en arma y sobre aviso, y así no pudieron prender ningunos ni podían andar libremente por ninguna parte, a causa de las muchas puyas que por todas partes había, ni menos podían ni se atrevían ir de noche a dar en las rancherías y alojamiento de los indios por no se empuyar ni lastimar. Y viendo que por ninguna de estas vías podían haber a las manos ningunos indios, diéronse los nuestros a talarles y destruirles las comidas, sin dejarles ningunas que fuesen de provecho; mas con todo esto los naturales no cesaban de poner puyas y hacer hoyos con estacones, y acontecíales a los nuestros muchos días coger más de mil puyas y tapar cien hoyos, y amanecer otro día puestas dobladas puyas y hechos otros tantos hoyos. Y de esta suerte turó esta civil guerra más de un mes, a cabo del cual tiempo, viendo los indios que sus ardides no damnificaban en nada a los nuestros, y que los soldados les hacían continuos daños en las temporalidades, determinaron de humillarse y venir a pedir misericordia y ponerse en las manos de los nuestros, y así no solo salieron de pazallí pero dende en adelante fueron a servir al pueblo o villa de la Palma a sus encomenderos a quien el presidente los había ya encomendado.

Y tras esto se siguió que la justicia nombró personas que fuesen a contar las casas y suertes de indios que a cada español se le había dado. Porque suélense dar las suertes de los indios por límites o por casas: cuando es por límites pocas veces hay necesidad de contadores, mas cuando es por casas sí, porque se dan tantas casas al primero y tantas al segundo, y así van discurriendo por las poblazones o valles hasta rematarse, y estas suertes se van a contar por estos contadores que la justicia nombra, los cuales, en contando la primera suerte de ciento o doscientas casas, o las que han de ser conforme a su encomienda, luégo amojonan y señalan los términos hasta donde llegan aquellas casas, y lo mismo hacen en las demás; y aunque en esta cuenta se dividan los sujetos de un cacique en dos suertes o partes, no vuelven más al señor, sino así divididos se quedan, y cada cual acude a su encomendero.

Y de esta suerte tuvieron de todo punto asiento las cosas de esta villa, y están al presente asentadas.

Capítulo diez y seis En el cual se escribe la disposición y temple de la tierra de la Palma, y algunos de los ritos y costumbres que los naturales tienen y usan.

Los términos de esta villa corren en largo hasta las riberas del río grande, con treinta leguas en ancho, y es en sí tierra templada, aunque más caliente que fría. Es algo doblada, y a partes montuosa.

Entre los naturales se usan de muchos apellidos y nombres; es gente bien dispuesta, aunque no generalmente, porque en todo, disposición de cuerpos, tratamiento de personas, bríos y ánimos para la guerra, se da la ventaja a los naturales de las poblazones del valle y río de Murca, porque estos han sido los que más obstinadamente han guerreado siempre con los españoles; y en tiempos pasados echaron la gente pancha de las tierras que ellos ahora poseen, que solía estar poblada de indios panches. Y por esta fama que en toda la provincia tienen los murcas de guerreros y aventajados en todo, emparientan con todos los demás pueblos que ellos quieren emparentar, y son temidos y conocidos en mucho entre los demás indios.

En general la gente de la provincia no tienen señores ni capitanes. Cada cual era señor de su casa y no más. Los españoles han empezado a ponerles en que se rijan por principales o capitanes, aunque tarde saldrán con ello.

Todos en general la gente de la provincia se precian mucho del cabello; tráenlo largo y bien curado, y por tocado varones y mujeres traen sobre la cabeza una madeja de hilo colorado. Para el ornato de sus personas se precian de cuentas blancas que traen al pescuezo, y cierta manera de caricunies de oro y estaño en las narices, que llaman picos, y orejeras en las orejas con cierta manera de argollas negras hechas de unos cuezcos de arboles gastados y aderezados en piedras, de los cuales se ponen veinte o treinta en las orejas o los más que pueden, y aquello traen por gentileza y gala. En los molledos traen unos brazaletes de cuentas blancas, de anchor de cuatro o cinco dedos.

Por la cintura traen ceñido por pretina una madeja torcida de hilo, de grosor de tres dedos; y a esta pretina traen asido el un compañón y lo demás anda desabrigado, y con esto hacen cuenta que lo traen todo cubierto, porque al que no anduviese de esta manera les parecería que andaba muy deshonesto. Es toda gente desnuda y que no traen mantas ni otra cosa vestida sobre su cuerpo, aunque en muchas partes de la provincia había muy buenos algodonales. Las mujeres andan algo más honestamente, porque en la delantera traen unas pampanillas muy galanas y pintadas que les llegan al medio muslo, y desde allí a la rodilla cuelgan unos rapacejos del propio hilo, y esta pampanilla o pedazo de manta no sube más alto que a la cintura ni es más ancha que un palmo o palmo y medio; y en esta pampanilla, o desde los rapacejos de ella, cuelgan ciertas cuentas de una fruta que se da en esta tierra, que hacen por ser huecas cierto ruido como sordos cascabeles; por la cintura traen un cinto o ceñidor más ancho que una mano, todo campecido de ciertas cuentas blancas que les ponen por tal orden que hacen que el cinto vaya todo labrado de casas blancas y negras por la orden del ajedrez. Usan también las mujeres de las orejeras y brazaletes de cuentas que los varones.

Hay entre ellas mujeres públicas, que con su mal uso se sustentan y mantienen, y dan audiencia a cuantos se lo pagan. Andan estas tales mujeres más galanas que otras ningunas, y no les puede nadie ofender. Viven por sí en sus casas, una y dos y más, las que quieren juntas. Los que van a conversar con ellas les pagan en hacerles las labranzas o rozas de maíz, o en orejeras o caricunies, o en pampanillas y otras cosas de las que tienen. Son conocidas y difieren de las otras mujeres en los trajes, porque siempre andan estas más polidas y galanas y bien tratadas, como he dicho, que otras ningunas mujeres. Son, en su propia lengua materna llamadas estas tales, putas, según que en la castellana es costumbre llamar a las tales.

Los casamientos, por la mayor parte son por vía de ferias, que los hermanos truecan las hermanas por mujeres a los hermanos de otros indios tasportar y tienen en este caso más señorío los hermanos sobre las hermanas que el padre ni la madre, y algunas veces se casan hermanos con hermanas. Y si un indio es solo y no tiene hermana qué feriar para haber mujer, conciértase con el padre y madre de la con quien pretende casar, y háceles una roza o labranza de maíz, porque se la den por mujer; pero no la ha de llevar a su casa ni sacarla de poder de sus padres hasta que la tenga preñada, que en empreñándola la puede llevar a donde quisiere; de suerte que si nunca empreña la mujer, nunca la ha de sacar de casa de sus padres, y cuando éstos le faltaren, ha de estar en casa del pariente más cercano. Los indios que no quieren hacer las rozas de maíz dan a los padres de la moza cuatro vueltas de cuentas blancas de hueso, que cada vuelta es del codo a la mano, y con este pagamento se puede llevar su mujer donde quisiere. Y la fiesta y borrachera que en regocijo de las bodas se suele hacer, la hacen los parientes de la novia a su propia costa. Algunos indios toman las mujeres de ocho o diez años, y dicen que lo hacen por hacerlas a su condición y costumbre; y algunas buenas viejas hay que con el dedo corrompen a sus hijas pequeñas, diciendo que porque después, cuando crecidas y grandes las vengan a casar, ni ellas padezcan dolor ni sus maridos fuerza.

Amanse y respétanse mucho los parientes, unos a otros, especialmente los mozos a los viejos.

A los difuntos ponen al humo o calor del fuego, donde los secan y enjugan, y después los entierran en unos silos redondos y hondos, y allí meten con ellos sus arcos y flechas y cuentas y otras haciendas que en vida poseían. Toda la parentela se junta a llorar el difunto, y el padre y madre y hermanos son obligados a llorar toda la noche, y los demás indios a ratos. Dicense que estos llantos turan, acompañados de grandes borracheras, hasta que otro deudo de los que lo lloran se muere, porque de nuevo hacen conmemoración del que se murió antes; y así me parece que conforme a esto toda la vida se les va en llorar, y cierto, aunque ello parece cosa infatible, a mí no me lo parece, porque como en estos llantos intervenga el beber y borrachear, vicio a que estos bárbaros son muy inclinados, no me maravillaría que lo procurasen hacer y sustentar por esta vía y con esta color mucho tiempo. Tienen por opinión que las ánimas de sus difuntos van a parar sobre la Sierra Nevada de Cartago, donde hacen y tienen muchas labranzas y rozas y grandes comeres y beberes, que es su felicidad.

Sus comidas de éstos es lo general que se suele decir, maíz, yuca, frisoles, auyamas y otras legumbres, con carne humana que comen de los que en la tierra han y guerra toman. Todo lo que cuecen es con agua salobre, de la cual tienen muchas fuentes. En su territorio son abundantes de muchas frutas, como son palmas de pegibaos, guayabos, guamos, curos, piñales. Hay otra fruta que los naturales llaman suerpa y los españoles castañas: es a manera de bellota de encina, y el árbol que las da es como álamo: la sazón de esta fruta es por el invierno. Las frutas que al presente hay en esta tierra española son naranjas, limas, higueras y parras, aunque de poco fruto, y todo género de hortaliza.

Los indios es gente que no usan de simulacros ni otro género de ídolos, ni casas de idolatría dónde hacer sacrificios, ni sacrifican, ni tienen por dioses al sol ni a la luna, más de estimarlos en mucho por la claridad que de ellos les viene. Por medio de algunos mohanes tienen sus pactos con el demonio, el cual se les aparece muchas veces en diversas formas, de donde viene a hacerles entender o creer algunas vanidades, como es que él les da el maíz y las otras cosas para su sustento y los temporales buenos y malos, y la vida y la muerte, y que les lleva las ánimas al lugar dicho. Los farautes, que particularmente tratan con el demonio, tienen gran reputación y estimación entre los indios; son acatados y reverenciados grandemente. Está a cargo de éstos el curar los enfermos, el cual oficio les es muy bien pagado.

La manera de curar es soplando las espaldas, cabeza y brazos del enfermo, y untándole con su saliva, y si sanan dicen que mediante haber el médico hablado al demonio tuvo salud el doliente, y si se muere dicen que porque el demonio estaba enojado fue causa de que muriese; y así el bien y el mal se atribuye al enemigo, y como he dicho toda la gente de esta provincia casi generalmente es de pocas supersticiones.

No hay río caudaloso de quien se pueda hacer memoria, si no es del de Murca: es algo crecido y va llano y tendido por algunas campiñas. Culebras ponzoñosas solamente se han visto hasta ahora las de cascabel en esta provincia, de las cuales los indios hacen la yerba ponzoñosa. Algunos árboles monteses se crían, provechosos y dañosos, como es el árbol que echa de sí cierta resma llamada amnie, de muy buen color y olor, y provechosa para muchos buenos efectos y curas; es blanca y más espesa que rala, y andando el tiempo se viene a endurecer como cera; sirve en todas las necesidades a que aplican la trementina, como es en las heridas. Otro árbol incógnito se cría en esta tierra que silo cortan y acierta a dar su leche o el zumo de la leche en el rostro o en otra cualquier parte del cuerpo lo para como enfermedad de San Lázaro, y con esta alteración de carne se está más de tres meses, basta que se torna ello mismo a bajar y aplacar.

[1] ­Es una referencia a alguna parte suprimida en el texto (Suponemos fuera el final del libro 4º), pues en el texto conservado de la obra no se habla del alcance de la jurisdic­ción de los presidente, de las Reales Audiencias.
[2] Por: “temor”
[3] En la “Tabla” de Sevilla se continen la misma frase tachada

LIBRO DIEZ Y SEIS | [1]

En el libro diez y seis | [2] se trata de los grandes daños y correrías que ciertos indios caribes llamados pexaos | [3] , hacían en los pueblos de Timaná y Neiva y en los naturales a ellos sujetos y sufraganos, a cuyo pedimento la Audiencia Real proveyó a Domingo Lozano, vecino de Ibagué, que fuese con gente a castigar los insultos y ruinas que estos indios pexaos hacían, y en ello gastase el tiempo que fuese menester, y para gratificar a los soldados que en este castigo trabajasen se le dio comisión que poblase un pueblo | [4] .

Capítulo primero En el cual se escriben los daños que los indios pexaos hacían en los pueblos comarcanos, y cómo para castigarlos y poblar un pueblo fue por la Audiencia Real nombrado por capitán Domingo Lozano, vecino de Ibagué.

El año después del parto de la Virgen Nuestra Señora Santa María, de mil y quinientos y sesenta y dos, vinieron a la Audiencia Real del Nuevo Reino grandes quejas de los pueblos y villas de Timaná y Neiva contra cierta nación de indios llamados pexaos, que a manera de fieros animales tienen por costumbre de sustentarse de carne humana, y saliendo de sus propias casas y poblazones se meten por las de sus vecinos y comarcanos, los cuales tienen casi despobladas con inhumana crueldad, porque como gente ya hecha y acostumbrada a estos males, con su rústica desvergüenza han cobrado fama de valientes y son temidos de todas las otras gentes, y pocos de estos bárbaros se meten con gran audacia entre pueblos de muchos naturales y los arruinan y destruyen con esta insaciable gula que de comer carne humana tienen, la cual se extiende a tanto que pasando estos crueles caribes la impetuosa corriente y hondura del río grande, con gran ligereza y presteza, en lo cual son muy prácticos, se meten por la tierra adentro a hacer cabalgadas y a saquear los pueblos, y prendiendo la gente que pueden se vuelven a pasar el río con los cautivos, sin balsa ni canoa ni otro instrumento alguno de navegación, porque la destreza de estos pexaos es tanta, que tomando un indio de éstos a uno de los cautivos por la mano, aunque no sepa nadar, lo pasa con mucha liberalidad, que parece cosa infatible e increíble lo que acerca del pasar el río con las piezas y cabalgadas hacen estos bárbaros; y algunas veces pasan el río ocupándose entrambas manos con dos muchachos cautivos, que es cosa cierto notable; y con estos saltos y destrucciones que en los naturales comarcanos hacen, llega a tanto su maldad que tienen carnicerías públicas de carne humana, donde matan y venden por piezas y postas la carne de los indios e indias que prenden y cautivan; y así es innumerable el daño que esta gente pejaos ha hecho en los pueblos de Ibagué, Neiva y Timaná y San Sebastián de la Plata, por cuyos términos, señoreando lo alto de la sierra donde están poblados, se extiende esta nación, y de allí bajando suelen llegar muy cerca de los pueblos de los españoles referidos a hacer asaltos y cabalgadas, los cuales, algunas veces, saliendo a ellos con presteza los españoles, se las han quitado, y otras veces, con su ligero caminar, se han ido con ellos. Y aunque de estos pueblos se han salido a castigar y poner freno en la desvergüenza y crueldad de estos bárbaros, ningún género de azote ha sido bastante a domarlos ni apartarlos de este su malvado uso, antes pasando con él adelante y tomando nuevos modos de robar se ponían en los caminos pasajeros que los españoles seguían del Nuevo Reino a la gobernación de Popayán, y allí, a manera de salteadores, mataban a los soldados españoles que podían haber, y robándoles las ropas, oro y jumentos que llevaban, se recogían con soberbia de gente victoriosa a sus casas y cumbre de la sierra.

A quien más parte le ha cabido de este daño que los pejaos han hecho, ha sido a Neiva, cuyos naturales casi de todo punto han sido sepultados en los vientres de estos malvados caribes, y si algunos han quedado, por redimir su vejación y vidas se han vuelto de la propia nación y seguido las costumbres y crueldades de los pexos (pexaos) y pasádose a vivir entre ellos.

Pues como los oidores, que eran los licenciados Grajeda, Artiaga, Angulo, Villafaña, tuviesen certidumbre de estas cosas, y que en los mismos días habían estos indios muerto dos españoles en el camino que iban a la gobernación de Popayán, y que los vecinos de las villas y pueblos ya nombrados y los cabildos y justicias de ellas, con grande ahinco les enviaban a pedir favor y ayuda y remedio para que estos males se obviasen y cesasen y los pueblos no se despoblasen, se determinaron de remediarlo como pudiesen y mejor conviniese a la perpetuidad de los pueblos y seguridad de los caminos; y para que fuese mejor guiado y acertado su desino, comunicaron el negocio con el adelantado Don Gonzalo Jiménez de Quesada, del Nuevo Reino y otras personas principales antiguas en la tierra y prácticos en cosas de guerra, para que, mediante su parecer, ellos proveyesen lo que conviniese. El adelantado y los demás capitanes a quien esto se cometió, que fueron Céspedes, Ribera y El Zorro, como algunos de ellos habían estado entre esta gente y nación pexao, conocieron más particularmente cuán dañoso les era a todos los naturales de los pueblos y lugares dichos la vecindad de esta mala gente, y así les pareció cosa muy necesaria que fuesen castigados con rigor y aspereza, de suerte que de todo punto quedasen domados y perdidos aquellos sus terribles bríos, y que este castigo se encargase a hombres de suficiente experiencia, así para mandar los soldados como para castigar los rebeldes; pero también entendieron que ninguna gente española se juntarían ni sacarían del Reino si no fuese dando comisión para que hecho el castigo y allanada la tierra se poblase un pueblo en que descansasen y tuviesen de comer los soldados que en castigar las maldades de estos pexaos estuviesen algún tiempo ocupados.

Parecioles bien a los oidores lo que el adelantado y los demás decían, y con su propio parecer nombraron por caudillo y capitán para este castigo a Domingo | [5] Lozano, vecino de Ibagué, por parecerles hombre suficiente para ello y práctico en aquella tierra, por respeto de haber otras veces entrado con españoles en ella a castigar los delitos de estos indios pixaos, en donde había cobrado loa y reputación de buen caudillo y muy afable con los soldados y no severo con los indios.

Pareció, por llamamiento de la propia Audiencia en Santafé, donde los propios jueces superiores le encargaron el castigo y jornada, como cosa que importaba al servicio del rey, lo cual deseaba mucho hacer Lozano, no tanto con celo cuanto con deseo y ambición de cobrar nombre y título de capitán y fundador y poblador de nuevas colonias; porque en la comisión y conducta que le daban, demás de lo que había de hacer tocante al castigo, le daban licencia que hallando tierra y naturales para ello poblase un pueblo o dos en nombre del rey, y en ellos guardase la instrucción de nuevas poblazones que poco tiempo antes había dado para las Indias la serenísima princesa de Castilla y reina de Portugal y el Consejo de las Indias, y facultad para hacer y juntar gente donde quisiese y le pareciese y la hubiese.

Domingo Lozano aceptó la conducta que deseaba, y fingiendo que con celo de servir al rey más que por otra ninguna causa quería hacer lo que se le encargaba y mandaba, recibió las provisiones reales que para ello se le dieron, y rindiendo las gracias a los oidores, comenzó luégo a prevenir las cosas necesarias a su jornada, para con brevedad efectuarla.
Capítulo dos En el cual se escribe de cómo de Tocaima e Ibagué salieron los soldados de Domingo | [6] Lozano y se juntaron en el río de Saldaña, y de allí, marchando por las faldas del cerro nevado de Páez, fueron a salir a los altos del valle de Neiva.

El principiarse estas jornadas y juntar la gente necesarias para ellas hasta salir de los pueblos poblados trae consigo tantas circunstancias, que si todas se hubiesen de contar sería henchir la historia de cosas superfluas y de poco momento, y así bastaría decir que luégo que Domingo Lozano tuvo la conduta de la Audiencia la publicó e hizo pregonar y envió personas, amigos suyos, por algunos pueblos a recoger gente y otras cosas necesarias a su jornada, como eran municiones de pólvora y plomo, arcabuces y otras armas, y así juntó hasta sesenta soldados, y éstos divididos en dos partes, que los más tenía él consigo en Ibagué, y la resta estaban en Tocaima, a los cuales envió un hijo suyo llamado del propio nombre, Domingo Lozano, para que recogiéndolos y llevándolos por delante, se entrase con ellos la tierra adentro hacia el valle de Neiva, por aquella parte del río llamado Anapayma, donde ya tenía el capitán Lozano prevenido lo necesario así para el pasaje del río como para el sustento de los soldados; y puesto esto por obra, y pasando los soldados el río grande por más arriba de donde se junta el río de Saldaña con él, caminaron una tierra llana de que por el un lado va acompañado el río de Saldaña, para esperar a la demás gente y juntarse con ella en aquella parte que les había sido señalado.

El capitán Domingo Lozano, un día después de los bienaventurados apóstoles San Pedro y San Pablo, se partió con la demás gente de la ciudad de Ibagué la vuelta del río de Saldaña, al cual llegó en ocho jornadas, sin les suceder en el camino cosa alguna próspera ni adversa; y después de haber estado alojado allí dos días, se juntaron con él los soldados que de Tocaima habían salido con su hijo, pasando el propio río de Saldaña con notable peligro y riesgo, por haber crecido con las aguas y no tener puente ni canoa con que pasarlo. Descansaron en este alojamiento todos los españoles juntos cinco o seis días, en los cuales el capitán Lozano hizo memoria o lista por vía de reseña de la gente y aderezos de guerra que consigo tenía, y allí halló juntos casi setenta soldados, que después se le habían juntado más, y veinte y cinco caballos de guerra, sin otros sesenta rocines o matalotes y veinte arcabuces y otra mucha chusma de armas defensivas y ofensivas, como eran sayos de algodón, lanzas, espadas, rodelas, todas cosas muy necesarias para la guerra entre esta gente.

Iban los capitanes Juan del Olmo, vecino de Santafé del Nuevo Reino, y Juan Bretón, vecino de Ibagué, hombres antiquisimos en estas partes, y ellos en sí muy viejos y que la necesidad y pobreza les constreñía a ir a esta jornada a procurar remedio para sus mujeres e hijos, con cuyos antiguos días los soldados más mancebos se animaban a seguir más briosamente a su capitán y ponerse a sufrir los trabajos de la guerra y castigo que iban a hacer.

El capitán Lozano, con toda esta gente, que aunque poca en número era mucha en valor, se partió de las riberas del río de Saldaña, donde estaba alojado, y siguió la vía y camino de la poblazón llamada Cocayma, en la cual no se detuvieron ningún tiempo más, pasando adelante con presteza, porque el tiempo lo pedía así. Se arrimaron más a la sierra a unos poblezuelos que por allí había, cerca de las cuales se alojaron por ir necesitados y faltos de comida. Eran estas poblazones donde pocos años antes había sido desbaratado un caudillo llamado Francisco de Trexo con más de cincuenta hombres, de los cuales le mataron diez y seis soldados y le quitaron los caballos y fardaje que tenían, sin que de ello escapasen cosa alguna, porque después de muertos los diez y seis soldados, Trexo se retiró para abajar a lo llano y a un poco de montaña que forzosamente había de abajar, y se le pusieron o emboscaron los indios y dieron en él y en los soldados que le habían quedado, y para escaparse, como he dicho, estos soldados les fue necesario alijar ropa y caballos y cuanto llevaban, en lo cual se entretuvieron los indios y dejaron de seguir la victoria contra los españoles. Estos soldados y capitán, como con pavor habían visto está tierra y de ella habían escapado por negligencia y pereza de los propios naturales, parecioles muy poblada y rica de oro, y así los que salieron de ellos a Ibagué la figuraban por tierra próspera; pero a estos soldados de Domingo Lozano no les pareció tal, porque como a proveer la falta que de comida tenían saliese Pedro Gallegos con cuarenta soldados y corriese todas estas poblazones, hallolas ser muy pocas y raras y de poca defensa ni naturales, porque ningunos indios les salieron al camino que les pudiesen ofender ni hacer daño.

Los días que anduvieron por esta tierra corrieron casi todas las poblazones de ella, tomando el maíz y comida que les fuese necesaria y hubieron menester, pegaron fuego a todos los demás bohíos y lo que dentro de ellos había. Pero esta paz que de parte de los naturales hubo, les causó entre sí a los españoles guerra, porque sobre bien leve ocasión Antonio de Portillo y Alonso Vázquez hubieron pesadas palabras, de donde resultó que antuviándose Vázquez dio a Portillo una puñalada por el estómago de que murió dende a pocos días, después de haber confesado y comulgado.

Volviose Pedro Gallegos al alojamiento donde Domingo Lozano había quedado, y todos juntos caminaron luégo el valle arriba por entre gente pexos, pero no tan dañina ni perjudicial gente como la que adelante, en el paraje de Neiva, estaba. Mas con toda su moderación se les iba haciendo daño y castigo, el que podían, en los que cogían, sin detenerse en ninguna parte más de lo que la necesidad requería para descansar del trabajo del camino y proveerse de comidas. Y siguiendo esta derrota y estrecheza del río los forzó que atravesándolo a la otra parte fuesen a dar a otro arroyato que bajaba del morro nevado de los páez: caminando por él arriba, sin camino, rompiendo por unos espesos cañaverales y montes, dieron en ciertas poblazones de indios pexaos que confinan con los páez, en los cuales hubieron y tomaron guías, de quien se informaron de lo que les convenía hacer acerca de seguir su derrota por parte cómoda y apacible; y después de haber descansado en este lugar y poblazón veinte días, atravesando una pequeña cordillera que por delante tenían, y por ella fueron a salir a lo alto del valle de Neiva, donde se alojaron con disinio de hacer desde allí algunas correrías para castigo y escarmiento de aquellas gentes pexaos, a quien principalmente iban a castigar, que eran estos comarcanos a la villa de Neiva.

Capítulo tres Cómo hallando camino los españoles bajaron de los órganos de Neiva, y caminando por la falda de la cordillera y castigando los indios, se alojaron en la loma de las carnicerías, donde tuvo noticia el gobernador de Popayán de ellos y pretendió estorbarles la jornada. Escríbese quién fue el primer descubridor de Páez y lo que en ellos ha pasado.

Era tan áspera la bajada y subida de esta cordillera donde los españoles estaban alojados, que los antiguos descubridores nunca jamás pudieron subir ni bajar caballos por ella, y por su agreza y compostura de peñascos era llamado este lugar los “órganos de Neiva”.

Salió Juan del Olmo con cuarenta soldados peones a correr la tierra, que era poblada de indios pexaos, y andando de una parte a otra los soldados hicieron algún estrago en los naturales que a las manos pudieron haber, por ser de la gente que acostumbraba saltear y robar lo que podían. Hallose entre ellos una yegua castaña mansa y una potranca en poder de un indio principal llamado Yambaro, que habían quitado y tomado a dos españoles que pocos días antes habían muerto. Y de esta salida descubrieron los soldados camino para bajar los caballos a lo llano, el cual les enseñó y mostró un indio que Padilla tomó en cierto alcance que en esta salida se hizo, no queriéndolo matar, aunque al cabo fue incitado por sus compañeros.

Dio gran contento el descubrimiento de este camino a toda la compañía y capitanes, porque con él se les evitó un gran rodeo que forzosamente habían de hacer para ir a tomar las lomas de las carnicerías, donde los más delincuentes y salteadores estaban recogidos y retirados; y con este buen avío del camino abreviaron la estada en lo alto, y caminando por la vía descubierta para los caballos, se bajaron en cinco jornadas a lo llano del valle de Neiva, donde supieron de una india que al camino les salió, que venía huyendo a favorecerse con los españoles, cómo los indios pexaos de aquellos altos, pocos días antes habían bajado a las poblazones que cerca de Neiva había, y asaltándolas, llevaron de ellas gran cantidad de gente, la cual en la propia sazón tenían atada en sus casas para comer; y la propia india era de ellos, y se había soltado por su buena diligencia pero con todo esto no quisieron volver atrás a remediar este daño y muertes tan propincuas como eran estas, y bajados que fueron a lo llano, caminaron por la falda de la propia sierra y cordillera, castigando y haciendo el daño que podían en la gente pexaos que por allí hallaban poblados, hasta que llegaron a las rojas lomas de las carnicerías, donde se alojaron, así para castigar la desvergüenza y rústica osadía de aquellos bárbaros, como porque era y estaba este alojamiento en comarca conviente para poder ser socorridos de gente y bastimentos de los pueblos de Timaná, Neiva y pueblo de la Plata, en donde había algunos soldados y vecinos que esperaban la noticia y nueva de la entrada de Domingo Lozano para seguirle e irse con él en descubrimiento de los páez.

El capitán escribió a las justicias de estos pueblos, haciéndoles saber su llegada y estada en aquella tierra, y la causa de su venida, y lo mismo escribió a don Pedro de Agreda, gobernador de aquella gobernación de Popayán, a quien eran sufraganos estos pueblos, enviándole el traslado de la comisión que la Audiencia le había dado, para que no se alterase de ver capitán extranjero en su gobernación. Pero con todo esto le pesó a don Pedro de la entrada de Lozano a poblar los páez, porque pretendía él enviarlos a poblar, y así quiso estorbárselo entreteniéndolo por allá con palabras y enviando gente por otra parte a que metiéndose en la tierra se anticipasen y poblasen; pero en todo halló muy tibios a los capitanes con quien lo trató, y así | lo dejó (de) hacer. Sólo mandó a los tenientes de los pueblos de la Plata, Timaná y Neiva que no le diesen ningún avío ni ayuda de carne ni soldados ni de otra cosa; y juntamente con esto respondió con medida, aunque fingidamente, a Domingo Lozano, ofreciéndole grandes ayudas de soldados y otros avíos y menesteres si se vía con él en Popayán, para dar orden en la entrada de su jornada, pues había de ser por el pueblo de la Plata.

Por embajador y mensajero, y con estas cartas, envió el gobernador Alonso de Faría, vecino de la ciudad de Popayán; pero todo este trabajo fue en vano, y los desinos del gobernador fueron frustrados, porque como Domingo Lozano y sus soldados viesen lo que les enviaba a decir y escribía, vieron claramente ser todas palabras fingidas y dobladas y no nada provechosas para su jornada si como el gobernador lo quería se hiciera, y así le replicaron lo más cortésmente que les pareció, rindiéndole las gracias del ofrecimiento que le había hecho y excusándose en todo lo mejor que pudo de cumplir lo que le enviaba a mandar. El gobernador de todo recibió alguna turbación y pena por ver que la provincia de los páez era, como he dicho, anexa a aquella su gobernación, porque fue descubierta y andada por el adelantado don Sebastián de Benalcázar, aunque no conquistada a causa de ser la tierra muy doblada y fragosa y los naturales muy belicosos y guerreros, pero repartiolos el adelantado y dio cédula de encomienda de ellos a vecinos de Popayán, y aunque tenía tan buen derecho no se aprovechaban ni usaban de él por estar tan apartados estos indios de aquella ciudad.

Fueron estos páez los que en tiempo del mismo adelantado Benalcázar mataron al capitán Tovar, hombre de gran estimación entre los indios y españoles, al cual Benalcázar envió con ciertos soldados a correr esta tierra de los páez y hacer cierto castigo en ella; y como Tovar era hombre de gran presencia y que se preciaba de traer la barba muy crecida, con que representaba un aspecto de rostro terrible y espantable, desolláronselo los indios, y el cuero del rostro con ciertos betunes que le pusieron lo conservaron mucho tiempo sin que se le pelase la barba, y lo traían por maravilloso espectáculo y representación en los convites y borracheras, y en las guerras que con otros indios tenían. Y con la muerte de este caudillo Tovar fue tanta la audacia que los indios tomaron contra los españoles que le fue necesario al adelantado Benalcázar retirarse y salirse con más de cíen hombres que tenía, de noche, para con más seguridad de los suyos escaparse del peligro en que estaba.

Fuérales cosa leve de hacer a los páez el desbaratar esta gente del adelantado, a causa de que en aquel tiempo eran raros los arcabuces que a las Indias pasaban, ni a las jornadas se llevaban. Los indios páez no tenían temor a las demás armas, porque por ellas se metían sin ningún pavor, y así les era fácil el alcanzar victoria. Más aun que después el adelantado Benalcázar envió al capitán Juan Cabrera a hacer el castigo en estos indios páez sobre la muerte de Tovar y los demás que mataron, ninguna cosa les escarmentó las crueldades que en ellos se hicieron, mas antes se quedaron con las cervices levantadas y con los mismos obstinados ánimos que antes se tenían.

Otras veces sin las referidas entraron otros particulares capitanes con copia de gente y soldados armados en esta provincia, haciendo todo el daño que podían en los naturales, y sin poder humillarlos se tornaban a salir; y así por estos respetos no dio el gobernador don Pedro mucha muestra de su sentimiento, por parecerles que con tan poca gente como Domingo Lozano llevaba no podía dejar de volverse a salir presto si los indios eran los mismos que solían, y así tendría él lugar de enviarla a hacer y efectuar.

Capítulo cuatro | [7] Cómo los españoles y Lozano su capitán llegaron a Guanaca, repartimiento de la villa de la Plata, y de allí pasaron a la sabana de la Puente de las Piedras, y tuvieron de paz los caciques Anabeyma y Esmigua y sus sujetos, y cómo fueron a dar vista cuarenta soldados a la poblazón de Abirama.

Luégo que Alonso Farías tuvo la respuesta de Domingo Lozano y los demás soldados, tan al contrarió de lo que él las esperaba y pretendía cuanto se ha dicho, se volvió la vuelta de la villa de la Plata, y de allí a Popayán, donde el gobernador estaba, a darle la relación del desinio de Domingo Lozano y su gente, que era a entrarse en los páez a poblar aunque fueran muchos menos de los que han, y así lo puso luégo por la obra.

El capitán Lozano, que en el mismo punto que Farías se apartó de él se partió con su compañía la vuelta de páez, y marchando lo más apresuradamente que pudo pasó por cerca de la villa de la Plata, donde le salieron al camino a Lozano el teniente y alcalde de aquella villa y se congratularon con él ofreciéndosele amigablemente a lo que le pudiesen servir y ayudar y favorecer ocultamente, por miedo de don Pedro de Agreda, gobernador, que les tenía con grandes penas mandado otras cosas en contrario. El capitán Lozano, dando muestras de haber recibido gran alegría y contento con la vista de estos dos ministros de justicia de aquellas villas y rindiéndoles las gracias por la amistad y ofrecimiento que le habían hecho, les rogó que le siguiesen y favoreciesen y ayudasen con la gente y soldados que pudiesen, y que se lo gratificaría en la tierra donde iba a poblar; y prometiendo de esperarles en Guaneca, repartimiento de aquella propia villa, aunque ocho o nueve leguas apartado de ella, pasó de largo y no paró ni se detuvo hasta llegar a Guanaca, repartimiento de buena poblazón para en aquella tierra, cuyo cacique y capitán se decía Nabeima, con otros principales a él sujetos que ni estaban de paz ni de guerra, mas con buen color robaban a los caminantes lo que querían, pidiéndoles las piezas que les parecían bien, los cuales no se los osaban negar porque por fuerza o de grado las habían de tomar por ventura con daño de salud y vidas.

Pero como el principal y cacique Anabama viese tantos españoles juntos en su tierra, temiendo recibir de ellos algún notable daño, salieron a ellos de paz él y los otros principales, llamados Arapue y Andivileo, porque como con rústica desvergüenza estaban acostumbrados a saltear domésticamente, temían recibir el mismo castigo en sus personas y haciendas, y con curiosidad de bárbaros, luégo de otros indios que entendían su lenguaje, procuraron informarse qué gente era esta española que en su tierra había entrado, y de dónde venían y a dónde iban.

Domingo Lozano recibió la paz de estos principales, y significándoles la falta y necesidad que de maíz y comida había entre los soldados, les dijo que le procurasen de ello y recibiesen el rescate que los soldados les diesen, bueno o malo. Los indios hicieron con liberalidad lo que se les mandó, y el propio día trujeron al alojamiento más de trescientas cargas de maíz, porque les había prometido el capitán que como les proveyesen de comida los soldados no irían a sus casas ni les harían daño en ellas; pero la paga que los soldados daban por el maíz a los indios no era muy de codicia, aunque los bárbaros no dejaban de estimarla y tenerla en mucho, que eran herraduras viejas y de poco provecho, cascabeles, pedazos de mantas y de zaraguelles viejos y otras cosas a este tono, por cobrar del mal pagador siquiera en pajas; y de esta suerte fue muy bien proveído el alojamiento de maíz. El cacique Anabeyma, entendiendo que los españoles iban a la provincia de los páez a hacer guerra y conquistarla, pareciole buena ocasión para vengarse de un cacique de la propia provincia, llamado Abirama, que pocos días antes, en prosecución de sus antiguas enemistades, le habían muerto veinte indios; y así habló al capitán Lozano ofreciéndose de seguirle con la más de su gente y de atraer a su amistad otro cacique llamado Esmisa, señor de mucha gente, que estaba más adentro, casi metido en la propia provincia de los páez y de la propia nación, que era cuñado de Anabeyma, si le favorecía y ayudaba en arruinar y destruir la tierra y personas de sus enemigos. Y como Lozano viese que de estas enemistades y discordias que entre los indios y principales había se le seguía a él gran provecho y era camino de apoderarse y entrar en breve tiempo y a menos riesgo en la tierra que pretendía poblar, ofreciose de hacer por entero lo que el bárbaro le pedía, y así pasó adelante con su gente, siendo ayudado de los indios de Anabeyma, que le llevaban las cargas, y se fue a alojar dos jornadas más adelante a una campaña rasa que está cerca de la poblazón desmisa, que se dice a la Puente de las Piedras, donde luégo vinieron indios desmisa a hablar a Domingo Lozano; porque Anabeyma, cacique de Guanaca, había ya enviado a hablar a Esmisa, y avisarle cómo había de seguir la parcialidad de los españoles.

El capitán dio muestras de haberse enojado con el cacique Esmisa y con el principal e indios que de su parte le habían venido a visitar, porque no habían traído mucha comida y de lo que en su tierra tenían, para que los españoles comiesen. Pero como los indios se excusasen diciendo que no sabían la costumbre y uso que en aquello habían de guardar, mostrándoseles más blando el capitán les dijo y dio a entender lo que habían de hacer; que era venir muchos y bien cargados de lo que tuviesen, con otras cosas tocantes a la confirmación de la paz y amistad que entre él y aquel bárbaro Esmisa había de haber dende en adelante, y cómo le habían de acompañar en aquella entrada de Páez él y su cuñado Anabeyma.

Dende a poco el capitán Lozano envió a Pedro Gallegos que con cuarenta soldados de a pie diese vista a la poblazón de Abirama y viese si había entrada para los caballos, porque estaba esta poblazón poblada en las riberas de un hondo río, cuyos altos eran tan derechos y fortificados por natura de grandes peñoles, que era imposible el bajar por donde los españoles entonces entraron, los cuales, saliendo de su alojamiento con el cacique Anabeyma y muchos indios de pelea suyos, que a la sazón habían llegado a la medianoche, fueron a amanecer muy cerca de la poblazón de Anabeyma, pero antes que bajasen a ella tomaron un muy acertado acuerdo, y fue dejar en lo alto una parte de los españoles en guarda de aquel paso, y los demás, bajando a la poblazón con los indios amigos por una cañadilla que los cubría y ocultaba, dieron tan de repente en los bohíos que de esta banda del río estaban que los moradores de ellos, turbados del repentino asalto y entrada de los enemigos, no tuvieron lugar de tomar las armas, mas cada cual huía como podía, y fue tanto el estrago que los indios de Anabeyma hicieron en esta poblazón de Abirama, y tan prestamente hecho, que en un momento con fuego la abrasaron y pusieron por el suelo.

Pero como los españoles viesen que los indios que de la otra banda del río estaban se movían con gran alarido y presteza con las armas en la mano a tomar los altos para ser señores de los españoles, no embargante que habían dejado buena guardia en el paso, se dieron gran priesa a juntarse, que andaban algo esparcidos, y comenzando a subir, algunos indios de Abirama, que por allí cerca se hallaron, se juntaron, y con hondas y lanzas se dieron a seguir a los españoles; pero como los arcabuceros se volviesen contra ellos, derribaron tres o cuatro indios de la primer rociada, con que los demás se arredraron y apartaron. Los indios amigos de Anabeyma, como vieron caídos los enemigos, acudieron con presteza para tomarlos, para quitarles las cabezas, y llevarlos consigo por trofeo y premio de guerra, costumbre entre ellos muy osada; mas no pudieron tomar más del uno, cuya cabeza se llevaron, y allende de esto le cortaron el miembro viril y lo pusieron en el camino, en oprobio y afrenta de los contrarios, porque entre estos bárbaros se tiene esta ceremonia por gran ignominia.

Recogiéronse de todo punto los soldados a lo alto, y juntándose con los demás se volvieron a su alojamiento sin recibir ningún daño de los enemigos, y sin hallar por esta parte camino acomodado por donde pudiesen bajar los caballos.

[1] La palabra “diez y seis” reemplaza a diez y siete, tachada. Vease nota 1 al libro 5°
[2] La palabra “diez y seis” reemplaza a diez y siete, tachada. Vease nota antecedente
[3] En la “tabla” de Sevilla se lee: “Pixaos”. En el manuscrito esta palabra está enmendada por “Pexaos”
[4] Siguen quince líneas tachadas de imposible lectura, aunque se observa que su contenido es un resumen del libro.
[5] El texto original dice “Diego”, enmendado en “Domingo” a todo lo largo del libro.
[6] En la “tabal” de Sevilla se lee “Diego”.
[7] En la “tabla” de Sevilla comienza el encabezamiento del capítulo así: En el cuál se escribe cómo…”

Capítulo cinco Cómo los españoles pasaron a Esmisa, y de ella entraron en Abirama y saquearon la poblazón, sin recibir daño ninguno, y lo que en el camino les sucedió con unos indios abiramaes.

Volvieron los soldados que saquearon parte de la poblazón de Abirama muy contentos de ver la poblazón que en aquel valle había parecido, pero como su entrada se les representó dificultosa para los caballos, estaban perplejos e indeterminados en lo que harían; porque como los caballos son tan temidos de los indios, y con ellos se conservan y defienden y ofenden los españoles muy bien, parecíales que debían buscar y hacer con sus propias manos el camino por donde pudiesen meter y entrar sus jumentos.

Anabeyma, que por extremo deseaba el daño y destrucción de los indios de Abirama, viendo la confusión en que los españoles estaban, les dijo que no estuviesen temerosos de que les faltaría camino apacible por donde metiesen los caballos, porque por la tierra desmisa, su cuñado, había muy buena y apacible entrada, por la cual irían a salir encima de la poblazón de Abirama, por la de la otra banda del río, por parte más cómoda y más metida en la tierra. Dio contento a todos estas palabras del bárbaro, y queriendo partirse para Esmísa llegaron al alojamiento Diego de Castro, teniente, y Villanueva, alcalde, justicias entrambos de la villa de la Plata, con otros españoles que con cautela habían traído consigo, fingiendo ir a Popayán, y como pocos días antes habían prometido estos dos jueces a Domingo Lozano que le seguirían y entrarían con él en los páez, saliéronse de su pueblo con seis españoles, derramando fama que iban a verse con el gobernador; porque como don Pedro de Agreda, que gobernaba aquella tierra por la Audiencia del Nuevo Reino, había mandado que ningunos vecinos entrasen con Domingo Lozano ni le diesen favor ni ayuda, temieron, y con razón, que si el gobernador sintía que de su voluntad seguían a Lozano, los había de castigar y quitar los indios que en la villa tenían, y así hubo cierta manera de fuerza fingida por parte del capitán Lozano, para que estos españoles y jueces le siguiesen, con los cuales y la demás gente se partió la vía desmisa, llevándoles las cargas y carruaje los indios de Anabeyma que con él iban; y en dos jornadas se fue alojar junto a la poblazón del cacique Esmisa, en un pedazo de tierra llana y rasa, puesta en buen lugar y seguro de ventajas que contra ellos se procurasen por los indios; porque aunque la gente de estos caciques se le habían siempre mostrado amigables y seguros, es gente toda la más de las Indias de fe tan dudosa e incierta, que no hay para que ninguno tenga por fija seguridad la palabra que los indios les dieren, porque cuando les parece se arrepienten, y no teniendo por afrenta el quebrantar la fe que han dado, intentan novedades contra los españoles y procuran aprovecharse de cualquier ocasión que la fortuna les ofrezca en las manos.

Dado, pues, asiento en las cosas del alojamiento como convenía, el cacique de aquella poblazón Esmisa y su cunado Anabeyma, que lo había ido a ver, vinieron juntos con muchos naturales de aquella poblazón a ver a los españoles y a su capitán y a hablarles y congratularse con ellos; y guardando la general costumbre que en esto se tiene, venían todos los indios cargados de maíz, yucas, batatas y auyamas y otras raíces y legumbres que ellos acostumbran comer, por presente para los españoles. Domingo Lozano recibió con alegre aspecto al cacique Esmisa y le abrazó e hizo otras caricias, agradeciéndole su visita y la paz y amistad que le venía a ofrecer, y dándole a entender lo mucho que con ella ganaba y los daños de que se excusaba con apartarse cuerdamente de la rebelión y opinión de sus vecinos, y otras muchas cosas que los capitanes suelen en semejantes tiempos decir a los caciques, tocantes al reconocer un rey y señor debajo de cuyo amparo están, y sin esto otras muchas amenazas tocantes a su particular provecho. El cacique Esmisa estuvo atento a todo lo que por medio de intérpretes se le decía y daba a entender, y con palabras y gesto grave, aunque bárbaramente dicho, dio por respuesta que él conocía el gran provecho que de la amistad y coliganza de los españoles le venía, especialmente que a él le era útil y provechoso el seguirlos, pues con su mano y con su ayuda entendía y pretendía tomar venganza de algunos agravios y otros daños que Abirama, su enemigo, con pujanza de gente y malvadamente, debajo de amistad, le había hecho pocos días antes. Ofreciose asímismo de acompañar con su gente y hombres de guerra a los españoles y guiarlos por camino útil, de suerte que fuesen siempre señoreando a los enemigos y no sujetos a recibir de ellos daño con sus galgas y piedras arrojadizas, que son las principales armas de que aquellos bárbaros usan y hacen con ellas mucho daño; porque como las piedras que tiran y echan a rodar desde las cumbres y altos de los collados y sierras son grandes y pesadas, y en el camino con su pesadumbre y vuelo y muy gran furia, ninguna cosa topan por delante que no la lleven tras de sí o la hagan pedazos o la destruyan o arruinen de todo punto, y por esto deseaba Lozano ser guiado por lo más alto de las lomas, y por donde con este natural instrumento no le hiciesen daño los enemigos.

Luégo otro día, ayudados y guiados de este principal y de sus indios, se partieron los españoles la vía de Abirama, y subidos que fueron a lo alto de un pequeño páramo que les era forzoso atravesar, se les pusieron sobre la mano izquierda del camino, en unos altos peñascos que la cordillera allí hacía, hasta doce indios abiramaes, con lanzas y adargas de cueros de tigres y osos y de otros animales silvestres, y haciendo grandes ademanes con los cuerpos y representando gran ferocidad con las voces que daban, comenzaron a decir que no era de gente que se jactaba de valiente ir tan perezosamente a la guerra; que el paso que los españoles llevaban eran más de pusilánimes mujeres que de briosos soldados, y que ellos no podrían presumir sino que iban a algunos desposorios, pues tan asentado y reposado llevaban el paso; que si eran tan valientes como decían que apresurasen el paso, porque abajo les estaban esperando su principal con la gente de guerra que tenía, y les pesaba de su tardanza, que con ella les había puesto en sospecha de ser incierta su entrada en aquella tierra, donde en breve habían de recibir el pago que su loco atrevimiento merecía.

Lozano procuró entretenerse y entendió bien con los intérpretes lo que los indios decían; y pretendiendo y queriendo antes abrazar la paz que con sangrienta guerra haber victoria, les dijo con las propias lenguas que se apartasen de aquella loca obstinación en que estaban y recibiesen la paz que en nombre del rey les ofrecía, por cuyo mandado él allí era venido, la cual les guardaría a ellos y a su cacique Abirama y a todos sus sujetos, como lo había hecho con Esmisa y Anabeyma, caciques que con él venían. Pero los bárbaros, menospreciando la paz con que Lozano les convidaba, respondieron con su rústica desvergüenza y arrogancia bestial, que ni ellos conocían al rey de los españoles ni lo querían conocer ni ver; que se dejase de tantas palabras, con las cuales pretendía ocupar el tiempo para gozar más de su vida y del mando que tenía y pasase adelante, a verse con los indios que le estaban esperando.

El capitán, con blandura, les tomó a requerir y rogar con la paz y amistad, mas los indios, como con las victorias pasadas estaban ufanos, menospreciando siempre lo que el capitán les ofrecía, le notaban de cobarde y palabrero, y le vinieron a decir que en aquella su plática y habla había usado y usaba de palabras tan melosas y engañosas que tenían gran deseo de destruirle el instrumento con que las forjaba, por que con él no engañase más gente ni los atrajese a sí, como había hecho a Anabeyma y a Esmisa y a los demás indios que le seguían. El capitán, visto esto y que ninguna cosa aprovechaban sus ruegos y ofrecimientos con los bárbaros, mandó a los soldados de la vanguardia que torciéndose hacia donde los indios estaban, caminasen a ellos con buen orden y con presteza, la cual (le ninguna cosa les aprovechó, porque antes de llegar a lo alto ya los indios se habían retirado y metídose por un poco de montaña que allá cerca tenían, donde se guarecieron y libraron del daño que pudieran recibir si la tierra fuera toda rasa.

De la cumbre de estos peñoles, donde los indios habían estado, dieron vista los españoles al pueblo de Abirama, que ya tenían cerca, cuya presencia les dio muy gran contento, y volviéndose a meter en el camino, dende a poco llegaron al propio pueblo, cuyos naturales estaban algo más turbados de lo que los indios habían dicho, porque los más andaban ocupados en recoger sus mujeres e hijos y haciendas y en llevarlas a esconder a partes seguras; y así fueron muy pocos los que tomaron las armas para hacer resistencia a los españoles, a los cuales ahuyentaron y rebatieron los arcabuceros con mucha facilidad, haciendo en ellos algún daño, de suerte que sin recibir los nuestros daño ninguno se entraron en el pueblo, que en aquella tierra era tenido por muy grande, y así por sus personas como por mano de los indios amigos que consigo llevaban, lo saquearon y robaron todo lo que en él había, y algunos españoles e indios de los anabeymas y esmisas fueron siguiendo el alcance de los enemigos que iban huyendo, y haciendo en ellos el estrago que podían.

El capitán hizo señal de recogerse, y acudiendo a ella todos los soldados, se alojaron en un alto de aquella poblazón, de donde señoreaban casi toda la más de la tierra de los páez, lugar seguro para con galgas ni otras armas rodaderas no ser ofendidos de los enemigos.

Capítulo seis En el cual se escribe cómo fue poblada la ciudad de San Vicente de Páez, y algunos recuentros que los indios tuvieron con los españoles, y la muerte de un muchacho que tomaron a manos, y el castigo que sobre ellos se hizo.

El día siguiente fue de gran calamidad para los indios abiramaes, porque como estos bárbaros quisiesen tentar su fortuna y hubiesen ya puesto en lugares seguros sus mujeres e hijos, acudieron muchos por diversas partes, y así en diferentes lugares tenían recuentro y pelea trabada con españoles e indios de los esmisas y anabeymas que en el alojamiento estaban, los cuales, con el favor y calor de los soldados, salían con mucha osadía a correr la tierra y a destruír, talar y quemar cuanto por delante topaban. Porque los abiramaes, luégo que reconocieron el daño que los arcabuces les hacían, queriendo conservar sus vidas, no osaban acercarse a los españoles, y así andaban arredrados muy a lo lejos, y daban lugar a que los indios sus enemigos hiciesen el mal que quisiesen en sus casas y haciendas.

Acudió este día mucha chusma de gente de Esmisa a gozar de los despojos de Abirama, y así andaban por los montes y pajonales sacando por rastro las menudencias y baratijas que los naturales de aquella poblazón habían escondido y se lo llevaban a sus casas. Demás de estos temporales daños, fueron con arcabuces y alcances de caballos muertos algunos indios, los cuales con gran presteza los amigos procuraban tomar para quitarles las cabezas y desollarles los rostros y aforrarlos en ciertas calabazas donde los conservan y tienen en memoria de su victoria. También se cargaban de brazos, piernas y otros pedazos de indios muertos para que comiesen algunos pexos que entre ellos venían, porque los esmisas y anabeymas y los demás indios páez no comen carne humana, y solamente de los indios muertos en la guerra toman los rostros, como he dicho.

Demás de esto, envió este propio día, luégo que amaneció, el capitán algunos soldados a la poblazón de Abirama abajo a recoger maíz y comida, para que antes que los indios de la tierra la recogiesen y alzasen, tener proveído su alojamiento, porque pretendía detenerse allá algunos días, hasta quebrantar las cervices de aquellos bárbaros que con tanta arrogancia habían en estos principios hecho muestra de ser rebeldes y contumaces. Pero aunque estos soldados no llevaban caballos, que es a quien los indios más temen, con los arcabuces se defendieron de muchos acometimientos que los bárbaros les hicieron, y así se volvieron al propio día, aunque ya tarde, al alojamiento.

Los vecinos de la villa de la Plata, desde este alojamiento, se quisieron volver a su pueblo, por lo cual se movió entre la gente y soldados de Lozano plática, que para que estos soldados llevasen alguna buena nueva a la gobernación y fuesen socorridos y proveídos de lo necesario, y no se tuviese esperanza de que se habían de tornar a salir, que en aquel propio sitio y alojamiento poblasen, con aditamento de mudarse cuando el tiempo les diese lugar a una sabana y campiña llana que desde donde estaban se parecía junto a la poblazón del propio cacique y señor de Páez, de quien venía esta denominación a la provincia. Pareciole bien al capitán Domingo Lozano este acuerdo, y así lo puso luégo por obra, porque demás de serle a él cosa necesaria le pareció que recibían en ello gran contento los soldados; y así, por el mes de enero del año de sesenta y tres hizo la fundación de su pueblo con las acostumbradas ceremonias, al cual llamó la ciudad de San Vicente de Páez, y en ella nombró alcaldes y regidores de los principales que consigo traía y otros oficiales que es costumbre nombrarse en semejantes poblazones y fundaciones de pueblos. Celebraron todos con gran regocijo la poblazón de la ciudad, y dende a poco se salieron los vecinos de la Plata, los cuales se ofrecieron de proveerles de ganado vacuno para su sustento, obligándose los principales de Páez a pagárselos.

Con todo esto los naturales de aquella provincia no cesaban de hacer continua estorbación y muestra de gente de guerra, haciendo continuos acometimientos desde lejos, porque como el lugar del alojamiento de su naturaleza estaba fortificado, no podían los indios por ninguna parte llegarse a hacer daño en los españoles, y así nunca lo recibieron, sino fue en un muchacho mestizo, de edad de trece o catorce años, que se apartó del alojamiento y fue arrebatado por ciertos indios que cerca de allí se hallaron, a vista de los soldados, por una ladera arriba, conl gran alarido y regocijo, cantando entera victoria, como si de todo punto hubieran desbaratado los españoles; y aunque salió gente tras ellos, la tierra era tal y la ventaja que llevaban tanta que nunca les pudieron dar alcance, y así dieron al mestizo la más cruel muerte que pudieron, y lo enterraron casi en la haz de la tierra adentro de un bohío, dejándole las manos fuéra. El capitán Lozano, sintiendo mucho este poco daño que le habían hecho, porque con él no se ensoberbeciesen los indios, envió luégo, la propia noche, cuarenta soldados que corriesen la tierra hacia aquella parte donde los indios habían llevado al muchacho e hiciesen el daño que pudiesen.

Salieron los soldados bien aderezados a la medianoche en punto, y bajando una larga cuesta que tenían que bajar, pasaron las juntas de Abirama y llegaron a cierta poblazón que en un pequeño llano se hacía, y no hallaron gente ninguna, y pasando adelante subieron a una cuchilla bien angosta que por ella se hacía, y en lo más llano de ella hallaron un gran bohío lleno de gente dentro y fuéra, que todos estaban durmiendo y cansados y borrachos de lo que habían bailado y aun bebido aquella noche. Los soldados, no perdiendo punto de la ocasión que entre las manos tenían, se arrojaron a herir y matar en ellos con crueles heridas que con las espadas les daban; y fue tanta la turbación de los bárbaros de este repentino suceso que ni hallaban ni sabían por dónde huir, mas con la oscuridad de la noche y con el dolor de las heridas se arrojaban por las laderas y hondos despeñaderos donde acababan de expirar hechos pedazos y molidos. Pero con este suceso que era de temer, ninguna cosa se ablandaban ni domaban los bárbaros, porque como algunos soldados tomasen indios vivos a manos por los cabellos y procuraban que se rindiesen para llevarlos vivos, ninguna cosa prestaba a que se ablandasen, antes procurando ofender a los que los tenían presos con solos sus puños cerrados, sin otras armas ningunas, forcejaban dando muestras de ánimos invencibles; pero ninguna cosa les aprovechaba, antes dañaba, porque los soldados, enojados de su temeridad, les daban de puñaladas y los mataban.

Venido el día los indios comarcanos, sintiendo y viendo los españoles donde y como estaban, se comenzaron a juntar con gran alarido y venir con las armas sobre ellos; pero esto no fue hecho con tanta presteza que primero no tuvieron lugar los soldados de hallar y desenterrar el mestizo muerto, al cual cargaron en un payés y lo llevaron consigo para darle sepultura. Demas de esto, dos solos indios que tomaron vivos los empalaron en el propio lugar que el muchacho había sido muerto; y hecho esto comenzaron a bajar la cuchilla, y los indios a arrimárseles y venir sobre ellos. Pero como los arcabuceros muy a menudo disparasen contra ellos sus pelotas, hacíanlos que se detuviesen y no pasasen tan adelante como querían, y así con gran trabajo y riesgo pasaron el río, aunque sin recibir daño ninguno, donde luégo entraron en un poco de tierra llana, y allí fueron más perseguidos de los indios, porque como por todas partes les fuesen cercando y ofendiendo, era la pelea en este lugar más peligrosa para los españoles y aventajada para los indios. A esta sazón se acercó donde los españoles e indios estaban peleando un solo indio, cubierto con una manta colorada, con una varilla en la mano, diciendo a muy grandes voces que era cosa de grande infamia y de gente pusilánime que tanta multitud de indios no tomasen vivos y a manos tan pocos españoles, y que no sólo consentían o pasaban con esto, pero que les hubiesen desenterrado el mestizo y se lo llevasen cargado; y con estas y otras cosas que dijo, puso tanto brío y coraje en los indios que arremetiendo de tropel a los nuestros se les acercaron a bote y golpe de lanza y les quitaron el mestizo muerto que llevaban y les pusieron en gran peligro de ser desbaratados; pero tuvieron gran aviso los soldados de no dejar mezclar los enemigos entre sí, antes cerrándose en escuadrón se iban retirando con la presteza que podían a la loma y cuchilla y subida para el alojamiento y pueblo, porque allí eran más señores de los indios y no podían recibir ningún daño de ellos, y así fue que en la hora que comenzaron a apoderarse en la cuchilla, los indios se detuvieron y dejaron de seguirlos con el ahinco que de antes lo solían hacer, aunque por las laderas y lados de las cuchillas nunca dejaban de andar y atravesar muchos indios a los cuales ofendían. Desde lo alto del alojamiento de los españoles eran echadas muy grandes galgas y piedras con que de todo punto los hicieron aflojar y dejar de seguir a los nuestros, los cuales subiendo su poco a poco, aunque bien cansados del trabajo pasado, llegaron al real sin haber recibido ningún daño de mano de los enemigos, que fue muy gran contento para el capitán y los demás soldados.

Capítulo siete En el que se escribe el temor que los españoles cobraron de la guazabara pasada, y cómo fueron reprehendidos ellos | [1] por su capitán, y algunas emboscadas que se hicieron, y cómo Pedro Gallegos fue con gente a las poblazones de la otra banda del río de Páez, y lo que allá | [2] les sucedió.

De la guazabara pasada quedaron con algún pavor los soldados que en ella se hallaron, en ver cuán briosa y obstinadamente les habían seguido los indios y en cuánto peligro estuvieron de perecer todos a sus manos, y parecerles que si otras salidas se hacían y los indios los seguían con los mismos ánimos que este día lo hicieron, que no podían dejar de recibir notable daño.

El capitán Lozano, que por algunas exteriores muestras entendió lo que en el ánimo de los soldados había, sin dar a entender nada de lo que sentía, les habló animándoles a que sufriesen con buen ánimo los trabajos de la guerra, pues el premio que de ella esperaban era para perpetuo descanso de todos, y en la guazabara y pelea que aquel día habían tenido había sido muy en su favor, y de ella habían cobrado reputación y loa de hombres de invencibles ánimos y de grandes fuerzas, pues a tan pocos españoles y a pie, sin el ayuda de los caballos, no les habían desbaratado ni ofendido notablemente tanta multitud de bárbaros como se habían juntado que en la muestra que habían dado parecía estar juntos todos los más naturales de aquella provincia, con lo cual habían quedado los indios muy atemorizados y perdida la esperanza de haber victoria contra los españoles, y así harían los acometimientos más flojamente. Demás de esto les dijo que para que los españoles anduviesen más seguramente y los indios de todo punto no se les desvergonzasen, no irían dende en adelante a parte ninguna sin llevar caballos que con las espantables presencias y ligerezas, y con aquel estruendo que con el anhélito y resoplido van haciendo ponen entero temor a los enemigos y los hacen que no se lleguen tan de golpe ni se acerquen a los españoles.

Parecioles bien a todos lo que su caudillo les había dicho, y así se comenzaron a alegrar y cobrar buena esperanza de salir al cabo con su conquista, y dobloles el contento en que a este mismo tiempo les entró el ganado que Villanueva, vecino de la villa de la Plata, les había vendido y les enviaba, porque ya tenían falta de comida de carne; pero con todo esto no había mucha ociosidad entre los soldados, porque luégo que hubieron descansado, el capitán los ocupó en hacer emboscadas en algunas partes montuosas apartadas y cerca del pueblo o alojamiento de los españoles, donde hizo algún daño en los indios de la tierra que descuidadamente entraban en ellas; aunque esto turó poco, porque luégo que entendieron las astucias y engaños de que los nuestros usaban iban con prudencia y sobre aviso por doquiera que caminaban, y por esta causa fue enviado Pedro Gallegos con cuarenta soldados y algunos caballos y arcabuces a ciertas poblazones que de la otra banda del río de Páez había, donde los indios de aquellas poblazones y otros que con ellos se habían juntado, procuraron defender la subida y hacer daño en los nuestros; mas fue en vano su deseo, porque con el ímpetu de los caballos y arcabuces fueron echados de donde estaban haciendo la resistencia, y aun algunos heridos y muertos, y así siempre anduvieron arredrados y apartados de los españoles, y les fueron saqueadas y arruinadas sus poblazones por los indios amigos desmisa y Anabeyma que consigo llevaban. Mas los bárbaros pretendían bajarse y vengarse a la bajada y tornavuelta de los españoles, porque tenían un mal reventón de cuesta bajo que descender, donde no se podían aprovechar de los caballos; y aunque en ello pusieron mucha diligencia, y siguieron muy briosamente a los españoles, ningún daño les hicieron, antes fueron con los arcabuces muertos algunos indios, cuyos cuerpos los amigos en breve despedazaron, y cada cual, en señal de la victoria que había habido, se lo cargaba e iba cantando con él, para no más de hacer aquella muestra de los que se habían muerto, pero no para comer, porque como he dicho, aquesta gente no come carne humana, según lo hacen los pexaos.

De toda la bajada era lo más peligroso un derecho reventón, que estaba casi cerca de lo bajo, o llano, en cuyos lados y laderas estaban escondidos muchos indios, para en metiéndose los españoles en aquella estrechura, cerrar con ellos y ofenderlos juntamente con la demás gente que los venía siguiendo y apretando la retaguardia. Los soldados, atalayando y mirando bien lo que les convenía y era necesario, descubrieron la gente que en las laderas estaban esperando su pasada, y dando en ellos los arredraron y apartaron de sí; pero venían de tan cerca los que seguían la retaguardia que casi hubieran de desbaratar los españoles, por venirse tan de golpe acercando a ellos. El remedio que se tuvo para atajar este daño y riesgo, fue volverse a lo alto todos los de a caballo y salirse de aquel angosto paso y con los arcabuceros seguir el alcance contra los indios basta echarlos bien lejos, y volviendo con presteza bajaron sin tanto riesgo el peligro en que estaban o que allí los detenía, y con toda esta diligencia, acudieron con tanta presteza indios a echar galgas o piedras a rodar que hubieron de lastimar con ellas algunos caballos y algunos que con ellos iban, y luégo pasaron el río de Páez y comenzaron a subir la loma arriba hacia el alojamiento, donde los indios amigos, con sus cuartos de indios muertos en los hombros, tomaron la vanguardia puestos en buena ordenanza. Caminaron con gran armonía y bárbaro estruendo de voces y alaridos, así de sus propias gargantas como de cornetas y otros rústicos instrumentos de que ellos usan, con que ponían espanto a los que los oían.

Holgose el capitán Lozano de ver entrar en su alojamiento de esta suerte estos bárbaros, por parecerle que era gran parte para sustentar los ánimos y trabajos de los soldados, y también porque en esta salida no le habían herido ningún español ni indio de los amigos, que parecía gran favor de la fortuna; y demás de esto vía que los indios enemigos que a la mira estaban no voceaban con el contento que solían, antes con un triste silencio daban a entender haber recibido de los españoles más daño de lo que a ellos les parecía haber hecho; porque como los indios se les habían acercado mucho diversas veces, los soldados, echando en los arcabuces muchos perdigones, herían más de los que pensaban, metiéndoseles los perdigoncillos por los pechos y barrigas, y como allí con el calor y fervor de la pelea no sentían nada, en yéndose a sus casas y descansando se resfriaban y pasmaban y sin saber de qué se quedaban muertos, y como los indios no vían más de la señal que el perdigón en la entrada hace, que es muy pequeña, espantabanse de aquello y reinaba en ellos gran miedo y temor de los arcabuces, porque claramente vían que este daño lo recibían con ellos; mas entre sí decían que no por eso habían de cesar la guerra ni dejar de pelear, porque entendían que la furia de los arcabuces para damnificarlos se había de acabar.

Capítulo ocho En el cual se escribe cómo un indio, señor de las salinas de Páez, salió | [3] de paz, y la entrada del capitán Narváez en esta tierra, y cómo los españoles levantaron sus toldos y caminaron la vía de Páez a buscar sitio para fijar el pueblo, y lo que en el alojamiento de Tarabira les sucedió.

Porque la primera paz que los españoles en esta provincia tuvieron fue de un solo indio tuerto, haré aquí particular mención de él.

El siguiente día, después que sucedió la guazabara pasada, salió al alojamiento de los españoles este indio, con sólo un ojo, que pareció no buen pronóstico para principio de paz, el cual trajo de presente al capitán obra de una arroba de sal, y le dijo cómo él y otra mujer viuda eran señores de ciertas salinas que en aquel valle había, de las cuales artificialmente hacían sal, con que, por vía de rescate, se sustentaban y proveían de lo necesario, sin embargo de que todos los caciques e indios de aquella provincia que querían ir a hacer sal, no se les estorbaba ni impedía el hacerla, y los que no se querían poner a este trabajo, ellos se la daban porque les ayudasen a guerrear contra los pexaos, sus capitales enemigos que les venían a saltear y destruir y les llevaban sus mujeres e hijos y hermanos y les habían muerto mucha gente; que ultra de las calamidades pasadas que de mano de los pexaos hablan recibido él y sus sujetos, él se vía propincuo y cercano a recibir otros tales daños por mano de los españoles y de los indios esmisas y anabeymas que los seguían; por tanto que venía a ver si los podía remediar por alguna vía, porque él no quería ser contra ellos, sino su amigo, y servirles mientras en la tierra estuviesen, y proveerles de la sal que hubiesen menester.

El capitán Lozano mostró contento de ver la humildad de este bárbaro, y no menospreciando su amistad le agradeció su venida y el ofrecimiento que con la paz le hacía; y después de haberle dado bien a entender las condiciones de ella, le hizo otras interrogaciones acerca del disinio y propósito que los demás indios tenían en seguir la paz o la guerra. Mas el tuerto siempre se retificó en que estaban obstinados en seguir el guerrear y defender su libertad, porque aborrecían con entrañable odio la sujeción y servidumbre que sobre ellos querían o pretendían los españoles poner; mas con todo esto Domingo Lozano envió a aquel indio que fuese a hablar a los demás por allí comarcanos, y de su parte les convidase con la paz y les certificase que si la recibiesen serían relevados de todo daño y trabajo, ellos y sus mujeres e hijos, y conservadas sus haciendas y casas. El indio se fue con su embajada, y la respuesta que otro día trajo fue decir que no había sido oído por los indios, antes lo habían querido matar porque se había coligado con los españoles y de su parte les iba a hablar. El capitán no curó de enviarles a hablar, por excusar de riesgo al indio, al cual envió que se fuese a su casa, y siempre conservó la amistad con los españoles.

Después de esto, que era por fin de febrero, determinó Domingo Lozano, con acuerdo de todos sus soldados, de mudar el pueblo la tierra adentro en la parte más acomodada que hallase para poder estar de asiento y edificar y hacer sus labranzas, porque ya donde estaban les iba faltando la comida. Y estando ya casi de partida entró el capitán Narváez con ocho soldados que venían de Popayán a ayudar a conquistar y pacificar la tierra, y a tener indios en ella; por cuyo respeto se detuvieron otros cuatro días más, después de los cuales, alzando todos sus tiendas, caminaron concertadamente, según el peligro y atrevimiento de los enemigos lo requería; y bajando toda la loma abajo se alojaron este día en el llano que al pie de ella estaba; y el día siguiente, atravesando el río de Suyn, que a la mano izquierda tenían, subieron por la cuchilla de en medio, donde se había hallado el mestizo enterrado, en la cual se les pusieron algunos indios a echar galgas y defender su subida; pero como los arcabuceros disparasen contra ellos sus arcabuces, fueron echados del alto, y así subió la gente sin peligro, hasta llegar a una poblazón que en lo alto estaba, llamada Tarabira, de la cual era señora una india principal, hermana del señor de Páez y de Tallaga y Simurga, indios principales y caciques en aquella tierra: todos estos de diferente parcialidad que Abirama, porque Abirania sustentaba guerra por sí, y Emisa, con Suyn, su padre, eran cabezas de otra parcialidad, de suerte que estas tres parcialidades había en esta provincia a cuyos principales se arribaman y seguían los demás caciques de la tierra, según a cada uno le parecía.

Puestos los españoles en la poblazón de Tarabira, se comenzaron a esparcir por una y otra parte con los indios anabeymas, sus amigos, a buscar qué robar y juntar maíz para comer los días que allí habían de estar. Los naturales de la parcialidad de Tarabira juntaronse y vinieron cercando a los nuestros y a trabar y comenzar a pelear en diversas partes con ellos. Pero como todo era en lugares que los caballos podían llegar y alcanzar a los enemigos, no peligró ninguna gente, salvo el cacique Anabeyma, que con algunos de sus indios y cinco españoles arcabuceros se apartó algo más de lo que convenía en lugar peligroso, donde fue cercado de muchos indios de Talaga, indio principal de aquella tierra, con los cuales peleó y se defendió él y sus indios y los cinco españoles muy briosamente; pero como de los enemigos acudiesen muchos y los cercasen por todas partes, fueron puestos en grande riesgo y aprieto, y perecieran todos si con brevedad no fueran socorridos; porque como el capitán Domingo Lozano tuviese noticia del riesgo en que estaban y del cerco que los enemigos les tenían puesto, envió con presteza algunos soldados arcabuceros en caballos para que con más brevedad (llegasen), y juntándose con los demás españoles e indios amigos hicieron rostro y acometieron a los contrarios, e hiriendo en ellos los echaron de sobre sí, y se vinieron todos juntos a donde Domingo Lozano con la demás gente se había ya alojado en parte cómoda y llana para poder mandar los caballos. Reprehendió el capitán con alguna aspereza a los cinco soldados que se habían desmandado, porque de sus muertes se podía seguir general daño a todos, y en pena de su atrevimiento les mandó velar ciertas noches a reo.

Luégo otro día envió Lozano a llamar al cacique Suyn, que le viniese a ver y a dar muestras de su amistad, la cual por mano desmisa, su hijo, le había prometido. Era este Suyn hombre ya muy viejo y de tan débiles fuerzas que no podía caminar, por lo cual envió otro hijo suyo, tuerto de un ojo, con ciertos indios y comida, excusándose de su venida con su vejez. Recibió en su amistad el capitán a estos indios, y diciéndoles lo que habían de hacer para conservar la paz y amistad con los españoles los tomó a enviar, prometiéndole a él y a su padre que si con fidelidad guardaban la paz les haría todo buen tratamiento y no se les haría ningún daño en sus labranzas ni haciendas ni personas. Suyn se holgó de ver volver tan contento a su hijo y a sus sujetos, y otro día envió al alojamiento de los españoles una hija suya, mujer de buena disposición y gesto, llamada Pasagua, la cual le pareció tan bien la compañía de los españoles, que haciendo ella allí también su ranchería se estuvo con los indios que traía tratando afablemente con los soldados y haciendo a los indios que consigo había traído que les sirviesen y trujesen leña y yerba y todo lo demás que les mandasen, hasta que después de ciertos días se mudaron y pasaron adelante la vía del cacique y señor Páez.

[1] En la “tabla” de Sevilla se lee “reprendidos de ello por”
[2] En la “tabla” de Sevilla se lee “y lo que en ella”
[3] En la “tabla” de Sevilla se lee “se salió”

Capítulo nueve En el cual se escribe cómo el capitán Lozano se partió del alojamiento de Tarabira, y bajando con gran peligro de su gente al río de Páez caminó por las riberas de él y se fue a alojar a la mesa de Páez, donde el pueblo se había de fijar.

Los indios enemigos no se quitaban de sobre los altos, atalayando la salida de los españoles y derrota que habían de llevar, porque como he dicho, la principal guerra de estos bárbaros era en laderas y descendidas o bajadas de lomas, donde apoderándose ellos siempre de lo alto, procuran ser señores de sus contrarios y ofenderles con las galgas y otras armas arrojadizas de que usan. Y así, en comenzando a marchar los españoles y a seguir su vía, que era tornar a bajar al río de Páez por otra parte contraria de la por donde habían subido, fue tanta la multitud de los bárbaros que acudieron a ofender y dar en la retaguardia, que fue necesario acudir allí los más arcabuceros a ojear con los arcabuces los indios que se les acercaban mucho; y porque en la cuesta abajo que ya la gente iba descendiendo, no tuviesen lugar de ofenderles los indios con las galgas, se quedaron los arcabuceros en lo alto guardando el paso, para que los indios no se llegasen a él a echar las galgas. Pero como antes de tiempo los soldados que hacían la guardia de este paso lo desamparasen, porque aun la demás gente y carruaje no había llegado a lo bajo y llano ni salido de donde les pudiesen ofender, los indios se llegaron con presteza y arrojando una tempestad de galgas que echaron a rodar hubieran de hacer gran daño en el bagaje y servicio de los españoles; pero, permitiéndolo Dios así, solamente arrebataron con el golpe de algunas grandes piedras un caballo con dos petacas de ropa y un toro, que despeñándolo una piedra o galga de aquellas que rodaban se hizo pedazos, y fue cosa de maravilla ver que, como todo el ganado vacuno estuviese remolinado en un mal paso y no quisiese caminar ni descender a lo llano, en el punto que vieron despeñarse el toro, como si con esto reconocieran el daño que de su estado allí les podía venir, comenzaron todas las demás reses a bajar con gran presteza a lo llano corriendo la cuesta abajo cual más podía. En la demás gente no hicieron daño las piedras o galgas, excepto en dos soldados españoles, que casi sin tocarles, sino con el ímpetu con que iban volando, una piedra les lastimó en las espaldas, sin que el daño les causase peligro.

Los arcabuceros que en lo alto habían quedado al tiempo que los desampararon, se bajaron otra bajada diferente de la que la demás gente había llevado. Aunque era más derecha, había en ella menos peligro y daño; mas con todo esto los fueron siguiendo los indios, y poniéndolos en mucho aprieto y riesgo. Bajados todos a lo llano y riberas del río de Páez, se alojaron, y todo lo que del día les quedaba lo pasaron en rebatir los enemigos que por muchas partes se les iban siempre acercando y procurando hacer daño.

Otro día de mañana amanecieron algunos escuadrones de indios sobre el real, aunque algo desviados, porque por temor de los caballos no osaban bajarse a lo llano ni acometer al alojamiento. Domingo Lozano y otros buenos jinetes, armandose con sus acostumbradas armas, salieron a los indios, y haciendo en ellos una manera de acometimiento se comenzaron a retirar, fingiendo que huían para con esta cautela ver si podían hacer a los indios bajar a lo llano. Volvieron las espaldas a los enemigos, los cuales como es gente que usan de pocos ardides en la guerra, entendiendo que era cierta la huída de los españoles, se bajaron a gran priesa tras ellos, tirándoles piedras con hondas y arrojándoles lanzas o dardos, que son sus principales armas. Los nuestros, cuando les pareció tiempo conveniente, revolvieron las riendas de sus caballos sobre los enemigos y espoleándoles apriesa alcanzaron algunos que alancearon, de los cuales quedaron tendidos allí en el suelo parte, y los demás, con peligrosas heridas, huían ligeramente y se encaramaban por la aspereza de las cuchillas y lomas. Tomose en este alcance un solo indio vivo, del cual se informó el capitán qué desinos fuesen los de aquella gente que tan obstinados estaban en su rebelión. El bárbaro claramente dijo que pretendían llevar adelante la guerra y hacer todo lo que pudiesen hasta echar a los españoles de su tierra; pero sin embargo de esto fue enviado este indio que tratase con sus compañeros de que cesando la guerra siguiesen la paz y fuesen amigos; mas los bárbaros no vinieron en ello, y así se volvió el mensajero sin quebrantar la palabra que por esta vez había dado de volver a su compañía; pero como otra vez le enviasen con el mismo mensaje y tratos de paz, acordó no volver con la respuesta, por no ponerse a riesgo de perpetua servidumbre.

Estuviéronse en esta ribera alojados los españoles cuatro o cinco días, comiendo de las comidas que alderredor tenían y oyendo continuas gritas que desde los altos les daban los indios sin que osasen bajar a lo llano. Después de estos días fueron levantadas las tiendas y toldos de los españoles y caminaron por unas llanas vegas que por las riberas del río arriba se hacían, llevando la sierra a mano izquierda y el río a mano derecha, sin que pudiesen ser ofendidos de los indios, porque como la sierra iba continuamente apartada y los indios no osaban bajar a lo bajo a ofender, no se podían ayudar nada de la tierra contra los nuestros, salvo en aquellos lugares donde por llegarse a juntarse mucho algunas cuchillas que de la sierra bajaban con el río causaban ser el llano y camino que llevaban angosto, y podían los indios dende estos altos aprovecharse de sus hondas y piedras contra los nuestros; pero no era tanto el daño que hacían cuanto el que recibían, porque como entre los españoles iban diestros arcabuceros y llevaban arcabuces que alcanzaban muy a lo largo, hacíanse por ellos muy buenos tiros en los enemigos, donde acontecía ponerse un indio con su rústica desvergüenza a tirar desde un alto con su honda y piedras a los españoles y hacerles la perneta, que es cosa muy usada entre estos bárbaros, y decir muchas palabras vituperiosas en que empleaban toda su furia, y cuando el indio estaba metido más en fervor con estas sus amenazas, le vían rodar la cuesta abajo del golpe que la pelota del arcabuz en él hacía.

Llaman los soldados en estas conquistas la perneta a todos los ademanes que, en semejantes tiempos, de lugares seguros hacen los indios vituperando o menospreciando a los españoles.

De la otra banda del río iban siguiendo a los nuestros muchos indios, teniéndose por seguros a causa de estar el río en medio, que aunque no era muy caudaloso, las altas barrancas que tenía estorbaba a los nuestros que no lo pasasen cuando quisiesen, y así luégo que Domingo Lozano halló paso por donde los caballos pudiesen pasar, hizo que quince hombres de a caballo pasasen a correr la tierra de la otra banda y ahorcar | [1] los indios que les iban siguiendo, donde se alancearon algunos indios, cuyas cabezas en un proviso les eran quitadas por algunos de los indios anabeymas que de la otra parte pasaron con los de a caballo; en todo les sucedió tan bien a los españoles que sin perder ningún soldado llegaron a la mesa de Páez, que era un llano muy vistoso y en la sazón muy cultivado y sembrado, de media legua de largo y la mitad de ancho, y en él había mucha casería, aunque sus moradores se habían ausentado por ver entrar los españoles en su tierra.

Hizo el alojamiento el capitán Lozano de los españoles en medio del llano, en el paraje de una muy buena fuente de agua que nacía al pie de una cuchilla o loma que bajaba de lo alto de la cordillera y páramo, con que se regaban y proveían de agua todos los moradores de aquel llano; y hecho esto, luégo incontinenti se comenzaron a esparcir y derramar los soldados por la casería que por el llano había, a juntar maíz y madera para hacer sus casas en aquel sitio, donde pretendían hacer la fundación y edificación de su pueblo; y así cada cual se prevenía de lo que había menester para largo tiempo; y soldados había que enteras como estaban llevaban al alojamiento algunas casas de indios, por ser pequeñas y apañadas para ello y les aprovechaban mucho. Los naturales casi no hacían ostentación ni muestra ninguna por allí, porque todos andaban turbados y alborotados del atrevimiento que los nuestros habían tenido en metérseles por sus puertas y casas, metiendo y poniendo sus mujeres e hijos en partes seguras para después salir con la gente que fuese para ello a seguir la guerra y a pelear con los españoles. Porque por ser esta gente de los sujetos aquel cacique o señor llamado Páez, les pareció que a ellos les competía más derechamente el haber victoria contra los nuestros y echarlos de la tierra que a los de las otras poblazones por donde antes habían pasado.
Capítulo diez En el cual se escribe las propiedades y condiciones del sitio donde se pobló | [2] la ciudad de San Vicente de Páez, y cómo fue en él fijada por el capitán Domingo Lozano, y otras cosas que sucedieron hasta que Juan del Olmo salió a pedir socorro a Popayán.

Era este sitio donde los españoles estaban y el pueblo se había de fijar, como se ha dicho, muy llano y raso, y de muy buen temple y alegre cielo, y así en sí representaba la tierra una alegría general que alegraba mucho a los soldados y los animaba; y demás de esto, el propio sitio y mesa donde estaban alojados, daba muy buenas y grandes muestras de ser tierra muy fértil y cultivada para que los españoles luégo pudiesen hacer sus sementeras, y pudiesen prevenirse de comidas de su propio trabajo y cosecha, pues los trabajos y calamidades de la guerra demás de apocar la que los indios de presente tenían, hablan de ser causa que no sembrasen los campos como lo solían hacer aquellos naturales que ninguna muestra daban ni habían dado de tener paz ni amistad con los españoles. Las aguas les eran muy sabrosas, dulces y delgadas, especial las que manaban de aquella fuente que cerca del pueblo y al pie de la cuchilla nacían en tanta abundancia que con ser a esta sazón la fuerza del estío echaba de sí aquella fuente un muy grueso golpe de agua. Para la provisión y servicio del pueblo tenían muy cerca grandes montes de leña, y toda la tierra producía alderredor muy buenos herbazales para el sustento de los caballos. Finalmente, la tierra daba muestras y apariencias de fertilísima, y con el buen temple de aire y cielo que la acompañaba, se vían en ella claras y evidentes señales de que todo lo que en ella quisiesen sembrar y plantar se daría y habría fruto de ello; y después de ocho o diez días que hubieron estado los españoles alojados en este sitio, en el cual tiempo ningunos indios habían osado a bajar a lo llano a darles guazabaras ni hacerles otro acometimiento ninguno más de ponerse desviados por los altos y laderas a dar gritos y voces y hacer otras alharacas de bárbaros, vino de paz un indio principal de aquella provincia, llamado Pena, con algunos indios sujetos suyos, y ofreciose de servir cautelosamente a los españoles, con desino de ver y entender lo que le convenía, y cuando hubiese ocasión cual él la deseaba aprovecharse de ella; pero como esto de la paz era cosa que mucho deseaba Domingo Lozano, pareciole muy útil la que este indio le había dado, y teniéndola por principio para que los demás indios harían lo mismo, dio luégo orden en fijar el pueblo, y después de haberlo tratado y comunicado con los soldados, y principalmente con los del cabildo, los cuales todos vinieron en ello, hizo los autos necesarios, y fijando su pueblo y ciudad de San Vicente de Páez, dio traza y puso picota en la plaza, y repartió los solares como es uso y costumbre en los pobladores, y ultra de esto les señaló huertas a todos los presentes en que sembrasen e hiciesen sus labores, y hecho esto juntó sus soldados y advirtioles cuán sobre el aviso debían de andar continuo y no desmandarse a ninguna parte, pues la gente y naturales de aquella provincia habían dado muestras de muy belicosos y briosos, y que atrevida y desvergonzadamente se llegaban con sus armas a los españoles; de más de que la experiencia de los pasados era y debía ser gran ejemplo a los presentes, pues en aquel propio lugar había sido rebatido don Sebastián de Benalcázar con doblada gente de la que entonces se hallaban en aquel pueblo, sin haber habido mucha desorden entre soldados.

Díjoles que lo más seguro para la conservación de su salud y vidas era no salir fuéra del pueblo sin compañía de hombres de a caballo y arcabuceros en quien consistía la fuerza de la guerra, y que así podrían ser señores de sus enemigos y sujetarlos. Porque como a los indios no se les diese ocasión de que tomasen a manos o matasen españoles, podrían con más brevedad y menos daño traerlos a la servidumbre que ellos pretendían. Los soldados se ofrecieron de hacerlo así como el capitán se lo encargaba, pero mal lo cumplieron, como se verá por lo que sucedió, como luégo se dirá.

Los soldados, concertadamente, comenzaron a hacer correrías a una y a otra parte, pero no se alejaban ni apartaban mucho del pueblo, y demás de esto salían muchas noches a ponerse en celada y emboscarse en partes montuosas, donde los indios de día acudían, y así les hacían mucho daño, y eran arrebatadamente muertos muchos que caían en los saltos y emboscadas. Pero ninguna calamidad ni azotes los ablandaban, antes se endurecían en su tiranía, sin querer usar de ningún término de humildad; y como por defeto de sus armas tan rústicas y que con ellas no eran parte para ofender en lugares llanos y escombrados a los españoles, y así no les podían tomar venganza de ellos ni hacían ningún daño, dieron en procurar matarles los caballos de noche, que andaban sueltos o maneados por la sabana o campaña paciendo, y bien eran tan curiosos en esto, que dentro los toldos y ranchería de los españoles los desmaneaban y se los llevaban y los mataban o vendían a los pexaos por oro y por otras joyas. Porque como la gente pexas sea tan carnicera y amiga de comer carne, no sólo humana pero de otros cualesquier animales por incógnitos que sean, holgaban de que de estos páez les llevasen los caballos que a los españoles hurtaban. Demás de esto se ponían estos bárbaros en salto en una fuente de agua salobre, de la cual los caballos habían ya, gustado, y como en regostándose | [3] acudiesen a la fuente al gusto de la sed, eran allí tomados de los indios y muertos.

De esta manera y con estos ardides en pocos días hirieron menos casi cincuenta caballos; y aunque para castigar su desvergüenza el capitán Domingo Lozano puso algunas emboscadas de españoles junto a la fuente, y para que los indios acudiesen a ellas se hacían soltadizos algunos caballos, que como fugitivos fuesen a beber, todos les salía en daño a los nuestros, porque los bárbaros, presumiendo la cautela, atalayaban y miraban primero desde un alto cerro que sojuzgaba toda aquella campiña, si había señal de haber en alguna parte de ella soldados emboscados, y así tenían lugar de ver y descubrir los que les estaban esperando, por lo cual fue muy poco el daño que con esto se hizo. Otras veces, con su bárbara osadía, se ponían indios en lugares altos cerca del pueblo, y de allí desafiaban a los nuestros que saliesen a pelear con ellos a unas laderas que allí cerca tenían de la otra parte de la quebrada de Muesga, tierra muy mala y aspensima, porque como he dicho otras veces, en tierra llana no se atrevían por temor de los caballos. Los soldados salían cada día al sitio que los indios señalaron, con sus arcabuces, donde peleaban valerosamente, y los indios se llegaban tanto que muchas veces ponían en condición a los nuestros de desbaratarlos, y aunque con los arcabuces se mataban muchos indios, no por eso dejaban de acudir cada día a la refriega, hasta que el capitán, temiendo no le faltasen las municiones a tiempo que más las hubiese menester, hizo cesar estas escaramuzas, y luégo dio orden en enviar a Popayán soldados a que les diesen socorro de gente y de pólvora y vituallas que les iban ya faltando, y a este efeto salió Juan del Olmo, y con él otros dos soldados, que fueron Francisco Muñoz y Melchior Alvarez.

Anabeyma, cacique de Guanaca, que con la más de su gente había andado casi todo este tiempo en compañía de los españoles, viendo salir a estos soldados, le tomó deseo de irse a su tierra, y prometiendo de volver a entrar con el socorro que les fue enviado de Popayán, le dio licencia el capitán y se salió con toda su gente, que hizo harta falta a los españoles para la guerra, y aun para proveerse de cosas necesarias a su sustento, que estos indios les traían cargadas y a cuestas.
Capítulo once En el cual se escribe algunas muertes de españoles que comenzaron a haber en esta provincia por la | [4] desorden de algunos soldados y la hambre y necesidad que de comida se padeció entre los españoles, por no ser parte para correr la tierra por falta de municiones y gente.

Casi en este medio tiempo le sucedió a Mancos García, español, padre del mestizo que en Abirama tomaron los indios y mataron, otro infortunio igual a este en otro hijo mayor que le había quedado; cosa de gran lástima y compasión, y que parecía que por los pecados de este hombre permitía Dios estos sucesos en sus hijos, para su enmienda.

Fue el caso que el principal Pena, que en aquella provincia había quedado y salido de paz, según atrás queda dicho, se ofrecióo ocultamente de, vender a un soldado maíz, que de él había gran falta en el pueblo, a trueco de un machete o manta. Supo de esta contratación Marcos García, y queriendo haber parte de la comida, se ofreció con la paga y de enviar un hijo suyo que le había quedado, a que juntamente con, el soldado recibiesen el maíz. El bárbaro, fingiendo que hubiese gran secreto por temor del capitán, le dijo que le siguiesen los que habían de recibir el maíz, y que él se lo entregaría en una cañadilla o quebrada que al canto de la mesa había; pero cómo el soldado con quien había hecho el concierto, presumiese la traición, dio parte de su sospecha y presunción a Marcos García, el cual en nada la aprobó, antes la desvió diciendo que aquel príncipal frecuentaba mucho el venir a servir a los españoles, y que en él no reinaría la maldad que presumía. Pero con todo esto el soldado cabalgó en un buen caballo, y juntamente con el mestizo siguió al indio (Pena), que los llevó a la quebrada, referida, donde tenía muchos indios en celada; y como él se metiese dentro de la quebrada, procuró con palabras incitar al español o mestizo que le siguiese, y al primer golpe que le dio cayó luégo muerto, donde se renovó la pelea con los indios, que pretendían, como despojos de la guerra que les pertenecían, llevarse el cuerpo muerto; mas los nuestros lo defendieron tan briosamente que, aunque con harto trabajo, se llevaron su difunto cargado al pueblo.

Este daño acarreó a los nuestros otro mayor, porque como los españoles quisiesen, por mandado de su capitán, hacer una emboscada hacia aquella parte donde esta desgracia había sucedido, salió Pero Gallegos con veinte soldados, una tarde a reconocer el sitio donde a la noche se habían de emboscar, y como después de haberlo bien mirado se volviese hacia el pueblo, vio cerca de sí, algo más altos, dos o tres indios, y volviéndose a los soldados que con él iban les dijo que parecía cosa de gran infamia para todos los que iban, no haber entre todos soldados que fuesen a los indios y los tomasen, por lo cual cinco dé aquellos soldados que presumían de más ligeros, corrieron tras los indios y comenzáronlos a seguir, pretendiendo alcanzarlos y prenderlos; mas como los bárbaros tuviesen puestos indios en celada, fuéronse retirando poco a poco y derribando de la otra banda opósita de la loma, por una media ladera abajo, donde cuando más cebados iban en el alcance, salieron a ellos hasta cincuenta indios, y a la primera arremetida mataron y tomaron a los dos de los soldados, y llevándolos arrastrando por los pies con gran grita y alarido, dieron a entender a Pero Gallegos y a los que con él habían quedado el suceso de los cinco españoles, y así arremetieron estos soldados a donde oyeron las voces y gritos de los indios, hallaron que los tres españoles se estaban defendiendo y los indios los tenían ya tan cansados y trabajados con los palos y piedras que les tiraban, y andaban ya los indios esperando lance para arremeter y echarles mano de los pies; pero al fin fueron con tiempo socorridos de los demás y librados de aquel peligro.

Hízosele gran culpa a Pero Gallegos, y fue notado de hombre insipiente y digno de gran castigó por este mal suceso; porque conociendo cuán suelta y ligera gente era la de esta provincia, y que por semejantes partes no hay ligereza ni soltura de español que se les iguale, y cuán cautelosos y doblados son en sus ardides de guerra, enviaban como a sabiendas a estos españoles a que los matasen los indios, y así fue reprehendido ásperamente por el capitán, el cual temió que de esto no resultase más brío en los indios del que se tenía, y se le viniesen a desvergonzar de todo punto y que los soldados no aflojasen y desmayasen y perdiesen el ánimo para soportar los trabajos de hambre y guerra que entre las manos tenían, que fuera de todo punto su total destrucción y ruina; y así, lo más cuerdamente que le pareció, les animó con palabras graves, cargando la culpa de lo sucedido a la temeridad y desconcierto y no a los ánimos de los indios ni a su fortuna.

Capítulo doce En el cual se escribe cómo les entró socorro a los españoles por mándado del licenciado Valverde, y luégo salió el capitán Domingo | [5] Lozano a correr la tierra y a pacificarla, y lo que en esta salida le sucedió hasta que llegó a la poblazón de Abugima.

El gobernador de Popayán, don Pedro de Agreda, como todavía le turase el enojo de haber contra su voluntad entrado Domingo Lozano y los demás españoles a poblar la tierra de los páez, nunca, aunque se le suplicó, quiso dar ningún favor ayuda a los españoles de páez de lo que le enviaban a pedir, por lo cual padecieron gran necesidad y riesgo en aquel pueblo de ser perdidos y destruidos de los indios; y lo fueran sin falta alguna si en este tiempo no llegara a Popayán el licenciado García de Valverde, fiscal de la Audiencia del Nuevo Reino, a quien el presidente y oidores proveyeron para que tomase residencia a don Pedro de Agreda, por haber ido algunas personas a quejarse de él, más con pasión que con razón.

El licenciado Valverde supo luégo que llegó el riesgo y aprieto en que los de páez estaban, y con toda brevedad, por mostrarse afable a los vecinos de aquella gobernación, que desear ban que aquel pueblo nuevamente poblado permaneciese, proveyó de pólvora y soldados, los que de presente se pudieron hallar ociosos en aquella ciudad, y mandó que los indios de don Francisco de Benalcázar, cuyo cacique y principal era llamado en lengua propia Calambar, y en la española don Diego, por haber sido bautizado, proveyese de los indios que fuesen menester para meter maíz y los demás mantenimientos y bastimentos en Páez, sobre lo cual el propio gobernador habló a don Francisco de Benalcázar y a don Diego su cacique, que era indio de mucha razón y autoridad y muy temido y obedecido de sus sujetos e indios, que pasaban de dos mil, los cuales hicieron en el caso todo lo que el gobernador quiso y les rogó, porque este cacique y sus sujetos eran los indios de paz que por la vía de Popayán estaban más cercanos a la tierra y poblazones de los páez, y en su niñez había estado retirado en ella por temor de los españoles que poblaron aquella tierra y tenía noticia y conocimiento de todos los indios que en ella había.

Juan del Olmo, con los demás españoles y cosas que el gobernador le dio, se volvió a entrar por la tierra y poblazón de este cacique don Diego, bien proveído de todo lo necesario, especialmente de maíz, porque Calambar, que se decía don Diego, le dio cuatrocientas cargas de maíz, que cada carga era media fanega, y cuatrocientos indios que se las llevasen; y tomando el propio cacique otros muchos indios de guerra consigo, se entró con Juan del Olmo a la ciudad de Páez, ayudarlos a sujetar y pacificar con su autoridad y gente, que era mucha, aquellos rebeldes y obstinados indios.

Dio gran contento al capitán y soldados qué en el pueblo estaban, la entrada de esta gente, así por el ayuda y favor que con ello les venía como por la comida y municiones que les traían, de que estaban extremadamente necesitados y faltos de todas las cosas. Hizo el cacique un particular presente al capitán Domingo Lozano, de maíz, carneros y puercos, que para en aquella tierra y en tan trabajoso tiempo se tenía por de mucho valor y precio, y juntamente con esto le dio todo el maíz que para el sustento general traía, y fue repartido luégo entre todos los soldados y vecinos de aquel pueblo; y luégo, dende a pocos días, el capitán Lozano salió a correr la tierra con los más de los españoles y con todos los indios amigos que habían entrado, excepto su cacique don Diego Calambar, que al tiempo de la partida se dio en el pie una mala herida andando por el pueblo, de que estuvo muy malo.

Tomó el capitán Lozano, con esta gente, la vía de Talaga, tanto por ver las sepulturas y ricos enterramientos que allá le habían dicho que había, como por castigar aquellos rebeldes indios, que con tanta obstinación habían sustentado la guerra, los cuales como viesen la turba de gente que se les acercaba, no osando esperar en el pueblo, se dieron a huir cada cual por donde podían; y como muchas indias y muchachos, yendo huyendo, se metiesen por una puente de bejucos que atravesaba el río que junto a esta poblazón estaba, con la mucha carga reventaron los bejucos y la puente se quebró, y todos los que en ella estaban cayeron en el río, donde miserablemente fueron sumergidos y abogados, y los que por su fatal fortuna cayeron junto a las riberas y allí procuraban salvarse del ímpetu del agua, llegaban los indios amigos calambaer y con bárbara crueldad los mataban a macanazos y lanzadas, sin respetar a mujer ni a criatura de ninguna edad ni género que fuese; y extendiéndose estos bárbaros, con el favor de los españoles, por la poblazón y casería de Talaga, en breve espacio la arruinaron y destruyeron y talaron los campos que en la sazón estaban labrados.

Tomaron los españoles esta destrucción de Talaga casi por particular venganza de lo que en el propio día les había sucedido en el camino, y fue que bajando una áspera y empinada cuesta por donde iba el camino para este pueblo se llevaba, a causa de estar la tierra mojada y resbalosa con el agua que el propio día había llovido, se despeñaron tres caballos por grandes peñascos, y volando se hicieron pedazos. Hecho esto el capitán, con la guía que para las sepulturas llevaba, se apartó de los demás y procuró haber a las manos aquella riqueza que se le había prometido y él esperaba ver; pero todo su deseo y esperanza fue casi en vano, porque como el indio que había dado la noticia les enseñase ciertas sepulturas que cavaron, solamente hallaron en ellas una chaguala que pesaba sesenta pesos de oro fino y dos o tres caracunies de buen oro y otras cuentas y chaquira de la tierra de poco valor.

Otro día acudió donde el capitán estaba el principal Esmisa, con muchos indios amigos, a gozar de los despojos que de aquella tierra se vían, y ayudarla arruinar y destruir; porque, como estos bárbaros naturalmente sean crueles, todo otro cualquier pasatiempo y ocio posponen y desean por andar haciendo mal y ejercitando y haciendo las crueldades que pueden.

Llevaba Domingo Lozano prosupuesto de hacer toda la guerra civil y criminal que pudiese a todos los indios de esta provincia, para ver si con destruirlos los domaría y sujetaría, pues por bien jamás había podido, y así luégo hizo hacer una puente en el río, y pasó de la otra banda con toda la gente que consigo llevaba, y alojándose en un llano poblado y bien cultivado que en las riberas del río había, por mano de los bárbaros que consigo llevaban, comenzó a talar y destruir las comidas y caserías que por delante topaba y alrededor de sí tenía, haciendo en ello todo el daño que se pudo hacer, de suerte que todo quedó por el suelo, aunque en las personas de los enemigos no lo podían hacer entonces, porque llovía cada día y la tierra era muy doblada y resbalosa y eran grande impedimento estas cosas para poder salir de noche e ir a buscar los alojamientos y rancherías de los indios.

Hecha esta destrucción en lo llano se subieron los españoles a la poblazón de un principal llamado Pasquin, que estaba puesta en un alto, donde se alojaron algunos días, y por causa de las aguas se detuvieron, en los cuales los indios de la tierra trabaron algunas peleas, y Guambias, que así se decía la poblazón del cacique don Diego, donde eran naturales aquellos indios; y como en número y en armas y soltura de cuerpos los unos y los otros fuesen iguales, hacíanse igualdanos | [6] |, aunque las más veces llevaban lo peor los enemigos, porque como entre la gente de Guanvia viniese un indio principal llamado don Pero, que en lugar de don Diego los mandaba, y este bárbaro fuese muy españolado, traía consigo de continuo un arcabuz bien proveído de las municiones necesarias, el cual lo tiraba y mandaba muy bien, y como los contrarios no vían españoles entre los indios, acercábansele mucho por ser sus iguales, y este principal, usaba en estos tiempos tan diestramente del arcabuz, que matando con él en diversas veces muchos indios, ponía a los contrarios en huida y había vitoria de ellos.

Pasose el capitán con los soldados e indios amigos a la poblazón de Abugima, que algo apartado estaba, dejando emboscados algunos soldados en la ranchería de Pasquin, donde dende a poco entraron algunos indios de los naturales de aquella poblazón y fueron los más de ellos muertos de los soldados e indios que a ellos salieron; pero la ligereza y ánimo de un indio principal de los esmisos no fue de menospreciar en este tiempo, porque como un indio principal de los de Pasquin fuese huyendo una ladera arriba vestido una camisa de ruan y con sus armas en las manos, este principal desmisa lo siguió con tanta obstinación y ligereza que antes que pudiese el enemigo ponerse en parte segura, fue alcanzado, y casi sin hacer ninguna resistencia, muerto por el principal desmisa, el cual le cortó la cabeza y se la trajo consigo por trofeo de este vencimiento. El propio día se alojaron en la poblazón de Abugima, donde luégo los indios amigos se dieron a destruir las casas y labranzas y todo cuanto por delante topaban.

[1] Palabra enmendada que en original decía “ahogar”
[2] Las palabras “se pobló” reemplazan a está ahora poblada, como rezaba el texto original
[3] Esta palabra reemplaza “soltándose”, tachada en el texto.
[4] En la “tabla” de Sevilla se lee “el desorden”
[5] En la “tabla” de Sevilla se lee “Diego”
[6] Palabra enmendada, de difícil lectura, que parece decir igualados.

Capítulo trece De cómo Juan del Olmo volvió a Páez con socorro que el gobernador de Popayán le dio, y cómo con él entró el cacique de Guambia, don Diego, con muchos de sus sujetos, y el castigo que el capitán Lozano salió a hacer por la tierra, por temor del cual se efectuó la paz de aquella provincia. Escríbese aquí un convite que el señor de Guamba hizo a los españoles.

Los indios de estas poblazones por donde el capitán Lozano andaba, teniendo por más que civil guerra la que se les hacía, pues vían asolar y destruir sus tierras y haciendas sin poderlo remediar, y que la turba de los indios amigos que con los españoles andaban se extendían por todas partes, abrasando con todo género de crueldad la tierra que hollaron, trataron entre sí de confederarse con los españoles por mano de don Diego, cacique de Guambia, que en el pueblo había quedado enfermo, a quien ellos mucho tiempo antes conocían por haberlo tenido en su tierra, para en el ínterin que este principal y sus indios estaban en la tierra, usar y gozar de aquella paz que pudiese, y con ella atajar tan innumerables daños que cada día les venían a cuestas, y así le enviaron todos los más principales mensajeros al don Diego, para que con los españoles y su capitán se asentase la paz.

Como este principal en alguna manera quisiese gratificar a los páez el beneficio que en otro tiempo se le había hecho en aquella tierra, tomó la mano en el negocio con desinio de efectuar, y tratándolo con Juan del Olmo, que a la sazón era alcalde y había quedado en el pueblo, y prefiriéndose de asentar la paz y hacer venir allí todos los hijos de los principales de aquella provincia y que diesen la obediencia, e hizo que se escribiese en cartas al capitán Domingo Lozano para que no pasando adelante con la guerra que iba haciendo, se volviese al pueblo, donde todos los indios de la tierra le vendrían a servir y reconocer.

En el mismo tiempo que esto se trataba en el pueblo acudió al alojamiento donde Domingo Lozano estaba en Abugima una india principal de una pequeña poblazón que no lejos de allí estaba, llamada Calumba, a ofrecerse con su gente a la amistad de los españoles, porque como los vía ya cercanos a su tierra, temía verla abrasada y destruida en breve tiempo. Holgose Domingo Lozano de esto, pero los indios de Gambia pesoles de ello y mostráronlo claramente, contradiciendo que con ningunas condiciones se debía admitir aquella paz dada cautelosamente, sólo por redimir las vejaciones que presentes tenían, y que era quitarles a ellos el premio y despojos que esperaban haber de aquella poblazón de entre las manos. Los indios desmisa deseaban que la paz se efectuase con esta bárbara mujer, con la cual tenían particular amistad, y así contradecían lo que los gambias decían, y sobre este caso se encendieron entre sí estos bárbaros, y hubieran de venir a las manos si el capitán no los apaciguara con apartarse luégo de aquella poblazón y pasar adelante la vía de Talaga, y estando alojado a las juntas de Suyn para pasar el río, vinieron de paz un hijo del señor de Abirama, llamado Itaquibe, con ciertos indios cargados de comida que los enviaba el principal de aquella poblazón a tratar paces con los españoles.

Este mancebo Itativa se ofreció en nombre de su padre de guardar la paz y amistad con los nuestros, y dijo al capitán que bien sabía cuán destruida y arruinada había dejado toda la poblazón y parcialidad de Abirama su padre, por lo cual en ella había al presente muy poco recurso y provisión de comida; que no permitiese que aquellos crueles bárbaros sus enemigos, con el amparo y calor suyo y de los demás españoles, la acabasen de destruir y arruinar de todo punto. Prometiolo el capitán de hacerlo así como se lo rogaba, y llevándolo consigo a él y a los indios que con él habían venido de paz, se fue sin llegar Abirama a lo alto de la loma de Taravira, sin que ahí hubiese ningunos indios que hiciesen dar grita ni ponerse con la desvergüenza que solían por los altos a echar piedras ni otras armas arrojadizas; porque entre todos aquellos bárbaros reinaba gran temor después que la gente de Calambar y Guambia habían entrado en ella, y así, como personas que reconocían venirles el principal daño de los indios de Guambia, se ponían muchas veces por los altos dando voces y diciendo que más sentían el daño que aquel poco tiempo les bacía la gente de Calamba que cuanto en lo pasado los españoles les habían hecho; y así acabaron estos bárbaros de destruir y arruinar toda la poblazón de Taravira.

Y viendo los indios de la parcialidad de Páez y de Suyn que las cosas de la guerra iban tan sangrientas y coléricas, enviaron sus mensajeros al capitán, antes que se extendiese a sus poblazones el daño, a ofrecerse de paz y que se fuese el capitán al pueblo, que ellos enviarían sus indios a servir y a hacer labranzas y rozas. Y estando perplejo el capitán si se iría al pueblo o pasaría adelante con la guerra civil que entre manos tenía, porque le parecía que aquella gente de dudosa e incierta fe, no cumplirían cosa de lo que prometían, y ya que lo cumpliesen sería cautelosamente y a fin de redimir los presentes daños, le vinieron las cartas que Juan del Olmo y el cacique don Diego le escribían acerca de la paz que todos los indios en general se ofrecían a dar. Y como Domingo Lozano vio por las cartas la certidumbre que el cacique le enviaba de que habría por su mano paz general, desde Taravira donde estaba se volvió al pueblo, donde el cacique don Diego hizo que viniesen los hijos de los principales de aquella provincia con muchos de sus sujetos a servir a los españoles y les enseñaba el modo que en ello habían de tener, poniendo así por ejemplo, haciendo a sus indios que trujesen lelia, yerba, maíz y todas las otras cosas necesarias al servicio y sustento de los españoles, y demás de esto les decía cómo él daba a su encomendero don Francisco, indios e indias y muchachos y muchachas para que le sirviesen, unos de cabalienzos, otros de pastores, otros de gañanes y otros de pajes, y que así debían ellos de hacer con el español a quien fuesen encomendados, porque Domingo Lozano los había muy presto de repartir y dar a cada español su principal y cacique para que lo sirviesen en la forma que él y los demás indios de Popayán hacían a sus encomenderos, y para más los atraer a estas cosas y que los páez viesen cuán generoso y señor era en sus cosas, concertó de hacer un convite a todos los españoles, a los cuales rogó ante todas cosas que lo aceptasen, y fuesen sus convidados para un día señalado; y habiendo prevenido para la comida todas las cosas necesarias de pan y vino de España y de todo género de carnes y aves, rogó a Villanueva, vecino de la Plata, con quien él tenía particular conocimiento, que juntamente con otros tres amigos suyos tomasen el cargo de ordenar aquel convite y comida que él había de dar a la española, porque entre sus criados él no traía de quién fiarse ni a quién encargarlo, que todos carecían de pulida, por ser criados tan bárbaramente como era notorio.

Encargáronse estos españoles de lo que el cacique don Diego les rogó, y poniendo la mano el ello aderezaron una suntuosa cena o comida, y para este efecto mandó | [1] hacer en su alojamiento, que era algo apartado del pueblo, una muy larga ramada, la cual adornó de muchas borduras árbol de verdes y pájaros vivos de muy diversas colores y géneros, y lo hizo poner tan en concierto que parecía ser ordenado de hombre de curioso y agudo ingenio y que no se había criado entre bárbara gente. Llegada la hora del convite, e propio cacique fue a llamar al capitán Lozano y a los demás españoles, y volviéndose con ellos a su ramada los hizo sentar por su orden y concierto en las mesas, que ya estaban aparejadas y puestas a la española, dando el primer asiento y cabecera al capitán Lozano, y tomando él para sí el segundo, y luégo algunos de los hijos y principales de los señores y caciques de Páez y de aquella provincia, por honrarlos y darles a entender como | se había de tratar; y acabado el convite, por fruta de postre hizo don Diego que se echase sobre la mesa mucha cantidad de pescado seco, que había hecho traer de su tierra, que es en esta provincia cosa muy estimada a causa de no haberlo ni matarse en ella; y acabada la comida,, los españoles se levantaron y tomando sus arcabuces y cabalgando en sus caballos, que todo lo tenían allí, se regocijaron un buen rato en presencia del cacique don Diego y de los otros principales que con él estaban, y después de esto, dende a pocos días, queriéndose salir y volver a su tierra don Diego, juntó y trajo ante el capitán todos los hijos de los principales de aquella provincia, y en presencia del capitán les habló y tomó a decir como habían de servir a los españoles para tener perpetua paz con ellos, y que si se tornaban a rebelar que él volvería con toda su gente a hacerles la guerra; y con esto se despidió del capitán, prometiéndole de proveerlo de maíz lo hubiese menester.

El capitán, asímismo, habló a los principales o hijos de caciques que allí estaban, amonestándoles el conservar la paz si no querían ver destruida su tierra con crueles y severos castigos que en ella haría, y les mandó que trajesen indios y viniesen a hacer labranzas junto al pueblo para el sustento de los españoles.

El costo y gasto de la comida, por haberse hecho con ánimo tan terrenal como suelen ser los de los indios, no fue tan escasamente hecho como se pensó, porque en solo vino gastó este bárbaro más de sesenta pesos de buen oro, que son casi cien ducados castellanos, de lo cual hubo en abundancia, y en semejantes lugares se tiene por cosa generosa y de gran largueza el dar en los convites abundancia de vino de España, por no cogerse ni hacerse en otras partes, y así al mismo respeto este valor y gasto de las otras cosas que de España se traen que en los Indias no se dan, por lo cual se presumía que este cacique había gastado en esta cena más de trescientos escudos.
Capítulo catorce En el cual se escribe el guerrear de los indios de Páez, y cuán favorable les es la tierra para ello y cómo el capitán Domingo | [2] Lozano, por su persona y por mano de Juan del Olmo, su caudillo, acompañado de los españoles, hicieron muchas salidas por la provincia apaciguar y asegurar los amigos y castigar los rebeldes. Escríbese todo lo sucedido hasta la subida del morro de Quinche.

Pareció a Domingo Lozano que por estar los indios de paz, aunque fingida, era tiempo acomodado para visitar y correr la tierra y ver todas las poblazones que en ella había, para más acertadamente hacer el apuntamiento y repartimiento de ella, porque hasta entonces los indios naturales no les habían dado lugar a ello, por haber siempre guerreado muy briosamente y defendido a los españoles el salir a correr la tierra a lo largo con gran valor, para ser gente desnuda y de tan rústicas armas ofensibles y que no tienen ni usan de ningunas defensivas o para el amparo y custodia de sus personas, a. los cuales, como he dicho, les era muy favorable la naturaleza de la tierra, que con su aspereza y dobladura causaba que los caballos no pudiesen andar ni ser llevados a donde los españoles pretendían ir, sin los cuales no les era cosa permitida en esta tierra, porque en la hora que sin llevar caballos se alejaran o apartaran del pueblo algunas jornadas, se ponían en evidente peligro de ser desbaratados y muertos; porque como esta gente sea tan belicosa y guerrera como he dicho, y su pelear ha de ser y es principalmente pie a pie, por ser sus armas largas lanzas, procuran, aunque con los arcabuces se les haga daño, allegarse y venir a las manos con los españoles, y para este efecto les es muy favorable la tierra, porque como el caminar por ella o ha de ser bajando o subiendo, y estos bárbaros sea gente muy suelta y que con mucha presteza y ligereza se apoderan de los lugares altos, donde sobrepujan y señorean a los españoles, es grande el daño que con piedras tiradas con largas hondas les hacen y con galgas que echan a rodar, cuyos ímpetus pocas veces se pueden esperar ni tolerar, y están los indios tan diestros en esta su manera de guerrear, que imitando la presteza de las piedras que tiran, tras dellas se acercan y procuran cerrar con los españoles, procurando mezclarse con ellos y andar a los brazos.

El capitán Lozano, con los españoles e indios que so color de amigos, por robar y hacer mal le seguían, se fue por la otra banda del río la vuelta de las salinas, que están por bajo de la loma de Abugima y de Abirama, y pasando por la poblazón del cacique llamado Bullomenge, la taló y destruyó toda, sin que en ella dejase cosa en pie, para con esto castigar la rebelión en que este principal y sus sujetos estaban obstinados, los cuales no osando acercarse a los españoles por no recibir en, sus personas la misma destrucción que en sus haciendas vían se ponían por los altos a dar grandes voces y gritas contra los indios esmisas, amenazándoles con la muerte, diciéndoles que aquella audacia que con el calor y amparo de los españoles tenían para hacerles daño, en breve tiempo se la pagarían, pues según la guerra que ellos pensaban hacer a los nuestros, no podían permanecer mucho tiempo en aquella tierra. Mas a los esmisas no se les daba cosa alguna de las amenazas de los enemigos, porque la gente de su parcialidad en manera y vigor de ánimo sobrepujaba a estos bárbaros que los amenazaban y a los que eran de su parcialidad.

Los españoles, siguiendo su civil guerra, llegaron a las salinas, y de allí, corriendo la tierra a una y otra parte, revolvieron sobre la loma de Abingima, donde vino a ver a los, españoles Itaquibe, cacique de Abirama, y disimulando con él Domingo Lozano por lo que intentó hacer en sí contra los españoles, le mandó que enviase de su gente al pueblo a cavar y hacer labranzas.

Subió Lozano con los españoles todo lo alto de la loma de Gungoma, tomó una cuchilla y loma abajo, y pasando por las juntas de los ríos de Abirama y Suyn los esmisas se, fueren por la poblazón de Suyn, que era su deudo y confederado, a su tierra, y los españoles se vinieron al pueblo dejando la tierra por donde habían andado más destruida y arruinada que escarmentada, aunque algunos indios no dejaban, con el color que de paz tenían, estarse en sus casas, a los cuales el capitán animaba que labrasen y sembrasen, que él guardaría sus sementeras, porque muchos indios, temiendo no gozarlas, no querían labrar. Esto todo era y es en gentes apartadas del pueblo, que las que estaban allí juntas y allegadas todos estaban en sus casas con ostentación de paz, sin ir al pueblo a servir a los españoles sino muy raras veces; y pareciéndole al capitán que no se debía perder ni gastar ningún tiempo en vil ocio, dende a pocos días que hubo descansado él y los soldados del trabajo de esta salida pasada, envió a llamar a los esmisas, que le acompañasen, y con ellos y con los españoles que le pareció, se fue al río de Abirama y Páez abajo, donde tuvo noticia que había mucha gente recogida de la de aquella provincia junto a los pexaos que hacia aquella parte había, y pasando por las juntas de Abirama, les salieron de paz el cacique viejo de Abirama y sus hijos y otros muchos principales, y más abajo, en las juntas de Abungima y Páez, junto a las salinas, le salieron asimismo de paz la cacica salinera y otros principales que por allí cerca había, entre los cuales fueron un biton y vilomenge; y llegado que fue a las poblazones del río abajo, comarcanas a los pexaos, las halló muy enhiestas y labradas y los indios puestos en armas para defenderlas, pero no fueron parte para ello, porque con gran presteza fueron desbaratados por los nuestros, y con los amigos que con ellos iban, y hecho en toda su tierra la misma destrucción y ruina que en los otros pueblos rebeldes acostumbraban hacer, y gastando en este pueblo cinco o seis días en las cosas dichas, se volvieron al pueblo proveídos de maíz y otras cosas para el sustento y provisión del pueblo que por esta tierra hubieron.

Y queriendo Domingo Lozano repartir la tierra, tuvo noticia que en el río de Guarriba había cierta poblazón ultra de la que él había visto, y porque hubiese más qué repartir entre los soldados, envió otra vez a Juan del Olmo con cuarenta soldados, por un nuevo camino y más cercano que se había descubierto, el cual tornando a entrar en Gi y bajándose a las vegas del río, que eran llanas, caminó por ellas arriba hasta dar en las nuevas poblazones que descubrió, las cuales estaban bien labradas y acompañadas de muy crecidos maizales. Y como de esta vez no se llevaron ningunos indios amigos, los mismos soldados con las espadas, imitando la severidad de los bárbaros, cortaban los verdes y crecidos maizales que por delante topaban, y de lo que no se podían aprovechar ni llevar consigo, lo destruían y quemaban pegando fuego a las casas. Y después que hubieron visto lo que por allí había que ver, dieron la vuelta al pueblo, sin que los enemigos les hiciesen daño ninguno más de darles grita y tirarles de pedradas con las hondas, aunque les fue en esta vuelta necesario a los españoles tomar de noche un alto, donde si de día lo subieran y los enemigos se pusieran a defenderlo, había notable peligro de ser desbaratados; y sabido el capitán Lozano lo que el río de Gi arriba había, por la misma ocasión fue con gente a ver cierta poblazón que le dijeron estar en el morro de Quinche, las cuales halló y corrió y arruinó, y prendió muchos naturales de ellas; y hecho todo el estrago que pudo, dio la vuelta al pueblo.
Capítulo quince En el cual se escribe cómo el capitán Domingo Lozano repartió los naturales entre los soldados que lo habían trabajado, y de cómo, por no | [3] evitar ocasiones y desórdenes, se comenzaron a alzar y rebelar los indios, y vino | [4] haber rebelión general de los naturales en la provincia.

Estas cosas así hechas, y acabadas de ver las poblazones de indios que en comarca de aqueste pueblo de San Vicente de Páez había, el capitán Domingo Lozano, por satisfacer a los clamores de los soldados, que muy ahincadamente le pedían y rogaban que repartiese la tierra y poblazones de aquellas provincias, para que cada uno gozase del premio de su trabajo, hizo apuntamiento y repartimiento de los naturales, aunque contra su voluntad y opinión; porque Domingo Lozano claramente vía que en aquella provincia no había tanto número de naturales que con ellos bastase a contentar ni satisfacer a todos los españoles que sustentaban aquel pueblo y habían trabajado en la guerra de él, por lo cual en el punto que el apuntamiento y repartimiento se acabase de hacer y se publicase, lo habían de desamparar mucha parte de los soldados, unos por defeto de no tener ni haberles alcanzado parte de los indios, y otros porque lo que se les había de dar sería tan poco que no bastase a darlos el sustento necesario para sus casas y personas, y así se había de ver después en gran trabajo, porque le había de faltar la gente y se le habían, por esta causa, de desvergonzar los indios y tornársele a rebelar y ponerle en ventura de despoblarle el pueblo.

Más todas estas cosas, aunque las tenía presentes Domingo Lozano, las disimulaba cuerdamente sin darlas a entender a sus compañeros, por no perder la opinión que entre sus compañeros tenía de hombre de ánimo invencible, la cual le había dado su buena fortuna que en la guerra tenía, porque jamás le habían desbaratado ni hecho volver atrás ni había dejado de haber entera vitoria de los enemigos contra quien había salido a pelear; y así los soldados le seguían con mayor voluntad que a otro caudillo ninguno de los que acostumbraban salir con los españoles.

Los naturales que en esta provincia de Páez había los repartió el capitán Domingo Lozano entre cincuenta soldados de los que más y mejor lo habían trabajado en esta tierra y en otras partes metiéndose entre ellos y dando a unos más y a otros menos, según la calidad que cada uno tenía, porque así es uso y costumbre en todos los más pueblos de las Indias, que no se reparte o hacen los repartimientos iguales, sino en tres maneras: unos buenos o mejores y otros no tales y otros peores, y de esta manera se reparten entre los soldados, conforme a la calidad y trabajos y gastos que cada cual ha hecho en la conquista; y hecho en esta manera el apuntamientos después de haber declarado a cada uno lo que le daban, lo envió a la ciudad de Santafé, al presidente de la Audiencia, que lo era el doctor Venero de Leyva, les confirmase y encomendase los indios, porque en este tiempo estaba sufragana esta ciudad a la Audiencia del Nuevo Reino y no al gobernador de Popayán, y después vino a mandarse que estuviese debajo de la administración del gobernador, por estar muy metida dentro en su gobernación y muy apartada de Santafé donde estaba la Audiencia.

El presidente, quitando algunas casas al capitán Domingo Lozano y a otras personas a quien había dado demasiados indios para conforme los que en la provincia había, confirmó todo lo demás que había hecho y repartido, dejándolo todo en las personas a quien Lozano lo había dado, y al fin, unos contentos y otros quejosos, los que habían salido de Páez a procurar que el apuntamiento se les hiciese, todos se volvieron a su pueblo, porque lo había bien menester, porque los indios iban ya alterándose y comenzando nuevamente haber rebeldes que quebrantando las fuerzas de la paz, hacían muchas desvergüenzas contra los españoles, pesándoles de que tuviese muestras de perpetuarse aqueste pueblo; las cuales eran el labrarse las minas y sacarse oro en el río de Suyn en Tumbichao, donde a los vecinos de aquel pueblo traían algunas personas o piezas, así naturales como extranjeras, que sacaban y daban cada día a sus amos muy buen jornal.

La primer desvergüenza que en este tiempo estos bárbaros hicieron fue que el cacique Quinche, matando sobre paz un esclavo negro que iba o venia de rescatar maíz, se rebeló y subió al salto del Morro, a donde fueron una noche a dar con él y con otros indios que lo acompañaban | [5] en estos españoles y lo cercaron con desinio de tomarlos a todos vivos; y como para este efecto se arrojaron dentro del buhío tres soldados, los indios los recogieron entre sí, y casi sin armas los maltrataban y ahogaban, porque no se podían aprovechar de las espadas, pero con las dagas arredraban de silos indios, y con todo esto fue necesario que de los de afuera les entrasen a socorrer y librar del peligro y aprieto en que estaban; mas los indios, aunque se vieron cercados, no por eso se quisieron rendir, sino pretendiéndose librar de las manos de los que los tenían cercados, peleaban muy briosamente. Los soldados, pretendiendo de todo punto haber victoria o destruir estos bárbaros, viendo su obstinación, pegaron fuego a la casa donde estaban recogidos, y poniéndose a la puerta herían con las espadas a los que huían o salían medio chamuscados del incendio, y con las heridas que les daban, unos quedaban allí muertos y otros se arrojaban y despeñaban heridos por las laderas y cuestas abajo, que tenían delante, y muchos quedándose dentro del bohío se quemaron y abrasaron vivos; pero Quinche escapó vivo con dos heridas que al salir del bohío le dieron.

Tras de esto se siguió que el encomendero del cacique de Nuesga, deseando su particular provecho, rogó al capitán que le diese treinta compañeros para ir a tomar y prender este cacique que estaba retirado en cierta parte, porque él tenía buenas guías y les era cosa necesaria su prisión, porque había sido muy contumaz en su rebelión y era hermano del cacique Páez y de Talaga, señores de aquellas provincias, a los cuales siempre había persuadido que siguiesen su opinión. Por la utilidad que generalmente se seguía de la prisión de este cacique, mandó el capitán Lozano que fuesen los treinta españoles donde el encomendero decía, y dioles por caudillo a Pedro de Lizana, hombre mal afortunado o experimentado en este caso de indios, según por la obra se pareció; porque como todos los españoles saliesen juntos del pueblo y siempre debían andar así, excediéndose de lo que en este caso debía hacer, luégo que llegó a la poblazón de Linas, indios que al parecer estaban de paz, dejando allí tres españoles solos con los caballos, caminó con la demás gente de noche, siguiendo tras un indio que llevaban por guía, el cual, tomando por diferente camino, los llevó amanecer al pueblo o ciudad de San Vicente. El capitán, visto esto, escribió a los tres que en Linas habían quedado con los caballos y muchos indios ladinos del servicio, que luégo se volviesen al pueblo, pareciéndole que lo podían hacer muy bien; pero esto les sucedió muy al contrario, porque como los tres recibieron la carta y luégo se moviesen la vía del pueblo, salieron a ellos muchos indios con sus armas y comenzaron a dar en los indios ladinos y a herirlos, y acudiendo a favorecerlos los tres españoles, allí luégo mataron al uno llamado maese Pedro de Lizana, que a esta sazón se halló a pie. Los otros dos españoles, como estaban sobre sus caballos, comenzaron a hacer rostro a una parte y a otra, pero después que vieron la multitud de los indios que se les acercaban, diéronse a huir y guarecer sus vidas arrojándose por lugares muy derechos y peligrosos, hasta que se pusieron en salvo. Los indios ladinos, escondiéndose por unos pequeños montes que por allí cerca había se guarecieron muchos hasta que otro día siguiente llegaron a este mismo lugar treinta españoles que luégo, la propia noche, el capitán envió a que enterrasen el cuerpo de maese Pedro de Lizana y a que recogiesen si hallasen vivos algunos indios del servicio.

Y hecho lo que les fue mandado y recogidos los indios que estaban vivos, que a las voces que los soldados daban salían, se volvieron al pueblo sin que les acometiese ni saliese indio ninguno de paz ni de guerra hasta que les vieron volver las espaldas y tomar la vía, porque estaban todos los indios puestos en celada para ver si los españoles pasaban adelante; y después que vieron que se volvían, salió a ellos la multitud de los bárbaros que de toda la provincia generalmente estaban juntos para este efecto por consejo de Iquan, indio que mucho tiempo había andado con los españoles. Este Iquan es el que fue preso en una emboscada, y por redimir su vida dijo a los españoles que él les descubriría y enseñaría ciertas ricas sepulturas que en Talaga había, porque este Iquan jamás había osado volver a vivir entre sus naturales, de temor que tenía que el cacique de Talaga, cuyo hijo era el que se había desenterrado en una de aquellas sepulturas, no lo matase, porque los había descubierto, y así todo este tiempo este mismo indio peleaba y había peleado contra sus naturales con tan cruel ánimo como los españoles, y al fin vino a tratar que se juntasen y confederasen Esmisa y Anabeyma y todos los otros principales amigos con los enemigos señores de aquella provincia, y revolviendo sus armas contra los españoles los matasen o hiciesen obras para que se saliesen de la tierra, como lo habían hecho con el adelantado Benalcázar. Por su consejo los indios habían salido a matar los tres españoles y a sus caballos, que arriba he dicho, y ahora estaba con estos treinta españoles fingiendo que peleaba en su favor, porque luégo que los bárbaros se descubrieron y arremetieron a los nuestros para desbaratarlos, este Iquan se puso en la delantera con sus armas a defender la parte de los soldados, los cuales peleaban constantemente, así a pie como a caballo, y se defendían haciendo gran daño en los enemigos; mas como ellos entre sí se animasen a la pelea, y por la gran muchedumbre de indios que sobre sí vían peleando obstinadamente trataron de irse retirando, porque la munición se les iba acabando y ellos se iban cansando, Iquan, como entendía la lengua española, decía a sus naturales, fingiendo que contra ellos peleaba, que cerrasen con los españoles que la munición se les gastaba y los ánimos les iban faltando, y con mucho ahinco les persuadía a que lo hiciesen, lo cual, silos bárbaros lo efectuaran como y cuando se lo decía, sin duda alguna fueran destruidos de todo punto los nuestros, y así le respondían los indios que era grande el daño que los arcabuces les hacían, por cuyo temor no osaban arremeter de golpe a los nuestros. El malvado indio y traidor Iquan, no cesando de animar a sus naturales, y entendiendo todo lo que los españoles entre sí trataban acerca del gran aprieto en que se vían, apretando los dientes, como hombre que le pesaba de que tardasen los enemigos en haber y alcanzar victoria, les decía: cerra, cerra con ellos, no tengáis miedo ni os desviéis, que ya se les acaba la pólvora con que tiran y van ya huyendo y entre sí diciendo que no tienen con qué tiraros, que se retiren.

Los bárbaros enemigos, como oyeron estas cosas y conocieron el coraje y ahínco con que se lo decía Iquan, todos juntos apeñuscados y cerrados unos con otros, con gran alarido arremetieron tan de golpe a los nuestros, que si por delante no hallaran los de a caballo en quien se repararon y perdieron la furia, los desbarataban y ahuyentaban y habían la victoria que esperaban. Pero en esta arremetida lo hicieron los españoles muy de su valor, porque siguiendo a los jinetes, que pusieron los rostros de sus caballos contra la turba de los bárbaros, los unos y los otros pelearon con tanto brío y vigor que rebatiendo los enemigos los hicieron volver atrás con pérdida le muchos indios que allí se alancearon y mataron; mas no por esto dejaron de seguir su pelea y llevarla adelante, porque Iquan no cesaba de animarlos y darles buena esperanza de la vitoria avisándoles en su lengua materna de lo que entre los españoles se decía y trataba. Pero como lo que Iquan decía a sus parientes y comarcanos fuese entendido por unos indios panches que con los españoles estaban y entendían aquella lengua, dijeron lo que pasaba a los soldados y certificáronles de ello, por lo cual arremetiendo algunos de los que más cerca se hallaron al indio Iquan le dieron de estocadas y matándole allí pagó miserablemente su maldad y traición.

Los enemigos, viendo muerto a Iquan, que los animaba, aflojando en la pelea, dieron lugar a que los nuestros pudiesen descansar, aunque era ya casi noche, y después de anochecido los indios estuvieron quedos sobre los españoles, algo apartados de ellos, de suerte que tuvieron lugar de bajarse a lo llano de la vega de Páez, sin que los sintiesen los enemigos, porque a sentirles cuando bajaban les hacían mucho daño y aun pudieran ser matarlos a todos, por ser la bajada muy peligrosa y derecha; y puestos en la vega, que ya era parte segura, aguardaron a la claridad del día, con la cual se fueron al pueblo con algunos soldados heridos, todos muy trabajados y cansados de lo mucho que habían peleado; y de aquí quedaron todos los más indios de la provincia rebelados y sin querer servir ni tener paz ni amistad con los españoles y comenzó de nuevo el pueblo a sentir calamidades, y hambres y necesidades.

En esta guazabara, antes que Iquan fuese muerto, supieron los españoles cómo a Gutierre, español encomendero de cierto pueblo de indios llamado Esquinde Grande, que está entre Anaboima y Esmisa, de donde había habido entre los indios de toda la provincia trato y conspiración general para dar en los españoles y matarlos, y si ello no fuera encaminado de la manera que se ha dicho, pudiera ser suceder en mayor daño de los nuestros.

[1] Espacio en blanco en el manuscrito
[2] En la “tabla” de Sevilla se lee “Diego”
[3] La palabra “no” esta añadida entre líneas. En la “tabla” de Sevilla se lee “por evitar ocasiones”
[4] En la “tabla” de Sevilla se lee “y vino a haber”
[5] Hay un espacio en blanco

Capítulo diez y seis Cómo Domingo | [1] Lozano envió a pedir socorro de gente y municiones y comida a Popayán, y el gobernador don Alvaro envió a don Francisco de Benalcázar con ello, y lo hizo su teniente de aquel pueblo, y lo que en él hizo don Francisco hasta la tomada del peñón de Suyn | [2] , Escríbese cómo fue dado este pueblo por de la gobernación de Popayán.

Como por la general rebelión los españoles no eran poderosos para salir, a buscar comida a ninguna parte, ni a pacificar ni hacer guerra a los naturales, ni sus fuerzas bastaban a domarlos ni traerlos a servidumbre ni a otro ningún género de amistad, y vían que si se sallan de la tierra y despoblaban el pueblo era cosa afrentosa y que los había de traer por puertas y mesas ajenas, animáronse y determinaron de antes sufrir cualquier calamidad y trabajo que de hambre o guerra les viniese, que volver las espaldas a la adversa fortuna que con tan terribles señales les amenazaba, de que tenían presto encima de sí todas estas adversidades, las cuales comenzaban ya a sentir, porque faltándoles el maíz, que en estos pueblos es el principal sustento y sirve de lo que en otros el trigo, entraba ya a banderas tendidas la hambre por las puertas de todos los moradores de este pueblo, la cual toleraban con la carne de unas pocas de cazas que les habían quedado y que en diversas veces se habían metido en la villa de la Plata para el sustento de este pueblo.

El capitán Domingo Lozano, con acuerdo de todos los moradores de Páez, escribió al gobernador de Popayán el trabajo y necesidad en que estaba, y la necesidad que tenían de ser brevemente socorridos, así de comida como de soldados y gente que les ayudasen a pacificar la tierra, y municiones de pólvora y plomo para los arcabuces; y no atreviéndose a deshermanar los españoles ni enviar ninguno con estas nuevas, dio las cartas, duplicadas a dos indios ladinos que saliendo de noche del pueblo y cada uno de por si y en diferentes noches, caminasen la vuelta de Popayán como su fortuna les siguiese, porque si el uno fuese salteado y muerto de los indios que en el camino había, el otro, si tuviese mejor hado, saliese; pero al fin entrambos salieron salvos de entre los enemigos, y llegando con las cartas a Popayán hallaron por gobernador a don Alvaro de Mendoza de Carvajal, a quien el rey había hecho merced que este pueblo de Páez fuese de su gobernación, porque como habían salido los que lo poblaron del Nuevo Reino, de jornada y con comisión y licencia de la Audiencia, hablase poblado sufragáneo a ella, y así estaba la jurisdicción y justicia puesta por la propia Audiencia; y por esta causa yo asimismo vine a tratar de esta población y conquista en esta Historia del Nuevo Reino de Granada, pareciéndome que pues la gente que lo pobló salió del Reino y él fue poblado por sufragano al Reino [3] y que la jurisdicción de él estuvo tanto tiempo por el Reino, que debía andar conjunto al Nuevo Reino y lo que de él se escribiese, no embargante que ahora por voluntad de su majestad, sea de la gobernación de Popayán, como lo es.

El gobernador don Alvaro, sabida la necesidad y trabajo en que la ciudad de Páez estaba, y como era luégo que nuevamente se lo había hecho la merced de que fuese su sujeta, proveyó con toda diligencia que fuese socorrida y proveída de todo lo que enviaba a pedir el capitán Lozano, y para este efecto habló a don Francisco de Belalcázar, señor de Guambía, que con sus indios, que ya otra vez habían ido a favorecer a los españoles de Páez, y con veinte españoles que se juntaron, entrase al socorro de aquel afligido pueblo; y para que con más voluntad lo hiciese, le dio comisión que en su nombre tomase la posesión de aquel pueblo y fuese su teniente en él para en las cosas tocantes a la guerra, y Domingo Lozano se quedase con la jurisdicción ordinaria del pueblo y lo sustentase.

Acetolo don Francisco, y con los españoles dichos y algunos de sus indios, entró en Páez, saliéndole asegurar el camino algunos vecinos de aquel pueblo, pero no tan despegadamente como pensaron, porque los indios páez, juntándose y tomando las armas, salieron a los unos y a los otros españoles y pelearon con ellos en diferentes partes, para estorbarles la entrada. Y como vieron que con las armas no les impedían la entrada, al tiempo que los españoles bajaban por la loma de Tarabira, los páez les pusieron fuego en la sabana, la cual comenzando arder y ocupando el camino con sus llamas e incendio, y siguiendo los indios a los nuestros tras el fuego a pedradas y lanzadas, los pusieron en grande aprieto; mas los españoles lo hicieron tan bien que no recibiendo de daño más que la muerte de un indio ladino, salieron libres de este peligro.

Don Francisco, como la ambición de mandar sin igual sea tan general, ocultó don Francisco la comisión que para Domingo Lozano llevaba, y quedándose él por teniente general usaba él entrambas comisiones; y aunque le pesaba a Domingo Lozano, disimuló lo mejor que pudo, y envió sus quejas del agravio que en quitarle el cargo se le había hecho, al gobernador.

Don Francisco, tomando la mano en las cosas de la guerra y pacificación de aquella tierra, tomó consigo cuarenta soldados y todos los indios amigos que con él habían entrado de Goambia, y por un nuevo camino y rodeo, para ser menos sentido, se fue la vuelta de Esmisa, cuya poblazón, en los días que en ella se detuvo, asoló y destruyó con los indios que llevaba de Esmisa, y luégo se pasó a Esqumzebanze, a castigar la muerte de Gutiérrez, su encomendero, donde no pudiendo haber ningunos indios para en ellos hacer el castigo que deseaba, destruyó la tierra, quemándola y abrasándola toda con general incendio, de suerte que no les quedó a estos naturales cosa enhiesta verde ni seca de las que tenían para su sustento; y de aquí se pasó a Guanaca, donde halló a Castro y a otros españoles que lo estaban esperando con municiones de pólvora y plomo, y procurando ver y hablar a Anaberme, cacique de aquella poblazón, el cual le salió de paz y se tomó a entrar la tierra adentro, sin hacerle ningún daño, por el mal que se le podía redundar con cualquiera desabrimiento que a este indio se le hiciera, y tornando a pasar por Esmisa y por Abirama, caminó a grandes jornadas para el pueblo, porque había muchos días que andaba fuéra de él y entendía que no podían dejar de padecer necesidad de comida los que en su guarda habían quedado.

Estúvose de esta vez algunos días en el pueblo don Francisco, dando orden por diversos modos de proveer el pueblo de comida, de donde le resultó desear con grande ahínco dejar lo que entre las manos tenía e irse a Popayán; y aunque de ello tuvo noticia el gobernador, disimulolo y sufriolo con enviarle a rogar que no lo hiciese, porque no era cosa que convenía a su honor; mas con todo esto se estuvo obstinado en su determinación, y quiso antes de salirse hacer otras correrías por la tierra, infructuosas y de poca utilidad, porque después de haberle venido al pueblo de Páez un hijo del cacique Páez, llamado Turisque, tomó consigo los más de los españoles y fuese la vuelta de Guanaca, por donde le habían escrito que le entraba ayuda de soldados y municiones, y pasando por la poblazón de Suyn, que estaba muy entera y en pie y bien labrada, la destruyó y asoló toda, y quemaron los indios que consigo llevaba más de quinientas casas de morada, y dejándola toda arruinada se pasó a las ruinas de Esmisa, donde tuvo noticia de cómo los españoles que le entraban a ayudar estaban esperándole en el pueblo de Anabeyma, y enviándoles veinte soldados para que entrasen seguros, después de juntos todos dio la vuelta sobre Suyn acabarla de destruir, y alojándose en parte cómoda, envió los más de los soldados a que asaltasen y tomasen un alto peñol o morro que junto a su alojamiento estaba, donde se habían recogido y hecho fuertes parte de los indios de Suyn. Los soldados, aunque salieron de noche, para con más seguridad suya subir sin ser vistos de los enemigos a lo alto del peñol, no lo hicieron así, porque fueron, antes que subiesen, sentidos de los enemigos, y temiendo el daño que con galgas les podían hacer, esperaron al día, y fueles acertado consejo, porque los naturales que en el peñol estaban, temiendo el daño que con los arcabuces les podían hacer, defendieron flojamente la subida a los nuestros y no les hicieron en ella ninguna resistencia; y así se apoderaron casi sin trabajo del peñol y de lo que en él había.

Capítulo diez y siete En el cual se escribe cómo los indios de Suyn | [4] hubieran de matar los españoles a la bajada del peñol, y cómo vueltos al pueblo, don Francisco se fue a Popayán y Domingo Lozano pacificó la tierra y la trajo de paz.

Los indios amigos que con los españoles habían subido al peñol como gente vitoriosa, comenzaron a derramarse por las laderas y otros lugares inferiores que había por la parte contraria de donde los españoles habían subido.

En esta parte, aunque muy áspera y derecha, de muchas bajadas, por las cuales los naturales se habían arrojado y descendido luégo que sintieron que los españoles subían a lo alto del peñol, pero no se apartaron mucho, por parecerles que en aquellas derechas laderas eran ellos muy desiguales en ligereza y soltura a los enemigos, y por esta causa, y como los indios amigos, según he dicho, se habían esparcido por todas partes, viesen algunas cuadrillas de indios de Suyn reparados por las laderas, pareciéndoles que como gente que iba de huida no podían tener ánimos ni fuerzas para esperar su ímpetu y arremetida, se fueron para ellos y comenzaron a trabar pelea en diversas partes donde los de Suyn, como gente que pugnaba por la defensa de sus personas y tierra, usasen de gran vigor y fortaleza en las peleas y escaramuzas de a pie, que sus contrarios con ellos habían trabado, necesitáronlos a que pidiesen socorro a los españoles que en lo alto habían quedado a la mira guardando aquella cumbre, porque los enemigos no se apoderasen antes de tiempo en ella y de allí con piedras y galgas los hiciesen gran daño. Pero como de la vitoria que los enemigos de los indios amigos hubiesen redundaba a todos generalmente gran daño por el nuevo ánimo que en el guerrear habían los de Suyn de tomar, bajaron con presteza parte de los españoles con sus arcabuces, y poniéndose en ayuda de los amigos y peleando juntamente con ellos, disparando los arcabuces, de los cuales andaban muy amedrentados los enemigos, se fueron retirando, con pérdida de algunos indios que con los arcabuces les iban matando, y así fueron forzados a dejar desocupada casi toda aquella ladera, de donde los españoles e indios de Guambia, peleando con gran ardor y vigor, los echaron.

Mas esta vitoria, por la inconsideración y poca prudencia del caudillo, que era Bocanegra, la vinieron en un momento a perder y estar todos en peligro y ventura de ser muertos y tomados vivos a manos de los bárbaros, porque pasa así: que los soldados que del peñol habían bajado a ayudar a pelear a los indios guambias, haciéndoseles pesado el tornar a subir el peñol para salirse de él por donde habían entrado, que era parte más segura, dieron voces y silbaron a los compañeros que en lo alto habían quedado guardando, como he dicho, aquel sitio que los enemigos deseaban tomar para echar desde allí a rodar galgas. Bocanegra, no mirando bien lo que convenía y el peligro de aquella bajada, por la cual iban a dar a una muy peligrosa y honda caldera aparejada para recibir daño, desamuarando el alto donde estaba, comenzó a descender y bajar por la cuesta o ladera abajo, a juntarse donde los demás estaban llamándolo y esperándolo, y apenas se hubieron ido de lo alto del peñol cuando en él hallaron un gran escuadrón de indios cargados de piedras, las cuales comenzaron a arrojar y tirar contra los nuestros, tan de golpe y con tanto ímpetu, que no les dejaban poner en los rostros los arcabuces para ojearlos o a lo menos hacerles que no echasen tanta multitud de piedras sobre los nuestros, con que los desordenaban y hacían descender muy apriesa. Fue gran ventura no matar de esta vez los indios a algunos soldados y hacerlos pedazos por aquel despeñadero por do bajaban huyendo cada cual como podía, porque como las galgas y piedras que los indios echaban a rodar contra los españoles, con el gran vuelo e ímpetu con que rodaban, pasasen por entre los soldados y algunos llegasen a lo bajo rodando, con las propias piedras, queriéndolo Dios todopoderoso así, no se mató ni quebrantó soldado, ni menos lo tomaron a manos los indios en lo bajo, pues iban rodando y huyendo y desatinados, lo cual hicieran y efectuaran los indios que en lo bajo había derramados, y no les faltaba voluntad para ello, sino que ya habían acudido españoles de a caballo, y de a pie del alojamiento donde estaba don Francisco, que era cerca donde esto sucedía, y poniéndose debajo de los soldados iban a par desatinados del miedo que consigo traían de ser muertos, los recogían y defendían de que no les hiciesen más mal ni daños del que ellos rodando aquella cuesta abajo habían recibido.

Puestos todos en lo bajo, afrentados de que por el mal gobierno de Bocanegra hubiesen los bárbaros a tanto número de soldados cargados de veinte arcabuces y otras tantas lanzas jinetas, hecho bajar más rodando que andando, cosa para ellos muy afrentosa, se fueron blasfemando y diciendo mal del caudillo, al alojamiento donde don Francisco estaba, el cual, luégo otro día envió la propia gente a otro peñol más flaco y llano que en la propia poblazón de Suyn estaba, el cual tomaron sin ninguna resistencia, porque los naturales, no teniéndose por seguros en él, lo habían desamparado y dejado yermo y desierto. Y corriendo desde allí los españoles toda una loma bien poblada, que estaba conjunta al mismo peñol, la asolaron y destruyeron toda y talaron las comidas que en ellas había, pretendiendo con esta manera de castigo humillar los soberbios bárbaros moradores de aquellas poblazones, que menospreciando con arrogancia estos daños y no dándolos a sentir, se estaban a la mira dando muchas voces, gritos y alaridos, mofando y burlando de lo que los españoles hacían, y por algunas partes se acercaban mucho a los nuestros, de suerte que incitándolos o convidándolos a pelear, procuraban venir a las manos; pero los soldados, como era cosa en su daño y perjuicio, desde lejos les tiraban con los arcabuces, y aunque les mataban algunos indios no por eso se espantaban ni arredraban mucho de los nuestros.

Acudió a esta destrucción don Francisco, que en el alojamiento había quedado, y poniéndose con el arcabuz a tirar a los indios que por los altos estaban y como si acudieran a caza de aves o de otros monteses animales, derribaba algunos haciendo buenos y acertados tiros, con que mostraba tomar gran recreación y pasatiempo. Otro día se salió con todos los soldados de Suyn, y se vino a la ciudad de Páez, con desinio de salirse luégo e irse a Popayán y dejar por algunos días el trabajo de la guerra; lo cual efectuó y puso por obra contra la voluntad de todos los vecinos y soldados de aquel pueblo que deseaban su estada allí hasta que la tierra se pacificase y apaciguase. Pero como por esto no hubiesen sido parte con don Francisco los ruegos del gobernador, los cuales menospreciando por irse a gastar el tiempo en su ociosa vivienda, dio también de mano a las suplicaciones que sobre el mismo caso todo aquel pueblo temeroso de su destrucción y ruina, le hacían, queriendo en esto antes imitar la invención de su madre, a quien por ser india naturalmente le venía no tener en él esta estimación que era razón las cosas de honra y pundonor y valor, que seguir como debía y era justo la excelencia de su padre, que por su gran prudencia, esfuerzo y vigor de ánimo y mostrarse en todas las cosas fortísimo capitán y poblador de muchos pueblos, vino dina y justamente a merecer y alcanzar título y nombre de adelantado; y así, dejando el pueblo necesitado y falto de todos mantenimientos y cercado de enemigos, pues todos los indios que a la redonda había estaban rebeldes, se salió con otros cinco compañeros y se fue la vuelta de Popayán.

Los vecinos de Páez enviaron juntamente a Pedro Gallegos que representase al gobernador don Alvaro la necesidad y trabajo en que quedaban por la poca perseverancia de don Francisco, de lo cual recibió el gobernador gran alteración y enojo; pero viendo que esto no era bastante a remediar la calamidad de aquel trabajado pueblo, de sus propios dineros compró doscientas cargas de maíz, y enviándolas a Páez mandó luégo entrar algunos vecinos que con don Francisco se habían salido, y con este recurso, Domingo Lozano, fiando de su fortuna, que entre sus soldados tenía opinión de buena, tomó consigo treinta soldados y salió a correr la tierra con mansedumbre, para ver si los indios, cansados de las calamidades y guerras pasadas, se humillarían y abrazarían la paz como era cosa mas útil y provechosa, y usando en esto de todos los medios necesarios, valió tanto esta su industria que en pocos días trajo y le salieron de paz todos los más caciques y principales de la provincia con sus sujetos e indios, los cuales hacia Domingo Lozano que viniendo a servir al pueblo hiciesen y cavasen y sembrasen todo lo más que pudiesen para el sustento de los vecinos; pero todo esto les era tan grave y pesado a los indios, que nunca dejaban de intentar novedades y rebelarse.

Y como el demonio, enemigo del género humano, procura toda discordia y guerra, para que con ella se vayan los indios muriendo y matando al infierno, por medio de sus farautes y mohanes les dice y da a entender que si siguen la guerra, que los españoles se tornarán a salir y desamparar la tierra, y con esto nunca tienen ni tenían entera paz ni sosiego, y si algún tiempo están pacíficos, luégo se tornan a rebelar y a tomar las armas, sin que haya ocasión legítima para ello, por lo cual ha sido una de las más reñidas guerras y conquistas esta de los páez que ha habido en el distrito del Reino, y en ella han trabajado los españoles que con Domingo Lozano fueron y otros que después han entrado como fortísimos varones, y han usado y dado enteras muestras de su valor, pues ni las hambres ni los trabajos de caminar de noche y de día, a pie, con las armas a cuestas por tan malvada tierra como esta es, ni el continuo pelear con gente tan desesperadas y obstinadas en la guerra, ha sido parte para hacerlos volver atrás y despoblar un pueblo de donde tan poco provecho han habido, hasta que al presente, por no poder sufrir tanta calamidad de hambre, se despobló | [5] .

Hasta el año 69 en el libro de la villa de San Cristóbal, al cabo | [6] .

[1] En la “tabla” de Sevilla se lee también “Domingo”
[2] En la “tabla” de Sevilla se lee “suim”
[3] Hay unas palabras tachadas de imposible lectura
[4] En la “tabla” de Sevilla se lee “suim” Las palabras “por no poder sufrir tanta calamidad de hambre, se despobló”, están añadidas en el margen con letra distinta y substituyen a varios renglones muy tachados, de los cuales se descifra lo siguiente: Gutierrez salió incontinenti. . . y despoblado, por no poder sufrir la ham­bre, por no poder andar de día y de noche con las armas a cuestas. De otras poblazones y conquistas que se han hecho y hacen en el Reino se tratará en la tercera parte de esta historia.
[5] Sigue la firma de “Pedro Zapata del Mármol”. Sigue la palabra “Finis”.
[6]
Al finalizar el manuscrito siguen varias páginas en blanco; en la segunda se lee una anotación que dice: “Hasta el año 69 en el libro de la villa de San Cristóbal, al cabo”.

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