Pedro Cieza de León. La tercera parte de la Crónica del Perú. DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA DEL PERÚ.
ÍNDICE
Introducción 5
I.Del descubrimiento del Perú 37
II.De cómo el Gobernador Pedrarias nombró por capitán de la mar del Sur a Francisco Pizarro y cómo salió de Panamá al descubrimiento 40
III.De cómo salió el capitán Francisco Pizarro al descubrimiento de la mar del Sur y por qué se llamó el Perú aquel reino …………………………..43
IV.De cómo volvió Montenegro en la nave con algunos españoles a las islas de las Perlas a buscar mantenimiento sin llevar qué comer sino fue un cuero de vaca seco y algunos palmitos amargos y del trabajo y hambre que pasó Pizarro y los que con él quedaron 46
V.De cómo Montenegro llegó a las islas de las Perlas y de cómo volvió con el socorro ………….48
VI.De cómo el capitán con los españoles dieron en un pueblo de indios donde hallaron cierto oro y cómo tomaron puerto en Pueblo Quemado, de donde enviaron el navío a Panamá y lo que más pasó ….50
VII.De cómo los indios dieron con los españoles y del aprieto en que se vio el capitán y cómo los indios huyeron ………………53
VIII.De cómo Diego de Almagro salió de Panamá en busca de su compañero con gente y socorro y de cómo le quebraron un ojo y cómo se juntó con él 57
IX.De cómo Diego de Almagro volvió a Panamá, donde halló que Pedrarias hacía gente para Nicaragua, y lo que le su cedió así a él como al capitán Francisco Pizarro, su compañero …………59
X.De cómo Pizarro y Almagro anduvieron hasta el río Sant Juan adonde se acordó que el piloto Bartolomé Ruiz fuese descubriendo la costa al poniente y Almagro volviese por más gente ……………..62
XI.Cómo saliendo en las canoas españoles por bastimento fueron muertos todos los españoles que iban en la una canoa con su capitán por los indios 64
XII.De cómo Pedro de los Ríos vino por gobernador a Tierra Firme y de lo que hizo Almagro en Panamá hasta que volvió con gente 66
XIII.De cómo los capitanes con los españoles se embarcaron y anduvieron hasta Tacámez y lo que les sucedió……………… 68
XIV.De cómo los españoles querían todos volverse a Panamá y cómo no pudieron y Diego de Almagro se partió con los navíos, quedando Pizarro en la isla del Gallo y de la copla que enviaron al gobernador Pedro de los Ríos…………. 71
XV.De cómo, llegado Diego de Almagro a Panamá, el gobernador Pedro de los Ríos, pesándole de la muerte de tanta gente, no consintió que sacase mis y cómo envió Juan Tafur a que pusiese en libertad a los españoles y de lo que hizo Pizarro con las cartas que sus compañeros le enviaron ………..73
XVI.De cómo llegó Juan Tafur adonde estaban los cristianos y cómo fueron puestos en libertad, queriendo todos, si no fueron trece, volverse: y éstos Y Pizarro se quedaron …………………….75
XVII.De cómo el capitán Francisco Pizarro quedó en la isla desierta y de lo mucho que pasó él y sus compañeros y de la llegada de los navíos a Panamá 77
XVIII.De cómo Juan Tafur llegó a Panamá y del cómo volvió un navío a la Gorgona al capitán Francisco Pizarro………………. 79
XIX.De cómo el capitán Francisco Pizarro con sus compañeros salieron de la isla y de lo que hicieron ……81
XX.De cómo los indios que salieron del navío dieron noticia de los españoles, de que recibieron admiración los de la tierra, y de cómo les enviaron bastimento y agua y otras cosas……………….83 XXI.De cómo el capitán mandó a Pedro de Candía que fuese a ver si era verdad lo que Alonso de Molina había dicho que había en la tierra de Túmbez 86
XXII.De cómo el capitán Francisco Pizarro prosiguió el descubrimiento y lo que le sucedió ………….88
XXIII.De cómo el capitán Francisco Pizarro dio la vuelta y saltó en algunos lugares de los indios, donde fue bien recibido y lo que más le sucedió 91
XXIV.De cómo el capitán tomó posesión en aquellas tierras y lo que más hizo hasta que salió de ellas …93
XXV.De cómo Pizarro llegó a Panamá, donde procuró negociar con Pedro de los Ríos que le diese gente para volver; lo cual, como no se efectuase, determinó de ir a España……………….98 XXVI.De cómo el capitán Francisco Pizarro fue en España a dar cuenta al emperador de la tierra que había descubierto y de lo que hizo Almagro en Tierra Firme 101
XXVII.De cómo llegó en España el capitán Francisco Pizarro y la fe dada la gobernación del Perú ………103
XXVIII.De cómo el gobernador don Francisco Pizarro volvió a Tierra Firme, enviando primero ciertos españoles en un navío, que dieron nueva de lo que había negociado…………….106 XXIX.De cómo el gobernador don Francisco Pizarro llegó al Nombre de Dios y lo que pasaron entre él y Diego de Almagro; y de cómo en Panamá se tornó a confirmar su amistad e hicieron nueva compañía …..109
XXX.De cómo el gobernador don Francisco Pizarro salió de Panamá y quedó en ella el capitán Diego de Almagro y cómo Pizarro entró en Quaque 112
XXXI.De cómo Pizarro determinó de enviar los navíos a Panamá y Nicaragua con el oro que se halló y de cómo vinieron los cristianos a se juntar con él y de cómo enfermaron muchos …………….114
XXXII.De cómo Pizarro prosiguió su camino e le mataron dos cristianos e llegó Belalcázar con otros cristianos de Nicaragua e lo que más pasó 116
XXXIII.De cómo el gobernador prosiguió su camino habiendo grande contento en los españoles y de cómo de la Puná vinieron mensajeros estando los isleños con determinación de dar la muerte a los nuestros …119
XXXIV.De cómo los de la isla pensaron todavía en dar la muerte a los españoles; el Tumbala fue preso y cómo pelearon los isleños contra los nuestros 122
XXXV.De cómo los de la Puná con sus aliados dieron batalla a los cristianos en la cual fueron vencidos y lo que más pasó 125
XXXVI.De cómo los de Túmbez tuvieron secretos consejos sobre si guardarían la amistad a los cristianos o si contra ellos se mostrarían enemigos y de la muerte que dieron a dos españoles, habiendo determinado de matarlos a todos si pudiesen 128
XXXVII.De cómo llegado Pizarro a Tumbes quiso castigar a los indios la muerte que dieron a los dos cristianos e lo que más pasó 130
XXXVIII.De cómo Pizarro salió de Tumbes y llego a Solana, de donde Soto y Belalcázar salieron con gente a la sierra y de cómo se fundó la ciudad de San Miguel 133
XXXIX.De cómo los capitanes de Guascar, recogida la gente que escapó de la batalla, hicieron más llamamiento y se dio la tercera batalla en el valle de Xauxa, la cual fue muy sangrienta; y cómo Atabalipa se quedó en Caxamalca 135
XL.De cómo se tornó a dar batalla entre unos y otros y Guasear salió del Cuzco y fue preso con engaño …139
XLI.De cómo Pizarro salió de la nueva población que había hecho para subir a la sierra en demanda de Atabalipa….. 141
XLII.Este cómo Atabalipa tuvo aviso de cuán cerca estaba de los cristianos y del consejo que tomó y de cómo envió mensajeros a Pizarro, que no dejaba de marchar ………………143
XLIII.De cómo Pizarro con los españoles se aposentó en Caxamalca y de cómo Soto fue al real de Atabalipa y lo que más pasó 145
XLIV.De lo que Atabalipa habló a sus gentes antes que moviesen de donde estaban y de cómo de parte de los cristianos llegó uno a le hablar 148
XLV.De cómo Atabalipa entró en la plaza donde los cristianos estaban y de cómo fue preso y muchos de los suyos muertos y heridos 151
XLVI.De cómo otro día por la mañana los españoles salieron a correr el campo y de cómo se divulgó la nueva de ser preso Atabalipa por todo el reino 155
XLVII.De cómo Diego de Almagro partió de Panamá en naves al Perú para socorrer a Pizarro, y lo que sucedió………. 158
XLVIII.De cómo Atabalipa prometió gran tesoro por su rescate a los españoles y de la muerte del rey Guascar 161
XLIX.De cómo los tres cristianos que fueron al Cuzco llegaron a aquella ciudad y lo que les sucedió; y de cómo salió de Caxamalca por mandado de Pizarro, su hermano Hernando Pizarro, para ir por el tesoro del templo de Pachacama 165
L.De cómo Almagro con su gente entró en Caxamalca, donde fue bien recibido de los que en ella estaban, y lo que le sucedió a Hernando Pizarro en la ida a Pachacama 168
LI.De cómo Atabalipa, cumpliendo con los españoles lo prometido, acabó de henchir la casa del tesoro y cómo los que vinieron con Almagro pretendían partes como los primeros …………171
LII.De cómo se repartió entre los españoles el gran tesoro que en Caxamalca se allegó por mandado del gran señor Atabalipa y los nombres de todos los españoles que se hallaron en la prisión …………..174
LIII.De cómo después de repartido el tesoro, Pizarro determinó que fuese con la nueva al emperador, Hernando Pizarro, su hermano 178
LIV.De cómo vino nueva falsa de venir gente de guerra contra los españoles y de cómo Francisco Pizarro, faltando a la palabra y al concierto que puso con Atabalipa, con gran crueldad y poca justicia la hizo de él …180
LV.De lo que más pasó en Caxamalca muerto Atabalipa y de cómo Soto volvió sin ver ni topar ninguna gente de guerra…….. 184
LVI.De cómo Pizarro salió de Caxamalca la vuelta de la ciudad del Cuzco y lo que te sucedió hasta llegar al valle de Xauxa …………………………….187
LVII.De cómo Sebastián de Belalcázar llegó a la ciudad de San Miguel y cómo deseando descubrir a Quito tuvo sus inteligencias con el cabildo que le requiriese que fuese contra la gente de guerra que decía que venía contra ellos ……………………………191
LVIII.De cómo Belalcázar desbarató un capitán que enviaron contra él y llegados a Tomebamba, recibieron grande alegría los naturales en ver los cristianos, con los cuales formaron amistad y de como los capitanes de Quito salieron para les dar guerra …………………..195
LIX.De lo que más pasó a los españoles y a los indios hasta llegar a la campaña de Riobamba, donde habían hecho muchos hoyos para en que cayesen los caballos ………………..199
LX.De cómo reventó un volcán o boca de fuego cerca de Quito y lo que más pasó a los cristianos y a los indios……………… 203
LXI.De cómo el gobernador don Francisco Pizarro fundó una ciudad en el valle de Xauxa, que es la que después se pasó al valle de Lima; y de la muerte del Inca y otras cosas que pasaron…..206
LXII.De cómo los indios aguardaron a dar batalla a los cristianos en la sierra de Bilcaconga y de cómo, llegado Soto, se dio entre unos y otros, y lo que sucedió en ello hasta que Almagro con algunos caballos fue en socorro…………… 209
LXIII.De como el adelantado don Pedro de Alvarado, gobernador de Guatimala, salió del puerto de la Posesión para venir a este reino con grande armada ……………………..211
LXIV.De lo que hicieron los españoles que Pizarro envió de Xauxa a la costa de la mar del Sur …..215LXV.De cómo el adelantado don Pedro de Alvarado determinó de ir al Quito y de algunas cosas notables que le sucedieron ……………………..216
LXVI.De cómo el adelantado mandó salir gente a buscar camino y de cómo hallaban muchas ciénagas y ríos y murieron algunos españoles, entre los cuales murió el capitán don Juan Enríquez de Guzmán ……..220
LXVII.De las cosas que más le sucedieron al adelantado y de los muchos trabajos y necesidades que su gente pasó …….222
LXVIII.De cómo Pizarro caminó la vuelta del Cuzco mandando en el valle de Xaquixaguana quemar al capitán general de Atabalipa, Chalacuchima, y de otras cosas notables que pasaron ………227
LXIX.De cómo los españoles entraron en la antigua ciudad del Cuzco donde se hallaron grandes tesoros y cosas preciarlas ……………………………………………231
LXX.De cómo Ruminabi desamparó a la ciudad del Quito matando, primero, muchas mujeres principales porque no gozasen de ellas los cristianos, los cuales, como entraron en ella y no vieron el tesoro que buscaban, recibieron mucha pena y lo que más pasó …………………234
LXXI.De cómo pasó en la ciudad del Cuzco y, de cómo salí de ella contra los indios Almagro y Hernando de Soto y llegó Gabriel de Rojas ……………………….238
LXXII.Cómo el adelantado Alvarado llegó al pueblo que había descubierto Diego de Alvarado, donde habiendo salido a descubrir topó unos puertos nevados y del trabajo que pasaron los españoles ….240
LXXIII.Cómo el adelantado Alvarado pasó las nieves con gran trabajo, donde murieron algunos españoles y muchos indios e indias y negros sin poder escapar del frío y nieves que bastó a los matar ……..243
LXXIV.Cómo el capitán Belalcázar con su gente volvía a Quito, de donde salió Almagro, y de como fueron presos ciertos corredores que envió, por Diego de Alvarado …………..245
LXXV.Cómo Almagro supo la prisión de sus corredores y de cómo fundó una ciudad en Riobamba y fueron a requerir al adelantado, y de lo más que entre ellos pasó ……………………247
LXXVI.De cómo el adelantado don Pedro de Alvarado y el mariscal don Diego de Almagro se vieron; y del concierto que entre ellos se hizo guiado y encaminado por el licenciado Caldera y por otros varones cuerdos de los que venían con el adelantado ……………………………….251
LXXVII.De cómo llegó Soto y Gabriel de Rojas al Cuzco y salió de aquella ciudad Pizarro, y las cosas que hizo hasta que abajo a los llanos, habiendo despoblado la ciudad de Xauxa …………254
LXXVIII.Cómo le informaron falsamente a Pizarro que Almagro venía hecho de concierto para le quitar la gobernación y la vida; y de cómo llegaron habiendo primero pasado algunas cosas notables en Pachacama; y lo que más pasó hasta que se fundó la ciudad de los Reyes ………………….257
LXXIX.De como Hernando Pizarro llegó en España donde andaban grandes nuevas del Perú viendo tanta riqueza como de él venía y lo que hizo Hernando Pizarro en la Corte…………….261 LXXX.De cómo Su Majestad hizo merced del hábito de Santiago a Hernando Pizarro, el cual salió de la corte y se embarcó para las Indias …….263
LXXXI.Cómo Almagro se partió de Pachacama para el Cuzco; y dende a pocos días salió Pizarro a fundar a Trujillo en el valle de Chimo …………………265
LXXXII.De cómo don Francisco Pizarro envió a Verdugo al Cuzco con poder para Juan Pizarro, del su hermano, que tuviese la tenencia de la ciudad y de los debates que huvo en ella y lo que más pasó …268
LXXXIII.De cómo don Francisco Pizarro volvió a los Reyes donde, como supo las cosas que pasaban a la ciudad del Cuzco, salió para ir a ella …………………………………….271
LXXXIV.De cómo de nuevo se conformaron los gobernadores, haciendo juramento solemne de llevar adelante la compañía ………………………274
LXXXV.De cómo Almagro gastó mucha suma de oro y plata entre los que habían de ir y de cómo salió del Cuzco……………. 278
LXXXVI.De cómo Pizarro salió del Cuzco para se volver a la ciudad de los Reyes ………282
LXXXVII.De cómo Belalcázar mudó la ciudad de Riobamba al Quito y de lo que pasó en aquella tierra …..284
LXXXVIII.De cómo queriéndose hacer fundición en la ciudad de los Reyes se aguardó a que Hernando Pizarro llegase; y cómo salió del puerto el obispo de Tierra Firme y otros que estaban ricos …………287
LXXXIX.De cómo Alonso de Alvarado salio de Trujillo a poblar una ciudad en los Chachapoyas……290
XC.De cómo, siendo teniente el capitán Juan Pizarro en el Cuzco, el rey Mango Inca Yupangue, aborreciendo el mando que los cristianos tenían sobre ellos, procuró de salirse de la ciudad para moverles guerra y fue tomado por dos veces y puesto en cadenas ……295
XCI.De cómo matando un español, se encastillaron en un peñol los que lo mataron con su cacique; y de lo que pasó hasta que se ganó el peñol …………………..300
XCII.De cómo se hizo fundición en los Reyes y Hernando Pizarro procuró que se hiziese el servicio dicho a su majestad y de su partida al Cuzco; y salida del gobernador a visitar las ciudades septentrionales …..305
XCIII.De lo que sucedió al capitán Alonso de Alvarado en su conquista de los Chachapoyas….308
XCIV.De cómo Almagro envió al capitán Sauzedo a castigar a los indios que mataron los tres cristianos; y le dieron de presente más de noventa mil pesos; y Villahoma se huyó, y lo que más pasó …..311
XCV.De cómo yendo Almagro descubriendo llegó a unos puertos de nieve, donde pasó gran trabajo su gente 315
XCVI.De cómo Rodrigo Orgóñez salió del Cuzco y lo que sucedió hasta llegar al valle de Copayapo …..319
XCVII.De cómo Juan de Rada salió del Cuzco llevando las provisiones de Almagro y lo que sucedió hasta que llegó al valle de Copayapo, donde se juntó con Orgóñez …………………………………322
INTRODUCCIÓN
He sido invitado por mi buen amigo Manuel Ballesteros a presentar la Tercera Parte de la Crónica del Perú para ser incluida en la colección; viniendo esta presentación detrás de las publicadas por él mismo para la Primera y Segunda Parte de esta misma Crónica, es natural que me apoye en ellas, y me ciña simplemente a las peculiaridades de la Tercera Parte. No se trata sólo de un gesto cortés, ya que considero a don Manuel de un peruanismo mucho más antiguo que el mío, tanto en sus aspectos de “biblioteca”, cuanto en su faceta de trabajo de “campo”; pero además he de confesar que mi afición al Perú fue efecto de una especie de compromiso contraído con don Ciriaco Pérez Bustamante, quien me asignó –en su calidad de director del antiguo instituto Gonzalo Fernández de Oviedo– la parcela peruanista en mis estudios críticos de fuentes, que hasta aquel momento se habían centrado en los temas mesoamericanos, relacionados especialmente con Guatemala. Desde entonces he simultaneado ambas líneas de estudio, y cuento en mi haber con una reducida bibliografía que curiosamente omite don Manuel en sus apartados bibliográficos de la Primera y Segunda Parte ya mencionadas. Y sirva mi bibliografía, presentada en orden cronológico, para justificar mi aparente intromisión en el campo de la historia peruana1.
Don Manuel Ballesteros, en la ya mencionada Introducción, hace constar la falta de una buena biografía del autor; es verdad que no existe una obra que se haya dedicado exclusivamente a la vida de Cieza, pero desde los primeros estudios de Jiménez de la Espada en 1877, en el vol. II de la Biblioteca Hispana Ultramarina, en que presentó la Guerra de Quito en edición incompleta enriquecida con prólogo y 18 apéndices del texto, la figura de Cieza dejó de ser desconocida. El conocimiento sobre Cieza recibió un fundamental esclarecimiento con el artículo de Miguel Maticorena Estrada2, que es un comentario al testamento de Cieza, localizado en el Archivo de Protocolos de Sevilla, y publicado entonces por primera vez en 1955. Prosiguió en esta línea de investigación el catedrático don José Muñoz Pérez3, y se cierra el ciclo por el momento con el libro de Francesca Cantú4.
A lo explicado por don Manuel hay que añadir la serie de documentos que jalonan la vida del criado del mariscal Robledo, Pedro de León, que es el nombre con que Cieza se autodesigna hasta su incorporación al ejército de Gasca; y todo ello queda incorporado al relato biográfico de Cieza, en prensa, y que entrará en el tomo III del volumen II de la ya mencionada colección Monumenta Hispano Indiana.
Resumo ahora las etapas de la vida de Cieza que presenté hace años en el Anuario de Estudios Americanos fechado en Sevilla en 1975, aunque su elaboración procedía de fecha anterior, y que fundamentalmente sigue válido.
Rasgos biográficos de Pedro de León
Nace en Llerena (actual provincia de Badajoz) hacia 1521 en una familia de cierta distinción formada por el matrimonio López de León e Isabel de Cazalla, que se había coronado con cinco hijos, dos de ellos varones: uno se ordenará sacerdote, y otro sería nuestro cronista. Fueron las mujeres: Leonor, Beatriz y María. Pedro adopta el apellido de su padre; sus hermanos Rodrigo y Leonor son Cieza; María es Álvarez, y Beatriz, Cazalla. No se han conservado –nos dicen– Ciezas en Llerena; hay abundancia de León y de Cazalla.
Pedro cambió su apellido durante su vida: fue León en los primeros años de su estancia en Indias; se firma Cieza cuando emerge tímidamente tras el asesinato de su patrono, el mariscal Robledo; y junta ambos apellidos en el incongruente De Cieza De León como nombre literario.
La familia Cazalla estaba muy bien relacionada en la región extremeña meridional que se extiende entre el Guadiana en su último tramo y el Guadalquivir. Los Cazalla son mercaderes muy estimados en Flandes y en indias; y no faltan entre ellos conocidos escribanos. No puede ser ignorado Pedro López de Cazalla, que acertó a ser secretario de confianza del marqués Pizarro, del presidente Vaca de Castro, de Lorenzo de Aldana y, finalmente, de Pedro de la Gasca.
Hay un poderoso mercader en Panamá, Alonso de Cazalla, que se hace cargo del traslado a través del istmo de parte del tesoro que Gasca quería presentar al emperador. Calvete de Estrella menciona setenta y cinco cargas de plata y cien mil pesos de oro que fueron confiados a Cazalla. Cieza, durante su estancia en Panamá como criado de Robledo, goza de la generosidad de su pariente, quien en momentos difíciles le adelanta cincuenta mil maravedís: de los que no se acuerda Pedro hasta la cuenta final que establece en su testamento.
Cuando Pedro prepara su viaje de regreso a España decide contraer matrimonio; y lo hace por poder, en presencia de su futuro cuñado, Pedro López de Abreu: casamiento que le introduce en otra poderosa familia de mercaderes, los Llerena, cuyo jefe, Juan de Llerena, es el piloto que dirige la nave de Cieza en sus pequeñas operaciones mercantiles, en víspera de su temprana e inesperada muerte.
Para completar el cuadro familiar de Cieza, recordemos a los Mercado, de simbólico apellido, que no solamente son hábiles comerciantes, sino que cuentan en sus filas con el primer gran tratadista mercantil, el dominico fray Tomás de Mercado, que inauguró la serie de los estudios de economía en España con su Tratos y Contratos de Mercaderes y Tratantes, que vio la luz pública en Salamanca en 1569.
Si prestamos atención por un momento a este frondoso árbol genealógico de Cazallas, Llerenas y Mercados, lo vemos lleno de escribanos y mercaderes: profesiones que en aquellos tiempos hacían fruncir el ceño a los puristas del Derecho, o simplemente a los moralistas del negocio; en sus ramas encontramos no sólo el primer gran tratadista mercantil, sino también un escribano-secretario, Pedro López de Cazalla, que pudiera servir de ejemplo y modelo para estas dos difíciles profesiones: profesiones que en España se mantenían en el límite autorizado para los que quisieran mantener ínfulas de hidalguía.
Ante este árbol tan frondoso y tan abierto al negocio y la ganancia, nos preguntamos qué pudieron ver en este escribano de tradición, pero cronista de ocasión, nuestro flamante Pedro. Y que lo vieron es un hecho demostrado por la prisa con que arreglaron el matrimonio por poder antes que, regresado a España, pudiera arrepentirse del compromiso contraído. Yo creo adivinar en aquellos mercaderes un sentimiento de admiración por quien pudiera vender en Flandes un libro, en competencia con lanas, telas y tapices…
Vocación a Indias
Estaba en Córdoba nuestro Pedro cuando se llenó Andalucía con las nuevas del Perú al arribar a Sevilla a principios de 1534 la expedición que capitaneaba Hernando Pizarro; y que era portadora del rescate de Atahualpa que comprendía, entre otras riquezas, 155.000 pesos de oro, medio millón de marcos de plata; a los que se agregaban objetos que no habían pasado por la fundición: una cuarentena de vasijas de oro y otras tantas de plata. Todo ello destinado al emperador como perteneciente al 20 por 100 de su soberana regalía. Tampoco faltaban participaciones para los restantes capitanes y soldados que habían decidido retirarse de la empresa peruana y gozar en la patria de un merecido retiro. Nuestro treceañero, con su recién estrenada pubertad, se consideró aludido en el libro con que uno de los expedicionarios triunfalmente regresados, Francisco López de Xerez, describía aquel espectacular desembarco. Debió impresionarle, sobre todo, aquella estrofa en que Xerez se describía a sí mismo saliendo de Sevilla en quince años de su edad. Veinte años había pasado allá, y como detallaba Xerez: los diecinueve en pobreza, y en uno, cuanta riqueza ha ganado y trae acá. Cieza veía despoblarse Córdoba de su mejor juventud; dejando abandonadas a sus mujeres, sin hacer caso de quienes les aconsejaban un mínimo de prudencia que el genio popular tradujo en esta copla que nunca olvidó Pedro:
Los que fuéredes al Perú
guardaos del cucurucú…
Ballesteros opina que Pedro fue enviado a Indias para que se iniciara en los negocios de su amplia familia; me hace la impresión de que se trató de una decisión juvenil y poco meditada, que resultó bien en conjunto, pero que estaba llena de riesgos.
Se conservan dos asientos de pasajeros a indias que pueden corresponder a nuestro escritor: el primero está datado a 2 de abril, y el segundo a 3 de junio. La primera expedición estaba capitaneada por Juan del Junco, y llevaba Cartagena como destino; la segunda se inscribe en el grupo de Manuel Maya, y tendría como punto de atraque Santo Domingo. De la primera nos consta que tuvo un fin desastroso: el armador Cifuentes, que había adelantado el capital necesario para ser cancelado con la primera ganancia en indias, nunca llegó a esta reposición; resultándole una pérdida de más de un millón de maravedís. La providencia veló por nuestro Pedro haciendo que pasara en Santo Domingo aquella especie de temporada de aclimatación que salvó la vida de muchos.
Empieza su carrera de escritor
En Cartagena de Indias (Calamar, en lengua indígena) pasó su primera temporada en el continente americano: paseando, como otros muchos, su aburrimiento y primera decepción; pero, a diferencia de otros, anotando todo lo que le llamaba la atención en aquella naturaleza, mitad marisma, mitad selva, y en todo momento abundantes mosquitos. Oyó hablar del territorio del Perú, donde abundaban las sepulturas con ricos depósitos de objetos de oro. Y se inscribió en la expedición que puso en marcha el licenciado Vadillo, comenzando así el largo peregrinar por el espinazo de los Andes, que no concluiría hasta la ciudad minera del Potosí, en la actual Bolivia, con lo que se cerraron los ocho mil kilómetros que Cieza realizó: de norte a sur por los Andes, y de sur a norte navegando por la costa.
Su primer planteamiento de escritor se centró en la costa norte de la actual Colombia; y ya tenía preparado hasta el título: Relación de las cosas sucedidas en las provincias que confinan con el mar Océano. Según fue centrándose su interés en el Perú bajó el que habían despertado las regiones septentrionales del semicontinente sur; pero sus apuntes de viajero observador quedaron incorporados a la Primera Parte de la Crónica del Perú, que se abre con la descripción de la costa del Pacífico, desde Panamá hasta las tierras de Chile: trayecto que él hizo en sentido contrario (sur-norte) desde el Callao de Lima.
El trayecto marino no representa un viaje de Cieza, ya que lo hizo en sentido contrario; en cambio, el camino terrestre desde el golfo de Urabá (actual Colombia) hasta el cerro del Potosí (actual Bolivia) fue recorrido en su integridad por nuestro caminante; aunque, probablemente, no siempre a pie, ya que nos consta que lo hizo como soldado de caballo cuando se incorporó a la hueste de Hernández Girón que acudía al llamamiento del Visitador don Pedro de la Gasca.
El primer tramo de su viaje terrestre lo hizo con el visitador Vadillo, y con él llegó a la ciudad de Cali, donde la expedición, al encontrar va zonas exploradas por los castellanos, se deshizo. Para Cieza esto significó el cambio de jefe y el paso a la esfera de influencia de Jorge Robledo, que le fue beneficiosa en más de un sentido. Jorge Robledo era un soldado veterano en Europa y en Indias: en América se había estrenado con el duro Nuño de Guzmán y, con el romántico Pedro de Alvarado. Se nos dice que formo en el primer grupo de vecinos que fundaron la ciudad de San Salvador; y suponemos que pasó al Perú en la expedición de Alvarado, aunque no aparece su nombre en las listas de soldados que acompañaron a don Pedro.
Robledo había quedado en Cali por orden de Belalcázar; y allí lo encontró la expedición de Vadillo y la más próxima de Lorenzo de Aldana, que lo acostumbraron a los típicos vaivenes de gobernadores y visitadores, con los que no cabía excesiva sumisión: ya que la sumisión al uno pudiera significar la ruptura con el otro. En aquel momento Robledo había decidido marchar hacia el norte en el viaje opuesto al seguido por Cieza bajo las órdenes de Vadillo; y con propósitos semejantes, aunque de contrario signo: establecer una zona que pudiera dar base a una gobernación que le fuera eventualmente otorgada. En ella –siguiendo la costumbre de sus antecesores–, Robledo procedió a la fundación de villas castellanas, con sus cabildos, y su rollo o picota –símbolo de la justicia–, que nunca faltaba.
En la documentación referente a Robledo encontramos la fundación de Santa Ana de Ancerma (1539), y Cartago (1540). En ninguna de estas ocasiones se ve la firma de Pedro de León, pero sí aparece en la de Antioquía (1541), fundaciones éstas que encendieron el interés de Pedro por las actuaciones legales de los castellanos y su complemento de actas fundacionales, calzadas por las firmas de fundadores y primeros vecinos: estos papeles despiertan un interés de escribano y de cronista y bautiza su nuevo proyecto histórico con el título secundario de las Fundaciones. En Robledo encontrará Pedro un jefe interesado en el oficio de escritor, y con él tendrá siempre tiempo para pasar sus impresiones al papel en un libro, que al cabo de los años formaría su primicia literaria con el título de Primera Parte de la Crónica del Perú.
Era frecuente en aquellos tiempos encabezar una obra que se pretendía larga y detallada con el título algo comprometido de Primera Parte, a riesgo de quedar solitaria en la bibliografía. Sin adelantar el tema, hay que decir que así sucedió en el caso de esta Crónica, que mantuvo su primeriza soledad desde 1553 hasta muy avanzado el siglo pasado (1880), en que Jiménez de la Espada editó la segunda parte, quedando inédita la tercera hasta 1979.
La tercera parte de la Crónica del Perú
Y con esto llegamos a la tercera parte de esta Crónica, que es el objeto de esta introducción.
La tercera parte de la Crónica del Perú estaba destinada en el programa del autor a lo que especifica en su Proemio a la primera edición:
En la tercera parte trataré –escribía nuestro Pedro– el descubrimiento y conquista de este reino del Perú; y de la grande constancia que tuvo él el marqués don Francisco Pizarro; y los muchos trabajos que los cristianos pasaron, cuando trece de ellos, con el mismo marqués (permitiéndolo Dios) lo descubrieron. Y después que el dicho don Francisco de Pizarro fue por su majestad nombrado por gobernador, entró en el Perú, y con ciento sesenta españoles lo ganó, prendiendo a Atabalipa. Y asimismo en esta tercera parte se trata la llegada del Adelantado don Pedro de Alvarado, y los conciertos que pasaron entre él y el gobernador don Francisco Pizarro. También se declaran las cosas notables que pasaron en diversas partes de este reino; y el alzamiento y rebelión de los indios en general: y las causas que a ello les movió. Trátase la guerra tan cruel y porfiada que los mismos hicieron a los españoles que estaban en la gran ciudad del Cuzco, y las muertes de algunos capitanes, españoles e indios; donde hace fin esta tercera parte en la vuelta que hizo de Chile el Adelantado don Diego de Almagro, y con su entrada en la ciudad del Cuzco; estando en ella por justicia mayor el capitán Hernando Pizarro, caballero de la orden de Santiago…
Este párrafo detalla con exactitud el contenido del libro tercero, que paso a explicar. El libro se compuso, en su mayor parte, durante la estancia que como criado del mariscal Robledo hizo en Panamá. Hasta entonces Pedro había recorrido los caminos terrestres de los valles del Atrato y del Cauca, en la actual Colombia, hasta rendir viaje en compañía del licenciado Vadillo en la ciudad de Cali. Desde allá, y siguiendo órdenes primero de Andagoya, y después de Belalcázar y de Robledo, había emprendido un camino de regreso, siempre terrestre, hasta San Sebastián de Buena Vista, en el fondo de la Culata de Urabá. Robledo decidió allí emprender un viaje a Castilla para fianzar su mando: en los valles y montañas que había recorrido y en los centros de población que había fundado; en Urabá, Pedro se despidió de su jefe y marchó con sus instrucciones a Panamá, sede de la Audiencia, para negociar ante ella los asuntos que Robledo le había dejado encargados. Situado en Panamá, y pasando la mayor parte del día encerrado en su casa; pues la ciudad, dice, está trazada y edificada de levante a poniente, en tal manera que, saliendo el sol, no hay quien pueda andar por ninguna calle de ella: porque no hace sombra ninguna. Y esto –continúa– siéntese tanto, porque hace grandísimo calor, y porque el sol es tan enfermo: que si un hombre acostumbra andar por él, aunque no sea sino pocas horas, le dará tales enfermedades que muera, porque así ha acontecido a muchos…
En esta ciudad tan inhóspita tuvo la suerte de dar con antiguos vecinos del Perú que le fueron contando las peripecias de aquella descomunal aventura. Entre ellos recuerda Cieza a Nicolás de Ribera, quien le sirvió de fuente principal para esta tercera parte que entonces emprendía.
Plan de la obra
La Tercera Parte de la Crónica del Perú distribuye su materia en 97 capítulos en 132 folios, con una media inferior al folio doble (2 páginas) por capítulo. La materia se distribuye, en una primera división lógica, entre el descubrimiento y la conquista, correspondiendo al descubrimiento tanto en gestiones previas con la formación de la sociedad entre sus principales protagonistas: Pizarro, Almagro, Luque, a los que se agregaron Pedrarias y Gaspar de Espinosa en papeles menos estables, cuanto los primeros viajes de reconocimiento y exploración de la costa y sus islas. Una primera crisis de gobierno en Panamá se abrió cuando Pedrarias Dávila fue sustituido por Pedro de los Ríos: Ríos consideró aquella empresa descabellada, con un balance muy negativo en dinero y en vidas humanas; y trató de prohibir el reclutamiento que habría de hacerse en su gobernación de Tierra Firme. La constancia de Pizarro hizo triunfar la empresa, cuando estableció aquel dilema: Perú o la riqueza, Panamá o la pobreza; dilema que produjo la formación de aquel pequeño grupo de decididos que fueron los trece de la fama, de la isla del Gallo.
A la espera de refuerzos, el grupo se trasladó a la isla que bautizaron con el nombre mítico de Gorgona, a la que Cieza consagró una doble descripción: la primera en el capítulo 3 de la Primera Parte; la segunda en el capítulo 17 de la Tercera Parte. En la primera, dice de ella: la isla de Gorgona es alta, donde jamás deja de llover j, tronar, que parece que los elementos unos con otros combaten… Y en la segunda: En la mar del Sur, la Gorgona tiene el sonido de no ser tierra ni isla sino apariencia del infierno. Comparación que completa con la mala nombradía que en el Océano entre Indias y la Tercera tiene una isla que llaman la Bermuda… de la cual huyen los navegantes como de pestilencia… Curiosa nombradía que ha llegado hasta los tiempos actuales con el famoso triángulo de las Bermudas…
El grupo de expedicionarios tuvo la suerte de dar con una balsa que navegaba a vela en la que venían indios procedentes de una ciudad llamada Túmbez, que constituyó un presagio de lo que habría de ser finalmente el Perú. La llegada a Túmbez fue tan decisiva que impulsó a los tres asociados a enviar a España a Francisco Pizarro para que negociase las capitulaciones oportunas para la conquista de aquella región que se anunciaba rica en toda clase de productos vegetales, animales y minerales; y en la que existía un verdadero imperio, bajo el mando de un grupo humano llamado Inca. Cieza transcribe las capitulaciones que en Castilla obtuvo Pizarro y cree encontrar en su redacción las primeras raíces de la gran división que llegaría a transformar en cordiales enemigos a los mismos que habían iniciado la operación del Perú.
Una segunda sección, que abarca los capítulos 28 a 38, comprende sucesivos contactos con los indios de Túmbez y la Puná, y se cierra con la primera fundación urbana en el Perú, que fue la ciudad de San Miguel. El gran imperio de los incas parecía una fiera adormecida, y no daba importancia a aquel grupo de extranjeros, blancos y barbados, que merodeaban por las playas septentrionales. Y es que por primera vez en su historia el imperio estaba sometido a una cruel guerra de sucesión, cuyo resultado en aquel primer tiempo no estaba aún decidido. A esta circunstancia alude Cieza de vez en cuando, considerándola providencial: ya que los castellanos no hubieran podido desembarcar en tierras peruanas si el imperio hubiera seguido unificado y poderoso, como en los buenos tiempos del que acababa de fallecer, Huayna Capac. Cieza, atento siempre a la sucesión cronológica –aunque esto no le impida confundir los años–, interrumpe la sucesión de los descubrimientos costeros para dar cuenta del desarrollo de la contienda civil entre Huascar y Atahualpa: a la que dedica los capítulos 39-40, que nos deja con el relato de la prisión de Huascar, a quien Cieza presenta un tanto ingenuo frente a las astucias de su medio hermano Atahualpa.
Desde el capítulo 41 conectan de nuevo las historias de los castellanos y de Atahualpa que van acercándose a la decisiva confrontación en Cajamarca, que se describe en el capítulo 45. Siguen los capítulos dedicados al frustrado rescate y a la ejecución del emperador: ya que aquella muerte difícilmente escapa de este apelativo por el pánico que se apoderó de los compañeros de Pizarro al recibir tantos informes sobre un inminente ataque indígena que eventualmente no pudieran superar. Pero –como suelen decir– para un soldado no es excusa válida el miedo: y aquellos soldados habían dado ya suficientes muestras de arrojo y aguante. Bien es verdad que Cieza hace constar que no fueron los soldados las víctimas del pánico, sino los oficiales reales, encargados del control administrativo de la empresa, a los que añade al reverendo Valverde, personaje no demasiado estimado por nuestro autor.
En el capítulo 54 acaba esta sección con el relato de la muerte de Atahualpa: muerte dada por el habitual garrote aplicado a la garganta y no por decapitación, como lo ha descrito la tradición pictórica.
La muerte de Atahualpa dirige las ambiciones de algunos conquistadores de los castellanos hacia Quito, que parecía haber rivalizado con el Cuzco en la capitalidad del imperio; y había sido la ciudad escogida por Atahualpa como sede y centro de sus ambiciones dinásticas. Quito atrae la atención primero de Belalcázar, y después del gobernador de Guatemala, don Pedro de Alvarado; detrás de ambos, el socio y colaborador de Pizarro, don Diego de Almagro. La narración de Quito se entrelaza con la que se centra en el Cuzco, al que se va acercando, por los Llanos de la costa, don Francisco. De camino, y dentro del plan de establecer una nueva capital para aquella provincia que acababa de conquistar, pasa por jauja, donde la establece provisionalmente, según se cuenta en el capítulo 61. Dos capítulos más adelante introduce Cieza la expedición de don Pedro de Alvarado, que se dirige hacia Quito, creyendo encontrarlo fuera de los límites de la gobernación de Pizarro.
La expedición de Alvarado encuentra en su camino la de Belalcázar y Almagro que se han apresurado a fundar en Riobamba un establecimiento provisional que pudiera ser trasladado al valle de Quito sin perder su república: es decir, su esquema capitular; en perfecto paralelismo con la ciudad de jauja, en relación con Lima, que formaría su destino final. Cieza cuenta el acto final de la expedición de Alvarado con la renuncia de éste a todo intento colonizador en el extenso subcontinente meridional: arreglo que evitó un precoz enfrentamiento que no llegaría a su trágica maduración hasta la ruptura de los antiguos y fidelísimos amigos Pizarro y Almagro. El arreglo pacífico de Alvarado, que vende su armada y sus hombres y sus derechos a Diego de Almagro, se concluye y se relata en el capítulo 76.
El libro concluye con dos operaciones de gran envergadura y casi simultáneas: la expedición a Chile de Diego de Almagro, en la que se enrolan muchos de los procedentes de Guatemala, y él viaje a España de Hernando Pizarro. El viaje de Pizarro, comenzado con los mejores auspicios, se desarrolló muy favorablemente en España, donde Hernando obtuvo todo lo que quiso para su hermano; y no pudo impedir que en la corte se atendieran las justas peticiones de Almagro, a quien se concedió una gobernación que por culpa de unos y de otros fue causa inmediata del enfrentamiento armado. Todo ello después de que, superada una especie de tormenta de verano, Pizarro y Almagro repitieran juramentos e imprecaciones: que –según Cieza– se cumplieron con todo su trágico dramatismo.
La expedición de Almagro a Chile fue un total fracaso: inesperadas dificultades, a la ida las nieves de los Andes, al regreso el desierto de Atacama, tuvieron el regusto del desencanto, porque no encontraron en Chile… los objetos de oro y plata que esperaban… Sin embargo, un viaje más tranquilo y menos polarizado con lo que se habían imaginado que era Chile les hubiera permitido descubrir la zona minera en torno al cerro de Potosí y otros cotos metalíferos que hubieran podido satisfacer las ambiciones más desatadas. La llegada de las provisiones reales con el nombramiento de gobernador de Nueva Toledo para Almagro, y el frenesí geográfico que se apoderó de jefe y expedicionarios, les hicieron regresar a marchas forzadas al punto de partida: que no fue otro que la ciudad que mantenía todavía –aunque ya expoliada de muchas de sus riquezas– el prestigio de capital del imperio incaico: el Cuzco.
Y con eso concluye la relación del descubrimiento y conquista del Perú, o Tercera Parte de la Crónica del Perú.
El talante historiador de Cieza
Cieza se confiesa repetidas veces con sus lectores; para él lo fundamental es decir lo que pasó apoyado en la documentación disponible que siempre cita individualmente –o en testimonios de testigos inmediatos– del hecho. Sabe que esta morosidad quita agilidad a su narración, pero prefiere ser tildado de poco grato al gusto del lector que de inexacto en sus declaraciones.
En torno a los hechos que relata, Cieza se permite una serie de consideraciones, que yo he llamado moralizaciones y que equivalen a la moraleja de las narraciones breves, con la única diferencia de que no están reservadas para el fin y que se multiplican a lo largo de la historia.
La primera moralización es teológico-trascendente. Cieza es profundamente cristiano y no le falta un leve regusto, diríamos musulmán, que tiñe de fatalismo las acciones de los hombres. Por encima del proceder de cada uno, que obedece a sus propias e individuales motivaciones, está la alta providencia divina, que pone en acción la antigua frase: Dios escribe derecho con líneas torcidas… A Cieza le parece especialmente significativa la expresión de una india que recorría el pasado próximo de su tierra y profetizaba lo que el porvenir te guardaba, con estas palabras que no cito textualmente. En esta tierra hubo gente mala que mereció un castigo colectivo que les vino por medio de los incas y su dominación; los incas no se mantuvieron en la línea moral que hubiera podido esperarse de su papel de ejecutores de la justicia divina y prevaricaron; y Dios les acaba de castigar con la derrota sufrida ante los cristianos. Lo mismo ocurrirá con los cristianos, y de triunfadores pasarán a ser derrotados y castigados. Movimiento cíclico de la historia que a Cieza le parecía una ley de suficiente altura y amplitud para que pudiera aplicarse a cualquier proceso fáctico.
Bajando un poco, y antes de entrar en particulares responsabilidades, Cieza encontraba en cada uno de los compañeros Pizarro y Almagro suficientes extravíos morales para que el castigo pudiera considerarse inevitable. Cieza –amigo de los papeles– transcribió las fórmulas con que en repetidas ocasiones se comprometieron ante Dios para mantener la mutua fidelidad entre ambos. Estos compromisos no se hicieron sólo sobre la base de simples palabras intercambiadas: estuvieron siempre robustecidos por grandes juramentos que apelaban a la presencia y a la suma fidelidad de Dios como última garantía. En sus imprecaciones pedían toda clase de males para quien quebrantara aquellos juramentos; y lo malo del asunto es que la repetición de actos semejantes –que se tuvieron, por lo menos dos veces, en plena celebración de la Misa y delante de la hostia consagrada– demuestra que nunca fueron cumplidos con la exactitud que tales ceremonias exigían. Los amigos, y sucesivamente enemigos, Pizarro y Almagro repitieron demasiadas veces tan solemnes actos para ser duraderos: hubiera bastado un compromiso solemne, pero cumplido. Cieza recuerda los males, que pedían contra sí mismos, en caso de infidelidad; y Cieza recoge con ánimo entristecido la narración de las catástrofes por ellos pedidas; y por todos, a causa de ellos, recibidas.
Bajando a un nivel más terreno, pero siempre sobrehumano, Cieza bosqueja una especie de epopeya de corte clásico en que las acciones humanas son eco amortiguado de los grandes designios de la providencia: en una especie de combate entre Cristo y las fuerzas del infierno. El demonio, para Cieza, es verdadero protagonista a través de las personas que están en contacto con él. Cieza considera haber oído una vez la comunicación demoníaca en las cercanías de Cartagena: con un silbo tenorio especifica Cieza; aunque no fue capaz de comprender ningún mensaje concreto.
Cieza no perdió ocasión de entrar en relación con los sacerdotes o representantes de los cultos indígenas; y a través de ellos pudo conocer particularidades, ocultas para observadores más superficiales. En esta lucha épica, Cieza sabía que la victoria final estaba por los cristianos, pero lamentaba que los heraldos del evangelio hubiesen sido tan poco evangélicos en su conducta.
Entrando en detalles de esta lucha que se desarrollaba en paralelo con la otra invisible entre Cristo y los ángeles malos, Cieza lamentaba las inútiles destrucciones que habían marcado con su huella la superficie de un país: que lo recordaban –de acuerdo indios y cristianos– próspero, y en orden y justicia. Perdonaba con demasiada facilidad la brutalidad de las guerras que habían dado la victoria a los incas y no encontraba el doble sistema de traslados forzosos de los mitimaes y el encierro de las hijas, de los jefes sometidos, en las casas del sol: sistema de rehenes que mantenía subyugados a los pueblos que –antes del imperio– vivían en su libertad y en su plena soberanía. Los jefes vencidos, que se libraban de las habituales matanzas que acompañaban las conquistas, acababan con frecuencia despellejados o, por el contrario, vaciados, de manera que pareciesen vivos y pudiesen –inflados, o rellenos de paja– participar en los desfiles triunfales de los incas victoriosos: un detalle macabro consistía en hinchar sus vientres de manera que al balancearse en los desfiles sonaran como atambores al compás de los brazos que los golpeaban: atambores incaicos que nunca dejaron de señalar aun los observadores más superficiales. Visión de los incas triunfadores que escamoteó años adelante el seudo inca Garcilaso de la Vega: seudo porque la dignidad de inca no se transmitía por línea femenina.
Los castellanos –se quejaba– no mantuvieron la tradición de rectitud y justicia que habían iniciado los gobernantes incas: robaban, mataban, obligaban a trabajos forzados, desperdiciaban las subsistencias; tanto en los productos vegetales, como en los animales; y en éstos especialmente las llamadas ovejas: animales utilísimos que no se daban en el resto del continente americano. Los indios, por otra parte, utilizaban en grandes cantidades el oro, pero lo hacían casi exclusivamente al servicio de sus grandes difuntos; y el despojar una tumba de sus joyas les parecía a los soldados de a pie un robo al demonio, sin que se hubiera hecho de conocimiento común y menos de adaptación general la tesis de fray Bartolomé de las Casas que defendía su inviolabilidad.
Por otra parte, los incas, en contraste con los indios moradores de los Andes colombianos, no eran antropófagos; pero convertían sus funerales en orgías de homicidios rituales; sin sangre, ni gritos, ni escenas desgarradoras: ya que las víctimas –mujeres y esclavos– eran sepultadas tras una borrachera ritual que reservara para un despertar en la tumba el encuentro con una muerte ineludible. La costumbre –y la fe en una pervivencia al servicio del señor con quien se enterraban– hacía voluntarias estas inmolaciones.
No todos los personajes que intervienen en esta gran epopeya gozaban de la misma simpatía por parte de Cieza: don Francisco Pizarro ocupa un lugar primero e indiscutible en el afecto y en el respeto cieciano; parecido respeto despierta en él el burgalés Alonso de Alvarado; y no ocupa mal lugar el extremeño don Pedro, del mismo apellido. Don Diego de Almagro viene muy atrás, junto a la turba de los Pizarros, entre los que se lleva la palma –pero negativa, ya que es el malo de la acción épica–, Hernando Pizarro. Sería inútil seguir analizando los restantes personajes del grupo castellano; pero es útil recordar que no fueron los religiosos los más estimados por Cieza; a quienes deja mal parados en esta Tercera Parte; aunque; en algún caso, él u otra mano extraña han corregido sus frases, dulcificando sus censuras.
En conjunto, Cieza, en esta parte de su relato, es un buen cronista, aun teniendo en cuenta que carece de la calidad del testigo de vista; detallando algo más, cuenta con un buen narrador que había estado presente en todos los sucesos que relata, en torno a don Francisco Pizarro; aunque hubo de apoyarse en otros, que no se mencionan específicamente, para los procesos que se desarrollaban en torno a Quito, o en Castilla. En este punto, Cieza es testigo inmediato para el hecho de la conmoción que en Córdoba produjeron las noticias del tesoro recién desembarcado procedente del Perú, aunque su extrema juventud te impidió colocarlo en la exacta perspectiva.
En este libro no tiene mucha ocasión de consultar viejos papeles, pero no pierde la oportunidad de transcribir la provisión que debería haber producido la pacífica convivencia entre Pizarro y Almagro; que, por el contrario, encendió, definitivamente la discordia.
En algunos casos, contó con informadores indios que le comunicaron sus dolorosas impresiones en torno al saqueo de los templos del Cuzco y de Pachacama. Estos informantes consiguen a lo largo de la obra teñir de indigenista la exposición cieciana.
Las simpatías y antipatías que he señalado en el párrafo anterior ejercieron –no cabe duda– influjo en el tono de su historia, pero no parece que hubiera sido en ningún caso venal: como le acuso años adelante Pedro Pizarro. Las frases con que en el testamento recuerda las cantidades recibidas con el destino que debería haberles dado, y su decisión de que sus albaceas completaran los pagos que él no había podido realizar, producen tal impresión de sinceridad, que hacen poco probable y débilmente fundada la acusación de venalidad.
El manuscrito de la Tercera Parte
Durante mucho tiempo ha sido el gran desaparecido. Estuvo en manos de Jiménez de la Espada, quien pensó alguna vez en publicarlo; no lo hizo y se pasó la oportunidad. En 1946, el investigador peruano Rafael Loredo comenzó en el Mercurio Peruano la publicación de capítulos de esta parte tomados de un manuscrito que nunca describió, ni detalló; en una primera serie trascribió 56 capítulos, a los que se añadieron dos capítulos más que llevaban los números 61 y 77, que aparecieron en Lima en 1964, en tanto que la serie fue saliendo al público desde 1946 a 1958. A esta serie añadí yo en 1974 nueve capítulos más (del 88 al 97) en el Boletín del Instituto Riva Agüero. Loredo hablaba de varios manuscritos conservados en España; por mi parte, y tras larga búsqueda, localicé, en la biblioteca del antiguo patronato Menéndez y Pelayo del CSIC de Madrid los nueve capítulos que habían sido transcritos por Jiménez de la Espada de un manuscrito que le había proporcionado el conocido bibliófilo Sancho Rayón. Pude localizar un manuscrito en posesión del súbdito irlandés sir John Galvin, pero no me fue posible hojearlo, ni simplemente verlo. Sorpresa agradable produjo en los ambientes ciecianos la publicación en Roma, en 1979, de un manuscrito casi completo de la Tercera Parte, por su descubridora Francesca Cantú, que se guardaba en la biblioteca apostólica vaticana. Poco después tuve la oportunidad de examinar a mi gusto el manuscrito Reginense Latino n.º51 (llamado así por proceder de la colección formada por la reina Cristina de Suecia), del que se me proporcionó amablemente una copia en microforma, de la que he tomado texto para la edición madrileña de 1984-1985. En el manuscrito van juntas la segunda y la tercera parte colocadas en orden inverso, de tal manera que la tercera parte ocupa los folios 1-131, y la segunda desde el 132 hasta el 216. El manuscrito tiene toda la apariencia de ser ológrafo, y de haber sido sometido a distintas correcciones en vida del autor; en cualquier caso, conserva notas destinadas o a un lector de mucha confianza, o a un copista que debe transcribirlo. En el primer caso está la nota marginal que se conserva en el folio 1.: V.md. lo haga /el favor /de que se ponga en tal parte que no me trasladen /copien /nada; porque debajo desta confianza irá por sus cuadernos lo que v.md. mandare; y si me trasladaren algo dellos, es destruirlo todo. Y este cuaderno leído, tráiganlo y llevarán otro; y si quisiera lo de los Incas /la Relación/ también lo llevarán…
Esta nota marginal nos deja algo perplejos, pues no se ve por qué sería destruirlo todo permitir que se sacara una copia de parte del manuscrito. Hay una nota en el folio 42 al final del capítulo 36, de la misma letra que el resto, en que se indica al lector o al copista que salte a los folios 45, 46 y 47 y continúe pasados éstos con el 42 v; en que comienza el capítulo 39 con la noticia de las primeras acciones de la guerra civil por la sucesión de Huayna Capac: indicación que perturba el orden de los folios, pero no el de los capítulos, que mantienen el orden existente: 36-37-38. En el folio 107 (c. 81), una nota parecida manda al lector a una señal marginal que se encuentra nueve folios más adelante, en el 116 v del cap. 87: la nota dice: Este capítulo de Hernando Pizarro ha de entrar, donde está otra señal como ésta… Y en el lugar correspondiente a la segunda nota, se dice: Aquí ha de entrar el capítulo de Hernando Pizarro que tiene esta señal. Indicación que no ha sido seguida por los editores, sin que al parecer haya sufrido mucho la inteligibilidad del texto.
Las fechas no eran el fuerte de Cieza; comparando la relación de la primera entrada que hizo al continente desde el golfo de Urabá, con la relación aprovechada por Fernández de Oviedo, y con la documentación coetánea, aparece claramente un desvío de un año: febrero de 1537 frente a enero de 1538. Curiosamente, Cieza mantuvo a lo largo de sus relatos la fecha adelantada; y en el tercer libro damos con una anotación referida a fechas, de las que se reconoce ignorante: se trata del día, mes y año en que don Francisco Pizarro salió del puerto de Sanlúcar, cuando acababa de conseguir las primeras capitulaciones para sus conquistas. Dice así: El señor provisor (¿Pedro Bravo?) mande escribir a Hernando Pizarro, si se acuerda del día, mes y año, que salieron de San Lúcar; téngoselo de acordar y suplicar… Cieza no consiguió el dato que pedía al provisor, y la fecha quedó en blanco en el manuscrito.
Para completar la descripción del manuscrito vaticano, hay que hacer constar que le faltan algunos folios, que sin embargo existían en el manuscrito que utilizó Loredo en su edición del Mercurio Peruano. Son éstos los folios 36 y 37, que comprenden los capítulos segunda mitad del 31, 32 entero, y mitad primera del 33. En ellos se trata de las primeras hostilidades que aparecieron entre los indígenas, que ya estaban molestos por la presencia de los castellanos.
Estos capítulos están en la copia empleada por Loredo, que puede ser el mismo manuscrito que sigue en poder de sir John Galvin. En cambio faltan en las dos familias de manuscritos los que hubieran formado la unión entre este libro y la primera de las guerras civiles (la guerra de Salinas). Cieza alude a su contenido, demostrando que él los había redactado. En la edición de 1984, yo he suplido estos capítulos por los que Herrera dedica al tema al final de su Década Quinta y comienzo de la Sexta. Carezco de datos para saber si el ms. utilizado por Loredo tenía estos capítulos; o si el ms. propiedad de sir John Galvin los tiene. Sin embargo, parece que no los tenía el ms. propiedad de Sancho Rayón que Jiménez de la Espada tuvo en su poder, y que concluye de la misma manera que el ms. vaticano, interrumpiendo la acción con la llegada de Rada al campo de Almagro en territorio chileno.
Antonio de Herrera, último poseedor conocido de este manuscrito cieciano, se engalanó con plumas ajenas al copiarlo (o plagiarlo) en sus Décadas, comenzando en la III y concluyendo en la V; en que precisamente he utilizado yo su texto para suplir, en la edición madrileña de 1985, los folios perdidos de Cieza. Voy a dedicar un poco de atención a este editor inesperado. Siempre se ha considerado muy aceptable la versión de Herrera sobre el descubrimiento y conquista del Perú, pero sólo tras el hallazgo del manuscrito vaticano se puede establecer cuál fue su fuente de información, y hasta qué punto Herrera ha seguido el texto de Cieza.
Herrera se apega al texto de Cieza desde el capítulo II al XL, que transcribe fundamentalmente en sus décadas III (libros: 5, 6, 8 y 10) y IV (libros: 2, 3, 6, 7 y 9). En los capítulos 37 a 43, que Cieza considera fuera de lugar en el manuscrito, Herrera sigue el orden antiguo en las décadas V y III. Lo mismo ocurre en los capítulos 86-89 de Cieza, que en su libro representan una interrupción del orden estrictamente cronológico: interrupción que Herrera retrotrae al libro 7.º de la década quinta. Pasado este par de interrupciones, y desde el capítulo 86 de Cieza hasta el 97, Herrera se ajusta al orden cieciano. No está de más repetir lo dicho anteriormente y que confirma esta identidad básica; ha sido posible sustituir los folios desaparecidos, en los manuscritos hasta ahora conocidos de Cieza, por los que en Herrera relatan el sitio del Cuzco, hasta conectar con la llamada guerra de Salinas, y que se encuentran al final de la década quinta y comienzo de la sexta.
La circunstancia de haber sido conocida la versión de Cieza a través de las páginas de Herrera las hace altamente probables, tomándose por dos testimonios concordantes lo que no es más que uno: redactado por Cieza y copiado por Herrera. Difieren generalmente en las consideraciones morales que ocupan gran parte del texto cieciano y que dan a su obra un tinte pesimista que no ha pasado a la versión de las Décadas, que es un himno a los castellanos.
Posible influjo de fray Bartolomé de las Casas
Fray Bartolomé de las Casas no estuvo en el Perú, aunque las noticias que de aquella tierra llegaron a sus oídos le decidieron a interrumpir su vida de retiro en Santo Domingo, efecto de su entrada en la orden dominicana, que era a su vez resultado del fracaso de su plan de colonización en Cumaná.
Pero su vocación peruanista se interrumpió a medio camino, cuando había llegado a Nicaragua con el probable propósito de alcanzar aquellas nuevas y ya tan famosas tierras. En Nicaragua se enzarzó en gran altercado con el gobernador Contreras, altercado del que le vino a liberar el obispo de Guatemala, don Francisco Marroquín; quien le invitó a sustituirle a la cabeza de su diócesis durante el viaje que tenía que hacer a México para recibir allá su consagración episcopal. Las Casas no perdió el tiempo en Guatemala, aunque su trabajo principal fue conseguir del gobernador don Francisco Maldonado un encargo de misionar todo el territorio septentrional de la provincia. No tuvo tiempo de llevar a la práctica lo que él ya consideraba demostración triunfal de sus doctrinas de penetración pacífica, y sin esperar el regreso de Marroquín marchó a México para invervenir en el capítulo provincial de su orden: capítulo en que se había de decidir –contra su opinión– el establecimiento de una provincia dominicana en México, que fuera independiente de la que tenía su base en Santo Domingo. Regresa Las Casas algo decepcionado a Guatemala y las cosas parecen enderezarse: Marroquín –también de vuelta– le encarga que aproveche su viaje a España para traer una buena expedición de religiosos; Alvarado, también de vuelta de su expedición al Perú y de su nuevo viaje a Castilla, le ofrece el pasaje en uno de los barcos que le ha traído de la península. Y con este apoyo doble, organiza fray Bartolomé un viaje que estará lleno de actividad, con resultados generalmente favorables. No olvida lo peruano, pero su fervor no le obliga a aceptar años después la mitra del Cuzco, en tanto que da su consentimiento al obispado de Chiapas, frontero de las provincias de Guatemala, que considera su campo de actividad pastoral.
Años adelante, pasada la crisis de las Leyes Nuevas que la voz popular le atribuía, aunque él las creía muy inferiores a sus ideales de reivindicación indígena; establecido ya tranquilamente en el colegio de San Gregorio, en Valladolid, vuelve a influir en los destinos imperiales del Perú consiguiendo el rechazo de la perpetuidad de las encomiendas que los peruleros propugnaban.
No apareció por el Perú, pero su nombre aparecía ligado con las Leyes Nuevas, cuya aplicación por parte del virrey Blasco Núñez Vela haría rebrotar con nueva fuerza las guerras civiles… Pero estos sucesos quedan fuera de la Tercera Parte de la Crónica del Perú, que concluye en las primeras escaramuzas entre Pizarro y Almagro, sin relación con las Leyes Nuevas y el posible influjo lascasiano.
Sólo una mención he encontrado de Las Casas en la extensa obra cieciana cuando lo presenta como autor de las Leyes Nuevas; pasaje en que Cieza muestra su disconformidad con las generalizaciones lascasianas: pues no todos –escribe en el capítulo 99 de la guerra de Chupas– los que tenían asiento en Indias eran tan malos que se deleitaban en cometer pecados tan grandes, antes había muchos que les pesaba e reprendían ásperamente aquellas cosas… Y en el mismo pasaje de Chupas expresa su aprobación al sistema de las encomiendas, que en las Leyes Nuevas se declaraban a extinguir.. Porque ellos (los encomenderos) han pasado grandes trabajos, hambres e miserias que no se pueden brevemente contar; e muchos dellos habían perdido las vidas en descubrimientos e conquistas de Indias, e dejaban sus mujeres e hijos; y sentían estos tales que los de sus padres se pusiesen en cabeza del rey, e les fuese quitada la encomienda que dellos tenían, habiéndoles hecho merced de ciertas vidas…
Sin embargo, en la Tercera Parte de la Crónica algunas moralizaciones de Cieza suenan a lascasianas; en una de ellas alude –sin nombrarlo– a fray Bartolomé y sus doctrinas sobre la propiedad de los indígenas, y sobre la obligación de restituirles lo mal habido. Y es clara alusión a las controversias surgidas en torno a las publicaciones de fray Bartolomé aquella frase: Muchas veces he oído discutir (dice en el cap. LII) y tratar a grandes teólogos sobre si lo que el rey o los españoles llevaron fue bien habido y no para hacer conciencia: no es materia para mí tratar dello, los que lo hubieron, que lo pregunten, e lo sepan; que yo si me cupiera parte, lo mismo hiciera… En sus relaciones literarias, fray Bartolomé aprovechó generosamente lo ya publicado de Cieza, en su Apologética Historia Sumaria; en ella, al tratar de los indios del Perú, sigue Casas a su original Cieza –sin tomarse naturalmente el trabajo de citarlo–, aunque su transcripción no es textual y queda disimulada y distribuida entre los capítulos 46-48, 125, 126 y 133, 182, 247 y 277. La relación del descubrimiento peruano sigue en las Casas una supuesta relación de fray Marcos de Niza y la descripción del sistema incaico sigue un original diferente de Cieza que no he identificado.
Sin embargo, Cieza menciona a fray Bartolomé repetidas veces en su testamento, encargando a su buen juicio la decisión sobre los papeles que a su muerte queden inéditos. ¿Cuándo y por qué se produjo este aumento de confianza…? Pudo ser a lo largo de sus gestiones para poner en marcha la impresión de su Primera Parte, fecha que corresponde a la primera aparición de los folletos lascasianos. Fray Bartolomé debió parecer a nuestro Pedro hombre lleno de recursos que sabía manejarse muy bien en las marañas legales que dificultaban la impresión de obras que tuvieran relación con las indias. Un fray Bartolomé que ponía en circulación obra tan comprometida como la célebre Brevísima Relación era muy capaz de superar todas las dificultades que impidieran tanto las reediciones en España de la Primera Parte de la Crónica –ya que en el extranjero marchaban muy bien– como los demás cuadernos que, a la hora de su muerte, quedaban manuscritos.
En su testamento, Cieza distingue entre la segunda y tercera parte de la Crónica del Perú, y las Guerras civiles. Para las primeras, cree Cieza que pueden darse sin más a la imprenta, sugiriendo, en caso de no encontrar editor que se responsabilice de ello, que se envíen al obispo de Chiapa a la Corte, y se lo den con el dicho cargo de que lo imprima.
En el estudio bio-bibliográfico de Cieza que aparece en el tomo III de la edición monumental, se aclara la complicada trayectoria que siguieron los papeles de Cieza, que, en el caso de la Tercera Parte, tuvo su final feliz en la biblioteca de la reina de Suecia; para llegar finalmente a la biblioteca apostólica vaticana, donde la encontró y editó Francesca Cantú (1979) y la hemos estudiado y editado nosotros (1984-1985).
Vista de conjunto de la Crónica del Perú
Hay una clara diferencia entre la Primera Parte de la Crónica del Perú y las dos restantes: la Primera –única cuya impresión pudo supervisar Cieza– tiene un aire mucho más definitivo que las otras. La Segunda comienza por tres capítulos que alguien consideró fuera de lugar, y suprimió, aunque salieron completos de manos de nuestro autor, ya que Sarmiento de Gamboa parece transcribir párrafos completos hoy desaparecidos; en la Tercera Parte el fenómeno es inverso, faltan capítulos en la cola, que en nuestra edición crítica he tenido que completar con los homólogos de las Décadas herrerianas. El siguiente tratado de Cieza, que se centra en torno a la batalla de Salinas, comienza y concluye con más solemnidad que cualquiera de los anteriores, iniciando así en las guerras civiles un bloque más coherente que la Crónica del Perú.
La Crónica era –en la idea de Cieza– la introducción a lo que él consideraba de mucha mayor importancia y trascendencia: las guerras civiles, porque ciertamente –dice– además de ser muy largas pasaron grandes acaecimientos, y que no ha habido en el mundo gentes de una nación que tan cruelmente las siguiesen, olvidados de la muerte, e no dándose nada por perder la vida por vengar unos de otros sus pasiones… Como tercera razón de la importancia de estas guerras está –en opinión de Cieza– el número de los muertos españoles, considerado en relación con la lejanía del teatro de las operaciones bélicas: ya que tanta admiración causa decir acá que hay juntos quinientos españoles, como en Italia cuando dicen que hay veinte mil… Grandeza relativa, pero grandeza que, aunque trágica, constituye en estas guerras un tema de interés humano indiscutible. Según eso, y en contraste con un enfoque actual, son las guerras, con sus multitudes encarnizadas y con el número de los muertos en ellas, el tema central y de primario interés, al que se subordinan los libros de la Crónica que preparan el escenario y lo sitúan en la historia universal y en la geografía americana.
Si los tres libros de la Crónica preparan el escenario para el cruento final de las guerras civiles, los dos primeros lo preparan para el acto previo a la gran tragedia que es la ruptura entre los dos otros amigos y socios en descubrimientos y conquistas, don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro; cuya ruptura se hace clara y definitiva en el último desarrollo que forma la trama del libro tercero.
En la mente de Cieza, este desarrollo tan trágico e inexplicable recibe la correspondiente iluminación desde el que llamaríamos piso superior de la providencia, en esquema épico de puro corte clásico.
A lo largo de la acción no aparecen, como en la Iliada, los dioses que están del lado de Francisco Pizarro, el indiscutible héroe a los ojos de Cieza, pero sí asoman de modo insistente las fuerzas del mal, que Cieza identifica como los demonios empeñados en hacer fracasar aquella conquista que debería haber sido evangélica y pacífica; como en realidad parecía presentarse en los primeros contactos en las costas septentrionales peruanas entre los indígenas y los españoles, que venían envueltos en mitos ancestrales que aquí eran Viracocha, como en México habían sido Quetzalcoatl.
En ese planteamiento, Cieza encuentra algo que perturba su mirada, que hubiera querido ser de un contraste total: sus héroes –los cristianos– hubieran debido ser perfectos en su línea de caballeros; en tanto que todos los malos deberían haberse amontonado en el campo contrario como huestes del demonio. Cieza no puede ignorar que la realidad parece cambiar los campos y hace malos a los buenos; y Cieza lo acepta y no deja de comentarlo con un énfasis que procede no de lo que llamaríamos lascasismo, sino de una especie de decepción que le acongoja; de ahí la insistencia en anotar los excesos de sus colegas los conquistadores y la frecuencia con que alaba las virtudes humanas y sociales de los incas.
Carmelo Sáenz de Santa María
Acad. corresp. de la Historia
Capítulo Primero
Del descubrimiento del Perú
No dejé, cuando la pluma tomé para contar a los hombres, que hoy son y serán, la conquista y descubrimiento que los nuestros españoles hicieron en el Perú cuando lo ganaron, de considerar que se trataba de la más alta materia de que en el universo se pudiera escribir (de cosas profanas quiero decir) porque, dónde vieron hombres lo que hoy ven: que entre flotas cargadas de metal de oro y plata como si fuera hierro, ni dónde se vio ni leyó que tanta riqueza saliese de un reino, tanta y tan grande, que no solamente está España llena de estos tesoros y sus ciudades pobladas con muchos “peruleros” ricos que de acá han ido, mas han encarecido el reino con el mucho dinero, que han llevado tanto cuanto saben los que lo consideraren; y no solamente España recibió esta carestía, mas toda Europa se mudó del ser primero, y las mercaderías y todos tratos tienen otros precios que no tuvieron; tanto ha subido en España, que si va como ha ido, no sé adónde subirán los precios de las cosas, ni cómo los hombres podrán vivir. Y quise escribir de tierra para pasar la vida humana tan gruesa, tan harta, tan abundante, que en todo lugar que no hay nieve ni monte, no se puede mejorar, como algo de ello apunté en la primera parte, hubiese Dios permitido que tantos años y por tan largos tiempos estuviere cosa tan grande oculta al mundo y no conocida de los hombres de él y hallada, descubierta y ganada, en tiempo del emperador don Carlos, que tanta necesidad de su ayuda ha tenido por las guerras que se le han ofrecido en Germania contra los luteranos y en otras jornadas importantísimas; porque cierto tengo para mí todo este orbe de indias que tan grande es, ha sido descubierto en tiempos mucha riqueza; mas si se quisiesen tomar por los oficiales reales trabajo de ver por los quintos lo que sumaba; montaría sólo el tesoro que del Perú ha ido más que todo esotro junto y no poco más, sino mucho. En España ochocientos y veintidós años antes del nacimiento de Cristo que se encendieron los montes Pirineos, que los fenicios y los de Marsella llevaron muchas naves cargadas de plata y oro; y en el Andalucía, después de esto hubo mucho metal de plata; y así sabemos que en Churab…, en tiempo de / … / hubo tanta plata que no se tenía en cuenta; y cuando Salomón enriqueció el templo con vasos y riquezas, fue mucho lo que en ello se gastaba; y sin todo esto sabemos que en el levante hay tierras ricas de oro y plata, mas ninguna cosa de éstas se puede igualar ni comparar con lo del Perú; porque contado lo que se hubo en Caxamalca cuando el rescate de Atabalipa y lo que después se repartió en jauja y en el Cuzco, y lo que más se hubo en el reino es tan gran suma que yo, aunque pudiera, no lo oso afirmar; pero si con ello quisiera edificar otro templo se hiciera que fuera de más riqueza que el del Cuzco ni ninguno de cuantos en el mundo han sido. Y todo esto es nada lo que esto del Perú se ha sacado, para lo mucho que en la tierra está perdido enterrado en sepulturas de reyes y de caciques y en los templos. Así lo conocían los mismos indios y lo confiesan. Pues después de todo esto que sacaron de Guailas, de Porco, de Caruaya, de Chile, de los Cañares, ¿quién contará el oro que de estos lugares entró en España? Y si para esto ponemos tanta dificultad, ¿qué diremos del cerro de Potosí, de quien tengo para mí ha salido desde que dél sacan plata, con lo que los indios han llevado sin que se sepa, más de veinte y cinco millones de pesos de oro, todo en plata, y sacarán de este metal para siempre, mientras hubiere hombres, como lo quieran buscar? Y sin esto comienzo la escritura dedicada por contar el fin de la guerra de los dos hermanos Guascar y Atabalipa y cómo trece cristianos lo descubrieron casi milagrosamente, y después fueron para lo ganar (por la guerra que hallaron trabada) no más de ciento y sesenta, y cómo después se fueron encadenando las cosas de unas en otras, que en el Perú hubo tantas disensiones, tantas guerras entre los nuestros, y tratadas tan ásperamente y unos con otros con tanta crueldad que se olvida Sila y Mario y los otros tiranos; y los casos que pasaron en este discurso contados, si no hubiese testigos muchos, no sería creído; tanto, que estando en el Perú no hay para qué hablar de Italia, ni Lombardía, ni otra tierra, aunque sea muy belicosa; pues lo que ha hecho tan poca gente no se puede comparar, sino con ella misma. Con estas mudanzas murieron, y muchos que estaban olvidados llegaron a ser capitanes, y en riqueza tanto que algunos tenían más renta uno solo, que el mayor señor de España, fuera de el rey.
Capítulo II
De cómo el gobernador Pedrarias nombró por capitán de la mar del Sur a Francisco Pizarro y cómo salió de Panamá al descubrimiento
Después de Alonso de Ojeda y Nicusa, vino por gobernador Pedrarias Dávila y estuvo algunos tiempos en la ciudad del Darien, y como se poblase Panamá y el reino de Tierrafirme, siendo primero descubierta la mar del Sur por el adelantado Vasco Núñez de Balboa y por el piloto Pero Miguel, hijo de Juan de la Cosa, según algunos dicen; tratábase sobre descubrir tierras en la dicha mar del Sur. Y como el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, que fue oficial real en el Darien, tenga tan elegante y bien escrito lo de aquellos tiempos, pues se halló presente y lo vio lo más de ello, aunque yo alcancé a tener alguna noticia y pudiera tratar algo de ello, pasaré a lo mucho que tengo que hacer, remitiendo al lector a lo que Oviedo sobre ello escribe donde lo verá bien largo y copioso. Y con tanto digo, que en tiempo que el Darien estuvo poblado, hubo de los españoles que allí se hallaron dos llamados: el uno Francisco Pizarro, que primero fue capitán de Alonso de Ojeda, y Diego de Almagro; y eran personas con quien tuvieron los gobernadores cuenta porque fueron para mucho trabajo y con constancia perseveraron en él. Quedaron por vecinos en la ciudad de Panamá en el repartimiento que hizo de indios el gobernador Pedrarias; estos dos tenían compañía en sus indios y haciendas; y sucedió que Pedrarias envió a la isla Española al capitán Zaera, para que procurase de traer alguna gente y caballos para ir a poblar la provincia de Nicaragua antes que Gil González Dávila lo pudiera hacer, porque supo que lo andaba descubriendo para poblar. Informóme Nicolás de Ribera, vecino de la ciudad de los Reyes, que es de los de aquel tiempo y uno de los trece que descubrieron el Perú, que supo que llegado Zaera a la ciudad de Santo Domingo, contrató con un Juan Basurto para que viniese a Panamá, donde Pedrarias le haría su capitán general para que pudiese ir a la provincia de Nicaragua a poblar y descubrir; y codicioso Basurto de hacer aquella jornada, vino a Tierra Firme; él y Zaera trayendo alguna gente y caballos; y que en el ínter de esto, el gobernador Pedrarias había dado comisión para hacer la jornada dicha al capitán Francisco Hernández; de que Juan Basurto mostró sentimiento, y así lo entendió Pedrarias, y porque no tuviese su venida por perdida, platicó con él, para que, pues ya no podía ir a lo de Nicaragua, por estar Francisco Hernández proveído en el cargo, que fuese a descubrir con algunos navíos por la mar del Sur de que se tenía grandes esperanzas de hallar tierra rica. Dicen que Juan Basurto aceptó el cargo que le daba Pedrarias, y que para hacer la jornada más a su gusto, determinó de volver a Santo Domingo para traer más gente y caballos, porque en aquellos tiempos estaba desproveído el reino de Tierra Firme, y con mucha diligencia se partió para embarcarse en el Nombre de Dios, donde la muerte atajó su pensamiento y le llamó para que fuera a dar cuenta de la jornada de su vida. En Panamá, luego se supo de la muerte de este Basurto y cómo iba a hacer lo que se ha escrito; y estando en la misma ciudad por vecinos, y siendo en ella compañeros Francisco Pizarro y Diego de Almagro, que también lo era con ellos Hernando de Luque, clérigo, trataron, medio de burla, sobre aquella jornada y cuánto había deseado el adelantado Vasco Núñez de Balboa hacerla y descubrir a la parte del sur lo que hubiese. Pizarro dio muestra a sus compañeros tener deseo de aventurar su persona y hacienda en hacer aquella jornada, de que a Almagro plugo mucho, pareciéndole que sin aventurar, nunca los hombres alcanzan lo que quieren; y determinaron de pedir la jornada para el dicho Francisco Pizarro; y así afirman los que esto saben y de ellos son vivos, que fueron a Pedrarias y le pidieron la demanda de aquel descubrimiento; y después de haber tenido sobre ello grandes pláticas, Pedrarias se lo concedió con tanto que se hiciese con él compañía para que tuviese parte en el provecho que se hubiese, y siendo de ello contentos los compañeros, se hizo por todos cuatro la compañía, para que, sacando los gastos que se hiciesen, todo el oro y plata y otros despojos se partiesen entre ellos por iguales partes, sin que uno llevase más que otro; y dio Pedrarias a Francisco Pizarro provisión de su capitán, para que en nombre del emperador hiciese el descubrimiento que de su uso es dicho. Y divulgóse por Panamá de que no poco se reían los más de los vecinos teniéndolos por locos, porque querían gastar sus dineros para ir a descubrir manglares y ceborucos. Mas no por estos dichos dejaron de buscar dineros para proveimientos de la jornada, y mercaron un navío (que estaba en el puerto, que dicen que era uno de los que hizo Vasco Núñez) a un Pedro Gregorio, y llevaron por piloto, a lo que yo supe, que había por nombre Hernán Peñate. Diéronse prisa a aderezar el navío con velas y jarcia, y de lo que más que había menester para el viaje, y procuraron allegar alguna gente de la que había en la tierra y juntaron ochenta españoles, poco más o menos, de los cuales iba por alférez Saucedo y por tesorero Nicolás de Ribera, y por veedor Juan Carvallo; y habiendo puesto a punto lo que convenía meter en el navío, fueron llevados a él cuatro caballos, no más, que se pudieron haber; y la gente se embarcó, y Francisco Pizarro, despidiéndose de Pedrarias y de sus compañeros, hizo lo mismo.
Capítulo III
De cómo salió el capitán Francisco Pizarro al descubrimiento de la mar del Sur y por qué se llamó el Perú aquel reino
Habiéndose embarcado Francisco Pizarro con los cristianos españoles que con él fueron, salió del puerto de la ciudad de Panamá mediando el mes de noviembre del año del Señor de mil y quinientos y veinte y tres, quedando en la ciudad Diego de Almagro para procurar gente, y lo más para la conquista necesario para enviar socorro a su compañero. Como Pizarro salió en su navío de Panamá, anduvieron hasta llegar a las islas de las Perlas, donde tomaron puerto y se proveyeron de agua y leña y de hierba para los caballos, de donde anduvieron hasta el puerto que llaman de Piñas, por las muchas que junto a él se crían, y saltaron los españoles todos en tierra con su capitán, que no quedó en la nave más que los marineros; determinaron de entrar la tierra adentro en busca de mantenimiento para fornecer el navío, creyendo que lo hallaría en la tierra de un cacique a quien llaman Beruquete o Peruquete; y anduvieron por un río arriba tres días con mucho trabajo, por que caminaban por montañas espantosas, que era la tierra por donde el río corría tan espesa que con trabajo podían andar; y llegando al pie de una muy grande sierra la subieron, yendo ya muy descaecidos del trabajo pasado y de lo poco que tenían de comer y para dormir en el suelo mojado entre los montes, llevando con todo esto sus espadas, y rodelas en os hombros con las mochilas y tan fatigados llegaron, que de puro cansancio y quebrantamiento murió un cristiano llamado Morales; los indios que moraban entre aquellas montañas entendieron la venida de los españoles, y por la nueva que ya tenían de que eran muy crueles, no quisieron aguardarlos antes desamparando sus casas hechas de madera y paja o hojas de palma, se metieron entre la espesura de la montaña donde estaban seguros. Los españoles habían llegado a unas pequeñas casas que decían ser del cacique Peruquete, donde no hallaron otra cosa que algún maíz y de las raíces que ellos comen. Dicen los antiguos españoles que el reino del Perú se llamó así por este pueblo, o señorete llamado Peruquete, y no por el río, porque no lo hay que tengan tal nombre. Los cristianos, como no pudieron ver indio ninguno ni hallaron bastimentos, ni nada de lo que pensaron, estaban muy tristes y espantados de ver tan mala tierra. Parecíales que el infierno no podía ser peor; mas encomendándose a Dios con mucha paciencia, el capitán y ellos dieron la vuelta por donde habían venido adonde dejaron el navío, y llegaron a la mar bien cansados y llenos de Iodos, y los más, descalzos con los pies llagados de la aspereza del monte y de las piedras del río. Luego se embarcaron y como mejor pudieron navegaron al poniente, prosiguiendo su descubrimiento, y al cabo de algunos días tomaron tierra en un puerto, que después llamaron “de la hambre”, donde se proveyeron de agua y leña.
De este puerto salieron y navegaron diez días, y faltábales el mantenimiento, que no daban a cada persona más que dos mazorcas o espigas de maíz para que comiese en todo el día; y también tenían poca agua, porque no llevaban muchas vasijas; y carne no comían, porque ya no la tenían ni ningún otro refrigerio. Iban todos muy tristes y algunos se maldecían por haber salido de Panamá, donde ya no les faltaba de comer. Pizarro muchos trabajos había pasado en su vida y hambres caninas, y esforzaba a sus compañeros, diciéndoles que confiasen en Dios, que él les depararía mantenimiento y buena tierra, y por consejo de todos se volvieron atrás al puerto que habían dejado, que llamaron de la hambre, por la mucha con que en él entraron. Y los españoles con el trabajo pasado estaban muy flacos y amarillos, tanto que era gran lástima para ellos verse los unos a los otros; y la tierra que tenían delante era infernal, porque aun las aves y las bestias huyen de habitar en ella. No se veían sino breñales de espesura y manglares y agua del cielo, y la que siempre había en la tierra. Y el sol con la espesura de los nublados tan ofuscado, que su claridad se pasaban algunos días que no veían sino la muerte; porque para volver a Panamá si lo quisiesen hacer, no tenían mantenimientos si no mataban los caballos. Y como hubiera entre ellos hombres de consejo y que deseaban ver el cabo de la jornada, se determinó que fuesen en el navío a las islas de las Perlas algunos de ellos a buscar mantenimiento; y esto platicado, se puso por efecto, puesto que ni los que habían de ir tenían comida que llevar, ni menos les quedaba a los demás.
Capítulo IV
De cómo volvió Montenegro en la nave con algunos españoles a las islas de las Perlas a buscar mantenimiento, sin llevar de comer, sino fue un cuero de vaca seco y algunos palmitos amargos; y del trabajo y hambre que pasó Pizarro y los que con él quedaron
Determinado por el capitán y sus compañeros que el navío volviese a las Perlas por algún bastimento, pues tanta necesidad de ello tenían, no sabían con qué podrían los que habían de ir, sustentarse en el camino, porque no había maíz ni cosa otra que pudiesen comer, y buscarlo por la tierra no tenía remedio; porque los indios estaban poblados en las montañas entre ríos furiosos y ciénagas; y después de lo haber tanteado y mirado, no hallaron otro remedio para todos no perecer, sino que el navío fuese y llevase para comer, los que en él habían de ir, un cuero de vaca que había en la misma nao bien seco y duro y señalaron entre todos a Montenegro para que fuese a hacer lo susodicho; y sin el cuero cortaron junto a la costa algunos palmitos amargos.
Algunos de ellos comí yo en la montaña de Caramanta, cuando íbamos descubriendo con el licenciado Juan de Vadillo. Montenegro prometió que, dándole Dios buen viaje, procuraría con brevedad volver a remediar la necesidad que les quedaba. Y el cuero hacían pedazos, teniendo en agua todo un día y una noche, lo cocían y comían con los palmitos; y encomendándose a Dios enderezaron su viaje a las islas de las Perlas. Como la nao se fue, el capitán y sus compañeros buscaban por entre aquellos manglares, deseando dar en algún poblado; mas los fatigados hombres no hallaban sino árboles de mil naturas y muchas espinas y abrojos, y mosquitos y otras cosas que todas daban pena y con ninguna tenían contento, como la hambre les fatigase cortaban de aquellos palmitos amargos, y entre la montaña hallaban, unos bejucos en donde sacaban una fruta como bellota que tenían el olor como el ajo, y con la hambre comían de ellas; y por la costa algunos días tomaban pescado; y con trabajo sustentaban sus vidas, deseando más que el vivir volver a ver el navío en que fue Montenegro, con refresco. Mas como la necesidad fuese tanta y los trabajos grandes y la tierra tan enferma y sombría y que lo más del tiempo llueve, paráronse tan malos, que murieron más de veinte españoles sin los cuales se hincharon otros, y todos estaban tan flacos que era muy gran lástima verlos. Pizarro tuvo ánimo digno de tal varón, como él fue, en no desmayar con lo que veía, antes él mismo buscaba algunos peces, trabajando por los esforzar, poniéndoles esfuerzo para que no desmayasen, diciéndoles que presto verían venir el navío en que fue Montenegro. Y habían hecho algunas chozas que acá llamamos ranchos, en que estaban para se guarecer del agua; y estando de esta manera, dicen que se pareció una vista de allí, que sería término de ocho leguas, una playa, y que un cristiano llamado Lobato dijo al capitán que le parecía debían ir algunos de ellos allá, y por ventura hallarían alguna cosa que comer, pues de su estada allí no se esperaba otra cosa que la muerte; y teniendo por bueno el dicho de este Lobato, el capitán, con los que más aliviados estaban, se partieron para ella con sus espadas y rodelas, quedándose los demás españoles en el real que allí tenían hecho; y como se partieron para la playa, anduvieron hasta llegar a ella, donde fue Dios servido que hallaron gran cantidad de cocos y vieron ciertos indios, y por tomar algunos, se dieron prisa a andar los españoles; mas como los indios los sintieron pusiéronse en huida. Y afirmóme Nicolás de Ribera que vieron que uno de aquellos indios se echó al agua y que nadó cosa espantosa, porque fue más de seis leguas sin parar; lo vieron ir nadando hasta que la noche vino y lo perdieron de vista. Los indios que más huyeron se metieron por unas ciénagas; los españoles tomaron dos de ellos; los demás fueron a salir a un crecido río donde tenían sus canoas, y como los que escapan de ballesta así ellos se fueron alegres por no haber sido presos por los españoles, de quienes se espantaban poder sufrir tanto trabajo, y diz que decían que por qué no rozaban y sembraban y comían de ello sin querer buscar lo que ellos tenían para tomárselo por fuerza. Estas cosas, que estos indios dicen y otras, sábese de ellos mismos cuando eran tomados por los españoles, porque quiero en todo dar razón al lector. Estos indios traían arcos y flechas con yerba tan mala, que hiriendo a un indio de los mismos con una flecha, murió dentro de tres o cuatro horas. En este alcance, hallaron los españoles cantidad de una fanega de maíz, lo cual fue repartido entre ellos.
Capítulo V
De cómo Montenegro llegó a las islas de las Perlas y de cómo volvió con el socorro
Montenegro, con los que iban en el navío navegaron hasta que llegaron a las islas de las Perlas, bien fatigados de la hambre que habían padecido, y como allí llegaron, comieron y holgaron, teniendo cuidado de volver brevemente a remediar los que quedaron con el capitán Francisco Pizarro; y luego metieron en el navío mucho maíz y carne y plátanos y otras frutas y raíces, y con todo ello dieron la vuelta a donde habían dejado los cristianos; y llegaron a tiempo que el capitán con algunos de ellos habían salido a lo que en el capítulo pasado se contó; y como vieron el navío fue tanto el placer y alegría que todos recibieron cuanto aquí se puede encarecer. Tenían en más el poco mantenimiento que en él venía que a todo el oro del mundo; y así, antes de ser llegado al puerto, los que estaban enfermos, como si estuvieran sanos se levantaron. El capitán Francisco Pizarro, después que hubo andado algunos días por aquella playa donde hallaron los cocos y por el monte a la redonda, viendo que no podían hallar poblado alguno y que la tierra adentro era infernal, llena de ciénagas y de ríos, determinó de volver con sus compañeros al real donde habían quedado los otros. Y en el camino encontraron con un español que, muy alegre, venía a les contar la buena venida del navío y traía en la mochila tres roscas de pan para el capitán y cuatro naranjas. Entendido lo que pasaba, no fue menos el placer que recibió el capitán y los que con él iban que el que habían recibido los otros, y dieron gracias a Dios, porque así se había acordado de ellos en tiempo de tanto trabajo. Pizarro repartió las roscas y las cuatro naranjas por todos, sin comer de ellas él, más que cualquiera de ellos, y tanto esfuerzo tomaron, como si hubieran comido cada uno un capón; y con él anduvieron a toda prisa hasta que llegaron al real, adonde todos se hablaron alegremente; y Montenegro dio cuenta al capitán de lo que le había pasado en el viaje, y comieron todos de lo que vino en la nave, hablando unos con otros de lo que por ellos había pasado hasta aquel tiempo. Dicen que faltaban veinte y siete españoles que habían muerto con la hambre pasada, los que quedaron y el capitán se embarcaron en el navío con determinación de correr la costa de largo al poniente, donde esperaba topar alguna tierra buena, fértil y rica; y como se hubieron embarcados navegaron y tomaron tierra en un puerto, que, por llegar el día de nuestra señora de la Candelaria, le pusieron por nombre puerto de la Candelaria; y vieron cómo atravesaban caminos por algunas partes, mas la tierra era peor que la que dejaban atrás de manglares; y montaña tan espantosa que parece llegar a las nubes, y tan espesa que no se veía sino raíces y árboles, porque el monte de acá es de otra manera que los de España. Sin esto, caían tantos y tan grandes aguaceros, que aun andar no podían. La ropa, con ser camisetas de anjeo las más que traían, se les pudría y se les caían a pedazos los sombreros y bonetes. Hacía tan grandes relámpagos y truenos, como han visto los que por aquella costa han andado, y caían rayos. Con los nublados no veían el sol en muchos días, y aunque salía, la espesura del monte era tanta, que siempre andaban medio en tinieblas. Los mosquitos los fatigaban, porque, cierto, adonde hay muchos es gran tormento. A mí me ha muchas veces acaecido estar de noche lloviendo y tronando, y salirme de la tienda del valle, y subirme a los cerros y estar a toda el agua por huir de ellos. Son tan malos cuando son de los zancudos que muchos han muerto de achaque de ellos. Los naturales de aquellas montañas, en algunas partes hay muchos y en otras pocos, y como la tierra es tan grande, tienen bien donde se extender, porque no tienen pueblos juntos ni usan de la policía que otros, antes viven entre aquellos breñales o barrios con su mujer e hijos y en laderas cortan monte y siembran raíces y otras comidas. Todos entendían y sabían cómo andaba el navío por la costa, y cómo los españoles andaban saltando en los puertos, los que estaban cerca de la mar poníanse en cobro sin los osar aguardar.
Capítulo VI
De cómo el capitán con los españoles dieron en un pueblo de indios donde hallaron cierto oro, y cómo tomaron puerto en Pueblo Quemado; de donde enviaron el navío a Panamá y lo que más pasó
Como Francisco Pizarro y sus compañeros viesen como había caminos entre aquellas montañas, determinaron de seguir por uno de ellos para ver si daban en algún poblado para tomar algunos indios de quien pudieran tomar lengua de la tierra en que estaban; y así, tomando sus espadas y rodelas anduvieron dos leguas o poco más la tierra adentro, donde toparon un pueblo pequeño, mas no vieron indio ninguno, porque todos habían huido, mas hallaron mucho maíz y raíces y carne de puerco y toparon más de seiscientos pesos de oro fino en joyas; y en las ollas, que hallaron al fuego, de los indios, entre la carne que sacaban de ellas para comer, se vieron algunos pies y manos de hombres, por donde se creyó que los de aquella parte eran caribes, y también tenían arcos y flechas con yerba de la que hacen con ponzoña. Los españoles comieron de lo que hallaron en aquel lugar y determinaron de dar la vuelta a la mar para embarcarse, pues no habían podido tomar hombre ninguno de los naturales de aquella tierra. Entrados en el navío anduvieron costeando hasta que llegaron a un pueblo que llamaron Pueblo Quemado, de donde con acuerdo de todos, se determinaron de entrar la tierra adentro, para ver si daban en pueblo que pudiesen tomar algunos indios, porque por aquella parte había mucha gente y todos estaban avisados de cómo andaban en la tierra y tenían puestas sus mujeres y alhajas en cobro. Tomando los nuestros españoles por un camino de aquéllos anduvieron poco más de una legua y dieron en un pueblo yermo porque los indios como de suso he dicho le habían desamparado; y hallaron gran cantidad de maíz y muchos maizales, y otras raíces gustosas de las que ellos comen, y no pocas palmas de las de pijabaes, que es cosa muy buena; y estaba este pueblo en la cumbre de unas laderas o sierras asentado a su usanza, muy fuertemente, que parecía fortaleza. Como habían hallado tanto mantenimiento en aquel pueblo, parecióle, así al capitán como a todos los españoles, que sería cosa muy acertada recogerse allí todos en aquel pueblo, pues era tan fuerte y estaba tan bien proveído de comida, y enviar la nave a Panamá que trajese socorro de españoles y a que fuese adobado, pues estaba tan mal tratado que por muchos lugares hacía agua; y pareciéndoles bien acertado, el capitán mandó a Gil de Montenegro, que con los españoles más sueltos y ligeros fuese a buscar algunos indios por entre el monte en los estalajes que tuviesen hechos, que acá llamamos rancherías, para que fuesen en el navío a dar a la bomba, porque todo era menester según había pocos marineros y el navío hacía agua. Los naturales de la comarca habíanse juntado y tratado en ellos de la venida de los españoles, y cómo era grande afrenta suya andar huyendo de sus pueblos por miedo de ellos, pues eran tan pocos, y determinaron de se poner a cualquier afrenta, o peligro que les viniese, por los expeler de sus tierras, o matarlos, si no quisiesen dejarlas; tratando mal de ellos, que eran vagabundos, pues por no trabajar andaban de tierra en tierra; y más que esto decían, como después lo confesaron algunos que de ellos hubieron de venir a ser presos por los españoles; y como tuviesen esta determinación, tenían puestas escuchas y velas de ellos mismos a la redonda del pueblo, donde los españoles estaban, para saber si algunos de ellos salían de allí o lo que determinaban de hacer. Y como Gil de Montenegro con los españoles, que fueron señalados para ir con él a la entrada que se había de hacer para tomar indios, que yendo en la nave pudiesen dar a la bomba, saliesen del pueblo, luego por los indios que estaban a la mira fue aviso al lugar donde la junta estaba con la determinación dicha. Y aunque tuviesen este designio los naturales, en quien se hizo la liga para matar a los españoles o lanzarlos de sus tierras, todavía aunque no eran cabales sesenta, les temían extrañamente; y este temor caber en tantos y que estaban en su tierra y la sabían y conocían no sé a qué se puede echar sino a Dios todopoderoso que ha permitido que los españoles salgan en tan grandes y dudosas cosas en tiempos y coyunturas que a no cegar el entendimiento a los indios, a soplos o con puños de tierra bastaban a los debaratar; y creo que tampoco lo permitía por sus méritos, sino que fue servido de volver por su honra, y porque tenían su apellido; a muchos de los cuales, por no conocer tan gran beneficio castigó poderosamente con brazo de venganza, como hemos visto. Mas como los montañeses tuviesen sus armas las que ellos usan, y viesen divididos los cristianos, alegres por la división, pensaron de ir a dar en Montenegro y matar a los que con él venían, y luego ir a donde estaba el capitán y hacer lo mismo; pues si salían con lo primero, les sería lo demás fácil de hacer; y así salieron a los nuestros, llenos los rostros y cuerpos (porque ellos andan desnudos) de la mixtura que ellos se ponen, que llamamos bija, que es como almagre, y de otra que tiene color amarilla, y otros se untaban con bija, que es como trementina (y a mí me han hecho bizmas con ella). Parecían demonios y daban grandes alaridos a su uso, porque así pelean, arremetieron a los españoles, que aunque vieron tantos enemigos delante y que ellos eran tan pocos, no desmayaron, mas antes encomendándose a Dios y a su poderosa madre, echaron mano a sus espadas, e hirieron a los indios que podían alcanzar; diciéndoles Montenegro, su caudillo, que los tuviesen en poco. Los indios procuraban de los matar; tiraban de sus dardos contra ellos, no usaban allegarse mucho por miedo de las espadas. Un cristiano a quien llamaban Pedro Vizcaíno, después de haber muerto algunos indios y herido, le dieron tales heridas, que murió de ellas; y de un apretón que dieron mataron otros dos españoles y hirieron a otros. Los que quedaban se defendieron tan bien, que, espantados los indios que hombres humanos para tanto fuesen, mirando que por tres que ellos habían muerto les faltaban tantos de los suyos, tornaron entre ellos a tratar de dejar aquéllos y dar sobre los que habían quedado; porque a razón por quedar enfermos no habían ido con aquellos que tanto daño les habían hecho; sin lo cual eran los menos a los que querían ir, que no los que dejaban.
Capítulo VII
De cómo los indios dieron con los españoles, y del aprieto en que se vio el capitán, y cómo los indios huyeron
Habiendo los indios determinado de revolver sobre el capitán y los otros cristianos que con él quedaron, lo pusieron por obra y con grande estruendo y alaridos llegaron al lugar donde los cristianos estaban muy descuidados de pensar que los indios habían de venir a dar en ellos, mas, viendo los tiros de dardo y flechas que les tiraban, con sus rodelas y espadas, salieron para ellos yendo su capitán delante animándolos y poniéndoles esfuerzo para que tuviesen en poco a los muchos enemigos que sobre ellos tenían; y encomendándose a Dios nuestro señor, y llamando en su ayuda al apóstol Santiago, resistieron a los indios con gran esfuerzo. Y el capitán estaba muy temeroso no hubiesen los indios muerto a los cristianos que habían ido a entrar; los cuales, como los indios los dejaron, como mejor pudieron dieron la vuelta al real para se juntar con los demás sus compañeros. Los indios ahincábanse mucho por salir con su propósito matando a los cristianos; los cristianos, viendo lo que en ello les iba peleaban valientemente, y de los muchos golpes que recibieron de los indios fueron muertos dos españoles y heridos veinte, algunos mal. Y fue Dios servido que los españoles que habían ido con Montenegro llegasen, que a tardarse algo más sin duda los unos y los otros corrieran riesgo; mas como se juntaron cobraron ánimo y defendíanse de los indios. El capitán fue de ánimo grande y con espada y rodela peleó siempre con esfuerzo, y este día lo tuvo harto: conocían los indios que quien más mal les hacía era él, y deseando de lo matar, cargaron muchos sobre él de tropel, y diéronle algunas heridas; y tanto le fatigaron que aunque tuvo siempre en la pelea una constancia, le hicieron ir rodando una ladera ayuso y abajaron algunos de ellos muy alegres pensando que le habían muerto, para le despojar y quitar las armas; mas él llevó tan buen tino y tal aviso, que llegando a lo que era más llano, se puso en pie con su espada alta con determinación de vengar él mismo su muerte antes que los indios se la diesen; y a los primeros que llegaron hirió, matando a uno o dos de ellos. En esto los españoles habían visto lo que había sucedido a su capitán, y muy enojados de los indios les dieron tal mano, que les hicieron volver las espaldas dando aullidos y gemidos, espantados de ver cómo los españoles tenían virtud tan grande en el pelear con silencio, y juzgaron que en ellos había alguna deidad. Fueron algunos españoles a socorrer a Francisco Pizarro, el cual hallaron en el aprieto que he dicho, herido de algunas heridas y lo subieron arriba y curaron de él y de los demás que estaba heridos, para los cuales había el refrigerio que el lector puede sentir, y aun para curarlos si hubo algún aceite para quemarles las heridas sería gran cosa. Visto por el capitán lo que les había sucedido y cómo no habían podido enviar el navío a Panamá por socorro y a lo aderezar porque estaba desbaratado y hacía por muchos lugares agua, tomando parecer con sus compañeros, se determinó por todos salir de aquel lugar, pues estaban en peligro, porque había muchos indios y los más de ellos estaban heridos y todos muy flacos y que la tierra era mala y llena de trabajos, y acordaron de embarcarse todos en la nao y arribar a Chicama, donde enviarían a Panamá el navío; y como mejor pudieron se embarcaron y volvieron a Chicama. Y en el camino erraron a Diego de Almagro, que había salido de Panamá con socorro, como luego diré. De este lugar se determinó por Francisco Pizarro y sus compañeros que volviese el navío a Panamá a lo que se ha dicho y que fuese en el Nicolás de Ribera, tesorero, con el oro que habían habido a dar cuenta al gobernador como tenían buena noticia de delante; y fue hecho así, quedando todo el bastimento que había en la nao para que comiesen. Y pasaban de los trabajos dichos por ser tierra enferma y llena de montaña, tan continua en llover y tronar, como se ha dicho; frío no hace ninguno, mas la tierra es de gran humedad. Ribera, con los que iban en la nave, navegaron hasta que llegaron a las islas de las Perlas, donde supieron cómo Almagro había ido en busca de ellos en una nao; y porque los cristianos que quedaron en Chicama se alegrasen con saber tal nueva despacharon una canoa con el aviso al capitán. Llegado a Panamá el navío, Nicolás de Ribera y los que iban con él, dieron cuenta a Pedrarias de lo que hasta allí les había sucedido, desde que entraron en la tierra del cacique Peruquete. En Panamá estaban con deseo de saber cómo les había ido en el descubrimiento a Pizarro y sus compañeros, y espantáronse cuando oían de lo que habían pasado en los manglares donde andaban. Pedrarias mostró pesarle de que tantos españoles se hubiesen muerto; culpaba a Pizarro, porque perseveraba en el descubrimiento y por inducimiento de algunos malévolos que siempre se huelgan de tratar mal de los que bien lo hacen, publicó Pedrarias que le quería enviar un “acompañado” ( para que, teniendo otro igual a él se hiciese el descubrimiento sin tantas muertes; por esto, y por otras causas, dicen que Pedrarias quería enviar, a Francisco Pizarro, “acompañado”. Mas viniendo a noticia del maestrescuela don Hernando de Luque, su compañero, habló con Pedrarias diciéndole que no era cosa honesta lo que pensaba en aquello, y que le pagaba mal a Francisco Pizarro lo mucho que había trabajado y gastado en servicio del rey, y otras muchas cosas le amonestó, suplicándole no proveyese novedad ninguna hasta ver el fin de la jornada. Y teniendo por justas las causas que le antepuso, para que no lo hiciese, el maestrescuela, no proveyó nada, y entendióse en adobar el navío. Así como lo he escrito me lo afirmó este Nicolás de Ribera, que hoy es vivo y está en esta tierra y tiene indios en la ciudad de los Reyes, donde es vecino. Y creed los que esto leyéredes, que en lo que escribo, antes me dejo mucho de lo que sé que más pasó, que no añadir tan sola una palabra de lo que no fue; y esto los varones buenos y honrados, sin lo saberlo alcanzaron y contentos en ver la humildad y llaneza de mi estilo, sin buscar filaterías, ni vocablos peregrinos, ni otras retóricas que contar la verdad con sinceridad; porque para mí tengo, que el buen escribir ha de ser como el razonar uno con otro y como se habla y no más. Y perdonadme si en esto me he alargado, porque para lo de adelante servirá sin más reiterar cosa de éstas. Y con tanto, volveré al propósito.
Capítulo VIII
De cómo Diego de Almagro salió de Panamá en busca de su compañero con gente y socorro, y de cómo le quebraron un ojo y cómo se juntó con él
El capitán Francisco Pizarro salió de Panamá con su gente, como se ha escrito. Diego de Almagro y el padre Luque entendieron en fornecer otro navío y allegar gente para que el mismo Almagro saliese a los buscar con aquel socorro; y como Almagro era diligente y de tanto cuidado, brevemente lo puso en orden; pidiendo licencia a Pedrarias salió de Panamá antes que hubiese llegado Ribera el tesorero ni se supiese cosa ninguna del suceso de Francisco Pizarro ni que había hecho Dios de él. Dicen unos que sacó Almagro de esta vez de Panamá sesenta y cuatro hombres, otros dicen que setenta; poco va en esto. Embarcáronse él y ellos en el puerto y navegaron la costa arriba en busca de los cristianos, los cuales estaban en Chicama, pasando su fortuna, curándose los heridos, y los sanos buscando lo que les faltaba, y murieron algunos de enfermedad. Y otros estaban hinchados, y los caimanes comieron de ellos por los ríos; cuando pasaban de una parte a otra, los mosquitos los fatigaban demasiadamente. Pues como Diego de Almagro saliese de Panamá enderezaron su derrota por la costa arriba al poniente para buscar los cristianos porque no sabían cosa cierta de donde pudiesen estar, y tomando la costa saltaron en el batel en los puertos que hallaban sin dejar ninguno. Y como no topasen con ellos, anduvieron hasta que llegaron al puerto del “pueblo quemado”, donde primero había estado Pizarro con sus compañeros. En los puertos que había visto, conocido estaba por las cortaduras de machete y por pedazos de alpargates y otras cosas, cómo habían estado en los más de ellos. En este “pueblo quemado” determinó Almagro, con cincuenta españoles, de subir al pueblo y ver lo que había. Los naturales de él habíanlo fortalecido con palenque fuertemente para defenderse de los cristianos, si otra vez volviesen a ellos y sabían bien dónde estaba Pizarro y de la venida de Almagro; y acaudillándose todos se juntaron con determinación de procurar la muerte a quien, por los robar y echar de sus casas y cautivalles sus mujeres y hijos se la venía a dar a ellos. Almagro, con los que le acompañaban, vieron la fuerza del pueblo y conocieron que había gente de guerra dentro, mas no por eso pensaron de se retirar, antes determinaron de dar en el pueblo y ganar a la fuerza; mas como llegaron cerca fue tan grande la grita y estruendo que los indios hicieron, y las voces que daban (que afirman algunos y lo cuentan por muy cierto) que ciertos españoles de los que iban, que los más eran naturales de cerca de Sayago, se espantaron y amedrentaron tanto de ver las fieras cataduras de los indios y la grita que daban que estuvieron por volver las espaldas de puro temor. Almagro, con los que le siguieron, arremetió para los indios que ya comenzaban de tirar dardos y tiraderas, amenazándoles de muerte porque así entraban en su tierra contra la voluntad de ellos sin les deber nada. Los españoles, teniendo en poco sus amenazas y grita, dieron en ellos con el silencio que suelen tener cuando pelean, y mataron y hirieron a muchos de ellos, y tanto les apretaron, que a su pesar les ganaron el palenque, habiendo primero un indio de aquéllos arrojado una vara contra Almagro y apuntó tan bien, que le acertó en un ojo y se lo quebró; y aun afirman que otros de los mismos indios venían contra él y que, si no fuera por un esclavo negro, lo mataran. No desmayó, aunque salió herido tan malamente, ni dejó de hacer el deber hasta que los indios de todo punto huyeron; y fue por los suyos metido en una casa y lo echaron en una cama de ramos que le pudieron hacer muy tristes por haber acaecido tal desgracia y con toda diligencia fue curado como mejor se pudo hacer; y estuvieron en aquella tierra hasta que sanó del ojo, aunque no quedó con la vista, que primero en él tenía; y como estuviese sano se embarcaron en el navío echando muchas maldiciones a la tierra que dejaban y a los hombres que en ella vivían, diciendo que más parecía tierras para andar demonios que para vivienda de gentes. Partieron de aquel lugar, prosiguieron por la costa arriba su camino y no podían topar los cristianos, y saltaban en los puertos para ver si hallaban rastros; y como no topasen nada, sospechaban que todos debían de ser muertos, pues ellos y el navío no parecían. Con esta congoja navegaron hasta que llegaron al paraje del río de San Juan, y hallaron de la una parte y de la otra del río algunos pueblos, y les pareció ser mejor tierra que toda la que habían visto. Los indios de la costa y de aquel río, como veían el navío, espantábanse; no podían presumir qué fuese y concibieron grande espanto; algunos también hubo que sabían lo que era y que no se holgaban de lo ver por la noticia que tenían. Pues como Almagro hubiese llegado hasta el río de San Juan sin haber topado a sus compañeros ni rastro de donde estaban ni que el navío parecía, determinó de no pasar más adelante, sino de dar la vuelta a Panamá, creyendo sin duda alguna que Francisco Pizarro con los que con él salieron eran todos muertos; y así lo pusieron por obra con mucha tristeza y arribaron hasta que llegaron a las Perlas; adonde como saltasen en tierra supieron cómo Ribera había vuelto a Panamá en el navío y cómo Pizarro con sus compañeros estaba en Chicama, donde habían quedado cuando el navío partió. Recibieron con esta nueva gran alegría y tornando a navegar fueron al puerto de Chicama, donde con mucho placer se recibieron los unos de los otros, contando los de tierra los trabajos grandes que habían pasado y los muchos que se habían muerto; los del navío, por el consiguiente, les decían lo mucho que había que andaban buscándolos y cómo habían llegado hasta el río de San Juan; Francisco Pizarro y sus compañeros mostraron que les pesaba mucho que hubiese perdido el ojo Almagro. Como se juntaron los dos compañeros Francisco Pizarro y Diego de Almagro, trataron de muchas cosas tocantes al descubrimiento. Comenzado y estuviesen adeudados, no les convenía salirse afuera sino echar el resto y con ello aventurar las vidas; y acordaron que Almagro volviese a Panamá adobar los navíos, y volver con más gente para proseguir el descubrimiento; y, así como lo acordaron lo pusieron por obra, sacando en tierra todo el bastimento que había en la nao.
Capítulo IX
De cómo Diego de Almagro volvió a Panamá, donde halló que Pedrarias hacía gente para Nicaragua, y lo que le sucedió así a él como al capitán Francisco Pizarro, su compañero
Como se acordase que Diego de Almagro volviese a lo que se ha contado a Panamá, Francisco Pizarro, con toda la gente, entendían en lo que solía: que era, andar por entre aquellos ríos y manglares, donde había poca gente, porque los indios sus pueblos tienen pasadas las sierras, de ellos al norte y los más al poniente, y si por entre aquellos ríos había algunos indios, como tenían noticia de los españoles estar en la tierra y fuese tan grande y montañosa, deviábanse de no caer en sus manos, metiéndose entre la espesura de los montes; mas todavía se tomaban algunos de aquellos hombres y mujeres de quien sabían lo que había por donde andaban, y como aquella costa es tan enferma y los trabajos fuesen grandes, cada día se les iban muriendo españoles y otros se hinchaban como odres. Tenían con los mosquitos su continuo tormento, y a algunos se les llagaban las piernas, y todos andaban mojados pasando ríos y ciénagas, y recibiendo en sí los grandes y pesados aguaceros. Con esta vida tan triste pasaban su tiempo, congojándose muchos porque tan livianamente se habían movido a pasar tanto trabajo y miseria. Pizarro siempre les puso ánimos con palabras de buen corazón y muy alegres, amonestándoles que sufriesen con paciencia aquellas cosas, porque nunca mucho bien y gran provecho se alcanza livianamente y con facilidad, diciéndoles más que, como Almagro volviese con el socorro, irían todos juntos por mar o tierra a descubrir. De esta manera pasaban sus vidas con esperanza de lo que pensaban hallar, y con la mala vida presente. Pues como Diego de Almagro se partió de Francisco Pizarro, volvió a Panamá, donde supo que Pedrarias, por ciertos movimientos que había hecho en la provincia de Nicaragua su capitán Francisco Hernández con gran saña que de él tenía, juntaba gente para ir a le castigar; y como desembarcó se fue luego a le hablar y a dar cuenta adonde quedaba Francisco Pizarro y de lo mucho que habían trabajado por entre aquellos ríos y manglares por donde andaban, aunque todo lo querían pasar en la esperanza que tenían de que presto habían de dar en tierra de mucha gente y riqueza, y que él volvía a llevar de nuevo socorro y gente. El gobernador dicen que oyó secamente lo que contaba Almagro y que se conoció tener voluntad para no dar lugar que más gente saliese de Panamá; y Almagro, que lo entendió, le tornó a hablar sobre el fin que había sido su venida, y como no le diese licencia para hacer gente, le hizo sobre ello algunos requerimientos y protestaciones; lo cual aprovechó, porque Pedrarias no estorbó lo que había dicho no querer, y Almagro y su compañero, el padre Luque, se dieron prisa a aderezar los navíos y hacer gente; llamando todos a la tierra el “Perú”, por lo que se ha dicho en lo de atrás; y dicen algunos de los de aquel tiempo, que de esta vez Pedrarias quería enviar “acompañado” a Francisco Pizarro y nombrar otro capitán para que, juntamente con él, hiciese el descubrimiento; y que como lo entendiese Almagro y el padre Luque procuran lo estorbar, y lo acabaron con que se le diese a Diego de Almagro poder de capitán y provisión y que entrambos lo fuesen suyos. Otros dicen que no quería Pedrarias dar tal capitán y que Almagro tuvo sus inteligencias viendo que se había de ir a Nicaragua, que hubo provisión de capitán. En esto no puedo afirmar cuál de ello ser lo cierto; sé que “por mandar, el padre niega al hijo y el hijo al padre”. De esta vuelta de Diego de Almagro a Panamá volvió con título de capitán adonde quedó su compañero llevando dos navíos y dos canoas con gente y lo demás perteneciente para la jornada; y el piloto Bartolomé Ruiz que mucho había servido, y sirvió, fue con él; y con esta gente y navíos y canoas volvió Almagro en busca de Pizarro, adonde, cuando se vieron, se cuenta por cierto que Pizarro sintió notablemente haber Almagro procurado la provisión de capitán, creyendo que de él había salido y no de Pedrarias; mas como no era tiempo de fingir enemistades, disimuló el enojo, aunque no lo olvidó; y fue leída públicamente la provisión dicha del capitán Diego de Almagro, que tan bien se había justificado con su compañero y podría tener razón; que porque a extraño no se diese tal cargo lo había tomado, pues si otra cosa fuera era grande afrenta de ellos mismos; y que él no quería salir de lo que por él fuera mandado y ordenado. Y como se viesen con mucha gente y algunos caballos, determinaron de salir a descubrir por mar, pues por la tierra, especialmente en lo que estaba, era tan trabajoso, así por la espesura de los manglares, como por los muchos ríos que había, llenos de lagartos tan fieros, y mosquitos, que tanto les atormentaban; y con este acuerdo todos a los navíos se fueron a embarcar.
Capítulo X
De cómo Pizarro y Almagro anduvieron hasta el río de San Juan, adonde se acordó que el piloto Bartolomé Ruiz fuese descubriendo la costa al poniente y Almagro volviese por más gente
Habiéndose ido a embarcar a los navíos los cristianos españoles con sus capitanes, para salir a descubrir la costa adelante, alzaron las áncoras y tendidas las velas partieron de allí y anduvieron hasta que llegaron a un río que llamaron de Cartagena, cercano al río de San Juan, y dicen que saltaron en tierra algunos españoles con sus rodelas y espadas en las canoas que llevaban, y que, dando de súbito en un pueblo de indios que estaba a la orilla del río de San Juan, tomaron cantidad de quince mil castellanos, poco más o menos, de oro bajo, y hallaron bastimentos, y prendiéronse algunos cautivos, con que dieron vuelta a las naves muy alegres y contentos en ver que comenzaban a dar en tierra rica de oro y con mantenimientos; mas todavía les daba pena en ver que la tierra era de una manera; llena de ríos y ciénagas con mosquitos, y que las montañas eran tan grandes y espantosas, que parecía que en algunas partes se escondían sus ramas entre las nubes, según eran altas; y determinaron de saltar en tierra y ver lo que había en ella y si hallaban más oro, que es la pretensión de los que de España venimos a estas Indias; habiéndose de anteponer a todo por dar a estas gentes noticia de nuestra sagrada religión. Con las canoas tomaron tierra los de los navíos, los indios daban a entender ser aquella comarca montañosa como veían, mas que bien adelante había otra tierra y otra gente. Quisieron andar para ver si podían, la tierra adentro, ver campaña, que era lo que deseaban, mas los ríos que hay son tantos, que no basta ni se puede andar si no es por agua, y así lo acostumbraban los naturales en canoas. Andan todos desnudos y moran en caneyes grandes de sesenta o setenta, más o menos, con sus mujeres y hijos, y éstos están desviados unos de otros. Alcanzan en muchas partes cantidad de oro fino y bajo. Escrito he más largo sobre esto en mi parte primera. Pues como viesen que no habría más remedio para descubrir la tierra adentro por los muchos ríos, como sobre ello hubiesen tenido su acuerdo, determinaron que los españoles con el capitán Francisco Pizarro quedasen allá, pues había maíz y raíces que comer y tenían las canoas para andar de una parte a otra, y que Diego de Almagro con aquel oro que se había hallado diese la vuelta a Panamá a recoger más gente, y el piloto Bartolomé Ruiz navegase la costa arriba todo lo que pudiese para ver qué tierra se descubría; y así se hizo, partiéndose Almagro a Panamá y Bartolomé Ruiz a descubrir la costa. Los que quedaron con Pizarro anclaban entre aquellos ríos bien mojados de agua, que continuo llueve, y de los ríos; no hallaban sino algunos caneyes de los dichos; maíz no les faltaba y había batatas y palmitos que era medio mal; pero los mosquitos no los dejaban, y, como siempre, había enfermos, moríanse algunos. El capitán pasó tanto en este descubrimiento, que por parecerme no bastara en lo encarecer, ni tener en mi escribir aquella audacia que requería temblándome la mano cuando aquí allegué considerándolo pasaré adelante, dejándolo para quien más que a mí compete; aunque no dejaré de decir que sólo españoles pudieron pasar lo que éstos pasaron. El piloto Bartolomé Ruiz, descubriendo por la costa, navegó hasta llegar a la isla del “Gallo”, la cual dicen que halló poblada y aun los indios a punto de guerra, por el aviso que fue de unos a otros de cómo andaban los españoles por sus tierras, de donde pasó y anduvo hasta que descubrió la bahía que llamaron de San Mateo, y vido en el río un pueblo grande lleno de gente que, espantados de ver la nao, la estaban mirando creyendo que era cosa caída del cielo sin poder atinar qué fuese. La nao prosiguió su viaje y descubrió hasta lo que llaman Coaque, y andando más adelante por la derrota del poniente, reconocieron en alta mar venir una vela latina de gran bulto, que creyeron ser carabela, cosa que tuvieron por muy extraña, y como no parase el navío se conoció ser balsa, y arribando sobre ella, la tomaron; y venían dentro cinco indios, dos muchachos y tres mujeres, los cuales quedaron presos en la nave; y preguntábanles por señas dónde eran y adelante qué tierra había; y con las mismas señas respondían ser naturales de Túmbez, como era la verdad. Mostraron lana hilada y por hilar, que era de las ovejas, las cuales señalaban del arte que son, y decían que había tantas que cubrían los campos. Nombraban muchas veces a Guaynacapa y al Cuzco, donde había mucho oro y plata. De estas cosas y de otras decían tantas, que los cristianos que iban en el navío los tenían por burla, porque siempre mienten en muchas cosas de éstas que cuentan los indios; mas éstos en todo decían verdad. Bartolomé Ruiz, el piloto, les hizo buen tratamiento, holgándose por llevar tal gente, de buena razón y que andaban vestidos, para que Pizarro tomase lengua. Y andando más adelante descubrió hasta punta de Pasaos, de donde determinó de dar la vuelta a donde el capitán había quedado; y llegando saltó en tierra con los indios. El capitán lo recibió bien, holgándose con las nuevas que traía de lo que había descubierto. Los indios estaban firmes en lo que había contado; fue alegría, para los españoles que con Pizarro estaban, verlos y oírlos.
Capítulo XI
Cómo saliendo en las canoas españolas por bastimentos, fueron muertos todos los españoles que iban en la una canoa con su capitán Varela por los indios
En el entretanto que Diego de Almagro había vuelto a Panamá por gente y socorro para proseguir el descubrimiento, habían determinado el capitán y sus compañeros de andar por entre aquellos ríos; y a la continua se morían españoles y otros adolecían; y al pasar de los ríos comieron a hartos de ellos lagartos. Los enfermos vivían muriendo; los que estaban sanos aborrecían la vida, deseaban la muerte por no verse como se veían. El capitán esforzábalos diciendo que venido Almagro, irían todos a la tierra que los indios que se prendieron en las balsas decían; no querían oírlo, ni creían a los indios cuando consideraban estas cosas; y como faltase mantenimiento, fue necesario salirlo a buscar, pues no tenían que comer. Y en las canoas fueron los que señalaron, nombrando entre ellos a uno por caudillo; los demás, con el capitán, se quedaron en la ranchería que tenían hecha. Los indios de aquellos ríos tenían por pesado el estar los españoles en su tierra; juntáronse muchas veces para tratar de los matar; no osaban a lo público dar en ellos porque los temían y habían miedo a las ballestas y espadas; mas pensaron de cuando saliesen en sus canoas, como salían, por los ríos de hacer algún gran hecho y matar a los que más pudiesen. Pues como saliesen las canoas, una de ellas, donde iban catorce cristianos españoles con su caudillo, que había por nombre Varela, se adelantó, por un caudaloso río, las otras, por donde subían a buscar mantenimiento, más de una legua; y era todo lleno de manglares y espesura, con grandes cenagales de la continua agua. Y en aquella tierra andan los ríos como los mares de la mar austral, que es diferente del océano, cada día menguaban y crecían; y como fuese bajamar menguó tanto el río, que la canoa quedó a seco. Los indios viéronlas venir y cómo se había, de las otras canoas, adelantado la que estaba en seco, y muy alegres, bien almagrados y enjaezados, abajaron más de treinta canoas pequeñas el río abajo para matar los que estaban en la grande. Los cristianos viéronlos venir, mas no tenían remedio para pelear ni para saltar en tierra, y encomendándose a Dios aguardaron a ver en qué paraba. Los indios, con la grita y alarido que suelen dar, se juntaron con ellos y los cercaron por todas partes y les tiraban flechas las que podían, y como el tino era cierto y no estaban lejos, acertaban donde apuntaban. La fortuna de los españoles fue infelice, porque por una parte se veían cercados de los indios; la tierra estaba lejos, el agua para que la canoa pudiera andar, era poca, las otras canoas estaban en seco, y no pudiendo resistir a los tiros de los indios, fueron todos muertos; y con placer grande que los indios tenían los desnudaron hasta los dejar en carnes; y como ya el agua creciese, pudieron las otras canoas subir el río arriba y conocer el daño que los indios habían hecho, de que recibieron mucha pena; y no apartándose unos de otros en las canoas, a pesar de los indios, tomaron el bastimento que quisieron en los pueblos que toparon, y con ello y con la canoa en que habían muerto a los cristianos, que por ser grande los indios no la pudieron llevar, volvieron adonde habían dejado el capitán, y como entendió la desgracia sucedida le pesó mucho.
Capítulo XII
Cómo Pedro de los Ríos vino por gobernador a Tierra Firme y de lo que hizo Almagro en Panamá hasta que volvió con gente
Pedrarias Dávila había ido a Nicaragua, adonde cortó la cabeza al capitán Francisco Hernández, según que tiene escrito el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, y de España había enviado por su gobernador el emperador, de Tierra Firme a un caballero de Córdoba llamado Pedro de los Ríos, y llegó a Panamá; andando Almagro descubriendo con Pizarro, su compañero; y fue admitido por los cabildos al cargo, y tenido por gobernador por los que estaban en la provincia. Y esto entendido, digo que volviendo a nuestra materia, ya conté cómo Diego de Almagro, dejando en el río de San Juan al capitán Pizarro con los españoles, dio la vuelta a Panamá, y llegando a la isla de Taboga, supo estar Pedro de los Ríos por gobernador en la ciudad. Pesóle, creyendo que sería estorbo para sacar gente de la tierra. No quiso entrar en el puerto hasta saber del padre Luque, su compañero, lo que sobre aquello le parecía, y envió con prisa un mensajero, escribiendo con él a Luque, su compañero, su venida y a qué era, y el oro que traía y adonde dejaba a los españoles, y otras cosas. A Pedro de los Ríos escribió otra carta casi diciéndole lo mismo, yendo con la de su compañero el maestrescuela, para que la diese, si conviniese, o la rompiese si había de dañar. Mas como el clérigo Luque vio las cartas, habló con Pedro de los Ríos, dándole la carta que Almagro le enviaba. Respondió que le pesaba el saber que tantos españoles se hubiesen muerto con aquella conquista. Prometió de dar el favor que pudiese, siendo servicio de Dios y del rey. Mandó que luego viniese a Panamá Diego de Almagro; a quien fue aviso de lo dicho con su navío entró en el puerto de aquella ciudad, diciendo todos que venían del Perú. El gobernador salió con algunos caballeros a le recibir hasta la marina, y por extenso le contó Almagro todo lo que había pasado y la esperanza que se tenía de que se había de descubrir tierra rica y muy poblada. Como esto entendió, Pedro de los Ríos confirmó los cargos que de mano de Pedrarias tenían Pizarro y Almagro; mandó provisiones de ello, y permitió que se hiciese gente; y juntó Diego de Almagro con gran dificultad y trabajo hasta cuarenta españoles de los que habían venido de España; porque en aquel tiempo no venían tanto como en éste. Con esta gente y con seis caballos y el refresco que pudo haber de carnaje y alpargates y camisas, bonetes, cosas de botica; y más que convenían para los que estaban desproveídos, tornó a salir de Panamá. En el ínter que esto pasaba, Francisco Pizarro y sus compañeros andaban como solían por entre aquellos ríos y manglares, comiéndose de mosquitos, pasando intolerables trabajos y desaventuras, y andaban aburridos de andar por aquel infierno; quisieran todos volverse a Panamá; como aún el temor y vergüenza hubiesen consigo, no osaban hacerlo contra la voluntad de su capitán; “mas en tierra pobre no hay deslealtad, y adonde hay riqueza, la misma riqueza pugna contra la virtud”, tanto que todo se rinde a la avaricia; y por haber dineros se cometen muertes, y hacen robos, y lo que habéis visto que ha pasado en estos años en este reino. Cuando estaban en corrillos los españoles, decían que los tenía Pizarro por fuerza; no lo ignoraba él, mas disimulaba, porque tenían razón, y al hambriento no se puede remediar si no es con hartarlo. Aguardaba a su compañero con gran deseo de verlo. No se tardó muchos días cuando vieron el navío y salieron en tierra los que en él venían, espantándose los de la mar de ver a los de tierra tan amarillos y flacos.
Capítulo XIII
De cómo los capitanes con los españoles se embarcaron y anduvieron hasta Tacamez y lo que les sucedió
Habiendo Diego de Almagro juntádose con el capitán Francisco Pizarro, como se ha escrito en el capítulo pasado, determinaron de se embarcar todos los que habían venido y de antes estaban y procuraban de saber la tierra, que decían los indios que Bartolomé Ruiz tomó en la balsa, a quien procuraban con diligencia mostrar la lengua nuestra, para que supiesen responder a lo que les preguntasen y fuesen intérpretes. Como se embarcaron, anduvieron hasta llegar a la isla del Gallo, adonde estuvieron quince días reformándose del trabajo pasado. Salieron luego, pasado este término, con los navíos y canoas, luengo de costa, y por un gran río que entraba en la mar; quiso Pizarro, que dentro en una canoa iba, entrar para descubrir lo que había; mas la canoa zozobró en una barra que estaba entre el mar y el río; la otra no corrió tan gran riesgo, el capitán estaba en ella y veía andar, a nado, a los españoles de la que se había perdido, y con gran prisa llegó a la canoa para los recoger, y los tomaron todos, si no fueron cinco que se ahogaron; y saliendo de aquel lugar peligroso, se recogieron a los navíos y fueron hasta la bahía de San Mateo, donde saltaron todos en tierra y sacaron los caballos, y fueron la vuelta de Tacamez con ellos, porque antes, por ser la tierra llena de manglares y de ríos, no había sido menester. Deseaban mucho topar con algún hombre o mujer de aquella comarca, para tomar lengua de lo que había. Los de a caballo reconocieron buen trecho de allí, que estaba un indio, ganosos de lo tomar pusieron las piernas para lo asir, mas como sintió la burla, espantado de los caballos, puso pies en huida con tanta ligereza, que los que le iban siguiendo se espantaron; y con temor de no quedar cautivo en poder de los españoles, cuya fama se extendía de su crueldad, y con gana de no perder su naturaleza, corrió con tan gran denuedo, que me afirmó uno de los de a caballo, que el llegar suyo y el caer el indio al suelo y salírsele el ánima perdiendo el aliento y vigor, fue todo uno. No dejaron de caminar los españoles pasando más trabajo que antes por los muchos mosquitos que había, que eran tantos, que por huir de su importunidad, se metían entre la arena los hombres enterrándose hasta los ojos. Es plaga contagiosa la de estos mosquitos: Moríanse cada día españoles de ella, y de otras enfermedades que les recrecieron. Poco más adelante aquel lugar, tomaron tres o cuatro indios; dijeron medio por señas lo que había en aquella tierra. Prosiguióse el camino por mar y tierra hasta llegar el pueblo de Tacamez, donde hallaron mucho maíz con otras comidas de las que usan las gentes de acá. Los naturales de la tierra sabían muy bien lo que pasaba, y cómo por la mar iban los navíos y por la tierra venían andando hombres blancos barbudos y que traían los caballos que corrían como viento; preguntábanse unos a otros qué pretendían o qué buscaban, por qué causa robaban el oro que hallaban y les cautivaban sus mujeres, y a ellos hacían lo mismo; cobráronles gran desamor y entre muchos hicieron liga de los matar. Los españoles, alegres con el mucho maíz que hallaron, comían descansando; porque “habiendo necesidad, como los hombres tengan maíz, no la sienten”, pues de él se hace miel tan buena como saben los que la han hecho y tan espesa como la quieren hacer, porque yo habré hecho alguna en esta vida y tienen pan y vino y vinagre; de manera con esto y con yerbas, que siempre las hay, no faltando sal, los que andan en descubrimientos llamábanse de buena dicha. Algunos de los indios habíanse puesto a vista con temor, porque su ánimo es poco; mas deseaban coyuntura para hacer algún daño a su salvo. Los españoles salieron para ellos con rodelas y espadas, sin llevar más que dos caballos y fueron para los indios, mas no osaron aguardar; por presto que se echaron a la mar se untaron las lanzas en la sangre de alguno de ellos. Temerosos de tal gente no quisieron ponerse a la burla pasada. Estos, digo, porque otros se acaudillaban para venir sobre los cristianos, que más de ocho días estuvieron allí; y un día oyeron soltar de los navíos un tiro, creyendo que venían sobre ellos gran golpe de indios. Quiso el capitán revolver a la bahía, mas como lo comunicase con Almagro, no se puso en efecto, porque mandó algunos españoles que tomasen un cerrillo que acerca de allí estaba, para atalayar lo que hubiese; y era todo quince o veinte raposas grandes, desde lejos como las veían, creían que que eran indios. Yendo a reconocer lo que era uno de a caballo, lo entendió y avisó de ello. Y como hubiesen salido todos del real, tenían sed porque no había por allí ningún río ni xagüey de los muchos que en otras partes había sobrados, y por remediar la necesidad mandó Pizarro que fuesen los que estaban a caballo y que trajesen todos los calabazos que hubiese llenos de agua. De los naturales se habían juntado poco más de doscientos para dar guerra a los españoles, porque sin razón ni justicia andaban por su tierra contra la voluntad de ellos. Los que iban en los caballos, a la vuelta que volvían a la bahía, los vieron e determinaron dar en ellos; los indios los aguardaron por su mal, porque quedaron en el campo muertos ocho y cautivos tres; los demás huyeron espantados de los caballos. Los españoles fueron con el agua adonde los aguardaban sus compañeros bien fatigados de la sed y todos fueron a la bahía donde hallaron bastimento y estuvieron nueve días; en los cuales platicaron mucho lo que hacían, siendo los más votos en que sería bien volverse todos a Panamá a rehacerse y juntar más gente para venir de propósito al descubrimiento de lo adelante. Almagro lo contradecía, diciendo que no se entendían en decir que sería acertado volver a Panamá, pues yendo pobres iban a pedir de comer por amor de Dios y a morar en las cárceles los que estuviesen con deudas, y que era harto mejor quedar donde hubiese bastimento y con los navíos ir por socorro a Panamá, que no desamparar la tierra. Dicen algunos que Pizarro estaba tan congojado por los trabajos que había pasado tan grandes en el descubrimiento, que deseó entonces lo que jamás de él se conoció, que fue volverse a Panamá, y que dijo a Diego de Almagro que como él andaba en los navíos yendo y viniendo sin tener falta de mantenimientos, ni pasar por los excesivos trabajos que ellos habían pasado era de contraria opinión para que no volviesen a Panamá y que Almagro respondió que él quedaría con la gente de buena gana y que fuese él a Panamá por el socorro, y que sobre esto hubieron palabras mayores, tanto que la amistad y hermandad se volvió en rencor y que echaron mano a las espadas y rodelas con voluntad de se herir; mas poniéndose en medio el piloto Bartolomé Ruiz y Nicolás de Ribera y otros, los apartaron y entreviniendo entre ellos los tomaron a conformar, y se abrazaron, olvidando la pasión; dijo el capitán Pizarro que quedaría con la gente en donde fuese mejor y que Almagro volviese a Panamá por socorro; esto pasado, de allí salieron y pasaron el río de la bahía para ver unos pueblos que se parecían, si era conveniente quedar en ellos o buscar otro lugar.
Capítulo XIV
Cómo los españoles querían todos volverse a Panamá, y cómo no pudieron, y Diego de Almagro se partió con los navíos, quedando Pizarro en la isla del Gallo, y de la copla que enviaron al gobernador Pedro de los Ríos
Pasado el río los españoles, no les contentó la tierra que vieron porque era muy cerrada de montaña y muy lluviosa y los ríos llenos de caneyes de indios que bastarían a matar a los que quedasen. Esto fue causa que la costa arriba anduvieron hasta llegar a Tempulla, que llamaron Santiago, donde estaba un río caudaloso. Estuvieron por allí ocho o diez días; tuvieron temor a los indios y salieron con prisa de aquella tierra. Todos los más hablaban mal de Pizarro y Almagro; decían que los tenían cautivos sin los querer dar licencia para salir de entre aquellos manglares; quisieran irse todos. Los capitanes, con buenas palabras los desvelaban de aquello, esforzándolos con la esperanza de lo de adelante. Más tenían sus pláticas por pesadas que por alegres. Con estas cosas volvieron a la bahía de San Mateo, donde tornaron a tratar en qué lugar sería seguro quedar, entretanto que Almagro fuese a Panamá y viniese a los buscar. Después de muchas consideraciones se acordó que el capitán Pizarro quedase en la isla del Gallo hasta que el socorro viniese. Los españoles tornaron los más de ellos a intentar que sería bueno volverse todos y no morir miserablemente adonde aun no tenían lugar sagrado para tener sepultura; y no fueron parte sus importunidades, porque Dios permitió que de aquella vez se descubriese la grandeza del Perú. Almagro se aparejó para se ir, llevando grande aviso de recoger las cartas que fuesen, porque sabían que iban llenas de quejas de su compañero y de él; porque perseveraban en el descubrimiento, se embarcó en el un navío y se partió; en el otro llevaron la gente a la isla del Gallo, donde se habían de quedar, que por todos eran ochenta y tantos españoles, porque ya se habían muerto los demás. Y al cabo de un mes que había que estaban en la isla del Gallo, el capitán Pizarro determinó que el otro navío fuese a Panamá, yendo en él el veedor Carbayuelo, para que se adobase y viniese con el que llevó Almagro. Y como los españoles anduviesen con tan mala gana, afirman que escribieron algunos de ellos cartas al gobernador Pedro de los Ríos, suplicándole quisiese libertarlos de la cautividad en que andaban; no embargante que Francisco Pizarro procuraba que no fuesen cartas, fueron algunas; y dicen que habiendo doña Catalina de Sayavedra, mujer del gobernador, enviado a pedir algunos ovillos de algodón hilado, porque le informaron que había en aquellas tierras mucho, que un español envió dentro de un ovillo una copla que decía:
¡Ah, señor gobernador: miradlo bien por entero,
allá va el recogedor y acá queda el carnicero!
Aunque también cuentan otros que esta copla fue en el navío donde iba Almagro, entre otras que fueron para el gobernador. También fue en el navío de Almagro un español llamado Lobato, enviado de la gente para que procurase como fuesen puestos en libertad para salir de entre aquellos manglares; y éste pudo salir, por ser amigo de Almagro, que de otra manera no fuera. Partidos los navíos, como se ha dicho, y quedando en la isla del Gallo Francisco Pizarro con los españoles, los indios isleños no quisieron tales vecinos y tuvieron por mejor dejarles sus casas y tierra que no estar entre ellos, y pasáronse a la tierra firme, querellándose de aquellos advenedizos; lo cual decían por los españoles. Bastimento no había mucho en la isla; agua caía tanta de los cielos que ordinariamente llovía lo más del tiempo, con andar la espesura de los nublados entre las nubes y la región del aire. El sol daba poca claridad y no veían en el cielo aquella serenidad con que los hombres se confortan y alegran, sino oscuridad y ruido de truenos con gran resplandor de ralámpagos. Los mosquitos críanse abundantemente con estas cosas, y como los naturales faltasen, cargaban todos sobre los tristes hombres que solos en la isla habían quedado; y muchos andaban medio desnudos y sin tener con que se cubrir, y como anduviesen mojados y por entre aquellas montañas y malos caminos, murieron parte de ellos; porque sin todas estas penalidades morían ya de hambre y casi no hallaban que comer. Y con razón se dijo por algunos “la muerte ser fin de los males” cierto; en algunos tiempos he pasado yo tal vida en semejantes descubrimientos, que la he deseado; y lo que éstos pasaban considérenla los leyentes, aunque uno es sentir y otro es decir. Visto por Francisco Pizarro la necesidad que tenían de comida, platicó con sus compañeros sobre que sería acertado hacer un barco para pasar a buscar maíz a la tierra firme. Como a todos conviniese, luego se puso por obra, y aunque se pasó trabajo grande en lo hacer, se acabó; y pasaron algunos españoles a la tierra firme y volvieron con él cargado de maíz, con que todos se sostuvieron algunos días.
Capítulo XV
De cómo llegado Diego de Almagro a Panamá el gobernador Pedro de los Ríos, pesándole de la muerte de tanta gente no le consintió que sacase más, y cómo envió a Juan Tafur a que pusiese en libertad a los españoles; y lo que hizo Pizarro con las cartas que sus compañeros le enviaron
Diego de Almagro, como salió en el navío, como se ha dicho, prosiguió su viaje a Panamá, donde llegó brevemente, y entendido por el gobernador Pedro de los Ríos a lo que venía no le agradó; antes mostró sentimiento, porque se hubiesen muerto tantos españoles en aquella tierra sin hacer fruto los trabajos que habían pasado y pasaban, y determinadamente dijo que había de enviar remedio para evitar que el daño no fuese adelante. Diego de Almagro le ponía por delante lo que habían gastado y lo que debían y cómo tenían gran noticia de lo de adelante. Reíase de su dicho él; y todos diciendo que en la tierra de Peruquete ¿qué podía hacer sino buenos ríos y hartos manglares? El maestrescuela don Hernando de Luque, procuraba con todas sus fuerzas con Pedro de los Ríos para que no estorbase el descubrimiento que hacía Pizarro. No bastó él, ni Almagro, porque Pedro de los Ríos quería enviar por los españoles; puesto que acabaron con él con gran dificultad que si veinte españoles de su voluntad de los que estaban en la conquista quisiesen seguir a Francisco Pizarro, que daba licencia que con un navío pudiesen descubrir por la misma costa lo de adelante con tanto que dentro de seis meses estuviesen en Panamá y si no llegasen a veinte que subiesen de diez, que daba la misma licencia. Y entiéndese que hizo esto Pedro de los Ríos por cumplir con Luque y con Almagro; porque fue público que habló con Juan Tafur, que fue el que llevó el mandamiento, para que procurase que no quedase cristiano ninguno entre aquellas montañas. Como esto se proveyó, recibieron grande pena, Almagro y el padre Luque, ponderando desde el principio el negocio, cuánto habían trabajado y gastado, lo mucho que debían, y lo poco que tenían para lo pagar. Determinaron de escribir a Pizarro para que no volviese a Panamá, aunque supiese morir, pues si no descubría algo que fuese bueno, para siempre quedarían perdidos y afrentados. Juan Tafur, con los navíos se partió y anduvo hasta que llegó a la isla del Gallo, a tiempo que habían traído en el barco una barca de maíz.
Capítulo XV
De cómo llegado Diego de Almagro a Panamá el gobernador Pedro de los Ríos, pesándole de la muerte de tanta gente no le consintió que sacase más, y cómo envió a Juan Tafur a que pusiese en libertad a los españoles; y lo que hizo Pizarro con las cartas que sus compañeros le enviaron
Diego de Almagro, como salió en el navío, como se ha dicho, prosiguió su viaje a Panamá, donde llegó brevemente, y entendido por el gobernador Pedro de los Ríos a lo que venía no le agradó; antes mostró sentimiento, porque se hubiesen muerto tantos españoles en aquella tierra sin hacer fruto los trabajos que habían pasado y pasaban, y determinadamente dijo que había de enviar remedio para evitar que el daño no fuese adelante. Diego de Almagro le ponía por delante lo que habían gastado y lo que debían y cómo tenían gran noticia de lo de adelante. Reíase de su dicho él; y todos diciendo que en la tierra de Peruquete ¿qué podía hacer sino buenos ríos y hartos manglares? El maestrescuela don Hernando de Luque, procuraba con todas sus fuerzas con Pedro de los Ríos para que no estorbase el descubrimiento que hacía Pizarro. No bastó él, ni Almagro, porque Pedro de los Ríos quería enviar por los españoles; puesto que acabaron con él con gran dificultad que si veinte españoles de su voluntad de los que estaban en la conquista quisiesen seguir a Francisco Pizarro, que daba licencia que con un navío pudiesen descubrir por la misma costa lo de adelante con tanto que dentro de seis meses estuviesen en Panamá y si no llegasen a veinte que subiesen de diez, que daba la misma licencia. Y entiéndese que hizo esto Pedro de los Ríos por cumplir con Luque y con Almagro; porque fue público que habló con Juan Tafur, que fue el que llevó el mandamiento, para que procurase que no quedase cristiano ninguno entre aquellas montañas. Como esto se proveyó, recibieron grande pena, Almagro y el padre Luque, ponderando desde el principio el negocio, cuánto habían trabajado y gastado, lo mucho que debían, y lo poco que tenían para lo pagar. Determinaron de escribir a Pizarro para que no volviese a Panamá, aunque supiese morir, pues si no descubría algo que fuese bueno, para siempre quedarían perdidos y afrentados. Juan Tafur, con los navíos se partió y anduvo hasta que llegó a la isla del Gallo, a tiempo que habían traído en el barco una barca de maíz.
Capítulo XVII
Cómo el capitán Francisco Pizarro quedó en la isla desierta y de lo mucho que pasó él y sus compañeros y de la llegada de los navíos a Panamá
Los que hubieren visto la isla de la Gorgona no se espantarán de ver cuánto encarezco lo que en ella pasaron los españoles y cómo no digo nada de su espesura tan cerrada y los cielos abiertos para echar agua encima de ella. En el mar océano, entre Indias, y la Tercera está una isla a que llaman la Bermuda. Es mentada, porque en su paraje a la continua pasan tormenta los navegantes y huyen de ella como de pestilencia. En la mar del Sur, la Gorgona tiene el sonido de no ser tierra ni isla, sino apariencia del infierno. Y quiso Pizarro quedar en lugar que conocía ser tan malo, por tenerlo por más seguro que la isla del Gallo ni la tierra firme. Y fueron los trabajos que pasaron en ella en extremo grado grandes, porque llover, tronar, relampaguear es continuo; el sol déjase pocas veces ver, tanto que por maravilla los nublados descubren para que las estrellas se vean en el cielo. Mosquitos, hay los que bastaran a dar guerra a toda la gente del Turco. Gentes no ninguna, ni fuera razón que poblaran en tierra tan mala. Montaña es mucha la que hay y tan espesa como espantosa. Lo que tiene de contorno esta isla y en los grados que está, escrito lo tengo en mi Primera parte. Los españoles, sin perder la virtud de su esfuerzo, hicieron como mejor pudieron ranchos, que llamamos acá a las chozas para guarecerse de las aguas; y de una ceiba hicieron una canoa pequeña, en la cual entraban el capitán con uno de los compañeros y tomaban peces con que algunos días comían todos. Otras veces salía con su ballesta y mataba de los que llamamos guadaquinajes, que son mayores que liebres y de tan buena carne; y dicen que hubo día que él solo con su ballesta, mató diez de éstas. De manera que estuvieron con gran paciencia, entendía en no parar por buscar de comer para sus compañeros: y tal fue su diligencia, que con la ballesta y canoa bastó a lo hacer sin mostrar sentimiento del agua ni de nunca enjugarse ni dejar de oír el continuo ruido de los mosquitos. Estuvieron enfermos en esta isla Martín de Trujillo y Peralta, remediaron harto los guadaquinajes para que comiesen. Hallaron en aquella isla una fruta que tenía el parecer casi a castaña: tan provechosa para purgar, que no es menester otro ruibarbo ni más que una de ellas. Uno de los españoles comió dos y quedó tan purgado, que aína quedara burlado. Vieron otra fruta montesina como uvillas; de ésta comían y era sabrosa. Entre las rocas y concavidades de las peñas que estaban en la costa de la mar de la isla, tomaban pescado, y de día y de noche toparon culebras monstruosas de grandes, mas no hacían daño ninguno; monas las hay grandísimas y gaticos pintados, con otras salvajinas extrañas, y muy de ver. Las sierras que hay en la isla abajan ríos que nacen en ella, de agua muy buena. En todos los meses del año en la creciente de la luna, se ve que viene a esta isla por algunos cabos de ella, siendo ya pasado el día al poner del sol, infinidad del pez que llamamos aguja, a desovar en tierra. Los españoles alegres, aguardábanlos con palos y mataban los que querían; y pescaban muchos paragos y tiburones; y otras marismas hallaban; de que fue Dios servido que bastó a los sustentar con el maíz que les había quedado, de manera que nunca les faltó que comer. Todas las mañanas daban gracias a Dios, y a las noches lo mismo, diciendo la Salve y otras oraciones, como cristianos; y que Dios quiso guardar de tantos peligros. Por las “horas” sabían las fiestas, y tenían su cuenta en los viernes y domingos. Y con tanto los dejaré pasar en esta vida hasta que el navío vuelva por ellos; y diré cómo llegó Juan Tafur con los otros cristianos a Tierra Firme, que llamaban Castilla de Oro.
Capítulo XVIII
De cómo Juan Tafur llegó a Panamá, y cómo volvió un navío a la Gorgona al capitán Francisco Pizarro
Habiendo dejado en la isla a Francisco Pizarro, Juan Tafur, con los cristianos que estaban embarcados en los navíos, anduvieron hasta llegar a Panamá, donde estaba el gobernador Pedro de los Ríos; y como supo que Francisco Pizarro con tan pocos españoles había quedado en la Gorgona pesóle, diciendo que si se muriese o fuesen indios a lo matar, que sobre ellos cargase la culpa, pues no habían querido venir en los navíos con Juan Tafur. Los que habían venido contaban las lástimas de los trabajos y hombres que habían pasado, y era muy gran dolor oírlos. El padre Luque y Diego de Almagro leyeron las cartas de su compañero Francisco Pizarro y derramaron muchas lágrimas de compasión que de él tuvieron, y con voluntad de le enviar con brevedad un navío para que pudiese descubrir lo de adelante o volverse a Panamá, fueron al gobernador a pedirle licencia para ello, poniéndole por delante grandes causas. Respondió que no quería dar tal licencia ni consentir que fuese navío de Panamá. Almagro con requerimientos se lo protestó, afirmando que se hacía sin justicia, pues habiendo trabajado y gastado tanto en aquel descubrimiento, no quería dar lugar a que fuese navío a traer los que habían quedado en la isla. Con estas cosas y otras que dijo Almagro, conociendo el gobernador que tenía razón, dio licencia para que fuese el navío, de que se alegraron mucho los dos compañeros; y con mucha diligencia metieron en uno de los que estaban en el puerto mucho bastimento; y como estuviese presto para el viaje, volvieron al gobernador a decirle que viese lo que mandaba, porque lo querían enviar; y dicen que le había pesado por haber dado licencia para ello, y que respondió, que él enviaría a ver el navío y a que lo registrasen y le avisasen si estaba para navegar. Habló de secreto con un Juan de Castañeda, para que yendo él con un carpintero, a quien llamaban Hernando, a ver la nao, dijesen que no estaba para navegar ni salir del puerto hasta que la adobasen. Mas cuentan que Castañeda, habiéndose cristianamente, lo hizo mejor que Pedro de los Ríos se lo había mandado, porque su visitación aprovechó y no dañó nada, antes luego el mismo Pedro de los Ríos envió a llamar a Diego Almagro, a quien dijo que fuese el navío con la bendición de Dios en busca del capitán, con tanto que cumpliesen lo que él les daría por una instrucción firmada de su nombre; que era la sustancia de ella que pudiesen navegar hasta seis meses, los cuales pasados viniesen a Panamá a dar cuenta de lo que habían hecho, so algunas penas que para ello puso. Esto hecho, el maestrescuela don Hernando de Luque y Diego de Almagro escribieron al capitán cartas alegres y que bien había mostrado su gran valor, pues así había osado con tan poca gente quedar en una tierra yerma y tan mala; y que habían trabajado harto de le enviar navío, porque el gobernador lo estorbaba; por tanto, que procurase de llegar con él a la tierra de Túmbez, que los indios decían, pues llevaban a Bartolomé Ruiz en el navío por piloto; que fue el mismo que les prendió en la balsa. Como le escribieron estas cosas y otras, se partió Bartolomé Ruiz con el navío, sin llevar más gente que los marineros, y se dio prisa navegar camino de la Gorgona.
El capitán, con los españoles que habían quedado en ella, pasaban sus vidas con el trabajo que en el capítulo pasado se dijo, comiendo de lo que mariscaban y pescaban, y del maíz qué les había quedado; estaban aguardando el navío como si fuera la salvación de sus ánimas; tanto lo deseaban, que los celajes que se hacían bien dentro de la mar, se les antojaba que era él, y como viesen que no venía al cabo de tanto tiempo que había que se partieron los navíos, muy congojados y trabajados estaban con determinación de hacer balsas para se volver a Panamá la costa abajo. Y habiendo concertado esto, vieron un día bien adentro en la mar venir el navío; unos de ellos lo tuvieron por palo, otros por otra cosa, porque tanto lo deseaban, que aunque conocían que era vela, no lo creían; mas como llegó cerca, blanquearon las velas y conocieron que era lo que tanto deseaban; de que recibieron tanta alegría, que de gozo no podían hablar; y tomó puerto en la isla a hora de medio día, saliendo luego en tierra el piloto Bartolomé Ruiz con algunos marineros y se abrazaron unos con otros con gran placer, contando los de tierra a los que venían por la mar lo que habían pasado en la isla, y ellos contaban lo que les había sucedido en el viaje, como se suele hacer.
Capítulo XIX
De cómo el capitán Francisco Pizarro con sus compañeros salieron de la isla; y de lo que hicieron
Después de haber llegado el navío a la Gorgona, como se ha contado, y que Francisco Pizarro hubo visto las cartas de sus compañeros, platicó con los que con él estaban; que sería bien que en aquella isla se quedasen todos los indios e indias que tenían de servicio, pues había harto bastimento de lo que había venido en el navío, con el bagaje que teman, que no era mucho; y para en guarda de ellos tres españoles de los más flacos. Este consejo fue loado de todos y quedaron Peralta, Trujillo y Páez, los cuales, con todo lo demás, se habían de tomar a la vuelta en el navío. Los indios de Túmbez fueron dentro; porque ya sabían hablar y convenía no ir sin ellos para tenerlos por lengua. El capitán con los demás se embarcaron, y derecho al poniente por la costa arriba, navegaron; y fue Dios servido de les dar tan buen tiempo que, dentro de veinte días que había que navegaron, reconocieron una isla que estaba enfrente de Túmbez y cerca de la Puná, a quien pusieron por nombre Santa Clara; y como tuviesen falta de leña y de agua, arribaron a ella para se proveer. En esta isla no hay poblado ninguno, mas tenían la comarca por sagrada, y a tiempos hacían en ella grandes sacrificios, ofreciéndole la ofrenda de la Capacocha; el demonio, quien estaba enseñoreado en estas gentes, por la permisión de Dios, era visto por los sacerdotes. Tenían ídolos o piedras en que adoraban. Los indios de Túmbez que venían en el navío, como vieron la isleta reconociéronla y con alegría decían al capitán cuán cerca estaban de su tierra. Echado el batel, fueron allá el capitán con algunos de los españoles, y toparon la huaca donde adoraban, que era su ídolo de piedra poco mayor que la cabeza del hombre ahusada con punta aguda. Vieron la gran muestra de la riqueza que tenían por delante, porque hallaron muchas piezas de oro y plata pequeñas, a manera de figura de manos, y tetas de mujer, y cabezas, y un cántaro de plata, que fue el primero que se tomó, en que cabía una arroba de agua; y algunas piezas de lana, que son sus mantas, a maravilla ricas y vistosas. Como los españoles vieron estas cosas y las hallaron, estaban tan alegres cuanto se puede pensar. Pizarro quejábase de los que fueron con Juan Tafur, pues por no venir con él, no serían parte, para de aquella vez hacer algún gran hecho en la tierra. Recogiéronse a la nao oyendo a los indios de Túmbez que no era nada aquello que habían hallado en aquella isla, para lo que había en otros pueblos grandes de su tierra; y navegando su camino, otro día, a hora de nona, vieron venir por la mar una balsa tan grande que parecía navío, y arribaron sobre ella con la nao y tomáronla con quince o veinte indios que en ella venían vestidos con mantas, camisetas y en hábito de guerra; y dende a un rato vieron otras cuatro balsas con gente. Preguntaron a los indios que venían en la que había tomado, que dónde iban y de dónde eran. Respondieron que ellos eran de Túmbez, que salían a dar la guerra a los de la Puná, que eran sus enemigos, y así lo afirmaron las lenguas que traían. Como emparejaron con las otras balsas, tomáronlas con los indios que venían en ellas, haciéndoles entender que no los detenían para los tener cautivos ni para los detener, sino para que fuesen juntos a Túmbez. Holgáronse de oír esto, y estaban admirados de ver el navío y sus instrumentos y a los españoles, como eran blancos y barbados. El piloto Bartolomé Ruiz, con el navío fue arribando en tierra, y como vieron que no había montaña, ni mosquitos, dieron gracias a Dios por ello. Llegados en la playa de Túmbez surgieron y díjoles el capitán a los indios que habían tomado en las balsas, que supiesen que no venía a les dar guerra ni hacerles enojo ni mal ninguno, sino a conocerlos para tenerlos por amigos y compañeros, y que se fuesen con Dios a su tierra. Y que así lo dijesen a sus caciques. Los indios, con las balsas y todo lo que en ellas trajeron sin les faltar nada, se fueron en tierra, diciendo al capitán que ellos lo dirían a sus señores y volverían presto para el mandado suyo. Y esto que se les dijo a los indios y otras cosas bastaba para decirlo y responder sus respuestas los indios de Túmbez que habían tenido con ellos tantos días, que habían aprendido mucha parte de nuestra lengua.
Capítulo XX
De cómo los indios que salieron del navío dieron noticia de los españoles, de que recibieron admiración los de la tierra, y de cómo les enviaron bastimento y agua y otras cosas
Los naturales de la tierra firme, como veían la nao venir por la mar, espantábanse, porque veían lo que no vieron ni jamás oyeron. No sabían qué se decir sobre ello. Vieron asimismo cómo tomaron puerto y echaron áncoras, y cómo salían del navío los indios que se habían tomado en las balsas, según se contó; los cuales no pararon hasta llegar delante de su señor, en cuya presencia, y de mucha gente que se había juntado, contaron cómo yendo por la mar habían encontrado aquel navío, adonde venían unos hombres blancos, vestidos, y que tenían grandes barbas, los cuales, según les dijeron ciertos indios, sus naturales, que traían para intérpretes, andaban a buscar tierras; porque en otros navíos se habían vuelto por la mar muchos de ellos, y aquellos salieron de una isla donde estuvieron muchos días. Esto que oyeron a los indios que venían con los españoles y lo que ellos mismos vieron y a ellos oyeron, hablaron a su señor, de que no poco se espantaron, creyendo que tal gente era enviada por la mano de Dios, y que era justo se les hiciese buen hospedaje; y luego se aderezaron diez o doce balsas llenas de comida y de fruta, con muchos cántaros de agua y de chicha y pescado, y un cordero que las vírgenes del templo dieron para llevarles. Con todo esto fueron indios al navío sin ningún engaño ni malicia, antes con alegría y placer de ver tal gente. El capitán los recibió con semblante amoroso y con grande agradecimiento, recibiendo mucho contentamiento él y sus compañeros, cuando entre lo que les traían vieron el cordero; entre los indios venía un orejón de los que estaban con el delegado que allí residía, el cual dijo al capitán que seguramente podría saltar en tierra sin que ningún daño recibiesen, y proverse de agua y de lo que les faltase. El capitán respondió que de gente de tanta razón como ellos parecían, no tenían ningún recelo de fiarse de ellos. Y luego fue en el batel un marinero llamado Bocanegra y con indios que le ayudaron hinchó veinte pipas de agua, ayudándole los naturales como digo, a lo hacer. El orejón, como viese los cristianos túvolos por gente de gran razón, pues no hacían daño ninguno, sino antes daban de lo que traían; y porque le convenía enviar relación cierta a Quito al rey Guaynacaba, su señor, de aquellas gentes, después de haber visto el navío y los aderezos de él y tanto miraba y preguntaba, que los españoles se espantaban de ver tan avisado y entendido indio; el cual, como mejor pudo mediante los indios, que servían de lenguas, preguntó al capitán: ¿que de dónde eran y de qué tierra habían venido, qué buscaban o qué era su pretensión de andar por la mar y por la tierra sin parar? Francisco Pizarro le respondió: que venían de España, donde eran naturales, en cuya tierra estaba un rey grande y poderoso, llamado Carlos, cuyos vasallos y criados eran ellos y otros muchos; porque mandaba grandes tierras; y que ellos habían salido a descubrir por aquellas partes, como veían, y a poner debajo de la sujeción de aquel rey lo que hallasen. Y principalmente, y ante todas las cosas, a dar noticia cómo los ídolos en que adoraban eran falsos y sin fundamento los sacrificios que hacían, y cómo para salvarse habían de se volver cristianos y creer en el Dios que ellos adoraban, que estaba en el cielo, llamado Jesucristo, porque los que no le adoraren y cumplieren sus mandamientos, irían al infierno, lugar oscuro y lleno de fuego, y los que conociendo la verdad le tuviesen por Dios sólo, señor del cielo, y mar y tierra con lo más criado, serían moradores en el cielo, donde estarían para siempre jamás. Esto y otras muchas cosas dijo el capitán Francisco Pizarro al orejón, que él se espantaba de las oír, y estuvo en el navío desde la mañana hasta la hora de vísperas. Mandó el capitán que le diesen de comer y beber de nuestro vino, y miró mucho aquel brebaje, pareciéndole mejor y más sabroso que el suyo; y cuando se fue le dio el capitán una hacha de hierro con que extrañamente se holgó, teniéndola en más que si le diesen cien veces más oro que ella pesaba; y dióle más unas cuentas de margajitas y tres calcedonias; y para el cacique principal le dio una puerca y un verraco, y cuatro gallinas y un gallo. Con esto se partió el orejón; y ya que se iba, rogó al capitán le diese para que fuesen con él dos o tres españoles, que se holgarían de los ver. El capitán mandó Alonso de Molina y a un negro que fuesen. Cuando el cacique vio el presente, túvolo en más de lo que yo puedo encarecer, llegando todos a ver la puerca y el verraco y las gallinas, holgándose de oír cantar al gallo. Pero todo no era nada para el espanto que hacían con el negro: como lo veían negro, mirábanlo, haciéndolo lavar para ver si su negrura era color o confacción puesta; mas él, echando sus dientes blancos de fuera, se reía; y allegaban unos a verlo y luego otros, tanto que aun no le daban lugar de lo dejar comer. Al otro español mirábanlo cómo tenía barbas y era blanco; preguntábanle muchas cosas, mas no entendía ninguna; los niños, los viejos, y las mujeres todos, con grande alegría los miraban. Vio Alonso de Molina muchos edificios y cosas que ver en Túmbez; fue bien servido de comida y el negro, el cual andábase, de unos en otros que lo querían mirar como cosa tan nueva y por ellos no vista. Vio Alonso de Molina la fortaleza de Túmbez y acequias de agua, muchas sementeras y frutas y algunas ovejas. Venían a hablar con él muchas indias muy hermosas y galanas, vestidas a su modo, todas le daban frutas y de lo que tenían, para que llevasen al navío; y preguntábanle por señas que dónde iban y de dónde venían y él respondía de la misma manera. Y entre aquellas indias que le hablaron estaba una muy hermosa y díjole que se quedase con ellos y que le darían por mujer una de ellas, la que él quisiese. Alonso de Molina demandó licencia al cacique, señor de aquella tierra, y se la dio, enviando con él al capitán mucho bastimento. Y como llegó al navío, iba tan espantado de lo que había visto, que no contaba nada. Dijo que las casas eran de piedra y que antes que hablase con el señor, paso por tres puertas donde había porteros que las guardaban, y que se servían con vasos de plata y de oro. El capitán dio muchas gracias a Dios nuestro señor por ello; quejábase mucho de los españoles que se volvieron y de Pedro de los Ríos por que lo procuró; y a la verdad, engañábase, porque si él entrara con ellos y procurara dar guerra por dinero, no fuera parte porque los mataran, pues Guainacapa era vivo y no había las diferencias que después, cuando volvió, hallaron. Si con buenas palabras quisieran convertir las gentes, que hallaban tan mansas y pacíficas, no era menester los que se volvieron, pues bastaban los que con él estaban; mas las cosas de las indias son juicios de Dios, salidos de su profunda sabiduría, y él sabe por qué ha permitido lo que ha pasado.
Capítulo XXI
De cómo el capitán mandó a Pedro de Candía que fuese a ver si era verdad lo que Alonso de Molina había dicho que había en la tierra de Túmbez
Entre las cosas que Alonso de Molina contó al capitán que había visto fue una fortaleza que dijo le pareció ser muy fuerte, porque tenía seis o siete cercas y que había dentro muchas riquezas. Pizarro, como entendió estas cosas, túvolas por tan grandes, que por entero no las creía, pensó de enviar a Pedro de Candía, que era de buen ingenio, para que viera lo que había dicho Molina y el negro, si era verdad; y para que marcase la tierra y mirase por donde sería bueno entrar cuando, siendo Dios servido, volviesen. Pedro de Candía holgó de lo hacer y partióse luego; y estando, como siempre estaban, indios en la playa, se fueron con él hasta que lo llevaron delante la presencia del señor de Túmbez, que muy acompañado estaba de sus indios, y él y ellos se espantaron de ver a Pedro de Candía tan dispuesto y rogáronle que soltase un arcabuz que llevaba, porque él lo había hecho en el navío otras veces en presencia de algunos indios que fue causa que tuviesen los otros de ello noticia, Por les hacer placer puso la mecha, y acertando en un tablón grueso que allí cerca estaba, a que apuntó, lo pasó como si fuera un melón. Los indios, al tiempo que soltó el arcabuz, muchos de ellos cayeron en tierra y otros dieron un grito; juzgaban por muy valiente al cristiano por su disposición y por soltar aquellos tiros; y algunos dicen que el señor de Túmbez mandó que trajesen un león y un tigre que allí tenían, para ver si se defendía de ellos Candía, o si lo mataban; y que lo trajeron y echaron al Candía, que teniendo cargado el arcabuz lo sontó y cayeron de espanto en el suelo más indios que antes y que llegaron los animales hacia él tan mansos como si fueran corderos; sin los indios, lo contó Candía. El cacique los mandó volver adonde estaban, y pidiéndole a Candía el arcabuz, echaba por el caño muchos vasos de su vino de maíz, diciendo: “Toma, bebe; pues contigo tan gran ruido se hace, que eres semejante al trueno del cielo”. Y mandó sentar a Pedro de Candía.
Diéronle de comer cumplidamente, preguntáronle muchas cosas de las que ellos saber deseaban. Respondió lo que podía hacerles entender. Vio la fortaleza. Las mamaconas, que son las vírgenes sagradas, le quisieron ver y enviaron al señor a rogar que lo llevasen allí. Fue así hecho, holgaron en extremo con ver a Candía; entendían en labor de lana, de que hacían fina ropa, y en el servicio del templo; las más eran hermosas y todas muy amorosas. Como Pedro de Candía hubo visto la fortaleza y lo que más el capitán le mandó, pidió licencia al señor para se volver el navío, la cual se le dio mandando que fuesen balsas con mucho maíz, pescado, frutas; y al capitán envió con el mismo Candía un hermoso carnero y un cordero bien gordo. Y como se vio en la nao, Candía contó al capitán tantas cosas que no era nada lo que había dicho Alonso de Molina; porque dijo que vio cántaros de plata y estar labrando a muchos plateros; y que por algunas paredes del templo había planchas de oro y plata; y que las mujeres que llamaban “del Sol”, que eran muy hermosas. Locos estaban de placer los españoles en oír tantas cosas; esperaban en Dios de gozar de su parte de ello. De Túmbez supimos cómo con mucha presteza fue mensajero a Quito al rey Guaynacapa a dar razón de todo esto y aviso de la gente que era y la manera de navío, mas dicen que, cuando llegó la nueva, era ya muerto; puesto que también se afirma que no, sino que después, enviando a mandar que le llevasen un cristiano de los que quedarse quisieran entre los indios, murióse. Lo uno o lo otro, que todo es una cuenta, téngase por cierto que él murió en el propio año y tiempo que Francisco Pizarro llegó a la costa de su tierra; y lo que gastó por los manglares había gastado Guaynacapa en hacer cosas grandes en Quito. Y como todas las cosas se dispongan y ordenen por permisión y ordenación divina, fue Dios servido de que, mientras Guaynacapa reinó y vivió, aunque gentil, que no entrasen en su tierra los españoles; y a ellos que anduviesen junto a Panamá, como anduvieron hasta que quiso y fue servido de los guiar por el modo y manera que se ha contado. Y las escrituras para esto son y para esto han de servir, que los hombres sepan con verdad los acaecimientos, y también que consideren y noten cómo ordena Dios las cosas y se hace lo que ellos no piensan.
Capítulo XXII
De cómo el capitán Francisco Pizarro prosiguió el descubrimiento y lo que le sucedió
Más deseo le dio al capitán y a los españoles de ver aquella tierra que habían descubierto, cuando Pedro de Candía les contaba lo que había visto; mas, como siendo tan pocos no bastasen para descubrir por tierra ni hacer ningún hecho, aguardaban a cuando siendo Dios servido, revolviesen con potencia; y por alcanzar enteramente lo que había, determinaron de pasar adelante en el navío; y así luego, desplegando las velas, partieron de aquel lugar, llevando un muchacho que les dieron para que les mostrase el puerto de Payta; y como fuesen navegando, descubrieron el puerto de Tangarara, y allegaron a una isla pequeña de grandes rocas, donde oyeron bufidos o bramidos temerosos; saltaron en el batel algunos y como fuesen a ver lo que era, vieron que los daban infinidad grande de lobos marineros, de los cuales hay muchos y muy grandes por aquella costa. Volvieron al navío y anduvieron hasta que llegaron a una punta, a quien pusieron por nombre del Aguja; más adelante entraron en un puerto, a quien llamaron Santa Cruz, por ser tal día en él. Habíase extendido por toda la costa de la tierra que llamamos Perú, de cómo andaban los españoles por ella en el navío y que eran blancos y con barbas, que ni hacían mal ni robaban, antes daban de lo que traían, y eran muy piadosos y humanos y otras cosas de las que juzgaron por lo que veían que había en ellos. Esta fama engrandecíalo más que el hecho, y cómo los hombres, aunque sean bárbaros, huelgan de ver cosas, aunque sean más peregrinas a entender, muchos había que deseaban ver los españoles y a su navío y al negro y ver el arcabuz cómo lo soltaban. Y como fuesen en el paraje que he dicho, salieron algunas balsas con indios para venir donde estaban, trayendo mucho pescado, frutas, con otros mantenimientos para les dar. El capitán lo recibió todo con grande agradecimiento, mandando que diesen a los indios de las balsas algunos peines y anzuelos y cuentas de las de Castilla. Un principal venia entre aquellos indios, que dijo al capitán cómo una señora que estaba en aquella tierra a quien llamaban “la capullana”, como oyese decir lo que de él y sus compañeros se contaba, le había dado gran deseo de los ver; por tanto, que le rogaba saltase en tierra y que serían bien proveídos de lo que hubiesen menester. El capitán respondió que mucho agradecía lo que había dicho de parte de aquella señora, que él volvería breve y por le hacer placer saltaría en tierra a verla. Con esto se volvieron los indios y el navío se partió, y por hacerles impedimento el viento austro, anduvieron barloventeando más de quince días; y a la verdad, pocas veces reina el levante en aquella parte. La leña les faltó; por proveerse de ella tomaron puerto porque iban de luengo de costa. No estaban echadas las áncoras, ni aferradas las velas, cuando estaban junto al navío muchas balsas que venían con pescado y otras comidas y frutas para ellos. Mandó el capitán a Alonso de Molina que fuese a tierra con los indios que habían venido en las balsas para traer leña para el navío, y como volviese con recaudo, alteróse tanto la mar, que andaban las olas tan altas y ella tan brava, que no pudo llegar. El capitán aguardó tres días para lo tomar, mas por temor de que las amarras no se quebrasen y el navío se perdiese en la costa, alzaron áncoras para salir de allí, creyendo que el cristiano estaría con los indios seguramente, pues que él de ellos se conocía tan buena voluntad y tan poca malicia. Navegaron de allí hasta que llegaron a Colaque, que está entre Tangara y Chimo, lugares donde se fundaron las ciudades de Trujillo y San Miguel. Los indios salieron a ellos a recibirlos con mucha alegría, trayéndoles de comer de lo que había en su tierra; proveyéronles de agua y leña; diéronles cinco ovejas. Un marinero llamado Bocanegra, viendo que eran tan buena tierra la que veía, salióse del navío con los indios y con ellos envió a decir al capitán, que lo tuviesen por excusado y no le aguardasen, porque él se quería quedar entre tan buena gente como eran aquellos indios. Para saber si era verdad, mandó el capitán a Juan de la Torre que fuese, y volvió al navío afirmando al capitán como estaba bueno y alegre sin tener ganas de volver al navío; Porque los indios, muy contentos cuando le oyeron decir que se quería quedar entre ellos, lo tomaron en sus hombros y sentado en andas lo llevaron la tierra adentro. Vio Juan de la Torre manadas de ovejas, grandes sementeras, muchas acequias verdes y tan hermosas, que parecía la tierra ser tan alegre, que no había con que compararla. A estos animales, que llaman los indios como yo conté en mi primera parte, pusieron los españoles ovejas, porque les vieron lana y ser tan mansos y domésticos. Partiéndose de allí el capitán navegó por su camino, descubriendo hasta que llegó a lo de Santa, con gran deseo de ver si podría descubrir la ciudad de Chincha, de quien contaban los indios grandes cosas; mas como llegase donde digo, los mismos españoles le hablaron para que se volviese a Panamá para buscar gente con que pudiesen poblar y señorear la tierra, de la cual no había que pensar, sino que era la mejor del mundo y más rica, según lo veían por la muestra. Buen consejo le pareció a Francisco Pizarro, y como no veía ya la hora que estar de vuelta con pujanza de españoles, mandó arribar el navío por donde habían venido, habiendo descubierto de aquella vez toda la costa hasta Santa.
Capítulo XXIII
De cómo el capitán Francisco Pizarro dio la vuelta y saltó en algunos lugares de los indios, donde fue bien recibido, y lo que más le sucedió
Alonso de Molina, el español que por hacer la tormenta no pudo entrar en el navío, como en el capítulo pasado se contó, habíase quedado entre los indios, los cuales lo llevaron donde estaba una cacica, de parte de aquella tierra, donde fue bien tratado y servido sin le hacer enojo ni mal ninguno, antes ni hacerlo dejaban, preguntándole lo que ellos saber deseaban. El capitán, vuelto en el navío, arribó hasta que llegaron en paraje del puerto a quien llamaban Santa Cruz, y entró tan tarde, que eran más de tres horas de noche. Los indios veían el navío y lo mismo Alonso de Molina; aderezaron con presteza una balsa, donde yendo dentro el cristiano con algunos indios, aunque era tan noche, fueron al navío, donde fueron bien recibidos del capitán y de sus compañeros. Enviando la señora “capullana” a rogarles que saltasen en un puerto que más bajo estaba hacia el norte, donde serían de ella bien servidos. El capitán respondió que era contento de lo hacer. Contaba Alonso de Molina muchas cosas de lo que había visto; loaba la tierra de gruesa; decía que no llovía, y que por mucha parte de la costa con agua de regadío sembraban las tierras; y que contaban mucho del Cuzco, y de Guaynacapa. Hablando en estas cosas llegaron al puerto dicho donde surgieron para saltar en tierra, y vinieron muchas balsas con mantenimiento y ovejas que enviaba la susodicha señora; la cual envió a decir al capitán, que para que se fiase de su palabra y sin recelo saltara en tierra, que ella se quería fiar primero de ellos y ir a su navío, donde los vería a todos y les dejaría rehenes para que sin miedo estuviesen en tierra lo que ellos quisiesen. Con estas buenas razones que la cacica envió a decir, se holgó el capitán en extremo; daba gracias a Dios porque había sido servido que tal tierra se había descubierto, pues sería su santa fe plantada y el evangelio predicado entre aquellas gentes que tan buena razón tenían y entendimiento. Mandó que saltasen en tierra cuatro españoles, que fueron, Nicolás de Ribera, que es el que de todos es vivo en el año que yo voy escribiendo lo que leéis, y Francisco de Cuéllar, Halcón y el mismo Alonso de Molina, que había quedado primero entre ellos. Halcón llevaba puesto un escofión de oro con gorra y medallas y vestidos un jubón de terciopelo y calzas negras, llevaba con esto ceñida su espada y puñal, de manera que tenía más manera de soldado de Italia que de descubridor de manglares. Fueron derechos donde estaba la cacica, la cual les hizo a su costumbre gran recibimiento con mucho ofrecimiento, mostrando ella y sus indios gran regocijo. Luego les dieron de comer, y por los honrar se levantó ella misma y les dio a beber con un vaso, diciendo que así se acostumbraba en aquella tierra a los huéspedes. Halcón, el del jubón y la medalla, parecióle bien la cacica y echóle los ojos, porque sin la avaricia que acá nos tiene, es mucha parte la lujuria para que hayan sido muchos tan malos. Como hubieron comido, dijo esta señora que quería ver al capitán y hablarle para que saltase en tierra, pues vendría según razón fatigado de la mar. Respondieron los cristianos que fuese en buen hora. Halcón, mientras más la miraba, más perdido estaba de sus amores. Como llegaron a la nao, el capitán le recibió muy bien, así a ella como a todos los indios que venían con ella, mandando a los españoles que los tratasen con crianza. La señora, con mucha gracia y buenas palabras, dijo al capitán que, pues ella, siendo mujer había osado entrar en su navío, que él, siendo hombre y capitán, no había de rehusar de saltar en tierra; mas que para su seguranza, quería dejar en el navío cinco principales en rehenes. El capitán respondió que por haber enviado su gente y venir con tan poca, no había saltado en tierra, mas que, pues ella tanto se lo rogaba lo haría sin querer más rehenes que su palabra. Muy contenta “la capullana” con lo oír, se lo agradeció, y habiendo visto el navío y sus aparejos, se volvió a su tierra, sin que Halcón apartase los ojos de ella, antes andaba dando suspiros y gemidos. Luego otro día por la mañana, antes que el sol pareciese, estaban alrededor de la nao más de cincuenta balsas con muchos indios para recibir al capitán, y en la una venían doce principales, los cuales entraron en la nao y hablaron con el capitán para que saliese en tierra y ellos quedarían hasta que volviese, porque era muy justo que así se hiciese, pues se iba a meter entre gente extranjera. El capitán respondió que no pensaba que en ellos había cautela, antes los tenían por hermanos y fiaría su persona de cualquiera de ellos; y aunque mucho porfió que saltasen todos en tierra no aprovechó, porque ellos quedaron y estuvieron en la nave, hasta que lo vieron dentro y sin quedar más que los marineros. Salió el capitán y el piloto Bartolomé Ruiz con los otros, y salieron a recibirlos la cacica con muchos principales e indios con ramos verdes y espigas de maíz con grande orden; y tenían hecha una grande ramada, donde había asientos para todos los españoles juntos, los indios algo desviados de ellos, mirándose unos a otros. Y como estuviese la comida aparejada, les dieron de comer mucho pescado y carne de diferentes maneras, con muchas frutas y del vino y pan que ellos usan. Como hubieron comido los principales indios que allí estaban, con sus mujeres, por hacer más fiesta al capitán, bailaron y cantaron a su costumbre; el capitán estaba muy alegre en ver que eran tan entendidos y domésticos; deseaba verse en Castilla del Oro para procurar la vuelta con gente bastante para sojuzgarlos y procurar su conversión.
Capítulo XXIV
De cómo el capitán tomó posesión en aquellas tierras y lo que más hizo hasta que salió de ellas
Como el capitán Francisco Pizarro hubo comido y holgado con aquellos señores que por le honrar se habían juntado, les habló con las lenguas que tenían, diciéndoles cuánto cargo le habían echado en la honra que le habían hecho, que él confiaba en Dios algún día se lo pagar, y que de presente, por el amor que les habían cobrado, les quería avisar de lo que tanto les convenía, que era que olvidasen su creencia tan vana y los sacrificios que hacían tan sin provecho, pues a solo Dios convenía honrar y servir con sacrificios de buenas obras y no con derramar sangre de hombres ni de animales, afirmándoles que el sol a quien adoraban por Dios, no era más que cosa criada para dar lumbre al mundo y para la conservación de él; que Dios todopoderoso tenía su asiento en el más eminente lugar del cielo, y que los cristianos adoraban a este Dios, a quien llaman Jesucristo, y que si ellos hacían lo mismo les daría gloria del cielo, y no haciéndolo, les echaría en el infierno para siempre jamás. Concluyó con ellos con decirles que procuraría la vuelta con brevedad y traería religiosos para que los bautizasen y les predicasen la palabra del santo, evangelio. Y luego les dijo que supiesen que todos ellos habían de reconocer por señor y rey al que era de España y de otros muchos reinos y señoríos; y que en señal de obediencia alzasen una bandera que les puso en las manos; la cual los indios la tomaron y la alzaron tres veces riéndose, teniendo por burla todo lo que les había dicho, porque ellos no creían que en el mundo hubiese otro señor tan grande y poderoso como Guaynacapa; mas como lo que les pedía no les costaba nada, concedieron en todo con el capitán, riéndose de lo que les decía. Esto pasado, el capitán se despidió de los indios para se volver al navío; y como fuesen en una balsa, se trastornó de tal manera, que aína se ahogaran. Como entró en el navío, se acostó en una cama. Halcón, como vio que se apartaba de la cacica, fue a le rogar que lo dejasen en aquella tierra entre aquellos indios; no quiso, porque era de poco juicio y no los alterase, lo cual sintió tanto Halcón, que luego perdió el seso y se tornó loco, diciendo a grandes voces: “Xora, xora, bellacos, que esta tierra es mía y de mi hermano el rey y me la tenéis usurpada”, y con una espada quebrada se fue para ellos. El piloto, Bartolomé Ruiz, le dio con un remo un golpe, de que cayó en el suelo, y metiéronlo debajo de cubierta, echándole una cadena. Volviendo con el navío por donde habían venido, llegaron a otro puerto de la costa, donde hallaron muchos indios en balsas para recibirlos con mucha alegría, y como el navío surgió fueron a él con grandes presentes que los caciques enviaban al capitán, y llegó un indio con una espada y un jarro de plata que, al tiempo que el capitán cayó (en el puerto donde estuvo) en el agua, se perdió; mas los indios le buscaban tanto y con tanta diligencia, que lo hallaron y por tierra se lo enviaron y llegó, a este tiempo; los ricos hombres de aquella comarca con algunos caciques fueron al navío muy alegres en verlo surto en el puerto, y hablaron con el capitán rogándole, que pues había saltado en la tierra de sus vecinos, que hiciese en la suya lo mismo, porque dejarían en rehenes, de ellos mismos, los que él mandase. Respondió que no quería que quedasen en la nao ninguno de ellos sino salir como mandaban, por les hacer placer, porque su deseo era de les dar todo contentamiento, quedaron con oír esto los principales muy contentos, y así lo estuvieron hasta que se volvieron a tierra, donde mandaron aparejar bastimento para les dar de comer y que se hiciese una ramada semejante a la que tuvieron donde primero habían estado. Francisco Pizarro estaba espantado cuando veía tanta razón en aquellas gentes, y cómo andaban vestidos y los principales bien tenidos. Y por la mañana fue a tierra, donde fue recibido de la manera que lo hicieron los otros; y así le dieron de comer a él y a sus compañeros; y como estuviesen juntos muchos principales, les hizo otro parlamento sobre que les convenía dejar sus ídolos y ritos que tenían y tomar nuestra fe y adorar por Dios a nuestro redentor y señor Jesucristo, y que habían de entender que presto serían sujetos al emperador don Carlos, rey de España, y les hizo alzar la bandera ni más ni menos que a los otros; mas también lo tuvieron todo por burla y se reían, muy de gana de lo que le oían. Como se quisiese recoger al navío, rogó a los principales que allí estaban que le diese cada uno de ellos un muchacho para que aprendiese la lengua y supiesen hablar para cuando volviesen. Diéronle un muchacho a quien llamaron Felipillo, y a otro que pusieron don Martín. Un español marinero llamado Ginés, pidió licencia al capitán para se quedar entre los indios, y lo mismo hizo Alonso de Molina, el cual dijo que se quería quedar en Túmbez hasta que, siendo Dios servido, volviese con gente para poblar aquella tierra. Francisco Pizarro encomendó mucho a los indios a Ginés, que entre ellos se quedó; respondieron que mirarían por él. Pasado esto se partió de allí y como se embarcó, arribó la vuelta de Túmbez. Como llegó la nao a cabo Blanco, saltó en tierra para tomar posesión en nombre del emperador, y como fuese en una canoa para lo hacer, poco faltó para se perder, porque era pequeña y zozobró. Como se vio en la costa, dijo en presencia de los que iban con él: “Sedme testigos cómo tomo posesión en esta tierra con todo lo demás que se ha descubierto por nosotros, por el emperador nuestro señor y por la corona real de Castilla”. Como esto dijo, dio algunos golpes, poniendo su señal como se suele hacer. Volvió al navío, anduvieron hasta que llegaron a la playa de Túmbez, donde lo estaban aguardando muchos principales y caciques; fueron luego en balsas algunos de ellos llevando refresco. El capitán les habló como había hecho a los demás, y les dijo que para que por ellos fuese conocido que su amistad era verdadera y de amigo, que él quería dejarles un cristiano, para que le mostrasen su lengua y le tuviesen entre ellos, Holgáronse en extremo en lo saber, prometieron de lo mirar y guardar, como él vería cuando volviesen; y así Alonso de Molina con su hato se quedó en Túmbez. De estos cristianos dicen unos que se juntaron a cabo de algunos días todos tres, y que llevando a Quito al rey Guaynacapa los dos de ellos, supieron que era muerto y los mataron a ellos. Otros dicen que fueron viciosos en mujeres y que los aborrecieron tanto, que los mataron. Lo más cierto, y que yo creo, es lo que también he oído, que juntos salieron con los de Túmbez a la guerra que tenían con los de la Puná, donde después de haber los tres cristianos peleado mucho, fueron vencidos los de Túmbez; y como ellos no pudieron huir tanto, los enemigos los alcanzaron y mataron. Cierto si quedaran hombres sabios o religiosos que pretendieran aprovechar las ánimas de estos infieles, no hay que dudar sino que Dios fuera con ellos; pero eran mancebos de poco saber, criados en la mar, y que se apocarían tanto que los indios los matarían como ellos dicen, como se ha contado. Como el capitán hubo estado hablando con los de Túmbez, que se ha dicho, y entendido de ellos grandes cosas que decían de Chincha, se partió, metiendo primero algunas ovejas que los indios les dieron, las cuales mandó el capitán que se curasen y guardasen para llevar por muestra, y no quiso pasar en la isla de la Puná, y al tiempo que pasaban por la punta que pusieron por nombre de Santa Elena, donde se habían juntado muchos principales para ver el capitán y hablarle, creyendo que los cristianos eran favorecidos de Dios y cosa suya, pues así andaban por la mar siendo tan pocos; y como vieron al navío, fueron a él; hablaron con Francisco Pizarro, diciendo que estaban todos muy alegres con ver que eran tan buenos y amigos de verdad; y que tomasen puerto en su tierra, donde serían servidos. El capitán no quiso salir del navío, mas por complacer, mandó que surgiesen; y como volvieron los que habían ido a tierra, dieron cuenta a los otros de cómo habían visto al capitán, y determinaron de le hacer un presente de lo que ellos más estimaban que eran mantas de su lana y algodón, y unas cuentas de hueso menudas a que llaman chaquira, que es gran rescate; oro, bien pudieran lastrar el navío con lo que había en aquella tierra, mas como el capitán había mandado que no preguntasen por oro ni plata ni hiciesen caso de él, aunque más de ello viesen, no les dieron ninguno; mas fueron a la nao treinta y tantos principales, y cada uno en señal de amor y de gran voluntad le dio una manta y le echó al cuello una sarta de la chaquira dicha, y las mantas se las ponían junto a las espaldas, porque así es su costumbre. Al ruido que tenían los indios, subió Halcón arriba, pidiendo primero licencia, teniendo como tenía sus prisiones; y mirando contra el capitán, a grandes voces dijo: “Quien vio asno enchaquirado ni albardado como ése”. Lo cual dijo por él, y dio grandes voces a los indios, diciendo que los cristianos le tenían usurpado el reino, que eran unos traidores, tales por cuales. El capitán les hizo entender como estaba loco, y les agradeció el presente, rogándoles ya que se querían partir, que les diesen un muchacho, para que aprendiese la lengua, diéronselo, el cual murió después en España. De aquí navegaron, y en Puerto Viejo salieron muchas balsas con mantenimientos, mostrando todos mucha alegría con ver y hablar con los españoles; y le dieron otro muchacho, a quien pusieron por nombre don Juan. No saltaron más en tierra ni pararon hasta la Gorgona, donde habían dejado los españoles, con quien mucho se holgaron, aunque hallaron al uno que llamaban Trujillo muerto. A los demás abrazaron y contaron lo que habían visto y lo que dejaban descubierto; y recogiéndose todos al navío, se hicieron a la vela con determinación de no parar hasta llegar a Panamá.
Capítulo XXV
De cómo Pizarro llegó a Panamá, donde procuró negociar con Pedro de los Ríos que le diese gente para volver, lo cual, como no se efectuase, determinó de ir a España
De la isla de la Gorgona anduvo sin parar el capitán Francisco Pizarro hasta que llegó a la ciudad de Panamá, donde fue recibido honradamente del gobernador y de todos los vecinos de ella, recibiendo sus compañeros alegría tan grande en lo ver, cuanto se puede pensar. Daban gracias a Dios nuestro señor, pues fue servido que en fin de tantos trabajos descubriesen tan gran tierra. Espantábanse de las ovejas, viendo su talle; estimaron su lana, pues con ella ropa tan fina se hacía; loaban los colores de las pinturas de perfectos; creían que, pues hallaron aquel cántaro, con la otra muestra en la isleta, que en las ciudades y pueblos grandes habría mucha plata y oro; y como suele acontecer con semejantes novedades, no se hablaba en la ciudad de otra cosa que en el Perú, loando a Pizarro de constante, pues en trabajo y necesidad, no bastó a desmayar ni perder voluntad de ver el fin que vio de lo que pretendió. Estuvo ocho días retraído sin salir a lo público, en el curso de los cuales trataron muchas cosas sus compañeros, y sobre la manera que se daría, para seguir al descubrimiento y conquista del Perú. Determinaron de hablar a Pedro de los Ríos para que diese lugar que sacasen gente y caballos, pues la mayor parte del provecho sería suyo. Cometióse a don Hernando de Luque el proponer de la plática, la cual se hizo delante de los otros compañeros, porque saliendo Pizarro, fueron con él entrambos a dos a visitar al gobernador; y estando solos ellos con él, habló Luque, representándole, cuánto fue lo que Pizarro y Almagro trabajaron en el Perú y cómo siempre se habían mostrado servidores del rey, habiendo sido lo mismo en la Tierra Firme, donde era su gobernación, en tiempo de Pedrarias, quien, por conocimiento que tenía de ser todo lo que decían verdad, les había dado la demanda de la mar del Sur, donde habían pasado los trabajos que él sabía y le constaba, pues llegó a tanto extremo Francisco Pizarro que lo desampararon sus compañeros y le dejaron en la Gorgona, tierra enferma, poblada de mosquitos y culebras, de donde con el navío que él y Diego de Almagro le enviaron, siendo Dios de ello servido, habían descubierto a la tierra que había oído, de la cual habían traído la muestra que había visto, y que Francisco Pizarro tenía voluntad de volver con brevedad a aquella tierra tan buena y rica; por tanto, que pues él era gobernador de Castilla del Oro, que diese lugar a que sacase gente y favoreciese para la conquista y enviase a su majestad a pedirle merced de ella, pues era de creer se la daría. Pedro de los Ríos respondió encogidamente que si él pudiera que hiciera lo que pedían; mas que no había de despoblar su gobernación por ir a conquistar tierras nuevas, ni que muriesen más de los que habían muerto con aquel cebo que veían de las ovejas y muestra de oro y plata. Pasado esto y otras pláticas entre el gobernador y los tres compañeros, se despidieron de él muy tristes por el poco aparejo que hallaban para la conquista de la tierra que dejaban descubierta. Platicaron entre ellos mucho sobre lo que harían para salir con su intención, determinaron de enviar en España un mensajero para que de su parte informase a su majestad y le pidiese merced de la gobernación y adelantamiento para ellos, y para su compañero, el maestrescuela del obispado, que era el que más ahincaba que hiciesen mensajero. Y así lo tenían concertado. Mas Diego de Almagro, delante de Luque habló con Pizarro, diciendo que, pues tuvo ánimo para gastar entre manglares y ríos de la costa más de cuatro años, pasando tantas hambres y trabajos nunca oídos ni vistos por hombres, que no le faltase, para meterse en un navío y dar consigo en España y ponerse a los pies del emperador, para que le haga mercedes de la gobernación de la tierra; que sería otro negociar, que por mensajero que al fin era tercera persona. Pizarro, cobrando más aliento del que tenía con lo que oyó a su compañero, dijo que tenía razón y que habiendo algún dinero que gastar les estaría a todos ellos mejor su ida, que no “enviar”. El maestrescuela Luque, mirándolo con más atención, y conociendo que el mandar no sufre igualdad y que cada uno querría más para sí, contradijo la opinión de Almagro. Con razones bastantes que para ello dio, mandó a decir que enviasen despachos con el licenciado Corral. Pizarro callaba a lo que Luque proponía, dando a entender que pasaría por lo que ellos ordenasen; mas Diego de Almagro, habiéndose puesto en cabeza lo que había dicho, lo sustentaba, y de tal manera lo tornó a decir, que se vino a resumir en su voto, diciendo primero don Hernando de Luque: “Plega a Dios, hijos, que no os hurtéis la bendición el uno al otro, que yo todavía digo que holgara, por lo que a entrambos toca, que juntos fuérades a negociar o enviárades persona que por vosotros lo hiciera”. Y como Almagro ahincase tanto en la ida de Pizarro, se capituló que negociase para el mismo Pizarro la gobernación, y para Almagro el adelantamiento, y para el padre Luque el obispado, y para Bartolomé Ruiz el alguacilazgo mayor (); sin lo cual de pedir mercedes aventajadas para los que, de los trece, se hallaron con él en el descubrimiento, habían quedado vivos. Francisco Pizarro dio su palabra de lo hacer así, diciendo que todo lo quería para ellos; mas después sucedió lo que veréis adelante. Acuérdome que andando yo por este Perú mirando los archivos de las ciudades donde están estas sus fundaciones con otros instrumentos antiguos, encontré en la ciudad de los Reyes con escritura que tenía el sochantre en su poder, la cual se pudieron leer de ella unos renglones que decían hablando con Pizarro, Almagro y el padre Luque: “Habéis de negociar lo que hemos concertado, lo cual habéis de hacer sin ningún mal ni engaño ni cautela”.
Capítulo XXVI
De cómo Francisco Pizarro fue en España a dar cuenta al emperador de la tierra que había descubierto y de lo que hizo Almagro en Tierra Firme
Francisco Pizarro no salía un punto de la voluntad de Diego de Almagro, y así le encargó le buscase algunos dineros con que fuese a España siquiera que pudiese gastar por donde fuese. Aunque ellos tenían haciendas, estaban empeñadas, y ellos obligados a mil deudas; mas aunque esto era así, Almagro era tal diligente, como saben los que lo conocieron: estaba tullido, que no podía andar; puesto a una silla, en hombros de esclavos, anduvo por la ciudad buscando entre sus amigos dinero para lo dicho; juntó lo que pudo, que fueron mil y quinientos castellanos, poco dinero para ir a pedir tan grande empresa; mas no había en aquellos años las millaradas que vemos en éstos; con ello y con la muestra que en la isla pequeña hallaron, se aprestó Pizarro para España llevando de las ovejas que habían traído para crédito de su razón, y algunos indios de los que le dieron para lenguas. Fue al Nombre de Dios, donde luego se embarcó para España. El ido, Almagro no se descuidó, antes determinó de enviar un navío a la gobernación de Nicaragua, que en aquel tiempo estaba a cargo de Pedrarias Dávila, a quien Almagro había mercado el provecho que heredaba de la compañía que al principio se hizo (o la sacó fuera, que es lo cierto), por mil y quinientos castellanos que le dio: interese poco para lo mucho que perdió, que fuera tanto que hasta hoy tuviera su parte. En este navío que fue a Nicaragua entró Nicolás de Ribera, para que como testigo de vista hablase lo que había. Escribió Almagro a Pedrarias y otros de sus amigos. Estaba Pedrarias en León, ciudad de aquella provincia que fue donde supo la nueva; quejábase a Almagro porque así lo había echado de la compañía; dijo que por él no harían nada; mas que por Pizarro y Luque lo que pudiesen. Estaban en Nicaragua hombres principales, entre ellos Hernando de Soto, Hernán Ponce y Compañón. Tenían aparejo para hacer navíos; informáronse de Ribera de lo que era el Perú y de la ciudad de Túmbez; vieron las ovejas y algunas mantas, pensaron de hacer navíos o acabar dos que estaban haciendo y haciendo compañía con Pedrarias ir a poblar la tierra; mas había cautela entre ellos, porque los compañeros pretendían ir con el mando por hacer cuando allá se viesen, su hecho. Pedrarias quería darles “acompañado” que allá por él tuviese jurisdicción; no se conformaban; el piloto Bartolomé Ruiz y Ribera hablaron con Hernán Ponce pláticas secretas para que fuese alguno de ellos a Panamá a aguardar que viniese con la gobernación Pizarro, con quien era su concierto, a provecho y honra suya. Hernán Ponce dio la palabra que él o alguno de sus compañeros lo harían, y con esto el piloto Bartolomé Ruiz y Ribera se despidieron del gobernador para se volver a Tierra Firme estando con sospecha que Pedrarias les quería tomar el navío para con él y otros enviar a poblar en el Perú; y como se quisiesen hacer a la vela, envió el gobernador un alguacil para que secuestrase el navío y lo visitase estando muy pesante por les haber dado licencia, mas el alguacil ni él no fueron parte para detenerlos, antes salieron y se trajeron consigo, según me dijeron, otro navío que allí estaba, porque no hubiese aparejo con que el gobernador enviase tras ellos; y allegaron a la Chira, donde hallaron otro alguacil que les requirió con grandes penas no fuesen a Panamá; mas como saliesen de allí, anduvieron hasta que entraron en su puerto, donde hablaron con Diego de Almagro, dándote cuenta de lo que les había pasado. Almagro temió que Pedrarias o Hernán Ponce o Hernando de Soto no se entrasen en la tierra del Perú y lo ocupasen en el ínter que su compañero iba a España y volvía con la gobernación.
Capítulo XXVII
Cómo llegó a España el capitán Francisco Pizarro y le fue dada la gobernación del Perú
Como el capitán Francisco Pizarro se embarcó en el puerto del Nombre de Dios, anduvo hasta que llegó a España, y como se vio en Sevilla, luego se partió para la corte, derramándose por toda España nueva de como dejaban descubierta tan grande tierra y tan rica. Miraban todos las ovejas que llevó, y como Pedro de Candía, que fue con él, hubiese visto lo de Túmbez y lo contaba, no lo creían, diciendo que era industria para engañar los que quisieran ir allá, para que creyesen que había casas de piedra y tanto oro. Y con esto que anteponían a la verdad atajaban algunas veces al Pedro de Candía, que lo contaba, de tal manera que le hacían callar. Pizarro, como llegó a la corte, presentóse delante de los del Consejo de Indias, porque gobiernan las indias Por comisión que tienen del rey. Informóles de lo que habían trabajado él y sus compañeros; dijo lo que vio en la tierra que descubrió y la noticia que tuvo. Oyéronle bien y tuvieron lástima de sus trabajos. Consultáronlo con el rey, y con mucha facilidad se le concedió la gobernación y le hicieron otras mercedes; díjose que solamente procuró para sí lo más y mejor, sin se acordar de lo mucho que sus compañeros habían trabajado y merecido, y así cuando vino a su noticia de Almagro que no le traía el adelantamiento, mostró sentimiento notable. Y porque se vea lo cierto de este negocio sin que andemos rastreando por opiniones, pondré aquí a la letra algunos capítulos sacados de la capitulación que con él se tomó, según me consta por el original que yo tuve en mi poder algunos días en esta ciudad de los Reyes y dice:
“La reina, por cuanto vos, el capitán Francisco Pizarro, vecino de Tierra Firme, llamada Castilla del Oro, por vos y en nombre del venerable padre don Fernando de Luque, maestrescuela y provisor de la iglesia de Darien, sede vacante, que es en la dicha Castilla del Oro y del capitán Diego de Almagro, vecino de la ciudad de Panamá, nos fecistes relación que vos e los dichos vuestros compañeros, con deseo de nos servir y del bien y acrecentamiento de nuestra corona real; puede haber cinco años poco más o menos, que con licencia y parecer de Pedrarias de Ávila nuestro gobernador y capitán general que fue de la dicha Tierra Firme, tomastes a cargo de ir a conquistar, descubrir y pacificar e poblar por la costa del mar del Sur de la dicha tierra a la parte de levante, a vuestra costa y de los dichos vuestros compañeros todo lo que por aquella parte pudiésedes, y fecistes para ello dos navíos e un bergantín en la dicha costa, en que ansí en esto por se haber de pagar la jarcia e aparejos necesarios al dicho viaje e armada desde el Nombre de Dios que es en la costa del norte a la otra costa del sur, como con la gente e otras cosas necesarias al dicho viaje e en tornar a rehacer la dicha armada gastastes mucha suma de pesos de oro; e fuistes a facer e fecistes el dicho descubrimiento, donde pasastes muchos peligros y trabajos, a causa de lo cual vos dejó toda la gente que con vos iba, en una isla despoblada y con solo trece hombres que no vos quisieron dejar; y que con ellos, y con el socorro que de navíos y gente vos hizo el dicho capitán Diego de Almagro, partistes de la dicha isla y descubristes las tierras y provincias del Perú y ciudad de Túmbez; en que habéis gastado, vos e los dichos compañeros, mas de treinta mil pesos de oro; y que con el deseo que tenéis de nos servir queríades continuar la dicha conquista y población, a vuestra costa e mención sin que en ningún tiempo seamos obligados a vos pagar ni satisfacer los gastos que en ello ficieredes, más de lo que en esta capitulación vos fuere otorgado; e me suplicastes e pedistes por merced vos mandase encomendar la conquista de las dichas tierras, e vos concediese y otorgase las mercedes, y con las condiciones, que de suso serán contenidas. Sobre lo cual yo mandé tomar con vos el asiento y capitulación siguiente.
“Primeramente doy licencia y facultad a vos el dicho capitán Francisco Pizarro para que por nos y en nuestro nombre y de la corona real de Castilla podáis continuar el dicho descubrimiento, conquista y población de la dicha tierra y provincia del Pirú hasta doscientas leguas: comienzan desde el pueblo que en lengua de indios se dice Temunpulla, y después le llamaste Santiago, basta llegar al pueblo de Chincha, que puede haber las dichas doscientas leguas de costa poco más o menos.
“Iten, entendiendo ser cumplidero al servicio de Dios y nuestro, e por honrar vuestra persona, y por vos hacer merced, prometemos de vos hacer nuestro gobernador e capitán general de toda la dicha provincia del Pirú y tierras y pueblos, que al presente hay e adelante hobiere, en todas las dichas doscientas leguas por todos los días de vuestra vida con salario de setecientas y veinte y cinco mil maravedís en cada un año contados desde el día que vos hiciéredes a la vela destos nuestros reinos para continuar la dicha población y conquista, los cuales vos han de ser pagados de las rentas y derechos a nos pertenecientes en la dicha tierra que ansí habéis de poblar del cual salario habéis de pagar en cada un año un alcalde mayor y diez escuderos e treinta peones e un médico e un boticario, el cual salario os ha de ser pagado por los nuestros oficiales de la dicha tierra:
“Otrosí, vos hazemos merced de título de nuestro adelantado de la dicha provincia del Pirú y ansimismo del oficio de alguacil mayor de ella, todo ello por los días de vuestra vida.”
Estos oficios parece que Francisco Pizarro los procuró para sí, sin se acordar de Almagro, ni del piloto que tanto le ayudó y trabajó en el descubrimiento. Lo que se contiene en la capitulación, según parece, es para los dichos porque, prosiguiendo, dice más:
“Otrosí, hacemos merced al dicho capitán Diego de doctrina de la persona del dicho don Fernando de Luque, de le presentar a nuestro muy santo padre por obispo de la ciudad de Túmbez, que es en la dicha provincia e gobernación del Perú, con los límites que por nos, con autoridad apostólica, le serán señalados; y entretanto que vienen las bulas del dicho obispado le faremos protector universal de todos los indios de la dicha provincia con salario de mil ducados en cada año, pagados de nuestras rentas de la dicha tierra, entretanto que hay diezmos eclesiásticos de que se pueda pagar.
“Otrosí hacemos merced al dicho capitán Diego de Almagro de la tenencia de la fortaleza que hay o hubiere en la dicha ciudad de Túmbez, que es en la dicha provincia del Perú, con salario de cinco mil maravedís cada un año, con más de doscientos mil maravedís en cada un año de ayuda de costa; todo pagado de las rentas de la dicha tierra, aunque el dicho capitán Almagro se quede en Panamá, o en otra parte que le convenga; e le faremos home fijodalgo que goce de las honras e preeminencias que los homes fijosdalgo pueden y deben gozar en todas las Indias, Islas e Tierra Firme del mar Océano.”
En otro capítulo dice que los trece que se hallaron con el gobernador en el descubrimiento, que sean hidalgos notorios de solar conocido en aquellas partes, y a los que son hidalgos de ellos, que sean caballeros de espuelas doradas.
Concluye la capitulación con otro capítulo por donde parece que fue fecho en Toledo a veinte y seis de julio de mil y quinientos e veinte e nueve años. Está firmada de la reina e de Juan Vázquez, su secretario, y señalada con firmas de los del consejo real de Indias. Como la capitulación se asentó, se le dio la instrucción de lo que le mandaba hacer y sus provisiones reales selladas con el sello real, y otros favores y mercedes; con que se partió de la corte, dejando esperanza de buen suceso de las tierras donde quería ir; y fue a Trujillo, donde es su patria.
Capítulo XXVIII
De cómo el gobernador don Francisco Pizarro volvió a la Tierra Firme, enviando primero ciertos españoles en un navío que dieron nueva de lo que había negociado
En su tierra estuvo poco el gobernador, porque, lo uno, él tenía poco dinero que gastar, y lo otro, que no veía ya la hora que estar en la tierra que dejaba descubierta. Iban por oficial de la hacienda real, Alonso de Riquelme, tesorero; García de Saucedo, veedor, Francisco Navarro, contador. Procuró Pizarro de allegar gente; mas como le veían tan pobre, no creían que había riqueza donde los querían traer. Trajo consigo cuatro hermanos: el principal era Hernando Pizarro, hombre de buena persona y gran pundonor; era hijo legítimo del capitán Gonzalo Pizarro, padre de todos ellos; y a Juan e Gonzalo Pizarro, hermanos suyos de padre bastardos, porque sólo Hernando Pizarro era legítimo; y a Francisco Núñez de Alcántara, su hermano de madre. Juntó alguna gente, aunque poca, y porque en la Tierra Firme se supiese estar ya despachado y de camino, despachó que fuesen en un navío quince o veinte españoles; los cuales llegaron al Nombre de Dios y lo contaron al gobernador. Como mejor pudo, pasando hartas necesidades y trabajos, por los pocos dineros que tenía, se aprestó y vino a Sant Lucar, donde salió a (…) del mes (…) del año (…) de (…) y navegaron la vuelta de las Indias. El capitán Diego de Almagro supo de los que habían venido, cómo Francisco Pizarro venía por gobernador de la tierra, que intitulaban la Nueva Castilla, y cómo el adelantamiento lo procuro para sí mismo; quejábase de su compañero públicamente, que había ido a venir hecho señor, sin se acordar dél que lo había puesto en todo; decía más: que Pizarro le dio mal pago por lo que por él había hecho, y que no tenía que se quejar del rey, porque si él fuera a su presencia, no le pagara con le hacer alcaide de Túmbez; y que venido Pizarro no le había de entrar hombre de los que venían con él en su casa, ni había de gastar más de lo gastado. Don Hernando de Luque le decía que suya era la culpa, pues procuró con tanto ahínco la ida de Francisco Pizarro en España, y estorbó lo que él daba por parecer, que fuese una persona a los negociar, que con equidad los trataría; y que puesto que había oído aquello, que se sosegase, que no veía por qué creer más del dicho de aquéllos. Dicen que no bastó el electo don Hernando de Luque a lo apaciguar, antes se fue luego a las minas. Luque, como esto vio, buscó algunos dineros prestados con que pagó los fletes de los que digo vinieron delante; yendo por su camino, al Nombre de Dios, Nicolás de Ribera, a lo hacer, Almagro estaba tan sentido como se ha dicho; no bastaba ninguna razón que sobre ello le hablaban, a que se amansase. El electo Hernando de Luque le escribió algunas cartas amonestándole se viniese a Panamá, pues todo cuanto Pizarro había negociado era para todos, pues con él tenía compañía; sin esto le escribió para le contentar, que supiese que lo que él decía del adelantamiento que traía Pizarro, que era burla. Con estas cosas, y con lo que le dijo Nicolás de Ribera que volvió del Nombre de Dios por donde él estaba, perdió parte de su pasión y escribió al electo que recogiese la gente y la proveyese en el entretanto que él iba a Panamá; donde sin pasar muchos días llegó, hablando bien a los que habían venido y porque su compañero hallase hecha alguna hacienda cuando llegase envió carpinteros a cortar madera al río que llaman de Lagartos, para adobar las naos, que estaban muy gastadas de los viajes pasados. El piloto Bartolomé Ruiz también se quejaba de Francisco Pizarro, porque no le negoció la vara de alguacil mayor, habiéndolo prometido y jurado; decía, que si él no fuera en el navío y no tomara los indios de Túmbez en la balsa, que no quedara en la Gorgona con la esperanza que quedó de descubrir brevemente lo que aquellos indios decían. El capitán Diego de Almagro en la Tierra Firme procuraba allegar alguna gente para la conquista que se había de hacer del Perú y de tener bastimento para que comiesen los que viniesen de España. A Nicaragua fue nueva de cómo el emperador había encomendado la gobernación del Perú a Francisco Pizarro. Aguardaban muchos a saber que hubiese llegado a Tierra Firme para hallarse en la conquista; y en la Española y en otras muchas partes de las Indias se había divulgado esta nueva.
Capítulo XXIX
De cómo el gobernador, don Francisco Pizarro, llegó al Nombre de Dios, y lo que pasaron entre él y Diego de Almagro; y de cómo en Panamá se tornó a confirmar la amistad e hicieron nueva compañía
Conté en lo de atrás cómo el gobernador don Francisco Pizarro se embarcó en el puerto de San Lúcar de Barrameda, donde después de haber tomado tierra en algunos puertos llegó a la ciudad de Nombre de Dios, que en aquel tiempo estaban las casas hechas de madera y paja; ahora es otra cosa, porque como salga de aquel puerto más oro y plata que de ninguno de todos cuantos a mi ver hay en el mundo, y cien flotas cargadas de mercaduría de todo género, háse ennoblecido el pueblo y las casas son de teja y el ornamento de ellas en vigas y tablazón. Trajo el gobernador tres navíos en donde venían ciento y veinte y cinco españoles. Supo luego Diego de Almagro, cómo estaba allí en Panamá. Partióse luego al Nombre de Dios, donde se vieron él y el gobernador. Se hablaron bien en lo público y ansímismo sus hermanos con él. Entendí por muy cierto, que después se supo, que a solas Diego de Almagro se quejó de su compañero diciéndole que cómo la había mirado tan mal con él, pues él con él siempre lo hizo tan bien, que le procuró el cargo del descubrimiento, sustentándolo con enviarle y llevarle gente con los más que él pudo, donde si él pasó trabajos, no se diría que su persona había estado en regalos, pues estaba sin un ojo y quedó tullido hasta el tiempo presente, y que por sus cartas se quedó en la Gorgona, adonde le envió el navío con que descubrió la tierra rica; en todo lo cual había trabajado y solicitado lo que él sabía, pues hasta la ida de España le insistió que fuese y le buscó dineros que gastase, creyendo que había de negociar lo que con él y el electo puso y juró y promedió, lo cual todo había salido al contrario, pues venía gobernador y adelantado, y a él traíale alcaide de Túmbez con ciento mil maravedís de acostamiento, cosa para reír más que para otra cosa; mas que le consolaba que había servido bien y a príncipe cristianísimo, de que no dudaba, mas antes confiaba, que le haría mercedes conformes a su clemencia y benignidad. A lo cual oí también que el gobernador le respondió con algún enojo, diciéndole que no había necesidad que le trajese a la memoria cosas pasadas, pues él las sabía y entendía, y que en España informó de su persona y procuró que le diesen el adelantamiento, lo cual no quisieron, porque no sabían quien fuese, cuanto más que gobernación para que gobernasen dos no se dio jamás, ni se sufre, porque no sería bien gobernada; y que la tierra del Perú era tan grande, que había gobernación para ellos y para todos; cuanto más que lo que él traía también era suyo, pues tenía en todo parte, y que su voluntad era que lo mandase y gobernase como él quisiese. Almagro respondió sentido de lo que le dijo que le mostrase la petición para ver la respuesta que dieron si era como él contaba, mas ni él mostró ni Almagro quedó sin su queja, puesto que se hablaban y trataban como de antes. Y volvió a Panamá a adobar los navíos. Pizarro hizo lo mismo. Fue recibido con mucha honra de todos los vecinos, porque le amaban y querían mucho. Algunos quieren decir, y así es público entre todos los de aquel tiempo, muchos de los cuales hay vivos; que Almagro, como vio a Hernando Pizarro y su estimación le temió y estuvo mal con él, y que Hernando Pizarro, por el consiguiente, le tuvo desde luego en poco, sin le parecer bien sus cosas. De esto unos culpan a Hernando Pizarro y otros a Diego de Almagro, de quien dicen que como estuviese desabrido, y comiesen todos por su mano, diz que no les hartaba de tortillas y que les trataba como a negros; lo cual otros niegan y dicen que él fue principio, medio y fin, para que se hiciere lo que se hizo en el Perú. Los que quisiéredes entender este negocio, preguntad a los amigos de Pizarro lo que es, y juraros han cien veces que es verdad lo que se dice de Almagro, y que en todo es cierto; y haced lo mismo de los que lo fueron de Almagro, y no solamente dirá que los Pizarros le fueron ingratos, y que es verdad lo que de él se decía, pero también lo jurarán. Trabajo grande para quien desea escribir la verdad y contaros lo cierto: que es, a mi entender, que todos erraron y tuvieron dobleces y negociaban con cautelas; así Pizarro como Almagro, como todos ellos. Pues como Almagro se le diese tan poco por dar calor a su compañero para que con brevedad entendiese en partir de Panamá, quiso tratar de hacer cierta compañía con unos vecinos de la ciudad que habían por nombre, Álvaro de Guijo y el contador Alonso de Cáceres. Mas el licenciado Espinosa, que en aquel tiempo estaba en Tierra Firme, y el “electo” y otros hombres honrados, entrevinieron entre ellos y los tornaron a concertar, y hicieron compañía nueva con otra capitulación de que fue la sustancia: que el gobernador dejase a Diego de Almagro la parte que tenía en Taboga, y que no pudiese pedir merced ninguna para sí ni para ninguno de sus hermanos, hasta que él pidiese al emperador una gobernación desde donde se acababa la de Pizarro; y que todo el oro y plata, piedras, repartimientos, naborías, esclavos, con otros cualesquier bienes o haciendas fuesen de ellos dos y del electo don Hernando de Luque. Hecha esta capitulación y nuevo concierto, Diego de Almagro buscó dinero y se pagaron los fletes y gastos que el gobernador había hecho. En este tiempo estaba en Panamá, Hernán Ponce de León, llegado de Nicaragua, con dos navíos, cargados de esclavos suyos, y de su compañero Hernando de Soto, con el cual concertó también don Francisco Pizarro, que le diesen los navíos para la jornada, pagando los fletes; con que a Hernando de Soto hiciese capitán y teniente de gobernador en el pueblo más principal; y a Hernando Ponce, uno de los mayores repartimientos.
Capítulo XXX
De cómo el gobernador don Francisco Pizarro salió de Panamá y quedó en ella el capitán Diego de Almagro y cómo entró
Mediante la nueva capitulación y compañía hecha entre Pizarro y Almagro, hubo mejor despacho para la jornada que se pensó; porque Almagro entendía en proveer lo necesario, procurando vitualla y lo demás para ella perteneciente. Determinóse por ellos que el gobernador se partiese luego, y que tomado tierra de la parte que del Perú le pareciese, aguardase al socorro que le fuese, para lo cual Almagro había de quedar en Panamá. De Nicaragua, había de ir gente y caballos, lo mismo creían que harían de otras partes, que bastarían juntos todos a señorear la tierra, aunque más grande fuese. Y como Pizarro y Almagro hubiesen platicado sobre estas cosas, y otras, lo que más te convenía, salió Pizarro de Panamá con tres navíos, que aderezados estaban, en los cuales iban ciento y ochenta y tantos españoles, embarcándose con él sus hermanos, Cristóbal de Mena, Diego Maldonado, Juan Alonso de Badajoz, Juan Descobar, Diego Palomino, Francisco de Lucena, Pedro de los Ríos, Melchor Palomino, Juan Gutiérrez de Valladolid, Blas de Atienza, Francisco Martín Albarrán, Francisco Cobo, Juan de Trujillo, Hernando Carrasco, Diego de Agüero, García Martínez de Arbaz (Narváez), Juan de Padilla y otros muchos, hasta la cantidad dicha. Iban treinta y seis caballos, fuerza grande para la guerra de acá, porque sin ellos no se podrían sojuzgar tantas naciones. Llevaban muchas rodelas para cuando entrasen en pelea, hechas al modo morisco (que no es malo sino provechoso) de duelas de pipas, que de España vienen con vino, son fuertes y la flecha que la pasa, o el dardo, será tirado con buen brazo; pocas veces acaece. El gobernador se adelantó hasta llegar a las islas de las Perlas, donde aguardó que todos viniesen, y estando juntos, salió de allí con determinación de no hacer lo que primero hizo (que fue andarse por aquellos manglares que había a ojo), sino ir a tomar puerto, fuera del monte, a la tierra que descubrió. Todos iban muy lozanos porque creían que volverían en breve tiempo con gran riqueza a España; vieron este deseo algunos cumplido y otros murieron en su pobreza. Navegando por el mar anduvieron el camino de su derrota, y el tiempo les ayudó de tal manera que en cinco días a la cuenta de algunos que allí venían, vieron tierra donde luego tomaron puerto, y conocieron que era la bahía que llaman de San Mateo. Platicaron Pizarro y los suyos qué harían para acertar en el comienzo de la empresa tan grande que llevaban: después de bien altercado, se determinó en su consulta que los españoles caminasen con los caballos, por tierra la costa adelante, y que los navíos fuesen por la mar. Púsose por obra y la gente salió de allí y anduvo con trabajos, porque en aquella tierra hay ríos y esteros que pasar. Al fin llegaron una mañana a un pueblo principal a que llaman Cuaque, donde hallaron gran despojo porque los indios, aunque supiesen de los españoles no alzaron la hacienda ni se fueron al monte; fue la causa su descuido y no su voluntad, porque creyeron que los españoles no venían a robar ni saltear a los pacíficos y que no les debían nada, ni en tiempo ninguno habían injuriado, sino que pensaron que habían de holgarse unos con otros y tener banquetes, como se hizo al principio, cuando Pizarro anduvo en el descubrimiento. Como vieron la burla, muchos huyeron; dícese que se tomaron más de veinte mil castellanos y esmeraldas muchas y finas; que en aquel tiempo en dondequiera valieran un gran tesoro; mas como los que iban allí habían visto pocas, no las conocieron, y así se perdieron las más. Por dicho de un fraile llamado fray Reginaldo que allí iba, que decía que la esmeralda era más dura que el acero y que no se podía quebrar; y así con martillos, creyendo que daban en dinero, quebraban las más de las piedras que tomaron. Como los indios vieron estas cosas, espantábanse de tal gente y miraban mucho los caballos, a los cuales creyeron que eran inmortales, si no burlan los que lo dicen. El señor natural de este pueblo, con gran miedo y espanto se escondió en su misma casa maldiciendo tan malos huéspedes como le habían venido. Pizarro y los suyos se aposentaron en el pueblo; y como se hubiesen tomado algunos indios, preguntóles el gobernador por el cacique. Supo de ellos donde estaba escondido de que recibió gran contento por asegurarles; mandó que lo buscasen y trajesen a su presencia, y así se hizo: y con gran temblor pareció ante él, excusándose con las lenguas de que no estaba escondido sino en su propia casa y no ajena, y como viese que sin su voluntad habían entrado en el pueblo y tomado lo que él y sus indios tenían, temiendo de que no le matasen no había venido a verlos. A lo cual, le respondió Pizarro que se asegurase y mandase volver los indios a sus casas, porque no querían cautivarlos ni tomarles su tierra y que lo habían errado en no salir al camino a le ofrecer la paz, porque procurara que los españoles no le hubieran tomado el oro y otras cosas que habían habido de ellos, mas que tuviese por cierto que él mandaría que no le fuese hecho más daño y por que no les cobrasen desamor ni odio trató bien su persona; y así vuelto a su casa, el señor del pueblo mandó que viniesen los indios con sus mujeres, e proveían de bastimentos con lo que más tenían a los cristianos, los cuales fueron tan molestos y enojosos a estos naturales, que como viesen en cuán poco los tenían y cómo los disipaban y robaban, tomaron el monte y los dejaron sus casas y tan de propósito lo hicieron que, aunque salió a buscarlos, topó con pocos.
Capítulo XXXI
De cómo Pizarro determinó de enviar los navíos a Panamá y a Nicaragua con el oro que se halló y de cómo vinieron algunos cristianos a se juntar con él y de cómo enfermaron muchos
A cabo de algunos días que había que era llegado el gobernador a Cuaque, con acuerdo de Hernando Pizarro y de los otros principales que allí estaban, determinaron de que las naves fuesen vueltas a Panamá y Nicaragua para que pudiesen venir los españoles y caballos que se hubiesen juntado; y así entendió en escribir a Diego de Almagro, su compañero, todo lo que hasta entonces les había sucedido. Envió con los dos navíos que fueron a Panamá la mayor parte del oro que se tomó en Cuaque, en piezas ricas y vistosas; lo demás mandó que fuese llevado a Nicaragua en el otro navío que fue a cargo de un Bartolomé de Aguilar. Avisando Pizarro en cartas a sus amigos que con brevedad se diesen prisa a venir porque tenía gran noticia de la tierra de adelante y que la mandaba un señor solo y muy poderoso. Como los navíos se fueron, quedó el gobernador con los cristianos en Cuaque, tierra enferma, cerca de la línea equinoccial. Pasaron en ella mucho trabajo y molestia los nuestros, porque estuvieron más de siete meses, y acaeció: algunos de ellos, acostarse en sus lechos buenos y amanecer hinchados los miembros encogidos veinte días y más, y volvían a sanar; sin esto les nacían a los más de ellos unas verrugas por encima de los ojos tan malas y feas, como saben los que quedaron de aquel tiempo. Como no supiesen cura para enfermedad tan contagiosa, algunos las cortaban y se desangraban en tanta manera, que escaparon pocos sin morir de los que lo hicieron; con todos estos trabajos no faltó maíz, algunas frutas y raíces de la tierra, mas en muchos días no comieron carne ni pescado por no lo tener. Aguardaban las naos con gran deseo y como no venían, sentían mucho su tardanza; mas como se viesen unos tullidos; otros con verrugas y todos hartos de no comer más que maíz, se determinaron de salir de allí para otra tierra mejor, y como estuviese ya platicado el mudarse, vieron por la mar venir un navío de que todos mostraron gran contento; creyeron que no vendría solo esta nao: venía cargada bastimento y refresco para los españoles bien cumplidamente, y venían Alonso Riquelme, tesorero, y García de Saucedo, veedor; Antonio Navarro, contador; jerónimo de Aliaga, Gonzalo Farfán, Melchor Verdugo, Pero Díaz y otros. Como saltaron en tierra fueron bien recibidos de Pizarro y de los que estaban con él. Diéronle las cartas que le traían de Diego de Almagro, del “electo”, con otras personas que le escribían. Y pasados ciertos días partieron de allí caminando la costa arriba hasta que llegaron al pueblo de Pasoa. Había derramado la fama grandes cosas de los españoles entre los indios, muy diferentes de lo que primero pensaron y creyeron: que era gente santa no amiga de matar, ni robar, ni hacer daño, sino que les fueran amigables y tuvieran con ellos toda paz; mas ahora (según, los que en este tiempo están, dicen) que era gente cruel sin razón ni verdad, porque andaban hechos ladrones de tierra en tierra, robando y matando a los que no les habían ofendido, y que traían grandes caballos que corrían como el viento y espadas que cortaban con todo lo que alcanzaban; y así decían de las lanzas. Unos de ellos lo creían y otros decían que no sería tanto, y aguardaban con sus ojos a ver lo cierto de la nueva gente que les habían entrado en su señorío; enviando avisos de todo a los delegados de los incas, los cuales avisaron de ello en el Cuzco, y en Quito, y en todas partes. El señor de este pueblo, contra el parecer de muchos de los suyos, aguardó de paz al gobernador con sus indios para ganarle la voluntad y que le tratase como amigo; y no le robase el pueblo, como si fuese enemigo. Diz que recibió placer Pizarro, loando su propósito; prometió de le hacer siempre honra los cristianos: no mataban, ni robaban a los que dando obediencia al rey de Castilla, quisiesen tener con ellos confederación; pero que mirasen no fuese su amistad fingida. Le respondió que era entera y con voluntad: y ansí sirvieron los indios a los cristianos: lo cual saben bien hacer porque están hechos a servir al rey suyo y a los que por su mandado andan por la tierra. Dijéronme, y es verdad que como hubiese necesidad de mujeres naturales para moler y hacer pan a los cristianos, el gobernador guardase la paz y alianza puesta con el cacique, le dio por concierto una piedra de esmeralda, tan gruesa como un huevo de paloma (creyendo que no era nada, y ¡valía un gran tesoro!) por diez y siete indias. Pasado esto, salió Pizarro en gracia de los de aquella tierra.
Capítulo XXXII
De cómo Pizarro prosiguió su camino y le mataron dos cristianos, y llegó Belalcázar con otros cristianos de Nicaragua, y lo que más pasó
Deseaba mucho don Francisco Pizarro llegar a la buena tierra que había de Túmbez para adelante, y habíale pesado porque tan atrás había empezado a tomar puerto; y permitiólo así Dios nuestro señor porque si fuera de golpe adonde quería, sin que hubiera venido la gente que con él se había juntado, no hay que dudar sino que a soplos los mataran; mas como enteramente cuando es comienzo de cualquier negocio no se deja entender hasta que va descubriendo, así Pizarro estaba ignorante de que tenía por delante grandes ejércitos formados, y que fue venturoso que peleasen unos contra otros como enemigos. Y habiéndose despedido del principal del pueblo que se dejaba en amistad, anduvo hasta que llegó a la bahía de los Caraques; como era muy ancha, no la pudieron atravesar, mas subieron bien arriba por donde abaja el río que entra en ella, y pasaron fácilmente y entraron en un pueblo: de una india cuyo marido se había muerto había pocos días, donde había en los ánimos de los indios de por allí novedad, porque en lo secreto odiaban a los españoles, en lo público con temor de ellos y de los caballos mostraban buen rostro “a guisa de gallegos”, como dicen. En sus pláticas y juntas trataban con qué modo y arte los matarían; esforzábanse unas veces de salir todos juntos y matarlos; mas cuando pensaban que habían de venir al hecho, desmayaban, acobardándose. Todo esto hoy día nos lo cuentan ellos mismos. No determinaron más el negocio de hacer cuanto, pudiesen a su salvo, daño a los españoles: los cuales estaban alojados en el pueblo ya dicho, de donde salió uno de ellos, encima de un caballo, tres o cuatro tiros de ballesta, a proveerse de alguna necesidad, llamado Santiago; fue visto por los indios, y como iba descuidado, salieron a él en cuadrilla y le mataron. Antes de esto habían conocido los nuestros cómo los indios andaban de mal arte; y puesto que el gobernador, con buenas palabras, procuraba de los traer a su amistad, no bastaba; y con enojo mandó a Cristóbal de Mena que fuese con algunos españoles a procurar de prender los que de estos tales pudiese haber, y como volviesen de la entrada, apartándose otro español un poco del camino, fue también muerto: porque debajo de esta amistad eran más enemigos. Pizarro sintióse de esto, publicando guerra contra los indios de aquella parte; pues sin les hacer él ni ellos daño ni afrenta, le matasen los suyos. Y con gran saña que tomó de esto, mandó a los de caballo que picasen con los hierros de las lanzas en los que más presto topasen; y así fueron muertos algunos de ellos, y un principal que prendieron fue traído delante de él a quien con las lenguas habló, quejándose porque sus parientes le habían muerto dos cristianos sin les hacer daño ni tomarles por cautivos ni prisioneros. Respondió el principal que eran locos los que lo habían hecho y que lo mandasen soltar para los castigar. Pizarro, como oyó su buena razón, mandó traer allí un indio que se tomó y que había sido de los que mataron al uno de los cristianos; el cacique le habló ásperamente diciendo que en pena de su maldad fuese ahorcado, y así lo pusieron en un palo, y él no habló ni se excusó, antes dio a entender darse poco de la vida y holgarse con la muerte que le daban. Soltóse el principal, a quien Pizarro habló con palabras blandas y amorosas, rogándole que no se ausentasen de sus tierras ni se alzasen para le dar guerra, y que tendrían en los cristianos buenos amigos. Y como esto pasó, caminaron delante a la provincia de Puerto Viejo, donde los indios guardan grandes religiones, y se vieron en algunos lugares formas con miembros deshonestos en que adoran; mas como los principales andaban en las guerras que se trataban entre Atabalipa y Guascar, no se formó ejército con potencia para procurar la muerte de los cristianos, antes determinaron de les mostrar buen semblante y proveerlos de lo que hubiese en su provincia, pues que eran tan pocos, y así salieron a Pizarro mostrando alegría con su venida; el cual mandó que se guardase la paz a los amigos sin les hacer daño ni ningún agravio. Ellos proveían de comida y servían en lo que más podían sin que por ello recibiesen Paga. Mas como en la guerra no baste para conseguir los soldados ninguna buena disciplina, cometiéronse algunos desaguisados; los cuales Pizarro no era parte a castigar. Estuvo quince días en aquella tierra, supo de un pequeño navío que había salido de Nicaragua, cómo por tierra venía Sebastián de Belalcázar con otros cristianos y algunos caballos de que recibió placer y dende a pocos días llegó Belalcázar y Mogrovejo, Francisco de Quiñones, Juan de Porras, De Fuentes, Diego Prieto, Rodrigo Núñez, Alonso Beltrán, y otros, hasta treinta, los caballos eran doce; y fueron bien recibidos del gobernador y de los que con él estaban.
Capítulo XXXIII
De cómo el gobernador prosiguió su camino habiendo grande contento en los españoles, y de cómo de la Puná vinieron mensajeros estando los isleños con determinación de dar la muerte a los nuestros
No daban los cristianos paso en toda la tierra que de ello no le fuese aviso a Atabalipa, que ya en este tiempo había tomado la borla, y como tenían mandado, por fuerza y de voluntad, en la costa y tierra por donde los nuestros andaban, corrían a él como señor; y cuentan que algo le desasosegó saberlo, y que pensó con alguna gente de su ejército enviar contra los cristianos; más veníanles tantos capitanes con grandes compañías de su hermano a le dar guerra que dejó de enviar contra Pizarro: temiendo en más la otra guerra. Porque, como le dijesen que tan poquitos eran, reíase diciendo que los dejasen, que ellos le servirían de anaconas; y como era tan agudo envió ciertos orejones que, disfrazados, fuesen a entender lo que se decía de aquellas gentes. Por esta causa, de parte del inca, no vinieron a defender la tierra en la entrada a los españoles; ni los naturales, por donde pasaban, estaban todos, antes faltaban los principales con muchos de ellos, que andaban en los reales de los incas. Y la fama de cómo los españoles querían señorearlos y tomarles su tierra habíase extendido por todas partes. Los de Puná, isla comarcana con la tierra firme, rica y muy poblada, como conté en mi Primera parte, estaban más poderosos y siempre anduvieron de cautela, creían matar con engaño a los españoles, si en su isla fuesen, riéndose de los de Túmbez, sus enemigos, porque el año pasado tanto los loaron, cuando, con los trece, Pizarro andaba descubriendo. A todo esto, Pizarro venía con los suyos, caminando hasta que llegaron a la punta de Santa Elena, lugar conocido a los que habemos andado por esta tierra. Los españoles no les parecía bien lo que veían, ni creían que fuese verdad lo que Pizarro y Candía, con los otros, dijeron que vieron (esto depende de nuestra condición tan hirviente, que lo queremos ver luego; y aquellos ya lo tenían por tarde, el no topar las tinajas y los cántaros, que después hubieron de ver). Y decían que para qué los llevaban más adelante, pues lo que veían era tan malo; y que volviesen a poblar en Puerto Viejo. Pizarro los esforzaba, animándolos para que fuesen, diciéndoles que si volvían a poblar en donde decía, creyeran los indios que volvían huyendo y los hallarían “de guerra” y correrían peligro. Con esto que dijo el gobernador, prosiguieron con su descontento y aun con falta de algunas cosas; el cual mandó a Diego de Agüero y a cinco o seis, que fuesen la costa adelante y mirasen por donde podrían descubrir la ensenada de Guayaquil. Estos anduvieron descubriendo lo que les pareció, volvieron a Pizarro; le dijeron que debería pasar a la Puná, pues había entre la tierra firme, y la isla, poco mar. Los principales de la isla, como supieron que los cristianos estaban tan cerca y que querían venir a su isla, queriendo ganar por la mano enviaron mensajeros avisados de lo que habían de decir: que fue que les rogaban pasasen todos a se holgar con ellos, donde serían bien recibidos y servidos de ellos, y que para que pudiesen pasar sin trabajo, enviarían muchas balsas en que viniesen ellos y sus caballos; teniendo concertado, según se dijo, que los que los llevasen desatasen en la mar las sogas, para que fuesen muertos en el agua todos en un tiempo y una hora. Como Pizarro ignorase esta hazaña que querían hacer, respondió bien a los mensajeros, prometiendo alianza y paz con los de la isla y que los nuestros no harían daño ninguno en ella. Con esto dieron la vuelta, de que Tumbala, señor principal, recibió mucha alegría; mandó luego hacer muchas balsas, y tal diligencia tenían en todo, y contento, que se conoció por las lenguas en el trato en que andaban, según se afirma; y lo supieron de algunos, que como a naturales no lo tendrían en nada descubrirles tal secreto. Oyéronlo con disimulación sin se deturbar. Y como por ser lenguas, jubilados y tan bien tratados, no quisieron perder tal dignidad, antes en secreto a Pizarro dieron cuenta de lo que sabían. Agradeciólo mucho, prometiéndoles que los tendría por hijos y como a tales les haría el tratamiento. Sin se alterar mandó que ningún español pasase a la isla sin su mandado. El capitán Hernando Pizarro, su hermano, había quedado atrás con alguna gente; deseaba el gobernador que llegasen. Los de la Puná, vista la flojedad que había en los cristianos para pasar, temieron no fuesen avisados de su propósito (si era el que se ha dicho); por los asegurar pasó a ellos Tumbala; con disimulación grande, dijo a Pizarro que cómo no pasaba con los cristianos como antes se había concertado. Respondióle Pizarro, descubriendo lo que sabía; que por qué eran tan mañosos y cautelosos que sin él y sus cristianos haberles hecho enojo ni daño, ni entrado en su isla hubiese hecho monipodio para les matar con trato tan feo; que supiesen que Dios todopoderoso era con ellos y los guardaba y libraba de sus mentiras y traiciones. Respondió excusándose (y con más ánimo de lo que ellos suelen tener) que era mentira, que alguno por se congraciar con él había dicho: porque él nunca tal pensó, ni acostumbró matar sus huéspedes y amigos. Y para que viese cómo era lo que decía, que le rogaba él mismo se metiese en una de las balsas, y viese cuánto descuido en todos los suyos había, para ponerse a lo que decían. Pizarro, como vio hablar al cacique tan de veras y con poca turbación, creyó que lo que le habían dicho, debió de ser consejo de ellos mismos, porque a la verdad son muy alharaquientos. Mandó a los suyos que pasasen yendo todos recatados. Los isleños los recibieron y proveyeron de lo que tenían cumplidemente, teniendo, a lo que por cierto cuentan algunos, ruin propósito contra los españoles, que estuvieron allí más de tres meses; otros salvan a los indios, porque dicen que los nuestros absolutamente se hacían señores de lo que no era suyo, con otras cosas que la gente de guerra suele acometer, que fue causa que del todo fuesen aborrecidos de los indios de la Puná, que quisiesen antes morir que por los ojos ver lo que veían.
Capítulo XXXIV
De cómo los de la isla pensaron todavía en dar muerte a los españoles; el Tumbala fue preso y cómo pelearon los isleños con los nuestros
Estuvieron en la Puná los cristianos españoles el tiempo dicho; fueron servidos de los indios bien, los cuales los desamaban grandemente, porque veían y conocían que pretendían hacerse señores de ellos y parecíales que no eran de la suerte de los incas, a quien ellos servían; y también habían venido de Túmbez muchos de sus enemigos, y a su pesar estaban en su isla con el favor que tenían de los españoles. Hacían grandes sacrificios a sus dioses; y aun los que para ello eran diputados, hablaban con el demonio, para tomar su consejo. No sabían por dónde ni cómo buscasen manera para dar la muerte a los que tan mal querían. Hernando Pizarro no era llegado a se juntar con su hermano. Es fama que Tumbala, señor principal, con otros de sus aliados y confederados, después de muy altercado y platicado, determinaron de con engaño matar a los cristianos, haciéndoles entender que querían hacer una caza real, que ellos llaman “chaco” (y a la verdad es de ver), y que mirando ellos, como cosa nueva, los animales que morían y prendían; con armas secretas darían en ellos y los matarían. Animáronse para este hecho todos ellos, y así dicen que algunos de ellos rogaron a Hernando Pizarro que viese la caza, hecha otra a ella semejante; y que respondió que lo haría por les hacer placer. Mas siendo avisado de un indio, a quien Tumbala había rogado fuese a se hallar con los cristianos en el chaco (que hacer querían, por les dar placer y contentamiento) respondió que era contento. Antiguamente en esta tierra ningún indio descubría el secreto por su señor encargado; perdieron tal costumbre, con otras buenas; entrando los españoles en su tierra; y así, habiendo Tumbala y los demás ordenado lo que se ha escrito, no faltó de ellos mismos quien descubrió el secreto y lo dijo a Felipillo, que luego lo contó a Pizarro, de que se espantó de cómo los indios le buscaban la muerte sin les hacer él daño. No quiso dejar de ir, ni dio entero crédito a las palabras del intérprete, pero mandó a los españoles, así los que iban a pie como en caballo, que fuesen apercibidos para guerra y no para ver caza. Ellos lo hicieron bien de gana. En el lugar señalado se juntó mucha gente adonde, como vieron el recato de los nuestros y su silencio, sospecharon lo que podría ser, y así, con dolor de sus ánimos entendieron en la caza a su costumbre. Fue de ver, porque es extraña: tomáronse infinidad de venados grandes con otros animales, lo cual se repartió por los cristianos.
Dijéronme que hubieron tales palabras Alonso de Riquelme, tesorero, y Hernando Pizarro, que Riquelme, muy sentido, se embarcó en un navío, publicando que volvía a España a dar cuenta al rey de cosas que convenían; súpolo don Francisco Pizarro y aun recibió pena de ello; mandó a Juan Alonso de Badajoz que le apercibiese algunos españoles, con los cuales volvió hasta la punta de Santa Elena, donde lo alcanzó y volvió consigo y reconcilió con su hermano. Pues, como los indios, que habían tomado el designio de la muerte procurar a los españoles, y eran en la liga, no asosegaban cuando estaban en fiestas con los vasos de su vino en las manos, decían que para qué buscaban coyuntura para les matar, que, era muy gran vergüenza, que saliesen todos juntos públicamente a lo hacer, pues eran tan pocos, que puestos en ello les sería más fácil de lo que pensaban. Para este hecho fueron avisados muchos de la tierra firme, creyendo todos que era remedio común y provecho general matar aquellos advenedizos que, por no trabajar, querían andar a robar como andaban; y aunque andaba este trato doble no se descuidaban en les servir, antes lo hacían con más diligencia que antes. Sin esto, entendí que estando Pizarro haciendo partes de cierto oro que le habían dado de presentes por los pueblos que pasó desde Cuaque hasta allí, y hablando con Jerónimo de Aliaga y Blas de Atienza, llegó uno de los intérpretes que le descubrió todo lo que pasaba. Entendido por él y avisado cómo Tumbala con otros principales estaban en juntas tratando de ello, mandó que todos estuviesen apercibidos para lo que viniese, y que fuesen los que bastasen y le trajesen preso a Tumbala con los otros caciques que hallasen con él; y sin que se pudiesen ausentar, tomaron los que hallaron que pasaban de diez y seis, todos principales, y Tumbala entre ellos. Fueron llevados al alojamiento de Pizarro, estando allí los intérpretes, les habló con enojo que por qué eran tan cautelosos, pues por tantas vías habían procurado lo matar a él y a los suyos, sin les haber tomado sus haciendas ni mujeres ni otra cosa que lo que les daban de su voluntad para comer, lo cual había disimulado las veces pasadas, habiendo sido de todo avisado, porque deseó salir de su isla en gracia de ellos y dejarlos por sus amigos y confederados; mas que lo habían mirado mal, y dado ocasión que al descubierto como a traidores enemigos les hiciesen la guerra y que el castigo comenzaría por ellos, como movedores principales de ella. Y como esto dijo y otras cosas, mandó que Tumbala fuese mirado con cuidado, porque por ser el principal no quería que muriese, y los demás se entregaron en manos de los de Túmbez, sus enemigos, los cuales los mataron con gran crueldad; sin haber cometido otro delito que querer defender su tierra de quien se la quería usurpar, en lo cual creían que no pecaban. Estaban juntos los de la liga para dar en los españoles, de donde salieron por mandado de sus mayores más de quinientos indios lo más con varas recias de palma aguda. Y desde que vieron la muerte que habían dado a los principales; y cómo Tumbala estaba preso, de que recibieron gran turbación; llamaban en su lengua a sus dioses que los favoreciesen contra los cristianos, a los cuales maldecían muchas veces porque así habían entrado en sus tierras y procuraban su destrucción. En esto el gobernador con los suyos estaban con recelo de guerra, aunque creyó que por estar Tumbala en su poder, no osarían los suyos venir a dársela. Mas como los indios fueron vistos, salieron los españoles a ellos armados en sus caballos con sus lanzas en las manos; que no quisieron revolver a la junta, tan sentidos estaban de los españoles, y comenzaron arrojar tiros echados con fuerza, porque algunos la tienen en los brazos. Los caballos andaban ya entre ellos, lo mismo los rodeleros; mataron muchos de los indios, y más fueron heridos de lanza y espada. No pudieron sostenerse contra la virtud que los nuestros tienen en el pelear, y así, los que quedaron, dando aullidos temerosos, volvieron las espaldas con gran temor, dejando herido el caballo de Hernando Pizarro de tal manera, que murió luego, porque él se había entrado entre ellos. Mandó Pizarro que lo echasen en un silo hondable que allí estaba y lo cerrasen, porque los indios de Túmbez no creyesen que eran poderosos de matar caballos. Como anduviesen en esta desconformidad los de la Puná con los cristianos, los de Túmbez robaban a discreción, y más era lo que destruían y arruinaban, por el odio y enemistad antigua; y aun por los tener más gratos Pizarro, les mandó entregar más de cuatrocientas personas, de los naturales, que los de la Puná tenían cautivos y en secreto. Tan mal querían los de Túmbez a los cristianos como los de la Puná, creyendo que habían de ver por sus casas lo que veían sus vecinos por las suyas.
Capítulo XXXV
De cómo los de la Puná con sus aliados dieron batalla a los cristianos, en la cual fueron vencidos, y lo que más pasó
Estaban juntos más de tres mil y quinientos hombres, todos con sus armas, aguardando a Tumbala, con los otros señores y principales que habían sido muertos como se ha dicho atrás. Como los que huyeron de la refriega se juntaron con ellos, contáronles lo que pasaba y que los españoles habían inhumanamente habídose con los mayores suyos, porque los entregaron en manos de los de Túmbez, que luego descabezaron a todos, y que Tumbala estaba en poder de los cristianos con quien ellos con desesperación de ver tal cosa, habían peleado, y que muchos de sus compañeros quedaban muertos. Esto oído por los isleños, dieron tales gritos y gemidos, que se oían lejos de ellos. Quejábanse de su fortuna y de sus dioses, porque permitían que los cristianos, siendo tan pocos, fuesen poderosos de matar a tantos. Preguntábanse unos a otros, que por qué hacían aquello. Querellábanse de los incas porque teniendo enemigos tan feroces en su tierra, trataban la guerra entre ellos y daban lugar a lo que pasaba. Determinaron de morir en el campo como buenos hombres, o con la muerte de los españoles vengar la que dieron los de Túmbez a sus caciques y principales. Y así mandaron con un súbito furor, que fuesen setecientos flecheros en sus balsas a dar en un navío que estaba en el puerto, y los demás todos determinaron de acercarse a los españoles a tener con ellos su batalla; y así marcharon en sus escuadrones yendo delante sus capitanes y mandones. Pizarro creyó estar seguro con tener en su poder a Tumbala; mas oyeron presto el estruendo que traían la gente de guerra. Y habían llegado los que iban en las balsas a la nave; mas los que estaban dentro pusieron las velas de tal manera que con ellas se ampararon de los tiros de dardo y flechas. Los demás llegaron a vista de los españoles; de los cuales se habían desmandado tres o cuatro codiciosos a buscar oro entre los muertos; de ellos fueron vistos los dos por los indios y muertos cruelmente. En esto Pizarro animó su gente con palabras de capitán esforzado, como él fue y de ánimo grande, Los caballos fueron puestos en orden; lo mismo los rodeleros aguardaron a los indios, que por tres partes dieron en ellos determinadamente y con gran denuedo; los nuestros se mezclaron entre ellos alanceando con las lanzas y cortando con las espadas en aquellos hombres isleños y sus confederados; tanto que el campo estaba lleno de sangre. Como tantos vieron morir y caer heridos, hostigados y muy espantados volvieron las espaldas, habiendo procurado, lo a ellos posible, de salir con su intención; no hicieron otro daño que herir dos españoles y tres caballos. Los que fueron contra el navío tuvieron la misma fortuna que ellos, sin haber efecto su propósito. Volviéronse acuitándose, pareciéndoles que repugnaba a toda buena razón lo que veían que tan poquitos hombres prevaleciesen contra las millaradas que ellos eran. Teníanlo por gran dislate y así ellos mismos se afligían, llamando bienaventurados a los muertos. Los que salieron de la batalla, con los más que habían quedado, tomaron por fuerte unas pequeñas sierras que venían a rematarse cerca de donde los españoles estaban. Pizarro mandó curar los heridos y caballos, encargando a todos no se descuidasen, ni ninguno por codicia de oro saliese de su alojamiento. Los indios que estaban en los collados salían algunas veces dando la grita que suelen ellos dar, y tirando muchos dardos y otros tiros, volvían a donde se tenían por seguros. Como Pizarro viese que tantos indios habían muerto y morirían en aquella guerra, doliéndose de la perdición de sus ánimas, pues es notorio iban todos a parar al infierno, con mucha tristeza que de ello sintió, llamando a las lenguas, dijo a Tumbala: “por qué has causado tanto mal, pues por tu causa ha venido el daño en la isla, estando en tu libertad procuraste por todas vías la muerte mía y de todos los cristianos librónos Dios de vuestras asechanzas mandéte prender porque te asegurases, no te quise matar por la dignidad del señorío que tienes, no ha manado de tu voluntad para mandar a los tuyos que dejen las armas y querer nuestra amistad. Si os va bien de querer ser nuestros enemigos, ya lo habéis visto, la experiencia se ha hecho con vuestro daño; creed que de los muertos has de dar a Dios cuenta, que es otro negocio más importante”. Y que para que el daño no fuese adelante que, le amonestaba de parte de Dios y requería, enviase mensajeros a mandar a los indios que dejasen las armas y viniesen a sus casas, poblando los pueblos con sus mujeres e hijos. Porque yo prometo de no hacer guerra, ni consentir robo ni que les fuese hecha injuria. Tumbala respondió pocas palabras; que muchos habían dicho de él que era mentiroso, y que veía su tierra gastada y disipada y andar por ella sus enemigos los de Túmbez, cosa lamentable para ellos; mas que por le hacer placer, enviaría a rogar y mandar a los indios, dejasen las armas y viniesen en buena confederación y amistad. Pizarro se alegró, porque deseaba no conquistar derramando sangre. Fueron a los indios mensajeros; mas cuando oyeron lo que Tumbala mandaba, se indignaron contra él, diciendo con grandes fieros, que no tendrían paz con quien tanto mal les había hecho; y fueron y vinieron diversas veces mensajeros, mas no se concluyó nada; de que recibió enojo Pizarro. Mandó a Juan Pizarro, su hermano y a Sebastián de Belalcázar, que fuesen por la isla con alguna gente que hiciesen la guerra a los isleños, pues tan obstinados estaban en su mal propósito. Como lo mandó se hizo; mas los indios se metieron en las ciénagas tembladeras, que hay en estas partes, y por otros lugares fuertes, donde estaban seguros de no recibir daño. Hallaron éstos, que fueron, siete ovejas; matáronlas e hiciéronles cuartos para comer; y habiendo ruinado lo que pudieron de la isla volvieron a juntarse con Pizarro.
En este tiempo que andaban en estas barajas los españoles con los de la Puná, llegó Hernando de Soto con caballos y gente de Nicaragua. Fue bien recibido del gobernador ellos y él; no le dio el cargo de general, porque lo usaba Hernando Pizarro, y quitárselo fuera mal contento; mas nombrólo por capitán. Soto encubrió lo que de ello sintió. Como Hernando de Soto llegase con la gente dicha, determinó Pizarro de salir de la Puna, pues tanta rebeldía había en sus naturales, e ir a Túmbez, tierra de sus amigos, y adonde creyó serían bien hospedados y proveídos; porque hasta entonces los de Túmbez debían mucho a los españoles y los españoles no nada a ellos.
Capítulo XXXVI
Cómo los de Túmbez tuvieron secretos consejos sobre si guardarían la amistad a los cristianos, o si contra ellos se mostrarían enemigos; y de la muerte que dieron a dos españoles, habiendo determinado de matarlos a todos, si pudiesen
Habían los principales de Túmbez con muchos de sus indios andado con los españoles en la Puná, donde Francisco Pizarro les había entregado más de trescientas personas, hombres y mujeres, que los de la isla tenían cautivos, consintiendo el daño que hicieron, que fue mucho, sin los estorbar; creyendo que en ellos tendrían amigos fieles para lo de adelante, y ellos mismos en lo público así lo publicaban y decían; mas entendieron que Pizarro con los suyos, de la isla, quería salir para ir derecho a su tierra; temieron el hospedaje de tal gente; parecíales unas veces que sería bien llevar adelante el amistad trabada sin mezcla de engaño, creyendo que habían de señorear la tierra; de los mismos salían pareceres diversos, afirmando que por el inca habían de ser muertos y castigados, los que de ella se hubiesen mostrado favorables, con grandes penas; cuanto más que los españoles no publicaban amistad con igualdad, sino que habían de mandar, señorear exentamente a sus voluntades, y que así se parecía, pues tenían en tan poco sus personas. De manera que, estando en coyuntura los españoles de pasar de la isla a Túmbez, tuvieron congregaciones y juntas ocultas, con recelo de que no fuese aviso a los cristianos de ello; y como lo hubieron pensado y platicado, se vinieron a conformar en procurar la muerte a los españoles con todas sus fuerzas, aunque supiesen sobre el caso perder las vidas. De esto muy ignorante Pizarro estaba, por la confianza que tenía de la palabra que le habían dado de serle amigo; con lo cual determinaron algunos cristianos de meterse en balsas para salir de Túmbez desde la isla, con parte de los caballos y bagajes, y que los demás fuesen en los navíos por la mar. El capitán Hernando de Soto se metió con dos o tres españoles en una balsa, y en otra entró el capitán Cristóbal de Mena; y uno llamado Hurtado con otro mancebito hermano de Alonso de Toro, se embarcó en otra balsa, y comenzaron de andar estando ya determinados los indios en el propósito dicho. Llegaron primero que ningunos este Hurtado con el otro mozo; hallaron en la costa muchos de los de Túmbez, y con engaño y gran disimulación los llevaban como que los querían llevar a aposentar. Los tristes, como iban descuidados, sin ningún recelo, fueron a do les llevaban, y luego con gran crueldad les fueron sacados los ojos, y estando vivos, los bárbaros les cortaban los miembros, y teniendo unas ollas puestas con gran fuego, los metieron dentro y acabaron de morir en este tormento. Saliendo los agresores con determinación de haber en sus manos al capitán Soto, para hacer lo mismo que hicieron de los otros; y como llegase Soto a la playa, los indios que venían rigiendo la balsa eran naturales del mismo Túmbez, y entendieron lo que había pasado; no lo pudieron disimular, porque son inconstantes; antes con alegría saltaron en tierra, de que Soto se turbó y aun recató que venían a le matar. Mas como supieron que eran llegados tan pocos cristianos, tornaron a pensar que sería bien dilatar la muerte de los que ya tenían en su puerto hasta que llegasen más.
Soto, con los que con él vinieron estuvieron toda aquella noche, sin dormir; y otro día llegó Pizarro con los demás españoles. Los tumbeztinos, como lo vieron a él y a ellos, temieron, aunque eran muchos, de salir a poner en efecto su propósito, y habiendo vuéltoseles la cólera en flema y esfuerzo en cobardía, pensaron de se absentar, sin querer llegar a oír los bufidos de los caballos, deciendo que eran grandes sus pecados, pues sus dioses no solamente los olvidaban y desamparaban, mas ayudaban a los cristianos para que, siendo tan pocos, los superasen estando sus ánimos alebrestados para huir y dejarles la tierra. Y porque conviene para la claridad de mi escritura, concluir en contar las conclusiones y guerras de los dos hermanos Guascar y Atabalipa, dejaré en este estado este suceso, donde con brevedad procuraré concluir lo que dejo y volveré a ello.
Capítulo XXXVII
Cómo llegado Pizarro a Túmbez, quiso castigar a los indios la muerte que dieron a los dos cristianos y lo que más pasó
Como Pizarro supo que los de Túmbez a quien él tanto había honrado, habían hecho tan gran villanía de ponerse en armas para dar la guerra, y muerto tan malamente los dos cristianos; quejábase de ellos llamándolos traidores, y mandó que la gente de las naves saliesen a tierra, aposentándose en dos galpones fuertes, o fortalezas, que allí están; él y Soto con Belalcázar y parte de la gente, en la una, y en la otra el capitán Hernando Pizarro y sus hermanos con el capitán Cristóbal de Mena y los más españoles. Los de Túmbez habían ausentádose en partes secretas del valle. Como Pizarro les había cobrado odio, deseaba castigar la muerte de los dos cristianos, y así mandó luego algunos de sus capitanes, que con la gente conveniente saliesen por la tierra a ranchear, procurando de prender los indios y indias que pudiesen hallar. No les faltó voluntad a los que fueron de ofender a los tumbecinos, espantándose que matasen dos cristianos; y ellos no tenían en nada matar ciento y mil de los indios. Hallaron pocos o no ninguno, mas robaron lo que pudieron así de ovejas como de otras cosas, con que se volvieron al real; mas como no se le hubiese pasado la ira a Pizarro, mandó al capitán Soto que saliese con españoles y pasase el río porque los indios debían de haberse pasado a aquella parte. Salió Soto y pasó el río, mató algunos indios y cautivó más, aunque todos fueron pocos porque estaban entre ciénagas tembladeras. Como los de Túmbez viesen cuán a pecho los españoles tomaban el quererles dar guerra, pues tan de reposo se estaban en su tierra, y como Atabalipa no enviaba ni venía contra ellos, después de haber pensado lo que mejor les estaría, acordaron de pedir perdón de lo pasado y ofrecer la paz sin ningún fingimiento, porque de otra manera destruiríanlos y robaríanlos su valle, que era gran trabajo para ellos ver tal calamidad. Enviaron mensajeros de los más idóneos de ellos para que en nombre de todos tratasen la paz. Parecieron delante la presencia de Pizarro, a quien pidieron de parte del sol, dios en quien ellos adoraban, los tuviese en su gracia, implorando su favor con grandes gemidos, prometiendo que los de Túmbez tendrían alianza perpetua con los españoles sin cautela. Pizarro, parecióle, que aunque la paz de los de Túmbez fuese hecha por no verse matar ni perder ni ranchar su valle, que sería bien asentarla con ellos, aunque durase poco, pues los había menester para que les diesen guías y ayudasen a llevar el bagaje y por otros efectos; y así dijo a los mensajeros, que volviesen a los caciques y les dijesen, que así como en los españoles había esfuerzo para dar guerra, había clemencia para conceder paz; que mirasen no la rompiesen, con engaños, que la prometía porque los quería bien, por el hospedaje que le hicieron cuando con los trece anduvo en el descubrimiento; y por no holgarse con que ellos ni otros fuesen destruidos. Los caciques principales de Túmbez parecieron delante de Pizarro cuando sus mensajeros les contaron lo que respondió, a quien agradecieron lo bien que con ellos lo hacía. Tornado a se aliar, Pizarro, con los de Túmbez, como se ha dicho, preguntó por el camino de adelante, y qué disposición tenía, y si había poblado o no. Respondiéronle la verdad, que por los llanos había grandes arenales con falta de yerba para los caballos y de agua, y que por las sierras había riscos de peña viva y montones de nieve; mas no lo creyó: porque siempre se tiene poco crédito a los dichos de los indios.
Los españoles, muchos murmuraban de la tierra, por la poca confianza que tenían de lo de adelante; parábanse muy tristes; tales hubo de ellos que pidieron licencia para volver a Nicaragua o a Panamá; diósela Pizarro, con tanto dejasen las armas y caballos; y mandó que fuesen algunos por la costa a ver la disposición de la tierra, qué tal era. Volvieron afirmando que no había sino cardones y algarrobos, y esto en pocas partes, porque todo era arena, diciendo que lo bueno y bien poblado era lo que dejaban en Puerto Viejo. Pizarro sabía bien que había en la tierra grandes provincias, animaba a sus compañeros para que tuviesen constancia en sufrir hasta que Dios se las deparase. Tomó consejo con Hernando Pizarro, con Hernando de Soto, con Cristóbal de Mena y otros principales, qué sería bien, pues los de Túmbez se les mostraban amigos, dejar en una fortaleza a los cristianos enfermos con parte del bagaje, para salir a la sierra con menos dificultades; lo cual aprobaron todos por buen acuerdo; y así se metieron en la fortaleza mucho bastimento, y para tener agua hicieron un pozo. Quedaron en Túmbez hasta veinte y cinco españoles y entre ellos los oficiales reales y Francisco Martín de Alcántara. Por capitán y justicia nombró Pizarro al contador Antonio Navarro. Antes de esto había salido Francisco Martín de Alcántara con ciertos españoles hacia la sierra, y vieron algunos de los caminos reales que por allí atraviesan, de donde volvieron a avisar de ello. Dos frailes de San Francisco, dicen que como no viesen tan presta las tierras de Chile, pidieron licencia para volverse a Nicaragua; de que tienen bien que dar a Dios cuenta, pues si quisieran predicar y convertir había la necesidad que el lector ve haber. Otros cuatro españoles pidieron licencia a Pizarro, ya que se quería partir de Túmbez, para quedarse allí, diciendo que no querían acabar de gastar sus vidas entre ciénagas y mala ventura. Diósela libremente, diciendo que no había de llevar ninguno contra su voluntad, ni dejar de pasar adelante, aunque solos sus hermanos y él se viesen. El orejón que envió Atabalipa de Caxamalca había llegado disimulado adonde los cristianos estaban, sin que pensasen sino que era uno de los indios que andaban sirviéndoles; contó cuántos eran; lo mismo hizo de los caballos; volvió a dar aviso a quien lo envió de lo que vio, y que creía que, juntándose muchos, les sería fácil matarlos a todos, pues eran tan pocos; y así lo afirmó.
Capítulo XXXVIII
De cómo Pizarro salió de Túmbez y llegó a Solana, donde Soto y Belalcázar salieron con gente a la sierra, y de cómo se fundó la ciudad de San Miguel
Habíanle dado a Pizarro grandes nuevas del Cuzco, de Bilcas, de Pachacama, donde decían que había grandes edificios de los reyes, muchos de los cuales estaban chapados con oro y plata; así lo decía a los suyos para que se esforzasen anduvieron hasta que llegaron a una casa real con yerba y oficiales reales con los más que se dijo; y anduvo por aquellos llanos con asaz trabajo, por la mucha arena que fatigaba a los que iban a pie; y como no había sombra y el sol fuese mucho y agua no otra que la que llevaban en algunas calabazas, encalmábanse y pasaban mucha fatiga. De esta manera anduvieron hasta que llegaron a una casa real con yerba y agua, que los consoló mucho y se refrescaron ellos y los caballos. Partieron de allí poco trecho, vieron el río y el valle muy hermoso y alegre, y por él pasar el ancho camino de los incas. De estos caminos y edificios mucho tengo escrito en mi Primera parte; por eso no reiteraré nada de ello, porque es fastidioso para el que escribe y más para el que lee. Los naturales del valle habían tenido nueva de lo que había pasado por los españoles, y cuán mal les iba a los que se querían oponer contra ellos. Temiendo sus caballos y el cortar de las espadas, determinaron que sería para ellos más seguro tomarlos por amigos, aunque fuese con fingimiento, que no aguardar a que los cautiven o roben; y así como lo determinaron lo pusieron por obra, saliendo los principales a hablar a Pizarro, el cual los trató honradamente; mandó, con pena que tenía puesta, que ninguno fuese osado de hacer molestia ni enojo a los que, saliendo de paz, hiciesen con ellos alianza, y a los naturales rogó, que por evitar que los cristianos no saliesen a destruir los sembrados ni robarles las tierras, que proveyesen de mantenimiento. Holgaron de lo hacer, y sin mostrar que de ello recibían ninguna pesadumbre, los proveían de lo que tenían. Visto por Pizarro haber buen aparejo en aquel valle para estara algunos días habiéndose aconsejado con su hermano Hernando Pizarro, y con los otros capitanes, determinó de que saliese Soto con algunos caballos y rodeleros a descubrir a la parte de levante lo que había; porque le afirmaban los indios la grandeza de los pueblos ser en la sierra. Soto salió con los que con él fueron, llevando guías que sabían la tierra; anduvieron hasta llegar a lo que llaman Casas, provincias de la sierra; vieron grandes edificios, muchas manadas de ovejas y carneros, hallaron tejuelos de oro fino, con que más se holgaron; mantenimiento había tanto, que se espantaron. Los serranos, como supieron que los cristianos habían entrado en su tierra, decían que eran locos, pues andaban unos por una parte y otros por otra. Había derramado la fama grandes cosas de ellos, afeaban que eran crueles, soberbios, lujuriosos, haraganes y otras cosas que ellos pintaban. Andaban en los reales de Atabalipa los mitimaes, con muchos de los naturales; entre los que había platicaron de los matar, y así salieron a Soto buen golpe de éstos llevando cordeles recios, pareciéndoles que eran algunos pacos que ligeramente se habían de dejar prender (paco, llaman, a cierto linaje de sus carneros). Soto, con los cuales estaban con él vinieron a las manos con los indios, de los cuales mataron muchos; hirieron a un cristiano llamado Ximénez, el que lo hizo, pagólo, porque con golpes de espada lo hicieron pedazos. Los indios, espantados, se mostraron tan tímidos que, faltándoles el brío con que entraron en la batalla o guazabara, volviendo las espaldas, comenzaron a huir; algunos fueron presos; y Soto, con los cristianos, después de haber robado todo lo que pudieron, dieron la vuelta adonde habían dejado a Pizarro; que ya había enviado por los españoles que habían quedado en Túmbez. Vio Soto el camino real, que llamaban de Guaynacapa, que atraviesa por la sierra, de que se espantó, contemplando el modo con que iba hecho. Como se juntasen con los españoles dieron cuenta al gobernador de lo que habían visto; los indios presos contaron mucho de las guerras que había entre Guascar y Atabalipa; decían que iba caminando la vuelta de Caxamalca. Con estas nuevas y con lo que habían visto, los nuestros estaban bien alegres; creían más de lo que los indios decían, Pizarro, como vio que ya se comenzaba a dar en la buena tierra, y que los indios contaban, de las grandes ciudades y provincias de adelante, mucho; determinó de fundar alguna nueva población de cristianos, y que sería bueno entre aquellos valles dejar asentada alguna villa; y como se hubiese andado hasta el valle de Tangara, fundó en él la ciudad de San Miguel, haciendo repartimiento por vía de depósito de la comarca que convino que allí sirviese. En el libro de las fundaciones tengo escrito largo de esta ciudad, donde remito al lector, si no lo ha visto, que lo vea, si quisiere. Quedaron aquí por vecinos los españoles, los que estaban más flacos y oficiales del rey; por teniente de gobernador quedó el contador Navarro. Con la resta de la gente, que serían ciento y setenta españoles, determinó pasar adelante.
Capítulo XXXIX
De cómo los capitanes de Guascar, recogida la gente que escapó de la batalla, hicieron más llamamientos, y se dio la tercera batalla en el valle de Xauxa, la cual fue muy sangrienta, y cómo Atabalipa se quedó en Caxamalca
Bien me acuerdo que concluí, en la segunda parte, donde trato de los incas, en la batalla que Atabalipa dio a los capitanes de Guascar, su hermano, en la provincia de los Paltas, donde fue vencedor Atabalipa, con muerte de muchos hombres; y ahora en el tiempo que vamos entrando, que Pizarro con los suyos venían a Túmbez, iba Atabalipa en seguimiento de sus enemigos, gozando del trofeo de su victoria; sabía por días, y aun por horas, todo lo que había pasado en los españoles en la guerra que tuvieron en la Puná. Admirábase cómo podían prevalecer siendo tan pocos contra tantos como les impedían la andada en la tierra. Echábalo a la flojedad de los suyos y no al esfuerzo de los nuestros; no quiso dejar su demanda por volver contra ellos; negoció guiado por Dios, pues su entendimiento se cegó en lo que más le iba. Enviaba a mandar que no les diesen cabida en sus pueblos; y él, con su gente, pasó de los Paltas. Guancanque, Inca Roca, Urco Guaranga, con los otros capitanes del rey Guascar como huyeron de la batalla, diéronse risa a salir de entre el enemigo; y aun muchos de los que escaparon les fueron a buscar, juntándose, con ellos, para con lealtad morir en el servicio de Guascar, inca verdadero, y no consentir que el bastardo quedase con tal dignidad. Ceguedad de unos y otros, porque por permisión y ordenación divina su señorío se acababa y ninguno, de los que ellos pensaban, había de reinar, sino gente tan extraña y apartada de sus memorias como lo estaba España del Perú y el Perú de España, hoy ha cincuenta años. Al Cuzco fue la nueva de la batalla y sabido por Guascar cómo su enemigo había salido vencedor, tanto enojo recibió, que me contaron indios viejos que con él estaban, que estuvo determinado de se ahorcar y que hizo grandes exclamaciones a sus dioses. Sus consejeros le amonestaron, que se dejase de lloros y mandase hacer nuevo llamamiento de gente, para procurar la destrucción de Atabalipa. Así lo hizo, volando la fama hasta Chile. De los cristianos también se contaba lo que habían hecho desde que entraron en Cuaque hasta que salieron de la Puná. No trataban resistencia a ellos ni lo tomaban por cosa dificultosa, porque de Atabalipa era de quien temían y a quien desamaban; el cual, muy alegre por las victorias pasadas, cobró tal estimación, que le acudieron muchos que no lo pensaron; él se mostraba muy arrogante y que le parecía ser poco reino el Perú todo para él; fingía mil desvaríos, afirmándolos por verdad: que el sol le favorecía, y así hablaba. No faltaba quien lo creía, sustentando con porfías que decía verdad. Fue caminando hacia el Cuzco, poniendo debajo de su señorío las provincias por donde pasaba, donde dejaba de su mano puestos delegados y gobernadores. Cuentan que usó de gran crueldad y desafueros, matando a muchos con quien tenía odio porque seguían la parte de Guascar. Así anduvo hasta que llegó a Caxamalca, adonde le llegó nueva de cómo Pizarro pasó a Túmbez, y que se juntaban con él cada día cristianos y caballos que venían por la mar. En esta provincia cuentan que tomó su parecer con los principales capitanes y mandones que con él venían que sería bueno hacer; y que después de bien pensado, se resumieron en que Atabalipa quedase en Caxamalca, sin pasar su persona adelante, por dos razones: la principal, porque los de Tomebamba y muchos de los comarcanos a Quito, y otras tierras de los chachapoyas, guancachupachos, yuncas de “los llanos” se mostraban amigos, de temor y no de amor; los cuales tenían gran fe con Guascar, y como le viesen cerca del Cuzco, todos se juntarían y darían en él por las espaldas, conque se vería en trabajo de muerte o de perdición; la otra, que se decía cómo aquellos barbados haraganes que, por no sembrar andaban de tierra en tierra comiendo y robando lo que hallaban, eran tan esforzados que, siendo tan pocos, con los caballos que traían, habían bastado a hacer lo que habían hecho; que podían entrar en la sierra y ocupar alguna provincia de ella o hacer alguna alianza con su enemigo por donde se viese en mayor peligro. Para remedio de lo uno y de lo otro era necesario quedarse en Caxamalca con fuerza de gente para hallarse poderoso para lo que sucediese, y que Chalacuchima y el Quizquiz con otros de sus capitanes fuesen la vuelta del Cuzco y procurasen acabar la guerra con la muerte de Guascar. A todo esto, Guancanque, con los otros capitanes habían andado hasta que llegaron al valle de Xauxa, a donde hallaron mandado de Guascar, para que tornasen a dar batalla a Atabalipa, y estaban juntos muchos de los huancas, de los yauyos, chancas, yuncas, chachapoyas, guancachupachos con otras naciones, porque como a cosa hecha y que convenía poner remedio, se juntó potente ejército de gente, todos con sus armas; deseando que la fortuna les fuese más favorable que hasta allí, para castigar a Atabalipa y a los que le seguían. Concuerdan que la gente que se juntó de parte de Guascar eran ciento y treinta mil hombres. Pues, como también dije atrás, partió de Caxamalca Chalacuchima y el Quizquiz con los otros capitanes y gentes, que afirman los que de esto me informaron (que fueron señores capitanes que lo vieron todo por sus ojos y se hallaron en las batallas y por la cuenta que de ello tan grande tienen, saben los que son, mejor que por listas) que venían ciento cuarenta mil hombres de guerra, sin los que venían subiendo y trayendo el bagaje; porque veáis la gran calamidad de todo aquel tiempo en el Perú y cuán claro se conocía permitir Dios la entrada de los españoles en este tiempo tan revuelto: cual nunca tuvieron nacidos en él; la enemistad entre estos indios ya era grande, no se guardaba amistad, ni feudo ninguno, ni estimaban la religión para guardar la fe debida a su rey con lealtad, como estaba por sus antepasados ordenado; ni querían hacer caso de los que, naciendo más cerca del Tajo que de Apurima, les estaban a las espaldas para haber el señorío supremo de sus provincias, y que la dignidad real quedase en don Carlos, emperador quinto de los romanos. Pasados algunos acaecimientos entre una hueste y otra, se acercaron unos a otros, estando inflamados en ira, para la pelea, tanto que llegaron a vista en el mismo valle adonde cada capitán esperaba su gente, y luego comenzaron entre ellos gran grita y alarido, porque usan mucho los de acá despender muchas voces al viento, y tocaron muchos atabales y bocinas, con otros instrumentos que ellos tienen. Deshonrábanse con palabras, que bien lo saben hacer: decían los de Guascar, que por qué seguían a un tirado hijo de una mujer baja. Respondían al tono que Atabalipa era rey verdadero y Guascar no era digno de serlo, pues tanto deleite tenía en el Cuzco, cercado de mujeres y mancebas. Todos estaban en escuadrones; y al tiempo ordenado, pelearon unos con otros sin dejar el zumbido de sus bocas, que bastaba a atronar a más que ellos eran. El suelo estaba lleno de muertos y la tierra vuelta de color de sangre. Chalacuchima era sesudo y muy cursado en la guerra, peleó con Avante, capitán de Guascar, y lo prendió; y tal maña se dio, que después de haberse muerto y herido muchos, los guascareños, por algún secreto divino, fueron vencidos y huyeron a toda prisa. Siguióse el alcance que fue causa de mayor daño, por lo que murieron y prendieron; los muertos de ambas partes fueron, a lo que ellos dicen, más de cuarenta mil hombres, y algunos afirman pasar este número de setenta; pero yo siempre digo lo más cierto, que sería, a mi creer, lo primero; heridos, a razón, quedaron muchos. También cuentan que con el regocijo de la victoria hubo descuido en la persona de Avante y que huyó y se juntó con los demás que escaparon de la batalla, que llaman de Xauxa.
Capítulo XL
De cómo se tornó a dar batalla entre unos y otros, y Guascar salió del Cuzco y fue preso con engaño
Huancanque, con los otros capitanes y gente que de la batalla escapó, se juntaron en un lugar que dicen llamarse Huarachaca, donde hicieron alto y avisaron con celeridad al Cuzco de lo pasado, al Inca; el cual recibió gran temor, no quiso burlarse más, hizo sacrificio conforme a gentilidad; mandó juntar los orejones y principales, que era la nobleza del Cuzco, y que viniesen los mitimaes con sus guarniciones y otra gente de Condesuyo y Collasuyo, para con su persona salir a procurar no perder la dignidad que le querían usurpar; y así, con mensajeros fieles, lo avisó a su capitán general exhortándolo a su amistad, poniendo su honra y estado en el favor de los dioses y sus brazos. También fue la nueva de este suceso a Caxamalca, donde Atabalipa se holgó y alegró tanto cuanto su hermano se entristeció. En el valle de Xauxa se hizo gran daño y lo robaron los de Atabalipa, y así hacían en otras tierras por do pasaban. Chalacuchima prosiguió su camino al Cuzco, y Guancanque había tornado a juntar gran ejército y quiso aguardar a sus enemigos y fue por su mal, porque dicen que teniendo batalla quedó vencido el desdichado con muerte de más de veinte mil hombres que murieron en ella. Guascar venía con grandes compañías sentado en andas ricas, que no es de afirmar lo que cuentan del oro y pedrería de que eran hechas. Traíanlo en hombros orejones de su linaje, mas tan triste, que hablaba poco y quería que le viesen en público, menos de lo que en aquel tiempo convenía. Chalacuchima con su gente caminó victorioso; dicen que como supo que el inca había salido del Cuzco tan acompañado, que temió y que le envió mensajeros para con fingimiento procurar de le prender, y que los que fueron le mostraron tales rostros y se lo afirmaron con tales palabras que lo creyó, y que saliendo del río de Apurimac con parte de su gente a recibir en su poder el ejército de su enemigo, le tenían tal celada, que le prendieron. Otros cuentan que se dieron batalla y que en ella se hizo esta prisión y algunos tratan en que Chalacuchima y el Quizquiz entraron en el Cuzco, y que dentro de la ciudad prendieron a Guascar. Crea cada uno lo que quisiere, para mí tengo por cierto que fue preso en Apurimac, muy mentado en ese reino, por el paso que llaman de Cotabamba. Tratáronle inhumanamente, tanto, que es lástima contarlo, ultrajándolo con palabras de gran oprobio. Robaron su repuesto, deshonraron las mujeres principales suyas; mataron muchos inocentes que no pecaron; mandaron a los de Cuzco, que luego obedeciesen por señor a Atabalipa, y teniéndolo por inca le diesen la obediencia. Derramóse la nueva de caso tan extraño por todas partes. Con esto que pude entender a costa de mi trabajo y curiosidad, de estas controversias que tuvieron estos señores, quiero volver sobre lo que les pasaba a los españoles, que es ya tiempo que se haga; porque, como partieron de la Puná para Túmbez, fueron a Caxamalca a contar a Atabalipa de cuanto dáño habían hecho en todos ellos, cómo robaban cuanto hallaban y se lo tomaban, sirviéndose de ellos a su pesar, tomando sus mujeres para tenerlas por mancebas, y a sus hijos por cautivos; sin lo cual publicaban que habían de ganar toda la tierra y quitarla al que de ella era señor. Contaban más: que se burlaban cuando oían que adoraban en el sol y en los otros dioses suyos, y así lo mostraban más claro cuando violaban sus huacas, teniéndolas como cosa de burla, y que todos ellos confesaban tener un dios, en quien adoraban, del cual afirmaban que era solo señor y hacienda del cielo y de la tierra, y obedecían a un rey muy grande. Esto súpolo más por extenso Atabalipa en este tiempo, que antes de él. Fue la causa los de Túmbez que lo avisaron, porque lo sabían muy bien, por dos razones: la una, porque entre ellos tuvieron a los cristianos que, cuando Pizarro descubría quisieron quedarse, de quien alcanzaron mucho; lo otro, porque anduvieron con Pizarro en la Puná muchos de ellos sin tener otro cuidado que robar a sus enemigos, y saber lo que los españoles pensaban y querían hacer; lo cualles decían las lenguas, porque habían estado en España y en Panamá, donde aprendieron y vieron mucho que contaban a sus naturales. Dijeron más los de Túmbez a Atabalipa de la grandeza y ligereza de los caballos, y de cómo los españoles eran valientes y peleaban con lanza, y espada y rodela. Oído esto, Atabalipa comenzó a pensar en el caso más que hasta allí; puesto que como le dijeron que no llegaban a doscientos hombres, mostraba que era desvarío pensar que había de ser parte para nada y por entonces no proveyó más de mandar a un orejón, su pariente, que fuese con disimulación al real de los cristianos y entendiese en el intento que traían y su manera, y volviese con brevedad a le avisar.
Capítulo XL
De cómo se tornó a dar batalla entre unos y otros, y Guascar salió del Cuzco y fue preso con engaño
Huancanque, con los otros capitanes y gente que de la batalla escapó, se juntaron en un lugar que dicen llamarse Huarachaca, donde hicieron alto y avisaron con celeridad al Cuzco de lo pasado, al Inca; el cual recibió gran temor, no quiso burlarse más, hizo sacrificio conforme a gentilidad; mandó juntar los orejones y principales, que era la nobleza del Cuzco, y que viniesen los mitimaes con sus guarniciones y otra gente de Condesuyo y Collasuyo, para con su persona salir a procurar no perder la dignidad que le querían usurpar; y así, con mensajeros fieles, lo avisó a su capitán general exhortándolo a su amistad, poniendo su honra y estado en el favor de los dioses y sus brazos. También fue la nueva de este suceso a Caxamalca, donde Atabalipa se holgó y alegró tanto cuanto su hermano se entristeció. En el valle de Xauxa se hizo gran daño y lo robaron los de Atabalipa, y así hacían en otras tierras por do pasaban. Chalacuchima prosiguió su camino al Cuzco, y Guancanque había tornado a juntar gran ejército y quiso aguardar a sus enemigos y fue por su mal, porque dicen que teniendo batalla quedó vencido el desdichado con muerte de más de veinte mil hombres que murieron en ella. Guascar venía con grandes compañías sentado en andas ricas, que no es de afirmar lo que cuentan del oro y pedrería de que eran hechas. Traíanlo en hombros orejones de su linaje, mas tan triste, que hablaba poco y quería que le viesen en público, menos de lo que en aquel tiempo convenía. Chalacuchima con su gente caminó victorioso; dicen que como supo que el inca había salido del Cuzco tan acompañado, que temió y que le envió mensajeros para con fingimiento procurar de le prender, y que los que fueron le mostraron tales rostros y se lo afirmaron con tales palabras que lo creyó, y que saliendo del río de Apurimac con parte de su gente a recibir en su poder el ejército de su enemigo, le tenían tal celada, que le prendieron. Otros cuentan que se dieron batalla y que en ella se hizo esta prisión y algunos tratan en que Chalacuchima y el Quizquiz entraron en el Cuzco, y que dentro de la ciudad prendieron a Guascar. Crea cada uno lo que quisiere, para mí tengo por cierto que fue preso en Apurimac, muy mentado en ese reino, por el paso que llaman de Cotabamba. Tratáronle inhumanamente, tanto, que es lástima contarlo, ultrajándolo con palabras de gran oprobio. Robaron su repuesto, deshonraron las mujeres principales suyas; mataron muchos inocentes que no pecaron; mandaron a los de Cuzco, que luego obedeciesen por señor a Atabalipa, y teniéndolo por inca le diesen la obediencia. Derramóse la nueva de caso tan extraño por todas partes. Con esto que pude entender a costa de mi trabajo y curiosidad, de estas controversias que tuvieron estos señores, quiero volver sobre lo que les pasaba a los españoles, que es ya tiempo que se haga; porque, como partieron de la Puná para Túmbez, fueron a Caxamalca a contar a Atabalipa de cuanto dáño habían hecho en todos ellos, cómo robaban cuanto hallaban y se lo tomaban, sirviéndose de ellos a su pesar, tomando sus mujeres para tenerlas por mancebas, y a sus hijos por cautivos; sin lo cual publicaban que habían de ganar toda la tierra y quitarla al que de ella era señor. Contaban más: que se burlaban cuando oían que adoraban en el sol y en los otros dioses suyos, y así lo mostraban más claro cuando violaban sus huacas, teniéndolas como cosa de burla, y que todos ellos confesaban tener un dios, en quien adoraban, del cual afirmaban que era solo señor y hacienda del cielo y de la tierra, y obedecían a un rey muy grande. Esto súpolo más por extenso Atabalipa en este tiempo, que antes de él. Fue la causa los de Túmbez que lo avisaron, porque lo sabían muy bien, por dos razones: la una, porque entre ellos tuvieron a los cristianos que, cuando Pizarro descubría quisieron quedarse, de quien alcanzaron mucho; lo otro, porque anduvieron con Pizarro en la Puná muchos de ellos sin tener otro cuidado que robar a sus enemigos, y saber lo que los españoles pensaban y querían hacer; lo cualles decían las lenguas, porque habían estado en España y en Panamá, donde aprendieron y vieron mucho que contaban a sus naturales. Dijeron más los de Túmbez a Atabalipa de la grandeza y ligereza de los caballos, y de cómo los españoles eran valientes y peleaban con lanza, y espada y rodela. Oído esto, Atabalipa comenzó a pensar en el caso más que hasta allí; puesto que como le dijeron que no llegaban a doscientos hombres, mostraba que era desvarío pensar que había de ser parte para nada y por entonces no proveyó más de mandar a un orejón, su pariente, que fuese con disimulación al real de los cristianos y entendiese en el intento que traían y su manera, y volviese con brevedad a le avisar.
Capítulo XLII
De cómo Atabalipa tuvo aviso de cuán cerca estaba de los cristianos, y del consejo que tomó; envió mensajeros a Pizarro, que no dejaba de marchar
Continuamente le iba nueva al gran señor Atabalipa de los Cristianos; y cuando supo que estaban aun no dos jornadas de Caxamalca, temió su atrevimiento; mandó juntar sus capitanes de los mitimaes y señores principales para tratar lo que harían tocante a los cristianos, pues calla, callando, se venían acercando a ellos, usando de gran tiranía; pues sin ser sus naturales, ni les haber hecho ofensa, habían robado lo que hallaban aplicándolo a sí; y que, según se entendía de ellos, pretendían mandar la tierra, donde, si aquéllos quedaban con posesión, de razón vendrían muchos de sus parientes, en las naos que traían por la mar; y que, pues el daño que hacían era general, convenía que se mirase por todos y se determinase lo que harían sobre ello. Afirman los que de éstos son vivos, que hablaron gran rato en esta materia, y que unas veces decían que sería bien salir a ellos, y a piedra menuda matarlos a todos, pues eran tan pocos; y otras, que era locura hacer caso de ciento sesenta hombres para temerlos tanto que mejor sería dejarlos llegar a Caxamalca, donde los atarían a todos y se vengarían de ellos. Negocio fue este grande y que se muestra obrar Dios con su poder cegando el entendimiento a los indios que no saliesen a los cristianos, porque sin pelear, ni sin más que todos con un tiempo dieran de tropel a todos los llevaran, y más viniendo como venían por sierra. El negocio se guió por tal modo, cual convino para ser vencedores de los indios, como fueron. Determinó Atabalipa, con los suyos de no salir a ellos, mas antes de los aguardar en Caxamalca, como estaban, y que fuesen con su mensaje al capitán que traían; y así salieron de Caxamalca quince o veinte indios acompañando a los embajadores. Llevaban un presente donoso, porque fue, algunos cestillos de fruta y diez o doce patos mal asados con su pluma, y tres o cuatro cuartos de oveja tan asada, que no tenía virtud. Con esto dicen que Atabalipa envió a decir a Pizarro que se diese prisa a llegar a Caxamalca, donde le estaban aguardando y se holgarían todos. Otros cuentan que no, sino que con grande enojo le envió a decir que luego se saliese de su tierra y le volviese el oro, plata, piedras, mujeres, hombres, con lo que más habían robado, pues no era suyo, donde no, que los mataría a todos. Pizarro recibió el presente alegremente; honró los mensajeros, a los cuales dio algo de lo que tenía; respondió a Atabalipa que tuviese buen corazón para los cristianos, y que él llegaría a Caxamalca, donde hablarían y se comunicarían el uno al otro, de lo cual tenía mucho deseo, porque le habían dicho que era gran señor. Los mensajeros volvieron, contáronle cómo los cristianos venían ya muy cerca de ellos; tornóse a tratar sobre lo que se haría, mas no mudaron el parecer primero, sino fue en que cuando llegasen junto al valle de Caxamalca, que saliese Rumiñabi, con sus mil hombres de guerra para prender los que de ellos se huyesen porque les parecía ya que los tenían en su poder. Pizarro, luego que fueron vueltos los indios, trató mucho sobre la embajada y presente que Atabalipa les envió, caminaban recatados; no tuvieron guerra, ni les pasó cosa notable, porque la gente toda estaba en la junta de Caxamalca, y como se hubieron dado prisa, llegaron a vista de los pueblos del valle. Los indios e indias de servicio les lloraban, diciendo que presto los habían de matar los que estaban con Atabalipa. Los españoles vieron en unas chácaras asentado el ejército de Atabalipa con tantas tiendas, que parecía una ciudad, porque para más provecho de los nuestros y perdición suya, cuando supo que estaban tan cerca de él, les dejó los aposentos reales de Caxamalca, pasando él a otros que estaban cerca donde se veían las tiendas, lo cual hizo por los tomar allí a todos y hacerles la guerra, cercándolos. A esto llegaron los españoles a descubrir enteramente Caxamalca, provincia grande y que cuentan de ella grandes cosas, en la cual entraron mediado el mes de noviembre del año del Señor de 1532.
Capítulo XLIII
De cómo Pizarro con los españoles se aposentó en Caxamalca, y de cómo Soto fue al real de Atabalipa y lo que más pasó
Aunque tan grande ejército de gente estaba en Caxamalca, era de ver sus lindos campos, laderas y valles cuán sembrado y bienlabrado estaba; porque entre ellos con grande observancia guardaban las leyes de sus mayores, por donde mandaban que comiesen de los depósitos sin destruir los campos. Los pueblos estaban llenos de mantenimientos; de la preciada ropa, con otras riquezas, muchas manadas de ovejas. Los aposentos reales cercaban una muralla y había en triángulo plaza grande. No hallaron gente de lustre ninguna; sino fueron algunas mujeres, las más, viejas. Aposentáronse para estar juntos, como se ordenó. Los indios estaban alegres por verlos tan cerca; llamábanlos locos, por su atrevimiento. Parecióle a Pizarro que era bien enviar al real de los enemigos se reconociese por entero; y así mandó a Soto que con veinte y cuatro de caballo fuesen a lo ver y aun hablase, con el gran señor Atabalipa, de su parte: que se viesen, y fuesen amigos; llevó a Felipillo para intérprete. Donde a un poco, que fue ido Soto, pareciendo al gobernador no era coyuntura para enviar tan poca gente, pues si hubiese alguna desgracia quedaban perdidos, mandó al general Hernando Pizarro que saliesen con algunos de a caballo, en resguardo de Soto, que ya iba cerca del real del inca. Mirábanlos muchos indios que a todos lados estaban puestos; cerca de ellos había una ciénaga o arroyo algo ancho y barrancoso; puso las piernas Soto al caballo, pasólo con facilidad, de lo cual quedaron los indios espantados. Estaba la gente de Atabalipa ordenada a la usanza suya: los de arco por sí, los de porra también, los que tenían otras armas, por la misma orden. Soto pasó por los escuadrones de los mismos indios preguntando por Atabalipa que, aunque sabía de su venida, no había querido salir de su aposento real, donde estaba acompañado de muchos señores y capitanes principales. Llegado Soto, con la lengua, a la puerta del palacio, los porteros dieron aviso; respondió que supiesen que es lo que querían. Habló Soto: “que ver a Atabalipa y decille su embajada”. Salió con gentil denuedo y gravedad, tanto, que bien representaba su dignidad. No se turbó viendo el caballo ni el cristiano; sentó en su asiento rico; habló con voz baja, preguntando qué buscaba Soto; y qué le quería decir; respondió Soto que Pizarro le enviaba a ver, y saludar de su parte, y que le había pesado porque no le aguardó en los aposentos, y que le rogaba se fuese a cenar con él, y si no, que fuese otro día a comer, porque deseaba conocerlo, para le dar noticias; su venida, a qué era, en aquella tierra. Esto, con otras cosas, dijo Soto sin se apear del caballo él, ni ninguno de los que fueron acompañándolo. Atabalipa, bien entendió lo que se le dijo; no respondió nada, pero habló con uno de sus capitanes que le dijese, que se volviese a su capitán y le dijese que él sería con él otro día, porque por ser ya tarde entonces no podía. Tornó Soto a preguntar si tenía más que le decir, porque aquella respuesta él la daría a Pizarro. Respondió por el tono pasado que había de ir con su gente en escuadrones y armados, mas que no recibiesen pena, ni hubiesen miedo. En esto era llegado Hernando Pizarro, y habló con Atabalipa, algunas razones; respondiendo a lo que dijo él y Soto que fuesen en buen hora conforme a su voluntad; que supiesen que los cristianos no se espantaban de ver mucha gente. Esto pasado, Soto cogió la rienda a su caballo delante de Atabalipa, para que conociese qué cosa era, le hizo meter los pies y batallar con las manos y llegó tan junto de Atabalipa, que los bufidos que daba el caballo soplaban la borla que tenía en la frente, corona del reinado. No se meneó Atabalipa, ni en el rostro se le conoció novedad, antes estuvo con tanta serenidad y buen semblante como si su vida toda hubiera gastado en domar potros. Mas de los suyos hubo algunos que pasaron de cuarenta que con el miedo que cobraron, se derribaron por una parte y otra. Vueltos a Caxamalca los cristianos, Atabalipa se embraveció por la cobardía de los suyos, pues así habían huido de ver menearse un caballo; mandó, delante de sí pareciesen, y dijo: “¿qué pensáis?, que no son aquéllos sino animales que en la tierra de los que les traen, nacen como en la vuestra, ovejas y carneros, para que huyáis de ellos. Pagaréis con vuestras vidas el afrenta que por vuestra causa recibí”, y fueron luego muertos, sin ninguno quedar vivo de estos tales. Llegados adonde estaba Pizarro, su hermano y Soto, contaron lo que les pasó: dijeron que, Atabalipa tenía presencia de gran príncipe, y como tal se mostraba en sus cosas; la gente que estaba con él, mucha, todos bien armados, y él con voluntad de tomar guerra y no dar paz. Algunos de los españoles temían, pues había para cada uno más de cuatrocientos; animábalos Pizarro con buenas palabras, diciendo que confiaba en Dios, pues es cierto se dispone, por su voluntad de permisión, todo lo que pasa debajo del cielo y encima de él, y que él estaba alegre para que tanta gente estuviese junta, pues serían más fácilmente desordenados, y aun desbaratados. Entendióse en guardarse con mucho recaudo, poniendo sus rondas y velas. Los indios también tuvieron sus escuchas, y como si ya los nuestros fueran de huida salió Rumiñabi, como estaba ordenado, con la gente que se dijo, cargados de ayllos, que es un arma para prender con cierta arte de nudos y cuerdas, para ponerse por el camino, que entraron, para que no se escapase ninguno. Atabalipa hizo sus sacrificios, y aun tendrían sus pláticas con el demonio, con quien todos hablan. Poca parte eran todos; Dios permitió lo que se hizo, y lo tenía ordenado. Como fue de día, hiciéronse por el gran real de Atabalipa muchos fuegos y ahumadas comieron todos, porque ellos así lo hacen, determinando Atabalipa de se acercar hacia Caxamalca, donde los cristianos estaban suplicando a Dios los librase de sus manos y poder.
Capítulo XLIV
De lo que Atabalipa habló a sus gentes antes que moviesen de donde estaban; y cómo de parte de los cristianos llegó uno a le hablar
Estaba Atabalipa muy orgulloso; parecíale que por ninguna manera podría suceder cosa que bastase a estorbar que él no matase o prendiese a los cristianos, pues eran contra ellos más de ciento y setenta mil hombres de guerra. Había visto los caballos; decía que no comían hombres, que ¡por qué les había de temer! Mas con todo esto mandó juntar los principales señores con los capitanes y mandones; como los incas fueron muy sabios y razonados hacían en las juntas largas pláticas, y Atabalipa hubiese seguido desde su niñez la guerra, propúsoles una oración concertada llena de pausa, amonestándoles que valientemente se hubiesen contra los enemigos, pues estaban entre ellos muchos que con su padre anduvieron en la guerra y gozaron de grandes victorias, venciendo muchas naciones, como sabían y les era notorio; pues que aquello era cierto, y les constaba el atrevimiento, que tuvieron, a entrar en la tierra robando y matando, mostrándose ejemplo de toda crueldad; que todos, con un corazón y una voluntad fuesen y los tomasen a manos, para hacer solemne sacrificio de los caballos, certificándoles que porque ninguno se le pudiese huir y escapar de ser muerto o preso, les había dejado los aposentos principales de Caxamalca, y que pensaba engañarlos sutilmente, para que sin peligro, a su salvo, pudiese salir con lo que tanto les importaba, fingiendo con el capitán que traían, que convenía que los cristianos y caballos estuviesen escondidos en las casas y él lo aguardase en la plaza con algunos desarmados, lo cual él no dudaba que rehusaría, porque entendía que le aguardaba para tener paz y alianza, y con tal cautela podrían ellos entrar en la plaza por orden y cercar los aposentos, y dar en ellos de golpe y prenderlos y matarlos; y que para hacer esto, se armasen secretamente, para descuidarlos de su intento; y que hiciese cada uno lo que su capitán o mandón le mandase. Como esto habló Atabalipa, muchos millares de ellos se pusieron unas coracinas de hoja de palma, y nudo tan fuerte, que la lanza y espada la hallara dura, vistiéndose encima camiseta de lana para encubrir las armas; y otros llevaban con tal engaño hondas y bolsas de piedras; otros porras de metal con púas agudas y largas, otros ayllos, poniéndose todos de tal arte los vestidos, que ninguno que los viera juzgara que llevaban armas. También iban otros escuadrones (detrás de éstos que habían de entrar primero en la batalla), armados de otras suertes, pública y descubiertamente. Las andas del señor se adornaron ricas y muy vistosas, delante iban los para ello señalados, limpiando el camino, que yerba ni piedra en él no parecía; de los orejones, y naturales del Cuzco, iban junto a las andas vestidos con una librea como continuos del rey; la guardia iba entre éstos. Las andas habían de llevar hombres principales que viniesen de linajes más altos o fuesen señores de muchos vasallos; doce mil hombres, en sus escuadrones armados como se ha dicho, iban delante de todos como batalla; y luego iban otros cinco mil indios con los ayllos; avisados de prender con ellos a los caballos. La demás gente, que, por toda, decían que sería setenta mil hombres de guerra con más de treinta mil de servicio, sin las mujeres, salió poniéndose en la orden que se mandó. Los cristianos vieron la mudanza; conocieron que presto andarían envueltos con los que contra ellos movían. Pizarro les animó de nuevo, apartándoles el temor, que tenían a la muchedumbre, que eran los de Atabalipa; a quien con algunos de los indios que allí estaban envió a decir que le rogaba se diese prisa a venir, porque lo aguardaban a comer. Preguntó Atabalipa a este mensajero el estado de los cristianos; afirmóle que estaban temerosos, nueva con que más se ensoberbecía, y con un principal, teniendo propósito asentado, envió a decir a Pizarro, que ya él hubiera llegado a verse con él; que no había podido con su gente, por el gran temor que tenían a los caballos, y perros, el cual temor había crecido más en ellos, viéndose más cerca; por tanto, que le rogaba mucho, si deseo tenía de aliarse con él, mandase atar fuertemente los caballos y perros, y los cristianos que se escondiesen todos unos en un lugar y otros en otro, de tal manera que ninguno pareciese, cuando entrambos se hablasen, porque se les quitare a los suyos el gran miedo que llevaban; y que por cuanto su gente andaba acostumbrada a traer armas, que no lo alterase si viese que algunos de ellos iban con ellas. Como llegara este indio donde los cristianos estaban y el gobernador hubo entendido la embajada, entendió el daño que Atabalipa traía pensado; mandó luego llamar a sus hermanos y a los más principales de su real para tomar consejo sobre lo que harían. Todos se esforzaron; decían que el Espíritu Santo había inspirado en Atabalipa que enviase con tal embajada, porque conociendo por ella su intención se apercibiesen, y estando dentro en las casas saldrían a los indios por tal modo, que fuesen breve desbaratados. Porque cierto, si como Atabalipa lo guió no se hiciera, era cosa que pareciese ser imposible, puestos en campo los nuestros, podrían ser parte, para se defender de tantos como entre ellos eran. En la plaza había solas dos puertas; la cerca era poco más de estado y medio. En esto Atabalipa venía con su gente en orden y llegando muy cerca de donde los cristianos estaban, mandó asentar su real, poniendo en medio su tienda, rica y muy grande. Pesó mucho a los cristianos cuando tal vieron, porque había poco día; creyeron que los indios querían dar en ellos de que fuese noche. Pizarro, que más lo sentía, dijo que holgara que alguno de los cristianos se atreviera de ir con su mensaje a Atabalipa; oyólo uno a quien llamaban Hernando Aldana, Respondió que iría donde estaba Atabalipa y diría lo que él mandase; alegróse Pizarro y mandóle que dijera a Atabalipa, que, porque era ya tarde, le rogaba mucho se diese prisa a llegar adonde le estaba aguardando para que diesen orden a lo que convenía al bien de todos. Aldana partió luego (entendía un poco la lengua de los indios, porque lo había procurado). Mandó Pizarro que todos estuviesen apercibidos, los caballos ensillados, las riendas y las lanzas en las manos. Aldana anduvo hasta que llegó a la tienda de Atabalipa, hallólo sentado a la puerta de ella, acompañado de muchos señores y capitanes; explicó la embajada que traía; no le respondió nada, mas levantóse con mucha ira, y arremetiendo con el cristiano, quiso tomarle el espada; túvola tan fuertemente que no bastó. Algunos de los principales que allí estaban se levantaron con voluntad de lo matar y tomarle el espada. Atabalipa, como que había recibido afrenta en no se la quitar, les mandó que lo dejasen; y le dijo con buen semblante que se volviese y dijese a Pizarro que luego se partiría por le hacer placer, y se verían entrambos. Aldana, que no las tenía todas consigo, hizo su acatamiento, y a paso largo volvió donde estaba Pizarro, a quien contó lo que había pasado y cómo Atabalipa traía gran cantidad de oro y plata en muchos vasos y vasijas, y que le parecía que venía de mal arte y con gran soberbia.
Capítulo XLV
De cómo Atabalipa entró en la plaza donde los cristianos estaban, y de cómo fue preso y muchos de los suyos muertos y presos
Había mandado don Francisco Pizarro que el general Hernando Pizarro y los capitanes Soto, Mena, Belalcázar, con los españoles de a caballo, armados a punto de guerra, estuviesen sobre aviso para salir a batalla con los enemigos, porque Atabalipa le había mandado a decir que estuviesen escondidos, y aun los caballos atados; pusiéronse unos tirillos en lugar alto que estaba diputado para ver los juegos o hacer los sacrificios, y que Pedro de Candía los soltase cuando se hiciera cierta seña, que concertaron entre todos se hiciese, a la cual los de a caballo y peones habían, con determinación, de salir, estando con el gobernador hasta quince rodeleros solamente. Tenían tino a dejar entrar en la plaza a algunos escuadrones y a Atabalipa; y luego tomar las dos puertas y alancear y prender los que pudiesen; si quisiesen guerra, porque también se platicó, si Atabalipa viniese de paz, sustentársela. El cual comenzó a salir de donde había parado, alzando en breve tiempo las tiendas todas, trayendo la gente su orden y concierto en sus escuadrones: armados, muchos disimuladamente, como se ha escrito. Traían grandes atambores, muchas bocinas, con sus banderas tendidas, que cierto era hermosa cosa ver tal junta de gente movida para tan poquitos. De rato en rato llegaba un indio para reconocer el estado que tenían los españoles. Volvían con mucha alegría, que de miedo se habían todos escondido por las casas, sin parecer más que su capitán con muy poquitos. Con esto que Atabalipa oyó le crecía más el orgullo mostrándose más brioso que lo que después pareció. Los más de los suyos le daban prisa que anduviesen o licencia les diesen para que ellos pudiesen ir a atar a los cristianos, que no parecían ya de temor de ver su potencia. Como llegase hasta un tiro de ballesta de los aposentos, venían algunos indios reconociendo más por entero como estaban los nuestros; vieron lo que habían oído, que no parecía caballo ni más cristianos que el gobernador con aquellos pocos; como si ya estuvieran presos en su poder trataban de ellos. Comenzaron de entrar en la plaza; los escuadrones, como llegaron en medio de ella, hicieron de sí una muy grande muela; entró Atabalipa después de haberlo hecho muchos capitanes de los suyos con sus gentes; pasó por todos hasta ponerse en sus andas como iba en medio de la gente; púsose en pie en medio del estrado; habló en voz alta que fuesen valientes, que mirasen no se les escapase ningún cristiano, ni caballo, y que supiesen que estaban escondidos de miedo; acordóles cómo siempre habían vencido a muchas gentes y naciones militando debajo de las banderas de su padre y suyas; certificóles que si por sus pecados prevaleciesen los cristianos contra ellos, habrían fin sus deleites, religiones: porque harían de ellos lo que habían oído que hicieron de los de Cuaque y la Puná; tomó en la mano una bandera y campeóla reciamente. Pizarro, como vio que se iba deteniendo Atabalipa, mandó a fray Vicente de Valverde, fraile dominico, que fuese a Atabalipa a le dar prisa que viniese, pues ya era tarde, que ya el sol quería trasponer, y a que le amonestase dejase las armas y viniese de paz. Llevó el fraile a Felipillo para que su razón fuese entendida por Atabalipa, a quien contó, como a él llegó, lo que se ha dicho: y que él era sacerdote de Dios que predicaba su ley y procuraba cuanto en sí era, que no hubiese guerra sin paz, porque de ello se serviría Dios mucho. Llevaba en las manos un brevario cuanto esto decía. Atabalipa, oíalo como cosa de burla; entendió bien con el intérprete todo ello; pidió a fray Vicente el breviario; púsoselo en las manos, con algún recelo que cobró de verse entre tal gente. Atabalipa lo miró y remiró, hojeólo una vez y otra; pareciéndole mal tantas hojas, lo arrojó en alto sin saber lo que era; porque para que lo entendiera, habíanselo de decir de otra manera, y de esta manera no tenía lugar; mas los frailes por acá nunca predican sino donde no hay peligro ni lanza enhiesta; y mirando contra fray Vicente y Felipillo, les dijo que dijesen a Pizarro que no pasaría de aquel lugar donde estaba hasta que le volviesen y restituyesen todo el oro, plata, piedras, ropa, indios e indias con todo lo demás que le habían robado. Con esta respuesta, cobrado el brevario, alzadas las faldas del manto, con mucha prisa volvió Pizarro, diciéndole que el tirano de Atabalipa venía, como “dañado perro”, ¡que diesen en él! Como el fraile partió de donde estaba, Atabalipa dijo a sus gentes, según nos cuentan ahora, por los provocar a ira, que los cristianos en menosprecio suyo, habiendo forzado tantas mujeres y muerto tantos hombres, y robado lo que habían podido sin vergüenza ni temor, pedían paz con pretensión de quedar superiores; que ellos dieran gran grita sonando sus instrumentos. Habían llegado los demás escuadrones, mas no entraron en la plaza, por estar tan ocupada, quedáronse junto a ella en otro llano. Pizarro como entendió lo que le había pasado a fray Vicente con Atabalipa, mirando cómo no era tiempo de más aguardar, alzó una toalla señal para mover contra los indios, soltó Candía los tiros, cosa nueva para ellos y de espanto, mas fueron los caballos, que diciendo los caballeros grandes voces “Santiago, Santiago”, salieron de los aposentos contra los enemigos; los cuales, sin usar de los ardides que tenían pensados, se quedaron hechos “personajes”; no pelearon, mas buscaron por donde huir. Los de a caballo se mezclaron entre ellos, desbaratándoles en breve; fueron muertos y heridos muchos. El gobernador, con los de a pie, que peleaban con rodelas y espadas, tiraron contra las andas, donde había junta de señores; se daban algunas cuchilladas que llevasen brazo o mano de los que tenían las andas; luego, con gande ánimo asían con las otras, deseando guardar su Inca de muerte o prisión. Llegó Miguel Estete, natural de Santo Domingo de la Calzada, soldado de a pie, que fue el primero que echó mano de Atabalipa para le prender; luego llegó Alonso de Mesa. Pizarro dando voces que no le matasen, se puso junto a las andas. Los indios, como eran muchos, unos a otros se hacían mayor daño, derribándose por una y otra parte, los caballos entre ellos, ni tuvieron ánimo ni industria para pelear; faltóles aquel día; o Dios los quiso cegar. Deseaban salir de la plaza, no podían por los muchos que la ocupaban; hicieron un hecho no visto ni oído; fue, que todos con un tropel furioso fueron por una parte del lienzo que cercaba la plaza, y con ser la pared ancha, pusieron fuerza con tan gran ímpetu, que rompiéndola hicieron camino para huir. Los aullidos que daban eran grandes, espantábanse y preguntábanse unos a otros si era cierto o si soñaban; y que el Inca dónde estaba. Morirían de los indios más de dos mil, fueron heridos muchos. Salieron de la plaza, siguiendo el alcance hasta donde estuvo el real de Atabalipa. Vino un agua pesada, que fue harto alivio para los indios. El señor Atabalipa fue llevado por el gobernador, mandando que se le hiciese toda honra y buen tratamiento. Algunos de los cristianos daban voces a los indios que viniesen a ver Atabalipa, porque lo hallarían vivo, sano, sin ninguna herida: alegre nueva para todos ellos. Y así se recogieron aquella noche, pasados de cinco mil indios sin armas; los más se derramaron por la comarca de Caxamalca, pregonando la desventura grande, que les había sucedido, derramando muchas lágrimas por la prisión del señor, que ellos tanto amaban. Los cristianos se recogieron todos y se juntaron, mandando Pizarro que soltasen un tiro para que todos oyesen que quería así. El despojo que se hubo fue grande de cántaros de oro y plata, y vasos de mil hechuras, ropa de mucho precio y otras joyas de oro y piedras preciosas. Hubieron cautivas muchas señoras principales de linaje real y de caciques del reino, algunas muy hermosas y vistosas, con cabellos largos, vestidas a su modo, que es galano. También se hubieron muchas mamaconas, que son las vírgenes que estaban en los templos. Despojos que fue tan grande el que hubieron estos ciento y setenta hombres, que si sólo supieran conocer, con no matar a Atabalipa y pedirle más oro y plata, aunque lo que dio fue mucho, que no hubiera habido en el mundo ninguno que se igualara. De los españoles no peligró ninguno; todos ellos tuvieron por milagro lo que Dios usó en haber permitido que se ordenase como se ordenó; y así le dieron muchas gracias por ello. Pasó este desbarate y prisión de Atabalipa en la provincia de Caxamalca, jurisdicción que es ahora de la ciudad de Trujillo, viernes, día de Santa Cruz de mayo del año mil y quinientos y treinta y tres años.
Capítulo XLVI
De cómo otro día por la mañana los españoles salieron a correr el campo, y de cómo se divulgó la nueva de ser preso Atabalipa por todo el reino
Parece que con la prisión de Atabalipa los españoles estaban seguros de no tener guerra. Conocido esto, poníase gran recaudo en guardar su persona. Permitió Pizarro que tuviese sus mujeres, servicio de casa, porque se juntó parte de ello con él. Mostraba buen semblante, fingiendo más alegría que tristeza. Esforzaba a los que veía de los suyos, diciéndoles que, era usanza de guerra, vencer y ser vencidos. Como fue de día, luego, el sábado, mandó Pizarro que fuesen los caballos a correr el campo y llegasen hasta donde Atabalipa tuvo el real asentado; hiciéronlo así; hallaron grandes tesoros en piezas soberbias, muchas de gran precio, todo de metal de oro y plata fina; la ropa que se desperdició, si se guardara, valiera más de un millón y no poco más, sino mucho. Vieron gran golpe de armas que habían dejado; recogieron lo que pudieron; con ello volvieron a su alojamiento. No hacían enojo a los indios, porque ellos tampoco se ponían en arma; harto tenían que llorar su calamidad. Amonestábanles los nuestros que fuesen a ver a Atabalipa y a entender lo que mandaba; muchos iban. Pizarro, con las lenguas los consolaba, certificándoles que él no daría guerra si ellos no la diesen primero; aseguróles mucho tal razón. Llególe a Atabalipa nueva de cómo su hermano venía preso; rióse, cuando lo supo, diciendo que se reía de la vanidad del mundo, pues en un mismo día se hallaba vencido y lo mismo vencedor. Pidió hablar con Pizarro; vino luego, consolándolo con buenas palabras que no tuviese pena, le dijo, ni dejase de comer; pues era gran señor, tuviese ánimo semejante; prometió de le tratar como a tal, avisándole que si alguna de sus mujeres y parientes estuviesen en poder de algún cristiano, se lo hiciese saber, porque se lo mandaría dar. Cobró aliento, con lo que Pizarro dijo, Atabalipa, y esfuerzo para ser más largo en querer entender por entero la intención de los cristianos, y así lo quiso preguntar a su capitán y no a otro ninguno, diciendo que holgaría le dijesen quién eran, de qué tierra habían venido, si tenían Dios y rey. Pizarro respondió que eran cristianos, naturales de España, gran provincia, y que creían y adoraban en Dios, todopoderoso en Cristo, creador y hacedor del cielo, mar y tierra, con todo lo que en ella hay, y que si él se volvía cristiano, recibiendo agua de bautismo, iría a gozar del cielo y vista de Dios, donde no, que sería condenado como todos los que morían sin claridad de la fe; díjole más, que eran vasallos del emperador don Carlos, gran señor. Admiróse con esto que oyó Atabalipa; no trató con Pizarro más de ello, ni de otra cosa por entonces, sino encargarle su vida, persona, mujeres, hijos. Como él fue preso, muchos de los indios huyeron a diversas partes del reino, como se ha dicho. Llevaron grandes tesoros robados de los reales. Zopezopagua y Rumiñabi con otros fueron la vuelta de Quito, robando mucho tesoro de los templos y de los palacios reales. Es fama que escondieron más de tres mil cargas de oro y plata, que hasta hoy se está perdido. Hacían tiranías. Con tal vuelta, quedaron muchos por señores de lo que no era suyo, con poder y favor que tuvieron, matando a los naturales. Las vírgenes de los templos se salían y andaban hechas placeras; en fin, ya no se guardaban las buenas leyes de los incas; todo su gobierno se perdió; no tenían temor por no haber quien lo castigase; perdióse su dignidad, cayóse lo que tanto había subido, con la entrada de los españoles. Y, pues viene a propósito, diré de una señora natural, que dijo en mi presencia a fray Domingo de Santo Tomás, preguntándole cosas de los incas, dijo ella: “Padre, has de saber que Dios se cansó de sufrir los grandes pecados de los indios de esta tierra, y envió a los incas a los castigar, los cuales tampoco duraron mucho, y por su culpa cansóse Dios también de sufrirlos y venistes vosotros que tomastes su tierra, en la cual estáis, y Dios también cansará de sufriros y vendrán otros que os midan como medistes”. Esto dijo esta india señora, un domingo por la mañana, porque veáis que ellos entienden que Dios castiga los reinos por los pecados. Vuelto al propósito hacen grandes exclamaciones los indios cuando cuentan los grandes males que pasaron por todas las provincias, preso que fue Atabalipa, no osaban ponerse en armas contra los cristianos, porque había mandado que no lo hiciesen, ni entendiesen, sino en servirlos. Como se derramó la fama de estar preso, causó grande admiración; espantábanse de ser poderosos ciento y sesenta hombres a lo hacer; muchos se holgaron y otros lloraban con gemidos de pena que recibieron. Chalacuchima fue el capitán que más notable sentimiento hizo; quejábase de sus dioses, pues habían permitido tal cosa; encomendó la guarda de Guascar a los capitanes que le pareció y él fue al valle de Xauxa a sosegar los movimientos que tenían los Guancas, donde hizo notable daño. En el Cuzco, como llegó la nueva de la prisión de Atabalipa, alegráronse los anancuzcos; tenían tal acaecimiento por milagro, creían que Dios todopoderoso, a quien llamaban Ticiviracocha, envió del cielo aquellos hijos suyos, para que libraran a Guascar y lo restituyesen en el trono de lo que habían echado. Mandaron estar los templos como se estaban y las vírgenes en ellos, hasta que se entendiese la voluntad de aquellos a quienes llamaban Viracocha (nombre que les pusieron, según ellos dicen, por que los tuvieron por hijos de Ticiviracocha; otros dicen que porque venían por la mar como espuma, los llamaron así; escrito tengo sobre esto más largo, en lo de atrás), aguardaban a ver qué es lo que los cristianos harían de Atabalipa; nunca se pensó que lo mataran, ni tampoco el Atabalipa lo pensó. Y con tanto contaré en este lugar la salida que hizo de Panamá el mariscal don Diego de Almagro.
Capítulo XLVII
De cómo Almagro partió de Panamá en naves al Perú para socorrer a Pizarro, y lo que le sucedió
Cuando salió de Panamá Pizarro, quedó Almagro, su compañero, a efecto de con su diligencia, que él siempre tuvo, darse maña a allegar gente y caballos, para con ellos ir en busca de Pizarro; y aunque estaba enfermo, lo procuró de tal manera, que juntó ciento y cincuenta españoles y cincuenta caballos, armados con las armas que cada uno tenía y podía haber; y había hecho una nave grande con dos gavias, para que en ésta y en las de Hernán Ponce, que volvieron con el oro de Cuaque, pasar la gente; y así poniendo en camino, salió de Panamá, yendo con él el piloto Bartolomé Ruiz, digno de más premio del que le dieron para tanto cuanto trabajó. Navegaron algunos días hasta que llegaron a la bahía de San Mateo, donde estando surtos, aportó un navío que venía de la provincia de Nicaragua con algunos españoles, por capitán de ellos, Francisco de Godoy. Envióles Almagro a decir, que pues les constaba ser compañero de Pizarro y le iba a socorrer, que se juntasen todos para ir en compañía, dándole la obediencia. Godoy no quería dejar de mandar, ni de entrar con aquel sonido donde Pizarro estuviese. Venían, con él, Rodrigo Orgonez, Juan de Barrios y otros que le aconsejaron no saliese de la voluntad del mariscal; y se hizo todo como él mandó, hablándole cuando se vieron con mucha cortesía y buenos comedimientos. Traían en esta nao a un Juan Fernández; determinaron que los navíos con lo que en ellos conviniese, navegasen por la mar la costa en la mano, y ellos hiciesen lo mismo por tierra, hasta que tuviesen nueva de Pizarro. Con este concierto llegaron a Pasao; daban los indios nuevas de estar los cristianos adelante algunas jornadas; no se daban crédito, porque los farautes no eran bien ladinos.; como no hallasen nuevas que los satisficiese mandaron que uno de los navíos se adelantase, hasta donde pudiendo tomar lengua de lo que buscaban y saber cierto donde estaban los cristianos, para no pasando adelante, dar la vuelta a les avisar. Navegó algunos días en este navío, dicen que en paraje de la punta de Santa Elena paró, donde llegados los otros navíos supieron el poco recaudo que tenían sospechaban cosas tristes en los cristianos de muerte o prisión. Almagro y los suyos venían por tierra donde pasaron gran trabajo, andando por malos caminos de los ríos, ciénagas que hallaban, sin lo cual les faltó el mantenimiento y tuvieron falta de comida. Con tal tormento iban los fatigados españoles con la congoja que podéis sentir, que fue causa que murieron más de treinta de ellos, y el mismo Almagro estuvo muy enfermo, y como supieron que el navío no había hallado nueva ninguna cierta, ni rastro fresco de los cristianos, hubieron gran dolor y pena triste. No pararon ni dejaron de andar con su fortuna. Otro navío que salió para saber de los cristianos, no paró hasta llegar a Túmbez, donde surgieron. Los indios, como los vieron, salieron a él en más de ochocientas balsas, que fue causa de coger algún miedo los cristianos, creyendo que venían a cercar el navío y les dar guerra; presto se les cayó, porque los indios amorosamente los recibieron dándoles de comer, diciéndoles que los cristianos estaban en Tangara, cerca de allí.
Alegráronse mucho los que venían en la nao con estas nuevas; salieron en tierra de ellos los que convino; holgándose cuando veían por los campos tantas manadas de ovejas. En San Miguel se supo luego cómo estaba el navío en Túmbez, mandó el teniente Navarro que cuatro o cinco de a caballo fuesen a ver qué gente era y de dónde venía el navío. Estos vinieron a habar con los otros que dije haber saltado en tierra, de quien supieron cómo Almagro venía con gente y caballos en socorro de Pizarro. Supieron también la nueva que tenía de ser Atabalipa preso en Caxamalca, donde se halló gran tesoro. Con esta nueva volvió el navío a dar aviso a Almagro, que lo alcanzó antes de llegar a Puerto Viejo. Como Almagro y los suyos oyeron tan buenas nuevas, alegráronse en extremo; no veían la hora de hallarse en tan buena tierra; antes que llegase esta nueva, estaban determinados de volverse a Panamá, según opinión de algunos, o de poblar en Puerto Viejo. Algunos de los que hoy son vivos, quieren decir que Almagro tuvo propósito de no acudir con el socorro a Pizarro, sino meterse hacia el norte a ocupar lo de Quito, y enviar al rey a pedir en gobernación; otros lo reprueban; dicen que nunca tal pensó; porfíanlo extrañamente. Estas son opiniones de gentes; las más de las veces son inciertas; sin lo cual, los que andan acá son mañosos, cautelosos, buscan por mil cabos por do enemistar a los que mandan, para que teniendo de ellos necesidad, puedan hacer lo que han hecho, y harán según quedan los movedores de tales tramas sin castigo. Traía el mariscal por secretario uno a quien llamaban Rodrigo Pérez, el cual dicen que escribió al gobernador por la vía que pudo, avisándole cómo Almagro tenía contra él ruin propósito y pensaba hacerse señor de lo mejor de la tierra, y otras cosas a estas semejantes, creyendo ganar con ello la gracia de Pizarro; y que se alteró con tal nueva, mandando llamar luego a sus hermanos, y otros algunos de los que tenía por más amigos, con quien lo comunicó; y por su consejo, mandó a Pero Sancho, con Diego de Agüero, que saliesen a encontrarse con Almagro, con cartas que le dieron para él mostrando no entender nada, sino avisando cómo había preso a Atabalipa, de quien esperaban grandes tesoros; que se diese prisa a andar, porque en todo tenían partes; y a los más principales que venían con Almagro, se escribió cartas alegres y muy graciosas, para atraerlos a su amistad y que éstos habían de entender con la intención que el mariscal venía, para le avisar luego a toda furia de ello. Almagro venía a la ciudad de San Miguel, de donde también dicen que no faltó otros tramadores que secretamente le avisaron que se guardase de Pizarro y mirase por sí, porque le quería matar y quitarle la gente que traía. Andaban con estas cosas desasosegados los ánimos de los compañeros, y Almagro tuvo noticia de la bellaquería de su secretario, y cómo él había escrito lo que él no traía en el pensamiento, mandó llevarlo a los navíos, donde le tomaron su confesión y conoció la maldad, por lo cual Almagro mandó que se confesase y lo ahorcó de la entena del navío. Esto hecho, anduvo Almagro hasta que llegó a Túmbez; halló a Pero Sancho y Diego de Agüero, y escribieron a Pizarro cómo Almagro no venía con el intento que se pensaba, sino con gran deseo de verlo y llevarle socorro. De Túmbez fue a la ciudad de San Miguel, Almagro, donde estuvo con alguna indisposición; fue curado con diligencia.
Capítulo XLVIII
De cómo Atabalipa prometió gran tesoro por su rescate a los españoles, y de la muerte del rey Guascar
Como para pasar a estas partes los españoles haya sido tanta parte el oro y plata; poco es menester para conocer nuestra codicia y ansia tan grande que para el dinero tenemos. Y estando Atabalipa preso no halló otro medio mejor para verse libre que prometer de los grandes tesoros que él tenía, y en la guerra del Cuzco sus capitanes habían tomado; dijo a Pizarro que daría por su rescate diez mil tejuelos de oro y tanta plata en vasijas, que se bastase a henchir una casa larga que allí estaba, y que en ella metería, sin los tejuelos, cantidad de oro y joyas, con tanto que lo dejasen en libertad sin le hacer más molestias ni enojo. Tuvieron tan gran promesa por desatino, pareciéndoles imposible poderlo cumplir; mas tornaba a ratificarse en ello, afirmando que si le guardasen la postura, cumpliría la promesa sin cautela ni fraude. Contábase tanto del Cuzco y de Pachacama, de Quito, de Bilcas y otros lugares donde había templos del sol, que por otra parte parecía a algunos de los cristianos que podría Atabalipa dar lo prometido y mucho más. Pizarro le habló sobre ello, hallólo firme en su dicho; esforzólo en la prisión con esperanza de libertad; divulgóse cómo un capitán grande venía de nuevo con muchos cristianos y caballos; decíase por Almagro y. los que con él venían. Pues como Atabalipa desease tanto verse libre, creyendo que había de mandar como antes que los españoles entrasen en la tierra, insistía que daría lo dicho de oro y plata porque ellos le soltasen; y Pizarro con las lenguas lo prometió, dándole la palabra con la firmeza que Atabalipa pidió, de lo dejar libre como cuando lo prendió, si tanto oro y plata, como prometió, daba por su rescate. Alegre con esta demostración y concierto tan deseado por Atabalipa, despachó luego por todas partes así a las cabeceras de las provincias como a las ciudades del Cuzco que había prometido por su libertad una casa de oro, que se recogiese lo que bastase para cumplir y se trajese a Caxamalca. Mandando más, que no tratasen de guerra, ni de dar ningún enojo a los cristianos, sino de servirlos y obedecerlos como a su misma persona, preveyéndoles con bastimento y lo demás que ellos pidiesen y tuviesen necesidad. Y porque con más brevedad se allegase el tesoro, pues había de ser cantidad tan grande, habló con Pizarro, Atabalipa, diciendo que mandase ir al Cuzco dos o tres cristianos, para que trajesen el tesoro del templo de Curicancha, los cuales serían llevados en andas a hombros de indios, que los guardarían y volverían a traer sin que recibiesen ningún enojo ni daño; que fue contento de ello Pizarro, y luego mandó a tres cristianos que se llaman Pedro de Moguer, Zárate, Martín Bueno, que fuesen con los indios al Cuzco para traer el tesoro del templo. Pusiéronse en camino llevándolos indios, que muchos fueron acompañados, en andas. Había el Quizcus entrado en el Cuzco, donde hizo en la parte de Guascar, que eran los anancuzcos, grandes crueldades; mató treinta hermanos de Guascar, hijos de Guaynacapa y de madres diferentes, robó grandes tesoros, tanto, que saco más de cuatrocientas cargas de metal de oro y plata. En esto venían con el rey Guascar preso, acercándose a Caxamalca, y sabido como Atabalipa estaba en poder de los españoles y porque le diesen libertad había prometido de dar llena una casa de oro y plata, hizo grandes exclamaciones, pidió justicia a Dios grande y poderoso contra el traidor de su hermano, pues tanto daño y agravio le había hecho, diciendo más, que si él había prometido una casa de oro, que él daría dos a los cristianos, gente enviada por la mano de Dios, pues tuvieron poder para, siendo tan pocos, prender a tan gran tirano como era su enemigo, el cual no podía dar lo que había prometido, sino tomándoselo a él, de quien todo era señor. Los que le traían a cargo acordaron de ser leales a Atabalipa y traidores a él, no les espantó nueva tan extraña; determinaron de le enviar mensajeros, para que supiese cuán cerca estaban y lo que mandaba qué hiciesen porque Guascar mostraba en extremo grado desear verse en poder de los cristianos, sus enemigos. Este mensajero, llegado que fue, habló largo con Atabalipa de estas cosas, el cual, como era tan prudente y mañoso, parecióle que no le convenía que su hermano viniese ni pareciese delante los cristianos, porque le tendrían en más que no a él por ser el señor natural; mas no se atrevía mandarle matar por miedo de Pizarro, que muchas veces le había preguntado por él; y por conocer si le pesaba con su muerte o si le constreñía que lo mandase traer vivo; fingió estar con gran pasión y dolor, tanto que Pizarro lo supo y vino a consolarlo; preguntándole que por qué tenía aquella congoja. Atabalipa, fingiendo tenerla más, le dijo que supiese que había en el tiempo que llegó a Caxamalca, con los cristianos, guerra trabada entre su hermanos Guascar y él, y que habiéndose dado muchas batallas entre unos y otros, quedándose él en Caxamalca, había cometido el negocio de la guerra a sus capitanes, los cuales habían preso a Guascar, a quien traían adonde él estaba sin le haber tocado en su persona, y que viniendo con él le habían en el camino muerto, según lo tenía por nueva, que era la causa de estar con tanto enojo. Pizarro, creyendo que decía la verdad, lo consoló, diciendo que no recibiese pena, porque la guerra traía consigo semejantes reveses; y por fuerza unos en ella han de ser muertos, otros presos y vencidos. No deseaba Atabalipa oír más de lo que había entendido, porque si Pizarro dijera: “tráyanme vivo a Guascar sin le hacer enojo, porque sus nuevas son mentiras”, vinieran con él a Caxamalca. Mas como no dijo sino lo que Atabalipa pretendía, mandó al mismo mensajero que volviese a toda furia a se encontrar con los que traían a Guascar y les dijese que luego, sin más pensar, lo matasen y echasen donde no pareciese señal de él. Venían ya más acá de Guamachuco, en lo que llaman Andamarca, rugióse luego cómo Guascar había de morir y él lo entendió, de que mostró gran temor y espanto; procuró con palabras de mucha lástima que dijo, que no hiciesen, prometiendo grandes promesas; mas no bastó, porque Dios lo permitía así por lo que él sabe. Quejábase de Atabalipa y de su crueldad, pues siendo él soberano señor y verdadero Inca, le había traído a tal estado; dijo que Dios le había de vengar, y los cristianos, de él. En el propio río de Andamarca le ahogaron y lo echaron por él abajo, sin darle sepultura, cosa lamentable para aquellas gentes, que tienen a los ahogados, y quemados con fuego, que van condenados, y estiman que les hagan sepulturas magníficas donde sus huesos descansen, prometiendo poner dentro sus tesoros y mujeres, para que los vayan a servir donde el ánima va: ¡ceguedad de ellos! Algunos de los que eran de la familia de Guascar se mataron ellos mismos para le tener compañía. Cuentan los indios que hoy son vivos, de grandes cosas de su bondad, cómo era clemente, dadivoso, no dado a tiranías ni robos, sino en todo amigo de verdad y de justicia, tomando todas las cosas por bien y no mal; y con todo murió desastradamente, como se ha dicho; y el que lo mandó matar vivió poco, como diremos, usando los cristianos con él de la crueldad que usó con Guascar, que fue el último rey de los incas, y ellos fueron once. Y dicen los indios que mandaron cuatrocientos y cincuenta y tantos años al Perú.
Capítulo XLIX
Cómo los tres cristianos que fueron al Cuzco llegaron a aquella ciudad y lo que les sucedió, y de cómo salió de Caxamalca por mandado de Pizarro su hermano Hernando Pizarro, para ir por el tesoro del templo de Pachacama
Conté en los capítulos de atrás cómo de la provincia de Caxamalca salieron Martín Bueno, con los otros dos cristianos, para traer el oro y plata del templo de Curicancha; los cuales anduvieron por sus jornadas camino del Cuzco; servíanles los indios por do quiera que pasaban; no faltaba sino adorarles por dioses, según los estimaban; creían que había en ellos encerrada alguna deidad; espantábanse los cristianos de ver la razón tan grande de los indios, el mucho proveimiento que tenían de todas cosas, la grandeza de los caminos, cuán limpios y poblados de aposentos estaban. Llegó al Cuzco nueva de cómo iban y a qué. Mandaban la ciudad los que tenían la opinión de Atabalipa; por entonces no sabían Guascar ser muerto, de quien también había muchos valedores y servidores de secreto, porque en público no se osaba nombrar su nombre; mas tanto fue el placer que recibieron cuando supieron que los cristianos venían a su ciudad que alzaron clamor tan grande, de alabanza que hacían a Dios, porque, en tiempos tan calamitosos se acordaba de ellos; esperaban por manos de los españoles ser vengados de Atabalipa y sus caciques. Mandaron a las vírgenes de su linaje que estaban en el templo, llamadas mamaconas, se estuviesen arreadas y acompañadas de su gravedad y autoridad para servir a los que venían, porque los tenían por hijos de Dios. Y, como llegasen al Cuzco, hiciéronles solemne recibimiento a su modo, aposentándolos, tan honradamente como a ellos fue posible, derribándose todos por tierra; haciéndoles la mocha. Eran éstos tres de poco saber; no supieron conservar con prudencia su estado, para que la salida fuera tan honrosa como la entrada; mas ellos, teniendo por extrañeza tal novedad, se reían conociéndose por no dignos de honra tan alta. Espantáronse de ver la riqueza del solemne templo del sol y de la hermosura de las muchas señoras que en él estaban. Los que traían cargo de parte de Atabalipa, hicieron saber a los gobernadores y mandones de la ciudad y al sumo sacerdote Vilaoma, cómo por verse libre de la cadena de la prisión, el gran señor Atabalipa había tratado con el capitán de los cristianos de dar por su rescate una casa llena de oro y plata, con que los que lo tenían en poder se contentaban; por tanto, que por el sol alto y poderoso y por la mar y tierra, con todos los otros dioses, les pedía y amonestaba diesen lo que bastase de aquel metal para cumplir su promesa, pues había bien de donde sacar mucho más que ello; sin que se tomase nada del servicio de los incas sus padres, ni de sus sepulturas, sino sólo del templo y de lo que tuviese por suyo Guascar; de quien también vino nueva en este tiempo a Cuzco de ser muerto. Y lamentaron caso tan triste los que le tenían amor, mas viendo que gente extraña estaba en tierra, no intentaron novedad en los despachos de los cristianos, antes se procuró de que llevasen buen recaudo del Cuzco; de donde es público que se había llevado más de mil quintales de oro en piezas conocidas; mucho de lo cual hubo después, Mango Inca, y lo más se está perdido en las entrañas de la tierra; y tanto oro fue lo que había en el Cuzco, y plata, que muchos particulares enterraron grandes sumas y llevaron a Caxamalca lo que oiréis, y robó el Quizquiz lo que más tengo dicho; y con todo esto halló Pizarro más que repartir: que repartió en Caxamalca: grandeza, no vista ni oída ni entendida, por gentes en ninguno de los siglos pasados. En esto los cristianos se dieron maña a recoger oro solamente del templo, donde hubo este metal, a mi creer, más que en ninguno de cuantos han sido en el mundo. Estaban muchas casas del templo enforradas las paredes con planchas de oro; comenzaron a desconcharlas tirando la cinta que lo ceñía a la redonda, y de lo que había escondido, comenzaron a hacer cargas de ello con muchos cántaros de gran peso de plata y de oro, argentería, chaquira y otras cosas extrañas. Las mamaconas sagradas servían a los tres cristianos con mucha reverencia y acatamiento, ellos mirándolo mal, es público que teniéndose por seguros, con la prisión de Atabalipa, escogiendo de aquellas mujeres del templo las más hermosas, usaban con ellas como si fueran mancebas; teniendo en poco lo que ellos tuvieron en mucho, las corrompieron sin ninguna vergüenza ni temor de Dios. Los indios orejones, como son tan entendidos, conocieron luego cómo los cristianos no eran santos ni hijos de Dios, como ellos los intitulaban, sino peores que diablos; aborrecieron luego su lujuria y codicia; lloraban que tal gente hubiese señoreado su tierra; creían que habían de venir muchos más en los navíos, que habían de tomarles sus mujeres e hijas, pues osaron los tres ya dichos, estando solos, desenfrenarse a lo que hacían. Platicaron de los matar; no osaron hacerlo, por el mandato de Atabalipa; antes dieron prisa en su salida del Cuzco, haciéndose unas como angarillas para llevar el tesoro a Caxamalca; donde se comenzaba allegar oro y plata, y sabíase ya cierto cómo Almagro con su gente venía muy cerca de allí; y de cómo había hecho justicia de su secretario Rodrigo Pérez, de que Pizarro se holgó diciendo: “¡plega a Dios que malos hombres no sean parte para que Almagro y yo nos perdamos!”. Había muy gran noticia de mucho tesoro en el templo de Pachacama, que fue en los yuncas, cuatro leguas más allá de la ciudad de los Reyes, según tengo escrito en mi Primera parte. Determinó don Francisco Pizarro de enviar al general Hernando Pizarro, su hermano, con algunos españoles, para que fuesen por él, comunicándolo con Atabalipa, el cual fue contento con tanto que había de entrar en la casa que se había de henchir para su rescate lo que viniese; y mandó mensajeros que envió, que por todas partes por donde pasase Hernando Pizarro con los que con él fuesen, los sirviesen y proveyesen de mantenimientos y guías sin les hacer enojo ni les dar guerra; y luego que se hubo esto ordenado, se partió Hernando Pizarro, yendo con él sus hermanos Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro, que mucho trabajaron en aquella conquista, con otros españoles que el gobernador mandó. El capitán general de Atabalipa estaba en Xauxa, donde había hecho harto daño a los guancas, y no había querido haber movimiento ninguno hasta ver lo que su señor le mandaba; y cómo mediante el gran rescate que había prometido pensaba ser libre, deseando ver a Chalacuchima le envió a mandar a Xauxa, que luego viniese a Caxamalca; y no embargante que Atabalipa estuviese preso y él fuese jubilado, por ser tan grande capitán, entró a le hablar descalzo y con una carga, llevando tanta humildad como si Atabalipa estuviese en el Cuzco en toda la libertad y él fuera un hombre bajo. Y pasando por ahora en esto, trataré cómo entró en Caxamalca don Diego de Almagro.
Capítulo L
Cómo Almagro con su gente entró en Caxamalca, donde fue bien recibido de los que en ella estaban; y lo que le sucedió a Hernando Pizarro en la ida a Pachacama
Habían quedado en Tangara los oficiales del rey, que son los que entienden en cobrar sus quintos y guardar todo lo a su real persona perteneciente, los cuales, como supieron de Atabalipa y de cómo había prometido tan gran tesoro por su rescate; dejando los llanos, se subieron a la sierra a juntarse con el gobernador, que no debieran; porque es público entre los de acá, que todo el tiempo que estuvieron solos Pizarro con los ciento y sesenta, hubo gran conformidad y amor entre todos, y como llegaron los oficiales y la gente de Almagro, hubieron sus puntos unos con otros y sus envidias, que nunca entre ellos cesó. Almagro deseaba también verse ya con su compañero, y así por sus jornadas caminó camino de Caxamalca, siendo proveído por los pueblos do pasaba mucho bien, porque con la prisión del señor todo estaba seguro, sin acometer a un solo cristiano que anduviera, y, con gran cuidado que de ellos tenía mandaba Almagro que no se hiciese daño ninguno: y así anduvieron hasta cerca de Caxamalca. Pizarro, con los españoles que estaban con él salieron a recibirlo; mostrando grande contento en verse los unos a los otros. Supo Atabalipa cómo Almagro, el capitán que venía, era igual a Pizarro en el mando, y más cosas; deseaba verle, para ganarle la gracia. Entrados en Caxamalca, se aposentaron, proveyendo los indios lo necesario. La hermosa provincia de Caxamalca no tenía lo que tuvo cuando los españoles la descubrieron; ni tampoco sirve tratar sobre estos estragos que nosotros hacemos en estas tierras andando en conquista o guerra; ver en algunas partes donde andamos, los campos poblados de tantas sementeras, casas, frutales, que no se podía ver con los ojos otra cosa, y en verdad que en menos tiempo de un mes parecía que toda la pestilencia del mundo había dado en ello; ¡cuánto más sería donde estuvieron más de siete meses! Quieren decir algunos que aunque Almagro y Pizarro se hablaron bien, que tenían el uno del otro sospecha y algún rencor secreto de enemistad, manada de ambición: que causó verse ya en tan gran tierra y con esperanza de poseer tantos tesoros. Por ventura sería lo contrario de esto, porque las intenciones Dios sólo las sabe, y a él es dado escudriñar el pensamiento de los hombres. Había nombrado por alcalde mayor el gobernador a un hidalgo de los conquistadores, llamado Juan de Porras, que procuraba los debates de los españoles, castigando ásperamente a los que pecaban en jurar y andaban metidos en juegos; y al capitán Hernando de Soto proveyó pasados algunos días, por teniente suyo. Almagro visitó Atabalipa, hablándole muy bien, ofreciéndosele por buen amigo, de que el preso recibió conhorte. Y cuentan grandes cosas los españoles de este Atabalipa; porque sabía ya jugar al ajedrez, y entendía algo de nuestra lengua; preguntaba preguntas admirables; decía dichos agudos y algunos donosos. Deseaba, con todo esto ver recogido el tesoro, porque, cuando llegó Almagro se comenzaba a traer, y había en Caxamalca diez o doce cargas de oro. No se tardaron muchos días cuando llegó el oro y plata del Cuzco, que traían los tres cristianos, los cuales contaban cosas grandes de aquella ciudad; loaban sus edificios la mucha riqueza que en ella había. Espantábanse Pizarro y los suyos cuando veían aquellas piezas tan mazorrales y grandes; poníanse en el ligar despoblado con guarda de españoles, porque no se hurtasen ni usurpasen nada de ello. Atabalipa tenía siempre cuidado de enviar principales y mandones, que trajesen el oro y plata de los lugares y partes que él mandaba: y entraba, los más días, de ello en Caxamalca. Pues como Hernando Pizarro, con los que fueron con él caminasen la vuelta de Pachacama, fue nueva de ello a aquel valle, según dicen los naturales, los cuales habían sabido cómo los tres cristianos que fueron al Cuzco habían violado el templo, corrompido las vírgenes, tratado con inhumanidad y poca reverencia las cosas sagradas; platicaron los sacerdotes y principales del valle mucho sobre aquel negocio. Afirman que determinaron no ver con sus ojos tan gran perdición y pecado tan enorme como era destruir templo tan antiguo y devoto como el suyo, pues para el rescate de Atabalipa había en otras partes donde juntar para ello y para más, sin llevar por lo que venían. Mandaron luego salir a las vírgenes y mamaconas del templo del sol, donde dicen que de él y de Pachacama sacaron más de cuatrocientas cargas de oro, que escondieron en partes secretas, que hasta hoy no ha parecido ni parecerá, si no fuese acaso; porque todos aquellos que lo supieron y escondieron y los que lo mandaron, son ya muertos. Mas, puesto que tanto como esto llevaron dejaron algún ornamento en el templo y cantidad de oro, y es fama que está enterrado mucho más. Hernando Pizarro anduvo hasta que llegó a los Llanos, siendo el primer capitán de cristianos que anduvo por aquellas partes. Servíanlo los indios mucho; mandaba que los tratasen bien. Llegado a Pachacama, profanaron el maldito templo donde el diablo tantos tiempos fue adorado y reverenciado; recogieron, a lo que me certificaron, noventa mil castellanos, sin lo que se hurtó, que pidadosamente podéis creer, que no fue poco; y habiendo estado algunos días en Pachacama, Hernando Pizarro se volvió a Caxamalca con intención de hacer camino por el hermoso valle de Xauxa, donde había vuelto Chalacuchima y llevarlo consigo a su hermano. Y vuelto por el camino que salía a Xauxa, anduvo hasta que llegó aquel valle, del cual se holgó mucho de verlo tan bien poblado, aunque se había hecho en él gran daño. Chalacuchima sabía cómo Hernando Pizarro era hermano del que tenía preso a Atabalipa y cómo venía con propósito de conocerle, y hablarle, determinóse a ponerse en su poder sin ningún recelo, y así enviándole Pizarro a rogar con palabras blandas y amorosas que le viniese a ver, lo hizo luego acompañado de algunos principales y capitanes. Hernando Pizarro le recibió muy bien, prometiendo de siempre mirar por su persona, conforme a su dignidad y cargo tan grandes que había tenido. Respondió que, con confianza tan alegre, había salido a verse con él tan fácilmente. Dicen que este capitán Chalacuchima era hombre membrudo, de grande espalda, y entre los indios fue muy estimado y tenido por valiente; representaba el rostro fiero, y el pescuezo tenía corto y muy grueso. Habló Hernando Pizarro a los señores naturales del valle, confirmándolos en el amistad de los españoles, certificándoles que serían de ellos bien tratados y favorecidos. Ellos respondieron que no tomarían armas contra ellos. Pasado esto, salió de Xauxa Hernando Pizarro, y por sus jornadas llegó a Caxamalca, donde sabía que estaba el mariscal don Diego de Almagro; con quien salió indignado por lo que pensó de él, que se dijo antes que él saliera a lo de Pachacama; y dicen que le pesó cuando supo que su hermano y él estuviesen en tanta conformidad y que los indios creyesen que él era igual y tenía autoridad tan grande. Pizarro, como supo que llegaba cerca de Caxamaca, salió con muchos españoles a le recibir juntamente con Almagro, y cuando llegaron junto unos de otros, se hablaron, aunque Pizarro vio a Almagro y lo conoció, y le había hablado, no haciendo caso de él, pasó de largo. Pizarro le dijo que hablase al mariscal, que estaba allí; no volvió ni acudió a lo que el gobernador le decía; de que Almagro mostró sentimiento, viendo cuán a la clara se mostraba el aborrecimiento que los Pizarros le tenían. Pizarro habló con su hermano, afeándole el poco comedimiento que había tenido con Almagro, su compañero, certificándole que lo que se había dicho era todo maldad y que por ello había ahorcado a Rodrigo Pérez; y que quería que luego fuesen a su posada a verle. Hernando Pizarro hubo de cumplir la voluntad del gobernador y fueron donde estaba Almagro y se hablaron, pidiéndose el uno al otro perdón del descuido pasado, y quedaron en lo público en conformidad. Luego fue Hernando Pizarro donde estaba preso Atabalipa y le habló, holgándose Atabalipa de verle. Chalacuchima habíale visitado y dado cuenta de lo que pasaba. Pizarro, como conoció cuánto convenía hacer honra a hombre tan principal como este capitán, le habló como le vio, prometiendo que sería siempre muy bien tratado.
Capítulo LI
De cómo Atabalipa cumpliendo con los españoles lo prometido acabó de henchir la casa del tesoro: y como los que vinieron con Almagro pretendían partes como los primeros
Como había días que se recogía el tesoro, que se juntaba por mandado de Atabalipa, había entrado tanto que hubo para cumplir con los españoles, trayendo los indios en cargas, poniéndolo donde se señaló, sin tener llave ni otra seguridad que la que mandaba Pizarro. Oí decir que se hurtó mucha cantidad de oro, y que los que más metieron la mano en ello fueron los capitanes. También se hubieron muchas esmeraldas y piedras de gran valor. Atabalipa decía que le pusiesen en libertad, pues había con ellos cumplido lo asentado. Entre los españoles, unos y otros, había controversia; los que vinieron con Almagro pretendían parte de lo que se había juntado, alegando que vinieron con tiempo convenible y muy necesario, y llegaron cuando se comenzaba a recoger el tesoro y hacían, con sus personas y caballos, guardia, trabajando en lo que se les mandaba. Los de Pizarro proponían que ellos eran los verdaderos conquistadores, que pasaron mil trabajos y necesidades hasta llegar a Caxamalca, donde siendo tan pocos se pusieron en tan gran peligro, y prendieron a Atabalipa; y a ellos y no a otros tocaba pretender lo que había dado por su rescate; y que si ellos velaban y hacían cuerpo de guardia, lo habían de hacer por fuerza, para guardarse a sí propios. Sobre esto había entre ellos grandes porfías, lo cual paró todo y se resumió con que del tesoro, antes que se hiciesen repartición entre los de Pizarro, sacasen ciento mil ducados para repartir entre los de Almagro. Con esto se contentaron algo; lo demás se determinó que se repartiese; diciendo primero, según se dice, Almagro a Pizarro que debía, sin el quinto, hacer al emperador un servicio rico, y lo demás repartirlo conforme a la calidad de cada persona: a lo cual respondió Pizarro, habiéndose piadosamente con sus compañeros, que no lo había de haber cada uno sino atento lo que había trabajado, sacándose primero la joya del escaño, y otras de gran peso, se ordenó el repartimiento por esta manera:
“Auto hecho en Caxamalca, sacado a la letra del original:
En el pueblo de Caxamalca destos reinos de la Nueva Castilla, a diez y siete días del mes de junio, año del nascimiento de nuestro salvador Jesucristo de mill y quinientos e treinta y tres años, el muy magnífico señor comendador Francisco Piçarro, adelantado, lugarteniente, capitán general y governador por su magestad en estos reinos, por presencia de mí, Pero Sancho, teniente de escrivano general en ellos por el señor secretario Juan de Samano, dixo: Que por quanto, en la prisión y desvarate del caçique Atabalipa y de su hueste hizo, en este dicho pueblo se ovo algún oro, y después el dicho caçique Atabalipa prometió y mandó a los cristianos españoles que se hallaron en su prisión cierta cantidad de oro, la qual cantidad señaló en que dixo que sería un bohío pleno y diez mill tejuelos e mucha plata que él tenía y poseía y sus capitanes en su nombre, que avían tomado en la guerra y toma del Cuzco y en la conquista desta tierra por muchas causas que declaró, como más largo se contiene en el auto que dello se hizo, que pasó ante escrivano, y dello el dicho caçique a dado y traído y mandado dar y traer parte dello, de lo qual conbiene hazer repartiçión y repartimiento, así del oro y plata, como de las perlas y piedras esmeraldas que a dado y de su valor, entre las personas que se hallaron en la prisión del dicho caçique, que ganaron y tomaron el dicho oro y plata, a quien el dicho caçique lo mandó e prometió y ha dado y entregado para que cada una persona aya y tenga y posea lo que dello le perteneçiere, para que con brevedad su señoría con los españoles se despache e partan deste pueblo para ir a poblar y pacificar la tierra de adelante y por otras muchas causas que aquí no van expresadas, por ende, el dicho señor gobernador dixo: Que su magestad, por sus provisiones reales que plata que el dicho caçique ha dado y se a avido y de tración dellos que le fue dada, le manda que todos los provechos y frutos y otras cosas que en la tierra se ovieren y ganaren lo dé y reparta entre las personas que lo ovieran ganado conquistadores, segund y como a él le pareciere y cada uno mereçiere por su travajo y persona; que mirando todo lo susodicho, y otras cosas que es razón y se deven mirar para hazer el repartimiento y dar a cada uno de lo que de la plata que el dicho caçique ha dado y se a avido y de aver y se le a de dar como su magestad manda, él quiere señalar y nombrar por ante mí, el dicho escribano, la plata que cada persona a de aver y llevar, según nuestro Dios le diere a entender teniendo su conçiençia; y para lo poder mejor hazer, pidió el ayuda de Dios nuestro señor e invocó el auxilio divino”.
Capítulo LII
De cómo se repartió entre los españoles el gran tesoro que en Caxamalca se allegó por mandato del gran señor Atabalipa, y los nombres de todos los españoles que se hallaron en la prisión
Porque mi opinión principal ha sido, con gran curiosidad, dar noticia cumplida de todas las cosas de acá, así a los que hoy son como los que vendrán; y no haya dejado libro de cabildo, ni archivo donde piense hallar alguna verdadera para mi ayuda; habiendo venido a mis manos en esta ciudad de los Reyes el proceso que se hizo en Caxamalca de estas cosas, donde estaban las partes, el cual estaba y está entre los registros del secretario Jerónimo de Aliaga, determiné de poner aquí los nombres de todos los ciento y sesenta que se hallaron en la prisión de Atabalipa, que son a quien acá llamamos “primeros conquistadores”, pues nombré trece que descubrieron la costa. Bien pudiera señalar lo que cada uno hubo de parte, mas no quiero, por algunas consideraciones que miré; mas pondré lo que todos juntos llevaron, sin que haya un real más ni menos; y esto haré siempre, de con verdad satisfacer al lector, porque yo no tengo otro ornato ni elocuencia, ni lo quiero, ni para semejantes escrituras es menester. Volviendo al propósito son, los que se hallaron en Caxamalca, los siguientes:
GENTE DE A CABALLO
El gobernador don Francisco Pizarro, Hernando Pizarro, Hernando de Soto, Juan Pizarro, Pedro de Candía, Gonzalo Pizarro, Juan Cortés, Sebastián de Belalcázar, Cristóbal de Mena, Ruy Hernández Briceño, Juan de Salcedo, Miguel Estete, Francisco de Xerez, Gonzalo de Pineda, Alonso de Medina, Alonso Briceño, Juan Pizarro de Orellana, Luis Maça, Jerónimo de Aliaga, Gonzalo Pérez, Pedro Barrantes, Rodrigo Núñez, Pedro de Anades, Francisco Malaver, Diego Maldonado, Rodrigo de Chavez, Diego de Ojuelos, Gómez de Carranza, Juan de Quincoces, Alonso de Morales, Lope Vélez, Juan de Barbarán, Pedro de Aguirre, Pedro de León, Diego Mexía, Martín Alonso, Juan de Rojas, Pedro Castaño, Pedro Ortiz, Juan de Mogrovejo, Hernando de Toro, Diego de Agüero, Alonso Pérez, Hernando Beltrán, Pedro Barrera Baena, Francisco López, Sebastián de Torres, Juan Ruiz, Francisco de Fuentes, Gonzalo del Castillo, Nicolás de Azpe, Diego de Molina, Alonso Peto, Miguel Ruiz, Juan de Salinas (herrador), Juan de Salinas de la Hoz, Cristóbal Gallego, Rodrigo de Cantillana, Gabriel Feliz, Hernán Sánchez, Pedro de Páramo. Estos eran de a caballo; y entre ellos repartieron conforme habían trabajado, porque unos llevaron más que otros: veinte y cuatro mil y doscientos y treinta marcos de plata.
GENTE DE A PIE
Los que entraron, que se hallaron sin caballos, son los siguientes: Juan de Porras, Gregorio de Sotelo, García de Paredes, Pedro Sancho, Juan de Valdivieso, Gonzalo Maldonado, Pedro Navarro, Juan Ronquillo, Antonio de Vergara, Alonso de la Carrera, Alonso Romero, Melchor Verdugo, Martín Bueno, Juan Pérez de Tudela, Iñigo Zalvio, Nuño González, Juan de Herrera, Francisco Dávalos, Hernando de Aldana, Martín de Marquina, Antonio de Herrera, Sandoval, Miguel Estete, Juan Borrallo, Pedro de Moguer, Francisco Pérez, Melchor Palomino, Pedro de Alconcher, Juan de Segovia, Crisóstomo de Hontiveros, Hernando Martínez, Alonso de Mesa, Juan Pérez de Osma, Alonso de Trujillo, Palomino (tonelero), Alonso Jiménez, Pedro de Torres, Alonso de Toro, Diego Escudero, Diego López, Francisco Gallego, Bonilla, Francisco de Almendras, Escalante, Andrés Ximénez, Juan Ximénez, Garci Martín, Alonso Ruiz, Lucas Martínez, Gómez Gonzales, Albuquerque, Francisco de Barajas, Diego Gavilán, Contreras, Herrera (escopetero), Martín de Florencia, Antonio de Oviedo, Jorge Griego, Pedro de Sanmillán, Pedro Catalán, Pedro Román, Francisco de la Torre, Francisco Gordancho, Juan Pérez de Zamora, Diego de Narváez, Gabriel de Olivares, Juan García de Santolalla, Juan García (escopetero), Pedro de Mendoza, Juan Pérez, Francisco Martín, Bartolomé Sánchez (marinero), Martín Pizarro, Hernando de Montalvo, Pedro Pinelo, Lázaro Sánchez, Miguel Cornejo, Francisco Gonzales, Francisco Moniz, Zárate, Hernando de Sosa, Cristóbal de Sosa, Juan de Niza, Francisco de Solares, Hernando del Templo, Juan Sánchez, Sancho de Villegas, Pedro de Ulloa, Juan Chico Robles (sastre), Pedro de Salinas de la Hoz, Antón García, Juan Delgado, Pedro de Valencia, Alonso Sánchez de Talavera, Miguel Sánchez. Juan García (pregonero), Lozano, García López, Juan Martínez, Esteban García, Juan de Veranga, Juan de Salvatierra, Pedro Calderón. Estos fueron de a pie, y entre ellos se repartió quince mil marcos de plata y onzas; llevando cada uno conforme a lo que había trabajado, y no todos por igual. Como repartió la plata, quiso el gobernador hacer lo mismo del oro, y para ellos mandó ordenar un auto que se sacó del original: a la letra dice:
AUTO PARA REPARTIR EL ORO:
Después de lo susodicho, en el pueblo de Caxamalca, en diez y seis días del mes de julio del dicho año de mil y quinientos y treinta y tres años, el dicho governador Francisco Piçarro por ante mí el dicho escrivano dixo: Que el oro que se avía avido basta oy, dicho día, y Atabalipa dado, está hecha fundición y número de todo ello e sacado el quinto de su majestad y derechos de quilatador, fundidor, marcador y costas que la compañía a hecho, que lo demás que quedava él quería hacer repartimiento entre las personas que se hallaron en ganarlo y averlo como su magestad lo mandava, atento lo que su señoría tiene dicho en el auto que se hizo en el repartimiento de la plata para dar a cada uno lo que el dicho oro a de aver como su magestad manda él quiere señalar y nombrar por ante mí, el dicho escribano, los pesos de oro que cada una persona a de aver y llevar según Dios nuestro señor le diere a entender, mirando su conçiencia y lo que Su Magestad manda”.
Esto hecho, como se hubiese hecho la fundición, y por la cuenta supiesen lo que montaba el montón que se había repartido, sacados los derechos y costas de esto y lo que la compañía debía y el escaño y otras joyas de gran peso sin lo que se hurtó que fue mucho, y sin los cien mil ducados que se sacaron para la gente de Almagro, se repartió lo demás entre el gobernador y sus compañeros, tomando él las partes de gobernador y capitán general y los capitanes y personas señaladas, y los demás conforme como habían trabajado. Ya dije que pudiera poner lo que cada uno llevó y le cupo, pues lo tuve en mi poder; no quise, por lo que dije, en particular tratarlo, mas afirmo y cuento por cierto que se repartió entre éstos un millón y trescientos y veinte y seis mil y quinientos y treinta y nueve pesos; y al emperador vino de los quintos del oro doscientos y setenta y dos mil y doscientos y cincuenta y nueve pesos. Y echaban la ley a este oro como cosa de burla; porque mucho que tenía catorce quilates le echaban siete, y otro de veinte, le ponían diez; la plata, por consiguiente. Fue causa esta ceceguedad que muchos mercaderes, con solamente mercar oro y plata, enriquecieron grandemente; y por cierto afirmo más: que si los españoles no mataran tan breve a Atabalipa y quisieran recoger oro y plata y piedras preciosas, fuera ésta la décima parte de lo que se recogiera: porque los tesoros de los incas del Cuzco, Bilcas, Chile, Quito, Tomebamba, Carangue, estaban vivos, y de ello no vino nada, si no fue lo que sacaron de Curicanche, y las guacas estaban llenas de tesoros como contaré, no eran pocas, sino muchas y muy insignes; y esto pareció claro, porque andaban trayendo oro los indios, y como supieron la muerte de Atabalipa, los unos escondieron, otros se tomaron ellos mismos; otros hallaron los españoles, que pusieron donde les tomó la voz de la muerte de su señor. Repartióse tan breve el tesoro, según yo supe, fue causa los mismos españoles tener envidia unos de otros; porque los de Almagro daban voces que para qué estaban allí que querían pasar adelante a buscar de comer: y otras cosas que entre unos y otros pasaron, que bastaron a hacerse la repartición, que fue grande, y el rescate de Atabalipa fue de cómo tan gran señor dado; y que, con tiranía o sin ella, mandaba la más rica región y más llena de metales que, a mi ver, hay en el mundo. Y cómo le mataron con tan poca justicia, habiendo primero sacádole su hacienda: muchas veces he oído discutir y tratar a grandes teólogos sobre si lo que el rey y los españoles llevaron fue bien habido, y no por hacer conciencia. No es materia para mí tratar de ello; los que lo hubieron, lo pregunten y lo sepan, que yo, si me cupiera parte, lo mismo hiciera. De estas partes dicen que fue lo que montó cada una: cuatro mil y ciento y veinte pesos de oro y ciento y ochenta marcos de plata fina; a los de a pie a unos daban una parte y a otros tres cuartones, y tales hubo que llevaron dos partes, dellos parte y media, conforme al servicio y calidad que tenían. Pues como entre tan pocos hubiese tantos dineros, andaban grandes juegos: vendíanse las cosas a precios muy excesivos; estando muchos bien proveídos de las señoras principales y hermosas, para tenerlas por mancebas: pecado grande, y que los que mandaban lo habían de evitar, porque la principal causa porque de los indios fueron aborrecidos fue por ver cuán en poco los tenían y cómo usaban con sus mujeres e hijas sin ninguna vergüenza. Dios ha hecho el castigo en los nuestros bien grande, y todos los más de estos principales han muerto miserablemente y muertes desastradas, que es de temer pensar en ello para escarmentar en cabeza ajena; y las escrituras para esto han de servir, para que gustemos con leer los acaecimientos, y nos enmendemos con los ejemplos, porque todo eso otro son profanidades y novelas compuestas más para agradar que para decir la verdad.
Capítulo LIII
De cómo después de repartido el tesoro Pizarro determinó que fuese, con la nueva al emperador, Hernando Pizarro, su hermano
Habiendo pasado lo que la historia ha contado en la provincia de Caxamalca, Atabalipa, como viese que habían repartido el tesoro y que no le querían poner en libertad, estaba muy triste. No lo daba a entender, porque confiaba mucho en la palabra que le había dado Pizarro, y en haber él cumplido con los españoles con tanta liberalidad lo que prometiera. Algunos de sus caballeros y capitanes en secreto le pedían licencia para oponerse contra los cristianos y darles guerra; no consintió en tales dichos, antes mandó lo que siempre: que fue que los sirviesen y obedeciesen. Estaban entre los cristianos muchos anaconas sirviéndoles, los cuales se veían llenos de riqueza y de la fina ropa que no era permitido que de ella vistiesen si no incas y de los orejones caciques. Estos bellacos, con los intérpretes, echaban mil nuevas falsas, deseando que los españoles matasen a Atabalipa, para ir adelante en su desenvoltura; y en estos indios andaba en Caxamalca gran rumor de que venían contra los cristianos grandes escuadrones de guerra a los matar y procurar la libertad de Atabalipa; no había autor que tal viese, mas en general se afirmaba ser verdad y que Chalacuchima lo procuraba: testimonio grande que le levantaban porque ni lo procuró ni lo mandó. Pizarro mandó que los que guardaban a Atabalipa mirasen con mucho cuidado por su persona, y que lo mismo se hiciese en el real por las velas y rondas. Atabalipa procuraba tirarles del pensamiento tal novedad, afirmándoles que la paz y la guerra en su persona estaba. No le creían. Pizarro mostró enojo contra el inocente de Chalacuchima, y con parecer que le dieron algunos determinó de mandarlo quemar; y afirman si no fuera por Hernando Pizarro, que lo estorbó, le dieran cruel muerte de fuego. El pobre capitán se excusaba con palabras, que no había conmovido, por embajada ni plática, a ningún alboroto ni junta de gente. Como esto dijo, se aseguraron; y Pizarro, pareciéndole que sería cosa muy importante al servicio del emperador enviarle aviso y relación de la gran tierra que habían hallado y esperaban hallar en lo de adelante: porque con tales nuevas, teniéndolas por alegres su majestad se tendría por servido, y habiéndolo comunicado con los principales que con él estaban, determinó que fuesen en España a lo publicar su hermano Hernando Pizarro, y que se llevase parte de tan grandes tesoros como Dios había sido servido de depararles. Hernando Pizarro, aceptando el mandado, se aparejó. Envió a pedir el gobernador a su majestad le hiciese merced de acrecentar su gobernación y otras cosas. El mariscal escribió otras cosas al emperador, dándole cuenta de lo mucho que le había servido, y suplicándole le hiciese merced de lo nombrar su gobernador y adelantado de la tierra de adelante que gobernaba don Francisco Pizarro, dando poder bastante a Hernando Pizarro para que lo negociase, prometiéndole más de veinte mil ducados por el trabajo que pondría en lo solicitar. Los oficiales reales enviaron al emperador la parte que le cupo de los quintos y la joya del escaño. Hernando Pizarro sacó de este reino cantida de oro suyo y de sus hermanos. Pidieron licencia para se ir en España el capitán Saucedo y el capitán Cristóbal de Mena y otros. Uno de los cuales, trayendo en carneros su plata y oro, se le fue un carnero cargado de oro que nunca lo pudo hallar ni pareció. Estos llevaban a cuarenta mil castellanos y a sesenta y a treinta y a veinte y a mas y a menos. Despidiéronse todos del gobernador. Mostró Atabalipa pena con la ida de Hernando Pizarro: opinión de algunos es que no muriera si él no se fuera, y que procurara no darle la vida; mas, si Dios era servido que él muriese, poca parte fuera Hernando Pizarro ni ninguno a estorbarlo. Salieron con él de Caxamalca algunos de a caballo hasta la ciudad de San Miguel y todos los que se habían de ir a España, se embarcaron a Tierra Firme, donde, como vieron tanto oro y plata, se espantaron, y con poca cosa que tenían para vender, quedaban ricos; y solamente por partir barras de plata y de oro, quedó rico extrañamente un herrero de Panamá. Entendían, por donde oían la gran nueva, de llevar mercaderías al Perú. Y porque conviene volver para dar fin a lo de Caxamalca y contar la muerte de Atabalipa, no trataré de esto más de como Almagro no estuviese satisfecho de la amistad de Hernando Pizarro, rogó en secreto a Cristóbal de Mena, que si viese que no lo hacía bien, y a honra suya, que él informase a los señores del consejo real de Indias de la verdad de todo, para que lo supiesen y entendiesen; y dióle poder, sin que lo sintieran ni supieran sino pocos.
Capítulo LIV
De cómo vino nueva falsa de venir gente de guerra contra los españoles, de cómo Pizarro, faltando a la palabra y al concierto que juró con Atabalipa, con gran crueldad y poca justicia, la hizo de él
Habiéndose partido para España Hernando Pizarro, como en el capítulo pasado se contó; sucedió luego la muerte de Atabalipa, que fue la más mala hazaña que los españoles han hecho en todo este imperio de Indias, y por tal es vituperada y tenida por gran pecado. Fuéronle contrarios los principales; que bastaron permitiéndolo Dios a le quitar la vida y a que Pizarro se aventurase a dar tal sentencia. Rodeóse esta muerte, como lo contaré; la información que sobre ellos he hecho sin poner ni quitar nada. Atabalipa tenía muchas indias señoras principales naturales de las provincias naturales del reino por mujeres y mancebas, las más de ellas en extremo hermosas y algunas muy blancas y de gentiles cuerpos. Felipillo, lengua, traidor malvado, habíase enamorado de una de éstas tanto, que estaba perdido por la haber; en vida del señor no se hallaba él con valor para con riesgo, o amenaza, ni promesa gozar de ella; pero parecióle que si moría la pediría a Pizarro o la tomaría y quedaría con ella. Pues estando éste con este intento, y el real lleno de ladrones a quien llamamos anaconas, nombre de siervo perpetuo, tuvo con ellos sus pláticas, y otros indios naturales de los que entendía, como era lengua, que estaba mal con Atabalipa; para que echasen nueva echadiza que de todas partes venía gente de guerra juntada por mandado de Atabalipa; y que lo afirmasen aunque en presencia del mismo Atabalipa (293.1): se lo preguntase, porque él era la lengua y había de ser creído lo que él interpretase. Engañados con estos dichos y con promesas que Felipillo hacía, comenzó luego a rugirse entre los españoles, como contra ellos venía todo el poder del Cuzco y de Quito. Pizarro sintió esta nueva, temiendo no se viese en aprieto fue a hablar a Atabalipa, diciéndole que no cabía en razón hacer tan mal, como se decía lo hacía con los cristianos en procurar, con engaños y cautelas por falsos modos, que viniesen contra ellos gente de guerra a matarlos, habiéndole él hecho honra y tratado su persona como a gran señor que era. Atabalipa no se alteró: oía tales razones a Pizarro, respondiéndole pocas palabras, aunque muy graves y sentidas, diciendo que se espantaba venirle con tal embajada; que los incas nunca supieron mentir ni jamás dejaron de decir verdad, cuanto más que estando él en su poder, y por su preso, el temor de no ser muerto por ellos, les había a ellos de tenerlos seguros para no creer tal cosa; lo cual juró y afirmó por su palabra real ser mentira y gran falsedad inventada por alguno que le quería mal; y que desde que lo prendieron nunca procuró sino en dar orden como fuesen bien servidos y proveídos; y que supiesen que en todo el reino no se meneaba hombre ni se tomaba armas; y que no solamente los hombres cumplían lo que él mandaba, mas que las hojas de los árboles no se movían sin su consentimiento. Como esto dijo, Pizarro se partió de él, creyendo que decía en todo verdad. Dicen que un cierto indio hizo no sé qué por donde se fue, a la iglesia, y que Pizarro y Atabalipa lo mandaron sacar, de que recibió tanto enojo fray Vicente de Valverde, que en voz de algunos lo pudieron oír mirando contra la parte donde estaba Atabalipa, dijo: “¡Yo prometo que yo pueda poco o te haga quemar!”. Palabras de soldado, y no de religioso. Las nuevas no dejaban de venir a Caxamalca de que venía gente de guerra contra ellos. Felipillo, como estaba en su mano, decía uno por otro a los cristianos y a los indios, adjetivando él a su voluntad. Afirmaba a Pizarro que sin falta decían verdad los indios, y que si él mataba a Atabalipa, luego cesaría todo. Con estas cosas andaban los cristianos turbados; y el preso Atabalipa hacía grandes exclamaciones de no ser tal verdad y que había sido engañado por ellos, pues después de los haber hecho ricos andaban buscándole la muerte. Los españoles (si no eran pocos), los demás no deseaban su muerte, antes procuraban su vida; mas en esto que oían, daban unos por voto que muriese; otros decían que lo enviasen a España al emperador. Teníase gran cuidado de su persona y del real. A Chalacuchima se mandó prender, poniéndole en parte que no le pudiese hablar. A todo esto, Felipillo andaba publicando que ya tenían los indios de guerra y estaban no muy lejos. Dicen, y todos lo afirman, que los oficiales del rey, de ellos, o todos, daban voces a Pizarro que matase a Atabalipa, luego sin más aguardar, porque así convenía a la pacificación de la tierra, y haciendo otra cosa, el rey sería deservido. Estando en esto llegó otra nueva falsa: como la gente de guerra no estaba de Caxamalca cuatro leguas. Con esta nueva hubo algunos votos para que muriese Atabalipa, creyendo que si le mataban, no pararía hombre con hombre, ni pararía lanza enhiesta. Otros decían con grandes voces que daban, que era mal hecho. Los oficiales, especialmente Riquelme, insistían que luego, sin más aguardar, se debería hacer de él justicia. El pobre de Atabalipa estaba turbado con aquello que le decían que andaba; sabía de sus indios como todo era mentira y no había junta hecha para venir de guerra; pesábale porque se hubiere ido Hernando Pizarro; temió que los españoles, después de le haber robado y engañado, le querían matar; quería asegurarles, mas no era creído, por ser su enemigo el traidor de Felipillo. El gobernador determinóse a le matar. Primero, se ordenó que saliese Hernando de Soto con algunos de a caballo camino del lugar donde se afirmaba que estaba la gente de guerra, para ver si era verdad; y, siéndolo, Atabalipa fuese muerto; y si no, fuese guardado sin recibir daño ni injuria. Partióse Soto, Lope Vélez y otros, con voluntad de ver lo cierto de aquella nueva y con gran deseo de que saliese mentira, para que Atabalipa no muriese. De algunos tengo entendido y sabido que Almagro fue parte para que Atabalipa muriese, aconsejando, como los otros, al gobernador que lo hiciese; y de otros, especialmente del beneficiado Morales, clérigo que se halló allí y enterró a Atabalipa, que no pasó tal, ni Almagro lo procuro; antes diz que habló a Pizarro, diciéndole: “¿Por qué queréis matar este indio?”. Y que le respondió: “Eso decía; ¿queréis que vengan sobre nosotros y nos maten?”. Y que Almagro dijo, llorando por Atabalipa, pesándole de su muerte: “¡Oh, quién no te hubiera conocido!”. Pasando estas cosas, Felipillo daba de nuevo voces que venía la gente por muchas partes, y tanto alboroto hubo sobre esto, que sin aguardar que Soto volviese, se hizo proceso contra él. Los testigos eran indios; la lengua que los dexamimaba era Felipillo. ¡Ved la vida de Atabalipa cual andaba, no tuvo defensa ni él fue creído ni se hizo más de ver la información! La cual dice que se llevó a fray Vicente para que la viese y que dijo que era bastante para ajusticiarle y que así lo daría firmado de su nombre. Riquelme, con grande agonía, dicen, que no veía la hora que verlo muerto. El gobernador sentenció por el proceso que contra él se hizo, para que fuese quemado Atabalipa como supo la cruel sentencia; quejábase a Dios todopoderoso de la poca verdad que le guardaron los que le prendieron; no hallaba medio para escapar; si creyese que lo había por más oro; diérales otra casa y aun otras cuatro; decía muchas lástimas, que habían gran piedad, los que lo oían, de su juventud; hablaba que por qué le mataban habiéndoles dado tanto y no hécholes mal ninguno?; quejábase de Pizarro y con razón. Sacáronle de donde estaba a las siete de la noche, poco más o menos; lleváronlo donde se había de hacer la justicia, yendo con él fray Vicente y Juan de Porras, el capitán Saucedo, y otros algunos; iba diciendo por el camino, estas palabras formales: “¿Por qué me matan a mí?; ¿a mí por qué me matan?; ¿qué he hecho yo, mis hijos y mis mujeres?”, y otras palabras de éstas; fray Vicente le iba amonestando se volviese cristiano y dejase su secta. Pidió el bautismo y el fraile se lo dio. Luego lo ahogaron, y por cumplir la sentencia, le quemaron con unas pajas algunos de los cabellos; que fue otro desatino. Dicen, algunos de los indios, que Atabalipa dijo antes que le matasen que le aguardasen en Quito, que allá le volverían a ver hecho culebra: dichos de ellos deben ser. Fue tan grande el sentimiento que las mujeres y sirvientas hacían, que parecían rasgar las nubes con alaridos. Quisieran muchas matarse y enterrarse con él en la sepultura, mas no se les permitió. La borla echaban en la sepultura. Morales, el clérigo, la sacó y llevó a España. Como las mujeres vieron que no se podían enterrar con su señor, se apartaban y se ahorcaban de sus mismos cabellos y con cordeles. Fue aviso a Pizarro, y si en ello no pusiera remedio, se ahorcaran y mataran las más de las mujeres. Enterró este clérigo dicho a Atabalipa, dándole eclesiástica sepultura, con la pompa que se pudo, llevando algunos sombreros, en señal de luto. Plega a Dios que si con corazón pidió el bautismo, le tenga en su gloria, que será otro deleite y riqueza que mandar al Perú, y a los que le mataron, tan malamente, ¡perdone!: que todos estos están allá. Y podríase, por Atabalipa, decir el refrán de “matarás y matarte han”; “y matarán a los que te mataren”. Y así, los que tiene por culpantes, en su muerte, murieron muertes desastrosas: Pizarro, mataron a puñaladas; y Almagro, le dieron garrote; fray Vicente, mataron los indios en la Puná; Riquelme, murió súbitamente. Pero Sancho, que fue el escribano, le dieron en Chile muerte cruel de garrote y cordel.
Capítulo LV
De lo que más pasó en Caxamalca, muerto Atabalipa, y cómo Soto volvió sin ver ni topar ninguna gente de guerra
Son tan prestos los hombres de acá en contar lo que ha pasado, que en tiempo breve derrama la fama de unos en otros la nueva de lo que quieren. Afirmando ellos mismos por muy cierto, que con gran velocidad corrió por todas partes como Atabalipa era muerto por los cristianos; nunca ellos tal creyeron, porque decían que se estaban en sus tierras seguros y quietos, sin jamás haber ofendido a los españoles, y que si habían prendido a Atabalipa, que por el rescate lo soltarían. Mas como se entendió el fin, muchos hicieron grandes lloros por el difunto, llamando bienaventurados los incas que murieron sin conocimiento de gente tan cruel, sanguinaria, viciosa. Inflamábanse en ira, tornando a pensar en el caso, determinaban de hacer liga contra ellos, para les dar guerra, la cual no habían dado, porque Atabalipa les mandaba siempre que los sirviesen y proveyesen. Venían de, algunas partes muchas cargas de oro y plata para los mismos cristianos; adonde les tomaba la voz paraban, y los más se lo llevaron, y otros lo dejaron. Matáronse muchos hombres y mujeres creyendo que le irían a servir su ánima a los altos cielos donde creen que van los incas. El cuerpo dicen que desenterraron de aquel lugar y lo pusieron en el Cuzco en rico sepulcro. Nunca los cristianos han podido alcanzar en qué parte se puso; porque para sacar el tesoro que con él meterían, lo procuraron. El Quizquiz con algunos se fue la vuelta del Quito; y de todo punto se alzaron hombres poderosos con haciendas y señoríos que no eran suyos; quedó todo el Perú revuelto: porque muchos que estaban mal con Atabalipa se holgaron con su muerte. Los españoles conquistadores que se hallaron con Pizarro, y otros algunos que vinieron con Almagro, hubieron gran lástima con la muerte de este señor y muchos derramaban lágrimas, suspirando con gemidos, diciendo, que holgaran no haberlo visto a él ni a su oro, pues tanta pena con su muerte habían de recibir. Y el sentimiento fue mayor de todos en general, cuando Soto, habiendo ido adonde estaba la junta y no hallando más que algunos indios que venían a servir a los cristianos, volvió a Caxamalca, y sabido lo que había pasado, se fatigó mucho él y los que habían ido con él, maldiciéndose porque más presto no habían llegado. Culpaban al gobernador, porque no había aguardado a que ellos volviesen a dar razón de lo que les mandó. Esto pasado, Pizarro y los principales que con él estaban, en lugar de favorecer a aquellas señoras del linaje real de los incas, hijas de Guayna Capac, príncipe que fue tan potente y famoso, y casarse con ellas, para con tal ayuntamiento ganar la gracia de los naturales, tomábanlas por mancebas, comenzando la desorden del mismo gobernador. Y así se fueron teniendo en poco estas gentes en tanto grado, que hoy día los tenemos en tan poco como veis los que estáis acá. Dicen que después de haber pasado lo que la crónica ha contado, Pizarro preguntó a los principales orejones que allí estaban, quién sería digno entre ellos de merecer la borla y tener la dignidad del inca, porque quería dar favor a quien de derecho le viniese, y lo fuese. Coronarse por rey, si no era en la ciudad del Cuzco, teníanlo por cosa de aire, y a quien venía el señorío era al hijo mayor de Guasear, mas habíanlos muertos a todos, que pocos quedaron vivos de Guayna Capac, había muchos que pretendían el señorío, mas, siendo aficionados los que estaban en Caxamalca a Atabalipa, dijeron a Pizarro que nombrase por Inca a un hijo suyo llamado Toparpa. Pizarro fue contento, y juntos los señores principales naturales, al modo de sus antepasados le saludaron por nuevo rey matando por sacrificio un cordero de una color sin mancha, poniéndose algunas diademas de plata por le honrar. Y determinado Pizarro salir con brevedad de Caxamalca, proveyó por su teniente de la ciudad de San Miguel en “los llanos”, al capitán Sebastián de Belalcázar, al cual mandó que luego se partiese a tener en justicia aquella ciudad. Y porque en este tiempo se movió el adelantado don Pedro de Alvarado, gobernador de Guatemala, a venir al Perú, quiero contar qué fue la causa de ello, según lo entendí de algunos de aquella tierra que con él vinieron. Y es el cuento, que en Nicaragua hicieron cierta compañía Belalcázar y el piloto Juan Hernández, y en Caxamalca llegaron a tener algunas palabras el uno y el otro sobre el interés habido de las partes, y como el piloto Juan Hernández volviese a Nicaragua, fue de allí donde estaba el adelantado Alvarado a quien contó las grandezas del Perú y la mucha tierra que era, adonde decían, sin lo del Cuzco, grandes cosas de los tesoros de Quito, aconsejándole, pues tenía licencia del emperador para descubrir, fuese con su armada a aquellas tierras. Tanto fue lo que éste dijo al adelantado, que por su dicho y por la gran fama que ya volaba del Perú, determinó Alvarado de sacar de su gobernación gente y caballos para ocupar lo que pudiese de la tierra que estuviese fuera de los términos que tenía señalados por gobernación don Francisco Pizarro. Y luego se divulgó cómo querían hacer esta jornada. El licenciado Castañeda, juez de residencia de Nicaragua, como supo que estaba Alvarado con determinación de pasar con gente de armada, deseando ganar la amistad y gracia de Pizarro, hizo secretamente una probanza con testigos que sabían el negocio y la envió al Perú a que la pusiesen en sus manos, encargando que la llevase un caballero llamado Gabriel de Rojas, que después fue principal en este reino y vecino del Cuzco, el cual, con deseo de verse en él, partió en una nao de Nicaragua.
Capítulo LVI
De cómo Pizarro salió de Caxamalca, la vuelta de la ciudad del Cuzco, y lo que le sucedió hasta llegar el valle de Xauxa
Habíanle dado a Pizarro grandes nuevas de la ciudad del Cuzco, deseaba mucho ponerse en camino para poblarla de cristianos, pacificando todas las provincias que había hasta llegar a ella. Había que estaba en Caxamalca más tiempo de siete meses, y tal quedó aquella hermosa y fértil provincia, que había lástima de ver cuál, acordándose cuán entera la hallaron. El capitán Chalacuchima estaba preso, teniendo recelo que no insistiesen con su autoridad a que algunas gentes moviesen guerra, a los españoles. Pareciéndole a Pizarro que con haber muerto a Atabalipa estaba todo seguro y no había que temer, mandóle soltar, amonestándole tuviesen en mucho la amistad de los cristianos y estar en gracia suya. Y apercibidos los españoles para la partida, mandaron venir de los naturales de la comarca, para que llevasen en sus hombros su repuesto; vinieron tantos, que bastaron y aun quedaron sobrados. Salió el inca nuevo en andas y lo mismo Chalacuchima, caminando juntamente con los cristianos anduvieron, hasta llegar a la provincia de Guamachuco, que es bien poblada y de gente limpia y muy entendida; halláronlos de paz sin señal de levantamiento, y fueron de ellos bien recibidos y servidos. Estuvo Pizarro cuatro días en Guamachaco; mandó a los suyos que no hiciesen daño a los naturales; habló con los señores de la provincia, loando el buen propósito suyo en tener paz y alianza con los españoles, rogóles lo llevasen adelante de Guamachuco, anduvieron los españoles por el real camino de los incas hasta llegar a Andamarca, sin hallar resistencia en ningún pueblo, porque todos los indios que hallaban estaban en paz, sin armas ningunas; mas teníase nueva que adelante en la comarca de Tarama y Bonbon había golpes de gente con intención de les dar guerra en venganza de la muerte de Atabalipa; y por no dar lugar que se apoderasen en la tierra, como publicaban, mandó Pizarro que saliesen a descubrir lo que había un hijo de Guaynacapa, con otro principal, acompañados de algunos indios. Y saliendo cuentan algunos que el hijo de Guaynacapa fue muerto cerca de Bonbon por los capitanes y gente de guerra que allí estaba, llamándolo de atraidor a su tierra y parientes, pues andaba en servicio de tan cruel gente y tan mala y engañosa como eran los españoles. El otro que fue con él se pudo escapar y volver a Pizarro, a quien avisó de lo que pasaba; y como el valor del gran capitán Chalacuchima, y autoridad que tenía en el reino, era mucho no era menester saber más de que había junta de gente para creer que por él se ponían en armas, levantándole otro testimonio como Atabalipa, y de los mismos indios había algunos tan malos y mentirosos, que lo certificaban a Pizarro, el cual lo mandó prender y poner a recaudo; prosiguiendo su camino por aquella tierra. La cual, puesto que sea campaña, es muy fragosa de tierras altas, que parecía llegar a las nubes y abajar por los valles hondos otra infinidad; y con ser esto verdad, va el real camino de los incas, que fueron tan poderosos, tan bien sacado y echado por laderas y partes, que casi no se siente la aspereza de las sierras. Pasáronse unos puertos nevados, que dio alguna congoja a los españoles. Cerca de ellos había capitanes y orejones del linaje de Guaynacapa, determinados de dar guerra a los nuestros en la parte que hallasen más aparejada para ella. Teníase de ello noticia y andaban con aviso para que no los tomasen descuidados. Los indios, que tengo dicho tener intento de dar guerra a los españoles, como tan cerca de ellos estaban, no se mostraban tan fieros como primero; que, hinchados de valientes, estando bien hartos de vaciar en sus vientres de la chicha; vituperando a los españoles, se tenían por vencedores, juzgándolos a ellos por vencidos; echando la culpa de la prisión de Atabalipa, y gran desbarate de Caxamalca, a meterse todos en lo cercado de la plaza que hacen los aposentos donde pudieron los caballos y cristianos a su salvo hacer lo que hicieron; mas ya que a ojo veían sus barbas, y que traían espadas y lanzas, y los caballos más gordos y feroces que, cuando entraron en Caxamalca, habían miedo. Por parecer de todos, acordaron de se retirar hacia Xauxa, diciendo que en aquel valle sería más cordura pelear con los españoles que no allí. A todo esto, Pizarro con su gente caminaba muy en orden, llevando siempre la vanguardia Almagro con algunos caballos. Llegaron a lo que llaman Tarama; y más allá de Bonbon, hacia el sur cinco leguas, en lugar cómodo, determinó Pizarro dejar el bagaje que traían con guarda convenible, porque era grande estorbo caminar así. En los tambos de Chocamarca hallaron alguna cantidad de oro que habían dejado los que lo traían para llevar a Caxamalca los días pasados. Estando en el aposento principal de Tarama Pizarro con los suyos, llegó nueva con furia, que los enemigos venían contra ellos en muchos escuadrones; lo cual era falsa echada por los naturales, para hacer levantar de su pueblo el real y que los españoles se fuesen; mas como de esto estuviesen ignorantes, Pizarro y sus capitanes entraron en consulta sobre lo que harían, determinaron de salir de donde estaba y ponerse en campana para aguardar los que viniesen, y con prisa salieron todos dejando las tiendas y servicios, sin llevar más que las armas y caballos. En un llano de páramo frío se pusieron todos, creyendo que aquella noche habían de venir los indios a dar en ellos; no tenían ranchos, sino fue uno en que cupo Pizarro y fray Vicente; la noche fue temerosa de agua y gran frío, tanto que pensaron perecer porque no tuvieron otra guarida que las barrigas de los caballos y los hierros de las lanzas. Como fue de día, se reformaron de la noche tan trabajosa que habían pasado, prosiguiendo su camino, acercándose al hermoso valle de Xauxa. En Tarama hallaron algún oro puro, en piezas; no procuraban por entonces plata ni oro, ni más que poder ser señores para hollar la tierra y señorear la ciudad del Cuzco y poblarla de cristianos. Almagro, como tengo dicho, llevaba siempre la delantera; vieron en Yanamarca más de cuatro mil hombres muertos del tiempo que tuvieron la guerra pasada Guascar y Atabalipa. Determinó Pizarro, con acuerdo de los que con él iban, que Almagro y Juan Pizarro, Hernando de Soto, con algunos escuderos se adelantasen hasta llegar a Xauxa y mirasen lo que hubiese. Yucuranmayo se llamaba el capitán general de la gente de guerra, que conté estar junta contra los cristianos. Habían ya llegado al valle de Xauxa, como Almagro y los que con él iban se diesen prisa, anduvieron hasta ponerse a vista del valle. Viéronlo tan hermoso y bien poblado que se espantaron. Diego de Almagro, Pedro de Candía, Quincoces llegaron primero corriendo el campo. Los indios de guerra dieron vuelta a la parte occidental del valle, pasando el río de donde hacían grandes alharacas, denostando a los nuestros con palabras feas, diciendo también: “que andaban por su tierra a su pesar, que se volviesen a la suya, contentándose con los males que habían hecho y muerte que dieron a Atabalipa, después de le haber, con tanto engaño y cautela, robado tan gran tesoro”. Almagro, aconsejándose con Juan Pizarro y con Hernando de Soto, determinaron de mover para los indios, pareciéndoles que sería cosa importante castigarlos de tal manera que, quedando hostigados del juego, pidiesen ellos mismos la paz. Y así, todos los que estaban juntos, habiéndose encomendado a Dios nuestro señor arremetieron para los indios, pasando el furioso río con trabajo porque de más de ser grande, venía crecido de la nieve, que habiéndose derretido, entró en él: porque habían deshecho la puente porque no hallasen el camino real. Los indios, como vieron venir contra ellos encaminados a sus enemigos, unos mostrándose temerosos, decían que huyesen de la furia de los caballos y de la ira que traían; otros, que lo miraban con más ánimo, insistían que hiciesen rostro contra ellos, y les aguardasen y procurasen de matar. En esto, los cristianos allegaban muy cerca de ellos; y sin haber tomado consejo en lo que harían, hecho un escuadrón, se retiraron a paso largo. Hernando de Soto, con algunos caballos, conociendo por dónde y a qué parte habían de salir los indios, que, como digo, iban en el escuadrón, se puso en la delantera de tal manera que no pudieron escapar de salir alanceados algunos de ellos. Juan Pizarro iba por el río con otros, y Almagro, por el mismo camino que los indios llevaban, y dando en ellos los hicieron dividir en dos partes; muy turbados, de ver los caballos encima de ellos, e cómo rasgando las lanzas sus cuerpos hacían camino para salir las ánimas, se dividieron: los unos tomaron la sierra, que está al norte del valle, y los otros movieron hacia el poniente por el mismo río, muy angustiados y temerosos de ver cuán feroces enemigos tenían. En los unos y en los otros dieron los españoles tal mano que por todas partes corría la sangre de los cuerpos muertos que había; y cansados los españoles de matar, se recogieron y volvieron al llano del valle, donde hallaron al gobernador, que con los más españoles era a muchos de los aposentos, donde se quemaron muchas cosas preciadas, y de grande estima; e con gran cuidado que en ello mandó poner, se remedió: algunos depósitos donde quedaron más de cien mil fanegas de maíz, y otras casas, donde estaban más de quinientas cargas de ropa fina y basta. En el templo del Sol y en otros lugares de este valle, se halló alguna cantidad de oro y plata, y mamaconas, que son las vírgenes del templo. Y si los capitanes de Atabalipa no hubieran robado lo que en este valle había, se hallaran grandes despojos porque es una de las insignes cosas del Perú. Y en aquel tiempo estaba el valle muy poblado y hermoso; como por nuestros pecados nunca hayan faltado en este reino guerras, y los naturales hayan sido tan fatigados y maltratados, falta la más de la gente de él, que no es poca lástima, pues tan poco tiempo ha pasado por ellos. Convendrá dejar en este valle a Pizarro, donde fundó una ciudad para volver a hablar de Belalcázar, lo que hizo en San Miguel, pues para claridad de la escritura no se sufre menos. Y con brevedad volveré a la principal materia.
Capítulo LVII
De cómo Sebastián de Belalcázar llegó a la ciudad de San Miguel y cómo deseando de descubrir a Quito tuvo sus inteligencias con el cabildo que le requiriese que fuese contra la gente de guerra que decían que venía contra ellos
Había nombrado por su teniente de la ciudad de San Miguel don Francisco Pizarro al capitán Sebastián de Belalcázar, como en su lugar se contó. Y saliendo de aquella provincia, anduvo hasta llegar a la ciudad donde, por virtud de la provisión que llevaba, fue admitido al cargo. Hernando Pizarro, como en Panamá dio noticia de lo que habían descubierto y de la mucha riqueza de la tierra, procuraban todos los que podían navegar adonde tanto oro se había hallado. Y como San Miguel estuviese poblada en la costa, habían aportado a aquella ciudad muchos de éstos, que digo, con caballos y armas: que fue ocasión que Belalcázar tomase ánimo de intentar la demanda del Quito, donde afirmaban que había casas llenas de oro, y que en tanto grado había de este metal que lo de Caxamalca y lo del Cuzco eran nada para ser comparado con ello.
Llegó en este tiempo también Gabriel de Rojas, que venía con la probanza que hizo el licenciado Castañeda sobre la venida que quería hacer al Perú el adelantado don Pedro de Alvarado. Salió de San Miguel Diego Palomino, con algunos para acompañarle, para que seguramente pudiese llegar adonde estaba Pizarro. Belalcázar tenía mano en el cabildo donde se ayuntaban los regidores y justicias de la ciudad. Deseaba que de ellos mismos saliese requerirle que fuese a la sierra a defender la comarca de los indios de guerra: nueva que también se había derramado por los llanos, que los serranos, indignados con la muerte de Atabalipa, hacían liga para dar en los españoles vecinos y habitantes de la nueva ciudad. Y aun decía Belalcázar que convenía mucho, así a Pizarro, como a todos ellos, ir a ocupar el Quito, lugar conocido y muy mentado y que por tener fama de tanta riqueza venia encaminado don Pedro de Alvarado a lo descubrir. Muchos les pareció bien estas razones de Belalcázar, y como lo anduviese mancando, estando en cabildo algunos de los regidores que eran sus amigos, trataron en que la ciudad le requiriese que fuese a desbaratar los indios que decían venir de guerra contra ellos, y otras cosas que pasaron, de tal manera que Belalcázar fue alegre, y escribiendo sus cartas al gobernador, de disculpas por sin su mandado dejar la ciudad; diciendo que los del cabildo de ella se lo habían requerido, mas que procuraría de dar vuelta brevemente. Y luego, gastando de los dineros que sacó de Caxamalca, comenzó a mercar caballos y allegar gente.
Creyendo él y todos, que hablan de hallar en el Quito que repartir mucho más que en Caxamalca, ciento y cuarenta españoles de pie y de caballo se juntaron para la jornada; de la cual iba por alférez un Miguel Muñoz, conocido o pariente del mismo Belalcázar, por capitanes Francisco Pacheco y Juan Gutierrez, por maese de campo Halcón de la Cerda. Salieron de la ciudad y fueron a Corrochamba, provincia de la sierra, donde se juntaron todos y fueron bien albergados de los indios, y proveídos de mantenimientos, sin les dar por ello paga ninguna: mas en todas las Indias ha sido general esta costumbre.
En el Quito súpose esta nueva, de los cristianos caminar a ocupar las provincias y robar el tesoro. Habíanse alterado todos los más de aquella regiones cuando supieron la muerte de Atabalipa, porque le amaban mucho, espantándose cómo pudieron –siendo tan pocos– desbaratar a tantos y prender a tan poderoso príncipe. Ruminabi, Zopezapagua y otros habían tomado el mando de la república. Sucedió también lo que dicen del hurto que hizo Otavalo en Carangue, según tengo escrito en la Primera parte a que me refiero; porque escribir una cosa muchas veces en la historia es fastidio. Todos habían determinado de defender la tierra sin consentir que de ella los españoles se hiciesen señores. Hicieron grandes plegarias y solemnes sacrificios a sus dioses, comunicando en los oráculos con el demonio; sobre el fin de la guerra, ¿qué tal sería? Habían entendido por muy averiguado que la codicia del oro los llevaba contra ellos, y no otra cosa; de lo cual tenían tanta hambre que nunca se hartaban. Porque no se viesen en tal gozo ni poseyesen lo que no era suyo, ni les era debido por ninguna razón ni ley natural, es público, entre muchos, que Ruminabi, con otros principales y sacerdotes tomaron más de seiscientas cargas de oro de lo que habían recogido de los templos sagrados del sol, y de tiempo estaba en los sagrados de los incas, y lo llevaron a una laguna, según dicen unos, y lo echaron en lo más hondo de ella; y según otros cuentan, lo enterraron en riscos grandes entre montones de nieve y que a los que lo llevaron a cuestas porque no lo descubriesen los mataron. ¡Crueldad grande! Y ellos, aunque después murieron atormentados, extrañamente no quisieron descubrir lo que sabían, sino morir: creyendo que iban a vivir para siempre con los incas, sus soberanos señores que habían sido. Otros quieren decir que no había tesoro, sino poco, porque como la cabeza del imperio de los reyes era el Cuzco, allá se llevaban estos metales y estaban hechos depósitos de ellos. Mas aunque se diga y yo cuente las opiniones, verdaderamente creo, y tengo para mí, que es grande el tesoro de Quito, que no parece; porque el repuesto de Guaynacapa y su cámara quedó en él y Atabalipa, como pensaba que había de ser segundo Cuzco, dejó lo suyo, después los que se levantaron habían recogido lo de Tomebanba, Latacunga, Carangue y otras partes principales, donde había templos y palacios, y ninguna cosa de esto fue a Caxamalca, ni hasta hoy día ha aparecido.
Los que eran mitimaes y tenían mando en estas comarcas hicieron lo que los otros, que fue ocupar cada uno lo que podían. Sabían que no había Inca que les pidiese cuenta, y que los españoles (que eran a quien ya temían) entendían poco de quipos, y habiendo hecha liga por todos para les dar guerra, comenzaron a aderezar armas de las que ellos usan. Eligieron por capitán general a Ruminabi, que significa ojo de piedra, porque “rumi” llaman piedra y “navi” ojo; éste los animaba a todos cuanto podía, afirmándoles que los españoles eran muy crueles, lujuriosos, destruidores de los campos y pueblos.
Había salido de Corrochamba, Belalcázar, y pasó con su gente gran trabajo de hambre y frío, cuando caminó por el despoblado hasta llegar a Coropalta. Tenían nueva cómo estaba cerca la provincia de los Cañares, donde hallarían mucho proveimiento. Como estuviesen poco más de cuatro leguas de Tomebanba, que es la principal de aquella tierra, se adelantó Belalcázar con treinta caballos, quedando, a cargo de Pacheco, la demás gente.
Capítulo LVIII
De cómo Belalcázar desbarató un capitán que enviaron contra él y llegados a Tomabanba, recibieron grande alegría los naturales en ver los cristianos con los cuales formaron amistad; y de cómo los capitanes de Quito salieron para les dar guerra
Había determinado Ruminabi e Zopezopagua, que era el gobernador de Quito, que fuese un capitán del linaje de los incas llamado Chuquitinto a ponerse con una guarnición de gente cerca de Coropalta para ofender a los cristianos sus enemigos, antes que en los Cañares entrasen. Ofrecióse de hacer algún hecho grande. Llevó consigo poco más que mil hombres de guerra; habiendo hecho alto cerca de Coropalta, deseaba que los españoles llegasen, pareciéndole a él, y a los que le acompañaban, no harían gran hazaña en los desbaratar y matar a todos.
Belalcázar, habiendo adelantádose de su gente –como se ha dicho– con treinta caballos, llegó a vista de la gente de guerra, y en tanta manera se asombraron de ver los caballos y que ya estaban encima de ellos que, llenos de temor y espanto, comenzaron a huir. Desbaratada esta gente, estuvo en el lugar Belalcázar ocho días en los cuales acabó de llegar al real, y juntándose los unos con los otros.
Sabían los Cañares cómo los españoles iban contra los de Quito, de que mostraron gran contento y alegría, porque Atabalipa y los otros que habían quedado en su nombre, los habían quebrantado y robado lo más y mejor de sus haciendas. Belalcázar tuvo aviso como en aquella tierra aguardaban a los españoles con paz y amor. Hizo luego mensajeros esforzándolos en el propósito, loando la virtud de sus pasados y de ellos. Con esta embajada se alegraron más los Cañares; y, los principales de la tierra, con más de trescientos hombres armados para les ayudar, fueron a encontrarse con Belalcázar; llorando muy agriamente todos ellos, de placer, de que vieron a los españoles implorando su ayuda contra sus crueles enemigos, afirmando que Dios, condoliéndose de ellos ponía tanta virtud en sus brazos que bastase a lo que habían hecho para que ellos fuesen vengados de los que sin razón ni justicia los habían robado y muerto los más de ellos. Belalcázar los recibió bien; prometió de los tener por amigos y de les dar venganza de sus enemigos. Y esta paz fue firme; no ha quebrado ni faltado, aunque los españoles, en diversos tiempos y por casos que han sucedido, han sido molestos a estos Cañares y los han fatigado y hecho en ellos lo que suelen hacer en todos los demás. Servíanlos con voluntad, sin doblez, llevando en sus hombros cargas del bagaje hasta llegar a su provincia, donde todo el tiempo que por ello anduvieron fueron muy servidos, y proveídos bastantemente de lo necesario. Notaron mucho Belalcázar y los que con él iban los aposentos que hallaron en Tomabanba cuántos y cuan ricos y cómo estaban tan bien trazados y el edificio de piedras sutilmente puestas, y en unas y otras hecho el encaje para asentar. Conocieron que habían dicho los indios verdad de haber robado grandes tesoros del templo, y de los palacios, porque vieron las señales donde estaban. Veían grandes manadas de ovejas y carneros. Pareció a todos que sería acertado caminar con celeridad hacia el Quito, porque allí pensaban henchir las manos con los muchos tesoros que decían haber. En el Quito, luego se supo cómo habían entrado los españoles en los Cañares; y de la amistad que entre unos y otros asentaron, después de haber desbaratado al capitán que habían enviado.
Tornaron los principales y mandones con los sacerdotes de los templos a entrar en consulta tomando nuevos consejos para lo que les convenía hacer para que los cristianos no prevaleciesen contra ellos; pues estaba claro, si los superaban, para siempre quedarían en servidumbre y cautiverio de gente extranjera, y tan cruel como por la experiencia sabían. Y otras cosas sobre esto hablaron, animándose los unos a los otros para la defensa de sus tierras y conservación de sus personas en tranquila paz, para con ella poder gozar de sus fiestas y religión, como sus antecesores, por aplacar al sol, dios soberano de ellos, y al gran dios hacedor de las cosas, a quien llamaban Ticiviracocha, y a los otros sus dioses que, habiendo de ellos piedad y misericordia, les diesen la victoria contra los cristianos. Se hicieron grandes sacrificios a su costumbre, matando muchos animales, la sangre de los cuales rociaban en los altares donde estaban las arcas para hacer la ofrenda. Y por consejo de los que hablan con el demonio y parecer de todos los sacerdotes fue determinado que los capitanes y mandones saliesen con toda la gente de guerra al camino a se encontrar con los cristianos, sus enemigos, llevando confianza en que los desbaratarían y matarían.
Los capitanes mandaron que la gente que estaba derramada se juntase para que partiesen luego a defender la entrada que los españoles hacían en la tierra y recogiéronse más de cincuenta mil hombres de guerra, todos con sus armas y aderezos para ella pertenecientes; y con buena orden, llevando proveimiento necesario salieron de Quito caminando por el camino real hasta llegar a Teocajas; donde, entrados en su acuerdo, les pareció aguardar en aquella parte a los cristianos porque sabían estar ya muy cerca de ellos, saliendo espías que sabían bien la tierra para tomar aviso de lo que hacían, y adonde llegaban.
En esto, Belalcázar, que fue capitán animoso para estas conquistas, con buena orden y concierto que tenía con su gente, llegó hasta entrar en los tambos principales de Teocajas, donde se aposentaron los nuestros y salió Ruy Díaz con diez caballos por su mandado a correr el campo para reconocer lo que había. Los indios de guerra tuvieron aviso de las espías de la salida de estos diez cristianos. Alegráronse creyendo que sin mucho trabajo los matarían a la abajada de un collado alto y ancho por donde va el camino que ellos llevaban. Y así, Zopezopagua, gobernador de Quito, con su gente, Ruminabi con la suya, se pusieron en orden. Los diez españoles habían abajado la sierra, y llegado al llano por do pasaba un río, y un indio con un grito, dijo: “¡Véislos aquí! ¿Qué aguardáis?”. Salieron a ellos con una grita infernal, habiendo para cada cristiano mil indios. Fue Dios servido de los guardar de sus manos con daño de ellos porque muchos fueron muertos con las lanzas, juntándose los españoles, con ánimo grande. Y uno de ellos, viendo en el peligro en que estaba, a pesar de los indios, volvió al tambo, donde dio cuenta a Belalcázar de cómo estaban cercados del poder de todos los indios. Luego, salieron los de a pie y los de a caballo con sus armas, quedando algunos para guarda del real.
Los capitanes de los indios salieron por todas partes e la batalla entre todos se trabó de veras, juntos los españoles con los nueve que fueron con Ruy Díaz. Animábanse unos a otros diciendo que mirasen cuán pocos eran los españoles y que si sus pecados permitían que por ellos fuesen de aquella vez vencidos, quedaban señores de su antigua tierra y de ellos también, de los cuales serían tratados ásperamente. Los cristianos también hacían sus consideraciones, que les convenía pelear con esfuerzo pues no les iba menos que las vidas. En esto los caballos discurrían por los escuadrones. El campo estaba lleno de los muertos que caían y los indios tuvieron tanta constancia en el pelear cuanto se puede decir, porque puesto que conocían su perdición y la gran ventaja que los españoles les tomaban, aunque eran tan pocos; mantuvieron la pelea sin dejar la batalla hasta que él, que todo puede –que es Dios–, entró de por medio con la oscuridad de la noche que envió, que fue causa que los unos de los otros se partieron sin del todo ser vencidos ni vencedores. Mataron los indios dos caballos e hirieron algunos cristianos. El uno de los caballos era de Albarrán, y el otro de Girón; de que pesó mucho a todos, porque la fuerza de la guerra y quien la ha hecho a estos indios, los caballos son. De los indios murieron –a lo que yo entendí– más de cuatrocientos de ellos y heridos mayor número. Belalcázar, habiendo recogido su gente, volvía a los tambos. Decíanles los indios que no pensasen que había de ser lo que fue en Caxamalca, que ellos los habían de matar a todos. Y como fuese de noche, juntáronse enviando los heridos a que fuesen curados, comiendo los demás, haciendo albarradas y fuertes para estar seguros de los españoles que también habían curado los heridos y entendían en reposar ellos y sus caballos del trabajo pasado. Quieren decir que a uno de los caballos que murieron, cortaron los indios la cabeza y los pies y los enviaron por presente a los señores de la comarca, teniendo en más haber podido matarle que no perder los que de ellos fueron muertos.
Belalcázar y los suyos platicaron sobre lo que harían para poder ir seguramente al Quito, porque supieron de algunos, que se pasaban, cómo los indios de guerra eran muchos, y se habían hecho fuertes por el camino que habían de llevar. Determinaron de tomar otro que iba a salir a Chimo y a los Purúas. Era gran dificultad no saber la tierra, porque entonces entraban nuevamente en ella. Salieron los caballos con los peones llevando el bagaje; pusieron fuego a los tambos cuando salían, dicen unos que para con el ofuscamiento del humo saliesen sin ser vistos de los enemigos, otros cuentan que no es sino por quemar a los dos caballos que los indios mataron porque no cortasen cabeza ni pies; de lo que otros también cuentan porque no tuviesen presunción que habían bastado a matar caballos, pues algunos de ellos creyeron ser inmortales: lo cual yo no creo ni tal a ellos oí.
Caminaron toda la noche por entre unos collados con gran pena por no saber ciertamente si iban bien encaminados. Un indio de aquella tierra que se había hallado en Caxamalca, queriendo granjear su amistad, avisó de cómo Ruminabi y Zopezopagua, y otros capitanes, estaban con gran golpe de gente puestos en el camino real aguardando a les dar guerra; más que por amor de ellos, él los guiaría por camino seguro y los pondría fuera del lugar peligroso. El capitán se lo agradeció, diciéndole que lo hiciese así y que tuviese entera fe con los españoles, que ellos se lo pagarían bien; y, tomando a este indio por delante, caminaron. Sabia la tierra tan bien, que los llevó por entre unos vallecetes hasta que salieron a un río por bajo de donde la gente de guerra estaba; que ya habían entendido lo que había pasado y el camino que los cristianos llevaban, de que recibieron grande angustia; y congoja, y no teniéndose por seguros donde estaban, desampararon aquella estancia sin dejar en ella sino fue algunos indios que hiciesen muestra de estar en ella todos. Belalcázar dio prisa que pasasen aquel río, pareciéndole que estaría de la otra parte de él, más seguro; y con la diligencia y presteza que tienen los hombres en estas partes, se hizo luego con gran brevedad.
Capítulo LIX
De lo que más pasó a los españoles y a los indios hasta llegar a la campaña de Riobamba, donde habían hecho muchos hoyos para en que cayesen los caballos
Los indios y capitanes que habían estado en Teocajas, por todas las vías, modos y maneras que podían pensaban qué remedio tendrían para matar a los españoles, pues eran tan pocos y ellos eran tantos. Miraban, por una parte, cuanto les convenía ponerse a todo peligro por los echar de la tierra, y que de ella no se hiciesen señores; por otra, creían que estaban acompañados de alguna deidad o que la virtud divina peleaba por ellos, pues siendo tan pocos bastaban a hacer tales cosas. Temíanlos a ellos y a sus caballos, no osaban burlarse como en Teocaja, mas después de lo haber bien considerado y platicado entre ellos determinaron de hacer junto a Riobamba una gran cantidad de hoyos hondables, por tal modo, que, aunque fuesen anchos para dañar a ellos y a los caballos, habían de estar cubiertos sutilmente con yerba porque no los viesen –hoy día están hechos estos hoyos; yo los vi cuando pasé por aquella parte en torno de todo lo más del camino–, pareciéndole que los españoles, siendo por ellos provocados a batalla, irían hasta dar con sus caballos en los tales hoyos, y así procuraban por aquella parte provocarlos a la pelea.
Los españoles caminaron por su camino. Salían los indios a ellos haciendo alharacas. Belalcázar, como vio que los indios se juntaban y tantas gritas les daban, recogió sus compañeros, mandó quedar en la rezaga treinta caballos para que hiciesen rostro a los indios hasta que los que iban en la vanguardia hubiesen ganado una loma que tenían por delante, y así quedando los unos, caminaron los otros. La grita de los indios fue mayor cuando los vieron dividir; tanto, que los treinta caballos enviaron al capitán que dejase socorro de más gente porque los indios venían a dar en ellos. Belalcázar respondió con una gran voz que si treinta de caballo no eran parte para se defender de los indios que se enterrasen vivos. Y como Zopezopagua y Ruminabi habían apellidado la comarca, había juntádose tanta gente que Belalcázar, dijo: “¡Válgame Dios!, ¿dónde ha salido tanta? ¿Pues, mana la tierra indios?”. Y daban tantas voces salidas por tal tenor que era para haber espanto, y lo han los que son recién venidos de España a estas partes, hasta que conociendo esta costumbre, déjanlos ladrar sin tomar ninguna fatiga. Estando en la loma dicha, los españoles, bien cansados, ellos y sus caballos, acordaron de abajar a un llano de campaña que estaba cerca de una laguna.
Los indios, como eran muchos, determinaron en su acuerdo de dar en los cristianos por tres o cuatro partes, pareciéndoles que los espantarían con los cercar; y así un capitán de ellos se puso en un collado, que estaba por encima de los mismos españoles, y otro con un golpe de gente, ocupó otro que estaba por un lado; los demás, tomaron la falda de la sierra que estaba junto al palude. Ruminabi y Zopezopagua andaban en Riobamba, poniendo ánimo y esfuerzo en toda la gente y se fueron a poner con otros principales en lo alto de la loma de Riobamba, de manera que tenían cercados a los poquitos cristianos y caballos que había, por todas partes, aguardando que los españoles irían para ellos, y en el lugar donde estaban los hoyos los matarían a todos. Y por provocarlos a ira hacían arremetidas, dando tan gran grita que no se oía otra cosa que sus voces, y como entre los españoles había algunos recién venidos de España –que acá llamamos chapetones–, temían lo que oían porque para ellos era cosa nueva. Donde los españoles estaban no tenían falta de maíz, que fue harto alivio para ellos. Inspirando en uno de los indios la gracia de Dios nuestro señor, les vino de su voluntad y contó lo que pasaba acerca de los hoyos, que eran tantos que cercaban un gran trecho. Tuvieron a mucho, aviso tan provechoso, dando por ello muchas gracias a Dios y tomando su acuerdo determinaron de dejar el camino que a Riobamba iba a salir por la parte donde los hoyos estaban (bien llenos de estacas con puritas agudas, y por encima sutilmente cubiertos con las pajas del campo), y caminar por la cumbre de unos collados algo ásperos por donde, aunque fue con algún trabajo y fatiga de los caballos, pudieron desechar los hoyos.
Como los indios vieron tal novedad, daban voces como locos diciendo que de dónde le fue aviso a sus enemigos, pues era claro por recelo del peligro de ellos, habían dejado aquel camino. Mostrándose muy furiosos unos a otros, se quejaban de la fortuna suya, veniales pensamiento a creer los españoles que tenían alguna parte en la gracia de Dios, para salir adelante con sus intenciones. Trataron algunos, sobre que sería saludable remedio ofrecerles la paz, mas los tiranos Ruminabi y los otros lo reprobaron, diciendo que mejor era con la muerte descansar, y no verse con la vida ellos y sus mujeres e hijas en poder de tan malvada gente.
En esto, los nuestros poco a poco habían llegado a los tambos de Riobamba, asentados en una linda y muy hermosa campaña, y alojáronse allí, saliendo Belalcázar con treinta caballos a tener escaramuza con los indios, mas como habían cobrado gran temor a los caballos y los tristes no tienen armas defensivas que los guarezca del espada y lanza ni ofensivas más que sus dardos y honda aíllos, haciendo los pies ligeros, comenzaron de huir sin los osar aguardar.
Hallaron algunos depósitos llenos de maíz, de donde Belalcázar dio la vuelta al real, dejando cinco caballos para que estuviesen en vela si los indios abajaban de los altos donde se había subido: y eran éstos Vasco de Guevara, Ruy Díaz, Hernán Sánchez, Morales Varela, Domingo de la Presa. Los indios, como vieron que cinco cristianos solos habían osado quedar en frontera con ellos, teniéndolo por gran ultraje y afrenta suya, echaron para que los sacasen a la pelea tres o cuatros hombres a los cuales salieron para los alancear y los metieron en un escuadrón donde había doce mil hombres de guerra y ellos no más de cinco, y pudieron tanto, que después de haber muerto algunos, y herido, los hicieron retraer y ellos pudieron volver seguramente a Riobamba, donde contaron al capitán lo que les había sucedido. Y mandó que todos los caballos saliesen, y lo mismo los hombres de espada y rodela y los ballesteros para ir a dar en los enemigos, los cuales, como vieron su determinación, perdiendo el ánimo, sin ningún brío, volvían las espadas con gran silencio; yendo todavía los poderosos y más principales de ellos a hombros de los suyos y anduvieron hasta llegar al río que pasa por Ambato –que creo el propio río tiene ese nombre– donde mandaron hacer albarradas y fosos para tornar a tentar su fortuna contra los españoles que, aposentados en los grandes palacios de Riobamba, estuvieron doce días, siendo muy servidos de los Cáñares sus amigos.
Y pasados, salieron de allí muy en orden, habiendo enviado mensajeros Belalcázar a los indios, para que dejando las armas se gozasen con la paz, prometiendo de no les dar guerra ninguna; mas no pudieron acabarlo con los capitanes. Y como llegasen al río de suso dicho, defendieron el paso poco más de media hora; los caballos procuraron pasar como pudiesen para ganar el alto que los indios tenían, que también huyeron. En este tiempo, como en los pasados, los españoles, como los vieron ir de huida les fueron siguiendo, y habiéndose con ellos, ásperamente mataron tantos de los que alcanzaban, que era gran lástima verlos, porque los siguieron hasta Latacunga, donde había grandes aposentos, y de ellos habían sacado suma de tesoros. Restaba gente de guerra, la cual había hecho muchos hoyos al modo de los de Riobamba.
No cayó ningún caballo ni cristiano, que fue ventura, pues, juntos los unos indios con otros huyeron, así los que venían por aquella parte como los que estaban yéndoles los españoles a las espaldas; muchos de los cuales abrían con las lanzas hasta enclavar los corazones que los agudos hierros. Y duró el alcance hasta que llegaron a un furioso río lleno de grandes piedras que echó un volcán de sí.
Capítulo LX
De cómo reventó un volcán o boca de fuego cerca de Quito y lo que pasó a los cristianos y a los indios
Había en los tiempos pasados entre esta gente una opinión varia tenida por cierta, que fue que haciendo sacrificios en cierto oráculo de la comarca, donde un demonio daba respuestas; porque en todas las indias tenemos creído que hay en los hombres naturales esta costumbre de tener pláticas con el demonio, con el cual es también de saber que no todos hablan ni tienen tal privilegio; sino los que tienen por más santos y religiosos, son elegidos para ello; y verdaderamente yo creo que muchas veces éstos fingen desvaríos para tener crédito con los suyos, certificando que el mismo demonio en su cuerpo estaba revestido. Pasa, pues, el cuento del propósito, que uno de éstos, dijo: que supiesen que cuando un volcán, o boca de fuego, que estaba cerca de Latacunga reventase, entraría gente extranjera de tierra muy apartada a les dar guerra; los cuales serían tan poderosos que quedarían por señores de la suya. El demonio no puede afirmar lo que está por venir; pues está claro, los movimientos del tiempo están encerrados en la sabiduría de Dios, y ninguna criatura, aunque sean los ángeles, contra su voluntad, pueden certificar lo que ha de suceder; mas como el demonio es tan sutil, en tiempos dice cosas, por lo que ve que pasa, que concierta, aunque él hable “al adivinar”. Y como vio que los españoles se movían a venir a este reino y conoció que el volcán quería reventar, por que le honrasen con sacrificios y anduviesen ciegos tras su engaño, parecióle que cuadraba esta razón para tener más crédito de afirmarles que cuando el volcán reventase entraría gente que los señorease en su tierra. Y sucedió que cuando los españoles estaban en Riobamba este volcán, o boca de fuego, reventó con gran ruido que hizo, echando de sí tan gran pedrería, que es admiración afirmarlo. Destruyó muchas casas de indios, mató muchos hombres y mujeres; del fuego que había dentro, echó por los aires tanta ceniza con una especie de humo que no se veía según andaba esta ceniza, siendo la cantidad que ha dicho por todas partes. Caía tanto que los que no lo sabían creyeron que llovía ceniza del cielo, la cual cayó más de veinte días y la vieron los que venían con el adelantado don Pedro de Alvarado, como luego diré.
Como este volcán reventó, dieron gran crédito los indios a lo que el oráculo había pronosticado. Luego entendieron en tratar de paz con los españoles; Ruminabi y Zopezopagua, con otros capitanes, lo estorbaban. Belalcázar llegó a Panzaleo, y aun más allá, hacia la parte de Quito, y fueron muertos y heridos muchos indios, de que recibió pena grande, y con acuerdo de los suyos determinó de hacerles mensajeros sobre la paz. Llamó a un indio natural, al cual, poniéndole una cruz en la mano, señal que usamos en la guerra con ellos, para los llamar de paz y para saber que el que trajere tal insignia puede venir seguro y volver, mandóle que fuese donde estaba Ruminabi y los otros, y de su parte les dijese que por qué holgaban de verse morir los unos a los otros y andar con tan grande desasosiego como andaban; que dejasen las armas y asentasen paz entre todos con honestas condiciones, cosa de que él mucho se holgaría, y de su parte no les sería hecha injuria con tanto que ante todas cosas diesen la obediencia al emperador don Carlos, y si quisiesen se volviesen cristianos; y serían todos amigos y compañeros, porque no pretendían de ellos más que esto; y haber el tesoro de Quito para repartir, como fue en Caxamalca.
Llegado el mensajero donde estaban los escuadrones de los indios, Ruminabi, como oyó la embajada, indignóse grandemente. Mirando contra los que con él estaban, dijo: “Mira con las cautelas que éstos nos quieren engañar y con qué palabras nos quieren convencer para sacarnos el tesoro que ellos piensan que hay en Quito, para luego matarnos y tomarnos nuestras mujeres y hijas para tener por mancebas; quién en Caxamalca vio el halago que los otros barbudos tan crueles hacían a Atabalipa; qué modos buscaron después para le matar tan afrentosamente, levantándole testimonios grandes. No plega a Dios nos fiemos de éstos que ni han dicho la verdad, ni la dirán; antes permitamos morir a sus manos y de sus caballos, que no que con nuestra voluntad nos tengan opresos y forzados a seguir desatinos y cumplir sus pretensiones”.
Todos loaron su consejo llamándole “hantud apo”, que es nombre de gran señor, y con mucho enojo que tuvieron, de tener tal atrevimiento el mensajero, le mataron cruelmente, sin tener culpa ninguna. Súpose después de los que se pasaron y cautivaron lo que había dicho Ruminabi, y la muerte que dieron a este mensajero, como está dicho. Estando los españoles en el pueblo de Panzaleo, como los indios conocían el ansia tan grande que tenían por el oro, Lino de ellos dijo que ni podrían traer en los caballos ni en otros tantos lo mucho que había en el Quito; si por caso no sabía como ya lo habían alzado y escondido los que lo pusieron en cobro. Y porque es ya tiempo de volver a hablar de Pizarro, dejará la historia de tratar sobre esta materia hasta que sea tiempo.
Capítulo LXI
De cómo el gobernador don Francisco Pizarro fundó una ciudad en el valle de Xauxa, que es la que después se pasó al valle de Lima; y de la muerte del Inca, y otras cosas que pasaron
Pizarro, como se dijo atrás, entró en Xauxa, con los suyos. Procuraba traer a su amistad a los guancas y yayos; por entonces, no pudo venir, en efecto, su propósito.
Almagro y Hernando de Soto salieron con algunos caballos en busca de los indios de guerra, con los cuales se juntaban muchos de las comarcas para defender sus tierras de los españoles, afirmando que si habían prevalecido contra ellos, había sido por cumplir el mandato de Atabalipa, que siempre mandó que los sirviesen y no les diesen guerra. Estando en Caxamalca tan pocos como eran los que estaban antes de ser llegado Almagro, y aunque conocían cuán mal les iba en las peleas, animábanse, creyendo que Dios sería servido de volver por ellos sin permitir el daño tan notable que les venía. Hacían grandes sacrificios; ellos tienen por dios soberano al sol, mas en las mayores tribulaciones, piden el favor del gran dios de los cielos, hacedor de todo lo criado, a quien, como muchas veces es dicho, llaman Ticiviracocha. Vieron cómo se habían aposentado los españoles en el valle; tenían pena porque del todo no lo abrasaran y destruyeran. Retrayéronse por el real camino que va al Cuzco, sin pensar que los vendrían siguiendo, mas cuando no se cataron oyeron el bufido de los caballos, de que recibieron gran temor, aunque eran muchos. No tuvieron consejo, antes, temiéndolos, se desordenaron, procurando de escapar con vida.
Los españoles cruelmente mataban en ellos tanto, que por muchas partes no se veía sino sangre de la mucha que de las heridas salía. Y así fueron siguiendo el alcance donde hubieron gran despojo, prendiendo muchas y muy hermosas señoras, y otras indias naturales de diversas provincias del reino: entre las cuales se conocieron dos o tres hijas del rey Guaynacapa. Con este robo dieron la vuelta teniendo por grande hazaña las muertes que habían hecho en los desarmados y tímidos indios.
A Xauxa, donde comenzaron a venir de paz los guancas y yayos y otros señores, excusándose delante de Pizarro por no haber venido, afirmando que no había sido en su mano, recibíalos a todos muy bien, procurando que no les fuese hecho ningún maltratamiento ni robo. Amonestólos que fuesen fieles a los españoles: hízoles entender cómo venía por mandado del emperador a poblar aquellas tierras de cristianos; y a que les diesen noticia de nuestra fe, para que, oyendo la palabra del sacro evangelio, se volviesen cristianos, y otras cosas les dijo sobre este caso. Respondieron lo que vieron que convenía para estar seguros; los más de estos señores están vivos y cuentan estas cosas tan por entero como si pasara ayer.
Pizarro, como vio que tenía algunos amigos y que el valle de Xauxa era grande y demás de ser tan poblado estaba en el comedio de aquellas comarcas, determinó, con acuerdo de los que con él estaban, de hacer en él una nueva población de españoles, y así se fundó aquí una ciudad, que es la misma de los Reyes, que fue causa que en la primera parte no traté de esta fundación porque no permaneció. Estuvieron aquí más de veinte días, alegrándose con juegos de cañas que hacían. No salían galanos a ellos, mas salían tan costosos cuanto querían con el oro que se Ponían. Conocían la merced que Dios les había hecho en les dar gracia y esfuerzo para descubrir tan gran tierra y llena de tanta riqueza.
Desde este valle envió Pizarro a ciertos españoles para que mirasen la costa de Pachacama para ver si en los yuncas sería concertado hacer otra población con la gente que venía en las naos cada día. Mandó asimismo el capitán Hernando de Soto que saliese con sesenta caballos, camino de la ciudad del Cuzco sin se dar mucha prisa a andar: porque, asentadas algunas cosas que convenía en la nueva ciudad, Partiría para se juntar con él; Soto, con los que con él habían de ir, salió luego.
Yncurabayo y otros capitanes habían hecho sus albarradas y fuerte para dar guerra a los españoles. Súpolo Soto; avisó a Pizarro para que luego saliese. El nuevo inca que se coronó en Caxamalca adoleció en este valle, de que murió. Pesó mucho a Pizarro de ello, Porque había dado muestra de buena amistad. Mandó quedar por su teniente y justicia al tesorero Riquelme con la gente convenible; con la demás, salió de Xauxa. Los indios estaban en Bilca; cosa muy principal y de mucha importancia en este reino, según conté en mi Primera parte, a que me refiero. Había hermosos edificios y templo con gran riqueza; quemaron lo principal de todo, sacando las mujeres sagradas y los tesoros porque los españoles no se aprovechasen de ello. Dos caminos, si no son tres, salen de esto que llaman Bilcas reales; todos los tenían los indios ocupados; y como están en un cabezo alto, arrojaban tiros contra los españoles, que ya llegaban junto a ellos. Tanto era el miedo que habían cobrado a los caballos que habían perdido todo el ánimo; cuando no los veían, hacían fieros, parecíales que con mil españoles pelearían; como oían sus relinchos y su talle, temblaban de miedo, no peleaban ni hacían más que huir. Así les acaeció en este día, quedando muertos y heridos muchos del aprieto y alcance que los españoles les dieron. Ellos no hirieron ni mataron ningún caballo ni cristiano. Descansó aquella noche Soto del trabajo que habían tenido.
Pizarro venía caminando. Llegó a Bilcas a cabo de tres días, donde halló cartas de Soto de lo que le había sucedido. Los indios iban quejándose de sí mismos; espantábanse cómo no tenían el ánimo que tuvieron en tiempo de los incas, pues vencieron tantas batallas. El pensar en los caballos los desatinaba; por una parte, los temían; por otro, sentían que gente extranjera, y tan diferente a ellos, los señorease. Esto los convencía a querer morir por no verlo. Determinaron de aguardar en el río de Apurima, para ver si algún día les sucedía a sus enemigos alguna desgracia.
Soto pasó a Carambe y el río de Abancay. Una cosa he oído decir, que en estos alcances hallaron las puentes de los ríos de Abancay y de Apurima deshechos, y que los pasaron en los caballos, y que después nunca se ha visto que caballo los pueda vadear, especialmente el de Apurima; aunque también me han dicho que los pasaron en puentes, pero angostas. Los indios que estaban en Apurima, tomando nuevo consejo acordaron de pasar a Lamatambo y no aguardar allí. Súpolo Soto y anduvo hasta que se vio, con los caballos que iban con él, de la otra parte del río, a nado, o por puente. Pareció a los más que sería acertado aguardar a que llegase el gobernador con la demás gente. Soto dijo que no era tiempo de parar, sino cambiar en seguimiento de la victoria, pues Dios era servido de se la dar. Como esto dijo, partieron; salieron de aquel lugar caminando por donde estaba la junta por el camino real de Chinchasuyo.
Capítulo LXII
De cómo los indios aguardaron a dar batalla a los cristianos en la sierra de Bilcaconga; y de cómo llegado Soto, se dio entre unos y otros, y lo que sucedió en ello hasta que Almagro con algunos caballos fue en socorro
No habían los indios acordado de parar en ninguna de las partes que quedaban atrás porque les pareció sería más seguro para ellos en la sierra de Bilcaconga que está por aquella parte, antes de llegar al Cuzco poco más de siete leguas, porque lo tuvieron por sitio acertado para dar guerra a los españoles y muy dificultoso para los caballos por tener una subida algo larga. Hicieron algunos hoyos e hincaron estacas con puntas agudas. Proveyéronse de mantenimiento, llamando a los vecinos y parientes suyos, afirmándoles que venían sesenta españoles no más, contra todos ellos, y que no era de perder tal ocasión, sino dar gracias a Dios que se la daba y ponerse a todo riesgo por los matar.
Soto con sus compañeros venía siguiéndoles a buen paso, deseando verse envuelto con ellos antes que se juntase mayor poder. Llegados al principio de la sierra de Bilcaconga, adelantando un poco los caballos, movieron adelante. Veíanlos los indios; contábanlos muchas veces, alegrándose porque tan pocos fuesen. Se descabalgaban por todas partes de la sierra, amenazándoles de muerte, trayendo todos sus hondas, dardos, porras, aíllos y otras armas. Soto habló a los suyos para que no temiesen la muchedumbre de enemigos que tenían por delante; pues en otros lugares, menos que ellos eran habían desbaratado a mayor poder de los indios. Encomendáronse los cristianos a Dios; apretando bien las lanzas fueron a recibir los golpes de los indios teniéndolos en poco.
Los indios habían hecho juramento por el sol y por la tierra de morir o matar a aquellos cristianos que siendo tan pocos osaron venir a los buscar. Y así entre unos y otros se comenzó la batalla en la cual murieron más de ochocientos indios, a la cuenta que algunos dan, y heridos fueron poco menos. Los indios, con sus tiros tan espesos, hirieron a cinco españoles, tan mortalmente que murieron luego. Llamábanse Hernández, Toro, Miguel Ruiz, Marquina, Francisco Martín Coytino; y también mataron un caballo y una yegua. Por el mismo camino, Soto y Pero Ortiz habían llegado a lo alto los primeros, andaban alanceando en los indios; algunos caballos no podían acabar de subir por causa de los que estaban muertos en el paso. Juan Ronquillo y Malaver apearon, poniéndose uno a una parte y otro a otra, hicieron que los demás pasasen. El estruendo y gritas de los indios era mucha; ahincábanse por dar la muerte a todos los cristianos; muchos perdieron las vidas sin ver este gozo. Estaban cansados los unos y los otros que no se podían menear.
Apartáronse los indios cerca de una fuente en la misma loma, donde se pusieron Soto con los cristianos: tomaron un arroyo que estaba a un tiro de arcabuz de los indios, donde les pareció estarían más seguros. Vieron, cuando se juntaron, que sin los cinco cristianos que habían los indios muertos, hirieron once y catorce caballos. Apretáronles las heridas, como mejor pudieron. No tenían otra comida que la que de aventura había quedado en alguna de las mochilas que traían. Rogaban a Dios que les enviase socorro porque se hallaban pocos y tenían por delante muchos enemigos. Los indios no sabían de los heridos, mas tenían bien contados como eran cinco los muertos y dos caballos. Enviáronlo a hacer saber por la tierra para que se animasen a matar los que quedaban. Soto, con gran recato de que no les recreciese más desgracia, mandó que todos estuviesen a punto de guerra porque no los tomasen descuidados.
Pizarro venía caminando. Pesóle porque Soto no le había aguardado. Almagro con treinta caballos quiso adelantarse para juntarse con él y anduvo aquel día por aquel camino, que es todo de sierra, más de doce leguas. En Lomatambo supo, por dicho de dos cansados indios, que allí habló, cómo los cristianos y los indios estaban en la sierra de Bilcaconga. Dio prisa andar y allegó al principio de la subida, ya que era noche. Porque le oyesen Soto y los que con él estaban, mandó tocar una trompeta, subiendo todavía por la sierra. No oyeron nada por entonces los que estaban en lo alto, mas tornando a tocar otra vez la trompeta, se oyó que respondieron, diciendo algunos que era bocina de los indios. En esto Almagro llegó a la vista de los indios y cristianos sin haber estorbado la noche su caminar; y juntos todos se alegraron, pesándoles después a Almagro saber la muerte de los cinco españoles. Venida la mañana, Almagro mandó que fuesen junto a los heridos algunos sanos porque no recibiesen más daño. Los indios como reconocieron el socorro que había venido a los españoles a tiempo que estaban aguardando mayor junta –para matarlos– que allí tenían, pesándoles de ello notablemente, hicieron gran sentimiento poniéndose todos en huida. Almagro y Soto los fueron siguiendo, matando e hiriendo en ellos. Cautivaron algunos, y cuando les pareció, pararon con determinación de aguardar al gobernador, el cual se dio tal prisa a caminar que se juntaron todos este día. Y pues ya están unos con otros, convendrá que la crónica deje de hablar de ellos por tratar la salida que hizo de Guatimala el adelantado don Pedro de Alvarado, porque de otra manera no llevaríamos orden ni se entendería claramente lo que se ha de contar.
Capítulo LXIII
De cómo el adelantado don Pedro de Alvarado, gobernador de Guatimala, salió del puerto de la Posesión para venir a este reino con grande armada
Tengo tanto que escribir en las guerras civiles y debates que unos españoles tuvieron con otros, que muy de corrida quisiera pasar en lo que voy contando. Mas considerando que, si no es de manera que se entienda, mi trabajo será en vano, quiero pasarlo por satisfacer a los lectores: no seré largo en materia ninguna ni contaré más que el hecho.
Digo, pues, que el adelantado don Pedro de Alvarado fue uno de los señalados capitanes que hubo en este nuevo mundo de indias. Su majestad le hizo su gobernador de la provincia de Guatimala con licencia, según yo oí, que pudiese descubrir por mar; un piloto llamado Ortiz Giménez, cursado en la navegación, le puso en cabeza que le llevaría a las islas de Tarsis. Otros dicen que a la China, donde había grandes riquezas, aderezó navíos forneciéndoles de vituallas, procurando de allegar hombres y caballos para salir en demanda de su empresa. Mas sucedió que de una nave que aportó aquella tierra tuvo aviso de cómo el Perú se había descubierto y Francisco Pizarro, proveído por gobernador de cierta parte de él y que había hallado grandes tesoros y nueva de mayor riqueza en lo de adelante. Alvarado, por consejo de los que con él tenían cabida, determinó de parar con su jornada y enviar un navío a la costa del Perú por la mar del Sur para que tomasen lengua de lo que había y de lo que era la tierra, mandando ir a un caballero de Cáceres, llamado García Holguín, el cual vino a esta costa; halló grandes corrientes y los vientos contrarios que no pudo pasar de Puerto Viejo, donde supo Pizarro había poco tiempo que era partido de la costa a la sierra. Volvió con esta nueva García Holguín, diciéndole al adelantado que la tierra del Perú era muy grande y rica y adonde se podría bien descubrir.
Alvarado vino al puerto de la Posesión. El licenciado Castañeda envió a Gabriel de Rojas con una probanza del intento del adelantado, habiéndole también avisado el piloto Juan Fernández, compañero que había sido del capitán Belalcázar, de la mucha riqueza que se decía haber en el Quito, de manera que las nuevas eran tan grandes de lo del Perú, que se determinó de en persona venir descubriendo lo que pudiese que no hallase ocupado por Pizarro ni su gente. Sacó de Guatimala y Nicaragua la más lucida armada que se ha hecho en las Indias, a dichos de muchos que me lo han certificado: en la cual venían quinientos hombres, poco más o menos, y trescientos y veinte y siete caballos, muchas armas y otros pertrechos necesarios para la guerra y conquistas.
Y si hubiera navíos, más trajera de otros doscientos españoles y caballos. Entre los que venían fueron su hermano Gómez de Alvarado, Diego de Alvarado, Alonso de Alvarado, que después fue mariscal; Garcilaso de la Vega, don Alonso Enríquez de Guzmán, Luis de Moscoso, el licenciado Caldera, Gómez de Alvarado de Çafra, Alonso de Alvarado de Palomas, Vitores de Alvarado, el capitán Benavides, Pedro de Añasco, Antonio Ruiz de Guevara, Francisco de Morales, Juan de Sayavedra, Francisco Calderón, Juan de Errada, Miguel de la Serna, Francisco García de Tovar, Juan de Ampudia, Pedro de Puelles, Gómez de Estaçio, Sancho de la Carrera, Antonio Picado, García Holguín, Pedro de Villareal, el padre fray Marcos. Muchos más venían caballeros y de mucha presunción que no supe sus nombres; y éstos puse porque todos ellos o los más señalaron en hacer buenos hechos, o en cometer grandes maldades en tiempo de las tiranías. Al piloto Juan Fernández hicieron capitán del galeón que fue un hermoso navío. Salieron de que se hubieron embarcado, del puerto de la Posesión del mes… del año de mil y quinientos treinta años.
Después de haber navegado por la mar treinta días, llegaron a reconocer el cabo de San Francisco. El adelantado, aunque le habían dicho tanto de la riqueza del Quito, no pretendía él sino pasar descubriendo adelante de Chincha, donde sabía llegar la gobernación de Pizarro. Las corrientes son tantas en esta costa como saben los que por ella navegan, que estorbaron no ser la navegación tan a gusto de Alvarado, como él quisiera. Tomando la costa llegaron a la bahía de Caraques, donde saltaron todos en tierra, y los caballos, de los cuales se habían muerto muchos por la mar. En este lugar habló a la gente el adelantado, con las palabras que suelen los gobernadores de acá engañar para hacer sus hechos. Dijo que él para sí harto tenía y gobernador era de Guatimala, mas porque se viesen ricos y con repartimientos había querido ponerse al trabajo que habían visto; por tanto, que conociendo lo que en esto le debían, le fuesen fieles y buenos amigos. Y porque convenía dar orden en el regimiento del campo, determinó de señalar capitanes, con los demás y oficiales que se requería. Y así luego nombró por su maese de campo a Diego de Alvarado, y por capitanes de los caballos a Gómez de Alvarado, su hermano, y a Luis de Moscoso y a don Alonso Enríquez de Guzmán; eligió por capitán de infantería a Benavides; y de los arcabuceros y ballesteros a Mateo Lezcano; alférez general encargó que le fuese Francisco Calderón, y mandó que fuese capitán de la guarda Rodrigo de Chávez; por justicia mayor del campo señaló al licenciado Caldera, y a Juan de Sayavedra por alguacil mayor. Todos estos cargos, dados y divulgados, con acuerdo del licenciado Caldera y de los más principales; determinó Alvarado que los navíos se fuesen a Puerto Viejo, y que la gente que marchase por tierra, con los caballos y gente de servicio que sacaron de Guatimala y Nicaragua; muchos hombres y mujeres, de los cuales murieron muchos, así por la mar como con los grandes trabajos que tuvieron por la tierra; y uno de los notabales daños y crueldades que los españoles han hecho en estas Indias ha sido sacar de sus tierras a los pobres indios con sus mujeres, estando pacíficos, para llevarlos a las tierras que tienen intento de descubrir y de robar.
Hecho este proveimiento, el adelantado, con algunos escuderos que le fueron acompañando, fue a Manta, donde estaban los navíos. Tenía el intento ya dicho que era de descubrir tierra adelante de Chincha, donde paraban los términos de la gobernación de Pizarro. Mandó al piloto Juan Fernández que con el galeón navegase por la costa, llevando lo que los que habían de caminar por tierra pudiesen excusar todo lo que más pudiesen, hasta que viese estar fuera de los límites de la gobernación de Pizarro. Llevando aviso especial de poner en todos los puertos que tomase señales para que se viese, haber sido descubierto y tomase posesión en nombre del rey de Castilla y suyo. A los demás navíos, después de ser llegados donde habían de venir, los despachó a Nicaragua y a Panamá, porque pudiesen traer más gente, y él volvió luego donde había dejado su campo, con gran noticia que tuvo de la mucha riqueza que había en el Quito de un indio que dijo haberlo visto por sus ojos.
Capítulo LXIV
De lo que hicieron los españoles que Pizarro envió a Xauxa a la costa del mar del Sur
En los capítulos de atrás conté cómo estando en Xauxa don Francisco Pizarro, mandó a ciertos españoles que fuesen a los llanos a mirar la costa de la mar para fundar algunas ciudades con la gente que venía en los navíos, y éstos fueron a salir a Pachacama, y tomando la costa en la mano hacia la parte del norte, anduvieron por todos los valles y ríos, tomando posesión por el emperador, y Pizarro en su nombre, de lo cual daba fe un escribano que entre ellos iba; ponían cruces: señal conocida, y con tanta razón, por los cristianos en estas partes; y anduvieron de tal manera hasta el valle de Guararey, de donde volvieron a Pachacama. Gabriel de Rojas, y los que con él venían de San Miguel, llegaron adonde estaban estos cristianos, los cuales les dieron guías que los llevasen adonde Pizarro estaba.
En esto el Quizquiz y los otros capitanes, deseando hacer daño en todas las provincias porque los cristianos no las hallasen enteras, dicen que mandaron a uno de los capitanes que fuese con algunos indios cáñares y chachapoyas y orejones a juntarse con los de Ica y que procurase de hacer todo el daño que pudiese a los de Chincha; y unos dicen que este Ucache mató al principal, señor de Ica, y que por tiranía adquirió aquel señorío; otros cuentan que no, sino que de derecho le venía el mando. Como quiera que sea, yo soy informado que los de Chincha enviaron mensajeros a los cristianos que estaban en Pachacama implorando su ayuda contra aquellos enemigos, rogándoles que a su valle quisiesen ir a los favorecer. Respondiéronles que lo harían de buen grado, y luego fueron cinco o seis caballos a Chincha, donde fueron bien recibidos de los naturales, y ellos se holgaron de ver tan lindo y hermoso valle. Alababan a Dios contemplando sus frescuras y florestas tan deleitosas. Estaba entonces más poblado, cierto, que ahora. Salieron tres o cuatro mil indios de Chincha para ir contra los enemigos que venían con Ucache, que serían otros tantos. Juntáronse al romper del alba, donde hubieron la batalla. No duró mucho porque los de Ica, como vieron los caballos, vueltas las espaldas, comenzaron de huir. Los españoles, tomando una cruz pequeña, la pusieron en las manos de un indio, mandándole que la diese a Cache en señal de amistad y que le dijese de su parte que viniese sin ningún recelo a verse con ellos. Ucache cuentan que, tomando su parecer con los más viejos del valle, conociendo que del todo los españoles habían de quedar con el mando del reino, pues todos los incas eran ya muertos y toda su potencia caída, determinó de asentar paz con aquellos que se la habían enviado a ofrecer y con unos principales lo envió a decir; y sin pasar muchos días, fue la misma persona de Ucache de paz llevando, según me dijeron, ciertos vasos y otras joyas de oro de presente.
Tomaron por todas aquellas partes posesión por el emperador como habían hecho en lo de atrás.
Capítulo LXV
De cómo el adelantado don Pedro de Alvarado determinó ir al Quito, y de algunas cosas notables que le sucedieron
Por ninguna manera puedo proseguir una materia hasta al cabo porque en un mismo tiempo pasaban todas las cosas que voy contando y para que entienda y no se ofusque el lector lo llevo; como ven, el trabajo para mí es, que ellos con pasar las hojas hallarán lo que quisieren.
Dije cómo el adelantado don Pedro de Alvarado llegó con su gente a este reino y del nombramiento que hizo de capitanes, y cómo de un indio que tomó supo haber en el Quito grandes tesoros y que su voluntad no era sino de pasar adelante de Chincha, mas los votos y pareceres de los principales de su real fueron tantos sobre que fuesen al Quito que lo hubo de poner por obra; porque no pensaban que lo que en Caxamalca se habían repartido fue mucho para comparación de lo que creían hallarían en Quito, con que luego muy de veras tenían por cierto volver ricos a España. Mas de otra suerte les avino, como iré relatando. Aquel indio que afirmó haber visto el tesoro y haber estado en el Quito, prometió de guiar por camino seguro hasta los meter en la ciudad. Alvarado se lo agradeció, prometiéndole por ello bastante paga. Como mejor pudieron se metieron en camino llevando con las mas de sus cargas los miserables hombres naturales de Guatimala, que tan cara costó esta jornada a ellos: y plega a Dios no cueste a las ánimas de los cristianos que lo causaron.
Y en dos jornadas allegaron a un lugar de ramadas donde sintieron alguna necesidad de agua, por no haber fuente ni arroyo ni otra que la que hallaron, en algunos calabazos en las casas, muy salobre. Pasaron adelante como mejor pudieron hasta la provincia de Xipixapa, de donde fueron a otro pueblo que le pusieron “del oro”, por lo mucho que en él hallaron. Los naturales no tuvieron aviso de su venida, que fue causa que los pudieron tomar descuidados; como vieron entre sus casas los caballos, perdieron el vigor y aliento para ponerse en resistencia. Teníase por de gran ventura los que se podían guarecer, y así muchos hombres con sus mujeres e hijos salieron del pueblo; otros fueron cautivos por los nuestros, y su pueblo robado y saqueado, donde infinita riqueza hallaron de fino oro en lindas joyas y plata. Muchos no la estimaban, ni se dieron nada por ella, sino fueron algunos que tomaban algunas ollas y otras vasijas para su servicio. Fueron las esmeraldas, que si todas las guardaran y las vendieran valieran un gran tesoro; mas ignorando su valor, juzgando ser de vidrio, como si los indios tuvieran algunos hornos de él, las tuvieron en poco. Dijéronme que un platero conoció ser piedras ricas y que disimuladamente hizo mochila de todas las más que pudo, para con ellas volverse en España. No se vio él en tal gloria, porque entre las nieves y fríos de adelante se helaron él y su burjaca de esmeraldas. Hallaron más, según algunos me contaron, en este pueblo; unas armas con que se armaban cuatro hombres hechas de planchas de oro y claveteadas con clavos de lo mismo; las lañas eran anchas, como cuatro dedos, y algo largas; las armaduras de oro para las cabezas como casquetes del mismo metal, sembradas de esmeraldas: ellas debían de ser tan ricas que en Milán se armaran más de cuatrocientos con su valor. Todo el oro se recogió, llevándolo como mejor pudieron, aunque todo les parecía poco; no dándoseles nada por lo que hallaban, aguardando a henchir las manos en el Quito. Más adelante estaba un pueblo que pusieron “de las Golondrinas”, por las muchas que hallaron en él adonde, como llegaron, la guía que llevaban para lo de Quito, viendo coyuntura, dejándolos engolosinados con sus dichos, se huyó; de que el adelantado recibió mucho enojo y todos se hallaron puestos en gran confusión porque no sabían la tierra ni cuáles eran buenos caminos; y pareciendo convenir, mandó al capitán Luis de Moscoso que fuese a descubrir para tomar lengua de lo que les convenía hacer y saliendo con algunos españoles hacia la parte de levante, descubrió un pueblo llamado Lani, de donde salió y descubrió otro pueblo llamado Chonana, adonde había mucho bastimento y se cautivaron algunos naturales. Tuvo nueva de esto el adelantado; movió con su campo y llegó a esta tierra. Afirmáronme algunos caballeros honrados, que hoy son vivos de los que entraron en este reino con el adelantado don Pedro de Alvarado, que los indios que trajeron de Guatimala comieron infinidad de gente de los naturales de estos pueblos que caen en la comarca de Puerto Viejo, y después fueron los más de ellos helados de frío y muertos de hambre, como se dirá; y así se van apocando en algunas partes con grandes infortunios, castigándoles Dios por sus detestables pecados: pues nos consta en esta parte de Puerto Viejo hay muchos que usan el pecado nefando; y los que vinieron de Guatimala tienen la costumbre de se comer: pecados tan enormes que merecieron pasar por lo que pasaron, pues lo permitió Dios.
Vuelto al propósito, como Alvarado se viese ya encaminado en la ida del Quito y que no tenía guías, parecióle que no sería cosa honesta meterse por camino ignoto, y no sabido, con tanta gente, sino que saliesen algunos capitanes a descubrir a una parte y otra y trajesen razón de lo que hallasen para conforme a lo que viesen ordenar lo más seguro. Y así mandó luego a Gómez de Alvarado, su hermano, que con treinta caballos y algunos peones fuese descubriendo hacia el septentrión y al capitán Benavides también mandó que fuese asimismo a descubrir hacia la parte de levante. Y este capitán Benavides, con los que fueron con él, descubrió el río y pueblo que llaman Daule. Gómez de Alvarado descubrió el pueblo de Yagua, donde halló ciertos leones, y más adelante, por aquella parte, llegó hasta la provincia de Niza. Los indios de todas estas tierras: de ellos huían, de ellos quedaban presos en poder de los españoles; pusiéronse ciertos de ellos en arma contra Gómez de Alvarado: no les fue bien de ello, porque heridos y muertos fueron más y los otros huyeron de tal burla. Decían los que se cautivaron saber el camino del Quito, y que los llevarían allí por tal camino que brevemente se viesen dentro. Gómez de Alvarado había mandado apercibir a seis caballos para que fuesen a dar aviso al adelantado de que convenía venir con el campo por aquella parte y llegó nueva cómo los indios habían muerto a un español y herido a otro, los cuales se habían apartado por robar a los indios sin que fuesen vistos; y ellos, como vieron no ser más, mataron a el uno que se nombraba Juan Vázquez. Cabalgaron luego para castigar los indios sin tener, a mi ver, ninguna culpa, pues no pecaban en matar los que tantos de ellos mataban y robaban, estando en sus propias tierras y casas; mas, de ellos se habían puesto en cobro, de manera que ninguno toparon: al cristiano halláronlo muerto, la cabeza cortada. Tornó a determinar de no enviar ningunos caballos, sino ir él con los que estaban a dar cuenta al adelantado, y así lo hizo, afirmándole cómo los indios decían ser el camino más seguro para el Quito por donde él había descubierto y que sería acertado caminar por él. Benavides también llegó, habiendo descubierto el río Grande y otros pueblos por donde se afirma, lo mismo que por la otra parte: que podían ir al Quito muy bien.
El adelantado, contra lo que afirmaban los cautivos que trajo el capitán Alvarado, se determinó de que fuesen por la parte que había descubierto Benavides, y así ordenó luego la partida; y anduvieron hasta llegar al río de Daule, donde perdieron el camino porque los indios tienen la contratación por el propio río.
Capítulo LXVI
De cómo el adelantado mandó salir gente a buscar camino, y de cómo hallaron muchas ciénagas y ríos y murieron algunos españoles, entre los cuales murió el capitán don Juan Enríquez de Guzmán
Como el adelantado no quiso que se caminase por el camino que descubrió Gómez de Alvarado, sino por donde el capitán Benavides anduvo, y hubiese llegado al río Daule y no hallase ninguno; mandó que saliesen cuadrillas de españoles por todas partes para ver por donde iba el camino de Quito. Don Juan Enríquez salió con algunos de sus capitanes a descubrir por donde la ventura lo guiase. Y habiendo andado hasta diez leguas, pudo llegar a un lugar grande donde halló abundancia de bastimento de maíz y raíces y pescado. Había por todas partes tantas ciénagas y atolladeros que, a ser invierno, se pasara gran trabajo. Envió luego aviso al adelantado que como supo haber mantenimiento, se holgó y mandó que caminasen a juntarse con don Juan. Con los trabajos que pasaban y malas comidas que comían habían adolecido muchos españoles, los cuales andaban con demasiada fatiga; y como Alvarado viese ir con tanta pena uno de estos enfermos, él mismo con sus manos lo puso en su caballo, que fue causa que otros algunos de los que iban a caballo, queriéndole imitar, cabalgaban en sus caballos de aquestos, que así iban enfermos, y como mejor pudieron llegaron a aquel lugar donde don Juan Enríquez de Guzmán estaba aguardándolos. Y estuvo el adelantado con su gente en él algunos días comiendo el bastimento que tenían los naturales para la sustentación de sus vidas. A la continua adolecían españoles; no tenían camino cierto que los llevase al Quito, que era lo que deseaban. Pasábase el tiempo, de que sentía mucho el adelantado, y con acuerdo de los principales, se determinó que saliesen por todas partes de aquella comarca a ver si se podía hallar camino.
El mal que daba a los españoles era una fiebre como modorra; y entre los enfermos estaba uno que se decía Pedro de Alcalá; y como le agravase la fiebre, levantóse de donde estaba echado, y sacando una espada, salió fuera, diciendo a grandes voces: “¿Quién dice mal de mí?” Y fuese para una caballeriza y de una estocada mató su caballo; y de otras dos, sin que se lo pudieron estorbar mató otros buenos caballos, en tiempo que valía en el Perú un caballo tres y cuatro mil castellanos. Tomáronlo, yendo que iba a herir a un negro y echáronle una cadena.
En este tiempo, los que habían salido a buscar camino, se volvieron sin lo poder topar con los muchos ríos y paludes que hallaban: de que todos tenían gran congoja por verse metidos en tierra tan mala y por ninguno de ellos no vista ni sabida. El capitán don Juan Enríquez de Guzmán, de quien cuentan que era caballero muy noble y honrado, dijo el adelantado que por le servir quería salir a buscar camino por alguna parte. El adelantado se lo agradeció. Salió con él Luis de Moscoso y con algunos españoles sueltos salió caminando por donde no sabían. Pasaron muchos ríos furiosos y lagunas tembladeras hasta que, yendo andando por un monte espeso, lleno de grandes florestas y espesuras, descubrieron un pueblo donde mataron algunos de los naturales que se quisieron poner en defender sus tierras y bienes. Los demás huyeron con grande espanto que recibían de ver los caballos. Hallaron comida de la que usan los indios en esta tierra, que así descubrieron, y como señores del campo se aposentaron en ella como si fuera suya, andando huyendo los verdaderos señores por miedo de no ser muertos a sus manos y de sus caballos.
Don Juan y el capitán Luis de Moscoso hicieron mensajeros al adelantando, el cual vino luego con todo el campo como mejor pudo donde estaban los capitanes. Y estando allí algunos días donde se murieron algunos de los españoles: morían con mucha miseria, sin tener refrigerio ni más que trabajos de caminar, y por colchones la tierra y por cobertura el cielo. No tenían pasas ni camuesas en que oler, sino alguna raíz de yuca y maíz, porque entiendan en España los trabajos tan grandes que pasamos en estas Indias los que andamos en descubrimientos y cómo se han de tener de buena ventura los que sin venir acá pueden pasar el curso, de esta vida tan breve, con alguna honestidad.
A los indios que se prendieron por aquella tierra preguntaba el adelantado le avisasen por donde iba el camino de Quito, y que le dijesen cómo ellos tenían tan pocos caminos. Respondían que no sabían y otras respuestas de las que suelen dar los indios.
Capítulo LXVII
De las cosas que más le sucedieron al adelantado, y de los muchos trabajos y necesidades que su gente pasó
Pesado le había al adelantado por no haber caminado por el otro camino que el capitán Gómez de Alvarado, su hermano, había descubierto, pues los indios afirmaron llevarlo por aquella parte al Quito; y aunque por su mandado por muchas partes salieron a buscar camino, ninguno se halló; que fue acrecentarle más la pena. Venía en su campo un hombre diligente, y para mucho trabajo, a quien llamaban Francisco García de Tovar, que después fue capitán en Popayán y le conocí yo mucho; y llamándole con grande instancia le rogó que saliese con cuarenta españoles y procurase de, hacia la parte del septentrión, descubrir algún camino por donde pudiese salir de la tierra donde estaba, mandándole que aunque fuese cortando a machete y hacha, anduviese algunos días porque de fuerza toparía con un ancho y real camino que Juan Fernández, el piloto, le certificó haber luengo de la serranía del Perú.
Salió Tovar con cuarenta hombres llevando un reloj para no se perder por la montaña y con gran trabajo se metieron por aquellos montes no vistos y oídos, cortando con machetes por la gran espesura de la montaña; las noches dormían en el lugar que les tomaban; llamábase dichoso el que le cabía lugar enjuto para tender su cuerpo, o tener algunas ramas para echar debajo; ponían por almohadas las rodelas. Comían de la miseria que llevaban en las mochilas. De esta guisa anduvieron hasta llegar a un río grande; puesto que no aparecía su furia cuánto era: hacíalo unos céspedes criados entre la misma agua que eran tantos y tan enredados unos de otros que no era menester otra puente para lo pasar. Tovar y sus compañeros pasaron el río, sin mirar en al que descubrir poblado y camino para el Quito; y fue Dios servido que después de estar bien cansados estos cuarenta, poco más adelante de este gran río descubrieron un lugar de veinte casas bien proveídas de mantenimiento; y aunque los indios sintieron su venida, y el daño que les venía con su visita, no pudieron ponerse todos en salvo: que fue causa que se prendieron algunos para guías. Comieron de lo que allí hallaron, y salieron con noticia, que tuvieron, de haber poblado, mas no creían que los indios decían la verdad; y porque en el campo del adelantado no recreciese alguna hambre con su tardanza, prosiguieron su camino todavía al septentrión, y después de haber andado dos días, y dormido las noches en la montaña, llegaron otro día ya tarde a un pueblo de gran población y que tenía muchos sembrados, maíz y otras raíces. Parecióles que sería seguro avisar al adelantado para que con toda su gente a buenas jornadas viniese adonde te aguardaban; y así de ellos volvieron, los que bastaron, con la nueva; y les enviaron alguna carne de venado, para su persona, de la que hallaron en las casas de los indios porque ya no la comían, sino pocos o no ningunos, y se morían, de dolencia y enfermedades, españoles. Y como supo que había Tovar descubierto aquel pueblo, salió del lugar donde estaba; y en estos días que caminaba el adelantado (del volcán que conté en lo de atrás, que reventó cerca de Quito), había esparcido el aire tanta ceniza o tierra por todas partes que parecía que las nubes lo echaban de sí; y creyó, todos los que no lo sabían, que por algún misterio llovía del cielo aquella tierra y ceniza; y cayó tanta por adonde iba el adelantado que se espantaba de ello mucho; y en algunos días no cesó de caer.
Como no había camino seguido, ni ancho, para los caballos, iban con demasiado trabajo; y los más de los días se morían, de los indios, que habían sacado de Guatimala, gimiendo: pues los habían traído de sus tierras y natural a morir tan miserablemente. Y cayendo y levantando llegaron al río de suso dicho donde se vieron en mayor confusión, porque puesto que era para pasar los hombres había puente por aquellos céspedes y ceborucos, no era decente para los caballos por ser pesados; y aquellas raíces estar trabadas y tejidas que enredaran a todos los caballos aunque fueran fuertes; y echarlos a nado no había lugar descubrido por estar lleno de aquellas yerbas. No sabían qué medio tener para salir de aquella fortuna, mas la necesidad enseña a los hombres cosas grandes, y más en estas partes que en ningunas de todo el mundo. Y mandó que cortasen de unos árboles, que son como higueras a quien llaman aurumas, por de dentro algo huecos, y trajeron tantas que hicieron una puente atada con bejucos –que son como tengo contado en la primera parte– a los céspedes reciamente; tan largas que tenían trescientos pies y en anchura poco más de veinte. Y como la tuvieron acabada, estando porfiando sobre si pasarían bien los caballos o no, uno de ellos se soltó y, por tirarlos, de rehurto llegó a la puente y a todo correr la pasó y volvió luego adonde había salido: de que se holgaron mucho y pasaron los caballos sin peligro ninguno. Y anduvieron hasta el pueblo donde estaba Francisco García de Tovar, mandando luego el adelantado a los capitanes que saliesen cuadrillas de gente por todas partes a descubrir lo que hubiese; y descubrieron otro lugar llamado Chongo, donde tomaron algunos indios de los naturales de él, los cuales contaron que, camino de cuatro jornadas de allí, estaba un pueblo llamado Noa.
Está cerca de esta tierra de Chongo un río grande, tanto que si no es con balsas no pueden pasar los caballos; y como tuvo de ello aviso, el adelantado partió con algunos, dejando encargado el campo al licenciado Caldera, su justicia mayor, a quien mandó que le siguiese de su espacio, llevando gran cuidado de los enfermos. Y como hubo ordenado esto, partió con los que señaló; anduvo hasta llegar a un río, donde habían juntádose algunos de los naturales a les dar guerra, pues contra su voluntad ni consentimiento querían tomarles sus tierras; y de la otra parte del río se habían puesto haciendo grande alharaca y lanzando muchos tiros contra el adelantado y los suyos. El alférez Francisco Calderón, que llevaba el pendón, poniendo las piernas a su caballo se echó al río y lo pasó con harto trabajo, enderezando donde estaban los indios. Algunos caballeros de los que estaban con Alvarado hicieron lo mismo y pasaron dificultosamente el río.
Los indios se acuitaban cuando vieron que tan ligeramente pasaban y de los tiros que lanzaban hirieron a Juan de Rada y a su caballo. Como los nuestros estuvieron cerca de ellos, perdiendo el aliento comenzaron de huir, espantados de ver los caballos y su ligereza: de quien habían oído ya grandes cosas. Prosiguiendo su camino, el adelantado anduvo hasta llegar al pueblo donde aguardó al licenciado Caldera, que con gran trabajo y necesidad allegó a juntarse con él. Y como estuviesen todos juntos, habiendo tenido consejo, se determinó que Diego de Alvarado saliese con algunos caballos y peones a descubrir al septentrión por una montaña que se hacía de unas sierras que estaban cerca de allí y que el adelantado con los que le pareciese le fuese siguiendo y que el licenciado Caldera quedase con el resto del campo para les seguir con la mejor orden que pudiese.
Llevó Diego de Alvarado ochenta españoles entre caballos y peones, y metiéronse por aquella parte tan sombría y espantosa que aínas la espesura de los árboles retuviera con sus ramas la claridad del sol. Y anduvieron todavía sin ver campaña, que fue causa que durmiesen en la montaña con trabajo de ellos y de los caballos; y aunque había a una parte y a otra grandes quebradas y arroyos de agua, por donde ellos iban no hallaban ninguna y sentían sed y más los caballos que iban muy cansados. Si quisieran abajar a las quebradas, fuera dilación y trabajo grande, cuanto más que no tenían camino sino monte, lleno de abrojos y de malezas. Caminaron otro día en el mismo trabajo y por la misma tierra hasta que llegaron a un gran cañaveral de las cañas gordas, que son de la natura que conté en la primera parte, a que me refiero, donde se les dobló el angustia y creció la sed visto que no hallaban agua adonde había disposición de la haber porque siempre en cañaverales se hallan nacimientos de agua. La noche venía a más andar que hacía más tenebrosa la cerrada montaña; a mal de sus grados hubieron de parar allí; no se podían tener de sed ni los caballos andar. Dios todopoderoso provee a las gentes lo que han de menester por mil modos y maneras y así andando un negro cortando de las cañas que digo haber allí para hacer alguna ramada, halló en un cañuto de una de ellas más de media arroba de agua tan clara y sabrosa que no podía ser mejor porque cuando llueve entra por las aberturas que tienen en los nudos las cañas y quedan los cañutos llenos; y así el negro con mucha alegría dio la buena nueva que fue tal que todos se holgaron, y aunque era tarde, con machetes y espadas cortaron de las cañas donde hallaron tanta agua, que bebieron todos y los caballos, y quedó la que no gastaron, aunque fueran muchos más; y pasaron aquella noche hablando en el agua. Y como fue de día, partieron siempre al septentrión y anduvieron por la montaña hasta que ya que el sol quería trasponer dieron en tierra rasa de campaña, con que mucho se alegraron dando gracias a Dios por ello. Y vieron por los campos algunas manadas de ovejas, que hizo mayor el alegría y descubrieron un pueblo, que creo llaman Ajo, donde había mucha sal para contratación de los naturales. Los indios todos estaban avisados de la venida de los españoles, nueva con que mucho se espantaban, teniéndolos por pocos, pues por buscar oro se ponían a pasar tantos trabajos. No los osaron aguardar; antes se pusieron en huida.
Diego de Alvarado y los que con él llegaron descansaron del trabajo y hambre comiendo buenos corderos de los que hallaron, que son singulares y de más sabor que los aventajados de España. Determinó de enviar aviso al adelantado y alguna carne y sal. Mandó a Melchor de Valdez que volviese con seis peones y llevase veinte y cinco ovejas y sal. Pusiéronse luego en camino, mas los indios, como vieron que eran tan pocos, los quisieron matar. No ganaron honra ni salieron con su intención, antes murieron algunos de los que siendo más atrevidos llegaron a que las espadas los pudiesen alcanzar.
En esto, el adelantado, por su parte, y el licenciado Caldera, por la suya, venían caminando con gran trabajo y fatiga, y la hambre que tenían era tanta y tan canina, que ni dejaban de comer caballo que se muriese, ni lagartijas, ratones, culebras y todo lo que podían meter en las bocas aunque fuesen de estas bascosidades. Y la hambre fue tan grande que cada día morían españoles e indios y negros que era gran dolor. Y pasándose esta necesidad, el alférez general Francisco Calderón tenía una galga que estimaba en mucho y, viendo que en ningún tiempo podría dar más provechoso que el que la carne de ella haría en aquél, la mandó matar para comer, haciendo con la mayor parte de ella un banquete a los caballeros sus amigos. Venía Luis de Moscoso malo de cierta digestión; queriéndose purgar, lo hizo con un riñón de esta galga, teniéndolo en más que si fuera una gorda gallina. De estas cosas no me espanto porque por mí han pasado mi pedazo de necesidades; mas será bien que en España conozcan y entiendan que se ganan por acá de esta manera los dineros.
El licenciado Caldera pasó desigual trabajo en poder andar con los enfermos que traía; y dejo de contar hartas cosas notables que pasaron por dar con brevedad conclusión a esta materia. Llegó Valdez con las ovejas adonde venía el adelantado y holgó de verlos cuanto se puede presumir. Repartió por los enfermos lo que se sufrió y mandó enviar parte de ello a los que venían con el licenciado Caldera porque en este tiempo estaba el campo dividido en tres partes: una, con Diego de Alvarado; otra, con el adelantado, y otra, con Caldera. Mas cuando todos supieron Diego de Alvarado haber hallado tierra rasa de campaña, tomaron tanto esfuerzo que parecían tener en poco el trabajo pasado, dando muchas gracias a Dios nuestro señor porque en tiempos tan calamitosos obra de más misericordia en sus criaturas; y así los que venían con el adelantado como los que quedaron con Caldera no veían la hora que verse de pies en tal tierra porque con sus trabajos y hambres no piaban tanto por el oro de Quito como al principio. Y porque Francisco Pizarro en este tiempo había ya entrado en la ciudad del Cuzco y es necesidad escribirlo por no perder el orden que llevamos; que es de fuerza que los acaecimientos se hayan de escribir concatenados unos de otros como pasaron, porque de esto me tengo justificado, paro y trataré lo dicho.
Capítulo LXVIII
De cómo Pizarro caminó la vuelta del Cuzco, mandando en el valle de Xaquixahuana quemar al capitán general de Atabalipa, Chalacuchima; y de otras cosas notables que pasaron
Conté en lo de atrás cómo Pizarro llegó con su gente a juntarse con Almagro y con Soto en la sierra de Vilcaconga, de donde con todos ellos partió luego otro día con gran deseo de entrar con brevedad en la ciudad del Cuzco donde creyó hallar grandes tesoros por haber sido cabeza del imperio de los incas y adonde estaban sus bultos y grandezas. Traía preso y con recaudo a Chalacuchima, famoso capitán entre los indios y que venía de gran linaje; del cual dicen, si no se lo levantan, que cuando vio que Pizarro había dividido su campo antes que se juntase con Soto, que se holgó creyendo que los indios podrían matar a los unos y a los otros, y que envió secretamente un mensajero al capitán Quizquiz animándole que se mostrase valiente en procurar la muerte de los cristianos sus enemigos (a quienes llamaba “viracocha”, como hoy día los nombran), juntándose con los otros capitanes del Cuzco que les guerreaban; y que el Quizquiz, con el mayor poder que pudo, vino a tiempo que los españoles habían desbaratado a los otros y ellos abajaban de la sierra de Vilcaconga, y que tuvo aviso Pizarro de esto en que andaba Chalacuchima; de que se airó mucho contra él que tenía preso porque procuraba su libertad con el favor de sus parientes y naturales. Mandó luego que lo mirasen con más cuidado y abajaron algunos caballos contra la gente que traía el Quizquiz porque no se juntase con los otros capitanes que primero desbarataron. No pudieron porque los hombres de acá son ligeros y el capitán Yncorabayo los animó que con presteza se juntasen con él, Pasando adelante, Pizarro llegó al valle de Xaquixaguana, donde tornó a ser informado por algún indio, que estaría borracho, que Chalacuchima hacía aquella junta para matarlos a ellos y librarlo a él de la prisión en que lo tenían. Entendidas estas cosas, por Pizarro, estando en el valle de Xaquixaguana, mandó quemar a este capitán Chalacuchima sin querer oír justificaciones y defensas, tan desastradamente y con muerte tan temerosa; y para ellos más, porque tienen opinión que los cuerpos que fenecían quemados era lo mismo que las ánimas. Fue Chalacuchima de gran reputación para entre los indios, y que Atabalipa no hizo ningún gran hecho sin él, y él sin Atabalipa muchos; y fue opinión entre los mismos indios que si se hallara en Caxamalca cuando los españoles entraron en ella no tan fácilmente salieran con su empresa.
Halláronse en este valle de Xaquixaguana suntuosos aposentos y muchos depósitos; no los habían arruinado los indios porque no tuvieron lugar para ello cuando se vieron desbaratados por los españoles; no pudieron abajar por el camino que salía a ellos aunque de los tesoros habían llevado gran cantidad en plata y oro, mas todavía se halló gran suma de estos metales, y muchas cargas de la tan fina ropa de lana que por los de acá fue tan apreciada, y tomaron más de doscientas señoras, de las que guardaban religión, la más de ellas doncellas y muy hermosas y gentilmente aderezadas, a su modo. Con este despojo mandó Pizarro quedar con guarda algunos españoles y con los capitanes y demás gente marchó acercándose al Cuzco. Estaba este valle en aquel tiempo tan poblado y sembrado que era, contemplando su belleza, para dar gracias al altísimo Dios nuestro y las sementeras por tan gentil arte que son de ver por su extrañeza. Ya tengo escrito sobre ello en mi primera parte.
En esto los capitanes de los indios, viendo que no habían podido desbaratar los españoles, y que, sin ninguna resistencia, se iban a entrar en el Cuzco para señorear la ciudad tan famosa; donde por ellos habían pasado muchos placeres y deleites, y los incas la habían ilustrado con tan solemnes edificios y riqueza no vista ni oída, y que con sus manos lavadas se fuesen a lo tomar para sí sus enemigos sin tener para ello justicia ni haber causa ni buena razón; sintiendo estas cosas y ponderándolas, habiendo hecho sus sacrificios y nuevos votos a sus dioses, determinadamente acordaron de los aguardar en un lugar estrecho de aquel valle pegado a la sierra más oriental para matarles a todos; o quedar ellos en el campo en señal de que murieron por defender sus patrias de tal gente. Tuvieron aviso los cristianos de estas cosas de los huidizos. Determinóse que Almagro, Hernando de Soto, Juan Pizarro con todos los más de los caballos que hubiese se adelantasen para desbaratarlos, y que Pizarro con el resto de la gente los fuese siguiendo. Haciéndolo así, marcharon hasta emparejar con los indios, con los cuales escaramuzaron, matando con las lanzas algunos de ellos.
Había salido del Cuzco Mango Inga Yupangue, hijo de Guaynacapa, a quien de derecho, dicen algunos pertenecer el señorío de su padre; y sacado consigo algunos orejones para juntarse con los otros sus parientes. Mas como vio cuál mal les había ido, conoció que los españoles habían de quedar con el mando en todo el reino, pareciéndole sano consejo confederarse con ellos. Se fue a Pizarro acompañado de uno de sus caballeros; Pizarro, como lo conoció, se holgó. Tratólo bien, y así mandó que lo honrasen como a hijo de tan poderoso rey como fue Guaynacapa. Los capitanes y parientes suyos como lo supieron, les pesó notablemente, y con gran desesperación que tomaron, determinaron, pues no podían prevalecer contra los españoles, de ir a la ciudad a poner fuego en los edificios y casas reales de ella y llevar los grandes tesoros porque los que tenían por tan grandes enemigos no los hubiesen. Pusiéronlo luego por obra y de ellos mismos pareció delante de Pizarro uno que tenía gentil cuerpo y le avisó de la hazaña que iban a hacer los indios; lo cual, como por él fue entendido, tomando su consejo con los capitanes y más principales, se determinó que Juan Pizarro y Hernando de Soto con la mayor parte de los caballos fuesen a paso largo para, entrando en el Cuzco, resistir a los indios que no ruinasen la ciudad como lo llevaban pensado, y aunque se dieron prisa andar, habían primero entrado los indios y robado mucho tesoro, saqueando el templo, llevándose las doncellas sagradas que en él habían quedado y pusieron fuego en alguna parte. Y a tardar los españoles, aunque fuera poco, fuera grande y muy notable el destruimiento que hicieran en el Cuzco; mas como supieron que les venían a las espaldas salieron de la ciudad llevando toda la gente joven que había de hombres y mujeres: que pocos quedaron que no fuesen viejos y cansados, inútiles para la guerra. Pues como Hernando de Soto y Juan Pizarro entraron en la ciudad remediaron lo que pudieron, de arte que el incendio cesó y no tardó mucho cuando Pizarro con la demás gente llegó a la misma ciudad.
Capítulo LXIX
De cómo los españoles entraron en la antigua ciudad del Cuzco; donde se hallaron grandes tesoros, y cosas preciadas
Por el mes de octubre del año del Señor de mil y quinientos y treinta y cuatro años fue la entrada de los españoles en la ciudad del Cuzco, cabeza del gran imperio de los incas, y donde estaba la corte de ellos, y el solemne templo del sol y sus mayores grandezas. Fue fundada –según la opinión de los más entendidos de los orejones– por Mango Capa, del cual tiempo hasta Guascar reinaron once príncipes, por manera que estos señores no señorearon tiempo largó este gran reino. Cuando lo ganaron y sojuzgaron eran las gentes behetrías, tenían poca razón y dábanse menos por la pulicia; cuando lo perdieron, había tales leyes y gobernación: como habrán visto los lectores, en su historia. Entraron los españoles, como se ha ido relatando tras los indios por evitar que no destruyesen la ciudad; se esparcieron por sus calles y collados. Vieron dos galpones grandes de cueros de hombres que eran los chancas que allí fueron muertos, en tiempo de Viracocha Inca. Como por ley de tiempo antiguo no se permitía sacar oro ni plata que entrase en el Cuzco, y moraban en él, sin los reyes, los cabezas de los orejones, y otros muchos señores y ricos hombres aunque se llevó a Caxamalca el tesoro para el rescate de Atabalipa; y el Quizquiz robó lo que ya se contó atrás; y cuando los indios pensaron de la destruir se llevasen tanto de ello, no pareció hacer mella en lo mucho que quedaba. Cosa de grande admiración y para ponderar: pues ninguno sacóse igual como éste, ni en todas las indias se halló tal riqueza, ni príncipe cristiano ni pagano tiene ni posee tan rica comarca como es donde está fundada esta famosa ciudad. El gran sacerdote desmamparó el templo, donde sacaron el jardín de oro y las ovejas y pastores de este metal; con tanta plata que es de no creer; y pedrería que si se cobrara valiera una ciudad.
Pues como entraron los españoles y abrían las puertas de las casas, en unas hallaban rimeros de piedras de oro de gran peso y muy ricas, en otras grandes vasijas de plata. Amohinábalos el ver tanto oro. Muchos se lo dejaban, haciendo escarnio de ello, sin querer tomar más que algunas joyas delicadas y galanas para sus indias; otros hallaban chaquita, plumaje, oro en tejos, plata en pastas, de manera que la ciudad estaba llena de tesoros. En la fortaleza, casa real del sol, se hallaron grandezas no vistas ni oídas, porque tenían los reyes allá depósitos de todas las cosas que se pueden imaginar y pensar. Los anaconas fue mucho lo que robaron, y algunos españoles hicieron lo mismo.
Pizarro mandaba que se recogiese todo el oro y plata a una casa principal de la ciudad y así se hizo. La ropa fina que se pudiera recoger en aquel tiempo, si se guardara, valiera más de tres millones. Como el gobernador lo mandaba y procuraba, se recogió un gran montón de plata y oro, y habiéndose robado lo que buenamente se puede creer, se hicieron cuatrocientas y ochenta partes que se repartió entre los españoles. Dicen unos que fue cada parte cuatro mil pesos; otros dicen dos y setecientos marcos de plata. Piedras ricas se hubieron en cantidad; las más se quedaron con ellas quien las hallaba alrededor de la ciudad por dondequiera que saliesen. Como diesen en pueblos, se hallaba cantidad de plata; alguna traían a montón, mucha dejaban porque no la estimaban.
Parecióle a Pizarro que sería bien entender en el principal, que tocaba al servicio de Dios, y así, luego que entró en la ciudad del Cuzco (la limpió de la suciedad de los ídolos señalando iglesia, lugar decente para decir misa y que el evangelio fuese predicado para que el nombre de Jesucristo fuera loado) sin lo cual por los caminos se pusieron cruces que fue gran terror para los demonios, pues les quitaban el dominio que tuvieron en aquella ciudad: permitiéndolo Dios, por que los moradores le hubiesen sido tan sujetos. Y esto hecho, dijo a un escribano que le diese por testimonio como tomaba posesión en aquella ciudad como cabeza de todo el reino del Perú en nombre del emperador don Carlos, quinto de este nombre, rey de España, y de ello hizo testigos; nombrando alcaldes y regidores. Quedó reedificada por él la ciudad del Cuzco, de lo cual tengo contado en mi primera parte, adonde remito al lector.
Yncoravayo y el Quizquiz estaban todavía acompañados de mucha gente, así de los vecinos del Cuzco como de los mitimaes. Tenían crecido dolor en ver que los españoles se habían apoderado de su ciudad, lloraban sus hados, quejábanse de sus dioses, gemían por los incas; maldecían el nacimiento de Guascar y Atabalipa, pues por sus pendencias y vanas porfías pudieron los españoles haber ganado tan gran tierra. Andaban entre éstos los guamaraconas que son del linaje y prosapia de aquellos que en la segunda parte conté que morando en los pueblos Carangue y Otavalo y Cayambe y otros que caen en la comarca de Quito, el rey Guaynacapa por cierto enojo mató tantos, que volvió un lago grande donde los echaban de color de sangre y dende entonces, hasta hoy y para siempre jamás, se le quedó por nombre a aquel palude Yaguarcocha, que quiere decir mar de sangre. Los hijos de éstos salieron muy esforzados y en las guerras eran privilegiados y muchos andaban con estos capitanes del Cuzco. El Quizquiz, como era mañoso, pensó de ganar la gracia de éstos, para que no pudiendo prevalecer contra los españoles, ir con ellos al Quito donde pensó tener reputación; y tomándolos a parte les trajo a la memoria la fertilidad de su tierra y cuán alegre era y que, pues la fortuna había sido tan favorable a los cristianos, que hubiesen ganado la mayor parte de Chinchasuyo, que sería buen consejo que volviesen allí para vivir en los campos que sus padres labraron y ser enterrados en las sepulturas antiguas de sus mayores y que, como ellos le jurasen, por el soberano sol y por la sagrada tierra, que le tomarían por capitán y serían fieles, que él los llevaría a sus tierras, y moriría por lo que al menor de ellos tocase. Dicen que los guamaraconas, después de lo haber pensado, respondieron que eran contentos de hacer lo que les aconsejaba, con que primero sería bien tentar la fortuna en de nuevo dar guerra a los cristianos, y que si les sucediese como primero, que luego se pondrían en camino para sus patrias y le llevarían por capitán Yncoravayo, con los orejones y más capitanes enviaron a diversas partes de las provincias que se viniesen a juntar con ellos para dar guerra a los españoles que ya se habían hecho señores de la ciudad del Cuzco y a mucha prisa comenzaron a hacer armas y ponerse a punto para ir contra ellos haciendo grandes sacrificios a sus dioses.
Y dejando esta materia, volveré a hablar lo que pasaba en las provincias equinocciales.
Capítulo LXX
De cómo Ruminabi desamparó a la ciudad del Quito, matando primero mucbas mujeres principales, porque no gozasen de ellas los cristianos, los cuales como entraron en ella, y no vieron el tesoro que buscaban, recibieron mucha pena; y lo que más pasó
Escribí en lo pasado lo que le sucedió al capitán Sebastián de Belalcázar hasta llegar el pueblo de Panzaleo, donde les dijo un indio, que tomaron, haber tanto oro y plata en el Quito que no podrían sus caballos llevar la veintena parte de ello, con que todos los españoles se pararon muy lozanos, pareciéndoles que ya tenía cada uno de ellos más que diez de los de Caxamalca. Los indios de guerra, aunque fueron desbaratados, hacían rostro a los españoles y cerca de Quito, en una quebrada algo áspera se hicieron fuertes en las albarradas que allí tenían, de donde tiraron tantos tiros que los hicieron detener algún rato; mas por junto a ellos subieron a les ganar el fuerte, y a su pesar lo dejaron con muerte de muchos de ellos. Y a más andar, se fueron a la ciudad de Quito dando grandes voces a los que en ella estaban, para que luego sin dilación la desamparasen y se fuesen a la sierra. Y así lo hicieron con gran turbación, pareciéndoles que los caballos estaban encima de ellos. Había muchas señoras principales, de los templos, y de las que habían sido mujeres de Guaynacapa y de Atabalipa, y de otros principales de los que habían muerto en las guerras. Ruminabi les habló cautelosamente, diciéndoles que ya veían cómo los españoles venían a entrar en la ciudad, que las que de ellas quisiesen salir con él que se pusiesen en camino y las demás mirasen por sí porque, entrados aquellos sus enemigos, eran tan malos y lujuriosos que luego las tomarían a todas para las deshonrar, como habían hecho a otras muchas que traían con ellos. Como esto dijo, las que tuvieron gana salieron sin más aguardar; las otras, que eran más de trescientas, dijeron que no querían salir del Quito, sino estar y aguardar lo que sus hados de ellas ordenase. Ruminabi airado, llamándoles de pampayronas, las mandó matar a todas sin quedar ninguna, según me contaron, siendo algunas demasiadamente de hermosas y gentiles mujeres. E como las mataron, las echaron en unos hoyos hondables que estaban cerca de allí.
Y esto pasado, salió de la ciudad, todos los que estaban siguiendo a los capitanes de su nación, llevando todo lo más que de ella pudieron sacar. Y como viesen que ya los cristianos, sus enemigos, llegaban cerca, con gran dolor que de ello sintieron, pusieron fuego en algunos de los aposentos y casas principales. Belalcázar llegaba tan junto de la ciudad que entró pasando estas cosas en ella. Algunos indios arrojaban tiros, mas como la gente de guerra era ya salida, hicieron poca resistencia y muchos de los anaconas se venían juntos con ellos para los servir y lo mismo hacían mujeres, las que podían venir, Pasaron la ciudad con gran gozo de verse dentro; andaban a buscar el tesoro, creyendo que habían de hallar casas llenas de ello, mas como estuviese puesto en cobro no lo hallaron ni toparon ninguno, que fue causa que su alegría se volviese en tristeza, espantándose como había salido burla lo que tenía por tan cierto. Miraban la ciudad y buscaban, mas no toparon con ningún alegrón. Preguntaba Belalcázar con grande ahínco a los indios que se les habían pasado, dónde estaba el tesoro de Quito. Respondían como espantados que no sabían más de que Ruminabi lo había llevado y ninguno de los que lo sacaron en cargas era vivo porque la fama que sobre ello hay es que los mató a todos por que no pudiesen descubrir donde se puso tanta grandeza. Aunque a muchos se preguntaba, ninguno daba otra razón. Parábanse tristes los españoles y llenos de melancolía, pues por venir a aquella jornada habían gastado y trabajado mucho. Tenían grande odio a Ruminabi, de quien llegó nueva a la ciudad como estaba hecho fuerte poco más que tres leguas de allí.
Entendido por Belalcázar, mandó a Pacheco que con cuarenta españoles de espada y rodela saliese una noche y procurase de lo prender y traer a su poder. Tenía tantas espías Ruminabi puestas en todas partes, que por ninguna podían salir que no le fuese aviso de ello; y así sucedió que, como salió Pacheco con los ya nombrados a le buscar, le fue de ello “mandado” prestamente, y como lo supo, con gran celeridad se metió con los suyos por unas montañas para salir un pueblo llamado Cayambo, donde reparó. Súpose en Quito de esta mudada de Ruminabi. De nuevo mandó Belalcázar a Ruy Dfaz que fuese contra él con setenta españoles de a pie. Había entre los anaconas algunos que avisaban todo lo que los españoles pensaban y determinaban; y como se había mandado a Ruy Díaz que saliese con tantos españoles y lo mismo a Pacheco, publicaron que los que quedaban eran pocos y los más enfermos, nueva que tuvieron por alegre todos los naturales y prestamente se juntaron con el señor de Lacatunga, que se llamaba Tucomango, y con el señor de Chillo, a quien decían Quimbalambo, más de quince mil hombres de guerra con presupuesto de ir contra la ciudad de Quito para matar a los españoles que en ella habían quedado. Y puesto por obra, llegaron allí a la segunda vigilia de la noche. Los Cáñares, confederados de los cristianos, habían sabido de este movimiento; y el Quito tiene una cava, hecha para fuerza, que mandaron hacer los reyes incas en el tiempo de su reinado, fuera de la cual estaban rondas y centinelas que pudieron oír el estruendo de los indios que venían de guerra, de que luego dieron aviso a Belalcázar, el cual mandó que los caballos saliesen a la plaza, y lo mismo los peones armados para resistir los enemigos que venían contra ellos. Los cuales conocieron por el tumulto que oían que los habían sentido, y abriendo las bocas daban grandes voces con muchas amenazas, como lo tienen siempre de costumbre. Los Cáñares, odiosos a todos éstos por el daño que les hicieron cuando fueron con Atabalipa, salieron contra ellos confiados en el favor de los españoles y tuvieron su batalla. Y puesto que de noche veíanse por la lumbre que daban muchas casas de la ciudad que los enemigos quemaron por estar de la otra parte de la cava; y entre unos y otros duró la pelea hasta que, queriendo venir el día, se retrajeron los que habían venido contra la ciudad. Salieron los caballos tras ellos, los alcanzaron; mataron e hirie ron tantos de ellos, que fueron tan escarmentados: que tuvieron por bien de no volver más a semejante burla.
Ruy Díaz, con los españoles que iban con él, anduvieron hasta que se metieron en la montaña de Yombo. Súpolo Ruminabi, y no teniendo su estada por segura en aquella tierra se retrajo; mas puesto que su persona no pudo ser habida por los cristianos, hubieron gran cabalgada: que tomaron de su repuesto de ropa fina, y otras preseas ricas, y algunos vasos y vasijas de oro y plata, y muchas mujeres muy hermosas con que se volvieron a Quito a dar cuenta al capitán.
Y como el no haber hallado el tesoro, que pensaron, los trajese desasosegados, ahincaba mucho a los indios le descubriesen si sabían dónde se había llevado a esconder. Algunos de éstos afirmaron que en Cayambe estaba gran parte del tesoro encerrado, y creyendo que fuera cierta esta noticia salió Belalcázar en persona con toda la gente que había en Quito porque aún no eran llegados los que habían salido a “entrar”. Y llegados a un pueblo que se dice Quioche, que es junto a Puritaco, dicen que, hallando muchas mujeres y muchachos porque los hombres andaban con los capitanes, mandó que los matasen a todos sin tener culpa ninguna. ¡Crueldad grande! También afirmó otro indio cáñare, que se tomó en una entrada que había hecho Vasco de Guevara, como él sabía donde estaban ciertos cántaros de oro y plata. Belalcázar, codicioso por lo topar, mandó ir a los peones con el repuesto por el real camino hacia Cayambe, yendo con ellos algunos caballos para reguardar; y él con la demás gente fue por otro camino. Y habiendo andado buen espacio, llegaron donde el cáñare dijo estar lo que buscaban y cavando en la tierra hallaron diez cántaros de fina plata y dos de oro de subida ley y cinco de barro: esmaltados extrañamente con metal entre el barro y soldado con mayor perfección. Esto se halló entre la loma que hacía una ciénaga, donde cavaron para lo sacar. Y luego Belalcázar volvió a encontrar a los suyos y caminaron todos para Cayambe, donde vieron los campos llenos de manadas de ovejas y carneros muy grandes y hermosos. No hallaron tesoro ni pasaron adelante porque Miguel Muñoz, alférez de Belalcázar, vino a dar mandado cómo Almagro quedaba en Quito, y será bien que contemos cómo vino y por qué causa.
Capítulo LXXI
De lo que pasó en la ciudad del Cuzco, y de cómo salió de ella contra los indios Almagro y Hernando de Soto y llegó Gabriel de Rojas
El capitán Quizquiz y los guamaraconas habían platicado de volverse al Quito, mas con acuerdo de los sacerdotes de los templos y de los antiguos orejones se determinó de tornar a mover guerra a los cristianos que, a pesar de todos ellos, se estaban en el Cuzco a su placer; y habiendo juntado muchos indios de las comarcas, armados de sus armas, revolvieron sobre la ciudad dando gran grita para atemorizar los cristianos. Mandó Almagro apercibir cincuenta caballos y peones y con ellos y con Soto salió a los indios a les dar batalla, los cuales volvieron las espaldas, aunque eran tantos que es vergüenza decirlo: Retrajéronse hacia la puente de Apurima donde los alcanzaron los cristianos y mataron e hirieron a muchos de ellos. Por ser tarde durmieron los nuestros allí, partiendo luego por la mañana en seguimiento de los indios, a los cuales fueron dando alcancer hasta Bilcas, lugar donde habían grandes y suntuosos edificios, como tengo contado en la primera parte. El Quizquiz, con los que le siguieron, se dio prisa andar hasta que, llegado al valle de Xauxa, pensó de matar los cristianos que allí estaban con el tesorero Riquelme y destruir la nueva ciudad.
Había llegado Gabriel de Rojas, y nueva de que el adelantado don Pedro de Alvarado había desembarcado en Puerto Viejo con muchos caballeros y españoles, y el piloto Juan Fernández venía descubriendo por la costa con un galeón. Supo por los indios Riquelme cómo Almagro estaba en Bilcas; envióle aviso de estas nuevas con un negro e indios. Como lo supo, para certificarse enteramente mandó a los españoles llamados Juan Núñez de Santa Marta y Alonso Prieto que llegasen a Xauxa y volviesen luego con el aviso donde les quedó aguardando.
En esto el Quizquiz había preso más de sesenta anaconas de los españoles, salió con los caballos y peones que pudo juntar y con muchos de los anaconas. Peleó con los indios, los cuales le hirieron a él y a su caballo; y no pudiendo prevalecer contra los españoles el Quizquiz, después de haber muerto los anaconas e indias que había, se fue con los guamaraconas la vuelta del Quito sin haber podido salir con ninguna cosa de lo que pensó. Alababan que fue capitán de mucho ánimo y de gran consejo y muy sabio. Matáronlo los mismos guamaraconas que con él iban cerca del Quito, en el pueblo de Tracambe.
Los dos españoles que envió desde Bilcas don Diego de Almagro llegaron a Xauxa y con lo que supieron dieron la vuelta. Pues como Almagro acabó de entender ser cierta la entrada de Alvarado en el reino, temiendo no ocupase las provincias septentrionales donde creían haber grandes tierras y muy ricas, después de lo haber considerado, determinó de, a las mayores jornadas que pudiese, ir a San Miguel para determinar desde allí lo que mejor le fuese, pareciéndole que el negocio era tan importante que no sufría dilación, para dar aviso a su compañero y aguardar su mandado. Con correos le envió a toda furia el aviso de todo lo que pasaba, y al capitán Hernando de Soto mandó que se estuviese algunos días en aquellos aposentos de Bilcas, teniendo aquella frontera contra el capitán Incorabayo, pues ya el Quizquiz sabían ir desbaratado de todo punto. Hecho este proveimiento, partió a más andar a la ciudad de Xauxa, donde habló con Gabriel de Rojas y le mandó que se fuese luego para el Cuzco a dar cuenta a Francisco Pizarro de su venida, y partió hacia Pachacama, yendo con él Alonso de Morales, Juan Alonso de Badajoz, Juan Cerico, Juan García de Palos, Francisco López y un peón llamado Juan Baca. Y anduvo hasta que llegó a aquel valle donde se quedó Alonso de Badajoz y con él los demás; a grandes jornadas fue por el camino real de los llanos, deseando tener nuevas de sus naves que por días aguardaba que de Panamá hubiesen venido. Con este deseo llegó al hermoso valle de Xayaroque, donde encontró con algunos españoles que habían venido hacía pocos días y supo de ellos como el adelantado don Pedro de Alvarado, luego que desembarcó en la costa de Puerto Viejo, se metió la tierra adentro camino del Quito, enviando a Juan Fernández, su piloto, capitán del galeón, a descubrir la costa adelante por el levante.
Cobró mucho enojo, contra Fernández, Almagro, porque había sabido fue gran parte para que Alvarado se moviese de su gobernación a venir al Perú. Escribió a Nicolás de Ribera y a los más que estaban en Pachacama que si tomase tierra y lo pudiesen haber a las manos que luego, sin más aguardar, lo ahorcasen; y él prosiguió su camino hasta entrar en la ciudad de San Miguel, donde, como supo Belalcázar, haber salido sin mandato del gobernador le pesó, amenazándole malamente; y tales hubo de los que estaban mal con Belalcázar que porque más se indignase contra él afirmaban que iba alzado y con voluntad de se juntar con Alvarado. Pareció al mariscal que no requería parar mucho sino diligentemente andar para tomar en sí la gente que tenía Belalcázar antes que Alvarado saliese al Quito y, con más compañía de la que metió, salió de la ciudad, y anduvo hasta que llegó al Quito a tiempo que andaba Belalcázar buscando el tesoro que le dijeron haber en Cayambe y lo que le mostró el indio cáñare. Y mandó luego a su alférez Miguel Muñoz, que fuese a le llamar a él y a toda la gente. Y con tanto volveré a tratar de don Pedro de Alvarado.
Capítulo LXXII
Cómo el adelantado Alvarado llegó al pueblo que había descubierto Diego de Alvarado, donde habiendo salido a descubrir topó unos puertos nevados; y del trabajo que pasaron los españoles
Como el adelantado había sabido del pueblo que había descubierto Diego de Alvarado, diose mucha prisa andar con los que con él iban, deseando verse envueltos con las muchas ovejas que había. El licenciado Caldera venía siguiendo con gran trabajo que causaban los enfermos que traía, de los cuales casi cada día se morían algunos. Diego de Alvarado, después de haber enviado aviso al adelantado de lo que había descubierto, determinó, con parecer de los que con él estaban, de pasar adelante a descubrir lo que pudiesen; y así lo pusieron por obra llevando sus esclavos y anaconas. Y después de haber andado algún camino, llegaron a unas grandes sierras tan pobladas de nieve cuanto otras lo suelen estar de montaña. El viento austro ventaba tan recio que era otro mayor mal por ser el frío desigual. No había manera de pasar por otra parte, aunque con gran rodeo lo quisieron procurar. Temían los alpes, pero forzados de la necesidad, que había, de saber lo de adelante, se metieron por aquellas nieves; constancia grande para tener en mucho la animosidad de los españoles, pues se han puesto a tales trabajos en estas Indias, que pone grima contarlos: y que se metiesen por entre estas nieves sin saber cuándo ni adónde se acababan, ni otra noticia que alguna que daban los naturales. Pues como se metieron por los nevados puertos caían de las nubes tan grandes copos de la nieve que los fatigaba tanto que no osaban alzar los ojos a ver el cielo porque la nieve les quemaba las pestañas. Los indios que llevaban no podían menear los pies; tomaron en los caballos que pudieron, y como no llevaban gran bagaje, pues caminaban a la ligera, calaron lo que más pudieron con tanto trabajo que pensaron todos ser muertos. Y al cabo de haber andado más de seis leguas, ya que era tarde fue Dios servido de que acabasen de pasar los alpes, y saliendo de tanta nieve llegaron a un pueblo algo grande donde hallaron muchas ovejas y otros bastimentos; y luego se envió relación de todas estas cosas al adelantado, avisándole cómo y de qué manera había de pasar las nieves y de cómo luego hallarían todos mantenimiento para comer.
Venía el adelantado, como se ha dicho, delante del licenciado Caldera, que venía con la mayor parte de la gente y del bagaje, y había llegado al pueblo de Ajo, donde había salido Diego de Alvarado. Nunca dejaban de se morir españoles; hacíanse almoneda de sus bienes; querían muchos de los compradores pagar luego en bien oro fino, no querían encargarse de tal trabajo, sino que hiciesen obligaciones para pagar cuando se les pidiese. Venía el licenciado Caldera con gran trabajo por las causas que ya otras veces tengo escritas. Sabían todos lo que tenían por delante de las nieves; temían lo que habían de pasar. Como nunca dejaban de andar, llegaron a las nieves; metiéronse por ellas y caía mucha más que cuando pasó Diego de Alvarado. Los indios que llevaban, naturales de la provincia de Guatimala y algunos de Nicaragua, y otros que habían cautivado en el reino, como todos, son de complexión delicadísima y para poco trabajo, aunque nosotros a su daño y nuestro provecho, siempre juzgamos otra cosa, viéndose en tal aprieto desmayaban porque la nieve que caía les quemaba los ojos, y muchos perdían dedos y pies cuando andaban, y otros se helaban y se quedaban hechos visajes. Frío hacía mucho; el austro no dejó de soplar. Los españoles, así los que iban a pie como a caballo, iban como podréis pensar; como son de gran complexión y tengan ánimo tan maravilloso, esforzábanse para pasar adelante. En esto venía la noche con grande oscuridad, que fue otro tormento desigual: no tenían otro conhorte que encomendarse a Dios, ni guarda, ni candela, ni adonde hacerla, ni con qué. Pusieron como mejor pudieron algunas tiendas para abrigarse algún tanto. Gemían muchos; batían los dientes todos; heláronse algunos negros y muchos indios e indias.
El adelantado del gran frío estuvo fatigado, y tanto, que tuviera por mejor no haber salido de su gobernación; y aun para su ánima hubiera valido, pues se excusara muerte de tantos indios como murieron por sacarlos de sus regalos y tierra. Deseaban tanto ver el día que le parecía no había de venir, mas como el alba dio muestra de lo que deseaban, sin mas consejo ni parecer, como los que huyen de peste o escapan de gran tormenta que tal era en la que ellos estaban, dejando el repuesto que habían llevado, se volvieron por donde habían entrado sin querer pasar adelante al pueblo que quedaba atrás donde también llegó el licenciado Caldera con su desventura y trabajo que traía con los enfermos; sin lo cual le sucedió que, llegando a una quebrada hallaron unas uvillas que parecen mortunos, de la calidad de las cuales creo tengo escrito en mi primera parte, y como traían hambre, sin conocer lo que comían, los más metieron tanto la mano en comer, que sin mucho se torcían furiosamente, caían en el suelo sin sentido, haciendo tales bascas y tremor que parecían estar difuntos, y así estuvieron hasta que se pasó aquella maletía y la fruta acabó de hacer su curso tan contagioso.
Pasadas estas cosas que la crónica va contando, habiendo tomado su parecer el adelantado con el licenciado Caldera y con los principales que allí venían, se determinó de que convenía, porque totalmente no se perdiesen, de comoquiera que pudiesen pasar los alpes, pues donde Diego de Alvarado estaba sabían haber tan buena tierra y tantas manadas de ovejas como habían oído. Había el licenciado Caldera mandado dar muchos pregones que todos los que quisiesen oro de las cargas que traían de lo que tomaron en la costa que lo pudiese llevar para sí, con que fuese obligado de pagar los quintos. Mofaban de él y sus pregones y tal español hubo que llevándole un negro suyo una carga de aquellas joyas de oro con mucha alegría le dio con ello, diciéndole: “¿En tal tiempo me traes oro que comer?; ¿qué comer me dar, que no quiero oro?”. Y antes de pasar los alpes, el mismo adelantado mandó pregonar que quien oro quisiese que lo tomase libremente sin ser obligado a más que pagar al rey sus quintos, mas no lo estimaban; por mejor tenían llevar piedras para moler el pan y otras cosas; que fue causa que todo aquel oro se perdió, dejándolo por aquellos lugares; y todos no buscando otra cosa que ello para enriquecer: no bastó pregón ninguno de los que el licenciado Caldera dio para que se llevase poco ni mucho de ello.
Capítulo LXXII
Cómo el adelantado Alvarado llegó al pueblo que había descubierto Diego de Alvarado, donde habiendo salido a descubrir topó unos puertos nevados; y del trabajo que pasaron los españoles
Como el adelantado había sabido del pueblo que había descubierto Diego de Alvarado, diose mucha prisa andar con los que con él iban, deseando verse envueltos con las muchas ovejas que había. El licenciado Caldera venía siguiendo con gran trabajo que causaban los enfermos que traía, de los cuales casi cada día se morían algunos. Diego de Alvarado, después de haber enviado aviso al adelantado de lo que había descubierto, determinó, con parecer de los que con él estaban, de pasar adelante a descubrir lo que pudiesen; y así lo pusieron por obra llevando sus esclavos y anaconas. Y después de haber andado algún camino, llegaron a unas grandes sierras tan pobladas de nieve cuanto otras lo suelen estar de montaña. El viento austro ventaba tan recio que era otro mayor mal por ser el frío desigual. No había manera de pasar por otra parte, aunque con gran rodeo lo quisieron procurar. Temían los alpes, pero forzados de la necesidad, que había, de saber lo de adelante, se metieron por aquellas nieves; constancia grande para tener en mucho la animosidad de los españoles, pues se han puesto a tales trabajos en estas Indias, que pone grima contarlos: y que se metiesen por entre estas nieves sin saber cuándo ni adónde se acababan, ni otra noticia que alguna que daban los naturales. Pues como se metieron por los nevados puertos caían de las nubes tan grandes copos de la nieve que los fatigaba tanto que no osaban alzar los ojos a ver el cielo porque la nieve les quemaba las pestañas. Los indios que llevaban no podían menear los pies; tomaron en los caballos que pudieron, y como no llevaban gran bagaje, pues caminaban a la ligera, calaron lo que más pudieron con tanto trabajo que pensaron todos ser muertos. Y al cabo de haber andado más de seis leguas, ya que era tarde fue Dios servido de que acabasen de pasar los alpes, y saliendo de tanta nieve llegaron a un pueblo algo grande donde hallaron muchas ovejas y otros bastimentos; y luego se envió relación de todas estas cosas al adelantado, avisándole cómo y de qué manera había de pasar las nieves y de cómo luego hallarían todos mantenimiento para comer.
Venía el adelantado, como se ha dicho, delante del licenciado Caldera, que venía con la mayor parte de la gente y del bagaje, y había llegado al pueblo de Ajo, donde había salido Diego de Alvarado. Nunca dejaban de se morir españoles; hacíanse almoneda de sus bienes; querían muchos de los compradores pagar luego en bien oro fino, no querían encargarse de tal trabajo, sino que hiciesen obligaciones para pagar cuando se les pidiese. Venía el licenciado Caldera con gran trabajo por las causas que ya otras veces tengo escritas. Sabían todos lo que tenían por delante de las nieves; temían lo que habían de pasar. Como nunca dejaban de andar, llegaron a las nieves; metiéronse por ellas y caía mucha más que cuando pasó Diego de Alvarado. Los indios que llevaban, naturales de la provincia de Guatimala y algunos de Nicaragua, y otros que habían cautivado en el reino, como todos, son de complexión delicadísima y para poco trabajo, aunque nosotros a su daño y nuestro provecho, siempre juzgamos otra cosa, viéndose en tal aprieto desmayaban porque la nieve que caía les quemaba los ojos, y muchos perdían dedos y pies cuando andaban, y otros se helaban y se quedaban hechos visajes. Frío hacía mucho; el austro no dejó de soplar. Los españoles, así los que iban a pie como a caballo, iban como podréis pensar; como son de gran complexión y tengan ánimo tan maravilloso, esforzábanse para pasar adelante. En esto venía la noche con grande oscuridad, que fue otro tormento desigual: no tenían otro conhorte que encomendarse a Dios, ni guarda, ni candela, ni adonde hacerla, ni con qué. Pusieron como mejor pudieron algunas tiendas para abrigarse algún tanto. Gemían muchos; batían los dientes todos; heláronse algunos negros y muchos indios e indias.
El adelantado del gran frío estuvo fatigado, y tanto, que tuviera por mejor no haber salido de su gobernación; y aun para su ánima hubiera valido, pues se excusara muerte de tantos indios como murieron por sacarlos de sus regalos y tierra. Deseaban tanto ver el día que le parecía no había de venir, mas como el alba dio muestra de lo que deseaban, sin mas consejo ni parecer, como los que huyen de peste o escapan de gran tormenta que tal era en la que ellos estaban, dejando el repuesto que habían llevado, se volvieron por donde habían entrado sin querer pasar adelante al pueblo que quedaba atrás donde también llegó el licenciado Caldera con su desventura y trabajo que traía con los enfermos; sin lo cual le sucedió que, llegando a una quebrada hallaron unas uvillas que parecen mortunos, de la calidad de las cuales creo tengo escrito en mi primera parte, y como traían hambre, sin conocer lo que comían, los más metieron tanto la mano en comer, que sin mucho se torcían furiosamente, caían en el suelo sin sentido, haciendo tales bascas y tremor que parecían estar difuntos, y así estuvieron hasta que se pasó aquella maletía y la fruta acabó de hacer su curso tan contagioso.
Pasadas estas cosas que la crónica va contando, habiendo tomado su parecer el adelantado con el licenciado Caldera y con los principales que allí venían, se determinó de que convenía, porque totalmente no se perdiesen, de comoquiera que pudiesen pasar los alpes, pues donde Diego de Alvarado estaba sabían haber tan buena tierra y tantas manadas de ovejas como habían oído. Había el licenciado Caldera mandado dar muchos pregones que todos los que quisiesen oro de las cargas que traían de lo que tomaron en la costa que lo pudiese llevar para sí, con que fuese obligado de pagar los quintos. Mofaban de él y sus pregones y tal español hubo que llevándole un negro suyo una carga de aquellas joyas de oro con mucha alegría le dio con ello, diciéndole: “¿En tal tiempo me traes oro que comer?; ¿qué comer me dar, que no quiero oro?”. Y antes de pasar los alpes, el mismo adelantado mandó pregonar que quien oro quisiese que lo tomase libremente sin ser obligado a más que pagar al rey sus quintos, mas no lo estimaban; por mejor tenían llevar piedras para moler el pan y otras cosas; que fue causa que todo aquel oro se perdió, dejándolo por aquellos lugares; y todos no buscando otra cosa que ello para enriquecer: no bastó pregón ninguno de los que el licenciado Caldera dio para que se llevase poco ni mucho de ello.
Capítulo LXXIV
Cómo el capitán Belalcázar, con su gente, volvía a Quito de donde salió Almagro; y de cómo fueron presos ciertos corredores que envió, por Diego de Alvarado
Sebastián de Belalcázar, como supo que Almagro estaba en Quito y le mandaba llamar, luego con los que con él estaban dio la vuelta. Reprendióle Almagro, cuando lo vio, el haberse salido de San Miguel sin haber mandado del gobernador. Tomó en sí toda la gente teniendo a Belalcázar, como en son de preso, y algunos de sus amigos lo mismo. Justificaba su intención afirmando que deseo de servir le movió a lo que se había hecho y no lo que sus émulos habían publicado. Engrandecía mucho don Diego de Almagro las riquezas del Cuzco, las grandes provincias de sus comarcas, las muchas ciudades que se habían de fundar donde todos tendrían ricos repartimientos. Ganó gracia con estos dichos en todos ellos. Determinó de salir de aquella tierra para volver donde había venido y proveer a qué parte salía el adelantado Alvarado. Salieron con él de Quito Belalcázar con los españoles todos, que serían poco más de ciento ochenta, entre caballos y peones.
Habían los indios muerto a tres cristianos que venían en seguimiento de Almagro, que fue causa que con grande orgullo vinieron por el camino hasta llegar a un río algo grande de donde daban grita a los que venían con Almagro. Ahogáronse más de ochenta cáñares de los amigos de los cristianos; los caballos se echaron al río: los que eran lerdos volvían a la orilla; a la otra parte llegaron diez o doce que bastaron a matar muchos indios, ya que los otros huyesen sin osar aguardar; y procurando de hacer puente, pasar por ella todos los que iban con Almagro. Cautivaron muchos indios y caciques en aquel alcance. Uno de ellos afirmó cómo habían pasado por los montes nevados muchos cristianos y caballos que estaban cerca de ellos. Luego se entendió que no eran otros sino los que venían con el adelantado. Parecióle a Almagro sería bien enviar corredores a reconocer cómo venían y adónde llegaban. Mandó a Diego Pacheco, Lope de Ydiáquez y Cristóbal de Ayala, Lope Ortiz Aguilera, Román Morales, que fuesen a lo hacer y le avisasen con toda presteza.
En este tiempo el adelantado, habiendo enviado a correr el campo a Diego de Alvarado con algunos caballos, caminó con la demás gente por el real camino hasta que llegó a Panzaleo, donde tuvo noticias que, en la tierra que llaman Sicho, que queda atrás sobre la siniestra mano, estaba el que había sido gobernador de Quito, llamado Zopezopagua, encastillado en una fuerza por miedo de los cristianos. Parecióle al adelantado que sería cosa muy importante prender aquel señor tan poderoso. Mandó apercibir algunos caballos y arcabuceros y ballesteros para ir en persona a sitiar el lugar para prenderlo. Había vuelto Diego de Alvarado con los que con él fueron; quedóle encomendado el resto del campo. Llegado el adelantado a Sicho, parecióle poca gente la que había llevado. Envió a mandar al real a que viniese alguna más. Quiso el mismo Diego de Alvarado ir con los que señaló y sin haber andado legua entera encontraron con los corredores de Almagro. Mandó como los vio que los cercasen, porque ninguno pudiese volver a dar aviso: como eran tan pocos no se pusieron en nada, antes dieron las armas porque así les fue mandado. Habló Diego de Alvarado con mucha crianza; supo de ellos cómo Almagro estaba en Riobamba con su gente y mandó a Juan de Rada que con toda prisa fuese a dar mandado de aquellas cosas al adelantado, el cual, como lo supo, dejando el cerco que tenía contra Zopezopagua, dio la vuelta a se encontrar con Diego de Alvarado. Y como vio a los mensajeros, les habló muy bien diciéndoles que él no venía a procurar escándalos, ni que hubiese guerra, sino a descubrir nuevas tierras adonde el emperador fuese servido, y otras cosas. A que los respondieron los de Almagro que no se presumía otra cosa de su servicio, especialmente, constándole cómo aquella tierra caía en los límites de don Francisco Pizarro. Dioles el adelantado algunos presentes y joyas de lo que pudo escapar de las nieves.
Capítulo LXXV
Cómo Almagro supo la prisión de sus corredores, y de cómo fundó una ciudad en Riobamba; y fueron a requerir al adelantado; y de lo más que entre ellos pasó
Pues como los corredores de Almagro fueron presos por Diego de Alvarado, como se ha contado, no se tardó mucho cuando lo supo por los indios que habían ido con ellos para los servir; sintiólo mucho, recibiendo gran turbación. Mas pasado aquel movimiento con ánimo grande decía que había de defender la tierra a quien a ella viniese sin provisión ni mandado del emperador. En esto, habiéndose informado bastantemente de los corredores, el adelantado les dio licencia liberalmente para que se volviesen, escribiendo con ellos cartas muy graciosas al mariscal, diciendo que él, teniendo como tenía comisión del emperador para descubrir nuevas tierras no embargante que tenía en su cargo el gobierno de la provincia de Guatimala, había gastado mucha suma de oro en navíos y pertrechos de guerra, para el armada, pertenecientes, con determinación de descubrir en esta mar del Sur, a la parte de levante, lo que pudiese que cayese fuera de los límites de la gobernación que don Francisco Pizarro tenía señalada, sin tener intención de les hacer enojo ni dar lugar a disensiones ni escándalos ningunos; y que él se acercaría a Riobamba donde trataría lo que a todos fuese provechoso y cuanto los había honrado y tratado amigalmente. Pasando estas cosas, después de haber tomado su consejo sobre ello, Almagro determinó de luego fundar una ciudad en Riobamba, que es la propia de Quito, y tomando posesión hizo la fundación en nombre del emperador, y así lo pidió por testimonio; señaló luego alcaldes y regidores, y llamando al capitán Ruy Díaz y a Diego de Agüero y al padre Bartolomé de Segovia, clérigo, les mandó que fuesen por embajadores al adelantado, dándole de su parte la enhorabuena de su venida, certificándole que había sentido mucho los grandes trabajos y peligros que su señoría había pasado por las nieves y desde que salió de Guatimala; y que tenía creído que habiendo servido siempre al emperador que no haría otra cosa de lo que había escrito; pues le constaba don Francisco Pizarro, su compañero, era gobernador de la mayor parte del reino y por días aguardaba que el rey le enviase a él provisión de gobernador de lo de adelante.
Habíase alojado el adelantado en el pueblo de Mulahalo, donde mandó que viniese la demás gente que había quedado en Panzaleo, y saliendo de aquel lugar, caminó acercándose al mariscal. Encontró los mensajeros; recibióles muy bien; y ellos, después de le haber hablado cautelosamente por granjear las voluntades de los que venían con él afirmaban haber grandes tesoros en el Cuzco que repartir; y que era poco para lo mucho que había en los templos y guacas de los indios que estaban enteras, sin lo cual tan grandes provincias como había oído haber en aquel reino se habían de repartir entre los que poblasen, negocio grande y que les convenía ponderarlo para, conociendo el tiempo y tal coyuntura, gozar de él sin ir a descubrir nieves y malas venturas. Con estos dichos, turbáronse hartos de los que los oían; ya deseaban verse en el Cuzco. El adelantado, habiendo tomado su consejo, mandando llamar a los mensajeros, los envió diciéndoles que dijesen al mariscal que cuando estuviese cerca de Riobamba le haría mensajeros. Y como salieron de su campo, marchó hasta ponerlo en Mocha, que está cinco leguas de Riobamba poco más o menos, de donde anduvieron algunos tratos enviando Alvarado a Martín de Estete para que hablase a Almagro, que le proveyesen de lenguas y le hiciesen el camino seguro para pasar adelante a descubrir lo que no tenía en gobernación Pizarro. Almagro respondía alargaciones y excusas, que no podía ni se permitía, con tan grueso ejército descubrir pasando por lo que estaba ganado, y que no podría proveer de bastimento a tanta gente. Estas cosas respondía Almagro al adelantado, mas nunca dejaba de dar grandes esperanzas a los que de su parte venían, deseando que se le pasasen, conociendo que la codicia, que es la que sujeta a la nación española a grandes males, los movería a querer seguirlo. Y como todos acá tratan cautelas no faltó de los que vinieron, de parte del adelantado, que se dieron tal maña que Felipillo, la lengua, amaneció un día huido y se pasó a su campo, donde fue bien recibido y dio aviso de cuántos españoles estaban con Almagro, y cómo a la redonda de donde estaban había muchos hoyos hondables que hacían fuerte aquel lugar; mas que si él quería que haría con los indios naturales que apellidándose todos pusieron fuego por todas partes para que, con temor del incendio, saliesen de allí.
Venía con el adelantado uno a quien llamaban Antonio, que después, como iremos relatando, fue secretario de Pizarro y tuvo mucha parte con él; y como había oído tantas grandezas del Cuzco confiado de su habilidad, porque luego creyó ser lo que fue; aunque venía en servicio de Alvarado y con nombre de su criado, lo más disimuladamente que pudo se fue a Riobamba, donde se presentó delante de Almagro, ofreciéndose a su servicio. Almagro lo recibió bien; supo de la intención que tenía el adelantado y de lo que le había dicho el traidor de Felipillo. Pues como Picado se echó de menos, supieron que se había oído a Riobamba, donde estuvo Almagro; airóse mucho el adelantado amenazándolo de muerte si lo tomase; mandó que todos los caballos y peones se armasen y saliesen a un campo raso que estaba allí junto. De todos mandó sacar cuatrocientos españoles, y los otros que quedasen para en guarda del real; ordenó que fuesen cuarenta caballos junto al pendón real y que Diego de Alvarado con treinta caballos tomase la vanguardia. Gómez de Alvarado con treinta había de ir junto a su persona. Mateo Lezcano iba por capitán de sesenta arcabuceros y ballesteros, la guardia iba a cargo de Rodrigo de Chaves; Jorge de Benavides fue capitán de la demás gente que había, afirmando el adelantado que si le entregaban a Picado que había de desbaratar al mariscal. Marcharon con grande orden hasta llegar a Riobamba, donde el adelantado envió un escudero para que dijese a Diego de Alvarado que hiciese alto sin trabar escaramuza ni pelear con los contrarios; a todo esto Almagro no dormía ni los que con él estaban, aunque eran tan pocos como se ha contado. Estaban apercibidos para todo lo que sucediese con entera determinación.
Envió el adelantado a decir que le entregase a Picado, pues siendo su criado lo había mirado tan mal. Respondió Almagro que Picado era libre y podía ir y estar, sin quél le forzase andar; y dada esta respuesta, mandó a Cristóbal de Ayala, alcalde en la nueva ciudad, y a Domingo de la Presa, escribano, que fuesen a requerir al adelantado de parte de Dios y del emperador que no diese lugar a escándalos ni oprimiese la justicia real, ni entrase en la ciudad que tenían poblada, sino que se volviese a su gobernación de Guatimala, y dejase la que el rey había encomendado a Francisco Pizarro, protestándole los daños y muertes y destrucción de naturales que sobre ello recresciese; y pidiéronlo por testimonio. Respondió el adelantado, y sin consentir en sus protestaciones, que él era gobernador y capitán general de su majestad y que tenía comisión para descubrir por mar, tierra, y que había entrado en el Perú para descubrir lo que no estuviese dado en gobernación y que si habían poblado en Riobamba que no les perjudicaría ni haría daño, si no fuese mercar por sus dineros lo que hubiese menester. Replicó el alcalde y escribano que no embargante la respuesta que había dado le requería se volviese una legua más atrás hacia Mocha a asentar su campo, de donde tratarían entre unos y otros lo que fuese mejor. El adelantado, que no deseaba deservir al rey, mandó al licenciado Caldera, su justicia mayor, que volviese, con aquellos que habían venido, a hablar con el mariscal de su parte lo que a todos convenía; y a Luis de Moscoso mandó lo mismo, que fuesen ambos a dos a lo tratar con toda cordura y discreción. Los españoles que estaban en ambos campos no todos tenían un corazón, ni deseaban que las cosas se guiasen a un fin: porque unos holgaban con guerra y otros con paz, y cada uno deseaba lo que veía que le sería más provechoso. Comían a discreción de los pobres indios sin regla ni razón. Llegados Luis de Moscoso y el licenciado Caldera adonde estaba Almagro, hablaron con él un buen rato sobre aquellas cosas. Siempre respondió que todo aquello era gobernación de Pizarro, su compañero, y que el adelantado debía volverse a su gobernación. Y pasadas estas cosas y otras, Luis de Moscoso y el licenciado Caldera se volvieron adonde habían dejado al adelantado, quedando acordado, por los unos y los otros, que el adelantado se aposentase en unos aposentos antiguos que estaban junto a Riobamba, para desde allí concluir lo que se determinase.
Capítulo LXXVI
De cómo el adelantado don Pedro de Alvarado y el mariscal don Diego de Almagro se vieron; y del concierto que entre ellos se hizo, guiado y encaminado por el licenciado Caldera, y por otros varones cuerdos de los que venían con el adelantado
Habiendo pasado las cosas que se han contado, y el adelantado aposentádose en el lugar dicho (para lo cual salió un alcalde de la ciudad de Riobamba con Caldera y Moscoso), el mariscal hablaba siempre a los que con él estaban, para que si algo intentase el adelantado estuviesen avisados y con buen ánimo; certificándoles que cuando a tal término viniesen las cosas él tenía palabra de muchos de los suyos que se le habían de pasar: en todos ellos se conoció voluntad entera para morir por lo que les mandase. Y el adelantado tenía varios pensamientos, parecíale por una parte que era mengua suya, teniendo tanta gente y tan principal, hacer caudal de Almagro, sino a su pesar pasar adelante y hacer lo que bien le tuviese; por otra, consideraba que estaba en gobernación ajena y que el emperador se tendría por deservido de cualquier cosa que sucediese. Parecíale también que había gastado mucha suma de pesos de oro en los navíos, y gastos de la armada, y que lo mismo habían hecho los que ventan con él; y si quería volver a la mar para embarcarse en naves y descubrir la costa adelante era cosa infinita, porque los navíos habían vuelto a los puertos de Nicaragua, a Tierra Firme; y volver, aunque estuvieran en la costa, por las nieves acabarían todos de morir y de se perder; pues caminar de luengo de la sierra hasta salir de los límites de la gobernación de Pizarro parecíales otro mayor trabajo, y que no le darían lugar allá.
En los suyos habían grandes pláticas y juntas sobre esta materia. Porfiaban unos, uno, y otro, otro, por una parte, le aconsejaban los que eran más mancebos, y tenían la sangre hirviente que para qué aguardaba a cumplimiento con Almagro: que amaneciesen sobre él y prendiesen a él y a los que con él estaban, y que poblase de su mano aquella tierra, y descubriese el tesoro de Quito; por otra, contradiciendo esto, otros de éstos le animban a que, a pesar de Almagro y Pizarro, fuese por la tierra comiendo de lo que hallase sin hacer más daño hasta salir de la gobernación de Pizarro, que se acababa en Chincha, de donde para adelante podía él poblar y conquistar; mas los cuerdos y buenos hombres, que entre ellos venían muchos y muy honrados, afeaban estos dichos, diciéndole que no diese lugar a ningún escándalo ni a que su majestad fuese deservido en la nueva ciudad y en su campo. Pasaron aquella noche con gran recato sin ser parte el embelesamiento del sueño a les impedir que no estuviesen en vela, recelándose los unos de los otros. Mas como fue venido el día, el adelantado, acompañado de algunos caballeros fue a la ciudad de Riobamba a verse con el mariscal, estando todos armados con armas secretas. Abrazáronse como se vieron, y el adelantado hizo una oración larga, diciendo que público era en todos los reinos de las indias los servicios que él había hecho al emperador y con cuánta lealtad; y que, puesto que su majestad se los había pagado con los repartimientos que le había dado y merced de que gobernase en su nombre tan gran reino como él de Guatimala, no le parecía honesto el estarse ocioso ni que cumplía con su pundonor sino emplearse en nuevos trabajos para que la fama tuviese más que contar; y para salir con su intención había ganado de su majestad nueva provisión para descubrir por mar, y que teniendo determinado de ir al descubrimiento de las islas de Tarsis, lo dejó por lo que supo de haber tan gran tierra y tan rica en este mar del Sur, donde tuvo por cierto con su gente descubrir lo de adelante de lo que Pizarro gobernaba; y que se habían guiado las cosas muy diferentes de lo que él pensó y que, pues Dios así lo había permitido, que él, pues lo hallaba poblado y tomado posesión en nombre de la corona de Castilla de aquella tierra, se metía debajo de su jurisdicción porque no quería, ni fuera su voluntad, dar lugar a que Dios nuestro señor y su majestad fuesen deservidos. Respondió Almagro al adelantado: le respondió que no se presumía otra cosa de él sino que siempre haría lo que fuese servicio de Dios y del rey. Y estando en estas pláticas, llegaron Belalcázar, Vasco de Guevara, Diego de Agüero, Pacheco, Girón y otros de los que estaban en Riobamba a le besar las manos. Recibióles muy bien, tratándoles con mucha cortesía y asimismo los que habían venido con el adelantado se humillaron al mariscal, hablando a los caballeros que con él estaban. Antonio Picado pareció delante del adelantado, y lo perdonó sin mostrar mal rostro; Felipillo fue vuelto a Almagro, a quien tampoco riñó ni castigó por lo que había hecho.
Vuelto el adelantado a su campo, hubo muchas pláticas y consideraciones sobre lo que les convenía hacer. No se concluyó nada de ello, y por eso no trataré sino la definición del negocio, que fue entreviniendo en ello el licenciado Hernando de Caldera, y otros varones cuerdos de aquellos caballeros, que allí estaban, se determinó de que el adelantado dejase la gente y navíos en el Perú y se volviese a su gobernación con que le pagasen los grandes gastos que en el armada había hecho. Pesó a muchos esta determinación y otros se alegraban, pareciéndoles que les era mejor quedarse en tal tierra y tan rica que no volver a descubrir de nuevo. Fueron y vinieron de Riobamba al campo y del campo a Riobamba hasta que vino en la conclusión final: fue que se le diesen al adelantado cien mil o ciento y veinte mil castellanos para recompensa de lo mucho que gastó en la armada, los cuales se le habían de pagar en donde Pizarro estuviese, y el adelantado había de entregar los navíos y gente, sin tener mando ni poder ninguno en ello. El adelantado, con las más amorosas palabras que pudo, dio a entender a los suyos haber hecho aquella conveniencia por no deservir al rey y que ellos quedasen en tan próspera tierra, rogándoles que lo tuviesen por bien y fuesen a hablar al mariscal donde estaba. Entendido claramente, algunos lo sintieron diciendo que si eran ellos negros que los habían vendido por dinero. Diego de Alvarado, con grande saña arrojó las armas, diciendo: “Gran mengua ha sido ésta para los Alvarados”. El adelantado procuraba de lo amansar, diciendo, sin lo que había dicho, que él se vería con Francisco Pizarro y haría que les diese de comer y tuviese en lo mucho que merecían, y que debían de ir a hablar al mariscal. Respondió Vitores de Alvarado “y le iré yo a ver para lo conocer por señor, pero no por cumplir el mandado de vuestra señoría”.
Estas cosas pasaron, y otras, en el campo de Alvarado, mas como ya estaba capitulado y jurado, los más principales fueron a le hablar y a se conocer con él; el cual los recibió muy bien dando grande esperanza de que todos brevemente serían ricos y prósperos en el Perú. Y luego enviaron Alvarado y Almagro mensajeros a don Francisco Pizarro de estas cosas: de quien diremos lo que hizo después que reedificó la ciudad del Cuzco.
Capítulo LXXVII
De cómo llegó Soto y Gabriel de Rojas al Cuzco, y salió de aquella ciudad Pizarro, y las cosas que hizo hasta que abajó a los llanos, habiendo despoblado la ciudad de Xauxa
Después que Pizarro hubo repartido el gran tesoro que se recogió en el Cuzco, entendió enviar algunos mensajeros a los naturales de aquellas comarcas, otorgándoles la amistad y gracia de los españoles, rogándoles no diesen más guerra ni buscasen escándalos, pues siempre les fue mal con ellos. Llegó Hernando de Soto de Bilcas, donde había quedado cuando se partió Almagro lo mismo Gabriel de Rojas, de quien Pizarro acabó de entender lo de don Pedro de Alvarado; y pareciéndole que convenía abajar a la costa, lo hizo, sacando de la ciudad los más españoles que pudo; señalando por vecinos algunos que, no lo fueron, ni tuvieran los repartimientos que tuvieron, sino fuera por sacar la gente que digo, que fueron los más principales. Dejó en ella por teniente a Juan Pizarro. Trató, primero que saliese, con los orejones y principales de los indios, que pues, por fin y acabamiento de Guascar y Atabalipa, venía la sucesión de ser inca a Mango Inga, hijo de Guaynacapa, que debían recibirlo por tal: porque de ello se tendría el emperador por servido, pues tanto deseaba que fuesen bien tratados, y sin les tirar la posesión de sus señoríos. Respondieron que eran contentos, y tomó la borla. Pasado esto, partió para Xauxa Pizarro, desde donde, como había sabido por las cartas de Almagro, su compañero, del camino que llevaba, envióle poderes y provisiones para hacer y deshacer como su persona propia, mandando a Diego de Agüero y a Pedro Román y Crisóstomo Suárez, que a las mayores jornadas que pudiesen, anduviesen hasta lo alcanzar; y haciéndolo así, se dieron tal maña, que lo alcanzaron antes que entrase en San Miguel, de donde fueron con él al Quito; y sin tardar mucho en Xauxa, salió Pizarro con deseo de poblar algún pueblo de cristianos en la costa, y anduvo hasta el valle de Pachacama, donde hubo algún rastro del mucho tesoro que los indios habían escondido que estaba en el templo, mas no pareció ninguno: tanto es el secreto que en algunas cosas tienen estas gentes. Desde este valle de Pachacama mandó Pizarro a seis de a caballo que fuesen de luengo de la costa hasta hallar lugar decente para poblar: que tuviese las partes necesarias, y puerto seguro para entrar las naves, que fuesen y viniesen. Estos anduvieron mirando toda la costa; en toda ella no hallaron mejor cosa ni más seguro puerto, que el que llaman de Sangalla, que está entre los valles de Chincha y Nazca, que por otro nombre llaman Caxamalca. Súpolo Pizarro, y queriendo partir para lo ver y fundar luego una ciudad, los indios, pesándoles de ello, echaban falsas nuevas que los españoles que habían quedado en Xauxa estaban en grande aprieto por los tener cercados los indios serranos; porque no les viniese mal a los que eran vecinos de Xauxa, determinó Pizarro de volver a socorrer aquella ciudad; mandó al tesorero Riquelme que fuese a Sangalla y poblase en aquel valle un pueblo de cristianos; y así lo hizo, nombrando alcaldes y regidores, y señalando horca y picota, tomó posesión en nombre del emperador de aquellas tierras. Y entretanto que esto pasaba, llegó a Xauxa el gobernador; halló que todos estaban buenos y muy quietos; tomó parecer con los oficiales del rey y con otras personas, sobre que sería acertado despoblar aquella ciudad y pasarla a los llanos, los que tenían indios en los yuncas holgábanse, loando tal propósito; los que en la sierra contradecíanle, mirando los unos y los otros sólo su interés; mas Pizarro, que pretendía hacerlo, como Dios y el rey fuesen servidos, sin mirar los unos dichos ni los otros, lo mandó despoblar, con protestación que hizo que iría hecha república hasta que llegando adonde fuese mejor, se tornase a hacer la población de aquella misma ciudad que mudaban. De Riobamba venía el mensajero de Almagro, que era Diego de Agüero y los del adelantado, que eran Moscoso y otros, y como supo lo que había pasado se alegró mucho, y a los mensajeros del adelantado hizo mucha honra, y sin las joyas y cosas ricas que les dio prometió de los aprovechar mucho en la tierra. El piloto Juan Fernández venía por la costa descubriendo; supo lo que se había concertado entre el adelantado y el mariscal; dejando encomendado el galeón a los que venían en él, se vino a poner a los pies de Pizarro, el cual, como era clemente y no las guerras civiles eran llegadas, que fue las que paró los corazones de los hombres de acá duros como acero, lo recibió muy bien, prometiendo dar indios de repartimiento. El galeón había llegado al puerto de Sangalla donde Pizarro envió a mandar que parase y tomase posesión de él en su nombre. Pues como don Francisco Pizarro hubiese determinado de poblar la ciudad, que estaba en Xauxa en los llanos, envió a mandar al tesorero Riquelme que no pasase adelante en la nueva población que había hecho en Sangalla, porque ya que no había de que temer del adelantado, quería poblar en los valles comarcanos a Pachacama, por estar en la comarca de la sierra y los llanos; y así como vieron este mandado del gobernador los que estaban en Sangalla se vinieron a Pachacama, donde ya era venido Pizarro con deseo de hallar tal lugar para fundar la ciudad cual convenía y era necesario.
Capítulo LXXVIII
Cómo le informaron falsamente a Pizarro que Almagro venía hecho de concierto para le quitar la gobernación y la vida; y de cómo llegaron, habiendo primero pasado algunas cosas notables en Pachacama; y lo que más pasó hasta que se fundó la ciudad de los Reyes
Tengo entendido que estando don Francisco Pizarro muy alegre por haber su compañero don Diego de Almagro dádose tan buen cobro en lo de Quito, que un Mogrovejo de Quiñones, inventado por sí o por otros, a quien pesaba que entre los dos compañeros hubiese paz, le avisó que se guardase y mirase por sí, por cuanto el adelantado y Almagro venían hechos de concierto para le quitar la gobernación, y aun la vida, y que habían hecho los dos compañía. Alteróse Pizarro con tal dicho, puesto que no lo creyó enteramente. Y lo que de esto pasa es que antes que el adelantado y el mariscal se concertasen de la manera que está dicha, dicen que Alvarado pretendió hacer compañía con Pizarro y Almagro sin querer recibir dineros ningunos, sino dejar las naves y gente con ciertos capítulos que pedía, y que para firmeza de ello que Almagro casase un hijo que tenía con una hija suya. No vino en efecto, ni había para qué escribirlo, sino para que el lector tenga claridad en todo, porque aunque Almagro no vino en nada de esto, respondiendo que no podían tener paz, tantos compañeros; malos hombres, que nunca han faltado por nuestros pecados en esta miserable tierra, le ponían ya mal con el otro triste, para que desde luego hubiera lo que al fin mediante sus maldades hubo.
Estaban de camino, para venir a Xauxa, Alvarado y Almagro, donde creían hallar a Pizarro. Parecióle al mariscal que, pues Belalcázar lo había acertado en lo pasado, que sería justo dejarle el mando de capitán teniente de aquella tierra, y que pues no estaba en buena comarca la ciudad de Riobamba, que se despoblase y asentase en Quito. Y así se hallaron y quedaron con Belalcázar muchos de los que habían venido de Guatimala, y fundó en Quito la ciudad del Quito, de la cual fundación, tengo escrito copiosamente en mi primera parte. Quedaron los naturales de estos pueblos muy gastados por haber estado en sus tierras tantos españoles juntos, y con tanto servicio, y comer y destruir a discreción. Y después con la poca orden que Belalcázar puso, habiendo tan gran cantidad de ganado, tan bello y hermoso como todos vemos, que cubrían en algunas partes los campos llenos, hay ya tan poco que casi no es ninguno; pero para hartarse uno de sesos mataba cinco o seis ovejas; y otro, para que le hiciesen pasteles de los tuétanos, mataba otras tantas; en verdad que algunos de los que hiciéronlo lo oí yo blasonar como que hubieran hecho gran hazaña, y los pobres que las criaron perecían de frío por no tener lanas para hacer ropa. Si sobre esto y otras cosas hubiere de decir lo que sé, nunca acabaríamos la escritura; y lo que toca en Dios y en mi ánima, que es para que avisen los que descubrieren, o trataren entre estos indios, porque se enmienden y sepan; que así como todo lo que tomaban era y es sudor de sangre, así habemos en nuestros días visto, en los más de los perpetradores, notables castigos del poderoso Dios ha hecho en ellos.
De Riobamba anduvieron el adelantado y el mariscal y los muchos que iban con ellos hasta llegar a San Miguel, desde donde mandó Almagro a Pacheco que fuese a lo de Puerto Viejo y fundase un pueblo en la mejor comarca: porque los indios no fuesen maltratados de los que venían en los navíos. El suceso de esta población y lo que pasó tengo escrito en el libro de las fundaciones: allí lo verá quien quisiere. Contar por entero las liberalidades que Almagro hizo en esta jornada será nunca acabar porque se mostró tan generoso y dadivoso que volaba su fama por todas partes, mas quería hacer estas mercedes hinchado de vanagloria: porque en secreto poco o nada quería dar, en público y donde hubiese mucha gente holgaba que le pidiesen; no volvía el rostro ni le veían triste. Fue esto mucha parte para que los más de aquellos caballeros que habían venido con el adelantado le tomasen amor y se aficionasen de él como se aficionaron.
De San Miguel anduvieron hasta el valle del Chimo, parándose primero en el valle de Chicama a castigar los indios porque diz que habían muerto ciertos cristianos que allí aportaron en una nave. En Chimo dicen que le pareció a Almagro sería bueno fundar una ciudad e hizo la traza de ella, y que mandó a Miguel Estete quedar con algunos españoles en aquel valle; de donde partieron hasta que llegados a Pachacama hallaron a Pizarro que los estaba aguardando, y salió, como supo que venían cerca, a los recibir con mucha gente de caballo. Y como se vieron, se embrazaron Pizarro y el adelantado y el mariscal; y a todos los caballeros que venían con ellos recibió muy bien el gobernador. Fuéronse a aposentar a los aposentos de Pachacama donde unos con otros se holgaron y regocijaron; y platicaron Almagro y Pizarro tales pláticas que se entendió bien ser mentira lo que habían dicho. Otro día oyeron misa todos juntos, y dende a un rato, en presencia de algunos de los capitanes que allí estaban, enderezando el adelantado su plática contra Pizarro, le dijo que bien sabía que por el aviso que había traído Gabriel de Rojas habría días tendría aviso de su venida aquestas partes, estando de camino para ir a descubrir a la parte de levante que no estuviese descubierto, mas que tuvieron tanta noticia de Quito que les pareció enderezar su camino adonde decían haber tantos tesoros, pues también pensaron no hallar ningún capitán suyo en él, y después de haber pasado tantos trabajos y pérdidas de haciendas, habían aportado donde hallaron a don Diego de Almagro poblado y, por no deservir al rey, ni tener con ellos ningún debate, había tenido por bien de venir en el concierto que se hizo; y que para ir de todo punto contento no restaba sino que le diese la palabra de tener por suyos tantos caballeros y tan principales como habían venido en su compañía para los honrar y aprovechar; pues muchos habían dejado sus indios y haciendas, y todos gastado lo que tenían para venir con él. Respondió Pizarro con mucha alegría, prometiendo hacer con ellos como con sus propios hermanos, y que con brevedad tendrían repartimientos unos; y otros irían a conquistas para los tomar por su mano y darles lo más. Esto pasado, comieron y fueron luego a ver donde estaba el templo de Pachacama, tan nombrado en estos llanos, donde aún había muchos clavos de oro de los que estaban hincados en la pared para sostener las planchas tantas y tan grandes como primero estaban. Dicen que un piloto llamado Quintero pidió de merced al gobernador aquellos clavos que parecían por las paredes, y como cosa de burla se le dio, y sacó harta cantidad de oro en ellos porque eran largos y rollizos; y más de cuatro mil marcos de plata.
Antes que llegase el adelantado ni el mariscal, había enviado don Francisco Pizarro al Cuzco por su teniente a Hernando de Soto, y mandándole se recogiese dinero para pagarle ciento y veinte mil castellanos, aunque para ello se tomase, si menester fuese, lo que hubiese de los difuntos. Y como desease despachar Alvarado brevemente, se recogió el dinero y se le pagó dándole muchas joyas y piedras de gran valor. De los conquistadores que estaban con Pizarro, como algunos se hallasen muy ricos, y viesen buen camino para salir del reino; y así, pidiendo licencia al gobernador, se fueron con el adelantado a la costa, y embarcándose, salieron del Perú.
Pasado esto que la crónica ha contado, don Francisco tenía muy gran deseo de buscar lugar para fundar la ciudad que estaba en Xauxa. Habían mirado algunas veces el valle de Lima y tornándolo a ver, y pareciendo a todos que era buen lugar y donde había uno de los mejores puertos de la costa, se determinó de fundar en él la ciudad. Y así mandó Pizarro a Juan Tello que repartiese los solares por la orden que estaban señalados en la traza, y dicen que decía este Juan Tello, cuando entendía en esto, que había de ser aquesta tierra otra Italia, y en el trato segunda Venecia: porque tanta multitud de oro y plata había, era imposible que no fuese así. Trazado, pues, el pueblo, Pizarro se volvió a Pachacama, donde tuvieron tiempo él y Almagro de hablar de las cosas privadas y pertenecientes a sus haciendas y hermandad; y, deseando tener la misma conformidad, tornaron a hacer de nuevo nueva compañía con grandes firmezas y juramentos. Luego que esto pasó, estando estos dos compañeros en toda paz y amor porque Dios no había aún comenzado a hacer el castigo en ellos, habló Pizarro a Almagro que se fuese al Cuzco con provisiones, como él las mandó pintar, para entender en lo que le pareciese convenir en la ciudad y para que fuese si quisiere a descubrir, pues tenía para ello tan grande aparejo a lo que llaman Chiriguana, que es a las partes del austro, o que enviase la persona que él señalase, gastando a costa de entrambos lo que él tuviese por bien. Partióse Almagro con los más de los que habían venido de Guatimala, procurando todos de le ganar la gracia porque la verdad, aunque Pizarro tenía el nombre de gobernador como lo era, Almagro quitaba y ponía, y mandaba a su voluntad. Como él se partió, Pizarro quedó entendiendo en la fundación de la nueva ciudad de los Reyes, que fue en año de MDXXXIIII años. Y porque en la primera parte está de esta materia escrito, luego pasaré con dejar en estos términos los sucesos que han pasado en el Perú desde su descubrimiento hasta el tiempo presente y trataré la llegada en España de Hernando Pizarro, para volver a la principal materia; seré en todo tan breve como tengo prometido, diciendo solamente lo que pasó, a la letra, sin mezcla de ninguna falsedad.
Capítulo LXXIX
De cómo Hernando Pizarro llegó en España, donde andaban grandes nuevas del Perú, viendo tanta riqueza como de él venía; y lo que hizo Hernando Pizarro en la corte
Habiendo llegado Hernando Pizarro a la Tierra Firme y los que con él iban con tanta plata y oro, que llevarían las naves lastradas de este metal, salió luego del Nombre de Dios, y a cabo de algunos días llegó a España. Entró en Sevilla con todo el tesoro. Desasosegó a toda España esta nueva porque sonaba por toda ella que la Contratación estaba llena de tinajas y de cántaros de oro y de otras piezas admirables y de gran peso. No se hablaba sino del Perú, moviéndose muchos para ir a ello. Hízose luego correo al emperador, de estas cosas. Supo la nueva en Calatayud, cerca de Zaragoza, en el reino de Aragón porque había ido a tener Cortés en Monzón. Antes de esto, había venido a su majestad nueva de lo del Perú por vía de Nicaragua, mas ahora se supo más bastantemente y mandó que Hernando Pizarro viniese a Toledo donde su majestad vio muchas de aquellas piezas tan grandes y ricas que le traían de los quintos. Informóse de las cosas de aquella tierra, de la calidad y disposición de ella, y cómo vivían sus moradores y naturales, si imprimieron en ellos la fe y otras muchas cosas, a todo lo cual Hernando Pizarro le respondió con mucha cordura y prudencia. Mandó al aposentador que lo aposentase en la ciudad, diciendo que se tenía por bien servido de su hermano Francisco Pizarro y de Almagro, y que les haría siempre mercedes.
Dicen que estando en la corte, Hernando Pizarro procuraba por las vías que podía de aniquilar la persona de Almagro oscureciendo sus servicios. Mas que llegando Cristóbal de Mena informó al contrario de aquello, dando cartas de Almagro al emperador y a los señores del Consejo. Mas todavía cuentan que Hernando Pizarro se estaba en su propósito, deseando que no le diesen a Almagro ninguna gobernación. Mas como el emperador, sea tan cristianísimo príncipe y en aquellos tiempo, se creía que estaban las Indias bien gobernadas por gobernadores, fue servido de que Almagro gobernase doscientas leguas de costa delante de lo que Pizarro gobernaba, pues tanto trabajo hizo para que se hubiese descubierto el Perú. Hernando Pizarro tuvo aviso de esta determinación de su majestad y por ganar lo que Almagro le prometió si le llevase la gobernación, es público que luego dio petición sobre ello, representando los servicios que el dicho don Diego de Almagro había hecho. Y se libró la provisión, informando siempre bien de Almagro, Cristóbal de Mena y Juan de Sosa, los cuales traían poder de Almagro, sin revocar el de Hernando Pizarro, sino porque si él no quisiese usar de él, que ellos, en su nombre, pidiesen las mercedes.
Concedióse de nuevo merced a don Francisco Pizarro de acrecentarle la gobernación otras setenta leguas de luengo de costa por la cuenta del meridiano para que dende adelante se contase la gobernación de Almagro, la cual se intituló la provincia del Nuevo Toledo, capitulando el emperador con Hernando Pizarro en nombre de Almagro, lo que con otros gobernadores se suele capitular. Nombráronse por oficiales de la real hacienda de esta provincia: por veedor Turuégano, por tesorero Manuel de Espinar, por contador, Juan de Guzmán; y a Almagro se le dio título de adelantado.
Pues como se hubiese dicho tantas cosas del Perú, y España estuviese tan inquieta con los tesoros que habían venido, muchos para pasar de acá vendían sus haciendas: con que pudieran vivir como sus padres, y murieron los más, miserablemente: en el Nombre de Dios, y por la mar, y en las guerras que después ha habido; tanto, que han vuelto pocos según han venido muchos. Los oficiales dejaban sus oficios y muchos a sus mujeres, con deseo de tener oro y de aquella plata. No sin razón se dijo que la codicia es raíz de todos los males. Como muchos se iban y dejaban a sus mujeres mozas y hermosas, acuérdome, estando yo en Córdoba, harto muchacho, que oía un cantar que decía entre otras cosas: “los que fuéredes al Perú, guardaos del cucurucú”.
Capítulo LXXX
De cómo su majestad hizo merced del hábito de Santiago a Hernando Pizarro, el cual salió de la corte y se embarcó para las Indias
Habiendo pasado las cosas que se han contado, estando todavía el capitán Hernando Pizarro en la corte del emperador, fuele hecha por su majestad merced del hábito de Santiago; y hechas otras mercedes, se aparejaba para volver al Perú. Tenía gran casa y andaba muy acompañado, como quien merecía y tanto había traído. Trató con el emperador, que procuraría para que en el reino del Perú se le hiciese servicio para ayudar las guerras y necesidades que su majestad tenía. Habíase pasado la corte a Valladolid, de donde Hernando Pizarro se partió para su tierra en la ciudad de Trujillo en Extremadura, llevando cartas muy favorables que el emperador le dio para su hermano don Francisco Pizarro y el adelantado don Diego de Almagro. Allegábanse a Hernando Pizarro muchos caballeros, todos los más mancebos, para se venir con él a estas partes: algunos tenían rentas, y “de yerba”; y otros, haciendas y buenas posesiones. Todos se juntaron en Sevilla donde fueron aparejados de lo necesario para la jornada. Entre los que vinieron con Hernando, de España a este reino, fueron Yllán Suárez de Carvajal, que venía por factor del rey, y el licenciado Benito Xuárez de Carvajal, su hermano, y Baltasar de Huete y Melchor de Cerbantes, su hermano, y Baltasar de Huete, Pedro de Hinojosa, Gonzalo de Tapia, Juan Bravo, Gonzalo de Olmos, el capitán don Pedro Portocarrero, Juan Ortiz de Zárate, Pero Suárez, Diego de Silva, Francisco de Chaves y otros que no me acuerdo sus nombres. Embarcáronse en el puerto de San Lúcar de Barrameda. Navegaron por la mar, y arribaron desde el golfo de las Yeguas con gran tormenta, que pensaron ser perdidos, y vinieron a parar al puerto de Gibraltar; de donde tornaron a se embarcar y pasaron otra tormenta; y después de haber arribado otra vez, a lo que creo, que no lo sé bien, y pasados muchos peligros por la mar, llegaron al puerto de Nombre de Dios. Donde de todas partes había acudido tanta gente para pasar al Perú que fue causa que, llegado Hernando Pizarro, hubo tan gran carestía en los mantenimientos cuanto después acá se ha visto. En aquella tierra con la hambre enfermaban; moríanse; porque siempre mueren en aquellos pueblos, más que en otras partes por los bochornos y calores tan desiguales que hay. Por una gallina daban una chamarra de seda, y por otras cosas menores, sayos de terciopelo, calzas, jubones tan galanos como se puede presumir. De las enfermedades muerieron así de los que estaban como de los que venían con Hernando Pizarro.
Aquí tuvo nuevas Hernando Pizarro de lo que había pasado en el Perú después que él salió de él, y de la entrada del adelantado don Pedro de Alvarado, y del concierto que hizo con el gobernador, su hermano. Deseaba mucho verse en esta tierra. Diose prisa como mejor pudo a salir de Panamá, y navegaron hasta llegar a la tierra del Perú. En lo de Puerto Viejo mandó quedar Hernando Pizarro a Gonzalo de Olmos, a quien el gobernador don Francisco Pizarro envió provisión de teniente y capitán de aquellas provincias, no embargante, que había hecho la fundación Francisco Pacheco, cuando Almagro lo mandó ir allí desde San Miguel.
Caminó Hernando Pizarro por tierra con algunos de los caballeros que con él venían con gran deseo de se ver en la ciudad de los Reyes. Y porque antes que Hernando Pizarro llegase al reino, pasaron en él grandes cosas, lo dejaremos hasta contarlas por extenso.
Capítulo LXXXI
Cómo Almagro se partió de Pachacama para el Cuzco; y dende a pocos días salió Pizarro a fundar Trujillo, en el valle de Chimo
Conté en los capítulos de atrás que desde Pachacama se determinó que don Diego de Almagro fuese al Cuzco, a lo que en aquel lugar se contó. La más de la gente que llevaba fue por la sierra; él, con los que le pareció, se fue por los llanos, holgando de ver los edificios que había en todos los más de los valles. Y dende a pocos días que él partió, salió don Francisco Pizarro a fundar una ciudad en el valle de Chimo, donde yendo caminando, encontró en el valle de Guaura un caballero a quien llamaban Tello de Guzmán, que venía de la isla Española por mandado del presidente y oidores de la cancillería que reside en la ciudad de Santo Domingo con provisiones que dieron, luego que supieron que el adelantado Alvarado venía al Perú con su gente y armada, para que entre él, Pizarro y Almagro no hubiese ningún escándalo ni debate, mandando que luego, so graves penas, Alvarado saliese de los límites de la gobernación de Pizarro; proveimiento que se tuyo por muy acertado. Agradecióle Pizarro la venida con esperanza de buena paz. También encontró en este mismo valle al capitán Ochoa de Ribas, que venía de la Nueva España. Mandóle que se fuese a la ciudad de los Reyes, donde le prometió repartimiento de indios.
Llegado, pues, al valle de Chimo, Pizarro hizo la fundación de la ciudad, a quien llamaron Trujillo, de la cual fundación tengo escrito en la parte por mí alegada en otras partes de esta crónica. Por su teniente y capitán señaló a Estete, él, que allí dejó Almagro con los vecinos elegidos para quedar con los repartimientos y estando don Francisco Pizarro, entendiendo en esta fundación aportó un mancebo a quien llamaban Cazalla, publicando que Almagro era gobernador de Chincha para adelante y que él tenía provisiones de ello sin traer más que un traslado simple, sin ninguna fe de escribano, de la capitulación que el emperador mandó tomar con Hernando Pizarro. Luego se alteraron los que lo oían, los unos de placer, los otros de pesar y, sin más ver ni entender, Diego de Agüero a grandes jornadas partió a dar tal nueva a Almagro, esperando albricias ricas por se la llevar.
Almagro iba caminando Por los llanos hasta que subió a la sierra deseando verse en el Cuzco. Alcanzólo Diego de Agüero junto a la puente de Avancay donde con mucha alegría le contó a lo que venía, congratulándose de nombre de adelantado y capitán general de lo mejor y más rico del Perú. Almagro le agradeció la venida; publicó que se holgaba por que no se entrase ninguno en la tierra que él y su compañero con tantos trabajos habían ganado, que por lo demás tan gobernador sería él como Pizarro y más, pues mandaba lo que quería. Afirman que con toda esta disimulación le valieron las albricias más de siete mil castellanos.
Como llegó al Cuzco Almagro, saliéronle a recibir Soto, que era teniente, Juan Pizarro, Gonzalo Pizarro, con todos los vecinos y honrados hombres de la ciudad. En todo esto, Pizarro se estaba en la nueva ciudad de Trujillo; y como las pláticas públicas y secretas sobre lo que se decía de venir por gobernador Almagro de lo de Chincha para adelante, fuesen muchas, Antonio Picado y el licenciado Caldera y otros aconsejábanlo que mandase parecer aquellas provisiones y verlas, y mirase por sí y por su honra, porque si era cierto que Almagro gobernaba de Chincha para adelante sería mejor dárselo todo que no quedar con lo más corto y ruin. Mandó, estas cosas oídas, llamar aquel mozo Cazalla para que mostrase las provisiones que había publicado traer para don Diego de Almagro. Mostró lo que traía, que era el traslado simple de la capitulación. Volvióselo Pizarro sin hacer caso de ello; más éste, que echó el demonio para ocasión de comenzar a encender el fuego tan cruel que hubo, partió de allí diciendo que no había querido mostrar a Pizarro por entero lo que traía, y así lo escribió al Cuzco a don Diego de Almagro, el cual, como supo estas nuevas, se hinchó de viento en tanta manera que, puesto que llevaba las provisiones y poderes del gobernador tan largos y bastantes para gobernar la ciudad del Cuzco, no quiso usar de ellas, pareciéndole que sería apocamiento suyo usar, inferiormente de cargo, en tierra donde se tenía por superior, y que aguardaba por días las provisiones del emperador para, por virtud de ellas, ser gobernador de Chincha para adelante, como se había dicho. Sus amigos, que eran tantos y tan principales henchíanle las orejas de viento. Tenían ya en tan poco a los Pizarro que, aun los manglares, les parecía ser mucho para que gobernasen. Procuraban ganar la gracia de Almagro por todas las vías y desde ahora hubo en el Perú dos parcialidades: una, que se allegaba a los Pizarros, y otra, a los Almagros.
Fue la raíz de todos los males que el demonio procuró plantar en él, permitiéndolo Dios por los grandes pecados de los hombres.
Por otra parte, los que eran amigos de don Francisco Pizarro, en Trujillo, donde estaba, le amonestaban que luego con gran diligencia debía suspender el poder que había dado a don Diego de Almagro tan largo y bastante, y revocarlo para que no usase de él, pues si se hallaba en el mando del Cuzco y le venían algunas provisiones, aunque no viniesen muy bastantes, se quedaría por su mano metido en la posesión de lo mejor y más importante del reino, habiéndolo él ganado y trabajado con tantas fatigas y riesgo de su vida. Esto y otras cosas le ponían por delante al gobernador Pizarro; y habiendo, como había entre él y Almagro tanta amistad, hermandad de muchos años, el interés lo partió, la codicia cegó sus entendimientos; la ambición de mandar y repartir repugnó contra lo que más durara, si anduvieran en pobrezas y con necesidades, sin haber dado en tan rica tierra, como dieron ellos dos, sabiendo tan poco que no conocían las letras del abc: y a de hoy más no hubo, sino envidias, cautelas y otros modos injustos. Y así Almagro, por su provecho, determinó de no usar de las provisiones y poderes que tenía Pizarro porque no le
viniese daño, de luego, como se lo aconsejaron, revocarlo y anularlo.
Capítulo LXXXII
De cómo don Francisco Pizarro envió a Verdugo al Cuzco con poder para Juan Pizarro, su hermano, que tuviese la tenencia de la ciudad; y de los debates que hubo en ella, y lo que más pasó
Estando, pues, con esta determinación, el gobernador Pizarro escribió luego sus cargas a Juan Pizarro, su hermano, varón estimado, y que a lo que se publicaba de venir gobernación para Almagro, y que aunque él no tenía nueva cierta de lo que era, convenía al servicio del rey, y a su honra, que don Diego de Almagro no tuviese mando en el Cuzco; ni hiciese más que hacer la gente para ir, o enviar, al descubrimiento de Chiriguana: por lo tanto, que por virtud de la nueva provisión y poder que le enviaba, se hiciese luego recibir por su teniente en aquella ciudad y la tuviese a su cargo hasta que otra cosa proveyese. Escribió al cabildo lo que le pareció sobre el negocio, y al mariscal por no darle a entender la causa de aquel movimiento, le escribió fingidamente, y con dolo, que no se alterase por ello; porque lo hacía teniendo algunas consideraciones justas, y principalmente porque le parecía que estaría más metido en el negocio de la jornada de Chiriguana que no en lo que tocaba al Cuzco. Con el despacho de todo esto partió Melchor Verdugo, a quien Pizarro mandó que diligentemente anduviese hasta llegar al Cuzco, adonde ya había llegado la nueva que publicaba Cazalleja con su provisión simple; mas no había visto lo que era, salvo que querían ver el sello real y las provisiones auténticas para que luego Almagro, como gobernador, quitase y pusiese a sus amigos.
Verdugo diose prisa andar. Juan Pizarro entendía bien lo que su hermano mandaba; tenía de su parte los vecinos, y no todos. Almagro, los demás, con todos los que pensaban ir a Chiriguana, que eran muchos. Entre todos había grandes pláticas sobre qué sería bien hacer, lo que unos decían y otros pensaban. Soto era teniente, acostábase algo a la parte de Almagro por su interés, y aguardaba a ver las provisiones. No se trató en el recibimiento del uno ni del otro. Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro estaban más sentidos de Almagro porque le querían mal, y mostráronlo con esta ocasión. Los amigos de Almagro traíanle al retortero, diciéndole que mirase por sí, pues el rey lo había hecho señor que lo fuese de veras y que luego enviase por aquellas provisiones que venían, y tomase posesión en lo que le señalaba el rey por gobernación, Salió del Cuzco, Vasco de Guevara con algunos caballos para encontrarse con aquel mozo que las traía. Divulgóse por la ciudad cómo salía Vasco de Guevara. Publicaron los Pizarros que iban a matar al gobernador y quisieron salir para impedir la ida al Vasco de Guevara. Hablaron con Soto, que era teniente, porque en el despacho que trajo Verdugo mandaba al gobernador que si Almagro no usase del cargo que estuviese en él como estaba, y si Almagro lo tuviese, que no lo fuese uno ni otros de ellos sino Juan Pizarro, su hermano. Soto respondió a los que le hablaron que no se alterasen porque Vasco de Guevara no iba a cosa de lo que ellos pensaban. Juan Pizarro era orgulloso y tenía envidia de ver que Almagro había de ser gobernador de lo que ellos decían haber ganado y conquistado; juntaba gente, apellidaba los amigos de su hermano, esforzándolos en su amistad, ponderando el agravio que Almagro le hacía en desear tomarle la gobernación y que lo enviaba a matar y otras cosas. Allegáronse a él los que se holgaban de oír aquello.
Súpolo Hernando de Soto; indignóse contra ellos, porque así buscaban escándalos, fue a su posada, con toda templanza y gentil comedimiento amonestólos que amansasen y no diesen lugar a ningún mal. Respondieron con soberbia y menosprecio a Hernando: ser amigo de Almagro, y que bien mostraba el afición que le tenía. Solo tenía su vara en la mano, ellos las armas sin dejar de hablar airadamente, tanto que muy enojado se partió de ellos para la posada de Almagro, a quien requirió le diese favor, pues siendo justicia mayor en aquella ciudad le habían menospreciado y aun amenazado. Almagro, como aquello oyó, dijo que eran liviandades de mozos, pero mandó a muchos caballeros de sus aliados que favoreciesen al justicia del rey con todas sus fuerzas, con el cual favor volvió Soto a requerir a Juan Pizarro se estuviese en su casa y no saliese de la ciudad, porque dicen que quería salir tras Vasco de Guevara. Mas dándose menos por Soto que de primero, respondió con más asperidad y orgullo mostrando en su persona mucho brío para salir con lo que quisiese y de palabra en palabra vinieron a las armas, pidiendo Soto favor a la justicia y el otro al amistad de su hermano; salieron inflamados en ira a la plaza dándose lanzadas, donde cierto si durara mucho se recreciere gran mal. Mas Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro con sus valedores, temiéndose no saliese Almagro en favor de Soto, no pasaron delante, ni el mismo Soto lo permitió por excusar el escándalo, no dejando de estar sentido de los que habían desmesurado. Requirieron de nuevo a Juan Pizarro, y a su hermano y a otros, que no saliesen de sus posadas: las cuales les mandó que tuviesen por cárceles; y al mariscal encastilló en la suya, estando todos tan turbados y llenos de envidia los unos de los otros, que fue espanto no salir matarse todos ellos. Afirmóse que fueron estas las primeras pasiones que hubo en esta tierra entre los Almagros y Pizarros, o causado por su respecto.
Capítulo LXXXIII
De cómo don Francisco Pizarro volvió a los Reyes, donde, como supo las cosas que pasaban a la ciudad del Cuzco, salió para ir a ella
Deseaba mucho Pizarro que su hermano volviese de España. El tiempo que estuvo en Trujillo gastólo en la población de aquella ciudad, en procurar atraer a la paz los indios naturales. Envió a Belalcázar, que andaba en Quito, provisión de capitán y teniente general, y a Puerto Viejo y a otras partes envió a mandar lo que más convenía. Volvió a la ciudad de los Reyes donde fue bien recibido. Deseaba tener nuevas del Cuzco. Llegó de Panamá, donde había ido, Francisco Martín de Alcántara; traía consigo a don Diego, hijo de Almagro. Había salido del Cuzco un Andrés Enamorado, al tiempo que andaban en aquellas bregas que ya se han escrito, a dar aviso de ello a Pizarro, el cual, llegado que fue a los Reyes informando más de lo que era su venida le certificó que sus hermanos estaban en gran riesgo porque Soto y Almagro habían andado con ellos en tales negocios que se habían dado de lanzadas. Pesóle con estas nuevas a Pizarro. Quejábase de Almagro, sin saber lo cierto; afirmaba a los que lo oían, que por su causa se había levantado el alboroto. Apercibió algunos de sus amigos para salir a grandes jornadas la vuelta del Cuzco. Llevó consigo al licenciado Caldera y Antonio Picado, su secretario. En los Reyes dejó por teniente a Ochoa de Ribas.
Dijese también en el capítulo pasado cómo Vasco de Guevara había salido del Cuzco por mandado de Almagro para tomar las provisiones que he dicho venir en poder de aquel mozo que las traía. Y después de haber caminado más de veinte leguas se encontró con él y lo llevó a don Diego de Almagro, que mucho enojo recibió cuando no vio más que un papel simple por haberse publicado por todas partes que le venían ya las provisiones de gobernador. Mas no dejó de afirmar a sus amigos que no podía tardar lo verdadero, pues aquello había sido sacado letra por letra de ello. Juan Pizarro y los que eran aficionados a su hermano se holgaron, haciendo escarnio de Almagro porque tan ligeramente se había creído a lo que le habían dicho, diciendo que ellos tenían a Hernando por tal pájaro que traería lo que al gobernador conviniese, pues lo sabía y entendía tan bien.
Habiendo pues partido de la ciudad de los Reyes don Francisco Pizarro, caminó camino del Cuzco de donde, como Almagro supo que había salido Andrés Enamorado, mandó a Luis de Moscoso que saliese a se encontrar con él y le dijese lo que había pasado en aquella ciudad con toda verdad, sin mezcla ninguna; mas antes que llevase supo de un fraile las nuevas, con que se le quitó parte de la turbación que llevaba. Llegando en lo que llaman Guaytara, se encontró con Moscoso y con los que más venían y los recibió bien, diciendo a lo que le contaron que se holgaba de que saliese mentira lo más de lo que había dicho Andrés Enamorado. En el paraje de los aposentos de Bilcas, recibió una carta escrita de un grande amigo de Juan Pizarro y suyo, llamado Pero Alonso Carrasco, vecino de la ciudad, en que un capítulo de ella dicen que le afirmaba si con brevedad no llegaba al Cuzco, no hallaría vivos a sus hermanos y amigos. Causó algún desasosiego esta carta, diciendo a Moscoso y al fraile que no le habían dicho verdad. Respondieron con algún enojo: que más que no quien había escrito la carta. Determinóse que el mismo Luis de Moscoso y Antonio Picado se adelante a la ciudad para tomar lengua cierta de lo que había. Y como llegaron, supieron no haber más de lo que Moscoso había contado y que lo otro era industrias de hombres y alborotadores que deseaban ver enemistados los dos compañeros por acrecentarse en los repartimientos con la tal necesidad. Supo, lo que digo, Pizarro de su secretario Picado y de Moscoso. Prosiguió el camino y en Avancay halló dos criados suyos llamados Alonso de Mesa y Pedro Pizarro, los cuales dijeron que ellos habían escrito cartas de lo que Almagro había hecho en el Cuzco y si era necesario en ello se ratificaban. Pizarro no hizo caso de más dichos, antes marchó hasta llegar al valle de Xaquixaguana, donde andando un poco más halló a Luis de Moscoso y a Picado que le estaban aguardando porque el aviso que le dieron fue por cartas. También halló aquí a Diego Gavilán, que había antes de todo esto ido al Cuzco para saber en qué estado estaban las cosas; con todos ellos y los que más venían, anduvo el gobernador hasta llegar a la ciudad, sin consentir que fuesen a hacer saber cómo estaba tan cerca de ella que fuese causa que no saliesen a le recibir sino fueron Toro, Juan Ronquillo, Cermeño que lo supieron. Fuese a apear en la iglesia para hacer oración. Almagro supo de su entrada. Fue donde se halló cuando se apeó y se abrazaron el uno y el otro, derramando hartas lágrimas: si anduvieran en los manglares y no estuvieran en el Cuzco afirmara yo: que eran salidas de afición y amor. Dicen que te dijo Pizarro: “Vos me habéis hecho venir muriendo por esos caminos sin traer cama ni toldo ni otra comida que maíz cocido; ¿dónde ha estado vuestro juicio que sin mirar lo que hay en medio hayáis sido causa de tomar rehurtas con mis hermanos a los cuales yo tengo mandado os tengan respeto como a mí mismo?”. Y que Almagro le respondió que no viniera él con tanta prisa, pues él le había enviado aviso de lo que había pasado y que en lo demás a tiempo estaba que sabría la verdad de todo, y que sus hermanos lo habían mirado mal, porque no podían encubrir serles molesto ni enojoso el haberle hecho gobernador el rey.
Pasando estas pláticas y otras, llegaron el capitán Hernando de Soto y muchos caballeros guatimaltecos y vecinos a le besar las manos y todos fueron bien recibidos de él. Y como se vio en su posada, reprendió mucho a sus hermanos lo que habían hecho. Daban sus excusas diciendo que ya Almagro se tenía por gobernador del Cuzco y pensaba repartir las provincias entre sus amigos, y no en los que lo habían trabajado, y que ellos habían hecho lo que había convenido a su honra y servicio.
Mango Inga Yupangue, que de derecho había recibido por Inca, vino muy alegre a ver a Pizarro y lo abrazó, holgándose mucho con él, y lo mismo con todos los demás señores principales, que le vinieron a ver. Tello de Guzmán había traído la provisión que he dicho atrás, librada de la chancillería real; y como supo lo que había pasado en el Cuzco, había venido con intención de requerir con ello al gobernador y al mariscal porque no hubiese ningún escándalo, y así lo hizo protestándolo y tomándolo por testimonio. Había venido con el gobernador y el licenciado Caldera, que siempre dio buenos consejos y medios porque no hubiese discordias ni el emperador fuese deservido. Habló en secreto con Pizarro, diciéndole que se conformase con Almagro, pues veían cuán bienquisto estaba; y conocía la flor de los caballeros que vinieron con Alvarado estaban de su parte, y otras cosas le dijo, por donde Pizarro conoció que le daba buen consejo y determinó venir en ello. Había nombrado por su teniente general y justicia mayor a este licenciado Caldera, el cual habló también con Almagro, diciéndole que mirase en el cargo que era a don Francisco Pizarro, y que pocas cosas no bastasen a les poner mal, pues él será tan gobernador como el otro y más, pues daba y quitaba, y en todos los pueblos estaban hasta los dos regidores puestos de su mano, y gastaba el dinero como si sólo suyo fuera; y otras palabras dijo Caldera de tal manera que, interviniendo en ello él y el doctor Loaysa, los conformaron e hicieron amistad entre todos, y quedaron en lo público muy amigos; y en lo secreto como Dios sabe.
Capítulo LXXXIV
De cómo de nuevo se conformaron los gobernadores, haciendo juramento solemne sobre de llevar adelante compañía
Habiendo pasado en la ciudad del Cuzco las cosas que se han contado, pareció a Pizarro y a Almagro, que pues se habían conformado de nuevo en toda paz y amor, que sería bueno partir la hostia, sagrado cuerpo de Dios, entre los dos, y hacer juramento con grandes vínculos y promesas de que no lo quebrantarían para siempre jamás, en manos de un sacerdote revestido; y como así se determinaron, se puso por obra. Y porque es caso notable este juramento y que Dios lo cumplió así, como se lo pidieron, con gran daño y destrucción de los que juraron, lo pondré aquí a la letra, sin quitar ni poner un “a” tan solo, y sacado del original, dice así:
“Nos don Francisco Pizarro, adelantado y capitán general por su majestad, en estos reinos de la Nueva Castilla, y don Diego de Almagro, asimismo gobernador por su majestad, en la provincia de Toledo, decimos: que porque mediante la íntima amistad y compañía, que entre nosotros con tanto amor ha permanecido, y queriéndolo Dios nuestro señor, haya recibido señalados servicios en la conquista, sujeción y población de estas provincias y tierra, atrayendo la conversión y conocimiento de nuestra santa fe católica tanta muchedumbre de infieles; y confiando su sacra majestad, que durante nuestra amistad y compañía, su real patrimonio será acrecentado. Y así por tener este intento como por los servicios pasados su majestad católica tuvo por bien de conceder a mí el dicho don Francisco Pizarro la gobernación de estos reinos y a mí don Diego de Almagro, la gobernación de la provincia de Toledo, de las cuales mercedes que su real liberalidad hemos recibido, resulta nueva obligación que perpetuamente nuestras vidas y patrimonios, y de los que de nos descendieren, en su real servicio se gasten y consuman; y para que esto más seguro y mejor efecto haya y la confianza de su majestad por nuestra parte no fallezca, renunciando la ley que cerca de los tales juramentos dispone, prometemos y juramos en presencia de Dios nuestro señor, ante cuyo acatamiento estamos, de guardar y cumplir bien y enteramente, sin cautela, ni otro entendimiento niguno, lo expresado y contenido en los capítulos siguientes; y suplicamos a su infinita bondad que cualquier de nos que fuere en contrario de lo así convenido, con todo rigor de justicia, permita la perdición de su ánima, y fama, honra y hacienda: porque como quebrantador de su fe, la cual, el uno al otro y el otro al otro, nos damos y no temerosos de su acatamiento; reciba dél tal justa venganza. E lo que por parte de cada uno de nosotros juramos y prometemos, es lo siguiente:
Primeramente, que nuestra amistad y compañía se conserve y mantenga para adelante con aquel amor y voluntad que hasta el día presente entre nosotros ha habido, no la alterando ni quebrantando por algunos intereses, codicias, ni ambición de cualesquier honras y oficios, sino que hermanablemente entre nosotros se comunique, y seamos particioneros en todo el bien que Dios nuestro señor nos quiera hacer.
Otrosí decimos, so cargo del juramento y promesa que hacemos, que ninguno de nosotros calumniará, ni procurará cosa alguna que en daño y menoscabo de su honra, vida y hacienda, al otro pueda suceder ni venir, ni de ello sea causa por vías directas ni indirectas, por sí propio ni por otra persona alguna tácita ni expresamente, causándolo ni permitiéndolo; y trabajará de se lo llegar y adquirir; y evitar todas las pérdidas y daños que se le puedan recrecer, no siéndolo de la otra parte avisado.
Otrosí juramos de mantener, guardar y cumplir, lo que entre nosotros está estipulado, a lo cual nos referimos; y que por vía, causa, ni manera alguna, ninguno de nosotros vendrá en contrario, ni en quebrantamiento de ello, ni hará diligencias, protestación ni reclamación alguna; y que si alguna hubiere hecho, se aparta y desiste de ella y la renuncia, so cargo del juramento.
Asimismo juramos que juntamente, ambos y a dos, y no el uno sin el otro, informaremos y escribiremos a su majestad, las cosas que, según nuestro parecer, mejor a su real servicio convenga, suplicándole y informándole de todo aquello con que más su católica conciencia se descargue, y estas provincias y reinos más y mejor se conserven y gobiernen; y que no habrá relación particular por ninguno de nosotros fecha en fraude ni cautela y con intento de dañar y empecer al otro; procurando para sí, posponiendo el servicio de nuestro señor Dios y de su majestad y en quebrantamiento de nuestra amistad y compañía; y asimismo no permitirán que sea hecho por otra cualquiera persona, dicho ni comunicado, ni lo permita ni consienta, sino que todo se haga manifiestamente entre ambos, porque conozca mejor el celo que de servir a su majestad tenemos, pues de nuestra amistad y compañía tanta confianza ha mostrado.
Ítem juramos, que todos los provechos e intereses que se nos recrecieren, ansí de los que yo don Francisco Pizarro hubiere y adquiriere en esta gobernación por cualesquier vías y causas, como los otros que yo don Diego he de haber en la conquista y descubrimiento que en nombre y por mandado de su majestad hago, lo traeremos manifiestamente a montón y colación, por manera que la compañía que en este caso tenemos hecha, permanezca y en ella no haya fraude, cautela ninguna ni engaño alguno; y los gastos que por ambos y cualquier de nos se hubiere de hacer, se haga moderada y discretamente, conforme a la necesidad que se ofreciere, evitando lo excesivo y superfluo, socorriendo y proveyendo, a lo necesario. Todo lo cual, según, en la forma, que dicho está en nuestra voluntad de lo ansí guardar y cumplir, so cargo del juramento que así tenemos hecho, poniendo a Dios nuestro señor por juez y a su gloriosa madre santa María, con todos los santos por testigos; y porque sea notorio a todos, los que ansí juramos y prometemos, lo firmamos de nuestros nombres, siendo presentes por testigos, el licenciado Hernando Caldera, teniente general de gobernador en estos reinos, por el señor gobernador, y Francisco Pineda, capellán de su señoría, y Antonio Picado, su secretario, y Antonio Téllez de Guzmán y el doctor Diego de Loaisa. El cual dicho juramento fue hecho en la ciudad del Cuzco en la casa del dicho señor gobernador don Diego de Almagro, estando diciendo misa el padre Bartolomé de Segovia, clérigo, después de dicho el pater noster, poniendo los dichos gobernadores las manos derechas encima de la mano consagrada, a doce de junio de mil y quinientos y treinta y cinco años. Francisco Pizarro. El adelantado don Diego de Almagro y el licenciado Caldera. Antonio Téllez de Guzmán. Y yo, Antonio Picado, escribano de su majestad y su notario público en todos los sus reinos y señoríos, presente fui a ver hacer el dicho juramento a los dichos gobernadores en uno con los dichos testigos y lo hice escribir, según que ante mí pasó, y por ende hice aquí este mi signo atal en testimonio de verdad, Antonio Picado, escribano de su majestad”.
Esto que habéis visto fue el juramento que se hizo en el Cuzco, consideradlo bien y notad lo que pidieron: porque lo hallaréis en el discurso de esta obra cumplido tan a la letra que es cosa de espanto, y para temer de hacer tales juramentos, pues con ellos tientan a Dios todopoderoso, el cual no permita de les condenar las ánimas, como también pidieron. A todo esto tengo que decir, que como los indios naturales viesen la gran potencia de los españoles, y por experiencia sabían irles mal en tomar armas, hostigados por los muchos que habían muerto en las guerras pasadas, habían asentado y tratado paz; pero con mezcla de fingimiento y con deseo de verlos divididos y de tal manera que pudiesen vengarse de tantos daños como habían recibido. Y teniendo este intento y conociendo su gran codicia y demasiada avaricia, publicaron grandes cosas de lo de Chiriguana, afirmando haber tanto oro y plata, que no era nada lo del Cuzco para compararlo con ello. Los españoles creíanlo y pensaban henchir las manos en aquella tierra. Pretendían ir por generales del descubrimiento los capitanes Rodrigo Orgóñez y Hernando de Soto; cada uno publicaba que Almagro le tenía prometida la jornada, porque no pensó por su persona hacerla, sino enviar la gente y aguardar a recibir las provisiones, que ya sabía traerle Hernando Pizarro; como los indios, por verlos idos del Cuzco dijesen tan grandes cosas, y viese en los puntos que andaban aquellos capitanes, que fueron tantos que llegaron a desafiar, determinó tirándoles de rehurto, a ir el mismo a ella y así lo publicó de que Soto se sintió algo; ni lo dio a entender, ni quiso ir con él; a Orgóñez dio palabra de lo hacer su general.
Capítulo LXXXV
De cómo Almagro gastó mucha suma de oro y plata entre los que habían de ir, y cómo salió del Cuzco
Publicado y entendido por los que estaban en el Cuzco, como Almagro en persona hacía la jornada se alegraron mucho de ello; y él para que se proveyesen de caballos, armas y las otras cosas para la jornada pertenecientes, dicen que mandó sacar de su posada más de ciento y ochenta cargas de plata y de oro. Más de veinte lo repartió entre todos, haciendo, las que él quiso, obligaciones de lo pagar de lo que hubiesen en la tierra donde iban. Había determinado de enviar a su secretario Juan de Espinosa a España, siendo contento de ello Pizarro, y como hubiese repartido el oro y plata que tenía, le habló que mandase darle de su recámara cien mil castellanos para negociar ciertas cosas de casamientos que trataba con el cardenal de Sigüenza; y mercar renta para el hijo que tenía. Respondió Pizarro que era contento, y así salió del Cuzco Juan de Rada, mayordomo de Almagro y Juan Alonso de Badajoz, su camarero, y el secretario Juan de Espinosa para ir a la ciudad de los Reyes, donde escribió el gobernador a Pedro de Villareal, su camarero, que diese la cantidad dicha. Esto hecho, el adelantado don Diego de Almagro dio prisa en la partida.
Había entre los hijos de Guaynacapa uno a quien llamaban Paulo. Quiso Almagro llevarlo consigo a él y a Villahoma, gran sacerdote de ellos, para que los indios los sirviesen y temiesen; y también dicen que ellos quisieron, concertando primero con Mango Inga que se rebelasen contra los cristianos, a los cuales ellos procurarían la muerte cuando los viesen en las provincias de Collasuyo, o en otra parte dispuesta para ello, y que él apellidase los pueblos de Condesuyo y Andesuyo, Chinchasuyo para dar muerte a los que quedaban en el Cuzco y en las más partes de su gran reino.
Para el gasto de la jornada, se hizo fundición en el Cuzco, que fue muy grande porque había tanto oro y plata en la ciudad, que aún no lo tuvieran en nada. Dicen que estando Almagro en la fundición, le pidió un Juan de Lepe un anillo de muchos que estaban en una gran carga, diciendo que lo quería para una hija suya, y que liberalmente le respondió que tomase cuantos pudiese abarcar con las manos; y sabiendo ser casado, le mandó dar cuatrocientos pesos para con que se volviese a su mujer. También me dijeron que dándole un Bartolomé Pérez, que había sido alcaide de la cárcel de Santo Domingo, una adarga, le mandó dar por ella cuatrocientos pesos, y una olla de plata que pesaba cuarenta marcos (las dos bocas de leones hechas de oro por asas), que pesaron trescientos y cuarenta pesos. Y antes de esto me contaron que Montenegro le emprestó el primer gato que se había visto en esta tierra y que le mandó dar seiscientos pesos de oro. Otras larguezas cuentan muchas que hizo, dándolo todo en público por gozar de aquella jactancia y vanagloria de que nunca usó Pizarro, porque todo lo que dio, aunque fue más que lo que se afirma de Almagro, daba secretamente tanto que sus criados no lo entendían ni alcanzaban.
Y como Almagro estuviese tan a pique para salir del Cuzco, mandó al capitán Ruy Díaz y al capitán Benavides que fuesen a hacer gente a los Reyes, para volver en su seguimiento; y a Rodrigo Orgóñez, su general, dejó en el Cuzco: para, con los que venían para ir a la jornada y más hubiese en el Cuzco, después de él partido, caminase a se juntar con él. Y porque ya muchos deseaban verse fuera de la ciudad, mandó al capitán Juan de Sayavedra que saliese y marchase hasta estar en la tierra del Collao donde hiciese alto para le aguardar a él y a los que no fuesen por entonces. Todos los más, iban bien proveídos de indias hermosas y de anaconas para sus servicios, en tanta manera que pone lástima en considerar cuán caros cuestan estos descubrimientos y cuántos naturales del Perú han muerto en ellos, que a estar vivos importaba más que no lo que se pretendía descubrir, aunque también digo que si no es con demasiado servicio, o muchos caballos, como solíamos descubrir en la mar del norte, por ninguna vía, forma, ni manera, se podría hacer ninguna jornada y aun con hacerse de esta suerte han sido sepulturas de españoles, pues han pasado en ellas lo que es espanto y admiración y que nunca hombres tal pasaron, ni para tanto tuvieron ánimos.
Paulo el inca salió, con su servicio y mujeres, para ir en la jornada y lo mismo Villaoma, dejando hecho el concierto, que se ha escrito, con Mango Inga; pues como saliese del Cuzco Juan de Sayavedra, los naturales de los pueblos por donde pasaban los servían y proveían muy bien, dándoles todo lo necesario, llevándoles el bagaje a cuestas de un lugar a otro, y como nunca la gente de guerra pudo ser bien corregida, muchos de los soldados hacían demasías a los indios, tomándoles por fuerza lo que querían. Como era en los principios, no se sabían quejar ni hacían más que tener paciencia.
Antes que Almagro partiese del Cuzco habló con Pizarro, diciéndole que había conocido de sus hermanos que les pesaba por haberle el rey hecho gobernador, de donde colegía que habían de procurar de meter escándalos entre ellos, ciegos de la envidia que tenían; por tanto, que le parecía los debía enviar a España y darles de sus haciendas la cantidad de dineros que quisieren, porque él sería muy contento, y tiraría la ocasión para tener siempre paz. Respondióle Pizarro que no creyese tal cosa de sus hermanos, porque todos te amaban y tenían amor de padre y otras cosas con que se concluyó la plática. Y habiendo salido toda la gente del Cuzco, Almagro hizo lo mismo acompañado del gobernador y de sus hermanos y de muchos de los vecinos de la ciudad, que por le honrar quisieron salir un trecho de camino, con el cual, como de todos se despidió, no paró hasta Mohína, donde reparó cinco días, tiempo señalado para que todos se juntasen; de donde partió, siendo muy servido de los indios que de todas partes salían al gran camino a lo ver, y proveer de lo necesario. Y hacerlo tan bien los indios con los españoles fue ocasión que, cinco de ellos, por una parte, y tres, por otra, se adelantasen sin aguardar a los capitanes. Hallaba Almagro en los canches, canas, collas, muchos edificios y muy de ver de los incas con que se holgaba mucho. Y caminando por sus jornadas, llegó a juntarse con el capitán Juan de Sayavedra. Viniéronle a ver los principales de la provincia de Paria, trayéndoles grandes presentes y muy ricos. Recibióles con alegría, honrándolos con buenas palabras. Rogóles que clara y abiertamente le contasen lo que había en la tierra de Chile porque en el Cuzco le habían informado que había tanto oro y plata que tenían las casas chapadas de ello. Desengañáronle de tal novedad, afirmando que eran dichos vanos y que en Chile no hubo tales grandezas, antes el oro que pagaban de tributo a los incas, con presteza lo traían, hecho tejuelos o puro en granos, a lo entregar a sus contadores o mayordomos mayores; diciendo, sin esto, que los caminos eran muy difíciles, en partes secos de agua, en otras llenos de promontorios de nieve y con otras extrañezas que vería si proseguía la jornada. Fue así al adelantado como a los que iban con él muy molesto y enojoso el dicho de estos señores. Para repugnarlo y contradecirlo decían que eran burladores y mentirosos y que lo hacían porque no anduviesen los nuestros por sus tierras; y así sin les preguntar más, les mandó que por algunos días tuviesen por bien de ir en su compañía que, pasados, volverían a sus tierras.
Determinóse que hasta llegar a Topisa saliesen los españoles y caballos por cuadrillas porque no había abundancia de agua, y así fue hecho. Adelante de Topisa llegaban ya los tres cristianos que iban delante por gozar de los regalos de los indios; seguíanles a éstos, los otros cinco. Los naturales por dondequiera que pasaban los españoles quedaban de ellos desabrigados; teníanlos por gente rigurosa, de poca verdad, cometedores de grandes pecados. En secreto publicaban que eran sus enemigos capitales y que sin justicia ni razón andaban por sus tierras, tomándoles sus mujeres y haciendas. Mas como iban con tantos caballos, ballestas y espadas no mostraban en lo público este desamor. Por donde caminaban los cinco cristianos hallábanse en las manos la presa; trataban de los matar y hacer con ellos un solemne sacrificio a sus dioses y unos a otros se avisaban para acometer esta hazaña. Y estando en la provincia de Xuxay los acometieron y mataron los tres. Y los dos fueron tan valientes que, saliendo de entre ellos ligeramente, huyendo de la muerte aportaron entre otros indios que por temor del adelantado que estaba cerca no los mataron, antes avisaron a que fuesen a Topisa, donde se juntaron con los cristianos, recibiéndoles ásperamente, pues habían adelantádose sin se lo mandar.
Capítulo LXXXVI
De cómo don Francisco salió del Cuzco para se volver a la ciudad de los Reyes
Habiéndose partido el adelantado, para la jornada de Chirihuana, el gobernador determinó de se volver a la ciudad de los Reyes para estar en comedio del reino y procurar lo que más conviniese al servicio de Dios y del emperador y a la conversión y buen tratamiento de los naturales: repartió algunas provincias entre personas que le pareció, dando de ello cédulas de depósito o encomienda; quedó a lo que creo, por teniente Juan Pizarro, su hermano; encomendóle mucho el buen tratamiento de los indios, despidióse de todos, y lo mismo de Mango Inga con los más señores principales que estaban en el Cuzco. De donde, como salió anduvo hasta que llegando cerca de la ciudad de los Reyes, salieron los regidores y vecinos a le recibir con mucha alegría, y entre ellos los dos hermanos don Alonso Enríquez y don Luis, bien doblados y mañosos. Halló en la ciudad al obispo de Tierra Firme, don fray Tomás de Berlanga, que venia por comisión del rey a les partir los límites de las gobernaciones a él y a Almagro. Hizo algunas mercedes particulares, secretas y públicas, Pizarro, en este tiempo: a don Luis mandó dar dos mil pesos de plata: valuada en tan poco precio que en España valían más de cinco; a su hermano don Alonso dio otros diez mil, consintiendo que echase en suertes ciertas preseas, que traían, a precios muy excesivos. Conociéronlo mal y tan mal que dieron que decir a todos, y Pizarro los tuvo por inconstantes y de poca verdad. Y a un fraile de la Trinidad pidiéndole limosna para casar unas hermanas, mandó a su camarero Pedro de Villareal que le diese mil pesos; al licenciado Caldera y al doctor Loaisa y a Tello de Guzmán, cuentan que dio muchos dineros. Los indios de todas las provincias, así de los llanos como de la sierra, servían bien; había pocos religiosos y no ningún obispo, que era causa que no se aprovechase mucho en lo más principal, que era en la conversión de estas gentes; y si había algunos religiosos también tenían codicia como los seglares, procurando de callada de henchir las bolsas. Los españoles que andaban en aquellos tiempos por la tierra eran muy servidos, traíanlos en andas o hamacas.
Mandó Pizarro que no se pudiera contratar con oro ni plata que no tuviese marcado porque el rey no perdiese sus quintos. Vino de Trujillo a los Reyes, Alonso de Alvarado: fue bien recibido de Pizarro; y por tenerse gran noticia de los Chachapoyas, y de las otras tierras que están más orientales, le dio comisión para hacer aquella conquista, nombrándole por su capitán. Con que dio la vuelta a la nueva ciudad de Trujillo.
Capítulo LXXXVII
De cómo Belalcázar mudó la ciudad de Riobamba al Quito, y de lo que pasó en aquella tierra
Antes que trate el suceso del adelantado Almagro, me pareció convenir escribir algo de lo que pasaba en las partes septentrionales y esto harélo de aquí adelante muy breve, tanto que no será sino digresiones, porque si hubiese de escribir menudamente los casos que pasaron y trances, y entradas que se hicieron, y descubrimientos, sería nunca acabar esta historia.
Almagro dejó en el cargo a Belalcázar, con quien quedaron muchos de los que vinieron de Guatimala y Tierra Firme. Dende a pocos días, Pizarro le confirmó el poder, enviándole con un Tapia las provisiones. Parecióle no estar cómodamente la ciudad de Riobamba. Debajo de cierto auto que hizo, la mudó a Quito, nombrándola San Francisco del Quito; quedaba hecha por Almagro la elección. De esta fundación tengo escrito en la primera parte, que es causa que aquí no lo reitere.
Salieron diversas veces a hacer entradas para haber a las manos a los señores, que andaban alzados, combatieron peñoles y ganaron albarradas. En el ganado de ovejas entraron con tanta desorden que totalmente apocaron con su mala orden la gran muchedumbre que había de ello. Salió un día por mandado de Belalcázar Juan de Ampudia, natural de Xeres; supo en qué parte estaba Zopezopagua. Envióle mensajeros de sus parientes, amonestándole no se acabase de perder ni diese lugar que los españoles con mano armada lo prendiesen, sino que antes, de su consejo, viniese en amistad de ellos. Respondió que lo deseaba, mas que temía su crueldad porque mantenían poco la palabra que daban. A esto le replicó Ampudia que no sería así ni se le haría ningún agravio ni fuerza: Zopezopagua temía que le habían de apretar por el oro de Quito porque, estaba claro, los cristianos no buscaban ni pretendían otra cosa que ello, y plata; mas no se hallaba seguro en parte ninguna porque ni guardaban amistad ni parentesco ni querían más que sustentarse con el favor de los nuestros. No se determinaba en lo que haría. Supo Ampudia en la parte cierta que estaba, fueron a lo traer. Dicen que por fuerza, otros cuentan que de su voluntad se vino a ellos. Quingalinbo y otros capitanes de los incas les salieron de paz, con que volvió a Quito trayendo mucho ganado para el proveimiento.
Ruminabi andaba barloventeando por huir de los cristianos: habíanlo echado de muchos fuertes y peñoles. Procuraba de buscar movimientos: con su autoridad no bastó, porque todos los naturales estaban muy cansados y trabajados de grandes fatigas; querían, los que habían escapado de las guerras, vivir en tranquilidad y sosiego. No faltó quien dio aviso a Belalcázar en el lugar que estaba; salieron con la guía ciertos caballos, fueron por tales partes y rodeos que dieron en la estancia que tenía, estando con él pocos más de treinta hombres y muchas mujeres con cargas de su bagaje. Y como dieron de súbito, huyeron algunos, y el señor se escondió muy triste, en una pequeña choza. La guía lo conoció y de ello dio aviso a un cristiano llamado valle, que lo prendió, sin que se demudase ni perdiese la gravedad suya.
Con estas prisiones cesó los alborotos de guerra que siempre hubieran si no se prendiera.
Belalcázar se hubo después con ellos con tanta crueldad que les dio grandes tormentos porque no le decían del oro que habían sacado del Quito. Ellos tuvieron tanta constancia en el secreto que no te dieron el alegrón que él creyó y sin tener otra culpa hizo de ellos justicia permitiendo que fuese áspera y muy inhumana.
En este tiempo salió el capitán Tapia de la provincia de Chinto por mandado de Belalcázar a descubrir lo que hubiese a la parte norte. Fueron con él treinta caballos y treinta peones. Fue por Cotocollao y Aguayla, Charancique, y pasó a Carangua y Acoangue, Mira, Tuza, Guaca, y otros pueblos, descubriendo hasta que llegaron al río de Angasmayo, de donde volvió a Quito con memoria de los nombres de los pueblos que había descubierto. En Tuza le dieron los indios batalla, mas no fue reñida ni peligrosa. En Latacunga se tomó un indio, por mano de un español llamado Luis Daza, extranjero, porque luego se conoció serlo; preguntáronle de qué tierra era natural; respondió que era de una gran provincia llamada Cundarumarca, sujeta de un señor muy poderoso, el cual tuvo en los años pasados grandes guerras y batallas con una nación que llamaban los Ahícas, muy valientes, tanto que pusieron al señor ya dicho en grande aprieto y con necesidad de buscar favores, el cual envió a él y a otros a Atabalipa a le suplicar le diese ayuda, pues era tan gran señor, para pelear contra aquellos sus enemigos, y que, por tener la guerra que tenía con Guascar, su hermano, no envió: lo que prometió hacer en acabando aquel debate; y que les mandó a éste y a otros que anduviesen en sus reales hasta que volviesen con lo que deseaban y que haciéndolo así fueron hasta Caxamalca, donde de todos sus compañeros él sólo había escapado y venídose con Ruminabi a aquella tierra. Preguntáronle muchas preguntas de la suya. Dijo tales cosas, y tan afirmativamente, que hacía “in creyente” de manar todo en oro, y que los ríos llevaban gran cantidad de este metal, y las cosas que este indio dijo, aunque salieron inciertas, se han extendido por todas partes buscando lo que llaman “El Dorado”, que tan caro a muchos de los nuestros ha costado. Mandó Belalcázar a Pedro de Añasco que fuese con cuarenta caballos y otros tantos Peones con aquel indio, que decía su tierra estar diez o doce jornadas de allí, señalando los que habían de ir. Como habían oído al indio lo que había dicho, buscaban almocafres, barretas y algunos azadones, para coger de aquel oro que creían haber en los ríos.
Pasaron por Guallabamba y caminaron entre los pueblos de los quillazangas. Atravesaron por montes cerrados, temerosos, y no hallaron nada de lo que pensaban. Dende algunos días salió de Quito por mandado del mismo Belalcázar el capitán Juan de Ampudia con cantidad de españoles para ir en seguimiento de Añasco, llevando poder para descubrir. Y anduvo hasta que se juntó con el dicho capitán Añasco y tomó la gente a su cargo.
Salió Belalcázar a poblar a Guayaquil procurando tener paz con los de aquella costa y en la parte que le pareció fundó un pueblo donde dejó por capitán a uno de los alcaldes y fueron tan molestos a los indios, ahincándolos por oro y mujeres hermosas, que se apellidaron y mataron a los más de los cristianos; los que escaparon fueron con harto riesgo al Quito donde estaba por teniente el capitán Juan Díaz Hidalgo. Después pasaron algunos trances en aquella provincia, hasta que el capitán Zaera pobló por comisión de Pizarro, según que tengo escrito en la primera parte.
Capítulo LXXXVIII
De cómo queriendo hacer fundición en los Reyes se aguardó hasta que Hernando Pizarro llegase; y cómo salió del puerto el obispo de Tierra Firme, y otros que estaban ricos
En este tiempo cuentan que se había recogido muy gran tesoro en la ciudad de los Reyes, porque como había en las provincias mucho y los señores naturales no tuviesen tasa de lo que habían de tributar, procuraban de regularlos de tal manera que no les quedase cejas ni pestañas. Había mandado el gobernador que se hiciera fundición porque no se disminuyesen los quintos reales; y esta nueva supo Hernando Pizarro que venía con toda prisa a se hallar presente. Escribió con posta a su hermano entretuviese el fundir hasta que se viesen; hízose así, y Hernando Pizarro con los caballeros que le venían acompañando llegaron cerca de la ciudad y fueron muy bien recibidos, así del gobernador como de todos los vecinos y más españoles que estaban en la ciudad. Antes de esto llegó fray Miguel de Orense, encomendador de nuestra señora de la Merced, y pidiendo lugar, fundó el monasterio que hay de esta orden. Y el obispo de Tierra Firme había alcanzado con el cabildo porque la ciudad se tornase a trazar de manera que la plaza quedara más en medio: porque la iglesia tenía poco lugar si se había de hacer grande. No se concluyó ni pudo acabar; y para haber sido ésta tan rica provincia, y haber hallado los mayores tesoros que se han visto en el mundo, tuvieron los que al principio en ella entraron poco cuidado de adornar los templos que hablan de estar fundados de oro y plata, y tener tales servicios y ornamentos que fueran mentados en todas partes. Y aunque no tuvieran, para hacer esto, otro ejemplo sino mirar que los indios con ser idólatras tenían los suyos tan ricos y tan llenos de vasijas de oro y plata y piedras preciosas, como saben los que lo vieron, y sin adorar allí sino a sus dioses y demonios. Y para tener el sacramento y predicar el evangelio se hacía en casas de paja; y si en esta ciudad se ha hecho algo ha sido después que es obispo don jerónimo de Loaisa. Bien miran los indios en esto y en que ven hacer al revés todo lo que les predican, cuando tratan en su conversión. Y por ventura Dios todopoderoso habrá, por esto, o por otras cosas que adelante apuntaré, permitido lo que ha pasado en los castigos que con su brazo de justicia ha hecho: que si bien se considera es para recibir espanto. Apunto esto porque será justo, que pues tantas torres y terrados se hacen para aposentos de los que en ellos moran, que se acuerden que todo lo que tienen se lo ha dado Dios y que será bien que sus templos se engrandezcan y hagan de tal manera que los indios no digan lo que sobre ello han dicho.
El obispo de Tierra Firme, después de haber estado algunos días en los Reyes, determinó de se volver a su obispado, publicando primero que los hombres de aquesta tierra eran muy cautelosos, y de poca verdad, porque veía que como unos de otros estuviesen ausentes se detractaban y murmuraban, y estando juntos se adulaban extrañamente y con gran fingimiento. Algunos hubo que, como estuviesen ricos, pidieron licencia al gobernador para se ir en España; entre los cuales fueron el capitán Hernando de Soto; Tello de Guzmán, don Luis; el doctor Loaisa: a los cuales Pizarro mandó proveer de lo necesario, habiéndole dado primero, a los más de ellos, cantidades de oro y plata. Al obispo quiso hacer algún servicio de estos metales; no lo quiso recibir ni tomar, si no fue una caja de cucharas que podían valer poco más de dos marcos de ella. Pizarro le rogó, pues que de él no quería recibir ninguna cosa, llevase a su cargo para el hospital de Panamá seiscientos castellanos, y para el de Nicaragua cuatrocientos; y él y los más de los vecinos lo acompañaron hasta la mar. Juan de Rada y Benavides estaban en la ciudad haciendo gente. Habían de llevar consigo, el Juan de Rada, al hijo de Almagro. Dióles prisa Pizarro en la salida porque alcanzasen al adelantado antes que estuviese muy metido en la tierra adentro. Volviendo a tratar de Hernando Pizarro, el gobernador recibió en su visita mucho contentamiento: hablaron en secreto lo que le había pasado en España, y cuán lo recibió su majestad, y cómo no se pudo excusar el traer la gobernación a don Diego de Almagro mas que el emperador le añadía setenta leguas de costa adelante de las doscientas que tenía de gobernación donde a razón entraba el Cuzco y lo mejor de las provincias.
Había salido de Trujillo Alonso de Alvarado acompañado de Alonso de Chávez, Francisco de Fuentes, Juan Sánchez, Agustín Díaz, Juan Pérez Casas, Diego Díaz y otros, que por todos eran trece, camino de los Chachapoyas. Llegaron a Cochabamba, donde fueron bien recibidos de los naturales, porque de toda la comarca vinieron por los ver. Alvarado no consintió hacerles ningún daño ni enojo, habló a los caciques y señores: su venida ser a tener noticia de ellos de lo de adelante y a les hacer saber como volvería brevemente con muchos cristianos, y les daría a todos noticia de nuestra sagrada religión, porque para se salvar no había de adorar en el sol ni en estatuas de piedra, sino en Dios todopoderoso, criador universal de cielo, tierra y mar, con todo lo demás. Espantáronse los indios con oír estas cosas. Oíanlas de gana; dijeron que se holgarían de ser cristianos y recibir agua de bautismo. Juntáronse ellos y sus mujeres en la plaza, hicieron un baile concertado a su usanza: venían enjaezados con piezas de oro y plata, de todo hicieron un montón y lo dieron a Alvarado; el cual como en ellos vio tan buena voluntad, habló a los españoles que con él habían ido para poblar y repartir. Holgaron de ello, y él, después de haber hablado largo con los señores y tomado de ellos noticia de la tierra de adelante, y esforzándolos en el amistad de los españoles, volvió a Trujillo, de donde no paró hasta la mar a informar al gobernador de lo que pasaba; el cual fue contento que pudiese poblar en aquella comarca una ciudad de cristianos, habiendo por bien que se quedase con el oro y plata que le habían dado para ayuda de la jornada.
Este Alonso de Alvarado es natural de Burgos, de gentil presencia y de gran autoridad y que ha sido muy señalado en este reino porque se ha hallado en todos los negocios importantes, siempre en servicio del emperador, y en tiempo andando, concluida la guerra de Chupas, le hizo merced de título de mariscal y de un hábito de Santiago, según que la historia lo dirá. El cual, como tuviese grandes esperanzas de hacer buena hacienda en la provincia de los Chachapoyas, se despidió de Pizarro y volvió a Trujillo donde procuró hacer gentes y caballos para volver a ella.
Capítulo LXXXIX
De cómo Alonso de Alvarado salió de Trujillo para poblar una ciudad en los Chachapoyas
Pocos días estuvo en Trujillo Alonso de Alvarado cuando salió con los caballos y peones que pudo juntar para la población y conquista que iba a hacer, y anduvo sin parar hasta que llegó a Cochabamba, donde había dejado los cristianos que en el capítulo pasado dije. Mandó que todos los que con él se habían juntado saliesen en público, porque quería ver cómo estaban armados. Los peones se mostraron con rodelas y espadas, o ballestas, y sayos cortos colchados recios, provechosos para la guerra de acá; los caballos, con sus lanzas y morriones y otras armas hechas de algodón. Dio cargo a un Luis Valera de los ballesteros. Los indios, como lo vieron volver con tanta gente, y conociendo lo que todos: que los españoles son molestos, a los más pesaba porque salió verdad lo que habían dicho. Asegurólos lo más que pudo. Partió de Cochabamba para Levanto: donde después se pobló el pueblo, como diremos. Supo cómo los moradores de las provincias lejanas y apartadas de allí se habían indignado con los que lo eran de las tierras por donde él había andado, porque les habían dado favor; y éstos de Levanto le importunaron les diese algún favor, para salir contra unos de éstos que tenían por enemigos, que venían a les robar sus campos y heredades; naturales de una tierra que llamaban Longia y Xumbia. Holgó Alvarado de ello; y a Rui Barba de Coronado mandó que con algunos fuese en ayuda de los indios sus confederados, los cuales ya estaban juntos y puestos a punto con sus armas; y fueron hasta una fuerza llamada Quita, donde estuvieron algunos días. Los que venían de guerra supieron de su estada en el fuerte; vinieron contra ellos a tener batalla; salieron los cristianos con los caballos, que los espantaron de tal manera, que volvieron las espaldas. Fueron los nuestros siguiendo hasta que se vieron en grande aprieto; que fue, que estando la yerba seca del estío y muy alta, pusiéronla fuego, y los cercaron. Hacía viento; andaba el fuego tan temeroso, que pensaron perecer; no lo podían apagar ni salir de él; reíanse los enemigos, que con esta ayuda, pensaron matarlos. Rui Barba, con otro, que había por nombre Pero Ruiz, con sus caballos, salieron por un cabezo y no tan ligeramente que no fuese rodando, por él deyuso, el caballo de Pero Ruiz, a vista de los indios y cristianos. Rui Barba encomendóse a Dios, acometió a todo el poder de ellos, viniendo luego sus amigos, que les tiraban muchos dardos y jaras, y los apretaron tanto, que les hicieron huir, habiendo ya remediado el fuego; de manera que sin peligrar, salieron los que estaban en él. Supo Alvarado este suceso; partió con los que con él habían quedado hasta entrar en la provincia de Langua, donde procuró tratar paz con los naturales amonestándoles quisiesen tenerla con él. Conociendo que les estaba bien, vinieron en ello. Y como hubo asentado aquella tierra, partió a otra provincia que está hacia la parte de levante, llevando muchos de sus confederados para que le ayudasen, llamada Charramascel, donde, como llegó, asentó el real en un llano de campaña, cerca de otra tierra llamada Gomera, donde vivían unas gentes belicosas y que, para entre ellos, se tenían por muy valientes; y no solamente no habían querido salir de paz a los españoles, mas antes burlaban de los que la habían hecho; blasonando del alrez, mostrábanse tan feroces, que ya les parecía tener en su poder a los caballos y cristianos. El capitán, no deseando derramar sangre, les envió mensajeros, para que le viniesen a ver, prometiendo de no enojar a ninguno de ellos. No bastó su diligencia, que fue causa que luego mandó a Juan Pérez de Guevara que, con veinte españoles, partiese para dar guerra aquellos que no querían paz. Tuvieron aviso de los mismos indios que andaban con los cristianos, lo cuales les aconsejaron que no aguardasen a los que iban contra ellos, porque iban muy airados; temieron luego el negocio, porque ya veían que estaban cerca el cortar de las espadas, y con muy gran cobardía desampararon sus propias casas y fueron huyendo de solos veinte cristianos que contra ellos iban; los cuales, como no hallasen indio ninguno aunque los buscaron diligentemente, volvieron a dar aviso al capitán el cual partió luego para un pueblo llamado Carrasmal, donde le salieron de paz los naturales, holgando de tener confederación con los españoles.
Y pasados algunos días, Alvarado salió descubriendo a la parte de levante todo lo que más podía de aquellas comarcas; pasó por un páramo frío y yermo, deyuso de él estaba un pueblo pequeño, donde supo cómo la tierra adentro había grandes pueblos y muy poblados, los cuales unos con otros habían hecho liga para le dar guerra. Alvarado procuró, como esto oyó, de los atraer blandamente a la sujeción de los españoles; y así hizo luego mensajeros, partiendo él con los españoles hasta llegar al pueblo de Coxoco, donde los moradores habían salido huyendo por miedo de los caballos. Súpolo Alvarado, mandó a tres españoles que se pusiesen en salto por algún camino y procurasen de tomar de los indios que pudiesen, para guías, la noche estuvieron en vela sin poder tomar ninguno, volvieron al real. Aquella tierra es muy poblada y los incas siempre tuvieron gente de guarnición, porque es gente esforzada. Como veían que los españoles andaban por ella contra su voluntad y que absolutamente se hacían señores de todo, como si por herencia les viniera, bramaban de enojo; mostrándose muy iracundos, se juntaban armados como ellos usan, a les dar guerra, menospreciando la paz prometida; confiaban en la muchedumbre de ellos y en ser tan pocos los cristianos, y que el camino que traían era por laderas y sierras altas y algunos valles hondables; pusieron velas por todas partes para salir cuando estuviesen cerca. Alvarado tenía de todo aviso; marchaba con buena orden; supo que los indios se habían puesto una bien alta sierra por donde salía el camino, para ser señores de lo alto. Como llegó al pie de la sierra, mandó a Pedro de Samaniego que con treinta españoles tomase el lado occidental de la sierra, y a Juan Pérez de Guevara por el otro lado con otros treinta; los amigos confederados, que eran más de tres mil, en otras partes, para acometer a los enemigos, cuyo capitán principal se llamaba Gueymaquemulos; los caballos prosiguieron por el camino real, yendo en el avanguardia Varela con ciertos ballesteros. Supieron los enemigos la división de los españoles; un capitán de ellos, llamado Ingocometa, comenzó de animar su gente, esforzándolos a la pelea con grandes voces que daba. Como le oyeron, comenzaron de abajar contra los nuestros, estando gran cantidad de ellos juntos, y de los primeros tiros hirieron el caballo de Alvarado; y le pasaron con un dardo de palma, sin tener hierro, el arzón delantero, de parte a parte; mas ya el capitán de los caballos, que con él estaban, los seguían de tal manera, que mataron algunos de ellos, y los demás, con muy grande turbación, comenzaron de huir, haciendo lo mismo los que estaban en aquellos lugares de la sierra por donde fueron Juan Pérez de Guevara y Pedro de Samaniego.
Quedado el camino seguro, los españoles se juntaron los unos y los otros, trayendo los amigos el bastimento que hallaban en la comarca, destruyendo lo que hallaban hasta quemar las casas, que fue tanta la desesperación para los naturales, que ellos mismos ruinaron sus campos y pueblos, quejándose a Dios, de los cristianos, pues estando en tierras lejanas, habían venido a los destruir totalmente. Alvarado, como vio el gran daño, pesóle; deseaba que se tomasen algunos de aquellos indios, para les persuadir no fuesen locos ni ellos mismos se hiciesen tal guerra; para lo cual llamó a un cuadrillero, llamado Camacho, que con cuarenta españoles y quinientos, o mil, amigos fuese a lo procurar. Habían partido de otra provincia, llamada Hashallao, cantidad de cuatro o cinco mil hombres de guerra, para dar favor a los que ya habían sido desbaratados; encontraron los españoles con ellos. Requiriéronlos muchas veces con la paz; no bastó: fue causa que los nuestros moviesen contra ellos, yendo delante con las ballestas Antonio de la Serna, Juan de Rojas, Antonio de San Pedro, Juan Sánchez, y como lanzasen de ellas algunas jaras, haciendo daño en los indios, se espantaron de novedad tan extraña, huyeron; porque luego se acobardaban si no ven ganado el juego. Fueron los españoles siguiéndolos. Habían acudido de la tierra algunos indios a se juntar con los otros, y de ello fue nueva al capitán, mas como mandó salir algunos caballos en su favor, volvieron las espaldas y con mayor prisa huyeron. Los cristianos durmieron aquella noche en el lugar más seguro, y otro día se juntaron con Alvarado.
De Trujillo habían venido en su busca algunos españoles para se hallar en aquella conquista. Salieron de aquel lugar: la tierra estaba abrasada: faltando bastimento; mandó el capitán a Balboa que con algunos españoles e indios de los amigos fuesen a un pueblo llamado Tonche, a recoger bastimento. Los indios de guerra, puesto que habían sido requeridos con la paz por parte de Alvarado, no habían querido volver a poblar sus tierras, antes andaban en cuadrillas por los altos, tratando mal a los españoles, llamándolos ladrones y otros nombres feos; el cual determinó de salir en persona a los buscar, y fueron puestos a punto cuarenta rodeleros y ballesteros, con que salió, llamando los indios amigos, que convino, en su ayuda.
Caminando por una tierra fría y áspera anduvieron todos un día sin poder topar cosa ninguna. La noche les fue forzado pasar la ribera de un río en un verde prado, donde, venido el día, partieron hacia un río grande; mas no habían andado media legua cabal, cuando oyeron dar grandes gritos, a los cuales fueron algunos de los españoles de los que eran más sueltos y hallaron que un escuadrón de los naturales, que andaban de guerra tenían grita con los más de sus amigos y confederados, estando de la otra parte del río. Como llegaron los cristianos, huyeron sin más aguardar. Siguiéronlos, quedando el capitán aguardando a que volviesen del alcance, que duró hasta que metieron a los enemigos por unas estrechuras, donde, temiendo no quedar en poder de los españoles, ellos se tomaban la muerte temerariamente, porque se echaban en el río y salían de la otra parte con gran ventura los que sabían nadar; los demás fueron ahogados. Había entre los cristianos uno llamado Prado, que entendía algo de la lengua; amonestaba a los que estaban de la otra parte del río no fuesen locos en andar, como andaban, de collado en collado como huanacos, trayéndolos el diablo engañados, por les llevar las almas: que dejasen las armas y saliesen al capitán como amigos y que los trataría con mucha benignidad. Respondió un capitán, que se decía Xodxo, que no estaba entre ellos su cacique, a quien debían enviar su embajada, porque en su mano estaba la paz o la guerra. Con esto se juntaron con Alvarado, que aguardándolos quedaba donde se dijo, de donde partieron luego. Descubriendo por aquella parte la provincia, les tomó un agua acompañada de truenos y relámpagos, que les dio mucha fatiga. Ya habían gastado lo que habían sacado en las mochilas, tenían hambre; remedióla un yucal que hallaron, donde se dieron buena maña: arrancar y comer de aquellas raíces. Durmieron en dos casas de paja yermas; parecióle a Alvarado que sería buen consejo volverse al real, pues no topaba con la gente de guerra ni podía traerla de paz.
Apercibiendo luego a Pedro de Samaniego que con cuarenta españoles de espada y rodela y ballesta y algunos amigos fuesen a la provincia de Chillio, que estaba rebelde, y procurase de hacer la guerra a los naturales con todo rigor. Partieron del real con esta determinación; caminaron por una sierra alta y llena de monte; hubieron aviso de ello los indios cómo iban a su tierra, nueva tan temerosa, que sin osar aguardar en los pueblos los desamparaban, dejando las casas yermas. Llegaron los cristianos a uno de estos lugares, que era del señor principal, llamado Conglos, donde hallaron mucho bastimento y algunas manadas de ovejas y aves. Los amigos, que pasaban de dos mil, hicieron cargas, de lo que pudieron, para llevar al real, destruyendo lo que ellos querían. Habían quedado por los cabezos algunos de los que habían desamparado el pueblo, como vieron la destrucción que se hacía en sus haciendas, llenos de dolor e ira, dieron mandado a sus capitanes, los cuales juntaron más de cuatro mil indios hombres de guerra, y puestos en lugares por ellos escogidos y muy sabidos, aguardaron a los cristianos y sus amigos, que ya salían por ellos. Los indios que iban cargados de bastimentos huyeron como liebres, dejando solos a los cristianos; los cuales, como oyeron la grita y estruendo tan grande que daban los enemigos, movieron para ellos; y después de haber muerto y herido a muchos de ellos con las ballestas y espadas, los demás huyeron, dejando a los nuestros bien cansados y con no más daño que una herida que dieron a uno en el brazo; y como mejor pudieron dieron la vuelta y se juntaron con Alvarado.
Capítulo XC
De cómo siendo teniente el capitán Juan Pizarro en el Cuzco, el rey Mango Inga Yupangue, aborreciendo el mando que los cristianos tenían sobre ellos, procuró de salirse de la ciudad para moverles guerra; y fue tomado por dos veces y puesto en cadenas
En este tiempo pasó lo que será bien que la historia trate y es que habiendo quedado por teniente y justicia mayor del Cuzco, Juan Pizarro, hermano del gobernador, estaba en la ciudad el rey Mango Inga Yupangue, hijo de Guayna Capac, a quien Pizarro favoreció para que hubiese la borla; y los naturales le estimaban y tenían en mucho como a verdadero señor suyo, heredero legítimo del gran reino que los incas, sus padres, habían ganado. Y antes que Almagro saliese del Cuzco, platicaron lo que ya tengo contado, este Mango y Villahoma y Paullo con otros principales. Y habiéndose pasado algunos días que Almagro era partido, el inca secretamente mandó llamar a muchos de los señores naturales de las provincias de Condesuyo, Andesuyo, Collasuyo y Chinchasuyo, los cuales disimuladamente vinieron a su mandado y se hicieron grandes fiestas entre ellos y los orejones; y juntos todos, Mango Inga les propuso esta plática:
ORACIÓN DE MANGO
“Heos enviado a llamar para en presencia de nuestros parientes y criados deciros lo que siento sobre lo que esos extranjeros pretenden de nosotros para que con tiempo, y antes que con ellos se junten más, demos orden a lo que a todos generalmente conviene. Acordaos que los incas pasados, mis padres, que descansan en el cielo con el sol, mandaron desde el Quito hasta Chile haciendo a los que recibían por vasallos tales obras que parecía eran hijos salidos de sus entrañas: no robaban, ni mataban, sino cuando convenía a la justicia, tenían en las provincias la orden y razón que vosotros sabéis. Los ricos no cogían soberbia, los pobres no sentían necesidad, gozaban de tranquilidad y paz perpetua: nuestros pecados no merecieron tales señores, antes fueron ocasión que entrasen en nuestra tierra estos barbudos; siendo la suya tan lejana de ella, predican uno y hacen otro, todas las amonestaciones que nos hacen lo obran ellos al revés. No tienen temor de Dios ni vergüenza, trátannos como a perros, no nos llaman otros nombres: su codicia ha sido tanta que no han dejando templo ni palacio que no han robado, mas no les bartaran aunque todas las nieves se vuelvan oro y plata. Las hijas de mi padre, con otras señoras, hermanas vuestras y parientas, tiénenlas por mancebas; y hánse en esto bestialmente. Quieren repartir, como han comenzado, todas las provincias, dando, a cada uno de ellos, una, para que siendo señor la pueda robar. Pretendían tenernos tan sojuzgados y avasallados que no tengamos más cuidado que de les buscar metales, proveerlos con nuestras mujeres y ganado. Sin esto han allegado a sí los anaconas y muchos mitimaes: estos traidores antes no vestían ropa fina ni se ponían llauto rico, como se juntaron con éstos, trátanse como incas; ni falta más de quitarme la borla, no me honran cuando me ven, hablan sueltamente, porque aprenden de los ladrones con quienes andan. La justicia y razón que han tenido para hacer estas cosas y lo que harán estos cristianos: ¡miradlo! Pregúntoos yo: dónde los conocimos, qué les debemos, o a cuál de ellos injuriamos para que con estos caballos y armas de hierro nos hayan hecho tanta guerra. Atabalipa mataron sin razón, hicieron lo mismo de su capitán general Chalacuchima; Ruminabi, Zopezopagua, también los han muerto en Quito en fuego porque las ánimas se quemen con los cuerpos y no puedan ir a gozar del cielo: paréceme que no será cosa justa y honesta que tal consintamos, sino que procuremos con toda determinación de morir sin quedar ninguno, o matar a estos enemigos nuestros tan crueles. De los que fueron con el otro tirano de Almagro no hagáis caso, porque Paullo y Villahoma llevan cargo de levantar la tierra para los matar”.
Alimache, que era criado de Mando Inga, y es ahora de Juan Ortiz de Zárate, me contó lo que tengo escrito, entre otras cosas que me ha dicho, y es de buena memoria y agudo juicio. Los que oyeron a Mango comenzaron de llorar, respondiendo: “Hijo eres de Guaynacapa, nuestro rey tan poderoso, el sol y los dioses todos sean en tu favor, para que nos libres del cautiverio que sin pensar nos ha venido: ¡todos moriremos por servirte!”
Dichas estas palabras y otras, se determinó por todos los que allí se hallaron que el mismo Mango Inga, disimuladamente, sin que los cristianos supiesen, procurase de salirse del Cuzco para ponerse en lugar seguro y conveniente para donde todos se juntasen. Mas aunque procuraron de tener estas pláticas muy secretas, no lo fueron tanto que no vinieran a noticia de ciertos anaconas que los descubrieron a Juan Pizarro y a otros de los cristianos. Juan Pizarro no creyó enteramente lo que sobre este caso le afirmaron los que lo sabían, mas, por sí o por no, mandó a los anaconas que tenía por más fieles que velasen de noche y de día a Mango Inga sin lo mostrar, para que si ciertamente de la ciudad se quisiese ausentar, le diesen aviso de ello.
Pasados algunos días, no pudiendo reposar el inca, con los orejones y criados que le pareció, desamparando su casa, salió de la ciudad en ricas andas, conforme a la dignidad real, fueron con él muchas de sus mujeres, y muchas quedaron en sus casas o palacios, yendo por el camino de Mohína. Los veladores, cuando acordaron, ya era ido; mas como lo supieron lo pusieron en boca de Juan Pizarro, estando jugando los naipes; sin lo cual, un cristiano llamado Martín de Florencia, que también lo supo, se lo entró a decir. Tomó su espada y capa, Juan Pizarro, acompañado de algunos cristianos fue a la casa del inca, donde supo ser cierto lo que le habían dicho; y sin que él lo mandase ni lo pudiese estorbar se dio saco a las grandes riquezas de oro y plata y ropa fina que el inca tenía en su casa, que fue robo notable: mucho de lo cual hubieron los anaconas. Habíase vuelto a su posada Juan Pizarro, donde mandó a Gonzalo Pizarro, su hermano, que a toda furia, aunque la noche fuese mala, oscura y tenebrosa, fuese en seguimiento del inca, apercibiendo que saliesen Alonso de Toro, Pero Alonso Carrasco, Beltrán del Conde, Francisco de Solar, Francisco Pérez, Diego Rodríguez, Francisco Villafuerte. Estos salieron encima de sus caballos a todo correr, anduvieron hasta las Salinas, que es media legua de la ciudad, donde comenzaron a alcanzar de la gente que iban con el inca, a quien preguntaba por él, respondían, que por otro camino iba y no por allí. Oyó el ruido encima de las andas, donde iba, temió los enemigos, echó maldiciones a quien les dio noticia como había salido. En esto llegaron Gonzalo Pizarro y los otros a unas angosturas que hacían unas sierras pequeñas donde alcanzaron un orejón principal de los que iban guardando la persona del rey: amenazáronle que dijese a dónde estaba o por qué parte iba, negó con constancia la verdad por no ser traidor a su señor. Gonzalo Pizarro, con ira, se apeó de su caballo y con ayuda de los otros le ataron un cordel en el genital para le atormentar, como de hecho lo hicieron en tanta manera que el pobre orejón daba grandes gritos afirmando que el inca no iba por aquel camino. Beltrán del Conde, Francisco de Villafuerte, Diego Rodríguez Hidalgo prosiguieron el camino hacia Mohína, pasando por los que alcanzaban, yendo preguntando por el señor: el cual había llegado a unas ciénagas y, como llevasen ruido los que caminaban con él, no sentían el que traían los caballos que ya llegaban tan junto a las andas que con gran miedo salió de ellas, poniéndose entre unas matas pequeñas de juncos. Los españoles con grandes voces preguntaban por él, y andando uno de los caballos en el lugar donde se había puesto, creyendo era descubierto salió diciendo que él era y que no le matasen: afirmando una gran mentira que fue que Almagro le envió mensajero para que saliese en su seguimiento. Fue puesto en las andas tratando su persona honradamente porque ni aun palabra mala ni descortés le hablaron. Dieron voces a Gonzalo Pizarro y juntos todos volvieron a la ciudad, de donde enviaron mensajero a Juan Pizarro que con otros caballeros había salido por otra parte en busca del inca. Y como volvió reprendió su salida de aquella suerte, diciendo que pagaba mal a Pizarro el amor que le tenía y a los cristianos la honra que le hacían; excusóse con decir que Almagro le envió mensajeros que se fuese a juntar con él y que creyendo que no le dieran licencia había querido irse de aquella manera. Juan Pizarro, con toda blandura y gentil comedimiento le amonestó se asosegase y holgase en la amistad y gracia de los españoles: que él bien sabía que Almagro no le había enviado a tal mensajero. Pasado esto, Mango Inga se fue a su casa; mandó Juan Pizarro a ciertos indios y anaconas que le tuviesen de noche y de día a ojo, lo cual podían hacer porque siempre estaban muchos viviendo en dónde él estaba.
Y puesto que no hubiese podido salir con lo que él tanto deseaba, y cada día cobrase más odio a los cristianos, y desamor (mayormente habiéndole saqueado su casa y tomándole muchas de sus mujeres), no dejaba de imaginar por dónde podía de nuevo tornar a salir para se poner en salvo. Y habiendo dado parte de ello a los familiares y privados suyos, tornó a salir de la ciudad con intención de se ir a meter entre las nieves más cercanas de ella. Y habiendo salido, fue luego el aviso a Juan Pizarro de los que lo velaban, y alcanzaron no dos tiros de ballesta del Cuzco; y mostrando mucho enojo Juan Pizarro le mandó meter en hierros, y que lo guardasen cristianos públicamente. De esta manera fue preso, por Juan Pizarro, Mango Inga; y tengo también que decir que algunos indios de buena manera y razón lo disculpan afirmando que Almagro le sacó gran suma de oro, y que Jijan Pizarro le pedía de aquel metal con tanto ahínco que, desesperado, quiso ausentarse. Algo debe de ser de lo uno y de lo otro, aunque la causa principal era para hacer liga o junta de gente para mover guerra contra los cristianos, como se ha escrito.
Capítulo XCI
De cómo matando un español se encastillaron en un peñol los que lo mataron con su cacique; y de lo que pasó hasta que se ganó el peñol
Al principio todas las cosas que no se entienden se tienen por fáciles y ligeras, mas como descubre lo que es, venimos aborrecer lo que era alegría; y así como los indios de acá estaban hechos a servir con sus personas y haciendas a sus reyes y señores, aunque oían que habían de repartir los cristianos entre sí las provincias, no mostraban de ello sentimiento: porque les parecía que serían más relevados y no serían maltratados ni agraviados. Duróles poco este contento, causa fue no la maldad de ellos, ni poca razón, como les levantan los que quieren justificar lo malo que contra ellos se ha hecho, sino los nuestros, por los tener poco, por la hambre que tenían de plata y oro, la curiosidad en ser servidos, acatados y reverenciados: que les diesen sus hijas y parientas; por otras causas muchas que se fueron descubriendo y que Dios todopoderoso, como juez recto y perfecto se lo demostraba, pues tan poco cuidado se tenía de la conversión de todas estas gentes; donde manó, por estas cosas, que los caciques y curacas hacían grandes exclamaciones, secretamente loaban la gobernación de los incas, decían que supieron conservar en paz y mantener en justicia muchas tierras; armaban sobre esto romances y cantares; hablaban con el demonio pública y abiertamente, los que eran señalados para aquella religión; hacían sacrificios matando muchas ovejas y otras aves para la ofrenda. Aborrecieron a los españoles, deseaban matarlos, y verlos divididos, para sin riesgo, darles muerte. En lo público no manifestaban su pensamiento porque temían, y especialmente viendo a Mango Inga en cadena.
Salió del Cuzco un vecino a quien llamaban Pero Martín de Moguer para ir a un pueblo que le habían dado, que creo se llamaba Angocabo, donde llegó en fuerte ventura porque el cacique, con los indios que le pareció, lo mató o mandó matar una noche; y aunque pretendieron tener la muerte secreta no pudieron, porque de los mismos indios, que fueron con el cristiano, volvieron al Cuzco algunos que avisaron a Juan Pizarro de ello; el cual fue a hablar con Mango Inga creyendo que lo había mandado. Nególo, porque no lo mandó, ni lo supo. Salió Gonzalo Pizarro con algunos españoles a castigar a los matadores. Habíanse puesto en cobro en un peñol fortísimo por natura, grande, de rocas, no tenía más que una puerta, cercada con su muralla; hicieron dentro algunas chozas donde pusieron sus mujeres e hijos. Llegado Gonzalo Pizarro, procuró ganar el fuerte, no bastaba mayor poder que el suyo; para ello tornaron bastimento y agua la que pudieron llevar; tantos días estuvo Gonzalo Pizarro sobre ellos que les faltó el agua por donde se dieron a pleitesía. Aquella noche cayó tanta nieve que otro día se vieron con más agua que al principio; afirmaban que Dios, de compasión que tuvo de ellos se la envió. Avisó Gonzalo Pizarro a Juan Pizarro de la fuerza del peñol y de cómo no podía ganarlo; salió del Cuzco con más gente y muchos orejones que le ayudasen: porque decía que por ser aquél el primer cristiano que mataban los indios, convenía hacer en ellos gran justicia para escarmentar a los demás. Como llegó, mandó hacer una manta para subir, tiraron tantos tiros y piedras que la rompieron e hirieron a cinco cristianos y algunos de sus amigos y anaconas. Los del peñol tenían sus velas, cerraban la puerta con peñas crecidas a fuerza de brazos con maromas gruesas y muy recias. Juan Pizarro les amonestó se diesen; no quisieron fiarse de su palabra, y como viese que se pasaba el tiempo sin hacer nada, habló en secreto con los orejones, rogándoles tuviesen tales tratos con los del peñol que él pudiese haberlos en su poder. Los orejones habían venido por mandado del inca, deseaban que los del peñol saliesen con su intención: no porque ellos mostrasen señal de ello, antes respondieron que lo harían. Y dicen que su capitán pudo hablar con los indios del peñol a los cuales esforzó animándoles para que no desmayaran, concertando con ellos que para cierto día, siendo de noche, matarían los caballos de los cristianos, y ellos abajarían a hacer lo mismo de ellos; diciendo por otra parte a Juan Pizarro que le habían pedido seis días de plazo para determinar lo que habían de hacer. Un yanacona alcanzó a saber este trato y dio aviso a Juan Pizarro, el cual con mucho enojo mandó quemar al principal de los orejones, enviando a decir al Cuzco, al que había quedado, en su lugar, que amenazase a Mango Inga por la traición que su capitán y criado intentaba de hacer: Gabriel de Rojas lo hizo. Mango se excusaba de la culpa que le echaba y estando temeroso no le matasen los cristianos sus enemigos: mandó a un valiente capitán orejón llamado Paucara Inga que fuese a juntarse con los cristianos y les ayudase en todo lo que mandasen. Así lo hizo. Juan Pizarro le puso por delante el castigo que había dado al otro. Este, pues, con mucha disimulación habló con los de lo alto y querellándose de los cristianos, pues tenían preso a Mango en cadena, y que por su mandado había venido a les dar favor contra los cristianos. Alegráronse cuando aquello le oyeron y más cuando dijo que traía la hacha sagrada del sol para hacer juramento. Concertaron que la noche siguiente volviese con solamente cuatro indios, de sus más amigos, para que tratasen del modo que los tenían cercados. Paucar Inga se volvió disimuladamente, vio que había tres puertas entre los riscos y rocas del fuerte peñol, las cuales cerraban de noche con peñas atadas con maromas. Habló con Juan Pizarro diciéndole que, porque se hubiese bien con Mango Inga, había de hacer una gran hazaña de la cual sería venturoso salir con la vida, y que mandase que cuatro cristianos se rapasen las barbas y se vistiesen de mantas y camisetas, untándose con aquella mixtura, que poniéndosela, que sea negro, que blanco, todos parecían indios, para que fuesen con él, llevándose secretamente sus espadas, y que él, con los demás cristianos y yanaconas les fuesen siguiendo. Juan Pizarro, confiando de las palabras del orejón por tener al inca preso, mandó que Mancio Serra, Pedro del Barco, Francisco de Villafuerte, Juan Flores fuesen con el indio a le ayudar en lo que había de hacer; apercibiendo a los demás cristianos que con sus armas estuviesen aparejados para ir con él a “la segunda hora” de la noche. Ya habían salido del real el orejón y los cuatro españoles subiendo deyuso de la tierra hacia el peñol con muy gran trabajo por su aspereza, saliendo dende a un rato Juan Pizarro con los españoles para dar favor a Paucar Colla. Los que estaban en el peñol habían unos con otros platicado este negocio, y estaban dudosos no anduviesen en algún trato doble, el orejón. Habíales pesado por le haber dicho que viniese la noche siguiente a verse con ellos. Determinaron que ya que le habían dicho que viniese solamente con cuatro indios, que viesen si era así: porque viniendo más los matasen a todos, y no pasando de aquel número, abriesen la primera puerta de su tan gran fuerza, donde hiciesen quedar a los cuatro que viniesen con el orejón, y abierta la segunda puerta lo tuviesen a él hasta ver la hacha sagrada y cómo se hacían juramentos. Así como lo determinaron lo pusieron por obra enviando sus espías al camino, los cuales volvieron a decir cómo no venían más de Paucar Inga con los cuatro indios: que ya llegaban a lo alto del peñol, llevando el orejón una hachuela de cobre enhastada en un corto palo donde se hacían los juramentos solemnes por el sol sagrado, y debajo de la manta llevaba una porra. Dio una voz para que entendiesen que estaba allí; salieron de lo alto algunos armados y como entrasen por la puerta dejaron los cuatro cristianos barbirrapados, sin consentir que fuesen adelante; y abriendo la otra puerta, quisieron dejar al orejón. Los españoles estaban temerosos, creían que andaban con ellos en traición; temían la muerte, quejándose del orejón, sin razón: porque como sintió que lo querían detener y cerrar la puerta, echando de sí la manta tomó su porra, dio una gran voz, diciendo: “¡Viracochas, huicanas!”, que quiere decir: ¡cristianos, venid presto!”. Ellos lo hicieron así. Habían herido algunos indios al orejón con la porra: acudieron muchos diciendo que había traición y tantos dieron de los golpes y heridas a Pauca Inga que cayó muerto en el suelo, implorando el favor de los españoles, en su venganza. Los cuatro con sus espadas, animosamente pelearon contra el poder de los indios; ser de noche y estar en lugar tan estrecho les dio la vida. Juan Pizarro con los demás llegaron en su favor, y como viniese la claridad del día y los del peñol viesen a sus enemigos señores de su inexpugnable fortaleza, no así ligeramente se podrá afirmar los clamores, grandes gritos, alaridos que daban, hombres y mujeres, mozos y viejos, muchachos y niños; y como veían relucir las espadas muchos tomaban la muerte voluntaria, se despeñaban por aquellos riscos, dejando los sesos entre los picos nevados de las peñas; y muchos niños tiernos sin sentir la desventura, estando jugando con los pezones de las tetas de sus madres varonilmente se despeñaban, llegando allá lo bajo los cuerpos sin almas. Los españoles habían empezado a herir y matar sin ninguna templanza cortando piernas y brazos, no daban la vida a ninguno; los yanaconas hacían lo mismo: el estruendo de los unos y los otros era grande, y mayor la matanza. Muchos de los indios, con desesperación, tomando sus mujeres e hijos, haciendo les cerrar los ojos, se despeñaban con ellos por las peñas: diciendo, más vale morir con libertad, que no vivir en servidumbre de tan cruel gente. Entre éstos que se despeñaban se notó una hazaña que hizo un principal de muy buena persona y parecer, que fue vertiendo abundancia de lágrimas de sus ojos, nombrando muchas veces a Guaynacapa, tomó una cuerda recia y muy larga con que ató a su mujer y dos hijos, y cinco o seis ovejas, y tres cargas de su ropa y menaje, y dándose al brazo dos o tres vueltas con el cordel, cerrando los ojos, vieron que iba despeñándose tras de sí su compañía, que era gran dolor verlos: y todos ellos se hicieron pedazos. Hartos de matar hombres, los españoles entendieron en el robo y hallaron, a lo que dicen, pocos más de cinco mil castellanos. De consentimiento de todos se dieron a la fábrica de la iglesia del Cuzco, entregándolos a un clérigo que iba allí. Hecho esto castigo, Juan Pizarro entendió en asentar los que habían quedado en el pueblo; y hubo nueva cómo en el Condesuyo habían muerto sus indios a un Juan de Becerril. Con esta nueva determinó partir a castigarlos sin mirar que los indios mataban a sus enemigos, y que si no lo hacían a todos, por no hallarse poderosos para ello.
Capítulo XCII
De cómo se hizo fundición en los Reyes, y Hernando Pizarro procuró que se hiciese el servicio dicho a su majestad, y de su partida al Cuzco; y salida del gobernador a visitar las provincias septentrionales
Hernando Pizarro estaba ya en la ciudad de los Reyes, como se ha dicho atrás; mostraba gran deseo al servicio del emperador, representaba los grandes gastos que tenía, y como de todas partes de sus reinos le servían; diciendo más, que pues Dios había sido servido que en tiempo de su soberano reinado, por ellos hubiese sido descubierto tan rico reino como el Perú, que tenían obligación a le servir con algún presente. Murmuraban de estos dichos algunos de los que oían, decían que Hernando Pizarro, a costa de sus haciendas, quería ganar la gracia del rey, a quien bastaba darle los quintos, pues eran tan grandes, y habidos sin gastar sólo un real. Quejábanse también que Hernando Pizarro había dicho que había de traer grandes flaquezas y libertades para los conquistadores, y no veían nada sino su hábito de Santiago que traía en los pechos; no se trataba en esto en su presencia, porque a trueque de dineros no le querían desagradar. Y como Pizarro mandase abrir la fundición, comenzaron a meter en ella grandes partidas de oro y plata. Había hablado a sus amigos para que no rehusasen lo que Hernando había dicho, afirmándoles que el rey les haría a todos mercedes, y aun por ventura les daría los indios perpetuos. En la misma fundición daban, sin los quintos, a mil quinientos y a mil y a menos, cada uno conforme al metal que tenía dentro; avisando a las más ciudades del reino para que hiciesen otro tanto. En Trujillo murmuraron porque estaba ausente; decían que no había negociado sino su encomienda, y hacerlos “pecheros”. Los oficiales que tenían cargo de la hacienda real tenían razón de la suma, que montaba lo que se juntaba para este servicio. Llegó en este tiempo nueva cómo salió de Xauxa un tío de Mango Inga, llamado Tizo, que hizo daño en lo de Tarama y Bonbon; que tenía por encomienda, lo principal de ello, el tesorero Alonso Riquelme; el cual, como le tocaba, habló ahincadamente a Pizarro para que mandase a prenderlo y castigarlo. Pizarro, sin oír la excusa de Tizo, por complacer a Riquelme, mandó a un vecino llamado Cervantes que fuese a le prender. Súpolo Tizo y apartóse a los Andes a se esconder en la espesura de la montaña, enviando primero mensajeros a Mango, su sobrino, para que en pudiendo salir de entre las manos de los cristianos, hiciese junta de gente para les dar guerra.
Pues como en los Reyes se hubiese hecho el servicio para el emperador, como se ha dicho, Hernando Pizarro habló con el gobernador para que le diese licencia para ir a la ciudad del Cuzco a procurar lo mismo. Respondióle que era contento y porque tuviese más mano en el negocio, mandó a su secretario Antonio Picado que ordenase una provisión para que fuese teniente y justicia mayor. Escribiendo a Juan Pizarro la causa que le movía a removerle el cargo, rogándole que por bien lo tuviese; y el cabildo escribió lo mismo. Y puesto que esto fue mucha parte para la ida de Hernando Pizarro al Cuzco con el cargo, tengo para mí ser lo principal temer lo que fue; que no volviese Almagro sobre la ciudad; y parecióle a Pizarro que estaría la tenencia de ella más segura en Hernando que no en Juan, por ser de más edad y autoridad. Fueron con él Pedro de Hinojosa, Cervantes, Tapia y otros caballeros, de aquellos nobles mancebos extremeños que con él salieron de España, quedando otros en los Reyes, donde fueron bien tratados y favorecidos de Pizarro.
Partido Hernando para el Cuzco, Pizarro determinó salir de Lima para visitar las ciudades de Trujillo y San Miguel, para ver cómo usaban sus tenientes de los cargos, y si los naturales eran bien tratados, y si procuraban su conversión, como su majestad lo mandaba; y dejando por su teniente a Francisco de Godoy, un caballero de Cáceres, se metió en una nao por ir más breve, acompañado de algunos criados suyos. Y salió de Callao, que es el puerto, a catorce días del mes de febrero de 1536 años; y por su persona visitó aquellas ciudades, oyendo algunas quejas, remediando los agravios, favoreciendo a los indios, honrando a los caciques, amonestando a los unos y a los otros se volviesen cristianos, haciéndoles entender la burla que era creer en dioses de piedra y de palo, y en los dichos del demonio: el cual, les certificaba, era un cobarde, sin fuerzas, tanto que solamente de temor de una pequeña cruz huía; y que lo probasen ellos y verían cómo les decía verdad. Sin todo esto, con las lenguas les decía que el sol y la luna no eran dioses, ni tampoco demonios, sino lumbreras resplandecientes que Dios crió para que siempre le sirviesen y diesen lumbre al mundo, que cumpliendo su mandamiento no paraban jamás de noche y día. Y que los cristianos que eran malos iban con los infieles al infierno y los buenos a la gloria. Estas cosas decía Pizarro con buenas entrañas y voluntad: porque aún no era llegado el tiempo que por sus pecados, y de los que estaban en el Perú, se perdieron estos buenos comienzos por comenzar otros que los guerrearon ellos mismos, consumiéndolos en miserables batallas que la civilidad acarreó sin intervenir otra gente que hermanos contra hermanos, primos contra primos y amigos contra amigos; y tanta impiedad hubo entre todos que yo no quisiera hacerme testigo de tan grave caso. Los curacas con los indios se holgaban de oír cosas tan altas, y, si al principio con hervor de cristiandad y dando de sí buen ejemplo les predicaran verdaderamente, muchos están en el infierno dando gemidos a las orejas de Dios que se hubieran salvado, aunque también a los tales principios nunca hubo el orden que hay después porque no se dejan entender las cosas de veras. Escribió sus cartas a Quito, a Puerto Viejo y a Guayaquil, encargando a todos el servicio de Dios y del rey y el buen tratamiento de los naturales. Pidióle Diego Pizarro de Carvajal la jornada de la Palupa, que es por donde entró el famoso capitán Ancoalli, natural de Chanca por la parte de Moyobamba hacia el levante: graciosamente se la dio, mas por falta de aparejo se dejo por entonces de hacer aquella jornada.
Pasado esto, Pizarro volvió a los Reyes, por tierra, donde fue bien recibido y daba prisa en mandar hacer la iglesia.
Capítulo XCIII
De lo que le sucedió al capitán Alonso de Alvarado en su conquista de los Chachapoyas
Como se juntó Samaniego con Alvarado, como supo lo pasado y que los naturales de aquellas serranías estaban endurecidos en no querer paz, por hacer lo que era obligado a los cristianos, les envió mensajeros, amonestándoles, ni sus casas desamparasen, ni dejasen de sembrar sus campos por saber su estada en la tierra: que era para provecho suyo y de sus ánimas, y no daño. No bastó estos dichos ni otros para que hiciesen lo que él deseaba, que fue causa que determinó de con todo el real irlos a buscar. Mandó luego Alonso Camacho que con veinte españoles fuese descubriendo el campo y mirando si el camino estaba seguro. Caminaron por la halda de una montaña hasta llegar a un lugar despoblado, de donde, habiendo andado poco más de legua y media, dieron en campaña, mas lleno el camino de unas piedras agudas, que llaman ceborucos, peligrosas para los caballos y más para los hombres que van a pie.
Los naturales de aquella región por donde Alvarado iba descubriendo, bien sabían su venida y cuántos caballos y cristianos eran, y habíanse juntado muchos con sus capitanes y mandones, habiendo puesto primero sus mujeres y haciendas en cobro, trataron lo que les sería más sano hacer; determinaron de ofrecer fingida paz a los cristianos para descuidarlos que viniesen, sin recelo, donde, saliendo ellos con tropel, los pudiesen matar. Con este dolo fueron cinco o seis indios con algunas ovejas adonde venía Alvarado y le dijeron que: por reverencia de Dios tuviesen de ellos misericordia para no darles guerra ni que las ballestas lanzasen jaras, con la velocidad que ellos sabían, en sus cuerpos, porque querían paz, y así la demandaban en nombre de todos. Alvarado les respondió bien, loando tan buen propósito. Volvieron los indios a dar cuenta de lo que habían hecho. Los cristianos marchaban sin parar; cuando llegaron donde los aguardaban, salieron con tanta grita, y ruido tan temeroso, que parecía vocería de demonios; tiraron algunos tiros, los nuestros: se pusieron en orden, ni turbados ni espantados de lo que veían; hirieron y mataron muchos enemigos, apretándolos en tanta manera, que aunque para cada cristiano había más de ciento y cincuenta indios, no los osaron más aguardar, antes comenzaron de huir con mucha pusilanimidad. Iba un español llamado Prado en seguimiento del capitán; un indio le tiró un tiro de piedra con tanta fuerza, que sin aprovechar el casquete y morrión que llevaba, acertándolo en la cabeza, le derribó del caballo los sesos de fuera. Luis Varela se vio en peligro, porque se halló solo cercado de indios; encomendóse a Dios, con cuyo favor milagrosamente se defendió de ellos, hasta que acertó a venir algunos compañeros que le dieron favor, habiendo muerto siete indios cuando le tenían cercado.
Los indios que escaparon de la guazabara con los que más se juntaron, trataron mucho sobre lo que les convenía hacer para estar seguros de no morir todos ellos; no sabían cuál consejo les sería más saludable. Estaba entre ellos un señor, el más principal, a quien llamaban Guayamanil; éste les dijo que era locura querer mantenerse en guerra con hombres a quien claramente veían ser favorecidos del sol, y que determinaba de ir a les ganar la voluntad y estar en su gracia. Algunos les pesó cuando esto le oyeron; otros lo loaron; y dejando sus buenas mantas, se puso unas viles, y con una mujer vieja fue al real de los nuestros, donde habló con Alvarado sobre lo que se ha dicho. Recibiólo bien, y así prometió de lo tratar. Guaman, que era otro señor enemigo de éste, osadamente confiado en la amistad de los españoles, le habló a éste con grande enojo y amenaza; Alvarado lo maltrajo por ello, afirmando que guardaría la paz a los que viniesen, aunque hubiesen hecho guerra y muerto a cristianos. Pasado esto, habló Alvarado a este señor rogándole procurase con los señores y principales de la provincia de Chillano y de los otros valles que viniesen a la buena amistad con los españoles; prometió de los hacer venir y así lo cumplió, provocándoles a ello con palabras que les envió; y como llegaron a la presencia del capitán, los recibió bien. Supo de ellos mismos cómo el movedor de la liga era uno que estaba entre ellos llamado Guandamulos, el cual era tirano y muy embaidor; y de consentimiento de todos fue preso y muerto por justicia.
Comenzaron dende adelante a venir muchos indios sin armas a servir a los nuestros. Supo Alvarado cómo cerca de allí estaba un valle muy poblado llamado Baguan. Mandó el capitán a un Francisco Hernández que con algunos españoles fuese a ver lo que era, y como volvió con razón de ello, Alvarado salió de aquel lugar y anduvo descubriendo Por aquellas partes los pueblos y ríos que había, procurando de atraer a los naturales a la amistad de los españoles, estorbando lo más que podía que no se hiciesen robos ni daños notables; y así, entre los capitanes que loan haberlo hecho razonablemente con los indios, lo ponen a él en la delantera.
Y como anduviese en esta conquista, allegó a un río grande que corría al septentrión. De la otra parte había muchos indios puestos en arma; envióles mensajeros persuadiéndoles con la paz; no quisieron sino guerra; mandó Alvarado hacer balsas para pasar el río; fueron hechas diligentemente, porque los españoles de acá son para mucho; y como fuese el río con furia, llevóse una de las balsas, pasando peligro los que iban en ella por el río. Fue Pedro de Samaniego con algunos españoles, para dar que hacer a los enemigos por todas partes; llegó cerca de un pequeño río que corría por el valle a un pueblo que después nombraron “de la Cruz”, donde había cantidad de gente de los naturales, de guerra, lo cuales, como vieron a los españoles tan cerca de sí, tirando muchos tiros de honda y de dardo, con gran grita que dieron, sin osar aguardar, se fueron río abajo. Los españoles robaron el pueblo con intención de volver a se juntar con el capitán. Los naturales, como tuviesen lengua de sus vecinos que los que con los cristianos formaban amistad y alianza los trataban amigablemente y, a los que no, guerreaban hasta los destruir totalmente, determinaron de salir de paz, y así lo hicieron, porque los principales de ellos fueron a hablar Alvarado, y los recibió como solía hacer a los que querían ser amigos de los cristianos: hacíalos entender a todos, cómo en acabando de descubrir las provincias enteramente, había de fundar un pueblo de cristianos, que fuese como el Cuzco o Lima, o San Miguel, adonde todos habían de acudir a servir a los cristianos; entre quien se habían de repartir los pueblos y caciques que hubiese. Y como esto hubo pasado, Alvarado movió de allí para el pueblo que dije llamarse “de la Cruz”, donde Samaniego allegó, y aquel día llegó a dormir enfrente de él con todo el real, sin llegar, sino fueron algunos, al lugar, y pasando el río, vino una tormenta de truenos y granizo que nunca tal habían visto. Llegado al pueblo el capitán, se aposentó y supo como había algunos indios de los de aquella comarca, que no venían como los demás habían hecho a se ver con él; salieron algunos caballos; hallaron que era verdad, mas estaba en el río en medio, que era causa que no les podían hacer mal ninguno; los amigos les talaban los campos, destruyendo las sementeras, de lo cual pesó mucho al capitán, y envió mensajeros al señor de aquellos indios, para que quisiese ser su amigo. Respondió que le enviase una espada, porque quería ver con qué armas peleaban los cristianos. Envióle Alvarado con un indio una espada que tenía el pomo de plata. Holgóse como la vido; determinó de salir de paz a los cristianos, enviando primero un presente de plumas y unas mantas al capitán, y acompañado de algunos indios fue a verse con él, y le honró mucho, esforzándolo en que tuviese buen corazón con los cristianos.
Capítulo XCIV
De cómo Almagro envió al capitán Saucedo a castigar los indios que mataron tres cristianos; y le dieron de presente más de noventa mil pesos; y Villahoma se huyó, y lo que más pasó
Cuando Almagro supo la muerte que habían dado en Xuxuy a los tres cristianos, recibió mucho enojo, mandó al capitán Saucedo que se partiese luego con sesenta caballos y peones, y que no parase hasta que llegado a aquella tierra hiciese gran castigo de ella. Salió Saucedo como le fue mandado; llevaba por guías a los dos cristianos que habían escapado. Los que se hallaron en matar a los cristianos dichos, hicieron grandes sacrificios a sus demonios aderezándose de armas; recelando lo que fue, hicieron por los caminos hoyos hondables, como suelen hacerlos, cubiertos sutilmente con hierba para que el engaño sea encubierto, sin lo cual se fortificaron en un lugar haciendo albarradas y baluartes. Saucedo, habiendo caminado con prisa, llegó donde los indios estaban, mas no pudo hacerles guerra ni daño, por la fuerza grande que tenían; salvo el sitiarla para que no pudiesen entrar ni salir: de todo lo cual envió aviso a Almagro pidiéndole socorro. El cual, como lo supo, mandó a Francisco de Chaves que con algunos caballos fuese a lo dar, y dándose prisa andar se juntó con Saucedo. Los indios, por sus espías, supieron como venían, y antes que se juntasen, sin hacer ruido ninguno, por donde mejor pudieron se fueron todos, desamparando el fuerte. Y habiendo pasado Francisco de Chaves con los caballos; salieron los vecinos de éstos al camino e hicieron daño en los yanaconas, que robaron parte del bagaje; retrayéndose a paso ligero, por huir de la furia de los caballos, que dando alarma revolvían sobre ellos. Entendiendo como los enemigos habían desamparado el pueblo, asentaron el real los cristianos, y en unas arboledas que estaban por bajo de él. Estando muy recatados, por estar cerca de los xuris, gente indómita, muy calientes, que muchos comen carne humana: y fueron tan temidos de los incas que no solamente no pudieron hacer de ellos amigos, mas por temor de los daños que hacían, en las fronteras había guarniciones ordinarias de gente de guerra; y casi viven como los alarbes. Muchos cuentan de estas gentes, especialmente los españoles que andan en la conquista del río de la Plata. Tornó a hacer Saucedo mensajeros al adelantado Almagro, haciéndole saber lo que había sucedido y cómo los tres cristianos habían sido muertos ciertamente en aquella tierra, y que tenía aviso corno adelante iban otros tres. Había llegado Almagro a Topisa, donde alcanzó a Villahoma y a Paullo que habían venido delante y le dieron los indios noventa mil pesos, en oro fino que dicen algunos habían traído de Chile de los tributos de los incas; y tuvo gran noticia de haber ricas vetas de metales en Collasuyo: y aun se trató de poblar, que fuera otra cosa, pues tenía los pies en la más rica tierra del mundo. Mas esto respondía Almagro que era poca tierra para tantos españoles, como con él iban. Los principales de aquella provincia de Paria con otros caciques de los pueblos de atrás habían venido con Almagro porque se los mandó: habían recibido mucha honra: los más o todos se volvieron a sus tierras.
Villahoma, como dejase concertado con Mango Inga de levantar las provincias australes contra los cristianos que iban a Chile, porque aquella vía les parecía ser más cierta la destrucción de ellos, de callada y con gran disimulación, alborotaba los pueblos y lugares por donde estaban: diciendo de los españoles muchas blasfemias, para que luego descubiertamente se opusiesen contra ellos. Ni los que lo oían tenían ánimo, ni él lo pretendía, por temor de que eran muchos los caballos y españoles, mas deseaba ausentarse por juntarse con Mango; y teniendo más fácil matar a los que estaban en el Cuzco que los que iban a Chile; y así, pareciéndole que Almagro estaba lejos del Cuzco y que no sería en su mano volver con brevedad, determinó de se huir: como lo pensó, lo puso por obra, una noche que tal no pensaban, llevando consigo algunos indios y mujeres. Caminó hacia el Collao, por caminos secretos, de los nuestros no sabidos, recibiendo por dondequiera que pasaba grandes servicios: porque por la dignidad pontifical del sacerdocio le tenían gran respeto; por la mañana fue echado de menos Villahoma, súpose ciertamente como se había ausentado; recibió Almagro enojo por ello, mandó llamar a Paullo, a quien airadamente preguntó cómo se había ido Villahoma, y por qué no le dio aviso de ello. Paullo era muchacho; respondió con temor que no supo nada ni lo entendió; proveyó Almagro que lo mirasen dende adelante porque no hiciese lo que Villahoma, encargándolo a Martiacote, soldado valiente natural vizcaíno. A los naturales de aquella tierra donde estaba, habló con toda gracia, esforzólos con la amistad de los cristianos; partió para se juntar con los capitanes Saucedo y Francisco de Chaves, dejando escrito a Noguerol de Ulloa que quedaba con la retaguardia para que se diese prisa a caminar y a juntar con él. Marchó luego con su gente, llegó al pueblo de Xuxuy, donde estuvo más de dos meses aguardando a los españoles que quedaban atrás: vino entre ellos don Alonso de Montemayor, caballero principal, natural de Sevilla, a quien Almagro recibió muy bien.
De esta tierra fue descubriendo Almagro hasta llegar a Chicuana, donde halló a los naturales alborotados y puestos a punto de guerra: mandó a Francisco de Chaves y a Saucedo que fuesen con ciertos caballos a correr el valle arriba; aprovechó mucho porque como los naturales vieron la ligereza de los caballos, unos por una parte y otros por otra, se escondieron todos, sin parecer ninguno. Mas dende a algunos días se juntaron mayor poder, cobrado esfuerzo; juraban por el sol, alto y poderoso, que había de morir o matarlos a todos: enviando, cuanto esto pensaban, de ellos mismos para que molestasen y matasen a los yanaconas negros y servidores que de los cristianos saliesen del real a buscar leña, yerba, paja, o las otras cosas necesarias. Después de haber hecho algún daño, se puso Almagro con algunos caballos en celada para los matar, mas ellos sin recibir demasiado daño, le mataron el caballo. Dende a poco volvió a salir con más gente, hallaba los pueblos desiertos y los indios ausentados no parecían sino Por cima de los altos y collados donde se ahincaban dando grita que parecía que entre ellos estaban algunos demonios, según daban los aullidos roncos y temerosos. Vuelto el adelantado donde fue a buscar los indios, determinó de salir de Chicuana dando licencia a los señores de Paria, y a los demás para que se volviesen a sus tierras. Sería la gente que se había juntado con Almagro ciento y noventa y tres españoles, caballos y peones, llevaba por su maese de campo a Rodrigo Núñez y por su alférez a Maldonado; para llevar el bagaje y de servicio llevaban tantos indios e indias que era lástima decirlo, todos puestos en cadenas, sogas y otras prisiones; llevando que los guardasen los tiranos, de los yanaconas y negros, los cuales por nada les daban grandes palos y azotes sin les dar tiempo de tomar huelgo: si alguno se quejaba por ir cansado o estar enfermo, no era creído ni tenía otra cura que golpes, tanto que perdiendo el vigor y aliento dejaban los cuerpos sin ánimos en las cadenas y prisiones; y no solamente servían de esto, mas en llegando al real luego, así cansados como estaban, les hacían ir por leña, por yerba, paja, agua, todo lo demás que era menester; comían mucha mala ventura; venida la noche hacían una parva de todos, dándoles para cama el suelo, y aunque estuviese más helado, y por cobertura del cielo, y allí los guardaban; y si quería usar de su persona alguno, o de cansado se meneaba, los veladores con los pomos de las espadas, o palos, les hacían estar quedos, a su pesar. Estas cosas y otras más ásperas, por mis ojos he yo visto hacer a esta gente desventurada, muchas y muchas veces. Y los que lo leyeren, tengan paciencia, pues me corto en lo que cuento; y aprovéchense de lo leer para suplicar a nuestro Señor perdone tan graves pecados.
Capítulo XCV
De cómo yendo Almagro descubriendo llegó a unos puertos de nieve donde pasó grande trabajo su gente
Partido Almagro de aquella tierra donde había estado, caminó hacia el mediodía a lo que llaman Chila, y a cabo de haber andado algunas jornadas llegó a donde estaba una fortaleza pequeña, teniendo gran falta de bastimentos; y no embargante que aquella comarca sea llana es tan estéril que falta lo que en otras sobra; mandó salir algunos de los que llegaron con él a que buscasen por todas partes, porque el real todo no era llegado, ni vino hasta otro día. Y como todos estuviesen juntos y fuesen tanta gente, y no hallasen qué comer y ellos trujesen poco, hubo en todos gran tristeza porque sabían que en algunas jornadas no había poblado ni donde haber bastimento; mandó Almagro repartir ciertos puercos que habían restado y ovejas, rogó a los españoles muy animosamente pasasen por los trabajos, pues sin ellos jamás se ganaba honra ni ningún provecho. Respondieron que lo harían y así pusieron buen cobro en lo que les había quedado. Salieron de allí, caminaron por unos salitrales y tierra estéril y muy triste, siete jornadas: comenzaron a sentir la necesidad, fue causa el mucho servicio que llevaban: que era porque se sentía tanto. Subiendo por una quebrada de yuso; toparon un aposento pequeño donde se alojó Almagro, vieron no muy lejos grandes sierras blancas de la mucha nieve que tenían: esparcían los ojos por todas partes, conocían claro que la sierra prolongaba grande espacio de tierra y que por fuerza la habían de atravesar sin saber su anchura, si era poca o mucha. A no ser el ánimo de los españoles tan generoso y grande como ha sido, creedme que en llegando a tales pasos, no siento otra nación del mundo que no rehuyese la carrera: pues parece, bien mirado, temeridad más que no fortaleza meterse como se meten por espesos montes o nevados campos, sin saber cuándo, ni dónde se acaban, ni dónde van, ni si tendrán proveimiento o no. Los indios decían que había mucha más nieve de la que ellos podían ver de donde estaban: determinó el adelantado de adelantarse por el propio camino que llevaban con algunos caballos hasta llegar cerca de la serranía y si le pareciese pasar los alpes, para en llegando a poblado, enviar mantenimiento a los que quedaban atrás. Salió la guía con algunos españoles delante, como dieron con la nieve, era tanta que ni se parecía camino ni roca ni otra cosa que su blancura, cayendo a la continua copos de ella. Los que quedaron en el real holgaron porque Almagro fuese delante, dioles prisa que anduviesen lo más que pudiesen parando poco en los alpes. Pues, como partió el adelantado anduvo aquel día muy gran trabajo hasta llegar a unos tambillos, donde durmió, sintiendo bien el frío que hacía; y creo me dijeron holgó allí un día por tener nueva de los que quedaban atrás, y como le alcanzaron algunos, prosiguió su camino. El austro ventaba tan recio que ni sentían narices ni orejas, llevando los pies como el carámbano, si alzaban los ojos, quemábanseles la nieve, de la cual caía tanta que era cosa de espanto. De lo alto del puerto del valle de Copayapo había doce leguas, como otro día anduviesen llegó a dormir ribera de un río en otro tambillo al pie de un alpe; otro día, dándose mucha prisa, anduvieron hasta que salieron de aquel tormento tan cansados y fatigados como el lector puede sentir.
Y llegaron al valle donde fueron muy bien recibidos de los moradores de él, a los cuales Almagro habló amorosamente, rogándoles saliesen ayudar a los españoles que venían y les llevasen consigo de lo que hubiese en el valle porque él haría por ellos lo que le rogasen en otra cosa que les tocase. Con mucha alegría los buenos hombres dijeron que lo harían y salieron muchos de ellos con ovejas, corderos, maíz y otras raíces. Habiéndose partido Almagro adelante, como se ha dicho, los que atrás quedaron, pasaban mucha necesidad de bastimentos, y como entraron en las nieves fue mayor la fatiga, los indios lloraban, quejándose los que les habían traído de sus tierras a morir entre las nieves, los españoles se acuitaban, viéndose en ellas; si querían andar aquesta gente de servicio y ellos no podían de flaqueza, y si paraban a descansar quedaban helados; los caballos también iban flacos y maltratados. Esforzábanse los unos a los otros en decir que presto llegarían al valle de Copayapo; comenzaron a se quedar muchos de los indios e indias y algunos españoles y negros muertos. Comían algunos con hambre unos limos, que se crían entre lagunas, leña para hacer lumbre no había otra que estiércol de ovejas y unas raíces que sacaban debajo de tierra. Las noches que durmieron en los puertos fueron tan trabajosas, temerosas y espantables que les parecía estar todos en los infiernos. El aire no aflojaba, y era tan frío que les hacía perder el aliento. Muriéronse treinta caballos, y muchos indios e indias y negros: arrimados a las rocas, boqueando, se les salía el alma; sin toda esta desventura había tan grande y rabiosa hambre que muchos de los indios vivos comían a los muertos: los caballos, que de helados habían quedado, de buena gana los comían los españoles, mas si paraban a los desollar se vieran como ellos; y ansí cuentan de un negro que yendo con un caballo del diestro, reparó a unas voces que oyó, y que luego quedó helado él y el caballo. Los españoles aflictos, transfigurados, marchaban encomendándose a Dios todopoderoso y a nuestra señora; cuando venía la noche, lo mejor que podían armaban sus tiendas entre tanta nieve como sobre ellos caía.
En esto, como conté, Almagro procuró con los naturales de Copayapo que saliesen al camino con refresco para socorrer a los que venían por las nieves, los cuales, como algunos salían de ellas, daban grandes voces de unos en otros: que todos lo sabían estar cerca del poblado y de campaña que fue para que todos cobrasen corazón y aliento como de hecho lo cobraron. Y como se veían fuera de los alpes y grandes roquedos nevados, y en tierra alegre, y adonde el sol daba gran claridad y el cielo con su serenidad se dejaba ver, loaban a Dios por ello; parecíales que en aquel día habían nacido. Acrecentóles el placer el mantenimiento que los indios tenían de carne, maíz y otras cosas; y como venían desabridos, metiéronse tanto en el comer, que muchos por falta de digestión enfermaron, criándoseles opilaciones en los vientres; poco les duró porque este mal con el trabajo y ejercicio del cuerpo sanaron. Y siendo todos fuera de las nieves, llegaron al valle [d]onde se acabaron de [re]formar.
El señor natural de él era un mancebo joven, y al tiempo que su padre murió dejó encomendado la tutela suya y la gobernación de la tierra a un principal de sus parientes; el cual, como vio muerto al señor, usurpó con tiranía el mando que no le competía por más tiempo de cuanto el menor fuera de edad, sin lo cual procuraba de lo matar, por tener segura su traición. Teniendo consejo de algunos de los naturales que le fueron leales, le escondieron donde no pudo efectuar su propósito el tirano; y entrando los españoles salió a ellos a les pedir favor y justicia, por el alto Dios de los cielos. Almagro hizo la información de este caso, supo decía verdad y pedía justicia el mozo desheredado: túvose forma como le fue devuelto su señorío.
Aquí también diré cómo tres cristianos, sin lo mandar Pizarro ni Almagro, salieron del Cuzco delante de los otros que mataron, pasando neciamente por tantas tierras y tan lejanas de donde había gente de los nuestros. Los indios fueron tan buenos que no les hicieron mal, antes de un pueblo a otro los llevaban en andas o hamacas, proveyéndolos de lo necesario; y como llegaban la jornada hacían testigos, diciendo: “¡Mira que os los entregamos vivos, sanos, buenos!”. Esta ley, era de los incas, porque se supiese, si yendo uno solo o más, los matasen, donde era; porque si los castigase, no pagasen justos por pecadores. De este modo anduvieron estos tres hombres hasta que llegaron a un valle, que el señor había por nombre Marcandey, el cual les recibió bien, mas habiendo mal pensamiento, determinó de les matar a ellos y a los caballos que llevaban: y, estando durmiendo lo hizo, enterrando los cuerpos y caballos en lugar secreto. Dicen unos que fueron participantes en ello todos los principales de la comarca; otros dicen que no, mas que después de muertos, como lo supieron, vinieron a se holgar con Marcandey, haciendo grandes sacrificios y borracheras. Almagro siempre preguntaba por estos cristianos, haciéndole entender que iban adelante.
Partió de Copayapo, y en tres jornadas llegó a este valle; recibiéronle bien, con semblante de paz, proveyendo a su gente de bastimento. Andando a buscar los yanaconas y cristianos algunas cosas necesarias, descubrieron el engaño que tenían encubierto, hallando reliquias de los muertos. Partió Almagro descubriendo, llegó al valle de Coquimbo, donde había grandes aposentos de los incas, hizo la información sobre la muerte de los tres cristianos, hizo mensajero atrás al capitán Diego de Vega, que quedó con la retaguardia, que prendiese en un día señalado a Marcandey y a su hermano, y que algunos españoles volviesen a Copayapo y prendiesen al que primero era señor con tiranía, y se viniesen con ellos a Coquimbo, donde con gran disimulación, hizo parecer delante de sí a todos los principales, y se prendieron veinte y siete de ellos, a los cuales con gran crueldad y poco temor de Dios, mandó quemar, sin querer oír las excusas que algunos de ellos daban, cuanto más que los cristianos merecieron lo que les vino por querer adelantarse, y mandar como señores en tierra ajena y que les debían poco en ella. Afirmáronme que murieron con grande ánimo, mas esto, por lo que yo he visto, sé que procede de bestialidad. Entre los que quemaron fue un orejón; dijo a grandes voces: “¡Viracocha, ancha misque nina!”; que quiere decir: “¡Cristianos, muy dulce me es el fuego!”.
Capítulo XCVI
De cómo Rodrigo Orgóñez salió del Cuzco, y lo que le sucedió hasta llegar al valle de Copayapo
En lo de atrás me acuerdo que tengo escrito que cuando el adelantado salió de la ciudad del Cuzco, dejó en ella a su general, Rodrigo Orgóñez, para que fuese en seguimiento con la gente que venía de todas partes para ir en la jornada; y siendo tiempo salió, yendo con él, Cristóbal de Sotelo, Oñate, Pérez y otros vecinos. Llevaban buenos caballos y con buen aderezo así de servicio, negros, como de otras cosas que son convenientes para los descubrimientos. Por sus jornadas anduvieron hasta entrar en la grande provincia de Collao: servían los indios bien, proveíanlos de lo necesario, sin recibir de ello paga ninguna, porque acá no se ha usado sino comer a discreción; puesto que estaban estos naturales desasosegados y mucho, con lo que había amonestado Villahoma. Aguardaban a saber que Mango estuviese fuera de la prisión para clara y abiertamente oponerse contra los cristianos y darles guerra. Por estos pueblos anduvieron hasta que saliendo de ellos, dende a pocos días, llegaron a la provincia de Topisa, con alguna necesidad de bastimento, que fue causa que convino salir algunos caballos por la tierra con gente de servicio a lo buscar. Andando ocho leguas, en una quebrada estaba cantidad de ganado de ovejas y otros bastimentos, mas los indios cuyo eran, estaban puestos en arma para los defender de quien lo viniese a tomar: por lo alto de los cabezos tenían puestas muchas galgas para desgalgar por los cerros, y que con su grandeza y furia matasen todo lo que por delante topasen. Los españoles, como no habían salido si no a buscar lo que sabían estaba allí, teniendo en poco los indios ni sus tan crecidas piedras abajaron de yuso la quebrada: los naturales, amenazándolos malamente dieron de mano a las galgas, pusieron gran pavor en los nuestros, procuraban de hurtar los cuerpos por miedo que no los encontrase. Aprovechó a los que se salvaron, mas del todo no pudieron huir, ni dejar de ser hechos pedazos dos de ellos, con que los indios se alegraron mucho, diciendo: “¡Tomá, ladrones, comé lo que os hemos echado! “, y otros dichos como éstos semejantes. Los españoles habían dejado los caballos algo atrás porque la tierra –por ser fragosa– no eran de provecho, y como se vieron en tal peligro y que no podían hacer daño a los indios, determinaron de como mejor pudiesen salir de entre ellos: los indios, que conocieron esta flaqueza, les apretaron malamente, pudieron tanto que mataron otros dos de los cristianos. Los demás, con gran ventura, y favor de Dios, principalmente, tomaron los caballos y vueltos al real contaron a Orgóñez lo que les había sucedido; el cual salió de aquella tierra, marchando por el camino que llevaba Almagro, pasando gran trabajo y necesidad: porque los naturales habían alzado el bastimento y no hallaron sino algunas raíces y yerbas campesinas. Llegaron de esta manera a los Xuys, donde hallaron alguna comida que les fue harto remedio. Venían los caballos cansados, que fue causa que holgaron cuatro días; de aquí fueron a Chicuana, donde pararon dos para se proveer de comida, que hallaron mucha. Tenían noticia de los alpes de Chicuana, caminaron hasta llegar a un río, que llaman río Bermejo, donde hicieron pan de algarroba, que es bueno. Dende algunos días llegaron a vista de las grandes sierras nevadas, espantáronse de ver tanta blancura, temían el frío que habían de pasar; como mejor pudieron entraron en las nieves, encomendándose todos a Dios nuestro señor, caminaban con gran trabajo, el viento era recio; venida la noche era mayor el temor, como mejor podían armaban los toldos. Fue tan grande el frío que se murieron los más de los negros, y indios e indias; y los que escaparon fue con los dedos comidos o ciegos de los ojos. Estando poniendo el toldo Orgóñez, de no más de poner la mano en el palo para lo tener, cayó tanta nieve que le quemó los dedos y se le cayeron las uñas, y por días mudó los cueros de todos, como si fuera fuego de Sant Antón. Dos españoles estaban dentro de un toldo de éstos, viniendo el austro furiosamente lo arrancó y cayó tanta nieve que los dos españoles con sus indios e indias que tenían, tomaron aquel lugar por sepultura para siempre, e lo mismo los caballos que tenían atados junto a la tienda. Sotelo y Castillo también sintieron en las manos el daño que Orgóñez. Espantados los españoles de ver tanta tormenta, rogaban a Dios que los sacase de ella; y con su ayuda, siendo pasados cuatro días, se hallaron fuera de las nieves, dejando muertos los dos españoles y muchos indios e indias y negros, y veinte y seis caballos con sus sillas y aderezos, muchas petacas y líos de ropa.
Los naturales de Copayapo supieron su venida; el señor del valle por el beneficio que recibió de Almagro cuando lo puso en la posesión de su señorío, determinó de honrar los cristianos que venían porque el mismo Almagro se lo había rogado; y así mandó que saliesen del valle muchos indios con bastimento, de que Orgóñez y los suyos holgaron mucho. Volviendo todos al valle con los cristianos, donde fueron bien recibidos y aposentados en los aposentos ordinarios; los cristianos, como habían pasado tanto trabajo en los alpes, determinaron de descansar algunos días en aquella tierra, pues los naturales recibían poca pesadumbre con ellos.
Capítulo XCVII
De cómo Juan de Rada salió del Cuzco llevando las provisiones de Almagro; y lo que le sucedió hasta que llegó al valle de Copayapo, donde se juntó con Orgóñez
Juan de Rada, mayordomo de Almagro, estuvo en Lima hasta que Hernando Pizarro llegó. Pidióle las provisiones que traía para el adelantado: respondióle que, pues todos habían de ir al Cuzco, que allí las daría; y escribiría con él a Almagro. Juan de Rada se quejó a Pizarro, diciendo que sentía de su hermano que no le quería entregar las provisiones, por tanto que le mandase las diese luego; respondióle que en el Cuzco se las daría sin falta ninguna. Y habiendo allegado al Cuzco Hernando Pizarro, Juan de Rada recibió las provisiones, y aun dicen algunos que le requirió se las diese. En seguimiento de Juan de Rada salieron Lorenzo de Aldana, el contador Juan de Guzmán, Hernán Gómez, Juan de Larreinaga, Pero Mateo, Picón, Luis de Matos y el bachiller Enrique, y otros hasta cincuenta. Juntáronse con Juan de Rada en los Chichas, donde hallaron que iban ochenta y tantos españoles, de pie y de caballo, proveídos de gente del Perú para su servicio. De donde caminaron pasando mucha necesidad, porque habían los naturales alzado el mantenimiento; y llegado a Topisa, tampoco hallaron que comer, que fue causa que se les doblase la pena. Una jornada más adelante, salieron por mandado de Juan de Rada veinte caballos a una parte y a otra del camino para ver si por ventura topaban algo: como los indios tenían el maíz en cuevas, los anaconas que llevaban descubrieron alguno con que volvieron bien alegres. También se halló por otros españoles una manada de ovejas que repartieron por todos. Marchando más adelante, como hubieron con algunos caballos a buscar alguna y con gastado esta comida, salió Juan de Rada diligencia que puso fue a aportar a una quebrada donde los indios tenían alguna puesta en cobro; en lo alto de la quebrada había muchos indios de guerra; fue necesario salir algunos de los nuestros con espadas y rodelas a ganar lo alto, mas tiráronles tantos tiros de piedra y dardo que tuvieron por seguro el no pasar adelante, sino antes dar la vuelta donde los caballos estaban. Juan de Rada mandó a los de a caballo se apeasen y abajasen de yuso la quebrada, de donde a pesar de los indios sacarían hasta ciento y tantas cargas de buen maíz, con que se volvieron al real. De donde anduvieron hasta llegar a una fortaleza donde pararon por salir a buscar bastimento: porque con la pasada de Almagro y Orgóñez, quedaba todo asolado, y por no morir de hambre, los naturales en lugares secretos pusieron lo que les quedó. De este lugar salieron por una parte y por otra, españoles y anaconas, y con su mucha diligencia hallaron algún bastimento. Holgaron quince días por curar de los caballos que estaban flacos, supieron cómo había los puertos nevados y cómo Orgóñez estaba en Copayapo. Topaban algunos negros e indios de los que habían quedado cansados, veían estar muchos muertos que era lástima de los ver; determinó Juan de Rada que se adelantara el bachiller Enrique, Luis de Matos y otros dos o tres de a caballo, para que andando a toda prisa llegasen donde estaba Orgóñez para que, sabiendo de su ida, y con que llevaba provisiones de Almagro les proveyesen de algún bastimento; y así partieron éstos y con harto trabajo llegaron a Copayapo, donde dieron esta relación a Orgóñez; el cual se holgó, publicando que el Cuzco con lo mejor de la tierra caía en su gobernación, y acordó de aguardar a Juan de Rada, el cual, con los españoles que con él venían, padecía mucha necesidad.
Donde los dejaremos por decir de la venida de Hernando Pizarro al Cuzco y lo que más pasó.
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