PEDRO DE CIEZA DE LEON. PARTE IV DE LA CRÓNICA DEL PERÚ. TERCERO LIBRO DE LAS Guerras cipiles del Perú, EL CUAL SE LLAMA LA GUERRA DE QUITO (Libro III).
Педро де Сьеса де Леон. ЧАСТЬ ЧЕТВЕРТАЯ ХРОНИКИ ПЕРУ. КНИГА ТРЕТЬЯ. Гражданская война в Кито.
TERCERO LIBRO
DÉ LAS
Guerras cipiles del Perú,
EL CUAL SE LLAMA
LA
GUERRA DE QUITO,
HECHO POR
PEDRO DE CIEZA DE LEÓN,
Coremsta di las cosas di las Indias,
Y PUBLICADO POR
MARCOS JIMÉNEZ DE LA ESPADA.
TOMO I
MADRID
IMPRENTA DE M. G. HERNÁNDEZ
San Miguel, a3, bajo
1877
Tomo 11 dela BiblioUca Htspa%o-Ultramarina.
PRÓLOGO.
I.
La primera edición de LA GUERRA DE QUITO es algo
más que una modesta ofrenda a la literatura castellana,
es la reparación de una grande injusticia y una prueba
irrecusable de que las crónicas de Indias, y en especial
las más autorizadas y corrientes, necesitan de una crí-
tica severa, que tase la demasiada confianza con que se
aceptan y se siguen.
Yo confieso mi engaño: prendado de aquel narrar
vigoroso y sencillo, tan claro y tan expresivo de lo que
quiere decir, casi siempre sin embarazarse con retóri-
cas ni atildamientos de lenguaje; trasunto del habla
suelta y pintoresca y reflejo de la enérjica acción de los
que daban, al conquistar y ennoblecer un mundo, su
mejor argumento á nuestra historia, le creia eco; no
sólo de la verdad de los sucesos referidos, sino también
VI
Prólogo.
de la veracidad de quienes, por vocación ó por oficio,
debían consignarlos religiosamente en libros destinados
á guardar, como depósito sagrado, la vida y el alma en-
teras de los pueblos, sus vicios y virtudes, sus ale-
grías y dolores, sus realidades y sus sueños, sus es-
plendores y miserias; y que, con el trascurso de los tiem-
pos, tal vez, de puro humanos, llegan á ser divinos.
Las reflexiones y sentencias que pocas veces suspenden
el discurso, inspiradas en los principios de una moral
estrecha, supersticiosa, pero en el fondo sana; y la noble
franqueza con que sin ambajes ni disimulos se censu-
ran las faltas y se condenan los delitos (heroicos para
mí) que cometimos en,el calor de aquella obra gigan-
tesca, aumentaban mi fe en los autores de esos testimo-
nios de nuestra antigua gloria.
Hoy siento de otro modo de los que así escribían:
los hechos me persuaden á que algunos de ellos no
procedieron con la honradez escrupulosa, que parece
haber sido en todas épocas norte y divisa de los histo-
riadores castellanos.
“La Historia del Perú% de Agustín de Zarate, dice
Prescott, ocupa un lugar permanente entre las más
respetables autoridades para la historia de aquellos
tiempos;” (a) y el erudito don Enrique de Vedia: “no
(a) LA CONQUISTA DBL PBRÚ, Adición al libro último.
VII
vacilamos en decir que, después de ser uno de los mo-
numentos históricos más bellos (quizá el primero) de
nuestra lengua, es una autoridad respetable en alto
grado respecto á los sucesos de que trata/’ (a) En
efecto, otro tanto dirá el menos avisado de los que la
leyeren, sobre todo parando su atención en la habilí-
sima dedicatoria al príncipe don Felipe, donde el autor
declara cómo y cuándo la ha escrito, y pone de relieve
con magistrales formas el aprecio en que debe tenérse-
la. Y sin embargo, Zarate no es el padre de su obra sino
á medias. Ya él manifiesta al fin de la “Declaración”
que va después de la dedicatoria, que “La principal
relación de su libro, en cuanto al descubrimiento de la
tierra, se tomó de Rodrigo Lozano, vecino de Trujillo,
que es en el Perú, y de otros que lo vieron;” pero no
declara que los libros 5.0, 6.w y 7.0 están tomados de
otra relación que no es suya, y que siguió—cosa que
no me explico—hasta en aquellos acontecimientos que
hubo de presenciar, no obstante los errores que con-
tiene, en alguno de los cuales es imposible que incur-
riera persona de su talento y perspicacia (1). La “respe-
table autoridad que en alto grado” comunica á su his-
toria la circunstancia de haber sido testigo de los suce-
(a) HISTORIADORES PRIMITIVOS DE INDIAS, t. x.°, XI; Bibl. de Au-
tores Esp., t. 26.0
VIII
Prólogo.
sos que comprende, queda también bastante quebran-
tada con la averiguación del tiempo que pudo residir
en el Perú. La cuenta es clara: Zarate entraba en ese
#. reino por Enero ó por Marzo de 1544 con el virey
Blasco Nuñez Vela, y salia de él á principios de Junio
de 1545 (a): luego sólo presenció los sucesos referidos
en el libro 5.0 hasta el capítulo xxi ó xxn inclusive. Y
hé aquí por qué don Antonio de Alsedo (b) le califica
con razón de historiador de gran mérito, pero de
poca exactitud, aunque sin aducir las pruebas que
yo aduzco.
Diego Fernández de Palencia escribe con origi-
nalidad, culta frase y riqueza de interesantes pormeno-
res la segunda parte de su Historia del Perú; mas la
primera—redactada después de la* segunda—la copia
letra á letra—salvo las correcciones necesarias en el
tiempo y persona de los verbos y trastornando los pe-
ríodos—de otra historia ó relación histórica que com-
puso, ú ordenó cuando menos, el licenciado Pedro de
La Gasea, valiéndose de las comunicaciones y cartas
de oficio que él mismo habia dirigido desde América,
durante su gobierno y jornada contra Gonzalo Pizarro,
al Emperador, á los Príncipes y al Consejo de las Indias.
(a) Véase el Apéndice núm. i.°
(b) BIBLIOTECA AMERICANA MS.
Prólogo.
IX
Entre los papeles que este político y clérigo sin tacha
legó al colegio de San Bartolomé de Cuenca, hállase
un trozo de la antedicha relación, el cual he sometido
á minuciosa compulsa con el texto de Fernandez; y no
hay dudar, el plagio es manifiesto y tan descarado, que
hasta puede marcarse en el último con toda exactitud
en el lib. 2.0, cap. 47.°, f.° 100 vuelto, col. 2.a, lín. 34,
la primera palabra del manuscrito de La Gasea: procu-
raríamos (2).
¿Cabe ya, desde hoy en adelante citar sin toda clase
de reservas un lugar, una frase de Zarate ó Fernández?
Quien falta á su conciencia, ¿no faltará mejor á la ver-
dad, ya que no por antojo, obligado de altísimos respe-
tos, ó bien por amistad, gratitud, ambición ó salario?
Ninguno de los» historiadores de Indias, sin em-
bargo, ha llegado donde Antonio de Herrera en esto
de apropiarse los trabajos ajenos. Siquiera * el Con-
tador y el Palentino tienen en su disculpa haber usado,
el primero, de un documento anónimo y acaso relegado
á los archivos cuando lo disfrutó; el segundo, de un
escrito que al cabo no era más que una memoria de los
insignes hechos de su autor, de sobra conocidos y en-
comiados por todo el mundo á la sazón de publicarlo.
Pero el Cronista de Castilla y mayor de las Indias, sobre
haber incurrido en otras comisiones semejantes (3), se
atrevió á sepultar en sus Décadas una crónica entera y
X
Prólogo.
modelo en su clase, y con ella el nombre de un soldado
valiente y pundonoroso, los afanes y desvelos de un
hombre honrado y de elevada inteligencia y una repu-
tación de historiador más grande y bien ganada que la
suya. Reputación que comenzó con un libro por ven-
tura sin par é inimitable (4), especie de itinerario geo-
gráfico, ó más bien animada y exacta pintura de la
tierra y del cielo, de las razas, costumbres, monumen-
tos y trajes del dilatado imperio de los incas y países
al Norte comarcanos, y de las poblaciones recien fun-
dadas por los españoles; fondo maravilloso del gran
cuadro de su conquista y de las sangrientas y encona-
das guerras de los conquistadores, cuyo relato, pre-
cedido de los anales de los reyes cuzqueños, daba fin
á la obra, bajo un plan que demuestra por sí solo el
ánimo, los brios y el talento de quien lo bosquejó
mancebo todavía.
La pintoresca descripción geográfica se imprimió con
el título de LA PRIMERA PARTE DE LA CRÓNICA DEL PE-
RÚ, en Sevilla y el año de 1553 (5); el resto es lo usur-
pado con tan buena maña ó tan buena suerte, que hasta
principios del presente siglo no supieron algún que
otro bibliófilo que existia realmente el libro que ahora
se publica por primera vez en esta BIBLIOTECA (a).
(a) Y sin embargo, el P. Pedro de Aguado, en su HISTORIA DE SANTA
Prólogo.
XI
Ya fe que no comprendo cómo la pluma, aunque
era vigorosa, del Tito Livio castellano, no vaciló al
borrar, para hacer suyas las páginas del soldado cronis-
ta, ciertas frases que debieran moverle á proceder con
más nobleza, ó al menos con caridad cristiana. ‘INo creí,
cuando comencé á escrebir las cosas subcedidas en Perú,
que fuera proceso tan largo, porque ciertamente yo
rehuyera de mi trabajo tan excesivo; porque conocien-
do mi humildad y llaneza, como otras veces he referi-
do, no ignoro mi escambrosa pluma no era digna de
escrebir materias tan grandes… A Dios con toda humil-
dad suplico favorezca este mi deseo, pues otra cosa
que servir á mi Rey é satisfacer á los curiosos y dar
noticia á mi patria de las cosas de acá, no me movió á
pasar tantos trabajos, caminar caminos tan largos como
he andado” (a).—”Y verdaderamente yo estoy tan
MARTA Y NUEVO REINO DE GRANADA MS., anterior á las Décadas de
Herrera, dice bien claro que la cuarta parte de la crónica de Cieza de León
existia, y hasta da á entender que podía consultarse con facilidad:—”como
lo tratan algunos de los que ya han escrito de esta tierra de Cartagena,
que son Francisco López de Gomara y Pedro de Cieza de León en la
primera y cuarta parte de las historias que escribió de Perú.” (Lib. 8.°,
cap. i.°)—„ Tardaron en esta jornada [la de Vadillo desde Urabá á
Popayan] todo el año de 1538, donde padecieron hartos trabajos y necesi-
dades y muertes de españoles y otras calamidades y desvetturas, de las
cuales no escribo aquí particularmente, porque tiene escrita esta misma
jornada Cieza en la cuarta parte de su historia. £1 que la quiera ver, allí
la podrá leer.” (Lib. 8.°, al fin.)
(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. LIX.
XII
Prólogo.
cansado y fatigado del continuo trabajo y vigilias que
he tomado, por dar fin á tan grande escritura, que mas
estaba para darme algún poco de contento y gastar mi
tiempo en leer lo que otros han escrito, que no en pro-
seguir cosa tan grande y tan prolija. Dios es el que da
esfuerzo para que yo pase adelante y prosiga estas Guer-
ras civiles hasta que el Presidente Pedro de La Gasea,
en nombre de Rey, funde el Audiencia en la cibdad
de Los Reyes’7 (a).—”Y hago á Dios testigo de lo que
en ello yo trabajo; y, cierto, muchas veces determiné de
dejar esta escritura, porque ya casi ha quitado todo el
ser de mi persona trabajar tanto en ella y ser por ella
de algunos no poco murmurado; mas como en esta
tierra las reliquias de la virtud sean menospreciadas,
y no pretenda más de que S. M. sea informado de las
cosas que han pasado en estos sus reinos, y que la prá-
tica mia todas las otras naciones que debajo del cielo
son la vean y entiendan, pasaré adelante, poniendo
siempre mi honor en las manos del lector —”E cier-
tamente si yo no hubiera publicado á muchos amigos
mios singulares, que, mediante el auxilio divino, mi
débil ingenio con mi pluma escambrosa daría noticia de
las cosas ultramarinas de acá en las Españas, ó hiciera
(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXIV.
(b) Ibid., cap. CLXXIV.
Prólogo.
XIII
fin en lo escrito ó pasara por muchas materias sin las
escrebir. Las persuasiones destos que digo son no poca
parte para que yo consuma mi vida en breve tiempo,
porque no mueran los notables hechos destos rei-
nos” (a).
Pero á estas sentidas quejas, arrancadas en momen-
tos de amargura y cansancio á un corazón entero y
bueno, responde Herrera del siguiente modo: “Este
Pedro de Cieza es el que escribió la historia de las
provincias del Quito y Popayan, con mucha puntua-
lidad, aunque (contra lo que se debe esperar de los
Príncipes), tuvo la poca dicha que otros en el premio
desús trabajos.”—¿Y por qué no enmendaba en lo po-
sible la soberana ingratitud, confesando por la cruz de
Santiago que en su pecho lucia, que una parte y no
escasa de salario y mercedes que como cronista de
aquellos príncipes aceptaba, era el premio que Cieza
no recibió?
Herrera poseía un talento de primer orden, un cri-
terio sereno y atinado; conocía bastante la condición
humana, y de raíz la nuestra, y el genio y el estímulo
que nos movió á dejar la vieja y esquilmada patria, por
otra nueva y rica más allá de los mares. Su estilo grave,
contenido y lleno de nervio, penetraba los escritos de
(a) LA GUERRA DE, QUITO, cap. CCXII.
xrv Prólogo.
diverso carácter y variado lenguaje que le servían para
componer sus Decadas, y de sus manos pasaban las
más veces al discurso de la historia como las pie-
zas ajustadas de bellísimo mosaico, ó los parejos es-
labones de firme y bien labrada cadena. Muchos
perdían de su ingenuo sabor y prístina frescura;* la
forma de casi todos ellos ganaba en elegancia y cla-
sicismo. Si el trabajo de Cieza sólo hubiera sufrido las
correcciones del maestro para quedar con la dicción
más pura y propia, purgado de evidentes errores, ali-
viado de enfadosas sentencias y de importunas digre-
siones; reparado del desaliño y poco método con que
suelen exponerse los hechos por quien los vé pero, ante
todo, cuida de relatarlos fielmente, no faltarían lite-
ratos que aquella expropiación le perdonasen. Mas no
fueron mejoras todos los cambios que introdujo en la
usurpada crónica: una gran parte alcanza á las ideas,
á los hechos fundamentales, y, por ende, corrompe la
puridad histórica, según que en su leal entender y saber
la comprendía y la expresaba el primero que observó y
estudió los sucesos consignados en ella, en el mismo
lugar que acaecieron y comunicando con los mismos
hombres que á efecto les llevaron. Interpretó diversa-
mente la intención ó el sentido de varias reflexiones
y pasajes; falseó determinados caracteres, añadién-
doles ó quitándoles su tanto, ya de la calidad, ya del
Prólogo.
xv
demérito con que Cieza juzgó que debia estimarlos;
suprimió lo que pudo de cuanto redundaba en des-
prestigio de la real autoridad, y, en fin, hizo una his-
toria cortesana y discreta con las francas y palpitantes
narraciones del laborioso aventurero, nacidas al calor
• del alterado suelo peruano, en medio de las borrascas
y peleas, al choque de bravias, encontradas é inconti-
nentes ambiciones y bajo la zozobra y la amenaza de
continuos y mortales peligros.
No dudo yo que en casos le asistieran poderosas
razones para obrar de ese modo: Cieza no era infalible;
él, como Cronista de Castilla y mayor de las Indias, dis-
puso de infinidad de documentos, entre los cuales nada
tiene de extraño que existiesen algunos contrarios á los
asertos de Cieza y en desacuerdo con sus juicios, tal
vez apasionados como de mozo y parte interesada en
muchas de las cosas que escribía. Pero bueno es adver-
tir que el insigne historiógrafo y criado de Felipe II
profesaba, ó no podia por menos de profesar, una máxi-
ma de incalculable trascendencia en los negocios de su
cargo, la cual no se apartó jamás de su memoria y tuvo
muy al ojo precisamente al componer aquellas de sus
Décadas, cuyo meollo y fuste pertenecen á nuestro
buen soldado.
Contestando á una carta que el arzobispo de Grana-
da don Pedro de Castro y Quiñonesle dirigía con motivo
XVI
Prólogo.
de haber leido el manucristo de sus Claros varones de
España^ uno de los cuales era Cristóbal Vaca de Castro,
padre del arzobispo, y gobernador del Perú de dudosa
memoria, decia:
“Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: Con la mer-
ced que V, S. I. me ha hecho con su carta, he recibido
mucha honra y contento, por ver la voluntad y gusto
de V. S. I. para obedecelle y cumplille; y si di en esto
alguna priesa á don Juan de Torres, fué hasta que
pasó desta vida don Baltasar de Zúñiga, que solicita-
ba que se sacase á luz esta obra de los Claros varones de
España á imitación de las Varias de Casiordo (sic):
ahora, vista la intención de V. S. I., me daré priesa,
“El primero punto que toca á la naturaleza del señor
Cristóbal Vaca de Castro se acomodará bien, teniendo
respeto á que no se contradiga con lo que está publica-
do. El segundo, que trata de la sentencia contra los re-
beldes y lo que procuró que se pelease en Chupas, la
consulta del Consejo sobre los alimentos y la merced
hecha en las Indias á un hijo, no tiene dificultad. El
tercero, sobre engrandecer el Monte Santo, no dije nada
del en la dirección del elogio á V. S. I., por parecerme
que en aquel lugar se podia decir poco; pero visto lo
que V. S. I. manda, he pensado de hacer con breve dis-
curso al fin de toda la obra, (sic) como lo verá V. S. I.
en el principio que aquí va; y si satisface, será servido de
Prólogo. xvii
mandarme enviar los papeles ó avisarme de lo que mejor
pareciere á V. S. I., que yo lo ejecutaré siguiendo aquel
lugar de Cicerón que V. S. I. apunta en su carta (a).
“No quiero callar que he hallado que el Consejo con-
sultó diversas veces al Emperador la inocencia del se-
ñor Vaca de Castro, y al cabo de ocho años le envió á
Flándes una muy apretada consulta, y S. M. Ce-
sárea la tuvo cinco ó seis años en un escritorio hasta
que la resolvió; tan porfiado estuvo en creer las sinies-
tras relaciones de la imprudencia de Blasco Nuñez
Vela T este punto se omitió en la historia por guardar
la oportunidad con que se debe escribir. Dícese en ella que
salió de su presión con mucha reputación, el pleito que
tuvo por la precedencia (c) y otras cosas muy particu-
lares; y no se callan los docientos ducados que se man-
daron dar cada año á mi señora doña Maria de Qui-
ñones, madre de V. S. I., durante el ausencia del señor
Critóbal Vaca de Castro. Y todo fué comunicado con
don Juan de Idiáquez, que me dijo haber conocido en el
Consejo al señor Vaca de Castro; porque aunque este
(a) En tiempo del arzobispo Castro y Quiñones fué la invención de
las reliquias y libros del Monte Santo de Granada; en él fundó una cole-
giata, y en la colegiata una capilla para enterramiento de su padre. Por
eso deseaba que la historia engrandeciera su piadosa obra.
(A) Véase el Apéndice número 8.
(c) En el Consejo, á donde volvió después de rehabilitado.
xvin Prólogo.
gran ministro estaba muy ocupado, tenia algunos ratos
para el deleite de la Historia; y lo mismo hacia el señor
don Baltasar de Zúñiga, su gran imitador.
“V. S. I. mándeme en todo lo que más fuere servi-
do.—A quien le suplico me tenga en su gracia.—
Guarde Nuestro Señor á V. S. I. y R. con la vida y
contento que yo deseo. De Madrid 30 de Enero
de 1623.—Antonio de Herrera (a).”
A cuya carta replicó el arzobispo:
“He visto la relación y elogio que vuestra merced
ha hecho sobre las cosas que sucedieron en el Perú á
Vaca de Castro, mi señor. Está muy bien dispuesto y
advertido, como de tan diestro y ejercitado en la His-
toria. He holgado mucho de verlo; estimo, como es
razón, el trabajo y cuidado de vuestra merced. No lo
había visto hasta agora por ausencia de mi secretario;
mia ha sido la pérdida.
“Dice vuestra merced en su carta, que de industria
deja algunas cosas: que después de ocho años de pri-
sión consultó el Consejo de Indias al Emperador el
manifiesto agravio é injusticia que se hacia á Vaca de
Castro, mi señor; y el emperador guardó cuatro ó cin-
co años la consulta en un escriptorio, hasta que, remor-
(a) Es tuda de su puño y letra, y se encuentra en él códice S—26 de la
Bibl. Nacional.
Prólogo.
dido de la conciencia, lo resolvió. ¡Grave circunstan-
cia es esta! Pero dice vuestra merced, que aunque la
Historia lia de decir verdad^ ha de ser oportunamente.
“Otras cosas también se pudieran tratar esenciales
en la Historia, que vuestra merced deja, por no alar-
gar el discurso. Una me pareció apuntar para que
vuestra merced, si le pareciere, la ponga en su lugar.
Consta de las relaciones y del proceso…” (a)
Pues, conforme á esa máxima, ninguna oportunidad
mejor que la de ahora, en que se publica un libro del
desdichado Cieza, para restituirle íntegramente en su
reputación y fama, descubriendo el secreto de las que
obtuvo la HISTORIA GENERAL DE LOS HECHOS DE LOS
CASTELLANOS EN LAS ISLAS Y TIERRA FIRME DEL MAR
OCÉANO; admirada en España, vertida á todos los idio-
mas europeos, considerada en todas partes “como la
fuente de la verdad” de aquellos hechos, ensalzada con
este parecer de don Antonio de Solís: que reconocía la
inmensa dificultad (que no trató de superar) de prose-
guirla (b). ¡Ya lo creo! Agotado el rico y facilísimo ve-
nero de Cieza de León y otros no menos fáciles y ri-
cos, cierto que era difícil continuarla tan nutrida de su-
(a) Hasta aquí la minuta corregida de mano del arzobispo. Figura
con la carta de Herrera en el códice citado.
(b) LA CONQUISTA DB MÉJICO, cap. i.°
. xx ‘ Prólogo.
cesos como salía de las manos de Herrera; de no bus-
carlos antes uno á uno en las informaciones, memoriales,
relaciones y cartas que en apretados envoltorios afluían
al Consejo de Indias, al de Estado y á la Cámara Real;
“trabajo deslucido, como Solís decia, pues sin dejarse
ver del mundo, consume oscuramente el tiempo y el
cuidado.”
No hay exageración en lo que afirmo. Herrera dejó
sus Décadas en el año de 1554; para llenar los tres ó
cuatro últimos de lo tocante al reino peruano y alguno
de los países vecinos, se socorrió con las extensas rela-
ciones históricas ó historia del licenciado de La Gasea
y con la parte segunda del libro del Palentino;^ los de-
más, desde el de 1524, se colmaron abastadamente con
el trabajo inédito de Cieza. Porque el honrado aven-
turero—á costa de su salud, y quizá de su vida—cum-
plió lo prometido en el prospecto de su obra; y enga-
ñóse muy mucho el Sr. Prescott—y olvidó lo que
Cieza asegura varias veces (a)—al suponer que este
“había muerto sin realizar parte alguna del magnífico
plan que con tanta confianza se trazara” (¿). Su crónica
está hecha, el magnífico plan realizado, y el reino que
(a) En los caps. IV, IX, XXI, XXXVII, XXXIX, XLI, XLII,
XLIX, LV, LXin, LXVII, LXXXIX, y C de la PRIMBRA PARTE DE
LA CRÓNICA DEL PERÚ.
(A) LA CONQUISTA DEL PERÚ, Adición al litro IV.
Prólogo.
XXI
conquistó don Francisco Pizarro, cuenta con la historia
mejor, más concienzuda y más completa que se ha es-
crito de las regiones sur-americanas. El libro que sale á
luz thora, es et tercero de los cinco que componen la
cuarta parte, ó sea de Las guerras civiles; la segunda
parte, que trata del señorío de los incas, sus hechos
y gobierno, cuántos fueron y cuyos sus nombres, de
sus leyes, religión y costumbres, conócese hace tiempo
con el título de Relación de la sucesión y gobierno de los
incas, señores naturales que fueron de las provincias del
Perú y otras cosas tocantes á aquel reino, para el Hustrí-
sitno Señor D. Juan de Sarmiento, Presidente del Con-
sejo de Indias; si bien atribuida por el citado Prescott
al personaje á quien se dedicó, gracias á un sencillo y
gravísimo error del encargado de copiarla en Londres,
que puso/wr en vez aspara (6); y la tercera parte, que
se ocupa en la conquista de la Nueva Castilla, y los li-
bros primero y segundo de la cuarta, guerras de Salinas
y Chupas, aunque no los he visto, me consta con certeza
que existen y dónde (a). De los libros cuarto y quinto
de la cuarta parte, guerras de Huarina y Xaquixahuana;
y de los dos Comentarios que terminan la crónica, nada
(a) Motivos de delicadeza me impiden ser en este punto más explícito;
pero el inteligente y activo bibliófilo que dispone de tan preciosos docu.
mentos, tiene medios de publicarlos como corresponde, y es de esperar
que pronto se disfruten por los amantes de la historia patria.
* #
xxii • Prólogo.
sé; entiendo, sin embargo, que Cieza de León los da
por acabados, al decir en su Proemio: “En el cuarto
libro trato? “El quinto libro trata? “Concluido con
estos libros… hago dos comentarios.” Cuando un •tra-
b ajo de esa especie se hallaba todavía bajo su pluma,
tenia buen cuidado de consignarlo así (a).
Pero aunque no los acabase, con lo hecho, hizo más,
mucho más, que cualquiera de los historiadores del
Perú. Concibió el pensamiento de la CRÓNICA con gran-
deza y con fe en los recursos de su ingenio y en el
poder de su voluntad,—por más que cerca ya de con-
cluirla le abrumara y le afligiera la magnitud de su
proposito; dióle primera forma deslindando sus partes
y ordenándolas con método original, filosófico y claro;
y le desarrolló con amplitud tan minuciosa y tan pro-
lija, que satisface de cuanto se desea de esta clase de
escritos; que deben ser más que historia acabada ó en
sustancia, diversos y abundosos manantiales donde se
tome en lo futuro. Si vamos al desempeño de su ardua
y vastísima tarea, como en el concebirla y prepararla,
tampoco se hallará quien le aventaje entre los que tra-
taron total ó parcialmente el mismo asunto.—El Palen-
(a) Por ejemplo, al citar el Libro de las cosas sucedidas en las pro*vw-^
cias que confinan con el mar Océano, dice: “como verán los lectores en un
libro que tengo comenzado” (La Guerra de Quito, cap. XLIII).
Prólogo.
XXIH
tino es, en mi concepto, el único que se le acerca y aun
le iguala en la segunda parte de su Historia.—Porque
Xerez, el secretario de Francisco Pizarro, cuenta sin la
menor afectación y llanamente los sucesos que pasan á
su vista, pero sin penetrar en el fondo de ellos, ni
mostrar que comprende su alcance, omite alguno,
acaso por descuido, y no es exacto en otros; no se
olvida del cargo que desempeñaba, y en su relato,
demasiado sucinto, todo aparece favorable á nuestra
causa, ó mejor dicho, á los actos de su amo el marqués.
De Zarate ya dije lo bastante. El inculto lenguaje y
estilo desmañado y flojo de la notable Relación del des-
cubrimiento y conquista de los rey nos del Perú y del gobier-
no y orden que los naturales tenían, y tesoros que en ella (sic)
se hallaron y de las demos cosas que en él han sucedido
hasta el dia de la fecha [7 de Febrero de 1571] (a), en-
cubren torpemente la inquina y el despecho de su
autor, Pedro Pizarro, así con sus primeros valedores y
parientes como con las personas de quienes esperó
más tarde la recompensa de su lealtad, harto protes-
tada y encarecida por él mismo, para no ser sospe-
chosa. Lo importante y curioso de su escrito, consiste
en la parte primera y más extensa, donde acaso refiere
(a) Se publicó en la COLECCIÓN DB DOCUMENTOS INÉDITOS PARA LA
HISTORIA DE ESPARA, t. 5.0, pags. 201-388.
XXIV
Prólogo.
con toda sinceridad lo que hizo ó pasó ante sus ojos;
mas, en la narración de los sucesos acaecidos desde la
muerte del marqués Pizarro hasta el completo allana-
miento del Perú, los cuales amontona en obra de vein-
te y tantas páginas, anduvo desmemoriado con frecuen-
cia y calló alguna vez la verdad, conviniéndole callar-
la (7). El inca Garcilaso comentó, no historió propia-
mente. Las tradiciones de su patria y real linaje ad-
quieren con su manera de decir candorosa, entu-
siasta y persuasiva, un esplendor y una grandeza tales,
que no son de creer en una tierra y de unas gentes
ganadas y avasalladas en tres dias por un puñado de
españoles. A tomar por lo serio sus anales de la raza
de Manco, difícilmente encontraríamos otra alguna,
semítica ó ariana, que los pudiera presentar en época y
condiciones análogas tan gloriosos y prósperos. En lo
que se refiere á nuestros hechos y sobre todo á las per-
sonas que intervienen ó descuellan en el descubrimien-
to, conquistas, guerras civiles y pacificación del Perú,
se muestra más sensato é imparcial, aunque de cuando
en cuando ponga de manifiesto el peligro de introdu-
cir en el contexto de una historia, y al lado de obser-
vaciones serias y fundadas, y como base de crítica,
recuerdos de muchacho, venerandas memorias pater-
nales, y dichos y cuentos de veteranos, camaradas, pa-
niaguados y amigos de la familia del comentarista. Eso
Prólogo.
xxv
sí, los Pizarros, Cepeda», Carvajales, Centenos, Leo-
nes, Candías y Alvarados de Garcilaso, no son artificio-
sos maniquíes sin más alma y carácter que su oficio 6
cargo público; que sólo mueven el brazo en las bata-
llas, las piernas para entrar ó salir de cabildo, y los la-
bios para pronunciar clásicas arengas; son hombres
de carne y hueso, acuchillados, mancos ó tuertos;
moceros, tahúres ó devotos; pendencieros ó mansos;
cultos ó broncos; valientes ó fanfarrones; galanes ó
astrosos; despilfarrados ó tacaños; honrados ó bella-
cos: viven la vida de su casa ó la de sus comble-
zas; no ocultan sus amistades ni sus odios; descu-
bren los móviles de su lealtad ó de su perfidia; hoy
son cobardes, esforzados mañana; y ni el malo lo es
siempre, ni el bueno deja de pecar cuando le tientan
¿on ahinco y de veras la ambición, el amor, la codicia
ó la venganza.
Los historiadores generales de Indias están en
igual caso que los cronistas antedichos. El fecundo
Gonzalo Fernández de Oviedo no hizo más que abrir
un registro universal de las relaciones, cartas, memo-
riales, conversaciones públicas y privadas, de rumo-
res y cualesquiera noticias que llegaban á la suya del
continente americano, por la oficiosidad de sus amigos
ó conocidos, ó de oficio y por razón del cargo que la
Cesárea Magestad de Carlos V le habia conferido.
XXVI
Prólogo.
En este gran bosquejo—que otro nombre no merece—
de una crónica indiana, es inútil buscar la unidad his-
tórica, la proporción y armonía de los miembros ó par-
tes de que consta, el orden cronológico siquiera; unos
mismos sucesos se repiten diferentes veces y contados
de diferente modo; y el autor, lejos de hacerse cargo
de la contradicción y confusiones que de esto se ori-
ginan, con censurable ligereza aventura sus juicios
acerca de la conducta de un personaje, sin conocerla
por entero, ó de los resultados de un acaecimiento gra-
ve que se inicia ó desenvuelve en circunstancias azaro-
sas é inciertas, antes que llegue á su término debido.
Dice Oviedo de uno de los capítulos de su obra (el
XVII del libro XLVI), que será “como pepitoria
de diversas partes ó apetitos de este manjar, ó como
aquella conserva llamada composta, que es una con-
ficion de diversos géneros de fructas (revuelto todo)
en un mesmo vaso.”—Otro tanto pudo decir de
toda ella. La cual no por eso dejará de ser tesoro ines-
timable de datos fidedignos de importancia suma y en
sazón acopiados, y de una lengua exuberante, sabrosa
y castiza, manejada por estilo robusto, poderoso y apa-
sionado, donde prodigan la amenidad y el interés una
imaginación viva y lozana, una memoria enriquecida
con asiduas lecturas, en viajes, campañas y servicios pa-
laciegos, y una experiencia aleccionada por el trato de
Prólogo.
XXVII
toda clase de personas, durante largos años y en am-
bos mundos; donde chispean la ironía y el gracejo y
fulguran, terribles la ira y la indignación, no siempre
por justa causa sublevadas en un pecho de agradecido
y lealísimo vasallo, como era el del alcaide de la Isla
Española.—Y, por último, á Francisco López de Go-
mara, el más literato de los cronistas del Nuevo Mundo,
hasta Solís; escritor elegante, f ácil y correcto, cáustico,
intencionado y atrevido en sus juicios, y amigo de in-
vestigar novedades, le faltaba suficiente autoridad
para defender unos y otras de las censuras de Gasea,
Bernal Diaz y el inca Garcilaso, y de los enojos y
amenazas de los conquistadores del Perú y Nueva Es-
paña, porque jamás estuvo en esos reinos ni en parte
alguna de las Indias.
Pedro de Cieza de León reconoció en persona el
país, teatro de la historia que proyectaba, desde el puer-
to de Panamá á la costa de Arica y desde las salvajes y
boscosas montañas de Abibe á los desnudos y argentí-
feros cerros de los Charcas (12o lat. N.—20o lat. S.),
demarcando como experto geógrafo, la variedad de sus
regiones y climas; situando las fundaciones españo-
las y los pueblos indianos; observando como naturalista
las especies más útiles y curiosas, bravias ó domésticas,
de animales y plantas; describiendo como etnógrafo ó
investigando como anticuario la raza, gesto, trajes,
xxviH Prólogo.
armas, alimentos, costumbres, creencias, industria,
artes, gobierno, tradiciones y monumentos de las
gentes indígenas; gozándose en pintar á grandes ras-
gos la fisonomía de la tierra y de el cielo, en la magnifi-
cencia de los nevados y volcanes, la grandeza y multitud
de los rios, la espesura y misterio de las gigantes selvas
y la yerma soledad de las xallcas y punas; en el humbroso
y risueño frescor de los valles marítimos, y en la ari-
dez de los quemados arenales que con ellos alternan á lo
largo de la extensa comarca de los yuncas. Ni se olvidó
de indicar las relaciones sociales, políticas y religiosas
que entonces existían entre conquistadores y conquis-
tados, efecto de la lucha que aún duraba, déla reciente
y poderosa civilización castellana con la imperfecta y
ya caduca de los antiguos dominadores del Perú. Y
comprendiendo que las instituciones y poderío de unos
soberanos, cuyo genio y cuya fortuna dieron la unidad
á un imperio vastísimo, importaba que fuesen conocidos
puntualmente, no sólo ala más clara inteligencia de los
hechos de la conquista y posteriores, y por el lustre y
mérito que á la empresa de Francisco Pizarro y sus he-
roicos camaradas añadía, pero también por ser materia
de suyo en alto grado interesante y nueva; sin arredrarse
ante la infinidad de inconvenientes que el trabajo ofre-
cía, ayudado de los mejores lenguaraces del idioma qui-
chua y vaquéanos del reino, acudió á interrogar la me-
Prólogo.
XXIX
moría y los quipus de los más viejos orejones, ser-
vidores, deudos ó descendientes de los últimos incas
Tupac-Yupanqui y Huaina-Cápac; y antes que Juan
de Betánzos, y el padre Blas Valera, y Polo de Onde-
gado, y Santülan, y Cabello Balboa y Garcilaso, entre-
sacó de una maraña inestricable de fábulas y absurdas
tradiciones, el origen, linaje, descendencia, política, le-
yes y religión de los autócratas cuzqueños, y sus fastos
hazañosos y legendarios.
Ejercitó nuestro cronista, ciertamente, sus grandes
cualidades de historiador en ésta como en la primera
parte de su obra; aunque, á decir verdad, en ambas
lucen en primer término el tino con que observa é
investiga, la animación y propiedad con que describe
y la facilidad con que su pluma discurre por donde se
le antoja. Mas cuando aquellas se mostraron con toda
su virtud, fué al entrar ya de lleno en el asunto capital
de su crónica: los hechos de los conquistadores, y es-
pecialmente sus guerras intestinas; tempestad de pa-
siones desatadas atraída por los montes de plata y de
oro del riquísimo suelo peruano, confusa y atropellada
muchedumbre de sucesos extraordinarios é inauditos,
donde para juzgar y discenir lo criminoso de lo
heroico, lo justo de lo injusto, lo contingente de
lo necesario, lo bueno de lo malo, era preciso ser
dueño de una prudencia consumada, una imparciali-
XXX
Prólogo.
dad á toda prueba, una intención sanísima, un juicio
perspicaz y reposado, y una cabeza y voluntad de
hierro,
Pero con todas esas cosas contaba el avisado y ani-
moso mancebo, para salir, como salió, gallardamente de
la parte más ardua de su historia. Además era diligen-
tísimo: cuando le interesaba conocer de un suceso que
no habia presenciado, aclarar los dudosos, ó ilustrar Ips
sabidos con más amplios informes, acudía, á ser posi-
ble, á testigos presenciales, y en su defecto, á personas
de reputación y acreditada imparcialidad; y en todos
casos consultada la publica opinión, y se procuraba de
compañeros, jefes, autoridades, cabildos y notarios
toda clase de documentos y papeles particulares y de
oficio, los cuales conferia y depuraba detenidamente,
antes de recusarlos ó hacerlos testimonio de su escri-
to.—Bien es cierto, que pocos historiadores se encon-
traron en condiciones tan ventajosas como las suyas, no
sólo para verificar personalmente esas diligencias pre-
liminares, y establecer sobre base tan firme su obra, sino
también para acopiar los primeros materiales de ella;
porque intervino en muchos episodios de la conquista y
de la$ guerras del Perú y Nuevo Reino, ya como des-
cubridor ó poblador, ya como simple soldado de for-
tuna; conoció á la mayor parte de los famosos capita-
nes, letrados y eclesiásticos, que figuraron en aquellas;
Prólogo.
XXXI
fué amigo de los unos y enemigo de los otros; peleó
juntó á ellos ó con ellos; padeció sus hambres; dis-
frutó de sus botines; los vio vivir y morir, pudo es-
timarlos en lo que valían y juzgar con acierto de sus
obras.
Era hasta exagerado en su honradez de historia-
dor: no se olvidó jamás de distinguir lo que contaba
por experiencia y vista propias, de lo que referia por
‘ relaciones de otros, ó se fundaba en dichos notorios y
dignos de crédito ó en rumores del vulgo desprecia-
bles; á cada paso nombra los sujetos que le suministra-
ron noticias, é indica, extracta ó copia los documen-
tos de que se servia; de modo que el lector camina
siempre por su historia sobre seguro y sin recelo de
quien así la escribe y la comprende. Era, por fin, como
escritor, modesto: sus pretensiones literarias se redu-
cían á bien poco: que su estilo bastase á la puntualidad
y claridad de la narración, la cual no lleva más adorno
que contados ejemplos de los historiadores clásicos, cu-
ya lectura el nuestro frecuentaba, de los Libros Sagra-.
dos y de los Santos Padres.
Cieza de León tomó tan á conciencia el generoso
# empeño de instruir á su patria con verdad de las accio-
nes de sus hijos en el remoto suelo americano, y
de la honra ó deshonra, fortuna ó desgracia que de
ellas le resultaban, que hubo de sacrificarle, no sola-
XXXII
Prólogo.
mente el reposo necesario al cuerpo y al espíritu (a)y
pero hasta sus afectos mas caros y entrañables. En él,
generalmente, el historiador dominaba al hombre. Pre-
senció las infamias y traiciones que trajeron la muerte
de su gran amigo el noble y confiado mariscal Jorge
Robledo, y no obstante, tuvo palabras de censura para
las imprudencias del fundador de Antíoquía, y de dis-
culpa y compasión para el adelantado Belalcázar, su
asesino. “Andaba el pobre viejo tan temido, que casi es-
taba fuera de sí; é no iba ninguno de los de Robledo
en aquel tiempo hacia donde él estaba, que osase llevar
espada ni otras armas, y aunque fuese sin ningunas é
iba á hablar con él, luego se empuñaba de una daga.
Yo me acuerdo en esta ciudad de Cali allegarle á ha-
blar é poner la mano en el puño de la daga” Ca-
tólipo á carta cabal, según su siglo, y por consiguiente
supersticioso, veneraba con profundo y filial acatamien-
to á los ministros de la Iglesia, y miraba las ofensas
hechas, con motivo ó sin él, á sus personas, como otros
tantos sacrilegios; mas no por eso desoyó la voz de su
deber, que le gritaba,—sin hacer caso de la pena que, de
seguro, afligiría á su piadoso corazón: “Y á la verdad
(a) “Pues muchas veces, cuando los otros soldados descansaban, cansa-
ba yo escribiendo.» (Primera parte de la Crónica del Perú, Dedicatoria.)
(¿) LA GUERRA DE QUITO, cap. CCXXXV.
Prólogo. xxxui
ya es plaga y dolencia general en estos infelices reinos
del Perú no haber traición ni motín, ni se piensa co-
meter otra cualquiera maldad, que no se hallen en ella
por autores ó consejeros clérigos ó frailes; lo cual ha
procedido que debajo de su observancia quieren ser
tenidos y reverenciados como á dioses; y ha sido su
soltura grande, y á rienda suelta han corrido sin que
hallen quien les impidan; porque ni los obispos, ni
priores, ni custodios los han castigado” (a).
Sin embargo, dos cosas no pudo ó no quiso reducir á
términos discretos y sensatos: su lealtad al Rey y su
aversión á los que, cautelosa ó paladinamente, desobe-
decieron las órdenes y leyes soberanas. No me pro-
pongo entrar en un examen detenido de esos senti-
mientos, que influyen á las veces en demasía sobre la
manera de referir sucesos muy capitales de la guerra
de Quito; aunque bastante exagerados, los tengo por
sinceros: son de una época en que la lealtad al Rey
significaba lo que hoy significa el honor, y el rebelarse
contra su voluntad augusta y sacra ser traidor á la
patria, cuyo símbolo entonces era la corona.—Y no
hay que olvidar que la guerra de Quito fué la primera
y más seria de las tentativas de independencia á que se
atrevieron los españoles americanos. Pero me duele
(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXLIX.
xxxiv Prólogo.
a par del alma ver á un hombre de carácter tan
noble y tan simpático como nuestro cronista, des-
atarse, llevado de su apasionamiento, en improperios
contra Gonzalo Pizarro y los que le siguieron hasta
el fin de su triste jornada, recrearse con la idea *de su
muerte y disculpar y aun aplaudir los crímenes más
horrendos y repugnantes de los realistas, si se co-
metían con los amigos y secuaces de aquel valeroso
aunque obcecado caudillo. Hablando de Alonso de
Toro, teniente de Gonzalo Pizarro en el Cuzco, dice:
“que como tratase ásperamente á los que via que se
inclinaban al servicio del Rey nuestro señor, luego
comenzó á ser aborrecido de muchos, y conjuraban
contra él, tratándole la muerte, siendo el autor prin-
cipal un clérigo vizcaíno, llkmado Domingo Ruiz, con
otros vizcaínos; los cuales determinadamente acorda-
ron en dar la muerte al capitán Alonso de Toro; y
porque vian que andaba siempre muy acompañado, no
se tuvieron por bastantes de ponello en obra al des-
cubierto, sino aguardar á que fuese á visitar á la
mujer del inca Páulu, que estaba enferma, é á quel
padre Domingo Ruiz y Joánes de Cortaza con los
demás estuviesen en parte que lo viesen entrar, y con
una ballesta le tirasen una jara ó arpón de tal manera,
que el golpe, no saliendo en vacío, hiciese camino por sus
entrañas y corazón, para que, quedando muerto, libre-
Prólogo. xxxv
mente se pudiese apellidar el nombre del Rey nues-
tro señor” (a). Hay aquí tanto ensañamiento y
tal ferocidad al pintar el ballestazo de los asesinos de
Toro, que cualquiera pensaría que el mismd Cieza lo
hubiese disparado con gusto. Contando cómo’ Diego
Centeno, tan leal á la causa del Rey como ambicioso y
avaro, amañaba con éxito el asesinato, casi el fratri-
cidio, de Francisco de Almendras en los Charcas,
se atreve Cieza á observar “que parecía que Dios
guiaba aquel negocio” (b). Y en defensa de la felonía
de Centeno escribe: “que, gobernando Almendras en
nombre de tirano, era cosa ridiculosa creer que Cen-
teno había de anteponer su amistad al servicio real;
porque, tocando á él, ninguno ha de tener ley si no
fuere con solo Dios” (¿y.
Grave defecto es, sin duda alguna, en quien trata
materias históricas, fervor tan sospechoso como el que
dicta las anteriores frases, y que, aun siendo sincero y
bien intencionado—como á mí me lo parece,—no deja
de hacer sombra á la verdad. Mas, si la simpatía no
me ciega, creo que nuestro historiador lo atenúa en
cuanto cabe atenuarlo. No hace de su pasión exagera-
da, como otros lo han hecho con rectos ó torcidos
W
w
LA GUERRA DE QUITO, cap. CXXXm.
Ibid., cap. CXXIX.
IWd., cap. CXXVIIÍ.
xxxvi Prólogo.
fines, el móvil y resorte secreto de la historia, ni guia
por aquella ó adereza los acontecimientos y la conduc-
ta de los personajes que en la acción intervienen; los
arranques de su entusiasmo y las protestas de su leal
enojo quedan para los juicios y comentarios que le su-
gieren sucesos culminantes y acciones muy señaladas,
ó no pasan del estilo, que adquiere en ocasiones cierta
vehemencia candorosa muy en armonía con los pocos
años del cronista. Repárese, sino, en el notabilísimo
contraste que forman los hechos y los actos referidos,
con su manera de juzgarlos bajo el doble punto de
vista de su amor al Rey y de su odio á los rebeldes.
Y este género de inconsecuencia, harto común en
los que, al escribir, se apasionan sin arte y con fran-
queza, en nuestro historiador lo es tanto, que á mi
modo de ver constituye la más característica de sus
genialidades. En prueba de ello, baste citar un
ejemplo.
El amor al prójimo indiano y un generoso senti-
miento de conmiseración por la triste suerte á que le
había reducido la Conquista, brillan en multitud de lu-
gares de la Crónica de Cieza, y especialmente y de tal
modo en la segunda parte, donde trata del antiguo po-
derío de los incas, que ha merecido del insigne Pres-
cott el siguiente caluroso elogio: “y mientras que hace
completa justicia al mérito y capacidad de las razas
Prólogo. xxxvii
conquistadas, habla con indignación de las atrocidades
de lds españoles y de la tendencia desmoralizadora de
la Conquista. No era fanático, puesto que su corazón
estaba lleno de benevolencia para el desgraciado indí-
gena; y en su lenguaje, si no se descubre la llama abra-
sadora del misionero, se encuentra un rayo generoso
de filantropía, que envuelve tanto al conquistador como
al conquistado, considerándolos hermanos” (a). Pues
véase ahora cómo nuestro filántropo se expresa respec-
to de una laya de naturales popayaneses, á quienes co-
noció más de cerca que á los antiguos peruanos.
“Los pozos, como entendian la guerra de sus comar-
canos, aguardábanlos por algunas partes y prendieron
aqueste dia más de cincuenta personas; y como la Pás-.
cua de Resurrección Santísima quiere venir, que los
carniceros, amolados sus navajones, degüellan á los
inútiles carneros, ansí estos indios con gran gana de
comer de sus tan confines en parentesco y allegados á
su patria, pues no hay más de una lengua de una pro-
vincia á-otra, con cuchillos de pedernal los hacían pie-
zas. Y una cosa noté, porque infinitas veces lo vi por
mis propios ojos, que así como eran presos los mal-
aventurados por sus enemigos, sin hablar palabra, se
abajaban fasta que con un bastón, dado en la cabeza
(«) LA CONQUISTA DE PERÚ, Adic. al lib. I.
***
XXXVIII
Prólogo.
un gran golpe, era aturdido; y aunque de la burla no
quedase muerto ni con el cuchillo le cortasen la cabe-
za, no hablaba ni pidia misericordia; por donde se ve-
rifica y colige la gran crueldad de aquellas naciones.
Luego hacían pedazos todos aquellos humanos cuer-
pos, y hasta las inmundicias dellos las metían en gran-
des ollas, y sin aguardar áque estuviese bien cocido, era
por ellos comido; y la sanguaza se bebían, comiéndose
los corazones y asaduras crudas; las cabezas inviaban
á sus provincias, que era como señal de triunfo. Esta
perniciosísima costumbre tienen aquellos diabólicos
hombres. ¡Dios nos libre del índico furor! Porque en
todas las naciones del mundo se usó alguna clemencia
y bondad, y entre ellos no hay sino maldades é vendi-
caturas, que no se puede innumerar la mucha cantidad
y falta de gente, por se haber comido unos á otros.”
Conviene á saber que esta especie de fieras eran
aliados de Sebastian de Belalcazar, á cuyas órdenes
Cieza combatía, en la guerra de los de Picara, nación
valerosa é indomable, que “tenia á gran dicha ser víc-
tima de las atrocidades de \os pozos, pues era por la li-
bertad de su patria;” á pesar de lo cual dice tam-
bién de ella:
“El adelantado habíales inviado muchas embaja-
das amonestándoles que quisiesen tener confederación
con los españoles y reconocer por señor al invitísimo
Prólogo. xxxix
cesar, nuestro Emperador; y como ya estuvieran deter-
minados de proseguir la guerra, por entretener á los
cristianos, respondían respuestas generales: que se ha-
ría llamamiento en la provincia, y -que, juntos los se-
ñores de ella, se trataría; sobre otras respuestas equí-
vocas. Mas como el adelantado los entendiese, mandó
continuar la guerra, la cual se les hizo asentando el
real en la tierra del señor Sanguitama, adonde se jun-
taron muchos indios naturales de toda la provincia, y
de noche se nos pusieron en un collado que estaba
encima del real, desde donde hacían grandísimo ruido,
encendiendo muchos hachos, y nos llamaban mugeres,
diciendo que fuésemos para que usasen con nosotros,
y otras palabras de gran vituperio. Y como los espa-
ñoles tengan por costumbre de obrar con las manos y
callar con sus bocas, á la segunda vigilia de la noche,
nos concordamos cuarenta mancebos, y tomadas nues-
tras rodellas y espadas, con licencia del adelantado,
fuimos á ganar lo alto dejando dicho que, en dando el
alba testimonio de la claridad del dia que había de ve-
nir, fuesen algunos de á caballo á hacernos espaldas.
Ordenado desta suerte, caminamos por un cerro arriba
que iba á dar al otro donde los indios estaban hacien-
do ruido, y como los cobardes temiesen en tanta ma-
nera los golpes de las espadas que con los fuertes bra-
zos los españoles tiraban en sus desnudos cuerpos y á
XL
Prólogo.
los dientes de los perros, tenían sus velas y centinelas
no muy lejos del real de los cristianos, y como sintie-
sen su subida por el cerro, dieron al arma con gran-
des voces; y como la fuerza y poder, de los barbaros
estaba en la cumbre de todo el collado, oyeron las vo-
ces y entendieron sus crueles enemigos estar tan cerca
dellos, y huyeron con ser más de tres mili y los cristia-
nos cuarenta (a).”
II.
A estas observaciones acerca del carácter y mérito
de Cieza, considerado como historiador, hubiera yo
querido que siguiesen abundantes noticias de su vida
y persona. Por desgracia, el primero de los cronistas
del Perú, y quizás de las Indias, se halla en el mismo
caso que la mayoría de nuestras celebridades literarias
del siglo XVI: se le conoce únicamente por sus escritos,
y se sabe de aquellas lo que en éstos nos quiso decir ó
dijo por incidencia. Así, pues, y aun cuando he procu-
rado ilustrar con no pocos documentos la época de su
(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXLITI.
Prólogo.
XLI
vida que trascurrió en América, el presente bosquejo
biográfico se compondrá, en sustancia, de lo que consta
en la parte ya impresa de la Crónica del Perú, de lo
que añaden la segunda y este tercero libro de la cuarta,
y de algún que otro dato que por mi cuenta he podido
allegar, con varias é indispensables rectificaciones á
los que han publicado don Nicolás Antonio (a), Fer-
mín Arana de Valflora, [Fernando Díaz de Valder-
rama] Prescott (r), Vedia (d) y Markham (e).
Y la primera rectificación, ó hablando más propia-
mente, reparación de incomprensible olvido, se refiere
á la patria de Cieza. Acerca de ella nos dice Nicolás
Antonio que era “Sevilla por naturaleza, ó solamente
por vecindad ó residencia” (/): Arana de Valflora y
Vedia, que copian al célebre bibliógrafo, repiten la
anterior especie por términos semejantes; y Markham,
sin saberse el por qué—como no sea una interpreta-
ción gratuita de aquella duda de Nicolás Antonio—
(a) B. H. N. 1788: II, pág. 184.
(b) HIJOS DE SEVILLA ILUSTRES EN SANTIDAD, LETRAS, ARMAS, ARTES
Ó DIGNIDAD.— I79I*
(c) LA CONQUISTA DEL PBRÜ, Adic. al lib. IV.
(d) HIST. PRiMiT. DE IND., t. XXVI de la Bibl. de Aut. Esp.,
pág. IX.
(e) THE TRAVBLS OF PEDRO DE CIEZA DE LEÓN, M.DCCC.LXIV, Lon-
don.—Hakluyt society.
(/) Petrus Cieza de León (patria, an dumtaxat domicilio incolature
Hispalensis)…..
XLII
Prologo.
estampa en la portada esteelsiana de su elegante y pri-
morosa edición: PEDRO DE CIEZA DE LEÓN a native of
Seville (a). Y sin embargo, Herrera, ó como si dijéramos
el mismo Cieza, declara por dos veces su verdadera
patria, que es Llerena (b).—De suerte que la feliz y ge-
nerosa Extremadura ha sido madre, no sólo de los
conquistadores del Perú, sino además de quien supo
escribir las heroicas empresas que acabaron.
Ni el año en que Cieza vino al mundo, ni el en que
salió de España para Indias pueden señalarse, á mi
juicio, con la seguridad que lo hace don Enrique de
Vedia; porque si bien es cierto que el cronista declara
al fin de la primera parte de su obra que acabó dicha
parte “originalmente en Lima á 8 de Setiembre
de 1550, siendo de edad de 32 años, habiendo gas-
tado los 17 de ellos en aquellas Indias”, también lo es
que en el “Proemio al lector” asegura “haber salido de
España de tan tierna edad, que casi no habia enteros 13
(a) Pudo también Mr. Markham tomar su noticia del MEMORIAL DE
LAS HISTORIAS DEL NUEVO MUNDO PIRÜ, Lima 1630, por Fr. Buena-
ventura de Salinas y Córdoba, que, sin aducir comprobantes, asegura que
Cieza era natural de Sevilla.
(b) Dec. VI, lib. VI, cap. IV; y Déc. VII, lib. IX, cap. XIX. En
este último lugar de la primera edición se imprimió Erena por Llerena,
error que ha cundido á la de Ambéres y á la de González Barcia.—El
obispo Fernández de Piedrahita repite también en la parte primera, lib. IV,
cap. II de su Historia general del nuevo Reyno de Granada, que Pedro
de Cieza de León es natural de Llerena.
Prólogo.
XLIII
años, y gastado en las Indias de mar Occeano tiempo
de más de 17”, lo cual no se conforma ni puede con-
formarse con lo primero; pues si contaba 32 años
en 1550, diez y siete años antes contaría, por fuerza,
quince, no trece escasos, y tendría que haber nacido
en 1518, y llegado á las Indias en 1533, no en 1519,
y 1531 respectivamente, como quiere el señor Vedia.
Además, en el capítulo XCIV de la citada primera
parte, dice el autor: “Estas cosas [de la riqueza de los
antiguos templos peruanos] no dejo yo de pensar que
son así, cuando me acuerdo de las piezas tan ricas que
se vieron en Sevilla, llevadas de Cajamarca, á donde
se juntó el tesoro que Atabaliba [Atahuallpa] prometió
á los españoles, sacado lo más del Cuzco”; y como las
tales piezas fueron vistas en aquella ciudad á princi-
pios de enero de 1534, mal las hubiera podido re-
cordar si hubiese pasado á Indias en 1531, ó, según
los cálculos de Mr. Markham, en 1532 en la flotilla
de don Pedro de Heredia, ó en 1533, como resulta de
los datos terminantes consignados por Cieza al fin de
la primera parte de su obra. De cualquier modo, es
evidente la contradicion de sus palabras en ese punto,
y en vista de ella, lo único que procede es averiguar
cuál de los tres asertos presenta más visos de certi-
dumbre, para elegirlo por base de las cuentas que se
quieran hacer sobre su edad, el año de su partida
XL1V
Prólogo.
de España, ó el de su llegada al Nuevo Mundo. Yo
creo que debe darse la preferencia al último de los tres:
primero, porque se relaciona con un caso concreto
y acerca del cual no cabe la menor duda, al paso
que en los otros dos se citan edades y fechas, cosas
f áciles de olvidar, como se observa en muchos de
nuestros historiadores del siglo XVI, y ahora en el
mismo Cieza, según hemos visto; y después, porque
ninguno dfe los varios lances ó aventuras personales
que él recuerda en las partes de su crónica que yo
conozco, se refiere á tiempos anteriores al año de 1535;
indicio muy atendible y que no veo desmentido en
ninguno de los documentos y relaciones históricas que
aluden á los sucesos por Cieza recordados.
Aceptada exclusivamente la cita del tesoro de Caxa-
marca, queda inaveriguable, es cierto, el año del naci-
miento de Cieza; pero entre tanto, y con ayuda de
aquel indicio, puede asegurarse que pasó al Nuevo
Mundo entre los eneros de 1534 y 1535.
Es más que probable que se embarcase en San Lú-
car de Barrameda, puerto de donde salían todas las
expediciones que para Indias se proyectaban y organi-
zaban en Sevilla; y que la Nueva Lombardia ó Carta-
gena de Tierra Firme fué la primera que pisó del conti-
nente americano, dedúcese de que en ella pone los
primeros casos de su vida de aventurero. Y si esta de-
Prólogo.
XLV
duccion es admisible, y no me engaño al considerar
como el más antiguo de aquellos su estancia en el Cenú
por el año de 1535 y cuando el descubrimiento de sus
ricas sepulturas se hallaba en su mayor prosperi-
dad (a), me atrevería á suponer que pasó de Sevilla á
Cartagena en las naos de Rodrigo Duran, las cuales
anclaban en ese puerto á fines de octubre ó principios
de noviembre de 1534.
Don Pedro de Heredia, que gobernaba entonces
la Nueva Lombardia, después de haber reconocido y
conquistado la mitad de su territorio hacia el rio Gua-
dalquivir ó de la Magdalena con menos de cien hom-
bres y cuarenta caballos, y luego de establecida definiti-
vamente en Calamar (b) la capital de la gobernación,
con el nombre de Cartagena, el primero de junio de
1533, escribió al Emperador encareciéndole la bondad
y riqueza de la nueva tierra, su buen aparejo para po-
blar y la poca gente de que para ello disponía. Aten-
, dio S. M. las instancias de don Pedro, y al trasladarse
de Sevilla á Cartagena Juan Velázquez y Rodrigo
Duran, proveídos respectivamente de veedor y contador
(a) “En el Cenú… me hallé yo el año de 1535:n (Primera parte de la
Crónica del Perú, cap. LXII); «pues me hallé en él (Cenú) en tiempo
que estaba mis próspero:,, (La Guerra de Quito, cap. XCVIII.)
(b) Tierra de cangrejos en lengua caribe.
LXVI Prólogo.
de esa gobernación, dio licencia á el último para que
hiciese gente en auxilio de Heredia. Alistó en dicha
ciudad doscientos cincuenta hombres, embarcóse con
ellos en dos galeones; zarpó de San Lúcar por junio
ó agosto de 1534, y en 29 de setiembre aportaban á
Santo Domingo de la Española, desde donde Veláz-
quez escribía al Emperador con fecha de 18 de octu-
bre (a), participándole su llegada y la de Duran á la isla
con ciento y cincuenta expedicionarios, en el galeón
grande, y que el pequeño con el resto se habia separa-
do de ellos en medio del golfo y no habían sabido más
de él; que tenían gran priesa en acudir á Heredia y
grandes nuevas de Cartagena, que prometía ser otro
Perú; y por fin, que partirían para allá desde á cuatro
ó cinco dias. No sé si partieron de Santo Domingo el
24 ó 25 de octubre, como prometían, solos los ciento
cincuenta del galeón grande ó aguardaron á juntarse
con los otros ciento que no habían llegado; pero cons-
ta que el 15 de diciembre, reunidos en capítulo en Car-
tagena el gobernador, el alcalde Alonso de Cáceres, el
tesorero Alonso de Saavedra, el contador Duran, el
escribano Juan de Peñalosa y Juan Ramírez de Ro-
bles, votaron ser conveniente sacar el oro del arca de
(a) Col. Muñoz, t. 8o, f.° 3*.
»
Prólogo. xLvii
S. M., para pagar la gente que el contador habia traído
de España (a).
Mientras Heredia escribía á don Carlos pidiéndole
soldados y Duran los enganchaba en Sevilla, sucedió el
hallazgo de los famosos enterramientos del Cenú,
uno de los tesoros más ricos y peregrinos que las
Indias regalaron á sus conquistadores. Al llegar á
Cartagena los doscientos cincuenta chapetones an-
daluces y ver las joyas de oro que de allí se en-
viaban, confirmando las fabulosas noticias que les
sacaron de su patria, muchos de ellos entre los que se
contaban don Juan y don Martin de Guzman, Giraldo
y Lorenzo Estopiñan, Juan de Sandoval, Peralta de
Peñalosa y otros cuyos nombres figurarán más tarde
en las revueltas del Perú, aguijados por la codicia, y no
pudiendo resistir á su impaciencia, pidieron permiso
para marchar al Cenú, y antes de fin del año de 1534
se encontraban en aquel paraje. Otros, más sosegados
ó menos ambiciosos—y de ellos fué Pedro de Cieza,
(a) Extracto de testimonio auténtico, dado por Juan de Herrera, es-
cribano de cabildo. (Col. Muñoz, t. 8o, f.°n)—Con los galeones de
Duran vino otra nao conduciendo al primer obispo de Cartagena fray
Tomas de Toro Cabero y detenta soldados; acaso entre ellos viniera Cieza,
si no vino con el contador. (Carta de Duran y Velázquez al Emperador,
fecha en Cartagena á zi de Agosto de 1536.— Col. Muñ., t. 80, f.° 277
vto.)
XLViii Prólogo.
si realmente formó parte de la gente de Duran—se
quedaron en Cartagena con el gobernador, esperando
mejor ocasión de trasladarse junto á las auríferas se-
pulturas. Que por lo mucho que suenan en las histo-
rias de Tierra Firme y ser lugar descrito por nuestro
cronista y adonde hizo quizá su primera jornada de
America, merecen aquí algunas palabras.
El extenso país del Cenú ó Cenúa, situado en medio
de la gobernación de Cartagena, componíase de tres
comarcas: lá del Pancenú, que caia en las sierras de
Abreva y vertientes al Cauca; la de Cenufana, corres-
pondiente poco más ó menos á la provincia que des-
pués se llamó de Zaragoza, y la Fincenú, orillas
del rio de Cenú y al Norte de Abreva. En todas
tres abundaban aquellas necrópolis indianas; pero en
ninguna tanto como en la de Fincenú, cuya principal
población, así como sus términos, era suelo sagrado
para los cenúes y varias otras naciones circunvecinas.
Hallábase asentada hacia la margen diestra de dicho
rio, á unas treinta leguas del mar (a), en unos campos
rasos y espaciosos cercados de fragosas montañas. En
medio de la llanura alzábase una casa de unos doscien-
tos pies de largo y no muy ancha, con una de sus
puertas al oriente y otra al occidente; dentro de ella
(a) Cieza pone sesenta, pero es distancia evidentemente exagerada.
Prólogo.
XLIX
habia dos ídolos tan grandes como dos crecidos hom-
bres, bien entallados, delante de los cuales practicaban
aquellos indios sus hechicerías y supersticiones y hacían
sus ofrendas de oro de muchas maneras de joyas.99 Y
tenían por cierto todos los de aquellas provincias, que
enterrando sus cuerpos en triángulo de una legua á la
redonda del, que sus ánimas iban á parte alegre. Y
ansí habia unas sepulturas llanas, pero muy hondas, y
otras hechas á manera de pequeños cerros. Y ansí copio
un señor era muerto, era traído por sus vasallos á
aquel campo, que ellos tenían por santo, como nos-
otros los cristianos el de Jerusalen; y llegado allí, hacian
su sepultura en cuadra, ancha y muy honda, y á una
parte ponían el cuerpo y á la redonda del sus armas é
tesoros. Junto á aquella sepultura hacian otras siete ó
ocho adonde metían más de ochenta indias muy her-
mosas y muchachos vivos, y ansí los dejaban79 (a).
(a) LA GUBRRA DE QUITO, cap. XCVIII. En el LXII de la PRIMERA
PARTE DE LA CROÑICA DEL PERÚ dice que eran algunas tan antiguas, que
habia en ellas árboles crecidos, gruesos y grandes.—Juan de Caste-
llanos, en sus ELEGÍAS Y ELOGIOS DE VARONES ILUSTRES DE INDIAS,
canto III de la Historia de Cartagena, da más pormenores acerca del
templo y sepultura del Cenú. Estas noticias de la Historia de Cartagena
son interesantes, minuciosas y por lo general exactas, pues las hubo
Castellanos de varías personas que intervinieron en ella, particularmente de
Gonzalo Fernández y de Juan de Orozco, soldados de Heredia, amigos
suyos y que escribieron además, aquél unas relaciones del descubrimiento
y conquista de Cartagena y éste un libro titulado Peregrino, donde trataba
el mismo asunto entre las peregrinaciones hechas durante su vida.
L
Prólogo.
Este modo de sepultar á sus señores y á las personas
principales, no era exclusivo de los pueblos cenúes;
muchos otros practicaban lo mismo, y ya lo nota Cieza
á seguida, y antes lo habia notado al hablar de las
huacas ó sepulturas de los yuncas, en la primera
parte de su Crónica (*); mas en ningún pais de los de
América encontraron los españoles tantas reunidas ni
con tanto caudal dentro de ellas. Por quintales nos
dice Castellanos que se alcanzó á sacar el oro en
Piezas de diversísimas figuras
Y de todas maneras de animales,
Acuáticos, terrestres, aves, hasta
Los más menudos y de baja casta.
Dardos con cerco de oro rodeados,
Con hierros de oro grandes y menores,
Y en hojas de oro todos aforrados;
Asimismo muy grandes a tambores
Y cascábales finos enlazados,
Según los de pretales y mayores,
Flautas, diversidades de vasijas,
Moscas, arañas y otras sabandijas (b).
La fama de las provincias del Cenú venia de los pri-
meros años del descubrimiento de Tierra Firme. Pe-
drárias Dávila, gobernador de Castilla del Oro, al olor
de este metal, cuya abundancia en ellas se oia pon-
te) Cap. LVIII.
(b) ELEG. Y ELOG., Canto citado.
Prólogo.
IA
derar á todo el mundo (*), envió dos ó tres capitanes
á su conquista, uno de los cuales, Francisco Becerra,
fué, con los ciento cincuenta que mandaba, pasto de ca-
ribes; que, al decir de Cieza la mayor parte enfer-
maron de cámaras y murieron de aquel hartazgo de
carne española. Con tal motivo, cesaron las entradas á
tierra tan bien defendida, pero quedó con más presti-
gio y, por ende, más codiciada de gente aventurera.
No tanto por esto, cuanto por continuar el reconoci-
miento y reducción de un territorio, cuyos bárbaros
naturales tenia la obligación de convertir en ‘buenos
cristianos y subditos felices de los reyes de Castilla,
emprendió Heredia á los 9 de enero de 1534, al frente
de ciento cincuenta ginetes é igual número de peones,
Su jornada al Pancenú, donde, según informes de
indios, se encontraban las minas de . todo el oro
que corria por las demás provincias de la gobernación;
en cuya jornada, al pasar por el pueblo de Fincenú,
(a) Juzgúese por lo que dice Gomara en el cap. Cenú de su HISTORIA
GENERAL DE LAS INDIAS: “Cojcn (los indios) oro en do quieren, y cuando
llueve mucho, paran redes muy menudas en aquel rio y en otros, y á las
veces pescan granos como huevos, de oro puro.”
(b) LA GUERRA DE QUITO, cap. XCVIII.—Un caso semejante refiere
el Clérigo agradecido, en su VIAJE DEL MUNDO, de estos indios de Tierra
Firme:, que habiéndose comido uno 6 dos frailes, rebentaron; y creyendo
que eran de carne indigesta, desde, entonces no se atrevieron á tocar á
ninguno.
Lll
Prólogo.
dio con el suntuoso adoratorio del Diablo, que le pro-
dujo treinta mil pesos, y tuvo conocimiento de las ri-
quezas enterradas en sus contornos, por una sepultura
que abrieron y contenia utensilios y alhajas por valor
de diez y siete mil pesos (a). A pesar de lo cual y de
las súplicas y requerimientos de los soldados, no quiso
poblar allí ni á la ida ni la vuelta, al cabo de dos meses,
de las montañas de Abreva, de donde salieron por en-
tre pantanos, bosques y barrancas, combatidos por la
lluvia, los huracanes, el hambre y la muerte. Sospe-
chábase en el ejército que don Pedro no poblaba en
Fincenú, porque quería sacar á solas con sus criados
y esclavos y sin testigos aquel tesoro. Si lo pensó no
lo hizo ó no lo pudo hacer, al menos en esa forma;
pero aquellas sospechas, injustas ó fundadas, no tarda-
ron en traerle grandes trabajos y amarguras (i).
(a) Este hecho, que no deja de tener su importancia histórica, lo consigna
el tesorero de Cartagena Alonso de Saavedra en carta al Emperador, fecha
en esa’ciudad á 26 de mayo de 1535 (Col. Mufi., t. 80, f.° 121). Cas-
tellano* lo pasa en silencio. En cambio hace subir el despojo del diabólico
adoratorio á mas de ciento y cincuenta mil ducados. Yo me atengo á lo
que asegura Saavedra, que tenia entre otras razones para saberlo á ciencia
cierta, la de su cargo y el haber acompañado al gobernador al Cenú.
(b) Juan de Orozco fué uno de los que participaron de la sospecha, y
el beneficiado de Tunja acoje en su historia rimada la grave censura que
envuelve del proceder de Heredia; Cieza opinaba como Orozco. Sin em-
bargo, Saavedra, que era enemigo del gobernador, y le acusa en su carta
de cosas más menudas, no dice una palabra en ese asunto.
Prólogo.
De regreso en Cartagena, encontró allí á su hermano
mayor don Alonso, á quien habia escrito mandándole
venir de Guatimala, donde vivia rico y honrado. Hí-
zole su teniente general, y como fiaba en su consejo y
experiencia más que en los propios, encargóle de la
dificultosa entrada de Pancenú, poniéndole á la cabeza
de unos ciento treinta soldados de á pié y veinte de á
caballo, y dándole por su segundo al valeroso cordobés
Francisco César, que hasta entonces le habia servido
con lealtad, inteligencia y celo en el cargo que á su
hermano conferia. Partióse don Alonso en el mes de
julio de 1534; halló en las sierras de Abreva los mis-
mos obstáculos que d gobernador, y retiróse á Fince-
nú á tener la invernada. Para aliviar al pueblo, que
era escaso de comidas, despachó á César con algunos
hombres á explorar las comarcas que se extendian en-
tre el Cenú y la costa; y mientras éste descubría la
provincia que primero se llamó de las Balsillas—por las
muchas que alagan su suelo—y más tarde de Erec y de
Tulú, él procedió al registro de las famosas sepulturas,
del cual pronto gozó su hermano los provechos en ri-
quísimas piezas de oro. A esta sazón llegó Duran con
su flotilla á Cartagena, y poco después, como hemos
dicho, iban á juntarse con don Alonso parte de los re-
cien llegados; cuyo refuerzo y la venida del verano le
animaron áemprender nuevamente la dif ícil jornada de
LIV
Prólogo.
Abreva, para donde salía á los principios de diciembre,
dejando por su teniente en Fincenú á Garci Avila del
Rey ó de Villarey, y por contador á Juan de Villoría,
natural de Ocaña (a).
Tan luego como el gobernador supo de la salida de
su hermano, acordó dirigirse á Fincenú con unos qui-
nientos hombres, ciento ochenta caballos y buen sur-
tido de azadones, picos y barretas y otros pertrechos
convenientes al laboreo de las sepulturas. Cierto ya de
su número y riqueza, y libre del cuidado de buscar
en persona la del fragoso Pancenú y de extender por
ese rumbo más allá de las sierras orientales los aleda-
ños de su gobernación, limitada hasta entonces á la
zona marítima, se proponía plantear en grande la
explotación del cementerio indiano y fundar junto á él
un pueblo en condiciones que le hicieran en breve
concurrido y próspero; lo cual, siendo la tierra flaca y
de pocos recursos, habia de conseguirse en mucha parte
abriéndole camino corto y franco por donde transitasen
sin estorbos toda suerte de mercaderes y logreros. Y
como el descubierto á principios de aquel mismo año
no llenaba las condiciones apetecidas, se embarcó con
su gente en cinco naves, y siguiendo la costa en de-
ja) Es probable que para entonces estuviera ya casado con doña Cons-
tanza de Heredia, hija de don Alonso.
Prólogo.
LV
manda del rio de Cenú, rindió su viaje en la bahía que
hoy nombran de Cipata, donde aquel desemboca; y
después de mandar á la ligera en auxilio de su her-
mano unos cien hombres conducidos por Alonso de
Cáceres, gobernó su derrota por la margen derecha del
rio, explorándole al paso hasta muy cerca de los enter-
ramientos, donde llegaba al cabo de diez días con los
suyos muertos de cansado.
Aunque el activo don Alonso hubo de dirigir con
más acierto*su segunda jornada á Pancenú, pues,.
si no miente Castellanos, á costa de trabajos in-
decibles, acampó en las orillas del Cauca, en este
punto le faltaron el sustento y el ánimo á su gen-
te, y sin hallar los decantados minerales de oro, ni una
trocha de bestias en aquellas desiertas y bravias mon-
tañas, con la hueste mermada y perecida de hambre,
revolvió en dirección de Tococona ó Pueblo Nuevo,
descubierto á la ida, donde le encontraron los de Alonso
de Cáceres; y una vez reunidos, prosiguieron la triste
retirada al real de don Pedro de Heredia. El cual,
visto que ni caminos ni oro parecían por aquellos ex-
tremos dé su gobernación, renunciando á la empresa
de Abreva, se decidió á tomar con doble ahinco
el negocio que á la mano tenia. Pero las ruines vegas
del Cenú ni los montes vecinos bastaban á entretener
el hambre de ochocientos soldados allí juntos, con sus
LVI
Prólogo.
esclavos y sirvientes, casi todos enfermos ó desfalleci-
dos; urgía descargar á toda costa la tierra de una mitad
al menos de la gente; determinó el gobernador divi-
dirla en tres, cuerpos de ejército. El uno, acaudillado
por Alonso de Cáceres, debia mantenerse en las orillas
del Nuevo Guadalquivir ó Magdalena, cuya fertilidad
y blando temple eran ya conocidos; otro, de doscientos
hombres y algunos caballos, al mando de don Alonso,
debia dirigirse á las bocas del Cenú á esperar tres na-
vios de Cartagena que le condujesen á la culata ó golfo
de Urabá, término, al sur, de Nueva Lombardia,
donde, para zanjar las diferencias sobre límites suscita-
das por el gobernador de Castilla de Oro, convenia
poblar y hacer frontera. Don Pedro con el resto de la
gente quedaría en Fincenú.
Partieron á su destino ambas expediciones, no sin
lamentos y protestas de los que en ellas iban, pues
aquellos soldados, “cuya piel semejaba saco de sus
huesos,” á comer y sanar en otra parte, preferían el
riesgo de cavarse su propia sepultura abriendo las que
encerraban para unos el objeto de su loca codicia, para
otros el justo premio de sus afanes; y sólo ya don Pedro
y á sus anchas, pro¿edió á derribar á toda prisa os aurí-
feros mogotes, distribuyendo, para facilitar los trabajos
y su lucro, la gente por compañías ó cuadrillas, cuyas,
ganancias se repartían en esta forma: una mitad, apar*
Prólogo. Lvn
tados los derechos reales, era para los que buscaban,
encontraban y sacaban; la otra mitad entraba en un
fondo común para mantenimientos, paga de utensi-
lios, etc. (a) En todas participaba el gobernador perso-
nalmente ó por medio de sus deudos, criados ó escla-
vos, y además nombró para el caso tesorero y contador,
el primero de los cuales usaba un peso para recibir y
otro para devolver el oro que le llevaban á marcar
Muy en breve quedó desbaratado el cementerio de
Cenú, y convertidos sus sarcófagos en montones de
tierra revuelta con harapos y pedazos de momias des-
pojadas de sus ricos arreos: andaban por el suelo los
húmeros y tibias como leña caida, y rodaban las hue-
cas calaveras como en un muladar las ollas rotas. ¡Qué
diferencia de cuando aquellos túmulos se alzaban en la
fúnebre llanura como inmóbiles tiendas donde acampa
la muerte; y aquellos cuerpos, aunque bajo el amparo
del Demonio, descansaban en paz y esperando, á su
modo, la resurrección de la carne!
El pueblo de Fincenú, al hacerse depositario de los
opulentos despojos, cambió su nombre indiano por el
de Villa Rica de Madrid; mas no cambió de traza ni.
(a) Carta del licenciado Juan de Vadillo ala Emperatriz. De Cartage-
na, ii de febrero de 1537. (Col. Muñ., t. 81, f.° 76 vto.)
(b) Carta de Alonso de Saavedra, tesorero de Cartagena, al Empera-
dor. De Cartagena, 26 de mayo de 1535. (Col. Muñ.,t. 80, f.° 121.)
LVI1I
Prólogo.
compuso siquiera su aspecto para el bautizo: por los
años 1537, todavía habitaban sus vecinos españoles
“unas chozas donde apenas podían entrar ni estar; y
en un apartado de una de ellas decían misa con gran
incomodidad, por el humo y el mal olor de copia de
murciélagos” (a). El oro no hizo más que hospedarse
por unos cuantos meses en los tugurios de la Villa Rica;
pasó por ella, como el que entonces se llamaba corrido
y ahora de aluvión, á la recámara de don Pedro; á poder
de los únicos cincuenta y cinco que, entre quinientos
y tantos cavadores, se enriquecieron (b)\ ó á manos
de mercaderes, que con licencia del gobernador re-
montaban en barcos el rio del Cenú hasta las cercanías
del cementerio, y allí vendían una pipa de vino en
100 pesos, en 50 un pernil ó un queso de Canaria,
y en 25 una ristra de ajos (c).
No creo que Cieza fuese de los treinta y cinco afor-
tunados, antes debo pensar que se contó entre los qui-
nientos que fueron al Cenú á “mejorar su pobre capa”
y que no pudieron ni aun remendarla: aquellos regre-
(a) Carta del licenciado Vadillo al Emperador. De Cartagena, x 5 de se-
tiembre de 1537. (Col. Mufl., t. 81, f.° 80 vto.)
(b) Carta de los oficiales reales Rodrigo Duran y Juan Velazquez al
Emperador. De Cartagena, 20 de abril de 1539« (Col. Muñ., t. 81,
f.° 297 vto.)
(c) El peso valia en aquel tiempo tres veces más que ahora.
Prólogo.
LIX
saron á España; estos quedaron en la gobernación de
Cartagena, y á él le encontramos al año siguiente de
1536 en San Sebastian de Buenavista (a).
Ignoro con qué motivo y cuándo el futuro cro-
nista-se trasladó desde el próspero Cenú á la ciudad
frontera de Urabá; pero presumo que un muchacho
sin otros medios de fortuna que su espada y sus bríos,
no viajaría por capricho, sino buscando la manera de
lucir ambas cosas y medrar con ellas.
Veamos cuál pudo ser la ocasión más propicia á
sus fines.
Don Alonso de Heredia, á quien su hermano envió,
como se ha dicho, á la culata ó golfo de Urabá, lle-
gado al del Cenú, mientras se le juntaban los tres
barcos que habían de conducirle á su destino, ocupóse,
conforme á las instrucciones que tenia, en la conquista
del territorio de Catarrapa y fundación del pueblo de
Santiago de Tolú, escala necesaria á los tratantes que
habían de frecuentar la proyectada Villa Rica. Pero los
indios catarrapas eran tenaces y esforzados é hicieron
la campaña, aunque breve, sangrienta y trabajosa; con
lo cual recreció de tal modo la mala voluntad de la gen-
te española, ya disgustada de su partida del Cenú, que
(a) “Yo me hallé en esta ciudad de San Sebastian de Buenavista el
año de 1536.11 (Primera parte de la Crónica del Perú, cap. IX.)
LX
Prólogo.
antes de hacerse á la vela don Alonso á principios de
Abril de 1535, varios de los soldados se pusieron de
acuerdo para alzarse, abandonar á su caudillo y recla-
mar de los agravios y violencias del gobernador. Y
eso hicieron, que una vez embarcados, la nave que
conducia el capitán Francisco César, más que ninguno
y justamente resentido de los dos Heredias, se separó
de la flotilla y aportó á Tierra Firme, donde á los 9
de aquel mismo mes y en la ciudad de Acia, por man-
dado de Antonio Pinedo, alcalde ordinario, y á pedi-
mento de don Martin de Guzman, en nombre de cin-
cuenta y tres de los quejosos, se abria información en
toda regla contra don Pedro (a).—Por cierto que uno
de los tales era el famosísimo Lope de Aguirre, joven
entonces de 24 años (b).
Aquella deserción, aunque redujo considerable-
mente su pequeña armada, no detuvo á don Alonso,
que, en llegando á Urabá, se apresuró á elegir el pin-
toresco sitio donde luego asentaba el pueblo de San Se-
bastian de Buena Vista. Perb los desertores, por ven-
ganza, se concertaron con Julián Gutiérrez, teniente
(a) Consta un extracto de la información en el t. So de la Col. Muñ.,
f.° 146 vto.
(b) Primera vez que figura este hombre extraordinario en los’ sucesos
de la conquista de América. ¡Por fuerza habia de ser en algún alzamiento
ó rebelión!
Prólogo.
de Francisco Barrionuevo, gobernador á la sazón de
Tierra Firme ó Castilla de Oro, que se consideraba
con derecho á mandar en todo el golfo del Darien, y
tenia encargado al Gutiérrez,—sujeto de influencia en-
tre los indios urabaes por hallarse casado con un her-
mano del principal de los caciques,—que resistiese las
invasiones de su vecino el.de Cartagena. Y fué tan efi-
caz la vengativa alianza, que don Alonso, no obstante
haber rechazado con entereza un requerimiento for-
mal de los de Acia para que abandonase su población,
hecho en persona por don Martin de Guzman, lo te-
mió todo de sus antiguos camaradas, la mayor parte
hombres aguerridos, vaquéanos, y acalorados ademas
por recientes enojos, y despachó al instante un men-
sajero en demanda de auxilios á su hermano. £1 cual,
conociendo el gravísimo riesgo que corrian los suyos
y su honra, con gente de Cartagena y del Cenú le acu-
dió lo más pronto que pudo, y formando con ella y la
que habia en Buena Vista razonable ejército, fué so-
bre los • contrarios, los venció con astucia y con ar-
mas, é hizo prisioneros á Gutiérrez, á su mujer, á Cé-
sar, á Guzman y á los más principales de los tráns-
fugas.
Otra de las expediciones que pudo ocasionar el que
Pedro de Cieza se trasladase de Villa Rica de Madrid
al pueblo de Urabá, es la llamada de Dabaibe, empren-
LXII
Prólogo.
dida también por don Pedro de Heredia á los fines de
1535 ó principios de 1536 (a), aguas arriba del Da-
ñen ó Chocó, á través de salyajes florestas pobladas de
murciélagos vampiros, y que dio por único resultado
el descubrimiento de ijna casta miserable de indios
arborícolas, cuya vivienda trae á la memoria la del
nshiego-mbuvé, un mono troglodita (Troglodytes calr-
vus). Sin embargo, Dabaibe, cacique ó soberano fabu-
loso y como tal inmensamente rico, gozaba desde los
tiempos de Pedrárias de tanto nombre en Tierra Fir-
me, como el Dorado en Quito, Popayan y Bogotá: su
misterioso reino desvanecíase delante de los que iban
á descubrirle, de la misma manera que los lagos que
finge el espejismo en los desiertos africanos, al acer-
carse á sus orillas el sediento viajero. £1 factor de Cas-
tilla del Oro Juan de Ta vira gastó 40.000 pesos en una
armada que hizo para subir el rio, la cual, andadas mu-
chas leguas, se perdió, muriendo el factor con otros ca-
pitanes y personas señaladas, por ser los naturales ribe-
(a) Castellanos supone que comenzó esta expedición á mediados de
abril de 1536 (Hist.de Cartagena, canto IV.); pero hay una carta de
don Pedro de Heredia al Emperador fecha en Cartagena á 25 de noviem-
bre de 1535, en que le anunciaba estar ya de camino para ir á ella; y otra
carta de los oficiales reales de Cartagena, también al Emperador, fecha
en esa ciudad á 5 de abril de 1536, en que dicent «no trae el gobernador
de Dabaybe, de do hace 25 años que se tenían maravillosas noticias, sino
6.000 pesos.» (Col. Muñ. t. So, fbs. 122 y 276 vtos.)
Prólogo. LXiii
renos muy belicosos (a). Cuando el gobernador de
Cartagena hizo su jornada, el Dabaibe era hembra, y
decíase “que debia ser cosa de devoción de los indios;
que fué una cacica aniigua, llamada Dabaiba, y que
cuando tronaba, era señal de estar enojada. Guardaba
su casa, un tigre, y cada luna le daban una moza á co-
mer” (i). Si Cieza hubiese ido con don Pedro á tan
famosa expedición, al describir en la primera parte de
su Crónica las provincias de Cartagena y confinan-
tes, probablemente recordaría el hecho, como recuerda
otros parecidos de mucha menos importancia.
A contar de los años de 1536 y de la estada de
nuestra aventurero en Buena Vista, ya es más fácil se-
guirle los pasos por tierra americana hasta que la aban-
done para siempre.
En el cap. II de la primera parte de su Crónica, dice:
“Un lagarto de estos hallamos en seco en el rio de
San Jorge, yendo á descubrir con el capitán Alonso
de Cáceres las provincias del Urute;” y en el XLIII de
la GUERRA DE QUITO: “en el descubrimiento de Urute
melité debajo de su bandera [de Cáceres] y pasamos
muchos trabajos, hambres y miserias.”
(a) Carta al Emperador del regimiento y oficiales reales de Cartage-
no, fecha á 26 noviembre de 1535. (Col. Muñ. t. So, f.° 124.)
(b) Carta del licenciado Juan de Vadillo al Emperador. De Cartagena,
15 de setiembre de 1537. (Col. Muñ. t. 81, f> So vto.)
LXIV
Prólogo.
No sé de historia alguíia general ó particular de las
Indias que refiera la entrada del Urute; pero gracias al
meritísimo Muñoz, no quedará desconocido entera-
mente este episodio de la vida de Cieza (a).
La información instruida en Acia á pedimento de
don Martin de Guzman; las vivas reclamaciones del
tesorero Alonso de Saavedra, que dieron lugar á que
el doctor Infante, gobernador de Santa Marta, secues-
trara catorce mil pesos que Antonio de Heredia, hijo
de don Pedro, conducia á Castilla; las quejas dé los
conquistadores y vecino» de Cartagena, excluidos de
la explotación de Cenú, y por último, cierta asonada es-
candalosa promovida por nueve caballeros madrileños
huéspedes del Saavedra y recien llegados de España,
uno de los cuales, de apellido Ludueña, tenia, según
parece, alguna antigua cuenta de honra que ajustar con
su paisano don Pedro (¿); movieron á la Audiencia de la
(a) Hay noticias de dicha entrada en la carta del licenciado Juan de
Vadiilo á la Emperatriz, escrita en Cartagena á n de febrero de 1537; en
la que cito en la nota anterior, y en los “Autos fechos por mandado del
licenciado Juan de Santa Cruz, juez de residencia y gobernador de Carta-
gena,” en esa ciudad y £ so de noviembre de 153S. (Col. Muñ. t. Si,
fos. 76 vto., So vto. y 135 vto.)
(b) Nació en Madrid de don Pedro de Heredia y de Inés Fernández,
ambos de noble alcurnia. Pendenciero y valiente hasta rayar en temerario,
hubo de meterse él solo contra seis en un lance de cuchilladas, de donde
salió con las narices menos; cuya sensible falta reparó un médico de la
corte sacándole otras nuevas del molledo de un brazo, queporespacio de
Prólogo.
LXV
Española, de donde Cartagena dependía, á proveer por
juez de residencia de su gobernador al fiscal licenciado
Dorantes. Y no habiendo podido cumplirse aquel
acuerdo, porque el fiscal se ahogó con todos sus cria-
dos y comitiva á la boca del Rio Grande de la Magda-
lena, la Audiencia confió la misma comisión á uno de
sus oidores, el licenciado Juan de Vadillo, muy pa-
riente del,otro Vadillo que gobernó á Santa Marta
con don Pedro de Heredia por teniente, allá por los
años de 1527 á 1529; cuya circunstancia y la de car-
tearse como buenos amigos el juez y el encausado, hi-
cieron que éste esperase más bien con alegría que con
pena la residencia. Pero los modos amigables de Vadi-
llo no eran otra cosa que disimulo de enconado rencor
“contra don Pedro,—según se cuenta, porque dejó mo-
rir* de miseria y trabajos en las primeras conquistas
de Nueva Lombardía, á dos sobrinos del oidor, aunque
se ignora si aquel tuvo la culpa con verdad ó sólo la
mala suerte de los sobrinos. Como fuese, ello es que el
sesenta días tuvo aplicado al rostro. Terminada con toda felicidad la
peregrina cura, Heredia no sosegó buscando un cumplido desquite y lo
encontró por fin en la muerte dada con mano propia á tres de sus agre-
sores, uno de los cuales era hermano ó muy deudo de Ludueña. Para evi-
tar escándalos y un mal remate de proceso, habiéndosele ofrecido oportuna
ocasión de pasar á las- Indias, dejando en Madrid mujer y dos hijos, An-
tonio y Juan, se embarcó para la Española en compañía de su hermano
mayor don Alonso.
LXVI
Prólogo.
magistrado, oyendo á su pasión por único consejero,
y aun pareciéndole que no le aconsejaba mal, conside-
rada la gravedad de los excesos cometidos por He-
redia, y que la justicia y la venganza podian dar-
se la mano, llegado á Cartagena el n de febrero
de 1536, y evacuadas las más indispensables diligen-
cias, se echó sobre los bienes del gobernador y de los
que le inspiraban alguna sospecha (a); puso en la cár-
cel á los amigos de éste que desempeñaban algún cargo
público y á cuestión de tormento á sus esclavos y cria-
dos; mandó traer á buen recaudo del Cenú á don
Alonso; cargóle de prisibnes dentro de un calabozo es-
trecho y enfermizo—de cuyas resultas quedó tullido
para siempre de las piernas,—é intentó someterlo á la
misma cuestión que al último de los negros de su her-
mano, con el objeto de que declarase dónde tenia oculto
el oro de las sepulturas (¿),del cual se habian encontra-
do sólo treinta mil pesos (r); y en fin, cuando el gober-
(a) Fué uno de estos el obispo fir. Tomas de Toro Cabero, en cuyo
poder encontró seis mil pesos mal guardados. (Carta de los oficiales
reales al Emperador. De Cartagena de la Nueva Lombardía á 5 de abril
de 1536.—Col. Muñ. t. 80, t> 276 vto.)
(b) MAl hermano de Heredia condené á cuestión de tormento, para
que declarase del mencionado oro que sin duda tiene escondido Pedro de
Heredia, pues sacó las mejores sepulturas; pero le he admitido apelación á
la Audiencia de la Española, n (Carta de Vadillo á la Emperatriz. Carta-
gena 11 febrero 1537,)
(c) Carta de los oficiales reales al Emperador citada más arriba.
Prólogo. LXVII
nador volvió de su jornada del Dabaibe, le redujo
también á prisión bajo la guarda de un Pedro de
Peñalosa, natural de Madrid.
Y mientras continuaban los procesos, no con todo
el rigor que él. hubiese querido (*), como llevaba el
cargo de gobernador además del de juez de residencia,
por el tiempo que esta durase, se trasladó al Cenú
—donde, según es fama, cometió los mismísimos ex-
cesos que estaba castigando,—organizó varias expedi-
ciones para hacer esclavos, que después remitía á sus
haciendas de Santo Domingo, y se dispuso á continuar
las entradas inútilmente acometidas por don Pedro y
(a) “La sentencia de tormento á Alonso de Heredia fué confirmada
por la Audiencia de la Española; pero con tal moderación, que solo le pu-
siesen en el potro y le echasen dos jarrillos de agua. Trajola el doctor Blaz-
quez, juez de comisión. Diósele aviso á Heredia por un hijo suyo, y sin
hacer caso de las comisiones ni de los jarrillos, no confesó. Yo quería se
le diesen más tormentos: Blazquez lo resistió, y se tornó á remitir á la
Española. El, sin duda, sabe dónde su hermano tiene escondido el oro,
pues es hermano mayor y el Pedro siempre se dejó gobernar por él. Que
este sacase gran suma consta por las sepulturas que abrió. En solo mi
tiempo se han sacado cerca de 200.000 mil pesos.” (Carta de Vadillo al
Emperador. De Cartagena 15 de setiembre de 1537.)—En otra, fecha
30 de mayo de 1537, dice la Audiencia de Santo Domingo al Emperador:
“Del Licenciado Juan de Vadillo que reside en Cartagena, se quejan el
gobernador Heredia y sus parientes recusándolo á título de apasionado.
Hemos proveído que Blazquez, que va de camino á Nicaragua, tocase
en Cartagena, y estando veinte dias, acompañado con Vadillo se senten-
cien los procesos de que se ha apelado, especial de cuestión de tormento
á Alonso de Heredia, hermano del gobernador, porque diz no quiere decla-
rar el oro que diz tiene escondido.” (Col. Muñ., t. 81, f.° 55 vto.)
Lxviii Prólogo.
su hermano en busca de los veneros de oro de las mon-
tañas madres de los rios Atrato, Cauca y Magdalena,
y á emprender otras nuevas por el mismo rumbo;
coijfiándolas todas, por supuesto, de aquellos capitanes
más descontentos de su antiguo jefe (a).
A César se le dio la del Guaca (b\ para donde salía á
21 de agosto de 1536 con 40 peones, 8 ó 10 ginetes
y 50 caballos. Alonso López de Ayala, teniente de Va-
dillo en Urabá, fué en cuatro barcos por el Atrato ar-
riba á verse con la Dabaiba; de la llamada del Urute se
encargó Alonso de Cáceres, caudillo de uno de los
ejércitos despedidos del Cenú por don Pedro de Here-
dia, como ya referí, y á quien éste después hubo de
despojar de unos cinco mil pesos, ganados ó rancheados
en su penosa vuelta á Cartagena, por mayo de 1536.
Era también el tal Urute un cacique ó señor pode-
(a) Aparte de la impaciente rivalidad y de las miras codiciosas que
pudieron impulsar á Vadillo á meterse en entradas y conquistas, existia
otra razón de su conducta: “De acuerdo de todos, dice en su carta á la
Emperatriz, se pensó, pues por la cédula de V. M. se habían de empres-
tar 4.000 pesos á los conquistadores con que se remediasen y sosegasen
sus pensamientos acerca del Perú, que se fes aviase y armase para descu-
brir minas desta y de la otra parte de las sierras de Abreva, donde se es-
peran.”
(b) O del Adoratorio, porque se contaba que hacia aquella parte exis-
tia, entre otras maravillas, uno semejante al de Fincenú, fabricado con oro
y piedra, donde el Diablo, bajo el nombre de Tucubo, recibía multitud de
presentes de aquel metal.
Prólogo.
LXIX
rosísimo tan real y positivo como el diablo del Guaca y
la estrepitosa Dabaiba; sus estados venían á caer entre
los ríos Cauca y Magdalena, de Guamocó á Mompox,
y acaso más al oriente todavía, desde la sierra de la
Nueva Pamplona hasta la de las Palmas (a). Cáceres
tuvo ya noticias suyas, cuando entró á socorrer á don
Alonso de Heredia hasta Tococona ó Pueblo Nuevo,
y los indios que se las dieron se brindaron á ponerle
en la corte de Urute con los soldados que quisiese lle-
var; no estaba en su mano entonces aprovecharse de
la espontanea y tentadora oferta, y más tarde, su ene-
mistad con el gobernador vino á incapacitarle para el
desempeño de cualquier cargo de confianza. Pero esa
enemistad se convertía ahora en mérito relevante para
Juan de Vadillo, que no dejó tampoco de tener en
cuenta la pericia de Alonso de Cáceres, y que este ca-
pitán habia sido el primero que tuvo nuevas del Urute;
por todo lo cual se resolvió á elegirle para dicha
conquista.
En su demanda, pues, acaudillando cien peones de
los buenos, treinta ginetes y veinte macheteros para
abrir los caminos, y llevando ciento veinte caballos
(a) Poco más ó menos entre los 70 y 9° lat. sept. y los 302o a
304o long. orient., meríd. de Tenerife.
. Prólogo.
de repuesto y para cargar las armas y equipaje de
los de á pié, salió de Cartagena el 24 de octubre
de 1536, por la vía de tierra y- en dirección del
pueblo de Cenú, mientras las municiones iban en seis
bergantines por mar y después por el rio hasta di-
cho pueblo. Pero habiendo sobrevenido tal diluvio
qu? estuvo á punto de arruinarse Cartagena, les filé
preciso volver á esta ciudad, donde llegaban el 11 de
noviembre. Tornaron á salir el día 13 todos embarca-
dos, y fueron de esa manera hasta las bocas del Cenú,
desde donde, la gente por tierra y los seis bergan-
tines por el rio, marchando despacio, llegaron á Fin-
cenú en 20 de diciembre. De allí, reformados y pro-
veídos de .nuevo, con mejor tiempo, por ser principio
de verano en aquellas regiones, partieron el sábado 23
muy llenos de esperanzas por las noticias estupendas
que les comunicó cierto cacique de un lugar no lejano
del Cenú, diciendo que las riquezas de Urute no dis-
taban sino doce jornadas de despoblado, caminadas
las cuales, darían en pueblos grandes, en especial uno
de piedra con los postes de las casas aforrados de oro.
Tomáronle por guia con unos cuantos indios de los
suyos y otros que aseguraban ser vasallos de Urute;
caminaron con rumbo hacia el oriente las doce jorna-
das y muchas más por selvas y pantanos intransitables;
como era de suponer, desatinaron los embusteros ada-
Prólogo. LXXI
lides, y la hueste castellana, consumidos los víveres
y muerta de fatiga, salió por casualidad á la ribera iz-
quierda del brazo de San Jorge, afluente del Cauca,
que corre á unas veinte leguas de la costa (*), en don-
de hallaron, en vez de los palacios de Urute, una pe-
queña y miserable ranchería de indios pescadores.
Probaron á esguazar el caudaloso brazo por varios
puntos, y no habiendo podido conseguirlo, empren-
dieron la vuelta á los fines de marzo de 1537 en di-
rección de Fincenú, en cuyo pueblo les estaba espe-
rando Vadillo con vituallas y toda clase de socorros.
(a) El Brazo de San Jorge no figura ya con ese nombre en los mapas
modernos, y dudo que se encuentre en muchos de los antiguos publicados.
Alcedo en su Diccionario Geográfico Histórico lo describe así: «Un río
caudaloso de la provincia y gobierno de Cartagena en el Nuevo Reino
de Granada; nace de un brazo del grande de la Magdalena y formando
un círculo en su curso que coge toda la provincia, sale al mar, cerca del
puerto de Tolú.» .Pero no hay rio en la dicha provincia que en su caso
se encuentre. Por otra parte, no se concibe que de ser ese el curso del
San Jorge, le hubiesen encontrado á su paso expediciones que partían de
la costa inmediata á Tola, hacia el oriente.—En un mapa de mano que
poseo del vireynato de Santa Fé, trazado por el doctor Escandon en
tiempo del virey marqués de la Vega de Armijo, el brazo de San Jorge
es un afluente del Cauca, con su curso de NO. á SE., y entra en este úl-
timo rio por los 302o 30′ long. or. Mer. Ten., y los 90 lat. sept. Las
noticias no .muy claras que acerca de dicho brazo trae el P. Simón éh la
tercera parte de sus Noticias Historiales, parecen conformes con los datos
del mapa anterior.—D. José Manuel Restrepo, en su Tabla geográfica de
la provincia de Antioquía, fija la boca del San Jorge en el Cauca á los 90
de lat. próximamente. *
Lxxn Prólogo.
No murió en la jornada ningún español; perdieron
únicamente veintiocho caballos (a).
Repuesto apenas de su infructuosa entrada del Uru-
te, comenzó á prepararse nuestro aventurero para la
segunda y verdaderamente memorable del Guaca, que
el juez Vadillo dirigió en persona.
No fué esa, por cierto, la primera intención del ma-
gistrado, por más que el capitán Francisco César hubo
de regresar de su descubrimiento tan alegre como si
hubiese hallado otro nuevo Perú, trayendo por valor
de treinta mil ducados en alhajas de oro y nuevas de
que el país, en pasando la sierra, era todo sabanas po-
bladas de naturales bien vestidos, más ricos, cultos y
mejor gobernados que los de Cartagena, y en muchas
cosas semejantes á sus vecinos los de Nueva Castilla;
todo lo cual era incentivo más que suficiente para que
una persona del carácter y condiciones de Vadillo se
moviese á tomar la mejor parte en la gloria y prove-
chos de jornada que tanto prometía, conduciéndola él
(a) La jornada del Urute se repitió poco después, en tiempo de Vadi-
llo todavía, con doce de á caballo y unos treinta peones mandados por el
capitán Gómez Becerra. Tuvo el mismo éxito que la de Cáceres. Más
tarde la hizo también sin resultado el sucesor de Vadillo, licenciado Juan
de Santa Cruz: salió de Cartagena por febrero de 1340 y regresó desbara-
tado á los treinta días. (Autos citados; carta de Vadillo al Emperador. De
Santo Domingo, zz de Agosto de 1540.—Col. Muñ. t. 82, f.° 143.)
Prólogo.
Lxxni
mismo. Pero, habiendo tenido aviso de la Corte de
que S. M. enviaba á Cartagena al licenciado Juan de
Santa Cruz á que hiciese con él lo que él estaba ha-
ciendo con Heredia, mudó de parecer, y aunque
hombre ya de edad, pesado en carnes, y no usado á
trabajos de entradas y conquistas (a), calculando que
mientras estuviese empeñado en aquel descubrimiento
evitaba la residencia, y si le concluia felizmente le
seria en descargo de las faltas que hubiese cometido
como gobernador y como juez, se resolvió á tomar el
mando de la gente que tenia dispuesta para el caso y
confiada al mismo capitán que con tanto valor y tanto
acierto acababa de abrir el difícil camino del Guaca.
Y en verdad que si la Historia ha de ser justa con el
oidor Vadillo, no debe vacilar en admitirle el tal des-
cargo: que en su jornada de doscientas leguas por una
de las regiones más fragorosas del continente ameri-
cano, doblada de asperísimas montañas, surcada de
caudalosos é innumerables ríos, ignota, y defendida
por infinita gente ó esforzada, ó astuta, ó traidora é
irreducible siempre, el verdugo de Alonso de Here-
dia, el juez apasionado y prevaricador, el falso amigo,
el hombre codicioso, se mostró liberal con todo el
(a) Carta de los oficiales Rodrigo Duran y Juan Velázquez al Empe-
rador. De Cartagena, zo de abril de 1839 (Col. Muñ., t. 8i,f.° 197 vto.)
LXXIV Prólogo.
mundo, padre de sus soldados, hermano de sus capita-
nes, primero en las fatigas y peligros, sobrio, recto y
prudente; y fue de modo, que la entereza y gene-
rosidad de su ánimo sostuvieron el de toda la hueste
en los trances más apurados y angustiosos. Ejemplos
como este abundan en los varones señalados de la
conquista: acaso sean, en el orden moral, variedad
común á todas las especies nobles del género humano;
pero de tal manera se repiten en la raza española,
cuando se halla, como se hallaba entonces, en condi-
ciones de mostrarse tal cual ella es, que semejante
frecuencia bien puede constituir uno de sus rasgos
característicos. Ancha la tierra; sus naturales bárbaros,
de mezquina razón y esclavos del Demonio; la autori-
dad real reconocida únicamente en los pregones y pa-
peles de oficio; la conciencia á cargo de los frailes y
clérigos que, provistos de multitud de bulas para todas
las ocasiones de pecado que en la conquista se ofrecie-
ran, vendían la absolución y limpiaban el alma por
unos cuantos pesos, ¿qué obstáculos podían atajar, que
freno moderar la poderosa acción de los conquistado-
res? La voluntad iba dtrecha á su querer como jara
lanzada por robusto braio, así quisiera conquistar un
Perú ó consumar la más rastrera felonía. En aquel
momento histórico, para nuestra raza, la suprema
excelencia era tem¥ valor¿ constancia y fuerza sufl-
Prólogo..
LXXV
cientes para poner la mano donde estaba el deseo; la li-
beralidad ó la codicia, la mansedumbre ó la fiereza, la
gratitud ó ingratitud, la caridad ó el egoísmo, la inge-
nuidad ó la doblez, la ira ó la continencia, la malicia
ó bondad, todas estas cualidades, pasiones ó apetitos,
que tiranizan ó gobiernan el carácter cuando á la vo-
luntad no le es dado moverse libre y soberana, eran
dóciles instrumentos de ella, y que, según el caso, acu-
dían á servirla. Condenar á esos hombres absoluta-
mente porque una vez ó dos necesitaran cometer un
delito, es tan injusto, en mi concepto, como ensalzar-
los de la misma manera por lo bueno que hicieron á
vueltas de lo malo. Lo que hay que ver es si realiza-
ron lo que se proponían y si lo que se propusieron no
fué la obra más grande en que se ha ocupado la hu-
manidad. Por lo demás, ¡dichosos los que tuvieron
bastante con la virtud para vencer en todos los com-
bates de la vida!
La expedición de Juan de Vadillo al Guaca, á las
Sabanas ó á las montabas de Abibe—que de estas tres
maneras se la llamó —fué la más numerosa y mejor
organizada de cuantas se llevaron á cabo en las Indias
hasta aquella fecha. Dieron principio los aprestos en
(a) Y según Fernández de Oviedo, del Dabaibe también, aunque creo
que en esto se equivoca. (Lib. XXVII, cap. X.)
LXXVI Prólogo.
octubre de 1537, en cuyo mes ó al comenzar del in-
mediato zarpaban de Cartagena tres navios coa gente
para San Sebastian de Buena Vista; seguíales el juez
en 19 de noviembre con un bergantín y una fusta, y el
día de Navidad de 1537 reunía este caudillo bajo su
mando en aquel pueblo hasta doscientos españoles,
muchos negros é indios de servicio y quinientos y doce
caballos con copiosos pertrechos, así para atender a
las necesidades de la guerra, del camino y del laboreo
de minas, como para cumplir en toda regla con los
preceptos religiosos, pues llevaron ornamentos y vasos
sagrados y hasta moldes de hierro para hostias. En
atención á las dificultades del terreno y falta de recursos
del país por donde habia de transitar la numerosa hues-
te, cada soldado de á caballo llevaba tres: el uno de
montura, otro para el hato y otro del diestro con las
armas y para pelear cuando llegara el caso; al servicio
del ginete y cuidado de las bestias iban un mozo y un
(a) Rarísima vez se hallan conformes las historias, crónicas y docu-
mentos particulares en el numero de hombres y caballos que componían los
ejércitos de Indias. Herrera, que indudablemente tomó sus datos del ori-
ginal de Cieza, dice que fueron en esta jornada 350 españoles y 51a caba-
llos. Vadillo, en carta á un amigo suyo, la cual copia casi á la letra
Fernández de Oviedo (1. c), escribe que llevó “hasta zoo cristianos con
un clérigo y un fraile de la Merced.» Yo me atengo á este dato, pero el
lector puede escoger, si quiere, un término medio, ó entre los extremos el
que más le plazca.
Prólogo. Lxxvn
negro, ó dos negros y una pieza india ó negra, para
moler el maíz, pan de aquella tierra; de los peones una
buena parte iba con machetes para abrir el bosque y
limpiar la maleza, y cada par de ellos se socorría con
un caballo que cargaba la comida y calzado de en-
trambos (a).
A punto ya el ejército de marcha, Vadillo proveyó
los principales cargos en la forma siguiente: hizo te-
niente general á Francisco César; maestre de campo á
Juan de Villoría; alférez mayor á don Alonso de
Montemayor; capitanes á don Antonio de Ribera y al
tesorero de Cartagena Alonso de Saavedra; por ada-
lid ó guía militar, nombró al valiente y consumado
vaquiano Pablo Hernández, y de los cuatro sacer-
dotes que iban en la jornada eligió por vicario á Fran-
cisco de Frías.
El día 23 de enero de 1538 salió de San Sebastian
y tomó por la costa una gruesa avanzada conduciendo
los caballos, que iban en pelo á causa de los muchos
ríos que habían de encontrar en su camino; el 24, Va-
dillo con el grueso de la gente y los mantenimientos,
en seis bergantines, se partió de Urabá para el puerto
que forma el rio de Santa María—hoy Guacuba—cerca
(a) Carta de los oficiales reales de Cartagena al Emperador. De Car-
tagena, 7 de octubre de 1537. (Col. Muñ., t. 81, f.° 78.)
LXXVIII
Prólogo.
de la boca del Darien, en donde le esperaban los ca-
ballos, y con ellos y la hueste completa abandonó á
Santa María el dia 25 de enero y emprendió su ca-
mino hacia la sierra, tomando la dirección de SO.
á NE.
El dia 26 acamparon orillas del rio de Caballos; el 27
entraban en el abandonado pueblo de Urabaibe; el 31
fueron al rio que se dice de Gallo; el 2 de febrero á
otro nombrado de las Guamas ó cañas; paraban en Ca-
güey el 5 de febrero, lugar que denominaron de las
Monterías por una danta ó behorí que en sus térmi-
nos cazaron; prosiguieron hasta la provincia de Guan-
chicoa ó Tinya, regida por el cacique Autibara, donde
se ranchearon de asiento 15 días; intentaron después
inútilmente aproximarse á la montaña, salvando un
caudaloso rio por un frágil y movedizo puente
de bejucos; probaron otro camino á los 4 de marzo;
el 5, miércoles de Ceniza, después de tomarla, empeza-
ron á subir la sierra por la falda llamada de Piten, y el
dia 13 la trasponían por los 301o long. or., mer. Ten.
y 70, 5, lat. sep., más arriba del pueblo de Abibe, atra-
vesando los dominios del cacique Nutivara. Hallában-
se ya en la cuenca del poderoso Cauca, y siguiéndola—
aunque al principio en el error de que era del Atrato
ó Darien—pasaron en todo el mes de junio por el valle
de Norí, pcp* los de Buy, Buriticá y Nacur; hasta el
Prólogo. LXXIX
15 de agosto fueron atravesando las comarcas de Ca-
ramanta y Aburra, en la primera de las cuales murie-
ron el adalid Hernández en el pueblo de Viara, y el ca»
pitan Francisco César en el lugar llamado Corid. Dé-
la provincia de Aburra entraron á las de Arma, la de>
Paucura y de Ancerma ó Birú, y allí, buscando las en-^
cantadas minas de Cuir-Cuir, y las fuentes del rio de
Darien, se detuvieron hasta el mes de diciembre, de
1538; en cuyo dia 18, al cabo de más de un año de
jornada, yendo á la descubierta con algunos soldados
el tesorero Alonso de Saavedra, dio en los contornos
de la ciudad de Cali, fundada recientemente por los es-
pañoles en la gobernación de Popayan, donde el juez
y su gente eran por Navidad bien recibidos y agasaja-
dos de sus compatriotas.—Dejaban atrás, muertos por
el camino, cincuenta camaradas, gran parte del servicio
y mas de ochenta caballos.
He omitido los lances novelescos, las dramáticas
escenas que hicieron de la jornada de Vadillo, uno de
los episodios más interesantes y más gloriosos de la
Conquista, porque Gonzalo Fernández de Oviedo
Antonio de Herrera—es decir, el mismo Cieza de
(a) Lib. XXVII, caps. X á XII. Edic. de la Acad. de la Historia.—
Debo advertir que en esta edición no se ha leído con mucha exactitud el
original de Oviedo. En los capítulos citados, Corrura está por Orrura%
. LXXX Prólogo.
León (a)—y Juan de Castellanos (¡>) los refieren con
numerosos y exactos pormenores; mas no resisto á
trasladar aquí, como muestra de lo que fué dicha jor-
nada, el pasaje donde se cuenta la muerte de Nogue-
ral, uno de los mejores soldados de aquel ejército,
tomado de la tercera parte de las Noticias historiales
MS. de fray Pedro Simón; pues aunque el reverendo
conquense, en rigor, no hizo más que reducir á prosa
llana los escabrosos metros del beneficiado de Tunja,
de cuando en cuando les añade alguna cosa y casi
siempre con oportunidad.
“Luego comenzó á empinarse el camino por ir
subiendo á un peñol altísimo é inaccesible y de tantas
dificultades en la subida, que solo era una cuchilla
tan angosta, que más parecía apeadero de gatos, pues
no daba lugar más que para ir una persona tras otra
con derrumbaderos de ambos lados de más de 500
brazas. Hacíase en lo alto una espaciosa mesa, llena
de una gran población donde estaba recogido mucho
número de gente con gran copia de sustentos y di-
Naasc por Nacur\ Meotagoso por Nocotagoro; Trabuco por Tucubo\ Sa-
riga* por Surigix-y coris (especie de roedor) por axes (especie de batata) §
Ancerina por Ancerma\ treinta leguas (desde Abibe á Angasmayo) por
trescientas.
(a) Dec. VI, lib. VI, caps. IV y V.
(b) , ELBG. Y ELOG. Historia de Cartagena, Can. VI y VII.
Prólogo. LXXXI
versas armas; para mayor fortaleza, sobre la natural,
cercado el pueblo de palenque de muy gruesos made-
ros, y no sin cuidado, á lo que pareció, de lo que les
podía suceder con los nuestros, de cuya entrada ya les
habia llegado la voz. Puso perpleja á nuestra gente la
dificultosísima subida, hasta que, exhortándolos el licen-
cenciado Vadillo, diciendo ser necesario apear la difi-
cultad de aquella fortaleza, pues sin duda por pare-
cerles á los indios ser mucha, tenían allí recogidos
todos sus bienes, y que era propio de españoles poner
el pecho á las mayores dificultades, se determinó á ser
el primero que emprendiese aquella, esforzándose con
esto tanto todos, que ya les parecía mucha tardanza el
detenerse á armarse, como lo hicieron, de sus escaupi-
les, rodelas embrazadas, cascos, morriones, escopetas*
buena munición y ballestas bien arponadas; y con
óaáen de que fuese delante un rodelero y detrás un
‘ arcabuz ó ballesta, comenzaron á subir el recuesto,
yendo primero un Noguerol, mancebo valiente y de
grandes bríos.”
“Seguía sus pasos Juan de Orozco, y tras él Her-
nando de Rojas—que ambos á dos fueron después
vecinos de la ciudad de Tunja, donde murieron;—
iban tras éstos enhilados los demás, y al postre, los ca-
ballos armados de algodón colchado que tenían dis-
puesto para el efecto. No habia concavidad en la subí-
LXXXII Prólogo.
da, por pequeña que fuese, que no estuviese ocupada
de belicosos indios con sus armas, dardos, hondas para
las piedras, macanas, lanzas y otras de que comenza-
ron á jugar, cuando se llegó el tiempo, que llovía de
todo aguacero sobre los nuestros, que llevaban tan va-
lientes brios, que todo esto no les era causa de retar-
dar un punto la subida; hasta que se fueron acrecen-
tando de manera, que se hubo de detener el Noguerol
como aguardando que pasase un gran turbión de
armas que caían sobre él. Y parece no fué sino aguar-
dando la muerte, pues estando así detenido, se la dio
una lanza pasándole la garganta de parte á parte, de
que cayó luego muerto. Y cayera por uno de los der-
rumbaderos, haciéndose mil pedazos, si Orozco no de-
tuviera el cuerpo, dando una voz que pasase la palabra
á que hiciesen alto y rezasen un Pater Noster y un
Ave Marta por Noguerol, que era muerto. Usanz% en
estas guerras, cuando suceden casos semejantes. Sabi-
do esto por Vadillo, les esforzó más á la subida, di-
ciendo: Si es muerto un Noguerol, ciento quedan en el
ejército”
Los pobladores de Cali se hallaban tan necesitados
de gente como la de Vadillo de descanso y sustento,
por lo cual no fué obra muy difícil para aquellos se-
ducir á los de Cartagena, que, á excepción de unos
pocos, negaron la obediencia á su animoso jefe y re-
Prólogo.
Lxxxm
solvieron quedarse en Cali á descansar y probar otra
jrez su fortuna en las conquistas de aquella tierra. Ni
amenazas, ni halagos, ni promesas bastaron á mudarlos
de su firme propósito; las primeras eran ineficaces en
un país donde no mandaba el que las hacia; halagos…
eran más positivos los de sus nuevos camaradas; pro-
mesas… no igualaban alas que les hicieron al partir
de Urabá, y al cabo de la jornada, echadas cuentas,
venian á tocar á cada uno sobre cinco ó seis pesos de
ganancias. Por otra parte, cuando Vadillo quiso vol-
ver pasos atrás y conducir su gente á Buritícá, para
poblar allí y dedicarse al beneficio de las gruesas mi-
nas que en el viaje habian descubierto, Lorenzo de
Aldana, que se hallaba en Cali por teniente de gober-
nador de don Francisco Pizarro, se opuso á ello ter-
minantemente, alegando que Buriticá y todas las
demás provincias descubiertas entraban en la juris-
dicción de Popayan. De manera que el desairado y des-
amparado caudillo no tuvo otro remedio que abando-
nar á Cali y emprender una triste aunque honrosa
retirada; y en compañía de Alonso de Saavedra el
tesorero y de Juan de Villoría y de otros pocos leales,
—el padre Frías y los demás sacerdotes se quedaron,—
salió por tierra de Quito con gran trabajo, riesgo y
hambres al puerto de San Miguel de Piura el 25 de
‘junio de 1539; aquí se embarcó para Panamá, donde
LXXXIV
Prólogo.
llegó el 25 de julio, y de Panamá se restituyó en Car-
tagena “á dar cuenta ante el licenciado Santa Cruz de
sí y de los males que del se habian dicho en su
ausencia” (a).
El marqués don Francisco Pizarro, tan luego como
supo que Sebastian de Belalcázar, su teniente de go-
bernador en Quito, habia abandonado esta provincia
por las tierras que nuevamente descubría más al
norte, en la de Popayan, intentando eximirse de su
jurisdicción, mandó secretamente contra él á Lorenzo
de Aldana con poderes para prenderle, cortarle la ca-
beza, en caso necesario, y en ese y en cualquier otro
(a) Dice Juan de Castellanos al fin del canto VII de la Historia de
Cartagena, que al llegar Vadillo á Panamá, por orden del licenciado
Santa Cruz, se apoderaron de su persona y lo llevaron con grillos y pri –
siones á Cartagena; que su residencia anduvo muy complicada y dificul-
tosa; que apeló de la sentencia y fué remitido bajo buena guarda á Cas»
tilla, donde la apelación duró veinte años, etc. Pero Vadillo. ni en la
carta á su amigo Francisco de Avila, vecino de Santo Domingo, que
trasladó en su historia Gonzalo Fernández de Oviedo, ni en otra al Empe-
rador fecha en Santo Domingo de la Española á 21 de agosto de 1540
(Col. Muñ., t. 82, f.° 143), dice una palabra de aquel atropello; en
esta última escribe sólo lo siguiente: «Detúvcme en Cartagena más de
lo que pensaba, porque, con la buena voluntad que hallaron en el licen-
ciado Santa Cruz y sus oficiales, no faltaron émulos que intentaran mo-
lestarme. Al cabo, llegado el obispo de aquella provincia (don Jerónimo
de Loaisa, después obispo de Los Reyes), me despaché y salí á principios
de mayo; con tiempos contrarios he tardado en venir hasta cuasi mediado
agosto.»—Un año más tarde, el 28 de noviembre de 1541, escribía al
Emperador el obispo de Santo Domingo y presidente de la Audiencia¿
Prólogo. LXXXV
sustituirle en la tenencia. No pudo Aldana cumplir la
primera parte de su cometido, porque, cuando llegaba
á la ciudad de Cali, Belalcázar, navegando por el rio
de la Magdalena, iba camino de España á negociar
para sí una gobernación independiente de la del mar-
qués; pero con esta ausencia, en cambio, le fué mucho
más fácil desempeñar la segunda; por lo cual, y á fin
de que los descubrimientos de Belalcázar quedasen por
Pizarro y engrandeciendo sus dominios, dispuso que
se fundara la villa de San Juan de Pasto; que se re-
formasen las encomiendas hechas por su antecesor,
que se socorriese y sustentase la ciudad de Popayan,
afligida del hambre, y que se procediese á la conquista
dándole cuenta de sus disgustos con los oidores, y expresándose respecto
de Vadillo en estos términos: “Es la causa (de los disgustos), que á Va-
dillo, por lo de Cartagena contra Heredia, se le dieron de término ciento
setenta dias. Andando ese término, V. M. le proveyó de aquella gober-
nación por el tiempo de su voluntad, con todos los provechos é salarios
que gozaba Heredia. En el término de los ciento setenta dias, mandó
V. M. se le diese salario de oidor. Pasado este término, como tenia la
gobernación con tantas ventajas, mandamos no se acudiese con el salario
de oidor. Venido aquí, sobre haberse aprovechado en la gobernación de
más de zo.ooo pesos, recatándose de mí, negociaba con los oficiales y los
licenciados Guevara y Cervantes que le pagaran 4 !/i año8 de su salario,
que, á 300.000 mrs., son 3.000 castellanos. Resistiólo el tesorero,
por más que Guevara salió por fiador, y le trató mal de palabra, porque
no podía vencerle.” (Col. Muñ., t. 82, f.° zn vto.)—Vadillo, como
se ve, permaneció en Santo Domingo bastantes años después de pasar su
residencia.—Según Cieza, se hallaba en España el de 49 ó 50.—Castella-
nos asegura que murió en Sevilla desacreditado y pobre.
LXXXVI
Prólogo.
y población de Ancerma, comarca que años antes ha-
bia reconocido Belalcázar muy de paso, siguiendo el
curso del poderoso Cauca.
Vióse obligado Aldana á suspender por falta de
hombres la campaña de Ancerma; pero como el re-
fuerzo que le deparaba la oportuna venida de Vadillo
y la desobediencia de su gente resolvian de plano la
dificultad, volvió á su idea y trató de ponerla por obra
• al instante, encomendando la jornada á Jorge Roble-
do, capitán aguerrido en Italia, de condición tan noble
como su sangre, valiente, dotado de una gracia espe-
cial para ganarse la voluntad de los indios, y á quien
muy pronto habian de dar fama sus hechos, y más que
sus hechos su trágica muerte.
La opinión de Robledo le atrajo lo más florido de
los cartagineses—que así llamaban, por su procedencia,
á los soldados de Vadillo,—de los cuales unos ciento
de caballo y de pié tomaron su bandera y partieron de
Cali á 14 de febrero de 1539- Cieza iba entre ellos, y
participando en sus glorias y penalidades, se halló en
la fundación de Santa Ana de los Caballeros—más tar-
de villa de Ancerma—(15 de agosto de 1539); en la
reducción de las provincias de Umbra, Ocuzca y otras
á ella comarcanas; en el descubrimiento de los orígenes
del Darien; paso del Cauca por Irrúa, á 8 de marzo de
1540, en demanda de las provincias situadas á la mar-
Prólogo. LXXXVII
gen derecha de ese rio, Quimbayá, Picara, Carrapa, Po-
zo, Paucura, extendiéndose en la exploración de sur á
norte hasta las de Cenufana y Buriticá, y regresando
á la de Quimbayá, donde, á los fines de setiembre de
1540, se fundaba la ciudad de Cartago.
A los dos ó tres dias de fundada, como Robledo
hubiera tenido aviso de que el adelantado don Pascual
de Andagoya era llegado á la ciudad de Cali con
título de gobernador de aquellas tierras, y le ordenaba
que le fuese á ver y á prestarle la debida obediencia,
se partió á cumplir con la orden, dejando casi toda su
gente en la nueva ciudad. Pero, vuelto á Cartago,
ya entrado en el mes de enero de 1541, tuvo que
regresar al poco tiempo a Santa Añade Ancermaá re-
cibir á Sebastian de Belalcázar por gobernador de Po-
payan, cuyo acto formalizó, no sin protestas, el 21 de
abril de 1541. De modo que hasta entonces hubo tre-
gua forzosa en las operaciones militares de la jornada
de Robledo. Acaso Cieza aprovechara este descanso
de las armas para probarse en el oficio de escribir,
pues dice al fin de la primera parte de su Crónica que
la empezó en Cartago el año de 1541.
Regresado de Ancerma el general Jorge Robledo,
continuaron desde el valle y provincia de Paucura,
veinte leguas al sur de Cartago, las poblaciones y con-
quistas de que estaba encargado, con un infructuoso
Lxxxviii Prólogo.
reconocimiento por el valle de Arvi, á que siguieron
las exploraciones del de Arma, de la fértil provincia de
Aburra, hoy Medellin, que llamaron de San Barto-
lomé, donde descubrieron edificios ciclópeos y caminos
abiertos en la peña como los del Perú; de las de Cu-
rume y Guarami y Buriticá, y por último, de los valles
de Hébéjico de Ituany y de Nori, en el primero de
los cuales, á 25 de noviembre de 1541, se fundóla
ciudad de Antioquía (a).
Con esta población, y después de haber reducido á
la obediencia y amistad los indios comarcanos, asegu-
rando así el abasto y servicio de los pobladores, dio
Robledo por fenecida su jornada.—No dejarían de
advertirle los cartagineses, como prácticos del terreno,
que poco más al norte se encontraban el valle de Gua-
ca y las sierras de Abibe, pertenecientes á la goberna-
ción de Cartagena, y que en años pasados habian ellos
mismos descubierto por orden de don Pedro de Here-
dia ó en compañía del oidor Vadillo.—Pero el teniente
general de Belalcázar, en vez de revolver y dirigirse á
(a) La fundación de Antioquía por Robledo, como otras muchas
debidas á los descubridores y primeros pobladores de América, fué más
bien tentativa ó ensayo de población que establecimiento definitivo; por
eso cambió de sitio una ó dos veces. Hoy se encuentra asentada en el
valle de Nori, orillas del Tonuzco, á tres cuartos de legua de la margen
occidental del Cauca.
Prólogo. LXXXIX
Popayan ó Cali á dar cuenta á su jefe, como correspon-
día, del resultado de su expedición, tentado del ejemplo
que el mismo Belalcázar acababa de darle, alcanzando
en la Corte el gobierno de las provincias descubiertas
en nombre del marqués don Francisco Pizarro y des-
obedeciéndole, se resolvió á bajar al golfo de Darien y
encaminarse á España, cotí el objeto de pedir para sí
una gobernación independiente en las provincias que
habia reducido y poblado.
Salió Jorge Robledo de Antioquía el 8 de enero
de 1542 acompañado con treinta y tantos españo-
les; entró por el pueblo de Cunquiva al valle de Nori,
pasó al de Guaca, y después de ocuparse algunos
dias en amistar los naturales de la comarca, despidió
la mayor parte de su escolta, que regresó á Antio-
quía, quedándose para el resto del camino con sólo
diez ó doce hombres, todos amigos suyos y probados
de valientes y en los riesgos de un viaje como el que
iban á hacer. Uno de estos era Pedro de Cieza. Sufrie-
ron lo que no sé contar en la bajada de las sierras de
Abibe, entonces más desiertas y desoladas que cuando
las subieron César y Vadillo, llegando á tal extremo de
desesperación, que dice el cronista de aquella milagrosa
jornada: “E ansí ando vimos otros muchos dias sin ca-
mino aquí más allí, á las veces topando con rios que
no podíamos pasar y otras veces con ciénagas que nos
Prólogo.
hundíamos en ellas; é siempre cortando, abriendo ca-
mino; é ya no teníamos con qué cortar, porque todas
las espadas é machetes se nos habían quebrado; y ya
íbamos tan hechos á la hambre, que más era el miedo
porque nos podían hacer mucho daño, por no llevar
armas ningunas, que la comida que nos faltaba. Pero
tanto pudo la hambre, que se hobo de trocar lo uno
por lo otro, que ya deseábamos topar indios, que aun-
que fuera á bocados peleáramos con ellos (a)”
(a) Tomo este pasaje de la RELACIÓN DEL DESCUBRIMIENTO DE LAS
PROVINCIAS DE ANTIOCHIA, POR JORGB ROBLEDO, de la cual existe copia
en el t. 82 de la Col. Muñ., publicada en el t. II, cuaderno 10, de la
Coi. de Doeum. Inéd. del Sr. Torres de Mendoza. La redactó el escribano
del ejército de Robledo, Juan Bautista Sardella, uno de los doce según él
y diez según Cieza, que le acompañaron desde Antioquía á Urabá; y
aunque escrito con poca gramática, es uno de los papeles más sabrosos
que yo he leido de los tiempos de la Conquista. AHÍ y en la RELACIÓN
DEL VIAJE DEL CAPITÁN JORGE RoBLBDO A LAS PROVINCIAS DE ANCERMA
r QUINBAYÁ, procedente también de la Col. Muñ. y publicado asimismo
en la Col. del Sr. Torres de Mendoza, t. II, cuadernos 9 y 10, encon-
trará el curioso todos los pormenores que desee acerca de las jornadas en
que Cieza militó, con algunos descansos, desde julio de 1539 á febrero ó
marzo de 1542.—Herrera compuso con la relación de Sardella los capítu-
los V á XI de la Déc. VII; y en el II del lib. VII y los I, II y IV del
libro VIII de la Déc. VI, trata de los descubrimientos de Ancerma y
Cartago con la población de sus ciudades, citando más de una vez el
nombre de Cieza. Este, en los primeros capítulos de la Primera parte de
su crónica, recuerda también bastantes episodios de sus expediciones á las
comarcas de Ancerma, Qifínbayá y Antioquía. Todo lo cual me escusa
de ser prolijo y minucioso en la relación de estos sucesos.
que llevábamos de ser sentidos
Prólogo.
xci
Ya en lo bajo de la sierra y cerca del rio de las
Guamas, dieron con algunos maizales abandonados,
luego con el camino que otras veces habían tran-
sitado los españoles, y al cabo con indios amigos,
que les proporcionaron guías para sacarlos hasta el
mar; por cuyas orillas y con el agua á la cinta, lle-
garon al mes y medio de su viaje á San Sebastian de
Urabá.
Encontrábase allí á la sazón haciendo gente para
entrar en la tierra recien poblada por Robledo, Alonso
de Heredia, el cual, después de recibir con más asom-
bro que caridad al fundador de la nueva Antioquía y
á sus mal trechos compañeros, enterado del caso y mo-
tivo de su arriesgada caminata, sin prestarles el más leve
socorro, los detuvo, los despojó de cuanto traían y dio
cuenta del suceso á su hermano—que ya estaba de
vuelta en su gobernación libre y absuelto de la resi-
dencia.—Acudió con presteza don Pedro, aprobó todo
lo hecho, pues entendía, y con razón, que la ciudad
nuevamente fundada y sus términos entraban en los
de Cartagena; y además de aprobarlo, formó causa á
Robledo, y con ella y en calidad de preso lo remitió á
Castilla. Acto más rigoroso en apariencia que en el
fondo, toda vez que la intención de prisionero era
pasar á donde le llevaban.
Antes de hacerse á la vela, conviniéndole que la
XC1I
Prólogo.
audiencia de Tierra Firme conociese de todo lo suce-
dido y estuviese de su parte mientras sus negocios se
resolvían en España, pidió al gobernador de Cartagena
licencia de trasladarse á Panamá para Pedro de Cieza,
á quien confió el delicado encargo de representarle
ante aquella chancillería. Otorgada graciosamente por
Heredia, nuestro cronista fuese á Nombre de Dios y
á Panamá, y evacuada fielmente la comisión de su
amigo, se embarcó para Buena Ventura, puerto de
San Sebastian de Cali, en cuya ciudad halló al go-
bernador Belalcázar muy indignado contra Jorge
Robledo.
Por aquel mismo año de 1542 pasó Cieza de Cali á
Cartago, donde fué testigo de las crueldades de Juan
Cabrera y de Miguel Muñoz, tenientes de Belalcázar,
cometidas en Pindara y en Arma; sin embargo de lo
cual, cuando por los hechos conocieron aquellos natu-
rales la diferencia entre el carácter conciliador y afa-
ble de Robledo y la dura tiranía de Belalcázar, y se
alzaron y así mismo las provincias de Carrapa, Picara,
Paucura y todas las del distrito de Cartago, tomó
partido por el adelantado é hizo con él la guerra in-
terminable y cruelísima de sus indios en alianza con
los caribes carniceros de Pozo, y aceptó de su mano la
vecindad de Arma, villa fundada por Muñoz en di-
cho año, y el premio de sus servicios en la enco-
v Prólogo. xcm
mienda del cacique Aopirama y otro señorete comar-
cano suyo (a).
Sobrevinieron, entre tanto (i 543-45), las discordias
civiles del Perú, originadas de las nuevas leyes—parto
del celo de un varón excelente, muy buen apóstol, pero
malísimo estadista—y del rigor y la imprudencia con
que procedía el virey Blasco Núñez, encargado de eje-
cutarlas en la Nueva Castilla; el cual, preso por la
audiencia de Los Reyes, enviado á España bajo la
custodia de uno de los oidores, puesto por éste en li-
bertad, desembarcado en Túmbez (al mediar octubre
de 1544), huido á Quito, rehecho y victorioso en Chin-
chichara, roto en Piura, y acosado por Gonzalo Pizar-
ro hasta los confínes de Popayan, acudió á Belalcázar
por tres veces mendigando socorro de armas y de
gente con que volver por su prestigio y castigar á los
rebeldes peruanos. Por la primera, contestó el receloso
adelantado con excusas que eran temores de la ven-
ganza de los pizarristas; á la segunda, dio licencia para
,que fuesen á servir al virey cuantos tuviesen voluntad
de hacerlo; á la tercera, mediaron buenos pesos de oro
y esmeraldas y promesas formales de que S. M. con-
firmaría sus derechos á las tierras pobladas por Robledo;
conque mirándolo mejor, tomó á pechos la causa del
(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CIX.
XCIV
Prólogo.
afligido Blasco Núñez y hasta quiso servirle con su
persona.
Cieza tuvo intención de acompañar á Belalcázar
y todavía se dispuso á ello; mas como recibiese por
aquel entonces cartas de Robledo, anunciándole que
volvía de España nombrado mariscal de Antioquía, y
encargándole que le proveyese de algunas cosas que
habia de menester tan luego como llegase á Popayan,
pues llegaba con mujer y con casa y con la obligación
de honrarse conforme á su nuevo rango y estado; pos-
poniendo Cieza el servicio del Rey al de su antiguo
capitán y buen amigo (aún no habia escrito las nota
bles frases que van copiadas en la página xxxv de este
prólogo), encaminóse á Cali en la creencia de que Ro-
bledo aportaría por la Buena Ventura. No fué así; el
mariscal dejó mujer y casa en la Española y vino á des-
embarcar él solo á Nombre de Dios, donde informado
de que Panamá se hallaba en poder de los pizarristas,
dio la vuelta á Cartagena; sabido lo cual por Cieza, re-
gresó á Cartago con el fui de salirle al encuentro.—
Esto fué por diciembre de 1545.—Mientras tanto don
Sebastian de Belalcázar y su teniente Juan Cabrera iban
á la jornada que terminó en el campo de Iñaquito, con
la muerte del obstinado Blasco Núñez y los mejores de
sus partidarios.
Restituíase, quizás, el mariscal Robledo á su pro-
Prólogo. . xcv
vincia de Antioquía, sin otras ambiciones que conser-
varla y prosperarla; pero encontróse en Cartagena
con su deudo el licenciado Díaz de Arm^ndáriz, visita-
dor y juez de residencia con facultades de tomarla en
aquella gobernación, en la de Santa Marta, en la de
Bogotá y en la de Popayan, que por favorecerle y ayu •
darle contra Belalcázar, aunque no estaba todavía re-
cibido por juez en esta última, le proveyó por gober-
nador de Antioquía, Arma y Cartago, que fué tanto
como proveer su desastroso fin y muerte; porque el
mariscal, fiando demasiado en la autoridad que le dio
quien ciertamente no podia dársela, desoyendo los con-
sejos de Cieza (a) y otros como él, que iealmente le
advertían de la falsa posición en que Armendáriz y sus
deseos ambiciosos le habían colpcado, entró con mano
armada y bandera tendida en aquellas poblaciones,
prendiendo y destituyendo los tenientes y justicias
puestos por el adelantado, abriendo las cajas reales,
atropellando por todo; y cuando Belalcázar regresó de
(a) “Algunas veces, platicando yo este negocio (la forma en que Ro-
bledo se entraba por la gobernación de Belalcázar) con el mariscal, y aun
afeando la entrada, me respondió que temia de muchos que no le eran
amigos, aunque en verdad yo muchas veces le dije (á Robledo) que se
retirara á la ciudad de Antiocha, pues Belalcázar venia poderoso y al fin
era gobernador de Rey, y él tenia voz de teniente de un juez no visto ni.
recebido por tal como S. M. mandaba.” (La Guerra de $uito, caps.
CXCIy CXCIII.)
XCVI
Quito tan pizarrista como realista fué con Blasco Nú-
ñez, le requirió y amonestó que se estuviese en Cali es-
perando la venida del juez y le dejase poseer la tierra
desde Cartago hasta Antioquía. En fin, tales violencias
y desaciertos cometió, que al cabo él mismo vino á co-
nocer la sinrazón de su conducta, pues aunque acele-
rado y ambicioso, era noble y leal; y arrepentido, buscó
manera de avenirse con el adelantado, llegando á pro*-
ponerle, como prenda de alianza, el matrimonio de dos
hijos mestizos de Belalcázar con dos nobles doncellas
parientas de su mujer, doña María Carbajal (a); sin des-
cuidar por eso la vigilante guarda de su persona ni los
aprestos de guerra, por si fracasaban las negociaciones.
Cieza, que acompañó á Robledo en todas aquellas ma-
landanzas, nos dice que el mariscal “mandó que los
principales amigos suyos durmiesen en su casa, á don-
de estaban las armas que habia, y para peltrecharse de
más me mandó á mi que fuese con toda priesa á la
ciudad de Cartago á buscar las que hobiese” (i). Pero
el arrepentimiento llegó á deshora y las muestras de
él á parte donde holgaron siempre la generosidad y la
blandura; antes, el inhumano conquistador de Quito,
(a) Era hija de Juan Carbajal, caballero principal de Ubeda y señor
de la casa de Jódar.
(b) LA GUERRA DE QUITO, cap. CXCII.
Prólogo. xcvii
calculando el partido que podría sacar deí cambio de
conducta de su émulo, le entretuvo fingiendo con
mensajes y cartas que admitía gustoso sus propo-
siciones (*), entretanto que á marchas dobladas y con
golpe de gente mas numeroso que el ejército de Roble-
do, iba sobre éste. Y al turbio clarear de una mañana
nebulosa, le sorprendió en la loma de Pozo, cerca de la
villa de Arma, le hizo prisionero y le dio un garrote el
dia 5 de octubre de 1546. Después paseó su cadáver
por el real á voz de pregonero, le cortó la cabeza y rezó
sobre ella en son de mofa: “si desta vez no escar-
mienta Robledo, yo le tendré por muy grandísimo
necio.” Pero su corazón no quedó todavía harto de
venganza. Rogábanle los criados del sin ventura ma-
riscal que les dejase trasportar su cadáver á la iglesia
de Arma, pues dejándolo en Pozo, los indios de se-
guro le devorarían. Negóse á ello, y aunque sobre la
sepultura de Robledo quemaron unas casas para ocultar
(a) Belalcázar, “teniendo la intención ya dicha (de prender y matar á
Robledo) les dio (á los mensajeros de este) una carta para el mariscal, la
cual yp vi y leí, y en ella decia que se holgaba en extremo de confor-
marse con él y que no hobiese pasiones ni junta de gente, pues dello Dios
y S. M. no eran servidos; y que para que hobiese conclusión aquella paz,
debia no creer algunos de los que llevaba en su compañía…..; y en lo
demás, que diese crédito á lo que dijesen los que iban con el mensaje, afir-
mando que no saldría un punto de ello.” (La Guerra de %uito,
cap. CXCIII.)
xcvín Prólogo.
la tierra removida, al fin fué descubierta por los po-
zos y el cuerpo que encerraba pasto de estos caní-
bales.
Cieza no presenció la muerte de su amigo: “el ma-
riscal, escribe, salió con su gente para ponerse en la
loma de Poza a donde años pasados por su causa tan-
tos indios perdieron las vidas y que por algún secreto
juicio de Dios estaba determinado quél muriese en
aquel lugar. Y yo quería salir con él, y me rogó que-
dase en la villa [de Arma] para proveer algunas cosas
que á él convenían; y desde PQZO me escribió que le
enviase las armas que habia dejado en la villa, y ciertos
tiros, lo cual se hizo (a).” Cuando tuvo noticia de
aquella desgracia, con el temor de las consecuencias
que podía tener para él, abandonando su hacienda y
sus indios de Arma, huyó á esconderse en unas minas
metidas entre los bravos cañaverales de Quimbayá,
donde se proponía aguardar la venida del juez Miguel
Díaz de Armendáriz; lo cual sabido por Hernández
Girón, teniente de Belalcázar, le mandó que abando-
nase su refugio y se saliese á Cali, orden que Cieza no
se atrevió á desobedecer (b).
Inmediatamente después de este suceso, nuestro CrO-
ía) LA GUERRA DE QUITO, c.ip CXCIV.
(b) LA GUERRA DE QUITO, cap. CCXXXVI.
Prólogo.
xcix
nista se trasladó á Popayan, en cuya ciudad se encon-
traba al recibirse los despachos de Armendáriz consul-
tando al cabildo sobre su entrada y visita a la gober-
nación. Más tarde regresó á la villa de Arma á poner
algún orden en los restos de ‘su hacienda; luego,
vínose á Cali, que pot su vecindad al puerto de la
Buena Ventura, era en aquel entonces el centro de
las grandes noticias que en la gobernación de Popayan
corrian con la llegada del presidente licenciado Gasea
y la entrega de la flota de Gonzalo Pizarro; y de Cali
pasóse á Cartago, en donde dice él mismo que se ha-
llaba el año de 1547.
A los 15 de marzo de ese año, el presidente Pe-
dro de la Gasea, en vísperas de salir para el Perú,
remitía con Miguel Muñoz, el fundador de Arma, á
Sebastian de Belalcázar, provisiones y cartas declaran-
do los poderes y objeto con que S. M. le enviaba al
Perú y aceptando la oferta que le hacia el adelantado
de acudir en persona con doscientos hombres; y aun-
que en junio de 1547 el presidente le escribió desde
Manta que suspendiese la jornada hasta nueva orden,
á principios del inmediato julio y desde el puerto de
Túmbez, diósela de nuevo de que, “quedando en la
gobernación de Popayan la gente que para la defensa
y granjerias de ella fuese necesaria, la demás que de
su voluntad, y no por premio, quisiese venir á servir
c
Prólogo.
á S. M. y merecer que se le hiciese bien, viniese con
toda presteza á juntarse con él (a).99
No podia la suerte brindar al soldado y cronista es-
tremeño con ocasión que más cuadrase á su carácter
y propósitos: servir al Rey sin interés y honrosamente
y visitar el renombrado imperio cuya historia traia en-
tre manos. Así, pues, al llegar á su noticia el urgente
mandato de Gasea, preparó sus armas, acabaló su equi-
po, y acudió á la bandera que habia de guiarle en
aquella campaña.
Salieron de Popayan con él poco menos de doscien-
tos soldados, casi todos ginetes, conducidos por el
mismo adelantado y su segundo, el capitán Francisco
Hernández Girón; pero entrados por tierra de Quito,
á fin de que el servicio de cargas y mantenimientos se
hiciese más fácil y con menos molestia de los naturales,
se fraccionaron en pequeñas partidas, que fueron á
juntarse con Gasea por diversos caminos y en dife-
rentes tiempos.
La primera que llegó á su destino fué la de Her-
nández Girón, compuesta de unos quince ó veinte
hombres de á caballo; la cual tomó por la sierra y es-
taba á las órdenes del presidente en Xauxa al termi-
(a) Carta de Gasea al Consejo de Indias. De Túmbez, 11 de agosto
de 154.7. {Col. de doc. méd. parala Hist. de España, t. XXIX, pág. 165.)
Prólogo.
ci
nar el mes de noviembre de 1547. Belalcázar, que es-
cogió la vía de la costa ó de los yuncas, se hallaba en
tima con veinte ó veinticinco ginetes al mediar di-
ciembre de ese mismo año, y á principios de enero
de 1548, en el campo de Gasea en Antahuaillas. Cieza
siguió la ruta del adelantado y quizá se juntara con él
en Los Reyes, porque en setiembre de 47 (a) pasaba
por el valle costeño de Pacasmayu con dirección á esa
ciudad y hubo de reunirse con el presidente también en
el primero de aquellos puntos Incorporado con
el ejército realista hizo la trabajosa marcha de An-
tahuaillas al puente de Apurímac, tomó parte en la
arriesgada operación del paso de ese rio, y á los pocos
dias en la batalla de Sacsahuana (9 de abril de 1548),
que fué, más que batalla, alarde de .traidores á la causa
de Gonzalo Pizarro y trance donde se vieron y proba-
ron los grandes corazones de este caudillo y de sus fie-
les capitanes Francisco Carvajal y Juan de Acosta.
(a) PRIMERA PARTB DE LA CRÓNICA DEL PERÚ , cap. LXVIII.—A
propósito de esta fecha, es de advertir que en todas las ediciones de dicha
parte que he consultado, incluso la de Sevilla, se lee de 1548; error evi-
dente, pues en setiembre de ese alio, después de haber pasado Cieza por
Pacasmayu, tuvieron lugar la batalla de Sacsahuana y otros muchos su-
cesos á que asistió.—£1 itinerario del cronista desde Popayan á Anta-
huaillas puede verse en los caps. XXXVII á XLIV y LVI á XCI.
(b) “Aquí (Andahuailas) estuvimos muchos dias con el presidente
Ga«ca cuando iba á castigar la rebelión de Gonzalo Pizarro.» (1. c.
cp.XC.J,
en
Prólogo.
Después de presenciar la justicia que se hizo del
jefe de los rebeldes y de sus más leales partidarios
sobre el campo de combate, Cieza volvióse á lima,
en cuya ciudad se hallaba todavía cuando entró el vic-
torioso presidente, en medio de grandes fiestas y exa-
gerados regocijos y al aplauso de malísimas coplas,
el 17 de setiembre de 1548. Por ese tiempo, Gasea,
instruido de los trabajos históricos que ocupaban al
modesto soldado, y estimándolos en todo lo que valían,
le ordenó que escribiese ó acabase la Crónica del Perú
con el carácter oficial de cronista de Indias, título que
el autor omitió en la portada de la Primera parte, pero
que ya aparece, como luego veremos, en el epígrafe de
nuestro original de LA GUERRA DE QUITO. La honrosa
distinción que Cieza mereció del presidente Gasea,
hecho hasta hoy, en mi entender, desconocido, consta
por un informe que Antonio de Herrera dio acerca
de los servicios de Hernán Mexía de Guzman á pedi-
mento de su hijo don Fernando, del cual, considerada
su importancia, extractaré los párrafos que hacen á mi
objeto:
“SEHOR: D. Fernando Mexía de Guzman suplicó á
V. M. que mediante que de (sic) los libros que tengo,
sacase la razón que se hallare tocante á los servicios de
su padre hechos en el Perú, y V. M., por su decreto
de 17 de abril de este año, en la Cámara Real y Su-
Prólogo.
CUI
premo Consejo de las Indias, me manda que le dé cer-
tificación de lo que consta. En cumplimiento de lo
cual, habiendo visto las historias que tengo y papeles
que V. M. me mandó dar para escribir la historia de
las Indias, he hallado lo siguiente:…..—En un libro
escrito de mano que salió de la Cámara Real y por
mandado del Rey don Philippe II, de gloriosa memo-
ria, se dio á Antonio de Herrera para efecto de escri-
bir la historia de las Indias; el cuál escribió Pedro de
Cieza, cronista de aquellas partes, por orden del pre-
sidente Gasea, y viene aprobado de la Real Chan-
cillería de la ciudad de Los Reyes, se halla lo siguien-
te:….. Y por la verdad lo firmé de mi nombre en
Valladolid á 7 de julio de 1603.—Antonio de Her-
rera” (a). ‘
No fué esta sola la merced que debió nuestro cro-
nista al licenciado Gasea; permitióle además que se
valiese de sus papeles y diarios reservados para ilustrar
y autorizar la Crónica del Perú: “E sepan los que esto
leyeren, dice Cieza, que el licenciado Gasea desde que
salió de España hasta que volvió á ella, tuvo una orden
maravillosa para que las cosas no fuesen olvidadas, y
fué, que todo lo que sucedió de dia lo escribia de no-
(a) Debo una copia de este documento á la obsequiosa amistad de don
Francisco de Paula Juárez, entendido y celoso Archivero de Indias.
C1V
Prólogo.
che en borradores quél tenia para este fin, y así, por
sus dias y meses é años contaba con mucha verdad
todo lo que pasaba. E como yo supiese él tener tan
buena cuenta y tan verdadera en ios acaecimientos,
procuré de haber sus borradores y dellos sacar un tras-
lado, el cual tengo en mi poder, y por él iremos es-
cribiendo hasta que se dé la batalla de Xaquixaguana,
desde donde daremos también noticia de la manera
con que escribimos lo que más contamos en nuestros
libros” (a).—Y haré notar, de paso, la importancia his-
tórica de esta ingenua revelación de Cieza, la cual hace
menos sensible la pérdida que hasta hoy lamentamos
de sus libros IV y V de Las Guerras civiles, toda vez
que, como dejo dicho y probado (b), la Historia ó Re-
lación de los sucesos del Perú que Gasea compuso, la
tomó el Palentino á la letra para la primera parte de su
Historia.—Sin contar también con que se conservan
y están, en su mayor parte, publicados los despachos
oficiales que el presidente dirigia ai Consejo de las
Indias, disponiendo su contenido por los borradores
de que Cieza nos habla.
(a) LA GUERRA DE QUITO, cap. CCXXXIII .—Yo he visto entre los
papeles que Gasea se trajo del Perú algunos de los documentos origi-
nales que Cieza afirma haber tenido en su poder.
(b) Págs. VIII y IX de este prólogo y Ap. n.°
Prólogo.
cv
En fin, cuando éste hizo, en el año siguiente de 49,
su viaje por la vasta región del Collao hasta la villa de
Plata, con el objeto de estudiar las antiguallas del
país y esclarecer muchos sucesos de las guerras civi-
les, dióle el licenciado cartas suyas, recomendándole á
los corregidores y justicias de los pueblos y asientos
por donde habia de pasar, con que facilitó sobrema-
nera las investigaciones del activo cronista (0); el cual,
con el favor que aquellas le prestaban, pudo obtener
noticias fidedignas acerca de la historia y tradición de
los famosos monumentos de Cacha, Pucará, Vinaque,
Tiaguanaco, Ayavire y otros, suministrados por los in-
dios viejos, curacas y encomenderos de esas localida-
des; y consiguió que los cabildos y notarios de Potosí,
Plata y el Cuzco le abriesen y mostrasen sus registros,
donde constaban los hechos primordiales del alza-
miento de Gonzalo Pizarro y de los realistas Diego
Centeno y Lope de Mendoza, y de la guerra que les
hizo el maestre de campo Carvajal.
A los favores y protección de Gasea, Cieza corres-
pondió aplicándose á sus trabajos históricos coi} una
actividad ciertamente pasmosa. Al comenzar el año
de 1550, terminada su excursión al Collao, se encon-
traba en el Cuzco consultando y oyendo á Cayu Tupac
(a) PRIMERA PARTE DE LA CRÓNICA DEL PERÚ, caps. XCV y CIX.
cvi Prólogo. 1
Yupanqui, descendiente de Guayna Capac, y á los más
nobles é instruidos orejones, capitanes y cortesanos de
ese inca, reunidos en una especie de consejo con los
mejores lenguaraces que se hallaron, sobre el origen
fabuloso de la raza inqueña, sus monarcas, leyes, obras
y costumbres, y otros puntos relativos á la antigua,
y hasta entonces desconocida, historia del Perú (a); y
antes del mes de setiembre del expresado año, sometía
modestamente el fruto de sus investigaciones, orde-
nado para la segunda parte de la Crónica del Perú, á
la competencia y saber de los oidores de la audiencia
de Lima, Hernando de Santillan y Melchor Bravo de
Saravia El 8 de ese mismo setiembre concluía
en aquella ciudad la primera parte (c), y no mucho
más tarde, ó quizá en la propia fecha, dejaba corrien-
tes la tercera y la cuarta, hasta el tercero libro, por lo
menos ( cuyo capítulo corresponde al XI del lib. VI
de la Déc. VII en Herrera.
Capítulo III. ii
temió no le viniese á matar por mandado de Vaca de
Castro, por la enemistad que con él tenia; y luego otro
dia, por todas las vías exquisitas que pudo, procuró de
no tener tal huésped en su casa; mas como Francisco
Carvajal era tan mañoso, demás de entender al tesore-
ro, se aposentó de más reposo en su casa. Y á cabo de
algunos dias que habia que llegó á Los Reyes, dio las
cartas que traia de Vaca de Castro y cuenta á los del
cabildo de su viaje á España, y de la utilidad y prove-
cho que al reyno se recrescia con su ida, y que por su
parte habia S. M. de ser bien informado de las cosas de
la provincia y del agravio que se les hacia á los con-
quistadores, si por entero las nuevas leyes se hubiesen
de cumplir:—lo mismo decia Vaca de Castro por sus
cartas, y que diesen poder á Carvajal para que nego-
ciase en España lo que convenia al reyno. Los del ca-
bildo, vista la carta de Vaca de Castro y lo que decia
Francisco Carvajal, respondiéronle equívocamente, que
pues el gobernador por sus cartas les avisaba su veni-
da á Los Reyes seria breve, que se estuviese en la cib-
dad hasta que viniese, y venido, se haria lo que man-
daba como gobernador que era del Rey: y esta res-
puesta se le dio dentro en su cabildo y ayuntamiento,
estando en su congregación. Y Carvajal, paresciéndole
que por le tener en poco los del cabildo de Los Reyes,
le habían dado respuesta tan frivola, se salió del muy
sentido, y los del regimiento quedaron riendo, hacien-
do burla del; teniendo por cierto, que cuando Vaca dfe
Castro viniese del Cuzco, estaría ya en la tierra el vi-
sorey, y no seria parte para les hacer ninguna moles-
12
La Guerra de Quito.
tia, por no haber querido enviar á Francisco de Car-
vajal (a) á la España.
En este tiempo, el visorey Blasco Núñez Vela de-
seaba en gran manera salir de Tierrra Firme, y embar-
cado en la mar austral en naves, navegar, para con
presteza allegar al reyno de Perú; porque en gran ma-
nera deseaba asentar el audiencia en Los Reyes, te-
niendo por fácil cosa ejecutar las ordenanzas, oyendo
enojosamente y con dificultad á los que otra cosa le
hablaban Y dejando en Panamá á los oidores, lle-
vando consigo el sello real, se embarcó en la cibdad de
Panamá á diez dias andados del mes de Hebrero del
mismo año, y allegó al puerto de Túmbez en nueve
dias, viaje no visto ni oido que con tanta presteza ni
velocidad haya allegado ningún navio. Y desde Túm-
bez escribió sus cartas á la cibdad de San Francisco del
Quito, é Puerto Viejo é Guayaquil, para hacelles saber
de su venida al reyno y del cargo que en él traía por
mandado del Emperador nuestro señor, y que su
deseo era de hacer á todos bien y tenellas en justicia; y
que por eso lo habia aceptado; y que en llegando á la
cibdad de Los Reyes, se fundaría el audiencia y chanci-
llería real, á donde oiría y haría justicia á los que cares-
ciesen della. Y aunque les envió á decir esto, proveyó
algunos mandamientos para la nueva gobernación y
sobre el tratamiento de los indios; los cuales se tuvie-
ron por enojosos y pesados, porque hasta aquel tiempo
(a) Así varias veces, con la partícula de.
(b) Suprimido este pasaje en Herrera.
Capítulo IV.
13
la justicia habia sido, como dice el pueblo, de entre
compadres; y murmuraban del visorey, y á donde lle-
gaba la fama de su venida, pesaba no poco, y de todos
los más era su nombre aborrecido, y todos por temor
de la tasación no entendian en otra cosa que en sacar la
más cantidad de oro que podian á los indios y caciques.
CAP. IV.—Cómo el gobernador Vaca de Castro
escribió desde la cibdad del Cu^co al capitán
Gonzalo Pi\arro,y de su salida del Cu\co.
PASADAS en la cibdad de Cuzco las cosas que hemos
contado en los capítulos pasados no cesando el
alboroto y tomulto que cabsó las nuevas de las orde-
nanzas, antes se practicaba lo mismo; y aún cuentan
que Hernando Bachicao (b\ Juan Velez de Guevara,
Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Cermeño con
otros hablaron á Vaca de Castro, diciéndole, que pues
era gobernador del Rey, que se estuviese en su mando
y cargo, pues sabia que todos le habían de servir y dar
(a) Últimos de La guerra de Chupas—Caps. X y XI, lib. VI,
Déc. VII, en Herrera.
(b) Herrera escribe constantemente Machtcao; pero él firmaba todas
sus cartas Bachicae.
*4
La Guerra de Quito.
favor en lo que les mandase. A lo cual dicen que Vaca
de Castro les respondió como quien entendía cuan
mutables eran las voluntades de los hombres del Perú
y cuan inconstantes, y que para hacer sus hechos de-
sean tener cabeza á quien después, saliéndose ellos
á fuera, echen la culpa de lo que subcediese. Y en
esto no se engañaba Vaca de Castro, porque los que
mueven sediciones é pendencias locas y guerras colo-
readas con justificaciones, tomando cabdillo y quien
tome la voz del negocio, aunque ellos le sean cómpli-
ces en la demanda, cuando ven tiempo, sálense á fuera,
publicando conciencia y afirmando con grandes jura-
mentos que por fuerza sirvieron al tirano, y alegan
otras cosas que al fin les vale.
Entendiendo esto Vaca de Castro, les respondió, que
habia tenido la provincia á su cargo por mandado del
Rey, y que no haría otra cosa que irse á la cibdad de
Los Reyes á aguardar al que por mandado de S. M.
venia por visorey. Y diciendo esto, mandó al secretario
Pero López que aderezase las escrituras y testimonios,
porque quería luego salir del Cuzco.
Quieren algunos decir, y aun hombres de vista me
lo han á mí afirmado, que el gobernador Vaca de Cas-
tro escribió á Gonzalo Pizarro que viniese con toda
presteza y se mostrase procurador del reyno y su defen-
sor, y que casándose con una hija suya, él iria á España
á negociar la gobernación del Nuevo Toledo para él, y
otras cosas, persuadiéndole á que se moviese á ello.
Estando yo en la cibdad de Los. Reyes, me dijo don
Antonio de Ribera, que entre las cartas que Gonzalo
Capítulo IV.
*5
Pizarro allí tenia,—que yo me acuerdo eran tantas,
que tres secretarios continamente las leyeron al presi-
dente de la Gasea y no acabaron en cuatro dias (0),—y
que en ella decia que sabiendo que muchos le ha-
bían escrito incitándole á que viniese á responder por
ellos, que no lo hiciese, sino que se estuviese en su
casa, porque S. M. habia enviado á su visorey, el cual,
entrado en la tierra, haria lo que viese que á su real
servicio con venia; y otras cosas que no eran escritas
con intención tan mala como algunos han querido de-
cir. Bien podria ser que entrambas cartas fuesen escri-
tas por él (9). E desde á pocos dias salió del Cuzco
acompañado de Gaspar Rodríguez de Camporedondo
y de Antonio de Quiñones y Diego Maldonado y el
licenciado Carvajal, Antonio de Altamirano, Gaspar
Gil, Pedro de los Rios, Hernando Bachicao y otros
principales y algunos soldados, y con ellos comenzó de
caminar hacia la cibdad de Los Reyes.
(a) No hay exageración en esto; porque sólo las que el presidente se
trajo á España, y yo he visto y leído, formaran un tomo en folio de más de
quinientas fojas.
(b) Falta algo antes de esta frase, que seria: habia una de Faca de
Castro á Gonzalo Pizarro, ó cosa equivalente.
i6
La Guerra de Quito.
CAP. V.—Cómo el visorey partió de Túmbe\
para la cibdad de Sant Miguel, yendo execu-
tando las ordenanzas, por lo cual mostraban
los del Perú gran sentimiento.
ALLEGADO, pues, el visorey Blasco Núñez Vela al
puerto de Túmbez acompañado de Francisco Ve-
lazquez Vela Nuñez, su hermano, y del capitán Diego
Alvarez de Cueto, su cuñado, y de otros caballeros y
criados suyos, entendió luego, como hemos dicho, en
la ejecución de las ordenanzas, enviando sus manda-
mientos, sin estar recibido por visorey, para que todos
le toviesen por tal, pues S. M. era dello servido; man-
dándoles que no sacasen ningún tributo demasiado á
los indios, ni les hiciesen ninguna fuerza ni mal trata-
miento, y otras cos$tó, que aunque eran justas, se ha-
bían de mandar ejecutar con gran orden y templanza,
é no tan severamente ni con tanta aceleridad; no em-
bargante que no era causa equivalente para que los del
Perú se levantasen.
En Túmbez, Diego Alvarez de Cueto y otros de
los que venían con él y de los que residian en el Perú,
le aconsejaban por entonces no ejecutase las leyes, ni
entendiese en más que asentar el audencia y verse
i7
apoderado en el reyno; pero jamás quiso tomar en este
caso parescer, por donde me parece que Dios, por los
pecados grandes de los hombres que vivían en Perú,
fué servido que se guiase desta manera, para después
castigatlos con su poderosa justicia; porque cierto la
soberbia dellos y su gran soltura y disoluciones de al-
gunos en pecar públicamente, merescian que Dios los
hiriese con su mano, y que por la graveza de sus pe-
cados tan grandes, pasasen por las calamidades y tra-
bajos excesivos que por ellos vino. El visorey respon-
día lo que siempre: que habia de hacer lo que el Rey
le mandase, aunque supiese perder la vida.
En Túmbez estuvo quince dias entendiendo en estos
proveimientos, los cuales pasados, determinó de salir
de allí y partirse para la cibdad de Sant Miguel; é por
sus jornadas anduvo hasta llegar á aquella cibdad, á
donde fué rescibido alegremente, á lo que mostraban
en lo público, no embargante que lo interior de sus
ánimos verdaderamente á todos pesaba de verlo, por
traer las leyes. Mas al fin fué rescibido por visorey, y
luego entendió en la ejecución de las ordenanzas,
mandando tomar copia de los repartimientos que habia
en los términos de Sant Miguel, preguntando á los ca-
ciques lo que daban y á los encomenderos lo que reci-
bían, para conforme á esto tasar los tributos que ha-
bían de dar á los principales; y á los indios naturales
hacia entender como S. M. era servido que fuesen
libres y tratados como subdictos (sic) vasallos suyos.
Los del cabildo de aquella cibdad, viendo al visorey
como ejecutaba las ordenanzas, suplicáronle con toda
2
i8
La Guerra de Quito.
humildad no lo hiciese por entonces y diese lugar á quel
Emperador fuese informado generalmente de todo el
reyno, para que, constándole los grandes servicios que
le habían hecho, fuese servido de facerles mercedes en
no consentir que por entero las ordenanzas sean cum-
plidas. Mas aunque con grandes lloros se lo suplicaban,
alzando sus manos derechas en testimonio de que siem-
pre servirían al Rey con toda lealtad, no aprovechó sus
ruegos ni apelaciones, requerimientos, protestaciones
que sobre ello hicieron, antes suspendió luego los in-
dios á Diego Palomino, porque habia sido teniente de
gobernador, y á todos los indios puso en gran libertad,
mandándoles que á ningún español diesen cosa alguna
sin que primero lo pagasen, y que usasen de pesos y
medidas con ellos (10).
De todas estas cosas que pasaban iban á las cibdades
de Trujillo y Los Reyes nuevas, y aun se contaban con
mayor extremo que ello pasaba, haciendo más grave y
dificultoso el rigor del visorey, como suele acontecer
en los semejantes casos. Y sin la gente que iba por
tierra, allegó al Callao, ques el puerto de la marí-
tima cibdad de Los Reyes, una nave de un Juan
Vázquez de Ávila, y el maestre que en ella venia,
dijo quedar el visorey Blasco Nuñez en Túmbez. Con
esta nueva hubo grande alboroto en la cibdad, sabien-
do lo que pasaba á donde el visorey estaba, creyendo
que luego habia de mandar ejecutar las leyes; é juntos
en su cabildo é ayuntamiento los regidores y oficiales
y los demás que solían juntarse en semejantes congre-
gaciones, y praticaron sobre la venida del visorey y
Capítulo VI.
l9
el alboroto que andaba en el reyno, y lo que les con-
venia hacer ; y después de altercado, se resumieron en
que saliesen de su cibdad algunos varones doctos y de
autoridad á encontrarse con el visorey y dalle la nora-
buena de su venida, y á que le informasen de lo que
pasaba en el reyno, y de cómo todos, el pecho por
tierra, harían lo que su Rey y señor natural les man-
daba (a).
CAP. VI.—Cómo de la cibdad de Los Reyes
salieron algunos caballeros á rescibir al viso-
rey, y de su salida dé Sant Miguel para Tru-
jillo.
DETERMINADOS, pues, los del cabildo de Los Reyes
de inviar personas de su cibdad, para que se encon-
trasen con el visorey, señalaron para ello al factor
YUan Xuárez de Carvajal, y al capitán Diego de
Agüero, regidores, y á Juan de Barbarán, procurador
de la cibdad, con los cuales salieron Pablo de Mené-
ses, Llorenzo de Estopiñan, Sebastian de Coca, Her-
ía) Calla Herrera todas las durezas y muchos de los actos del visorey
consignados en este capítulo; y también la actitud respetuosa y humilde con
que las autoridades le recibieron, y suplicaron del rigor de las ordenanzas.
La Guerra de Quito.
nando de Vargas, Rodrigo Núñez de Prado y otros,
entre los cuales iba fray Esidro (a) de la orden de los
dominicos, que salía por mandado del reverendísimo
don Jerónimo de Loaisa, obispo de Los Reyes. Y de-
‘ jando ir caminando á los que digo, volveremos á
Blasco Núñez, que después de haber hecho en la cibdad
de Sant Miguel y sus términos lo que contamos en el
capítulo precedente, determinó de se partir para Tru-
jillo, y ansí, acompañado de los suyos, salió de aquella
cibdad.
El factor con los que salieron de Los Reyes andu-
vieron hasta que llegaron á unos aposentos que se nom-
bran de las Perdices que están diez*leguas de Los
Reyes, con voluntad de no parar hasta encontrarse
con el visorey; y vieron venir á gran priesa un espa-
ñol, el cual, llegado junto á ellos, supieron llamarse
Ochoa, y dijo venia con despachos del visorey para el
cabildo de Los Reyes y el gobernador Vaca de Cas-
tro, lo cual era verdad, porque el visorey lo envió
desde el camino. El factor YUan Xuárez de Carva-
jal, y el capitán Diego de Agüero, coiíio regidores, y
Juan de Barbarán, como procurador, abrieron el
(a) De San Vicente. Herrera le llama Egidio.
(b) £1 nombre indiano de estos aposentos 6 tambo era Llachu ó Lia-
chay\ pero los primeros españoles que fueron con Hernando Pizarro y el
veedor Miguel Estete desde Caxamarca á Pachacámac, le llamaron el
tambo délas Perdices, por las muchas de aquella tierra (Nothura) que los
¡odios tenían enjauladas en sus casas; probablemente en calidad de ma-
chete, guaca ó cosa sagrada, pues aquella galinácea era entre los yuncas 6
habitantes de la costa peruana pájaro agorero.
Capítulo VI. # 2i
pliego, y hallaron que venia un traslado de la provi-
sión que S. M. dio á Blasco Núñez de su virey, y una
carta para Vaca de Castro, en que le mandaba que no
usase más el cargo de gobernador y que se viniese á
Los Reyes, y otras cosas que en la carta se contenían.
Para el cabildo de la cibdad de Los Reyes venia otra
carta, y por ella les mandaba que le recibiesen por
visorey por virtud de traslado de la provisión que les
inviaba, teniendo los alcaldes la justicia, sin tener más
tiempo á Vaca de Castro por gobernador. Dícese quel
visorey, desde que entró en el reyno, tuvo por odiosas
las cosas de Vaca de Castro, y que tuvo por muy acetos
á los que siguieron la parte de don Diego de Almagro.
Dichos vulgares son, é yo no sé lo cierto dello (a).
Vistos estos despachos por el factor y por los otros,
my alegres, *por la enemistad que con Vaca de Castro
tenían, determinaron que fuese con la nueva Juan de
Barbarán, como procurador; el cual á toda furia revol-
vió á Los Reyes, y allegado á la cibdad, entró cor-
riendo por las calles, como si la tierra estuviera rebe-
lada del servicio de S. M., diciendo:—¡Libertad!, que
el señor visorey viene; veis aquí sus despachos. Y con
esta nueva, entraron en su cabildo el tesorero Alonso
Riquelme y el veedor García de Saucedo y Juan de
León, Francisco de Ampuero, Niculás de Ribera el
Mozo, regidores; Alonso Palomino, Niculás de Ribera
el Viejo, alcaldes. La provisión real de S. M. mandaba,
(a) Esto lo suprimió Herrera; pero la carta del virey inserta en el Apén-
dice núm. S.° no es mal fundamento de los tales dichos
aunque en ver su persona tan venerable le causó gran
compasión, mas teniendo solamente atención á lo quel
Rey le mandó, le dio de puñaladas y puso su persona
en gran trabajo (a). Y ansí, el visorey, queriendo que
S. M. supiese que con toda voluntad y fedilidad com-
plió lo por él mandado, sin se acordar de los escándalos
que se habian de seguir, apregonó las leyes. Y esto que
digo, lo recitamos no por más de por lo que toca á la
intención suya, no dejando de decir que fué caso teme-
rario, é que al servicio del Rey más conviniera que se
suspendieran, que no que se apregonaran;
Los vecinos de la cibdad, como oyeron el pregón
tan triste, fué grande su desasosiego; muy turbados
decian unos á otros:—¿Qué es esto, por qué S. M.,
siendo príncipe tan cristianísimo, ansí nos quiere des-
truir, habiendo ganado nosotros la provincia á costa
de nuestra hacienda con muerte de tanctos compañe-
ros; nuestros hijos y mujeres, que serán dellos? Y an-
(a) DE REBUS GESTIS ALEX. MAC, Hbs. VI y VII.—DE EXPEDITIONE
ALEX. MAC, lib. III, al ñn.
Capítulo XXXIV. 115
_• _
daban muchos ya sin sentido; y desde entonces les
parescia no tener indios ni otra ninguna hacienda; y
como estaban airados, escribían cartas á Gonzalo Pi-
zarro, avisándole lo que pasaba, y de cómo se habian
ya apregonado las leyes.
CAP. XXXIV.—En que se concluye el pasado
* hasta quel licenciado Vaca de Castro fué preso.
No inoraba el visorey lo que pasaba en la cibdad, y por
el tomulto grande que habia, entendía cuan desa-
sosegados andaban los vecinos; y salió á la sala di-
ciendo, que á cualquiera que dijere que Gonzalo Pi-
zarro se quería alzar, que le fuesen luego dados cien
azotes públicamente. Vaca de Castro, en estos dias,
siempre iba á visitar al visorey, y como ya estuviese tan
mal con sus cosas, le mandó prender y le trujeron á el
cuarto viejo de las casas de Marqués, donde él po-
saba; y estuvo allí preso ocho dias, mostrando senti-
miento muy grave, porque ansí el visorey le hubiese
preso y tratado tan ásperamente; y pesóle por no se
haber ido á dar cuenta al Rey de las cosas por él he-
chas en la provincia.
El obispo don Jerónimo de Loaysa, pesándole de
quel visorey hobiese preso á Vaca de Castro, le suplicó
II6 La Guerra de Quito.
con toda humildad le soltase, y él lo hizo por su
ruego, mandando apregonar, que cualquiera que se
tuviera por agraviado del mismo Vaca de Castro, le
pusiese demandas, para que, si se viere que hizo sin-
justicia, sea castigado. Y dende á pocos dias se tornó á
prender Vaca de Castro y lo llevaron á un navio, man-
dando que lo tuviesen en él á recaudo. Y esta prisión
fué, según se publicó, por sospecha que de su persona
el visorey tuvo (a).
Lorenzo de Aldana habia venido de la provincia de
Xauxa á ver al visorey y como primero contamos ho-
biese escrito aquella carta, y el visorey supiese que ha-
bia sacado della treslado, se enojó grandemente; y por
esto y porque su abtoridad era mucha y siempre se
habia mostrado amigo-de los Pizarros, le mandó pren-
der, teniendo del, según dicen, sospechas, y enviar á
otra nave á donde le tjivieron algunos dias; mas des-
pués le mandó soltar, dando causas por qué lo habia
mandado llevar al navio.—Y en este tiempo ordenó el
visorey que en la mar hobiese armada, y por capitán
general della Diego Alvarez de Cueto, su cuñado, y por
v capitán Jerónimo Zurbano.
(a) Herrera añade por cuenta propia, que Vaca de Castro frecuentaba
la casa del virey ó por honrarle y dar á todos buen ejemplo, ó por cum-
plir las órdenes del Rey de aconsejarle y asistirle; y que sufrió la injuria
de su prisión con tolerancia.
Capítulo XXXV.
117
CAP. XXXV.—Cómo el obispo don Jerónimo de
Loaysa, pesándole de que se levantasen los mo-
vimientos qué decían, habló al visorey sobre
que quería ir al Cu^co, y lo que sobrello pasó.
YA era cosa muy entendida por todos los que esta-
ban en la cibdad de Los Reyes, Gonzalo Pizarro
estar ya en el Cuzco recibido por procurador é justicia
mayor. Don Jerónimo de Loaysa era obispo en esta cib-
dad de Los Reyes, la cual es la cabeza de su obispado, y
deseando que no se levantase alguna guerra en el reyno
que fuese parte para que la paz se perturbase, con vo-
luntad de servir á Dios y á S. M., quiso por su persona
ir á tratar sobrello á donde Gonzalo Pizarro estuviese;
y ansí habló con el visorey, representándole los gran-
des movimientos que sabian habia en el Cuzco, donde
también decían estar Gonzalo Pizarro nombrado por
procurador y justicia mayor, el cuál no entendía sino
en aderezar armas, hacer pólvora y proveerse de otras
cosas más pertenecientes á guerra, que’no convinien-
tes á suplicación; y que para que no pasase adelante la
desvergüenza, seria cosa provechosa ir algunos varo-
nes cuerdos y modestos, para que, encaminándole en
lo que conviene, se saliese á fuera de tan loca y necia
118 La Guerra de Quito.
demanda; y que pues para en tiempos semejantes quiere
el Rey sus vasallos, quél, por ello, y principalmente por
servir á Dios, quería tomar trabajo y llegarse al Cuzco
para persuadir á Pizarro en lo que convenia. Esto di-
cen que pasó el obispo con el visorey, y aun otras prá-
ticas más y mayores sobre este caso; á lo cual, el viso-
rey mostró gran contento, diciendo que en la ida hacia
á Dios y á S. M. gran servicio, y á él mercedes. Y
cuentan que se determinó quel obispo saliese luego con
toda brevedad, porque lo mismo habian de hacer cier-
tos notarios con las provisiones reales, para requerir con
ellas á Gonzalo Pizarro y á los demás no se moviesen
inconsideradamente, antes las obedesciesen como de su
Rey y señor natural; y que procurase de tener forma
como Pizarro no abajase á Los Reyes con junta de
gente ni con la desvergüenza que decia. Y para tratar
con él algún honesto concierto, dio el visorey palabra
al obispo de que pasaría por lo quél ordenase é hiciese;
y no se le dio poder, por algunas causas, las cuáles yo
las pondré al tiempo quel obispo y Gonzalo Pizarro se
vieron; porque es gran trabajo una cosa escrebirla
muchas veces, y más que en aquel paso, se ha por
fuerza de retirar [reiterar], porque conviene ansí.
Y seré largo en esta ida del obispo, porque pasa-
ron cosas muy delicadas y de noctar, y yo las supe de
personas que se hallaron con Pizarro de los que fue-
ron con el mismo obispo, y aun él mismo me lo afirmó
pasar como yo lo cuento. Y algunos trataron desta ida
del obispo, afirmando que eran cautelas y que iba más
por el bien de Pizarro y por su provecho, que no por
Capítulo XXXV.
119
el servicio del Rey; mas no quiero parar en dichos vul-
gares, pues es una contusión varia y nunca cierta, pues
sabemos que nunca dan en el blanco de la verdad,
aunque parezcan no alejarse mucho de ella*
Determinada, pues, la ida por el obispo, salió de la
cibdad de Los Reyes, yendo con él un compañero suyo
llamado fray Esidrode San Vicente, áveinte dias del
mes de Junio del mesmo año. Salieron para le acompa-
ñar en aquella jornada, don Juan de Sandoval, Luis de
Céspedes, Pero Hordóñez de Peñalosa y dos clérigos,
llamado el uno Alonso Márquez y el otro Juan de
Sosa. Y tomando, pues, el camino marétimo de Los
Llanos, anduvo hasta llegar á un pueblo llamado Yca, á
donde encontró con un Rodrigo de Pineda, el cuál
venia del Cuzco y afirmó ser ya salido del Gonzalo Pi-
zarro, y que si el obispo fuese por Los Llanos, que lo
erraria. Con el dicho deste, determinó el obispo de su-
birse á la sierra para salir al pueblo de Gualle, reparti-
miento de Francisco de Cárdenas, vecino de Goa-
manga.
Pues como el visorey entendiese que ya era pública
la alteración de las provincias de arriba y que Gonzalo
Pizarro y los que con él se juntaban, no obstante las
muchas palabras feas que en desacato del Rey decían,
se aparejaban para venir con mano armada á obrar y
estorbar que no se cumpliese su mandamiento real,
después de haber tomado su parecer con Francisco
Velázquéz Vela Núñez, su hermano, y con Diego Al«*
varez de Cueto, don Alonso de Montemayor y otros
caballeros de los principales que estaban en Los Reyes,
I20
La Guerra de Quito.
determinó de hacer llamamiento general en el reyno;
y ansí, á gran priesa, mandó despachar provisiones
para todas las cibdades y villas del, por las cuales man-
daba que acAidiesen todos los vecinos y estantes á ser-
vir á S. M. á la corte de Los Reyes con sus armas y
caballos, sin ser osados de dar favor ninguno á Gon-
zalo Pizarro ni á otro que se nombrase deservidor de
la corona real de Castilla, so pena de traidores y de
perdimiento de todos sus bienes. Hecho esto, mandó
al secretario Pero López que se apercibiese, porque
habia de ir al Cuzco con las provisiones reales, á re-
querir á Gonzalo Pizarro y á los demás que estaban en
aquella cibdad las obedesciesen llanamente el pecho
por tierra, como sus sudictos y vasallos leales. Pero
López, no ostante el peligro grande que se le rescre-
cia, viendo que tocaba al servicio real, respondió que
lo haria, con tanto que no mandase apregonar la guerra
hasta quél volviese, porque no le matasen. El visorey
se lo prometió; mas, si él no tuvo las orejas sordas,
antes que saliese del ámbito de la cibdad, pudo enten-
der el son de los atambores y de los pífanos.—Para
que pudiese ir más seguro Pero López, mandó el vi-
sorey á Francisco de Ampuero, criado que habia sido
del marqués don Francisco Pizarro, que fuese con él;
y ansí salieron de Los Reyes, yendo también Ximon
de* Álzate, notario público, con los despachos y provi-
siones, que eran para que deshiciese la gente y acudie-
sen al servicio del Rey, so pena de traidores, y para
que donde quiera que llegasen, les diesen todo favor
é ayuda.
Capítulo XXXVI.
121
CAP. XXXVI.—De cómo los oidores llegaron
d la cibdad de Los Reyes y se fundó el audien-
cia real.
EN lo de atrás dimos noticia de cómo desde la cibdad
de Panamá se adelantó el visorey Blasco Núñez
Vela y los oidores quedaron para luego salir; y ansí,
desde á pocos dias, embarcados en naves con sus muje-
res, se partieron para el Perú. Llegados al puerto de
Túmbez, fueron caminando hacia la cibdad de Los
Reyes, y eran grandes las quejas que generalmente les
daban del visorey, diciendo que por su proveimiento
habian sido muertos más de cuarenta españoles de
hambre por los caminos, por no querer los indios pro-
veerlos de cosa alguna. Respondían que era un teme-
rario, y que, idos á Los Reyes, se fundaria el audien-
cia, á donde le irian á la mano, para que no hiciese tan
grandes desatinos como habia hecho desde que entró
en el reyno; y hablando estas cosas y otras, según di-
cen, llegaron á la cibdad de Los Reyes, á donde la ha-
llaron puesta en armas, porque el visorey empezaba ya
á apregonar la guerra contra Gonzalo Pizarro. Llega-
dos, fueron bien recibidos y aposentados en casas de ve-
cinos de la cibdad, y andaban muy acompañados, y eran
bien visitados.
122
La Guerra de Quito.
Idos á verse con el visorey, les dijo cómo toda la
provincia estaba alterada y que se habian huido de Los
Reyes Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao
y otros, los cuales habian alterado los vecinos de la cib-
dad del Cuzco, á donde, con poco temor de Dios y del
Rey, habian nombrado por procurador á Gonzalo Pi-
zarro, el cual habia enviado por el artillería que estaba
en Goamanga, para con ella y la junta de gente que
hacia, venir á la cibdad de Los Reyes contra ellos. Los
oidores les desplugo oir aquella nueva.—Y el sello real
fué metido debajo de un palio, llevando los regidores
las varas, y el audiencia fué fundada, y se despachaban
provisiones á todas partes; y el visorey escribió á la real
magestad de nuestro señor el Rey las cosas subcedidas
en el Perú desde que entró en él, cómo se habian alte-
rado con las ordenanzas que habia mandado quél trú-
jese; y lo mismo escribió á los del su muy alto Consejo.
CAP. XXXVII.—De cómo viendo algunos -ve-
cinos del Cuíco la mala intención de Pi^arrQ,
escribieron al visorey para que los perdonase
• y que le acudirían.
COSA muy cierta es cuando hay escándalo y se esco-
mienzan guerras, pasado aquel furor impetuoso
que tuvieron para levantallas, la razón, usando su uso,
da á entender el yerro que acomenten; y aun muchos
Capítulo XXXVII.
123
de los que habian sido en que Gonzalo Pizarro tomase
aquella empresa y fuese con mano armada contra el vi-
sorey, les pesaba ya dello, y decian:—¿Quién fué el que
nos engañó á querer oponernos contra el Rey? ¿Qué
suplicación podemos hacer con arcabuces y tiros grue-
sos? Demás desto vemos á Pizarro inclinado á querer
mandar. Otros decian:—Hayámonos cuerdamente é
acudamos á nuestro Rey antes que la cosa pase adelante.
De manera, que con un clérigo llamado (a) de Loaysa,
acuerdan Diego Centeno, Gaspar Rodríguez de Cam-
poredondo y el maese de campo Alonso de Toro, Die-
go Maldonado el Rico, Pedro de los Ríos y otros al-
gunos de escribir al visorey, para que les inviase perdón
de lo que habian inventado, sin les dar pena ninguna
por ello, afirmando quellos con sus personas, armas,
caballos le acudirían y sirvirian lealmente. Y para que
Loaysa pudiese ir debajo de disimulación, sin que le
impidiesen la ida, platicaron con Gonzalo Pizarro so-
bre que seria cosa decente de que Loaysa el clérigo
fuese á la cibdad de Los Reyes por espía y supiese lo
que pasaba y – volviese á le avisar con toda presteza.
Gonzalo Pizarro, creyendo que le decian verdad, vino
en ello y dio licencia al padre Loaysa para lo que de-
cimos. Y ansí, llevando cartas de muchas personas,
partió del Cuzco para Los Reyes (15).—En este tiempo,
el obispo don Jerónimo de Loaysa venia camino hacia
el Cuzco, y lo mismo los que llevaban las provisiones,
como iremos relatando.
(*) Bartolomé (tach.). Es Baltasar.
I
124 La Guerra de Quito.
CAP. XXXVIII.—De cómo el secretario Pero
Lópeiy Francisco de Ampuero y los otros ve-
nían camino del Cuíco, y de cómo llegaron á
Goamanga, y lo que subcedió al obispo hasta
llegar d aquella cibdad.
EN el trascurso de nuestra historia contamos cómo
el visorey Blasco Núñez Vela mandó á Francisco
de Ampuero y á Pero López, secretario, que fuesen á
notificar las provisiones reales, creyendo que por ser
bien quisto Pero López iría seguramente, y lo mismo
Francisco de Ampuero, porque Pizarro le tenia por
su amigo, por haber sido criado del marqués su herma-
no. Partidos de la cibdad con las provisiones y despa-
chos que llevaban, se dieron mucha priesa á andar y
alcanzaron al obispo; y después de le haber dado la
cuenta de á lo que iban y tomado su bendición, se par-
tieron de allí, dándose grande priesa, con voluntad
entera de hacer lo que por el visorey les era mandado;
y por sus jornadas allegaron á la cibdad de Goamanga,
á donde, sabido á lo que venian, como ya supiesen la
pujanza que tenia Gonzalo Pizarro, les pesó y quisie-
ran no vellos en su cibdad. Y al fin, después de haber
entrado en cabildo, tuvieron sus práticas y acuerdos y
Capitulo XXXVIII.
125
acordaron de hacer lo que S. M. les mandaba y tener
á Blasco Núñez Vela por su visorey, como él lo manda-
ba; lo cual determinado, fué recibido por tal, y habién-
doles notificado la provisión por la cual se mandaba
que acudiesen con sus armas y caballos á la cibdad de
Los Reyes, les pidieron que señalasen vecinos que fue-
sen en acompañamiento de las reales provisiones. Es-
taban tan temerosos, que no se atrevieron á nombrar,
antes, con toda instancia, rogaron al secretario Pero
López que señalase los quél quisiese que fuesen con
las provisiones; y se nombraron á Juan de Berrio y á
Antonio de Aurelio y á otros, con los cuales se partie-
ron de la cibdad de Goamanga, habiendo llegado pri-
mero el obispo don Jerónimo de Loaysa, con el cual co-
municaron lo que se habia hecho y de su ida al Cuzco;
y él les respondió que aguardasen á que fuesen todos
juntos, porque se notificarían las provisiones con más
abtoridad; mas no quisieron, paresciéndoles que irían
con más brevedad; y ansí caminaron la vuelta del
Cuzco.
El obispo habia recibido cartas del visorey, en las
cuales le avisaba de algunas cosas y de cómo podría
juntar ochocientos hombres de guerra, con los cuales
pensaba salir de la cibdad á encontrarse con Gonzalo
Pizarro, si supiese que todavía se desvergonzaba á ve-
nir; á lo cual le respondió el obispo, que debía no ha-
cer gente, sino continuar su audiencia y despachar en
ella lo que conviniese, y aguardar á Gonzalo Pizarro y
á los demás en su casa, acompañado de los oidores.
Estas cartas se dieron á Francisco de Cárdenas, vecino
La Guerra de Quito.
de aqueila cibdad, las cuales dicen que no las quiso
enviar al visorey.—Esto hecho, el obispo salió de Goa-
manga la vuelta del Cuzco.
CAP. XXXIX.—Cómo el visorey trató con los
oidores que se sacasen los dineros que estaban
en la nave para inviar d España; y de cómo se
revocaron las nuevas leyes.
MUY congojado se mostraba estar el visorey por ver
las grandes desvergüenzas de la gente del reyno,
pues tenian atrevimiento á se mover contra el mando
real. Muchos pensamientos le venían, unas veces del
mismo ir al Cuzco á la ligera, otras de hacer gente de
guerra; al fin, mandando llamar á los oidores, que ya
hemos dicho ser el licenciado Cepeda y el doctor Tejada
y el licenciado Alvarez y el licenciado Zarate, el cual
no habia llegado ni vino en muchos dias adelante; y
entrando con ellos en acuerdo, les dijo: que tan noto-
rio era á ellos como á él la voluntad de S. M. ser que
las ordenanzas se cumpliesen y se mandasen en todos
aquellos reynos guardar; y si él de suyo se moviera á
algunos mudamientos ó en mandar cosa otra de lo que
su príncipe le mandó, que ciertamente tuviera á los del
Perú por hombres sabios y avisados, pues por defen-
Capítulo XXXIX.
127
der sus haciendas se ponían en armas; mas pues que ya
les constaba S. M. del Emperador nuestro señor ser de
lo que en aquel caso hicieron servido, que sin temor se
ponían en armas, y aun mostraban voluntad de venir
contra ellos, como si por ventura no fueran enviados
por él; y que la pena quél sentía de aquello por la
mucha que ellos merescian, que seria de parescer que
entendiesen en que, ellos quedando castigados, los
bullicios hobiesen fin; y que no pensasen quél no sa-
bia lo que aquella gente querían; y que los que viviesen,
verian cómo pendía de otro deseo la salida de Pizarro
que no solamente ser procurador de las nuevas leyes;
y que aunque ellas se suspendiesen, creia no serian
parte para apagar fuego tan cruel; aunque también no
inoraba que si no las suspendian, después serian acha-
que con el cual pudiesen dar color á su traición, y que
le parescia las debían suspender; sin lo cual, también
seria necesario comenzar á drezarse y sacar los dineros
que estaban en el navio, para con ellos y con los que
más pudiesen haber é S. M. tuviese en su real caja,
hacer gente de guerra, porque después anduviesen los
traidores buscando movimientos, que, al fin al fin, todo
lo que se gastase, ellos con sus personas y haciendas
lo habian de pagar.
Suspensos estaban los oidores oyendo al visorey,
cuando esto hablaba; los ojos en el suelo, con su silen-
cio mostraban gran pesar por las cosas que se levanta-
ban, aunque no todos tres tenian un pensamiento ni
deseaban los negocios como sus oficios requerían. El
pesar que ellos mostraban, según dicen, era pensar
128
La Guerra de Quito.
•i
que el visorey hacia junta de gente para resistir á Pi-
zarro, y habiendo batalla, el audiencia quedaría deshe-
cha si Pizarro venciese, y si fuese vencido, el honor se
atribuiría al visorey. Sus intereses propios particular-
mente mirando, el licenciado Cepeda habló primero,
porque tenia el primer voto, y respondió á la prática
quel visorey habia hecho lo siguiente: que S. M. lo-
habia á él nombrado por visorey y á ellos señalado por
oidores, y que á él como á más principal, pues venia
por presidente é gobernador, le mandó ejecutase las
ordenanzas, tomando en todo parescer con el audien-
cia, pues él era la cabeza y ellos eran los miembros, lo
cual todo junto era un cuerpo que representaba el
nombre del Rey é S. M.; que bien sabia lo que en Pa-
namá pasó y aun lo que el licenciado Zarate sobre su
venida le dijo, y que las cosas que habia con ellos co-
municado, él mismo lo sabia, pues desde que entró en
aquel reyno, no quiso aguardarlos, y que gastó en
Trujillo y en Piúra el tiempo que todos sabían, sin
aprovechar mucho, antes se enconaron las cosas; y que
los que desleales se quieren hacer tiranos, no buscaban
otro sonido sino libertad, pues todos los que se habian
levantado, con aquel nombre hacían sus hechos; y que
él no inoraba cuan doblada y mal corregida era la
gente de aquella tierra, pues lo alcanzaba; mas que
muchas veces los príncipes disimulan con los subditos
hasta ver tiempo convenible para ejecutar el castigo y
punición, sin lo cual era cierto el nombre de Pizarro
estar dentro en los ánimos de mucha de la gente de
aquella cibdad, y que ciertamente tan poca confianza
Capítulo XXXIX. 129
se habia de tener en ellos, como en los que con él es-
taban en el Cuzco; y que gastar el Rey su dinero es
perdida y daño; que pues habia ido el obispo á tratar la
paz y el regente (16), debían de aguardar á ver la res-
puesta y lo que decian á las provisiones que Pero Ló-
pez llevó; y que las ordenanzas las debía mandar revo-
car, que quizá podría ser hacer provecho, aunque más
hiciera si se apregonaran en Túmbez. Los otros oidores
en ello vinieron. E sin estas práticas, pasaron otras mu-
chas, porque los oidores, antes desto, se habian con-
certado y ordenado hacer un requerimiento al visorey
sobre que no ejecutase las leyes, y no lo presentaron
porqué no se atrevieron. Y allegaron á tener palabras
de punta el visorey y Cepeda, diciendo el visorey que
hasta entonces que la abdiencia se habia fundado, no
tenia para qué tomar consejo con ellos; y que pluguiese
á Dios que lo que Cepeda decia tuviese en pensamiento.
Y pasado esto, después de haber tenido otras prá-
ticas mayores, se determinó de sacar los dineros que
estaban en la nave, para con ellos hacer gente, con la
cual se resistiese á Pizarro en la traición que comenza-
ba. Y ansí los ciento y tantos mili pesos se sacaron y
los trujeron á casa del tesorero; (a) y el visorey, con
animó valeroso, comenzó á tener en poco á Pizarro y á
su gente, animando á todos los que estaban en Los
Reyes; y mandó revocar las nuevas leyes hasta que
S. M. otra cosa mandase, ecepto en lo tocante á los
(a) V. Apcnd. núra. io.°, cargo 35.
9
130 La Guerra de Quito.
gobernadores y oficiales reales. Quieren decir, que
antes de la suspensión, hizo una exclamación que pro-
testaba que no lo hacia con voluntad firme, sino por-
que los bullicios toviesen fin. Y públicamente se apre-
gonaron y por todo el reyno se divulgó. Si quisieran no
más de verlas suspendidas, bien las vieron. No fueron
dignos de tal beneficio, pues después, por sus locos mo-
vimientos, tantos perdieron las vidas por el quellos eli-
gieron por su defensor; que, ciertamente, más derrama-
miento de sangre ha costado y haciendas que se han
perdido, que montaban sus repartimientos, que no es
poco dolor pensar en ello. Los pensamientos de los
hombres que buscan principio sin mirar qué tal será el
fin, para en lo que estos pararon. Diógenes Laertio,
entre las sentencias del sabio Platón, pone ésta: “que
todos miren primero el fin de aquello que quie-
ren hacer, porque no hagan cosa reprehensible y de
vituperar”. Dionisio Halicarnasio, en el otavo libro de
las antigüedades romanas, dice: “nunca hallarás que
haya habido algún hombre al cual todas las cosas le
hayan siempre subcedido prósperamente y á su vo-
luntad, sin que alguna vez le fuese contraria la for-
tuna; y por esto, los que son de mejor providencia
que otros, la cual se alcanza por luenga vida y es-
pirencia, dicen, que cuando se ha de hacer alguna
cosa, antes que la comiencen, miren primero el fin.”
Los tiranos de la cibdad de Jherusalem Simón (a)
(á) Hijo de Giora.
Capítulo XXXIX.
y Juan (#), según Josepo De bello judaico que eli-
gió por sus defensores, ¿qué más daño pudieran los
romanos en ellos hacer que ellos mismos hicieron,
ni tanto ni ninguno que con ellos se igualara? Los de
Milán, por tomar por su capitán á Gualpaggo (c)> con-
de de Angleria, de capitán se tornó tirano, c la opulen-
ta cibdad de Milán destruida hasta los cimientos fué
por Federico (d). No hay otra libertad, no, sino las re-
públicas vivir debajo del gobierno real; y si no es
bueno, pregúntenlo á Arequipa, cómo le fué en Gua-
rina, y á Quito en Añaquito; y si les fuera mejor no co-
nocer á Pizarro, y tener los unos y los otros por sobe-
rano señor al Rey, y no con colores relucientes por de
fuera y por dentro sucias y llenas de hollín, oponerse
contra sus ministros y á los que enviaba por sus dele-
gados y lugares tenientes.
(a) Hijo de Lcvias.
(b) Flavio Josepho, lib. IV á VII.
(c) Este nombre recuerda el de “Welphone (Guelpone), marido de la
célebre condesa Matilde de Toscana, á quien, en efecto, confiaron los
miianeses la guarda y protección de sus libertades en los primeros tiem-
pos de las repúblicas lombardas. (Muratori, Ann., t. 6.° parte 2.*—1093).
Sin embargo, Moroni, en su Dic. de erud. star, eceles., dice que los pri-
meros nncecomites de Angleria (Anghiera) fueron de la familia que más
tarde dominó en Milán con el apellido Visconti.
(d) Primero de ese nombre entre los emperadores romanos, llamado
generalmente Barbaroja. Destruyó á Milán en 1160.
132
La Guerra de Quito.
CAP. XL.—De cómo el visorey nombró ca-
pitanes y se hizo junta de gente.
BIEN conozco que me detuve en el capítulo pasado,
mas no pude menos, por la materia que llevaba; no
me quieran roer los que causados de emulación, en
viendo quel autor es largo en los capítulos ó prolijo
en recontar los acaescimientos, arronjan el libro por
los bancos, tratando no bien del escritor. Y para esto
diré yo lo que dice el glorioso doctor señor Sant Jeró-
nimo en su tratado de la instruicion de las vírgenes:
“refrena tu lengua de mal hablar y pon á tu boca ley
y freno de razón, y si entonces hobieres de hablar
cuando es pecado callar, guárdate no digas cosa que
pueda venir en reprehinsion.” (a) Dejando de más tratar
sobre esto, prosigamos el curso de nuestra historia.
(a) San Jerónimo no escribió tratado ninguno especial acerca de la
instrucción de las vírgenes. Trata, sí, de ella en sus epístolas ad Eusto-
chtumy de custodia wghátatis; ad Lartam, de institutioru filice; ad Déme-
tríade m, de virginitate ser
Y en lo demás, si Su Señoría quisiese ver el real, que allá
vamos y lo verá; y aun si lo quisiere venir á ver, como
venga con tres ó cuatro caballeros, lo verá y le dejaremos
entrar en él y aun hablará á todos. Y en lo demás de los
requerimientos, á nosotros nos conviene, porque lo que
pretendemos es cumplir con S. M. y no echarnos nin-
guna culpa de Su Señoría.á nuestras cuestas.
sltem, al quinto capítulo que se dé seguridad para que
los señores oidores queden en la tierra, estoy admirado
pedir esto, siendo nuestro principal intento pedir antellos
Número i6.°
99
nuestra justicia é facer antellos nuestra probanza, jus-
tificar antellos nuestras causas y aun suplicalles quescri-
ban á S. M. nuestras quejas, y aun tomar dellos nuestra
• seguridad; pues siendo esto así, mal quebraremos el es-
pejo en que nos hemos de mirar, que no somos tan necios
y torpes fuera de razón, que hemos de apartar lo que nos
Conviene y allegar nuestro daño, apartándonos de nues-
tro bien, ques S. M. Y para esto vean Sus Mercedes
ques la seguridad que quieren, que aunquellos quieran,
no saldrán de la tierra, porque quedaríamos sin justicia.
Esto nos ha puesto grandescándolo, porque quien pone
escrúpulos en esto debe ser grande enemigo nuestro y
gran deservidor de S. M.; y es infamarnos, para questos se-
ñores estén escrupulosos de nosotros y se nos vayan sin
* hacernos ninguna merced y dejarnos desamparados de
justicia. Y en lo demás que en el dicho capítulo se dice,
que á mí me harán capitán general, yéndose el señor
Blasco Nuñez Vela de la tierra, digo que Sus Mercedes ha-
rán lo que más conviniere al servicio de S. M., ó lo que
les pareciere, para que se asegure la gente que conmigo
llevo, que yo seguro estoy, porque sé que aquellos señores
me guardarán justicia, y guardándomela, estoy seguro. Y
en lo demás que Vuestra Paternidad se refiere á decir la
posibilidad que tenemos, Su Señoría y esos señores la
vean, que no es sola esta, sino la de todo el reino.—Gon-
zalo Pizarro.» (Original).
Con la nota anterior iba esta carta de Gonzalo Pizarro
al virey:
■ Illtre. Señor=Bien entiendo y acá se entiende, que la
poca verdad de las Indias impone algunas cosas á Vuestra
Señoría de las que dicen que hace, que no solamente
no créalas, pero ni aun pensarlas se deben de un caba-
llero tan sabio y calificado como Vuestra Señoría es;
pero otras que Vuestra Señoría hace y ha hecho y dice
que ha de hacer, que su aspereza y crudeza hasta acá nos
lastima y su nortoriedad no se nos deja encubrir, han fedio
ayuntar en esta cibdad toda la gente que á Vuestra Se-
IOO
Apéndices.
noria dirá el Muy Reverendo Padre Fray Tomás de San
Martin, provincial de los Predicadores, llevador desta é*
tan servidor de Vuestra Señoría, que no le dirá otra cosa
de la verdad, para que Vuestra Señoría no nos haga
fuerza en la justicia, ni nuestra honra lo padezca por des-
cuido.
»La causa que hemos tenido para esta alteración, es
sola la que Vuestra Señoría nos ha dado entrando solo
en este reino sin los señores oidores, haciendo solo lo que
todos habian de mirar y considerar, primero que se pro-
cediese á ejecución, y no admitiendo exebcion ni causa
legítima á ninguna de las personas á quien tocaba, pro-
cediendo sin orden de derecho, por sola voluntad, y lo
que peor es y que más nos exaspera, no admitiendo
suplicación alguna que para ante S. M se haya inter-
puesto por los cabildos y vecinos de las cibdades de San
Miguel y Trujillo y los Reyes, antes denegándolas y pro-
cediendo de hecho á ejecutar aquellas de que tan justa y
santamente se suplicaba, sin admitir ni permitir defensa,
y seyendo, como es, de derecho natural, y quel príncipe
no la puede quitar ni admover.
•Visto que lo que S. M. no hiciera ni pudiera hacer hasta
oirnos, Vuestra Señoría tan ásperamente lo ejecuta, estos
cabildos de las cibdades de acá arriba y ésta, como cabeza,
por merced de S. M., me han elegido por procurador de
todo el reino, y por su capitán, como aquel áquien va su
parte en ello y quiere y desea que S. M. entienda y sepa
que no son pequeños y de poca calidad los servicios que
en estos reinos se le han hecho, para que la dicha fuerza
no se les haga y la dicha ejecución se suspenda, hasta que
S. M. nos oiga, y oidos, provea lo que fuere servido;
porque aquello sera justicia y retitud, y con nosotros usará
de su acostumbrada beninidad, de las cuales cosas nunca
S. M. falta. Y si otra cosa de lo que pensamos y su-
plicamos S. M. hiciere, aunque de las dichas cosas lo
que proveyere carezca (que no creemos), sus vasallos so-
mos é sus subjetos y él es nuestro señor natural, á quien
hemos de obeder y cumplir sus mandamientos. Quitarnos
y llevarnos las haciendas, revocarnos las mercedes, oyen-
Número i6.° 101
donos, tememos por justo; privarnos de la vida., tememos
por santo; opremirnos nuestra libertad, tememos por bue-
no; porque sabiendo y entendiendo nuestras causas y so-
brellas oyéndonos, sabremos y entendremos que no será
sin ][usta causa lo que S. M. hiciere y proveyere, siendo,
como es, tan católico, tan justo y benino como todos
conocemos.
i Y para que lo susodicho haya efeto, con estos caballeros
y gente que me han eligido por procurador y capitán, voy
á esa ciudad de los Reyes , así para suplicar de las orde-
nanzas que todo el reino ha suplicado y de las demás
que nos convengan, como de que Vuestra Señoría sea vi-
sorey en estos reinos; no porque Vuestra Señoría no sea
caballero sabio y calificado y tal quel gobierno de España
toda no se le podría encomendar, p