Бартоломе Арсанс де Орсуа-и-Вела. Мир от Потоси. Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela. El mundo desde Potosí

Бартоломе Арсанс де Орсуа-и-Вела. Мир от Потоси: жизнь и размышления.
(составление, пролог и комментарии Мариано Баптиста Гумусио).

Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela. El mundo desde Potosí:
Vida y reflexiones de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela (1676-1736)
selección, prólogo y notas de Mariano Baptista Gumucio

Índice

El mundo desde Potosí
Vida y reflexiones de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela (1676-1736)
o Presentación
o Esplendor y grandeza de Potosí
o La vida de Arzans
o Informe remitido al Consejo de Indias por Bernabé Antonio de Ortega y Velasco, vecino de la Villa Imperial de Potosí, en cuanto a su Historia escrita de la fundación de aquella Villa
o Fragmentos autobiográficos en la «Historia de Potosí»
o Reflexiones seleccionadas de la Historia
 La Historia
 El Cerro Rico
 Potosí
 La Justicia Divina
 La Vida
 La Muerte
 El Buen Gobierno
 Situación de los Indios
 El Dinero y la Riqueza
 El Amor
 Los Pecados
 Las Virtudes
 Los Hombres
 Educación, Familia, Hijos
 Las Mujeres
 La moda
 La Hermosura
 Urbi et Orbi
o Melchor Pérez Holguín y la pintura de Charcas

Selección, prólogo y notas de Mariano Baptista Gumucio

Portada:
«Entrada del Virrey Morcillo a Potosí», pintura de Melchor Pérez Holguín, que se encuentra en el Museo de América, Madrid, cuyas autoridades han permitido gentilmente su reproducción en esta obra.

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Presentación

Luis Yagüe, Gerente General del Banco Santa Cruz se complace en entregar a sus clientes y amigos esta obra fundamental para la literatura y la historia, no solamente de Bolivia sino de Hispanoamérica en general.
La «Historia de Potosí», de Bartolomé Arzans de Orzúa y Vela, concluida en 1736, permaneció inédita dos siglos, salvo algunos copias truncas y adelantos que hizo de ella en unos «Anales» el autor: hasta 1965 cuando fue editada en tres tomos de formato mayor, por la Brown University de Providence, Rhode Island.
De ahí porqué Orsúa y Vela no figura en las antologías literarias del siglo XVIII pese a que, sin duda, se trata de una de las figuras más importantes de las letras hispanoamericanas y españolas de esa centuria, tanto por la extensión de su obra -alrededor de un millón de palabras- como por la gracia de su estilo y su inagotable capacidad narrativa.
Nació en 1776 y murió en 1736, dedicando a su «Historia» y otras obras inconclusas 35 años de su vida, en los que escribió la epopeya espectacular que fue el descubrimiento, explotación, riqueza y decadencia de uno de los mayores emporios mineros del mundo, con capítulos dedicados a Perú, Argentina y Paraguay, ocupándose paralelamente, de las vidas, costumbres, pasiones, vicios y excentricidades del conglomerado social de Potosí, cuya población en sus tiempos de esplendor era la mayor del imperio español, con 160.000 habitantes.
El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri piensa que el libro de Arzans es como «Las mil y una noches de las más fabulosa América» y que el autor es «un ejemplo excelso y un testimonio invaluable de la creación de una nueva identidad mestiza en Potosí».
Continuando con la labor la Universidad de Brown y con el deseo de poner al alcance del lector de hoy la esencia de la obra del cronista potosino, hemos solicitado al historiador Mariano Baptista Gumucio que preparase esta síntesis de la historia de Arzans, así como cuanto de él se sabe, tanto por los fragmentos autobiográficos contenidos en su obra, como por el informe que hizo Ortega y Velazco a la Corona, veinte años después de la muerte de Bartolomé.
Baptista Gumucio ha seleccionado al mismo tiempo, reflexiones que Orsúa y Vela asienta en cada una de sus numerosas historias, lo que constituye un valiosísimo registro para entender cómo pensaba un hombre común, pero dotado de una gran cultura libresca, que se sentía súbdito del Rey de España, pero que abominaba de mal gobierno y proclamaba el orgullo de ser potosino y criollo, en una ciudad alejada de la costa y a cuatro mil metros de altura sobre el mar.
Nos complace, participar con nuestro aporte en la realización de esta importante obra y abrigamos que esta Historia ofrezca una síntesis completa de la vida y reflexiones de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela y del esplendor y la grandeza del pasado de Bolivia.
LUIS YAGÜE
GERENTE GENERAL-BANCO SANTA CRUZ S. A.
GRUPO SANTANDER CENTRAL HISPANO
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El tesoro de Potosí financió las guerras de España en varios frentes europeos, la gran armada contra Inglaterra y también auxilió anualmente a Chile, el Río de la Plata, Las Malvinas: La ciudad era además el gran mercado de Sud América Meridional.

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«Diviértanse, mis amados lectores, con esta pequeña obra.»

Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela
Anales, 1702

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A la memoria de Gonzalo Gumucio Reyes, descubridor del original de Arzans en la biblioteca Real de Madrid, quien durante varios años trató de interesar al gobierno español en su publicación; y a Gunnar Mendoza y Lewis Hanke, quienes lograron que la Universidad Rhode Island de Providence, EE. UU., publicara la Historia de Potosí en 1965 dedicándole, al alimón, un magnífico prólogo. Y en el homenaje a Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela y Melchor Pérez Holguín, que convivieron en Potosí sin conocerse y reflejaron, cada uno a su modo, el esplendor y al grandeza de la Villa Imperial.
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Reducción de un lienzo de 4 x 3 varas dibujado por Francisco Tito Yupanqui, según Fr. J. Viscarra F. Representa la aparición de la Virgen de Copacabana sobre el cerro de Potosí en 1548.

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Esplendor y grandeza de Potosí

Las leyendas nativas
Cuenta una leyenda del incario que habiendo llegado Huayna Cápac, uno de los soberanos más esclarecidos que tuvo el Imperio, hasta las cercanías de la montaña conocida con el nombre de Sumac Orcko (Cerro Hermoso), en un recorrido por sus dominios, no ocultó su asombro ante la imponente mole y ordenó su explotación con el fin de acrecentar los tesoros de los templos.
No bien empezaron los nativos a trabajar los ricos filones de plata, llegó a sus oídos una estruendosa voz que decía «no saquen la plata de este cerro porque es para otros dueños».
Los indios de Cantumarca, a donde había ido a reposar el Inca, buscando el bálsamo de las aguas termales que abundan en la región, tenían también otro nombre para la montaña: Photojsi, pues alegaban que cuando quisieron horadarlo en busca de mineral, hizo un gran ruido. Pero el fonema Potoj no significa estruendo en quechua, pero sí en aymará, de manera que la historia del cerro sería anterior a la dominación de los incas, cuando las tierras de la altiplanicie eran señoreadas por los aymarás. A los indios les parecía que la montaña era también una mujer y la llamaron Coya, equivalente a Reina. ¿Acaso era casual que junto a la mole de roca estuviera como un vástago suyo un cerro pequeño, llamado Guayna Potosí, que quiere decir Potosí el mozo?
Los españoles bautizaron el cerro y la ciudad que atropelladamente se formaría en sus faldas como Potosí y ése es el nombre que ha alcanzado difusión universal, como sinónimo de extravagante riqueza.
«Yo, Don Diego de Zenteno, Capitán de S.M.I., Señor D. Carlos V, en estos Reinos del Perú, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y a nombre del muy Augusto Emperador de Alemania, de España y de estos Reinos del Perú, señor Don Carlos Quinto y en Compañía y a presencia de los Capitanes, Don Juan de Villaroel, Don Francisco Zenteno, Don Luis de Santandía, del maestre de Campo Don Pedro de Cotamito y de otros españoles y naturales que aquí en número de sesenta y cinco habemos, tanto señores de vasallos como vasallos de señores, posesiónome y estado deste cerro y sus contornos y de todas sus riquezas, nombrado por los naturales este cerro Potosí, faciendo la primera mina, por mí nombrada la Descubridora y faciendo las primeras casas, para nos habitar en servicio de Dios Nuestro Señor, y en provecho de su muy Augusta Magestad Imperial, Señor Don Carlos Quinto. A primero de Abril deste año del Señor de mil e quinientos y cuarenta y cinco.»
«-Capitán Don Diego de Zenteno.- Capitán Don Juan de Villaroel.- Capitán Don Francisco de Zenteno.- Capitán Don Luis de Santandía.- Maestre de Campo Don Pedro Cotamito. Non firman los demás por non saberlo facer, pero lo signan con este signo +. Pedro de Torres, Licenciado.»

Cuando llegaron los conquistadores el cerro estaba cubierto de arbustos y matorrales espinosos. En las cumbres dominaba la paja brava, de color marrón y de múltiples usos, pues servía para alimento de llamas y alpacas y para techos y paredes. En las faldas florecían otras especies de plantas nativas, que se usaron ampliamente en la labor minera como combustible para los miles de guairas, hornos indígenas de fundición que en los primeros años de explotación iluminaban el cerro con sus luces dándole un aspecto fascinante.
El agotamiento de esos recursos vegetales, unido a la utilización sistemática de mitayos que horadaban túneles y socavones en busca del mineral, cada vez más esquivo, dio origen a otra leyenda y un nombre más para el cerro. Decían los indios que los colores marrón y gris que mostraba la montaña cubierta por esa capa vegetal, e incluso amarillo brillante y verde de la yareta, fueron cambiando paulatinamente a medida que morían los mitayos en la montaña, hasta que el cerro quedó teñido de rojo. Desde entonces por la sangre derramada en sus entrañas lo llamaron -10- Wuila Ckollo: Cerro de sangre, pues Wuila en aymará equivale a sangre.

Unas de las más antiguas estampas de Potosí a poco años de su fundación. La única iglesia en el barrio de indios es la de San Francisco.
Las ubres inagotables
Las fabulosas riquezas que las entrañas del cerro guardaban habrían de ser largamente explotadas por la Corona española, que sufrió con ellas un hartazgo malsano. El metal argentífero financió las guerras sostenidas por la Casa de los Habsburgo en Flandes, Francia, Alemania, Italia, el Mediterráneo contra el gran Turco, Inglaterra y dio un formidable impulso al establecimiento de la economía precapitalista en Europa revolucionando los precios, mientras que en España, el exceso de oferta de plata fue tal que desató un proceso inflacionario y paradójicamente constituyó un factor para la decadencia de la agricultura y la industria en aquel país.
Dentro del territorio de Charcas, incontables fueron las «entradas» que con financiamiento potosino hicieron atrevidos capitanes en busca del Dorado o el «Gran Paititi», presuntamente escondido en los Llanos orientales.
Y como si todo esto fuese poco, Felipe II instruyó que a partir de 1580, año de la segunda fundación de Buenos Aires, la Caja Real de Potosí «situara» anualmente en lo sucesivo y sin necesidad de que se repitiera la orden, 280.000 pesos para Buenos Aires y 212.000 pesos para la capitanía general de Chile, suma con la que se cubrían también los gastos de guerra contra los araucanos. Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela, a quien está dedicado este libro, dice en una parte de su Historia: «He querido, aunque alargándome un poco más, referir los sucesos del reino de Chile aunque en suma por lo mucho que esta imperial villa le ha ayudado siempre con gente y millones de plata en la guerra y en la paz». Había leído también La Araucana aunque no sabía (o no consideró importante) consignar la Cédula Real (1564) que decía a la letra «Sabed que acatando lo que D. Alonso de Ercilla, gentil hombre de nuestra casa, nos sirvió en esas provincias y en las de Chile le hicimos merced de 4.000 pesos por una vez, librados en los nuestros oficiales reales de la ciudad de los Reyes». Como quiera que Lima no pudo o no quiso pagar esa suma, el Rey ordenó que lo hiciesen las Cajas Reales de Potosí.
Las cifras de soporte a Santiago y Buenos Aires, hasta las postrimerías del régimen colonial, nunca dejaron de enviarse y, por el contrario, se incrementaron en el caso de Buenos Aires, cuando arreciaban los conflictos en la frontera brasileña al norte (Potosí envió 900.000 pesos para la ejecución del tratado de límites con el Portugal en 1750) o con franceses e ingleses en Las Malvinas, a quienes se expulsó con plata potosina, pues la expedición de reconquista armada en 1770 demandó 1.328.834 pesos pagados íntegramente por las Cajas Reales de Potosí. En alguna ocasión también se atendieron con recursos potosinos los gastos de la Corona en Filipinas.
Lo de Las Malvinas es tan novelesco que parece ficción.
Ese conjunto de islotes rocosos que provocaron una guerra entre Argentina e Inglaterra en abril de 1982, y que hoy no ofrecen más que agua fresca y hatos de ovejas, a finales del siglo XVIII no tenían otro atractivo, que el de su relativa proximidad a la costa argentina y al estrecho de Magallanes, puerta -11- al Pacífico. Allí también podían saciar su sed los marineros. No habrían ingresado a la historia de no haber existido el imán de Potosí. El culpable fue Francisco Drac (Sir Francis Drake), que con una fragata y dos embarcaciones menores se dio el lujo de bordear todo el territorio colonial español, desde Panamá hasta Tierra del Fuego, Chile, Perú y el litoral mexicano, volviendo a Inglaterra por el Índico y el Atlántico. El corregidor de Atacama avisó a Potosí del paso de las naves inglesas y desde allí se envió otro chasqui hasta Lima. Creció en Madrid la preocupación por reforzar Buenos Aires como puesto militar y también Santiago al sur, para evitar que los piratas ingleses desembarcaran en esos sitios. La presa, en la mente de unos y otros, era Potosí.
De ahí por qué fueron los franceses los primeros que se instalaron en las Malvinas, en 1764, buscando un sitio estratégico que no fuera advertido desde Buenos Aires y desde donde pudiesen pasar mercaderías de contrabando al mercado potosino, bordeando el extremo sur del continente, hasta Antofagasta o Arica. Los ingleses, que se apoderaron dos años después de una parte de las islas, abrigaban el mismo propósito.
Porque había quienes codiciaban a Potosí, otros lo esquilmaban para defenderlo, pero en todo caso, era el centro del sistema de producción de semejante poder económico, el lugar donde la plata extraída era convertida en lingotes y moneda para su exportación.
De ahí que el cerro y la villa hubieran sido exaltados por los cronistas e historiadores con adjetivos superlativos como Monte Excelso o Cerro Madre de América, que Cervantes por boca del Quijote elogia un remedio que le da Sancho diciendo que las minas de Potosí no podían pagárselo; que los diccionarios ingleses emplearan «As rich as Potosí» (tan rico como Potosí) cual sinónimo de opulencia; que cuatro ciudades y poblaciones del Brasil, ocho de Colombia, una de España, dos de Estados Unidos de América, dos de Nicaragua, dos de la Argentina y cinco de México, lleven el mismo nombre de la ciudad fundada en los Andes bolivianos en 1545, y que la montaña figurara incluso en el antiguo mapa chino del Padre Ricci con el nombre Pei-tu-shi.
La «fiebre» potosina
Aun cayendo en lo que Lewis Hanke ha llamado «la fiebre potosina» o sea la tendencia a glorificar y magnificar todo lo relativo al cerro, muchos contemporáneos de su esplendor pensaron que nada igual se había producido antes. El Padre Joseph de Acosta en su Historia Natural y Moral de las de las Indias (1590) dice: «…en el modo que está dicho se descubrió Potosí, ordenando la Divina Providencia para felicidad de España, que la mayor riqueza que se sabe haya habido en el mundo, estuviese oculta y que se manifestase en tiempo en que el Emperador Carlos V, de glorioso nombre, tenía el imperio y los reinos de España y los señoríos de Indias».
En su Memorial de las Historias del Nuevo Mundo (Lima, 1630), Buenaventura Salinas y Córdova afirma enfático: (Potosí) «Vive para cumplir tan peregrinos deseos, como tiene España; vive para apagar las ansias de todas las naciones extranjeras, que llegan a agotar sus dilatados senos; vive para rebenque del turco, para envidia del Moro, para temblor de Flandes y terror de Inglaterra; vive, vive columna y obelisco de la fe».
Fray Antonio de la Calancha, de la orden de San Agustín, en su Crónica Moralizadora (1638-1653) dice del cerro que «es único en la opulencia, primero en la majestad, último fin de la codicia». Muy aficionado a la astrología, añade que «predominan en Potosí los signos de Libra y Venus, y así son los más que inclinan a los que allí habitan a ser codiciosos, amigos de música y festines, y trabajadores por adquirir riquezas, y algo dados a gustos venéreos. Sus planetas son Júpiter y Mercurio: éste inclina a que sean sabios, prudentes e inteligentes en sus comercios y contrataciones, y por Júpiter, magnánimos y de ánimos liberales».
Antonio de León Pinelo, autor de El Paraíso en el Nuevo Mundo (1650), obra en la que sitúa el Edén en Iquitos, sobre la ribera del Amazonas, basándose en las cifras ofrecidas por Luis Capoche, sostiene puntillosamente que con la plata ya extraída del cerro podría haberse hecho un puente o camino de 2.000 leguas de largo, 14 varas de ancho y 4 dedos de espesor hasta España.
En la Francia de mediados del siglo XVIII la Iglesia Católica hizo serios esfuerzos para contrarrestar las ideas que iban a plasmarse luego en la Enciclopedia, promovida por Diderot y D’Alembert. Parte de ese trabajo fue el Gran Diccionario Histórico en diez tomos, publicado en París y luego en Madrid, en 1750, y en el que figuran dos páginas dedicadas a Potosí que dan idea de la fama que el sitio había alcanzado en las cortes europeas. Dicen algunos de sus párrafos: «Potosí, ciudad del reino del Perú, en la provincia de los Charcas, hacia el Trópico de Capricornio, la llaman los españoles Ciudad Imperial, puede ser por causa de sus riquezas (…). Se cuentan en ella 4.000 casas bien edificadas y con muchos altos. Las iglesias son magníficas y ricamente adornadas, y sobre todo las de los religiosos, habiendo muchos conventos de diversas órdenes. Pueblan esta ciudad españoles, extranjeros, naturales del país, negros, mestizos y mulatos. Los mestizos han nacido de un español y de una salvaje, por usar del término riguroso, y los mulatos, de un español y de una negra. En esta ciudad se cuentan cerca de 4.000 españoles naturales capaces de tomar las armas. Los mestizos componen casi otro tanto número, y son muy astutos; pero no se exponen gustosos a las ocasiones, y visten ordinariamente tres tapalotodos a justacorps de piel de búfalo uno sobre otro, de modo que una espada no puede penetrarlos. En la ciudad no hay muchos extranjeros, y los tales son holandeses, irlandeses, genoveses y franceses que pasan por navarros y vizcaynos. (…) Los salvajes negros o los mulatos que sirven a los españoles están vestidos como ellos, y pueden usar armas. En esta ciudad reglan lo político 24 regidores, además del corregidor y el presidente de las Charcas, quienes dirigen y gobiernan los negocios a la moda de España. Exceptuando, estos dos ministros principales, tanto en Potosí como en cualquier otra parte de la América, los caballeros y los hidalgos tienen libertad de meterse a comerciar; y se dice hay -12- algunos que tienen, o por decir que tenían tres o cuatro millones de caudal. El común del pueblo vive también con bastante comodidad, pero son muy fieros y soberbios. Se ven andar siempre vestidos de tela de oro y plata de escarlata, y de todo género de raso guarnecido de encajes de oro. Las mujeres de los hidalgos y las de los ciudadanos están contenidas aun más que en España. Sus casas están muy bien adornadas y todos en general se sirven de vajillas de plata. (…) La plata mejor de todas las Indias Occidentales es la de Potosí; y aunque se ha sacado una asombrosa cantidad de plata, de las minas en que se evidencia el metal, y que el día de hoy están casi agotadas, se encuentra de él en abundancia en los parajes que aún no se han trabajado».

Ciudad la Villa Rica Imperial (Potosí), del libro Crónica de Buen Gobierno de Guamán, Poma de Ayala (Hacia 1580-1613)
Los blasones
A un año del descubrimiento de la riqueza y enemistado ya Juan de Villarroel de sus socios originales Diego Centeno y Pedro Cotamito, envió un memorial a Carlos V, acompañado previsoramente de un donativo de doce mil marcos de plata piña, en el que le pedía que le confirmase como descubridor del cerro y fundador de la ciudad.
La respuesta del Monarca fue afirmativa, acompañada de un escudo de armas donde aparece el cerro rico en campo blanco, con dos coronas del Plus Ultra a los costados, la imperial corona al timbre y la siguiente leyenda al pie:

Soy el rico Potosí
Del mundo soy el tesoro
soy el rey de los montes
y envidia soy de los reyes

El escudo de armas estaba acompañado de la declaratoria de Villa Imperial de Potosí.
En agosto de 1565, mediante cédula real, Felipe II concedió a Potosí las armas reales de España: en campo de plata un águila imperial «y en medio, dos castillos contrapuestos y dos leones, debajo el cerro de Potosí, a los lados las dos columnas del Plus Ultra, corona imperial al timbre y por orla el collar de toison».
El virrey Francisco de Toledo, con cédula firmada en Arequipa en agosto de 1575, añadió al escudo potosino una frase latina colocada en el contorno del óvalo central:

Caesaris potentia
pro rexis prudentia
iste excelsus mons et argenteus
orbem debelare valet universum

(«El poder del emperador así como la prudencia del rey y esta excelsa argéntea montaña, bastan para señorearse del orbe universal.»)
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La ciudad de La Plata que se preciaba de ser la única en el ámbito del virreinato que había mantenido su lealtad al rey durante la rebelión de Gonzalo Pizarro, amén de que fueran sus habitantes quienes primero se instalaron en el cerro de Potosí, proveyendo al monarca de cuantiosas sumas por concepto de quintos, solicitaron a Madrid el derecho de tener un escudo de armas. La respuesta del rey, de marzo de 1559, dio a La Plata los títulos de «ciudad insigne, muy noble y muy leal» y un escudo de armas en cuyo cuartel superior figuraba el cerro de Potosí sobre campo azul, con una cruz en lo más alto y cinco vetas de plata. Al pie otro cerro más pequeño con seis guairas, operada cada una de ellas por un indio. En el otro cuartel superior el cerro de Porco, y luego el águila imperial, castillos, leones, y la cruz de Jerusalén y nada menos que diez cabezas de tiranos (que recordaban a los alzados). Mientras aquí, separadas por apenas dieciocho leguas (160 kilómetros), las dos ciudades luchaban por diferenciarse una de la otra, la Corona en Madrid las veía como una sola unidad, que lo era en efecto. No en vano las mercaderías que provenían de España debían almacenarse previamente en Chuquisaca antes de seguir a Potosí y de los valles próximos a la ciudad blanca se proveía al asiento minero de toda clase de frutas, maíz, legumbres y carne. De otra parte, el Presidente, oidores y fiscal de la Audiencia de Charcas percibían sus salarios -5.000 pesos anuales para el primero y 4.000 para los segundos- de la Caja Real de Potosí.

El río de La Plata y la Argentina
Con la misma avidez que había llevado a los trece alucinados de la isla de Gallo a seguir a Francisco Pizarro hacia el sur, bajo la advocación que éste les hiciera trazando una raya en el suelo: «Por este lado se va a Panamá a ser pobres, por este al Perú a ser ricos, escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere», otras expediciones partieron de Panamá hacia el sur, bordeando las costas del Brasil en busca del quimérico el Dorado.
Se toparon con un río de aguas caudalosas al que los nativos llamaban Paraná-guazu, esto es, Paraná grande (Paraná quería decir mar o río como mar) que habría sido descubierto originalmente por Gonzalo Coelho y Américo Vespucio en marzo de 1502, en un viaje financiado por la Corona de Portugal. Del lado español el descubrimiento oficial correspondió a Juan Díaz de Soliz, en 1516. El cronista de la expedición escribió: «Entraron en un agua que por ser tan espaciosa y no salada llamaron Mar Dulce…». La Armada de Magallanes llegó al sitio en enero de 1520 y Antonio Pigaffeta hizo un dibujo del contorno del río, dándole el nombre de su descubridor español. Pero en 1527, el río se conocía ya indistintamente en España con los nombres de Soliz y La Plata. Fueron los portugueses, empeñados también en llegar cuanto antes a las regiones míticas del oro y de la plata, quienes le pusieron este último apelativo.
«Sebastián Caboto que partió de España en 1526 con intención de arribar a las Molucas, llegado a Pernambuco, oyó hablar de las riquezas metalíferas que se hallaban remontando el río. En la isla que Soliz había llamado de La Plata, encontró a otros náufragos de la desgraciada expedición del capitán español, quienes contaban de la Sierra de La Plata y del imperio del Rey Blanco. El portugués Alejo García había entrado mucho más adentro, pero al retornar de ese reino, cargado de riquezas también, fue asaltado y pereció a manos de los indios. Uno de los náufragos conservaba algunas muestras metálicas y contaba que «nunca hombres fueron tan bienaventurados como los de la dicha armada, por cuanto decían que había tanta plata y oro en el Río de Soliz que todos serían ricos y que tan rico sería el paje como el marinero…».
De esta manera, a partir de 1526, en la correspondencia oficial de la Corona española se adopta el nombre que habían dado a esa gran corriente de agua los portugueses, comprendiendo como río de La Plata al Paraná y el Paraguay. El nacimiento del río Pilcomayo, que une sus aguas a las del Paraguay, se halla en las quebradas de Tiquipaya y fuentes próximas a la ciudad de Potosí. La -14- leyenda que españoles y portugueses oían de los nativos de la ribera Atlántida se basaba pues en un hecho incontrovertible: muy lejos, a 530 leguas (2.650 km) de distancia, siguiendo el curso de los grandes ríos, en lo más alto de la cordillera, el destino había reservado para ellos un emporio de plata.

Portada y página interior del poema «Argentina» de Barco Centenera (edición príncipe, Lisboa, 1602). Argentina es nombre del poema, no del país. El canto II empieza con el verso «El río que llamamos Argentino».
Ángel Rosemblat, que ha dedicado un libro al tema del nombre de la Argentina donde aparecen las citas anteriores, dice que en este caso la poesía venció a la prosa, pues fue un poeta hoy olvidado, quien inspirado en el nombre del río y en el de la ciudad de La Plata, donde vivió por un tiempo, intituló su largo poema, publicado en 1602 «Argentina», como nombre del poema, no del país. En los documentos latinos y la cartografía de los siglos XVI, XVII y XVIII se hablaba corrientemente de Fluvius Argenteus, Flumen Argentiferus, Fluvius Argentiferus, Flumen Argenti, pero fue Del Barco Centenera quien, empleando un latín peruanizado, habló primero de argentinus. Afirma Rosemblat que, deslumbrado por el éxito de Ercilla con su Araucana (1569), el arcediano Del Barco Centenera, que había pasado un cuarto de siglo entre las provincias del río de La Plata, Paraguay y el Perú, quiso también, desde el momento en que se embarcó a América, en 1572, hacer algo parecido. En la dedicatoria de su libro manifiesta que «aquellas amplísimas provincias del Río de La Plata estaban casi puestas en olvido, y su memoria sin razón oscurecida», por eso procuró «poner en escrito algo de lo que supe, entendí y vi en ellas en veinticuatro años que en aquel nuevo orbe peregriné». Desde un principio emplea, para referirse a la tierra que describe, el adjetivo latinizante «argentino» (del latín argentum, plata):

Haré con vuestra ayuda este cuaderno
del Argentino Reino recontando diversas
aventuras, extrañezas, prodigios,
hambres, guerras, proezas…

Por analogía aplica a los habitantes el mismo adjetivo:

Los argentinos mozos han probado
allí su fuerza brava y rigurosa,
poblando con soberbia y fuerte mano
la propia tierra y sitio del pagano…

De los más de diez mil endecasílabos del poema, lo único vivo que queda, en opinión de Rosemblat, es el apelativo con que, pese a intentos de cambio, quedó bautizado un país: «Argentina, uno de los más hermosos nombres del mundo» (Paul Morand).
Antonio de León Pinelo, que conocía el poema de Del Barco Centenera, considera que los cuatro ríos que regaban el paraíso terrenal eran el Amazonas, el Magdalena, el Orinoco y el de La Plata (conocido como Phison en la Biblia) «que, con voz latinizada algunos llaman Argentino, ocupa el segundo lugar entre todos los de las Indias y del Universo».
En tanto los conquistadores del Perú se entre mataban en las cuatro guerras civiles que alborotaron el territorio entre 1537 y 1554, otros españoles desde el Atlántico buscaban acceder también a las riquezas de la montaña. Después de Alejo García, Juan de Ayolas, enviado por Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, remontó el curso del río y en la confluencia del Pilcomayo con el Paraguay, fundó un fuerte que con el tiempo se convertiría en la ciudad de Asunción.
Los indios charrúas le quitaron la vida en la ribera del río Bermejo. Uno de sus lugartenientes, -16- Ñuflo de Chávez, continuó la expedición cumpliendo la notable hazaña de llegar a Lima dos veces y entrevistarse primero con el Presidente La Gasca y luego con el virrey Hurtado de Mendoza, quien le concedió los territorios de Matogroso, Mojos y Chiquitos, dando en cambio el Chaco a Andrés Manso. Ñuflo de Chávez fundó la ciudad de Santa Cruz, luego trasladada al sitio que ocupa hoy, en 1561.

«Entrada del Virrey Morcillo a Potosí», pintura de Melchor Pérez Holguín (fragmento), Museo de América, Madrid.

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El establecimiento de la ciudad de Asunción fue providencial para evitar que los portugueses avanzaran hacia territorio peruano y lograran su meta de apoderarse de Potosí. La historiadora paraguaya Julia Velilla afirma que «desde 1536 a 1557, once veces los conquistadores intentaron llegar al Alto Perú, alucinados por las riquezas de El Dorado. En el empeño de vinculación con los Charcas y Potosí, y en el frustrado anhelo de dominar el Chaco, la Provincia consumió sus mejores energías. Para el Paraguay, desde siempre, el dominio sobre el Chaco ha sido condición fundamental de su existencia. En el período colonial se efectuaron no menos de 116 expediciones a dicha región, organizadas por las autoridades del Paraguay».
Convendrá concluir con una reflexión inescapable: De no haber existido plata en el cerro éste habría continuado siendo, por los siglos de los siglos, un «gigante rodeado de soledad», como lo califica Alberto Crespo R. Allí encontraron los españoles el mítico El Dorado que había desvelado a todos los conquistadores desde que pusieron pie en América y en el que pensaba Colón cuando escribió: «El oro es una maravilla. Quien lo posea es dueño de todo lo que desea. Con él aun pueden llevarse almas al paraíso». Sin duda que su búsqueda fue el principal móvil de la conquista. ¿Pero dónde y cuándo no lo fue a lo largo de la historia humana? Pecan de hipocresía quienes acusan a los españoles de ser cautivos de la codicia cuando no ha habido aventura, desde la de Jasón y los argonautas, que no hubiese tenido entre sus motivaciones premiosas el afán de la súbita riqueza. Cuando pensamos en el coraje, la tenacidad y también la crueldad de esos buscadores de fortuna, deberíamos también poner en el otro platillo de la balanza lo que habría sucedido con las regiones en que hallaron metales preciosos fundando en ellas ciudades, puertos y fortalezas, si es que hubiesen carecido de esos recursos. «De no haber sido por la minería que logró salvar las grandes distancias y los enormes obstáculos que la imponente geografía ofrecía -responde el mexicano Gustavo P. Serrano- el esfuerzo español habría sido embotado por la acción de la selva o de la montaña y los pobladores y colonizadores hubieran caído en un ruralismo enervante. La minería hizo posible la concentración de población, permitiendo una vida humana con niveles muy semejantes a los de Europa y por ello la cultura de este nuevo mundo penetró hondamente tierra adentro, se elevó sobre la altiplanicie y la sierra y llegó a las regiones más apartadas del país». Así sucedió en México y, por supuesto, en Potosí.
Potosí, de villorrio o campamento minero pegado al cerro, como fue en sus orígenes, llegó a adquirir con el paso de los años y las décadas otra dimensión sociológica y cultural en el ámbito continental.
Lo dice certeramente Roberto Prudencio en un ensayo dedicado a Charcas: «Potosí dio igualmente origen al espíritu y la índole del mundo hispanoamericano. De él parte toda la trayectoria vital de las demás ciudades del continente. Es la villa de mayor fuerza cósmica, la que ha de perdurar a través de toda la vida republicana como la expresión tangible del recuerdo, del pasado, de la historia en suma. Por lo mismo que está arraigada en el corazón mismo de la tierra, se abre a la América, y por su fuerza creadora constituye la iniciación de un mundo».
«Potosí fue por excelencia la ciudad colonial, pues por el gran caudal de lo indiano que poseía pudo lograr esa extraña y portentosa amalgama de lo hispano con lo indígena, que es lo característico del mundo cultural de La Colonia, como ya lo dijimos. Lima, Santiago o Bogotá fueron ciudades españolas casi por entero, o en las que el predominio de lo hispano era tan fuerte que no dejaba lugar a lo autóctono.»
Les faltó el humus para crear esa nueva atmósfera de cultura que fue lo propiamente colonial. El Cuzco, por el contrario, fue una ciudad donde lo indiano dominaba: lo colonial se levantó sobre las viejas construcciones incásicas.
«Potosí fue otra cosa. Potosí nació en La Colonia, pero fue el fruto de la savia misma de la tierra; fue el florecimiento singular de una planta autóctona nacida al mágico injerto del espíritu hispano. Potosí realizó en forma extraordinaria lo que los actuales hispanoamericanos buscamos y que la república ha perdido: el genio creador, como resultante de la fusión de dos espíritus, de dos mundos: lo hispano y lo indio. Por eso Potosí pudo lograr una vida propia, un estilo propio, vale decir una cultura propia. Y esto que fue la conquista del singular destino es lo que ha perdido la república.»
El período que abarca este ensayo alcanza hasta 1825 cuando después de quince años de guerra inclemente, se erige en el territorio de la Audiencia de Charcas un país nuevo que adopta el nombre de Bolivia. Durante el régimen republicano, el cerro rico continuó ofreciendo, además de plata, variedad de minerales, sobre todo estaño, y el Departamento de Potosí, su abnegada cuota de esfuerzos y sacrificios al nuevo país, enviando a sus hijos a defender con las armas la heredad territorial y a combatir a los tiranos. La contribución potosina a la república en los campos de la economía, la cultura y la política ha sido enorme y varios volúmenes tendrían que ocuparse de ella.
Baste señalar ahora que Potosí ha recibido dos nuevos blasones, con los que concluye esta introducción a su fabulosa historia colonial: la declaración de «Ciudad Monumento de América», otorgada por la Organización de Estados Americanos en su noveno período de sesiones celebrado en La Paz en 1979, y la de «Patrimonio cultural y natural de la humanidad», denominación con que la distinguió la organización de Naciones Unidas para la Ciencia, la Educación y la Cultura (Unesco) en 1987.
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La Villa de Carlos V
En el principio fue Porco. Hasta allí habían llegado Gonzalo Pizarro y Diego Centeno atraídos por el nombre del lugar (Colque Porco, plata de Porco) y por la presencia de utensilios de ese metal que usaban los nativos, a los que sin embargo hubo que obligar bajo tortura a que revelaran el sitio exacto de donde provenía el mineral. Muchos prefirieron perder la vida antes de hacerlo. Otros, ante la avidez y urgencia que mostraban los encomenderos, apelaron a la astucia, desviándoles el camino. Así hicieron con Diego de Almagro, el antiguo compañero de Pizarro, a quien tocó en el reparto de la conquista el territorio de Nueva Toledo, correspondiente al Alto Perú. En su trayecto por la altiplanicie, los indios le señalaban siempre el sur como el punto de origen del oro y de la plata, lo que llevó al obstinado capitán hasta las inhóspitas tierras de Chile, donde sufrió con sus hombres el triple acoso del hambre, la sed y los temibles araucanos. Esto sucedía en 1536.
Tres años después Porco ya era un floreciente asiento minero al que habían acudido otros españoles más, como Pedro de Valdivia, quien, después de vender su mina, partió de allí (1538) al mando de 150 españoles y 1.000 indios reclutados en el sitio y en Tarija y Charcas para emprender la definitiva conquista de Chile.
En el mismo año en que Valdivia hacía su entrada a Chile, tenía lugar la fundación de la ciudad de La Plata a 120 km al noreste de Porco. De clima acogedor y situada a 2.900 metros sobre el nivel del mar, La Plata era sitio estratégico para nuevas expediciones a Mojos y Chiquitos y lugar de refugio para quienes estaban operando minas en el entorno. En poco tiempo se convirtió en el centro administrativo de la región, conocida como Charcas, derivativo del apelativo de una de las tribus más importantes del lugar. En 1561 el rey Felipe II dispuso que allí se estableciera una Real Audiencia, tribunal que debió ser de alta apelación, pero que en los hechos asumió el control administrativo sobre una vastísima zona que se internaba por el norte hasta las regiones intocadas de los ríos Purus y Madera bordeando por el oeste el límite brasileño convenido por el tratado de Tordesillas, al sur hasta Asunción y Buenos Aires y al este el distrito de Atacama, que se abría al Pacífico.
No sin admiración teñida de espanto exclama René Moreno en la obra que dedicó a esta audiencia: «Algún día se habrán de referir a la maña con que en su remoto distrito sabía ese tribunal arrogarse las facultades del soberano, el desenfado con que acertaba a burlar las órdenes de los virreyes, la audacia con que a las leyes se sobreponía, la impunidad de casi tres siglos con que contó su despotismo en el Alto Perú».

Dibujo de Arzans.

La Real Audiencia, constituida por un presidente, cinco oidores, un fiscal para lo civil y otro para lo criminal (con el tiempo se redujo a cuatro oidores y un fiscal), por la distancia que la separaba de Lima, asumió en los hechos «oficio de procónsul», interviniendo con mano férrea en todos los aspectos de la vida política y económica de la vasta región, que incluso cubría Cuzco y Arequipa, en el Bajo Perú.
Ella tuvo que ver con la rebelión de Antequera en el Paraguay y con el torpe manejo de las reclamaciones de Tomás Catavi, cuyo apresamiento dio lugar a la más vasta y formidable insurrección indígena en el Alto Perú. Fueron también los oidores de Charcas que, enfrentados al Presidente de Charcas y al Virrey de Buenos Aires, precipitaron, sin imaginar el alcance suicida de su acción, el cambio de autoridades en 1809, prólogo de la revolución independentista hispanoamericana. «La Audiencia -prosigue René Moreno- empuñaba el tridente en el mar de esas agitaciones. Las levas implacables de la mita, el gran tráfago de las minas durante el auge fabuloso, el alentar cotidiano de la vida doméstica, el haber, existencia y honra de los individuos, todo pasaba sobre la palma de su mano, deslizándose como al caer del arnero la semilla que a esa mano le es dado estrujar o detener.»
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El descubrimiento
Hubo siempre algo sobrenatural en la cima y en los contornos del cerro. El indio Diego Huallpa (o Hualca), primer descubridor de su riqueza, declaró en 1572 que allí existía un adoratorio nativo y quizá ésa es la razón de por qué los Caracaras que habitaban el asiento de Porco y se ocupaban de minería, pues rendían su tributo al Inca en plata, no lo hubiesen explotado antes.
Sobre el descubrimiento de Huallpa hay innúmeras versiones, de manera que es mejor creer lo que él y su hijo declararon cuando llegó el Virrey Toledo a Potosí: que había nacido en Chumbivilca, cerca de Cuzco, y trabajaba como yanacona en Porco. En una ocasión en que fue enviado al cerro por unos soldados españoles (no indicó el motivo) descubrió a flor de tierra una veta de mineral. Huallpa guardó el secreto por algún tiempo, quizá hacía escapadas furtivas para recoger personalmente lo que podía. Al cabo corrió la voz y Diego de Villarroel fue el primer español que inició allí trabajos, junto con Pedro Cotamito y Diego Centeno, con quien después entró en litigio. Esto sucedía en abril de 1545. A poco acudieron otros 75 españoles, unos de Porco y otros de La Plata, llevando con ellos a unos siete mil yanaconas que rápidamente aprendieron de los Caracaras la técnica de fundir el mineral con guairas, vasijas con perforaciones, por las que el viento encendía las ascuas ardientes.
Con el descubrimiento de la riqueza del cerro, en la forma más caótica que pueda imaginarse y sin que nadie atendiera al bautizo de la recién nacida mediante acto formal de fundación, había surgido ya una nueva ciudad, que llevaría también el nombre de la montaña a cuyas faldas se cobijaba. «El pueblo se edificó tumultuariamente -afirma Cañete y Domínguez- por los que vinieron arrastrados de la codicia de la plata, al descubrimiento de su cerro rico.»
Todos creyeron que sus riquezas, como las de otras minas, no fuesen permanentes, por cuyo motivo de nada cuidaron menos que de la población. Cada uno se situó donde quiso, de manera que fueron formando unas calles demasiado angostas y largas para asegurar el tráfico y abrigarse de los vientos fríos de la sierra». La población europea se dividía entre mineros y comerciantes.
Estos últimos eran aves de paso que colocaban sus mercaderías a precios escandalosos y volvían a partir hacia La Plata, Arequipa o Lima para reaprovisionarse. «El sitio del lugar -escribía Luis Capoche al Virrey en 1585- es áspero y con cuestas y quebradas. Sus edificios son los peores que hay en estas partes (por ser sencillos y bajos y mal ordenados y chicas las casas a causa de ser la tierra fría y costosa y haber malos materiales, y los que la han habitado y habitan ser tratantes que van y vienen sin ningún asiento, a quien toca poco el bien público y aumento de los pueblos.» Piensa Capoche que esto se debe a la ausencia de encomenderos residentes como los había en La Plata, «que tanto ser y valor han dado con sus personas, mujeres y familia en las demás partes donde los hay, ennobleciendo el reino y perpetuándolo con las ciudades que han fundado, de magníficos edificios y suntuosas casas, ornamentos y atavíos de sus personas». No obstante y a renglón seguido Capoche destaca sin embargo que el gasto de los potosinos y potosinas era puntual y espléndido en cuanto al vestuario: «En este tiempo -dice- ha llegado el negocio de galas de esta villa a tal punto que donde no se gastaba más que paño pardo y botas de baqueta (por estar prohibido antiguamente que se trajesen sedas), andan vestidos de terciopelo y raja y medias de punto, y apenas se verán calzas que no traigan brocados y telas de oro y esto tan general, que oficiales y mulatos se las ponen. Después de (la introducción de) los azogues se ha ennoblecido esta villa por la mucha gente que ha ocurrido a ella y los casamientos que se han hecho. Y es tanta la curiosidad de los atavíos de las mujeres que pueden competir con todas las del reino».
El Virrey Toledo
Pedro de la Gasca en su carta al Consejo de Indias enviada desde Lima el 2 de mayo de 1549 -apenas cuatro años después del descubrimiento del cerro y la erección de la Villa de Potosí- hace una comparación del valor de las mercaderías en la ciudad de los reyes y en el nuevo asiento minero. La abundancia de plata y la escasez de los productos dieron como resultado precios increíbles.
Por más de siglo y medio, las viviendas de españoles e indios no se diferenciaron gran cosa, sino en el tamaño y los muebles, pues unas y otras estaban hechas de adobe y techos de paja. La construcción estaba a cargo de los nativos, quienes se vieron con tal exceso de trabajo para atender las demandas de los peninsulares que se rebelaron airadamente, produciéndose refriegas concluidas con derramamiento de sangre indígena. El poblacho continuó por algún tiempo bajo la jurisdicción de La Plata, a donde debían trasladarse los mineros para ventilar sus pleitos sobre propiedad y posesión de minas, con la consiguiente pérdida de dinero por el tiempo no trabajado.
Los azogueros potosinos que contaban con procuradores ante la corte de Madrid tenían la ventaja frente a La Plata, o cualquier otra ciudad del Virreinato, de poder enviar donaciones y préstamos a cambio de nuevos privilegios para la ciudad, hábitos de órdenes militares o títulos de nobleza. Cuando la suma era apreciable, el propio Monarca contestaba una carta de su puño y letra agradeciendo el envío como hizo Felipe III con Pedro de Mondragón, que le facilitó un préstamo (no reembolsado) de 60.000 ducados.
Posiblemente nadie ha influido tanto en la vida de Potosí, y acaso en la del Virreinato de Lima, como Francisco de Toledo nacido en la Villa de Oropeza en 1514, miembro de la Orden de Caballería de Alcántara por 34 años, los mismos que sirvió a Carlos V y luego a su hijo Felipe II en todos los frentes del Imperio: el norte de África, Flandes, Francia, Italia, Sicilia, Alemania. Sus dos hermanos habían servido también a la monarquía, uno de ellos como gobernador de Milán y embajador en Roma. -19- Era primo de Carlos V en tercer grado (nietos ambos de dos hermanas) y fue enviado a Lima como Virrey, en 1569, a sus 54 años no tanto por nepotismo sino por sus dotes ejecutivas, pues aunque tenía el celo y la obstinación de un conquistador, concluida la etapa de la conquista y serenados los ánimos de quienes participaron en las guerras civiles, hacía falta más bien un gran administrador. El Monarca no pudo haber escogido mejor. Toledo vistió el hábito de la Orden de Alcántara toda su vida y aunque viajó con 72 sirvientes (varios de ellos familiares) y 20 esclavos, profesó los votos de obediencia, pobreza y castidad. Que se sepa nunca una mujer abrigó su lecho, ni siquiera en las alturas de Potosí, donde toda cobija, cualquiera sea su naturaleza, es bienvenida.
Sabemos de sus credenciales militares por una nota que dirigió al Cardenal de Sigüenza en la que se queja de que otros miembros de la Orden han recibido mayores reconocimientos del Monarca. «No creo -le dice Toledo- que habrá muchos que a él y a su padre y a la orden hayan servido con más peligro, antigüedad y trabajo en la mar y en la tierra en estos Reynos y fuera de ellos».

Don Francisco de Toledo, Virrey del Perú. De la Crónica de Guamán Poma de Ayala.
En América no sobresalió en ese campo, pues su expedición contra los chiriguanos resultó un fiasco, aunque sería injusto cargarle esa responsabilidad, pues otros factores debieron haber influido en el fracaso de la campaña, no siendo el menor de ellos la astucia y el coraje de un pueblo, que como el araucano, al extremo sur, nunca fue doblegado por los españoles. Su gobierno de once años y cinco meses (1569-1580) fue el más largo del siglo XVI en el Perú, solamente superado en el siglo siguiente por el del Conde de la Monclova, que se prolongó por dieciséis años, pero es Toledo sin duda, entre todos los gobernantes del virreinato, quien dejó más honda y profunda huella en todos los campos. Demoró cinco años en sus viajes, tanto por conocer su dominio como para huir de las peleas con la Audiencia de Lima.
En el territorio de Charcas dispuso la fundación de Tomina, Cotagaita, Tarija, Cochabamba y el fortalecimiento de otras poblaciones en el oriente, con objeto de tender un arco de protección para Potosí frente al permanente avance chiriguano. Residió por un tiempo en la Villa Imperial, a donde llegó, auspiciosamente, junto a la noticia de la victoria de Lepanto, en 1573.
Su nombre en la historia de la Audiencia de Charcas está vinculado sobre todo a la instauración de la mita, aunque los españoles antes de su llegada ya habían empleado extensamente el sistema que, por otra parte, tenía antecedentes en el incario, lo que ha opacado un poco su extraordinaria labor en cuanto a la reorganización administrativa y política de la Audiencia y mejoramiento urbanístico en la ciudad de Potosí. Combinaba en grado supremo las virtudes del estadista y del legislador y tenía la meticulosidad y el amor por el detalle que es típico de muchos varones solos, pues solamente un solterón, o mejor dicho, un hombre sin relaciones sentimentales pudo haberse dedicado como él lo hizo con tan entera devoción a su tarea de gobernante y jurista, dando al exánime organismo del imperio una nueva transfusión de sangre gracias al conjunto de medidas adoptadas en Potosí que renovaron la explotación minera.
Cierto que supo rodearse de un selecto grupo de asesores, entre los que figuraron Juan de Matienzo y Pedro Hernández de Velasco, que provenía de México, técnico español que introdujo el sistema de amalgama de plata con el azogue, asunto prioritario para la Corona, pues como dijo el propio Virrey se trataba de establecer el «matrimonio» entre las minas de azogue de Huancavelica descubiertas poco tiempo antes y las de plata de Potosí, cuya explotación era cada vez más difícil pues se había agotado ya el mineral conocido como «millma barra», plata blanca o la «tacana» o «plomo ronco» que tenía color -20- plomo, pero que era también muy rico, y quedaban aquellos conocidos como «negrillos» además de desmontes y escorias con contenido de mineral, pero que ya no podían ser tratados con el método de fundición en las guairas. En su comitiva de cincuenta personas figuraban también los cronistas Polo de Ondegardo, el padre Joseph de Acosta, autor de la Historia de las Indias, en la que se ocupa de Potosí, y Pedro Sarmiento de Gamboa. La importancia que daba a Potosí se refleja en una carta dirigida al Rey en marzo de ese año en la que dice: «Acá está todo el golpe de la gente de españoles y el de los naturales que siempre han ido y van de crecimiento… Acá está el crédito y la estimación de los indios de este Reino y donde siempre tuvieron gobierno y mando los tiranos y principales de ellos… En estas provincias está la abundancia y la fertilidad de las comidas de todo el Reino y aquí han estado y están los minerales de oro y plata de la riqueza de ellas y por estas causas aquí han tenido fin todos los traidores y rebeldes (se refiere a Gonzalo Pizarro y otros) a tomar la puerta de la plata y de las comidas».
Visitó personalmente el cerro recogiendo una impresión muy negativa por la codicia de aquellos que, en el intento de hacerse ricos en uno o dos años sin importarles lo que sucediera, «habían ido a Puerto Derecho sacando y desentrañando el metal, deshaciendo y quitando los puentes que sustentaban las minas si sentían era de provecho aventurado a que se hundiesen y el riesgo que podían tener los indios que en ellas trabajaban. De esto y de no tener escalas para bajar y labrarlas y de la manera que las fueron cegando e imposibilitando por no poder labrarlas, es cosa de admiración lo que el deseo de la plata ha hecho que se haga y la hondura que tienen los pozos».

Sistemas de Lagunas de Potosí, detalle de la pintura de Miguel Berrío, 1758. Museo de Charcas.

El nombre del Virrey Toledo está asociado a cuatro hechos capitales en la vida económica -21- de Potosí: la introducción del azogue, la institucionalización de la mita o servicio forzado de los indios, la construcción de las lagunas amuralladas y los ingenios de molido mecánico impulsados por el agua proveniente de esas lagunas, que corrían a través de una Ribera o río artificial que él mismo diseñó.

Lagunas
Lo más admirable del complejo minero-industrial de Potosí es sin duda el vasto sistema de lagunas e ingenios que junto a la utilización del azogue permitieron una cuantiosa y prolongada producción argentífera.
La molienda del mineral tenía lugar en las primeras décadas en sitios provistos de agua, a donde llegaban recuas de centenares de llamas cargando los trozos extraídos del cerro, lo cual significaba una operación morosa y cara. El talento de los casi empíricos ingenieros españoles y los músculos de los mitayos se combinaron en una solución que hasta hoy causa asombro al visitante: la construcción de una serie de lagunas artificiales en la cordillera de Cari-Cari, donde en diversas quebradas solían formarse en la temporada de lluvias, depósitos de agua provenientes de los deshielos.
En 1574, con recursos de la Corona y de cuatro azogueros ricos, se procedió a la fabricación de la laguna de Chalviri o Tavaco Nuño, con un muro de contención de 238 metros de longitud, una profundidad de 8 metros, un perímetro de cuatro kilómetros (4,120 m lineales) y una capacidad de 2.900 metros cúbicos. Dos años después se cavó la laguna de Cari-Cari o San Ildefonso y a continuación la de San Sebastián y otras tres menores, hasta completar 18 represas que en el siglo XVIII subieron a 27, todas ellas conectadas mediante un elaborado sistema de canales a la «Ribera» que llevaba sus aguas hasta los ingenios y la ciudad misma. Estos canales se abrían en la roca o se construían con piedra y también con madera sobre postes, cuando debía vencerse una hondonada.
De la laguna de San Ildefonso, por una compuerta especial, salía el agua potable destinada a 280 pilas de la ciudad. En esta obra mayúscula de ingeniería, no sólo debe destacarse la originalidad de la idea, pues en el entorno potosino solamente existía una laguna natural, la de Piscachoca, enclavada en medio de rocas, sino también su realización misma y por eso vale la pena rescatar algunos nombres de maestros de albañilería y cantería que dirigieron las obras, como Pedro Sandi, Francisco Ortiz de Avestia y Sebastián Pérez Durazno. Para apreciar la magnitud del esfuerzo, Arzans indica que en la construcción de las primeras lagunas artificiales trabajaron 20 maestros de obras y 6.000 indios. Los muros de contención tienen cuatro capas o lienzos verticales, muro de piedra seca, greda impermeable, cal y piedra y son tan gruesos que sobre ellos pueden circular hoy mismo, uno y hasta dos -22- vehículos. Para comunicar el agua de Chalviri con la Ribera, se construyeron veintidós kilómetros de acequia.
La temporada de lluvias abarca en Potosí de noviembre a marzo, pero en el curso de su historia la región ha sufrido varias sequías, doce de ellas en el período comprendido entre 1593 y 1737, que produjeron no solamente desabastecimiento de alimentos, sino también serias dificultades en la provisión de agua para los ingenios, afectando la producción.
Los ingenios
De los 132 ingenios que se construyeron en la segunda mitad del siglo XVI quedan hoy las ruinas de 21, pegadas a la Ribera, que atravesaba la ciudad de este a oeste. El río partía de la serranía de Cari-Cari, pasaba al pie del cerro y concluía junto a Cantumarca. Los potosinos usaron también provechosamente el libro del párroco de San Bernardo, Alonso Barba, autor del célebre Arte de los Metales, a quien Arzans no conoció. Había también ingenios accionados por caballos.
Los ingenios, sobre todo los más grandes, eran recintos cerrados en los que laboraban medio centenar de mitayos a cargo de capataces. Disponían de varias dependencias: un almacén para el mineral, otro con los materiales necesarios en la fundición, como sal, cobre, cal y otros, y un tercero en el que se conservaba el elemento fundamental que era el mercurio. El corazón del ingenio estaba constituido por el «castillo», la enorme rueda de piedra sostenida por grandes arcadas y el acueducto, que formaban el complejo industrial. El eje central (que podía llegar hasta los siete metros de largo de una sola pieza) y las vigas y postes eran de madera. A continuación se hallaban los hornos y «buitrones», receptáculos de madera o piedra divididos en seis compartimientos llamados «cajones», donde se hacía la amalgama de la plata y el mercurio y a los que se daba fuego por debajo.
El precio de un ingenio podía alcanzar a los 40.000 pesos o bajar hasta los 800 pesos, dependiendo de su tamaño, edificaciones e importancia y número de su maquinaria.
Los ingenios contaban también con una capilla en la que los mitayos pudiesen oír misa, y una vivienda para el propietario, que posiblemente usaba el capataz o mayordomo, pues el primero prefería vivir en la parte baja de la ciudad. Los mitayos, concluidos sus turnos, de cinco días y noches dentro del cerro, volvían a sus parroquias a dormir.
Se ha comparado con frecuencia a Potosí en sus primeras décadas con esas ciudades del oeste de Estados Unidos o del África del sur en el siglo XIX que surgieron al conjuro de la explotación aurífera y argentífera, sin regulación alguna y que, pasado el período del auge, se convirtieron en ciudades fantasmas. La diferencia es que la prosperidad potosina duró siglos y, agotado el ciclo de la plata, continuó brindando otros minerales, sobre todo estaño, bismuto y plomo.
Hasta la llegada de Toledo, la villa fue creciendo en forma caótica con las viviendas de los españoles en el centro en torno a las primeras iglesias, como la de la Anunciación (San Lorenzo) y Santa Bárbara, el convento de San Francisco o la residencia del corregidor, en torno a los cuales aparecieron también los asentamiento indígenas. Toledo reguló la vida urbana haciendo en primer término construir la Ribera de diez varas de ancho (una vara equivalente a 83 cms) por una legua de extensión, con veintidós puentes, por la que corría el agua de lluvia y de las lagunas, disponiendo que ésa fuera la línea de división entre las parroquias de indios y más abajo los barrios de los españoles criollos, mestizos y negros. Hizo ensanchar las calles y alinear las casas y dispuso de solares para la plaza del Regocijo, donde se instalarían la iglesia Mayor, el Cabildo, la cárcel y las salas de ayuntamiento y en la que tenían lugar las corridas de toros, las justas, los juegos de caña, las representaciones teatrales y otros espectáculos, además de otras dos plazas colindantes destinadas a mercados.
Las calles no tenían nombre oficial, se las conocía por alguna actividad vinculada a ellas, así la de los Mercaderes, por las tiendas de ropa; la de la Comedia, donde estaba el coliseo para las representaciones teatrales; la de la Pelota, por el establecimiento del juego de pelota vasca; la de la chicha, por el expendio del licor de maíz; la Lusitana, donde posiblemente vivían portugueses; la de la lechuga, donde se vendían legumbres; la «Supay», calle (del demonio) posiblemente porque en alguna ocasión el maléfico allí hizo una aparición.
Después de la plaza del Regocijo, la más importante era la del Kjatu (que los españoles pronunciaban «gato» y de ahí el nombre de «gateras» a las vendedoras), donde se hallaba el gran mercado agropecuario.
La población
El censo que mandó levantar el Virrey Toledo en 1572 (a menos de treinta años de la fundación de la ciudad) arrojó una población de 120.000 habitantes, por encima de Sevilla, la ciudad más poblada de España precisamente por su vinculación estrecha a América como puerto de embarque de la Casa de Contratación.
Solamente Venecia en el mundo podía rivalizar en número de habitantes con esta ciudad enclavada en un remoto y altísimo lugar de la cordillera de los Andes.
Durante la primera mitad del siglo XVII la ciudad continuó creciendo hasta llegar a los 160.000 habitantes, según el empadronamiento que mandó hacer el Presidente de la Audiencia de Charcas, Francisco Nestares Marín. Para entonces había unos 4.000 españoles provenientes de la península, y otros tantos nacidos en Potosí, así como 40.000 criollos y 6.000 negros y mulatos. Encontrábanse también extranjeros de diversas partes, portugueses en primer término, pero también holandeses (una de las vetas más famosas era conocida como la de «los flamencos»), italianos, ingleses, alemanes y hasta un turco, Emir Sigala, que aparece en el libro de Arzans, cuya historia es notable, pues engañó a las autoridades españolas sobre su origen y religión, ya que, -23- con el nombre de Georgio Zapata, y en sociedad con un alemán, Gaspar Boti, trabajó en minas, y se llevó a España una enorme fortuna con la que se retiró finalmente a Constantinopla. El resto de la población era formado por los indígenas.
Potosí fue poblada casi al asalto. Miles de personas de toda condición llegaban a las minas provocando incluso el despoblamiento de las islas del Caribe, y la ciudad creció súbitamente. El abigarramiento humano era notable, funcionarios reales, aventureros, soldados, traficantes, marineros, extranjeros de lejanos países, indios, negros esclavos (y algunos libertos), gentes de todos los oficios imaginables y de todos los niveles sociales y económicos.
Mineros, autoridades y alto clero formaban el sector privilegiado de la ciudad. Las riquezas que obtenían merced a la explotación de la plata, nunca vistas hasta entonces, les permitían una vida de ostentosa opulencia. La movilidad social era mayor que en cualquier parte del mundo. Las fortunas se hacían y deshacían en horas. La Villa Imperial se convirtió en la «Babilonia del Perú».
Como las autoridades se mostraban incapaces de poner orden en una ciudad nacida y crecida al azar y donde abundaban toda clase de vagabundos y rufianes, cada cual debía atender a su propia seguridad. La violencia surgía tanto por las pendencias provocadas por la propiedad de las vetas como por los sitios en que se edificaban las casas y desde un principio hubo diferencia entre las «naciones» de españoles que derivarían con el tiempo en la guerra abierta de Vicuñas y Vascongados, además de la fuerza que se ejercía sobre los indios para obligarlos a trabajar en el cerro o edificar en la ciudad. Impusiéronse multas no sólo a los que tomaran armas sino también a los curiosos que espectaban la lucha, y los frailes dedicaron muchos sermones condenando los encuentros de sangre, pero sin mayor resultado hasta que se dispuso que quien quisiera batirse debía estar acompañado de padrinos y hacerlo fuera de la ciudad.

La ciudad de Potosí en 1758. Detalle de la pintura de Miguel Berrío. Museo de Charcas.

Se practicaban toda suerte de duelos, a espada y a pistola, con petos protectores de metal o con el pecho desnudo. Había duelistas -24- que preferían usar camisas rosadas para que no se notara la sangre de sus heridas. Se luchaba también a caballo o con una rodilla en tierra.

El territorio entre Huancavelica y Potosí.

No fue raro entonces que se crearan cuatro academias de esgrima para aprender a defenderse y matar. En una de ellas enseñaba un italiano, en otra un irlandés.
La burocracia y los oficios
En el Museo Británico se encuentra una anónima «Descripción» del año 1603, con valiosísima información sobre la vida económica y social de Potosí. La pirámide de la autoridad estaba constituida por el Corregidor y su Teniente, dos alcaldes ordinarios, dos de la Hermandad, un Juez de bienes de difuntos, un Alcalde de minas, tres Veedores del cerro, un Alguacil mayor con catorce tenientes, tres jueces oficiales reales, dos ejecutores para la cobranza de la Hacienda Real, un Juez receptor de las alcabalas, tres receptores menores, dos oficiales Ejecutivos, un Alcalde de Aguas y un Alguacil del cerro. En cuanto a la administración minera había un Contador de los azogues, un Contador de Granos, un Protector General, un Ensayador Mayor de Barra, un Ensayador y un Tesorero de la Casa de la Moneda, cuatro Escribanos Públicos, un Escribano de Minas, uno de Hacienda Real y otro de bienes de Difuntos, así como 40 Escribanos Reales, 37 de estos puestos eran venales, es decir podían comprarse de la Corona por un total de 637 mil pesos ensayados (mediante remate público) y en el supuesto tácito de que si bien la Corona se beneficiaba con las sumas cobradas, los beneficiarios lo harían mucho más exprimiéndoles el jugo a las canonjías. Se procedía de acuerdo a la siguiente escala: Alguacil Mayor: 100.000 pesos; Ensayador mayor de la Casa de Moneda y Tesoreros, cada uno 50.000, Ensayador; 30.000; Fiel ejecutor perpetuo y Alférez real, a 25.000; Depositario general: 24.000; Escribano de minas: 20.000; Escribano de difuntos: 8.000; los procuradores, a 4.000. Los funcionarios que renunciaban a su cargo o lo transferían a otra persona pagaban la mitad del valor abonado la primera vez y si se producía una segunda transferencia debía abonarse a la Corona un tercio de la primera suma.
A nadie llamaba la atención que empleos que tenían un sueldo nominal de apenas 2.500 pesos anuales pudiesen comprarse hasta en 100.000 pesos. La explicación estaba en que los beneficios marginales, a costa del Tesoro y del público, eran enormes. Cada una de las manos que tenía que ver con el proceso de refinación, conversión de la plata en barras o en moneda, despacho y control, se quedaba con una parte, aunque fuera muy pequeña, del botín. Los funcionarios no estaban obligados a rendir cuenta de sus gestiones y alguna vez que el beneficio fue tan excesivo como para provocar escándalo como en el caso del tesorero Diego Cuba en 1563, se comprobó que cobraba cinco pesos por cada sello estampado en las barras, lo que significaba que se había pagado el «quinto» al Rey, quedándose él con un peso por cada sello.
Cañete dice que los Alcaldes ordinarios y los de la Santa Hermandad hacían fiestas con «opulentas mesas» el año redondo y que gastaban de 14 a 15.000 pesos en el mismo tiempo. Iban rodeados de cuatro pajes «vestidos de paño con galones» que recibían título de Ministros y a los que confiaban diligencias judiciales.
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La aversión al trabajo manual (comercio sí, pero a través de dependientes y sin dar la cara) fue general entre los españoles, así como la tendencia a la hidalguización. Decía el Presidente de la Audiencia de Charcas Juan López de Cepeda al Rey, en carta de febrero de 1590: «Querer que los españoles aren, caven y trabajen en las minas y los campos y hagan otras cosas semejantes, no es posible porque no los hay para ello y no está en su costumbre. Aquí tan bueno es Pedro como su amo…» y añadía la sugerencia de emplear esclavos de color bajo este régimen escalofriante: «Los negros en las alturas no podrían escapar por ser la tierra fría y pelada. No tendrán qué comer ni dónde ocultarse. Con tenerlos en continuo trabajo y darles castigos ejemplares y rigurosos a los que los mereciesen y en especial caparlos, como se hace en México, para quitarles sus bríos y soberbia, y con no dejarles poseer ningún género de armas, ni siquiera cuchillos, se aseguraría que no puedan huir ni intentar otras de las iniquidades a las cuales son inclinados por naturaleza».
Los representantes de la ciudad de La Plata y provincia de Charcas que fueron a Madrid en 1608 para pedir al Consejo de Indias que desestimase el pedido de los yanaconas de tener libertad de movimiento (y no permanecer encadenados a una hacienda como hasta entonces) alegaron que nadie podría suplirles, pues los agricultores españoles «pasando a las Indias se olvidaban de su naturaleza y todos pretendían ser nobles, no cruzándoles ni por el pensamiento el ponerse a manipular con la pala, el azadón o el arado».
De esta manera, el distintivo de Don que al principio se daba solamente a los miembros de la nobleza, comenzó a venderse a partir de 1664 a razón de 200 reales por una vida, 400 por dos (extensivo al hijo mayor) y 600 por vida y con carácter hereditario ilimitado.
La ciudad contaba con veinte abogados, cuatro Procuradores, cuatro Solicitadores, tres médicos, seis cirujanos, diez barberos (es decir sacamuelas y sangradores, y no peluqueros como se entendería hoy día) y tres boticarios. (Sobre los abogados hay una perla de sabiduría, en una provisión del Virrey que merecería haber quedado como ley de la República. Es de abril de 1573 y establece que «en los asientos de minas no haya abogados por ser los promotores de pleitos». Y que en consecuencia, «salgan de esta villa todos ellos a servir en la audiencia donde están recibidos».)
El gremio de azogueros, que constituía la oligarquía local, se componía de un centenar de personas, propietarias de 128 «cabezas de ingenios», 83 en Potosí, 42 en la ribera de Tarapaya y 3 en la de Tavaco-Nuño con una producción diaria de 150 quintales de mineral.
Quizá por el frío de la región había tiendas de comestibles que ofrecían «pescado fresco», proveniente de la costa y del lago Titicaca. La ciudad contaba con 80 pulperías, 28 zapaterías, 8 tiendas de sombreros españoles y 25 tiendas con ropa y artículos para indios, además de numerosos mercados populares de coca y productos agropecuarios.
Las panaderías eran 28, las confiterías y pastelerías 12. No había ningún hotel y los forasteros dependían para alojarse de la buena voluntad y la hospitalidad de los vecinos, pero sí una veintena de pensiones donde se podía comer «carne y pescado» por treinta pesos al mes1. Los 4.000 españoles y 2.000 mujeres que indica el autor como población blanca disponían de un centenar de lavanderías que cobraban 4 reales por «lavar y almidonar un cuello llano y 8 reales por cualquiera guarnecido».
Eros
No menciona a orfebres y artesanos que trabajaban la plata, la madera, el hierro y el cuero posiblemente porque estas ocupaciones estaban en manos de indígenas y mestizos, pero se ocupa en cambio de otras dos ocupaciones inquietantes: «Hay así mismo de 700 a 800 hombres, antes más que menos, baldíos, que su ocupación es pasear y jugar y hay 120 mujeres de manto y saya que conocidamente se ocupan en el ejercicio amoroso y hay grande suma de Indias que se ocupan en el mismo ejercicio.»
La tradición heredada del medievo español y que se aplicó en el curso de las guerras civiles entre los conquistadores fue la de indultar la vida a un condenado a muerte si es que una «mujer de amores» se le ofrecía como esposa, con el razonamiento de que era obra cristiana convertir a una prostituta en esposa y acaso madre y dejar al reo con la indignidad de haberse salvado de ese modo. No todos aceptaban y se dio el caso, contado por Francisco de Carvajal, de un reo que prefirió la muerte antes de ser rescatado por una «putana feona y muy bellaca, sucia y con la cara marcada con una cuchillada».
Los azogueros se mostraban espléndidos cuando se trataba de las dotes de sus hijas, cuyos matrimonios, con vástagos de padres igualmente opulentos, aseguraban además a las familias mayor poder económico y político. Cañete informa que la novia Plácida Eustaquia recibió de su progenitor en 1579 2.300.000 pesos, la hija de un general Mejía, en 1612, 1.000.000; Catalina Argandoña, en 1629, 800.000 pesos y una hacienda con viñedos. Hasta 1629 se contaron más de ocho dotes sobre los 200.000 pesos. Cuando refería esto, en 1791, las dotes habían bajado a menos de 50.000 pesos.
Arzans da cuenta de catorce escuelas de danza para hombres y mujeres (una de ellas regentada por un negro), en las que los directores hacían rápida fortuna pues sus alumnos, acabando cada danza, «arrojaban detrás de las sillas, al suelo 50 a 100 pesos». Había también treinta y seis casas de juego de naipes, dados y trucos, donde se jugaban hasta 100.000 pesos por noche. Las compañías de farsas hacían en una tarde unos 3.000 pesos, pues los asientos costaban de 30 a 50 pesos.
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Tema recurrente y de preocupación en la correspondencia de las autoridades era el evitar que hombres casados en España u otro lugar del Reino permaneciesen solos en Charcas. En enero de 1580 la Audiencia de Charcas instruyó a Pedro de Zárate que, en vista de que no habían tenido efecto las provisiones anteriores, vaya a Potosí y «averigüe quiénes están casados en España, secuestre y remate sus bienes y envíe sus personas a Lima para que de allí sean remitidos a hacer vida con sus mujeres en España». Incluso un teniente de corregidor en Potosí, Jiménez de Mendoza, de quien se sabía que tenía amistad con una mujer casada, se le envió a Santiago para que se reuniese con la propia. En marzo de 1605 la Audiencia de Charcas se dirigió al Virrey sobre este problema, manifestándole que «si a todos los casados se les aplicara el rigor de la ley, el distrito quedaría con mucha falta».
Quienes disponían de dinero suficiente podían contar con la complicidad de un galeno, como hizo Cornieles de Lamberto, mercader de Potosí, a quien en 1533 se le conminó a que volviese a hacer vida marital en Sevilla. El informe que reposa en el Archivo de Indias señala: «Del certificado médico expedido por el médico y cirujano Marco Antonio, dice tener Lamberto varias fístulas en la ingle y en la nalga y otras en la vía del caño, entre los dos servicios, que aunque las primeras están cerradas, queda la del caño, por donde salen los orines; que por consiguiente no puede andar a caballo ni tener acceso carnal con mujer, por derramársele las simientes por las fístulas; que lleva gastado ya 20.000 ducados de oro en curación».
El «pecado nefando», que conllevaba la pena de muerte, no era sin embargo extraño a las costumbres, a juzgarse por el número de casos mencionados por las autoridades. Algunos indios posiblemente lo practicaban, pero entre los españoles, dada la condena explícita del cristianismo, estaba rodeado del mayor secreto. En una carta de agosto de 1590 del Virrey a la Audiencia de Charcas hace referencia a un homosexual que pecaba con «hijos de personas principales de dicha Villa y con indios». Otra carta de Santiago de Chile al Virrey alude nada menos que a un canónigo de la catedral que «se le sindicó con el pecado nefando y huyó por la cordillera al Río de la Plata o al Perú».
El Clero
En 1603 la ciudad ya tenía cinco conventos y catorce parroquias, trece de las cuales eran de indios y una, la iglesia Mayor, de españoles, atendida por nueve curas y dos sacristanes sacerdotes. Nueve de las parroquias de indios eran servidas por clérigos y cuatro por religiosos de los conventos. El personal del Santo Oficio estaba presidido por un Comisario de la Santa Cruzada, un Vicario, un Alguacil mayor y tres Notarios. El juzgado eclesiástico contaba con un Fiscal Clérigo, tres Fiscales legos y dos Notarios.
En un ambiente donde, por un lado, predominaba un aire conventual supérstite del medievo español, y del otro el desenfreno materialista provocado por la súbita riqueza, los potosinos se mostraban dadivosos en sus contribuciones a la Iglesia, para asegurarse un puesto en la vida eterna. Numerosos eran los donativos, bien fuese para erección de capillas y conventos o en joyas y objetos de arte para las imágenes. Fray Antonio de la Calancha, al mencionar la casa de su Orden como la mejor de la ciudad, estimó que los agustinos habían recibido en donaciones hasta el año 1611, 535.000 pesos.
Con las excepciones de algunos santos varones dedicados exclusivamente al servicio de Dios y de los hombres, de predicadores que entraban en tierras de infieles con el único escudo de su cruz para ganar almas y convertirlas al cristianismo, de virtuosos betlemitas y juandedianos que cuidaban a los enfermos de hospitales y de incorruptibles jesuitas, la Iglesia como institución y sus representantes, individualmente, formaron parte con ventaja del círculo de explotación cuya base era sostenida por los indios.
Una carta del Virrey a la Audiencia de Charcas de febrero de 1591 incluye testimonios de las sumas exorbitantes que cobra el vicario de Chucuito e instruye que no se permita tanta insolencia de clérigos especializados «en chupar la sangre a los indios con mucha más codicia y ambición que lo hacen los seglares».
Aunque las Ordenanzas del Perú instruían que no se debía repartir a los curas más de tres muchachas y dos ancianos hubo iglesias como la de Sicayas en Chayanta, donde estaban obligados a trabajar 40 indígenas, ocho de los cuales eran mayordomos y cuatro mujeres solteras. Cada mayordomo estaba obligado a dar 40 pesos en monedas de plata con cargo a las misas que iban a celebrarse y un real diario para vino, incienso, harina para las hostias y jabón para lavar la ropa blanca de la sacristía. A la suma de alterados, mayordomías y priostazgos se añadía el rosario de fiestas religiosas que los curas fomentaban y en las que los indígenas contribuían con el «ricuchicu», consistente en dinero o víveres, vino, harina, azúcar, huevos, gallinas, etc. Todos los sacramentos tenían su precio y algunos variaban de acuerdo a los servicios prestados. El entierro, por ejemplo, cantado y solemne valía 14 pesos, si se usaba la cruz alta tres más, cuatro por campanas e incensario y 40 por sepultar al difunto debajo de la grada del presbiterio.
Hubo casos, como el del Arzobispo de la Plata, Gregorio de Molleda y Clerque, que merecieron la atención del propio monarca, quien se dirigió al Virrey de Lima, en septiembre de 1754, alarmado por las denuncias que le habían llegado contra el prelado. Dice la carta de Fernando VI al Conde de Superunda: «En la Audiencia de Charcas no se alcanza justicia cuando se litiga con poderosos, según lo acredita la voz común. Muchos de los curas son parientes y domésticos de los oidores y les permiten robar a los indios. Aunque hay defensor de naturales, no los defiende y más bien los ultraja. Las muy desordenadas operaciones del Muy Reverendo Arzobispo tienen atónitos a todos. Por leves causas excomulga. Ha dado los curatos grandes a allegados suyos. No -27- sabe lengua india ni aún latín. Da muy escasas limosnas, teniendo rentas de 80.000 a 100.000 pesos anuales. Junto a su alcoba en la misma pieza que servía de oratorio a sus antecesores, tiene una pariente y allí mismo concurren a visitarla y se hacen en sus presencia saraos con tanto desorden como en la casa del seglar menos modesto.
«Estando de visita en Potosí, prohibió los bailes, pero, sin embargo, tuvo en su casa uno en el que la mayor parte de las que asistieron eran mujeres mundanas y echaba la bendición a cada una que acababa de danzar. Los oidores Melchor Concha y Pablo de la Vega quieren sus cargos para recibir el sueldo y quitar la sangre a los pobres. (…) Y visto en mi Consejo de Indias y con lo que dijo mi fiscal, he resuelto daros noticias de ello a fin de que, como os lo mando, procuréis informaros reservadamente de todos estos daños, pongáis para su remedio cuantos medios consideréis convenientes y os sean posibles».
Los curas de los pueblos fueron enemigos de la mita, pero se sospecha que no los movía solamente la piedad cristiana, sino la perspectiva de la pérdida de mano de obra que les significaba jugosos dividendos en forma de trabajo gratuito o de contribuciones y donativos. En todo caso los indios pagaban una misa antes de partir a Potosí.

Llamas transportando plata de Potosí a Arica. Dibujo de Theodor de Bry, 1600.
Afirma enfáticamente Gabriel René Moreno: «Los curas eran los individuos más ricos del reino después de ciertos mineros acaudalados que eran pocos. Sus ganancias provenían de los raudales salidos de una misma fuente: el ahorro del indio, a título de derechos parroquiales y de primicias: su sudor, con el logro de servicios personales y granjerías. El mercado a precio fijo de los sacramentos y ceremonias de culto, y más que nada la piadosa faena de sacar ánimas del purgatorio a punta de misas y responsos, hacían del ministerio parroquial una profesión muy lucrativa».
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Las importaciones
A la natural aridez del terreno en torno al Cerro rico, se añadía la falta de incentivos para la agricultura en los valles cercanos a Potosí, ya que la abundancia del mineral de plata permitía comprar todo lo necesario de las otras provincias del Alto Perú, de distintas partes del virreinato o de allende el mar.
De Cochabamba se llevaba el trigo y el maíz en grano, tanto para la alimentación de los 120.000 indios como «de otros 120.000 perros que es más lo que éstos consumen que los indios», según reza la anónima «Descripción de Potosí» correspondiente a 1603. También de Cochabamba se llevaban tocuyo y otras manufacturas; de Tarija, chivos, carneros y cerdos; de Tucumán y Córdoba, ganado y mulas; de Chuquisaca y Vallegrande, tabaco; de Cinti y Arequipa, aves de corral; del Bajo Perú, azúcar; de Chile, caballos; del Paraguay, yerba mate.
Vale la pena ver con algún detalle los artículos importados a la villa y sus cantidades y precios. Consumíanse en un año 4.000 cabezas de ganado vacuno, 50.000 ovejas y 100.000 llamas. En las rancherías, pese a la prohibición, se sacrificaban 40.000 alpacas y vicuñas. La procedencia de artículos muestra en qué medida Potosí era el centro comercial de una zona que abarcaba desde México, Guanuco y Quito (con paños, cordelletas y bayetas), Cuzco (ropa para indios, piezas de cuero), Arequipa (pasas), Tarija (manteca de puerco, jamones, tocinos, lomos y lenguas de puerco) y Tucumán (lienzos para negros, indios y gentes de trabajo).
La coca provenía básicamente del Cuzco y también de los Yungas de La Paz. El consumo para el año que nos ocupa fue de 60.000 cestos con un valor de 360.000 pesos ensayados.
No figura el origen de muchos productos que se volcaban sobre Potosí en un radio de cien leguas a la redonda: miel de caña, ají, pescado salado de mar, pescado de río (sábalos y dorados), aceitunas, vinagre, hortalizas, fruta, chuño, papas, ocas; alfombras, sombreros, zapatos, sacos o costales, cera, cobre, herrajes, añil, leña, carbón, paja para techos y otros varios. Solamente de sal, para el beneficio de los metales, se consumían anualmente 630.000 quintales, producción que demandaba el trabajo de 1.000 indígenas. El consumo de azogue traído de Huancavelica alcanzaba a 5.700 quintales. Pero hubo momento en que el mercurio también provino en importantes cantidades de lugares tan distantes como Almadén, España, e Idrija, Eslovenia (ex Yugoslavia).
Si ya era difícil el envío desde España a América de cualquier mercadería, por el tiempo y los riesgos de la navegación, lo era aun más en el caso del mercurio, que se utilizó primero para la amalgamación del oro.
Los árabes de España le habían puesto el nombre de azogue, que en su lengua significa correr. Las minas de Almadén fueron entregadas en arriendo por Carlos V a los Fugger, empresarios y prestamistas que habían contribuido con fondos para su elección como Emperador de Alemania. Los Fugger, que figuran en la literatura histórica hispanoamericana como los «Fúcares» o «Condes Fucas», comprometiéronse a entregar 1.000 quintales por año y la producción anual no subió, en los siglos XVI y XVII a más de 3.000 quintales de manera que, por el aumento de la demanda, al aplicarse el azogue a la amalgamación también de la plata, hubo que contratar envíos de Eslovenia, incluso en ese último siglo, cuando un accidente paralizó la producción de Huancavelica.
No eran pocas las previsiones para transportar el precioso pero mortífero líquido que era puesto en pellejos de cuero de medio quintal; introducidos a su vez en casquetes impermeabilizados y reforzados. Estos casquetes en número de dos o tres eran colocados en cajas de madera.
Hasta 1776, en que se constituye el Virreinato de La Plata, los barcos partían del puerto de Sanlúcar de Barrameda, Sevilla y, después de 1720, también desde Cádiz) hasta Portobelo, en donde la flota se dividía tomando la ruta del norte, hacia México, una parte, y la otra al sur, al istmo de Panamá, de donde continuaba viaje al Callao, puerto del Virreinato de Lima, habiendo pagado los productos en el trayecto numerosos impuestos fiscales. De allí continuaba al puerto de Arica, donde esperaban las recuas de mulas y llamas que finalmente harían llegar el mercurio a las alturas de Potosí. Las dificultades surgían por la naturaleza del mineral, que por su delicadeza y peligrosidad requería envases especiales para no afectar a animales ni arrieros, o «trajineros» como se les llamaba entonces.
Las bolsas especiales forradas de cuero contenían alrededor de 18 libras de mercurio, que era el peso que podía soportar una llama. Este animal era más barato que la mula, pero demoraba más pese a que sus exigencias de agua y alimentos eran menores que las del segundo, en el recorrido de quince leguas de desierto que las mulas cubrían en un día y una noche y que a las llamas les demandaba el doble o más de tiempo. Arica misma era avara de recursos de forraje y agua dulce de manera que había que hacer coincidir muy rigurosamente la llegada del barco respectivo con la presencia de las recuas y, en todo caso, preferir el mercurio a cualquier otro artículo de importación.
Desde la orilla del mar, las recuas se dirigían a los valles de Azapa y Lluta para enfrentarse después al desierto, bordeando los volcanes Payachatas, luego la zona de Chonquelimpe, el norte del lago Poopó, Challapata, Conquechaca y al cabo Potosí. El azogue producido en Huancavelica no seguía el camino de la sierra sino que era transportado también hasta el puerto de Chincha, San Jerónimo y de allí a Arica. Si bien la vía marítima ofrecía los riesgos de la piratería, la de la sierra, en cambio, por Cuzco o Arequipa, fue desechada por razones económicas y posiblemente por la dificultad del transporte del venenoso material en trayecto de 1.500 kilómetros recorridos por las recuas de llamas en tres meses.
Potosí fue prácticamente el mercado único del mercurio de Huancavelica durante dos siglos. La producción de esa mina entre 1571 y 1813 fue de alrededor de 1.115.000 quintales, con un valor de 82 millones de pesos, equivalentes a 17 millones de libras, -30- sin tomar en cuenta el mineral robado y contrabandeado. El precio del quintal de azogue puesto en Potosí, según la «Descripción», era de 70 pesos corrientes mientras a la Corona le costaba en Huancavelica 40 pesos.

La plaza de Pichincha de Potosí (Grabado de Henri Llanos, 1871).

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Junto al hierro que se traía de España, la madera era en Potosí uno de los artículos más preciados y caros, pues debía trasladarse desde el valle del Pilcomayo, a 30 kilómetros; el de Mizque, Cochabamba, a 200 kilómetros o aun del norte argentino, en hombros, arrastrada en carretas o ayudándose con caballos y bueyes. En los ingenios se la empleaba en forma de morteros, mazos, ejes y otros elementos, y en el interior de las minas para sostener algunas partes de los socavones.
Los ejes de ingenio de cinco y siete metros de largo por 50 centímetros de grueso requerían el esfuerzo de sesenta mitayos para acarrearlos desde esas distancias, y su precio alcanzaba a unos 1.000 pesos ensayados.
Producto de gran consumo eran las velas. En la «Descripción» en el interior de la mina las usaban noche y día indistintamente (84.000 pesos ensayados anuales), en los 70 ingenios 14.000 pesos ensayado, en las rancherías de indios 37.000 pesos ensayado y en la ciudad 35.000 pesos ensayados. 200 indígenas se dedicaban exclusivamente a su confección.
El cuero era otro elemento fundamental para la minería potosina, pues sus usos eran múltiples, en forma de bolsas para cargar mineral y agua, culeras y rodilleras para mitayos o como correas en minas y en la maquinaria de los ingenios. Se empleaba ampliamente el cuero de las llamas que llegaban con los mitayos, pero también el cuero del ganado vacuno, traído del norte y del centro de la Argentina, así como el de mula, que provenía del área de Córdoba.
En el régimen de monopolio impuesto por la Corona, algunos productos estaban sujetos a estanco especial, desde las pastas de plata que eran rescatadas por el Banco de San Carlos, institución que a su vez proveía de azogue a los mineros, hasta el tabaco, la lana de vicuña, el salitre y la sal, aunque esta última quedó posteriormente declarada de libre tráfico. Algunos artículos suntuarios también estaban sometidos a rígidos controles, como el «solimán», afeite o pintura de perfumería, «digno de contarse entre los géneros superfluos y viciosos por ser en envidia y enmienda de la naturaleza y con el fin de agradar y complacer», según rezaba la ordenanza real respectiva; o la pimienta «vicio de los hombres y no necesidad del humano alimento». La Corona se beneficiaba también con el monopolio sobre los naipes.
«Gástanse -decía la crónica que comentamos- todos los días del año, uno con otro dentro del pueblo, 60 barajas que es al cabo del año 21.900 que a peso y medio corriente son 32.800 pesos.»
Arzans ofrece un catálogo pormenorizado de los artículos de todas partes que se volcaban a Potosí para satisfacer la vanidad de esa sociedad que combatía el frío y la desolación del paisaje circundante con todo lo más bello que por entonces podía ofrecer la industria del mundo. Los tafetanes, las sedas y rasos, hilos y tejidos provenían de Granada, Jaén, Valencia, Murcia, Segovia, Córdoba, Calabria, La Pulla, Portugal, Holanda; tapicerías, láminas, espejos, escritorios, puntas, encajes, géneros de mercería, de Flandes; papel de Génova, hierro de Vizcaya, medias y espadas de Toledo, tejidos, puntas blancas de seda, oro y plata, estameños, sombreros de castor y lencería de Francia, paños y bordados preciosos de Toscana, puntas de oro y plata y telas ricas de Milán y la Toscana; pinturas y láminas de Roma; bayetas, sombreros y tejidos de lana de Inglaterra; cristalería y vidrios de Venecia; cera blanca de Chipre, Candia y las costas de África; grana, cristales, carey, marfiles y piedras preciosas de la India Oriental, diamantes de Ceylán; aromas de Arabia, alfombras de Persia, El Cairo y Turquía; especerías, almizcle y algalia de Terrenate, Malaca y Goa; loza blanca y sedas de la China, esclavos y esclavas negras de Cabo Verde y Angola.
El exceso de plata y de mano de obra indígena barata provocó un alza vertiginosa de precios de todos los artículos importados.
Matienzo afirmaba que Potosí era el mercado más caro del mundo. Otro cronista hablaba de un «monumento a la usura». Gwendollyn Ballantine Cobb, investigadora del primer siglo del desarrollo de Potosí y Huancavelica, afirma que «los precios de los alimentos eran iguales a los que existían en San Francisco durante la fiebre de oro en California» y en un intento de hacer comprensible ese fenómeno al lector, añade que, por ejemplo, una libra de dulces equivalía a seis dólares, el quintal de harina a 45 dólares, la resma de papel a doce (que en Lima valía 3), la libra de especias a 28 dólares. Otros autores indican que una gallina valía el equivalente a 13,50 dólares y un huevo se acercaba al dólar, que la arroba de vino español que en Lima se cotizaba a 675 dólares en Potosí llegaba a los 900 dólares o que la vara de brocato se pagaba sin chistar en 450 dólares.
Pese a estos precios, los mercados eran numerosos y estaban abarrotados. Arzans asegura que había un centenar de canchas o sitios de feria, con toda la variedad imaginable de productos agropecuarios.
Los caballos preferidos eran los de Chile por su brío, pero pocos sobrevivían a la altura de Potosí. Estos animales enloquecían al ser trasladados de la costa y el calor al frío y las montañas, donde sólo se sentían a gusto los auquénidos, y en los cielos, cóndores y algunas aves de presa. Las herraduras eran además caras. Los azogueros y comerciantes se valían de mulas para trasladarse a La Plata y otras ciudades de Charcas.
Si no había otro remedio que pagar lo que pedían los comerciantes por los artículos de primera necesidad, tampoco los artículos suntuarios amilanaban a los opulentos potosinos. Afirma el mismo cronista: «Los vestidos sobre ser de costosas telas, iban cuajados de piedras preciosas; los sombreros llenos de joyas, cintillos ricos y plumas vistosas; cadenas de oro en los pechos, jaeces bordados de oro, plata y perlas; los frenos, los pretales y armaduras de fina plata; los estribos y acicates -31- de oro fino, y si eran de plata, iban sobredorados».

Detalle de la pintura del ingreso del Virrey Morcillo, de Melchor Pérez Holguín.

Sarmiento de Gamboa también quedó impresionado: «Suelen ser pródigos sin modo ni fin en gastos, lujos, superfluidades y aun vicios. Los peones y operarios beben, juegan y gastan cuanto ganan; los hombres de día visten de tela rica y de fino Cambray y por humorada al día siguiente bajan a la mina, donde les suele servir la gala para taco y facilitar el golpe de pico. Esto, los sirvientes: ¿cómo serán algunos amos?».
La «Descripción» correspondiente a 1603 registra un ingreso de 1.600.000 botijas de chicha para el consumo de los indios, equivalentes a 1.024.000 pesos ensayados, suma notable sin duda. El vino importado para los españoles alcanzó a 50.000 botijas, por un equivalente de 500.000 pesos ensayados.
Vicuñas y Vascongados
El signo de la violencia presidió la vida potosina desde el momento en que los indios de Cantumarca, que se negaban a fabricar casas para los españoles recién llegados de Porco y La Plata, fueron rendidos a la fuerza y con efusión de sangre. Las guerras civiles entre conquistadores también afectaron al poblado y el temor a una incursión masiva de los temibles chiriguanos de los llanos también desveló a los vecinos en el curso del siglo XVI.
El control por el poder político dentro de la ciudad fue ganado muchas veces por las armas. En 1553, Vasco Godínez y Egas de Guzmán, apoyados por un grupo de forajidos, asaltaron la casa del gobernador Pedro de Hinojosa, a quien dieron muerte. Guzmán hizo ahorcar a continuación al contador Hernando de Alvarado y se apoderó de un millón de pesos de las Cajas Reales. Los conjurados enviaron emisarios a Lima para que explicaran sus acciones y la Audiencia de esa ciudad despachó a su vez a Alonso de Alvarado con la tropa necesaria como para pacificar a Potosí y dar muerte a los alzados. El cadáver de Vasco Godínez fue descuartizado.
En la minoría blanca que habitaba Potosí abundaban los aventureros y antiguos soldados que una, vez concluida la etapa de la conquista y las guerras civiles, habían quedado sin ocupación alguna, pero obsesionados siempre con la posibilidad de hacer rápida fortuna.
Como enjambres de abejas a un panal de ricas mieles, españoles y extranjeros sin oficio acudían a Potosí desde Lima, Panamá y otras ciudades para reclamar una tajada del botín. «Se sube allí -decía una Cédula Real enviada al corregidor de Potosí en 1589- la mayor parte de la gente que va de estos reinos y como allá no hallan comodidad conforme a sus intentos y esperanzas desasosiegan la tierra y dan ocasión a muchos inconvenientes y daños cometiendo muchos excesos y demasías.»
El consejo de la ciudad calculaba (1602) que había por lo menos unas cuatro mil personas «sueltas y baldías» que no se aplicaban a ningún trabajo y que sólo «atendían a sus vicios». Sugería, en consecuencia, al Virrey del Perú que búscase los medios de emplearlas en conquistas o en la milicia.
Crecía además el descontento por la disparidad en cuanto a la riqueza que ostentaban unos y la pobreza no solamente de los recién llegados sino de otros muchos que por -32- falta de vinculación e influencia o por simple mala suerte, no habían podido acumular nada, en una ciudad que, por otra parte, debido a la inflación provocada por la afluencia desbordada del mineral de plata, resultaba sin duda la más cara de todo el imperio. Ese caldo de cultivo dio origen ya en 1612 a una conspiración abortada por la delación de uno de los comprometidos y en la que figuraba como cabecilla un capitán, Alonso Yáñez, a quien la historia ha recogido con el nombre de Alonso de Ibáñez. Yáñez pretendía apoderarse del gobierno comunal y destruir la fuente de poder de la clase dominante, arrasando los ingenios. Yáñez y sus compañeros castellanos fueron ahorcados en la Plaza Mayor.
Alberto Crespo en su libro La guerra entre Vicuñas y Vascongados atribuye a las peculiaridades raciales de los vascos el hecho de que éstos se hubiesen convertido desde temprano en dueños de casi todos los ingenios y minas y en consecuencia en empresarios de la flamante ciudad y al propio tiempo, como corolario lógico, monopolizadores del gobierno comunal, de los títulos y empleos: «Estaban poseídos -dice Crespo- de un sentido utilitario de la conquista de las Indias en más alto grado que los castellanos, extremeños y andaluces y, si caben las generalizaciones, un tanto despojados de su actitud heroica… Los otros ganaron duramente la tierra y no se resignaron sino con pena a envainar las espadas, mientras que los vascongados se dedicaron, presurosos, a explotar el cerro con orden y sistema. A la atractiva y utópica entrada a tierras inexploradas prefirieron arraigarse donde la plata estaba segura. En lugar de ir a pelear contra los indios, optaron por convencer al virrey Toledo de que se los entregase maniatados, bajo la capa legal de las ordenanzas de la mita». Eran tozudos, laboriosos y prácticos.
Los segundos habían protagonizado la conquista, despreciaban la vida sedentaria y creían que la nobleza se conservaba o adquiría por el uso de las armas; eran inquietos, inclinados al riesgo y la aventura, empeñados en las grandes hazañas que les darían reconocimiento de la Corona y riqueza instantánea. Esas dos concepciones de la vida chocaron frontalmente en el emporio que concentraba la mayor fortuna del virreinato. A los castellanos y andaluces se unieron manchegos, extremeños y portugueses mientras los cautelosos vascongados formaban un sólido núcleo impenetrable dentro del que se repartían los cargos de la Administración colonial, muchos de ellos comprados a la Corona, como se estilaba entonces.
Aunque era evidente el apoyo del común hacia los Vicuñas, éstos fueron expulsados de la ciudad, capturados en el campo y ahorcados en número de cuarenta «que en españoles es el mayor castigo que se ha hecho en las Indias», según refería el marqués de Guadalcázar, virrey de Lima, al Rey de España. El mismo funcionario reconoció hidalgamente que la raíz del conflicto se hallaba en el dominio absoluto que habían ejercido los vascongados por treinta años sobre Potosí, dominio que continuó, una vez eliminados los cabecillas de los Vicuñas. A Shakespeare, que dejó morir envenenados a Romeo y Julieta, le habría gustado el final feliz que puso en cambio Arzans en su Historia: el matrimonio de la «hija única y muy hermosa» del capitán de los Vicuñas con el hijo del jefe Vascongado. En la vida real, la represión contra los Vicuñas fue implacable, pues el perdón y la amnistía llegaron tarde cuando ya los principales jefes rebeldes habían sido colgados. Una vez pregonado el indulto, se prohibió el uso de pistoletes, pistolas, arcabuces y escopetas, so pena de vida. También estaba castigado con cuatro años de destierro a Chile, el uso de cotas de malla, cueros de ante, jubones fuertes, espadas y estoques mayores.
Higiene, salud, enfermedades
Si malas eran las condiciones de higiene y salud en todo el virreinato y en la propia España, imaginemos cuánto más graves serían en las alturas de Potosí, en medio del casi súbito hacinamiento, en un perímetro reducido de hombres y animales de carga.
No debe olvidarse que la conquista fue empresa de varones que frisaban los treinta años, pues de otro modo no habría podido llevarse a cabo. En pos de los metales preciosos, los jóvenes españoles soportaban hambres y sed, canícula y vientos helados, jornadas a pie de miles de kilómetros, por medio de la selva o de altiplanicies desnudas, o en frágiles embarcaciones por ríos tan anchos y extensos como no los habían visto nunca en Europa. Si en las cortes del Medievo y aun en la Francia del Rey Sol, se convivía con toda clase de alimañas y los piojos asomaban en las pelucas de los nobles, era natural que los conquistadores del nuevo mundo trajeran también una natural aversión al baño, que no consideraban necesario sino en contadas ocasiones, aversión que compartían aun más las mujeres, con el agravante de que la idea cristiana de que en las formas femeninas se escondía el demonio las hacía todavía más reacias a lavarse el cuerpo desnudo. El régimen de alimentación habría también alarmado a un dietista moderno: carne de vacuno y cerdo, aves, galletas duras, ají, muy poca verdura, chocolate (popularizado desde México), vino y aguardiente. Un hombre de cincuenta años ya era considerado anciano y Francisco de Carvajal, «el demonio de los Andes», lugarteniente de Gonzalo Pizarro, se hizo célebre no tanto por su coraje y su espíritu batallador sino por su edad: al ser ajusticiado por orden de La Gasca, frisaba los 80 años y era considerado matusalénico.
En El Florilegio médico del jesuita Steynefer, escrito para «uso de las provincias de España y sus misiones», figura una lista de los santos a los que debía la persona encomendarse, dependiendo de su enfermedad: San Blas para la angina; Santa Lucrecia, el asma; Santa Engracia, el hígado; San Pantaleón, las almorranas; San Antioco, las vías urinarias; Santa Polonia, el dolor de muelas; San Valentín, el estreñimiento; Santa Águeda, los partos difíciles; Santa Lubdina, el dolor de cabeza; San Hugo, la epilepsia; Santa Gertrudis, el mal del corazón; Santa Tecla, la boca torcida; San Gregorio, las enfermedades de los ojos; -33- Santa Lucía, la ceguera; San Zacarías, el mal de oído.
No pasaban de dos o tres los médicos residentes que provenían de España, pues la única escuela de medicina de la Audiencia en la Universidad de San Xavier recién se abrió con el inicio del régimen republicano. La farmacopea que trajeron los españoles contenía medicinas tan curiosas como «ranas calcinadas, ojos de cangrejo, agua de capón, uñas de la gran bestia, espíritu de lombrices, piedras de araña, agua de la reina de Hungría, sal de Mále de Ribero, Marte aperitivo, bálsamo de María, serpentaria virginiana, sangre de dragón», etc…
En los hospitales se hacía abundante uso de sangrías, ventosas, lavativas y tártaro emético, con todo lo cual generalmente se aceleraba el fin del paciente. Con el tiempo, médicos y barberos de la península avecindados en la Audiencia y los practicantes criollos incorporaron a su farmacopea con mayor éxito las yerbas utilizadas por los nativos como el guayaco, la quina, la zarzaparrilla y el bálsamo del Perú.
Solamente la altura y la frigidez del clima explican por qué un conglomerado humano y animal tan abigarrado pudo librarse de grandes epidemias fuera de la de 1719 de fiebre tifoidea que habría causado la muerte de 22.000 personas, la mayor mortandad que sufrió la ciudad en su historia. Hubo otras epidemias de menor importancia en 1584 (una «pestilencia» no identificada), una de dengue en 1589, otra de viruela en 1590 y una más de sarampión y alfombrilla de 1628 al 29, epidemias que también se presentaron en los mismos años en varias otras ciudades del Virreinato.
No todo fue tampoco esplendor y opulencia, pues la ciudad conoció también en forma constante el fantasma del desabastecimiento e incluso la hambruna, sobre todo en sus períodos de baja producción minera que no fueron pocos.
Es fama que hasta medio siglo después de establecida la ciudad ningún niño español recién nacido (nadie se ocupó de averiguar por los niños indígenas) pudo sobrevivir en la ciudad y era costumbre que las madres fuesen a dar a luz en los valles cercanos, permaneciendo en ellos hasta que los críos cumplieran seis meses o un año. Aun así la mayoría de infantes fallecía al retornar a la Villa.
Unos lo atribuían a castigos del cielo por los excesos que se cometían u obra del demonio, pero no había modo de que los niños crecieran libres de cuidado hasta el milagro que hizo la Virgen y San Nicolás, del que se ocupa Arzans. Para atender a españoles e indios se creó hacia 1555 el Real hospital de la Veracruz a cargo del cabildo de la ciudad, que nombró como administrador del mismo al Padre Antonio de Escobar cuyas obligaciones eran las de celebrar misa, confesar a los enfermos y ayudarlos a bien morir. El Virrey Toledo ordenó que cada mitayo contribuyese con siete reales de sus salarios anuales, lo que representaba un ingreso de 10.300 pesos por año. En 1603 el hospital disponía de un ingreso anual de 30.000 pesos y contaba con un médico, un cirujano, un barbero, un enfermero y un boticario. También estaban asignados a la institución o al director 60 mitayos cuyo trabajo alquilado servía para solventar los gastos de ambos. A partir de 1620 se hizo cargo una «hermandad» de 24 personas deseosas de hacer caridad y servir a Dios y al Rey. Capoche cuenta que el Dr. France, nombrado por Toledo como director, no podía persuadir a los indios heridos o enfermos a que entrasen al hospital «que ellos temían más que la muerte misma». (El Virrey Toledo, que tenía muchos escrúpulos de conciencia, dejó en su testamento quinientos ducados para el mantenimiento del hospital de los mitayos de Potosí.)
Las crónicas dicen que el hospital, cuya planta estaba construida en forma de cruz, como se solía hacer entonces, para fusionar la iglesia con las salas de los pacientes, tenía una capacidad de cien o más enfermos (no debe olvidarse que los indios no usaban camas; dormían sentados sobre algún pellejo de animal y con la ropa puesta).
En 1700 la Hermandad de la Veracruz entrega la administración a los religiosos betlemitas, miembros de la única orden religiosa fundada en el nuevo mundo, que llegó a administrar veintidós hospitales. Los betlemitas tuvieron a su cargo el nosocomio hasta los albores de la República.
El otro hospital potosino fue el de San Juan de Dios, a cargo de los hermanos hospitalarios, llamados también juandedianos. Fue creado en 1610. El médico director en ambas instituciones era nombrado directamente por el Virrey y el puesto era apetecido por sus jugosos ingresos. Pero como en toda las épocas y lugares, también los médicos independientes especulaban a su gusto con la salud de los potosinos. El cabildo tuvo que intervenir en 1677 advirtiendo a los galenos que cobraban tarifas superiores a las vigentes en la corte de Madrid que se limitaran a cargar un peso por consulta y atendieran gratis a los pobres, bajo pena de verse privados de la licencia de ejercer por dos años, y en caso de reincidencia, desterrados de la Villa.
Además de las heridas y contusiones por derrumbes, caídas o accidentes con la barreta, los indios padecían también de enfermedades profesionales como la silicosis, conocida entonces como «mal de choco», la tuberculosis y otras varias enfermedades pulmonares por efecto de los drásticos cambios de temperatura, así como un estado de desnutrición permanente provocado por una dieta conformada por algunos granos y casi desprovista de proteínas.
Pedro Francisco de Arizmendi, subdelegado de Chayanta y partidario, como Villaba, de la supresión de la mita, en informe dirigido al fiscal sugería que los morterados, moledores y cernidores, que eran quienes más inhalaban «polvos venenosos» enfermando «en la flor de la juventud y la virilidad», fuesen provistos de mascarillas de vidrio de cristal como las que se usaban en Europa y que, en su opinión, podían fabricarse también en Cochabamba. De los mitayos de Potosí decía: «Son los desventurados que labran nuestras fortunas, los pobres que nos hacen ricos, los infelices que nos vuelven dichosos y que con el vigor de tan recomendables títulos están -34- en el derecho de exigir nuestro reconocimiento y gratitud». Una enfermedad frecuente en los ingenios era el envenenamiento por el mercurio, que la ciencia de la época no sabía diagnosticar y menos curar, aunque entendía la relación, pues se conocía como «azogados» a los mitayos enfermos que sufrían de temblores espasmódicos, parálisis y pérdida de dientes.
Es también Capoche quien da la cifra de medio centenar de indígenas que morían en el hospital por año. Otros perecían en el cerro mismo, a veces en grupos de hasta treinta o cuarenta, cuando se producía un derrumbe grande. La leyenda negra ha difundido la especie de que habrían sido miles de mitayos sacrificados cada año y hay autor que sostiene que serían ocho millones los que perdieron la vida en los dos siglos y medio de mita, cifra muy exagerada sin duda que no correspondía ni a las cantidades de mitayos que acudieron en ese largo período a Potosí, ni a los informes oficiales sobre la materia.
Las autoridades estaban constantemente preocupadas de que se aumentara la producción y para lograrlo había que conseguir un mínimo de seguridad para la mano de obra, pues de lo contrario habría afectado el rendimiento de las minas. Las muertes debieron producirse por algunos millares, cosa abominable en sí misma pero que no llegaba a afectar al odioso sistema.
Convendrá hacer una digresión aquí sobre el descenso alarmante que sufrió la población indígena en su confrontación con los conquistadores y que la leyenda negra atribuía casi exclusivamente al genocidio que estos últimos habrían hecho, tanto durante la conquista como a través de la mita y otras formas de explotación. De acuerdo a Nathan Wachtel, la población del Perú se había reducido de 8.000.000 de habitantes hacia 1530 a 1.300.000 medio siglo después. Otro autor, el peruano Waldemar Espinoza, sostiene que de 12.000.000 de habitantes que había tenido el país en 1532, la población se redujo a algo más de medio millón en 1626. Aunque se trata de estimaciones no avaladas por censos precisos lo evidente es que esta catástrofe demográfica es atribuida modernamente al «choque microbiano» sufrido por los nativos que hasta antes de la llegada de los europeos vivían en una especie de «isla inmunológica» en la que eran desconocidas enfermedades como la viruela, la gripe, el sarampión, la difteria y otras, a las que los españoles ya habían rendido su tributo de vidas y sufrimientos, desarrollando al cabo anticuerpos para protegerse de ellas. Los indígenas ante los microbios que portaban los peninsulares no tenían defensa alguna y perecían por millares en sucesivas epidemias.
Sólo así se explica también que la población de Charcas hubiese aumentado apenas en unos 13.000 habitantes en cerca de dos siglos, de 1556 a 1790. El descenso más violento de la población indígena debido a los virus tuvo lugar en el siglo XVI, luego hubo un estancamiento poblacional en el siglo XVII y una lenta recuperación en el siglo siguiente, como prólogo a lo que haría el cuarto jinete del Apocalipsis, en los levantamientos campesinos de 1780 y la guerra de los quince años en las primeras décadas del siglo XIX.
Falsificación de moneda
Escudos de oro se acuñaron en Potosí, con las sucesivas efigies de los monarcas españoles, a partir de Carlos III en 1778 cuando se levantó la prohibición que existía a ese respecto, hasta las de Bolívar, que todavía se hacían a mediados del siglo XX, pasando por las primeras monedas que tuvo Argentina acuñadas cuando el ejército auxiliar tomó la ciudad en 1813.
Pese a la severidad de las leyes y a los múltiples controles, algunos audaces no resistieron la tentación de falsificar moneda en gran escala, delito que fue castigado en dos ocasiones con la pena capital en Potosí. La más importante adulteración fue la realizada por Francisco de Rocha en 1648 con la complicidad de tres ensayadores de la Casa de la Moneda. Felipe IV puso el hecho en conocimiento de la Audiencia de Charcas, la que comisionó a su Presidente, el presbítero Francisco Nestares Marín, para que en compañía del ensayador Rodas, llegado de España, fuese a Potosí y juzgase a los culpables. Rocha era uno los de hombres más acaudalados de Potosí y gozaba de un gran círculo de amistades incluso entre las órdenes religiosas que clamaron por su vida. Nestares Marín pensó que ésta era la oportunidad de conseguir una mitra y hacerse rico al mismo tiempo.
Enfrentándose a la furia de los potosinos, descartó el ofrecimiento que hizo Rocha de depositar una crecida suma por cada día que demorara el indulto que había pedido a Madrid, fuera del pago que ya había hecho de una fianza de 400.000 pesos, y no se amilanó tampoco por las misteriosas muertes de cuatro de los denunciantes del acusado, ordenando que Rocha fuese agarrotado en su propia casa, donde guardaba prisión. Ordenó a continuación que se le cortase la cabeza para ser expuesta en la Plaza del Regocijo.
Arzans atribuye al poeta Juan Sobrino, unos versos que circularon en Potosí, a raíz del ajusticiamiento de Rocha (inspirados, es cierto, en Góngora y Argote). Es la cabeza de Rocha que habla:
Vasallos de Potosí los mas nobles y leales/ considerad estos males/ que hoy han pasado por mí/ El Capitán Rocha fui/ que con aplausos y honores/ gocé fiestas y favores/ pero Fortuna voltaria/ como es inconstante y varia/ me los convirtió en dolores/(…) En un confuso tropel,/ juntos venís a mirarme,/ en esta Plaza a notarme,/ cómo estoy en un cordel;/ fue mi riqueza oropel/ No surtió ningún provecho./ De mi honor me ha derribado/ cuando entendí ser honrado/ Con un hábito en mi pecho./ Yo fui el lamentable mal/ de muchos soberbios pechos/ Pues les quité vida y hechos/. Siendo alcalde provincial./ Y he llegado a extremo tal/ que si cortaba cabezas,/ ahora estoy hecho piezas./ Y la mía está colgada/ a pique de ser cortada/ sin que aprovechen riquezas.
Nestares Marín quiso enviar a la Corona la fortuna de Rocha; pero se dice que éste, anoticiado con tiempo de lo que podía suceder -35- la escondió con tal sigilo que pese a los esfuerzos que se hicieron entonces y a las múltiples búsquedas posteriores hasta nuestros días, nunca pudo hallarse el fabuloso «tapado». Los amigos de Rocha hicieron llegar a la corte una versión puntualizada de las perversidades que había cometido Nestares Marín en la Villa Imperial y aunque éste, por su parte, envió a Madrid la fortuna de un señor Sinteros que había fallecido sin descendencia, el monarca lo castigó con su indiferencia.
Las cuartillas dedicadas a Nestares Marín, cuando este falleció solo y repudiado por la Corona, toman directamente como ritornelo el verso «La brevedad de las cosas humanas» de Góngora y Argote:

Aprended, flores, en mí,
lo que va de ayer a hoy
que ayer maravilla fui
y sombra mía aun no soy

Para poner también en boca del odiado presidente, estas cuartillas:
Tocó la fama el clarín./ En todo a que este hemisferio;/ miedo me tuvo el imperio,/ que fui Nestares Marín./ A Rocha di muerte en fin/ Y al soberbio Potosí/ humilde a mis plantas vi;/ No en blasonarme anticipo,/ Mas sabe mi rey Filipo/ que ayer maravilla fui./ Próspera suerte tenía,/ Ya si liberal y ufano,/ A mis deudos di la mano,/ A don Roque señoría./ Oh mundo Y en quien se fía;/ Ayer flor, cadáver hoy,/ tronco inútil, nada soy, ¡Oh! cómo la muerte asombra!/ Pues creí ayer ser mi sombra,/ Y hoy sombra mía no soy.

Detalle de la pintura del ingreso del Virrey Morcillo a Potosí, de Melchor Pérez de Holguín.

La expropiación de barras y de moneda
El transporte de la plata a la costa era una operación logística que demandaba mucha atención y cuidado, sobre todo cuando la cantidad era tan considerable que exigía el empleo de dos mil llamas para cargarla (cada llama -machos capones exclusivamente- soportaba de 4 a 6 arrobas) y un millar de indios para atender al acarreo, como sucedió en julio de 1549 cuando la caravana partió de Potosí con 7.771 barras de plata equivalentes a 900 mil pesos. El trayecto debía hacerse atravesando montañas y varios cursos de agua y, por supuesto, tan grande cantidad de animales y cuidadores no podía partir al mismo tiempo de manera que un grupo seguía al otro y transcurrieron doce días hasta que todos se hallaron en camino. La caravana llegó a Arequipa recién en septiembre. El presidente La Gasca, preocupado porque la plata del Rey en tan largo trayecto fuera objeto de tentaciones, ordenó que se hicieran caravanas más seguidas y que los indios del Collao se ocuparan del transporte en el futuro. Imaginemos esa misma caravana, atravesando bajo soles inclementes o con la nieve del invierno bajo los pies, el vastísimo escenario -36- que separa a Potosí de Arequipa y Arica, repetida una o dos veces por año, a lo largo de dos siglos y medio, para tener una imagen gráfica del esfuerzo que demandaba el envío puntual al rey, de la plata del Cerro rico.
Un viajero que visitó Panamá en 1673 quedó deslumbrado con el tráfico de la plata. «Era digno de ver -dice el Padre Tomás Gage- cómo los comerciantes vendían sus mercancías, no al menudeo sino por mayor; a piezas y al peso; cómo hacían sus pagos, no en dinero o moneda sino en barras de plata que pesaban y daban por el valor de sus mercancías. Esto no duró más de quince días, durante los cuales los galeones no cargaron otra cosa más que barras de plata; de suerte que puedo decir con atrevimiento y sostener que durante esos quince días no hay una feria más rica en todo el mundo que la que se hace en Portobelo entre los comerciantes españoles de Perú, Panamá y otros lugares vecinos… Lo que más me sorprendió fue ver el gran número de mulas que venían de Panamá, todas cargadas con barras de plata; de suerte que un día conté más de doscientas que no conducían otra cosa. Las cuales fueron descargadas en el mercado público donde había tantos montones de barras de plata como de piedras en la calle y que dejaban allí sin miedo de que las robasen… Más tarde el trabajo no se hizo ya por Panamá, Portobelo, sino por Cartagena de Indias, a través de Nueva Granada o Colombia. Portobelo era muy insano y se procuró evitar la larga estancia de las flotas y gente en su puerto. Sólo iban de paso los navíos».
Actividad extractiva por antonomasia, la minería no le dejaba al cerro más que un laberinto cada vez más complicado de socavones, pozos y lumbreras; a la ciudad, una oligarquía de ensoberbecidos aunque siempre quejumbrosos azogueros; al país, campos abandonados y estériles por obra de la mita devastadora mientras los metales, en barras, o en moneda, arrancados con tanto esfuerzo a la montaña, llegaban finalmente a España, mojando sus techos, para usar una metáfora de la época, como una lluvia de verano, que se evaporaba rápidamente o se deslizaba sin fecundar la tierra hacia otros países del continente.
A pesar de haber sido Potosí el centro único por mucho tiempo, y el más importante en todo caso, de amonedación del virreinato de Lima, en Charcas persistió siempre la economía natural de trueque, empleándose las diversas «monedas de cuenta», pues el grueso de la moneda salía a España y otras partes del imperio. De lo acuñado entre 1761 y 1774 en Potosí y Lima, por ejemplo, que alcanzó a 100.667.838 pesos, el 67 por ciento se remitió a España, el 15 por cierto a Buenos Aires, otras porciones a Quito, Panamá, Centro América y Chile, que eran en su mayoría también reexportadas a España, quedando en el Perú sólo el dos por ciento de la moneda labrada.
La plata no contabilizada
Nunca se podrá saber cuánto produjo de plata el cerro rico, desde que el indio Huallpa se llevó furtivamente a Porco los primeros trozos de mineral para refinarlos toscamente en su provecho. Todos los cronistas concuerdan, sin embargo, en que la primera década, de la que no existen datos oficiales, fue de inmensa riqueza por la abundancia del mineral y su alto contenido metalífero. El primer cronista que se ocupó del cerro, Pedro Cieza de León, estimaba que de 1548 a 1551, solamente por concepto de quintos reales, la Corona percibió 3.000.000 de ducados. Un informe de Polo Ondegardo como corregidor de Potosí, de julio de 1549, señala que los encomenderos que tenían indios trabajando allí habían pagado a la Corona en 49 semanas un total de 749.145 pesos por quintos reales, equivalentes a una producción (declarada) de 3.745.725 pesos. En noviembre del mismo año, el encomendero Pedro de Hinojosa llevó personalmente a España parte de los quintos reales, suma que sirvió al monarca para amortizar una deuda que tenía con los Fugger.
En el Archivo Nacional de Sucre reposa un memorial de octubre de 1622 del doctor Juan Cornejo, oidor de la Audiencia de Valladolid, en el que sostiene que, de acuerdo a la cantidad de azogue que se había distribuido a los dueños de minas e ingenios del Perú, se estaría defraudando a la Corona en un 50% de los quintos que le correspondían y la Real Cédula de Madrid, facultándolo para que visite las audiencias de Lima y Charcas para averiguar y remediar esta situación.
Un capítulo nada despreciable -y éste sí imposible de cuantificar- era el del desperdicio que sufría el mineral en su proceso de refinación, debido a metodología arcaica o a simple descuido y desidia de los operadores. Cañete, que fue observador muy agudo y preocupado, detectó varios modos de desperdicio. En los trapiches, por ejemplo, donde «sólo se tira a sacar en pocas horas la plata según se puede», la harina salía más gruesa que en los ingenios grandes, dando como resultado que el azogue se amalgamara con la plata que se hallaba en la superficie, perdiéndose la que se escondía en la base y dado que ése era el mineral fino robado que los «caychas» llevaban a los trapiches, la pérdida debió ser considerable.
Algo parecido sucedía en los relevos de los trapiches, donde según cálculos de Barba, una sexta parte se perdía en los cajones. Los «caychas» rescataban más de mil marcos semanales. «Por esta cuenta se deduce -afirma Cañete- que por 200 años en que se arrojaban los relaves al río, se perdieron en cada uno de ellos 55.944, que es la sexta parte de los 1.000 marcos semanales, computando el valor de cada uno por siete pesos corrientes, ascendiendo el total de estas pérdidas a 11.188.800 corrientes, en perjuicio irreparable del Estado y de la patria.»
«Más infausto y espantoso», encontraba Cañete el desperdicio en los relaves de los ingenios grandes, donde hubo siempre un defecto en la molienda de los minerales los mazos accionados al aire libre en los morterados levantaban con su impulso tanto polvo que quien no estuviese acostumbrado no podía respirar en ese ambiente.
En ese polvo se levantaba, con otras sustancias, porción considerable e imprecisada -37- de átomos de plata que quedaban adheridos a techos, paredes, y piso, perdiéndose para siempre. Estima Cañete: «Toda la plata que se evapora en polvo al tiempo de moler y cernir las harinas con la que se pierde en los relevos, calcúlese solamente por una sexta parte de lo que saca por cajón según el cómputo de Barba. Supóngase también que la gruesa de la Ribera sólo ha rendido de parte de los ingenios grandes 1.500.000 pesos que ahora produce el año en su mayor pobreza. Computando pues la pérdida de la sexta parte de esta suma, salen perdidos 250.000 pesos al año y llega un total en 190 años a la increíble suma de 47.500.000.000. Véase aquí todo lo que se ha llevado el río de la Ribera de Potosí sin dejarnos más fruto y fue la confusión de nuestra indolencia en la aplicación de lo más importante a nuestra felicidad». El desperdicio de azogue era también enorme y fue una de las causas determinantes de la decadencia de la minería potosina. Se requería en términos generales el consumo de una libra de azogue por marco de plata, es decir dos veces más de azogue que de plata. En la misma época la relación en México habría sido de 1,78 de azogue por libra de plata.
El contrabando de plata surgió simultáneamente con la obligación de pagar el quinto a la Corona, aunque es imposible saber si el monto era inferior, igual o superior, aunque hay autores que afirman que se burlaba al rey la mitad de lo extraído. Cuando el virrey Toledo hizo una averiguación en 1574 sobre lo producido desde el descubrimiento del cerro, se estimó que hasta ese año la Corona había percibido 76 millones de pesos por el quinto. En los primeros años, según afirma el padre Acosta, las cobranzas se hacían por romana, «tanta era la grosedad que había».
Si bien las barras no selladas eran objeto de confiscación en los hechos existía un complejo y extenso mecanismo de burla en el que participaban en diversas medidas todos los actores de la explotación minera, desde los indígenas hasta las propias autoridades. La plata no registrada fugaba hacia la ciudad del mismo nombre, en la que los azogueros construían magníficas residencias para pasar temporadas o retirarse a disfrutar la vejez, o a Europa por la vía de Arica o Buenos Aires. Pese a que en cada flota viajaba un contralor encargado de la custodia de los metales, que percibía un porcentaje por su trabajo, los comerciantes muchas veces se daban mañas para declarar solamente una parte de sus remesas de metales, mucho más cuando la Corona, afligida por sus deudas, echaba mano de los valores declarados con la promesa de devolver el valor oportunamente a sus dueños. Esto, en cuanto a las barcos de bandera española.
La «puerta trasera»
Un capítulo que aún no se ha escrito y acaso no pueda escribirse jamás es el de las naves de otras potencias europeas que se asomaban a Arica o con mucha más frecuencia atracaban en Buenos Aires transportando mercaderías a cambio de la plata de Potosí. Ésa es la «puerta trasera» del comercio potosino, que nunca pudo cerrarse a pesar de algunos esfuerzos de las autoridades. Por los indicios que se tienen, los volúmenes eran considerables y también favorecían al Brasil, que enviaba azúcar y arroz o servía de intermediario para la internación de mercaderías europeas, a la villa imperial, por la vía de Tucumán, llegando a tener beneficios de un mil por ciento. Barcos holandeses, portugueses y alemanes llegaban a Buenos Aires cargados de productos de toda naturaleza y dado que la ciudad portuaria era, como reconoció el propio monarca en 1602 autorizándola a comerciar con Brasil, pobre de solemnidad, esas naves volvían al viejo mundo llevándose barras y monedas potosinas. Aunque existía prohibición expresa para que las provincias del Río de la Plata tuviesen relación comercial con Potosí, eran obvias las ventajas que desde el punto de vista de las distancias y la seguridad ofrecía esa ruta de apenas 800 leguas de fácil camino,frente a las 300 leguas escarpadas a Lima y las 500 de arriesgado trayecto marino hasta Panamá, donde además había que atravesar el malsano istmo, plagado de mosquitos y de piratas, hasta Nombre de Dios o Portobelo. Las autoridades y la población de Buenos Aires apoyaban de manera tácita o entusiasta ese tráfico con infieles que les dejaba beneficios y del que también se favorecía la Corona, con la percepción de impuestos. Cuando las quejas de los comerciantes potosinos que traían su mercadería por la vía de Panamá se hacían más fuertes, se apelaba a subterfugios como los de permitir el ingreso a Charcas de esclavos negros comprados en el Brasil, con los que se enviaba también mercadería, o dejar que las naves europeas hicieran toques de emergencia por el mal tiempo, que les servían de paso para descargar discretamente sus bodegas. Se dio el caso en cierta ocasión que un capitán al que se rehusaba licencia para atracar en Buenos Aires logró desembarcar a un sacerdote y acto seguido pidió permiso para que su tripulación pudiese descender y oír misa en tierra. Mientras algunos piadosos marinos atendían al oficio religioso, otros como hormigas descargaban fardos para Potosí.
Otro renglón que mermó poderosamente los ingresos fiscales y que se hizo obsesivo para las autoridades de La Colonia, fue el de la piratería, que en distintas épocas llevaron a cabo marinos ingleses, holandeses y franceses, varios de ellos actuando al servicio de sus países, otros por iniciativa personal. Quizá el golpe más importante por el monto del tesoro envuelto fue el dado por los holandeses a la armada real española en 1628, arrebatándole un equivalente a diez millones de ducados (unos 140 millones de dólares actuales). Los metales eran arrebatados en los puertos o en alta mar y a veces, por daños de guerra o por efecto de tempestades, las naves se hundían con su precioso cargamento, sin provecho para nadie.
También hubo asaltos a los caudales potosinos por facciones en pugna, iniciados casi con el descubrimiento del Cerro rico por Gonzalo Pizarro y su lugarteniente Francisco de Carvajal, quien abandonó el territorio de Charcas llevándose cuantiosos recursos provenientes del Cerro rico. Fue el capitán Alonso de Mendoza (futuro fundador de La Paz) quien por orden de Gonzalo Pizarro, se -38- llevó de Chuquisaca a Potosí, para hacer más fácil la sustracción, la caja con tres llaves y sello, donde se guardaba el quinto de la producción de plata para el rey.
Hasta 1825, año de la independencia política de Charcas, la lista de depredadores concluye con el general Pedro Antonio de Olañeta, que en su huida a Tumusla, donde hallaría la muerte, cargó con las últimas barras que quedaban en la Casa de la Moneda.
Los indios
La mayor riqueza del Perú no fueron los minerales de sus cerros sino su población. Sin los indios dedicados a la agobiadora tarea de la extracción y refinación, esos minerales habrían tenido que esperar la tecnología del siglo XX para ser de algún provecho. Sobrada razón tiene por eso Gunnar Mendoza cuando afirma: «La sociedad indígena de las tierras altas y bajas donde se desarrolló el drama del descubrimiento, la conquista y el coloniaje en el área boliviana, era tan profusa y tan compleja que la relación de la sociedad hispánica con ellas se constituyó en el problema material y moral -que aún subsiste hoy- de cada día y de todos los días, hasta el extremo de que puede decirse que en la actividad humana de estos territorios el indio representó y aun representa el tema-clave social con todas las declinaciones gramaticales e históricas posibles: el indio, hacia el indio, sobre el indio, bajo el indio y sobre todo, como bien se sabe, contra el indio; la única declinación gramatical e histórica inexistente, como bien se sabe, es la privativa: sin el indio».

Provincias tributarias de la mita potosina.

Gabriel René Moreno con feroz ironía dedica varias páginas al trabajo de los indios y a la mita en su Historia de la Audiencia de Charcas. «En el Alto Perú -dice el polígrafo cruceño- eran repartidos los indios para toda suerte de faenas rudas y trabajos musculares: minas, campos, acarreos, etc. Estábales impuesto todo esfuerzo de pujanza, toda fatiga corporal, todo aguante ciego. Eran lo que son hoy las bestias para la industria, o lo que es el vapor cuya fuerza bruta se representa por caballos. Entonces se decía carga de cuatro indios, arado de siete indios, malecate de quince indios, etc. Eran repartidos conforme a la ley, o fuera de la ley, o contra la ley, que ello nada importó; el hecho es que estaban todos implacablemente repartidos. Éste es el repartimiento que llamaremos activo y personal.» En el repartimiento pasivo, René Moreno enumera el tributo debido al monarca y los beneficios que obtenían corregidores, encomenderos y párrocos y concluye afirmando: «No existían, que sepamos, otros repartimientos de la especie; porque en verdad nada más quedaba ya por repartir a los indios, después de repartirles mercantilmente la religión de Cristo, los trapos de ultramar y la justicia del rey».
No es éste el sitio para retomar la antigua polémica que dividió la conciencia española sobre el trato que debía darse a los indios. Por encima de la lucha apasionada que libró Fray Bartolomé de las Casas y la notable legislación -39- que aprobaron los sucesivos monarcas preservando los derechos de los nativos a una vida digna, primó, como se sabe, la angurria de los conquistadores y colonizadores y el propio interés de la monarquía que exigía, insaciable, mayores contribuciones para sus aventuras de ultramar y para el sostenimiento de la corte.
Tres argumentos ayudaban a los españoles de América a poner en paz sus conciencias: el primero se refería a la presunta tiranía que habrían ejercido los incas y de la que ellos libraron a los indígenas; el segundo aducía una supuesta inferioridad de los naturales, que los hacía proclives al vicio y la ociosidad, de los que debían ser rescatados. (En una carta de octubre de 1589 el virrey conde del Villar le decía al rey: «Como los indios son naturalmente inclinados a vicios, ociosidad y borracheras cuyo remedio consiste en ocuparlos, fuera bien repartirlos para las dichas minas» y el tercero justificaba el régimen de encomiendas y repartimientos con la necesidad de evangelizarlos para salvar sus almas del castigo eterno.
Por el hecho de ser vasallos del rey de España (acreedores por tanto a la protección real) los indios estaban obligados, desde los 18 hasta los 50 años, a pagar un tributo equivalente a ocho pesos anuales, o su equivalente en productos, pago que en el siglo XVI se hizo en especie, en el XVII en especie y dinero y en el XVIII en moneda, y cuyo cobro corría a cargo de los caciques, quienes a su vez entregaban lo recaudado a los corregidores. Los incas también habían exigido tributo a sus súbditos, pero en forma de trabajo y existió reciprocidad en el sentido de que existían previsiones para que en el tiempo de escasez no faltara alimento a nadie. Esa «redistribución» de la riqueza desapareció con la conquista, pues la corona ya no se ocupó sino en las leyes, por cierto abundantes y sabias, de precautelar el bienestar de los tributarios.

«Corregidor de minas. Cómo castiga cruelmente a los caciques principales y jueces con poco temor de la justicia sin tener misericordia por Dios a los pobres». De la Crónica de Guamán Poma de Ayala.
Hasta 1556, el tributo fue pagado colectivamente por comunidades y ayllus, pero por protestas de los indígenas, en adelante se procedió al cobro individual. Ésta fue la primera y universal carga que sufrieron los vencidos. A ella se añadieron muchas otras más, como veremos oportunamente.
Las ideas que había expresado Juan de Matienzo en su informe al Rey (1567) sobre el carácter de los indios eran compartidas sin duda por los demás españoles. Matienzo los halla «pusilánimes y tímidos, que les viene de ser melancólicos naturalmente, que abundan de cólera adusta fría». De ello les viene ser «muy temerosos, flojos y necios; que les vienen súbitamente, sin ocasión ni causa alguna, muchas congojas y enojos, y que si se les pregunta de qué les viene, no sabrán decir por qué. De aquí viene desesperar y ahorcarse cuando son muy mozos o muy viejos, lo cual acaece a cualquier hora a los indios, que por cualquiera pequeña ocasión o temor se ahorcan…, son fáciles y mudables y amigos de novedades…, son muy espaciosos y quieren que en ninguna cosa les den prisa…, son enemigos del trabajo y amigos de ociosidad, si por fuerza no se les hace trabajar. Son amigos de beber y emborracharse e idolatrar, y borrachos cometen graves delitos.
«Comúnmente son viciosos de mujeres…, ellos finalmente nacieron para servir y para aprender oficios mecánicos, que en esto tienen habilidad». La conclusión de Matienzo es que para quitarles tan malas costumbres y siendo pese a todo humildes, pacientes y obedientes, mejor estaban bajo los españoles que gobernados por los incas. La opinión de Arzans, expresada en 1710, un siglo y medio después, es mucho más ponderada y objetiva. Aunque el cronista potosino rinde permanente homenaje a España, a su rey y al poder en vigencia, en el fondo, trasluce de sus escritos un apasionado americanismo y -40- aun una acerba crítica a los españoles. De la misma manera, no obstante que gran parte de su Historia está dedicada a narrar las actividades, vida cotidiana, despliegues y grandezas de la parte privilegiada de la sociedad potosina, Arzans es un crítico a veces severo y otras dolido y resignado de las terribles injusticias sociales del régimen de explotación del indígena. En diferentes lugares de su obra, Arzans se detiene para impugnar y rechazar la versión que circulaba acerca de la incapacidad de razonamiento de los indios. Ensalza, por el contrario, la humildad, la dedicación al trabajo, las monumentales obras en piedra de sus culturas, el vasto conocimiento que tenían de las plantas medicinales y otras virtudes y habilidades. Dice:«Y comúnmente los de este peruano reino son de muy rara habilidad, claro entendimiento y general aplicación, pues se experimenta (con gran sentimiento de los españoles) el que los indios se hayan alzado con el ejercicio de todos los oficios, no sólo los mecánicos mas también los de arte, causando no poca admiración ver formar uno de estos naturales un retablo, una portada, una torre y todo un edificio perfecto y maravilloso sin tener conocimiento de la geometría ni aritmética, y lo que es más, sin saber leer ni escribir, formar guarismos, caracteres y labores, como también hermosas figuras con el pico y el pincel, solamente con ver el dibujo; y como se ha experimentado su buena capacidad e inclinación, han alcanzado una real cédula para que los buenos hijos de los caciques y gobernadores y los demás nobles indios puedan (estudiando facultades y teología) ser ordenados hasta de presbíteros, la cual cédula les dio y remitió nuestro rey y señor don Carlos II, de gloriosa memoria».

«Los dos mineros envían a jueces a que roben a los caciques principales y a los pobres en su pueblo». De la crónica de Guamán Poma de Ayala.
Es también el puntual Arzans quien al empezar su libro recoge ese conmovedor mensaje del capitán Charqui Catari denunciando los engaños de que habían sido objeto los indios de Cantumarca cuando fueron convocados para ayudar a establecer los cimientos de la ciudad de Potosí: «Decid a esos enemigos nuestros, ladrones de oro y plata, barbudos sin palabra, que si hubiéramos sabido que era gente sin piedad y que no cumplen los tratos, desde que supimos que estaban en el Porco les hubiéramos hecho guerra, y echándolos de allí no les permitiéramos entrar donde estábamos ni sacar la plata de Potosí.
»Decidles que por entender que siendo viracochas eran buenos y de mejores costumbres que nosotros, por eso les servimos aquel poco tiempo, y todos ellos nos prometieron vivir juntos y gozar la plata del Cerro, pero ya sabemos que es gente que no sabe cumplir lo que promete. Y decidles que al mal hombre Hualca lo ha de castigar el gran Pachacámac, porque les ha descubierto el Potosí, que a ninguno de nuestros incas se lo dio; y que si quieren paz y no guerra se vayan de aquí y nos entreguen a Hualca para castigarlo en nombre de Pachacámac, por haber faltado a la orden que nos dio a todos de que no sacásemos la plata del cerro, cuando se oyó el estruendo, y así que nos lo envíe porque tiene muy enojado al Pachacámac».
Caciques
Rol fundamental en la sociedad de La Colonia tenían los curacas o caciques (apelativo que los españoles trajeron de México y el Caribe), pues eran los intermediarios del poder entre los españoles y la masa indígena. Estaban encargados de recaudar los tributos y diezmos (de los que ellos mismos eran eximidos), llevar el control demográfico de las provincias sometidas a la mita, denunciar los casos de «idolatrías» y supersticiones y en general hacer de voceros de los intereses de -41- las comunidades que tenían a su cargo, función esta última que cumplieron apenas, pues por lo general se identificaron con la administración española, imitando incluso la vestimenta peninsular y los malos hábitos de rapiña, si no los tenían ya. Matienzo tiene la peor opinión sobre ellos: «Su oficio es holgar y beber y contar y repartir, que son muy diestros en esto, más que ningún español… ni ellos labran heredades ni se alquilan para trabajar, antes se mantienen del tributo que les dan los indios de su ayllu». Señala que suelen tener cinco o seis mancebas o mujeres y que esto, añadido a los robos que hacen a los indios, los tiene siempre en pecado mortal. Un capítulo de su obra está dedicado a la tiranía que ejercen y a sus malas costumbres. Dice en él Matienzo: «La tiranía es notoria, porque, después que los caciques se libraron de la opresión de los Incas, aprendiendo cada uno se ha hecho otro Guayna Cápac, o poco menos, aunque en algunas cosas se les va la mano por las Audiencias, pero no en todo, porque quieren encubrir sus maldades los que les doctrinan y sus encomenderos, que pretenden estar bien con ellos por sus fines y contrataciones que con los pobres indios tienen. Esto no lo digo por todos, sino por algunos que no hacen sino ladrar y decir que los españoles agravian a los indios, y dicen cosas a las Audiencias para remedio de ellos por persuasión de sus caciques, que antes en ella serían agraviados los pobres indios, como de ello diré en particular adelante».
El nexo de los caciques con la Corona eran los corregidores, sin duda los personajes más odiados de la época. Los cargos duraban de tres a cinco años, según el nombramiento emergiera del rey o del virrey, y podían comprarse hasta en 20.000 pesos no obstante que el sueldo promediaba los 1.200 a 1.500 anuales. La diferencia se explica en la despiadada explotación que hacían de los indígenas imponiendo los tributos dobles, alquilando su fuerza de trabajo en los obrajes, o exigiéndoles la compra obligatoria de mercaderías, desde mulas y artículos de hierro (claves, azadas, hachas, etc.) hasta ropa de seda y abalorios, a precios superiores a los del mercado, sistema conocido como repartimiento. Entre las causas inmediatas de los levantamientos de Túpac Amaru y los Katari, en 1780 figuran, en efecto, los abusos cometidos por los corregidores, al punto que dos años después la Corona eliminó los cargos sustituyéndolos por intendentes.
Los dominadores se quejan de que los indios son «gente inclinada a robar y engañar a los españoles», aunque Capoche advierte en su Relación «que está claro que no se podría sustentar un indio e hijos y mujer con tres reales y medio por día en tierra tan cara». Pero es que además ni siquiera el magro salario era cubierto completa y cumplidamente, pues a veces el pago se hacía en vino, maíz, coca y otros productos, subiéndoles el precio, y otras en moneda feble (impura) o en artículos que el indígena no usaba. En 1604, el virrey Luis de Velasco le hace conocer a su sucesor lo siguiente: «Muchas veces que llegaba el tiempo de la plata ya había salido la mita e ídose los indios a sus pueblos sin la paga, y a veces se quedaban en ella por no ser posible tornarles a juntar para que se les hiciese». Los documentos de la época no son suficientemente explícitos, pero hay numerosas evidencias para probar estas prácticas. En un informe de 1633 se demuestra que era frecuente la costumbre de los españoles de retener el dinero perteneciente a los indios.
Todos los cronistas hablan de la afición desmedida que tenían los indios al alcohol hecho de maíz. Una de las razones para no pagar el salario a los mitayos durante el feriado de fin de semana sino el lunes, era para evitar que lo usaran en la compra de chicha. Hubo decisión expresa de que el maíz internado a Potosí fuese en grano y no en harina para impedir que las mujeres lo convirtiesen en licor. Entre las funciones que debía cumplir el alcalde de cada parroquia estaba la de morigerar en lo posible el consumo de bebida, cosa que según Capoche les impedía ser adoctrinados en la religión y les impelía a cometer muchos pecados. Acostumbran éstos -dice este autor- a beber en público juntándose mucha gente, así hombres como mujeres, los cuales hacen grandes bailes en que usan de ritos y ceremonias antiguas, trayendo a la memoria en sus cantares la gentilidad pasada. Y como duran los saraos días y noches o, por mejor decir, toda la vida, cuando acaban no conocen los padres a las hijas ni los hijos a las madres, y en esto hay grandes males. Y para remediar alguna parte, ordenó el señor don Francisco de Toledo que se hicieran ciertas tabernas a manera de estanco, y que fuera de ellas no se pudiera hacer vender chicha, y que allí les dieran por sus dineros una moderada parte de manera que no hubiese exceso.
La otra vía de evasión, sin la cual habría sido literalmente imposible que los mitayos pudiesen soportar el trabajo y el encierro de días seguidos en el interior del cerro, era la coca, hoja sagrada en la época de los incas, pero cuyo uso, con la quiebra del imperio y la irrupción de los conquistadores, se generalizó en la masa indígena. Era el bálsamo que les ayudaba a olvidar el hambre y la sed, adormecer sus sentidos y perder la noción del tiempo. Les servía también para adquirir una fortaleza básica, que aunque tan efímera cuanto duraba el efecto del mascado, les permitía horadar la roca incansablemente o transportar los trozos de mineral y los baldes de agua subiendo centenares de travesaños de madera hasta la superficie.
Para los españoles el mascado de coca era un simple vicio, tan deplorable como el de la bebida de chicha. El Virrey Toledo pensaba incluso que producía a los indios una enfermedad incurable, dejándolos en piel y huesos y cubiertos de llagas, confundiendo sin duda los efectos del cocainismo con alguna otra enfermedad. Le preocupaba sobre todo que los mitayos prefirieran gastar su dinero en coca y no en comida, ignorando cuánto más efectiva les resultaba la primera en los socavones. Trató, en consecuencia, de suprimir el tráfico de hojas que provenían del Cuzco, pero en éste, como en tantos otros asuntos, primaría al cabo el interés de los empresarios españoles sobre la buena voluntad o la conciencia de las autoridades. Los comerciantes del Cuzco alegaron de inmediato que cuatrocientos encomenderos de -42- esa ciudad vivían del comercio de la coca, añadiendo que incluso rentas eclesiásticas se beneficiaban del mismo y que también era negocio de españoles el transporte de la hoja a Potosí. La conclusión de que «no habría más Potosí de cuanto durase la coca» fue definitiva para que las ordenanzas del Virrey quedasen archivadas.
La mita
Que por 244 años hubiese podido sobrevivir una institución que obligaba a indígenas de dieciséis provincias del Perú y Charcas a trasladarse a Potosí para trabajar en el Cerro rico, a cambio de un modestísimo salario, teóricamente por un año, arreando familiares y bestias de carga, es una de las muestras más impresionantes de la terrible eficacia de un sistema de gobierno cuyos beneficiados y ejecutores,aunque afligidos por persistentes escrúpulos de conciencia, fueron inflexibles en su cumplimiento, sin advertir siquiera que el sistema se volvía contra sus propios intereses, al haber agotado su utilidad económica y que políticamente sería el almácigo de donde surgió, incontenible, la revolución que los expulsaría de América.
Esta institución, adoptada por los españoles del servicio que prestaban los indígenas al Inca (mita en aymará y quechua), equivale a trabajo por turno realizado en obras públicas, agricultura y en pequeña escala en minería. Tanto en Porco como en Potosí los españoles habían establecido modalidades del sistema, pero se atribuye al Virrey Toledo la imposición del mismo de una manera sistemática y casi diríamos científica, por repugnante que suene este calificativo ahora para labor de tal naturaleza. Los dueños de minas convencieron al Virrey que no había otra manera de hacer trabajar a los indios sino por la fuerza. Si no se los «echaba al cerro», no habría quinto para el Rey ni prosperidad para el Virreinato.

«Mineros. El indio capitán alquila a otro indio para que el indio enfermo azogado no se acabe de morir». De la Crónica de Guamán Poma de Ayala.
La noción misma del trabajo manual, grata a los ojos de Dios, tan arraigada en la cultura protestante, no solamente era ajena sino antitética al ideal del conquistador español. Y ya se sabe que al llegar al Nuevo Mundo, como por arte de encantamiento todos, así hubiesen sido porquerizos o vagabundos en la península, convertíanse en hidalgos «dispuestos a morir de hambre antes que tomar una azada en la mano», como se quejaba el virrey Conde de Nieva en una carta de agosto de 1563 al Consejo del Rey. Habiendo sustituido a los incas en el gobierno del imperio, los españoles se sentían con derecho a enriquecerse y holgar a costa del esfuerzo de los vencidos. Así de simple era el razonamiento que se imponía a las razones cristianas de algunas conciencias atribuladas.
Dos concepciones de la vida
No solamente chocaban aquí las ideas del humanismo y el cristianismo español representadas por Fray Bartolomé de las Casas, que proclamaban al indio como un ser con dignidad y al que debía tratarse con las mismas consideraciones que a los demás cristianos, frente a las de Juan Ginés Sepúlveda que consideraban al nativo de América un ser privado de razón, bueno para el servicio de quienes sí la tenían, sino dos concepciones de la vida, la de los españoles alucinados por la fiebre del oro y la de los indígenas que no le pedían a la vida sino lo indispensable para atender a sus necesidades propias y las de sus familias. No tenían noción del dinero y jamás se les ocurrió que el oro y la plata que en proporciones modestas recogían de los ríos y extraían de las rocas pudiesen servir para otra cosa que no fuesen los bellos objetos de culto que adornaban sus templos.
El paulatino empobrecimiento de las vetas que al principio se hallaban casi a flor de tierra y la baja constante de la ley del mineral pudieron ser satisfactoriamente combatidos -43- tanto con la introducción del azogue para la amalgama de la plata como con la profundización de los socavones y el trabajo en el interior de la mina, tarea para la que ya no se mostraban dispuestos los indios «mingas» o voluntarios que durante las primeras décadas habían estado ocupándose de la labor minera a cambio de un salario de 9 pesos (posteriormente reducido a 7) por seis días de trabajo a la semana.
Se calculó que serían necesarios 4.500 mitayos para el trabajo anual, pero el Virrey Toledo, considerando que el esfuerzo sería excesivo, decidió que se hicieran más bien tres turnos, cada uno con la misma cantidad de indios que trabajaban una semana seguida de dos de descanso o sea cuatro meses de trabajo por ocho de «huelga o paro», para lo cual se requería la conscripción de 13.500 indios por año.
En el mapa extendido ante los ojos del Virrey se hallaban las provincias próximas al Cuzco al norte y Tarija al sur,Atacama en la costa del Pacífico y el límite de los llanos amazónicos en el este,territorio enorme donde había zonas cálidas a las que se excluyó pensando que sus habitantes no soportarían la altura y el frío de Potosí. Se escogieron 16 provincias de altura igual o parecida a la de Potosí, a las que se llamó «obligadas», excluyéndose a otras 14 donde el clima o la altura eran distintos. De acuerdo al turno previsto, cada indio iría a Potosí transcurridos siete años de su primer servicio, que incluía a todos los varones entre los 18 y los 50 años de edad y que representaban del 15 al 18% de la población masculina de esas provincias. De esta manera un indio cumpliría su servicio obligatorio en Potosí no más de cinco veces en toda su vida y cada siete años la mita movilizaría teóricamente 94.000 indios.Aunque en los años sucesivos nunca pudo completarse el número de indios previsto en las ordenanzas es evidente, como sostiene Alberto Crespo, que la mita «significó la movilización y la migración más crecida e importante de todas las ocurridas en América durante el período hispano».
La mita también se implantó en las minas de mercurio de Huancavelica, afectando a 13 provincias del Bajo Perú, aunque los mitayos que iban allí estaban obligados a trabajar sólo una cuarta parte del tiempo de servicio y no un tercio como en Potosí, en consideración a que los gases tóxicos que despedía el mercurio y contra los que no había ninguna defensa, hacían que el trabajo fuera más peligroso.
El viaje a Potosí
Merece párrafo especial la operación que importaba en cada uno de los 139 pueblos comprendidos en la mita la conscripción de la séptima parte de sus habitantes. Las distancias a Potosí variaban entre las 170 leguas (940 kilómetros) desde Pomacanche, hasta los 110 kilómetros de distancia desde Macha, por ejemplo, habiendo establecido el Virrey Toledo que debía pagárseles medio jornal por cada día de camino (leguaje), disposición a la que se opusieron siempre con éxito los azogueros.
El traslado estaba a cargo de un «capitán enterador» de la mita, pero era el corregidor de cada pueblo quien fraccionaba las listas en tres ejemplares, uno para guardarlo, otro para el capitán y el tercero para el corregidor de Potosí. En los hombros del capitán, que también era indio, descansaba la responsabilidad absoluta de que el contingente llegase completo y si se producían deserciones en el camino la culpa era enteramente suya y podía ser sometido a vejaciones, como quedar atado a un carnero, recibir un número de azotes o balancear colgado de los cabellos por algunas horas (la afrenta mayor que podía hacerse a un indio y a la que raramente acudían las autoridades era cortarles los cabellos). De ahí por qué los corregidores de los pueblos preferían enviar a los mitayos con sus familias como garantía contra las fugas.
Para efectos del pago de viático a los mitayos (que no se hicieron efectivos nunca) se estimaron dos reales por día, suponiéndose que avanzarían tres leguas diarias. Cada grupo familiar se trasladaba con un promedio de cinco llamas, una de ellas cargada con la comida que consumían en el trayecto. Los niños debían caminar desde los cinco años, lo que retardaba también el progreso del viaje.
El jesuita Valentín de Caravantes, del Colegio de Potosí, refiere en un informe de marzo de 1610 que además de los agravios de perder la libertad y las cosas que tenían en su tierra, los mitayos eran objeto de un «tercer agravio… que es hacerles venir 160 y 150 o menos leguas, según la distancia de sus pueblos, caminando por punas y despoblados con sus hijos pequeños de las manos. En lo que tardan tres o cuatro meses sin ninguna paga, sino a su costa vienen gastando el matalotaje que allegaron en mucho tiempo en sus tierras, cargados sus carneros de chuño, papas o maíz para el camino, y matando los carneros que traen en él para comer, que habiendo gastado cuatro meses en el camino, cuatro en la labor del Cerro (porque los demás del año no se lo pagan) y cuatro en volver a su tierra, por un año les dan cuarenta pesos, que son los que les pagan los mineros por los cuatro meses que sirvieron en el Cerro; y para ganar estos cuarenta pesos, largamente habrán ellos gastado y perdido de la comodidad de las haciendas que tenían en sus casas y pueblos más de 100 ó 200 pesos. Y si acaso se oponen, que ya está mandado pagarles esta venida, respondoque qué importa, si está apelado por los mineros desde mandato, y se quedó así, y se quedará toda la vida».
Y en cuanto a la suerte de los más pequeños, añade: «porque nacen en esas punas y caminos despoblados sin abrigo, y el morírseles los chiquillos que sacaron de sus pueblos, cuando venían, o de Potosí cuando volvían».
Aunque la intención del Virrey Toledo fue buscar que los pueblos escogidos para el servicio de la mita tuviesen altura y clima parecido a Potosí, en los hechos las condiciones de la ciudad eran únicas y si bien en algo se parecían a las de otras regiones altiplánicas, lugares como Capinota, Tiquipaya, Tapacari, Sipe-Sipe, Paso y Cochabamba, de «temperamento benigno» nada tenían que ver con ese -44- «azote de la naturaleza» que era la altura potosina.
El Fiscal Victorian de Villaba decía que al despedir a los mitayos sus parientes prorrumpían en «tantos sollozos y tanto dolor que más parecen que hacen las exequias de un muerto que la despedida de un vivo».
De tres maneras podía el mitayo esquivar el trabajo mitario,la primera mediante el pago al propietario de la mina de la suma de siete pesos que era lo que teóricamente éste pagaría a un «minga» y no los dos pesos y medio que era su jornal semanal. La suma considerada anualmente alcanzaba a 120 pesos, esto es 7 pesos por 17 semanas, suma que también pagaba la comunidad indígena respectiva en el caso de muerte o evasión de un indio afectado a la mita. Los que acudían a este recurso vendiendo todos sus bienes o alquilando su alma al diablo eran llamados indios de «faltriquera», pues esa suma iba directamente al bolsillo del empresario que por lo general y, sobre todo cuando declinó el rendimiento en las minas, prefería quedarse con el dinero en lugar de contratar reemplazante.
El otro camino era la evasión. Muchos indios preferían abandonar sus tierras, su ganado e incluso sus familias trasladándose a una de las catorce provincias que por razones climáticas o de altura habían quedado exoneradas de contribuir con mano de obra. No sintiéndose seguros ni siquiera en tales lugares, otros se internaban en la selva o en lugares recónditos de la montaña a donde no llegaban los soldados del Rey.
El crecido número de fugitivos causó en los pueblos de donde salían un efecto aun más doloroso pues los períodos de descanso previstos por el Virrey Toledo ya no eran de siete años, sino de la mitad o menos, pues persistía la obligación de cada comunidad de enviar a Potosí el número original. A mediados del siglo XVII se suprimieron los períodos de descanso, pero aun así los pueblos lucían deshabitados.
El tercer recurso era entrar a una hacienda en calidad de «yanacona», pues de esta manera quedaba eximido de servir en la mita y gozaba de la protección del propietario español.
Pronto en las provincias mitarias se dio un curioso fenómeno: ya no se producían nacimientos (porque los padres de familia pagaban al cura o al corregidor para que no los registrase) o los que se producían eran del sexo femenino pues así quedaban registrados, aunque fuesen varones, para evitar un eventual servicio a la mita.
Los salarios dependían del tipo de trabajo que realizaba el mitayo: los de interior mina, a quienes tocaba la parte más dura, ganaban tres reales y medio por día; los que acarreaban el mineral del cerro a los ingenios, tres reales y los que trabajaban en los ingenios, generalmente al aire libre, dos reales y tres cuartillos. Pero estaba previsto un descuento de medio real a la semana para un fondo con el que se recompensaba al corregidor por las visitas que hacía al cerro, al Alcalde de minas, a tres veedores y al protector de naturales, y otro descuento para sostenimiento del hospital. En total, el mitayo llegaba a ganar 42 pesos anuales por las 17 semanas de trabajo obligatorio, pero vivía permanentemente endeudado pues sus obligaciones por el mismo lapso alcanzaban a 100 pesos (Compárese este salario con el del Barón de Nordenflicht, contratado por la Corona española para mejorar los sistemas mineros y quien, por el alto costo de la vida en el Perú, percibía en principio 3.000 pesos anuales que se elevaron luego a 7.000).
En 1608, el Virrey Velasco propuso al Rey que para alivio de los indios de la mita se trajese a esclavos negros por Buenos Aires, propuesta que no prosperó. Había bajado tanto la producción minera en este año que los azogueros en cabildo abierto resolvieron enviar un procurador a España, para lo que solicitaron licencia al virrey de Lima.
El Marqués de Montesclaros les contestó que concretaran los puntos que deseaban plantear. En otro cabildo, los azogueros demandaron lo siguiente: que curas y corregidores no se quedasen con los mitayos «para sus granjerías», que los mitayos no fuesen retenidos en Oruro y que trabajasen en días de fiesta, que hubiese reserva de azogue en Potosí y que se pagase no un quinto sino un diezmo de plata (lo que se logró en 1736). Cuanto más hondas las minas del cerro, más pobres, afirmaron los reunidos. El procurador elegido viajó a Lima con un memorial que contenía estos puntos.
En 1609 volvieron a reunirse los azogueros en cabildo, reclamando por el escaso número de indios que acudían a la mita y por el hecho de que en Oruro se hallaban trabajando 400 indios «no sólo los de huelga de esta villa pero aun los de mita». En el memorial que enviaron al virrey expresan: «La mita de los indios es el nervio de la conservación de la máquina de esta villa y aun de toda la cristiandad porque pende de ella». En 1614 pidieron aprobación del Virrey para mandar a un procurador a España y en 1617 amenazaron con paralizar en definitiva las labores mineras en vista de la decadencia del servicio de mita.
Los inconvenientes y perjuicios que creaba la mita eran bien conocidos por las autoridades coloniales, pero pocos se atrevían a tocar el fondo del problema tanto por no enfrentarse con el poderoso gremio de azogueros que continuamente enviaba donativos a Madrid, donde contaba con «procuradores», suerte de embajadores en la capital española y en Lima, que vigilaban sus intereses o planteaban sus reclamaciones, como porque podían poner en peligro los intereses de la Corona, cada vez más ávida de recursos.
Arzans se conduele de los riesgos de la mita y de la destrucción que ella lleva a las comunidades y familias Indias.
Sin embargo, vacila frente a la posibilidad de suprimirla, pues sin indios no habría plata ni riquezas.
El Cerro Rico
Ninguna vista citadina en Bolivia, país que, como reconocen todos los extranjeros que lo visitan, ofrece paisajes de impresionante belleza y dramatismo, puede equipararse a la del Cerro Rico, a cuyas faldas se extiende la ciudad de Potosí, salvo quizá el soberbio Illimani, que sirve de telón de fondo a la ciudad de La Paz.
Pero el Illimani solamente ha dado solaz espiritual a paceños y extranjeros, desde -46- cuando el capitán Alonso de Mendoza fundara la ciudad a sus pies, en 1548, por orden de La Gasca para conmemorar el fin de la guerra civil entre españoles, mientras el Cerro Rico, trastornó, en su momento, la economía del mundo.

La famosa laguna de Tarapaya. Dibujo de Arzans.

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Hállase como desprendido de la cordillera de los Andes y el hecho de que la ciudad se encuentre en su falda NO lo hace aparecer como única montaña en el entorno, lo que no es evidente, pero en todo caso tiene una posición dominante sobre las demás. Su forma de cono se eleva a 4.890 metros sobre el nivel del mar y la circunferencia abarca siete kilómetros.
En sus flancos llegaron a horadarse cinco mil bocaminas. Sus cuatro vetas principales que corren en dirección norte-sur fueron bautizadas como la Descubridora o Zenteno (por Diego), la Rica, la Estaño y la Mendieta.
En los primeros años, los propietarios recompensaban a sus yanaconas con trozos de metal que no fuera tomado directamente de la veta y que éstos vendían después en el mercado libre, con gran beneficio personal.

Del libro Hydrographia Universalis, de Philip Lea, Londres, 1700.

Hacia 1556, debido al proceso de empobrecimiento del mineral,se hizo evidente que el método de fundición mediante los hornos indígenas ya era insuficiente y, en efecto, no quedaban más que doscientas guairas en el cerro. En 1573 se introdujo el mercurio con el que se podían fundir minerales de baja ley, lo que significó un repunte extraordinario de la minería potosina.
La primera veta, conocida como «La Descubridora», fue naturalmente de propiedad de Juan de Villarroel, beneficiario principal del extraordinario hallazgo de Diego Huallpa. La historia de la minería, aquí y en cualquier parte del mundo, está acompañada de querellas judiciales movidas por la codicia y así también sucedió con la «Descubridora», disputada a Villarroel por Diego de Zenteno, su antiguo socio. La Corona falló en favor del primero convirtiendo a Villarroel en uno de los hombres más ricos de Potosí. En menos de medio siglo, de 1545 a 1690, la «Descubridora» produjo un chorro de plata equivalente a 62 millones de pesos. En 1551, los mitayos de Villarroel hallaron una enorme muestra de plata blanca en forma de pino, con estrías de rosicler cual si los gnomos de la montaña andina hubiesen modelado, en milenios de trabajo subterráneo, la imagen de ese árbol característico de los bosques europeos. Villarroel envió de obsequio la notable muestra al Emperador Carlos V.
La bocamina «Descubridora» o De Zenteno, también fue conocida como La Cueva, pues allí «existía una especie de cueva de treinta varas de largo sobre diez de ancho y ocho de altura en la que podían caber cómodamente quinientos hombres de a pie y la veta que se descubrió por encima era de colores tan variados que parecía esmaltada artificialmente».
Hubo preferencia entre los propietarios por dar nombres femeninos a las hendiduras de la montaña que guardaban los filamentos -47- de plata «en hebras tan gordas como el dedo» al decir de Arzans. Bautizo de amor lujurioso y violatorio. Las denominaron «Margarita», «Buscona», «Moladera», «Flamenca», «Zapatera», «Antoña», «Ruiseñora», «Cautiva», «Emperatriz», «Hallada», «Rosario», «Pedrera».
Otros más piadosos prefirieron acudir al santoral cristiano: «San Juan de la Pedrada», «Santa Rosa de Viterbo», «Santa Catalina», o «Vera Cruz», «Tres Cruces», etc.
El mineral mezclado con la roca era dividido en trozos que pudieran ser guardados y transportados en bultos cargados a la espalda. Se llamaba «labor a pozo» cuando se perforaba directamente hacia abajo; «labor a frontón», cuando se perforaba de frente, «labor a chinón», cuando se perforaba a los lados y «chimenea» cuando se perforaba hacia arriba.
Las vetas al principio muy ricas iban empobreciéndose a medida que se profundizaba, o se dividían en ramas más delgadas. Sucedía también que la roca dura cortaba el curso de estas ramas y los mitayos debían atravesarlas con gran sacrificio o hacer un rodeo hasta volver a retomar el hilo de metal. El avance hacia el centro del cerro obligaba a cavar más túneles y chimeneas o a reforzar las existentes a fin de tener un poco de aire medianamente puro para los pulmones y oxígeno suficiente para que las velas permaneciesen encendidas.
Los extremos de los túneles eran conocidos como piques, especie de ratoneras, a los que sólo podía llegarse arrastrándose de barriga, lugares altamente peligrosos tanto por la falta de aire como por el peligro de los derrumbes.Sin embargo los mitayos llegaron hasta la profundidad increíble de 1.326 pies (404 metros), desde donde tenían que extraer a las espaldas los trozos de metal o incluso el agua que anegaba los sitios e impedía continuar el trabajo.

Cerro de Potosí. Grabado en madera, del libro Crónica del Perú, 1552, de Pedro Cieza de León.
Hasta la legislación dictada por el Virrey Toledo el trabajo en el interior se hacía a capricho de cada propietario preocupado únicamente de sacar la mayor cantidad posible de mineral en el menor tiempo, sin cuidado por la seguridad de sus mitayos, de sus vecinos, o de los que les sucedieran. Hasta la apertura de los socavones los indígenas tenían que arrastrarse ayudándose con los codos hasta el límite en el que el ambiente se hacía irrespirable y debían salir en la misma forma pero sin poder siquiera darse la vuelta hacia el orificio de luz de la entrada.
Los socavones debían tener ocho pies de ancho y siete de alto, lo suficiente como para que un hombre de regular estatura pudiese caminar erguido, pero muchos de ellos no eran tan amplios debido al costo de su construcción que variaba entre veinte a treinta mil pesos según su extensión. Por otra parte sucedía que algunos debían atravesar roca dura, lo que demoraba el trabajo,y otros simplemente resultaban inútiles pues no llegaban a cruzarse con ninguna veta o estaban anegados. Había, en cambio, aquellos que atravesaban varias de ellas y el propietario de cada veta debía pagar un quinto del metal que extraía el socavonero o dueño del socavón.Las minas no trabajadas podían ser reclamadas por el socavonero, cosa que dio motivo a muchas querellas pues el propietario en la mina inmediatamente superior podía alegar que sus trabajadores estaban laborando o alcanzando el nivel de la veta disputada. Cuando los socavones eran muy largos era necesario atravesarlos mediante un pozo horizontal, pues de otra manera no se podía respirar ni mantener las velas encendidas. A pocos metros de la entrada la oscuridad era absoluta y se perdía la noción del día y de la noche.
Debido a que se empleaba por economía poca madera en las galerías, el peligro de aislamiento o derrumbes era constante así como también las inundaciones que muchas veces paralizaban el trabajo por largo tiempo u obligaban al abandono indefinido del sitio.
Con el tiempo los propietarios reforzaron con madera o piedra los socavones debido a los frecuentes accidentes de deslizamientos de roca y tierra en los que perecían grupos de mitayos. De acuerdo con las ordenanzas, el trabajo de éstos comenzaba una hora y media después de la salida del sol y se prolongaba hasta el ocaso con un paréntesis de una hora de descanso al mediodía. En el invierno el lavado de minerales debía hacerse solamente mientras hubiera sol, de diez de la mañana a cuatro de la tarde. En los hechos el -48- mitayo que entraba a la mina el martes en la mañana (el lunes se hacía el reparto del contingente de trabajadores a los empresarios, a cargo de los «capitanes de la mita») permanecía en el interior durante cinco días continuos. Los más afortunados podían salir un rato a media semana para consumir un refrigerio caliente que les llevaban sus esposas. Aun siendo duras las condiciones de trabajo fijadas por las Ordenanzas, ellas se hicieron insoportables debido a la codicia de los propietarios que; al promediar el siglo XVI sustituyeron el horario por la entrega obligatoria a cargo de los mitayos de determinadas cantidades o «montones» de mineral, lo que obligaba a éstos a un mayor número de horas de trabajo.
Siendo su salario semanal de dos pesos y medio, las multas, cuando no cumplían el cupo fijado, alcanzaban a tres pesos y medio. En el interior los grupos se formaban de a tres, dos mitayos y un mingado, que era el que tenía mayor experiencia y ganaba siete pesos por semana. Mientras dos de ellos horadaban la tierra o recogían el mineral, el tercero descansaba por el tiempo que tardaba en consumirse una vela de cebo que entregaba semanalmente el propietario. El resto de las velas debía ser adquirido por los indios.
Las ausencias por motivo de enfermedad o cualquier otro eran compensadas por un tiempo equivalente de trabajo pero sin retribución, pues los propietarios alegaban que habían contratado a un mingado, que les costaba más, para suplir la falta del ausente. Es fácil imaginar la impresión aterradora y traumática que debió causar en gentes que hasta entonces habían trabajado al aire libre adorando al sol y a la tierra, a los que tenían como dioses tutelares de la vida y la fecundidad, su encierro semanal en socavones helados o en profundidades ardientes donde la única luz era la de las velas de cebo y donde el aire por las emanaciones cúpricas y de otros minerales tenía un olor acre y nauseabundo y el agua, en los parajes inundados, era fétida y contaminada.
Dado que el propietario les entregaba una sola vela, los mitayos debían comprar un puñado de ellas por cuatro reales e ingresar a la mina con una bolsa de maíz tostado, que era su única dieta, además de agua y hojas de coca que mascaban y escupían.
Para horadar la roca se hacía muy poco uso de la pólvora negra y cuando no se disponía de barretas de hierro los indios echaban mano de cuernos vacunos, que todavía se encuentran desperdigados en antiguas minas del territorio boliviano.
La profundidad de las minas, hacia fines del siglo XVI, alcanzó unas quinientas brazadas. Pero se siguió horadando y horadando un momento que tomaba hasta cinco horas para que un mitayo emergiera esas profundidades con su carga de cincuenta libras de mineral o su iza de cuero con agua, hasta la superficie.
El padre Joseph de Acosta, que visitó el cerro, ofrece esta descripción del trabajo en el interior:
«Con todo eso trabajan allá dentro, donde es perpetua obscuridad, sin saber poco ni mucho cuándo es día ni cuándo es noche; y como son lugares que nunca los visita el sol, no sólo hay perpetuas tinieblas, mas también mucho frío, y un aire muy grueso y ajeno de la naturaleza humana, y así sucede marearse los que allá entran de nuevo, como a mí me acaeció, sintiendo bascas y congojas de estómago. Trabajan con velas siempre los que labran, repartiendo el trabajo de suerte que unos labran de día y descansan de noche, y otros al revés les suceden. El metal es duro comúnmente y sácanlo a golpes de barreta, quebrantándole, que es quebrar un pedernal. Después lo suben a cuestas por unas escaleras hechizas de tres ramales de cuero de vaca retorcido como gruesas maromas, y de un ramal a otro puestos palos como escalones, de manera que puede subir un hombre y bajar otro juntamente. Tienen estas escalas de largo diez estados, y al fin de ellas está otra escala del mismo largo, que comienza de un releje apoyo, donde hay hechos de madera unos descansos a manera de andamios, porque son muchas las escalas que se suben.
«Saca un hombre carga de dos arrobas atada la manta a los pechos, y el metal que va en ella, a las espaldas; suben de tres en tres. El delantero lleva una vela atada al dedo pulgar, para que vean, porque como está dicho ninguna luz hay del cielo, y vanse asiendo con ambas manos, y así suben tan grande espacio que, como ya dije, pasa muchas veces de ciento y cincuenta estados, cosa horrible y que en pensalla aun pone grima. Tanto es el amor del dinero, por cuya requesta se hace y padece tanto.»
Describe a su vez Arzans la vida cotidiana de los indios en las minas:«En las espantosas cuanto ricas entrañas de este admirable monte resuenan ecos de los golpes de las barretas, que con las voces de unos,gemidos de otros,gritos de los mandantes españoles, confusión y trabajo intolerable de unos y otros, y espantoso estruendo de los tiros de pólvora,semeja tanto ruido al horrible rumor de los infiernos: noviciado parece de aquel centro formidable». Innumerables son los que han perecido en sus entrañas: cada paso que dan en una de sus minas llegan a los umbrales de la muerte, sirviéndoles a cada uno de vela para morir aquella que traen en la mano para poder andar. Unas veces se los traga la misma tierra donde pisan, porque ignorantes de los huecos que debajo pasan, se abren y los sepultan; otras se hallan enterrados de los sueltos que sobre ellos caen; otras se caen en aquellos pozos y lagunas de mucha profundidad que hay allí dentro y se ahogan. Veréislos unas veces trepar por las sogas cargados del metal, sudando y trasudando, otras veces los veréis descender por unos palos muy delgados 200, 300 y más estados; y a veces los veréis, por desmandárseles un pie, bajar por esa escala hasta llegar a la muerte.
«También los veréis algunas veces asemejarse a las bestias caminando en cuatro pies con la carga a las espaldas, y otras arrastrándose como gusanos.»
La plata de los monarcas
El inca Atahuallpa,que bien pronto se dio cuenta de la codicia que movía a sus captores, les ofreció un cuarto lleno de oro y dos -49- de plata a cambio de su libertad y de inmediato sus emisarios se movieron por el territorio llevando a Cajamarca sinnúmero de objetos y piezas de ambos metales, con los que atiborraron las tres habitaciones. Los españoles no cumplieron su palabra y lo sometieron a un juicio de horas ejecutándolo en la plaza de la ciudad en julio de 1533. Procedieron después a fundir todas las piezas y hacer un reparto equitativo de los 5.720 kilos de oro y 11.000 kilos de plata real para el monarca (equivalente a un 20%). Posteriormente cuando se apoderaron del Cuzco vaciaron los palacios y templos de todos sus ornamentos de metales preciosos.
Las cifras fueron creciendo geométricamente y el caso del clérigo Don Pedro de la Gasca es ilustrativo. Había sido enviado por el rey para someter a Gonzalo Pizarro, quien tentado por los encomenderos que se negaban a aceptar las Leyes Nuevas (1542) que conferían dignidad humana a los indios y limitaban su explotación, abandonó sus minas de Porco, encabezando la rebelión y proclamándose gobernador del Perú. La Gasca llegó a territorio peruano en 1546 sin recursos y poco a poco fue ganando partidarios y convenciendo a los encomenderos sublevados con la promesa de que se respetaran sus privilegios. En control de la armada del mar del sur desembocó en Tumbes y avanzó hasta Lima derrotando a Pizarro y a su lugarteniente Francisco de Carvajal, siendo ambos ejecutados en el campo de batalla en 1548. La expedición militar de La Gasca costó 900.000 pesos que éste tomó en préstamo en el Perú. A su retorno el astuto sacerdote se apoderó de todos los recursos que halló a mano, no solamente los metales secuestrados a los rebeldes, provenientes de las minas de Porco y algo de Potosí, sino incluso del botín que los conquistadores se habían repartido a la muerte de Atahuallpa, llevándose a España, previo paso de las deudas adquiridas, 567 millones de maravedíes, o sea más de dos millones de pesos de ocho reales.
El imperio católico

S. C. Fernández, «Historia de España». Editorial Calleja, Madrid, 1876.

Después de los primeros embarques de metal amarillo encontrados en ornamentos, objetos de culto y estatuas en los templos de México y el Perú -fundidos enseguida causando irreparable pérdida a la cultura universal-,los galeones se dedicaron casi exclusivamente al transporte de plata a Sevilla en cantidades cada vez mayores, sobre todo a partir de 1571 cuando se aplicó el mercurio para la amalgama de plata en Potosí. La gran época del imperio «donde no se ponía el sol» coincide precisamente hasta 1630 con los mayores embarques de plata potosina, que llegaban a un país que acababa de lograr su unidad nacional al precio de expulsar a las minorías de judíos y moriscos y renunciar con ese gesto político a la ciencia, la agricultura moderna y el capitalismo. Anclada férreamente en el medievo católico y en la convicción de que la vida eterna en el Cielo restaba sentido al progreso en la Tierra, la España de Carlos V asumió la responsabilidad de luchar contra el Imperio Osmanlí en el Mediterráneo y contra la herejía protestante en Europa. Tal empresa habría sido imposible sin el Tesoro Americano que a su vez provocó tanto en España como en el resto de Europa el fenómeno -50- que Fernando Braudel califica como la «revolución de los precios» y Lord Keynes como «la inflación de los precios».
Al apreciar el impacto que tuvo el Tesoro Americano y en particular la plata de Potosí sobre la economía europea, es indispensable considerar el grado de pobreza en que se desenvolvía el viejo mundo.
Fray Antonio de la Calancha (1638) asienta: «Para que se vea cuánto debe España a estas Indias hágase cotejos de las grandezas que hoy tiene y las pobrezas que tuvo, de las realezas que ostenta y las miserias que sufría» y añade que en la Historia de España escrita por el rey don Alfonso IV se registra la anécdota de la guerra que hizo el rey Alfonso IX de León contra su hijo don Fernando el Santo por la exclusiva razón de que éste le debía 10.000 maravedíes a cuyo pago cesó la guerra, suma equivalente a 36 pesos. «Un padre contra un hijo y un reino católico contra su vecino» -comenta Fray Antonio de la Calancha- «tratan de matarse por 36 pesos que hoy los gasta un palanquín en dar un almuerzo.»
La celebración del matrimonio de Isabel de Castilla de 18 años y de Fernando de Aragón de 17, fue posible gracias a que un prestamista judío facilitó a la novia los 20.000 sueldos (alrededor de USS 30.000 de hoy) necesarios para la celebración y fiesta, suma que Isabel recién pudo restituir al ocupar el trono de Castilla, seis años después.
No fueron tanto las compensaciones que parecían ciertamente altas, exigidas por Colón las que desanimaron a Juan II de Portugal, Enrique VII de Inglaterra y Carlos VIII de Francia, sino la propia escualidez de las arcas reales. En España la negociación con la Corte demoró seis años, hasta llegar a la firma de las capitulaciones de Santa Fe, por las que la Corona dio su patrocinio y aceptó las condiciones planteadas por el navegante genovés. Tanto él como la Reina tenían entonces 35 años y a ambos corresponde la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo que, medido en términos económicos, hoy día luce como una pigricia, pues el primer viaje de Colón demandó apenas dos millones de maravedíes mientras el quinto correspondiente al Rey,según estimación de Pierre Vilar por el rescate de Atahuallpa y por el saqueo de los templos del Cuzco y otros lugares alcanzó a más de veintiséis millones de maravedíes.
No fue la decisión de Isabel ni el empeño de sus joyas, como quisiera hacer creer la leyenda romántica, los factores que precipitaron la hazaña de Colón, sino el empeño del ministro de hacienda de Fernando, Luis de Santander, quien sedujo a la soberana con la idea de una conversión de Cipango (Japón) y otros reinos asiáticos al cristianismo y le manifestó su voluntad y de otros amigos, también conversos, de sufragar la expedición; Santander tomó en préstamo 1.400.000 maravedíes de la cofradía donde desempeñaba funciones de tesorero, suma a la que añadió 350.000 de su peculio. El resto lo consiguió Colón también en préstamo.
Dentro de la sociedad feudal, basada en la explotación de la tierra, la moneda era solamente un término de referencia, pues las operaciones entre señores y siervos o en las ferias campesinas se hacían a base de trueque. Los comerciantes para sus transacciones entre ciudades acudían a la emisión de letras de cambio o pagarés a la orden y los monarcas a los «asientos» que eran préstamos a corto plazo hechos por hombres de negocios. El florecimiento de las ciudades y del comercio en las postrimerías de la Edad Media y la avidez europea por las especias, perfumes, sedas y joyas del Oriente, hicieron más patente y dramática esta falta de numerario que algunos historiadores han calificado como «hambruna monetaria».
El duro invierno europeo dejaba a los campesinos sin forraje necesario como para que el ganado pasara el invierno y la única manera de conservar su valor y utilidad era sacrificando las reses para salar y adobar la carne, procedimiento que se hacía con la sal traída de Portugal, pero también con especias preservadoras como la pimienta, originaria de la India y las Indias orientales, la canela de Ceilán, la nuez moscada de Célebes, el jengibre de la China, el clavo de las Molucas.A estos productos indispensables para la vida diaria, el Renacimiento europeo había añadido aquellos que hacían deslumbrante la vida en las Cortes como las piedras preciosas y las sedas de China, los algodones y esmeraldas de la India, los rubíes delTibet y los zafiros de Ceilán.
Otra especie apreciada por sus efectos curativos era el ruibarbo de la China. La caída de Constantinopla y el crecimiento del poderío turco en el Mediterráneo hicieron cada vez más difícil este comercio entre Occidente y Oriente y es en ese marco que se entiende mejor el genio de Colón al buscar un camino al Asia por el oeste.
Ahora bien, la oferta del oro y la plata indispensables para pagar las especias, sedas, joyas y perfumes del Oriente, era constante pero en cantidades fijas, casi inalterables, lo que establecía a su vez la relación entre uno y otro metal. La plata procedía de pequeñas minas casi exhaustas de la Europa central, y el oro del Sudán y de Níger. Una vez llevado el metal aurífero a Europa y convertido en monedas, volvía a desaparecer por las rutas del Oriente en pago de las especias y bienes suntuarios. En cuanto a las monedas de plata utilizadas en transacciones menores, eran consideradas como una mercancía y no por su valor nominal, por lo que tan pronto como su valor real era superior en un país vecino eran vueltas a acuñar allí disminuyéndole su contenido metálico. Su existencia resultaba efímera al ser suplantada o envilecida por otras mezclas.
En todo caso, dadas las dificultades del transporte del oro metálico, que debía llevarse por caravanas que atravesaban el desierto del Sahara y no existiendo minas importantes de plata en elViejo Mundo la masa monetaria, así cambiara de acuñaciones y denominaciones, manteníase constante.
Todo esto cambió con la irrupción fabulosa del Tesoro Americano. Un siglo después de la conquista habían llegado a la Casa de Contratación de Sevilla unas 180 toneladas de oro, lo que representaba un 20% más de todo el mineral áureo que existía en el mundo conocido hacia 1500. Paralelamente habían -51- llegado alrededor de 18.000 toneladas de plata, provenientes en más de un 80% de Potosí.
En la época de Carlos V,la Corona recibía por diversos impuestos y tributos (de los que estaban exentos la nobleza y el clero) alrededor de diez millones de ducados oro por año, suma que debe compararse con los tres millones de ducados de oro de promedio anual con los que aportaba Potosí por concepto del quinto,suma que crecería notablemente con el tiempo gracias a otros ingresos derivados del monopolio del comercio ejercido por la Casa de Contratación de Sevilla como el de almojarifazgo (derechos aduaneros) y alcabalas; los estancos (azufre, pólvora, naipes, tabaco, aguardientes, vino, papel sellado. etc.), Derecho de Cobos, tributos cobrados a los indios, remate público de cargos, 50% de las cuotas eclesiásticas, etc., etc.
Pese al aluvión de esos ríos de oro y plata transportados, en el caso de Potosí, hasta Arica o Lima, en recuas de llamas, y luego, dos veces por año en flotas de veinte a sesenta buques, escoltados por varios barcos de guerra, para evitar los asaltos y abordajes de piratas franceses, ingleses y holandeses,la economía española se hallaba en profunda crisis y en varias oportunidades la Corona declaró su insolvencia.
Los oficios mecánicos, el comercio, la banca que habían estado en manos de los judíos se hicieron sospechosos para la Inquisición y cayeron en desuso, pues pocos se animaban a desafiar al Santo Tribunal con ocupaciones que habían correspondido a infieles o herejes.
Cervantes comentó amargado que, en esa atmósfera, era peligroso incluso el saber leer y escribir y en su «Coloquio de los perros» hizo burla de los «arbitristas»,famosos improvisadores de la época que acudían a la Corte ofreciendo fórmulas para salir de la crisis. La receta que pone el autor del Quijote en boca de uno de ellos es el ayuno a pan y agua de todos los vasallos desde los catorce a los sesenta años, un día por mes, para que lo ahorrado en comida se entregase al Rey en dinero…
La convicción de la nobleza de que era deshonroso el trabajo manual y que el hombre debía acceder a la riqueza y a la gloria por sus hazañas guerreras o su devoción a Dios permeó a las demás clases sociales. Unos se alistaban en los ejércitos de ocupación de Italia y Flandes o en la marina del Mediterráneo, otros buscaban fortuna en América, o en el país aumentaban el contingente de zánganos de la nobleza mediante compra de títulos que engrosaban las legiones de clérigos refugiados en monasterios y conventos de los cuales había 10.000 en 1626. El número de nobles a finales del mismo siglo alcanzaba a 625.000, cuatro veces más de los que tenía Francia, con una población mayor. La atracción de las Indias o la posibilidad de sobrevivir en condiciones durísimas en las campañas imperiales en Europa empujaba a los jóvenes a abandonar el territorio y hubo años en que el número de emigrantes alcanzó a 40.000. Para los que quedaban dentro existía el recurso del bandidaje y la mendicidad. Precisamente cuando las Indias «vomitaban» sus minerales hacia España, a principios del siglo XVI se estimaba que había 60.000 pobres legítimos, 200.000 vagabundos limosneros y 2.000.000 de personas que carecían de empleo.
Muchos de los mendigos o «pordioseros» (porque pedían limosna en nombre de Dios y al recibir la donación ayudaban a sus favorecedores a quedar bien con el Altísimo), estaban incluso organizados en respetables cofradías. Sin tal número de pordioseros y vagabundos no se entendería el florecimiento de la picaresca en la literatura española, género en el que los personajes aguzan el ingenio y son capaces de idear las más curiosas y atrevidas artimañas para poder sobrevivir.
Estancamiento e inflación
Agobiaban a la sociedad española sinnúmero de interdicciones, aduanas interiores, impuestos de diversos tipos y una moneda que era a menudo adulterada por los reyes.
Si no era posible conseguir nuevos créditos de los prestamistas alemanes y genoveses, la Corona echaba mano de la plata transportada por particulares en los galeones de las Indias o enviada a los mercaderes de Sevilla para compra de mercaderías. Entre otros expedientes financieros se acudió a la venta de títulos de nobleza (sobre todo a los «indianos» enriquecidos), la legitimación de hijos de eclesiásticos y la enajenación de tierras de la Corona.
Cuando no bastaba la innumerable lista de tributos e impuestos que agobiaban a los americanos y también a los españoles, los monarcas acudían a la «largueza» de sus súbditos pidiendo a los Virreyes que consiguiesen donativos de las ciudades. El Virrey García Hurtado de Mendoza escribió a Felipe II en diciembre de 1590 dándole cuenta de que los Cabildos de La Plata, La Paz, Potosí, Cochabamba, Tarija, Tomina y Santiago de la Frontera, así como los corregidores, vicarios de las iglesias, prelados de los conventos, caballeros, vecinos y gente principal, incluidos algunos caciques indígenas, habían ofertado 1.426.608 ducados. Es interesante observar que en este caso corresponden a Potosí 294.431 ducados, de manera que el grueso de esta donación a la Corona salió de distritos agrícolas, de población indígena mayoritaria, la misma que por otra parte estaba obligada a pagar tributos.
También se solían dar donaciones en especies que eran vendidas por las autoridades en los mercados, desde ovejas, llamas, maíz y trigo hasta cestos de coca, obteniéndose considerables sumas que eran enviadas al monarca.
Con la presencia del oro americano se presenta simultáneamente un fenómeno que empieza en Andalucía y se generaliza en el resto de Europa: el de la inflación de los precios. Los productos que importa España son cada vez más caros y cuando los reexpide a América y llegan finalmente a Potosí, su destino último, han multiplicado su valor varias veces, dando razón a Juan de Matienzo que había aseverado: «Donde hay más dineros valen siempre las cosas más caras».
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Las necesidades de los Monarcas crecían también en forma geométrica, al igual que sus deudas. Las rentas de la Corona en 1610 alcanzaban a 15.648.000 ducados de oro, pero las deudas a banqueros genoveses y otros eran de 12.508.000, de manera que el soberano apenas podía disponer de 140.000 ducados.
Pese a la rígida política proteccionista y a la prohibición precisa de que los metales preciosos abandonasen el territorio, ellos hacían apenas una pausa en Sevilla y en Madrid para continuar viaje hacia Francia, los Países Bajos e Italia, convirtiendo a España en «las Indias» de otros reinos extranjeros. Las velas de los barcos españoles eran compradas en Francia. «Ellos tienen los navíos -decían los franceses- pero nosotros tenemos las alas.» El trigo también debía adquirirse de contado en el país vecino. Pronto el contrabando de metales o de moneda se hizo práctica común a cargo de mercaderes genoveses. Las mayores exportaciones se debían sin embargo al propio Rey, obligado a pagar marinos y tropas en el Mediterráneo, el Atlántico y el Mar del Norte. Amberes llegó a constituirse en la Banca a donde llegaba el grueso del oro y la plata de España, cuyos galeones muchas veces desembarcaban directamente sus cargamentos de metal sin hacer escala en los puertos españoles, para pagar deudas ya contraídas por el monarca con los hombres de negocios o cancelar facturas por artillería y pólvora para sus ejércitos.
Carlos V y Felipe II

El rey Felipe II de España. (Grabado de la época).
Los envíos de dinero a Amberes para atender los gastos de las tropas del Duque de Alba en los Países Bajos no se interrumpieron ni siquiera con los frecuentes ataques de los piratas ingleses que usaban la plata secuestrada para la fabricación de nuevas monedas y se aprovechaban también de los envíos de contrabando que hacían los mercaderes españoles. Posteriormente, hacia 1570, la corriente de minerales sacados de América se desvió de la ruta de Amberes hacia Génova, cuando recrudeció la guerra contra los turcos en el Mediterráneo. Las monedas españolas eran de uso corriente en ambas orillas y en Argel, por ejemplo, no se empleaba otro dinero que los ducados y escudos de oro, el real de plata y sobre todo las monedas de «a ocho reales» conocidas como «piastras» que también circulaban profusamente en Turquía.
Fernand Braudel señala que a partir de 1580 se incrementaron las cantidades de metal enviado a Génova, alcanzándose en 1598 la cifra récord de 2.200.000 escudos en un solo convoy, aunque no descarta que este récord fuese inferior al de 1584 cuando llegaron veinte galeras a las órdenes de Juan Andrea Doria que transportaban al parecer tres a cuatro millones de escudos.Añade dicho autor: «Una cosa es evidente: se efectuaban envíos masivos. De acuerdo con un cálculo realizado por la Contaduría mayor en 1594 llegan anualmente a España diez millones de ducados oro, de los cuales se exportan seis millones, tres por el rey y los otros tres por particulares. Los cuatro millones restantes o bien se quedan en España o bien se exportan clandestinamente por correos, viajeros o marinos. Un historiador supone que cada año, a finales de siglo, millones de ducados llegaban a Italia para dispersarse a continuación en todas direcciones dentro y fuera de ella.
Las letras de cambio se solían pagar en oro, así como la mayor parte del salario de los soldados acantonados en Flandes, y era en Génova donde se producía la conversión del oro proveniente de África y la China con la plata de América a razón de una unidad de oro por diez de plata, aunque este valor variaba de acuerdo a la oferta y la demanda del momento. Con razón escribía Don Francisco de Quevedo que el dinero «nace en las Indias honrado y es en Génova enterrado».
El Barón de Humboldt calculó que el aporte de las Indias a España había alcanzado en tres siglos a 5 billones 445 millones de pesos fuertes de plata provenientes de Potosí, -53- pero también de México y otras minas en Honduras, Nueva Granada (Colombia) y Santo Domingo. En esa cifra no están comprendidas las cantidades que salieron de contrabando y se perdieron en el océano, o quedaron en forma ilegal (es decir, sin pagar el quinto correspondiente) en manos de los españoles en América, mediante el procedimiento de convertir el metal en vajillas para uso doméstico, regalos para las iglesias, etc. y el que manejaban los indios.
Con sus telares desmantelados, sin industrias de consideración, como las que habían surgido en el resto de Europa, y sus campos yermos, España debía importarlo todo, además de soportar el inmenso peso de la guerra en tan diversos frentes en pos del sueño del imperio universal.
Manuel Colmeiro asienta que «el Asia y aun el África eran el sepulcro de las riquezas de nuestras Indias… que iban a esconderse en los reinos de la China y del Japón, en la India Oriental, Persia, Constantinopla, Gran Cairo y Berbería, paradero de la mayor parte de la plata de España, porque apenas corría entre aquellas gentes remotas otra moneda que reales de a ocho y doblones castellanos… Gozábamos los tesoros de las flotas y galeones por tan poco tiempo que humedecían nuestro suelo sin regarlo».
Ni siquiera el Imperio Romano, el más vasto de la antigüedad, era comparable al que esperaba a Carlos I, ese joven flamenco de 16 años que llegaba a España sin conocer la lengua del país, rodeado «de una banda rapaz de favoritos flamencos y borgoñeses de uñas largas y afilados dientes», al decir del historiador argentino Jorge Abelardo Ramos, seguidos de prestamistas alemanes como los Fugger y los Welser de Augsburgo, para recoger la herencia de sus abuelos, los Reyes Católicos, que le dejaron Aragón, Castilla y Navarra; Cerdeña, Sicilia y Nápoles; el Rosellón, las posesiones americanas y africanas. Su padre, Felipe el Hermoso, le había premiado con los Países Bajos, Luxemburgo, Borgoña y el Franco Condado y su abuelo paterno, el Emperador Maximiliano, la Casa de Austria. De ahí sus cinco guerras con Francisco I de Francia que le disputó sin éxito el trono de Alemania. Carlos I convocó a las cortes castellanas para que le procurasen el dinero necesario para su viaje a Frankfurt, se prestó de los Fugger lo que le faltaba para comprarse a los electores alemanes y asumió la Corona germana como Carlos V, en 1520.
La conservación de ese imperio en cuyo seno había prendido con fuerza el credo protestante no dio al monarca un día de tregua, pues si no era la lucha intermitente pero continua contra la casa de Valois, hasta la prisión y capitulación de Francisco I, era el saqueo de Roma por sus tropas, alemanas y españolas, y la humillación del Papa Clemente VII, o las expediciones contra el Islam, enfrentándose a Solimán el Magnífico o Barbarroja, o la liberación de Viena del asedio turco, o en Alemania contra la fuerza arrolladora de los príncipes partidarios de Lutero.
Felipe II, su hijo y sucesor sombrío y pertinaz, continuó la política de asegurar la supremacía de los Habsburgo en Europa y convertirse en el abanderado de la contrarreforma católica, sin medir el precio de tan descomunal empresa.
Entre Carlos V y Felipe II había mucho parecido físico pues ambos eran pequeños de cuerpo, de tez pálida, ojos claros, cabellos rubios y el belfo prominente y caído, propio de los Habsburgo. Compartían también la despiadada convicción de haber sido delegados por el Altísimo en la Tierra para preservar y extender la religión católica y combatir a sus enemigos. Hasta ahí las semejanzas. Carlos amaba el boato de las cortes, la caza y el ejercicio de la guerra, viajó once veces por mar en travesías que a veces tomaban meses, hasta que hastiado de tanto trajinar y batallar y presa de una crisis mística, se refugió en el monasterio de Yuste, desde donde sin embargo no dejó de importunar a sus sucesores y vasallos. Felipe II en cambio odiaba salir de España y el único trayecto que hacía regularmente era el de Madrid al Escorial, atravesando una planicie desnuda de árboles. Odiaba la caza y nunca intervino en una batalla. Delegaba esa tarea en su medio hermano Don Juan de Austria, a quien celaba y odiaba, héroe shakesperiano como ninguno, en su valor y apostura, en sus excesos y en su triste final.
Cuando Felipe no se encontraba leyendo informes de sus virreyes o consejeros, actividad en la que consumía la mayor parte de su tiempo, o meditando en completa soledad, atendía a la misa desde una pequeña habitación que, como un palco, daba sobre la iglesia del monasterio. Prefería comunicarse con sus secretarios mediante esquelas y solía decir que prefería reinar en un desierto antes que en un país poblado de herejes. En la Corte se murmuraba que «de su sonrisa a su puñal no mediaba gran trecho». No está claro si intervino en la eliminación de su medio hermano, fallecido a sus 33 años, pero lo evidente es que hizo encerrar en un palacio a su hijo el príncipe Carlos, torpe y de escasas luces, hasta su muerte.
«Hay una España que ha vestido, viste y vestirá por muchos siglos de negro» -afirma Germán Arciniegas. «En el alma de esa España sobrevive el estilo de quienes han estado más cerca de la muerte que de la vida; hay un fondo trágico que invita a meditar en las ánimas del purgatorio y a no gozar los desprevenidos placeres del mundo.»
Don Juan de Austria había iniciado su carrera militar como represor de los moriscos de Granada, política que llegaría al cruel extremo de la expulsión en el reinado siguiente, el de Felipe III, cuando medio millón de personas por el solo delito de su origen árabe fueron arrojadas del territorio, condenadas en gran número a perecer de hambre o ser consideradas «cristianas» en el norte de África, y dignas por tanto de esclavitud o muerte.
La magnitud de las empresas guerreras en que se vio envuelta la Corona española en aquellos años de mayor afluencia de la plata potosina, puede medirse brevemente en dos episodios fundamentales, el de Lepanto, con el que parecía haberse puesto punto final a una rivalidad de décadas entre la cristiandad y el poder osmanlí, y el de la «Armada invencible».
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La batalla de Lepanto en octubre de 1571 es la culminación de la guerra en que las fuerzas coaligadas de Venecia, la Santa Sede y España derrotaron finalmente a la flota turca, aunque esto no quiera decir que hubiesen ganado la guerra.A Cervantes, que perdió el manejo de un brazo por el disparo de un arcabuz, le pareció el mayor acontecimiento que vieron los siglos y en verdad nada comparable hasta entonces se había visto: doscientos ocho barcos cristianos de guerra, bajo el mando de Don Juan de Austria, frente a doscientos treinta barcos de guerra turcos de los cuales apenas se salvaron treinta. Aunque la Armada turca ya no pudo rehacerse, la confederación cristiana sufrió posteriores derrotas en Modón, en la Goleta y en Túnez. Venecia agotada, ya había abandonado la lucha y no se habló más de emprender una cruzada sobre Constantinopla.
Las naves turcas que no habían sido echadas a pique fueron repartidas entre los vencedores. Del lado otomano hubo 30.000 bajas y 15.000 forzados de galeras fueron puestos en libertad. La liga cristiana tuvo 8.000 muertos, 21.000 heridos y diez galeras hundidas. El costo económico, que es el que nos interesa particularmente para evaluar el aporte del Tesoro Americano, sólo puede ser conocido por algunos datos que Braudel recoge en su obra. Por ejemplo: una factura de proveedores sicilianos de 1573 para diversos suministros a la flota (galletas, vino, carne salada, arroz, aceite, sal y cebada) por 500.000 ducados.
Entre forzados, marineros y soldados cada galera cargaba 300 hombres que, aunque alimentados y vestidos de cualquier modo, representaban un enorme gasto cuando su número se aproximaba a los 100.000. El sostenimiento de una flota aliada de acuerdo a un cálculo hecho en Madrid en 1571 alcanzaba a más de cuatro millones de ducados por año, pero dos años después esa cifra se había ya triplicado.
Pese a la implacable represión a cargo de Don Juan de Austria, los Países Bajos se rebelaron en 1572 y el monarca hubo de cederlos a su hija Isabel Clara Eugenia. Los artesanos flamencos, contagiados del morbo protestante, huyeron por miles a Inglaterra donde crearon industrias que enriquecerían a ese reino.
A las diferencias religiosas que oponían a España e Inglaterra, se añadieron los audaces golpes de mano que realizaban gentes como John Hawkins y Francis Drake, apoderándose en alta mar de los tesoros que se enviaban de América o atacando a las propias ciudades costeras del nuevo mundo. Drake tuvo la osadía de incursionar en el propio puerto fortificado de Cádiz donde destruyó los navíos que Felipe II había ordenado alistar para enfrentar navalmente a Isabel de Inglaterra.
Diez años después en 1588, quintuplicando esfuerzos el monarca español tenía a punto una flota que los contemporáneos llamaron la «Armada invencible», de 150 barcos de guerra bajo el mando del Duque de Medina-Sidonia que nunca bahía puesto antes el pie en la cubierta de una nave. La Armada transportaba 30.000 soldados de esa terrible infantería española que había sido el terror de los príncipes europeos y del gran Turco y 2.431 piezas de artillería a las que se añadirían otros 30.000 hombres acantonados en los Países Bajos al mando del Duque de Parma. La «Armada invencible» llegó a las cercanías de Plymouth, donde esperaba la flota inglesa en cuyo estado mayor figuraban Hawkins, Drake y otros lobos marinos. Los cañones británicos abrieron fuego con mayor fortuna que los atacantes y la «Armada invencible» buscó refugio en el mar del norte, tratando de aproximarse a las tropas del Duque de Parma, quien no hallándose todavía listo para entrar en acción pidió un plazo de 15 días. Una inesperada tormenta azotó a los barcos españoles que en la imposibilidad de acercarse a Inglaterra trataron de llegar a Irlanda por el norte de Escocia, cuando en la mayoría de ellos ya no quedaba agua potable. Apenas 50 barcos pudieron retornar a España. 10.000 soldados perecieron ahogados o víctimas de la sed o los disparos de cañón de sus adversarios. España no solamente perdía su dominio sobre el mar sino que éste era tomado por la potencia emergente de Inglaterra, próximo imperio universal.
En términos económicos, el equipamiento de la «Armada invencible» significó diez millones de ducados de manera que no fue solamente un desastre naval, sino también financiero. Sin embargo, Felipe II ordenó que se prepararan otras dos expediciones contra Inglaterra, menos importantes pero igualmente signadas por el fracaso.
A su muerte, en 1598, Felipe II dejaba un imperio aun más grande que el que heredó de su padre pues incluía el Portugal, en el África: Guinea, el Congo,Angola y Mozambique; en el Asia: Ormuz, Goa, Malabar, Macao y Ceilán y las Filipinas, bautizadas en su nombre; en Oceanía: las Molucas, Timor, las islas Carolinas y Marianas, y en América del sur, incluido Brasil, el centro y en el norte, México y la Florida. España sin embargo, pese a los envíos de metales de América y al monopolio que ejercía sobre el comercio al Nuevo Mundo, no salía de su pobreza ancestral.
Las deudas de la Corona habían seguido aumentando a un ritmo escalofriante. Al bajar al sepulcro, Felipe II dejó obligaciones por 100 millones de ducados, con intereses que se equiparaban a dos tercios de todos los ingresos. Para entonces los aportes del Tesoro Americano alcanzaban a unos dos millones de ducados anuales.
Más que el furor de las batallas, algunas memorables como Pavía, Lutzen o Lepanto, otras fallidas con consecuencias gravísimas como la de la Gran Armada, lo que impresiona en este período de siglo y medio es la duración interminable de los conflictos; el enfrentamiento con los turcos en el mediterráneo se prolongó década tras década, la revuelta de los Países Bajos cubrió casi un siglo, de 1560 a 1648, con un breve interludio, y la llamada Guerra de los treinta Años, de los Habsburgo de Austria y España contra diversas coaliciones, tuvo lugar de 1618 a 1648. Paralelamente se produjo una revolución militar con el desplazamiento de la caballería por regimientos de infantes armados de lanzas y arcabuces, a quienes era más barato equipar y alimentar en grandes números. Carlos V dispuso de más de 100.000 hombres en Alemania y los Países Bajos, 24.000 -55- en Lombardía y otros tantos en Sicilia, Nápoles y España totalizando 150.000. En 1574 el ejército español en Flandes alcanzaba a 86.000 hombres y medio siglo después Felipe IV se preciaba de contar con un ejército de 300.000 soldados.
Originalmente, el grueso de esta tropa pudo estar formado por hidalgos segundones salidos de Castilla, Andalucía y otras regiones de España, pero el escenario de la guerra se hizo tan vasto que hubo que contratar mercenarios, a los que debía pagarse puntualmente para evitar amotinamientos o pillaje (solamente entre 1572 y 1607 el ejército en Flandes se amotinó 46 veces). La guerra, en consecuencia, se hizo cada vez más cara. Entre 1566 y 1654, España tuvo que enviar 218 millones de ducados al Tesoro Militar de los Países Bajos, el doble de lo que recibió de las Indias (121 millones de ducados) en el mismo período.
Las donaciones
¿Qué otros rubros se atendían con la riqueza americana, fuera de la guerra y las obligaciones del Estado? En una sociedad donde se producía muy poco y cuya agricultura hallábase estancada, el resto del dinero servía para la construcción, refacción o embellecimiento de templos,conventos y palacios.
Quizá uno de los casos más antiguos es el del Presidente Pedro de la Gasca,quien como vimos, volvió con impresionante fortuna a España y lo primero que hizo fue ordenar la construcción, en Valladolid, de la iglesia de la Magdalena en cuyo frontis aparecía grabada la imagen de su victoria sobre Gonzalo Pizarro. Otro ejemplo es el que refiere Capoche en su «Relación», el del dominico Tomás del Castillo que descubrió una mina de oro cerca de Potosí y dispuso de su riqueza del siguiente modo: una parte al convento de San Esteban en Salamanca y otras al Colegio San Gregorio de Valladolid, al Colegio de Santo Tomás de Henares, al monasterio de Santa Catalina de Plasencia y a la ornamentación de la capilla de Santo Domingo de Bolonia.
«Para apreciar plenamente el impacto de los tesoros americanos sobre Europa -comenta Lewis Hanke a propósito de este legado- sería necesario contar las infinitas donaciones de los potosinos a sus amigos, parientes e iglesias favoritas del Viejo Mundo, así como los donativos y empréstitos de los ricos mineros a la Corona como correspondencia anticipada de futuros favores y no solamente la producción oficial del cerro contabilizada de acuerdo con el pago de los quintos reales.»
Eran frecuentes las Reales Cédulas que venían ya impresas para que los clérigos pidiesen limosnas en Charcas para la construcción de iglesias en España. En el Archivo Nacional de Bolivia se guardan algunas muestras: la de 1657 en favor de una capilla en Madrid donde se conservaba el cuerpo de San Isidro, las de 1664 para continuar la fábrica nueva de la catedral de Salamanca y la fábrica y adorno de la capilla de San Cosme y San Damián en la villa de Oncón, Calahorra, o la de 1666 para una capilla en la celda de Santa Teresa de Jesús en su convento de Ávila.
En su testamento de más de cien páginas el puntilloso Virrey Toledo, después de disponer siete mil misas para las almas de sus familiares, los monarcas bajo los que sirvió, y la suya propia, pide a la Audiencia de Lima que tenga muy particular cuidado «de hacer guardar, cumplir y ejecutar las leyes y ordenanzas que quedan hechas a favor de los indios como la cosa más importante que yo siento para el descargo de la conciencia de su Majestad y de las suyas y lo mismo encargo y suplico al Virrey y gobernador que me sucedieren». Enseguida dispone que se construya también el colegio de San Bernardo, para «criar, mantener e instruir a 33 colegiales pobres de la ciudad» («en referencia de los 33 años que nuestro Señor Jesucristo anduvo en la tierra en el reparo de nuestros pecados»); un hospital de San Juan Bautista para pobres enfermos de «la Villa y tierra de Oropeza que a él vinieren y los demás peregrinos y extranjeros que pasando por allí enfermaren sean curados en el dicho hospital, algunos años a costa de mis bienes, y un seminario de jesuitas». Quedó de heredero universal de sus bienes el Colegio de San Bernardo. También se acordó el Virrey de dejar rentas para casar a huérfanas pobres disponiendo que se entregasen dos dotes a aquellas que quisieran ser monjas. Gratificó también a un sobrino y a su primo hermano fray García de Toledo que estuvo a su lado durante su permanencia en las Indias, y a sus criados con rentas de por vida.
El caso más notable en materia de construcciones es el del monasterio del Escorial, considerado por los españoles como la octava maravilla del mundo, edificado por Felipe II para cumplir el encargo que le dejara Carlos V de erigirle un sepulcro donde guardar sus cenizas y las de su esposa doña Isabel. Producida la victoria de las armas españolas sobre las francesas en San Quintín, Felipe II resolvió cumplir con el deseo de su padre y conmemorar al mismo tiempo el hecho bélico.Y dado que la batalla se había producido el día de San Lorenzo, concibió el edificio de granito, alzado sobre una superficie de 3.000 pies de perímetro y 5.000.000 de superficie en forma de unas parrillas invertidas (como las que sirvieron para abrasar el cuerpo del santo), cuyas cuatro torres serían las patas y el saliente de la fachada oriental el mango.
La construcción duró veintiún años y fue concluida en el reinado de Felipe IV en 1584. El edificio rectangular, de estilo grecorromano, cuenta con 2.600 ventanas, 12.000 puertas, 15 claustros, 86 escaleras, 300 celdas y 88 fuentes. Sus salas están adornadas por 16.000 pinturas y 540 murales.Además de la piedra de granito, se empleó mármol de Carrara y en otras partes oro y plata, bronce y plomo, maderas resistentes y ladrillo.
Mientras oraba en la iglesia del Monasterio, recibió Felipe II la noticia del triunfo de Lepanto y catorce años después, en el mismo lugar, la nueva de la destrucción de la Armada invencible.
En ambos casos, como quien piensa en la eternidad, se acarició la barba sin que ningún gesto perturbara su rostro. Allí falleció, a sus 71 años, en la celda desnuda que se hizo construir junto al altar mayor, donde pasó su larga agonía. Una de las leyendas del Escorial es la del fantasma del perro negro, que según -56- el vulgo, daba aullidos en la noche como advertencia del cielo por el derroche de dinero que se empleaba en la obra mientras el pueblo se debatía en la miseria. Los frailes que habitaban el monasterio encontraron un perro de verdad y sin fijarse en su color lo ahorcaron, con lo que disiparon los temores de la gente.
Concluida la gigantesca obra, siguieron acudiendo a ella artistas y artesanos y también partieron al exterior comisiones encargadas de comprar obras de arte y sobre todo reliquias de santos, cualquiera que fuera el precio pedido.
En su libro The march of folly («La marcha de la locura», 1984), la historiadora norteamericana Bárbara Tuchman se detiene en cuatro episodios de la historia universal para demostrar una de las grandes paradojas del pasado humano: la persistencia en los gobiernos para llevar a cabo acciones que eventualmente irán contra sus propios intereses o que son equivalentes a un suicidio, pese a la disponibilidad de otras alternativas posibles y provechosas. En la introducción de la obra en la que define que lo que produce esta paradoja o locura es la creencia inamovible en las propias convicciones por mucho que ellas sean negadas por la realidad, la autora norteamericana encuentra que entre todos los soberanos que en el mundo han sido, el «campeón indisputado» de los cabezas duras (wood heads o «cabezas de madera» en inglés) fue Felipe II de España.
Apenas lo menciona para conferirle ese título suplementario. ¡Pero qué campo más vasto y colorido tendría esta historiadora de la necedad humana si fuese a escribir sobre los sucesivos monarcas Habsburgo y Borbones que durante tres siglos empobrecieron a España y esquilmaron a América estrellándose en los molinos de viento de su insensatez!
La epopeya de la conquista y la colonización iniciada en el gobierno de los Reyes Católicos de la casa de Trastamara en 1492 concluyó tres siglos después en el reinado de Fernando VII, en 1825. Entre ambos períodos habíanse sucedido cinco monarcas de la casa de Habsburgo: Carlos I (V) 1519-1556, Felipe II 1556-1598, Felipe III 1598-1621, Felipe V 1621-1665 y Carlos II 1665-1700; y cinco de la casa de Borbón: Felipe V, 1700-1746, Fernando VI 1746-1759, Carlos III 1759-1788, Carlos IV 1788-1808 y Fernando VII 1814-1831 con el interregno de José I, de la casa Bonaparte de 1808 a 1813.
Cuán distintas las figuras de Fernando y sobre todo Isabel, jóvenes monarcas que consolidan la unidad española al precio lamentable de expulsar a las minorías de moros y judíos y convierten a su país en un imperio universal con la conquista de un Nuevo Mundo, frente a Fernando VII, capaz de todas las felonías incluso la de pedir a Napoleón que lo adoptara como hijo cuando las tropas francesas ya habían regado de sangre española el suelo ibérico. Los primeros señalan la aurora del imperio, el segundo, el tramonto miserable.
También los ingleses
Con el oro y la plata de América y por efecto de la guerra, el comercio o los préstamos a la Corona española se enriquecieron flamencos, italianos y franceses entre otros; y los ingleses también obtuvieron su parte por el ejercicio de los corsarios con los que se asoció discretamente la propia Isabel I, Maynard Keynes, al hablar del botín con el que Sir Drake llenó las recámaras de su nave Golden Hind en 1550 que alcanzó a 6.000.000 libras esterlinas (correspondientes a unos 15 millones de libras actuales), sostiene que con esos recursos la Reina pagó el total de la deuda externa e invirtió parte del saldo en la Compañía de Levante que devendría con el tiempo en la Compañía de las indias Orientales «cuyas ganancias durante los siglos XVII y XVIII se convirtieron en la principal base de las conexiones británicas en el exterior».
Por el comercio o la piratería, Gran Bretaña fue a lo largo de los siglos beneficiaria considerable de la riqueza metalífera americana y potosina. Un siglo después de Hawkins y Drake, hizo su aparición en el Caribe otro lobo de la misma pelambre: Henry Morgan, que se especializaba también en atacar las flotas españolas que salían de Arica o el Callao.
En la segunda mitad del siglo XVII, los ingleses en otro golpe de fortuna, ni siquiera tuvieron que luchar para apoderarse de un botín equivalente a 300.000 libras esterlinas. Sir W. Phipps organizó una expedición para recuperar un tesoro que, según informaciones que había recogido, se hallaba hundido en las bóvedas de un barco español en las costas próximas a Santo Domingo. La información resultó cierta y la operación de rescate, exitosa. El impacto en la economía inglesa, cuando la expedición retornó en 1668 a Londres fue tan grande que pudo señalarse como el origen cierto del auge registrado en la bolsa de valores que culminó con la fundación del Banco de Inglaterra, una de las instituciones más sólidas de las finanzas internacionales. Ese ingreso inesperado de oro y plata a la economía británica compensó la pérdida de las exportaciones a causa de la guerra contra Holanda y creó una atmósfera de optimismo y prosperidad para el reinado de Jacobo II.
En 1713 mediante el tratado de Utrech, Inglaterra obtuvo autorización de España para vender esclavos y participar en el comercio con América.
Y, si no es por mar es por tierra. Poco antes de la independencia, cuando se produjo la invasión inglesa a Buenos Aires en 1808 y la derrota del Virrey Marqués de Sobremonte, la primera previsión que tomó el Almirante Beresford fue enviar a una partida de sus hombres hasta Luján, de donde volvieron una semana después con carretas cargadas de oro y plata en barras, piñas y monedas. Beresford se quedó con una parte considerable para atender a sus gastos de tropa y envió a Londres en la nave Narcissus 1.086.208 pesos (provenientes de Potosí) y un alijo de corteza de quinua (de La Paz y Cochabamba) avaluada en dos millones de pesos. El botín hizo una entrada triunfal en Londres en ocho vagones arrastrados por caballos y fue depositado en medio del regocijo popular en las bóvedas del Banco de Inglaterra.
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Sir Francis Drake (ca. 1540-1596). Réplica ampliada de una miniatura pintada en 1581. Galería imperial de Viena.
El ocaso
Las reformas de los Borbones por el cambio de la casa de Habsburgo a la de Borbón en España, que significó en la península un intento importante de adecuar el país a las nuevas corrientes filosóficas, políticas triunfantes en el resto de Europa, tuvieron también por fuerza su reflejo en las colonias de ultramar.
En el campo político administrativo, la decisión más importante de la Corona en lo que se refiere a Charcas, fue su desmembración del virreinato de Lima y su nueva dependencia del recientemente creado virreinato de Buenos Aires, en el año 1776. Buenos Aires había nacido del vientre potosino pues fue la Villa Imperial la que con su riqueza no solamente sostuvo año tras año el presupuesto de la ciudad erigida en las riberas del río de La Plata, sino que creó también las condiciones para que ésta adquiriera una gravitación inusitada por el comercio de plata de exportación, legal o de contrabando, y de importación de mercaderías europeas en tránsito hacia la alta población andina. La ciudad costera, sin ningún recurso, salvo la percepción de impuestos o las ganancias del contrabando, fue creciendo hasta convertirse en una metrópoli rival de Lima. Basta considerar que entre 1767 y 1775, las Cajas reales de Potosí enviaron a Buenos Aires la suma de 6.503.600 pesos destinados exclusivamente a atender los gastos de guerra contra el imperio portugués.
Otro cambio importante en el plano del gobierno local fue la sustitución de los corregidores por el régimen de intendencias copiado del modelo francés, de las que se crearon cuatro en Charcas: La Paz,Potosí, Santa Cruz y Charcas o la Plata.
Si la preocupación en la metrópoli era modernizar el país y ponerlo a tono con el estilo de la corte francesa, en América en cambio el programa se reducía a cómo sacar mayor provecho de los recursos disponibles, o para decirlo en palabras de Carlos III: «que las Indias rindan más utilidad a la Corona debe ser sin duda el cuidado de nuestro gabinete».
Para lograr ese objetivo las autoridades tenían, por supuesto, en la mira a Potosí a donde llegó don José Escobedo en 1776, delegado por José Antonio de Areche, a quien la Corona enviara a Lima en visita de inspección. Escobedo fue la versión «borbónica» del virrey Toledo aunque hubo de actuar en una época muy distinta, con menos autoridad que su famoso antecesor, y en un medio donde, por diversas razones, el curso de la decadencia era ya irremediable. Escobedo convirtió el banco de rescates que habían fundado los azogueros un cuarto de siglo atrás y que había sufrido ya dos quiebras en el Real Banco de San Carlos, transfiriéndolo a la Corona, sin descuidarse de llenar sus propios bolsillos en esta operación. Pero es indudable que su legislación sirvió para vitalizar a esa institución y asegurar a los mineros precios equitativos por su mineral y créditos para continuar operando. El Banco se hizo cargo además de la distribución del azogue de Huancavelica ingresando en un círculo vicioso para el que la Corona no encontró remedio: sin azogue a crédito no había producción y pronto las deudas por ese concepto afectaron irremediablemente al Banco a cuyos fondos también acudían las autoridades con créditos forzosos para cubrir expediciones militares, por ejemplo.
Otro asunto que preocupó a Escobedo fue la construcción del malhadado Socavón Real en el que la mayoría de azogueros veían la salvación de la industria, pues debía servir para el desagüe de numerosas minas. Durante tres décadas se había debatido el asunto y hubo medio centenar de gestiones entre distintas dependencias de Potosí, Lima y España para darle solución.
Se cambió varias veces, según las opiniones encontradas, el lugar en que debía excavarse y finalmente se nombró al responsable de la obra, Joaquín Yáñez de Montenegro, -58- abogado y coronel de dragoneantes. La junta de azogueros no encontró a nadie con mayores méritos o calificaciones. La obra, nunca concluida ni útil para nada, acabó costando, de 1782 a 1811, 500.445 pesos.
Escobedo dirigió también su atención al sistema de lagunas construido dos siglos atrás y del que dependía vitalmente el complejo de ingenios. Durante las dos centurias pasadas no se había hecho ningún mantenimiento serio, los lechos estaban cubiertos de limo y los potosinos se habían conformado con hacer rogativas a San Ildefonso, patrono del sistema para que evitara sequías y aseguraba una provisión normal de aguas. El visitador instruyó la limpieza de los reservorios y con fondos del impuesto de la chicha y del Banco de San Carlos ordenó la construcción de una nueva laguna, la de San Juan Nepomuceno o Patos.
Era convicción de Escobedo que la causa de la decadencia de la minera potosina se hallaba en la ignorancia y descuido con que se habían llevado a cabo los trabajos y, en consecuencia, convocó a los azogueros para anunciarles su intención de crear una Academia de beneficio de metales, para la que preparó las respectivas ordenanzas.
Se trataba, no de una simple escuela sino de una institución parecida a las sociedades de ciencias entonces en boga en España gracias a los aires de la Ilustración y en la que también habría un grupo de estudiantes que debían combinar la teoría con la práctica. Dado que las clases serían rotativas en los ingenios, también los propietarios y beneficiadores podrían superar sus empíricos conocimientos. La Academia de San Juan Nepomuceno se sostendría con el aporte de cada ingenio de cuatro reales por semana. La institución tuvo efímera vida pues nunca alcanzó el nivel deseado por Escobedo. Los doce alumnos con que contó se limitaron a leer pormenorizadamente la obra del padre Barba, pero aparentemente no hubo trabajo de campo y los curtidos beneficiadores de los ingenios continuaron con sus tradicionales métodos. Finalmente el hecho de que se hubiera nombrado director a un portugués desagradó a los azogueros que buscaban cualquier pretexto para suspender sus mínimas cuotas de mantención del establecimiento.
La rebelión de Túpac Amaru de 1781-1782, si bien no afectó directamente a la ciudad pues sus ondas se estrellaron sobre todo contra La Paz, Sorata y otras poblaciones mineras, desquició por un buen tiempo los «despachos» del servicio de la mita.
Numerosos indios se vieron comprometidos en la lucha y prefirieron morir en combate antes que viajar a la Villa imperial. Otros aprovecharon el suceso para desaparecer.
El Testamento
En el año 1800 empezó a circular en la Villa Imperial un folleto de formato menor y de autor anónimo, que contenía, en verso, el «Testamento» de Potosí. Gobernaba como intendente Francisco de Paula Sanz, que tendría diez años después un fin trágico a manos de Juan José Castelli, comandante del primer ejército auxiliador argentino. El poema hace hablar a la ciudad desde su nacimiento, pasando por sus tiempos de turbulencia, esplendor y agonía: Sepan todos cómo yo/ La villa de Potosí/ otorgo mi testamento/ por temer un frenesí…/ Mi hijo el niño Buenos Aires/ a quien virreinato di/ irá en el medio cantando/ aprended, flores, de mí…/ Lima mi patrona antigua/ gritará con risa fuerte/ que haber dejado su amparo/ me ha ocasionado la muerte./ La gran Casa de moneda/ con su luto y sin resuello/ llevará mi ataúd al hombro/ a echar su último sello./ El cerro de Potosí/ eclipsó sus horizontes/ ¿qué harán los humanos cuerpos/ si saben morir los montes?…/ Si el cerro rico/ pudo acabarse/ quién de su dicha podrá fiarse/ si la maciza plata gallarda/ en polvo para/ ¿qué fin te aguarda?/ Aquí yace Potosí/ muy otra de lo que fue/ que hasta los siglos le dicen/ quién te vio y quién te ve…/ La villa de Potosí/ la madre de hijos ajenos/ que amaba malos y buenos/ es la que miras aquí/ ayer yo la conocí/ toda plata mujer si/ y hoy la veo, ay de mí! pobre en sueño profundo/ Oh grandezas de este mundo/ que siempre acabáis así.
La guerra de la independencia
No es de ninguna manera casual el hecho de que el primer grito de independencia en la América española se hubiera lanzado en Charcas, la ciudad más próxima a Potosí, el 25 de mayo de 1809, alentado por los propios oidores de la Real Audiencia y que el último disparo de la prolongada guerra se produjera en la quebrada de Tumusla, muy cerca de Potosí, donde murió el porfiado general Pedro Antonio de Olañeta, el 2 de abril de 1825.
En esos dieciséis años de incesante batallar, la guerra para realistas y patriotas tenía un punto de referencia, un imán al que unos y otros acudían rindiendo muchas veces la vida en el intento de alcanzarlo. Aunque todas las ciudades fueron arrastradas al turbión bélico, no fue Cochabamba y su grato valle, la altiva y señorial Charcas la hacendosa hoya paceña sitio obligado de tránsito donde todo se vendía y compraba y menos la soñolienta Santa Cruz, aisladas en su trópico espléndido, los sitios a los que se dirigían denodadamente los ejércitos de uno y otro bando, sino a la frígida y altísima ciudad de Potosí, castigada por vientos y tormentas eléctricas pero cuyo prestigio y riqueza, bien que amenguados con el tiempo, ejercían todavía atracción subyugante.
En plena etapa de decadencia económica provocada por el empobrecimiento de la ley de minerales, la inundación de socavones, la falta de capitales, la escasez de mercurio y la renuencia creciente de los indígenas a someterse a la mita, el cerro todavía era pródigo, como para sostener simultáneamente a dos ejércitos opuestos. El 10 de noviembre de 1810, ante la noticia de la reciente victoria del ejercito argentino de Juan José Castelli sobre las tropas de Vicente Nieto, Presidente de Charcas, el pueblo de Potosí derrocó a las autoridades españolas y el anciano -59- Intendente Francisco de Paula Sanz, hijo bastardo del rey Carlos III, no atinó a retirar a tiempo las pastas de oro y plata de las Cajas Reales, quedando prisionero. Desde entonces la Casa de Moneda ya no servirá solamente para acuñación de caudales, sino también para fundir cañones, templar sables y moler pólvora en sus quimbaletes. Será cuartel general, fortaleza y cárcel al mismo tiempo. Castelli al llegar a la ciudad ordenó el fusilamiento de Paula Sanz, de Nieto y de Córdoba. Un potosino presidía la junta de Gobierno de Buenos Aires: Cornelio Saavedra. El regocijo de los patriotas de la Villa Imperial se trocó pronto en desagrado al sufrir los desmanes de la tropa argentina. Castelli actuaba como un jacobino, no creía en etiquetas, usaba el termino de «ciudadano» para dirigirse a azogueros o mitayos. Con recursos frescos tomados de la Casa de Moneda continuó viaje a la ciudad de la Paz y luego al Desaguadero, donde fue batido por el arequipeño José Goyeneche. Los derrotados de Guaqui volvieron a Potosí, donde el Gral. Martín Pueyrredón se dio modos para cargar 600.000 pesos en cien mulas, con las que partió al sur, acosada su retaguardia por las fuerzas realistas. El gremio de azogueros no estaba unido frente a los insurgentes pues mientras la mayoría se mantenía partidaria del Rey, había otros que contribuían a la causa patriótica. Pero aun aquellos que permanecían realistas formaban parte de un sistema que se había venido prolongando por décadas, mediante el cual se aprovechaban de instituciones como el Banco de San Carlos, para obtener créditos o azogue (que después revendían a mayor precio a mineros «de fuera»), créditos que quedaban en mora y que no servían tampoco para incrementar la producción, como deseaba la Corona. En su Guía de la provincia de Potosí Cañete formula observaciones valiosísimas sobre el estado de la economía y los remedios que podían aplicarse y censura allí el parasitismo en el que habían caído los azogueros. «Es una lástima» -dice- «que repartiéndose cada año entre los azogueros de cincuenta a setenta mil pesos en plata efectiva de los fondos del Real Banco de San Carlos, difícilmente se encontrara uno que se aproveche de este auxilio. A lo sumo compran algunas almadanetas o cedazos al principio del año en que se ejecuta la distribución y el resto se consume en fiestas y pagamentos de otras deudas, totalmente independientes de la minería».

Monedas acuñadas en Potosí, a fines de la Colonia. La última corresponde al tercer ejército auxiliar argentino.

Retomemos el hilo del relato. En lugar de dirigirse a Jujuy y Salta en persecución de los vencidos, Goyeneche debió desviarse a Cochabamba, nuevamente alzada. La guarnición que quedó en Potosí tuvo en su ausencia que batirse en la propia plaza principal, con grupos de guerrilleros que ya operaban en torno a las ciudades altoperuanas. Cinco meses permaneció Goyeneche en Potosí, ejerciendo venganzas y esquilmando a la gente de dinero. Su segundo, Pío Tristán, que había incursionado en las provincias argentinas, fue derrotado por el Gral. Manuel Belgrano en Tucumán y Salta. Goyeneche, ya muy rico y cansado de pelear, pidió su relevo y fue sustituido por el brigadier Joaquín de la Pezuela. Belgrano avanzó entonces hacia Potosí.
El oficial argentino José María Paz, en su libro de Memorias, recuerda la impresión que le produjo el recibimiento de los potosinos, cerca al Socavón.«Allí empezaron a encontrarnos» -dice- «las autoridades y mucho vecindario que cabalgaban en vistosos caballos pero cuyos aderezos eran rigurosamente a la española. Recuerdo a una escolta de honor, como -60- de treinta hombres que presentaba la ciudad al jefe de nuestra vanguardia, en que cada soldado parecía un general, según el costo de su uniforme, que era todo galoneado, incluso el sombrero elástico y la riqueza y bordados del ajuar de su caballo. Pero todo era tan antiguo, los caballos cabalgaban con tan poca gracia, que a pesar del chocante contraste que formaban con la pobreza de nuestros trajes, no envidiábamos sus galas. Era en realidad suma pobreza la de nuestros oficiales quienes, aunque se habían esforzado en vestirse lo mejor que podían, apenas se diferenciaban de los soldados que tampoco iban muy currutacos. Agréguese que no habíamos tenido tiempo aún de hacer que se lavase y asease la tropa, de modo que en el mismo traje de camino se hizo la entrada triunfal en el emporio de la riqueza peruana».
Doscientos cincuenta arcos se habían erigido desde la Plaza de las Cajas Reales hasta el Socavón, algunos de flores y cintas de colores, otros de utensilios de plata y oro, así como braserillos y pebeteros en los que ardían resinas y perfumes orientales. Desde los balcones muchachas y niños arrojaban a los hombres de Belgrano cigarrillos, golosinas y frutas, pero también monedas de plata con el rostro agriado de Fernando VII.
A los oficiales se les obsequió herraduras y arreos de montar de plata. Uno de los azogueros regaló al jefe argentino un caballo árabe con herraduras y tornillos de oro, bridas y arreos enchapados y montura de terciopelo recamada en oro y con flecos del mismo metal.
El gremio de azogueros y los nobles potosinos, que habían salido a extramuros a dar la bienvenida a Belgrano montados en caballos andaluces lujosamente enjaezados, fueron seguidos por conjuntos de danzantes indígenas con armaduras de plata. También hubo representaciones de endriagos, vestiglos y gigantes como en una feria medieval de las que describía Arzans un siglo antes.
La marquesa de Cavaya y las condesas de Carma y Casa Real pusieron en la cabeza de Belgrano las coronas de filigrana de plata y oro con que la nobleza potosina obsequiaba al jefe del segundo ejército, mucho más dispuesto que el anterior a pactar con la clase gobernante. «Todo debe cambiar para que todo permanezca igual», como diría siglos después el Marqués de Lampedusa.
En Potosí, Belgrano reorganizó y aumentó su ejército hasta contar con 3.300 hombres y 14 piezas de artillería con el que se enfrentó a Pezuela en Vilcapujio y Ayohuma, siendo derrotado en ambos sitios.
Díaz Vélez, su segundo, con una fracción de 600 hombres se replegó sobre Potosí, encerrándose en la Casa de la Moneda para resistir allí con víveres para un mes el ataque del enemigo que creía inminente y que no se produjo. Todas las ciudades altoperuanas, incluidas Santa Cruz y Valle Grande, hicieron llegar hombres y recursos a Belgrano que rehacía sus fuerzas en el pueblo de Macha, cercano a Potosí. El aporte más generoso fue el de esta última ciudad, a la que finalmente llegó el jefe argentino siendo saludado por las autoridades y las corporaciones «triste pero urbanamente». No quedaba otra salida sino el retorno al sur. Belgrano dio entonces una orden que a muchos suboficiales les pareció inconcebible y a los vecinos de Potosí, inaudita: volar con pólvora la Casa de la Moneda para que el enemigo nunca más pudiese utilizarla. Preparáronse los toneles de pólvora,tendiose la mecha, mientras la tropa iniciaba su marcha. Afortunadamente, el oficial encargado de encenderla prefirió desertar antes que cumplir la orden fatal que haría volar no solamente los enormes muros y techos del edificio sino buena parte de las casas del entorno. Al darse cuenta de que la orden no era cumplida, Belgrano instruyó que una patrulla volviese a ejecutarla, pero ya el vecindario advertido cortó el paso a los argentinos. «Hubo pues de renunciarse del todo al pensamiento de destruir la Casa de Moneda, refiere el Gral. Paz en sus citadas Memorias, y no se pensó sino en continuar nuestra retirada que era crítica por la proximidad del enemigo, que a cada instante podía echársenos encima y consumar nuestra perdición. Nuestra marcha iba sumamente embarazada por un crecidísimo numero de cargas; no solamente se conducía todo el dinero sellado y sin sellar que tenía la Casa de Moneda, sino la artillería que, a causa de la pérdida de Vilcapugio, se había pedido a Jujuy a toda prisa y la que ya encontramos en Potosí; además iba una porción de armamento descompuesto que había en los depósitos… que el general no quería dejar al enemigo, pero que nos causaba un peso inmenso; agréguense las municiones y parque que sacamos también de Potosí… y se comprenderá que nuestra retirada más se asemejaba a una caravana que huye de los peligros del desierto que a un cuerpo militar que marcha regularmente.»
Llegados Ramírez y Pezuela a Potosí, abolieron las monedas con el sol de la libertad que había hecho acuñar Belgrano y restauraron la actividad de la Casa de la Moneda. Una junta de purificación se encargó de dar fin con simpatizantes y allegados a los patriotas. Belgrano en tanto, destituido de su cargo por las derrotas sufridas, entregó el mando al Gral. José de San Martín, quien desobedeciendo las órdenes de Buenos Aires para que enviase los caudales de Potosí a esa ciudad, los retuvo en Tucumán para sostener su ejército de 2.000 hombres. San Martín comprendió que la fortaleza realista de Alto Perú, con su Alcázar de Potosí, era inexpugnable y entonces concibió otra estrategia que resultó afortunada: dejar a Martín Guemes al mando de sus gauchos protegiendo la frontera del norte, entre Jujuy y Tarija, y marchar a Mendoza para cruzar los Andes, vía Chile y ocupar eventualmente Lima, a la que llegaría por el mar Pacífico. Guemes cumplió a cabalidad su misión mientras en el Alto Perú proseguía, inmisericorde, la guerra de guerrillas.
A principios de 1815 un tercer ejército auxiliar argentino al mando del inepto José Rondeau llegó al Alto Perú, dirigiéndose derechamente a Potosí, plaza abandonada ya por Pezuela. Este tercer ejército trajo la novedad de dos batallones de 700 soldados uruguayos. Como los anteriores, su sobrevivencia dependía de los recursos que podían reunirse localmente y en esta ocasión se acudió al procedimiento de las confiscaciones de bienes escondidos por los emigrados, a cargo -61- de un tribunal de recaudación. Un solo «tapado», perteneciente a un acaudalado de apellido Achaval, produjo más de cien mil duros, gran parte en moneda acuñada y tejos de oro. Rondeau fue a la postre derrotado por Pezuela en Ventaimedia y Viloma, cercanías de Cochabamba, victoria que valió al jefe realista el nombramiento de Marqués del lugar.
Rondeau se replegó a Chuquisaca, pero tuvo el buen gusto de esquivar a Potosí en su retirada hacia su país. Hubo una cuarta expedición argentina al mando del Coronel La Madrid, que tomó Tarija, con la ayuda del guerrillero Méndez, y se acercó a Charcas sin poder tomar la ciudad.
En julio de 1821, entró triunfal el Gral. San Martín a Lima, desalojando al Virrey. El hecho sacudió profundamente el ámbito peruano y tuvo particular resonancia en Potosí, donde Casimiro Hoyos, de acuerdo con Mariano Camargo, jefe de la guarnición, se levantó en armas derrocando a las autoridades realistas. El Brigadier Rafael Maroto, por entonces Presidente de Charcas, y Olañeta se desplazaron sobre la Villa imperial, batiendo a los patriotas en el campo de San Roque. Después se combatió en calles y plazas y los sobrevivientes escaparon a los cerros para refugiarse en medio de la guerrilla.
Olañeta ordenó el fusilamiento de Hoyos, Camargo y otros treinta alzados, en la Plaza principal, en enero de 1823. Se liberó también de Maroto expulsándolo de Charcas y rompió con el Virrey de la Serna, acusándolo de liberal, con lo que quedó de gobernante absoluto del Alto Perú, hasta la Llegada del ejército colombiano de Sucre. Al abandonar Potosí en dirección a su cita con la muerte en Tumusla, Olañeta se alzó también con lo que quedaba en la Casa de la Moneda: 16 zurrones de plata equivalente a treinta mil pesos que Carlos Medinaceli, su vencedor, envió al Mariscal Sucre y con los que el primer presidente de la República pudo atender a los gastos más premiosos de la flamante administración. ¿Cuánto significó la guerra larga para el Alto Perú? Además de la pérdida de vidas, el abandono de los campos, la destrucción de ciudades y la virtual paralización de las minas, el país y particularmente Potosí se vieron obligados a sostener no solamente a sus propios combatientes sino a los ejércitos que se desplazaban del norte, con los pendones del Rey, y a los que subían del sur, a nombre de la Patria. Los familiares de los prisioneros pagaban su libertad en oro. Ambos contendientes se habían acostumbrado a la rapiña y cuando las contribuciones no eran voluntarias, los ocupantes de turno las convertían en forzadas, confiscando cuanto encontraban a su paso, desenterrando los «tapados» o violando el asilo de los conventos. Casto Rojas, en su Historia financiera de Bolivia, calcula en cien millones de pesos, correspondientes a empréstitos, confiscaciones, cupos, rescates, donativos, incluido el presupuesto ordinario de aquellos años, como el monto de lo que la colectividad altoperuana ofrendó a la guerra. No le faltó por todo esto razón al escritor español Ernesto Giménez Caballero cuando, al visitar la ciudad, en 1955 escribió una copla:

En Potosí nació América
y en Potosí murió España,
pero hoy España revive
en Potosí y en mi alma.

Bolívar en la cima del Cerro Rico

Simón Bolívar.
Como obedeciendo a una premonición, los quechuas habían bautizado con el nombre de «Ayacucho» (rincón de los muertos) al sitio de los Andes peruanos donde se libró la última y definitiva batalla de las fuerzas patriotas contra los ejércitos del Rey. Las primeras estaban comandadas por el general venezolano Antonio José de Sucre, lugarteniente preferido de Simón Bolívar, y los segundos por el Virrey La Serna.
El magnánimo Sucre firmó con La Serna un pacto de capitulación que ha quedado como modelo de la guerra caballerosa, dejando en libertad a los vencidos de volver -62- a la península o quedarse en América si deseaban contribuir a la reconstrucción del continente. Se suponía que el pacto implicaba a todas las fuerzas españolas que había más al sur. Pero quedaron tres focos de resistencia, el más importante de los cuales era el de Pedro Antonio Olañeta en el Alto Perú. En vano Bolívar había tratado de atraer a Olañeta a la causa americana enviándole mensajes halagadores. El viejo oficial absolutista, sin quererlo, había prestado un mayúsculo servicio a la causa patriota -y así lo reconocía Bolívar en su correspondencia- al haber dividido el frente español en un momento decisivo, desconociendo la autoridad del Virrey de Lima a quien acusaba de liberal, y erigiéndose en gobernante del Alto Perú, sin dejar de ser vasallo del rey Fernando VII. Hombre de escasa inteligencia pero adornado con las virtudes de la lealtad y la tozudez, Olañeta veía en los oficiales del Bajo Perú, muchos de ellos francamente liberales, el morbo de la traición al monarca español. Y cuando aquellos requerían de todas las fuerzas y el apoyo de su retaguardia para detener el avance del ejército colombiano de Bolívar, viéronse obligados a enviar tropas al Alto Perú para sofocar la rebelión olañetista. El terco general estaba además bajo la influencia de connotados personajes de la región -entre los cuales el más notable era su sobrino Casimiro-,que fomentaban su rebeldía con el oculto designio de heredar ellos la situación a la hora que presentían inminente en que el imperio borbónico se desmoronara en América.
Ante la resistencia de Olañeta, Bolívar resolvió que Sucre cruzase el río Desaguadero, frontera natural entre el Alto y el Bajo Perú, para liquidar el problema. El ejército colombiano llegó a La Paz, ya tomada por los guerrilleros de Ayopaya que comandaba Lanza, y siguió a Oruro y Potosí, sin necesidad de disparar un solo cartucho pues una fracción del ejército de Olañeta al mando de Medinaceli se volcó a la causa patriota y en combate en Tumusla, lugar muy cercano a Potosí, se impuso y dio muerte a su comandante. Sucre había cruzado el Desaguadero con mucho desagrado personal, pues, por una parte, se hallaba hastiado del servicio público después de tantos años de guerra alejado de su país natal, y por otra, encontraba que más que un problema militar, el del Alto Perú era ahora un asunto político: ¿Qué iba a pasar con ese inmenso territorio conformado por la Audiencia de Charcas y que según lo expresara a su jefe, «no es del Perú ni parece que quiera ser sino de sí mismo»? Las raíces del autonomismo altoperuano eran muy antiguas y se habían acentuado con las alternativas de la guerra, en su relación con el Bajo Perú y las provincias del Río de la Plata. Sucre las percibió pronto y por eso aun antes de cruzar la frontera tenía listo el decreto que lanzaría en La Paz, el 9 de febrero de 1825, convocando a las provincias a una Asamblea deliberante en la que pudiesen resolver su suerte futura, acto que contrarió sobremanera a Bolívar y que dio ocasión a una sostenida correspondencia entre ambos. Las cartas que enviaba Bolívar a Santander reflejan la importancia que concedía al dilatado país sureño y su destino político. Decía por ejemplo: «Yo no pretendería marchar al Alto Perú, si los intereses que allá se ventilan no fuesen de una alta magnitud. El Potosí es en el día el eje de una inmensa esfera. Toda la América Meridional tiene una parte de suerte comprometida en aquel territorio que puede venir a ser la hoguera que encienda nuevamente la guerra y la anarquía». Y en otra correspondencia, añadía: «Yo pienso irme dentro de diez o doce días al Alto Perú a desembrollar aquel caos de intereses complicados que exigen absolutamente mi presencia. El Alto Perú pertenece de derecho al Río de la Plata, de hecho a España, de voluntad a la independencia de sus hijos que quieren su estado aparte y de pretensión pertenece al Perú, que lo ha poseído antes y lo quiere ahora».
Pero ante el fait accompli del decreto de Sucre, Bolívar no tuvo más remedio que demorar un poco su viaje a fin de que su presencia no se tomase como interferencia y aceptar la convocatoria de la Asamblea. Llegado a La Paz, recibió la comunicación de la Asamblea reunida en Chuquisaca en sentido de que el Alto Perú se declaraba independiente, lo nombraba presidente y tomaba su nombre para bautizar a la nueva República. Prosiguió viaje hacia Potosí, a donde llegó trece días después, haciendo paradas en una docena de pueblos que querían homenajearlo. En Cantumarca en las cercanías de la urbe, Bolívar echó pie a tierra y desde allí, agitando el sombrero, saludó a la montaña de plata. La multitud lo aclamaba y seguía por todas partes.
En tanto, el general Guillermo Miller, que oficiaba ya de prefecto, preparaba la casa de gobierno de Potosí, para alojar al ilustre huésped.
Oportunamente se había hecho un pedido a Tacna para el envío de juegos de porcelana y cristal, vinos europeos, champagne francés, sidra inglesa, cerveza alemana. Renováronse también cortinas, arañas de cristal para la iluminación con velas, finos paños para el tapizado de paredes. A dos leguas de distancia de la ciudad aparecieron los primeros arcos triunfales por en medio de los cuales debían pasar Bolívar y su comitiva, adornados con objetos de plata y oro y pebeteros de filigrana con resinas que expedían agradable aroma.
Flores, tules y leyendas patrióticas aparecían también en medio de los adornos metálicos. En la ciudad misma, todos los balcones lucían tapices y colgaduras de damasco y terciopelo con objetos de plata y oro.
Desde allí las jóvenes y las damas de sociedad echaban sobre los vencedores de Junín y Ayacucho ramilletes de flores, papel picado con versos patrióticos, aguas aromáticas, monedas de oro y plata y medallas conmemorativas. En esos instantes Potosí parecía haber olvidado por completo los años de sufrimiento de la guerra y el paulatino decaimiento de su riqueza pues la impresión que ofrecía a los colombianos era la de una ciudad miliunochesca. Bolívar, conmovido, no atinaba más que a derramar lágrimas de agradecimiento.
Permaneció en la ciudad del 5 de octubre al 4 de noviembre de 1825 en medio de una febril actividad administrativa y social. Allí recibió -63- a los comisionados argentinos que le propusieron que ejerciera el protectorado de América tentándolo para que tomase a su cargo la guerra contra el Emperador del Brasil. Asistió a una misa solemne en el templo de la Merced, rodeado de su Estado Mayor, los delegados argentinos y la sociedad potosina, junto a la imagen de María de las Mercedes, cargada de joyas preciosas, encima de una base de una tonelada de plata labrada. Desde el principio de la guerra los patriotas consideraron a la Virgen partidaria de su causa, al punto que el general Belgrano le expidió el título de teniente coronel del ejército auxiliar argentino con un sueldo mensual pagado por el gobierno bonaerense. Bolívar legisló sobre minería, agricultura, educación. Puso las bases de la instrucción pública del país, dejando a su maestro y amigo, Don Simón Rodríguez, como director de la «Escuela Nacional Lancaster» en la antigua parroquia de San Roque.

Proclama de Sucre emitida en Potosí a los pueblos del Alto Perú, a 28 de marzo de 1825.

El 28 de octubre, día de San Simón, presumiendo que correspondía también al natalicio del Libertador, el vecindario le ofreció un nutrido programa de festejos iniciado con una misa de gracias, corridas de toros, danzas populares en las plazas y un banquete seguido de baile en el edificio de las Cajas Reales. Previamente habían circulado unos verso con la siguiente leyenda:

La Municipalidad y Azogueros
Con la mayor complacencia
se convida al sexo hermoso
para que asista gustoso
al baile de S.E.
La lucida concurrencia
de las damas será así
el honor de Potosí
sin ninguna competencia.

Aunque el edificio era uno de los más grandes de la ciudad, no poseía sin embargo un salón capaz de albergar a centenares de invitados, por lo que se resolvió construir un piso especial, cubriendo todo el enorme patio con vigas y tablones prestados por los propietarios de ingenios de la ribera.
Pero el hecho culminante de su estadía potosina fue la ascensión al Cerro Rico, a 4.986 metros sobre el nivel del mar. Lo de menos era la hazaña física, pues Bolívar, enamorado de la gloria, veía su escalada a la cima como el pináculo de su carrera política, en la hora precisa en que a lo largo del continente era aclamado por los pueblos como su libertador, capaz todavía en sus ensoñaciones de doblegar la monarquía brasileña y expulsar a los españoles de su bastión de Cuba e incluso de las Filipinas…
Al iniciar su carrera vertiginosa tres quinquenios atrás, les había dicho a sus Llaneros en la selva de Orinoco que «llevaría sus armas -64- triunfantes hasta la cima del Potosí», afirmación que sus rudos segundones no entendieron o interpretaron como una baladronada. Ahora había llegado ese momento. En la capilla del Cerro Chico entregaron al libertador la llave de oro del templo de la victoria, construido expresamente para el acto, en estilo griego luego una dama coronó la cabeza del héroe con una guirnalda de filigrana de oro y graciosas muchachas, que representaban a los países americanos le obsequiaron ramos de flores y recitaron versos alusivos. Continuó la escalada. Bolívar de pronto, «brincó de contento como un niño, de risco en risco, envuelto en su bandera y tarareando aires triunfales». En una pausa del ascenso, junto a Simón Rodríguez, Sucre, su plana mayor, las autoridades potosinas y los delegados argentinos, Bolívar rememoró toda su carrera política y militar, se acordó de sus compañeros de armas y de las grandes batallas libradas por la libertad del Nuevo Mundo. Su evocación se convirtió en discurso: «Venimos venciendo -dijo- desde las costas del Atlántico y en quince años de una lucha de gigantes hemos derrotado el edificio de la tiranía, formado tranquilamente en tres siglos de usurpación y de violencia. Las míseras reliquias de este mundo estaban destinadas a la más degradante esclavitud. ¡Cuánto no debe ser nuestro gozo al ver tantos millones de hombres restituidos a sus derechos por nuestra perseverancia y nuestro esfuerzo! En cuanto a mí, de pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí y cuyas venas riquísimas fueron trescientos años el erario de España yo estimo en nada esta opulencia, cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de la libertad, desde las playas ardientes del Orinoco para fijarlo aquí en el pico de esta montaña cuyo seno es el asombro y la envidia del universo».
A cargo del gremio de azogueros estuvo el banquete de mediodía, servido en vajilla de plata. En el momento de los brindis Bolívar insistió en la misma idea:
«Ciertamente hoy es el día más feliz de mi vida, por haber llegado a hollar este pico clásico de los gigantes Andes. La gloria de haber conducido a estas frías regiones nuestros estandartes de libertad, deja en nada los tesoros inmensos que están a nuestros pies». Las banderas de los nuevos países flameaban en torno.
En la sobremesa, con los ánimos enfervorizados y la conciencia de que ése era un día excepcional en la vida de todos los presentes, continuaron los recuerdos y evocaciones del pasado: Rodríguez relató con detalle el viaje que realizó a pie y en carruaje, acompañado de Bolívar de París a Roma y el juramento que su discípulo hizo en Monte Sacro. Sucre, a su vez, se ofreció a recitar de memoria el delirio del Libertador en el Chimborazo, lo que hizo con voz emocionada, sin olvidar una sola palabra. Se insinuaba ya el atardecer cuando los asistentes se pusieron de pie para contemplar una vez más la ciudad extendida al pie de la montaña. Nadie imaginaba que después de aquella jornada inolvidable sólo esperaban desengaños a Bolívar y Rodríguez, la muerte por mano asesina a Sucre, y el inicio de una historia caótica y conflictiva para el país que había adoptado como propio el nombre de su primer presidente.
Tan prolongada y feroz guerra como fue la de la independencia dejó los campos yermos y las minas anegadas y paralizadas, pero también se ensañó con las ciudades que sufrieron por igual, destrucción y muertes. El anónimo autor que hizo la continuación de los Anales de Potosí y que fue testigo presencial de los hechos relata que en enero de 1823 el ejército realista hizo bajar las campanas de la iglesia de Belén destruyendo las dos torres. El convento quedó convertido en cuartel de la artillería y en el lugar en que se hallaban las torres se emplazaron cañones. Lo mismo sucedió con el convento de San Agustín y la iglesia de la Misericordia. Las campanas de los templos se fundieron por balas y la orfebrería de plata del interior quedó convertida en monedas para el pago de la tropa.
En 1826, que es cuando el cónsul inglés Joseph Barclay Pentland escribe su informe a la Corona sobre el flamante país, quedan en Potosí apenas 3.000 habitantes, descenso que el funcionario inglés atribuye a la caída progresiva de las operaciones mineras, a los excesos cometidos en las luchas de la Revolución «que obligaron a la mayor parte de la población indígena a recluirse a los más apartados distritos de los Andes» y a la disminución del tráfico comercial con Buenos Aires, que desde el paso de Charcas a ese virreinato, con la prohibición de comercio entre estas provincias y los puertos del Pacífico, había convertido a Potosí en un gran centro de intercambio, prohibición que tácitamente quedó anulada al iniciarse la guerra de independencia, abriéndose la relación comercial con Europa a través de Arica, Quilca y Cobija.
De los 120 ingenios que en tiempos de la mayor expansión productiva en los alrededores de la ciudad, quedaban operando apenas 15. El número de trabajadores en el cerro bajó a 1.450 incluyendo a palliris y acarreadores del mineral y 450 en los ingenios, cuya producción alcanzaba a 53.000 marcos en ese año. En cuanto a las minas del cerro, apenas seis se hallaban en actividad.
Al saqueo de sus minerales, siguió durante la República, hasta nuestros días, el asalto que ha sufrido Potosí de sus tesoros artísticos, desde pinturas, esculturas, retablos, columnas hasta altares de plata labrados o recubiertos de láminas de oro; que ahora adornan museos de varias ciudades de América y España, o repositorios privados; así como la destrucción paulatina de los templos y lagunas que deslumbraban a los viajeros de La Colonia.
El visitante contemporáneo todavía puede ver el cerro en mísera explotación, algunos bellos templos y la Casa de la Moneda donde admirará, entre otras pinturas de la escuela de Charcas, varios cuadros estupendos de Melchor Pérez Holguín. Casi todo le fue arrebatado a Potosí. Lo que nadie podrá quitarle, para memoria de los tiempos, es la historia fabulosa que le dedicó el más humilde y menos exigente de sus hijos: Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela a quien, después de tres siglos de anonimato, está dedicado este libro.
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La vida de Arzans

El pintor Tomás Achá (1998) ha imaginado así a Arzans con el Cerro Rico al fondo y vestido con traje de gala de la época. Pero Arzans era un hombre pobre y en su obra no se describió a sí mismo.
Hanke y Mendoza sostienen que del millón de palabras de su Historia, Arzans apenas emplea unas mil en sí mismo. En este libro hemos recuperado por primera vez, tales fragmentos autobiográficos reproduciendo para hacerlas inteligibles al lector,las anécdotas en que están inmersas, salvo menciones brevísimas a las que nos referiremos ahora. El padre de Bartolomé, nacido en Sevilla, llegó cuando tenía 8 años a Potosí en 1643 y se casó con española. Con el tiempo se haría azoguero, pero sin acumular fortuna. El hombre debió tener un carácter autoritario y mandón y Bartolomé no se movió de su lado, sin poder estudiar cosa de provecho hasta el fallecimiento de su progenitor. De su madre no dice nada. Bartolomé nació en la Villa Imperial en 1676. En los registros parroquiales figura su matrimonio en 1701 con doña Juana de Reina, natural de la ciudad de La Plata. Juana tenía al casarse 40 años y él 25, unión curiosa, pues en la época lo frecuente era que el marido fuese mucho mayor que la esposa, y no es raro por tanto que hubiese tenido un solo hijo. Sin embargo Arzans hace un homenaje a su «amada esposa» por su entereza cuando los policías del corregidor le requisan la casa en busca de la Historia. En todo caso el tema femenino es tratado extensamente en el libro, en el que figuran mujeres fascinantes, atrevidas, capaces de matar por sus amantes o de morir por sus amores. Bartolomé murió de 60 años en 1736 y Juana lo sobrevivió por algunos años. La mujer es uno de los temas que más intrigan y apasionan a Arzans.
Era, según confesión propia, «buen aritmético», aficionado a las corridas de toros y espectador de cuantas fiestas se realizaban en la Villa. Debió ser buen conversador y sabía ganarse la confianza de la gente, pues de otra manera no habría podido enterarse de tantas cosas que si se escribiesen ahora requerirían el concurso de un equipo multidisciplinario de historiadores, economistas, sicólogos, antropólogos e incluso siquiatras, provistos de computadoras que almacenan millones de palabras por segundos y en las que se escriben, superponen, quitan, añaden frases y oraciones en un pestañeo de ojos. Viajó una vez a La Plata, pero parece que pasó toda su vida en Potosí.
Arzans cuenta que cuando se desató la gran epidemia de 1719 en que murieron 20.000 potosinos, él se dedicó a cuidar a los enfermos y dar cristiana sepultura a los muertos. Su vida social debió ser intensa pues discurseó en el estreno de una máquina metalúrgica y algunas de sus historias fueron usadas en el púlpito por los curas. Algo muy notable en la personalidad de Arzans es que viviendo en una ciudad donde reinaban la violencia, las celebraciones lúdicas y las supersticiones religiosas;en la que no había universidad ni imprenta pues la primera llegó con el ejército colombiano recién en 1825 (solamente para publicar proclamas), fue capaz de escribir tan monumentales obras sin ningún estímulo intelectual exterior pues sus amigos, fuera de algunos sacerdotes eruditos, eran gentes del común, obnubilados, como todos, por el afán de la riqueza fácil. Diego indica que pese a varias ofertas de ayuda, su padre no quiso publicar su manuscrito porque en él revelaba «verdades desnudas», entre ellas los crímenes de Agustín de la Tijera, quien hizo matar a un sacerdote temiendo que escribiera a Madrid sobre sus actividades.
Sabemos por su discípulo Bernabé Antonio de Ortega y Velasco, de quien aparece el informe también en este libro, que Arzans fue maestro (no en el sentido convencional de hoy de poseer una escuela con cursos), sino -69- de enseñar a un grupo de niños. Muchas veces se ocupa de las tribulaciones de los pobres en la ciudad,entre los que se coloca. Con motivo de una «derrama» (colecta) que se hizo entre el vecindario para enviar a una delegación a España que defendiese a Potosí frente a Oruro en la distribución de mitayos y en la que se reunieron 9.000 pesos, Arzans se lamenta de haberse desprendido de los cuatro pesos que tenía, pensando además que se los embolsillarían los recolectores. Señala también que en su juventud no pensó en ser historiador. La atmósfera de la imponente ciudad, llena de templos magníficos, poblada de orgullosos azogueros, clérigos, aventureros de toda laya y nacionalidad, comerciantes y mitayos, debió inspirar en algún momento al modesto dómine a emprender una obra que le tomaría 35 años de su vida. Y sobre todo la vista del cerro:«Con ojos de plata -dice en la introducción- puedo afirmar que me ha mirado para su autor, y con lenguas de varios metales a alentado mi pluma para su desempeño y juntamente me ha mostrado para que con gracia y eficacia diga a los hombres que de ver sus necesidades se le rompen sus entrañas y para que remediarlas les ofrece el rosicler de sus venas». Lo fascinante es que Arzans, a diferencia de todos los demás cronistas, no dedicó su obra al Rey ni a ninguna autoridad, ni la escribió por encargo de nadie.

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Tampoco buscó la gloria terrena, pues por temor a las represalias o a que alguien lo engatusase con la edición nunca quiso desprenderse de sus originales. Vivió con la ilusión de que Potosí era el centro del mundo y aunque para esa época ya se había iniciado la decadencia en la explotación minera, en muchos sentidos tenía razón, pues la ciudad todavía era en América el motor del Imperio.
Autodidacta en sus lecturas, debió acudir incansablemente a la biblioteca de algún clérigo amigo, jesuita o franciscano, convirtiéndose en un repositorio no solamente de la dogmática católica prevaleciente e imbatida en el reino de los Austrias, pues los aires de la Ilustración y de la duda religiosa llegarían a Charcas varias décadas después de su muerte, sino también de los autores grecorromanos en las versiones recogidas por la Iglesia, de los escritores del siglo de oro español y la literatura picaresca, así como los cronistas de la Conquista. Se puede afirmar que todo lo que era posible leer en ese momento en América fue leído y asimilado por Arzans y citado y sobrepuesto abundantemente en su Historia, a veces en forma literal como sucede con frases de Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca y otros.
Bartolomé, que nunca salió de la cárcel de su pobreza, debió habitar en Potosí con su esposa e hijo una vivienda de barro con techo de paja de no más de dos habitaciones, con un huerto al fondo para las necesidades de la humana condición. Dispondría de una palangana y una jarra de latón para refrescar la cara y lavarse las manos y ocasionalmente el resto del cuerpo. A 4.000 metros de altura, en una ciudad de crudo invierno, azotada varios meses por un viento con granizos que a veces alcanzaban «el tamaño de pequeñas manzanas», los ventanucos de la vivienda no tenían vidrios sino retazos de bayeta de la tierra a modo de cortinas. Podemos suponer que Bartolomé empleaba su día en dar lecciones al grupo de niños que tenía bajo su cuidado, visitar alguna biblioteca de convento y charlar con los viejos vecinos o los viajeros recién llegados buscando información para su obra. Al atardecer, arropado con una manta, con los pies helados y las manos entumecidas, auxiliado por un par de velas de cebo, poníase a llenar cartillas con la preocupación de no equivocarse ni emborronar una sola de ellas, dado su elevado precio, pues provenían de España. En los meses más fríos debió disponer de un brasero, pero con la previsión de dejar algún espacio con corriente de aire para no ser sofocado por el humo, pues el combustible no era carbón sino paja brava (thola) o taquia (excremento seco de llama), de olor maloliente.
Pero nada de esto importaba en realidad. Uno no puede dejar de pensar en Maquiavelo, quien, después de discutir con los gañanes en el campo; se vestía con sus mejores galas en la tarde para tratar con los mejores espíritus de la Antigüedad y conversar con ellos a través de sus libros, cuando imagina a nuestro anónimo cronista levantando su pluma de ganso, al atardecer, para añadir páginas a su Historia en la soledad de la habitación que le servía de comedor, sala y escritorio. En ese momento olvidaba mágicamente sus estrecheces económicas, el acoso de sus enemigos o el frío mortal que le rodeaba: acudían a su mente en tropel los gritos de los caballeros de capa y espada, los lamentos de mitayos en las profundidades del cerro, las voces de los mercados ofreciendo toda suerte de artículos, el paso de las llamas en su interminable viaje a Arica o al Río de la Plata, el fervor de las procesiones, la música de guitarrones, tamborines, chirimías y timbales de los españoles, mezclada con los instrumentos de viento de los indígenas en los carnavales y la dulce sonrisa de la Virgen intercediendo ante Dios por un alma pecadora. Todo esto Bartolomé lo ponía en orden cotejando datos en viejos infolios o recordando lo que le habían referido los vecinos más viejos de la Villa. Esas eran horas de supremo goce espiritual, en las que se transformaba no solamente en el historiador oficioso sino en el profeta laico que reprendía a sus coterráneos instándoles a tomar el buen camino para vivir una vida honorable y feliz que les asegurara después el cielo prometido. El único ruido era el ronquido de Juana en la pieza del lado o los pasos de su hijo Diego preparándole un mate de coca o de hierba del Paraguay para ahuyentar el frío y el sueño.
¿Qué aspecto físico tendría Arzans? Lo único que podemos deducir por su pobreza y sus condenas a los excesos de la mesa es que era un hombre flaco, acostumbrado, a alguna sopa de maíz o caldo de huesos, papas o chuño a lo largo del año y choclos de granos deliciosos en la debida estación; pollo ni pensar por sus altos precios y en lugar de carne de vaca, alguna vez de llama, y los «duelos y quebrantos» del Caballero de la triste figura cuya receta figura en el libro de doña Josepha de Escurrechea, Marquesa de Cayara en las cercanías de Potosí, para las ocasiones memorables.
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Anticipándose en siglo y medio a Marx, Arzans concibe la historia social de Potosí como una lucha entre ricos y pobres, en la que siempre ganan los primeros por la venalidad de la justicia y las autoridades, y aunque en oportunidades se ve obligado a disimular sus acusaciones o pasarle la mano a algún prelado poderoso, es mucho más explícito y valiente que los escritores españoles que se convirtieron en maestros de la reticencia, del arte de decir las cosas sin decirlas, de la «hipocresía heroica» como la calificó el propio Cervantes.Arzans, que dedica su obra a «sus amados lectores», no vacila en llamar «cruelísimo tirano» a un Virrey, calificar a los corregidores de «cuervos», a los oidores de «reyes sin corona» y a los alcaldes ordinarios de «ladrones».
Al ocuparse del año 1695 condena las «rateras leyes» y «raterías pragmáticas» y muy graciosamente añade que ellas «cayendo sobre las miserables ranas de los pobres que sin contradicción obedecieron, atemorizándolos con estruendo de voces cuyo espanto les dura y durará, pues como viga pesada de los sucesores los tiene debajo, y jamás la despreciarán ni se subirán sobre ella sino que siempre durante la opresión cantarán en el cieno de su pobreza terribles cantos de maldiciones contra quien ordenó tales pragmáticas».
Otro aspecto simpático de la personalidad de Arzans es su denuncia de las condiciones terribles en que se desarrollaba la «mita» y el sufrimiento de los indios de quienes tenía un alto concepto por sus virtudes y dedicación al trabajo, el amor a sus hijos y a sus esposas. El único amigo personal que nombra en su larga Historia es su compadre indio Pablo Huancaní, «persona de buen entendimiento y ladino» (bilingüe).
Otro título que podría ostentar sin habérselo propuesto es el de primer periodista de La Colonia, sobre todo en sus Anales, en los que registra el pasado potosino año por año, pues al margen de sus lecturas interminables solía frecuentar los tambos a los que llegaban los viajeros para pedirles noticias de otras ciudades y provincias, departía con sus conocidos y amigos en las esquinas, asistía a cuantos oficios religiosos se celebraban y era espectador alborozado y atento de fiestas, procesiones y lances (en uno de los cuales desenvaina la espada para proteger a una doncella), todo lo cual pasaba luego a las páginas de su libro.
Como su inspirador, el padre Antonio de Calancha, de cuya Crónica moralizada Arzans toma y transforma muchos temas, era un creyente en la astrología, alejándose en este punto del dogma católico. Sus historias combinan libremente lo real con lo irreal y los milagros que en ellas hace la Virgen, Jesucristo y los Santos a menudo favorecen a los indios.
El gran desconocido en las letras hispanoamericanas
Tan misteriosa como su vida resulta la historia de los originales que quedaron con su hijo Diego y a los que éste agregó ocho capítulos más de inferior calidad y llenos de hechos esperpénticos. Diego, forzado por la necesidad, tuvo que empeñar el libro a un eclesiástico quien lo conservó por 20 años. De alguna manera una copia manuscrita llegó hasta la biblioteca del Rey de España y otra fue comprada en 1877 para ser publicada en Europa. Posiblemente sea esta copia la que adquirió en París en 1905 el ingeniero norteamericano Coronel George E. Church, quien a su muerte la obsequió con todos sus papeles a la Brown University en Providence Rode Island, donde había nacido. El gran americanista Louis Hanke, después de escribir extensamente sobre el Padre Bartolomé de las Casas, tenía en mente a Potosí y anoticiado de esta testamentaría interesó a la Universidad Brown de Providence para que en ocasión de su bicentenario publicase la obra completa de Arzans, cotejando esa copia con la del Archivo Real de Madrid, sobre la que había trabajado varios años Gonzalo Gumucio Reyes. La Universidad aceptó la oferta y Hanke, asociado a Gunnar Mendoza, Director del Archivo Nacional de Bolivia, firmaron conjuntamente un erudito y ameno prólogo ofreciendo un cuadro general apasionante de la mentalidad de la época, de los orígenes del libro de Arzans, los autores que consultó, la veracidad de su historia y los pocos datos que de él se conocían.
Sus esfuerzos fueron coronados con la edición de lujo en 1964 de 2.000 ejemplares de 3 tomos de formato mayor, con un total de 297 capítulos. El grueso de la edición quedó en las bibliotecas universitarias de EE. UU.
Si bien la historia permaneció ignorada, los Anales en cambio fueron bastante divulgados y de allí tomaron los diversos tradicionalistas materiales desde el siglo XVIII. Ésta es la razón por la que Arzans ni siquiera figura en historias o antologías de historiografía o literatura colonial hispanoamericana. No sabían de su existencia especialistas como Luis Alberto Sánchez, Mariano Picón Salas, Pedro Henríquez Ureña o E. Anderson Imbert, pues de haberlo conocido, lo habrían puesto sin duda al nivel del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1617) y de Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) entre las tres figuras sobresalientes de la cultura colonial hispanoamericana. Podemos ir más allá todavía y, dado que la obra capital de Arzans fue escrita entre el último tercio del siglo XVII y el primero del XVIII, en una época de completa decadencia tanto en la península como en América, el escritor potosino se yergue como una figura de relieve único, muy superior a sus contemporáneos de ambos lados del Atlántico. Basta citar la opinión que asienta Menéndez y Pelayo sobre los escritores de España y sus colonias en el siglo XVIII, en el que «continúa dominando, aunque cada vez más degenerado y corrompido el gusto del siglo anterior», añadiendo enseguida «triunfa la reacción clásica o pseudoclásica, que, exagerándose como todas las reacciones, va cayendo en el más trivial y desmayado prosaísmo». Es en esa España, ya maduro el siglo XVIII, cuando predominan las fábulas al estilo de Iriarte y Samaniego y las historias eruditas y críticas indigeribles que hoy ya nadie recuerda.
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Pero si Arzans fue de tan increíble modestia y discreción para hablar de sí mismo, su familia, sus medios de vida, sus amigos y familiares, e incluso sus propósitos al escribir esta obra verdaderamente colosal, podemos conocerlo en cambio íntimamente a través de sus reflexiones escritas a lo largo del libro en cada una de las historias y que ahora aparecen en este volumen en forma independiente, revelándonos los sentimientos, supersticiones, simpatías y fobias de un súbdito del rey de España capaz sin embargo de hacer las más acerbas y vitriólicas críticas a la mala administración de ministros, jueces y corregidores sin olvidar a los chupasangres de los escribanos; devoto e incluso supersticioso creyente de los credos católicos, pero denunciante descarnado de obispos y curas fornicarios y codiciosos; nieto de vascos y de padre andaluz, pero muy consciente de los abusos que cometían los españoles y orgulloso de la nueva nación criolla que se retrata en germen en su obra. En ese sentido las reflexiones de Arzans, variando el escenario de Potosí, ciudad única en el continente por su gravitante riqueza desparramada por el mundo a lo largo de tres siglos, puede representar también la mentalidad de los criollos hispanoamericanos un siglo antes de que se planteara la guerra de la independencia. Desde ese punto de vista -y ese es el valor fundamental de este volumen- los pensamientos recogidos aquí representativos de la mentalidad de ese tiempo de tránsito entre el siglo XVII y XVIII podrían ser suscritos por los criollos cultos de Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires, Lima o Santiago. Ninguna obra como la de Arzans ofrece en el período colonial hispanoamericano tal cantidad de máximas de tan diversas materias y en ese sentido la Historia es un venero inagotable para conocer qué pensaban los hombres de ese tiempo seducidos o vencidos por la ortodoxia católica, pero capaces también de imaginar un mundo regido por la ética, la compasión y el sentido de la justicia.
Cierto que no puede pretenderse absoluta originalidad en este campo, pues Arzans -tal como se hacía libremente en su tiempo- tomaba de varios autores determinados hechos que presentaba de otra manera en su Historia o superponía pensamientos que lo impactaban particularmente. Desde los filósofos griegos, de quienes Diógenes Laercio (citado más de una vez por Arzans) conservó muchas máximas hasta el emperador Marco Aurelio y Séneca, el pensamiento occidental se ha venido expresando en aforismos, proverbios, epigramas, adagios y apotegmas a los que la gente acude en busca de guía o consuelo espiritual. Lo decía La Bruyère en 1688: «Todo está dicho y llegamos demasiado tarde ya que hace siete mil años que hay hombres y ellos piensan». Tenía razón para decirlo pues él y la Rochefoucauld inspiraron muchas de sus máximas en las de Baltasar Gracián. Sin haberlo leído, Arzans tiene la misma opinión que Molière sobre los médicos y como Tomás Hobbes cree que el hombre es el lobo del hombre,aunque esto último ya lo habían dicho los latinos. Por cierto que Gracián no figura entre los autores que habría leído Arzans, de acuerdo al recuento minucioso que hacen en el prólogo Hanke y Mendoza, y sin embargo al leer los pensamientos de nuestro autor sobre la mujer no podemos dejar de pensar en la misoginia rampante en la época en el pensamiento de la Iglesia y del que este célebre jesuita es portavoz indiscutido: «Fue Salomón el más sabio de los hombres, y fue el hombre a quien más engañaron las mujeres; y con haber sido el que más las amó, fue el que más mal dijo de ellas: argumento de cuán gran mal es para el hombre la mujer mala, y su mayor enemigo: más fuerte es que el vino, más poderosa que el rey, y que compite con la verdad siendo toda mentira. Vale más la maldad del varón que el bien de la mujer, dijo quien más bien dijo: porque menos mal te hará un hombre que te persiga que una mujer que te siga. Mas no es un enemigo solo, sino todos en uno, que todos han hecho plaza de armas en ellas… Genión de los enemigos, triplicado lazo de la libertad que difícilmente se rompe: de aquí sin duda, procedió el llamarse todos los males hembras: las furias, las parcas, las sirenas y las harpías, que todo lo es una mujer mala. Hácenle guerra al hombre diferentes tentaciones en sus edades diferentes, unas en la mocedad y otras en la vejez; pero la mujer, en todas. Nunca está seguro de ellas ni mozo ni varón, ni viejo, ni sabio, ni valiente ni santo…, etc.» (1647)
Lo notable de Arzans en este punto es que él ejerce su papel de moralista sin pretender otra cosa que llamar la atención de sus contemporáneos sobre los riesgos que corren al adoptar diversas conductas o las bienaventuranzas que les esperan si toman otras. No se propone en ningún momento pasar como filósofo o pensador y por eso mismo sus máximas tienen el valor de lo espontáneo y fresco, al correr de su pluma. Cabe pensar por eso cuántas de sus reflexiones éticas pueden rescatarse para los albores del siglo XXI y ése será un juicio que deberá hacer el propio lector al recorrer estas páginas, pues si el salto ha sido vertiginoso y espectacular en el campo del progreso material y de la calidad de vida en los dos últimos siglos, la naturaleza humana, las pasiones, temores, apetencias y sueños de los hombres siempre serán los mismos.
Todavía en España y mucho más en América a fines del siglo XVII se respiraba el aire sofocante del dogmatismo católico y la Contra Reforma, ayudada por el brazo receloso de la Inquisición, cortaba de raíz el más mínimo brote cismático. Arzans no se mueve un ápice de esa línea y por el contrario comparte con sus contemporáneos la creencia en los milagros, el temor de Dios, dispensador de castigos eternos y la devoción por la Virgen y santos que con su mediación pueden llegar a torcer la voluntad divina.
Según Hanke y Mendoza, Arzans debe mucho, ideológicamente a los Padres Juan de Nieremberg,Juan de Pineda, Gonzalo de Illescas, Marcos de Guadalajara y por supuesto Antonio de la Calancha. De los escritores del siglo de oro es notoria la influencia de Cervantes y de Francisco de -72- Quevedo. Curiosamente, no conoció la obra de Juan Benito Jerónimo de Feijoo (1676-1764), el consejero de Fernando VI, cuyo Teatro crítico y universal fue la obra más famosa de su época.
Como no podía ser de otro modo, el estilo literario de Arzans continúa la tradición barroca y culterana, sobre todo en el exceso de panegíricos y el uso frecuente de adjetivos, paralelismos y comparaciones. El aluvión de tropos y alambicadas figuras restan a veces claridad a su expresión, pero cuando se ocupa de narrar historias su prosa se hace sencilla y cautivante mostrando incluso finos toques de humor e ironía.
El libro fundacional de Bolivia
Desde la difusión de los Anales en volumen aparecido en París en 1872 y la publicación de los primeros 50 capítulos de la Historia, en Buenos Aires en 1943 se ha ido difundiendo entre los intelectuales bolivianos la convicción de que éste es el libro fundacional de Bolivia porque si el país tuvo su origen mucho antes de la guerra de la independencia, en la Audiencia de Charcas creada por la Corona a poca distancia de la Villa Imperial, en el libro de Arzans se encuentran los mitos, creencias, formas de gobierno e identidades que dieron sustento espiritual a la República.
En ausencia de un «poema nacional» como el Cid o Roldán o El Martín Fierro, Carlos Medinaceli escribió en 1926 que los bolivianos tienen en cambio las tradiciones o leyendas recogidas por Arzans para que «no vaya a creerse que la nacionalidad surgió como por milagro el 6 de agosto de 1825 por la deliberación de unos cuantos convencionales fogosos y parlanchines o que surgió al pie de los cascos del caballo de Bolívar. Bolivia ya estaba formada desde mucho antes, cuando Orsúa y Vela escribió sus Anales es claro que habíamos arraigado en el espacio y palpitado en el tiempo. Cabe pensar, luego que una de las cristalinas fuentes donde podemos informarnos de cómo eran, cómo sentían, cómo amaban nuestros antepasados; cuáles eran sus hábitos, sus diversiones, sus dolores y alegrías; cómo hablaban, cómo escribían, etc… son los manuscritos del escritor colonial». Imaginemos qué hondas meditaciones y deleites habría producido en Medinaceli fallecido prematuramente en 1950 si hubiese conocido la edición completa de la Historia.
Guillermo Francovich en un artículo publicado en 1976, de comentarios a la edición de Brown University, reclamaba precisamente la necesidad de reunir en un volumen los pensamientos de Arzans para permitirnos conocer la ideología de nuestro mundo colonial y sostenía que la historia «nos pone de lleno ante un pasado que está en las raíces de nuestra nacionalidad y cuyo conocimiento hace más profunda la conciencia de ésta».
Dentro de la más moderna crítica historiográfica y literaria es Leonardo García Pabón (La patria íntima, 1998) quien reivindica a Arzans como precursor de la patria criolla boliviana. Para Arzans -dice este autor- «Potosí es casi la primera aparición del ser humano sobre la tierra. Así como es señalado y nombrado por primera vez por una voz divina que lo destina a los españoles, la ciudad de Potosí debe ser originada, nombrada, definida, construida por una voz narrativa. Antes del texto de Arzans, se diría que no existía Potosí, ni Charcas, ni la posibilidad de imaginar Bolivia».

Comitiva del Virrey Morcillo. Detalle de la pintura de Melchor Pérez Holguín.

Simbólicamente García Pabón encuentra en Arzans que describe el primer nacimiento de un niño en Potosí por voluntad expresa de Leonor Flores bajo la protección de la Virgen y de San Nicolás (hasta ese momento la altura y el frío habían asustado a las mujeres españolas y criollas que preferían dar a luz en los valles aledaños o en la ciudad de La Plata), «el instante mítico de fundación de la historia y vida del pueblo potosino, que contiene la voluntad expresa de ser ciudad independiente, gesto más cercano a uno artístico y cultural que a uno religioso». La decisión de Leonor «transforma -73- la avidez natural de la montaña en fertilidad de la ciudad y Potosí deja de ser un nuevo espacio geográfico andino y un simple lugar de explotación de plata y se convierte en un territorio, es decir un espacio connotado de valores culturales y sociales». García Pabón destaca además en la obra de Arzans la importancia que adquiere el aporte indígena en las fiestas potosinas tanto en trajes, música, la lengua misma como en la evocación orgullosa del pasado precolombino en el desfile de los incas.
Al margen de sus valores literarios, sociológicos, económicos y antropológicos la extensa obra de Arzans constituye también, con todas las citas y apropiaciones que hace de autores españoles y americanos, lo más completo que en materia histórica podía pedirse a un libro en el primer tercio del siglo XVIII. Fuera del tema específico del descubrimiento del Cerro Rico y el crecimiento de Potosí, Arzans se ocupa de la creación del mundo según el Génesis, el descubrimiento de América, la conquista del imperio incaico y las entradas y poblamientos de españoles a Chile, el Río de la Plata, el Paraguay y se detiene, aquí y allá en temas tan curiosos como los terremotos en Lima, las misiones jesuíticas, las incursiones de los piratas ingleses, la batalla naval contra los franceses en Cartagena y hasta las batallas de Brihuega y Villaviciosa en Portugal, amén de sus numerosas anécdotas del mundo grecorromano, de las que muchas veces deriva reflexiones para sus contemporáneos.
Trascendencia de la obra
BartoloméArzans de Orsúa y Vela y Melchor Pérez Holguín fueron, sin duda alguna, los valores más sobresalientes de la cultura virreinal en Potosí, aunque el primero no conoció al segundo, pues nunca lo menciona. Holguín dejó en su extraordinaria obra pictórica el retrato vivo del espíritu potosino. Arzans relató magistralmente la vida cotidiana de la Villa Imperial correspondiente a dos siglos.
Si bien la voluminosa historia de Arzans no es un dechado de exactitud historiográfica, y por el contrario contiene una considerable dosis de imaginación, fantasía y ficción, podría, justamente por ello, y con las licencias del tiempo transcurrido, convertirse en la gran novela de historia maravillosa o fantástica, producida en el territorio del Alto Perú, hoy Bolivia. Pocas novelas históricas en América Latina, podrían competir con la epopeya espectacular que fue el descubrimiento, explotación, esplendor y decadencia de uno de los mayores emporios mineros del mundo.
Nada hay, en todo caso, comparable a este libro en la literatura colonial americana y pocas obras pueden rivalizar modernamente con ella en el continente.
Sin disputa, Arzans es creador en América del género tradicionalista cuya paternidad atribuyen los peruanos a Ricardo Palma. No solamente éste tomó prestados de los Anales de Arzans temas para sus tradiciones peruanas, sino como él, autores de ese país, la Argentina y Bolivia, han acudido liberalmente al libro de Bartolomé, para arrancarle con impunidad piezas del más fino rosicler, presentándolas con algunas modificaciones cual si fuesen propias.
Por sus cuartillas (de cuyo elevado precio se queja varias veces Arzans) desfilan españoles, criollos, mestizos, indios, negros y extranjeros de varias nacionalidades; descripciones frescas y detalladas de la ciudad, calles, iglesias, conventos, edificios, fiestas ostentosas, ceremonias, procesiones, cabalgatas, historias de aparecidos, milagros, vidas ejemplares, corridas de toros, hechos terribles y crueles, desastres naturales, asesinatos y latrocinios, pestes y enfermedades. A la vez, anota Gunnar Mendoza, esos extraordinarios hechos y relatos que se narran en la Historia, sean o no verdaderos, se refieren a la realidad física, social y metafísica de Potosí, al medio telúrico con sus características climatológicas específicas, a los rasgos topográficos, a las gentes en sus más recónditos sentimientos, costumbres, creencias y anhelos. «Por esta permanente alusión a la realidad del lugar y de la época, la Historia es una obra precursora de nacionalismo y de autonomismo literario en América hispana y da un paso decididamente revolucionario dentro de la creación literaria de la época meramente convencional y abstracta», afirma Mendoza.
La Historia ofrece también datos de operaciones mineras, importaciones y mercado, cifras de producción de plata, estadísticas de la población. Pero en medio del mare mágnum de información que fluye ininterrumpidamente, dos clases de hechos sobresalen por sí mismos: la violencia y las fiestas.
«La monstruosa riqueza» obtenida del cerro provocó ciertamente la lucha interna permanente que vivió Potosí con los rasgos de injusticias, atrocidades, arrojo, que detalla Arzans, en cuya culminación se encuentran las guerras de Vicuñas y Vascongados.
Las fiestas en sus variadas formas, religiosas, profanas, de bodas, de recordación de fechas y acontecimientos importantes, parecen ser los espacios de reposo de semejante ritmo de vida.
Otro rasgo destacable en la obra es el «orgullo potosino», característico del espíritu de los que vivieron la opulencia, magnificencia y riqueza de la Villa Imperial. Este íntimo sentimiento de los habitantes, anclado en la materialidad del mineral, elevaba a la célebre montaña a los más altos niveles de veneración.
Muchos potosinos estaban conscientes de que la riqueza del cerro de Potosí constituía la base principal de la economía de España. Esta idea y aquella otra de que las riquezas eran infinitas proporcionaba a los ricos «azogueros», nombre que utilizaban en lugar de mineros, esa ansia de gozar de sus beneficios, de vivir espléndidamente y de magnificar y glorificar todo lo que se refiriese a la Villa y al cerro.
La «fiebre potosina», similar a la que se produjo tiempo después en México, otro centro primordial del poder español en tierra americana, en cuanto al espíritu casi imperial -74- que promovía en sus habitantes privilegiados, tiene una vertiente sumamente interesante de «americanismo naciente». Criollos potosinos y mexicanos sentían profundamente su pertenencia física a ese otro mundo que era el americano y no eran tan extrañas las hipótesis que situaban el Paraíso en el Nuevo Mundo.
Esos atisbos de «identidad americana» mezclados con las desigualdades del sistema político español para con sus súbditos fueron incubando el ansia de independencia que se desataría posteriormente.
Ya el descubrimiento y conquista de América constituían de por sí hechos tan extraordinarios, que eran considerados por los españoles como los sucesos más grandes desde la venida de Cristo, y por ello estimulaban en muchos la idea de escribir la historia del nuevo continente.
Con mayor razón, el fabuloso pasado de Potosí despertó en espíritus inquietos el deseo de plasmarlo en letras a través no sólo de historias sino también de poemas, obras de teatro y novelas. Entre los cronistas hubo funcionarios reales y simples aficionados. La imaginación no escaseó en unos ni otros. Pero Arzans era lo que se llama en lenguaje taurino, y estoy seguro que la comparación no le molestaría, un «espontáneo». Puso en riesgo su seguridad personal al constituirse en testigo de cargo de sus contemporáneos y esto hace a su Historia más interesante todavía pues refleja el pensamiento popular de la época. Tampoco fue un hombre de formación académica pues las únicas universidades cercanas se hallaban en Lima y La Plata. Confiesa que ignora el latín y reconoce modestamente que hay «plumas mejor cortadas que la mía». Pero suplió ampliamente esas deficiencias con una verdadera vocación de narrador y sirviéndose de sus propios métodos y experiencia personal, lo que en términos contemporáneos vendría a ser el conocimiento del terreno y la observación participante. Utilizó extensamente otro método que desde hace unas décadas está en boga entre historiadores y etnohistoriadores de avanzada, la historia oral o tradición oral.
La honda preocupación que lleva al autor de la Historia a cumplir con la inmensa empresa acometida y de inspirar credibilidad en sus narraciones lo conduce, por otra parte, a citar a otros numerosos autores y escritos, cuya existencia, ¡ay!, no parece tan evidente a los sesudos investigadores e historiadores del siglo XX, que no han escatimado esfuerzos, años, persecuciones detectivescas de pistas en archivos, bibliotecas y baúles del viejo y del nuevo mundo, para declarar, en muchos casos, su perfecta incapacidad de determinar en definitiva la validez de tales citas y de tan misteriosos escritores cuya identidad queda en la incógnita.
En situación tan incómoda se encuentran en primer lugar el Capitán Pedro Méndez, cuya crónica es la primera en ser utilizada por Arzans. Le sigue Don Antonio de Acosta, noble lusitano que escribía en «su idioma», otro importante «testigo de vista» de muchos acontecimientos de la vida potosina. Acosta produjo, según Arzans, una Historia de Potosí, trabajo muy respetado por nuestro historiador y citado como una fuente responsable y seria.
El poeta Juan Sobrino, Bartolomé de Dueñas y Juan Pasquier son otros historiadores citados a menudo por Arzans, cuyas obras y datos personales no han sido encontrados en fuente alguna. De ahí que una terrible y azarosa duda asalte a sus colegas historiadores del presente. ¿Aquellos personajes y sus respectivos libros y escritos son otras tantas ficciones genialmente inventadas por Arzans a la manera de Jorge Luis Borges? Semejante jugada, urdir biografías de historiadores e inventar variadas historias y crónicas, le conferirían una vasta fuente de información de cuyas inexactitudes no tendría que responder a nadie. La impresionante cantidad de material sobre Potosí que todavía queda por revisar y evaluar dará en el futuro la palabra final acerca de este engorroso y divertido asunto.
Es un hecho comprobado que utilizó diferentes nombres que, unidos a las diversas interpretaciones de la escritura de la época, arrojan una buena lista que ha dado lugar a serias confusiones en algún momento. Apellidos como Martínez, Orsúa, Arzans, Arazay y otros se entremezclan con el hoy aceptado de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela2.
Afirma que su propósito es decir la verdad, pero él a veces fantasea mucho y otras veces se muestra reticente cuando corre peligros, o atribuye a otros cronistas las censuras y críticas que hace a los poderosos. Es cierto que para un hombre sin dinero ni influencia como él, empeñado en la empresa fabulosa de relatar paso a paso la vida de su ciudad, había muchos riesgos.A la muerte de Bartolomé, su hijo que en los últimos años lo había visto escribir con tanto empeño y sacrificio, continuó la Historia con unos pocos capítulos extravagantes. Ya en vida de Arzans mucha gente en Potosí conocía la existencia del manuscrito y a su muerte hubo intentos de publicarlo.
Arzans se identifica resueltamente con los de abajo, los que sufren las adversidades de la fortuna o los abusos de los poderosos. Hablando de un arzobispo que se embolsilló 40.000 pesos de oro para un viaje a Europa, comenta con esta frase que el Primer Ministro británico Churchill usaría en otro contexto en 1940: «A la verdad sangre, sudor y lágrimas -75- de pobres es la mayor parte de lo que se llevaba». Destaca que la ley es el único freno que se puede poner a los ricos: sobre los bienes materiales Arzans tiene la actitud de menosprecio que se atribuye a los viejos hidalgos castellanos.
Comparte también la idea de la precariedad y la futilidad de la vida, común en la literatura española desde Séneca a los autores del Siglo de Oro pasando por Jorge Manrique.
Su idea sobre el hombre está también teñida de pesimismo, como revelan sus pensamientos, y su indiferencia ante la muerte es consecuente con su desengaño de la vida.
De ahí la importancia de estar bien con Dios para afrontar la eternidad a su lado. Si perdemos la gracia de Dios, nos aseguramos la condenación eterna.
¿Qué movió a Arzans a escribir durante treinta y cinco años ésta y sus otras obras, ninguna publicada en vida? En el prólogo aduce en primer término el grande deseo que tenían muchos de sus compatriotas de conocer la historia de la Villa. También le urgió el amor a la patria, «uno de los más atractivos afectos de los humanos» y cita para probarlo a autores griegos, cartagineses y romanos, sin olvidar a San Agustín. Pero en su caso, el motivo determinante es el embrujo que sobre él ejerce la montaña junto a la ciudad.
Fiestas
Si hemos de creer a Arzans, las fiestas constituían un elemento vital para los potosinos. En palabras de Lewis Hanke: «Si se tuviese que escoger una institución simbólica a través de la cual se apreciase mejor el ethos de esta ciudad argentífera, esa institución sería probablemente la fiesta y la historia documenta esto admirablemente. La fiesta explica asimismo lo que un eclesiástico del siglo XVIII quería decir cuando declaraba que el derroche innecesario del dinero era ‘una enfermedad vieja en esta tierra’».
Celebraciones religiosas como el Corpus eran motivo de solemnes y lujosas fiestas, como la que narra Arzans, organizada en 1608 por los azogueros de la Villa Imperial. Luego de ocho meses de preparación y llegada la fecha, se dio inicio con la presencia del invitado de honor, el Presidente de la Real Audiencia de La Plata, quien llevó consigo a la mayor parte de la nobleza de aquella ciudad. Asistía el pueblo potosino todo y los pobladores de las villas y lugares de la vecindad.
«Y después de haberse celebrado la fiesta del día de Corpus a lo divino con el mayor culto, veneración y grandeza que hasta allí se había visto en Potosí, dieron principio a los regocijos humanos con seis días de bien representadas comedias cuyo teatro se hizo en el cementerio de la iglesia mayor. Luego se corrieron toros por espacio de otros seis días, hubo otros cuatro de torneos, justas, saraos y otros festines de mucho gusto y bizarría. Asimismo los gallardos criollos hicieron seis máscaras, dos de día y cuatro que lucieron de noche, con tantos gastos, riqueza y vistosas invenciones, tantas galas, joyas, preciosas perlas y piedras de sumo valor, que dieron mucho que mirar y mucho que notar a los forasteros…»
Siendo numerosas las fiestas religiosas, también lo eran los espectáculos,diversiones y regocijos. Las celebraciones religiosas del año, además del Corpus, eran la Asunción, Nuestra Señora del Rosario, San Agustín, La Concepción. Pero también eran ocasión de fiestas y espectáculos la llegada de imágenes religiosas a la ciudad, la entrada de personajes de importancia en la vida política y religiosa de la Villa y cualquier acontecimiento de relieve, aun aquellos que ocurrían en la lejana España, como la celebración de la victoria de Lepanto o el nacimiento del Príncipe Don Fernando (1571) que dieron lugar a costosísimas celebraciones, banquetes, torneos y justas.
Aun acontecimientos luctuosos como las exequias del Emperador Carlos V, celebradas un año más tarde del fallecimiento a causa de la distancia, o las de Felipe II, son también motivo de espectáculos y desfiles, encendido de gigantes castillos de velas, misas celebradas en número exorbitante.
Pero las fiestas más animadas por la cantidad e intensidad de diversiones eran sin duda las de carnaval. Banquetes, disfraces, comidas y paseos populares al campo y a las lagunas de Potosí, corridas de toros, mojigangas, bailes en las casas y mucho de libaciones, lascivia y violencia, con saldos de heridos y muertos, según se queja Arzans en sus crónicas.
La celebración del dios Momo hacía perder la cabeza a potosinos y potosinas por igual. En un carnaval, de 1719, se había organizado una danza de hombres y mujeres desnudos, con la participación de «ciertas mujercillas», imitando lo que un vecino de Potosí había presenciado «en la corte de Inglaterra donde asistió convidado a un banquete, servido por hermosísimas doncellas que andaban desembarazadas de todo vestido».
Un aspecto interesante de anotar es la masiva intervención de indios en las fiestas potosinas, especialmente procesiones y entradas, en las cuales solían llevar sus vestimentas propias, algunas de gran distinción y belleza y sus instrumentos de música e interpretando sus propias melodías y bailes.
Los ricos azogueros, padrinos de bodas, obsequiaron en 1643 con fiestas en las que, a tenor de Arzans, hubo una «remedada Arcadia que en el campo de San Clemente se formó de pastores y zagalas, la cual se dilató por espacio de cinco días en que se representaron sucesos amorosos en verso y prosa. (…) Fue muy costosa esta inventiva porque los pellicos de los pastores eran de fino brocado y las sayas de las zagalas y faldellines, de tabí de oro. Realzose esta representación con la nobleza que en ellas hizo los papeles, porque así las doncellas como los jóvenes eran hijos de lo mejor de la Villa».
Teatro, Máscaras, Juegos
El teatro era una diversión de mucho peso en Potosí. Alcanzó su mayor popularidad -76- en las primeras décadas del siglo XVII. Las compañías de teatro hacían un recorrido desde el Cuzco hasta la ciudad de La Plata y a medio camino representaban en la Villa Imperial, que resultó ser un centro artístico de primera por la elevada población y los recursos que poseía. Los actores que visitaban las ciudades parecen arrancados de la novela picaresca española, pues eran informales, pendencieros, jugadores y estaban sometidos a multas cuando incumplían sus compromisos. En ocasiones representaban hasta cinco comedias por mes. El número de éstas era muy grande y sus títulos, sensacionalistas o moralizantes. Como las pinturas, se hacían en serie, la mayoría importadas de España. No tenían mayor mérito literario, aunque también se representaba a los grandes dramaturgos del Siglo de Oro, sobre todo a Lope de Vega. El más conocido «autor de comedias» fue Gabriel del Río, nacido en Santiago de Compostela, casado con la «cómica» Ana Morillo. La pareja y su conjunto visitaron Potosí en seis oportunidades. Del Río combinaba la escena con el comercio, vendiendo en la Villa joyas armas, especias y sedas. En una oportunidad compró ciento catorce dramas para renovar su repertorio, al precio de 25 reales cada una, con el compromiso de no copiarlas ni entregarlas a terceros, para proteger los derechos de los autores. Una historiadora adelanta la interesante tesis de que el gallego Del Río hubiese estado vinculado al bando de los Vicuñas, no solamente por su género de vida y amistades sino porque puso en escena Fuenteovejuna cuando la furia de andaluces y criollos se estrellaba contra el corregidor, instrumento dócil de los Vascongados. «En este movimiento de difícil valoración social y económica que fue la guerra civil entre Vascongados y otras naciones» -dice Marie Helmer- «aparece el carro de Tespis como el vehículo posible de ideas nuevas y subversivas».

Sirena grabada en piedra en la fachada de un templo de Potosí.
Las representaciones se realizaban en un «corral de comedias» que ha desaparecido. Más tarde en el Coliseo de Comedias construido en 1616, que pertenecía por privilegio al Hospital de la Veracruz, a cuyo beneficio corrían parte de las entradas. Otra parte de los ingresos estaba destinada a los actores, los que podían cantar, bailar, tocar música, según los papeles.
También se daban representaciones en la Plaza Mayor en los días festivos de importancia, especialmente el día de Corpus Christi. De la misma manera, en los atrios de las iglesias, en los cementerios que se hallaban junto a aquellas; en el interior de los templos y conventos se daban comedias semirreligiosas, dedicadas a vidas de santos y a otras extraídas de la Sagrada Escritura.
La producción dramática cuantitativamente importante circulaba juntamente con las compañías de actores por las principales ciudades del virreinato.
Las «máscaras» eran otro género de diversiones muy solicitadas en Potosí. Se trataba de representaciones al aire libre de diversas escenas, la mayor parte de ellas verdaderamente barrocas, mezcla de elementos medievales, del renacimiento europeo, del simbolismo clásico así como alusiones locales y propiamente andinas.
Las máscaras eran la ocasión para hacer gala de riquísimas vestiduras, carros lujosos y otras formas de boato, pues tanto los materiales como la preparación alcanzaban precios elevadísimos. Las imprecaciones de Arzans frente al teatro como vehículo de depravación moral quizás se debían a su ignorancia en la materia pues no debió tener dinero disponible para pagar la entrada.
Otras muchas diversiones tenía Potosí. El juego era una verdadera pasión entre gentes de todas las posiciones sociales. Se jugaba a los naipes, al «hambre», a las «puntillas», a las «primeras», a las «tablas», al «comején» y a otros tantos juegos de azar. Y en medio de ellos, perdíanse grandes y pequeñas fortunas, se armaban reyertas y líos de toda clase.
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Como deporte, se jugaba a la pelota, cosa que molestaba mucho al Virrey Toledo, que estimaba que ése era pasatiempo de gente ociosa que mejor haría en ocuparse de la labor minera.
Mujeres, pecados, sexo
La mujer ocupa un lugar importante en la vida social de Potosí. Es ella el centro de bailes, banquetes, máscaras y otras diversiones. Y también lo es en el ámbito familiar, en el de las relaciones sociales y en los refinamientos. Arzans sostiene que el afán por los vestidos costosos y extravagantes llevaba a esposas y maridos a toda clase de excesos.
En la extensa galería de mujeres que desfilan por la Historia de la Villa Imperial las hay de todas clases. Unas, las menos, piadosas, sencillas, virtuosas y de superior belleza. Pero las más, sean éstas ricas herederas, venerables matronas, carniceras, o sirvientas, son ocasión de pecado y hasta de muertes. Verdadera dificultad tiene nuestro autor para definir a la mujer, y sus reflexiones sobre ella forman parte de lo más sabroso de su libro.

Iglesia de San Lorenzo. Detalle portada.
Las malas abundan verdaderamente en las páginas de la Historia, unidas a la lascivia y los amores desenfrenados que minuciosamente narra Arzans. Varios casos de amantes devoradores desfilan ante los ojos del lector, como el de Doña Felipa Estupinán, de hermosura perfecta y que parecía un sol, causando muertes y discordias por sus amores en la Villa Imperial, y en la ciudad de La Plata, pues ni autoridades civiles ni eclesiásticas se libraron de tan grandes encantos; el de la «liviana Margarita» que va a bañarse desnuda a la laguna de Tarapaya despertando la pasión desesperada de un hombre, o Doña Clara la Achacosa, que siendo ya muy rica no vaciló en cambiar su honestidad por joyas diversas y apreciables, todo con el fin de enloquecer a los hombres. La codicia y la concupiscencia se dan la mano en Potosí para echar a perder almas y cuerpos.
La laguna de Tarapaya era un frecuente lugar de encuentros amorosos a veces trágicos, como en la historia de «Los amantes ahogados» que acababan de conocerse mientras se bañaban en la laguna: «¿quién dijera que en medio de aquellas aguas se habían de abrasar en furiosas llamas? Más eran de concupiscencia, con las cuales (sin haber tenido jamás comunicación entre ellos) palabras y obras todo fue a un tiempo. Tomaron pie en la otra banda de la compuerta, pero parte muy peligrosa que no tenía ni aún media vara de él; echáronse los brazos sin quedarles con qué valerse en el agua, y así juntos se hundieron y ahogaron».
Menudean por todas partes las historias de pecadores y escándalos a veces con intervención de las autoridades eclesiásticas que tratan de poner coto a tanta desvergüenza: En 1728, aprovechando la llegada del Arzobispo Romero se le hizo llegar «un papelón con 32 nombres, sujetos de la Europa que se entretenían en lascivias con mujeres perdidas, y los hizo llamar uno a uno con harto escándalo del pueblo, porque entre ellos había hombres viejos y mozos recatados».
El mismo Arzobispo Romero tuvo que emitir una orden dirigida a las monjas de -78- Remedios para que «totalmente cierren sus locutorios y porterías los tres días de carnestolendas so pena de excomunión para evitar que vean a sus conocidos que llaman devotos».
Hay casos de Don Juanes criollos, esposas deshonradas, criados en amores con señoras, las historias de los «lascivos mercaderes», «la venganza del paralítico» o «los adúlteros castigados» (por Dios) que después de fornicar no pudieron separar sus cuerpos por tres días y el hombre (médico por lo demás) «ya estaba a punto de reventar porque se le hincharon las partes vergonzosas con grandes dolores del cuerpo y congojas de su espíritu, y así esperaban por momentos la muerte». En esto llegó el marido pero los solícitos amigos de la pareja lo desviaron a Tarapaya hasta que «permitió Dios a los adúlteros que se apartasen y apartados el hombre enmendó su vida, poniendo freno a su apetito».
Arzans relata también un caso de necrofilia en el que el hombre tampoco pudo apartarse de su inerte pareja «por lo cual fue necesario cortarle aquella parte y así pagó en vida su atrevimiento y si no hizo penitencia de ésta y de las demás culpas, también lo pagaría en muerte».
En las crónicas se hace referencia a casos de lesbianismo, homosexualismo (aunque curiosamente los sodomitas mencionados por Arzans sean siempre Indios cuando la verdad, según los expedientes de la Inquisición, es que españoles y criollos también eran dados al pecado nefando), mutilaciones, castraciones, perversiones y crueldades sexuales, no faltando un episodio de fellatio a cargo de la hechicera Claudia, que de seguro leería con interés el presidente Clinton.
Éstas y otras historias dejan pálidos a los Cuentos de Canterbury y demás narraciones eróticas de la Europa medieval.
Castigos y Desastres
Si todos los demonios juntos estaban presentes en Potosí a través de los pecados, también Dios, diversas imágenes de la Virgen y santos se encontraban en espíritu y materialidad escultórica y pictórica en las muchas capillas, ermitas, iglesias, beateríos y monasterios que dominaban el complejo arquitectónico de la Villa Imperial y en el ámbito de las creencias, costumbres y hábitos que de alguna manera daban a la ciudad un ambiente conventual.
La permanente lucha entre el bien y el mal en la ideología potosina se acrecentaba más por la característica de contingencia total a que estaba sujeta la producción de la plata como fuente principal y única de ingresos de tan grande centro económico. El azar de una mayor o menor explotación de metales del Cerro Rico era atribuido en las mentes de los potosinos directamente a los poderes divinos, así como provenían del más allá los mecanismos de sanción por los pecados y ofensas cometidos.
La declinación y empobrecimiento posterior de Potosí y todos los desastres que sucedían eran así atribuidos a castigos del cielo. En realidad no fueron pocas las desgracias que sufrió la opulenta y orgullosa ciudad. Cuatro plagas mayores de destrucción, siendo de éstas la primera las guerras de Vicuñas y Vascongados ocurridas en el primer tercio del siglo XVII; luego en 1626, la inundación de la laguna de Caricari; a mediados del siglo XVII, la rebaja de la moneda y el empobrecimiento de los metales de la montaña y entre 1719 y 1720 la peste general.
Dice Arzans: «Terrible fue el primero y general azote que descargó Dios Nuestro Señor en la Villa Imperial de Potosí por sus pecados en las memorables guerras de los Vicuñas, como hemos visto en los años antecedentes. Apiadose la divina majestad y tuvieron fin: todo queda dicho, y sólo la ingratitud de los hombres jamás se podrá acabar de decir. Por esto, pues, segunda vez experimentaron otro nuevo castigo con tan grandes calamidades que no hay palabras con que poder significarlas, que como no aflojan los pecados tampoco se descuida la justicia divina en castigarlos. El año de 1626 soltaron los moradores de Potosí la rienda a los vicios tanto o más que los años antecedentes, y se envolvieron de tal manera en ellos, hiciéronse tan exentos y viciosos, que con la ocasión de nuevas riquezas que las minas del Cerro dieron desde el año antes, que (…) enojado Dios Nuestro Señor, soltó y disparó las saetas más agudas de su ira y enojo contra esta Villa con tanta furia que todos entendieron ser llegada su final destrucción, pues viendo Su Majestad la dureza de sus corazones los inundó con furiosas aguas…».
«Aunque hay que tomar con cuidado las cifras que arrojó la inundación de la laguna, por la espectacularidad con que se solazan los que acerca de ella escriben, hay quien diga que de españoles e indios dentro y fuera de esta Villa, llegaron a 4.000 los muertos. En cuanto a los bienes: Las cabezas de ingenios que destruyó el agua (en unas más que en otras) fueron 125. Hízose el cómputo de la pérdida y se halló que de sólo hacienda en moneda, barras, piñas, plata labrada, joyas, esclavos, menaje de casa, ingenios, madera, cajones cargados, almadanetas, tejas y casas, llegaron a 12 millones, siendo más de los ocho en moneda».
Según las leyendas muchos otros castigos menores eran administrados desde el Cielo, en forma de nevadas, vientos helados, enfermedades, hambre, lluvias terribles, granizadas. Otro desastre, la rebaja de la moneda en 1734 y el empobrecimiento de los metales de Potosí, pues ello llevó a la ciudad a la decadencia de la que ya no pudo salir más.
La Virgen, los santos, milagros y clérigos
Para contrarrestar semejantes males, la sociedad potosina tenía que recurrir a rogativas, novenarios, procesiones y otras formas devotas de conseguir la benevolencia de Dios. En todas estas ceremonias solían participar también en forma masiva los indios.
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En el universo divino que imponía las explicaciones de fenómenos y azares que ocurrían en Potosí, el milagro era un acontecimiento muy corriente. La Historia de Potosí está de esta manera salpicada de prodigios generalmente en beneficio de gentes humildes y pobres, sobre todo indios. Entre tantísimos, se tienen los de San Agustín, cuando la ciudad era asolada por la peste «por sus pecados y falta tan grande de lluvias, acordaron de elegir un santo, para que valiéndose de su protección presentase ante Dios sus calamidades y ruegos, y (como allí se dijo más largamente) porque la variedad de afectos que cada uno mostraba al santo de su devoción no quedase sentido, echaron suertes por tres veces, y en todas ellas salió San Agustín. Incomparable fue la alegría de los afligidos moradores de ver que Dios mostraba ya sus misericordias en ellos y luego al punto ordenaron una humilde y devota procesión llevando en andas al gran patriarca, y antes de volver a la iglesia de donde habían salido, milagrosamente por intercesión del santo llovió con tanta abundancia y se continuó con grande alegría de los corazones, pues hacía dos años que no llovía. Cesó aquella horrible peste que reinando en toda la Villa hubo de asolar».

Retablo de la Iglesia de Salinas de Llocalla, hoy en San Martín.
O el milagro que hizo a una muchacha la Virgen del Rosario y que Arzans, actuando como reportero moderno, pudo establecer de primera mano.
Se ha dicho que los indios participaban devotamente en el culto católico mientras que sus propias creencias y divinidades estaban severamente prohibidas. Superficial o profunda, su fe los llevaba a celebrar las fiestas asignadas por los curas a riesgo de quedar empeñados sus bienes y ellos mismos, utilizando vías muy coloquiales e íntimas para comunicarse con Dios o los miembros del cuerpo celestial, como dice Arzans, «con mil ternezas en su idioma, que ordinariamente las palabras afectuosas en el lenguaje indiano (…) enternecen por su abundancia y dulzura». Así se sabe cómo la -80- mujer de un indio muerto por el rayo consiguió que le devolviese la vida, hablándole a la Virgen de la Candelaria de San Martín como si estuviese frente a ella; «Madre mía, ¿como me habéis quitado a mi marido? ¿quién ha de sustentar a mis hijos si quedo tan pobre que aún no he de tener qué comer? Toma estos tus hijos y dadles vos el sustento porque yo no lo tengo».
La iglesia en general y las órdenes religiosas tienen pues gran importancia e influencia en la vida potosina. El culto católico en lo material refleja su poderío en el lujo y ornamentación de las iglesias con inversión económica considerable. Por ello, Arzans se deleita igualmente detallando estos tesoros: «El adorno de la iglesia es admirable, de niños y otras imágenes cuajadas de preciosísimas joyas, pinturas, láminas, ricas colgaduras, frontales de plata, gradillas doradas, mayas, hacheros, blandones, jarras, candeleros, pebeteros, todo de plata fina, prestándole para su mayor lucimiento plumas las aves, flores y ramos la curiosidad, alfombras vistosas la destreza de femeninas manos que se aventajan en este reino en estos obrajes, con que se transforma toda la iglesia en florida selva, riquísimo número de braceros de acendrada plata del Cerro, ámbares la Florida, preciosos aromas la feliz Arabia, pomas de plata el arte para hervir los olores, estimulados del fuego con lisonjeras llamas, infinito número de luces que arden, inflamadas de la general devoción de los vecinos».
La llegada de príncipes de la iglesia a las ciudades americanas era todo un acontecimiento. Precisamente, existe una extraordinaria doble versión de la visita que realizó a la Villa Imperial y al cerro el arzobispo Diego Morcillo Rubio de Auñón. Una es la célebre pintura de Holguín que pinta a la ciudad y sus habitantes con un exquisito detalle (ahora en el Museo de América de Madrid).
La otra es la descripción acabada que realiza Arzans en la Historia que puede utilizarse como guía para estudiar el cuadro de Holguín. Morcillo fue nombrado Arzobispo de La Plata en 1711 y en 1716 tuvo que trasladarse a Lima al recibir el nombramiento de Virrey interino. En el camino se detuvo en la Villa Imperial de Potosí que le brindó una recepción apoteósica.
Dado que las imágenes del Nazareno, de la Virgen y los santos eran pasaportes seguros a la bienaventuranza eterna, los ricos potosinos se aseguraban su favor mediante costosos obsequios a las iglesia desde andas de metal blanco que «ni siquiera catorce hombres podían cargar con ellas» como las que obsequió el Corregidor de Potosí, don Fernando Conde de Belayos a la Virgen de Rosario (el dato correspondiente a 1701 es hoy mismo verificable (1999) pues las andas de la Virgen del Carmen pesan más de una tonelada y la imagen es cargada por 16 hombres de una cofradía de «andaderos» que se turnan en cada cuadra al llegar al límite de sus fuerzas), hasta retablos, coronas, cruces, sagrarios, nichos y sepulcros, tronos, carrozas, láminas, arcos, candeleros y lamparas, custodias, relicarios, tabernáculos, copones, diademas, limosneros, etc., todo labrado primorosamente por legiones de hábiles orfebres indígenas, en plata pura, con piezas de oro y también incrustaciones de piedras preciosas. Tanto se desarrollaron la pintura, la escultura y la orfebrería en Potosí que con el tiempo empezaron a exportarse desde la ciudad obras de arte para iglesias de diversas partes de la Real Audiencia, particularmente al norte argentino.
El Demonio
En el otro polo de la Corte Celestial, según la mentalidad potosina, se encontraba el demonio, representante del mal y todas sus formas de materialización.
Algunos cronistas presentan al demonio más bien de una forma teórica, mientras que Arzans lo pinta terriblemente cotidiano, encarnado en seres humanos preferentemente, pero también en animales, insectos, perros y aun en otras formas.
En una historia el demonio aparece tranquilamente en la casa de un joven libertino, quien al volver la vista hacia el patio vio «que desde la mitad de su espacio lo llamaba y lo desafiaba a batalla un danzante armado y con alfanje y rodela en las manos, y como era de arriesgado espíritu el mozo, y el suceso instrumento de la justicia divina, salió al patio como un león y fuese para el danzante. Éste se retiró al brocal de un profundo pozo que en aquel patio estaba, y desde allí lo tornó a desafiar con señas y ademanes de bravo. Ardiendo en iras el mozo acometió furioso al danzante. Entrose éste al pozo y tras él se arrojó aquel hombre, y desapareciendo el danzante cayó al agua el miserable, y aunque acudieron dos españoles que habían visto este suceso fue en vano porque en un momento se ahogó, y luego se entendió ser el demonio».
Es curioso cómo en la imaginación popular ambos mundos, celestial e infernal, pueden en ocasiones reunirse y relacionarse casi diplomáticamente para defender lo que cada cual cree que le pertenece en la tierra. Esto ocurre en otra historia de Arzans: «Vivía este desdichado mozo en el paraje que llaman Cuatro Esquinas, y como hubiese venido toda la calle derecha desde Munaypata le era preciso pasar por el cementerio de San Agustín. Era ya media noche, y llegando a él comenzó de nuevo a blasfemar y maldecirse, pero reparando en que la iglesia estaba abierta y que había en ella mucha luz, extrañando la hora quiso ver y saber la causa. Entrose debajo del coro, y aplicando la vista al altar mayor vio en él (cosa admirable) un trono majestuoso y en él a Cristo Nuestro Señor rodeado de ángeles. Luego aparecieron muchos demonios, y uno de ellos comenzó a relatar un horrible proceso que mostraba todos los malos moradores de Potosí: de cada uno dijo sus abominaciones, y entre ellos las del pobre mozo que estaba debajo del coro».
«Aquí fue el punto de su mayor temor, aquí el erizársele el pelo y dar diente con -81- diente. El demonio, después de haber relatado los vicios de aquel hombre diciendo sus torpezas, la costumbre de jurar, blasfemar y otros graves pecados, levantando la voz dijo (por último) al justo juez: ‘Señor, por todos estos pecados es digno de muerte eterna. Yo lo encaminaba ahora a su casa para que quitase la vida a la compañera de sus torpezas, y que después se la quitase él a sí mismo, llevarlos a entrambos, pues son míos; y pues vuestra majestad ha formado este tribunal y sabe que por sus pecados merece el infierno, entrégueseme luego para llevarlo en mi compañía’».

Iglesia de Jerusalén.

Iglesia de San Benito. Vista general.

Iglesia de Santa Teresa.
«Apenas hubo el demonio acabado estas palabras cuando el atemorizado mozo dando un terrible grito y arrojándose en la tierra dijo: ‘Madre de Dios de la Soledad, socorredme’. Al momento salió de una de las capillas esta soberana madre de pecadores y puesta ante su santísimo Hijo le pidió por aquel pecador».
Con el fin de conseguir efecto en la prohibición y persecución de los ritos y creencias de las religiones nativas, la iglesia difundió la especie de que todas ellas estaban relacionadas con el demonio.
Sufrieron este estigma no sólo las practicas sagradas de los indios sino también sus principales manifestaciones sociales y culturales, como la bebida local, la chicha, la hoja ritual de la coca, los bailes indígenas en los que se decía que participaba el diablo. En la vida potosina aparecen también elementos de hechicería, agorería y astrología. Había practicantes de todas estas especialidades y tenían bastante crédito. Un adivino, Marcelo Facino, «grande filósofo extranjero», según Arzans ofrecía «pronósticos ciertos» hacia 1674, basándose en las estrellas, causantes también del permanente malestar social que reinaba en Potosí. Abundan las historias de aparecidos, de «almas en pena» que junto con los duendes han sobrevivido en Potosí hasta el siglo XX.
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