Джордж Оруэлл. Рубеж.
Джордж Оруэл. Рубеж.
George Orwell. La marca
Джордж Оруэлл. Рубеж.
Джордж Оруэл. Рубеж.
George Orwell. La marca
«Este desierto inaccesible bajo la sombra melancólicas ramas.»
SHAKESPEARE: Como gustéis
I
U Po Kyin, magistrado del distrito de Kyauktada, en la Alta Birmania, estaba sentado en su veranda. Sólo eran las ocho y media de la mañana, pero en el mes de abril, por lo que el aire se espesaba amenazando ya las irrespirables lloras del centro del día. De vez en cuando, alguna brisa muy débil, que parecía fresca por contraste, movía las orquídeas que colgaban de los aleros. Más allá de las orquídeas podía verse el tronco polvoriento y retorcido de una palmera, y luego el deslumbrante cielo azul marino. Muy arriba, en el cenit, tan altos que se mareaba uno de mirarlos, unos cuantos buitres giraban sin que les temblasen siquiera las alas.
Como un gran ídolo de porcelana, sin pestañear, U Po Kyin tenía la mirada perdida en el exterior fuertemente iluminado por el sol. Era un hombre de cincuenta años, tan grueso que durante muchos años no había podido levantarse de su silla sin ayuda, y sin embargo estaba bien formado e incluso resultaba bello en su obesidad; porque los birmanos no se deforman al engordar como les ocurre a los blancos, sino que aumentan de volumen simétricamente como las frutas. Su rostro era grande, amarillo y sin arruga alguna y tenía ojos obscuros. Sus pies–– planos, de empeine alto, y con todos sus dedos de la misma longitud –– los tenía descalzos y no llevaba sombrero en su cabeza pelada al rape. Vestía uno de esos brillantes longyis a cuadros verdes y magenta que suelen usar los birmanos los días corrientes. Masticaba betel que sacaba de una caja de laca que tenía sobre la mesa, y pensaba en su pasado.
Había sido la suya una vida brillante; una carrera de contínuo buen éxito. El recuerdo más antiguo que tenía U Po Kyin, allá por los años ochenta y tantos, era haber presenciado, cuando era un niño desnudo y de vientre redondo, la victoriosa entrada de las tropas británicas en Mandalay. Recordaba el terror que había sentido ante aquellas columnas de hombres alimentados con carne de vaca, colorados de rostro y de uniforme; los largos rifles que llevaban al hombro, y el paso rítmico y pesado de sus botas. Después de contemplarlos durante unos minutos, había salido corriendo. A su infantil manera, había comprendido que su pueblo no podría rivalizar con esta raza de gigantes. Y ya desde niño fué su gran ambición luchar junte a los ingleses, convertirse en un parásito de ellos.
A los diecisiete años había solicitado un puesto oficial; pero no lo consiguió, por ser pobre y carecer de amigos. Durante tres años trabajó en el maloliente laberinto de los bazares de Mandalay, como dependiente de los mercaderes ricos y, a veces, robando. A los veinte años, un chantaje que le salió bien le proporcionó cuatrocientas rupias y en seguida marchó a Rangún y compró un puesto del Gobierno. Aunque el sueldo era pequeño, la colocación merecía la pena. Por aquella época, una red de empleados sacaba buenas ganancias traficando con los almacenes oficiales, y Po Kyin (por entonces no era más que Po Kyin ; el honorífico U vino años más tarde) se dedicó con toda naturalidad a aquel negocio. Sin embargo, tenía demasiado talento para malgastarlo en la burocracia inferior y en mezquinos latrocinios. Un día descubrió que el Gobierno, que andaba escaso de funcionarios de segunda categoría, iba a nombrar algunos entre los oficinistas. A la semana siguiente sería pública tal noticia, pero tina de las habilidades ele Po Kyin era que su información se adelantaba en una semana a la de los demás. Vió que aquélla era su oportunidad y se dedicó a denunciar a todos sus compañeros antes de que pudieran alarmarse. La mayoría de ellos fueron enviados a la cárcel, y Po Kyin, como recompensa a su honradez, fué nombrado ayudante de un alto funcionario. A partir de entonces, fué subiendo sin cesar. Ahora, a los cincuenta y seis años, era magistrado subdivisional y probablemente lo ascenderían todavía más y lo harían comisario––delegado. Entonces los ingleses serían sus iguales e incluso subordinados suyos.
Como magistrado, sus métodos eran sencillos. No vendía la decisión de un caso por mucho dinero que le ofrecieran, porque sabía muy bien que un magistrado que dicta sentencias injustas a conciencia, es cogido más pronto o más tarde. Lo que él hacía era mucho más sensato: aceptaba soborno de ambas partes y luego decidía el caso estrictamente con arreglo a la ley. Esto le ganó una útil reputación de imparcialidad. Además de las rentas que le proporcionaban los litigantes, U Po Kyin tenía montado un sistema de impuestos privados que le pagaban todos los pueblos que se hallaban bajo su jurisdicción. Si algún pueblo dejaba de pagarle el tributo, U Po Kyin tomaba medidas de castigo––unas pandillas de maleantes atacaban el lugar, los más destacados habitantes eran detenidos con falsas acusaciones, y otras cosas por el estilo––, con el resultado de que al poco tiempo pagaban lo que les correspondía. También compartía las ganancias de todos los robos de gran importancia que ocurrieran en su distrito, Todo esto, naturalmente, lo sabía todo el mundo menos los jefes de U Po Kyin (ningún oficial británico creerá nunca nada contra sus hombres) y siempre habían fallado los intentos contra él. Eran muchos sus defensores, a quienes mantenía callados el reparto del botín. Cuando se presentaba alguna acusación contra él, U Po Kyin la deshacía por medio de una gran cantidad de testigos sobornados. Y a cada acusación contestaba él con unos contraataques que le dejaban en mejor posición que antes. Era invulnerable porque conocía demasiado bien a los hombres para escoger un mal instrumento, y también porque las intrigas lo absorbían demasiado para que pudiera fallar por descuido o ignorancia. Podía afirmarse casi con absoluta certeza que nunca lo descubrirían, que iría de triunfo en triunfo y, por último, moriría rodeado de honores y con una fortuna muy respetable.
E incluso más allá de su tumba, continuaría ese triunfo. Según las creencias budistas, los que se han portado mal durante sus vidas pasarán la próxima encarnación en forma de una rata, una rana o algún otro animal de orden inferior. U Po Kyin era un buen budista y estaba decidido a evitar ese peligro. Dedicaría sus últimos años a las buenas obras, que se amontonarían en la balanza y vencerían al resto de su vida. Probablemente, sus buenas obras consistirían en construir pagodas. Cuatro pagodas, cinco, seis, siete –– ya dirían los sacerdotes cuántas se necesitaban ––, con piedra labrada, sombrillas doradas y campanillas que tintinearían al viento (cada tintineo equivale a una plegaria). Y volvería a la tierra en forma de varón––una mujer está al mismo nivel que una rata o una rana–– o quizás, en el mejor de los casos, como un animal superior: por ejemplo, un elefante.
Todos estos pensamientos fluían con rapidez en la mente de U Po Kyin y, en su mayor parte, de un modo gráfico. Su cerebro, aunque fino, era completamente primitivo y no se ponía en movimiento sino con alguna finalidad determinada. La meditación pura y simple le era totalmente ajena. Ahora había llegado al punto a que tendían sus pensamientos. Apoyando sus pequeñas y triangulares manos en los brazos de su sillón, consiguió volverse un poco, y llamó con cierto jadeo, como si le costare trabajo respirar:
––––¡ Ba Taik ! ¡Oye, Ba Taik !
Ba Taik, ––el criado de U Po Kyin, apareció por la cortina de cuentas a través de cuyas hileras colgantes se transparentaba la veranda. Era muy bajo y tenía la cara marcada de viruelas. Su expresión era tímida y como hambrienta. U Po Kyin no le pagaba sueldo, porque se trataba de un ladrón convicto. y una palabra del amo habría bastado para mandarlo a la cárcel. Al avanzar, hacía Ba Taik reverencias tan profundas que daba la impresión de andar hacia atrás.
––¿Santísimo dios? ––––dijo.
––¿Hay alguien esperando para verme, Ba Taik?
El criado enumeró los visitantes con los dedos.
––Está el jefe de la aldea de Thitpingliyi, muy honorable señor mío, y ha traído presentes, y dos aldeanos acusados de un asalto a mano armada, y también traen regalos. Ko Ba Sein, el empleado principal di, las oficinas del comisario delegado, desea verte; y, además, están ahí Alí Shali, el guardia, y un bandido cuyo nombre no recuerdo. Creo que se han peleado los dos a propósito de unos brazaletes de oro que han robado. ¡Ah!… También está una muchacha de un pueblo, con un niño de pecho.
–– ¿Qué desea la joven? –– preguntó U Po Kyin.
––Dice que ese niño es tuyo, santísimo señor.
––Ya… Y ¿cuánto ha traído el jefe de la aldea?
Ba Taik creía que sólo eran diez rupias y una cesta de mangos.
––Dile que han de ser veinte rupias. Les ocurrirán cosas desagradables tanto a él como a su aldea si el dinero no está aquí mañana. Ahora veré a los otros. Dile a Ko Ba Sein que entre aquí a hablar comuigo.
Ba Sein se presentó en seguida. Era un hombre erguido, de Hombros estrechos, muy alto para ser birmano y con un rostro de una curiosa suavidad. U Po Kyin lo consideraba un instrumento útil. Sin imaginación y muy trabajador, era un oficinista excelente, y Macgregor, el comisario––delegado, le confiaba la mayoría de sus secretos oficiales. U Po Kyin, a quien sus pensamientos habían puesto de buen humor, acogió a Ba Sein con una risita y le indicó que se sentara en el taburete.
––Bien, Ko Ba Sein: ¿qué tal va nuestro asunto? Espero que, como diría nuestro querido señor Macgregor––y esto lo expresó U Po Kyin en inglés––, “va progresando de manera perceptible “.
Ba Sein no sonrió ante esta pequeña ingeniosidad. Sentado muy tieso en el taburete, respondió
––Excelentemente, mi señor. Nuestro ejemplar del periódico nos ha llegado esta mañana. Ten la bondad de examinarlo. Le tendió un ejemplar de un periódico bilingüe llamado El Patriota Birmano. Era un periodicucho de ocho páginas malísimamente impreso en un papel que parecía secante, formado en parte por noticias copiadas de la Gaceta de Rangún y completado por vulgares arengas nacionalistas. En la última página se había producido un accidente en la impresión y quedaba toda ella en negro como en señal de luto por la escasa circulación del periódico. El artículo en que fijó en seguida su atención U Po Kyin, sobresalía de los demás por el tipo de letra. Decía
“En estos tiempos felices en que nosotros, las pobres gentes de color, somos elevados de condición por la poderosa civilización occidental con sus múltiples bendiciones, como el cinematógrafo, las ametralladoras, la sífilis, etc., ¿qué tema puede resultar más interesante que el de las vidas privadas de nuestros benefactores? Por tanto, creemos que les gustará a nuestros lectores saber algo de lo que está ocurriendo en el distrito de Kyauktada, y, especialmente, saber algunas cosas sobre el señor Macgregor, honorable comisario-delegado en aquella región.
“El señor Macgregor es el tipo de antiguo gentleman, del cual tenemos tantos ejemplos por aquí en estos días felices. Es un “hombre de familia”, como suelen decir nuestros queridos primos los ingleses. Sí, amigos: el señor Macgregor es muy aficionado a la familia. Tanto, que ya tiene en el distrito de Kyauktada tres hijos aunque sólo lleva allí un año, y en el distrito donde estuvo antes, el de Shwernyo, dejó seis criaturas. Quizás haya sido sólo una distracción por parte del señor Macgregor haber abandonado a estos niños cuyas madres están a punto de morirse de hambre… “, ete., ete.
Esto continuaba, en el mismo tono, a lo largo de toda una columna, y, por muy mezquino que fuera, resultaba un texto muy superior al del resto del periódico. U Po Kyin leyó detenidamente el artículo entero, sosteniendo el periódico con los brazos extendidos––era présbita––, y mantenía, mientras, los labios contraídos, en gesto meditativo, luciendo así sus dientes pequeños y perfectos, enrojecidos por el jugo del betel. Al terminar, dijo:
––El director se pasará, seis meses en la cárcel por haber publicado esto.
––No le importa. Dice que sus acreedores solamente lo dejan en paz cuando está en la cárcel.
––Y ¿ha sido el muchacho que tienes de meritorio en tu oficina, Hla Pe, quien escribió el artículo? Es un chico muy listo. ¡Promete mucho! No te permitiré que vuelvas a decirme que esas Escuelas Superiores del Gobierno son ineficaces. Hla Pe conseguirá un puesto oficial de empleado. Ya lo verás.
––¿Crees entonces, señor, que bastará con este artículo?
U Po Kyin no respondió en seguida. Había empezado a emitir un ruidito característico con la nariz, unos resoplidos que acompañaban a todos sus esfuerzos, por insignificantes que fuesen. Ba Taik estaba acostumbrado a estas señales acústicas. Por eso apareció al instante por entre las hileras de cuentas de la cortina y, ayudado por Ba Sein, levantó a su amo. Cada uno de ellos lo cogió por una axila. Luego lo soltaron y U Po Kyin, balanceándose como si estuviera asegurando un fardo sobre su cabeza, empezó a mover la inmensa mole de su cuerpo. Le indicó a Ba Taik que se marchara.
––No basta con eso––dijo, contestando la pregunta de Ba Sein––, no es bastante en modo alguno. Queda mucha tarea. Pero había que empezar así. Está bien. Escúchame.
Se acercó a la balaustrada para escupir un buche de betel y luego empezó a recorrer la veranda con pasitos menudos y las manos cruzadas a la espalda. El roce de sus grandes muslos uno con otro le hacia oscilar un poco. Hablaba mientras andaba, empleando una jerga corriente en las oficinas del Gobierno, una mezcla de verbos birmanos y frases abstractas inglesas:
––Ahora tenemos que analizar este asunto desde el principio. Emprenderemos un ataque conjunto contra el doctor Veraswami, que es el cirujano oficial y director de la cárcel. Vamos a calumniarlo, a destruir su reputación y, por último, a arruinarlo para siempre. Será un trabajo bastante delicado.
––Perfectamente, señor.
––No habrá riesgo alguno, pero debemos ir despacio. No tendremos que habérnoslas con un despreciable empleadillo o con un simple guardia. Nuestra víctima será todo un funcionario de alta categoría. Y cuando se trata de un alto funcionario, aunque sea indio, no es lo mismo que con un empleado de oficinas. ¿Cuál es el procedimiento para deshacer a un funcionario? Muy sencillo: una acusación, dos docenas de testigos, lo despiden y lo meten en la cárcel. Pero este sistema no nos conviene en nuestro caso. Despacio, muy despacio, con mucha suavidad, ese es mi lema. Que no haya escándalo y, sobre todo, evitar las investigaciones oficiales. No debe haber acusaciones que puedan ser refutadas; y, sin embargo, dentro de tres meses, habré dejado impreso en la mente de todos los europeos de Kyauktada que el doctor es un mal bicho. ¿De qué voy a acusarlo? El soborno, en el caso de un médico, no sirve. ¿Qué utilizaré, pues?
––Quizás pudiéramos organizar un levantamiento en la cárcel. El doctor, como director, sería el responsable.
––No, no. Eso sería demasiado peligroso. No quiero que los guardianes de la cárcel empiecen a disparar sus rifles en todas direcciones. Además, nos resultaría caro. Lo de mejor resultado será la deslealtad: nacionalismo, propaganda sediciosa. Hemos de convencer a los europeos de que el doctor Veraswami profesa opiniones desleales, antibritánicas. Eso es mucho peor que el soborno; los ingleses dan por cierto que todo funcionario indígena admite el soborno. Pero si sospechan que alguno está contra ellos, el desgraciado no tiene ya nada que hacer.
––En nuestro caso, será difícil de probar––objetó Ba Sein––. El doctor es muy leal a los europeos. Se enfurece cuando alguien habla mal de ellos en su presencia. ¿No crees, señor, que lo conocen bien en ese aspecto?
––¡Bah, tonterías! –– dijo U Po Kyin plácidamente–– A ningún europeo le importan nada las pruebas. Cuando un individuo es indígena, la sospecha es una prueba. Unas cuantas cartas anónimas liarán milagros. Es sólo cuestión de persistir: acusa, acusa, sigue acusando… Así hay que hacerlo con los europeos. Una carta anónima tras otra, a cada europeo, por turno. Y luego, cuando hayamos despertado lo suficiente sus sospechas… –– U Po Kyin sacó uno de sus cortos brazos de detrás de la espalda y produjo un chasquido con el pulgar y el dedo corazón. Añadió –– Empezamos con este artículo en El Patriota Birmano. Los europeos sé pondrán furiosos cuando lo lean. Pues bien, nuestro segundo paso consistirá en convencerlos de que fué el doctor quien lo escribió.
––Será difícil conseguirlo mientras tenga europeos amigos suyos. Todos ellos acuden a Veraswami cuando están enfermos. Curó a Macgregor este invierno pasado. Tengo entendido que lo consideran muy buen médico.
––¡Qué mal comprendes la mente europea, Ko Ba Sein ! Si acuden a Veraswami es porque no hay otro médico en Kyauktada. Ningún europeo tiene fe en un médico indígena. Te aseguro que, con los anónimos, lo único que necesitamos es enviarlos en número suficiente. Ya me ocuparé de que no le quede ni un solo amigo.
––El señor Flory, ese comerciante en maderas––dijo Ba Sein––, es amigo íntimo del doctor. Le veo ir a su casa todas las mañanas cuando está en Kyauktada. Incluso ha invitado a Veraswami dos veces a cenar en su casa.
––En eso tienes razón. Si Flory fuese amigo del doctor, nos podría perjudicar. No se puede dañar a un hindú que sea amigo de un europeo. Esa amistad le da…, ¿cuál es la palabra a que son tan aficionados?… ¡Ah, sí, prestigio! Pero no tienes en cuenta que Flory abandonará a su amigo en cuanto empiecen los indicios desagradables. Esa gente carece del sentido de la lealtad para con el nativo. Además, sé muy bien que Flory es un cobarde. Ya me encargaré de él. Tu cometido, Ko Bo Sein, es vigilar los movimientos de Macgregor. ¿Le ha escrito al comisario últimamente? Quiero decir, ¿le ha escrito confidencialmente?
––Hace dos días le escribió, pero cuando abrimos la carta al vapor no encontramos en ella nada importante.
––Muy bien; ya le daremos motivos suficientes para que escriba. Y en cuanto sospeche del médico, tendremos que ocuparnos de aquel otro asunto de que te hablé. De ese modo podremos…, ¿cómo dice Macgregor?…, “matar dos pájaros de un tiro”… ¡Una bandada de pájaros!
Y U Po Kyin, encantado con sus propias palabras, se rió con una repulsiva risa que parecía salirle del vientre; era un extraño ruido, como si se preparase a toser. Sin embargo, resultaba alegre e incluso infantil No dijo nada más sobre “el otro asunto”, que era demasiado privado para tratar de él ni siquiera en la veranda. Ba Sein, comprendiendo que la entrevista había terminado, se inclinó con una reverencia angular, como se dobla un metro plegable.
––¿Hay algo más que desees mandar, honorable señor? ––Procura que Macgregor no deje de leer este número de El Patriota Birmano. Asegúrate de que recibe un ejemplar. Es mejor que le aconsejes a Hla Pe que tenga un ataque de disentería y desaparezca algún tiempo de la oficina. Lo voy a necesitar para que me escriba las cartas anónimas. Por ahora, no hay nada más.
––Entonces, ¿puedo marcharme, señor?
––Que Dios te acompañe––dijo U Po Kyiu mientras pensaba en otra cosa. Nunca desperdiciaba ni un solo momento del (tía. Los demás visitantes no le hicieron perder mucho tiempo. A la joven madre la despidió sin darle dinero. La observó un momento y dijo que no la conocía en absoluto. Era ya su hora de almorzar. Comenzaron a torturarle el estómago violentos espasmos de hambre que siempre le acometían a esa hora de la mañana, con sorprendente puntualidad. Gritó, impaciente
––¡Ba Taik ! ¡Oye, Ba Taik ! ¡Kin Kin ! ¡El almuerzo!… ¡Rápido. que me muero de hambre
En el cuarto vecino a la veranda tenían ya servida una mesa con un gran tazón lleno de arroz y una docena de platos que contenían los más diversos manjares. U Po Kyiu se acercó tambaleándose a la mesa y sentóse dificultosamente, a la vez que lanzaba un potente gruñido. Casi antes de haberse acomodado del todo estaba ya devorando el alimento. Ma Kin, su mujer, estaba detrás de él y le iba sirviendo. Era delgada, de unos cuarenta y cinco años, con un rostro moreno marrón claro y de facciones simiescas. U Po Kyin no le hizo el menor caso mientras comía. Con el tazón muy cerca de la cara, cogía el arroz con sus dedos gordos y grasientos y jadeaba mientras lo engullía. Todas sus comidas eran veloces, ansiosas y enormes; no eran comidas corrientes, sino verdaderas orgías individuales, a base de arroz y de mucho curry. Al terminar, se echó hacia atrás, eructó varias veces y le dijo a Ma Kin que fuese a buscarle un cigarro verde birmano. Nunca fumaba tabaco inglés, porque no le encontraba ningún sabor.
Con la ayuda de Ba Taik se vistió U Po Kyin su traje “de oficina” y estuvo un rato admirándose en el largo espejo de su habitación. Era una estancia con paredes de madera y dos columnas de apoyo en las que todavía podían reconocerse los troncos de teca. Esas columnas sostenían el techo. Era un cuarto muy obscuro y de aspecto desagradable, como todos los de Birmania, aunque U Po Kyin lo había amueblado a estilo inglés. Adornaban las paredes algunas fotos de la familia real inglesa y un extintor de incendios. El suelo estaba cubierto por esteras de bambú muy estropeadas por manchas de barro y de betel.
Ma Kin, sentada en una estera––en un rincón––cosía un ingyi. U Po Kyin daba vueltas lentamente delante del espejo esforzándose inútilmente en verse un poco por detrás. Vestía un gaungbauug de seda rosa pálido, un ingyi ––falda indígena de muselina almidonada, y un paso de seda de Mandalay color salmón, bordado en amarillo. Por fin, con un desesperado esfuerzo, logró ver en el espejo cómo le ceñía el paso sus enormes nalgas y las hacía brillar. Estaba orgulloso de su obesidad porque consideraba la carne acumulada símbolo de su grandeza. Él, que había sido un desconocido y había pasado hambre, era ahora gordo, rico y temido. Se figuraba haber conseguido aquella insólita gordura a costa de los cuerpos de sus enemigos; y esta idea le resultaba casi poética.
––Mi nuevo paso me ha salido muy barato; a veintidós rupias, ¿verdad, Kin Kin?––le preguntó a su mujer.
Ma Kin inclinó aún más la cabeza sobre su costura. Era una mujer sencilla y anticuada, que había aprendido aún menos de las costumbres europeas que U Po Kyin. No podía sentarse en una silla sin sentirse incómoda. Todas las mañanas se iba al bazar con una cesta sobre la cabeza, como una aldeana, y por las tardes era corriente verla en su jardín arrodillada y rezando y sin apartar la vista de la blanca cúpula de la pagoda, que dominaba la ciudad. Había sido la confidente de todas las intrigas de Po Kyin durante más de veinte años.
––Ko Po Kyin––le dijo por fin, sin responder a su pregunta ––, has hecho mucho daño en tu vida.
U Po Kyin agitó una mano.
––¿Qué importa eso? Mis pagodas me valdrán el perdón. Aun hay mucho tiempo.
Ma Kin volvió a mirar fijamente su labor, pero sin mover los dedos. Esa obstinada atención a su costura era característica en ella cada vez que desaprobaba la conducta de U Po Kyin.
––Dime, Ko Po Kyin: ¿qué necesidad hay de todas esas maquinaciones? Te oí hablar con Ko Ba Sein en la veranda. Estás planeando algún mal contra el doctor Veraswami. ¿Por qué deseas perjudicar al médico hindú? Es un buen hombre.
––¿Qué sabes tú cíe estas cosas oficiales, mujer? El médico se atraviesa en mi camino. En primer lugar, se niega a aceptar regalos y esto nos dificulta a los demás poderlos recibir. Además…, en fin, hay algo más que tú no entenderías jamás por mucho que te lo explicase…
––Ko Po Kying, eres ya rico y poderoso; pero, ¿de qué te ha servido? Nos sentíamos más felices cuando éramos pobres. Recuerdo muy bien cuando sólo eras un oficial de la municipalidad, cuando tuvimos por primera vez casa propia. ¡Qué orgullosos estábamos de nuestros muebles de mimbre y de tu pluma estilográfica con el sujetador de oro! Y cuando aquel oficial de la policía inglesa vino a nuestra casa y se bebió una botella de cerveza, ¡qué honrados nos sentíamos por aquella visita! La felicidad no la da el dinero. ¿De qué te va a servir tener más dinero que ahora?
––¡Qué tontería, mujer, qué tontería! Ocúpate de guisar y coser y deja los asuntos oficiales para los que entienden de esas cosas.
––Soy tu esposa y te he obedecido siempre; pero creo que nunca es tarde para adquirir méritos. ¡Esfuérzate por distinguirte, Ko Po Kyin! Por ejemplo, ¿por qué no compras pescado recién sacado del agua y vuelves a echarlo al río? Con eso se hacen méritos. Además, cuando los sacerdotes vinieron esta mañana en busca del arroz que les damos, me dijeron que en el monasterio hay dos monjes nuevos y que tienen hambre. ¿Por qué no les das algo? Yo no quise hacerlo, para que fueras tú quien hiciera méritos.
U Po Kyin se apartó del espejo. Las palabras de su mujer le preocupaban un poco. Él nunca desperdiciaba la ocasión de ponerse a bien con el Más Allá…, siempre que esto no le perjudicase materialmente. Consideraba sus buenas acciones como una cuenta en el Banco, una cuenta corriente siempre en aumento Cada pescado vuelto al río, cada regalo a un sacerdote, era un paso hacia el Nirvana. Esto le tranquilizaba. Ordenó, pues, que la cesta de mangos traída por el cacique de la aldea fuera enviada al monasterio.
Salió de su casa y se dirigió carretera abajo con Ba Taik tras él, portador de una cartera de documentos. U Po Kyin andaba muy despacio y se mantenía muy tieso para equilibrar el peso de su enorme vientre. Sostenía sobre su cabeza una sombrilla de seda amarilla. Su paso colorado brillaba al sol como si fuera de satén. Iba al tribunal para ocuparse de los asuntos pendientes.
II
Hacia la hora en que U Po Kyin empezaba su tarea de la mañana, Flory, el comerciante en maderas y amigo del doctor Veraswami, salía de su casa en dirección al Club.
Flory tenía unos treinta y cinco años, estatura media y buena facha; ele cabello muy negro y áspero que le crecía desde muy abajo en la frente y con bigote espeso, también negro, y la piel tostada por el sol. Como no había engordado ni tenía calvicie, no parecía mayor de los años que tenía, pero la cara, tostada por el sol, la tenía muy estropeada con sus mejillas hundidas e intensas ojeras. Aquella mañana no se había afeitado. Vestía, como siempre, con camisa blanca, shorts caquis y calcetines altos, pero en vez de topi (casco birmano hecho con fibra de pita) llevaba un sombrero terai muy gastado. (El terai es de ala ancha.) Llevaba un bastoncillo de bambú con una correíta para sujetarlo a la muñeca. Le seguía una perrita llamada Flo, una cocker negra.
Pero todo eso resultaba secundario, pues lo primero que llamaba la atención en Flory era una horrible señal ele nacimiento (lo que suele llamarse “antojo”) que le bajaba en zig-zag por la mejilla izquierda formando una media luna desde el ojo hasta la comisura izquierda ele la boca. Visto del lado izquierdo, presentaba su rostro un aspecto lamentable, como si tuviera allí la cicatriz cíe una tremenda herida o. más bien, como si le acabaran de aporrear la cara, pues la señal era ele color azulado. Flory se daba plenamente cuenta ele lo repugnarte que resultaba aquello. Y cuando estaba con alguien se movía siempre de lado, maniobrando constantemente para que no se le viera la marea.
La casa de Flory estaba más allá del maidan, junto al lindero de la selva. Desde la puerta de su casa, el maidan (que es la explanada para los desfiles) descendía en aguda pendiente con media docena de bungalows esparcidos alrededor. Todo temblaba en el aire caliente. Había un cementerio inglés cercado por un muro blanco, a medio camino de la pendiente de la colina; y también allí cerca, una pequeña iglesia con techo de hoja de lata. Más allá, el Club Europeo. Cuando se miraba este club ––un edificio de madera, de un solo piso––estaba uno mirando al verdadero centro del pueblo. En cualquier población de la India, el Club Europeo es el centro, la ciudadela espiritual, el verdadero asiento del poder británico, el Nirvana por entrar en el cual se desviven los funcionarios y los millonarios nativos. En este caso, el deseo era mucho mayor porque el Club cíe Kyauktada se jactaba de que era el único de los clubs birmanos que nunca había admitido como miembro a un oriental. Más allá del Club, el río Irawaddy fluía con su enorme caudal color ocre, brillando como si arrastrara diamantes, en los lugares donde le daba el sol; y, pasado el río, se extendían grandes extensiones de tierra baldía terminando en un horizonte de montes negruzcos.
El pueblo indígena, la Audiencia y la cárcel, quedaban a la derecha, casi escondidos por bosquecillos de un verde intenso. La aguja de la pagoda se elevaba entre los árboles como tina esbelta lanza rematada en oro. Kyauktada era un pueblo típico de la Alta Birmania que no había cambiado gran cosa entre los días de Marco Polo y loto, y podría haber seguido durmiendo en su sueño medieval si no hubiera resultado un lugar conveniente como estación ferroviaria de término. En agio, el Gobierno lo convirtió en cabeza de distrito y en centro ele progreso, si interpretamos el progreso como unos cuantos tribunales en torno a los cuales se mueve un ejército ele ambiciosos pleiteantes, un hospital, una escuela y tina de esas inmensas y duraderas cárceles que los ingleses han construido por todas partes, desde Gibraltar a Hong-Kong. Tenía este pueblo unos cuatro mil habitantes, incluyendo dos centenares de hindús, unas cuantas docenas de chinos y siete europeos. También había dos eurásicos llamados Francis y Samuel, hijos de un misionero baptista norteamericano el primero y de un misionero inglés el segundo. La ciudad no contenía nada que mereciese la pena admirarse, a no ser un fakir hindú que había vivido durante veinte años en un árbol cerca del bazar, subiéndose todos los días su comida en una cesta con una cuerda.
Flory bostezó al abrir su verja. La noche anterior se había emborrachado y la fuerte luz de ahora le hacía sentirse mal. “¡Maldito agujero, maldita pocilga!’, pensó mientras miraba monte abajo. Y como no había nadie por allí cerca, excepto su perro, empezó a cantar a grito pelado: “¡Maldito, maldito, maldito, oh qué maldito eres! “, con la música de una canción religiosa, mientras bajaba por la vereda caldeada y golpeaba con el bastón las matas de ambos lados. Eran cerca de las nueve de la mañana y el sol quemaba más a cada minuto. El calor se le metía a uno en la cabeza, convirtiéndose en latidos que parecían martillazos. Flory se detuvo a la puerta del Club, vacilando entre pasar o seguir un poco más allá para visitar al doctor Veraswami. Entonces recordó que era el día del “correo inglés” y habrían llegado los periódicos. Entró, después de haber pasado junto al campo de tenis, en torno al cual crecían malvas:
El sol no había matado aún las varias clases de hermosas flores que adornaban aquel lugar. Las petunias eran enormes, casi como árboles. No había césped, sitio matorrales, arbustos indígenas, arbolillos dorados, llamados mohur, que parecían grandes sombrillas, frangipanis con flores cremosas, bugambillas púrpura, hibiscos escarlatas y rosas rojas chinas, así como plumosos tamarindos. A la potente luz de la mañana, esta algarabía de colores hería los ojos. Un mali (jardinero) casi desnudo, con una regadera en la mano, se movía por esta selva florida en miniatura como una gigantesca abeja en busca de néctar.
En la escalinata de entrada al Club se hallaba, con las manos en los bolsillos de su short, un inglés de cabello color arena, bigote hirsuto, ojos gris pálido demasiado separados y unas pantorrillas anormalmente delgadas. Éste era Westfield, superintendente de policía del distrito. Con aire de gran aburrimiento, se balanceaba sobre sus talones y levantaba el labio superior para que el bigote le hiciera cosquillas en la nariz. Saludó a Flory con un ligero movimiento lateral de la cabeza. Hablaba de un modo seco y cuartelero ahorrándose todas las palabras que podía. Casi todo lo que decía tenía la intención de hacer gracia, pero el tono de su voz era lúgubre.
––Hola, Flory. Mañana horrorosa, ¿eh, chico?
––No podemos esperar otra cosa en esta época ––dijo Flory. Se había vuelto un poco de lado para que su mejilla marcada quedase fuera del campo de visión de Westfield.
––Sí, vaya fastidio Tendremos dos meses de abrigo. El año pasado, ni gota de lluvia hasta junio. Fíjate en ese cielo asqueroso. Ni una nube. Parece una de esas sartenes grandes barnizadas en azul. ¡Dios! ! ¡Cuánto darías por estar ahora en Piccadilly!, ¿eh?
––¿Han llegado los periódicos ingleses?
––Sí. El viejo Punch, Pink’un y La, Vie Parisienare. Leyéndolos, se echa de menos aquello. Entra. Vamos a beber algo antes de que se derrita del todo el hielo. El viejo Lackersteen se ha estado bañando con él.
Entraron. El Club olía a petróleo. Se componía de sólo cuatro habitaciones, en una de las cuales se hallaba una biblioteca de quinientas novelas muy malas, y en otra había una desvencijada mesa de billar que casi nadie usaba porque durante la mayor parte del año entraban allí hordas de cucarachas con alas zumbando en torno a las lámparas y que cubrían luego materialmente el paño verde. También había un salón que daba al río, con una amplia veranda. Pero a esta hora del día todas las verandas estaban cubiertas con cortinas verdes de bambú. El salón era incómodo, con esteras ásperas en el suelo, sillones de mimbre y mesas atestadas con revistas ilustradas. En las paredes colgaban algunos cuadros bonzos y un punkah que se movía perezosamente, agitaba el polvo en el aire cargado. El punkah es un enorme abanico, ventilador accionado por medio de una cuerda.
En la estancia había tres hombres. Bajo el punkah, un individuo de unos cuarenta años se hallaba tendido sobre la mesa con las manos entrelazadas como almohada. Gemía de dolor. Era el señor Lackersteen, el gerente local de una compañía de maderas. La noche anterior se había emborrachado a fondo y padecía la resaca. Ellis, gerente local de otra compañía, se había detenido ante el tablón de anuncios y concentraba su atención sobre uno de los papeles allí fijados. Era un hombrecillo de cabello crespo y rostro anguloso y pálido, de movimientos nerviosos Maxwell, oficial divisionario forestal, estaba sentado en uno de los divanes leyendo la revista El Campa. Allí hundido, no se le veían más que sus largas y huesudas piernas y los velludos antebrazos.
––Fíjate en ese hombre perverso––dijo Westfield sujetando a Lackersteen con cierto afecto por los hombros y sacudiéndole un poco––. Buen ejemplo para la juventud. Viéndolo se hace uno la idea de cómo será uno a los cuarenta años.
Lackersteen emitió un gruñido que sonaba aproximadamente a brandy.
––;Pobre chico! ––dijo Westfield––. Es un mártir de la bebida. Me recuerda al viejo coronel que solía dormir sin mosquitero. Le preguntaron a su criado por qué hacía eso su amo, y el criado contestó: “Por la noche amo demasiado borracho notar mosquitos; en mañana, mosquitos demasiado borrachos para notar amo”. Fíjate en él. Se hartó anoche y lo primero que pide ahora es coñac. Además, esta noche le llega una sobrina. ¿Verdad, Lackersteen?
––Anda, deja ya a ese borracho del demonio––dijo Ellis sin volver la cabeza. Tenía un acento cockney despectivo. Lackersteen volvió a gruñir: “…la sobrina. ¡Dadme un poco de coñac, por favor!”.
––Buen ejemplo para la sobrina, ¿eh? Tendrá que ver al tío debajo de la mesa siete veces cada semana. Camarero, coñac para el amo Lackersteen.
El camarero, un indígena dravidiano, fuerte y moreno, con ojos amarillentos como los de un perro, llevó la bebida en una bandeja. Flory y Westfield pidieron ginebra. Lackersteen tragó una buena cantidad de coñac y volvió a reclinarse gimiendo, pera con menos intensidad. Tenía una cara ingenua y vacuna y bigote en forma de cepillo. Era un hombre muy simple, sin más ambiciones que pasarlo bien. Su esposa lo gobernaba de la única manera posible, e, sea, no dejándole apartarse de ella más de una o dos horas al día. Sólo una vez, un año después de su matrimonio, lo Había dejado suelto durante quince (lías con motivo de un viaje. Cuando regresó––un día antes de la fecha fijada- se encontró a su marido borracho perdido y sujeto por cada lado por una joven birmana desnuda, mientras una tercera le vaciaba la botella de whisky en la boca. Desde entonces, la señora Lackersteen vigilaba constantemente a su marido y él se quejaba de esta actitud de “gato a quien se le confía un ratón”. Sin embargo, se las arreglaba para pasarlo bien bastantes veces, aunque todas ellas tenía que darse prisa.
––¡Demonios! ¡Qué cabeza se me ha puesto esta mañana! –– se quejó––. Llama otra vez al camarero, Westfield. Tengo que tomarme otro coñas antes de que venga mi dama. Dice que me va a cortar la bebida cuando llegue la sobrina. Que se vayan a la porra las dos ––añadió, enfurruñado.
––Dejaos de idioteces y escuchad esto––dijo Ellis, irritado. Tenía una manera curiosa de pronunciar y apenas abría la boca si no era para insultar a alguien. Exageraba intencionadamente su acento barriobajero de Londres por el tono sardónico que daba a sus palabras––. ¿No habéis visto este aviso de Macgregor? Maxwell, despiértate y escucha.
Maxwell bajó la revista que le tapaba el rostro. Era un joven rubio y de buen color en las mejillas. No tendría más de veinticinco o veintiséis años; era muy joven para el puesto que desempeñaba. Con sus pesados miembros y sus pestañas casi blancas recordaba un potro de carga. Ellis desprendió el papel del tablón con un pequeño movimiento seco y un gesto de asco, y empezó a leerlo en voz alta. Lo había puesto allí Macgregor, el cual, además de comisario-delegado, era secretario del Club.
––Escuchad: “Se ha sugerido que, en vista de que en nuestro Club no hay socios orientales y teniendo vil cuenta la costumbre hoy establecida de que puedan entrar a formar parte de los clubs los funcionarios, ya sean indígenas o europeos, tendríamos que estudiar la conveniencia de adoptar esta práctica en Kyauktada. El asunto será discutido en la próxima reunión general. Por una parte, debemos indicar…”. En fin, no merece la pena leer todo esto. Macgregor no es capaz de escribir un anuncio sin sufrir un ataque de diarrea literaria. De todos modos, nos pide que rompamos nuestras tradiciones y admitamos en este Club a algún negrito. Por ejemplo, a nuestro querido doctor Verastvami. Estaría bien, ¿eh? Tener aquí a esos barrigudos negros echándonos su apestoso aliento por encima de la mesa de bridge. Me horroriza pensarlo. Debemos defendernos como un solo hombre y acabar con esas tonterías de tina vez. ¿Qué opinas, Westfield? ¿Y tú, Flory?
Westfield se encogió de hombros filosóficamente. Se había sentado sobre la mesa y encendía un maloliente cigarro birmano, negro como un tizón.
––Supongo que nos tocará aguantarnos––dijo–– En todos los clubs europeos están entrando esos perros indígenas. Me han dicho que hasta en el Pegu Club. Así van las cosas en este país. Quizás seamos el único club de Birmania que les resiste.
––Lo somos y seguiremos siéndolo. Prefiero morirme en una cuneta de la carretera antes que dejar entrar aquí a un negro.Ellis había sacado un lápiz casi gastado del todo. Con ese curioso aire de resentimiento que algunas personas ponen hasta en los actos más insignificantes, volvió a clavar el aviso en el tablón y escribió con todo cuidado las letras B.-F. sobre la firma de Macgregor. Y dijo––: Esto es lo que pienso de él y de su idea. Se lo diré en su cara cuando venga. Y a ti, ¿qué te parece, Flory?
Flory no había hablado en todo ese tiempo. Aunque por naturaleza era bastante locuaz, nunca se le ocurría gran cosa en las conversaciones del Club. Se había sentado al borde de la mesa y leía un artículo de G. K. Chesterton en el London News, acariciando mientras la cabeza de su perro /`/n con la mano izquierda. Pero Ellis era uno de esos individuos que siempre están pidiéndoles a los demás que les confirmen sus opiniones. Repitió su pregunta. Y Flory lo miró a los ojos. De pronto, la piel que rodeaba la nariz de Ellis se puso tan pálida que casi parecía gris. En él, era esto una señal de ira. Sin más preludio soltó una sarta de insultos que habrían indignado a cualquiera si aquellos hombres ¡lo hubieran estado acostumbrados a oírlos todas las mañanas.
––Por Dios, en un caso como éste, en que se trata de impedirles la entrada a esos cerdos negros y apestosos en el único sitio decente donde podemos distraernos, es lógico tuviera yo la seguridad de que sostendríais mi actitud. Y esto incluso en e! caso de (pie el grasiento y barrigudo doctor sea nuestro mejor arraigo. No me meto en si os disgusta o no tratar con la hez del bazar. Si os divierte ir a casa de Veraswami y beber whisky con todos sus amigos negros, eso es asunto vuestro. Fuera del Club podéis hacer lo que queráis. Pero, por Dios, es muy distinto que pretendáis traer aquí a esa caterva de indeseables. Ya veo que os agrada la idea de tener de compañero en el Club a ese medicucho. Muy bonito, un hombre como él interviniendo en nuestras conversaciones, ensuciándonos a todos las manos con las suyas sudorosas y cochinas y echándonos encima su apestoso aliento. Por Dios, os aseguro que se llevará la huella de mis botas en el trasero si se atreve a entrar por esa puerta. ¡Ese barrigudo, que huele a ajo… !
Siguió así durante varios minutos. Y lo impresionante de su indignación era su absoluta sinceridad. Ellis odiaba con toda su alma a los orientales, los odiaba como si representaran todo lo malo y sucio que pudiera concebir la imaginación. Vivía y trabajaba, como empleado de una compañía de maderas, en continuo contacto con los birmanos, y nunca había llegado a acostumbrarse a aquellas pieles obscuras. Cualquier alusión a la tolerancia con los orientales, le parecía una horrible perversidad. Ellis era inteligente y eficaz en su trabajo, pero también era uno de esos ingleses––de los que tanto abundan, por desgraciada quienes nunca se les debería permitir que pisaran el Este.
Flory seguía sentado acariciando la cabeza de Flo, incapaz de sostener la mirada de Ellis. La marca de su cara le hacía siempre difícil mirar de frente a sus interlocutores. Con mayor motivo, en una ocasión como ésta. Cuando fué a contestar, le pareció que no le salía la voz. Siempre que tenía que mostrar firmeza, le temblaba la voz y se le movían incontrolablemente las facciones.
––Tranquilízate–– consiguió decir, por fin––. Tranquilízate. No tienes por qué excitarte cíe ese modo. Nunca he propuesto que se permita la entrada en el Club a los nativos.
––¿Ah, no? Todos sabemos muy bien que estás deseando permitírsela. ¿Por qué, si no, vas todas las mañanas a casa de ese gelatinoso cerdo? Sí, todos sabemos que te pasas las horas muertas sentado con ese tipo como si fuera un blanco, bebiendo en vasos que han manchado sus asquerosos labios… No puedo seguir hablando de esto porque me dan náuseas.
––Siéntate, hombre, siéntate––dijo Westfield––; no pienses más en ello. Bebe un poco. No merece la pena pelearnos por tan poca cosa.
––¡Dios mío! ––dijo Ellis un poco más tranquilo, paseándose por la sala––. ¡Dios mío, no os puedo entender! Imposible. Ese tonto de Macgregor quiere meternos aquí un negro, así por las buenas, sin el menor motivo. Y vosotros os estáis ahí con toda la calma, como si no sucediese nada. Pero, ¿qué estamos haciendo en este país? Si no vamos a ser los amos, ¿qué diablos hacemos aquí? Nos encontramos en este país, supongo, para gobernar a esta piara de cerdos que han sido esclavos desde los comienzos de la Historia, y en vez de mandar sobre ellos del único modo que ellos comprenden, queremos tratarlos como iguales a nosotros. Y vosotros, manada de estúpidos, creéis que es lo más natural. Este Flory convierte en su mejor amigo a un babú negro, que se llama a sí mismo doctor porque ha estudiado dos años en una supuesta Universidad hindú. Y tú, Westfield, tan orgulloso de tus cobardes policías, a los que cualquiera puede sobornar. Y Maxwell, que se pasa todo el día corriendo detrás de esas fulanas eurásicas. Sí, sí, lo sé muy bien, Maxwell; me he enterado de tus idas a Mandalay para estar con una zorra de olor insoportable llamada Molly Pereira. Estoy seguro de que te habrías llegado a casar con ella si no te trasladan aquí. Parece como si a todos vosotros os gustara de verdad el contacto con esos salvajes. ¡Dios mío, no sé qué nos ha pasado a todos. Es para desesperarse
––Bueno, hombre, echa un trago ––dijo Westfield––. Camarero, cerveza antes que el hielo se derrita. ¡Cerveza, camarero!
El camarero trajo varias botellas de cerveza muniquesa. Ellis acabó sentándose en el borde ele la mesa con los otros y acarició una cíe las frescas botellas con sus manos finas y pequeñas. Le sudaba la frente. Estaba deprimido; la ira le había dejado así. Sus ramalazos de indignación se le pasaban pronto, y nunca se disculpaba por su furia. Estas expansiones eran corrientes en la vida del Club. Lackersteeu se sentía mejor y estaba ojeando La Vie Parisienne. Ya eran más de las nueve, y la habitación, perfumada con el acre humo del cigarro de Westfield, se estaba poniendo irrespirable. Todos tenían las camisas pegadas a la carne con el primer sudor del día. El chokra (criado joven) invisible que tiraba de la cuerda del ventilador –– el punkah –– desde el exterior, se estaba quedando dormido con el insoportable resplandor.
––¡Camarero!––gritó Ellis, y por fin apareció el hombre––. Anda y despierta a ese maldito chokra.
––Sí, amo.
––Oye, camarero.
––¿Diga, amo?
––¿Cuánto hielo nos queda?
––Unas veinte libras, amo. Sólo durará hoy, creo. Me parece muy difícil disponer ahora de hielo fresco por un tiempo prolongado.
––A ver si hablas mejor. ¿Te has tragado un diccionario? Se dice: “Perdón, amo; no puedo mantener frío el hielo”. Así deberías hablar. Tendremos que echarte de aquí si pretendes hablar demasiado bien el inglés. No soporto a los criados que hablan el inglés como nosotros. ¿Te enteras, camarero?
––Sí, amo––dijo el camarero, impasible, y se retiró.
––Buena la hemos hecho. Sin hielo hasta el lunes––dijo Westfield––. ¿Vuelves a la selva, Flory?
––Sí, ya debía estar allí. Sólo vine a recoger el correo de Inglaterra.
––Yo también daré tina vuelta. Disfrutaré un poco de las dietas de viaje. No puedo resistir la oficina en este tiempo. Me fastidia ––estarme allí sentado, debajo del punkah, firmando un papelito después de otro. ¡Ojalá empezara otra guerra!
––Yo me marcho pasado mañana––dijo Ellas––. ¿Va a venir el Padre para decir misa el domingo? Lo pregunto para no estar aquí, porque me revienta ese afán de catequizar a los indígenas. ¡Qué idiotas fuimos dejando sueltos a esos misioneros en este país! Les enseñan que pueden ser tan buenos como nosotros y luego nos dicen con todo cinismo: “Por favor, amo, nosotros también somos cristianos”. ¡Habráse visto frescura
––¿Y qué me decís de este par de piernas?––dijo Lackersteen, pasándole a los demás el ejemplar de La Vie Parisienne––. Tú que sabes francés, Flory, ¿qué dice debajo del dibujo? Ahora me acuerdo de cuando yo estaba en París con mi primer permiso, antes de casarme. ¡Cómo me gustaría estar allí de nuevo!…
––¿Sabes el chiste de la señorita de Woking?–– dijo Maxwell. Éste era un joven bastante silencioso, pero, como a los demás muchachos, le gustaban los chistes. Contó aquello de la señorita y todos se rieron. Westfield contó otro chiste y Flory también aportó el suyo. Se reían y hasta Ellis se soltó y contó varias cosas divertidas. Los chistes de Ellis eran siempre muy ingeniosos, pero atrozmente sucios. A pesar del calor, todos se sentían ya más a gusto. Se les había acabado la cerveza y se disponían a pedir más botellas, cuando oyeron pasos que se acercaban. Una voz potente, tanto que hacía vibrar las tablas del suelo, decía jocosamente:
––Sí, es divertidísimo. Lo incluí en uno de mis articulitos para Blackwood’s. También tuvo gracia aquello que me pasó en Prome…
Evidentemente, Macgregor liabía llegado al Club. Lackersteen exclamó
––¡Demonios, está ahí ni¡ mujer!–– y apartó de sí lo niás que pudo el vaso vacío. Macgregor y la señora Lackerstepn entraron juntos en el vestíbulo.
Era Macgregor un hombre corpulento, con algo iuás de cuarenta años y un rostro amable con gafas de montura dorada. Sus voluminosos hombros y un tic que tenía de alargar la cabeza hacia adelante, recordaban en seguida a una tortuga. Los birmanos le apodaban precisamente la Tortuga. Vestía un traje le seda limpia, pero con manchas de sudor en torno a las axilas. Saludó a los demás con buen humor y luego se plantó ante el tablón de avisos en la actitud de un maestro de escuela que esconde una vara detrás de la espalda. A pesar de su jovialidad, ponía tanto interés en dar la sensación de que era uno iuás, sin categoría oficial alguna, y que siempre se hallaba fuera de servicio, que acababa produciendo una impresión de malestar con su presencia. Sin duda su conversación se inspiraba en la de algún maestro de escuela bromista a quien había conocido en su infancia. Cualquier palabra un poco larga, cualquier cita o refrán era para él como un chiste y lo hacía preceder de un ruido gracioso como dando a entender que iba a decir algo muy cómico. La señora Lackersteen tendría unos treinta y cinco años y resultaba hermosa, pero un poco al estilo de los figurines de las revistas de modas, alargada y sin contornos. Tenía una voz suspirante y descontenta. Los hombres se pusieron en pie cuando ella entró, y la señora Lackersteen se dejó caer exhausta en el mejor sillón, debajo del punkah, abanicándose con su fina mano como si esto le sirviera de algo.
––¡Qué espanto de calor, qué espanto! Macgregor fué a recogerme en su coche. ¡Qué amable es! Tom, ese tipejo que conduce el rickshaw, se finge enfermo otra vez. Creo que debías darle una buena paliza para despabilarlo. Es terrible tener que andar todos los días, con el sol que hace.
La señora Lackersteen, incapaz de recorrer a pie el cuarto de milla entre su casa y el Club, había hecho traer un rickshaw desde Rangún. Aparte de los carros tirados por bueyes y del auto de Macgregor, era el único vehículo que rodaba en Kyauktada, ya que en todo el distrito no había ni diez millas de carretera. En la selva, con tal de no dejar solo a su marido, la señora Lackersteen soportaba todos los horrores de las tiendas que se calaban, los mosquitos y los alimentos en conserva. Pero luego se desquitaba quejándose de todas las menudas molestias que encontraba en el pueblo.
––Verdaderamente, la pereza de estos indígenas es muy sospechosa––murmuró–– ¿No opina usted lo mismo, míster Macgregor? Parece que ya ¡lo tenemos autoridad sobre estas gentes con tantas reformas y con las estupideces que les enseñan los periódicos, que los animan a ser insolentes. En ciertos aspectos, se han estropeado tanto como las clases bajas en Inglaterra.
––No creo que estén tan echados a perder. Sin embargo, estoy conforme en que el espíritu democrático se está metiendo solapadamente entre los indígenas.
––¡Y hace poco tiempo, poco antes cíe la guerra, eran tan encantadores y respetuosos! Cuando se encontraban a un blanco por los caminos, hacían una profunda reverencia. Era delicioso. Recuerdo cuando le pagábamos a nuestro criado sólo doce rupias al mes y aquel hombre nos quería como un perro. Ahora le piden a una cuarenta y hasta cincuenta rupias…
––En mi juventud––dijo Macgregor––, cuando un criado se portaba mal bastaba mandarlo a la cárcel con un papelito donde el amo había escrito: “Por favor, denle ustedes al portador quince latigazos”. ¡Ah, qué tiempos aquéllos l Temo que no volverán.
––En efecto––dijo Westfield con su tono lúgubre––. Este país nunca volverá a levantar cabeza. El Ray británico se ha acabado ya. Quizás haya llegado la hora de que nos marchemos (te aquí.
Hubo un murmullo de aprobación de todos los presentes, incluso de Flory y del joven Maxwell, que apenas llevaba tres años en el país. Ningún anglo-hindú negará nunca que la India está a punto de naufragar, ya que, como dice el Punch, nunca es lo que era.
Mientras tanto, Ellis había desclavado el aviso a espaldas de Macgregor y se lo enseñó diciendo con acritud
––Oiga, Macgregor; hemos leído esto y todos pensamos que la ocurrencia de elegir a un indígena para socio del Club es una absoluta… –– (Ellis estaba a punto de decir una “barbaridad “, pero recordó la presencia de la señora Lackersteen y se contuvo) ––, … es de una absoluta improcedencia. Este Club es un lugar adonde venirnos a distraernos y no queremos que los nativos metan aquí las narices. Deseamos tener la sensación de que hay un rincón donde podernos vernos libres ele ellos. Los demás están ele acuerdo conmigo.
Miró a los otros.
––¡Eso es, eso es!––dijo Lackersteen con forzado entusiasmo. Sabía que su mujer iba a adivinar que había estado bebiendo, y creía disculparse con aquel despliegue racial.
Macgregor cogió el papel sonriendo. Vió las letras B.––F. escritas con lápiz sobre su firma y pensó que Ellis era un descarado, pero trató el asunto como si fuera una broma. Se tomaba tanto trabajo en ser un buen socio del Club como en mantener su dignidad durante las lloras de oficina.
––Me figuro que nuestro amigo Ellis no disfruta con la compañía de sus hermanos arios,
––No, desde luego que no––dijo Ellis con sequedad––. Ni ele mis hermanos mongoles. Para decirlo con pocas palabras : no me gustan los negros.
Macgregor torció el gesto ante la palabra “negro”, insultante en la India. Carecía de prejuicios contra los orientales; al contrario, sentía por ellos un profundo afecto. Pensaba que, con tal de que no se les diera libertad, eran las gentes más encantadoras del mundo. Siempre le molestaba que se les insultara caprichosamente.
––¿Creen ustedes que es acertado llamar a esta gente “negros”––un término que, naturalmente, les molesta––, cuando de ninguna manera lo son? Los birmanos son mongoles, los hiudús son arios o dravidianos, y todos ellos son completamente distintos…
––Vamos, déjese de tonterías––interrumpió Ellis, a quien no imponía ningún respeto la categoría oficial de Macgregor––––. Llámeles negros o arios o como quiera. Lo que yo decía es que nos oponemos a que se sienten traseros negros en este Club. Si lo pone usted a votación, verá que estamos todos a una en este asunto…, a no ser que Flory defienda a su querido amigo Veraswami… –– añadió.
––¡ Muy bien, muy bien! –– dijo Lackersteen ––. Cuenta conmigo para cerrarles la puerta a todos ellos.
Macgregor se hallaba en una posición difícil, ya que la idea de elegir un socio indígena no era suya, sino que se la había comunicado el comisario. Sin embargo, no entraba en su temperamento disculparse. De modo que prefirió decir en un tono más conciliatorio
––¿Les parece a ustedes que aplacemos este asunto hasta la próxima asamblea general? Entre tanto, podemos madurar nuestra decisión. Y ahora––ariadió, dirigiéndose hacia la mesa––, ¿quién me acompaña a refrescarme un poco el interior?
El camarero acudió con el alcohólico refresco ordenado. Hacía más calor que nunca, y todos tenían una sed insaciable. Lackersteen iba a pedir otro vaso de coñac, cuando sorprendió la mirada de su mujer y, encogiéndose, dijo malhumorado:
––No; deja.––Sentóse con las manos en las rodillas y una expresión patética contemplando a su mujer que se tragaba un gran vaso de limonada con ginebra. Macgregor, aunque firmó la cuenta de todas las bebidas, sólo tomó limonada. Era el único de los europeos de Kyauktada que no bebía antes de ponerse el sol.
––Todo eso está muy bien –– gruñó Ellis, que se apoyaba con los antebrazos en la mesa y tamborileaba nervioso en el vaso. La breve discusión con Macgregor le había dejado inquieto de nuevo ––. Todo eso está muy bien, pero sigo diciendo lo mismo. ¡No queremos nativos en este Club! Si hemos arruinado nuestro Imperio, ha sido por ceder constantemente en pequeñas cosas como ésta. Ahora nos encontramos con rebeldías en todas partes por haber sido demasiado blandos con ellos. El único camino posible es tratarlos como a perros, como lo que son. Es un momento muy crítico y necesitamos reunir todo el prestigio que podamos. Tenemos que unirnos y decirles: “Somos los amos, y vosotros, unos mendigos…”. –– Ellis apretó su dedo pulgar sobre la mesa como si aplastara un insecto, y prosiguió––: “ ¡ Y no saldréis del sitio que os corresponde como mendigos!”
––No te hagas ilusiones, hombre––dijo Westfield––. Nada podemos lograr con toda esa burocracia. Los mendigos conocen la ley mejor que nosotros, te insultan en tu cara y salen corriendo cuando vas a darles su merecido. Es imposible hacerles nada si no se les tiene bien sujetos con el pie. Y como no se atreven a dar la cara, no hay manera de castigarlos.
––Nuestro sahib de Mandalay decía siempre––intervino la señora Lackersteen––que al final nos marcharíamos de la India; así, sencillamente, que nos marcharíamos. Ya no vienen los jóvenes de nuestro país para abrirse un porvenir en estas tierras. Saben muy bien que sólo van a encontrar disgustos e ingratitud. Llegará el momento en que tengamos qué marcharnos. Y cuando los nativos vengan a pedirnos de rodillas que nos quedemos, les diremos: “No; ya habéis tenido vuestra oportunidad y no habéis sabido aprovecharla. Muy bien, os lo habéis ganado ahora os dejaremos que os gobernéis a vosotros mismos”. Y entonces, ¡qué lección será para ellos !
––Lo que nos lia hecho polvo es tanta ley y tantas órdenes ––dijo Westfield, sombrío. La ruina del Imperio de la India por culpa de un exceso de legalidad era un tema que obsesionaba a Westfield. Según él, lo único que podría salvar al Imperio era una rebelión de gran estilo con la consecuente implantación de la ley marcial––. ¡Tanto papel mojado y tanta nota!… Los funcionarios inútiles son los que mandan en este país. Lo mejor será cerrar la tienda y que esa morralla cueza en su propia salsa.
––No estoy de acuerdo; no estoy en absoluto de acuerdo- se indignó Ellis––. Podríamos arreglarlo todo en un solo mes si quisiéramos. Lo único que luce falta es decisión. Acuérdate de lo que pasó en Amritsar. Después de aquello, bien que se doblegaron. Dyer sabía cómo tratarlos. Tuvo que pasarlas moradas. En cambio, esos cobardes de Inglaterra… ––Algún día tendrán que responder por aquello.
Todos suspiraron con alivio. Era un suspiro como el que daría un grupo de católicos al ser mencionada en su presencia la Virgen María después de haber tenido que escuchar muchas herejías. Hasta Macgregor, que detestaba los derramamientos de sangre y la ley marcial, inclinó la cabeza ante el nombre de Dyer.
––Es verdad; pobre hombre, lo sacrificaron en el Parlamento. Quizás sea demasiado tarde cuando reconozcan su error.
––A propósito, recuerdo una historia muy buena de un nativo a quien le preguntaron… –– comenzó Westfield.
Flory se puso en pie y apartó su silla. Aquello no podía continuar. Tenía que salir en seguida de allí, antes de que le estallara algo en la cabeza y empezara a romper muebles y a arrojar botellas a los cuadros. ¿Era posible que no se cansaran en repetir día tras día las mismas historias coloniales? ¿No se les ocurriría nunca algo nuevo? ¡Qué gente; qué sitio más infecto! ¿Qué clase de civilización es ésta, sin Dios y basada en el whisky, en la revista Blackwood’s y en los cuadros bonzos? ¡Que Dios se compadezca de nosotros, porque todos somos culpables de este estado de cosas!
Flory no dijo nada de esto, pero pasó un mal rato para lograr que no se lo leyeran en la cara. Seguía de pie junto a su silla, un poco de lado, con la media sonrisa de quien nunca está seguro de cómo va a ser acogida sil actitud.
––Lamento tener que marcharme –– dijo–– He de hacer varias cosas antes de almorzar.
––Quédate un poco más y toma otro vaso de ginebra––le dijo Westfield––. Queda aún mucha mañana. La ginebra te dará apetito.
––No, gracias; debo marcharme. Ven, Flo. Adiós, sefiora Lackersteen. Adiós a todos.
––Sale el defensor de los negros––dijo, burlón, Ellis, en cuanto desapareció Flory. Ellis tenía siempre a punto un comentario desagradable para todo el que acababa de salir––. Seguro que va a casa de Veraswavui. O, si no, es que se marcha para no pagar una ronda de vasos.
––Hombre, no es mal muclsagluo––dijo Westfield––. A veces dice cosas un poco avanzadas. Pero la mitad no las cree.
––Desde luego, es muy buena persona––corroboró Macgregor. Todo europeo en la India es, ex-officio, o más bien ex–colore, una buena persona hasta que haga algo absolutamente imperdonable. Ser allí buena persona es como un título honorífico.
––Para mi gusto––insistió Ellis––es demasiado avanzado. No puedo soportar a un tipo que considera amigos suyos a los indígenas. No me sorprendería que no tuviera muy limpia la sangre. Quizás eso explicara la señal obscura que tiene en la cara. Además, su cabello tan negro y esa piel de color alimonado…
Murmuraron un rato de Flory, pero no demasiado porque a Macgregor no le hacía gracia la murmuración. Los europeos permanecieron en el Club el tiempo preciso para beber otra ronda. Macgregor contó una historieta y luego la conversación se concentró sobre el tema, siempre de actualidad, de la insolencia de los nativos, los felices tiempos en que el dominio británico era efectivamente un dominio y, “por favor, denle al portador quince latigazos”. Pero no podían insistir mucho en esto, para no desencadenar la obsesión de Ellis. En verdad, se les podía perdonar a los europeos gran parte de su resentimiento. Vivir y trabajar entre orientales ponía a prueba el temperamento de un santo. Y todos ellos, sobre todo los funcionas los, sabían cuánto había que soportar en el trato con aquellas gentes. Casi todos los días, cuando Westfield o Macgregor, o incluso Maxwell, pasaban por la calle, los chicos de la escuela, con sus rostros amarillos (rostros suaves como monedas de oro que rebosaban de ese insoportable desprecio tan natural en la cara mongólica),–– les hacían burla en cuanto volvían la espalda y algunos los seguían riéndose a carcajadas. Parecían cachorros de hiena. No, desde luego la vida de los funcionarios anglo-hindúes no es toda ellas una ganga. Quizás se hayan ganado el derecho a ser desagradables a fuerza de vivir en campamentos terriblemente incómodos, en despachos agrietados y en sombríos bungalows que huelen a polvo y a musgo.
Ya eran cerca de las diez y el calor se hacía inaguantable. En todas aquellas caras surgían brillantes goterones de sudor v también en los antebrazos desnudos. Unas mancha de humedad se extendía por momentos en la espalda de la chaqueta de seda de Macgregor. La intensísima luz del exterior parecía colarse a través de las cortinas verdes martirizando los ojos y atontando las cabezas. Todos ellos pensaban con malestar en el poco apetitoso almuerzo y en las interminables horas, mortalmente aburridas, que se avecinaban. Macgregor se levantó suspirando y se ajustó las gafas, que le resbalaban por la sudorosa nariz.
––Siente que esta alegre reunión deba terminarse–– dijo–– Tengo que ir a casa para almorzar. Hay que cuidar del Imperio. ¡Viene alguien en mi dirección? Mi criado está allí fuera con el cuche.
–––Si pudiera usted llevarnos a Tom y a mí… ––propuso la señora Lackersteen ––. ¡Qué alivio no caminar con este calor! Los otros se levantaron de sus asientos y Westfield se desperezó, diciendo
––Es mejor andar un poco. Si continúo aquí, acabaré durmiéndome. ¡Qué asco, pasarse todo el día encerrado en aquel despacho! ¡Papeles y más papeles!
––No olviden el tenis de esta tarde––les recordó Ellis ––. Maxwell, no seas perezoso y vayas a faltar también hoy.
––Après vous, madame––dijo Macgregor con galantería a la señora Lackersteen, cuando salían.
Fuera había un deslumbrante resplandor. El calor brotaba de la tierra como el aliento de un horno. Las flores mareaban con su inmovilidad brillante. No se movía ni un pétalo bajo el sol implacable. Aquella luz tan blanca calaba los huesos. Era horrible pensar que aquel cielo azul y cegador se extendía ininterrumpidamente sobre Birmania y la India, sobre el Siam, el Cambodge y la China, sin la menor nube, interminable… El auto de Macgregor estaba tan caldeado que era imposible tocarlo. Empezaba la peor parte del día, las horas en que, corno dicen los birmanos, “los pies están en silencio”. Apenas se movía una criatura viviente. Solamente tenían que ir de un lado a otro los hombres y las negras columnas de hormigas que, estimuladas por el calor, cruzaban el sendero, como una cinta. También se movían los buitres, que se dejaban llevar allá arriba por las corrientes de aire.
III
Flory torció a la izquierda al traspasar la verja del Club y siguió el camino del bazar, bajo la sombra de unos árboles. Cien yardas más allá se oía una música. Era un pelotón de policías militares, desgarbados hindúes en uniforme caqui verdoso, que volvían al cuartel. Los precedía un chico gurkha que iba tocando la gaita. Flory se dirigía a casa del doctor Veraswami. La casa del doctor era un largo bungalow de madera recubierta de barro cocido, asentada sobre pilares. La rodeaba un jardín grande y descuidado que enlazaba con el del Club. La parte trasera de la casa daba a la carretera, frente al hospital situado entre ésta y el río.
Al entrar Flory en la finca se produjo un miedoso cacareo de mujeres que corrieron hacia la casa y se escondieron en ella. Por lo visto, Flory había estado a punto de ver a la esposa del doctor. Dió la vuelta hasta la fachada de la casa y llamó mirando a la veranda:
––¡Doctor! ¿Está usted ocupado? ¿Puedo subir?
El médico, una pequeña figura en blanco y negro, se asomó a la puerta como disparado por un resorte. Corrió a la barandilla de la veranda y exclamó efusivamente
––¿Que si puede usted subir? ¡Naturalmente, amigo mío; venga en seguida! ¡Ah, señor Flory, qué delicia verle de nuevo! Suba, suba. ¿Qué desea usted beber? Tengo whisky, cerveza, vermuts y otros licores europeos. ¡Ah, mi querido amigo, cuántas ganas tenía de charlar con una persona culta!
El doctor Veraswami era un hombrecillo regordete con grandes ojos crédulos y cabello encrespado. Llevaba gafas con montura de acero y vestía un traje de dril blanco que le caía muy mal, con pantalones que le hacían bolsas sobre sus bastas botas negras. Hablaba con inquietud y silbando las eses. Mientras Flory subía la escalinata, el doctor se dirigió hacia el extremo de la veranda y sacó de un cubo con hielo botellas de todas clases. La veranda era amplia y obscura, con aleros muy bajos de los que pendían enredaderas. Parecía una cueva tras una catarata de rayos solares. Estaba amueblada con sillones ole mimbre fabricados en la cárcel y al fondo había unas estanterías con libros no demasiado divertidos. Principalmente libros de ensayos literarios. El doctor era ni) gran lector y le gustaban los libros que tenían lo que él llamaba “un significado moral”.
––Bueno, doctor ––dijo Flory (el doctor lo había instalado, mientras, en una chaise-longue, sacando la parte de los pies para que su amigo pudiera tenderse, y le acercó cigarrillos y cerveza)–– Bueno, doctor: ¿cómo van las cosas? ¿Qué tal ese Imperio Británico? ¿Sigue con fiebre?
––Sí, señor Flory, está muy malito, muy malito. Surgen graves complicaciones. Septicemia, peritonitis y ganglios. Temo que tengamos que llamar a los especialistas.
Entre ellos dos era una broma convenida suponer que el Imperio Británico era un viejo paciente del doctor. Éste se divertía con el chiste desde hacía dos años y nunca se cansaba cíe él.
––¡Ah, doctor! –– dijo Flory, tendido en la chaise-longue ––. Qué alegría estar aquí después de haber pasado un rato en ese repugnante Club! Cuando vengo a su casa me siento como un sacerdote no––conformista que se marcha a la ciudad y va con una fulana. Es maravilloso poderme tomar vacaciones de ellos ––y señaló con un talón hacia el Club––. Sí, de mis amados camaradas en la edificación del Imperio. Ya sabe usted, el prestigio británico, la misión del hombre blanco, el pukka sahib sans peur et sans reproche… Es un gran alivio para mí dejar de respirar durante algún tiempo esa pestilencia.
––¡Amigo mío, amigo mío, por favor, no diga usted esas cosas! ¿Cómo puede usted hablar así de los honorables caballeros ingleses?
––Usted, doctor, no tiene que oír como yo las estupideces que dicen los honorables caballeros ingleses. Esta mañana resistí cuanto pude. Ellis con sus diatribas contra el “asqueroso negro”, Westfield con sus chistes, Macgregor con su humorismo trasnochado, y luego, la gracia de “por favor, denle al portador quince latigazo: 3”. Pero cuando empezaron a contar por millonésima vez lo que dijo el nativo a quien le preguntaron…, no lo pude aguantar más.
Veraswami se puso nervioso, como le ocurría siempre que Flory criticaba a los miembros del Club. Estaba de pie, apoyado con el trasero en la barandilla y gesticulando de vez en cuando. Si tenía que buscar una palabra, unía el pulgar y el índice como para capturarla en el aire.
––Verdaderamente, señor Flory, no debía usted hablar así. ¿Por qué está usted siempre insultando a los caballeros blancos, a los pukka salaibs, como usted los llama? Yo creo que son la sal de la tierra. Piense usted en las cosas tan importantes que han realizado, piense en los grandes administradores que han hecho de la India británica lo que ahora es. No olvide a Clive, Warren, Hasting, Dalhousie, Curzon… A esos hombres no los podremos olvidar, ni encontraremos ya otros que se les parezcan.
––¿Y usted querría encontrar otros que se les parecieran? Yo, de ningún modo.
––Píense usted en la nobleza del caballero inglés, ¡ el gentleman! ¡Qué lealtad tan extraordinaria la que se guardan los unos a los otros! ¡El espíritu de sus colegios y universidades! Incluso aquellos cuyos modales no son muy recomendables –– pues reconozco que algunos ingleses son arrogantes––, siempre poseen extraordinarias cualidades que les faltan a los orientales. Bajo su rudo exterior, tienen corazones de oro.
––Digamos de latón, si le parece. Mire usted, entre los ingleses existe un falso compañerismo. Hay la tradición de juerguearse juntos y pretender que somos muy amigos, aunque nos odiemos venenosamente. Es una necesidad política este fingimiento. Y lo que hace funcionar toda la maquinaria es la bebida. En una semana nos volveríamos todos locos y nos mataríamos unos a otros si no fuera por la bebida. Ahí le ofrezco un buen tema para esos ensayistas a los que es usted tan aficionado, doctor. El alcohol es el motor del Imperio.
Veraswami meneó la cabeza.
––En verdad, señor Flory, no sé qué puede haberle hecho a usted tan cínico. ¡No me parece correcto, querido amigo! Usted –– un caballero inglés de tan elevadas dotes y de una personalidad tan caracterizada––expresa opiniones sediciosas como las de El Patriota Birmano.
––¿Sediciosas? –– protestó Flory ––. Yo no soy sedicioso. No quiero que los birmanos nos expulsen de este país. ¡Dios no lo permita! Estoy aquí para ganar dinero como todos los demás. Lo que me parece mal es esa mentira de la pesada carga del blanco, la actitud falsa de los puhka sahibs. Es insoportable tanto cuento. Incluso esos idiotas del Club resultarían soportables si no estuvieran siempre esforzándose por justificar su gran mentira.
––Pero, querido amigo, ¿de qué mentira habla usted?
––Hombre, la mentira de que estamos aquí para elevar la condición de nuestros pobres hermanos de color en vez de para robarles. Ya comprendo que es una mentira bastante lógica; pero los corrompe, sí, los corrompe hasta un punto que usted no puede imaginar. Tenemos la continua sensación de ser unos embusteros y unos tramposos, y esta secreta convicción nos atormenta y nos impulsa a justificarnos noche y día. En el fondo de casi todas nuestras bestialidades contra los indígenas, podríamos encontrar esa comezón moral. Nosotros, los anglo-hindúes, seríamos casi aceptables si admitiésemos honradamente que somos ladrones y nos dedicásemos a robar sin tapujos.
El doctor, que lo estaba pasando muy bien, juntó sus dedos índice y pulgar y dijo, complaciéndose en su propia ironía:
––La debilidad de su argumentación, mi buen amigo, el punto flaco de su opinión, es que no son ustedes ladrones.
––Pero, mi querido doctor…
Flory se incorporó en la chaise-longue porque el caldeado asiento le pinchaba en la espalda como con mil agujas y también porque iba a comenzar su discusión favorita con el médico hindú. Esta discusión, de carácter vagamente político, surgía en cuanto se encontraban los dos amigos. Era un asunto delicado, porqué el inglés se sentía acerbamente antibritánico y el hindú fanáticamente leal. El doctor Veraswami sentía una apasionada veneración por los ingleses, a pesar de los innumerables desprecios que había recibido de éstos. Sostenía con vigor que él, como hindú, pertenecía a una raza inferior y degenerada. Su fe en la justicia británica era tan grande que incluso cuando, en la cárcel, tenía que asistir como médico a una flagelación o a una ejecución en la horca, y volvía a casa con su obscuro rostro demudado, obligado a levantarse el ánimo a fuerza de whisky, no decaía su celo pro-británico. Las opiniones rebeldes de Flory le molestaban, pero a la vez le proporcionaban un extraño placer.
––Querido doctor––dijo Flory––––, ¿cómo podré hacerle comprender que se equivoca completamente al creer que estamos en este país para algo que no sea robar? Es muy sencillo. El funcionario sujeta al birmano mientras que el hombre de negocios le registra los bolsillos. ¿Cree usted, por ejemplo, que mi casa comercial podría lograr sus contratos para compras de maderas si el país no estuviera en manos de los ingleses? ¿Y no ocurre igual con las demás compañías madereras o petrolíferas, con los mineros, cultivadores y mercaderes? ¿Cómo podría la Rice Ring seguir esquilmando a los desgraciados campesinos birmanos si no tuviera detrás al Gobierno? El Imperio Británico es sencillamente un aparato que sirve para darles monopolios comerciales a los ingleses o, mejor dicho, a las pandillas de judíos y escoceses.
––Amigo mío, me resulta patético oírle hablar así. Esa es la palabra: patético. Dice usted que se hallan ustedes aquí para ejercer el comercio. Naturalmente. ¿Cómo iban los birmanos a negociar ellos solos? ¿Es que ellos pueden fabricar máquinas, construir barcos y ferrocarriles, abrir carreteras? Sin ustedes, están inutilizados para todo. ¿Qué sucedería si las selvas birmanas no tuvieran a los ingleses para explotarlas? Inmediatamente serían vendidas a los japoneses, los cuales las destrozarían sin provecho. En cambio, en manos inglesas, están siendo mejoradas y rinden más. Y mientras que los hombres de negocios británicos fomentan los recursos de nuestro país, los funcionarios nos civilizan, nos elevan hasta su propio nivel, y esto lo hacen Por puro espíritu humanitario. Verdaderamente, son un modele, de sacrificio.
––Tonterías, querido doctor. A los jóvenes de aquí les enseñamos a beber whisky y a jugar al fútbol, lo reconozco, pera Poco más es lo que pueden aprender de nosotros. Fíjese en nuestras escuelas coloniales; no son sino fábricas de empleados baratos. Jamás hemos enseñado a los hindús ni un solo oficio manual que pudieran desarrollar con facilidad. No nos atrevemos porque tememos que se conviertan en competidores nuestros. Incluso hemos aplastado varias industrias nativas que funcionaban bien. ¿Qué ha sido de las muselinas hindúes? Hacia 1840 se construían en la India buenos barcos y los sabían manejar bien. Ahora nadie sabe construir allí ni un bote de pesca. En el siglo XVIII los hindúes sabían fundir cañones que estaban a la altura de los europeos. Ahora, después de un dominio inglés de ciento cincuenta años, no son capaces de hacer ni un simple cartucho. Las únicas razas orientales que se han desarrollado rápidamente son las independientes. Y no es preciso poner como ejemplo al Japón ; basta con que pensemos en el Siam…
Veraswami movió la mano con excitación. Siempre interrumpía la argumentación de Flory al llegar a este punto (porque, por regla general, decían siempre lo mismo casi palabra por palabra). El caso del Siam le irritaba.
––Amigo mío, amigo mío, olvida usted el carácter oriental. ¿Cómo podíamos desarrollarnos, con la apatía y la superstición que llevamos dentro? Por lo menos, ustedes nos han traído la ley y el orden. Sí, la admirable justicia británica y la Pax Britannica.
––Pox Britannica, doctor. Así hay que llamarla: Viruela Británica. Y, en todo caso, ¿para quién es esa paz? Para el prestamista y el abogado. Claro que mantenemos la paz en la India, pero es en nuestro propio interés, y, ¿a qué conducen esa ley y ese orden? A que se multipliquen los Bancos y las prisiones.
––¡Qué monstruosamente retuerce usted la realidad! –– exclamó el doctor––. ¿Acaso las cárceles no son necesarias? Y, ¿es que no nos han traído ustedes sino cárceles? Piense usted en cómo era Birmania en los días de Thibaw, cuando no había más que polvo, tortura e ignorancia, y vea cómo estamos ahora. Mire esta veranda, mire aquel hospital y, a la derecha, la escuela y la Comisaría de Policía. ¡Fíjese cómo avanza el progreso en nuestro país!
––Desde luego, no niego que modernizamos a este país en ciertos aspectos. No podemos evitarlo. Es cierto que acabaremos destrozando toda la cultura nacional birmana. Pero eso no quiere decir que estemos civilizando a este pueblo. Solamente lo frotamos con nuestra porquería. ¿ A dónde cree usted que conducirá este progreso, como usted lo llama? Ni más ni menos que a nuestra algarabía de gramófonos. A veces pienso que dentro de dos siglos todo eso… ––y movió el pie hacia el horizonte––, todo eso se habrá esfumado: bosques, pueblos, monasterios, pagodas… En su lugar habrá pequeños hotelitos separados cincuenta yardas unos de otros. Se extenderán por esas colinas, todo lo que la vista puede abarcar, con todos los gramófonos tocando la misma canción. Y todos los árboles habrán desaparecido, convertidos en pasta de papel para el periódico News of the World, o en cajas de gramófonos. Pero los árboles se vengan, como dice un personaje de El pato salvaje. Habrá usted leído a Ibsen, ¿no?
––¡Ah, no; desgraciadamente, no! Esa poderosa mente maestra, como le llamó el inspirado Bernard Shaw. Leer a Ibsen es un placer que me reservo para el futuro. Pero, amigo mío, lo que usted no ve es que la civilización británica, por mal que fuera, supondría para nosotros un gran adelanto. Los gramófonos, las News of the World…, todo ello es muy preferible a la horrorosa suciedad y al atraso del oriental. Yo veo a los ingleses, incluso a los menos inspirados de ellos, como… como…––el doctor buscaba una frase y encontró una que probablemente había leído en un libro de R. L. Stevenson ––como portadores de antorchas por la senda del progreso.
––––Yo, en cambio, los veo como una especie de piojos higiénicos, modernizados y satisfechos de sí mismos. Se arrastran por el mundo construyendo prisiones. Cuando edifican tina prisión, la llaman progreso.
––Amigo mío, la ha tomado usted con las prisiones. Piense que sus compatriotas han realizado muchas otras cosas. Construyen carreteras, riegan desiertos, acaban con hambres mortales, edifican escuelas y hospitales, luchan incansablemente contra la peste, el cólera, la lepra, las viruelas, las enfermedades venéreas…
––Después de haberlas traído ellos ––cortó Flory.
––¡ No, señor!–– replicó el doctor, deseoso de reclamar esta distinción para sus compatriotas–– No, señor; fueron los hindúes quienes trajeron las enfermedades venéreas a este país. Los hindúes propagan enfermedades y los ingleses las curan. En eso tiene usted la respuesta a toda su rebeldía y a su pesimismo.
––En fin, doctor, nunca estaremos de acuerdo. Usted es partidario de ese progreso, mientras que yo prefiero que las cosas estén un poco más… antihigiénicas. Creo que me hubiera encontrado más a gusto en la Birmania de la época de Thibaw. Y, como dije antes, si somos una influencia civilizadora, es solamente para robar en mayor escala. Si la cosa no nos diera resultado, en seguida daríamos marcha atrás.
––Usted no lo cree así en el fondo. Sé muy bien que si censurase usted de verdad todo lo que hace el Imperio Británico, no estaría hablando de ello aquí privadamente. Lo gritaría desde los tejados de las casas. Le conozco a usted, señor Flory, mejor de lo que usted mismo se conoce.
––Lo siento, doctor pero crea que si no proclamo mis ideas desde los tejados de las casas es porque me faltan los redaños suficientes. En este país hay que ser un pukka sahib o morirse ; no hay término medió. En quince arios no he hablado nunca con el corazón en la mano más que a usted. Mis charlas con usted son una válvula de escape.
En aquel momento se oyó una especie cíe aullido. Era el viejo Mattu, el durwan hindú que cuidaba de la iglesia europea y que se hallaba al sol al pie de la veranda; era un anciano siempre febril, más parecido a un saltamontes que a un ser humano y vestido con andrajos. Vivía cerca de la iglesia en una choza hecha de latas de kerosén aplastadas. De allí salía cuando pasaba un europeo, para saludarlo con una reverencia servil y gemir algo acerca de su talab, que era sólo de dieciocho rupias al mes. Mirando lamentablemente a la veranda, se amasaba la terrosa piel de su vientre con una mano y con la otra hacía el gesto de llevarse alimento a la boca. El doctor buscó en sus bolsillos y acabó arrojándole una moneda de cuatro annas por encima de la barandilla. Veraswami era muy caritativo y todos los mendigos de Kyauktada lo asaltaban con sus peticiones.
––Ahí tiene usted la degeneración de Oriente –– dijo el doctor señalando a Mattu, que se doblaba como una oruga, sin dejar de gemir––. Fíjese qué esquelético es el desgraciado. Sus pantorrillas son más delgadas que la muñeca de un inglés. Observe él servilismo y la abyección de todos sus gestos. Y su tremenda ignorancia, una ignorancia que en Europa no se concibe fuera de los deficientes mentales. Una vez le pregunté a Mattu su edad. Me dijo: “Sahib, creo que tengo diez años”. ¿Cómo puede usted sostener, señor Flory, que no es usted superior por naturaleza a estos infelices?
––¡Pobre Mattu ! –– dijo Flory ––. Veo que la bendición del progreso moderno no le ha llegado todavía–– Y Y le arrojó otra moneda, gritándole––: Anda, Mattu, ve a gastarte eso en unos vasos. Sé lo más degenerado que puedas.
––¡Ay!, a veces creo que todo lo que dice usted es para… ––¿cuál es la expresión?…––, para tomarme el pelo. Sí, el famoso sentido inglés del humor. Nosotros, los orientales, no tenemos humor, como es bien sabido.
––Suerte que han tenido ustedes. El humor ha sido nuestra ruina––. Flory se desperezó con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Mattu, después de unas ruidosas gracias, se había alejado renqueante. Flory prosiguió––: Bueno, doctor, me parece que debo marcharme antes de que el maldito sol suba más. El calor va a ser insoportable este año. Lo siento en los huesos. Querido doctor, hemos discutido tanto que no le he preguntado todavía cómo le van las cosas. Hasta ayer no regresé de la selva. Debería volver allá pasado mariana, pero no sé si podré. ¿ Ha ocurrido durante mi ausencia algo nuevo en Kyauktada? ¿ Algún escándalo?
El doctor se puso de pronto muy serio. Se había quitado las gafas, y su rostro, con los ojos intensamente obscuros y acuosos, recordaba el de un cocker negro. Apartó la vista y habló en un tono vacilante
––El hecho, amigo mío, es que está ocurriendo algo muy desagradable. Quizás se ría usted de ello, porque a primera vista la cosa no tiene importancia; pero me encuentro en una gran dificultad. O, mejor dicho, estoy en peligro de hallarme en una seria dificultad. Es un asunto subterráneo. Ustedes, los europeos, no se enterarán nunca de esto directamente. En este lugar ––y señaló con un gesto hacia el bazar––hay continuamente conspiraciones de las que ustedes no se enteran. Para nosotros, en cambio, significan mucho.
––¿Qué ha ocurrido?
––Verá usted. Se está tramando algo contra mí. Quieren desacreditarme y destrozar mi carrera oficial. Como inglés, no comprenderá usted estas cosas. He incurrido en la enemistad de un hombre a quien probablemente no conoce usted: U Po Kyin, el magistrado subdivisional. Es un hombre muy peligroso. El daño que puede hacerme es incalculable.
––¿U Po Kyin? ¿Quién es?
––Ese hombre tan gordo que siempre está luciendo los dientes. Su casa cae por allá, a unas cien• yardas de aquí.
––;Ah! ¿Ese pillo tan gordo? Lo conozco bien.
––No, no, amigo mío, no lo conoce usted––se apresuró a replicar el doctor–– No podría usted conocerlo nunca. Sólo un oriental sería capaz de conocerlo. Usted, un caballero inglés, no Puede penetrar con su mente en las horribles profundidades de un individuo como U Po Kyin. Es mucho más que un pillo; es…. ¿cómo lo diré?… Me faltan palabras. Viene a ser como un cocodrilo en forma humana. Tiene la astucia del cocodrilo, su crueldad, su bestialidad. ¡Si conociera usted la historia de ese hombre, las barbaridades que ha cometido, el dinero que le ha sacado a la pobre gente con amenazas, las muchachas a quienes ha perdido, violándolas ante los mismos ojos de sus madres! ¡Ah, un caballero inglés no puede imaginarse siquiera a un tipo así! Y éste es el hombre que se ha jurado arruinarme, destrozar ni¡ vida.
––He oído contar muchas cosas de U Po Kyin por varios conductos––dijo Flory––. Me parece un buen ejemplo del magistrado birmano. Por cierto, me dijo alguien que, durante la guerra, U Po Kyin se dedicó activamente a reclutar soldados y que consiguió juntar un batallón sólo con sus hijos ilegítimos. ¿Es cierto?
––No puede serlo––dijo el doctor––porque no tendrían suficiente edad. Pero de su villanía no hay la menor duda. Y ahora se ha propuesto acabar conmigo, es decir, con todo lo que yo soy. En primer lugar, me odia porque sé demasiadas cosas de él; además, es el enemigo natural de todos los hombres honrados. El procedimiento que empleará –– como suelen hacer estos hombres –– será la calumnia. Difundirá falsedades sobre mí. Ya ha empezado.
––Pero ¿cómo va a creer nadie lo que invente un tipo semejante contra usted? No es más que un magistrado nativo de rango muy inferior. Usted, en cambio, es un alto funcionario.
––¡Ah, señor Flory, usted no entiende la astucia oriental U Po Kyin ha deshecho las reputaciones de funcionarios mucho más importantes que yo. Él sabe muy bien cómo ha de arreglárselas para hacerse creer. Y, por tanto… ¡ Ah, es un asunto muy desagradable!
El doctor dió unos pasos por la veranda limpiando con un pañuelo los cristales de sus gafas. Evidentemente, había algo más que su delicadeza le impedía decir. Durante unos momentos estuvo tan inquieto que Flory se sintió impulsado a preguntarle qué podía hacer por él, pero no lo dijo porque sabía lo inútil que era intervenir en las disputas entre orientales. Ningún europeo consigue nunca llegar al fondo de esas sordas luchas; siempre hay algo que se escapa a la mentalidad occidental, una conspiración detrás de la conspiración, una intriga que oculta a otra intriga… Además, mantenerse alejado de los pleitos entre nativos es uno de los diez mandamientos del pukka sahib. Dijo, vacilante:
––¿En qué sentido puede ser muy desagradable?
––Lo será, a no ser que… Ah, amigo mío, se va usted a reír de mí. Pero no cabe duda: todo se arreglaría si yo fuera miembro del Club Europeo. ¡Qué diferente sería mi posición!
––¿El Club? ¿Por qué? ¿En qué podría ayudarle eso? ––Créame usted, en estos asuntos el prestigio lo es todo. U Po Kyin no me atacará abiertamente; nunca se atrevería. Me perseguirá con calumnias y me morderá por la espalda. El que lo crean o no, dependerá por completo de mi posición con los europeos. Así ocurren las cosas en la India. Si nuestro prestigio es sólido, nos elevamos; si es deficiente, nos hundimos. Un simple saludo puede más que un millar de informes oficiales. Y no puede usted calcular el prestigio que le da a un nativo formar parte de un Club Europeo. Una vez en el club, es ya prácticamente un europeo más. La calumnia no le alcanzará. El socio del Club es sacrosanto.
Flory se había levantado como para marcharse, y, apoyado en la barandilla, miraba a lo lejos. Siempre se avergonzaba y se sentía incómodo cuando entre ellos flotaba la convicción de que el doctor, a causa de la obscuridad de su piel, no podía ser admitido en el Club. Es desagradable que un amigo íntimo no sea nuestro igual, socialmente hablando; pero eso es inherente al aire mismo que se respira en la India.
––A lo mejor lo eligen a usted en la próxima asamblea general –– acabó diciendo ––. No se lo aseguro, pero no es imposible ––Confío, señor Flory, en que no pensará usted que le estoy pidiendo me proponga para socio. Nada más lejos de mi pensamiento. Sé que usted no podría hacerlo. Sólo estaba diciendo que si fuera miembro del Club, sería ya invulnerable.
Flory se colocó su sombrero terai de cualquier modo y despertó a Flo con su bastoncillo. La perra se había quedado dormida debajo del sillón. Flory se sentía muy a disgusto. Sabía que, con toda probabilidad, si tenía el valor de enfrentarse decididamente con Ellis, podría asegurarle al doctor Veraswami la elección como miembro del Club. Y, después de todo, el doctor era su amigo, casi el único amigo que tenía en Birmania. Habían hablado y discutido centenares de veces, el doctor había cenado en su casa e incluso le había propuesto presentarle a su esposa, aunque ella, devota hindú, se había negado a ello horrorizada. Varias veces habían ido a cazar juntos y el doctor solía equiparse con bandoleras y grandes cuchillos de caza, disparando su escopeta a la primera alarma. El deber de Flory era, indudablemente, apoyar al doctor. Pero sabía _que éste no le pediría nunca su ayuda y que habría enconados debates antes de que un oriental fuese admitido en el Club. ¡No, no podía meterse en aquello! No merecía la pena. Por fin, dijo:
––Para serle a usted sincero, debo decirle que ya se ha hablado de usted. Esta misma mariana discutían sobre ello, y el animal de Ellis dedicó sus habituales sermones contra los “asquerosos negros”. Macgregor ha indicado la conveniencia de elegir un miembro nativo. Me figuro que obedece órdenes.
––Sí, he oído hablar de ello. Siempre nos enteramos de estas cosas. Fué precisamente eso lo que me dió la idea.
––Se va a discutir en la asamblea general de junio. No sé qué ocurrirá. Creo que dependerá de Macgregor. Le daré a usted mi voto, pero es lo más que puedo hacer. Lo siento, pero me es imposible hacer más. No puede usted imaginarse cuánto se discutirá sobre esto. Probablemente acabarán eligiéndolo a usted, pero lo harán como un deber desagradable, protestando. Tienen la manía de mantener la perfecta blancura de este Club.
––Naturalmente, amigo mío. Lo comprendo perfectamente. Que no permita el cielo que usted se moleste y riña con sus amigos europeos por causa mía. Por favor, por favor, no se busque usted dificultades. El simple hecho de que usted sea amigo mío me beneficia más de lo que usted puede figurarse. El prestigio, señor Flory, es como un barómetro. Cada vez que le ven entrar a usted en mi casa, sube el mercurio un grado.
––Muy bien; entonces procuraremos mantenerlo en “buen tiempo”. Temo que esto sea cuanto puedo hacer por usted.
––Y ya es mucho, querido amigo. Otra cosa hay que debo advertirle, aunque es posible que lo tome usted a risa: que también debe estar prevenido contra U Po Kyin. ¡Cuidado con el cocodrilo) La tornará con usted en cuanto sepa que usted me defiende.
––Muy bien, doctor; tendré cuidado con el cocodrilo. Aunque no creo que pueda hacerme mucho daño.
––Por lo menos, lo intentará. Lo conozco muy bien. Su táctica será apartar de mí a mis amigos. Quizás se atreva a difundir calumnias sobre usted.
––¿Sobre mí? ¡Qué ocurrencia! Nadie creería lo que dijera contra mí. Civis romanus sum. Soy inglés; estoy por encima de toda sospecha.
––Sin embargo, esté prevenido contra sus calumnias. No desprecie demasiado su poder dañino. Le repito que es un cocodrilo y sabrá perfectamente cómo herirle a usted. Y como el cocodrilo ––el doctor juntó sus dedos pulgar e índice con energía; a veces se le olvidaban las imágenes––, como el cocodrilo, hiere siempre en el punto más débil.
––¿Está usted seguro, doctor, de que los cocodrilos buscan siempre el punto más débil?
Ambos se rieron. Tenían la suficiente intimidad para burlarse de las excentricidades idiomáticas del doctor. Quizás, en el fondo de su corazón, le hubiera decepcionado un poco a Veraswami que Flory no le prometiese proponerlo como socio del Club, pero antes se hubiera dejado matar que confesarlo. Y Flory se alegró de cambiar de tema, ya que hubiera preferido no hablar nunca de aquello con su amigo.
––En fin, doctor, he de irme sin falta. Adiós, por si no le vuelvo a ver antes de marcharme. Espero que todo saldrá bien en la junta general. Macgregor no es mal hombre. Seguramente insistirá en que lo elijan a usted.
––Esperémoslo, amigo mío. Si lo consigo, podré desafiar a ¡ni centenar de U Po Kyin. ; A un millar de ellos! Adiós, querido amigo, adiós.
Entonces Flory, ajustándose más el sombrero, se dirigió hacia su casa cruzando el deslumbrante maidan. No tenía apetito, porque se lo había quitado la pesada mañana en que tanto había bebido, charlado y fumado.
IV
FLORY yacía dormido, casi desnudo, sobre su lecho empapado de sudor. Sólo tenía puestos los calzoncillos negros shan. Había pasado el día entero sin hacer nada. Permanecía unas tres semanas al mes en el campamento de la Compañía, y sólo iba a Kyauktada unos pocos días cada mes, sobre todo para descansar, ya que apenas tenía trabajo de oficina.
Su dormitorio era una amplia habitación cuadrada con paredes blancas enyesadas, puertas abiertas y sin tecleo, pues sólo cubrían la estancia unas vigas sobre las que se posaban los gorriones. No había más muebles que una gran cama con sus cuatro palos para el mosquitero, una mesa de mimbre, una silla también de mimbre y un pequeño espejo. Además, había unos estantes con varios centenares de libros muy estropeados por la lluvia. Clavado en la pared, un tuktoo aplastado e inmóvil como un dragón heráldico. De los aleros de la veranda caía la luz como brillante aceite blanco. Unas palomas en un palomar de bambú se arrullaban monótonamente con un ruido que armonizaba muy bien con el calor, un ruido soñoliento, pero cuya virtud somnífera era más la del cloroformo que la de una canción de cuna.
Más abajo, en el bungalow de Macgregor––a unas doscientas yardas del de Flory––, un durwan, como un reloj vivo, dió cuatro golpes en un trozo de una viga de hierro. Ko S’la, el criado de Flory, se despertó con este ruido y fué a la cocina reanimando el fuego de leña hasta que hirvió el agua del té. Luego se puso su gaungbaung rojo y su ingyi de muselina y llevó la bandeja con el servicio de té a su amo.
Ko S’la (su verdadero nombre era Maung San Hla; Ko S’la era una abreviatura) era un birmano bajito de hombros anchos y de aspecto rústico, con una piel muy obscura y expresión cansada. Llevaba un bigote negro y caído, pero, como la mayoría de los birmanos, no tenía barba en absoluto. Venía siendo criado de Flory desde el primer día que éste llegó a Birmania. Entre sus edades respectivas sólo había un mes de diferencia. De jóvenes, habían perseguido juntos víboras y. patos, habían pasado las horas muertas en los machans esperando inútilmente la aparición de un tigre, y habían compartido las penalidades de mil campamentos y marchas; y Ko S’la había pedido muchas veces dinero prestado para Flory a los prestamistas chinos, lo había llevado a la cama cuando se emborrachaba, atendiéndole cada vez que caía con fiebre… A los ojos de Ko S’la, Flory, por ser soltero, seguía siendo un chico; en cambio, él se había casado y tuvo cinco hijos de ese matrimonio; volvió a casarse y se convirtió en uno cíe los mártires de la bigamia. Como todos los criados de solteros, Ko S’la era perezoso y sucio, pero con una gran devoción por su amo. No permitía que ninguna otra persona sirviera a Flory a la mesa, le llevara el fusil o le sostuviera el pony mientras montaba en él. En las marchas, si llegaba a un arroyo, llevaba a Flory a caballo sobre sus espaldas. Solía compadecer a su amo, en parte, porque lo consideraba infantil y fácil de engañar y, en parte, a causa de la marca de la cara, que a él le parecía una horrible desgracia.
Ko S’la puso el servicio de té en la mesita de mimbre y luego fué a sentarse al pie de la cama y le hizo cosquillas a Flory en los dedos de los pies. Sabía por experiencia que ésta era la única manera de despertar a su amo sin ponerlo de mal humor. Flory dió una vuelta en el lecho, lanzó unas palabrotas y apoyó la frente en la almohada.
––Han dado las cuatro, santísimo señor––dijo Ko S’la––. He traído dos tazas, porque la mujer dijo que vendría.
La mujer era Ma Hla May, la querida de Flory. Ko S’la la llamaba siempre la mujer, para demostrar con ello su desaprobación. No es que le pareciera mal que Flory tuviera una querida, pero estaba celoso de la influencia de Ma Hla May en la casa.
––¿Quiere el santísimo señor jugar tinnis esta tarde? –– preguntó Ko S’la.
––No; hace demasiado calor––dijo Flory en inglés––. No quiero comer nada. Llévate esa porquería y tráeme whisky.
Ko S’la comprendía muy bien el inglés, aunque no lo hablase. Llevó una botella de whisky, y también la raqueta de tenis de Flory, que dejó, de un modo significativo, apoyada contra la pared. El tenis, según él, era un rito misterioso que debían practicar todos los ingleses y no le gustaba que su amo descuidara sus deberes. Flory apartó con asco las tostadas y la mantequilla que su criado le había llevado, pero mezcló un poco de whisky con el té y se sintió mejor después de beberse aquello. Había dormido desde mediodía y le dolían la cabeza y todos los huesos. La boca le sabía a papel quemado. Desde hacía muchos años no había disfrutado de una buena comida. Los alimentos europeos en Birmania son más o menos desagradables. Cuando Ko S’la salió de la habitación, se oyó el suave ruido de unas sandalia:, y la chillona voz de una muchacha birmana que decía: °¿Está despierto mi amo?”.
––Entra––dijo Flory de mal humor.
Entró Ma Hla May, desprendiéndose en el umbral de las sandalias. Se le permitía ir a tomar el té como un privilegio especial, pero no podía acompañar a Flory en las otras comidas ni llevar puestas las sandalias en presencia de su amo.
Ma Hla May tendría de veintidós a veintitrés años y su estatura era de unos cinco pies. Vestía un longyi de satén chino azul pálido bordado y un ingyi de muselina blanca almidonada, del cual pendían varios aros dorados. Su cabello formaba un apretado cilindro negro como el ébano, adornado con jazmines. Su pequeño y esbelto cuerpo ofrecía tan pocas redondeces como un bajo relieve. Era como una muñeca, y su rostro oval y tranquilo tenía el color del cobre reciente. De ojos estrechos y alargados, resultaba en conjunto una extraña muñeca de una belleza grotesca. Al entrar en el dormitorio, trajo con ella un intenso perfume a sándalo y aceite de coco.
Flory encendió un cigarrillo. En ocasiones como ésta, aquella mujer se le hacía inaguantable. Su único deseo era perderla de vista lo antes posible.
Ma Hla May estaba acariciando el hombro de Flory. Nunca había llegado a aprender el arte de dejarlo solo cuando él no la necesitaba. Creía que la lujuria era una forma de brujería que le daba a una mujer poderes mágicos sobre el hombre hasta que lo debilitaba y hacía de él un esclavo medio idiota. Cada contacto sucesivo minaba la voluntad de Flory y fortalecía el hechizo… Esto era lo que ella creía. Por eso empezó a insistirle y abrazó a Flory intentando volverlo hacia ella y besarlo en la cara, mientras le reprochaba su frialdad.
––Prefiero que te vayas––le dijo Flory, irritado––. Busca en el bolsillo de mis shorts. Allí hay dinero. Coge cinco rupias y vete.
Ma Hla May encontró el billete de cinco rupias y se lo guardó en el seno, pero no se decidía a marcharse. Rondaba en torno a la cama fastidiando a Flory, hasta que éste, en el colmo del enfado, saltó de la cama.
––Sal ahora mismo de esta habitación. Te he dicho en todos los tonos que te marches.
––¡Vaya una manera de hablarme.! Me tratas como si fuera una prostituta.
––Y eso eres. ¡Hala, fuera!––dijo empujándola por los hombros. Le tiró las sandalias. Sus encuentros terminaban muchas veces de este modo.
Flory quedó en medio del cuarto bostezando. ¿Iría al Club para jugar al tenis? No, pues tendría que afeitarse, y no era capaz de realizar ese esfuerzo sin antes beber bastante. Se pasó la mano por la áspera piel de la barba y se acercó al espejo para mirarse, pero retrocedió en seguida. Le aterraba la imagen de su amarillento y gastado rostro. Se estuvo unos minutos inmóvil. El cigarrillo que Ma Hla May había tirado se deshacía con un olor acre. Flory sacó un libro de un estante, lo abrió y al instante lo arrojó descontento. Ni siquiera tenía la energía suficiente para leer. ¡Qué insoportable fastidio! ¿Cómo pasaría el resto de la tarde?
Flo correteaba por el dormitorio moviendo el rabo, con lo que pedía que le sacaran de paseo. Flory entró de mala gana en el pequeño cuarto de baño con suelo de piedra que daba al dormitorio. Se lavó con agua recalentada y se puso la camisa y los shorts. Tenía que hacer algún ejercicio antes de que se ocultara el sol.
En la India no se debe pasar un solo día sin empaparse por lo menos una vez de sudor. Pasarse un día entero sin hacer ejercicio le da a uno la sensación de estar cometiendo un pecado. Mucho mayor que todos los conocidos. Al llegar la noche después de un día totalmente ocioso, el aburrimiento alcanza límites de desesperación, le pone a uno al borde del suicidio. Ese inconmensurable fastidio no puede curarse con el trabajo normal, con la lectura, las oraciones, la charla, ni la bebida; hay nue echarlo fuera sudando mediante la realización de algún esfuerzo deportivo.
Flory salió de su casa y siguió el camino que, colina arriba, conducía a la selva. Al principio no se encontraban más que arbustos; los únicos árboles dignos de este nombre eran mangos medio silvestres con unos pequeños frutos del tamaño de ciruelas. Luego se metía la senda por entre árboles más altos. En aquella época del año, la selva estaba seca, sin vida. Los árboles se alineaban en polvorientas filas con hojas de un verde oliva. No se veían pájaros; en la lejanía sí había algunas extrañas aves que gritaban algo así como: “¡ah ¡a W. ¡ah ¡a ja!”, un sonido hueco y solitario como una carcajada sarcástica. Flotaba un olor venenoso que emanaba de las hojas caídas. Aun hacía mucho calor, aunque el sol iba perdiendo fuerza y la luz oblicua era amarilla.
Después de dos millas, el camino terminaba en un arroyo de muy poca profundidad. Allí se hacía la selva más verde, a cansa del agua, y los árboles eran más altos. A la orilla del riachuelo había un enorme árbol pyinkado ya muerto. festoneado con retorcidas orquídeas y algunos arbustos con flores blancas, como de cera. Despedían un intenso aroma como el de la bergamota. Flory había andado con rapidez. A fuerza de sudar, se había puesto de mejor humor. Además, siempre le animaba la vista de aquel arroyo; su agua era muy clara y este resultaba rarísimo en tan país tan sucio. Cruzó la corriente por las grandes piedras que hacían de puente. Flo chapoteaba detrás de él. Siguiendo por un estrecho sendero que conocía, Flory avanzó por entre los arbustos. Era una senda abierta por el ganado que iba a beber al riachuelo y casi nunca pasaban por allí seres humanos. Conducía a un estanque, a unos cincuenta metros corriente arriba. Allí crecía un árbol peepul que parecía un gran cable de madera retorcido por un gigante, ya que el tronco lo formaban innumerables fibras entrelazadas. Las raíces del árbol constituían una cueva natural bajo la cual borboteaba el agua verdosa. Por encima y en torno al denso follaje se detenía la luz, convirtiendo aquel lugar en una gruta de verdor con paredes de hojas.
Flory se quitó la ropa y se arrojó al agua. En ella había un poco más de fresco que en el aire. Sentándose en el fondo, le llegaba el agua por el cuello. Bandadas de plateados mahseer del tamaño de las sardinas evolucionaban alrededor de su cuerpo. Flo se había tirado también al agua y nadaba en silencio. Conocía bien la charca, pues el amo y la perra iban allí con frecuencia siempre que Flory estaba en Kyanktada.
En la copa del peepul se movía algo y se oía un ruido como de hervor. Había allí una bandada ele palomas verdes comiéndose unas frutas que recordaban a las cerezas. Flory miró la gran cúpula verde, queriendo distinguir los pájaros; pero eran invisibles porque su color se fundía con el de las hojas. Sin embargo, todo el árbol rebullía con ellos, como si lo agitaran fantasmas de aves. Flo descansaba sobre las raíces y gruñía a las invisibles criaturas. Entonces, una paloma verde se destacó y fué a posarse en una rama más baja. No sabía que la contemplaban. Era preciosa, más pequeña que una paloma doméstica, con lomo verde jade más suave que el terciopelo, y la pechuga y el cuello de colores iridiscentes. Sus patitas eran como esa cera rosa que usan los dentistas.
La paloma se balanceaba sobre las ramas hinchando su brillante pechuga y picoteándose en ella con su coralino pico. Flory sintió una tremenda angustia. Fué algo repentino, como un pinchazo. ¡Solo, solo; la amargura de estar solo! Con mucha frecuencia le ocurría esto en sitios solitarios de la selva cuando contemplaba algo –– un pájaro, una flor, un árbol –– de una belleza indescriptible. Entonces pensaba: “ ¡Si hubiera alguien con quien pudiera compartir estas emociones! “. Porque la belleza carece de sentido si no se comparte. ¡ Si tuviera una persona, solamente una, con quien compartir su soledad! De pronto, la paloma silvestre vió al hombre y al perro allá abajo y salió disparada como una bala, con un vibrante aleteo. No es corriente ver tan cerca las palomas verdes cuando están vivas. Son aves de vuelo muy alto que viven en la copa de árboles gigantescos y sólo bajan al suelo cuando la sed las impulsa a ello. Cuando se les dispara, si no mueren al instante, se agarran a la rama hasta morir, y sólo caen cuando el cazador se ha cansado de esperar y se ha marchado.
Flory salió del agua, se vistió y volvió a cruzar el arroyo. En vez de regresar a casa por el camino normal, siguió una senda que penetraba en la selva hacia el sur con la intención de dar un rodeo y pasar por una aldea que estaba en el lindero de la selva y no muy lejos de su casa. Flo corría de un lado a otro, ladrando a veces cuando sus largas orejas se enganchaban en las espinas. Una vez había cazado a una liebre por allí cerca. Flory andaba despacio. El humo de su pipa se elevaba recto. Era feliz en aquellos momentos y se sentía tranquilo espiritualmente después del baño y del paseo. Hacía más fresco, a no ser por los ramalazos de calor que quedaban debajo de los árboles más tupidos y la luz era suave y agradable. A lo lejos chirriaba un lento carro de bueyes.
Al poco tiempo se habían perdido ya en la selva amo y perra y vagaban desorientados en una maraña de árboles muertos v lianas y arbustos enredados unos con otros. Llegaron a un sitio sin salida. La senda estaba bloqueada allí por unas plantas inmensas y horribles como aspiristras ampliadísimas cuyas hojas terminaban en largas pestañas bordeadas de espinas. El carro de bueyes se acercaba; los chirridos de sus ruedas se oían más próximos.
––¡Eh, saya gyi, saya gyi! –– gritó Flory mientras sujetaba a Flo por el collar para que no se escapara.
––¿Ba-le-de?––respondió el birmano con otro grito.
––¡Acércate, por favor, oh venerable y sabio señor! Nos hemos perdido. ¡Detente un momento, oh gran constructor de pagodas!
El birmano saltó del carro y se dirigió Hacia donde estaba Flory. Se abrió paso por entre los matorrales y las lianas con su dah. Era un hombre tuerto y rechoncho. Volvió con Flory y la perra hasta donde había dejado el carro y Flory se subió a éste sentándose en él incómodo. El birmano cogió las riendas, les gritó a los bueyes golpeándoles con un bastoncillo en las raíces de sus colas y el carro arrancó con un gemido de sus ruedas. Los carreteros birmanos casi nunca engrasan los ejes, quizás porque creen que el chirrido aleja los malos espíritus, aunque cuando se les pregunta sobre esto dicen que se debe a que su pobreza les impide comprar grasa.
Pasaron frente a una pagoda de madera enjalbegada que no tenía más altura que la de un hombre y medio escondida por las enredaderas. Luego el sendero seguía hasta el pueblo, compuesto por veinte chozas de madera desvencijadas, con tejados de paja y un pozo, bajo unas cuantas palmeras secas. Una mujer gruesa y de tez amarilla con su longyi sujeto debajo de las axilas perseguía a un perro. alrededor de una choza pegándole con un bambú y riéndose. También el perro se reía a su manera. El pueblo se llamaba Nyaunglebin (que significa “Los cuatro árboles peepul”), aunque ya no quedaban allí árboles de esta clase y probablemente hacía un siglo que habían desaparecido del lugar. Los aldeanos cultivaban una franja de terreno entre el pueblo y la selva y también fabricaban carros de bueyes que vendían en Kyauktada. Por todas partes se veían ruedas en construcción muy macizas y de unos cinco pies de diámetro, con los radios toscamente tallados pero muy fuertes.
Flory se apeó del carro y le dió al carretero cuatro annas. Algunos perrillos salieron de debajo de las chozas para oler a Flo, y un enjambre de niños desnudos, de barriguitas salientes y de cabello atado sobre la cabeza, se acercaron para curiosear al hombre blanco, pero manteniéndose a prudente distancia. El cacique de la aldea, un anciano con aire de brujo, salió de su casa a cumplimentar a Flory. Éste se sentó en los escalones de la casucha del viejo y volvió a encender la pipa. Tenía sed.
––¿Se puede beber el agua de tu pozo, thugyi-min?
El cacique reflexionó un momento mientras se rascaba la pantorrilla izquierda con el dedo gordo de su pie derecho. Por fin. respondió.
––Los que la beben, la beben, thakin. Y los que no la beben, no la beben.
––¡Ah, qué sabiduría!
La mujer gruesa, después de haber alejado definitivamente al perro, trajo una tetera de barro ennegrecida y un tazón sin asas y le dió a Flory té verde pálido que sabía a madera quemada.
––Tengo que marcharme, thugyi-min. Gracias por el té.
––Dios te acompañe, thakin.
Flory llegó a su casa cuando ya había obscurecido por completo. Ko S’la se había puesto un ingyi limpio y esperaba en el dormitorio. Había calentado dos barreños de agua, encendiendo las lámparas de petróleo, y tenía dispuestos un traje y una camisa limpios para Flory. El despliegue de la ropa sobre la cama era una alusión a que Flory se afeitara, se vistiera y fuera al Club después (fe cenar. Algunas veces se pasaba la tarde vestido de cualquier modo y tumbado en un sillón, leyendo, lo cual le parecía muy mal a Ko S’la. Le disgustaba mucho ver que su amo se conducía de modo distinto que los demás blancos. El hecho de que Flory volviese frecuentemente borracho del Club, mientras que conservara la sobriedad si se quedaba en casa, no influía para nada en Ko S’la, porque emborracharse era normal y perdonable en un blanco.
––La mujer se ha marchado al bazar––anunció contento, pues lo estaba siempre que Ma Hla May salía de la casa––. Ba Pe la ha acompañado con una linterna.
––Bien –– dijo Flory.
Sin duda alguna se había ido a gastarse sus cinco rupias; a jugárselas, seguramente.
––Ya está lista el agua del baño para el santísimo señor.
––Espera; tenemos que, atender primero a la perra. Trae el peine ––dijo Flory.
Los dos hombres se pusieron en cuclillas. juntos y peinaron el sedoso pelo de Flo, quitándole también las espinas que se le habían clavado en las patas. Esto lo tenían que hacer todas las tardes. Se clavaba muchas cosas durante el día; algunas pinchaban como alfileres y después de haberse clavado se hinchaban. Ko S’la iba poniendo en el suelo todo aquello y lo aplastaba con su fuerte pie.
Después Flory se afeitó, se bañó, se vistió y se sentó para cenar. Ko S’la, detrás de su silla, le iba pasando los platos sin. dejar de abanicarlo con el gran abanico de mimbre. Había dispuesto en un florero un ramo de hibiscos rojos en el centro de la mesita. La comida era pretenciosa y mala. Los cocineros mug, descendientes de los criados que llevaron los franceses a la India hace varios siglos, pueden hacerlo todo con los alimentos…, menos convertirlos en buena comida. Después de la cena, Flory bajó al Club para jugar al bridge y emborracharse casi por completo, como hacía la mayor parte de las noches que pasaba en Kyauktada.
V
A pesar del whisky que había bebido en el Club, Flory durmió poco aquella noche. Los perros vagabundos aullaban a la luna. Ésta se hallaba en cuarto creciente y muy baja a media noche, pero los perros se pasaban el día durmiendo por el calor y empezaban muy pronto sus coros a la luna. Un perro le había tomado manía a la casa de Flory y se pasaba las noches ladrándole sistemáticamente. Sentado en su trasero a cincuenta metros de la verja, lanzaba secos e irritados ladrillos, uno a cada medio minuto, con la regularidad de un reloj. Seguía así dos o tres horas hasta que los gallos empezaban sus quiquiriquíes.
Flory se revolvía continuamente y la cabeza le dolía mucho. Algún tonto ha dicho que no se puede odiar a un animal; sólo hay que desearle que pase unas cuantas noches en la India, cuando los perros aúllan a la luna. Finalmente, Flory no pudo soportarlo más. Se levantó, buscó su rifle y un par de cartuchos en la gran caja de lata que tenía debajo de la cama y salió a la veranda.
Se veía bastante bien y pudo distinguir al perro. Apoyándose en la columna de madera de la veranda, apuntó cuidadosamente. Luego, al sentir la dura culata en su hombro desnudo, vaciló. El rifle tenía un retroceso muy fuerte y dejaba serial en la carne cada vez que se le disparaba. No se decidió a disparar a sangre fría.
Era inútil intentar dormir. Flory se puso la chaqueta y cogió unos cigarrillos. Empezó a pasearse por el jardín entre las fantasmales flores. Hacía calor, y los mosquitos, al descubrirlo, le siguieron en enjambres zumbadores. Fantasmas de perros se perseguían unos a otros por el maidan. A la izquierda brillaban blanquecinas las lápidas del cementerio inglés. Una visión siniestra más intensa aún por los cercanos restos de las antiguas tumbas chinas. Se decía que la colina estaba encantada y los chokras del Club temblaban cuando se les enviaba de noche por aquel camino.
“Eres un perro blando, fornicador, cobarde… Todos esos idiotas del Club a quienes te crees superior, todos ellos son mejores que tú. Por lo menos, son hombres a su manera; no cobardes y mentirosos como tú. No están medio muertos ni podridos. En cambio, tú…”
Todo esto se lo decía Flory a sí mismo sin demasiada exaltación, porque estaba acostumbrado a pensarlo. Esta vez tenía, motivo suficiente para insultarse. Aquella noche había ocurrido en el Club algo muy desagradable, un asunto verdaderamente feo. Desde luego, nada de particular si se tenían en cuenta los precedentes del caso, pero, de todos modos, había sido deshonrante y mezquino.
Cuando Flory había llegado al Club, sólo estaban allí Ellis y Maxwell. Los Lackersteen habían ido a la estación para esperar a su sobrina, que había de llegar en el tren de la noche. Macgregor les había prestado su auto.
Flory y los otros dos jugaban al bridge a tres bastante amistosamente cuando entró Westfield. Traía roja de rabia su arenosa cara y en la mano agitaba un ejemplar de El Patriota Birmano. Publicaba éste un artículo difamatorio contra Macgregor. La indignación de Ellis y Westfield fué extraordinaria. Estaban tan furiosos que Flory tuvo que hacer los mayores esfuerzos para mostrar una indignación que pudiera satisfacerlos. Ellis estuvo lanzando improperios durante cinco minutos, y luego, por una extraordinaria asociación de ideas, llegó a la conclusión de que el doctor Veraswami era el responsable de aquel asunto. Y al instante pensó en un contraataque. Pondrían un aviso en el tablón en respuesta y en contradicción con el que Macgregor había clavado allí el día antes. Ellis lo escribió inmediatamente con su letra pequeña y clara:
“En vista del cobarde insulto dirigido recientemente a nuestro comisario––delegado, nosotros, los abajo firmantes, creemos que éste es el peor momento posible para estudiar la posible elección de negros como miembros de este Club…”
Westfield objetó a la palabra “negros”. La tacharon con una simple raya y escribieron encima “nativos”. Firmaron “R. Westfield, P. W. Ellis, C. W. Maxwell, J. Flory”.
Ellis se alegró tanto de haber tenido aquella idea que casi le desapareció su ira. El escrito no era nada en sí mismo, pero la noticia correría velozmente por todo el pueblo y el doctor Veraswami se enteraría a la mañana siguiente. Así, el grupo de europeos había llamado públicamente “negro” al doctor. Esto le entusiasmaba a Ellis. Se pasó el resto de la velada casi sin apartar los ojos del tablón de anuncios y a cada pocos minutos exclamaba contentísimo: “Esto hará meditar a ese pequeñajo, ¿eh? Así sabrá lo que pensamos de él. Esta es la manera de ponerlo en su sitio, ¿eh?”.
De manera que Flory había firmado un insulto público a su amigo. Lo había hecho por la misma razón que hizo mil cosas por el estilo en su vida: porque le faltaba la pizca de valor necesaria para negarse. Porque, naturalmente, podía haberse negado a firmar si hubiera querido; y negarse habría significado una pelea con Ellis y Westfield. A Flory se le hacía un mundo cada discusión de esta clase, y cedía a todo sólo con pensar en una discusión de éstas. Sentía intensamente la marca en su mejilla, como si le quemara, y la voz se le debilitaba y le sonaba a culpable. ¡Todo antes que verse obligado a escuchar las despectivas reticencias de aquellos hombres l Era más fácil insultar a su amigo aun sabiendo que su amigo había de saberlo.
Flory llevaba quince años en Birmania, y en Birmania se aprende a no enfrentarse con la opinión general. Pero lo que a Flory le sucedía había empezado mucho antes: en el vientre de su madre, cuando el azar lo dejó señalado con la horrible marca. Recordó algunos de los primeros efectos del “antojo”. Cuando entró por primera vez en la escuela, a los nueve años, los chicos se quedaron asombrados mirándolo, y, al tomar un poco de confianza, le gritaban “¡Cara Azul!”, apodo que le duró hasta que el poeta de la escuela (que se convirtió en un crítico y escribía ahora artículos bastante buenos en The Nation, recordó Flory) le “sacó” este pareado:
Flory tiene la cara, el pobrecito,
lo mismo que el trasero de un monito.
Y desde entonces lo apodaron “Culo de mono”, infamante alias que le duró varios años. Las tardes de los sábados celebraban los niños lo que ellos llamaban “el juego de la tortura”. El tormento favorito consistía en sujetar a uno de la manera más dolorosa mientras que otro zurraba al “acusado” con un látigo improvisado. Pero Flory había salido con bien de todo aquello. Era un mentiroso y jugaba al fútbol muy bien, las dos cosas imprescindibles para tener buen éxito en la escuela. En el último curso, él y otro chico sometieron al poeta al tormento favorito, mientras que el capitán del equipo le propinaba una buena tanda de latigazos. El castigo era por haber escrito un soneto. Aquél fué para Flory un período de formación.
De la escuela elemental pasó a un colegio público de tercera clase. Era un sitio pobre y con pretensiones donde se imitaba a los grandes establecimientos docentes con sus tradiciones de anglicanismo, cricket y versos latinos. Se cantaba allí una canción escolar titulada “La mêlée de la vida”, en la que Dios figuraba como el Gran Arbitro. Pero le faltaba la virtud principal de las grandes escuelas oficiales, su atmósfera de erudición literaria. Los chicos no aprendían casi nada. Flory salió de allí con una perfecta ignorancia. Y, sin embargo, estaba seguro de que en él había posibilidades de llegar a ser alguien, posibilidades que, por otra parte, le darían grandes preocupaciones. Pero él puso remedio a tiempo, porque un muchacho no pasa en balde por la experiencia ele haber empezado en la vida social con el apodo “Culo de mono”.
No había cumplido aún los veiute años cuando llegó a Birmania. Sus padres, dos buenas personas que le querían mucho, le encontraron una colocación en una compañía maderera. Les costó mucho trabajo lograrlo y habían tenido que pagar una prima que sus medios no les permitían. Flory los recompensó más tarde contestándoles a sus cartas con intervalos de varios meses. Sus primeros seis meses en Birmania los pasó en Rangún, donde aprendió la parte burocrática del negocio. Vivió con otros cuatro jóvenes que dedicaban todas sus energías a la juerga. ¡Y de qué manera! Se empapaban ele whisky, aunque la verdad es que lo detestaban; se pasaban horas enteras junto a un piano cantando a voz en grito obscenas canciones de una idiotez sin límites y se gastaban montones de rupias con viejas prostitutas judías con cara de cocodrilo. También aquél fué para Flory un período de formación.
De Rangún marchó a un campamento de la selva al norte de Mandalay para extraer teca. La vida de la selva no estaba mal del todo a pesar de las incomodidades, de la soledad y, lo que es aún peor en Birmania, la monotonía y pésima calidad de las comidas. Flory era muy joven por entonces, lo bastante joven para tener ídolos, y contó con varios amigos entre sus compañeros de la Compañía. También cazaba, pescaba y una vez al año podía escaparse a Rangún pretextando la necesidad de acudir a un dentista. ¡Cuánto se divertía en aquellas excursiones a Rangún! Compraba en la librería de Smart y Mookerdum las últimas novelas llegadas de Inglaterra, cenaba en el restaurante Anderson con bistés y una mantequilla que había viajado ocho mil millas en hielo, y se permitía bebidas exquisitas. Era demasiado joven para darse cuenta ele lo que esta vida colonial le reservaba. No veía los años que se extendían ante él, años de terrible soledad, de aburrimiento infinito, de incorrupción…
Acabó aclimatándose a Birmania. Su cuerpo se puso a compás de los extraños ritmos de las estaciones tropicales. Cada año, desde febrero a mayo, el sol centelleaba en el cielo como un dios irritado, y luego, de pronto, el monzón soplaba, primero con breves y violentos aguaceros, y después con una lluvia incesante que lo calaba todo. Ni la ropa, ni la cama, ni siquiera la comida parecían estar secas nunca. Pero seguía haciendo calor a pesar de tanta agua, un calor vaporoso y sofocante. Los caminos de la selva estaban encharcados y las tierras de cultivo se convertían en malolientes pantanos. Los libros y las botas despedían humedad constantemente. Birmanos desnudos y con descomunales sombreros de palma araban los arrozales conduciendo a los búfalos hundidos en agua hasta media pata. Más tarde, las mujeres y los niños plantaban los verdes retoños del arroz clavando cada planta en el fango con pequeños tridentes. En julio y agosto apenas cesaba de llover un solo día. Entonces, una noche, a mucha altura, se oía el múltiple chillido de innumerables e invisibles pájaros. Las agachadizas volaban hacia el Sur, procedentes del Asia Central. Las lluvias continuaban, espaciándose, hasta terminare en octubre. Los campos se secaban, el arroz maduraba y los niños birmanos salían a jugar con sus cometas en el aire ya fresco. Era el comienzo del breve invierno y entonces la Alta Birmania parecía habitada por el fantasma de Inglaterra. Florecían por doquier las plantas silvestres, que no eran exactamente las mismas que se ven en Inglaterra, pero muy semejantes a ellas; y hasta se encontraban violetas en los sitios más umbríos de la selva. Las noches e incluso los días eran fríos, atrozmente fríos, con blancas neblinas que se esparcían por los valles como el vapor de inmensas teteras. Era el tiempo de cazar patos y agachadizas. Éstas llegaban a miles y las bandadas de gansos salvajes pasaban con el ruido de un tren de mercancías que cruza un puente de hierro. El arroz maduro, que le llegaba a uno a la altura del pecho, parecía trigo. Los birmanos marchaban al trabajo con la cabeza envuelta en paños y los brazos cruzados sobre el pecho, y sus caras contraídas por el frío parecían más amarillas que nunca. Por la mañana, marchaba uno por entre la neblina, sobre hierba húmeda, casi césped inglés, y árboles pelados en los que se agazapaban los monos en espera del sol. Por la noche, al regresar al campamento por fríos caminos, se encontraban manadas de búfalos conducidos por muchachos. Los enormes cuernos de los búfalos, confusamente vistos a través de la niebla, parecían medias lunas. Había que poner tres mantas en la cama. Después de cenar, se sentaba uno sobre un leño y, al calor de una fogata, se bebía cerveza y se charlaba de caza. Las llamas danzaban fantasmalmente arrojando un círculo de luz en cuyos bordes los criados y los coolies sentábanse en el suelo con las piernas cruzadas sin atreverse a acercarse a donde estaban los blancos, pero aproximándose lo más posible al fuego, como perros. Ya acostado, podía uno escuchar el gotear del rocío que caía de los árboles. Era una vida aceptable mientras era uno joven y no pensaba en el futuro ni en el pasado.
Flory tenía veinticuatro años y le correspondía ya un permiso cuando estalló la primera guerra mundial. Eludió el servicio militar, lo cual podía hacerse fácilmente desde allí y parecía entonces lo natural. Los que tenían puestos civiles en Birmania, se apoyaban en la consoladora teoría –– inventada por ellos––de que el verdadero patriotismo consistía en seguir en sus puestos; teoría que despertaba, incluso en ellos, una latente hostilidad hacia los que, abandonando sus tareas civiles, se alistaban en el ejército. En realidad, Flory había rehuído el servicio militar porque el Oriente lo había corrompido ya y no quería renunciar a su whisky, sus criados y sus jóvenes birmanas, por el aburrimiento y las penalidades de la vida de cuartel y de trincheras. La guerra pasó como una tormenta, más allá del horizonte. Birmania, hirviendo de calor y humedad y alejada del peligro, vivió aquellos artos con tina sensación de soledad y de estar olvidada más intensa que de costumbre. Flory se dedicó a leer vorazmente y aprendió a vivir en los libros cuando la vida auténtica se hacía fastidiosa. Los años transcurridos lo apartaban ya, por aburrimiento, de los placeres juveniles, y, quizás contra su voluntad, aprendió a pensar por sí misma. Celebró su vigésimosexto aniversario en el hospital, cubierto de pies a cabeza por repugnantes pústulas que se llamaban “escoceduras del fango”, pero que probablemente se las habían causado el whisky y la mala comida. Le dejaron pequemos redondeles en su piel que no se le quitaron hasta dos años después. De pronto, pareció mucho más viejo. Se le había acabado la juventud súbitamente. Estaba definitivamente marcado por ocho años de vida oriental, de fiebre, de soledad y de borrachera intermitente.
A partir de entonces, cada año fue para él más duro y de más soledad que el anterior. Lo que ocupó desde entonces el centro de sus pensamientos y lo que contribuía en gran medida a envenenárselo todo, era un odio que le aumentaba sin cesar contra ‘a atmósfera de imperialismo en que vivía. En efecto, a medida que se desarrollaba su cerebro (ya que es imposible impedirse uno mismo el desarrollo cerebral, y una de las tragedias de las personas que poseen una semicultura es que su desarrollo intelectual es tardío, cuando ya se encuentran ligados irremediablemente a una cierta manera de vivir) había comprendido la verdad sobre los ingleses y su Imperio. Y el Imperio en la India es un despotismo, benévolo, sin duda, pero no deja de ser tan despotismo con el robo como objetivo final. Y en cuanto z los ingleses de la India, los sahiblog, Flory había llegado a odiarlos a fuerza de vivir entre ellos. Tanto los odiaba que ira incapaz de ser justo con ellos. Porque, después de todo, los pobres diablos no eran peores que otros. Llevaban unas vidas nada envidiables. ¿Quién va a envidiar a los que se pasan treinta años, mal pagados, en un país remoto y regresan luego a la patria, con el hígado destrozado y la espalda anquilosada de tanto sentarse en sillas de caña, sin más perspectiva que convertirse en el “pesado” de cualquier club de segundo orden? Por otra parte, no conviene idealizar a los sahiblog. Existe la idea, muy extendida, de que los hombres que han vivido en los “baluartes del Imperio” son gente trabajadora y capaz. Esto es falso. Aparte los servicios científicos––el Departamento Forestal, el de Obras Públicas y otros por el estilo––, ningún funcionario inglés de la India necesita realizar sus tareas de un modo competente. Pocos de ellos trabajan tanto ni tan inteligentemente como un jefe de correos de cualquier ciudad provinciana de Inglaterra. El verdadero trabajo administrativo lo realizan los funcionarios nativos; y la verdadera columna vertebral del despotismo no es la administración, sino el ejército. Una vez está allí el ejército, los funcionarios y los hombres de negocios pueden desenvolverse con toda facilidad, aunque sean tontos e inútiles. Y la mayoría de ellos son, efectivamente, unos tontos. Gente anodina que se dedica a fomentar su vaciedad detrás de un cuarto de millón de bayonetas.
Viven en un mundo entontecedor en que cada palabra y cada pensamiento pasan por una censura. En Inglaterra apenas puede concebirse una atmósfera semejante. En Inglaterra todos somos libres; vendemos nuestras almas en público y volvemos a comprarlas en privado, entre amigos. Pero ni siquiera la amistad puede existir cuando cada hombre blanco es un diente en la rueda del despotismo. No se concibe en tales circunstancias la libertad de palabra. En cambio, están permitidas todas las demás formas de libertad. Goza usted de plena libertad para emborracharse, para ser un cobarde, un fornicador, un vago…, pero no puede usted pensar por su cuenta. La opinión sobre cualquier tema está dictada de antemano por el código de los pukka sahibs.
Al final, el haber guardado en secreto su rebeldía, lo envenena a usted como una enfermedad secreta. Toda su vida será una maraña de mentiras. Año tras año se pasa usted las horas muertas sentado en clubs envueltos por el recuerdo de Kipling, con el whisky a su derecha y el Pik’un a su izquierda, escuchando y asintiendo mientras el coronel Bodger expone su teoría de que habría que meter en aceite hirviendo a esos malditos nacionalistas. Escucha usted cómo llaman a sus amigos orientales “grasientos babús” y admite usted, disciplinadamente, que son, desde luego, unos babús grasientos. Puede usted contemplar cómo unos mequetrefes recién salidos del colegio tratan a puntapiés a criados ancianos. Todo lo cual le hace odiar a sus compatriotas y llega usted a desear que los nativos se subleven y ahoguen el Imperio en sangre. Y en esa actitud no habrá nada honorable, ni será siquiera una actitud sincera, porque, en el fondo ¿qué le importa a usted que el Imperio de la India sea un despotismo, ni que los hindús sean tratados a patadas y explotados? Si se preocupa usted de ello es sólo porque le niegan a usted la libertad de palabra. En realidad, usted es otra criatura más del despotismo, un pukka sahib, y se halla ligado al sistema colonial más estrictamente que un monje a su orden o que un salvaje a un inquebrantable sistema de tabús.
Pasó el tiempo y cada año se sentía Flory más a disgusto en el mundo de los sahibs, más expuesto cada vez a buscarse dificultades cuando quería exponer seriamente sus opiniones sobre cualquier tema. Por eso había aprendido a vivir hacia adentro, secretamente, en libros y en pensamientos íntimos que nunca podrían ser exteriorizados. Incluso cuando charlaba con su amigo el doctor, era como si hablase consigo mismo. Porque el doctor, excelente persona, entendía pocas cosas de las que Flory le decía. Pero vivir hacia dentro de uno mismo es algo que le corrompe a uno. Hay que vivir a favor de la corriente vital, no en contra de ella. Es preferible ser el más idiota de los pukka sahibs que llevar una existencia silenciosa, solitaria, consolándose con mundos secretos y estériles.
Flory no había llegado a regresar a Inglaterra. El porqué no podría haberlo explicado, aunque lo sabía perfectamente. Al principio, varios inconvenientes se lo habían impedido. Primero, la guerra, y cuando ésta acabó, la Compañía en que trabajaba Flory estaba falta de hombres capacitados y no quiso dejarle marchar en los dos años siguientes. Por fin, pudo preparar el viaje. Estaba deseando volver a Inglaterra aunque sólo fuera por algún tiempo, pero, por otra parte, temía hacerlo como teme uno encontrarse con una joven bonita cuando va uno sin afeitar y sin corbata. Al partir de Inglaterra, era Flory un muchacho que prometía llegar a algo importante en la vida, y de bastante buen aspecto, a pesar de su marca; ahora, sólo diez años después, estaba amarillento, muy enflaquecido, casi siempre borracho y parecía un hombre de mucha más edad. Sin embargo, su deseo de ver nuevamente Inglaterra era cada vez mayor. El barco zarpó por fin y la debilitada sangre de Flory aceleró sus latidos con el buen alimento y el aire del mar. Se le ocurrió pensar que todavía era lo bastante joven para empezar de nuevo; y es curioso que este pensamiento no lo hubiese tenido nunca durante su estancia en Birmania. Viviría un año en la sociedad civilizada, encontraría alguna muchacha a la que no le importara su ––Marca en el rostro––una chica civilizada, no una pukkat mencahib –– y se casaría con ella, después de lo cual sería muy capaz de resistir otros diez o quince años más en Birmania. Luego se retiraría con su esposa, y tendrían ahorradas doce o quince mil libras esterlinas. Comprarían una granja en el campo, se rodearían de amigos y libros, de sus niños y de animales. Y así se verían libres para siempre del odioso olor colonial. Olvidaría a Birmania, el horrible país que había estado a punto de acabar con él.
Cuando el barco atracó en el puerto de Colombo, esperaba a Flory un cablegrama. Tres empleados de su Compañía habían muerto de repente a causa de una epidemia. Sus jefes sentían mucho interrumpirle el viaje, pero le rogaban que volviese a Rangún inmediatamente. Desde luego, podía contar con un permiso en cuanto se presentara la oportunidad de prescindir de él por algún tiempo.
Flory desembarcó y tomó el primer barco que salía para Rangún, maldiciendo su suerte. Una vez allí, tomó el tren que le condujo hacia su puesto, que entonces no era Kyauktada, sino otra ciudad de la Alta Birmania. Todos los criados le esperaban en el andén. Antes de partir, se los había transferido en masa al compañero que lo iba a sustituir, y éste había muerto. ¡Qué extraño le resultó encontrarse de nuevo aquellos rostros tan conocidos! Sólo diez días antes navegaba rumbo a Inglaterra, considerándose ya allí, y de pronto se veía otra vez en su antiguo escenario con los coolíes negros y desnudos llevándole su equipaje y oía los gritos de un carretero que estimulaba a sus bueyes.
Los criados lo rodearon con caras amables, ofreciéndole presentes. Ko S’la le había llevado una piel de sambhur, y los hindús algunos dulces y una guirnalda. Ba Pe, que entonces era un muchacho, le llevó una ardilla en una jaula de mimbre. Unos carros de bueyes esperaban el equipaje. Flory fué a pie hasta su casa, y la gran guirnalda que le colgaba en el cuello le daba un aspecto ridículo. La luz de la fría tarde resultaba agradable y amarillenta. A la puerta ele su casa un viejo hindú del color del barro segaba hierba con una pequeña hoz. Las mujeres del cocinero y el mali, arrodilladas frente a la dependencia de la servidumbre, molían pasta de curry con unas piedras.
A Flory le dió un vuelco el corazón. Era aquél uno de esos momentos en que se da uno cuenta de que en su vida va a ocurrir un gran cambio y precisamente para peor. Porque de repente había comprendido que se alegraba de volver. Este país que él había odiado tanto, era ahora su país nativo, su patria. Había pasado allí diez años y todas las partículas de su cuerpo estaban ya impregnadas de aire y suelo birmano. Escenas como aquélla––la amarillenta luz vespertina, el viejo hindú cortando hierba, el chirrido de los carros y los gritos de algunos pájaros silvestres––le eran más “nativos” que la misma Inglaterra. Sus raíces se habían hundido profundamente en un país remoto.
Desde entonces ni siquiera había solicitado permiso para pasar una temporada en Inglaterra. Había muerto su padre; después, su madre. Sus hermanas, unas mujeres con cara de caballo que siempre le habían parecido insoportables, se habían casado, y Flory perdió casi todo contacto con ellas. No le quedaban apenas vínculos con Europa, excepto los libros. Se había dado cuenta de que el hecho de volver a Inglaterra no suponía el remedio automático de su soledad. Había llegado a comprender el infierno especial reservado en la patria a los anglo––hindúes. ¡Ah, aquellas pensiones lúgubres llenas de anglo––hindúes en todos los estados de descomposición de la personalidad, que no cesaban de hablar sobre lo ocurrido en Boggleywalah en 1884! Pobres diablos, ellos saben muy bien lo que significa dejarse el corazón en un país tan lejano y tan odiado… Flory vió claramente que sólo tenía una salida: encontrar a alguien que quisiera compartir su vida en Birmania, pero compartirla de verdad, compartir su vida íntima y secreta, alguien que en su día se llevara de Birmania exactamente los mismos recuerdos que él. Alguien que amase a Birmania lo mismo que él, y que la odiara lo mismo que él la odiaba. ¿Quién le ayudaría a vivir sin tener que esconder nada, sin verse obligado a callar lo que ansiaba expresar? Alguien que lo comprendiese: un verdadero amigo.
¿Un amigo? ¿No sería mejor una esposa, la imposible ella; por ejemplo, alguien como la señora Lackersteen? Quizás alguna condenada menisahib, amarillenta y esquelética, aficionada al chismorreo en los cócteles, que se pasara horas y horas riñéndoles a los criados y viviese veinte años en el país sin aprender ni una sola palabra del lenguaje nativo. ¡No, por Dios, una de ésas no!
Flory se apoyó en la verja. La luna desaparecía detrás del denso muro de la selva, pero los perros seguían aullando. Recordó unos versos de Gilbert, una cancioncilla idiota pero muy adecuada al momento, algo acerca de “discurra usted sobre su complicado estado de ánimo”.
Flory volvió a la veranda, cogió el rifle de nuevo y, titubeando un poco, disparó contra el perro vagabundo. La bala fué a enterrarse a mucha distancia del blanco. El culatazo le dejó a Flory enrojecido el hombro. El perro (lió un aullido de terror y fué a sentarse a cincuenta metros más allá, empezando de nuevo a ladrar rítmicamente.
VI
La luz de la mañana fué deslizándose por el maidan hasta dar amarilla como un pan de oro, contra la blanca fachada del bungalow. Cuatro cuervos fueron a posarse sobre la barandilla de la veranda esperando la oportunidad de robar el pan y la mantequilla que Ko S’la había puesto junto al lecho de Flory. Éste, apartando el mosquitero, llamó a Ko S’la para que le llevase ginebra, y luego fué al cuarto de baño. Sentóse un rato en el baño de cinc lleno ya de agua, que debía de estar fría, pero que no lo estaba. Sintiéndose mejor después de beber la ginebra, se afeitó. Por regla general dejaba el afeitado hasta última hora de la tarde porque tenía la barba cerrada y le crecía en seguida.
Mientras Flory estaba sentado tranquilamente en el baño, Macgregor, en shorts y camiseta, sentado en la esterilla de bambú instalada al efecto en su dormitorio, se esforzaba por realizar los números 5, 6, 7, 8 y 9 del método de gimnasia de Nordenflicht. Macgregor nunca o casi nunca dejaba de hacer sus ejercicios gimnásticos cada mañana. El número 8 (la espalda en el suelo, levantar las piernas hasta la posición perpendicular sin doblar las rodillas) era muy duro para un hombre de cuarenta Y tres años; el número 9 (con la espalda en. el suelo, levantarse Poco a poco hasta quedar sentado y tocarse los dedos de los Pies) era todavía peor. “¡No importa, hay que mantenerse en forma!”, pensaba Macgregor mientras intentaba penosamente llegar hasta los dedos de sus pies, se le ponía al rojo vivo el cuello y se le congestionaba el rostro como si le amenazase una apoplejía. Su carnoso pecho brillaba de sudor. “¡No importa, no hay que abandonar el esfuerzo! A toda costa, hay que mantenerse en forma.” El criado Mohammed Alí, con la ropa limpia de su amo al brazo, lo contemplaba por’ la puerta entreabierta. Su alargada y amarillenta cara de árabe no expresaba ni comprensión ni curiosidad. Llevaba cinco años presenciando estas contorsiones y pensaba confusamente que constituían un sacrificio a algún dios misterioso y exigente.
Al mismo tiempo, Westfield, que había salido temprano, se apoyaba sobre la mesa manchada de tinta de la Comisaría de Policía, mientras que el obeso subinspector interrogaba a un sospechoso a quien vigilaban los guardias. El sospechoso era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro gris y timorato, y vestía con los andrajos de un longyi que le llegaban sólo hasta las rodillas.
––¿Quién es este tipo?––dijo Westfield.
––Ladrón, señor. Lo sorprendimos, y en su poder este anillo con dos esmeraldas muy caras. Sin explicación. Él, pobre coolíe, ¿cómo podría tener anillo de esmeraldas? Robado.
Se volvió ferozmente al acusado y le puso la cara casi encima rugiendo con una voz estentórea:
––¡Robaste el anillo!
––No.
––Eres criminal antiguo.
––No.
––;Has estado en la cárcel!
––No.
––Da la vuelta––vociferó el subinspector, que había tenido una inspiración––. Dóblate.
El hombre volvió su cara grisácea, angustiadísimo, hacia Westfield. Pero éste miró hacia otro lado. Los dos guardias sujetaron al acusado y le hicieron doblarse de manera que su trasero quedara en alto. El subinspector le arrancó el longyi, dejando al aire sus nalgas.
––¡Mire, señor! –– le señaló varias cicatrices ––. Fué castigado con bambú. Antiguo criminal. Por lo tanto, robó el anillo.
––Muy bien, enciérralo––dijo Westfield de mal humor mientras se apartaba de la mesa con las manos en los bolsillos. En el fondo de su corazón detestaba encarcelar a aquellos pobres diablos, que no eran más que ladrones comunes. A los rebeldes, bueno pero no a estas desgraciadas ratas. Le preguntó al subinspector:
––¿Cuántos has encerrado ya, Maung Ba?
––Tres, señor.
La “cárcel” estaba en el piso de arriba y consistía en una jaula rodeada por barrotes de madera muy gruesos. La vigilaba un guardia armado con carabina. Era un lugar muy obscuro, sin ningún mueble, a no ser una letrina de tierra que apestaba horrorosamente. Hacía allí un calor insoportable. Dos presos se aplastaban contra los barrotes manteniéndose a distancia de un tercero, un coolíe hindú, cubierto de pies a cabeza. Una gruesa mujer birmana, esposa de uno de los guardias, estaba arrodillada fuera de la jaula mezclando arroz y dahl aguado en tarteras de lata.
––¿Es buena la comida?––dijo Westfield.
––Es buena, santísimo señor––dijeron a coro los tres presos.
El Gobierno tenía consignadas para la comida de los presos dos asnas y media por hombre y por comida, y de ahí procuraba la mujer del guardia sacar un asna de ganancia.
Flory salió y anduvo despacio por el terreno circundante, entreteniéndose en dar bastonazos a las matas. A aquella hora todo tenía colores agradables––el verde tierno de las hojas, el marrón rosado de la tierra y de los troncos de los árboles como una acuarela que iba a disolverse con la próxima e inevitable fuerza del sol. Más allá, en el maidan, bandadas de palomas que volaban muy bajo se perseguían unas a otras, y los pájaros llamados “comedores de abejas”, de un color verde esmeralda, evolucionaban como lentas golondrinas.
El mali preparaba un nuevo arriate para las flores cerca de la verja. Era un joven hindú linfático y medio imbécil que se pasaba la vida en silencio casi absoluto, ya que hablaba un dialecto manipur que nadie entendía, ni siquiera su esposa, que era de la raza zerbadi. Además, tenía la lengua un poco grande para el tamaño de su boca. Le hizo una profunda reverencia a Flory, puliéndose la cara con una mano, y luego siguió su trabajo.
Un agudo grito que sonaba como “¡Kwaaa!” llegó de las dependencias de la servidumbre. Las mujeres de Ko S’la habían empezado su cotidiana pelea matutina. El gallo de pelea domesticado, que se llamaba Nerón, bajaba haciendo zig-zags por e! Sendero, asustado de Flo, y Ba Pe apareció con un tazón de arroz con el cual alimentó a Nerón y a las palomas. Siguieron oyéndose gritos de las mujeres y voces de los hombres que trataban de acabar con la trifulca. Ko S’la sufría mucho con sus esposas. Ma Pu, su primera mujer, era de facciones duras y sus frecuentes partos la habían secado, mientras que Ma Yi, la “mujercita”, era tina especie de gata gorda y perezosa algunos años más joven que Ma Pu. Las dos mujeres luchaban sin cesar en cuando Flory se marchaba. Una vez, cuando Ma Pu perseguía a Ko S’la con un bambú en la mano, el marido se refugió detrás de Flory para que éste le protegiese, y el amo recibió el palo dirigido a su criado. Un golpe que le dejó dolorida mucho tiempo una pierna.
Macgregor subía por la carretera a buen paso balanceando en una mano un pesado bastón. Vestía camisa caqui, shorts de dril y un topi en la cabeza. Además de sus ejercicios de gimnasia, daba todas las mañanas––por lo menos, siempre que podía un paseo de dos millas andando lo más rápidamente posible.
––¡Te deseo una mañana sensacional!–– le gritó Macgregor a Flory en una voz jovial y matutina, cuidándose de emplear el acento irlandés. A aquella hora de la mañana ponía especial empeño en tomar una actitud muy viva, de hombre activo y enérgico recién salido de una ducha fría. Además, el injurioso artículo de El Patriota Birmano que había leído la noche anterior, le había herido y se esforzaba en exagerar el tono despreocupado para ocultar su turbación.
––¡Buenos días!––respondió Flory lo más cordialmente que pudo.
“¡Este grandísimo sinvergüenza!”, pensó mientras veía alejarse a Macgregor carretera arriba. El trasero se le pegaba de un modo ridículo a los shorts de color caqui, que le estaban demasiado pequeños. Tenía el aspecto de uno de esos jefes de boy scouts, de edad madura y homosexuales casi todos ellos, que se pueden ver en las fotografías de las revistas. ¡Qué estupidez vestirse de un modo tan ridículo y enseñar sus huesudas rodillas sólo para demostrar que ejerce sus derechos de pukka sahib haciendo ejercicio antes de desayunar! ¡Un asco!
Un birmano subía por la colina, como una mancha de blanco y magenta en movimiento. Era el empleado de Flory, que venía de la minúscula oficina, la cual no se hallaba lejos de la iglesia. Al llegar a la puerta de la cerca saludó y le tendió a su jefe un grasiento sobre sellado, a estilo birmano, en el pico del cierre.
––Buenos días, señor.
––Buenos días. ¿Qué ocurre?
––Carta local, excelencia. Vino en el correo de la mañana. Carta anónima, creo, señor.
––¡Bah! Muy bien; iré a la oficina a eso de las once.
Flory abrió la carta. Estaba escrita en una hoja pequeña de papel, y decía:
“Señor John Flory:
Señor, yo, el abajo firmante, deseo que se me permita sugerir y comunicar a Vuestra Excelencia ciertas informaciones que serán de gran provecho para Vuestra Excelencia.
Señor, se ha notado en Kyauktada la gran amistad e intimidad que tiene Vuestra Excelencia con el doctor Veraswami, el cirujano civil, lo mucho que lo visita y que lo invita Vuestra Excelencia a su casa, etc. Señor, deseamos informarle de que el tal doctor Veraswami no es buena persona y de ningún modo merece la amistad de los caballeros europeos. El doctor es eminentemente deshonesto, desleal y un funcionario público muy corrompido. En el hospital receta a sus clientes agua teñida y vende drogas en provecho propio, aparte de cometer muchas cosas delictivas. A dos presos los ha vapuleado con bambúes, martirizándolos después, aun más si los parientes de las víctimas no le envían dinero. Por si fuera poco, está comprometido con el Partido Nacionalista y últimamente proporcionó los datos que sirvieron para el pérfido artículo que apareció en El Patriota Birmano atacando al señor Macgregor, el muy honorable comisario––delegado.
Por lo tanto, tenemos gran esperanza de que Vuestra Excelencia apartará de su lado al dicho doctor Veraswami y no se reunirá más con persona que sólo puede perjudicar la buena fama de Vuestra Excelencia.
Y siempre rezaré por que Vuestra Excelencia tenga salud Y prosperidad.
UN AMIGO.”
La carta estaba escrita con la letra redondilla –– aunque temblona––del escribano del bazar y parecía una página de caligrafía infantil copiada por un borracho. Sin embargo, era evidente que muchas palabras de la carta no podrían habérsele ocurrido al escribano. Tenía que haberla dictado algún empleado, y sin duda alguna el que la había escrito era U Po Kyin.
“Es el cocodrilo”, se dijo Flory.
No le gustó el tono de la carta. Bajo su apariencia de servilismo había una amenaza oculta. Lo que en realidad venía a decir era: “Sepárate del doctor o te haremos la vida imposible”. Pero, en fin, aquello no podía importar mucho; ningún inglés se considera en verdadero peligro con un oriental.
Flory, con la carta en la mano, estuvo vacilando. Hay dos cosas que se pueden hacer con una carta anónima. No decir nada de ella o enseñársela a la persona a quien afecta. Lo indicado y decente era darle la carta al doctor Veraswami y dejar que él diera los pasos que creyese convenientes.
Sin embargo, lo más prudente parecía mantenerse fuera de este asunto. Es muy importante no dejarse liar en las peleas de los nativos (quizás sea éste el más importante de los diez mandamientos del pukka sahib). Con los hindúes no debe haber lealtad ni verdadera amistad. Afecto, incluso amor…, ¿por qué no? Los ingleses les toman cariño con frecuencia a los hindúes funcionarios nativos, guardabosques, cazadores, oficiales de las tropas de color, criados… Los sepoys lloran como niños cuando su coronel se retira. Incluso la intimidad física está permitida, en ciertos casos, con las mujeres nativas… Pero la alianza, tomar partido por ellos, comprometerse en sus asuntos intestinos, ¡eso nunca! Constituye una pérdida de prestigio para un inglés incluso el simple hecho de saber a conciencia quién tiene razón en una pelea nativa.
Pensó Flory que si publicaba la carta se promovería un escándalo y una investigación oficial, y, en verdad, lo que a él le apetecía era ponerse de parte del doctor contra U Po Kyin. No es que importase U Po Kyin, pero no había que olvidar a los europeos; si él, Flory, se ponía de un modo demasiado evidente de parte del médico, tendría que pagar las consecuencias. Era preferible hacer como si no hubiera recibido la carta. El médico era un buen hombre, pero llegar a convertirse en su defensor y arrostrar por ello la desencadenada furia de todos los pukka sahibs…, ¡de ninguna manera! ¿De qué le puede servir a un hombre salvar su alma y perder a todo el mundo? Flory empezó a romper la carta. En realidad, el peligro de darla a la publicidad era muy leve, algo nebuloso. Pero en la India hay que tener cuidado con los peligros nebulosos. El prestigio, que, es el aliento de la vida, no es en esencia más que una nebulosa. No se sabe exactamente en qué consiste, pero, si se pierde, lo nota uno terriblemente. De manera que Flory acabó de romper la carta en pedacitos y los arrojó por encima de la cerca.
En este momento se oyó un grito terrible, un grito que se podía diferenciar perfectamente de los chillidos habituales de las mujeres de Ko S’la. El mali se quedó mirando con los ojos muy abiertos en la dirección por donde habían gritado, y Ko S’la, que también lo había oído, llegó corriendo, destocado, de las habitaciones de los criados, mientras Flo se puso en un instante en sus cuatro patas y ladró con todas sus fuerzas. El grito se repitió. Venía de la selva por la parte de atrás de la casa y era una voz inglesa, la voz de una mujer que gritaba aterrorizada.
No había manera normal de salir del recinto por la parte trasera. Flory saltó la cerca y cayó del otro lado haciéndose daño en una rodilla. Sin embargo, dió la vuelta al cercado pars penetrar luego en los linderos de la selva. Flo lo seguía. Pasado el primer borde de arbustos Había un hueco a donde acudían con frecuencia búfalos de Nyaunglebin porque en él había agua estancada. Flory se abrió paso por entre las matas. En la hondonada se hallaba una muchacha inglesa, con el rostro de una palidez de cera, tratando de cubrirse con un arbusto mientras un enorme búfalo la amenazaba con sus cuernos en forma de meda luna. Detrás quedaba un peludo ternero que sin duda era el motivo de todo el trastorno. Otro búfalo, hundido hasta el cuello en el fango de la charca, contemplaba la escena con su cara prehistórica, como preguntándose qué sería todo aquello.
La joven miró a Flory angustiada.
––¡Rápido, rápido! –– exclamó con terrible angustia ––. ¡Por favor, ayúdeme, ayúdeme!
Flory estaba excesivamente asombrado para preguntar nada, Se precipitó hacia ella y, a falta de palo, golpeó con los puños con la mayor fuerza que pudo los morros del búfalo. La bestia, con un movimiento de una timidez absurda dada su corpulencia, dió media vuelta y fué alejándose mansamente seguido por la ternera. El otro búfalo consiguió librarse del fango, al ver el giro que tomaban las cosas y se marchó también. La muchacha casi se arrojó en brazos de Flory cegada por su pánico.
––¡Gracias, gracias ! ¡Qué espantosos animales! Pero ¿qué son? Creí que me iba a matar. ¡Qué bichos tan horribles ! ¿Qué son, qué son?
––Pues, simplemente, búfalos de agua. Vienen a beber aquí desde la aldea.
––¿Búfalos?
––No son búfalos salvajes; a ésos los llamamos bisontes. Estos que usted ha visto no son más que una variedad del ganado que cuidan los birmanos. Ya veo que le han dado a usted un susto tremendo; lo siento muchísimo.
La muchacha estaba todavía encogida contra él apretándole nerviosamente un brazo. Flory la sentía temblar. No conseguía verle el rostro, sino sólo la parte de arriba de la cabeza, sin sombrero, con el cabello dorado y tan corto como el de un chico. También veía una de las manos de ella, la que tenía aferrada a su brazo. Era una mano larga, nerviosa, juvenil, con la muñeca salpicada de pequitas. Hacía muchos años que Flory no había visto una mano como aquélla. Sentía la suavidad y tibieza del joven cuerpo apretado contra el suyo y le producía una sensación cálida y deliciosa.
––Muy bien; se han marchado––dijo por fin Flory––. No tiene usted que asustarse ya de nada.
A medida que la muchacha se fué recuperando del miedo pasado, se apartaba poco a poco de él, pero no le soltaba el brazo.
––Estoy bien––dijo––; no ha sido nada. No estoy herida; ni siquiera llegaron a tocarme; lo que me horrorizó fué el aspecto que tenían.
––Pues la verdad es que son completamente inofensivos. Tienen los cuernos tan atrás que no pueden embestir con ellos. Además, son tontos. Sólo cuando tienen crías hacen como si fueran a atacar, pero ni siquiera entonces se deciden.
Ya estaban separados, y, al verse a cierta distancia el uno del otro, les invadió a ambos una sensación de vergüenza. Flory, inmediatamente, había tomado su habitual precaución de volver la cara para que no le viera la mancha. Dijo:
––¿Verdad que ha sido una presentación de lo más extraño? Ni siquiera le he preguntado a usted cómo llegó aquí. ¿De dónde ha salido usted…, si no es una inconveniencia por mi parte preguntárselo?
––Venía, sencillamente, del jardín de mi tío. Hacía una mañana tan buena que se me apeteció dar un paseo, y al poco tiempo se me pusieron por delante esas espantosas bestias. Debe usted tener en cuenta que soy completamente nueva en estas regiones.
––¿Su tío? ¡Ah, claro! Usted es la sobrina del señor Lackersteen. Sabíamos que iba usted a venir. ¿ Quiere que salgamos al maidan? Por aquí habrá algún sendero. ¡Vaya un principio para ser su primer día en Kyauktada! Temo que esto le dé a usted una impresión de Birmania bastante mala.
––No, no. Es que aquí todo parece tan extraño al principio… ¡Cuánto crecen estos matorrales y qué raras me resultan todas esas plantas!… Aquí se pierde uno en un instante. ¿Es ésta la selva propiamente dicha?
––Birmania es selva casi toda ella; un país verde, pero muy desagradable. Le aconsejo que no ande por esa hierba. Las semillas se le meterán dentro de las medias y se introducirán en su piel.
Dejó que la muchacha anduvíese delante de él, pues estaba más tranquilo cuando sabía que ella no podía verle la cara. Era alta, esbelta y llevaba un vestido de algodón color lila. Por su manera de andar le (lió la impresión de que tenía unos veinte años. Todavía no había visto la cara de la joven. Lo único que había notado era que llevaba unas gafas de concha y que su cabello era tan corto como el de él. Nunca había visto una mujer con el pelo cortado, excepto en las fotos de las revistas.
Cuando salieron al maidan, Flory quedó al nivel de la joven y ella se volvió para mirarlo. Tenía una cara ovalada con facciones bien proporcionadas y delicadas; no era extraordinariamente bonita, pero allí, en Birmania, donde todas las inglesas son secas y macilentas, resultaba preciosa. A pesar de que la mancha de su cara quedaba del otro lado, Flory volvió aun más la cabeza. Le había producido una intensa sensación de malestar notar que ella lo estaba mirando. Le parecía sentirse su piel, arrugada en torno a los ojos, como si fuera una herida. Pero recordó que se había afeitado ‘aquella mañana y esto le dió valor. Dijo:
––Comprendo que se encuentre usted un poco fastidiada después de lo que le ha ocurrido. ¿Quiere venir un momento a mi casa para descansar un poco antes de volver a casa de su tío? Además, es demasiado tarde para estar al sol sin sombrero.
––Gracias; me parece muy bien––dijo la muchacha. Flory pensó que aun no sabría nada de lo que allí estaba bien o mal visto––. ¿Es ésta su casa?
––Sí. Tenemos que dar la vuelta para entrar por la parte de delante. Haré que mis criados le den una sombrilla. Este sol es muy peligroso para usted, que lleva el cabello corto.
Subieron la senda del jardín. Flo correteaba en torno a ellos y procuraba llamar su atención. La perra ladraba siempre a los orientales desconocidos para ella, pero le encantaba el olor de los europeos. El sol caía con creciente fuerza. Una oleada de aroma les llegó procedente de las petunias que había al otro lado del sendero, y una de las palomas se posó en tierra para volverse a elevar en cuanto Flo intentó atraparla. Flory y la joven se detuvieron a una, como si se hubieran puesto de acuerdo, para mirar a las flores. Les invadió una ilógica sensación de felicidad.
––Créame, debe tener mucho cuidado cíe no salir al sol sin sombrero––insistió Flory, y sus palabras le dieron una impresión muy grata de intimidad. Le obsesionaba el cabello corto de ella; le parecía precioso. Hablar de él era para Flory como estarlo tocando.
––¡Pero si está sangrando usted por la rodilla! –– exclamó la joven––. ¿Se hizo usted eso cuando venía en mi ayuda?
En efecto, se le estaba secando en una pierna un diminuto arroyuelo de sangre que le llegaba hasta sus calcetines caquis.
––No es nada –– dijo Flory, pero los dos tenían en aquel momento la sensación de que ese rasguño era muy importante. Empezaron a charlar con extraordinaria fluidez sobre las flores. Dijo la muchacha que “adoraba” las flores, y él la condujo por el sendero mientras le hablaba nerviosamente de una y otra planta.
––Éstas florecen durante seis meses. Todo el sol que les dé les viene bien. Creo que aquellas amarillentas son casi del color de la primavera. No he visto una primavera desde hace quince arios, ni tampoco las campanillas de las enredaderas. Aquellas zinias son bonitas, ¿verdad? Parecen flores pintadas con su color de cosa muerta. Éstas son africanas. Las llaman marigolds vienen de África. A los hindúes les gustan mucho; donde quiera que hayan pasado los hindúes se encontrará usted marigolds incluso después de transcurridos muchos años, cuando ya n queda ni señal de ellos. Pero quiero que vea usted las orquideas que tengo en la veranda. Algunas parecen enteramente campanas de oro; lo que se dice de oro. Y huelen a miel; casi marean de tan bien como huelen. Es el único mérito de este horrible país: sus extraordinarias flores. Supongo que a usted le gustará la jardinería; aquí es nuestro único consuelo.
––A mí la jardinería me vuelve loca––dijo la muchacha con entusiasmo.
Llegaron a la veranda. Ko S’la se había puesto a toda pris su ingyi y su mejor gaungbaumg de seda granate y salió de la casa llevando una bandeja con una botella de ginebra, vasos y una caja con cigarrillos. Puso la bandeja sobre la mesa y, mirando a la chica con cierta aprensión, unió las palmas de las manos para hacer la reverencia.
––Supongo que es inútil ofrecerle a usted una bebida a est hora de la mañana ––dijo Flory––; pero no puedo meterle e la cabeza a mi criado que pueden existir algunas personas que no necesiten beber ginebra antes del desayuno.
Y él también se sumó a los abstemios matutinos rechazando la bebida que Ko S’la le ofrecía. La muchacha se sentó en la silla de mimbre que el criado le había preparado al final de la veranda. Las doradas orquídeas de obscuras hojas colgaban pe detrás de su cabeza esparciendo un intensísimo perfume. Flor se apoyaba en la barandilla casi dando cara a la muchacha, pero cuidando de ocultar la mancha.
––¡Qué vista tan espléndida se disfruta desde aquí! –– dijo ella mirando hacia la pendiente de la colina.
––¿Verdad? Es espléndida con esta luz amarillenta antes d que el sol pegue demasiado fuerte. Me encanta este sombrío color amarillo que tienen el maidan y aquellos árboles dorados (se llaman mohur) y los montes del horizonte que parecen casi negros… Mi campamento está al otro lado de estos montes.
La muchacha, que era présbita, se quitó las gafas para mira a lo lejos. Flory notó que sus ojos eran de un azul muy claro Y notó también la suavidad de la piel que le rodeaba los ojos era como un pétalo. Ello le recordó su propia edad y su arrugado rostro, por lo cual volvió un poco más la cara hacia el otro lado, pero dijo, obedeciendo a un impulso:
––¡Qué suerte que haya venido usted a Kyauktada! No puede usted imaginarse la diferencia que representa para nosotros una nueva cara en sitios como éstos después de pasarnos meses y meses fastidiados unos con otros, sin ver más gente nueva que algún funcionario que venga de inspección o viajeros norteamericanos en busca de material exótico para sus cámaras… Me figuro que habrá venido usted directamente de Inglaterra, ¿no?
––Precisamente de Inglaterra, no. Vivía en París antes de venir aquí. Mi madre era artista, ¿sabe usted?
––¡París! ¿Es posible que haya vivido usted en París? ¡Increíble! Una persona que llega directamente de París a Kyauktada. En un sitio como éste es muy difícil creer que existen, efectivamente, ciudades como París.
––¿Le gusta a usted París?––preguntó la muchacha. ––Nunca lo he visto. Pero, Dios mío, ¡cómo lo he imaginado! París viene a ser en mi mente como un revoltijo de cuadros artísticos y literarios: cafés y bulevares, estudios de artistas, Villon, Baudelaire y Maupassant, mezclados… No podría usted figurarse cómo nos suenan aquí los nombres de esas ciudades europeas… Y ¿vivió usted en París? ¿Se sentó en los cafés con estudiantes extranjeros de arte bebiendo vino blanco y charlando sobre Marcel Proust?
––¡Claro, claro! Allí es corriente––dijo la chica riéndose. ––¡Qué diferente le será todo aquí! Aquí no hay vino blanco ni Marcel Proust. En cambio encontrará whisky y Edgar Wallace. Pero si quiere usted libros, quizás encuentre algo que le guste entre los míos. En la biblioteca de nuestro Club no hay más que porquerías. Claro que yo voy muy atrasado en novedades literarias. Me figuro que usted lo habrá leído todo.
––No, no. ¡Qué disparate! Pero, desde luego, me encanta leer.
––¡Qué alegría para mí encontrar a alguien a quien le interesen los libros l Me refiero, claro está, a los libros que merecen ser leídos, no a esa bazofia de las bibliotecas de los clubs. Espero que me perdonará usted por aturdirla con mi charla. Cuando encuentro a alguien que ha oído hablar de los libros, me disparo como el tapón de una botella de champán. Es un defecto que tendrá usted que perdonar en estos países.
––¡Por Dios, si a mí me encanta hablar de libros! Creo que la lectura es lo más maravilloso…, quiero decir, ¿qué sería la vida sin leer? Es un… es un…
––Un aislamiento, un mundo aparte…
Se sumergieron en une. impaciente y extensa conversación, primero sobre libros y luego de caza, por la cual parecía interesarse de verdad la joven y sobre lo que indujo a hablar a Flory. Le produjo un auténtico escalofrío la descripción que le hizo él de cómo mató a no elefante tinos años antes. Flory no se daba cuenta, y quizás tampoco ella, de que era él quien lo hablaba todo. No podía pararse, pues la alegría de hablar constituía para él un placer demasiado grande. Y la muchacha estaba en buena disposición para escucharle. Después de todo, la había salvado del búfalo y no había llegado a creer aún que tan monstruosas bestias pudieran ser inofensivas; de modo que, por ahora, Flory era un héroe a sus ojos. Es curioso: cuando uno consigue fama en esta vida suele ser por algo que uno no ha hecho. Aquélla era una de esas ocasiones en que la conversación fluye con tanta facilidad, tan naturalmente, que se podría seguir charlando toda la vida. Pero de pronto se les evaporó el entusiasmo, se sobresaltaron y se callaron de pronto. Se habían dado cuenta de que ya no estaban solos.
Al otro extremo de la veranda, por entre los barrotes de la barandilla, los miraba con enorme curiosidad tina cara negra como el carbón y con grandes bigotes. Era el viejo Sammy, el cocinero muc. Detrás de él estaban Ma Pu, Ma Yi, los cuatro hijos mayores de Ko S’la, un niño desnudo a quien no reclamaba nadie y dos viejas que habían bajado a la aldea al saber que había aparecido una nueva ingaleikma (inglesa). Como estatuas talladas en teca, con enormes cigarros clavados en sus rostros de madera, las dos viejas miraban a la ingaleikma lo mismo que los campesinos de una aldea inglesa podrían haber contemplado a un guerrero zulú en pleno atavío de batalla.
––Esa gente——dijo la muchacha, inquieta, mirando hacia ellos.
Sammy, viéndose descubierto, se turbó mucho y fingió estarse arreglando su pagri. Los demás se encogieron un poco, excepto las dos ancianas de cara de madera.
––¡Vaya frescura!––dijo Flory. Le dolía que se hubiera estropeado de un modo tan estúpido el buen rato que había estado pasando. En realidad, la muchacha no podía quedarse más tiempo en su veranda. De pronto ambos recordaron que eran absolutos desconocidos. Y ella se ruborizó. Se puso las gafas de nuevo.
––Ya me figuro que una muchacha inglesa será una gran novedad para esta gente––dijo Flory––. Pero son inofensivos ¡Fuera, fuera de aquí!––dijo irritado, agitando una mano en dirección a los intrusos.
––Si no le importa, debo marcharme––dijo ella, levantándose––. He estado fuera mucho tiempo. Se estarán preguntando qué me ha pasado.
––Es muy temprano. ¿Cree usted que estarán preocupados ya? No quiero que se vaya usted a casa sin ponerse algo en la cabeza.
––En realidad, tengo… ––empezó a decir. Se interrumpió mirando a la puerta de entrada al interior de la casa. Ma Hla May apareció en la veranda.
Ma Hla May se adelantó con una mano en la cadera. Había salido de la casa con un aire tranquilo que revelaba su derecho a estar allí. Las dos mujeres––dos muchachas––se miraban, muy cerca la una de la otra.
Era un contraste muy violento. Una de ellas, del color de la flor del manzano; la otra, obscura, con un brillo casi metálico en su cilindro de cabello caoba y con la llamativa seda salmón de su longyi. Flory pensó que nunca se había fijado en lo obscura que era la cara de Ma Hla May y de lo recto que tenía el cuerpo, como el de un soldado, a excepción de las curvas de sus caderas, que parecían las de un jarrón. Apoyado en la barandilla contemplaba a las dos jóvenes. Durante más de un minuto ambas se siguieron mirando fijamente y no se podría decir a cuál de las dos le parecía más grotesco e increíble el espectáculo.
Ma Hla May se volvió para mirar a Flory. Había fruncido sus cejas finas, que parecían líneas dibujadas a lápiz.
––¿Quién es esta mujer? ––le preguntó con voz profunda.
En vez de contestarle, Flory se dirigió a ella como a una criada.
––Vete ahora mismo. Si me sigues fastidiando cogeré luego un bambú y te daré un vapuleo que no te dejará sana ni una costilla.
Ma Hla May vaciló, se encogió de hombros––sus pequeños hombros brillantes––y desapareció. La blanca, mientras la veía alejarse, preguntó con curiosidad:
––¿Era un hombre o una mujer?
––Una mujer––dijo Flory––. Es una de las mujeres de los criados, me parece. Vino a preguntar algo sobre el lavado de la ropa.
––¿Es posible que sean así las mujeres birmanas? ¡Qué criaturas tan extrañas! Vi muchas de ellas viniendo hacia acá en el tren, pero, ¿sábe usted?, creí que todas ellas eran muchachos. ¿Verdad que parecen muñecas holandesas?
Se dirigía hacia los peldaños de la veranda. Había perdido ya todo interés por Ma Hla May. Flory no la detuvo porque creía que Ma Hla May era muy capaz de volver y armar un escándalo. Aunque tampoco le hubiese importado mucho, porque ninguna de las dos sabía ni una palabra del idioma de la otra Llamó a Ko S’la y éste llegó corriendo con una gran sombrilla de seda engrasada, cercada por finos bambúes. La abrió respetuosamente al pie de la escalinata y cubrió con ella la cabeza de la joven mientras descendían. Flory la acompañó hasta la puerta. Allí se detuvieron para darse la mano. Flory mantenía la cabeza ladeada para ocultar su mancha.
––Este hombre la acompañará a su casa. Ha sido usted muy amable entrando un rato. No puedo expresarle cuánto me he alegrado de conocerla. Con usted aquí, será muy diferente para nosotros la vida en Kyauktada.
––Adiós, señor… ; Qué divertido, ni siquiera sé su nombre!…
––Flory. John Flory. ¿Y usted? La señorita Lackersteen, ¿no?…
––Sí. Elizabeth. Adiós, señor Flory. Y muchísimas gracias. Aquel búfalo tan horrible… Me salvó usted la vida.
––No he tenido ningún mérito. ¿La veré a usted en el Club esta tarde? Creo que sus tíos irán. Entonces, adiós por ahora. Se quedó junto a la puerta viéndola alejarse. Elizabeth, un nombre precioso. Sobre todo, si lo escribía con zeta. Ko S’la trotaba detrás de ella de un modo absurdo manteniendo la sombrilla sobre la cabeza de la blanca y con el cuerpo lo más lejos posible de ella. Sopló una brisa fresca. Era un de esos vientecillos que se presentan a veces en Birmania, procedentes de no se sabe dónde y que le llenan a uno de sed y le hacen añorar paisajes marinos, frescos estanques, abrazos de sirena, cascadas, cuevas de hielo… Movía las amplias copas de los dorados árboles mohur y arrastraba los fragmentos de la carta anónima que Flory había tirado por encima de la cerca, media hora antes.
VII
ELIZABETH estaba tendida en el sofá del salón de los Lackersteen. Tenía los pies apoyados en el brazo del sofá y la cabeza levantada con un cojín. Leía Esa gente encantadora, la novela de Michael Arlen. En general, su autor favorito era Michael Arlen, pero cuando se sentía inclinada a las cosas serias prefería a William J. Locke.
La sala era una habitación fresca pintada en tonos claros. Aunque espaciosa, parecía más pequeña de lo que era, a causa de un exceso de mesas y cacharros de cobre de Benares. Olía a chintz y a flores marchitas. La señora Lackersteen estaba arriba, durmiendo. Fuera, los criados dormitaban en sus cuartos. Era la hora inmóvil de la siesta. Probablemente el señor Lackersteen estaría también durmiendo en su pequeña oficina de madera, camino abajo. Los únicos que se movían eran Elizabeth y el chokra que tiraba del punkah por fuera del dormitorio de la señora Lackersteen. Para hacer su trabajo más cómodo estaba tumbado de espaldas en el suelo y movía el enorme abanico metiendo un pie por la lazada hecha al final de la cuerda.
Elizabeth acababa de cumplir los veintidós años, y era huérfana. Su padre había sido menos borracho que el tío Tom, pero era hombre del mismo cuño. Comerciaba en té y los asuntos no le salían siempre bien. Lo mismo ganaba mucho que nada, pero era demasiado optimista para ahorrar dinero en las etapas de prosperidad. La madre de Elizabeth había sido una mujer incapaz, gris, y que siempre se estaba lamentando. Eludía todos los deberes normales de la vida con el pretexto de que eso no era para una mujer de su gran sensibilidad (una sensibilidad de que ella carecía en absoluto). Después de pasar muchos años preocupada por el sufragio de las mujeres y por las “altas cuestiones intelectuales”, y de haber intentado en vano escribir algo que pareciese literatura, se había dedicado por último a pintar. La pintura es el único arte que puede ser practicado sin talento y sin trabajar apenas. La pose de la señora Lackersteen era la típica del artista exilado entre los filisteos, es decir, el espíritu incomprendido por los seres bastos (entre los cuales, naturalmente, se incluía su esposo). Esta actitud le permitía fastidiar casi ilimitadamente a todo el mundo.
En el último año de la primera guerra mundial, el señor Lackersteen, que se las había arreglado para no ir al frente, reunió mucho dinero, y poco después del armisticio se mudaron a una casa enorme y bastante lúgubre de Highgate, rodeada de invernaderos, cuadras y campos de tenis. El señor Lackersteen había tomado un batallón de criados, e incluso, en su desenfrenado optimismo, un mayordomo. Enviaron a Elizabeth durante dos cursos a una escuela muy cara. ¡ Qué alegría, qué inolvidable alegría la de aquellos dos cursos! Cuatro de las muchachas que estudiaban en aquella escuela tenían el título de “honorable”. Casi todas ellas poseían ponies en los que podían cabalgar los sábados por la tarde. En la vida de cualquiera hay siempre un período breve en el cual se fija el carácter; en la vida de Elizabeth fué su estancia en la escuela, durante la cual se codeó con las chicas de elevada posición. De allí en adelante todo su código de vida habría de resumirse en una creencia muy sencilla: que lo b `ano (que ella llamaba lo “encantador”) es sinónimo de lo caro, elegante y aristocrático; y que lo malo (“bestial”) es lo barato, mal vestido, socialmente bajo y obligado a trabajar. Es posible que las escuelas caras de señoritas se hayan creado para inculcar este credo; tal sentimiento se fué sutilizando a medida que Elizabeth se hacía mayor y llegó a impregnar todos sus pensamientos. Todo lo de este mundo, desde un par de medias hasta un alma humana, lo clasificaba ella como “adorable” o “bestial”. Desgraciadamente, y en vista de que la prosperidad del señor Lackersteen fué pasajera, lo que predominó en su vida fué lo “bestial”.
La inevitable quiebra ocurrió en 1919. Sacaron a Elizabeth de la elegante escuela para que continuara su educación en una serie de establecimientos de enseñanza baratos, con lagunas de uno o dos cursos cuando su padre no podía pagar. El señor Lackersteen murió cuando Elizabeth tenía veinte años, y a la viuda no le quedó más que una renta de 150 libras al año que había de terminarse al morir ella. Las dos mujeres no podían vivir en Inglaterra con tres libras a la semana. Se trasladaron a París, donde la vida era más barata y donde la señora Lackersteen pensaba dedicarse por completo al arte.
¡París! ¡Vivir en París! Flory no había acertado a imaginar aquellas interminables conversaciones con artistas barbudos bajo los árboles de los bulevares. La vida de Elizabeth en París había sido bastante distinta.
Su madre había alquilado un estudio en el barrio de Montparnasse y se dedicó a cultivar el ocio. Era tan disparatada en sus gastos que el dinero no le duraba nada, y durante varios meses Elizabeth no tuvo ni siquiera lo suficiente para comer. Entonces encontró un empleo como profesora de inglés en la familia de un banquero Allí la llamaban nôtre miss anglaise. El banquero vivía en el 12.° arrondissement, a mucha distancia de Montparnasse, y Elizabeth había alquilado una habitación en una pensión cercana. Era una calle estrecha, y la casa, de fachada amarillenta y vieja, tenía en la planta baja una pollería. En la puerta de al lado había un café lleno de moscas que se llamaba “Café de l’Amitié. Bock formidable”. ¡Cuánto había odiado Elizabeth aquella pensión! La patrona era una harpía que se pasaba la vida subiendo y bajando de puntillas las escaleras con la esperanza de sorprender a las huéspedes lavándose las medias en los lavabos. Casi todas ellas eran viudas biliosas y criticonas que perseguían al único hombre de la casa, un tipo calvo y melifluo que trabajaba en “La Samaritaine”. Parecían gorriones disputándose una miga de pan. En las comidas todas ellas se vigilaban mutuamente los platos para ver si a alguna le servían más. El cuarto de baño era una especie de cueva obscura con paredes desconchadas y tuberías cubiertas de moho que soltaban un chorrito de agua tibia y de pronto se negaban a funcionar más. El banquero- en realidad era el gerente de un Banco a cuyos hijos enseñaba el inglés Elizabeth- era un hombre de cincuenta años con una cara grasienta y una calva amarillenta que parecía un huevo de avestruz. Al segundo día de ir allí la joven, entró en la habitación donde estaban dando clase sus hijos, se sentó junto a Elizabeth y le pellizcó un brazo. Al tercer día le dió un pellizco en la pantorrilla (cada vez uno sólo) ; al cuarto día, detrás de la rodilla; y al quinto, por encima de ésta. Después, todas las tardes se producía tina silenciosa batalla entre los dos mientras Elizabeth trataba de apartar de sil cuerpo aquella asquerosa mano.
Era una insistencia repugnante y mezquina. En verdad, llegó a un nivel de repugnancia que Elizabeth no había podido sospechar que existiera. Pero lo que más la deprimía, lo que la llenaba de asco, era el estudio de su madre. La señora Lackersteen era tina de esas personas que se derrumban en cuanto se ven privadas de servidumbre. Vivía en una incesante pesadilla entre la pintura y las labores domésticas y nunca trabajaba ni en lo uno ni en lo otro. De vez en cuando iba a una escuela donde pintaba grisáceas naturalezas muertas orientada por un profesor cuya técnica se fundaba en los pinceles sucios. El resto del tiempo lo pasaba desesperada en casa trajinando inútilmente con teteras y sartenes. El aspecto de su estudio era más que deprimente para Elizabeth; casi satánico: un lugar frío, polvoriento, con algo de porquería, atiborrado con pilas de libros y papeles tirados por el suelo, con varias generaciones de sartenes que dormían con su vieja grasa en la mohosa estufa, la cama que se pasaba deshecha todo el día, y por todas partes latas de trementina y jarros medio llenos de té frío. Bastaba levantar un cojín de un sillón para encontrar debajo algún plato con los restos de un huevo frito. En cuanto Elizabeth entraba en aquel antro, estallaba su indignación
––Mamá, mamá, ¿cómo puedes vivir así? ¡Hay que ver cómo tienes la habitación! ¡Qué espanto vivir así!
––¿La habitación, querida mia? ¿Qué le pasa? ¿Acaso la encuentras desarreglada?
––¡Desarreglada! Pero, mamá, ¿qué necesidad tienes de dejar ese plato de porridge en medio de tu cama? Y esas sartenes. ¡Qué horror! Figúrate que entrase alguien ahora.
En esos momentos tomaba el rostro de la señora Lackersteen la expresión casi sobrenatural que adoptaba siempre que algo parecido al trabajo era nombrado ante ella.
––A ninguno de mis amigos le importaría, querida. Somos verdaderos bohemios. No olvides que somos artistas, seres superiores. Tú no puedes saber hasta qué punto estamos protegidos por nuestro arte. Tú no tienes temperamento de artista. ¡Qué se le va a hacer!
––Procuraré limpiar estas sartenes, por lo menos. No puedo soportar verte vivir así. ¿Y qué has hecho de la escoba?
––¿La escoba? Deja que lo piense… Sí, recuerdo haberla visto por aquí alguna vez. Ah, sí, la usé para limpiar la paleta. Pero quedará muy bien si la limpias con trementina.
La señora Lackersteen se sentaba y seguía dibujando con sii lápiz Conté mientras Elizabeth trabajaba.
––¡Qué maravillosa eres, querida! ¡Eres tan práctica! No sé de quién lo has heredado. Para mí, en cambio, el arte lo es todo. Lo siento dentro de mí como si fuera un inmenso mar. Barre todo lo mezquino de la existencia. Ayer almorcé poniendo la comida sobre tina revista para no tener que perder luego el tiempo fregando los platos. ¡Fué tina idea estupenda! Cuando quieres un plato nuevo te basta romper una hoja y ya está…
Elizabeth no tenía amigos en París. Los de su madre eran mujeres del mismo tipo que ella o viejos solteros que vivían de pequeñas rentas y practicaban insignificantes semi-artes, como pintura sobre porcelana o grabado en madera. Elizabeth no veía en ellos más que extranjeros, y a ella todos los extranjeros en bloque le parecían despreciables, por lo menos los hombres, con sus trajes tan baratos y sus modales de mesa tan poco elegantes. Por aquel tiempo tuvo una gran satisfacción. Fué a la biblioteca norteamericana y hojeó las revistas ilustradas. A veces, los domingos o alguna tarde libre, se sentaba en la mesa de la biblioteca, una enorme y brillante mesa, y tenía ensueños de grandeza estimulados por el Sketch, el Tatler, el Graphic, el Sporting and Drainatic.
¡Qué mundo de maravilla el que reflejaban aquellas fotos! “Jauría de galgos en la pradera de Charlton Hall, la adorable mansión que posee en el Warwickshire lord Burrodean”. “El Honorable míster Tyke-Bowlby en el parque con su espléndido caballo Nublan-Khan, que ganó el segundo premio este verano en Cruft”. “Tomando baños de sol en Cannes”. “De izquierda a derecha: Miss Bárbara Pilbrick, sir Edward Tuke, lady Pamela Westrope y el capitán Tuppy Benacre”.
¡Mundo dorado y adorable, cien veces adorable! En ocasiones el rostro de alguna antigua compañera de colegio sorprendía a Elizabeth desde las páginas de la revista. El corazón le daba un salto al verlo. Allí estaban sus antiguas compañeras con sus caballos, automóviles y sus esposos; y aquí estaba ella, atada a aquella repugnante tarea, a aquella pensión repugnante y a su insoportable madre. ¿Sería posible que no hubiese escapatoria? ¿Estaría condenada para siempre a tan sórdida mezquindad sin esperanzas de volver nunca al mundo decente? No era de extrañar que, con el ejemplo de su madre ante los ojos, sintiera Elizabeth un desprecio tan grande por el arte. En realidad, cualquier exceso espiritual tendía a parecerse, para ella, a lo repugnante y hablaba de estas cosas como de una enfermedad. Para Elizabeth, todo ello era “cerebralismo”. La gente verdadera, es decir, las personas decentes, las que cazaban patos, poseían caballos de carreras y viajaban en yate, no eran intelectuales. No se les ocurriría nunca esa idiotez de escribir libros y andar con pinceles, ni tendrían esas ideas tan raras de que hablaban las revistas “cerebrales”. En su vocabulario, “cerebral” era un terrible insulto. Y cuando le ocurrió –– un par de veces en su vida –– conocer a un verdadero artista que prefería trabajar sin compensación económica en su arte antes que venderse a un Banco o a una compañía de seguros, lo despreciaba aun más que a los inútiles del círculo de su madre. Para ella, el hecho de que un hombre sacrificase todas las cosas sólidas y “decentes” para dedicarse a esas tonterías que no sirven para nada, era vergonzoso, degradante y esencialmente malo. Le asustaba quedarse soltera, pero lo prefería mil veces a casarse con un hombre de esa ralea.
Cuando Elizabeth hubo pasado cerca de dos años en París, su madre murió de repente. Elizabeth quedó en este mundo con cien libras por todo capital. Sus tíos le cablegrafiaron en seguida desde Birmania invitándola a irse con ellos y diciéndole que le escribían en seguida.
La señora Lackersteen pensó mucho lo cine iba a escribirle. Mordisqueando la pluma miraba la blanca hoja de papel fijamente. Parecía una serpiente meditabunda, con su fino rostro triangular.
––Entonces, la tendremos aquí un año por lo menos. ¡Qué fastidio! Menos mal que la mayoría de las que vienen por estos países se suelen casar antes del año si no son demasiado feas. ¿Qué le digo, Tom?
––Pues… dile que pescará marido aquí mucho antes que allá Algo así, ¿comprendes?
––¡Querido Tom! Dices unas cosas…
La señora Lackersteen se decidió por fin a escribir.
“Desde luego, éste es un puesto colonial de muy poca importancia y nos pasamos en la selva casi todo el tiempo. Temo que lo encuentres aburridísimo después de las delicias de París. Pero en cierto modo, estos lugares apartados tienen sus ventajas pare una chica joven como tú. En seguida se convierte en la reina de la sociedad local. Los solteros están tan desesperados de si soledad que les parece una maravilla poder charlar con un
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