Рикардо Э. Родригес Молас. Социальная история гаучо. Ricardo E. Rodríguez Molas. Historia social del gaucho

Рикардо Э. Родригес Молас. Социальная история гаучо.
Ricardo E. Rodríguez Molas. Historia social del gaucho

Рикардо Э. Родригес Молас. Социальная история гаучо.
Ricardo E. Rodríguez Molas. Historia social del gaucho

ADVERTENCIA
Durante más de tres siglos la propiedad de la tierra y del ganado constituyen en el Río de la Plata dos de las mayores aspiraciones de su élite. Cincuenta, cien y hasta trescientas mil hectáreas en manos de un propietario; ro¬deos inmensos, campos sin árboles, sin construcciones estables, sin caminos ni poblaciones. Tal la situación de extensas áreas de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Banda Oriental. . . Para lograr esa realidad tan desmedida, perfectamente planeada, los componentes de la clase dominante emplearon métodos tradicionales de inspiración feudal, y, otros, posteriores, indispensables para sostener una estructura estática y con demasiada frecuencia autoritaria y arcaica.
La feracidad de los campos, sus ricos pastos natura¬les, el régimen de lluvias propicios, el mantillo de humus que cubre a todo el sistema pampeano constituyen algu¬nos de los elementos que coadyuvaron para una rápida reproducción del ganado vacuno que introducen los con¬quistadores españoles del siglo XVI. Mestizos, criollos marginados del sector dominante, pobladores del Inte¬rior que emigran al litoral, mulatos y negros libres, per¬manecen apartados por determinación de la clase social que controla la economía y el aparato político del esta¬do, de la posesión de la tierra y del ganado. Estos pobla¬dores presentan muchos puntos de contacto con otras sociedades, donde la vida cotidiana gira también alrede¬dor del ganado, del autoritarismo y del latifundio.
Como es bien sabido, protagonista del proceso social y económico de nuestro pasado, la imagen del gaucho ha trascendido el campo de la literatura, del folklore y del arte. Tal como en la realidad, su forzado nomadismo

salvó distancias y cruzó fronteras. Se han así “poetiza¬do”, entre otros aspectos, su vivienda miserable, los ji¬rones que oficiaban de ropa, su monótono menú carní¬voro, su presunto donjuanismo. . . La distorsionada esti¬mación que resulta de algunos enfoques estéticos, no es en principio ajena a los intereses que antes lo expoliaran en vida y hoy siguen capitalizando para fines nada pro¬gresistas y de las más variadas tendencias ideológicas, el resultado de la aculturación inducida y la miseria de la sociedad arcaica. Y si bien no faltan quienes analizan de¬tenidamente sus usos y costumbres, quienes estudian el lenguaje y las manifestaciones del folklore musical, en contadas ocasiones se ahondó en el conocimiento de las relaciones sociales y de su dependencia. Los textos de historia, tanto elementales como superiores, no señalan su presencia y cuando lo hacen, sólo le dedican escasas líneas. Pocos, en fin, recuerdan los métodos de dominio, la estructura en algunos aspectos cuasi-feudal que impera a partir de la Conquista y hasta las últimas décadas del siglo pasado.
El autor de estas páginas las ofrece, en cambio, cual expresión documentada de una verdad que intencional-mente no ha querido rebasar el campo estricto de la his¬toria. Como hemos señalado en otra ocasión, no preten¬demos escribir una Historia bowlerizada, limpia de injus¬ticias, aséptica, según cierta idea inglesa que adjetiviza el apellido Bowler, un escritor, recuerda Luis Gillet, que cauta y victorianamente escondió al verdadero Shakes¬peare. Tampoco, y de manera especial, una Historia don¬de el hombre esté cosificado, cuantificado, propia de los ejecutivos de la inteligencia, técnicos en el análisis de em¬pirismos abstractos que, como diría Wright Mills, no se inquietan por los mundos sociales. Una tendencia, qué duda cabe, tan frecuente en los institutos donde la inves¬tigación social es sólo una carrera burocrática. Por cierto, los historiadores que critican duramente la denominada histoire évenementielle, neoagnóstica y sistemáticamente atomizadora de la realidad, suelen caer ellos mismos en una économie évenementielle neonominalista, paralizada por el temor a los análisis globales y las valorizaciones cualitativas.
La presente edición de la Historia social del gaucho,

reescrita y corregida sobre la base de nuevas investigacio¬nes y planteos teóricos, tiene como punto de partida el texto de 1968. En esa perspectiva, el autor ha modifica¬do en muchos aspectos la estructura inicial y añadido nuevos hechos. El primer capítulo resume en parte algu¬nas páginas de un libro en preparación sobre las relacio¬nes entre la economía y sociedad en ambas márgenes del Atlántico Sur en los siglos XVI y XVII. Debemos asi¬mismo dejar constancia que razones de espacio nos impi¬den incluir ahora y aquí los textos documentales y los dos capítulos que analizan, respectivamente, los castigos corporales de la sociedad represiva y la prédica —en últi¬ma instancia frustrada— de quienes trataron de corregir, sin apartarse del sistema, las injusticias del orden gana¬dero latifundista.
R.R.M.

“La campaña de Buenos Aires está dividida en tres clases de hombres: estancieros que residen en Buenos Aires, pequeños propietarios, y vagos. Véase la multitud de leyes y decretos sobre vagos que tiene nuestra legisla¬ción. ¿Qué es el vago en su tierra, en su patria? Es el por¬teño que ha nacido en la estancia de cuarenta leguas, que no tiene, andando un día a caballo, donde reclinar su ca¬beza; porque la tierra diez leguas a la redonda es de uno que la acumuló con capital, o con servicio y apoyó al ti¬rano, y el vago, el porteño, el hijo del país, puede hacer daño en las vacas que pacen, señoras tranquilas del de¬sierto, de donde se destierra al hombre”.
Domingo Faustino Sarmiento, 1856
“En nuestro concepto, es necesario arreglar las cosas de manera que el gaucho pobre, padre de familia, y que el inmigrante extranjero deseoso de establecerse en estos países, trayendo del suyo limitados o ningunos recursos pecuniarios, encuentren acomodo, a la vez que una pro¬piedad en que puedan levantar techos y plantar árboles, cuyos abrigos sean suyos y constituyan la herencia de sus hijos”.
Nicasio Oroño, 1869
“Ningún pueblo es rico si no se preocupa por ¡a suerte de sus pobres”
José Hernández, 1882
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LOS COMIENZOS: LOS HOMBRES, LA TIERRA Y EL ARCAÍSMO
“Con la carabela avisé a Vuestra Alteza cómo había sabido que había cierta cantidad de ganado caballuno, cerca de Buenos Aires, precedido de unas yeguas que que¬daron allí, en el tiempo de don Pedro (de Mendoza). . : se podrá venir a gozar de ello, aunque hasta agora, por ser la tierra tan rasa y llana, no hemos podido tomar ninguna ni hemos tenido posibilidad de hacer corrales”.
Juan de Garay, 1582
“Hay mucha falta de plata y oro en todas estas pro¬vincias, tanto que en ninguna se halla plata sino es en este puerto por la comunicación del y toda es poca”.
Diego Marín Negrón, 1611
“tanta mala fama ha cobrado aquella tierra (el Río de la Plata) que en mentándola escupen “.
Martín González, 1575
I – LOS METALES PRECIOSOS Y LA OCUPACIÓN DEL ESPACIO
El Río de la Plata y su hinterland están, por cierto, y más allá de lo que sugiere un nombre, asociados a los intereses generales del Nuevo Mundo: la apasionada y
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despiadada búsqueda y explotación de yacimientos de metales preciosos. El Imperio, no es una novedad, ha de girar durante más de dos siglos alrededor de la plata y el oro. “So color de religión/ van a buscar plata y oro/ del encubierto tesoro” poetiza Lope de Vega. Estaba asimis¬mo esa realidad, que nadie disimula, en la idea general de Colón e iba más allá cuando les decía a los reyes de Espa¬ña el 7 de julio de 1503 que “el oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al pa¬raíso”. Por cierto, una y otra vez, desde los más variados sectores, se expone el verdadero sentido de las conquis¬tas. Al finalizar el siglo XVI Joseph de Acosta, un jesui-ta teórico de los métodos de sumisión inducidos a que deben ser sometidos los indígenas, insiste en recordarlo. Cree, asociando en su argumento el interés económico a la prédica religiosa, que “la sabiduría del eterno Señor” había colocado abundantes minas en América para que así los hombres se interesaran en ocupar su territorio. Y agrega, seguidamente, que las regiones de las Indias más copiosas de tesoros “han sido las más cultivadas de la re¬ligión cristiana. . . aprovechándose el Señor de nuestras pretensiones”. Se trata del “orden y policía” del indio que se integra al trabajo de los socavones. También nos dice: “Es llano, que ninguna gente de las Indias occiden¬tales ha sido, ni es más apta para el Evangelio, que los que han estado más sujetos a sus Señores, y la mayor carga han llevado, así de tributos y servicios, como de ritos y usos mortíferos””.
Una realidad, la del interés por los metales preciosos, qué duda cabe, también cuantitativa: la suma de todos los metales preciosos embarcados legalmente a los puer¬tos españoles durante tres siglos superó el 77 por ciento de todas las exportaciones. Más aún, en los primeros cien años, particularmente en tiempos de Felipe II, al¬canzan al 86 por ciento, elevándose el promedio si le agregamos el valor de los que se evaden a través del intérlope. Paralelamente, las exportaciones pecuarias, lanas y cueros, ocupan un sitio de escasa importancia •
a Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, Madrid, 1894, t. I, p. 290; t. II, p. 355.
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en el resto de los envíos. Y, dentro de éstos, menos aún los cueros provenientes del Río de la Plata, casi sin demanda en el mercado sevillano debido a su poca calidad”.
Hasta aquí, en breves palabras, la escena económica en el siglo XVII. Y en lo que respecta al Río de la Plata, recién al finalizar la siguiente centuria se exportarán las primeras carnes saladas para alimentar los esclavos de las economías de plantación, una realidad que asocia la explotación pecuaria a Brasil y Cuba durante más de un siglo. El establecimiento humano en la región bonaerense no estuvo determinado al interés de afincar en la tierra colonos y sobre ello nos informan los documentos y ca¬pitulaciones de conquistadores y adelantados que esta¬blecen la participación con el rey en el botín que pudie¬sen lograr. Es evidente entonces, teniendo en cuenta lo anterior, que, llegados a este punto, nos preguntemos por la razón que motiva a españoles y mestizos a instalar¬se en las poblaciones del litoral atlántico. Vayamos por partes. En primer lugar, como es sabido, los primeros eu¬ropeos que arriban al actual territorio argentino llegan procedentes de España con las primeras expediciones descubridoras. Luego del intento fracasado de Caboto de establecerse en Sane ti Spiritus, en realidad una facto¬ría más que una población, los pioneros de la región se instalan en 1536 con Pedro de Mendoza, la primera Bue¬nos Aires, emigrando poco después a las tierras subtropi¬cales paraguayas.
En segundo lugar, en 1543 otros grupos se desplazan
Cf. E. Lorenzo Sanz, El comercio de España con América en la época de Felipe II, Valladolid, 1979,1.1, p. 545; Lutgaido García Fuentes, El comercio español con América, 1650-1700, Sevilla, 1980, p. 381. Permanentemente en los informes elevados al Consejo de Estado de la Cotona española (originales en Biblio¬teca Nacional y Archivo Histórico Nacional de Madrid) se men¬ciona esa realidad. Un interesante análisis del interés por los me¬tales preciosos se plantea en el “Informe de Juan de Nevé sobre los medios que se podían poner para aumentar el Comercio de las Indias. Y otro más extenso sobre lo mismo, con relación de los derechos que deben pagar las mercaderías que van a las Indias y el oro, plata y fruto que vienen de ellas”, Sevilla 1622, en Ar¬chivo General de Indias, Sevilla, Consulados, legajo 93.
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desde el Alto y Bajo Perú. De las tierras de Cuzco unos doscientos hombres esperanzados en hallar metales pre¬ciosos descienden por el antiguo camino del Inca hasta el lago Titicaca. Atraviesan luego las arenas del altiplano de los Charcas, con sus pequeños oasis rodeados de are¬nas cubiertas de tolas, cactáceas, ichu y yareta, región de los indios suras y charcas, y llegan a Tanja. De allí, siem¬pre hacia el sur, cruzando el valle Calchaquí, se internan en la zona que los naturales de la región llaman Tucma (Tucumán). Un grupo avanzará, separándose del resto, a las tierras de la actual provincia de Córdoba y, con un propósito bien definido, bordeando el río Tercero y el Carcarañá finalizan su itinerario junto al fuerte Sancti Spíritus, sobre el Paraná (“entramos en búsqueda de los españoles del Río de la Plata e de un señor que hay en él que llaman Corundá” recuerda mucho después uno de los participantes en la expedición). Organizada la “entra¬da” a manera de una operación comercial (cada uno de los jefes aporta 30.000 pesos de oro), sin hallar metales preciosos, regresan en 1546 al Perú, enterándose de la buena nueva del descubrimiento de los yacimientos de plata de Potosí.
Transcurren luego varios años, un período que coinci¬de con las guerras civiles del Perú y el comienzo de la ex¬plotación argentífera, sin que nadie entonces tuviese nin¬gún interés por el interior argentino. Se reincide poco más tarde, ahora debido al impulso de los propietarios del Cerro Rico. Es así que a partir de 1549 Diego Centeno, uno de los más ricos mineros altoperuanos, propicia la apertura de las rutas y la fundación de las ciudades-postas. No es ya la esperanza de hallar metales precio¬sos lo que guía los pasos de quienes se encaminan en . dirección al Río de la Plata: esperan, por cierto, facilitar la salida al mar y establecer el comercio con los puertos brasileños (San Vicente, Río de Janeiro y San Salvador de Bahía).
En efecto, Charcas, aislada en el Alto Perú, depende para abastecerse de manufacturas del circuito comercial que a través del Pacífico se enlaza con el complejo siste¬ma de la flota de galeones que converge a Panamá, lento, costoso y monopolizado por mercaderes dependientes de otros extranjeros y cuyas ideas y métodos determina To¬más de Mercado en Suma de tratos y contratos, impreso
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en 1571. Conocemos la ruta, el día, el mes y el año de cada fundación; el nombre de sus jefes y soldados. Todo o casi todo ha sido expuesto. Sabemos, también, que con el reparto de las tierras comienzan a encomendarse los indígenas sometidos, enviándose no pocos de ellos a Po¬tosí y Chile. Lentamente el Interior se integra a la econo¬mía minera, reforzándose la tendencia luego de la funda¬ción de Buenos Aires por parte de Juan de Garay (1580), personero de los intereses de Ortiz de Zarate y su círculo. En suma, de quienes esperan extraer clandestinamente los metales preciosos, evadiendo el pago de los impuestos y los juros forzados (empréstitos) de la Corona.
Fue éste el rasgo característico del Interior, un Inte¬rior que se integra lentamente a Potosí a través del puer¬to bonaerense. En el vasto territorio que se extiende al sur de Potosí en dirección al Atlántico, residencia de un grupo de “señores feudatarios”, nos encontramos con si¬tuaciones económicas agregadas a los intereses generales que determinan la presencia española en América del Sur. De las mismas, así lo declaran los testimonios de la épo¬ca, se beneficia un sector que medra del tránsito de mer¬caderías a través de la Ruta Continental, vendiendo sus servicios: vivienda, transporte y aumentos. Y también enviando a Potosí productos artesanales y agrícolas, fruto del trabajo servil de los naturales. Es así como el servicio personal de la encomienda se adapta a la economía de subsistencia propia de las zonas marginales como lo eran las del interior y Buenos Aires. Es, por cierto, una estre¬cha asociación, similar a la de otras economías arcaicas: una realidad identificada a la española de esos días don¬de se mantiene el dominio de una oligarquía señorial y la inmovilidad que facilita el mismo. En suma, nos en¬contramos ante el resultado de la conquista: la sociedad de los “señores feudatarios” latifundistas y de las depen¬dencias coloniales. La del dominio mercantil que extrae metales preciosos a través de las nuevas rutas. Y en el ámbito interno, en síntesis, por vecinos encomenderos, una categoría particular de privilegio a la que luego de 1554 puede accederse asimismo con la propiedad de una “casa poblada”, con la jefatura de una familia y todas las implicancias sociales y económicas que determina entonces ese hecho. Para ser vecino es necesario, en to¬dos los casos, la autorización previa de quienes van a
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ser sus pares. Y, tratándose de extranjeros, deben, por otra parte, estar casados con española o nativa de la región.
¿Por qué ese interés? Las respuestas deben buscarse en criterios alejados de lo jurídico o, de acuerdo con tesis expuesta por Maravall al aludir a circunstancias similares en España (la hidalguía), en un presunto deseo de “ho¬nor” o “prestigio” ante el común de la población, lo aleatorio, realidades que por sí solas no alcanzan a justi¬ficar las actitudes aludidas”. En primer lugar, no olvide¬mos que la categoría de “vecino”, al igual que la hidal¬guía en España, constituye un importante punto de par¬tida para obtener beneficios económicos: permite acce¬der a la tierra que reparte la Corona o las autoridades locales, el dominio de las encomiendas indígenas y ocu¬par los cargos no vendibles de la administración local, el Cabildo, de las ciudades donde los agraciados se en¬cuentran establecidos.
Y en segundo lugar, tengamos en cuenta que tanto la vecindad como la condición de “señores feudatarios” de indios los autoriza a poseer armas e integrar la milicia local que organiza malocas y reparte entre sus miembros el botín conquistado, un equivalente de las entradas cas¬tellanas a tierras fronterizas de moros. “Las crueldades que algunos caudillos y soldados —de las malocas— hacen, excediendo los límites de la justicia y humanidad y pie¬dad cristianas, y causando en los indios horror y espanto de los españoles” observa en 1597 el Sínodo de Tucu-mán.
Pues bien, concretábase así el dominio sobre la tierra y sobre una población conformada mayoritariamente de indígenas sometidos, mestizos y asimismo, ya en los pri¬meros años del siglo XVII, por algunos españoles y por-

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a José Antonio Maravall, Poder, honor y élites en el siglo XVII. Madrid,Siglo XXI, 1979, p. 22. “Es -afirma- la que lla¬mamos sociedad de estamentos, de la que ha podido decir M. Weber que se trata de ‘una organización social de acuerdo con el honor’ y de un modo de vivir según las normas correlativas a esa organización”. El hidalgo, una situación heredada y en mu¬chos casos, a partir del siglo XVI adquirida por dinero, tiene im¬portantes privilegios, entre otros el de la exención del pago de tributos a la Corona.
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tugueses que gozan de aquellos beneficios. Se concreta¬ba aquí, en el Nuevo Mundo, también la razón universal de las palabras puestas por Cervantes en boca del escude¬ro de Quijote: “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener”0, La razón, en síntesis, de una oligarquía integrada por unos pocos de los que emigran de Andalucía y de Casti¬lla huyendo del hambre o se desplazan del Alto Perú, donde lo que valía la pena poseer estaba en manos de los menos.
Todo esto es indudable. Y asimismo lo es el hecho, ad¬vertido en el tiempo, de que esas sociedades no se integran prometeicamente en la Historia y, más especialmente, en la evolución de las estructuras sociales. Conforman, opues¬tamente, mentalidades tradicionales (la resultante de un acondicionamiento social y económico), folk para los antropólogos culturalistas. En una superficie de no me¬nos de cuatro millones de kilómetros cuadrados (parte del norte argentino, sur y sudoeste de Bolivia, Uruguay, Paraguay y Río Grande del Sur, en Brasil) residen, dis¬persos en pequeñas poblaciones, grupos de españoles y mestizos, particularmente en las proximidades de las rutas que conducen al Alto Perú, Chile y Paraguay. So¬bre Tucumán, una gobernación que abarca entonces el centro y noreste actual de Argentina, escribirá en 1586 Ramírez de Velazco al rey, definiendo su economía: “No hallo en cabeza de Vuestra Majestad ninguna ha¬cienda porque como hasta hoy no se ha descubierto oro ni plata en esta gobernación no hay en ella más que la¬branzas del campo y algún algodón, que muchos años faltan”*. Pobreza y también estancamiento.
” Es esta una realidad expuesta reiteradamente a partir del lento proceso de disolución del feudalismo. A mediados del si¬glo XVI, Jorge de Montemayor en Los siete libros de la Diana (libro cuarto) afirmaba que “assaz desfavorecido de los bienes de naturaleza está el que los va a buscar en sus passados”. Un discur¬so anónimo español sobre los nobles, manuscrito de comienzos del siglo XVII, alude a la movilidad económica y social y al po¬der del dinero, más importante que los títulos (Biblioteca Nacio¬nal de Madrid, mss. n° 2364, folios 88 a 93).
^El Tucumán, papeles de los gobernadores, 1553-1600, Ma-
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En conjunto, la impresión general es de que estamos ante una marginalidad que desprecia el trabajo manual, al igual que ocurre en España, no al producto del mismo proveniente de los sometidos a servidumbre. Y también ante la tendencia de los más ricos a la acumulación de tierras aprovechando la condición de vecinos y las alian¬zas familiares. Así, si damos crédito a los contemporá¬neos, no cabe ninguna duda de que la gobernación de Tucumán poco o nada interesaba a los viajeros que por entonces recorren los desérticos caminos desde o hacia el Alto Perú. Uno de ellos, sacerdote, lo deja bien en claro al escribir sus impresiones:
(.. .)”es pobre de oro y plata, que no corre moneda en ella por no haberla. Y de toda ella no hay que hacer caso, porque todo fue pesadumbre y trabajo cuanto en ella pasó. Recíbelo Dios en descuento de mis culpas, por¬que no sé qué pestilencia del desierto se puede comparar con caminar cinco meses, de día y de noche, sin dormir y comiendo bollos de maíz, y cada hora con la muerte al ojo por los muchos indios de guerra que hay, en más de quinientas y más de seiscientes leguas que hay en todo aquesto que he dicho, desde el Paraguay hasta Potosí, donde hice asiento por descansar del prolijo y penoso camino”0.
El peyorativo “tantas cosas malas tiene esta tierra” de Martín González se completa y conjuga con la aprecia¬ción de fray Ocaña “es pobre de plata y oro”, una reali¬dad siempre presente. Y lo demuestra, por cierto, la esca¬sa densidad demográfica de toda el área (sur de Potosí, gobernaciones de Tucumán, Buenos Aires y Paraguay): cinco mil habitantes en 1583 y quince mil en 1626b. Desde luego, todas estas cifras son elocuentes y es asi¬mismo elocuente el desinterés en la ocupación del es-
drid, 1920, t. I,pág. 181.
“Fray Diego de Ocaña, Un viaje fascinante por la América his¬pana del siglo XVI, Madrid, 1969, pág. 157.
Resumimos investigaciones realizadas en un trabajo en pre¬paración sobre la sociedad y la economía de América meridional en los siglos XVI y XVII.
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pació. Fijémonos, confirmando lo expuesto, que las ciudades de Buenos Aires, Córdoba, Tucumán y San¬tiago del Estero reúnen en sus respectivas jurisdiccio¬nes aproximadamente las tres cuartas partes de los quin¬ce mil habitantes, concentrados en su mayor propor¬ción en pequeños centros urbanos que dominan las tie¬rras próximas. Paralelamente, y a partir del sometimien¬to de las etnias indígenas, los vecinos encomenderos se dispersan en sus haciendas latifundistas o colocan al frente de los pueblos sometidos a representantes suyos, capataces o mayordomos que reciben el nombre de po-bleros. Es así que dos o tres décadas después de la con¬quista, repartida la tierra y los naturales, encontramos a los hijos de los conquistadores, con fuerte predominio de mestizos, establecidos en Río Cuarto, Calamuchita, Pu-nilla, Tilcara, Salavina, Sumampa, Manogasta, Humahua-ca, Loreto, Tulumba y otros pueblos. Se estaban confor-mando en las conductas y las acciones, en los estilos de vida, según señalamos luego, las sociedades folk arcaicas características de las “culturas tradicionales” propias del irracionalismo, del sistema colonial primitivo. Pobreza, soledad y aislamiento. Y lo confirma con las siguientes palabras Lizárraga al describir el camino que cruza aquel territorio:
“(de la ciudad) de Santiago del Estero a la de Córdo¬ba, que la última de esta provincia, hay poco menos de 90 leguas, todas llanas, sin encontrar una piedra, y casi todas despobladas, porque en saliendo de un pueblo de indios, a 15 leguas andadas de Santiago, hasta Córdoba, no se pida más poblado, sino es pueblecillo, de obra de 12 casas, 10 leguas poco más de Córdoba”.”
Y poco más tarde, en 1635, funcionarios de la Corona observan las características de la tierra que se extiende entre Buenos Aires y Córdoba. He aquí sus palabras:
“De este puerto (Buenos Aires) la tierra adentro está
“Reginaldo de Lizárraga, Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile, Madrid, B. A. E., 1968, pág. 187.
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poblada la ciudad de Córdoba, gobernación del Tucu-mán, 120 leguas de distancia todas ellas sin ningún géne¬ro de monte sino campaña rasa excepto algunos árboles que hay en los ríos como son Lujan, Areco, Arrecifes y río Tercero, que todos estos se pasan para ir a la ciudad de Córdoba y tal vez con las aguas llovedizas están creci¬dos los ríos y para pasarlos es necesario balsas, hay pan¬tanos penosos de andar y como tragín con carretas de bueyes se suele tardar en el viaje de 25 a 30 días””.
Una sociedad, qué duda cabe, aislada, arcaica, depen¬diente del trabajo servil indígena y de las comunicacio¬nes con el Alto Perú a través de la Ruta Continental. Se nos podrá preguntar entonces por qué insistimos en ana¬lizar lo que en apariencia no ha aportado nada a la histo¬ria, es decir al progreso. La respuesta la encontramos en la proyección que pretende dársele en el tiempo a esas formas de vida, en la muralla, permítase el símil, a los procesos evolutivos. Y, desde luego, en una ideología siempre renovada, más allá de los revivales folklóricos que se sustentan en la nostalgia de las sociedades arcai¬cas, similar a la propuesta en los siglos XVI y XVII (aún mucho después) de una vuelta al campo donde no se oían las voces cada día más altaneras de la burguesía en ascenso contra el poder de la nobleza feudal. “Que el grande y el pequeño / somos iguales lo que dure el sue¬ño” es la aspiración de Lope de Vega racionalizada en su “Canción a la vida del campo”. Babilonia, el pecado, ba-rroquiza en el siglo XVII Luis de Tejeda para definir a los escasos vecinos establecidos en Córdoba del Tucu-mán. Y según expone Ricardo Rojas, en artículos perio¬dísticos dados a conocer entre 1922 y 1924 y reunidos luego en Eurindia, la civilización de las ciudades es “ma¬terialista” y “enteca”. “Dejará de serlo —vaticina— sólo cuando el espíritu de la tierra haya entrado en la ciudad, extranjera por todos sus atributos”6. Pero dentro de ese
a “Relación de el gran río de la Plata, islas, bajos y surgideros que distan un cuarto de legua de la ciudad, puerto seguro”. . . 1637, en C.G.G.V., n° 4893.
6 Ricardo Rojas, Eurindia, Buenos Aires, Losada, 1951, pág. 18. En el capítulo titulado “Ley de continuidad de la tradición”, resume sus teorías nacionalistas con las siguientes palabras: “Así
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concierto de alabanzas a lo arcaico, hemos de verlo, la verdad se levanta con vigor singular.
II-LOS COMIENZOS: ‘HAY MUCHA FALTA DE ORO Y PLATA”
Al sur del dominio español, en las tierras del litoral atlántico donde Juan de Garay establece la segunda Bue¬nos Aires en 1580, la ocupación de las tierras próximas al puerto y el dominio teórico a sus pobladores natura¬les difieren al dominio y la ocupación característica del Interior. Durante años ha de persistir el desinterés por controlar las tierras aptas para la agricultura y la ganade¬ría fuera de un mínimo necesario para cubrir los requeri¬mientos de sus habitantes. En parte por carecer de un mercado para sus posibles productos y por las caracterís¬ticas que habían determinado el asentamiento humano; y en parte por no disponer de mano de obra apta para los trabajos sistemáticos. En efecto, esas feraces llanuras incluidas en el área de los 600 milímetros de precipita¬ción anual, cubiertas por un fértil mantillo de humus, serán dominadas por cazadores nómades que disputan a los “accioneros” de Buenos Aires, denominación que re¬ciben los vecinos, el derecho a vaquear el ganado cima¬rrón o salvaje.
La llanura. Son pocas, muy pocas, por cierto, las alu¬siones a la geografía bonaerense en los relatos burocráti¬cos de funcionarios y vecinos. Y menos aún al paisaje, una realidad subordinada a la distancia y a las posibili¬dades económicas. ¿No lo está acaso recién descubriendo
lo indígena, lo español y lo gauchesco —lo que creíamos muerto en !a realidad histórica- sobrevive en las almas, creando la verda¬dera historia de nuestro país o sea la conciencia de su cultura, en virtud de esa ley que he llamado continuidad de la tradición en la memoria nacional”. Lo cosmopolita, para Rojas, es la antítesis de lo nacional. En Buenos Aires, observa, “El capitalismo inter¬nacional, con todos los resortes de la banca judía, gobierna las finanzas, la industria y el comercio desde sus grandes centros de Londres o de New York”.
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la pintura europea, particularmente la holandesa y vene¬ciana? Se puede leer, por caso, sobre las tierras ubicadas en las proximidades de Sancti Spiritus, en la actual Santa Fe, en una Descripción anónima. . . del R ío de la Plata, la impresión que le había causado a su autor la inmensa planicie y sus posibilidades económicas en relación a la ganadería, una circunstancia que en los primeros mo¬mentos otros intereses han de marginar. Se dice en una parte de ese relato:
“Es muy aparejada esta tierra y comarca de Sancti Spiritus para que allí se críen y multipliquen ganados, es¬pecialmente vacas y ovejas, por ser… tierra rasa en la cual por maravilla se hallarán árboles. . . con dehesas de inmensa grandeza llena de mucha yerba tal cual conviene para lo ya dicho. . . no se perderá cuero de vaca ni vello¬cino de lana que se traiga por el dicho rio abajo para estos reinos, de manera que esta granjeria bastará a sus¬tentar aquella tierra con grande perpetuidad porque son tantos los ganados que hay en los reinos del Perú que casi para otra cosa no aprovechan sino para comer en tal manera que se podrá traer de allá y de Tucumán y de la ciudad de Asunción tanto número dellos que en diez años su multiplicación hincha toda la tierra”.”
Realidades concretas; la hacienda vacuna y caballar*. La primera, de. acuerdo con los testimonios conocidos, se introduce al Río de la Plata desde la ciudad de Asunción en 1573 y en 1580c. Y en distintas ocasiones desde Cór¬doba y Santiago del Estero para socorrer a Santa Fe. Junto al ganado cimarrón, abundante y de poco precio, encontramos en los primeros momentos la pobreza gene¬ral del ámbito pampeano, un primitivismo acentuado y
“”Descripción anónima con varias noticias del Río de la Pla¬ta” redactada poco antes de 1580, en C.G.G.V., n° 467.
A comienzos del siglo XVII observa fray Diego de Ocaña sobre las yeguas y caballos cimarrones: “Estos caballos trajeron aquí los conquistadores, que fue Cabeza de Vaca y sus compañe¬ros; y los soltaron por los campos, y han multiplicado tanto co¬mo está dicho”. Fray Diego de Ocaña, Un viaje.. ., pág. 143.
cCf.: Emilio A. Coni, Las siete vacas de Goes, en La Nación, Buenos Aires, 8 de noviembre de 1925.
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característico en el tiempo. Así lo informaba en 1611 el gobernador del Río de la Plata, luego de aludir a las dis¬tintas etnias que había sometido o esperaba hacerlo:
. . . “hay mucha caza de venados y avestruces y perdi¬ces, que es muy gustosa, y las perdices tan bobas que se dejan tomar desde el caballo con una caña y lacillo. Hay notable falta de moliendas por ser la tierra tan llana con que viene el pan amasado a muy excesivo precio respecto de que la fanega de trigo que es fanega y media de Espa-ña vale a seis y ocho reales y este año se halla a cuatro. Hay grande abundancia de ganado vacuno y vale muy ba¬rato, tanto que el obligado de la carne deste año da un cuarto de buey, que ordinariamente pesa más de setenta libras carniceras en tres reales y medio. Hay muy grande ‘falta de todo género de ropa y no porque la tierra no dé lino y cáñamo ni la haya de ganado ovejuno y carneros sino porque la gente no es amiga de trabajar ni las muje¬res de hilar. Hay mucha falta de plata y oro en todas estas provincias, tanto que en ninguna se halla plata sino es en este puerto por la comunicación del y toda es poca”.
Y también, por último, la vida cotidiana, los indios y las costumbres de esa tierra nueva:
“En toda esta gobernación no se acostumbra vender cosa ninguna en las plazas sino es en este puerto, que hace dificultoso el comercio y también por no hallar los forasteros indios ni otra persona en quien servirse por su dinero porque los pocos indios que hay con sus mujeres y hijos sirven los encomenderos y son tan pocos los cris¬tianos reducidos que en muy poco tiempo se acabaran y con ellos las haciendas del campo y el sustento de los españoles, los cuales han sido y son tan pobres en todas estas gobernaciones que no han podido ni pueden com¬prar negros. Hay grandísima multitud de yeguas y caba¬llos silvestres con que han dado ocasión a los indios an¬dar a caballo y están ya tan diestros que no les da cuida¬do silla ni aparejo. Todos los indios cristianos y de servi¬cio son. . . ocho mil cincuenta y los infieles ciento no¬venta y nueve mil doscientos sin las mujeres e hijos. Con los infieles no hay ocupados sacerdotes ningunos sino
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dos descalzos, el uno gran lengua y gran siervo de Dios muy antiguo y seis padres de la Compañía también len¬guas ocupados en tres provincias.. . Hay en esta goberna¬ción generalmente en hombres y mujeres un vicio abomi¬nable y sucio que es tomar algunas veces en el día la yer¬ba con gran cantidad de hierba caliente para hacer vómi¬tos con grandísimo daño de lo espiritual y temporal por¬que quita totalmente la frecuencia del santísimo sacra¬mento y hace a los hombres holgazanes, que es la total ruina de la tierra y como es tan general temo que no se podrá quitar si Dios no lo hace”.0
Por cierto, se trata de los primeros momentos de la sociedad arcaica pampeana que se desarrolla al margen de los centros productores del metal blanco. Caminos del contrabando definen Lucien Febvre, Fernando Braudel y Magalhaes Godinho a los que convergen a Buenos Aires en busca de su estación intermedia a Europa, los del inte¬rés del mercantilismo precapitalista por el numerario.* Por lo demás, arrinconados los pobladores del Río de la Plata en un ámbito del que sólo les importa la salida a las rutas atlánticas, todas las actividades económicas giran alrededor del nexo que hacen entre el Alto Perú y el ex¬terior. En Buenos Aires, descontada la preocupación de los comerciantes portugueses y los factores de los asen¬tistas de esclavos, pocos desean establecerse en la región. Es tan evidente esa realidad, que, una y otra vez, antes y después de la fundación de Buenos Aires, aconsejaban en Andalucía a los aspirantes a indianos a no trasladarse al Río de la Plata y Paraguay. Informábase, en 1575, a Felipe II sobre el desinterés y también sobre la opinión general del pueblo, y le decían que “tanta mala fama ha cobrado aquella tierra que en mentándola escupen”. Y más tarde, en 1600, clamaba el obispo de Córdoba de Tucumán en una carta enviada también al monarca de la
aCarta a S.M. del gobernador del Río de la Plata.. ., Buenos Aires, 25 de abril de 1611, en Archivo General de Indias, Sevilla, Charcas,lO.
*C.f.: Fernando Braudel, Une route clandestine de l’argent, en A travers les Amériques latines, Paris, 1949, págs. 154-158; Vitorino Magalhaes Godinho, Flutuacoes económicas a devir es-trutural do sécula XV ao sécula XVII, en Ensaios sobre Historia de Portugal, Lisboa, Sá da Costa, 1978, págs. 247-280.
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falta de clérigos, señalándole que “todos se huyen al Pe¬rú y no lo puedo remediar””. Es que allí, en las proximi¬dades del Cerro, se encontraba la plata y la fortuna.
Proseguimos. Como señalamos en otra oportunidad al estudiar las características del trabajo indígena en el área que se extiende entre Buenos Aires y Potosí, los prime¬ros pobladores distinguían “cualitativamente” a los na¬turales del Río de la Plata de los del Paraguay, y, más acentuadamente aún, de los indios de la montaña someti¬dos al “orden” y “policía””. Es decir, a los recolectores y cazadores del litoral bonaerense (“Todos los indios que por este río arriba hay que viven en la ribera del no son gente que siembren ni de ninguna policía, son de guardarse muchos de ellos”) de los agricultores primiti¬vos subtropicales (“todos son labradores y gente que siembra”). Pueblos sin policía unos, sin orden los otros. “Carecen de servicio —escribe en 1620 él gobernador de Buenos Aires informándole al rey— los pobladores por la grande falta de naturales, y ser para pocos, de costum¬bres bestiales, sin pulicía ni gobierno”. Un equivalente a los indios antillanos de las “islas inútiles” que esclavizan para llevar a las “útiles”, las del oro, perlas y plantaciones.
En menos de cuarenta años, a partir de los primeros encuentros entre dominados y dominadores, las etnias cazadoras de Buenos Aires transforman radicalmente sus características dando un salto en el tiempo con la adop¬ción del caballo. La domesticación, el adiestramiento, el empleo cotidiano del caballo determinan cambios esen¬ciales en sus costumbres, similares a las que ocurren en las praderas del Oeste de Estados Unidos de Norteaméri¬ca. Es poco lo que conocemos sobre el momento y las circunstancias en que se produce la adaptación de ese
” Ocultándose parte de la verdad, es decir el interés en eva¬dir la plata a Portugal y Holanda, se afirma en 1604: “la ciudad de la Trinidad e puerto de Buenos Aires se poblase para el trato y comercio desta gobernación con los reinos de España, Brasil, por estar la gente de esta tierra pobre”. Y poco antes, desde la ciudad de Córdoba (6 de diciembre de 1589) se recuerde “el servicio y el trabajo que se ha tenido en descubrir el camino des¬ta ciudad al Brasil”.
” Ricardo Rodríguez Molas, Los sometidos de la conquista (A editarse próximamente en Crítica, Grupo Editorial Grijalbo).
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nuevo elemento. Es posible que el proceso se hubiese ini¬ciado a través de los indios sometidos a esclavitud por Mendoza y sus acompañantes en los tiempos de la prime¬ra “ciudad” de Buenos Aires (1536-1541). De todas ma¬neras, lo cierto es que los padrillos y yeguas que el ade¬lantado y luego sus hombres abandonan en las fértiles llanuras se multiplican sin mayores problemas, disponién¬dose de abundantes tropillas para abastecerse. Es un pro¬ceso similar al del vacuno. Pues bien, ya en 1599 un go¬bernador del Río de la Plata nos relata algunas de las particularidades de la aculturación de los pampas o que-randíes, a la transformación de los mismos en un horse-complex de guerreros, aludiendo a sus armas y prácticas de caza. Y en 1629 escriben que los indios andan “vagan¬do por los campos, sustentándose de raíces, carne y san¬gre de caballo a medio asar, de venados, avestruces y otras cazas y de pesquería; si los aprietan (oprimen) se levan¬tan y están mal seguros los caminos””. Pero también, se¬gún se agrega, el temor a que los serranos se aliaran a los posibles invasores holandeses de la Compañía de Indias Occidentales6. Nos cuentan, por caso, que
“los indios serranos que confinan con el estrecho de Magallanes (sic) por la banda del sur y bajaron a esta pro¬vincia más de quinientos de ellos diciendo que se querían reducir, descubriéndose que su ánimo no fue sino ver si el enemigo había tomado la tierra y si los españoles esta¬ban retirados fuera della haciendo junta con los demás y con los holandeses y dar sobre nosotros, que si fueran amigos verdaderos alguna defensa tuviera porque los más son grandes hombres de a caballo y están prevenidos de
a Carta al rey del gobernador del Río de la Plata Diego Ro¬dríguez Valdez y de la Banda, Buenos Aires, 20 de mayo de 1599. Publicada en una edición anotada por Francisco de Apa¬ricio (Anuario de la Sociedad de Historia, t. III, Buenos Aires, 1941, pp. 507-519).
En 1599 el gobernador mencionado antes observa que los indios podrían entregarles a los ingleses que merodean por el lito¬ral, a cambio de zarcillos y armas blancas, “un caballo a cada uno, porque como señores de la campaña lo son de dos millones (síc) de yeguas y caballos que andan en ella de los cuales comen y se sirven.”
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armas de cuero de buey para sus personas y caballos. Usan lanzas, arcos, flechas, bolas y hondas y a su modo hacen los escuadrones en forma de media luna y los in¬fantes sin parar en un lugar. Para su castigo conviene mu¬cho que una cédula que Vuestra Majestad despachó para el Paraguay y río Bermejo en que manda sean cautivos y señalados en el rostro con calidad que se pueda disponer de ellos. Ha de ser más amplia según y como la del Reino de Chile para que el mayor castigo que se les puede ha¬cer para enfrenar su furia es venderlos y es tanta verdad esto que teme más un indio que lo embarquen desterrán¬dolo al Brasil que si lo sentenciaran a muerte”2.
Por cierto, en toda el área rioplatense predominan las etnias de recolectores y cazadores, protoculturas que rechazan el “orden” y “policía” impuesto por los españoles, y más aún los sincretismos inducidos por in-. termedio del control social y la ideología religiosa que predominan en todas las áreas mineras del Alto y Bajo Perú. Debemos advertir que, de acuerdo con los testimo¬nios disponibles, asimismo en Santa Fe y en zonas ale¬dañas las dificultades son similares. Allí, en 1577, los vecinos observan que sólo han podido someter a conta¬dos indios, encontrándose los más alzados “contra el servicio de Dios Nuestro Señor y de Su Majestad”.
Pero, aceptado lo anterior, no es menos cierto que advertidos en Buenos Aires de todos los fracasos en los intentos de dominarlos, poco o ningún interés ponen en su conversión y adoctrinamiento. Los vecinos, con-cientes de esa realidad, buscan la mano de obra que les es indispensable en otras regiones. Una y otra vez se menciona en los documentos a grupos de indios guara-
fl Carta del gobernador del Río de la Plata Francisco de Cés¬pedes a S.M., Buenos Aires, 15 de julio de 1629, e C.G.G.V., n° 4835. Permanentemente se alude en los documentos holan¬deses a la necesidad de ofrecer la libertad a los indios oprimidos para lograrse la conquista, con la alianza de éstos, de los territo¬rios de España. Cf. Desengaño a los pueblos de Brasil y demás partes de ¡as Indias Occidentales. . . Amsterdan MDCXXXII, pp. 363-367 en Biblioteca Nacional de Madrid, mss. 2364. Otros aspectos en C.R. Boxer, The Dutch in Brasil, 1624-1654, Oxford, 1957.
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níes que concurren a Buenos Aires para realizar diver¬sos trabajos. Es más, cientos habían llegado con Garay en condición de esclavos y sirvientes; otros eran her¬manos o padres de las esposas o concubinas de los ve¬cinos de Buenos Aires. Construyen los primeros ranchos, labran las huertas y cuidan la hacienda doméstica. Y su número debió, por cierto, ser importante para que un funcionario de Asunción atribuya a este hecho la falta de mano de obra que deben soportar en Paraguay, con¬siderándolo un menoscabo a los intereses de los vecinos de la ciudad de Irala. Problemas de jurisdicciones, de ser¬vidumbres que no desean compartir con quienes se ha¬bían desplazado al Río de la Plata.
Junto a los indios de otras regiones, los que aprisio¬nan los pobladores de Buenos Aires en las frecuentes razias que emprenden en las tierras de otra jurisdicción. Cautivos, caballos, posibilidad de riquezas. . .: algunas de las palabras que justifican las expediciones depreda¬doras organizadas por el cabildo de Buenos Aires. Ante hechos de una violencia e inhumanidad extremas, el obispo Fernando de Trejo, en defensa de los intereses de los vecinos de Córdoba que ven disminuir el número de sus encomendados, clama con las siguientes palabras: “Conviene prohibir con grandísimas penas las malocas y entradas que no son otra cosa más que una montería y caza de indios que luego hacen esclavos, y como tales los venden y a la vuelta dellos los traen, (aunque) mu¬chos son cristianos, con sus mujeres e hijos”. De tanto en tanto partían al frente de un caudillo militar, el goberna¬dor o su teniente; a caballo, con armas blancas y de fue¬go, con sus petos para detener las flechas. Así, pues, ele¬gido el grupo al que iban a saquear y secuestrar para ha¬cerlo esperan las horas más propicias, por lo general las del amanecer. Y posteriormente, finalizada la maloca, el acostumbrado informe, como el siguiente de 1600 donde informan que “se mataron los indios que allí ha¬bían, unos despeñados y otros a arcabuzasos y cuchilla¬das que serían como ciento setenta sin dejar uno con vi-
a Caita del obispo Fernando de Trejo, Córdoba del Tucumán, 15 de agosto de 1609, con C.G.G.V., n° 4050.
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da de los que peleaban y se trajeron otros ciento setenta muchachos y muchachas”.
Características feudales, podemos decir: expediciones organizadas para el saqueo sistemático en las que ínter-* vienen todos los vecinos quedando la ciudad abandona¬da, sin ningún poblador capacitado para empuñar un ar¬ma. Señalemos asimismo, resumiendo hechos que se re¬piten a lo largo del tiempo, que esas acciones determinan por parte de los distintos sectores indígenas dispersos en las praderas las más variadas reacciones de rechazo, defi¬niendo una situación que se extiende hasta fines del siglo XIX.
Resumiendo lo expuesto,,no olvidemos que Buenos Aires es primordialmente un puerto de ^concentración y distribución que compite con otras áreas beneficiadas le-galmente gracias al monopolio del circuito sevillano. En 1596 desembarcan en el Río de la Plata los primeros es¬clavos pertenecientes al contrato (“asiento”) del lusitano Reinel, permitiendo la autorización de la Corona, sin proponérselo, que por esa vía se incremente el comercio ilegal. Una actitud que en líneas generales merece la opo¬sición de los vecinos tradicionales (los fundadores que arriban de Paraguay, sus descendientes y otros que se ins¬talan más tarde) insertos todos ellos en una economía natural. En oposición a ese grupo, encontramos a los mercaderes del intérlope y a sus agentes. Dos mundos en apariencia distantes. A pesar del relativamente impor¬tante comercio marítimo que fluye por el “puerto” bo¬naerense (a. comienzos del siglo XVII llegan hasta treinta naves en un año), la ciudad no pasa de ser una miserable aldea, y en 1629 según un testigo
“Las iglesias y las casas, sin excepción, son todas de barro y están techadas con paja, y sólo algunas lo están con tejas. No hay ningún pavimento. Se ignora lo que es una ventana de vidrio; ni siquiera las hay de tela o papel; no hay sótanos ni bodegas, ni tampoco obras de carpin¬tería”13.
a Carta al rey del gobernador del Río de la Plata Diego Ro¬dríguez Valdez y de la Banda, citada antes.
* Guillermo Furlong, Justo Van Suerck y su carta sobre Bue¬nos Aires (1629), Buenos Aires, 1963, p. 83.
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Pues bien, era la misma la circunstancia de los intere¬ses que habían determinado el emplazamiento del puer¬to. Finalmente, en este orden de consideraciones, añadi¬remos otro testimonio que habla a las claras de las cir¬cunstancias y también de las opiniones que tenían los contemporáneos sobre aquella región austral, del rechazo a sus posibilidades. Su autor, provincial de la orden de la Merced, advertía a sus lectores, en un impreso dado a co¬nocer en España a comienzos de la tercera década del si¬glo XVII, que Buenos Aires es una tierra donde
“leña no hay ni cosa de comer, sino unos malos árbo¬les de duraznos y melocotones y se dan en aquel puerto, porque la carne es común pero no la hay tan cerca que es necesario ir con caballos diez, quince, veinte o más le¬guas a cogella y la que hay mansa cada uno se la guarda con su trabajo. . . la esterilidad de la tierra, la desdicha y miseria natural della, la imposibilidad de que haya fru¬tos, tal es la tierra del distrito de Buenos Aires, que el primer año da trigo razonablemente; el segundo benefi¬ciada, poco; el tercero casi ninguno; el cuarto nada. . . do se ve la desdicha de ella””.
III – EL DOMINIO DE LOS MENOS
Habían llegado los primeros pobladores bonaerenses de origen europeo desde España, acompañando a los ade¬lantados que cruzan el Atlántico Sur detrás de la ilusión del oro y la plata. Emigrados al Paraguay, más tarde un grupo formado mayoritariamente de mestizos y criollos (las primeras mujeres españolas fueron escasas en las le¬vas del siglo XVI) se desplaza al sur para instalarse en Santa Fe (1573) y Buenos Aires (1580). Asentado el do¬minio, se sumarán nuevos indianos procedentes de Espa¬ña, Portugal y del Alto Perú.
” Advertencias que da el padre maestro fray Diego de Velasco, provincial que fue en la provincia de Cuzco del orden de Nuestra Señora de la Merced, Madrid, s/f. Ejemplar en la Biblioteca Na¬cional de Madrid.
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En primer lugar los españoles nativos. Si nos atene¬mos a las estadísticas de los catálogos de Pasajeros a In¬dias, no en todos los casos suficientemente explícitos, ha¬brían sido mayoritariamente andaluces, siguiéndolos en orden de importancia los extremeños, castellanos y los de otras regiones de España. Todos o casi todos los que acompañan a Ortiz de Zarate son enrolados en Sevilla, en Fuente Ovejuna, en Jaén, en Córdoba, en Baeza. . . y algo similar había ocurrido con las gentes de Pedro de Mendoza y Núñez Cabeza de Vaca. Como es sabido, siempre se encuentran desesperados que desean huir de la miseria o poner distancia, la distancia del Atlántico, a los requerimientos de la justicia. Ortiz de Zarate, luego de insistentes requerimientos y bandos, reúne aproxima¬damente trescientos voluntarios, la “escoria de Andalu¬cía” al decir del tesorero Montalvo (en las listas abundan las mujeres solteras, apenas adolescentes, con uno o dos hijos), desplazados a los que se agregan cientos de cam¬pesinos hambrientos y soldados sin esperanza.. . Por cier¬to, ya antes había escrito el cronista Fernández de Ovie¬do su opinión sobre lo que luego sería la tendencia gene¬ral: “En aquellos principios si pasaba un hombre noble y de clara sangre, venían diez descomedidos y de otros li¬najes oscuros y bajos”0. A decir verdad, no todos los que se decían andaluces lo eran en realidad. Como es bien sa¬bido, a lo largo del siglo XVI los habitantes del norte de España y otros de Castilla por razones que hacen a la búsqueda de mejores condiciones de vida emigran al sur, concentrándose en los centros urbanos, particularmente en Sevilla. Oleadas de desesperados de la fortuna, por cierto, emigran en momentos de crisis o desplazados por las características que determina la estructura de la gana¬dería señorial. En no pocos casos, el dominio de la noble¬za sobre las tierras de pastoreo y la trashumancia ovina son dos de los motores que determinan las levas. Contra¬riamente, la nobleza, apegada como lo estaba a sus pri¬vilegios, no se traslada al Nuevo Mundo. Y, según vimos, son también pocos los hidalgos que lo hacen. Todo esto
a Observa Juan Friede (Los estamentos sociales en España y su contribución a ¡a emigración a América, Revista de Indias, Madrid, n° 103, 1966) que de 13.000 pasajeros que emigran en¬tre 1509 y 1550 sólo se mencionan a 36 hidalgos.
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explica por qué le llamaba la atención a Bartolomé de las Casas que muchos de los emigrados a las Indias pro¬cedían de tierras pertenecientes a señoríos. Simplemen¬te, esperaban hallar en el Nuevo Mundo, según decían, la libertad y la fortuna que les era esquiva en España: “vamos por dejar a nuestros hijos en tierra libre y real” le expresaban al autor de la Historia de las Indias. A pesar de las estrictas disposiciones prohibiendo el ingreso de penitenciados por la Inquisición, moros y judíos, al igual que sus descendientes, una información de “limpieza de sangre” autorizándolo a hacerlo era lo más simple y fácil de obtener, y muchas veces, como ocurre con los acompañantes de Ortiz de Zarate, tampo¬co lo exigen. Es tan corriente el hecho, vox populi po¬demos decir, que cierto personaje de una novela españo¬la del siglo XVII burlábase de la disposición oficial con especial desparpajo: “Fácil negocio es eso. . . porque si hay en Sevilla testigos para decir mal quitando la fama, honra y crédito de quien no conocieron ni oyeron decir, mejor los hallará para decir y acreditar a quien se lo pa¬gue. . . Y yo, que tanto deseaba ver el Nuevo Mundo. . . salí de la posada en busca de algunos amigos para mi abo¬no y nueva información, deparándome mi buena suerte cuatro que a pretender hábito de Alcántara, por sus dichos no lo perdiera (de obtener)””.
Prosigamos. Por lo demás, adviértase que en el trans¬curso de la conquista, los días de las “entradas”, los éxi¬tos militares y los saqueos permiten el ascenso social de algunos afortunados. Siempre son los menos; algunos,
” Jerónimo de Alcalá, El donado hablador, en Novelistas pos¬teriores a Cervantes, Madrid, B.A.E., 1946, t. I, p. 528. Sobre la facilidad de obtener un expediente de “limpieza de sangre” re¬cordemos que fray José de Madrid, nieto del comerciante sefardí portugués Diego Luis de Lisboa, demuestra ser “cristiano viejo” sin antecedentes judíos (Palacio de Madrid, Archivo de la Real Capilla, Pruebas de Predicadores, legajo 7, cf. El epítome de Pine-lo, primera bibliografía del Nuevo Mundo, estudio preliminar de A. Millares Cario, Washington, Unión Panamericana, 1958). So¬bre los testigos y trámites para certificar la “limpieza de sangre” Albert Sicroff realizó un detenido análisis, lo más completo hasta el presente (Les controverses des status de pureté de sang en Es-pagne du XVau XVII siécle, París, 1960).
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subrayamos. De todas maneras, los jefes y sus socios do¬minan las mejores tierras y se ubican en los sitios de pre¬ferencia en los ejidos de las ciudades. Se reservan para sí el mayor número de los indios repartidos en encomien¬da, los cargos decisivos. Transcurridas, por otra parte, las jornadas iniciales de la aventura y el descontrol, ese tipo de dominio se hace más evidente. Una sociedad de posee¬dores y no poseedores a pesar de su mismo origen ultra¬marino. Nos recuerda en 1610 una relación sobre Poto¬sí: “La tierra se iba hinchiendo de gente suelta que cada año iba entrando de abajo y de España a esta Villa, para¬dero de todos los pobres. . . y considerando que no te¬nían más que la capa al hombro comenzaban a tener al¬gunas pendencias con los ricos vizcaínos”. Y son precisa¬mente los desplazados de los cargos municipales, de la propiedad de las minas o de las mejores tierras, los alie¬nados por el constante deseo de hallar nuevos potosíes, quienes se expanden al sur. Aquí y allá se resalta el he¬cho y la necesidad que éstos tienen de amoldarse a la condición que debe ser la propia en la estructura social vigente. Clama en 1595 la Audiencia de Charcas al rey aludiendo a un hecho para ellos inaudito. Dicen:
“la multitud de hombres pobres y sin caudal y de es¬tos reinos (que llega) y de estos cada año de nuevo en¬tran y es el mal que aunque la mayor parte de ellos es gente humilde y oficiales (artesanos), en poniendo los pies en el Perú y en especial en esta provincia se olvidan de quienes fon y se hacen caballeros, que es oficio que lo hayan de balde, y debajo de este nombre hacen obras con que descubren la hilaza””.
Es que habían transcurrido ya los días del botín y la aventura, estabilizándose la sociedad. En Buenos Ai¬res, como hemos de señalarlo más adelante, esa situa¬ción llega a situaciones extremas debido a la facilidad que encuentran los marginados de todo origen para ha¬llar su sustento en las pampas. Teniendo en cuenta lo expuesto, se puede entender el siguiente texto de 1698
a Carta a Su Majestad del licenciado Cepeda. .., La Plata, 28 de marzo de 1595, en Audiencia de Charcal, Correspondencia de presidentes y oidores, Madrid, Juan Pueyo, 1922.
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perteneciente a un canónigo de la catedral de Buenos Aires. Luego de referirse a la realidad económica de la región, a su pobreza general, una pobreza que determina la ausencia de metales preciosos, incluye la siguiente afirmación que alude a aspiraciones y a dominios ficti¬cios: “ha llegado —se dice— esta falta (de esclavos) a términos que en muchas casas nobles y honradas se sir¬ven de los hijos y de las hijas para el ministerio de cargar agua y otros actos serviles de la casa”. “Casas nobles y honradas”. No nos engañemos, como es sabido se trata de una nobleza imaginada, decidida por sus protagonistas por descender de los primeros vecinos y de los hijos mes¬tizos de éstos, habido de las guaraníes paraguayas (“goce de las demás preeminencias que gozan los vecinos desta ciudad a ser como es casado con hija de poblador y con¬quistador” determinan en el Cabildo de Buenos Aires; “Tiene las prendas de benemérito. . . está casado con nieta de los primeros descubridores” escriben en 1705 de un postulante a regidor).
Es necesario insistir: un mundo’, como en la Penínsu¬la, de dominadores y dominados. “Los soldados que ha¬bían venido a Su Majestad eran muchos y poco lo que había que repartir” dejan dicho en la probanza de un conquistador de Tucumán. Y, confirmando lo expuesto, años más tarde informan que las tierras que se extienden en dirección al Atlántico Sur, el Interior y la franja que conduce al puerto de Buenos Aires, se iban poblando de gente huida de los centros mineros del Alto Perú, “de¬lincuentes” y “forajidos” que buscaban un lugar seguro (“como si fuera reino extraño y no sujeto a Su Majes¬tad. . . y la dicha provincia está llena de gente delincuen¬te y forajida””). Era el mundo de los desplazados.
Hasta aquí algunas apreciaciones y testimonios de los indianos españoles y sus descendientes. Y junto a éstos, en la realidad de la tierra escasa de mujeres españolas, en¬contramos ya desde los comienzos a sus hijos mestizos. Un hecho, desde luego, frecuente en Perú, Paraguay, Córdoba del Tucumán, Buenos Aires; en todo el Nuevo Mundo. En un primer momento, y de manera especial en
” Gobernación del Tucumán, papeles de los gobernadores en el siglo XVI, Madrid, Juan Pueyo, 1920, p. 86.
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el área de la montaña y en las tierras subtropicales próxi¬mas a la ciudad de Asunción, los conquistadores eligie¬ron para sus uniones, legalizadas o no por la Iglesia, a las hijas de los jefes indígenas locales, una circunstancia planeada para facilitar la rápida sumisión de todo el gru¬po. Al margen de su situación legal (sólo el rey puede le¬gitimarlas), la cotidianeidad en que desarrollan su existen¬cia .los frutos de aquellas uniones varía de acuerdo con el ámbito en el que pasan su niñez (el de su madre india o su padre español). No olvidemos que la mujer legítima es¬pañola —considerada un objeto— siempre debe aceptar, sumisa, las relaciones extramatrimoniales del esposó y lo que él disponga, y también amparar en el hogar a los hi-jos naturales (“hay maridos que dejándose llevar del mu¬cho amor de sus mujeres, suelen querer más a los hijos de ellas que a los propios suyos” advierte Solórzano al condenar la costumbre en Política Indiana, en defensa de los intereses tradicionales de la herencia). La obedien¬cia a la jerarquía en el seno de la familia, una actitud en¬señada en la iglesia e impuesta compulsivamente por el padre, constituye, observa Jean Louis Flandrin al estu¬diar los orígenes de la familia moderna, la mejor garantía del respeto a las jerarquías sociales y económicas. Y en relación al desprecio por el mestizo, es en ese sentido de¬mostrativa la actitud del padre del cronista Inca Garcila-so de la Vega, tanto como lo son las palabras de su hijo (“A los hijos de español y de india, o de indio y españo¬la, nos llaman mestizos.. . me lo llamo yo a boca llena, y me honro con él. Aunque en Indias, si a uno de ellos le dice sois un mestizo, lo toman por menosprecio), que abandona a su compañera indígena al contraer matrimo¬nio con la española Luisa Martel de los Ríos. Fijémonos, sin embargo, en la circunstancia de que los matrimonios mixtos contraídos en el transcurso del siglo XVI en el Nuevo Mundo representan apenas un 10 por ciento b a lo sumo un 15 del total de las uniones, y muchísimo me¬nos, de acuerdo con las cifras parciales que conocemos, en los años posteriores0. Esta evidencia nos demuestra el
a Gonzalo Vial Correa, Teoría y práctica de la igualdad en Indias, sobretiro del número 3 de Historia, Santiago de Chile, Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile, 1964,
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por qué la mayor parte de los mestizos nacen fuera del ma¬trimonio oficial, segregados en la mayor parte de los ca¬sos. A pesar de esa situación, algunos de ellos, los escasos niños que sus padres aceptan en los hogares patriarcales, se integran al grupo dominante constituyendo cabezas de familias de dominio social y económico. Con todo, ese proceso general de segregación no debe llevarnos a estable¬cer falsas apreciaciones al colocar excesivamente el acento en determinados aspectos jurídicos y normativos que rigen a la denominada “sociedad de castas”. Es necesario hacer hincapié en las relaciones de control de los bienes y del poder, no en lo aleatorio agregado a esos hechos. Nos li¬mitaremos, como prueba de lo expuesto, a mencionar dos casos que de ninguna manera son atípicos. Existe, sin du¬da, un abismo social entre el poeta mestizo Luis de Teje-da, nieto de una india santiagueña y emparentado por lí¬nea materna con santa Teresa de Jesús (de origen judeo-converso por línea de los Cepeda), rico mercader vecino de Córdoba del Tucumán en el siglo XVII, propietario de estancias latifundistas, frente a la triste realidad de un mestizo criado junto a su madre indígena en una aparta¬da serranía, sin contacto alguno con su padre español. Un caso frecuente, por cierto, en los años posteriores de la conquista. El mismo que ocurre con los hijos reconoci¬dos del conquistador Mallea, vecino de San Juan en los días posteriores a la fundación de la ciudad, habidos con la hija del cacique huarpe Angaco. A pesar del prestigio y del poder feudal de sus descendientes, los comprovincia¬nos, de acuerdo con el relato de Sarmiento en Recuerdos de provincia, los denominaban con el mote de mulatos”.
citado por Daisy Rípodas Ardanaz en El matrimonio en Indias, Buenos Aires, 1977, p. 10.
a Reiteradamente se alude en todas las épocas a los reales o presuntos orígenes familiares por razones de interés o primacía. El que sigue es un caso ilustrativo. En 1601 se da a conocer en Lima la genealogía de Pedro Luis de Cabrera, aludiéndose al ca¬samiento de su antecesor español Pedro de Cabrera con María de Toledo, judía sefardí natural de Sevilla: “son nietos de doña María de Toledo, natural de Sevilla, de quien los testigos dicen ser judía. . . judía conocida y de señal que enamorado de ella el dicho don Pedro temiendo la ira del comendador Jerónimo de Cabrera, su padre. . . se salió de Sevilla y se fue a celebrar el ma-
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Se trata de la situación que los brasileños definen con pocas palabras: “El dinero blanquea”. Pero, según se ha dicho, el proceso de movilidad ascendente del mestizo y del mulato en el Nuevo Mundo no debe recalcarse con exageración. Ni mucho menos. De todas maneras, recor¬dando a Marcel Proust, siempre “La herencia de un nom¬bre es triste como todas las herencias, como todas las usurpaciones de propiedad.”
Por cierto que cuando Solórzano, partidario de los sistemas de opresión en vigencia, califica a los mulatos, mestizos y negros de “canalla ociosa” obligada a realizar tareas manuales sólo tiene en cuenta a los desposeídos de la fortuna. Esa en apariencia compleja realidad de lo que se define como “sociedad de castas” o “pigmentocracia”, lo aparente que esconde la verdad, es posible observarla en el siglo XVÍII al confeccionarse en Buenos Aires el pa¬drón de sus moradores. Finalizada la tarea, uno de los funcionarios deja constancia de que, así escribe, “se gra¬duaron las castas, según el concepto que se ha tenido ge¬neralmente, y por los informes que se han adquirido en pública voz y fama”. Los explícitos términos “según el concepto” y “en pública voz y fama” no aluden a un apellido tradicional o a un origen africano; contrariamen¬te, se refieren de manera especial a una situación de pre¬dominio económico o de dependencia, lo que en última instancia ubica a cada calificado.
En esto, pues, es decir en la perpetuación del domi¬nio, estriba el carácter del sistema. Y en líneas generales, por razones de primacía e interés personal los funciona¬rios eclesiásticos y civiles del Nuevo Mundo no ven con
trimonio a Lisboa de donde con la dicha mujer y a escondida y encubiertamente. … se embarcó para el Perú” (Archivo Históri¬co Nacional, Madrid, Inquisición, legajo 1653, n° 1).
Con motivo de la ocupación de Recife por los holandeses, en 1630, se otorga la libertad de cultos a reformados, católicos y judíos. Es así que se organiza la congregación Zur Israel integra¬da por sefardíes, encontrándose entre sus miembros apellidos de familias que luego emigran al Río de la Plata o que ya lo habían hecho: Mercado, Drago, Coronel, Cardozo, Franco Grado, Ro¬cha, Meló, Coronel Acevedo, Matos, Navarro, Núñez y otros (Cfr.: Arnold Wiznitzer, Os ¡udeus no Brasil colonial, Sao Pau1 , Universidade de Sao Paulo, 1966).
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simpatía a los criollos y aún menos a los mestizos. Pode¬mos recordar las reiteradas expresiones del autoritario virrey Toledo —”se quite el peligro de los mestizos desta tierra y casi todo lo del Paraguay”— y las del obispo de Tucumán Julián de Cortázar —”acá se tiene por cierto que de los criollos se puede fiar poco y de los mestizos nada”—? Es más, en determinados casos menosprecian a una región debido al predominio en la misma de mesti¬zos e indígenas, un equivalente de la dependencia social de la mayoría a los menos. Otro obispo, Lizárraga, acep¬taba como cosa cierta el siguiente dicho que circulaba por entonces en el Perú: “De hombres y caballos de Tu¬cumán, no hay que fiar”. Y este personaje, autor de un libro donde receje sus impresiones del Nuevo Mundo, representante de las tradiciones más veneradas, comba¬tiente aristotélico que predica la inferioridad de los so¬metidos, de los “siervos por natura”, hace ludibrio desde la ciudad de Asunción no solo de los mestizos, también de sus costumbres y de su alimentación, la tradicional de las madres indígenas, y además agrega: “Asunción ten¬drá doscientos cincuenta hombres, la mayoría mestizos, gente mentirosa, con sus abuelos por parte materna, hol¬gazana, bebedores”.* Se trata de los hermanos y primos de los fundadores de Buenos Aires.
Naturalmente, esa particular relación entre domina¬dos y dominadores lleva en su esencia —¿cuándo no ha sido así?— el temor por la rebelión o el ascenso social de quienes en opinión de la ideología oficial deben perma¬necer sometidos. Para el virrey Toledo, siempre con su preocupación puesta en evitar cualquier alteración en la estructura social, no debía permitirse que los hijos de es¬pañoles habidos con indias y negras heredasen los bienes de sus padres (“no se permitiese que los hijos de las in¬dias o negras.. . dejarles el nombre de hijos sin serlo…
” El gobernador del Paraguay y del Río de la Plata, Rodrí¬guez Valdez y de la Banda, escribe en 1599 al rey de España: “acá se tiene por cierto que de los criollos se puede fiar poco y de los mestizos nada y yo así lo creo porque lo voy viendo por experiencia”.
6 José Mora Mérida, Historia social del Paraguay, 1600-1650, Sevilla, 1973, pág. 423.
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y vendrían a quedar los feudos de estas tierras en mesti¬zos y mulatos”). Era la tendencia general.
El poder de los menos. Una relación del tesorero Her¬nando de Montalvo (1585) enviada al rey de España, alu¬de a la necesidad que las tierras del Río de la Plata tienen de gente española —la gente de razón y pulida— “porque hay ya muy pocos de los viejos conquistadores, la gente de mancebos, así criollos como mestizos son muy mu¬chos y cada día van en mayor aumento, hay de cinco partes las cuatro y media de ellos, habrá de hoy en cua¬tro años casi mil mancebos nacidos en esta tierra”. Te¬me, sin duda, que los hijos y nietos de los españoles na¬cidos de las uniones con las indias guaraníes esclavas —no pocas de ellas marcadas con un hierro candente en el ros¬tro— desplacen en el tiempo a sus padres. Mestizos que en Paraguay se conocen como montañeses y ya por esa fecha se han trasladado a Buenos Aires y Santa Fe. Y también el permanente temor al alzamiento de los despo¬seídos: “los mancebos nacidos en esta tierra son amigos de cosas nuevas (y) vanse cada día más desvergonzados con sus mayores, tiénenlos y han tenido en poco””. Her¬nando de Montalvo, representante fiscal de la Corona, sostiene que hacen falta no menos de cuatrocientos espa¬ñoles para establecer un control más estricto. De todas maneras, otros contemporáneos llegaban más allá, a sos¬tener, por caso, que los mestizos podían unirse a los pa¬rientes de sus madres y expulsar a los peninsulares. Riva-deneira, un clérigo franciscano, en una carta enviada a la Corona, en 1581, atribuye las más variadas condiciones a los mestizos de la ciudad de Asunción y sus alrededo¬res, advirtiendo que superan en número, destreza y fuer¬za muscular a los españoles, destacándose por la falta de humildad y obediencia (“A los mozos que tienen ya edad de ponerse espada, llaman mancebos de garrote, porque como no hay espadas traen unos varapalos terribles co¬mo medias lanzas. Son todos muy buenos hombres de a caballo y de pie, porque sin calceta ni zapato los crían, que son como unos robles, diestros de sus garrotes, lin¬dos arcabuceros por cabo, ingeniosos y curiosos y osados
“Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, Director Manuel Ricardo Trelles, t° III, Buenos Aires, 1881.
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en la guerra y aún en la paz; no son humildes, ni aplica¬dos a trabajos de mano””). No son, por cierto, temores basados en un origen étnico.
En ese con texto, social primitivo, los mancebos crio¬llos de Asunción, parientes de los que en Buenos Aires siguen las huellas de Juan de Garay, son prácticos en el dominio de las cabalgaduras introducidas por sus antece¬sores. Ya en 1565 Francisco Ortiz de Zarate, personero de los intereses altoperuanos, en su intento de organizar la ruta que une a Potosí con el Río de la Plata a través del Paraguay, por la actual Santa Cruz de la Sierra (la ru¬ta clandestina de la plata que luego se concreta en los caminos que descienden a Buenos Aires por el centro del actual territorio argentino), un intento que fracasa de¬bido a las características de la región, selvática e insalu¬bre, emplea a un grupo de mestizos prácticos en el domi¬nio de las cabalgaduras y conocedores de la tierra. En ese sentido, funcionarios y militares advierten ya desde co¬mienzos del siglo XVII las prácticas casi brutales que de¬finen a la doma criolla, una costumbre irracional, dicen, que inutiliza a muchos animales.
En 1612, en el transcurso de una vaquería organizada en la ciudad de Buenos Aires para reunir dos mil cueros vacunos, los vecinos emplean a “mancebos”, los mismos que desea poner dentro de su “orden y policía” Hernan-darías de Saavedra, entregándoles los organizadores ali¬mentos y carretas para transportar de regreso el produc¬to de la cacería. Y el 6 de abril de 1622, el gobernador Góngora comunica al rey de España, en una carta fecha¬da en Buenos Aires, haber “puesto a oficio a muchos mozos perdidos que tenían librado su sustento en las di¬chas matanzas (de ganado vacuno)”. Se trata en todos los casos, con seguridad, de mestizos adaptados al ám¬bito geográfico y a su economía destructiva. Mestizos, por otra parte, sin bienes de fortuna, obligados ya com¬pulsivamente a trabajar para terceros. No es preciso que nos detengamos aquí y ahora en el detalle de esa trans-
a Relación de Juan de Rivadeneira, comisario y custodio del Tucumán y Río de la Plata. . . , en Documentos históricos y geo¬gráficos relativos a la conquista y colonización rioplatense, Bue¬nos Aires, Peuser, 1941, t° I, págs. 71-78.
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formación que, teniendo sus raices en la sociedad arcai¬ca, y pasando a través de las diversas circunstancias eco¬nómicas, se asemeja a la observada en varias regiones del Nuevo Mundo y que, entre otros, describe Joseph de Acosta en 1590a.
IV – LA MISERIA Y EL FOLKLORISMO INDUCIDO DE LOS MAS
•Así, pues, ¿qué es lo que venía ocurriendo en el fon¬do? Podemos afirmar, adelantándonos a lo que expon¬dremos, que un pequeño sector con el apoyo del po¬der e integrado al mismo en los cuerpos capitulares, la justicia local y la milicia, se apropia de la hacienda cima¬rrona o salvaje que habían abandonado a causa de su de¬sidia los fundadores de Buenos Aires. Y para esa acción, ¿debemos recordarlo?, siempre tienen el apoyo de las autoridades civiles y militares. En 1627, y es un caso en¬tre tantos otros, el obispo del Río de la Plata se queja de la falta de ganado en toda la región y acusa al goberna¬dor Francisco de Céspedes de haberse apropiado de éste, de “la mayor parte y mejor” agrega. Una situación, acla¬ra, que a poco deviene “en daño de muchos pobres que se sustentaban con el trato de los potros y caballos”^.
Nos encontramos, pues, ante hechos concretos que se reiteran con escasas variantes a través del tiempo. Una ri¬queza, la ganadera, importante en relación a la pobreza del ámbito, proveniente de las vacas que habían introdu¬cido los acompañantes de Garay desde las tierras para¬guayas, no más de 500 bovinos basándonos en los testi¬monios conocidos?. Dispersa la hacienda en campos más
” Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias…, t°I. págs. 418-419.
h Carta del obispo del Río de la Plata a Su Majestad, Buenos Aires, lo de mayo de 1627, en C.G.G.V., no 4804. El subrayado nos pertenece. Francisco de Céspedes: militar, gobernador y ca¬pitán general del Río de la Plata. Llegó a Buenos Aires en 1624, gobernando con algunas interrupciones violentas hasta 1631.
^ Emilio A. Coni, Historia de las vaquerías del Rio de la Pla¬ta, Buenos Aires, Devenir, 1956, pág. 10.
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o menos alejados de la ciudad, los problemas que deter¬mina -su caza dificultan el aprovisionamiento de los habi¬tantes. Es así que la alimentación se complementaba con la caza de perdices, abundantes y fáciles de atrapar, y con la pesca obtenida en las aguas del Río de la Plata. La agricultura y horticultura es casi desconocida. “No hay casi huertas en los alrededores de Buenos Aires y sus ha¬bitantes no son aficionados a ellas” observa Bartolomé de Massiac en 1664a.
Prosigamos. En esos momentos el propietario de una suerte de estancia es el único que tiene derecho al gana¬do vacuno salvaje que se reproduce en la campaña, por cierto, es necesario aclararlo, rodeos que no alcanzan la magnitud tradicionalmente asignada por algunos testi¬gos. Descontando algunos rodeos domésticos, que se men¬cionan en los acuerdos del Cabildo y en los inventarios de bienes, la mayoría vive en las zonas de mejores pastos, con aguadas y a resguardo de los cazadores.
Informes y consejos dados por escrito a los jefes de las vaquerías, en algunos casos bastante explícitos, seña¬lan las diferencias entre los rodeos domésticos y los ci¬marrones. En los segundos, siguiendo una tendencia na¬tural, vacas y toros permanecen separados la mayor parte del año. Se dice que pacen
“sin juntarse (con los toros) desde el mes de mayo, que es cuando ya está del todo fenecida la parición, (y hasta) fines de diciembre; la razón es que los meses de junio, julio y agosto es el rigor del invierno, tiempo en que la torada está débil; y los meses de setiembre y octu¬bre se aniquilan más porque entonces empiezan a brotar los pastos, cuyo verde los purga; y asi hasta diciembre en que ya tienen alguna substancia y engordan los toros, no solicitan juntarse con las vacas, y asi se halla en las cam¬pañas la torada sola hasta ese tiempo por cuya razón se hace mejor la corambre por noviembre y diciembre”.
a Historia, Buenos Aires, 1955, pág. 124. Dos memorias iné¬ditas de los hermanos Massiac sobre Buenos Ares en 1660 pu¬blicadas por Pablo Rouziei en el Journal Americaniste y repro¬ducidas por Raúl A. Molina.
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Esta circunstancia, según se ve, permite faenar solo a los machos sin destruir los vientres reproductores. Por cierto, siempre que los interesados obren racionalmente, una actitud que no todos están dispuestos a seguir y me¬nos en tiempos de escasez.
En el transcurso de la segunda mitad del siglo XVII, al incrementarse la exportación de cueros vacunos, una demanda asociada a la ingerencia comercial de Holanda en las Indias luego de la paz que en 1648 firma con Es¬paña (tratado de Munster o de Westfalia), por cierto que marginal, las vaquerías se internan más allá de Magdale¬na, Lujan, Montes Grandes, Las Conchas, sin superar po¬siblemente el radio de los 150 kilómetros de distancia.
Sociedad de conquista, arcaica, los sistemas primarios de explotación, que no difieren en mucho a la caza de las etnias indígenas, van estructurando métodos y rela¬ciones de trabajo que se mantienen dos o más siglos. Ya-en los albores de la ocupación de la región próxima al Río de la Plata, en el corredor que se extiende a lo largo del camino que conduce a Córdoba, encontramos aso¬ciados a indios, mestizos y criollos para realizar activida¬des dependientes propias de vaqueros: “Vuestras Merce¬des deben guardar que haya un yeguarizo que guarde los caballos como se solía hacer” (Cabildo de Buenos Aires del 8 de mayo de 1589); “Y luego dicho Miguel del Co¬rro dixo se obligaba y se obliga a encerrar los dichos ca¬ballos dos veces en la semana, que se entiende el viernes y el martes y se ha obligado a correr la tierra hasta la es¬tancia de Juan de Garay, y hasta el Paso, y reunir todos los caballos” (Cabildo de Buenos Aires del 21 de agosto de 1589); “los hijos de dichos conquistadores y pobla¬dores han venido y vinieron a su costa y minsión sin ayu¬da de nadie, con sus armas y caballos y ganados a poblar de nuevo esta dicha ciudad y puerto de Buenos Aires y a conquistar los indios rebeldes que están en la dicha tie¬rra con los dichos indios” (Cabildo del 16 de octubre de 1589). Sociedad arcaica y de frontera.
Sociedad de frontera que encuentra su equivalente en el Interior. En 1586 el gobernador de Tucumán Ramírez de Velasco observa, desde luego que bajo su especial con¬cepción de las jerarquías, no haber hallado en Santiago del Estero “gente principal” y decide, en vista de esa cir¬cunstancia, organizar una especie de monasterio para en-
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cerrar entre cuatro muros a todas las mujeres solteras de la región —aparentemente las mismas no estaban decidi¬das a mantener su doncellez— resguardándolas así de to¬do posible peligro (“prevenir la conducta de las donce¬llas”)0. Un arcaísmo similar observamos muchos años más tarde en Comentes y sus campos, agregándose la cir¬cunstancia de que los criollos dueños de estancias lati¬fundistas, la clase dominante, ante el desconocimiento del idioma castellano utilizaban el guaraní.
Y no hablemos del analfabetismo, una condición ge¬neral entre los no pudientes y frecuente en el resto de la población. Aún en 1881, nos recuerda Groussac: “sobre una población infantil de 560.000 niños —se refiere a to¬do el país— no concurren eficazmente a la escuela sino 80.000: la séptima parte. La República Argentina, está, pues, en la situación de un padre de siete hijos que educa a uno solo rudimentariamente y deja a los otros seis en la más floreciente ignorancia”*. He aquí, pues, una de las herencias de la estructura latifundista.
Sin libros, ni aún, lo señala en 1609 el obispo del Río de la Plata, los más elementales de la doctrina cristiana, era imposible la enseñanza: “no se halla, ni hay un libro de latín y menos de artes y teología, y sin libros no se puede estudiar”0. Alude a la enseñanza que deseaba im¬partir a los futuros sacerdotes, la élite intelectual de los dominios españoles. Años más tarde, establecido el Cole¬gio de Córdoba del Tucumán, posteriormente la mítica
J Desde Barcelona el 28 de enero de 1788 señalaba al Consejo de Indias, en relación a los arzobispados de Lima, Buenos Aires, La Paz, Arequipa y Santiago de Chile, el misionero capuchino Mariano de Junqueras: “El amancebamiento es casi general.. . las causas del mal. . . consisten en las dificultades de contraer matrimonio, por los subidos derechos de licencia y velación y en la suma pobreza de muchas jóvenes españolas que casi por nece¬sidad son impelidas a la prostitución, respecto de carecer de la¬bores en que ejercitarse y librar su sustento”. Archivo General de Indias, Sevilla, Indiferente General, legajo 801.
t> .Ricardo Rodríguez Molas, José Hernández, discípulo de Sar¬miento, en Universidad, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe,n°59, 1964, págs. 93-113.
c Carta al rey del obispo del Río de la Plata fray Reginaldo de Lizárraga, 1906, en C.G.G.V., n° 4022.
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Universidad, se dispondrá no de un centro de cultura, tan sólo de una institución que ha de preparar prácticos “pa¬ra la propagación del Evangelio”, una circunstancia que se desprende de las Constituciones y otros documentos referentes al mismo (“no se les ha de permitir defender opiniones de doctrina que no sea muy segura en la fe, si¬no que tampoco las nuevas y peregrinas en cualquier ciencia que sea”; “estudios de latín, artes y teología, co¬mo medio importantísimo para el bien espiritual y eter¬no de los españoles e indios”).
Y si tenemos en cuenta que la ignorancia llega a lími¬tes extremos en los clérigos (“He hallado total ignorancia en los clérigos, como lo ha causado la desorden mucha en ordenar a insuficientes”), podemos imaginarnos la si¬tuación de los españoles del llano.0 Más aún, insistimos, la de los desposeídos de la fortuna: indios, mestizos, mu¬latos y esclavos. Esa situación, una barrera puesta al pro¬greso, va acompañada por el hecho inevitable de la po¬breza, del fatalismo, del irracionalismo inducido; de un sociocentrismo que se desarrolla en el tiempo hasta llegar a nuestros días, expuesto en los más distintos planos y con fines bien precisos: “Todos los unitarios / Jieden a pobre / Como jieden los indios / Jediondos netos” re¬za una cuarteta recogida en el siglo XIX por Ventura Lynch*. Antes habían sido los maturrangos, luego los extranjeros y siempre, mientras sea un problema para los estancieros, los indios: “el vulgo de los españoles —y en estas tierras adonde viene muy poco gente de forma, casi todo es vulgo— jamás habla bien de los indios. . . Tienen un vilipendio notable de todo indio. No piensan en otra cosa sino en sacar de ellos intereses propios. Están en la persuación de que el indio nació para ser esclavo de ellos”c. El testimonio anterior, sin duda que elocuente, pertenece a un jesuita de mediados del siglo XVIII.
Se vivía, aún se vive así en muchas regiones del Nuevo Mundo, adaptando los estilos de vida arcaicos a los cam-
? Carta al presidente del Consejo de Indias enviada por el obispo de Tucumán Julián de Cortázar, Santiago del Estero, 15 de mayo de 1619, en C.G.G.V., no 4663.
b Ventura R. Lynch, La provincia de Buenos Aires, t° I, Bue¬nos Aires, 1883, pág. 8.
c Guillermo Furlong, José Cardiel, S. J. y su carta relación fl 757), Buenos Aires, librería del Plata, 1953, p. 159.
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biantes intereses de cada momento. Bajo los más sutiles argumentos encontramos siempre el desprecio y la de¬gradación de la fuerza del trabajo india, mestiza y negra. Se les decía: “Dios quiere que obedezcamos a nuestro Rey y a nuestros amos con todo amor”; “Dios quiere que trabajemos y no nos emborrachemos”. Son las an¬teriores dos de las propuestas que el oidor Matienzo de¬terminaba en 1567 debían inculcar los misioneros a los indios. Algo así como la creencia de Fernández de Ovie¬do de que “nadie puede dudar que la pólvora contra los infieles es como el incienso para el Señor”. Un mundo una teoría, al que asimismo se integran los mestizos para conformar en el tiempo las sociedades folk del actual te¬rritorio argentino y en general las del Nuevo Mundo. Una limitación social paralela al freno que bajo los más varia¬dos argumentos, hoy objeto de racionalización, se impo¬ne para impedir la integración a la cultura entendida co¬mo la suma del progreso, la única posible y válida.
No nos detendremos aquí en el aspecto actual del pro¬blema, aparentemente complejo, pero mencionaremos algunos de los elementos históricos de su origen. Se ma¬nifiesta en el pasado en los más variados sincretismos, en las fiestas religiosas y civiles con sus pompas barrocas, en los valores diferenciados de los símbolos que hacen al orden establecido (primacías, vestiduras, adornos), en los juegos públicos y los festejos de todo tipo. “Servían —es¬cribe Cipolla al referirse a los de Europa de los siglos XVI y XVII— para alegrar de cuando en cuando a la ma¬sa, apaciguándola con diversiones y libaciones, y, al mis¬mo tiempo, querían expresar simbólicamente cierta co¬munidad de intereses y sentimientos entre pueblo y prín¬cipe, ciertos acontecimientos religiosos o por el final de una epidemia””.
Con precisión lo señalaba un virrey del Perú en 1615 y sus palabras determinan un verdadero conocimiento de los caminos más adecuados para lograr un sometimiento racional por medio de lo que no lo es. “Algo cuida la providencia del gobierno —le escribe al rey de España— para estorbar el riesgo (de una rebelión), y muchas orde¬nanzas se enderezan a este fin: lo más sustancial es traer
” C. M. Cipolla, Historia económica de la Europa preindus-trial, Madrid, Biblioteca de la Revista de Occidente, 1975, p. 64.
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a la vista sus juntas y bailes que todo sea en partes públi¬cas, y conservar la separación”. Y también el jesuíta Acosta cree que “es parte de buen gobierno tener la re¬pública sus recreaciones y pasatiempos, cuando convie¬ne”. Y es necesario recalcar el claro y determinante cuan¬do conviene, una prevención a posibles rebeliones. He aquí como determina el método de las aculturaciones inducidas, el origen de ciertas manifestaciones musicales que de ninguna manera, según cree y teoriza WachtelJ, señalan una respuesta de los “vencidos” a la opresión de la conquista; es, contrariamente, una parte indudable del proceso de sometimiento. Se lo decía entonces con to¬das las palabras:
“Los nuestros que andan entre ellos, han probado po¬nerles las cosas de nuestra santa Fe en su modo de canto, y es cosa grande de provecho que se halla, porque con el gusto del canto y tonada están diez días enteros oyendo y repitiendo sin cansarse. También han puesto en su len¬gua composiciones y tonadas nuestras, como son octavas y canciones, de romances, de redondillas; y es maravilla cuan bien las toman los indios, y cuánto gustan: es cier¬to gran medio éste, y muy necesario para esta gente”,
Es, sin más, el nacimiento de las formas de sumisión que dan origen a estilos de vida característicos, sincréti¬cos, conocidos como “saber popular”, folklore para los antropólogos culturalistas. Situaciones similares encon¬tramos en la sociedad mestiza y de frontera a lo largo del siglo XVII. En Buenos Aires, en 1610, se festejan las fies-
a Nathan Wachtel, Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española (1530-1570), Madrid, Alianza Editorial, 1971.
” Joseph de Acosta, Historia natural y moral. . ., t° II, pág. 225. En sus Ejercicios espirituales exhortaba poco antes Ignacio de Loyola: “Convénzanse todos por sí mismos de que el que vive bajo la obediencia debe ser encaminado y gobernado por la Di¬vina Providencia, que se expresa a través de sus superiores; exac¬tamente como si fuera un cadáver que soporta ser conducido y manejado de algún modo”.
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tas de beatificación de Ignacio de Loyola con fiestas y danzas, jugándose al pato (“salieron con algunas inven¬ciones de regocijo a correr patos delante de nuestra Igle¬sia. . . y los que jugaron como indios corrieron casi des¬nudos y sin sillas, que a todos causó admiración verlos así a ellos como a los caballos que parecían incansables corriendo con tanta incomodidad”) y a las cañas. Se tra¬taba de la comunidad de intereses advertida por Cipolla, de la práctica de un sistema que garantizaba la paz social por medio de una ascética y racionalizada alienación. Como pronto veremos mejor, los pobladores que emi¬gran del Interior para radicarse temporariamente o para siempre en el litoral, traen al área pampeana sus formas musicales inducidas. Las herencias de aquellas formas musicales y sus elaboraciones no constituyen elementos auténticos, étnicos; son, opuestamente, la supervivencia activa de una conversión ritual del aparato teológico ofi¬cial que establecían en los indios y mestizos estados de multitud, una exaltación que favorece la credibilidad y sobrevalora los hechos. A fines del siglo XVI el jesuita Barzana alude a prácticas similares, en un texto que no necesita de comentario alguno por lo explícito. Luego de señalar la predilección de los hiles por la música que le enseñaban, cuenta que se pasaban danzando toda la noche, llorando y bebiendo. Y agrega: “la Compañía pa¬ra ganarlos en su modo, a ratos los iba catequizando en 1? fe, a ratos predicando, a ratos haciéndoles cantar en sus corros y dándoles nuevos cantares a graciosos tonos; y asi se sujetan como corderos, dejando arcos y flechas. También mucha de la gente de Córdoba son muy dados a cantar y bailes, y después de haber trabajado y cami¬nado todo el día, bailan y cantan en coros la mayor par¬te de la noche”0.
Ahora bien, fiestas religiosas, procesiones, juegos a ca¬ballo y acontecimientos civiles se determinan en sus me¬nores detalles siguiéndose, así lo señalan los textos de la época, las prácticas aconsejadas por Platón en La Repú-
a Carta del padre Alonso de Barzana, de la Compañía de Je¬sús, al padre Juan Sebastián, su provincial, Asunción, 8 de se¬tiembre de 1594, en Marcos Jiménez de la Espada, Relaciones geográficas de Indias, Madrid, B.A.E., 1965, t° II, pág. 81.
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blica y Las leyes. Lo determina el jesuita Peramás, con palabras que nos recuerdan la acción de las marchas mar¬ciales, las pancartas y los desfiles rítmicos de nuestro si¬glo XX que inducen y establecen una participación mís¬tica y colectiva, siempre autoritaria: “los bailes eran gra¬ves y jeroglíficos, es decir simbólicos”; “Para que el tra¬bajo les resultase más agradable, llevando consigo, entre alegres canciones, una pequeña imagen de San Isidro La¬brador. . y se entregaban a la labor”; “danzas gimnás¬ticas que proporcionan flexibilidad y agilidad a los miem¬bros, y vienen a ser como una preparación militar””.
La teoría y también la práctica. Estamos, pues, en presencia de la cultura folk encauzada a partir de los pri¬meros momentos de la conquista con el fin determinado de aislar a los sectores dependientes e impedirles el ac¬ceso a la educación, segregándolos, diferenciándolos y aun fomentando, según vimos, las manifestaciones mu¬sicales más o menos inocentes. Es, qué duda cabe, el “es¬píritu de la tierra”, una idea sobre la que luego hemos de . volver, que, de acuerdo a lo expuesto por Ricardo Rojas, debía “liberar” a la ciudad “extranjera por todos sus atri¬butos”. Transformar al país en un ente folklórico. “El retraso —señala acertadamente el historiador estadouni¬dense Harris— de vastas multitudes del campesinado del Nuevo Mundo, analfabetas, inhábiles, apartadas del siglo veinte y de sus brillantes progresos tecnológicos, no se produjo por sí solo. Esos millones, de cuyo bienestar nos hemos visto obligados a ocuparnos, fueron entrenados, para ocupar su papel en la historia del mundo, durante cuatro siglos de condicionamiento físico y mental. Fue¬ron deliberadamente embotellados. Ahora, deberemos, o bien extraer el corcho o ver la explosión de la bote¬lla” *>.
” José Manuel Peramás, La República de Platón y los guara¬níes, Buenos Aires, Emecé, 1946, passim. Otros aspectos del mis¬mo problema los desarrolla Lodovico Antonio Muratori en // cristianesimo felice nelle missioni de’padri della Compagnia di Gesú nel Paraguay. . ., Venecia, 1752.
” Marvin Harris, Raza y trabajo en América, Buenos Aires, Si¬glo Veinte, 1973, pág. 159.
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A partir de los primeros años del siglo XVII había co¬menzado en la llanura pampeana el proceso aludido. De lo cual hablaremos en las siguientes páginas.
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2 DOMINIO ECONÓMICO Y CONTROL SOCIAL
“De este pretexto nacen las correrías que hacen los pue¬blos de las Misiones, y los ricachos del pueblo haciendo la corambre tan a poca costa, y en tanto número que no viene a cuenta a ninguno que no sea rico criar una vaca. Queda de este modo despoblada la campaña de vecinos, los ganados vagos, y la gente pobre a hacer sin licencia lo que otros hacen con títulos”.
Manuel Cipriano de Meló, 1790
“Los poderosos y ricos homes de la tierra son el orna¬mento de la Corona. . . de modo que siendo Dios autor de todas las cosas, quiso que el pobre viviese dependien¬te del rico con un trabajo personal y el rico del pobre (y) con su dinero, sirviéndose de todas las artes para su sub¬sistencia, decencia y ornato”.
Francisco de Zufriategui, procurador de los hacendados, 1790
I – LA RIQUEZA Y EL CONTROL SOCIAL
Hemos visto brevemente el nacimiento de las pobla¬ciones y asimismo los primeros pasos en el dominio de los menos a los más; determinamos también cómo co¬mienzan los sincretismos inducidos que establecen los arcaísmos. Veamos ahora, en sus aspectos más generales, los procesos que caracterizan las relaciones entre los po¬bladores sin recursos económicos del área ganadera y los dueños de la tierra y los rodeos.
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A partir del monopolio francés para abastecer escla¬vos, en los años iniciales del siglo XVIII, y en 1713, di¬suelto éste, con el acordado a los ingleses de la South Sea Company e impuesta a España en Utrech (una alianza de mercaderes especializados y los monarcas de .ambos paí¬ses), naves extranjeras comienzan a descargar seres huma¬nos en las riberas de la ciudad. El mencionado proceso, es necesario advertirlo, facilita la introducción de manu¬facturas británicas, que a poco compiten con otras del mismo origen distribuidas legalmente por el circuito an¬daluz. Es bien sabido, y así lo demuestran las investiga¬ciones más recientes, que el 90 por ciento de los produc¬tos ingresados a Cádiz, parte de los cuales se distribuyen en el Nuevo Mundo, son extranjeros. Se trata, pues, de una competencia de dos rutas distintas.
Las naves negreras inglesas, de vuelta a España condu¬cen en sus bodegas, con reiterada frecuencia sin pagar los derechos de aduana establecidos, barras de plata y cueros vacunos.
El hecho, tal como lo determina el incremento paula¬tino de los embarques de pieles bovinas, señala de allí en más cambios bien precisos en toda la región que nos ocu¬pa. Se produce en primer lugar un aumento considerable del contrabando, presente desde los primeros días poste¬riores a la fundación de la ciudad, apoyado por los fun¬cionarios reales a cambio de nada desdeñables sumas de dinero: “a very considerable present” aconsejan entre¬garles en los informes ingleses que circulan por los más importantes puertos de embarque. Es frecuente la adver¬tencia de que todos ellos son propicios a la corrupción. En segundo lugar, advertimos una mayor preocupación por la compra de tierras y el cuidado de los rodeos do¬mésticos. Ya en 1702 se cierran las vaquerías en algunas regiones, permitiéndose únicamente los arreos de ganado vacuno cimarrón con el exclusivo fin de criarlos en las estancias*7. Y, lógicamente, aumentan los precios de los campos cercanos a la ciudad de Buenos Aires y de los
a En julio de 1702 Francisco Bracho solicita al Cabildo de Buenos Aires autorización para realizar una vaquería en Santa Fe, observando entonces estar prohibidas las mismas en Buenos Aires, salvo, dice, “que algún vecino las quiera coger para criar en sus estancias”.
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que se encuentran a lo largo del camino que conduce a Córdoba. Paralelamente a este proceso comienzan las in¬cursiones de los indígenas, sin adquirir la virulencia del siglo siguiente, obteniendo en sus malones ganado que ya por 1698 trasladan a Chile (“serranos y pampas. . . tie¬nen su trato y comunicación con los indios enemigos de Chile que caen de la otra parte de la Cordillera que corre hasta el mar. . . con grandes cantidades de caballos, ga¬nados vacunos, y algunas armas de alfanjes y espadas an¬chas”). En 1751 asaltan Pergamino y dan muerte a va¬rios vecinos, determinándose más tarde en Buenos Aires la creación de cuatro compañías de soldados blanden¬gues (milicias) para recorrer y controlar los campos, manteniéndoselas mediante un impuesto de real y medio por cada cuero que se vende, amén de otros más a la sal y yerba. Asimismo, deciden la creación de algunas pobla¬ciones para más seguridad de los viajeros, miserables con¬juntos de ranchos de paja y barro.
Determinamos sólo elementos fundamentales. No es posible en pocas líneas estudiar las características de aquellas acciones y los intereses que están en juego. En general, a partir de entonces, en un proceso que no se de¬tiene hasta 1880, los pobladores se expanden lentamente en un territorio que por las razones expuestas no tenía hasta entonces atractivos económicos. Se levantan fuer¬tes y fortines para detener a los malones y resguardar a los viajeros que transitan la Ruta Continental que cruza parte de la llanura: en tiempos del virrey Cevallos (1776-1778) se instalan los de Rojas y Melincué. Posteriormen¬te, Vértiz (1778-1783) reforma el sistema defensivo de los campos porteños y establece en 1781 varios fuertes; Mercedes (Colón) y Ranchos (General Paz). Al amparo de las armas de los soldados, en la zona se instalan pobla¬dores del Interior desamparados económicamente, co¬merciantes y estancieros. (“Para prevenir o remediar los males. . . mantiene la ciudad de Buenos Aires a sus ex¬pensas un cuerpo de milicias, cuyos soldados, que se lla¬man blandengues, guarnecen. . . varios fuertes y puestos, que están en la frontera” escribe en 1772 Millau).
Los cueros que llegan entonces a Buenos Aires para ser luego embarcados a Europa, lo hacen de campos ubi¬cados a cien o a lo sumo ciento cincuenta kilómetros de distancia. La carne de las reses faenadas se abandona
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para satisfacción de los miles de perros cimarrones que pululan y de las aves de rapiña. Por razones obvias que hacen a su mantenimiento, era imposible enviarla a la ciudad para su consumo. Es así que determinamos en ciertos momentos, por ésta y otras circunstancias, el desabastecimiento de la ciudad, una paradoja en una re¬gión donde abundan los rodeos cimarrones y domésticos. En 1718, el caso es significativo, el Cabildo ordena el sa¬crificio de treinta vacas lecheras, las únicas disponibles, para superar una situación crítica.
En la ciudad de Buenos Aires, y ya a partir de los pri¬meros años del siglo XVIII, ingleses, mercaderes y pro¬pietarios latifundistas conforman una estrecha asociación conjugada a la sombra de sus apetencias comunes, aso¬ciándose a todos ellos, en una armonía con frecuencia rota, la Compañía del Mar del Sur.
Todo lo expuesto es indudable y coherente con la rea¬lidad social. Y, por cierto, lo es asimismo el enfrenta-miento entre los más variados sectores por el dominio de la riqueza ganadera. Nos referimos a un proceso que co¬mienza a advertirse a partir de los primeros pasos adopta¬dos por los nuevos intereses para encauzar el comercio intérlope a través de Colonia del Sacramento en 1680, un enclave lusitano levantado frente a Buenos Aires, río por medio, que sirve de nexo entre los ingleses y los due¬ños de la tierra y los ganados, de los mercaderes que se aprovisionan de las más variadas manufacturas. Son agrias, no pocas veces violentas, las disputas por la pree¬minencia en los beneficios del contrabando, particular¬mente las que tienen lugar entre los jesuítas y los hacen¬dados de Buenos Aires, Banda Oriental, Entre Ríos y Santa Fe.fl
En un extenso informe, titulado en el inventario de la Bi¬blioteca Nacional de Madrid, España, “Estado eclesiástico, polí¬tico y militar de América o grandeza de las Indias” (manuscrito n° 2933) se mencionan las relaciones estrechas de jesuítas e ingle¬ses y el contrabando de cueros realizado por ambos en las postri¬merías del siglo XVII. “Estos padres -se dice- con esta hacien¬da (en el río de Areco) son señores de comerciar sin que en Bue¬nos Aires se sepa, con todas las personas que quisieren, así por¬tugueses como de otras naciones que frecuentan aquel río.. . (con) cualquier género de embarcaciones que dieren fondo en
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Sobre la base del contrabando de manufacturas, la in¬termediación de esclavos adquiridos a los ingleses, la ven¬ta de cueros y otras actividades, de manera especial el intérlope que tiene como punto de destino el Interior y el Alto Perú, se produce el rápido ascenso económico y social de los Riglos, Pozo, Arellano, Acassuso, Warnes, Alzáybar, Narvona y otros indianos. Sus carretas condu¬cen de tanto en tanto las levas de negros que descargan las sentinas de los veleros y sus peones las arrias de muías
las islas de San Gabriel o en Montevideo”. Y luego, en otro de los capítulos de su informe (que llega a manos del rey Carlos II), agrega: “Es el exceso que en aquellas partes es de gravísimo per¬juicio así al servicio de Dios como al de Vuestra Majestad, dis¬minución de la Real Hacienda y despoblación de aquellos reinos y poca conservación de los caudales de los vasallos del (virreina¬to del Perú), la muchedumbre de conventos de religiosos y reli-. giosas y que ahí se van apoderando de lo más florido, fructífero y cuantioso de las haciendas de todas las Indias, de suerte que hay ciudad en donde las cuatro partes de hacienda que tiene, las tres son rentas de eclesiásticos. De que se origina este desorden, es, que como en aquellas partes las educaciones de las familias son algo más libres por los naturales e inclinaciones de aquellos climas, los padres por excluirse de aquel cuidado aplican todos los más hijos que tienen.. . y se pueblan los conventos y mo¬nasterios de ociosidades, que acarrea consigo los vicios que en uno y otro sexo se deja entender. Llévanse consigo el dote las religiosas y por herencia lo más florido de los caudales, con que hay convento que tiene ochenta mil y cien mil pesos de renta con los principales que se funda, sin el ingreso cotidiano de cape¬llanías, que es muy grande”. Y en referencia a la estancia de los jesuítas en Areco, escribe el anónimo informante: “Tienen gran¬des sementeras, muchas crías de yeguas y muías, caballadas, ga¬nados, vacunos, tanto que lo que más se gasta en Buenos Aires se provee de esta hacienda, perjudicando tanto al bien público de aquella ciudad y aun al servicio de Su Majestad, que fuera menos inconveniente darles aunque fuera un lugar en España por ella porque no la tuviera la Compañía, no por la esencia ni el valor, sino por las consecuencias tan perniciosas que se pueden origi¬nar. . . Estos padres con esta hacienda son señores de comerciar sin que en Buenos Aires se sepa con todas las personas que quisieren, así portugueses como de otras naciones que frecuentan aquel río porque cualquier género de embarcaciones que dieren fondo en las islas de San Gabriel o en Montevideo, que está más apartado, o en la isla de Maldonado puede comerciar con los pa¬dres jesuítas con su inteligencia”.
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provenientes de las estancias bonaerenses. Todos ellos, los beneficios obtenidos en las actividades esclavistas y en el contrabando los invierten en la compra de campos y ganados en momentos de rápida valorización de ambos debido a la demanda externa de cueros. Se trata del se¬gundo grupo importante de la clase dominante local (el primero lo determinarnos a comienzos del siglo XVII dedicado a la intermediación de esclavos y plata altope-ruana). Arribados a las playas bonaerenses entre 1680 y 1710, representantes de casas comerciales o soldados de los destacamentos militares, contraen matrimonio al poco tiempo con jóvenes pertenecientes a las familias tradicionales de la ciudad, no pocas de ellas descendien¬tes de los portugueses y mestizos de los días iniciales, in¬tegrándose de esa manera a la “aristocracia” señorial que tiene en el Cabildo su medio apropiado de expresión y poder local. Pensamos en Miguel de Riglos, agente de los asentistas británicos y dueño de una barraca donde man¬tiene a los negros recién arribados, casado en primeras nupcias con la casi anciana y rica Gregoria Silveyra de Meló y Gouvea, divorciada por infiel y viuda de un lusi¬tano, y, más tarde, muerta ésta, con una porteña casi niña.
Por último, sobre esa trama determinamos una mayor rigidez en las medidas de control. Y en esas acciones se destaca la solicitud enviada en marzo de 1759 al Cabildo de Buenos Aires. Nos encontramos en el mismo ámbito que había aplicado castigos extremos a los indios some¬tidos, y ésta es la causa, a la que se suma el incremento de los precios de cueros y campos, de un irracional pedi¬do sustentado en hechos económicos. Pues bien, en pri¬mer lugar recuerdan los hacendados el incremento de los robos de ganados, a pesar, observan, de las disposiciones en vigencia que disponían el destierro de los cuatreros a Montevideo o el sometimiento de los mismos a los más variados trabajos forzados. Y también tienen en cuenta el crecimiento demográfico de la campaña, la constante migración desde el Interior, todo ello asociado a una ma¬yor demanda de cueros, por una parte, y a la disminu¬ción de los rodeos por otra. En ese sentido, se calculaba en 1742 en aproximadamente sesenta mil vientres los existentes en la campaña. De los múltiplos habidos, es decir de las crías, faenábanse anualmente no menos de
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veinte mil en la ciudad y quince mil en la campaña, sin contar las pérdidas y robos. Ahí tenemos, en pocas pala¬bras, expuesto el problema. La presencia de esos hechos, pues, les determina a los estancieros a solicitar al Cabildo la fábrica de una pequeña marca, similar a la usada con los esclavos, a efectos de ser estampada al rojo vivo sobre la espalda o el brazo de los cuatreros. Los reincidentes debían ser ahorcados. Los robos, en primer lugar y ante todo, tienen como único fin el sustento de los desposeí¬dos en momentos de transición del sistema de la vaque¬ría al de la estancia. Tradicionalmente se venía faenando una res para tomar de ella una parte, desechándose el resto. Se le informaba en 1784 al latifundista oriental Francisco de Albin que en los campos los gauchos mata¬ban vacunos “tan solo para comer una parte pequeña co¬mo es la picana, entrepierna o lengua, o tan solo por sa¬carles las botas”. En esto, pues, estriba el carácter de las medidas. Es que a partir de las primeras décadas del siglo XVIII, entonces, hay que invertir la perspectiva.
Dentro del proceso económico general, observamos en primer lugar un aumento de las estancias en ambas orillas del Río de la Plata, en el área controlada por las autoridades, preferentemente junto a las “rinconadas” de ríos y arroyos —cercos y aguadas naturales— para un mejor y más adecuado control de los rodeos. Hasta en¬tonces, salvo excepciones, los “establecimientos” gana¬deros no tienen más de mil cabezas de ganado vacuno, determinados como lo estaban por el sistema de explo¬tación predominante: las vaquerías de Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires y Banda Oriental. Paralelamente, au¬mentan a niveles nunca vistos los pleitos por el dominio de las tierras ganaderas no ocupadas o por el control de una región abundante aún de ganado cimarrón: miles de fojas manuscritas e impresas señalan las disputas de los jesuítas con los vecinos de Montevideo y Corrientes por las “vaquerías del mar”, una fuente de cueros para abas¬tecer a los compradores ingleses.
Poco a poco, esa actividad comienza a requerir mayor número de trabajadores asalariados para tareas perma¬nentes o temporarias, las propias de las corambres y ye¬rras que se realizan una o dos veces al año. Debido a la escasa importancia económica de la región pampeana en el siglo XVII, hasta entonces la mano de obra disponible
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alcanzaba para cubrir los requerimientos mínimos de los propietarios. Por cierto, en Buenos Aires son pocos los peones disponibles para realizar un trabajo, y pocos tam¬bién los dispuestos a conchabarse a cambio de un mísero salario mensual o por la alimentación y la vivienda, un mísero rancho de paja y barro ubicado en un rincón del campo. Asimismo los labradores se ven envueltos en pro¬blemas semejantes: son escasos los peones disponibles para recoger en los primeros meses del año (enero a mar¬zo) el trigo sembrado en las chacras próximas a la ciu¬dad, debiéndose obligar a los artesanos negros, mulatos, mestizos e indios a concurrir al campo para la siega, abandonando temporariamente sus ocupaciones.
El interior, un inmenso desierto donde los míseros pueblos denominados “ciudades” se encuentran a cien¬tos de kilómetros unos de otros, paupérrima sociedad folk sin recursos y cuyas mejores tierras están en manos de unos pocos (Jerónimo Luis de Cabrera, en el siglo XVI, es dueño en Córdoba de una estancia cuya superfi¬cie es similar a la actual Bélgica), fue desde siempre una fuente inagotable de mano de obra para abastecer al litoral. De tanto en tanto, a partir de 1580, “bajaban” al Plata conduciendo tropas de carretas o simplemente para radicarse en la llanura pampeana y trabajar en las vaque¬rías. Traían sus elementos de trabajo, desjarretadoras, cu¬chillos y caballos. Esos procesos determinan intercam¬bios de estilos de vida o, si preferimos, formas folk de la sociedad arcaica, de artesanías indígenas y criollas, y de los mismos nos dan razón los estudiosos del tema al ana¬lizar las expresiones materiales, costumbres y música. Y determinan también, lo que es más importante en nues¬tro caso, la pobreza y la miseria de las regiones origina¬rias.
Aclarado lo anterior, refiriéndonos al origen de la po¬blación rural del área ganadera, en Buenos Aires se pue¬den establecer, y a partir de 1580, varios aportes regiona¬les. Por regla general, según queda dicho, determinantes económicos señalan la presencia de santiagueños, púnta¬nos, mendocinos, sanjuaninos, cordobeses, paraguayos, correntinos.. . Pero, es necesario aclararlo, esas actitudes de migración son sólo un aspecto accesorio a la realidad general. Había en verdad otra causa, de una importancia más de fondo, y es la que hace a la estructura general de
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la sociedad, la referida en líneas generales en el capítulo anterior, que determina tantas herencias, tantas realida¬des de injusticia y otras, tal vez más sutiles y que esca¬pan a la abstracción de los estudios históricos, impuestas como un símbolo castrador del progreso, es decir de la Historia. Lo afirmaba, en relación a otras circunstancias, a fines del siglo XVIII desde su exilio inglés uno de los españoles más lúcidos de todos los tiempos en un grito desgarrador y racionalizado de su angustia e impotencia. “El despotismo español —escribe José Blanco White— no tiene el carácter irritante y cruel que lleva a un pueblo a la desesperación. No es la tarea del negrero —agrega— cuyo látigo siembra deseos de venganza en el corazón de los esclavos. Es más bien la precaución del agricultor que castra el ganado cuya fuerza teme. El animal debilitado crece sin darse cuenta del daño y después de una breve doma se puede pensar que llega incluso a amar el yugo”. Y todas estas ideas, o por decir mejor experiencias de su vida, no desarrollan otros aspectos, que por cierto desco¬nocía el recuerdo del sevillano. Pero también otras cosas ignora Blanco, y de haberlas sabido las hubiese colocado en su sitio preciso: siempre, en todos los tiempos y luga¬res, hay momentos en que el pueblo despierta, sacude fu¬riosamente el yugo, y se coloca en un primer plano de la historia por propio y exclusivo deseo. De todas maneras, en las palabras de Blanco encontramos una clara antici¬pación de hechos futuros, una extraña y aguda defini¬ción que se extiende a sociedades que no son las de su tiempo, un análisis de los sincretismos coloniales y de otros posteriores.
Prosigamos. Aludíamos al origen étnico y geográfico de la población rioplatense. Veamos, pues, resumiendo investigaciones que realizamos, algunos de los elementos que conforman a la misma en los siglos XVII y XVIII. Pues bien, es posible determinar, brevemente expuestos, los siguientes aportes; a) son pocos los indios que pueden someter en 1580 los fundadores de la ciudad de Buenos Aires; y pocos, a pesar de las reducciones que organizan, los que permanecen en las cercanías en los años posterio¬res (las etnias de los alrededores serían las siguientes: guaraníes, que con sus canoas dominan el río y cuyo ha¬bitat son las tierras del bajo Paraná; chañas, emplazados en una franja de tierra próxima a Santa Fe, viven de la
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caza y la pesca; mbeguá, pueblos del Delta del río de la Plata, emplean el arco y la flecha —canoeros pámpidas—; querandies o pampas con su habitat entre el río Lujan y el litoral, en actual emplazamiento de Buenos Aires, nó¬mades y guerreros, que emplean como arma la boleado¬ra, son auténticos pampas, sometidos en esos momentos al cacique Mbagual); b) los vecinos de sangre española y guaraní que acompañan a Garay; c) los cientos de guara¬níes del Paraguay que acompañan a los fundadores en calidad de esclavos, trasladando la hacienda vacuna y los enseres domésticos; d) la mano de obra que en el trans¬curso de los siglos XVII y XVIII arriba permanentemen¬te de Paraguay (“indio paraguay” señalan los padrones); sofocada a “sangre y fuego” a mediados del siglo XVII la rebelión calchaquí, uno de sus grupos, los quilmes, son desnaturalizados y se los instala en las cercanías de Bue¬nos Aires; f) indios charrúas y pampas que periódicamen¬te realizan trabajos en las estancias o en la ciudad, esta¬bleciéndose algunos de ellos por la fuerza o voluntaria-mentea, g) esclavos negros que trabajan en las estancias o en la ciudad, estableciéndose algunos de ellos voluntaria o compulsivamente; h) esclavos negros originarios de ‘Guinea y Angola; i) criollos y mestizos del Interior; j) indígenas provenientes de Córdoba que habían sido apre¬sados en las malocas organizadas por Garay y sus suceso¬res; k) criollos y mestizos de Corrientes; 1) españoles, criollos y portugueses propietarios de campos.
En el conjunto de todo ello, está la entrevista realidad social. No debe extrañarnos, adelantándonos a lo que luego veremos con más fuerza, que, en el plano de las relaciones sociales, a un aumento de los beneficios eco¬nómicos se le contrapone un control más estricto a los más. Es así que a lo largo de una larga experiencia, se ve siempre, bajo las más variadas formas, surgir el dominio y la rigidez. En Buenos Aires, en 1777, el virrey Cevallos determina el horario de trabajo de los peones, que se ex¬tiende a partir de las cuatro del día hasta una hora des¬pués de la puesta del sol. Descontado el tiempo del al-
a En el padrón de 1744 se puede leer que en el partido de Lu¬jan el estanciero Pedro Gómez “tiene un esclavo indio pampa lla¬mado Pedro, de edad de ocho años”.
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muerzo, más de doce horas de labor”. Estas y otras imá¬genes semejantes nos transportan a un destino impuesto.
Acentuándose un proceso delineado ya antes, en los primeros años del siglo se ordena el cierre de las pulpe¬rías durante la noche y el castigo a los que blasfemen y porten armas blancas, a los que no trabajen o tengan ocupación conocida, a los que asistan a reuniones de can¬to y guitarra (bando del gobernador de Buenos Aires Jo¬sé Bermúdez de Castro del 7 de enero de 1716). Debe¬mos advertirlo: se presta en todos los casos especial aten¬ción a las reuniones que el orden establecido no puede controlar; se reprime, en fin, la concurrencia de las muje¬res a los negocios y despachos de bebidas, condenándose todos los bailes y diversiones.
Pero esa política represiva es sólo uno de los aspectos de la realidad. Tiene la clase dominante una conciencia clara de que todo aquello que no es resultado de los sin¬cretismos inducidos debe ser materia de control, repre¬sentando las actividades naturales un peligro latente para el sistema. El pueblo, es sabido, debe estar sujeto, de acuerdo con ciertas teorías, a un permanente estado de tensión, de movilización interna y externa, encauzándose sus intereses a centros de atención precisos, a una cons¬tante y permanente racionalización de los medios de dominio. Esa empresa venía de lejos. En 1788, demos¬trándonos lo que hemos expuesto, escribe el síndico pro¬curador de Buenos Aires que en la campaña.
“hay un número considerable de pulperías donde se venden al menudeo todas las especies de comestibles y bebidas más usadas por la gente del país y se tiene adver¬tido de que en ellas acaecen diariamente riñas entre las gentes que concuurren. . . entretenimiento de esclavos que abandonando el servicio de sus dueños ocurren a la bebi¬da, diversión de guitarras, juegos de naipes”.
Y, días más tarde, como expresión de aquellos deseos, el gobernador de Buenos Aires ordena que los comer¬ciantes, de allí en más, no admitan, bajo pena de multa y cárcel, “juntas de gentes ni de guitarras”, obligándose
a Archivo General de la Nación, División Colonia, Sección Gobierno, Bandos, 1777-1790, n° 4.
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al mismo tiempo a los concurrentes a que consuman los alimentos en la calle, prohibiéndose el ingreso y perma¬nencia en el local. Hasta muchos años después —poco sabemos de la caducidad de aquella medida represiva— permanece en vigencia.
Pues bien, llegados a este punto debemos abordar el por qué de la designación de gaucho, al igual que otras previas, que recibe el poblador rural sin bienes de fortu¬na; un problema cuya importancia en sus aspectos exter¬nos es secundaria, pero no lo es tanto en el contenido que en cada momento histórico se le asigna. A ello nos referiremos seguidamente.
II – LOS NOMBRES QUE RECIBE EL DESPOSEÍDO
El origen de la palabra gaucho, como el de tantas otras del Nuevo Mundo, ha dado pie a las más variadas y no pocas veces alucinantes teorías filológicas. Se trataba, por cierto, de idear etimologías, coleccionándolas como si se tratase de sellos de correos, sin ubicar, insistimos, al grupo designado con ellas en su contexto social y econó¬mico. Se olvidaba y se olvida la esencia del problema: saber cómo y por qué había evolucionado hacia el últi¬mo sentido y cómo había penetrado el todo en el cono¬cimiento de cada caso particular.
Ahora bien, la voz gaucho, lo señalamos hace ya años en un detenido análisis, que en un comienzo se aplica a vaqueros al servicio de los más variados intereses, adquie¬re a principios del siglo XIX un significado más amplio que el primitivo y originarioa. Es decir, se le da, en un
a Cf.: Ricardo Rodríguez Molas, Antigüedad y significado histórico de la palabra gaucho (1774-1805), en Boletín del Insti¬tuto de Historia Argentina, Buenos Aires, 1956, año 1, t° I, pp. 144-164. Augusto Meyer en “Gaucho, historia de una palavra” (capítulo del libro Prosa dos pagos, Río de Janeiro, Livraria Sao José, 1960) estudia detenidamente los distintos significados que tuvo el vocablo desde sus comienzos en Brasil. Fernando Assun-cao (Nacimiento del gaucho en la Banda Oriental, en Boletín Histórico, n° 77-79, Montevideo, julio-diciembre de 1958, pas-
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proceso lento, el contenido que era antes exclusivo de otros términos. Ya a fines del siglo XVIII, peyorativa¬mente, propietarios y funcionarios denominan gauchos a los pobladores rioplatenses sin «cursos económicos que faenan, por cuenta de otros, animales vacunos para obtener sus cueros0. Provenientes de diversas regiones, del interior y del litoral rioplatense (Entre Ríos, Santiago del Estero, San Luis, Córdoba y Santa Fe, entre otras), trabajan por cuenta de intermediarios y estancieros esta¬blecidos en Río Grande del Sur (Brasil), Uruguay, Bue¬nos Aires y Santa Fe.
Como pronto veremos mejor, el significado de la pala¬bra evoluciona lentamente incorporándosele otros conte¬nidos. En una comunicación enviada en 1794 al virrey Arredondo desde el fuerte de Santa Tecla, en la Banda Oriental, advertimos el cambio. Se le informa entonces sobre una leva compulsiva de gauchos con el fin de obte¬ner mano de obra para ciertos trabajos oficiales, desig¬nándose ya no a contrabandistas sino a pobladores sin re¬cursos económicos, diferenciados de estancieros y mili¬tares. Poco más tarde, el cronista Miguel de Lastarría considera gauderios o gauchos a pobladores de la Banda Oriental que denomina hacendados —no significa que po-
sim) siguiendo la misma documentación investigada por nosotros analiza diversos aspectos desde el punto de vista tradicional. Una guía bibliográfica del tema en los siguientes trabajos eruditos: Er¬nesto Quesada, El ciclo cultural de la colonia, en Boletín del Ins¬tituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Le¬tras, t° II, Buenos Aires, 1924, pp. 370-414; Madaline Wallis Ni-chols, El gaucho, Buenos Aires, Peuser, 1845; Félix Coluccio, Bibliografía del gaucho, en Biblioteca, n° 5, La Plata, 1951, pp. 66-77; Augusto Raúl Cortázar, Guía bibliográfica del folklore ar¬gentino, Buenos Aires, 1942.
a Es interesante observar la similitud, semántica y social, con el término gavacho o gauachos empleado en España en los siglos XVII y XVIII para designar a los franceses que huyen de la po¬breza del Languedoc y se trasladan a la Península. Una similitud que merece un análisis más detenido, asociándose ambas circuns¬tancias. Es posible que el siguiente texto de Covarruvias, uno de tantos, perteneciente a su Tesoro de la lengua castellana, pueda darnos algunas pautas: “Gavachos, hay unos pueblos en Francia que confinan con la provincia de Narbona, Strabon y Plinio los
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sean estancias— y viven en zonas apartadas “sin oír el Santo Sacrificio de la Misa; ni asistir a concurso de fies¬tas o diversiones públicas; cuyo estado de barbaridad e independencia he descrito”0.
En general, puede decirse que gauchos y gauderios son enrolados compulsivamente con el fin de integrar las fuerzas militares de la frontera común entre España y Por¬tugal, una amplia franja de tierra que se extiende al norte de la Banda Oriental. Lo advertimos en el texto de una comunicación enviada en 1808 al virrey Sobremonte. Sin entrar en demasiados detalles, recordemos que le infor¬man entonces la actitud de cincuenta gauchos incorpora¬dos para integrar una expedición militar contra los ingle¬ses. Alistados aquéllos, observan, para repeler la invasión, vencidos los adversarios, prefieren el sueldo recibido en las estancias a las soldadas del ejército. Los mencionados gauchos habían integrado una compañía de cazadores a cuyo frente se encontraba José Artigas.
Pues bien, después de haber examinado brevemente las relaciones semánticas y sociales, especialmente en sus primeras etapas, es necesario referirnos a las distintas de¬nominaciones de los trabajadores rurales y en general las de todos los habitantes del ámbito rural sin medios de fortuna. Ya en el siglo XVII los califican de “mozos per-
llaman gabeles. Caesar gubalos. A estos llama Belteforestio gaua-chus y nosotros gauachos. Vide Abraham Ortelio, verbo gabales. Esta tierra (Languedoc) debe ser mísera, porque muchos de estos gauachos. Con todo esto, vuelven a su tierra con muchos dineros y para ellos son buenas Indias los Reynos de España”. En 1789, en Colonia del Sacramento, a causa de una pelea ocurrida en una pulpería, se declara que uno de los intervinientes “había sido un gabucho, y que el tal había tomado el campo”. Detenido, resulta ser José Torres, natural del Paraguay. En su declaración señala: “la mucha gabuchada que a la sazón se hallaba en la expresada pulpería de Vicente Piris, unos dentro de ella tocando la vigüela, y otros en la parte de afuera de la misma puerta montados a ca¬ballo” (Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Tribunales, Criminales, legajo n° 153).
a Miguel Lastarria, Colonias Orientales del Río Paraguay o de la Plata, en Facultad de Filosofía y Letras, Documentos para la Historia Argentina, t°, III, Buenos Aires, 1914, p. 245.
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didos”a, “mozos vagamundos”6, “ociosos y vagabun¬dos”0, “amigos de cosas nuevas””, son algunos calificati¬vos mencionados en los documentos oficiales. Conocidas son las críticas de Hernandarias y de Diego de Góngora, gobernadores y capitanes generales de las provincias del Río de la Plata, a las actitudes adoptadas por los mesti¬zos de rechazo al orden establecido por sus padres.^ Este planteamiento y este tipo de análisis, reflejo de los inte¬reses generales, siempre tiene presente la posibilidad de que los sometidos se apropien de los bienes disfrutados por los menos/
Como ya se lo indicara, la imposiblidad de someter a trabajo a los indios y la falta de yacimientos de metales preciosos se reemplazan con la intermediación en los con¬trabandos de plata altoperuana y manufacturas extranje¬ras, dos actividades que se asocian a la exportación de algunos productos agropecuarios. Recordemos, el hecho
a “Testimonio sobre lo que se ha hecho en las provincias del Rio de la Plata”, Buenos Aires, 6 de abril de 1622, en C.G.G.V. n°4757.
b Cf.: Revista de la Biblioteca Nacional, t° II, n° 1, Buenos Aires, enero-marzo de 1938, p. 112. Carta del gobernador Her¬nandarias de Saavedra al rey de España, Buenos Aires, 13 de ma¬yo de 1618.
clbidem. dlbidem.
e Hernandarias de Saavedra, según se testimonia en su juicio de residencia, asocia la persecución a los desposeídos a su parti¬cular interés. Había realizado en Santa Fe una leva de mujeres pobres para destinarlas a tejer: “con fuerza y violencia fueron sa¬cadas cantidad de doncellas del poder y casas de sus padres y pa¬rientes contra su voluntad y hacerlas hilar y tejer sayales” (Docu¬mento en Archivo General de Indias, Sevilla).
‘ Se trata de un temor permanente sustentado consciente o inconscientemente en la realidad de los menos. Se dice en 1622, en el documento mencionado en la nota anterior, que los mesti¬zos “en año estéril murieron de hambre porque no comen más que un poco de Vaca asada y cocida, y muchas veces sin sal, por¬que no la hay en esta tierra y de ordinario beben agua porque no se coge vino”. Es, sin duda, la realidad del ámbito folk.
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adquiere importancia dentro del contexto general de las actitudes sociales, que la condición de vaquear es una cir¬cunstancia heredable y transferible a terceros, un domi¬nio disputado desde los primeros momentos en los pla¬nos del poder político y el tradicional de los propietarios. En un entrelazamiento de intereses aún no bien estable¬cido, se ordenaba en 1591 la devolución de los caballos cimarrones tomados para sí por el adelantado Torres de Vera, propiedad de los primeros pobladores establecidos en Buenos Aires (“porque al tiempo y cuando se pobló fueron a ella sesenta soldados solteros o casados a su cos¬ta e minsión sin que de nuestra real hacienda ni la del di¬cho gobernador fuesen ayudados, animándose mediante el aprovechamiento que tenían de enlazar y cazar los di¬chos potros e caballos sin tener otro alguno” observa Fe¬lipe II en una real provisión)0.
Este es, sin duda, cual acabamos de exponerlo, el ca¬rácter peculiar de los primeros enfrentamientos. Queda dicho —y volveremos a insistir en ello— que la tierra ya desde los primeros momentos de la conquista se encuen¬tra en poder los afortunados y no pocas veces es obteni¬da por medios ilícitos dentro de las propias reglas de jue¬go impuestas por el sistema.
No tiene ninguna validez científica la afirmación, co¬rriente por otra parte, de que en las primeras décadas del siglo XVII la tierra no posee valor ni despierta el interés de los pobladores bonaerenses. El hecho, por caso, de discutirse los derechos de propiedad y el sistema de la va¬quería resta toda seriedad a la tesis. Por otra parte, es en¬tonces cuando aparece con toda su fuerza el hacendado como fuerza representativa local de un dominio ejerci¬do en lo social y económico. Tenencia de la tierra y reali¬dad social, dos circunstancias que no podemos disociar: el cuerpo municipal de Buenos Aires en abril de 1609 establece normas para vaquear en los campos próximos, autorizando sólo a cuarenta vecinos sobre aproximada¬mente doscientos que componen el número de todos los privilegiados con esa condición, y entre otros a los si-
? Archivo General de la Nación Argentina, Época colonial, Reales cédulas y provisiones, 1517-1622, Buenos Aires, 1911. Real provisión del 30 de setiembre de 1591.
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guientes: capitán Pedro Hurtado, alcalde de la cofradía de San Martín, convento de San Francisco, padres Mer-cedarios, regidores Francisco Muñoz y Pedro Gutiérrez, capitán Francisco de Salas, tesorero Montalvo, goberna¬dor Remandarías de Saavedra y otros funcionarios.”
Por cierto, la realidad de los hechos venía dándose por el vasto camino de los intereses. En referencia a la tierra, la.Recopilación de leyes de los reynos de las Indias (Libro IV, título 12, ley cuarta) determina que los virreyes pue¬den otorgar mercedes, advirtiéndose paralelamente: siem¬pre que no sea “en perjuicio de terceros, y sea por el tiempo que fuese nuestra voluntad”. Y también, el repar¬to de la tierra debía realizarse” con parecer de los cabil¬dos de las ciudades o villas, teniendo consideración a que los regidores sean preferidos, sino tuvieran tierras y sola¬res.^
Considerado en su conjunto, esto no constituye una novedad. En primer lugar, con ese sistema de reparto le¬gitiman el poder colonial y permiten una forma de domi¬nio indirecto basado en el hecho de que los obedientes y sumisos pueden obtener apoyo, beneficios y protección oficial. En segundo, facilitan de esa manera la actuación de virreyes y funcionarios, una alianza entre el poder de la Corona y los intereses locales.
Frente a las acciones de los unos, en todos los casos encontrarnos las reacciones de los otros. Como se ha se¬ñalado con justeza (Freud en El malestar en la cultura), todo sector que explota a otro en propio beneficio, que se apropia de los bienes, ante el temor a una posible re¬belión de los oprimidos impone paulatinamente a éstos • regulaciones más estrictas. Es así como para Hernanda-rias, genocida de indios en el Paraguay, los que él califica de “mozos perdidos” logran su sustento de las matanzas que realizan en el ganado vacuno cimarrón, y así lo ob¬serva en la relación enviada a España informando cómo
” Se establece que las vaquerías autorizadas deben realizarse entre enero y junio.
^ El subrayado nos pertenece. Cf. Recopilación de leyes de los reynos de Indias, Madrid, 1681.
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los había puesto a oficio.” Se trata, por cierto, de inte¬grantes que conforman las partidas de vaqueros, la gente de “baja esfera” de la sociedad bonaerense.
¿Es necesario recordarlo? Desde luego, en todos los casos vagabundos y ociosos son los desposeídos. Así, y no por curiosa paradoja, ya en los primeros momentos se decide someterlos compulsivamente al dominio de los propietarios e integrarlos al sistema productivo, expre¬sándoselo al gobernador Diego de Góngora el rey en 1619 (“y es cosa muy justa y conveniente procurar que la gente que hay, sea ella españoles y naturales, mestizos, negros y mulatos, que de éstas se dice es increíble la can¬tidad que hay, y todos viven ociosamente y sin ocupa¬ción, se aplicasen al trabajo de que se saque aprovecha-‘ miento, os encargo miréis y os informéis muy atenta¬mente de las personas más inteligentes de esa tierra en cada ciudad y pueblo”*). De todos maneras, al igual que ocurre en el Antiguo régimen europeo, los sumisos, es decir aquellos que aceptan vivir en pobreza, los silencio¬sos, obtenían una seguridad relativa al integrarse al traba¬jo de los campos o al sumarse a las milicias .locales.
Por 1641 los denominan “criollos de la tierra ” y acla¬ran también que son muy pobres, proponiendo los ofi¬ciales de la Real Hacienda sean ocupados en las compa¬ñías de caballería (“por ser las personas que pueden ser¬vir estos cargos criollos de la tierra.. . la pobreza de los criollos de la tierra, que son lo que la puedan servir”c). Otras palabras para designarlos aluden a diversas aptitu¬des: domadores, vaqueros, cuereadores, etc.rf. En otros
o
En Paraguay, informan en la época, entrego a los indios guaycurús vino envenenado a cambio de miel y martinetas. Cf.: Ricardo Rodríguez Molas, Esclavos indios y africanos, en Ibero AmerikanischesArchiv, Berlín, jg. 7. H.4, 1981, pp. 325-366.
* Real Cédula al gobernador del Río de la Plata don Diego de Góngora. . . Guadalupe, 1° de noviembre de 1619, en C.G.G.V., n° 4657
c Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colo¬nia, Sección Gobierno, Acuerdos de la Real Hacienda, S. 9, C. 13, A. 8, N° 8, f. 57 v.
Se emplean ya a fines del siglo XVI. 70

casos, los funcionarios españoles escriben “paisanos”, de¬finiendo en todos los casos a criollos adaptados al medio y aptos para las labores rurales. En esa perspectiva, la de la sociedad arcaica, encontramos en los documentos del siglo XVIII las siguientes designaciones características del ámbito: “animado”, “mozo español asalariado”, “in¬dio esclavo”, “indio conchabado”, “agregados y entena¬dos suyos”, “asistente de peón”, “agregado con su ran¬cho”, “peón conchabado, su ejercicio es cuidar ganados mayores”, “capataz”, “peón asalariado”, “gente de fae¬na”, “mozo de faena”, “domador criollo”, “peón ba¬queano”, “rastreador”. . .”. Paralelamente, en la Banda Oriental varían los términos para indicar genéricamente aptitudes, defectos (para funcionarios y estancieros) y otras características de los pobladores de la campaña: changadores, gauderios y gauchos. No vamos a entrar ahora aquí en la exposición del origen de las palabras changador y gauderio. Pero aún sin entrar en este punto, resulta claro que sus raíces, obviamente que no las filo¬lógicas, son idénticas. Ahora bien, gauderio se emplea con anterioridad a gaucho, dentro del proceso adver¬tido, y conocemos ya testimonios fechados en 1756 en el pago de las Víboras para señalar a “gente —así dicen— que vive como quiere, sin saber dónde viven o de qué se aumentan pues no trabajan”*. Se trata, como en tantos otros casos, del sistema jerárquico de trabajo que raciona¬liza el dominio y menosprecia a los insumisos. Tales son los gauderios: “vagos” y “malentretenidos” como señalan los documentos del siglo XVII, mozos “amigos de cosas nuevas”, peones de estancias, criollos y desocupados. Es-
” Cf.: -Facultad de Filosofía y Letras, Documentos para la Historia Argentina, t° X, Padrones de la ciudad y campaña de Buenos Aires, 1726-1810, Buenos Aires, Peuser, 1920-1955, pas-sim.
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Portugueses, Campo del Bloqueo, Banda Oriental, n° 1. En este legajo de do¬cumentos se encuentran numerosas referencias a robos de ganado y de quienes Bruno de Zabala dice ser vagos, mal entretenidos y gauderios. En carta del 13 de marzo de 1746 se informa de la de¬tención de Juan Fernández, autor de “varias travesuras”, “capaz de inventarlas nuevamente”.
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tos antecesores de los gauchos son portugueses, africa¬nos, indios, españoles criollos y, en no pocos casos, mes¬tizos que migran del interior. A mediados del siglo XVIII encontramos el término en Río Grande del Sur, Santa Fe, Misiones, Comentes y Entre Ríos. Gauderio se designa en Santa Fe, en 1768, a un criollo cuyo mayor delito con¬siste en estar amancebado: “amancebado con una prima suya que se le sacó de la cama estando con ella para traerlo preso” recuerda el policía de turno”. Represión social y represión sexual son términos y deseos que en ningún momento se excluyen.
En los campos fronterizos de la Banda Oriental, gru¬pos de gauchos trabajan para hacendados de Río Grande del Sur y Montevideo; realizan, por encargo, faenas en los rodeos cimarrones y conducen cueros y vacunos al dominio portugués. Como ocurre con los gauchos del si¬glo XIX, son acentuados los contrastes entre la pobreza de los más y la riqueza de los menos. Escuchemos como los ve un calificado testigo, en un testimonio carente de toda simpatía por lo primitivo o lo folklórico: “Mala ca¬misa y peor vestido procuran encubrir con uno o dos ponchos, del que hacen cama con los sudaderos del ca¬ballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita, que aprenden a tocar muy mal y a cantar des-entonadamente varias coplas, que estropean, y muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre sus amores””. Las armas e instrumentos de trabajo pre¬feridos son los cuchillos, lazos, desjarretaderas, maneas, boleadoras, botas de potro, espuelas. . . Pues bien, éste es el tipo humano —producto de un sistema social— y és¬tas son las costumbres y el estilo de vida -producto de la segregación y del sincretismo inducido— de los gauchos rioplatenses del siglo XVIII, antecesores de un símbolo que se opone a la evolución.
Ya por 1783, es decir una década después del testimo-
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Santa Fe, 1763-1770, legajo n° 5.
b Concolorcorvo, El lazarillo de ciegos caminantes hasta Lima, 1773, Edición de la Junta de Historia y Numismática Americana, Buenos Aires, 1908, p. 29.
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nio de Garrió de la Bandera, las autoridades emplean las palabras gaucho y gauderio para señalar a un mismo gru¬po humano. Podemos advertirlo, entre otros testimonios, en las expresiones de un hacendado que posee en su cam¬po “una casa de trato” frecuentada por gauchos y gaude¬rios, todos ellos peones de campo”. Pero obsérvese ade¬más que, en aquellos círculos, ambas denominaciones no sólo definen a cuatreros o contrabandistas de ganado va¬cuno por cuenta de los estancieros ricos, indica global-mente a un grupo humano de características similares-a las de sus antecesores del siglo XVII y a los posteriores; pobreza, superstición, irracionalismo inducido, depen¬dencia*.
III – “NO VIENE A CUENTA A NINGUNO QUE NO SEA RICO CRIAR UNA VACA”
Queda establecido, pues, que la voz gaucho recién se aplica en la segunda mitad del siglo XVIII para señalar a un grupo humano bien definido. El testimonio más anti¬guo está fechado en 1771 en la Banda Oriental asociado a insometidos que las autoridades persiguen y controlan. Otros, posteriores, insisten en señalar hechos y actitudes ya conocidos.
A medida que la propiedad se afianza, la represión es más estricta y más racionalizada en su violencia, en el
a En la primera edición de la. Historia social del gaucho (Bue¬nos Aires, Marú, 1968) se dan a conocer testimonios documenta¬les sobre esa identidad.
* Debemos advertir la lenta, en muchos casos prácticamente inadvertida, integración de las clases rurales desposeídas a los aportes de la civilización. Relatos del siglo XVIII coinciden en sus descripciones con otros de la segunda mitad del siguiente. De¬jando aparte sus intereses de grupo dominante, son de importan¬cia las consideraciones del anónimo redactor de la Narrative of a joumey from Santiago de Chile to Buenos Ayres in july and au-gust, London, Murray, 1824, p. 134. “They are (los gauchos), ta-citurns, ignorant, and superstitious “.
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fortalecimiento de los controles. “En el campo —se in¬forma desde la Banda Oriental en la década de 1780— se reconoce que hay muchos gauchos. Yo estoy muy las¬timado —agrega el comandante de campaña— de una mano y estoy muy determinado. Si Vuestra Merced lleva gusto mandar a mi teniente con una partida grande al campo a fin de que se prenda y castigue alguna gente perjudicial y aquí quedan unos mancarrones flacos y quiero con permiso de Vuestra Merced repartirlos a mi gente””. Con esos caballos flacos persiguen a los gauchos que roban a los poderosos para obtener su sustento. Es, si se quiere llamarlo así, un enfrentamiento de grupos so¬ciales, y una reacción destinada a extremar el control pa¬ra que no se disuelva el orden de dominación estable¬cido. Existe, en esa realidad que venimos mencionando desde las primeras páginas, una constante perfección en los métodos, que suma las experiencias anteriores.
Proseguimos. Esos gauchos, gauderios, changadores o vagabundos (las variantes peyorativas se repiten en el tiempo) recorren los campos y cuchillas alterando el buen humor de estancieros y funcionarios. Por esos años, precisamente en 1767, el navegante francés Bougainville alude a “una tribu de brigands” que se habían converti¬do en un elemento peligroso para la tranquilidad de los propietarios de tierras y ganados.*
Son los mencionados brigands, conocidos por Bou¬gainville a través de los relatos de autoridades y propie¬tarios, los gauchos o gauderios.
Como se ha advertido en las páginas precedentes, el término gaucho, empleado ya con frecuencia a fines del siglo XVIII, designa a un sector de la población que es diestro para subsistir en un medio primitivo, sin medios de fortuna, y donde el orden técnico y cultural es prác¬ticamente desconocido y acentuada la presión de las tra¬diciones. Años más tarde, en la década previa a las inva-
a Citado en Antigüedad y significado histórico de la palabra gaucho.. .
^ L. A. Bougainville, Viaje alrededor del mundo por la fraga¬ta del rey la “Boudeuse” y la fusta la “Estrella” en 1767-1768y 1769, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, S.A., 1954, p. 37.
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sienes inglesas al Río de la Plata, la palabra cruza a la banda occidental y se instala en la campaña bonaerense para designar a pobladores rurales sin recursos econó¬micos.’7
Las distintas acepciones del término en un mismo mo¬mento, un hecho determinado por la condición social de quienes se refieren al gaucho, causó confusión. Los acu¬sadores sistemáticos del gaucho, aquellos que con espíri¬tu de élite —las tradicionales familias autocalificadas “de¬centes”— reprimen las manifestaciones de los insumisos, extendieron en el tiempo y en las más variadas formas sus concepciones e intereses, proyectándolas al pasado. Por otra parte, se trataba de impedir el análisis crítico de la historia borrando, en lo posible, de la conciencia co¬lectiva la realidad de los hechos. Es así que, según se ha dicho, “la actitud de olvidar y perdonar todo, que co¬rrespondería a los que han sufrido de injusticia, ha sido adoptada por los que la practicaron”.
Dentro del constante e interesado proceso de reelabo¬ración de la historia, de selección de testimonios con un sentido preciso, se llega asimismo al engaño consciente. Así, pues, en una actitud que tiene muchos puntos de
a La palabra gaucho se emplea ya en la segunda mitad del si¬glo XVIII en Río Grande del Sur, Brasil. Más tarde designa a to¬dos los nativos de la región (gauchos). El término, creemos, apa¬rece impreso por primera vez en 1787 en el Diario resumido. . . de José de Saldanha. Para Antonio Alvares Pereira Coruja (Colé-fao de vocábulos de frases usados na provincia de Sao Pedro do Rio Grande do Sul, Porto Alegre, n° 9, p. 141) su origen es espa¬ñol y designa históricamente a los vaqueros que faenan toros ci¬marrones e viven sin trabajar. Cf. Thales de Azevedo, Áreas cultu¬ráis do Rio Grande do Sul, en Revista do instituto Histórico e Geográfico do Rio Grande do Sul, 2° trimestre de 1944 (este au¬tor denomina a Río Grande “sub-área gaucha”). A su vez, Manoelito de Ornellas (Gauchos e beduinos. A origen étnica e a formacao social do Rio Grande do Sul, Río de Janeiro, 1956) plan¬tea y analiza las similitudes entre los árabes nómadas y los gauchos brasileños. Una tesis, es sabido, sustentada anteriormen¬te por Sarmiento en Facundo. Por otra parte, basándose en in¬vestigaciones realizadas por nosotros, Augusto Meyer (Prosa dos pagos, Río de Janeiro, Livraria Sao José, 1960) estudia proble¬mas semánticos e históricos.
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contacto con la adoptada por los tradicionalistas, pero en un plano distinto de actitudes, Emilio A. Coni, inves¬tigador responsable en el análisis de numerosos temas de historia económica, falsifica la realidad, trata de colocar la línea final para borrarla0. Pues bien, al referirse al gau¬cho de la Banda Oriental en su libro sobre ese grupo so¬cial, una recopilación de conferencias y artículos, se ba¬sa, entre otros documentos, en la copia de un extenso informe de la segunda mitad del siglo XVIII y cuyo ori¬ginal se encuentra en el Archivo General de Indias, en España* .
El historiador de las vaquerías, en su afán de justificar el pasado, cita sólo algunos de los párrafos del menciona¬do documento, los que confirman su tesis y desestima el resto, los de más importancia para ubicar socialmente al gaucho en el contexto de la sociedad. Recuerda y trans¬cribe partes de un informe del funcionario español Lo¬renzo de Figueredo a José Várela y Ulloa desde la ciudad de Montevideo el 30 de abril de 1790C. He aquí las pala¬bras que importan a Coni y reproduce en su libro:
“Por último convenía mucho al servicio de Dios, del Rey y del común, el establecer una partida volante, sin mansión ni residencia alguna, aunque no fuese más que de diez de tropa (que suponen por cien paisanos según el temor que les tienen estas gentes) con un comandante recto, y celoso, y que con facultades a imitación de pre-voste, persiguiese y arrestase a los muchos malévolos, de¬sertores y peones de todas castas, que llaman gauchos o gauderios, los cuales sin ocupación alguna, sin beneficio solo andan vagueando y circulando entre las poblaciones y partidos de este vecindario y sus inmediaciones, vivien-
” Emilio A. Coni, El gaucho, Buenos Aires, Ed. Sudamerica¬na, 1945. Hay una reedición posterior de la Editorial Solar/Ha-chette, Buenos Aires, 1969, con un estudio preliminar de Beatriz Bosch.
* Copia del original en la Facultad de Filosofía y Letras, Bue¬nos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, carpeta 175 ca¬ratulada: Misceláneas. Archivos y bibliotecas de España 1540-1740.
clbidem. 76

de de lo primero que pillan, ya en changadas de cueros, ya en arreadas de caballadas robadas, y otros insultos, para el tráfico clandestino, sin querer conchabarse en los trabajos diarios de las estancias, labranzas, ni recogidas de ganados, por cuya razón se halla todo en suma deca¬dencia, y sin temor a nadie, ni a las justicias, pues los po¬bres comisionados de dichos partidos que tienen este em¬pleo por dos años, encargados de este celo, no se atreven a inquietarlos ni perturbarlos, por los ningunos auxilios de tropa que para ello tienen, como que sus vidas corren mucho peligro, y solo tiran a parar el tiempo de su co¬misión”‘1.
Hasta este punto el texto mencionado por Coni y que figura en el documento de 1790. Simplemente, una ex¬presión de repulsa a los oprimidos. En el mismo testimo¬nio consultado y cuya copia se conserva en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, transcríbese a partir de la foja sesenta y cinco —veinte más adelante del párrafo mencionado por el autor de El gaucho— una relación en¬viada por Manuel Cipriano de Meló, comunicando al vi¬rrey Arredondo la circunstancia y el por qué de la pre¬sencia de los gauchos y gauderios. En líneas generales, el informante acusa a los estancieros de explotar a los des¬poseídos, culpables indirectos, dice, de los robos, al ha¬ber acaparado en sus manos la mayor parte de la tierra disponible; los acusa también de la apropiación de la ha¬cienda cimarrona, de la represión general. Dice:
“Pero la malicia ha trastornado esta sabia providencia porque los ricos conservan en su hacienda un corto nú¬mero de ganado en rodeo cuyos partos yerran, y a la sombra de este se hacen dueños de todo el que quieren, a pretexto de que se les ha alzado o ahuyentado una gran parte. De este pretexto nacen las correrías que hacen los pueblos de (las) Misiones, y los ricos del pueblo haciendo la corambre tan a pota costa, y en tanto número, que no viene a cuenta a ninguno que no sea rico criar una vaca.
Corresponde a la primera parte del manuscrito mencionado.
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Queda de este modo despoblada la campaña de vecinos, los ganados vagos, y la gente pobre necesitada a hacer sin licencia lo que otros hacen con títulos colorados matan¬do a diestra y siniestra para sacar cueros, y llevarlos a los ricos españoles o portugueses que les dan una bagatela por ellos. Estos son los changadores, los gauchos tan de¬cantados, unos pobres hombres, a quienes la necesidad obliga a tomar lo que creen no tiene dueño para utilidad del los que les pagan con mano bien miserable”0.
Siempre la tierra y el poder de los menos. Las grandes concentraciones de haciendas latifundistas iban aumen¬tando considerablemente y el interés en las mismas de¬terminaba la expansión de la frontera en toda el área. Es la realidad sin duda, expuesta por Manuel Cipriano de Meló en referencia al mundo social y económico que lo circunda; una realidad que hoy pretenden desconocer los practicantes de un empirismo histórico abstracto ajeno a la injusticia y la miseria de los menos.
IV – LOS ESTANCIEROS: “PRECISANDO A LOS
POBRES A QUE LOS SIRVAN POR EL TRISTE
INTERÉS DE UN CONCHAVO”
Por cierto, en esos días nadie ignora la situación. En 1769, en un extenso memorial que se envía al Cabildo de la ciudad de Montevideo y que subscribe entre otros Agustín de la Rosa, un funcionario nacido en España y desligado de todo interés local, denuncia los manejos de los latifundistas José de Villanueva y Francisco de Al-záybar, propietarios de la mayor parte de los campos de la Banda Oriental. Pero debemos insistir en un hecho: recuerdan que ambos son dueños de más tierras “que muchos soberanos de la Alemania, particularmente el úl-
” El borrador original de Manuel Cipriano de Meló se encuen¬tra entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional de Buenos Ai¬res, hoy en el Archivo General de la Nación, n° 1931. El subra¬yado nos pertenece.
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timo (Francisco de Alzáybar), que en las tierras que aquí ha poseído y en las que nuevamente pretende ser legíti¬mo dueño pueden acomodarse seiscientos vecinos, res¬pecto de darse a cada uno como hasta aquí, desde la pri¬mitiva fundación de la ciudad”. Nos encontramos, pues, ante la base excepcional de toda la injusticia. Pero hay más. Sostiénese que ningún latifundista había ayudado en nada al bien común de la sociedad. Y advierte por último, en relación el dominio de tantas riquezas, que el mismo es:
“tan en daño nuestro como de la causa del Rey, por¬que hallándose este gobierno con cerca de mil matrimo¬nios y de ellos una prole numerosísima de todas edades y sexos, se puede fundar en los terrenos que pretende Alzáybar una villa o población muy provechosa a la cau¬sa común.”
Tal, pues, la escena de un •dominio que viene de lejos. Años más tarde, en 1795, insiste Agustín de la Rosa en plantear el mismo problema, sosteniendo la necesidad de repartir la tierra entre los gauchos, los labradores y los desposeídos en general. Y si bien sus palabras no son te¬nidas en cuenta por el virrey Pedro Meló de Portugal, el testimonio de las mismas refiere a hechos concretos. Después de acusar a los latifundistas, menciona los méto¬dos de apropiación de los campos asociándolos a la mise¬ria y desamparo de los más. Nos dice:
“Los costos que exigen las denuncias (de tierras), las dilaciones que padecen y la contracción personal que exigen impiden absolutamente la población, porque ca¬reciendo los más de fondos solo logran establecer estan¬cias los acaudalados avasallando y precisando a los po¬bres a que los sirvan por el triste interés de un conchabo o a que, y es lo más común, se abandonen al robo y al contrabando donde hallan firmes apoyos para subsistir. Esta es la razón porque en los campos de la otra banda viven un sinnúmero de gentes enteramente perdidas, que no bastan ya para contenerlas ni el celo ni el empeño, • siendo precisa una fuerza casi extraordinaria””.
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Montevideo, 1768-1769, legajo n°8.
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Puesto que no había la posibilidad de otra ocupación, la reacción de los pobres, la única racional en esos días, era previsible. La tesis de Agustín de la Rosa coincide en no pocos aspectos con las ideas expuestas por Meló. “Mientras no se adopte el sistema de poblar la frontera y repartir los campos en suertes de estancia es imposible disipar los desórdenes que destruyen sus terrenos”*7. La gran codicia de los menos, agrega, tanto como las conve¬niencias económicas, la alianza, en suma, con sectores del poder y los altos costos de las denuncias de tierras baldías, impiden a los pobres acceder a su propiedad.
Esa concepción encuentra eco en otras voces. Una re¬lación anónima, posterior a 1790, acusa asimismo a los es¬tancieros de apropiarse de la tierra disponible. En el in¬forme, dirigido al virrey, se observa que los ricos “tienen terrenos de ochenta y cien leguas de distancia, como la estancia de Alzáybar, la Maríscala y otras, que ocupan más terrenos que un reino de Europa”. Y, al propio tiempo, además de apropiarse de los ganados de los po¬bres pagan miserables salarios y dan trabajo a pocos peo¬nes: “sólo —acúsase— conservan capataces y esclavos y a esta gente gaucha. . . para las faenas clandestinas de cue¬ros. . . a tanto por cuero”^.
La organización del poder, pues, se establecía sobre la base de dos planos bien delimitados: la acumulación de la propiedad y los salarios bajos. “La fortuna de los ciu¬dadanos —escribe por entonces el jesuíta Dobrizhoffer— se define aquí más por .a cantidad del ganado, que del dinero efectivo”c .
Señalamos, por último, otro intento de reforma. En 1782, desde Montevideo, José Sagasti insiste en señalar planteos similares a los de Meló y De la Rosa. Solicita el reparto de la tierra entre las menos pudientes y desarro¬lla un plan para su entrega, acompañando planos y estu¬dios preliminares. Comienza por condenar las entregas de
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colo¬nia, Sección Gobierno, Comandancia de Fronteras, 1789-1801.
” Informe hecho al virrey sobre el reparto de tierras y gana¬dos en la Banda Oriental, en La Revista de Buenos Aires, año 8, nro. 90, Buenos Aires, octubre de 1870, pp. 167-181.
c Martín Dobrizhoffer, Historia de los abipones, Resistencia, Facultad de Humanidades, t° I, 1967, p. 56.
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tierras en pocas manos y los fraudes cometidos. Declara entonces que:
“Todas las ventas de tierras de una grande extensión son perjudiciales al real erario. Un terreno, entiéndase siempre de mucha extensión desierto y baldío o conside¬rado como tal, se evalúa comúnmente por un precio tan ínfimo que muchas veces el trabajo y la misma mensura importa más. Las razones ya que por el error geométrico con que se procede en su condición como abajo se demos¬trará y ya porque los sujetos que los compran son pode¬rosos y los agrimensores evaluadores y demás comisiona¬dos tal vez son sus íntimos o sus dependientes, y cuando no resumen dos leguas en una no atienden a la amenidad de los campos, frondosidad de los montes ni otras cir¬cunstancias constituyentes del valor, y tal vez, lo que es peor, fingen una mensura que no habido para que demás del dolo que interviene se evite el peligro de ser inte¬rrumpidas sus ideas por la oposición de los vecinos que ocupan aquellos campos que fingen fueren baldíos, cuyo grito, al tiempo que se intenta su violento lanzamiento en virtud del subrepticio título, es oscuro y rara vez oído de los superiores.””.
Es sintomática la determinación del “grito”; lo es también el hecho de que rara vez el mismo era oído. Son los anteriores, seguían siéndolo, los fraudes para la ob¬tención de las estancias. Por esa razón Sagasti propone la entrega de pequeñas parcelas a los labradores y habitan¬tes sin medios de fortuna, prescindiendo de un reparto latifundista. Y también: “rescindir las ventas celebradas de provincias enteras a favor de los poderosos”. Y le ex¬pone luego al rey de España, destinatario de su solicitud:
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colo¬nia, Sección Gobierno, Tribunales, legajo 71, caratulado: “Ex¬tracto del expediente sobre los perjuicios que sufría la Real Ha¬cienda con las ventas de tierras realengas”. Véase también en el mismo legajo: “Año de 1789. Don Francisco Ramón de Sagasti, sobre que le mande dar por los ministros de la Real Hacienda una razón circunstanciada del caudal entrado en cajas desde el año 1780 por ventas de tierras realengas y se le da vista del expedien¬te sobre arreglo de campos.”
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“A ¡os ojos se viene que de venderse a un individuo’ un terreno de veinticinco leguas, cincuenta o cien, lejos de cultivarlo, poblarle y haber comercio queda inculto, despoblado y sin comercio, y que de venderse el mismo terreno a veinte, treinta o cuarenta vecinos quedará po¬blado, cultivado y con comercio. Que de venderse el mis¬mo terreno a un poderoso, infinitos pobres labradores andarán vagando enantes, careciendo de comodidad tem¬poral y pasto espiritual y sin poderse contar entre la so¬ciedad civil sino es para dañarla con muertes, robos y otros vicios que traen la ociosidad pudiendo ocuparse honestamente en los mismos terrenos. ”
Los adjudicatarios de tierras, agrega, pertenecientes todos ellos a los grupos privilegiados, tienen clara con¬ciencia de que sus propiedades se valorizan con rapi¬dez y han de obtener al transferirlas considerables ga¬nancias. “Saben —aclara— que cada día urge la necesi¬dad de extender las poblaciones, con que fácilmente les ocurre la alta idea de tener feudatarios en breve tiem¬po o de vender a un subido precio cada pequeña porción de aquel (terreno) que ahora les cuesta casi nada y que un cualquiera mañana piensa ser un gran señor”. E insis¬te, demostrándonos la plena conciencia que existe ya so¬bre ese problema en el siglo XVIII, en la necesidad de que se reparta la tierra entre los más pobres: “Que siem¬pre sean preferidos los pobres aun entre los mismos po¬bres labradores. Que el fin primario o único de las ven¬tas es el común beneficio: que por lo mismo las tierras se repartan sin exceso. Palabras dignas de escribirse cien veces'”
Sagasti sabe, y así lo expresa, que adquiere poderosos enemigos particulares, odios que han de perseguirlo. Su acción, sin duda alguna, se opone a los sistemas arcaicos y es uno de los tantos eslabones de la lucha, no pocas veces frustrada, contra la injusticia, un preanuncio de otros tiempos que tendrán como partícipes a los sectores más lúcidos. Determina con precisión, al tiempo de plan¬tear su reforma, los problemas de los pobladores sin bie¬nes: miserias, inseguridad, falta de apoyo oficial, perse¬cución de los poderosos. Por otra parte, no menos seve¬ras son sus palabras al referirse a la situación de los labra-
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dores. Siembran, dice, en campos de terceros y viven en miserables “chozas de paja”. “Y es cierto de que si tu¬viera la propiedad de una o media legua sembrarían, edi¬ficarían y fomentarían el terreno como patrimonio que iría sucediendo en sus hijos, y no se verían estos inmen¬sos campos más llenos de gentes ambulantes que de efectivos labradores”. Está, según se ve, muy lejos del pintoresquismo folklórico. Es un acusador que con un conocimiento pleno del problema fustiga al sistema im¬perante y se lamenta de los errores cometidos. En ver¬dad, esa grave situación social y económica, su constante reiteración, no han de cambiar en el tiempo.
Muerto Sagasti, su hermano continúa la prédica. Re¬cuerda, el 1° de abril de 1799, que los poderosos lo ha¬bían reducido a “una indigente y estrecha situación”, so¬licitando al Cabildo de Montevideo un detallado informe sobre el reparto de la tierra realenga y también sobre el destino que habían tenido las propuestas de reforma agraria. Sale en defensa de los intereses ganaderos Fran¬cisco de Zufriategui, representante de los sectores que imponen sus deseos de dominio feudal. Para él, los pode¬rosos terratenientes representan un “ornamento”, así escribe, indispensable a la Corona para mantener el orden establecido y lograr la “felicidad pública”. Son las suyas las ideas de siempre:
“Los poderosos y ricos hombres de la tierra son el or¬namento de la Corona, éstos, debemos creer, que sus caudales los conservan y aumentan como un desempeño de la Majestad y del Estado, como un socorro de la tri¬bulación del público y como una memoria perpetua de la felicidad y fortuna que heredaron o adquirieron: en ellos tienen los pobres sus auxilios, llénalos Dios de piedad para su socorro, y abren libremente las manos con ellos. Los que tienen hacienda acomodan capataces y peones; los que son labradores, tienen sus cosecheros y arrenda¬dores, que por una corta contribución son dueños del te¬rreno que ocupan con sus labores y no pocas veces ad¬quieren, con que hacen suyos aquellos terrenos de que hay muchos ejemplares; de modo que siendo Dios autor de todas las cosas, quiso que el pobre viviese dependiente del rico con un trabajo personal y el rico del pobre (y)
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con su dinero, sirviéndose de todas las artes para su sub¬sistencia, decencia y ornato.”
Que “el pobre viva dependiente del rico” y “el rico del pobre” son dos de los deseos más importantes. Niega Zufriategui, procurador de sus pares “vecinos”, que el monarca sea partidario de los repartos indiscriminados de tierras. Se trata de una visión totalitaria, propia del Antiguo régimen, del reparto de la riqueza pública. “Ni es nuevo —comenta— que los ricos sean dueños de in¬mensas tierras como sucede en Europa con la grandeza, y algunas familias religiosas que tienen tierras para cortijo, para labradío, para arrendar trabajando los pobres con el reconocimiento y contribución anual”. Es más: “Los te¬soros Dios los reparte y de la posesión de ellos no deben ser émulos los que carecen de facultades”. Todo queda¬ba dicho. Sólo importa el lucro de los menos.
V- “HACIÉNDOSE A LOS CRIADORES ARBITROS DE SU PROPIA FELICIDAD”
Hasta aquí el interés por la tierra. Hablemos seguida¬mente de los hombres que sirven en ellas. Como se ha ad¬vertido reiteradamente, los problemas del peón de cam¬po y la rigidez en las relaciones están en relación directa al creciente aumento de los precios de los cueros y a la valorización de los campos.
Pues bien, interesadas en los productos de las estan¬cias, las autoridades del Cabildo porteño venían adop¬tando, según vimos, las más variadas medidas, perfeccio¬nando y “racionalizando” las medidas represivas. Hacia comienzos del siglo XVIII, nadie que no esté debida¬mente autorizado puede establecerse en el campo con hacienda propia. Se disponen, el 3 de febrero de 1721, diversas reglas para el funcionamiento de las estancias de la Banda Oriental, estableciéndose el número de peo¬nes que deben ocupar. Son bien precisas:
“acordaron que convenia que las estancias que son nueve y cuatro de las obligadas, y por todas trece, per-
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manezcan con la calidad de que en ella no se mantengan más que en cada una dos o tres peones conforme a la cantidad de caballos y ganados que en ellas hubiere. Y que todos los demás que se hallaren se echen a esta Ban¬da y los caballos y demás aperos que se les tomase se apliquen para gastos de la expulsión. ”
Treinta y nueve peones, en el mejor de los casos, bas¬taban para atender los rodeos de gran parte del actual territorio uruguayo. Era, se la convertía, en una tierra desolada y primitiva. Por otra parte, deciden expulsar a quienes habían establecido por su cuenta estancias en zonas apartadas, “andariegos” sin fortuna, definen, pro¬venientes de San Luis, Salta, Córdoba, Santa Fe, Para¬guay, Santiago del Estero y Corrientes: “ya son dueños de haciendas y pretenden serlo de los campos” observan con temor. Eran, sin duda alguna, los intereses ya ex¬puestos en las páginas anteriores y una nueva actitud so¬cial y económica más acorde con el grupo. De ninguna manera, observan, han de permitir que esos pobres pue¬dan “desfrutar las campañas”. Si tuviésemos que relatar otros episodios semejantes ocurridos en la Banda Orien¬tal en la segunda mitad del setecientos, una frontera en expansión al igual que los campos bonaerenses en el si¬glo XIX, con problemas semejantes, tendríamos que lle¬nar muchas páginas. Nos hemos limitado, una vez más, a determinar ejemplos característicos. Señalemos segui¬damente la realidad en la orilla opuesta del río de la Plata.
También aquí se alude con cierta reiteración a las in¬justicias cometidas. Félix de Azara, naturalista y obser¬vador de la sociedad rioplatense, en no pocas de sus pá¬ginas insiste en recordar las ventas de tierras a los ricos, segregandose a los menos pudientes.” Y lo confirma tam-
” Félix de Azara, Memoria sobre el estado rural del Río de la Plata en 1801 y otros informes, Buenos Aires, Bajel, \943;Dia-rio de un reconocimiento de las guardias y fortines de Buenos Aires, para ensancharla por don Félix de Azara, en Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna del Río de la Plata, Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1837, t° VI.
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bien ‘un historiador contemporáneo al escribir que “La situación se reducía, en definitiva, a que los propieta¬rios de campos eran los acaudalados que reunían grandes extensiones, mientras que los agricultores que eran quie¬nes trabajaban la tierra, no la tenían propia””.
Unidos al control económico, de la misma manera, también la represión y el control jerárquico facilitan el dominio y lo sacralizan. Las cosas no habían cambiado con relación al siglo XVII. Como pronto hemos de ver mejor, se controlan todos los actos del “hombre del co¬mún” o de “baja esfera”. Juegos, diversiones, sitios de reunión, ropa, costumbres y creencias son motivo de preocupación para las autoridades locales; nada escapa a sus ojos. Los signos que observamos por todos lados no admiten duda. Mencionaremos algunos de los casos to¬mados al azar de las disposiciones del momento.
El 15 de setiembre de 1742 prohiben se ande a galope por las calles y “el andar mujeres con ellos (los jinetes) en ancas”; el 6 de diciembre de 1745 montar a caballo en la ciudad durante la noche o el amanecer; el 18 de fe¬brero de 1747 llevar boleadoras o traerlas debajo del lo-‘millo*; el 16 de marzo de 1746 jugar a los naipes en las pulperías; el 28 de enero de 1756 hacer “corridas de parejas de caballos” los días de trabajo; el 6 de mayo de 1766 “los bailes indecentes que acostumbran tener los negros, ni juntas de ellos ni con mulatos, indios o mesti¬zos”.
Pero hay más; el 17 de noviembre de 1777 se estable¬ce: “siendo indecentes los inconvenientes y gravísimos perjuicios que se siguen de los juegos con que se haya vi¬ciada casi toda la gente de campo, se prohibe toda espe¬cie de ellos, a saber: de naipes, de dados, de taba, corri¬das de patos y cuantos más intenten de interés”; y el 9 de agosto de 1790 deciden “que todo indio, mulato cono¬cido o moreno libre que se halle poblado en dichos par-
? Roberto H. Marfany, El régimen colonial de la tierra, en Historia de la provincia de Buenos Aires, t° I, La Plata, 1940, pág. 56.
b Todos los ejemplos anteriores y posteriores pertenecen a los libros de “bandos”, originales manuscritos en el Archivo Ge¬neral de la Nación, en Buenos Aires.
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tidos (de la campaña de Buenos Aires) se presente dentro de quince días al alcalde del distrito bajo la pena de vein¬ticuatro azotes a dar razón de su ejercicio o medio que tenga de mantenerse””; y el mismo día y año se ordena “que respecto a las pendencias, desafíos, atropellamien-tos de caballos y otros graves daños que causa el violento juego de pato se cele con el mayor rigor su prohibición aplicando a cualquiera que pusiese o promoviese (el mis¬mo) la pena de doce pesos de multa”; y el 23 de diciem¬bre de 1791 establecen “que todo peón que se encon¬trase vagueando por la campaña induciendo a juegos, ebrio o con daga o cuchillo, aunque no haya ofendido a nadie, o lleve consigo baraja o dados, sea detenido y remitido a esta superioridad”.
Por otra parte, en Lujan, la villa emplazada a pocos kilómetros de Buenos Aires, el sargento mayor y coman¬dante de milicias de la campaña, el temido estanciero Manuel del Pinazo, determina por su cuenta otras me¬didas represivas: “que ningún vecino consiente en su ca¬so agregados bajo del pretexto de sembrar” (22 de mar¬zo de 1776); “mando que en ninguna tienda ni pulpería sean osados sus dueños jugar baraja con el pretexto de que juegan gasto, hasta después de concluida la misa ma¬yor, cerrando sus puertas al primer toque de campana” (2 de marzo de 1776); “no permitirán los que tuviesen canchas de bochas y bolas, así en esta villa como en su jurisdicción, juegos en ellas en todo el tiempo de la cua¬resma” (22 de marzo de 1776); “mando que vecino algu¬no ponga ni consienta juego de daos (sic) (22 de marzo de 1776)fl. Era el orden y la represión.
De la misma manera, superponiéndose a lo ya expues¬to, encontramos las quejas de los estancieros latifundis¬tas solicitando las mencionadas y otras medidas de repre¬sión. Por intermedio de la Junta de Hacendados, asocia¬ción gremial que reúne a los más importantes dueños de tierras y rodeos, elevan sus clamores interesados. En un lugar destacado se encuentra el interés en detener la “in¬vasión” de los agricultores, reiteradamente expuesto.
Se pena a los que no cumplen con lo dispuesto a “cien azo¬tes por las calles y de cuatro años de presidio, si fuese indio, mu¬lato o negro”.
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Esas expresiones de disconformidad y de inquietud —de ninguna manera la expresión de una “mentalidad colo¬nial” como podría pensar cierta tendencia histórica— adquieren, en los momentos en que se expande la pobla¬ción de la ciudad, una especial agresividad y vigor. Acu¬san, el 30 de mayo de 1775, a ciertos propietarios de aceptar labradores en sus campos (“hagan chácaras en los terrenos propios de estancias”) y advierten, con insisten¬cia, “que muchos sin poseer el terreno competente para estancia se han hecho de crecido número de ganado y. . . como el campo de su respectivo dueño es muy limitado salen de él y se extienden por los circunvencinos en per¬juicio de los amos de ellos”. Pero no es todo. Solicitan asimismo se prohiba en todos los casos la división de las estancias, sea por herencia, venta u otra razón, una ma¬nera de impedir todo posible cambio. El hecho de que lo último no fuera llevado a cabo no fue una casualidad. Ha¬bía razones que hacían a la estabilidad del sistema y a los intereses generales, más fuertes que todos los deseos. Sea ello1 como fuere, lo cierto es que nuevamente, en marzo de 1790, al analizarse en el Cabildo de Buenos Ai¬res los motivos de la disminución de los rodeos vacunos, se vuelve a insistir en las actividades de los labradores. El “abuso”, dice, de sembrarse trigo, maíz y otros cereales en las estancias, una actividad que ahuyenta los ganados. Es así, por la misma razón, que solicitan los autoricen a formar un cuerpo policial para “purgar los campos de todo lo que les incomode”. Los deseos de participar di¬rectamente en la represión alcanza límites insólitos. Era, sin metáfora alguna, disponer de todo el control en sus manos. “Pues estrechados —sostienen— los criadores con los vínculos de una bien regalada sociedad, y alentados con su propio interés, procederán de acuerdo a purgar los campos de todo lo que les incomode, haciendo que los vagos españoles se apliquen al trabajo o se destinen a las nuevas poblaciones. . . y que los negros y mulatos libres vivan precisamente agregados a los propios criado¬res, para que éstos puedan celar su conducta y adelantar sus trabajos con este auxilio que es lo que ordenan las le¬yes de Indias del títulos cuarto del libro séptimo””. Y todo ello han de lograrlo.
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colo¬nia, Sección Gobierno, Tribunales, legajo B-5, expediente 20.
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En general, puede decirse que las aspiraciones de los hacendados se concretan poco después al sancionarse las más variadas disposiciones represivas. Desean, sin más, todo el poder, además de económico, concentrado en sus manos. Lo dicen en 1790: “En una palabra, haciéndose a los criadores por este medio árbitros de su propia feli¬cidad, podemos prometernos que, mejorando éstos en breve tiempo de la deplorable situación en que se hallan, lograría el público un comercio floreciente, que es el que vivifica y sustenta a los demás gremios que componen la república.”
Al igual que en la Banda Oriental, los “señores” de las estancias persiguen a los pobladores que se instalan en al¬gún rincón de la campaña para cuidar sus rodeos o traba¬jar la tierra con los primitivos arados de madera. En Co-ronda, provincia de Santa Fe, reiteradamente los latifun¬distas de la región se quejan de los “notorios y continua¬dos” daños que experimentan en sus campos. Culpan de ello a los pobres que no disponen de hierres y se dedican a cuidar algunos animales, “sin tener un palmo de tie¬rra”. Y también la constante alusión a las inclinaciones sexuales asociadas a otros hechos; la represión en todos sus aspectos: “cometer ofensas contra ambas majestades, como son el amancebamiento continuo y el robo de ha¬ciendas”. Todo ello nos ambienta en una situación que no es de ninguna manera aislada. A poco, por intermedio de un auto de “buen gobierno” ordenan el desalojo de las familias “de sus ranchos y corrales”, acusándoselos de vagos y de no poseer “una vara de tierra”. Y luego lo inaudito: días más tarde, autorizado lo dispuesto, el alcal¬de de la hermandad del partido, con el apoyo de varios soldados blandengues, incendia el pueblo de Coronda. La solución es total, pero no el silencio. Pues bien, el cura de la región, presionado por los perjudicados, acude a la justicia para que se repare el daño. Se inician entonces las averiguaciones. Uno a uno declaran los presuntos va¬gos. La mayor parte de ellos poseen lecheras, vacas de cría, ganado menor y cultivan pequeñas huertas y cha¬cras. Viven —vivían— en pequeños ranchos de cuero, sím¬bolo del arcaísmo y la miseria. Los días transcurren y el resultado último es una multa de cincuenta pesos a los incendiarios. Pero nadie decide indemnizar a quienes ha-
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bían desalojado.0. Era, con todas las implicancias de un hecho de esa naturaleza, uno de los tantos capítulos de la pedagogía del miedo.
También en Buenos Aires. Poco antes de mayo de 1810, el fiel ejecutor de la ciudad acusa a los pequeños propietarios de la campaña de realizar faenas clandesti¬nas*. Tiempo después, en agosto del mismo año, Pedro Andrés García, comisionado para el arreglo de la campa¬ña, se refiere a los problemas más frecuentes, acusando como siempre a los vagos, a las familias agregadas en los campos y a los agricultores que siembran en las tierras de las estancias. Es más, “las desvastaciones —clama—han crecido en razón directa del número de consumido¬res, y debe en breve experimentarse un resultado que nos ponga al nivel del año 1580 en que por mucho tiempo fue axioma para ponderar las cosas de mucho tiempo: son más caras que las vacas de Irala, que según la Argen¬tina fueron las primeras que llegaron al Paraguay con in¬mensos gastos”.
A los pobres, querían dominarlos. Impedirles el acce¬so a la tierra. Para que en 1810 las vacas no costasen tan¬to como aquellas introducidas por Irala en el siglo XVI, señala García, se debía expulsar a los agricultores sin tie¬rras propias. Lo aconseja así a la Junta de Gobierno. En un solo partido de la provincia, y el hecho se repetía en todos ellos, ciento cincuenta de las seiscientas familias instaladas dominan la tierra disponible, “los demás o son arrendatarios o tolerados, o puestos en terrenos realen¬gos”. De todas maneras, se aconseja para evitar males mayores el reparto de algunos lotes de tierra pública. Nada, por cierto, se hace. Con justa razón sostiene Emi¬lio Daireaux, un estanciero francés establecido en el país muchos años más tarde: “El gaucho no es una raza como en lejanos países se cree, es una clase social”0. Y en esa definición está todo dicho.
a Lo destacado nos pertenece. Acuerdo del día 12 de marzo de 1790. La solicitud marca el pensamiento de la clase poseedo¬ra en los más variados aspectos de control y dominio de la tierra.
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colo¬nia, Sección Gobierno, Tribunales, legajo 38, expediente nro. 1.
c Emilio Daireaux, Vida y costumbres en el Plata, Buenos Ai¬res, Lajouane, 1888, t° I, p. 33.
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Hechas las anteriores precisiones, determinados los nexos entre el dominio de la tierra y el control social, de¬bemos centrar nuestra atención en otros aspectos del mismo período, profundizando en el contenido total de las relaciones.

LOS SERES DE “COLOR BAJO” Y LOS DUEÑOS DE LA TIERRA
“Todos los vecinos, moradores, estantes y habitantes o pasajeros, solteros, que no tengan oficio ni tienda, ni estancia, ni casa propia en que vivir, ni son mayordomos de ellas, dentro del tercer día de promulgado este bando sentarán plaza de soldados”.
Buenos Aires, 17 de mayo de 1653
“El gran propietario, acaparando e inmovilizando exten¬sas superficies, era el exponente y resultante de las leyes que regían el suelo de nuestra manera de ser económica”.
Miguel Ángel Cárcano, Evolución histórica de la tierra pública, Buenos Aires, 1917, p. 11.
I – LA RIQUEZA Y EL ORIGEN ÉTNICO
Señalamos en las páginas anteriores algunos aspectos de las relaciones entre los desposeídos, en nuestro caso el gaucho rioplatense, y los propietarios de las hacien¬das latifundistas. Mencionamos asimismo en líneas gene¬rales las alianzas que se iban conjugando a la sombra de los intereses comunes. Aquella situación se ha de proyec¬tar en las siguientes páginas con más fuerza, con otros contenidos, a partir de las primeras medidas de control y de la cotidianeidad del poblador rural.
En un área donde no todos pueden obtener trabajo, se plantea desde un primer momento la adopción de me¬didas para controlar a los sin recursos. Lo sintomático
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es, el hecho se desprende del análisis de los padrones de la campaña, la gran cantidad de “agregados” que residen en las estancias y pequeños establecimientos ganaderos, no pocos de ellos en un rincón del campo con su familia y parientes. La imposibilidad de obtener tierras, la ya aludida apropiación de la disponible, deja fuera del do¬minio de una parcela no sólo a mestizos, negros y mu¬latos, asimismo a la mayor parte de los indianos. En un principio, bien lo recuerda Barco Centenera en sus rimas de Argentina (1601) y lo indicamos nosotros más arriba, pobres y ricos se igualaban en la sociedad de conquista (“Es esta cosa allá tan conocida,/Que el zapatero vil y el calcetero/Se iguala con el noble caballero”).
Debemos recordarlo. Se igualan a los jefes —lo de “noble caballero” es una imaginada alusión de Barco Centenera— en el transcurso de los enfrentamientos con las tribus más belicosas, en los peligros de la con¬quista. Pero de ninguna manera en el reparto de la tie-; rra o en las encomiendas de indios sometidos. Pode¬mos, pues, decir resumiendo todo el proceso que ya a partir de los primeros años de la conquista se menciona a las “casas nobles”; a la “gente del común” o de “baja esfera”. Se dice, por caso, en 1705, que “cuatro esclavos no hacen a un hombre”. Pero iban más lejos aún, y se ra¬cionaliza sobre lo que se considera la vileza del trabajo servil y manual.
En efecto, se es de “baja esfera” tanto por el hecho de ser negro o mestizo como por ejercer oficios consi¬derados viles. Vil es el portero del Cabildo de Buenos Aires, según se decide en 1777, a pesar de su origen europeo. En Lujan, las autoridades municipales, todas ellas hacendados, impiden el ingreso al Cabildo local a los vecinos pulperos o despachantes de aumentos, calificándolos de “baja esfera” por el hecho de aten¬der a negros y mestizos.
No es necesario insistir. La tierra y el ganado son sinónimos de riqueza y poder. Ya en el siglo XVII, el dinero es el único escudo de nobleza que pueden presentar algunos contados habitantes de la ciudad; los mercaderes y estancieros, españoles o criollos, ven en él, en el ganado que lo produce, el fin de todos sus afanes. En fin, el medio más adecuado para ingresar a los cargos de la administración local.
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Al cabo de algunos años de residencia indiana, luego de sacrificios y apoyos interesados, algunos elegidos de la suerte reúnen un considerable caudal de dinero. Félix de Alzaga, traficante de esclavos y mercader, en sus pri¬meros meses de indiano atiende la pulpería de su paisano Santa Coloma y cubierto casi de harapos duerme sobre el mostrador del comercio. Dos décadas más tarde posee veleros para realizar el tráfico de esclavos con el litoral africano. Desde otro ángulo, esa posibilidad de ascenso, siempre por cuenta gotas, significa para el sistema la posibilidad de obtener adhesiones incondicionales. Son muchos, así inducidos, los que esperan en silencio esta especie de premio a la obediencia. He aquí, en el relato de un testigo, el camino seguido por los afortunados que hacen dinero en el Río de la Plata:
“Todos son mercaderes que acá no es mengua de no¬bleza. Vemos varias transformaciones. Viene un grume¬te, calafate, marinero, albañil o carpintero de navio. Comienza aquí a trabajar como allá (que espanta a los de la tierra, que no están hechos a tanto) haciendo casas., barcos, carpinteando, aserrando todo el día; o metién¬dose a tabernero, que aquí llamamos pulpero, o a ten¬dero. Dentro de pocos meses se ve que con su industria y trabajo ha juntado alguna plata; hace un viaje con yerba y géneros de Europa a Chile o a Potosí. Ya viene hombre de fortuna; vuelve a hacer otro viaje y ya a este segundo le vemos caballero, vestido de seda y galones, espadín y peluca, que acá hay mucha profanidad en ga¬las, con ser que valen tres o cuatro veces que en Espa¬ña. Esto ocurre cada día. Y luego lo vemos Oficial Real o Tesorero, Alcalde y Teniente de Gobernador: y tal cual Gobernador, aunque éstos comúnmente vienen de España, gente noble” “.
Por detrás del éxito visible, encontramos la miseria de los inmigrantes sin fortuna esperanzados en las migajas del sistema. De todas maneras, su condición no alcanza en ningún momento a la de los gauchos.
“Guillermo Furlong, José Cardiel y su carta relación (1747), Buenos Aires, Librería del Plata, 1953, p. 118.
bCí. José Torre Revello, Noticias sobre los vecinos más
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Particularmente, y sobre todo, a la simple razón de participar en un porcentaje mayor de la técnica y la cul¬tura, de ser algo más hombre-mundo. Poco antes de fi¬nalizar el siglo XVIII, extrañado por la movilidad que observa en ciertos sectores, Juan Francisco Aguirre define a Buenos Aires como a una ciudad donde se ve¬rifica aquello de “el padre mercader, el hijo caballero y el nieto pordiosero””. Varios lustros más tarde, ya en la Argentina independiente, El Ambigú de Buenos Aires recuerda que en esa época “Era tan considerable entre nosotros este deseo de quererse elevar sobre su clase, que dio sin duda origen al dicho común de que los hijos de los poderosos eran aquí caballeros y los nietos pulperos”.
Junto al ascenso social y económico, la selección en el matrimonio. En tiempos de Carlos III se establece en una pragmática que los parientes de una pareja de novios pueden oponerse al casamiento de éstos si por los antecedentes “dudosos” de cualquiera de los no¬vios, léase carencia de propiedades y por consiguiente de dote, lo consideraran perjudicial al honor de la fa¬milia. En América es necesario insistir en recordarlo, la diferencia de castas, lo que erróneamente se define con el eufemístico “pigmentocracia”, señala en realidad una diferencia económica.
acaudalados de Buenos Aires en la época del primer gobierno de Pedro de Cevallos (1766), en Boletín del Instituto de In¬vestigaciones Históricas, t° VII, n° 38, Buenos Aires, 1929, pp. 320-328.
aJuan Francisco Aguirre, Diario del capitán de fragata. . ., en Revista de la Biblioteca Nacional, t° XVIII, Buenos Aires, 1949, p. 261.
A fines del siglo XVIII y comienzos del siguiente, no son aceptados con simpatía los inmigrantes indianos que arriban al Río de la Plata. Competidores en potencia de los que han triun¬fado, los desprecian. Leemos en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, el 22 de octubre de 1802: “Llegan a Bue¬nos Aires y al punto se llaman Don Qué Pena! Se pasean por las quintas en caballitos de paso. ¡Qué dolor! Son hospedados opíparamente. ¡Qué angustia! Adviértase que los más de los europeos que vienen de España son muchachos. . . todos los eu¬ropeos que vienen de España componen aquí un hato de bribo¬nes (y para ellos) casi todas las niñas del país tienen un sobre¬nombre que empieza por P. grande”.
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En un alegado de fines del siglo XVIII o comienzos del siguiente (Memoria sobre que conviene limitar la infamia anexa a varías castas de gente que hay en nuestra América”) se recuerda que “en esta parte del globo” negros, mulatos y zambos son considerados “viles e infames”, prohibiéndoseles el ingreso a las escuelas de primeras letras para que no tengan contacto con los hijos de los españoles. Y continúa diciendo su anónimo redactor: “Un falso rumor popular que se levante y difunde sin fundamento alguno basta para difamar a las familias más acreditadas, y para que los mal inten¬cionados se juzguen autorizados para injuriarlos con los más viles sarcasmos”. Es que muchos, blanqueados con el dinero, tienen antecedentes indígenas y africanos.
Por lo demás, en ese sentido recordemos los califi¬cativos de mulato o mestizo impuesto años más tarde por razones de odio político. La prensa rosista (Archivo Americano, número 9, Buenos Aires, 30 de noviembre de 1843) al aludir a Fructuoso Rivera lo acusa de ser hijo de un “peón carretero” y una “india tape”: “de ese enlace —se dice— nació de facciones ambiguas” y tam¬bién “sin fortuna y sin educación”, palabras que sub¬rayamos y determinan una realidad social unida a un origen étnico. Lo indica también la solicitud de las monjas capuchinas de Buenos Aires al Consejo de Indias, en 1772, para que dejen sin vigencia la imposición del arzobispo de la ciudad obligándolas a aceptar una mulata en su convento, “hija de un sastre” insisten en señalar.
En definitiva, “sin fortuna y educación” son pala¬bras que aluden a una realidad impuesta con un fin bien delimitado. Se trata de impedir en todos los casos la in¬tegración al conocimiento, de mantener a los más en el arcaísmo. En 1723 —la constancia queda registrada en el acuerdo del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires del 8 de marzo de ese año— a la solicitud del maestro de la ciudad de Buenos Aires Alonso Pacheco para que se lo autorizara a enseñar a leer y escribir a los hijos de mula¬tos y mestizos se responde negativamente, indicándose
“Revista de ¡a Biblioteca Nacional, Buenos Aires, t° IV, n° 13, 1940, pp. 129-131.
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que sólo deben asistir, separados de los niños blancos, a las clases de religión cristiana.
Junto a la segregación, el desprecio a los sin fortuna. Sustentadas en un imaginario linaje, las clases dominan¬tes rechazan todo lo que es ajeno al círculo de sus intereses. Según recuerda una descendiente de la familia Escalada, una familia proveniente de los dos hijos habi¬dos por Francisco Antonio de Escalada fuera del matri¬monio y legitimados por el rey en 1774, una tradición de familia trasmitida celosamente decía que el padre de Remedios denominaba a San Martín “el soldadote” y “el plebeyo”, posiblemente recordando el modesto ori¬gen del oficial. “Remedios era de linaje y consideraban que San Martín no lo era”*7. Y se agrega, aclarándose aún más la actitud: “Tal era el respeto a los grados de nobleza, que el goce de mi abuela en las tertulias era que entre las personas que podían sentarse al lado —recorde¬mos que era una Escalada— había una señora o señorita Madero, con quien simpatizaba y se entretenía mucho. Y eso era después del virreinato y mi abuela no era or-gullosa”. Sea ello como fuere, lo cierto es que el “ofi-cialote”, posiblemente por apreciaciones de otra índole y que están asociadas al creciente prestigio político del “plebeyo” correntino, es aceptado en la familia.
El caso no es ocioso. El mismo refleja la mentalidad de los poseedores, de la “gente decente” o “familias bien” que ven en el gaucho a un ser despreciable sin ningún derecho. Y quizás, sobre todo, sirva para ad¬vertir las profundas raíces del orden impuesto, de una naturaleza represiva señalada de mil maneras y a las que aludimos seguidamente.
II – POBREZA Y CONTROL PREVENTIVO
“En el territorio de la América española se aplicaron las leyes de Indias, cuya severidad no deja lugar a dudas
a Florencia Lanús, Tradición de familia en lenguaje familiar, Montevideo, 1949, p. 12.
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sobre la enérgica consideración en que se tuvo a la vagan¬cia y ese accidente prolongó la virtualidad hasta después del período de la independencia, en que ciertos bandos de gobiernos provinciales recogen su espíritu de vigoro¬so reproche. La vagancia aparece en el antecedente his¬tórico como un estado al que se inclina libremente el individuo, como un rechazo a la ocupación en oficios o al conchabo de señores”0. Por cierto, el espíritu pre¬ventivo de la sociedad considera a la vagancia, y ya desde la legislación romana, dentro de lo que la crimino¬logía burguesa denomina estado de peligrosidad: bajo el reiterado criterio de que todos los seres humanos deben ser socialmente útiles sirviendo al orden esta¬blecido. Sirviéndolo con el trabajo asalariado.
De esa suerte, no aceptar lo impuesto equivale a rechazar el sistema. Antiguamente, en el Viejo Mundo, se enviaba a los insumisos a guarniciones alejadas, en general fronterizas, en condición de soldados. A este respecto, resultaba expresivo y revelador que en la España de los Asturias, la de los siglos XVI y XVII, encontremos reiteradamente disposiciones sobre los vagabundos. Se prohibe a los mayores de diez años, aunque no dispongan de recursos, a solicitar limosna, obligándoselos a emplearse en el término de quince días. En caso contrario, cien azotes y cuatro años en las galeras reales en condición de remeros*. Como es sabido, pocos regresaban.
Advirtiendo la insuficiencia de las normas anterio¬res para controlar a los insumisos, Felipe III ordena les impongan una marca de hierro candente en la espalda o el brazo. Periódicamente se repiten esas disposiciones. O, para decirlo mejor, reiteran el permanente temor a la rebelión de los más. En 1678 se establece que todos los desocupados deben salir de Madrid. Y en 1692 de-
a Gastón Gori, Vagos y mal entretenidos, Santa Fe, Editorial Colmegna, 1951, p. 9. Sobre el rechazo a la imposición del asa¬lariado, cf.: Bronislaw Geremek, Les marginaux parisiens au XIVet XVsiécles, Paris, Flammarion, 1976.
b José Deleito y Piñuela, La mala vida en la España de Feli¬pe IV, Madrid, Espasa-Calpe, 1948, p. 201; Cf. además Pedro Herrera Puga, Sociedad y delincuencia en el Siglo de Oro, Ma¬drid, B.A.C., 1974.
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ciden enviarlos al norte de África en calidad de solda¬dos. Criterios, por cierto, similares a los vigentes en la Argentina en la segunda mitad del siglo XIX.
Al igual que en España, en Francia se determinan me¬didas preventivas para controlar la vagancia. Una antigua ordenanza dispuesta por el Parlamento establece que vagos y mendigos, ese particular mundo de los poemas de François Villon, sean empleados para el arreglo y lim¬pieza de las cloacas de París. Más tarde, ya en el siglo XVII, se ordena el envío de los mismos a las galeras o su destierro a Canadá. Y como recuerda Taine, en el reinado de Luis IX muchos franceses por razones polí¬ticas o venganzas son acusados de vagancia, presos y sometidos a trabajos en obras de carácter público. Dando fin a ese mundo de injusticias, en 1789 la Revolución establece la libertad de elegir trabajo, de movilizarse por el país y de residencia. Nuevos tiempos se inicia¬ban para los hombres”.
Dejemos a un lado los antecedentes de otros ámbi¬tos y traslademos ahora la atención al Nuevo Mundo. Como es sabido, España lleva a las colonias la legisla¬ción de la metrópoli, adaptándola a cada una de las ne¬cesidades que se presentan. La sociedad tradicional del Viejo Mundo le otorgaba los elementos necesarios para imponer su voluntad, los intereses del dominio ame¬ricano exigían que la impusiese con toda su fuerza. En 1509, según Zavala, la Corona autoriza a Colón a compe-lir a los españoles sin fortuna que se habían trasladado con él a buscar un amo”: “muchos —se dice— de los que van a estas Indias, antes que a ella fuesen solían ganar su vida a ello por sus manos o que después de llegados allá no lo quieren hacer”.
El mundo, pues, de los menos y los más. Un mundo,
°Cf.: Riviére, Mendigos y vagabundos, Madrid, s/f; Florián y Cavaglieri, Los vagabundos, Turín, dos vols., 1897 y 1900. Las ordenanzas de Francia están fechadas el 22 de abril de 1532. Véase asimismo sobre Francia: Alexandre Vexliard, In-troductíon á la sociologie du vagabondage, París, Marcel Riviére, 1956.
Silvio Zavala, Estudios indianos, México, Ediciones del Colegio de México, 1949, p. 191.
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recuerda Elliot al referirse a La España Imperial, donde el rico comía hasta hartarse, contemplado por miles de ojos hambrientos. “El resto de la población —dice— desfallecía de hambre. La constante obsesión por el alimento que caracteriza a toda la novela picaresca española, no es más que un fiel reflejo de lo que cons¬tituía la principal preocupación de toda la masa del pueblo, desde el hidalgo empobrecido que con disi¬mulo Llenaba su bolsa de mendrugos en la Corte, hasta el picaro que lanzaba un asalto desesperado contra un puesto en el mercado”. El mismo mundo observado en Sevilla por Teresa de Jesús en los días en que viajan con Ortiz de Zarate al Río de la Plata los desesperados de la suerte. “Las injusticias que se guardan en esta tierra —escribe la santa— es cosa extraña; la poca verdad, los dobleces. Yo digo que con razón tiene la fama que tie¬ne”.
III – LAS LEYES QUE OBLIGAN A LOS MAS A SERVIR
Se dispone de la suma de una larga experiencia en España. Todo es controlado desde los días posteriores a la fundación de Garay: hombres, actos o intimidad. En ese mundo represivo, los vecinos propietarios esta¬blecen el horario de las pulperías, las diversiones propias para sus subordinados, los placeres sexuales (“que las mujeres mal opinadas tengan viviendas aparte de las casas honradas. . . y las que se hallasen en las calles principales, que con causa justa sea necesaria quitallas dellas, procuren darles vivienda en uno de los arrabales del lugar acomodado.. . para que las justicias con mayor comodidad puedan rondarlas”)a. Nada debe quedar fuera de control.
Los desposeídos, ya a comienzos del siglo XVII, de¬ben llevar consigo una papeleta donde se indique el nombre del amo y el sitio de trabajo. En 1642, el Ca-
” Acuerdo del Cabildo del 18 de mayo de 1653. 100

bildo de Buenos Aires solicita que nadie ampare a los vagabundos; aún más, aconseja sean denunciados a las autoridades. Y a mediados del siglo XVII, precisamente en 1653, se decide que todo poblador sin trabajo u ofi¬cio y que no sea dueño de estancia o tienda (“ni son mayordomos de ellas”) debe sentar antes de tres días plaza de soldado o salir de la jurisdicción0.
A partir de entonces se repiten disposiciones de esa índole. Señalan enfrentamientos bien determinados y cambios notorios. Se perfeccionan los métodos, se aumentan las penas, se envilece aún más el lenguaje al hacerse referencia a los desposeídos. A mediados del siglo XVIII, los gobernadores Andonaegui y Ortiz de Rozas destierran y condenan a la flagelación a “vaga¬bundos y holgazanes”, diferenciando la magnitud de las penas según se trate de españoles o miembros de las “castas”*.
Esa preocupación de los estancieros y las autorida¬des por reprimir, la total indiferencia por los problemas de los más, se hace claramente perceptible al analizar la realidad demográfica y económica de la campaña de Bue¬nos Aires. Así, pues, el padrón de 1744 registra 7.156 habitantes de los cuales sólo 186 son propietarios. Su¬poniendo, en el mejor de los casos, seis mil peones en potencia, es decir habitantes sin medios de fortuna, nos encontramos con un promedio superior a treinta por cada estancia o chacra, un absurdo si consideramos las necesidades de mano de obra y los sistemas pro¬ductivos.
Era el mismo, sin duda alguna, el reflejo de una so¬ciedad de contrastes acentuados. En esa situación, de¬finitiva para la clase poseedora, los pobres, en cuanto tales, no determinan otra reacción que no sea la de te¬mor, desprecio y violencia. En ese sentido, Andonae¬gui, en 1748, ordena que abandonen la ciudad los po¬bladores sin bienes y establece para los remisos una
a Cf.: Ricardo Rodríguez Molas, Realidad social del gaucho rioplatense, en Universidad, Universidad Nacional del Litoral, n° 55, pp. 99-153.
* Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Libro de Bandos, 1742-1753.
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pena de doscientos latigazos. Previamente deberían sacarlos a recorrer las calles de Buenos Aires para “pú¬blica vergüenza'”2.
La respuesta a la represión era huir. El delta del río Paraná, los montes de talas y espinillos próximos a Chascomús y Dolores, las costas de Magdalena se po¬blaban de grupos de gauchos y criollos del Interior. A mediados del siglo XVIII, Baradero es refugio de muchos6. Para el juez de paz del pago como para Ma¬nuel de Lavardén, padre del autor de Siripa, son todos ellos “vagos” y “malentretenidos”. Otros, hemos visto, por entonces se establecen en la Banda Oriental o conviven con los indios charrúas, mbayás y minua-nes. En las cuchillas de la “tierra purpúrea” residen po¬bladores provenientes “de toda la provincia y fuera de ella, pues se hallan púntanos, santafesinos, correnti¬nos y paraguayos”, informa un testigo.
Años más tarde, precisamente el 4 de diciembre de 1774, Juan José de Vértiz establece que todos los “que no viven de su trabajo, ni tienen oficio ni señores” sa¬liesen antes de cumplirse los tres días de pregonada esa disposición de Buenos Aires. De no cumplirlo, la primera vez serían condenados los infractores a cua¬tro años de destierro a las islas Malvinas y previamente “puestos a la vergüenza”; de reincidirse —no se esta¬blece si pueden regresar con el ánimo predispuesto—, la pena les sería aumentada, así establecen, “según las leyes”c. Por lo demás, ¿es posible entender una desproporción tan brutal e inhumana entre el presun¬to “delito” de no querer servir y la pena impuesta? ¿Debe atribuirse esa reacción a un aumento del te¬mor? ¿A un exceso del orden preventivo? En este último caso, no contestemos “uno u otro”, sino más bien “uno y otro”. Por otra parte, los comandantes
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Bandos, n° 2, 1741-1763.
° Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Hacienda-Luján-Correspondencia parti¬cular, 1719-1809.
c Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Bandos, n° 3, 1763-1777.
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de campaña practican un “orden” similar en relación a los subordinados. Manuel del Pinazo, comandante de las milicias de la campaña y alcalde de la villa de Lujan, propietario de tierras latifundistas en su juris¬dicción, organiza totalitariamente la cotidianeidad en su partido. Uno de los hacendados de más impor¬tancia constituye en esos días el prototipo ideal de la élite rural. Atento a lo que para él representa la disciplina que debe imponerse en la campaña, el 22 de marzo de 1776 hace pregonar un bando ordenan¬do en él que ningún estanciero tenga agregados en su casa y menos “bajo el pretexto de sembrar”. Dentro del característico orden tradicional, prohibe a los des¬poseídos blasfemar, usar armas de fuego, divertirse en los días dedicados al trabajo y jugar al pato. Pero no es todo. Las pulperías deben cerrar sus puertas a partir del anochecer y sus dueños impedir las reuniones de canto y guitarra. Del mismo modo, los “hijos de fami¬lia” no pueden concurrir a las canchas de bolos, impi¬diéndose las relaciones con mestizos, negros y mulatos”.
En fin, el placer hedonista y el ocio en todas sus manifestaciones estaban reservados exclusivamente a la clase dominante. Mientras gobierne Pinazo el partido de Lujan, la represión más despiadada se impone en todos los sitios. El comandante-estanciero, un típico antecesor de sus pares del siglo XIX, persigue sin cuar¬tel a los labradores propietarios de pequeñas chacras y a los gauchos que cuidan sus rodeos vacunos. Estos y otros hechos observados en los sumarios que reali¬za este personaje, por cierto que numerosos, refle¬jan una parte de la indiscrecionalidad —¿cuánta ha quedado en silencio para siempre?— y el deseo de per¬petuar el orden vertical, deteniendo violentamente toda posibilidad de cambio en los sometidos.
Nos toca destacar el hecho, frecuente entonces, del control religioso, de la ideología que plantea la necesi¬dad del ascetismo, la obediencia y el orden. Como ocu¬rrió en el Interior y en el Alto Perú, se plantea en Bue¬nos Aires ante las mejores condiciones económicas un
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Tribunales, legajo 5-5, expediente 20.
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interés más acentuado en imponer los aspectos del dogma religioso que hacen a la cotidianeidad. Desde San Pedro, en 1786, un caso entre tantos otros, el ca¬pitán José Manuel de Roo comunica que tanto en lo criminal “como en todo lo eclesiástico está este par¬tido en el último extremo de la perdición”. Y agrega: “los picaros, señor, se pasean a nuestra vista, los aman¬cebados, los ladrones de toda clase de mujeres, los que no quieren cumplir con la iglesia y todos los demás ma¬lévolos, que hay por aquí infinitos y que los mismos al¬caldes no los pueden remediar porque éstos no existen en los pueblos”. Con lenguaje firme comunica al te¬niente gobernador que no desea mantenerse en su pues¬to debido a la falta de respeto por el culto en el pueblo. Por último, recuerda que poco antes le había enviado la nómina, para su correspondiente control, de más de sesenta pobladores de San Pedro que no asistían a misa”.
Control social y control religioso. En definitiva, lo que conviene recalcar es que la realidad demográfica,
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Cabildo de Buenos Aires, Archivo, 1787. Son frecuentes los comentarios de las autoridades colo¬niales ante la falta de interés de los criollos por el culto cató¬lico, desvirtuando la afirmación de Francisco Company (La fe de Martín Fierro, Buenos Aires, Theoría, 1963) en sentido contrario. Como más adelante veremos mejor, lo que sí pue¬de observarse es un acentuado sincretismo con formas religio¬sas más primitivas. Recordemos las palabras del naturalista Azara al referirse al gaucho (Memorias sobre el estado rural, Madrid, 1847, pp. 4-11), cuando sostiene que en materia de re¬ligión católica sólo conocen su nombre, semejándose a los in¬dios. Y lo confirma un memorialista del siglo XVIII: “No se¬ría fácil encontrar paganos, idólatras, ni herejes entre los vecinos de nuestras campañas: todos ellos que tienen y confiesan (si se les pregunta) lo que enseña y predica la Santa Iglesia Cató¬lica: pero en las costumbres, en las inclinaciones y en el cono¬cimiento del verdadero Dios, poquísima será la diferencia, si hay alguna en estos campesinos a un gentil”. (Dos noticias sobre el estado de los campos de la Banda Oriental al finali¬zar el siglo XVIII, p. 382, documentos editados por Rogelio Brito Stífano en Revista Histórica, año XLVII, número 52-54, Montevideo, febrero de 1953).
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el aislamiento de cada unidad del sistema productivo, la dispersión de los gauchos por la llanura y otros he¬chos similares impiden un control estricto por parte de la ideología tradicional. De todas maneras, lo esta¬mos viendo, esas carencias se suplen con la fuerza de las armas de los comandantes de campaña y alcaldes. Funcionarios que no pocas veces son analfabetos: por esa razón, informa el Cabildo de Buenos Aires en 1789, no pudo realizarse un padrón de hacendados (“Porque no pudiendo dar la comisión —escriben— a otros suje¬tos que a los alcaldes de la Santa Hermandad, se halla¬ba con la moral imposibilidad y con el tropiezo de que careciendo de la instrucción necesaria, pues ape¬nas los más sabían leer y malamente escribir”). Seño¬res de horca y cuchillo, son los mantenedores del or¬den y respeto del sistema. No pocos ascienden social-mente y entre sus descendientes figuran miembros de la élite del país, el grupo que gracias al frigorífico logra tres generaciones más tarde acumular ingentes fortunas.
Situaciones similares se plantean en Santa Fe y su jurisdicción, en Corrientes, Córdoba. . . Sin entrar en demasiados detalles, recordemos que en el partido de Paraná, en 1766, el alcalde de la Santa Hermandad dispone medidas similares a las adoptadas por sus pa¬res bonaerenses. Téngase presente: en todas plantea la más estricta discriminación económica y social, el deseo de potenciar la fuerza moral arcaica en los cam¬pesinos; de afianzarlos como servidores de los dueños de la tierra. Ordena que ningún vecino o forastero “hospede, abrigue ni fomente” a ladrones, vagabun¬dos, esclavos y perseguidos de la justicia. De no cum¬plirse lo establecido, confiscación de los bienes y cár¬cel”. De allí en más, nadie podrá cazar tigres y vacas cimarronas sin la correspondiente autorización. Penas corporales impone a los “mozos camperos” que salgan al campo a recoger caballos reyunos, es decir sin marca alguna. Nuevamente se menciona la obligación de con¬currir a la doctrina y a misa los días festivos. He aquí sus palabras:
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Santa Fe, 1763-1770, legajo 5.
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“Y por cuanto se ha quejado el señor cura y vicario de este partido de varías personas que con poco temor de Dios no de la capilla, menospreciando sus conti¬nuos abusos y exhortaciones debía mandar y mando que todo fiel cristiano concurriese a misa los días fes¬tivos y a la plática doctrinal”.
“Sin oficio ni beneficio” se escribe por 1771 sobre un desertor de blandengues de Santa Fea. Y al año siguiente, los hacendados temen “la libertad tan do¬minante” de quienes desean reformar en servidores, sus “costumbres relajadas” y la impotencia para so¬meterlos a satisfacción*. En 1772, dentro de la cons¬tante acción de control, se obliga a todos los asalaria¬dos a llevar consigo para poder transitar de un sitio a otro de la provincia una “licencia por escrito” fir¬mada por los alcaldes o jefes locales. Casi sin variantes, esa disposición se repite en el Código rural de la pro¬vincia, en 1901.
Tal fue siempre el punto de vista de los propieta¬rios. El sistema económico, desde luego, y sus cono¬cidas implicancias sociales, continúa con sus normas. No es posible mencionarlas a todas en su monótona reiteración. En 1804, Sobremonte recuerda a los asa¬lariados que deben servir a un señor: “que deben vivir asalariados por falta de oficios o bienes propios”. Im¬pone, al mismo tiempo, la papeleta, un documento que acredita la condición de servidor0. Debían re¬novarla periódicamente, castigándose el incumpli¬miento de la medida con dos meses de trabajos for¬zados, a ración y sin sueldo. Así, y sobre todo por el interés ya expuesto de los grupos minoritarios, Cor-nelio Saavedra, hijo de uno de los propietarios más acaudalados de la ciudad de Buenos Aires, en su con¬dición de síndico procurador de los vecinos, el 10 de enero de 1799 plantea su plan represivo de rígido control. Y escribe:
“Se sabe que la campaña abunda de gente ociosa,
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Santa Fe, 1771-1773, legajo 6.
b Ibidem.
c Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Bandos, 1799-1809.
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cuyo vinculo de subsistencia consiste en el robo, jue¬go y otros criminales medios. Aun en esta ciudad ve¬mos que hay innumerables, cuya general ocupación es frecuentar pulperías y canchas públicas que hay en ella. Ocurre por lo mismo, para que cerrándose por ahora estas casas y prohibiéndose el juego y holgaza¬nería de las gentes de la campaña, se logre proporcio¬nar abundantemente a los cosecheros de manos útiles para recoger sus siembras. Una y otra cosa puede con¬seguirse por la autoridad de Vuestra Excelencia; la pri¬mera dando orden para que inmediatamente se cie¬rren las canchas que llaman de bolos, juego a que ma¬nifiestan más inclinación aquellas gentes; la segunda ordenando Vuestra Excelencia a todos los jueces de la campaña, celen con particular esmero sobre que las gentes de sus respectivos distritos y jurisdicción, y los que no tengan ocupación conocida se apliquen a aquel trabajo; que prohiban con todo rigor los juegos tan frecuentes en las pulperías y canchas de la campaña.”
Tal el lenguaje y la aspiración del estanciero Cor-nelio Saavedra, similar, en muchos de sus aspectos, al de sus pares de todos los tiempos. ¿Es necesario acla¬rar el estricto sentido de esas palabras? Las mismas ex¬presan, proviniendo de quien provienen, una aspira¬ción similar a la expuesta por los miembros del Ca¬bildo de Buenos Aires en 1788, al expresar que a los desocupados y ociosos debe obligárseles a vivir “bajo de cruz y campana en la población de su vecindario o parroquia, y si fuese posible en alguna de las fronte¬ras, libertando de este modo a la misma campaña de una gente tan perjudicial”.
Pues bien,, son los anteriores los deseos de los “es¬tancieros más racionales”. Y esto nos lleva a referirnos, en el contexto de las leyes que obligan a servir, nue¬vamente a la exclusión de la propiedad de la tierra a los más. Los propietarios latifundistas establecen no sólo el dominio sobre los bienes productivos, según viéra¬mos, paralelamente y por todos los medios posibles se aseguran la reserva de peones, mano de obra para sus estancias. Una y otra vez insisten en plantear actitu¬des similares a las expuestas en el capítulo precedente. En 1807, en la villa de Gualeguay, Entre Ríos, los ga-
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naderos reunidos en cabildo abierto disponen que sólo los “estancieros más racionales” deben dedicarse a la cría de ganado vacuno0. Y si bien la Real Audiencia de Buenos Aires deja sin efecto tiempo después la disposi¬ción, la misma nos pone en contacto con las realida¬des de quienes detentan el poder social y económico.
Así, pues, desde ese punto de vista, debemos adver¬tir y considerar la circunstancia de que en varias opor¬tunidades se obtienen normas de dominio feudal de la tierra, concretándose las aspiraciones. En 1775, la Jun¬ta de Hacendados de Buenos Aires logra del entonces gobernador interino Juan José de Vértiz se prohiba criar ganado bovino a todos los que no posean en pro¬piedad una estancia: “que ninguno puede tener estan¬cia, ni tenerse por criador. . . si no posee tres mil varas de terreno por frente y legua y media de fondo, con¬forme al repartimiento primitivo de la fundación de esta ciudad y sea obligado (de tener menos cantidad) a venderlo a los circunvecinos que quisieren comprárse¬lo”6. Bajo ese régimen de dominio, en 1773 los estan¬cieros reunidos en cabildo, en Lujan, deciden calificar “de baja esfera” a los labradores que siembran trigo, maíz y hortalizas, ordenando que sólo puedan hacerlo los dueños de chacras de mil o más varas de frente (“el que tiene tierras de mil varas arriba no se le niega el que pueda sembrar, bajo de las condiciones que se les previe¬nen, porque razón habrá que el que tiene cien varas de tierra ni doscientas cincuenta haya de cercarlo todo sin dejar entradas a la hacienda en sus bebidas cuando son tan forzosas por no haber otras que los ríos”)c.
Estos episodios son característicos. De allí la cono¬cida observación de Azara, refiriéndose al Río de la
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Tribunales, legajo 96, expediente 4.
¿> Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Interior, 1772-1776, legajo 2, expe¬diente n° 8. “Año de 1775. Obrado sobre Junta de Hacen¬dados de la jurisdicción de esta ciudad para la conservación de los ganados de ella, etc.”. En 1788 el Cabildo de Buenos Aires observa una “total falta de cuidado y aplicación en los hacendados”: no preparan aguadas- artificiales para las épo¬cas de seca; no castran los excedentes de los toros necesarios;
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Plata: “Los pastores consideran mentecatos a los agri¬cultores, pues si (éstos) se hicieran pastores, vivirían sin trabajar y sin necesidad de comer pasto, como los caballos, porque así llaman a las ensaladas, legumbres y hortalizas”.
Poco resta por decir. En ese mundo de ganaderos primitivos, arcaicos, una estancia ocupa a lo sumo tres o cuatro peones. “Y de esto —escribe un funcionario en 1794- resulta que en una campaña donde pudieren acomodarse doscientos o trescientos vecinos.. . maña¬na. . . vendrá a poseerla diez o doce sujetos””. Y Agus¬tín de la Rosa, luego de aludir a la gran suma de “gen¬tes sin esperanza”, comenta, como sigue, la razón de tanta miseria: “se abandonan al ocio.. . y abundan en mucha parte los innumerables vagos pues, como no tienen donde ganar un conchabo, se abandonan a la vida bravia y holgazana pues las estancias grandes que pudieran conchabar esta gente están surtidas de negros, por ahorrarse los conchabos”*. Y en esas pocas pala¬bras encontramos una de las razones de la miseria y del orden preventivo del sistema.
IV – LA CAMPAÑA: ARCAÍSMO Y COTIDIANEIDAD
Esta es, dicho brevemente, la realidad de la sociedad folk del área pampeana en cuanto a las relaciones entre amos y peones, y también en lo que hace al dominio de
no mejoran los edificios de las estancias.. .; “hasta ahora no se ha pensado más que en matar, y no en criar”.
c Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Acuerdos del extinguido Cabildo de la Villa de Lujan, La Plata, 1930, acuerdo del 2 de junio de 1773.
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Comandancia de Fronteras de Cerro Largo, 1793-1803.
b Ibidem.
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la tierra. Una sociedad destructiva; un espacio deter¬minado por los requerimientos de la economía expor¬tadora de cueros: en 1780, aproximadamente, la fron¬tera abarca unas 155 leguas lineales a lo largo de una franja de tierra que comienza en la costa del Atlántico a la altura del fuerte de Chascomús, fundado en 1779, y llega a Esquina en la confluencia de Santa Fe y Córdo¬ba, aproximadamente la quinta parte de la actual provin¬cia de Buenos Aires.
En esa inmensa área, prácticamente vacía, ni las es¬cuelas, un privilegio de los ricos, ni las iglesias, concurri¬das por los menos, son aglutinantes sociales. La escasa población se encuentra dispersa en las cabeceras de las estancias, en los pueblos y fortines, en las proximida¬des de la Ruta Continental. “La mayor parte de la po¬blación —determina en 1822 Felipe Senillosa— vive acu¬mulada en su capital, cuando el resto se halla diseminada en una superficie inmensa de terreno, es un fenómeno que debe tener su origen en el anterior sistema colo¬nial”. Y apunta Azara, a fines del siglo XVIII: “No hay maestros en las parroquias de Buenos Aires. . . son pocos los que allí saben leer”. Y en cuanto a la Iglesia y a sus relaciones con los pobres ya nos hemos referido en el apartado anterior. Hay que agregar, no obstante, que se trataba de condicionamientos que proseguían las propuestas del Segundo Concilio Limense (1584), cuya idea central sostenía que en materia de religión era su¬ficiente que los naturales creyesen en Dios, “aunque no acierten a hacer concepto. . . como el idiota tiene acto de fe cuando cree es verdad lo que está en la Biblia”0. Se obtiene, de esa manera, un sincretismo característico de las formas folk. Aún hoy, en la campaña de Buenos Aires, los trabajadores rurales —y muchos que no lo son— practican un culto diferenciado que tiene tres
a Cf.: Ricardo Rodríguez Molas, Esclavos indios y africa¬nos en los primeros momentos de la conquista y colonización del Rio de la Plata, en Ibero-Amerikanisches Archiv, Berlín, 1981, pp. 325-366. Un análisis sobre el tema religioso, tal vez lo más completo y racional a nuestro entender: C. R. Boxer, The Church and Iberían Expansión, The Johns Hopkins Uni-versity Press, 1978. (Hay traducción al portugués: A Igreja e a expansao ibérica, 1440-1770, Lisboa, 1981).
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ejes esenciales: nacimiento, casamiento y muerte. El segundo, con frecuencia, impuesto compulsivamente. Predomina, por otra parte, como base ideológica esen¬cial la creencia de un premio y castigo después de la vida, de un paraíso de bienaventuranzas para quienes soporten con estoicismo y amor las desdichas actua¬les.
A lo largo del siglo XVIII y del siguiente, los peo¬nes desconocen todo tipo de asistencia médica racional. Y aun los niveles superiores, labradores, propietarios de haciendas y funcionarios locales. Muchos años más tarde, Paolo Mantegazza relatará en sus Cartas médi¬cas las supersticiones características de la medicina po¬pular argentina: menciona desde los dientes de coma¬dreja hasta los excrementos de perro y gallina. Y tam¬bién, en párrafos de antología, nos deja el retrato de una curandera, la china Tacuavé, un gigante de sangre charrúa, con profundas huellas de viruela, que “cura¬ba todas las enfermedades con la piedra b’eza (bezoar), el aceite calmante y el agua de espíritu”. Son éstos, sin duda, los valores tradicionales, y a ellos alude el Insti¬tuto Nacional de Antropología, en 1978, elogiando la “vigencia de las antiguas formas de curar” en la de¬dicatoria de una monografía sobre el curanderismo: “A Zoila Reyna, mujer, curandera, esposa, madre y abuela. A ella le debo un enorme caudal de conoci¬mientos de la medicina empírica (sic). Su calidad hu¬mana, su sabiduría de la medicina popular, su fe en Dios, en la Religión, en los Santos cuyas imágenes cu¬brían las paredes de su rancho; su fidelidad y cariño como esposa, su ternura como madre y como abuela, despertaron en mí una gran admiración y puedo ase¬gurar que fue mucho más lo que aprendí en su com¬pañía que lo que le pude aportar”0
En la frontera, pueblos y estancias se establecen al amparo de los fortines. Eran éstos la seguridad del
a Informe del Instituto Nacional de Antropología. For¬mas culturales tradicionales en el área pampeana. Ministerio de Cultura y Educación, Secretaría de Cultura, Buenos Ai¬res, 1978, p. 24.
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hacendado; un freno a los malones. Viajeros, relatos oficiales y diarios militares cuentan las relaciones —las amistosas y otras— de la población de Buenos Aires con los indios pampas y serranos. Es frecuente, una frecuencia casi diana, constatar la concurrencia de ambos a las poblaciones rurales y a Buenos Aires don¬de venden ponchos y jergas, también algún ganado”. De regreso, llevan aguardiente, sables y tabaco; a veces obsequios de gobernadores y virreyes para los caci¬ques. Se informa, en 1768, desde Magdalena, haber lle¬gado a esa guardia “ocho indios serranos, de tierra aden¬tro, con su carga de ponchos con el fin de bajar a esta ciudad (de Buenos Aires) a venderlos””.
Pero esas relaciones iban aún más lejos. Con fre¬cuencia, en las estancias conviven peones mestizos e indios pampas cautivos a quienes obligan a trabajar. Sus familias, también compulsivamente y a beneficio del amo, tejen ponchos y jergas. José Antonio Ló¬pez, sargento mayor y comandante de milicias, nos dice en un informe elevado al virrey que en su cam¬po tiene prisionero un indio pampa y a los hijos de éste. “Ejercitándose los varones en las labranzas de
a En 1752, en un expediente sobre la despoblación de la reducción jesuíta de la Concepción, al sur del Salado, uno de los informantes sostiene que “los indios traen a la ciudad a ven¬der los ponchos que compran a los de la tierra adentro y que en esta ciudad compran sables y los llevan y se los venden a los indios de tierra adentro por ponchos”. Y el soldado Ga-leano, destinado dos años en la Concepción, agrega que “los indios pampas trataban y contrataban con los aucas, a quie¬nes les compraban ponchos”. Un tercero, confirmando lo ante¬rior, dice que los pampas venden ponchos “de los que compran a los indios de tierra adentro, porque aunque en dicho pue¬blo hay una india que los hace, éstos son balandranes y se tarda en hacerlos unos tres o cuatro meses” (Archivo General de la Na¬ción, Buenos Aires, División Colonia, Sección Gobierno, Archi¬vo del Cabildo de Buenos Aires, t. 9). En 1744, el gobernador Domingo Ortiz de Rozas comunica que Habían llegado a Lujan doscientos indios pampas para vender ponchos y jergas a cam¬bio de vino, aguardiente y armas (Bandos, n° 1).
b Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colonia, Sección Gobierno, Salto del Uruguay, legajo 2.
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dichas tierras que les tiene señaladas, propias del su¬plicante, y a las hembras en fabricar ponchos, bayeta de la tierra y distintas especies de tejidos que hacen con la lana que les suministro”‘7.. Esa industria arte-sanal, agrega, le proporciona la mayor parte de sus ingresos.
Los tres fuertes construidos en 1752 (Guardia de Lu¬jan, Salto y Zanjón) y las tres compañías de soldados destinadas a cada uno de ellos determinan, sin duda, cambios de importancia en la demografía bonaerense. El jesuíta Florián Paucke, en viaje a Córdoba, describe el pequeño y miserable fuerte de Pergamino. “Toda la localidad no tenía más que tres chozas edificadas a lo largo, que tenían en derredor un cerco espeso cons¬truido con gruesos palos”. Y agrega luego, ante el re¬ducto de la pampa: “¿No le voltearía a uno de risa en la contemplación de esta fortaleza de las Indias? El fuerte entero —agrega— no tenía en su circuito más de cien pasos; si ese palenque de palos merece el nom¬bre de fortaleza, entonces cada agricultor en nuestros países que ha cercado su granja con muros en derre¬dor tiene una fortaleza mucho mejor y más resisten¬te”*. Y Pedro de Cevalios, irónico al igual que el je¬suíta, después de visitar la Guardia de Lujan, actual Mercedes, comenta:’ “He visto el fuerte de Lujan y por él he hecho un concepto muy infeliz de los indios, pues dichos fuertes los considero peores para los que los guarecen que para los que los quieren insultar”0 .
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Solicitudes Civiles, LI-L.
b Florián Paucke, Hacia allá y para acá (Una estancia entre los indios mocobíes, 1749-176T,. Traducción castellana de Edmundo Wernique, Buenos Aires, 1942, 1.1, pp. 130 y passim.
c Agrega Cevalios: “la gente que tienen no es de mala cali¬dad, poco más del tercio está armado con bocas de fuego. .. y el resto con lanzas propias que tienen” (Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colonia, Sección Gobierno, Aduana, Época de Cevalios, Milicias, 1700-1810). Poca dife¬rencia existe con lo observado por Jullien Mellet en 1824 (Voya-ges dans l’iniéríeur de l’Amérique méridionale contenant la reía-tion de celui fait de Buenos Aires á l’Assomptiun par la riviére de la Plata, et retour. . . París, Masson, 1824).
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Pintoresca era también la dotación humana. Contados soldados disponen de armas de fuego, los más llevan con¬sigo una lanza, sable, boleadoras y lazo; su uniforme es el mismo del peón: bota de potro, chaleco, por lo general rojo, calzoncillos largos y pantalones ajusta¬dos que les llegan hasta poco más abajo de la rodilla. El chiripá vendrá años más tarde. Desde el mangrullo, torre rústica armada con troncos de árboles, se con¬trolan los movimientos de la zona próxima. La disci¬plina, nada, tiene que ver con la ordenanza militar: ‘jugar a los naipes, beber mucho, dormir y blasfe¬mar —escribía Paucke— lo sabían tanto el oficial co¬mo el simple soldado. . . son gentes vagas como los indios, jamás pelean en formación, no obedecen a man¬do alguno, cada uno mira por el modo de cómo huir o cómo poder despachar a la Eternidad con buena y se¬gura ventaja a un indio”.
Esa caballería gaucha tenía sus características. Por lo general, se prefiere para integrarla a santiagueños y paraguayos, “gente más sujeta y menos floja que los criollos”. La opinión, expuesta por el capitán de La Valerosa, no era nueva. En 1764, informa sobre la con¬dición de sus hombres el mismo oficial, y escribe, alu¬diendo a los voluntarios reclutados en Lujan, que al poco tiempo desertaban llevándose la caballada, ha¬ciendo daño a los ganados ajenos. Es, insiste, preferi¬ble traer santiagueños y paraguayos, buenos jinetes, cuidadosos del equipo militar. Por otra parte, los crio¬llos del partido de Lujan prefieren el trabajo en las es¬tancias, a pesar de recibir menos dinero, al servicio en el fortín. “Un peón —observa— gana (en una estan¬cia) con sus caballos cuatro reales al día y le dan de comer y en viniendo la noche se echa a dormir y toda la noche es suya. Si se conchaba sin sus caballos gana seis pesos al mes, anda en los caballos del amo, y lo mantienen de comida y tiene las noches suyas y el día de fiesta también, se va donde quiere. El soldado no tiene hora de sosiego, pues las comidas son unas sobre otras, ni tiene día de fiesta ni noche segura”0.
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Comandancia de Fronteras de Lujan, 1757-1778.
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Esa situación, de hecho, no es circunstancial. Las deserciones abundan. Lo más frecuente, a cada mo¬mento lo recuerdan, es buscar refugio en tierra de in¬dios, poner un espacio entre la autoridad y el huido. En 1786, un soldado perteneciente a la milicia a cargo del sargento mayor Manuel del Pinazo, el ya mencio¬nado comandante-hacendado, abandona la tropa y se refugia en las serranías de la Ventana, entre los indios serranos, acompañándolos en sus correrías e incur¬siones de caza. Un mes ha de residir entre ellos. Más tarde, nostálgico, regresa a su rancho ubicado en la Capilla del Rosario donde lo esperan mujer e hijos. Y, preso por desertor, confiesa: “Habiéndose retira¬do al otro día los indios con su toldería (fue con ellos) . . . hacia Puerto de la Ventana donde se situaron ha¬ciendo sus correrías y potrees.. . a cuyas faenas solían salir partidas de indios y en una de ellas habiéndosele permitido al declarante salir con el cacique, tuvo la proporción de separarse de los indios y venirse a nues¬tros campos”0.
El rasgo característico, el más dominante durante varios siglos en toda el área pampeana, es el uso del cuero para suplir a otros elementos, de manera espe¬cial a la madera y el hierro. Es más, sabemos que del cuero, es decir de las exportaciones de ese producto, provienen la mayor parte de los ingresos de los due¬ños de la tierra. “El ser y la estabilidad —se dice en 1742— de Buenos Aires. .. y su jurisdicción consiste en que haiga (sic) suficiente ganado vacuno. De él.. . se saca el azote (trozo de carne) con que generalmente se guisan las viandas.. . la grasa.. . la jarcia de que se hacen las sogas o los lazos que llaman guascas”*.
a Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Sumarios militares, G-L.
* Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Co¬lonia, Sección Gobierno, Archivo del Cabildo, S. 9, C. 19, A. a, n° 2, foja 196. passim. Documento fechado el 7 de noviembre de 1742. Enumérame además los usos que dan en Buenos Aires al cuero vacuno: “los costales o sacos para guardar y reparar el trigo de aguas, humedades, polvo y sabandijas de qué género son. No hay otro ni puede haberlo en toda esta provincia equi¬valente al cuero de novillo o vaca, porque si se careciera de este
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En otras palabras: se vive un tiempo que bien puede definirse de edad del cuero. Los granos del escaso tri¬go que se recoge en la campaña se conservan en sacos fabricados de ese material. Con cueros secos cubren hasta bien avanzado el siglo XVIII, y no sólo los po¬bres, los huecos de las puertas y ventanas para suplir la falta de vidrios y maderas. “Se ignora lo que es una ventana de vidrio; ni siquiera las hay de tela o papel” escribía en 1629, en su texto mencionado antes, el jesuíta belga Justo Van Suerck. Y lo confirma a co¬mienzos del siglo siguiente Louis Feuillée, un matemá¬tico francés que establece por orden de su gobierno la longitud y latitud exacta de la ciudad, observando el hecho de que la mayor parte de los muebles son de cuero: camas, cofres, mesas, asientos; lo son asimismo las paredes y los cercos de las casas*. Resumiendo: el cuero define a la sociedad folk no sólo de la campaña, asimismo la cotidianeidad de los habitantes de Buenos Aires.
A mediados del siglo XVIII, los peones duermen so¬bre el piso de tierra teniendo como único apoyo una piel vacuna. “El vulgo hispano —escribe Dobrizhoffer
género para dicho ensag. (sic) se perdiera el trigo en que consis¬te la recogida de las cosechas de todos los granos en esta juris¬dicción en la gran copia de cueros de toros y vaca de que cada uno se previene, fuera de que es cuasi inexplicable lo indispen¬sable que son estos géneros en esta tierra para muchos menes¬teres sin poderse hallarse otros que con tanta comodidad y con tan poco gasto suplan su falta así en poblado como en caminos largos y peregrinaciones en campañas desiertas. Y no es de ma¬yor utilidad la abundancia de sebo de dicho ganado, pues la única materia de que se sirve el común para el alumbrarse de noche, cuyo consumo es renglón considerable. A todo lo re¬ferido se acrece la notabilísima y nunca vista novedad en nues¬tras tierras y aún en los pretéritos se ha experimentado, que es la gruesa faena de cueros, novillos y vacas”.
Justo Van Suerck y su carta sobre Buenos Aires (1629), Buenos Aires, Ediciones Theoría, 1963, p. 83; Louis Feuillée, Journal des observations phisimathematiques et botaniques, fai¬tes par l’ordre du Roy sur les cotes orientales de l’Amérique Mé-ridionale. .., París, 1714, p. 248; Journal d’un voyage sur les cotes d’Afrique et aux Indes d’Espagne, avec une description par-ticuliére de la Riviére de la flota, Amsterdam, 1730.
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en la Historia de los abipones— acostumbra usar en vez de cama un cuero vacuno tirado en el suelo, como tam¬bién lo usa la numerosa turba de esclavos negros”. De cuero, es bien sabido, se fabrican los aperos y recados para montar a caballo, Y él, por otra parte, es el mate¬rial empleado en la única artesanía del área pampeana. Confirmando lo ya expuesto, José Espinosa, compañero de viaje de Alejandro Malaspina, informa que con ese elemento elaboran “cuantos utensilios y muebles nece¬sita la vida humana”. La facilidad de las manufacturas, “humedecido es una lámina flexible que recibe cual¬quier forma”, facilita las más dispares aplicaciones. “Sa¬can —nos dice también— la piel de la cava mediante una incisión en la región del vientre y con tanta precisión que, en rellenándola de cualquier materia, parece, de lejos, que vive la res. Estas singulares trojes o arcas las llenan de semillas y dicen que se conservan muy bien”. Era la práctica del vaquero, una experiencia pro¬pia de las cacerías de hacienda vacuna donde demostra¬ban la destreza en dominar la cabalgadura y manejar la desjarretadera, el filoso cuchillo en forma de media luna engarzado en el extremo de una caña tacuara de tres o cuatro varas de largo. Los peones, organizados en cuadrillas, en poco tiempo abaten gran cantidad de ganado. Sangre, gritos; el lamento de dolor de los ani¬males que son degollados luego de habérseles cortado el tendón para que no huyeran. He aquí uno de los tan¬tos relatos de aquella actividad:
“Cuando intentan hacer cueros, destinan unos diez o doce hombres de los cuales uno va adelante desjarre¬tando ganado a la carrera con una especie de cuchilla de acero bien templada que por su figura llaman media luna, engastada en una asta de tres o cuatro varas de lar¬go. Otro va después acodillando las mismas reses que en¬cuentran ya tendidas por el primero, que se reduce a matarlas con gran facilidad por el codillo, hiriéndolas con un chuzo largo y delgado, a manera de daga, para no ofender los cueros, puesto también en su asta, y los
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demás se emplean en desollar y estaquillar allí mismo los cueros, que se reduce a tenderlos bien estirados por me¬dio de unas estaquillas para que se sequen mejor y con más facilidad, y después los van recogiendo los cargue¬ros destinados a este fin y llevándoselos a la estancia donde los conservan con mucho cuidado en paraje se¬co”.
En las primeras décadas del siglo XVIII, por las ra¬zones económicas ya expuestas, se incrementan las es¬tancias en ambas márgenes del río de la Plata. Uno o dos ranchos de paja, un corral de “palo a pique”, tal vez una ramada, restos de animales muertos en los alrede¬dores. En casos excepcionales un lote de tierra para sembrar algo de maíz y trigo. De todas maneras, pocos pueden adquirir las tierras, y tampoco disponer del dine¬ro necesario para organizar una partida de peones y reco¬ger hacienda cimarrona para luego transformarla en rodeos domésticos.
Pasemos a otro aspecto.
El peso del número, escribe Braudel al estudiar la población y su incremento en el mundo, de manera especial en Europa. “La vida material son los hombres y las cosas, las cosas y los hombres. Estudiar las cosas. . . El número de los que se reparten las riquezas de la tie¬rra tiene también su significado””. Y también el de quienes son desposeídos de las mismas. De los 2.538 habitantes registrados en el padrón de 1726 (incluidos 138 propietarios de tierras y 16 de chacras) se asciende a 7.156 en 1744. En 1788, los empadronadores dejan constancia de 12.925 e incluyen 1.650 negros y 1.543 indios. Se olvidan, entonces, de consignar los mestizos.
Los esclavos africanos, introducidos ya a fines del siglo XVI por el obispo Victoria, trabajan de vaqueros y peones en las estancias de Buenos Aires, la Banda
a Melitón González, El límite oriental del territorio de Mi¬siones, Montevideo, El Siglo, 1882, t. I, p. 143. El texto perte¬nece a José María de Alvear.
b F. Braudel, Civilización material y capitalismo, Barcelona, Labor, 1974, p. 19.
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Oriental, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos. En Córdo¬ba, los jesuítas, dueños de extensos fundos y estancias, poseen en 1686 trescientos negros que atienden los 5.000 caballos, 3.000 vacunos y 1.000 muías propie¬dad de la Compañía. Y en 1767, en la estancia de Alta Gracia, los inventarios registran 140 esclavos y 170 esclavas, disponiéndose de un excedente anual, debido al crecimiento biológico, que es vendido. Tam¬bién en Buenos Aires, a mediados del siglo XVIII, sus estancias de Magdalena y Ensenada ocupan mano de obra africana, y más tarde, luego de la expulsión de la orden, proseguirá haciéndolo las Temporalidades, administradora de esos bienes. Paradójicamente, las ganancias de esas explotaciones atendidas por escla¬vos se destinan a solventar en la ciudad un colegio de niñas huérfanas donde está vedado el ingreso a las de color.
Pero examinemos para dar fin a este capítulo, más de cerca esos hechos. El siguiente documento señala el per¬sonal que a mediados del siglo XVIII dispone la estancia de José de Cosió y Terán, en La Matanza:
“En la dicha mi estancia y en dos de octubre de mil setecientos cuarenta y cuatro años di principio al dicho mi padrón; y en ella tengo de capataz un indio llamado Francisco de edad de 28 años. Otro dicho (indio) lla¬mado Anselmo de la mesma edad. Otro dicho llamado Tomás de 20 años. Otro dicho llamado Ignacio de cator¬ce años. Estos son paraguais y no dan razón de sus ape¬llidos. Y un negro mi esclavo llamado José; Antonio Pereira de 25 años. Estos todos están conchabados por mi y se mantienen de mi pobre faltriquera, como también un hombre llamado Diego Salinas, natural de San Juan, de edad de 50 años. Este le tengo agregado en la dicha mi estancia y también le tengo de vestuario y comida. Y en la chacra donde tengo mis sementeras está un ne¬gro mi esclavo llamado Pedro de edad de 40 años. Y un indio misionero llamado Xavier de edad de 34 años casado con María Rosa india de edad de 30 años. Estos se mantienen por mi.”
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Pues bien, se demuestran y comprueban dos cosas: por una parte la presencia de agregados, originarios de varios sitios del Interior y gobernaciones próximas: la dirección de un capataz indígena del Paraguay y peones negros. Por otro lado se ha de notar la variación étnica de los componentes de los primitivos núcleos de las es¬tancias. Lo observaba Azara al referirse al Río de la Pla¬ta: “Es de advertir que. . . la gente campesina no perte¬nece sólo a la española, porque es de todas las castas””.
a Félix de Azara, Descripción e historia del Paraguay y del Río de la Plata, Madrid, 1847,1.1, p. 305.
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MIENTRAS ESCUCHAN LA PALABRA LIBERTAD
“se cometen abusos que tienden a fomentar la antipatía del paisanaje hacia ¡os porteños”.
E. M. Brackenridge, 1820
Desde el alba a la oración Trabajando como burros (Y perdone la razón) Y si les dan unos pesos En dos trampas que pagó, O tomó una cuarta de vino, La mosca se evaporó.
El Grito Argentino, 1839
I – LOS CAMBIOS POLÍTICOS DE 1810 Y EL GAUCHO
Transcurridos seis años de los hechos de 1810, poco antes de sancionarse la Independencia de las Provin¬cias Unidas del Río de la Plata, la Gazeta de Buenos Aires atribuye la revolución de los porteños a las nece¬sidades concretas de los hacendados bonaerenses. “Los frutos del país se envilecían en las manos del mono¬polio. . . Los buques que nos visitaban nos proveían de los artefactos más groseros en materia de comodida¬des y lujo; pero no dejaban de arrancarnos a vil precio nuestras preciosas producciones. .. Fue, pues, indis¬pensable el que hubiese una revolución y la hubo”.
Eran, pues, los mismos intereses económicos y una nueva política externa que beneficiaba a los grupos do-
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minantes mayoritarios. No es entonces de extrañar que las nobles palabras del Himno, “Libertad, libertad, li¬bertad”, y su eufórico mensaje: “Oíd el ruido de rotas cadenas”, tengan a partir de 1810 plena vigencia en un estrecho círculo de personas, tal vez más amplio que el anterior, pero en cuanto a realidades sociales y econó¬micas similar al de diez, veinte o cincuenta años antes. Comenzaba una época, un mundo de intereses y la integración lenta a los intercambios directos. Dejando por ahora aparte el papel del gaucho como mano de obra barata para la estancia latifundista del momento, mencionemos su actuación de soldado enrolado por la fuerza para defender al nuevo régimen. La escena no cambia en lo fundamental: el 29 de mayo, a cuatro días de la revolución, se reglamentan las milicias au¬mentando el número de las mismas para poder hacer frente a las necesidades de la guerra contra los rea¬listas. De acuerdo a lo dispuesto en una proclama de la Junta, se establece con ese fin en toda la jurisdic¬ción de Buenos Aires “una rigurosa leva, en la que se¬rán comprendidos todos los vagos sin ocupación cono¬cida, desde la edad de 18 hasta la de cuarenta años”. Vagos, por cierto, sólo son calificados los pobladores sin medios de fortuna”.
De acuerdo a las informaciones impartidas, se ponen de inmediato en acción pequeños grupos de soldados al mando de oficiales que recorren la campaña y reclu¬ían con violencia a los peones que encuentran en su ca¬mino. Es más, actúan con tanto rigor que las autorida¬des deben nuevamente enviarles instrucciones para que atemperen los métodos, por cierto los represivos tra¬dicionales: “en todo el curso de la revolución hemos vivido bajo una verdadera aristocracia militar, la más temible de todas las aristocracias” opina poco des¬pués Julián Segundo de Agüero6. Fue tan extremado el celo puesto en la acción, así lo relatan los informes
a El decreto de la Junta está firmado por todos sus inte¬grantes. El artículo tercero establece la leva. Cf.: Registro Na¬cional, 1.1, p. 28.
* De los fueros privilegiados, en La Abeja Argentina, Bue¬nos Aires, 15 de agosto de 1822.
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enviados a la Junta, que algunas tropas de carretas se ven imposibilitadas de proseguir su camino al quitár¬seles todos los peones del servicio. Se puede decir que lo expuesto, expresión bien clara de las relaciones ge¬nerales entre desposeídos y poseedores, sin ninguna excepción, constituiría uno de los grandes inconve¬nientes de las fuerzas armadas del nuevo sistema, deter¬minando el desinterés de la mayoría por integrarse al ejército. Con el fin de corregir algunos de los errores tácticos y de atenuar lo que consideran “extorsiones que pudieran causarse por las partidas”, la Junta de¬creta más tarde que sólo fueran detenidos los “verda¬deramente vagos”, una circunstancia que quedaba en manos de las autoridades locales”.
De todas maneras, y basándonos en la realidad pos¬terior, nada ha de cambiar en esa trama inhumana. Las levas plantean en un sector de la población, el que me¬nos preocupación (no temor) le merece a los ganade¬ros, serios problemas. Como hemos ido indicando en otras páginas, tradicionalmente y desde el interior del territorio llegaban a las chacras próximas a Buenos Ai¬res en tiempo de la cosecha de trigo numerosos peones. En 1810, transcurrido un año de copiosas lluvias, la mies ofrecía ser abundante. Pero ante el temor de ser enro¬lados, ese año pocos santiagueños, cordobeses y púnta¬nos se trasladan al Plata. Es así que el Cabildo (18 de noviembre de 1810) decide enviar comunicaciones es¬critas a los gobernadores del Interior aconsejándoles que hicieran entender a los trabajadores, del modo más público y solemne señalan, que una vez terminadas las
” 19 de julio de 1810, en Registro Nacional, t. I, p. 57. Borrador en el Archivo del Gobierno de Buenos Aires, VII, fss. 123 y 123 v. Tulio Halperín Donghi (Revolución y guerra. Formación de una élite en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 215) denomina a los peones trabajadores “ple¬be”, y agrega que “la presión enroladora parece haber tenido que ver con la difusión del bandidismo”. De ninguna manera puede calificarse peyorativamente de plebeyos a quienes están integrados al sistema productivo, explotados por el grupo do¬minante. Y en referencia al segundo aspecto, lo que ha de seña¬larse en las siguientes páginas deja bien en claro lo absurdo de la tesis.
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tareas no se los molestaría (“se les dejará libre el regreso al lugar que les acomode”). Y mientras esto ocurre, se informa desde Córdoba del Tucumán que los agriculto¬res de esa jurisdicción sufren problemas similares, ca-reciéndose de los brazos necesarios debido al temor pánico de todos los peones a las “levas y banderas de reclutas” forzosas realizadas por doquier. Por cierto, se trata de trabajadores y no de bandoleros que asal¬tan a los viajeros.
Un mundo de injusticias. Y un mundo de intereses. La verdad es que paralelamente ese proceso general iba en Buenos Aires acompañado por una afirmación cons¬tante de las formas latifundistas de acumulación de la riqueza. Por cierto, el ideal burgués de los revoluciona¬rios más avanzados, que son los menos, poco hace por mejorar la condición humana de los oprimidos. En rea¬lidad, no pocas de las normas progresistas de la Asam¬blea de 1813 son en gran medida letra muerta. ¿Qué trascendencia puede tener en el Río de la Plata la cadu¬cidad de los títulos de nobleza desde el momento que no los había?
Transcurridos doce años del 25 de mayo de 1810, luego de mil zozobras, Felipe de Senillosa alude al ar¬caísmo de la campaña, un arcaísmo que es la resultan¬te del sistema de opresión. Y nos dice:
“Nuestra gente común del campo, por lo general tiene muy pocas necesidades. Un caballo, un freno, un pon¬cho o unas varas de bayeta son las principales prendas con que cuentan para un equipaje de traslación. Un pe¬dazo de carne de vaca o de novillo, de que fácilmente se proveen, sirve para la precisa mantención; y lejos de parecerse a esos labradores de Alemania que miran como la peor fatalidad tener que abandonar sus casas. . . nuestros jornaleros mudan frecuentemente de domi¬cilio y una parte del tiempo lo pasan al raso sin cuidados y sin comodidad””.
Nada se había hecho, pues, para que variaran las co¬modidades. Y adviértase que existe una conciencia clara en la necesidad de mantener la tradición y los antiguos
a La abeja Argentina, Buenos Aires, 15 de junio de 1822. 124

modos inducidos de vida; todo cambio, se piensa, cons¬tituye un riesgo. Todas esas ideas, o por mejor decir sis¬temas de opresión, esa constante que se perpetúa en el tiempo, preocupan asimismo a los sectores más libe¬rales de entonces: “somos de opinión que aunque la industria fabril es uno de los medios de dar aliento a la agricultura, con todo una nación agrícola y comer¬cial conservará más puras sus costumbres” advierte un partidario de la gestión de Rivadavia”. Algo así co¬mo la afirmación del jurista Solórzano, expuesta en 1629, de que “deben ir con gran tiento los legislado¬res en esta materia de introducir novedades y de mu¬dar fácilmente las antiguas formas. . . porque a estas mudanzas se sigue de ordinario la vida y estado de los vasallos”.
Es, lo será, empleando dos tiempos verbales adecua¬dos, muy lento el proceso de transformación del tra¬tamiento diferenciado que reciben los “blancos” -léa¬se propietarios, autoridades civiles y militares— y los servidores de éstos; escaso el avance en el exclusivismo de tipo neocolonial que caracteriza a las relaciones so¬ciales de toda América. “El complejo sociopsicológico de las clases superiores colonial y neocolonial reflejaba la actitud de los señores superiores blancos o casi blan¬cos hacia la población dependiente, a la cual la termi¬nología legal colonial había llamado ‘gente sin razón’, para quienes la ley natural prescribía el status de infe¬riores”6. En fin, y por referirnos a hechos casi de ayer, ¿la opresión del mensú de los yerbales y obrajes de Mi¬siones y los denigrantes, casi esclavistas métodos que ponen en práctica los propietarios para explotarlos no son, por cierto, similares a los que observamos en los peones bonaerenses del siglo XVIII? Y, al mismo tiempo, la persecución de los latifundistas de la Pata-gonia a los indígenas y los bajos sueldos abonados a sus peones —maltratados por capataces y autoridades—
a Opus cit., artículo titulado Influjo de la revolución sobre la moral pública, Buenos Aires, 15 de octubre de 1822.
* Stanley, J. y Bárbara H. Stein, La herencia colonial de América latina, México, Siglo XXI, 1970, p. 173.
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tienen muchos puntos de contacto con la situación del gaucho en el siglo XIX a.
Como se ha visto, con posterioridad a 1810 se per¬petúa la estructura previa, la de las relaciones sociales, amparada por las condiciones de la producción gana¬dera. Paralelamente, en un proceso acelerado, los pro¬pietarios se benefician del rápido aumento de los precios de la hacienda vacuna y de los campos, ambos impul¬sados por la creciente demanda de cueros y carnes sa¬ladas de los mercados externos, y en un proceso hasta entonces desconocido en esa magnitud. De todas ma¬neras, el hecho no determina una mayor inversión en mejoras de trabajo o de confort (viviendas, corrales, montes de sombra para la hacienda, galpones), des¬contada posiblemente una mayor preocupación en de¬tener los malones. Todo ello lo observa acertadamente en 1823 José María Rojas al estudiar la situación de la provincia de Buenos Aires en un detenido análisis de las características de los malones indígenas y los me¬dios más adecuados para detenerlos. He aquí la palabra del testigo:
“La inmensidad de los campos y ganados, unida al poco cuidado e industria de los pobladores para evitar que en alguna pequeña parte penetren los animales es la causa que no se presente en grandes distancias a nues¬tra vista sino una llanura uniforme, sin un árbol y por lo común sin más abrigo que un simple rancho o cho¬za de paja que es la única vivienda donde se aloja un rico y poderoso poblador.”
En una palabra, la continuidad. Y después de exami¬nar la situación de los campos, e insistir en el atraso en que el latifundio mantenía a todo el ámbito, pasa a relatarnos la tendencia general de los propietarios a establecerse en la ciudad, edificando para ese fin lujo¬sas viviendas. Dice:
“El lujo y la ambición es el objeto de sus desvelos
a La “caza” del indio con armas de fuego fue denunciada por los salesianos en numerosas ocasiones. Cfr.: José María Borrero, La patagonia trágica, Buenos Aires, s/f., posiblemen¬te editado en 1922.
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Grandes edificios en la ciudad, ricos muebles; y con estas comodidades, en los campos que ¡os han enrique¬cido no conservan algunos ni aún cama en qué dor¬mir. ¿Cuál, entre los más poderosos, ha pensado en levantar fuertes edificios en el seno de sus haciendas, y mantenerse a la cabeza de sus peones y sirvientes para sostener una propiedad que a nadie interesa tanto como a los dueños de las mismas?”.
También por entonces confirmaba esa realidad Feli¬pe Senillosa, adelantándose en medio siglo a la posterior prédica de los reformadores liberales. Acusa al sistema tradicional y arcaico de ser el culpable de la gran con¬centración de habitantes en las ciudades y la consi¬guiente despoblación de la campaña. Y también de em¬plear sistemas de producción que nada hacían para el progreso del país: “Es verdad —dice— que los estancie¬ros decoran la ciudad con la fabricación de buenos edi¬ficios; pero no es menos cierto que sería muy ventajoso a la riqueza nacional el empleo de sus capitales en obje¬tos de la industria rural”.
He aquí, pues, el clásico marco donde desarrollan sus actividades los ganaderos y trabajan los gauchos. Di¬cho esto, es necesario agregar que no menos trágica es la situación de los labradores que trabajan en campos de las cercanías de Buenos Aires y que no les pertene¬cen. Sus propietarios, miembros casi siempre de la clase alta porteña, se reservaban el edificio principal como casa de descanso o de fin de semana y entregaban el resto del predio a quien lo cultivase, recibiendo en pago la mitad de la cosecha. Los tanteros, en cambio, vivían en míseros ranchos de una sola habitación y en un total estado de postración y pobreza (“La mayor parte de nuestros agricultores son arrendatarios que sólo tienen ocupación, como los de Andalucía, en España, de tiem¬po en tiempo, viviendo el resto del año en la inacción y la miseria por falta de tareas lucrosas en que em¬plearse con sus familias”0).
Y, al propio tiempo, siguen en vigencia los fueros
” Artículo titulado “Economía rural”, en La Abeja Argenti¬na, Buenos Aires, 15 de noviembre de 1825.
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privilegiados propios de la fortuna y del mando auto¬ritario, circunstancia que le hace interrogar a Julián Segundo de Agüero: “¿Qué males no ha producido el supersticioso respeto con que hemos conservado legado tan funesto?” Del mismo modo, y en un plano opuesto, se proseguirá con la aplicación de los casti¬gos corporales y afrentosos a los desposeídos. En el contexto de la pedagogía del miedo, una tradición colonial, los niños de las escuelas son obligados por sus maestros a observar el cumplimiento de una condena a muerte o a castigos corporales (“Se sentenciaba a muerte a un hombre.. . no les quitaban la vida como ahora; se ponía un torno; lo sentaban y con el torno le apretaban el pescuezo, de modo que la lengua que¬daba de fuera. A todos los muchachos de las escuelas los llevaban a ver esto. . . luego que entraban a la es¬cuela les daban azotes, para que no olvidaran lo que habían visto”¿). Todavía en 1870 era costumbre en la provincia de Buenos Aires.
La pedagogía del miedo, la fuerza y la alienación impuesta por los menos a los más, conjugaba perfec¬tamente con el trabajo forzado. Con insistente fre¬cuencia envían a los acusados de delitos leves o su¬puestos —vagancia, borrachera o animosidad del alcalde local— a las obras oficiales de edificios públi¬cos y templos. En 1810 la Junta de Gobierno remite al cura párroco de Baradero, satisfaciendo así su pedido, varios presos para que trabajen en la construcción del templo del pueblo”. Se trataba en verdad de una leva de desposeídos.
Y todo lo que venimos exponiendo, ¿por qué? No es la respuesta que podemos dar la apropiada para un día o para un año. Es la de siempre. Con toda segu¬ridad, la idea general debemos buscarla en el deseo de mantener el predominio, en la realidad que con cru¬deza expone Mariquita Sánchez al escribir en sus Re-
fl Mariquita Sánchez, Recuerdos del Buenos Aires Virrey-nal, Buenos Aires, Ene Editorial, p. 56.
* Comunicación enviada a los alcaldes de Buenos Aires el 7 de junio de 1810 (Archivo General de la Nación, Gobier¬no de Buenos Aires).
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cuerdos el testimonio de un pasado que era también su presente: “La gente de campo vivía en la mayor mi¬seria; los salarios no les permitían vestirse. . . No hay una clase más injuriada, a mi modo de ver, que el gau¬cho”” .
Pareciera inútil poner de nuevo aquí y ahora lo que está fuera de discusión; en términos generales la condición del gaucho, lo vimos, no ha cambiado. Una y otra vez se desprende de los testimonios más variados. Pedro Andrés García en el diario que redacta relatando su viaje a Salinas Grandes (una expedición asociada a la industria de salazón de carnes) alude a las frecuentes deserciones de los miembros de la partida militar que lo escolta. Nos encontramos a fines de 1810. De los setenta soldados que componen el grupo —entre los que se encuentran “cinco milicianos de caballería sin más armas que lanza, la cual expresaron que no sabían ma¬nejar”— desertan veinte sólo en los cuatro primeros días. El temor a los indios, es posible, las incomodida¬des de la vida militar, el alejamiento por la fuerza de su familia y otras causas determinan los abandonos. Hasta tal punto eran similares las cosas que siempre reaparecían con la misma singularidad.
Así, pues, las levas y otros hechos asociados a las mismas hicieron impopulares a los porteños entre los pobladores de la campaña, y es una actitud que se agre¬ga al sociocentrismo inducido: recuerda en 1833 Agus¬tín Wright que los extranjeros, denominados con epí¬tetos peyorativos, eran mal recibidos en Buenos Aires. Gringos o carcamanes les decían** .
Con justa razón, por cierto, algunos testigos impar- ciales, partidarios del nuevo sistema político liberal que desea imponerse (una realidad que se concreta mucho después) critican las medidas que se disponen para controlar a los grupos no privilegiados. Entre otros lo hace Brackenridge, un diplomático estadounidense que reside en Buenos Aires en la segunda década del
” Mariquita Sánchez, Recuerdos.. ., p. 31.
” Agustín F. Wright, Breve ensayo sobre la prosperidad de ¡os extranjeros y decadencia de tos nacionales.. ., Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1833, pp. 17-19.
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siglo XIX. Conocedor de los hechos, informa en su libro de recuerdos que en los años previos a 1810 a los gauchos sólo les permitían llevar un cuchillo, “al pre¬sente —agrega— la única arma prohibida”. Y alude asi¬mismo a la leva:
“El gobierno actual ha intentado también medidas más fuertes que las tomadas por los virreyes; ha inten¬tado una conscripción pero sin éxito. . . Los alcaldes, sin embargo, o magistrados de villa son requeridos para arrestar a todos los vagos que no tienen medios visi¬bles de vida y los envían a los cuarteles donde se les trata rudamente hasta domarlos. Sin duda se cometen abusos que tienden a fomentar la antipatía del paisa¬naje entre los porteños, o habitantes del puerto, aun¬que sin hacer impopular la causa de la independencia”0.
Resumiendo lo expuesto. Gauchos, mestizos del in¬terior, negros ubres y esclavos son reclutados por me¬dios compulsivos para que defiendan al nuevo sistema político. Por una parte, los africanos y sus descendien¬tes los adquiere el estado (rigurosamente pagados a los propietarios) para que integren la milicia y, se dice, “bajo la condición de darles la libertad después de dos años de servicio”6. Los envían a todos ellos a la infan¬tería —”no son inferiores a ninguna tropa del mundo” opina Brackenridge—, superando la cuarta parte del to¬tal de las dotaciones. Precisando más: los esclavos y los gauchos cubren al parecer los claros que deja el en-
a E. M. Brackenridge, La independencia argentina, Buenos Aires, Editorial América Unida, 1927, 2 volúmenes. La edi¬ción príncipe es de 1822.
* Cfr.: Ricardo Rodríguez Molas, Negros libres rioplaten-ses, en Buenos Aires, año I, aro. 1, pp. 99-126.
En referencia a las expropiaciones de esclavos para el ejér¬cito, Belgrano le escribe el 5 de abril de 1816 a Ignacio Alvarez Thomas, en una carta donde se alude a la situación de su cuerpo militar, que nadie quiere dar un caballo “porque los dueños es-, tan cansados de Patria y de auxilios y de servicios y quieren pro¬bar la vía de alzamiento, a ver si les sale mejor”. Rosario, 5 de abril de 1816 (Publicada en el Epistolario de Belgrano, edición de la Academia Nacional de la Historia…, p. 274).
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tusiasmo, al parecer no muy fervoroso, de los ciudada¬nos. Habida cuenta de lo anterior, pasamos a exponer otros aspectos de esa trágica realidad.
II – LAS LEVAS DURANTE LAS GUERRAS
DE LA INDEPENDENCIA Y EL PEONAJE OBLIGATORIO
Agüero, que ya citamos, mucho más lúcido en sus expresiones que el término medio de su generación, es partidario de sistemas sociales liberales que permitan superar las diferencias externas del Antiguo régimen, realidades que a su entender producían una “enemis¬tad irreconciliable” entre las distintas clases de la socie¬dad (“no haber sido otro que introducir entre las dife¬rentes clases de la sociedad, una enemistad irreconci¬liable”). Es decir, sustrayéndonos de términos técnicos, impedían la posibilidad de un dominio por otros cami¬nos que no fuesen los de la fuerza impuesta al despo¬seído, la jerarquización del dinero y del trabajo para racionalizar el poder.
Pues bien, en relación a las levas y dentro del men¬cionado contexto social, son frecuentes los excesos de las partidas militares que recluían a los “volunta¬rios”. Lo señalan en un extenso informe sobre el estado social y económico de Chascomús —similar por sus ca¬racterísticas al de otras regiones— que remiten en 1811 a Cornelio Saavedra, presidente de la Junta de Gobier¬no. Su autor es el alcalde del pueblo cabecera del parti¬do0. En él se queja de lo que considera graves exce¬sos y perjuicios que causa al vecindario una partida del cuerpo de caballería enviada por las autoridades para detener a “vagos y reclutas”. Y no son, por cierto, mar¬ginados. Escribe entre otras cosas que
“No ha sido suficiente contener los desórdenes de los citados oficiales (reclutadores) con los peones de los
” Juan Lorenzo Castro. Firmado el día 24 de octubre de 1811.
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hacendados y labradores, sacándolos del trabajo y condu¬ciéndolos amarrados a esta frontera y a la de Ranchos, como ha sucedido a un peón mío a quien la partida le hizo soltar el arado de la mano y lo condujo a la fron¬tera de los Ranchos por vago “a
Gente de trabajo, asalariados. La preocupación del alcalde radica, más que en un interés por la condición del desposeído, en la falta de mano de obra. En la in¬justicia que convierte en marginados, haciéndolos huir a sitios apartados, a los gauchos. De acuerdo a lo que expone, quien sepa entregar algún bien de su propie¬dad puede, sin mayor problema, salir airoso del reclu¬tamiento. Uno de sus subordinados debió entregar a cambio de la libertad “dos caballos de estima”. El cua¬dro que presenta el atribulado alcalde es simplemente desolador:
“tenían de ese modo las partidas solas por las estan¬cias y causaban una desolación de peones, trayéndolos amarrados de las casas de sus amos, saqueando cuanta friolera encontraban de noche en los ranchos como se prueba por quejas puestas a este Comandante y perju¬dicando a los amos en sus labores pues tenían que venir a hacer presente al señor Gomales ser sus verdaderos peones pues lo acreditaban sus papeletas. ”
Todo esto fue así y sin embargo no está todo ex¬puesto. San Martín, en Mendoza, recibe periódicamente contingentes de “vagos” que le envían las distintas pro¬vincias. Estos y los esclavos integran masivamente su ejército de los Andes. Gerónimo Espejo, un calificado testigo de los aprestos bélicos previos a la campaña de Chile, recuerda que al mismo tiempo que se inducía al patriotismo a la población mendocina, los funcio¬narios de las provincias realizaban las levas entre los menos pudientes. “Este arbitrio —escribe— y el de re-clutar los vagos y malentretenidos que hubiese en los distritos, produjo el admirable efecto de ver un núme-
? Archivo General de la Nación, Buenos Aires, División Colonia, Sección Gobierno, Establecimientos públicos, 1811.
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ro de más de 1.200 reclutas en el espacio de cien días, poco más o menos””. En ese sentido, un año antes, es decir en 1814, le comunican a San Martín desde Río IV (Córdoba) que ya no se podía hallar a nadie más pues “todos andan guídos (sic) al monte, que para merecer un hombre cuesta mucho””. Estos hechos, repetidos al infinito, definen una realidad. No debe extrañarnos que los realistas que en el Norte se enfrentan al ejér¬cito patriota tengan una opinión sobre los gauchos no muy distinta a la de los patricios de la tierra. La Serna, el conocido jefe, había tratado infructuosamente de seducir al comandante Uriondo con promesas y amena¬zas para que abandonara las filas porteñas. Luego, in¬sulta a sus soldados y los denigra en una carta que le envía el 14 de diciembre de 1816, transcripta por Mitre en la Historia de Belgrano: “¿Cree usted por ventura —le dice— que un puñado de hombres desnaturalizados y mantenidos con el robo, sin más orden, disciplina ni instrucción que la de unos bandidos, pueda oponerse a unas tropas aguerridas y acostumbradas a vencer a las-primeras de Europa, y a las que se haría un agravio comparándolas a esos que llaman gauchos, incapaces de batirse con triplicada fuerza, como es la del enemi¬go?”. De todos modos, aquellos gauchos “desnaturali¬zados” demuestran poco más tarde, guiados por el cau¬dillo latifundista Martín de Güemes, que sí sabían ha¬cerlo.
Pero eso no es todo. El espíritu colonial mantiene sin cambios dentro del nuevo sistema la vieja legisla¬ción, adaptada a otras circunstancias cambiantes. El arcaísmo persiste y también la miseria, el analfabetis¬mo de los más. Y no podemos dejar de advertir que es un despropósito sostener, según se ha hecho, que en 1816 no existen analfabetos en Buenos Aires y menos que en el pueblo existiera una movilización popular a favor de los hechos de 1810 (“es difícil encontrar en 1816 a un muchacho de diez años que no sepa leer”
” Gerónimo Espejo, El paso de los Andes, Biblioteca de Mayo, t. XVI, primera parte, Buenos Aires, 1963, p. 13791.
b Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, t. VI, Mendoza, 1937, pp. 250-251.
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escribe Halperín Donghi en su obra ya mencionada). Una opinión que, de ninguna manera, coincide con lo siguiente. En las disposiciones de Olinden, 30 de agosto de 1815, las autoridades porteñas legitimizan las nor¬mas españolas de policía rural. Y establecen por las razones bien conocidas que todos los pobladores de la campaña sin “propiedad legítima” deben ser consi¬derados de la “clase de sirviente”, pudiendo los inte¬resados apelar a tal denominación sólo por una vezc. Así denominado y calificado, el peón debe permanecer munido siempre de su “papeleta” firmada por su amo y el juez del partido, “sin cuya precisa calidad será invá¬lida”, debiéndola renovar trimestralmente. “Todo in¬dividuo de la clase de peón que no conserve este do-cumento será reputado por vago”, ordenan; y se agre¬ga: “quien transite por la campaña aunque posea su papeleta, pero sin la autorización o licencia del Juez de Paz, será reputado por vago”. Los derechos más ele¬mentales, como lo es el de libre circulación, son con¬siderados graves delitos.
Teniendo en cuenta las disposiciones de las levas, vagos fueron los soldados de los ejércitos de la Inde¬pendencia. Y mientras la hacienda aumenta siguien¬do su natural proceso biológico, los gauchos acusados de “vagos” son detenidos y destinados al servicio de las armas “por cinco años en la primera vez y en los cuerpos veteranos”6. Es más, se deja bien aclarado:
” El bando del gobernador Manuel Luis de Olinden consta de once artículos. En el primero establece que el acusado puede apelar a la designación de vago y sirviente: “nombrará por su parte un vecino honrado, y el alcalde por la suya otro, y de la resolución de los tres juntos no habrá apelación”. En el no¬veno ordena: “Para que esta providencia tenga su debido cum¬plimiento, se faculta a cualquier vecino de la campaña para que pueda tomar conocimiento de los individuos que transitan por su territorio y en el caso de faltarles los requisitos menciona¬dos en los artículos anteriores remitirlos al juez territorial para que informado del hecho tome las medidas consiguientes”. Las papeletas debían renovarse cada tres meses (Registro Nacio¬nal, 1.1).
* E. F. Sánchez Zinny, La guardia de San Miguel del Monte, Buenos Aires, 1939, p. 175.
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“todo individuo que no tenga propiedad legítima de qué subsistir, será reputado de la clase de sirviente.. . se castiga a los vagos con cinco años de servicios en el ejército de línea. . . los que no sirvan para este destino, están obligados a reconocer un patrón a quien servirán por obligación durante dos años, por su justo salario, en la primera vez y en la segunda por diez años”.
Es, sin duda, el sistema del peonaje obligatorio que define a vastas áreas de América latina. Y en 1816 vuelve a insistirse, y se establece que las partidas celadoras deben detener “con actividad y viveza” a to¬dos aquellos que no sirven a un señor0. De todas ma¬neras el sistema se perfecciona con el tiempo. Es así que meses más tarde, el 28 de octubre de 1816, Juan Martín de Pueyrredón autoriza a los propietarios bonae¬renses, los que denomina “honrados labradores y ha¬cendados”, para que detengan a quienes ellos consi¬deren desertores y vagos. Descontado el interés social de un control rígido, la medida se basa en la necesidad’ de lograr soldados para integrar las filas del ejército, “que por falta de reclutas —se dice— se encuentra con pocos arbitrios para completar la fuerza de su dota¬ción”. Es más, el gobierno se compromete a premiar a los propietarios con cuatro y dos pesos, respectiva¬mente, por cada vago o desertor que entregue. Es, sim¬plemente, la caza del hombre. Sabemos, así lo señalan los documentos de la época, que se organizan verdade¬ras partidas armadas con ese fin bien preciso.
¿Es necesario aclarar nuevamente el estricto senti¬do de esas disposiciones? La justicia obra siempre autoritariamente, siguiendo la mejor tradición repre¬siva: “Se autoriza a aquellas justicias ordinarias para imponer castigos prontos y ejecutarlos sin consultas de la Cámara, como previene el Reglamento” estable¬cen el 11 de mayo de 1819. Es lógico pensar, por lo de¬más, la condición de aquellos “castigos prontos”.
El sistema determina la rebeldía anárquica e indivi¬dual, la única respuesta posible entonces para el des¬poseído. La constante sucesión de las normas judicia-
a Registro Nacional, t. I, p. 368. Buenos Aires, 14 de julio de 1816.
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les para controlar el comportamiento de los peones y reglamentar el ingreso de éstos al ejército contribuye a que muchos se “alcen” y huyan a sitios apartados de los pueblos y estancias: entre otros las Islas del Tordi¬llo, más conocidas como Montes del Tordillo, en el actual partido bonaerense de Dolores.
Pero allí también la presencia de los “matreros”, como los denominan los documentos contemporáneos, incomoda a los estancieros instalados en las cercanías y propietarios de campos que pocos años antes habían comprado pagando por ellos treinta y cinco pesos la legua cuadrada (dos mil quinientas hectáreas)fl. En la zona muchos fabrican carbón empleando para ello la abundante madera de los montes naturales de la región. Pesados carretones arrastrados por bueyes lo trasladan periódicamente para su venta en la ciudad de Buenos Aires. Los estancieros no miran con simpatía a los peones ni a los empresarios que practican esos me¬nesteres, por lo general, escriben en 1817, “vagos y desertores”.
III – EL GAUCHO ENTRE LOS AÑOS
1820 Y 1830
Las disposiciones posteriores señalan medidas simi¬lares a las expuestas, como ocurre en el decreto sancio-
a Rolando Dorcas Berro en su monografía Nuestra Señora de los Dolores (La Plata, Publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 1939) alude a la adquisición de tierras con tres leguas de frente y otras tantas de fondo “a la Pampa”. Menciona asimismo y transcribe el Reglamento Pro¬visional del 25 de enero de 1816 para otorgar estancias al sur del Río Salado, no menores de doce leguas cuadradas.
En el artículo trece establecían para “evitar en lo posible que con el tiempo se reduzcan las estancias a chacras, o se vean interpoladas con ellas, como sucede en nuestros campos con notable perjuicio de los criadores; no podrán por ningún título ni en caso de repartición de herencia, dividirse ninguna suerte de estancia en menos de doce leguas cuadradas”. Con esto desean perpetuar el latifundio.
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nado por el ministro de Gobierno de Buenos Aires Bernardino Rivadavia, el 9 de noviembre de 1821. En su primer artículo ordena que “se faculte a todos los jueces territoriales de la Provincia para aplicar la pena de azotes a los ladrones que se aprehenden infraganti””.
Con la reglamentación de este castigo infamante colo¬can en manos de la autoridad un arma eficaz para uti¬lizarse en beneficio de los hacendados. Durante aque¬llos años recrudecen las penalidades contra los gauchos. Los propietarios hacen uso de todos los medios posibles para continuar con el predominio que tradicionalmente venían ejerciendo. Recordemos que la flagelación fue y será luego, durante mucho tiempo, aplicada en las cárceles y en el ejército.
La tierra se encuentra en manos de un escaso núme¬ro de personas que disfrutan feudos de muchas leguas de extensión. Las estancias permanecen baldías, sin cultivo de ninguna especie. La edificación es rudimen¬taria; el casco del “establecimiento” lo componen al¬gunas casas construidas con paja y barro. Raramente encontramos un arado.
Un periodista porteño escribe sobre los latifundis¬tas:
“Estos (los ricos) no sólo tienen baldío e inculto este terreno, sino que por convenio alguno permiten que otro lo cultive. Asi es que por esto los pobres se arrin¬conan a vivir juntos en el terreno más estéril y árido,
” El texto del decreto no figura en el Registro oficial, tomán¬doselo de una copia existente en el Archivo General de la Na¬ción, Buenos Aires (Gobierno Nacional, Sección Gobierno, Estado Mayor General, Reforma Militar. Oficios Públicos, 1822, Sala 9, C. 12, A. 10, Nro. 1): “Buenos Aires, Noviembre 9 de 1821. Los clamores de los honrados habitantes de la campaña que llegan instantáneamente a los oídos del gobierno por los robos que cometen los vagabundos que la infestan le han deci¬dido a decretar lo siguiente, entre tanto se construye la cárcel de la Provincia, y se establece la legislación correccional
1.- Se faculta a todos los jueces territoriales de la Provin¬cia para aplicar la pena de azotes a los ladrones que se apre¬hendan infraganti.
2.- Esta pena no podrá exceder de cincuenta azotes y para
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porque tan sólo en este ningún rico tiene propiedad””.
Son muchos los que claman por una reforma sustan¬cial de la situación imperante en la campaña de Buenos Aires. Se dice que esta reforma “no solamente es justa, es necesaria”. Había que “cortar de raíz los malos usos y costumbres dañosas”, debíanse sanear todos los aspec¬tos: político, económico y social. Pero como siempre, oír que se desea cambiar la estructura reinante causa pánico entre aquellos que poseen la tierra.
“y al oír que la palabra reforma va a mejorar a los infelices, que cabalmente oprimían, se irritan y dan vo¬ces diciendo: reforma injusta, ilegal e ilegitima: reforma usurpadora de los derechos de los hombres”.
El autor de las líneas anteriores opina que 1823 será el año más adecuado para realizar los cambios.
“A este propósito muy juiciosamente se expresa J.
aplicársela deberá justificarse el crimen por un sumario verbal de dos testigos.
3.- Los jueces territoriales sobre la costa del Paraná quedan además facultados para registrar los barcos pequeños que nave¬gan por aquellos puertos siempre que se hagan sospechosos.
4.- En el caso de encontrarse en estos buques frutos o efectos robados serán detenidos, dando cuenta inmediatamente al Gobierno.
5.- Los jueces territoriales quedan responsables de cualquier abuso que cometan en virtud de estas facultades.
6.- Se hará saber el presente decreto a todos los habitantes
de la campaña por los jueces en sus respectivas jurisdicciones.
Rodríguez, Bernardina Rivadavia.”
a Pablo Ramírez, Reforma de la campaña compuesta por el ¡oven .. ., Buenos Aires, Imprenta de Alvarez, 1823.
El autor de este plan de reforma publica en 1823 un perió¬dico titulado Los locos son los mejores raciocinadores (Impren¬ta de Alvarez). El mismo año, y debido a opiniones sostenidas en esta hoja impresa, las autoridades lo condenan a dos meses de destierro. Incluye en el único número conocido (4 de abril), un extenso artículo sobre la Administración de justicia aristo¬crática y despótica, que se practica en la provincia de Buenos Aires y en el cual plantean los mismos puntos de vista que en la citada Reforma de la campaña.’
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Rousseau diciendo: los pueblos, lo mismo que los hom¬bres, no son dóciles sino en la juventud, cuando lle¬gan a viejos ya son incorregibles””.
En primer lugar poblar la llanura. Poblarla racional¬mente; distribuir a los posibles inmigrantes con lógica. Evitar en lo posible, opina Pablo Ramírez, que sean muy grandes las concentraciones urbanas. Otro punto de su reforma radica en la supresión del latifundio y las tierras improductivas; “todo individuo debe limi-tarse a solo el terreno que necesite para su labranza, su hacienda, su cultura o su habitación”6. Más ade¬lante agrega: “hombres hay en nuestra campaña que po¬seen cuatro leguas de terreno famoso y sólo ocupan la mitad de la cuarta”. Los pobres debían poseer tierras. Pero para que pudiera concretarse el deseo, las autori¬dades deben permitir que se “establezcan libremente”, pues los estancieros “expelen de un lugar fértil a los habitantes, sólo porque éstos no son harto ricos para comprar este lugar entero”.
Y temeroso de que lo acusen de pretender “que los grados de riqueza sean los mismos”, aclara que únicamen¬te desea para los que menos poseen una pobreza “sopor¬table”. Su reforma radica, entre otros aspectos, en au¬mentar considerablemente los impuestos a los ricos de manera que no 16 sean en un grado tan alto para “que los hombres superficiales dejen de decir que es el único medio por donde un hombre se hace respetable en la sociedad”0. Analiza Ramírez otros problemas de la campaña que necesitan una urgente reforma: en pri¬mer lugar la organización arcaica de la estancia, la edu¬cación de los hijos de los hacendados, las prácticas re-
a Opus cit., p. 23.
* Opuscit., p.’44.
c Opus cit., p. 53. Sostiene también que la riqueza de unos pocos no podrá hacer la felicidad de todos, por el contrario, ese pueblo “bien pronto será destruido por devorantes y sordas revoluciones” (p. 50). Agrega que en la campaña de Buenos Aires “un hacendado para cuidar y conservar dos mil vacas no necesita más que tres peones, para seis mil, seis son más que suficientes”. Sobre diversos aspectos sociales y económicos, especialmente aquellos referidos a la estructura ocupacional de la estancia
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ligiosas, el transporte de ganado y la medicina. Sobre este último problema, recuerda que el curanderismo, producto de tantas herencias irracionales, está pro¬fundamente arraigado (“Hay unos adivinos y profetas que curan males que Pedro, Juan o Diego de cincuenta leguas distantes les introdujo con el resuello o con el pensamiento”0).
Poblaciones que viven en un estado de total postra¬ción y en un acentuado primitivismo. Menciona Ramí¬rez repetidas veces la vivienda del gaucho, míseros ran¬chos que albergan a la familia del desposeído e idealiza¬dos posteriormente por poetas y folkloristas. En esa perspectiva, la de una realidad que no puede soslayar, claman en un periódico porteño:
“¡Pero qué triste y desconsolante es la imagen que presentan por lo general nuestras habitaciones de la cam¬paña! Un charco de agua detenida y hedionda, un pozo sin brocal, que es más bien la madriguera de los sapos que el bebedero de la familia, .un grupo de barro y paja que se dice rancho son los objetos que hieren la vis¬ta. .. ¿Por qué andan desnudos y casi sin calzones los habitantes de un país donde las majadas son inmen¬sas? ¿Por qué andan desnudos sobre esqueletos de bes¬tias muertas donde el junco se cria en abundancia, donde el sauce viene con fecundidad, y donde todo lo necesario para la vida cómoda lo produce la naturaleza casi sin cultivo? ¿De dónde viene ese enjambre de por¬dioseros que no cuentan para su alimento que otras viandas que unos andrajos de carne casi corrompida, pendiente de la choza que se les está cayendo^.
Las preguntas se pueden resumir en una sola: ¿de
bonaerense, cf.: Julián Alvarez, Las guerras civiles argentinas,. Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1966. Referente a precios y salarios en la campaña: Enrique M. Barba, Notas sobre la situación económica de Buenos Aires en la década de 1820, en Trabajos y Comunicaciones, n° 17, Buenos Aires, 1967, pp. 65-71.
” Opus cit.,p. 62.
” Boletín de la Industria, Buenos Aires, miércoles, 29 de agosto de 1821, n° 3, p. 1.
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dónde provienen tantos males? Del ejercicio ilegal, res¬ponde, del derecho a adquirir tierras: “efectivamente, todos saben que nuestra campaña es habitada por cien propietarios y setecientos que no lo son: éstos son los pordioseros, éstos son los que forman ese enjambre de familias miserables”. Vagos, nos dice, son para las autoridades quienes “no tienen la propiedad del terre¬no que habitan”, los que “forman su choza a las inme¬diaciones de un hacendado para comer sus despojos”. Y agrega que no trabajan la tierra pues “les falta el estí¬mulo de la propiedad y la sospecha bien fundada de que serán lanzados de un día a otro si llega a amosta¬zarse el propietario más cercano”. Y nos recuerda asi¬mismo que la justicia sólo escucha “los clamores de los hacendados para que se extirpen esas poblaciones (para ellos) de tentadoras”. Y la mendicidad y el robo son las dos resultantes lógicas de aquella desproporción .en la riqueza.
El decreto del 9 de noviembre de 1821, ya men¬cionado, y por el cual Bernardino Rivadavia impone la pena de azotes, es remitido a los partidos bonaeren¬ses para su ejecución. Algunos pobladores frente a esa inquietud y a otras similares —por lo general estan¬cieros, alcaldes y jueces de paz—, contestan enviando sugerencias sobre leyes que permitan ampliar las me¬dias represivas y solucionar fácilmente los problemas. Son, desde luego, totalmente opuestas a los conceptos vertidos por Pablo Ramírez.
Debemos destacar que en la correspondencia envia¬da a Rivadavia puede claramente advertirse el enfren-tamiento de dos tipos de explotación primaria: agri¬cultura y ganadería; enfrentamiento clásico en todas las áreas pastoriles y que llega a su máxima tensión con el arribo de inmigrantes extraños al medio, inqui-linos o propietarios de pequeñas parcelas. Un pobla¬dor, apesadumbrado, informará a Bernardino Riva¬davia:
“Yo me he ^prometido sostener la agricultura con espada en mano, haciendo sacar todas las haciendas demás que se hallen en este partido de chacras. Yo tengo en venta hace seis meses mi chacra porque ya he visto prácticamente que el echar la alma trabajando
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no es más que para provecho de haciendas dañinas, siguiéndose lo expuesto que se halla un vecino hon¬rado si trata de hacer respetar sus propiedades”0.
Afirman: un vecino propietario de ganado puede causar más de tres mil pesos de daños al mismo tiem-pob. Ellos son los que se oponen al trabajo metódico y sedentario del agricultor. Pero también otras solicitu¬des llegarán hasta las manos de Bernardino Rivadavia. Son las de los hacendados que remiten sugerencias para controlar algunos aspectos económicos y sociales. Rue¬gan que se tomen severísimas medidas contra los pulpe¬ros: no podrán abrir sus negocios los días de fiesta, com¬prar cueros vacunos o caballares, botas de potro o de yegua, y lazosc.. Han de señalar al mismo tiempo la ne¬cesidad de suprimir los juegos de cartas, pato y otros similares6′. El deseo expuesto ‘y las numerosas sancio¬nes que se solicitan son —podemos afirmarlo sin temor a error— la más pura realidad dentro de sus respectivas jurisdicciones.
a Carta a Bernardino Rivadavia enviada por Leonardo Do¬mingo Gándara, fechada en el partido de Morón el 23 de febrero de 1823. (Archivo General de la Nación, División Nacional, Sección Gobierno, Estado Mayor General. Reforma Militar, Oficinas Públicas, Sala 10,C. 12, A. 10, N° 1).
^ “Pueden alcanzar a 3.000 pesos los daños hechos por sólo un vecino a varios labradores que hoy los veo lamentarse en’ mis puertas” (Ibídem).
c “Todo pulpero de esta villa como los de la capilla de Merlo tendrá precisamente su pulpería cerrada en los días Domingo y en todos los de obligación de Misa desde el principio del toque tercero de la primera Misa hasta la conclusión de dicha y lo mis-mo sucederá en la Misa parroquial” {Ibídem).
^”Quedan privados desde este día todos los juegos de baraja, taba, bolos, etc., en donde medie el interés de cuatro reales en dinero ya sea en casas de pulpería o en otras cualesquiera par¬ticulares sin distinción alguna al que fuese pillado jugando, como el dueño de casa que hubiese consentido el juego o dan¬do naipes para hacerlo.” . .. “Queda absolutamente privado el juego de pato tanto en las chacras como en las estancias y el que fuese pillado en dicho juego será reputado como vago con aplicación a las penas designadas a los de esta clase.” (Ibidem).
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De acuerdo con las ideas predominantes, los patrones periódicamente presentaban la lista de sus peones a los alcaldes para que a su vez éstos las remitiesen a los jue¬ces de paz. El juez entonces confeccionaba la respectiva papeleta, “expresándose en ella la filiación de cada peón, las que serán por tiempo de tres meses el que concluido deberá hacerse nuevamente con arreglo a lo arriba ex¬puesto”3. Pero el control es todavía más estricto: todos los dueños de estancias tendrán la obligación de hacer lo posible para “que sus peones duerman en la casa de su habitación, sin permitir por pretexto alguno que salga ninguno de ellos de noche a las vecindades de lo que suelen sucederse algunos perjuicios”. El deseo de los propietarios no terminará con el estricto control de la movilidad de un partido a otro de Buenos Aires. Se vigi¬lan atentamente los paseos diarios por los alrededores del sitio de trabajo, las horas de descanso, impidiéndose la huida. Mayor servidumbre que la establecida —a me¬nos que se impusiese la esclavitud— no podía exigirse.
El incumplimiento de alguna de las disposiciones ex¬puestas podía ser suficiente causa para calificar de vago a un gaucho. De diversos partidos de la campaña de Bue¬nos Aires, particularmente los ganaderos, los estancieros solicitan nuevas medidas contra los peones. Desde Arre¬cifes, en 1822, un propietario expone su pensamiento y sostiene “que no sea permitido sembrar en los terrenos de estancias porque estorba el descanso de las hacien¬das, que se corren y alborotan por defender (los agricul¬tores) las sementeras”. Los estancieros debían estar se¬parados de los agricultores6.
Es más, para criar ganado vacuno todo hacendado debe “ser dueño o poseedor de (un campo) de media
a Se establece, además: “Ningún peón de toda la traza de chacras podía salir de la casa de su patrón, ya sea en día de tra¬bajo o en cualquiera”. . . Las penas para aquellos que salie¬ran de los límites de la propiedad de su patrón eran variadas: limpieza de la plaza pública, prisión por ocho días, ser envia¬dos al ejército como vagos.
¿”Plan enviado por Mario Andrade, estanciero de Arre¬cifes.
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legua de tierra de frente y legua y media de fondo””. Desean con esta disposición legalizar lo que ya en la práctica y desde hace dos siglos fue un hecho corrien¬te: las adjudicaciones de tierras a militares con prepon¬derancia política y a funcionarios influyentes están indicando el cumplimiento de las aspiraciones de pre¬dominio.
Durante aquellos años los gauchos concurren como antaño a la pulpería situada en el cruce de dos caminos o ¿n un pueblo de la campaña; era el sitio común de su sociabilidad y el lugar obligado de los jueces y alcal¬des para detener a presuntos vagos y malentretenidos. Allí juegan a los naipes y a la taba. En su cercanía co¬rren carreras cuadreras afamados parejeros y entablan partidas de pato. Las actividades desarrolladas en el interior son celosamente controladas por las autorida¬des, regulándose el horario de cierre y las reuniones. Por esa causa el estanciero de Arrecifes, citado ante¬riormente, solicita un mejor control sobre aquellos comercios bonaerenses. Y cree conveniente para dis¬traer a los ociosos, que se organicen los domingos partidas armadas contra los temidos perros cimarro¬nes, partidas que deberían estar al mando del vecino más “condecorado”, expresa, de cada partido. A di¬ferencia de los estancieros de cien años antes, cree en la necesidad de la educación como método eficaz para cambiar las costumbres de los criollos. Pero no menciona para nada el problema de la tierra. Ahora bien, en esos años, nadie puede sembrar trigo sin el permiso consiguiente del juez de partido quien infor¬mará si el interesado dispone para tal fin de las herra-
a “Que nadie pueda ser hacendado o criador de ganados sin ser dueño o poseedor de media legua de tierra de frente y legua y media de fondo”.. . En el lenguaje patriarcal del es¬tanciero, agrega: “Asimismo debe ser prohibido tener agregados en las estancias, no sólo porque corrompen el candor de las fa¬milias, sino también porque dañan al propietario que los man¬tiene o a sus vecinos y tal vez cuando más se necesita de ellos desaparecen dejando suspensas operaciones precisas y de mu¬cha utilidad particular y pública. Las estancias son laboratorios que necesitan gente; pero ha de ser propia o asalariada para que pueda responderse de su conducta y no tenerla ociosa.”
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mientas necesarias: “animales bastantes como para sub¬sistir por sí, en vacas u ovejas, sin perjudicar a los ha¬cendados más cercanos”. Tal la idea de este estanciero de Arrecifes. Pero también otros, entre ellos varios jue¬ces de paz, señalan diversas causas que originan desór¬denes en la campaña: pulperías instaladas sin autoriza¬ción y cuyos propietarios compran botas de potro, estancieros que aceptan “agregados” en los campos, partidas ilegales de pato, carreras de caballos, juegos de taba y de cartas. Los agricultores y los dueños de pequeñas extensiones de tierra son considerados perju¬diciales para los hacendados bonaerenses.
En 1822 el gobierno de Martín Rodríguez expide un decreto que señala otro de los jalones en la legisla¬ción represiva. Nos referimos al que firma su minis¬tro Bernardino Rivadavia el 19 de abril —no sabemos porqué causa no incluido en el Registro oficial publi¬cado en 1880— y donde en líneas generales insiste so¬bre los mismos conceptos expuestos anteriormente. Por él se ordena un severo castigo a los vagabundos, denominándolos “clases improductivas, gravosa, nociva a la moral pública e inductora de inquietudes en el orden social”.
El decreto comentado no define a quiénes deben señalar como vagos, indicando, en cambio, que serán destinados al ejército; aquellos que por enfermedades o defectos físicos no sean aptos quedarían sujetos du¬rante un año a trabajos públicos con goce de sueldo. En caso de reincidencia la pena se triplica. Y por último, si aún decide continuar en la “calidad” de vago, “será sujeto a los mismos trabajos por ocho años con el sala¬rio que se le designe”. Todas las decisiones que se adop¬ten estarán estrechamente ligadas con los informes y consejos que desde distintas zonas remiten agricul¬tores y hacendados.
La discusión de la “ley de enrolamiento” permite apreciar otros aspectos del pensamiento de una socie¬dad que basa su riqueza en la explotación del ganado vacuno. Sostiene el 10 de mayo de 1822 el ministro de Guerra en la Junta de Representantes (la ley de enro¬lamiento fue sancionada el 2 de julio de aquel mismo año) que los vagos no deben formar parte del ejército por considerarlos individuos “sin patria ni hogar”, in-
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capaces de sustentar valores humanos; preconizará otro sistema: el sorteo previo entre todos los ciudadanos para determinar de esta manera quiénes deben ingre¬sar a las filas.. . Recordemos que ciudadanos con todos los derechos (elegir a los representantes y ser electos) y los deberes (“merecer el grato y honroso título de hom¬bre de bien”), de acuerdo con lo dispuesto por el “Esta¬tuto provisional” aprobado por el Congreso de Tucu-mán de 1816, conjuntamente con la Declaración de la In¬dependencia, sólo pueden serlo unas pocas personas; no podrán gozar de los beneficios que reporta este título aquellos que no tengan medios de fortuna “por ser do¬méstico asalariado; por no tener propiedad u oficio lucrativo y útil al país”. … (artículo 2° del capítulo 5° de la sección primera). El gaucho está fuera de la ciudadanía y por lo tanto tendrá que permanecer “sin patria ni hogar”, pero al servicio de aquellos que gozan los beneficios enunciados en constituciones, regla¬mentos, estatutos y otros papeles similares, para de¬fender sus intereses y los de la patria, identificados entre sí.
Señalábamos la opinión del ministro de Guerra en la Junta de Representantes sobre la necesidad de efec¬tuar un sorteo entre los ciudadanos; a su opinión se opone el hacendado Tomás de Anchorena, para quien será más conveniente y cómodo aplicar el ya tradicio¬nal método del contingente o enganche forzoso. Ga¬llardo (reunión del 13 de mayo de 1822) observa que el ejército está organizado sobre la base de “un poder absoluto por parte de los jefes y una sumisión ciega por la de los subditos”, sistema dispuesto exclusivamente para los vagos que ingresan a él, todos ellos gauchos sin bienes y que por lo tanto no forman parte de la ciudadanía; el nuevo sistema propuesto de conscrip¬ción por sorteo, agrega Gallardo, debe establecer al mismo tiempo otro código militar adaptado a la “cla¬se industriosa y hombres de honor”: aquellos que de acuerdo con el “Estatuto provisional” de 1816 son considerados “hombres de bien”. . . Sus palabras re¬sumen la mentalidad de los “ilustres” pobladores de Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XIX —fuesen éstos unitarios o federales—, similar con la de cincuenta años antes. El ministro de Gobierno Ber-
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nardino Rivadavia expone luego. A pesar de tradu¬cir en sus opiniones cierta oposición para los que no poseen, afirma (reunión del 3 de junio de 1822) que “no hay aristocracia más temible, ni más necesaria en un país que la del saber y poseer”; agrega que ellas deben necesariamente ser fomentadas por los gobier¬nos, pero equilibrando paralelamente y dentro de lo posible las diferencias sociales. Por lo expuesto consi-, dera necesario, y para igualar a todos los pobladores, la implantación del sistema militar de conscripción por sorteo; de esta manera, agrega, el soldado deja de estar al servicio de los jueces que “saben y poseen”. Sostiene que todos deben llevar sobre sí la carga de la defensa nacional (reunión del 5 de junio de 1822):
“señores, no hay aristocracia más temible, ni más necesaria en un país, que la del saber y poseer; pero si es un deber de sus autoridades el fomentarla por la pú¬blica prosperidad, no lo es menos el equilibrarla en lo posible: he aquí el objeto que se propone el articulo, en que esa carga del premio para el soldado precisa¬mente recaiga sobre cada uno de los departamentos, y no sobre el tesoro público. La designación de los que deben llenar el contingente, está librada al juicio arbi¬trario de los jurados y este arbitrario de los que saben y poseen, por más que se espera de su probidad siempre será lo menos favorable respecto de los que no saben ni poseen. Tal aristocracia no se puede equilibrar, si no repartiendo, o derramando una carga popular librada también a ese mismo juicio de los jurados, que debien¬do de recaer sobre la clase que posee el arbitrario sirva de recompensa a los que por la designación de éstos, son aplicados a un servicio penoso, cual es el del ejér¬cito: entonces se verificará que un clamor injusto, se equilibra con otro; y siendo la carga proporcional a las aptitudes de cada uno de los individuos de la socie¬dad, se habrá arribado a la igualdad”.
Pero a pesar de su plausible interés en igualar las cargas públicas, quedan exceptuados del servicio mili¬tar comerciantes, dueños de fábricas, tenderos y los propietarios de campos “cuyo valor llegue al de mil pesos”, como escrupulosamente establece la legisla-
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ción sancionada. En uno de los artículos dispone que todo aquel a quien le toque en suerte la incorporación al ejército puede enviar en su lugar a otra persona, con¬tratada para tal fin y denominada “personero”. En realidad la situación no varía.
Recordemos las medidas dadas a conocer el 17 de julio de 1823 referentes a los contratos de trabajo: establecen allí que todo trabajador debe llevar consigo un documento que certifique “el tiempo por el que el peón se conchaba y el servicio y prestación que ha con¬venido con su patrón” (artículo segundo). La “pape¬leta” la entrega el comisario del partido; agregan que nadie ha de requerir los servicios de un trabajador sin la presentación previa del mencionado documento. En él anotarán las tareas anteriores, su conducta y el concepto que merece (artículo tercero); sin los requi¬sitos enunciados nadie puede admitirlo y su incumpli¬miento considérase un grave delito.
En el decreto aludido vuelve a insistirse en la cláu¬sula sobre la movilidad de los peones de un partido a otro. Para hacerlo deben tener permiso de sus amos y por escrito; sin él no podrán ausentarse de la estancia (artículo cuarto): “Vencidos los días que en ella (la papeleta) se expresa, el peón que se halle fuera de la estancia, chacras o establecimiento del patrón, será te¬nido por vago o contratarse por dos años en el servi¬cio de las armas”, establece en el artículo sexto.
El 17 de diciembre del mismo año la Junta de Re¬presentantes de Buenos Aires sanciona la que deno¬mina “Ley militar”, determinando que personas com¬petentes y autorizadas remitan al ejército permanente a “los ociosos sin ocupación en la labranza y otro ejer¬cicio útil”; a los que concurrieran los días de trabajo “a casas de juego, tabernas, carreras y diversiones de igual clase”, a los “hijos de familias sustraídos de la obediencia de sus padres” y a todos aquellos que con armas blancas hiriesen a otros, condenándolos a servir en el ejército tres o cuatro años”.
Todavía en 1824 la única prueba admitida para cali¬ficar de vago a un poblador y destinarlo al ejército, es
” El 17 de diciembre de 1823. 148

el testimonio verbal de los alcaldes y jueces de paz”. La ausencia de todo sentido humanitario está reflejada en el considerable aumento de las condenas: de dos a cua¬tro años, y de cuatro a seis. Queda así el gaucho a mer¬ced de las simpatías o del odio que les dispensan las autoridades locales.
Al parecer, y a pesar de las decisiones que toman, muchos habitantes bonaerenses mantienen una actitud insumisa favorecidos por los extensos territorios aleja¬dos de los núcleos poblados donde pueden hallar refu¬gio. Aludiéndose a los hechos referidos, el gobierno pro¬vincial señala algunas de las disposiciones con que cuentan los alcaldes y jueces:
“Con este objeto se han expendido ya diversas resolu¬ciones pero el gobierno observa con dolor, que no han producido ni producen todo el bien que era de desearse. Entre éstas el gobierno no puede prescindir de reco¬mendar a los jueces de paz los decretos de 17 de abril de 1822 y 13 de mayo del mismo año. El primero es de suma importancia para obtener la extinción de los vagos de esa clase”^.
Recomiendan a las autoridades locales la aplicación del sistema de contratos. Sostienen que con aquellas medidas asegurarán a los hacendados el número de bra¬zos necesarios para diversas faenas; debe tomarse espe¬cial cuidado en el cumplimiento estricto de las dispo¬siciones policiales. Y ordenan por esa razón que los jueces de paz “procedan con toda energía, que en su virtud todo aquel que no se halle con la respectiva contrata, sea irremisiblemente aplicado al servicio de las armas, conforme al precitado decreto”. Señalan además la necesidad de impedir que el pobre cultive
a Así lo establecía la ley sancionada por la Junta de Repre¬sentantes de la Provincia el 10 de setiembre de 1824: “Los jue¬ces de quienes habla el artículo cuarto de la ley militar de 17 de diciembre de 1823, no admitirán más pruebas en favor de los sujetos aprehendidos por la Policía como vagos, que los in¬formes verbales de los jueces de paz o alcaldes de barrio.”
h El 18 de marzo de 1825. Manual para los jueces de paz de campaña, Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1825, p.23.
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la tierra, deseo manifestado, como ya lo expresára¬mos en otras oportunidades:
“Otro mal de grave trascendencia advierte el gobierno que existe en la campaña. Tal es el que causan algu¬nos hombres que bajo el pretexto de pobladores o la¬bradores y sin tener acaso más fortuna que una choza, permanecen en algunos terrenos baldíos o de propie¬dad particular bajo la denominación de arrimados, sin trabajar acaso, o sin rendir todo el producto que necesitan para su sostén y el de sus familias””.
La riqueza que produce la pampa húmeda sólo está destinada al rico latifundista; pero el silencio, a pesar de la estructura de Buenos Aires y del poder de aque¬llos que gobiernan, se ha quebrado. Como en otras oportunidades, y a pesar de no tener éxito, no faltan voces que den a conocer la oposición a un sistema de oprobio y vergüenza para una nación que se considere civilizada. El periodismo señala la situación imperante a causa de las levas. El país está en guerra contra el Imperio del Brasil y necesitan nuevamente con urgen¬cia soldados para completar los cuadros del ejército. Las partidas armadas recorren la campaña de Buenos Aires y con extremada violencia reclutan peones,-con o sin “papeleta”; la agitación social llega a términos insostenibles.
Un vecino de San Isidro, pueblo emplazado en las cercanías de la ciudad, refiere que debido a las levas, jornaleros y peones emigran a regiones más tranqui¬las. Esta emigración en masa —calcula que por cada hom¬bre reclutado huyen dos— determina la falta de brazos para levantar la cosecha de trigo*. La situación era an¬gustiante, similar a la planteada en 1810. Otras críti¬cas de la misma naturaleza, públicas y privadas, refle¬jan los verdaderos términos del problema que aqueja a un gran sector de la población.
El 22 de noviembre de 1826 por segunda vez El Tri-
” Ibídem. p. 23.
b El Tribuno, Buenos Aires, sábado 18 de noviembre de 1826, número 12.
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huno hace referencia a lo que un periódico de tenden¬cia unitaria denominó “furioso arrebata hombres” que no perdona “bicho viviente, por seguir .la expre¬sión vulgar”, según expone. Relata en aquella ocasión hechos concretos que ocurren en el ámbito provincial:
“Son innumerables los atentados que con motivo de la leva se han cometido por los agentes del poder, ya entrando por las estancias y chacras, ya echando el guante a ¡os conductores de tropas de ganado, a los carreteros que venían de la campaña hacia la ciudad con frutos de aquella y generalmente a cuanto se les presen¬taba a mano. . . a un anciano respetable, que a 90 años de edad unía la desgracia circunstancial de ser ciego, se le ha tomado el único hijo varón que ¡e servia de apo¬yo, como también a su anciana consorte, en su desva¬lida senectud, dejándole en el desamparo que es consi¬guiente, y una hija mujer. Por el mismo conducto sabe también El Tribuno que asi en el Lujan como en otras partes se tomaron por sorpresa a varios individuos que • se habían hecho reunir para el importante acto de su¬fragar en la elección”.
Las necesidades militares obligan a nuevos recluta¬mientos forzosos. Poco después, y por intermedio de una ley0, el gobierno recibirá plena autorización para reclu-tar “por los medios que considere más convenientes” cuatro mil hombres. Nuevamente los paisanos huyen a zonas apartadas y lo más lejos posible de la mano del juez de paz o del comisario, interesados en cumplir con las obligaciones patrióticas: lugares preferidos fueron los denominados Montes del Tordillo en Buenos Aires, ale¬jadas islas del Paraná o los Montes de Montiel al sur de la provincia de Entre Ríos”.
Las levas están destinadas a reclutar por la fuerza soldados para el ejército y la marina y las realizan en
“Del 2 de enero de 1827.
* En El Tribuno se anota: “Al menos, si hay intención de obrar de esa manera, que se avise con tiempo, pues no faltará quien prefiera irse a los montes del Tordillo o a las islas del Pa¬raná.”
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forma separada en distintas regiones; existen numerosas constancias de estos hechos, como los ocurridos durante el transcurso de marzo de 1827a.
De las provincias del interior viajan periódicamente numerosos peones para lograr algún empleo en chacras y estancias. La cantidad de los que emigran de regiones pobres y propensas a sequías —La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero— aumenta notoriamente durante la época de la siega. Algunos aprovechan el viaje para vender ponchos y mantas de manufactura doméstica. Los porteños distinguen fácilmente a los santiagueños por la ropa característica que visten: chiripá de pon¬cho, calzoncillos de lienzo, poncho azul a rayas punzó denominado “santiagueño” y sombrero blanco. Aquel año estos agricultores nómadas, temerosos por las medi¬das de las autoridades nacionales, prefirieron no mo¬verse de sus lares antes que ser incorporados al ejér¬cito*. Con razón temían transformarse en soldados de una causa que no comprendían . ..
La vida militar del gaucho era desesperante. La mise¬ria que por esos años azota a las guarniciones militares del interior asombra a determinados viajeros poco acos¬tumbrados a espectáculos similares. Durante la guerra contra el Imperio del Brasil, el capitán Hall encuentra a su paso por San Luis a un grupo de forzados reclutas que esperan su destino en algún cuerpo de ejército. El espectáculo no constituye una visión digna para un país que se considera civilizado, y difiere con el que pre¬senta en otras páginas de su libro donde señala aspectos pintorescos del gaucho, de la vida en la ciudad o las cos¬tumbres rurales. Relata que encontró en San Luis “una banda de personas del aspecto más mísero, reclu-tadas para enviarles a Buenos Aires y pelear contra los portugueses (sic: brasileños)”. “Eran —agrega— unos
a Se refieren algunos ejemplos sobre las levas con destino a buques del ejército en un artículo en El Tribuno, el 28 de marzo de 1828.
t> Diario de Parchappe, en Carlos A. Grau, El fuerte 25 de Mayo en Cruz de Guerra. Buenos Aires, Publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, La Plata, 1949, p. 333, Parchappe recorre la pampa bonaerense entre los años 1827 y 1828.
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trescientos y la noche anterior habían intentado recu¬perar su libertad tratando de dominar a la guardia. Se cubrían con ponchos viejos; pero tenían poquísimo más encima; parecían mal alimentados, y, en conjunto formaban una cuadrilla más salvaje que yo haya con¬templado”. Poco después, al arribar a la capital de la provincia, solicita el auxilio del herrero para solucio¬nar un desperfecto de su coche; frente al operario, éste le expresa que no podrá complacerlo “por estar ocu¬pado en hacer cadenas para llevar a Buenos Aires los trescientos reclutas” que poco tiempo antes, y en las afueras de la ciudad, observó con asombro el capitán inglés.
Otro viajero contemporáneo de los sucesos que rela¬tamos señala algunas características del gaucho, aunque las observa con escasa simpatía. Aludimos al presbí¬tero José Sallusti que actúa como secretario del canó¬nigo Mastai-Ferretti —futuro Pío IX— durante el viaje que realiza al país en 1823. En las páginas donde re¬cuerda la travesía por las pampas critica despiadada¬mente a Bernardino Rivadavia y, en general, a los pobla¬dores de la ciudad. Con motivo de trasladarse a Chile cruzan con toda la comitiva la provincia de Buenos Ai¬res en lentas carretas y en las postas entran en relación con los pobladores rurales y sus primitivos métodos de vida.
“La gran diversión con ellos (los sacerdotes) era verlos comer y hablar entre sí en esos momentos. Por¬que eran de un aspecto más bufón que serio, y poco se diferenciaban de los verdaderos salvajes, puesto que tenían el mismo tipo, la misma cabellera de un crin largo, con largas cejas y todas las formas de los miem¬bros y del rostro gruesos y ridículos, unos sin barba, y otros con largos pelos aún en las manos y sobre el pecho; sus vestidos consistían en ciertas abarcas que son las pieles de las patas delanteras de los bueyes, ¡as cuales se desprenden enteras y, hecho un simple cosi¬do en la punta, se introduce la piel por la parte del pelo, con el fin de hacerla secar en la misma pierna, se estrechan a esta y parece que sea su piel natural. Llevándolas largo tiempo, toman un brillo agradable, como de una piel lustrosa de la misma pierna. Los cal-
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zones eran largos; y abiertos a manera de pantalones, mas sin gracia alguna; y una faja colorada los ceñía a la cintura. Sobre la espalda tenían un capote fuerte, cor¬tado a la cuáquera, y sujeto a la cintura por un cintu-rón de cuero al que iba colgado un largo cuchillo que servía para la defensa y para cortar las cuerdas, y otros arreos de caballos, en caso de necesidad.
En la cabeza tenían un sombrerón, los unos de paja y otros de lana ordinaria, con las alas caídas, y otros sin alas y con la copa en forma de cono, a la manera de los pulchinelas (SÍC) y los lazzaroni de Napóles””.
Para el sacerdote italiano secretario de un futuro Su¬mo Pontífice, los criollos —lo señala despectivamente— son mulatos “nacidos de una negra y de un blanco euro¬peo”; señala que el capataz de las carretas era esclavo. “No conocían para nada —agrega— la melancolía, do¬tados, al contrario, de un carácter genial y alegre, eran prontos y agradables en todas las acciones”. Dos veces por día, comenta, comen carne asada casi cruda y san¬grando: sin masticar engullían grandes trozos, divir¬tiendo así a los religiosos romanos. Observa Sallusti que tratan muy mal a los caballos y que no los abandonan hasta que caen aniquilados por la fatiga. Sólo encuen¬tran en las postas ranchos de adobe y paja que sirven como refugio.
Pocos señalan en aquellos años la manifiesta suje¬ción social y económica en que vive el gaucho. La opo¬sición por parte de la población a los reclutamientos forzosos, la inseguridad permanente que acosa al hom¬bre de campo y la escasez de brazos para levantar la cosecha, determinan que el gobierno federal de Ma¬nuel Dorrego, en un primer momento, prohiba total¬mente la leva”. Pero la decisión no será terminante
a José Sallusti, Historia de las misiones apostólicas de Juan Muzi en el estado de Chile. Traducción del original italiano, Santiago, Imprenta y encuademación. Londres, 1906.
h Decreto fechado el 20 de agosto de 1827 y que lleva la fu¬ma de Manuel Dorrego y de Juan Ramón Balear ce. En su tex¬to se expresa: “Considerando el Gobierno, que el inestima¬ble derecho de la seguridad personal es el goce y el bien por excelencia, del hombre social: que fuera de los casos en que la ley ordena su suspensión, es atentatorio a los derechos primor-
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y puede realizarse “sólo en casos extraordinarios y de una urgencia del momento”. La ley condena asi¬mismo a los que sigan usando esos castigos, fuesen al¬caldes, jueces de paz, comisionados o jefes militares.
La necesidad podrá más que el deseo, y en mayo de 1828 hará nuevamente el gobierno uso de un sistema criticado por él para obtener tripulantes con destino a la flota que comanda el almirante Brown. “Ignoráis -comentarán entonces sarcásticamente sus opositores— que los que en tiempos pasados eran tribunos del pue¬blo son hoy gobernantes, jefes, ministros, oficiales ma¬yores y ordenan como bueno lo que tenían entonces por horrible””.
Con posterioridad a 1820, en momentos de anar¬quía, observamos en la prensa periódica porteña el em¬pleo de palabras propias del habla rural para sostener una bandería política o denigrar al adversario. Bartolo¬mé Hidalgo, autor de cielitos y diálogos patrióticos, per¬tenece a un grupo de panfletistas populistas integrado por Francisco de Paula Castañeda; José Feliciano de Cavia y Pablo Ramírez. Editan efímeras hojas impre-
diales del hombre todo acto en contrario, por más que se invo¬que la conveniencia pública para justificarlo; que las levas, que de algún tiempo a esta parte se han adoptado, en las provincias, con repetición, sobre ser extremadamente abusivas, no son bas¬tantes a llenar el objeto a que se dirigen, perjudican la industria, la agricultura y el pastoreo, pues promueven la emigración para fuera de nuestra Provincia, haciendo alejar de ella, por el temor que infunden a los hombres de que tanto necesita para aumen¬tar su población, y riqueza; y finalmente, desmoralizan y humi¬llan al pueblo a fuerza de acostumbrarlo a presenciar actos de violencia que degradan la majestad de las leyes, y predispone los ánimos al abatimiento, que siempre fue precursor de la ser¬vidumbre; y persuadido el Gobierno que sólo casos de un orden y urgencia muy extraordinaria y momentánea pueden hacer que no se encuentren otros medios que la supla, ha acordado y decreta”.
a Una crónica de los sucesos se da a conocer en el periódico El hijo mayor del Diablo Rosado (Buenos Aires, sábado 17 de mayo de 1828).
Además puede consultarse el artículo titulado Milicia activa, donde se hace alusión a la violencia extrema de las levas (El Liberal, número 34, 11 de abril de 182-8).
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sas, de no más de cien o doscientas copias, con extra¬ños y alucinantes nombres como Del Despertador Teo-filantrópico Místico-Político, un pasquín redactado por el cura Francisco de Paula Castañeda, del que reprodu¬cimos los siguientes versos titulados “poesías rústico-patrióticas” y donde hace hablar a un gaucho:
De aquestos campos somos los señores Nadie nos dice nada, y manducamos De todo cuanto tienen los pastores; Sin obtener licencia de los amos Somos dueños de todo; a todo hacemos, Y también por un bledo nos matamos, Por jugar bien al pato perecemos Y aun apremiados por excomuniones Eso no impide que juguemos. Nuestro oficio es domar redomones; De que muere el Virrey no nos importa. Ni el que renieguen nuestros chapetones. Cuando el cura de veras nos exhorta Somos el nonprusunta en la carrera; No cumplir con la Iglesia es cosa corta; Ven Castilla la Vieja, y embustera, Ven, comerás matambres bien asados En el Pilar y en toda su frontera.
Teniendo en cuenta su contexto, los versos fueron redactados en los años previos a 1810. El sentido peyo¬rativo es indudable: Castañeda, indirectamente, pregona la sumisión del desposeído y condena las aspiraciones anárquicas de romper con las ataduras. En otra ocasión, en el mismo periódico, trata temas políticos del mo¬mento en versos que nos recuerdan los primeros del poema de Hernández, formas típicas del folklore: “Atención noble auditorio / Pues un gaucho es el que canta”. Y finaliza con una alusión al canto por cifra: “Y con esto mis señores / La cifra ya se ha acabado, / Porque ya viene Marica / Con ese costillar asado”. Con frecuencia alude a expresiones populares, entre otras las siguientes: “cuando dicen los patanes des¬pués de Dios, es lo mismo que cuando nosotros deci¬mos debajo del sol; y así como nadie diría mal si di-
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jese debajo del sol no hay otro animal más hediondo que el zorrino, así tampoco hay malicia en el adagio de los estancieros”. Y, prosiguiendo con esa misma ten¬dencia populista, en 1821 Cavia incluye a su vez otros términos en el periódico De las Cuatro Cosas: “pues yo no le he de recular la pisada de un chimango”; “los viejos que están ya como toros apartados en las cuchi¬llas”; “aquí nos vamos a tirar cuatro al pecho, y pie con pie”; “era perdido, perdido sin remedio, lo mismo que tiento en boca de un zorro” . . . etc. Ese género de vocabulario se hace casi doctrina en lo sucesivo en la prensa política porteña. “Algunas veces se desplegará carácter austero y circunspecto; otras se hará uso del estilo jocoso y gaucho” informa a sus posibles lecto¬res el redactor De las Cuatro Cosas, el 20 de enero de 1821. No pocas veces se alude a la guerra contra los rea¬listas en un lenguaje directo y comprometido. Se dice, por caso, en un cielito: “Al amigo Ño Fernando / Vaya que lo lama un buey / Porque ya los tupamaros1 / No queremos tener rey. / Cielito, cielo que sí, / Cielito de norte a sur / Que viva la libertad / Y muera la esclavi-tud”a. Es uno de los rasgos característicos de la pré¬dica que alude con demagógica exaltación a la socie¬dad primitiva. El mismo que encontramos por esos años en el Saynete provincial titulado El detalle de la acción de Maipú cuando se afirma: “A cientos los maturran¬gos / quedaron en la estaqueada / dexando en las bayo¬netas / la entretela y la riñonada.”
IV – LOS DÍAS DE JUAN MANUEL DE ROSAS, ESTANCIERO Y SALADERISTA
Comienza otra era, un mundo que es igual al anterior pero difiere de aquél en muchos aspectos. Arsenio Isa-
” El texto completo lo incluimos en la primera edición de la Historia social del gaucho y en la monografía Textos gauches¬cos desconocidos del ciclo de los diálogos de Chano y Contre-ras, 1823-1825, en Revista Histórica, año LXII, t. XXXIX, nos. 115-117, Montevideo, 1968, pp. 44-115.
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belle, un viajero francés, nos señala en 1830 una aguda observación acerca de las relaciones entre los gauchos y Juan Manuel de Rosas, de la demagogia inducida que se basa en las tradiciones a las que nos hemos venido refiriendo. “La idea de obediencia entre los gauchos —escribe— participa, en cierto modo, de la de los salva¬jes, que siguen instintivamente a aquél de su tribu que sabe imponerse a los otros por sus facultades sobrena¬turales. Es así que los gauchos obedecen ciegamente a Rosas o a quien, como él, sabe manejar el lazo, las bolas y el cuchillo con una destreza comparable a la de un in¬dio pampa”.
Esto, en Buenos Aires, constituía una gran novedad. Distinta, por cierto, sería su política desde el poder, un poder que se construye lentamente a la sombra de heren¬cias y también aspiraciones. No es desde luego una no¬vedad decir que Juan Manuel de Rosas representa en el gobierno a los intereses económicos y sociales de un pequeño y poderoso núcleo de la clase ganadera bo¬naerense y emplea una política demagógica y patriar¬cal para obtener la ayuda de los sectores populares: negros y gauchos. Basa, desde un comienzo, su pro¬paganda en el halago de los más bajos instintos; lo ad¬vertimos con claridad analizando las opiniones verti¬das en los pasquines y hojas volantes de los gacetille¬ros federales. Allí, fuerza es aceptarlo, critican acer¬bamente a los políticos unitarios e incitan a que sean degollados; el conocido “violín, violón”. Se tiende, se incita, al odio irracional a los “doctores” unita¬rios, en un furor que hace ludibrio contra esos hombres de la ciudad que “se precian de lindos y de ser afemi¬nados”. Se dice y se repite cien veces bajo las más dis¬tintas fórmulas: “En un momento hace un sastre / Un unitario decente, / Pues ellos se juzgan serlo / Con te¬ner levita y lente”.
Se afirma públicamente que los estancieros son los únicos defensores de los gauchos. En periódicos popu¬lares, voceados en el mercado y los arrabales de la ciu¬dad, en los alejados pueblos de la campaña, el cielito gaucho lleva a todos esa idea intencionada: “Cielito, cielo que sí / Cielito, y es evidente / El hacendado es de plebe, / Y un tendero hombre decente. / Esto es lo que se ha aprendido / Con la civilización: / Si no saben otra
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cosa / Más sabio es mi mancarrón”. El hacendado es de la “plebe”, capaz de comprender al gaucho, indica el verso; el tendero, y bajo esa denominación ubican a todos aquellos que económicamente no están asocia¬dos a los intereses ganaderos, es un “hombre decente”, un cajetilla que viste a la europea, lee y habla otros idio¬mas.
Pero es el mismo un aspecto de la realidad. El otro, el que siempre está presente, se asocia a los intereses de los menos. Estancieros y autoridades sólo respetan, en última instancia, a los de su círculo, la única “gen¬te decente” que cuenta; la “plebe”, el pueblo para ellos, no cuenta en los cálculos de la realidad cotidiana de los campos latifundistas, considerándolos siempre de rús¬ticos insumisos. Lo expuesto se deduce del contexto de una carta enviada por Juan Manuel de Rosas (1817) don¬de expone la situación de la campaña de Buenos Aires. No se desprende de sus palabras, en ningún momento, que pueda aplicársele el calificativo de “gaucho entre los gauchos” según pregonarán más tarde sus partida¬rios; contrariamente, reflejan a un estanciero temeroso y enemigo del gaucho. Escribe refiriéndose a éstos:
“Apenas es cumplido un mes que fui acometido en mi estancia; porque traté de impedir en ella corridas de avestruces que se hacían por decenares de hombres, que con tal pretexto corrían mis ganados, usaban de ellos, no los dejaban pastar, y me lo alzaban. Mi vida se salvó de entre los puñales; y desde entonces sólo pende mi existencia de un golpe seguro con que la ases¬ten los ociosos y mal ocupados””.
Bartolomé Mitre, que por 1830 conoció las tierras de la familia de Rosas y a los gauchos que trabajaban en sus estancias, sostiene que los peones estaban estrecha¬mente ligados a la tierra “por el sistema semifeudal que
” Documento mencionado por Alberto Montoya en su His¬toria de los saladeros argentinos, Buenos Aires, Editorial Raigal, 1956, p. 41. Cf.: Ricardo Rodríguez Molas, Elementos popula¬res en ¡a prédica contra Juan Manuel de Rosas, en Historia, año IX, enero-marzo, número 30, pp. 69-101.
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regía la propiedad rural” (Historia de Belgrano); subor¬dinados al dominio de los grandes latifundistas. Por en¬tonces, las familias Ramos Mejía, Miguens, Ezeiza, Suá-rez, Lastra, Terrero, Anchorena y otras pocas más ejer¬cen sobre ellos la autoridad omnipotente y patriarcal que “no reniega del cepo y la estaqueada”. Y así lo sos¬tiene Mitre. Para él, desde un comienzo, Juan Manuel de Rosas se convierte en “el representante de los inte¬reses de los grandes hacendados y el jefe miliciano de los campesinos”.
Dependientes de las ventas al exterior, de todas ma¬neras por intereses internos pregonan el odio al extran¬jero. Y es así que Tomás de Anchorena, pariente, amigo y socio de Rosas, sostiene el 15 de febrero de 1828 en el recinto de la Junta de Representantes de Buenos Ai¬res: “esa plaga de extranjeros corrompidos que infesta nuestra campaña”, para agregar luego que con anterio¬ridad a la primera invasión inglesa al Río de la Plata exis¬tía más progreso, asociando su pensamiento al arribo años antes de los inmigrantes labradores europeos debido a la gestión de Bernardino Rivadavia. La con¬cepción psicológica y mental de ese sector sobre los su¬cesos ocurridos luego del desmembramiento político de 1810 se reflejan asimismo en otras ideas de Ancho¬rena, expuestos en el mismo recinto. Decía: “En cuanto a la ilustración, yo observo, y nadie lo negará, que por lo general los hombres de más capacidad y crédito que hay en el país, son los que se han formado antes de la revolución y los que éstos han formado después bajo el método antiguo en estos días”.
Pues bien, desde ese punto de vista el pensamiento de Anchorena y de aquellos que pertenecen a la clase domi¬nante les lleva, siempre ha sido así, a desear su paz, su orden y su seguridad, fundamentos indispensables. Lo señalaba el “oráculo de Rosas” en 1828 apesadum¬brado : i
“Jamás se ha visto menos seguridad en el campo y en la ciudad que al presente. Jamás la multitud de críme¬nes, ni el carácter horroroso que en el día. Por otra parte, la rusticidad de nuestra gente vulgar, y de la cam¬paña, no es tan chocante que la de igual clase de Euro¬pa. Aunque carecen de maneras es generalmente dócil,
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afable, desinteresada, cortés, hospitalaria y humana.”
Todo esta expuesto sin rodeos. Y en vista de esas pa¬labras, a nadie puede sorprender que a todo el sector el progreso, es decir el cambio, suscite temores: la progre¬sión histórica, aunque aparentemente no sea brusca, bajo ningún punto de vista podía ser aceptada. Tenien¬do en cuenta todo, como pronto veremos mejor, en los mencionados aspectos Juan Manuel de Rosas encara sus ideas al convertirse en el esperanzado “restaurador de las leyes”. En esto, qué duda cabe, estriba el carác¬ter de su liderazgo porteño. Se lo pregona en todo mo¬mento como si se tratara, en realidad lo era, de una ne¬cesidad ineludible. “Los tiempos actuales no son los de quietud y de tranquilidad que precedieron al 25 de ma¬yo (de 1810)”, sostenía Juan Manuel de Rosas poco an¬tes de asumir la gobernación de Buenos Aires y lo hacía asociándose a la idea de otros hacendados”. Y, al mis¬mo tiempo, clamaban por la falta de orden, de estabi¬lidad en la campaña. Debía, opinan, volverse al pasado.
Y fue el pasado, en ese aspecto, el del orden, el mode¬lo más fiel del gobierno restaurador. Una y otra vez ha de pregonárselo desde la la prensa periódica y en la Junta de Representantes. Lo dice Baldomero García en diciembre de 1842 al rechazar la renuncia de Juan Manuel de Rosas y reniega al mismo tiempo de la ideo¬logía liberal que había difundido en el Plata la circula¬ción de los libros de Paine, Rousseau, Volney y de otros teóricos europeos (“fueron ansiosamente devorados por los viejos, fueron puestos hasta en manos de los niños: niños y viejos se contaminaron, niños y viejos se enar¬decieron contra toda autoridad, contra toda religión”). Y como resultado de la ruptura del orden y policía,
“El ocio, la vagancia, el juego, la disolución, la insu¬bordinación en el hogar doméstico, el fraude, el hurto, el asalto, el asesinato, la profanación y el sacrilegio, el feroz libertinaje se mostraron insolentes por todas partes. Recuérdese lo que eran nuestros campos, re-
0 Citado por Julio Irazusta, en Vida política de Juan Manuel de Rosas, t.I.pp 62-72.
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cuérdese lo que pasaba en nuestros pueblos. No desa¬credito al país, cuento lo que ha sufrido”.
Todos reconocían en él a su representante. “Nues¬tros campos” expresa ante sus pares de la legislatura la¬tifundista. Por suerte, agrega, en ese concierto de desgra¬cias nuevamente se había establecido el país, el po¬der de los menos: “Sí señores, el general Rosas, con la sola singularidad de su carácter, ha restaurado el orden que conservaba en este país el gobierno espa¬ñol”.
En posesión Rosas del poder, la representación ra¬cional y premeditada de los intereses de un grupo im¬portante de hacendados, prosigue con el antiguo sis¬tema de las levas. Sarmiento, más tarde, lo define en sus justos términos. Pregunta y se responde el autor de Facundo: “¿Quién era Rosas? Un propietario de tierras. ¿Qué acumuló? Tierras. ¿Qué dio a sus soste¬nedores? Tierras. ¿Qué quitó o confiscó a sus adver¬sarios? Tierras” a.
Tierras: con su posesión se puede criar hacienda, in¬gresar al grupo de privilegiados. Con el ascenso social, asimismo un bien de capital, es posible realizar nuevas adquisiciones (premios militares, ventas graciables, etc.) e incrementar los latifundios. Inversiones de poca im-
a Domingo Faustino Sarmiento, Obras Completas, t. XXIII, Inmigración y colonización, Buenos Aires, Editorial Luz del Día, 1951, p. 292. El interés por la tierra llega a tal extremo que todos los “servicios” prestados por él se le retribuyen en campos. Recordemos la acción, entre otras, en cumplimien¬to del tratado de Benegas, donde también recibe en propie¬dad la sociedad Rosas, Terrero y Cía. la renombrada Estancia del Rey, de dos leguas de frente por tres de fondo. Sobre el tramite existe en el Archivo del Museo Mitre, Buenos Aires, una copia del expediente original: “Testimonio de la transfe¬rencia de la Estancia del Rey en la Pcia. de Buenos Aires que se adjudica a la sociedad Rosas, Terrero y Cía., en pago del ga¬nado entregado por éstos a la provincia de Buenos Aires”. Cf. además Ricardo Levene, La anarquía del año 20, Buenos Aires, 1954. La cita posterior pertenece a Reseña relativa a las suertes de estancias ofrecidas en propiedad en el partido de Azul con citación de leyes y decretos, Buenos Aires, Coni, 1864,p. 4.
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portancia, bien se ha señalado, permiten realizar al poco tiempo apreciables réditos. Es la misma, los he¬chos así lo señalan, una característica de las sociedades donde el dominio de la mano de obra es estrictamente vertical.
Tierras entrega Rosas en las proximidades de la fron¬tera con los indios —entre los arroyos de los Huesos y Chapaleufú— a un grupo de sus incondicionales: Pedro Burgos, Genaro Chávez, Pascual Pereda, los her¬manos Capdevilla, Manuel Guerrico, Lezica, Martín Hardoy, Julián Martínez, Eusebio Gómez, Ireneo Na¬vas. . . En algunos casos se despoja a pequeños propie¬tarios que, años más tarde, caído ya Rosas, publican un alegato para señalar las injusticias, del que vale re¬producir un pasaje:
“Más felices han sido ciertamente los que comprando en 3.000 y 4.000 pesos la legua al gobierno de Rosas, pagaron a plazos largos sin necesidad de desembolsar un real por vía de anticipación; pues les bastaba entre¬gar novillos o vacas periódicamente para el consumo de las fuerzas establecidas en la frontera. Así se han crea¬do grandes y pingües condados sirviéndoles de antemural a sus haciendas los pobres vecinos de Azul, quienes a más de haber sido sacrificados por los indios, fueron y son los mejores y más baratos soldados de la frontera; pagaron y pagan la contribución directa, y hoy se ven tratados como hijos desheredados, o, mejor dicho, come si su condición fuese igual a la de los parias.
Llegados a este punto es necesario referirnos a las actitudes económicas de los latifundistas. Como ocu¬rre con los grupos precedentes y posteriores, todos ellos dependen del monopolio de los exportadores ex¬tranjeros que les imponen los precios. En compensa¬ción controlan los costos internos y la venta de sus productos en los mercados del interior. En ese ámbito Rosas es el estanciero que más tierras posee en la pro¬vincia de Buenos Aires, en determinado momento no menos de 136 leguas cuadradas, aproximadamente 327.000 hectáreas dedicadas a la cría del vacuno del que se aprovecha los cueros y en menor grado la carne con
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destino al abasto y a los saladeros”.
Dicho esto, no es menos cierto que son sus partida¬rios los grandes propietarios latifundistas (al menos en determinado momento) entre los que figuran los siguien¬tes, poseedores todos ellos de rodeos que superan las tres mil cabezas vacunas: Juan José Viamonte, Juan Te¬rrero, Luis Dorrego, Pedro León Martínez, Pedro Celes¬tino Casco, Bonifacio González, Francisco Xavier Ace-vedo, Vicente Castex, Estanislao Peña, Isidoro Casco, Pedro José Echegaray, Tomás Rojo, Silveiro Ponce, Manuel Arroyo, Isidoro Martínez, José Miguens, Victo¬riano Aguilar, Ambrosio Crámer, Félix Alzaga, Pruden¬cio Rosas, Gervasio Rosas, Esteban Framillán, Tomás Anchorena, Wenceslao Pardo, Juan Benito Sosa, Hila-rio Almeida, Ezequiel Maderna, Domingo Gorostiaga, Víctor Barrancos, Francisco Writh, Faustino Ximénez, Andrés Hidalgo, José Ezcurra, Manuel Cipriano Pardo, Miguel Barrenechea y Lucas Gonzáles b.
Una extensa nómina de legisladores e incondicionales, por cierto, que dominan el 80 por ciento de la riqueza ga¬nadera de Buenos Aires y controlan el comercio de cue¬ros y carnes saladas. Descontado Juan Manuel de Rosas, le siguen en poder económico sus socios y amigos Luis Dorrego, Juan Terrero y los hermanos Anchorena. Para¬lelamente, en un proceso iniciado en 1820, se observa la presencia de ganaderos británicos dedicados en su mayor parte a la cría de ganado lanar. “Los más habían com¬prado campos a precios ínfimos a unitarios perseguidos por Rosas que los vendían antes que el dictador los embargase, o para proporcionarse algunos recursos y
a Acuerdos y sentencias dictadas por la Suprema Corte de Justicia de la Provincia, Buenos Aires, 1883, t. VI, pp. 81-217. Se determinan en un acuerdo de ese año todos los bienes mue¬bles e inmuebles propiedad de Rosas en 1852.
” Ricardo Levene, La anarquía. . ., passim; Antonio Mala-ver, Las suertes de estancia de Azul, su legislación. Su trasmisión al dominio privado. . ., Buenos Aires, 1896; Francisco Solano Antuña, Confiscación de los bienes en los crímenes de lesa pa¬tria, Buenos Aires, 1834; Andrés Carretero, Contribución al conocimiento de la propiedad rural en la provincia de Buenos Aires para 1830, en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, 1970, nros. 22-23, pp. 246-292.
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en el destierro” informa Carlos Lemée a fines del siglo pasado y lo confirman las escrituras de compra regis¬tradas en las escribanías porteñas0.
No podemos dejar de mencionar otros aspectos. Mientras el propietario de “Los Cerrillos” y de otras estancias ejerce el poder, administradores y capataces atienden sus intereses ganaderos. Son ellos hombres prácticos en las faenas rurales (todos se establecen con estancias y conforman cabezas de familias de prestigio en la “aristocracia” porteña) que periódicamente reci¬ben las autoritarias órdenes de Rosas sobre los más va¬riados e inverosímiles aspectos. Las recibe, entre otros, Juan José Beccar a cargo de la “Hacienda de San Mar¬tín” y en momentos del bloqueo francés, ordenándosele mantenga limpia la casa principal y combata los ratones (“se ha olvidado usted del hombre que era. . . antigua¬mente esa casa tenía nombre por su aseo. .. y de algún tiempo a esta parte se tiene siempre por inmunda y por la plaga de ratones de que usted se ha dejado domi¬nar”)”. Es la de Rosas una mentalidad autoritaria, ver¬tical, para quien ningún detalle debe estar fuera de su atento control: hombres, animales, objetos, presente y futuro, todo debe servirlo.
El sociocentrismo, manifestación, según vimos, del irracionalismo inducido, es una de las ideas que se ponen
a Periódicamente las autoridades deben insistir en el cobro de los impuestos a causa de la morosidad de los contribuyentes de mayor poder adquisitivo y económico, advirtiéndose sobre las falsas declaraciones de todos ellos. En 1825 y 1826 son mul¬tados Franciso Santa Coloma junto al clan formado por Tomás Manuel, Nicolás y Juan José Anchorena (Alfredo Estévez, La contribución directa, 1821-1852, en Revista de Ciencias Econó¬micas, año XLVIII, serie IV, número 10, Buenos Aires, 1960, pp. 115-232) Cf. además: Alfredo Montoya, La ganadería y la industria de salazón de comes en el período 1810-1862, Bue¬nos Aires, El Coloquio, 1971; Andrés Carretero, La propiedad de la tierra en la época de Rosas, Buenos Aires, El Coloquio, 1972; Juan José Sebreli, Apogeo y ocaso de los Anchorena, Buenos Aires, Siglo XX, 1971; María Sáenz Quesada, Los es¬tancieros, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980.
b Adolfo Saldías, Papeles de Rosas, La Plata, 1904, t. I, p. 143.
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en práctica para someter a los más e impide, creen con cierta razón, todo rechazo al sistema. Lo propio, se pien¬sa, es siempre lo mejor. La siguiente anécdota recordada por Lucio V. Mansilla, sobrino de Rosas, es ilustrativa. Cuenta el autor de Una excursión a los indios ranqueles que al regresar a Buenos Aires luego de una estada en Europa, su tío le observa en tono serio y recrimina¬torio que esperaba no se hubiese agringado. Agringarse era vestirse de acuerdo a la moda europea, preocuparse por la cultura, aspirar al progreso y al saber.
En 1819 Rosas redacta las conocidas instrucciones para sus mayordomos de estancias (no se trata de una obra orgánica). Lo hace en momentos que la industria saladeril, luego de una interrupción de las actividades entre 1817 y 1819 debido a la carestía y escasez de la carne vacuna, comienza a producir tasajo con destino a Brasil y Cuba para aumentar a la mano de obra de esas dos economías esclavistas. Debemos recordar, según observa el ingeniero Montoya, que el 60 por ciento de las exportaciones que salen por el puerto de Bue¬nos Aires a mediados del siglo XIX corresponden a en¬víos de cueros vacunos y el resto se reparte entre las la¬nas y las carnes saladas. Aclarado lo anterior, digamos que en las mencionadas instrucciones prohibe a los peo¬nes que posean y críen aves para su consumo: “Ni rastro debe haber de ellas ni de palomas”, señala. Prohi¬be también la presencia de agregados o que se establez¬can pulperos en las estancias. Ordena asimismo se persi¬gan a los cazadores de nutrias y organiza un estricto control en los más variados aspectos. Por lo demás, es inflexible con los ladrones y con otros hechos que dis¬tan mucho de merecer esa calificación, castigándolos con penas corporales, y así se desprende de uno de los pá¬rrafos de sus instrucciones: “El peón o capataz que ensi¬lle un caballo ajeno o haga uso de un animal ajeno. . . será castigado según merezca”. Y recordando el concep¬to que tienen los desposeídos podemos comprender perfectamente la exacta significación de “será castiga¬do según merezca”, que de ninguna manera señala una reprensión verbal.
Se sostuvo, se sigue haciéndolo en trabajos más recientes que repiten lo expuesto por otros, que Rosas no fue un estanciero progresista debido a sus métodos
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y al desinterés en mestizar la hacienda. La razón de su arcaísmo es que debe adaptarse por razones eco¬nómicas a los requerimientos del saladero, industria que elabora carne magra exclusivamente producida por el ganado criollo. Y no olvidaremos, por último, que los cueros vacunos de esos animales tienen más peso y grosor que el producido por la hacienda mes¬tiza y sirven a las necesidades del momento. Rosas y su grupo de terratenientes que lo apoyan proveen ma¬terias para dos tipos de explotaciones distintas, simi¬lares a las que definen a los estancieros de las zonas mar¬ginales en la segunda mitad del siglo XIX.
Faltan por considerar otros aspectos claramente identificados entre el progresismo y antiprogresismo, términos que se asocian ya en esos días a dos posicio¬nes bien distintas. En primer lugar, es necesario insistir en que el sistema económico basado en los envíos de cue¬ros, carnes saladas y el abastecimiento a un mercado in¬terno deprimido no era de ninguna manera un elemento que pudiese transformar las relaciones sociales del Anti¬guo régimen0. En segundo, contrariamente, contribuirá a mantenerlo inmutable muchos años.
Como afirmáramos, los métodos de Rosas y sus pares son los mismos de las décadas anteriores: levas, represión y peonaje obligatorio. En 1830, a poco de asumir el po¬der de la provincia de Buenos Aires, sanciona un decreto por el cual pone en vigencia todas las disposiciones ya conocidas y confirma asimismo la obligatoriedad de que el peón para transitar libremente por la campaña debe ir munido de su correspondiente “papeleta” firmada por el alcalde del partido residencia de su portador*. En ningún momento deja la menor duda acerca de sus
” Para una situación similar en España consúltese el lúcido ensayo de Josep Fontana titulado Cambio económico y actitu¬des políticas en la España del siglo XIX, Barcelona, 1975, p. 67.
b Registro Nacional, t. II, p. 260. Es importante seña¬lar que ese presente concreto, para decirlo con la conocida afirmación de Hegel, es el resultado del pasado. El pasado, por otra parte, no nos da “claves para explicar determinados y esenciales aspectos del presente”, determina el hoy.
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actitudes e ideología represiva. En el mensaje que lee al inaugurar la décimo séptima legislatura de Buenos Aires, el 27 de diciembre de 1831, expone su pensa¬miento sobre quienes denomina “vagos y mal entre¬tenidos”, haciendo de ese problema un planteo de importancia esencial para Buenos Aires. Y recuerda: “se ha practicado un crecido enganche de voluntarios y se destinó al servicio militar a los vagos y mal entre¬tenidos”. Años más tarde, en 1848, agrega que mu¬chos jueces de paz no cumplen sus órdenes de casti¬gar a los vagos enviándolos al cuartel de Santos Luga¬res. No controlan, acusa, el comportamiento de los peones.
En el ejército, el gaucho, como ocurría diez o veinte años antes, inicia una serie de sufrimientos y penurias. E igual que antaño, la única solución posible era la de¬serción, evitando así los violentos castigos corporales que le aplican jefes y oficiales ineptos e ignorantes, con frecuencia analfabetos. “Los castigos son corporales y muy crueles” observa un ingeniero francés y agrega que siempre son aplicados por una oficialidad integrada al ejército “porque no sirven para otra cosa, porque la irre¬gularidad de su conducta los hace una carga para sus pa¬rientes””. Cubierto su cuerpo de harapos (“aquellos in¬felices andrajosos soldados: los unos usaban gorras de manga, otros tenían sombreros inmundos y ya sin forma, y otros iban con bonetes de lana: con chaquetas los unos, con poncho y chiripá los otros; sin calzones los más, con ellos hechos girones los menos: los que no es¬taban descalzos llevaban ojotas o tamangos de cuero crudo”)6, los sueldos son escasos, miserable la vivienda y la aumentación exclusivamente carnívora. Un de¬creto de 1835 asignaba una res vacuna diaria por ca¬da cincuenta soldadosc. Escasa alimentación si tene¬mos en cuenta que se trata de hacienda cuyo rendimien¬to no supera los ochenta kilogramos por cada animal
” Parchappe, opus cit.,p. 338.
Andrés Somelleía, La tiranía de Rosas. Recuerdos de una ñctima de la mazorca, Buenos Aires, 1962, p. 111.
c Cf. Carlos Grau, La alimentación de nuestros soldados y paisanos de otrora, en Revista farmacéutica, Buenos Aires, 1944.
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faenado. Y siempre y cuando los abastecedores cumplie¬sen lo estipulado en sus respectivos contratos, o lo que también era muy frecuente, que los jefes y oficiales no medraran con las raciones de sus subordinados. Y que, por cierto, los estancieros no se aliaran a éstos.
Aludíamos a la deserción. Pues bien, el gaucho impul¬sado por el deseo de liberarse de las opresiones impues¬tas abandona las filas. Es que, según nos señala Fontana al referirse a las clases oprimidas de Europa, contraria¬mente a ciertas opiniones interesadas, la sociedad del Antiguo régimen no fue un mundo con una total paz idílica donde los hombres viven contentos y aceptan su suerte”. Parchappe, testigo de la vida cotidiana del ejército, luego de señalar la manera “infamante” de las reclutas, agrega que “Las prisiones son el almacigo de los soldados de la República; bandidos y criminales son liberados mediante un centenar de palos, después de este castigo se les sacan los grillos y quedan transforma¬dos en soldados”6. Ya en el ejército, tanto en la campaña como en el fortín, los pulperos los esquilman asociados a los jefes (“esquilmados despiadadamente, consumían en una o dos oportunidades un mes entero de sus suel-dos”)c. Los comerciantes tampoco tienen problemas para cobrar las deudas pues, se dice, “como el vendedor real era al mismo tiempo el cajero y el que debía pagar¬les los sueldos, no corría riesgo alguno de mostrarse con¬fiado, y se encontraba a reparo de toda pérdida”^. Fue, por cierto, un sistema generalizado. En esos años y con más frecuencia en los siguientes, al multiplicarse los fortines y destacamentos, los pulperos hicieron mu¬cho dinero y algunos instalaron estancias6. Por lo ge¬neral, los aprovechados comerciantes, origen de fa¬milias tradicionales, son parientes de las autoridades de los pueblos y fortines de la frontera. En Fuerte Fe-
” Parchappe, opus cit., p. 350.
” Josep Fontana, Cambio económico.. ., p. 57.
c Parchappe, opus cit., p. 381.
d Ibidem.
e Ricardo Rodríguez Molas, Variaciones sobre la pulpería ríoplatense, en Revista de la Universidad. Universidad Nacio¬nal de La Plata, Buenos Aires, 1961, número 14, pp. 136-142.
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deración, posteriormente denominado Junín, encon¬tramos en 1832 dos pulperías: una atendida por la sue¬gra de un teniente coronel y la otra por un pariente cercano al comandante del Fuerte”. El ejemplo es ilus¬trativo. Lo mismo sucede, en mayor o menor grado, en todas las poblaciones dentro y fuera de la línea de frontera.
El surtido del comercio —peyorativamente denomi¬nado boliche— lo componían algunos frascos de bebi¬das alcohólicas de mala calidad y pocas mercaderías; pero a pesar de la pobreza, “tenía apuntados a todos con más cuentas que un rosario”. Y entonces el gaucho al llegar al fortín recibe una ínfima parte del dinero de la paga, luego de varios meses de paciente espera; gráficamente apunta Hernández en su poema que el “pulpero se quedó con la mascada”. Y el gaucho nuevamente debe esperar.
Insistimos. Durante el gobierno federal no disminu¬yen los rigores del gaucho enrolado. Los castigos que impone Juan Manuel de Rosas son similares a los que años antes habían puesto en práctica los españoles y las autoridades posteriores a 1810. Nada ha cambiado; la restauración de las leyes, por otro lado, ha de ser total. Y bajo este signo adverso ha de desarrollarse la vida del miliciano fronterizo y del gaucho.
Mencionemos de aquella realidad un ejemplo: en junio de 1836 detienen en Federación a varios deser¬tores del ejército federal; los jefes militares fusilan a dos de ellos y condenan a los restantes a trescientos latigazos y a sufrir el recargo de tres años en el servi¬cio de la frontera0.
Los caballos para el ejército interesan tanto o más que los peones. Periódicamente, y sobre todo durante el transcurso de alguna de las frecuentes guerras, el gobierno requisa hombres y bestias. Aludirá a ello en. 1842 el colono dinamarqués Samuel Morton al refe-
a Rene Pérez, Apuntes para ¡a historia de Junín, La Plata, Publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Bue¬nos Aires, 1950, p. 20.
* Los escritos de Frank Pedlington, en Anuario de Historia Argentina, año 1939, Buenos Aires, 1940, p. 378.
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rirse a sucesos militares de la época: “El gobierno ha requisado todos los caballos a fin de llevar adelante la guerra, y evitar que caigan en manos de los enemi¬gos”.
Conociendo la existencia de las leyes represivas y la estructura feudal de la campaña bonaerense, sobradas razones tenía Lucio Mansilla al escribir sobre el resul¬tado “práctico” que tenía el empleo del se resistieron o le quisieron disparar y tuvimos que matarlos11. Y agrega refiriéndose a las condiciones sociales del gau¬cho: “El hombre de las campañas por doquier se con¬sideraba oprimido, hasta cuando el mayordomo o el capataz era manso, por una entidad ausente, el pa¬trón, que vivía en Buenos Aires o en la capital de su provincia”. Las características feudales están presen¬tes con todos sus elementos:
“Era la servidumbre y ¡qué servidumbre! El patrón o sus representantes podían cohabitar con las hijas y hasta con la mujer del desheredado: ¿a quién recurri¬rá? O se hacía justicia por sus propias manos”0.
La dedicación de los jueces de paz y de los jefes militares ayuda a realizar aquella servidumbre. Sobre ellos anota un viajero francés que visitó Buenos Aires durante los últimos años del gobierno de Rosas:
“Hay en las campañas argentinas, hombres más te¬mibles que el gaucho malo y que hacen más daño, sin verse obligados a huir de la justicia, porque ellos mismos representan la autoridad legal y la justicia. Son los fun¬cionarios honrados por Rosas con su favor y su confian¬za, los jefes militares de campaña y los jueces de paz””.
Los testimonios que señalan este proceder son múlti¬ples; otro testigo que recorre en 1847 la provincia indi-
a Lucio V. Mansilla, Rosas, Ensayo histórico-psicológico, Buenos Aires, Sociedad Impresora Americana, 1945, p. 79.
ftOpus cit.,p- 79.
c Xavier Marmier, Buenos Aires y Montevideo en 1850, Bue¬nos Aires, El Ateneo, 1948, p. 75.
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ca en su libro de recuerdos hechos similares: “Cuántas veces el gobierno necesita de auxilios de esta naturaleza, sus oficiales visitan los establecimientos de campo y hacen marchar a quien se le antoja, para incorporarlo al ejército”^. Como siempre las levas son injustas y las realizan con aquellos que no poseen bienes: la tie¬rra impera, la defensa del feudo y del ganado consti¬tuyen las causas de las leyes.
En todos los casos la documentación de la época de Rosas señala inexorablemente la existencia de la leva con iguales características que en tiempos anteriores. Pero debemos sumar a todas las ya conocidas causales la oposición política al régimen dominante. Las frecuen¬tes guerras contra sus opositores, internas y externas, demandan gran cantidad de soldados; el método para obtenerlos será el mismo que utilizaron otros gobier¬nos, desde los ya lejanos años de la dominación hispá¬nica.
En aquel momento son frecuentes las filiaciones —así denominadas las descripciones físicas o de la ropa— de los presos destinados al servicio militar. Exis¬ten en- los archivos infinidad de ellas, muchas con in¬formación de importancia sobre aspectos de la socie¬dad folk de la época e informes sobre las costumbres de la sociedad pastoril bonaerense. Cuatro documentos tomados al azar darán una visión cercana de aquellos pobladores porteños remitidos por la fuerza al ejér¬cito. La primera señala las características de cierto Es¬tanislao Fito, un gaucho de ojos azules y pelo color rubio6, característica difícil de hallar, entre la inmen¬sa cantidad de mestizos que constituye la población de la campaña. El paisano destinado era natural del pago de Arrecifes y había sido detenido en febrero de 1843.
” William Mac Cann, Viaje a caballo por las provincias ar¬gentinas, 1847, Buenos Aires, 1939, p. 120.
6 Documento en el Archivo General de la Nación, Buenos Ai¬res División Gobierno, Sección Nacional, Presos destinados, 1842-1852. Sala 9-26-2-6. En este legajo de documentos manus¬critos de la época de Rosas —como en otros que se custodian en el Archivo General de la Nación- existen cientos de testimonios sobre gauchos destinados a las filas del ejército.
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“Clasificación: Estanislao Fito, patria Buenos Aires. Va en cinco años que no tiene domicilio, estado casado, en este pueblo, edad treinta y nueve años, ejercicio no tiene, es vago y mal entretenido, paisano de bota de potro, color blanco, ojos azules, estatura alta, pelo rubio, cerrado de barba, no sabe leer ni escribir, tiene sabanilla de bayeta punzó, chiripá de poncho listado, sombrero de pelo negro, ha sido miliciano de la cam¬paña de milicias de este partido antes de la invasión del salvaje unitario Lavalle.”
Otro personaje de la época es el típico peón pocero, o zanjeador, por lo general vasco, irlandés o criollo natural de las provincias de Cuyo o del norte del actual territo¬rio argentino. La siguiente filiación de 1845 correspon¬de a un mendocino, peón que ejercía su oficio y a quien la leva envía al ejército federal: “Viste sombrero ordi¬nario de paja, en mangas de camisa, poncho inglés, chi¬ripá, calzoncillo y botines. Trae el cintillo (punzó) en el sombrero”, escribe el oficial sumariante al remitirlo al ejército.
Oficio conocido es el del domador: indispensable su presencia en las estancias para amansar los caballos des¬tinados al trabajo diario; su dedicación y prestigio resu¬me el mayor deseo de todo gaucho. Natural de Buenos Aires, lo encontramos “calzando bota de potro” según expresa la filiación de 1851. Además “viste calzoncillo, chiripá y poncho de bayeta punzó, mangas de camisa, la cabeza atada con un pañuelo. No tiene divisa ni cin¬tillo federal. Usa bota de potro”. El gaucho domador que así viste se llama Doroteo Lozano y fue detenido en Navarro, en una pulpería. Y se agrega: “Que sabe embo¬rracharse de tarde en tarde, pero que no tiene mala bebida, que le da por cantar y reírse”.
Es la misma realidad que desde Montevideo acusa en 1839 el periódico unitario del exilio El Grito Argentino al decir que son en Buenos Aires “Las levas como agua¬cero,/ Más juertes que un maneador;/ Pita el que tiene algún pucho/ Que por fortuna encontró”. Y también que están los peones “Desde el alba a la oración/ Traba¬jando como burros/ (Y perdone la razón)./ Y si les dan unos pesos / En dos trampas que pagó,/ O tomó una cuarta de vino,/ La mosca se evaporó”.
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Textos literarios pero que, sin duda, aluden a una situación que no es ignorada. La conclusión, por ultimo, es clara y también evidente: en el trasfondo de todo lo expuesto, del problema de injusticia, se levanta con toda su fuerza la realidad de una situación económica, en primera y única instancia, propia de los sistemas de producción que prosiguen con posterioridad a 1852. A ello nos referiremos en las siguientes páginas.
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EL GAUCHO: PEÓN Y SOLDADO DESPUÉS DE CASEROS
Ansí pasaron los meses Y vino el año siguiente Y las cosas igualmente Siguieron del mesmo modo Adrede parece todo Para aburrir a la gente
José Hernández, 1872
“Hoy día somos, todavía, los siervos del Río de la Pla¬ta. . . somos republicanos y nos tratan como a muías, tapándonos los ojos para encajarnos los bastos”.
Petición de labradores y pastores a la Legislatura de Buenos Aires en 1854
“por desgracia para el país, la mayor parte de nuestros oficiales de caballería no son capaces de cuidar una ga¬llina”.
Carta de Emilio Mitre a su hermano Bartolomé Mitre, fechada el 12 de diciembre de 1855
“la raza más débil (el indio), la que no trabaja, tiene que sucumbir al contacto de la mejor dotada, ante la más apta para el trabajo “.
General Julio A. Roca, 13 de setiembre de 1878.
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I – LA ESTANCIA: HACENDADOS Y LATIFUNDISTAS
La caída de Juan Manuel de Rosas al frente de la go¬bernación de Buenos Aires de ningún modo señaló en los años siguientes una ruptura de las antiguas relaciones entre las clases dominantes y los pobladores rurales, y menos, sin ninguna duda, un proceso de cambio en ese sentido. Los intereses económicos que en determi¬nado momento enfrentan a Urquiza y Rosas —represen¬tantes del Litoral y de Buenos Aires, dos economías similares que compiten— no se propusieron, ni aún remotamente, la tarea de liberar a los sometidos, ni el desarrollo de un mercado con una amplia demanda de manufacturas. Sólo les importa seguir manteniendo el dominio de la tierra y el bajo costo de la mano de obra rural.
Como es sabido, el 9 de febrero de 1852 Juan Manuel de Rosas huye a Inglaterra en un barco de guerra de esa nacionalidad. Morirá en Southampton, en 1877, luego de un largo exilio en el transcurso del cual no escatima elo¬gios a los sectores más reaccionarios de Europa. No debe extrañarnos, era la suya una actitud lógica y cohe¬rente con los sectores a los que había representado. Sim¬bólicamente, en la Argentina un año antes se exportan las primeras veintiún toneladas de trigo provenientes de las colonias que inmigrantes europeos establecen en el país.
No debemos engañarnos. La agricultura, por cierto, es sólo por entonces el símbolo de algo que ha de llegar. Poco tiempo antes de 1865 la superficie que ocupan las colonias agrícolas de Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires no llega a las diez mil hectáreas, aproximadamente la superficie de dos estancias consideradas entonces de mediana importancia”. Y si bien esa área aumenta con¬siderablemente en la siguiente, década, el trigo cosecha¬do apenas alcanza en esos momentos para satisfacer
a Guillermo Wilcken, Las colonias. Informe sobre el estado actual de las colonias agrícolas de la República Argentina, Bue¬nos Aires, 1873.
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las necesidades del consumo interno. “Si bien esas ci¬fras no son altas — informa Napp en 1876—, no debe¬mos olvidar que la población agrícola de esos distritos no se cuenta sino por unos pocos cientos, considerán¬dose en ellos la labranza, con excepción de una parte de Chivilcoy, como una ocupación secundaria a la que no se da importancia ni se dedica cuidado alguno”. Y también la persistencia del arcaísmo. En muchas partes del país perdura aún el primitivo arado de madera sin vertedera, un instrumento de labranza que impide la adecuada preparación de la tierra (se los conoce asimismo como “arados rompedores” y son evolucio¬nes de la azada de mano)”. Se lo menciona en el país en los inventarios de las estancias y aluden a él los via¬jeros. Los que se usan en 1870 no difieren a los introdu¬cidos por los conquistadores españoles: un pequeño trozo de madera con punta de hierro sirve de reja; un tronco de timón, y un palo en forma de bastón, clavado perpendicularmente en la parte posterior de la reja, hace las funciones de mancera. Se trata, por cierto, de un elemento característico del Neolítico (de no menos de cinco mil años de antigüedad) que perdura en las tierras americanas. Ahora bien, los primeros cons¬truidos íntegramente de metal ingresan con los colonos’ inmigrantes y se los conoce con el nombre dé arados ingleses para distinguirlos de los prehistóricos que están en uso en el país6. Documentos de 1855, 1860 y 1870 los mencionan. En 1855, en Chivilcoy, se emplea por primera vez una trilladora a vapor introducida al país por Diego White. Gracias a su difusión los labradores superan la falta de mano de obra, y más que ella la escasa predisposición del gaucho a realizar trabajos
” C. W. Bishop, Origin and Early Diffusion of the Traction Plough, separata de Antiquity, Washington, septiembre de 1936, pp. 261-281.
* Escribe Napp: “(Esos arados) son de la misma forma y he-cura de los que se conservan, en algunos museos europeos como curiosidad de un tiempo muy lejano”. Y Lemée agrega en su libro sobre la agricultura de 1894: “El arado que usaban nues¬tros antiguos chacareros, y que hemos alcanzado a conocer nosotros, era más sencillo que el mismo arado de los romanos”.
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agrícolas (El Orden, Buenos Aires, 28 de noviembre de 1855). Sin embargo, paradójicamente, en 1869 en Bahía Blanca se contrata a indios amigos para la co¬secha de trigo (“Los indios amigos son un recurso para ese trabajo. Las primeras máquinas segadoras son recién introducidas por los ingleses de Sauce Grande y serán inauguradas en las primeras cosechas”0). Sarmiento, siempre preocupado por la evolución técnica, se intere¬sa por la difusión en el país de los más modernos siste¬mas de labranza enviando desde Estados Unidos, tra¬ducidos y editados gracias a su influjo, catálogos de implementos de labranza y manuales agrícolas.
Dentro de ese proceso, el 15 de diciembre de 1870 se dan a conocer en la ciudad de Córdoba segadoras a vapor importadas, afirmándose paralelamente que ese aconte¬cimiento sería “de inolvidables recuerdos para el pue¬blo argentino, así como de manera igual, aunque por distintas causas, lo fue el 25 de mayo de 1810″. Y en tierras de Chivilcoy, el 30 de diciembre del mismo año, se siega un lote sembrado de trigo con una máquina similar introducida por Tomás Drysdale y Gregorio Villafañe.
De todas maneras, los mismos son antecedentes ais¬lados. Es así que entre 1871 y 1874 se importan apro¬ximadamente un millón y medio de kilogramos de hari¬na de trigo para el consumo interno, proveniente en su mayor parte de Chile, Uruguay y Estados Unidos. Asi¬mismo, en esos años regresan al país 853.616 pieles y cueros curtidos en el exterior debido a la ausencia de industrias elaboradoras.
Pero, de todas maneras, esos datos señalan parte de la situación. Podemos agregar que los forrajes y alimen¬tos para la hacienda son prácticamente desconocidos. Sólo durante los años del conflicto bélico con Paraguay (1865-1870) se incrementa el cultivo de la alfalfa, una forrajera difundida en las regiones semi-áridas del inte¬rior y en las chacras y quintas próximas a Buenos Aires.
” El partido de Bahía Blanca. Informe a la comisión de la Exposición Nacional de Córdoba por la comisión de aquel par¬tido, Buenos Aires, 1869, p. 19.
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Se siembra para abastecer de forraje al ejército y a los animales de tiro de la ciudad. En las estancias ganade¬ras la agricultura es una palabra que se pronuncia con escasa simpatía. Y el progreso una ecuación que los pro¬pietarios aceptan condicionándolo a los réditos que les pueda proporcionar y siempre que no afecte su dominio.
El estanciero-gobernante derrotado en Caseros deja a la provincia de Buenos Aires, al igual que años más tarde lo hace su par de Entre Ríos, organizada de manera similar a los grandes establecimientos ganaderos de su propiedad. Son pocos los que observan con una visión crítica esa situación. Y quienes lo hacen esperan poner en práctica algunas reformas para adaptar la ganadería a la realidad económica en transformación en los mercados europeos, colocando especial cuidado en no alterar la esencia básica del dominio. Se trataba de emprender una reforma desde arriba y a cargo exclu¬sivo del estado y sus lobbies. Ya en los años previos a 1852 Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, sostenía con lucidez que “nunca podrá ser ocupación exclusi¬va de la República Argentina la ganadería”, y Alberdi, tiempo más tarde, al aludir a Rosas nos dice que su po¬der “residía en la condición y manera de ser económi¬ca del país”.
Por cierto, las medidas que se ponen en ejecución en el transcurso de la segunda mitad del siglo son par¬ciales y a pesar de ello merecen en casi todos los casos la oposición irracional de un grupo de hacendados lati¬fundistas apegados a las estructuras más arcaicas. Las mismas que determinan a solicitar la adopción del tra¬bajo forzado en momentos que se otorga la emancipa¬ción a los esclavos. Es así que en 1853 sostienen en Buenos Aires la necesidad de realizar una leva de muje¬res de color obligándolas a servir a un amo. Se pregunta desde las páginas del periódico La Tribuna el 27 de oc¬tubre de 1853: “¿por qué no hacer con las mujeres lo mismo que con los hombres? Además, ¿existe alguna diferencia de fondo entre el trabajo forzado y el servi¬cio militar que realiza el gaucho?”.
¿Es necesario insistir en lo expuesto? Hechos seme¬jantes, y a ellos aludimos con insistencia en las siguien¬tes páginas, tienen lugar en la campaña. “Pastores y labradores” —así se denominan— solicitan a la Legisla-
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tura en 1854 mayor equidad en el tratamiento’ que • reciben. “Hoy día somos todavía los siervos del Río de la Plata” denuncian, y agregan que la condición de la vida no difiere de la de los esclavos de Brasil o de la de los colonos de Rusia. Peor aún. Mientras aquellos no son molestados en sus viviendas, los gauchos en cambio son “arrancados de los hogares o cazados en los campos como se cazan avestruces. . . para que se haga de no¬sotros —exponen— lo que se quiere: guardia, blanden¬gue, doméstico, veterano, como se le antoje al primer mandón. . . tiempo es que estas informaciones se denun¬cien ante el mundo entero. Somos republicanos y nos tratan como a mulas, tapándonos los ojos para enca¬jarnos los bastos”.
Una conciencia social clara. Insisten los peticionarios en solicitar asimismo que se destierre para siempre “del suelo porteño ese régimen de servidumbre por el que se obliga a trabajar gratuitamente para el Estado”. Quienes firman el angustioso petitorio son en su mayor parte pequeños propietarios perseguidos por los estancieros latifundistas”.
“Revista del Río de la Plata, Buenos Aires, julio de 1854. Por otra parte, en El Industrial (23 de febrero de 1856), pe¬riódico que defiende los intereses de obreros y artesanos, se pu¬blica un artículo titulado “Organización del ejército”, soste¬niéndose: “Entre nosotros hay un grande inconveniente para la organización del ejército y es nuestra poca población. Hasta hoy los cargos penosos de la milicia han recaído siempre sobre la clase débil de la sociedad. Se ha hecho obligatorio el servi¬cio a una parte de la población y los morenos y paisanos han sido siempre los que han formado la tropa veterana”. Sobre ese aspecto de la reforma liberal propuesta es interesante la opinión de Eduardo Olivera desarrollada en su carta a Octavio A. Alais al referirse al gaucho posterior a la caída de Rosas. Sostiene allí que siempre estuvo “entregado a la voluntad del comandante de campaña”, teniendo sobre él leyes que le im¬pedían “poseer un pedazo de suelo de la patria” (Eduardo Olivera, Miscelánea, t° II, Buenos Aires, 1910, pp. 328-333). La realidad es que toda la tierra estaba en manos de los menos. Por caso, “poco a poco, el general Urquiza fue (en Entre Ríos) adquiriendo grandes extensiones de campo que lo convirtieron en uno de los grandes estancieros entrerrianos”. O. Urquiza Almandoz, Historia económica y social de Entre Ríos, Buenos Aires, 1978, p. 509.
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De todas maneras, insistimos, la reforma que ha de llevarse a cabo en los últimos años del siglo XIX no irá más allá de la superficie y siguiendo la misma tendencia de algunos de los críticos del sistema que sólo ven lo aparente: “Pobre habitante de la campaña —escriben en El Estudiante, el 30 de junio de 1867. El con su potro y su cuchillo ya le basta. . . tiene que ir a robar un peda¬zo de pan para no perecer de miseria o ir a atajar al transeúnte para pedirle un socorro”. De todas maneras, existe una conciencia clara sobre los males que ha de producir en el país la continuidad del latifundio, el reparto indiscriminado de la tierra entre los menos. Precisamente lo expone en 1876 un negro porteño, Ernesto Mendizábal, en un artículo sarcásticamente titulado La arcadia de Carhué y en directa alusión al reparto latifundista de la tierra en esa región. Su tes¬timonio es determinante de la conciencia sobre los métodos de apropiación. Sobre el vicio de un proyecto •que viene de lejos y perpetúa una desigualdad que sólo ofrece al país el atraso y la miseria de los más. He aquí sus palabras, las esenciales que plantean una actitud progresiva:
“La pequeña propiedad, todos lo sabemos, represen¬ta tierra al alcance de todos los hombres, de todos los capitales. El gaucho de nuestra campaña, el inmigrante europeo, todos podrán ser propietarios. La grande pro¬piedad. . . ella está al alcance únicamente de los grandes capitales, y adaptándola como lo propone La Prensa se propende a la creación de una casta de grandes pro¬pietarios, que son y han sido en todos los tiempos mo¬dernos monopolizadores del trabajo de los demás hom¬bres, hasta reducirlos al vasallaje””.
Llegados a este punto, pues, es necesario referirnos a otro hecho que se suma a la explotación del bovino. Como es sabido, en la segunda mitad del siglo XIX en Buenos Aires, Entre Ríos y otras áreas del país se de¬termina el desarrollo del ganado lanar —la merinización bonaerense— paralela al interés de adquirir campos pró-
a La libertad, Buenos Aires, 5 de noviembre de 1876.
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ximos a los puertos de embarque. “Hacia el año 1835 ya era considerada la explotación del ganado ovino como más remunerativa que la del bovino en todas aquellas zonas de la provincia ubicadas a 30 ó 40 leguas de la ciudad”0. El proceso produce en la campaña, se dice, una magnetización en favor del ganado lanar simi¬lar a la fiebre del oro en California*. Una situación ínti¬mamente asociada al desarrollo de la industria textil de Europa, en nuestro caso al de Bélgica, Alemania y Francia. Entre los años 1850 y 1875 las exportaciones aumentan mil veces. Y si tenemos en cuenta las esta¬dísticas aportadas por Francisco Latzina, de 7.681 toneladas exportadas en 1850 se asciende a 90.720 en 1875 y a 237.110 en 1899. Paralelamente, las ove¬jas que se cotizan a dos pesos en 1852, cinco años más tarde se venden a no menos de treinta y cinco.
La oveja requiere campos especiales conocidos en la época por los estancieros con la denominación de “pastos tiernos” y donde las leguminosas predominan sobre las gramíneas. Campos emplazados en un semi¬círculo cuyo radio, que tiene por centro a Buenos Ai¬res, no se extiende más allá de las cincuenta o sesenta leguas. En los momentos iniciales del proceso, algunos inmigrantes que disponen de capital y no desean estar
” Obsérvese en 1869: “La cría del ganado lanar ha sido durante cierto tiempo el ramo más floreciente, procurando a la provincia un alto grado de prosperidad; aseguraba benefi¬cios más grandes que la cría del ganado mayor y fue la causa del aumento del valor de los terrenos. Las ovejas expulsaron a las vacas de todos los terrenos inmediatos a un puerto, las vacas fueron arrolladas al interior y en parte a la frontera (El partido de Bahía Blanca.. . , p. 23).
” Carlos Lemée, La agricultura y la ganadería en la Re¬pública Argentina. Origen y desarrollo, La Plata, 1894, p. 343. “El ejemplo -dice- de esas grandes fortunas, realizadas en tan poco tiempo y con tan poco trabajo, electrizó a la pobla¬ción y se produjo un movimiento tal en favor de la cría de ove¬jas que solamente el que se produjo cuando el descubrimiento del oro en la California puede serle comparado.. . los estan¬cieros que no tenían ovejas vendían vacas y hasta campos para procurárselas; muchos cambiaron campo por ovejas”.
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bajo las órdenes de los propietarios latifundistas ad¬quieren tierras en las zonas marginales y útiles para tal fin: en Fraile Muerto al sudeste de Río IV (Córdoba), entre otras, en la frontera con los dominios de los indios Ranqueles”. Pero a pesar de aquellos intentos que a la postre fracasan, Buenos Aires constituye el principal reducto de los productores ovinos: en 1875 posee cuarenta y cinco millones de ovejas de las cin¬cuenta y siete existentes en todo el país. También es manifiesto su predominio vacuno: cinco millones sobre un total de trece.
Es necesario advertir que por entonces las estancias del sur de Buenos Aires no se ocupan de la cría del ga¬nado ovino. Se dice que los campos de pastos duros, con amplio predominio de las gramíneas, podrían trans¬formarse en campos de pastos tiernos sólo luego de ha¬ber sido ocupados varios años por la hacienda vacuna (“sobre diez ensayos que se hiciesen para empezar en los campos llamados de frontera con una cría racional de ovejas con exclusión de toda otra, ni uno daría un resultado favorable, pues la experiencia nos ha enseña¬do que la cría del ganado vacuno tiene que preparar el campo para el de la oveja”*). Y como lógicamente quienes desean iniciar una explotación e invertir capi¬tal lo hacen para obtener inmediatas ganancias, pocos se interesan en las zonas de frontera.
Ahora bien, tal planteo condiciona entonces la ocu¬pación del espacio pampeano, un proceso, es necesa-rio advertirlo, que ha de plantearse a partir de 1870 al aumentar la demanda de carne en Buenos Aires primero y luego con los envíos de carneros en pie y enfriados al exterior. Inglaterra, recordemos, había triplicado en 1882, en relación al de cincuenta años antes, el consumo de carnes rojas, y Francia lo duplica entre 1840 y 1882, abriéndose así a la sombra del desarrollo industrial un
a Richard Arthur Seymour, Un poblador de las pampas. Vida de un estanciero de la frontera sudeste de Córdoba entre los años 1865 y 1868. Traducción y notas de Justo P. Sáenz, Buenos Aires, 1947.
* Ricardo Napp, La República Argentina. .., p. 310.-
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amplio mercado para los envíos de los países pro¬ductores.
Hechas las anteriores precisiones, es necesario agre¬gar en relación a la explotación ovina que aproximada¬mente por 1890 se revierte el proceso del predominio de las exportaciones de lanas argentinas a Europa. Observa¬mos asimismo una brusca caída de la industria saladeril que había estado asociada, según se ha dicho, a las eco¬nomías de plantación de Brasil y Cuba. Entonces, bien lo señala Godofredo Daireaux, la oveja se desplaza al Sur, a los territorios nacionales”.
Expuesto lo precedente, señalemos aquí y ahora algu¬nos aspectos de la estancia en los años previos a 1880. La estancia en este caso abastecedora de carne con destino al saladero y de cueros vacunos para la exportación. Sus métodos de trabajo difieren esencialmente al de las ex¬plotaciones dedicadas al ovino. Emplean, por cierto, un número menor de peones en relación al capital invertido y a la superficie ocupada. Ahora bien, lo que se deno¬mina en aquellos años una gran estancia ocupa aproxi¬madamente entre treinta y cuarenta leguas cuadradas. “En esas estancias se encuentra el verdadero tipo de gau¬cho de las pampas (pues desde hace algún tiempo, este ente se halla muy rara vez en los distritos ovejeros), hombre familiar solo con la llanura donde ha nacido y ha vivido, sin que nunca haya conocido ni sabido nada fuera de ella” afirma Wilfredo Latham*. Producto del arcaísmo, el gaucho de esas latitudes es similar al de un siglo antes: sólo algunos cambios producidos en los escasos elementos que consume y adquiere a los pul¬peros de la campaña. Viste un largo calzoncillo, chi¬ripá sostenido por una larga faja trenzada, tirador (cinto de cuero con bolsillos, en algunos casos ador¬nado con monedas), camisa y sombrero de fieltro. Calza botas de potro y enormes espuelas de hierro, de tres pulgadas de diámetro.
a Godofredo Daireaux, La estancia argentina, en Censo agropecuario nacional, Buenos Aires, 1909, t. III, pp. 3-53.
Wilfredo Latham, Los estados del Rio de la Plata, su in¬dustria y comercio, Buenos Aires, La Tribuna, 1867, p. 27.
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Ahora bien, su alimento sigue siendo casi exclusiva¬mente carnívoro. Excepcionalmente come pan y vege¬tal. Tal vez, y no todos, maíz y trigo, dos ingredientes que intervienen en la preparación de la mazamorra introducida en la dieta bonaerense por los pobladores que migran, siguiendo el proceso iniciado en el siglo XVII, de las zonas mediterráneas del actual territorio argentino. En 1869, en algunos partidos de la provincia de Buenos Aires un veinte por ciento de la población era originaria del Interior, en especial de Córdoba y Santiago del Estero. Un porcentaje que se incrementa en ciertos meses del año con el aporte de los trabajado¬res temporarios que intervienen en la esquila o en la cosecha de cereales.
En la campaña, para los propietarios la riqueza llega siempre que se disponga de suficiente influencia para obtener las concesiones de tierras públicas. Nos recuer¬da en 1856 el escritor chileno Vicuña Mackenna con mo¬tivo de su viaje a Buenos Aires realizado el año anterior, que Fabián Gómez, uno de los propietarios entonces más ricos del país, había recibido en propiedad en 1835 la estancia llamada Carpinchos ubicada en la vecindad de San Nicolás, poblándola con mil cabezas de ganado vacuno valuadas en cuatro pesos cada una. Veinte años más tarde, la paciente espera trae la fortuna al propie¬tario. Su enorme riqueza se acrecienta al multiplicarse el ganado alcanzando a cincuenta mil cabezas. He aquí el balance de veinte años de esperaa:
Año 1835 Año 1855
Precio de la tierra 1.500 15.000
Precio del ganado 4.000 200.000
5.5 00 pesos 215.000 pesos
Doscientos mil pesos de diferencia en veinte años; cantidad que entonces, y de acuerdo al valor de la mo¬neda, representa una considerable fortuna. Este hecho
” Benjamín Vicuña Mackenna, Páginas de mi diario durante tres años de viajes (1853-1854-1855), Santiago de Chile, 1856, p. 389.
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le hace recordar al viajero acertadas palabras de Domin¬go Faustino Sarmiento sobre el tema, y constituyen una justa interpretación de ese y otros momentos similares en la historia de las clases dominantes. Dice:
“Así, en la República Argentina, un liviano tercio de la vida de un hombre basta para enriquecerlo y casi sin trabajo alguno. El señor Sarmiento ponderaba característicamente la facultad de hacerse rico, me ase¬guraba un día que en ¡a provincia de Buenos Aires se hacía con frecuencia el negocio de pedir prestadas 10.000 cabezas de ganado (vacuno) para volverlas den¬tro de cuatro o cinco años en cuyo término el individuo obtendrá 8 ó 10.000 terneros de producto. Tan descan¬sado es esto que los estancieros de Buenos Aires visitan muy rara vez sus haciendas y es un hecho muy sabido que don Nicolás Anchorena no conoce ninguna de sus numerosas haciendas, cuyo territorio general me asegu¬raban pasaba de 100 leguas cuadradas”.
Y observa también el desprecio por la agricultura, un problema al que luego hemos de referirnos. Si bien ésta reditúa un cuatro por ciento sobre el capital inver¬tido, la ganadería produce un treinta por ciento y “en la total ociosidad” de los propietarios. El interés ban-cario de la época en ningún caso superaba, en inversio¬nes muy productivas, el doce por ciento.
Ricardo Napp, en un informe preparado en 1876 con motivo de la Exposición de Filadelfia, alude a esa realidad. Aun en las zonas marginales los réditos eran elevados: un diecisiete por ciento en Corrientes a pesar de las dificultades sanitarias y ecológicas de la región, la distancia a los mercados y otros problemas.
Aludimos a la agricultura y a su relación en ese mo¬mento con los grandes propietarios. Escasamente des¬arrollada en los años anteriores a 1880, los colonos in¬migrantes deben internarse cientos de kilómetros, fusil en mano, hasta tomar posesión de las pocas hectáreas que el estado, una compañía especuladora o un ha¬cendado le venden o entregan a cambio de un porcen-
a Opus cit., p. 404. 186

taje de la producción. Otros, una mayoría de los que se establecen en la campaña, sirven en esos años en las estancias como pastores de ovejas o trabajadores ma¬nuales (poceros, albañiles, herreros, etc.). A pesar de algunos intentos, por cierto que aislados, no se concre¬ta la reforma liberal que desean establecer desde arriba y de acuerdo al modelo estadounidense algunos espe¬ranzados como Avellaneda: “No más proletariado —dice—, no más dependencia servil. Es el advenimiento de un pueblo a la propiedad territorial”0. Como bien se ha establecido, medio siglo más tarde, en 1915, “seis de los mayores propietarios rurales de la provin¬cia de Buenos Aires hubieran podido. . . después de re¬servar lo necesario para costear una existencia lujosa para sus familias, tomar a su cargo totalmente los presu¬puestos de los siguientes ministerios del gobierno nacio¬nal: Relaciones Exteriores, Guerra, Agricultura, Obras Públicas e Interior”*.
Un presente concreto resultante del pasado. Recién en 1872 se organiza en la Argentina un Departamento de Agricultura bajo la dirección de Ernesto Olderdoff. Ocupa el segundo puesto un experto en versos román¬ticos, el poeta Carlos Guido y Spano. Es que la ganade¬ría, como bien lo señala Napp, era “una ocupación demasiado seductora, pues que, sin necesidad de un trabajo duro les proporcionaba ganancias bastantes gran¬des para que, sin un impulso extraño, hubieran podido resolverse a cambiarla por otra que les exigiera más atención y más perseverancia”.
No sólo razones de interés. Son entonces frecuentes los argumentos que aluden a la imposibilidad ecológica de las tierras de la provincia de Buenos Aires para producir cereales. Germán Burmeister, un naturalista alemán, afirmaba que “Las pampas deben permanecer
a Nicolás Avellaneda, Estudios sobre ¡as leyes de tierras pú¬blicas, Buenos Aires, Roldan, 1915, p. 137. La primera edición es de 1865.
* Sergio Bagú, Evolución histórica de la estratificación social en la Argentina, citado en Argentina, 1875-1975, México, Uni¬versidad Nacional Autónoma de México, 1978, p. 105.
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campos de pastoreos. . . nunca formarán un país apto para la agricultura”, “y lo será siempre por la naturaleza de su suelo”.
Y también las razones de la fuerza. Juan Fugl, un co¬lono establecido en Tandil poco después de 1852, re¬cordaba en sus memorias la oposición de los estancieros al cultivo de la tierra (“Algunos de los grandes estan¬cieros opinaban que la inmigración y el cultivo de la tierra eran una desgracia para el país y una usurpación de los derechos de los terratenientes”)0 apoyados por funcionarios y jueces.
La reforma que había propuesto Sarmiento de hacer cien Chivilcoy no se concreta. Es así que en el prefacio que incluye en 1887 en su Plan combinado de educación común, silvicultura e industria pastoril, aplicado al esta¬do de Buenos Aires afirma con énfasis que al repartirse lotes de tierra a los primeros inmigrantes establecidos en Baradero se les habían asignado dos cuadras por per¬sona, una situación absurda, agrega, en un país donde las estancias disponen de miles. Y en 1880, finalizada la Conquista del Desierto, se entregan a los agricultores que el estado espera establecer en Carhué siete cuadras por tierra. Una actitud, piensa en voz alta Sarmiento, que “era la pobreza asegurada del labrador”. Proseguía sin ninguna variante la misma estructura que había seña¬lado con su índice acusador en 1860 y que ha de envol¬verlo, a pesar de todas sus buenas intenciones, al asumir la presidencia. Decía entonces:
“A la masa de nuestra juventud no les queda otra carrera que la de los empleos o dependientes de comer¬cio por precios ínfimos; y cuando vuelven los ojos a la tierra que los vio nacer y que debiera proporcionarles medios de trabajo, encuentran que sólo por leguas pueden obtenerla últimamente a condición de tener un capital ingente para poblarla de ganados; es decir, que para enriquecerse, es preciso primero ser rico “b.
a Juan Fugl, Abriendo surcos. Memorias de. .. 1811-1900, Buenos Aires, Ediciones Altamira, 1969, p. 46.
En el Mensaje enviado a la Junta de Representantes de Bue-
188

Y más adelante agregaba:
“El grueso de la población vive sin hogar propio en las campañas, sino es en aldeas, sin industrias, sin artes y sin producciones, donde poseen o un solar de terreno o una quinta cuya limitada extensión no les deja espe¬ranza de mejorar su condición, y esta situación de las mayorías que sólo debiera ocurrir en Europa bajo las aristocracias territoriales, se ha desanudado allí mismo por sacudimientos terribles. La Revolución Francesa no dejó otro hecho que la subdivisión en cinco millones de propiedades del territorio del que la nobleza y el clero se habían asegurado la posesión por siglos”.
Esta es, pues, en resumen, como lo señala Sarmiento, la condición que había impuesto el latifundio. Y luego de 1864 vendrá la guerra contra el Paraguay:
“Esta guerra, parece mentira, en lugar de ser una ca¬lamidad para la Argentina, fue, al contrario, una fuente de prosperidad. Los proveedores del ejército brasilero hicieron grandes compras de ganados, de artículos ali¬menticios de toda especie, y aun de artículos manufac¬turados europeos, que, previa nacionalización en la aduana de Buenos Aires, donde dejaron pingües derechos para el fisco, fueron exportados al Paraguay, de cabo¬taje. Estas considerables exportaciones no figuran en la estadística argentina, porque en aquellos tiempos no existía todavía la del cabotaje. Los raudales de oro bra¬silero que se incorporaron a los negocios argentinos, provocaron una fiebre de especulaciones en tierras y en todo género de valores ficticios, que, hacia fines de la presidencia de Sarmiento, terminaron en un krach formidable”‘1.
nos Altes el 20 de agosto de 1860 proponiendo el establecimien¬to de Centros agrícolas “a lo largo del F.C. Oeste”.
a Francisco Latzina, El comercio argentino antaño y hogaño, en Censo agropecuario nacional, Buenos Aires, 1909, t. III, p.
577.
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Especulación, comercio y apreciables réditos obteni¬dos a la sombra de los miles de muertos que caen en los esteros paraguayos. La gran propiedad territorial se sigue extendiendo dominada por un pequeño sector. Después de una brusca caída de las exportaciones en 1870, lentamente, una lentitud que va acompañada por otros hechos, aumentan los saldos disponibles a partir de 1876 (con sus más altos índices desde 1899) y se mantie¬ne el injusto reparto social de la renta del país. Y es precisamente en 1877 cuando se plantea sistemática¬mente la necesidad de que se ocupe todo el espacio pam¬peano. “Es que los campos al interior de la línea de fron¬teras están cansados o recargados y se necesitan otros” indica el ministro de Guerra Adolfo Alsina en 1877 al proponer la expansión de la frontera”.
Es que los ganaderos porteños y algunos sectores del litoral habían perfeccionado su monopolio socio-político bajo otras formas, estableciendo un sistema adecuado a las nuevas circunstancias. Disponen de un estado dispuesto a propiciar sus menores deseos, y con más razón cuando presionan sobre él sociedades, clubes y corporaciones ganaderas que obtienen la san¬ción de leyes indispensables para concretar todos sus intereses. Factores, es sabido, que representan una fuerza tan poderosa como el mismo estado. Entre ellos la Sociedad Rural de Buenos Aires (fundada en 1866), corporación que reúne a los estancieros por¬teños de mayor poder acaudillados por Eduardo Olive¬ra, Ricardo Newton, Benjamín Martínez de Hoz, Leo¬nardo Pereyra, Mariano Casares. . . Sus miembros, agru-pados bajo el lema “cultivar el suelo es servir a la pa¬tria” (en realidad son ganaderos), forman parte de la legislatura provincial y nacional. Ocupan cargos directivos en ministerios, secretarías, sociedades de beneficencia y revistan en la guardia nacional en los grados más altos del escalafón militar. Integrados dentro de un sistema que sufre variantes (los enfrentamientos entre Buenos Aires y el litoral o entre diversos sectores
a Adolfo Alsina, Memoria especial presentada al Congreso Nacional por el ministro. . . , Buenos Aires, 1877, p. 17.
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de la producción, por caso), los ganaderos no disponen de poder sobre los precios de los productos que expor¬tan. Dominan en cambio, como siempre lo habían hecho, los costos internos y la distribución de sus bienes en los mercados, tabladas, saladeros, graserias y barracas. Una realidad prevista por Sarmiento en la carta enviada el 22 de setiembre de 1866 desde Estados Unidos a la recién fundada Sociedad Rural de Buenos Aires. Les advierte, con su habitual perspicacia para ob¬servar los hechos, los problemas posibles de los produc¬tores agropecuarios en un futuro próximo: “su precio (el de los productos del campo) —escribe— no lo reglamos nosotros por falta de consumidores sobre el terreno mismo, nos lo imponen los mercados extranjeros según la demanda”. Y agrega que la situación de Estados Uni¬dos es distinta a causa de una demanda activa y una producción diversificada. Es bien claro: “Seremos ricos a veces, pobrísimos otras, sin saber por qué y sin poder echar la culpa al gobierno. . . Esto es serio y mere¬ce considerarse.” Esa circunstancia y la incapacidad para invertir racionalmente la renta recibida determinan la Argentina de los años siguientes y aún la de hoy.
II – LA CONSTANTE: LA APROPIACIÓN DE
LA RIQUEZA POR LOS MENOS Y LA POBREZA
DE LOS MAS
En primer lugar, el reparto de las tierras fiscales”. Entre otras, la ley del 16 de octubre de 1857 autoriza el arrendamiento por ocho años de las tierras públicas en enfiteusis y, lo que es más importante, la venta pos-
” Una visión total de las leyes de tierras fiscales es dada a conocer en el siglo pasado por G. de la Fuente, titulándola: Tierras, colonias y agricultura. Recopilación de leyes, decre¬tos y otras disposiciones nacionales ordenada por el Director general del ramo Dr. . . , Buenos Aires, Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1898; Jacinto Oddone, La burguesía terrateniente argentina, Buenos Aires, Ediciones Populares Ar¬gentinas, 1956; Miguel Ángel Cárcano, Evolución histórica del
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tenor de éstas a sus eventuales ocupantes. Son tantos los fraudes e injusticias, que para silenciar las quejas se “deben adoptar en 1862 normas adicionales. Pocos ha¬bían cumplido con la obligación de poblar una estancia en las mil quinientas leguas cuadradas que se entregan (10.500.000 hectáreas). De todas maneras, el 10 de ene¬ro de 1867 se decide la venta de todos aquellos lotes a un pequeño círculo de especuladores enriquecidos en los últimos años. Iniciábase un espléndido negocio. Y, es sabido, otra de las formas de lograr una suerte de estancia es participar en los “premios militares” como miembro de una “expedición al desierto”, un problema que nos aleja del tema que nos interesa en estas páginas.
En segundo lugar, la prepotencia de la fuerza. Lo se¬ñalamos ya al referirnos a los hechos previos a 1810, el estanciero con poder político provincial o local domina en muchos casos los bienes del pequeño propietario de un rodeo y ocupante de una tierra marginal, próxima a la frontera y sin título. Un hecho frecuente en el período que estudiamos y que se hace más evidente al valorizarse la tierra y el ganado. El ganado “alzado” de los rodeos siempre va a manos de los grandes estancieros dueños de miles de cabezas vacunas. Y, por otra parte, no es menos cierto que por lo general el silencio rubrica estos robos. Por esta causa un pequeño propietario de Ensenada de Barragán le escribe al general Mitre el 11 de junio de 1860, relatándole lo que ocurre en aquel partido y tam¬bién en Magdalena donde predominaban
“cuatro o cinco hacendados que conservaban la ma¬yor parte de sus haciendas alzadas, no porque no pue¬dan sujetarlas, sino por una mera especulación bien calculada y fundada tal vez en que hay una porción de vecinos pobres, inmediatos o retirados de ellos, cuyos
régimen de la tierra pública, 1810-1916, Buenos Aires, 1917; Juan Goyena, Digesto rural y agrario. Recopilación de leyes, decretos, fallos de la Corte Federal y provincias. . ..desde 1810 a 1891, Buenos Aires, 1892. Un excelente análisis crítico de la bibliografía la realiza Sergio Bagú en Argentina 1875-1975…, obra ya mencionada.
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• ganados mansos, ya sea por los temporales o por la falta de pastos, se pasan de un lugar a otro y se mezclan con las haciendas alzadas “”.
Así las cosas, el vecino sin recursos económicos se presenta al estanciero latifundista solicitándole autori¬zación para retirar su hacienda “y éste —escribe— le da por contestación: traiga usted quince o veinte hombres que puedan juntar mis ganados y parar mis rodeos, y entonces apartarán sus pocas vacas. Y yo pregunto -agrega— ¿podrá costear un vecino que no tiene más de diez o quince cabezas, veinte o treinta hombres?”. La respuesta es obvia.
La apropiación como sistema establecido e institu¬cionalizado. Poco después de la revolución de 1890 algunos funcionarios no temen denunciar públicamente las irregularidades que se habían cometido en el reparto de la tierra*. Se refiere, entre tantos otros casos, que la ley del 5 de octubre de 1878 -que da origen a la con¬quista del desierto- autorizó el establecimiento de fron¬teras sobre la margen izquierda de los ríos Negro y Neu-quén, invirtiéndose en el proyecto la suma de un millón seiscientos mil pesos fuertes. Para concretar el deseo, carente el estado de recursos, se enajena la totalidad del territorio a “conquistarse”, siendo vendido en los meses siguientes por suscripción pública a los posee¬dores de los títulos del empréstito interno.
Así, pues, “la estupenda conquista” de las quince mil leguas de llanura pampeana, de pastos apropiados para el engorde del ganado vacuno, tendrá en poco tiempo sus dueños más apropiados. Debemos señalar en primer lugar y ante todo, que muchos se habían anticipado a la expe¬dición y compran suertes de estancias a precios bajos con la esperanza de especular más tarde. Ya a fines de
a El estanciero firmante es Francisco Rodríguez de Soas. Cf.: Archivo del general Mitre, t. XXII, Buenos Aires, Biblioteca de la Nación, 1913, pp. 51-52.
* Memoria del ministerio del Interior… 1891, Buenos Aires, 1891.
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1879 la casa comercial Huss y Cía. informa en la Revis¬ta de ganadería la rápida valorización de las tierras cer¬canas .a la línea de frontera, un hecho negado actual¬mente por ciertos teorizadores de esa entelequia que se denomina “progreso argentino”. Campos de Tres Arro¬yos vendidos poco antes por el estado a 60.000 pesos la legua cuadrada valían en esos días 120.000 de la misma moneda. Una y otra vez la prensa periódica in¬siste en mencionar hechos similares, pregonándoselo en los avisos que ofrecen estancias en venta. La “expe¬dición” de Roca había sido solicitada previamente, organizada y financiada por la clase poseedora latifun¬dista, distando mucho de constituir una empresa pa¬triótica según se viene sosteniendo con insistencia”. Si bien es posible que perjudique a determinados ha¬cendados de San Luis, Córdoba y Mendoza que se bene¬fician con los ganados que roban los indios en Buenos Aires y ellos adquieren, el hecho determina una de las etapas, tal vez la de más importancia, en el ascendente camino de los propietarios porteños6.
La primera entrega de tierras se realiza en la segunda línea de la frontera: una zona que se extiende de Bahía Blanca a Puán y de allí a los fuertes de Carhué, Guaminí y Trenque Lauquen. Se trata de los campos incorpora¬dos por Adolfo Alsina, “los más feraces —se dice—, regados por abundantes ríos y adaptables completamen¬te para la cría de toda clase de ganados”0. Es, por cierto, en conjunto, una actitud coherente con los intereses ge¬nerales del sector.
a Cortés Conde (El progreso argentino, Buenos Aires, Suda¬mericana, 1956) sostiene que la Conquista se debe en primera instancia a un “disuativo importante para las pretensiones chilenas sobre la Patagonia”. El autor trata de justificar la acción latifundista adoptando posiciones reaccionarias con un ropaje moderno.
b La Pampa, Buenos Aires, 23 de mayo de 1875. En Villa Mercedes, San Luis, hacendados de esa región adquieren ganado robado por los indios.
c El Porteño, Buenos Aires, 18 de abril de 1879. Sobre la indudable relación de la conquista del desierto y los intereses
194 . * – ‘

Se desata una incontenible pasión de lucro y acapa¬ramiento. Compradores de tierras, especuladores y capi¬talistas acompañan a la expedición de Roca interesados en ver personalmente los campos que están detrás de la segunda línea de frontera, elegir los mejores lotes y determinar aguadas y arroyos. Y asimismo conocer las características de los pastos, una circunstancia siempre presente en las memorias militares.
Pero no es todo. En determinado momento se pro¬rroga el término para que se inscriban los interesados en obtener las tierras que iban a incorporarse. La verdad es que dan tiempo a la siempre insatisfecha avidez de los compradores que esperan recibir los informes sobre la calidad de las tierras “conquistadas” y las recomen¬daciones de los jefes y oficiales superiores”. Turner, un inglés, tiempo más tarde describe sin ningún reparo las “comisiones” que en los más altos niveles abren todas las puertas y logran las más importantes concesiones^.
Era, qué duda cabe, la verdadera visión de la “con¬quista”, del “espíritu de frontera” propio del modelo argentino que ha de asociarse a los envíos de carne enfriada a Europa. Y también, desde luego que sin nin¬guna duda, a la idea subyacente entre los menos del país y de la que se hace eco el general Roca al exclamar en el Congreso Nacional con motivo de plantearse la nece¬sidad de expandir la frontera (13 de setiembre de 1878), que “la raza más débil (el indio), la que no trabaja, tiene que sucumbir al contacto de la mejor dotada, ante la más apta para el trabajo”. Todo, en esa dirección, estaba decidido. Lentamente, pero sin pausa, se preparaba en las antesalas del Congreso la enajenación de la tierra,
ganaderos cf. Adolfo E. Dávila, Traslación de las fronteras al Río Negro. Consideraciones generales sobre la importancia que tiene con relación a la industria rural, Buenos Aires, Coni, 1878.
a Sobre esas y otras circunstancias escribe varios artículos Luis Dabreu en El Porteño (Buenos Aires, 31 de mayo de 1879 y días subsiguientes).
” Tomás A. Turnei, Argentina and the argentines. Notes and impressions of a five years soyourn in the Argentine Re-public, 1895-1890, London, 1892.
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interviniendo en los proyectos los sectores interesados en el dominio de ésta, los círculos a los que reiterada¬mente aludimos.
No había transcurrido un mes. Dotados de un extra¬ordinario sentido de organización, la ley del 5 de octu¬bre de 1878 determina (artículo octavo) que la tierra conquistada al indio se divida en lotes de diez rnil hec¬táreas, mensurados y convenientemente registrados. Establecen un precio uniforme de cuatrocienos pesos la legua cuadrada, y se aclara: “la enajenación no po¬drá hacerse sino por área de cuatro leguas cuadradas y también podrá adjudicarse más de tres áreas a nombre de una misma persona”. Este último punto en ningíin momento se cumple, otorgándose no pocas veces a un mismo comprador superficies que superan dos y tres veces el máximo establecido. Por otra parte, se impo¬sibilita desde todos los ángulos posibles que se esta¬blezcan pequeños y medianos propietarios. Esa aspira¬ción de predominio de los menos y de pobreza para los más lo determinamos en las acusaciones expuestas en la Memoria del ministerio del Interior del año 1891. Dicen en aquel momento lo que hoy otros desean justificar o, tal vez lo peor, tratan de esconder. He aquí la palabra del funcionario:
“Se ha cedido sin duda a un móvil de esta especie cuando últimamente se dieron facilidades extremas a los solicitantes de tierras públicas entregándoles super¬ficies considerables sin obligarles a la explotación, mensura y división de las concesiones, ni menos a su población. . . todo lo que en definitiva, en vez de ace¬lerar, debía aplazar indefinidamente la colonización de los territorios nacionales, que fue el designio anticipa¬do del legislador””.
Los contratos de venta ordenaban a los compradores a poblar sus tierras con familias de agricultores, “condi¬ción legal de todas las adjudicaciones” y una circuns¬tancia que nadie ha de cumplir. No se trata de colonos a quienes debían entregar parcelas en propiedad, son
” Memoria del ministerio del Interior…, p. 15. 196

simplemente “aparceros” o “tanteros”. “No debieron consentir -acusan en la Memoria de 1891 en relación a hechos ocurridos en los momentos de la Conquista del Desierto— que una persona o empresa colonizadora acumule grandes extensiones de tierra, ya sea por conce¬sión directa, ya por cesión de los primitivos concesio¬narios, contrariando así expresamente la ley y perjudi¬cando los intereses públicos”. Se decide que sean de¬vueltas tres mil leguas cuadradas de las seis mil adju¬dicadas pues a diez años de su venta no se había cum¬plido con lo estipulado: la construcción de viviendas y la plantación de árboles. De todas maneras nadie, a pesar de lo dispuesto, devolverá una sola legua o se le cuestionarán los títulos. Grandes latifundistas, socie¬dades ganaderas y familias influyentes obtienen en poco tiempo fortuna y prestigio. Pero es más, finalizada la adjudicación se siguen ofreciendo suertes de estancias a los privilegiados del régimen”.
Y también los “premios militares”. De acuerdo a lo establecido por el ministro del Interior el 13 de diciem¬bre de 1890, una comisión habría de establecer la nómi¬na de los expedicionarios al Río Negro para que poste¬riormente se les acordase en propiedad la tierra que por ley les correspondiese. Se hacía especial referencia a los soldados ya que los jefes y oficiales fueron los primeros en recibir sus suertes de estancia. Y a pesar de todos recaudos que se habían puesto para el cumplimiento fiel de las normas de la ley de premios militares del 5 de setiembre de 1885, en el reparto intervinieron no pocos, se dice, “que no son militares ni hicieron cam¬paña”. La apropiación por parte de terceros de la mayor parte de los pequeños lotes que se adjudican a los sol¬dados, de una preocupación perfectamente organizada con ese fin, escapa, aunque no es ajena, al tema que nos ocupa.
” Escribe Sarmiento a su amigo José Posse el 13 de marzo de 1888: “Se han prodigado tierras públicas al general A. y le han dado con otros, veinte leguas a cuatrocientos pesos, violando el decreto que dejó clausurada la ley de tierras, para hacer presiden¬te a Roca” (Museo Sarmiento, Epistolario entre Sarmiento y Posse, Buenos Aires, 1946, t. II, p. 287.
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El silencio y las complicidades que habían escon¬dido la realidad del dominio se rompe, al menos mo¬mentáneamente, después de los sucesos revoluciona¬rios de 1890. Y precisamente es el director de la Ofi¬cina de Tierras, el liberal Nicasio Oroño, una de las figu¬ras más prominentes entre los reformadores que propi¬cia relaciones sociales más acordes con las nuevas cir¬cunstancias económicas, el que levanta su voz acusado¬ra para denunciar todos los males e injusticias. Su ges¬tión, apenas advierten los grandes propietarios las inten¬ciones que lo guían, es motivo de duras críticas, de ma¬nera especial desde el periodismo interesado en la defen¬sa de quienes habían medrado gracias a las irregulari¬dades. A pesar de todo, sin abandonar su deber responde con valentía a las acusaciones. Y antes de señalar los nombres y las acciones de quienes habían acumulado en propio beneficio la • tierra pública incorporada poco antes al patrimonio nacional, una realidad que investiga en el archivo de la institución que preside, expone los hechos más generales. Es la confesión, fuerza es de¬cirlo, de un doctrinario convencido que desea poner en práctica sus ideas. Dice entonces:
“Si solamente se tratase de la defensa de mi posición oficial o de mi nombre. . . colocaría los hechos más cul¬minantes de la vida de mis detractores, su fortuna inso¬lente y los medios que se han valido para adquirirla a costa del pueblo; sus concesiones de ferrocarriles, obte¬nidas ayer y vendidas hoy por cien mil libras esterlinas; su adulación a los malos gobiernos para poder ser admiti¬dos en Directorios de los bancos, que no eran otra cosa que máquinas de esquilmar y arruinar al país. Recordaría que esos mismos hombres, que hoy predican moral, fueron los que defendieron con el entusiasmo de un em¬presario la venta de los ferrocarriles de la provincia de Buenos Aires, uno de los actos más vergonzosos de la época pasada. Publicaría la exposición que más de trein¬ta colonos de Olavarría -me han remitido, haciéndome saber que las tropelías e iniquidades perpetradas por uno de los mismos predicadores de la moral que, apoya¬do por la policía, trata de despojarlos de la tierra que
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han valorizado con muchos años de trabajo y con cons¬trucciones importantes””.
Fuerza es repetirlo: la denuncia de Oroño deja una parte de la trama de aquellas injusticias al descubierto. Aquí y allá, basándose en sus propias investigaciones, la especulación adquiría características extremas: una hora después de haber sido adjudicada una suerte de estancia era vendida en la misma puerta del ministerio. Pero ello no es todo. Un solo comprador se beneficia con 940 leguas cuadradas, poco menos de dos millones y medio de hectáreas. En 1908, en plena etapa de las exportacio¬nes de carne vacuna, Concepción Unzué de Casares posee varias estancias latifundistas y la de Huetel, una de las tantas, tiene 67.500 hectáreas, 60.000 carneros y 35.000 vacas. Su hermana, Unzué de Alvear, es propietaria de 63.500 hectáreas y Tomás Duggan de no menos de 60.000. Es que, según la mencionada investigación de Sergio Bagú, sus ingresos en muchos casos superaban los gastos de varios ministerios”.
Había sido esa realidad, sin duda, el resultado de la conquista del territorio y de una reforma en perjuicio de los menos pudientes. Un reparto que determina la característica de una sociedad con una estructura urba¬na de tipo industrial en momentos en que su economía se basa exclusivamente en las exportaciones agropecua¬rias. Es evidente que, llegados a este punto, la gran ma¬yoría de los trabajadores europeos en uno o en otro mo¬mento se establecen en Buenos Aires y dos o tres centros
a Informe del Director de Tierras, Inmigración y Agricultu¬ra a S.E. el señor Ministro del Interior sobre las denuncias del diario “La Prensa”, Buenos Aires, 1892. Algo menos de tres años preside Nicolás Otoño la Dirección de Tierras y Colonias; obligado por las presiones externas y por propia decisión lo exonera Luis Sáenz Peña.
Sobre diversos aspectos en relación al dominio de la tierra puede consultarse: Godofredo Daireaux, La estancia argentina, en Censo agropecuario nacional, Buenos Aires, 1908, t. III; Francisco Scardin, La estancia argentina, Buenos Aires, 1908; G. A. Henty, Dans les pompes, Paris, Didot, 1883.
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urbanos debido a la imposibilidad- de adquirir tierras. Obviamente, la época de mayor desarrollo urbano corresponde, sin duda alguna, a los períodos de mayor inmigración. Alrededor del cincuenta por ciento del crecimiento del área metropolitana se debe, entre 1869 y 1914, al número de residentes extranjeros, de manera especial a los procedentes de Europa. Por cierto, en el latifundio se encuentra la base de ese absurdo crecimiento desigual.
Teniendo en cuenta esa situación, no debe extrañar¬nos el interés de algunos sectores en desplazar a los agri¬cultores. “El estanciero actual —escribe Daireaux en 1908—, poseedor de algún latifundio como todavía lo hay, de veinte a cincuenta leguas cuadradas, en el fondo odia cordialmente al colono, al agricultor, a esa gente que pulula””. Y dos años más tarde, con motivo del viaje -que realiza a la Argentina, Jules Huret observa que en el país la ganadería “representa la antigua riqueza y la legendaria indolencia de los antiguos colonos españoles” y agrega que la agricultura es entonces una realidad debido al “esfuerzo vigoroso de los emigrantes italia¬nos”. De todas maneras se trata de un esfuerzo que en última instancia beneficia a los propietarios de la tierra donde trabajan los labradores y a los comisionistas y exportadores”.
Son mínimas en 1888 las inversiones correspondien¬tes a mejoras que hacen a la vida cotidiana de los propie¬tarios o a las técnicas de explotación. “Nuestros estan¬cieros han cuidado generalmente muy poco hasta hoy de la regularidad en la construcción de sus estancias, y dado prueba de poco gusto en sus disposiciones generales” escribe Lemée en 1908. Y agrega: “Muchas de esas po¬blaciones son antiguas, y se han ido añadiendo al edifi¬cio primitivo nuevas construcciones, sin plan determina-
a Godofredo Daireaux, La estancia argentina…, p. 15.
” Sobre algunos aspectos de la explotación de las casas co¬merciales a colonos cf.: James R. Scobie, Revolución en las pam¬pas. Historia social del trigo argentino, 1860-1910, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1968.
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do, a medida de las necesidades, y colocadas al acaso”0. El análisis de los valores correspondientes a las mejores introducidas en los campos en relación al valor de la propiedad determina no sólo la presencia del latifundio, también la del arcaísmo. He aquí, en resumen, el cuadro del “valor de la propiedad mueble e inmueble” de Buenos Aires en 1888 en un momento que comienza la transición a la estancia que ha de abastecer al frigorífico:
Terreno 905.913.864
Cercos 31.620.853
Plantaciones 22.792.740
Casas y construcciones 60.057.391
Animales de trabajo 16.638.916
Animales de cría 176.847.507
Aves, colmenas, etc 1.855.679
Material de explotación 9.820.521
(Fuente: Censo agrícola-pecuario de la provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, El Censor, 1889).
En la provincia de Buenos Aires, de acuerdo al Censo, 400.152 peones trabajan en las 28.069 explotaciones registradas: 180.652 lo hacen en forma permanente (de éstos 99.102 son familiares de los propietarios) y 219.500 en determinadas épocas del año (cosecha, yerra, rodeos, etc.). Descontados los familiares, deter¬minamos un promedio de 3,2 por cada establecimiento. Y también una elevada cantidad de habitantes ocupados en labores temporarias, pobladores agregados en algún rincón del campo o establecidos en los míseros ranchos que se levantan en los alrededores de los pueblos de la campaña.
Si tomamos como caso específico un partido tipo con una explotación preponderantemente agrícola y otro dedicado a la ganadería bovina, es posible estable¬cer características que hacen a una situación que alude a la realidad social y económica. Entre los primeros
a Carlos Lemée, Cuno de agricultura, La Plata, 1902, t. II, pp. 59-60.
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elegimos a Chivilcoy, con 1.031 propietarios extran¬jeros y 311 nativos; de los segundos a Tuyú, con campos de cría, bajos tendidos y bañados, próximo a la costa del Río de la Plata, con sólo 24 propietarios nativos y dos extranjeros (españoles). En Chivilcoy, por otra parte, trabajan, incluidos 8.028 temporarios, 14.218 peones. En una posición opuesta a la de las explotaciones gana¬deras intensivas, el promedio general de cada estableci¬miento es algo superior a diez peones. Producen, nos re¬cuerda el francés Alejo Peyret, trigo y maíz”. Opuesta¬mente, en Tuyú los hechos son distintos. Como hemos señalado, la propiedad de la tierra se encuentra repar¬tida entre unos pocos estancieros que dan trabajo a ochenta trabajadores, los consabidos “mensuales” de las estancias bonaerenses. Un promedio de 3,07 por cada establecimiento ganadero. En contra de lo que sucede con los partidos productores de cereales, las sumas in¬vertidas en mejoras son de poca o ninguna importancia (carecen de alambrados y las construcciones son de adobe) y no difieren mayormente de las de un siglo an¬tes.
Tanto la nacionalidad como la procedencia interna de los trabajadores de cada uno de los dos partidos varía en forma acentuada. En primer lugar, en Chivilcoy el seten¬ta por ciento son extranjeros. Y en segundo, en Tuyú el ochenta y cinco por ciento de la población es nativa del país, Chile y Uruguay. Pero tal vez el nivel económico propio de cada uno de los dos sistemas de producción, revela aún más las diferencias. Pues bien, en Chivilcoy se abonan los sueldos más altos de toda la provincia de Buenos Aires ($ 25 mensuales con manutención) y en Tuyú, al igual que en las zonas ganaderas del sur donde predomina el latifundio, los más bajos ($ 17 mensuales con manutención).
Es la anterior una realidad que se multiplica en toda la provincia. Señalemos, resumiendo los informes dispo¬nibles, que las mujeres que se ocupan en trabajos domés¬ticos perciben salarios que oscilan en un cuarenta y cin-
a Alejo Peyret, Una visita a las colonias de la República Ar¬gentina, Buenos Aires, 1889, t. II, pp. 155-166.
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cuenta por ciento debajo del común en los hombres. Los índices menores figuran en los partidos alejados de la ciudad de Buenos Aires ($ 8 con manutención) y los más altos en los próximos ($14 mensuales). Un hecho que adquiere su justa realidad comparándolo con el de los trabajadores urbanos: en 1887, es decir al año si¬guiente, el promedio general de los mismos, sin casa y comida, es de cincuenta y cinco pesos.
Señalemos otros aspectos de los campos bonaeren¬ses en un momento de transición. Un punto tan funda¬mental como el anterior reside en las características de las viviendas y nos introduce nuevamente en la tradición. Por 1888 no había variado la realidad si la compara¬mos con la de los años precedentes: edificios de paja, barro y madera predominan en todas las áreas. El cua¬dro general del tipo de material empleado señala las siguientes cantidades de las que habría que separar las pertenecientes a los edificios de los pueblos rurales:
NUMERO Y CLASE DE LOS EDIFICIOS DE LA PROVINCIA
Material Madera y hierro Paja y’ barro Total
34.036 8.358 40.630 83.024
Sin ningún género de dudas, podemos suponer que los cuatrocientos mil peones y sus familias residen en los poco más de cuarenta mil edificios de paja y barro. Y es asimismo lógico pensar si nos basamos en lo absur¬do de un promedio de quince personas por vivienda que las cantidades indicadas son erradas. Muchas casas, los miserables ranchos de una habitación que hace de dormitorio, cocina y sitio de estar, habían escapado en 1888 a la indagación de los censistas. De todas maneras, son todos ellos las taperas que mencionan viajeros y testigos, los que registran grabados y fotografías. Sin mesa ni sillas, la cama se tiende generalmente en el suelo sobre un cuero vacuno; se cocina en un fogón sobre el piso, “señalándoselo simplemente con unos ladrillos o huesos” mientras “el humo salía fácilmente por entre las empleas del techo””. No cabe duda que es
” Carlos Lemée, La agricultura…, p. 30.
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poca la diferencia existente con la cotidianeidad de una toldería indígena si nos basamos en algunos relatos. “Una terrible y para mí inaguantable hediondez se desprendía de la vecindad de los ranchos” escribe Ross Johnson en la segunda mitad del siglo XIXa. Es esta pues, la idealizada sociedad folk.
Existe sin duda una profunda vinculación interna determinada por la estructura y los intereses de los gru¬pos dominantes que basan sus actividades en los bajos costos de producción. Y asimismo con el interés de ad¬quirir tierras y de acumularlas en pocas manos. Esa preo¬cupación que se recordaba con las siguientes palabras en La Revista del Pueblo (Buenos Aires, 8 de mayo de 1876): “todos (los ricos) emplean su dinero en bienes raíces; compran terrenos improductivos con la esperan¬za de que con el tiempo pueden subir y se guardan muy bien de emplear sus capitales en títulos de acciones, por¬que temen que fracasen las empresas”.
Todo esto es indudable. Y también lo es el hecho de que el sector más progresista levante su voz contra aque¬lla situación: se los escucha en las calles, en los parla¬mentos, a través de las hojas impresas donde exponen las ideas de reforma. El ejército, afirman, es una de las instituciones que debe democratizarse. Otros ven en la inmigración uno de los elementos a tener en cuenta para cambiar las antiguas formas de dominio. Y uno de los puntos más importantes que suscita el aná¬lisis, no pocas veces apasionado, es el hecho de la condición del gaucho como peón de la estancia. Surge entonces la polémica.
a- H. C. Ross Johnson, Vacaciones de un inglés en la Argen¬tina, Buenos Aires, Albatros, 1943, p. 39. Una importante des¬cripción sobre la vida cotidiana en el campo bonaerense realiza Lino D. Carbajal en un libro poco conocido editado a fines del siglo XIX (La Pátagonia. Studi generali. Serie prima. Storia, topografía, etnografía. San Benigno Canavese, 1899). En el capítulo III estudia al gaucho y sus modos de vida.
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III – SITUACIÓN LEGAL DEL GAUCHO
Evidentemente, los requerimientos tantas veces ex¬puestos de nuevas tierras para la explotación ganadera, la expansión de la frontera, requiere la presencia de un ejército capacitado y de los consiguientes soldados que lo integren. Es el gaucho, ninguna duda cabe, el que ha de cumplir ese cometido al enrolárselo por la fuerza de acuerdo a las normas tradicionales.
Vistas las cosas desde ese ángulo, en los partidos de¬dicados a la explotación ganadera la leva soluciona en algunos casos el problema del exceso de mano de obra. No olvidemos que al igual que un siglo antes, en esos momentos un establecimiento ganadero ocupa a lo sumo dos o tres peones y la mayor parte de ellos sólo uno”.
Con la injusticia, el clamor de algunas voces. En 1855 sectores de la población que no están asociados al lati¬fundio tradicional aluden por intermedio del Registro estadístico a la leva y a sus consecuencias. Así, pues, al relatar un cronista la realidad económica y social del partido 25 de Mayo —denominado entonces Mulitas— menciona lo que denomina bárbaro resabio de la tiranía. Al analizarse las causas del atraso social, por cierto que un análisis parcial al no mencionarse otros aspectos de la realidad, se dice que
“La leva es una marea que mantiene en perpetuo flujo a la población: se aglomera en el sud si el viento sopla . del norte; en el partido A si sopla del B, y si es general desaparece la población entre las pajas de la pampa. . . Por levas se ha entendido vulgarmente esas partidas vola¬doras que Rosas lanzaba por doquier a cazar hombres. Hoy no se han suprimido éstas. . . Casi cada mes del año se cita a todos los paisanos para enrolarlos en la
“Registro estadístico de Buenos Aires, primer semestre de 1855, p. 440. Medio siglo más tarde Godofredo Daireaux recuer¬da que “Reducir el personal a su simple expresión ha sido siem¬pre uno de los propósitos más caros a todo estanciero. . . (cuan¬ta) menos gente tenga que emplear y menos puesteros, mejor. Menos bulto, más claridad”.
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Guardia Nacional, y ellos al ruido de la leva disparan al cielo y tierra. . . Han sido también por tanto tiempo y tantas veces engañados y encarnecidos, que por más naipes que se cambien es difícil persuadirlos”
Ante el temor que sienten por las levas, a la opre¬sión permanente, los gauchos cambian con frecuencia de residencia esperando de esa manera superar los problemas de la represión organizada. El nomadismo, una respuesta a la realidad, acentúase durante los meses o semanas que las autoridades salen a recorrer la campa¬ña con un fin bien específico: reclutar, cazar vivos a los hombres. Y se repiten las escenas de años antes: los montes de espinillo, los rincones más apartados, las sie¬rras de Olavarría y Tandil se pueblan de paisanos que huyen de las partidas militares.
Todo esto lo cuentan algunos que se compadecen de las injusticias. Paralelamente, en las mismas páginas mencionadas antes, los estancieros informan que hay más de dos mil vagos y mal entretenidos en la provincia. “Este es uno de los males de nuestra campaña y no ha¬bría exageración en duplicar su número”. En realidad, para la justicia son vagos y mal entretenidos en poten¬cia los veinte mil peones de la región.
La escena, tal como lo señalan los testimonios, no varía en otras regiones ganaderas. El 5 de octubre de 1860 la legislatura de Concepción del Uruguay, provin¬cia de Entre Ríos, sanciona una ley promulgada días más tarde por Urquiza y López Jordán definiendo en sus me¬nores detalles el concepto de vago y mal entretenido. Se decide, en primer lugar, que lo son “Las personas de uno u otro sexo que no tengan renta, profesión, oficio u otro medio lícito con que vivir”. Y también “Los que con rentas, pero insuficientes para subsistir, no se dedican a ninguna ocupación lícita y concurren ordinariamente a casas de juegos, pulperías o pasajes sospechosos”.
Como un reflejo de la continuidad económica, con posterioridad a 1852 poco cambia la situación del gau¬cho de acuerdo a la opinión del autor de Una excursión a los indios ranqueles. En su ensayo sobre Rosas, edi¬tado en París, afirma que era frecuente escuchar en
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los cuarteles de Buenos Aires órdenes tan ajenas a la dignidad humana como la siguiente: “Que se les apli¬quen dos mil palos. ¿A quiénes?”, pregunta Mansilla, y contesta seguidamente: “unos pobres gauchos desti¬nados al servicio de las armas””.
En ese sentido, los males han de menguar con la ley del servicio militar obligatorio inspirada en los cambios que se estaban produciendo. Desde luego, ese desarrollo lógico y progresivo es la resultante de múl¬tiples factores. Pero, sea ello como fuere, en 1852 en¬contramos en la campaña el dominio del estanciero patriarcal, del latifundio y de una legislación tradicio¬nal. De ninguna manera se había salido de ese mundo cuyo dominio era brutal e inhumano. El 28 de febre¬ro de 1852, a pocos días de la batalla de Caseros, el general Manuel R. de Escalada, ministro entonces de Guerra y Marina, en una nota que envía al gobierno central solicita se ordene a los jueces de paz de la pro¬vincia de Buenos Aires pongan a disposición de las auto¬ridades a desertores, vagos y mal entretenidos”.
Dos meses más tarde (30 de abril de 1852) deciden que los vecinos propietarios, nombrados y presididos por los jueces de paz de cada partido, sean los encar¬gados de establecer quiénes deben ser enviados al ejér¬cito. Ellos, dueños de la tierra y los ganados, deciden acerca de la calificación de vagos y mal entretenidos. El peón así denominado inicia a partir de entonces un vía crucis que es el ya tradicional: ejército, frontera y látigo. Tiempo más tarde, el cura de la región se ha de integrar a la comisión que decide la felicidad o la des¬gracia de los desposeídos0. Estamos, como una o dos décadas antes, en el ámbito de lo irregular, y es ésta
a Lucio V. Mansilla, Rosas. Ensayo Histórico-psicológico, Buenos Aires, Sociedad Impresora Americana, 1945, p. 80.
” Benito Díaz, Juzgados de paz de campaña de la provin¬cia de Buenos Aires (1821-1854), Buenos Aires, Universidad de La Plata, 1959, p. 123.
c Opus cit., p. 216.
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precisamente la razón por la cual esas comisiones nunca juzgan a los “agentes electorales” o matones que actúan en los atrios de las iglesias los días de las elecciones que organiza1 la oligarquía latifundista.
Las voces de oposición no tardan en hacerse oír. En 1857, Federico de la Barra, periodista y político santa-fesino, se queja con acritud en un folleto que titula sin rodeos La dictadura de los actos de injusticia cometi¬dos contra los peones de campo. Desde luego, tampoco menciona el problema del latifundio y la apropiación indebida de la riqueza. De todas maneras, afirma en esas páginas que las autoridades consideran vagos a quie¬nes no tienen levita, frac o casaca de coronel “que ga¬ranticen la independencia de sus acciones, el sagrado de la voluntad individual”. Y cuenta Federico de la Barra algunas de las escenas que había presenciado en Buenos Aires en el transcurso de una violenta leva or¬ganizada por la policía. He aquí, según su transcrip¬ción, el diálogo entre los funcionarios y los presun¬tos delincuentes:
“Domingo Pereira, ¡adelante!. Entró Domingo Pe-reira y no fue largo el interrogatorio. ¿Su patria?, le preguntó el Jefe. Español.
¡Ahí con usted no reza, está usted libre. Ramón Sepúlveda, ¡adelante! ¿Su patria?
Buenos Aires.
¿De qué se ocupa?
Arreo ganado.
No se arrea en las ciudades mi amigo; esos son pretex¬tos para andar de esquina en esquina; el hombre está obligado a tener una profesión. ¡Vago!, a un lado.
Pero señor daré una fianza abonada; he venido a. . .
Nada, a un lado, es orden del Gobierno, a otro.”
Y lo mismo ocurre con los gauchos que se encuen¬
tran sin documentos. Luego de exponer Federico de
la Barra las diversas condenas, sostiene ante la opi¬
nión pública que: ;
“No son esos los vagos. Son esos miles de coroneles 208

y de generales inútiles que viven de la renta pública den¬tro de Sueños Aires. Son esos pandilleros que gozan de un perpetuo favor y de una inicua impunidad; que viven difamando, que hacen de la política su estancia; y que son siempre un obstáculo al orden y al bienestar público. Son vagos y mal entretenidos esos apellidados hombres públicos, que no piensan ni imaginan sino cómo han de prolongar el dominio de Buenos Aires, prolongando el divorcio con la Nación. Son vagos y mal entretenidos los que escogen el peor de los entretenimientos, a saber, como han de apropiarse del trabajo y los sacrificios y la sangre del pueblo, para asegurarse el poder. Estos son más que vagos, son dañinos. ”
Las quejas de un estanciero, expuestas al ministro de Estado Ireneo Pórtela en 1854 desde un pequeño pueblo fronterizo, insisten sobre determinados conceptos tra¬dicionales; resumen las ideas predominantes: no puede autorizarse a nadie “a formar puestos y chacritas con cincuenta cabezas de ganado y hasta con una tropilla de ganados”. Sólo, agrega, deben permitirse grandes superficies de tierra. Y, por esta razón, aunque hoy pueda parecer absurdo, sostiene que las autoridades deben despojar de sus bienes a los pequeños propieta¬rios para que de esta manera fuesen “útiles a la socie¬dad y a ellos mismos en clase de peones o dependien¬tes”0. De conciencias como aquellas depende la desgra¬cia o la felicidad del gaucho. No es que poseyera tierras, pues a él nunca le dieron nada, pero estaba sellada la inmovilidad social y su dependencia servil.
Vagos, para la mentalidad de los propietarios de tierras, son también aquellos que sin tener propiedad alguna “corren avestruces” por el campo, como lo es¬tablece el decreto dado a conocer el 18 de agosto de 1853; la gran pena para condenar este delito consiste en varios años de servicio militar. Alrededor de 1855
3 Documento citado por Rene Pérez. (Apuntes para la his¬toria de Junín, La Plata, Publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 1950, p. 216). Otros aspectos de la campaña de Buenos Aires, en Andrés Allende, La frontera del Estado de Buenos Aires (1852-1853), La Plata, 1958.
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la situación ha de empeorar debido al retroceso de las fuerzas castrenses en la frontera y a los frecuentes malo- nesa.
La ley, como siempre, castiga con exceso cualquier presunto delito cometido por un gaucho. Lo condenan a dos, tres o más años de servicio militar en la frontera, tiempo éste que se multiplica con suma facilidad en la mayor parte de los casos. La ley sancionada por Valen¬tín Alsina el 30 de octubre de 1858 y que provee de fondos al Poder Ejecutivo para contratar soldados fue¬ra de la jurisdicción de Buenos Aires, autoriza además enganches forzosos entre los
“vagos y mal entretenidos, los que en día de labor se encuentren habitualmente en casas de juego o taber¬nas, los que usan cuchillo o arma blanca, en la capital o pueblos de campaña, los que cometen hurtos simples, o los que infieren heridas leves, serán destinados al ser¬vicio de las armas, por un término que no baje de dos años, ni exceda de cuatro “.
En la campaña, el juez de paz “por medio de proceso verbal sin apelación” se encarga de sancionar los delitos acordándose la pena en el momento, sin poderse apelar*. Este último hecho demuestra la irresponsabilidad jurí¬dica de las autoridades —otra definición no puede caber— y la situación de total inferioridad del gaucho bonaerense.
La lectura de una “clasificación” confeccionada al detenerse a un paisano señala el rigorismo de la legisla¬ción y el espíritu de los “señores” de la época. El ejem¬plo que mencionamos refiere un acontecimiento ocurri¬do en la ciudad de Buenos Aires el 12 de febrero de 1862, según el relato del comisario Mateo Pacheco.
“Cf.: Juan Llerena, Las tres penurias de la situación, Bue¬nos Aires, Imprenta de El Nacional, 1866.
* Benito Díaz, opus cit., p. 216. Cf. además: Benito Díaz, La organización de prefectura en la campaña de Buenos Aires durante el gobierno de Alsina, en Trabajos y Comunicaciones, número 8, La Plata, 1959.
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Aquel día, escribe, “hice comparecer ante mí al indivi¬duo Saturnino Seguróla, conducido ante el departamen¬to por falta de papeleta de enrolamiento”. Y luego se inicia el siguiente interrogatorio:
“El interrogado (el gaucho por la causa de no tener¬la; contestó que el motivo de no tener su papeleta con¬sigo, es el habérsele olvidado en la Guardia del Monte cuando salió de allí hará la fecha de quince días, para ir a las Conchitas, partido de Quilines, en donde dice que fue aprehendido por suponerlo autor de un robo de un cojinillo de hilo, que se llevó Bernardo Sánchez.
Preguntado cómo se llama su comandante en la Guar¬dia del Monte, contestó: que se llama Pascual Videla.
Preguntado si pidió licencia a su comandante para salir del Partido, contestó: que no.
Preguntado con qué objeto fue a las Conchitas: contestó: que a correr una carrera.
Preguntado si alguna vez ha servido en algún cuerpo de linea, contestó que nunca.
Preguntado si estuvo en la batalla de Pavón, contes¬tó: que no. Expresó ser natural de Buenos Aires, de edad de veinticinco años, casado y de oficio peón de campo.
Con lo que se dio por concluida la presente acta, que se elevará al señor jefe para la resolución correspon¬diente, no firma por no saberlo hacer””.
Las disposiciones vigentes exceptúan de los rigores de la leva al personal de confianza de las estancias —capata¬ces, mayordomos o administradores— determinando es¬ta medida frecuentes quejas de los agricultores. Agrávase la precaria economía de los pequeños propietarios cuan¬do las partidas policiales en sus frecuentes recorridas les quitan algunos peones, tal vez los únicos dispuestos en la región a realizar tareas de aquella índole, novísimas para una sociedad pastoril. En una presentación que los agricultores elevan en 1857 desde el pueblo de Chivil-coy al entonces coronel Mitre, exponen con justas razo-
” Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Policía, Tri¬bunal de Justicia, Juzgados de Paz de ciudad y campaña, 1862, Libros 325-326, Legajo 135, Sala X, A. 34, C. 2, N° 7.
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nes las causas por las cuales deben eximirlos del servi¬cio militar:
“Así, señor coronel -le escriben- llamar nuestra guardia nacional al servicio, en las sementeras o cose¬chas, es lo mismo que en un centro industrial, se incen¬diasen las manufacturas todas, fruto de la industria de un año. Este partido, como puramente agricultor, el alimento de sus familias y todo su porvenir lo espera de la tierra, pero lo espera cuando se les deja el tiempo marcado por la Providencia para sus siembras y recolec¬tas; pero si se les separa en este período de sus labores, desesperan, alcanzando por fruto de su obediencia la miseria con todas sus consecuencias”0.
Las tareas ganaderas no necesitan gran cantidad de peones pues “pueden postergarse a placer, sin mayor perjuicio del propietario y sin ninguno para el país, porque el procreo y engorde obedecen a leyes natu¬rales, sin participación de sus guardianes”. En el par¬tido de Bragado revistaban en las milicias, según los informes del momento, no menos de quinientos peo¬nes que pocos meses antes se encontraban en las cha¬cras al frente de diversas tareas, mientras “los guar¬dias nacionales de Areco, Navarro, Villa de Mercedes y otros puntos, continúan tranquilamente apacentan¬do sus ganados”. Los mencionados en último lugar eran partidos dedicados exclusivamente a la explotación ganadera en grandes extensiones de campos. Nadie molestaba sus intereses. La ganadería latifundista era una actividad que no debía interferirse.
” Archivo del General Mitre, Cartas confidenciales de varios sobre diversos asuntos, t. XV, Buenos Aires, Biblioteca de “La Nación”, 1912, p. 132.
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IV – EL GAUCHO EN EL “CÓDIGO RURAL” Y EN OTRAS DISPOSICIONES
La sección segunda del Código rural sancionado en 1865 menciona las relaciones entre patronos y peones. Su análisis permite señalar otro jalón en el camino de la servidumbre del hombre de campo. Afírmase en 1865: “Es patrón rural, quien contrata los servicios de una persona, en beneficio de sus bienes rurales; y es peón rural quien los presta, mediante cierto precio o salario”. Ordena el Código rural que en adelante ningún peón debe ser conchabado para el servicio de faena alguna de estancia, chacra o quinta, sin contrata escrita”, estable¬ciéndose en el documento la duración del trabajo, el salario y el horario de cada jornada. Fuera de la dudo¬sa concesión del descanso dominical —a “excepción de las épocas de esquila y cosecha” y “siempre que esto sea conciliable con la clase de servicio para que se halle contratado el peón”—, el resto de lo establecido en el tercer título sirve para acrecentar el dominio del estan¬ciero sobre sus subditos. He aquí lo dispuesto:
“Art. 277. Las contratas se extenderán por el res¬pectivo juez de paz, en un “libro de conchabos” que deberá abrir y lo firmará tanto él, cuanto el conchaban¬te y el conchabado, u otros a su ruego; y dará copia autorizada de ellas a aquel de ¡os contratantes que la pidiese”.
El peón está obligado a realizar toda clase de tareas fuera de las horas establecidas “si es requerido al efecto por el patrón”. Para los asalariados, el libre tránsito por el territorio de Buenos Aires está condicionado con es¬crupulosa meticulosidad. El siervo, para la mentalidad de las autoridades y estancieros feudales, debe perma¬necer bajo el dominio del propietario de la tierra.
“Necesitando un patrón emplear uno o más peones fuera de los limites de su partido, les muñirá de un do¬cumento fechado, que exprese los días que calcule durará la comisión o trabajo; vencidos los cuales, el peón hallado fuera de dichos limites, y que no acredítase
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haberlos observado, sobrevenido enfermedad y otro obs¬táculo considerable para regresar, será remitido por el juez de paz del Partido, en que sea hallado, al del Parti¬do de su residencia, para que lo entregue al patrón y se le imponga una multa de cincuenta pesos a benefi¬cio de la Municipalidad”.
En caso de duda o discusión, al dársele a un peón el sueldo adeudado “el juez de paz a falta de otro género de prueba, fallará con arreglo al libro de cuenta que lleve el patrón, agregándose el juramento que este prestará”. Los comentarios huelgan. Además de estas irregulari¬dades, el dueño de una estancia puede despedir a su peón si a su criterio es desobediente, haragán o vicioso y si éste, aclárase, “se creyere injustamente clasificado, puede ocurrir al juez de paz, exigiendo su vindicación o la subsanación del perjuicio que el hecho le causase”. Pero no debe olvidarse que siempre está disponible un juez de paz con mayores aspiraciones políticas y eco¬nómicas. . .
Las arbitrariedades contenidas en el Código rural resumen y reúnen al mismo tiempo y en un solo cuer¬po toda la legislación anterior de Buenos Aires, sin introducir variante alguna en su espíritu y en algunos casos ni en la letra. Para redactarlo, Valentín Alsina recurre al consejo de una Comisión de Hacendados “conocedores de las necesidades de la campaña” y en la cual figuran los estancieros de mayor prestigio social y poder económico: Plowes, Atkinson y Cía., José F. Iraola, Manuel Guerrico, José Martínez de Hoz y otros. Sostiene el codificador, exponiendo el método que ha utilizado, que extractó “las numerosísimas y variadas disposiciones, referentes a mi objeto, que durante cua¬renta y tres años se han dictado en Buenos Aires, y que se hallan diseminadas en el Registro oficial desde 1821”.
Todo seguía tal cual era antes. El tiempo y los pro¬gresos sociales no se tienen en cuenta. Buenos Aires, el país todo, fue y debía ser propiedad de los menos. Y por esa razón no podía cambiar el concepto de vagan¬cia. Pues bien, de acuerdo a las ideas del Código rural al acusado de ese delito puede condenárselo mediante un juicio sumarísimo y verbal con el testimonio del juez de paz y dos alcaldes y, así especifica el artículo
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292, “los que resultasen vagos serán destinados, si fue¬sen útiles, al servicio de las armas por el término de tres años”. Y agrega que de no ser útiles al servicio de las armas se los remita a la policía para “que los destine a trabajos públicos por el término de un año”. Y, qué duda cabe, persisten las penas corporales: el artículo 306 señala que las condenas pueden ser pecuniarias o corporales. Una resolución que debía establecer el juez de paz y desde luego de acuerdo a sus simpatías perso¬nales o a los intereses en juego en cada caso. Esto, sobreentendido desde luego, no era necesario acla¬rarlo en lo que bien pudo denominarse entonces Código de los privilegios de los propietarios bonaerenses”. A poco, la mencionada legislación se incluirá en los códigos provinciales transcribiéndose sin varian¬tes los artículos más represivos*. Una realidad que va a las últimas causas, en un continuo crescendo que no omite ninguna disposición favorable a la perpetuación del dominio. Paralelamente, en Buenos Aires prosígue-
a En el Código rural de Córdoba (1881) se considera vago a “todo habitante de la campaña que, careciendo de medios de subsistencia y estando en condiciones aptas para el trabajo no se ejercite en éste, lícita y honestamente, sea en la esfera que fuete”. Medios de subsistencia constituyen para el codificador “el que un individuo posea alguna propiedad móvil o raíz o se ejercite con constancia en un arte, oficio, ocupación o con¬chabo” (artículo 647). Los calificados de vagos y mal entrete¬nidos serían remitidos por dos o tres años al ejército. Recor¬demos que estamos en 1881. Sobre la situación social del gaucho en el litoral, cf.: Orlando Carracedo, Vagancia, conchabo y levas en la legislación del litoral, en Anuario del Instituto de Investi¬gaciones Históricas, Rosario, 1958, año III, número 3, pp. 121-147.
En el interior la rigurosidad en algunos casos llega a ex¬tremos. En Jujuy se establece (16 de mayo de 1840): “Los que no tuviesen papeleta de conchabo, serían apresados y des¬tinados a las obras públicas hasta que hallasen conchabo”. Es más: “pena de doscientos azotes al que robase caballos, muías, vacas, yegua o cordero. La segunda vez podía imponerse la última pena” (9 de mayo de 1846).
” Gastón Gori, opus cit., p. 37.
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se el sistema de control decidiéndose el 19 de abril de 1869 fuesen enviados a la guardia nacional los vagos de acuerdo a lo establecido por el Código rural. Inmedia¬tamente las decisiones se transforman en innumerables paisanos detenidos en los campos, pulperías y en sus viviendas. Es posible que muchos recordaran lo que se había dicho un año antes en la Cámara de Diputa¬dos de la provincia de Buenos Aires en referencia a los jueces de paz: “Son en nuestros partidos de campaña una especie de autócratas que ejercen su voluntad abso¬luta y disponen de los ciudadanos como mejor con¬viene a sus miras” sostiene Héctor Várela. Y agrega con vehemencia Dardo Rocha:
“En la campaña varia la especie: hay la ‘coacción de los comandantes, como ha dicho el diputado Várela, y con excepción de determinadas personas, nadie puede luchar contra ellos porque la frontera es el castigo de los que se atreven a ejercer sus derechos; y la frontera, señor Presidente, es la Siberia de nuestra campaña por¬que pierden todo lo que tienen o dejan en abandono a sus familias”.
Una parte de la verdad, insistimos. De todas mane¬ras, las voces se alzan de tiempo en tiempo. Se ordena en aquella ocasión que al menos se cumplan las normas dispuestas por el Código rural, aparentemente más progresistas que la realidad imperante. Pero todo ha de seguir igual.
Existe dentro de la organización económica del lati¬fundio una constante que de ninguna manera es posible avasallar. Nos referimos a los capataces y mayordomos que en ausencia por lo general de los propietarios tienen en sus manos el control de los bienes del amo. Se había resuelto el 22 de setiembre de 1865 liberar del servicio militar a los capataces de estancia y asimismo que los es¬tancieros pudiesen colocar en lugar suyo a un “persone-ro” que los reemplazasen. Se trata de los momentos ini¬ciales de la guerra contra el Paraguay.
Si bien los extranjeros sufren la severidad de las leyes represivas, las mismas se aplican casi exclusivamente a
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los nativos del país”. Nos referimos, de manera especial, a los “extranjeros” de países limítrofes. A los chilenos, orientales y paraguayos que en gran número residen en los campos bonaerenses. De todas maneras, Hernández lo testimonia en los conocidos versos de su poema, no pocas veces los italianos se ven envueltos en aquella trama infernal, reflejo de la situación. Y para evitar que los inmigrantes por temor regresen a Europa, en setiembre de 1870 dejan sin efecto las medidas en rela¬ción a los extranjeros. “El inmigrante —establecen en¬tonces— favorece el desarrollo de nuestra riqueza pro¬pendiendo al desenvolvimiento de nuestro comercio y de nuestra industria”. Reconociéndose la realidad del sistema, agregan que de mantenerse esa situación “el temor de una injusticia y la naturaleza misma de la pena producirían indudablemente esos funestos efec¬tos”. Todo estaba dicho: es el carácter de una concien¬cia clara acerca de la injusticia a la que someten al gau¬cho.
V – EL CONTINGENTE: “LAS COSAS QUE AQUÍ SE VEN NI LOS DIABLOS LAS PENSARON”
En 1872, el año de la edición de El gaucho Martín Fierro, un grupo de legisladores presentan a discusión en la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires un proyecto para establecer y organizar sobre otras bases el servicio militar en la frontera. Pues bien, la idea gene¬ral consiste en enviar a los presos condenados a una re¬clusión de no más de tres años a servir a los fuertes y fortines. Puesta en discusión la propuesta, muchos se oponen a la misma considerándola denigrante para quie¬nes, sin ser delincuentes, son también obligados a servir.
Aristóbulo del Valle, renombrado político y abogado, hace uso de su brillante oratoria el 2 de setiembre. Lo
a El tema del servicio militar a los extranjeros ha dado mo¬tivo, desde la década de 1810, a numerosas discusiones. Cf.: Francisco Dura, Naturalización y expulsión de extranjeros, Buenos Aires, Coni, 1911.
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que en el transcurso de su discurso principalmente y ante todo recalca es la situación de los desposeídos de la cam¬paña, impuesta por razones ajenas a los intereses genera¬les del pueblo. Y recuerda que desde hace diez años se viene hablando de la necesidad de salvar este gran peli¬gro que amenaza a nuestra sociedad, evitando los grandes inconvenientes que resultan del servicio de la frontera tal cual se hace actualmente.
Hecha la defensa del proyecto por parte del caudillo Leandro Alem, replica Aristóbulo del Valle y sostiene que el ejército del país, encargado de la defensa de la ley y la Constitución, no debe estar formado de delin¬cuentes y criminales. Y agrega luego, indignado:
Nosotros los hombres de la ciudad no vamos a la fron¬tera, ni nos vemos obligados como los de la campaña a ponernos en contacto con criminales; son los pobres pai¬sanos que se toman arrancándoos de sus hogares para formar parte de los contingentes, a quienes van a poner al lado de un ladrón o de un asesino, es decir que se le va a aplicar la misma pena que a aquellos a quienes se ha sentenciado por un juicio criminal.
De todas maneras, a los deseos e intereses oficiales no les importa la opinión de los diputados opositores. Es así como el texto definitivo de la ley puesta a votación no difiere en su esencia del presentado en su momento por Leandro Alem y Carlos Pellegrini. Sancionada, a las pocas semanas comenzarán a cumplirse sus condiciones, enviándose a numerosos presos comunes a servir en cali¬dad de soldados en los regimientos de línea y a la Guar¬dia Nacional. Llegaban semanalmente, engrillados, para luego vestir el uniforme de la patria —si así puede llamar¬se a un kepí deshilachado o al sucio y rotoso poncho de las proveedurías oficiales— y defender luego la frontera interna de su territorio. Muchos son peligrosísimos cri¬minales y otros —tal vez los más— ladrones o simples cuatreros sin mayor importancia. Pero existe, desde lue¬go, una gran diferencia entre estos individuos y los gau¬chos enrolados —también con grillos— por los alcaldes y jueces de paz, acusados de vagos y malentretenidos y que constituyen la mayor parte de la población rural de la provincia de Buenos Aires. El ejército autoritario era insaciable; todos los días los jefes y oficiales solicitan nuevos reclutas sin interesarles los métodos empleados
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para obtenerlos. En el interior la situación no varía. Allí, cientos de criollos debían controlar la frontera norte de las incursiones de los naturales instalados en el Chaco y regiones vecinas.
Comenzaba también para ellos el suplicio desde el pri¬mer momento de ser incorporados a las filas. Desde el Chaco, Alfredo du Graty refiere en una carta que envía al coronel Marcos Paz que sus oficiales subordinados azo¬tan a los soldados y los encadenan sin temor alguno:
“Los destinados me dan mucho trabajo. Son unos fas-cinerosos sin igual, ya se me han desertado algunos. Don Manuel ha debido trasmitirle a Ud. los nombres; he¬mos tomado la mayor parte de ellos y les he adminis¬trado una buena dosis de azotes, y he vuelto a encade¬narlos: mañana fusilo a Fermín Brandan y en lo sucesi¬vo lo mismo haré de cuantos agarre de los que se me deserten. Parte de las cadenas remitidas a esa están en el Brocho, para remitírselas, es necesario que me quede con algunas para asegurar esos pájaros. . . (Archivo del coronel Marcos Paz, t. II, La Plata, 1961).
Du Graty solicita el envío de las familias de aquellos gauchos para evitar, sostiene, que deserten y huyan a sus pagos. Paralelamente, el jefe de policía de Buenos Aires, molesto por la falta de suficientes leyes para sancionar a los que él denomina vagos, se dirige en 1873 al ministro de Gobierno de la provincia y le ruega “se sirva resolver lo que su iluminado juicio halle por conveniente”. La inmediata contestación le recuerda detalladamente al jefe la prolífica legislación sobre el tema y resume algu¬nas de las rigurosas medidas que desde hace ya tiempo habían dispuesto las autoridades superiores. Pero a pesar de todo lo recordado, el fiscal reconoce que “la vagancia en sí misma no es un delito y si se castiga —agrega— es como medida preventiva, por extirpar un mal ejemplo social, cuya posición y necesidades lo impelen casi for¬zadamente al crimen”: cinco años en la frontera preven¬tivamente y para cubrir las necesidades crecientes del servicio militar. Son pocos los que señalen que el país no puede sólo construirse con el sacrificio de los menos pu¬dientes, y menos aún aquellos que acusen al sistema eco¬nómico imperante.
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Un año antes, es decir en 1872, el hacendado y legis¬lador José María Jurado sostenía en la Cámara de Dipu¬tados de la provincia de Buenos Aires, refiriéndose a las necesidades de la Guardia Nacional y a las característi¬cas del servicio en ésta: “todos reconocemos ser el origen de los males que pesan sobre el habitante de la campaña, servicio contrario a todo buen principio, desmoraliza¬dor e injusto”.0
Pero los males prosiguen. Las críticas negativas lle¬gan con frecuencia al despacho del entonces ministro de Guerra general Martín de Gainza: “Un ministro o qué se yo que le llaman Don Ganza” escribe Hernández. Algu¬nas están firmadas por amigos personales del ministro que encabezan las cartas con un “querido Martín”. Así lo hace Emilio Castro, gobernador entonces de la provin¬cia de Buenos Aires, al enviarle el 31 de octubre de 1871 un informe recibido ‘de su sobrino, joven oficial que ha¬bía tenido oportunidad de conocer a los contingentes enviados a la frontera.
Sus palabras son elocuentes: “Es doloroso ver cómo son tratados los infelices a quienes les toca hacer el ser¬vicio en la frontera”. Relataba el oficial sus experiencias al frente de un grupo de gauchos enviados a Pillahuinco, conocido oficialmente con el nombre de Fuerte Belgra-no. Todo el armamento era inservible: la pólvora húme¬da y sin fuerza, “los fusiles a los dos o tres tiros queda¬ban inútiles como igualmente las carabinas”. Y, al pro¬pio tiempo, la alimentación y el vestuario del soldado dejaban mucho que desear:
“Los guardias nacionales estaban en la última miseria, pues no tenían más ración que la carne y ésta es muy es¬casa y flaca, y a mi regreso me entregaron 25 guardias nacionales de baja, cuyo relevo fue el que llevé. Estos infelices daban lástima de verlos, no tan solo iban im¬pagos sino que hasta los capotes o ponchos se los qui¬taron, esto es al afortunado que había conseguido una de esas prendas dejándolos a los hombres con tan solo una blusa y una camisa deshecha. Uno solo llevaba ca¬pote que no se lo habían quitado por ser lo único que
a Reunión del 9 de setiembre de 1872. 220

llevaba en el cuerpo. En el camino me daba lástima ver esos infelices sin tener un solo poncho para tapar¬se de las heladas tan grandes que caían”a.
Desde Fuerte Belgrano no tarda en contestarse a los cargos del joven oficial. Ponchos y capotes se les habían quitado para dárselos a los nuevos contingentes que tam¬bién llegaban desnudos: “digo desnudos porque, conoci¬do es, señor, cómo se hace el reclutamiento. . . prenden al paisano donde quiera que lo encuentran y con lo pues¬to, muchas veces en mangas de camisa, se les asegura en una prisión hasta la remisión. . . ¿Y en qué estado llega? Sucio y desnudo”.
Reunida toda la dotación, a los miembros del contin¬gente los trasladan, convenientemente engrillados, a uno de los tantos fuertes o fortines de donde debe servir. Luego de días o semanas; el gaucho se encuentra en la frontera o en un regimiento destinado a los esteros para¬guayos: es decir a enfrentar la posibilidad de morir. A diferencia de otras situaciones semejantes donde se pre¬gonan desde el pulpito o la tribuna silogísticas causas de “guerra justa” o emblemas simbólicos mancillados, a él no le exponen razones ni argumentos para justificar su participación. Simplemente la fuerza. En 1867 la tesore¬ría nacional paga al gobierno de Catamarca una cuenta por candados, grillos y cadenas de las levas que se en¬vían a Buenos Aires (“los trescientos grilletes y corres¬pondientes varillas para suplir a la falta de cuarteles en el camino”)”. Y también se puede leer: “recibí de la Te-
” Boletín oficial de ¡a Nación, Buenos Aires, 30 de noviembre de 1871, año 1, número 235, pp. 1004-1005.
b La Política, Buenos Aires, 14 de noviembre de 1873. “Los contingentes -escribe Antonio del Valle- eran conducidos en carros, donde viajaban apiñados hasta el Azul, donde eran entre¬gados al jefe de ¿ línea de fronteras y allí destinados a los cuer¬pos donde debían servir” (Antonio G. del Valle, Recordando el pasado, Buenos Aires, 1926, t. II, p. 723). Cf.: Marcelino Ugarte, El servicio de ¡as armas como pena, en Revista de legislación y jurisprudencia, t. V, Buenos Aires, 1870, pp. 40-41.
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sorería de la Provincia la suma de cuarenta pesos bolivia¬nos por la construcción de doscientos grillos para los vo¬luntarios catamarqueños que marchan a la guerra contra el Paraguay”.
Por otra parte, ya en los cuarteles, bien es verdad que se producían diariamente irregularidades de todo tipo. Las señala en 1869 Emilio Castro al decir que:
“El pago, el vestuario, el racionamiento de carne y el entretenimiento no se han hecho en ninguna ocasión. . . y los abusos de los jefes han llegado hasta no proveerlos del armamento necesario. . . esos guardias nacionales en la frontera se emplean en ocupaciones muy distintas de las del servicio militar a que van exclusivamente des¬tinados “”.
También el gobernador de Mendoza le recuerda a Martín de Gainza las penurias de los “voluntarios” en¬viados por él a la frontera porteña: “los guardias nacio¬nales que dio la provincia se mueren de hambre sin que V.E. pueda remediarlo”. Los soldados, sean éstos cuya-nos, catamarqueños, bonaerenses, santiagueños o púnta¬nos, no reciben la ropa adecuada ni suficientes alimen¬tos. Deben, en pleno invierno, dormir al raso y cubiertos de un poncho, sin armamento y sin saber bien qué les espera y a quien o a quienes defienden. En el detalle de los hechos, sin duda alguna, se destacan los relatos y observaciones de algunos testigos, particularmente el de aquellos ajenos a los intereses generales. Recordemos el de Maximiliano Flurer, un ingeniero francés que recorre la frontera sur de Buenos Aires en 1876 dejando su agu¬do testimonio. Nos dice que:
“Esos robustos y aguerridos soldados se quejan y al fin se acobardan con razón, la tarea les parece exor¬bitante, caminan sin tregua ocho días consecutivos con caballos cansados; comen apenas para no morir
a Carta de Emilio Castro al ministro de Guerra, coronel Mar¬tín de Gainza, en Memoria presentada por el ministro de Estado en el Departamento de Guerra y marina al Congreso Nacional de 1869, Buenos Aires, 1869, p. 426.
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de hambre algún pedazo de carne repugnante; hacen marchas y contramarchas nocturnas, para burlar la vigilancia y la cautela de los salvajes; dormir escondi¬dos en el fango de los guadales; sufrir la sed, tiritar de frío, y a la mañana sacudir el poncho que la helada ha transformado en manta blanca”a.
Al referirnos al soldado gaucho no podemos dejar de mencionar a las mujeres que siguen a las tropas, compa¬ñeras de los soldados y también prostitutas^. Todas ellas acompañan a los cuerpos militares durante las intermi¬nables y penosas marchas hasta la lejana toldería. Las en¬contramos en los acantonamientos de Buenos Aires, en Corrientes, en los cuarteles del Paraguay, en los fortines y pueblos próximos a la frontera. Después de la batalla asiste a los heridos y prepara la comida de la tropa. Así, tradicionalmente, lo venía haciendo desde los días de las “niñas de Ayohuma”, chinas que acompañaron a las ven¬cidas y desmoralizadas tropas del Ejército del Norte.
En la segunda mitad del siglo XIX las crónicas y docu¬mentos las denominan con el eufemismo “las familias”. Escribe en su diario de marcha el coronel Racedo, jefe de la tercera división del ejército expedicionario al mando del general Roca, que si bien “las familias” obstaculizan la rápida movilización de las tropas, “tiene —agrega— sus ventajas, especialmente para ejércitos organizados como el nuestro, máximo en campañas tan largas y penosas como las que íbamos a efectuar, en que el soldado no tiene distracciones”. Nada es tan eficaz y aparente, agrega, como la compañía de “las familias”.
Por una parte “las familias” para el placer y por otro,
” Maximiliano de Flurer, Expedición al desierto. Diario escri¬to durante la expedición por el señor ingeniero segundo de la División Oeste. .., en Anales de ¡a Sociedad Rural Argentina, vo¬lumen X, n°6,mayo 31 de 1876, p. 181.
” Sobre la mujer del soldado, la “china cuartelera” del folk-lorismo nacional, véase el ensayo de María Teresa Villafañe Casal, un análisis tradicional pero con referencias que pueden servir de punto de partida para otras investigaciones (La mujer en ¡a pampa, Buenos Aires, 1958). Otros aspectos en: Santiago Es¬trada, La mujer del paria, en Revista Argentina, 1.1, Buenos Ai¬res, 1868, pp. 451-453.
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las compañeras de algunos sargentos, cabos y soldados veteranos. De los tres mi] componentes del tercer cuerpo expedicionario al desierto, el de la “estupenda conquis¬ta”, sólo ciento treinta y dos llevan consigo a sus fami¬lias. “Esas mujeres —señala Racedo— tan solícitas para sus esposos, son injustamente juzgadas por el criterio de la generalidad, que no puede apreciar en lo que vale su sublime y absoluta consagración a los seres a quienes ha vinculado su existencia y son a la vez la madre de sus hijos con quienes comparten llenas de la más admirable resignación las fatigas y privaciones que parecen ser el patrimonio del soldado argentino”.
Aún por 1890 las fotografías de los soldados que ac¬túan en los hechos de julio de ese año señalan en fogones y vivacs la presencia de cuarteleras. En Palermo, donde hoy tiene su sede de exposiciones la Sociedad Rural, cientos de pequeñas carpas servían de improvisada vi¬vienda a cuarteleras compañeras y placer de milicos. “Un Campamento gitano” definen a fines del siglo XIX algu¬nos periódicos porteños.
En la campaña de Buenos Aires, el fortín ofrece esca¬sas comodidades. En esos puestos diseminados a lo largo de la línea de frontera se guarecen tres, cuatro, cinco y en raras ocasiones diez soldados. Estanislao Zeballos des¬cribe el que denominan “Fortín de las Víboras”: rodea¬do por un foso de veinte metros de diámetro, terraple¬nado, sirve de albergue a un soldado y” al guardahilos del telégrafo, toda su guarnición. La casa apenas puede de¬cirse que es un miserable rancho de adobe, casi una tape¬ra. Como las raciones son desconocidas, los soldados se alimentan de carne de caballo asado. La artillería, una artillería de museo, la conforman en toda la línea ca¬ñones de 1850 y aún, de acuerdo con la fecha que llevan estampada, de 1726. En el “Fortín Trabajo” Zeballos sólo encuentra un soldado, veterano del 2° de línea. Y he aquí el diálogo que se entabla:
-“Tu situación es terrible, le dije ¿Cómo te atreves a vivir aquí, solo, al aire libre y sin armas?
— ¡Ya estoy acostumbrado señor! Me van a traer un rémington”.
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También monseñor Antonio Espinosa recuerda otros fuertes y fortines que visita al acompañar a la expedi¬ción de Roca. Anota en su Diario el 26 de abril de 1879 al detenerse en el fortín Guaminí, levantado a dos leguas y media del pueblo Santa María de Guaminí: “Los for¬tines consisten en un foso redondo con una pared de tapia, y en la plataforma que forma esa pared, un rancho o una carpa de cueros y un cañón con uno o dos solda¬dos”. Y también los médicos Doering y Lorentz, miem¬bros científicos de la misma expedición, aluden en sus escritos a la guarnición de Puán, de un aspecto similar a Carhué con sus miserables ranchos, la comandancia y las pulperías.
Las enfermedades, en última instancia resultado de la situación general de la tropa, persigue al ejército. En pri¬mer lugar la tuberculosis y seguidamente las venéreas: el liambre y el clima; el placer y el olvido que venden las cuarteleras. En algunos cuerpos de línea las estadísticas de muertes indican un promedio del trece por ciento anual. Diezmados, por cierto, sin entrar en batalla. Uno de los periódicos informes sobre la mortandad semanal en un regimiento nos señala, posiblemente más que cual¬quier otro relato, la realidad de la “estupenda conquista” y también la cotidianeidad del último día de una vida, el resumen de todos los previos. Se dice:
“1° Soldado Germán Bargas – Por causas que se igno¬ra se destrozó el cráneo de un balazo, colocándose el rémington entre las dos cejas. Inútil es decir que la muer¬te fue instantánea.
2° Soldado Ramón Orozco – Se dio un balazo con el fin de inutilizarse temporalmente. La bala fracturó la mano derecha: sobrevino después de esta herida el téta¬no de que sucumbió.
3° Ramón Alanis — Falleció de una disentería grave, que ocasionó una peritonitis.
4° Atanasio Albornoz – Murió a consecuencia de la congelación, estando de guardia. Cuando vi a este solda¬do, el cuerpo tenía una rigidez cadavérica, estaba insen¬sible, frío, la vitalidad estaba deprimida y los músculos de la región torácica paralizados.
5° Feliciano Alvarez – Sucumbió repentinamente,
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su estado de ausencia profunda y de flaqueza había origi¬nado una fiebre héctica, de que sucumbió.
6° Manuel Andino – Murió a consecuencia de una oxitis.
7° Eulogio Calderón – Falleció en el lazareto de la 2a brigada, de la viruela confluente”.
Todo está expuesto en la frialdad del informe. Por otra parte, los médicos militares al referirse al régimen dietético claman por la mala calidad de los alimentos, la insuficiencia de los mismos y, leemos entrelineas, la pre¬sencia de la insolente riqueza de los proveedores milita¬res.
“Pobres milicos” escribe el comandante Prado en su célebre relato. En 1876 los inventarios y listas de revista de la división Carhue al mando del arrojado Nicolás Le-valle cuenta en sus filas novecientos ochenta y dos solda¬dos y, de acuerdo con lo que señala la Intendencia de la misma, disponen de trescientos noventa y seis ponchos, doscientas cincuenta y una mantas, cuatrocientas sesenta y tres bombachas. Las armas, basándonos en los mismos informes, aparentemente alcanzan para todos. Recorde¬mos que a partir de 1873 se había introducido en algu¬nos cuerpos el fusil de repetición, particularmente en la caballería. La división Carhue se pone en marcha en el transcurso de abril. Casi mil soldados y doscientas cin¬cuenta y una mantas. Abril, mayo, junio, julio, agosto. El tiempo urgía, en Buenos Aires los compradores de tie¬rras esperan en las puertas de los ministerios.
VI – “YO NO QUISE AGUANTAR MAS Y ME HICE HUMO EN UN SOTRETA”
La deserción del ejército constituye uno de los pro¬blemas que debe afrontar entonces el sistema opresivo impuesto en beneficio de los menos. Una actitud justifi¬cada si tenemos en cuenta la realidad cotidiana y las con¬diciones de vida. “De esa manera —opina el general Race-
a Jean M. Yfernet, La République Argentine et sus colonies, Buenos Aires, Courrier de la Plata, 1885, p. 151.
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do— germina y cunde en los ejércitos semejantes delitos, y si no se toman medidas violentas y extremas, viene en pos de él la más absoluta y completa desorganización”.
Con conciencia del mal cometido, es tan grande el te¬mor a la deserción de los reclutas que durante la noche los soldados veteranos de más confianza cuidan arma en mano de los mismos, engrillándoles previamente los pies. De todas maneras, a pesar del régimen carcelario que reemplaza al patriotismo ausente, las levas huyen a la menor oportunidad que se les presente. Y también se su¬blevan.
Hay que decir que entonces las sublevaciones son mo¬vimientos que no surgen de una conciencia general de los oprimidos, son aisladas y circunscriptas a una determina¬da región o comarca. De todas maneras rompen la pre¬tendido paz idílica expuesta en algunos textos. Recorde¬mos los alzamientos que tienen lugar alrededor de 1871 en momentos de aguda crisis y que se observan en los más variados planos y no pocas veces encauzados en su propio beneficio por los sectores más tradicionales (el ca¬so de “Tata Dios” en Tandil y al que luego aludimos) en una tendencia similar a las rebeliones preindustriales del Viejo Mundo contra hechos o personas concretas: co¬merciantes, masones y autoridades locales. En enero de 1871 se producen sublevaciones en los fortines Sarmien¬to y Tres de Febrero, en la frontera de Córdoba, en mo¬mentos en que nadie hubiese podido preverlas. Los rebel¬des dan muerte a los oficiales, saquean las casas de co¬mercio y huyen. Y se comenta entonces en el periodis¬mo porteño: “Un gran movimiento empieza a operarse en la campaña. Los hacendados establecidos en lugares expuestos a las invasiones se internan apresuradamente huyendo de la borrasca que ya sienten rugir en la pam¬pa”3. Un temor que se hace sentir asimismo en la provin¬cia de Buenos Aires: la reunión de varios cientos de gau¬chos en una estación ferroviaria, más tarde se sabrá que tuvo como motivo realizar una carrera cuadrera, moviliza apresuradamente a los latifundistas y a la Guardia Nacio¬nal.
a La Tribuna, Buenos Aires, 28 de enero de 1871.
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La deserción era un problema permanente. En 1864 Ge-lly y Obes, ministro de Guerra del presidente Mitre, in¬forma a la Cámara de Diputados de la Nación sobre el. agravamiento de esa situación en el ejército. El año ante¬rior había ascendido a 1.191 soldados e iba en constante progresión. Para el ministro las causas son atávicas, racio¬nalmente incomprensibles: “Pero a juicio del gobierno tendrá el problema una explicación… hay una predisposi¬ción en nuestros soldados a la deserción… una enferme¬dad que ha existido siempre y existirá”. Conociéndolas, no señala ninguna de las causas reales. Sólo se limita a recordar la complicidad de la población civil desposeída que los alojan y amparan en sus casas.
En la misma reunión de la Cámara expone Félix Frías. Advierte previamente que sus ideas son conserva¬doras, pero que de todas maneras no puede dejar de alu¬dir a los abusos que se cometen en el ejército en nombre del orden y del progreso. Y agrega que a los soldados se les deben varios meses de su paga, preguntando: “¿Es cierto que hay jefes en nuestra frontera, no me refiero a todos, pero es cierto que son propietarios (de estancias) en el lugar mismo donde están encargados de guardar la frontera?”
¿Es cierto —insiste— que ha venido un sumario en que se dice al gobierno de la provincia que los soldados de esos cuerpos estaban obligados al servicio personal de aquellos jefes?”. Peones, por cierto, forzados.
A continuación toma la palabra Gelly y Obes para contestar a las acusaciones. No se ajusta, desde ese punto de vista, a los temas que circulaban en el ambiente. Igno¬ra o aparenta ignorar la realidad del gaucho enrolado y también la condición de un poder que obedece a los dic¬tados de los intereses latifundistas. Para él la deserción sólo obedece a un deseo de libertad sin límite alguno. Di¬ce:
“La deserción en nuestros hombres es una cosa tan apegada a su género de vida y costumbres que se aplica por sí misma. Ninguno de nuestros hombres puede resol¬verse a perder la libertad que goza en los pueblos de cam¬paña y por consecuencia no puede resolverse a sujetarse a la vida del soldado. Esto es una causa general… El gene¬ral Alvear, al atravesar con su ejército para la campaña
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del Brasil, se cansó de fusilar para contener la deserción, que era tal que se desangraba el ejército… Últimamente, señor, era tal la matanza que se tomó el temperamento del castigo llevado hasta el exceso y aún asi desertaban los soldados. No se iban al enemigo, eso no; no hubo el ejemplo de uno solo que se pasase, sino que era para buscar la libertad”.
Responde Frías. Recuerda que en tiempos de la gue¬rra contra Brasil se habían realizado violentas levas en Buenos Aires, prosiguiéndose con el sistema tradicional. Y seguidamente replica Gelly y Obes, señalando que po¬cas veces el soldado argentino manifiesta interés por inte¬grarse al ejército de línea, una institución “cuya sola pa¬labra les asusta”. Pero de todas maneras se ve obligado ante la realidad a reconocer una de las causas: “es que no se puede cumplir con religiosidad con el soldado, cosa •que es de toda necesidad y en la que el gobierno está más empeñado que nadie”.
Nada se dice del autoritarismo de las ordenanzas mili¬tares. De los consejos de guerra sumarísimos, de los casti¬gos corporales. “Desgraciadamente —escribe en 1884 Clodomiro Cordero— todavía se recuerdan con fruición por algunos de nuestros jóvenes militares, las temerida¬des de Sandes y otros jefes por el estilo… que descarga¬ban sin piedad sus armas contra sus mismos subalternos o sacrificaban a cuantos pobres prisioneros caían en sus manos”‘1.
De acuerdo con la idea de Cordero el gaucho es un pa¬ria. Por gaucho entiendo a todos los desposeídos del área pampeana, hombres, mujeres y niños. Niños que asimis¬mo sufren la irracionalidad de la leva: en marzo de 1872 se detiene a cuatro de no más de doce años de edad en la ciudad de Santa Fe, conduciéndolos a través de sus calles “atados con un lazo… y los soldados cuidándolos con lá¬tigos” para ser destinados a la banda de música de un re¬gimiento*.
a Clodomiro Cordero^? Argentina. Su vida y sus institucio¬nes, Buenos Aires, 1884, p. 184.
* La Tribuna, Buenos Aires, 31 de marzo de 1872.
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El comandante Prado nos recuerda el destino de los desertores. Alude a tres que abandonan el fortín. Deteni¬dos, condenan a muerte a uno de ellos elegido por sorteo de acuerdo con lo establecido por la ley del 1° de julio de 1872. El desventurado es un pobre santiagueño, Eus¬taquio Verón, destinado a servir durante varios años en el ejército. Debe aguardar su fin en el interior de una pe¬queña carpa iluminada con velas de sebo. Y a las seis de la mañana, relata Prado, “el infeliz Verón pagaba con su vida el tributo de sangre impuesto por las ordenanzas mi¬litares”.
No es el mismo un caso de excepción. Se cuentan por cientos tragedias similares (“era tal la matanza” decía el ministro Gelly y Obes en el Congreso). Las recuerdan además de Prado los libros de Alvaro Barros, Garmendia, Mansilla, Daza, Olascoaga, Ebelot y los informes milita¬res. Los jefes militares más racionales señalan que la úni¬ca manera de evitar las deserciones se encuentra en el cambio total de los sistemas de reclutamiento. Lo expre¬sa el coronel Rufino Victorica, inspector y comandante general de armas, al solicitar a las autoridades la sanción de una ley que “suprima los abusos””. Poco antes, Igna¬cio Rivas refería a Victorica que de 536 soldados remiti¬dos a los fortines, en poco tiempo habían desertado 164, aproximadamente la cuarta parte6. Y seguidamente agre¬ga que:
“La deserción desde el campamento y los fortines sig¬nifica un camino largo y penoso… hasta llegar a un po¬blado. Por eso llevan el caballo y armas del estado… los mejores caballos y demás que pueden llevar… Ningún distrito, señor, remite de sus vecinos, de su guardia na¬cional propia, para ese servicio. El comandante encarga¬do de formar ese contingente llena su número de plazas con transeúntes, deja al vago de su pueblo… Llevado a
o Clodomiro Quiroga, Informe del Procurador General de la Nación, Buenos Aires, 1875, t° II, p. 369.
b Carta del 3 de octubre de 1871, en Boletín de la Nación, Buenos Aires, 18 de octubre de 1871, año U, número 200, p. 728.
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un fortín… ha de evadirse abandonando muchas veces un punto peligroso de avanzada y arrebatando lo que encuentra en su camino”.
Daza, en sus Episodios militares, cuenta una historia de desertores. Alude a Mardonio Leiva soldado del fuerte de Puán. Una partida de veteranos enviada en su búsque¬da lo sorprende dormido entre unos altos cardales. Aco¬sado y vencido, sin un sargento Cruz que lo ayude a salir del trance, arriba de regreso encadenado. Sumariamente se ordena sea fusilado. Allí, casi junto a los fusiles, grita en medio de la pampa: ¡Tiren compañeros, que matan a un hombre!”. Son sus palabras, sin duda, las propias de “una educación para la muerte”.
VIL- GAUCHOS PEONES DE LATIFUNDIOS E INMIGRANTES OVEJEROS
Como hemos expuesto, en las tres décadas posteriores a 1850 se desarrollan en Buenos Aires y el litoral argenti¬no las explotaciones ganaderas que abastecen cueros des¬tinados a la exportación y carne para los saladeros, en un proceso similar a otras dedicadas a los envíos de lana ovina. Así, pues, superados los hechos políticos posterio¬res a 1852 y la seca que azotó a Buenos Aires seis años más tarde, observamos con posterioridad a la batalla de Pavón (setiembre de 1861) un período de prosperidad que no ha de detenerse a pesar de la crisis que por causas externas e internas se abate en la década de 1870.
Para advertir la condición del gaucho en su realidad de trabajador agropecuario, que se suma a la propia de ciudadano de segunda clase, tengamos en cuenta la situa¬ción actual de los campesinos latinoamericanos, su total dependencia e inmovilidad económica. Condiciones, des¬de luego, estrechamente ligadas a los métodos de explo¬tación y a los intereses de los productores. En las regio-
a José S. Daza, Episodios militares, Buenos Aires, Librería de U Facultad, 1912, t° II, p. 85.
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nes semiáridas, áridas y tropicales de América utilizan distintos métodos de trabajo en las relaciones laborales con la población indígena y mestiza. Estos métodos, el huasipungo en Ecuador y el pengueaje en Perú y Bolivia, obligan al campesino a realizar diversas tareas sin cobrar salario, prosiguiendo, con algunas variantes, métodos pro¬pios del dominio colonial. En los latifundios de la pampa húmeda el sistema es distinto (aludimos a la segunda mi¬tad del siglo pasado) y guarda relación con otros anterio¬res, pero sin perder su condición autoritaria: el Código rural de Buenos Aires (1865), ya mencionado, transcribe sin ninguna variante disposiciones de sometimiento arcai¬cas puestas en vigencia un siglo antes por gobernadores y virreyes del Río de la Plata y aplicadas entonces a una explotación cada día más comercial y capitalista. Algu¬nos analistas contemporáneos a los hechos lo confirma¬ban, llegaban a decir, por caso:
“El paisano no tiene derecho a trabajar sino a traba¬jar, no le es dado labrarse una fortuna independiente, es¬perando cada día la orden de marcha… a manera de las haciendas alzadas que se desean sujetar a rodeo… Ellos sólo sirven para hacerse matar en la frontera, para hacer gobernadores y diputados y garantirles sus vacas, reci¬biendo de recompensa hambre, desnudez, una tasa de interés mayor y la esclavitud sus hijos, ¡y cuidado aquel que levante su voz para quejarse!… Distribuida la propie¬dad rural de la manera que está hoy, donde cada partido tiene cuatro o seis señores feudales”11.
Hacía décadas, más de dos siglos, que esos hechos ve¬níanse dando así. Unas relaciones que al intensificarse la producción ganadera adquieren características de mayor dependencia y control. En parte debido a la escasez pe¬riódica —no en todos los casos— de mano de obra, y en parte por la actitud que adoptan ciertos sectores margi¬nados: testimonios contemporáneos (entre 1850 y 1882, aproximadamente) a los que luego volveremos a referir¬nos aluden a la existencia de miles de gauchos que huyen
a La Pampa, Buenos Aires, 29 de octubre de 1872.
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a montes y sitios alejados del dominio de autoridades y latifundistas. Por otra parte, los que aceptan trabajar en las estancias cobran un sueldo, diferenciándose así de otros grupos de campesinos latinoamericanos.
En las estancias el trabajo sigue siendo el que definía a los establecimientos tradicionales. Durante la yerra (marcación de la hacienda) la actitud es hedonista. Las quejas de los estancieros (expuestas con frecuencia en periódicos y revistas especializadas) aluden a las pérdidas inútiles y a la muerte de animales debido a la brusquedad con que tratan a la hacienda0. Los propietarios “progre¬sistas” critican las “hierras de convidados” (intervienen vecinos y curiosos) pues “de ello resulta no sólo la demo¬ra en el trabajo con perjuicio de la hacienda, sino la pér¬dida de muchos animales que se inutilizan o quiebran” como señala un manual del estanciero”.
El trabajo del peón en la estancia que abastece a los saladeros es en algunos aspectos muy distinto al del que está integrado a la estancia de la siguiente etapa (frigorí¬fico), aunque el período de transición entre uno y otro sea muy corto. En los establecimientos primitivos los campos no tienen alambrados, desconocen los animales de pedigree, los gauchos viven en miserables ranchos y el
a Puede consultarse sobre algunos aspectos de la estancia en esos momentos: Carlos Lemée, La agricultura y la ganadería en la República Argentina, La Plata, Sola Hnos., 1895; Wilfredo La-tham, Los estados del Rio de ¡a Piafa….Buenos Aires, La Tribu¬na, 1867.
^ Carlos Lemée, estanciero establecido en Exaltación de la Cruz, sostiene en Reflexiones sobre la vida del campo (Buenos Aires, El Censor, 1887, p. 98) sobre los peones criollos: “Volve¬rán a pialar los animales que se sueltan después de herrados o cas¬trados para tener el gusto de volver a aplicarles otro golpe con to¬das sus fuerzas, con riesgo de quebrarles algún miembro”. Con¬ceptos similares se expresan en el artículo titulado Los campos alambrados (La Libertad, Buenos Aires, 28 de junio de 1875): “En efecto —escriben— si empezamos por la tierra todo lo hace¬mos como en tiempos en que las vacas valían veinte pesos y que no sabíamos qué hacer con tantas que poblaban nuestros cam¬pos”. Se quejan asimismo de que no saben domar los caballos, golpeándolos con brutalidad.
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ganado no se cotiza por su grado de mestizaje. De todas maneras, si bien se nota un progreso apreciable debido a las extremas condiciones previas, aún en 1887 se afirma, como bien pudo hacérselo tres décadas más tarde, que:
“En las estancias los peones no tienen más cama que su recado. Esa costumbre que siempre ha sido peligrosa para la salud, lo es mucho más hoy con la invasión siem¬pre posible del cólera y de la fiebre amarilla. ¿Cómo atender un enfermo que no tiene más cama que su re¬cado?””.
Es, por cierto, uno de los aspectos de la realidad. Pues bien, habíamos dicho que la estancia tradicional requiere escasa mano de obra para sus tareas, por lo general un peón cada dos mil cabezas de ganado vacuno. En los es¬tablecimientos importantes el mayordomo, por lo gene¬ral extranjero, administra los bienes del dueño y él y su capataz controlan a los peones y puesteros. “En esas es¬tancias —escribe Latham— es donde se encuentra el ver¬dadero tipo de gaucho de las pampas (pues desde hace al¬gún tiempo este ente se halla muy rara vez en los distri¬tos ovejeros), hombre familiar sólo con la llanura donde ha nacido y ha vivido, sin que nunca haya conocido nada
fuera de ella”6.
Desde ese punto de vista, la cotidianeidad del gaucho-peón de la segunda mitad del siglo XIX no difiere de la que define al de cien años antes. La escena no había cambiado fundamentalmente. En efecto, la descripción que realiza Azara en las últimas décadas del setecientos, por mencionar una de las más conocidas, coincide en to¬dos sus puntos con la de Latham de 1867. No nos deten¬dremos aquí en esos detalles de una realidad económica que, teniendo sus raíces en el latifundio y en sus méto¬dos de producción, se proyectan en el tiempo.
Por otra parte, en cambio, en los campos dedicados a la cría y a la explotación de la oveja los requerimientos
a Carlos Lemée, Reflexiones sobre la vida del campo…, p. 95.
b Wilfredo Latham, Los estados del Río de la Plata… p. 28-29. Como es sabido, los estancieros bonaerenses y otros sectores in¬tegrados a la economía europea coexisten con un contexto hu¬mano fuertemente sociocentrista, tradicional, que paralelamente contribuye a facilitar el dominio de la mano de obra.
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de mano de obra son mayores, variando asimismo las condiciones del trabajo. En primer lugar, los propietarios deben construir galpones para realizar la esquila, corrales para encerrar las majadas, puestos para los pastores, de¬pósitos para la producción de lana. Además (y el hecho adquiere valor si tenemos en cuenta las costumbres ruti¬narias de la estancia tradicional donde, entre otras cosas, la sanidad es un problema secundario) en los estableci¬mientos dedicados a la cría del ovino deben curar la sar¬na, depredadora de la lana y por consiguiente un impedi¬mento para acrecentar las ganancias. La comercialización resulta mucho más complicada que la necesaria para el ganado vacuno: deben contratar a los esquiladores, con¬trolar el trabajo, enfardar la lana y estibarla en los galpo¬nes; luego venderla directamente a las barracas (envián-dola el hacendado en carretas que con ese fin fleta a Buenos Aires) o por intermedio de comisionistas que re¬corren la campaña o del pulpero de la zona, cuando la producción es escasaa.
Los propietarios, por falta de interés o de experiencia para dedicarse directamente al cuidado de sus majadas o por disponer de grandes extensiones contratan a pastores extranjeros (vascos e irlandeses) para que las atiendan. Lo hacen en casi todos los casos por intermedio de agen¬cias especializadas de Buenos Aires: en 1870, entre otras, la atendida por la familia Guerrico.
Los puestos donde moran los pastores no difieren mayormente del resto de las viviendas bonaerenses: pare¬des de barro, techos de paja, pisos de tierra y una estruc¬tura de madera y caña. En algunos casos, y mientras no los construyen, viven en miserables chozas de cuero. Jun¬to a la casa raramente colocan árboles. Ahora bien, el dueño autoriza a faenar un capón cada tres personas y día por medio, debiendo guardar el encargado la grasa y el cuero, periódicamente recogidos. En las pulperías cer-
” Sobre el ovino y las condiciones de su explotación se pue¬den consultar los siguientes testimonios documentales de la épo¬ca: Edward Bishop, The pampas and the Andes, Boston, Lee and Shepard, 1869; Wilfredo Latham, Los estados del Río de la Pla¬ta…; Carlos Lemée, La agricultura y la ganadería en la República Argentina, La Plata, Sola Hnos., 1895.
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canas se proveen de los elementos para satisfacer las ne¬cesidades más elementales. Al igual que ocurre en las zo¬nas ganaderas bovinas, el consumo de pan es inusual. El pago de las provisiones lo hacen efectivo cuando los pro¬pietarios —si reciben una parte de los beneficios— les abonan el porcentaje convenido de antemano y a los pre¬cios impuestos por los pulperos, no pocas veces socio o representante del estanciero.
Por otra parte, la relación de dependencia varía con el tiempo y sigue el proceso de valorización de la tierra. Es así que en un comienzo los pastores extranjeros se aso¬cian con propietarios criollos (antes y hasta poco des¬pués de 1852) y cuidan una majada dividiendo en partes iguales las utilidades. No obstante, a medida que se valo¬rizan los campos los porcentajes son menores: un tercio primero y luego una cuarta parte. Latham recuerda aque¬llas actividades en 1867 al señalar que en ese momento sólo reciben un salario mensual0.
Posteriormente emplean otros sistemas, tal vez más efectivos para los dueños de la tierra. Podemos ver, pues, que el pastor coloca una parte del capital invertido en ovejas, muchas veces la mitad, asociándose así con el propietario de la tierra. “En algunos casos el dueño del campo proporciona al medianero el derecho al uso de una choza o rancho (como se llama vulgarmente) y a más el uso de un corral que vale como 500 pesos fuertes; en algunos casos los gastos son inherentes a ambos contra¬tantes y en otros los cubre el medianero por sí solamen¬te” señala un informe comercial británico de 1867. Aho¬ra bien, según se anuncia en los periódicos de la época, en zonas alejadas puede aún obtenerse participación en una majada y el tercio de los beneficios. Pero no nos en¬gañemos: se trata de una participación que reciben luego de tres años de trabajo y con importantes descuentos que corresponden a los gastos realizados por el propieta¬rio en la construcción de la casa y de los corrales, alimen¬tación del pastor, sanidad de las majadas, etc. Años des¬pués, cercados ya todos los campos, el trabajo se simpli¬fica. A partir de aquel momento todos, sin excepción, son asalariados.
a Resumimos investigaciones realizadas en periódicos e infor¬mes comerciales de la época.
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ACTITUDES Y OPINIONES DE LOS POSEEDORES DE LA TIERRA
“Esa familia parasitaria, los gauchos, ha sido por des¬gracia demasiado numerosa en la República Argentina, y los horribles hechos, los períodos sangrientos, escan¬dalosos en nuestro siglo, no han debido su origen y persistencia sino a ese elemento peligroso desorgani¬zador'”.
Miguel Cañé, 1864
I – LO QUE VA DEL REFORMISMO LIBERAL A LA REACCIÓN TRADICIONALISTA
Ya en la segunda mitad del siglo XIX, algunos gru¬pos comienzan a plantear la irracionalidad de los an¬tiguos sistemas arcaicos y proponen la modernización de la estancia latifundista. Como se ha señalado, el reparto de la tierra fiscal no determina la formación de un grupo numeroso de propietarios medianos, progre¬sistas y emprendedores, establecidos permanentemente en la campaña. Por lo contrario, los adquirentes habían especulado al alza de los precios, quintuplicados entre 1857 y 1884.
A partir de 1880 se hace más evidente el dominio de la provincia de Buenos. Aires sobre el resto del país, un predominio que es lógico teniendo en cuenta la característica de la demanda externa y las condiciones
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ecológicas del territorio: en 1884 Buenos Aires reúne el 61 por ciento del capital nacional, el 23 por ciento la Capital Federal y el 16 restante repartido entre las otras provincias.
Entre 1870 y 1890 los hacendados porteños comien¬zan a criticar los usos y costumbres tradicionales. Sos¬tienen que todo debe ser renovado, no sólo la estruc¬tura de la estancia antigua, es necesario integrar al peón al nuevo universo que están creando para satisfa¬cer sus apetencias materiales. Critican el hábito de be¬ber yerba mate, la ropa tradicional del gaucho, su len¬guaje y estilo de vida. Godofredo Daireaux escribe al fi¬nalizar el siglo XIX: “Esta costumbre de tomar mate, aunque sea costumbre nacional, se ha de modificar algún día en el campo, lo mismo que se va perdiendo en la ciudad: es de esperar que será cuanto antes y deberían trabajar los estancieros para acelerar este día feliz””. Y en ese sentido, aconsejan a los estancieros a no impro¬visar adecuándose a las condiciones económicas cambian¬tes. Es indispensable, señalan, controlar estrictamente a los subordinados. Expone Daireaux:
“Hemos dicho que para conseguir reproductores de valor, es preciso mantenerlos con abundancia: lo mis¬mo diremos que para tener buenos trabajadores, es pre¬ciso alimentarlos en proporción del trabajo que se les pide. El gaucho, de generación en generación, viene vi¬viendo de miseria: no puede ser sino débil; tendrá esta resistencia pasiva que le permite soportar ciertas fati¬gas o carencias, pero de ningún modo puede tener esta sobra de fuerzas que al hombre bien mantenido le hace buscar en qué emplear su actividad. Al estanciero le toca cambiar poco a poco estas condiciones anormales de vida y mejorarlas en su propio interés, pues el inte¬rés es el gran móvil de las acciones humanas; es preciso que comprenda que para llegar a mejorar sus hacien¬das debe mejorar primero, o a lo menos simultánea¬mente a la gente que las cuida”.
a Godofredo Daireaux, La cría del ganado en la estancia moderna, Buenos Aires, 1887.
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En ningún momento se alude a la condición de seres humanos de los trabajadores. Contrariamente, comparan a éstos a los reproductores bovinos a quie¬nes se debe dar buen trato y abundante alimentación. Ningún estanciero, sostienen, abandonará a sus se¬mentales. Son realidades del pasado adaptadas a las nuevas circunstancias del presente. Podían decir, por cierto, cambiando el destino de las palabras de Ma-tienzo, expuestas en el siglo XVI en relación a los in¬dios, que los gauchos “Fueron nacidos y criados para servir, que les es más provechoso el servir que el man¬dar, y conócese que son nacidos para esto porque, se¬gún dice Aristóteles, a estos tales la Naturaleza les creó más fuertes cuerpos y dio menos entendimiento, y a los libres menos fuerzas y más entendimiento””. O repetir las de Solórzano y Pereyra expuestas en el siglo XVII y que aconsejan a esclavizar a quienes fuesen “de condi¬ción tal silvestre que no conviene dexarlos en su liber¬tad por carecer de razón y discurso bastante para usar bien de ella”.
Son las bases ideológicas que no tienen relación exclu¬siva con circunstancias cromáticas o étnicas. El tomismo, la Escolástica de los epígonos barrocos que teorizan en relación a los indios, negros y mestizos del Nuevo Mundo en defensa de intereses concretos se proyecta en el tiempo. No busquemos en sus fundamentos el “fervor religioso” ni el “entusiasmo caballeresco de los hidalgos de solar conocido”: se trata simplemente de la más despiadada explotación.
Pues bien, al concretarse a fines del siglo XIX y pri¬meros años del siguiente la ocupación de todo el terri¬torio del país, exterminados o asimilados los escasos indios, renace en los grupos dirigentes un “agudo pesi¬mismo racial” que encuentra sus raíces en algunos de los inspiradores de la “Organización nacional”. En 1852, Juan Bautista Alberdi, teórico de la Constitución y su más importante inspirador, expone en Las Ba-
a Juan de Matienzo, Gobierno del Perú (1567). Edition et étude préliminaire de Guillermo Lohmann Villena, París, 1967, p. 17.
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ses la necesidad de que predomine en el país el elemento “blanco” sobre el mestizo e indígena. Quimeras y en¬sueños que asocia a su proyecto de país posible y que luego retoma el general Roca al sostener la necesidad de que el indio desaparezca al contacto de una “raza” según él “mejor dotada”. He aquí las palabras de Alber-di: “¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un in¬fanzón de la Argentina y no mil veces con un zapatero inglés?”. Y seguidamente agrega: “En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1° el indígena, es decir el salvaje. 2° el europeo, es decir nosotros, los que hemos nacido en América y ha¬blamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillan (dios de los indígenas)”. Es más, reniega de los hispano-criollos, más que nada de la tradición autorita¬ria y represiva, y opina que “Sin la cooperación de esa raza (la sajona) es imposible aclimatar la libertad y el progreso material en ninguna parte”.
Cincuenta años más tarde los planteos se invierten y se pone más el acento en el origen étnico. Estanislao Ze-ballos, propulsor de un nacionalismo agresivo, informa¬ba a sus oyentes en una conferencia pronunciada en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, que “es digna de recordarse la circunstancia favorable que (en la Argentina) las razas inferiores (sic), indios y negros, casi se extinguieron durante el primer siglo de la Indepen¬dencia”. Es más, esa profesión de fe racista en la supe¬rioridad del blanco ante lo que consideran “razas infe¬riores” nos exime de otro comentario.
En cuanto a realidad histórica la “invención” poste¬rior de una “raza argentina”, idea de la que participan José Ingenieros (“raza neolatina. . . una raza debe traba¬jar para ser la más fuerte”), Manuel Caries, Ernesto Quesada, Alejandro Bunge, Joaquín V. González, Ri¬cardo Rojas, Hipólito Yrigoyen (inspirador del día de la Raza en un país de tan variados aportes étnicos) y muchos más, corresponde a un período de la más cruda explotación de los desposeídos. Bunge alude reiterada¬mente a la conformación de una “raza superior” sobre su absurda propuesta de la selección de la “raza argen¬tina”, advirtiendo paralelamente el peligro que signifi-
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ca el ingreso de “elementos caucásicos”‘1.
“Pureza racial”. Un deseo que en los días del Cente¬nario de 1810 presenta características insospechadas. Señala entonces Joaquín V. González, y su palabra es acompañada a coro por muchos más, que en el país, eliminados hacía ya tiempo “los componentes degene¬rativos e inadaptables, como el indio y el negro”, desa¬parecía también el mestizo gracias al influjo de la “ra¬za europea, pura por su origen y pura por la selección”*.
Años después, afianzados en el país los miles de in¬migrantes europeos, establecidos la mayoría en las ciu¬dades del litoral al no serles posible el acceso a la tie¬rra, ellos y sus hijos contribuyen a la formación de un movimiento obrero de las más variadas bases ideológicas. Es así que paralelamente los propietarios de tierras y sus representantes “intelectualizan” lo que denominan “restauración nacionalista”, la idealización de los anti¬guos modos de vida y relaciones sociales; la rehabilita¬ción del pasado, la investigación de la continuidad con¬tra la revolución según señala Hobsbawn al referirse a otras circunstancias0.
Para ese populismo conservador (“tradición es en rea¬lidad la transmisión del estilo nacional de una genera¬ción a otra” se ha dicho) el gaucho, el indio y determi¬nados elementos del pasado asumen la categoría de lo que erróneamente se denomina “ser nacional”. El volk de los teóricos del nacional-socialismo basado en un “proletariado racial” (la “raza argentina”) inserto en una nación en que pueblo y estado se asocian estrechamen¬te. Centros “tradicionalistas”, novelas, música “popular” y mil elementos más proponen el absurdo irracional, se¬gún teoriza un académico uruguayo, de “contribuir al imprescindible proceso de endoculturación” con el pasa-
*Cf.: Revista de Economía Argentina, año 8, número 81, mayo de 1925,pp. 199-206.
b Joaquín V. González, El juicio del agio o cien anta de Historia Argentina, Buenos Aires. La Facultad, 1913, p. 86.
cEric J. Hobsbawn, Las revoluciones burguesas, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1974, t. II, p. 438.
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do rioplatense. Siempre en momentos de crisis se había buscado refugio en propuestas que de uno u otro modo propendían a ese mismo fin. En 1875, en un editorial del periódico bonaerense La Pampa informan de la per-secusión a los extranjeros por parte de grupos que te¬men perder su predominio económico. Y se dice:
“los pobres extranjeros, que son elegidos como már¬tires para alimentar en el espíritu público la preocupa¬ción de que en cada esquina de esta ciudad hay un grupo de comunistas y petroleros; así desacreditaríamos al país en el extranjero, porque ‘nos haríamos solidarios de la barbarie y del bestial proceder de esos oficiales de línea a quienes parece que se les hubiese pasado la consigna de martirizar y matar gringos”11.
Pues bien, a partir de la segunda década del siglo XX las defensas y acusaciones referentes al gaucho suman miles de páginas impresas. Desde entonces y dentro de lo ya expuesto, se plantea la exposición de sus estilos de vida, del “folklorismo” que aflora la presunta paz idílica ya expuesta donde los hombres vivían felices con su suerte. Reconstruyen el pasado y lo transforman, así lo hace Leopoldo Lugones, en un paraíso de “cantores errantes. . . (que) recorrían nuestras campañas trovando romances y endechas. . . los personajes más significativos de nuestra raza”*. Y también en un freno ante el aluvión inmigratorio que le merece las más fuertes imprecacio¬nes. He aquí parte de su lenguaje: “La plebe ultramarina (los inmigrantes), que a semejanza de los mendigos ingra¬tos, nos armaba escándalo en el zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mesti-zos”c.
f La Pampa, Buenos Aires, 30 de diciembre de 1875. Infor¬man que en el pueblo de San Isidro habían detenido a varios ma¬sones extranjeros acusados de querer establecer “la Comuna”.
Leopoldo Lugones, El payador, Buenos Aires, Otero y Cía., 1916, p. 5.
0 Opus cit., p. 6.
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En ningún momento el análisis de su libro El paya¬dor alude a la leva y menos al latifundio ganadero (“la libertad y la igualdad fueron productos naturales de la tierra argentina”). La propuesta tradicionalista de Lugo-nes cae en la más pura ingenuidad, se convierte en una pieza oratoria de circunstancias y en algunos pasajes llega a lo vulgar. Dice; ,,y como se trata de un tipo (el gaucho) que al constituirse la nacionalidad fue su agente más genuino; como en él se ha manifestado la poesía nacional con sus rasgos más característicos, lo acepta¬remos sin mengua por antecesor, creyendo sentir un eco de sus cantares en la brisa de la pampa, cada vez que ella susurre entre el pajonal, como si estirase las cuerdas de una vihuela”.
Esas fábulas, que no eran nuevas, se transportaron a otros ámbitos y echaron en los mismos fuertes raíces. Nos encontramos así con el gaucho idealizado por el hijo de estanciero Ricardo Güiraldes y cuya figura más cono¬cida es Don Segundo Sombra, el sumiso personaje que bien pudo integrarse a “La estancia vieja” (título de un relato incluido en Cuentos de muerte y sangre editado en 1915) donde expone su adversión a la agricultura, la nostalgia por las praderas incultas y el latifundio. La ne¬gación del progreso. Dice Güiraldes:
“Todas las estancias del partido, contagiadas de civili¬zación, perdían su antiguo carácter de praderas incultas. Las vastas extensiones, que hasta entonces permanecían indivisas, eran rayadas por alambrados, geométricamente extendidos sobre la llanura.
No era ya el desierto, cuyo verde corría hasta el hori¬zonte. . . La tierra sufría el insulto de verse dominada, explotada. . . Pies extranjeros la hollaban sin respeto e instrumentos de tortura rasgaban su verdor en largas heridas negras. Semillas ignotas sorbían vida en su sabia fecunda, y manos ávidas robaban de sus entrañas la san¬gre para convertirla en lucro”.
En la nostalgia por el.pasado, pues, estriba el carác¬ter de sus opiniones. También Martiniano Leguizamón vive, así escribe, “en el delicioso embeleso y la visión fu-
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gitiva” del tiempo en que la tierra no tenía límite”. Y asimismo las respuestas de la mayor parte de los encues-tados en 1926 por el periódico Critica de Buenos Aires sobre las características del gaucho. En esa oportuni¬dad, Ricardo Rojas sostiene que “Ha aparecido porque sí, como una fuerza viva de la naturaleza”. Y agrega “que trabajaba cantando, a veces con el solo ritmo in¬terior, amaba con su canto”. Canto y misterio abonan su telurismo, y sobre todo una “mística” imposible de definir que evade las relaciones sociales y las depen¬dencias. En realidad, una teoría sobre tales bases no resiste racionalmente ningún tipo de análisis.
Por último, en otros testimonios se expresa de manera más manifiesta la dicotomía criollo-inmigrante, asocia¬da a la paz social del pasado. En 1917 Carlos Ibarguren razona de la siguiente manera sobre la presencia del in¬migrante en relación a la sociedad arcaica:
“La inmigración. . . adolece de los efectos de todo lo adventicio: falta de cohesión y heterogeneidad, de¬rriba paulatinamente la primitiva formación argentina y va demoliendo, del litoral interior, esa es su vía, nues¬tras cosas y costumbres de antaño, de tipos genuinos, los contornos que en otros tiempos nos perfilaron y nos definieron. . . La inmigración europea destruye todo lo que representa nuestra vida pasada hispano-ameri-
Dicho y señalado lo anterior, se verán con más cla¬ridad las relaciones entre el pasado y el presente, las afi¬nidades de dos puntos de vista aparentemente disími¬les. Señalemos, pues, las opiniones que sobre el gaucho exponen en la segunda mitad del siglo XIX sus contem¬poráneos de la clase dirigente porteña.
” Martíniano Leguizantón, La cuna del gaucho, en Boletín de la Junta de Historia y Numismática, t. vií, Buenos Aires, 1930. Conferencia publicada posteriormente en su libro La cuna del gaucha, Buenos Aires, Peuser, 1935, pp. 11-51.
* Carlos Ibarguren, De nuestra tiara, Buenos Aires, 1917, pp. 9-10.
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El juicio que realiza sobre el gaucho un testigo re¬presentativo del momento, perteneciente a la clase so¬cial dominante que dirige la economía, la política, las artes y la diplomacia, ha de demostrarnos la conforma¬ción mental de quienes dicen formar parte de la “aris¬tocracia” nacional que funda clubs y viaja a Europa. En 1856 envía desde París a Buenos Aires el proscripto unitario y poeta romántico Miguel Cané, un extenso artículo sobre el gaucho bonaerense0. Sus opiniones no son favorables para el poblador rioplatense. Co¬mienza por denominarlo con palabras sentimentales y nostálgicas, llamándolo “cóndor de los Andes”, “rey de las praderas”, “trovador de las cabañas pajizas” y con otras adjetivaciones similares. “Nacido en estos campos que no tienen límite —agrega—, lleva en su alma la idea exagerada de su poder y libertad: su vida, sus deseos, sus planes, participan de ese sentimiento del infinito que encuentran en la naturaleza, que le empuja a todo lo nuevo, extraordinario, sin ocuparse de las cau¬sas que lo arrastran””.
Aludirá luego al conocido enfrentamiento entre el gaucho y las autoridades “que el orden social ha creado para su gobierno” y que el gaucho “desprecia y bur¬la, ya que no la puede combatir abiertamente: en sus gustos de caballero trovador, en su dignidad de hom¬bre guapo, no hay alcalde, comisario ni esbirro que le merezcan siquiera las consideraciones que se merecen entre sí las criaturas de una misma especie”. Conocien¬do, como conocemos, la situación legal del poblador de la campaña sabemos que nunca podrá considerar a quien lo ha de esclavizar o perseguir. Pero reconoce Cañé que el gaucho lucha contra aquellos, sus enemi¬gos, para huir del orden establecido; “el gaucho vive como un paria en las soledades protectoras o en las tierras escabrosas; allí los alcaldes, los esbirros, los empleados del brazo ejecutivo son impotentes a ejer¬cer la venganza legal, porque el gaucho tiene el ojo de
” Miguel Cañé, El gaucho argentino, en La revista de Bue¬nos Aires, t. V, Buenos Aires, 1864, p. 601.
bOpus cit., p.602.
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águila y las garras del balcón”0. Reconoce también que es amigo de sus amigos, a quienes regalará dinero si lo posee, la vida “y lo que es más, su caballo predilecto”. Pero estos escasos elogios han de convertirse en la plu¬ma del padre del autor de la célebre y reaccionaria “Ley de Residencia” en severas acusaciones: “es un ser que no pertenece —agrega— a la civilización porque vive para sí y en perfecto desacuerdo con todas las leyes y reglas de la sociabilidad; el individualismo absoluto, el yo en las aplicaciones más completas, en su culto sobe¬rano”.
Los prejuicios que reflejan estas opiniones remiti¬das desde París son similares a los expuestos por los componentes del sector social al cual pertenece. Pero esta diferencia social sólo podrá realizarse con gauchos, mulatos y mestizos, pues la inmigración masiva todavía no ha llegado a Argentina; esta actitud ha de correspon-derle cronológicamente a la siguiente generación y donde ha de actuar el hijo de Miguel Cané, autor de la conoci¬da estudiantina Juvenilia. Para Cané padre, todos los ma¬les del país, pasados y presentes, se deben a la influencia del gaucho sobre la estructura social, organización ha de denominarla el autor. Sostiene con espíritu sim¬plista que “no sería injusto atribuir a ese espíritu rebel¬de, a esos instintos salvajes y excesivos, la mayor parte de los escándalos que ha ofrecido la patria en sus luchas civiles”. Olvida intencionalmente la lucha del ganadero para obtener su amplio dominio.
Pues bien, Miguel Cañé opina que “esa familia para¬sitaria”, como denomina al gaucho, fue demasiado nu¬merosa y causa de todas las desgracias del país. “Bedui¬nos de las campañas abundantes —escribe—, donde la naturaleza ha tirado a manos llenas todo lo necesario a la vida animal, el gaucho es perezoso, inhábil para los trabajos de la industria; nace, se cría y vive debajo de ese cielo azul, recibiendo de la tierra, a manera de las plantas tropicales, la cera que la nutre. ¿Qué le importan los desquicios sociales ni el porvenir en ge¬neral? Su querida, su caballo y su individuo constituyen para él la creación entera”*.
a Opus cit., p. 605. * Opus cit., p. 605. 246

Y si bien para tener categoría cree la clase alta que es indispensable una querida importada como las que fi¬guran en las páginas testimoniales de Cambaceres, o un caballo inglés para obtener con su lucimiento pres¬tigio social, el hecho del amancebamiento en un rancho ruinoso de la campaña puede ser un acto denigrante siempre que su protagonista sea un gaucho, para ellos un mestizo indecente y altanero que trabaja de peón en sus estancias. Y por último, sostiene Cañé que hace dos lustros ese grupo social o “elemento de atraso” está cambiando gracias al influjo de la inmigración y las cos¬tumbres europeas, las mismas que sus pares de medio siglo después han de menospreciar.
Dando fin a sus opiniones, afirma que así como en esos días se canta al progreso y la civilización, en el fu¬turo poetas y escritores “irán a buscar en las tradicio¬nes de Santos Vega y de tantos otros trovadores de las pampas, el colorido de las épocas primitivas y el tipo que habrá desaparecido bajo la máscara lustrosa del hombre modificado por los usos de la vida civil”.
II – COLONIZADORES E INMIGRANTES OBSERVADOS POR LA SOCIEDAD TRADICIONAL
Los comerciantes y residentes extranjeros estableci¬dos en Buenos Aires opinan de manera totalmente opuesta. Exponen en algunos casos planteamientos más progresistas y acordes con el desarrollo que algunos es¬peran del país. En las páginas del periódico El Industrial (23 de febrero de 1856) los miembros de las colectivi¬dades extranjeras y propietarios de comercios y talle¬res industriales se refieren a la situación de las clases desposeídas de la ciudad y la campaña. Aluden asimis¬mo a la barbarie de la leva, para ellos un sistema incom¬patible con el desarrollo material que esperan del país. “Entre nosotros —exponen en el mencionado periódi¬co— hay un grande inconveniente para la organización del ejército y es nuestra poca población. Hasta hoy los cargos penosos de la milicia ha recaído siempre sobre la clase débil de la sociedad. Se ha hecho obligatorio
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—agregan— el servicio a una parte de la población, y los morenos y paisanos han sido siempre los que han formado la tropa veterana”. Es, por cierto, el pensa¬miento de un grupo determinado que nada tiene que ver con los terratenientes.
Mucho antes de la inmigración masiva, sectores tra¬dicionales plantean los problemas que presentará al país el arribo de colonos extranjeros. José María To¬rres los expone en una extensa carta que envía al gene¬ral Mitre el 31 de octubre de 1862 y donde expone un proyecto de inmigración. Analiza en el mismo los males que se producirán en el futuro, un futuro para él muy próximo. Su opinión en ese sentido es totalmente negativa. Y llega a decir:
“Los colonos, pues, convencidos de su superiori¬dad física, intelectual y moral, en vez de asimilarse a la del país la despreciarán. Mirarán a nuestros presi¬dentes, a nuestros ministros, a nuestros legisladores, a nuestros generales, que tan grandes nos parecen a noso¬tros, y que tan pequeños serán para ellos y dirán “¿ Y es posible que estos hombres gobiernen? ¿Y les habre¬mos de obedecer nosotros? Sí, mientras estamos en mi¬noría; pero apenas tengamos la fuerza suficiente para tomar el mando, les daremos las gracias y los enviare¬mos a descansar””.
Y como teme que Mitre no le crea, menciona luego la polémica entre un periodista español establecido en Buenos Aires y los redactores del diario El Nacional, hijos de extranjeros, particularmente don Carlos D’Ami-co que sostenía enfáticamente que tenía a gran for¬tuna que por sus venas no corriese sangre española. Esta afirmación recibe por parte de Torres una res¬puesta acorde a las ideas generales del grupo social al que pertenece. “Si un miserable aislado y descendien¬te de la nacionalidad que revela su apellido —escribe—, se atreve a insultar de ese modo a toda la nación por
a Original manuscrito en el Museo Mitre, Buenos Aires, Al-chivo inédito del General Mitre, Caja 35, documento 10174.
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la prensa, es decir en voz alta y a presencia de todo el mundo, empezando por un presidente y acabando por su último ciudadano, la sangre española”. Encontra¬mos asimismo un interesante análisis sobre la pobla¬ción del país en esos momentos. Dice sin mayores ro¬deos:
“Los gauchos -escribe en la carta al general Mitre— no han aprendido nada, ni quieren trabajar; la clase me¬dia tampoco ha aprendido nada, y se contenta con ser tendera, almacenera o empleada; es decir dependiente del comercio extranjero, o del tesoro de la nación. La clase culta o elevada (sic) es propietaria o abogada. La primera es rica, tiene casas, estancias, y depósitos en el banco; y en vez de la administración de los extran¬jeros, de establecer líneas de vapores, de ferrocarriles y de explotar la agricultura y la industria, funda clubs de billar, de ajedrez, de baile. La segunda, foco de ilus¬tración y el saber de la República, produce los legis¬ladores, los magistrados, los ministros, cuya ciencia toda está en los libros que ha leído y en las citas que hace, y en prueba de su gran previsión y sabiduría decreta ferrocarriles para los desiertos del Sud, y la colonización por millares de familias extranjeras que vengan ¿a qué? ¿a obedecer? ¡no! a sepultarlos a ellos y a sus hijos en el olvido.”
El lógico y fundado temor de Torres hace directa alusión al posible desplazamiento de los nuevos gru¬pos sociales en potencia, formados por los inmigrantes, a ocupar las posiciones detentadas hasta aquel mo¬mento por un corto número de familias poseedoras de tierras y ganado. Por esa causa ha de interrogar a la élite, preguntándole si el día que posea la Repúbli¬ca un millón de pobladores descendientes de extran¬jeros “¿vuestros hijos y los de vuestros amigos serán presidentes, ministros, senadores, diputados o cosa que valga?”. La afirmación contiene al mismo tiempo la negación de valores de toda índole entre los compo¬nentes de la clase social dominante; él mismo lo dice:
“¡Ay, señor! harto harán con comer su fortuna, si
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la heredan, en el fondo de su casa, porque si no, como nuestra descendencia no podrá competir en la indus¬tria y el trabajo, con ella, tendrán que abandonar la patria en que nacieron, o que pedir limosna a los que entraron como huéspedes en ella.”
Observa con temor la realidad en el lento proceso de movilización que comienza a operarse en diversos sec¬tores sociales y políticos. El temor al desplazamiento está plenamente justificado y obedece ya a hechos con¬cretos.
Debemos advertir, y aunque más no fuese breve¬mente, que la élite por deseo de diferenciación so¬cial —no necesitó anteriormente hacerlo frente al in¬dio, negro, mulato o “chino”— ha de aristocratizarse. Muchos hechos señalan aquella determinación. En las dos últimas décadas del siglo XIX algunos periódicos comenzarán a incluir una sección denominada “socia¬les” y los núcleos patricios serán mucho más cerrados que anteriormente.
Como pudimos observar, los planteos no se contra¬ponen a pesar de su aparente oposición. El deseo es simple: traer al inmigrante para que cree con su tra¬bajo la riqueza que disfrutarán los menos, sin que se dis¬tribuya racionalmente entre todos. Y entonces dos si¬tuaciones se ofrecen a los gobernantes de la segunda mitad del siglo pasado frente al progreso y al rápido desarrollo del país: por un lado el espíritu liberal, de¬seoso de modificar algunos aspectos de la estructura social y económica, y, por otro, el fuerte interés de aquellos para quienes el progreso es un hecho conve¬niente, siempre que la tradicional estructura económi¬ca se mantenga como hasta entonces. El planteo, como algunos hechos económicos lo demuestran, no pudo prosperar en su totalidad. Era, bajo todo punto de vista, muy difícil lograrlo.
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III – EL PENSAMIENTO DE LOS QUE POSEEN
En La gran aldea” Lucio V. López, señala varios e importantes testimonios para analizar la sociedad bonae¬rense. Destaca en algunos diálogos el concepto que sobre los oficios mecánicos posee un sector de los pobladores porteños. Uno de los personajes, y para señalar su alta posición social de antiguo arraigo histórico, denigra a otro con palabras que sintetizan el pensamiento de la autodenominada aristocracia porteña sobre los advene¬dizos a su grupo social: ” ¡Yo no necesito de tu nombre para nada! ¡Guárdatelo, que para nada me sirve! ¡Yo me llamo Berrotarán y usted es un pobre diablo, hijo de un lomillero! ¡Sí, señor, de un lomillero! Su padre de usted era lomillero en tiempo de Rosas”. López, al referirse al gaucho bonaerense confirma plenamente la tesis que acusa a los estancieros de haber sido el principal apoyo de Rosas, y lo hace al sostener que su gobierno fue un gobierno de hacendados -“las fa¬milias decentes y pudientes”—, los apellidos tradicio¬nales, los latifundistas dueños de ‘la tierra porteña:
“En el partido de mi tía -escribe- es necesario de¬cirlo para ser justo, y sobre todo para ser exacto, figu¬raba la mayor parte de la burguesía porteña; las fami¬lias decentes y pudientes; los apellidos tradicionales, esa especie de nobleza bonaerense pasablemente beá¬tica, sana, ilustrada, muda, orgulloso, aburrida, loca¬lista, honorable, rica y gorda: ese partido tenía una ra¬zón social y política de existencia; nacido a la vida al caer Rosas, dominado y sujeto a su solio durante vein¬te años, había, sin quererlo, absorbido los vicios de la época y con las grandes y entusiastas ideas de liber¬tad, había roto las cadenas sin romper sus tradiciones hereditarias. No transformó la fisonomía moral de sus hijos; los hizo estancieros y tenderos en 1850. Miró la universidad con huraña desconfianza, y al talento aven-
a Se publicó como folletín en 1882 en Sud-América y dos años más tarde en libro, con el subtítulo Costumbres bonae¬renses.
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turero dé los hombres nuevos pobres, como un peli¬gro de existencia; creó y formó sus familias en un ho¬gar lujoso con todas las pretensiones inconscientes de la gran vida, a la elegancia, y al tono; pero sin que¬rerlo, sin poderlo evitar, sin sentirlo, conservó su fi¬sonomía histórica, que era honorable y virtuosa, pero rutinaria y opaca. Necesitó su hombre y lo encontró: le inspiró sus defectos y lo dotó con sus méritos”.
Lucio V. López también caricaturiza a otros ele¬mentos de aquella década fácil en riqueza y progreso material. Y es así que coloca en labios de uno de sus personajes, educado muchos años antes durante el apogeo y el dominio del estanciero bonaerense, pa¬labras definitorias que reflejan el pensamiento de aquel grupo. En su opinión puede observarse un enfrenta-miento entre dos generaciones opuestas, educadas bajo distintas constantes políticas y económicas. “Vean ustedes, señores, llevar hombres jóvenes a las cámaras sería nuestra perdición. La juventud del día no tiene talentos prácticos; ¿cómo quieren ustedes que los tenga? ¡Le da por la historia y por estudiar el derecho constitucional y la economía política en libros!”.
En menos de veinte años la ciudad había cambiado su fisonomía. Europa llega a las calles con su moda y sus costumbres: “No era chic —sostiene López— hablar español en el gran mundo; era necesario salpicar la conversación con algunas palabras inglesas, y muchas francesas, tratando de pronunciarlas con el mayor cuidado, para acreditar raza de gentilhombre”.
La vida en sociedad, el club, los bailes, adquieren mayor importancia. La clase social dominante se aisla en su reducido universo y trata de imponer entre sus pares un determinado sistema de vida. Ser socio del “club”, y en este caso del denominado Progreso, no era cosa fácil; “era necesario ser crema batida de la mejor burguesía social y política para hollar las mullidas alfombras del gran salón o sentarse a jugar un partido de whist en el clásico salón de los retratos que ocupa el frente de la calle Victoria”. El aislamiento en círcu¬los cerrados será siempre una de las características de los sectores dominantes de todo el mundo. Sus componen¬tes, socios del “club”, viven en el mismo barrio, veranean en sus estancias y viajan a Europa periódicamente
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Fuerza es repetirlo: a partir de los incrementos de las exportaciones se viven momentos que Segundo Villa-fañe denomina Horas de fiebre, título de su novela editada en 1891. Nos dice allí:
“Con el nuevo año de 1884, empezaba al parecer, una era de grandes progresos, y rápido desarrollo en la vida en la República. Ningún momento más propicio para especular y adelantar, teniendo tino e inteli¬gencia, actividad y relaciones! Era el momento precisa¬mente en que estas cosas valían, en que las cartas de recomendación, las especulaciones en sociedad con personas influyentes, empezaban a ser más que nunca eficaces. Todo era cuestión de tener ideas y buen golpe de vista, y en todo caso inventiva y audacia, para sacar de la nada lucrativos negocios”0.
Era necesario para lograr éxito económico, según el itinerario seguido por el personaje de la novela de Villafañe, ser socio de la Bolsa de Comercio y dirigir la atención “a las grandes especulaciones de tierras”. La vida silenciosa y sin mayores complicaciones sociales, heredada de la colonia por los patricios argentinos, cam¬bia con pasos demasiado acelerados. El nuevo rico, con o sin apellido tradicional, “gastaba gran tren, magní¬ficos carruajes, troncos de rusos importados expresa¬mente para él. Almorzaba —agrega— y comía a lo prín¬cipe en los clubes y cafés de moda; se vestía en los mejo¬res sastres, se hacía traer ropa blanca de Inglaterra y le¬vitas de Pool, y malgastaba algunas horas en Palermo guiando su faetón o parado en la calle Florida con Un grupo de amigos”*. Muchas veces, y será éste otro de los hechos sociales característicos de aquellos años, “se gastaba todo lo que se ganaba y a veces mucho más; se hacía girar, circular el dinero, se compraba y se vendía; pero nada se conservaba, exceptuando los muebles
2 Segundo I. Villafañe, Horas de fiebre, Buenos Aires, Libre¬ría General Lavalle, 1891, pp. 12-13.
b Opus cit.,p. 15.
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lujosos, los ricos carruajes y soberbios caballos””. En 1890 también Carlos D’Amico retrataba con justeza a la clase gobernante enriquecida con la rápida valorización de la tierra:
“Había en Buenos Aires toda una clase social, que po¬dríamos llamar la burguesía de la campaña, y que era todo en esa provincia, valiéndose de la conocida frase de Sieyés.
Eran los nacidos en el campo, hijos de padres opulen¬tos, con fortuna ellos mismos, educados, aunque no ins¬truidos, casados con una niña de su misma clase; llamá¬banse estancieros ricos. Sus más notables representantes fueron: Anchorena, Terrero, Fernández, Bavio, Cobos, Cano, Sáenz-Valiente, Guerrero, Cascallares, Ramos Me-jía, Campos, etc. etc. Propietarios de vastas extensiones de territorio, el tiempo solo se había encargado de enri¬quecerlos con el aumento del valor de las tierras”^.
El itinerario de ostentación del estanciero casi siem¬pre finaliza con la compra de una lujosa casa emplaza¬da al norte del centro de la ciudad de Buenos Aires. “Cuando la siempre numerosa prole exigía educación, el estanciero edificaba una casa en la ciudad de Buenos Aires, y él volvía a su establecimiento” sostiene D’Ami¬co. Y sus cualidades morales podían resumirse con las siguientes palabras del autor citado:
“Era económico sin avaricia, religioso sin fanatismo, aspirando a que sus hijos fuesen educados en el Santo temor de Dios, como él mismo decía; honrado a carta cabal; enemigo de toda reforma, se oponía a la civiliza¬ción invasora, pero concluía por aceptar el adelanto, luego que se convencía de que le era útil”c.
?Opus cit.,p. 19.
* Carlos D’Amico, Buenos Aires, sus hombres, su política (1860-1890). Buenos Aires. Editorial Americana, 1952, p. 175 y passim.
c Opus cit., p. 176.
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Al llegar a la ciudad la transformación del hacendado será total. Socio del Club del Progreso paseará su indi¬ferencia por la calle Florida. Sus hijos se educarán o pasarán el tiempo —si su situación económica lo permi¬te- en París, Londres o en algún colegio suizo. Y él, a pesar de sus pocos conocimientos, viaja también pe¬riódicamente a Europa, exportando miles de pesos obtenidos con la venta de sus animales”*2. Entonces se transforma o desea transformarse en un aristócrata. A medida que madura intelectualmente esta idea, la expondrá públicamente y ha de defenderla por inter¬medio del periodismo y el libro. El porteño o provin¬ciano así estructurado ha de considerarse superior al inmigrante europeo e infinitamente por encima del gaucho o del mestizo. Miguel Cañé pondrá en boca de uno de los protagonistas de un relato suyo palabras que señalan un estado mental característico:
“Tú conoces mis ideas y sabes que sólo acepto las aristocracias sociales. En las instituciones, en los atrios, en la prensa, ante la ley, la igualdad más absoluta es de derecho. Pero es de derecho natural también el per¬feccionamiento de la especie, el culto de las leyes mora¬les que levantan la dignidad humana, el amor a las cosas bellas, la protección inteligente del arte y de toda mani¬festación intelectual. Eso se obtiene por una larga he¬rencia de educación, por la conciencia de una misión, casi diría providencial, en ese sentido. Tal es la razón de ser de la aristocracia en todos los países de la tierra,
aRefiriéndose a este aspecto escribió Sarmiento (1883) en El Nacional: “Lo que más distingue a nuestra colonia en París, son los cientos de millones de francos que representa, lleván¬dole a la Francia, no sólo el alimento de sus teatros, grandes hoteles, joyerías y modistas, sino verdaderos capitales que emigran, adultos y barbados, a establecerse definitivamente y a enriquecer a la Francia. En este punto aventajan las colonias americanas en París a las colonias francesas en Buenos Aires. Estas vienen a hacer su magot, mientras que las nuestras lle¬van millones allí.” (Domingo Faustino Sarmiento, Condición del extranjero en América, Buenos Aires, Biblioteca Argentina, 1928).
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tenga o no títulos y preocupaciones más o menos es¬trechas. Entre nosotros existe y es bueno que exista. No lo constituye por cierto la herencia, sino la con¬cepción de la vida. . .””.
Los ascendientes de aquella pretendida aristocracia habían sido en su mayor parte pulperos, contrabandis¬tas, pequeños comerciantes o abastecedores del ejérci¬to, en el mejor de los casos. Aproximadamente hasta 1880 habían tenido una concepción de la vida muy esquemática: reunir el máximo posible de tierras y esperar que se valorizaran. Ya por 1873 se alude en el periodismo al origen de lo que se denomina “aristocra¬cia porteña” propietaria de la tierra. He aquí algunas de las palabras con que los definen y ubican:
“Esos condes y marqueses en perspectivas que osten¬tan en sus pechos la librea del esclavo, son vastagos de familias desconocidas cuyo árbol genealógico se esconde sin duda entre las razas de los indios o la plebe de los conquistadores españoles: son pobres entidades que el acaso ha elevado a las alturas del poder desde donde miran con desdén a sus conciudadanos. Esos nobles or¬gullosos que enfáticamente se llaman aristocracia porte¬ña son proveedores enriquecidos con los dineros sustraí¬dos del pueblo, son generales que han vendido su pluma y su espada al Gabinete de San Cristóbal, son políticos corrompidos que cortejaron Palermo y arrastraron el carro de Manuelita Rosas. . . Estos son los hombres que se titulan la aristocracia porteña cuyo bochornoso títu¬lo es un borrón para la historia argentina”^.
Y también el viaje a Europa, particularmente a París, centro europeo de la preocupación de los argentinos y no precisamente por razones culturales. Así lo señala el
” Miguel Cañé, Prosa ligera, Buenos Aires, La Cultura Ar-gentina, 1919, p. 125.
– Artículo titulado La aristocracia porteña, en La política, Buenos Aires, 14 de noviembre de 1873.
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testimonio anónimo de un testigo del mismo grupo social. He aquí su relato:
“Respecto a la vida que allá lleva parte de la colonia argentina, es de desórdenes: ellos de orgía; ellas de chis¬mes y escándalos. . . Los mozos se divierten en los cafés. El “Maxim ” tendría muchas cosas que contar porque las tablas de su piso han sido cabecera de tantos argentinos que epilogaban sus torneos desenfrenados rodando bajo las mesas, entre botellas de champagne. . . ellas, en fin, que son todo o parte de esas apreciaciones, se van a París loco para dar rienda suelta a los deseos contenidos de una libertad ansiada, sin espectadores, sin censores, al abrigo de testigos y a cubierto de peligros y temores. Y arrastran por allá sus galas y algunas pierden girones de las sedas de sus trajes, mientras otras apuntan triunfos en el haber de sus campañas””.
Con el viaje a Europa se despierta en muchos el de¬seo de obtener títulos de nobleza que monarquías en quiebra vendían al mejor postor. O también por alian¬zas matrimoniales. Se dice:
“Hay por allá (en París) muchos nobles de pega y tí¬tulos arruinados a la espera de americanas ricas. Ya no nos creen tan sauvages como antes. . . Están, pues, los nobles a la expectativa y algunos realizan sus ambicio¬nes. Por eso tenemos muchas princesas, condesas, duque¬sas, baronesas y marquesas argentinas. Tienen aquellos sus blasones apolillados y los cambian por fortunas”^.
Por entonces, a esa realidad el comandante Prado, testigo y partícipe de la expansión de la frontera, ex¬pone su visión desprovista por cierto de todo lirismo de quien había hecho factible la riqueza de los menos. Des¬taca la pobreza y el olvido y nos dice:
fl Martha Bonheui, Apuntes y críticas sociales, Buenos Aires, 1908, p. 32.
b Opus cit., p. 34.
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“¡Pobres y buenos milicos! Habían conquistado 20.000 leguas de territorio y más tarde, cuando esa inmensa riqueza hubo pasado a manos del especulador que la adquirió sin mayor esfuerzo y trabajo, muchos de ellos no hallaron -siquiera en el estercolero del hos¬pital— rincón mezquino en qué exhalar el último aliento de una vida de heroísmo, de abnegación y verdadero pa¬triotismo”‘1.
Entre los ricos todo era distinto. Disponen del Club del Progreso, los bancos, la Bolsa de Comercio, los tea¬tros. Eugenio Cambaceres refiere en su novela Silbidos de un vago (Buenos Aires, 1881) —nombre simbólico para un libro que retrata a la clase dominante— distin¬tos aspectos de la vida de quienes podían sostener sin temor a equivocarse: “Vivo de mis rentas y nada tengo que hacer”. Sus palabras resumen la situación de un sec¬tor de la ciudad. ” Vivo por vivir, o mejor: vegeto” re¬fiere en primera persona. Peyorativamente trata a los comerciantes de Buenos Aires, por lo general en esos días inmigrantes o hijos de inmigrantes que habían desplazado a las familias tradicionales que casi hasta ayer atendían sus tiendas, pulperías y almacenes por menor. En el Anuario del comercio, de la industria, de la magistratura y de la administración de Buenos Aires, editado por Alejandro Bernheim en 1854, figuran muchos apellidos de la posterior clase dominante enri¬quecida con las adjudicaciones de tierras. Son propie¬tarios, entre otros, de almacenes por menor, Domingo Achával, J. B. Aramburu, Braulio Costa, José María Drago y José Pico; de tiendas: Benito Bosch, Bartolo Churruca, Tomás Castelli, Emilio Funes, Martín Nazar,
Comandante Prado, La guerra al malón, Buenos Aires, Edi¬torial Universitaria, 1960. Refiriéndose a los repartos de tierra se queja Prado de las irregularidades cometidas y de “la garra de favoritos audaces clavada hasta las entrañas del país”. Agrega más adelante: “y como la codicia les dilataba las fauces y les pro¬vocaba babeos innobles de lujuriosos apetitos”, tenían ganas de “maldecir la gloriosa conquista, lamentando que todo aquel desierto no se hallase aún en manos de Reuque o Sayhueque”.
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Pancho Roca y Guillermo Udaondo. Apellidos luego pertenecientes a la clase dominante encontramos entre los comerciantes panaderos (Lahite y Santillán) y los confiteros por menor (Guerrico, A. Lozano y Carlos Noel).
En menos de una generación el proceso se invierte. Es ahora el inmigrante el propietario de aquellos nego¬cios y el destinatario de las burlas más agrias. El siguiente diálogo de Silbidos de un vago forma parte de un estado mental característico:
“-¿Quién eres? – Una bestia. -¿De dónde vienes?
-De Galicia, la tierra de bendición donde esos frutos se cosechan por millones”.
Los amigos del protagonista de Silbidos de un vago son en su mayor parte hijos de acaudalados estancieros. Uno de ellos relata al referirse a las tierras de sus padres, que fueron adquiridas por su abuelo “en cambio de un par de estribos” en una época en que los indios domina¬ban la región e impedían el mantenimiento de los ro¬deos. Pero a diferencia del padre que conoció la rudeza de los trabajos ganaderos, para él la vida del campo sólo es la evasión de tiempo en tiempo a las múltiples preo¬cupaciones sociales que lo embargan en la ciudad. Cam-baceres no trata con simpatía a los advenedizos que es¬peran ingresar a los altos círculos de la oligarquía porte-ña. Refiere sobre el caso particular una imaginada biogra¬fía, reflejo de otras reales; su personaje es “hijo de un antiguo mayordomo, capataz o interesado cualquie¬ra en una punta de vacas de Anchorena, Dorrego o algún otro”. Había pasado su niñez, escribe, “entre el fogón de la cocina y el lomo de un mancarrón probablemen¬te manco del encuentro”; a los doce años, agrega, sabía pialar un potrillo, arrear una vaca lechera, rastrear un nido de teros, matar de un rebencazo a una perdiz y otras tareas similares. Gracias al interés de su padre concurre dos veces por semana a la escuela del pueblo próximo, “La Guardia de Chascomús o cualquier otra”; aprende allí “a leer mal y a escribir peor”. Ahora bien,
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en el transcurso de doce años el pequeño puesto en el campo, las cien vacas y la tropilla de caballos se con¬vierten en una “rica y valiosa estancia”. Principiaba otra era: es entonces juez de paz, luego presidente de la municipalidad, presidente del club social del pueblo pero dentro de sus límites y posibilidades.
“Su esposa, por otra parte, soñaba con una casa en el barrio de la Concepción, un coche para ir a Palermo y un palco en el (teatro) Alegría; no porque se sintiera intimidada ante la perspectiva de lucir sus pesos y sus formas en un balcón del Colón, sino porque, ¿qué le importaba a ella, ni qué tenía que hacer en una repre¬sentación de Hugonotes si no entendía el italiano”.
El ascenso económico les obliga a mudarse desde la casa que tenían en la ciudad “a las alturas de la calle In¬dependencia o Estados Unidos, entre Chacabuco o Lima”, al sur del centro de la ciudad, al nuevo barrio de la aris¬tocracia porteña ubicado al norte. Realizan todos ellos el sueño lentamente acariciado: “tienen su casa, su co¬che, su palco y además relación con las familias de¬centes del barrio”. El esposo es entonces socio de la Sociedad Rural, de la Comisión de Higiene de la parro¬quia “y de un club político cualquiera”. Con esos ante¬cedentes y gracias al proceso de las exportaciones agro¬pecuarias, queda establecido el ingreso a la clase domi¬nante. El hecho se había gestado en menos de cuarenta años y teniendo en cuenta la época en que escribe Cam-baceres, había iniciado su camino en la última década de los días en que los hacendados en el gobierno estaban presididos por Juan Manuel de Rosas.
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ENTRE EL PASADO FEUDAL Y UN PRESENTE DIFÍCIL
“Una multitud de intermediarios, agentes de conchabo, con casa fija o ambulante, viven de engañar miserable¬mente a los pobres trabajadores; estipulan condiciones que luego no reconocen los patrones, tanto sobre el jor¬nal, como sobre las horas de trabajo, la cantidad y cali¬dad de la comida”.
Juan Bialet Massé, 1908. Informe oficial elevado al ministro del Interior Joaquín V. González.
“perciben por lo general (los peones) el salario minimo con un máximo de trabajo “.
Juan A. Alsina, 1905.
I – LOS CAMBIOS QUE INTRODUCEN LOS GANADEROS
Antes y después de 1872, año de la edición del poema de Hernández, varias voces suman sus análisis críticos pa¬ra condenar a la oligarquía ganadera represiva”. Repre¬sentantes todas ellas de intereses concretos, plantean la adecuación de la economía de la pampa húmeda a los requerimientos de la demanda externa y, los menos, un reparto equitativo de la tierra. De todas maneras, los
” Cf. la primera edición de Historia social del gaucho, Buenos Aires, Maru, 1968.
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planteos de reforma liberal fracasan y los cambios se producen en una línea determinada, los que hacen a los métodos nuevos de producción ganadera. A estos cam¬bios, los propios de los intereses generales, nos referimos seguidamente.
La estancia antigua concluyó se escribe en 1867.en los Anales de la Sociedad Rural en referencia a una ex¬plotación que abastece cueros a Europa y carne sala¬da a las economías esclavistas o de plantación. Advier¬ten entonces que “la tendencia de la época, para lo que con sobrada justicia se trabaja en el mundo civilizado, es abolir la esclavatura, y ese día no lejano el tasajo no val¬drá nada pues faltarán bocas desgraciadas a quien im¬ponérselo como alimento”. Por cierto, el proletariado de la industria europea, así lo demuestran las experiencias realizadas, rechaza como alimento la carne salada.
Así, pues, nuevas características se agregan a los esti¬los de vida tradicionales y otras se pierden a partir de la “merinización” de Buenos Aires y más tarde con la pro¬ducción de carnes rojas. El espacio disponible nos impide analizar con detención cuáles características persisten y cuáles perduran. De todas maneras, del análisis de los tes¬timonios conocidos deducimos que primero se abando¬nan las relaciones con el trabajo y las costumbres tradi¬cionales ya en desuso. En primer lugar, con la valoriza¬ción creciente del ganado vacuno y su mestización nadie podrá faenar los animales que necesite para su alimento con sólo la obligación de devolver su cuero, en determi¬nados momentos su único valor. Por otra parte, en un proceso lento pero siempre dentro de la rusticidad ca¬racterística, se modifican algunas de las prendas del vestuario de los peones debido a razones de trabajo (la bota de potro con espuela por la alpargata vasca)a o del influjo de las manufacturas europeas que se introdu-
a “El zapato vasco (alpargata) acabó también con la espuela nazarena, instrumento indispensable para los trabajos de antaño con novillos bravios de cinco o más años de edad.. . castrados después de cumplidos los tres años, para obtener los cueros gruesos, pagados en proporción de su peso por pieza, que cons¬tituían la parte más valiosa de la res. Era aún tacha contra la mestización: que los shorthorn o los herefords daban cueros muy delgados y livianos (Ezequiel Ramos Mexía, Mis memorias, 1853-1935, Buenos Aires, 1936, p. 39).
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cían masivamente. Los ponchos, por caso, dejan de ser un producto de la artesanía doméstica y casi masivamente lo serán importados: ingleses (de Birmingham y otros centros), alemanes e italianos”.
Ezcquiel Ramos Mexía, aludiendo a sus actividades rurales en los años previos a 1880, recuerda las transfor¬maciones ocurridas a partir de entonces. “Los jóvenes -dice- que salieron tan sólo veinte años más tarde, no pudieron hacerse a la idea de lo que era la vida de campo en el 60 y en el 80, que poco difería de la del ti¬rano Rozas””. Advertimos por entonces diferencias notorias entre las zonas marginales y los partidos del norte de la provincia de Buenos Aires o con las escasas “islas” donde prosperan las colonias de inmigrantes. Cuenta Godofredo Daireaux en Recuerdos de un hacen¬dado, un libro que nos da muchas claves para conocer un período de aparente transformación, el asombro de un gaucho (Liborio Peralta) nacido en el partido de Bra¬gado y ausente muchos años de su querencia al observar los cambios de su pago, ahora una región agrícola. Las dos décadas anteriores a 1880 habían transformado al pueblo: la agricultura suplanta allí a la ganadería, las máquinas a los aperos tradicionales, la casa de “ramos generales” a la pulpería criolla folk, y sus clientes “eran italianos con uno que otro español” que hablaban de trigo y campos arados (“En los estantes, había pocos ponchos y chiripaes, y al ver a los parroquianos que en¬traban en la casa, se comprendía fácilmente que debían ser estos artículos pasados de moda. . . Pocas caronas y
“Jean Yfernet, La République Argentine et ses colonies. Description physique et statique, Buenos Aires, “Courrier de la Plata”, 1885, t° I, p. 205 y ss.
* Ezequiel Ramos Mexía, Mis memorias. . ., p. 30.
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pocos estribos pedían al mozo, pero sí bolsas a milla¬res, y arados, y máquinas agrícolas, y más palas de pun¬tear vendía el pulpero que cuchillos y facones”)0.
En “Vuelta al Pago”, otro relato que Daireaux in¬cluye en su libro, refiere el regreso del gaucho Antonio Mesquita luego de quince años de ausencia a un partido que seguía manteniendo sus características ganaderas. La realidad, la pobreza de los menos, no había variado. “Sa-bía —señala sobre sus hermanos y hermanas que lo aguar¬daban- que ninguno había hecho fortuna, pero si pocos eran los que tenían hacienda, todos, por lo menos, te¬nían hijos y bastantes”. El marco y el paisaje habían cambiado poco, tanto más cuanto que la ganadería y el latifundio seguían predominando. Eran, por cierto, cir¬cunstancias similares y transformaciones que hacían ex¬clusivamente a los sistemas de producción. He aquí parte de su relato:
“Algunos cambios, asimismo, pudo notar el viajero; las majadas que, cuando se fue, eran todas merinas, se habían vuelto Lincoln; en muchas partes, se ordeñaban vacas por centenares; en las lomas, había mucha tierra arada y por todas partes, parvas grandes de alfalfa. Se cruzó, en el camino, con unos gauchos que arreaban una tropilla y, junto con ellos, pasó un puente; ¡un puente, qué lujo! y fijándose en los gauchos aquellos, notó que a pesar de llevar el lazo en el anca, no tenían ya el garbo peculiar de ¡a raza; algo, en la facha, como de gringo te¬nían, y más bien que jinetes, eran hombres a caballo. ¡Y cómo no! si ya no lidia más esa gente que con hacienda mansa^.
Dos circunstancias y una sola realidad: pasado y pre¬sente, entretejiéndose.
¿Qué significado debemos atribuir a los textos alu¬didos? ¿Cuáles fueron las influencias determinantes de los cambios que señala en sus relatos un testigo de los mismos? En primer lugar, un rápido análisis, el más apa¬rente y real bajo cierto punto de vista, nos determina a
a Godofredo Daireaux, Recuerdos de un hacendado, Buenos Aires, La Nación, 1916, p. 296.
6 Opus cit.,p. 276. 264

señalar los siguientes elementos que se incorporan en un período que se extiende entre 1850 y 1890 para facilitar la producción ganadera, o complementarla: a) la cons¬trucción de líneas ferroviarias; b) la implantación de nue¬vas técnicas ganaderas (mestizaje con razas británicas, sanidad); c) los nucleamientos urbanos que se forman junto a las estaciones ferroviarias; d) la extensión de nue¬vas líneas de diligencias para unir las zonas alejadas con las terminales del ferrocarril; e) el incremento de la po¬blación extranjera en algunos sectores de la campaña; f) las migraciones de pobladores del Interior o de la ciu¬dad de Buenos Aires y que se movilizan anualmente con motivo de la esquila o la cosecha de cereales; g) la apari¬ción en toda la región de oficios hasta aquel momento desconocidos o casi desconocidos (alambradores, herre¬ros, albañiles, carpinteros, mecánicos…); h) el paulati¬no cercado de los campos con alambres; i) la instalación de almacenes de ramos generales con manufacturas y alimentos; j) el establecimiento en la década de 1880 de un nuevo sistema judicial y de policía (el 8 de noviembre de 1881, se prohibe el empleo del cepo); k) la instala¬ción de ferias ganaderas en las ciudades cabeceras de los partidos provinciales; 1) el transporte cada día más cre¬ciente de la hacienda vacuna por medio del ferrocarril.
Son los anteriores algunos de los hechos determinan¬tes. Otros hacen a la organización de la estancia, una pre¬ocupación que entre 1880 y 1910 determina la edición de una decena o más de libros para instruir a los latifun¬distas y entre éstos el dado a conocer en 1882 por José Hernández. Pues bien, dentro del mencionado proceso, en las estancias que modernizan sus métodos difícilmen¬te se autoriza a los puesteros (peones instalados con vi¬vienda en un rincón del campo, lejos del “casco” o casa principal) a que acepten huéspedes o agregados —una costumbre de la estancia tradicional— y menos que ten¬gan animales de su propiedad, aunque estén destinados al consumo familiar. Si bien esa tendencia se generaliza, en las zonas alejadas y marginales (aludimos a los años pre¬vios a 1880) el control no es tan estricto. Se aconseja, entre tantas otras cosas, que no se permita a los peones
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hacer botas de potro, tener tropilla propia y realizar reuniones sin autorización de los propietarios”.
Muchos de los cambios producidos tienen una íntima relación con las nuevas técnicas. Señalaremos sólo algu¬nos que determinan a nuestro entender pautas importan¬tes en la mano de obra. Tal vez el alambrado sea uno de los elementos de mayor influencia en ese momento, si¬milar a la difusión masiva del molino de viento para ex¬traer agua a comienzos del siglo XX. A él hemos de alu¬dir luego. Otros, de mucha importancia, están asocia¬dos con la sanidad de las majadas, la alimentación de los animales de raza, la necesidad de aguadas en los lotes y potreros ahora cercados, y la construcción de galpones y depósitos para guardar la lana.
Con el comercio y el intercambio, las comunicaciones y el transporte se hacen dos necesidades impostergables en la llanura. Las líneas de mensajerías y de galeras co¬mienzan con posterioridad a 1852 a unir periódicamente los puntos más distantes de Buenos Aires*. Sus métodos y las técnicas evolucionan con el tiempo. En la Argenti¬na, hasta la segunda mitad del siglo pasado no se emplea la pechera para el atalaje de las galeras. Anteriormente caballos y bueyes eran atados con cinchas (carros y gale¬ras) y con yugos (carretas y arados), de acuerdo a un an¬tiguo y tradicional sistema. La pechera, que permite un mayor aprovechamiento de la fuerza de tracción animal, la introduce en 1835 Santiago Cazaldilla, pero no se po¬pulariza hasta la segunda mitad del siglo pasado. Toda¬vía en 1870 los escasos carros existentes en la campaña bonaerense se denominan de pértigo o de tirar la cincha y son propiedad de chacareros; el gaucho peón de latí-
a Miguel A. Lima, El hacendado del porvenir, Buenos Aires, 1885.
b Carlos Jewell, Mensajerías argentinas, Buenos Aires, Emecé, 1966. s Aires, 1966.
c Resumimos investigaciones realizadas en periódicos y revis¬tas de la segunda mitad del siglo XIX. Sobre los atalages y su evolución e importancia de los distintos sistemas, consúltese: Mariel Brunhes y Roger Henningei, Transports ruraux, Paris, Editions des Musées Nationaux, 1972; M. Daumas, Histoire gené¬rale des techniques, Paris, Presses Universitairos, 1962-1965, dos tomos.
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fundió lo desconoce. En lugar de las dos varas actuales posee únicamente un pértigo en el medio; en el extremo de éste un agujero, y en él un trozo de cuero que se ata a la cincha de un caballo.
Pues bien, entre 1850 y 1860 las galeras comienzan a usar las pecheras a pesar de los inconvenientes que argu¬yen muchos. Obtienen así mayor potencia y dominio de las cabalgaduras. Anteriormente los seis caballos emplea¬dos para la tracción debían ser ensillados con recado. Sobre tres de éstos, con el fin de dirigirlos, montaban otros tantos peones que denominaban postillones.
Otras transformaciones tienen como punto de partida el empleo del alambre para cercar los campos, imposi¬ción de las nuevas técnicas y necesidades de k economía ganadera. Si bien k primera experiencia conocida es de 1846 recién se adoptará masivamente en el transcurso de k segunda mitad del siglo pasado, especialmente en las tierras dedicadas a la agricultura y a la cría de ovejas. Coincide con la mestización ovina y el empleo de repro¬ductores de raza”.
Ahora bien, el alambre permite a los estancieros afian¬zar la propiedad y asegurarla de los intrusos, viajeros y ladrones de hacienda, además de facilitar la mestización (“A más de asegurar la propiedad de la producción herbácea, el akmbrado ahorra mucha mano de obra y las pérdidas de hacienda en las dispersiones que ocasionan las secas y los temporales, y finalmente permite la mes¬tización, operación muy difícil cuando se trata de ani¬males en campos abiertos, casi constantemente mezcla-dos con los de los vecinos”)”.
En Buenos Aires lo utilizan desde un comienzo los agricultores de Chivilcoy, Baradero y San Pedro para de¬fender sus siembras de las haciendas de las estancias ga¬naderas; y también en las quintas de los grandes estable-
a Campos alambrados, en La Libertad, Buenos Aires, 2 de ju¬nio de 1875.
” Carlos Lemée, La agricultura y ¡a ganadería. . . , p. 351: Alfredo Biraben, Memoria sobre agronomía o estudio y descrip¬ción de un establecimiento agrícola-rural en la provincia de Bue¬nos Aires, Buenos Aires, Peuser, 1881, CF.: Noel H. Sbarra, Historia de los alambrados, Buenos Aires, Raigal, 1955.

cimientos. Suplanta en todos los casos a las anteriores zanjas y cercos espinosos de cina-cina. Luego, a partir de 1860, su uso se extiende. En 1862, y la decisión nos advierte la importancia que comienza a tener su empleo, el gobierno de Buenos Aires alude en una ley a diversas normas a las que deben atenerse los hacendados que alambran sus propiedades: solicitar el correspondiente permiso a la municipalidad, respetar los caminos existen¬tes (tienen que dejar un ancho de cien varas para los principales, y veinte para los vecinales), permitir la aper¬tura de otros y acatar las disposiciones que se establez¬can.
Por otra parte, y esto es lo importante, su construc¬ción obliga a los propietarios a ocupar mano de obra especializada; generalmente son vascos e italianos, los más aptos para la tarea. La operación demanda asimis¬mo gran cantidad de postes de madera: en un primer mo¬mento talan los montes de talas, coronillas y espinillos próximos a la antigua Guardia del Monte y Dolores (Tordillo). Al extinguirse éstos, lo que ocurre al poco tiempo, los traen de la cuña boscosa de la Mesopotamia, de Santiago del Estero y de Tucumán, abonando altos y costosos fletes que impiden a los propietarios menos pu¬dientes alambrar sus campos.
Pues bien, la rápida difusión de los cercos transforma substancialmente los sistemas tradicionales de trabajo. Evita las recogidas diarias de la hacienda durante el pe¬ríodo de aquerenciarniento, indispensables en los rodeos que se trasladan (el vacuno durante un tiempo y hasta que no se acostumbra a su nueva morada trata de regre¬sar al sitio donde nació)”. También evita la ronda du¬rante las horas de la noche y la permanencia de un peón de guardia. Durante los períodos de seca, al extinguirse el agua de los arroyos, lagunas y jagüeles, los rodeos, se-
a Se escribe en 1880: “12.000 vacas necesitan sin alambra¬dos más de quince peones para cuidarlas y si la hacienda no es aquerenciada mucho más”. Y se agrega que una estancia de ocho leguas cuadradas de superficie puede ser alambrada por una suma aproximada a los 500.000 pesos. Cf.: Los Alambrados, en Revis-ta de Ganadería, Huss y Cía, n° 23, 25 de mayo de 1880. En 1876 la familia Anchorena invierte diez millones de pesos en alambrar sus extensos latifundios.
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dientes, caminaban leguas hasta hallar donde beber. En esos casos debían los estancieros movilizar muchos hom¬bres y realizar esfuerzos inauditos: al finalizar la seca que castiga a Buenos Aires entre 1827 y 1832 los hacendados de la zona norte de la provincia, la más afectada (Giles, Areco, Exaltación de la Cruz, Lujan y otros partidos) encuentran los pocos vacunos sobrevivientes en los baña¬dos de Tuyú y de Mar Chiquita (sobre el litoral Atlán¬tico), en algunos casos a más de cuatrocientos kilómetros de sus querencias.
Es más; también con el uso del alambrado desapare¬cen los clásicos rodeos de la estancia primitiva y se aho¬rran los salarios de los peones. La operación consistía en reunir toda la hacienda que se encontraba en determina¬da estancia y separar, basándose en señales y marcas, las pertenecientes a los vecinos. En los latifundios mayores de treinta leguas cuadradas el trabajo duraba más de un mes.
A los factores mencionados debemos agregar los nue¬vos transportes. En las dos décadas posteriores a 1860 el ferrocarril desplaza a la carreta en el área estudiada como único medio para el envío al puerto de las lanas y cueros. El proceso produce en sus primeras etapas un fuerte impacto en aquellas zonas donde la producción tiene características especiales, y por consiguiente son altos los volúmenes a trasladar. Los carreteros consti¬tuían, junto con los domadores, troperos y trenzadores de cuero, una de las escasas especializaciones del área pampeana y en general del país, tal vez la más tradicio¬nal y primitiva. En la segunda mitad del siglo XIX, mu¬chos, por no decir la mayoría, de los propietarios de las tropas de carretas son inmigrantes vascos o naturales de Mendoza, Tucumán, Santiago del Estero, San Luis y Ca-tamarca; sus peones, gauchos porteños o criollos del In¬terior. Fotografías de la época señalan la presencia de peones negros y mulatos entre sus conductores. Estos, sus amos y los vehículos, arriban del Interior durante la época de la esquila y permanecen en Buenos Aires varios meses hasta que atienden todas las necesidades del trans¬porte de la lana. Es así que se intercambian costumbres y se introducen en la campaña estilos de vida propios de la ciudad.
Los propietarios de las tropas de carretas, por lo gene-
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ral comisionistas o acopiadores, en combinación con ex¬portadores y comerciantes locales adelantan parte del precio de la esquila, abonando desde luego mucho menos de su valor: hasta un cincuenta por ciento se observa por 1860. Debemos tener en cuenta que en esos años las co¬municaciones entre la campaña y Buenos Aires son len¬tas, las noticias escasas y además muchos productores no saben leer ni escribir. Algunos afortunados hacen de esta manera fortuna y compran tierras. Más tarde, al acercar el ferrocarril sus vías a las zonas de producción, ese tipo de operaciones ha de ser ya imposible. Ya en 1870 el transporte por rieles monopoliza todas las cargas, en un momento en que los grandes terratenientes estrechamen¬te ligados al comercio mayorista y a las casas exportado¬ras se vuelcan masivamente a la cría de la oveja”.
A este respecto, es necesario señalar que los fletes fe¬rroviarios son varias veces menores en costo a los carrete¬ros y obviamente más rápidos. Un viaje en carreta entre Las Flores y Buenos Aires, por ejemplo, dura entre siete y nueve días, y mucho más si el tiempo es lluvioso, par¬ticularmente en los campos anegadizos. A Tandil cuatro o cinco semanas y otro tanto a ciertas zonas de Córdoba. El tren, por cierto, en todos los casos mencionados no supera las veinticuatro horas. De todas maneras, inaugura¬das las líneas férreas, en las regiones apartadas siguen em¬pleando este sistema de transporte, combinándoselo con el ferroviario. Las cargas de cueros y lanas se trasladan hasta las terminales más próximas y una vez allí colocan las carretas fuertemente aseguradas, mediante un dispo¬sitivo especial, sobre los vagones. Peones, arneses y bue¬yes esperan el regreso de las mismas en la estación termi¬nal de la campaña. Durante muchos años Chascomús
a A fines del siglo XIX se transporta exclusivamente carne salada, lana y cuero. Aun en 1900 son escasos los envíos de gana¬do en pie a pesar de ser inferiores los fletes en relación a los clásicos arreos. Los hacendados lentamente revertirán esa si¬tuación a causa, exponen, de “la cada vez peor condición de los caminos rurales, de la creciente complicación de la red de alambrados y cercos, de la continua expansión de tierra cultiva¬da, y, sobre todo, a causa del refinamiento de las haciendas” y su consiguiente docilidad (Los saladeros argentinos. Reportajes de “El Diario” de Buenos Aires, Buenos Aires, 1901).
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constituye un centro de enlace con Buenos Aires y de distribución de mercaderías, punto de arribo y de parti¬da de las diligencias a Dolores y Tandil.
Advertimos la importancia del primitivo sistema de transporte en los momentos previos a la inauguración de los ramales ferroviarios a la campaña teniendo en cuen¬ta que en el transcurso de 1863 y según datos parciales arriban a Buenos Aires 18.909 carretas. Esa actividad permite el desarrollo de numerosos sectores. Pulperos y comerciantes al por menor, carpinteros, herreros y forra¬jeros subsisten debido a las compras de los peones, ca¬pataces y propietarios de las tropas. Al desaparecer las carretas barridas por la competencia de los caminos de hierro se perjudican asimismo los labradores: todos los años venden los bueyes que han amansado para uncirlos a éstas. Comercio, teniendo en cuenta la magnitud del tráfico y la pobreza de los agricultores (propietarios de chacras o inquilinos) nada despreciable.
El esquema recién esbozado se puede aplicar sólo a de¬terminadas regiones y no a toda el área. Pero no nos en¬gañemos, asimismo en las zonas próximas a Buenos Aires el progreso no es global. Al desposeído no se lo integra, bajo ningún punto de vista, a una concepción dinámica de la vida, y existen para ello, por cierto, razones obvias. Se llega en todos los casos a cierto límite, el indispensa¬ble para adaptarlos a una explotación que satisface los nuevos requerimientos económicos de la demanda eu¬ropea. De ese modo, Buenos Aires al comenzar el siglo XX sigue siendo una región atrasada, de pobres, rural y preponderantemente latifundista. En 1887, casi al ter¬minar el período que nos ocupa, aproximadamente el 70 por ciento de los niños en edad escolar de la provincia de Buenos Aires no asisten a la escuela elemental, analfa¬betos para el resto de sus días”. Una realidad no muy distinta a la de cien años antes conjugada perfectamente con los contrastes acentuados entre la pobreza y la rique-
” Datos pertenecientes, al censo de la provincia de Buenos Ai¬res realizado en 1887. Por otra parte, confirmando lo expuesto, los partidos con predominio de la ganadería señalan índices su¬periores al promedio general: Pila, Rojas, Las Flores, Suipacha, Bragado, Alvear, 9 de Julio, Necochea, Mar Chiquita, Lobería, Maipú, Lincoln, Saladillo, Juárez, Tordillo y otros.
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za. Es que el sistema económico de las sociedades arcai¬cas paternalistas y autoritarias subordina el orden moral y técnico a sus propios intereses. Los campesinos, pro¬letarizados ahora en su totalidad, permanecen en el cam¬po como mano de obra dependiente y barata, convirtién¬dose en el tiempo en un factor de estancamiento. Y co¬mo ocurre en otras regiones, “No estimulan, tampoco, la aparición de un mercado para la industrialización, dada su escasa capacidad para el consumo”3. Una situación que se acentuaba aún más al impedirse la formación en la campaña de una clase media. Paralelamente, aumenta la desocupación con el consiguiente temor de los hacen¬dados ante posibles acciones de los desposeídos y así lo escriben. Sostienen, pues, en 1883 en los Anales de la Sociedad Rural, su portavoz más autorizado, que “vege¬tan en ella (la provincia de Buenos Aires) 131.161 in¬dividuos sin profesión conocida, que por el hecho de no tenerla son una incesante amenaza para la seguridad ge¬neral”.
Señalemos otros cambios. El 26 de marzo de 1888 se modifica el sistema de reclutamiento de los soldados con destino al ejército, estableciéndose un riguroso sorteo. Aparentemente un sistema perfecto. Pero en uno de los artículos, posiblemente, estudiado con paciencia, se establece la posibilidad del reemplazo de esa obligación con un “personero” que ocuparía el puesto a cambio de una suma de dinero. Una realidad ajena al gaucho. Sur¬gen entonces diez, tal vez una docena de compañías aseguradoras como la denominada “La libertadora del ejército” que mediante la entrega de una prima de se¬senta pesos por parte del interesado prometen, en el caso de ser incorporado el suscripto, la entrega de los dos¬cientos cuarenta y ocho necesarios para contratar un “personero”. Nada revela mejor los límites de la econo¬mía y de las reformas.
Por último, en las postrimerías del siglo XIX y co¬mienzos del siguiente algunos oficiales autodenominados ‘ “modernistas” discuten las ventajas del servicio militar
a Josep Fontana, Cambio económico y actitudes políticas, Barcelona, Editorial Airel, 1975, p. 157.
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obligatorio sin posibilidad de evasión alguna*2. La pro¬puesta llega a poco al parlamento. En el Congreso, en el transcurso de 1901 (preside el país en su segundo man¬dato el general Julio A. Roca), los partidarios del proyec¬to que lleva la firma del ministro de la guerra coronel Pablo Richieri informan a sus pares que pocos ciudada¬nos ingresan al ejército por propia voluntad o atraídos por la paga. Opuestamente, los militares-políticos que ocupan algunas de las bancas del Congreso sostienen la necesidad de establecer cuerpos de línea con engancha¬dos voluntarios a sueldo y, paralelamente, la obligato¬riedad de una instrucción de tres meses para todos los ciudadanos de la Guardia Nacional. Los diputados Cap-devila, Godoy y Balestra niegan su apoyo al proyecto oficial.
En una extensa intervención, rebatiendo paso a paso los argumentos de sus opositores, el coronel Richieri desarrolla la tesis oficial. No entraremos aquí en los de¬talles de su exposición ni en las causas que inspiran los deseos de reforma liberal. Pese a todo, en opinión de muchos, se cree que el nuevo orden militar significaría para el país en un futuro no muy lejano la organización, sobre la base de un sistema tradicionalmente vertical y autoritario, de dictaduras militares. Y se agrega, acla¬rándose los motivos del temor: los ciudadanos enrolados se verían obligados a obedecer ciegamente a sus jefes y oficiales sin el menor derecho a discutir sus órdenes. Este planteamiento y este tipo de análisis merece la siguiente réplica de los defensores del proyecto: de ninguna manera se concretarían en el país dictaduras militares si sus habitantes “aprenden todos a defender con energía su capital físico, moral y pecuniarios”*. Puesto a vota¬ción el proyecto, el 6 de diciembre de 1901 la idea de los
” Carlos Olivera, “El poder militar”, en Revista de derecho, his¬toria y letras, año IV, t° X, Buenos Aires, 1901, p. 518; José Armand, Conferencia sobre organización militar dada en el salón del círculo militar el 23 de julo de 1901, Buenos Aires, 1901.
* Carlos Olivera, opus cit., p. 525. En 1914 el general Uribu-ru, presidente de facto en 1930, opina que el ejército argentino no es una institución “militarista”, y menos un peligro para la democracia. “Efectivamente, (lo es) cuando es bárbaro e igno¬rante como en México, pero nunca cuando es ilustrado, disci¬plinado y civilizador como en Alemania” Anales de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1914, p. 270.
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reformistas se convierte en ley. Hay que decir, no obs¬tante, que ya muy lejos estaban la leva, el fortín y la frontera. Una empresa que había durado trescientos años.
Hasta aquí algunos de los cambios. Expuesto lo pre¬cedente, señalemos las actitudes de los distintos sectores frente a la acomodación de la economía ganadera a las situaciones cambiantes de la demanda externa.
II – ACTITUD ANTE LOS CAMBIOS
Los cambios, lo hemos ya señalado, en una primera etapa quedan relegados a los límites propios de las nue¬vas circunstancias económicas. Por otra parte, en deter¬minadas zonas de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos observamos algunos cambios en los es¬tilos de vida y en la economía e impuestos por los inmi¬grantes17. Descontadas las áreas propias de las colonias agrícolas, las zonas de más importancia son los partidos del oeste y norte de Buenos Aires: prácticamente desde el siglo XVII tuvieron un contacto permanente con el puerto bonaerense y de manera especial la estrecha fran¬ja á través de la cual cruza la Ruta Continental.
Las influencias entre inmigrantes y criollos son re¬cíprocas, pero de ninguna manera esa acomodación pre¬supone una asimilación total a los estilos de vida ajenos. El primero adopta, siempre que esté radicado en la cam¬paña en forma aislada, el peculiar vestuario del gaucho, tal vez las únicas prendas disponibles en la pulpería ve¬cina. Ropas, por cierto, que abandona cuando viaja a la
a M. Calver, Mission de. . . dans l’Amérique du Sud. Rapport au ministre du commerce et l’industrie avec atlas économique annexe. L’immigration européenne. Le commerce et l’agricultwe a La Plata, 1866-1888, Paiis, 1888. En uno de los capítulos Cal-vet estudia la “Influence de l’inmigration sur le développement du pays”. Por su parte, Gastón Lemay (A bord de La Junan… Buenos Aires, París, G. Charpentier, 1879) recuerde las relacio¬nes entre la sociedad tradicional bonaerense y los colonos ru¬sos-alemanes establecidos en 1878 en Azul.
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ciudad o hace fortuna”. Un inmigrante irlandés, John Brabazón, instalado en la estancia Arazá de Martínez de Hoz, recuerda muchos años después: “Me gustaba usar un lindo par de calzoncillos bordados y mi chiripá, cin-turón y poncho, y a veces también un puñal de acero”. Una identificación exclusivamente externa.
Por otra parte, donde los inmigrantes son mayoría y viven agrupados en colonias, con un nivel técnico y cul¬tural superior al contorno primitivo, donde sus hijos con¬curren a escuelas establecidas expresamente por la colec¬tividad (Baradero, San Pedro, Esperanza, San Carlos. . .) y sostienen de su pecunio templos para celebrar sus pro¬pios cultos, en todas esas regiones el influjo extraño al medio se impone. Los procesos de adaptación inducidos por los cambios, bien lo observa Peter Heintz, se llevan a cabo sin determinar el derrumbamiento del antiguo ordenc. La introducción de nuevas técnicas agrícolas o de cambios en el vestuario, no influyen obviamente en las instituciones de la sociedad. Estanislao Zeballos, en 1883, menciona algunas particularidades de ese influjo al referirse a lo que denomina “la región del trigo”. Lue¬go de aludir a determinadas características tradicionales de la provincia de Santa Fe, escribe:
“El elemento extranjero, que se internaba desde las orillas del Plata, descubrió los mayores atractivos en el Litoral y principalmente en el Rosario, que es una de las más halagadoras etapas del Río Paraná y este elemento, copiosamente aglomerado allí, servía de agente vigoroso a la reacción social, aumentando su eficacia por el nú¬mero y la riqueza y avasallaba al fin el espíritu criollo
a “Los vascos.. . es la nacionalidad que más fácilmente adop¬ta nuestras costumbres y trajes en lo más nacional de sus acepcio¬nes. El vasco está destinado a conservar el chiripá del que se des¬prenden ya hasta los gauchos más selváticos” (Guillermo Wilcken Las colonias. . . , p. 313).
* John Biabazón, Andanzas de un irlandés en el campo por¬teño (1845-1864). Buenos Aires, 1981, p. 28.
c Peter Heintz, Curso de sociología. Algunos sistemas de hi¬pótesis o teorías de alcance medio, Buenos Aires, EUDEBA, 1965, p. 85.
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obligándolo paulatinamente a refugiarse en las pampas, perseguido de cerca y tan de cerca acosado, que allí mis¬mo cayó rendido, cambiando el chiripá y el calzoncillo cribado de Santos Vega y de Galibar por la bombacha de Oriente, y el chambergo, cuyas alas, quebradas de di¬ferentes maneras, revelaban las tendencias de su carác¬ter, por la roja boyna de los vascos””.
El testigo alude a las “islas” del litoral. No obstante, hay que insistir que en las regiones fronterizas o en las áreas dedicadas a la cría del ganado bovino el problema es distinto y está determinado por las características de la explotación. Y este es el rasgo esencial.
Sabemos, por otra parte, que si bien en los campos la¬tifundistas las condiciones varían lentamente y el ele¬mento extranjero es escaso (así lo determinan los censos de población), es indudable que en aquellos dedica-dos a la explotación ovina los propietarios, en un pro¬ceso cuyos rasgos hemos señalado anteriormente en sus aspectos más generales, requieren mano de obra extran¬jera. Hacía ya tiempo que esos hechos veníanse dando así. Sostienen los estancieros que éstos rinden más que los criollos, esquilan mejor las ovejas, aceptan trabajar a destajo y se adaptan a las condiciones impuestas por una actividad que, si bien no desconocida, interfiere en las tradiciones de una sociedad que tiene como símbolo al vaquero. Permanentemente se solicitan extranjeros, y avi¬sos como el siguiente son comunes en el periodismo por¬teño posterior a 1860: “Carreros para la campaña. Se necesitan algunos que entiendan bien su oficio, no se tomarán sino contratados, prefiriéndolos vascos, ocurrir a la calle Artes 21″*.
No pocos advierten, temerosos, que los inmigrantes al poco tiempo y con sus primeros ahorros se establecen con pequeños negocios en las proximidades de las esta¬ciones ferroviarias o realizan por su cuenta tareas artesa-nales. En los últimos años del siglo adquieren maquinaria agrícola y siembran parcelas en los latifundios a cambio
a Estanislao S. Zeballos, Descripción de la República Argenti¬na, t° II, La región del trigo, Buenos Aires, Peuser, 1883, p. 19.
b La Tribuna, Buenos Aires, 19 de setiembre de 1871. 276

de un porcentaje (aparceros). Por lo demás, pocos pue¬den comprar tierras. Y si tenemos en cuenta los infor¬mes diplomáticos no podían ya hacerlo los menos pu¬dientes en la década del sesenta: sólo quienes disponen de quince mil libras esterlinas, cantidad, sin duda algu¬na, elevada para las posibilidades de los modestos inmi¬grantes irlandeses. Tal vez no tanto para los inversores del sur de Gran Bretaña.
Ahora bien, determinadas actitudes ante los cam¬bios que introducen las nuevas técnicas y métodos de trabajo señalan el grado de reacción de quienes se per¬judican, van postergados sus deseos o simplemente se oponen a ellos por otras razones. Dentro de ese contex¬to, en 1871 aluden a la oposición para que se construya el Ferrocarril Central a Córdoba. Una oposición liderada por un sector partidario de las tradiciones más arcaicas. Se dice entonces: “Cuando el Ferrocarril Central se cons¬truía, los frailes de Córdoba exhortaban a las mujeres a que no permitieran a sus maridos y sus hijos que fueran a trabajar a ese elemento que más tarde debía conducir masones”. Y se agrega: “Actualmente, la Exposición (Nacional) misma tiene que lucrar contra las maquina¬ciones sórdidas de los frailes de Córdoba, que se han de¬clarado enemigos implacables del progreso””.
Se vuelve, pues, al pasado. Por otra parte, no obstan¬te los beneficios que aportan al sistema las crecientes ex¬portaciones (el abastecimiento a economías de planta¬ción y un sector de la manufactura europea), los pobla¬dores y propietarios periféricos sostienen que sus intere¬ses se encuentran en peligro. La ideología más irracional fomenta el sociocentrismo desde los pulpitos y a través de la estructura de la sociedad. Curanderos y curan¬deras, peones de las tropas de carretas, propietarios de diligencias, troperos y gauchos sin trabajo, entre otros, observan con escasa simpatía los cambios y res-
6 Ibid., 4 de diciembre de 1871. Artículo titulado Religión y fanatismo. El mismo periódico un año más tarde (21 de no¬viembre de 1872) señalaba que en la ciudad de Córdoba “el viático sale siempre acompañado de soldados, prestados por la autoridad civil a la religiosa para obligar a los transeúntes, cre¬yentes o no, a doblar su rodilla ante aquella manifestación exte¬rior del culto católico”.
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ponden a los mismos con las más variadas reacciones: el desprecio a lo nuevo y al inmigrante, chivos emisarios a quienes culpan de todos sus males. Se trataba de una compleja conciencia de grupo inducida por elementos identificados con la sociedad arcaica y con técnicas de carácter tradicionalista y conservador.
Los signos que se advertían por doquier no admiten duda: en Santa Fe, en enero de 1868, los amotinados contra el legítimo poder provincial de Nicasio Oróño lo hacen pregonando a viva voz el grito irracional, por cier¬to que no sólo retórico, de “Mueran los masones, afuera los extranjeros” (“Los frailes han tomado —se informa entonces desde el lugar de los hechos— una parte activa en todo este escándalo. . . proclamaban los fanáticos pa¬ra que hicieran todo el mal posible a los protestantes.. . apedreando sus vidrios, quemándoles las sementeras o largando bestias con latas a las colas de los caballos para que destrozaran los sembrados”)”.
Desde luego, estados de multitud donde el arraigo de las tradiciones cierra las conciencias a toda apreciación racional. Es este, pues, en resumen, como acabamos de exponerlo, el carácter peculiar de algunas de las reaccio¬nes inducidas. Y en lo referente a otros aspectos de las mismas, de los fenómenos propios de los intereses con¬jugados, debemos señalar el éxodo de no pocos inmigran¬tes europeos temerosos de los actos de salvajismo.
Lo recordaban los Anales de Agricultura y lo confir¬maba el periodismo, entre otros el diario La Prensa. Se decía que en el transcurso de los primeros tres meses de 1874 más de ocho mil inmigrantes habían adquirido ya sus pasajes de regreso. Y se aclaraba acerca de las causas: “a consecuencias de las últimas jaranas políticas y reli-
a La República, Buenos Aires, 8 de enero de 1868. El 14 de mayo del mismo año se observa en una carta enviada desde la ciudad de Rosario en relación a la rebelión de Santa Fe, la cau¬sa de los hechos: “El general Urquiza desde San José, el Dr. Eli-zalde desde Buenos Aires arrojándonos proyectos por medio de un órgano La Nación Argentina, el obispo de Paraná desde su silla curul, Cabal con sus billetes de banco y los frailes con sus escapularios e indulgencias habían hecho causa común para sub¬levar el fanatismo de las masas. . . y el sentimiento religioso de los indios del Sauce, llamados esta vez, ¡quien lo creyera!, a salvar las creencias de sus mayores”.
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glosas se van del país muchos de sus habitantes extran¬jeros y disminuye ya notablemente la inmigración, y es de temer que esta reacción dure algún tiempo”0. Más adelante señalaremos casos concretos ocurridos en la provincia de Buenos Aires.
El análisis histórico-económico de ese período nos permite, asimismo, determinar otros enfrentamientos que tienen como razón de ser el reparto de los ingresos producidos por la actividad ganadera. Teniendo en cuen¬ta los distintos sectores de la producción ganadera, una condición asociada a los pastos de cada región y a la dis¬tancia de los mercados (en esos momentos la hacienda se transporta a pie), observamos que no existen buenas relaciones entre los propietarios periféricos y los próxi¬mos a la ciudad de Buenos Aires, abastecedores que se benefician del consumo interno. Es más, la invernada de novillos y vacas adquiridos en los campos próximos a la frontera produce en algunos casos en seis meses una ga¬nancia del cien por ciento*. Una tropa de bovinos en¬viada de Tandil a la capital y a los saladeros cercanos al Riachuelo tarda no menos de un mes, y desde Dolores, siempre que las condiciones fuesen ideales, entre diez y quince días. A ello debemos sumar el desbaste y adelga¬zamiento de un viaje tan largo, con más razón en anima¬les criollos de naturaleza indócil y propicios a sufrir de stress. Lo expuesto determinaba dependencias y asimis¬mo envidias acentuadas. Por último, en conexión con es¬te hecho figura también la preferencia por los animales
a Anales de Agricultura, Buenos Aires, 15 de marzo de 1875; La Prensa, Buenos Aires, 4 de marzo de 1875.
* Se señala en una carta enviada por Adolfo Schickeriantz a Ernesto Olderdoff el 9 de febrero de 1874: “La hacienda vacuna para el matadero durante el invierno viene del Norte y del centro de la Provincia de Buenos Aires en su mayor parte; poco del Sud. Es en esta estación que tanto los especuladores o invernadores y los criadores de animales finos traen su fruto al mercado. En el verano, durante la abundancia de la hacienda vacuna los especu¬ladores compran con preferencia novillos, que consiguen por estar delgados a un precio acomodado, y los ponen en una in¬vernada de un campo bueno y alambrado y venden los mismos novillos muchas veces a los seis meses con una ganancia del 100 por ciento” (Anales de Agricultura, Buenos Aires, 15 de febrero de 1874).
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mestizos (cruza entre los ganados criollos y las razas bri¬tánicas) para los envíos a Europa o para el abastecimien¬to interno, animales éstos escasos o desconocidos en los campos alejados.
Prosigamos. Ahora bien, dentro del mencionado pro¬ceso, tengamos en cuenta, además, la seguridad que disfrutan los estancieros establecidos en las cercanías de Buenos Aires, a buen resguardo de los malones, frente a las frecuentes incursiones que deben sufrir los ubica¬dos en la frontera. Sumemos a ello la periodicidad de las lluvias en las regiones próximas al litoral fluvial y las se¬quías que padece el sur en las dos décadas posteriores a 1850. Y por último no olvidemos según queda expre¬sado en páginas anteriores, los excelentes negocios que entre 1865 y 1870 (guerra contra el Paraguay) rea¬lizan los propietarios del norte y oeste de Buenos Aires vendiendo sus reses y fardos de alfalfa a los ejércitos alia¬dos. En determinadas zonas —Tandil entre otras— don¬de conviven unos pocos labradores y pastores extranjeros con hacendados latifundistas y peones, por lo general próximas a la frontera, las actitudes ante los cambios ad¬quieren formas violentas.
Pero no nos engañemos. No se trata bajo ningún pun¬to de vista de una actitud generalizada geográficamente y menos dirigida hacia todos los extanjeros. En primer lu¬gar, obviamente los inmigrantes difieren entre sí por su origen nacional, por su religión, por las actividades que desarrollan y por su idioma nativo. En segundo, no to¬dos dedican sus esfuerzos al cultivo de la tierra o a acti¬vidades que interfieren en el sistema tradicional, en los ‘Valores” económicos y sociales sacralizados. Por cierto, en el ámbito tradicional los vascos peones de estancia o los napolitanos mercachifles que usan chiripá y son cató¬licos no causan mayor escozor, tal vez más allá de algu¬nas pullas más o menos picantes (“es preciso —escribe Wilcken— no confundir al verdadero colono italiano, so¬bre todo si es lombardo o piamontés, con los inmigran¬tes que pululan en nuestras calles, dedicados al tráfico en la más pequeña escala. . . y que por lo regular son napo¬litanos”0). Distinta es la actitud, los hechos así lo seña¬lan, ante los agricultores daneses, alemanes, suizos y de
a Guillermo Wilcken, Las colonias. . . , p. 311. 280

otras nacionalidades, particularmente con los que prac¬tican cultos cristianos disidentes.
Y en relación al grado de integración a los estilos de vida tradicionales, un problema ya mencionado, es ex¬presivo y revelador el testimonio de Wilcken al estudiar las condiciones de los colonos en los años previos a 1870. Luego de indicar que muchos pertenecen a la “clase más ínfima, la que en Europa vivió en cierta esfera de escla¬vitud”, advierte que los mismos “en su ignorancia prin¬cipian por admirar el porte franco del criollo, su aire, sus maneras, su insolencia con la autoridad; y acaba por imi¬tar todo: desde la manera de ser hasta el chiripá””. Co¬mo es natural, se trata en esencia de una integración que al mismo tiempo acepta sin ponerlo en duda el sistema latifundista de la clase conservadora. Pero, tal es como son las cosas, todo esto pone en claro un hecho funda¬mental y al que nos hemos referido en el primer capítu¬lo: la incidencia y el éxito de los métodos de represión sublimada propia del modelo arcaico aplicados a un gru¬po que no pertenece al medio, y asimismo de una identi¬ficación a través de la cual tratan de evadir los rechazos. En relación a hechos similares que tienen como protago¬nista al gaucho, algunos analistas contemporáneos con¬firman lo ya expuesto. Hudson, en un ensayo que lee en 1872, llega a decir:
“El pobre paisano no ve que es su falta de ilustración y de libertad lo que le tiene atrasado. He aquí como el fanatismo hace fácil que se trueque el grito de mueran nuestros gobernantes que he oído con vehemencia, en mueran los gringos y masones que todos hemos oído resonar sobre la pampa, cual el sordo y aterrante rumor que precede a una tormenta, de sangre tal vez”6.
Esa rebelión proyectiva, el sociocentrismo inducido que plantea la creencia de que lo propio es mejor, lo único a tener en cuenta, adquiere en Buenos Aires al
” Opus cit., p. 307.
* El Arjentino, Buenos Aires, 8 de julio de 1872. Ensayo ti¬tulado “Una palabra a favor del gaucho” y leído por Hudson en la Young Man’s Christian Association de Buenos Aires.
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igual que en Santa Fe formas violentas. Las evidencias históricas así lo demuestran. Y lo confirma el periódico católico El Arjentino, editado por José Manuel Estrada, al señalar que la guerra contra los masones y extranjeros se inducía desde los pulpitos de las iglesias”. Noticias similares llegan de Tandil, Azul, 25 de Mayo, Chivilcoy, Olavarría, Baradero. . . , registrándolas los diarios. La Pampa, el 21 de diciembre de 1872, en un suelto titula¬do La división social de Chivilcoy, dice que en la campa¬ña el “gringo era el reprobo para nuestras masas. . . el masón era el pretexto para perseguir al extranjero”.
Ciertos hechos ocurridos en Tandil el 1° de enero de 1872 plantean y aclaran algunos de los problemas ex¬puestos. Nos recuerda un agricultor danés, testigo de la situación que relata, que los ganaderos latifundistas “opinaban que la inmigración y el cultivo de la tierra era una desgracia para el país, una usurpación a los derechos de los terratenientes”*. Como es sabido, en las primeras horas del mencionado día de 1872, una banda de gau¬chos organizados por un curandero-santón al que cono¬cen como “Tata-Dios” asalta el entonces pequeño pue¬blo de Tandil y da muerte a no menos de cuarenta y cinco pobladores, la mayor parte de ellos extranjeros. Lo hacen exclamando a viva voz ” ¡Viva el coronel Ma¬chado y el juez Figueroa, y mueran los masones, los grin¬gos!”, de acuerdo con lo afirmado por todos los testigos. Usan como emblema cintillos rojos, llevan banderolas blancas y rojas y con frecuencia agregan vivas a la santa federación0. Recordemos que el coronel Machado —es¬trechamente unido a un sector de hacendados latifun-
“El Arjentino, Buenos Aires, 7 de enero de 1872.
b Juan Fugl, Abriendo surcos, 1811-1900, Buenos Aires, Edición Altamira, 1959, p. 147.
– La situación de Tandil, en La República, 18 de febrero de 1872. Detalladamente informe sobre esos hechos el diario ita¬liano L’Italiano en sus números de enero y febrero de 1872. En La Tribuna del 7 de enero de 1872 el vecino de Tandil Teodoro Lezina, testigo de los hechos, escribe: “De treinta a cincuenta paisanos a caballo se habían reunido en la plaza del pueblo de donde se dirigían al juzgado enarbolando una bandera punzó y blanca gritando: Viva Machado y Figueroa y mueran los maso¬nes, los gringos!!”. Tal vez el análisis más importante de los he-
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distas que abastecen reses vacunas al ejército y raciones a los indios y practica escandalosos fraudes en combina¬ción con sus jefes— y el juez de paz Figueroa nada tuvie¬ron o tienen que ver con Juan Manuel de Rosas; más aún han sido opositores a su política. Efectivamente, Benito Machado comienza su carrera militar como cabo de Garibaldi y su padre, fusilado por orden de Juan Ma¬nuel de Rosas, había participado en la rebelión unita¬ria de Dolores. En aquellos momentos interviene activa¬mente en la campaña política de los candidatos mitris-tas bonaerenses. Algunos años antes, desde su jefatura en la Frontera Sur, le comunicaba a Bartolomé Mitre el odio que sentía hacia los extranjeros, particularmente a los colonos que trabajaban la tierra. A decir verdad, el acentuado sociocentrismo no se basa en su caso particu¬lar en una “resistencia al cambio”, es, qué duda cabe, una lucha en defensa de los intereses en peligro4. Pro¬bablemente tengamos aquí la clave de muchas actitudes, las propias y las de sus pares.
La mayor parte de los testimonios son coincidentes en sus relatos sobre los crímenes de Tandil. El periódico francés Le Courríer de la Plata, en un detenido análisis sobre los motivos que desencadenaron los hechos, acusa a los estancieros latifundistas y al irracionalismo de al¬gunos sectores tradicionales temerosos de perder su do¬minio secular. No es por cierto casual que denominen Ku-Klux-Klan a las bandas armadas de Tandil, identifi¬cándolas con las actividades de la reaccionaria organiza¬ción racista estadounidense establecida en 1866*.
Se insiste en recordar que Solané, estrechamente alia-
chos sea el del periódico La República, dirigido por Manuel Bil¬bao portavoz del sector liberal de izquierda.
** “El carácter altanero -escribe Machado en carta enviada a Mitre el 14 de febrero de 1863- e indocilidad del extranjero, es sin duda alguna la más seria traba que siempre se encontraría para llevar a cabo la formación de las colonias, ejemplos de estos tenemos por desgracia en nuestro país, y el resultado que ellas ofrecen”. Cf.: Salvador Romero, Machado en el Sur, Tres Arro¬yos, Artes Gráficas Miralles, 1935. Recordemos que en 1866 lo reemplazará en la jefatura de la Frontera Sur su crítico adversa¬rio Alvaro Barros.
* Le Courríer de la Plata, Buenos Aires, 5 de enero de 1872.
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do a los ganaderos latifundistas, predicaba a sus hombres “que para salvar al pueblo era preciso matar todo lo que fuese masón o gringo”. Y también: “De estos crímenes hemos tenido su aparición en las colonias de Santa Fe, hace algún tiempo, por el asentimiento del poder civil a la prédica de los curas contra los masones y protestan¬tes”0. La verdad es que se utilizaba el arcaísmo del pueblo desposeído proyectándolo, así se escribe, con el fin de “dar una lección a los extranjeros”. Extranjeros que en el caso particular de Tandil integran las comisio¬nes municipales y tienen indudable peso político y eco¬nómico. En La superstición religiosa, los crímenes de Tandil, el periódico La Tribuna expondrá con justeza una parte la más aparente, de aquella realidad. He aquí algunas de sus palabras:
“Allí el clero (en la campaña) se ha apoderado de to¬das las conciencias. Indignos sacerdotes de una religión que cuenta tan augustos mártires, han propagado desde la cátedra espiritual las más groseras supersticiones. . . El cura de campaña es casi siempre la autoridad absoluta e infalible del distrito. Se sabe que en Santa Fe ha habido un cura católico que impulsaba a su rebaño a hostilizar de todos modos a la población protestante. . . En vista de tales ejemplos no es posible desconocer la influencia de esa propaganda funesta, ni dejar de explicarse los he¬chos tan monstruosos del Tandil como un fruto maldito de la ignorancia y de la superstición. ¿Qué podría lanzar a esos gauchos desterrados de los beneficios de la educa¬ción en quienes la inteligencia está oscurecida. . . a em¬prender una campaña contra los masones y extranje¬ros. ..?”
Toda la sociedad es la culpable expresa el periódico de los Várela. Dejando, pues, aparte las formas más ex-
£ Artículo publicado en La Tribuna del 7 de enero de 1872 titulado Los asesinatos en el Tandil. Se refiere que el instigador de los hechos se alojaba en la estancia del más importante fun¬cionario local, predicando allí a sus prosélitos. Les ordenaba: “Ha llegado el momento de matar a los masones, de acabar con las autoridades y de abrir la cárcel que nos dará un buen contin¬gente de amigos. Que todo extranjero concluya sus días en vues¬tras manos”.
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tremas de la reacción, recordemos que nos encontramos en un momento de transición que se extiende hasta fi¬nes del siglo XIX, momento en que el poblador de la so¬ciedad arcaica se transforma en peón de campo. De ello hablaremos seguidamente.
III – EL GAUCHO, PEÓN DE CAMPO
Las reformas liberales, se ha visto, no van más allá de la superficie y fracasan en todo lo que hace a mejorar la condición de los desposeídos. En la Instrucción del estanciero, editada en 1882, el propio Hernández y a pe¬sar de sostener que “Ningún pueblo es rico si no se pre-ocupa de la suerte de sus pobres”, propone en los esta¬blecimientos ganaderos una relación de tipo militar en¬tre los capataces y los peones (“Aquel precepto de la or¬denanza militar que dice ‘subordinación y respeto hasta en los actos más familiares’ lo conocen todos. . . tiene una útil aplicación para quien vive en el campo a cargo de intereses ajenos”; “haciéndose respetar. . . como un oficial con sus soldados, para que le obedezcan”).
Producida la ocupación del “desierto”, los estancieros que hasta entonces tenían sus bienes en las tierras “de adentro” desplazan sus haciendas y construyen vivien¬das en los campos adquiridos al estado. Como se ha indi¬cado, esos hechos venían dados por un vasto proceso económico. En primer lugar, la lenta agonía de los sala¬deros paralela a la disolución de la esclavitud en Brasil y Cuba: entre los años 1882 y 1884 disminuye en un 80 por ciento la exportación de carnes saladas (de 27 mi¬llones de kilogramos en 1882 a poco más de cinco mi¬llones en 1884). En segundo lugar, el desplazamiento de la cría de ovinos a las tierras marginales del sur, una si¬tuación que esta asociada a la competencia de Nueva Ze¬landa y Australia en los mercados europeos, y la ocupa¬ción de ese espacio por explotaciones ganaderas bovinas y agrícolas”. En los primeros años del siglo XX, Godo-
a Cf.: Noemí Girbal de Blacha, Saladeros y frigoríficos:
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fredo Daireaux realiza apreciaciones que tres décadas antes hubiesen constituido simplemente un disparate. “En las regiones donde el cultivo del suelo ha llegado a ser intensivo —dice—, se considera la cría de la oveja co¬mo industria primitiva que sólo puede dar relativo re¬sultado en comarcas pobres, inutilizables todavía para cosa mejor””. Era la nueva realidad económica.
No vamos a entrar ahora aquí en el desarrollo de to¬dos esos hechos y de otros que hacen a la historia econó¬mica del país. Pero aún sin entrar en ése punto recorde¬mos que los primeros envíos de carne enfriada son masi¬vamente de ovinos, en parte por la escasa mestización del bovino (la aptitud para producir carne apta para la ex¬portación) y en parte por la acelerada liquidación de las majadas de ovejas: en 1888 se exportan 42 toneladas de carne vacuna y 18 de ovina. Y también, incluido en el mencionado proceso: de 815.43’8 hectáreas sembradas con trigo en 1888 se asciende a 2.049.683 en 1895, y a 5.759.987 en 1907 b.
Pero así como estos ejemplos, y otros que podría¬mos mencionar, demuestran la adecuación del sistema a la demanda europea, las actitudes de la política interna estaban lejos de indicar el mínimo viraje en el sistema tradicional que había definido la estructura de la propie¬dad agropecuaria. Efectivamente, el censo de 1869 registra 1.506 propietarios en la provincia de Buenos Aires sobre sus 317.320 pobladores. Pues bien dos dé¬cadas más tarde los hechos no varían. Sumadas ya al do¬minio privado las nuevas tierras, en 1887 poseen bienes inmoviliarios 4.158 de los 526.581 habitantes, un por¬centaje inferior al uno por mil. Es la anterior la realidad del área más productiva, y el hecho, por cierto, deter-
1880-1885, en Historiografía ríoplatense, I, Buenos Aires, 1978, pp. 57-73; Héctor Dieguez, Argentina y Australia: algunos aspec¬tos de su desarrollo económico comparado, en Desarrollo Eco¬nómico, Buenos Aires, 1969, v. 8, n° 32, pp. 543-563.
a Godofredo Daireaux, La cría del ganado en la estancia mo¬derna. . ., p. 32.
* Francisco Latzina, La Argentina considerada en su aspec¬to físico, en Censo agropecuario nacional. La agricultura y la ga¬nadería en 1908, t° III, Buenos Aires, 1909.
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mina la estructura posterior del país: el fallido “proyec¬to del 80” que en ningún momento financia su desarro¬llo económico, frustrándose como castillo de naipes cada vez que se interrumpe el cauce de cereales y carnes a los mercados ultramarinos. Y no olvidemos, en fin, que rei¬teradamente en la época se puso en duda aquella situa¬ción calificándola de absurda. En primer lugar, se dice, determina la emigración de la población a la capital, un proceso, según vimos, que se plantea por causas simila¬res ya a comienzos del siglo XIX. Confirmando lo ex¬puesto, en 1899 Francisco Latzina luego de definir al país de un “párvulo hidrocéfalo, con una cabeza gran¬de. . y un cuerpo raquítico, es decir despoblado”, sin clase media de campo, sostenía que esa realidad deter¬mina “la degradación de los pequeños propietarios al papel de arrendatarios o peones”0. Tal es, para algunos, la definición del “progreso argentino”.
En un proceso que en líneas generales sigue la ten¬dencia de la desmedida acumulación, los terratenien¬tes ganaderos enriquecidos con el incremento de sus ro¬deos adquieren los campos que eran hasta entonces pro¬piedad de pequeños productores, “Los terratenientes han adquirido —demuestra una investigación ordenada en 1898 por el Congreso Nacional— tierras de los caídos en la lucha, que han sido los más débiles, es decir, los pequeños propietarios, adicionando sus posesiones vas¬tas, con nuevos elementos, triunfando así la tendencia acaparadora, no sin dejar rastros del retroceso o estag¬nación que el proceso significa. . . Las leyes agrarias de la Provincia de Buenos Aires —se agrega— o han sido le¬yes de venta de tierra para llenar necesidades adminis¬trativas, o han sido hechas para favorecer los intereses de los mismos terratenientes”*. Es más, la propiedad no se
” Francisco Latzina, Virutas y astillas, Buenos Aires, 1899, p. 269. “En los siglos venideros se hablará de una bárbara edad en que el hombre era dueño de la tierra, como hoy hablamos de los bárbaros tiempos en que existía la esclavitud del hombre por el hombre. . . La propiedad de la tierra es el origen único y exclu¬sivo de las monstruosas desigualdades. . . del injusto orden social actual”.
” D. Francisco Seguí, Investigación parlamentaria sobre agri¬cultura, ganadería, industrias derivadas y colonización, Buenos Aires, Talles tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1898, p. 6.
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había subdividido, predominando en la estructura gene¬ral una ganadería extensiva sobre toda la economía: la mencionada investigación registra veinticinco millones de hectáreas de tierras dedicadas al pastoreo y sólo un mi¬llón y medio que producen cereales. Era la tendencia ge¬neral del país, descontadas tal vez algunas pequeñas “is¬las” ubicadas en Santa Fe y Entre Ríos, una situación que podemos advertir si comparamos el incremento de¬mográfico entre 1869 y 1895 producido en ambas pro¬vincias.
Población Por
1869 1895 Absoluto ciento
Buenos Aires. .. 307.761 921.255 613.464 199%
SantaFe 89.117 397.285 308.347 246%
El latifundio sobre la base de un insólito aumento de las tierras libres fue, qué duda cabe, el modelo argentino de producción. Se diferencia del estadounidense o del danés, que creó un gran número de pequeños propieta¬rios capitalistas. Y también particularmente del austra¬liano, estudiado a comienzos del siglo XX por Ernesto Quesada en sus relaciones sociales y de producción. Con lucidez advertía, en sus clases de la Facultad de Filoso¬fía y Letras, que el tiempo habría de señalar el éxito de un sistema racional que permite la pequeña propiedad en Australia y el fracaso del latifundio extensivo ¿de la Ar¬gentina, tradicional e injusto0. En esa situación, pues, estriba la realidad de los trabajadores de la pampa húme¬da y semi-árida. O, si se prefiere, la condición de los habitantes insertos en aquellas concentraciones lati¬fundistas, la mano de obra de la formación agropecuaria argentina.
En los años posteriores a 1880, horarios de trabajo, vivienda, relaciones con el propietario, comida y diver-
a Un análisis sobre la tenencia de la tierra y las relaciones de producción puede verse en Las revoluciones burguesas de E. J. Hobsbawn (v. II, Madrid, Guadarrama, 1974, pp. 265-299) y en Cambio económico y actitudes políticas de J. Fontana, ya mencionado.
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siones siguen siendo, con muy pocas variantes, las de cien años atrás”. Por entonces la policía, un instrumento del estanciero, controla rígidamente las relaciones entre los peones y sus empleadores. Esos criterios autoritarios se estipulan en el extenso Código de policía rural y urbana de 1884*. Por uno de sus artículos se establece, y para seguridad del empleador, que todos los contratos de tra¬bajo deben ser registrados en el juzgado de paz corres¬pondiente al partido del establecimiento agropecuario (artículo 192). Por otra parte, en caso de enfermedad del peón, el estanciero debía entregarle alimentos y medici¬nas, pero si la situación se prolongase —no determinan el tiempo— “se tendrá entonces por rescindido el con¬trato”.
Pero no es todo. En el mencionado código puntuali-¬
zan las autoridades de la provincia de Buenos Aires el ho-¬
rario de una jornada de trabajo: “se limitará a las horas
del día, de sol a sol” (artículo 197). Veinte años más
tarde, en un informe oficial confeccionado por Bialet
Massé y al que luego nos referiremos, se confirma lo
establecido por la legislación. Se dice sobre el peón de
campo que: ~
“Trabaja de sol a sol con un descanso de una hora al medio día y dos intervalos para tomar mate; general¬mente tiene medio descanso dominical, raras veces no trabaja todos los domingos y días festivos, y más rara¬mente tiene descanso dominical completo”.
Fijémonos, por otra parte, que nada había variado en relación a las ordenanzas coloniales referentes al trabajo. Es interesante anotar que en otros ámbitos geográficos las condiciones de trabajo no llegan a grados tan extre¬mos. Precisemos más: en Buenos Aires si un peón debe
T En la relación de Etienne de Rancourt sobre su viaje a la campaña de Buenos Aires en 1899 (Fazendas et estancias. Notes de voyage sur de Brésil et la République Argentine, París, Pión, 1901) no advertimos mayores diferencias con la situación de veinte o treinta años antes.
b Digesto rural y agrario, t° I, Buenos Aires, Imprenta de Juan Alsina, 1892, p. 306.
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abandonar sus obligaciones para atender a un hijo, es¬posa o padre enfermos, impedidos éstos de valerse por sus propios medios, el empleador puede descontarle, así lo establecen, “el salario que corresponde al día o días que el peón deje por tal causa de concurrir a su traba¬jo”0.
En todos los sectores rurales, es necesario advertirlo, la numerosa policía territorial controla el estricto cum¬plimiento de las normas establecidas. En primer lugar se impide que el peón pueda abandonar su trabajo antes de finalizar lo estipulado en su contrato, aunque sea por ra¬zones de fuerza mayor. Se trata, por cierto, de una ser¬vidumbre lindante con la esclavitud, que se agrava en las zonas marginales del sur poco antes incorporadas a la producción. En ese aspecto, al finalizar el siglo XIX el artículo 71 de la “ley de conchabos” de Tucumán de¬termina que los jornaleros están obligados bajo severas penas a concurrir a sus tareas. Precisando más: los que faltasen “sin licencia del patrón, o sin aviso por lo menos en caso de necesidad justificada, serán castigados con un día de arresto, o con una multa de un peso nacional, y entregados al patrón, cumplida la condena”.
El sistema de tenencia de la tierra y las relaciones au¬toritarias de trabajo permiten el despilfarro de la riqueza de latifundistas y propietarios de “los ganados y las mie-ses” cantadas por Lugones en 1910; el lujo de los menos y la miseria de los más. En ningún momento financian con los réditos de las exportaciones a Inglaterra, Fran¬cia, Alemania y Bélgica el desarrollo del país o la trans¬formación de sus establecimientos, descontados los sun¬tuosos edificios y parques versallescos que asombran a los viajeros6. Más tarde vendrán, en tiempo de crisis y
a Manuel Pérez, Las clases obreras. Medios prácticos para me¬jorar las condiciones de las mismas, Tucumán, 1892, p. 17.
” En la investigación parlamentaria del Congreso Nacional de 1898 sobre la ganadería, agricultura y colonización en la provin¬cia de Buenos Aires se alude al estancamiento de la estancia bo¬naerense: “Tales son las condiciones de la propiedad rural. . . , propiedad caía y mal aprovechada, inhabilitada en su forma actual para dar toda la riqueza que encierra a sus dueños y al país. . . pampa monótona, sin árboles y sin corrientes de árboles, seguirá dando de comer a los rebaños descuidados cuando haya
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decadencia, las quejas sobre un presunto imperialismo explotador, el mismo que colonizó a Australia, Canadá y Nueva Zelanda y que hoy los biznietos de los despil¬farradores se disputan como países para radicarse defi¬nitivamente. El dinero producido por las lanas, ganados y mieses, como tres siglos antes había ocurrido con la plata de Potosí y Zacatecas, se evadía de sus manos por los mil cauces que determinaban el juego, la dispendio-sidad, las apariencias externas, los suntuosos palacios y los viajes a Europa que les permite la riqueza y un do¬minio sin límite. Como ya se ha dicho, las crónicas de los años dorados de la belle époque, de la vida de los rasta¬cueros” establecidos en París, en ningún caso recuerdan la presencia de agricultores, ganaderos y criadores ca¬nadienses, selandeses y australianos. Son, en general, ar¬gentinos. Se dice entonces, en referencia de aquellos viajeros establecidos en Francia:
“El lujo argentino es ya célebre: una noche de la tem¬porada de Opera uno se cree, no en Persia, ni en París si¬quiera, sino ante una corte salomónica: orquídeas de brillantes, anémonas de brillantes, diademas de brillan¬tes. . . y sedas, capas y tapados femeninos, importados de Europa, de precios exorbitantes, regios, imperiales”13.
‘•* Y se agrega sobre la “juventud dorada” que viaja a Europa, un reflejo que en los relatos literarios encuentra su equivalente en Raucho de Güiraldes:
pastos, que cuando no lo haya morirán. . . llanuras admirable¬mente adecuadas para ser explotadas por el hombre, les falta mu¬cho para ser consideradas como poseedoras de una civilización regular”. Aludiendo a un proyecto de reparto liberal burgués de la tierra, la ley de Centros Agrícolas, observan que los lotes en¬tregados fueron nuevamente a parar a manos de los grandes pro¬pietarios: “El triunfo del conservatismo, de los latifundios, que¬daba una vez más sancionado”. …
a Cf.: Alberto del Solar, Rataquoére. ilusiones y desenga¬ños. Sudamericanos en París, Buenos Aires, Félix Lajouane, 1880.
Félix Basterra, El crepúsculo de los gauchos. Estado actual de ¡a República Argentina, París, Juan Grave, 1903, p. 92.
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“La obstinación psicopática de la jeunesse, indecente toda ella, va lejos; el criollo viaja por Europa, no para estudiar, observar, charlar con los maestros, sino para obtener un favor de la Cleo de Merode o de la Cavallie-ri, tornando a la tribu a relatar mentiras estupendas so¬bre la Chimay o la bella Otero; y a estar a los francos derrochados, cualquiera creería en una supremacía ga¬lante de los argentinos sobre el resto del universo”0.
Hasta este punto, pues, la escena es de agudos con¬trastes y paradojas, las propias de las condiciones econó¬micas y sociales favorales. Sigamos ahora con el otro pla¬no de aquella escena, la del gaucho peón de estancia.
En Líneas generales, los salarios que reciben los tra¬bajadores rurales entre 1860 y 1895 crecen en un cien por ciento en los mejores de los casos. Con las condiciones económicas externas favorables, dentro del proceso de k demanda de Alemania, Francia y Bélgica, el precio de la lana aumenta en un trescientos por ciento. Porcentajes similares observamos en los cereales, cueros y en el gana¬do ovino y bovino. Pero no es todo. El valor de la tierra, lo señala Francisco Seguí en su investigación parlamen¬taria, debido a la constante especulación de los comisio¬nistas e inversores se eleva por encima de los índices de inflación mencionados, constituyendo un bien al que les es imposible acceder a los inmigrantes y trabajadores nativos. Por otra parte, son acentuadas las diferencias entre Buenos Aires y otras áreas ganaderas donde los jor¬naleros, los trabajadores de los obrajes y los campesi¬nos viven en condiciones deplorables. En 1905, según una investigación oficial, los peones de Buenos Aires re¬ciben un salario tres veces superior al de sus pares de Corrientes, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos*. Pero, de
” a Opus cit., p. 107. Sobre el lujo y el despilfarro refiere al¬gunos detalles Emilio Daireaux en Vida y costumbres en el Pla¬ta, La sociedad argentina, Buenos Aires, Félix Lajouane, 1888.
b Juan Bialet Massé en el valioso Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de ¡a República presentado al señor Ministro del Interior Dr. Joaquín V. González (Buenos Aires, 1904, t° I, p. 415) alude a la situación del peón de campo correntino y observa que está por debajo de la mitad del salario mínimo del país. Se queja de la mala condición de las viviendas,
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hecho, la pobreza es general en todos lados. Como es ló¬gico, las diferencias entre un partido y otro, entre las distintas estancias y tipos de trabajadores, hacen difícil un análisis detenido de los salarios y menos de sus valo¬res adquisitivos. Como siempre, un abismo separaba a ricos y pobres en el seno de una sociedad que se decía abierta a todas las posibilidades. Y si bien los salarios au¬mentan entre 1890 y 1895 un veinte por ciento, en el mismo período los productos de primera necesidad trepan un cien por ciento”. Una situación que se agrava en las zonas más alejadas al tener que adquirir los alimen¬tos en la proveeduría de los patronos. El siguiente cua¬dro nos determina, de acuerdo a las investigaciones de Adrián Patroni, la evolución de los salarios en la provin¬cia de Buenos Aires:
SALARIOS RURALES ENTRE 1860 y 1895

Cía se de trabajo

1860 186S 1870 1875 1880 1885 1890 1895

Peones al mes: 10,42 10,42 12,50 12,50 13,33 14,59 17,00 20,00
chacras y es-
tancias
Muchachos id. 5,00 5,00 6,25 6,25 7,00 8,33 9,00 10,00
para cuidar
ovejas
Peones al día 0,83 0,83 0,83 0,83 0,83 1,05 1.50 2.00
Cocineros al
mes para peo- 4,16 5,00 5,00 5,42 6,00 6,25 7,00 8,00
del analfabetismo y la deficiente alimentación. “Los niños des¬nudos, en la miseria más atroz, ¿y verlos comer?1 expone el in-vestigador oficial.
a D, Francisco Seguí, Investigación parlamentaria sobre agri¬cultura. . . , Asimismo W. J. Buchanan en La moneda y la vida en la República Argentina (Revista de Derecho, Historia y Letras, año I, t° II, Buenos Aires, 1898, pp. 197-215) estudia el costo de la vida en relación a los ingresos, particularmente en el período 1886-1896.
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Aparte de esa realidad general, otros problemas se suman sobre las desgracias que castigan a los pobladores desposeídos. Entre 1880 y 1881, ocupado el desierto, desaparece una gran zona marginal hasta entonces no sólo refugio de los indígenas, asimismo de gauchos sin fortuna dedicados a la caza del ñandú o a cuidar sus pro¬pios rodeos y tropillas. No poseen desde luego ningún-título de propiedad y se dispersan en las proximidades de la sierra de Pillahuincó (parte oriental de la sierra de la Ventana en el actual partido de Tres Arroyos) y otras regiones. Cualquiera que fuese su situación, lo cierto es que las memorias oficiales los califican de “vagos” y “bandidos” —es decir, que no aceptan el dominio de los menos— recordando la acción de la policía provincial para reprimirlos. En el transcurso de 1881 se comienza, a solicitud de los adquirentes de tierras ganaderas, a esta¬blecer el orden oficial: detienen ese año a diez mil po¬bladores, duplicándose la cantidad al año siguiente y tri¬plicándose en 1883. “En esos territorios —se dice— ha encontrado la policía, boleadores de avestruces, infrac¬tores de toda especie que antes no eran perseguidos y que ahora ha sido necesario alcanzar y someter a la jus¬ticia””. Los perseguidos, en el mejor de los casos, se con¬vertían de allí en más en servidores de las estancias. Otros, los que no tienen la fortuna de obtener un empleo son detenidos o permanecen desocupados. “Una gran parte de nuestros campos —informa una memoria oficial de 1881— se han cercado, la necesidad de peones perma¬nentes en las estancias ha disminuido” b.
Nos resta destacar el hecho* dado a conocer años más tarde y de significación sóbrenla realidad de un despo¬jo cometido por los menos en perjuicio de los más, una situación que había permanecido en silencio. Se aclara en 1898 y en el Congreso Nacional con todas las pala¬bras:
“No eran propietarios, se les decía intrusos, y el feliz
” Memoria presentada por el ministro secretario en el Depar¬tamento de Gobierno a la honorable legislatura de la provincia, años 1881-1882, Buenos Aires, 1882, p. 119.
b Opus cit., p. 120. 294

poseedor de un titulo de derecho a ubicar, los despojaba, usando la fuerza pública, arrasaba todo, y allí quedaba el campo erial hasta que el nuevo señor terrateniente creía llegado el momento de establecer una estancia en las rui¬nas del lugar de los que habían sido los pionners de la civilización y habían expuesto su vida y trabajo en la defensa de los bienes de todos, regando con su sangre y el sudor de sus frentes el campo en que hacían núcleo y pie para sus hazañas. La posesión adquirida con tanto sacrificio era así menospreciada y el Estado caía encima para dar la propiedad en premio de servicios o para arbi¬trar recursos o para satisfacer aspiraciones poco justas. Asi concluyó una primera tentativa de división, embrio¬naria si se quiere, de la tierra fronteriza y asi hemos se¬guido consagrando la latifundio’ en los hechos.”
Era este el destino, en la palabra de un miembro de la clase gobernante, impuesto por los poderosos. Y, en esa línea, una década antes de finalizar el siglo XIX la poli¬cía continúa controlando a los desposeídos, sus con¬tratos de trabajo y también los desplazamientos. Se de¬fine de vagos a todos los pobladores mayores de dieci¬siete años sin “bienes suficientes de qué vivir y que no ejerzan arte, profesión o industria que les proporcione su subsistencia”0. Y se agrega, el 18 de marzo de 1890, en referencia a los mismos, que los “calificados” de esa manera “debían conchabarse (obligatoriamente) dentro del término de quince días, contados desde que se inti¬me la orden de la policía”. De no cumplirse con lo es¬tablecido, luego de ser juzgados por un tribunal inte¬grado por el juez de paz y “dos vecinos respetables”, serían los “culpables” condenados a realizar trabajos en las obras públicas de los territorios incorporados en 1879.
Como hemos señalado, ningún observador razonable negaba las condiciones extremas en que se desarrollaba la vida de los desposeídos en el campo. Ya en la segunda mitad del siglo XIX, algunas visiones se alejaban de los planteos propios de los reformadores liberales. En 1867, en La Crónica del Progreso, “órgano de los intereses de
a Digesto rural y agrario…, p. 306.
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la clase trabajadora”, se declaraba la necesidad de “abo¬gar por los intereses de la clase trabajadora” y se agrega¬ba que “El explotador es un infame, el perezoso es un criminal, el tonto es un parásito… y los parásitos sean re¬pudiados como elemento de infección”.
Es probable, los informes disponibles así parecen in¬dicarlo, que la situación general de los peones se agrava¬se en no pocos aspectos en el proceso de transformación de la estancia tradicional. Hemos visto ya cómo el re¬parto y el cercado de los campos, la expansión de las tierras ganaderas y agrícolas, impide a los gauchos dis¬poner de una fuente de recursos que les era propia”.. El viejo mundo de la tierra abierta, de la frontera y de las tolderías (uno de los sitios de refugio para los margina¬dos) caía para siempre y se instalaba en su lugar, sobre bases tradicionales, la estancia exportadora de carne. Por cierto, a pesar de las nuevas formas bajo las cuales se de¬sarrollaban los hechos y que éstos habían determinado,, el contenido de la realidad no varía. •
Se puede concluir con Adrián Patroni, un socialista preocupado en los últimos años del ochocientos por los peones v trabajadores rurales, que las condiciones eran muy difíciles *. “En las esquilas, donde era necesario an¬tes mucho personal, hoy, con las máquinas, no solamen¬te ocupan menos hombres, sino que estos deben confor¬marse con jornales irrisorios”. Con la valorización del precio de la carne, los hombres y las mujeres de las cla¬ses sin medios de fortuna se ven impedidos de obtener gratuitamente ese alimento tradicional. Por estar exclui¬da la pequeña propiedad y la industrialización en el
a Numerosos viajeros aluden a ese tiempo y a los cambios: Luis y Georges Verbrugghe, Fóret vierges; voyage dans l’Amé-rique du Sud et l’Amérique Céntrale, París, Valman Lévy, 1880, Horace Rumbold, The great Silver River. Notes of a residence in Buenos Aires in 1880 and 1881, London, 1890; Teodoro Morsbach, Estudios económicos sobre el Sud de la Provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, 1888 (reúne artículos publicados por él en el periódico Deutsche La Plata Zeitung sobre la colo¬nia rusa establecida en Tornquist y. los nuevos pueblos próxi¬mos a Bahía Blanca).
* Adrián Patroni, Los trabajadores en ¡a Argentina, Buenos Aires. 1897. p. 137.
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“modelo económico argentino”, no existe la posibili¬dad de otro trabajo y menos de acceder a la tierra.
Junto a la voz de Patroni y de otros analistas de la época que reflejan la codicia de los menos y la miseria de los más, teóricos similares en sus bases ideológicas plantean problemas que hacen a los beneficios de la bur-quesía ganadera. Juan B. Justo, fundador del socialismo político en la Argentina, en uno de los primeros edito¬riales de La Vanguardia (Buenos Aires, 12 de agosto de 1896) propone cómo pueden disminuir los ganaderos los gastos de producción y sostiene que la mejor manera es la aplicación del librecambio. “Si los agricultores y es¬tancieros —escribe— quieren, pues, disminuir sus gas¬tos de producción, fomentar la inmigración y asegu¬rarse un personal inteligente y activo, deben hacer que los alimentos, las ropas y demás artículos de consumo del pueblo entren al país libres de derechos”11. En otras palabras, su propuesta plantea los medios que tiendan a impedir un desarrollo paralelo de una industria basada sobre el ahorro interno, y tienden al mismo tiempo a la existencia de una abundancia de mano de obra barata, a que gran número de braceros agrícolas vivieran gran par¬te del año en paro forzoso.
¿Es necesario insistir? Ya en el siglo XX, el Código rural de la provincia de Santa Fe, sancionado en 1901, determina la continuidad de los sistemas represivos. Se ordena entonces que en caso de plantearse una discusión sobre los salarios adeudados por un propietario a su tra¬bajador, “el juez de paz, a falta de otro género de prue¬ba, fallará con arreglo al libro de cuentas que lleve el patrón, agregándose la declaración jurada que el mis¬mo prestará” (artículo 96). Y también lo siguiente: el es¬tanciero puede despedir a los peones si considera que son desobedientes, haraganes o viciosos. Pero no es todo,
a Escribe en esa misma oportunidad: “En nuestra campaña los procedimientos de trabajo han adelantado mucho, y les queda todavía mucho por adelantar. La maquinaria agrícola exige cuidado y prolijidad. No se puede esquilar ovejas finas con la misma torpeza que ovejas pampas. Los paisanos de nuestra campaña gastan todavía en sus personas muy poco jabón. ;.Qué tiene, entonces, de extraño que la sarna sea todavía tan común en el ganado lanar argentino?”.
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prosigue el mismo sistema represivo de un siglo antes. “Todo patrón debe muñir a sus peones de una libreta donde conste la filiación de éstos, la época de entrada a su servicio, la de salida, condiciones en que fue contra¬tado, causas de la separación o retiro y comportamiento observado” (artículo 106). Periódicamente, dentro de una periodicidad determinada por el poder, los desposeí¬dos deben presentar y registrar las libretas de trabajo en las Jefaturas de Policía más cercanas a su residencia. En oposición a lo dispuesto por la Constitución de 1853 en sus artículos 14 y 16, es decir al derecho de transitar li¬bremente por el territorio del país, los peones debían vi¬sar sus libretas al trasladarse dé un departamento pro¬vincial a otro, penándoseles si así no lo hicieran, con cár¬cel o multas.
Fueron esas condiciones — las legales que menciona¬mos y su reflejo en la realidad— las que han de inducir a plantear la necesidad de una organización de la fuerza de trabajo, un obstáculo, de acuerdo a la opinión de al¬gunos sectores oficiales, en el proceso capitalista del país. Es así que en 1904 el doctor Juan Bialet Massé entregaba un minucioso informe al ministro del Interior sobre “el estado de las clases obreras en el interior de la República Argentina”3. Se trata de un completo infor¬me que comprende los más variados aspectos de la situa¬ción de los trabajadores, la mala higiene de los mismos, sus miserables viviendas, el hambre y la desnutrición de la mayoría, por un lado, y por el otro el reflejo que so¬bre estos hechos tenía la economía latifundista que po¬sibilitaba la riqueza. De ninguna manera podemos atri¬buir, qué duda cabe, a Bialet Massé simpatías clasistas propicias a defender a los desposeídos.
Después de presentar aspectos generales de la econo¬mía de los trabajadores, comentados región por región, confirmando lo ya expuesto por otros testigos, recono¬ce que en muchos sitios los trabajadores viven aún inser¬tos en una economía no :monetaria a pesar del contexto capitalista de la sociedad global: “Y ahora mismo -di¬ce—el vale maldito de la proveeduría le saca la última go-
a Juan Bialet Massé, Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República presentado al Sr. Minis¬tro de! Interior, Buenos Aires, 1904, 3 tomos.
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ta de sangre””. Frente a esa realidad al peón no le resta, según el informante, más que entregarse al fatalismo, “espiando la ocasión de gozar de la vida; entregado al amor, a la guitarra y al alcohol, aceptando la vida como es, echándose en brazos de una religión que satisface los ideales de su imaginación soñadora y le promete las deli¬cias eternas, que aquí, si concibe el bienestar, está seguro de que no lo ha de alcanzar nunca”. Y, efectivamente, así era; se trata del reflejo de un sistema tradicional, de la represión sublimada.
Los salarios, agrega, no son suficientes para poder subsistir. Las horas de trabajo, de acuerdo a sus palabras, en todos los casos se extienden de sol a sol, con un corto intervalo al mediodía para el almuerzo. Persiste aún la obligación de llevar consigo la libreta de trabajo, el equi¬valente de la “papeleta”, y añade más adelante que en los almacenes y casas de “ramos generales” les roban sus escasos salarios, obteniendo los comerciantes beneficios que oscilaban entre un doscientos y cuatrocientos por ciento. Insiste en recordar la miseria general y la ignoran¬cia; las condiciones generales del trabajo que relata con las siguientes palabras:
“He visto con mis propios ojos salir al trabajo a las 4 a. m. como regla general, y no pocas veces a las 3,30 y dejar el trabajo a las 7,30 hasta las 8 p.m. dando des¬canso a ¡a mañana del tiempo indispensable para tomar el mate, al medio día una hora o cuando más dos, de tal modo, que ¡a jornada mínima útil es de 13 a 14 horas y el tiempo ocupado por el peón, teniendo en cuenta el que necesita para despertar y vestirse, para comer y des¬vestirse, después de la jomada, no baja de 15 a 17 horas, y no le queda el necesario para descansar, volviendo al trabajo sobre fatigado y al concluir la jornada es un hombre agotado completamente, sobre todo el que ha
a lules Huret (La Argentina, de Buenos Aires al Gran Cha¬co, París, Fasquelle, s/f), testigo francés que visita el país en la primera década del siglo XX, confirma lo expuesto al referirse a la estancia modelo de Manuel Cobo: “En la estancia no entra dinero. Todo se liquida con bonos pagables, bien en el próximo almacén (tienda argentina donde hay de todo) o bien en Bue¬nos Aires”.
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trabajado en la horquilla de las parvas y trilladoras en la carga, descarga y estiba de las bolsas.”
Al año siguiente, es decir en 1905, Juan Alsina, al frente de la Dirección de Inmigraciones desde 1890, con¬firma en un extenso análisis sobre el obrero en la Argen¬tina lo expuesto por Bialet Massé “El nativo o el criollo —informa luego de señalar las condiciones en los estable¬cimientos ganaderos—, es el obrero en mayor número empleado en estas industrias, ya sea indio o de raza eu¬ropea: ambos perciben, por lo general, el salario mí¬nimo con un máximo de trabajo; ya están atados, más que los obreros manuales del litoral, europeos casi en su totalidad, a la voluntad del patrón y a regímenes ar¬caicos y abusivos, que es menester desarraigar, por me¬dio de la instrucción y educación, del pago de mayor sa¬lario”‘1. Cualquiera que fuese la situación del asalariado, es indudable que todo seguía igual. En 1915 la cuarta parte de la superficie de la provincia de Buenos Aires es¬tá repartida en explotaciones de más de 10.000 hectá¬reas. Y, a la vez, permanecen unidas a la vieja concep¬ción tradicional, una forma que Adolfo Posada, un so¬ciólogo español, define en 1912 de feudal (“una forma de la gran propiedad y del gran propietario, superviven¬cia casi feudal, cuyo influjo se nota, de seguro, estudian¬do el régimen político argentino”*).
Debemos, por último, referirnos a otro problema y al que ya aludimos al estudiar el proceso ideológico que va de la reforma liberal a la reacción tradicionalista. De tiempo antes al Centenario, se venía planteando en cier¬tos sectores la necesidad de que surgiese una reacción contra la integración del país a la cultura universal. Sin ser cronológicamente el primero, en 1888 Joaquín V. González teoriza acerca de los supuestos valores de La tradición nacional. Se vuelve a insistir en 1909. Ese año Ricardo Rojas en su libro ya mencionado La restaura¬ción nacionalista clama por la “raza que sucumbe” en “medio de ese cosmopolitismo de hombres y capitales”
a J uan A. Alsina, El obrero en la República Argentina, tomo I, Buenos Aires, 1905.
” Adolfo Posada, La República Argentina, Madrid, Suárez, 1912, p. 422.
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y por el “descastamiento (sic) de las ideas”. Propicia un regreso al pasado, al más retrógrado de todos, sumándose a las fuerzas conservadoras, al mantenimiento de un or¬den latifundista y arcaico, y lo hace identificándose con los estilos de vida que les eran propios e idealizados por la clase alta, para ella el modelo a imitar por los desposeí¬dos. “Había —infiere Rojas— más afinidad entre Rosas y su pampa o entre Facundo y su montaña, que entre el señor Rivadavia o el señor García y el país que querían gobernar. La Barbarie —agrega—, siendo gaucha puesto que iba a caballo, era más argentina, era más nuestra”.
En su esencia, más allá de lo irracional de la propues¬ta, y, sobre todo, porque la misma bajo diversas formas vuelve a plantearse en momentos de cambios y transfor¬maciones y se acentúa, es necesario recordar que se trata de la conocida concepción dualista spengleriana desarro¬llada en La decadencia de Occidente. Es decir, la tesis que considera a la civilización urbana como una cultura moribunda a la que se le debe oponer la del hidalgo ru¬ral, el junker alemán latifundista que es para él un tipo humano supremo, el ideal que encuentra en el país su equivalente en la figura de Juan Manuel de Rosas. Los habitantes de las ciudades serían para Spengler simple¬mente despreciables, “sin tradición, tremendamente po¬sitivos, sin religión, astutos, infecundos, profundamente despreciativos del hombre de campo”. Y podríamos agregar, peligrosamente propensos a los cambios.
Se trata de la negación del progreso bajo todas sus formas, la “endoculturación” a una mítica “Argentina profunda” que a partir de 1910 la euforia tradicionalis-ta racionaliza al infinito. ” ¡La poesía se va…!, y vienen los pesos”, observa Godofredo Daireaux en 1915 como si los intereses nunca hubiesen primado en el país”. Y hoy, ante las puertas del siglo XXI, los estancieros y mu¬chos que no lo son celebran los más diversos aconteci¬mientos con asados, desfiles circenses, fiestas ecuestres y guitarreadas. Y si bien ayer sus antecesores, no necesa¬riamente por la sangre, miraban con desprecio las ropas de sus mensuales, para ellos las propias de un-mestizo de
a Godofredo Daireaux, ‘ Costumbres criollas, Bue¬nos Aires, Biblioteca de La Nación, 1915, p. 18.
301

“baja esfera”, hoy los visten en carnavalescos y absur¬dos reviváis que para ellos son un símbolo de “lo nacio¬nal”. Mientras tanto, los peones, sean criollos o descen¬dientes de inmigrantes, miran con indiferencia los re¬tazos de un pasado que no tienen por qué recordar.

ÍNDICE
Advertencia 7
1. Los comienzos: los hombres, la tierra y
el arcaísmo 13
2. Dominio económico y control social 53
3. Los seres de “color bajo” y los dueños
de la tierra 92
4. Mientras escuchan la palabra libertad -121
5. El gaucho: peón y soldado después de
Caseros 175
6. Actitudes y opiniones de los
poseedores de la tierra 237
7. Entre el pasado feudal y un presente difícil . . . 261

Рикардо Э. Родригес Молас. Социальная история гаучо.
Ricardo E. Rodríguez Molas. Historia social del gaucho

KUPRIENKO