Хуан Родригес Фрейле. Открытие и Завоевание Королевства Новая Гранада.
JUAN RODRIGUEZ FREYLE. CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL NUEVO REINO DE GRANADA
El Carnero -título puesto, quizá, tiempo después de redactada la obra- es uno de los libros más curiosos y raros de la literatura americana del primer tercio del siglo XVII. No se trata, en efecto, de una crónica historiográfica o relato documentado y absolutamente verídico de los acontecimientos que narra el autor Juan Rodríguez Freyle, pero tampoco es una obra de pura imaginación. Hay en su texto una clara intención de dar a conocer la sucesión histórica de lo acontecido antes de la llegada de los españoles al territorio de lo que estos llamaron Nuevo Reino de Granada y de los avalares de la conquista.
Si en estos temas el autor de la obra es poco fiable, es, en cambio, digno de crédito en lo relativo a los sucesos de su tiempo; es decir, a lo que él presenció o le fue comunicado por testigos presenciales de los hechos que relata. Pero, además, el libro, escrito en estilo sencillo, presenta un cuadro variopinto de la vida social neogranadina, en el que destaca el claroscuro propio de la época barroca, con relatos de amores ligeros y lujuriosos, soldados pícaros, brujas y funcionarios corruptos, junto con reflexiones moralizantes en que se advierte al lector de las desgraciadas consecuencias que acarrean inevitablemente las malas acciones. En este sentido, El Carnero refleja cierto parentesco con la novela picaresca, en la que también constantemente se recuerda que los hechos narrados se cuentan para mostrar aquello que no debe imitarse. La obra, en fin, constituye uno de los primeros ejemplos americanos de un libro de relatos cortos o cuentos o historietas, como lo bautiza cierto autor, muy amenos e ilustrativos de la sociedad bogotana en el primer tercio del siglo XVII.
ÍNDICE
I En que se cuenta de dónde salieron los primeros conquistadores de este Reino, y quién los envió a su conquista, y origen de los gobernadores de Santa Marta.
II En que se cuenta quién fue el cacique de Guatavita y quién fue el de Bogotá, y cuál de los dos tenía la monarquía de este Reino, y quién tenía la de Tunja y su partido. Cuéntase asimismo el orden y estilo que tenían de nombrar caciques o reyes, y de dónde se originó este nombre engañoso del Dorado.
III Donde se cuenta la guerra entre Bogotá y Guatavita, hasta que entraron los españoles a la conquista.
IV En que se cuenta lo que Guatavita hizo en la tierra, digo en la retirada, y las gentes que juntó, y cómo pidió favor a Ramiraquí de Tunja; y se prosigue la guerra hasta que se acabó.
V Cuéntanse costumbres, ritos y ceremonias de estos naturales, y qué cosa era correr la tierra, y qué cantidad de ella, los santuarios y casas de devoción que tenían, y cuéntase cómo un clérigo engañó al demonio, o su mohán por él, y cómo se cogió un santuario, gran tesoro que tenían ofrecido en santuario.
VI En que se cuenta cómo los dos campos, el de los españoles y el de Bogotá, se vieron en los llanos de Nemocón, y lo que resultó de la vista. La muerte del cacique de Bogotá, y de dónde se originó llamar a estos naturales moscas. La venida de Nicolás de Federmán y don Sebastián de Benalcázar, con los nombres de los capitanes y soldados que hicieron esta conquista.
VII En que se trata cómo Guatavita escondió sus tesoros, y se prueba cómo él fue el mayor señor de estos naturales, y cómo el sucesor de Bogotá, ayudado de los españoles, cobró de los panches las gentes que se habían llevado de la sabana durante la guerra dicha. Cuéntase cómo los tres generales se embarcaron para Castilla, y lo que les sucedió. La venida del licenciado jerónimo Lebrón por gobernador de este Reino y ciudad de Santa María.
VIII En que se cuenta la venida de don Alonso Luis de Lugo por gobernador de este Reino. Lo sucedido en su tiempo: la venida del licenciado Miguel Díez de Armendáriz, primer visitador y juez de residencia; con todo lo sucedido hasta la fundación de esta Real Audiencia.
IX En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia; la venida del señor obispo don fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de este Reino, con todo lo sucedido en su tiempo hasta su muerte; la venida del doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia.
X En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Venero de Leiva. Su vuelta a España. La venida de don fray Luis Zapata de Cárdenas, segundo arzobispo de este Nuevo Reino, con la venida del licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de la Real Audiencia y su muerte.
XI En que se cuenta la venida del doctor don Lope de Armendáriz, tercero presidente de este Reino. Lo sucedido en su tiempo. La venida del visitador Juan Bautista de Monzón. Cuéntase la muerte de don Juan Rodríguez de los Puertos, y otros casos sucedidos durante el dicho gobierno.
XII En que se cuenta lo sucedido al doctor Andrés Cortés de Mesa, oidor que fue de la Real Audiencia de este Reino; su muerte, con lo demás sucedido durante la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz. Su suspensión y muerte.
XIII En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia: la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz; su muerte, con otras cosas sucedidas en aquel tiempo.
XIV En que se prosigue lo sucedido con don Diego de Torres y Juan Roldán. La prisión del visitador Juan Bautista de Monzón, la muerte de don Fernando de Monzón, su hijo, y el gran riesgo en que estuvo el visitador de perder la vida; con lo demás sucedido en aquellos tiempos.
XV En que se cuenta la venida del licenciado Alonso Pérez de Salazar, licenciado Gaspar de Peralta, doctor don Francisco Guillén Chaparro, el licenciado Juan Prieto de Orellana, segundo visitador, con lo sucedido en estos tiempos.
XVI En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro. Cómo un indio puso fuego a la Caja Real por roballa. Lo sucedido a Salazar y Peralta, y al visitador Orellana en Castilla. La venida del doctor Antonio González, del Consejo Real de las indias, por presidente a este Reino, y la muerte del señor Arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, y los que se proyectaron en su lugar, que no vinieron.
XVII En que se cuenta el gobierno del doctor Antonio González; lo sucedido en su tiempo; la venida del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, con lo sucedido en su tiempo hasta su promoción al Pirú.
XVIII En que se cuenta el gobierno del presidente don Francisco de Sandi; lo sucedido en su tiempo; la venida del licenciado Salierna de Mariaca; su muerte, con la del dicho presidente.
XIX En que se cuenta la venida del presidente don Juan de Borja, del hábito de Santiago; la venida del arzobispo don Pedro Ordóñez y Flórez; su muerte; con algunos casos sucedidos durante el dicho gobierno. La venida del arzobispo don Fernando Arias Ugarte.
XX En que se prosigue el gobierno del presidente don Juan de Borja; dícese su muerte, y los oidores que concurrieron en la Real Audiencia durante el dicho gobierno, con la venida del arzobispo don Fernando Arias de Ugarte y su promoción a las Charcas. La venida del Marqués de Sofraga a este gobierno, y la del arzobispo don Julián de Cortázar a este arzobispado; su muerte, y la venida del señor arzobispo don Bernardino de Almansa.
Catálogo De las ciudades, villas y lugares sujetos a esta santa Iglesia metropolitana, y capitanes que lo poblaron.
XXI En que se cuenta la venida del arzobispo don fray Cristóbal de Torres, del Orden de Santo Domingo, predicador de las Majestades Reales. La venida del presidente don Martín de Saavedra y Guzmán, con lo demás sucedido en este año de 1638.
Catálogo De los gobernadores, presidentes, oidores y visitadores que han sido de este Nuevo Reino de Granada, desde el año de 1538 de su conquista, hasta este presente de 1638, en el que se cumplen los, cien años que hace se ganó y conquistó este Reino. Son los siguientes.
INTRODUCCIÓN
Como habrá visto el lector que haya fijado su atención en la portada, la obra que va a empezar a leer tiene este extremadamente largo título:
“El carnero. Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano y fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá primera de este Reino donde se fundó la Real Audiencia y Cancillería, siendo la cabeza se hizo Arzobispado. Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres Y gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado DEL DORADO. Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oídores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa iglesia catedral, desde el año 1539, que se fundó, basta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia”.
La palabra título es –según define el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua– palabra o frase con que se nombra o da a conocer el asunto o materia de una obra científica o literaria, o de cada una de las partes de un escrito o impreso. En consecuencia, es obvio que la expresión El carnero con que comienza el largo encabezamiento de la obra no pertenece al título original de ésta y no puede, en consecuencia, atribuirse al autor, como se verá más adelante, pero tampoco el título es propiamente tal si nos atenemos a la definición académica. Es posible, en efecto, que Rodríguez Freyle tratase de hacer una exposición sumaria del contenido de su libro; al menos, de algunos aspectos de éste. Ello no constituye excepción en la literatura de la época, sino que responde, por el contrario, a una costumbre o moda propia del tiempo en que fue escrita la obra, aunque esto no quiere decir que falten títulos mucho más concisos que éste en no pocas publicaciones contemporáneas. La longitud del que da principio a la obra permite, pues, por sí solo, incluir El carnero dentro de esa gran época histórica que se llama el Barroco. Por otra parte, el mismo título puede inducir a error a quien no pase más allá de su lectura, ya que inclina a pensar que se trata de una obra perteneciente al género historiográfico. Nada, sin embargo, más lejano de la realidad, pues el texto sobrepasa, por un lado, tal calificación y, por el otro, no llega a ella.
Pero no conviene adelantar ideas ni juicios sobre esta obra, que puede ser calificada, en cualquier caso, de singular dentro del panorama general de la literatura barroca americana. Procede, pues, dar cuenta, en primer lugar, de la biografía y la epopeya de Juan Rodríguez Freyle y entrar, a continuación, en la descripción –en el sentido de la Lógica– de su curiosa obra.
El autor
La vida, el carácter y la personalidad de Juan Rodríguez Freyle siguen siendo poco y mal conocidos todavía. El mismo, sin embargo, proporciona en las páginas de su obra no pocos datos útiles para la reconstrucción de su biografía. Así, ya en la portada del libro, afirma ser natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino. Después, en el capítulo segundo, precisa: nací en esta ciudad de Santa Fe, y al tiempo que escribo esto me hallo en edad de setenta años, que los cumplo la noche que estoy escribiendo este capítulo, y que son los 25 de abril del día del señor San Marcos, del dicho, año de 1636.
Está claro, en consecuencia, que Juan Rodríguez Freyle nació en Bogotá el 25 de abril de 1566. Por su partida de bautismo, se sabe que sus padres fueron don Juan Freyle y doña Catalina Rodríguez, lo cual consta también en su declaración ante el escribano público don Juan Sánchez, al vender –mediante escritura pública del 9 de noviembre de 1629– a su sobrino don Pedro Galbán, clérigo, un solar y sus anexos, situados en la calle Real, barrio de la catedral, en Bogotá. El comprador era hijo de Leonor Rodríguez Freyle, hermana del autor, el cual tuvo también otra hermana –cuyo nombre de pila se desconoce–, que caso con el soldado napolitano Francisco Antonio de Ocaglio, uno de cuyos hijos –Antonio Bautista– era sacerdote y cura de los pueblos indios de Une y Cueca, mientras el sobrino del cronista servía el curato de Zipaquirá1. Así lo declara el propio autor en el capítulo XIV de su obra, donde da cuenta de su cuñado Francisco Antonio de Ocallo, napolitano, cuyo hijo fue el padre Antonio Bautista de Ocallo, mi sobrino, cura que hoy es del pueblo de Une y Cueca, y agrega que los capitanes Ospina y Oliva eran amigos de Ocaglio y que con ellos fue desde Bogotá a la ciudad de Tocaima, a cierto negocio.
Los padres del autor fueron –dice éste en el capítulo II– de los primeros conquistadores y pobladores de este Nuevo Reino, y añade: “Fue mí padre soldado de Pedro de Ursúa, aquel a quien Lope de Aguirre mató después en el Marañón, aunque no se halló con él en este Reino, sino mucho antes, en las jornadas de Tairona, Valle de Upar y Río de Hacha, Pamplona y otras partes. Pocos años después, cuando el obispo don Juan de los Barrios pasó por Santa Marta para tomar posesión de la diócesis de Santa Fe, invitó al matrimonio Freyle a acompañarle y –según Aguilera2– para que le ayudasen en cuanto estuviese a su alcance, al manejo de la casa prelaticia y, tal vez, en los menesteres de la sacristía de la Catedral. Estas suposiciones aparte, el autor de El carnero registra el dato –capítulo IX– de la llegada de sus padres a Nueva Granada: Al principio del año de 1553, entró en este Nuevo Reino el señor obispo don fray Juan de los Barrios, del Orden de San Francisco, el cual trajo consigo a mis padres. Después, el progenitor vino a España con Gonzalo Jiménez de Quesada, como cuenta el autor en el capítulo VII: Tenía descuidos el Adelantado, que le conocí muy bien, porque fue padrino de una hermana mía de pila, y el compadre de mis padres; y más valiera que no, por lo que nos costó en el segundo viaje que hizo a Castilla, cuando volvió perdido de buscar el Dorado, que a este viaje fue mi padre con él, con muy buen dinero que acá no volvió más, aunque volvieron entrambos.
Casi nada o muy poco se sabe acerca de la infancia de Juan Rodríguez, y casi la totalidad de los escasos datos que hay sobre ella procede de lo que el propio autor dice en su obra. Así, en el capítulo IV se refiere al capitán Alonso de Olalla, llamado El cojo, y dice que él y doña Juana de Herrera, su hija, doncella, fueron mis padrinos de pila, el año de 1566. Del mismo modo, sabemos que iba a la escuela en 1575, es decir, cuando tenía nueve años, porque recuerda que el licenciado Francisco Briceño, presidente de la Audiencia, murió en aquel año, y evoca el luctuoso hecho con un dato personal: Yendo yo a la escuela (que había madrugado por ganar la palmeta), llegando junto al campanario de la iglesia mayor, que era de paja, y también lo era la iglesia por haberse caído la de teja que hizo el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios hasta la capilla mayor, asomose una mujer en el balcón de las casas reales, dando voces: “¡Que se muere el presidente!¡Que se muere el presidente!” (cap.X). Con esta misma minuciosidad, Rodríguez Freyle declara que iba a la escuela de un maestro llamado Segovia, sita en la calle donde vivía don Cristóbal Clavijo. Un día, estando los alumnos en lección –estábamos en lección, escribe–, vieron pasar al oidor con mucha gente. El maestro preguntó a dónde iban, y le contaron el caso de un asesinato. En consecuencia, el maestro pidió la capa, fue tras el oidor, y los muchachos nos fuimos tras el maestro. Llegaron al pozo; el oidor mandó sacar el cuerpo […]. Entre todos los que allí estaban no hubo quien lo conociese. Mandó el oidor que le llevasen al hospital y que se pregonase por las calles que lo fuesen a ver, para si alguno lo conociese. Con esto se volvió el oidor a la Audiencia, y los muchachos nos fuimos con los que llevaban en cuerpo al hospital (cap.XII).
La anécdota revela, a mi juicio, las escasa fantasía que Rodríguez Freyle revela en los cuentos o historietas –en expresión de Oscar Gerardo Ramos3– que constituyen lo más importante del texto de El carnero, obra que es, simplemente, un cuadro costumbrista directo y vivo. Pero de este tema se hablará más adelante, Ahora conviene decir que nuestro autor fue estudiante de Gramática hacia los años 1579 ó 1580 –es decir, a los trece o catorce años de edad–, según él mismo relata con el detallismo acostumbrado. En efecto: en los años del visitador licenciado Monzón –que llegó como tal a Bogotá en 1579– y, más concretamente, con ocasión de las pretensiones de su hijo, don Fernando de Monzón, a la mano de doña Jerónima de Urrego –hija del capitán Antonio de Olalla–, a la que aspiraba también el oidor licenciado Francisco de Anuncibay, cuenta Rodríguez Freyle (cap. XIII) que unos emisarios portadores de un pliego para el visitador llegaron a casa de éste, un jueves a mediodía, que yo me hallé en esta razón en casa del visitador, y añade que estaban jugando a las barras en el patio; que estábamos mirando Juan de Villardón, que después fue cura de Suca, y yo, que entonces éramos estudiantes de gramática, y que ambos subieron al piso de arriba con los emisarios.
Relacionado directamente con esos estudios, se halla el posible ingreso de Rodríguez Freyle en el Seminario de San Luis, fundado pocos años antes por el arzobispo fray Luis Zapata de Cárdenas. Tal ingreso consta en una de las copias manuscritas de El carnero4, donde se dice, además, que el arzobispado citado consagró a nuestro autor de corona y grados. No puede afirmarse que el tal ingreso se celebrara, pero una indicación del propio Freyle permite considerarlo, al menos, posible, ya que afirma: Pero sabe Dios disponer lo mejor, que más vale ser razonable soldado que caer en fama de mal sacerdote, y serlo. El hecho viene a confirmar el carácter aventurero e inquieto del joven Freyle, quien fue, impelido por su ansia de oro, a la laguna de Teusacá, en cuyas aguas se decía moraban los caimanes de aquel metal precioso y que había otras joyas y santillos. Pero un accidente trágico-religioso ocurrido al banquiano, aborigen de la comarca, a quien Freyle había recompensado sin tasa, le apartó de allí para no reincidir, pero ni volver a pensar en el azaroso modo de hacer fortuna con la pesca de uno de aquellos misteriosos saurios5. Fuera o no así, lo indudable es que el futuro cronista habla en varios lugares de su texto de las grandes cantidades de idolillos de oro y esmeraldas extraídos de los adoratorios muiscas. En cualquier caso, era fama pública la realidad de los tesoros muiscas, y Aguilera recuerda el caso del clérigo que, con ayuda de su conocimiento del idioma muisca, supo dónde estaba el tesoro del cacique de Ubaque. Y lo cierto es que la copia manuscrita de El carnero que usó el doctor Felipe Pérez para hacer la primera edición de la obra, apareció mutilada la hoja donde tal vez se procuraba alguna indicación sobre la situación de la cueva6.
Así pues, Rodríguez Freyle, de temperamento inestable e inquieto, dedicó algunos años de su juventud a combatir a los indígenas insurrectos. Lo afirma (cap. XIX), cuando dice que gastó los años de su mocedad por esta tierra, siguiendo la guerra con algunos capitanes timaneses, de la cual narra algún detalle de acciones sucedidas por encima del valle de Neiva. Después participaría, a las órdenes del general-presidente don Juan Borja, en la pacificación de los pijaos. Pero ninguna de tales actividades fue suficientemente atractiva para nuestro autor, ya que las abandonó pronto e hizo un viaje a España hacia 1585. Así lo anuncia (cap. II): Yo en mi mocedad, pasé de este Reino a los de Castilla, a donde estuve seis años. Volví a él y he corrido mucha parte de él, y entre los muchos amigos que tuve, fue uno don Juan, Cacique y Señor de Guatavita, sobrino de aquel que hallaron los conquistadores en la silla al tiempo que conquistaron este Reino. Hizo el viaje con el licenciado Alonso Pérez de Salazar, a quien fui yo sirviendo basta Castilla con deseo de seguir en ella el principio de mis nominativos (cap. XV).
Esta última frase ilustra, a mi juicio, con claridad suficiente, el propósito fundamental de Rodríguez Freyle al trasladarse a Castilla; a saber: entroncarse, conocer su ascendencia familiar. ¿ínfulas aristocráticas? No hay ningún indicio de tal actitud ni ésta se trasluce en ningún párrafo de la obra. En cualquier caso, si tal fue su objetivo, no lo alcanzó, debido a la muerte de su protector. La salida para España fue en mayo de 1585, como escribe Freyle (cap. XVI): El visitador Juan Prieto de Orellana abrevió con su visita, recogió gran suma de oro, y con ello y los presos oidores y el secretario de la Real Audiencia, Francisco Velásquez, y otras personas que iban afianzadas, salimos de esta ciudad para ir a los reinos de España, por mayo de 1585. Iban de compañía el licenciado Salazar y el secretario Francisco Velásquez, porque Peralta, como sintió a Salazar tan pobre, hizo rancho de por sí. Habíasele muerto a Salazar la mujer en esta ciudad. Estos gastos y las condenaciones del visitador le empobrecieron de tal manera, que no hubo con qué llevar sustento en el viaje para él y sus hijos y los que le servíamos, que si el secretario Velásquez no llevara tan valiente bastimento como metió, pasáramos mucho trabajo. Y agrega: Fueron muchos los enfados y disgustos que se tuvieron con el visitador, porque tenía por gloria afligir a los que llevaba presos; y en Cartagena intentó, al tiempo de embarcar, llevallos presos en la Capitanía, donde él se había embarcado, lo cual sintieron mucho.
Rodríguez Freyle no registra en su obra con mucho detalle su estancia en España. Sin embargo, recoge un episodio muy interesante, relativo al intento del pirata Francis Drake contra Cádiz en 1587. Halleme yo en esta sazón –escribe– en Sevilla; que el jueves antes que llegase el aviso de socorro, se había enterrado el Corso7, cuyo entierro fue considerable por la mucha gente que le acompañó, y los muchos pobres que visitó dándoles lutos y un cirio de cera que acompañasen su cuerpo. Acudió toda la gente de sus pueblos al entierro con sus lutos y cera, y todo ello fue digno de ver. Lleváronle a San Francisco y depositáronle en una capilla de las del claustro, por no estar acabada la suya. Al día siguiente, viernes, después de mediodía, entró el correo a pedir el socorro para Cádiz. Alborotóse la ciudad con la nueva y el bando que se echó por ella. Andaban las justicias de Sevilla, asistente, audiencia, alcaldes de la cuadra y todas las demás que de día ni de noche no paraban. El lunes siguiente, en el campo de Tablada se contaron cinco mil infantes, con sus capitanes y oficiales, y más de mil hombres a caballo, entre los cuales iban don Juan Vizentelo, hijo del Corso, y el conde de Gelves, su cuñado, cargados de lutos hasta los pies de los caballos. Acompañólos mucha gente de la suya, con el mismo hábito, que hacía un escuadrón vistoso entre las demás armas; estuvo este día el campo de Tablada para ver, por el mucho número de mujeres que en él había, a donde mostró muy bien Sevilla lo que encerraba en sí, que había muchas piñas de mujeres, que si sobre ellas derramaran mostaza no llegara un grano al suelo (cap. XVI).
Salió, pues, la ayuda para Cádiz, y de ella formó parte nuestro autor: Partió el socorro para Cádiz, unos por tierra, otros por el agua; y no fui yo de los postreros, porque me arrojé en un barco de los de la vez, de un amigo mío, y fuimos de los primeros que llegamos a San Lúcar, y de allá por tierra al puerto de Santa María, desde donde se veía la bahía de Cádiz y lo que en ella pasaba. Por fin, Drake, viendo que no conseguía su propósito, se retiró. Pero diez días después volvió a Sanlúcar de Barrameda y envió un patache con bandera de paz y un recado para el Duque de Medina Sidonia, a quien suplicaba le socorriese con bastimentos, de que estaba muy falto, y se moría la gente; y que de él se había de valer, como amigo antiguo y tan gran caballero. Y apunta en seguida Rodríguez Freyle este dato curioso: Platicose entonces que este don Francisco Drake había sido paje del emperador Carlos V, que se lo había dado Phelipe II, su hijo, cuando volvió de Inglaterra, muerta la reina María, su mujer, y que por ser muy agudo se lo había dado al emperador su padre para que le sirviese, y que era muy españolado y sabía muy bien las cosas de Castilla, y que de allí nacía la conocencia y amistad con el duque de Medina. Este, en fin, envió al pirata bastimento y regalos para su persona, enviándole a decir que le esperase, que le quería ir a ver cuando allegase la gente que le había de acompañar, pero Drake respondió que él no había de reñir ni pelear con un tan gran caballero y que con tanta largueza había socorrido su necesidad, porque más lo quería para amigo que no para enemigo (cap. XVI). Y ahí acabó el lance.
El oidor Pérez de Salazar tenía un estricto sentido de la justicia y trató de ayudar al joven Rodríguez Freyle, quien relata una anécdota que demuestra la suma probidad de aquél, y la cuenta –dice– por pagarle algo de lo que deseó hacer por mí. No pudieron cumplirse, sin embargo, sus deseos, porque seis meses después murió, quedando yo hijo de oidor muerto, con lo que digo todo. Pobre y en tierra ajena y extraña, con que me hube de volver a Indias (cap. XVI).
De regreso a Nueva Granada, el futuro cronista se dedicó a la agricultura en la región de Guatavita, quizás invitado por su amigo el viejo cacique8. Esto último no pasa para ser simple, aunque verosímil, suposición. No ocurre lo mismo, en cambio, con la dedicación a la agricultura, de la que hay varios testimonios personales en El carnero y en otros documentos. Así, se sabe que hacia 1609, cuando el autor tenía cuarenta y tres años, era muy gordo y muy cargado y se ocupaba en el beneficio de una estancia suya situada en el valle de Guasca, para el sustento de su mujer y de sus hijos, pese a lo cual era pobre9. Por otra parte, el propio escritor aporta dos notas personales acerca de su oficio labrador. Cuenta, en efecto, que el oidor Alonso Pérez de Salazar llegó a Bogotá en 1582 y se ocupó en castigar ladrones, que había muchos con los bullicios pasados, aunque agora no le faltan, y en limpiar la tierra de vagabundos y gente perdida. Y apostilla inmediatamente: ¡Oh si fuera agora, y que buena cosecha cogiera! Harto mejor que nosotros la hemos tenido de trigo, por ser el año avieso, y hasta ahora no he visto ninguno para holgazanes y vagabundos (cap. XV).
El segundo testimonio del autor sobre su condición de labriego aparece vinculado, en cierto modo, a la persona del marqués de Sofraga, presidente de Nueva Granada, quien, con motivo de su juicio de residencia, le llamó para que testificara –como persona que he visto todos los presidentes que han sido de la Real Audiencia y que han gobernado esta tierra– en que había faltado durante su gobierno. Pues bien: aprovechando tal circunstancia, el cronista afirma: Vuelvo a decir que ya lo he dicho otra vez, que no tengo que adicionarle, porque ha gobernado en paz y justicia, sin que haya habido revueltas como las pasadas; y porque su negocio topa en los dineros, quiero, por lo que tengo de labrador, decir un poquito que todas son cosechas. Con este motivo, inmediatamente después, establece un paralelo entre labradores y pretendientes –hermanos en armas–, de cuya exposición sólo interesa a mis fines la alusión a los problemas económicos de los agricultores –sufridos por él– y a la afirmación sobre la necesidad de cultivar la tierra. Oigámosle:
Los labradores, en sus cortijos y heredades o estancias, como acá decimos, escogen y buscan los mejores pedazos de tierra, y con sus aperos bien aderezados, rompen, abren y desentrañan sus venas, hacen sus barbechos, y, bien sazonados, en la mejor ocasión, con valeroso ánimo derraman sus semillas, habiendo tenido hasta este punto mucho costo y trabajo; todo lo cual hacen arrimados tan solamente al árbol de la esperanza y asidos de la cudicia de coger muy grande cosecha. Pues sucede muchas veces que, con las inclemencias del tiempo y sus rigores, se pierden todos estos sembrados y no se coge nada; y suele llegar a extremo que el pobre labrador, para poderse sustentar aquel año, llega a vender parte de los aperos de bueyes y rejas, que quizá le habrá sucedido a quien esto escribe.
Pues pregunto yo ahora, labradores, ¿a quién pediremos estos costos y semillas, daños e intereses?¿Pedirémoslos a la tierra donde los echamos? No lo hallo puesto en razón. ¿Podrémoslos pedir a la justicia? Paréceme que sobre este artículo no nos oirán, ni se nos recibirá petición. Pues ¿pidámoslos a la cudicia? Eso no, que será echarla de casa y quedarnos sin nada. Pues ya se ha comenzado a romper el saco, volvamos a arar y romper la tierra, y acábese de romper, que quizá acertemos (cap. XXI).
Como se ve, la constante queja de los agricultores por las malas cosechas es muy antigua. En el caso de Rodríguez Freyle, parece fundada, y debido a ello, quizá prestara oídos a la llamada del presidente doctor Antonio González, bajo cuyo mando pudo el cronista haber desempeñado algún cargo administrativo. Ello podría deducirse de una vaga y confusa alusión del autor al gobierno de aquél: Quiero acabar con este gobierno, que me ha sacado de mis calsillas y de entre mis terrones (cap. XVII). De esta alusión, Aguilera deduce que entre los treinta y los treinta y cinco años, Rodríguez Freyle ya se iniciaba en el cultivo del campo, aunque reconoce –y esta segunda hipótesis le merece mayor grado de probabilidad– que también podría interpretarse el pasaje alusivo en el sentido de que la crónica no fue escrita en el campo, como algunos creen, sino en plena urbe, donde podía consultar cuanto le era indispensable10. Pienso, sin embargo, que tales deducciones no se ajustan a la realidad, ya que el presidente Antonio González entró en Bogotá el 24 de marzo de 1589 y gobernó ocho años, es decir, hasta 1597, según el propio escritor afirma (Catálogo final de su obra). Así, en 1589, Rodríguez Freyle tenía veintitrés años, y ocho después, treinta y uno. En consecuencia, si don Antonio González sacó de sus calsillas y sus terrones a nuestro autor, éste ya se dedicaba a la agricultura entre los veintitrés y los treinta y un años de edad, época en la cual el futuro cronista no había pensado siquiera en escribir, ya que empezó a hacerlo, como sabemos, cuando tenía setenta años.
Rodríguez Freyle no precisa la edad en que contrajo matrimonio, pero al referirse al fallecimiento del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, dice (cap. XVIII): él me desposó de su mano, ha más de treinta y siete años, con la mujer que hoy me vive, que se llamaba Francisca Rodríguez. Dicho arzobispo murió el 8 de enero de 1622, y como el autor escribe entre los setenta y los setenta y dos años de su edad, no resulta difícil afirmar que se casó hacia 1603 ó 1604. De su familia, de si tuvo o no tuvo hijos, no se sabe nada, ya que él no hace la más mínima alusión a este asunto.
Sí se sabe, en cambio, los años que empleó Rodríguez Freyle en escribir su obra. Como se comprobó antes, empezó su redacción en 1636. Dos años después, en 1638, seguía escribiendo todavía, y no dejó de hacerlo hasta, por lo menos, la segunda semana de cuaresma de 1638. En efecto: en el capítulo XX de su obra, el autor proporciona varios datos al respecto. El año de 1624 vino por oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Juan de Balcázar, y este de 1638 sirve su plaza en esta Real Audiencia. Otro dato: Cien años son cumplidos de la conquista de este Nuevo Reino de Granada, porque tanto ha que entró en él Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada con sus capitanes y soldados. Hoy corre el año de 1638, y el en que entraron en este sitio fue el de 1538. Por último, al referirse al fallecimiento del arzobispo don Bernardino de Almansa, dice Freyle que su cadáver iba a ser trasladado a Castilla este año de 1638. Otros datos del Catálogo subsiguiente al capítulo XX, del título del capítulo XXI y del primer párrafo de éste y del catálogo final –de gobernadores, presidentes, oidores, etc.– demuestran igualmente la fecha de redacción de la obra. Pero en el capítulo XXI de ésta, el autor precisa más el momento final en que escribía: Miércoles en la noche, a tres de marzo de este año de 1638, segunda semana de cuaresma.
Las mujeres
No se sabe aún la fecha exacta, ni aproximada, de la muerte de Juan Rodríguez Freyle, aunque puede suponerse que no acaecería mucho después de poner punto final a la redacción de su obra, ya que ésta, como acaba de verse, está escrita entre los setenta y los setenta y dos años de la vida de su autor11. Tal dato tiene solamente, por otra parte, un mero interés erudito, ya que lo más importante radica en el conocimiento de la personalidad del autor, y acerca de ésta, él mismo ha dejado suficientes rasgos en su obra. Uno de éstos, por ejemplo, hace referencia a su trato con el vino. En los vinos –escribe (cap. XVII)– hay malos y buenos, y en los hombres que lo beben corre la mesma cuenta. Hace de entender que los buenos lo beben destemplado con agua, para conservar la salud; y los malos lo beben puro hasta embriagarse y perderla, y suele costar también la vida. De mí sé decir que en todo el año no lo veo ni sé qué color tiene, y no me lo agradezcan porque esto no es por la voluntad, sino a más no poder. Me parece que la conclusión es clara: a la edad en que esto escribe, al autor le habían prohibido los físicos o médicos la bebida.
Pero si este dato es meramente anecdótico en la interpretación de la personalidad de Juan Rodríguez Freyle, no lo es, en cambio, la actitud y el pensamiento que muestra en su obra acerca de la mujer y de la hermosura femenina. Ya Miguel Aguilera apuntó el recelo, si no la animadversión, que el autor tuvo contra la mujer y contra la belleza de ésta, para acabar afirmando que esta preocupación es una forma de complejo12. Por su parte, Oscar Gerardo Ramos alude también al mismo tema, pero libra al cronista de la posible tacha de misoginia: Y no es un misógino. Sus retahilas no van contra toda mujer, sino contra esa mujer que usufructúa la belleza para el devaneo, la lujuria y aun el adulterio. Por tanto, se le irroga injusticia al endilgarle misoginia. El conjunto de citaciones indica que, por igual, a varón y fémina zahiere, si se desempeñan hasta el desenfreno13.
La cuestión, no obstante, debe plantearse, a mi juicio, desde un punto de vista muy diferente al de los expresados por ambos autores. Se trata, en síntesis, de un tipo de reflexión moral sobre la mujer y su hermosura, propio de la época y que pretende contrarrestar el “daño” que en los lectores pudiera causar la lección de los hechos reales que el autor relata. Así lo demuestran, según leo, las abundantes citas de Rodríguez Freyle sobre la materia, ya que todas, o casi todas, constituyen comentarios o apostillas a los hechos punibles que relata. ¡Oh hermosura, causadora de tantos males! ¡Oh mujeres! No quiero decir mal de ellas, ni tampoco de los hombres; pero estoy por decir que hombres y mujeres son las dos más malas sabandijas que Dios crió (cap. VIII). En otro lugar (cap. X), con motivo de un suceso ocurrido en Tunja, nuestro autor escribe: La hermosura de doña Inés llamó así a don Pedro Bravo de Rivera (con razón llamaron a la hermosura “callado engaño”, porque muchos hablando engañan, y ella, aunque calle, ciega, ceba y engaña). Paréceme que me ha deponer pleito de querella la hermosura en algún tribunal, que me ha de dar qué entender; pero no se me da nada, porque ya me colgué sobre los setenta años. Yo no la quiero mal; pero he de decir lo que dicen de ella; con esto la quiero desenojar. La hermosura es un dato de Dios, y usando los hombres mal de ella, se hace mala. Y añade: ¡Oh hermosura! Los gentiles la llamaron dádiva breve de naturaleza, y dádiva quebradiza, por lo presto que se pasa y las muchas cosas con que se quiebra y pierde. También la llamaron lazo disimulado, porque se cazaban con ella las voluntades indiscretas y mal consideradas. Yo les quiero ayudar un poquito. La hermosura es flor que mientras más la manosean, o ella se deja manosear, más presto se marchita. Otro ejemplo: ¡Oh hermosura desdichada, mal empleada, pues tantos daños causaste por no corregirte con la razón. Esos son los males que produce la hermosura de la mujer, la cual no pone límite a sus propósitos cuando se propone lograr algo: Dios nos libre, señores, cuando una mujer determina y pierde la vergüenza y el temor de Dios, porque no habrá maldad que no cometa, ni crueldad que no ejecute; porque, a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre.
¡Ah hermosura! ¡Lazo disimulado! (cap. XII). ¡Oh mujeres, malas sabandijas, de casta de víboras! Ellas son, en realidad, debido a sus aventuras galantes, las responsables de todos los problemas que tenía planteados el Nuevo Reino de Granada. Ejemplo: el fiscal Orozco quería que muriese el marido de su dama, y ésta deseaba que la mujer de su galán muriera también. En vista de ello, Rodríguez Freyle concluye: Concertadme, por vida vuestra, estos adjetivos. La casa a donde sola la voluntad es señora, no está segura la razón, ni se puede tomar un punto fijo. Esto fue el origen y principio de los disgustos de este Reino y pérdidas de haciendas, y el ir y venir de visitadores y jueces, polilla de esta tierra y menoscabo de ella (cap. XIII). Así lo demostraba, en efecto, el caso del licenciado Orozco, fiscal de la Audiencia, hombre mozo, de espíritu levantado y orgulloso, que el cronista relata y del cual extrae esta conclusión: Seguía el fiscal los amores de una dama hermosa que había en esta ciudad, mujer de prendas, casada y rica. Siempre topo con una mujer hermosa que me dé en que entender. Grandes males han causado en el mundo mujeres hermosas. Y sin ir más lejos, mirando la primera, que sin duda fue la más linda, como amasada de la mano de Dios, ¿qué tal quedó el mundo por ella? De la confesión de Adán, su marido, se puede tomar, respondiendo a Dios: “Señor, la mujer que me disteis, ésa me despeñó”. ¡Qué de ellas podía yo agora ensartar tras Eva! Pero quédense. Dice fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, que la hermosura y la locura andan siempre juntas; y yo digo que Dios me libre dé mujeres que se olvidan de la honradez y no miran al ¡qué dirán!”, porque perdida la vergüenza, se perdió todo (cap . XIII)
Así pues, la hermosura femenina es, según Rodríguez Freyle, el origen de casi todos los males, aunque después matizará tal aserto en función del uso que de ella haga la mujer. ¿Qué es mejor: tener mujer hermosa o fea? Peligrosa cosa –escribe (cap. XV)– es tener la mujer hermosa, y muy enfadosa tenella fea; pero bienaventuradas las feas, que no he leído que por ellas se hayan perdido reinos ni ciudades, ni sucedido desgracias, ni a mi en ningún tiempo me quitaron el sueño, ni agora me cansan en escribir sus cosas; y no porque falte para cada olla su cobertura. Y agrega, poco después: ¡Oh hermosura, dádiva quebradiza y tiranía de poco tiempo! También le llamaron reino solitario, y yo no sé por qué; por mí sé decir que yo no la quiero en mi casa ni por moneda ni por prenda, porque la codician todos y la desean gozar todos; pero paréceme que este arrepentimiento es tarde, porque cae sobre más de los setenta. Siempre la hermosura fue causa de muchas desgracias, pero no tiene ella la culpa, que es don dado de Dios. Los culados son aquellos que usan mal de ella (cap. XVIII).
Queda claro que el cronista no se considera incluido entre los culpados, y por si ello no se hubiera entendido bien, Rodríguez Freyle remacha su afirmación: Déjame, hermosura, que ya tienes por flor el encontrarte a cada paso conmigo, que como me coges viejo, lo harás para darme pasagonzalos, pero bien está. La hermosura es red, que si la que alcanza este don la tiende, ¿tal cual pájaro se le irá? Porque es red barredora de voluntades y obras. La hermosura es don de naturaleza, que tiene gran fuerza de atraer a sí los corazones y benevolencias de los que la miran. Pocas veces están juntas hermosura y castidad, como dice Juvenal (cap. XIX). Por último, al referirse a doña Jerónima de Mayorga, nuestro autor escribe (cap. XXI): ¡Oh hermosura, causadora de semejantes desgracias!, y cuán enemiga eres de la castidad, que siempre andas con ella a brazo partido; y la mujer que te alcanza y no se corrige con la razón, viene al paradero que vino esta desdichada o a otro su semejante.
Como ha podido comprobarse, las invectivas de Rodríguez Freyle contra la hermosura se dirigen específicamente contra la belleza femenina y van, por consiguiente, encaminadas a la denigración de la mujer. El capítulo XVIII de la obra es muy ilustrativo a este respecto. Cosa maravillosa es para mí, que del hablar he visto muchos procesos, y que del callar no baya visto ninguno, ni persona que me diga si lo hay. Bien dicen que el callar es cordura. Otras muchas justicias se hicieron en estos tiempos, unas justiciadas, otras no tanto, porque si entran de por medio mujeres, Dios nos libre. Y añade: Quien comúnmente manda el mundo son mujeres […]. ¿Cómo se le puede quitar a la mujer que no mande, siendo suya la jurisdicción, porque es primera en tiempo, por mande, siendo suya la jurisdisción, porque es primera en tiempo, por la cual razón es mejor en derecho? Demás que le viene por herencia; pruébolo: Mándale Dios a Adán: “No comas del árbol que está en medio del paraíso, porque en la hora que comieres de ese, morirás”. Pues Eva, su mujer, va y tráele la fruta, y mándale que coma de ella, y obedece Adán a su mujer. Come la fruta vedada, pasa el mandato de Dios y sujétanos a todos a muerte. Llama Dios a Adán a juicio, y dale por disculpa diciendo: “Mulier quem dedisti mihi, ipsa me decepit”. Andad, señor, que no es esa la disculpa de vuestra golosina; no la dejárades vos irse a pasear, que aquí estuvo todo el daño. La mujer y la hija, la pierna quebrada y en casa; y si les dieres licencia para que se vayan a pasear, o ellas se la tomaren y sucediere el mal recaudo, no le echeis a Dios la culpa, ni tampoco os abroqueleis con la disculpa de Adán: quejaos de vuestro descuido. Para apoyar su idea, el autor cita los casos de Nabot, Sansón, David, Salomón y San Juan Bautista, y concluye: ¿Qué diferencia hay entre mandar las mujeres la república, o mandar a los varones que manden las repúblicas? Las mujeres comúnmente son las que mandan el mundo; las que se sientan en los tribunales y sentencian y condenan al justo y sueltan al culpado; las que ponen y quitan leyes y ejercitan con rigor las sentencias; las que reciben dones y presentes y hacen procesos falsos. Y todavía agrega, aunque excusándose por su edad: Son muy lindas las sabandijas, y tienen otro privilegio, que son muy queridas, que de aquí nace el daño. Buen fuego abrase los malos pensamientos, por que no lleguen a ejecutarse. ¡Válgame Dios! ¿Quién al cabo de setenta y dos años y más, me ha revuelto con mujeres?¿No bastará lo pasado? Dios me oiga y el pecado sea sordo: no quiera que llueva sobre mí algún aguacero de chapines y chinelillas que me baga ir a buscar quien me concierte los huesos; pero yo no sé por qué… Yo no las he ofendido, antes bien las he dado la jurisdicción del mundo. Ellas lo mandan todo, no tienen de qué agraviarse.
Y, en efecto, Rodríguez Freyle desea desagraviar a las mujeres, pero no sólo no lo consigue, sino que insiste en sus ataques contra ellas. Quiero volver a las mujeres –escribe– y desenojarlas, por si lo están, y decir un poquito de su valor. Grandísima es la fama de las diez Sibilas, pues con palabras tan divinas trataron de los dichos y hechos, muerte resurrección y ascensión de nuestro Redentor, y de todos los demás artículos de fe católica. La casta y famosa viuda Judith, con sabiduría y ánimo más que humano, guardó su decoro y limpieza, cortó la cabeza de Holofernes y libró la ciudad de Betulia […]. Quíteseles el enojo, señoras mías, que como he dicho de éstas, dijera de muchas más. Pero agrega en seguida: La mujer es arma del diablo, caberza de pecado y destrucción del paraíso. Y pocas páginas después: ¡Oh mujeres, armas del diablo! Las malas digo, que las buenas, que hay muchas, no toca mi pluma si no es para alabarlas; pues si dan en crueles, Dios nos libre, que por venganza echan todo el resto, sin que reparen en honra y vida ni tampoco se acuerden de Dios, de quien no pueden huir para ser juzgadas; todo lo atropellan por salir con la suya y vengarse (cap. XVIII). Algo parecido había escrito antes (cap. XV), cuando reflexionó sobre el amor y, de paso, atacó a la mujer: El amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una gustosa y fiera herida y una blanda muerte. El amor, guiado por torpe y sensual apetito, guía al hombre a desdichado fin […]. El día que la mujer olvida la vergüenza y se entrega al vicio lujurioso, en ese punto muda el ánimo y condición, de manera que a los muy amigos tenga por enemigos, y a los extraños y no conocidos los tiene por muy leales y confía más de ellos.
Acerca del hombre, en cambio, es decir, del varón, nuestro autor tiene una opinión favorable, como indica el párrafo siguiente (cap. XVIII): Ya me estarán diciendo que por qué no digo que los hombres; que si son benditos o están santificados. Respondo: que el hombre es fuego y la mujer estopa, y llega el diablo y sopla. Pues a donde se entremeten el fuego, el diablo y la mujer, ¿qué puede haber bueno? Con esto lo digo todo, porque querer decir del hombre, en común o en particular, sería nunca acabar. El hombre se dice mucho menor, porque todo lo que se halla en el mundo se halla en él, aunque conforma más breve, porque en él se halla ser, como en los elementos; vida, como en las plantas; sentido, como en los animales; entendimiento y libre albedrío, como en los ángeles; y por esto le llama San Gregorio al hombre “toda criatura”, porque se hallan en él la naturaleza y propiedades de todas las criaturas, por lo cual Dios le crió en el sexto día, después de todas las criaturas criadas, queriendo hacer en él un sumario de todo lo que había fabricado.
Como habrá podido comprobarse, los datos que el propio Juan Rodríguez Freyle proporciona acerca de sí mismo, de su vida y de algunos aspectos de su pensamiento permiten afirmar que el hombre tenía una curiosa o rara personalidad. Parece indudable, a mi juicio, que no se trata, pese a sus ocasionales escarceos militares, de un hombre de acción, de un conquistador guerrero ni de un agresivo comerciante o intrépido o arriesgado hombre de empresa. En ambos sentidos, ni su participación en algunas campañas contra los indios rebeldes ni su dedicación a la agricultura permiten incluirle entre capitanes ni empresarios, y ello no por falta de inteligencia ni de posición social, aunque ésta no pasara de mediana. La personalidad de Rodríguez Freyle –escribe Aguilera14–, si se resiente por la faz del esfuerzo y de la decisión para hacerle frente a la vida, gana mucho en cuanto a la conducta de hombre de bien y de criterio sano. Por la falta denunciada en esta advertencia previa, deducida de informaciones francas o veladas de él propio, se verá que no fue capaz de emplear su inteligencia y buenas bases sociales para alcanzar la honra y prez que tantos otros compañeros y contemporáneos suyos, menos bien dotados, obtuvieron con pequeña dosis de iniciativa y firmeza de carácter. Algo parecido opina Oscar Gerardo Ramos: Rodríguez Freyle es, en definitiva, un santafereño de acento español, un temperamento urbano, a lo más agrícola, muy tímido para ir a incursionar nuevas regiones y sentir el desconcierto geográfico que subyugó a los primeros cronistas15.
El talante de Juan Rodríguez Freyle era, en efecto, muy otro. Lo que él dice de sí mismo autoriza el afirmar que fue un joven de carácter abierto, de inteligencia clara y despierta, de buenas condiciones para bienquistarse a las personas, de temperamento conciliador, de buena fama y estimado por sus vecinos y conocidos. Que intentó hacer fortuna y que no lo consiguió por su mala suerte –el fallecimiento de su protector, licenciado Pérez de Salazar– parece claro, como lo es igualmente el hecho de refugiarse, ya al final de sus días, en la literatura. Ello muestra, en definitiva, su aspiración –típica aún de su época– de dejar fama, de pasar a la Historia, siquiera fuese por la vía de la creación literaria, lo que si no logró en su tiempo –su obra no alcanzó la publicidad de la imprenta hasta algo más de dos siglos después de escrita, aunque en su época fuese conocida por algunos–, sí consiguió doscientos años después. Por desgracia, la iconografía del autor no ayuda casi nada a conocer la personalidad de éste, ya que no se conoce –ni, probablemente, lo hubo– retrato alguno suyo de su tiempo. El único de que se dispone, en efecto, es el del maestro Miguel Díaz, que éste pintó en 1936. Aguilera expone así el origen y la realización de ese único retrato que figura en su edición de El carnero, en la de Mario Germán Romero y en algunas otras. Ante la necesidad –escribe– de consagrar un recuerdo pictográfico al primer cronista de nuestra ciudad capital, la Academia Colombiana de la Historia acordó, coincidencialmente, al cumplirse el III centenario de la iniciación de la crónica, la ejecución con pincel de una imagen que, viso más, viso menos, simbolizase la persona de aquél. Designóse para el difícil cometido al notable pintor don Miguel Díaz, bogotano nacido en el clásico barrio de Santa Bárbara. Una constante y reiterada lectura del Carnero y de la compaginación de las calidades literarias del libro le sugirieron la figura regordeta, sonrosada, campechana y, saludable del vecino de Guatavita. Diséñala sobre el fondo de la plaza y de la iglesia parroquial del lugar donde se presume que la crónica fue clasificada y compuesta. La edad setentona se advierte allí con la misma robustez y acometida de lo trasunto en los capítulos del infolio. Grata sonrisa socarrona, diestramente captada por el pincel y noblemente iluminada por la paleta, se filtra en mitad del rostro, mientras la péñola de ánade o de ganso se desliza sobre los pliegos amarillentos. Nunca un hombre flaco, desmarrido, arrugado, inquisitorial, de tez cetrina y de ojos encuerados hubiese podido escribir aquellas memorias ágiles, traviesas, irónicas y saturadas de buen humor. Así pues, es de creerse que la fantasía del maestro Díaz, tan hábil en el manejo de sus instrumentos pictóricos como buen intérprete de los sentimientos que florecen en el rostro de los hombres, dio en el clavo al consumar el “retrato” (llamémoslo así) de don Juan Rodríguez Freyle, entregado por él a la pinacoteca de nuestra Academia. No divagaríamos si dijéramos que el artista, a su modo, también preparó una biografía sin palabras sobre la trama de un lienzo. Cuando muy joven, y también por rara coincidencia, era yo discípulo de Miguel Díaz en la Escuela de Bellas Artes, leí por primera vez El carnero. Imaginé entonces a su autor muy próximo a lo que muchos años después mi profesor de dibujo concebiría y ejecutaría para ornamento de nuestro ilustre instituto de investigación histórica16.
La obra: Manuscritos y ediciones
La edición de la obra de Juan Rodríguez Freyle, debida al estudioso Mario Germán Romero y publicada por el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá en 1984, constituye la última noticia, hasta hoy, acerca de los manuscritos y ediciones conocidos de El carnero. Como afirma el investigador citado, no se conoce hasta el momento el manuscrito original de Rodríguez Freyle, pero se conservan varias copias, de las cuales las dos primeras reseñadas están en la Biblioteca Nacional de Bogotá. Son éstas el manuscrito de Ricaurte y Rigueyro, copia del año 1784, y el de del Castillo, de 1875. Los demás son los siguientes: Manuscrito del Colegio de San Bartolomé, de 1793; Manuscrito de propiedad del padre Jaime Hincapié Santamaría, probablemente del siglo XVIII; Manuscrito de Sierra y Espineli, copia hecha en Tunja en 1812, y Manuscrito de Yerbabuena, en el que al final de la Introducción aparece una nota, escrita en letra y tinta diferentes de las del texto, que dice: Copiado y enmendado en algo e ilustrado con algunas notas por el presbítero Miguel Espineli en Tunja, año de 1810, que lo copia de otro manuscrito bien trabajoso. Este de Yerbabuena, encuadernado en cuero, tiene una leyenda, al reverso de la pasta anterior, que dice: Bade de Domingo Acosta, y en la posterior se lee: Soy de Dn. Ignacio Vergara. Según Romero, para las guardas se utilizaron dos hojas de un libro de cuentas de la Hermandad del clero de Tunja, 1809-1810, de la cual era mayordomo tesorero el presbítero Antonio de Guevara. Dicho manuscrito comprende La Introducción, veinte capítulos, catálogos de los gobernantes y arzobispos y prebendados de Santafé, un Suplemento e ilustración de esta historia, el índice y un Discurso que aludiendo a la necesidad de la historia forma en obsequio de un amigo otro que se precia de serlo, fechado este último en Santafé el 6 de enero de 1819. Romero advierte, por último, que en el manuscrito de Yerbabuena hay seis cambios de letra y que en su texto se advierte la supresión de numerosos párrafos, sobre todo aquellos que contienen consideraciones morales, con que el autor pretende dar al relato un carácter ejemplarizante. Parece lógico preguntarse, a la vista de tales advertencias, por qué Romero eligió –él no lo aclara– este manuscrito para su, por lo demás, valiosa y muy cuidada edición de El carnero.
Mario Germán Romero proporciona también la relación completa de las ediciones publicadas, hasta la suya, de la obra de Rodríguez Freyle. La primera fue hecha por don Felipe Pérez en Bogotá, Imprenta de Pizano y Pérez, 1859, precedida de un interesante estudio del libro por el editor, en el que éste, tras explicar el título de Carnero, afirma que el manuscrito utilizado por él –cuyo paradero se desconoce– es uno que merece la mayor fe por su antigüedad; pues está escrito en letra pastrana y tiene tales caracteres de vejez, que bien pudiera ser el manuscrito autógrafo. La segunda edición fue la de don Ignacio Borda, de 1884, que añade el Catálogo de los arzobispos y prebendados que han sido de la iglesia metropolitana de este Nuevo Reino de Granada, desde el año de 1569 que fue erigida en metropolitana basta el presente de 1638, en que se cumplen los cien años de la conquista de este Nuevo Reino. Seis años después, en 1890, el propio Borda hizo la tercera edición, que reproduce la anterior. La cuarta es de 1926, sigue el texto de la primera y fue hecha por Germán Arciniegas. En 1935 aparece la quinta edición, con prólogo y notas de don Jesús M. Henao, que también reproduce el texto de la primera, aunque actualiza la ortografía y divide algunos párrafos muy largos. La sexta edición, incluida en la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, es de 1942 y reproduce la anterior. El Ministerio de Educación Nacional colombiano publicó en 1955 la séptima edición de El carnero, con arreglo al texto manuscrito de 1784. Seis años después, en 1961, apareció la traducción inglesa de la obra, hecha por William C. Atkinson. La octava edición fue publicada en 1963, en la Biblioteca de Cultura Colombiana; reproduce el texto de la primera impresión y fue hecha por el doctor Miguel Aguilera, quien en 1968 reprodujo la anterior y la publicó en la Editorial Bedout con su estudio y otro de Oscar Gerardo Ramos. Después, en el mismo año 1968 aparece la edición de la Biblioteca Schering Corporation U.S.A.; en 1975, la del Círculo de Lectores, con introducción de Rafael H. Moreno-Durán; en 1979, la de la Biblioteca Ayacucho, con prólogo, notas y cronología de Darío Achury Valenzuela; y, por último, la de 1984, ya citada, con introducción y notas de Mario Germán Romero17.
En cuanto a nuestra edición, primera que se publica en España, debo manifestar que sigue el texto de la primera, a través de la publicada por Aguilera en la Editorial Bedout. Sin embargo, se han corregido las erratas y malas lecciones de ésta, así como la puntuación, con objeto de hacer más comprensible el texto para el lector actual. Debe tenerse en cuenta, a este respecto, que la presente edición no va dirigida exclusivamente al lector erudito y especializado, sino a toda clase de lectores, tanto americanos en general –sobre todo no colombianos–, como, y principalmente, españoles. Por ello, aun aprovechando no pocas de las anotaciones hechas por el doctor Aguilera, se prescinde de otras, excesivamente eruditas para éstos, y se añaden también otras notas, que facilitan la comprensión del texto.
Razón del título El carnero
Enrique Otero DCosta –escribe Aguilera18– atribuye la denominación a la causticidad proverbial del santaferiñismo, que tomó la voz como equivalente de fosa o sepultura para enterrar muertos, tal como antaño se decía. Según el talentoso intérprete, fue en aquel carnarium (antecedente latino de carnero) donde pararon ciertos títulos de incierta hijodalguía, ya que de los actores en lances de escandalosas tragedias o de inicuas hazañas, se desprendieron hasta hoy no menos de veinte generaciones descendentes y cien colaterales, que, multiplicadas por un promedio demográfico conveniente al escenario, arroja en proporción geométrica no menos de un millón de unidades humanas, entre agnados y cognados, que descendieron a la fosa carnaria, o al carnero, como otrora se decía, seguras de una limpieza de sangre inobjetable. Y comenta Aguilera: Acaso el efecto está bien presumido por Otero D’Costa; mas no la causa de la denominación. Ya el doctor Felipe Pérez, primer editor de la obra, había pensado y escrito antes lo mismo que aquél, pero no se había pronunciado por ninguna de las explicaciones posibles como significados presumibles del título de la obra. otros comentaristas citan a fray Alonso Zamora, historiador dominico, y entre ellos, Aguilera recuerda, como acaso el más competente, a don Marco Fidel Suárez, quien acepta la explicación de aquél: Deseosos de averiguar de qué religión (comunidad) fueron los que dieron ocasión para que se dijera que bastardeaban en el sagrado empleo de su instituto, he leído los más instrumentos de aquellos tiempos, así eclesiásticos como seculares, y algunos cuadernos que, sin nombre de autor, llaman carneros. A su vez, monseñor Juan Crisóstomo García amplía la instrucción haciéndola extensiva a los libros de actas capitulares antiguos, que también recibieron el nombre de tumbos o becerros.
El doctor Aguilera, por fin, aventura una hipótesis propia. Sin temor –escribe– de proponer una monstruosidad idiomática, se podría retrotraer la investigación hasta medio siglo antes de la obra del dominico Zamora, época en que un historiador español de apellido Carnero escribió la “Historia de las guerras civiles que ha habido en los Estados de Flandes desde el año de 1559 hasta el de 1609, y las causas de rebelión de dichos Estados”. Tal libro, que tuvo en la Península inmensa popularidad, por revelarse en él los nombres de muchos antepasados de los lectores, acaso pudo determinar en el vulgo la mención metafórica del autor por cualquier producción impresa o manuscrita de análoga índole histórica. Así como no nos excusaríamos hoy de entender que para ponderar la historia de Henao y Arrubla, dijéramos de su libro que es Iodo un Cantú colombiano”.
No hay razón para negar posibilidades de acierto a tales interpretaciones ni, menos aún, erudición y sutileza a la apuntada por Aguilera. Pero pienso que la explicación del título El carnero que puso a la obra de Rodríguez Freyle el anónimo o desconocido titulador santafereño es, quizá, mucho más sencilla. En efecto: debe aclararse, en primer lugar, que la palabra carnero no procede de carnarium, sino de carnarius, lugar –leo en el Diccionario de Autoridades (I, 187)– donde se echan los cuerpos de los muertos, cuando por ser muchos juntos no se pueden enterrar en sepulturas, y así se hacen unos hoyos grandes para este fin. Y también se llaman así los que se hacen en los cementerios de las iglesias, para ir echando los huesos que se sacan de las sepulturas. Diósele este nombre, porque se echa en él la carne de los muertos para que se consuma. En este sentido, la palabra original latina es ossaria, y el Cancionero General lo registra así en una décima al conde de Luria, a la que pertenecen estos versos: Mi pobre boca ha expirado / con todo su barrio entero / y mis dientes considero /que apestan la vecindad, / y fuera gran claridad / el hecharlos al carnero. No parece, pues, razonable el establecer relación alguna entre este significado y el contenido de la obra de Rodríguez Freyle. Por lo mismo, tampoco parece lógico a menos que quien titulase así la obra lo hiciera despectiva o irónicamente relacionar ese nombre con la expresión “echarlo al carnero”, frase metafórica, que denota echar una cosa al olvido y separarla de sí para no volverse a acordar de ella, o ponerla donde se confunda con otras (Dicc. Aut., I, 188). De ahí el que tampoco pueda referirse carnero a la significación que tal palabra tiene en Argentina, Chile y Paraguay como persona que carece de voluntad e iniciativa propias.
Pero carnero es también el nombre de un pez osteictio siluriforme de la familia tricomictéridos, que vive en la América meridional y que es parásito y puede causar graves daños, ya que penetra en las cámaras bronquiales de otros peces, de cuya sangre se alimenta. Pienso que, en este punto, empezamos a acercarnos a la interpretación verosímil del título dado al libro de nuestro escritor, siquiera sea por los graves daños que pudiera ocasionar a algunos la lectura del texto. Mas reconozco que tal interpretación sería demasiado sutil y como tal se quebraría. No hay que olvidar, en cambio, que carnero es el nombre del primer signo del Zodiaco, que se representa mediante la figura de ese animal, que en latín se llama aries. Y, en este sentido, deben recordarse –como lo hace el Diccionario de Autoridades (I, 187)– estos versos de Quevedo: Diome el León su cuartana, / diome el Escorpión su lengua, / Virgo el deseo de hallarle, / y el carnero su paciencia. Esta es, a mi juicio, la primera idea que, en relación con la obra de Rodríguez Freyle, debe anotarse; a saber: carnero alude, o se refiere, o se corresponde, o es igual a paciencia, y mucha debió de tener nuestro autor para escribir su libro.
Hay, en fin, una última significación de la palabra carnero, con la que se define la máquina militar que se usó en lo antiguo para batir los muros, y es lo mismo que ariete, por la figura de la cabeza de carnero, hecha de hierro y fijada en el remate de la viga (Dicc. Aut., I, 187). Ariete se llamaba, en efecto, la máquina utilizada para abatir murallas mediante una viga larga y pesada que embestía contra aquéllas por el extremo reforzado con pieza de hierro o bronce, generalmente labrada en figura de cabeza de carnero, porque ariete procede de aries, arietis, el carnero. Por tal razón, ariete también significaba, en sentido figurado, persona que defiende y ataca con firmeza en una lucha o discusión. Y ésta es, en definitiva, la interpretación más aproximada y correcta que puede darse al título El Carnero, que alguien puso y con el que se conoce la curiosa obra del escritor neogranadino Juan Rodríguez Freyle.
Fuentes
Está claro, porque así lo confiesa el propio autor (Prólogo al lector y cap. VIII), que las fuentes que Rodríguez Freyle utilizó para la redacción de su obra fueron las Elegías de Juan Castellanos y las Noticias historiales de fray Pedro Simón. También cita en una ocasión al inca Garcilaso en sus Comentarios Reales. Además, a lo largo del texto (Prólogo al lector y caps. III, XI, XII, XIII, XV, XVII, XVIII, XIX, XX Y XXI) hace una gran cantidad de citas de la Biblia, la Historia clásica de Grecia y de Roma, los Santos Padres, la Historia de España al final de la época visigótica, la Historia castellana medieval y algunos hechos concretos de la Historia moderna española. Así, los nombres de Hércules, Alejandro Magno, César, Pompeyo, Virgilio, Platón, Marco Aurelio, Nerón, Agripina, Juvenal, Séneca, Mitrídates, Horacio, el rey Baltasar, Holofernes, David, Saúl, Moisés, Herodes, Isaías, jeremías, Abel, Caín, Job, Salomón, San Pablo, San Agustín, San Gregorio, San Inocencio, Florinda (hija del conde don Julián), don Rodrigo, don Fernando de Castilla, don García de Navarra, don Álvaro de Luna, el marqués de Santillana, fray Antonio de Guevara y fray Luis de Granada figuran, entre otros muchos, sacados a colación por el autor con motivo, casi siempre, de apoyar una idea o ilustrar una moraleja extraída de algún hecho, generalmente malo o inmoral. Pese a ello, no hay nada en esas citas que demuestre especial erudición ni conocimientos de especialista en ninguna de aquellas materias. Es cierto, sin duda, que todo ese alarde permite imaginar que era hombre de aspiraciones intelectuales, inquieto por aprender lo que estuviera a su alcance. Pero me parece excesivo afirmar que se observa en la cita de opiniones morales de los patriarcas o de los clásicos de la era cristiana, que hay seso y concatenación, y que no se echa de ver la sola manía de mostrarse erudito, así como hablar de la versación de Rodríguez Freyle en materias bíblicas, mitológicas, patrísticas y acerca de la historia política de griegos y romanos19. Por ejemplo: el relato bíblico que aparece en el capítulo V de El carnero no es nada más que la transcripción de lo que comúnmente se sabía y creía en la época sobre el origen del mundo y de la humanidad, y lo mismo puede afirmarse de lo que se refiere a la historia del pueblo hebreo y a la de griegos y romanos. Comparto en este aspecto el juicio de Mariano Picón-Salas, cuando escribe: ese simpático chismoso del siglo XVII que es Juan Rodríguez Freyle, autor de El carnero, crónica de la Nueva Granada y especialmente de la ciudad de Bogotá, equilibra los elementos de picardía y murmuración que pueblan su historia, con alusiones a la Biblia y la teología, materias en que el autor parece deliciosamente lego20.
Ello no quiere decir, naturalmente, que Juan Rodríguez Freyle careciera absolutamente de conocimientos y, menos aún, que no estuviera interesado siempre en documentarse profunda y ampliamente para lograr la máxima veracidad en sus relatos. Como es sabido, el autor tuvo acceso a no pocos documentos oficiales. Por la precisión matemática de algunas referencias, se echa de ver –escribe Aguilera– que no le fue impedida la consulta de los libros del Acuerdo de la Real Audiencia21. Y Mario Germán Romero dice: Me retiro de los autos. Esta frase la estampa en más de una ocasión22. Por otra parte, no parece excesivo afirmar que el cronista debió poseer una biblioteca, siquiera reducida o de no muchos volúmenes, y escribir notas y observaciones sobre los acontecimientos, así como recoger testimonios de los testigos presenciales de aquéllos. Poseyó algunos libros –leo en Aguilera–. Ellos fueron sus inseparables y fieles consejeros. También, por la claridad y precisión de la reminiscencia, se colige que llevaba apuntes y observaciones para auxiliar la memoria. Los testimonios orales conseguidos fueron frecuentes y numerosos. La tradicción de este otro don Juan, cacique sucesor del Guatavita, hombre de edad y bien instruido en el pasado de su tribu, constituyó lo esencial para clarificar la posición y poderío de los grandes bandos indígenas trabados en el conflicto armado cuando don Gonzalo Jiménez de Quesada arribó al altiplano andino23.
Pero no es solamente eso. Rodríguez Freyle aduce siempre el testimonio personal de lo que vió, oyó o le contaron, y cita a sus informadores, como en el caso de don Francisco de Porras Mejía, maestrescuela y provisor y vicario general del arzobispado de Bogotá, de quien dice (cap. XVII): gran señor mío, a quien yo oí y de quien supe parte de las cosas que tengo dichas. Véanse algunos ejemplos. Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiere, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Todo lo dicho, y lo que adelante diré en otros casos, consta por autos, a los cuales remito al lector a quien esto no satisficiere(cap. XV). En otra ocasión, cuenta que el doctor Francisco de Sandi era de condición cruel y tenía pensado matar a don diego Hidalgo de Montemayor, al contador Juan de Arteaga y al capitán Diego de Ospina. Pero el primero murió de rápida enfermedad, y el segundo de accidente, que el autor presenció y relata así: El Juan de Arteaga, yendo en una mula a ver su estancia que tenía en Tunjuelo, desde el puente de San Agustín revolvió la mula con él asombrado, llegando a la esquina de las casas reales, a donde yo y Juan Ubreta (vizcaíno) estábamos. Ante el hecho, tuve yo la espalda desnuda para cortar las piernas a la mula, porque en toda aquella calle, aunque se le pusieron muchas personas por delante, no la pudieron detener; dejé de ejecutar el intento por consejo del compañero. Debido a ello, la mula, después de una carrera por la plaza, dio con su jinete contra una puerta de cal y canto, lo cual produjo la muerte del contador, tres o cuatro días después, por las heridas (cap XVIII). Otro caso: relatando lo sucedido con dos personas que se habían quedado con dinero del contador Juan Beltrán de Lazarte, dice que una de ellas fue enviada a España, en donde salió bien en unos asuntos; y añade: y yo vi carta suya, que me la mostró Nicolás Hernández, portero, en que le daba cuenta de cómo le había ido en el Real Consejo (cap. XIX). La misma técnica adopta al narrar lo que vio en unas fiestas de la ciudad de Victoria (Catálogo siguiente al cap. XX), y en su referencia al marqués de Sofraga, cuando dice que éste dejó fama en Nueva Granada de haber hecho una gran fortuna. Y agrega: Lo cierto es que yo no conté la moneda, ni vi las joyas; lo que vi fue que queriendo el marqués confirmar a sus hijos, el señor arzobispo don fray Cristóbal de Torres dijo misa en las casas reales; y este día vide tres salas aderezadas, que se pasaba por ellas a la sala donde se decía la misa; en ésta y en las otras tres vide aparadores de plata labrada de gran valor, según allí se platicaba. Si era toda del marqués o no, por entonces no lo supe, ni sé más de lo que agora se dice (cap. XXI).
Tal exagerado afán de precisión y detallismo alcanza a las escasísimas alusiones paisajísticas de la obra, como puede comprobarse en el siguiente párrafo, única –o casi única– descripción de un paisaje: Estaba el río de Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días, que allegaba basta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por donde iban (cap. XIII). Pero, naturalmente, tal preocupación obsesiva por el detalle no deja margen a la imaginación. A este respecto, pienso que Aguilera se equivoca al escribir: Desde su juventud, la imaginación pareció ejercitarse en conocer intimidades de la vida social del criollo, del mestizo y del aborigen24. Como es sabido, la imaginación no se ejercita en conocer, pues se trata de la facultad anímica que representa las imágenes de las cosas, e imagen es la representación mental de algo percibido por los sentidos. En consecuencia, la imaginación está regañada con el afán de reproducción minuciosa de la realidad. Creo, en fin, apoyándome en su obra, que Rodríguez Freyle no puede figurar entre los grandes ni medianos escritores imaginativos.
Estilo y lenguaje
Juan Rodríguez Freyle fue, sin duda, un buen escritor sin excesivas preocupaciones estilísticas. Podría decirse que escribe como, seguramente, hablaba, y ello da como resultado una narración ágil, correcta, natural, sencilla, a veces muy animada y siempre traspasada de casticismo, lo cual quiere decir que consigue en su prosa evidentes notas de buen sabor local y, a la vez, no pocos descuidos e imperfecciones.
En conjunto, la obra se lee fácilmente, no sólo debido a la naturalidad y sencillez del relato, sino también a lo atractivo y, en ocasiones, misterioso de éste. Considerado en el conjunto del libro, el estilo de su autor es versátil: desembarazado en los diálogos y, sobre todo, adecuado, casi facilón en los relatos, sentencioso a la hora del ascetismo, irónico cuando ha menester, y siempre gracioso, preciso, variado y, por no detenerse en el adobo literario, capaz para descubrir con exactitud a un personaje, una calle, una situación o cualquier asunto25.
Puede afirmarse, en definitiva, que Rodríguez Freyle supo adecuar su estilo literario al variopinto contenido de su obra, en el que junto a relatos picarescos y de amores lascivos, aparecen reflexiones morales, propias de los prejuicios y el disimulo de la época barroca. Como ha escrito Picón-Salas, una contenida vena humorística, relatos de brujas, de soldados pícaros y de amores livianos se desliza a pesar del recato conventual del ambiente en la narración de Rodríguez Freile. Hay más de un tema de cuento, de historia pasional, o de simple sainete, en esa crónica bogotana, que ha veces quiere disfrazarse –por los prejuicios y disimulo de la época– en el ropaje más beato26.
Muy cierto es, en cualquier caso, que Rodríguez Freyle no hacía uso del lenguaje pomposo ni se detenía en divagaciones aristotélicas, porque era ciudadano sencillo, con la instrucción elemental necesaria para hacer el cotejo entre la conducta de los varones justos de edades remotas y los procedimientos que se cumplían en su época27. Pero dejando aparte cualquier tipo de reflexiones morales y sin salir, por tanto, de la consideración del lenguaje del autor, lo importante es señalar que éste consigue, en no pocas ocasiones, grandes aciertos expresivos, expresiones de indudable valor gráfico. Citaré solamente una. Hablando del licenciado Ferraes de Porras, dice Rodríguez Freyle que ha oído muchas veces en Nueva Granada rezar por él, y agrega: particularmente cuando se cobran alcabalas; pero son oraciones al revés (cap. XVII).
Género de la obra
Dentro de la relativa parquedad de críticos y comentaristas de El carnero, hay gran variedad de criterios acerca del género en que debe ser clasificada la obra. ¿Crónica? ¿Historia? ¿Novelas? ¿Mixtura de todo ello y, en consecuencia, obra de muy difícil, o imposible, encasillamiento? De todo hay en esta viña historiográfica y criticoliteraria. Pero no es posible, naturalmente, exponer aquí cada una de las opiniones fundadas que acerca de tal tema se han emitido. Bastará, pues, con señalar que los historiadores y los críticos se inclinan, en general, por una de estas dos tendencias: Rodríguez Freyle, historiador y cronista; Rodríguez Freyle, novelista, o cuentista. Debo decir que la mayoría de tales autores niega al autor de El carnero su condición de novelista, inclinándose a concederle la de historiador y cronista, con lo cual confunde estos dos conceptos, ya que, como es sabido, historiador es quien escribe Historia, y cronista es el simple relator de unos hechos. Oscar Gerardo Ramos percibe en Rodríguez Freyle cuatro vocaciones literarias; a saber: el historiador, el cronista, el novelador y el moralista, que se entrelazan en El carnero, pero a todas las cuales supera una tendencia de índole cuentística, que pervade [sic] muchos relatos. En vista de ello –agrega– éstos serían entonces historietas, y Rodríguez Freyle sería un historielista28.
No deja Ramos suficientemente clara la distinción entre cuento e historiela. Puede colegirse, sin embargo, que asigna la palabra cuento para los relatos breves de pura ficción y crea el neologismo historiela para designar la relación corta que expone un hecho, suceso o acontecimiento de contenido histórico, pero adobado de algún modo por la fantasía. Esto último es lo que significa precisamente la palabra historieta, aunque no se puede negar que ésta ha sufrido una evidente degradación en su significado, debido al uso y abuso del término en las publicaciones infantiles. En cualquier caso, aceptando o no tal neologismo, lo que resulta inaceptable es la atribución a Rodríguez Freyle de unas supuestas vocaciones de historiador y de moralista. La Historia –con mayúscula– no se había creado o inventado aún en aquella época; y en cuanto al moralismo, obedece a otras razones, como se verá más adelante.
Comparto totalmente, en cambio, la idea expresada por Ramos, por Aguilera, por Romero –aunque éste de modo indirecto– y por otros –Felipe Pérez, Ignacio Borda, Jesús M. Hernao, Achury Valenzuela–, según la cual El carnero no es una novela, aunque su autor demuestre algunas dotes de novelista. Rodríguez Freyle –escribe Ramos– es un novelador, pero El carnero no es una novela. Es un novelador por el estilo general: narra como si refiriese acontecimientos imaginarios más que reales, de tal modo que hasta en ocasiones se ve obligado a afirmar que se remite a los autos. Es un novelador también por el ritmo de la narración que impone a su crónica, los cortes que utiliza, los diálogos que introduce, la pintura creativa de los personajes, la selección de elementos –lugar, atuendos, horas– que emplea, y el tipo de temas que entresaca a la historia, a la crónica y a la leyenda. Pero el libro cae en el terreno de las historielas. Como novela, exigiría más férrea unidad de argumento, continuidad de personajes, o la presencia más directa del autor, de manera que sea él un protagonista que enlace todas las historielas. El mero tiempo histórico que tomó para enmarcar las narraciones no otorga esa unidad de. novela29. Y, claro es, al no ser El carnero una novela, no puede ser una novela picaresca. Hoy, ese género –afirma Ramos– corresponde más bien al género policiaco, y cita, como demostración, las historielas El indio Pirú y Los libelos infamatorios. Esta última posee características singulares, no ya en el tema, sino en la técnica narrativa, porque se suspende y se reanuda más adelante, se entremezcla a otros asuntos, avanza con distintos cortes y aun planos, se desarrolla en contrapunto, se complica hasta quedar casi irresoluble, y sólo viene a resolverse, mucho después, inesperadamente30.
Miguel Aguilera niega también a El carnero su carácter novelístico. Es preciso desechar –escribe– la idea de que la producción de Rodríguez Freyle es del género costumbrista, novelesco o imaginativo. La calidad típica de ella, de ser entretenida y curiosa, y de hallarse escrita con estilo cambiante de un capítulo a otro, no sería jamás fundamento para que los historiadores de la literatura vernácula formulen juicios aventurados acerca de la naturaleza del libro31. Por su parte, Achury Valenzuela tampoco concede a la obra esa condición de novela picaresca que algunos críticos la otorgan. Para incluirla –escribe– en tan ilustre linaje literario, faltan a la obra de Rodríguez Freyle muchas cualidades y condiciones de estilo y contenido: unidad en el relato, trama, atinada descripción de caracteres y un desenlace. En realidad, El Carnero no es sino una serie de relatos que siguen un orden cronológico, entreverados con reflexiones morales del propio cronista, extraídas, a veces, de autores clásicos griegos y ronanos y de escritores españoles de los siglos XV y XVI32.
No hay duda, pues. El carnero no es una novela ni una novela picaresca. Se trata, en realidad, de una crónica de acontecimientos –la mayor parte de ellos vividos y conocidos directamente por el autor, y otros que éste ha sabido por libros o por relatos orales–, algunos de los cuales son narrados con el estilo y la técnica propios de las narraciones breves de ficción, es decir, de los cuentos. Por eso, Ramos afirma con razón que El carnero es el primer intento de índole cuentística33, y agrega: Veintitrés narraciones con estilo de cuento, constituyen el eje de El Carnero. Si se las llama historietas, en vez de cuentos, es porque no son rigurosamente historias ni leyendas, sino hechos presumibles de historicidad, tal vez tejidos con leyenda y matizados por el genio imaginativo del autor, que toma el hecho, le imprime una visión propia, lo rodea con recursos imaginativos y, con agilidad, le da una existencia de relato corto. En este sentido, las historietas se asemejan al cuento: son, por tanto, precursoras del cuento hispanoamericano, y Rodríguez Freyle, como historielista, se acerca a la vocación del cuentista34.
El número de historietas me parece excesivo. Habría que rebajarlo en cuatro o cinco, por lo menos, ya que las que Ramos titula El indio dorado, El tesoro de Guatavita, Prisión cuaresmal, Juan Roldán, Alguacil de la corte y alguna otra no son tales cuentos. De todas formas, es cierto que los cuentos coloniales o historietas ocupan, no sólo el mayor conjunto de páginas, sino la energía literaria del escritor. Allí Rodríguez Freyle entrega toda su capacidad narrativa y su instinto creador. El escribano, a veces surge como testigo, a veces como relator imparcial, a veces como fustigante miembro de la sociedad, siempre como un deleitoso relator de las historietas35. En este aspecto, Héctor H. Orjuela ha escrito líneas muy acertadas cuando afirma que tienen razón quienes defienden el valor historiográfico –él dice histórico– de El carnero y quienes destacan los valores narrativos de éste. Pero “en Rodríguez Freyle domina el narrador sobre el cronista o historiador; y aunque el santafereño nunca se propuso escribir una novela picaresca –que bien capacitado estaba para hacerlo– y no es, desde luego, un novelista, bien podríamos llamarlo […] un Ricardo Palma colonial, precursor del célebre creador de las “tradiciones”36.
Desde el punto de vista de los asuntos o argumentos, esas narraciones breves o historielas se ordenan, según Ramos, del modo siguiente: seis se refieren a tesoros, dineros o robos, dos también a hechicerías, una versa sobre emplazamiento ante la muerte, otra sobre las argucias de Juan Roldán, una a la prisión de don Agustín de la Coruña, Obispo de Popayán, una sobre libelos contra la autoridad, y las restantes sobre tíos de amor con caracteres de asesinato37. Pero la mayor parte de tales cuentos tienen como tema principal el relato de sucesos o acontecimientos de amores prohibidos, seguidos o no de crimen, que constituyen, en cualquier caso, un índice expresivo de algunos aspectos importantes de la vida de la época virreinal.
Es claro, por otra parte, que a Rodríguez Freyle no le atrae ni le interesa el paisaje, como ya he dicho antes, y sólo le preocupa al ser humano, el hombre y la mujer. Lo ha visto bien Oscar Gerardo Ramos. A Rodríguez Freyle –escribe– no le atrae el paisaje, monstruo que alucinará después a los escritores americanos. Sus descripciones telúricas son escasas, meramente circunstanciales. Sólo la noche con su cómplice sombra se pasea entre los personajes de intriga. La lejanía del paisaje en Rodríguez Freyle obedece, quizá, a que sea él un sabanero, y esa región, tan ascética, no suscita el asombro que imponen las montañas de climas tépidos [sic] o las selvas tropicales. En definitiva, a él le interesa el hombre y la mujer como tales y como agonistas de pasiones, así sean éstas las más comunes y, por lo tanto, las más humanas38.
La intención moralizadora
Es evidente, pues el autor lo declara ya al final del largo título de su obra, que ésta persigue un fin moralizador. El escribe su libro –afirma– con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia. Esta idea, en efecto, parece explícita en tres ocasiones, por lo menos. Así, en el capítulo XII: Ya tengo dicho que estos casos no los pongo para imitarlos, sino para ejemplo. Y en el capítulo XV, afirma: Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiere, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Por último, en el capítulo XVIII, relacionando el tema moral con el de la hermosura, escribe: No puedo dejar de tener barajas con la hermosura, porque ella y sus cosas me obligan a que las tengamos. Esto lo uno, y lo otro porque ofrecí escribir casos, no para que se aprovechen de la malicia de ellos, sino para que huyan los hombres de ellos y los tomen por doctrina y ejemplo, para no caer en sus semejantes y evitar lo malo.
A mi modo de ver, en este punto puede hallarse el único de conexión entre la obra de Rodríguez Freyle y la novela picaresca. El carnero no pertenece, en efecto –ya lo he dicho antes– a ese género literario, porque ni es novela ni es picaresca. Sin embargo, como ya se señaló hace más de cuarenta años el profesor Francisco Sánchez Castañer, la novela picaresca ofrece un doble plano: el de la idealidad apetecida y el de la realidad lograda. Esta última se muestra con todas sus vilezas y defectos, no para ser imitada, sino para poner de manifiesto aquello en lo que no debe incurrir el ser humano, precisamente para evitar su caída en los males narrados. Que esta táctica constituyera, además, un escudo o salvaguardia contra los posibles ataques de recelo inquisitorial, es también probable, y más aún en los territorios indianos, en los cuales, como es sabido, se cuidaba especialmente el mantenimiento del amerindio en su supuesta pureza, tan lejana –según no pocos misioneros– de los hábitos, costumbres y comportamientos de los españoles.
Valor historiográfico de la obra
He aquí un tema que ha generado muy diversos y encontrados criterios a la hora de valorar El carnero desde el punto de vista de su condición de crónica, es decir, de relato veraz y fiable de los acontecimientos que el autor narra en su texto. ¿Puede y debe considerarse este libro una verdadera fuente para la Historia? Las respuestas a esta interrogante son varias y, en no pocos casos, contradictorias y, en muchas ocasiones, nula o escasamente matizadas. Así, Esteve Barba afirma que Freyle ve la historia desde el lado de la anécdota y tiene a la vez el instinto de lo pintoresco y de lo trágico. Resbala con ligereza y alegría, con indulgencia de viejo conocedor del corazón humano, por los pequeños defectos que las anécdotas revelan, pero se le ensombrece el estilo al relatar un crimen, sin perder nada de su ágil rapidez; sirva de ejemplo el terrible episodio del oidor Andrés Cortés de Mesa. En general, Freyle enlaza episodio tras episodio, articulándolos en una deliciosa petite historie del tiempo virreinal. Y añade: Acaso no es posible dar fe a todo lo que cuenta, a veces engendrado en el chisme, que no siempre es buena fuente histórica; acaso añade picantes detalles y literarios contrastes para dar vigor y gracia a la relación. Historia o anécdota novelada, El carnero de Bogotá, casi una novela picaresca, nos da más la idea de una época y de un ambiente que lo haría un severo cronista horro de sintaxis y plagado de datos, incapaz de mantener con interés cinco minutos su libro en nuestras manos39. Y todavía agrega Esteve: Sin gestos ni aspavientos, el crimen y el amor van de la mano en el libro de este implacable descubridor de la intimidad santafereña, en cuyas páginas un escritor de genio podría obtener fácilmente un elevado número de prolongadas novelas40.
Más o menos parecida a ésa es la opinión de Oscar Gerardo Ramos, quien también disminuye el valor historiográfico de El carnero. El relato histórico –escribe– es también muy endeble en Rodríguez Freyle. Representa, sí. la armazón que soporta las historielas, pero el hilo de historia viaja muy oculto, aparece en ocasiones, fue más notorio al principio y trata de recuperarse al final Rodríguez Freyle se frustró como historiador. A veces, con demasiada rapidez pasa por todo un período de enorme importancia. Y para demostrar su aserto, Ramos cita lo que Rodríguez Freyle narra en el capítulo VIII de su obra, asunto al cual –dice– Lucas Fernández Piedrahita consagra largos capítulos. Por otra parte, Freyle, impulsado por su premura de historiador, corre por sobre los elementos históricos que ofrecen el ajusticiamiento del Mariscal Jorge Robledo, la muerte de Belalcázar en Cartagena, la visita del tristemente célebre Licenciado Juan de Montaño y la insurrección de Álvaro de Oyón. Todos estos hechos, tan importantes, ocupan apenas cinco páginas. Y así acontece con todos los demás puntos de relevancia histórica, excepto con los cinco primeros capítulos sobre las costumbres de los chibcbas y la fundación de Santa Fe, y con los últimos, en que dedica amplios trozos biográficos al Presidente Antonio González y el Arzobispo Fernando Arias de Ugarte. Y concluye Ramos: En él no se realiza un historiador sino ocasionalmente. Por ello, en las postrimerías del libro no se nota afán histórico: arrepentido de no haber hecho historia [sic, por Historia] y anheloso de rendir homenaje a su ciudad, relata los catálogos historiales sobre presidentes, oidores, villas, obispos y prebendados41.
El doctor Felipe Pérez, primer editor de El carnero en 1859 –como ya se dijo–, en el prólogo a su edición, escribe: Hay en él un plan fijo y una concatenación de hechos y de juicios, que si no hacen de él un libro a la altura de la historia moderna, es lo cierto que, por lo raro y bien sostenido de su estilo y la sana imparcialidad de sus conceptos, es superior en la época y al país en que se escribió. En España misma, no se encontrarían mejores sobre asuntos históricos con la fecha del siglo XVI o principios del XVII42. Tal juicio es, sin duda, claramente hiperbólico, ya que años antes de la redacción de El carnero habían publicado sus respectivas obras fray Prudencio de Sandoval y el padre Mariana, entre otros.
Mucho más matizados se muestran los juicios del coronel Joaquín Acosta y de Gustavo Otero Muñoz. Aquél –propietario del manuscrito de El carnero que sirvió para la primera edicción– dijo, en el capítulo bibliográfico de su Historia de la Nueva Granada, lo siguiente: En lo relativo a los acontecimientos peculiares a Santa Fe en la segunda mitad del siglo XVI es muy interesante, porque da a conocer con hechos el estado de la sociedad y de las costumbres de aquella época, en un leguaje sencillo y perfectamente local. Gustavo Otero Muñoz, por su parte, en sus Semblanzas colombianas, tras atribuir a Rodríguez Freyle muchos errores, afirma: Su obra tiene un carácter novelesco-anecdótico, sin que pueda clasificarse entre las rigurosamente históricas, pues no siempre se ciñe a la verdad. El mérito de Rodríguez Freyle está en la manera de narrar los pormenores, en la ingenuidad pintoresca y en el sabroso candor del estilo43.
Isidoro Laverde Amaya defiende, a su vez, la autoridad historiográfica de Rodríguez Freyle. Así, afirma: Tal sello de veracidad en Rodríguez Freyle es, sin duda, lo que ha impulsado a varios de los historiadortes que han venido después de él, a que prohijen sus noticias e inserten en sus obras largos trozos de aquélla. Entre los que más acuciosamente le han seguido, figura don José Manuel Groot, investigador paciente, muy dado a compulsar los archivos, a fin de poder rectificar fechas o conceptos dudosos44. El doctor Aguilera, que aporta estos testimonios, participa, como es lógico, de tales opiniones y afirma que por las virtudes de que don Juan dio ejemplo, y que no aparecen menoscabadas en documento alguno, tendrá que atribuirse fidelidad y exactitud a la urdimbre de su crónica. Y añade: No hay que explorar en Rodríguez Freyle su ingenuo humorismo, ni la embozada sátira, ni su doliente sarcasmo, ni la cruel intención moralizadora, ni el propósito de retaliación [sic]; que de todo se ve allí. Lo único que ha de perseguir el lector, y más puntualmente el historiador, es la verosimilitud de lo que él cuenta. La exageración en que a veces incurre no invalida ni enerva la justeza y la autenticidad de sus palabras, ofrecidas con carácter inconfundible a los ojos de los lectores cultos. Tampoco la crudeza de ciertas revelaciones íntimas ha de tomarse sino como signo del tiempo y del espacio incipiente en que se vivía45. Por su parte, Enrique Otero D’Costa escribe acerca de Rodríguez Freyle y su obra: Entra luego en la historia general que pudiéramos llamar de actos oficiales, tanto civiles como eclesiásticos, siguiendo en estos temas de índole sustantiva hasta el capítulo IX, donde empieza a introducir en su grave relato el cronicón local, los sucesos de la vida privada de personajes y familias conocidas en aquellos tiempos; y éste es y ha sido el aspecto que ha dado tan célebre popularidad al libro; esto es lo que lo ha hecho famoso y lo que le ha dado en todos los tiempos tantos miles de lectores46. Por último, Mario Germán Romero avala también la condición fiable de Rodríguez Freyle y expone, para ver basta dónde está ceñida a la verdad histórica la crónica del Carnero, los episodios del crimen del oidor Cortés de Mesa, del casamiento de doña Jerónima de Orrego, y del visitador dominico llegado durante el gobierno del doctor Francisco de Sande. Su conclusión es, en consecuencia, muy clara: ¿Se podrá dudar de la veracidad del cronista? ¿Será ese relato “un cuento de camino”, como lo califica el padre Mesanza? Una vez más, los autos vienen a corroborar los hechos referidos por el autor del Carnero. Y termina con esta afirmación tajante: Del examen de estos hechos, podemos concluir que El carnero es un libro de crónicas históricas: crónica general en los primeros capítulos y crónica local en el resto de la obra. La narración va ceñida a los documentos, como lo hace notar el autor con frecuencia, y está escrita con gracia y agilidad, con un fin noralizante, si hemos de creer al autor47.
Pienso que estas últimas palabras de Mario Germán Romero –si hemos de creer al autor– explican claramente los criterios expuestos por los especialistas editores de El carnero. Ellos siguen, en efecto, lo que Rodríguez Freyle afirma sobre lo que debe ser la verdad histórica y la obligación de los cronistas; a saber: decir la verdad y no incurrir, por tanto, en el hábito de los autores de Libros de caballerías. Así lo afirma taxativamente el autor de El carnero: La razón me dice que no me meta en vidas ajenas; la verdad me dice que diga la verdad. Ambas dicen muy bien, pero valga la verdad; y pues los casos pasaron en audiencias públicas y en cadalsos públicos, la misma razón me da licencia que lo diga, que peor es lo que hayan hecho ellos que lo que escriba yo; y si es verdad que pintores y poetas tienen igual potestad, con ellos se han de entender los cronistas, aunque es diferente, porque aquéllos pueden fingir, pero a éstos córreles obligación de decir la verdad, so pena del daño de la conciencia. Y, tras citar un ejemplo del mundo clásico, aclara: No se ha de entender aquí los que escriben libros de caballerías, sacadineros, sino historias auténticas y verdaderas, pues no perdonan a papas, emperadores y reyes, y a los demás potentados del mundo; tienen por guía la verdad, llevándola siempre (cap. XI).
Consideradas tales afirmaciones como propósito principal de Rodríguez Freyle al escribir su obra, no hay nada que enmendar, ya que él declara su intención de ser veraz, y es cierto que así lo procura. Sin embargo, al historiador compete la decisión acerca del logro del autor. En este sentido, parece necesario distinguir entre lo que el autor de El carnero cuenta en virtud de su conocimiento directo de los acontecimientos, sea como testimonio personal y vivido o presenciado, sea como manifestación de lo recibido de otros, de aquello que narra basándose en su erudición libresca. En este último aspecto debe afirmarse que Rodríguez Freyle carece absolutamente de autoridad, ya que desconoce las fuentes históricas y no somete a la más mínima crítica los datos que le proporcionan sus informadores. Por el contrario, en los casos en que relata hechos conocidos por él presencialmente, es fiable, aunque invente determinados detalles sobre conversaciones, diálogos y palabras concretas referidas a cada caso descrito.
Razones de la Dedicatoria y del libro
Rodríguez Freyle dedica su obra al rey Felipe IV y declara sin ambages las razones que le mueven a hacerlo, Dirijo esta obra a V M. –escribe– por dos cosas: la una, por darle noticia de este su Reino Nuevo de Granada, porque nadie lo ha hecho; la otra, por librarla de algún áspid venenoso, que no la muerda viendo a quién va dirigida. Pero esa doble intención no pudo lograrse, ya que la obra no fue publicada en su tiempo. De haberlo sido, parece razonable pensar que tampoco el autor hubiera alcanzado sus objetivos, tanto porque la Corona –léase el Consejo Real y Supremo de las indias– ya tenía entonces segura noticia de lo acaecido en Nueva Granada, como porque la majestad del cuarto Felipe poco hubiese podido –por su escasa atención a los asuntos indianos librar– al autor y a su obra de los posibles ataques que alguien pudiera dirigirlos.
Podría afirmarse que Rodríguez Freyle tiene una actitud optimista –valga la expresión– ante su obra, pues manifiesta su convencimiento de ser el primer autor que da cuenta de lo sucedido en su país. Así lo dice en el Prólogo al lector, donde manifiesta los motivos que le han impulsado a redactar su obra. He querido hacer –escribe– este breve discurso por no ser desagradecido a mi patria y dar noticias de este Nuevo Reino de Granada, de donde soy natural; que ya que lo que en él ha acontecido no sean las conquistas del Magno Alejandro, ni los hechos de Hércules el hispano, ni tampoco valerosas hazañas de Julio César y Pompeyo, ni de otros capitanes que celebran la fama, por lo menos no quede sepultado en las tinieblas del olvido lo que en este Nuevo Reino aconteció, así en su conquista como antes de ella; que aunque para ella no fueron menester muchas armas ni fuerzas, es mucha la que él tiene en sus venas y ricos minerales, que de ellos se han llevado y llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevaran muchos más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales. Por otra parte, aunque el reverendo fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino, por lo cual me animé yo a decirlo; y aunque en tosco estilo, será la relación sucinta y verdadera, sin el ornato retórico que piden las historias, ni tampoco lleva raciocinaciones poéticas, porque sólo se hallará en ella desnuda la verdad, así en los que le conquistaron como en los casos en él sucedidos, para cuya declaración y ser mejor entendido, tomaré de un poco atrás la corrida, por cuanto antiguamente fue todo una Gobernación, siendo la cabeza la ciudad de Santa Marta, en que se incluían Cartagena, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino. Del mismo modo, al comienzo del capítulo I, Rodríguez Freyle insiste en el motivo y el propósito de su obra. Así, afirma que en las Historias de las demás conquistas –cita las de Nueva España, Perú y Chile– sólo se hallan algunos rasguños o rastros de la conquista de este Nuevo Reino de Granada; de la cual no he podido alcanzar cuál haya sido la causa por la cual los historiadores que han escrito las demás conquistas han puesto silencio en ésta, y si acaso se les ofrece tratar alguna cosa de ella para sus fines, es tan de paso que casi la tocan como a cosa divina por no ofenderla, o quizá lo hacen porque como su conquista fue poco sangrienta y en ella no hallaron hechos que celebrar, lo pasan todo en el silencio. Por ello, para que del todo no se pierda su memoria ni se sepulte en el olvido, quise, lo mejor que se pudiere, dar noticia de la conquista de este Nuevo Reino y lo sucedido en él desde que sus pobladores y primeros conquistadores lo poblaron basta la hora presente que esto se escribe, que corre el año de 1636 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Claroscuro del Barroco
Destaca en El carnero, al hilo de la narración de los acontecimientos locales, más o menos anecdóticos, una serie de reflexiones morales y religiosas sobre temas típicos de la época en que fue escrita la obra, y que no se explican solamente por la intención del autor de contrarrestar los vicios y males que relata con dictámenes moralizadores que le evitaran roces y enfrentamientos con las autoridades oficiales. Se trata, en general, de consideraciones que tienen una intención ejemplarizadora y que deben situarse dentro del conocido claroscuro barroco, en el que se dan unidos el primor y la fineza espirituales y el desgarro y la chabacanería de lo popular. Contraste, en el caso de El carnero, con los lances del amor lujurioso y los crímenes que relata. De tales lances amorosos no están exentos, como es natural, quienes ostentan altos cargos: Las plazas de virreyes, gobernadores, presidentes y oidores no impiden pasiones amorosas, porque aquéllas las da el rey y éstas naturaleza, que tienen más amplia jurisdicción (cap. XXI).
Entre las reflexiones aludidas, anoto, en primer lugar, la dedicada por Rodríguez Freyle al amor mundano y la lujuria. En el relato o cuento o historielas del capítulo XVIII sobre los amores de doña Luisa Tafur –casada con Francisco Vela — con don Diego de Fuenmayor, en los que ayudaban a aquélla su hermano don Francisco Tafur y el maestro Alonso Núñez, éstos pagan con su vida el asesinato de Vela. Tal final lleva al autor a apostillar: Porque éste es el pago del amor mundano. Y añade: La lujuria es una incitación y aguijón cruel de maldades, que jamás consiente en sí quietud; de noche hierve y de día suspira y anhela. Lujuria es un apetito desordenado de deleites deshonestos, que engendra ceguedad en el entendimiento y quita el uso de la razón y hace a los hombres bestias. Otro tema es el de los celos –el mayor monstruo los celos, asunto calderoniano–, que Rodríguez Freyle toca en los capítulos XIII y XIX de su libro. La esposa del fiscal Orozco entendió el mal latín de su marido, con lo cual tenían malas comidas y peores cenas, porque es rabioso el mal de los celos; por lo menos, hay opiniones que se engendraron en el infierno. Salieron de muy buena parte para que no ardan, abrasen y quemen. Los celos son un secreto fuego que el corazón en sí mismo enciende, con que poco a poco se va consumiendo hasta acabar la vida. Es tan rabioso el mal de los celos, que no puede en algún pecho, por discreto que sea, estar de alguna manera encubierto. Así, la fiscala dio cuenta de sus celos al visitador, el cual la consoló y le prometió el remedio para su quietud en que la despidió algo consolada, si acaso celos admiten consuelo (cap. XIII). Y páginas adelante, el autor insiste: Los celos son un eterno desasosiego, una inquietud perpetua, un mal que no acaba con menos que muerte, y un tormento que basta la muerte dura. El hombre generoso y que es señor de su entendimiento ha de considerar a su mujer de tanto valor, que ni aun por la imaginación le pasara ofenderte; y él se ha de tener en tanta estima, que sólo su ser le baga seguro de semejante ofensa y afrenta. Lo que se saca de tener celos es que si es mentira, nunca sale de aquel engaño, antes va en él consumiendo siempre; y si es verdad, después le pesa de haberlo visto, y que será más estarse en dubda (cap. XIX).
Sobre la virtud y el vicio, Rodríguez Freyle escribe con brevedad, pero con galanura de estilo y todo un rosario de imágenes. El hombre –dice– con la virtud se hace más que hombre; y con el vicio, menos que hombre. La virtud es un alcázar que nunca se toma, río que no le vadean, mar que no se navega, fuego que nunca se mata, tesoro que siempre se torna, atalaya que no se engaña, camino que no se siente y fama que nunca perece (cap. XX). Y a la maledicencia también dedica el autor su párrafo moralizante. Tanto es mayor –escribe– el temor cuanto fuere más fuerte la causa. El bravo animal es un toro, espantosa la serpiente, fiero un león y monstruoso el rinoceronte; todo vive sujeto al hombre, que lo rinde y vence. Un solo miedo halló, el más alto de cuerpo, el más invencible y espantoso de todos, y es la lengua del maldicente murmurador, que siendo aguda saeta, quema con brasas de fuego la herida; y contra ella no hay reparo, no tiene su golpe defensa, ni lo pueden ser fuerzas humanas. Y pues no las hay corte el murmurador como quisiere, que él se cansará o se dormirá. Muchos daños nacen de la lengua, y muchas vidas ha quitado. La muerte y la vida están en manos de la lengua, como dice el sabio, aunque el primer lugar tiene la voluntad de Dios, sin la cual no hay muerte ni vida. Muchos ejemplos podría traer para en prueba de lo que voy diciendo; pero sírvanos sólo uno, y sea el de aquel mancebo amalequita que le trajo la nueva a David de la muerte de Saúl, que su propia lengua fue causa de que le quitasen la vida (cap. XV).
Otro tema propio de toda una corriente de escritores de la época y que echaba sus raíces en la Edad Media es el del ataque de la riqueza material, a los bienes temporales. Así, tras afirmar que sólo el licenciado jerónimo Lebrón, Gobernador, y el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, Presidente, salieron del Nuevo Reino sin zozobras y disgustos, y después de hacer una leve reflexión sobre la malicia humana y la afición de los hombres a buscar solamente sus intereses materiales, por pequeños que sean, Rodríguez Freyle escribe: ¡Oh bienes temporales, que sois a los que os tienen una hipocresía con que los aventáis y ponéis hinchados, dándoles una sed perpetúa de beber y más beber, y nunca se hartan! Y como ni permanecéis con el sufrido, ni agradáis al congojoso, ni dais poder al Reino, ni a las dignidades honra, ni con la fama gloria, ni placer en los deleites; y siendo tan poco vuestro poder, ¡cómo arrestamos el nuestro por alcanzaros, y cómo si os alcanzamos no sabemos usar de vosotros! Antes por el mesmo caso que sois de algunos más poseídos, mayores cautelas hacemos y más fuertes lazos armamos contra nuestros prójimos. Por llevaros adelante con mayor crecimiento, despreciamos la carne, la naturaleza y a Dios Nuestro Señor, por preciarnos de vosotros. Como se ve, esas ideas se mantienen dentro de la línea ascética tradicional de desprecio y denigración de la riqueza material. Pero el autor se apunta también, más concretamente, a la doctrina de fray Antonio de Guevara en Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, como se advierte con claridad en el párrafo siguiente: Dichoso aquel que lejos de negocios, con un mediano estado, se recoge quieto y sosegado, cuyo sustento tiene seguro en los frutos de la tierra y su cultura, porque ella como madre piadosa le produce y no espera suspenso alcanzar su remedio de manos de los hombres tiranos y avarientos. Pero el tema del menosprecio de la riqueza le resultaba tan grato a Rodríguez Freyle, que por ello insiste: Aquel príncipe llevó una mortaja, y este rey lleva otra mortaja, de todos los tesoros que tuvieron en esta vida. Lector, ¿qué llevaron sus antepasados de todo lo que tuvieron en esta vida? Paréceme que me respondes que solamente una mortaja. Por manera que a todos no les duran más las riquezas, bienes y tesoros, que basta la sepultura. Las riquezas son para bien y para mal; y como los hombres se inclinan más al mal que al bien, por esto las riquezas son ocasión de muchos males, principalmente de soberbia, presunción, ambición, estima de sí mismos, menosprecio de todos Y olvido de Dios (cap. XXI).
En una obra como El carnero no podía faltar tampoco, en la razón de la época en que está escrita, alguna consideración sobre la muerte. El autor, como ya he dicho, extrae frecuentemente de los hechos que narra consecuencias morales, o hace reflexiones sobre los casos que relata. Así, ésta acerca de la muerte con otro y de la de los que están en la cárcel: De buena gana desea morir juntamente con otro el que sabe sin duda que ha de morir; a los que están encerrados y presos les crece el atrevimiento con la desesperación, y como no tienen esperanza, toma atrevimiento el temor (cap. XII). Ocho capítulos después, refiriéndose a la cambiante fortuna del doctor de Espinosa Saravia, Rodríguez Freyle saca esta conclusión: Por manera que placeres, gustos y pesares acabaron con la muerte. La muerte es fin y descanso de los trabajos. Ninguna cosa grande se hace bien de la primera vez; y pues tan grande como es morir, y tan necesario el bien morir, muramos muchas veces en la vida, por que acertemos a morir aquella vez en la muerte. Como de la memoria de la muerte procede evitar pecados, ansí del olvido de ella procede cometerlos (cap. XX).
Pero si todos los datos anteriores fueran insuficientes para demostrar la mentalidad barroca de Rodríguez Freyle, hay una prueba más que la confirma. Me refiero a la idea típicamente barroca del mundo como teatro o representación. El calderoniano gran teatro del mundo aparece, en efecto, en El carnero, cuando, tras referirse a los Presidentes y Gobernadores que fueron a Nueva Granada, el autor escribe: Y para que se entienda mejor esta representación del mundo, es necesario que salgan todas las personas al tablado, porque entiendo que es obra que ha de haber qué ver en ella, según el camino que lleva (cap. XX).
Sobre el amerindio
Los conocimientos históricos de Juan Rodríguez Freyle son, como ya dije páginas atrás, más bien escasos, y por ello no se le puede calificar de historiador ni, en consecuencia, llamar Historia a su obra. Esto no quiere decir, sin embargo, que desconociese totalmente lo escrito y publicado antes sobre determinados temas. Así, por ejemplo, el relativo al origen de la población prehispánica de América. En este punto, nuestro autor se hace eco de algunas teorías anteriores –¿conoció la obra del padre Acosta, o la de fray Gregorio García?– y se inclina, aunque con ducas, hacia la tesis del origen judaico de la humanidad amerindia. En todo lo que he visto y leído –escribe– no hallo quien diga acertivamente de dónde vienen o descienden estas naciones de Indias. Algunos dijeron que descendían de fenicios y cartagineses; otros que descienden de aquella tribu que se perdió. Estos parece que llevan algún camino, porque vienen con aquella profecía del patriarca en su hijo Isacar48, respecto que estas naciones, las más de ellas, sirven de juramento de carga (cap. VII).
Esta última afirmación anticipa el concepto negativo que el autor tenía acerca del amerindio de su tiempo; opinión que constituye una muestra más del desprecio del criollo hacia el indio, que aparece ya en no pocos textos a principios del siglo XVII y que relega a aquél a simple instrumento de trabajo o a objeto de estudio antropológico y etnográfico. Así, Rodríguez Freyle escribe: He querido decir todo esto para que se entienda que los indios no hay maldades que no intenten, y matan a los hombres por roballos. En el pueblo de Pasca, mataron a uno para roballe la hacienda, y después de muerto pusieron fuego al bohío, donde dormía, y dijeron que se había quemado. Autos se han hecho sobre esto, que no se han podido substanciar; y sin esto, otras muertes y casos que han hecho. Dígolo para que no se descuiden con ellos (cap. XVI).
“Contra esto y aquello”.
Si utilizo aquí la conocida expresión unamuniana, no es, ciertamente, para dar a entender que el autor de El carnero dedique su obra a atacar a diestro y siniestro todo lo que le rodeaba y aun parte de lo que le había precedido. Pero sí hay en el libro algunas embestidas contra determinados aspectos de la realidad circundante y contra uno muy concreto del pasado neogranadino. Este último se refiere a la figura de don Gonzalo Jiménez de Quesada, a quien Rodríguez Freyle reprocha el no haber escrito ni encargar a nadie la narración de su gesta y de su posterior acción en el Nuevo Reino. Dije –leo en el texto– que tenía descuidos, y no fue el menor, siendo letrado, no escribir oponer quien escribiese las cosas de su tiempo; a los demás sus compañeros y capitanes no culpo, porque había hombres entre ellos, que los cabildos que hacían los firmaban con el hierro que herraban las vacas (cap. VII).
Pero las críticas negativas más directas y duras de nuestro autor van dirigidas contra la encomienda y la codicia y corrupción de encomenderos, funcionarios y autoridades, así como contra la saca de oro de Nueva Granada y el sistemático envío a España de ese metal precioso. Ya Miguel Aguilera señaló el tema con toda claridad y no sin cierta exageración. Sin piedad –escribe– cargó contra el exceso de poder, de presidentes, oidores, fiscales y visitadores. Censuró con energía la avidez de los encomenderos y la crueldad inhumana con que demandaban de los indios el tributo. Condenó la bastardía de los fueros que invocaban los hombres de influjo contra inocentes y desvalidos. Aplaudió la conducta de los magistrados que pugnaban por arrancar de cuajo la delincuencia, la desidia y la mala fe. Mientras la indolencia de la autoridad se traducía en impunidad o indiferencia, él aplaudía el reigor tremendo de Pérez de Salazar y solicitaba para su memoria un tributo de reconocimiento49.
Los ataques de Rodríguez Freyle contra la encomienda se reducen, sin embargo, a esto: Cudicia de ser encomendero despeñó al Juan de Leiva, que no sabía, ni todos saben, la peste que trae consigo esta encomienda, que como es sudor ajeno, clama al cielo. Este asunto lleva al autor a lanzar una breve invectiva contra la codicia: ¡Maldita seas, cudicia, esponja y arpía hambrienta, lazo a donde muchos buenos han caído, y despeñado a donde han sucedido millones de desdichas! Naciste en el infierno y en él te criaste, y agora vives entre los hombres, donde traes por gala, tinta en sangre, la ropa que vistes; y por cadena al cuello, traes ya el engaño, tu pariente, eslabonado de víboras y basiliscos, y por tizón pendiente en ella al demonio, tu padre; el cual te trae por calles y plazas y tribunales, salas y palacios reales, y no reservas los humildes pajizos de los pobres, porque tú eres el sembrador de sus cosechas. ¡Maldita seas, cudicia, y para siempre seas maldita! (cap. XIX).
Pero es evidente que la crítica más acerba de Rodríguez Freyle se dirige contra la corrupción de algunos funcionarios y contra el envío de oro a España. En este aspecto, escribe el autor que hacia 1591, el doctor Antonio González, del Real y Supremo Consejo de indias, fue a Nueva Granada como Presidente de la Audiencia, y dice que aquel tiempo fue llamado el Siglo de Oro de aquel reino. Llamóse a este tiempo –escribe– el siglo dorado, que aunque es verdad que en el hubo los bullicios y revueltas de las Audiencias y visitadores, esto no topaba con los naturales ni con todo lo común. Singulares personas padecían este daño, y todos aquellos que querían tener prenda en él; por manera que el trato y comercio se estaba en su punto, la tierra rica de oro, que de ello se llevaba en aquellas ocasiones harto a Castilla. En este sentido, el autor aporta su testimonio personal y dirige sus ataques a los funcionarios corruptos y al sistema, responsables del empobrecimiento del reino. A sólo –dice– el visitador Juan Prieto de Orellana le probaron sus contrarios que había llevado de los cohechos ciento y cincuenta mil pesos de buen oro, pues algo le importaría el salario legítimo, pues el secretario de la visita y los demás oficiales algo llevarían. Y agrega: En esta misma ocasión, me hallé en Cartagena [ciudad a la que el capítulo I llama “escala de todos reinos” y “la piedra imán que atrae a sí todo lo demás”], a donde nos habíamos ido a embarcar; y habiendo ido a la Capitana a ver a dónde se le repartía camarote al licenciado Alonso Pérez de Salazar […]. Pues este día estaban sobre cubierta catorce cajones de oro, de a cuatro arrobas, de Juan Rodríguez Cano, que en aquella ocasión se fue a España; y asimismo estaban sobre cubierta siete pozuelos de papeles de la visita de Monzón y Prieto de Orellana, y le oí decir al secretario Pedro de Mármol, que lo había sido de ambos visitadores, aquestas razones hablando con los que allí estaban: “Aquí están estos siete pozuelos de papeles y allí están catorce cajones de oro; pues más han costado estos papeles que lo que va allí de oro”. Pues qué llevarían los demás mercaderes que en aquella ocasión fueron a emplear y otros particulares que se volvían a Castilla a sus casas. Pues todo este dinero iba de este Reino. Naturalmente, la conclusión es clara: He dicho esto, porque dije que aquella sazón era el siglo dorado de este Reino. Pues ¿quién lo ha empobrecido? Yo lo diré, si acertare, a su tiempo; pues aquel dinero ya se fue a España, que no ha de volver acá. Pues ¿qué le queda a esta tierra para llamarla rica? Quédanle diez y siete o veinte reales de minas ricas, que todos ellos vienen a fundir a esta real caja; y ¿qué se le paga a esta tierra de eso? Tercio, mitad y octavo, porque lo llevan empleado en los géneros que hay en ella, hoy que son necesarios en aquellos reales de minas; y juntamente con esto, tenían aquellos naturales la moneda antigua de su contratación, aquellos tejuelos de oro de todas leyes. Y lo que sucedía entonces era esto: Venían a los mercados generales a esta plaza, de tres a cuatro mil indios, y sobre las cargas de bayo, algodón y mantas, ponían unos cien pesos en tejuelos, otros cincuenta, más o menos, como querían comprar o contratar. Finalmente, no había indio tan pobre que no trajese en su mochila colgada al cuello seis, ocho o diez pesos; esto no lo impedían las revueltas de las Audiencias (cap. XVII).
¿Precursor de la Independencia?
Como habrá podido comprobarse, los ataques de Rodríguez Freyle a funcionarios y autoridades resultan más bien moderados, tanto en su contenido como en los propios términos en que están redactados. Hay, sin duda, expresada en esas palabras una queja muy honda y sentida por la rapacidad de algunos funcionarios y mercaderes, que solamente iban a indias con la intención de enriquecerse a costa del país y regresar a España con sus caudales, no siempre legítimamente adquiridos. Pero de esto a pensar que en tal protesta pueda contenerse un secreto deseo de separar de España al Nuevo Reino de Granada, media un abismo insalvable. Pudo producirse, y se produjo sin duda, toda una serie de rebeldías contra el mal gobierno de no pocos representantes de la Corona, pero ésta quedó a salvo en todas ellas –quizá con la sola excepción, todavía discutible, de la revuelta de Tupac Amaru– hasta los movimientos juntistas de 1810, como ya demostró hace años el maestro Alfonso García Gallo.
Pese a ello, Miguel Aguilera atribuye, al parecer, a Rodríguez Freyle esa condición de precursor independentista cuando, apoyándose en los textos recién citados, escribe: Al estudiar el empeño de nuestros precursores de la Independencia, no se rinde homenaje a la verdad subrayando la rebeldía turbulenta de Lope de Aguirre o la de Álvaro de Oyón; porque éstos no fueron sino vulgares resentidos que se agitaban bajo la coraza de su orgullo, o impelidos por el resorte del pesar del bien ajeno. Otros vemos a quienes se les puede abonar una pasión abnegada en pro de nuestra suerte: don Juan Rodríguez Freyle fue el primero. Lea y rumie con deleite el guardador del Carnero el capítulo CXVII, donde se denuncia la desoladora pobreza del país a causa de los cargamentos de oro que se despachaban en los galeones aventurados en el mar, bajo el riesgo de naufragio o de la probabilidad de la asechanza de los piratas. No llega la mente a comprender cómo el atrevido criollo pudiese entonces fiar a la pluma declaraciones tan audaces como aquella que sigue a la descripción de la remesa que iba en el mismo bergantín en que él realizaba, al lado del ex-oídor Pérez de Salazar, su travesía hacia España50.
Pienso que no hay nada de eso. Como ya se ha visto, la sugestión del doctor Aguilera no puede aceptarse, por varias razones. En primer lugar, el apelativo de atrevido criollo es una mera afirmación hiperbólica, ya que la obra de Rodríguez Freyle no fue conocida en su tiempo, o lo fue por muy pocas personas de su intimidad. Pero, además, y sobre todo, la censura contenida en aquellos párrafos resulta una fruslería si se compara con los ataques a la Administración metropolitana incluidos en otros textos anteriores y contemporáneos –y, sin duda, posteriores– al de nuestro cronista. Por eso, debe considerarse más exagerada aún la afirmación con que Aguilera termina su comentario. Saboréese –escribe– a gusto la ironía de esta última observación. Sinapismo de cantáridas. Dos siglos y cuarto después, don Camilo Torres no escribió con tanto desembarazo como el modesto y temerario cronista lo hacía51.
Conclusión de urgencia
No pertenezco, de ningún modo, a ese tipo de lectores presuntuosos que, según San Isidoro Hispalense, ninguna enseñanza encuentran en la lectura de los escritores. Creo, por el contrario, que en casi todos los libros, por deficientes, o malos, que sean se halla siempre alguna instrucción, algún dato, alguna enseñanza nuevos. Así acontece con la obra de Juan Rodríguez Freyle. El carnero es, en efecto, un libro curioso, instructivo e incluso de entretenimiento, que proporciona no pocos datos nuevos y fiables acerca de la vida individual y social neogranadina en la época vivida y existida por su autor. El estilo narrativo de éste no es, sin duda, brillante ni dotado de la elegancia retórica característica de otras obras de su tiempo. Sin embargo, su prosa sencilla se muestra dotada de una singular eficacia para transmitir al lector las ideas, los sentimientos, las pasiones, las bondades y las maldades, las virtudes y los vicios que movían la acción de las personas y de la sociedad de los años finales del siglo XVI y primeros del XVII.
En ese sentido, El carnero se constituye en una prueba más de la falacia con que algunos han hablado de una supuesta siesta colonial, bajo cuyo piadoso y anodino manto nada sucedía, salvo la abnegada y paciente sumisión de todos al yugo de las autoridades y representantes de la Corona. Algo así como lo descrito en el Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz:
El sueño todo, en fin, lo poseía;
todo, en fin, el silencio lo ocupaba:
aun el ladrón dormía;
aun el amante no se desvelaba.
Nada más lejos de la realidad. Bajo esa aparente capa de quietud y pasividad, el mundo que ya empezaba a ser americano –es decir, realidad nueva y diferente de la española y de la amerindia, realidad mestiza en todos los aspectos– empieza a mostrarse y a reivindicar su propia personalidad. Esta amplia y profunda operación cultural es la que El carnero apunta, y en ello reside, a mi juicio, el valor primero de esta obra singular, que hoy se edita por primera vez en España.
Jaime Delgado
EL CARNERO
CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL
NUEVO REINO DE GRANADA DE LAS
INDIAS OCCIDENTALES DEL MAR OCÉANO Y FUNDACIÓN DE LA CIUDAD DE SANTA FE DE BOGOTÁ PRIMERA DE ESTE REINO DONDE SE FUNDÓ LA REAL AUDIENCIA Y CANCILLERÍA, SIENDO LA CABEZA
SE HIZO ARZOBISPADO
Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres y gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado
DEL DORADO
Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oidores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa iglesia catedral, desde el año de 1539, que se fundó, hasta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de conciencia
COMPUESTO
Por JUAN RODRíGUEZ FREYLE
Natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino.
DIRIGIDO A LA S.R.M. DE FELIPE IV, REY DE ESPAÑA
Nuestro Rey y Señor natural.
AL REY DON FELIPE IV,
NUESTRO SEÑOR
S.S.R.M.
Estilo es, Señor, de los escritores dirigir sus escritos a las personas de su devoción; unos por el conocimiento que de ellas tienen, otros por los beneficios recibidos; y si esto es así, ¿quién más merecedor que V.M., de quien tanto recibimos, manteniéndonos en paz y justicia, y a quien del cielo abajo se le debe todo? Dirijo esta obra a V.M. por dos cosas: la una, por darle noticia de este su Reino Nuevo de Granada, porque nadie lo ha hecho; la otra, por librarla de algún áspid venenoso, que no la muerda viendo a quién va dirigida, cuya real persona N.S. guarde con aumento de mayores reinos y estados, para bien de la Cristiandad.
PRÓLOGO AL LECTOR
Todas las criaturas del mundo están obligadas a dar infinitas gracias a Dios Nuestro Señor, que con infinita misericordia las sustenta con su providencia divina sin merecerlo, lo cual hace Dios por su sola bondad, y con ella proveyó a la naturaleza humana remedio para conservar la memoria de los beneficios recibidos de su mano, porque Cristo Nuestro Señor puso a los ojos ab eterno en su esposa la Iglesia, desde luego le puso escritores y cronistas, y los hombres, aprovechándose de esta doctrina, fueron siempre dando al mundo noticia de lo acontecido en sus tiempos, con lo cual los presentes tenemos noticia de lo pasado.
He querido hacer este breve discurso por no ser desagradecido a mi patria, y dar noticia de este Nuevo Reino de Granada, de donde soy natural; que ya que lo que en él ha acontecido no sean las conquistas del Magno Alejandro, ni los hechos de Hércules el hispano, ni tampoco valerosas hazañas de julio César y Pompeyo, ni de otros capitanes que celebra la fama, por lo menos no quede sepultado en las tinieblas del olvido lo que en este Nuevo Reino aconteció, así en su conquista como antes de ella; que aunque para ella no fue menester muchas armas ni fuerzas, es mucha la que él tiene en sus venas y ricos minerales, que de ellos se han llevado y llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevarían muchos más y mayores si fuera ayudado como convenía, y más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales.
Y aunque es verdad que los capitanes que conquistaron Perú y las gobernaciones de Popayán y Venezuela y este Nuevo Reino, siempre aspiraron a la conquista del Dorado, que sólo su nombre levantó los ánimos para su conquista a los españoles, nunca le han podido hallar, aunque les ha costado muchas vidas y grandes costos, ni han hallado punto fijo en que lo haya, con haber corrido llanos, navegando el Oronico, el Darién, el río Orellana o Marañón, y otros caudalosos ríos, que aunque en sus márgenes se han hallado grandes poblaciones, no se han hallado las riquezas que hay en este Nuevo Reino en sus ricos veneros. Legítima razón para darle el nombre del Dorado. Y confesar que sea éste, no lo afirmo, aunque adelante diré en qué lo fundo; y también digo que de los ríos que he nombrado no tenemos noticia que se haya llegado al nacimiento de ellos, como se llegó a los del Río Grande de la Magdalena y al de Cauca, que entrambos nacen de una cordillera donde cae este Reino y Gobernación de Popayán; remito esto a la verdad y al tiempo que lo descrubrirá.
Y volviendo a mi porpósito, digo que aunque el reverendo fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino, por lo cual me animé yo a decirlo; aunque en tosco estilo, será la relación sucinta y verdadera, sin el ornato retórico que piden las historias, ni tampoco lleva raciocinaciones poéticas, porque sólo se hallará en ella desnuda la verdad, así en los que le conquistaron como en casos en él sucedidos, para cuya declaración y ser mejor entendido, tomaré de un poco atrás la corrida, por cuanto antiguamente fue todo una Gobernación, siendo la cabeza la ciudad de Santa Marta, en que se incluían Cartagena, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino; y con esto vengamos a la historia, la cual pasó como se sigue al frente de esta hoja.
EL CARNERO
CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL
NUEVO REINO DE GRANADA DE LAS
INDIAS OCCIDENTALES DEL MAR OCÉANO Y FUNDACIÓN DE LA CIUDAD DE SANTA FE DE BOGOTÁ PRIMERA DE ESTE REINO DONDE SE FUNDÓ LA REAL AUDIENCIA Y CANCILLERÍA, SIENDO LA CABEZA
SE HIZO ARZOBISPADO
Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres y gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado
DEL DORADO
Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oidores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa iglesia catedral, desde el año de 1539, que se fundó, hasta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de conciencia
COMPUESTO
Por JUAN RODRíGUEZ FREYLE
Natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino.
DIRIGIDO A LA S.R.M. DE FELIPE IV, REY DE ESPAÑA
Nuestro Rey y Señor natural.
AL REY DON FELIPE IV,
NUESTRO SEÑOR
S.S.R.M.
Estilo es, Señor, de los escritores dirigir sus escritos a las personas de su devoción; unos por el conocimiento que de ellas tienen, otros por los beneficios recibidos; y si esto es así, ¿quién más merecedor que V.M., de quien tanto recibimos, manteniéndonos en paz y justicia, y a quien del cielo abajo se le debe todo? Dirijo esta obra a V.M. por dos cosas: la una, por darle noticia de este su Reino Nuevo de Granada, porque nadie lo ha hecho; la otra, por librarla de algún áspid venenoso, que no la muerda viendo a quién va dirigida, cuya real persona N.S. guarde con aumento de mayores reinos y estados, para bien de la Cristiandad.
PRÓLOGO AL LECTOR
Todas las criaturas del mundo están obligadas a dar infinitas gracias a Dios Nuestro Señor, que con infinita misericordia las sustenta con su providencia divina sin merecerlo, lo cual hace Dios por su sola bondad, y con ella proveyó a la naturaleza humana remedio para conservar la memoria de los beneficios recibidos de su mano, porque Cristo Nuestro Señor puso a los ojos ab eterno en su esposa la Iglesia, desde luego le puso escritores y cronistas, y los hombres, aprovechándose de esta doctrina, fueron siempre dando al mundo noticia de lo acontecido en sus tiempos, con lo cual los presentes tenemos noticia de lo pasado.
He querido hacer este breve discurso por no ser desagradecido a mi patria, y dar noticia de este Nuevo Reino de Granada, de donde soy natural; que ya que lo que en él ha acontecido no sean las conquistas del Magno Alejandro, ni los hechos de Hércules el hispano, ni tampoco valerosas hazañas de julio César y Pompeyo, ni de otros capitanes que celebra la fama, por lo menos no quede sepultado en las tinieblas del olvido lo que en este Nuevo Reino aconteció, así en su conquista como antes de ella; que aunque para ella no fue menester muchas armas ni fuerzas, es mucha la que él tiene en sus venas y ricos minerales, que de ellos se han llevado y llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevarían muchos más y mayores si fuera ayudado como convenía, y más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales.
Y aunque es verdad que los capitanes que conquistaron Perú y las gobernaciones de Popayán y Venezuela y este Nuevo Reino, siempre aspiraron a la conquista del Dorado, que sólo su nombre levantó los ánimos para su conquista a los españoles, nunca le han podido hallar, aunque les ha costado muchas vidas y grandes costos, ni han hallado punto fijo en que lo haya, con haber corrido llanos, navegando el Oronico, el Darién, el río Orellana o Marañón, y otros caudalosos ríos, que aunque en sus márgenes se han hallado grandes poblaciones, no se han hallado las riquezas que hay en este Nuevo Reino en sus ricos veneros. Legítima razón para darle el nombre del Dorado. Y confesar que sea éste, no lo afirmo, aunque adelante diré en qué lo fundo; y también digo que de los ríos que he nombrado no tenemos noticia que se haya llegado al nacimiento de ellos, como se llegó a los del Río Grande de la Magdalena y al de Cauca, que entrambos nacen de una cordillera donde cae este Reino y Gobernación de Popayán; remito esto a la verdad y al tiempo que lo descrubrirá.
Y volviendo a mi porpósito, digo que aunque el reverendo fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino, por lo cual me animé yo a decirlo; aunque en tosco estilo, será la relación sucinta y verdadera, sin el ornato retórico que piden las historias, ni tampoco lleva raciocinaciones poéticas, porque sólo se hallará en ella desnuda la verdad, así en los que le conquistaron como en casos en él sucedidos, para cuya declaración y ser mejor entendido, tomaré de un poco atrás la corrida, por cuanto antiguamente fue todo una Gobernación, siendo la cabeza la ciudad de Santa Marta, en que se incluían Cartagena, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino; y con esto vengamos a la historia, la cual pasó como se sigue al frente de esta hoja.
CapÍtulo Primero
En que se cuenta de dónde salieron los primeros conquistadores de este Reino, y quién los envió a su conquista, y origen de los gobernadores de Santa Marta
Del descubrimiento que don Cristóbal Colón hizo del Nuevo Mundo, se originó el conocimiento de la india occidental, en cuyos descubrimientos y conquistas varones ilustres gastaron su valor, vida y haciendas, corno lo hizo don Fernando Cortés, marqués del Valle, en la Nueva España; el marqués don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro, su compañero en el Perú, Valdivia en Chile, y otros capitanes en otras partes, como se ve por sus historias, conquistas y descubrimientos, entre los cuales se hallan algunos rasguños o rastros de la conquista de este Nuevo Reino de Granada; de la cual no he podido alcanzar cuál haya sido la causa por la cual los historiadores que han escrito las demás conquistas han puesto silencio en ésta, y si acaso se les ofrece tratar alguna cosa de ella para sus fines, es tan de paso que casi la tocan como a cosa divina por no ofenderla, o quizá lo hacen porque como su conquista fue poco sangrienta y en ella no hallaron hechos que celebrar, lo pasan todo en silencio; y para que del todo no se pierda su memoria ni se sepulte en el olvido, quise, lo mejor que se pudiere, dar noticia de la conquista de este Nuevo Reino, y lo sucedido en él desde que sus pobladores y primeros conquistadores lo poblaron hasta la hora presente que esto se escribe, que corre el año de 1636 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo; para cuya claridad y más entera noticia de lo pasado, será necesario tomar su origen de la ciudad de Santa Marta, cabeza que fue de este gobierno, y de donde salieron los capitanes y soldados que lo conquistaron; a todo lo cual se añadirá la fundación de esta Real Audiencia, presidentes y oidores de ella, con los visitadores que la han visitado, los arzobispos, prebendados de la santa iglesia catedral de la muy noble y leal ciudad de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada, cabeza de este arzobispado y silla de este gobierno, que habiendo estado sujeta a Santa Marta, hoy tiene por sufragáneo a su obispo con el de Cartagena y Popayán; y los tres gobernadores o gobernaciones por muchas partes tienen dependencia a esta Real Audiencia, y cuando falta gobernador en ellas por haber muerto, se provee en este tribunal hasta tanto que de Castilla se provea superior, o sucesor al muerto. Y con esto vengamos a la historia, que pasa así.
GOBERNADORES DE SANTA MARTA
Y ESTE NUEVO REINO
El emperador Carlos V, de gloriosa memoria, nuestro Rey y señor natural, envió a la conquista de la provincia de Santa Marta, con título de gobernador, a don Rodrigo de Bastidas, dándole por jurisdicción desde el Cabo de la Vela hasta el Río Grande de la Magdalena, el cual pobló la dicha ciudad por julio de 1525 años; púsole el nombre que hoy conserva, ora fuese por haber descubierto la tierra el día de la gloriosa Santa, ora por haber fundado la dicha ciudad en su día.
Los naturales de esta provincia y los primeros de ella, que fue donde el dicho gobernador pobló, cedieron de paz mostrándose amigables a los conquistadores, aunque el tiempo adelante con sus vecinos y otras naciones a ellos cercanas, hubo muy reñidos reencuentros y costaron muchas vidas sus conquistas, como lo cuenta el reverendo fray Pedro Simón en sus Noticias Historiales, y el padre Juan de Castellanos en sus Elegías y escritos, adonde el curioso lector lo podrá ver.
Poco después de la conquista, murió el gobernador don Rodrigo de Bastidas, por cuya muerte proveyó la Audiencia de Santo Domingo por gobernador de Santa Marta al licenciado Pedro Badillo; que hoy, cuando falta el gobernador de la dicha ciudad, lo provee la Real Audiencia de este Reino, y lo propio hace en las de Cartagena y Popayán, hasta que de España viene gobernador.
Sabida en Castilla la muerte del gobernador y su nueva del dicho don Rodrigo de Bastidas, el Emperador, nuestro señor, proveyó en el dicho gobierno a don García de Lerma, gentilhombre de su casa, el cual vino a Santa Marta el año de 1526, y por su muerte la dicha Audiencia nombró al licenciado infante, hasta que de Castilla viniese gobernador. El año adelante de 1535 dio el Emperador este gobierno por capitulación al Adelantado de Canarias, don Pedro Fernández de Lugo, y a don Alonso Luis de Lugo, su hijo, en sucesión; los cuales partieron de España al principio de dicho año, en siete navíos de armada, en que venían mil y cien españoles, con capitanes y oficiales y soldados.
Llegados a Santa Marta, luego el gobernador en cumplimiento de lo que el Emperador le había ordenado, hicieron una entrada a las tierras de Bonda, Matubare, y a la Ramada y al Río del Hacha, con intento de hacer aquellas conquistas; y no hallaron la gente que buscaban por haberse retirado, con que se volvieron perdidos, muertos de hambre y con más de cien hombres menos de los que llevaban, y gastaron todo el año de 1536 en aquel viaje sin ningún fruto ni provecho.
Como de la salida de los soldados no surtió efecto ninguno, el Adelantado, por cumplir con lo que el Emperador le había mandado, luego por cuaresma del año 1537, nombró por su teniente de gobernador al licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, su asesor, que había venido con él y en su compañía, y era natural de Granada, para que descubriese nuevas tierras, con comisión que faltando él, quedase por teniente en el mismo cargo el capitán Juan del junco, que era persona principal; el cual después de hecha la conquista de este Nuevo Reino y fundada la ciudad de Santa Fe, cabeza de él y la Corte y de la de Vélez, que fue la segunda, el dicho capitán Juan del junco pobló la ciudad de Tunja, que fue la tercera de este Nuevo Reino.
Salieron de Santa Marta, en conformidad de lo proveído y ordenado, por la misma cuaresma del dicho año, ochocientos soldados, poco más o menos, con sus capitanes y oficiales, en cinco bergantines, por el río arriba de la Magdalena, con mucho trabajo y sin guías, a donde se murieron y ahogaron muchos soldados, hallándose en el río y en sus márgenes muchos indios caribes, con los cuales tuvieron muchas guazabaras, en que murieron muchos soldados flechados de hierba y ponzoña, y otros comidos de tigres y caimanes, que hay muchos en el río y montañas de aquel río; y otros picados de culebras, y los más del mal país y temple de la tierra; en cuya navegación gastaron más tiempo de un año, navegando siempre y caminando sin guías, hasta que hallaron en el dicho río, hacia los cuatro brazos, un arroyo pequeño, por donde entraron, y subiendo por él encontraron con un indio que llevaba don panes de sal, el cual los guió por el río arriba, y salidos de él por tierra los guió hasta las sierras de Opón, términos de Vélez, y hasta meterlos en este Nuevo Reino.
Murieron en el camino hasta llegar al reino más de seiscientos soldados, y llegaron a este Reino ciento y sesenta y siete, entre capitanes y soldados; éstos reconocieron la gente que había en la comarca de Vélez, y lo propio hicieron de los de Tunja; y de allí se vinieron a esta de Santa Fe, de donde salieron a reconocer otras partes y tierras, de las cuales se volvieron a esta de Santa Fe a fundar la ciudad para que fuese cabeza de las demás que se fundasen en este Nuevo Reino, como se dirá en sus lugares; y por no dejar cosa atrás, y acabar de tratar de esta antigua gobernación y la mudanza que tuvo, trataré con brevedad de la de Cartagena y de su gobernador y conquistador, por cuanto todo esto se comprendía debajo de la gobernación de Santa Marta, en que se incluía, como tengo dicho, Santa Marta, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino, que todo tenía su dependencia a la Audiencia Real de Santo Domingo en la isla Española, como se ha visto por lo que queda dicho; por cuanto en muriendo el gobernador, la real Audiencia dicha la proveía sucesor hasta que de España Su Majestad proveía el gobierno.
Volviendo a la gobernación de Cartagena, pasa así: El año de 1532, el capitán don Pedro de Heredia, natural de Madrid, pobló la ciudad de Cartagena y conquistó toda su gobernación; por manera que cinco años antes que saliesen de Santa Marta los capitanes y soldados a la conquista de este Reino Nuevo, estaba ya poblada Cartagena y conquistada su gobernación, aunque no del todo. He querido apuntar esto para más claridad en lo de adelante, y que se entienda mejor la correspondencia que este Reino ha tenido siempre con la ciudad de Cartagena, por ser ella la puerta y escala por donde el Pirú y este Reino gozan de toda España, Italia, Roma, Francia y la India oriental, y todas las demás tierras y provincias del mundo adonde España tiene correspondencia, trato y comercio; pues siendo ella el almacén de todas, envía a Cartagena, que es escala de todos reinos, lo que de tan largas provincias le viene, y esto lo causa el oro y plata y piedras preciosas de este Nuevo Reino, que es la piedra imán que atrae a sí todo lo demás, y pues Cartagena tendrá algún hijo que se acuerde de ella para tratar sus cosas, quiero volver a la narración de lo sucedido en mi patria, como se verá en el siguiente capítulo.
En que se cuenta quién fue el cacique de Guatavita y quién fue el de Bogotá, y cuál de los dos tenía la monarquía de este Reino, y quién tenía la de Tunja y su partido. Cuéntase asimismo el orden y estilo que tenían de nombrar caciques o reyes, y de dónde se originó este nombre engañoso del Dorado
En todo lo descubierto de estas indias occidentales o Nuevo Mundo, ni entre sus naturales, naciones y moradores, no se ha hallado ninguno que supiese leer ni escribir, ni aun tuviese letras o caracteres con qué poderse entender, de donde podemos decir que donde faltan letras faltan cronistas; y faltando esto falta la memoria de lo pasado. Si no es que por relaciones pase de unos a otros, hace la conclusión a mi propósito para probar mi intento.
Entre dos cabezas o príncipes estuvo la monarquía de este Reino, si se permite darle este nombre: Guatavita en la jurisdicción de Santa Fe, y Ramiriquí en la jurisdicción de Tunja. Llámolos príncipes, porque eran conocidos por estos nombres: porque en diciendo Guatavita era lo propio que decir el rey; aquello para los naturales, lo otro para los españoles; y la misma razón corría en el Ramiriquí de Tunja. Entendido este fundamento, primero hago la derivación por qué en estas dos cabezas principales había otras con títulos de caciques, que hoy conservan y es lo más común, unos con sobrenombres de ubzaques, a quien pertenece el nombre de duques; otros se llamaban guayques, que es lo propio que decimos condes o marqueses; y los unos y los otros muy respetados de sus vasallos, y con igual jurisdicción en administrar justicia, en cuanto con su entendimiento la alcanzaban, aunque el hurto fue siempre castigado por ellos y otros de éstos, que adelante trataré algo de ellos.
Guatavita que, como tengo dicho, era el rey, no tenía más que una ley de justicia, y ésta escrita con sangre, como las de Dracón, porque el delito que se cometía se pagaba con la muerte, en tanto grado, que si dentro de su palacio o cercado algún indio ponía los ojos con afición a alguna de sus mujeres, que tenía muchas, al punto y sin más información, el indio y la india morían por ello.
Tenían a sus vasallos tan sujetos, que si alguno quería cobijarse alguna manta diferente de las demás, no lo podía hacer sin licencia del señor pagándolo muy bien, y que el propio señor se la había de cobijar. Discurra el curioso en los trajes presentes, si se guardara esta ley, dónde fuéramos a parar.
Pasaba más adelante esta sujeción, que ningún indio pudiese matar venado ni comerlo sin licencia del señor, y era esto con tan rigor, que aunque los venados que había en aquellos tiempos, que andaban en manadas como si fueran ovejas, y les comían sus labranzas y sustentos, no tenían ellos licencia de matarlos y comellos si no se la daban sus caciques. En ser viciosos y tener muchas mujeres y cometer grandes incestos, sin reservar hijas y madres, en conclusión bárbaros, sin ley ni conocimiento de Dios, porque sólo adoraban al demonio y a éste tenían por maestro, de donde se podía muy claro conocer qué tales serían sus discípulos.
Y volviendo a Guatavita, en quien dejé el señorío, digo que tenía por su teniente y capitán general para lo tocante a la guerra a Bogotá, con título de Cacique Ubzaque, el cual siempre que se ofrecía alguna guerra con panches o culimas, sus vecinos, acudía a ella por razón de su oficio.
Paréceme que algún curioso me apunta con el dedo y me pregunta que de dónde supe estas antigüedades; pues tengo dicho que entre estos naturales no hubo quien escribiese, ni cronistas. Respondo presto, por no detener en esto, que nací en esta ciudad de Santa Fe, y al tiempo que escribo esto me hallo en edad de setenta años, que los cumplo la noche que estoy escribiendo este capítulo, y que son los 25 de abril del día del señor de San Marcos, del dicho año de 1636. Mis padres fueron de los primeros conquistadores y pobladores de este Nuevo Reino. Fue mi padre soldado de Pedro Ursúa, aquel a quien Lope de Aguirre mató después en el Marañon, aunque no se halló con él en este Reino, sino mucho antes, en las jornadas de Tairona, Valle de Upar y Río del Hacha, Pamplona y otras partes.
Yo en mi mocedad, pasé de este Reino a los de Castilla, a donde estuve seis años. Volví a él y he corrido mucha parte de él, y entre los muchos amigos que tuve, fue uno don Juan, Cacique y señor de Guatavita, sobrino de aquel que hallaron los conquistadores en la silla al tiempo que conquistaron este Reino; el cual sucedió luego a su tío y me contó estas antigüedades y las siguientes. Díjome que al tiempo que los españoles entraron por Vélez al descubrimiento de este Reino y su conquista, él estaba en el ayuno para la sucesión del señorío de su tío; porque entre ellos heredaban los sobrinos hijos de hermana, y se guarda esta costumbre hasta hoy día; y que cuando entró en este ayuno ya él conocía mujeres; el cual ayuno y ceremonias eran como se sigue.
Era costumbre entre estos naturales, que el que había de ser sucesor y heredero del señorío o cacicazgo de su tío, a quien heredaba, había de ayunar seis años, metido en una cueva que tenían dedicada y señalada para esto, y que en todo ese tiempo no había de tener parte con mujeres, no comer carne, sal, ni ají, y otras cosas que les vedaban; y entre ellas que durante el ayuno no habían de ver el sol; sólo de noche tenían licencia para salir de la cueva y ver la luna y estrellas y recogerse antes que el sol los viese; y cumplido este ayuno y ceremonias se metían en posesión del cacicazgo o señorío, y la primera jornada que habían de hacer era ir a la gran laguna de Guatavita a ofrecer y sacrificar al demonio, que tenían por su dios y señor. La ceremonia que en esto había era que en aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos, aderezábanla y adornábanla todo lo más vistoso que podían; metían en ella cuatro braseros encendidos en que desde luego quemaban mucho moque, que es el sahumerio de estos naturales, y trementina con otros muchos y diversos perfumes. Estaba a este tiempo toda la laguna en redondo, con ser muy grande y hondable de tal manera que puede navegar en ella un navío de alto bordo; la cual estaba toda coronada de infinidad de indios e indias, con mucha plumería, chagualas y coronas de oro, con infinitos fuegos a la redonda, y luego que en la balsa comenzaba el sahumerio, lo encedían en tierra, en tal manera, que el humo impedía la luz del día.
A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo y molido de tal manera que iba cubierto todo de este metal. Metíanle en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. Entraban con él en la balsa cuatro caciques, los más principales, sus sujetos muy aderezados de plumería, coronas de oro, brazales y chagualas y orejeras de oro, también desnudos, y cada cual llevaba su ofrecimiento. En partiendo la balsa de tierra comenzaban los instrumentos, cornetas, fotutos y otros instrumentos, y con esto una gran vocería que atronaba montes y valles, y duraba hasta que la balsa llegaba a el medio de la láguna, de donde, con una bandera, se hacía señal para el silencio.
Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro que llevaba a los pies en el medio de la laguna, y los demás caciques que iban con él y le acompañaban, hacían lo propio; lo cual acabado, abatían la bandera, que en todo el tiempo que gastaban en el ofrecimiento la tenían levantada, y partiendo la balsa a tierra comenzaba la grita, gaitas y fotutos con muy largos corros de bailes y danzas a su modo; con la cual ceremonia recibían al nuevo electo y quedaba reconocido por señor príncipe.
De esta ceremonia se tomó aquel nombre tan celebrado del Dorado, que tantas vidas ha costado, y haciendas. En el Pirú fue donde sonó primero este nombre Dorado, y fue el caso que habiendo ganado a Quito, donde Sebastián de Benalcázar andando en aquellas guerras o conquistas tocó con un indio de este reino de los de Bogotá, el cual le dijo que cuando querían en su tierra hacer su rey, lo llevaba a una laguna muy grande, y allí lo doraban todo, o le cubrían de oro, y con muchas fiestas lo hacían rey. De aquí vino a decir el don Sebastián: “vamos a buscar este indio dorado”.
De aquí corrió la voz a Castilla y a las demás partes de Indias, y a Benalcázar le movió venirlo a buscar, como vino, y se halló en esta conquista y fundación de esta ciudad, como más largo lo cuenta el padre fray Pedro Simón en la quinta parte de sus Noticias Historiales, donde se podrá ver; y con esto vamos a las guerras civiles de este Reino, que habían entre sus naturales, y de dónde se originaron, lo cual diré con la brevedad posible porque me dan voces los conquistadores de él, en ver que los dejé en las lomas de Vélez, guiados por el indio que llevaba los dos panes de sal, adonde podrán descansar un poco mientras cuento la guerra que hubo entre Guatavita y Bogotá, que pasó como se verá en el siguiente capítulo.
Donde se cuenta la guerra entre Bogotá y Guatavita, hasta que entraron los españoles a la conquista
Ya queda dicho cómo Bogotá era teniente y capitán general de Guatavita en lo tocante a la guerra; pues sucedió que los indios de Ubaque, Chipaque, Pasca, Fosca, Chiguachí. Une, Fusagasugá, y todos los de aquellos valles que caen a las espaldas de la ciudad de Santa Fe, se habían rebelado contra Guatavita, su señor, negándole la obediencia y tributos, y tomando las armas contra él para su defensa, y negándole todo lo que por razón de su señorío le debían y eran obligados; lo cual visto por él, y cuán necesario era con tiempo matar aquel fuego antes que saltase alguna centella donde hiciese más daño, para cuyo remedio despachó sus mensajes a Bogotá, su teniente y capitán general, ordenándole que luego que viese aquellas dos coronas de oro que te enviaba con sus quemes, que es lo propio que embajadores o mensajeros, juntase sus gentes, y con el más poderoso ejército que pudiese entrase a castigar los rebeldes, y que de la guerra no alzase mano hasta acabar aquellas gentes o sujetarlas y traerles a obediencia.
En cuya conformidad, el teniente de Bogotá juntó más de treinta mil indios, y con este ejército pasó la cordillera, entró en el valle y tierra de los rebeldes, con los cuales tuvo algunos reencuentros en que hubo hartas muertes de la una banda y otra; de donde el demonio tuvo muy buena cosecha, porque siempre pretende tener tales ganancias en tales actos, y así enciende los ánimos a los hombres a semejantes discordias, porque de ellas resultan sus ganancias, mayormente entre infieles, donde se lleva los despojos de todos. Apunto esto para lo que diré adelante.
El teniente Bogotá, con la perseverancia y mucha gente que metió, y con la que cada día le acudía, que el Guatavita no se descuidaba de reforzarle el campo, alcanzó la victoria, sujetó a los contrarios, trájoselos a abediencia, cobró los tributos de su señor, y rico y victorioso volvióse a su casa.
Pero como la fortuna nunca permanece en un ser, ni hay ni ha habido quien le ponga un clavo en su voluble rueda, sucedió que vuelto a Bogotá a su casa y habiendo despachado a su señor Guatavita la gloria de la victoria con las muchas riquezas de sus tributos y parte de los despojos, sus capitanes y soldados trataron de hacer fiestas y celebrar sus victorias con grandes borracheras, que para ellos era ésta la mayor fiesta; hicieron una muy célebre en el cercado del teniente Bogotá, en la cual, después de bien calientes, comenzaron a levantar su nombre y celebrar sus hazañas aclamándole por señor; diciéndole que él solo había de ser el señor de todo y a quien obedeciesen todos, porque Guatavita sólo servía de estarse en su cercado con sus teguyes, que es lo propio que mancebas, en sus contentos sin ocuparse de la guerra, y que si él quería, les sería fácil el ponerlo en el trono y señorío de todo.
Nunca el mucho beber, y demasiadamente, hizo provecho; y si no, dígalo el rey Baltasar de Babilonia y el magno Alejandro, rey de Macedonia, que el uno perdió el reino bebiendo y profanando los vasos del templo y con ello la vida; y el otro mató al mayor amigo que tenía, que fue aquel festín tan celebrado en sus historias; y con éstos podíamos traer otros muchos, y no dejar fuera de la copia a Holofernes ni a los hermanos de Abraham.
No faltó quien en la borrachera diese cuenta al Guatavita y lo que en ella había pasado, y señalando (como dicen) con el dedo a los que en ella habían hablado con ventaja, ponderándole el alegre semblante con que el Bogotá había oído el ofrecimiento de sus capitanes y soldados, y cómo no le había parecido mal; de todo lo cual el Guatavita se alborotó y al punto mandó a sus capitanes hacer dos mil indios de guerra que asistiesen a la defensa de su persona, y que estuviesen prevenidos para lo que se ofreciese; así mismo despachó dos quemes, que, como tengo dicho, son mensajeros, aunque en esta ocasión sirvieron de emplazadores, con las dos coronas de oro, que entre ellos servían de mandamiento o provisión real, citando al Bogotá, en que dentro de tercero día pareciese ante él llevando consigo tales y tales capitanes.
Parecieron estos quemes ante el Bogotá e intimáronle el emplazamiento, el cual no lo tomó a bien considerando que hacía pocos días que le había enviado a Guatavita un gran tesoro y el vencimiento de sus contrarios, y que tan presto le enviaba a llamar y que llevase los capitanes que le señalaba. Escáldose de ello y sintió bien de aquella llamada, y para mejor enterarse, mandó a sus capitanes que tomasen aquellos quemes y que los convidasen y, siendo necesario, les diesen mantas, oro y otras dádivas, y que sacasen de ellos para qué los llamaba Guatavita, su señor.
No se descuidaron los capitanes en hacer la diligencia, y cargaron tanto la mano en ella, que los quemes, hartos de chicha y dádivas, vinieron a decir “¿qué hablasteis vosotros en la borrachera grande?, ¿que hicisteis en el cercado de Bogotá? Porque todo se lo dijeron a Guatavita; y ha juntado mucha gente. No sé Para qué”. De aquí entendió el Bogotá para qué los llamaba; al punto dio mantas a los mensajeros y un buen presente que llevasen a Guatavita, diciéndole le dijesen que ya iba tras ellos, con que los envió muy contentos. Idos los quemes, llamó Bogotá a consejo a sus capitanes, y acordaron, pues que se hallaba con las armas en las manos, previniesen a Guatavita, y así juntasen sus cabezas con la suya. Dada esta orden, se la dio a ellos el Bogotá para que juntasen toda la gente que pudiese tomar armas y regirlas para la ocasión. Al punto pusieron en ejecución.
El Guatavita, que no dormía y traía el ánimo inquieto con lo que le habían dicho, vista la tardanza de Bogotá, volvió a enviarlo a llamar con otros dos quemes, los cuales, llegados a Bogotá, emplazaron segunda vez al teniente; el cual les respondió que el día siguiente se irían. Aquella noche llamó a sus capitanes y les dio orden que los cuarenta mil soldados que tenían hechos, los partiesen en dos escuadras, y con la una a paso tendido marchase de manera que al segundo día al amanecer, por encima de las lomas de Tocancipá y Gachancipá, que dan vista al pueblo de Guatavita, diesen los buenos días a su señor; y que los otros veinte mil indios con sus capitanes le siguiesen en retaguardia de su persona, que él se iría reteniendo y haciendo alto hasta tanto que se ajustaba lo que les ordenaba. Con esto los despidió y se fue a ordenar su viaje para el día siguiente.
Los capitanes con la orden que su general les dio, aquella noche enviaron sus mensajeros a las escuadras de gente que tenían hecha, previniéndolos que al día siguiente habían de marchar. Llegado el día, Bogotá salió con los capitanes llamados y con los quemes de Guatavita. Salió algo tarde por dar tiempo a lo que dejaba ordenado, y habiendo caminado poco más de dos leguas, dio muy bien de comer a los dos quemes, y dándoles segundas mantas, les dijo que se fuesen delante y dijesen a su señor Guatavita que ya iban.
Hiciéronlo así, y el Bogotá se fue muy poco a poco, siempre a vista de ellos, hasta que cerró la noche, teniendo siempre corredores a las espaldas que le daban aviso a dónde llegaban sus dos campos.
Hizo aquel día noche pasada la venta que agora llaman de Serrano, en aquellos llanos de Siecha, a donde se alojó con los veinte mil indios que llevaba de retaguardia y donde esperó el aviso y suceso de los del cerro de Tocancipá.
El Bogotá, con todo su campo entero, no queriendo dejar en el pueblo de Guatavita ninguna de sus gentes, porque no fatigasen a las pobres mujeres que en él habían quedado, sólo envió dos de sus capitanes con dos mil soldados indios al asiento de Sieche, que fue a donde durmió la noche que salió de Bogotá, para que desde allí supiesen y reconociesen las prevenciones del enemigo, y que de todo ello le diesen aviso; con esto y con el resto de su campo, dio vuelta a todos y por todos los pueblos cercanos a Guatavita y de su obediencia, atrayéndolos a la suya, lo cual hicieron de buena gana por salir de la sujeción de Guatavita, y por ser dulce y suave el nombre de Bogotá, y por mejor decir de la libertad.
Volvióse el Cacique de Bogotá a su pueblo y casa con esta victoria ganada a tan poca costa, a donde le dejaremos por volver a tratar del Cacique Guatavita y de lo que hizo en su retirada, que a todo esto corría y pasó el año de 1537, cuando nuestros españoles pasaban los trabajos del Río Grande de la Magdalena, hasta que llegaron a las lomas de Opón de Vélez, donde los dejé, que corría ya el año de 1538.
En que se cuenta lo que Guatavita hizo en la tierra, digo en la retirada, y las gentes que juntó, y cómo pidió favor a Ramiraquí de Tunja; y se prosigue la guerra hasta que se acabó
Como el Cacique Guatavita se vio fuera de riesgo en que le había puesto su teniente Bogotá, y ya algo sosegado, puso luego la mira a la satisfacción y venganza, y con toda dilegencia hizo llamamiento de gentes, y en poco más tiempo de cuatro meses juntó un poderoso campo, que no le fue muy dificultoso por haber en aquellos tiempos muchas gentes en aquellos valles, porque hasta la última cordillera de los Chíos, que da vista a los llanos, que son más de tres días de camino, todas aquellas gentes obedecían al Guatavita, y hasta los mismos Chíos, que hasta el día de hoy reconocen por señor al que legítimamente es Cacique de Guatavita.
Esta nación le dio mucho número de gente, sacándola de aquellos llanos de sus amigos y confederados; también envió el Guatavita sus mensajeros al Ramiriquí de Tunja, pidiéndole le ayudase contra el tirano, lo cual hizo Ramiriquí muy de buena gana por vengarse del Bogotá, con quien estaba atrasado por ciertas correrías que había hecho por sus tierras, con color que peleaba con panches y con otros caribes que estaban en los fuertes segundos que confinan con el Río Grande de la Magadalena, que aunque hoy duran algunas de estas naciones, como son verequíes y carares, que infestan y saltean los que navegan el dicho río, por lo cual razón hay de ordinario presidio en él, puesto por la Real Audiencia para asegurar aquel paso.
El Ramiriquí de Tunja juntó muchas gentes, y salió de sus tierras a dar ayuda a Guatavita contra Bogotá.
Corría el año de 1538 cuando se hacían estas prevenciones, de las cuales era sabedor el Bogotá, porque de la frontera que había dejado en el asiento de Sieche, y de las espaldas y corredores que traía, tenía muy ordinarios avisos, con los cuales no se descuidaba y tenía prevenido un poderoso ejército diestro y con valientes capitanes. Llególe en el mismo año la nueva de cómo salía Guatavita del valle de Gachetá con poderoso campo, y también tenía aviso de cómo el Ramiriquí de Tunja venía contra él; no desmayó punto por eso, antes, previniendo al enemigo, partió luego con sus gentes a donde tenía sus capitanes en frontera, que como tengo dicho, era en los llanos y asiento de Sieche a donde por momentos le llegaban nuevas del enemigo y cuán cerca venía.
El fin, llegó el día que se pusieron los dos campos frente a frente: el Guatavita en el asiento de Guasca, que es hoy de la Real Corona, tenía ese tiempo por delante un río pequeño que le había tomado por raya: el Bogotá en el su asiento de Sieche con todas sus gentes tenía asimismo otro pequeño río que le tenía por raya, y en medio de estos dos ríos se hace una llanada espaciosa y cómoda para darse la batalla.
Afrontados los dos campos, dieron luego muestras de venir al rompimiento de la batalla: la noche antes del día que pretendían darse la batalla se juntaron sus sacerdotes, jeques y mohanes, y trataron con los señores y cabezas principales de sus ejércitos, diciendo cómo era llegado el tiempo en que debían sacrificar a sus dioses, ofreciéndoles oro e inciensos, y particularmente correr la tierra y visitar las lagunas de los santuarios, y hacer otros ritos y ceremonias; y para que se entienda mejor, los persuadieron que era llegado el año del jubileo, y que sería justo cumpliesen con sus dioses primero que se diese la batalla, y que para podello hacer, sería bueno asentasen treguas por veinte días o más. Propuesto lo dicho, no fue muy dificultoso acabarlo con los dos campos, que, consultados, asentaron las treguas. La primera ceremonia que hicieron fue salir de ambos campos muy largos corros de hombres y mujeres bailando, con sus instrumentos músicos, y como si entre ellos no hubiese habido rencores ni rastro de guerra, en aquella llanada que había en suelos dos ríos que dividían los campos; con mucho gusto y regocijo se mostraban los unos y los otros, convidándose, comiendo y bebiendo juntos en grandes borracheras que hicieron, que duraban de día y de noche, a donde el que más incestos y fornicaciones cometía era más santo (vicio que hasta hoy les dura).
Por tres días continuos duró esta fiesta y borracheras, y al cuarto día se juntaron los jeques y mohanes y acordaron que al siguiente día se comenzase a correr la tierra, que era la mayor ceremonia y sacrificio que hacían a su dios. Ponga aquí el dedo el lector y espéreme adelante, porque quiero acabar esta guerra. Aquella noche se echó el bando en ambos campos cómo el día siguiente se había de salir a correr la tierra, con lo cual todos alistaron sus prevenciones .
Sabido por el Bogotá el bando, y que era fuerza que sus gentes se derramasen, porque se habían de correr más de catorce leguas de tierras, como adelante diré, y como siempre la mala conciencia no tiene seguridad porque siempre vela sobre su pecado, con esta congoja y sospecha, aquella misma noche llamó a sus capitanes, y díjoles: “Mañana salís a correr las tierras y es fuerza que andéis entre vuestros enemigos distintos y apartados; y ¿sabemos los designios de Guatavita ni lo que ordenará a los suyos? Soy de parecer que os llevéis las armas encubiertas para que, si os acometieren, os defendáis; y si viéredes al enemigo descuidado, dad en ellos, y venceremos a menos costa, porque acabada esta fiesta es fuerza que hemos de venir a las manos. Y ¿sabemos a qué parte cabrá la victoria, ni el suceso de ella?
Hubieron todos los capitanes por muy acertado el parecer de su señor, y la misma noche pasó la palabra y dieron a los soldados el orden que habían de guardar, encargándoles el secreto, que fue mucho el guardado entre tantos millares de gentes; mas el demonio para lo que le importa sabe ser mudo, y a esto ayudó, que a romper el alba se oyeron grandes vocería en las cordilleras altas, con muchas trompetillas, gaitas y fotutos, que demostraban cómo el campo de Guatavita era el primero que había salido a la fiesta, con lo cual en el de Bogotá no quedó hombre con hombre, porque salieron con gran ligereza a ganar los puestos que les tocaba y estaban repartidos por los jeques y mohanes.
Cubrían las gentes los montes y valles, corriendo todos como quien pretende ganar el palio; andaban todos revueltos, y pasando más del mediodía, los bogotaes reconocieron el descuido de la gente de Guatavita y cuán desapercibidos iban de armas y con el orden y aviso que tenían de sus capitanes, los cuales los seguían en retaguardia, y vista la ocasión, les hicieron señal de acometer al contrario bando; lo cual hicieron con tanto valor, que en breve espacio se vio la gran traición con los muchos que morían; reconoció el campo contrario el daño y comenzóse a retirar poniéndose en huida; favoreciólos la noche, que sobrevino, aunque con pérdida, según fue fama, de más de diez mil indios, y éstos fueron de los extranjeros que habían venido a dar ayuda al Cacique Guatavita, porque el Bogotá previno a sus capitanes que se excusase el daño de los naturales porque sabía bien cuán forzados seguían el bando de Guatavita. (Fue ésta buena cosecha para el demonio, que la tomara yo este año de 1636 de fanegas de trigo, y en el que viene también.)
Llegó la triste y lamentable nueva a los oídos del Cacique Guatavita y sus capitanes, los cuales con el gran temor y nuevas de las muchas muertes que por momentos se les ponía delante, levantando con el gran temor gigantes de miedo, sin aguardar a ver el enemigo se pusieron en huida, retirándose otra vez al valle de Gachetá, favoreciéndolos la noche y el cansancio del campo contrario, llevando siempre el Guatavita lo más que pudo de sus gentes en retaguardia, dejando el campo y despojos a su contrario; y pues la noche dio lugar a esta retirada y excusó tantas muertes, excúseme a mí por un rato este trabajo hasta el día, que pues todos los animales descansan, descansaré yo.
* * *
Noche trabajosa, que mucho riesgo fue ésta para el Cacique de Bogotá, porque tuvo los gustos mezclados con muchos disgustos: el primero recibió aquella misma tarde que salieron sus gentes a correr la tierra sin gente de guerra, y habían robado todos los pueblos cercanos a la cordillera que linda con ellos, llevándose los niños y mujeres con sus haciendas, matando toda la gente que se había puesto en defensa.
Turbó mucho este caso al Bogotá, y mucho más las nuevas de sus corredores y escuadrón volante que tenía en el camino de Tunja, los cuales le dieron aviso cómo el Ramiriquí con poderoso campo venía a dar ayuda a Guatavita, y que estaba ya en el camino más acá de Tunja. Estas nuevas y el no saber lo que les había sucedido a los suyos con la gente de Guatavita, lo tenían tan angustiado y afligido, que no sabía ni hallaba lugar dónde hacer pie; y lo que más le afligía era haberse quedado sin gente para su guardia, aunque él había mandado que un escuadrón fuerte y bien armado no subiese a la laguna de Sieche, que era el uno de los santuarios que había de visitar, sino que se quedase en aquellas laderas hasta que él diese otra orden. Anochecido, llegó la nueva cómo los suyos habían acometido a las gentes de Guatavita y hecho en ellas gran matanza; esto le acrecentó el temor por haber cerrado la noche y hallarse sin la guardia de su persona, recelando no le acometiese el Guatavita con algún escuadrón que tuviese para su defensa. Todos éstos eran gigantes del miedo.
Con los pocos que tenía, partió luego en busca del escuadrón que había mandado esperase en las laderas de la Iguna; allegó a él, y allí sosegó un tanto, a donde supo de la gran matanza y de la retirada de su competidor Guatavita; pasó toda la noche siempre armado, hasta que llegó el día de todos tan deseado, con el cual se acabó de informar de todo lo acontecido, y con la luz perdió todos los temores. Habíase recogido todo su campo, y con él partió luego al pueblo de Guatavita, pasó por el alojamiento de su contrario, de donde llevó los despojos que había dejado. Su designio era salirle al encuentro al Ramiriquí de Tunja.
Habiendo entrado en el pueblo de Guatavita, hallólo todo sin gente, por haberse huido o retirado toda, así mujeres con niños, viejos y gente inútil; aquí le llegó su escuadrón volante y corredores con dos mensajeros del Ramiriquí, en que por ellos avisaba al Guatavita cómo tenía aviso que por la parte de Vélez habían entrado unas gentes nunca vistas ni conocidas, que tenían muchos pelos en la cara, y que algunos de ellos venían encima de unos animales muy grandes, que sabían hablar y daban grandes voces; pero que no entendían lo que decían, y que se iba a poner cobro en sus tierras, que lo pusiese él en las suyas.
Con esta nueva acabó el Bogotá de perder el miedo y temor, enterado de la retirada del Ramiriquí, y que los suyos habían visto volverse; y para enterarse de estas nuevas gentes envió su escuadrón y corredores a la parte de Vélez por donde decían había entrado; y con esto mandó echar un bando por toda la tierra, de perdón general, y que todos los naturales se volviesen a sus pueblos, que él los ampararía y defendería.
Hecho esto y habiendo descansado en el pueblo de Guatavita sólo tres días, partió de él llevando un campo de más de cincuenta mil indios de pelea, habiendo despachado más de otros cinco mil con sus capitanes al reparto de la sabana grande y pueblos de ella, a reparar el daño de los panches, que por entonces no tuvo efecto, aunque adelante se vengaron con ayuda de los españoles, como lo diremos en su lugar.
Bogotá con todo su campo salió a los llanos de Nemocón, a donde tuvo noticia enderezaban su viaje las nuevas gentes que habían entrado. A donde le dejaremos por agora con los capitanes españoles que también me esperan; pero descansen los unos y los otros, que bien lo han menester, mientras trato de los ritos y ceremonias de esta gentilidad, y a quién tenían por dios. Lo cual se verá en el siguiente capítulo.
Cuéntanse costumbres, ritos y ceremonias de estos naturales, y qué cosa era correr la tierra, y qué cantidad de ella, los santuarios y casas de devoción que tenían, y cuéntase cómo un clérigo engañó al demonio, o su mohán por él, y cómo se cogió un santuario, gran tesoro que tenían ofrecido en santuario
Después que aquel ángel que Dios crió sobre todas las jerarquías de los ángeles perdió la silla y asiento de su alteza por su soberbia y desagradecimiento, fue echado del reino de los Cielos juntamente con la tercera parte de los espíritus angélicos que siguieron su bando, dándoles por morada el centro y corazón de la tierra, donde puso la silla de su morada, monarquía, y asentó casa y corte, y a donde todos sus deleites son llantos, suspiros, quejas, penas y tormentos eternos. Desagradecimiento dizque fue culpa de Luzbel juntamente con la soberbia. Está bien dicho, porque este ángel ensoberbecido quisiera, y lo deseó, tener por naturaleza la perfección y grandeza que por gracia de Dios le dio, por no tener que agradecer a Dios, y con esto quererle quitar a Dios su adoración que tan de derecho le es debida, queriéndola usurpar para sí, por la cual culpa se le dieron los infiernos con sus tormentos por pena, y la mayor, carecer de ver a Dios, mientras fuere Dios, que no puede faltar.
Crió Dios al hombre formándolo del limo de la tierra, y hízolo a su imagen y semejanza; imagen por lo natural; semejanza por lo gratuito. Infundióle una alma racional vistiéndola de la original justicia para que se gozase, dándole asimismo el dote de la inmortalidad, con todos sus atributos; y añadiendo Dios bien a bien, hizo al hombre dueño y señor de cuanto había criado, dándoselo en posesión, porque no necesitaba Dios de ello; sólo al hombre quería para si, como imagen y semejanza suya, y no porque tampoco necesitase de él, sino por sola su gran bondad, y para que reparase él y sus descendientes las sillas que Luzbel y los suyos habían perdido, pudiendo Dios para el reparo de ellas, como crió hombres, criar millares de ángeles, tenía Dios N. S. dentro de sí aquello que él mismo dice: “mis deleites son con los hijos de los hombres”; y todo lo que Dios hizo y crió era en supremo grado bueno, y como es tan dadivoso y tiene las manos rotas para dar al hombre, aderezóle a Adán un jardín y paraíso de deleites, y metióle y colocóle en él, dándole posesión de cuanto había criado, que sólo reservó Dios para sí un árbol, del cual se mandó a Adán no comiese, avisándole que en el punto que comiese de él moriría.
Un solo precepto pusiste, Señor, y no dificultoso de cumplir, y ¡que no se cumpliese habiendo señalado el árbol, y a donde estaba, y con no menos pena que de muerte, espanto es grande; pero mayor es vuestra sabiduría!
Colocado el hombre en el paraíso, y habiéndole dado Dios el mando y mero mixto imperio de todo como primer monarca, y con ello compañera que le ayudase, fue Dios dejándolos en manos de su albedrío.
Lucifer, que acechaba a Dios y, si se puede decir, le contaba los pasos, como viese al hombre colocado con cetro y monarquía, y tan grande amigo de Dios, y no ignoraba el grado que tenía la humanidad, por habérsela Dios mostrado en los cielos cuando en ellos estuvo en una criatura humana, diciéndole que había de ser tan humilde como ella para gozarle, y que la había de obedecer y adoralla, principio de la soberbia y rebeldía de Lucifer, y de donde nació su destierro. Viendo los principios que Dios daba a aquella obra, que tan caro le costaba y había de costar, y que aquél y sus descendientes habían de reparar y gozar las sillas perdidas por él y sus secuaces, trató de contrapuntear a Dios y ver si podía quitarle a Dios lo que había criado, tomándolo para sí, haciendo que perdiese Adán la gracia y con ella todo lo demás para que era criado.
Como Dios se había ido dejando al hombre en su libre albedrío, Lucifer, que con cuidado le acechaba, halló la ocasión y no quiso fiar el hecho menos que de sí mismo, porque los negocios arduos siempre se opuso él a ellos, como lo hizo en el negocio de Job, y en el desierto tentando a Cristo S. N.
Eva, deseosa de ver el paraíso tan deleitoso, apartóse de Adán y fuese paseando por él; ¡y qué de materias se me ofrecen en este paseo! Pero quédense agora, que no les faltará lugar. Puso Eva los ojos en aquel árbol de la ciencia del bien y del mal y enderezó a él; el demonio, que le conoció el intento, ganóle la delantera y esperóla en el puesto a donde, en allegando Eva, tuvieron conversación, y entre los dos departieron las dos primeras mentiras del mundo, porque el demonio dijo la primera, diciendo “¿por qué os vedó Dios que no comiésedes de todas las frutas de este paraíso?”. Siendo lo contrario, porque una sola vedó Dios. La mujer respondió, “que no le había quitado Dios que no comiesen de todas las frutas del paraíso, porque tan solamente les mandó que de aquel árbol no tocasen”. Segunda mentira, porque Dios no mandó que no tocasen, sino que no comiesen.
La resulta de la conversación fue que Eva salió vencida y engañada, y ella engañó a su marido, con que pasó y quebrantó el precepto de Dios. Salió Lucifer con la victoria por entonces, quedando con ella hecho príncipe y señor de este mundo. Qué caro le costó a Adán la mujer, por haberle concedido que se fuese a pasear; y qué caro le costó a David el salirse a bañar Betsabé, pues le apartó de la amistad de Dios; y qué caro le costó a Salomón, su hijo, la hija del rey Faraón de Egipto, pues su hermosura le hizo idolatrar; y a Sansón la de Dalila, pues le costó la libertad, la vista y la vida; y a Troya le costó bien caro la de Helena, pues se abrasó en fuego por ella, y por Florinda perdió Rodrigo a España y la vida.
Paréceme que ha de haber muchos que digan: ¿qué tiene que ver la conquista del Nuevo Reino, costumbres y ritos de sus naturales, con los lugares de la Escritura y Testamento viejo y otras historias antiguas? Curioso lector, respondo: que esta doncella es huérfana, y aunque hermosa y cuidada de todos, y porque es llegado el día de sus bodas y desposorios, para componerlas en menester pedir ropas y joyas prestadas, para que salga a vistas; y de los mejores jardines coger las más graciosas flores para la mesa de sus convidados; si alguno le agradare, vuelva a cada uno lo que fuera suyo, haciendo con ella lo del ave de la fábula; y esta respuesta sirva a toda la obra.
Acometido Adán por la parte más flaca, quiero decir, rogado e importunado de una mujer hermosa, y si acaso añadió algunas lágrimas a la hermosura, ¿qué tal lo pondría? Al fin, él quedó vencido y fuera de la amistad de Dios, y Lucifer gozoso y contento por haber salido con su intento, y borrándole a Dios su imagen con la culpa cometida, acabando con el principado de este mundo, porque este nombre le da Cristo N. S. y el mismo Cristo le echó fuera de él, venciendo en la cruz muerte y demonio.
Pero antes de esta victoria y antes que en este Reino entrase la palabra de Dios, es muy cierto que el demonio usaría de su monarquía, porque no quedó tan destituido de ella que no le haya quedado algún rastro, particularmente entre infieles y gentiles, que carecen del conocimiento verdadero de Dios; y estos naturales estaban y estuvieron en esta ceguedad hasta su conquista, por lo cual el demonio se hacía adorar por dios de ellos, y que le sirviesen con muchos ritos y ceremonias, y entre ellas fue una el correr la tierra; y está tan establecida que era de tiempo y memoria guardada, por ley inviolable, lo cual se hacía en esta manera.
Tenían señalados cinco altares o puestos de devoción (el que mejor cuadrase), muy distintos y apartados los unos de los otros, los cuales son los siguientes: el primero era la laguna grande de Guatavita, a donde coronaban y elegían a los reyes, habiendo hecho primero aquel ayuno de los seis años, con las abstinencias referidas, y éste era el mayor y de más adoración, y a donde habiendo llegado a él se hacían las mayores borracheras, ritos y ceremonias; el segundo altar era la laguna de Guasca, que hoy llamamos Martos, porque intentó sacarle el santuario y tesoro grande que decían tenían; codicia con que le hicieron gastar hartos dineros; y no, fue él solo el porfiado, que otros compañeros tuvo después; el tercer altar era la laguna de Sieche, que fue la que tocó a Bogotá comenzar de ella el correr la tierra, y a donde mandó que en sus ladera quedase el escuadrón reforzado para la defensa de su persona, y a donde se recogió la noche de la matanza de la gente de Guatavita; el cuarto altar y puesto de devoción era la laguna Teusacá, que también tiene gran tesoro, según fama, porque se decía tenía dos caimanes de oro, amén de otras joyas y santillos, y hubo muchos golosos que le dieron tiento, pero es hondable y de muchas peñas.
Yo confieso mi pecado, que entré en esta letanía con codicia de pescar uno de los caimanes, y sucedióme que habiendo galanteado muy bien a un jeque, que lo había sido de esta laguna o santuario me llevó a él, y así como descubrimos la laguna, que vio el agua de ella, cayó de bruces en el suelo y nunca lo pude alzar de él, ni que me hablase más palabra. Allí lo dejé y me volví sin nada y con pérdida de lo gastado, que nunca más lo vi.
El quinto puesto y altar de devoción era la laguna de Ubaque que hoy llaman la de Carriega, que según la fama le costó, la vida el querer sacar el oro que dicen tiene, y el día de hoy tiene opositores. Gran golosina es el oro y la plata, pues niños y viejos andan tras ella y no se ven hartos. Desde la laguna de Guatavita, que era la primera y primer santuario y altar de adoración, hasta este de Ubaque, eran los bienes comunes, y la mayor prevención que hubiese mucha chicha que beber para las borracheras que se hacían de noche, y en ellas infinitas ofensas a Dios N. S., que las callo por la honestidad; sólo digo que el que más ofensas cometía, ése era el más santo, teniendo para ellas por maestro al demonio.
Coronaban los montes y altas cumbres la infinita gente que corría la tierra, encontrándose los unos con los otros, porque salían del valle de Ubaque, y toda aquella tierra con la gente de la sabana grande de Bogotá, comenzaban la estación desde la laguna de Ubaque. La gente de Guatavita y toda la demás de aquellos valles y los que venían de la jurisdicción de Tunja, vasallos de Ramiriquí, la comenzaban desde la laguna grande de Guatavita; por manera que estos santuarios se habían de visitar dos veces. Solía durar la fuerza de esta fiesta veinte días y más, conforme el tiempo daba lugar, con grandes ritos y ceremonias; y en particular tenían uno de donde le venía el demonio su granjería, demás de que todo lo que se hacía era en su servicio.
Había, como tengo dicho, en este término de tierra que se corría, otros muchos santuarios y enterramientos, pues era el caso que en descubriendo los corredores el cerro donde había santuario, partían con gran velocidad a él, cada uno por ser el primero y ganar la corona que se daba por premio, y por ser tenido por más santo; y en las guerras y peleas que después tenían, el escuadrón que llevaba uno de estos coronados era como si llevase consigo la victoria. Aquí era a donde por llegar primero al cerro del santuario ponían todas sus fuerzas y a donde se ahogaban y morían muchos de cansados, y si no morían luego, aquella noche siguiente en las grandes borracheras que hacían, con el mucho beber y cansancio, amanecían otro día muertos. Estos quedaban enterrados por aquellas cuevas de aquellos peñascos, poniéndoles ídolos, oro y mantas, y los respetaban como santos mártires, habiéndose llevado el demonio las almas.
En los últimos días de estas fiestas, y que ya se tenía noticia de que todas las gentes habían corrido la tierra, se juntaban los caciques y capitanes y la gente principal en la gran laguna de Guatavita, a donde por tres días se hacían grandes borracheras, se quemaba mucho moque y trementina, de día y de noche, y el tercer día en muy grandes balsas bien adornadas, y con todo el oro y santillos que tenían para esto, con grandes músicas de gaitas, fotutos y sonajas, y grandes fuegos de gentío que había en contorno de la laguna, llegaban al medio de ella, donde hacían sus ofrecimientos, y con ello se acababa la ceremonia de correr la tierra, volviéndose a sus casas. Con lo cual podrá el lector quitar el dedo de donde lo puso, pues está entendida la ceremonia.
En todas estas lagunas fue siempre fama que había mucho oro, y particularmente en la de Guatavita, donde había un gran tesoro; y a esta fama Antonio de Sepúlveda capituló con la Majestad de Felipe II desaguar esta laguna, y poniéndolo en efecto, se dio el primer desaguadero como se ve en ella el día de hoy, y dijo que de solas las orillas de lo que había desaguado, se habían sacado más de doce mil pesos. Mucho tiempo después siguió el querer darle otro desagüe, y no pudo, y al fin murió pobre y cansado. Yo lo conocí bien y lo traté mucho, y lo ayudé a enterrar en la iglesia de Guatavita.
Otros muchos han probado la mano y lo han dejado, porque es proceder en infinito, que la laguna es muy hondable y tiene mucha lama y ha menester fuerza de dineros y mucha gente.
No puedo pasar de aquí sin contar cómo un clérigo engañó al diablo, o su jeque o mohán en su nombre, y le cogió tres o cuatro mil pesos que le tenían ofrecidos en un santuario que estaba en la labranza del cacique viejo de Ubaque; y esto fue en mi tiempo, y siendo arzobispo de este Reino el señor don fray Luis Zapata de Cárdenas, gran perseguidor de ídolos y santuarios, lo cual pasó así: estaba en el pueblo de Ubaque por cura y doctrinero el padre Francisco Lorenzo, clérigo presbítero, hermano de Alonso Gutiérrez Pimentel. Era este clérigo gran lenguara, y como tan diestro, trataba con los indios familiarmente y se dejaba llevar de muchas cosas suyas, con que los tenía muy gratos, y con este anzuelo les iba pescando muchos santuarios y oro enterrado que tenían con este nombre; sacóle, pues, a un capitán del pueblo un santuario, y éste con el enojo le dio noticia del santuario del cacique viejo, diciéndole también como sería dificultoso hallarlo, y díjole a dónde estaba. El Francisco Lorenzo examinó muy bien a este capitán, y sacó de él labranza y parte a donde estaba el santuario.
Salió el dicho padre un día, como quien iba a cazar venados, que también trataba de esto; llevaba consigo los muchachos más grandes de la doctrina y los alguaciles de ella, y con ellos el capitán que le había dado noticia del santuario, que le llevaba el perro de laja con que cazaba junto a sí; y con esto desechó la gente del pueblo, que lo traía siempre a la mira por los santuarios que les sacaba. Levantaron un venado y dio orden que lo encaminasen hacia las labrazas del cacique, y con este achaque, la guía tuvo tiempo de enseñarle el sitio del santuario y los bohíos del jeque que lo guardaba, que todo lo reconoció muy bien el clérigo. Mataron el venado y otros, con que se volvieron muy contentos al pueblo, y por algunos días no hizo el padre diligencias por santuarios, como solía, con lo cual los indios no lo espiaban tan a menudo como solían. Mandó que le trajesen alguna madera para hacer cruces, que eran para poner por los caminos.
Tenía el padre, de muchos días atrás, reconocida la cueva que estaba en aquellos peñascos, de donde él había sacado otros santuarios. Parecióle a propósito para su intente, y encima de esta cueva mandó a los muchachos que pusiesen la cruz más grande que había hecho, para que algunos días fuesen a rezar allá, repartiendo las demás por el camino y sendas que iban a la labranza del cacique. Anduvo algunos días estas estaciones con sus muchachos descuidado de tratar de santuarios. Descuidó la gente y enteróse bien de la cosa, después que tuvo bien zanjeado su negocio y prevenidos los alguaciles que habían de ir con él, aguardó una noche oscura, tomó una estola, hisopo y agua bendita, y con sus alguaciles fuese rezando hacia unos ranchos que estaban cerca de la cueva a donde había mandado poner la primera cruz.
Llegado a los ranchos, mandó a los alguaciles que hiciesen candela y que apagasen el hacha de cera que habían llevado encendida, y que le aguardasen allí mientras él iba a rezar a las cruces. Encaminóse a la que estaba encima de la cueva, y antes de llegar a ella torció el camino, tomando el de la labranza, por el cual bajó, que lo sabía muy bien, y sirviéndole las cruces que había puesto de padrón, fue aspergeando todo el camino con agua bendita. Entró por la labranza hasta llegar a los ranchos del jeque, sintió que estaba recuerdo y que estaba mascando hayo, porque le oía el ruido del calabacillo de la cal.
Sabía el padre Francisco Lorenzo de muy atrás, y del examen de otros jeques y mohanes, el orden que tenían para hablar con el demonio. Subióse en un árbol que caía sobre bohío, y de él llamó al jeque con el estilo del diablo, que ya él sabía. Al primer llamado calló el jeque; al segundo respondió, diciendo:
–“Aquí estoy, señor, ¿qué me mandas?”; respondióle el padre:
–“Aquello que me tienes guardado, saben los cristianos de ello, y han de venir a sacarlo, y me lo han de quitar; por eso llévalo de ahí”. Respondióle el jeque.
–“¿Adónde lo llevaré, señor?” Y respondióle:
–“A la cueva del pozo”, porque al pie de ella había uno muy grande, “que mañana te avisaré a dónde lo has de esconder”. Respondió el jeque:
–“Haré, señor, lo que me mandas”. Respondió pues:
–“Sea luego, que ya me voy”.
Bajóse del árbol y púsose a esperar al jeque, el cual se metió por la labranza, y perdiólo de vista. Púsose el padre en espía del camino que iba a la cueva, y al cabo de un rato vio al jeque que venía cargado; dejólo pasar, el cual volvió con otra carga; hizo otros dos viajes y al quinto se tardó mucho. Volvió el padre hacia los bohíos del jeque vista la tardanza, y hallóle que estaba cantando y dándole al calabacillo de cal, y de las razones que decía en lo que cantaba alcanzó el padre que no había más que llevar. Partióse luego hacia la cueva; llegó primero a los bohíos, a donde había dejado a su gente; mandó encender el hacha de cera, y llevándolos consigo, se fue a la cueva, a donde halló cuatro ollas llenas de santillos y tejuelos de oro, pájaros y otras figuras, quisques y tiraderas de oro; todo lo que había era de oro, que aunque el padre Francisco Lorenzo declaró manifestó tres mil pesos de oro, fue fama que fueron más de seis mil pesos.
En que se cuenta cómo los dos campos, el de los españoles y el de Bogotá, se vieron en los llanos de Nemocón, y lo que resultó de la vista. La muerte del cacique de Bogotá, y de dónde se originó llamar a estos naturales moscas. La venida de Nicolás de Fredermán y don Sebastián de Benalcázar, con los nombres de los capitanes y soldados que hicieron esta conquista
Los corredores de los campos de una y otra parte por momentos daban aviso a sus generales de cuan cerca tenían al contrario. El de los españoles era en número de ciento sesenta y siete hombres, reliquias de aquellos ochocientos que el General sacó de Santa Marta, y sobras de los que se escaparon del Río Grande de la Magdalena, y de sus caribes, tigres y caimanes, y de otros muchos trabajos y hambres; y aunque en número pequeño, muy grande en valor y esfuerzo y que hacía la causa de Dios N. S. El del contrario cubría los montes y campos, porque sin aquel grueso ejército con que había vencido al Guatavita, a la fama de las nuevas gentes se le habían juntado muchos millares.
Procuró el General de Quesada saber qué gente tenía su contrario; hizo preguntar a algunos indios de la tierra que había cogido por intérpretes de aquel indio que cogieron con los dos panes de sal y los había guiado hasta meterlos en este Reino, que con la comunicación hablaba ya algunas palabras en español; respondieron los preguntados en su lengua diciendo musca puenunga, que es lo propio que decir mucha gente. Los españoles que lo oyeron dijeron: “dicen que son como moscas”, que primero se acabarán todos ellos que el nombre.
Diéronse vista los dos campos: los españoles reconocieron las armas del contrario, que no eran ofensivas ni defensivas, porque la mayor era una macana y las demás, quisques y tiraderas. El Bogotá, como vio la poca gente que tanto sonido había dado, dicen que dijo a los suyos: “Toma puños de tierra y échales, y cojámosles, que luego veremos lo que habemos de hacer con ellos”; pero no se vendían tan barato. El Adelantado ordenó su campo: a los de a caballo mandó acometer por el costado, y con los arcabuces les dio una rociada. Pues como los indios vieron que sin llegar a ellos los españoles les mataban, sin aguardar punto más se pusieron en huida; los nuestros les fueron siguiendo y atacándolos, hasta que se deshizo y desapareció aquel gran gentío. En el alcance dicen que decían los españoles: “éstos eran más que moscas, mas han huido como moscas”; con que quedó confirmado el nombre; y en esta acometida se acabó toda la guerra.
Fue siguiendo el alcance el Adelantado hasta el pueblo de Bogotá, a donde se detuvo algunos días buscando al cacique, que nunca pudo ser habido, porque unos le decían que se había escondido en la cueva de Tena, que tenía hecha para si le venciese Guatavita; otros le decían que se había ido al cercado grande del santuario para esconderse entre aquellos peñascos.
La verdad de lo que en esto pasó fue que huyendo el cacique Bogotá de los españoles, se metió por unas labranzas de maíz a donde halló unos bohíos, y se estuvo escondido en ellos; pues andando los soldados rancheando los bohíos de los indios y buscando oro, un soldado dio con estos ranchos donde estaba el cacique escondido, el cual como sintió al español quiso huir; el soldado le dio con el mocho del arcabuz y lo mató sin conocerlo. Al cabo de algunos días lo hallaron los suyos y callaron su muerte por mandato del sucesor.
Como el Adelantado oyó decir que se había ido el cacique al cercado grande del santuario, preguntóles que a dónde era; señaláronle que al pie de esta sierra, en este sitio y asiento; con lo cual se vino con sus soldados a este puesto, a donde halló el cercado, que era una casa de recreación del dicho cacique y a donde tenía sus tesoros y las despensas de su sustento. Alrededor de este cercado, que estaba a donde agora está la fuente del agua en la plaza, había asimismo diez o doce bohíos del servicio de dicho cacique, en los cuales y en el dicho cercado alojó su persona el dicho Adelantado, y en los demás bohíos a sus soldados.
Hallaron las despensas bien provistas de sustento, muchas mantas y camisetas; que de las mantas hicieron de vestir los soldados, que andaban ya muchos de ellos desnudos. De hilo de algodón, que había mucho, hicieron alpargatas y calcetas con que se remediaran; y junto a este cercado, en la misma plaza, sacaron un santuario, donde se hallaron más de veinte mil pesos de buen oro, según la fama; y no era éste el santuario grande que los indios decían, porque éste era de solo el Cacique Bogotá; el otro estaba en la sierra, a donde todos acudían a ofrecer, entrando por una cueva que nunca los conquistadores la pudieron descubrir, aunque se hicieron muchas diligencias y no hizo pocas el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, y tampoco surtió efecto. Desde este punto, se corrió toda tierra descubriendo sus secretos, procurando siempre el Adelantado y sus capitanes el buen tratamiento de los naturales, los cuales con la comunicación se dieron amigables, dando la obediencia al Rey, nuestro señor. Todo lo cual pasó durante el dicho año de 1538, y estando nuestro general quieto y sosegado, porque ya se había corrido la tierra hasta el valle de Neiva, reconocido los panches y marequipas, que es lo que llamamos Marequita, los soldados ricos y contentos.
En esta ocasión, que era el año de 1539, de los indios más cercanos a los llanos se tuvo noticia cómo por aquella parte venían otros españoles. Este era Nicolás de Fredermán, teniente del general Jorge Spira, que habiendo salido de Coro con cuatrocientos hombres, y desenvuelto lo de la laguna de Maracaibo por no juntarse con su general, se metió por los llanos corriéndolos por muchas partes, hasta el famoso Orinoco, que por sesenta bocas lleva el tributo a la mar, que las más anchas tienen dos leguas de travesía; en cuyos márgenes y en las del Meta halló algunas gentes, que las más de ellas vivían en los árboles, por las grandes inundaciones de aquellos llanos y por el mal país. Acordó de volverse a arrimar a la cordillera, y caminando por ella algunos días, envió por sobresaliente con la gente necesaria al capitán Limpias, el cual, rompiendo dificultades y muy peligrosos pasos, salió a la parte de donde después se pobló San Juan de los Llanos, de cuyos naturales tomó noticia de la gente de este Reino, en cuya demanda se partió luego, habiendo de todo noticia y dándola a su general Nicolás de Fredermán, el cual siempre seguía la senda de su capitán Limpias, la cual hallaba más tratable por estar hollada de los caballos y soldados de dicho capitán. Este viaje de los llanos que hizo Fredermán huyendo de su general Jorge de Spira, cuenta el padre fray Pedro Simón, más extenso en la primera parte de sus Noticias Historiales, donde el lector que lo quisiere saber lo podrá ver.
El capitán Limpias salió a Fosca, y de allí a Pasca, a donde halló al capitán Lázaro Fonte, que le tenía allí destinado el general Jiménez de Quesada por ciertos disgustos, el cual al punto dio aviso a su general de la gente que allí había llegado. Envió luego el Adelantado a reconocer la gente que por allí había entrado, y allegaron al punto que Nicolás de Fredermán se acababa de juntar con su capitán Limpias y los suyos; y todos juntos, muy amigablemente, dentro de tercero día entraron en este sitio de Santa Fe, entrante el dicho año de 1539, donde fueron muy bien recibidos del dicho Adelantado y sus capitanes; y luego, dentro de muy pocos días, por la parte de Fusagasugá, entró el Adelantado don Sebastián de Benalcázar, que bajaba del Pirú con la codicia de hallar al indio dorado, atrás dicho, causador de aquel nombre tan campanudo del Dorado, que tantas vidas y haciendas ha costado. Este general traía ciento y sesenta hombres, y Fredermán traía sólo ciento, por haber perdido y muerto los demás en los llanos.
Recibiéronse estos generales al principio muy bien; y dende a poco nacieron entre ellos no sé que cosquillas, que el oro las convirtió en risa; quedaron muy amigos y conviniéronse que a cada treinta soldados de estos dos generales se les diese de comer en lo conquistado y que adelante se conquistase, como si fuesen los primeros descubridores y conquistadores; con lo cual quedaron muy amigos y en paz; y en el año de 1539, a 6 de agosto y día de la Transfiguración del Señor, los tres generales, con sus capitanes y demás oficiales y soldados, fundaron esta ciudad en nombre del emperador Carlos V, nuestro Rey y señor natural, y este dicho día señalaron solar a la santa iglesia catedral, que fue la primera de este Nuevo Reino.
Diéronle por nombre a esta ciudad Santa Fe de Bogotá del Nuevo Reino de Granada, a devoción del dicho general don Gonzalo Jiménez de Quesada, su fundador, por ser natural de Granada; y el de Bogotá por haberla poblado a donde el dicho cacique de Bogotá tenía su cercado y casa de recreación. Con lo cual diremos qué gente fue la que quedó de estos tres generales en este Reino, la cual fue la siguiente:
SOLDADOS DEL ADELANTADO DON GONZALO
JIMÉNEZ DE QUESADA, CAPITÁN GENERAL
DE ESTA CONQUISTA
El dicho Licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada, teniente capitán general del ejército, el cual después de la Conquista y haber ido a España y vuelto a este Reino por mariscal, de donde salió en busca del Dorado, donde perdió toda la gente que llevaba y se volvió sin hallarlo. Murió sin hijos ni casarse, en Marequita, año de 1538. Trasladaron sus huesos a la catedral de esta ciudad; dejó una capellanía que sirven los prebendados de la santa iglesia.
Hernán Pérez de Quesada, su hermano, alguacil mayor del ejército y después justicia mayor en este Reino, murió en el puerto de Santa Marta, y su hermano menor, viniendo de la isla de Santo Domingo.
El capitán Juan de junco, soldado de Italia, persona de gran valor, nombrado por el gobernador don Pedro Fernández de Lugo en segundo lugar, si faltase el general Quesada: trajo soldados a su costo; dejó hijos en la ciudad de Santo Domingo. Hay quien diga que fue a poblar a Tunja con el capitán Gonzalo Suárez Rendón y los demás soldados.
El licenciado Juan de Lescames, capellán del ejército, volvióse después a España con los generales Gonzalo Jiménez de Quesada, Fredermán y Benalcázar.
Fray Domingo o Alonso de Las Casas, del orden de Santo Domingo, descubridor. Volvióse a España con los dichos generales.
El capitán Gonzalo Suárez Rendón, persona valerosa, pobló después la ciudad de Tunja y en ella vivió y murió con la encomienda de Icabuco. Dejó hijos nobles y descendientes que hoy viven.
El capitán Juan de Céspedes, que lo fue de los de a caballo, y después teniente de gobernador del doctor Venero de Leiva y encomendero del pueblo de Ubaque. Murió en esta ciudad; dejó hijos que también son muertos.
El capitán Hernando de Prado, encomendero de Tocaima, hermano del dicho capitán Céspedes; dejó hijos y murió en Tocaima.
El capitán Pedro de Valenzuela trajo gente a su cargo; no dejó memoria de sí.
El capitán Albarracín lo fue de un navío en que trajo soldados a su costa, encomendero en Tunja; dejó hijos en ella.
El capitán Antonio Díaz Cardoso, lusitano noble y de los capitanes de Santa Marta; de ella vino por capitán de un bergantín. Fue encomendero de Suba y Tuna; dejó hijos y larga posteridad, y murió en esta ciudad.
El capitán Juan de San Martín, persona valerosa; no hay memoria de él porque no paró en este Reino, ni dejó memoria de sí.
El capitán Juan Tafur, de los nobles de Córdoba, conquistador de Santa Marta. Nombre de Dios y Panamá, fue encomendero de Pasca; tuvo una hija natural, que casó con Luis de Ávila, conquistador de Santa Marta. Murieron en esta ciudad; hay biznietos de este capitán.
El capitán Martín Galiano pobló la ciudad de Vélez, que fue la segunda de este Reino, donde se avecindó y en ella murió.
El capitán Antonio de Librija, persona principal; trajo tres caballos; no hay memoria e él.
El capitán Lázaro Fonte vino de España por capitán de un navío, con doscientos hombres; murió en Quito.
El capitán Gómez del Corral; no hay memoria de él.
El capitán Hernando Venegas, de la nobleza de Córdoba, vino por soldado de a caballo, pobló a Tocaima, habiendo descubierto las minas de La Sabandija, Venadillo y Herbé, ricas de oro; tuvo título de mariscal, y encomienda de Guatavita y Guachetá, con sus anexos pertenecientes a aquel cacicazgo y señorío; casó con doña Juana Ponce de León; dejó ocho hijos legítimos; es vivo de ellos sólo uno, con el hábito de Alcantára y con la mesma encomienda de Guatavita. Casó con doña María de Mendoza, hija de don Francisco Maldonado, del hábito de Santiago; tiene hijos legítimos.
El capitán don Antonio de Olalla, persona principal, vino por alférez de Quesada; el Adelantado don Alonso Luis de Lugo le dio título de capitán y la encomienda de Bogotá. Casó con doña María de Urrego, de la nobleza de Portugal, de la que tuvo nobles hijos. Vive al presente un nieto suyo, del hábito de Calatrava, que ha sido gobernador de Santa María y corregidor mayor de Quito. Tiene hijos legítimos y goza la encomienda de Bogotá, que fue de su abuelo
El capitán Gonzalo García Zorro, vino por alférez; fue Fusagasugá suyo. Murió en esta plaza de un cañonazo que le dio por una sien Hernán Venegas, hijo natural del Mariscal, jugando cañas en unas fiestas.
El capitán Juan de Montalvo, soldado de estima, fue teniente de gobernador en La Palma y alcalde ordinario en esta ciudad muchas veces, y muchas más corregidor de los naturales para poblallos juntos, por ser de ellos muy respetado. No tuvo hijos; murió en esta ciudad.
El capitán Jerónimo de Insar, que lo fue de los macheteros que por sus manos abrieron el camino de los conquistadores, por el río arriba de la Magdalena; él y Pedro de Arévalo fueron los primeros alcaldes de esta ciudad, y por no haber quedado en ella no hay memoria de él.
El capitán Baltasar Maldonado era persona principal y caballero, fue alcalde mayor de este Reino; fue a poblar a Sierras Nevadas con doscientos hombres, y libró al Adelantado de Quesada de la muerte en Duitama, en el pantano, donde los indios lo tenían muy apretado dándole mucha guerra, defendiéndole y sacándole de aquel gran peligro. Fue suyo Duitama; casó con doña Leonor de Carvajal, natural de úbeda, hija de Juan de Carvajal; tuvo por hijos al capitán Alonso Maldonado y a doña María Maldonado Carvajal, y a doña Ana Maldonado. Era natural de Salamanca y fue alguacil mayor de este reino y alcalde mayor después.
El capitán Juan de Madrid, discreto y valeroso, encomendero en Tunja; fue suyo el pueblo de Pesca.
Juan de Olmos pasó de esta conquista a Muzo, con título de capitán por esta Real Audiencia; fueron suyos Nemocón, Pasgata y Pacho. Fue casado, y dejó hijos que le sucedieron.
Juan de Ortega, el bueno, a diferencia de otro Ortega, fue buen cristiano; fue suyo el pueblo de Zipaquirá; tuvo un hijo natural que le heredó.
Pedro de Colmenares, fue contador y tesorero, fue dos veces a España por procurador de este Reino.
Francisco Gómez de la Cruz, encomendero de Subia y Tibacuy, casado con la Quintanilla; tuvo hijos.
Francisco de Tordehumos, descubridor de a pie; fue suyo el pueblo de Cota.
Antonio Bermúdez, encomendero de Choachí, soltero.
Cristóbal Arias Monroy, descubridor de a pie; diéronle a Machetá y Tibirita; lo heredó una hija sola, legítima, que tuvo, que casó con el alguacil mayor Francisco de Estrada, paje que fue del señor don Juan de Austria. Tuvo una hija que casó con don Diego Calderón, alguacil mayor que es de esta ciudad.
Cristóbal Bernal, encomendero de Sesquilé, tuvo un hijo muy virtuoso que le heredó, y otro murió ordenante. Es fama que hizo la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, la primera vez.
Andrés Vázquez de Molina, por sobrenombre el Rico, que lo fue de un santuario que sacó en el camino real que va de esta ciudad a la de Tunja, que hoy se ye el hoyo donde lo sacó, porque sirve de mojón al resguardo del pueblo de Guatavita por aquella parte. Fue suyo el pueblo de Chocontá; casó con la Quintanilla, por muerte de Francisco Gómez, que murió en el viaje de Castilla.
Hernando Gómez Castillejo, soldado de a pie, fue suyo Suesca.
Diego Romero, encomendero de Engativá y Une, fue casado, tuvo hijos; murió en esta ciudad, año de 1592.
Juan Gómez Portillo, encomendero de Usme, fue casado con Catalina Martín Pacheco; tuvo una hija que casó con Nicolás Gutiérrez, conquistador de La Palma; tuvo hijos.
Pedro Martín, encomendero de Cubiasuca, que se agregó a Bojacá; fue casado con Catalina de Barrionuevo, que lo heredó, tuvo hijos, y murió monja.
El capitán Francisco Salguero, encomendero de Mongua en Tunja; persona principal. Fundó en aquella ciudad el monasterio de monjas de Santa Clara la Real, y le dieron marido y mujer su hacienda, y más los indios de su encomienda. Es fama que tiene este convento pasadas de trescientas monjas.
Miguel Sánchez, encomendero del pueblo de Onzaga, en Tunja.
Paredes Calderón, encomendero del pueblo de Somondoco, donde hay una mina de esmeraldas.
Pedro Gómez de Orozco, vecino de Pamplona.
Diego Montañés, encomendero del pueblo de Sotaquirá, en Tunja.
Pedro Ruiz Carrión, encomendero de Tunja.
Francisco Ruiz, encomendero de Soracá, en Tunja.
Juan de Torres, encomendero de Turmequé, en Tunja.
Cristóbal de la Roa, encomendero de Suta y Tenza, en Tunja.
Juan Suárez de Toledo, vecino de La Palma.
Miguel López de Partearroyo, encomendero de Tunja.
Gómez de Cifuentes, encomendero de Tunja; tuvo hijos.
El capitán Francisco Núñez Pedroso, vecino de Tunja. Pobló la ciudad de Marequita, en el sitio del Cacique Marequita, de donde se tomó el nombre de Marequita.
Juan López, encomendero de Sáchica, en Tunja.
Juan Rodríguez Carrión de los Ríos, en Tunja, tuvo indios de encomienda.
Cristóbal Ruiz Clavijo, soldado de a pie.
Pedro Bravo de Rivera, encomendero del pueblo de Chivatá, en Tunja.
Pedro Ruiz Herrezuelo, encomendero del pueblo de Panqueba, en Tunja.
Juan de Quincoces, encomendero en Tunja.
Martín Ropero, herrador, encomendero en Tunja.
Pedro Yáñez, portugués, encomendero en Tunja.
Alonso Gómez Sequillo, encomendero en Vélez.
Miguel Secomoyano, encomendero; sus indios le mataron en Vélez.
A Villalobos mataron los panches.
A Bravo mataron los panches.
Juan de Quemes tuvo indios panches.
Alonso Domínguez Beltrán, encomendero de Vélez.
Miguel de Oñate, vecino de Marequita.
Pedro del Acebo Sotelo, secretario del General Quesada; sucedió en la encomienda del pueblo de Suesca.
Gil López, escribano del ejército; fue soldado de a caballo.
A Juan Gordo ahorcó el General.
Pedro Núñez Cabrera, encomendero del pueblo de Bonza, en Tunja.
Mateo Sánchez Cogolludo, encomendero del pueblo de Ocavita, en Tunja.
Francisco de Mansalve, encomendero en las Guacamayas, en Tunja.
Juan de Chinesilla, vecino de Tunja.
Juan Rodríguez Gil, vecino de Tunja.
Mestanza, encomendero de Cajicá; no hay memoria de él, ni tampoco la hay de todos los que siguen:
Pedro Sánchez Sobaelbarro, Cristóbal Méndez, el viejo Simón Díaz, Juan de Puelles, Medrano Mimpujol, Hernando Navarro, Juan Ramírez, Francisco Yestes, Aguirre Alpargatero, Luis Gallegos Higueras, Francisco Valenciano, cabo de escuadra; Pedro Calvache, Alonso Machado, en Tunja; Pedro de Salazar, Juan de Mundeinuesta (¿Mendinueta?), Diego Martín, su hermano; Baltasar Moratín, Antonio Pérez Macías de las Islas, Francisco Gómez de Mercado y su hijo Gonzalo Macías, Alonso Novilla o Novillero, Pedro Briceño, Pedro Gironda, Manuel Paniagua, Benito Caro, Juan de Penilla.
LOS QUE VIVIERON EN VÉLEZ Y EN TUNJA.
ARRIMADOS A LOS ENCOMENDEROS
Bartólome Camacho, Alonso Mincobo Trujillo (que después se llamó Silva), otro Valenzuela, conquistador de Vélez; Pedro Corredor, Diego Bravo, otro Alonso Martín, Bartolomé Suárez, Francisco Ruiz, Pedro Vázquez de Leiva, Juan de Frías, Francisco Díaz.
SOLDADOS DEL GENERAL NICOLAS DE FREDERMAN,
A QUIENES SE DIO DE COMER EN ESTE REINO
Cristóbal de San Miguel, encomendero de Sogomoso en Tunja, casó con doña Ana Francisca de Silva, hija del capitán Juan Muñoz de Collantes, primer contador de la Real Caja. Fue suyo el pueblo de Chía.
El capitán Alonso de Olalla, por sobrenombre el Cojo, que lo quedó de la caída que dió del peñón de Simijaca, que quedó con nombre de Salto de Olalla; sucedió en la encomienda de Facatativá y panches, que fue conquistador de ellos. El y doña Juana de Herrera, su hija, doncella, fueron mis padrinos de pila, el año de 1566. Fue hombre de valor y gran conquistador; tuvo hijos, que siguieron sus pasos, y de ellos vive hoy el gobernador Antonio de Olalla, que sirvió valerosamente en los pijaos con el general Juan de Borja. Murió el dicho capitán en la conquista del Caguán y trasladaron su cuerpo a la catedral de esta ciudad.
Pedro de Anarcha fue alcalde mayor; no hay memoria de él.
Mateo de Rey, encomendero de Ciénaga, casó con Casilda de Salazar. Tuvo dos hijas.
El capitán Juan de Avellaneda, conquistador de La Plata, que fue vecino de Ibagué; pobló después a San Juan de los Llanos.
Cristóbal Gómez, encomendero de Tabio y Chitasugá, casó con doña Leonor de Silva, hija segunda de don Juan Muñoz de Collantes; tuvo muchos hijos.
Hernando de Alcocer, encomendero de Bojacá y Panches, casó con la Sotomayor y, por muerte de ésta, casó con la hija de Isabel Galiano, y vivieron juntos muchos años, estando esta señora siempre doncella. Las de ogaño no aguardan tanto a poner divorcio. No tuvo hijos, y heredóle su sobrino Andrés de Piedrola; y mandóle que se casase con esta segunda mujer, como lo hizo. Llamólo la Santa Inquisición de Lima por otro negocio al Piedrola, y volviendo de ella murió en el camino. Casó esta señora tercera vez con Alonso González, receptor de la Real Audiencia, y con la misma encomienda; son muertos todos.
Pedro de Miranda, encomendero de Síquina y Tocarema, casó con María de Ávila; no tuvo hijos; sucedióle la mujer, que casó después con Pedro de Aristoito.
El capitán Juan Fuertes, valiente soldado, que en la conquista de Paria, de una sola batalla sacó trece heridas, y después tuvo otras muchas entre caribes. Fue suyo Facatativá; dejólo por ser gobernador de los moquiguas y valle de La Plata. Fue casado con la Palla (india principal del Pirú) y tuvo hijos. Murió año de 1585.
Cristóbal de Toro, encomendero de Chinga.
Melchor Ramírez Figueredo, encomendero de Vélez.
Juan de Contreras; no hay memoria de él.
Hernando de Santa; no hay memoria de él.
Juan Trujillo; no hay memoria de él.
Sebastián de Porras; no hay memoria de él.
Alonso Martín; no hay memoria de él.
Alonso Moreno; no hay memoria de él.
Miguel Solguín, conquistador de Parias, encomendero en Tunja, dejó unos hijos.
El capitán Luis Lanchero, noble de linaje, valeroso soldado, vino de España año de 1533, con Jerónimo Ortal, segundo gobernador de Parias en este Reino. Fue encomendero de Susa, y con comisión de la Real Audiencia conquistó y pobló a Muzo, a costa de muchos hombres, por ser los naturales flecheros de hierba mortífera.
El capitán Domingo Lozano, soldado de Italia de los del saco de Roma, vecino de Ibagué, pobló la ciudad de Buga en la gobernación de Popayán. Su hijo, Domingo Lozano, pobló a Páez; sus naturales, que son valientes, le mataron en la mesa que llaman Taboima, y a treinta soldados, en el mes de julio y 1572 años.
Miguel de la Puerta, encomendero de panches en Tocaima.
Zamora, encomendero en Tocaima.
Villaspasas, encomendero en Tocaima.
Antón Flamenco, vecino de Santa Fe.
Maestre Juan, vecino de Santa Fe.
Nicolás de Troya, vecino de Santa Fe; tuvo una hija natural.
El bachiller Juan Verdejo, capellán del ejército de Fredermán y el primer cura de esta santa iglesia, el cual trajo las primeras gallinas que hubo en este Nuevo Reino.
SOLDADOS DEL GENERAL DON SEBASTIÁN DE
BENALCÁZAR QUE QUEDARON EN ESTE REINO Y A
QUIENES SE DIO DE COMER CONFORME LO
CAPITULADO
El capitán Melchor de Valdés, su maese de campo, encomendero de Ibagué.
Francisco Arias Maldonado, encomendero de Sora y Tinjacá, en Tunja.
El capitán Juan de Avendaño, alférez de a caballo y conquistador de Cabugua y alguna parte del Pirú; fue a la conquista de Tunja con título de capitán, y tuvo en encomienda a Suta y Gámeza. Trocó después a Gámeza por Tinjacá.
Fernando de Rojas, encomendero de Tunja, con hijos.
Pedro de Arévalo, vecino de Santa Fe.
Juan Díaz, hidalgo, vecino de Tocaima, por otro nombre el Rico, que hizo la casa grande de Tocaima, con azulejos, y se la ha comido el río sin dejar piedra de ella.
Orozco, el viejo, vecino de Pamplona.
De Juan de Arévalo ni de los que se siguen no hay memoria de ellos: Orozco el mozo, Cristóbal Rodríguez, Juan Burgueño, Francisco Arias, Antón Luján, Francisco de Céspedes, otro Valdés, Juan de Cuéllar.
Los que se siguen son los que se le olvidaron al capitán Juan de Montalvo, que fueron del general don Gonzalo Jiménez de Quesada.
El capitán Martín Yáñez Tafur, primo hermano del capitán Juan Tafur, vecino de Tocaima y encomendero en ella. Dejó hijos legítimos.
El capitán Juan de Rivera, vecino de Vélez y encomendero.
Gregorio de Vega, encomendero en Vélez.
Francisco Maldonado del Hierro, encomendero de indios panches en Santa Fe; tuvo un hijo que lo heredó.
Domingo Guevara, encomendero de Fúquene; tuvo hijos legítimos.
Diego Sánchez Castilblanco; vecino de Tunja.
Juan de Castro, vecino de Tunja.
Juan de Villanueva, vecino de Tunja.
Antonio de Dijarte, en Tunja.
Antonio García, en Tunja.
Francisco Alderete, en Tunja.
Pedro de Porras, en Tunja.
Pedro Hernández, en Tunja.
Gaspar de Santa Fe, en Tunja.
Hernán Gallegos, Juan Gascón, Juan Peronegro, Juan Mateos.
Cristóbal de Angulo, en Vélez.
Diego Ortiz, en Vélez.
Diego de Guete, en Vélez.
Juan Hincapié, en Vélez.
Jerónimo Hetes, herrero, en Vélez.
Diego de Espinosa, en Vélez.
Diego Franco, en Vélez.
Cristóbal de Oro, en Vélez.
Francisco Álvarez, vecino de Santa Fe.
García Calvete de Haro, vecino de Vélez, encomendero.
Francisco de Aranda, conquistador de Vélez.
Francisco de Murcia, conquistador de Vélez.
Juan Cabezón, vecino de Santa Fe.
Francisco Ortiz, encomendero en Tocaima, con hijos legítimos.
Antón Núñez; no hay memoria de él.
Algunos de los soldados descubridores del general Quesada se fueron con él a Castilla, contentos con el oro que llevaban, por haber dejado en ella sus mujeres e hijos, cuyos nombres no se acordó el capitán Juan de Montalvo que fue el que dio la descripción de los referidos, por mandato de la real justicia ante Juan de Castañeda, escribano del Cabildo. Otra parte de ellos se volvieron a Santa Marta. Otros, juntamente con los Fredermán y Benalcázar, se fueron al Pirú y gobernación de Popayán. Y con esto, y mientras los generales aderezaban el viaje de Castilla volvamos al Cacique de Guatavita, que, vencido, se queja de su descuido por andarme, como dicen, a viva el que vence.
En que se trata cómo Guatavita escondió sus tesoros, y se prueba cómo él fue el mayor señor de estos naturales, y como el sucesor de Bogotá, ayudado de los españoles, cobró de los panches las gentes que se habían llevado de la sabana durante la guerra dicha. Cuéntase cómo los tres generales se embarcaron para Castilla, y lo que les sucedió. La venida del licenciado Jerónimo Lebrón por gobernador de este Reino y ciudad de Santa María
Desde los balcones del Valle de Gachetá miraba Guatavita los golpes y vaivenes que la fortuna daba a su contrario y competidor Bogotá. Prosperidad humana congojosa, pues nunca hubo ninguna sin caída. Sin embargo que había hecho llamamiento de gentes; díjome don Juan, su sobrino y sucesor, para ayudar a los españoles contra el Bogotá, que todo se puede creer del enemigo, si aspira a la venganza. De las espías, asechanzas y corredores que traía, sabía lo sucedido a Bogotá, aunque no de su muerte, porque fue como tengo dicho, y no se supo en mucho tiempo.
Dijéronle a Guatavita cómo los españoles habían sacado el santuario grande del Cacique de Bogotá, que tenía en su cercado junto a la siera, y que eran muy amigos de oro, que andaban por los pueblos buscándolo y lo sacaban de donde lo hallaban, con lo cual el Guatavita dio orden de guardar su tesoro. Llamó a su contador, que era el Cacique de Pauso, y diole cien indios cargados de oro, con orden que los llevase a las últimas cordilleras de los Chíos, que dan vista a los llanos, y que entre aquellos peñascos y montañas lo escondiesen y que hecho esto se viniese con toda la gente al cerro de la Guadua y que no pasase de allí hasta que él le diese el orden.
El contador Pauso partió luego con toda esta gente y oro la vuelta de la última cordillera, que desde el pueblo de Guatavita, de donde salió, a ella hay tres días de camino. Escondió su oro él; ¿dónde? No lo sé. Volvióse con toda la gente al cerro de La Guadua, guardando el orden de su señor, a donde halló al tesorero Sueva, Cacique de Zaque, con quinientos indios armados, el cual pasó a cuchillo a todos los que habían llevado el oro a esconder, y al contador Pauso con ellos. Parece que éste fue consejo del diablo por llevarse todos aquellos y quitarnos el oro; que aunque algunas personas han gastado tiempo y dineros en buscarlo, no lo han podido hallar. Contóme esto don Juan de Guatavita, cacique y señor de aquellos pueblos y sobrino del que mandó esconder el oro; y antes que pase de aquí quiero probar como Guatavita era el señor más principal de este Reino, a quien todos reconocían vasallaje y daban la sujeción.
Ninguna monarquía del mundo, aunque se haya deshecho, no ha quedado tan destituída que no haya quedado rastro de ella, como lo vemos en el Imperio Romano, en lo del rey Poro de la India Oriental, en Darío rey de Persia, y la gran Babilonia, y otros que pudiera decir. Pues veamos agora qué rastro le hallaremos al Cacique de Bogotá para tenerlo por cabeza de su monarquía y señorío. No le hallamos más que su pueblo de Bogotá, sin que tenga otros sujetos, que si tiene algo en Tena, fue después de la conquista, y que si echaron de allí los panches, y si es porque la ciudad se llama Santa Fe de Bogotá, ya está dicha la razón por qué se le puso este nombre, por haberse poblado a donde Bogotá tenía su cercado.
Pues veamos qué rastro le quedó a Guatavita de su monarquía y señorío. Quedóle su pueblo principal de Guatavita, que conserva su nombre; junto al montecillo quedáronle las dos capitanías de Tuneche y Chaleche, que tenía una legua de su pueblo; en el camino de Tunja quedáronle el pueblo de Zaque, el de Gachetá, Chipazaque, el de Pauso, los de Ubalá y Tualá, dos con sus caciques, que le obedecían, y con esto la obediencia de los Chíos de la otra banda de la última cordillera. Paréceme que está bastantemente probado que éste fue el señor y no Bogotá, y con esto se dice que Guatavita daba la investidura de los cacicazgos a los caciques de este Reino, y no se podía llamar cacique el que no era coronado por el Guatavita. De esto sabe buena parte el padre Alonso Ronquillo, del orden de Santo Domingo, que tuvo a su cargo mucho tiempo aquellas doctrinas; y si fuera vivo el padre fray Bernardino de Ulloa, del dicho orden, dijera mucho más y mejor, porque tuvo aquellas doctrinas muchos años, que lo puso en ellas el primer arzobispo de este Reino, don Fray Juan de los Barrios, que fue quien le ordenó; y más me dijo este padre, que en quince años que sirvió este arzobispado no ordenó más que tres ordenantes, que fueron el dicho padre fray Bernardino de Ulloa, caballero notorio, el otro fue el padre Francisco García, que era de la casa del señor arzobispo y sirvió mucho tiempo de cura de la Santa Iglesia y alguno de previsor.
El otro ordenante fue el padre Romero, que fue el primer cura de Nuestra Señora de las Nieves, y el primer mestizo que se ordenó de los de este Reino; ordenáse a ruegos del Adelantado de Quesada, y del Zorro y capitán Orejuela y otros conquistadores. Servía el padre fray Bernardino de Ulloa tres doctrinas: la de Guasca, pueblo del rey; la de Guatavita y Gachetá. Asistía en cada una cuatro meses; sabía mucho de lo referido. Esta encomienda cedió en el repartimiento al Mariscal Hernando Venegas; hoy la gozan sus herederos. Y con esto vamos a Bogotá que me espera.
Ya queda dicho cómo en la guerra pasada entre Bogotá y Guatavita, sintiendo los panches de junto de la cordillera que la sabana grande estaba sin gente de guerra, salieron de su tierra y de los pueblos más cercanos a la dicha cordillera, y se llevaron toda la gente de sus haciendas. Agora, viendo que los generales trataban de irse a Castilla, el Bogotá con los indios de la dicha sabana acudieron al Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada pidiéndole les diese favor y ayuda para cobrar sus mujeres e hijos.
El Adelantado acudió muy bien a esto, porque de la gente de los tres generales sacó una buena tropa, con la cual entraron los indios tan a tiempo en tal ocasión, que cobraron lo que era suyo, quitándoles a los panchos lo que tenían, y a muchos de ellos la vida en pago de las muchas que les debían. Fuéronlos siguiendo hasta los fuertes segundos de los culimas, junto al Río Grande de la Magdalena; y de allí los caribes del río y los culimas les dieron otro golpe que los hicieron volver a la tierra que habían dejado. En esta ocasión quedó Tena por el Bogotá, que le cupo en parte. Los soldados salieron aprovechados del pillaje de los panches, a donde hallaron muy buen oro en polvo; y con esto vamos a los generales, que están de camino y no pueden aguardar más.
El Cacique de Guatavita, en escondiendo su tesoro, se descubrió a los españoles dándose de paz con todos sus sujetos. El Mariscal, a quien tocó esta encomienda, lo trató muy bien y procuró que se hiciese cristiano. Bautizáronlo, llamóse don Fernando. Vivió poco tiempo; sucedióle don Juan, su sobrino. Casóle el Mariscal con doña María, una moza mestiza que crió en su casa; tuvo muchos hijos y sólo hay vivo uno llamado don Felipe.
El Cacique de Bogotá, que murió en la conquista, fue fama que no era natural de este Reino, y que el Guatavita le entronizó haciéndole Cacique de Bogotá y su teniente y capitán general para la guerra; y fue criar cuervo que le sacó los ojos, como dice el refrán. El Cacique de Suba y Tuna fue el primero que se bautizó, que en esto ganó al Guatavita por la mano; y yo la alzo de estas antigüedades.
Fundada la ciudad de Santa Fe y hecho el repartimiento por el Adelantado Quesada, señalado el asiento para la iglesia mayor y puesto de ella, y puesto también en ella por cura el bachiller Juan Verdejo, capellán del ejército de Fredermán; fundado el cabildo con sus alcaldes ordinarios, que lo fueron los primeros el capitán Jerónimo de Insar, que lo fue de los macheteros, y Pedro de Arévalo; la tierra sosegada y los tres generales conformes, concordaron todos tres de hacer viaje a Castilla a sus pretensiones. El Adelantado dejó por su teniente a Fernán Pérez de Quesada, su hermano; embarcáronse en el Río Grande en tres bergantines, y con ellos se fueron muchos soldados que hallándose ricos no se quisieron quedar en Indias. También se fueron el licenciado Juan de Lezcanes, capellán del ejército del general de Quesada,y el padre fray Domingo de Las Casas, del orden de Santo Domingo.
Llegados a Cartagena, algunos soldados se fueron a Santa Marta, otros a Santo Domingo, a la isla Española, por tener en estas ciudades sus mujeres y parte de sus caudales. En la ocasión primera se embarcaron los generales para España. Nicolás de Fredermán murió en la mar.
Llegados a Castilla, don Sebastián de Belalcázar pasó luego a la Corte a sus negocios, de que tuvo buen despacho y breve, con el cual se volvió en la primera flota a su gobierno de Popayán. El General Jiménez de Quesada, como llevaba mucho oro, quiso primero ver a Granada, su patria, y holgarse con sus parientes y amigos. Al cabo de algún tiempo, fue a la Corte a sus negocios, en tiempo que estaba enlutada por muerte de la Emperatriz. Dijeron en este Reino que el Adelantado había entrado con un vestido de grana que se usaba en aquellos tiempos, con mucho franjón de oro, y que yendo por la plaza, lo vido el secretario Cobos desde la ventana de palacio, y que dijo a voces: “¿Qué loco es ése? Echen ese loco de esa plaza”. Y con esto se salió de ella. Si él lo hizo y fue verdad, como en esta ciudad se dijo, no es mucho que lo escriba yo. Tenía descuidos el Adelantado, que le conocí muy bien, porque fue padrino de una hermana mía de pila, y compadre de mis padres; y más valiera que no, por lo que nos costó en el segundo viaje que hizo a Castilla, cuando volvió perdido de buscar el Dorado, que a este viaje fue mi padre con él, con muy buen dinero que acá no volvió más, aunque volvieron entrambos.
En fin, del primer viaje trajo el Adelantado el título de Adelantado del Dorado, con tres mil dudados de renta en lo que conquistase, con que se le pagaron los servicios hasta allí hechos. Murió, como queda dicho, en la ciudad de Marequita; trasladóse su cuerpo a esta catedral, donde tiene su capellanía. Dije que tenía descuidos, y fue el menor, siendo letrado, no escribir o poner quien escribiese las cosas de su tiempo; a los demás sus compañeros y capitanes no culpo, porque había hombres entre ellos, que los cabildos que hacían los firmaban con el hierro que herraban las vacas. Y de esto no más.
Los soldados que se fueron con los generales, como iban ricos, echaron fama en Castilla y en las demás partes a donde arribaron, diciendo que las cosas del Nuevo Reino de Granada estaban colgadas y entapizadas con racimos de oro; con lo cual levantaron el ánimo a muchos para que dejasen las suyas, colgadas de paños de corte, por venir a Indias, viéndolos ir cargados de oro; los unos dijeron verdad, los otros no entendieron el frasis.
El caso fue cómo los soldados de los tres generales alojaron en aquellos bohíos que estaban alrededor del cercado de Bogotá, y en aquel tiempo no tenían cofres, ni cajas, ni petacas en qué echar el oro que tenían en unas mochilas de algodón que usaban estos naturales, y colgábanlas por los palos y barraganetes de las casas donde vivían; y así dijeron que estaban colgadas de racimos de oro.
Antes que pase de aquí, quiero decir dos cosas, con licencia, y sea la primera: que como en lo que dejo escrito traigo en la boca siempre el oro, digo que podían decir estos naturales que antes de la conquista fue para ellos aquel siglo dorado, y después de ella el siglo de hierro, y en éste el de hierro y de acero; ¿y qué tal acero? Pues de todos ellos no ha quedado más que los poquillos de esta jurisdicción y de la de Tunja, y aun éstos, tener, no digáis más.
La otra cosa es que en todo lo que he visto y leído no hallo quien dija acertivamente de dónde vienen o descienden estas naciones de Indias. Algunos dijeron que descendían de aquella tribu que se perdió. Estos parece que llevan algún camino, porque vienen con aquella profecía del patriarca en su hijo Isacar, respecto que estas naciones, las más de ellas, sirven de jumentos de carga. Al principio, en este Reino, como no había caballos ni mulas con que trajinar las mercaderías que venían de Castilla y de otras partes, las traían estos naturales a cuestas hasta meterlas en esta ciudad, desde los puertos donde descargaban y desembarcaban, como hoy hacen las arrias que las trajinan; y sobre quitar este servicio personal se pronunció un auto de que nació un enfado que adelante lo diré en su lugar. Ya no cargan estos indios, como solían, pero los cargan pasito no más.
Siendo tercer obispo de Santa Marta don Juan Fernández de Angulo, y primero de este Reino, por ser toda una gobernación, que vino a su obispado al fin del año de 1537, en el siguiente de 1538 murió el Adelantado don Pedro de Lugo, gobernador de este gobierno, en cuyo lugar puso la Audiencia Real de Santo Domingo por gobernador al licenciado Jerónimo Lebrón, en el ínterin que Su Majestad el Emperador nombrase gobernador, o que viniese de España don Alonso Luis de Lugo, el sucesor, que estaba preso en ella a pedimento del Adelantado de Canarias, su padre, que pidió al Emperador le mandase cortar la cabeza, porque de la jornada que hizo a la Sierra de Tairona y otras partes de aquel contorno, de todo lo cual allí se hizo, y con todo el oro que se ajuntó suyo y de sus soldados, sin dalles sus partes, ni a su padre cuenta de lo que se había hecho, se fue a España. Esta fue la causa por que el padre pidió le cortasen la cabeza, y también lo fue de su prisión, hasta que en Castilla se supo la muerte del gobernador su padre, y en el ínterin se puso por gobernador al dicho licenciado Jerónimo Lebrón; el cual con las nuevas que le dieron los soldados que habían bajado de este Reino, de las riquezas que había en él, le vino voluntad de venir a gozar de ellas.
Entró en este Nuevo Reino, habiendo partido de Santa Marta por el año de 1540, con más de doscientos soldados, trayendo por guías y pilotos los soldados que de este Reino habían bajado con los generales; por cuyo consejo trajo hombres casados y con hijos, y otras mujeres virtuosas, que por ser las primeras casaron honrosamente; trajo asimismo las mercaderías que pudo para venderlas a los conquistadores, que carecían de ellas y se vestían de mantas de algodón y calzaban alpargates de lo mismo. Fueron éstas las primeras mercaderías que subieron a este Reino y las más bien vendidas que en él se han vendido. Los capitanes y soldados viejos que con él venían trajeron trigo, cebada, garbanzos, habas y semillas de hortaliza, que todo se dio bien en este Reino; con que se comenzó a fertilizar la tierra con estas legumbres, porque en ella no había otro grano si no era el maíz, turmas, arracachas, chuguas, hibias, cubios y otras raíces y fríjoles, sin que tuviesen otras semillas de sustento.
Lo más importante que este gobernador trajo fue la venida del Maestre de Escuela don Pedro García Matamoros, que lo envió el señor obispo don Juan Fernández de Angulo, con título de provisor general de este Nuevo Reino, acompañado de los clérigos que pudo juntar, y fueron los conquistadores de él con la palabra evangélica; y el provisor lo gobernó muchos años con gran prudencia, procurando la conversión de los naturales. Entró el gobernador por Vélez, al principio del año de 1541, y aquel cabildo lo recibió muy bien, el cual dio luego aviso al teniente Hernán Pérez de Quesada, que lo sintió; y para que en Tunja no le recibiesen, partió luego a la ligera, para verse con el capitán Gonzalo Suárez, que estaba del mismo parecer. Ordenaron de salir al camino antes que el gobernador entrase en la ciudad. Hiciéronlo así, y después de haberle hecho sus requerimientos, a que el gobernador respondió muy cortés, y después que se trataron más en particular y amigablemente, el gobernador les prometió favorecerlos en todo lo que en él fuese, y que no se había movido a subir a este Nuevo Reino más que a hacer a sus descubridores y conquistadores todo el bien que pudiese; en cuya conformidad les confirmó el repartimiento de las encomiendas, y ellos se lo pagaron muy bien, con capa que le pagaban las mercaderías que le habían comprado, con que se volvió muy rico a la ciudad de Santa Marta, y de ella a la de Santo Domingo.
Quedaron en este Reino, de los soldados que vinieron con él, los siguientes:
El capitán Hernando Velasco, conquistador y poblador de la ciudad de Pamplona.
El capitán Luis Manjarrés, vecino de la ciudad de Tunja.
El capitán Jerónimo Aguayo, vecino de la ciudad de Tunja; el primero que sembró trigo en ella.
El capitán Diego Rincón, vecino de Tunja.
El capitán Diego García Pacheco, vecino de Tunja.
El capitán don Gonzalo de León, encomendero de Siquima, digo de Simijaca, Suta y Tausa, vecino de Santa Fe.
El capitán don Gonzalo de León, encomendero de hijos naturales.
El capitán Lorenzo Martín, conquistador de Santa Marta, vecino de la ciudad de Vélez.
Pedro Niño, vecino de Tunja.
Diego de Paredes Calvo, vecino de Tunja.
El capitán Mellán.
El capitán Morán.
Alonso Martín.
Francisco Arias.
Blasco Martín.
Iñigo López, en Tunja.
Francisco Melgarejo, en Tunja.
Pedro Garrasco.
Juan de Gamboa.
Francisco Álvarez de Acevedo.
Sancho Vizcaíno.
Pedro Teves.
Antón Paredes de Lara.
Antón Paredes, portugués.
Pedro de Miranda.
Pedro Matheos.
álvaro Vicente.
Juan de Tolosa.
Francisco Gutiérres de Murcia, en Santa Fe.
De la gente que vino con el Licenciado Jerónimo Lebrón volvió mucha con él; otra parte subió al Pirú y gobernación de Popayán; otros se fueron a Castilla con buenos dineros; los hombres casados y mujeres quedaron en este Reino, que fueron las primeras:
Y con esto pasemos adelante con la historia.
En que se cuenta la venida de don Alonso Luis de Lugo por gobernador de este Reino. Lo sucedido en su tiempo: la venida del licenciado Miguel Diez de Armendáriz, Primer visitador y juez de residencia; con todo lo sucedido hasta la fundación de esta Real Audiencia.
Por la muerte del Adelantado de Canarias, gobernador de Santa Marta, don Pedro Fernández de Lugo, que murió, como queda dicho, el año de 1538, don Alonso Luis de Lugo, su hijo, sucesor en aquel gobierno de Santa Marta, que estaba preso en Castilla, compuso sus cosas y con licencia del emperador vino al gobierno de su padre, y fue segundo adelantado de este Reino; el cual, venido a Santa Marta y enterado de las riquezas del Nuevo Reino de Granada, e informado cómo el licenciado Jerónimo Lebrón había llevado de él más de doscientos mil pesos de buen oro, que no fue mucho para aquellos tiempos, pues es fama que estando el Reino como hoy está, en las heces, ha habido gobernador que dicen que los llevaba; demás de que don Jerónimo Lebrón vendió sus mercaderías bien vendidas, y a esto se le añadió el confirmar el repartimiento de las encomiendas del Reino, que también fueron bien pagadas: digo que no llevó mucho.
Con tales nuevas, el gobernador don Alonso Luis de Lugo subió a este Reino acompañado de mucha gente, y trajo las primeras vacas, que las vendió a mil pesos de oro, cabeza; el cual entró en él por fin del año 1543. Era un hombre de ánimo levantado y altivo, bullicioso y amigo de la revuelta; y así intentó remover la confirmación de las encomiendas que don Jerónimo Lebrón había confirmado; de lo cual se sintieron los conquistadores por agraviados y enviaron a España por remedio, informando a Su Majestad el Emperador lo que pasaba; y particularmente el capitán Gonzalo Suárez Rendón, por su procurador, le había puesto demanda y pleito en el Consejo, que estaba pendiente, porque con él más que con otro había el gobernador mostrado el enfado; y pasó tan adelante, que volviendo el dicho gobernador don Alonso Luis de Lugo a Santa Marta, y antes que de Castilla viniese remedio de lo que los conquistadores pretendían, el dicho gobernador se llevó preso consigo al dicho capitán Gonzalo Suárez Rendón; el cual llegado al Cabo de la Vela tuvo orden de soltarse, y hizo su viaje a la Corte, a donde apretó el pleito que tenía con el dicha gobernador, de tal manera que le quitó el gobierno y salió desterrado para Mallorca, y de allí pasó a Milán, donde murió.
Dejó el dicho gobernador por su Teniente en este Reino a un pariente suyo, llamado Lope Montalvo de Lugo, el cual lo gobernó muy bien, hasta que Su Majestad el Emperador envió al Licenciado Miguel Díez de Armendáriz, primer visitador y juez de residencia, que la vino a tomar al Adelantado dón Alonso Luis de Lugo y a sus negocios, y trajo cédula de gobernador. Llegó a Cartagena con estos títulos el año de 1545; allí dio título de teniente de gobernador de este Reino a Pedro de Ursúa, su sobrino, mancebo generoso y de gallardo ánimo, el cual pobló en este Reino la ciudad de Tudela, en los indios culimas de Muzo, la cual no permaneció; y asimismo pobló la ciudad de Pamplona, con los demás conquistadores y pobladores. Puso estos dos nombres a estas dos ciudades que pobló, por ser natural de Navarra.
Pasó a Tairona, y la tuvo poblada; y una noche le pusieron los indios fuego al pueblo, echándoselo con flechas silbadoras, algodón y trementina, desde un cerro que tenía por caballete el pueblo que había poblado; y con esto le mataron aquella noche mucha gente con flechas de yerba, que por defenderse no pudieron acudir al remedio del fuego, que les abrasó cuanto tenían; con lo cual se hubo de salir de la tierra y se volvió a este Reino, y de él a Cartagena y de ella a Panamá, donde se le encargó el castigo de los negros levantados, lo cual hizo con valor, trayéndolos a obediencia. De allí pasó al Pirú y hizo la gente con que bajó por el río de Orellana o Marañón, donde le mató el tirano Lope de Aguirre y a su querida doña Inés, como lo cuenta el padre Castellanos en sus Elegías, y el padre fray Pedro Simón en sus noticias Historiales, a donde remito al lector que quisiere saber esto.
Y con esto vengamos a los soldados que quedaron en este Nuevo Reino de Granada, de los que venían con el Adelantado y gobernador don Alonso Luis de Lugo, los cuales son los siguientes:
El capitán Juan Ruiz de Orejuela, que lo fue en Italia, de la nobleza de Córdoba, vino de España con el Adelantado don Pedro Fernández de Lugo, subió a este Reino con su hijo don Alonso Luis de Lugo, segundo Adelantado, el año de 1543, por capitán de dos bergantines. El licenciado Miguel Diez de Armendáriz le dio en encomienda los indios de Fúquene; fue alcalde mayor en Tunja y ordinario en esta ciudad muchas veces; fue casado, tuvo siete hijos varones, y hoy son muertos todos.
Fernando Suárez de Villalobos, hijo del Licenciado Villalobos, que fue fiscal del Consejo de indias.
Gonzalo Montero, en Tocaima.
Francisco Manrique de Velandia, en Tunja.
Juan de Riquelme, en Tunja.
Juan de Sandoval, en Tunja.
Francisco de Vargas, en Tunja.
Cabrera de Sosa, en Tunja.
Antonio Fernández, en Tunja.
Fernando Velasco, en Santa Fe.
Juan de Penagos, en Santa Fe.
Melchor Álvarez, en Santa Fe.
Juan de Mayorga, en Vélez.
Martín de Vergara, en Vélez.
Mejía, vecino de Tocaima, y Figueroa, en Tocaima.
Otros muchos soldados de los del Adelantado don Alonso Luis de Lugo quedaron en este Reino; otros subieron al Pirú, cuyos nombres no se acordó el capitán Juan de Montalvo, a cuya declaración me remito, que se halla en el Cabildo de esta ciudad de Santa Fe.
Subido a este Reino, el licenciado Miguel Diez de Armendáriz trató de los negocios del dicho don Alonso Luis de Lugo, gobernador, y de su visita; y de ella quedó enemistado con el capitán Lanchero y con sus aliados, los cuales ganaron en la Audiencia de Santo Domingo un oidor que vino contra el dicho visitador, que fue el licenciado Surita; el cual llegado a esta ciudad, se volvió luego sin hacer cosa alguna, por no haberle dado lugar los oidores que a la mesma sazón habían llegado a ella a fundar la Real Audiencia, como diremos en su lugar.
Don fray Martín de Calatayud, del orden de San Jerónimo, cuarto obispo de Santa Marta y segundo de este Reino, que por muerte de don Juan Fernández de Angulo vino a este obispado, entró en esta ciudad el propio año de 1545, fue muy bien recibido por ser el primer prelado que llegó a esta ciudad, hombre santo; vino sin consagrarse, a lo cual subió al Pirú el siguiente de 1546, en tiempo del alzamiento de Gonzalo Pizarro, el tirano. Llegó a Quito acabada la batalla que se llamaba el Añaquito, a donde salió vencedor el tirano Gonzalo Pizarro, y el virrey Blasco Núñez Vela vencido y muerto, con otros valerosos servidores del rey. Pasó el obispo a Lima, a donde halló al obispo de Cuzco y al de Quito y al arzobispo de Lima; y se halló en el recibimiento que aquella ciudad hizo al tirano Gonzalo Pizarro, llevándolo en medio los cuatro prelados, que ya el nuestro estaba consagrado por mano de los otros tres; y pues le acompañaron estos santos prelados, bien se puede creer que no se excusó lo restante de aquel imperio.
Y allegó a tal término la ambición de este tirano, que pretendió enviarle a pedir al Rey le hiciese merced de darle título de gobernador del Pirú, y eligió para ello la persona del arzobispo don Jerónimo de Loaiza, que lo aceptó, no por servirle sino por salir de tanto tirano; y luego se embarcó en seguimiento de su viaje; acompañóle nuestro prelado, y juntos llegaron a Panamá, a donde hallaron al doctor don Pedro de la Gasca, que acababa de entregalle el señorío de aquella ciudad al capitán don Pedro de Hinojosa, que la tenía por el tirano; y con ella le entregó los navíos del Mar del Sur, principio de la restauración del Pirú, al cual se volvió el arzobispo con el presidente de la Gasca, que no fue a España, y se halló con él en todas sus ocasiones.
A la historia general del Pirú remito al lector, a donde hallará esto muy ampliado. Nuestro prelado se despidió del arzobispo y presidente, con muchos agradecimientos, y se fue a la ciudad de Nombre de Dios, y de ella a la de Santa Marta, a donde comenzó a enfermar; y murió sin poder volver a este Reino, al fin del año de 1548.
Como de la visita del licenciado Miguel Díez de Armendáriz y encuentros que los conquistadores tuvieron con don Alonso Luis de Lugo, segundo Adelantado, sobre querer remover el apuntamiento de la conquista que les había confirmado el licenciado Jerónimo Lebrón, teniente de gobernador por ausencia del dicho don Alonso, nombrado por la Real Audiencia de Santo Domingo, como queda dicho; y como era fuerza acudir las apelaciones de los agravios a ella; viendo la incomodidad que había por estar tan lejos de este Reino, que hay más de cuatrocientas leguas, y considerando la largura y espacio de tierra que tiene este Reino, y que en él, en lo por conquistar y conquistado, se podían poblar y fundar muchas ciudades, acordaron de pedir y suplicar a Su Majestad el emperador fuese servido de fundar en él otra Real Audiencia, para más cómodamente acudir a sus negocios, y Su Majestad lo tuvo por bien; y luego en el año siguiente de 1549 llegaron a la ciudad de Cartagena tres oidores para fundarla, que fueron: el licenciado Gutiérrez de mercado, oidor más antiguo; el licenciado Beltrán de Góngora y el licenciado Andrés López de Galarza; los cuales salieron de Cartagena en seguimiento de su viaje, y llegando a la villa de Mompós, enfermó en ella el licenciado Gutiérrez de Mercado, a donde murió. Los otros dos oidores prosiguieron su viaje y llegaron a esta ciudad de Santa Fe, a fin de marzo del siguiente año de 1550; los cuales fundaron esta Real Audiencia con la solemnidad y requisitos necesarios, a 13 de noviembre del dicho año de 1550.
Acabada de fundar la Real Audiencia, llegó a ella el licenciado Briceño, por oidor, y pasó luego a la gobernación de Popayán, a residenciar al Adelantado don Sebastián de Benalcázar, al cual sentenció a muerte, por la que él dio, junto al río del Pozo, al Mariscal Jorge Robledo, por habérsele entrado en su gobernación; de la cual sentencia el Adelantado apeló para el Real Consejo, y se le otorgó la apelación; y mientras la seguía, quedó por gobernador de Popayán el dicho oidor Francisco Briceño, más tiempo dé dos años, al cabo de los cuales vino a esta Real Audiencia, estando en ella los dos oidores Góngora y Galarza.
En esta sazón vino a tomar la residencia al licenciado Miguel Diez de Armendáriz el licenciado Surita, enviado por la Real Audiencia de Santo Domingo; lo cual no consintieron los dos oidores, y se hubo de volver sin tomarla. Visto por el capitán Lanchero y los demás de su valer, que era quien le había traído la visita por el encuentro que con el tenía, que quedaba defraudado su intento, acudió a la Corte, y al rey envió a esta visita al licenciado Juan de Montaño contra los dos oidores, por lo que adelante diré, y contra el dicho licenciado Miguel Diez de Armendáriz; y trajo título de oidor de esta Audiencia, a la cual llegó al fin del año de 1552, y prosiguió contra los dos oidores con rigor, y los envió presos a España, y murieron en la mar ahogados, porque se perdió la nao Capitana, donde iban embarcados, con su general, soldados y marineros, sin que se escapase persona alguna, por haber sido de noche la desgracia y la tormenta grande: sólo el capitán Antonio de Olalla se escapó, encomendero que fue de Bogotá, lo cual no pudo hacer de cien mil pesos de oro de buena ley que embarcó y registró en la Capitana, donde él iba fletado; y como los dos oidores que tenía por enemigos se embarcaron en ella, por no llevar el enemigo al ojo se pasó a otra nao, con que escapó la vida, que fue suerte dichosa, aunque se perdió el oro; y también lo perdieron otros vecinos de este Reino que habían registrado sus caudales en la dicha Capitana.
Este enojo del capitán Olalla y los oidores nacía de la amistad que el dicho capitán tenía con un fraile grave, no digo qué orden, a quienes los oidores desterraron de esta ciudad. El caso fue que el fraile y el uno de los oidores, que ambos eran mozos, se encontraron en casa de una mujer hermosa, que hacía rostro a entrambos, donde tuvieron su enfado. ¡Oh hermosura, causadora de tantos males! ¡Oh mujeres! No quiero decir mal de ellas, ni tampoco de los hombres; pero estoy por decir que hombre y mujeres son las dos más malas sabandijas que Dios crió. De este encuentro nació salir el fraile desterrado: sacáronle por las calles públicas de esta ciudad (que sólo faltó el “dárselas”), el cual hizo su viaje a Castilla y apresuró la visita contra los dos oidores.
La noche que se perdió la Capitana sobre la Bermuda, aquella mañana siguiente amaneció puesto en la plaza de esta ciudad de Santa Fe, en las paredes del Cabildo, un papel que decía: “esta noche, a tales horas, se perdió la Capitana en el paraje de la Bermuda, y se ahogaron Góngora y Galarza, y el general con toda la gente”. Tomóse la razón del papel, con día, mes y año, y no se hizo diligencia de quién lo puso, aunque en la primera ocasión que vino gente de España se supo que el papel dijo puntualmente la verdad. En su lugar diré quién lo puso, con lo demás que sucedió.
No fue con los oidores el licenciado Miguel Díez de Armendáriz, por no estar acabada su visita; quedó tan pobre, que su enemigo el capitán Lanchero le sacó de la cárcel y le dio dineros con que pudo ir a España; y se hizo clérigo para pretender una prebenda, que habiéndola conseguido y servido algún tiempo, murió en ella.
De esta visita del licenciado Juan de Montaño salió bien el oidor Francisco Briceño; pero quedó tan sujeto a la voluntad de su compañero, que en este reino no le llamaban sino la guaricha de Montaño.
El Adelantado don Sebastián de Benalcázar, que en el seguimiento de la apelación que tenía interpuesta para el Consejo de la sentencia que contra él había dado el licenciado Francisco Briceño, como queda dicho, llegó a la ciudad de Cartagena, a donde murió viejo y pobre, cargado de méritos.
El licenciado Juan de Montaño era hombre altivo y de condición áspera, que se hacía aborrecible, de ánimo levantado y amigo de revuelta, y espoleábaselo un hermano que tenía; y sus enemigos, que tenía hartos, le contaban los pasos; y, con mentira o verdad, le ahijaron no sé qué sospecha de alzamiento, que no se lo consintieron los leales de este Reino. Sucedió esto en el tiempo que el tirano Álvaro de Oyón se había alzado en la gobernación de Popayán. Cogieron los contrarios del licenciado Montaño una carta escrita de su mano, para un amigo suyo que estaba en la dicha gobernación, en la que le pedía por ella le buscase tres o cuatro caballos de buena raza; y sus enemigos publicaron que no pedía caballos, sino capitanes para el alzamiento. En fin, la cosa subió de punto, y no paró hasta que lo pretendieron, y en la mitad de una de las dos cadenas que había hecho, una en Tunja y otra en esta ciudad, que hoy conserva su nombre, le llevaron preso a España, donde le cortaron la cabeza. Vino a visitalle el licenciado Alonso de Grajeda, que fue el que le envió preso; al principio se había puesto bien su negocio en España, y se esperaba soltura y buena salida; pero no supo gozar la ocasión por apresurarse; por abreviar más presto se llamó a la Corona, de lo cual se enfadó el Emperador y mandó se viese bien su negocio y se hiciese justicia, la cual se hizo como está dicho.
Cuando el señor obispo don fray Martín de Calatayud pasó por este Nuevo Reino a consagrarse al Pirú, confirmó el cargo de provisor al maestre escuela don Pedro García Matamoros, que por muerte del Santo obispo don Juan Fernández de Angulo le había confirmado el Cabildo sede vacante, el cual cargo sirvió hasta la venida del señor obispo don fray Juan de los Barrios, con mucho cuidado y celo cristiano y aprovechamiento de los naturales en dominarlos.
En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia; la venida del señor obispo don fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de este Reino, con todo lo sucedido en su tiempo hasta su muerte; la venida del doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia
Poco después que vino el licenciado Alonso de Grajeda y después de haber residenciado al licenciado Juan de Montaño y enviándolo preso a Castilla, vinieron por oidores de la Real Audiencia el licenciado Tomás López y el licenciado Melchor Pérez de Arteaga; y tres de ellos, en diferentes veces y viajes, vinieron el licenciado Diego de Villafaña, el licenciado Angulo de Castrejón, el doctor Juan Maldonado, y por fiscal el licenciado García Valverde, que fue el primero de esta Real Audiencia. Algunos de estos señores fueron promovidos a otras plazas, que fueron a servir sin ruido de visitas ni residencias; otros asistieron con el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia, que el uno fue el licenciado Melchor Pérez de Arteaga, y el fiscal García de Valverde.
Al principio del año 1553 entró en este Nuevo Reino el señor obispo don fray Juan de los Barrios, del Orden de San Francisco, el cual trujo consigo a mis padres. En este tiempo había una cédula en la Casa de la Contratación de Sevilla, por la cual privaba Su Majestad el Emperador Carlos V, nuestro Rey y señor, que a estas partes de Indias no pasasen sino personas españolas, cristianos viejos, y que viniesen con sus mujeres. Duró esta cédula mucho tiempo. Agora pasan todos: debióse de perder.
Era el señor obispo natural de Villapedroche, en Extremadura, y criado en el convento de San Francisco de Córdoba, en el cual perseveró con tanta aprobación, que fue electo para obispo del Río de la Plata, y antes que saliese de España para ir a servirlo, fue promovido a la de Santa Marta, al cual llegó al fin del año de 1552; y luego se vino a este Nuevo Reino, y asistió en él más tiempo de quince años, sin volver más a Santa Marta. Y se cree fue orden del Rey nuestro señor, por ser más necesaria su persona en este Nuevo que en Santa Marta; y con intento de autorizar la Audiencia Real que en él había mandado fundar, haciendo obispado distinto en esta provincia, informado de su anchura, en que se esperaba fundar muchas ciudades, como se fundaron, y ser incompatible para cualquier prelado de Santa Marta por haber más de doscientas leguas de distancia de aquel obispado a este Nuevo Reino. Confirmóse esta sospecha con que mandó el dicho señor obispo venir algunos prebendados de la iglesia Catedral de Santa Marta, y puestos en esta parroquia de Santa Fe, la mandó servir como Catedral; y con ellos y con los demás beneficiados celebró constituciones sinodales, que se promulgaron en esta ciudad de Santa Fe en junio de 1556 años, como consta de la dicha sinodal, a que me remito. El año antes de estas constituciones, que fue el de 1555, hizo la renunciación el emperador Carlos V de sus reinos y señoríos, renunciando al imperio en don Fernando, rey de romanos, su hermano, y el reino de España con todo lo tocante a aquella Corona, en Philipo II, su hijo; por manera que el año de 1546, digo de 56, gobernaba ya don Phelipe II, nuestro Rey y señor natural.
Y con esto prosigamos adelante.
El dicho señor obispo puso ministros en los pueblos de los indios, para que les predicasen procurando su conversión; y ayudóse para esto de las religiones de Santo Domingo y San Francisco, que desde el año de 1550, que se fundó la Real Audiencia, habían ellos fundado sus monasterios en esta ciudad.
Vino el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia; ayudó mucho a la conversión de los naturales, que, a pedimento del prelado, mandó hacer iglesias en los pueblos de indios, en que se les decía misa, y predicaba y ha predicado en su lengua hasta el tiempo presente, de que se ha seguido grande utilidad a toda esta provincia y las demás sus vecinas, con mucho aprovechamiento, como es notorio.
* * *
En el ínterin que llega el primer presidente de este Reino, quiero coger dos flores del jardín de Santa Fe de Bogotá, Nuevo Reino de Granada; y sea la primera, lo sucedido al señor obispo don fray Juan de los Barrios con la Real Audiencia, para que el lector entienda que no es cosa nueva haber encuentros entre estos dos tribunales.
Ya dije, después de la prisión del licenciado Juan de Montaño, los nombres de los oidores que habían asistido con el licenciado Alonso de Grajeda. Pues sucedió que vino del Pirú a esta ciudad un clérigo, en el hábito, que por entonces no se averiguó más; tras él vino una requisitoria de la Audiencia de Lima para que le pretendiesen y remitiesen; esta Real Audiencia la mandó cumplir. El clérigo, que tuvo noticia de ella, fuese a la iglesia estando el señor obispo en ella. Un señor oidor fue a cumplir lo mandado por la Real Audiencia a la iglesia; el señor obispo lo defendió hasta donde pudo; el oidor llevó preso al clérigo. El prelado prosiguió y procedió contra toda la Audiencia por todos los términos del derecho, y últimamente la puso cessatio divinis, y salió de esta ciudad la vuelta de Castilla.
Los conquistadores y capitanes alborotaron; la ciudad toda hizo gran sentimiento viendo ir a su prelado, y que la dejaba sin los consuelos del alma; en fin, se resolvió la feria de manera que aquellos señores vinieron a obediencia, y todos conformes enviaron por el señor obispo. Fueron a traerle los capitanes conquistadores; volvióse Su Señoría, y vino a hacer noche a la Serrezuela de Alfonso Díaz, que hoy es de Juan Melo. El primero que fue a verle de los señores de la Real Audiencia fue el señor fiscal García de Valverde, al cual el señor obispo recibió muy bien y lo absolvió, dándole en penitencia que desde la dicha Serrezuela viniese a pie a esta ciudad, que hay cinco leguas; la cual penitencia cumplió, acompañándole otros señores que no tenían culpa. El señor obispo partió luego para esta ciudad, donde fue muy bien recibido. Los señores oidores le salieron a recibir al camino, y a donde los topaba los absolvía dándoles la penitencia del fiscal. Con lo cual se acabó aquel alboroto, quedando muy amigos.
La segunda flor nació también en esta plaza, que fue aquel papel que pusieron en las paredes del Cabildo de ella, los años atrás, que trataba de las muertes de los dos oidores Góngora y Gallarza, pérdida de la Capitana, su General y gente, sobre el paraje de la Bermuda, que pasó así.
En las flotas que fueron y vinieron de Castilla después de la prisión de Montaño, pasó en una de ellas un vecino de esta ciudad, a emplear su dinero: era hombre casado, tenía la mujer moza y hermosa; y con la ausencia del marido no quiso malograr su hermosura, sino gozar de ella. Descuidóse y hizo una barriga, pensando poderla despedir con tiempo; pero antes del parto le tocó a la puerta la nueva de la llegada de la flota a la ciudad de Cartagena, con lo cual la pobre señora se alborotó y hizo sus diligencias para abortar la criatura, y ninguna le aprovechó. Procuró tratar su negocio con Juana García, su madre, digo su comadre: ésta era una negra horra que había subido a este Reino con el Adelantado don Alonso Luis de Lugo; tenía dos hijas, que en esta ciudad arrastraron hasta seda y oro, y aun trajeron arrastrados algunos hombres de ella. Esta negra era un poco voladora, como se averiguó; la preñada consultó a su comadre y díjole su trabajo, y lo que quería hacer, y que le diese remedio para ello. Díjole la comadre:
–“¿Quién os ha dicho que viene vuestro marido en esta flota?”
Respondióle la señora que él propio se lo había dicho, que en la primera ocasión vendría sin falta. Respondióle la comadre:
–“Si eso es así, espera, no hagas nada, que quiero saber esta nueva de la flota, y sabré si viene vuestro marido en ella. Mañana volveré a veros y dar orden en lo que hemos de hacer; y con esto, queda con Dios”.
El día siguiente volvió la comadre, la cual la noche pasada había hecho apretada diligencia, y venía bien informada de la verdad. Díjole la preñada:
–“Señora comadre: yo he hecho mis diligencias en saber de mi compadre: verdad es que la flota está en Cartagena, pero no he hallado nueva de vuestro marido, ni hay quien diga que viene en ella”.
La señora preñada se afligió mucho, y rogó a la comadre le diese remedio para echar aquella criatura, a lo cual le respondió:
–“No hagáis tal hasta que sepamos la verdad, si viene o no. Lo que puedes hacer es… ¿veis aquel lebrillo verde que está allí?”
Dijo la señora:
–“Sí”.
–“Pues, comadre, henchídrnelo de agua y metedlo en vuestro aposento, y aderezad qué cenemos, que yo vendré a la noche y traeré a mis hijas, y nos holgaremos, y también prevendremos algún remedio para lo que me decís que queréis hacer”.
Con esto se despidió de su comadre, fue a su casa, previno sus hijas, y en siendo noche juntamente con ellas se fue en casa de la señora preñada, la cual no se descuidó en hacer la diligencia del lebrillo de agua. También envió a llamar otras mozas vecinas suyas, que se viniesen a holgar con ella aquella noche. Juntáronse todas, y estando las mozas cantando y bailando, dijo la comadre preñada a su comadre:
–“Mucho me duele la barriga: ¿queréis vérmela?”
Respondió la comadre:
–“Sí lo haré: tomad una lumbre de ésas y vamos a nuestro aposento”.
Tomo la vela y entráronse en él. Después que estuvieron dentro cerró la puerta y díjole:
–“Comadre, allí está el lebrillo con el agua”.
Respondióle:
–“Pues tomad esa vela y mirad se veis algo en el agua”.
Hízolo así, y estando mirando le dijo:
–“Comadre, aquí veo una tierra que no conozco, y aquí está fulano, mi marido, sentado en una silla, y una mujer está junto a una mesa, y un sastre con las tijeras en las manos, que quiere cortar un vestido de grana”.
Díjole la comadre:
–“Pues esperad, que quiero yo también ver eso”.
Llegóse junto al lebrillo y vido todo lo que le había dicho. Preguntóle la señora comadre:
¿Qué tierra es ésta?”.
Y respondióle:
–“Es la isla Española de Santo Domingo”.
En esto metió el sastre las tijeras y cortó una manga, y echósela en el hombro. Dijo la comadre a la preñada:
–“¿Queréis que le quite aquella manga a aquel sastre?”.
Respondióle:
–“Como vos queráis, yo se la quitaré”.
Dijo la señora:
–“Pues quitádsela, comadre mía, por vida vuestra”.
Apenas acabó la razón cuando le dijo:
–“Pues vedla ahí”, y le dio la manga.
Estuviéronse un rato hasta ver cortar el vestido, lo cual hizo el sastre en un punto, y con el mesmo desapareció todo, que no quedó más que el lebrillo y el agua. Dijo la comadre a la señora:
–“Ya habéis visto cuán despacio está vuestro marido, pues podéis despedir esa barriga, y aun hacer otra”.
La señora preñada, muy contenta, echó la manga de grana en un baúl que tenía junto a su cama; y con esto se salieron a la sala, donde estaban holgándose las mozas; pusieron las mesas, cenaron altamente, con lo cual se fueron a sus casas.
Digamos un poquito. Conocida cosa es que el demonio fue el inventor de esta maraña, y que es sapientísimo sobre todos los hijos de los hombres; pero no les puede alcanzar el interior, porque esto es sólo para Dios. Por conjeturas alcanza él, y conforme los pasos que da el hombre, y a dónde se encamina. No reparo en lo que mostró en el agua a estas mujeres porque a esto respondo que quien tuvo atrevimiento de tomar a Cristo, Señor maestro, y llevarlo a un monte alto, y de él mostrarle todos los reinos del mundo, y la gloria de él, de lo cual no tenía Dios necesidad, porque todo lo tiene presente, que esta demostración sin duda fue fantástica; y lo propio sería lo que mostró a las mujeres en el lebrillo del agua. En lo que reparo es la brevedad con que dio la manga, pues apenas dijo la una: “pues quitádsela, comadre”, cuando respondió la otra: “pues vedla ahí”, y se la dio; también digo que bien sabía el demonio los pasos en que estas mujeres andaban, y estaría prevenido para todo. Y con esto vengamos al marido de esta señora, que fue quien descubrió toda esta volatería.
Llegado a la ciudad de Sevilla, al punto y cuando habían llegado parientes y amigos suyos, que iban de la isla Española de Santo Domingo, contáronle de las riquezas que había en ella, y aconsejáronle que emplease su dinero y que se fuese con ellos a la dicha isla. El hombre lo hizo así, fue a Santo Domingo y sucedióle bien: volvióse a Castilla y empleó; y hizo segundo viaje a la Isla Española. En este segundo viaje fue cuando se cortó el vestido de grana; vendió sus mercaderías. Volvió a España, y empleó su dinero; y con este empleo vino a este Nuevo Reino en tiempo que ya la criatura estaba grande y se criaba en casa con nombre de huérfano. Recibiéronse muy bien marido y mujer, y por algunos días anduvieron muy contentos y conformes, hasta que ella comenzó a pedir una gala, y otra gala, y a vueltas de ellas se entremetían unos pellizcos de celos, de manera que el marido andaba enfadado y tenían malas comidas y peores cenas, porque la mujer de cuando en cuando le picaba con los amores que había tenido en la Isla Española. Con lo cual el marido andaba sospechoso de que algún amigo suyo, de los que con él habían estado en la dicha isla, le hubiese dicho algo a su mujer. Al fin fue quebrando de su condición, y regalando a la mujer, por ver si le podía sacar a quién le hacia el daño. Al fin, estando cenando una noche los dos muy contentos, pidióle la mujer que le diese un faldellín de paño verde, guarnecido; el marido no salió bien a esto, poniéndole algunas excusas; a lo cual le respondió ella:
–“A fe que si fuera para dárselo a la dama de Santo Domingo, como le disteis el vestido de grana, que no pusierais excusas”.
Con esto quedó el marido rendido y confirmado en su sospecha; y para poder mejor enterarse la regaló mucho, dióle el faldellín que le pidió y otras galitas, con que la traía muy contenta. En fin, una tarde que se hallaron con gusto le dijo el marido a la mujer:
–“Hermana,¿no me diréis, por vida vuestra, quién os dijo que yo había vestido de grana a una dama en la Isla Española?”.
Respondióle la mujer:
–“¿Pues quereislo negar? Decidrne vos la verdad, que yo os diré quién me lo dijo”.
Halló el marido lo que buscaba, y díjole:
–“Señora, es verdad, porque un hombre ausente de su casa y en tierras ajenas, algún entretenimiento había de tener. Yo di ese vestido a una dama”.
Dijo ella:
–“Pues decidrne, cuando lo estaban cortando “¿qué faltó?”.
Respondióle:
–“No faltó nada”.
Respondió la mujer diciendo:
–“¡Qué amigo sois de negar las cosas! ¿No faltó una manga?”
El marido hizo memoria, y dijo:
–“Es verdad que al sastre se le olvidó de cortarla, y fue necesario sacar grana para ella”.
Entonces le dijo la mujer:
–“Y si yo os muestro la manga que faltó, conocerla heis”.
Díjole el marido:
–“¿Pues teneisla vos?”
Respondió ella:
–“Sí, venid conmigo, y mostrárosla he”.
Fuéronse juntos a su aposento, y del asiento del baúl le sacó la manga diciéndole:
–“¿Es ésta la manga que faltó?”
Dijo el marido:
–“Esta es, mujer; pues yo juro a Dios que hemos de saber quién la trajo desde la isla Española a la ciudad de Santa Fe”.
Y con esto tomó la manga y fuese con ella al señor obispo, que era juez inquisidor, e informóle del caso. Su Señoría apretó en la diligencia; hizo aparecer ante sí la mujer; tomóle la declaración; confesó llanamente todo lo que había pasado en el lebrillo del agua. Prendióse luego a la negra Juana García y a las hijas. Confesó todo el caso, y cómo ella había puesto el papel de la muerte de los dos oidores. Depuso de otras muchas mujeres, como constó de los autos. Substanciada la causa, el señor obispo pronució sentencia en ella contra todos los culpados. Corrió la voz de que eran muchos los que había caído en la red, y tocaba en personas principales. En fin, el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, el capitán Zorro, el capitán Céspedes, Juan Tafur, Juan Ruiz de Orejuela y otras personas principales acudieron al señor obispo, suplicándole no se pusiese en ejecución la sentencia en el caso dada, y que considerase que la tierra era nueva y que era mancharla con lo proveído.
Tanto le apretaron a Su Señoría, que depuso el auto. Topó sólo con Juana García, que la penitenció poniéndola en Santo Domingo, a horas de la misa mayor, en un tablado, con un dogal al cuello y una vela encendida en la mano; a donde decía llorando: “¡Todas, todas lo hicimos, y yo sólo lo pago!”. Desterráronla a ella y a las hijas, de este Reino. En su confesión dijo que cuando fue a la Bermuda, donde se perdió la Capitana, se echó a volar desde el cerro que está a las espaldas de Nuestra Señora de las Nieves, donde está una de las cruces; y después, mucho tiempo adelante, le llamaban Juana García, o el cerro de Juana García.
Y con ésta pasemos a recibir al doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de este Reino, en el año de 1564. Entró el dicho señor presidente en esta ciudad. De los oidores que había en la Real Audiencia, se habían ido los más a diferentes plazas. Hízose al presidente un solemne recibimiento, con grandes fiestas, que duraron por quince días, y con excesivos gastos, que los sufría mejor la tierra por ser nueva. En la era de ahora no sé cómo los lleva; lo que veo es que todos se huelgan, y que los mercaderes no han de dejar de cobrar. Acabadas las fiestas, y tratando ya el presidente de su gobierno, puso en práctica el señor obispo de que se pidiese al rey nuestro señor suplicase a Su Santidad el Sumo Pontífice erigiese esta iglesia de Santa Fe en arzobispal, y no obispal, por haber ya muchas ciudades en esta provincia y estar en el comedio de los obispados que se podían dar por sufragáneos; con que se remediaba la dificultad que había en seguir las apelaciones interpuestas para el metropolitano, que era el arzobispo de Santo Domingo, distante de este Nuevo Reino más de quinientas leguas; y el metropolitano desde Popayán más de cuatrocientas.
Resueltas las dos cabezas, prelado y presidente, en este intento, que se comunicó a todas las ciudades de este Nuevo Reino, enviaron sus poderes al doctor don Francisco Adame, deán de la santa iglesia de Santa Marta, que como procurador general lo negociase; el cual pasó luego a España y fue muy bien recibido del rey nuestro señor, Philipo II, el cual dio aviso luego de ello a su embajador, que residía en la Corte romana, para que impetrase de Su Santidad esta merced, como la impetró; y luego la concedió el Papa Pío V, de felice memoria, y entregó las bulas de este despacho al embajador arriba dicho, y las del arzobispo de este nuevo arzobispado, que fue el mesmo obispo don fray Juan de los Barrios. Nombró asimismo por sus sufragáneos a los obispos de Santa Marta, Cartagena y Popayán. Llegadas estas bulas a Madrid, nombró el rey por deán de este nuevo arzobispado al mismo doctor don Francisco Adame, y por arcediano al licenciado don Lope Clavijo y por tesorero al bachiller don Miguel de Espejo. Vinieron juntos estos tres prebendados desde Madrid, a los cuales entregó el rey nuestro señor las dichas bulas para que las trajesen. Llegaron con ellas a Cartagena, a 29 de mayo de 1569 años, y el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios había muerto poco antes en esta ciudad de Santa Fe a 12 de febrero de dicho año de 1569, que no gozó de esta promoción y nueva merced.
Los tres prebendados llegaron después a esta ciudad con las dichas bulas, y juntándose con otros tres que estaban acá y venían nombrados para esta nueva iglesia catedral, por chantre el bachiller don Gonzalo Mejía, y por canónigos Alonso Ruiz y Francisco de Vera. Juntos en su Cabildo, sede vacante, usando de las dichas bulas, erigieron esta santa iglesia en arzobispal, como consta de los autos sobre esta razón hechos, que están en el archivo de esta catedral; y en el mismo Cabildo fue nombrado por gobernador de este nuevo arzobispado el doctor don Francisco Adame, que lo gobernó con gran prudencia hasta abril de 1573 años, que vino el segundo arzobispo, como adelante se dirá; y el mismo doctor don Francisco Adame, como gobernador de este arzobispado, puso en esta iglesia metropolitana la primera piedra fundamental para dar principio a su fábrica, que toda es de cantería muy fuerte, en presencia de la Audiencia Real, en la cual era presidente el dicho doctor Venero de Leiva, oidores el licenciado Cepeda, que después fue presidente de las Charcas, y el licenciado Angulo, y fiscal el licenciado Alonso de la Torre; y en presencia de los dos Cabildos y de muchos vecinos, a 12 de marzo de 1572 años; y dende entonces se rezó de la dedicación de la santa Iglesia de esta ciudad a 13 de marzo, por ser a 12 del dicho fiesta de San Gregorio, que se lo advirtieron con curiosidad se había de rezar de la dedicación a 12 de marzo, que es de primera clase, y transferir al día siguiente la fiesta de San Gregorio, que es doble común. Diósele octava como lo ordena el breviario de Pío V, hasta que el reformado por Clemente VIII prohibió octavas en la cuaresma.
Dejó este santo prelado y primer arzobispo de este Nuevo Reino una capellanía en esta santa Iglesia, que los prebendados han servido y sirven hasta el tiempo presente, diciendo una misa cantada el primer domingo de cada mes al Santísimo Sacramento (que sea alabado), trayéndole en procesión por las naves de la santa iglesia. Otras capellanías mandó fundar en su patria, en Castilla. Las casas de su morada, que están pared en medio de esta catedral, dejó para hospital, que por no haber habido otro ha sido muy importante; y en él han sido servidos y curados los enfermos; su fábrica acrecentada, y con iglesia y cura que dice misa a los enfermos, y les administra los sacramentos.
Compró el capitán Juan Muñoz de Collantes las casas de su morada, que eran de teja, y diólas a su padre San Francisco para que en ellas se mudase su convento, que hasta entonces había estado en otras de paja, con iglesia muy pequeña de paja y altar de carrizo. Mudóse el dicho convento en aquellas casas; y está tan acrecentado de edificios, que tiene su claustro cerrado de cuartos altos, iglesia grande, casa de novicios y muchas oficinas; sitio tan anchuroso todo cercado de tres tapias en alto; y se ha dado principio a hacer otro claustro, por autorizar este convento, que es cabeza de esta provincia, como lo son el de Santo Domingo, San Agustín y la Compañía.
Hanse tenido por grandes estas dos limosnas que este gran prelado hizo, del hospital y la casa que compró para su religión. Llámole grande, porque fue de vida ejemplar y respetado de otros prelados, que uno de Cartagena, llamado don Juan de Simancas, y otro de Venezuela, llamado don fray Pedro de Ágreda, se vinieron a consagrar de su mano, pudiendo ir al Arzobispo de Santo Domingo; y ambos posaron en su casa, el uno de ellos más tiempo de seis meses; y otros seis meses, y aun más, posó en su casa don Juan Valles, primer obispo de Popayán, que vino a seguir un pleito en esta Real Audiencia.
Fue quinto obispo de Santa Marta y primer arzobispo de este Nuevo Reino, aunque no pudo recibir las bulas de esta merced, por ser ya muerto, como queda dicho.
En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Venero de Leiva. Su vuelta a España. La venida de don fray Luis Zapata de Cárdenas, segundo arzobispo de este Nuevo Reino, con la venida del licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de la Real Audiencia y su muerte
Gobernó el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva este Reino tiempo de diez años, con grande cristianidad. Doña María Dondegardo, su legítima mujer, mujer valerosa, le ayudaba mucho a las obras de caridad, porque nadie salió de su presencia desconsolado. El presidente mantenía a todos en paz y justicia: ponía gran calor en la conversión de los naturales, mandándolos poblar juntos en sus pueblos, fomentando las iglesias de ellos. Envió un oidor a la Real Audiencia a visitar la tierra y a dar calor a la poblazón de los naturales, y a defenderlos y desagraviarlos. Fue muy agradable el tiempo de su gobierno y llamáronle el “siglo dorado”.
En este tiempo, sucedió en la ciudad de Tunja la muerte de Jorge Voto, que le mató don Pedro Bravo de Rivera, encomendero de Chivatá; y a este negocio fue el presidente en persona a aquella ciudad.
En esta razón, se pregonó aquel auto que dije atrás, acerca del servicio personal de estos naturales, sobre que no los cargasen, agraviasen y maltratasen; cerró el auto diciendo que los cumpliesen, “so pena de doscientos azotes”.
Halláronse muchos capitanes conquistadores en la esquina de la calle real cuando se dio este pregón. El que primero habló fue el capitán Zorro, echando el canto de la capa sobre el hombro izquierdo, y diciendo: “¡Voto a Dios, señores capitanes, que estamos todos los azotados! ¿Pues este bellaco, ladrón, ganó por ventura la tierra? Síganme, caballeros, que lo he de hacer pedazos”.
Partieron todos en tropa hacia las casas reales, terciadas las capas y empuñadas las espadas, diciendo palabras injuriosas. Estaba el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada debajo de los portales de la plaza, hablando con el capitán Alonso de Olalla, el cojo; y aunque había oído la voz del pregón, no sabía la substancia. Mas de ver a los capitanes alborotados, hablando en altas voces, con los delanteros se informó del caso; dejó al capitán Olalla, que se juntó con los demás, y con la mayor presteza que pudo subió a la sala del Acuerdo, a donde halló al oidor Melchor Pérez de Arteaga, a quien se atribuyó este auto, porque el presidente estaba ausente, como queda dicho. Hallóle el Adelantado con una partesana en las manos; diole voces diciendo: “¡A la vara del Rey, a la vara del Rey, que no es tiempo de partesanas!”. Díjose que la presidenta, doña María Dondegardo, que había acudido a la sala a reparar con su presencia parte del daño, le puso al oidor la vara en las manos.
Unos capitanes acudieron a la ventana del Acuerdo con las espadas desnudas, las puntas en alto, diciendo en altas voces: “Echadnos acá ese ladrón, echadnos acá ese bellaco”, y otras palabras injuriosas. Los otros capitanes subieron a la sala del Acuerdo, a donde hallaron a la puerta de él al Adelantado Jiménez de Quesada, el cual les respondió y requirió de parte del Rey nuestro señor no pasasen de allí hasta que se enterasen de la verdad. Respondió el oidor en alta voz: “Yo no he mandado tal”; con lo cual se sosegaron los capitanes. Salió la señora presidenta y llamólos; fuéronle acompañando hasta su cuarto; dieron aviso a los que esperaban a la ventana, de lo que pasaba; con que se desviaron de ella. Echóse la culpa al secretario; el secretario al escribiente, y éste a la pluma; con lo cual se sosegó este alboroto. Pero este auto y el que hizo el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios contra las hechiceras o brujas, nunca más parecieron vivos ni muertos; lo cierto debió de ser que los echaron en el archivo del fuego.
Ya dije cómo cuando esto pasó estaba el presidente ausente de la ciudad de Tunja, que había ido a la averiguación de aquella muerte, y el matador estaba retraído en la iglesia; y el corregidor, que había enviado el informe a la Real Audiencia, estaba con él, ambos en un grillo; y por ser este caso ejemplar le pongo aquí, que es su lugar, lo cual pasó así:
En la gobernación de Venezuela, y en la ciudad de Carora, estaba casado un don Pedro de Ávila, natural de aquel lugar, con una doña Inés de Hinojosa, criolla de Barquisimeto, en la dicha gobernación. Mujer hermosa por extremo y rica, y el marido bien hacendado; pero tenía este hombre dos faltas muy conocidas: la una, que no se contentaba con sola su mujer, de lo cual ella vivía muy discontenta; la otra, era jugador; que con lo uno y con lo otro traía maltratada su hacienda, y a la mujer, con los celos y juego peor tratada. Llegó en esta sazón a aquella ciudad un Jorge Voto, maestro de danza y músico. Puso escuela y comenzó a enseñar a los mozos del lugar; y siendo ya más conocido, danzaban las mozas también. Doña Inés tenía una sobrina, llamada doña Juana. Rogóle al don Pedro, su marido, le dijese al Jorge Voto la enseñase a danzar. Hízolo así don Pedro, y con esto tuvo la ocasión de revolverse con la doña Inés en torpes amores, en cuyo seguimiento trataron los dos la muerte al don Pedro de Ávila, su marido.
Resuelto en esta maldad, el Jorge Voto alzó la escuela de danza que tenía; trató de hacer viaje a este Reino, y despidióse de sus amigos y conocidos. Salió de Carora a la vista de todos; caminó tres días en seguimiento de su viaje, y al cabo de ellos revolvió sobre la ciudad, a poner en ejecución lo tratado. Dejó la cabalgadura en una montañuela junto al pueblo; entróse en él disfrazado y de noche. De días atrás tenía reconocidas las paradas del don Pedro y las tablas de juego a donde acudía. Fue en busca de él y hallóle jugando; aguardóle a la vuelta de una esquina, a donde le dio de estocadas y le mató; lo cual hecho, tomó la cabalgadura de donde la dejó, y siguió su viaje hasta la ciudad de Pamplona a donde hizo alto esperando el aviso de doña Inés; la cual: sabida la muerte del marido, hizo grandes extremos y dio grandes querellas, con que se pretendieron muchos sin culpa, de que tuvieron buena salida, porque no se pudo averiguar quién fuese el matador, y el tiempo le puso silencio; en el cual los amantes, con cartas de pésame, se comunicaron. Y resultó que al cabo de más de un año, la doña Inés vendió sus haciendas, recogió sus bienes, y con su sobrina doña Juana se vino a Pamplona, a donde el Jorge Voto tenía puesta escuela de danza; a donde al cabo de muchos días trataron de casarse, lo cual efectuado se vinieron a vivir a la ciudad de Tunja. Tomaron casa en la calle que dicen del árbol, que va a las monjas de la Concepción, frontero de la casa del escribano Vaca, yerno de don Pedro Bravo de Rivera. En esta ciudad puso también el Jorge Voto escuela de danza, con que se sustentaba; y algunas veces venía a esta de Santa Fe, a donde también daba lecciones, y se volvía a Tunja.
La hermosura de doña Inés llamó a sí a don Pedro Bravo de Rivera (con razón llamaron a la hermosura “callado engaño”, porque muchos hablando engañan, y ella, aunque calle, ciega, ceba y engaña). Paréceme que me ha de poner pleito de querella la hermosura en algún tribunal, que me ha de dar en qué entender; pero no se me da nada, porque ya me colgué sobre los setenta años. Yo no la quiero mal; pero he de decir lo que dicen de ella; con esto la quiero desenojar. La hermosura es un don dado por Dios, y usando los hombres mal de ella, se hace mala. En otra parte la toparé,, y diré otro poquito de ella.
Don Pedro Bravo de Rivera vivía en la propia calle; solicitó a la doña Inés y alcanzó de ella todo lo que quiso; y siguiendo sus amores, para tener entrada con más seguridad, trató de casarse con la doña Juana, sobrina de doña Inés, y platicólo con el Jorge Voto, que lo estimó en mucho, ofreciéndole su persona y casa; con lo cual el don Pedro entraba y salía de ella a todas horas. No se contentaron estos amantes con esta largura, antes bien, procuraron más; y fue que el don Pedro tomó casa que lindase con la de doña Inés, y procuró que su recámara lindase con la suya de ella. Arrimaron las camas a la pared, la cual rompieron, yendo por dentro las colgaduras, pasadizo en que se juntaban a todas horas.
Pues aun esto no bastó, que pasó más adelante el daño, porque la mala conciencia no tiene lugar seguro y siempre anda sospechosa y sobresaltada. Al ladrón las hojas de los árboles le parecen varas de la justicia; al malhechor cualquiera sombra le asombra; y así, a la doña Inés le parecía que el agujero hecho entre las dos camas lo veía ya su marido, y que la sangre del muerto don Pedro, su marido, pedía sobresalto, lo cual no se le escondía al don Pedro Bravo de Rivera, que comunicándolo con la doña Inés y procurando el medio mejor para su seguridad, le concluyó ella diciendo que ninguno la podía asegurar mejor que la muerte de Jorge Voto, pareciéndole que ya estaba desposeído de la hermosura que gozaba. Respondióle que “por su gusto no habría riesgo a que no se pusiese”. Este fue el primer punto y concierto que se dio en la muerte de Jorge Voto.
¡Oh hermosura! Los gentiles la llamaron dádiva breve de naturaleza, y dádiva quebradiza, por lo presto que se pasa y las muchas cosas con que se quiebra y pierde. También la llamaron lazo disimulado, porque se cazaban con ella las voluntades indiscretas y mal consideradas. Yo les quiero ayudar un poquito. La hermosura es flor que mientras más la manosean, o ella se deja manosear, más presto se marchita.
Salió don Pedro Bravo de Rivera, con lo que le había pasado con su querida doña Inés, casi sin sentido, o, por mejor decir, fuera de todo él. Tenía un hermano mestizo, llamado Hernán Bravo de Rivera que se habían criado juntos y se favorecían como hermanos. Tratóle el caso y lo que determinaba hacer. El Hernán Bravo no le salió bien al intento, antes le afeó el negocio, diciéndole que no era hecho de hombre hidalgo el que intentaba, y que le daba de consejo se apartase de la ocasión que a tal cosa le obligaba; con lo cual el don Pedro se despidió de él muy desabrido, diciéndole que no le viese más, ni le hablase. Despidiéronse desabridos.
Fue el don Pedro en busca de un íntimo amigo que tenía, llamado Pedro de Hungría, que era sacristán de la iglesia mayor de aquella ciudad. Propúsole el caso y salióle el Pedro de Hungría tan bien a él, que le colmó el deseo. Díjole también lo que le había pasado con su hermano Hernán Bravo, y el Pedro de Hungría se encargó de traello a su gusto, lo cual no le fue dificultoso, por la amistad que con él tenía; con lo cual trataron y comunicaron el orden que habían de tener en matar al Jorge Voto, de manera que no fuesen sentidos. De todo dio parte el don Pedro a la doña Inés, la cual le espoleaba el ánimo a que lo concluyese. En esto acabó esta mujer de echar el sello a su perversidad; y Dios nos libre, señores, cuando una mujer se determina y pierde la vergüenza y el temor a Dios, porque no habrá maldad que no cometa ni crueldad que no ejecute; porque, a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre. El don Pedro Bravo de Rivera, para poner en ejecución lo concertado, apretó lo del casamiento de la doña Juana, sobrina de la doña Inés, diciendo que se viniese a esta ciudad de Santa Fe a pedir licencia al señor arzobispo para ello, porque no la quería pedir en Tunja, que lo estorbaría su madre y su cuñado. Todo esto era traza para que el Jorge Voto viniese por la licencia, para matarle por el camino. En fin, le dieron dineros, todo avío y despacháronlo para esta ciudad.
Salió de Tunja después de mediodía, y en su seguimiento, siempre a una visita, el don Pedro Bravo, Hernán Bravo su hermano, y don Pedro de Hungría, el sacristán. Llegó el Jorge Voto, al anochecer, a la venta vieja que estaba junto a la puerta de Boyacá, a donde se quedó a dormir aquella noche. Estaban en la venta otros huéspedes; el Jorge Voto pidió aposento aparte, donde se acomodó. Cerrada ya bien la noche, el don Pedro Bravo envió al hermano a que reconociese dónde se había alojado el Jorge Voto; el cual fue disfrazado en hábito de indio, y lo reconoció todo. Volvió al hermano y diole el aviso, el cual le dijo:
–“Pues tomad esta daga y entrad en el aposento donde él está y dadle puñaladas, que yo y Pedro de Hungría os haremos espaldas”.
Con esto tomó la daga, fuese al aposento donde dormía Jorge Voto, hallóle dormido, y en lugar de matarle le tiró recio el dedo pulgar del pie. Dio voces el Jorge Voto, diciendo:
–“¿Quién anda aquí? ¿Qué es esto? ¡Ah señores huéspedes, aquí andan ladrones!”, con que alborotó la venta y no se ejecutó el intento del don Pedro; el cual, visto el alboroto, se volvió aquella noche a Tunja, y antes que fuese día despachó un indio con una carta para el Jorge Voto, en que le avisaba cómo se sabía en Tunja a lo que iba a Santafé; y que de donde aquella carta le alcanzase se volviese; lo cual cumplió el Jorge Voto luego que recibió la carta.
Dejaron sosegar el negocio, y por muchos días no se trató del casamiento; en el cual tiempo acordaron de matarle en la ciudad, como mejor pudiesen. Concertóse que el Hernán Bravo y el Pedro de Hungría se vistiesen en hábito de mujeres, y que se fuesen a la quebrada honda que está junto a Santa Lucía, cobijados con unas sábanas, y que el don Pedro llevaría allí al Jorge Voto, donde lo matarían. Tratado esto, un viernes en la noche trató el don Pedro que hubiese en casa del Jorge Voto una suntuosa cena, y los convidados fueron: Pedro de Hungría, el sacristán, y Hernán Bravo de Rivera; don Pedro su hermano; las dos damas y el Jorge Voto. Estando cenando dijo el don Pedro al Jorge Voto:
–“¿Quereisme acompañar esta noche a ver unas damas que me han rogado os lleve allá, que os quieren ver danzar y tañer?”.
Respondióle que “de muy buena gana lo haría, por mandárselo él”.
Acabada la cena, el Jorge Voto pidió una vigüela; comenzóla a templar; pidió un cuchillo para aderezar un traste de vigüela, y habiéndolo soltado, tomó el Hernán Bravo el cuchillo, y comenzó a escribir sobre la mesa con él. Habiendo escrito, díjole al Jorge Voto:
–“¿Qué dice este renglón?”.
Lo que contenía era esto: “Jorge Voto, no salgáis esta noche de casa, porque os quieren matar”.
Aunque el Jorge Voto lo leyó, y otro del mismo tenor que le puso, no hizo caso de ello, y antes se rió. Muy a tiempo tuvo el aviso de su daño; pero cuando Dios Nuestro Señor permite que uno se pierda, también permite que no acierte en consejo que se tome, como se vio en este hombre; porque sustanciando esta causa, el presidente vio estos dos renglones, escritos sobre la mesa donde cenaron. El don Pedro Bravo estaba sentado con la doña Inés y con la doña Juana, su sobrina, desde donde dijo a su hermano y al Pedro de Hungría:
–“Señores, váyanse con Dios a lo que tuvieren que hacer, porque han de ir conmigo”.
Con lo cual se fueron los dos, y el don Pedro se quedó hablando con las mujeres y haciendo tiempo para que entrase bien la noche; y siendo hora, le dijo al Jorge Voto:
–“Vamos, que ya se hace tarde, no esperen aquellas damas más”.
Tomó el Jorge Voto su espada y capa y la vigüela, y fuéronse. Llevóle el don Pedro atrás de unas casas altas, que tenían ventanas abiertas. Llegado a ellas dijo:
–“No están aquí estas señoras, que se cansarían de esperar; vamos, que yo sé dónde las hemos de hallar”.
Cogió una calle abajo, hacia Santa Lucía. Llegados al puente de la quebrada y antes de pasalla, miró hacia abajo; vio los dos bultos blanqueando, y díjole al Jorge Voto:
–“Allí están, vamos allá”.
Fuéronse allegando hacia los bultos, los cuales viéndolos cerca, soltaron las sábanas y metieron mano a las espadas. El Jorge Voto soltó la vigüela y sacó su espada; el don Pedro Bravo hizo lo propio; y como más cercano de Jorge Voto, le dio por un costado la primera estocada (y podríamos decir que se la dio don Pedro de Ávila, por las que él le dio en Carora, y le mató, porque cuando falta la justicia en la tierra la envía Dios del cielo por el camino que él es servido). Cargaron sobre él los otros dos contrarios, y diéronle tantas estocadas, que lo acabaron de matar. Echaron el cuerpo en un profundo hoyo de aquella quebrada, con lo cual se fue cada uno a su casa, y el don Pedro a la doña Inés, a darle aviso de lo que se había hecho.
Antiguamente no había fuente de agua en la plaza de Tunja, como la hay agora, y así era necesario ir a la fuente grande, que estaba fuera de la ciudad, por agua. Había madrugado la gente, y llegando a esta quebrada vieron el rastro de la sangre; fuéronle siguiendo hasta donde estaba el cuerpo, al cual vieron en el hoyo. Dieron aviso a la justicia; acudió luego al caso el corregidor, que en aquella sazón lo era Juan de Villalobos. Mandó sacar el cuerpo y llevarlo a la plaza; echó luego un bando en que mandó que estantes y habitantes pareciesen luego ante él. Acudió la gente de la ciudad, que sólo faltó el don Pedro Bravo de Rivera y su hermano. A estos alborotos y ruido salió la doña Inés de su casa, en cabello, dando voces; acudió al corregidor a pedir justicia, el cual estaba junto a la iglesia con el cuerpo, el cual mandó que pusieran en prisión a la doña Inés, lo cual se cumplió.
Era sábado; hicieron la señal a misa de Nuestra Señora, entróse la gente y el corregidor en la iglesia, y en el coro de ella halló al don Pedro Bravo de Rivera. Saludáronse y sentóse junto a él, diendo:
–“Desde aquí oiremos misa”.
Ya el corregidor estaba enterado que el don Pedro era el matador, porque no faltó quien le dijese cómo trataba con la doña Inés, por la cual razón lo mandó prender. Mandó traer un par de grillos, y metiéronse entrambos en ellos, hasta que se acabó la misa. El escribano Vaca, yerno de don Pedro, estaba bien enterado que él había sido el que mató al Jorge Voto. Para ver si podía escapar al cuñado y ponello en salvo, mandó ensillar un caballo bayo, de regalo que el don Pedro tenía en la caballeriza. Arrimóle una lanza y una adarga, y echó en una bolsa de la silla quinientos pesos de oro, y fue en busca del don Pedro, porque no sabia lo que pasaba en la iglesia. El sacristán Pedro de Hungría estaba ayudando al cura en la misa; al servirle las vinajeras, viole el cura la manga toda manchada de sangre; díjole:
–“¡Traidor!¿Por ventura has sido tú en la muerte de este hombre?”.
Respondióle que no. Estaba la iglesia alborotada con lo que había pasado en el coro. Acabada la misa, acudió el cura a donde estaba el corregidor, que hallólo metido en los grillos con el don Pedro Bravo. Pasaron entre los dos algunas razones, y el corregidor, por excusar disgustos, echó un bando en que mandó que todos los vecinos de Tunja trujesen sus camas a la iglesia y le viniesen a acompañar, so pena de traidores al rey y de mil pesos para la Real Cámara, con lo cual lo acompañó casi toda la ciudad. Al punto hizo un propio y despachó el informe a la Real Audiencia; y salió, como tengo dicho, al caso, el propio presidente Venero de Leiva.
El sacristán Pedro de Hungría, que desde el altar había oído el ruido que andaba en el coro, en saliendo el cura de la sacristía, salió tras él, y dejándolo hablando con el corregidor, y la gente ocupada en las razones que pasaban, se salió de la iglesia y fuese derecho a casa del don Pedro Bravo, a donde halló el caballo ensillado; y sin hacer caso de lanza y adarga, subió en él y salió de Tunja, entre las nueve y las diez del día, el propio sábado. El domingo siguiente a las propias horas, poco más o menos, allegó a las orillas del Río Grande de la Magdalena, al paso de la canoa del capitán Bocanegra. Estaban los indios aderezando la canoa para que pasase el mayordomo y la gente a ir a misa a un pueblo de indios, allí cercano. Pidióles que lo pasasen; que se les pagaría; dijéronle los indios que esperase un poco y pasaría con el mayordomo. No le pareció bien; fuese el río abajo a una playa, a donde abajó; y de ella se arrojó al río con el caballo.
Los indios le dieron voces que esperase; a las voces salió el mayordomo, y como lo vio, mandó a los indios que le siguiesen con la canoa, y por prisa que se dio salió primero del agua el caballo; el cual saliendo se sacudió, subió por una montañuela, donde le perdieron de vista; y por prisa que se dio el mayordomo no le pudo alcanzar, ni le vio más.
Si este caso no tuviera tantos testigos, no me atrevería a escribirlo, porque siguiendo la justicia a este Pedro de Hungría, se averiguó todo esto.
Aquella noche arribó a un hato de vacas de un vecino de Ibagué, el cual le hospedó, y viéndole tan mojado le preguntó que cómo ansí, no habiendo llovido. Respondióle que había caído en el río de las Piedras, que también le pasó. Mandóle desnudar y diole con que se abrigase, y de comer. Reparó el vecino en que se andaba escondiendo, y se recelaba de la gente de la propia casa; allegóse a él y díjole que le dijese qué le había sucedido, y de dónde venía, y que le daba su palabra de favorecerle en cuanto pudiese. Entonces el Pedro de Hungría le contó cómo dejaba muerto un hombre, callando todo lo demás. Considerando el señor de la casa o posada que podría haber sido caso fortuito, no le preguntó más; consolóle y púsole ánimo. El día siguiente le dijo la jornada que había hecho aquel caballo en que venía. Respondióle el huésped:
–“Pues fuerza es que a otra, o otras dos, os haya de faltar; hay allí buenos caballos, tomad el que os pareciere, y dejad ése porque no os falte”.
Hízolo así, despidióse de su huésped, y nunca más se supo de él ni a dónde fue.
De este caballo bayo hay hoy raza en los llanos de Ibargué.
El escribano Vaca, sabida la prisión del don Pedro, puso mucha fuerza con sus amigos en que el corregidor lo soltase, con fianzas costosas. Respondió el corregidor a los que le pedían esto, que ya él no era juez de la causa, porque la había remitido a la Real Audiencia; con lo cual les despidió y no le importunaron más.
De la fuga del Pedro de Hungría y de lo que la doña Inés decía, se conocieron los culpados. El Hernán Bravo, que había tenido tiempo harto para huir, andaba escondido entre las labranzas de maíz de las cuadras de Tunja; descubriéronlo los muchachos que lo habían visto, y al fin lo prendieron.
Llegó el presidente dentro del tercero día de como recibió el informe; sacó de la iglesia al don Pedro Bravo de Rivera, substanció la causa y pronunció en ella sentencia de muerte contra los culpados. Al don Pedro confiscó los bienes; la encomienda de Chivatá, que era suya, la puso en la Corona, como lo está hoy. Degollaron al don Pedro; a su hermano Hernán Bravo ahorcaron en la esquina de la calle de Jorge Voto; y a la doña Inés la ahorcaron de un árbol que tenía junto a su puerta, el cual vive hasta hoy, aunque seco, con hacer más de setenta años que sucedió este caso. ¡Oh hermosura desdichada, mal empleada, pues tantos daños causaste por no corregirte con la razón!
Acabados los negocios de Tunja, se volvió el presidente a la Real Audiencia. Había enviado por licencia para irse a España, y esperaba la razón de ella.
Por muerte de don fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de este Nuevo Reino, fue electo por segundo arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, del orden de San Francisco, caballero notorio, primo del conde de Barajas, presidente de Castilla, don Francisco Zapata, que tiene su casa en Llerena de Extremadura, patria de este prelado; el cual antes de ser electo visitó las provincias que su religión tenía en el Pirú, tan a satisfacción de su general y del rey, que le dio el obispado de Cartagena, y antes que saliese de España ascendió a este arzobispado. Llegó a él por abril de 1573 años, y en el siguiente de 574 partió el doctor Venero de Leiva para España, dejando este Reino muy aficionado a su buen gobierno. Llamóse mucho tiempo “Padre de la Patria”, y sus cosas se estimaron siempre en mucho.
Durante su gobierno, mataron al Capitán Zorro en un juego de cañas. Matóle un hijo natural del Mariscal Venegas, dándole con la caña que le tiró por una sien, pasóle siete dobleces de toca y un bonete colorado que traía, metiéndole la vara por la sien, de que cayó luego en la plaza; lleváronle a su casa y luego murió. Díjose al principio que la vara llevaba un casquillo de acero, y que le había muerto por un encuentro que había tenido con él el Mariscal su padre. El mozo se ausentó, que no pareció más. Lo cierto fue caso desgraciado, porque la vara con que le tiró no tenía más que el corte del machete o cuchillo con que se cortó en el monte, pero éste afilado; también se probó en el descargo cómo por tres veces le había perseguido, diciendo: “¡Adárgate, capitán Zorro! ¡Adárgate, capitán Zorro!”, y a la tercera vez despidió la caña; ni tampoco se puede creer que tenía por muy cierto que le había de dar por la sien. El caso fue desgraciado.
El licenciado Francisco Briceño, después de la visita de don Sebastián Benalcázar y pasada la del licenciado Juan de Montaño, de que salió bien, fue a España y de ella salió proveído por presidente de la Real Audiencia de este Reino, al cual vino al principio del año de 1574, y en el siguiente de 1575 murió. Yendo yo a la escuela (que había madrugado por ganar la palmeta), llegando junto al campanario de la iglesia mayor, que era de paja, y también lo era la iglesia por haberse caído la de teja que hizo el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios hasta la capilla mayor, asomóse una mujer en el balcón de las casas reales, dando voces: “¡Que se muere el presidente! ¡Que se muere el presidente!”
Hernando Arias Torero, que era mayordomo de la obra de la iglesia mayor, se estaba vistiendo junto a la puerta de su casa; oyó las voces, y sin acabarse de vestir fue corriendo por la plaza a casa del presidente. Antonio Cid, que era cantero de la propia obra, venía saliendo por la esquina de la calle real; y como vio correr a Hernando Arias, partió tras de él corriendo. Llegando al campanario, donde yo estaba, soltó la capa diciendo: “niño tráeme esta capa”; alcéla y fuime tras ellos. Subimos a la cama del presidente, pero cuando llegamos ya estaba muerto. Dijo la mujer que de una purga que había tomado, que no la pudo echar del cuerpo.
Está enterrado en la catedral de esta ciudad.
En que se cuenta la venida del doctor don Lope de Armendáriz, tercero presidente de este Reino. Lo sucedido en su tiempo. La venida del visitador Juan Bautista de Monzón. Cuéntase la muerte de don Juan Rodríguez de los Puertos, y otros casos sucedidos durante el dicho gobierno
En el poco tiempo que gobernó el licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de esta Real Audiencia, vinieron a ella por oidores: el licenciado Francisco de Anuncibay, el licenciado Antonio de Cetina y el doctor Andrés Cortés de Mesa; era fiscal el licenciado Alonso de la Torre.
El tercer presidente que vino a esta Real Audiencia y gobierno fue el doctor don Lope de Armendáriz, que lo acababa de ser de la Audiencia de Quito, y de ella vino a esta de Santa Fe el año de 1577, y en el siguiente de 1579 vino el licenciado Juan Bautista Monzón por visitador; y durante el gobierno del dicho presidente vinieron por oidores el licenciado Cristóbal de Azcoeta, que murió breve, de un suceso que adelante se dirá; y también vinieron el licenciado Juan Rodríguez de Mora y el licenciado Pedro Zorrilla, y por fiscal el licenciado Alonso de Orozco; todos los cuales concurrieron en este gobierno con el dicho presidente don Lope de Armendáriz.
El señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, que, como dije, vino a este arzobispado el año de 1573, trajo consigo la insigne reliquia de la cabeza de santa Isabel, reina de Hungría, que se la dio en Madrid la reina doña Ana de Austria, última mujer y esposa del prudente monarca Philipo II, y segundo Salomón, nuestro rey y señor natural. Hízola colocar en esta santa iglesia, metida en una caja de plata, y votarla por patrona de esta ciudad. Por su mandado se reza de ella oficio de primera clase, con octava, y se celebra y guarda su fiesta con la solemnidad posible, a 19 de noviembre. Mandó guardar y cumplir las sinodales de su antecesor, excusándose de hacer otras por estar muy santas. Para los curas hizo un catecismo con advertencias muy útiles en la administración de los santos sacramentos. Fundó colegio seminario, con título de San Luis, en el cual se sustentaban diez y ocho colegiales con sus hopas pardas y becas azules, a cargo de su rector, que era un clérigo viejo y virtuoso, el cual enseñaba canto llano y canto de órgano; y un preceptor les enseñaba latín y retórica, y todo se pagaba de la renta del seminario, del cual salieron y se ordenaron clérigos hábiles y virtuosos. En este colegio se empezó a enseñar la lengua de estos naturales, la que llaman la general, porque la entienden todos; los colegiales la aprendían y muchos clérigos compelidos del prelado. Enseñábala el padre Bermúdez, clérigo, gran lenguaraz, con título de catedrático de la lengua; y el salario se pagaba y paga hasta hoy de la hacienda del rey, por cédula real suya.
Despachó convocatorias a los obispos sufragáneos para celebrar concilio provincial, en cuyo cumplimiento vinieron los dos de la costa, don fray Sebastián de Oquendo, de Santa Marta, y don fray Juan de Montalvo, de Cartagena; éste del orden de Santo Domingo y el otro, franciscano. Entraron juntos en esta ciudad a 20 de agosto de 1583 años, y con ellos el señor arzobispo desde Marequita, donde se halló al tiempo que desembarcaron en el puerto de Honda. Salió a recibirlos la Real Audiencia, con grande acompañamiento, más de media legua de esta ciudad; y desde Fontibón y desde Bojacá le traían mucho mayor, así de españoles como de naturales.
El obispo de Popayán, don Agustín de la Coruña, llamado el Santo por su gran santidad, no pudo venir, a causa de que por mandato de la Real Audiencia de Quito fue llevado a ella preso; y porque el concilio no se celebró por esta falta y por otras causas, diré con brevedad algo de esta prisión. A pedimento de Sancho García del Espinar, gobernador de Popayán, enemigo del obispo, despachó la Audiencia de Quito por juez, al alguacil mayor de ella, Juan de Galarza, contra el obispo. Vinieron con él un escribano llamado Antonio Desusa, dos alguaciles y seis soldados, todos con salario que importaba treinta y seis pesos de oro de veinte quilates, cada día; y se pagó con dinero del dicho obispo, que lo sacó de su cofre el gobernador, saqueándole la casa la noche de Navidad, al tiempo que el dicho obispo celebraba los oficios divinos de aquella gran festividad. Llegaron con esta comisión a la ciudad de Popayán, al principio de la cuaresma del año de 1582; hicieron las notificaciones al señor obispo de nueve en nueve días, mientras duraban los de su comisión, diciéndole que la Real Audiencia mandaba que personalmente pareciese en ella dentro de aquellos días de su comisión, a lo cual respondió que estaba presto a lo cumplir pasada la cuaresma, y no antes, porque él solo y sin ayuda ninguna, que no la tenía, hacía a su pueblo sus sermones cada semana, y por ser cuaresma le convenía no dejar sus ovejas.
Por esta respuesta determinaron prenderle el sábado antes de la domínica in passione, de 1582 años; y sabido por el obispo, no salió de la iglesia aquel día, que todos los del año asistía en ella con prebendados. Comió en la sacristía con su previsor, el arcediano don Juan Jiménez de Rojas, y dadas las gracias, esperó al juez y su compañía, poniéndose mitra y báculo y una estola sobre el roquete, y el sitial arrimado al altar mayor, con intento de amedrentarlos de esta manera y excusar su prisión. Pero no bastó esto, que allí le echó mano de un brazo el mesmo juez, y luego le alzaron en brazos los dos alguaciles y los demás, y bajaron las gradas hasta llegar a la puerta de la iglesia, en que estaba puesta una litera pequeña portátil, y metido en ella la alzaron y llevaron en sus hombros hasta fuera de la ciudad. No se halló en esta prisión ninguna persona grave, que por ser caso tan horrendo y feo se ocultaron. Sólo se halló presente el capitán Gonzalo Delgadillo, viejo de ochenta años, que por ser alcalde ordinario le llevó consigo el juez. De gente plebeya se hinchó la iglesia, y de sus voces y llanto.
Clérigos hubo que quisieron defender a su prelado, el cual no lo consintió, y mandó con censuras se estuvieren quedos. Causó en todas aquellas ciudades tanta admiración y escándalo esta prisión, que en la de Quito trujo corridos el vulgo al juez y sus compañeros, llamándolos excomulgados; y más los estimulaba su conciencia, pues volvieron todos ellos al señor obispo los salarios que de su hacienda habían llevado, y le pidieron perdón y absolución con misericordia; y Dios Nuestro Señor los castigó con muertes desastradas que tuvieron; y lo que conocieron a los oidores que dieron y libraron la provisión real para hacer esta prisión, que fueron el licenciado Francisco de Anuncibay, que de esta Real Audiencia había ido a aquélla, y el licenciado Ortegón, y el licenciado Cañavera, noten las caídas que tuvieron después de esto, y la del gobernador que les pidió caso tan feo, que aun los indios sin fe que llevaron la litera para poner en ella al santo obispo, cuando lo vieron meter en ella con tanta ignominia, no esperaron a llevarlo, ni otros que huídos aquéllos trajeron; y al cabo lo cargaron los propios satélites, que así los llamaba el santo obispo a los que le prendieron, que todos tuvieron desgraciados fines.
* * *
Y con esto vuelvo al señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas.
De los dos prelados de la costa, se volvió luego el de Santa Marta a su obispado, y el de Cartagena pasó de esta ciudad a la de Tunja, y en ella tuvo la cuaresma del año de 1584, de donde volvió a esta ciudad y de ella a su obispado de Cartagena, a donde vivió poco más de dos años. Sucedióle don fray Antonio de Ervias, y a éste don fray Juan de Andrada, del orden de Santo Domingo, y luego otros.
Fundó el dicho arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas las dos parroquias de Nuestra Señora de las Nieves y Santa Bárbara de esta ciudad, por auto que pronunció a 23 de marzo de 1585 años, ante Pedro Núñez de Águila, escribano real y notario de Su Señoría. Los feligresados que les dio sacó de los que tuvo esta Catedral, que hasta entonces fue sola, en la cual sirvieron y sirven dos curas rectores de la prisión del santo obispo de Popayán, es uno de ellos, que sirve el dicho curato desde el año de 1585, y tiene el dicho cura los ochenta de edad, uno más o menos, y si ve esto me la ha de pegar.
Calificó el dicho señor arzobispo los milagros que hizo la santa imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, que comenzaron a manifestarse el segundo día de Navidad del año de 1586; y en el siguiente de 1587 hizo viaje en persona, llevando consigo para este efecto al licenciado don Lope Clavijo, arcediano de esta Catedral y comisario del Santo Oficio, letrado, teólogo, y a don Miguel de Espejo, tesorero de ella y gran canonista. Halló a esta santa imagen en su iglesia, que no llegaba a tener treinta pies de largo, cubierta de paja, armada sobre bajaraques de barro, con altar de carrizo, porque los feligreses indios de aquel pueblo de Chiquinquirá eran tan pocos, que todos cabían en esta pequeña iglesia, la cual está muy mejorada de edificio y tamaño, cual se ve el día de hoy. El licenciado Gabriel de Rivera Castellanos, que ha sido cura muchos años en esta santa iglesia, ha escrito un libro en que cuenta los milagros que ha podido saber y averiguar de esta santa imagen; a él remito al lector. Esta santa reliquia se trajo a esta ciudad, con licencia del señor arzobispo don Bernardino de Almansa, el año de 1633, por la grande peste que había, en que murió mucha gente. Colocóse en la santa iglesia Catedral con gran veneración, y con su venida sosegó la peste y mal contagioso. Sobre volverla a su casa hubo pleito, porque la quería tener esta ciudad; pero al fin la volvieron a su iglesia, que hoy sirve el orden de Santo Domingo con mucho cuidado.
El año de 1587 hubo en esta ciudad una grande enfermedad de viruelas, en que murió casi el tercio de los naturales, y muchos españoles; y el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas gastó con los pobres más de dos mil pesos, en espacio de tres meses que duró, hasta empeñar su vajilla de plata; y sus parientes le empobrecieron, de manera que no tuvo qué dejar a esta santa iglesia. Sólo dejó una capellanía, que sirven los prebendados, de tres misas en cada un año; y porque gobernó diez y siete años esta silla arzobispal, y los tiempos de la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz y venidas de los visitadores Juan Bautista de Monzón y Juan Prieto de Orellana fueron de grandes revueltas, tengo necesidad de Su Señoría Ilustrísima para que remedie y componga alguna de ellas. Pondré su muerte en su lugar, con lo demás que hubiere de decir.
* * *
Ya queda dicho cómo siendo presidente de la Real Audiencia de este Reino el doctor don Lope de Armendáriz, concurrieron con él seis oidores y un fiscal que fueron: el licenciado Francisco de Anuncibay y el licenciado Antonio de Cetina, el doctor Andrés Cortés de Mesa, el licenciado Juan Rodríguez de mora y el licenciado Pedro Zorrilla; y por fiscal, el licenciado Orozco, porque el fiscal Alonso de la Torre se había ido a España a pretender.
Pues sucedió que el año de 1578, una mañana de él amanecieron puestos en las esquinas y puertas de las casas reales, y en las esquinas de la calle real y otros lugares públicos, libelos infamatorios contra todos los señores de la Real Audiencia, y hablábase en ellos muy pesadamente. Mandaron quitar los papeles, e hiciéronse grandes diligencias y prendieron a algunas personas sospechosas, y con ellas a un mozo escribiente que acudía a aquellos oficios, porque dijeron que la letra de los libelos se parecía a la suya. Condenáronle a tormento, y cometióse el dárselo al doctor Andrés Cortés de Mesa, que yendo al efecto y habiendo hecho al mozo los requerimientos del derecho, el mozo te emplazó diciéndole que “si en el tormento moría, o en otra parte por aquella razón, le emplazaba para que dentro del tercero día pareciese con él ante Dios, a donde se ajustaría la verdad”. Respondióle el oidor: “¿Emplazaisme? Pues por vida del rey, que os ha de dar otro el tormento y que no os lo he de dar yo”; y con esto se salió de la sala y se fue a la del Acuerdo, a donde dijo que no se hallaba en disposición de dar aquel tormento, que se cometiese a otro.
El Real Acuerdo lo cometió al licenciado Antonio de Cetina, el cual fue a ello; hizo los requerimientos y el mozo su emplazamiento. Sin embargo, le pusieron en el potro, y a la segunda vuelta lo mandó el oidor quitar del tormento, porque conoció en él que no era el autor de los libelos. Volvióse a la sala del Acuerdo y dijo que aquel sujeto no era capaz de lo que contenían aquellos papeles, ni podía ser sabedor de lo que en ellos se decía. Con esto no se hizo más diligencia con este mozo.
Diego de Vergara (el tuerto), procurador que había sido de la Real Audiencia, y en esta sazón estaba suspenso, y un fulano Muñoz, estos dos enviaron a España informes para que se enviase visitador, por haberles quitado los oficios. Pues este Vergara hacía muchos años que estaba agraviado de un Juan Rodríguez de los Puertos, el cual le había desflorado una hija natural que tenía. Estaba en esta sazón en esta ciudad el Juan Rodríguez, que era vecino de Tunja. Dijo el Vergara a los que andaban haciendo diligencias de los libelos, que aquella letra se parecía mucho a la de Juan Rodríguez de los Puertos; pasó la palabra a la Real Audiencia y mandáronle prender, y a la gente de su casa, entre los cuales prendieron a un hijo natural del dicho Juan Rodríguez, el cual se halló presente el día que se quitaron los libelos y violos quitar. Con este mozo se hizo primero la diligencia, y en el tormento confesó que su padre había hecho aquellos papeles y que se los había dado a él para que los pusiese en las casas reales y en tales y tales partes, señalando aquellas de donde había visto quitar los papeles, con la cual declaración condenaron a tormento al Juan Rodríguez de los Puertos.
Mandáronle notificar la sentencia y que se le leyese la declaración de su hijo, lo cual cumplió. Habiéndole leído la dicha declaración, dijo: “Ese traidor miente, porque yo no hice tal ni tal mandé; pero yo estoy muy viejo e impedido, no estoy para recibir tormentos; más quiero morir que verme en ellos; aunque ése ha mentido en todo lo que ha dicho, arrímome a su declaración”. Con lo cual le condenaron a muerte, y al hijo en doscientos azotes, aunque el oidor Andrés Cortés de Mesa no firmó esta sentencia; antes llegado el día del suplicio le envió a decir que mientras viese la ventana del Acuerdo abierta no temiese.
Habiendo, pues, paseadolas calles acostumbradas, y estando ya en la plaza junto a la escalera, vio la ventana del Acuerdo abierta y díjole a su confesor lo que pasaba, el cual te respondió que no confiase en favores humanos, sino que se encomendase muy de veras a Dios, y que hiciese lo que le había dicho. Con esto subió por la escalera, y estando en ella dijo en alta voz, que lo oían todos:
–“Por el paso en que estoy, señores, que esta muerte no la debo por los libelos que me han imputado, porque yo no los hice ni los puse; por otros que puse en la ciudad de Tunja ha permitido Dios que venga a este paradero”.
Habiendo dicho esto y el credo, le quitaron la escalera, y al hijo le dieron la pena en que fue condenado. En su lugar diré quién puso estos libelos; y están luchando conmigo la razón y la verdad. La razón me dice que no me meta en vidas ajenas; la verdad me dice que diga la verdad. Ambas dicen muy bien, pero valga la verdad; y pues los casos pasaron en audiencias públicas y en cadalsos públicos, la misma razón me da licencia que lo diga, que peor es que lo hayan hecho ellos que lo escriba yo; y si es verdad que pintores y poetas tienen igual potestad, con ellos se han de entender los cronistas, qunque es diferente, porque aquéllos pueden fingir, pero a éstos córreles obligación de decir la verdad, so pena del daño de la conciencia.
Apele pintó a Campaspe, la amiga del magno Alejandro, y estándola pintando, como dicen sus historiadores, se enamoro de ella, y aquel príncipe se la dio por mujer. Ya éste llevó algún provecho, sin otros que llevaría de sus pinturas verdaderas y fingidas, como hacen otros pintores. Virgilio, príncipe de los poetas latinos, por adular al César romano y decirle que descendía de Eneas el Troyano, compuso las Eneidas; y dicen de él graves autores (y con ellos, a lo que entiendo, San Agustín) que si Virgilio como fue gentil fuera cristiano, se condenara por el testimonio que levantó a la fenicia Dido, porque de Eneas el Troyano a Dido pasaron más de cuatrocientos años. ¡Miren qué bien se juntarían! Este fingió, y los demás poetas hacen lo mismo, como se ve por sus escritos; pero los cronistas están obligados a la verdad. No se ha de entender aquí los que escriben libros de caballerías, sacadineros, sino historias auténticas y verdaderas, pues no perdonan a papas, emperadores y reyes, y a los demás potentados del mundo; tienen por guía la verdad, llevándola siempre. No me culpe nadie si la dijere yo, para cuya prueba desde luego me remito a los autos, para que no me obliguen a otra; y con esto volvamos a la Real Audiencia.
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Este año de 1578, Diego de Vergara, el procurador, y el Muñoz, su compañero, pasaron a España a solicitar la venida del visitador, y murieron allá; y pluguiera a Dios murieran antes, y hubieran ahorrado a este Reino hartos enfados y disgustos y muy gran suma de dineros.
Este propio año de 1578, el licenciado Cristóbal de Azcoeta, oidor de la Real Audiencia, una noche se acostó bueno y sano en su cama y amaneció muerto. Vivía en las casas que son agora convento de monjas de Santa Clara. Estaban cerradas las cortinas de la cama; hacíase hora de Audiencia; los criados no le osaban llamar, pensando que dormía. Esperábanle aquellos señores, y como tardaba enviaron a saber si había de ir a la Audiencia. Llamóle un criado suyo por tres veces y no le respondió; alzó la cortina y hallóle muerto. El que había venido a llamarle volvió a la Audiencia y dijo lo que pasaba. Vinieron luego el presidente y los demás oidores; tentáronle el cuerpo y halláronle muy caliente, aunque sin pulsos. Díjole el presidente al doctor Juan Rodríguez que mirase si era paroxismo. Respondióle que no, que estaba muerto. Díjole: “Mire que está muy caliente”. Dijo el Juan Rodríguez. “Pues para que crea vueseñoría que está muerto”; con una navaja le dio una cuchillada en la yema del dedo pulgar de un pie, y no salió una gota de sangre. Alzaron las cortinas de la cama, y a la cabecera de ella hallaron una moza arrebozada. Lleváronla a la cárcel; averiguaron la verdad. Al oidor enterraron y a la madre de ésta dieron doscientos azotes, y por entonces las desterraron de la ciudad.
Cuando el doctor Andrés Cortés de Mesa vino de España por oidor de esta Real Audiencia, en la ciudad de Cartagena casó con doña Ana de Heredia, doncella hermosa, honrada y principal. Esta señora tenía una hermana natural, que se habían criado juntas, la cual visto el casamiento y que su hermana se venía a este Reino, hicieron gran sentimiento, para cuyo remedio y que viniesen juntas se trató que casase con Juan de los Ríos, criado del dicho doctor Mesa, prometiéndole que llegado a esta ciudad lo acomodaría en comisiones y otros aprovechamientos, con que se pudiese sustentar; lo cual efectuado subieron a este Reino. Vivían todos juntos en una casa, y siempre el Juan de los Ríos traía a la memoria del doctor lo que le había prometido; ora porque no hubiese comisiones, o por no poder, nunca hubo en qué aprovechallo ni ocupallo, de donde nacieron las quejas del Juan de los Ríos y el enfado del oidor; con lo cual el Juan de los Ríos se salió de su casa llevando consigo a su mujer. Este fue el principio del fuego en que entrambos se abrasaron.
El Juan de los Ríos le hizo al doctor una causa bien fea, que de ella no trato aquí; remítome a los autos. De ellos resultó suspender al oidor y tenelle preso muchos días en las casas del Cabildo de esta ciudad, hasta que vino el licenciado Juan Bautista de Monzón, visitador de la Real Audiencia, el cual entró en esta ciudad el año de 1579, y le sacó de la dicha prisión, dándole su casa por cárcel, hasta que sucedió lo que adelante diré.
Gobernado el dicho presidente, sucedió que del aviso que el contador Retes, que había ido a Castilla, dio a Su Majestad acerca de la moneda con que estos naturales contrataban y trataban, que eran unos tejuelos de oro por marcar, de todas leyes, mandó el Rey, nuestro señor, que esta moneda se marcase y se le pagasen los quintos reales. Hízose así; abriéronse cuatro cuños de una marca pequeña para más breve despacho, por ser mucha la moneda que había de estos tejuelos, y particularmente la que estaba en poder de mercaderes y tratantes. Dio Su Majestad un término breve para que todas estas personas y las demás que tenían de esta moneda la marcasen sin derechos algunos; y pasado, dende adelante se le pagasen sus reales quintos. De esta manera se marcó toda la moneda de tejuelos de veinte quilates como el de quince, porque sólo se atendía a la marca. Esto no impidió a los indios hacer su moneda, ni tratar con ella; sólo se mandó que por un peso de oro marcado se diese peso y medio de oro por marcar; y con esto había mucha moneda en la tierra, porque los indios continuamente la fundían.
Pues corriendo este oro, como tengo dicho, un tratante de la calle real, llamado Juan Díaz, tuvo orden de haber una marca de éstas, comprándola a un negro de Gaspar Núñez, que era el ensayador; y el negro y un muchacho de Hernando Arias, que acudían a marcar los tejuelos de oro que se llevaban a la real caja de quintar, éstos le vendieron el cuño a Juan Díaz, y con él no dejó candelero, bacinica ni almirez en la calle real que no fundiese y marcase, haciéndolo en tejuelos, con que en breve tiempo derramó por esta ciudad y su jurisdicción más de cuatro o cinco mil pesos.
Sucedió, pues, que Bartolomé Arias, hijo del dicho Hernando Arias y hermano del señor arzobispo don Fernando Arias Duarte, canónigo que fue de esta santa iglesia, que en aquella sazón era niño y servía de paje al deán don Francisco Adame, jugando con los otros pajes, les ganó unos pocos de estos tejuelos de Juan Díaz, y llevólos a Maripérez, su tía, que se los guardase. Ella los puso sobre la cajeta de costura donde estaba labrando. Ido el niño, y al cabo de rato entró Gaspar Núñez, el ensayador. Pusiéronle asiento junto a la cajeta; vido el oro y preguntó:
–“¿Qué oro es este?”.
Respondió la Maripérez:
–“Bartolomé, el niño, me lo trajo para que se lo guardase, que lo había ganado a los pajes del deán”.
–“Pues no me parece bueno. Tráiganme una bacinica y un poquito de cardenillo, que quiero hacer un ensaye con este oro”.
Trajéronle el recaudo; hizo el ensaye y no se halló ley alguna. Tomó los tejuelos y llevóselos al presidente don Lope de Armendáriz, y díjole:
–“Mande usía hacer diligencia de dónde sale esta moneda, porque es falsa y no tiene ley”.
El presidente mandó llamar al alcalde ordinario, Diego Hidalgo de Montemayor, y encargóle que muy apretadamente hiciese aquella diligencia; el cual al día siguiente, con su compañero el otro alcalde, que lo era Luis Cardoso, escribano y alguaciles tomaron la mañana, fuéronse a la calle real y aguardaron que se abriesen todas las tiendas; y luego las fueron abriendo de una en una. En unos pesos y cajones hallaban seis, cuatro pesos, o diez; iban recogiendo todo este oro.
Llegaron a la tienda de Juan Díaz, y en el cajón del peso le hallaron más de cincuenta pesos, y en una caja que tenía debajo del mostrador más de quinientos pesos; en la trastienda le hallaron muchos pedazos de candeleros y bacinicas, y una forja de aliño de fundir. Prendiéronle y secuestráronle los bienes; tomáronle la confesión; declaró todo lo que pasaba, y que al pie de un palo de la tienda estaba enterrada la marca con que marcaba la moneda. Sacáronla de donde dijo, substancióse la causa y condenáronlo a quemar.
Quiso su suerte que se diese la sentencia tres días antes de la Pascua de Navidad, y la víspera de ella entró doña Inés de Castrejón a ver al presidente, su padre, que la quería en extremo grado. Pidióle aguinaldo, y díjole el presidente:
–“Pedid, mi ama, lo que vos quisiereis, que yo os lo daré”.
Dijo la hija:
–“¿Darame usía lo que yo pidiere?”.
Respondióle:
–“Sí por cierto”.
Entonces le dijo la doncella:
–“Pues lo que pido a usía es que aquel hombre que está mandado quemar no lo quemen, ni le den pena de muerte”.
Todo lo concedió su padre, y porque el delito no quedase sin castigo, le dieron doscientos azotes y lo echaron a galeras.
Toda aquella mala moneda se recogió y consumió; y para reparo de lo de adelante se mandó que el oro corriente fuese de trece quilates. Abrióse un nuevo cuño y grande, y desbarataron los demás; y desde este tiempo se comenzó a aquilatar el oro, desde un quilate hasta veinticuatro; porque hasta este tiempo, aunque fuese de trece, diez y ocho y diez y nueve quilates, con la marca pequeña pasaba por corriente.
Ni tampoco el aquilatar el oro quitó a los naturales la moneda de su contratación, usando de sus tejuelos, aunque algunos aprendieron de Juan Díaz a falsearlos. He advertido esto para que, si en algún tiempo volviere esta moneda, se prevenga el daño; y porque en la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz y su tiempo fue de revueltas y sucesos, para podellos contar son necesarios diferentes capítulos, y sea el primero el que sigue.
En que se cuenta lo sucedido al doctor Andrés Cortés de Mesa, oidor que fue de la Real Audiencia de este Reino; su muerte, con lo demás sucedido durante la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz. Su suspensión y muerte
Corría el año de 1581, y la visita del licenciado Juan Bautista Monzón caminaba con pasos tan lentos, que desde sus principios dio muestras que no había de tener buenos fines. Trajo por su secretario a Lorenzo del Mármol. Los primeros papeles que mandó que le llevasen fueron los del doctor Andrés Cortés de Mesa, y con ellos aquel mal proceso. Luego, a principios de la visita, hubo un encuentro entre el visitador y el licenciado Juan Rodríguez de Mora, oidor de la Real Audiencia, por la cual razón le suspendió y trató de enviarlo preso a España. El presidente sintió mucho la suspensión del oidor, por ser de su devoción; dijo no sé qué razones pesadas, que quitapelillos –personas de mala intención– se las llevaron al visitador, y luego comenzaron los toques y respuestas entre los dos. Platicábase que el visitador había de tomar la residencia al licenciado Mora en las casas del Cabildo, y que lo había de dejar preso en ellas hasta enviarlo a Castilla.
Estas cosas y otras traían amasados tres bandos: monzonistas, lopistas y moristas. Llamábalos Juan Roldán a estos bandos, güelfos y gibelinos, por aquellos dos bandos contrarios que hubo antiguamente en Italia. Los monzonistas hacían bando con la gente de su casa y capitulantes y el Cabildo de la ciudad, que favorecía la parte del visitador en lo que había lugar de justicia; los lopistas, que eran los del presidente don Lope, y los moristas, que eran los del licenciado Mora, hacían otro bando, y con lo que platicaban los unos y los otros traían la ciudad alborotada y muy disgustosa.
Llegó el día de la residencia, y el primero que vino al Cabildo fue el licenciado Juan Rodríguez de Mora; después de un cuarto de hora vino el visitador Juan Bautista Monzón. Había a este tiempo en la plaza de esta ciudad más de trescientos hombres en corrillos, con las armas encubiertas. En entrándose estos señores en la sala del Cabildo, comenzó el murmullo en la plaza. Personas desapasionadas que oyeron la plática y conocieron el daño que podía resultar, acudieron al señor arzobispo, don fray Luis Zapata de Cárdenas, y dijéronle: “Señor Ilustrísimo, esta ciudad está a punto de perderse si Usía no lo remedia”. Contáronle el caso. El arzobispo mandó llamar al tesorero don Miguel de Espejo, que vino al punto en su mula, y Su Señoría subió en la suya. Fueron juntos al Cabildo; el señor arzobispo pidió que le abriesen la puerta de la sala donde se tomaba la residencia, la cual le abrieron fuego. Entró solo, porque el tesorero, por su mandado, se quedó afuera; y al cabo de una hora salió el licenciado Juan Rodríguez de Mora y se fue a su casa. De allí a un breve espacio salieron el señor arzobispo y el licencido Monzón, visitador, y a la puerta del Cabildo se despidieron. El visitador se fue a su casa y el señor arzobispo y el tesorero subieron en sus mulas.
Estaba un gran corrillo de hombres en la esquina del Cabildo, y fue el arzobispo hacia él. Como lo vieron ir hacia ellos, fueron deslizando, cada uno por su lado, que no quedó ninguno. Junto a las casas reales estaba otro de lopistas; enderezó el señor arzobispo a él, y antes que llegase lo deshizo; y de esta manera fue a los demás, con que no dejó hombre en la plaza; y con esto se aquietó la ciudad. Su Señoría se fue a su casa, y adelante dio orden que el licenciado Mora se fuese a Castilla, el cual llegando a Cartagena halló cédula para ir a la Nueva España, como adelante diré.
Entre estos negocios andaban también los del doctor Mesa. Habíale venido al secretario Lorenzo del Mármol un sobrino, mozo, galán y dispuesto, llamado Andrés de Escobedo. El tío le metió luego entre los papeles del visitador, con que fue allegando amigos y dándose a conocer. El doctor Mesa con los suyos trató de que se lo trajesen, y con él platicaba sus cosas, y le pedía le fuese favorable con su tío, el secretario.
De las entradas y salidas del Escobedo en casa del doctor se vino a enamorar de la señora doña Ana de Heredia, su mujer, que era moza y hermosa. ¡Ah hermosura! ¡Lazo disimulado! Esto alentó al Escobedo en su voluntad, y no porque la honrada señora le diera ocasión para ello. No paró este mozo hasta descubrirle sus pensamientos, y ella como tan discreta y honrada se los desvaneció, diciéndole “que con las mujeres de su calidad parecía mal tanta libertad”; y volviéndole las espaldas le dejó con sola esta respuesta, brasa de fuego que siempre le ardía en el pecho.
Sucedió que un día fue el Andrés de Escobedo en busca del doctor Mesa; preguntó a una moza de servicio por él, y díjole que estaba en la recámara de su señora. El Escobedo le dijo:
–“Pues decidle que estoy aquí, y que tengo necesidad de hablar con su merced”.
Fue la moza y díjoselo. Respondió el doctor:
–“Anda, dile que suba acá que aquí hablaremos”.
A estas razones le dijo su mujer:
–“Por vida vuestra, señor, que bajéis a hablar con él y no suba acá”.
A esto dijo el doctor:
–“No, señora, más que eso me habéis de decir, y la causa”.
Fuéla apurando e importunando hasta que le dijo lo que pasaba, a las cuales razones respondió el doctor:
–“Quizá será éste el camino por donde tengan mejoría mis negocios. Alma mía, mirando por vuestra honra y por la mía, dadle cuantos favores pidiere; y mirad si le podéis coger mi proceso, que lo han traído a la visita”.
Con esta licencia hizo esta señora muchas diligencias, que no fueron de efecto, porque el escribano, como sintió de qué pie cojeaba el sobrino, por no quitarlo del oficio tomó todos los papeles que tocaban al doctor Mesa, y en un baúl los metió debajo de la cama del visitador; con que se aseguró, y el doctor no salió con su intento.
Sucedió, pues, que un día, estándose paseando el Escobedo y el doctor en el zaguán, junto a la puerta de la calle, pasó por ella el Juan de los Ríos. Viole por las espaldas el doctor, y por enterarse bien, se asomó a la puerta y volvió diciendo:
–“¡Ah, traidor! Aquí va aqueste traidor, que él me tiene puesto en este estado”.
Asomóse el Escobedo y violo y dijo:
–“A un pobrecillo como ése, quitalle la vida”.
Respondió el doctor:
–“No tengo yo un amigo de quien fiarme, que ya yo lo hubiera hecho”.
Respondió el Escobedo:
–“Pues aquí estoy yo, señor doctor, que os ayudaré a la satisfacción de vuestra honra”.
Este fue el principio por donde se trazó la muerte al Juan de los Ríos; otras vedes lo consultaron, como consta en sus confesiones. Finalmente, el demonio, cuando quiere romper sus zapatos, lo sabe muy bien hacer.
El Juan de los Ríos era jugador y gastaba los días y las noches por las tablas de los juegos. Pues sucedió que estando jugando en una de ellas, un día entró el Andrés de Escobedo y púsose junto al Ríos a verle jugar, el cual perdió el dinero que tenía; y queriéndose levantar, le dijo el Andrés de Escobedo:
–“No se levante vuesamerced, juegue este pedazo de oro por ambos”.
Echóle en la mesa un pedazo de barra, de más de ochenta pesos, con el cual el Ríos volvió al juego, tuvo desquite de lo que había perdido, hizo buena ganancia que partieron entre los dos; y de aquí trabaron muy grande amistad, de tal manera que andaban juntos y muchas veces comían juntos, y jugaba el uno por el otro. Duró esta amistad más de seis meses, y al cabo de ellos, el doctor Mesa y el Escobedo trataron el cómo lo habían de matar y a dónde.
El concierto fue que el doctor Mesa aguardase a la vuelta de la cerca del convento de San Francisco, donde se hacía un pozo hondo en aquellos tiempos, que hoy cae dentro de la cerca del dicho convento, y que el Andrés de Escobedo llevase allí al Juan de los Ríos, donde le matarían.
Asentado esto, una noche oscura, el doctor Mesa tomó una aguja enastada y fuese al puesto, y el Escobedo fue en busca del Juan de los Ríos. Hallóle en su casa cenando, llamóle, díjole que entrase y cenarían. Respondióle que ya había cenado, y que lo había menester para un negocio. Salió el Ríos y díjole:
–“¿Qué habéis menester?”
Respondió el Escobedo:
–“Unas mujeres me han convidado esta noche y no me atrevo a ir solo”.
Díjole el Ríos:
–“Pues yo iré con vos”.
Entró a su aposento, tomó su espada y capa, y fuéronse juntos hacia San Francisco. Llegando a la puente, comenzó el Escobedo a cojear de un pie. Díjole el Ríos:
–“¿Qué tenéis, que vais cojeando?”.
Respondióle:
–“Llevo una piedrezuela metida en una bota y vame matando”.
–“Pues descalzaos”, dijo el Ríos.
–“Ahí adelante lo haré”.
Pasaron la puente, tomaron la calle abajo hacia donde le esperaban. Llegando cerca de la esquina dijo:
–“Ya no puedo sufrir esta bota, quiérome descalzar”.
Asentáse y comenzó a tirar de la bota. Díjole el Ríos:
–“Dad acá, que yo os descalzaré”.
Puso la espada en el suelo y comenzó a tirar de la bota. El Escobedo sacó un pañuelo de la faltriquera, dijo:
–“Sudando vengo”, en alta voz; limpióse el rostro y echó el pañuelo sobre el sombrero, señal ya platicada. Salió el doctor Mesa, y con la aguja que había llevado atravesó al Juan de los Ríos, cosiéndolo contra el suelo. Levantóse el Escobedo y diole otras tres o cuatro estocadas, con que le acabaron de matar; y antes que muriese, a un grito que dio el Ríos a los primeros golpes, le acudió el doctor Mesa a la boca a quitarle la lengua, y el herido le atravesó un dedo don los dientes. Muerto como tengo dicho, le sacaron el corazón, le cortaron las narices y orejas y los miembros genitales, y todo esto echaron en un pañuelo; desviaron el cuerpo de la calle hacia el río, metiéronlo entre las yerbas, y fuéronse a casa del doctor Mesa.
El Escobedo le hizo presente a la señora doña Ana de Heredia de lo que llevaba en el pañuelo, la cual hizo grandes extremos, afeando el mal hecho. Metióse en su aposento y cerró la puerta, dejándolos en la sala. Ellos acordaron de ir a quitar el cuerpo de donde lo habían dejado, diciendo que sería mejor echarlo en aquel pozo, que con las lluvias de aquellos días estaba muy hondo; y para echalle pesgas pidió el doctor a una negra de un servicio una botija y un cordel. Trajo la botija; no hallaba el cordel; su amo le daba prisa. Tenía en el patio uno de cáñamo en que tendía la ropa; quitólo y dióselo. Llamó el doctor a don Luis de Mesa, su hermano, y diole la botija y el cordel que los llevase, y fuéronse todos tres donde estaba el cuerpo. Hincheron la botija de agua; atáronsela al pescuezo; y una piedra que trajeron del río, a los pies, y echáronlo en el pozo. Las demás cosas que llevaron en el pañuelo lleváronselas, y por bajo de la ermita de Nuestra Señora de las Nieves, en aquellos pantanos las enterraron. Amanecía ya el día; el doctor se fue a su casa y el Andrés de Escobedo a casa del visitador.
Al cabo de ocho días habían desado las aguas. Andaba una india sacando barro del pozo donde estaba el muerto, para teñir una manta. Metiendo, pues, una de las manos, topó con los pies del desdichado Ríos. Salió huyendo, fue a San Francisco y díjolo a los padres; ellos le respondieron que fuese a otra parte, porque ellos no se metían en esas cosas. Pasó la india adelante, dio aviso a la justicia, llegó la voz a la Audiencia, la cual cometió la diligencia al licenciado Antonio de Cetina. Salió a ella acompañado de alcaldes ordinarios alguaciles y mucha gente. Pasó por la calle donde vivía el doctor Mesa, la cual miraba al pozo donde estaba el muerto, que es la de don Cristóbal Clavijo. En ella estaba la escuela de Segovia; estábamos en lección.
Como el maestro vio pasar al oidor y tanta gente, preguntó dónde iban; dijéronle lo del hombre muerto. Pidió la capa, fue tras el oidor, y los muchachos nos fuimos tras el maestro. Llegaron al pozo; el oidor mandó sacar el cuerpo, y en poniéndolo sobre la tierra, por la herida que le sacaron el corazón echó un borbollón de sangre fina que llegó hasta los pies del oidor, el cual dijo: “Esta sangre pide justicia. ¿Hay aquí algún hombre o persona que conozca a este hombre? Entre todos los que allí estaban no hubo quien lo conociese. Mandó el oidor que le llevasen al hospital y que se pregonase por las calles que lo fuesen a ver, para si alguno lo conociese. Con esto se volvió el oidor a la Audiencia, y los muchachos nos fuimos con los que llevaban el cuerpo al hospital. Acudía mucha gente a vello, y entre ellos fue un Victoria, tratante de la calle real. Rodeó dos veces el cuerpo, púsose frontero de él y dijo:
–“Este es Ríos, o yo perderé la lengua con que lo digo”.
Estaba allí el aguacil mayor, Juan Díaz de Martos, que lo era de Corte. Allegósele junto y dijo:
–“¿Qué decís, Victoria?”.
Respondió diciendo:
–“Digo, señor, que éste es Juan de los Ríos, o yo perderé la lengua”.
Asióle el alguacil mayor, llamó dos alguaciles y díjoles:
–“Lleven a victoria a la cárcel, que allá nos dirá cómo sabe que es Juan de los Ríos”.
Respondió el Victoria:
–“Llévenme donde quisieren, que no le maté yo”.
El alguacil mayor informó al Real Acuerdo, que ya estaban aquellos señores en él, y mandaron que el juez a quien estaba cometida la diligencia la hiciese. Salió luego el licenciado Antonio de Cetina, tomó la declaración al Victoria, afirmóse en lo dicho, pero que no sabía quién lo hubiese muerto.
Fue el oidor a la posada del Juan de los Ríos, halló a la mujer sentada labrando, preguntóle por su marido, y respondióle:
–“Ocho o nueve días ha, señor, que salió una noche de aquí con Escobedo y no ha vuelto”
Díjole el oidor:
–“Pues tanto tiempo falta vuestro marido de casa y no hacéis diligencia para saber de él?”.
Respondióle la mujer:
–“Señor, a mi marido los quince o veinte días y el mes entero se le pasa por esas tablas de juego, sin volver a su casa. En ellas lo hallarán”.
Díjole el oidor:
–“Y si vuestro marido es muerto, ¿conocerlo heis?”.
Respondió:
–“Si es muerto yo lo reconoceré, y diré quién lo mató”.
–“Pues ven conmigo”, le dijo el juez.
Ella, sin tomar manto, sino con la ropilla, como estaba, se fue con el oidor. Entrando en el hospital, se fue donde estaba el muerto, alzóle un brazo, tenía debajo de él un lunar tan grande como la uña del dedo pulgar. Dijo:
–“Este es Juan de los Ríos, mi marido, y el doctor Mesa lo ha muerto”.
Llevóla el oidor al Acuerdo, a donde se mandó prender al doctor Andrés Cortés de Mesa y a todos los de su casa, y secuestrar sus bienes.
Salió a la ejecución de lo decretado el licenciado Orozco, fiscal de la Real Audiencia, el cual con los alcaldes ordinarios, alguaciles de Corte y de la ciudad, con el secretario Juan de Albis y mucha gente fue a casa del doctor Mesa a prenderle, y sacándole de su aposento, dijo a la puerta de él:
–“Secretario, dadme por fe y testimonio cómo este dedo no me lo mordió el muerto, sino que saliendo de este aposento me lo cogió esta puerta”.
Respondió el fiscal diciendo:
–“No le peguntamos a vuesamerced, señor doctor, tanto como eso; pero, secretario, dadle testimonio que os pide”.
Lleváronle a la cárcel de Corte y aprisiónáronlo; lo propio hicieron de don Luis de Mesa, su hermano, y de toda la gente de su casa. A la señora doña Ana de Heredia la depositaron en casa del regidor Nicolás de Sepúlveda. En este deposito se supo todo lo aquí dicho, y mucho más. Luego la misma tarde, el presidente en persona bajó a la cárcel a tomarle la confesión al doctor Mesa, el cual clara y abiertamente declaró y confesó el caso según y como había pasado, sin encubrir cosa alguna, culpando en su confesión al Andrés de Escobedo. Llevóse la declaración al Real Acuerdo, a donde se mandó prender al Andrés de Escobedo. Estaba, cuando esto pasaba, en la plaza en un corrillo de hombres de buena parte. Llegó un mensajero a decirle que se quitase de allí, que estaba mandado prender, no hizo caso del aviso, ni del segundo y tercero que tuvo.
Llegó el alguacil mayor de Corte, Juan Díaz de Martos, a quien se dio el decreto del Acuerdo para que lo cumpliese, y echóle mano, y los alguaciles que iban con él lo llevaron a la cárcel de Corte, a donde el día siguiente se le tomó la confesión, habiéndole leído primero la del doctor Mesa, a donde halló la verdad de su traición y maldad; con lo cual confesó el delito llanamente.
Substancióse con ello la causa y con la demás informacion que estaba hecha con los esclavos, el cordel de cáñamo y la botija, y la declaración del hermano del doctor y de la señora doña Ana de Heredia, de lo que había visto en el pañuelo la noche del sacrificio y crueldad. Substanciado, como digo, el pleito, se pronunció en él la sentencia, por la cual condenaron al doctor Andrés Cortés de Mesa a que fuese degollado en un cadalso, y a su hermano, don Luis de Mesa, en destierro de esta ciudad; y al Andrés de Escobedo en que fuese arrastrado a las colas de dos caballos y ahorcado en el lugar donde se cometió la traición, y cortada la cabeza y puesta en la picota, que entonces estaba a donde agora está la fuente del agua en la plaza.
Llegó el día de la ejecución de esta sentencia. Habíase hecho el cadalso entre la picota y las casas reales. El primero que vino a él fue el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas. Ya veo que me están preguntando que a qué fue un arzobispo a un cadalso a donde hacían justicia en un hombre; yo lo diré todo.
Sacaron al doctor Mesa por la puerta de las casas reales, a pie, con una argolla de hierro al pie y un eslabón de cadena por prisión. En esta puerta le dieron el primer pregón, que fue del tenor siguiente:
“Esta es la justicia que manda hacer el rey, nuestro señor, su presidente y oidores en su real nombre, a este caballero porque mató a un hombre: que muera degollado”.
Allegó al cadalso, y subiendo a él por una escalerilla, vio en una esquina del tablado al verdugo con una espada ancha en las manos. Conociólo, que había sido esclavo suyo, y el propio doctor lo había quitado de la horca y hecho verdugo de la ciudad. En el punto que lo vio, perdió el color y el habla, y yendo a caer le tuvo el señor arzobispo y el doctor Juan Suárez, cirujano, que había subido al tablado a guiar la mano del verdugo.
Consoló Su Señoría al doctor Mesa, y vuelto en sí, con un gran suspiro dijo:
–“Suplico a Usía me conceda una merced, que es de las postreras que he de pedir a Usía”.
Respondióle:
–“Pida vuesamerced, señor doctor, que como yo pueda y sea en mi mano, yo lo haré”.
Díjole entonces:
–“No consienta Usía que aquel negro me degüelle”.
Dijo el señor arzobispo:
–“Quiten ese negro de ahí”.
Dieron con el negro del tablado abajo. A este tiempo, sacó el doctor Mesa del seno un papel de muchas satisfacciones, y de ellas dire sólo una por tenerla citada. Dijo en alta voz, que le oían los circunstantes:
“La muerte de Juan Rodríguez de los Puertos fue injusta, y no a derecho conforme, porque los libelos infamatorios que se pusieron contra la Real Audiencia, por la cual razón lo ahorcaron, no los puso él, que yo los puse”. Prosiguió por todas las demás, y acabadas, se hincó de rodillas; absolviólo el señor arzobispo, que a esto fue a aquel lugar, y habiéndole besado la mano y Su Señoría dádole su bendición, le dijo:
–“Suplico a Usía me conceda otra merced, que ésta es postrera súplica”.
Respondióle:
–“Pida vuesamerced, señor doctor, que como yo pueda ya lo haré”.
Díjole entonces:
–“No permita Usía que me despojen de mis ropas”.
Sacó el señor arzobispo una sortija de oro rica, de la mano, y diola al doctor Juan Sánchez, diciendo:
–“No le quiten nada, que yo daré lo que fuere”.
Con esto se bajó del cadalso, y acompañado de los prebendados, mucha clerecía y gente popular, se fue a la iglesia, y llegando a ella, oyó doblar, encomendólo a Dios y esperó a enterrarlo; que degollado, con toda su ropa le metieron en el ataúd y lo llevaron. Está enterrado en la Catedral de Santa Lucía.
Muchos dirán que cómo no apeló el doctor Mesa de esta sentencia. Rogado e importunado fue del propio presidente, oidores y visitador, del arzobispo, prebendados y de todos sus amigos, y no quiso apelar, antes consintió la sentencia; letrado era, él supo por qué. Lo que yo alcanzo es que un hombre honrado, lastimado en la honra, no estima la vida y arrastra con todo.
Dos cosas intentó el doctor Mesa: la una confesó en la cárcel delante de muchas personas; la otra quiso hacer en la misma cárcel. Confesó que la noche que mató a Juan de los Ríos le pidió la espada al Andrés de Escobedo, que la quería ver, y no se la dio, porque si se la daba lo matara allí luego y lo dejara junto al Ríos. Negocio que si lo hubiera ejecutado, fuera dificultoso de probar quién los había muerto. Lo que intentó en la cárcel fue matar al presidente.
El día antes que se ejecutase la sentencia, lo envió a llamar, suplicándole que le viese, que tenía un negocio importantísimo a su conciencia que comunicar con Su Señoría, Bajó el presidente a la cárcel, acompañado de algunas personas; fue al calabozo donde estaban el doctor Mesa, el cual estaba sentado a la puerta de él en una silla, con grillos y cadena. Después de haberse saludado, le dijo el doctor al presidente:
–“Suplico a Usía que se llegue a esta silla, que nos importa a entrambos”.
Díjole el presidente:
–“Diga vuesamerced, señor doctor, lo que le importa, que solos estamos”.
Volvióle a replicar:
–“Suplico a Usía que se llegue, que hay mucha gente y nos oirán”.
Mandó el presidente que apartase la gente, aunque lo estaba ya apartada. Desviáronse más, y díjole el presidente:
–“Ya no nos pueden oír, diga vuesamerced lo que nos importa a entrambos”.
Respondió el doctor:
–“¡Qué!¿No quiere Usía hacerme merded de llegarse más?”.
Respondió el presidente:
–“No tengo de pasar de aquí”.
Respondióle:
–“Pues no quiere llegarse Usía, tome, que esto tenía para matarlo”.
Arrojóle a los pies un cuchillo de belduque, hecho y afilado como una navaja, volviendo el rostro a la pared, que no le habló más palabra. El presidente se santiguó, y metiéndose de hombros le dijo:
–“¡Dios te favorezca, hombre!”
Con esto se salió de la cárcel; y a este punto llegó la desesperación del doctor Andrés Cortés de Mesa, oidor que fue de la Real Audiencia de este Nuevo Reino. De buena gana desea morir juntamente con otro el que sabe sin duda que ha de morir; a los que están encerrados y presos les crece el atrevimiento con la desesperación, y como no tienen esperanza, toma atrevimiento el temor.
En Andrés de Escobedo se ejecutó el tenor de la sentencia arrastrándolo y ahorcándolo en el puesto donde cometió la traición y alevosía. Pusieron su cabeza donde se mandó; está enterrado en San Francisco.
¡Quién se podría librar de un traidor encubierto y arrebozado con paca de amigo falso!. Mucho mayor es el quebrantamiento de fe que se tiene en hacer traición a los amigos que no a los enemigos. No hay castigo, por grande que sea, que llegue a la menor traición y alevosía. Saludando Joab, capitán del rey David, al capitán Almasa, que lo había sido del rey Saúl, y llegándose a abrazarlo, le metió el puñal por las espaldas y le mató. Teseo fue gran traidor, que habiendo recibido grandísimos regalos y servicios de su amiga Ariadna, la dejó y desamparó en la ínsula de Naxos llorando, allí murió. Ya tengo dicho que estos casos no los pongo para imitarlos, sino para ejemplo.
Y con esto vamos a otro capítulo, que éste nos tiene a todos cansados.
En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia: la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz; su muerte, con otras cosas sucedidas en aquel tiempo
La visita del licenciado de Monzón caminaba con pies de plomo, causa de donde nacían muchas causas perjudiciales al Nuevo Reino de Granada y sus moradores.
Atravesóse luego el casamiento de don Fernando de Monzón, hijo del dicho visitador, con doña Jerónima de Urrego, hija legítima del capitán Antonio de Olalla, y su universal heredera por haber muerto poco antes Bartolomé de Olalla, su hermano, a quien pertenecía la sucesión de Bogotá. A esta señora le pedía también por mujer el licenciado Francisco de Anuncibay, oidor de la Real Audiencia. Andaban en conciertos y diferencias.
El capitán su padre, que de ordinario asistía en sus haciendas y no acudía a la ciudad sino en las pascuas, habiendo tenido aviso de doña María de Urrego, su mujer, de lo que pasaba y las diferencias que había entre los dos pretendientes, que de todo le dieron larga cuenta sus amigos, que andaban en la plaza y sabían lo que se platicaba, el capitán Olalla determinó de llevarse a su hija y tenérsela consigo hasta mejor ocasión, y que los pretendientes se aquietasen. Vino por ella.
Estaba el río de Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días, que allegaba hasta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo, había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por dónde iban.
Trajo el capitán Olalla una grande balsa para llevar a la hija. Saliólos acompañando el licenciado Anuncibay hasta el punto de la balsa; vio embarcar su alma, y que se le iba por aquel ancho piélago. Esperó hasta perderlos de vista. Volvió a la ciudad algo tarde, que apenas podía salir de los malos pasos.
Otro día en la Real Audiencia propuso el caso y la perversidad del mal camino; consultóse y salió determinado de que se hiciese un camellón. Cometióse el ponello en ejecución el propio oidor Francisco de Anuncibay, el cual no se descuidó en hacerlo, que es el que hoy dura para ir hasta Fontibón; que se lo podemos agradecer al amor, porque es diligente y no sufre descuido.
Dos cosas quiero escribir y decir del licenciado Anuncibay, que, pues se las pusieron por capítulos, no hago yo mucho en escribirlas.
Siguiendo su pasión amorosa, sucedió que un día iban a caballo el dicho oidor, el licenciado Antonio de Cetina y el licenciado Juan Rodríguez de Mora, oidores de la Real Audiencia; pasaban por la calle del capitán Antonio de Olalla, y estaban en una ventana doña Francisca de Silva, doña Inés de Silva, su prima, y doña Jerónima de Urrego. Dijo el licenciado Anuncibay, hablando con el licenciado Antonio de Cetina:
–“¿Quiere vuesamerced, señor licenciado, ver a la Santísima Trinidad?”
Díjole Cetina:
–“¿Está por aquí algún retablo?”.
Respondió el Anuncibay:
–“Alce vuesamerced los ojos a aquella ventana, que allí la verá”.
Santiguóse el Cetina, y el licenciado Mora le dijo:
–“Parécerne, señor licenciado, que va perdiendo el seso”. Con esto pasaron la calle.
La otra casa fue que habiéndose leído una petición en la sala real, que tenía no sé qué retruécanos, dijo:
–“Tened, relator, volved a leer esa petición, que parece que tiene la retartalilla del credo. Deum de Deo, lumen de lumine” Pusiéronle estos dos dichos por capítulo; y así no hay que ponerle mucha culpa en que despachase la provisión para prender al señor obispo de Popayán.
* * *
Con las cosas que andaban de la visita, que muchas de ellas estaban preñadas y no se sabía que tal sería el parto, cada uno se prevenía para lo que pudiese suceder. Por manera que en la primera ocasión le vino cédula al licenciado Francisco de Anuncibay para que fuese a la Audiencia de Quito por oidor, y al licenciado Antonio de Cetina, que casó en esta ciudad con doña Juana Ponce de León y cuñada del Mariscal Venegas, le vino cédula para oidor de las Charcas.
Al licenciado Juan Rodríguez de Mora, que por orden del señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas se había bajado a Cartagena, le vino cédula de oidor para la Nueva España.
Idos todos estos señores, quedaron en la Real Audiencia el presidente don Lope de Armendáriz, el licenciado Pedro Zorrilla, oidor, y el fiscal Orozco. Con lo cual quedó a don Fernando de Monzón, hijo del visitador, el campo seguro para sus pretensiones, las cuales siguió y al fin casó con doña Jerónima de Urrego, principio de los disgustos del visitador, su padre, a lo que se decía en público. Pero otra fue la ocasión, como adelante veremos.
Visto por el visitador Monzón que su descuido había causado el haber pasado tantos pliegos a Castilla, de los cuales había resultado haber salido los oidores con nuevas plazas, fuera del riesgo de la visita, acordó de poner remedio en lo de adelante, y así no salía pliego ninguno de la Real Audiencia que él no cogiese; con lo cual el presidente, don Lope de Armendáriz, perdía el seso y andaba muy disgustado, y rompía los aires con quejas.
Sucedió, pues, que un día, estando con estas bascas y quejas, por haberle cogido el visitador un pliego, entró en la sala, donde estaba Juan Roldán, alguacil de corte, a quien el presidente había mandado llamar para cierta diligencia, y como le vio con aquel enfado, arrimóse a un rincón. Dio el presidente una grande voz diciendo:
–“¿Es posible que no he de hallar yo un hombre que me escape un pliego de las manos de este traidor?”.
Dijo el Juan Roldán desde el rincón:
–“No se lo ha dado Usía a Juan Roldán”.
A la voz que oyó el presidente, volvió, vido al Juan Roldán, y díjole:
–“¿Qué buscáis aquí?”.
Respondióle:
–“Usía me mandó llamar”.
–“Ya me acuerdo, respondió el presidente, y también oí lo que dijisteis. ¿Atreveros heis a llevarme un pliego a Cartagena sin que os lo quiten?”.
Respondió Roldán:
–“Démelo Usía, y si me lo quitaren, quíteme esta cabeza”.
–“Pues por vida del rey, le respondió el presidente, que si me le escapáis he de daros la primera encomienda que vacare. Andad y haced esta diligencia, que yo me voy a escribir; yo os avisaré”.
Fuese Juan Roldán; hizo lo que le mandó y al punto puso postas en el camino de Honda. Dentro del tercero día llamó el presidente a Roldán desde la ventana, y diole el pliego sin que nadie lo viese. Preguntóle:
–“¿Cuándo saldréis?”.
Dijo:
–“Otra cosa me falta, voy y vuelvo de ahí a un rato”.
Volvió con otro pliego igual al que te había dado, y díjole:
–“Ponga Usía aquí su sello, y mañana me voy”.
El presidente lo regaló, y fuese.
Llegado a Honda, saliéronle al encuentro, pidiéronle el pliego –que lo había de dar– que no lo tengo. Metieron mano a las espadas, y después de haber tirado tajos y reveses largos, dijo el Juan Roldán:
–“Señores, no me maten, que yo les daré el pliego”.
Dijo el alguacil:
–“Pues con eso se habrá acabado el pleito”.
Puso Roldán la espada sobre una piedra, desató la cinta de los calzones y alzando la camisa, que vían todos, se desató un paño de manos que traía atado a raíz de las carnes, y arrojólo diciendo:
–“¿Ven ahí el pliego?, y llévese el diablo al visitador y al presidente, que no me han de matar a mí por ellos ni por sus trampas”.
Allegó uno y tomó el paño de manos. Acudieron luego a la lumbre, reconocieron el sello del presidente por otros que habían quitado, con que quedaron muy contentos.
Amanecía el día. Mandaron a Juan Pérez Cordero que les mandase hacer de almorzar, que se querían volver luego; hízolo así. Puesta la mesa, el alguacil del visitador salió a llamar a Juan Roldán, que se había quedado asentado sobre una piedra. Díjole:
–“Vamos, hermano, almorzaremos; no estéis tan triste, dadlos a la maldición estos galeones del rey, que el que está más lejos de ellos está más seguro, porque por cualquier achaque sale un balazo de cualquiera de ellos, que mata a un hombre o lo derriba. No se os dé nada, que si os faltare la casa del presidente, ahí tenéis la del visitador, que yo sé que os ocupará”.
El Juan Roldán, muy triste, le respondió:
–“Señor y amigo mío; yo os agradezco el consuelo, pero yo he de volver a Santa Fe, ni le he de ver la cara al presidente don Lope de Armendáriz. Si me queréis hacer algún bien, aquí están unas canoas que van a los Remedios. Favorecedrne en que me lleven en una de ellas, que aunque sea con un poco de maíz, que no tendré para más, me iré por no volver a Santa Fe”.
–“Vamos y hablaremos con Juan Pérez Cordero, y veamos el avío que nos da”.
Con esto se fueron a la venta. Estaba la mesa puesta. Sentáronse a almorzar, y estando comiendo, le preguntó el alguacil al Juan Pérez si tenía algún bizcocho y algunos quesos. Respondióle que sí tenía. Acabado de almorzar, se levantó el alguacil, entró a pagar al Juan Pérez lo que se le debía, y pagóle asimismo dos arrobas de bizcocho y cuatro quesos, encargándole mucho los diese a Juan Roldán, y que en una de aquellas canoas que iban a los Remedios lo embarcase. Con esto salió a los compañeros: “Vamos”. Al Juan Roldán le dijo aparte que Juan Pérez le daría avío; y con esto se volvieron la vuelta de Santa Fe.
Juan Roldán, que se vio fuera del fuego, dentro de dos horas se embarcó la vuelta de Cartagena, y con sobra de matalotaje que ya él tenía en la canoa en que había de hacer el viaje, dejémosle ir, que él volverá y nos dará bien en que entender; y en el ínterin vamos con los que llevan el pliego, que los está esperando el licenciado Monzón.
Llegaron un jueves a mediodía, que yo me hallé en esta sazón en casa del visitador. Desde el corredor los veían venir y decían: “Ya vienen allí”. Estaban jugando a las barras en el patio; estábamos mirando Juan de Villardón, que después fue cura de Susa, y yo, que entonces erámos estudiantes de gramática. Entraron en el patio cinco hombres a caballo; apeáronse y subieron la escalera arriba a la sala del visitador, y fuimos tras ellos. Estaban puestas las mesas y el visitador se asentaba a comer. Pusiéronle el pliego sobre la mesa; tomólo en la mano, miró el sello y dijo:
–“Comamos agora, que luego veremos lo que escribe ese tontillo”.
Púsolo a un lado mientras comía. Los que trajeron el pliego celebraban lo que les había pasado con Juan Roldán, y cómo habían tenido cuchilladas para quitalle el pliego.
Comió el visitador, pidió unas tijeras, descosió el pliego, tomó la primera carta, abrióla y hallóla en blanco; lo propio fue de la segunda y tercera. Los que estaban alrededor de la mesa esperando las albricias, como vieron tanto blanco fuéronse deslizando, que no quedó más que el alguacil detrás de la silla del visitador, que apartando el pliego a un lado, le preguntó:
–“¿Quién llevaba este pliego?”.
Respondióle:
–“Señor, Juan Roldán, un alguacil de corte”.
Díjole el visitador:
–“Ven acá. ¿Es aquel que me llama a mí Catón el del azote?”.
Díjole:
–“Sí, señor; ¡ése lo llevaba!”.
–“Por vida del rey, respondió el visitador, que sólo ese hombre en toda esta tierra me podía hacer este tiro! Quita allá esos papeles. ¿Qué se hizo Roldán?”.
Respondióle:
–“Embarcóse para los Remedios, que yo le di bizcocho y quesos”.
–“Por manera, le dijo el visitador, que le disteis embarcación y matalotaje. Bien habéis despachado”.
Con esto se entró en su aposento, y esta tarde hizo el auto de la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz, con que el día siguiente le suspendió. Con lo cual quedaron en la Real Audiencia el licenciado Pedro Zorrilla y. el fiscal Orozco, habiendo tenido poco antes seis oidores y un presidente.
Suspenso el doctor don Lope de Armendáriz, desocupó las casas reales, a donde se pasó el oidor Pedro Zorrilla, y el presidente a las casas que hoy es el convento de monjas de Santa Clara, y en la ocasión primera envió a Castilla, por pliego vivo, a doña Juana de Saavedra, su legítima mujer, a doña Inés de Castrejón, su hija, dama muy hermosa y en edad de casarse, y a don Lope de Armendáriz, su hijo, niño que nació en estas partes, que agora es marqués de Cadereita y virrey de Méjico; a los cuales envió para que no estuviesen presentes a los reencuentros que tuviese con el visitador, y para que en Castilla tuviesen sus negocios mejor despacho.
Sucedió, pues, que llegados a España, se casó doña Inés de Castrejón, su hija, no muy a gusto de sus parientes. Vínole al padre esta nueva, y causóle la pena de ella una calentura que fue bastante a quitarle la vida. Murió en esta ciudad y está enterrado en San Francisco.
Juan Roldán llegó a Cartagena, concertó el pliego que llevaba, entrególo y tomó recibo, y volvióse a este Reino, perdidas las esperanzas de la encomienda, porque voló la nueva de la suspensión del presidente, que supo en el camino. Llegado a esta ciudad, y sin vara de alguacil de corte, andaba, como dicen, a sombra de tejados, temeroso del visitador. Acudía muy de ordinario a la parroquia de Nuestra Señora de las Nieves y pasaba la puente de San Francisco después de anochecido y muy de madrugada, porque no le viesen de casa del visitador, que tenía su posada en las casas del capitán Alonso de Olalla, que hoy son de San Francisco de Ospina, junto a la dicha puente.
Descuidóse un día Juan Roldán; vino algo tarde a pasar la puente, violo el visitador por el espejuelo del bastidor; llamó a un paje y díjole:
–“¿No es ése el que me llama Catón el del azote?”.
–“Este es, señor; éste es Juan Roldán, el que era alguacil de corte”.
–“Corre, ve y llámalo; dile que le llamo yo”.
Salió el paje y alcanzólo poco más arriba de las casas de Iñigo de Albis, díjole que su señor el visitador lo llamaba. Respondióle Roldán diciendo:
–“Mira, niño, que no seré yo a quien llama, que será a otro”.
Afirmóse el paje en que a él llamaba.
Estaban parados, y el visitador reconoció (percatóse de) la diferencia. Corrió el bastidor y llamóle de mano, con que Roldán no se pudo excusar. Entró en casa del visitador, el cual le recibió muy bien, preguntándole cómo le iba y en qué se ocupaba. Reconoció Juan Roldán las palabras dulces del visitador, respondióle a propósito, no dejando de meter una coleta de su desacomodamiento. El visitador le respondió muy suave, ofreciéndole su casa y que estando en ella lo acomodaría, con que lo despidió muy contento. Con lo cual el Juan Roldán era muy continuo en la casa del visitador, y como era carta vieja de toda la tierra, le daba larga cuenta de ella; y con esto no salía de casa del visitador, estando muy en su gracia.
Suspenso el presidente don Lope de Armendáriz, se mudaron las cosas muy diferentes, porque el presidente era muy cristiano en su gobierno y miraba mucho por la justicia, y así tenía la rienda a muchas cosas. Por esta razón no pudo alabar su suspensión, porque, diciendo la verdad, fue apasionada. No quiero decir en esto más.
* * *
Quedó la Real Audiencia, como tengo dicho, con un oidor y un fiscal, que lo era el licenciado Orozco, hombre mozo, de espíritu levantado y orgulloso, con lo cual traía a su voluntad la del oidor Pedro Zorrilla.
Seguía el fiscal los amores de una dama hermosa que había en esta ciudad, mujer de prendas, casada y rica. Siempre me topo con una mujer hermosa que me dé en que entender. Grandes males han causado en el mundo mujeres hermosas. Y sin ir más lejos, mirando la primera, que sin duda fue la más linda, como amasada de la mano de Dios, ¿qué tal quedó el mundo por ella? De la confesión de Adán, su marido, se puede tomar, respondiendo a Dios: “Señor, la mujer que me disteis, ésa me despeñó”, ¡Qué de ellas podía yo agora ensartar tras Eva! Pero quédense. Dice fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, que la hermosura y la locura andan siempre juntas; y yo digo que Dios me libre de las mujeres que se olvidan de la honra y no miran al “¡qué dirán!”, porque perdida la vergüenza, se perdió todo.
Siguiendo, pues, como digo, el fiscal estos amores de esta dama, la señora fiscala entendió el mal latín de su marido, con lo cual tenían malas comidas y peores cenas, porque es rabioso el mal de los celos; por lo menos, hay opiniones que se engendraron en el infierno. Salieron de muy buena parte para que no ardan, abrasen y quemen. Los celos son un secreto fuego que el corazón en sí mismo enciende, con que poco a poco se va consumiendo hasta acabar la vida. Es tan rabioso el mal de los celos, que no puede en algún pecho, por discreto que sea, estar de alguna manera encubierto.
Fueron, pues, de tal manera los celos de la fiscala, que ciega y perdida currió al visitador a dalle parte de ellos y de las muchas pesadumbres que pasaba con su marido, el cual la consoló y le prometió el remedio para su quietud, con que la despidió algo consolada, si acaso celos admiten consuelo.
Fue el visitador a visitar a esta dama, como lo solía hacer otras veces; en la conversación tocó la queja de la fiscala, y de los toques y respuestas salió el visitador muy enfadado, y ella se convirtió en un áspid ponzoñoso; de tal manera, que visitándola el fiscal, le dijo que le había de dar la cabeza de Monzón, o que no le había de atravesar los umbrales de su casa; con lo cual le pareció al Orozco que ya quedaba privado de sus gustos. Este fue el principio y origen de la prisión del licenciado de Monzón, y de los muchos alborotos que tuvo esta ciudad, y pérdida de muchas haciendas, y daños, como adelante veremos.
Con un fingido alzamiento que se inventó, que fue la cabeza del lobo con que se hizo la cama al visitador para prenderle, como en efecto se puso en ejecución, porque los celos de la fiscala ardían y las quejas de la dama traían al pobre fiscal fuera del seso en cómo daría la cabeza de Monzón, que le había pedido y él la había prometido. Demanda rigurosa fue la de esta mujer y dama, que, siendo hermosa, da en cruel, eslo de veras; y más si aspira a la venganza.
Buen ejemplo tenemos en Thamar, hermana de Absalón, y en Florinda, hija de don Julián, la Cava por otro nombre, pues la una fue causa de la muerte de Amón, primogénito de David, y la otra fue causa de la muerte de Rodrigo, último rey de los godos, y de la pérdida de España, donde tantas muertes hubo. ¡Oh mujeres, malas sabandijas, de casta de víboras!
Pues no paraba la cosa en sólo la causa del visitador Monzón, porque como el amor pintan ciego y traidor, traía a estos dos amantes ciegos, porque el fiscal quería que el marido de su dama muriese también, y ella quería que la mujer de su galán también muriese. Concertadme, por vida vuestra, estos adjetivos. La casa a donde sola la voluntad es señora, no está segura la razón, si se puede tomar punto fijo. Esto fue el origen y principio de los disgustos de este Reino y pérdidas de haciendas, y el venir de visitadores y jueces, polilla de esta tierra y menoscabo de ella… Callar es cordura.
Dio principio el fiscal a sus intentos dando orden de que sonase una voz de un grande alzamiento, tomando por cabeza de él a don Diego de Torres, Cacique de Turmequé. Este era mestizo, hombre rico y gran jinete, con lo cual tenía muchos amigos y le obedecía mucha gente de los naturales; y a esto se le añadía ser grande amigo del visitador Juan Bautista de Monzón.
Sonó al principio que con gran número de indios, caribes de los llanos, mulatos, mestizos y negros se intentaba el alzamiento. Tomó más fuerza adelante, diciendo que con ingleses y pechelingues era la liga, y que por vía de la Guayana entraba grande ejército, el cual comenzaba a subir por el río de Casanare para salir a la ciudad de Tunja, porque de ella se les daba el favor; con lo cual se alborotó la tierra.
Al principio, nombráronse capitanes de infantería y de a caballo; comenzáronse a hacer compañías de infantes; púsose guarda al Sello Real de día y de noche, causa de que unos quedaron ricos y otros pobres, con el mucho dinero que se jugaba.
Andaba todo revuelto con la venida de don Diego de Torres, y andaba el desdichado que no hallaba rincón donde meterse con el nombre que le habían dado, cosa que ni aun por el pensamiento se le pasó. Todo esto se fraguaba contra el visitador para derriballe y contra el marido de la dama para matarle. Fomentaba todo esto el fiscal y ayudábalo el oidor Pedro Zorrilla.
El nombre del alzamiento era campanudo. Llamaron al capitán Diego de Ospina, vecino de Marequita, que era capitán del Sello Real (adelante diré su venida). Corría la voz por toda la tierra; la ciudad de Tunja hacía grandes diligencias por descubrir de dónde salía este fuego. Tomaron los pasos de los caminos por donde se entendía podía entrar el enemigo. En toda la tierra no se hallaba rastro de armas contrarias ni prevención alguna, de donde los hombres bien intencionados vinieron a entender que era alguna invención o maula, con lo cual estaban con cuidado y a la mira de todo.
Echóse una carta con la firma de don Diego de Torres, Cacique de Turmequé, y el sobrescrito de ella al licenciado Juan Bautista de Monzón, visitador de la Real Audiencia, y en sus capítulos había uno del tenor siguiente: “En lo que usía me avisa de lo que me encargó, digo, señor, que no le dé ningún cuidado; que cuando sea menester gente para lo dicho, de hojas de árboles sabré yo hacer hombres”. Esta carta vino a manos de la Real Audiencia, con lo cual el fiscal hacía del oidor Zorrilla lo que quería.
Con el achaque de esta carta, prendieron al licenciado de Monzón, y antes que lo pusiesen en ejecución, habían despachado requisitorias y mandamientos para prender al don Diego de Torres, y otros sus parientes; tenían ya preso al capitán Juan Prieto Maldonado, de Tunja, grande amigo del visitador, y a otros parientes suyos y del don Diego de Torres, no porque en ellos hubiese género de culpa, sino por dar nombre al alzamiento. Con esto se ardía esta ciudad y toda la tierra, y no se veía el fuego sino sólo el gigante del miedo y temor que causaba el nombre del alzamiento. Estaba esta ciudad muy disgustosa, porque los buenos bien conocían el engaño y la falsedad; los malos, que era el mayor bando, gustaban del bullicio y alzábanlo de punto.
Andando este fuego bien encendido, intentó el fiscal en una noche, con un rebato falso, matar al marido de su dama, que era capitán de una escuadra de a caballo. De los de su devoción escogió dos buenos arcabuceros, para que si erraba el uno acertase el otro; pero no hay seguridad humana sin contradicción divina, porque es Dios el defensor y es justísimo en sus obras.
Llegó el día de dar el rebato, y como a las cinco horas de la tarde pareció una carta echada al vuelo, como dicen, en que por ella se daba aviso cómo a paso tendido caminaba un grueso campo de enemigos, y que estaba muy cerca de la ciudad de Santa Fe. Llevóse al Acuerdo y al punto mandaron tocar la alarma. Alborotóse de tal manera la ciudad, que después de anochecido era lástima ver a las pobres mujeres con sus criaturas por calles y campos. Ordenáronse escuadrones de infantería, tomáronse las bocas de las calles; la caballería con otro escuadrón de arcabuceros salió al campo tomando el camino por donde se decía venía el enemigo; pero entre toda esta gente no parecía el capitán a quien se buscaba y era causa del alboroto, porque le quiso Dios Nuestro Señor guardar y librar de este peligro. Era, como tengo dicho, capitán de una escuadra de a caballo; de la otra lo era el capitán Lope de Céspedes.
Pues habiendo nuestro buscado capitán comido aquel día, se acostó a dormir la siesta, y en ella le acometió una calentura que no le dejó levantar. Cuando se dio el rebato y le dieron el aviso, envió a suplicar al capitán Lope de Céspedes, su compañero, que atento a su achaque y no poder levantar, gobernase su escuadra el capitán Antonio de Céspedes, su hermano; con lo cual le libró Dios de aquellas dos bocas de fuego y de las malas intenciones. Su santo nombre sea bendito para siempre sin fin.
Recogióse la gente, porque no parecía el enemigo ni rastro de él, de donde los apasionados quedaron desconsolados y los desapasionados alcanzaban que todo era invención y friolera.
En esta sazón se prendió al Cacique don Diego de Torres. Puesto en la cárcel, se fue substanciando la causa, la cual conclusa, le sentenciaron a muerte, con el término ordinario para descargo de su conciencia. Pero antes que se diese el rebato que queda dicho y que se prendiese al don Diego de Torres, saliendo un día del Cabildo el capitán de los de a caballo y el alcalde ordinario, hablando con el regidor Nicolás de Sepúlveda, que era su compadre, el alcalde le suplicó que fuese aquel día su convidado, porque tenía una sala de armas que mostrarle y negocios de importancia que comunicarle.
Aceptó el regidor el convite; fuéronse juntos, y después de haber comido le llevó a la sala de las armas a donde tenía muchas escopetas, pólvora y plomo, lanzas, partesanas, petos fuertes, morriones, cotas de malla, muchas espadas y algunos montantes; en conclusión, una sala de todas las armas.
Dijo el alcalde al regidor su compadre:
–“¿Qué le parece a vuesamerced de esta sala de armas”.
Respondióle el regidor diciendo:
–“Lo que me parece y lo que veo, señor compadre, es que en su sala de vuesamerced está el alzamiento del Reino, y que aquí está el fuego que lo abrasa y lo ha de consumir, si no se remedia con tiempo, porque en toda la tierra, ni en las diligencias hasta hoy hechas, no se han hallado armas ni más prevenciones que las que están en su sala de vuesamerced; y si la buena amistad que entre nosotros hay, y otras obligaciones que nos corran, sufren consejo, yo le daré bueno, como se ejecute”.
–“Tomaréle yo, señor compadre, respondió el alcalde, como si me lo diera el padre que me engendró, porque en este lugar tengo yo a la vuesamerced”.
Respodió el regidor diciendo:
–“Pues, señor compadre, luego al punto y sin dilación ninguna, todas las armas que están en esta sala las eche vuesamerced donde no parezcan, y mañana a estas horas tengo yo de venir a vello; y hecho esto, tome vuesamerced a mi señora comadre y el regalo de su casa y todas las demás cosas de su gusto, y váyase a su encomienda y a ver sus haciendas, y no entre en esta ciudad sin ver carta mía”.
Sin faltar un punto de como lo ordenó el regidor, lo cumplió el alcalde; y se fue a sus haciendas, llevando consigo la ocasión de sus disgustos y tantos sobresaltos, a donde los dejaremos por agora.
* * *
El visitador Monzón tenía mucho disgusto de la sentencia que se había dado contra don Diego de Torres, y no sabía por dónde remediallo sin que aquel fuego no le quemase, aunque no sabía todo lo que pasaba, ni lo de la carta de don Diego de Torres que le ahijaban. Estando con esta comisión harto disgustoso y pensativo, entró Juan Roldán, que traía también la nueva de la sentencia. Tratando sobre remediar a don Diego de Torres, le dijo el Juan Roldán al visitador:
–“¿Quiere Usía que suelte a don Diego de la cárcel?”.
Respondióle el visitador:
–“¿Cómo lo habéis de soltar?”.
A lo cual le respondió:
–“Como Usía quiera que le suelte, yo le soltaré, sin que lo sienta la tierra”.
Respondióle:
–“Si lo hacéis como lo decís, seréis la medalla de mi gorra”.
–“Pues yo lo haré, señor, respondió Roldán, y voy a dar orden en ello”.
Despidióse y fuese hacia la plaza. Era jueves y día de mercado; compró un rancho de pescado capitán, y mandó a una pastelera que le hiciese dos empanadas para el viernes siguiente. De la calle real llevó dos cuchillos de belduque, pagóselos muy bien a Castillo, el herrero, y mandóle que de ellos le hiciese dos limas sordas, encargándole el secretó y el riesgo de entrambos. El propio jueves en la tarde fue a la cárcel a ver a don Diego de Torres; diole el pésame con grandes demostraciones de sentimiento; tuvo lugar de advertille que de aquella ventana que salía a la plaza, que era de ladrillos la pared y la reja de hierro, sacase por de dentro tres hileras, y que su hermano le traería recaudo y orden para lo demás; con esto lo abrazó y despidióse de él.
El viernes siguiente, entre las diez y once horas del día, fue el padre Pedro Roldán, clérigo de misa, hermano de dicho Juan, llevóle las dos empanadas con un muchacho, dióle el pésame de su desgracia, díjole que también le traía allí dos empanadas para que comiese. Al dárselas, como había mucha gente y bulla, le dijo:
–“Guarda ésta para cenar y queda con Dios”.
Señalóle la que había de guardar. Recibiálas el don Diego con agradecimiento, y dijo:
–“Esa comeré agora y esta otra quiero guardar para cenar”.
En presencia de los que allí estaban, comió la del pescado, la otra guardó a la cabecera de la cama. Este viernes en la tarde le notificaron la sentencia. El alcaide de la cárcel, con la seguridad que tenía de que estaba bien aprisiónado, no le visitaba a menudo, porque le tenía puesta la cadena de Montaño, que atravesaba dos calabozos, y estaba trabada en un cepo muy grueso; teníale un par de grillos y entrambos pies en el cepo con su candado. Llegó la noche; entraba y salía mucha gente en el calabozo, que el alcaide se enfadó de tanta visita. El don Diego a este tiempo le dijo:
–“Señor alcaide, por amor de Dios, que vuesamerced sabe el paso en que estoy y el poco término que me queda de vida, que para que yo me pueda encomendar a Dios, que me eche fuera la gente que está aquí y no deje entrar a nadie en este calabozo”.
Fue esta demanda lo que el alcaide más deseaba. Echó la gente fuera, dejóle lumbre encendida y un cristo, cerró la puerta del calabozo y otra que estaba más afuera. Fuese a acostar, por no tener ocasión de abrir a nadie, con lo cual quedó la cárcel sosegada, y sucedió lo que se verá en el siguiente capítulo.
En que se prosigue lo sucedido con don Diego de Torres y Juan Roldán. La prisión del visitador Juan Bautista de Monzón, la muerte de don Fernando de Monzón, su hijo, y el gran riesgo en que estuvo el visitador de perder la vida; con lo demás sucedido en aquellos tiempos
Había ya bien entrado la noche, escura y tenebrosa y con agua; los calabozos cerrados y sin ruido de gente, cuando don Diego de Torres sacó la empanada que había guardado para cenar, abrióla, halló los dos cuchillos y un papel que le advertía lo que había de hacer. Cortó las prisiónes, y suelto de ellas acudió a la ventana, fue sacando ladrillos por de dentro y Roldán por de fuera.
La mucha agua que llovía les favorecía, con que no fueron vistos de persona alguna. En breve espacio hicieron un grande agujero, por donde salió don Diego de Torres. Llevólo al visitador y díjole:
–“¿Ve aquí Usía a don Diego de Torres suelto?”.
Al cual le dijo el visitador:
–“Don Diego, suelto estáis, mirad por vos, que yo os favoreceré, y andad con Dios”.
Con esto se bajó a la caballeriza, donde halló un buen caballo ensillado y armas, con lo cual se salió luego de la ciudad.
Agradeció con palabras el visitador el hecho de Roldán, el cual le dijo:
–“¿Quiere Usía que por la mañana dé un picón a estos señores de la Real Audiencia?”.
Respondióle:
–“Hazlo que quisieres, que cualquier cosa se os puede fiar”.
Venía ya cerca el día, despidióse, fuese a su posada, ensilló una yegua en que recogía sus vacas; salió a la sabana, y como entre las nueve y las diez horas del día vino a la plaza. En la esquina de la cárcel de la ciudad, que fue donde don Diego de Torres estuvo preso, estaba un gran corrillo de gente, sin otros muchos qué había por la plaza. Preguntó a los primeros, diciendo:
–“Señores, ¿qué ha sucedido? ¿Qué alboroto es éste de tantos corrillos de gente?”.
Respondiéronle:
–“¿No sabéis cómo se ha huido don Diego de Torres?”.
Respondió con mucho espanto, diciendo:
–“¡Válgame Dios, que se ha huido don Diego! ¿Por dónde se huyó?”.
Respondiéronle:
–“Por un agujero que está hecho en la ventana del calabozo donde estaba preso, que cabrá un buey por él”.
Volvió a decir Roldán:
–“¡Válgame Dios! Señores, andando yo esta mañana buscando unas vacas mías en aquellos pantanos de la estancia del Zorro (y me embarré como ven), de entre aquellos carrizales vide salir un hombre en un buen caballo, con su lanza y adarga (y me vibró la lanza) y enderezó hacia los aposentos del Zorro, pero no le pude conocer”.
Esto estaba contando Roldán, cuando, por orden del Acuerdo, a caballo como estaba, lo pusieron en la cárcel, en el calabozo fuerte, donde estaba preso Juan Prieto Maldonado. Bajó del Acuerdo el fiscal Orozco a tomarle su declaración, y de ella resultó condenarle a tormento (tómame ese picón). El propio sábado en la tarde le pusieron a él. Halláronse presentes el oidor Pedro Zorrilla y el fiscal Orozco. Secretario de la causa era Juan de Albis, que lo era de cámara, y vizcaíno.
Puesto Juan Roldán en la garrucha, y habiéndola levantado algún tanto, comenzó a dar voces diciendo: ¡Bájenme, que yo diré la verdad!”. Comenzó Juan Roldán a decirla, empezando por los amores del fiscal Orozco y diciendo cómo ellos eran causa del fingido alzamiento. Dijo muchas cosas en orden a esto; metió en algunas de ellas al oidor Pedro Zorrilla, de tal manera que le obligó a decir al secretario:
–“Tened, secretario, no escribáis”; y como era vizcaíno, dijo: –“Secretario del rey, Secretario fiel. Di, Roldán, que yo escribiré todo”. El cual prosiguió diciendo verdades, a cuya declaración me remito.
Recusó con fuertes razones al fiscal, y le mandaron salir de la sala de tormento. Volvieron a virar la garrucha, y el Roldán a decir:
–“¡Ay! ¡Ay!”.
A estas razones se puso el fiscal al umbral de la puerta diciendo:
–“¡Ay! ¡Ay! De poco os quejáis”.
Respondióle Roldán desde la garrucha:
–“¿De poco? Pues póngase aquí, que de cuatro se la doy”.
Fueron con esto levantando más la garrucha. Era el paciente tocado de mal de jaqueca. Acometióle en esta ocasión; dejó caer la cabeza, empezó a echar espumarajos, y dijeron: “¡Que se muere! ¡Que se muere!”. Alborotóse el oidor, dijo “suelta presto”, y fue tan presto que largaron la cuerda de golpe. Cayó tendido al suelo Roldán, sin sentido del golpe de la caída. Comenzó a echar sangre por los oídos, narices y boca. Avivó la gente la voz diciendo: “¡Que se muere!”. Mandó el oidor llamar al licenciado Auñón, médico. No le hallaron tan presto; toparon con el doctor Juan Sánchez, que no era más que cirujano, que nombre de doctor le había puesto el oidor Antonio de Cetina por una cura que le hizo o acertó.
Entrando Juan Sánchez, díjole el oidor:
–“Mira ese hombre”.
Allegóse a él, tomóle la mano para verle el pulso. A este tiempo, Roldán le apretó la mano a Juan Sánchez pidiéndole misericordia. Desvióse el Juan Sánchez mirándolo al rostro. Díjole el oidor:
–“¿Cómo está ese hombre?”.
Respondióle:
–“Malo está, pero no tan malo”.
Saltó el secretario Juan de Albis del asiento donde estaba, dando voces y diciendo:
–“¡Válgate el diablo, médico indio! ¡Médico indio! ¿Hallaste malo está? No está tan malo. ¡Válgate el diablo, indio médico!”.
Fue tal el alboroto del secretario y las voces, que ni el oidor ni el fiscal lo podían aquietar. De fuera dijeron: “Ya viene el licenciado Álvaro de Auñón”; con lo cual se sosegaron.
Entró el médico, mandóle el oidor que viese aquel hombre y que le aplicase el remedio necesario. Tomóle el pulso; hízole Roldán la propia seña, y dijo al oidor:
–“Señor, este hombre se está muriendo, y si no se remedia con tiempo morirá en breve”.
–“¿Qué será menester?”, dijo el oidor.
Respondió:
–“Traigan una sábana mojada de vino y un brasero con candela, y ropa con que abrigallo”.
Salióse el oidor de la sala muy enfadado; llamó al fiscal; fuéronse al Acuerdo; trajeron la sábana y el vino y candela, un colchón y frazadas; entróse Auñón con otros dos hombres en la sala del tormento, mojaron la sábana del vino, calentáronla, envolvieron en ella al Roldán, echáronle en el colchón, que parecía que ya estaba muerto.
Tocaron en la iglesia mayor a la sumaria. Después de haberla rezado, cerró el licenciado Auñón la puerta y ventanas de la sala, llevóse las llaves diciendo que iba a visitar a otro enfermo, y no volvió hasta dadas las ocho de la noche.
Habían llevado de la tienda de Martín Agurto cuatro barras de hierro, que pesaban a treinta libras, para darle el tormento a Roldán, poniéndoselas por pesas a los pies.
El tiempo que Auñón gastó en ir y volver, le tuvo Roldán para levantarse y descoser los cogujones del colchón y meter por ellos las cuatro barras, y volverse a acostar en su sábana empapada en vino.
Del Acuerdo habían enviado a preguntar cómo estaba; las guardas no supieron más razón de que el licenciado Auñón había llevado las llaves y que lo estaban guardando, el cual vino entre ocho y nueve de la noche. Avisaron al Acuerdo; envió a preguntar cómo estaba el enfermo. Respondió que muy malo.
Salió proveído auto en que por él se mandaba que Julián Roldán llevase a su casa a Juan Roldán, su hijo. Estaba en el patio de las casas reales, donde había dado muchas voces; y notificando el auto, dio muchas más, haciendo muchos protestos y requerimientos, y diciendo que “no había de llevar a su hijo si no se lo daban sano y bueno”, con lo cual el Acuerdo mandó que volviesen a la cárcel a Juan Roldán. Lleváronlo con el colchón, y como los que lo llevaban no sabían el secreto de las barras, como pesaba mucho, decían que ya estaba muerto. Metiéronlo en el calabozo donde estaba preso el capitán Juan Prieto Maldonado, que le pesó mucho de ver llevar así a Roldán.
Fuéronse aquellos señores del Acuerdo y toda la demás gente a sus casas. Quedaron la cárcel y calabozos cerrados, y el alcaide se fue a dormir. Había dejado un pequeño cabo de vela encendido en el calabozo donde quedaba Roldán, el cual acabado y la cárcel sin ruido, se levantó de la cama y se fue a la del capitán Juan Prieto Maldonado y lo llamó, que ya dormía, el cual dijo:
–“¿Quiénes quien me llama?”.
Respondió:
–“Yo, Roldán”.
Díjole:
–“Pues, hermano mío, ¿cómo estáis?”
Respondióle:
–“Bueno estoy, sino que estoy muerto de hambre. ¿Tenéis algo que comer?”.
Respondió Juan Prieto:
–“Sí, aquí hay bizcochuelos y vino”.
Diole de ello y estando comiendo le dijo a Juan Prieto.
–“¿No sabéis qué os traigo?”.
Respondióle:
–“Cuatro barras famosas de hierro para que calcéis las rejas en Tunja”.
Sacólas de donde las había puesto y metiólas debajo de los colchones de la cama de Juan Prieto Maldonado, que toda ésta fue la ganancia del picón que quería dar a los señores de la Real Audiencia. Y más sacó, casi dos años de prisión en que estuvo hasta que vino el visitador Juan Prieto de Orellana, que le sacó de ella, y a los demás comprendidos en la visita del visitador Juan Bautista de Monzón, como adelante veremos.
Mucho ciega una pasión amorosa, y más si va desquiciada de la razón, porque va dando de un despeñadero en otro despeñadero, hasta dar en el abismo de la desventura.
El fiscal, que tenía ausente lo que él tenía por gloria, vivía en un mar de tormentos que le traían fuera de todo gusto, y a esto se le añadían los de su causa, nacidos de los rabiosos celos de su mujer, que con ellos y con lo que Roldán había dicho en el tormento, andaba ya la cosa muy rota; y para enmendarse y remediallo tomó el camino siguiente.
Corría el año de 1581, cuando el fiscal procuró encuentro entre el oidor Pedro Zorrilla y el visitador Monzón. Empezáronse a notificar cédulas reales de la una parte a la otra. Con la fuga de don Diego de Torres tomaba fuerza la voz del alzamiento, y de ello le hacían cargo al de Monzón. Guiábase el oidor por el parecer del fiscal, porque ya la pasión no le daba lugar a discurrir con la razón; trataron de prender al visitador. Comunicábanlo con sus aficionados y con los que se recelaban de la visita, los cuales aprobaban el intento y tenían por acertada la prisión.
Acabó el fiscal con el oidor en que se enviase por el capitán Diego de Ospina, que estaba en Marequita y era capitán del Sello Real. Dio orden que el llamarle fuese por mandato del Real Acuerdo, y él le escribió, que era íntimo amigo suyo, que viniese bien acompañado. Púsole en ejecución; partió de Marequita con treinta soldados arcabuceros, vino a la ciudad de Tocaima, que en aquellos tiempos era por allí el camino, que después muchos años se abrió el de la Villeta, que hoy se sigue.
Llegando a Tocaima el capitán Ospina, trató el negocio con el capitán Oliva, que era su amigo, y rogóle que le acompañase; lo cual hizo con otros diez arcabuceros. Llegó toda esta gente a la venta que decían de Aristoi, a donde habíamos llegado poco antes yo y un cuñado mío, llamado Francisco Antonio de Ocallo, napolitano, cuyo hijo fue el padre Antonio Bautista de Ocallo, mi sobrino, cura que hoy es del pueblo de Une y Cueca.
Eran grandes amigos el Ospina y el Oliva de Francisco Antonio, y como íbamos de esta ciudad de Santa Fe a la de Tocaima, a cierto negocio, preguntóle el Ospina que qué había de nuevo en la ciudad. Respondióle Francisco Antonio que toda andaba revuelta con el encuentro de la Audiencia y el visitador. Respondió el Ospina: “Allá voy, que me han enviado a llamar, y para lo que se me ofreciere llevo conmigo esta gente. ¿Qué os parece en esto?”. Se apartaron los dos y se fueron hablando por aquel campo.
El Francisco Antonio era soldado viejo de Italia, y decía él que se había hallado con el emperador Carlos V sobre Argel, cuando se perdió aquella ocasión. Díjole al Diego de Ospina: “Si nuestra amistad sufre consejo, y si mis muchos años y experiencia lo pueden dar, yo lo daré”. Respondióle el Ospina que “con ese intento lo había desviado de los demás, y que le dijese su parecer”. Respondióle el Francisco Antonio:
–“Mi parecer es, señor capitán Diego de Ospina, que no meta vuesamerced esta gente en Santa Fe ni la pase de aquí, porque en todo este Reino no hay otra gente armada sino ésta que vuesamerced lleva; no sea esto causa de algún alboroto que no se pueda remediar, y venga vuesamerced a pagar lo que ellos han causado”.
Y no se engañó, porque siete mil pesos de buen oro le costó esta burlilla, que se los llevó el visitador Juan Prieto de Orellana; y si después en tiempo del presidente don Francisco de Sandi, no se diera tan buena maña a huir de la cárcel, le costara la cabeza esto y otras cosillas.
Agradecióle el capitán Ospina el consejo. Fuéronse a comer, que ya estaba puesta la mesa; y después de haber comido dijo, hablando con todos los soldados, lo siguiente:
–“Estoy, señores soldados, tan agradecido de la merced que me han hecho en acompañarme, que me queda obligación de servirlos toda mi vida; y porque en las cosas que no se hacen con acuerdo y maduro consejo, se suele errar, y de ellas suelen nacer notables daños, yo me he resuelto, vistos los rumores de la ciudad de Santa Fe, y que no se me ha dado el aviso que se me había de dar en este puesto, a asegurar vuestras personas y la mía, porque no quiero que impensadamente nos suceda alguna desgracia, que agora podemos remediar; y así os suplico tengáis por bien que no pasemos de aquí. Yo tan sólo me iré, acompañado de dos amigos, que el uno de ellos será el señor capitán Juan de las Olivas y el otro pedro Hernández, el alguacil. Iré a ver lo que la Real Audiencia me manda. A todos los demás les ruego yo se vuelvan a Marequita, a mi casa, a donde tendrán mesa y cama y todo lo necesario hasta que yo vuelva”.
Ninguno le quiso contradecir demanda tan justa. Alargóse a decirles más: que si algunos tuviesen voluntad de ir a la ciudad de Santa Fe a negocios, lo podrían hacer con tal que no fuesen juntos ni en tropa. En esta licencia estuvo todo el daño. Con esta resolución, al día siguiente el capitán Ospina con los dos compañeros partió para Santa Fe y mi cuñado y yo a Tocaima, quedándose en la venta todos los demás soldados. De ellos se volvieron algunos a Marequita y a Tocaima, otra parte salió a la sabana, para ir a Santa Fe. Iban en tropa y contra el orden que el capitán Ospina les había dado. Llegaron a la venta de Alcocer, a donde comieron bien y bebieron mejor. Con este calor salieron a pasearse por la sabana, con las escopetas cargadas; comenzaron a disparar tiros, diciendo:
–“Este para fulano”.
–“Este otro para zutano”.
–“Con este le tengo de quitar la hija a fulano”.
–“Yo con este cofre a zutano”, nombrándolos por sus nombres. En la venta había oyentes, y no eran sordos. Estos cogieron las palabras; fueron después testigos en las informaciones. Costó este disparate gran suma de dinero en la visita del licenciado Juan Prieto de Orellana, que vino luego al negocio de Monzón y a acabar la visita, que tampoco la acabó. Costóle al capitán Diego de Ospina los siete mil pesos de buen oro que tengo dicho; y todos los demás que pudieron coger fueron muy bien perneados. Y con esto volvamos a la Real Audiencia y al visitador, que han comenzado a romper lanzas.
* * *
De los celos de la fiscala, que para la venganza de ellos no tenía más armas que la lengua, y de lo que Juan Roldán en el tormento había dicho con la suya, andaba el aire inficionado, y alguno toco en el oído al capitán de a caballo, marido de la dama causadora de todas estas revueltas. Estaban en el campo donde todos hablaban, que como oían acá decían allá; y quizá añadían todo sin máscara; de donde nació costarle a la pobre señora la vida, como adelante diré.
El fiscal, con estas cosas y otras, andaba encendido en un fuego infernal; y aunque con facilidad atraía a sí al oidor Zorrilla para todo lo que quería, con todo eso, para indinalle contra el visitador le dijo cómo trataba de suspender toda la Real Audiencia; y no le engañó, que auto tuvo hecho por ello, sino que se descuidó y la Audiencia le ganó por la mano.
Después de haberse notificado de una parte a la otra muchas cédulas reales, modernas y antiguas, la Real Audiencia en acuerdo determinó de prender al licenciado de Monzón. Mandaron llamar a Juan Díaz de Martos, alguacil mayor de Corte; entregáronle lo decretado, con una cédula real, y mandaron que fuese a prender al visitador Juan Bautista de Monzón. El alguacil mayor fue luego a cumplir lo que se le había mandado, acompañado con los alguaciles de Corte y otras personas que llamó. Fue a casa del visitador, subió solo arriba al aposento donde estaba. Lo que resultó fue que al cabo de rato salió huyendo por la escalera abajo, y el licenciado de Monzón tras él con una partesana en las manos tirándole botes y diciéndole muchas palabras injuriosas contra su persona y contra los que le habían enviado. Con esto se volvió al Acuerdo a informarle.
Cuando esto pasaba (serían las diez horas del día, poco más o menos) dijéronle el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas lo que pasaba. Mandó llamar al tesorero don Miguel de Espejo, que era la persona que en estos bullicios y otros siempre le acompañaba, como tan gran jurista y canonista. Fuéronse juntos en sus dos mulas a casa del licenciado de Monzón. Llamáronle a la ventana de su recamara, a la cual se asomó, y después de las cortesías, el arzobispo le dijo le hiciese la merced de irse con él a comer a su casa. El visitador dio sus excusas, el señor arzobispo le volvió a importunar, y el visitador a se excusar; con lo cual le dejó y se volvió Su Señoría a su casa.
Entre once horas y doce, el propio día, fue a casa del visitador el fiscal Orozco, enviado por el Real Acuerdo, acompañado de alcaldes ordinarios, alguaciles mayores y menores de Corte y ciudad con el capitán del Sello Real, y más de cien hombres que lo acompañaban.
Tenía el visitador en su casa tres hombres valientes para la ocasión que se le ofreciese: el uno era Juan López Moreno, el otro fulano Gallinato y un mozo mestizo del Pirú. Cuando pasó lo del alguacil mayor, que salió el visitador tras él con la partesana, estaban todos tres en casa del visitador. Pasada la ocasión dicha, fuéronse sospechando lo que podía resultar, con lo cual no se hallaron en casa del visitador al tiempo de su prisión, sino sólo el mestizo. Entró toda la gente en casa del visitador; el primero que subió a los corredores de la casa fue Diego de Ospina, capitán del Sello Real, acompañado de un Pedro Hernández, su alguacil en Marequita. Salió a esta sazón un sobrino del licenciado Monzón al corredor, cobijado con su capa, sin otras armas, y dijo:
–“¿Qué es esto, señores? ¿Qué revuelta y traición es ésta?”.
A este tiempo sacó el capitán del Sello Real una pistola de dos cañones, que apretó la llave y dijo:
–“Aquí no hay otros traidores sino vosotros”.
Quiso Dios que no encendiese fuego la pistola. Diole con ella entre ceja y ceja, que lo tendió a sus pies. A este tiempo se había trabado pendencia de cuchilladas, abajo en el patio, contra el mestizo del Pirú, que peleó valientemente contra más de cien espadas. La verdad es que algunos se le aficionaron viéndolo tan desenvuelto, y le rapaban a golpes y desviaban puntas hasta que ganó la puerta de la calle, huyendo a San Francisco; y en el puente le alcanzó uno con una cuchillada que le dio en la cabeza, para que llevase en qué entretenerse.
Con estas revueltas habían entrado el fiscal, alcaldes y alguaciles en la recámara del visitador, y al cabo de rato lo sacaron al corredor, a donde Monzón se arrimó a la pared y así les hacía requerimientos y protestaciones, a todo lo cual el fiscal le respondía que caminase, y el Monzón porfiaba en sus protestas, hasta que el fiscal dijo: “Échenle mano, échenle mano”. Asiéronlo de piernas y brazos, levantándolo en peso; llegaron con él por la escalera abajo hasta ponerlo en la calle. Al bajar por la escalera, llevaba colgando la cabeza. Juan Rodríguez de Vergara, un buen hidalgo, vecino de Tunja, que se halló en esta plaza, viendo al visitador que llevaba colgada la cabeza, metió la espada, que la tenía desnuda, debajo del brazo, y tomóle la cabeza con dos manos. Yendo bajando por la escalera deslizábasele la espada, y por tenerla no le diesen en el rostro, soltóle la cabeza y diose un gran golpe en un escalón de la escalera, del cual se desmayó después en la calle, a la esquina de Juan Sánchez el cirujano. Vuelto en sí, lo llevaron por sus pies a las casas reales, a donde le prendieron y dejaron preso en el cuarto donde estaba el reloj.
Los comprendidos en la visita gustaron mucho de esta prisión; los desapasionados sintieron mal de ella. Unos decían que lo habían maltratado, otros que lo habían arrastrado. Llegó esta murmuración a oídos de la Real Audiencia; trató luego de hacer información de cómo lo habían prendido muy honradamente. Llegaron a tomar la declaración a Diego Romero, el conquistador, que se había hallado aquel día presente, y dijo en su dicho: “Si es verdadero, señores, aquel refrán que dicen, que lo que arrastra honra, digo que ni honradamente lo prendieron”.
Este dicho dijeron que lo habían celebrado mucho después en el Consejo, en la vista de los autos. A Juan Rodríguez de Vergara le costó después el comedimiento de haber alzado la cabeza al visitador Monzón mil y quinientos pesos de buen oro, que le llevó Prieto de Orellana, segundo Visitador.
Con la prisión del licenciado Monzón y con la fuga de don Diego de Torres, cacique de Turmequé, cesó de todo punto el alboroto del alzamiento, porque el Diego se fue a España en seguimiento de sus negocios, a donde se casó, y murió allá. Dijeron le había dado Philipo II, nuestro rey y señor, cuatro reales cada día para su plato, porque picaba los caballos de la caballeriza real, y como era tan gran jinete se entretenía entre señores, con que pasó su vida hasta acabarla.
Preso el visitador Monzón, luego el fiscal puso la mira en quitalle la vida. Tenía sobre esto muy apurado al oidor Zorrilla, metiéndole temores por lo hecho y diciéndole: “El muerto no habla”. La primera diligencia que hicieron fue proveer auto en que se notificase a don Fernando de Monzón, hijo del Visitador, que estaba con su mujer, doña Jerónima de Urrego, no entrase en esta ciudad, so pena de traidor al rey y prendimiento de bienes; el cual notificado, dentro de ocho días murió el pobre caballero, de pena de la prisión del padre y de la calentura que le dio, que no le soltó hasta matarle. Fue la voluntad de Dios, porque nadie tiene las llaves de la muerte ni de la vida, sino solo El, y sin su voluntad nadie muere ni vive.
En la prisión donde estaba el licenciado de Monzón nunca quiso comer cosa que ninguna persona le enviase, aunque fuese de mucha confianza. Comía tan solamente por la mano de fray Juan de Pesquera, fraile lego del orden de San Francisco, el cual llevaba en la manga del hábito pan y unos huevos asados o cocidos, y un poco de vino en un frasquito y agua en él. Este fue su sustento en más de catorce meses que estuvo preso, en el cual tiempo siempre sus enemigos procuraron quitalle la vida dándole garrote en la prisión, y colgallo de una ventana con una sábana, y decir que él se había ahorcado.
Así se platicó, y se supo de un fraile de San Francisco, a quien se dijo en confesión con cargo que lo remediase; el cual envió a llamar al regidor Nicolás de Sepúlveda y le dio cuenta del caso con el mismo cargo.
El regidor lo comunicó con el mariscal Hernando Venegas y con el tesorero Gabriel de Limpias, que lo era de la Real Caja, y todos juntos al capitán Juan de Montalvo, alcalde ordinario en aquel año; los cuales, para mejor se enterar, fueron a San Francisco a la celda del fraile, del cual se enteraron a satisfacción. Con lo cual se fueron a su Cabildo, y juntos unos con otros regidores ordenaron una petición para el Real Acuerdo, por la cual pedían la persona del licenciado de Monzón, ofreciéndose a darlo preso en Corte, con fianzas bastantes; lo cual hecho se salieron del Cabildo.
El alcalde Montalvo se fue a las casas reales, donde vivía el licenciado Pedro Zorrilla, grande amigo suyo, y diole parte de la petición que había ordenado. De aquí se revolvió otro enfado. Envió el Real Acuerdo por el mariscal Venegas, disculpóse con el tesorero de la Real Caja; enviaron por él y disculpóse con el regidor Nicolás de Sepúlveda; enviaron por él y estaba en aquella sazón acostado en la cama afligido con el mal de la gota que la había dado en una pierna, con que se excusó. Sin embargo, enviaron por él y que lo llevasen preso. Había mandado cerrar las puertas de la calle de su casa. Cuando llegaron a ellas, sobre que se abriesen hubo revuelta, queriéndolas echar al suelo, que hasta hoy se verá en ellas los golpes de las partesanas que le dieron.
Al fin llevaron al regidor al Acuerdo, a donde le dieron una gran represión, diciéndole era poco quitarle la cabeza; todo lo cual oyó con gran paciencia, y al cabo pidió licencia para responder. Bien quisiera el fiscal que se le denegara; alegó el regidor que convenía al servicio de Su Majestad y al bien de este Reino, quietud y conservación, el oírle; con lo cual se le dio licencia.
Dejó sin máscara el amancebamiento del licenciado Orozco, y que por su causa estaba revuelta la tierra, y que muchos padecían injustamente, culpándolos en el alzamiento que se trataba, siendo sólo el fiscal el autor de tales movimientos y escándalos y de los muchos daños que de ellos habían resultado, todo esto por sus fines; y que para en prueba de lo que tenía dicho, se hallarían en casa del capitán fulano mucha cantidad de armas, como eran escopetas, espadas, lanzas, partesanas, petos fuertes, pólvora y plomo, y otras armas, recogidas allí por orden del dicho fiscal; y que de todo daba noticia el Real Acuerdo, y que se le diese por testimonio para que en ningún tiempo le parase perjuicio. Y que si sobre esta razón le querían quitar la cabeza, como le habían amenazado, que lo estimaría, por dejallo a sus hijos por privilegio que moriría como leal vasallo a su rey y señor, y que con lo dicho descargaba su conciencia. Que la petición que se había hecho para pedir la persona del licenciado de Monzón, era para asegurarle la vida que tenía en mucho riesgo, queriéndole ahorcar o dar garrote en secreto, negocio que podía perjudicar a su Cabildo; y que él, como uno de sus regidores, acompañado de las personas del alcalde Juan de Montalvo y del mariscal Hernando Venegas y tesorero de la Real Hacienda, le habían ordenado, en que hacían servicio a Su Majestad; y que pues se obligaban a entregarles el preso en la cárcel de Corte, no tenían que recelar, pues sólo pretendían que se hiciese justicia y que no se causasen más alborotos y escándalos como los pasados, que habían causado mucho daño a su república y gran suma de dineros.
A este tiempo, el oidor Pedro Zorrilla se levantó y abrazó al regidor, diciéndole que si en el Cabildo hubiera otros cuatro hombres como él se habrían evitado muchos daños de los pasados. Diole el fiscal una represión, diciéndole cuál mal sonaban y parecían sus cosas. Envió al regidor muy honrado, agradeciéndole lo que había dicho; con lo cual el fiscal puso silencio a sus pretensiones por algunos días, sin embargo que procuraban se hiciesen muchas diligencias en buscar la persona de don Diego de Torres, que era la cabeza de lobo para ellos; y como el oidor era solo, no podía remediar muchas cosas, porque el fiscal llevaba tras sí muchos votos y aficionados y particularmente de aquellos que tenían lacra y dependencia en la visita; pero el don Diego de Torres no pudo ser hallado, porque con una camiseta de lana y una caballeta y una manta guardaba las labranzas de sus indios no las comiesen los periquitos; y vez hubo que los que le buscaban hablaron con él y no le conocieron, hasta que se pasó a España, como tengo dicho.
El inquieto ánimo del licenciado Orozco no le dejaba sosegar un punto. Víase ausente de su gusto, la prenda que más amaba, desterrada, y lo que peor era para él, que a todo lo que le escribía le respondía con grandes desvíos, rematando sus finales con decirle: “Lo pasado, pasado”; porque ella pasaba muchos disgustos con el marido, pues le había dado en aquellos campos al oído lo que en la ciudad se platicaba, que donde hay celos y agravios no hay cosa secreta, si se puede llamar secreto a lo referido, que yo no sé cómo el Orozco procuró matar al regidor Sepúlveda, por lo que había dicho y pasado en el Acuerdo.
Una noche lo intentó y fue a ello, queriendo echarle al suelo las puertas de la casa, fue sentido y se alborotó la calle y vecindad; lo propio quiso hacer de los demás que le eran contrarios, y con nada salió. Decía Roldán desde la cárcel, donde estaba preso: “Bien haya esta fortaleza el rey, que me defiende de un tirano”; y otras cositas que no son para aquí.
Al fin, el Orozco tomó otro camino, y dando, como dicen, tiempo al tiempo, atrajo a su voluntad todas las contrarias, porque cada cual procuraba asegurar su vida y carecer de enemigos. Cuando vio el tiempo más sosegado, volvió a persuadir al oidor Zorrilla con aquel tema de su sermón: “El muerto no habla”. El oidor, que también se recelaba por hallarse tan empeñado en todos aquellos bullicios, daba oídos al fiscal, aunque siempre con aquel recelo de su conciencia, lo uno, y lo otro porque su mujer lo persuadía a que se desviase de aquel mal intento y que huyese los malos consejos del licenciado Orozco. Finalmente, importunado de él y cargado de recelos y temores, porque ninguno vive sin pecado, se citaron para en un último acuerdo dejarlo definido, como dicen, dentro o fuera. Señalaron la hora para él que fuese entre once y doce de la noche. Llegó este día. Estaba después de anochecer el oidor en su estudio. Habíale su mujer aderezado la cena, vio que tardaba, fue al estudio, y díjole:
–“Señor,¿cenaréis que ya es tarde?”.
Respondióle:
–“Ahora, señora, iré; andad que ya voy”.
Fue saliendo la oidora; el oidor llamó a un paje. Esperó la oidora fuera del estudio, a ver lo que mandaba. Venido el paje le dijo:
–“Mira desde la ventana si viene el fiscal y avísame”.
Salió el paje. Preguntóle la señora:
–“¿Pues a qué ha de venir el fiscal?”.
Respondióle:
–“Paréceme, señora, que esta noche ha de haber Acuerdo”.
Todo se supo de la boca de la misma oidora, lo que aquella noche pasó. Díjole al paje:
–“Pues mirad que si viniere el fiscal, antes que aviséis a vuestro señor avisadme a mí”.
Con esto se fue hacia la sala del Acuerdo, a donde halló al portero Porras, y de él quedo más bien informada.
Cenó el oidor, volvió al estudio, la oidora se puso una saya entera de terciopelo y aderezóse. Al cabo de rato entró el paje y díjole cómo venía el fiscal con dos hachas encendidas por la plaza. Fuese al Acuerdo y díjole al portero:
–“Dejadme entrar aquí y callad la boca, que yo os sacaré sobre mis hombros”.
Con esto se entró en la sala, y en una esquina de ella se metió debajo del paño de Corte. Llegando el fiscal, se entraron en el Acuerdo.
Después de haber dado y tomado gran rato en el negocio, fueron tan fuertes las persuasiones del fiscal y los temores que puso el oidor, que le hizo conceder con lo que él quería. Tocaron la campanilla, llamaron al portero y mandáronle que con todo secreto trajese al verdugo. Como la oidora oyó esto, salió del escondrijo, y abrazándose con su marido le dijo:
–“¡Señor de mi alma, mirad lo que hacéis! Por solo Dios os ruego que no hagáis cosa tan fea”.
A este tiempo allegó a ella el fiscal, diciéndole que “convenía hacerse por la seguridad de su honra y de la de su marido y asegurar sus vidas”. Alzó la oidora la voz, diciendo: “Váyase de ahí, señor licenciado Orozco, no meta a mi marido en negocios tan feos, que no los ha de hacer, ni yo los he de consentir. Váyase de ahí, le vuelvo a decir, y sálgase de esta sala”. Todo esto en altas voces, como mujer con cólera y agraviada.
De parte del señor arzobispo y del Cabildo de la ciudad y oficiales reales, por razón de los bullicios pasados se traían siempre especial vela y cuidado. Oyeron algunos de ellos las voces del Acuerdo, y luego dieron aviso. Acudieron oficiales reales, alcaldes ordinarios y regidores, de manera que dentro de una hora había ya arrimados a las casas reales más de doscientos hombres.
Dijéronle al señor arzobispo lo que pasaba; vino luego con los prebendados y muchos clérigos, porque ya corría la voz por toda la ciudad con mucho alboroto, y aun se decía que habían ahorcado a Monzón. Llegado Su Señoría a la puerta del Acuerdo, llamó diciendo:
–“Abran aquí, que yo también soy del Consejo”.
Respondieron de dentro de la sala, diciendo:
–“¿Quién llama?”.
Respondió Su Señoría:
–“El arzobispo del Reino”.
Dijo el oidor:
–“Portero, abrid al arzobispo del Reino”.
Resultó de su entrada, que se pusieron cuatro guardas al licenciado Monzón, con que le aseguraron la persona; y con esto se fueron todos a dormir lo poco que restaba de la noche; y yo también quiero descansar. Y el de Monzón aguarde un poco, que cerca viene quien le sacará de la prisión y de tantos riesgos.
En que se cuenta la venida del licenciado Alonso Pérez de Salazar, licenciado Gaspar de Peralta, doctor don Francisco Guillén Chaparro, el licenciado Juan Prieto de Orellana, segundo visitador, con lo sucedido en estos tiempos
Era ya entrado el año de 1582, y dentro de pocos días, por la vía de la isla española de Santo Domingo, se tuvo aviso y pliego en que por él se supo nueva del visitador y de oidores y fiscal para la Real Audiencia, con lo cual se apagó de todo punto el fuego que andaba, y se encogieron los ánimos de los mal intencionados.
Los primeros que llegaron a esta Real Audiencia, en el propio año, fueron el licenciado Alonso Pérez de Salazar, oidor más antiguo, y en su compañía vino el doctor Francisco Guillén Chaparro, que traía la plaza de fiscal, con que quedaron el oidor Pedro Zorrilla y el licenciado Orozco; con lo cual salieron a la plaza los que huían de ella, culpados y no culpados.
El visitador Juan Prieto de Orellana, que vino en la mesma ocasión, no subió tan presto a este reino por tener negocio que hacer en Cartagena, tocantes a su visita. Entró en esta ciudad el propio año de 1582, y la primera visita que hizo el propio día que entró fue a la iglesia mayor, donde hizo oración, y de ella fue a las casas reales, donde estaba preso el licenciado de Monzón, y le sacó de la prisión, poniéndolo en la plaza en su libertad, del cual se despidió y se fue a la posada que le estaba aderezada. Serían las cuatro horas de la tarde, cuando Monzón salió a la plaza. Encaminóse a hacer oración a la iglesia mayor. Fue tanta la gente que acudió a darle el parabién y abrazarle, que no le dejaban dar paso; tocaron el Ave María, y con esto tuvo lugar de irla a rezar a la iglesia. El día siguiente se soltaron todos los demás presos comprendidos en la visita, y entre ellos a Juan Roldán, que salió diciendo: “Vosotros sois güelfos y gibelinos; no más con vosotros, no a par de vosotros”; y así lo cumplió. Y con esto volvamos al licenciado Alonso Pérez de Salazar y a su gobierno, porque es de mi devoción, y a quien fui yo sirviendo hasta Castilla con deseo de seguir en ella el principio de mis nominativos.
Digo, primero, que lo restante del año de 1582 y parte del de 1583, gastó el visitador Orellana en la visita del licenciado Orozco y el oidor Zorrilla, y con lo que de ella resultó en aquella ocasión los envió presos a Castilla, bajo de fianzas, a donde se presentaron en Corte; y luego fue prosiguiendo en la visita, tomándola desde donde la había dejado el licenciado Monzón, al cual también envió a España en seguimiento de sus negocios; el cual llegado a Cartagena, halló cédula de Su Majestad, en que le mandaba ir por oidor más antiguo a la Audiencia Real de Lima, para donde se partió luego dejando el viaje de España, que les estuvo muy bien a Zorrilla y Orozco, que negociaron como quisieron. Luego diré lo que le sucedió a Monzón en Lima.
Mientras el visitador se ocupaba en la visita de Zorrilla y Orozco, el licenciado Alonso Pérez de Salazar se ocupaba en castigar ladrones, que había muchos con los bullicios pasados, aunque agora no faltan. También se ocupaba en limpiar la tierra de vagamundos y gente perdida. ¡Oh si fuera agora, y qué buena cosecha cogiera! Harto mejor que nosotros la hemos tenido de trigo, por ser el año avieso, y hasta agora no he visto ninguno para holgazanes y vagamundos.
¡Quiera Dios que el gobernador que tenemos tope con ellos y resucite al licenciado Pérez de Salazar!
Este oidor puso los primeros corregidores en los partidos de los pueblos de los indios; y él fue el que mandó hacer la fuente del agua que hoy está en esta plaza, para buena memoria suya. En cuanto a su justicia y no dejar delito sin castigo, fue muy puntual. Del Pirú sacó un hombre que había cometido un grave delito en ese Reino, y lo ahorcó en esta plaza. A dos hidalgos que habían bajado del Pirú, llamados X. de Bolaños y el otro Sayabedra, los mandó degollar; y fue el caso y culpa así:
Salieron estos dos hombres de esta ciudad haciendo viaje a la villa de la Palma; hicieron noche en una estancia junto al pueblo de Simijaca, donde los hospedaron. El día siguiente madrugaron, y en pago del hospedaje llevóle el Sayabedra al huésped una india de su servicio.
Es la ingratitud pecado luciferino, y así penan en el infierno el capitán y los soldados que la siguen, que con esto lo digo todo. La ingratitud es un viento que quema y seca para sí la fuente de la piedad y el río de la misericordia, y el arroyo y manantial de la gracia.
El huésped, que se halló sin su india, salió a buscarla. Halló nueva que dos soldados se la llevaban. Pues yéndolos siguiendo topó con un alguacil del campo, nombrado por la Real Audiencia; diole parte del caso y ofreciole satisfacer la diligencia que sobre ello hiciese; el cual fue luego tras los hombres y alcanzólos pasada la puente de Pacho, subiendo las lomas del Crama. Trató que le diesen la india, que la llevaba el Sayabedra en las ancas de su caballo; y resistiendo el darla, tuvieron palabras. Metió mano el Sayabedra a la espada y diole al alguacil una cuchillada en la cara, que le derribó todo un carrillo; de lo cual se enfadó mucho el Bolaños y trató muy mal de palabra al compañero, afeándole el un hecho y el otro, de lo cual el Sayabedra no hizo caso, sino con la china a las ancas siguió su camino. El herido y el Bolaños se quedaron solos. El alguacil le rogó que le diese unas puntadas en aquella herida, para poderse ir a curar. Hallábanse en paraje donde no había hilo ni aguja, ni con qué podello remediar. Díjole que con aquel paño de manos que le daba se apretase la herida, y que caminase hasta donse se pudiese curar. El alguacil, viendo el poco remedio que había para su cura, rogó al Bolaños que le quitase aquel pedazo que le colgaba, el cual se excusó todo lo posible. Fue tanta la importunación del herido, que sacó la daga y le cortó el pedazo que le colgaba y se lo dio, con lo cual prosiguió su viaje, apesarado del mal suceso.
El alguacil se vino ante el licenciado Salazar y se querelló de entrambos dos compañeros. El oidor puso gran diligencia en prenderlos; lo cual se ejecutó y se trajeron presos a esta cárcel de Corte, a donde, substanciada la causa, los condenó a que muriesen degollados. Cuando se pronunció esta sentencia, corría ya el año de 1584, y estaba ya en la Real Audiencia el licenciado Gaspar de Peralta, fiscal que había sido de la de Quito, que yendo a Castilla en seguimiento de su pleito sobre la muerte de Francisco Ontanera, halló cédula en Cartagena de oidor para este Nuevo Reino.
Adelante diré algo de esto, por lo que aquí se supo por relación; y yo vi en verso compuesto el suceso, y de un criado del oidor me enteré mejor cómo había pasado.
Muchas diligencias hicieron por librar de la muerte a los dos compañeros, y el que más apretaba en ellas era el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, el cual alcanzó el perdón de la parte, y allegó a dar, por lo que tocaba al rey, cinco mil pesos de buen oro y dos esclavos suyos para que sirviesen a Su Majestad donde mandase. Ninguna cosa de éstas bastó, porque por todas rompió el licenciado Salazar, y mandó ejecutar la sentencia. Degollaron primero al Sayabedra; doblaron luego en la iglesia mayor. Dijo el Bolaños, que le tenían vueltas las espadas al cadalso: “¡Ya es muerto mi amigo Sayabedra! Por amor de Dios, que me dejen rezar por él”. Diéronle este breve espacio, y luego padeció la misma pena. Dios Nuestro Señor los haya perdonado.
Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiese, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas, y lo que adelante diré en otros casos, consta por autos, a los cuales remito al lector a quien esto no satisficiere.
* * *
Este año de 1584 murió aquella hermosura causadora de las revueltas pasadas y prisión del licenciado de Monzón. Díjose que fue ayudada del marido, porque habiéndola sangrado, por un achaque, saliendo la sangre de las venas estaba el marido presente, allegó a taparle la herida, diciendo: “No le saquen más sangre”. En el dedo pulgar con que le detuvo la sangre se dijo que llevaba pegado el veneno con que la mató. Dios sabe la verdad, allá están todos. Nuestro Señor, por quien es, los haya perdonado.
Ya dije cómo en la ciudad de Cartagena había hallado el licenciado Juan Bautista de Monzón cédula de oidor más antiguo para la Real Audiencia de la Ciudad de los Reyes, para donde se partió luego, dejando el viaje de Castilla; con lo cual el licenciado Pedro Zorrilla y el fiscal Orozco negociaron en Corte todo lo que quisieron, volviéndose a nuevas plazas.
Llegado el de Monzón a su plaza, dentro de pocos días murió el presidente de ella y de la Real Audiencia, y luego tras él murió el virrey, con lo cual quedó el de Monzón por gobernador de todo el Pirú. Gozó de esto más de dos años.
Envió Su Majestad presidente y virrey, el cual trajo unas nuevas cédulas que cumplir; y sobre la publicación de ellas le hacía contradicción el licenciado de Monzón, como persona que conocía muy bien la gente del Pirú, y sabían cuán mal habían de llevar el cumplimiento de aquellas nuevas cédulas y órdenes. Este celo movió al de Monzón. El virrey quiso romper por todo, de donde en un acuerdo pasaron muy adelante en razones.
Fuese el licenciado de Monzón a su casa, y conociendo que de lo sucedido en el Acuerdo no le podía venir sino daño, al punto previno el dinero que tenía y ropa necesaria para lo que sucediese. A media noche llegó la guardia del virrey con el avío necesario, y le dijeron que se fuese a embarcar. Pidió término para proveerse de bastimentos y de lo necesario. Respondiéronle que no tenía necesidad de la diligencia, porque todo estaba prevenido y embarcado, y orden para que si hubiera menester más se le diese. Visto que ya la suerte estaba echada y que era el mandato sin embargo, de réplica, mandó cargar los baúles que tenía prevenidos y fuese a embarcar.
Súpose todo esto en esta ciudad, y que en el Real Consejo le dieron por muy buen juez, restituyéndole su plaza. Hallábase viejo y cansado para volver a Indias. Suplicó a Su Majestad que, considerando su edad, lo hubiese por excusado para volver a ellas, y que si en Castilla hubiese en qué servirle, lo haría. Díjose que se le había dado una honrada plaza, mas no la gozó porque murió luego.
El buen gobierno del licenciado Alonso Pérez de Salazar tenía muy quieta la tierra, y por excelencia tuvo gracia en el conocimiento de los naturales de ella, que con facilidad conocía sus malicias y castigaba sus delitos. No gastaba tiempo en escribir; vocalmente hacía las averiguaciones, y en resultando culpa, caía sobre ella el castigo. Sacaban sartales de indios a pie, azotándolos por las calles, unos con las gallinas colgadas al pescuezo, otros con las mazorcas de maíz, otros con los naipes, paletas y bolas, por vagamundos, en fin, cada uno con las insignias de su delito.
Este juez hizo, como tengo dicho, la fuente del agua que está hoy en la plaza, quitando de aquel lugar el árbol de la justicia que estaba en ella; y asimismo quitó que los encomenderos no cobrasen las demoras, por excusar los agravios de los indios, poniendo los primeros corregidores, encargándoles con mucho cuidado diesen el servicio necesario a los labradores y a los que no tenían encomiendas. En esto, y en que los indios sirviesen pagándoles conforme a la tasa, puso especial cuidado; con lo cual andaba esta tierra muy bastecida, y las rentas eclesiásticas tenían acrecentamiento; de todo lo cual se carece el día de hoy, y se ha de minorar por el mal servicio y tanto vagamundo como tiene la tierra, de donde procede la carestía de ella.
El administrar justicia era por igual y sin excepción de personas, con lo cual el campo, los caminos, las ciudades estaban libres de ladrones y cada uno tenía su hacienda segura; pero quiso Dios, o lo permitió, que durase poco, como luego diré.
* * *
El licenciado Gaspar de Peralta, que, como queda dicho, vino a esta Real Audiencia el año de 1584, habiendo sido fiscal en la de Quito, le sucedió que su mujer, no considerando el honrado marido que tenía, y desvanecida con su hermosura, puso su afición en un mancebo rico, galá y gentilhombre, vecino de aquella ciudad, llamado Francisco de Ontanera.
Peligrosa cosa es tener la mujer hermosa, y muy enfadosa tenella fea; pero bienaventuradas las feas, que no he leído que por ellas se hayan perdido reinos ni ciudades, ni sucedido desgracias, ni a mí en ningún tiempo me quitaron el sueño, ni agora me cansan en escribir sus cosas; y no porque falte para cada olla su cobertura.
Este mancebo Ontanera, por ser hombre de prendas y hacendado, tenía mistad con algunos señores de la Real Audiencia, con los cuales trataba con familiaridad, hallándose con ellos en negocios, convites y fiestas que se hacían.
Pues sucedió que saliendo al campo a holgarse algunos de estos señores, y entre ellos el fiscal, donde se detuvieron tres o cuatro días, fue el Ontanera a verlos y a gozar de la fiesta. Sucedió, pues, que como la gente moza y amigos, tratando de mocedades contaba cada uno de la feria como le había ido en ella. Espéreme aquí el lector por cortesía un poquito.
Tanto es mayor el temor cuanto más fuerte la causa. El bravo animal es un toro, espantosa la serpiente, fiero un león y monstruoso el rinoceronte; todo vive sujeto al hombre, que lo rinde Y vence. Un solo miedo halló, el más alto del cuerpo, el más invencible y espantoso de todos, y es la lengua del maldicente murmurador, que siendo aguda saeta, quema con brasas de fuego la herida; y contra ella no hay reparo, no tiene su golpe defensa, ni lo pueden ser fuerzas humanas. Y pues no las hay, corte el murmurador como quisiere, que él se cansará o se dormirá. Muchos daños nacen de la lengua, y muchas vidas ha quitado. La muerte y la vida están en manos de la lengua, como dice el sabio, aunque el primer lugar tiene la voluntad de Dios, sin la cual no hay muerte ni vida. Muchos ejemplos podría traer para en prueba de lo que voy diciendo; pero sírvanos sólo uno, y sea el de aquel mancebo amalequita que le trajo la nueva a David de la muerte de Saúl, que su propia lengua fue causa de que le quitasen la vida.
Lo propio sucedió a este mancebo Ontanera de quien voy hablando, el cual, respondiendo al consonante de otras razones que habían dicho, dijo: “No es mucho eso, que no ha de dos noches que estando yo con una dama harto hermosa, a los mejores gustos se nos quebró un balaústre de la cama”. Estaba el fiscal en esta conversación, que también era mozo, no porque por entonces supiese nada ni reparase en las mocedades, que mejor diré tonterías o eso otro dichas. Acabada fiesta y huelga volviéronse a sus casa. Holgóse mucho el fiscal en ver a su mujer, que por su hermosura la quería en extremo grado.
¡Oh hermosura, dádiva quebradiza y tiranía de poco tiempo! También la llamaron Reino solitario, y yo no sé por qué; por mi sé decir que yo no la quiero en mi casa ni por la moneda ni por prenda, porque la codician todos y la desean gozar todos; pero paréceme que este arrepentimiento es tarde, porque cae sobre más de los setenta.
Al cabo de dos o tres días, dijo la mujer: “Señor, mandad que llamen a un carpintero que aderece un balaústre de la cama que se ha quebrado”. En el mismo punto que oyó tales razones, se acordó de las que el Ontanera había dicho en la huelga. Helósele la sangre en las venas, cubriósele el corazón de pena, los celos le abrasaron el alma y todo él quedó fuera de sentido; y porque no se le echase de ver se levantó diciendo: “Vaya un mozo a llamar al carpintero”. Entró en la recámara, vio el balaustre quebrado, y aunque el dolor le sacaba de sus sentidos, se esforzó y dio lugar a que el tiempo le trajese la ocasión a las manos.
Puso desde luego mucha vigilancia y cuidado en su casa, y por su persona le contaba los pasos al Ontanera, tomando puestos de día y disfrazándose de noche, para enterarse de la verdad; y como el amor es ciego y traía tanto a los pobres amantes, que no veían su daño ni les daba lugar a discurrir con la razón, porque en las iglesias, en ventanas y visitas de otras damas vio el fiscal tanto rastro de su daño, que echó bien de ver que el fuego era en su casa, y luego procuró la venganza de su honra, para lo cual pidió en la Real Audiencia una comisión, para ir él en persona a la diligencia; la cual conseguida, previno todo lo necesario,, y en su casa todas las entradas y salidas; fió su secreto de sólo un esclavo y de un indio pijao que le servía.
Llegado el día de la partida, mostró mucho sentimiento en el apartarse de su mujer y dejalla. Ella le consolaba, rogándole fuese breve su vuelta. En fin, con mucho acompañamiento salió de la ciudad, diciendo a que tal tambo se había de ir a hacer la noche, que estaba más de cinco leguas de la ciudad.
Despidiéronse los que lo acompañaban, y él con sus dos criados y el paso lento siguió su viaje, y en cerrando noche revolvió sobre la ciudad como un rayo; y de la espía que dejó para el aviso supo cómo el galán estaba dentro de su casa. Entró en ella por las paredes, fue al aposento de su estudio, sacó de él un hacha de cera que había dejado aderezada para el efecto, encendióla, tomó un montante, al negro puso a la ventana que salía a la calle, al pijao dio orden que en derribando las puertas de la sala y recámara tuviese mucho cuidado no le apagase la hacha de cera.
Con este orden, se arrimó a las puertas de la sala, y dando con ellas en el suelo, fue a las de la recámara, y haciendo lo propio entró hasta la cama, a donde halló sola a su mujer. Por el aposento no parecía persona alguna. Detrás de las cortinas de la cama parecía un bulto, tiróle una estocada con el montante, y luego vio que estaba aquí el daño, porque herido el contrario, con la más presteza que pudo salió detrás de la cama y con su espada desnuda se comenzó a defender. Anduvieron un rato en la pelea. En este tiempo, la mujer saltó de la cama, bajó por la escalera al patio, y el pijao, dejando la hacha arrimada, la siguió y vio donde entró. El fiscal en breve espacio mató al adúltero, y salió en busca de la mujer. El pijao le dijo a dónde se había metido, que era un seno como aquel en que se metió uno de los condes de Carrión cuando iba huyendo del león. Sacóla de allí y matóla junto al muerto amigo, dejándolos juntos. Dio luego mandado a la justicia, vino al punto e hiciéronse las informaciones. El muerto era muy emparentado; revolvióse la ciudad, anduvo el pleito. En esta ocasión, bajó a Cartagena, donde halló la cédula de oidor para esta Audiencia.
El amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleitable dolencia, un alegre tormento, una gustosa y fiera herida y una blanda muerte. El amor, guiado por torpe y sensual apetito, guía al hombre a desdichado fin, como se vio en estos amantes. El día que la mujer olvida la vergüenza y se entrega al vicio lujurioso, en ese punto muda el ánimo y condición, de manera que a los muy amigos tenga por enemigos, y a los extraños y no conocidos los tiene por muy leales y confía más en ellos.
* * *
El visitador Juan Prieto de Orellana había apretado mucho la visita y cobrado muy grandes salarios; todos los presos que estaban en la cárcel cuando soltó al visitador Monzón los mandó soltar, y prendió a otros muchos, de los cuales sacó muy grandes dineros, que, como tengo dicho, a solo el capitán Diego de Ospina le costó más de siete mil pesos de buen oro el haber sido capitán del Sello Real y el haber llevado consigo la gente que trajo de Marequita.
Trajo el visitador consigo de Castilla a un yerno suyo, llamado Cristóbal Chirinos. Vivían todos juntos, y servía de buen tercero a los culpados.
Había venido en esta ocasión del Pirú un soldado, llamado Melchor Vásquez Campuzano, el cual trabó amistad con el Chirinos, y por su intercesión el visitador le dio una comisión para Pamplona y otros lugares de esta jurisdicción. Fue a su comisión el Campuzano, y vuelto a esta ciudad a dar cuenta, vinieron tras él quejas en razón de salarios, por lo cual el visitador lo mandó prender; y estando en la cárcel, un domingo salió de ella y se fue a San Agustín, llevando consigo a un negro que le había traído la espada y una escopeta. Contó a los frailes su trabajo, los cuales le subieron al caballete del tejado de la iglesia, metiéndolo entre él y el encarrizado. Al tiempo que hicieron esto, parece que lo vido un muchacho que andaba por allí.
Sabido por el visitador el caso, mandó que los alcaldes ordinarios fuesen a la iglesia y lo sacasen de ella y lo volviesen a la cárcel. Fue la justicia ordinaria a hacer esta diligencia; buscaron todo el convento y no le hallaron. El muchacho que vio esconder al Campuzano, hablando con otros muchachos preguntó:
–“¿Qué buscan?”.
Respondiéronle los otros:
–“Aun hombre que se huyó de la cárcel”.
Dijo el muchacho:
–“Ese hombre allí lo escondieron los Padres”.
Oyeron a los muchachos algunos de los que allí había, con lo cual la justicia dio orden de sacarle; y desentejando el tejado, dijo el Campuzano:
–“Al primero que viere el rostro, le tengo que meter dos balas en el cuerpo”.
Con lo cual los que desentejaban se retiraron.
Había ya corrido la voz por la ciudad; vino Porras, portero de la Real Audiencia, que también fue enviado. Comenzó a hablar con el Campuzano, aconsejándole, trayéndose muchos ejemplos y requiriéndole. Respondióle el Campuzano con gran flemaza, diciéndole:
–“Padre San Pablo, ¿a dónde predica mañana?”.
Con lo cual el Porras no le habló más palabra.
Entró en esta ocasión el alguacil mayor de Corte, Juan Díaz de Marcos, con orden del visitador para que atropellando por todas las dificultades y estorbos sacase al Campuzano y lo volviese a la cárcel. Empezó el alguacil mayor a hacerle requerimientos que se bajase de allí y se diese a prisión, a lo cual le respondió Campuzano que “no pensaba hacer tal”. A este tiempo, le dijo el negro que estaba con él, en voz alta que le oyeron todos:
–“No te des, señor, que en siendo de noche yo te sacaré y te pondré en salvo”.
A este tiempo dijo el alguacil mayor:
–“Arrimen aquí las escaleras, que yo subiré el primero”.
Fuéronlas arrimando junto al altar mayor, porque hacia aquella parte estaba el Campuzano, el cual dijo, hablando con el alguacil mayor:
–“Subid, barril de anchovas, que ¡voto a Dios! que yo os meta dos balas en el cuerpo con que rodéis por las escaleras que ponéis”. Pasaron otros muchos dichos ridiculosos.
Entró en la iglesia a este tiempo Cristóbal Chirinos, yerno del Visitador, y le dijo:
–“Señor Melchor Vásquez Campuzano, vuesamerced se baje de ahí y se vaya conmigo”.
Respondió el Campuzano:
–“Como vuesamerced me dé la palabra de llevarme de su amparo, yo bajaré”.
Respondió el Chirinos:
–“Aunque yo valgo poco y puedo poco, yo recibo a vuestra merced debajo de mi amparo. Bájese vuestra merced de ahí; pongan las escaleras”.
Y bajándose, fue con el Cristóbal Chirinos, el cual lo llevó derecho a la cárcel; y dentro de tercero día, en unas fiestas de toros, lo vimos muy galán y pasear la plaza; y dentro de otros ocho días llegó la requisitoria de la Audiencia Real de Lima, con la cual le prendieron, y con cuatro guardas y bien aprisionado lo remitieron a aquella ciudad.
Tenía el Campuzano un hermano en la Ciudad de los Reyes en el Pirú, hombre honrado y hacendado. Este tuvo un encuentro con otro hombre rico, llamado Francisco Palomino, de donde salió afrentado.
Bajó el Melchor Vásquez Campuzano del Cuzco, a donde había muchos años que residía, a ver a su hermano, el cual le contó lo que le había pasado con el Palomino, y cómo le había puesto la mano en el rostro. Puso luego el Campuzano la mira en la satisfacción. Díjole el hermano que quería ir a casa del Palomino, que le enseñase la casa. Díjole el hermano que cuando quisiese él se la enseñaría e iría con él.
Aliñó el Campuzano lo que le importaba, y fuéronse los dos juntos. Quedóse el hermano en la calle, y el Campuzano, como no era conocido, entró en la casa y halló al Palomino con cuatro o cinco soldados, que se asentaban a comer. Díjole cómo le traía unas cartas del Cuzco. Levantóse el Palomino a recibillas con comedimiento. Llevaba el Campuzano un pliego hechizo, fuéselo a dar, y al tiempo que alargó la mano hízolo caedizo. Acomidió a quererlo alzar; anticipóse el Palomino a alzarlo, y en este tiempo sacó el Campuzano un palo que llevaba; diole con él cuatro o cinco palos, que lo tendió a sus pies. A este tiempo, los soldados que estaban a la mesa saltaron de ella, tomaron sus espadas y acometieron al Campuzano, el cual peleó valientemente hasta retirarlos. En la pendencia le quitaron las narices. Salió de la casa a la calle, donde estaba el hermano, que no había oído ni sentido nada de la pendencia. Díjole:
–“¿Qué ha sucedido, hermano; sin narices venís?”.
–“¿Sin narices?”, dijo el Campuzano, que hasta entonces no las había echado menos, con la cólera.
–“¡Pues he volver por ellas, voto a Dios!”.
Y entrando en la casa otra vez, las sacó ya frías, Abrióse el brazo para calentarlas con la sangre, y tampoco tuvo remedio. Servíanle unas de barro, muy al natural. Esta fue la causa por que vino a este Reyno y por la que le llevaron preso a Lima.
No se recelaba el Campuzano de ir a la cárcel de Lima; lo que temía era que lo habían de matar sus enemigos en el camino antes de llegar a ella. En razón de esto y de su soltura, escribió a su hermano de secreto, el cual le previno gente y el orden que habían de tener en matar los guardas que lo llevaban. Había el Campuzano señalado los puestos donde se había de hacer el hecho. Pasó por todos ellos sin ver ninguna persona ni remedio para su soltura, y perdidas ya las esperanzas, fueron caminando. Pues bajando una quebrada áspera y montañosa, le salieron dos hombres enmascarados. El Campuzano que reconoció la gente que era, les dijo: “Señores, ya es tarde, antes había de haber sido; no se haga ningún daño, sólo se me hagan espaldas hasta que yo llegue a la cárcel, porque esto es lo que agora conviene, que no quiero que se pierda nadie por mí”. Con esto prosiguió su viaje, sirviéndole los enmascarados de retaguardia hasta llegar a la ciudad, donde le llevaron a la cárcel; de la cual salió en breve tiempo desterrado, que todo lo alcanza el dinero. Volvióse a esta ciudad de Santa Fe y de ella fue a la gobernación de Venezuela, donde se casó honradamente y con buen dote, y en ella murió. De las guardas que lo llevaron, que eran vecinos de esta ciudad, se supo todo lo aquí referido.
El licenciado Gaspar de Peralta era hombre brioso y de ánimo levantado; sufría mal cosquillas, traía todavía el Pirú en el cuerpo. Empezó a haber entre él y el visitador Orellana toques y respuestas, que no era de mejor condición, por no decir peor.
Parecióle al visitador que aquellos principios olían a otra revuelta como la de Monzón. Anticipóse al remedio; hizo en su casa auto de suspensión contra el Peralta. Aguardó a que estuviese en el Acuerdo, subió en una mula y fuese hacia las casas reales; y debajo de la ventana del Acuerdo echó el bando de la suspensión contra el oidor Peralta. A este tiempo, el licenciado Alonso Pérez de Salazar, que no sabía de estos encuentros nada, corrió al bastidor de la ventana del Acuerdo, y como vio al visitador, y vio lo que pasaba, le dijo:
–“¿Qué queréis aquí? ¿A qué venís? ¡Por vida del rey!, que si os arrebato, que os tengo de dar el pago de vuestro atrevimiento”.
Díjole el visitador, dando de cabeza:
–“Pues ¡por vida del rey! que me la habéis de pagar”.
Luego al punto y sin quitarse de allí, mandó al Secretario Pedro de Mármol hacer el auto de la suspensión contra Salazar, y lo firmó y publicó, dando por traidores a todos los que estuviesen dentro de las casas reales y diesen favor y ayuda a los oidores. Habíanse salido de ellas todos los más con tiempo; mandólas cercar con gente. De los que quedaron dentro, como vieron que se ponía la cerca a las casas, fuéronse huyendo por las paredes a la calle, por estar ya las puertas cerradas. Entre ellos, fue uno el capitán Cigarra, que por ser mucho de la casa de Salazar y su amigo le fueron siguiendo algunos apasionados; y antes que entrase a San Agustín, por donde había enderezado, le dieron una gran cuchillada en la cabeza. Otros corrieron mejor y se metieron en la iglesia. Fue este día de grande alboroto para esta ciudad.
Aquel prelado de valor, que le tenía Dios para el remedio y reparo de todas estas cosas, salió luego, acompañado del Tesorero don Miguel de Espejo y de otros prebendados. En fin, la presencia del señor arzobispo lo sosegó todo. A los oidores dieron sus casas por cárcel. Quedó la Real Audiencia sin juez ninguno, porque el doctor Francisco Guillén Chaparro, que ya era oidor, estaba ausente visitando la ciudad de la Trinidad de los Muzos y la villa de La Palma. El licenciado Bernardino de Albornoz, que en aquella sazón venía por fiscal, no había llegado; por manera que tres días tardó en venir el doctor Chaparro a la Real Audiencia. Diego Hidalgo de Montemayor, que era alcalde ordinario aquel año, proveyó peticiones debajo de dosel.
En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro. Cómo un indio puso fuego a la Caja Real por roballa. Lo sucedido a Salazar y Peralta, y al visitador Orellana en Castilla. La venida del doctor Antonio González, del Consejo Real de las Indias, por presidente a este Reino, y la muerte del señor Arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, y los que se proveyeron en su lugar, que no vinieron
Luego que el doctor Francisco Guillén Chaparro tomó a su cargo el gobierno de este Reino, dentro de breve tiempo llegó a la Real Audiencia el licenciado Bernardino de Albornoz, que vino por fiscal, que fue por fin de dicho año de 1584. Pues en esta sazón y tiempo, un clérigo, que se llamaba el Padre Reales, fue a la caja real, a fundir y ensayar una partida de oro que había traído de la gobernación. Llevó consigo un indio que lo servía, que lo había traído del Pirú; al cual traía tan bien tratado, que lo traía vestido de seda y con espada y daga. Traía este indio de ordinario un tocado blanco atado a la cabeza, que le tapaba hasta las orejas.
Pues estando quintando el oro, estaba el indio sentado sobre un poyo de la ventana de la caja, cuya pared era de ladrillo. Pues allí sentado, consideró su fuerza y la que la real caja tenía de llaves, y la noche siguiente volvió a la ventana, y por la parte de afuera le hizo gran agujero, que pudo entrar. Allegó a la caja y hallóla con su llaves; pues visto que por allí no podía hacer lance, volvió a salir y fue en busca de candela, y volviéndose a la caja, le puso fuego por la cabecera donde estaban los papeles, que si acierta a ponerlo por donde estaba aprestando el dinero para enviar a Castilla.
Por el agujero que hizo metió la mano, por donde puso el fuego y alcanzó algunos pedacitos de oro de lo que se había quintado aquellos días; y con ellos y con los que habían quedado en la bacinilla sobre la mesa, se salió llevándose la sobremesa, que era de paño, y la bacinilla. Por entre los papeles quedó algún fuego, con el cual se iba quemando toda la caja.
Amaneció el día; era muy grande la humareda. Acudió la gente, diciendo: “¡Que se queman las casas reales!”. Hicieron abrir las puertas y luego echaron de ver que el humo salía de la caja real. Acudieron a llamar a los oficiales reales, los cuales acudieron al punto, abrieron las puertas, mataron el fuego, aunque no se pudieron favorecer los muchos papeles y escripturas que se quemaron, por haber sido el principio del fuego por aquella parte. Halláronse presentes el oidor y el fiscal; de allí se fueron al Acuerdo, mandaron prender la gente sospechosa y vagamunda, tomáronse los caminos, no dejaban entrar ni salir persona alguna. Hiciéronse otras muchas diligencias, y no se hallaba rastro ninguno, aunque estaban las cárceles llenas de hombres.
El contador jerónimo de Tuesta, el tesorero Gabriel de Limpias Y el factor Rodrigo Pardo hacían en sus casas muy apretadas diligencias con sus esclavos, que acudían a la caja a marcar el oro; y lo propio hizo Hernando Arias Torero, a cuyo cargo estaba la fundición, y Gaspar Núñez, el ensayador, y no hallaron cosa de sospecha. Fuese enfriando el negocio, y soltando presos. Al cabo de algunos días, el indio que hizo el hurto se fue a jugar con un muchacho de Hernando Arias, el cual le ganó seis panecillos de oro, los más chicos; con ellos se levantó del juego y se vino a la tienda de Martínez, el tratante, a comprarle una camiseta patacuzma del Pirú, que había días que trataba de comprársela. El indio ladrón le dio al muchacho otro pedacillo de oro diferente, diciéndole: “Compra esto de colación, y jugaremos, que aquí tengo más oro”. Con esto se apartaron, aunque el ladrón siempre le vino siguiendo y se puso a acecharle a la esquina de Santo Domingo. Llamábase el muchacho Juan Viejo. Díjole al Martínez:
–“Yo vengo, señor, a comprar la patacuzma, que aquí traigo oro”.
Díjole el Martínez:
–“Da acá, Juan, veamos cuánto traes”.
El muchacho le sacó dos pedacillos de oro. En tomándolos el Martínez en las manos, conoció que era oro de quintos, porque no tenía más que la ley, sin otra marca. Díjole al muchacho:
–“¿Tienes más oro de este? Dalo acá, darete la camiseta, y lo demás te daré en oro corriente, que tú no sabes lo que vale esto”.
Entonces le sacó el muchacho los otros cuatro pedacillos que le quedaban. El Martínez le dio la camiseta y le dijo:
–“Espérame aquí, cuídame la tienda, que voy por oro corriente para darte”.
Fuese luego a casa de Hernando Arias, amo del Juan Viejo, mostróle el oro y díjole cómo su muchacho lo traía. Alborotóse el Hernando Arias al ver que en persona de su casa se hubiese hallado principio del hurto de la real caja. Sosegóse, y para se enterar mejor fuese con el Martínez a su tienda, trajeron al muchacho y de él supieron lo que pasaba.
El indio ladrón, que desde donde estaba acechando vio llegar al Juan Viejo y conoció a su amo, sospechó lo que podía ser. Salióse de la ciudad y fuese metiendo por los pajonales y arcabuquillos, que por aquellos tiempos había por debajo de la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves. El Hernando Arias con el muchacho y con el Martínez fueron a casa del doctor Chaparro, que presidía, y diéronle cuenta del caso.
Al punto mandó el oidor salir gente de pie y a caballo en busca del indio, el cual era muy conocido por andar, como tengo dicho, vestido de seda. Fuéronle siguiendo por la legua que tomaron de él y por donde le habían visto pasar; salieron al campo en su seguimiento. Era ya muy tarde cuando se hizo esta diligencia; cogióles la noche y un grande aguacero, con que se volvieron sin hacer cosa alguna.
Otro día fue un negro de Francisco Ortega, que llamaban Xarife, a hacer yerba para los caballos de su amo, y andándola cogiendo por entre aquellos pajonales, topó con el ladrón. Diole voces, diciéndole: “¡Ah ladrón, ah ladrón!”. Fue tras él y rindiósele; maniatólo fuertemente, y rabiatado a la cola de un caballo de los que traía cargados de hierba, lo metió en esta ciudad. Lleváronlo a la cárcel, tomáronle la confesión, confesó el hurto de la real caja, de llano. Estándole tomando la confesión, le quitaron el tocado que traía ordinariamente puesto en la cabeza, y halláronle ambas orejas cortadas, por la cual razón le pusieron a cuestión de tormento. Confesó célebres hurtos hechos en el Pirú y en la Gobernación de Popayán, y entre ellos confesó uno miraculoso que había hecho en esta ciudad, en la santa iglesia Catedral, que aunque pareció la propia mañana que se hizo, nunca se supo quién fuese el autor de él hasta este punto, que pasó así:
El sacristán Clavijo tenía la costumbre de cerrar, en siendo honra, la puerta principal de la iglesia, y luego subía al campanario a tocar la oración del Ave María, lo cual hecho cerraba su sacristía, y por la segunda puerta, que tenía postigo, se iba a cenar a casa de su hermano Diego Clavijo, a donde se detenía hasta las nueve o diez horas de la noche. El ladrón le tenía muy bien contados los pasos. Entróse en la iglesia como que iba a hacer oración, aguardó a que subiese al campanario, y al punto se metió debajo de la tumba que estaba en la iglesia. El sacristán cerró sus puertas y fuese a cenar; el ladrón salió de la tumba, fuese al altar mayor, quitóle a la imagen de Nuestra Señora la corona y una madeja de perlas que tenía al cuello, descolgó la lámpara de la Virgen, que era grande, y apagó la del Santísimo; lo cual hecho aguardó al sacristán; el cual habiendo venido, como entró a la iglesia y vio la lámpara apagada, tomó un cabo de vela y salió a buscar lumbre por aquellas tiendas, dejando el postigo abierto.
A este tiempo salió el ladrón con el hurto encaminándose a su casa, que estaba a tres cuadras de la iglesia, en las casas de María de Ávila, encomendera de Síquima y Tocarema, a donde el clérigo su amo era doctrinero. Pues de ninguna manera el ladrón pudo acertar con la puerta de su casa; pasó hasta el río de San Francisco, a donde lavó la lámpara; fue a la puente, y de ella a la calle real hasta la iglesia, y de ella fue otra vez hacia su casa, y tampoco pudo topar con la puerta. Volvió al río y a la puente, y viniendo por la calle real, ya cerca de la iglesia, comenzaron a cantar los pajaritos. Entonces allegó a la puerta de la iglesia por donde había salido, y soltó la lámpara, corona y madeja, y fuese a su casa, y entonces topó con la puerta de ella, donde se entró.
El sacristán Clavijo volvió con la lumbre, encendió la lámpara y fuese a acostar. Muy de mañana se levantó a aderezar el altar mayor, y estándolo componiendo alzó la cabeza y vio la imagen sin corona y madeja; echó de menos también la lámpara grande. Fue corriendo, abrió la puerta; iba tan desatinado que hasta que tropezó con la lámpara no la echó de ver. Llamó a algunas personas que andaban ya levantadas para que viesen lo sucedido; y como no faltó nada, no le hizo ninguna diligencia, ni se supo hasta que este ladrón lo confesó; al cual, sustanciada la causa, le condenaron a muerte de fuego, y se ejecutó la sentencia en esta plaza pública.
He querido decir todo esto para que se entienda que los indios no hay maldad que no intenten, y matan a los hombres para roballos. En el pueblo de Pasca, mataron a uno por roballe la hacienda, y después de muerto pusieron fuego al bohío donde dormía, y dijeron que se había quemado. Autos se han hecho sobre esto, que no se han podido substanciar; y sin esto, otras muertes y casos que han hecho. Dígolo para que no se descuiden con ellos.
* * *
El visitador Juan Prieto de Orellana abrevió con su visita, recogió gran suma de oro, y con ello y los presos oidores y el secretario de la Real Audiencia, Francisco Velásquez, y otras personas que iban afianzadas, salimos de esta ciudad para ir a los reinos de España, por mayo de 1585. Iban de compañía el licenciado Salazar y el secretario Francisco Velásquez, porque Peralta, como sintió a Salazar tan pobre, hizo rancho de por sí. Habíasele muerto a Salazar la mujer en esta ciudad. Estos gastos y las condenaciones del visitador le empobrecieron de tal manera, que no hubo con qué llevar sustento en el viaje para él y sus hijos y los que servíamos, que si el secretario Velásquez no llevara tan valiente bastimento como metió, pasáramos mucho trabajo. Fue en tanto grado el sustento, que llegados a Castilla hubo el secretario de enviar en aquella flota que venía a Indias a Juan Camacho, un pariente suyo, para que le llevase dineros y otros recaudos, y le dio de los matalotajes que habían sobrado, y después afirmó el Juan Camacho que había metido bizcocho, quesos y jamones en esta ciudad, de los que se habían llevado de ella a Castilla, y llevamos en el viaje de esta ciudad hasta la de Cartagena.
Fueron muchos los enfados y disgustos que tuvieron con el visitador, porque tenía por gloria afligir a los que llevaba presos; y en Cartagena intentó, al tiempo del embarcar, llevallos presos en la Capitana, donde él se había embarcado, lo cual sintieron mucho. Procuraron el remedio por vía del gobernador. Respondió:
–“Que no tenía jurisdisción, pero que hablaría con el general, para ver el orden que claba”.
El cual respondió:
–“Que se metiesen en el agua, que en ella mandaría él lo que se había de hacer”.
Llegó el día de la embarcación; iban el oidor y el secretario y los demás de su servicio en un batel. Yendo navegando hacia los navíos, nos alcanzó una chalupa, en la que venían el alguacil del visitador y el secretario Mármol. Preguntaron si iba en el batel el licenciado Salazar y el secretario Velásquez. Respondieron que sí iban. Dijo el alguacil:
–“Pues gobernad hacia la Capitana”.
Ya teníamos a este tiempo visto que había partido de ella la chalupa, con la bandera, y enderezaba a nosotros. Luego que llegó preguntaron:
–“¿Va en ese batel el licenciado Salazar y el secretario Velásquez?”.
Respondieron que sí. Dijo el escribano de la Capitana:
–“¿Qué nao tienen fletada?”.
Respondieron:
–“La Almiranta vieja”.
Dijo el alguacil de la Capitana:
–“Pues gobernad a la Almiranta vieja”.
Aquí fueron los toques y respuestas entre las dos chalupas y los que venían en ellas. En conclusión, el escribano de la Capitana respondió al secretario Mármol, diciéndole:
–“Váyase en buena hora, o en esotra, que si el visitador manda en tierra, aquí manda el general; gobernad timones a la Almiranta vieja y venid tras mí”.
Tomó la delantera, seguímosle y aquí acabó Prieto de Orellana con sus enfados, aunque después los tuvo en Corte muy grandes, porque le probaron que había llevado de este Reino más de 150.000 pesos de cohechos* y lo prendieron y murió en la prisión, pobre y comido de piojos, que así se dijo. Salieron a pedir limosna para enterrallo, llegaron a un corrillo a donde estaba el secretario Francisco Velásquez, a pedilla. Preguntó quién era el muerto, respondiéronle que el licenciado Juan Prieto de Orellana, visitador del Nuevo Reino, que había muerto en la cárcel. Respondió el secretario:
–“Pues no pidan limosna, que yo le enterraré”.
Y le hizo muy honrado entierro, que esta caridad le valió después mucho con la majestad de Philipo II, pues mandó que todos los negocios del secretario Francisco Velásquez se cometiesen al doctor Antonio González, del Consejo Real de las indias, que venía a este gobierno, y así se hizo.
Viéronse los autos de los oidores Salazar y Peralta en el Real Consejo; hubo quien ponderase mucho las muertes de Bolaños y Sayabedra, y quien apretase a Peralta en la muerte de Ontanera y otras cosas. El Real Consejo declaró haber hecho justicia, dándolos por buenos jueces y restituyéndolos a sus plazas.
El licenciado Gaspar de Peralta volvió a ella en tiempo del doctor Antonio González. El licenciado Salazar se excusó con Su Majestad y quedóse en España. Sucedióle, pues, que como estaba tan pobre, tomó capa de letrado y fuese a abogar a la Sala del Consejo. El presidente reparó en él y preguntóle:
–“¿No sois vos el licenciado Alonso Pérez de Salazar?”.
Respondióle:
–“Sí soy, señor”.
Dijo el presidente:
–“¿Pues no gobernasteis el Nuevo Reino de Granada como oidor más antiguo?”.
Respondióle que sí. Preguntóle:
–“¿Pues qué habéis hecho de la ropa que os dio Su Majestad?”.
Respondió que “no la podía sustentar”. Replicó:
–“¿Pues no os dio renta Su Majestad?”.
Respondió que “sí, pero que toda se había gastado en la muerte de su mujer y en las encomendaciones del visitador Orellana”. Díjole el presidente:
–“Idos a vuestra casa y tomad la ropa que os dio Su Majestad, que aquí se tendrá cuenta con vuestra persona”.
Con esto se salió de la sala y se fue a su casa, sin volver más al Consejo. Pasados algunos días, sucedió que entre Su Majestad y una duquesa extranjera había pleito sobre ciertos pueblos y tierras de su Estado. Estaba ese pleito comprometido a un juez árbitro en una consulta. Dio la duquesa memorial a Su Majestad. Preguntó el rey en qué estado estaba aquella causa. Respondiéronle que estaba comprometida. Dijo:
–“¿Pues no hay un juez o persona que la determine?”.
A este tiempo se acordó el presidente del Consejo de indias de licenciado Alonso Pérez de Salazar, y díjole al rey:
–“Aquí está, señor, el licenciado Alonso Pérez de Salazar, que gobernó el Nuevo Reino de Granada, mándelo Vuestra Majestad, se le comprometerá”.
Dijo el rey:
–“Comprométasele”.
En esta conformidad le llevaron los autos, y habiéndolos visto muy bien, los sentenció en favor de la duquesa. Enviólos algo tarde al secretario donde pendían, y aquella noche se fue a Valcarnero, de donde era natural. La duquesa, que sintió la sentencia en su favor, en otra consulta dio memorial a Su Majestad. Preguntó qué había resultado. Dijéronle que había salido en favor de la parte contraria. Dijo el rey: “Sería justicia”; sin replicar más palabra, ni se trató más de este pleito.
He querido decir todo esto para que se vea qué tal era este juez en materia de hacer justicia, y por pagarle algo de lo que deseó hacer por mí. Mas fue otra la voluntad de Dios, que sabe lo mejor.
Al cabo de más de seis meses murió el fiscal del Consejo de indias; fue la consulta de Su Majestad y copia de los consulados. Tomó el rey la pluma, y por bajo de los nombrados dijo: “El licenciado Alonso Pérez de Salazar, fiscal del Consejo de Indias”. Con lo cual se hizo muy gran diligencia en buscarle, y no le hallaron ni sabían de él, ni quien de él diese razón; con lo cual en otra consulta que llevaron los propios consulados y por bajo de ellos dijeron:
–“El licenciado Alonso Pérez de Salazar no parece”.
Volvió el rey a tomar la pluma, y dijo:
–“El licenciado Alonso Pérez de Salazar, fiscal del Consejo de Indias, en Valcarnero le hallarán”.
Sabía el rey dónde estaba, y todos los consejeros, porque a Philipo II, por especial gracia, no se le escondía cosa. Trajéronle a su plaza, y dentro de poco tiempo ascendió a ser oidor del consejo, y dentro de seis meses, poco más o menos, murió, quedando yo hijo de oidor muerto, con que lo digo todo. Pobre y en tierra ajena y extraña, con que me hube de volver a indias.
Durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro, que gobernó solo con el fiscal Albornoz, casi cinco años, manteniendo todo este Reino en paz y justicia, sin que de él hubiese quejas. En este tiempo, sucedió que en la ciudad de Tocaima, don García de Vargas mató a su mujer, sin tener culpa ni merecerlo, y fue el caso: en esta ciudad había un mestizo, sordo y mudo de naturaleza, hijo de Francisco Sanz, maestro de armas. Este mudo tenía por costumbre, todas las veces que quería, tomar entre las piernas un pedazo de caña, que le servía de caballo, y de esta ciudad a la de Tocaima, de sol a sol, en un día entraba en ella, con haber catorce leguas de camino. Pues fue en esta sazón a ella, que no debiera ir.
Habían traído a la casa grande de Juan Díaz un poco de ganado para de él matar un novillo; desjarretáronlo, era bravo y tuvieron con él un rato de entretenimiento. El mudo se halló en la fiesta. Muy grande era la posada de don García, y a donde tenía su mujer y suegra. Cuando mataron el novillo estaba el don García en la plaza. Pues viniendo hacia su casa topó al mudo en la calle, que iba de ella. Preguntóle por señas de dónde venía; el mudo le respondió por señas poniendo ambas manos en la cabeza, a manera de cuernos; con lo cual el don García fue a su casa revestido del demonio y de los celos con las señas del mudo, topó a la mujer en las escaleras de la casa, y diole de estocadas. Salió la madre a defender a la hija, y también la hirió muy mal. Acudió la justicia, prendieron al don García, fuese haciendo la información y no se halló culpa contra la mujer, ni más indicio que lo que el don García confesó de las señas del mudo, con lo cual todos sirvieron el hecho por horrendo y feo. Sin embargo, sus amigos le sacaron una noche de la cárcel y lo llevaron a una montañuela, donde le dieron armas y caballos, y le aconsejaron que se fuese, con lo cual se volvieron a sus casas.
Lo que el don García hizo fue que, olvidados todos los consejos que le habían dado, se volvió a la ciudad y amaneció asentado a la puerta de la cárcel. Permisión divina, para que pagase su pecado. Volviéronlo a meter en ella, y de allí lo trajeron a esta Corte, a donde también intentó librarse fingiéndose loco; Pero no le valió, porque al fin lo degollaron y pagó su culpa. He puesto esto para ejemplo y para que los hombres miren bien lo que hacen en semejantes casos.
* * *
Informado el rey, nuestro señor, de las revueltas de este Reino, y cuán entregado había quedado con los visitadores Monzón y Prieto de Orellana, acordó de enviar un consejero que remediase las cosas de él, y así envió al doctor Antonio González, de su Real Consejo de las Indias, con bastantes poderes y cédulas en blanco para lo que se ofreciese. Partió de España al principio del año de 1589, pasada ya la jornada que el duque de Medina hizo a Inglaterra, de que no surtió cosa importante, antes bien mucha pérdida, como se verá en la crónica que de ella trata.
Y por haberme yo hallado en estas ocasiones en Castilla, deme licencia el lector para que yo diga un poquito de lo que vide en Castilla el tiempo que en ella estuve, que yo seré breve.
Había quedado gobernando en este Nuevo Reino, como tengo dicho, el doctor Francisco Guillén Chaparro, en compañía del fiscal Hernando de Albornoz, los cuales lo mantuvieron en paz y justicia más tiempo de cuatro años, porque eran personas de celo cristiano y caritativas; sólo tuvo por contrapeso el enviar los socorros a Cartagena cuando el corsario Francisco Drake infestaba sus costas, y finalmente la tomó y saqueó; y lo propio hizo de la ciudad de Santo Domingo en la isla española, como es notorio.
Esto pasaba en Indias, y de ellas el año de 1587 se fue de España, a donde intentó también saquear la ciudad de Cádiz. Entró el corsario sólo con su Capitana en la bahía, que no le pudo seguir su armada por el riguroso tiempo y gran tormenta que andaba sobre la costa, y así andaba dando vueltas de un borde a otro, que todos se admiraban de que se pudiesen sustentar sin hundirse o dar al través. En la costa entró de noche y surgió entre otros navíos que estaban en la bahía, aunque apartado de ellos; y es muy cierto que si su armada entrara antes que fuese de día, saqueara a Cádiz. En esta sazón estaban las galeras de España despalmando en el puerto de Santa María, y su general estaba en Cádiz, don Pedro de Acuña, que después fue gobernador de Cartagena, que en aquella sazón era cuatralbo de aquella armada; despalmada y aderezada la Patrona, atravesó en ella la bahía a saber de su general lo que ordenaba, el cual juntamente con el corregidor de la ciudad se andaban paseando sobre un pretil junto a la marina; como vio su Capitana, diole de mano con un pañizuelo, llegó el don Pedro de Acuña donde estaba el general, el cual le preguntó si había reconocido aquel navío que estaba surto, desviado de los otros navíos; díjole que no. Mandóle el general que fuese y lo reconociese, porque le parecía extranjero. Partió al punto don Pedro a hacer lo que se le mandaba.
El inglés, que reconoció el intento que traía la Generala, con presteza levantó el ferro y recibióla con un tiro de artillería que le llevó un banco con tres forzados. Respondióle la Generala con los dos tiros de crujía, largó el paño el inglés a su Capitana y enderezóla a la puente Suazo, llave de la ciudad de Cádiz y puerta para toda España. íbanse las dos capitanas bombardeando y escaramuzando; la de España, que tenía mejores alas, con toda presteza se metió debajo de la puente Suazo, a donde y desde donde las dos capitanas se estuvieron bombardeando dos días con sus noches.
En el uno de ellos se vio la armada enemiga a una vista, pero no pudo tomar puerto por el recio tiempo, porque la mar mandaba por los cielos, y la bahía bramaba que ponía temor a los de tierra; pero a las dos capitanas no les estorbaba el pelear, porque era mayor el fuego de la cólera, la una por el interés de romper la puente, que era el intento del inglés para que no le entrase socorro a Cádiz y podella saquear, y don Pedro de Acuña por defenderla y repararla de este daño.
La gente de la ciudad en un fuerte escuadrón había salido a la defensa de la puente, pero no podía llegar a ella porque los desviaba el inglés con su artillería. Había corrido la fama por lo más cercano de la tierra y los postas habían ido a pedir socorro. El que allegó primero fue el de San Lúcar y Santa María del Puerto; al otro día llegó la caballería de Jerez, con su infantería.
Halléme yo en esta sazón en Sevilla; que el jueves antes que llegase el aviso del socorro, se había enterrado el Corso, cuyo entierro fue considerable por la mucha gente que le acompañó y los muchos pobres que vistió dándoles lutos y un cirio de cera con que acompañasen su cuerpo. Acudió toda la gente de sus pueblos al entierro con sus lutos y cera, y todo ello fue digno de ver. Lleváronle a San Francisco y depositáronle en una capilla de las del claustro, por no estar acabada la suya.
El viernes siguiente, después de mediodía, entró el correo a pedir el socorro para Cádiz. Alborotóse la ciudad con la nueva y con el bando que se echó por ella. Andaban las justicias de Sevilla, asistentes a audiencia, alcaldes de la cuadra y todas las demás, que de día ni de noche no paraban.
El lunes siguiente en el campo de Tablada se contaron cinco mil infantes, con sus capitanes y oficiales, y más de mil hombres de a caballo, entre los cuales iban don Juan Vicentelo, hijo del Corso, y el conde de Gelves, su cuñado, cargados de luto hasta los pies de los caballos. Acompañólos mucha gente de la suya, con el mismo hábito, que hacía un escuadrón vistoso entre las demás armas; estuvo este día el campo de Tablada para ver, por el mucho número de mujeres que en él había, a donde mostró muy bien Sevilla lo que encerraba en sí, que había muchas piñas de mujeres, que si sobre ellas derramaran mostaza no llegara un grano al suelo.
Partió el socorro para Cádiz, unos por tierra, otros por el agua; y no fui yo de los postreros, porque me arrojé en un barco de los de la vez, de un amigo mío, y fuimos de los primeros que llegamos a San Lúcar, y de ella por tierra al puerto de Santa María, desde donde se veía la bahía de Cádiz y lo que en ella pasaba. Fue de ver que dentro de cuatro días se hallasen al socorro de Cádiz más de treinta mil infantes armados, y más de diez mil hombres de a caballo; y no fueron los de Córdoba los postreros, porque de ella vino muy lucida caballería y mucha infantería muy bien armada. Fue muy de ver estas gentes y el haber venido tan presto. La armada del enemigo andaba cerca de tierra, de una vuelta y otra, sin poder entrar en el puerto. Las galeras de España no los podían ofender, porque estaban desapercibidas despalmando, y el tiempo era muy recio para galeras.
El corsario Drake, visto que no podía salir con lo que había intentado, y que su armada no le podía dar ayuda, fue saliendo del puerto; y no quiso salir sin hacer algún daño en lo que pudiese. Estaba surto en la bahía aquel galeón San Felipe, famosa capitana del marqués de Santa Cruz; pasó por junto a él, que estaba sin gente ni artillería, y diole dos balazos a la lengua del agua, con que lo echó a fondo. Más adelante estaba una nao aragonesa del rey, cargada de trigo, y también la echó a fondo, y con esto se salió a la mar y se juntó con su armada. Habiendo abonanzado el tiempo, revolvió sobre San Lúcar de Barrameda dentro de diez días. Aquella barra es peligrosa, porque se entra a ella por Contadero. Envió un patache con una bandera de par y un recado al duque de Medina, suplicando le socorriese con bastimentos, de que estaba muy falto, y se moría la gente; y que de él se había de valer, como amigo antiguo y tan gran caballero.
Platicóse entonces que este don Francisco Drake había sido paje del emperador Carlos V, que se lo había dado Philipo II, su hijo, cuando volvió de Inglaterra, muerta la reina María, su mujer, y que por ser muy agudo se lo había dado al emperador su padre para que le sirviese, y que era muy aespañolado y sabia muy bien las cosas de Castilla, y que de allí nacía la conocencia y amistad con el duque de Medina, el cual le envió bastimento y regalos para su persona, enviándole a decir que le esperase, que le quería ir a ver cuando allegase la gente que le había de acompañar, Respondióle el inglés, que él no había de reñir ni pelear con un tan gran caballero y que con tanta largueza había socorrido su necesidad, porque más lo quería para amigo que no para enemigo; con lo cual se hizo a la vela, y nunca más pareció por aquellas costas, porque se volvió a Indias, donde murió.
* * *
El año siguiente de 1590 murió en esta ciudad el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, a 24 de enero de dicho año. Originóse su muerte de la caza, a que era aficionado. Contaré este caso como lo platicaban los que fueron con él.
Salió Su Señoría a cazar a Pasquilla la vieja (tres leguas de esta ciudad, poco más o menos) donde otras veces había ido al propio efecto, acompañado de sus criados y parientes y de algunos clérigos y seglares. Hízose una ramada grande en aquel sitio; convocáronse los indios de Ubaque y Chipaque, Usme y otros de aquella comarca. Fue Su Señoría a hacer noche a la ramada. Desde las cumbres de aquel páramo, la mesma noche los indios con trompetas, fotutos y otros instrumentos dieron a entender cómo estaban allí. Amaneció el día, claro y alegre; púsose Su Señoría a caballo, tomó un perro de la laja; a don Fulgencio de Cárdenas, su sobrino, y a Gutiérrez de Cárdenas mandó tomar otros, y puso las paradas de su amo quedándose a vista de todos. Comenzó a calentar el sol, y de aquellas quebradas y honduras se comenzaron a levantar unas nieblas; espesáronse de tal manera que no se veía un hombre a otro.
Acertó a venir un venado por donde estaba el arzobispo; largóle el perro y fuelo siguiendo sin que nadie le viese. La perra que tenía de laja don Fulgencio sintió el ruido; fuésele de la mano y de la laja, y fue tras el venado. Duró la niebla hasta las cuatro de la tarde; matáronse muchos venados, y con esta cudicia ninguno se acordaba del arzobispo, porque entendían que estaba en su puesto, el cual siguiendo al venado que se alargó fue a caer a las vertientes de Fusagasugá, a la parte de Bosa, a donde mató el venado, y le cogió la noche sin que nadie supiese de él.
Los que le eharon menos fueron los más cercanos, y dieron aviso a los demás. Hicieron grandes diligencias en buscarlo por todo aquello, y no parecía. Venía cerrando la noche, los indios se iban retirando. Pues andando de cerro en cerro y de quebrada en quebrada, oyeron en el caedizo de un cerro ladrar un perro. Esta era la perra que se le fue a don Fulgencio de Cárdenas, de la laja, que habiendo muerto el venado volvía en busca de otro galgo con quien estaba aquerenciada. Fueron en demanda de ella, teniendo por muy cierto que hacia aquella parte estaba el arzobispo, y no se engañaron, porque antes que llegasen a tomar la perra, ella, como si tuviese instinto de razón, tomó la delantera y fue guiando hacia donde estaba Su Señoría, el cual oía el vocear y gritar que andaba por los cerros.
Era ya de noche; traía el arzobispo una corneta de plata al cuello. A las voces tocóla, respondieron con voces y grita, con lo cual Su Señoría perseveró en tocar la corneta, con lo cual fue Dios servido que la gente allegase a donde estaba. Halláronle al pie de una peña, a donde con frailejones y su capa tenía aliñada la cama para pasar la noche. Fue muy grande la alegría que se tuvo en haberle hallado, y Su Señoría abrazaba a todos con ella. En fin, allí trenzaron una hamaca en que le metieron, y clérigos y seglares cargaron con él, que fue otro rato de gusto, por los dichos y chistes que pasaban. También llevaron el venado que tenía muerto junto a sí. Allegaron a la ramada, a donde le estaba aderezada una regalada cena, la cual cenó con mucho gusto y contando lo que le había pasado con el venado; acabó de cenar y fuese a acostar. A rato que estuvo en la cama le comenzaron a dar unos calofríos, que hacía temblar toda la cama. El licenciado Álvaro de Auñón, médico que estaba con él, le aplicó algunos remedios, y el uno de ellos fue metello en una sábana mojada en vino y muy caliente, con lo cual Su Señoría se sosegó y durmió un rato. En siendo de día se bajó a Usme, y andándose paseando junto a la iglesia entró el Padre Pedro Roldán en ella, que era cura de aquel pueblo. Díjole el Padre Pedro Roldán en ella, que era cura de aquel pueblo. Díjole que les diese misa, la cual oída se volvió a pasear. Llamó a don Fulgencio, su sobrino, y diole la corneta de plata que traía al cuello y una laja de seda que traía en el brazo, diciéndole que tomase tales y tales perros para él, y repartió lo demás con Gutiérrez de Cárdenas y los demás, diciendo que se despedía de la caza; con lo cual se vino a esta ciudad, a donde le acometió el achaque de que murió.
Téngale Dios en su santa gloria, que sí tendrá, pues era cristianísimo príncipe y padre de pobres. No dejó nada a esta santa iglesia, porque sus parientes le empobrecieron de manera que no tuvo qué dejar. Sólo dejó una capellanía de tres misas en cada un año, que sirven los prebendados. Adelante diré los arzobispos que le sucedieron y no vinieron a esta silla arzobispal.
El año antes de 1589, a 28 de marzo del dicho año, había entrado en esta ciudad el cuarto presidente, que fue el doctor Antonio González, del Consejo Real de las Indias. En el siguiente trataré de su gobierno, que este capítulo ha sido largo y estará el lector cansado, y yo también de escribirlo.
En que se cuenta el gobierno del doctor Antonio González; lo sucedido en su tiempo; la venida del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, con lo sucedido en su tiempo hasta su promoción al Pirú
Cincuenta y dos años, poco menos, eran pasados de la conquista de este Reino, hasta que el doctor Antonio González, del Consejo Real de las Indias, le vino a gobernar en la silla de presidente. Llamóse a este tiempo el siglo dorado, que aunque es verdad que en él hubo los bullicios y revueltas de las Audiencias y visitadores, esto no topaba con los naturales ni con todo el común. Singulares personas padecían este daño, y todos aquellos que querían tener prenda en él; por manera que el trato y comercio se estaba en su punto, la tierra rica de oro, que de ello se llevaba en aquellas ocasiones harto a Castilla.
Diré lo que vide y lo que oí.
A sólo el visitador Juan Prieto de Orellana le probaron sus contrarios que había llevado de los cohechos ciento y cincuenta mil pesos de buen oro, pues algo le importaría el salario legítimo, pues el secretario de la visita y los demás oficiales algo llevarían.
En esta misma ocasión, me hallé en Cartagena, a donde nos habíamos ido a embarcar; y habiendo ido a la Capitana a ver a dónde se le repartía camarote al licenciado Alonso Pérez de Salazar, porque el visitador daba en que se le había de llevar allí preso, que después se remedió, como tengo dicho. Pues este día estaban sobre cubierta catorce cajones de oro, de a cuatro arrobas, de Juan Rodríguez Cano, que en aquella ocasión se fue a España; y asimismo estaban sobre cubierta siete pozuelos de papeles de la visita de Monzón y Prieto de Orellana, y le oí decir al secretario Pedro del Mármol, que lo había sido de ambos visitadores, aquestas razones hablando con los que allí estaban: “Aquí están estos siete pozuelos de papeles y allí están catorce cajones de oro, pues más han costado estos papeles que lo que va allí de oro”. Pues qué llevarían los demás mercaderes que en aquella ocasión fueron a emplear y otros particulares que se volvían a Castilla a sus casas. Pues todo este dinero iba de este Reino.
He dicho esto, porque dije que aquella sazón era el siglo dorado de este Reino. Pues ¿quién lo ha empobrecido? Yo lo diré, si acertaré a su tiempo; pues aquel dinero ya se fue a España, que no ha de volver acá. Pues ¿qué le queda a esta tierra para llamarla rica? Quédanle diez y siete o veinte reales de minas ricas, que todos ellos vienen a fundir a esta real caja; y ¿qué se le pega a esta tierra de eso? Tercio, mitad y octavo, porque lo llevan empleado en los géneros que hay en ella, hoy que son necesarios en aquellos reales de minas; y juntamente con esto, tenían aquellos naturales la moneda antigua de su contratación, aquellos tejuelos de oro de todas leyes; que diré por excelencia lo que pasaba.
Venían a los mercados generales a esta plaza, de tres a cuatro mil indios, y sobre las cargas de hayo, algodón y mantas, ponían unos a cien pesos de oro en tejuelos, otros a cincuenta, más o menos, como querían comprar y contratar. Finalmente, no había indio tan pobre que no trajese en su mochila colgada al cuello seis, ocho o diez pesos; esto no lo impedían las revueltas de las Audiencias.
Mucho va en los gobernadores el conservarse o destruirse las repúblicas, provincias y reinos, para cuyo remedio da dos documentos Platón a los que han de gobernar. El primero, que miren de tal manera por el provecho de los ciudadanos, que todo cuanto hagan se enderece a esto, sin mirar el provecho propio; el otro, que miren por todo el cuerpo de la república sin desamparar jamás parte de ella. A mí me parece que esto no está ya en el calendario, porque es muy antiguo. ¡Esta golosina del mandar qué de golosos trae tras sí! Mandar, aunque sea en el infierno, como dicen los ambiciosos. No les darán ese lugar allá, antes bien pagarán en sus penas lo que acá mandaron contra razón y justicia. No digo yo que hay jueces que tal hagan; pero San Inocencio, hablando con los jueces, dice: “Siempre menospreciáis las causas de los pobres con dilación y tardanza, y las de los ricos tratáis con instancia. En los pobres mostráis vuestro rigor y en los ricos dispensáis con mansedumbre; a los pobres miráis por maravilla, a los ricos tratáis con mucha crianza. A los pobres oís con menosprecio y fastidio, y a los ricos escucháis con sutileza, enarcando las cejas. “No pretendas ser juez si no vieres en ti tanto de virtudes para romper con todas las maldades. La justicia es raíz de la vida, porque a la manera que es un cuerpo sin entendimiento y razón, es una ciudad sin ley ni gobierno”.
Paréceme que el gobierno del doctor Antonio González me saca a la plaza, porque yo no quería sino irme con el hecho reservado; el derecho para el que se lo quisiere añadir; y pues he dicho la causa, digamos algo de ella. El año de 1589, a 28 de marzo, como queda dicho, entró el doctor Antonio González en esta ciudad. Hízosele un solemne recibimiento, con solemnes fiestas. Con el nombre que traía de que el rey, nuestro señor, le enviaba para que remediase esta tierra, no había ninguno que no tuviese sus cosas para remediadas, con que le aclamaron por Padre de la Patria, y que había vuelto aquel siglo dorado de Góngora y Galarza, y que gobernaba el doctor Venero de Leiva; en fin, voz popular con esperanzas mal cumplidas, que nunca logran su fe.
Traía el presidente cédula de visitador, con otras muchas, y de ellas algunas en blanco. Desde Cartagena, mientras la visitaba, envió a esta Real Audiencia al licenciado Gaspar de Peralta, que venía restituido a su plaza.
Pues acabadas las fiestas comenzó el presidente a entender en su gobierno. Lo primero que hizo fue tomar la residencia al doctor Francisco Guillén Chaparro, la cual acabada lo envió a Castilla, de donde salió proveído para Guadalajara; su compañero, el licenciado Gaspar de Peralta, y el fiscal Hernando de Albornoz salieron juntos de esta ciudad el año de 1592, por oidores de las Charcas.
Sucedió en la plaza de fiscal, en la misma sazón, el licenciado Aller de Villagómez, y con él vinieron por oidores el licenciado Egas de Guzmán, que murió en esta ciudad, y el licenciado Miguel de Ibarra, que de aquí fue por presidente de la Audiencia de San Francisco de Quito; y durante el gobierno de dicho presidente vinieron por oidores el doctor don Luis Tello de Erazo, y consecutivamente los licenciados Diego Gómez de Mena y Luis Enríquez, que todos tres fomentaron después el rigor del doctor don Francisco de Sandi, que fue el presidente que sucedió al doctor Antonio González, el cual, prosiguiendo en su gobierno, entabló el derecho real de la alcabala, perteneciente a Su Majestad; y más adelante, pareciéndole que convenía para fomentar los reales de las minas de plata que se iban descubriendo, mandó que estos naturales no tratasen ni contratasen con los tejuelos de oro por marcar de su antigua contratación, como si esto estorbase que no se sacara plata; lo cual fue a quitarle al Reino los brazos y quitarle a Su Majestad los quintos que le habían de venir de aquella moneda, que no fue el menor daño para la Real Hacienda, como se puede ver por los libros reales de aquel tiempo.
Lo tercero que hizo fue quitar de esta real caja las fundiciones que acudían a ella de muchos reales de minas, con lo cual cortó al Reino las piernas y lo dejó destroncado; porque éste, subvenido, había crecido y crecía la riqueza de aquesta tierra, y luego que la comenzó a gobernar comenzó a descaecer, que nunca más ha levantado cabeza, Ya veo que me pregunta el curioso: ¿qué útil tenía este Reino de esas fundiciones? Respondo: que todos los que venían a fundir el oro, quitado mercaderes, dejaban aquí el tercio, mitad y todo, porque lo llevaban empleado en los géneros de esta tierra, de que carecían aquellos reales, porque allá llevaban el oro y lo sacaban, y no hallaban los géneros necesarios que de acá llevaban, por donde se podía ver el útil y provechos que este Reino tenía, y lo que se le quitó, que ya lo tengo dicho.
Lo cuarto que hizo fue sacar de este Reino más de doscientos mil pesos de buen oro, de composiciones de estancias y encomiendas de indios; pero esto era hacienda real; no hay que tocar en ella; y con esto llevó ochenta y cuatro mil ducados del tiempo que sirvió esta plaza, y con el ayuda de costa de venida y vuelta, con más el salario de la plaza del Consejo, que todo lo tiraba.
Yo no he de juzgar si hizo mal o hizo bien, porque no me quiero meter en la jurisdicción del agua, no me coja algún remolino y me lleve a pique. Con todo lo demás de su gobierno, fue muy buen juez y muy buen cristiano, gran limosnero, y con esto muy afable y amoroso, porque ninguno salía de su presencia desconsolado, que ya no daba dineros daba palabras; y con todo esto hubo quien le capitulase, los cuales capítulos le vinieron en esta ciudad a las manos y sobre ellos hubo harto enfado, que no quiero tocar. Sólo diré que no se los pusieron los naturales de este Reino, porque del monte sale quien al monte quema.
Sin duda que debe ser dulcísimo el mandar y gobernar, o debe de tener encerrado en sí otro secreto meloso, según los hombres anhelan por estos cargos y hacen tan apretadas diligencias por alcanzarlos. Quien nos podía decir algo de estos dulces, Moisés, por lo que tuvo de gobernador, aunque no lo buscó ni lo pretendió, porque sólo fue escogido para ello, lo podrá hacer. Queriendo Dios hacer a Moisés un dios suyo, está siete días porfiando con Dios que no ha de tomar tal oficio. Dije siete días, porque dice una historia hebrea que tantos estuvo Dios en la zarza, y claramente lo significan los setenta intérpretes y el mismo Moisés diciendo: “Señor, de mucha voluntad hiciera lo que mandáis, pero como yo sea de mi naturaleza impedido de la lengua, he estado esperando, por ver si hablando con vos se me quitaba y desde ayer que son dos días, y tres antes, que son cinco, y desde el día que habláis conmigo, que son seis, y hoy que os digo esto, que son siete, no he sentido mejoría en mi lengua. Por tanto, Señor, no enviéis a un tartamudo por legado vuestro, porque no os conviene, ni yo jamás iré”.
Sin embargo que hizo lo que Dios le mandó; pero no preguntó eso el santo profeta, sino “¿qué dulces tiene el gobernar, pues tantos lo apetecen?”. Paréceme que responde lo que dejé escrito, y os lo dirá muy largamente, que aquí no os diré sino un poquito.
“Después de los enfados de Faraón y el egipcio pueblo, y después de la incredulidad y dudas del pueblo de Dios, que era a mi cargo, y después de haber pasado el mar bermejo, con aquel estupendo milagro obrado por la vara y la voluntad de Dios, muerto Faraón y su ejército, puesto en salvo en el pueblo quiso caminar conmigo por el desierto cuarenta años. Para tan largo camino es corta la vida, que si me pudieras seguir vieras qué tales son los dulces que me preguntas; y que no dejarte en ayunas, atiende a éste.
“Habiéndome llamado Dios para darme su ley en la cumbre y alto del monte Sinaí, y habiendo dejado encargado el pueblo y su gobierno a mi hermano Aarón, al cabo de nueve o diez días que me ocupé con Dios en hablarle y recibir su ley; vuelto, pues, al cabo de este tiempo a mi pueblo, que lo tenía en gobierno, lo hallé idolatrando en un becerro de oro. Mira qué tal vista, lo dulce que se me pegaría a los labios, y la hiel, dolor y amargor que sentiría mi corazón. Día hubo que me vi tan falto de paciencia, por no decir desesperado, que le dije a Dios: “Señor, o perdonad este pueblo, o borradme de vuestro libro”. Esto y otros dulces con ellos tuve en el gobierno; y cuando pensé de gozar de alguna dulzura viéndome en la tierra de promisión, a vista de ella morimos yo y mi hermano Aarón”.
Paréceme que aquí hay poco dulce; preguntémosle a jeremías. No dirá nada, porque por no encargarse de almas se hizo niño. Pues Jonás por no ser profeta mudó de oficio, haciéndose mercader en Tiro. Agustino, en sabiendo que estaba vacío algún obispado, huía porque no lo eligiesen. ¡Cuánto resistió el glorioso Ambrosio porque no le diesen la mitra! El santísimo Gregorio huyó de tal suerte del pontificado, que si no fuera por una columna de fuego que viniendo del cielo señalara dónde estaba, jamás se le sentara en la silla. Y ¿a quién no asombra el anacoreta Antonio, que porque no le hiciesen obispo se cortó la oreja derecha? Todos éstos sabían cuántos vuelcos hace dar la cama muelle y blanda del poderoso; cuánta espina hinca el centro en la mano de quien la tiene; cuántos dolores de cabeza de la real corona, y cuántas zozobras trae consigo la sagrada tiara, el honroso capelo, la preciosa mitra y todas las demás grandezas de este mundo. Pues ¿quién lo ha de gobernar? El lugar y oficio de regir y gobernar se ha de negar a los que le desean, procuran y apetecen, y se ha de dar y ofrecer a los que huyen de él.
Al tiempo que el doctor Antonio González entabló el real derecho de la alcabala en este Reino, no faltaron algunos rumores y cosquillas en él sobre recibirla; particularmente el Cabildo de la ciudad de Tunja fue el que hizo la mayor resistencia, por la cual razón le mandó el presidente venir a esta Corte; y estándose tratando de este negocio, llegó la nueva de los alborotos de la ciudad de San Francisco de Quito, sobre no querer recibir la alcabala, y a esto se añadió que la Ciudad de los Reyes y el Cuzco estaban de parecer de no recibilla, que todo esto paró en viento, con lo cual el doctor Antonio González mandó al receptor d e la alcabala que no apretase en la cobranza, sino que el que quisiere pagarla, buenamente pagase, y que el que no quisiese no se apremiase, hasta ver en qué paraban las revoluciones del Pirú, con lo cual el Cabildo de Tunja se volvió a su ciudad sin asentar cosa alguna.
Pues sucedió que al cabo de algunos días, algunos regidores y otras personas principales de aquella ciudad se fueron a holgar al pueblo de Bonza, encomienda del capitán don Francisco de Cárdenas, y donde era cura y doctrinero el padre fray Pedro Maldonado, del Orden de Santo Domingo, que los hospedó en su casa. Pues en un día de los de esta huelga y fiesta se movió plática en razón de la alcabala. Servía el dios Baco la copa y llevaba el contrapunto a la plática, y subiólo tan de punto que vino a hacer reyes, duques, condes y marqueses, y formar corte.
La voladora fama, que vestida de lenguas pasó por allí, entendió la cosa y de ella le dio aviso al presidente, aunque no faltó quien dijese que de la mesma baraja salió una carta que se lo dio, porque el vino es un gran descubridor de propias faltas y ajenas. Decían por refrán los antiguos, que “el vino andaba sin calzas”, porque el que está beodo todos los secretos y vicios que tiene descubre. Sabido por el presidente lo que pasaba, envió por los comprehendidos, que fueron: el capitán Carvajal, el capitán Pacheco y Pedro Muñoz Cabrera, y los tuvo presos en esta ciudad, y en la primera ocasión con lo actuado los envió a España, porque para el mal nunca faltan malos, por no decir testigos falsos. En Castilla se entendió luego la substancia de la cosa, y mandáronles dar descargos de la calumnia.
Todas estas inquietudes acarreó el vino, porque le bebieron todos, y luego se acusaban los unos y los otros, y de una pulga hicieron un caballete, que para componerlo costó muy buenos dineros a los unos y a los otros, y muy buenos azotes a los declarantes. En conclusión, con los descargos que les llevaron de este Reino mandó Su Majestad que los enviasen a sus casas.
Excelentísimo licor es el vino, porque si otro mejor hubiera, en él instituyera Cristo Nuestro Señor el sacramento de su preciosa sangre; pero los hombres usando mal de él lo hacen malo, como se vio en el magno Alejandro, que tomando el vino mató a su amigo Clito, quemó la ciudad de Persépolis, empaló a su médico y cometió otros crímenes estupendos y atroces. Más le valiera el médico ser pastor de ovejas que médico de Alejandro. Lot, embriagado y harto de comer y beber, se acostó con sus dos hijas torpemente. Cuatro viejos se desafían dos a dos en un banquete a beber los años de su edad, y contados, el que bebía al otro había de beber tantas veces como tenía el otro de años, y el más mozo era de cincuenta y ocho años, el segundo de setenta y cuatro, el tercero de ochenta y siete, y el cuarto de noventa y dos; y se escribe que el que bebió menos bebió cincuenta y ocho tazas de vino, y que alguno bebería noventa y dos. En los vinos hay malos y buenos, y en los hombres que lo beben corre la mesma cuenta. Hase de entender que los buenos lo beben destemplado con agua, para conservar la salud, y los malos lo beben puro hasta embriagarse y perderla, y suele costar también la vida. De mí sé decir que en todo el año no lo veo ni sé qué color tiene, y no me lo agradezcan, porque esto es no por la voluntad, sino a más no poder.
Quiero acabar con este gobierno, que me ha sacado de mis casillas y de entre mis terrenos, y antes que concluya diré una cosa, que fue y pasó así:
El doctor Antonio González bien conoció haber errado en quitar a los naturales la moneda y a esta real caja las fundiciones; y lo confesó él con estas palabras. Importunado de sus amigos y de los que bien sentían el daño y menoscabo de la tierra, estando una noche con él alguno de ellos, que se movió esta plática, enderezó el presidente sus razones a Antonio de Hoyos, su secretario, diciendo: “Paréceme que en esto de haber quitado de esta real caja las fundiciones y el oro por marcar de los naturales, no se ha acertado; pero yo tengo la condición del Nilo, venga otro y remédielo”. Este otro no ha llegado, el Reino se está con su calentura, doliente y enfermo. Licencia tiene para quejarse, que ésta se concede a todos los enfermos. Lo que yo le aconsejo es que no pare en sólo quejarse, sino que procure médico que le cure, porque de no hacerlo, le doy por pronóstico que se muere.
De aquellas razones que el presidente dijo a su secretario se colige que motu propio, y por parecerle que convenía y que acertaba, quitó las fundiciones y la moneda; porque querer decir, como algunos dijeron entonces, que por cédula de Su Majestad que vino con la de alcabala lo hizo, contradícelo la razón; porque no había de dar el rey, nuestro señor, contra su real hacienda y quintos reales tal cédula, salvo si de las que el presidente trajo en blanco hínchese alguna, que ésta nunca se vio.
Muy gran letrado era el doctor Antonio González y sabía muy bien; no ignoraba lo malo y lo bueno; bien podía haber visto un lugar en la Escritura Sagrada, muy esencial a este propósito. El juez de vivos y muertos, Cristo Señor Nuestro, epilogó con las palabras que de sí mismo dijo, todo lo que se puede decir que a buen juez convenga, conviene saber: “Ninguna cosa puedo yo hacer de mi autoridad; de manera que oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no pretendo mi voluntad sino la de mi Padre que me envió”. Vean agora los hombres doctos lo que hizo el presidente, y vean la doctrina y levántela de punto, porque yo no me he de meter en jurisdicción ajena. Basta haberlo apuntado, sin meterme en más honduras.
Durante el gobierno del dicho presidente, vino por oidor a esta Real Audiencia el licenciado Fernando de Porras, el cual en breve tiempo murió en esta ciudad.
Finalmente, el presidente, ora fuese cansado de oír quejas de este Reino, o enfadado ya de las indias, envidó, no sé si con buen punto o falso pedimento, que se le diese licencia para volver a su plaza del Consejo. Quisiéronle el envite y enviáronle la licencia, con la cual se fue luego, porque el sucesor del gobierno no se tardó mucho en venir, que fue el doctor don Francisco de Sandi, del hábito de Santiago, y entrambos presidentes se vieron en esta ciudad, bien es verdad que el doctor Antonio González en mar y tierra lo mandaba todo, porque tenía cédula de Su Majestad para ello.
Salió de Cartagena, vuelta de España, y al cabo de hartos días de navegación, volvió a arribar a la misma ciudad, y de ella envió a esta real caja a cobrar lo que se le debía de los dos mil ducados que Su Majestad le daba para el ayuda de costa de los viajes, con lo cual se volvió a España, a donde halló vivos y resucitados aquellos capítulos que tenía por muertos por haberlos cogido acá, con los cuales y otras cositas salió condenado en veintidós o veinticuatro mil pesos o ducados, de la cual pesadumbre se dijo en esta ciudad que había muerto. Pero yo digo que era llegada la hora y la voluntad de Dios, porque las llaves de la muerte y de la vida sólo Dios las tiene; aunque suelen decir que no hay muerte sin achaque. Muchas veces he oído en este Reino rezar por él, y particularmente cuando se cobran alcabalas; pero son oraciones al revés. Y con esto volvamos a nuestros arzobispos.
* * *
Por muerte de don fray Luis Zapata de Cárdenas, segundo arzobispo de este Nuevo Reino, que como tengo dicho murió el 24 de enero del año de 1590, en cuyo lugar fue electo don Alonso López de Ávila, arzobispo de Santo Domingo, natural de Albornoz en Castilla, de linaje noble; fue colegial de Osma y después en Valladolid, de donde salió para ser provisor de Santiago de Galicia, y ascendió a ser inquisidor de Córdoba y arzobispo de Santo Domingo. Hallóle esta promoción ocupado en la visita de aquella Real Audiencia; y antes que la acabara se le acabó la vida, o se la acabaron, según fue fama. Murió a 30 de diciembre de 1591.
Por su muerte fue electo por arzobispo de este Reino don Bartolomé Martínez, obispo de Panamá, natural de Almendral en la Extremadura, de donde salió proveído por arcediano de Lima y después por obispo de Panamá; y habiendo partido de aquella ciudad para venir a este arzobispado, murió antes de llegar a él, en Cartagena, a 17 de agosto de 1594 años.
En esta vacante fue electo arzobispo de este Reino Nuevo fray Francisco Andrés de Caso, prior de Nuestra Señora de Atocha en Madrid, natural de la Rioja, el cual habiendo aceptado esta merced, dentro de pocos días la renunció por no venir a Indias.
Fue electo en su lugar el doctor don Bartolomé Lobo Guerrero, inquisidor de México, natural de Ronda, originario de la Fuente el Maestre en Extremadura, del noble linaje de los Guerreros. Fue colegial en Ciudad Rodrigo y catedrático de prima en cánones, de donde salió proveído por fiscal de la Inquisición y después a este arzobispado, al cual no pudo venir tan breve como deseaba, y al fin entró en esta ciudad a 28 de marzo del año de 1599, que fue dominica in passione.
Puso gran cuidado en reformar el servicio del culto divino de esta santa Iglesia; y habiendo notado que por falta de racioneros no se cantaban las misas conventuales con diáconos, sino solamente en las fiestas, que se vestían de diáconos los curas, pidió a esta Real Audiencia que juntamente con él suplicasen al rey, nuestro señor, los pusiese, representándole esta falta. Su Majestad los puso, nombrando dos clérigos patrimoniales, y fueron los primeros racioneros que hubo en esta santa Iglesia, y en lugar de medio racionero puso el dicho arzobispo un clérigo, con salario moderado, que cantase las epístolas, y los racioneros por semanas los evangelios, con que se sirve el altar cumplidamente. En el coro puso cuatro capellanes con salario, para que ayudasen a los prebendados, asistiendo con ellos a las horas canónicas y a oficiar las misas cantadas, con que se ha servido y sirve cumplidamente esta santa Iglesia, y tiene más autoridad que antes. Fundó colegio seminario, intitulado de San Bartolomé, por haberse deshecho el que fundó su antecesor. Entrególo a la religión de la Compañía de Jesús, que en él ha hecho gran fruto y sacado excelentes predicadores, y muy virtuosos clérigos, graduados de licenciados, maestros y doctores, para lo cual tiene facultad de Su Santidad, a falta de universidad. Esta fundación del colegio seminario se hizo el año de 1605, y un año antes había fundado en esta ciudad la Compañía el primer convento que su religión tuvo en este Nuevo Reino. Hizo constituciones sinodales, que se leyeron en esta santa Iglesia, por septiembre del año de 1606.
Hasta la venida suya había durado la sede vacante en este Reino más de diez años, que los ocho de ellos gobernó el doctor Antonio González lo temporal, y lo espiritual deán y Cabildo; que aun en esto fue desgraciado este Reino, de que no hubiese arzobispo que intercediese por él con el presidente o que informase a Su Majestad para que de allá le viniese algún remedio; que no fuese la menor falta, porque aunque el Cabildo eclesiástico hizo su diligencia con los demás de las ciudades, no importó, porque a todos hizo rostro el presidente y salió con todo lo que quiso.
El que más le seguía e importunaba con ruegos era don Francisco de Porras Mejía, maestre-escuela, provisor y vicario general de este arzobispado, grande amigo del presidente y gran señor mío, que como hombre de celo cristiano, ciencia y conciencia, se oponía a todo; mas era siempre rogando.
Y Porque las cosas del presidente don Francisco de Sandi, que le tenemos ya en cama, me llaman, y para algunas de ellas he menester al señor Arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, en el siguiente trataré de su promoción y de lo demás que le sucedió con la Real Audiencia.
En que se cuenta el gobierno del presidente don Francisco de Sandi; lo sucedido en su tiempo; la venida del licenciado Salierna de Mariaca; su muerte, con la del dicho presidente
Ya queda dicho cómo el presidente don Francisco de Sandi, del hábito de Santiago, que lo había sido de la Audiencia de Guatemala, de donde vino a este gobierno y presidencia, entró en esta ciudad a 28 de agosto del año de 1597, poco antes que el doctor Antonio González se fuese a Castilla. Trajo consigo a la presidenta, su mujer, y a un hermano suyo, fray Martín de Sandi, del Orden de San Francisco, que aun cuando lo hubiera dejado en Guatemala le estuviera mejor, por lo que después se dijo de él por causa de este hermano.
Comenzó el presidente su gobierno, y como en esta ciudad en aquella sazón había gente satírica, que no sé si la hay agora, fuéronle a visitar algunos de los más principales, y halláronle con una gran calentura, que era muy antigua, con lo cual temieron mal despidiente y no le volvieron a ver más. Era esa aspereza del presidente Sandi en tanto grado, que en ninguna manera consentía que persona ninguna, fuese de la calidad que se fuese, visitase a la presidenta, su mujer, con lo cual desde luego fue tenido por juez áspero y mal acondicionado. Los dos oidores, el licenciado Diego Gómez de Mena y el licenciado Luis Enríquez, fomentaron sus cosas y sus rigores, porque eran de un mismo humor. Concluyo esto con decir que su gobierno fue penoso y de mucho enfado.
Dice Marco Aurelio que el buen juez ha de tener doce condiciones. La primera: “no sublimar al rico tirano, ni aborrecer al pobre justo; no negar la justicia al pobre por pobre, ni perdonar al rico por rico; no hacer merced por sola afición, ni dar gusto por sola pasión; no dejar mal sin castigo, ni bien sin galardón; no cometer la clara justicia a otro, ni determinar la suya por sí; no negar la justicia a quien la pide, ni la misericordia a quien la merece; no hacer castigo estando enojado, ni prometer mercedes estando alegre; no descuidarse en la prosperidad, ni desesperar en la adversidad; no hacer mal por malicia, ni cometer vileza por avaricia, no dar la puerta al lisonjero, ni oídos a murmuradores; procurar ser amado de buenos y temido de malos; favorecer a los pobres que pueden poco, para ser favorecido de Dios, que puede mucho”.
Veamos agora si topan algunas de estas doce condiciones en los jueces de este gobierno. Cúpole al licenciado Luis Enríquez mandar hacer la puente de San Agustín, que está en la calle principal de esta ciudad. Pues haciendo las diligencias necesarias para esta obra, envió por indios a los pueblos de Ubaque, Chipaque, Une y Cueca, Usme y Tunjuelo para que sirviesen por semanas en la obra. Pues enviando por los unes y cuecas, que eran de la encomienda de Alonso Gutiérrez Pimentel, fueron por estos indios a tiempo que el encomendero los tenía ocupados en sus sementeras y labores, y como se los quitaron, dejóse decir no sé qué libertades contra el oidor, que de la misma manera que él las dijo, de esa misma manera se las cortaron. Si le cogieron de lleno o no, remítome a la resulta.
El oidor informó en el Real Acuerdo del caso, y cometiéronle la causa para que hiciese las informaciones. ¡Válgame Dios! Parte y juez…, no lo entiendo. ¡Guarte Alonso Gutiérrez Pimentel, que va sobre ti un rayo de fuego! ¡Con los primeros testigos le mandó prender y secrestar los bienes, y finalmente le hizo una causa tan fea, que con ella le ahorcaron! ¡Un hombre que había sido muchas veces en esta ciudad alcalde ordinario y alférez real! Más valiera que hubiera nacido mudo, o que no fuera encomendero; y Dios nos libre que una mujer pretenda venganza de su agravio: ojo a Thamar y al desdichado Amón. Estaba preso en la cárcel de Corte Damián de Silva, sobre ciertos negocios, y fuéronle a notificar un auto acordado. Hecha la notificación, dijo contra los jueces mil libertades malsonantes, que como él las dijo se hizo relación en el Real Acuerdo. Hízose allí la información, con que le condenaron en doscientos azotes, y antes que saliesen del Acuerdo anduvo la procesión.
Cosa maravillosa es para mí, que del hablar he visto muchos procesos, y que del callar no haya visto ninguno, ni persona que me diga si lo hay. Bien dicen que el callar es cordura. Otras muchas justicias se hicieron en estos tiempos, unas justiciadas, otras no tanto, porque si entran de por medio mujeres, Dios nos libre.
Quien comúnmente manda el mundo son mujeres, y así dijo Isaías de la hierosolimitana, que mujeres la mandaban, y fue porque en un tiempo estaba en mujeres constituido el gobierno de Jerusalén. Viendo el profeta jeremías las mujeres hierosolimitanas mandar a sus maridos, y a sus maridos mandar a Jerusalén, dice que mujeres gobernaban la ciudad. ¿Cómo se le puede quitar a la mujer que no mande, siendo suya la jurisdiscción, porque es primera en tiempo, por la cual razón es mejor en derecho? Demás que le viene por herencia; pruébolo: Mándale Dios a Adán: “No comas del árbol que está en medio del paraíso, porque en la hora que comieres de ése, morirás”. Pues Eva, su mujer, va y tráele la fruta, y mándale que coma de ella, y obedece Adán a su mujer. Come la fruta vedada, pasa el mandato de Dios y sujétanos a todos de la muerte. Llama Dios a Adán a juicio, y dale por disculpa, diciendo: Mulier quem dedisti mibi, ipsa me decepit. Andad, señor, que no es ésa la disculpa de vuestra golosina; no la dejárades vos irse a pasear, que aquí estuvo todo el daño. La mujer y la hija, la pierna quebrada y en casa; y si le dieres licencia para que se vayan a pasear, o ellas se la tomaren y sucediere el mal recaudo, no le echéis a Dios la culpa, ni tampoco os abroqueléis con la disculpa de Adán: quejaos de vuestro descuido.
Hasta este punto no hallo yo en la Escritura lugar alguno que me diga que Adán hubiese mandado cosa alguna; luego de la mujer es la jurisdicción en el mandar. Ella le quitó la viña a Nabot. A Sansón le quitó la guedeja de cabellos de su fortaleza y le sacó los ojos. A David lo apartó de la amistad de Dios por algún tiempo, y le hizo cometer el adulterio y homicidio y, lo que fue peor, el mal ejemplo para los suyos y para sus vecinos. A su hijo Salomón lo hizo idolatrar, v al glorioso Baptista le cortó la cabeza. ¿Qué diferencia hay entre mandar las mujeres la república, o mandar a los varones que mandan las repúblicas? Las mujeres comúnmente son las que mandan en el mundo; las que se sientan en los tribunales y sentencian y condenan al justo y sueltan al culpado; las que ponen y quitan leyes y ejercitan con rigor las sentencias; las que reciben dones y presentes y hacen procesos falsos.
El otro emperador griego dijo de su hijo Diofruto, muchachuelo de siete años, que mandaba toda la Grecia, y pruébalo diciendo: “Este niño manda a su madre, su madre me manda a mí, y yo a toda la Grecia”. ¡Buena está esta chanza! Decid, emperador, que vuestra mujer, con aquel garabatillo que vos sabéis, que esto corre por todos los demás, os manda a vos; y vos a la Grecia; y no echéis la culpa al niño, que no sabe más que pedir papitas.
Son muy lindas las sabandijas, y tienen otro privilegio, que son muy queridas, que de aquí nace el daño. Buen fuego abrase los malos pensamientos, porque no lleguen a ejecutarse. ¡Válgame Dios! ¿Quién al cabo de setenta y dos años y más, me ha revuelto con mujeres? ¿No bastará lo pasado? Dios me oiga y el pecado sea sordo: no quiero que llueva sobre mí algún aguacero de chapines y chinelillas que me haga ir a buscar quien me concierte los huesos; pero yo no sé por qué… Yo no las he ofendido, antes bien las he dado la jurisdiscción del mundo. Ellas lo mandan todo, no tienen de qué agraviarse.
Ya me estarán diciendo que por qué no digo de los hombres; que si son benditos o están santificados. Respondo: que el hombre es fuego y la mujer estopa, y llega el diablo y sopla. Pues a donde se entremeten el fuego, el diablo y la mujer, ¿qué puede haber bueno? Con esto lo digo todo, porque querer decir del hombre, en común o en particular, sería nunca acabar. El hombre se dice mucho menor, porque todo lo que se halla en el mundo mayor se halla en él, aunque con forma más breve, porque en él se halla ser, como en los elementos; vida, como en las plantas; sentido, como en los animales; entendimiento y libre albedrío, como en los ángeles; y por esto le llama San Gregorio al hombre “toda criatura”, porque se hallan en él la naturaleza y propiedades de todas las criaturas, por lo cual Dios le crió en el secto día, después de todas las criaturas criadas, queriendo hacer en él un sumario de todo lo que había fabricado.
Quiero volver a las mujeres y desenojarlas, por si lo están, y decir un poquito de su valor. Grandísima es la fama de las diez Sibilas, pues con palabras tan divinas trataron de los dichos y hechos, muerte, resurrección y ascensión de nuestro Redentor, y de todos los demás artículos de fe católica. La casta y famosa viuda Judith, con sabiduría y animo más que humano, guardó su decoro y limpieza, cortó la cabeza de Holofernes y libró a la ciudad de Betulia. Maria, hermana de Moisés, fue doctísima, y tomando su adufe guió la danza con otras mujeres, y cantó en alabanza de Dios un cántico de divinas sentencias, y en memoria de la victoria que el pueblo de Dios había tenido contra Faraón y un ejército. Abigaíl tuvo tantas letras y discreción, que supo aplacar la ira del rey David contra Nabal Carmelo, su marido, después de cuya muerte mereció ser mujer del mismo rey David. La reina Ester fue tan docta y valerosa, que supo aplacar al rey Asuero para que perdonase al pueblo hebreo y sentenciase a muerte al traidor Amán.
Quíteseles el enojo, señoras mías, que como he dicho de éstas dijera de muchas más; pero llámanme el presidente don Francisco de Sandi y unos oidores mancebos, que lo cierto es que si son mozos y por casar, algún entretenimiento han de tener. Pasaba esto tan adelante, que en las puertas de las casas reales les ponían los papeles de sus cosas y vez hubo que ellos propios, juzgando en los estrados reales, se echaban chanzonetas y coplas.
* * *
La mujer es arma del diablo, cabeza de pecado y destrucción del paraíso. Gobernado, como digo, el doctor don Francisco de Sandi, sucedió que le vino al convento de Santo Domingo un visitador, con el cual el provincial de su orden, que lo era en aquella sazón el Padre fray Leandro Garfias, gran predicador, el cual con otros frailes de su devoción, no pudiendo sufrir las cosas de su visitador, se salieron de su convento y se andaban, como dicen, al monte, para cuyo remedio se creó un juez conservador, y fue nombrado para ello el Padre fray Francisco Mallón, de la Orden de San Agustín, el cual, conociendo la causa, entre otras diligencias que hizo fue publicar censuras contra los comprendidos.
Fijó una de ellas en las puertas de esta santa iglesia catedral. Dijéronle al señor arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero cómo en las puertas de su iglesia estaba aquella censura. Su Señoría la mandó quitar y que se la llevasen. El día siguiente amaneció puesta otra contra los comprendidos en la primera, y contra el mesmo arzobispo.
Enfadado Su Señoría del atrevimiento, llamó a don Francisco de Porras Mejía, maestre-escuela y su provisor, y mandóle que le prendiese el juez conservador y se lo trajese a su presencia. Con este mandato partió luego el provisor a ponerlo en ejecución. Era tiempo de órdenes, estaba la ciudad llena de ordenantes, sin otros muchos clérigos que había, que eran más de trescientas personas. Pues con todas ellas pasó el provisor por la calle real y por la plaza, la vuelta de San Agustín, a hora que los señores de la Real Audiencia estaban en la sala del Acuerdo, a donde se les dio el aviso de lo que pasaba. Despacharon luego a la diligencia al licenciado Diego Gómez de Mena, para que reparase el daño; el cual, acompañado de los alcaldes oridinarios, alguaciles mayores de Corte y ciudad, con los demás y mucha gente secular, siguió al provisor y a su acompañamiento, y alcanzóle en la puente de San Agustín, a donde hizo alto el un campo y el otro.
Mientras el oidor y el provisor estaban hablando, un clérigo, no sé sobre qué, asió al alcalde ordinario (Mayorga) de los cabezones, de manera que le sacó todas las lechuguillas del cabello en una tira; y soltándole, se empuñó en una espada que traía debajo del manteo, que todos venían prevenidos de armas.
Acudió luego el provisor, puso censuras. El oidor, por su parte, echó bando, con pena de traidor al rey secular que se menease; y con esto se entraron en las casas del capitán Sotelo, junto a la mesma puente, a donde actuaron. Con lo cual el oidor se volvió a la Audiencia, y el provisor hizo lo propio, sin que se entrase en San Agustín, que los frailes también estaban prevenidos.
Mientras esto pasaba en la puente de San Agustín, el Real Acuerdo había enviado al licenciado Lorenzo de Terrones a casa del provisor, a secrestarle los bienes; el cual habiendo llegado con todos sus clérigos a la esquina de las casas reales, a donde por mandado del Real Acuerdo le estaba esperando el licenciado Luis Enríquez el cual le prenció y metió preso en una sala de las casas reales. De todo esto se le dio aviso al señor arzobispo, el cual vino luego acompañado de todos los prebendados y de toda aquella clerecía y ordenantes.
Estaban ya aquellos señores en la Real Audiencia, diéronles el aviso, y mandaron que a sólo el arzobispo dejasen entrar en la real sala. Había en el patio de las casas reales mucha gente secular prevenida. Entró el arzobispo y llamó a la puerta de la Audiencia. Preguntaron de dentro:
–“¿Quién llama a la puerta de la Real Sala?”.
Respondió:
–“El arzobispo del Reino”.
Respondieron de dentro, diciendo:
–“Abrid al arzobispo del Reino”.
Abrieron las puertas, quisieron entrar con él otros clérigos y no les dieron lugar. Pues habiendo entrado el arzobispo en la sala comenzó a dar voces, diciendo:
–“Bajen acá, bajen acá, vamos al Real Acuerdo, que yo también soy del Consejo”.
Dijeron desde los estrados:
–“Secretario, notificadle al arzobispo del Reino que tome su asiento en estos reales estrados, o se salga de ellos”.
Volvió a dar voces, diciendo:
–“Bajen acá, bajen acá, vamos al Acuerdo”.
Volvieron a responder de los estrados, diciendo:
–“Secretario, notificadle por segundo término al arzobispo del Reino que, so pena de las temporalidades y de que será tenido por extraño de los reinos, toma su asiento en estos reales estrados, o se salga de ello”.
Con esto subió a tomar su asiento. Al punto mandó la Audiencia despejar la sala, saliéronse todos, y cerraron las puertas. Lo que allá pasó no lo pudimos saber.
Al cabo de más de una hora, salió el arzobispo; a lo que mostró en el semblante, harto disgustado, y fuese a su casa. Aquellos señores salieron de la Audiencia y se fueron al Acuerdo, donde comieron aquel día; y a la tarde, entre las cinco y las seis, le enviaron al señor arzobispo su provisor, acompañado del licenciado Lorenzo de Terrones, oidor de la Real Audiencia, y de muy lucida gente popular que había estado esperando a ver en qué paraban aquellos negocios. Con lo cual se acabó todo aquel alboroto, sin que se tratase más de él. El negocio del visitador de Santo Domingo también tuvo buen suceso; con lo cual los frailes retirados se volvieron a su convento.
Acabadas las constituciones sinodiales, pretendió el señor arzobispo despachar convocatorias a sus sufragáneos, para celebrar concilio provincial, y lo estorbó su promoción al arzobispado de Lima. Recibió las bulas de esta merced a 3 de agosto del año de 1608; y en el siguiente de 1609, a 8 de enero, partió de esta ciudad para la de Lima, en la que vivió hasta enero de 1622 años, en que falleció de más de ochenta de edad. Téngale Nuestro Señor en la santa gloria, que él me desposó de su mano, ha más de treinta y siete años, con la mujer que hoy vive.
Sucedióle en este arzobispado de Santa Fe don fray Juan de Castro, del Orden de San Agustín, que habiendo gozado de su renta algunos años, lo renunció sin salir de España.
* * *
No puedo dejar de tener barajas con la hermosura, porque ella y sus cosas me obligan a que las tengamos. Esto lo uno, y lo otro porque ofrecí escribir casos, no para, que se aprovechen de la malicia de ellos, sino para que huyan los hombres de ellos y los tomen por doctrina y ejemplo para no caer en sus semejantes y evitar lo malo.
A los fines del gobierno del doctor Antonio González, y al principio de la presidencia del doctor don Francisco de Sandi, siendo corregidor de la ciudad de Marequita Pedro de Andújar (son de este corregimiento la dicha ciudad, la de Tocaima, la de Ibagué, Los Remedios, y también lo era victoria la Vieja, que de ella no ha quedado más que el sitio de su población con sus ricos minerales y veneros de oro).
Vivía, pues, en la ciudad de Marequita, una doña Luisa Tafur, moza gallarda y hermosa, casada con un Francisco Vela, hijo de Diego López Vela, vecinos que habían sido de Victoria la Vieja. Esta señora tenía un hermano, llamado don Francisco Tafur, mozo de pensamientos desordenados, e incorregible, el cual había muerto a un Miranda, dándole una estocada pensando que la daba a otro, por lo cual andaba huyendo de la justicia.
Sucedió que la doña Luisa, su hermana, trataba sus amores con un caballero llamado don Diego de Fuenmayor, vecino de la dicha ciudad, hombre rico y hacendado. Siempre la hermosura fue causa de muchas desgracias, pero no tiene ella la culpa, que es don dado de Dios. Los culpados son aquellos que usan mal de ella. Poca culpa tuviera la hermosura de Dina, hina de Jacob, si el príncipe de Siquen no hubiera usado mal de ella. Poca culpa tuviera la hermosura de Elena, la greciana, si Paris, el troyano, no la robara. Todo esto nació de irse estas hermosas a pasear. Finalmente, la ocasión es mala, porque en los lugares ocasionados peligran los más virtuosos. Dice San Agustín: “Nunca hallé en mi más virtudes que cuando me aparté de las ocasiones”.
El Francisco Vela traía algunas sospechas de estos amores de la mujer con el don Diego de Fuenmayor, y para enterarse hizo sus diligencias. Pues un día, entre otros, que él había espiado buscando ocasión para satisfacerse y satisfacer su honor, halló una, que de ella no surtió más efecto que dar a la mujer unas heridas, de lo cual quedó el don Diego escaldado, o, por mejor decir, más bien avisado para mirar por si y procurar, por todos los medios posibles, quitar de en medio al perturbador de sus gustos.
La doña Luisa, ofendida del marido y privada de poder ver a don Diego, que era la herida que ella más sentía, porque las que el marido le dio sólo cortaron la carne y sacaron la sangre; pero la de la ausencia y privación de ver lo que amaba, teníala en el corazón, el cual le espoleaba a la venganza, y así puso la mira en matar al marido y quitarle de enemigo. Comunicó este pensamiento con el don Francisco Tafur, su hermano, al cual halló dispuesto al hecho, espoleado del honor en ver que el cuñado había sido causa, con las heridas que había dado a su hermana, de que la ciudad murmurase y cada cual juzgase a su intento, con lo cual se dispuso a matar al cuñado. El don Diego de Fuenmayor, que le conoció el propósito y lo que pretendía hacer, acudió (como dicen) a echar leña al fuego, prometiéndole al don Francisco Tafur que si hacía el hecho le daría dineros, cabalgadura y todo el avío para que se fuese al Pirú, o donde quisiese; con lo cual el don Francisco puso mucho cuidado en matar al cuñado.
En esta sazón, vino a la ciudad de Marequita un maestro de armas, llamado Alonso Núñez, con quien trabó amistad el don Francisco Tafur, el cual de muchos días atrás posaba en compañía de Francisco Antonio de Olmos, fundidor y ensayador de la moneda de este Reino. Pues trabadas las amistades del Alonso Núñez, el don Francisco Tafur se salió de esta posada y se fue a vivir en casa de la doña Luisa Tafur, su hermana. El Francisco Vela, que con las heridas que había dado a la mujer andaba con cuidado, procurando ocasión y tiempo para satisfacerse mejor. La mujer, por su parte, no se descuidaba en hacer diligencias, viéndose privada de la vista y amistad del don Diego de Fuenmayor; que esto era lo que ella más sentía.
¡Oh mujeres, armas del diablo! Las malas digo, que las buenas, que hay muchas, no toca mi pluma si no es para alabarlas; pues si dan en crueles, Dios nos libre, que por venganza echan todo el resto, sin que reparen en honra y vida ni tampoco se acuerden de Dios, de quien no pueden huir para ser juzgadas; todo lo atropellan por salir con la suya y vengarse.
Tulia hizo matar a su padre, el rey Tarquino de Roma, por quedarse con el reino, hízolo arrojar en una calle; y pasando por allí en su carro triunfal, quiso el carretero, movido de piedad, torcer por otra vía el camino, pero la hija le forzó a que pasase las ruedas por encima de su padre y hacerle pedazos después de muerto. Dime, Tarquino, rey de Roma, ¿cuál pecado fue el tuyo, pues permitió Dios que tal hija engendrases? Sin duda fue gravísimo. Dime también, pues allá estáis entrambos, ¿qué pena se le da en el infierno a la hija que tal crueldad usó con su padre? Sin duda es gravísima, porque de más de ser contra el precepto de Dios, tiene en sí delito, horror y espanto. Paréceme que carros de fuego pasarán por sobre ella horas y momentos, y que tú, cargado de tus penas y tormentos, eres el carretero. justa venganza, si de ella pudieras tener gozo!
El don Francisco Tafur, cargado de promesas del don Diego de Fuenmayor, buscaba la ocasión de poder matar al cuñado. Supo que estaba en una estancia, de la otra banda del río Gualí; tomó una escopeta cargada y fue en busca de él; y llegando a ella, aunque la noche era obscura, fue sentido de los perros y de la gente de la estancia, con la cual y con los perros cargó el Francisco Vela sobre él, yéndose en retaguardia de su gente que llevaba; y no paró hasta quitalle la escopeta que traía; y como conoció que era el don Francisco de Tafur, su cuñado, preguntóle qué era lo que buscaba y adónde iba. Respondióle:
–“Que bien sabia que andaba huyendo de la justicia por la muerte que había hecho de aquel hombre, y que esto le hacía andar prevenido de armas, y que no hallaba lugar seguro a donde reposar ni descansar una hora”.
El Francisco Vela le aquietó y díjole que “mirase que era su cuñado, y que por volver por su honra había hecho lo que ya sabía”. Con estas y otras razones quedaron por entonces reconciliados y amigos, y ambos entraban y salían en la ciudad, de noche. El Alonso Núñez, maestro de armas, como vivía en casa de la doña Luisa Tafur, y con la continua comunicación trató de requebrarla; ella, que no atendía a otra cosa más que a la venganza del marido, diole al Alonso Núñez muy buena salida a su pretensión, con que primero y ante todas cosas quitase el estorbo del marido matándole, que su hermano don Francisco Tafur le ayudaría. Con lo cual comunicó el negocio con él y concertados buscaban la ocasión para matar al Francisco Vela, la cual les trajo el demonio a las manos, que es el maestro aquestas danzas, en esta manera: Estaba fuera de la ciudad el Francisco Vela, y vino una noche a casa de una tía suya, a donde se apeó, y de allí se fue a casa del cura de la ciudad, a ver a un don Antonio, amigo suyo, que estaba allí enfermo. Supo el don Francisco Tafur de la llegada del Francisco Vela a casa de la tía, diole el aviso al Alonso Núñez, encargándole que, en todo caso, procurasen aquella noche matarle, y que no se sabría por estar recién venido; que él lo iría a buscar y lo sacaría a donde lo pudiesen hacer con seguridad. Asentado esto, fuese el don Francisco Tafur a buscarle a casa de la tía, en donde le dijeron que había ido a casa del cura a visitar a aquel enfermo; con lo cual fue a casa del cura, donde le halló; y habiendo hecho la visita se salieron hacia la plaza. El Alonso Núñez, que seguía los pasos del don Francisco, violos salir e hizo alto en la esquina de la calle. El don Francisco Tafur, que reconoció al Alonso Núñez, le dijo al Francisco Vela, su cuñado:
–“Allí veo un bulto, no quisiera que fuese la justicia. Salgamos por esta calle hacia el campo, hasta que sea un poco más tarde”.
Con esto se salieron de la ciudad, siguiéndolos siempre el Alonso Núñez; y llegando junto a un arcabuco, metieron mano a las espadas los dos contra el Francisco Vela y le dieron muchas estocadas hasta matarle; lo cual hecho lo metieron en el monte, con lo cual se fueron. El don Francisco Tafur le dijo al cura que le dijese a Diego López Vela cómo él había muerto a su hijo, por las heridas que dio a su hermana y por la deshonra que había causado; con lo cual se hizo diligendia en buscar al Francisco Vela y en tres días no pudo ser hallado, hasta que los gallinazos descubrieron el cuerpo, que un indio, viéndolos, entró en el monte pensando ser otra cosa, donde halló al Francisco Vela muerto. Dijo de ello aviso a la justicia, la cual, informada del caso, despachó dos hombres contra los delincuentes, que se habían retirado hacia Purnio, a los cuales, después de haberse defendido gran rato, prendieron y trajeron presos a la cárcel de la dicha ciudad, a donde substanciando el corregidor la causa condenó a tormento al don Francisco Tafur, en el cual negó fuertemente.
Reconoció el corregidor que se había preparado y prevenido el don Francisco para el tormento, y díjole:
–“Muchos cuñados tenéis, don Francisco, mas yo lo remediaré”.
Quitáronle del tormento y dejó el corregidor que pasasen algunos días, al cabo de los cuales, cogiéndole descuidado, le volvió a dar tormento, en el cual confesó la verdad, condenando al Alonso Núñez. Con lo cual se hizo justicia de ellos, degollando al don Francisco Tafur y ahorcando al Alonso Núñez, porque éste es el Pago del amor mundano.
Y con estos casos y otros semejantes me despido.
La lujuria es una incitación y aguijón cruel de maldades, que jamás consiente en sí quietud; de noche hierve y de día suspira y anhela. Lujuria es un apetito desordenado de deleites desonestos, que engendra ceguedad en el entendimiento y quita el uso de la razón y hace a los hombres bestias.
La doña Luisa Tafur con tiempo se salió de la ciudad, fuese a la villa de la Palma, y de ella se vino a esta ciudad, a donde se metió monja en la Concepción, aunque después se salió del convento sin que se supiese cuál camino tomase ni qué fuese de ella.
* * *
Y con esto volvamos a nuestro presidente don Francisco de Sandi. Del riguroso gobierno del presidente pasaron los informes a Castilla, y a vueltas del rigor dijeron también cómo fue fray Martín de Sandi, del orden de San Francisco*
(Hasta aquí paró este cuento de este religioso por faltarle al libro una hoja que le perdieron. Quizá importaría el quitarla… y prosigue la historia así)**.
¿Llevar todo aquel oro? Respondiéronle que si. Dijo: “Pues no traigo ninguno”, enseñándoles las faltriqueras y las demás partes del cuerpo, con lo cual los despidió. De allí a pocos días, como se le agravase el mal al visitador, y todos decían que se moría, publicó el presidente su queja, diciendo que el visitador le llevaba cinco mil pesos de buen oro mal llevados, y no paró en sólo quejarse, sino que fue personalmente a casa del señor arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, y le contó el caso, suplicándole encargase la conciencia al licenciado Salierna de Mariaca, visitador, para que le restituyese los cinco mil pesos que llevaba.
No se descuidó Su Señoría en hacer diligencia, porque al punto fue a casa del visitador y le propuso el caso, apretándole mucho en ello; el cual, con las palabras del sentimiento que tal caso requería, y con solemnidad de juramento, tomándole las manos consagradas, afirmó ser injusta la demanda del doctor Sandi, y falsa, porque no era ni pasaba tal como él decía; con lo cual el señor arzobispo se volvió a su casa, de donde le envió al presidente la respuesta de lo que le había encargado.
El visitador, habiendo entendido la mácula que le había puesto contra su honor y cargo, envió a llamar al doctor don Francisco de Sandi, el cual habiendo ido, el visitador, en presencia de muchas personas que se hallaron allí, le dijo que “¿cómo un caballero como él le hacía cargo de lo que no era ni había pasado, diciendo que le llevaba cinco mil pesos de buen oro, siendo falso?”. El presidente le respondió afirmándose en lo dicho, diciéndole que “con mala conciencia le llevaba aquel dinero, y que se lo había dado de su propia mano a la suya, como probaría bastantemente”. El visitador le respondió que “no sabía qué testigos podrían testificar tan gran maldad; pero que él estaba muriendo, y que tenía por muy cierta su muerte, y que desde luego le citaba y emplazaba para que, dentro de nueve días desde el de su muerte, pareciese con él ante Dios, a donde se averiguaría la verdad, porque era tribunal a donde no valdrían falsedades ni engaños”. Con lo cual se fue el doctor Sandi, afirmándose en lo que había dicho, y el visitador le respondió repitiéndole el emplazamiento que le había hecho.
Al cuarto día después que aquesto pasó, llegó el último de la vida del licenciado Salierna de Mariaca. Habíale ido a ver un amigo del doctor Sandi aquella mañana, y pasando por junto a las casas del Mariscal Hernán Venegas, que hoy son casas reales, a donde posaba el presidente, desde la ventana le preguntó que de dónde venía, respondióle que de ver al visitador. Díjole el presidente:
–“¿No acaba el diablo de llevarse a ese ladrón?”.
Respondióle:
–“Señor, sin habla está, y entiendo tiene pocas horas de vida”. Con lo cual se despidió.
Entre las once y las doce horas, el mesmo día doblaron en la Catedral por el visitador Mariaca. Alborotóse la ciudad, corrió la voz; el presidente Sandi se asentó a comer con mucho gusto, y aun dijeron los que se hallaron presentes que había dicho algunas cositas, que cada uno podrá adivinar. Después que hubo comido, se acostó a dormir la siesta.
Doña Ana de Mesa, su mujer, tomó una silla y asentóse junto a la cabecera de la cama, a donde consideró la inquietud que el marido tenía aquel espacio de tiempo que estuvo en la cama. Dentro de una hora, poco menos, recordó sobresaltado, y díjole a la mujer:
–“Señora, ¿he dormido mucho?”.
Respondióle:
–“Poco ha dormido Usía, porque ha estado inquieto”.
Respondióle:
–“Pues no he dormido, señora, porque desde que me acosté he estado con el licenciado Mariaca en muy grandes disputas y diferencias, de que salí muy enfadado, y yo me siento bueno. Míreme este pulso, que me parece que tengo calentura”.
La presidenta le tomó el pulso, diciéndole:
–“No crea Usía en sueños, que es burlería, y quieto tiene el pulso con una poquita de calentura, que no será nada, mediante Dios”.
Dijo el presidente:
–“Llámenme al licenciado Auñón”.
El cual habiendo venido y vístole, le dijo que la calentura era lenta, y que iba a ordenarle una purga con que se la quitara.
Esta calentura no le soltó, porque a 13 de septiembre del año de 1602 murió el visitador Mariaca, y a 22 de dicho mes y año murió el presidente Sandi, dentro de los nueve días del emplazamiento que le puso su competidor, que fue caso de admiración, y mucho mayor lo que el día de su muerte hubo, la gran tormenta de rayos, truenos, relámpagos y agua que hubo en esta ciudad, que parecía que se hundía. El día siguiente se enterró su cuerpo, con moderada pompa, en el convento de San Agustín. El visitador se enterró en la Catedral de esta ciudad.
Este desgraciado caso, que o tengo por muy desgraciado, pasó en esta ciudad; y hoy viven muchos que lo vieron y lo supieron, porque son muchos los peligros de esta vida. Este mundo es un continuo peligro, y así dice San Pablo: “Peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de la ciudad, peligros en el mar, peligros en la soledad y peligros en falsos hermanos”.
Volviendo a mi tema, digo que si lo que queda dicho son dulces del gobernar, presidir y mandar, hágales muy buen provecho, que yo no los quiero, porque para mí más quiero una arroba de azúcar, aunque cueste cuatro o cinco pesos, porque al fin con ella se hacen regalitos que come el hombre, que no una arroba de oro con talta hiel, acíbar y desventuras como hubo en el caso presente y cada día vemos.
* * *
Siempre se conoció al doctor don Francisco de Sandi la condición cruel que tenía; y tenía pensado quitar tres cabezas de esta ciudad: la una, de Diego Hidalgo de Montemayor; la otra, del contador Juan de Arteaga, y la tercera, del capitán Diego de Ospina. El porqué, él solo y Dios lo sabían; pero este mal intento no tuvo efecto, porque permitió Dios que sucediese de otra manera, porque al Diego Hidalgo de Montemayor le dio una enfermedad de que en breves días murió. El Juan de Arteaga, yendo en una mula a ver su estancia que tenía en Tunjuelo, desde el puente de San Agustín revolvió la mula con él asombrada, llegando a la esquina de las casas reales, a donde yo y Juan Prieto de Ureta (vizcaíno) estábamos.
Tuve yo la espada desnuda para cortar las piernas a la mula porque en toda aquella calle, aunque se le pusieron muchas personas por delante, no la pudieron detener; dejé de ejecutar el intento por consejo del compañero. Atravesó la mula por medio de la plaza, pasó por en medio de la horca que estaba puesta para hacer justicia, y en una puerta de cal y canto de las tiendas de Luis López Ortiz, dio al pobre contador con los cascos, cayendo de la mula tan mal herido, que dentro de tercero o cuarto día lo enterraron.
Al capitán Diego de Ospina lo tenía preso en la cárcel de Corte, y el jueves santo en la noche, acompañado del alcaide de la cárcel, que llevaba ya su limosna, y con otros presos, se fueron a andar las estaciones y nunca más volvieron; con lo cual salieron vanos los pensamientos del doctor Sandi y su mala intención.
Antes que pase adelante quiero decir los oidores que concurrieron en estas dos presidencias, y lo que fue de ellos, que son los siguientes:
Con el doctor Antonio González concurrieron: el licenciado Ferráez de Porras, que murió en esta ciudad, y el licenciado Rojo del Carrascal, que de aquí fue a la Audiencia de las Carcas, a la silla del fiscal. Sucedió el licenciado Aller de Villagómez, y con él vinieron por oidores el licenciado Egas de Guzmán, que también murió en esta ciudad, y el licenciado Miguel de Ibarra, que fue el visitador general del partido de Santa Fe y dio el resguardo a los indios, y de esta plaza fue proveído por presidente de la Real Audiencia de San Francisco de Quito.
Después vino por oidor el doctor don Luis Tello de Erazo, y consecutivamente los licenciados Diego Gómez de Mena y Luis Enríquez, que todos tres fomentaron el rigor del doctor don Francisco de Sandi. Templóse algún tanto con la venida del licenciado Lorenzo de Terrones, y mucho más con la venida del licenciado Alonso Vásquez de Cisneros, que fue el oidor de México. Sus dos compañeros fueron residenciados y enviados a España, de donde, salieron proveídos: el licenciado Diego Gómez de Mena por oidor de la Audiencia de México, y el licenciado Luis Enríquez por alcalde de Corte de Lima.
En que se cuenta la venida del presidente don Juan de Borja, del hábito de Santiago; la venida del arzobispo don Pedro Ordóñez y Flórez; su muerte; con algunos casos sucedidos durante el dicho gobierno. La venida del arzobispo don Fernando Arias Ugarte
Entrádosenos ha por las puertas el tiempo en que al Nuevo Reino de Granada le trocaron la garnacha de su gobierno por una capa y espada. En si ha sido acertado o no, yo no me entremeto. En la voz del vulgo y votos del común no hay punto fijo, porque unos dicen que lo entierren; y otros, que no sea enterrado. Lo que a mí toca es decir de dónde se originó esta mudanza, que pasa así:
Dos caminos hay por donde este Reino tiene su trato y comercio con el del Pirú y gobernación de Popayán. El uno que va por la mesma gobernación, y el otro que va por el valle de Neiva, y éste es el más breve. Por el de la gobernación se pasan y atraviesan el Río Grande de la Magdalena y el río del Cauca.
Yendo por el valle de Neiva, se descabezan estos dos ríos por sus nacimientos, porque nacen de una misma cordillera, y fenece en los llanos de Ibagué, torciéndose la vuelta del oeste hacia la ciudad de Cartago, que desde su nacimiento, que es la culata que cae a las espaldas del real de minas y ciudad de Almaguer, hasta los dichos llanos de la ciudad de Ibagué, corre cien leguas, poco menos.
La cordillera principal, de donde ésta se descuelga, comienza desde Caracas, gobernación de Venezuela, pasando por muchas provincias conquistadas y por conquistar, y para asimismo lindando con algunas ciudades de las de este Reino hasta meterse por las provincias del Pirú, siempre en tierra perlongada por más de mil leguas, todas de tierra firme. Esta, como árbol principal, arroja de sí sus ramas; unas a unas banda y otras a otra, que corren a diferentes partes. Querer hacer la descripción de esta tierra sería nunca acabar. Sólo trataré de la que hace a mi propósito, que es la que arroja de sí estos caudalosos ríos, Cauca y el de la Magdalena, que éste nace en esta banda del este y hace su curso corriendo al norte, sin atravesar provincias ningunas, hasta entrar en la mar. El del Cauca nace de la banda del oeste, y atravesando por partes de la gobernación de Popayán, Santa Fe, Antioquia y lindando con el real de minas de la ciudad de Zaragoza, por bajo de la villa de Mompós. Junto al pueblo de indios de Tocaba. se junta con el de la Magdalena, habiendo éste recorrido desde su nacimiento más de trescientas leguas, y el del Cauca al pie de quinientas. Desde este puesto, juntos hacen su curso a la mar, entrando en ella entre las dos ciudades de Santa Marta y Cartagena, sirviéndoles de mojón a sus jurisdicciones.
Pues volviendo al nacimiento de estos dos ríos y a su cordillera, digo que había en ella las naciones de indios siguientes: los paeces, nación belicosa; los pijaos, caribes que comían carne humana; los apojos, los coyaimas y natagaimas, y los de San Sebastián de la Plata, con otras naciones que descuelgan a la parte de Popayán y Almaguer. Los coyaimas, natagaimas y aponjas fueron indios retirados de aquel primer apuntamiento que se hizo cuando el mariscal Hernán Venegas conquistó a los panches de Tocaima. Los paeces eran naturales de aquella cordillera; los pijaos no lo eran, porque aquellos naturales todos decían que esta nación vino de aquella parte del Darién, huyendo y vencidos. Atravesando las muchas y ásperas montañas que hay desde aquel río a esta cordillera, allegó esta bandada de langostas al asiento y población de los paeces, con los cuales trataron amistad y parentesco, y como gente belicosa se apoderó de lo más de aquella cordillera. No me haga cargo el lector de que me dentengo en estas relaciones, porque le respondo: que gasté los años de mi mocedad por esta tierra, siguiendo la guerra con algunos capitanes timaneses.
Esta cordillera tiene sus tierras de esta manera: las que dan vista al Río Grande de la Magdalena y valle de Neiva son tierras rasas, de sabanas que no tienen montaña; las que caen a la banda de la gobernación de Popayán y río del Cauca son tierras de fragosas montañas; y asimismo, en el medio de esta cordillera, hay un sitio que llaman Los Órganos, que son unos picachos muy altos (unos más, otros menos), que por esta razón los llaman órganos; y tal vez ha sucedido hablarse dos soldados, el uno en un picacho y el otro en otro, y entenderse las razones, y para juntarse ser necesario caminar todo un día en subir y bajar un picacho de éstos.
De esta banda del Río Grande, y por encima del valle de Neiva hacia este Reino, corre otra cordillera. En ella residen los duhos y bahaduhos, que estas naciones eran la carne del monte de los pijaos, que salían a caza de ellos como acá se sale a caza de venados; y vez nos sucedió que habiendo dado un aluaso sobre el cercado del cacique Dura, a donde hallamos retirada la gente, porque nos sintió la espía y les dio aviso, halláronse solas dos indias viejas que no pudieron huir, y un chiquero de indios duhos, que los tenían allí engordando para comérselos en las borracheras. Este chiquero era de fortísimos guayacanes, y la entrada tenía por lo alto, que se subía por escaleras. Sacámoslos, sirvieron algunos días de cargueros, y al fin nos dieron cantonada huyéndose. Los palos de la redonda del cercado estaban todos llenos de calaveras de muertos. Dijeron las indias viejas que eran de españoles de los que mataban en los caminos, y de las guerras pasadas. En medio del patio había una piedra muy grande, como de molino, con muchos ojos dorados; dijeron que allí molían oro. Allí hallamos escopetas hendidas por medio, hechas dalles que las cortaban con arena, agua y un hilo de algodón. Las armas de toda esta gente eran lanzas de treinta palmos, dardos arrojadizos, que tiraban con mucha destreza, macanas, y también usaban de la honda y piedra, porque pijaos y paeces traían guerra; y siempre la trajeron con coyaimas y natagaimas, aunque para ir contra españoles o a robarlos y saltearlos, todos se aunaban.
Pues estas gentes, por más tiempo de cuarenta y cinco años, infestaban, robaban y salteaban estos dos caminos, matando a los pasajeros, hombres, mujeres, niños, sacerdotes, con todos los criados y gente que los acompañaban. Muchas veces salieron capitanes a guerrearlos, entrándoseles a sus propias tierras; pero como tenían las dos fuertes guaridas del Río Grande y de las montañas, hacíase poco efecto. Pues llegó a tanta desvergüenza el atrevimiento de esta gente, que quemaron y robaron tres ciudades: la de Neiva, el año de 1570; la ciudad de Paéz, el año de 1572; la ciudad de San Sebastián de la Plata, el de 1577; y últimamente acometieron a la ciudad de Ibagué, como diré en su lugar.
Y pues he hecho este nuevo discurso para dar a entender la causa de la mudanza de los gobernadores, quiero decir un poquito de lo que sucedió en aquellos tiempos, que en ello seré breve. El capitán Sebastián Quintero, conquistador que fue de Guatemala, y después lo fue de Quito y gobernación de Popayán, pobló un pueblo en una provincia de las de esta cordillera, vertientes a Popayán, y púsole por nombre San Sebastián de los Cambis. De los primeros alcaldes que en ella puso, fue el uno Álvaro de Oyón, y el más antiguo, que en aquellas jornadas procuró siempre honrarle por ser su patria, que ambos eran de la villa de Palos, en el condado de Niebla. Y el pago que el Álvaro de Oyón le dio a esta buena amistad, fue matarle, y al otro alcalde su compañero, alzándose contra el real servicio, ayudado de soldados desterrados de Gonzalo Pizarro, el tirano, y otros que le seguían más por fuerza que de grado. Muertos el capitán y el alcalde, lo primero que hizo fue despoblar el pueblo de los Cambis, y de allí vino sobre la villa de Timaná y sobre la de Neiva, a donde hizo muchos daños. De aquí revolvió sobre la ciudad de Popayán, a donde le prendieron con parte de los suyos, y de todos ellos hicieron justicia, quitándoles las cabezas y poniéndolas en la plaza de aquella ciudad, en el árbol de justicia que en ella había.
De este alzamiento de Álvaro de Oyón se le pegó el daño al licenciado Juan de Montaño, ahijándole aquella carta en que pedía los cuatro caballos de buena raza, que sus contrarios le probaron que no eran sino capitanes lo que pedía para fomentar el alzamiento que pretendía hacer en este Reino, que todo debió ser malicia, o algunos humos de aquellos alzamientos que en aquella sazón andaban, que eran los de Gonzalo de Pizarro en el Pirú, los de Francisco Hernández Girón en el Cuzco, los Contreras en Panamá, Lope de Aguirre en el Marañón o Río de Orellana, y Álvaro de Oyón en la gobernación de Popayán.
En este Reino no se ha sentido tirano alguno, aunque hubo aquellas revueltas del licenciado Monzón y los demás, aquellas tiranías eran de amor y celos, que no son también de poco riesgo a los que se envuelven en ellas.
Y pues hemos dicho el origen de la mudanza y trueque de los gobernadores, volvamos a tratar de ellos y sus cosas.
* * *
Por muerte del presidente don Francisco de Sandi, quedó gobernando este Nuevo Reino el licenciado Diego Gómez de Mena, en compañía de los oidores Luis Enríquez, don Luis Tello de Erazo, el licenciado Lorenzo de Terrones y el licenciado Alonso Vásquez de Cisneros, que la prudencia suya no daba lugar a que hubiese disgustos entre los demás oidores, aunque no faltaban encuentros. El oidor Lorenzo de Terrones fue con la misma plaza a México. De lo demás ya dije su mudanza. El doctor don Luis Tello de Erazo se fue a Sevilla, que no quiso pretender plaza, porque trocó la garnacha por una dama con quien se amigó y casó y herido del mal francés murió en aquella ciudad.
Por septiembre del año de 1605, vino por presidente de esta Real Audiencia don Juan de Borja, nieto del duque de Gandía, que fue religioso y prepósito general de la Compañía de Jesús. Escogiólo el rey soldado y no letrado, si bien estudiante, discreto y de sana intención, para que pacificase a los indios pijaos y allanase los dos caminos del Pirú, que los ocupaban con sus salteamientos, como queda dicho.
El presidente, como tan gran caballero que era, gobernaba este Reino con gran prudencia, manteniéndole siempre en paz y justicia. Era su condición amorosa, su despidiente de caballero cristiano; todos en común le amaban, respetaban y obedecían. Pues habiendo puesto orden en lo que convenía tocante a su gobierno, trató de la guerra. Nombró capitanes, despachó tropas de soldados, hizo entrar en la tierra y correrla; fue personalmente a la guerra, y asentó su real en el asiento del Chaparral, a donde lo dejaremos por agora, porque nos llaman los visitadores que vinieron en esta sazón, y otras cosas que sucedieron en estos tiempos.
Por la muerte del licenciado Salierna de Mariaca, visitador, envió el rey, nuestro señor, a don Nuño Núñez de Villavicencio, a que acabase la visita de la Real Audiencia, con el mesmo cargo y título de presidente de las Charcas, acabándola. Entró en esta ciudad por septiembre del dicho año de 1605, que fue luego tras el presidente; y habiendo comenzado la visita, en el siguiente de 1607 murió.
En su lugar vino por visitador el licenciado Álvaro de Zambrano, oidor de la Real Audiencia de Panamá. Prosiguió en la visita, concluyéndola. Al contador Juan Beltrán de Lazarte, que lo era de la real caja, se la tomó apretada, que por haber alzado bienes, para descubrirlos le dio tormento; y lo propio hiciera de Gaspar Lope Salgado, amigo del contador, y de Pedro Suárez de Villena, a los cuales hacía cargo que tenían muy gran cantidad de moneda del dicho contador.
Con el Gaspar López se hizo la diligencia hasta mandarle desnudar, y estándose desabotonando el sayo, dijo: “Hasta aquí puede llegar un amigo por otro”. Con lo cual declaró la moneda que estaba en su poder. El Pedro Suárez de Villena no quiso allegar a romper estas lanzas, porque luego declaró lo que tenía del contador Lazarte, al cual con lo actuado lo envió el visitador a España, de donde salió bien de sus negocios; y yo vi carta suya, que me la mostró Nicolás Hernández, portero, en que le daba cuenta de cómo le había ido en el Real Consejo. Por final decía que, acabadas sus cosas y fuera ya de ellas, había empleado cuarenta mil reales de a ocho, con que se ve que no quedó pobre de la visita. Fueron algunas personas a casa del visitador Zambrano a buscarle para tratar algunas cosas, y no le hallaron, porque había dos días que iba caminando la vuelta de Lima, para donde estaba proveído por alcalde de Corte.
Entre los hombres que vinieron con el visitador Álvaro Zambrano, vino Francisco Martínea Bello. Este casó en esta ciudad con doña María de Olivares, hija de Juan de Olivares, sobrino de María Blasa de Villarroel, mujer de Diego de Alfaro, el mercader. De este matrimonio parió la doña María de Olivares una hija, de lo cual el Francisco Martínez Bello tomó mucho enfado, e importunó muchas veces a la mujer que matase esta criatura. Pensamiento cruel y de hombre desalmado y dejado (si se puede decir) de la mano de Dios. ¡Como si la madre y la hija fuesen parte, o culpantes, en el engendrar y nacer! De no querer la mujer cumplir lo que el marido le ordenaba, había disgustos entre ellos.
Pues sucedió que enfermó la María Blasa de Villarroel, tía del Juan de Olivares, y para sacramentarla llevaron un crucifijo de la sacristía de Santo Domingo, para aderezar un altar. Pues habiéndola sacramentado, al cabo de dos o tres días, vino el sacristán por el cristo. Estaba sentada la doña María de Olivares junto a la cama de la enferma; entró el fraile y sentóse junto a ella (hoy es vivo este fraile, y es tal persona, que en el discurso de su vida no se le ha sentido flaqueza ninguna en esta parte). Pues entró el Francisco Martínes Bello, y como vio sentado al fraile junto a la mujer, se alborotó, y de aquí dijeron que se originó hacer el mal hecho que hizo. Andaba el Francisco Bello buscando ocasión para sacar a la mujer de Santa Fe, para ejecutar su mal intento; y en fin, el tiempo se la trajo a las manos.
Con achaque de que iba al valle de Ubaté a negocios suyos, y que no podía volver tan presto, recogió todo el dinero que tenía y joyas de la mujer, y con ella, la niña y una negra que la cargaba, salió de esta ciudad para el dicho valle; y habiendo pasado del Portachuelo de Tausa se apartó del camino, metiéndose por dentro de unos cerrillos y escondrijos. Apeóse del caballo, apeó a la mujer, sacaron la comida que llevaban y sentáronse a comer. El Francisco Martínez Bello diole a la negra la comida para ella, y mandóle que caminase, con lo cual se quedaron los dos solos. ¿Quién podrá, Señor soberano, guardarse de un traidor encubierto, casero, y con rebozo de amigo? Sólo Vuestra Majestad puede prevenir aquesto. La traición es una alevosía, determinación injusta y acordada contra un hombre descuidado y libre de ella.
Cuando el Francisco Martínez vio que la negra iba ya lejos, echó vino en un vaso y diole a la mujer para que bebiese. Ella lo tomó, y poniendo el vaso en la boca para beber, descubrió el cuello de alabastro. A este tiempo, aquel traidor encubierto, le tiró el golpe con un machete muy afilado, que ya días había tenido prevenido, como constó de su confesión, con el cual golpe aquella inocente y sin culpa quedó degollada y sin vida en aquel desierto.
Bórrese, si fuera posible, de la memoria de los hombres tal hombre, o no se le dé nombre de hombre, sino de fiera cruel e infernal, pues dio la muerte a quien nada le debía y a quien por leyes divinas y humanas debía amparar y defender. ¿Dije borrar de la memoria de los hombres este hombre? No podrá ser, porque hay mucho actuado sobre este caso, y se escribió largo sobre él. Dícese comparativamente y por excelencia, más cruel que tigre de Hircana, más que can de Getulia, más que osa de Libia y más que la misma crueldad, que todo cabe en un traidor como éste.
Era Nerón tan cruel de naturaleza, que era su vida no darla a nadie; el cual, entre otras y execrables crueldades que cometió, fue que por sólo su gusto hizo matar a su madre Agripina. Este hizo pegar fuego a la ciudad de Roma, sin tener respeto a cosa sagrada, mandando que ninguno lo apagase, ni pusiese en cobro nada de sus haciendas; y así ardió siete días y noches la ciudad, y él se holgaba de ver este espectáculo de su patria. Mandó asimismo matar a infinitas gentes y fue el primero que persiguió a los cristianos, y en su tiempo fue la primera y notable persecución de la iglesia. Entre los famosos crueles es contado Herodes, rey que fue de los judíos, que después de haber muerto ciento y cuarenta y cuatro mil niños inocentes, pensando matar al Salvador del mundo, y entre ellos a sus mismos hijos, y habiendo sido cruel toda su vida, lo quiso ser también después de muerto; y estando para ello, mandó llamar a todos los principales de Jerusalén y encerrarlos en una sala, y le mandó a su hija que en muriendo él los matasen a todos; y esto hacía porque sabía que todos le querían mal y también porque llorasen todos por los muertos y tuviesen tristeza en su muerte, por fuerza.
La negra con la niña había caminado con gran diligencia, y metiéndose en una estancia a donde esperaba a su señora, vido venir al Francisco Martínez Bello, solo. Escondióse de él, y habiendo pasado, como vio que su señora no venía, dijo en aquella posada lo que pasaba, de que se tuvo mala sospecha; y aunque era ya tarde se dio aviso al alcalde de la hermandad, que estaba cerca, que aquel año fue Domingo de Guevara, el cual vino al punto; y el día siguiente, guiados por la negra, fueron al lugar donde los había dejado, a donde hallaron degollada a la inocente señora. Llevaron el cuerpo a darle sepultura. El alcalde despachó luego cuadrilleros y gente que siguiesen al matador, el cual como no topó la negra, que iba con intento de matarla también y la niña, que así lo confesó; pero guardábala Dios, y nadie la podía ofender. Hoy es viva esta señora, y muy honrada; está casada con Luis Vásquez de Dueñas, receptor de la Real Audiencia.
El Francisco Martínez, como no pudo alcanzar a la negra, salióse del camino real, echándose por atajos y veredas no usadas. Pasó la voz del caso a la ciudad de Santa Fe. La Real Audiencia despachó jueces en virtud de la querella que el Juan de Olivares, padre de la difunta, había dado. Por una y otra parte le iban siguiendo, por la noticia que de él se daba.
Había traído el Bello a sí una guía a trueque de dinero. Llegaron al río de Chicamocha, que venía muy crecido y se pasaba por tarabita. Pasó la guía primero y díjole al Francisco Martínez Bello que pasase, el cual no se atrevió a pasar, porque el traidor no tiene lugar seguro, y el cruel muere siempre a manos de sus crueldades. Porque como Dios Nuestro Señor es justificado en sus cosas y obras, mide j los hombres con la vara que ellos miden. Aunque la guía volvió a pasar a donde estaba el Bello y le importunó a que pasase, no lo quiso hacer, con lo cual volvió a pasar el río y siguió su viaje, dejándole allí al Francisco Martínez, el cual se metió por una montañuela de las del río, a donde se echó a dormir. Uno de los cuadrilleros que le venía siguiendo y siempre le traía el rastro, lo prendió en este puesto, y traído a esta ciudad y apremiado, confesó el delito con todas sus circunstancias; y substanciada la causa, la Real Audiencia lo condenó a muerte de horca, la cual se ejecutó. Perdone Dios a los difuntos, y a todos nos dé su santa gracia para que le sirvamos.
* * *
Volviendo a nuestro presidente, que le dejamos en el chaparral con sus capitanes y soldados, digo: que para que se entienda la perversidad de estos indios y sus atrevimientos, estándole corriendo la tierra los españoles y el presidente en el Cahaparral, una noche acometieron a la ciudad de Ibagué y le pusieron fuego por una parte, robando y matando mucha gente, así de los naturales como de los vecinos, llevándose algunas mujeres; la otra parte del pueblo se defendió mejor hasta resistirlos, con lo cual se retiraron. El capitán general, informado de este caso, hizo grandes diligencias, y la mayor fue atraer a sí de paz a los coyaimas y natagaimas, que éstos, con cuña del mismo palo, hendieron la tierra y acompañados de los españoles, fueron consumiendo los pijaos y las reliquias que había de los paeces, cuyos enemigos eran. Cobraron la gente que se habían traído de Ibagué; lanzaron de aquella tierra aquella mala pestilencia de pijaos, sin que se halle el día de hoy rastro ninguno. Dieron la obediencia al rey, nuestro señor, y quedaron por pueblos suyos, con lo cual se allanaron los caminos; se aseguró la tierra; se volvió a poblar la villa de Neiva, y toda aquella tierra está poblada de muchas estancias y hatos de ganado mayor. En todo dejó el presidente muy buen orden y gobierno, con lo cual se volvió a esta ciudad, acompañado de sus capitanes y soldados. No pongo particularidades de esta guerra, porque entiendo que está escrita.
Entre los disgustos que tuvo el presidente don Juan de Borja durante su gobierno, fue uno de ellos el siguiente:
Tenía por sus criados, entre los demás, a Antonio de Quiñones, hidalgo noble, y a Juan de Leiva. Diole el presidente en la ciudad de Tunja al Antonio de Quiñones el corregimiento de Toca. Era encomendera de este pueblo doña María de Vargas, viuda del capitán Mancipe, moza, rica y hermosa, señora y dueña de su voluntad y libertad.
Déjame, hermosura, que ya tienes por flor el encontrarte a cada paso conmigo, que como me coges viejo, lo harás por darme pasagonzalos, pero bien está. La hermosura es red, que si la que alcanza este don la tiende, ¿tal cual pájaro se le irá? Porque es red barredora de voluntades y obras. La hermosura es don de naturaleza, que tiene gran fuerza de atraer a sí los corazones y benevolencias de los que la miran. Pocas veces están juntas hermosura y castidad, como dice Juvenal.
Los años nuevos, gala y gentileza de Antonio de Quiñones, y los tiernos de doña María de Vargas y su hermosura, que sin gozarla se marchitaba, el trato y comunicación de los dos, con la ocasión que se les puso en medio, todas estas cosas juntas abrieron puerta a estas amistades, con palabra de casamiento, sin entender el frasis de esta palabra, porque es lo propio que decir que en CASAMIENTO, pues corre esta palabra con aquella respuesta que daba el oráculo de Apolo délfico al pueblo gentílico cuando le consultaban para ir a la guerra: Ivis revidis non morieris in bello. Por manera que con adverbio non los engañaba. “Si salían vencidos y volvían a él con las quejas del engaño, decía: “Yo no os engañé porque os dije la verdad –Ivis, iréis, non redivis, no volveréis, morieris in bello, moriréis en la guerra”. Si salían vencedores y le iban a dar las gracias, con el mismo adverbio non los engañaba: –Ivis, iréis, revidis, volveréis, non morieris in bello, no moriréis en la guerra”. Lo propio tiene la palabra de casamiento, porque tiene quitadas muchas flores y muchísimos honores, que tal o cual vez sale con victoria. En conclusión, con esta palabra estos amantes, sin sacar licencia ni esperar que el cura los desposase, ellos se velaron con velas de sebo.
Acompañaba al Antonio de Quiñones el Juan de Leiva, que era sabidor de estas amistades, y muchas veces tercero en ellas. Al cabo de muchos días y tiempo, llegó el día en que la doña María de Vargas le pidió al Antonio de Quiñones el cumplimiento de la palabra de casamiento que le había dado, el cual se la revalidó condicionalmente, diciendo: que la cumpliría, “dando de ello primero cuenta al presidente, su señor”; que habiéndole dicho el Antonio de Quiñones su pretensión, le dijo el presidente que no se casase; con lo cual mudó de intento el Quiñones, y la doña María de Vargas, sentida del agravio, se apartó de su amistad, de manera que ya no se hablaban ni comunicaban.
El Juan de Leiva, que vio muerto el fuego que había entre los dos, puso el pensamiento en casarse con la doña María de Vargas; y engañóse, porque aquella brasa de fuego que él tenía por muerta, no estaba sino cubierta con las cenizas de aquellas dos voluntades, que al primer soplo había de revivir y encenderse, y particularmente con el soplo de la privación, que es fortísimo. En fin, el Juan de Leiva dio parte de su intento al Antonio de Quiñones, rogándole que pues no se casaba con doña María de Vargas y su amistad era acabada, que él se quería casar con ella, y que tomase la mano y la metiese en efectuarlo. El Quiñones se comprometió y echó personas que lo tratasen con la doña María, cargando la mano el Antonio de Quiñones en abonar la persona del Juan de Leiva y su nobleza, con lo cual la doña María de Vargas hubo de dar el sí del casamiento.
Cuando llego a considerar este negocio, considero en él la fragilidad humana, que ciega de su apetito y gusto, cierra ambos ojos a la razón y las puertas al entendimiento. Esta señora no podía estar olvidada de que Juan de Leiva era sabedor de sus flaquezas, ni tampoco él ignoraba estas amistades, pues que había sido tercero en ellas. ¿Con qué disculpas disculparé estas dos partes, o con qué capa las cubriré? Si quisiere decir que el nuevo estado mudaría las voluntades, no me atrevo a mandar en casa ajena. Capa no hallo ninguna, ni nadie la quiere dar, porque dicen la romperá el toro, que en tal paró ello; y así llevaron el pago de su atrevimiento. Cudicia de ser encomendero despeñó al Juan de Leiva, que no sabía, ni todos saben, la peste que trae consigo esta encomienda, que como es sudor ajeno, clama el cielo.
¡Maldita seas, cudicia, esponja y harpía hambrienta, lazo a donde muchos buenos han caído, y despeñadero a donde han sucedido millones de desdichas! Naciste en el infierno y en él te criaste, y agora vives entre los hombres, a donde traes por gala, tinta en sangre, la ropa que vistes; y por cadena al cuello, traes ya el engaño, tu pariente, eslabonado de víboras y basiliscos, y por tizón pendiente en ella al demonio, tu padre; el cual te trae por calles y plazas y tribunales, salas y palacios reales, y no reservas los humildes pajizos de los pobres, porque tú eres el sembrador de sus cosechas. ¡Maldita seas, cudicia, y para siempre seas maldita! Entraste en el seno de Juan de Leiva, espoleástele con la cudicia de la encomienda del pueblo de Toca y sus anexos; cerró los ojos a la razón, y con la facilidad de la dama se concluyó el casamiento, y últimamente se vinieron a vivir a esta ciudad de Santa Fe; y estando en ella, podemos decir, y cabe muy bien, que “donde amor ha cabido no puede olvido caber”.
Los dos amantes se comunicaban por escrito y de palabra. El Juan de Leiva, lastimado y asombrado de algunas cosas que había visto y de algunos papeles que había cogido, gastada la paciencia, le dijo al presidente don Juan de Borja, su señor, que le mandase a Antonio de Quiñones que no le entrase en su casa ni la solicitase, porque votaba a Dios que lo había de matar; y con esto le dijo el presidente lo que pasaba, y le mostró los billetes y papeles que había cogido.
El presidente no se descuidó en avisar al Antonio de Quiñones, porque el uno y el otro eran sirvientes de su casa, mandándole expresamente, y so pena de su gracia, no fuese ni entrase en casa de Juan de Leiva, ni le solicitase a la mujer. Con esto, el Antonio de Quiñones vivía con cuidado, aunque no se podía vencer ni retraerse de las ocasiones que se le ofrecían, porque toda esta fuerza hace la privación de la cosa amada. El Juan de Leiva tampoco se descuidaba de seguirle los pasos al Quiñones y cogerle los papeles y billetes con las correspondencias. Al fin, vencido de la fuerza de la honra, si podemos decir que la tiene quien sabía lo qué él sabía y se casó de la manera que él se casó; en fin, él se determinó a matar a los dos amantes, la cual determinación puso en ejecución de la manera siguiente.
Con la pasión de los celos vivía con notable cuidado, espiando de día y de noche, y muchas veces se antojaba ver visiones, como dijo San Pedro en la prisión, aunque en este caso las llamaremos ilusiones del demonio o gigantes de su propia imaginación, que le hacía creer lo fingido por verdadero; que éstas son las ganancias de los que andan en malos pasos. Pues arrebatado de esta falsa imaginación y pensando que el Antonio de Quiñones estaba con la mujer, le sucedía muchas veces, de noche y de día, entrar a su casa por las paredes, armado y con dos negros con sus alabardas, y allegar hasta la cama de la mujer sin ser sentido, y después de haber buscado todos los rincones y escondrijos de la casa, volverse a salir de ella sin hablar con la mujer ni decille cosa alguna, con lo cual la traía tan amedrentada y temerosa, que determinó de irse a un convento de monjas; y pluguiera a Dios hubiese puesto en ejecución tan buen pensamiento, que con esto excusara las muertes y daños que hubo; pero como tengo dicho ya otra vez, que cuando Dios Nuestro Señor permite que uno se pierda, también permite que no acierte en consejo ninguno que tome; esto por sus secretos juicios.
Con este intento, la doña María de Vargas se salió de su casa y se fue a casa del presidente, don Juan de Borja, al cual suplicó favoreciese sus intentos, diciéndole que en poder de Juan de Leiva traía la vida vendida, contándole lo que con él le pasaba. El presidente la aquietó, y tomó la mano en hacer estas amistades, que no debiera; pero pensó que acertaba, y engañóse. Hízolos a todos amigos, como criados que eran de su casa y que habían pasado con él de Castilla a las Indias, amonestando muy en particular y en secreto al Antonio de Quiñones no entrase en casa de Juan de Leiva ni tratase con su mujer. Con esto el Quiñones determinó pasarse al Pirú, y trataba de hacer su viaje. El Juan de Leiva puso la mira en salirle al camino y matarle en él, porque del rabioso mal de celos es éste su paradero.
Los celos son un eterno desasosiego, una inquietud perpetua, un mal que no acaba con menos que muerte, y un tormento que hasta la muerte dura. El hombre generoso y que es señor de su entendimiento ha de considerar a su mujer de tanto valor, que ni aun por la imaginación le pasara ofenderle; y él se ha de tener en tanta estima, que sólo su ser le haga seguro de semejante ofensa y afrenta. Lo que se saca de tener celos es que si es mentira, nunca sale de aquel engaño, antes se va en él consumiendo siempre; y si es verdad, después le pesa de haberlo visto, y que será más estarse en duda. Pongo por ejemplo: cuando cogió Vulcano en el lazo a su mujer Venus y a Marte, llamó a todos los dioses para que lo viesen, y él se deshonró, y en los dos amantes dobló el amor, tanto, que después no se recataban de él tanto como de primero; y así quedó el cojo Vulcano arrepentido.
Pues andándose aviando el Antonio de Quiñones para irse al Pirú, sucedió que se trató el casamiento de doña Juana de Borja, hija del presidente don Juan de Borja y de doña Violante de Borja su legítima mujer, que a esta sazón ya era muerta, con el oidor don Luis de Quiñones, y se habían de desposar en la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción, que pobló el gobernador Diego de Ospina en el valle de Neiva, a donde se había de llevar a la desposada y a donde había de venir el oidor, que estaba en el Pirú, por partir el camino.
Con esto dejó el Antonio de Quiñones su viaje por ir con el presidente, que para su intento todo era uno; y el Juan de Leiva perdió la ocasión que esperaba, por cuanto habían de ir todos en tropa, con lo cual procuró tomar otro camino.
Sucedió, pues, que la doña María de Vargas había escrito a Tunja a sus parientes los disgustos que tenía con el Juan de Leiva, y de cómo estaba determinada de irse a un convento de monjas y tratar de descasarse. Entre los parientes se trató el negocio y se acordó que Antonio Mancipe, cuñado de la doña María, viniese a Santa Fe y la metiese en un convento de monjas, y que pusiese luego el pleito de divorcio. Como ellos lo trataron en Tunja, se lo escribieron luego todo al Juan de Leiva, y de cómo había partido ya el Antonio Mancipe al negocio. Diéronle las cartas en la plaza de esta ciudad, donde las leyó. Estaba con él un primo suyo llamado Bartolomé de Leiva, que le había hecho venir de Toca, donde le tenía en sus haciendas, para que le ayudase en la ejecución de sus intentos.
Leídas las cartas, determinó el Juan de Leiva de matar al Quiñones aquel propio día, lo uno porque ya el presidente andaba de camino para irse al casamiento de la hija, y lo otro, porque ya venía cerca el Antonio Mancipe a meter a la cuñada en el convento y ponerle el pleito. Pues en la misma plaza, los dos primos concertaron el orden que habían de tener en matar al Antonio de Quiñones, y así el Juan de Leiva se fue a casa del presidente a sacar al Quiñones y llevallo al matadero. El primo se fue a poner en la parada para hacer el hecho, que fue en las casas de la morada de la doña María y del Juan de Leiva; el cual entró en casa del presidente y halló que el Quiñones estaba dando de vestir a su señor, que de esto hizo después mucho sentimiento el presidente, y puso gran diligencia por prender al Leiva, por haber sacado al Quiñones de su recámara para matarlo, con trato doble y alevoso. Opiniones hubo sobre si ésta fue traición o no, y salió en discordia. Pero yo diré un punto en derecho, y es éste: de menor a menor no hay privilegio; y correrá la misma razón de traidor a traidor. Por lo menos, cabe aquí muy bien aquello que se suele decir: “A un traidor dos alevosos”.
Díjole el Leiva al Quiñones que su primo había venido a hacer cuenta con él de la hacienda que tenía en Toca a su cargo, y que ya le conocía cuán ocasionado era, y que él quería ahorrar pesadumbres; que le hiciese la merced de ir a su casa y hacer cuenta con él. Concedióselo el Antonio de Quiñones, y prevínose de armas para ir allá, aunque no de recato como debiera, pues le llamaba un enemigo tan conocido y tan declarado. Llevaba el Quiñones su espada, y por daga una pistola. El Leiva no llevaba espada por hacer mejor su hecho, y descuidarle. En la calle toparon al Juan de Otálora, platero de oro, que andaba buscando al Juan de Leiva para hacer la cuenta de unas joyas que le había hecho. Díjole:
–“Vamos a casa y haremos todas estas cuentas”.
Con lo cual se fueron todos tres juntos; entraron en la casa; iba delante el Quiñones. Tenían prevenido un negro para que, en entrando, echase la llave en la puerta. En llegando el Quiñones al puesto donde estaba el Bartolomé de Leiva, el cual le dio la primera estocada o herida, dio una voz diciendo:
–“¡Que me han muerto!”.
Allegó a este tiempo el Juan de Leiva, sacóle la espada de la cinta y diole con ella otras heridas, dejándolo con el primo para que lo acabase de matar; y él entró en busca de la mujer, que pensó no hallarla con el ruido que se había hecho, porque tuvo tiempo de arrojarse a la calle por una ventana, que eran bajas. Salía la pobre señora a ver qué ruido era el que había fuera. Topó con el marido, que le dio de estocadas, con lo cual murieron los dos amantes dentro de segundo día. Fue Nuestro Señor servido que tuviesen lugar de sacramentarse. El Juan de Otálora, que entró con ellos, viendo lo que pasaba, se metió en la caballeriza, porque no llevaba espada, y se escondió entre la yerba de los caballos.
Tenía el Juan de Leiva prevenido y ensillado un caballo rucio, el cual de días atrás tenía enseñado y adiestrado a subir y bajar aquel camino que va a la primera cruz que está sobre la cordillera de esta ciudad. Tomó la pistola y espada de Quiñones y subió en el caballo. El primo había salido delante primero e ídose hacia el convento de los descalzos, a donde esperó al Juan de Leiva, que en allegando donde estaba, lo echó a las ancas del caballo, tomando el camino de la cruz. Pasó la palabra del hecho a la plaza del presidente y justicias. Salieron tras los delincuentes, fuéronlos siguiendo, porque desde la plaza y calles los veían huir, subiendo la cuesta arriba. El que más diligencia puso en seguirles fue el oidor Lorenzo de Terrones, acompañado de Lorenzo Gómez, el alguacil. Ganó la cumbre el Juan de Leiva con su primo, apeáronse del caballo a descansar, porque veían el espacio que llevaban los que le seguían. Llevaba el Juan de Leiva una sotanilla de luto, cortóla por más arriba del lagarto, y echósela al caballo a las ancas, para cubrirlo, y para que subiese el primo.
Llegaron el oidor y el Lorenzo Gómez hasta ver el caballo. Víanlo por las ancas, parecíales morcillo, y el que llevaba Leiva era rucio. Diéronles voces de abajo diciendo: “Acá viene, acá viene”, con que hicieron volver al oidor, porque lo cierto fue que reconocieron la determinación del Juan de Leiva, porque antes se había dejar matar que prender, y que se había de vender bien vendido o bien vengado. Reconocieron la ventaja de la pistola, y que la pendencia era o había de ser con hombres desesperados. Con lo cual determinaron de volverse y desviar al oidor de aquel riesgo. El Juan de Leiva y el primo dejaron el caballo en aquel puesto, cogieron el monte en la mano y emboscáronse. Confesó el Leiva que desde aquellos altos había visto los dos entierros. Algo sosegado el negocio, se bajaron por la quebrada de San Francisco y se fueron a San Diego, y de allí, saliendo de noche, a San Agustín.
El primo era poco conocido en esta ciudad. Con las diligencias que se hacían por prenderlos, no tenía lugar seguro. Pasóse el Juan de Leiva a esconderse a casa del canónigo Alonso de Bonilla, a donde también fue sentido. íbanle a prender dos oidores, don Francisco de Herrera y Lorenzo de Terrones. Tuvo poco antes aviso el canónigo; echó fuera de casa al Leiva, con hábito de clérigo, en manos del doctor Osorio y del padre Diego de las Peñas, sus sobrinos. Bajaban por la calle por donde venían los oidores. Fueron venturosos en tener esquina que atravesar. Abajaba por la propia casa Alonso de Torralba, receptor de la Real Audiencia, conoció al Leiva y díjole: “¿Aquí estáis agora? Pues allí viene el infierno todo junto”. Topóse con los oidores y preguntáronle qué clérigos eran aquéllos. Díjoles que el doctor Osorio y el cura Diego de las Peñas y que al otro no lo había conocido. Con lo cual los oidores se fueron a casa del canónigo e hicieron la diligencia y no le hallaron.
De allí a cuatro o seis días salió el presidente para el valle de Neiva, al casamiento de su hija. Hizo noche en el pueblo de Ontibón, y no faltó quien dijo que aquella noche estuvo el Juan de Leiva en la plaza de aquel pueblo con los pajes del presidente, tratando de aquel negocio; que no fue mucho para un hombre atrevido y rematado como él lo estaba, pues se atrevió a andar en esta ciudad de noche, y con el dinero que tenía y con el primo se fueron a embarcar al puerto de Honda, donde se vieron en mucho riesgo y se volvieron al convento de San Agustín, de donde se fueron a la estancia del dicho convento, a donde el padre Barrera los tuvo escondidos muchos días en una cueva; y allí también fueron sentidos, porque envió la Real Audiencia a Lorenzo Gómez, alguacil de Corte, con gente para que los prendiesen; y tuvieron tan buena suerte, que la noche que llegó el Lorenzo Gómez, en su busca, se habían venido de madrugada a la ciudad, a buscar de comer.
Habló aquella noche el Lorenzo Gómez con el padre Barrera, el cual le afirmó que no estaban allí los hombres que buscaba. Pasó allí la noche, y al otro día estaba el fraile con aquel cuidado que volviendo de Santa Fe no los viesen o topasen. Con este cuidado estaba cuando los vido venir. Metióse por una era de trigo; salióles al encuentro y dioles el aviso, con que se pusieron en cobro. Dentro de pocos días los despachó para el Pirú, a donde se fueron; y de él a Castilla, de donde el Juan de Leiva escribió al presidente, su señor, cómo quedaba en Lucena, su patria, a donde se había casado con una viuda rica; diciendo por conclusión de su carta: “¡Plegue a Dios, señor, que sea mejor que la otra!”.
Después se dijo en esta ciudad que habían quemado al Juan de Leiva, por haberle hallado culpado en cierta moneda falsa. Lo cierto es que mide Dios a los hombres con la vara que ellos propios miden, porque no deja el mal sin castigo ni el bien sin galardón.
* * *
Por muerte del arzobispo don Pedro de Ordóñez y Flórez, fue electo por arzobispo de este Nuevo Reino el doctor don Fernando Arias de Ugarte, obispo de Quito, natural de esta ciudad de Santa Fe; y pues doy cuenta de los prelados de esta santa Iglesia metropolitana, no se enfade el lector de que la dé un poco más larga de un hijo suyo, que por sus virtudes llegó a ser su prelado. Sirvióla en su niñez de acólito; y habiendo comenzado a estudiar gramática, le envió su padre a España, de poco menos de quince años, y en ella estudió leyes hasta graduarse; y estando abogando, fue nombrado por auditor general de los alborotos del Reino de Aragón, sobre la fuga que hizo de Madrid el secretario Antonio Pérez, los cuales averiguados vino a Indias proveído por oidor de Panamá, a donde le dejaremos hasta el siguiente, porque descanse el lector y yo, el necesitado.
En que se prosigue el gobierno del presidente don Juan de Borja; dícese su muerte, y los oidores que concurrieron en la Real Audiencia durante el dicho gobierno, con la venida del arzobispo don Fernando Arias de Ugarte y su promoción a las Charcas. La venida del Marqués de Sofraga a este gobierno, y la del arzobispo don Julián de Cortázar a este arzobispado; su muerte, y la venida del señor arzobispo don Bernardino de Almansa
Acabados los desposorios de don Luis de Quiñones y doña Juana de Borja, que se celebraron, como tengo dicho, en el valle de Neiva, los desposados se fueron al Pirú y el presidente se volvió a esta ciudad de Santa Fe. Durante este gobierno vino por oidor de esta Real Audiencia Antonio de Leiva Villarroel, que mudado a la Real Audiencia de San Francisco de Quito, murió en aquella ciudad, año de 1609, a 9 de agosto. Vino por oidor el doctor Juan de Villabona Subiaure, y mudado a México, enviudó, trocó la garnacha por el hábito de San Pedro, haciéndose clérigo. Después vino por oidor de la Real Audiencia el licenciado don Francisco de Herrera Campuzano, que con la visita de Zaragoza y otras diligencias y herencias, después de residenciado fue a España rico, de donde salió proveído por oidor de la Real Audiencia de México, donde murió.
La plaza de fiscal sirvió muchos años el licenciado de Cuadrado Solanilla Buenaventura, que acabando de servir la de Santo Domingo en la isla Española, vino a ésta el año de 1602; y habiendo ascendido a ser oidor, murió en esta ciudad a 9 de agosto de 1620 años, con muy grande aprobación de buen cristiano.
El doctor Lesmes de Espinosa Saravia vino por oidor de la Real Audiencia, y entró en esta ciudad a 30 de diciembre del año de 1613. Fue residenciado y depuesto por el visitador Antonio Rodríguez de San Isidro Manrique, año de 1633; y se dijo le secrestó más de treinta mil pesos, y murió en el año de 1635, a 9 de mayo, con tanta pobreza, que a su cabecera no tuvo la noche que murió más que un cabo de vela de sebo que le alumbraba el cuerpo; el cual estaba sin mortaja porque no la tenía. Después se dijo que el visitador le había dado la plata labrada que le secrestó para su entierro, el cual se hizo con deán y Cabildo y mucho acompañamiento de sacerdotes y concurso popular. Está enterrado en el convento de monjas de Santa Clara, donde tenía dos hijas monjas.
Viose en él muy claro cómo la fortuna no se descuida en su rueda, pues ayer se vio rico y que lo mandaba todo, porque allegó a presidir como oidor más antiguo, y luego le vimos que andaba por las calles y plazas y audiencias, solicitando él propio sus causas, de oficio en oficio, como un hombre particular. Por manera que placeres, gustos y pesares acabaron con la muerte. La muerte es fin y descanso de los trabajos. Ninguna cosa grande se hace bien de la primera vez; y pues tan grande cosa es morir, y tan necesario el bien morir, muramos muchas veces en la vida, porque acertemos a morir aquella vez en la muerte. Como de la memoria de la muerte procede evitar pecados, ansí del olvido de ella procede cometerlos.
Tras el doctor Lesmes de Espinosa vino por oidor de la Real Audiencia el licenciado Antonio de Obando, que lo había sido de la Audiencia de Panamá, y de aquí fue a las Charcas por oidor de aquella Real Audiencia.
Don Fernando de Saavedra vino por fiscal, año de 1620; ascendió a oidor de esta Real Audiencia, y de ella fue mudado a Lima, con el mesmo cargo de oidor.
El licenciado Juan Ortiz de Cervantes, natural de Lima, gran letrado, vino por fiscal, y habiendo ascendido a ser oidor murió en esta ciudad, en septiembre de 1629 años; y se mandó enterrar en la iglesia de San Diego, en una capilla que él mesmo fundó en aquella iglesia, con la advocación de Nuestra Señora del Campo. Esta imagen es de piedra, y estuvo muchos años junto al camino real que va de esta ciudad a la de Tunja, en aquellos campos y en el suelo, sin veneración ninguna. Los frailes de San Diego y el buen celo del oidor la trasladaron al convento y la adornaron, y a su costa el oidor le hizo una capilla, a donde la colocó con suntuosas fiestas; y dentro de un año de como la colocó murió, y se lo llevó la Virgen consigo, que así se puede creer piadosamente, pagándole con esto el servicio que le había hecho de quitar su imagen de aquella plebesidad y habella puesto en veneración. Está el oidor enterrado en la mesma capilla junto al altar, a un lado de él, a donde los frailes de aquel convento tienen particular cuidado de sus sufragios, como su bienhechor.
El doctor don Francisco de Sosa, natural de Lima, catedrático de aquella Universidad, vino por oidor de la Real Audiencia, año de 1621, y de ella fue mudado por oidor de la Real Audiencia de las Charcas, año de 1634, para donde se partió luego. El año de 1624 vino por oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Juan de Balcázar, y este de 1638 sirve su Plaza en esta Real Audiencia. El licenciado don Juan de Padilla, natural de Lima, vino por oidor de esta Real Audiencia, año de 1628, y en el siguiente de 1632 fue depuesto por el visitador don Antonio Rodríguez de San Isidro Manrique. Está al presente en España. Todos estos señores oidores concurrieron en la Real Audiencia durante el gobierno del presidente don Juan de Borja, el cual, acabada la guerra de los pijaos, seguros aquellos caminos (como lo están el día de hoy), y poblada toda aquella tierra y de paz, viudo de doña Violante de Borja, su mujer, y hecho el casamiento de doña Juana, su hija, con el oidor Quiñones, estando en esta ciudad, enfermó, y sin poder convalecer murió, a 12 de febrero de 1628 años. Hízosele un muy suntuoso entierro. Está enterrado en la peana del altar mayor de la santa iglesia Catedral de esta ciudad.
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Y con esto volvamos al doctor don Fernando Arias de Ugarte, que vino por arzobispo de este Nuevo Reino, y lo dejamos en la Real Audiencia de Panamá, por oidor. De ella fue mudado a las Charcas, y le puso aquella Real Audiencia por Corregidor de Potosí, y lo sirvió con tanta rectitud que la gente viciosa le temía, y se abstuvieron de hacer travesuras durante su gobierno, el cual fue mudado y proveído por juez superior en las minas de azogue de Juan Cavélica, que administró con gran fidelidad. De aqueste puesto fue movido por oidor de la Real Audiencia de Lima, en la cual entró con tanta opinión y fama de buen juez, que el marqués de Montesclaros, virrey en aquella sazón, le nombró por su asesor; y le importó harto para el acierto de su gobierno y sus cosas. Desde antes que viniera a Indias este gran varón, tuvo intentos y grandes deseos de hacerse clérigo, para lo cual se recogió en su vida y costumbres, que parecía monje claustral, y rezaba el oficio divino; y al fin se ordenó e hizo clérigo, habiendo precedido dispensación del Papa; y en breve tiempo ascendió a ser obispo de Quito, ayudado del virrey, que siempre le fue muy aficionado y pregonero de sus virtudes, y cuando se consagró fue su padrino, y antes que se consagrase le pidió como letrado hiciese inventario de sus bienes, llevando la mira puesta en una buena esperanza de emplearlos en una obra pía memorable, cual fue la del convento de monjas que después fundo, como diré adelante.
Despedido del virrey y de los demás de sus consejeros, y prelados, inquisidores, oidores, religiosos y gente virtuosa, partió para su obispado de Quito, y lo visitó todo personalmente. De él fue promovido a este arzobispado de su patria, para el cual partió luego, y de camino recibió el palio en la ciudad de Popayán, de mano de su obispo, don fray Juan González de Mendoza. Entró en esta ciudad de Santa Fe, a 9 de enero de 1618 años, cuyo recibimiento previno con grande efecto el presidente don Juan de Borja, con mucha fiesta, conociendo en los vecinos la grande alegría con que esperaban al hijo de su república, que tanta honra le vino a dar.
Hecha la visita del clero y monjas, partió a hacer la de todo su arzobispado en persona, que no quiso fiarla de comisarios; y fue para él increíble trabajo, porque llegó a partes muy remotas, a donde jamás había ido ninguno de sus predecesores, como ir a San Juan de los Llanos y pasar de allí a la ciudad de Caguán, atravesando aquellos llanos yermos y despoblados más de noventa leguas; y habiendo llegado al fin de ellos, al tornar de una serranía se perdieron las guías que llevaban en una montaña que estaba cerrada y sin camino, donde con esta detención se les acabó el matalotaje y mantenimiento, que, sin duda ninguna, perecieran todos ¿le hambre si no los encontrara un vecino del Caguán, que atento los había salido a recibir, y los socorrió a todos.
Del Caguán volvió por el valle de Neiva a esta ciudad, y pasó a visitar la de Tunja y su distrito, que es grande hasta el remate de los llanos de Chita, a donde los indios de paz confinan con otros de guerra, que regalaron y respetaron al prelado como si fueran cristianos muy doctrinados; de lo cual se admiraron cuantos iban con el señor arzobispo, que le habían advertido de este riesgo, que lo era muy grande, porque no llegara a él. Volvió de estos llanos para pasar a la visita de la ciudad de Pamplona, tomando la vía por el río del Oro, en el cual se vido casi ahogado. En la ciudad de Pamplona consagró a su provisor, el doctor don Manuel de Cervantes Carvajal, arcediano de esta santa iglesia Catedral, electo al obispado de Santa Marta, para donde se partió acabada su consagración, y el arzobispo, para la visita de la ciudad de Mérida y su distrito, que son las ciudades de La Grita, Barinas, Gibraltar y Pedrosa, y sus distritos.
Acabado aquesto, volvió a Tunja; y de ella, a la visita de Vélez, Muzo y villa de la Palma. Tardó en visitar todo lo referido más de tres años, dejando confirmadas más de doce mil almas, y se vino a esta ciudad de Santa Fe y despachó sus convocatorias a los obispos sufragáneos para celebrar concilio provincial, que lo deseaba con sumo grado.
No vino el de Popayán, por estar enfermo; envió su poder a un prebendado de esta Catedral, y aquel Cabildo se lo envió al Padre Alonso Garzón de Tauste, cura de esta santa iglesia. El de Cartagena estaba en sede vacante; envió su poder al de Santa Marta y a dos prebendados de esta Catedral. Vino en persona el señor obispo de Santa Marta, que fue recibido del señor arzobispo con mucha alegría; con el cual y con los poderes referidos, dio principio a la celebración del concilio, nombrando prebendados de esta santa iglesia graduados, que asistieron en él, y letrados de todas las órdenes y religiones con sus prelados. Asistió asimismo el señor presidente don Juan de Borja y el licenciado Juan Ortiz de Cervantes, gran letrado, fiscal de la Real Audiencia de este Reino, y dos regidores de esta ciudad, que el uno de ellos fue el alférez real de ella, persona discreta, que tuvo poderes de otros cabildos de este Reino, llamado Juan Clemente de Chaves. Fue secretario de este concilio el dicho cura Alonso Garzón de Tauste.
Acabóse de celebrar el concilio a 20 de mayo del año de 1625, que en él se acabó de promulgar y firmar de los dichos señores prelados, y refrendado de dicho secretario, lo mandó guardar en el archivo de esta santa iglesia, enviando su trasunto a Su Santidad, pidiéndole y suplicándole a su beatitud lo confirmarse.
Acabado el dicho concilio, recibió el dicho señor arzobispo, a 22 de julio del dicho año de 1625, las bulas de su promoción al arzobispo de las Charcas, para el cual partió dentro de ocho días; y tardó en este viaje un año, porque le anduvo por tierra, que son más de ochocientas leguas, y en él celebró otro concilio provincial, el cual acabado, fue promovido al arzobispado de la ciudad de Lima, y en ella fue recibido por febrero del año de 1627 con grande alegría de sus vecinos, que le amaban y respetaban como a varón santo. Labró en esta santa iglesia una capilla a su costa, en la cual se celebró el concilió, por ser la mayor de todas, rica en ornamentos y reliquias, y mucho más de indulgencias que en ella se ganan. Dejó en ella dotada una capellanía, que sirven los señores prebendados. Tiene un enterramiento de bóveda en que pretendió enterrarse, si no lo promovieran, como hizo el doctor Bartolomé Lobo Guerrero, arzobispo de Lima, que se enterró en capilla propia. Enterráronse en esta bóveda un regidor y un canónigo de esta ciudad, hermanos del dicho arzobispo, y una hermana suya se enterró en su convento de Santa Clara, que todos tres murieron, en espacio de tres meses, de la peste general que hubo en este Reino el año de 1633. De la cual murieron el señor arzobispo don Bernardino de Almansa, un arcediano, tres canónigos, cuarenta clérigos y otros tantos religiosos, dos alcaldes ordinarios, uno de la Hermandad, cuatro regidores, muchos nobles y plebeyos, sin los esclavos, indios y mulatos, que fue en sumo grado y gran número. Y en los pueblos de esta jurisdicción, así de españoles como de indios, fue grande la mortandad.
Dejó comprado el señor arzobispo un sitio en esta ciudad, en que a su costa edificó su hermano, el regidor Diego Arias, un monasterio de monjas de Santa Clara, el cual se pobló a 7 de enero de 1629 años, por mandado del señor arzobispo don Julián de Cortázar, en virtud de la licencia que pidió el señor arzobispo don Fernando Arias de Ugarte al Papa y al rey para fundar este convento. Pobláronle una hermana y dos sobrinas suyas, monjas del Carmen, que tuvieron licencia del Papa para mudarse a este convento nuevo, y fueron fundadoras de él. A la mayor de ellas nombró por prelada el dicho señor arzobispo don Julián de Cortázar, y a su sobrina por vicaria, a causa de que luego entraron otras monjas, las que nombró el fundador hasta en número de veinticuatro, y a su costa se sustentan todas perpetuamente, que ha sido fundación grandiosa y memorable.
La buena obra, enderezada al servicio de Dios Nuestro Señor, es escalera para el cielo; pero advierta el que la hiciere, no se le arrime la vanidad que se la derribe. Sin fruto trabaja en buenas obras, como dice San Gregorio, el que siempre no persevera; porque como el vestido y ropa cubre el cuerpo, así las buenas obras cubren, adornan y visten el alma. El hombre virtuoso, del mundo hace monasterio, pues habitando Joseph entre los egipcios, Abraham entre los caldeos, Daniel entre los babilonios y Tobías entre los asirios, fueron santos y bienaventurados. El hombre con la virtud se hace más que hombre; y con el vicio, menos que hombre. La virtud es un alcázar que nunca se toma, río que no le vadean, mar que no se navega, fuego que nunca se mata, tesoro que nunca se acaba, ejército que jamás se vence, espía que siempre torna, atalaya que no se engaña, camino que no se siente y fama que nunca perece.
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Cien años son cumplidos de la conquista de este Nuevo Reino de Granada, porque tantos ha que entró en él el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada con sus capitanes y soldados. Hoy corre el año de 1638, y el en qué entraron en este sitio fue el de 1538; y entre sus presidentes y gobernadores nunca hubo ningún titulado. El primero que vino fue don Sancho Girón, marqués de Sofraga, del hábito de Alcántara, que le vino a gobernar en la silla de presidente, por muerte de don Juan de Borja. Entró en esta ciudad, a 1º de febrero del año de 1630. Trajo consigo su mujer e hijos y muchas personas que le acompañaban y servían, y el siguiente de 1631 años entró en ella por visitador de la Real Audiencia el doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro Manrique; y para que se entienda mejor esta representación del mundo, es necesario que salgan todas las personas al tablado, porque entiendo que es obra que ha de haber qué ver en ella, según el camino que lleva.
Por la promoción del arzobispo don Fernando Arias de Ugarte, fue electo por arzobispo de este Reino el doctor don Julián de Cortázar, obispo del Tucumán, natural de la Villa de Durango en el señorío de Vizcaya. Fue colegial en Sancti Spiritu, de la Universidad de Oñate, y en ella catedrático de vísperas de teología, y después colegial de Santa Cruz de Valladolid y catedrático de arte de allí. Salió proveído por canónigo de la magistral de Santo Domingo de la Calzada, y ascendió al obispado del Tucumán. Para venir a este arzobispado del Nuevo Reino de Granada, atravesó desde Tucumán a Chile por tierra (más de ciento y veinte leguas), y de allí a Lima, y de aquí al puerto de Guayaquil, todo por mar; de Guayaquil a Quito y de Quito a Santa Fe, por tierra, más de doscientas y cincuenta leguas. Entró en esta ciudad, a 4 de julio de 1627 años, y en el siguiente de 1628, bajó por el Río Grande de la Magdalena, en busca del obispo de Santa Marta, don Lucas García, y de su mano recibió el palio en el pueblo de Tenerife, de su diócesis; de donde dio la vuelta por Ocaña a Pamplona, y vino visitando desde aquella ciudad hasta esta de Santa Fe; y murió en ella, sacramentado, a 21 de octubre de 1630 años. En su lugar fue electo arzobispo de este Reino el doctor don Bernardino de Almansa, arzobispo de Santo Domingo, natural de la ciudad de Lima, graduado en aquella Universidad, de la cual salió a servir un beneficio de indios, y de él promovido por tesorero de Cartagena. Fue provisor de aquel obispado, del cual salió proveído por arcediano de las Charcas, y fue provisor de aquel arzobispado muchos años, durante los cuales lo visitó; y hallándose rico, pasó a la Corte de España, y de ella salió proveído por inquisidor de Calahorra, y después por arzobispo de Santo Domingo, primado de esta indias; y antes que saliese de España, fue promovido a este del Nuevo Reino de Granada. Entró en esta ciudad de Santa Fe, sin bulas y con la sola cédula real, a 12 de octubre de 1631 años, y en el siguiente de 1632 recibió las bulas y facultad en ellas para que el deán y arcediano de esta metropolitana le diesen el palio. En su cumplimiento, se lo dieron el doctor don Gaspar Arias Maldonado, deán, y al doctor don Bernabé Jiménez de Bohórquez, arcediano, día de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, de dicho año de 1632. Antes de la pascua de Navidad de aquel año, partió de esta ciudad de Santa Fe para la visita de su arzobispado, y la hizo hasta la ciudad de Pamplona, de la cual volvió a la de Tunja y pasó a la villa de Leiva, donde enfermó de la peste general y murió, sacramentado y con testamento y codicilo, a 27 de septiembre de 1633 años. Se enterró en la iglesia de la dicha villa. En la de Madrid, Corte de España, dotó un convento de monjas, de que tuvo título de patrono. Fue valeroso prelado y de los más eminentes que ha habido en estas Indias. Y en lo poco que vivió y tuvo esta villa, no le faltaron encuentros y disgustos con el presidente y visitador; y entiendo que eran porque no le parecía bien lo malo. Otros dirán lo demás, que para mi intento esto basta.
Por su testamento mandó trasladar sus huesos al convento de monjas de donde era patrono. Al presente está su cuerpo en esta ciudad, en casa de Pedro de Valenzuela, cirujano, en una capilla adornada, por el doctor don Hernando de Valenzuela, hijo del dicho licenciado, y de doña Juana Vásquez Solís, su legítima mujer, quien lo ha de llevar a Castilla en la ocasión que se espera este año de 1638. Las mortajas y ornamento con que le enterraron, con haber estado debajo de tierra, están sanos; el cuerpo mirrado, que aun no se ha deshecho. Algunas opiniones hay, en las cuales respondo: que si fuere santo, ello resplandecerá; y si fuere vano, ello se desvanecerá.
El marqués de Sofraga entendía en su gobierno y el visitador Manrique de San Isidro en su visita; y ella suspendió al doctor Lesmes de Espinosa Saravia y le secrestó sus bienes, y murió como tengo dicho; y asimismo suspendió al licenciado don Juan de Padilla, que está hoy en España. A los demás señores de la Real Audiencia y al presidente dio sus condenaciones, sin perdonar otros particulares, que cada cual tiene su queja. A la partida de esta ciudad para la de Quito, para donde era promovido por oidor de aquella Real Audiencia, y antes que de aquí saliese, le echaron unas sátiras, que por su mal olor no las pongo aquí. Había traído de Castilla una mujer que te sirviese, y no se la perdonaron, diciendo que hacían malas concordancias. Yo vide un traslado de una carta que el señor arzobispo don Bernardino de Almansa le envió sobre esta razón, guardando Su Señoría en ella la doctrina evangélica; de donde resultó que el visitador levantase aquel gigantazo de su enfado, con que se resolvieron presidente, oidores y arzobispos.
El presidente don Sancho Girón, marqués de Sofraga, prosiguió en su gobierno con toda puntualidad manteniendo la tierra en paz y justicia. En cuanto a dineros no digo nada, porque al presente, que está en residencia, hay muchos que tratan de eso. Sólo digo que ¿a quién le dan dineros que los arroje por ahí y no los reciba? Lo cierto es que cada uno lleva el camino de su trampa, y si no salió buena, no tiene de qué quejarse, porque tan mercader es uno perdiendo como ganando. Con esta mayor quiero concluir con todos ellos, diciendo: que opera enim illorum secuntur illos.
Y pues hemos llegado a los cien años de la conquista del Nuevo Reino de Granada, digamos qué ciudades, villas y lugares están poblados en él sujetos a esta santa Iglesia metropolitana y a la Real Audiencia, y qué capitanes la poblaron, que acabada la residencia del marques de Sofraga volveremos a la representación comenzada.
De las ciudades, villas y lugares sujetos a esta santa Iglesia metropolitana, y capitanes que lo poblaron
Muy notorio es que el licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada, capitán general del Adelantado don Pedro Fernández de Lugo, gobernador de la gobernación de Santa Marta, pobló esta ciudad de Santa Fe, en virtud de la conducta y comisión que del dicho gobernador tuvo para la conquista de este Nuevo Reino de Granada. Esta fundación se hizo a seis días del mes de agosto del año de 1539, en el cual día se señaló sitio y solar para la santa iglesia, que fue la primera que se fundó en este Nuevo Reino de Granada, dedicada a Nuestra Señora la siempre Virgen María Santísima, con título de la limpísima y purísima Concepción de la Santísima Virgen, cuya fiesta se celebra solemnísimamente en su día, en el cual el señor doctor don Gaspar Arias Maldonado, deán que al presente es de esta santa Iglesia metropolitana, que al presente la gobierna el señor arzobispo don Cristóbal de Torres, del orden de Santo Domingo, con mucha curiosidad muestra la gran devoción que tiene a la Virgen Santísima y a esta su fiesta.
Estaba esta santa Iglesia al tiempo que se fundó en esta ciudad sujeta a la de Santa Marta, por ser todo una gobernación y residir en aquella ciudad su obispo, y con ella le estaban sujetas todas las demás que en aquella sazón se fundaron en este Nuevo Reino. Por ser el dicho Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada natural de Granada en los reinos de España, y por la buena memoria de la ciudad de Santa Fe de Granada, que fundaron los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, de gloriosa memoria, cuando desde ella ganaron a Granada de los moros, puso el dicho Adelantado a esta ciudad que nuevamente fundaba, la ciudad de Santa Fe de Bogotá del Nuevo Reino de Granada. Llamóla de Bogotá, por lo que atrás queda dicho.
Halláronse presentes a su fundación los tres generales que habían salido en demanda de su conquista, el dicho Adelantado de Quesada, Nicolás de Frederman y don Sebastián de Benalcázar, con todos sus capitanes, oficiales y soldados y con los dos capellanes arriba referidos y el Padre fray Alonso de las Casas, que así le llama el capitán Juan de Montalvo, conquistador de esta conquista.
El capitán Martín Galiano, con comisión del dicho Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, pobló la ciudad de Vélez, a 3 de junio de 1540 años.
Con otra comisión semejante que dio el dicho Adelantado al capitán Gonzalo Suárez Rendón, en cuya virtud pobló la ciudad de Tunja, a 6 de agosto del año de 1540, en el sitio en que residía el cacique y señor de aquella tierra, llamado Tunja.
El capitán Hernando Venegas, que después fue mariscal de este Nuevo Reino, pobló la ciudad de Tocaima en el propio sitio y vega del río donde residía el Cacique Tocaima, a 6 del mes de abril de 1544 años, con comisión que en esta ciudad de Santa Fe le dio el Adelantado don Alonso Luis de Lugo, que sucedió a su padre, el Adelantado de Canarias don Pedro Fernández de Lugo, ya difunto, en la gobernación de Santa Marta.
Vuelto este gobernador don Alonso Luis de Lugo a Santa Marta, y de allí a España, como queda dicho, vino por gobernador de este Nuevo Reino el licenciado don Miguel Diez de Armendáriz, natural de Navarra en el reino de Aragón, el cual dio comisión a su teniente y sobrino, el capitán Pedro Ursúa, caballero valeroso, que en breve se hizo gran soldado, para la conquista de los indios panches y chitateros, a donde pobló la ciudad de Pamplona, al principio del año de 1549; y en ella dejó avecindado, con aventajada encomienda de indios, al capitán Ortún Velasco. Valeroso soldado, que fue el todo de aquella jornada y no tomó para sí nada; por manera que la parte que le había de caber como conquistador se la dio al Ortún Velasco. Púsole el nombre de Pamplona por la buena memoria de Pamplona de Navarra, de donde era natural. Ha sido esta ciudad de las mejores de este Nuevo Reino, por las minas de oro que en su distrito se descubrieron, y por el clima que tiene en criar mujeres hermosas, para dar gracias a Dios Nuestro Señor por todo.
El año de 1550 se fundó esta Real Audiencia, la cual dio comisión al capitán Juan de Galarza para la conquista de Ibagué, que por ser hermano de un oidor, le acompañaron valerosos capitanes, con muy lucida soldadesca; con lo cual se pobló en breve la ciudad de Ibagué, por octubre de 1550 años, en el sitio del mayor señor de aquella provincia; y después la mudó el propio capitán a mejor sitio, a donde ha permanecido. Fue rica de minas de oro, que se acabaron por haberse acabado sus naturales. Al presente es fértil en ganado vacuno.
El capitán Francisco Núñez Pedroso, vecino y conquistador de Tunja, con comisión del licenciado Miguel Diez de Armendáriz, y después confirmada por esta Real Audiencia, pobló la ciudad de Marequita, que así se llamaba el cacique de aquella provincia. Después se mudó, llamándola Mariquita en el nombre. Fue esta fundación a 23 de agosto del año de 1552. Mudóla después el mesmo capitán junto al río Gualí, donde ha permanecido, llamándola San Sebastián de Mariquita. Ha sido y lo es muy rica de minas de oro, aunque ya le han faltado sus naturales. Al presente están poblados junto a ella los reales de minas de plata de Las Lajas y Santa Águeda. También es fértil de ganado vacuno. De esta ciudad de Mariquita salió el capitán Asensio de Salinas, y a quince leguas de ella, a la banda del norte, pobló la ciudad de Victoria, año de 1558, rica de minerales de oro. Tenía su asiento entre dos quebradas, que ambas parecía que vertían oro. Cerca de esta ciudad están los Palenques con sus ricas minas. Fue fama que tuvo esta ciudad nueve mil indios de repartimiento, los cuales se mataron todos por no trabajar, ahorcándose y tomando yerbas ponzoñosas, con lo cual se vino a despoblar esta ciudad. Y porque se entienda la riqueza que había en ella, quiero decir lo que vide en unas fiestas que allí se hicieron.
El fiscal de la Real Audiencia, Alonso de la Torre, casó a doña Beatriz, su hija, con un Bustamante, vecino y criollo de esta ciudad de Victoria, hombre muy rico. Acabadas en esta ciudad las fiestas de estos desposorios, de toros y surtija, que todo se celebró en esta ciudad de Santa Fe, el desposado llevó a su mujer a su ciudad de Victoria. Un tío de este Bustamante, entre otras fiestas que se hicieron, mantuvo una surtija, y la menor presea que en ella se corría era una cadena de oro, de tres o cuatro libras. Tanto como esto era la riqueza y grosedad de aquella tierra, que de ello no ha quedado más que el sitio y el nombre; y para que sirva de ejemplo a los hombres carnales y viciosos, quiero decir lo que le sucedió a este Bustamante.
Despoblada la ciudad de Victoria; muertos sus naturales; pasados unos vecinos a Marequita, y otros a Tocaima y a esta ciudad de Santa Fe y a otras partes; el Bustamante, viudo de la doña Beatriz y de aquella grosedad de dineros que solía tener, se fue a vivir a la villla de Mompós, que es de la jurisdicción de Cartagena, donde usaba oficio de escribano. También se ocupaba en seguir los amores de una dama a quien servía. Pues sucedió que un día esta mujer con otras se salieron a holgar hacia el monte que está a las espaldas de la villa, y el Bustamante se fue con ellas. Pues acabada la huelga, trataron de volverse al lugar. Vínose el Bustamante adelante. Las mujeres se entretuvieron en una de aquellas huertas, y al cabo de grande espacio de tiempo, fue el Bustamante a casa de la mujer y no la halló. Preguntó por ella, dijéronle que no había venido; con lo cual, con un criado suyo volvió a la parte donde había dejado las mujeres, y vídola que estaba a la ceja de la montaña, la cual le dio de mano para que se fuese allá. El Bustamante le mandó a su criado que le esperase allí y fuese donde le llamaban. Metiéronse por el monte, de manera que el criado no los veía. Cerró la noche, y el criado, entendiendo que por otra senda se habrían ido o vuelto al lugar, fue a su casa a buscar a su señor; y como no le halló, fue a casa de la mujer, la cual le preguntó por su amo. El mozo le respondió que desde que ella lo llamó no lo había visto más. Preguntóle la mujer que de dónde ella lo había llamado. Díjole que desde la ceja del monte, y que los había visto entrarse por él y que no los había visto salir, y que así lo andaba buscando. Alborotóse la mujer con esto e hizo diligencias, pero no pareció. El día siguiente dijo lo que pasaba, y con lo que el criado dijo, se echó gente a la montaña a buscarlo, y nunca más pareció; de donde se entendió que el demonio, tomando la figura de la mujer, hizo lance en él; y por donde se vio muy claro que “el que ama el peligro perece en él”.
Desde esta ciudad de Victoria hasta la de Tocaima hay ricos minerales de oro y plata. Están en este comedio las minas de la Sabandija, las de Venadillo, las de Hervé, los socavones de Juan Díaz, y otros, las vetas de Ibagué, las Lajas de Santa Ana, Mariquita y Victoria, y los Palenques. Toda esta tierra está lastrada de oro y plata, pero está falta de gente.
Quiero decir una cosa que pasó en este año de 1638, para en prueba de lo que arriba dije: Don Gaspar de Mena Loyola casó una hija con el gobernador de Santa Marta, y diole en dote doce cargas de a diez arrobas de plata ensayada. Este caballero es vecino de la ciudad de Marequita, y allí cerca sacó toda esta plata; y dicen tiene otras doce cargas para casar otra hija con otro gobernador; y sin esto, lo que le queda en casa, que no ha medido ni pesado. Aquel dote fue sin otros seis mil pesos y matalotajes que envió al yerno para que viniese por la mujer; y no se cuenta aquí el ajuar y joyas que llevó la desposada, que dicen fue grandioso.
* * *
Con esto volvamos a tratar de las ciudades pobladas. Antes que se despoblase la ciudad de Victoria, salió de ella el capitán Francisco de Ospina, el cual pobló la ciudad de los Remedios el año de 1570, que se ha mudado de donde la pobló, siguiendo minas de oro de que ha sido rica hasta el tiempo presente, que corre el año de 1638.
El capitán Juan de Avellaneda, vecino de Ibagué, a quien se cometió la conquista de San Juan de los Llanos, que él había visto cuando pasó por aquella comarca con el general Nicolás de Fredermán hasta entrar en este Nuevo Reino; y este capitán pobló aquella ciudad, año de 1555, y con minas de oro que se descubrieron en su jurisdicción se ha sustentado y sustenta hasta este presente año de 1638. En sus primeros años, servía de escala a muchos capitanes que fueron a buscar el Dorado y nunca lo hallaron, ni creo que lo hay, por lo que queda dicho del indio dorado que levantó este nombre.
Y el mesmo Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada entró a su descubrimiento, saliendo de esta ciudad de Santa Fe cuando volvió de España con el título de Adelantado y con tres mil ducados de renta que le daba el rey, nuestro señor, en lo que conquistase. Lo que surtió de esta entrada que hizo el Adelantado fue perder toda la gente que llevó, que se le murió de hambre y enfermedades, por los malos temples en que topó, y aun su persona corrió mucho riesgo; y favorecióle Dios primeramente y luego un pedazo de sal que tenía colgado al cuello, que con él comía algunas yerbas que conocía. Húbose de volver sin hallar el Dorado ni rastro de él, con muy pocos soldados; y en esta ciudad se había ya hecho gente para irlo a buscar, cuando entró en ella.
Esta Real Audiencia dio comisión al capitán Pedro de Ursúa para la conquista de la provincia de los indios muzos, en cuya virtud pobló la ciudad de Tudela, año de 1552, la cual no se pudo sustentar, ni el capitán ni sus soldados por ser los indios caribes y belicosos; y ansí, con la pestilencial yerba de sus flechas, echaron a este capitán y a sus soldados de su tierra, matando mucha gente. Prosiguió después esta conquista el capitán Luis Lanchero, a quien la encargó esta Real Audiencia, y la acabó con perros de ayuda, que fue un valiente remedio y acertado; y esto fue después de habelle muerto los indios muchos soldados valerosos, y entre ellos a su maese de campo Francisco Morcillo. Excelente soldado y muy valiente, que pobló la ciudad poniéndose por nombre la Ciudad de la Trinidad de los Muzos, año de 1558; y después en la rebelión que tuvo esta gente, le mataron; que fue cuando se aprovecharon de la ayuda de los perros. Esta ciudad fue muy rica, por las minas de las esmeraldas que tuvo; y al presente, pobre por haber descaecido estas minas, o, lo más cierto, por haber faltado sus naturales, como ha sucedido en todos los demás reales de minas, que están el día de hoy despoblados por esta falta.
Su vecina, la villa de La Palma, la pobló don Antonio de Toledo, el año de 1562. Después la mudó don Gutierre de Ovalle al sitio donde permanece hoy.
La ciudad de Mérida pobló el capitán Juan Rodríguez Suárez, natural de Mérida en la Extremadura, siendo alcalde ordinario de Pamplona, año de 1558. Mudóla el capitán Juan Maldonado y consecutivamente pobló la villa de San Cristóbal, sujeta a la ciudad de Pamplona.
La ciudad del Espíritu Santo, que llaman La Grita, pobló el gobernador Francisco de Cáceres, el año de 1576.
Con comisión del mesmo gobernador, pobló después a Barinas el capitán Juan Andrés Varela, vecino de Mérida, que al presente es rica por la abundancia de tabaco que se coge en su comarca.
El gobernador Gonzalo de Piña pobló la ciudad de Pedraza, año de 1591, siendo presidente en esta Real Audiencia el doctor Antonio González, del Consejo Real de las indias, natural de Pedraza en la Extremadura, a cuya devoción le puso la ciudad de Pedraza.
El mesmo gobernador Gonzalo de Piña pobló después la ciudad de Gibraltar, en el puerto de la laguna de Maracaibo, donde va a parar el esquilmo que de aquellos pueblos se saca de trigo, tabaco, cacao, cordobanes y otros géneros, con que se sustentan aquellos lugares, por tener cerca a la ciudad de Cartagena, por razón de la navegación de la laguna.
El capitán Alonso Esteban Ranjel, vecino de Pamplona, maese de campo del gobernador Francisco de Cáceres, pobló el año de 1583 a Salazar de las Palmas, siendo oidor que presidía en esta Real Audiencia Alonso Pérez de Salazar, a cuya devoción le puso el dicho nombre.
Con comisión del dicho gobernador, pobló a Santiago de la Atalaya el capitán Pedro de Aza, al cual y a otros mataron los indios, y se despobló el pueblo; y aunque se reedificó, no permaneció, ni tampoco permanecieron las ciudades de Alta Gracia y San Juan de Hiesma, que las pobló el gobernador Juan López de Herrera.
Con comisión del dicho gobernador Juan López de Herrera, pobló el capitán Gaspar Gómez la ciudad del Caguán, que también falta poco para acabarse y consumirse.
El capitán Francisco Jiménez de Villalobos, corregidor de Tunja, pobló en su distrito la villa de Nuestra Señora de Leiva, fértil de trigo, a 12 de junio del año de 1572, sujeta a la ciudad de Tunja, con comisión de esta Real Audiencia, en la cual era presidente el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, cuyo sobrenombre se le puso.
El gobernador Diego de Ospina, hijo del que pobló la ciudad de los Remedios, pobló en el valle de Neiva la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción, año de 1614, acabada la guerra de los pijaos, la cual ha permanecido y permanece, sin tener naturales; es abundante de ganado vacuno.
El gobernador Gaspar de Rodas, extremeño, gran soldado, ayudó al Adelantado de este Reino, don Gonzalo Jiménez de Quesada, a pacificar los indios que se habían alzado en Gualí, por mandado de esta Real Audiencia, la cual le dio después de esto comisión para la conquista de la gobernación de Zaragoza, que confina con la ciudad de los Remedios, y en ella pobló cuatro pueblos. El primero fue la ciudad de Cáceres, treinta leguas distante de la villa de Santa Fe de Antioquia; y asimismo pobló la ciudad de Zaragoza, rica de minas de oro, que permanece hasta el día de hoy, por haber descubierto ricos minerales de oro en el Guamoco. Pobló asimismo el dicho gobernador a San Juan de Rodas y San Jerónimo del Monte, todas ellas ricas de minas de oro que hasta el día de hoy se labran. Diole Su Majestad título de gobernador de todas ellas, poniendo en primer lugar a la villa de Santa Fe de Antioquia, que es del obispado de Popayán; y sacada ésta, todas las demás son sujetas a esta metropolitana, con más el pueblo de Guamoco, que pobló don Bartolomé de Alarcón, que sucedió en este gobierno por haberse casado con la hija del dicho gobernador Gaspar de Rodas, al cual se le dio por dos vidas.
Y pues hemos puesto el catálogo de las ciudades, villas y lugares que se han poblado en este Nuevo Reino de Granada, en los cien años después de su conquista, pongamos los gobernadores, presidentes y oidores que lo han gobernado el dicho tiempo, con más los arzobispos y prebendados que han sido de esta santa Iglesia metropolitana, con lo cual daremos fin a esta obra; y para que mejor se entienda, digamos en qué estado está el gobierno de lo uno y de lo otro este año de 1638, en que se cumplieron los ciento de la conquista del Nuevo Reino de Granada, lo cual pasa como se verá en el siguiente capítulo.
En que se cuenta la venida del arzobispo don fray Cristóbal de Torres, del Orden de Santo Domingo, predicador de las Majestades Reales. La venida del presidente don Martín de Saavedra y Guzmán, con lo demás sucedido en este año de 1638
Por muerte del arzobispo don Bernardino de Almansa, que murió, como queda dicho, de la peste general que hubo en este Reino, en la villa de Leiva, el año de 1633, fue electo por arzobispo de este Reino el doctor don fray Cristóbal de Torres, del Orden de Santo Domingo, predicador de las dos Majestades, Philipo III y Philipo IV. Entró en esta ciudad de Santa Fe, a 8 de septiembre del año de 1635, y en este presente de 1638 rige esta santa iglesia metropolitana, el cual es ido a visitar los pueblos de su arzobispado.
Por octubre del año de 1637, vino por presidente de la Real Audiencia y gobernador de este Reino don Martín de Saavedra y Guzmán, del hábito de Calatrava, que de la presidencia de la Audiencia de la ciudad de Bari, frontera de Nápoles, vino a ésta. Entró en esta ciudad, a 4 del dicho mes y año. Con su venida, se suspendió la presidencia del marqués de Sofraga, el cual al presente está en su residencia, y el tiempo nos dirá la resulta con los demás.
El tiempo es el más sabio de todas las cosas, porque todas las halla, declara y descubre. Dice Séneca: “Todas las cosas son ajenas y sólo el tiempo es dado por nuestro, y todos los vicios que se cometen son de los hombres, pero no de los tiempos”. El tiempo es la más rica joya y más preciosa que el hombre tiene; y perdiéndolo o gastándolo mal gastado, es la mayor pérdida. Sólo en Dios no hay tiempo, porque todas las cosas le son siempre presentes sin tiempo.
Durante el gobierno del presidente don Sancho Girón, murió doña Inés de Palacios, marquesa de Sofraga, su legítima mujer. Fue su muerte a 10 de mayo del año de 1635. El marqués, su marido, le hizo un solemnísimo entierro, con muchos sufragios. Depositóse su cuerpo en la iglesia de la Compañía de Jesús, para llevarlo a España. Quedáronle al marqués tres hijos de este matrimonio, dos varones y una hembra. El mayor casa en el, Pirú, a donde ya es ido; causa por la cual, acabada su residencia, no se podrá ir a Castilla en la ocasión de este año de 1638.
En todo lo que dejo escripto, no hallo más que a un gobernador y a un presidente que hayan salido de este Reino sin zozobras y disgustos: el gobernador fue el licenciado Jerónimo Lebrón, que con buenos dineros y en breve tiempo se volvió a su casa en paz; el presidente fue el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, que también se volvió a Castilla en paz, sin visita ni residencia, y con buena cantidad de dinero. Todos los demás han tenido sus azares. No sé en qué va, si es en ellos o en la malicia de los contrarios que los persiguen. Mentirosos y sin verdad llama el Espíritu Santo a los hijos de los hombres, y ansí no se puede hacer confianza en ellos, porque faltan siempre. Tan fallido está en su trato y tan acostumbrados están a buscar sus intereses, que aun donde se siguen muy pequeños, pierden el respeto a la verdad, el temor a la justicia, el decoro a sí mismos y a Dios la reverencia; faltan en las obligaciones, niegan los conocimientos, rompen las amistades y corrompen las buenas costumbres.
¡Oh bienes temporales, que sois a los que os tienen una hidropesía con que los aventáis y ponéis hinchados, dándoles una sed perpetua de beber y más beber, y nunca se hartan! Y como ni permanecéis con el sufrido, ni agradáis al congojoso, ni dais poder al Reino, ni a las dignidades honra, ni con la fama gloria, ni placer en los deleites; y siendo tan poco vuestro poder, ¡cómo arrastramos el nuestro por alcanzaros, y como si os alcanzamos no sabemos usar de vosotros! ¡Antes por el mesmo caso que sois de algunos más poseídos, mayores cautelas hacemos y más fuertes lazos armamos contra nuestros prójimos! Por llevaros adelante con mayor crecimiento, despreciamos la carne, la naturaleza y a Dios Nuestro Señor, por preciarnos de vosotros.
Dichoso aquel que lejos de negocios, con un mediano estado, se recoge quieto y sosegado, cuyo sustento tiene seguro en los frutos de la tierra y su cultura, porque ella como madre piadosa le produce y no espera suspenso alcanzar su remedio de manos de los hombres tiranos y avarientos.
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Llámame el marqués de Sofraga, presidente que fue de este Nuevo Reino, que como tengo dicho está en su residencia, para que diga, como persona que he visto todos los presidentes que han sido de la Real Audiencia y que han gobernado esta tierra, en qué ha faltado en su gobierno. Vuelvo a decir, que ya lo he dicho otra vez, que no tengo qué adicionarle, porque ha gobernado en paz y justicia, sin que haya habido revueltas como las pasadas; y porque su negocio topa en los dineros, quiero, por lo que tengo de labrador, decir un poquito, que todas son cosechas. Y para que yo sea mejor entendido, hemos de hacer dos cosas: la primera, echar de la mesa, que no han de comer en ella, la malicia y mala intención; la segunda, que hemos de asir de la ropa la cudicia, e irnos tras ella para verle hacer lances. Hallo, pues, por verdadera cuenta, que labradores y pretendientes son hermanos en armas; pues veamos agora cómo y en qué manera lo son, y en qué tierras siembran sus semillas y grano.
Los labradores, en sus cortijos y heredades o estancias, como acá decimos, escogen y buscan los mejores pedazos de tierra, y con sus aperos bien aderezados, rompen, abren y desentrañan sus venas, hacen sus barbechos, y, bien sazonadas, en la mejor ocasión, con valeroso ánimo, derraman sus semillas, habiendo tenido hasta este punto mucho costo y trabajo; todo lo cual hacen arrimados tan solamente al árbol de la esperanza y asidos de la cudicia de coger muy grande cosecha. Pues sucede muchas veces que, con las inclemencias del tiempo y sus rigores, se pierden todos estos sembrados y no se coge nada; y suele llegar a extremo que el pobre labrador, para poderse sustentar aquel año, llega a vender parte de los aperos de bueyes y rejas, que quizá le habrá sucedido a quien esto escribe.
Pues pregunto yo agora, labradores, ¿a quién pediremos estos costos y semillas, daños e intereses? ¿Pedirémoslos a la tierra donde los echamos? No lo hallo puesto en razón. ¿Podrémoslos pedir a la justicia? Paréceme que sobre este artículo no nos oirán, ni se nos recibirá petición. Pues ¿pidámoslos a la cudicia? Eso no, que será echarla de casa y quedarnos sin nada. Pues ya se ha comenzado a romper el saco, volvamos a arar y romper la tierra, y acábese de romper, que quizá acertemos.
Los gobernadores, presidentes y oidores del Colegio Romano de los Cardenales, los Consejos Reales y todos los tribunales del mundo, ésa es la tierra a donde los pretendientes siembran sus semillas y grano. Parte de ella derraman entre privados y personas de devoción; otra parte sirven y presentan a la dama donde el galán acude y éste es el mejor modo de negociar y más breve, porque ya dije que las mujeres mandan en el mundo. ¿Cargaste la mano, pretendiente, para tus intentos, en la tierra de donde pensabas coger el fruto? Todo esto ha sido de la cudicia, por alcanzar aquello que tú sabes; y arrimado como el labrador, tu compañero, al árbol de la esperanza, el tiempo, sus rigores e inclemencias y otras causas ocultas consumieron este grano y semillas. Perdióse todo, no se cogió nada. Pues, hermano pretendiente, ¿a quién pediremos estos daños? ¿Pedirémoslos a la tierra donde se derramó la semilla? Será malo de recoger, porque alargaste mucho la mano pensando coger mucho. Pídeselos a esa cudicia de que vienes asido, que ésa te engañó. Suéltala, no te rompa el saco.
Conténtate con lo razonable, toma el consejo de la vieja Celestina, que hablando con Sempronio le decía: “Mira, hijo Sempronio, más vale en una casa pequeña un pedazo de pan sin rencilla, que en una muy grande mucho con ella”.
¿Qué respondes pretendiente?.
Que si pongo pleito a la cudicia, será echarla de casa y quedarme sin nada.
Pues, hermano mío, ya te dije adelante que tan mercader es uno de ganando como perdiendo, y aquí te digo que tan labrador es uno cogiendo mucho como no cogiendo nada; y pues así es, rómpase el saco, volvamos a derramar la semilla, quizá se cogerá algo, que no han de ser todos los tiempos unos.
* * *
No sé con qué razones pondere una crueldad que un hermano usó con una hermana; y antes que diga el caso, quiero ver si entre los gentiles hallo casos son que ponderarlo, y sea lo primero. Hermanos eran los hijos de Josafat, rey de Judea, y uno de ellos, llamado Jorán, desolló a sus hermanos por quitarles las haciendas. Hermanos eran Tifón y Osírides; pero Tifón cruel y tiranamente quitó la vida de Osírides, partiendo su cuerpo por veinticuatro partes, dándoselas a comer a los conjurados, por tenerlos más seguros en la guarda de su reino. Hermanos eran Mitrídates, rey de Babilonia, y Herodes, rey de los tártaros; pero Herodes degolló a Mitrídates en pública plaza, por alzarse con el reino babilónico. Hermanos eran Rómulo y Remo, y fue muerto Remo por Rómulo, por quedarse solo en el reino.
En las historias españolas se halla cómo don Fernando, rey de Castilla, mató a su hermano don García, rey de Navarra, por quedarse con los navarros. Abimelech, hijo mayor de Gedeón, por haber el reino mató a sesenta hermanos suyos, y sólo Jonatás se le escapó huyendo, que no quiso Dios que lo pudiese matar, para que nunca el traidor pudiese vivir sin miedo. Y porque los Schinitas lo echaron fuera de la ciudad, entró en ella por la noche por fuerza de armas, y mató cuantos hombres y niños y viejos había; y porque algunos se refugiaron en los templos, mandó cercarlos de leña y pegar fuego, y con el humo y fuego lo consumió todo, e hizo arar la ciudad y sembrarla de sal. Mas entre todos estos tiranos, envidiosos y crueles, no hallo en ellos, ni en otros muchos que pudiera traer, que ninguno matase a su hermana por robarla. Vamos al caso.
Miércoles en la noche, a 3 de marzo de este año de 1638, segunda semana de cuaresma, siendo alcalde ordinario, don Juan de Mayorga, entró en casa de doña Jerónima de Mayorga, su hermana. Esta señora estaba viuda de don Diego de Holguín, su marido, del cual le habían quedado dos hijas. La mayor estaba monja en el convento de la Concepción, y la más pequeña acompañaba a su madre. Había la doña Jerónima dado en préstamo al hermano quinientos pesos; y habiéndole pedido se los volviese, le respondió que una noche iría y se los llevaría, aunque no todos. Estaba la pobre señora, al tiempo que el hermano entró, acostada en la cama, y a lo que se dijo, parida de tres días. Tomó la lumbre el don Juan de Mayorga, cerró la puerta del aposento, buscó todos los rincones de él, y no habiendo hallado a nadie, allegó a la cama donde la hermana estaba y diole tres puñaladas con que la mató.
No estaba en el aposento más que tan solamente la niña que acompañaba a la madre, a la cual, con la daga en las manos, amenazó que la mataría si hablaba o gritaba. Preguntóle por las llaves de su madre. Díjole que en la cabecera las tenía, de donde el don Juan las sacó, y abriendo una caja sacó de ella un cofre lleno de joyas de valor y toda la moneda que había; y volviendo a amenazar a la niña si hablaba, y cerrando la puerta tras sí, se salió de la casa sin ser sentido de nadie, porque al tiempo que esto pasó la gente de servicio estaba en la cocina, y el don Juan cerró la puerta que pasaba a ella, con que se aseguró.
Por cierto, ¡famoso ladrón fatricida!, que yo no le puedo dar otro nombre. Dime, segundo Caín y demonio revestido de carne humana, ¿qué te movió a tan inexorable crueldad? ¿Fue el celo de la honra y satisfacción de ella? Pues considerástelo mal y erraste el punto, porque tendiste la red del cojo Vulcano, donde cogió a Venus y Marte, pero llamó sólo a los dioses que lo viesen, y tu llamaste con tu hecho a todo el común que viese tu deshonra; y aunque hiciste más daño, pues sacaste a pública plaza las faltas y flaquezas de los tuyos, que el tiempo y el olvido tenían acabadas, lo cierto es que no te hallo por dueño de la acción que hiciste, porque a sólo el marido se concede, cogiéndola infraganti en el adulterio. Debiste considerar que tu hermana no comenzaba el mundo ni que tampoco lo había de acabar; que si cayo en aquella flaqueza, también ha sucedido en palacios reales y entre potentados, que pasaron por ello sin esos rigores. Si lo hiciste por el honor, no la robaras, que los vienes que llevaste eran de sus herederos, que los dejaste huérfanos y pobres. Pero si supiste huir de la justicia del mundo, no podrás huir de la de Dios, que tus culpas te llevan por ese camino al paradero.
La niña, habiéndose ido el tío, desde una ventana que salía del aposento a la calle, dio voces diciendo lo que pasaba. Acudió gente, corrió la voz, alborotóse la ciudad de tal manera que obligó al presidente, don Martín de Saavedra y Guzmán, a tomar el bastón y acudir al ruido. Fue a casa de la doña Jerónima Mayorga, a donde la halló muerta en la cama, con las heridas que el hermano le dio. Hiciéronse muchas diligencias de justicia en buscar al matador, y no pudo ser habido. ¡Oh, hermosura, causadora de semejantes desgracias!, y cuán enemiga eres de la castidad, que siempres andas con ella a brazo partido; y la mujer que te alcanza y no se corrige con la razón, viene al paradero que vino esta desechada o a otro su semejante.
La buena y casta mujer ha de encubrir y guardar el cuerpo aun de las mesmas paredes de su aposento, porque ninguna cosa se descubre más presto que castidad perdida. Merecedor es de ser colocado con los ángeles en el cielo el que vive casta y limpiamente en la tierra, porque más es estando en la carne vivir limpiamente, que ser ángel. Que la nieve conserve su blancura en la región del aire no es de estimar mucho, porque no hay cosa que le impida el conservarla; mas estando en la tierra, en el polvo y lodo, y siendo pisada, conserve su blancura, es mucho más de estimar.
Una de las cosas por donde más presto se pierde la castidad es la ociosidad, pues al tiempo que los reyes de Israel solían ir a las guerras, se quedó el rey David en su casa, y estando ocioso, paseándose por un corredor, vido a Betsabé, que le fue causa de adulterio y homicidio y mal ejemplo.
Todas las criaturas que Dios Nuestro Señor crió en este mundo están sujetas al hombre, todas le sirven y de todas se sirve, y ninguna de ellas le guerrea ni persigue. Sólo el hombre es enemigo del hombre; y es que se persiguen por envidia, o por cudicia, herencia de aquellos dos primeros hermanos Caín y Abel. Perseguir el hombre al hombre y guerrearle, pase, que el interés lo causa; pero perseguir a una mujer parece cosa fea y sobra de malicia, porque considerada en ella su flaqueza, allega con ella a ser tan sólo una sierva, sujeta a mil calamidades. Muy antiguo es esto de ser el hombre enemigo del hombre. Comenzó en Caín, matando a su hermano Abel por envidia; y en el mesmo Caín comenzó la desesperación cuando le dijo a Dios: “mayor es mi pecado que tu misericordia”, que fue mayor culpa que la del homicidio.
En un convite de Sisara y Jael, mató el uno al otro; y en otro convite murió Amón, primogénito de David, ordenada esta muerte por Absalón, su hermano, en satisfacción del estupro de la linda Tamar, su hermana por madre. Dentro del senado romano mataron enemigos al primer César; y enemigos pusieron en un cadalso al condestable don Álvaro de Luna. Si sólo un enemigo es bastante para derribar al hombre del estado y dignidad en que está, y llega a quitarle la vida temporal, ¿qué será del alma que tiene tres fortísimos enemigos –mundo, demonio y carne–; que todos tres ponen la mira y enderezan sus tiros a derribarla del estado de gracia y a quitarle la vida eterna de gloria, conmutándosela en muerte eterna y tormentos eternos? Dice Virgilio que si tuviera cien leguas y otras tantas bocas y una voz de trueno, ni aun así podría revelar todas las maneras de castigar maldades, ni los nombres de las penas y tormentos que en el infierno hay.
De considerar es cuál haya sido la causa por que en la doctrina cristiana ponen al demonio en medio del mundo y la carne. Estos son los recogedores y el demonio es el carnicero. Este enemigo tiene las fuerzas quebrantadas, que en ninguna manera puede perjudicar sin particular licencia de Dios y su permisión, como aconteció en el santo Job y en Saúl, primer rey de Israel, de quien se dice en el cuarto libro de los Reyes, que Spiritus Domini malus arripietab Saulum. Si el espíritu que atormentaba a Saúl era malo, ¿cómo era del Señor? Y si era del Señor, ¿cómo era malo? En el mismo libro de los Reyes está la definición donde dice: Quia sopor Domini irruet super eos, ut pressentian David no sentirem. Si se dice que el sueño del Señor cayó sobre los guardas y soldados del real de Saúl, porque no sintieron la presencia de David, en Dios Nuestro Señor no hay sueño, ni David duerme. Ecce non dormitavit nec dormiet, qui custodit Israel. Por manera que todo esto no es más que la voluntad de Dios Nuestro Señor, y su permisión.
Después que el demonio fue echado del principado de este mundo, no puede dañar al hombre ni perjudicarle, como el hombre no le abra la puerta ni le dé armas para ello; y así se pone en medio de estos dos potentados, mundo y carne, para con su ayuda dañar el alma, porque el demonio es cazador, y en medio de estos dos enemigos arma sus lazos y tiende sus redes, y es también este enemigo acechador. Cuéntale al hombre los pasos, y conforme le conoce los intentos, le pone las ocasiones tan espesas, que va tropezando de unas en otras, hasta que cae en lazo o red. Dice San Agustín: “Nunca hallé en mí más virtudes que cuando me aparté de las ocasiones”. El diablo procura siempre hacer de los hombres, brutos, y procura con todo su poder captarles por soberbia, ensalzándoles con pensamientos que les inclinen a estimarse, y así caer en soberbia; y como él sabe por experiencia que este mal es tan grande, pues bastó a hacerle de ángel demonio, procura hacernos participantes en él, para que también lo seamos en los tormentos y penas que él padece.
El mundo le ayuda con sus pompas y vanidades, malicias, cudicias y malos tratos, y con todos los poderíos suyos en orden a dañar al hombre para que pierda el alma. Ama el mundo a sus mundanos, como el lobo al cordero, para tragarlos y destruirlos y dar con ellos en el infierno. La amistad del mundo no es otra cosa que pecado y fornicación, como dice San Agustín; y es tan pobre, que para dar a uno ha de quitar a otro. Huir del mundo es huir el hombre de sí; huir de sí es vencerse a sí; vencerse a sí es gloriosísima victoria; de donde se sigue que huir del mundo es el más excelente de los triunfos. La carne le estimula con sus flaquezas, contentos, delicias y regalos, y con la voluntad consentida, que ésta es la que mayor daño hace, porque el desordenado amor de la voluntad propia es raíz y causa de todos los pecados. Cese la voluntad propia y no habrá infierno. La carne es cruelísimo enemigo, porque mora con nosotros, y de nuestras puertas adentro, halagüeño y engañoso; y es ladrón de casa que hace el hurto cuando menos se piensa. Tantos diablos asisten en el corazón del hombre malo cuantos pensamientos tienen deshonestos; y así no hay quien se escape de las manos del diablo, sino quien acude presto a la penitencia. Vicios y pecados destruyen las almas y las llevan al infierno, porque cualquiera que está afeado con vicios y torpezas, carece de la hermosura de Dios. Dice Séneca que huir de los vicios y torpezas carnales es vencerse. Cuenta el glorioso San Agustín que al tiempo que deliberaba apartarse del mundo y de todos sus deleites, que le parecía que todos ellos se le ponían delante y le decían: ¡Cómo! y ¿para siempre nos has de dejar?
Alma mía, ¿qué haremos? Poderosos son los enemigos y siempre nos espían procurando nuestro daño. ¿Qué remedio? ¡Alma!, camina y date prisa, no pierdas tiempo, que se cobra mal. Allega a aquel santo monte Calvario y abrázate con la cruz de tu Redentor, que en este campo fueron vencidos esos tres enemigos, y aquí los vencerás. Y si te hallares cargada de deudas y sin caudal para pagarlas, no desmayes por eso, que tu Dios y Señor te dejó en este santo monte y en su santa Iglesia, en sus merecimientos y en los de sus santos, un riquísimo tesoro con que puedes pagar todo lo que debieres, si te supieres aprovechar de él; porque digo ¿qué fuera de los pecadores, si como añaden pecado a pecado no añadiera Dios misericordia a misericordia? Su santo nombre sea bendito para siempre sin fin, y sea bendita la limpieza de la Virgen María, su madre y señora nuestra.
* * *
Siendo oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Juan de Padilla, hubo entre él y don Sancho Girón, marqués de Sofraga, presidente de ella, cierto encuentro originado de una dama que hacía rostro a entrambos, que así se dijo. Las plazas de virreyes, gobernadores, presidentes y oidores no impiden pasiones amorosas, porque aquéllas las da el rey y éstas naturaleza, que tienen más amplia jurisdicción. La naturaleza es una fuerza dada a las cosas para que puedan formar y producir su semejante. La naturaleza principalmente sigue y apetece lo que es deleitable, y aborrece lo que es triste. La naturaleza se corrompe y daña por el pecado, y aunque a nadie fuerza a pecar, con todo eso, peca juntamente con el que peca, como dice San Agustín. Es tan poderosa naturaleza y tan varia en sus cosas, que cada día vienen a nuestra noticia muchas nuevas; por lo cual los hombres no se han de espantar de ellas, acerca de lo cual dijo el marqués de Santillana: “las cosas de admiración no las cuentes, que no saben todas las gentes cómo son”.
Alejandro Magno era compuesto de tal temperamento y extraña armonía e igualdad de humores, que naturalmente le olía el aliento a bálsamo; y sudando daba tan buen olor, que parecía manar ámbar y almizcle; y aun después de muerto olía como si estuviera embalsamado. La hija del rey Faraón de Egipto, que entre setenta mujeres que tuvo el rey Salomón (todas reinas coronadas) era la más hermosa y la más querida, le hizo idolatrar. Pues ¿qué mucho que esta otra dama hiciese prevaricar a sus amantes y los convirtiese de amigos en enemigos? De aquí se levantó la polvareda que cegó a los dos ojos de la razón, que los del cuerpo, con la pasión amorosa, días había que los tenían vendados con la venda de dios niño.
Era el oidor don Juan de Padilla íntimo amigo del arzobispo don Bernardino de Almansa, y por lo contrario, el presidente y el doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro Manrique, visitador de la Real Audiencia, estaban encontrados con el dicho arzobispo y tenían por sospechoso al oidor, de esto y de lo arriba dicho. En los negocios que tocaban a la visita del oidor, cargó la mano al presidente, hasta suspendello y quitallo de la silla; el cual, pasado a Castilla, halló en el Real Consejo de Indias quien se encargase de su defensa.
Despachósele residencia al marqués de Sofraga, y vino a ella el licenciado don Bernardino de Prado, que venía por oidor de esta Real Audiencia. También trujo a su cargo estos negocios el doctor de la Gasca. Tomósele al presidente apretada la residencia, y además de los enfados que en ella tuvo, que no fueron pocos, salió condenado en ciento treinta y cuatro mil pesos; y esto sin las demandas públicas y otras cosas de particulares que no se determinaron. Paréceme caso nuevo sucedido en el Nuevo Reino de Granada, si se consideran los gobernadores sus antecesores. Si éstos son los dulces que trae el gobierno, y querer gobernar, vuelvo a decir: que les haga muy buen provecho, que yo me vuelvo a mi tema.
Con las fianzas que dio el presidente de su condenación, partió para España, por junio de 1638; y llegando a la barranca del Río Grande de la Magdalena y desembarcadero de él para ir a la ciudad de Cartagena, halló en el puerto al doctor de la Gasca, que le había tomado la delantera. Allí le volvió a desenfardelar de lo que llevaba y le volvió a secrestar la plata labrada, y le quitó cuatro o cinco mil pesos en doblones, envueltos en cargas de sebo. Afianzó de nuevo la plata labrada, con que se la entregó; y en este estado dejó el mando esta representación que parece gustaba de dar al marqués de Sofraga vaivenes.
Fue fama en esta ciudad que llevaba el presidente de este Reino más de doscientos mil pesos de buen oro, sin contar lo que había enviado a Castilla durante el tiempo que gobernó, y sin la plata labrada, joyas y preseas de gran valor. Lo cierto es que yo no conté la moneda, ni vi las joyas; lo que vi fue que queriendo el marqués confirmar a sus hijos, el señor arzobispo don fray Cristóbal de Torres dijo misa en las casas reales; y este día vide tres salas aderezadas, que se pasaba por ellas a la sala donde se decía la misa; en ésta y en las otras tres vide aparadores de plata labrada de gran valor, según allí se platicaba. Si era toda del marqués o no, por entonces no lo supe, ni sé más de lo que agora se dice. De lo sucedido al presidente, ya queda dicho; no sé si se tendrá por vengado el licenciado don Juan de Padilla.
* * *
La venganza es una pasión de injusticia. La venganza y odio colocados en el corazón, mucho más daña que una ponzoña de víbora. Tarde o temprano, toma el Señor de los malos la venganza, y los mejor librados y menos castigados son los que sufren su castigo en este mundo, para ser perdonados en el otro. Un duque de Orleans fue injuriado de otro señor; vino aquél a ser rey de Francia, y siendo aconsejado que se vengase, pues podía entonces, respondió: “No conviene al rey de Francia vengar las injurias hechas al duque de Orleans”. Querer vengarse es alegrarse del mal ajeno. Preguntamos agora: las riquezas bien o mal adquiridas, ¿hasta dónde duran con sus dueños, o qué se llevan de ellas cuando se van de esta vida? Esto nos podía decir el gran Saladino, sultán de Egipto, sin que busquemos otros testigos, que yo sé que se hallarían infinitos. Estándose muriendo este príncipe, llamó a su alférez mayor y le mandó que tomase un lienzo o sábana, la pusiese en una lanza y que fuese por todas las calles y plazas de aquella ciudad pregonando que el gran Saladino, de todos los tesoros y riquezas que había tenido en esta vida, no llevaba de todas ellas a la otra más que aquel pedazo de lienzo. El rey don Fernando, de Castilla, padre del rey don Sancho, que murió sobre Zamora, estándose muriendo llegó a él doña Urraca, su hija, querellosa de que la dejaba desheredada, a lo cual respondió el rey su padre, diciendo:
Sí cual lloras por facienda
Por la muerte lloraras,
Non dubdo, querida hija,
Que el vivir se me otorgara.
Mas lloras, sandia mujer,
Por las tenencias humanas,
Viendo que de todas ellas
Non llevo si la mortaja.
Aquel príncipe llevó una mortaja, y este rey lleva otra mortaja, de todos los tesoros que tuvieron en esta vida. Lector, ¿qué llevaron tus antepasados de todo lo que tuvieron en esta vida? Paréceme que me respondes que solamente una mortaja. Por manera que a todos no les duran más las riquezas, bienes y tesoros, que hasta la sepultura. Las riquezas son para bien y para mal; y como los hombres se inclinan más al mal que al bien, por esto las riquezas son ocasión de muchos males, principalmente de soberbia, presunción, ambición, estima de sí mismos, menosprecio de todos y olvido de Dios; y de aquí dijo Horacio: “¡Oh, hambre sagrada del oro, qué males hay a que no fuerces los corazones de los mortales!”. Llama a esta hambre sagrada, para dar a entender que han de huir los hombres de ella como recelan tocar las cosas sagradas.
Pitheo Bitinio presentó al rey Darío un plátano de oro y una vid, y dio de comer al ejército de Jerjes, que constaba de setecientos y ochenta y ocho mil soldados, sin los caballos y otras bestias que traía, y prometió de darle pan y dinero para su gente por espacio de cinco meses; lo cual hacía por que le dejase un hijo, de cinco que tenía, para consuelo de su vejez. Este fue preguntado por Jerjes cuánta hacienda tenía, y respondió: “De plata tengo dos mil talentos, y de oro cuatro millones y siete mil dineros dóricos”, que era una moneda antigua de mucho valor. Ptolomeo Dionisio, el que venció en pública guerra al gran Pompeyo, sustentaba un ejército de ochocientos mil jinetes, y tuvo asentados a su mesa mil convidados y les dio a comer mil diversidades de manjares, y a beber con mil copas de oro. Claudio gastó mucha suma de riquezas en las guerras civiles, y era tan rico, que al tiempo que murió, dejó cuatro mil ciento y diez y seis esclavos, y tres mil y seiscientas yugadas de bueyes, y de esotros ganados doscientos y cincuenta y siete mil cabezas, y en dinero contante seiscientos mil pesos, y mandó que se gastasen en su entierro once mil sextercios.
Pregunto: estos monstruos de riqueza y otros que habrá habido en el mundo, y quizá los habrá el día de hoy, ¿qué llevaron de todas ellas a la otra vida? ¿Qué limosnas, misericordias y caridades harían con ellas? ¿Dónde las dejaron? ¿Quién las gasto? ¿A dónde estarán el día de hoy sus almas? ¿Por ventura atesoraron algunas en el cielo? Dichoso el que lo hizo o lo hiciere, que allá lo hallará, sin el riesgo que dice el Evangelio.
Yo conocí en mi tiempo a un hombre que tenía fama de rico, y lo era; que llevó consigo, cuando murió, parte de sus tesoros y riquezas, y me hallé a su entierro, y aun este día también llevó, porque enlutó cien pobres que acompañaban su cuerpo, con cirios encendidos. Este fue el Corso, suegro del Conde de Gelves. Diga la gran ciudad de Sevilla, donde murió, y aquel convento de San Francisco de ella, donde se enterró, cuántas limosnas, misericordias y caridades dio, hizo y usó en el tiempo en que vivió en ella hasta el año de 1587, en que falleció, que fue el año en que el inglés don Francisco Drake intentó tomar la ciudad de Cádiz, que de lo dicho entiendo se hallará información bastante en aquella ciudad.
El peligro que traen las riquezas, declara el Eclesiástico diciendo: “Bienaventurado el varón que no se fue tras el oro ni puso su esperanza en los tesoros del dinero”. Mas ¿quién es éste? Alabarle hemos, porque hizo maravillas en su vida. Los misericordiosos, caritativos y limosneros es muy cierto que tienen muy gran parte en Dios y que tienen andando lo más del camino del cielo. Mira, hombre cristiano, no te falte la caridad y misericordia, porque te hará muy grande falta al partir de esta vida. Mira, no incurras en la excomunión de David. Dice fray Luis de Granada que los que confiados en la misericordia de Dios le ofenden a rienda suelta, son como uno que pasa una puente angosta, que para que le parezca más ancha y desterrar el miedo se pone unos anteojos de aumento, y entendiendo que pone el pie en lleno lo pone en vacío, y dando a fondo se ahoga, engañado de su confianza y sin enmendar su mala vida.
Corría, como tengo dicho, en esta ciudad, la fama de las riquezas que llevaba de este Reino el marqués de Sofraga; y no corría fama ninguna de las limosnas, misericordias y caridades que hubiese hecho. Punto lastimoso, miserable y triste.
David, hablando con Dios, hace una carta de excomunión contra el hombre que no tiene misericordia, y dice: “¡Señor! Al susodicho hazle que sirva y tenga por amo a un tirano. Permite que se le revista el demonio. En ningún tribunal trate pleito que no salga condenado. Sus ayunos, sacrificios y oraciones sean aceptos de ti como si fueses la misma abominación y pecado. Nunca ore sino en pecado mortal. No se logren ni lleguen a colmo sus días, y si fuere prelado no goce el cargo público. Muera, de suerte que sus hijos anden vagabundos, mendigando. No logren la hacienda mal ganada de su padre; antes para cobrar las deudas del difunto, los echen de sus casa y entren en ellas sus acreedores con ojos de lince por los aposentos, embargando la hacienda, y si algo quedare, lo hereden los extraños. Mueran sus hijos y nietos, y de una vez se acabe todo su linaje. ¡No se quiten de delante sus pecados, y de su casa no cese el castigo!”.
Dios Nuestro Señor, por sus preciosas llagas, infunda en sus fieles cristianos la misericordia, caridad y limosna, para que hallen estos tesoros ante su Divina Majestad, cuando de este mundo vayan. Amén.
CatÁlogo
De los gobernadores, presidentes, oidores y visitadores que han sido de este Nuevo Reino de Granada, desde el año de 1538 de su conquista, hasta este presente de 1638, en el que se cumplen los cien años que hace se ganó y conquistó este Reino. Son los siguientes
El licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada, teniente de gobernador y capitán general, nombrado por el Adelantado de Canarias, don Pedro Fernández de Lugo, gobernador de Santa Marta, que los envió a la conquista de este Nuevo Reino con ochocientos hombres, con sus capitanes y oficiales, el cual entró en este Reino con ciento y setenta hombres, poco más o menos, y con ellos hizo esta conquista el año de 1538; y en el siguiente de 1539, acompañado por los dos generales, don Sebastián de Benálcazar y Nicolás de Fredermán, con todos sus capitanes y soldados, fundaron esta ciudad de Santa Fe el día de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, a 6 de agosto de dicho año; y en este mismo día se señaló asiento para la santa iglesia, de la cual tomó posesión, en nombre del obispo de Santa Marta, el capellán del ejército del dicho Adelantado de Quesada, bachiller Juan de Lescames, el cual se fue con su general a España.
Fundada la dicha ciudad de Santa Fe, los tres genérales se partieron para Castilla el dicho año de 1539, dejando el licenciado de Quesada por su teniente al alguacil mayor del ejercito, Hernán Pérez de Quesada, su hermano.
Por muerte del Adelantado de Canarias, don Pedro Fernández de Lugo, gobernador de Santa Marta y primero de este Reino, por ser todo una gobernación, que murió en septiembre del año de 1538, en cuyo lugar puso la Audiencia de Santo Domingo al licenciado Jerónimo Lebrón por gobernador, en el interín que la majestad del emperador nombraba gobernador, o venía de España don Alonso Luis de Lugo, que sucedía en el dicho gobierno por muerte de su padre.
Llegó a Santa Marta el gobernador Jerónimo Lebrón el año de 1540, al tiempo que entraban en ella los soldados que bajaron de este Reino con los tres generales que iban a Castilla, los cuales tenían sus casas y mujeres en Santa Marta. Iban ricos y cargados de oro. Contaron las riquezas que había en este Reino, con otras cosas particulares de él y su largura de tierra, con lo cual el gobernador Jerónimo Lebrón vino a él con doscientos hombres.
Trujo las primeras mujeres y muchas mercadurías de Castilla, que también fueron las primeras. Confirmó el apuntamiento de la conquista a los conquistadores. Llevó de este Reino más de doscientos mil pesos de buen oro. Volvióse a la ciudad de Santo Domingo, donde tenía su casa, sin zozobra de residencia ni visita, que fue suerte harto dichosa, por ser singular, que no hubo otro que en breve tiempo tanto dinero llevase, ni tanto bien a esta tierra hiciese.
Los soldados baquianos que vinieron con él trujeron el trigo, cebada y otras muchas semillas, que todas se conservan en esta tierra hasta el día de hoy.
Don Alonso Luis de Lugo, por la muerte del Adelantado de Canarias, su padre, a quien sucedía, compuestas sus cosas en Castilla y con licencia del emperador Carlos V, vino a Santa Marta por gobernador. Subió a este Reino por fin del año de 1543. Metió en él las primeras vacas, que vendió cada cabeza en mil pesos de buen oro. Trujo así mesmo mercadurías y mujeres; y los soldados viejos que con él vinieron trujeron mercadurías y muchas semillas.
Tuvo el gobernador encuentros con los conquistadores, sobre querer revolver el apuntamiento de la conquista y su confirmación. Finalmente, volviéndose a Santa Marta, llevó consigo preso al capitán Gonzalo Suárez Rendón, que se soltó en el Cabo de la Vela y se pasó a España. Siguióse su causa contra el gobernador hasta quitalle el cargo, y fue desterrado a Mallorca, de donde pasó a Milán, donde murió.
Al tiempo que el gobernador don Alonso Luis de Lugo se volvió a Santa Marta, dejó por su teniente en este Reino a Lope Monsalvo de Lugo, su pariente, que lo gobernó muy bien, en mucha paz y concordia con los conquistadores y demás vecinos.
Por las revueltas y disgustos que había dejado don Alonso Luis de Lugo en este Reino, y a sustanciar sus causas, envió Su Majestad al licenciado Miguel Díaz de Armendáriz, primer visitador y juez de residencia de este Reino, el cual traía cédula de gobernador. Llegó con estos cargos a Cartagena el año de 1545, allí dio título de su teniente de gobernador para este Reino a Pedro de Ursúa, su sobrino, mancebo generoso y de gallardo ánimo. Entró a esta ciudad el dicho año; gobernó muy bien el tiempo que le tocó, hasta que subió su tío el visitador y tuvo los encuentros con el capitán Lanchero, de donde resultó enviar la Audiencia de Santo Domingo al licenciado Zurita que lo visitase, que no tuvo lugar, con la venida de los oidores que habían llegado a este Reino a fundar la Real Audiencia que en él se fundó, y que fueron los primeros: el licenciado Gutierre de Mercado, oidor más antiguo, murió en la villa de Mompós cuando subía a este Reino en compañía de los licenciados Beltrán de Góngora y Andrés López de Galarza, los cuales fundaron esta Real Audiencia, a 13 del mes de abril de 1550 años.
Acabada de fundar la Real Audiencia el año de 1551, vino por oidor de ella el licenciado Francisco Briceño, el cual pasó luego a residenciar al Adelantado don Sebastián de Benalcázar, gobernador de Popayán, al cual sentenció a muerte por la que le dio al Mariscal Jorge Robledo, junto al río del Pozo, porque se le entraba en su jurisdicción, a donde el dicho oidor estuvo más tiempo de dos años.
De allí volvió a esta Real Audiencia, a la cual había llegado el licenciado Juan de Montaño y residenciado a los dos primeros oidores, Góngora y Galarza, y enviándolos a España; los cuales se ahogaron sobre la Bermuda, donde se perdió la nao Capitana en que iban. Salió bien de la visita el licenciado Francisco Briceño, y también de la mar, por ir en diferente nao; y llegado a España, salió proveído por presidente de la Real Audiencia de Guatemala.
Acabada la visita de los oidores, quedó en la Real Audiencia, y gobernando este Reino, el licenciado Juan de Montaño. Procedió tan mal, que vino de visitador contra él el licenciado Alonso de Grajeda, el cual lo envió preso a España, donde le cortaron la cabeza.
Poco después que vino el licenciado Alonso de Grajeda, vinieron los oidores de la Real Audiencia el licenciado Tomás López y el licenciado Melchor Pérez de Arteaga; y tras ellos, en diferentes viajes, el licenciado Diego de Villafaña y el licenciado Juan López de Cepeda, el cual murió presidente de las Charcas.
Luego vinieron: el licenciado Angulo de Castrejón, el doctor Juan Maldonado y el fiscal García de Valverde, que los más de ellos concurrieron en el gobierno del primer presidente de esta Real Audiencia.
El año de 1564 vino a esta Real Audiencia el primer presidente, que fue el doctor don Andrés Venero de Leiva. Gobernó diez años; concurrieron con él los más de los oidores. Después del licenciado Montaño, fue su gobierno de mucha paz, sin visita ni residencia.
El año de 1574 vino por presidente a este Reino el licenciado Francisco Briceño, oidor que había sido de esta Real Audiencia y presidente de Guatemala. Entró a esta ciudad al principio del año de 1574, y en el siguiente de 1575 murió. Está enterrado en la santa iglesia Catedral de esta ciudad.
Cuando comenzó a gobernar el presidente Francisco Briceño, vinieron por oidores el licenciado Francisco de Anuncibay, el licenciado Antonio de Cetina y el doctor Andrés Cortés de mesa, y por fiscal el licenciado Alonso de la Torre. Al doctor Mesa degollaron en esta plaza; está enterrado en la Catedral de ella.
El año de 1577 vino por presidente de esta Real Audiencia el doctor Lope Diez de Armendáriz, que lo acababa de ser de la Audiencia de San Francisco de Quito. Trujo consigo a doña Juana de Saavedra, su legítima mujer, a doña Inés de Castrejón y a don Lope de Armendáriz, sus hijos, que el don Lope es marqués de Cadereita, y al presidente virrey de México.
Gobernando el dicho presidente, vinieron por oidores: el licenciado Juan Rodríguez de Mora, el licenciado Pedro Zorrilla, y por fiscal el licenciado Orozco; y los dos prendieron al visitador Juan Bautista de Monzón, el cual entró en esta ciudad el año de 1579, que de oidor que era de la Audiencia de Lima vino a esta visita; el cual suspendió al presidente don Lope Díez de Armendáriz, y la Real Audiencia prendió al visitador. Estando preso, murió el dicho presidente en esta ciudad. Sepultóse su cuerpo en la iglesia del convento de San Francisco de esta ciudad. Su mujer e hijos pasaron a España.
Al negocio de la prisión del licenciado de Monzón y a que acabase la visita, envió Su Majestad, Philipo II, al licenciado Juan Prieto de Orellana por visitador, el cual entró en esta ciudad el año de 1582, y en la mesma ocasión vinieron por oidores de la Real Audiencia, el licenciado Alonso Pérez de Salazar, el licenciado Gaspar de Peralta, y por fiscal el doctor Francisco Guillén Chaparro.
El año de 1578 vino por oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Diego de Narváez, y en el siguiente de 1580 pasó a la de Las Charcas, con la mesma plaza de oidor.
El año de 1584 suspendió el visitador Orellana a la Real Audiencia y llevó presos a los licenciados Alonso Pérez de Salazar y Gaspar de Peralta. El doctor don Francisco Guillén Chaparro, fiscal de la Real Audiencia, que había ascendido a oidor, quedó gobernando este Reino en compañía del Licenciado Bernardino de Albornoz, que en aquella sazón había venido por fiscal de la Audiencia, los cuales gobernaron este Reino en mucha paz y justicia.
A componer las revueltas de los visitadores y remediar este Reino, envió Su Majestad al doctor Antonio González, de su Consejo Real de las indias, cuarto presidente de este Nuevo Reino, el cual entró en esta ciudad a veinticuatro de marzo del año de 1589. Traía cédula de visitador y otras muchas, y de ellas algunas en blanco. Y gobernó ocho años, pidió licencia para volverse a su plaza del Consejo, que se le envió, con que se fue a Castilla.
Concurrieron con el dicho presidente el tiempo que gobernó este Reino, los oidores siguientes: el licenciado Ferraez de Porras, que murió en esta ciudad; el licenciado Rojo de Carrascal, que fue mudado a Las Charcas en la silla de fiscal; y el licenciado Miguel de Ibarra, visitador general de este partido, que de esta plaza fue por presidente a la Real Audiencia de San Francisco de Quito.
En la silla de fiscal sucedió el licenciado Aller de Villagómez. Con él vino por oidor el licenciado Egas de Guzmán, que murió en esta ciudad. Después vino por oidor don Luis Tello de Erazo; y consecutivamente los licenciados Diego Gómez de Mena, Luis Enríquez, Lorenzo de Terrones, Alonso Vásquez de Cisneros, que vino en 1601 y asistió en esta Real Audiencia hasta el año de 1622, que fue mudado por oidor de México. El licenciado Luis Enríquez fue proveído por alcalde de Corte de la ciudad de Lima, y el licenciado Diego Gómez de Mena por oidor de la Audiencia de México.
A 28 de agosto del año de 1597 entró en esta ciudad el presidente don Francisco de Sandi, del hábito de Santiago, que de la silla de presidente de la Real Audiencia de Guatemala vino a esta de Santa Fe. Los oidores arriba mencionados concurrieron con este presidente.
Después vino por oidor el licenciado don Antonio de Leiva Villarreal, que mudado a la Real Audiencia de San francisco de Quito, murió en aquella ciudad.
El año siguiente de 1602 vino por visitador de esta Real Audiencia el licenciado Salierna de Mariaca, oidor de México, el cual, de una comida que comió en el puerto de Honda, murió en esta ciudad, y todos los que comieron con él; y dentro de nueve días de su muerte, murió el doctor don Francisco de Sandi, emplazado por el dicho Visitador, como queda dicho en la historia.
Por muerte del presidente y visitador, quedaron gobernando este Reino los licenciados Gómez de Mesa y Luis Enríquez, con la demás Audiencia. Por septiembre del año de 1605, vino por presidente de este Reino don Juan de Borja, del hábito de Santiago, nieto del duque de Gandía, prepósito general de la Compañía de Jesús, el cual gobernó veintitrés años. Murió en esta ciudad, a 12 de febrero de 1628 años. Sepultóse su cuerpo en la peaña de la santa iglesia Catedral.
Para que acabase la visita que había dejado comenzada el visitador Salierna de Mariaca, envió su Majestad a don Nuño Núñez de Villavicencio, con el mesmo cargo y con título de presidente de las Charcas, en habiéndola acabado. Entró en esta ciudad el año de 1605, y en el siguiente murió.
En su lugar vino por visitador el licenciado Álvaro Zambrano, oidor de la Real Audiencia de Panamá, que habiéndola concluido, pasó a Lima, para donde estaba proveído por alcalde de Corte.
Concurrieron en la Real Audiencia con el presidente don Juan de Borja los oidores siguientes: el licenciado don Antonio de Leiva Villarreal, que de esta Audiencia fue mudado a la de San Francisco de Quito, a donde murió; el doctor Juan de Villabona Subiauri, que fue mudado de esta Audiencia a la de México, en donde enviudó y se ordenó de sacerdote, haciéndose clérigo; el licenciado don Francisco de Herrera Campuzano, que residenciado fue a España, de donde salió proveído por oidor de México, donde murió en esta ciudad a 9 de agosto de 1620 años.
A 30 de agosto de 1613 años vino por oidor de la Real Audiencia el doctor Lesmes de Espinosa Saravia, y murió el año de 1635, depuesto y pobre, por haberle el visitador don Antonio de San isidro secrestado todos sus bienes.
El licenciado Juan Ortiz de Cervantes, natural de Lima, gran letrado, vino por fiscal de la Real Audiencia, y habiendo ascendido a ser oidor, murió en esta ciudad en septiembre de 1629 años.
El doctor don Francisco de Sosa, natural de Lima, catedrático de aquella Universidad, vino por oidor de esta Real Audiencia el año de 1621, y de ella fue mudado por oidor de las Charcas, año de 1634.
El año de 1624 vino por oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Juan de Balcázar, y en este de 1638 sirve su plaza.
El doctor don Juan de Padilla, natural de Lima, vino por oidor de esta Real Audiencia el año de 1628, y en el de 1632 fue depuesto por el dicho visitador don Antonio Rodríguez de San Isidro. Está en España.
El año de 1628 vino por fiscal de la Real Audiencia el doctor don Diego Carrasquilla Maldonado. Ascendi6 a ser oidor el año de 1634, y sirve su plaza en este de 1638.
El licenciado don Gabriel de Tapia vino por oidor el año de 1630. Sirve su plaza.
El año de 1631 vino por visitador de esta Real Audiencia el doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro Manrique, y habiéndola acabado se fue por oidor de la Real Audiencia de San Francisco de Quito, para donde estaba proveído.
A primero de febrero del año de 1630 vino por presidente de este Reino don Sancho Girón, marqués de Sofraga, y en este de 1638 está en su residencia.
El licenciado don Blas Robles de Salcedo vino por oidor de esta Real Audiencia en noviembre del año de 1632, y en este de 1638 fue mudado por fiscal de la Audiencia de Lima.
El licenciado don Sancho de Torres Muñetones, del hábito de Santiago, vino por fiscal el año de 1634; ascendió a oidor y hoy sirve su plaza.
El licenciado don Gabriel Álvarez de Velasco vino por oidor por agosto del año de 1636. Sirve su plaza.
El año de 1637, a 4 de octubre, entró en esta ciudad don Martín de Saavedra Guzmán, por presidente de esta Real Audiencia, que lo acababa de ser de la ciudad de Bari, frontera en el reino de Nápoles.
El licenciado don Juan Baptista de la Gasca vino de Panamá, donde era oidor de aquella Real Audiencia, por visitador de la Casa de la Moneda. Entró en esta ciudad por septiembre del dicho año de 1637. Está ocupado en este negocio y otros.
En este año de 1638 vino por oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Bernardino de Prado, al cual se le cometió la residencia de don Sancho Girón, marqués de Sofraga, presidente que fue de la Real Audiencia de este Reino.
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