Джордж Оруэлл. Рубеж.
Джордж Оруэл. Рубеж.
George Orwell. La marca
Джордж Оруэлл. Рубеж.
Джордж Оруэл. Рубеж.
George Orwell. La marca
«Este desierto inaccesible bajo la sombra melancólicas ramas.»
SHAKESPEARE: Como gustéis
I
U Po Kyin, magistrado del distrito de Kyauktada, en la Alta Birmania, estaba sentado en su veranda. Sólo eran las ocho y media de la mañana, pero en el mes de abril, por lo que el aire se espesaba amenazando ya las irrespirables lloras del centro del día. De vez en cuando, alguna brisa muy débil, que parecía fresca por contraste, movía las orquídeas que colgaban de los aleros. Más allá de las orquídeas podía verse el tronco polvoriento y retorcido de una palmera, y luego el deslumbrante cielo azul marino. Muy arriba, en el cenit, tan altos que se mareaba uno de mirarlos, unos cuantos buitres giraban sin que les temblasen siquiera las alas.
Como un gran ídolo de porcelana, sin pestañear, U Po Kyin tenía la mirada perdida en el exterior fuertemente iluminado por el sol. Era un hombre de cincuenta años, tan grueso que durante muchos años no había podido levantarse de su silla sin ayuda, y sin embargo estaba bien formado e incluso resultaba bello en su obesidad; porque los birmanos no se deforman al engordar como les ocurre a los blancos, sino que aumentan de volumen simétricamente como las frutas. Su rostro era grande, amarillo y sin arruga alguna y tenía ojos obscuros. Sus pies–– planos, de empeine alto, y con todos sus dedos de la misma longitud –– los tenía descalzos y no llevaba sombrero en su cabeza pelada al rape. Vestía uno de esos brillantes longyis a cuadros verdes y magenta que suelen usar los birmanos los días corrientes. Masticaba betel que sacaba de una caja de laca que tenía sobre la mesa, y pensaba en su pasado.
Había sido la suya una vida brillante; una carrera de contínuo buen éxito. El recuerdo más antiguo que tenía U Po Kyin, allá por los años ochenta y tantos, era haber presenciado, cuando era un niño desnudo y de vientre redondo, la victoriosa entrada de las tropas británicas en Mandalay. Recordaba el terror que había sentido ante aquellas columnas de hombres alimentados con carne de vaca, colorados de rostro y de uniforme; los largos rifles que llevaban al hombro, y el paso rítmico y pesado de sus botas. Después de contemplarlos durante unos minutos, había salido corriendo. A su infantil manera, había comprendido que su pueblo no podría rivalizar con esta raza de gigantes. Y ya desde niño fué su gran ambición luchar junte a los ingleses, convertirse en un parásito de ellos.
A los diecisiete años había solicitado un puesto oficial; pero no lo consiguió, por ser pobre y carecer de amigos. Durante tres años trabajó en el maloliente laberinto de los bazares de Mandalay, como dependiente de los mercaderes ricos y, a veces, robando. A los veinte años, un chantaje que le salió bien le proporcionó cuatrocientas rupias y en seguida marchó a Rangún y compró un puesto del Gobierno. Aunque el sueldo era pequeño, la colocación merecía la pena. Por aquella época, una red de empleados sacaba buenas ganancias traficando con los almacenes oficiales, y Po Kyin (por entonces no era más que Po Kyin ; el honorífico U vino años más tarde) se dedicó con toda naturalidad a aquel negocio. Sin embargo, tenía demasiado talento para malgastarlo en la burocracia inferior y en mezquinos latrocinios. Un día descubrió que el Gobierno, que andaba escaso de funcionarios de segunda categoría, iba a nombrar algunos entre los oficinistas. A la semana siguiente sería pública tal noticia, pero tina de las habilidades ele Po Kyin era que su información se adelantaba en una semana a la de los demás. Vió que aquélla era su oportunidad y se dedicó a denunciar a todos sus compañeros antes de que pudieran alarmarse. La mayoría de ellos fueron enviados a la cárcel, y Po Kyin, como recompensa a su honradez, fué nombrado ayudante de un alto funcionario. A partir de entonces, fué subiendo sin cesar. Ahora, a los cincuenta y seis años, era magistrado subdivisional y probablemente lo ascenderían todavía más y lo harían comisario––delegado. Entonces los ingleses serían sus iguales e incluso subordinados suyos.
Como magistrado, sus métodos eran sencillos. No vendía la decisión de un caso por mucho dinero que le ofrecieran, porque sabía muy bien que un magistrado que dicta sentencias injustas a conciencia, es cogido más pronto o más tarde. Lo que él hacía era mucho más sensato: aceptaba soborno de ambas partes y luego decidía el caso estrictamente con arreglo a la ley. Esto le ganó una útil reputación de imparcialidad. Además de las rentas que le proporcionaban los litigantes, U Po Kyin tenía montado un sistema de impuestos privados que le pagaban todos los pueblos que se hallaban bajo su jurisdicción. Si algún pueblo dejaba de pagarle el tributo, U Po Kyin tomaba medidas de castigo––unas pandillas de maleantes atacaban el lugar, los más destacados habitantes eran detenidos con falsas acusaciones, y otras cosas por el estilo––, con el resultado de que al poco tiempo pagaban lo que les correspondía. También compartía las ganancias de todos los robos de gran importancia que ocurrieran en su distrito, Todo esto, naturalmente, lo sabía todo el mundo menos los jefes de U Po Kyin (ningún oficial británico creerá nunca nada contra sus hombres) y siempre habían fallado los intentos contra él. Eran muchos sus defensores, a quienes mantenía callados el reparto del botín. Cuando se presentaba alguna acusación contra él, U Po Kyin la deshacía por medio de una gran cantidad de testigos sobornados. Y a cada acusación contestaba él con unos contraataques que le dejaban en mejor posición que antes. Era invulnerable porque conocía demasiado bien a los hombres para escoger un mal instrumento, y también porque las intrigas lo absorbían demasiado para que pudiera fallar por descuido o ignorancia. Podía afirmarse casi con absoluta certeza que nunca lo descubrirían, que iría de triunfo en triunfo y, por último, moriría rodeado de honores y con una fortuna muy respetable.
E incluso más allá de su tumba, continuaría ese triunfo. Según las creencias budistas, los que se han portado mal durante sus vidas pasarán la próxima encarnación en forma de una rata, una rana o algún otro animal de orden inferior. U Po Kyin era un buen budista y estaba decidido a evitar ese peligro. Dedicaría sus últimos años a las buenas obras, que se amontonarían en la balanza y vencerían al resto de su vida. Probablemente, sus buenas obras consistirían en construir pagodas. Cuatro pagodas, cinco, seis, siete –– ya dirían los sacerdotes cuántas se necesitaban ––, con piedra labrada, sombrillas doradas y campanillas que tintinearían al viento (cada tintineo equivale a una plegaria). Y volvería a la tierra en forma de varón––una mujer está al mismo nivel que una rata o una rana–– o quizás, en el mejor de los casos, como un animal superior: por ejemplo, un elefante.
Todos estos pensamientos fluían con rapidez en la mente de U Po Kyin y, en su mayor parte, de un modo gráfico. Su cerebro, aunque fino, era completamente primitivo y no se ponía en movimiento sino con alguna finalidad determinada. La meditación pura y simple le era totalmente ajena. Ahora había llegado al punto a que tendían sus pensamientos. Apoyando sus pequeñas y triangulares manos en los brazos de su sillón, consiguió volverse un poco, y llamó con cierto jadeo, como si le costare trabajo respirar:
––––¡ Ba Taik ! ¡Oye, Ba Taik !
Ba Taik, ––el criado de U Po Kyin, apareció por la cortina de cuentas a través de cuyas hileras colgantes se transparentaba la veranda. Era muy bajo y tenía la cara marcada de viruelas. Su expresión era tímida y como hambrienta. U Po Kyin no le pagaba sueldo, porque se trataba de un ladrón convicto. y una palabra del amo habría bastado para mandarlo a la cárcel. Al avanzar, hacía Ba Taik reverencias tan profundas que daba la impresión de andar hacia atrás.
––¿Santísimo dios? ––––dijo.
––¿Hay alguien esperando para verme, Ba Taik?
El criado enumeró los visitantes con los dedos.
––Está el jefe de la aldea de Thitpingliyi, muy honorable señor mío, y ha traído presentes, y dos aldeanos acusados de un asalto a mano armada, y también traen regalos. Ko Ba Sein, el empleado principal di, las oficinas del comisario delegado, desea verte; y, además, están ahí Alí Shali, el guardia, y un bandido cuyo nombre no recuerdo. Creo que se han peleado los dos a propósito de unos brazaletes de oro que han robado. ¡Ah!… También está una muchacha de un pueblo, con un niño de pecho.
–– ¿Qué desea la joven? –– preguntó U Po Kyin.
––Dice que ese niño es tuyo, santísimo señor.
––Ya… Y ¿cuánto ha traído el jefe de la aldea?
Ba Taik creía que sólo eran diez rupias y una cesta de mangos.
––Dile que han de ser veinte rupias. Les ocurrirán cosas desagradables tanto a él como a su aldea si el dinero no está aquí mañana. Ahora veré a los otros. Dile a Ko Ba Sein que entre aquí a hablar comuigo.
Ba Sein se presentó en seguida. Era un hombre erguido, de Hombros estrechos, muy alto para ser birmano y con un rostro de una curiosa suavidad. U Po Kyin lo consideraba un instrumento útil. Sin imaginación y muy trabajador, era un oficinista excelente, y Macgregor, el comisario––delegado, le confiaba la mayoría de sus secretos oficiales. U Po Kyin, a quien sus pensamientos habían puesto de buen humor, acogió a Ba Sein con una risita y le indicó que se sentara en el taburete.
––Bien, Ko Ba Sein: ¿qué tal va nuestro asunto? Espero que, como diría nuestro querido señor Macgregor––y esto lo expresó U Po Kyin en inglés––, “va progresando de manera perceptible “.
Ba Sein no sonrió ante esta pequeña ingeniosidad. Sentado muy tieso en el taburete, respondió
––Excelentemente, mi señor. Nuestro ejemplar del periódico nos ha llegado esta mañana. Ten la bondad de examinarlo. Le tendió un ejemplar de un periódico bilingüe llamado El Patriota Birmano. Era un periodicucho de ocho páginas malísimamente impreso en un papel que parecía secante, formado en parte por noticias copiadas de la Gaceta de Rangún y completado por vulgares arengas nacionalistas. En la última página se había producido un accidente en la impresión y quedaba toda ella en negro como en señal de luto por la escasa circulación del periódico. El artículo en que fijó en seguida su atención U Po Kyin, sobresalía de los demás por el tipo de letra. Decía
“En estos tiempos felices en que nosotros, las pobres gentes de color, somos elevados de condición por la poderosa civilización occidental con sus múltiples bendiciones, como el cinematógrafo, las ametralladoras, la sífilis, etc., ¿qué tema puede resultar más interesante que el de las vidas privadas de nuestros benefactores? Por tanto, creemos que les gustará a nuestros lectores saber algo de lo que está ocurriendo en el distrito de Kyauktada, y, especialmente, saber algunas cosas sobre el señor Macgregor, honorable comisario-delegado en aquella región.
“El señor Macgregor es el tipo de antiguo gentleman, del cual tenemos tantos ejemplos por aquí en estos días felices. Es un “hombre de familia”, como suelen decir nuestros queridos primos los ingleses. Sí, amigos: el señor Macgregor es muy aficionado a la familia. Tanto, que ya tiene en el distrito de Kyauktada tres hijos aunque sólo lleva allí un año, y en el distrito donde estuvo antes, el de Shwernyo, dejó seis criaturas. Quizás haya sido sólo una distracción por parte del señor Macgregor haber abandonado a estos niños cuyas madres están a punto de morirse de hambre… “, ete., ete.
Esto continuaba, en el mismo tono, a lo largo de toda una columna, y, por muy mezquino que fuera, resultaba un texto muy superior al del resto del periódico. U Po Kyin leyó detenidamente el artículo entero, sosteniendo el periódico con los brazos extendidos––era présbita––, y mantenía, mientras, los labios contraídos, en gesto meditativo, luciendo así sus dientes pequeños y perfectos, enrojecidos por el jugo del betel. Al terminar, dijo:
––El director se pasará, seis meses en la cárcel por haber publicado esto.
––No le importa. Dice que sus acreedores solamente lo dejan en paz cuando está en la cárcel.
––Y ¿ha sido el muchacho que tienes de meritorio en tu oficina, Hla Pe, quien escribió el artículo? Es un chico muy listo. ¡Promete mucho! No te permitiré que vuelvas a decirme que esas Escuelas Superiores del Gobierno son ineficaces. Hla Pe conseguirá un puesto oficial de empleado. Ya lo verás.
––¿Crees entonces, señor, que bastará con este artículo?
U Po Kyin no respondió en seguida. Había empezado a emitir un ruidito característico con la nariz, unos resoplidos que acompañaban a todos sus esfuerzos, por insignificantes que fuesen. Ba Taik estaba acostumbrado a estas señales acústicas. Por eso apareció al instante por entre las hileras de cuentas de la cortina y, ayudado por Ba Sein, levantó a su amo. Cada uno de ellos lo cogió por una axila. Luego lo soltaron y U Po Kyin, balanceándose como si estuviera asegurando un fardo sobre su cabeza, empezó a mover la inmensa mole de su cuerpo. Le indicó a Ba Taik que se marchara.
––No basta con eso––dijo, contestando la pregunta de Ba Sein––, no es bastante en modo alguno. Queda mucha tarea. Pero había que empezar así. Está bien. Escúchame.
Se acercó a la balaustrada para escupir un buche de betel y luego empezó a recorrer la veranda con pasitos menudos y las manos cruzadas a la espalda. El roce de sus grandes muslos uno con otro le hacia oscilar un poco. Hablaba mientras andaba, empleando una jerga corriente en las oficinas del Gobierno, una mezcla de verbos birmanos y frases abstractas inglesas:
––Ahora tenemos que analizar este asunto desde el principio. Emprenderemos un ataque conjunto contra el doctor Veraswami, que es el cirujano oficial y director de la cárcel. Vamos a calumniarlo, a destruir su reputación y, por último, a arruinarlo para siempre. Será un trabajo bastante delicado.
––Perfectamente, señor.
––No habrá riesgo alguno, pero debemos ir despacio. No tendremos que habérnoslas con un despreciable empleadillo o con un simple guardia. Nuestra víctima será todo un funcionario de alta categoría. Y cuando se trata de un alto funcionario, aunque sea indio, no es lo mismo que con un empleado de oficinas. ¿Cuál es el procedimiento para deshacer a un funcionario? Muy sencillo: una acusación, dos docenas de testigos, lo despiden y lo meten en la cárcel. Pero este sistema no nos conviene en nuestro caso. Despacio, muy despacio, con mucha suavidad, ese es mi lema. Que no haya escándalo y, sobre todo, evitar las investigaciones oficiales. No debe haber acusaciones que puedan ser refutadas; y, sin embargo, dentro de tres meses, habré dejado impreso en la mente de todos los europeos de Kyauktada que el doctor es un mal bicho. ¿De qué voy a acusarlo? El soborno, en el caso de un médico, no sirve. ¿Qué utilizaré, pues?
––Quizás pudiéramos organizar un levantamiento en la cárcel. El doctor, como director, sería el responsable.
––No, no. Eso sería demasiado peligroso. No quiero que los guardianes de la cárcel empiecen a disparar sus rifles en todas direcciones. Además, nos resultaría caro. Lo de mejor resultado será la deslealtad: nacionalismo, propaganda sediciosa. Hemos de convencer a los europeos de que el doctor Veraswami profesa opiniones desleales, antibritánicas. Eso es mucho peor que el soborno; los ingleses dan por cierto que todo funcionario indígena admite el soborno. Pero si sospechan que alguno está contra ellos, el desgraciado no tiene ya nada que hacer.
––En nuestro caso, será difícil de probar––objetó Ba Sein––. El doctor es muy leal a los europeos. Se enfurece cuando alguien habla mal de ellos en su presencia. ¿No crees, señor, que lo conocen bien en ese aspecto?
––¡Bah, tonterías! –– dijo U Po Kyin plácidamente–– A ningún europeo le importan nada las pruebas. Cuando un individuo es indígena, la sospecha es una prueba. Unas cuantas cartas anónimas liarán milagros. Es sólo cuestión de persistir: acusa, acusa, sigue acusando… Así hay que hacerlo con los europeos. Una carta anónima tras otra, a cada europeo, por turno. Y luego, cuando hayamos despertado lo suficiente sus sospechas… –– U Po Kyin sacó uno de sus cortos brazos de detrás de la espalda y produjo un chasquido con el pulgar y el dedo corazón. Añadió –– Empezamos con este artículo en El Patriota Birmano. Los europeos sé pondrán furiosos cuando lo lean. Pues bien, nuestro segundo paso consistirá en convencerlos de que fué el doctor quien lo escribió.
––Será difícil conseguirlo mientras tenga europeos amigos suyos. Todos ellos acuden a Veraswami cuando están enfermos. Curó a Macgregor este invierno pasado. Tengo entendido que lo consideran muy buen médico.
––¡Qué mal comprendes la mente europea, Ko Ba Sein ! Si acuden a Veraswami es porque no hay otro médico en Kyauktada. Ningún europeo tiene fe en un médico indígena. Te aseguro que, con los anónimos, lo único que necesitamos es enviarlos en número suficiente. Ya me ocuparé de que no le quede ni un solo amigo.
––El señor Flory, ese comerciante en maderas––dijo Ba Sein––, es amigo íntimo del doctor. Le veo ir a su casa todas las mañanas cuando está en Kyauktada. Incluso ha invitado a Veraswami dos veces a cenar en su casa.
––En eso tienes razón. Si Flory fuese amigo del doctor, nos podría perjudicar. No se puede dañar a un hindú que sea amigo de un europeo. Esa amistad le da…, ¿cuál es la palabra a que son tan aficionados?… ¡Ah, sí, prestigio! Pero no tienes en cuenta que Flory abandonará a su amigo en cuanto empiecen los indicios desagradables. Esa gente carece del sentido de la lealtad para con el nativo. Además, sé muy bien que Flory es un cobarde. Ya me encargaré de él. Tu cometido, Ko Bo Sein, es vigilar los movimientos de Macgregor. ¿Le ha escrito al comisario últimamente? Quiero decir, ¿le ha escrito confidencialmente?
––Hace dos días le escribió, pero cuando abrimos la carta al vapor no encontramos en ella nada importante.
––Muy bien; ya le daremos motivos suficientes para que escriba. Y en cuanto sospeche del médico, tendremos que ocuparnos de aquel otro asunto de que te hablé. De ese modo podremos…, ¿cómo dice Macgregor?…, “matar dos pájaros de un tiro”… ¡Una bandada de pájaros!
Y U Po Kyin, encantado con sus propias palabras, se rió con una repulsiva risa que parecía salirle del vientre; era un extraño ruido, como si se preparase a toser. Sin embargo, resultaba alegre e incluso infantil No dijo nada más sobre “el otro asunto”, que era demasiado privado para tratar de él ni siquiera en la veranda. Ba Sein, comprendiendo que la entrevista había terminado, se inclinó con una reverencia angular, como se dobla un metro plegable.
––¿Hay algo más que desees mandar, honorable señor? ––Procura que Macgregor no deje de leer este número de El Patriota Birmano. Asegúrate de que recibe un ejemplar. Es mejor que le aconsejes a Hla Pe que tenga un ataque de disentería y desaparezca algún tiempo de la oficina. Lo voy a necesitar para que me escriba las cartas anónimas. Por ahora, no hay nada más.
––Entonces, ¿puedo marcharme, señor?
––Que Dios te acompañe––dijo U Po Kyiu mientras pensaba en otra cosa. Nunca desperdiciaba ni un solo momento del (tía. Los demás visitantes no le hicieron perder mucho tiempo. A la joven madre la despidió sin darle dinero. La observó un momento y dijo que no la conocía en absoluto. Era ya su hora de almorzar. Comenzaron a torturarle el estómago violentos espasmos de hambre que siempre le acometían a esa hora de la mañana, con sorprendente puntualidad. Gritó, impaciente
––¡Ba Taik ! ¡Oye, Ba Taik ! ¡Kin Kin ! ¡El almuerzo!… ¡Rápido. que me muero de hambre
En el cuarto vecino a la veranda tenían ya servida una mesa con un gran tazón lleno de arroz y una docena de platos que contenían los más diversos manjares. U Po Kyiu se acercó tambaleándose a la mesa y sentóse dificultosamente, a la vez que lanzaba un potente gruñido. Casi antes de haberse acomodado del todo estaba ya devorando el alimento. Ma Kin, su mujer, estaba detrás de él y le iba sirviendo. Era delgada, de unos cuarenta y cinco años, con un rostro moreno marrón claro y de facciones simiescas. U Po Kyin no le hizo el menor caso mientras comía. Con el tazón muy cerca de la cara, cogía el arroz con sus dedos gordos y grasientos y jadeaba mientras lo engullía. Todas sus comidas eran veloces, ansiosas y enormes; no eran comidas corrientes, sino verdaderas orgías individuales, a base de arroz y de mucho curry. Al terminar, se echó hacia atrás, eructó varias veces y le dijo a Ma Kin que fuese a buscarle un cigarro verde birmano. Nunca fumaba tabaco inglés, porque no le encontraba ningún sabor.
Con la ayuda de Ba Taik se vistió U Po Kyin su traje “de oficina” y estuvo un rato admirándose en el largo espejo de su habitación. Era una estancia con paredes de madera y dos columnas de apoyo en las que todavía podían reconocerse los troncos de teca. Esas columnas sostenían el techo. Era un cuarto muy obscuro y de aspecto desagradable, como todos los de Birmania, aunque U Po Kyin lo había amueblado a estilo inglés. Adornaban las paredes algunas fotos de la familia real inglesa y un extintor de incendios. El suelo estaba cubierto por esteras de bambú muy estropeadas por manchas de barro y de betel.
Ma Kin, sentada en una estera––en un rincón––cosía un ingyi. U Po Kyin daba vueltas lentamente delante del espejo esforzándose inútilmente en verse un poco por detrás. Vestía un gaungbauug de seda rosa pálido, un ingyi ––falda indígena de muselina almidonada, y un paso de seda de Mandalay color salmón, bordado en amarillo. Por fin, con un desesperado esfuerzo, logró ver en el espejo cómo le ceñía el paso sus enormes nalgas y las hacía brillar. Estaba orgulloso de su obesidad porque consideraba la carne acumulada símbolo de su grandeza. Él, que había sido un desconocido y había pasado hambre, era ahora gordo, rico y temido. Se figuraba haber conseguido aquella insólita gordura a costa de los cuerpos de sus enemigos; y esta idea le resultaba casi poética.
––Mi nuevo paso me ha salido muy barato; a veintidós rupias, ¿verdad, Kin Kin?––le preguntó a su mujer.
Ma Kin inclinó aún más la cabeza sobre su costura. Era una mujer sencilla y anticuada, que había aprendido aún menos de las costumbres europeas que U Po Kyin. No podía sentarse en una silla sin sentirse incómoda. Todas las mañanas se iba al bazar con una cesta sobre la cabeza, como una aldeana, y por las tardes era corriente verla en su jardín arrodillada y rezando y sin apartar la vista de la blanca cúpula de la pagoda, que dominaba la ciudad. Había sido la confidente de todas las intrigas de Po Kyin durante más de veinte años.
––Ko Po Kyin––le dijo por fin, sin responder a su pregunta ––, has hecho mucho daño en tu vida.
U Po Kyin agitó una mano.
––¿Qué importa eso? Mis pagodas me valdrán el perdón. Aun hay mucho tiempo.
Ma Kin volvió a mirar fijamente su labor, pero sin mover los dedos. Esa obstinada atención a su costura era característica en ella cada vez que desaprobaba la conducta de U Po Kyin.
––Dime, Ko Po Kyin: ¿qué necesidad hay de todas esas maquinaciones? Te oí hablar con Ko Ba Sein en la veranda. Estás planeando algún mal contra el doctor Veraswami. ¿Por qué deseas perjudicar al médico hindú? Es un buen hombre.
––¿Qué sabes tú cíe estas cosas oficiales, mujer? El médico se atraviesa en mi camino. En primer lugar, se niega a aceptar regalos y esto nos dificulta a los demás poderlos recibir. Además…, en fin, hay algo más que tú no entenderías jamás por mucho que te lo explicase…
––Ko Po Kying, eres ya rico y poderoso; pero, ¿de qué te ha servido? Nos sentíamos más felices cuando éramos pobres. Recuerdo muy bien cuando sólo eras un oficial de la municipalidad, cuando tuvimos por primera vez casa propia. ¡Qué orgullosos estábamos de nuestros muebles de mimbre y de tu pluma estilográfica con el sujetador de oro! Y cuando aquel oficial de la policía inglesa vino a nuestra casa y se bebió una botella de cerveza, ¡qué honrados nos sentíamos por aquella visita! La felicidad no la da el dinero. ¿De qué te va a servir tener más dinero que ahora?
––¡Qué tontería, mujer, qué tontería! Ocúpate de guisar y coser y deja los asuntos oficiales para los que entienden de esas cosas.
––Soy tu esposa y te he obedecido siempre; pero creo que nunca es tarde para adquirir méritos. ¡Esfuérzate por distinguirte, Ko Po Kyin! Por ejemplo, ¿por qué no compras pescado recién sacado del agua y vuelves a echarlo al río? Con eso se hacen méritos. Además, cuando los sacerdotes vinieron esta mañana en busca del arroz que les damos, me dijeron que en el monasterio hay dos monjes nuevos y que tienen hambre. ¿Por qué no les das algo? Yo no quise hacerlo, para que fueras tú quien hiciera méritos.
U Po Kyin se apartó del espejo. Las palabras de su mujer le preocupaban un poco. Él nunca desperdiciaba la ocasión de ponerse a bien con el Más Allá…, siempre que esto no le perjudicase materialmente. Consideraba sus buenas acciones como una cuenta en el Banco, una cuenta corriente siempre en aumento Cada pescado vuelto al río, cada regalo a un sacerdote, era un paso hacia el Nirvana. Esto le tranquilizaba. Ordenó, pues, que la cesta de mangos traída por el cacique de la aldea fuera enviada al monasterio.
Salió de su casa y se dirigió carretera abajo con Ba Taik tras él, portador de una cartera de documentos. U Po Kyin andaba muy despacio y se mantenía muy tieso para equilibrar el peso de su enorme vientre. Sostenía sobre su cabeza una sombrilla de seda amarilla. Su paso colorado brillaba al sol como si fuera de satén. Iba al tribunal para ocuparse de los asuntos pendientes.
II
Hacia la hora en que U Po Kyin empezaba su tarea de la mañana, Flory, el comerciante en maderas y amigo del doctor Veraswami, salía de su casa en dirección al Club.
Flory tenía unos treinta y cinco años, estatura media y buena facha; ele cabello muy negro y áspero que le crecía desde muy abajo en la frente y con bigote espeso, también negro, y la piel tostada por el sol. Como no había engordado ni tenía calvicie, no parecía mayor de los años que tenía, pero la cara, tostada por el sol, la tenía muy estropeada con sus mejillas hundidas e intensas ojeras. Aquella mañana no se había afeitado. Vestía, como siempre, con camisa blanca, shorts caquis y calcetines altos, pero en vez de topi (casco birmano hecho con fibra de pita) llevaba un sombrero terai muy gastado. (El terai es de ala ancha.) Llevaba un bastoncillo de bambú con una correíta para sujetarlo a la muñeca. Le seguía una perrita llamada Flo, una cocker negra.
Pero todo eso resultaba secundario, pues lo primero que llamaba la atención en Flory era una horrible señal ele nacimiento (lo que suele llamarse “antojo”) que le bajaba en zig-zag por la mejilla izquierda formando una media luna desde el ojo hasta la comisura izquierda ele la boca. Visto del lado izquierdo, presentaba su rostro un aspecto lamentable, como si tuviera allí la cicatriz cíe una tremenda herida o. más bien, como si le acabaran de aporrear la cara, pues la señal era ele color azulado. Flory se daba plenamente cuenta ele lo repugnarte que resultaba aquello. Y cuando estaba con alguien se movía siempre de lado, maniobrando constantemente para que no se le viera la marea.
La casa de Flory estaba más allá del maidan, junto al lindero de la selva. Desde la puerta de su casa, el maidan (que es la explanada para los desfiles) descendía en aguda pendiente con media docena de bungalows esparcidos alrededor. Todo temblaba en el aire caliente. Había un cementerio inglés cercado por un muro blanco, a medio camino de la pendiente de la colina; y también allí cerca, una pequeña iglesia con techo de hoja de lata. Más allá, el Club Europeo. Cuando se miraba este club ––un edificio de madera, de un solo piso––estaba uno mirando al verdadero centro del pueblo. En cualquier población de la India, el Club Europeo es el centro, la ciudadela espiritual, el verdadero asiento del poder británico, el Nirvana por entrar en el cual se desviven los funcionarios y los millonarios nativos. En este caso, el deseo era mucho mayor porque el Club cíe Kyauktada se jactaba de que era el único de los clubs birmanos que nunca había admitido como miembro a un oriental. Más allá del Club, el río Irawaddy fluía con su enorme caudal color ocre, brillando como si arrastrara diamantes, en los lugares donde le daba el sol; y, pasado el río, se extendían grandes extensiones de tierra baldía terminando en un horizonte de montes negruzcos.
El pueblo indígena, la Audiencia y la cárcel, quedaban a la derecha, casi escondidos por bosquecillos de un verde intenso. La aguja de la pagoda se elevaba entre los árboles como tina esbelta lanza rematada en oro. Kyauktada era un pueblo típico de la Alta Birmania que no había cambiado gran cosa entre los días de Marco Polo y loto, y podría haber seguido durmiendo en su sueño medieval si no hubiera resultado un lugar conveniente como estación ferroviaria de término. En agio, el Gobierno lo convirtió en cabeza de distrito y en centro ele progreso, si interpretamos el progreso como unos cuantos tribunales en torno a los cuales se mueve un ejército ele ambiciosos pleiteantes, un hospital, una escuela y tina de esas inmensas y duraderas cárceles que los ingleses han construido por todas partes, desde Gibraltar a Hong-Kong. Tenía este pueblo unos cuatro mil habitantes, incluyendo dos centenares de hindús, unas cuantas docenas de chinos y siete europeos. También había dos eurásicos llamados Francis y Samuel, hijos de un misionero baptista norteamericano el primero y de un misionero inglés el segundo. La ciudad no contenía nada que mereciese la pena admirarse, a no ser un fakir hindú que había vivido durante veinte años en un árbol cerca del bazar, subiéndose todos los días su comida en una cesta con una cuerda.
Flory bostezó al abrir su verja. La noche anterior se había emborrachado y la fuerte luz de ahora le hacía sentirse mal. “¡Maldito agujero, maldita pocilga!’, pensó mientras miraba monte abajo. Y como no había nadie por allí cerca, excepto su perro, empezó a cantar a grito pelado: “¡Maldito, maldito, maldito, oh qué maldito eres! “, con la música de una canción religiosa, mientras bajaba por la vereda caldeada y golpeaba con el bastón las matas de ambos lados. Eran cerca de las nueve de la mañana y el sol quemaba más a cada minuto. El calor se le metía a uno en la cabeza, convirtiéndose en latidos que parecían martillazos. Flory se detuvo a la puerta del Club, vacilando entre pasar o seguir un poco más allá para visitar al doctor Veraswami. Entonces recordó que era el día del “correo inglés” y habrían llegado los periódicos. Entró, después de haber pasado junto al campo de tenis, en torno al cual crecían malvas:
El sol no había matado aún las varias clases de hermosas flores que adornaban aquel lugar. Las petunias eran enormes, casi como árboles. No había césped, sitio matorrales, arbustos indígenas, arbolillos dorados, llamados mohur, que parecían grandes sombrillas, frangipanis con flores cremosas, bugambillas púrpura, hibiscos escarlatas y rosas rojas chinas, así como plumosos tamarindos. A la potente luz de la mañana, esta algarabía de colores hería los ojos. Un mali (jardinero) casi desnudo, con una regadera en la mano, se movía por esta selva florida en miniatura como una gigantesca abeja en busca de néctar.
En la escalinata de entrada al Club se hallaba, con las manos en los bolsillos de su short, un inglés de cabello color arena, bigote hirsuto, ojos gris pálido demasiado separados y unas pantorrillas anormalmente delgadas. Éste era Westfield, superintendente de policía del distrito. Con aire de gran aburrimiento, se balanceaba sobre sus talones y levantaba el labio superior para que el bigote le hiciera cosquillas en la nariz. Saludó a Flory con un ligero movimiento lateral de la cabeza. Hablaba de un modo seco y cuartelero ahorrándose todas las palabras que podía. Casi todo lo que decía tenía la intención de hacer gracia, pero el tono de su voz era lúgubre.
––Hola, Flory. Mañana horrorosa, ¿eh, chico?
––No podemos esperar otra cosa en esta época ––dijo Flory. Se había vuelto un poco de lado para que su mejilla marcada quedase fuera del campo de visión de Westfield.
––Sí, vaya fastidio Tendremos dos meses de abrigo. El año pasado, ni gota de lluvia hasta junio. Fíjate en ese cielo asqueroso. Ni una nube. Parece una de esas sartenes grandes barnizadas en azul. ¡Dios! ! ¡Cuánto darías por estar ahora en Piccadilly!, ¿eh?
––¿Han llegado los periódicos ingleses?
––Sí. El viejo Punch, Pink’un y La, Vie Parisienare. Leyéndolos, se echa de menos aquello. Entra. Vamos a beber algo antes de que se derrita del todo el hielo. El viejo Lackersteen se ha estado bañando con él.
Entraron. El Club olía a petróleo. Se componía de sólo cuatro habitaciones, en una de las cuales se hallaba una biblioteca de quinientas novelas muy malas, y en otra había una desvencijada mesa de billar que casi nadie usaba porque durante la mayor parte del año entraban allí hordas de cucarachas con alas zumbando en torno a las lámparas y que cubrían luego materialmente el paño verde. También había un salón que daba al río, con una amplia veranda. Pero a esta hora del día todas las verandas estaban cubiertas con cortinas verdes de bambú. El salón era incómodo, con esteras ásperas en el suelo, sillones de mimbre y mesas atestadas con revistas ilustradas. En las paredes colgaban algunos cuadros bonzos y un punkah que se movía perezosamente, agitaba el polvo en el aire cargado. El punkah es un enorme abanico, ventilador accionado por medio de una cuerda.
En la estancia había tres hombres. Bajo el punkah, un individuo de unos cuarenta años se hallaba tendido sobre la mesa con las manos entrelazadas como almohada. Gemía de dolor. Era el señor Lackersteen, el gerente local de una compañía de maderas. La noche anterior se había emborrachado a fondo y padecía la resaca. Ellis, gerente local de otra compañía, se había detenido ante el tablón de anuncios y concentraba su atención sobre uno de los papeles allí fijados. Era un hombrecillo de cabello crespo y rostro anguloso y pálido, de movimientos nerviosos Maxwell, oficial divisionario forestal, estaba sentado en uno de los divanes leyendo la revista El Campa. Allí hundido, no se le veían más que sus largas y huesudas piernas y los velludos antebrazos.
––Fíjate en ese hombre perverso––dijo Westfield sujetando a Lackersteen con cierto afecto por los hombros y sacudiéndole un poco––. Buen ejemplo para la juventud. Viéndolo se hace uno la idea de cómo será uno a los cuarenta años.
Lackersteen emitió un gruñido que sonaba aproximadamente a brandy.
––;Pobre chico! ––dijo Westfield––. Es un mártir de la bebida. Me recuerda al viejo coronel que solía dormir sin mosquitero. Le preguntaron a su criado por qué hacía eso su amo, y el criado contestó: “Por la noche amo demasiado borracho notar mosquitos; en mañana, mosquitos demasiado borrachos para notar amo”. Fíjate en él. Se hartó anoche y lo primero que pide ahora es coñac. Además, esta noche le llega una sobrina. ¿Verdad, Lackersteen?
––Anda, deja ya a ese borracho del demonio––dijo Ellis sin volver la cabeza. Tenía un acento cockney despectivo. Lackersteen volvió a gruñir: “…la sobrina. ¡Dadme un poco de coñac, por favor!”.
––Buen ejemplo para la sobrina, ¿eh? Tendrá que ver al tío debajo de la mesa siete veces cada semana. Camarero, coñac para el amo Lackersteen.
El camarero, un indígena dravidiano, fuerte y moreno, con ojos amarillentos como los de un perro, llevó la bebida en una bandeja. Flory y Westfield pidieron ginebra. Lackersteen tragó una buena cantidad de coñac y volvió a reclinarse gimiendo, pera con menos intensidad. Tenía una cara ingenua y vacuna y bigote en forma de cepillo. Era un hombre muy simple, sin más ambiciones que pasarlo bien. Su esposa lo gobernaba de la única manera posible, e, sea, no dejándole apartarse de ella más de una o dos horas al día. Sólo una vez, un año después de su matrimonio, lo Había dejado suelto durante quince (lías con motivo de un viaje. Cuando regresó––un día antes de la fecha fijada- se encontró a su marido borracho perdido y sujeto por cada lado por una joven birmana desnuda, mientras una tercera le vaciaba la botella de whisky en la boca. Desde entonces, la señora Lackersteen vigilaba constantemente a su marido y él se quejaba de esta actitud de “gato a quien se le confía un ratón”. Sin embargo, se las arreglaba para pasarlo bien bastantes veces, aunque todas ellas tenía que darse prisa.
––¡Demonios! ¡Qué cabeza se me ha puesto esta mañana! –– se quejó––. Llama otra vez al camarero, Westfield. Tengo que tomarme otro coñas antes de que venga mi dama. Dice que me va a cortar la bebida cuando llegue la sobrina. Que se vayan a la porra las dos ––añadió, enfurruñado.
––Dejaos de idioteces y escuchad esto––dijo Ellis, irritado. Tenía una manera curiosa de pronunciar y apenas abría la boca si no era para insultar a alguien. Exageraba intencionadamente su acento barriobajero de Londres por el tono sardónico que daba a sus palabras––. ¿No habéis visto este aviso de Macgregor? Maxwell, despiértate y escucha.
Maxwell bajó la revista que le tapaba el rostro. Era un joven rubio y de buen color en las mejillas. No tendría más de veinticinco o veintiséis años; era muy joven para el puesto que desempeñaba. Con sus pesados miembros y sus pestañas casi blancas recordaba un potro de carga. Ellis desprendió el papel del tablón con un pequeño movimiento seco y un gesto de asco, y empezó a leerlo en voz alta. Lo había puesto allí Macgregor, el cual, además de comisario-delegado, era secretario del Club.
––Escuchad: “Se ha sugerido que, en vista de que en nuestro Club no hay socios orientales y teniendo vil cuenta la costumbre hoy establecida de que puedan entrar a formar parte de los clubs los funcionarios, ya sean indígenas o europeos, tendríamos que estudiar la conveniencia de adoptar esta práctica en Kyauktada. El asunto será discutido en la próxima reunión general. Por una parte, debemos indicar…”. En fin, no merece la pena leer todo esto. Macgregor no es capaz de escribir un anuncio sin sufrir un ataque de diarrea literaria. De todos modos, nos pide que rompamos nuestras tradiciones y admitamos en este Club a algún negrito. Por ejemplo, a nuestro querido doctor Verastvami. Estaría bien, ¿eh? Tener aquí a esos barrigudos negros echándonos su apestoso aliento por encima de la mesa de bridge. Me horroriza pensarlo. Debemos defendernos como un solo hombre y acabar con esas tonterías de tina vez. ¿Qué opinas, Westfield? ¿Y tú, Flory?
Westfield se encogió de hombros filosóficamente. Se había sentado sobre la mesa y encendía un maloliente cigarro birmano, negro como un tizón.
––Supongo que nos tocará aguantarnos––dijo–– En todos los clubs europeos están entrando esos perros indígenas. Me han dicho que hasta en el Pegu Club. Así van las cosas en este país. Quizás seamos el único club de Birmania que les resiste.
––Lo somos y seguiremos siéndolo. Prefiero morirme en una cuneta de la carretera antes que dejar entrar aquí a un negro.Ellis había sacado un lápiz casi gastado del todo. Con ese curioso aire de resentimiento que algunas personas ponen hasta en los actos más insignificantes, volvió a clavar el aviso en el tablón y escribió con todo cuidado las letras B.-F. sobre la firma de Macgregor. Y dijo––: Esto es lo que pienso de él y de su idea. Se lo diré en su cara cuando venga. Y a ti, ¿qué te parece, Flory?
Flory no había hablado en todo ese tiempo. Aunque por naturaleza era bastante locuaz, nunca se le ocurría gran cosa en las conversaciones del Club. Se había sentado al borde de la mesa y leía un artículo de G. K. Chesterton en el London News, acariciando mientras la cabeza de su perro /`/n con la mano izquierda. Pero Ellis era uno de esos individuos que siempre están pidiéndoles a los demás que les confirmen sus opiniones. Repitió su pregunta. Y Flory lo miró a los ojos. De pronto, la piel que rodeaba la nariz de Ellis se puso tan pálida que casi parecía gris. En él, era esto una señal de ira. Sin más preludio soltó una sarta de insultos que habrían indignado a cualquiera si aquellos hombres ¡lo hubieran estado acostumbrados a oírlos todas las mañanas.
––Por Dios, en un caso como éste, en que se trata de impedirles la entrada a esos cerdos negros y apestosos en el único sitio decente donde podemos distraernos, es lógico tuviera yo la seguridad de que sostendríais mi actitud. Y esto incluso en e! caso de (pie el grasiento y barrigudo doctor sea nuestro mejor arraigo. No me meto en si os disgusta o no tratar con la hez del bazar. Si os divierte ir a casa de Veraswami y beber whisky con todos sus amigos negros, eso es asunto vuestro. Fuera del Club podéis hacer lo que queráis. Pero, por Dios, es muy distinto que pretendáis traer aquí a esa caterva de indeseables. Ya veo que os agrada la idea de tener de compañero en el Club a ese medicucho. Muy bonito, un hombre como él interviniendo en nuestras conversaciones, ensuciándonos a todos las manos con las suyas sudorosas y cochinas y echándonos encima su apestoso aliento. Por Dios, os aseguro que se llevará la huella de mis botas en el trasero si se atreve a entrar por esa puerta. ¡Ese barrigudo, que huele a ajo… !
Siguió así durante varios minutos. Y lo impresionante de su indignación era su absoluta sinceridad. Ellis odiaba con toda su alma a los orientales, los odiaba como si representaran todo lo malo y sucio que pudiera concebir la imaginación. Vivía y trabajaba, como empleado de una compañía de maderas, en continuo contacto con los birmanos, y nunca había llegado a acostumbrarse a aquellas pieles obscuras. Cualquier alusión a la tolerancia con los orientales, le parecía una horrible perversidad. Ellis era inteligente y eficaz en su trabajo, pero también era uno de esos ingleses––de los que tanto abundan, por desgraciada quienes nunca se les debería permitir que pisaran el Este.
Flory seguía sentado acariciando la cabeza de Flo, incapaz de sostener la mirada de Ellis. La marca de su cara le hacía siempre difícil mirar de frente a sus interlocutores. Con mayor motivo, en una ocasión como ésta. Cuando fué a contestar, le pareció que no le salía la voz. Siempre que tenía que mostrar firmeza, le temblaba la voz y se le movían incontrolablemente las facciones.
––Tranquilízate–– consiguió decir, por fin––. Tranquilízate. No tienes por qué excitarte cíe ese modo. Nunca he propuesto que se permita la entrada en el Club a los nativos.
––¿Ah, no? Todos sabemos muy bien que estás deseando permitírsela. ¿Por qué, si no, vas todas las mañanas a casa de ese gelatinoso cerdo? Sí, todos sabemos que te pasas las horas muertas sentado con ese tipo como si fuera un blanco, bebiendo en vasos que han manchado sus asquerosos labios… No puedo seguir hablando de esto porque me dan náuseas.
––Siéntate, hombre, siéntate––dijo Westfield––; no pienses más en ello. Bebe un poco. No merece la pena pelearnos por tan poca cosa.
––¡Dios mío! ––dijo Ellis un poco más tranquilo, paseándose por la sala––. ¡Dios mío, no os puedo entender! Imposible. Ese tonto de Macgregor quiere meternos aquí un negro, así por las buenas, sin el menor motivo. Y vosotros os estáis ahí con toda la calma, como si no sucediese nada. Pero, ¿qué estamos haciendo en este país? Si no vamos a ser los amos, ¿qué diablos hacemos aquí? Nos encontramos en este país, supongo, para gobernar a esta piara de cerdos que han sido esclavos desde los comienzos de la Historia, y en vez de mandar sobre ellos del único modo que ellos comprenden, queremos tratarlos como iguales a nosotros. Y vosotros, manada de estúpidos, creéis que es lo más natural. Este Flory convierte en su mejor amigo a un babú negro, que se llama a sí mismo doctor porque ha estudiado dos años en una supuesta Universidad hindú. Y tú, Westfield, tan orgulloso de tus cobardes policías, a los que cualquiera puede sobornar. Y Maxwell, que se pasa todo el día corriendo detrás de esas fulanas eurásicas. Sí, sí, lo sé muy bien, Maxwell; me he enterado de tus idas a Mandalay para estar con una zorra de olor insoportable llamada Molly Pereira. Estoy seguro de que te habrías llegado a casar con ella si no te trasladan aquí. Parece como si a todos vosotros os gustara de verdad el contacto con esos salvajes. ¡Dios mío, no sé qué nos ha pasado a todos. Es para desesperarse
––Bueno, hombre, echa un trago ––dijo Westfield––. Camarero, cerveza antes que el hielo se derrita. ¡Cerveza, camarero!
El camarero trajo varias botellas de cerveza muniquesa. Ellis acabó sentándose en el borde ele la mesa con los otros y acarició una cíe las frescas botellas con sus manos finas y pequeñas. Le sudaba la frente. Estaba deprimido; la ira le había dejado así. Sus ramalazos de indignación se le pasaban pronto, y nunca se disculpaba por su furia. Estas expansiones eran corrientes en la vida del Club. Lackersteeu se sentía mejor y estaba ojeando La Vie Parisienne. Ya eran más de las nueve, y la habitación, perfumada con el acre humo del cigarro de Westfield, se estaba poniendo irrespirable. Todos tenían las camisas pegadas a la carne con el primer sudor del día. El chokra (criado joven) invisible que tiraba de la cuerda del ventilador –– el punkah –– desde el exterior, se estaba quedando dormido con el insoportable resplandor.
––¡Camarero!––gritó Ellis, y por fin apareció el hombre––. Anda y despierta a ese maldito chokra.
––Sí, amo.
––Oye, camarero.
––¿Diga, amo?
––¿Cuánto hielo nos queda?
––Unas veinte libras, amo. Sólo durará hoy, creo. Me parece muy difícil disponer ahora de hielo fresco por un tiempo prolongado.
––A ver si hablas mejor. ¿Te has tragado un diccionario? Se dice: “Perdón, amo; no puedo mantener frío el hielo”. Así deberías hablar. Tendremos que echarte de aquí si pretendes hablar demasiado bien el inglés. No soporto a los criados que hablan el inglés como nosotros. ¿Te enteras, camarero?
––Sí, amo––dijo el camarero, impasible, y se retiró.
––Buena la hemos hecho. Sin hielo hasta el lunes––dijo Westfield––. ¿Vuelves a la selva, Flory?
––Sí, ya debía estar allí. Sólo vine a recoger el correo de Inglaterra.
––Yo también daré tina vuelta. Disfrutaré un poco de las dietas de viaje. No puedo resistir la oficina en este tiempo. Me fastidia ––estarme allí sentado, debajo del punkah, firmando un papelito después de otro. ¡Ojalá empezara otra guerra!
––Yo me marcho pasado mañana––dijo Ellas––. ¿Va a venir el Padre para decir misa el domingo? Lo pregunto para no estar aquí, porque me revienta ese afán de catequizar a los indígenas. ¡Qué idiotas fuimos dejando sueltos a esos misioneros en este país! Les enseñan que pueden ser tan buenos como nosotros y luego nos dicen con todo cinismo: “Por favor, amo, nosotros también somos cristianos”. ¡Habráse visto frescura
––¿Y qué me decís de este par de piernas?––dijo Lackersteen, pasándole a los demás el ejemplar de La Vie Parisienne––. Tú que sabes francés, Flory, ¿qué dice debajo del dibujo? Ahora me acuerdo de cuando yo estaba en París con mi primer permiso, antes de casarme. ¡Cómo me gustaría estar allí de nuevo!…
––¿Sabes el chiste de la señorita de Woking?–– dijo Maxwell. Éste era un joven bastante silencioso, pero, como a los demás muchachos, le gustaban los chistes. Contó aquello de la señorita y todos se rieron. Westfield contó otro chiste y Flory también aportó el suyo. Se reían y hasta Ellis se soltó y contó varias cosas divertidas. Los chistes de Ellis eran siempre muy ingeniosos, pero atrozmente sucios. A pesar del calor, todos se sentían ya más a gusto. Se les había acabado la cerveza y se disponían a pedir más botellas, cuando oyeron pasos que se acercaban. Una voz potente, tanto que hacía vibrar las tablas del suelo, decía jocosamente:
––Sí, es divertidísimo. Lo incluí en uno de mis articulitos para Blackwood’s. También tuvo gracia aquello que me pasó en Prome…
Evidentemente, Macgregor liabía llegado al Club. Lackersteen exclamó
––¡Demonios, está ahí ni¡ mujer!–– y apartó de sí lo niás que pudo el vaso vacío. Macgregor y la señora Lackerstepn entraron juntos en el vestíbulo.
Era Macgregor un hombre corpulento, con algo iuás de cuarenta años y un rostro amable con gafas de montura dorada. Sus voluminosos hombros y un tic que tenía de alargar la cabeza hacia adelante, recordaban en seguida a una tortuga. Los birmanos le apodaban precisamente la Tortuga. Vestía un traje le seda limpia, pero con manchas de sudor en torno a las axilas. Saludó a los demás con buen humor y luego se plantó ante el tablón de avisos en la actitud de un maestro de escuela que esconde una vara detrás de la espalda. A pesar de su jovialidad, ponía tanto interés en dar la sensación de que era uno iuás, sin categoría oficial alguna, y que siempre se hallaba fuera de servicio, que acababa produciendo una impresión de malestar con su presencia. Sin duda su conversación se inspiraba en la de algún maestro de escuela bromista a quien había conocido en su infancia. Cualquier palabra un poco larga, cualquier cita o refrán era para él como un chiste y lo hacía preceder de un ruido gracioso como dando a entender que iba a decir algo muy cómico. La señora Lackersteen tendría unos treinta y cinco años y resultaba hermosa, pero un poco al estilo de los figurines de las revistas de modas, alargada y sin contornos. Tenía una voz suspirante y descontenta. Los hombres se pusieron en pie cuando ella entró, y la señora Lackersteen se dejó caer exhausta en el mejor sillón, debajo del punkah, abanicándose con su fina mano como si esto le sirviera de algo.
––¡Qué espanto de calor, qué espanto! Macgregor fué a recogerme en su coche. ¡Qué amable es! Tom, ese tipejo que conduce el rickshaw, se finge enfermo otra vez. Creo que debías darle una buena paliza para despabilarlo. Es terrible tener que andar todos los días, con el sol que hace.
La señora Lackersteen, incapaz de recorrer a pie el cuarto de milla entre su casa y el Club, había hecho traer un rickshaw desde Rangún. Aparte de los carros tirados por bueyes y del auto de Macgregor, era el único vehículo que rodaba en Kyauktada, ya que en todo el distrito no había ni diez millas de carretera. En la selva, con tal de no dejar solo a su marido, la señora Lackersteen soportaba todos los horrores de las tiendas que se calaban, los mosquitos y los alimentos en conserva. Pero luego se desquitaba quejándose de todas las menudas molestias que encontraba en el pueblo.
––Verdaderamente, la pereza de estos indígenas es muy sospechosa––murmuró–– ¿No opina usted lo mismo, míster Macgregor? Parece que ya ¡lo tenemos autoridad sobre estas gentes con tantas reformas y con las estupideces que les enseñan los periódicos, que los animan a ser insolentes. En ciertos aspectos, se han estropeado tanto como las clases bajas en Inglaterra.
––No creo que estén tan echados a perder. Sin embargo, estoy conforme en que el espíritu democrático se está metiendo solapadamente entre los indígenas.
––¡Y hace poco tiempo, poco antes cíe la guerra, eran tan encantadores y respetuosos! Cuando se encontraban a un blanco por los caminos, hacían una profunda reverencia. Era delicioso. Recuerdo cuando le pagábamos a nuestro criado sólo doce rupias al mes y aquel hombre nos quería como un perro. Ahora le piden a una cuarenta y hasta cincuenta rupias…
––En mi juventud––dijo Macgregor––, cuando un criado se portaba mal bastaba mandarlo a la cárcel con un papelito donde el amo había escrito: “Por favor, denle ustedes al portador quince latigazos”. ¡Ah, qué tiempos aquéllos l Temo que no volverán.
––En efecto––dijo Westfield con su tono lúgubre––. Este país nunca volverá a levantar cabeza. El Ray británico se ha acabado ya. Quizás haya llegado la hora de que nos marchemos (te aquí.
Hubo un murmullo de aprobación de todos los presentes, incluso de Flory y del joven Maxwell, que apenas llevaba tres años en el país. Ningún anglo-hindú negará nunca que la India está a punto de naufragar, ya que, como dice el Punch, nunca es lo que era.
Mientras tanto, Ellis había desclavado el aviso a espaldas de Macgregor y se lo enseñó diciendo con acritud
––Oiga, Macgregor; hemos leído esto y todos pensamos que la ocurrencia de elegir a un indígena para socio del Club es una absoluta… –– (Ellis estaba a punto de decir una “barbaridad “, pero recordó la presencia de la señora Lackersteen y se contuvo) ––, … es de una absoluta improcedencia. Este Club es un lugar adonde venirnos a distraernos y no queremos que los nativos metan aquí las narices. Deseamos tener la sensación de que hay un rincón donde podernos vernos libres ele ellos. Los demás están ele acuerdo conmigo.
Miró a los otros.
––¡Eso es, eso es!––dijo Lackersteen con forzado entusiasmo. Sabía que su mujer iba a adivinar que había estado bebiendo, y creía disculparse con aquel despliegue racial.
Macgregor cogió el papel sonriendo. Vió las letras B.––F. escritas con lápiz sobre su firma y pensó que Ellis era un descarado, pero trató el asunto como si fuera una broma. Se tomaba tanto trabajo en ser un buen socio del Club como en mantener su dignidad durante las lloras de oficina.
––Me figuro que nuestro amigo Ellis no disfruta con la compañía de sus hermanos arios,
––No, desde luego que no––dijo Ellis con sequedad––. Ni ele mis hermanos mongoles. Para decirlo con pocas palabras : no me gustan los negros.
Macgregor torció el gesto ante la palabra “negro”, insultante en la India. Carecía de prejuicios contra los orientales; al contrario, sentía por ellos un profundo afecto. Pensaba que, con tal de que no se les diera libertad, eran las gentes más encantadoras del mundo. Siempre le molestaba que se les insultara caprichosamente.
––¿Creen ustedes que es acertado llamar a esta gente “negros”––un término que, naturalmente, les molesta––, cuando de ninguna manera lo son? Los birmanos son mongoles, los hiudús son arios o dravidianos, y todos ellos son completamente distintos…
––Vamos, déjese de tonterías––interrumpió Ellis, a quien no imponía ningún respeto la categoría oficial de Macgregor––––. Llámeles negros o arios o como quiera. Lo que yo decía es que nos oponemos a que se sienten traseros negros en este Club. Si lo pone usted a votación, verá que estamos todos a una en este asunto…, a no ser que Flory defienda a su querido amigo Veraswami… –– añadió.
––¡ Muy bien, muy bien! –– dijo Lackersteen ––. Cuenta conmigo para cerrarles la puerta a todos ellos.
Macgregor se hallaba en una posición difícil, ya que la idea de elegir un socio indígena no era suya, sino que se la había comunicado el comisario. Sin embargo, no entraba en su temperamento disculparse. De modo que prefirió decir en un tono más conciliatorio
––¿Les parece a ustedes que aplacemos este asunto hasta la próxima asamblea general? Entre tanto, podemos madurar nuestra decisión. Y ahora––ariadió, dirigiéndose hacia la mesa––, ¿quién me acompaña a refrescarme un poco el interior?
El camarero acudió con el alcohólico refresco ordenado. Hacía más calor que nunca, y todos tenían una sed insaciable. Lackersteen iba a pedir otro vaso de coñac, cuando sorprendió la mirada de su mujer y, encogiéndose, dijo malhumorado:
––No; deja.––Sentóse con las manos en las rodillas y una expresión patética contemplando a su mujer que se tragaba un gran vaso de limonada con ginebra. Macgregor, aunque firmó la cuenta de todas las bebidas, sólo tomó limonada. Era el único de los europeos de Kyauktada que no bebía antes de ponerse el sol.
––Todo eso está muy bien –– gruñó Ellis, que se apoyaba con los antebrazos en la mesa y tamborileaba nervioso en el vaso. La breve discusión con Macgregor le había dejado inquieto de nuevo ––. Todo eso está muy bien, pero sigo diciendo lo mismo. ¡No queremos nativos en este Club! Si hemos arruinado nuestro Imperio, ha sido por ceder constantemente en pequeñas cosas como ésta. Ahora nos encontramos con rebeldías en todas partes por haber sido demasiado blandos con ellos. El único camino posible es tratarlos como a perros, como lo que son. Es un momento muy crítico y necesitamos reunir todo el prestigio que podamos. Tenemos que unirnos y decirles: “Somos los amos, y vosotros, unos mendigos…”. –– Ellis apretó su dedo pulgar sobre la mesa como si aplastara un insecto, y prosiguió––: “ ¡ Y no saldréis del sitio que os corresponde como mendigos!”
––No te hagas ilusiones, hombre––dijo Westfield––. Nada podemos lograr con toda esa burocracia. Los mendigos conocen la ley mejor que nosotros, te insultan en tu cara y salen corriendo cuando vas a darles su merecido. Es imposible hacerles nada si no se les tiene bien sujetos con el pie. Y como no se atreven a dar la cara, no hay manera de castigarlos.
––Nuestro sahib de Mandalay decía siempre––intervino la señora Lackersteen––que al final nos marcharíamos de la India; así, sencillamente, que nos marcharíamos. Ya no vienen los jóvenes de nuestro país para abrirse un porvenir en estas tierras. Saben muy bien que sólo van a encontrar disgustos e ingratitud. Llegará el momento en que tengamos qué marcharnos. Y cuando los nativos vengan a pedirnos de rodillas que nos quedemos, les diremos: “No; ya habéis tenido vuestra oportunidad y no habéis sabido aprovecharla. Muy bien, os lo habéis ganado ahora os dejaremos que os gobernéis a vosotros mismos”. Y entonces, ¡qué lección será para ellos !
––Lo que nos lia hecho polvo es tanta ley y tantas órdenes ––dijo Westfield, sombrío. La ruina del Imperio de la India por culpa de un exceso de legalidad era un tema que obsesionaba a Westfield. Según él, lo único que podría salvar al Imperio era una rebelión de gran estilo con la consecuente implantación de la ley marcial––. ¡Tanto papel mojado y tanta nota!… Los funcionarios inútiles son los que mandan en este país. Lo mejor será cerrar la tienda y que esa morralla cueza en su propia salsa.
––No estoy de acuerdo; no estoy en absoluto de acuerdo- se indignó Ellis––. Podríamos arreglarlo todo en un solo mes si quisiéramos. Lo único que luce falta es decisión. Acuérdate de lo que pasó en Amritsar. Después de aquello, bien que se doblegaron. Dyer sabía cómo tratarlos. Tuvo que pasarlas moradas. En cambio, esos cobardes de Inglaterra… ––Algún día tendrán que responder por aquello.
Todos suspiraron con alivio. Era un suspiro como el que daría un grupo de católicos al ser mencionada en su presencia la Virgen María después de haber tenido que escuchar muchas herejías. Hasta Macgregor, que detestaba los derramamientos de sangre y la ley marcial, inclinó la cabeza ante el nombre de Dyer.
––Es verdad; pobre hombre, lo sacrificaron en el Parlamento. Quizás sea demasiado tarde cuando reconozcan su error.
––A propósito, recuerdo una historia muy buena de un nativo a quien le preguntaron… –– comenzó Westfield.
Flory se puso en pie y apartó su silla. Aquello no podía continuar. Tenía que salir en seguida de allí, antes de que le estallara algo en la cabeza y empezara a romper muebles y a arrojar botellas a los cuadros. ¿Era posible que no se cansaran en repetir día tras día las mismas historias coloniales? ¿No se les ocurriría nunca algo nuevo? ¡Qué gente; qué sitio más infecto! ¿Qué clase de civilización es ésta, sin Dios y basada en el whisky, en la revista Blackwood’s y en los cuadros bonzos? ¡Que Dios se compadezca de nosotros, porque todos somos culpables de este estado de cosas!
Flory no dijo nada de esto, pero pasó un mal rato para lograr que no se lo leyeran en la cara. Seguía de pie junto a su silla, un poco de lado, con la media sonrisa de quien nunca está seguro de cómo va a ser acogida sil actitud.
––Lamento tener que marcharme –– dijo–– He de hacer varias cosas antes de almorzar.
––Quédate un poco más y toma otro vaso de ginebra––le dijo Westfield––. Queda aún mucha mañana. La ginebra te dará apetito.
––No, gracias; debo marcharme. Ven, Flo. Adiós, sefiora Lackersteen. Adiós a todos.
––Sale el defensor de los negros––dijo, burlón, Ellis, en cuanto desapareció Flory. Ellis tenía siempre a punto un comentario desagradable para todo el que acababa de salir––. Seguro que va a casa de Veraswavui. O, si no, es que se marcha para no pagar una ronda de vasos.
––Hombre, no es mal muclsagluo––dijo Westfield––. A veces dice cosas un poco avanzadas. Pero la mitad no las cree.
––Desde luego, es muy buena persona––corroboró Macgregor. Todo europeo en la India es, ex-officio, o más bien ex–colore, una buena persona hasta que haga algo absolutamente imperdonable. Ser allí buena persona es como un título honorífico.
––Para mi gusto––insistió Ellis––es demasiado avanzado. No puedo soportar a un tipo que considera amigos suyos a los indígenas. No me sorprendería que no tuviera muy limpia la sangre. Quizás eso explicara la señal obscura que tiene en la cara. Además, su cabello tan negro y esa piel de color alimonado…
Murmuraron un rato de Flory, pero no demasiado porque a Macgregor no le hacía gracia la murmuración. Los europeos permanecieron en el Club el tiempo preciso para beber otra ronda. Macgregor contó una historieta y luego la conversación se concentró sobre el tema, siempre de actualidad, de la insolencia de los nativos, los felices tiempos en que el dominio británico era efectivamente un dominio y, “por favor, denle al portador quince latigazos”. Pero no podían insistir mucho en esto, para no desencadenar la obsesión de Ellis. En verdad, se les podía perdonar a los europeos gran parte de su resentimiento. Vivir y trabajar entre orientales ponía a prueba el temperamento de un santo. Y todos ellos, sobre todo los funcionas los, sabían cuánto había que soportar en el trato con aquellas gentes. Casi todos los días, cuando Westfield o Macgregor, o incluso Maxwell, pasaban por la calle, los chicos de la escuela, con sus rostros amarillos (rostros suaves como monedas de oro que rebosaban de ese insoportable desprecio tan natural en la cara mongólica),–– les hacían burla en cuanto volvían la espalda y algunos los seguían riéndose a carcajadas. Parecían cachorros de hiena. No, desde luego la vida de los funcionarios anglo-hindúes no es toda ellas una ganga. Quizás se hayan ganado el derecho a ser desagradables a fuerza de vivir en campamentos terriblemente incómodos, en despachos agrietados y en sombríos bungalows que huelen a polvo y a musgo.
Ya eran cerca de las diez y el calor se hacía inaguantable. En todas aquellas caras surgían brillantes goterones de sudor v también en los antebrazos desnudos. Unas mancha de humedad se extendía por momentos en la espalda de la chaqueta de seda de Macgregor. La intensísima luz del exterior parecía colarse a través de las cortinas verdes martirizando los ojos y atontando las cabezas. Todos ellos pensaban con malestar en el poco apetitoso almuerzo y en las interminables horas, mortalmente aburridas, que se avecinaban. Macgregor se levantó suspirando y se ajustó las gafas, que le resbalaban por la sudorosa nariz.
––Siente que esta alegre reunión deba terminarse–– dijo–– Tengo que ir a casa para almorzar. Hay que cuidar del Imperio. ¡Viene alguien en mi dirección? Mi criado está allí fuera con el cuche.
–––Si pudiera usted llevarnos a Tom y a mí… ––propuso la señora Lackersteen ––. ¡Qué alivio no caminar con este calor! Los otros se levantaron de sus asientos y Westfield se desperezó, diciendo
––Es mejor andar un poco. Si continúo aquí, acabaré durmiéndome. ¡Qué asco, pasarse todo el día encerrado en aquel despacho! ¡Papeles y más papeles!
––No olviden el tenis de esta tarde––les recordó Ellis ––. Maxwell, no seas perezoso y vayas a faltar también hoy.
––Après vous, madame––dijo Macgregor con galantería a la señora Lackersteen, cuando salían.
Fuera había un deslumbrante resplandor. El calor brotaba de la tierra como el aliento de un horno. Las flores mareaban con su inmovilidad brillante. No se movía ni un pétalo bajo el sol implacable. Aquella luz tan blanca calaba los huesos. Era horrible pensar que aquel cielo azul y cegador se extendía ininterrumpidamente sobre Birmania y la India, sobre el Siam, el Cambodge y la China, sin la menor nube, interminable… El auto de Macgregor estaba tan caldeado que era imposible tocarlo. Empezaba la peor parte del día, las horas en que, corno dicen los birmanos, “los pies están en silencio”. Apenas se movía una criatura viviente. Solamente tenían que ir de un lado a otro los hombres y las negras columnas de hormigas que, estimuladas por el calor, cruzaban el sendero, como una cinta. También se movían los buitres, que se dejaban llevar allá arriba por las corrientes de aire.
III
Flory torció a la izquierda al traspasar la verja del Club y siguió el camino del bazar, bajo la sombra de unos árboles. Cien yardas más allá se oía una música. Era un pelotón de policías militares, desgarbados hindúes en uniforme caqui verdoso, que volvían al cuartel. Los precedía un chico gurkha que iba tocando la gaita. Flory se dirigía a casa del doctor Veraswami. La casa del doctor era un largo bungalow de madera recubierta de barro cocido, asentada sobre pilares. La rodeaba un jardín grande y descuidado que enlazaba con el del Club. La parte trasera de la casa daba a la carretera, frente al hospital situado entre ésta y el río.
Al entrar Flory en la finca se produjo un miedoso cacareo de mujeres que corrieron hacia la casa y se escondieron en ella. Por lo visto, Flory había estado a punto de ver a la esposa del doctor. Dió la vuelta hasta la fachada de la casa y llamó mirando a la veranda:
––¡Doctor! ¿Está usted ocupado? ¿Puedo subir?
El médico, una pequeña figura en blanco y negro, se asomó a la puerta como disparado por un resorte. Corrió a la barandilla de la veranda y exclamó efusivamente
––¿Que si puede usted subir? ¡Naturalmente, amigo mío; venga en seguida! ¡Ah, señor Flory, qué delicia verle de nuevo! Suba, suba. ¿Qué desea usted beber? Tengo whisky, cerveza, vermuts y otros licores europeos. ¡Ah, mi querido amigo, cuántas ganas tenía de charlar con una persona culta!
El doctor Veraswami era un hombrecillo regordete con grandes ojos crédulos y cabello encrespado. Llevaba gafas con montura de acero y vestía un traje de dril blanco que le caía muy mal, con pantalones que le hacían bolsas sobre sus bastas botas negras. Hablaba con inquietud y silbando las eses. Mientras Flory subía la escalinata, el doctor se dirigió hacia el extremo de la veranda y sacó de un cubo con hielo botellas de todas clases. La veranda era amplia y obscura, con aleros muy bajos de los que pendían enredaderas. Parecía una cueva tras una catarata de rayos solares. Estaba amueblada con sillones ole mimbre fabricados en la cárcel y al fondo había unas estanterías con libros no demasiado divertidos. Principalmente libros de ensayos literarios. El doctor era ni) gran lector y le gustaban los libros que tenían lo que él llamaba “un significado moral”.
––Bueno, doctor ––dijo Flory (el doctor lo había instalado, mientras, en una chaise-longue, sacando la parte de los pies para que su amigo pudiera tenderse, y le acercó cigarrillos y cerveza)–– Bueno, doctor: ¿cómo van las cosas? ¿Qué tal ese Imperio Británico? ¿Sigue con fiebre?
––Sí, señor Flory, está muy malito, muy malito. Surgen graves complicaciones. Septicemia, peritonitis y ganglios. Temo que tengamos que llamar a los especialistas.
Entre ellos dos era una broma convenida suponer que el Imperio Británico era un viejo paciente del doctor. Éste se divertía con el chiste desde hacía dos años y nunca se cansaba cíe él.
––¡Ah, doctor! –– dijo Flory, tendido en la chaise-longue ––. Qué alegría estar aquí después de haber pasado un rato en ese repugnante Club! Cuando vengo a su casa me siento como un sacerdote no––conformista que se marcha a la ciudad y va con una fulana. Es maravilloso poderme tomar vacaciones de ellos ––y señaló con un talón hacia el Club––. Sí, de mis amados camaradas en la edificación del Imperio. Ya sabe usted, el prestigio británico, la misión del hombre blanco, el pukka sahib sans peur et sans reproche… Es un gran alivio para mí dejar de respirar durante algún tiempo esa pestilencia.
––¡Amigo mío, amigo mío, por favor, no diga usted esas cosas! ¿Cómo puede usted hablar así de los honorables caballeros ingleses?
––Usted, doctor, no tiene que oír como yo las estupideces que dicen los honorables caballeros ingleses. Esta mañana resistí cuanto pude. Ellis con sus diatribas contra el “asqueroso negro”, Westfield con sus chistes, Macgregor con su humorismo trasnochado, y luego, la gracia de “por favor, denle al portador quince latigazo: 3”. Pero cuando empezaron a contar por millonésima vez lo que dijo el nativo a quien le preguntaron…, no lo pude aguantar más.
Veraswami se puso nervioso, como le ocurría siempre que Flory criticaba a los miembros del Club. Estaba de pie, apoyado con el trasero en la barandilla y gesticulando de vez en cuando. Si tenía que buscar una palabra, unía el pulgar y el índice como para capturarla en el aire.
––Verdaderamente, señor Flory, no debía usted hablar así. ¿Por qué está usted siempre insultando a los caballeros blancos, a los pukka salaibs, como usted los llama? Yo creo que son la sal de la tierra. Piense usted en las cosas tan importantes que han realizado, piense en los grandes administradores que han hecho de la India británica lo que ahora es. No olvide a Clive, Warren, Hasting, Dalhousie, Curzon… A esos hombres no los podremos olvidar, ni encontraremos ya otros que se les parezcan.
––¿Y usted querría encontrar otros que se les parecieran? Yo, de ningún modo.
––Píense usted en la nobleza del caballero inglés, ¡ el gentleman! ¡Qué lealtad tan extraordinaria la que se guardan los unos a los otros! ¡El espíritu de sus colegios y universidades! Incluso aquellos cuyos modales no son muy recomendables –– pues reconozco que algunos ingleses son arrogantes––, siempre poseen extraordinarias cualidades que les faltan a los orientales. Bajo su rudo exterior, tienen corazones de oro.
––Digamos de latón, si le parece. Mire usted, entre los ingleses existe un falso compañerismo. Hay la tradición de juerguearse juntos y pretender que somos muy amigos, aunque nos odiemos venenosamente. Es una necesidad política este fingimiento. Y lo que hace funcionar toda la maquinaria es la bebida. En una semana nos volveríamos todos locos y nos mataríamos unos a otros si no fuera por la bebida. Ahí le ofrezco un buen tema para esos ensayistas a los que es usted tan aficionado, doctor. El alcohol es el motor del Imperio.
Veraswami meneó la cabeza.
––En verdad, señor Flory, no sé qué puede haberle hecho a usted tan cínico. ¡No me parece correcto, querido amigo! Usted –– un caballero inglés de tan elevadas dotes y de una personalidad tan caracterizada––expresa opiniones sediciosas como las de El Patriota Birmano.
––¿Sediciosas? –– protestó Flory ––. Yo no soy sedicioso. No quiero que los birmanos nos expulsen de este país. ¡Dios no lo permita! Estoy aquí para ganar dinero como todos los demás. Lo que me parece mal es esa mentira de la pesada carga del blanco, la actitud falsa de los puhka sahibs. Es insoportable tanto cuento. Incluso esos idiotas del Club resultarían soportables si no estuvieran siempre esforzándose por justificar su gran mentira.
––Pero, querido amigo, ¿de qué mentira habla usted?
––Hombre, la mentira de que estamos aquí para elevar la condición de nuestros pobres hermanos de color en vez de para robarles. Ya comprendo que es una mentira bastante lógica; pero los corrompe, sí, los corrompe hasta un punto que usted no puede imaginar. Tenemos la continua sensación de ser unos embusteros y unos tramposos, y esta secreta convicción nos atormenta y nos impulsa a justificarnos noche y día. En el fondo de casi todas nuestras bestialidades contra los indígenas, podríamos encontrar esa comezón moral. Nosotros, los anglo-hindúes, seríamos casi aceptables si admitiésemos honradamente que somos ladrones y nos dedicásemos a robar sin tapujos.
El doctor, que lo estaba pasando muy bien, juntó sus dedos índice y pulgar y dijo, complaciéndose en su propia ironía:
––La debilidad de su argumentación, mi buen amigo, el punto flaco de su opinión, es que no son ustedes ladrones.
––Pero, mi querido doctor…
Flory se incorporó en la chaise-longue porque el caldeado asiento le pinchaba en la espalda como con mil agujas y también porque iba a comenzar su discusión favorita con el médico hindú. Esta discusión, de carácter vagamente político, surgía en cuanto se encontraban los dos amigos. Era un asunto delicado, porqué el inglés se sentía acerbamente antibritánico y el hindú fanáticamente leal. El doctor Veraswami sentía una apasionada veneración por los ingleses, a pesar de los innumerables desprecios que había recibido de éstos. Sostenía con vigor que él, como hindú, pertenecía a una raza inferior y degenerada. Su fe en la justicia británica era tan grande que incluso cuando, en la cárcel, tenía que asistir como médico a una flagelación o a una ejecución en la horca, y volvía a casa con su obscuro rostro demudado, obligado a levantarse el ánimo a fuerza de whisky, no decaía su celo pro-británico. Las opiniones rebeldes de Flory le molestaban, pero a la vez le proporcionaban un extraño placer.
––Querido doctor––dijo Flory––––, ¿cómo podré hacerle comprender que se equivoca completamente al creer que estamos en este país para algo que no sea robar? Es muy sencillo. El funcionario sujeta al birmano mientras que el hombre de negocios le registra los bolsillos. ¿Cree usted, por ejemplo, que mi casa comercial podría lograr sus contratos para compras de maderas si el país no estuviera en manos de los ingleses? ¿Y no ocurre igual con las demás compañías madereras o petrolíferas, con los mineros, cultivadores y mercaderes? ¿Cómo podría la Rice Ring seguir esquilmando a los desgraciados campesinos birmanos si no tuviera detrás al Gobierno? El Imperio Británico es sencillamente un aparato que sirve para darles monopolios comerciales a los ingleses o, mejor dicho, a las pandillas de judíos y escoceses.
––Amigo mío, me resulta patético oírle hablar así. Esa es la palabra: patético. Dice usted que se hallan ustedes aquí para ejercer el comercio. Naturalmente. ¿Cómo iban los birmanos a negociar ellos solos? ¿Es que ellos pueden fabricar máquinas, construir barcos y ferrocarriles, abrir carreteras? Sin ustedes, están inutilizados para todo. ¿Qué sucedería si las selvas birmanas no tuvieran a los ingleses para explotarlas? Inmediatamente serían vendidas a los japoneses, los cuales las destrozarían sin provecho. En cambio, en manos inglesas, están siendo mejoradas y rinden más. Y mientras que los hombres de negocios británicos fomentan los recursos de nuestro país, los funcionarios nos civilizan, nos elevan hasta su propio nivel, y esto lo hacen Por puro espíritu humanitario. Verdaderamente, son un modele, de sacrificio.
––Tonterías, querido doctor. A los jóvenes de aquí les enseñamos a beber whisky y a jugar al fútbol, lo reconozco, pera Poco más es lo que pueden aprender de nosotros. Fíjese en nuestras escuelas coloniales; no son sino fábricas de empleados baratos. Jamás hemos enseñado a los hindús ni un solo oficio manual que pudieran desarrollar con facilidad. No nos atrevemos porque tememos que se conviertan en competidores nuestros. Incluso hemos aplastado varias industrias nativas que funcionaban bien. ¿Qué ha sido de las muselinas hindúes? Hacia 1840 se construían en la India buenos barcos y los sabían manejar bien. Ahora nadie sabe construir allí ni un bote de pesca. En el siglo XVIII los hindúes sabían fundir cañones que estaban a la altura de los europeos. Ahora, después de un dominio inglés de ciento cincuenta años, no son capaces de hacer ni un simple cartucho. Las únicas razas orientales que se han desarrollado rápidamente son las independientes. Y no es preciso poner como ejemplo al Japón ; basta con que pensemos en el Siam…
Veraswami movió la mano con excitación. Siempre interrumpía la argumentación de Flory al llegar a este punto (porque, por regla general, decían siempre lo mismo casi palabra por palabra). El caso del Siam le irritaba.
––Amigo mío, amigo mío, olvida usted el carácter oriental. ¿Cómo podíamos desarrollarnos, con la apatía y la superstición que llevamos dentro? Por lo menos, ustedes nos han traído la ley y el orden. Sí, la admirable justicia británica y la Pax Britannica.
––Pox Britannica, doctor. Así hay que llamarla: Viruela Británica. Y, en todo caso, ¿para quién es esa paz? Para el prestamista y el abogado. Claro que mantenemos la paz en la India, pero es en nuestro propio interés, y, ¿a qué conducen esa ley y ese orden? A que se multipliquen los Bancos y las prisiones.
––¡Qué monstruosamente retuerce usted la realidad! –– exclamó el doctor––. ¿Acaso las cárceles no son necesarias? Y, ¿es que no nos han traído ustedes sino cárceles? Piense usted en cómo era Birmania en los días de Thibaw, cuando no había más que polvo, tortura e ignorancia, y vea cómo estamos ahora. Mire esta veranda, mire aquel hospital y, a la derecha, la escuela y la Comisaría de Policía. ¡Fíjese cómo avanza el progreso en nuestro país!
––Desde luego, no niego que modernizamos a este país en ciertos aspectos. No podemos evitarlo. Es cierto que acabaremos destrozando toda la cultura nacional birmana. Pero eso no quiere decir que estemos civilizando a este pueblo. Solamente lo frotamos con nuestra porquería. ¿ A dónde cree usted que conducirá este progreso, como usted lo llama? Ni más ni menos que a nuestra algarabía de gramófonos. A veces pienso que dentro de dos siglos todo eso… ––y movió el pie hacia el horizonte––, todo eso se habrá esfumado: bosques, pueblos, monasterios, pagodas… En su lugar habrá pequeños hotelitos separados cincuenta yardas unos de otros. Se extenderán por esas colinas, todo lo que la vista puede abarcar, con todos los gramófonos tocando la misma canción. Y todos los árboles habrán desaparecido, convertidos en pasta de papel para el periódico News of the World, o en cajas de gramófonos. Pero los árboles se vengan, como dice un personaje de El pato salvaje. Habrá usted leído a Ibsen, ¿no?
––¡Ah, no; desgraciadamente, no! Esa poderosa mente maestra, como le llamó el inspirado Bernard Shaw. Leer a Ibsen es un placer que me reservo para el futuro. Pero, amigo mío, lo que usted no ve es que la civilización británica, por mal que fuera, supondría para nosotros un gran adelanto. Los gramófonos, las News of the World…, todo ello es muy preferible a la horrorosa suciedad y al atraso del oriental. Yo veo a los ingleses, incluso a los menos inspirados de ellos, como… como…––el doctor buscaba una frase y encontró una que probablemente había leído en un libro de R. L. Stevenson ––como portadores de antorchas por la senda del progreso.
––––Yo, en cambio, los veo como una especie de piojos higiénicos, modernizados y satisfechos de sí mismos. Se arrastran por el mundo construyendo prisiones. Cuando edifican tina prisión, la llaman progreso.
––Amigo mío, la ha tomado usted con las prisiones. Piense que sus compatriotas han realizado muchas otras cosas. Construyen carreteras, riegan desiertos, acaban con hambres mortales, edifican escuelas y hospitales, luchan incansablemente contra la peste, el cólera, la lepra, las viruelas, las enfermedades venéreas…
––Después de haberlas traído ellos ––cortó Flory.
––¡ No, señor!–– replicó el doctor, deseoso de reclamar esta distinción para sus compatriotas–– No, señor; fueron los hindúes quienes trajeron las enfermedades venéreas a este país. Los hindúes propagan enfermedades y los ingleses las curan. En eso tiene usted la respuesta a toda su rebeldía y a su pesimismo.
––En fin, doctor, nunca estaremos de acuerdo. Usted es partidario de ese progreso, mientras que yo prefiero que las cosas estén un poco más… antihigiénicas. Creo que me hubiera encontrado más a gusto en la Birmania de la época de Thibaw. Y, como dije antes, si somos una influencia civilizadora, es solamente para robar en mayor escala. Si la cosa no nos diera resultado, en seguida daríamos marcha atrás.
––Usted no lo cree así en el fondo. Sé muy bien que si censurase usted de verdad todo lo que hace el Imperio Británico, no estaría hablando de ello aquí privadamente. Lo gritaría desde los tejados de las casas. Le conozco a usted, señor Flory, mejor de lo que usted mismo se conoce.
––Lo siento, doctor pero crea que si no proclamo mis ideas desde los tejados de las casas es porque me faltan los redaños suficientes. En este país hay que ser un pukka sahib o morirse ; no hay término medió. En quince arios no he hablado nunca con el corazón en la mano más que a usted. Mis charlas con usted son una válvula de escape.
En aquel momento se oyó una especie cíe aullido. Era el viejo Mattu, el durwan hindú que cuidaba de la iglesia europea y que se hallaba al sol al pie de la veranda; era un anciano siempre febril, más parecido a un saltamontes que a un ser humano y vestido con andrajos. Vivía cerca de la iglesia en una choza hecha de latas de kerosén aplastadas. De allí salía cuando pasaba un europeo, para saludarlo con una reverencia servil y gemir algo acerca de su talab, que era sólo de dieciocho rupias al mes. Mirando lamentablemente a la veranda, se amasaba la terrosa piel de su vientre con una mano y con la otra hacía el gesto de llevarse alimento a la boca. El doctor buscó en sus bolsillos y acabó arrojándole una moneda de cuatro annas por encima de la barandilla. Veraswami era muy caritativo y todos los mendigos de Kyauktada lo asaltaban con sus peticiones.
––Ahí tiene usted la degeneración de Oriente –– dijo el doctor señalando a Mattu, que se doblaba como una oruga, sin dejar de gemir––. Fíjese qué esquelético es el desgraciado. Sus pantorrillas son más delgadas que la muñeca de un inglés. Observe él servilismo y la abyección de todos sus gestos. Y su tremenda ignorancia, una ignorancia que en Europa no se concibe fuera de los deficientes mentales. Una vez le pregunté a Mattu su edad. Me dijo: “Sahib, creo que tengo diez años”. ¿Cómo puede usted sostener, señor Flory, que no es usted superior por naturaleza a estos infelices?
––¡Pobre Mattu ! –– dijo Flory ––. Veo que la bendición del progreso moderno no le ha llegado todavía–– Y Y le arrojó otra moneda, gritándole––: Anda, Mattu, ve a gastarte eso en unos vasos. Sé lo más degenerado que puedas.
––¡Ay!, a veces creo que todo lo que dice usted es para… ––¿cuál es la expresión?…––, para tomarme el pelo. Sí, el famoso sentido inglés del humor. Nosotros, los orientales, no tenemos humor, como es bien sabido.
––Suerte que han tenido ustedes. El humor ha sido nuestra ruina––. Flory se desperezó con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Mattu, después de unas ruidosas gracias, se había alejado renqueante. Flory prosiguió––: Bueno, doctor, me parece que debo marcharme antes de que el maldito sol suba más. El calor va a ser insoportable este año. Lo siento en los huesos. Querido doctor, hemos discutido tanto que no le he preguntado todavía cómo le van las cosas. Hasta ayer no regresé de la selva. Debería volver allá pasado mariana, pero no sé si podré. ¿ Ha ocurrido durante mi ausencia algo nuevo en Kyauktada? ¿ Algún escándalo?
El doctor se puso de pronto muy serio. Se había quitado las gafas, y su rostro, con los ojos intensamente obscuros y acuosos, recordaba el de un cocker negro. Apartó la vista y habló en un tono vacilante
––El hecho, amigo mío, es que está ocurriendo algo muy desagradable. Quizás se ría usted de ello, porque a primera vista la cosa no tiene importancia; pero me encuentro en una gran dificultad. O, mejor dicho, estoy en peligro de hallarme en una seria dificultad. Es un asunto subterráneo. Ustedes, los europeos, no se enterarán nunca de esto directamente. En este lugar ––y señaló con un gesto hacia el bazar––hay continuamente conspiraciones de las que ustedes no se enteran. Para nosotros, en cambio, significan mucho.
––¿Qué ha ocurrido?
––Verá usted. Se está tramando algo contra mí. Quieren desacreditarme y destrozar mi carrera oficial. Como inglés, no comprenderá usted estas cosas. He incurrido en la enemistad de un hombre a quien probablemente no conoce usted: U Po Kyin, el magistrado subdivisional. Es un hombre muy peligroso. El daño que puede hacerme es incalculable.
––¿U Po Kyin? ¿Quién es?
––Ese hombre tan gordo que siempre está luciendo los dientes. Su casa cae por allá, a unas cien• yardas de aquí.
––;Ah! ¿Ese pillo tan gordo? Lo conozco bien.
––No, no, amigo mío, no lo conoce usted––se apresuró a replicar el doctor–– No podría usted conocerlo nunca. Sólo un oriental sería capaz de conocerlo. Usted, un caballero inglés, no Puede penetrar con su mente en las horribles profundidades de un individuo como U Po Kyin. Es mucho más que un pillo; es…. ¿cómo lo diré?… Me faltan palabras. Viene a ser como un cocodrilo en forma humana. Tiene la astucia del cocodrilo, su crueldad, su bestialidad. ¡Si conociera usted la historia de ese hombre, las barbaridades que ha cometido, el dinero que le ha sacado a la pobre gente con amenazas, las muchachas a quienes ha perdido, violándolas ante los mismos ojos de sus madres! ¡Ah, un caballero inglés no puede imaginarse siquiera a un tipo así! Y éste es el hombre que se ha jurado arruinarme, destrozar ni¡ vida.
––He oído contar muchas cosas de U Po Kyin por varios conductos––dijo Flory––. Me parece un buen ejemplo del magistrado birmano. Por cierto, me dijo alguien que, durante la guerra, U Po Kyin se dedicó activamente a reclutar soldados y que consiguió juntar un batallón sólo con sus hijos ilegítimos. ¿Es cierto?
––No puede serlo––dijo el doctor––porque no tendrían suficiente edad. Pero de su villanía no hay la menor duda. Y ahora se ha propuesto acabar conmigo, es decir, con todo lo que yo soy. En primer lugar, me odia porque sé demasiadas cosas de él; además, es el enemigo natural de todos los hombres honrados. El procedimiento que empleará –– como suelen hacer estos hombres –– será la calumnia. Difundirá falsedades sobre mí. Ya ha empezado.
––Pero ¿cómo va a creer nadie lo que invente un tipo semejante contra usted? No es más que un magistrado nativo de rango muy inferior. Usted, en cambio, es un alto funcionario.
––¡Ah, señor Flory, usted no entiende la astucia oriental U Po Kyin ha deshecho las reputaciones de funcionarios mucho más importantes que yo. Él sabe muy bien cómo ha de arreglárselas para hacerse creer. Y, por tanto… ¡ Ah, es un asunto muy desagradable!
El doctor dió unos pasos por la veranda limpiando con un pañuelo los cristales de sus gafas. Evidentemente, había algo más que su delicadeza le impedía decir. Durante unos momentos estuvo tan inquieto que Flory se sintió impulsado a preguntarle qué podía hacer por él, pero no lo dijo porque sabía lo inútil que era intervenir en las disputas entre orientales. Ningún europeo consigue nunca llegar al fondo de esas sordas luchas; siempre hay algo que se escapa a la mentalidad occidental, una conspiración detrás de la conspiración, una intriga que oculta a otra intriga… Además, mantenerse alejado de los pleitos entre nativos es uno de los diez mandamientos del pukka sahib. Dijo, vacilante:
––¿En qué sentido puede ser muy desagradable?
––Lo será, a no ser que… Ah, amigo mío, se va usted a reír de mí. Pero no cabe duda: todo se arreglaría si yo fuera miembro del Club Europeo. ¡Qué diferente sería mi posición!
––¿El Club? ¿Por qué? ¿En qué podría ayudarle eso? ––Créame usted, en estos asuntos el prestigio lo es todo. U Po Kyin no me atacará abiertamente; nunca se atrevería. Me perseguirá con calumnias y me morderá por la espalda. El que lo crean o no, dependerá por completo de mi posición con los europeos. Así ocurren las cosas en la India. Si nuestro prestigio es sólido, nos elevamos; si es deficiente, nos hundimos. Un simple saludo puede más que un millar de informes oficiales. Y no puede usted calcular el prestigio que le da a un nativo formar parte de un Club Europeo. Una vez en el club, es ya prácticamente un europeo más. La calumnia no le alcanzará. El socio del Club es sacrosanto.
Flory se había levantado como para marcharse, y, apoyado en la barandilla, miraba a lo lejos. Siempre se avergonzaba y se sentía incómodo cuando entre ellos flotaba la convicción de que el doctor, a causa de la obscuridad de su piel, no podía ser admitido en el Club. Es desagradable que un amigo íntimo no sea nuestro igual, socialmente hablando; pero eso es inherente al aire mismo que se respira en la India.
––A lo mejor lo eligen a usted en la próxima asamblea general –– acabó diciendo ––. No se lo aseguro, pero no es imposible ––Confío, señor Flory, en que no pensará usted que le estoy pidiendo me proponga para socio. Nada más lejos de mi pensamiento. Sé que usted no podría hacerlo. Sólo estaba diciendo que si fuera miembro del Club, sería ya invulnerable.
Flory se colocó su sombrero terai de cualquier modo y despertó a Flo con su bastoncillo. La perra se había quedado dormida debajo del sillón. Flory se sentía muy a disgusto. Sabía que, con toda probabilidad, si tenía el valor de enfrentarse decididamente con Ellis, podría asegurarle al doctor Veraswami la elección como miembro del Club. Y, después de todo, el doctor era su amigo, casi el único amigo que tenía en Birmania. Habían hablado y discutido centenares de veces, el doctor había cenado en su casa e incluso le había propuesto presentarle a su esposa, aunque ella, devota hindú, se había negado a ello horrorizada. Varias veces habían ido a cazar juntos y el doctor solía equiparse con bandoleras y grandes cuchillos de caza, disparando su escopeta a la primera alarma. El deber de Flory era, indudablemente, apoyar al doctor. Pero sabía _que éste no le pediría nunca su ayuda y que habría enconados debates antes de que un oriental fuese admitido en el Club. ¡No, no podía meterse en aquello! No merecía la pena. Por fin, dijo:
––Para serle a usted sincero, debo decirle que ya se ha hablado de usted. Esta misma mariana discutían sobre ello, y el animal de Ellis dedicó sus habituales sermones contra los “asquerosos negros”. Macgregor ha indicado la conveniencia de elegir un miembro nativo. Me figuro que obedece órdenes.
––Sí, he oído hablar de ello. Siempre nos enteramos de estas cosas. Fué precisamente eso lo que me dió la idea.
––Se va a discutir en la asamblea general de junio. No sé qué ocurrirá. Creo que dependerá de Macgregor. Le daré a usted mi voto, pero es lo más que puedo hacer. Lo siento, pero me es imposible hacer más. No puede usted imaginarse cuánto se discutirá sobre esto. Probablemente acabarán eligiéndolo a usted, pero lo harán como un deber desagradable, protestando. Tienen la manía de mantener la perfecta blancura de este Club.
––Naturalmente, amigo mío. Lo comprendo perfectamente. Que no permita el cielo que usted se moleste y riña con sus amigos europeos por causa mía. Por favor, por favor, no se busque usted dificultades. El simple hecho de que usted sea amigo mío me beneficia más de lo que usted puede figurarse. El prestigio, señor Flory, es como un barómetro. Cada vez que le ven entrar a usted en mi casa, sube el mercurio un grado.
––Muy bien; entonces procuraremos mantenerlo en “buen tiempo”. Temo que esto sea cuanto puedo hacer por usted.
––Y ya es mucho, querido amigo. Otra cosa hay que debo advertirle, aunque es posible que lo tome usted a risa: que también debe estar prevenido contra U Po Kyin. ¡Cuidado con el cocodrilo) La tornará con usted en cuanto sepa que usted me defiende.
––Muy bien, doctor; tendré cuidado con el cocodrilo. Aunque no creo que pueda hacerme mucho daño.
––Por lo menos, lo intentará. Lo conozco muy bien. Su táctica será apartar de mí a mis amigos. Quizás se atreva a difundir calumnias sobre usted.
––¿Sobre mí? ¡Qué ocurrencia! Nadie creería lo que dijera contra mí. Civis romanus sum. Soy inglés; estoy por encima de toda sospecha.
––Sin embargo, esté prevenido contra sus calumnias. No desprecie demasiado su poder dañino. Le repito que es un cocodrilo y sabrá perfectamente cómo herirle a usted. Y como el cocodrilo ––el doctor juntó sus dedos pulgar e índice con energía; a veces se le olvidaban las imágenes––, como el cocodrilo, hiere siempre en el punto más débil.
––¿Está usted seguro, doctor, de que los cocodrilos buscan siempre el punto más débil?
Ambos se rieron. Tenían la suficiente intimidad para burlarse de las excentricidades idiomáticas del doctor. Quizás, en el fondo de su corazón, le hubiera decepcionado un poco a Veraswami que Flory no le prometiese proponerlo como socio del Club, pero antes se hubiera dejado matar que confesarlo. Y Flory se alegró de cambiar de tema, ya que hubiera preferido no hablar nunca de aquello con su amigo.
––En fin, doctor, he de irme sin falta. Adiós, por si no le vuelvo a ver antes de marcharme. Espero que todo saldrá bien en la junta general. Macgregor no es mal hombre. Seguramente insistirá en que lo elijan a usted.
––Esperémoslo, amigo mío. Si lo consigo, podré desafiar a ¡ni centenar de U Po Kyin. ; A un millar de ellos! Adiós, querido amigo, adiós.
Entonces Flory, ajustándose más el sombrero, se dirigió hacia su casa cruzando el deslumbrante maidan. No tenía apetito, porque se lo había quitado la pesada mañana en que tanto había bebido, charlado y fumado.
IV
FLORY yacía dormido, casi desnudo, sobre su lecho empapado de sudor. Sólo tenía puestos los calzoncillos negros shan. Había pasado el día entero sin hacer nada. Permanecía unas tres semanas al mes en el campamento de la Compañía, y sólo iba a Kyauktada unos pocos días cada mes, sobre todo para descansar, ya que apenas tenía trabajo de oficina.
Su dormitorio era una amplia habitación cuadrada con paredes blancas enyesadas, puertas abiertas y sin tecleo, pues sólo cubrían la estancia unas vigas sobre las que se posaban los gorriones. No había más muebles que una gran cama con sus cuatro palos para el mosquitero, una mesa de mimbre, una silla también de mimbre y un pequeño espejo. Además, había unos estantes con varios centenares de libros muy estropeados por la lluvia. Clavado en la pared, un tuktoo aplastado e inmóvil como un dragón heráldico. De los aleros de la veranda caía la luz como brillante aceite blanco. Unas palomas en un palomar de bambú se arrullaban monótonamente con un ruido que armonizaba muy bien con el calor, un ruido soñoliento, pero cuya virtud somnífera era más la del cloroformo que la de una canción de cuna.
Más abajo, en el bungalow de Macgregor––a unas doscientas yardas del de Flory––, un durwan, como un reloj vivo, dió cuatro golpes en un trozo de una viga de hierro. Ko S’la, el criado de Flory, se despertó con este ruido y fué a la cocina reanimando el fuego de leña hasta que hirvió el agua del té. Luego se puso su gaungbaung rojo y su ingyi de muselina y llevó la bandeja con el servicio de té a su amo.
Ko S’la (su verdadero nombre era Maung San Hla; Ko S’la era una abreviatura) era un birmano bajito de hombros anchos y de aspecto rústico, con una piel muy obscura y expresión cansada. Llevaba un bigote negro y caído, pero, como la mayoría de los birmanos, no tenía barba en absoluto. Venía siendo criado de Flory desde el primer día que éste llegó a Birmania. Entre sus edades respectivas sólo había un mes de diferencia. De jóvenes, habían perseguido juntos víboras y. patos, habían pasado las horas muertas en los machans esperando inútilmente la aparición de un tigre, y habían compartido las penalidades de mil campamentos y marchas; y Ko S’la había pedido muchas veces dinero prestado para Flory a los prestamistas chinos, lo había llevado a la cama cuando se emborrachaba, atendiéndole cada vez que caía con fiebre… A los ojos de Ko S’la, Flory, por ser soltero, seguía siendo un chico; en cambio, él se había casado y tuvo cinco hijos de ese matrimonio; volvió a casarse y se convirtió en uno cíe los mártires de la bigamia. Como todos los criados de solteros, Ko S’la era perezoso y sucio, pero con una gran devoción por su amo. No permitía que ninguna otra persona sirviera a Flory a la mesa, le llevara el fusil o le sostuviera el pony mientras montaba en él. En las marchas, si llegaba a un arroyo, llevaba a Flory a caballo sobre sus espaldas. Solía compadecer a su amo, en parte, porque lo consideraba infantil y fácil de engañar y, en parte, a causa de la marca de la cara, que a él le parecía una horrible desgracia.
Ko S’la puso el servicio de té en la mesita de mimbre y luego fué a sentarse al pie de la cama y le hizo cosquillas a Flory en los dedos de los pies. Sabía por experiencia que ésta era la única manera de despertar a su amo sin ponerlo de mal humor. Flory dió una vuelta en el lecho, lanzó unas palabrotas y apoyó la frente en la almohada.
––Han dado las cuatro, santísimo señor––dijo Ko S’la––. He traído dos tazas, porque la mujer dijo que vendría.
La mujer era Ma Hla May, la querida de Flory. Ko S’la la llamaba siempre la mujer, para demostrar con ello su desaprobación. No es que le pareciera mal que Flory tuviera una querida, pero estaba celoso de la influencia de Ma Hla May en la casa.
––¿Quiere el santísimo señor jugar tinnis esta tarde? –– preguntó Ko S’la.
––No; hace demasiado calor––dijo Flory en inglés––. No quiero comer nada. Llévate esa porquería y tráeme whisky.
Ko S’la comprendía muy bien el inglés, aunque no lo hablase. Llevó una botella de whisky, y también la raqueta de tenis de Flory, que dejó, de un modo significativo, apoyada contra la pared. El tenis, según él, era un rito misterioso que debían practicar todos los ingleses y no le gustaba que su amo descuidara sus deberes. Flory apartó con asco las tostadas y la mantequilla que su criado le había llevado, pero mezcló un poco de whisky con el té y se sintió mejor después de beberse aquello. Había dormido desde mediodía y le dolían la cabeza y todos los huesos. La boca le sabía a papel quemado. Desde hacía muchos años no había disfrutado de una buena comida. Los alimentos europeos en Birmania son más o menos desagradables. Cuando Ko S’la salió de la habitación, se oyó el suave ruido de unas sandalia:, y la chillona voz de una muchacha birmana que decía: °¿Está despierto mi amo?”.
––Entra––dijo Flory de mal humor.
Entró Ma Hla May, desprendiéndose en el umbral de las sandalias. Se le permitía ir a tomar el té como un privilegio especial, pero no podía acompañar a Flory en las otras comidas ni llevar puestas las sandalias en presencia de su amo.
Ma Hla May tendría de veintidós a veintitrés años y su estatura era de unos cinco pies. Vestía un longyi de satén chino azul pálido bordado y un ingyi de muselina blanca almidonada, del cual pendían varios aros dorados. Su cabello formaba un apretado cilindro negro como el ébano, adornado con jazmines. Su pequeño y esbelto cuerpo ofrecía tan pocas redondeces como un bajo relieve. Era como una muñeca, y su rostro oval y tranquilo tenía el color del cobre reciente. De ojos estrechos y alargados, resultaba en conjunto una extraña muñeca de una belleza grotesca. Al entrar en el dormitorio, trajo con ella un intenso perfume a sándalo y aceite de coco.
Flory encendió un cigarrillo. En ocasiones como ésta, aquella mujer se le hacía inaguantable. Su único deseo era perderla de vista lo antes posible.
Ma Hla May estaba acariciando el hombro de Flory. Nunca había llegado a aprender el arte de dejarlo solo cuando él no la necesitaba. Creía que la lujuria era una forma de brujería que le daba a una mujer poderes mágicos sobre el hombre hasta que lo debilitaba y hacía de él un esclavo medio idiota. Cada contacto sucesivo minaba la voluntad de Flory y fortalecía el hechizo… Esto era lo que ella creía. Por eso empezó a insistirle y abrazó a Flory intentando volverlo hacia ella y besarlo en la cara, mientras le reprochaba su frialdad.
––Prefiero que te vayas––le dijo Flory, irritado––. Busca en el bolsillo de mis shorts. Allí hay dinero. Coge cinco rupias y vete.
Ma Hla May encontró el billete de cinco rupias y se lo guardó en el seno, pero no se decidía a marcharse. Rondaba en torno a la cama fastidiando a Flory, hasta que éste, en el colmo del enfado, saltó de la cama.
––Sal ahora mismo de esta habitación. Te he dicho en todos los tonos que te marches.
––¡Vaya una manera de hablarme.! Me tratas como si fuera una prostituta.
––Y eso eres. ¡Hala, fuera!––dijo empujándola por los hombros. Le tiró las sandalias. Sus encuentros terminaban muchas veces de este modo.
Flory quedó en medio del cuarto bostezando. ¿Iría al Club para jugar al tenis? No, pues tendría que afeitarse, y no era capaz de realizar ese esfuerzo sin antes beber bastante. Se pasó la mano por la áspera piel de la barba y se acercó al espejo para mirarse, pero retrocedió en seguida. Le aterraba la imagen de su amarillento y gastado rostro. Se estuvo unos minutos inmóvil. El cigarrillo que Ma Hla May había tirado se deshacía con un olor acre. Flory sacó un libro de un estante, lo abrió y al instante lo arrojó descontento. Ni siquiera tenía la energía suficiente para leer. ¡Qué insoportable fastidio! ¿Cómo pasaría el resto de la tarde?
Flo correteaba por el dormitorio moviendo el rabo, con lo que pedía que le sacaran de paseo. Flory entró de mala gana en el pequeño cuarto de baño con suelo de piedra que daba al dormitorio. Se lavó con agua recalentada y se puso la camisa y los shorts. Tenía que hacer algún ejercicio antes de que se ocultara el sol.
En la India no se debe pasar un solo día sin empaparse por lo menos una vez de sudor. Pasarse un día entero sin hacer ejercicio le da a uno la sensación de estar cometiendo un pecado. Mucho mayor que todos los conocidos. Al llegar la noche después de un día totalmente ocioso, el aburrimiento alcanza límites de desesperación, le pone a uno al borde del suicidio. Ese inconmensurable fastidio no puede curarse con el trabajo normal, con la lectura, las oraciones, la charla, ni la bebida; hay nue echarlo fuera sudando mediante la realización de algún esfuerzo deportivo.
Flory salió de su casa y siguió el camino que, colina arriba, conducía a la selva. Al principio no se encontraban más que arbustos; los únicos árboles dignos de este nombre eran mangos medio silvestres con unos pequeños frutos del tamaño de ciruelas. Luego se metía la senda por entre árboles más altos. En aquella época del año, la selva estaba seca, sin vida. Los árboles se alineaban en polvorientas filas con hojas de un verde oliva. No se veían pájaros; en la lejanía sí había algunas extrañas aves que gritaban algo así como: “¡ah ¡a W. ¡ah ¡a ja!”, un sonido hueco y solitario como una carcajada sarcástica. Flotaba un olor venenoso que emanaba de las hojas caídas. Aun hacía mucho calor, aunque el sol iba perdiendo fuerza y la luz oblicua era amarilla.
Después de dos millas, el camino terminaba en un arroyo de muy poca profundidad. Allí se hacía la selva más verde, a cansa del agua, y los árboles eran más altos. A la orilla del riachuelo había un enorme árbol pyinkado ya muerto. festoneado con retorcidas orquídeas y algunos arbustos con flores blancas, como de cera. Despedían un intenso aroma como el de la bergamota. Flory había andado con rapidez. A fuerza de sudar, se había puesto de mejor humor. Además, siempre le animaba la vista de aquel arroyo; su agua era muy clara y este resultaba rarísimo en tan país tan sucio. Cruzó la corriente por las grandes piedras que hacían de puente. Flo chapoteaba detrás de él. Siguiendo por un estrecho sendero que conocía, Flory avanzó por entre los arbustos. Era una senda abierta por el ganado que iba a beber al riachuelo y casi nunca pasaban por allí seres humanos. Conducía a un estanque, a unos cincuenta metros corriente arriba. Allí crecía un árbol peepul que parecía un gran cable de madera retorcido por un gigante, ya que el tronco lo formaban innumerables fibras entrelazadas. Las raíces del árbol constituían una cueva natural bajo la cual borboteaba el agua verdosa. Por encima y en torno al denso follaje se detenía la luz, convirtiendo aquel lugar en una gruta de verdor con paredes de hojas.
Flory se quitó la ropa y se arrojó al agua. En ella había un poco más de fresco que en el aire. Sentándose en el fondo, le llegaba el agua por el cuello. Bandadas de plateados mahseer del tamaño de las sardinas evolucionaban alrededor de su cuerpo. Flo se había tirado también al agua y nadaba en silencio. Conocía bien la charca, pues el amo y la perra iban allí con frecuencia siempre que Flory estaba en Kyanktada.
En la copa del peepul se movía algo y se oía un ruido como de hervor. Había allí una bandada ele palomas verdes comiéndose unas frutas que recordaban a las cerezas. Flory miró la gran cúpula verde, queriendo distinguir los pájaros; pero eran invisibles porque su color se fundía con el de las hojas. Sin embargo, todo el árbol rebullía con ellos, como si lo agitaran fantasmas de aves. Flo descansaba sobre las raíces y gruñía a las invisibles criaturas. Entonces, una paloma verde se destacó y fué a posarse en una rama más baja. No sabía que la contemplaban. Era preciosa, más pequeña que una paloma doméstica, con lomo verde jade más suave que el terciopelo, y la pechuga y el cuello de colores iridiscentes. Sus patitas eran como esa cera rosa que usan los dentistas.
La paloma se balanceaba sobre las ramas hinchando su brillante pechuga y picoteándose en ella con su coralino pico. Flory sintió una tremenda angustia. Fué algo repentino, como un pinchazo. ¡Solo, solo; la amargura de estar solo! Con mucha frecuencia le ocurría esto en sitios solitarios de la selva cuando contemplaba algo –– un pájaro, una flor, un árbol –– de una belleza indescriptible. Entonces pensaba: “ ¡Si hubiera alguien con quien pudiera compartir estas emociones! “. Porque la belleza carece de sentido si no se comparte. ¡ Si tuviera una persona, solamente una, con quien compartir su soledad! De pronto, la paloma silvestre vió al hombre y al perro allá abajo y salió disparada como una bala, con un vibrante aleteo. No es corriente ver tan cerca las palomas verdes cuando están vivas. Son aves de vuelo muy alto que viven en la copa de árboles gigantescos y sólo bajan al suelo cuando la sed las impulsa a ello. Cuando se les dispara, si no mueren al instante, se agarran a la rama hasta morir, y sólo caen cuando el cazador se ha cansado de esperar y se ha marchado.
Flory salió del agua, se vistió y volvió a cruzar el arroyo. En vez de regresar a casa por el camino normal, siguió una senda que penetraba en la selva hacia el sur con la intención de dar un rodeo y pasar por una aldea que estaba en el lindero de la selva y no muy lejos de su casa. Flo corría de un lado a otro, ladrando a veces cuando sus largas orejas se enganchaban en las espinas. Una vez había cazado a una liebre por allí cerca. Flory andaba despacio. El humo de su pipa se elevaba recto. Era feliz en aquellos momentos y se sentía tranquilo espiritualmente después del baño y del paseo. Hacía más fresco, a no ser por los ramalazos de calor que quedaban debajo de los árboles más tupidos y la luz era suave y agradable. A lo lejos chirriaba un lento carro de bueyes.
Al poco tiempo se habían perdido ya en la selva amo y perra y vagaban desorientados en una maraña de árboles muertos v lianas y arbustos enredados unos con otros. Llegaron a un sitio sin salida. La senda estaba bloqueada allí por unas plantas inmensas y horribles como aspiristras ampliadísimas cuyas hojas terminaban en largas pestañas bordeadas de espinas. El carro de bueyes se acercaba; los chirridos de sus ruedas se oían más próximos.
––¡Eh, saya gyi, saya gyi! –– gritó Flory mientras sujetaba a Flo por el collar para que no se escapara.
––¿Ba-le-de?––respondió el birmano con otro grito.
––¡Acércate, por favor, oh venerable y sabio señor! Nos hemos perdido. ¡Detente un momento, oh gran constructor de pagodas!
El birmano saltó del carro y se dirigió Hacia donde estaba Flory. Se abrió paso por entre los matorrales y las lianas con su dah. Era un hombre tuerto y rechoncho. Volvió con Flory y la perra hasta donde había dejado el carro y Flory se subió a éste sentándose en él incómodo. El birmano cogió las riendas, les gritó a los bueyes golpeándoles con un bastoncillo en las raíces de sus colas y el carro arrancó con un gemido de sus ruedas. Los carreteros birmanos casi nunca engrasan los ejes, quizás porque creen que el chirrido aleja los malos espíritus, aunque cuando se les pregunta sobre esto dicen que se debe a que su pobreza les impide comprar grasa.
Pasaron frente a una pagoda de madera enjalbegada que no tenía más altura que la de un hombre y medio escondida por las enredaderas. Luego el sendero seguía hasta el pueblo, compuesto por veinte chozas de madera desvencijadas, con tejados de paja y un pozo, bajo unas cuantas palmeras secas. Una mujer gruesa y de tez amarilla con su longyi sujeto debajo de las axilas perseguía a un perro. alrededor de una choza pegándole con un bambú y riéndose. También el perro se reía a su manera. El pueblo se llamaba Nyaunglebin (que significa “Los cuatro árboles peepul”), aunque ya no quedaban allí árboles de esta clase y probablemente hacía un siglo que habían desaparecido del lugar. Los aldeanos cultivaban una franja de terreno entre el pueblo y la selva y también fabricaban carros de bueyes que vendían en Kyauktada. Por todas partes se veían ruedas en construcción muy macizas y de unos cinco pies de diámetro, con los radios toscamente tallados pero muy fuertes.
Flory se apeó del carro y le dió al carretero cuatro annas. Algunos perrillos salieron de debajo de las chozas para oler a Flo, y un enjambre de niños desnudos, de barriguitas salientes y de cabello atado sobre la cabeza, se acercaron para curiosear al hombre blanco, pero manteniéndose a prudente distancia. El cacique de la aldea, un anciano con aire de brujo, salió de su casa a cumplimentar a Flory. Éste se sentó en los escalones de la casucha del viejo y volvió a encender la pipa. Tenía sed.
––¿Se puede beber el agua de tu pozo, thugyi-min?
El cacique reflexionó un momento mientras se rascaba la pantorrilla izquierda con el dedo gordo de su pie derecho. Por fin. respondió.
––Los que la beben, la beben, thakin. Y los que no la beben, no la beben.
––¡Ah, qué sabiduría!
La mujer gruesa, después de haber alejado definitivamente al perro, trajo una tetera de barro ennegrecida y un tazón sin asas y le dió a Flory té verde pálido que sabía a madera quemada.
––Tengo que marcharme, thugyi-min. Gracias por el té.
––Dios te acompañe, thakin.
Flory llegó a su casa cuando ya había obscurecido por completo. Ko S’la se había puesto un ingyi limpio y esperaba en el dormitorio. Había calentado dos barreños de agua, encendiendo las lámparas de petróleo, y tenía dispuestos un traje y una camisa limpios para Flory. El despliegue de la ropa sobre la cama era una alusión a que Flory se afeitara, se vistiera y fuera al Club después (fe cenar. Algunas veces se pasaba la tarde vestido de cualquier modo y tumbado en un sillón, leyendo, lo cual le parecía muy mal a Ko S’la. Le disgustaba mucho ver que su amo se conducía de modo distinto que los demás blancos. El hecho de que Flory volviese frecuentemente borracho del Club, mientras que conservara la sobriedad si se quedaba en casa, no influía para nada en Ko S’la, porque emborracharse era normal y perdonable en un blanco.
––La mujer se ha marchado al bazar––anunció contento, pues lo estaba siempre que Ma Hla May salía de la casa––. Ba Pe la ha acompañado con una linterna.
––Bien –– dijo Flory.
Sin duda alguna se había ido a gastarse sus cinco rupias; a jugárselas, seguramente.
––Ya está lista el agua del baño para el santísimo señor.
––Espera; tenemos que, atender primero a la perra. Trae el peine ––dijo Flory.
Los dos hombres se pusieron en cuclillas. juntos y peinaron el sedoso pelo de Flo, quitándole también las espinas que se le habían clavado en las patas. Esto lo tenían que hacer todas las tardes. Se clavaba muchas cosas durante el día; algunas pinchaban como alfileres y después de haberse clavado se hinchaban. Ko S’la iba poniendo en el suelo todo aquello y lo aplastaba con su fuerte pie.
Después Flory se afeitó, se bañó, se vistió y se sentó para cenar. Ko S’la, detrás de su silla, le iba pasando los platos sin. dejar de abanicarlo con el gran abanico de mimbre. Había dispuesto en un florero un ramo de hibiscos rojos en el centro de la mesita. La comida era pretenciosa y mala. Los cocineros mug, descendientes de los criados que llevaron los franceses a la India hace varios siglos, pueden hacerlo todo con los alimentos…, menos convertirlos en buena comida. Después de la cena, Flory bajó al Club para jugar al bridge y emborracharse casi por completo, como hacía la mayor parte de las noches que pasaba en Kyauktada.
V
A pesar del whisky que había bebido en el Club, Flory durmió poco aquella noche. Los perros vagabundos aullaban a la luna. Ésta se hallaba en cuarto creciente y muy baja a media noche, pero los perros se pasaban el día durmiendo por el calor y empezaban muy pronto sus coros a la luna. Un perro le había tomado manía a la casa de Flory y se pasaba las noches ladrándole sistemáticamente. Sentado en su trasero a cincuenta metros de la verja, lanzaba secos e irritados ladrillos, uno a cada medio minuto, con la regularidad de un reloj. Seguía así dos o tres horas hasta que los gallos empezaban sus quiquiriquíes.
Flory se revolvía continuamente y la cabeza le dolía mucho. Algún tonto ha dicho que no se puede odiar a un animal; sólo hay que desearle que pase unas cuantas noches en la India, cuando los perros aúllan a la luna. Finalmente, Flory no pudo soportarlo más. Se levantó, buscó su rifle y un par de cartuchos en la gran caja de lata que tenía debajo de la cama y salió a la veranda.
Se veía bastante bien y pudo distinguir al perro. Apoyándose en la columna de madera de la veranda, apuntó cuidadosamente. Luego, al sentir la dura culata en su hombro desnudo, vaciló. El rifle tenía un retroceso muy fuerte y dejaba serial en la carne cada vez que se le disparaba. No se decidió a disparar a sangre fría.
Era inútil intentar dormir. Flory se puso la chaqueta y cogió unos cigarrillos. Empezó a pasearse por el jardín entre las fantasmales flores. Hacía calor, y los mosquitos, al descubrirlo, le siguieron en enjambres zumbadores. Fantasmas de perros se perseguían unos a otros por el maidan. A la izquierda brillaban blanquecinas las lápidas del cementerio inglés. Una visión siniestra más intensa aún por los cercanos restos de las antiguas tumbas chinas. Se decía que la colina estaba encantada y los chokras del Club temblaban cuando se les enviaba de noche por aquel camino.
“Eres un perro blando, fornicador, cobarde… Todos esos idiotas del Club a quienes te crees superior, todos ellos son mejores que tú. Por lo menos, son hombres a su manera; no cobardes y mentirosos como tú. No están medio muertos ni podridos. En cambio, tú…”
Todo esto se lo decía Flory a sí mismo sin demasiada exaltación, porque estaba acostumbrado a pensarlo. Esta vez tenía, motivo suficiente para insultarse. Aquella noche había ocurrido en el Club algo muy desagradable, un asunto verdaderamente feo. Desde luego, nada de particular si se tenían en cuenta los precedentes del caso, pero, de todos modos, había sido deshonrante y mezquino.
Cuando Flory había llegado al Club, sólo estaban allí Ellis y Maxwell. Los Lackersteen habían ido a la estación para esperar a su sobrina, que había de llegar en el tren de la noche. Macgregor les había prestado su auto.
Flory y los otros dos jugaban al bridge a tres bastante amistosamente cuando entró Westfield. Traía roja de rabia su arenosa cara y en la mano agitaba un ejemplar de El Patriota Birmano. Publicaba éste un artículo difamatorio contra Macgregor. La indignación de Ellis y Westfield fué extraordinaria. Estaban tan furiosos que Flory tuvo que hacer los mayores esfuerzos para mostrar una indignación que pudiera satisfacerlos. Ellis estuvo lanzando improperios durante cinco minutos, y luego, por una extraordinaria asociación de ideas, llegó a la conclusión de que el doctor Veraswami era el responsable de aquel asunto. Y al instante pensó en un contraataque. Pondrían un aviso en el tablón en respuesta y en contradicción con el que Macgregor había clavado allí el día antes. Ellis lo escribió inmediatamente con su letra pequeña y clara:
“En vista del cobarde insulto dirigido recientemente a nuestro comisario––delegado, nosotros, los abajo firmantes, creemos que éste es el peor momento posible para estudiar la posible elección de negros como miembros de este Club…”
Westfield objetó a la palabra “negros”. La tacharon con una simple raya y escribieron encima “nativos”. Firmaron “R. Westfield, P. W. Ellis, C. W. Maxwell, J. Flory”.
Ellis se alegró tanto de haber tenido aquella idea que casi le desapareció su ira. El escrito no era nada en sí mismo, pero la noticia correría velozmente por todo el pueblo y el doctor Veraswami se enteraría a la mañana siguiente. Así, el grupo de europeos había llamado públicamente “negro” al doctor. Esto le entusiasmaba a Ellis. Se pasó el resto de la velada casi sin apartar los ojos del tablón de anuncios y a cada pocos minutos exclamaba contentísimo: “Esto hará meditar a ese pequeñajo, ¿eh? Así sabrá lo que pensamos de él. Esta es la manera de ponerlo en su sitio, ¿eh?”.
De manera que Flory había firmado un insulto público a su amigo. Lo había hecho por la misma razón que hizo mil cosas por el estilo en su vida: porque le faltaba la pizca de valor necesaria para negarse. Porque, naturalmente, podía haberse negado a firmar si hubiera querido; y negarse habría significado una pelea con Ellis y Westfield. A Flory se le hacía un mundo cada discusión de esta clase, y cedía a todo sólo con pensar en una discusión de éstas. Sentía intensamente la marca en su mejilla, como si le quemara, y la voz se le debilitaba y le sonaba a culpable. ¡Todo antes que verse obligado a escuchar las despectivas reticencias de aquellos hombres l Era más fácil insultar a su amigo aun sabiendo que su amigo había de saberlo.
Flory llevaba quince años en Birmania, y en Birmania se aprende a no enfrentarse con la opinión general. Pero lo que a Flory le sucedía había empezado mucho antes: en el vientre de su madre, cuando el azar lo dejó señalado con la horrible marca. Recordó algunos de los primeros efectos del “antojo”. Cuando entró por primera vez en la escuela, a los nueve años, los chicos se quedaron asombrados mirándolo, y, al tomar un poco de confianza, le gritaban “¡Cara Azul!”, apodo que le duró hasta que el poeta de la escuela (que se convirtió en un crítico y escribía ahora artículos bastante buenos en The Nation, recordó Flory) le “sacó” este pareado:
Flory tiene la cara, el pobrecito,
lo mismo que el trasero de un monito.
Y desde entonces lo apodaron “Culo de mono”, infamante alias que le duró varios años. Las tardes de los sábados celebraban los niños lo que ellos llamaban “el juego de la tortura”. El tormento favorito consistía en sujetar a uno de la manera más dolorosa mientras que otro zurraba al “acusado” con un látigo improvisado. Pero Flory había salido con bien de todo aquello. Era un mentiroso y jugaba al fútbol muy bien, las dos cosas imprescindibles para tener buen éxito en la escuela. En el último curso, él y otro chico sometieron al poeta al tormento favorito, mientras que el capitán del equipo le propinaba una buena tanda de latigazos. El castigo era por haber escrito un soneto. Aquél fué para Flory un período de formación.
De la escuela elemental pasó a un colegio público de tercera clase. Era un sitio pobre y con pretensiones donde se imitaba a los grandes establecimientos docentes con sus tradiciones de anglicanismo, cricket y versos latinos. Se cantaba allí una canción escolar titulada “La mêlée de la vida”, en la que Dios figuraba como el Gran Arbitro. Pero le faltaba la virtud principal de las grandes escuelas oficiales, su atmósfera de erudición literaria. Los chicos no aprendían casi nada. Flory salió de allí con una perfecta ignorancia. Y, sin embargo, estaba seguro de que en él había posibilidades de llegar a ser alguien, posibilidades que, por otra parte, le darían grandes preocupaciones. Pero él puso remedio a tiempo, porque un muchacho no pasa en balde por la experiencia ele haber empezado en la vida social con el apodo “Culo de mono”.
No había cumplido aún los veiute años cuando llegó a Birmania. Sus padres, dos buenas personas que le querían mucho, le encontraron una colocación en una compañía maderera. Les costó mucho trabajo lograrlo y habían tenido que pagar una prima que sus medios no les permitían. Flory los recompensó más tarde contestándoles a sus cartas con intervalos de varios meses. Sus primeros seis meses en Birmania los pasó en Rangún, donde aprendió la parte burocrática del negocio. Vivió con otros cuatro jóvenes que dedicaban todas sus energías a la juerga. ¡Y de qué manera! Se empapaban ele whisky, aunque la verdad es que lo detestaban; se pasaban horas enteras junto a un piano cantando a voz en grito obscenas canciones de una idiotez sin límites y se gastaban montones de rupias con viejas prostitutas judías con cara de cocodrilo. También aquél fué para Flory un período de formación.
De Rangún marchó a un campamento de la selva al norte de Mandalay para extraer teca. La vida de la selva no estaba mal del todo a pesar de las incomodidades, de la soledad y, lo que es aún peor en Birmania, la monotonía y pésima calidad de las comidas. Flory era muy joven por entonces, lo bastante joven para tener ídolos, y contó con varios amigos entre sus compañeros de la Compañía. También cazaba, pescaba y una vez al año podía escaparse a Rangún pretextando la necesidad de acudir a un dentista. ¡Cuánto se divertía en aquellas excursiones a Rangún! Compraba en la librería de Smart y Mookerdum las últimas novelas llegadas de Inglaterra, cenaba en el restaurante Anderson con bistés y una mantequilla que había viajado ocho mil millas en hielo, y se permitía bebidas exquisitas. Era demasiado joven para darse cuenta ele lo que esta vida colonial le reservaba. No veía los años que se extendían ante él, años de terrible soledad, de aburrimiento infinito, de incorrupción…
Acabó aclimatándose a Birmania. Su cuerpo se puso a compás de los extraños ritmos de las estaciones tropicales. Cada año, desde febrero a mayo, el sol centelleaba en el cielo como un dios irritado, y luego, de pronto, el monzón soplaba, primero con breves y violentos aguaceros, y después con una lluvia incesante que lo calaba todo. Ni la ropa, ni la cama, ni siquiera la comida parecían estar secas nunca. Pero seguía haciendo calor a pesar de tanta agua, un calor vaporoso y sofocante. Los caminos de la selva estaban encharcados y las tierras de cultivo se convertían en malolientes pantanos. Los libros y las botas despedían humedad constantemente. Birmanos desnudos y con descomunales sombreros de palma araban los arrozales conduciendo a los búfalos hundidos en agua hasta media pata. Más tarde, las mujeres y los niños plantaban los verdes retoños del arroz clavando cada planta en el fango con pequeños tridentes. En julio y agosto apenas cesaba de llover un solo día. Entonces, una noche, a mucha altura, se oía el múltiple chillido de innumerables e invisibles pájaros. Las agachadizas volaban hacia el Sur, procedentes del Asia Central. Las lluvias continuaban, espaciándose, hasta terminare en octubre. Los campos se secaban, el arroz maduraba y los niños birmanos salían a jugar con sus cometas en el aire ya fresco. Era el comienzo del breve invierno y entonces la Alta Birmania parecía habitada por el fantasma de Inglaterra. Florecían por doquier las plantas silvestres, que no eran exactamente las mismas que se ven en Inglaterra, pero muy semejantes a ellas; y hasta se encontraban violetas en los sitios más umbríos de la selva. Las noches e incluso los días eran fríos, atrozmente fríos, con blancas neblinas que se esparcían por los valles como el vapor de inmensas teteras. Era el tiempo de cazar patos y agachadizas. Éstas llegaban a miles y las bandadas de gansos salvajes pasaban con el ruido de un tren de mercancías que cruza un puente de hierro. El arroz maduro, que le llegaba a uno a la altura del pecho, parecía trigo. Los birmanos marchaban al trabajo con la cabeza envuelta en paños y los brazos cruzados sobre el pecho, y sus caras contraídas por el frío parecían más amarillas que nunca. Por la mañana, marchaba uno por entre la neblina, sobre hierba húmeda, casi césped inglés, y árboles pelados en los que se agazapaban los monos en espera del sol. Por la noche, al regresar al campamento por fríos caminos, se encontraban manadas de búfalos conducidos por muchachos. Los enormes cuernos de los búfalos, confusamente vistos a través de la niebla, parecían medias lunas. Había que poner tres mantas en la cama. Después de cenar, se sentaba uno sobre un leño y, al calor de una fogata, se bebía cerveza y se charlaba de caza. Las llamas danzaban fantasmalmente arrojando un círculo de luz en cuyos bordes los criados y los coolies sentábanse en el suelo con las piernas cruzadas sin atreverse a acercarse a donde estaban los blancos, pero aproximándose lo más posible al fuego, como perros. Ya acostado, podía uno escuchar el gotear del rocío que caía de los árboles. Era una vida aceptable mientras era uno joven y no pensaba en el futuro ni en el pasado.
Flory tenía veinticuatro años y le correspondía ya un permiso cuando estalló la primera guerra mundial. Eludió el servicio militar, lo cual podía hacerse fácilmente desde allí y parecía entonces lo natural. Los que tenían puestos civiles en Birmania, se apoyaban en la consoladora teoría –– inventada por ellos––de que el verdadero patriotismo consistía en seguir en sus puestos; teoría que despertaba, incluso en ellos, una latente hostilidad hacia los que, abandonando sus tareas civiles, se alistaban en el ejército. En realidad, Flory había rehuído el servicio militar porque el Oriente lo había corrompido ya y no quería renunciar a su whisky, sus criados y sus jóvenes birmanas, por el aburrimiento y las penalidades de la vida de cuartel y de trincheras. La guerra pasó como una tormenta, más allá del horizonte. Birmania, hirviendo de calor y humedad y alejada del peligro, vivió aquellos artos con tina sensación de soledad y de estar olvidada más intensa que de costumbre. Flory se dedicó a leer vorazmente y aprendió a vivir en los libros cuando la vida auténtica se hacía fastidiosa. Los años transcurridos lo apartaban ya, por aburrimiento, de los placeres juveniles, y, quizás contra su voluntad, aprendió a pensar por sí misma. Celebró su vigésimosexto aniversario en el hospital, cubierto de pies a cabeza por repugnantes pústulas que se llamaban “escoceduras del fango”, pero que probablemente se las habían causado el whisky y la mala comida. Le dejaron pequemos redondeles en su piel que no se le quitaron hasta dos años después. De pronto, pareció mucho más viejo. Se le había acabado la juventud súbitamente. Estaba definitivamente marcado por ocho años de vida oriental, de fiebre, de soledad y de borrachera intermitente.
A partir de entonces, cada año fue para él más duro y de más soledad que el anterior. Lo que ocupó desde entonces el centro de sus pensamientos y lo que contribuía en gran medida a envenenárselo todo, era un odio que le aumentaba sin cesar contra ‘a atmósfera de imperialismo en que vivía. En efecto, a medida que se desarrollaba su cerebro (ya que es imposible impedirse uno mismo el desarrollo cerebral, y una de las tragedias de las personas que poseen una semicultura es que su desarrollo intelectual es tardío, cuando ya se encuentran ligados irremediablemente a una cierta manera de vivir) había comprendido la verdad sobre los ingleses y su Imperio. Y el Imperio en la India es un despotismo, benévolo, sin duda, pero no deja de ser tan despotismo con el robo como objetivo final. Y en cuanto z los ingleses de la India, los sahiblog, Flory había llegado a odiarlos a fuerza de vivir entre ellos. Tanto los odiaba que ira incapaz de ser justo con ellos. Porque, después de todo, los pobres diablos no eran peores que otros. Llevaban unas vidas nada envidiables. ¿Quién va a envidiar a los que se pasan treinta años, mal pagados, en un país remoto y regresan luego a la patria, con el hígado destrozado y la espalda anquilosada de tanto sentarse en sillas de caña, sin más perspectiva que convertirse en el “pesado” de cualquier club de segundo orden? Por otra parte, no conviene idealizar a los sahiblog. Existe la idea, muy extendida, de que los hombres que han vivido en los “baluartes del Imperio” son gente trabajadora y capaz. Esto es falso. Aparte los servicios científicos––el Departamento Forestal, el de Obras Públicas y otros por el estilo––, ningún funcionario inglés de la India necesita realizar sus tareas de un modo competente. Pocos de ellos trabajan tanto ni tan inteligentemente como un jefe de correos de cualquier ciudad provinciana de Inglaterra. El verdadero trabajo administrativo lo realizan los funcionarios nativos; y la verdadera columna vertebral del despotismo no es la administración, sino el ejército. Una vez está allí el ejército, los funcionarios y los hombres de negocios pueden desenvolverse con toda facilidad, aunque sean tontos e inútiles. Y la mayoría de ellos son, efectivamente, unos tontos. Gente anodina que se dedica a fomentar su vaciedad detrás de un cuarto de millón de bayonetas.
Viven en un mundo entontecedor en que cada palabra y cada pensamiento pasan por una censura. En Inglaterra apenas puede concebirse una atmósfera semejante. En Inglaterra todos somos libres; vendemos nuestras almas en público y volvemos a comprarlas en privado, entre amigos. Pero ni siquiera la amistad puede existir cuando cada hombre blanco es un diente en la rueda del despotismo. No se concibe en tales circunstancias la libertad de palabra. En cambio, están permitidas todas las demás formas de libertad. Goza usted de plena libertad para emborracharse, para ser un cobarde, un fornicador, un vago…, pero no puede usted pensar por su cuenta. La opinión sobre cualquier tema está dictada de antemano por el código de los pukka sahibs.
Al final, el haber guardado en secreto su rebeldía, lo envenena a usted como una enfermedad secreta. Toda su vida será una maraña de mentiras. Año tras año se pasa usted las horas muertas sentado en clubs envueltos por el recuerdo de Kipling, con el whisky a su derecha y el Pik’un a su izquierda, escuchando y asintiendo mientras el coronel Bodger expone su teoría de que habría que meter en aceite hirviendo a esos malditos nacionalistas. Escucha usted cómo llaman a sus amigos orientales “grasientos babús” y admite usted, disciplinadamente, que son, desde luego, unos babús grasientos. Puede usted contemplar cómo unos mequetrefes recién salidos del colegio tratan a puntapiés a criados ancianos. Todo lo cual le hace odiar a sus compatriotas y llega usted a desear que los nativos se subleven y ahoguen el Imperio en sangre. Y en esa actitud no habrá nada honorable, ni será siquiera una actitud sincera, porque, en el fondo ¿qué le importa a usted que el Imperio de la India sea un despotismo, ni que los hindús sean tratados a patadas y explotados? Si se preocupa usted de ello es sólo porque le niegan a usted la libertad de palabra. En realidad, usted es otra criatura más del despotismo, un pukka sahib, y se halla ligado al sistema colonial más estrictamente que un monje a su orden o que un salvaje a un inquebrantable sistema de tabús.
Pasó el tiempo y cada año se sentía Flory más a disgusto en el mundo de los sahibs, más expuesto cada vez a buscarse dificultades cuando quería exponer seriamente sus opiniones sobre cualquier tema. Por eso había aprendido a vivir hacia adentro, secretamente, en libros y en pensamientos íntimos que nunca podrían ser exteriorizados. Incluso cuando charlaba con su amigo el doctor, era como si hablase consigo mismo. Porque el doctor, excelente persona, entendía pocas cosas de las que Flory le decía. Pero vivir hacia dentro de uno mismo es algo que le corrompe a uno. Hay que vivir a favor de la corriente vital, no en contra de ella. Es preferible ser el más idiota de los pukka sahibs que llevar una existencia silenciosa, solitaria, consolándose con mundos secretos y estériles.
Flory no había llegado a regresar a Inglaterra. El porqué no podría haberlo explicado, aunque lo sabía perfectamente. Al principio, varios inconvenientes se lo habían impedido. Primero, la guerra, y cuando ésta acabó, la Compañía en que trabajaba Flory estaba falta de hombres capacitados y no quiso dejarle marchar en los dos años siguientes. Por fin, pudo preparar el viaje. Estaba deseando volver a Inglaterra aunque sólo fuera por algún tiempo, pero, por otra parte, temía hacerlo como teme uno encontrarse con una joven bonita cuando va uno sin afeitar y sin corbata. Al partir de Inglaterra, era Flory un muchacho que prometía llegar a algo importante en la vida, y de bastante buen aspecto, a pesar de su marca; ahora, sólo diez años después, estaba amarillento, muy enflaquecido, casi siempre borracho y parecía un hombre de mucha más edad. Sin embargo, su deseo de ver nuevamente Inglaterra era cada vez mayor. El barco zarpó por fin y la debilitada sangre de Flory aceleró sus latidos con el buen alimento y el aire del mar. Se le ocurrió pensar que todavía era lo bastante joven para empezar de nuevo; y es curioso que este pensamiento no lo hubiese tenido nunca durante su estancia en Birmania. Viviría un año en la sociedad civilizada, encontraría alguna muchacha a la que no le importara su ––Marca en el rostro––una chica civilizada, no una pukkat mencahib –– y se casaría con ella, después de lo cual sería muy capaz de resistir otros diez o quince años más en Birmania. Luego se retiraría con su esposa, y tendrían ahorradas doce o quince mil libras esterlinas. Comprarían una granja en el campo, se rodearían de amigos y libros, de sus niños y de animales. Y así se verían libres para siempre del odioso olor colonial. Olvidaría a Birmania, el horrible país que había estado a punto de acabar con él.
Cuando el barco atracó en el puerto de Colombo, esperaba a Flory un cablegrama. Tres empleados de su Compañía habían muerto de repente a causa de una epidemia. Sus jefes sentían mucho interrumpirle el viaje, pero le rogaban que volviese a Rangún inmediatamente. Desde luego, podía contar con un permiso en cuanto se presentara la oportunidad de prescindir de él por algún tiempo.
Flory desembarcó y tomó el primer barco que salía para Rangún, maldiciendo su suerte. Una vez allí, tomó el tren que le condujo hacia su puesto, que entonces no era Kyauktada, sino otra ciudad de la Alta Birmania. Todos los criados le esperaban en el andén. Antes de partir, se los había transferido en masa al compañero que lo iba a sustituir, y éste había muerto. ¡Qué extraño le resultó encontrarse de nuevo aquellos rostros tan conocidos! Sólo diez días antes navegaba rumbo a Inglaterra, considerándose ya allí, y de pronto se veía otra vez en su antiguo escenario con los coolíes negros y desnudos llevándole su equipaje y oía los gritos de un carretero que estimulaba a sus bueyes.
Los criados lo rodearon con caras amables, ofreciéndole presentes. Ko S’la le había llevado una piel de sambhur, y los hindús algunos dulces y una guirnalda. Ba Pe, que entonces era un muchacho, le llevó una ardilla en una jaula de mimbre. Unos carros de bueyes esperaban el equipaje. Flory fué a pie hasta su casa, y la gran guirnalda que le colgaba en el cuello le daba un aspecto ridículo. La luz de la fría tarde resultaba agradable y amarillenta. A la puerta ele su casa un viejo hindú del color del barro segaba hierba con una pequeña hoz. Las mujeres del cocinero y el mali, arrodilladas frente a la dependencia de la servidumbre, molían pasta de curry con unas piedras.
A Flory le dió un vuelco el corazón. Era aquél uno de esos momentos en que se da uno cuenta de que en su vida va a ocurrir un gran cambio y precisamente para peor. Porque de repente había comprendido que se alegraba de volver. Este país que él había odiado tanto, era ahora su país nativo, su patria. Había pasado allí diez años y todas las partículas de su cuerpo estaban ya impregnadas de aire y suelo birmano. Escenas como aquélla––la amarillenta luz vespertina, el viejo hindú cortando hierba, el chirrido de los carros y los gritos de algunos pájaros silvestres––le eran más “nativos” que la misma Inglaterra. Sus raíces se habían hundido profundamente en un país remoto.
Desde entonces ni siquiera había solicitado permiso para pasar una temporada en Inglaterra. Había muerto su padre; después, su madre. Sus hermanas, unas mujeres con cara de caballo que siempre le habían parecido insoportables, se habían casado, y Flory perdió casi todo contacto con ellas. No le quedaban apenas vínculos con Europa, excepto los libros. Se había dado cuenta de que el hecho de volver a Inglaterra no suponía el remedio automático de su soledad. Había llegado a comprender el infierno especial reservado en la patria a los anglo––hindúes. ¡Ah, aquellas pensiones lúgubres llenas de anglo––hindúes en todos los estados de descomposición de la personalidad, que no cesaban de hablar sobre lo ocurrido en Boggleywalah en 1884! Pobres diablos, ellos saben muy bien lo que significa dejarse el corazón en un país tan lejano y tan odiado… Flory vió claramente que sólo tenía una salida: encontrar a alguien que quisiera compartir su vida en Birmania, pero compartirla de verdad, compartir su vida íntima y secreta, alguien que en su día se llevara de Birmania exactamente los mismos recuerdos que él. Alguien que amase a Birmania lo mismo que él, y que la odiara lo mismo que él la odiaba. ¿Quién le ayudaría a vivir sin tener que esconder nada, sin verse obligado a callar lo que ansiaba expresar? Alguien que lo comprendiese: un verdadero amigo.
¿Un amigo? ¿No sería mejor una esposa, la imposible ella; por ejemplo, alguien como la señora Lackersteen? Quizás alguna condenada menisahib, amarillenta y esquelética, aficionada al chismorreo en los cócteles, que se pasara horas y horas riñéndoles a los criados y viviese veinte años en el país sin aprender ni una sola palabra del lenguaje nativo. ¡No, por Dios, una de ésas no!
Flory se apoyó en la verja. La luna desaparecía detrás del denso muro de la selva, pero los perros seguían aullando. Recordó unos versos de Gilbert, una cancioncilla idiota pero muy adecuada al momento, algo acerca de “discurra usted sobre su complicado estado de ánimo”.
Flory volvió a la veranda, cogió el rifle de nuevo y, titubeando un poco, disparó contra el perro vagabundo. La bala fué a enterrarse a mucha distancia del blanco. El culatazo le dejó a Flory enrojecido el hombro. El perro (lió un aullido de terror y fué a sentarse a cincuenta metros más allá, empezando de nuevo a ladrar rítmicamente.
VI
La luz de la mañana fué deslizándose por el maidan hasta dar amarilla como un pan de oro, contra la blanca fachada del bungalow. Cuatro cuervos fueron a posarse sobre la barandilla de la veranda esperando la oportunidad de robar el pan y la mantequilla que Ko S’la había puesto junto al lecho de Flory. Éste, apartando el mosquitero, llamó a Ko S’la para que le llevase ginebra, y luego fué al cuarto de baño. Sentóse un rato en el baño de cinc lleno ya de agua, que debía de estar fría, pero que no lo estaba. Sintiéndose mejor después de beber la ginebra, se afeitó. Por regla general dejaba el afeitado hasta última hora de la tarde porque tenía la barba cerrada y le crecía en seguida.
Mientras Flory estaba sentado tranquilamente en el baño, Macgregor, en shorts y camiseta, sentado en la esterilla de bambú instalada al efecto en su dormitorio, se esforzaba por realizar los números 5, 6, 7, 8 y 9 del método de gimnasia de Nordenflicht. Macgregor nunca o casi nunca dejaba de hacer sus ejercicios gimnásticos cada mañana. El número 8 (la espalda en el suelo, levantar las piernas hasta la posición perpendicular sin doblar las rodillas) era muy duro para un hombre de cuarenta Y tres años; el número 9 (con la espalda en. el suelo, levantarse Poco a poco hasta quedar sentado y tocarse los dedos de los Pies) era todavía peor. “¡No importa, hay que mantenerse en forma!”, pensaba Macgregor mientras intentaba penosamente llegar hasta los dedos de sus pies, se le ponía al rojo vivo el cuello y se le congestionaba el rostro como si le amenazase una apoplejía. Su carnoso pecho brillaba de sudor. “¡No importa, no hay que abandonar el esfuerzo! A toda costa, hay que mantenerse en forma.” El criado Mohammed Alí, con la ropa limpia de su amo al brazo, lo contemplaba por’ la puerta entreabierta. Su alargada y amarillenta cara de árabe no expresaba ni comprensión ni curiosidad. Llevaba cinco años presenciando estas contorsiones y pensaba confusamente que constituían un sacrificio a algún dios misterioso y exigente.
Al mismo tiempo, Westfield, que había salido temprano, se apoyaba sobre la mesa manchada de tinta de la Comisaría de Policía, mientras que el obeso subinspector interrogaba a un sospechoso a quien vigilaban los guardias. El sospechoso era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro gris y timorato, y vestía con los andrajos de un longyi que le llegaban sólo hasta las rodillas.
––¿Quién es este tipo?––dijo Westfield.
––Ladrón, señor. Lo sorprendimos, y en su poder este anillo con dos esmeraldas muy caras. Sin explicación. Él, pobre coolíe, ¿cómo podría tener anillo de esmeraldas? Robado.
Se volvió ferozmente al acusado y le puso la cara casi encima rugiendo con una voz estentórea:
––¡Robaste el anillo!
––No.
––Eres criminal antiguo.
––No.
––;Has estado en la cárcel!
––No.
––Da la vuelta––vociferó el subinspector, que había tenido una inspiración––. Dóblate.
El hombre volvió su cara grisácea, angustiadísimo, hacia Westfield. Pero éste miró hacia otro lado. Los dos guardias sujetaron al acusado y le hicieron doblarse de manera que su trasero quedara en alto. El subinspector le arrancó el longyi, dejando al aire sus nalgas.
––¡Mire, señor! –– le señaló varias cicatrices ––. Fué castigado con bambú. Antiguo criminal. Por lo tanto, robó el anillo.
––Muy bien, enciérralo––dijo Westfield de mal humor mientras se apartaba de la mesa con las manos en los bolsillos. En el fondo de su corazón detestaba encarcelar a aquellos pobres diablos, que no eran más que ladrones comunes. A los rebeldes, bueno pero no a estas desgraciadas ratas. Le preguntó al subinspector:
––¿Cuántos has encerrado ya, Maung Ba?
––Tres, señor.
La “cárcel” estaba en el piso de arriba y consistía en una jaula rodeada por barrotes de madera muy gruesos. La vigilaba un guardia armado con carabina. Era un lugar muy obscuro, sin ningún mueble, a no ser una letrina de tierra que apestaba horrorosamente. Hacía allí un calor insoportable. Dos presos se aplastaban contra los barrotes manteniéndose a distancia de un tercero, un coolíe hindú, cubierto de pies a cabeza. Una gruesa mujer birmana, esposa de uno de los guardias, estaba arrodillada fuera de la jaula mezclando arroz y dahl aguado en tarteras de lata.
––¿Es buena la comida?––dijo Westfield.
––Es buena, santísimo señor––dijeron a coro los tres presos.
El Gobierno tenía consignadas para la comida de los presos dos asnas y media por hombre y por comida, y de ahí procuraba la mujer del guardia sacar un asna de ganancia.
Flory salió y anduvo despacio por el terreno circundante, entreteniéndose en dar bastonazos a las matas. A aquella hora todo tenía colores agradables––el verde tierno de las hojas, el marrón rosado de la tierra y de los troncos de los árboles como una acuarela que iba a disolverse con la próxima e inevitable fuerza del sol. Más allá, en el maidan, bandadas de palomas que volaban muy bajo se perseguían unas a otras, y los pájaros llamados “comedores de abejas”, de un color verde esmeralda, evolucionaban como lentas golondrinas.
El mali preparaba un nuevo arriate para las flores cerca de la verja. Era un joven hindú linfático y medio imbécil que se pasaba la vida en silencio casi absoluto, ya que hablaba un dialecto manipur que nadie entendía, ni siquiera su esposa, que era de la raza zerbadi. Además, tenía la lengua un poco grande para el tamaño de su boca. Le hizo una profunda reverencia a Flory, puliéndose la cara con una mano, y luego siguió su trabajo.
Un agudo grito que sonaba como “¡Kwaaa!” llegó de las dependencias de la servidumbre. Las mujeres de Ko S’la habían empezado su cotidiana pelea matutina. El gallo de pelea domesticado, que se llamaba Nerón, bajaba haciendo zig-zags por e! Sendero, asustado de Flo, y Ba Pe apareció con un tazón de arroz con el cual alimentó a Nerón y a las palomas. Siguieron oyéndose gritos de las mujeres y voces de los hombres que trataban de acabar con la trifulca. Ko S’la sufría mucho con sus esposas. Ma Pu, su primera mujer, era de facciones duras y sus frecuentes partos la habían secado, mientras que Ma Yi, la “mujercita”, era tina especie de gata gorda y perezosa algunos años más joven que Ma Pu. Las dos mujeres luchaban sin cesar en cuando Flory se marchaba. Una vez, cuando Ma Pu perseguía a Ko S’la con un bambú en la mano, el marido se refugió detrás de Flory para que éste le protegiese, y el amo recibió el palo dirigido a su criado. Un golpe que le dejó dolorida mucho tiempo una pierna.
Macgregor subía por la carretera a buen paso balanceando en una mano un pesado bastón. Vestía camisa caqui, shorts de dril y un topi en la cabeza. Además de sus ejercicios de gimnasia, daba todas las mañanas––por lo menos, siempre que podía un paseo de dos millas andando lo más rápidamente posible.
––¡Te deseo una mañana sensacional!–– le gritó Macgregor a Flory en una voz jovial y matutina, cuidándose de emplear el acento irlandés. A aquella hora de la mañana ponía especial empeño en tomar una actitud muy viva, de hombre activo y enérgico recién salido de una ducha fría. Además, el injurioso artículo de El Patriota Birmano que había leído la noche anterior, le había herido y se esforzaba en exagerar el tono despreocupado para ocultar su turbación.
––¡Buenos días!––respondió Flory lo más cordialmente que pudo.
“¡Este grandísimo sinvergüenza!”, pensó mientras veía alejarse a Macgregor carretera arriba. El trasero se le pegaba de un modo ridículo a los shorts de color caqui, que le estaban demasiado pequeños. Tenía el aspecto de uno de esos jefes de boy scouts, de edad madura y homosexuales casi todos ellos, que se pueden ver en las fotografías de las revistas. ¡Qué estupidez vestirse de un modo tan ridículo y enseñar sus huesudas rodillas sólo para demostrar que ejerce sus derechos de pukka sahib haciendo ejercicio antes de desayunar! ¡Un asco!
Un birmano subía por la colina, como una mancha de blanco y magenta en movimiento. Era el empleado de Flory, que venía de la minúscula oficina, la cual no se hallaba lejos de la iglesia. Al llegar a la puerta de la cerca saludó y le tendió a su jefe un grasiento sobre sellado, a estilo birmano, en el pico del cierre.
––Buenos días, señor.
––Buenos días. ¿Qué ocurre?
––Carta local, excelencia. Vino en el correo de la mañana. Carta anónima, creo, señor.
––¡Bah! Muy bien; iré a la oficina a eso de las once.
Flory abrió la carta. Estaba escrita en una hoja pequeña de papel, y decía:
“Señor John Flory:
Señor, yo, el abajo firmante, deseo que se me permita sugerir y comunicar a Vuestra Excelencia ciertas informaciones que serán de gran provecho para Vuestra Excelencia.
Señor, se ha notado en Kyauktada la gran amistad e intimidad que tiene Vuestra Excelencia con el doctor Veraswami, el cirujano civil, lo mucho que lo visita y que lo invita Vuestra Excelencia a su casa, etc. Señor, deseamos informarle de que el tal doctor Veraswami no es buena persona y de ningún modo merece la amistad de los caballeros europeos. El doctor es eminentemente deshonesto, desleal y un funcionario público muy corrompido. En el hospital receta a sus clientes agua teñida y vende drogas en provecho propio, aparte de cometer muchas cosas delictivas. A dos presos los ha vapuleado con bambúes, martirizándolos después, aun más si los parientes de las víctimas no le envían dinero. Por si fuera poco, está comprometido con el Partido Nacionalista y últimamente proporcionó los datos que sirvieron para el pérfido artículo que apareció en El Patriota Birmano atacando al señor Macgregor, el muy honorable comisario––delegado.
Por lo tanto, tenemos gran esperanza de que Vuestra Excelencia apartará de su lado al dicho doctor Veraswami y no se reunirá más con persona que sólo puede perjudicar la buena fama de Vuestra Excelencia.
Y siempre rezaré por que Vuestra Excelencia tenga salud Y prosperidad.
UN AMIGO.”
La carta estaba escrita con la letra redondilla –– aunque temblona––del escribano del bazar y parecía una página de caligrafía infantil copiada por un borracho. Sin embargo, era evidente que muchas palabras de la carta no podrían habérsele ocurrido al escribano. Tenía que haberla dictado algún empleado, y sin duda alguna el que la había escrito era U Po Kyin.
“Es el cocodrilo”, se dijo Flory.
No le gustó el tono de la carta. Bajo su apariencia de servilismo había una amenaza oculta. Lo que en realidad venía a decir era: “Sepárate del doctor o te haremos la vida imposible”. Pero, en fin, aquello no podía importar mucho; ningún inglés se considera en verdadero peligro con un oriental.
Flory, con la carta en la mano, estuvo vacilando. Hay dos cosas que se pueden hacer con una carta anónima. No decir nada de ella o enseñársela a la persona a quien afecta. Lo indicado y decente era darle la carta al doctor Veraswami y dejar que él diera los pasos que creyese convenientes.
Sin embargo, lo más prudente parecía mantenerse fuera de este asunto. Es muy importante no dejarse liar en las peleas de los nativos (quizás sea éste el más importante de los diez mandamientos del pukka sahib). Con los hindúes no debe haber lealtad ni verdadera amistad. Afecto, incluso amor…, ¿por qué no? Los ingleses les toman cariño con frecuencia a los hindúes funcionarios nativos, guardabosques, cazadores, oficiales de las tropas de color, criados… Los sepoys lloran como niños cuando su coronel se retira. Incluso la intimidad física está permitida, en ciertos casos, con las mujeres nativas… Pero la alianza, tomar partido por ellos, comprometerse en sus asuntos intestinos, ¡eso nunca! Constituye una pérdida de prestigio para un inglés incluso el simple hecho de saber a conciencia quién tiene razón en una pelea nativa.
Pensó Flory que si publicaba la carta se promovería un escándalo y una investigación oficial, y, en verdad, lo que a él le apetecía era ponerse de parte del doctor contra U Po Kyin. No es que importase U Po Kyin, pero no había que olvidar a los europeos; si él, Flory, se ponía de un modo demasiado evidente de parte del médico, tendría que pagar las consecuencias. Era preferible hacer como si no hubiera recibido la carta. El médico era un buen hombre, pero llegar a convertirse en su defensor y arrostrar por ello la desencadenada furia de todos los pukka sahibs…, ¡de ninguna manera! ¿De qué le puede servir a un hombre salvar su alma y perder a todo el mundo? Flory empezó a romper la carta. En realidad, el peligro de darla a la publicidad era muy leve, algo nebuloso. Pero en la India hay que tener cuidado con los peligros nebulosos. El prestigio, que, es el aliento de la vida, no es en esencia más que una nebulosa. No se sabe exactamente en qué consiste, pero, si se pierde, lo nota uno terriblemente. De manera que Flory acabó de romper la carta en pedacitos y los arrojó por encima de la cerca.
En este momento se oyó un grito terrible, un grito que se podía diferenciar perfectamente de los chillidos habituales de las mujeres de Ko S’la. El mali se quedó mirando con los ojos muy abiertos en la dirección por donde habían gritado, y Ko S’la, que también lo había oído, llegó corriendo, destocado, de las habitaciones de los criados, mientras Flo se puso en un instante en sus cuatro patas y ladró con todas sus fuerzas. El grito se repitió. Venía de la selva por la parte de atrás de la casa y era una voz inglesa, la voz de una mujer que gritaba aterrorizada.
No había manera normal de salir del recinto por la parte trasera. Flory saltó la cerca y cayó del otro lado haciéndose daño en una rodilla. Sin embargo, dió la vuelta al cercado pars penetrar luego en los linderos de la selva. Flo lo seguía. Pasado el primer borde de arbustos Había un hueco a donde acudían con frecuencia búfalos de Nyaunglebin porque en él había agua estancada. Flory se abrió paso por entre las matas. En la hondonada se hallaba una muchacha inglesa, con el rostro de una palidez de cera, tratando de cubrirse con un arbusto mientras un enorme búfalo la amenazaba con sus cuernos en forma de meda luna. Detrás quedaba un peludo ternero que sin duda era el motivo de todo el trastorno. Otro búfalo, hundido hasta el cuello en el fango de la charca, contemplaba la escena con su cara prehistórica, como preguntándose qué sería todo aquello.
La joven miró a Flory angustiada.
––¡Rápido, rápido! –– exclamó con terrible angustia ––. ¡Por favor, ayúdeme, ayúdeme!
Flory estaba excesivamente asombrado para preguntar nada, Se precipitó hacia ella y, a falta de palo, golpeó con los puños con la mayor fuerza que pudo los morros del búfalo. La bestia, con un movimiento de una timidez absurda dada su corpulencia, dió media vuelta y fué alejándose mansamente seguido por la ternera. El otro búfalo consiguió librarse del fango, al ver el giro que tomaban las cosas y se marchó también. La muchacha casi se arrojó en brazos de Flory cegada por su pánico.
––¡Gracias, gracias ! ¡Qué espantosos animales! Pero ¿qué son? Creí que me iba a matar. ¡Qué bichos tan horribles ! ¿Qué son, qué son?
––Pues, simplemente, búfalos de agua. Vienen a beber aquí desde la aldea.
––¿Búfalos?
––No son búfalos salvajes; a ésos los llamamos bisontes. Estos que usted ha visto no son más que una variedad del ganado que cuidan los birmanos. Ya veo que le han dado a usted un susto tremendo; lo siento muchísimo.
La muchacha estaba todavía encogida contra él apretándole nerviosamente un brazo. Flory la sentía temblar. No conseguía verle el rostro, sino sólo la parte de arriba de la cabeza, sin sombrero, con el cabello dorado y tan corto como el de un chico. También veía una de las manos de ella, la que tenía aferrada a su brazo. Era una mano larga, nerviosa, juvenil, con la muñeca salpicada de pequitas. Hacía muchos años que Flory no había visto una mano como aquélla. Sentía la suavidad y tibieza del joven cuerpo apretado contra el suyo y le producía una sensación cálida y deliciosa.
––Muy bien; se han marchado––dijo por fin Flory––. No tiene usted que asustarse ya de nada.
A medida que la muchacha se fué recuperando del miedo pasado, se apartaba poco a poco de él, pero no le soltaba el brazo.
––Estoy bien––dijo––; no ha sido nada. No estoy herida; ni siquiera llegaron a tocarme; lo que me horrorizó fué el aspecto que tenían.
––Pues la verdad es que son completamente inofensivos. Tienen los cuernos tan atrás que no pueden embestir con ellos. Además, son tontos. Sólo cuando tienen crías hacen como si fueran a atacar, pero ni siquiera entonces se deciden.
Ya estaban separados, y, al verse a cierta distancia el uno del otro, les invadió a ambos una sensación de vergüenza. Flory, inmediatamente, había tomado su habitual precaución de volver la cara para que no le viera la mancha. Dijo:
––¿Verdad que ha sido una presentación de lo más extraño? Ni siquiera le he preguntado a usted cómo llegó aquí. ¿De dónde ha salido usted…, si no es una inconveniencia por mi parte preguntárselo?
––Venía, sencillamente, del jardín de mi tío. Hacía una mañana tan buena que se me apeteció dar un paseo, y al poco tiempo se me pusieron por delante esas espantosas bestias. Debe usted tener en cuenta que soy completamente nueva en estas regiones.
––¿Su tío? ¡Ah, claro! Usted es la sobrina del señor Lackersteen. Sabíamos que iba usted a venir. ¿ Quiere que salgamos al maidan? Por aquí habrá algún sendero. ¡Vaya un principio para ser su primer día en Kyauktada! Temo que esto le dé a usted una impresión de Birmania bastante mala.
––No, no. Es que aquí todo parece tan extraño al principio… ¡Cuánto crecen estos matorrales y qué raras me resultan todas esas plantas!… Aquí se pierde uno en un instante. ¿Es ésta la selva propiamente dicha?
––Birmania es selva casi toda ella; un país verde, pero muy desagradable. Le aconsejo que no ande por esa hierba. Las semillas se le meterán dentro de las medias y se introducirán en su piel.
Dejó que la muchacha anduvíese delante de él, pues estaba más tranquilo cuando sabía que ella no podía verle la cara. Era alta, esbelta y llevaba un vestido de algodón color lila. Por su manera de andar le (lió la impresión de que tenía unos veinte años. Todavía no había visto la cara de la joven. Lo único que había notado era que llevaba unas gafas de concha y que su cabello era tan corto como el de él. Nunca había visto una mujer con el pelo cortado, excepto en las fotos de las revistas.
Cuando salieron al maidan, Flory quedó al nivel de la joven y ella se volvió para mirarlo. Tenía una cara ovalada con facciones bien proporcionadas y delicadas; no era extraordinariamente bonita, pero allí, en Birmania, donde todas las inglesas son secas y macilentas, resultaba preciosa. A pesar de que la mancha de su cara quedaba del otro lado, Flory volvió aun más la cabeza. Le había producido una intensa sensación de malestar notar que ella lo estaba mirando. Le parecía sentirse su piel, arrugada en torno a los ojos, como si fuera una herida. Pero recordó que se había afeitado ‘aquella mañana y esto le dió valor. Dijo:
––Comprendo que se encuentre usted un poco fastidiada después de lo que le ha ocurrido. ¿Quiere venir un momento a mi casa para descansar un poco antes de volver a casa de su tío? Además, es demasiado tarde para estar al sol sin sombrero.
––Gracias; me parece muy bien––dijo la muchacha. Flory pensó que aun no sabría nada de lo que allí estaba bien o mal visto––. ¿Es ésta su casa?
––Sí. Tenemos que dar la vuelta para entrar por la parte de delante. Haré que mis criados le den una sombrilla. Este sol es muy peligroso para usted, que lleva el cabello corto.
Subieron la senda del jardín. Flo correteaba en torno a ellos y procuraba llamar su atención. La perra ladraba siempre a los orientales desconocidos para ella, pero le encantaba el olor de los europeos. El sol caía con creciente fuerza. Una oleada de aroma les llegó procedente de las petunias que había al otro lado del sendero, y una de las palomas se posó en tierra para volverse a elevar en cuanto Flo intentó atraparla. Flory y la joven se detuvieron a una, como si se hubieran puesto de acuerdo, para mirar a las flores. Les invadió una ilógica sensación de felicidad.
––Créame, debe tener mucho cuidado cíe no salir al sol sin sombrero––insistió Flory, y sus palabras le dieron una impresión muy grata de intimidad. Le obsesionaba el cabello corto de ella; le parecía precioso. Hablar de él era para Flory como estarlo tocando.
––¡Pero si está sangrando usted por la rodilla! –– exclamó la joven––. ¿Se hizo usted eso cuando venía en mi ayuda?
En efecto, se le estaba secando en una pierna un diminuto arroyuelo de sangre que le llegaba hasta sus calcetines caquis.
––No es nada –– dijo Flory, pero los dos tenían en aquel momento la sensación de que ese rasguño era muy importante. Empezaron a charlar con extraordinaria fluidez sobre las flores. Dijo la muchacha que “adoraba” las flores, y él la condujo por el sendero mientras le hablaba nerviosamente de una y otra planta.
––Éstas florecen durante seis meses. Todo el sol que les dé les viene bien. Creo que aquellas amarillentas son casi del color de la primavera. No he visto una primavera desde hace quince arios, ni tampoco las campanillas de las enredaderas. Aquellas zinias son bonitas, ¿verdad? Parecen flores pintadas con su color de cosa muerta. Éstas son africanas. Las llaman marigolds vienen de África. A los hindúes les gustan mucho; donde quiera que hayan pasado los hindúes se encontrará usted marigolds incluso después de transcurridos muchos años, cuando ya n queda ni señal de ellos. Pero quiero que vea usted las orquideas que tengo en la veranda. Algunas parecen enteramente campanas de oro; lo que se dice de oro. Y huelen a miel; casi marean de tan bien como huelen. Es el único mérito de este horrible país: sus extraordinarias flores. Supongo que a usted le gustará la jardinería; aquí es nuestro único consuelo.
––A mí la jardinería me vuelve loca––dijo la muchacha con entusiasmo.
Llegaron a la veranda. Ko S’la se había puesto a toda pris su ingyi y su mejor gaungbaumg de seda granate y salió de la casa llevando una bandeja con una botella de ginebra, vasos y una caja con cigarrillos. Puso la bandeja sobre la mesa y, mirando a la chica con cierta aprensión, unió las palmas de las manos para hacer la reverencia.
––Supongo que es inútil ofrecerle a usted una bebida a est hora de la mañana ––dijo Flory––; pero no puedo meterle e la cabeza a mi criado que pueden existir algunas personas que no necesiten beber ginebra antes del desayuno.
Y él también se sumó a los abstemios matutinos rechazando la bebida que Ko S’la le ofrecía. La muchacha se sentó en la silla de mimbre que el criado le había preparado al final de la veranda. Las doradas orquídeas de obscuras hojas colgaban pe detrás de su cabeza esparciendo un intensísimo perfume. Flor se apoyaba en la barandilla casi dando cara a la muchacha, pero cuidando de ocultar la mancha.
––¡Qué vista tan espléndida se disfruta desde aquí! –– dijo ella mirando hacia la pendiente de la colina.
––¿Verdad? Es espléndida con esta luz amarillenta antes d que el sol pegue demasiado fuerte. Me encanta este sombrío color amarillo que tienen el maidan y aquellos árboles dorados (se llaman mohur) y los montes del horizonte que parecen casi negros… Mi campamento está al otro lado de estos montes.
La muchacha, que era présbita, se quitó las gafas para mira a lo lejos. Flory notó que sus ojos eran de un azul muy claro Y notó también la suavidad de la piel que le rodeaba los ojos era como un pétalo. Ello le recordó su propia edad y su arrugado rostro, por lo cual volvió un poco más la cara hacia el otro lado, pero dijo, obedeciendo a un impulso:
––¡Qué suerte que haya venido usted a Kyauktada! No puede usted imaginarse la diferencia que representa para nosotros una nueva cara en sitios como éstos después de pasarnos meses y meses fastidiados unos con otros, sin ver más gente nueva que algún funcionario que venga de inspección o viajeros norteamericanos en busca de material exótico para sus cámaras… Me figuro que habrá venido usted directamente de Inglaterra, ¿no?
––Precisamente de Inglaterra, no. Vivía en París antes de venir aquí. Mi madre era artista, ¿sabe usted?
––¡París! ¿Es posible que haya vivido usted en París? ¡Increíble! Una persona que llega directamente de París a Kyauktada. En un sitio como éste es muy difícil creer que existen, efectivamente, ciudades como París.
––¿Le gusta a usted París?––preguntó la muchacha. ––Nunca lo he visto. Pero, Dios mío, ¡cómo lo he imaginado! París viene a ser en mi mente como un revoltijo de cuadros artísticos y literarios: cafés y bulevares, estudios de artistas, Villon, Baudelaire y Maupassant, mezclados… No podría usted figurarse cómo nos suenan aquí los nombres de esas ciudades europeas… Y ¿vivió usted en París? ¿Se sentó en los cafés con estudiantes extranjeros de arte bebiendo vino blanco y charlando sobre Marcel Proust?
––¡Claro, claro! Allí es corriente––dijo la chica riéndose. ––¡Qué diferente le será todo aquí! Aquí no hay vino blanco ni Marcel Proust. En cambio encontrará whisky y Edgar Wallace. Pero si quiere usted libros, quizás encuentre algo que le guste entre los míos. En la biblioteca de nuestro Club no hay más que porquerías. Claro que yo voy muy atrasado en novedades literarias. Me figuro que usted lo habrá leído todo.
––No, no. ¡Qué disparate! Pero, desde luego, me encanta leer.
––¡Qué alegría para mí encontrar a alguien a quien le interesen los libros l Me refiero, claro está, a los libros que merecen ser leídos, no a esa bazofia de las bibliotecas de los clubs. Espero que me perdonará usted por aturdirla con mi charla. Cuando encuentro a alguien que ha oído hablar de los libros, me disparo como el tapón de una botella de champán. Es un defecto que tendrá usted que perdonar en estos países.
––¡Por Dios, si a mí me encanta hablar de libros! Creo que la lectura es lo más maravilloso…, quiero decir, ¿qué sería la vida sin leer? Es un… es un…
––Un aislamiento, un mundo aparte…
Se sumergieron en une. impaciente y extensa conversación, primero sobre libros y luego de caza, por la cual parecía interesarse de verdad la joven y sobre lo que indujo a hablar a Flory. Le produjo un auténtico escalofrío la descripción que le hizo él de cómo mató a no elefante tinos años antes. Flory no se daba cuenta, y quizás tampoco ella, de que era él quien lo hablaba todo. No podía pararse, pues la alegría de hablar constituía para él un placer demasiado grande. Y la muchacha estaba en buena disposición para escucharle. Después de todo, la había salvado del búfalo y no había llegado a creer aún que tan monstruosas bestias pudieran ser inofensivas; de modo que, por ahora, Flory era un héroe a sus ojos. Es curioso: cuando uno consigue fama en esta vida suele ser por algo que uno no ha hecho. Aquélla era una de esas ocasiones en que la conversación fluye con tanta facilidad, tan naturalmente, que se podría seguir charlando toda la vida. Pero de pronto se les evaporó el entusiasmo, se sobresaltaron y se callaron de pronto. Se habían dado cuenta de que ya no estaban solos.
Al otro extremo de la veranda, por entre los barrotes de la barandilla, los miraba con enorme curiosidad tina cara negra como el carbón y con grandes bigotes. Era el viejo Sammy, el cocinero muc. Detrás de él estaban Ma Pu, Ma Yi, los cuatro hijos mayores de Ko S’la, un niño desnudo a quien no reclamaba nadie y dos viejas que habían bajado a la aldea al saber que había aparecido una nueva ingaleikma (inglesa). Como estatuas talladas en teca, con enormes cigarros clavados en sus rostros de madera, las dos viejas miraban a la ingaleikma lo mismo que los campesinos de una aldea inglesa podrían haber contemplado a un guerrero zulú en pleno atavío de batalla.
––Esa gente——dijo la muchacha, inquieta, mirando hacia ellos.
Sammy, viéndose descubierto, se turbó mucho y fingió estarse arreglando su pagri. Los demás se encogieron un poco, excepto las dos ancianas de cara de madera.
––¡Vaya frescura!––dijo Flory. Le dolía que se hubiera estropeado de un modo tan estúpido el buen rato que había estado pasando. En realidad, la muchacha no podía quedarse más tiempo en su veranda. De pronto ambos recordaron que eran absolutos desconocidos. Y ella se ruborizó. Se puso las gafas de nuevo.
––Ya me figuro que una muchacha inglesa será una gran novedad para esta gente––dijo Flory––. Pero son inofensivos ¡Fuera, fuera de aquí!––dijo irritado, agitando una mano en dirección a los intrusos.
––Si no le importa, debo marcharme––dijo ella, levantándose––. He estado fuera mucho tiempo. Se estarán preguntando qué me ha pasado.
––Es muy temprano. ¿Cree usted que estarán preocupados ya? No quiero que se vaya usted a casa sin ponerse algo en la cabeza.
––En realidad, tengo… ––empezó a decir. Se interrumpió mirando a la puerta de entrada al interior de la casa. Ma Hla May apareció en la veranda.
Ma Hla May se adelantó con una mano en la cadera. Había salido de la casa con un aire tranquilo que revelaba su derecho a estar allí. Las dos mujeres––dos muchachas––se miraban, muy cerca la una de la otra.
Era un contraste muy violento. Una de ellas, del color de la flor del manzano; la otra, obscura, con un brillo casi metálico en su cilindro de cabello caoba y con la llamativa seda salmón de su longyi. Flory pensó que nunca se había fijado en lo obscura que era la cara de Ma Hla May y de lo recto que tenía el cuerpo, como el de un soldado, a excepción de las curvas de sus caderas, que parecían las de un jarrón. Apoyado en la barandilla contemplaba a las dos jóvenes. Durante más de un minuto ambas se siguieron mirando fijamente y no se podría decir a cuál de las dos le parecía más grotesco e increíble el espectáculo.
Ma Hla May se volvió para mirar a Flory. Había fruncido sus cejas finas, que parecían líneas dibujadas a lápiz.
––¿Quién es esta mujer? ––le preguntó con voz profunda.
En vez de contestarle, Flory se dirigió a ella como a una criada.
––Vete ahora mismo. Si me sigues fastidiando cogeré luego un bambú y te daré un vapuleo que no te dejará sana ni una costilla.
Ma Hla May vaciló, se encogió de hombros––sus pequeños hombros brillantes––y desapareció. La blanca, mientras la veía alejarse, preguntó con curiosidad:
––¿Era un hombre o una mujer?
––Una mujer––dijo Flory––. Es una de las mujeres de los criados, me parece. Vino a preguntar algo sobre el lavado de la ropa.
––¿Es posible que sean así las mujeres birmanas? ¡Qué criaturas tan extrañas! Vi muchas de ellas viniendo hacia acá en el tren, pero, ¿sábe usted?, creí que todas ellas eran muchachos. ¿Verdad que parecen muñecas holandesas?
Se dirigía hacia los peldaños de la veranda. Había perdido ya todo interés por Ma Hla May. Flory no la detuvo porque creía que Ma Hla May era muy capaz de volver y armar un escándalo. Aunque tampoco le hubiese importado mucho, porque ninguna de las dos sabía ni una palabra del idioma de la otra Llamó a Ko S’la y éste llegó corriendo con una gran sombrilla de seda engrasada, cercada por finos bambúes. La abrió respetuosamente al pie de la escalinata y cubrió con ella la cabeza de la joven mientras descendían. Flory la acompañó hasta la puerta. Allí se detuvieron para darse la mano. Flory mantenía la cabeza ladeada para ocultar su mancha.
––Este hombre la acompañará a su casa. Ha sido usted muy amable entrando un rato. No puedo expresarle cuánto me he alegrado de conocerla. Con usted aquí, será muy diferente para nosotros la vida en Kyauktada.
––Adiós, señor… ; Qué divertido, ni siquiera sé su nombre!…
––Flory. John Flory. ¿Y usted? La señorita Lackersteen, ¿no?…
––Sí. Elizabeth. Adiós, señor Flory. Y muchísimas gracias. Aquel búfalo tan horrible… Me salvó usted la vida.
––No he tenido ningún mérito. ¿La veré a usted en el Club esta tarde? Creo que sus tíos irán. Entonces, adiós por ahora. Se quedó junto a la puerta viéndola alejarse. Elizabeth, un nombre precioso. Sobre todo, si lo escribía con zeta. Ko S’la trotaba detrás de ella de un modo absurdo manteniendo la sombrilla sobre la cabeza de la blanca y con el cuerpo lo más lejos posible de ella. Sopló una brisa fresca. Era un de esos vientecillos que se presentan a veces en Birmania, procedentes de no se sabe dónde y que le llenan a uno de sed y le hacen añorar paisajes marinos, frescos estanques, abrazos de sirena, cascadas, cuevas de hielo… Movía las amplias copas de los dorados árboles mohur y arrastraba los fragmentos de la carta anónima que Flory había tirado por encima de la cerca, media hora antes.
VII
ELIZABETH estaba tendida en el sofá del salón de los Lackersteen. Tenía los pies apoyados en el brazo del sofá y la cabeza levantada con un cojín. Leía Esa gente encantadora, la novela de Michael Arlen. En general, su autor favorito era Michael Arlen, pero cuando se sentía inclinada a las cosas serias prefería a William J. Locke.
La sala era una habitación fresca pintada en tonos claros. Aunque espaciosa, parecía más pequeña de lo que era, a causa de un exceso de mesas y cacharros de cobre de Benares. Olía a chintz y a flores marchitas. La señora Lackersteen estaba arriba, durmiendo. Fuera, los criados dormitaban en sus cuartos. Era la hora inmóvil de la siesta. Probablemente el señor Lackersteen estaría también durmiendo en su pequeña oficina de madera, camino abajo. Los únicos que se movían eran Elizabeth y el chokra que tiraba del punkah por fuera del dormitorio de la señora Lackersteen. Para hacer su trabajo más cómodo estaba tumbado de espaldas en el suelo y movía el enorme abanico metiendo un pie por la lazada hecha al final de la cuerda.
Elizabeth acababa de cumplir los veintidós años, y era huérfana. Su padre había sido menos borracho que el tío Tom, pero era hombre del mismo cuño. Comerciaba en té y los asuntos no le salían siempre bien. Lo mismo ganaba mucho que nada, pero era demasiado optimista para ahorrar dinero en las etapas de prosperidad. La madre de Elizabeth había sido una mujer incapaz, gris, y que siempre se estaba lamentando. Eludía todos los deberes normales de la vida con el pretexto de que eso no era para una mujer de su gran sensibilidad (una sensibilidad de que ella carecía en absoluto). Después de pasar muchos años preocupada por el sufragio de las mujeres y por las “altas cuestiones intelectuales”, y de haber intentado en vano escribir algo que pareciese literatura, se había dedicado por último a pintar. La pintura es el único arte que puede ser practicado sin talento y sin trabajar apenas. La pose de la señora Lackersteen era la típica del artista exilado entre los filisteos, es decir, el espíritu incomprendido por los seres bastos (entre los cuales, naturalmente, se incluía su esposo). Esta actitud le permitía fastidiar casi ilimitadamente a todo el mundo.
En el último año de la primera guerra mundial, el señor Lackersteen, que se las había arreglado para no ir al frente, reunió mucho dinero, y poco después del armisticio se mudaron a una casa enorme y bastante lúgubre de Highgate, rodeada de invernaderos, cuadras y campos de tenis. El señor Lackersteen había tomado un batallón de criados, e incluso, en su desenfrenado optimismo, un mayordomo. Enviaron a Elizabeth durante dos cursos a una escuela muy cara. ¡ Qué alegría, qué inolvidable alegría la de aquellos dos cursos! Cuatro de las muchachas que estudiaban en aquella escuela tenían el título de “honorable”. Casi todas ellas poseían ponies en los que podían cabalgar los sábados por la tarde. En la vida de cualquiera hay siempre un período breve en el cual se fija el carácter; en la vida de Elizabeth fué su estancia en la escuela, durante la cual se codeó con las chicas de elevada posición. De allí en adelante todo su código de vida habría de resumirse en una creencia muy sencilla: que lo b `ano (que ella llamaba lo “encantador”) es sinónimo de lo caro, elegante y aristocrático; y que lo malo (“bestial”) es lo barato, mal vestido, socialmente bajo y obligado a trabajar. Es posible que las escuelas caras de señoritas se hayan creado para inculcar este credo; tal sentimiento se fué sutilizando a medida que Elizabeth se hacía mayor y llegó a impregnar todos sus pensamientos. Todo lo de este mundo, desde un par de medias hasta un alma humana, lo clasificaba ella como “adorable” o “bestial”. Desgraciadamente, y en vista de que la prosperidad del señor Lackersteen fué pasajera, lo que predominó en su vida fué lo “bestial”.
La inevitable quiebra ocurrió en 1919. Sacaron a Elizabeth de la elegante escuela para que continuara su educación en una serie de establecimientos de enseñanza baratos, con lagunas de uno o dos cursos cuando su padre no podía pagar. El señor Lackersteen murió cuando Elizabeth tenía veinte años, y a la viuda no le quedó más que una renta de 150 libras al año que había de terminarse al morir ella. Las dos mujeres no podían vivir en Inglaterra con tres libras a la semana. Se trasladaron a París, donde la vida era más barata y donde la señora Lackersteen pensaba dedicarse por completo al arte.
¡París! ¡Vivir en París! Flory no había acertado a imaginar aquellas interminables conversaciones con artistas barbudos bajo los árboles de los bulevares. La vida de Elizabeth en París había sido bastante distinta.
Su madre había alquilado un estudio en el barrio de Montparnasse y se dedicó a cultivar el ocio. Era tan disparatada en sus gastos que el dinero no le duraba nada, y durante varios meses Elizabeth no tuvo ni siquiera lo suficiente para comer. Entonces encontró un empleo como profesora de inglés en la familia de un banquero Allí la llamaban nôtre miss anglaise. El banquero vivía en el 12.° arrondissement, a mucha distancia de Montparnasse, y Elizabeth había alquilado una habitación en una pensión cercana. Era una calle estrecha, y la casa, de fachada amarillenta y vieja, tenía en la planta baja una pollería. En la puerta de al lado había un café lleno de moscas que se llamaba “Café de l’Amitié. Bock formidable”. ¡Cuánto había odiado Elizabeth aquella pensión! La patrona era una harpía que se pasaba la vida subiendo y bajando de puntillas las escaleras con la esperanza de sorprender a las huéspedes lavándose las medias en los lavabos. Casi todas ellas eran viudas biliosas y criticonas que perseguían al único hombre de la casa, un tipo calvo y melifluo que trabajaba en “La Samaritaine”. Parecían gorriones disputándose una miga de pan. En las comidas todas ellas se vigilaban mutuamente los platos para ver si a alguna le servían más. El cuarto de baño era una especie de cueva obscura con paredes desconchadas y tuberías cubiertas de moho que soltaban un chorrito de agua tibia y de pronto se negaban a funcionar más. El banquero- en realidad era el gerente de un Banco a cuyos hijos enseñaba el inglés Elizabeth- era un hombre de cincuenta años con una cara grasienta y una calva amarillenta que parecía un huevo de avestruz. Al segundo día de ir allí la joven, entró en la habitación donde estaban dando clase sus hijos, se sentó junto a Elizabeth y le pellizcó un brazo. Al tercer día le dió un pellizco en la pantorrilla (cada vez uno sólo) ; al cuarto día, detrás de la rodilla; y al quinto, por encima de ésta. Después, todas las tardes se producía tina silenciosa batalla entre los dos mientras Elizabeth trataba de apartar de sil cuerpo aquella asquerosa mano.
Era una insistencia repugnante y mezquina. En verdad, llegó a un nivel de repugnancia que Elizabeth no había podido sospechar que existiera. Pero lo que más la deprimía, lo que la llenaba de asco, era el estudio de su madre. La señora Lackersteen era tina de esas personas que se derrumban en cuanto se ven privadas de servidumbre. Vivía en una incesante pesadilla entre la pintura y las labores domésticas y nunca trabajaba ni en lo uno ni en lo otro. De vez en cuando iba a una escuela donde pintaba grisáceas naturalezas muertas orientada por un profesor cuya técnica se fundaba en los pinceles sucios. El resto del tiempo lo pasaba desesperada en casa trajinando inútilmente con teteras y sartenes. El aspecto de su estudio era más que deprimente para Elizabeth; casi satánico: un lugar frío, polvoriento, con algo de porquería, atiborrado con pilas de libros y papeles tirados por el suelo, con varias generaciones de sartenes que dormían con su vieja grasa en la mohosa estufa, la cama que se pasaba deshecha todo el día, y por todas partes latas de trementina y jarros medio llenos de té frío. Bastaba levantar un cojín de un sillón para encontrar debajo algún plato con los restos de un huevo frito. En cuanto Elizabeth entraba en aquel antro, estallaba su indignación
––Mamá, mamá, ¿cómo puedes vivir así? ¡Hay que ver cómo tienes la habitación! ¡Qué espanto vivir así!
––¿La habitación, querida mia? ¿Qué le pasa? ¿Acaso la encuentras desarreglada?
––¡Desarreglada! Pero, mamá, ¿qué necesidad tienes de dejar ese plato de porridge en medio de tu cama? Y esas sartenes. ¡Qué horror! Figúrate que entrase alguien ahora.
En esos momentos tomaba el rostro de la señora Lackersteen la expresión casi sobrenatural que adoptaba siempre que algo parecido al trabajo era nombrado ante ella.
––A ninguno de mis amigos le importaría, querida. Somos verdaderos bohemios. No olvides que somos artistas, seres superiores. Tú no puedes saber hasta qué punto estamos protegidos por nuestro arte. Tú no tienes temperamento de artista. ¡Qué se le va a hacer!
––Procuraré limpiar estas sartenes, por lo menos. No puedo soportar verte vivir así. ¿Y qué has hecho de la escoba?
––¿La escoba? Deja que lo piense… Sí, recuerdo haberla visto por aquí alguna vez. Ah, sí, la usé para limpiar la paleta. Pero quedará muy bien si la limpias con trementina.
La señora Lackersteen se sentaba y seguía dibujando con sii lápiz Conté mientras Elizabeth trabajaba.
––¡Qué maravillosa eres, querida! ¡Eres tan práctica! No sé de quién lo has heredado. Para mí, en cambio, el arte lo es todo. Lo siento dentro de mí como si fuera un inmenso mar. Barre todo lo mezquino de la existencia. Ayer almorcé poniendo la comida sobre tina revista para no tener que perder luego el tiempo fregando los platos. ¡Fué tina idea estupenda! Cuando quieres un plato nuevo te basta romper una hoja y ya está…
Elizabeth no tenía amigos en París. Los de su madre eran mujeres del mismo tipo que ella o viejos solteros que vivían de pequeñas rentas y practicaban insignificantes semi-artes, como pintura sobre porcelana o grabado en madera. Elizabeth no veía en ellos más que extranjeros, y a ella todos los extranjeros en bloque le parecían despreciables, por lo menos los hombres, con sus trajes tan baratos y sus modales de mesa tan poco elegantes. Por aquel tiempo tuvo una gran satisfacción. Fué a la biblioteca norteamericana y hojeó las revistas ilustradas. A veces, los domingos o alguna tarde libre, se sentaba en la mesa de la biblioteca, una enorme y brillante mesa, y tenía ensueños de grandeza estimulados por el Sketch, el Tatler, el Graphic, el Sporting and Drainatic.
¡Qué mundo de maravilla el que reflejaban aquellas fotos! “Jauría de galgos en la pradera de Charlton Hall, la adorable mansión que posee en el Warwickshire lord Burrodean”. “El Honorable míster Tyke-Bowlby en el parque con su espléndido caballo Nublan-Khan, que ganó el segundo premio este verano en Cruft”. “Tomando baños de sol en Cannes”. “De izquierda a derecha: Miss Bárbara Pilbrick, sir Edward Tuke, lady Pamela Westrope y el capitán Tuppy Benacre”.
¡Mundo dorado y adorable, cien veces adorable! En ocasiones el rostro de alguna antigua compañera de colegio sorprendía a Elizabeth desde las páginas de la revista. El corazón le daba un salto al verlo. Allí estaban sus antiguas compañeras con sus caballos, automóviles y sus esposos; y aquí estaba ella, atada a aquella repugnante tarea, a aquella pensión repugnante y a su insoportable madre. ¿Sería posible que no hubiese escapatoria? ¿Estaría condenada para siempre a tan sórdida mezquindad sin esperanzas de volver nunca al mundo decente? No era de extrañar que, con el ejemplo de su madre ante los ojos, sintiera Elizabeth un desprecio tan grande por el arte. En realidad, cualquier exceso espiritual tendía a parecerse, para ella, a lo repugnante y hablaba de estas cosas como de una enfermedad. Para Elizabeth, todo ello era “cerebralismo”. La gente verdadera, es decir, las personas decentes, las que cazaban patos, poseían caballos de carreras y viajaban en yate, no eran intelectuales. No se les ocurriría nunca esa idiotez de escribir libros y andar con pinceles, ni tendrían esas ideas tan raras de que hablaban las revistas “cerebrales”. En su vocabulario, “cerebral” era un terrible insulto. Y cuando le ocurrió –– un par de veces en su vida –– conocer a un verdadero artista que prefería trabajar sin compensación económica en su arte antes que venderse a un Banco o a una compañía de seguros, lo despreciaba aun más que a los inútiles del círculo de su madre. Para ella, el hecho de que un hombre sacrificase todas las cosas sólidas y “decentes” para dedicarse a esas tonterías que no sirven para nada, era vergonzoso, degradante y esencialmente malo. Le asustaba quedarse soltera, pero lo prefería mil veces a casarse con un hombre de esa ralea.
Cuando Elizabeth hubo pasado cerca de dos años en París, su madre murió de repente. Elizabeth quedó en este mundo con cien libras por todo capital. Sus tíos le cablegrafiaron en seguida desde Birmania invitándola a irse con ellos y diciéndole que le escribían en seguida.
La señora Lackersteen pensó mucho lo cine iba a escribirle. Mordisqueando la pluma miraba la blanca hoja de papel fijamente. Parecía una serpiente meditabunda, con su fino rostro triangular.
––Entonces, la tendremos aquí un año por lo menos. ¡Qué fastidio! Menos mal que la mayoría de las que vienen por estos países se suelen casar antes del año si no son demasiado feas. ¿Qué le digo, Tom?
––Pues… dile que pescará marido aquí mucho antes que allá Algo así, ¿comprendes?
––¡Querido Tom! Dices unas cosas…
La señora Lackersteen se decidió por fin a escribir.
“Desde luego, éste es un puesto colonial de muy poca importancia y nos pasamos en la selva casi todo el tiempo. Temo que lo encuentres aburridísimo después de las delicias de París. Pero en cierto modo, estos lugares apartados tienen sus ventajas pare una chica joven como tú. En seguida se convierte en la reina de la sociedad local. Los solteros están tan desesperados de si soledad que les parece una maravilla poder charlar con un< muchacha...” Elizabeth se gastó treinta libras en vestidos de verano y se embarcó inmediatamente. El barco cruzó el Mediterráneo luego el canal de Suez sobre unas aguas de un azul barnizado y luego penetró en las verdes inmensidades del Océano Indico donde grandes manadas de peces voladores saltaban con pánico ante la proximidad del barco. Por la noche las aguas fosforescían y la proa del buque semejaba una punta de lanza de fuego verde A Elizabeth le pareció adorable la vida a bordo. Le entusiasmaba bailar por las noches, beberse los cócteles que todos lo hombres que hacían con ella la travesía rivalizaban en ofrecerte y practicar los juegos en cubierta, de los que se cansó casi a mismo tiempo que los demás jóvenes que hacían el viaje. Ni Parecía importarle mucho que su madre hubiera muerto hacia sólo dos meses. Nunca había sentido gran afecto por su madre y además los pasajeros no sabían ni una palabra de su vida Después de aquellos dos años desgraciados era “adorable” res Pirar de nuevo el aire de la riqueza. No es que toda esta gente fuera rica, pero a bordo de uno de estos barcos todos se conducen como si estuvieran acostumbrados a la vida elegante. Elizabeth pensó que la India le iba a gustar mucho. Se había formado una idea de la India por lo que le contaban los otros pasajeros; e incluso había aprendido algunas de las palabras más necesarias en indostaní ; por ejemplo : idher ao, jalde, sahiblog etcétera. Por anticipado se complacía en la agradable atmósfera de los clubs con el abanicar de los punkah y los criados des calzos con turbantes blancos haciendo constantemente respetuosas reverencias; y le parecía ver los maidans donde los bronceados ingleses, con bigotitos distinguidos, siempre bien recortados, galopaban de un lado a otro jugando al polo. Esa manera de vivir los ingleses en la India equivalía a ser muy ricos, aunque no lo fuesen. Desembarcaron en Colombo en unas aguas de un verde brillante. Una flotilla de sampans llegaron al encuentro del barco impulsados por individuos de rostro como el carbón y labios muy rojos. Chillaban y se agitaban en torno a la pasarela mientras los pasajeros descendían. Cuando Elizabeth y sus amigos desembarcaron, dos conductores de sampans los llamaron a gritos ––¡No se embarquen con él! ¡Con él, no! Nombre malo no propio para llevar señorita. ––¡ No escuche sus mentiras, señorita! ¡Hombre muy malo!, ¡ La engañará como todos los nativos. ––Ja, ja! No es un nativo; es hombre europeo, señorita. ––––Dejen ya de pelearse o tiraré al agua a uno de ustedes dijo el marido de una amiga de Elizabeth, un plantador. Se embarcaron en uno de los sampans, que los llevó a los muelles relucientes de sol. Éste era el Oriente. Aromas de aceite de coco y madera de sándalo, canela y otras especias flotaban sobre el agua en aquel aire caliente. Los amigos de Elizabeth la llevaron al monte Lavinia, donde se bañaron en una ensenada cuyas aguas parecían coca––cola caliente. Volvió al barco por la noche y éste entró en Rangún una semana después. Al norte de Mandalay, el tren, alimentado con leña, se fue arrastrando a doce millas por hora por una inmensa llanura. De vez en cuando, una pagoda blanca se elevaba en el llano como un pecho de un gigante yacente. La temprana noche tropical borraba el paisaje y el tren seguía lentamente su camino, parándose en estaciones diminutas a cuyo alrededor, y en la más densa obscuridad, sonaban bárbaros alaridos. Hombres medio desnudos, con sus largas cabelleras atadas detrás de la cabeza en un tosco nudo, se movían a la luz de las antorchas. A Elizabeth le parecían demonios. Luego penetró el tren en la selva y las ramas arañaban los cristales de las ventanillas. Eran las nueve de la noche cuando llegaron a Kyauktada, donde esperaban a Elizabeth su tío y su tía en el auto del señor Macgregor. Les acompañaban varios criados con antorchas. La señora Lackersteen abrazó a su sobrina. ––Supongo que eres nuestra sobrina Elizabeth. No sabes cuánto nos alegramos de verte. –– Y la besó. El señor Lackersteen miraba a la recién llegada por encima del hombro de su mujer, a la luz de una antorcha. Dió un silbido y exclamó ––¡Vaya mujer que te has hecho! ––y la besó con más entusiasmo del necesario, pensó Elizabeth. Ella no los había visto en su vida a ninguno de los dos. Después de cenar, Elizabeth y su tía charlaron extensamente. Mientras, su tío se paseaba por el jardín. Dijo que deseaba oler los frangipani, pero, en realidad, lo que deseaba era beber un buen vaso de whisky que uno de sus criados le había llevado subrepticiamente a la parte trasera de la casa. ––¡Querida, estás encantadora) Déjame verte bien––dijo la señora Lackersteen sujetando a su sobrina por los hombros-. Creo que el pelo corto te sienta bien. ¿Te lo han hecho en París? ––Sí. Allí todas llevan el pelo a lo Eton. Cuando se tiene la cabeza pequeña, sienta muy bien. ––¡Qué encanto! Y esas gafas de concha..., ¡qué moda tan buena! Me han dicho que todas las... demimondaines de Sudamérica llevan gafas como ésas. No tenía ni idea de que mi sobrina era una belleza tan arrebatadora. ¿Qué edad me dijiste que tenías, querida? ––Veintidós años. ––¡Veintidós! ¡Qué impresión les vas a hacer mañana a todos los hombres que te vean en el Club! Los pobrecillos están muy solos y nunca ven una cara nueva. ¿Estuviste dos años en París? No comprendo cómo te han dejado escapar sin casarse contigo. ––No he tratado a muchos hombres, tía. Sólo extranjeros_ Hemos llevado una vida muy apartada. Además, tuve que trabajar––añadió como si confesara una vergonzosa falta. ––Claro, claro––suspiró la señora Lackersteen––; por todas partes se oye lo mismo: muchachas encantadoras que se ven obligadas a trabajar para ganarse la vida. ¡Qué vergüenza! Me Parece que los hombres son hoy de un egoísmo espantoso; son capaces de quedarse solteros, cuando hay tantas pobres chicas buscando marido. ¿No crees? –– Elizabeth no respondió a esto, por lo que su tía hubo de añadir con un nuevo suspiro––: Estoy segura de que si yo fuera joven y estuviera soltera me casaría con cualquiera, lo que se dice cualquiera. Las dos mujeres se miraron fijamente. La señora Lackersteen deseaba decir mucho más, pero no creía conveniente hacerlo directamente. Así, gran parte de aquella conversación consistió en alusiones. Sin embargo, su sobrina la entendía perfectamente cuando le decía, en un tono impersonal, como si estuviera tratando de un asunto muy general: ––Desde luego hay casos en que si la muchacha no se casa es por su culpa. Incluso aquí ha ocurrido. No hace mucho tiempo pasó un año una joven con su hermano y se le declararon, con serias ofertas de matrimonio, hombres de todas clases: policías; oficiales de la selva, empleados de empresas madereras con un gran porvenir. Pues bien, los rechazó a todos; quería casarse con alguien del l. C. S., según me dijeron. ¿Qué podía esperarse después de esa actitud? Su hermano no iba a mantenerla toda la vida. Pues bien, ahora está en Inglaterra la pobre trabajando como dama de compañía de una señora; en resumidas cuentas, es una criada. ¿Y sabes lo que gana? ¡Quince chelines a la semana! ¿No te parece horroroso que pueda ocurrirle esto a una chica joven y bonita? ––¡Horroroso! ––repitió Elizabeth como un eco. No hablaron más del asunto. A la mañana siguiente, cuando volvió Elizabeth de su excursión, les contó a sus tíos su aventura. Estaban desayunando en la mesa llena de flores mientras el punkah los abanicaba lentamente por encima de sus cabezas, y el mayordomo musulmán, que parecía una cigüeña con su alta y desgarbada estatura, los servía vestido de blanco. Se quedaba con la bandeja en la mano, detrás de la silla de la señora Lackersteen. ––Ah, tía, se me olvidaba una cosa muy interesante. Al final apareció en la veranda una muchacha birmana. No había visto ninguna todavía, por lo menos sabiendo que se trataba de una mujer; me pareció rarísima, algo así corno una muñeca. No tendría más de diecisiete años. El señor Flory dijo que era su lavandera. El largo cuerpo del mayordomo indio se puso rígido. Miró a la muchacha inglesa girando lentamente el blanco de sus ojos, que contrastaban con lo sombrío de su tez. Hablaba bien el inglés. El señor Lackersteen dejó de comer y se quedó con la boca abierta. ––¿Lavandera? –– preguntó ––. ¡Lavandera! En esto hay algún error. En todo el país no hay ninguna lavandera. Esa tarea la hacen aquí los hombres. En realidad... Y entonces se interrumpió, casi como si alguien le hubiera pisado el pie por debajo de la mesa. VIII AQUELLA tarde Flory le dijo a Ko S'la que llamase al barbero. Era el único que había en Kyauktada y se ganaba la vida afeitando a los coolíes hindús a razón de ocho annas al mes por un afeitado en seco un día sí y otro no. Los europeos también lo utilizaban, por falta de otro. El barbero esperaba en la veranda cuando Flory regresó de jugar al tenis y Flory esterilizó las tijeras con agua hirviendo y un poco del líquido desinfectante Condy. Quería también pelarse. Cuando terminó, le dijo a Ko S'la: ––Saca mi mejor traje palm-beach y una camisa de seda, y mis zapatos de piel de sambhur. ¡Ah! Y también la corbata nueva, esa que me mandaron de Rangún la semana pasada. ––Ya lo hice, thakin. ––Me vestiré yo mismo. Puedes marcharte. Iba a afeitarse por segunda vez aquel día y no quería que Ko S'la pudiera llevar al cuarto de baño las cosas de afeitar. Pensó que había sido una buena suerte la ocurrencia de encargar una corbata nueva. Se vistió con gran cuidado y pasó casi un cuarto de hora cepillándose el cabello, que era muy crespo y se rebelaba cada vez que lo cortaban. Poco después iba andando junto a Elizabeth por la carretera del bazar. La había encontrado sola en la biblioteca del Club y con un súbito arranque de valor le había rogado que le permitiese llevarla a dar un paseo. Elizabeth accedió con una rapidez que a él le asombró. Ni siquiera se detuvo a decirles nada a sus tíos. Flory llevaba tanto tiempo en Birmania que había olvidado por completo las costumbres sociales inglesas. Había ya mucha obscuridad en el camino del bazar. El follaje ocultaba la luna creciente, pero las estrellas se dejaban ver por los huecos. Brillaban lechosas y parecían muy bajas, como lámparas colgadas de hilos invisibles. Sucesivas oleadas de aroma embriagador llegaban hasta ellos. Primero la dulzura de los frangipani, luego una ráfaga pútrida y fría procedente de las chozas que había enfrente del bungalow del doctor Veraswami. A poca distancia palpitaban los tambores. Al oírlos recordó Flory que, camino abajo y a no mucha distancia, se estaba celebrando un pwe, frente a la casa de U Po Kyin. En realidad, era el propio U Po Kyin quien había preparado la fiesta, aunque la pagaba otro. A Flory se le ocurrió una idea atrevida. ¡Llevaría a Elizabeth al pwe! Le gustaría. Estaba seguro de que le gustaría: nadie puede resistir los contagiosos efectos de una danza pwe. Probablemente se armaría un escándalo entre los socios del Club cuando ellos dos volvieran después de una ausencia tan prolongada; pero, ¿qué diablos importaba? Elizabeth era una persona muy diferente de aquel rebaño de estúpidos que constituían el Club. Y sería tan divertido ir juntos al pwe... En aquel momento la primitiva música estalló en un horrible estruendo: estridentes sonidos de flauta, un castañeteo de crótalos enormes y el obsesionante tam-tam de los tambores. Y, sobre todo ello, sobresalía la voz formidable de un hombre. ––¿Qué ruidos son ésos?––dijo Elizabeth, asombrada––. Parece una orquesta de jazz-band. ––Es una banda indígena. Están celebrando un pwe, una especie de representación teatral birmana mezcla de drama histórico y de revista musical, aunque esto parezca raro. Creo que le interesaría a usted verlo. Es aquí mismo, dando la vuelta al final de este camino. ––¡Ah ! –– dijo ella, vacilante. Torcieron el recodo y de pronto les iluminó un gran resplandor. Un gran trozo del camino estaba bloqueado por el público que presenciaba el pwe. Al fondo había una especie de escenario, iluminado por unas silbantes lámparas de petróleo. Enfrente estaba la orquesta y en el escenario dos hombres, con atavío que le recordaban a Elizabeth las pagodas chinas, tomaban hieráticas actitudes. Llevaban grandes espadas en las manos. Entre el público abundaban las mujeres con sus vestidos de muselina blanca, unos pañuelos colorados echados por los hombros y sus cilindros de cabello negro. Algunas estaban tumbadas en sus esterillas, medio dormidas. Un viejo chino, con una gran bandeja de nueces, circulaba por entre la multitud pregonando lúgubremente ––¡Myaype! ¡Myaype! ––Si quiere usted nos quedamos unos momentos––dijo Flory. La deslumbrante luz de las lámparas y el estruendo de la orquesta habían dejado pasmada a Elizabeth, pero lo que la asombró más fué aquella multitud sentada en plena carretera como si fuera el patio de butacas de un teatro. ––¿Representan siempre sus comedias en medio del camino' –– dijo. ––Casi siempre. Instalan un escenario provisional y lo quitan por la mañana. La función dura toda la noche. ––Pero ¿es posible que les permitan bloquear de esta forma una carretera? ––Sí. Aquí no hay código de la circulación. Ni tampoco hay circulación, por supuesto. Aquello le parecía muy raro a la joven. Casi todo el público se había vuelto ya en sus esterillas para contemplar a la ingaleikma. En medio de la multitud había media docena de sillas donde se habían sentado los empleados. U Po Kyin estaba entre ellos y se esforzaba ahora en retorcer su elefantiásico cuerpo para saludar a los dos europeos. Al detenerse la música, Ba Taik se acercó a ellos e hizo una reverencia ante Flory con su aire temeroso. ––Mi santísimo amo, mi señor U Po Kyin te ruega que vengas con la joven dama blanca a ver nuestro pwe unos minutos. Tienes sillas para ti y para la dama. ––Nos invitan a sentarnos––le dijo Flory a Elizabeth––. ¿Qué le parece? Creo que lo pasaríamos bien. Ahora esos dos tipos que están en el escenario se retirarán y habrá una danza. ¿No le aburrirá mucho verla unos minutos? Elizabeth no sabía qué hacer. No le parecía muy bien ––ni siquiera seguro––meterse entre aquella maloliente masa de indígenas. Sin embargo confiaba en Flory, que seguramente sabría lo que había de hacerse en estos casos, y le permitió que la condujese hasta donde estaban las sillas. Los birmanos les hicieron sitio sin dejar de mirarlos y de charlar. Sus pieles humedecían de sudor las toscas muselinas. U Po Kyin se inclinó lo mejor que pudo ante Elizabeth y dijo con su voz nasal: ––¡Hágame el honor de sentarse, señora! Es para mí una gran honra conocerla. ¡Buenas tardes, señor Flory! Ha sido un placer inesperado. Si hubiéramos sabido que íbamos a ser honrados con la presencia de tan distinguidas personas, habríamos traído whisky y otras bebidas europeas. ¡Ja, ja! Al reírse, le brillaban sus dientes enrojecidos por el betel. Elizabeth retrocedió instintivamente ante la repugnante masa de carne. Un jovencito esbelto, vestido con un longyi púrpura, e inclinaba ahora ante ella y le presentaba una bandeja con dos vasos de una bebida helada de color amarillento. U Po Kyin batió palmas enérgicamente y gritó: “ ¡Hey haung galay! “, llamando a un muchacho que estaba muy cerca de él. Le dió algunas órdenes en birmano y el chico se dirigió al escenario. ––Está diciéndole que saquen a la mejor bailarina en nuestro honor––dijo Flory––. Mire usted, ahí está. Una muchacha que había estado sentada al fondo del escenario fumando, se adelantó hasta las candilejas. Era muy joven, casi sin pecho, y se cubría con un longyi de satén azul pálido que le caía hasta los pies. Las faldas de su ingyi se abultaban a la altura de las caderas en forma de pequeñas cestas, según la antigua moda birmana. Eran como los pétalos invertidos de una flor. Tiró con languidez su cigarro a uno de los hombres de la orquesta, y luego, tendiendo uno de sus delgados brazos, empezó a retorcerlo como si quisiera soltarse los músculos. La orquesta estalló en una súbita algarabía. Había unos instrumentos que parecían gaitas, otro muy extraño consistente en unas placas de bambú que un individuo golpeaba con un martillito, y en medio estaba un hombre rodeado por doce tambores de diferentes tamaños. Con gran habilidad iba de uno a otro parche utilizando tanto el martillo como el revés de la mano. La muchacha había empezado a bailar. Pero al principio no era un baile propiamente dicho, sino una serie de movimientos rítmicos a base de retorcer los brazos. Su manera de girar el cuello y los codos recordaba a los movimientos de una muñeca articulada, y, sin embargo, resultaban increíblemente sinuosos. Sus manos, que con los dedos unidos giraban como cabezas de serpiente, se doblaban hacia atrás hasta casi tocar el antebrazo con el revés de los dedos. Poco a poco se fueron acelerando sus movimientos. Empezó a saltar de un lado a otro dejándose caer cada vez con una especie de reverencia para incorporarse en seguida con extraordinaria agilidad. Todos esos movimientos parecían imposibles de realizar con el largo longyi que le trababa los pies. Después bailó en una postura grotesca como si estuviera sentada. Doblaba las rodillas e inclinaba el cuerpo hacia adelante, con los brazos extendidos y moviéndolos a todo lo largo. A la vez, también se movía su cabeza al ritmo de los tambores. La música se aceleraba por momentos. La bailarina se puso muy derecha y comenzó a girar como un trompo de modo que las “cestas” de su ingyi se elevaban como pétalos agitados por el viento. Luego se detuvo la música tan repentinamente como había empezado y la bailarina saludó con una reverencia entre los roncos gritos de la multitud. Elizabeth había contemplado este baile con una mezcla de asombro, aburrimiento y algo que se acercaba al horror. Se había tomado ya la bebida que le ofrecieron y a la que encontró un gusto como de tónico para el cabello. A sus pies, tres muchachas birmanas se habían dormido en una esterilla con sus cabezas en la misma almohada. Tenían sus tres caritas, de óvalo perfecto, muy juntas. Parecían unos gatitos recién nacidos. Bajo la chirriante capa de la música, Flory le hablaba a Elizabeth al oído. Comentaba la danza ––Ya sabía que esto le interesaría a usted; por eso la traje aquí. Usted ha leído los libros buenos y ha vivido en sitios civilizados. No es como el resto de nosotros, que somos casi unos salvajes. ¿No le ha parecido muy interesante lo que hemos visto? Los movimientos de esa chica recuerdan a los de una marioneta y sus brazos se doblan como imitando a una serpiente dispuesta a caer sobre su víctima. Es grotesco e incluso feo, pero es una fealdad, como si dijéramos, artística. Además, hay algo de siniestro en esta danza. Parece diabólico, pero, si se observa detenidamente, ¡cuántos siglos de cultura hay detrás de todo ello! Hasta el más mínimo de los movimientos que hace esta muchacha ha sido estudiado y transmitido a través de innumerables generaciones. Siempre que se contempla el arte de estos pueblos orientales se puede ver que hay en él una civilización que se repite hacia atrás, siglo tras siglo, siempre la misma, hasta perderse en lo más remoto. En cierto modo –– y esto no se puede definir con palabras––, toda la civilización, la vida y el espíritu de Birmania están resumidos en la manera de mover los brazos esa bailarina. Viéndola, vemos también los arrozales, las aldeas rodeadas de árboles de teca, las pagodas, los sacerdotes con sus hábitos amarillos, los búfalos cruzando los ríos al amanecer, el palacio de Thibaw... Se interrumpió bruscamente, a la vez que la música. Había cosas (y una danza pwe era tina de ellas) que le impulsaban a hablar oratoriamente y sin medida; pero esta vez se dió cuenta de que había estado hablando como un personaje de novela, y no buena. Miró a lo lejos. Elizabeth le había escuchado con gran inquietud. “¿De qué estaría hablando aquel hombre?”, pensó. Además, había sorprendido la odiosa palabra––Arte––más de una vez. Recordó que Flory era un desconocido para ella y se dijo que no había sido prudente al ir sola con él. Miró en torno suyo aquella masa de rostros obscuros y brillantes a la lechosa luz de la lámpara. El exotismo de la escena la asustó. ¿Qué estaría haciendo ella en semejante sitio? Seguramente censurarían que una joven inglesa estuviera sentada entre la gente de color, rodeada por aquel mareante olor a sudor y casi tocando sus repugnantes cuerpos. ¿Por qué no estaba en el Club con sus compatriotas? ¿Qué le había hecho ir allí a contemplar un espectáculo tan salvaje y asqueroso entre una horda de indígenas? La música empezó a tocar de nuevo y la misma bailarina inició otra danza. Tenía la cara tan llena de polvos que parecía una máscara de yeso con los ojos asomando por los huecos. Con aquella máscara mortalmente pálida y sus gestos de muñeca de madera, resultaba monstruosa. Parecía un demonio. La música cambió de tempo y la muchacha empezó a cantar con una voz metálica. Era una canción de rápido ritmo trocaico, alegre y a la vez feroz. El público la acompañaba. Un centenar de voces salmodiaba las sílabas duras al unísono. Sin abandonar su extraña postura inclinada, la muchacha fué girando hasta quedar con el trasero hacia la multitud. Su longyi de seda brillaba como el metal. Sin dejar la rotación de manos y codos, movía lentamente sus nalgas a un lado y a otro. Luego––hecho asombroso y completamente visible a través del longyi––movió cada una de las nalgas independientemente al ritmo de la música El público, entusiasmado, rompió en un ensordecedor aplauso. Las tres muchachas que estaban dormidas en la esterilla se despertaron al mismo tiempo y se pusieron a aplaudir como locas, sin saber por qué. Uno de los empleados indígenas gritó nasalmente: “¡Bravo, bravo!” en inglés, en honor a los europeos. En cambio, U Po Kyin frunció el entrecejo y movió una mano. Conocía perfectamente la psicología de las mujeres europeas. Pero Elizabeth se había puesto ya en pie. ––––Me voy. Ya debíamos estar en el Club––– dijo secamente. Tenía la cabeza vuelta, pero Flory la había visto ruborizarse Desolado, se acercó a ella. ––Oiga, ¿no podría quedarse un poco más? Sé que es tarde, pero hicieron salir a esta bailarina dos horas antes de lo que estaba fijado, en honor nuestro. ¿Nos quedamos unos minutos más? ––Lo siento, pero hace ya mucho tiempo que debía estar de vuelta. Sabe Dios lo que estarán pensando mis tíos. Y empezó a abrirse paso por entre el gentío. Flory la siguió. Ni siquiera había tenido tiempo de agradecerles a los directivos del pwe la molestia que se habían tomado. Los birmanos se apartaban a su paso con aire ofendido. Aquello era muy propio de los ingleses, trastornarlo todo, hacerles sacar antes de tiempo a la mejor bailarina y marcharse antes de haber empezado lo bueno. Y en cuanto Flory y Elizabeth se perdieron de vista, se armó un gran escándalo porque la bailarina se negó a seguir actuando, y el público. en cambio, le exigía que continuara. Sin embargo, se restauró la calma al aparecer en el escenario dos payasos que soltaron varios chistes obscenos y encendieron unos cohetes. Flory seguía a Elizabeth por la carretera con aire compungido. La joven andaba de prisa con la cabeza vuelta para no ver a su acompañante. No había manera de hacerla hablar. “¡Qué idea más estúpida he tenido––pensó Flory ––, cuando todo iba tan bien!” Insistió en sus disculpas. ––Lo siento muchísimo; no pensé que a usted pudiera molestarle... ––No tiene importancia. Lo único que he dicho es que se me hacía tarde. ––Debí de haber pensado que este espectáculo la ofendería. El sentido del pudor en esta gente no es como el nuestro... Lo curioso es que hay cosas en que son incluso más exigentes que nosotros, pero... ––¡No es eso, no es eso!–– exclamó Elizabeth, irritada. Vió que cuanto decía sólo servía para empeorar las cosas. Anduvieron en silencio, manteniéndose Flory detrás. Estaba desesperado, ¡Qué tonto había sido! Y lo notable es que en todo este tiempo ni siquiera había sospechado la verdadera razón del enfado de Elizabeth. No la había ofendido precisamente la conducta de la bailarina, y tampoco sus movimientos le habían hecho recordar otras cosas. Pero la idea de que a alguien le gustase codearse con aquellos malolientes indígenas le había producido una desastrosa impresión. Estaba completamente segura de que no debía ser ésta la conducta de los blancos. Y aquel ininteligible discurso que le había soltado Flory con palabras tan raras (“¡casi como si estuviera recitando versos!”, pensó con desprecio) le había traído al recuerdo los repugnantes artistas a quienes había oído hablar algunas veces en París. Hasta aquella tarde, había creído que Flory era un hombre muy hombre. Recordó la aventura de aquella mañana y volvió a verlo haciéndole frente al búfalo sin armas, con lo cual se aplacó algo su ira. Cuando llegaron al Club estaba ya dispuesta a perdonarlo. En el rato de silencio anterior había almacenado Flory suficiente valor para dirigirse a ella de nuevo. Se detuvieron ante la puerta, bajo unos arbustos. La luz de las estrellas entraba por entre las ramas e iluminaba débilmente el rostro de la muchacha. ––No estará usted muy enfadada por lo que ha sucedido. ¿verdad? ––No; claro que no. Ya se lo dije. ––No debí haberla llevado. Le ruego que me perdone. Creo que lo mejor será no decirles a los demás dónde hemos estado. Quizás sea preferible decirles sencillamente que hemos estado paseando por el jardín... o algo así. Podría parecerles raro que una joven inglesa haya presenciado un pwe. Sí, decididamente, no les diré nada. ––¡Eso, eso; no les diremos ni una palabra!. –– Esta inmediata aprobación de ella, expresada con tanto calor, sorprendió agradablemente a Flory. Así, sabía que estaba perdonado. Pero, en verdad, no veía muy bien de qué había de ser perdonado. De común acuerdo, entraron en el Club por separado. Decididamente, el paseo había sido un fracaso. Había un aire de gala en el salón del Club aquella noche. La comunidad europea en pleno esperaba dar la bienvenida a Elizabeth, y el mayordomo con los seis chokras, vestidos todos ellos con sus mejores trajes blancos, muy almidonados, se habían alineado a ambos lados de la entrada y le hicieron profundas reverencias. muy sonrientes. Cuando todos los europeos hubieren saludado a la joven, se adelantó el mayordomo con una gran guirnalda de flores que los criados habían preparado para la missie-sahib. El señor Macgregor pronunció un humorístico saludo de bienvenida presentando a todos. A Maxwell lo presentó como “nuestro especialista local de arbolado”, y Westfield era “el guardián de la ley y el orden y terror de los banditti locales”, y así sucesivamente. Todos se rieron mucho. La aparición de una linda cara femenina había puesto de tan buen humor a todos los hombres, que incluso encontraron graciosas las palabras de Macgregor, palabras que él estuvo preparando cuidadosamente durante varias horas. En la primera ocasión, Ellis, con aire de conspirador, cogió a Flory y a Westfield por el brazo y se los llevó a la sala de juego. Estaba de mucho mejor humor que de costumbre. Pellizcó el brazo de Flory con sus dedos pequeños y duros. Le hizo daño, pero la intención había sido cariñosa. ––Bueno, muchacho, todos hemos estado buscándote. ¿Dónde te habías metido? ––Pues... dando un paseíto. ––––¡Un paseíto! ¿Y con quién? ––Con la señorita Lackersteen. ––Me lo figuraba. ¿De manera que eres tú el grandísimo idiota que ha caído en la trampa, eh? ¿Te has tragado el anzuelo antes de que ninguno de nosotros haya podido ni verlo siqniera? ¡Ah! Bien sabe Dios que te creía un zorro viejo, pero ahora veo que me he equivocado. ––¿Qué quieres decir? ––¿No lo sabes? Fíjate, Westfield, el pobrecito no sabe lo que quiero decir. Por lo visto deseas que te regalen el oído. Pues bien, Flory, te lo explicaré: la señora Lackersteen te ha escogido para que seas su amadísimo sobrino-yerno. Así que, si no tienes un extraordinario cuidado, eres hombre perdido. ¿Verdad, Westfield? ––Exacto, chico. La cosa está clara: un soltero en buenas condiciones, la sobrinita que viene a pescar marido... Clarísimo, chico. ––No sé de dónde os sacáis esas ideas. La muchacha lleva aquí... no llega a veinticuatro horas. ––El tiempo suficiente para llevarla a pasear, ¿eh? Ten cuidado con lo que haces. Tom Lackersteen puede ser un borrachín, pero no es tan tonto como para quedarse con una sobrina a su cargo todo el resto de su vida. Y, por supuesto, la niña sabe muy bien que necesita buscarse una despensa para cuando su tío se canse. Te lo repito, ten cuidado y no metas la cabeza en el lazo que te han tendido. ––No tenéis derecho a hablar de la gente de esa manera. Esta muchacha es todavía muy joven... ––Querido borriquito––Ellis, que ahora, con un nuevo tema de escándalo en la mano, trataba a Flory casi con cariño, lo sujetó por las solapas––, queridísimo borriquito, hazme caso y no te dejes emborrachar con la luz de la luna. Has pensado que la chica es cosa fácil, pero te equivocas. Estas jovencitas de nuestro amadísimo país son todas igualitas. “Pantalones, sí, pero nunca del lado de acá del altar”. Ése es su lema. Sí, el lema de todas ellas. Vamos a ver, inocentito mío: ¿para qué demonios crees tú que ha venido aquí esta niña? ––¿Para qué? Pues no sé. Supongo que tendría ganas de venir. ––¡Qué idiota eres! Ha venido exclusivamente para clavarle sus garritas a algún macho en buenas condiciones, un individuo que fatalmente se convierta en su esposo. Cuando una muchacha fracasa en todo el resto del inundo, prueba como último recurso en la India. El “mercado matrimonial hindú”, así le llaman. Yo creo que mejor debía llamársele el mercado de la carne. Aquí ya sabemos que cualquier hombre se emociona con la novedad de una mujer recién llegada. Grandes cargamentos de solteras fracasadas llegan a la India todos los años como carne congelada para caer sobre los solterones como tú. Vienen conservadas en hielo, pero son peligrosas. ––Desde luego, dices cosas repulsivas. ––Te digo que es carne inglesa alimentada con nuestros mejores pastos––insistió Ellis, que se estaba divirtiendo mucho––. Estos cargamentos vienen garantizados. Y empezó a hacer una pantomima fingiendo que examinaba una pierna de cordero, oliéndola y separando los trozos. Los chistes de Ellis se prolongaban mucho. Lo que más le divertía de todo era arrastrar por el fango el nombre de una mujer. Flory casi no pudo ver a Elizabeth aquella tarde. Todos la rodeaban en el salón y charlaban de todas las tonterías que surgen en tales ocasiones. A Flory le era imposible intervenir con buen éxito en charlas frívolas. En cambio, a Elizabeth el ambiente civilizado del Club, rodeada de blancos y con la tranquilizadora presencia de las revistas ilustradas inglesas, la recompensaba del mal rato que había pasado en el pwe. Cuando los Lackersteen salieron del Club, a las nueve, no fué Flory, sino Macgregor, quien los acompañó a casa, marchando junto a Elizabeth como un bonachón monstruo saurio. Todos los recién llegados tenían que soportar una buena cantidad de charla del jovial Macgregor, ya que los demás lo consideraban como un pesado y era una tradición interrumpirle sus Historias. Pero Elizabeth era por naturaleza una buena, oyente. El señor Macgregor pensó que no recordaba haber conocido a una jovencita tan inteligente. Flory se quedó en el club bebiendo con los otros. Hablaron mucho de Elizabeth. La discusión sobre la elección del doctor Veraswami fué olvidada y el aviso que Ellis había puesto en el tablón la tarde anterior, lo habían quitado ya. El señor Macgregor lo había visto aquella mañana en su habitual visita al Club y su espíritu de justicia le había inducido a ordenar que lo quitaran. De modo que el aviso no existía ya. Sin embargo, había cumplido su objetivo antes de desaparecer. IX DURANTE la quincena siguiente ocurrieron cosas importantes La lucha entre U Po Kyin y el doctor Veraswami estaba en pleno auge. Toda la localidad se había dividido en dos bandos: los indígenas, desde los magistrados hasta los últimos tipejos del bazar, se apuntaban a uno u otro de los partidos, d puestos a llegar hasta el perjurio si se presentaba la ocasión. Pero, de los dos bandos, el del médico era mucho más reducido y de poder difamatorio mucho menor contra el enemigo. El rector de El Patriota Birmano había sido procesado por sedición y libelo y se le había negado la libertad bajo fianza. Su detención provocó un pequeño motín en Rangún, reprimido por la policía con sólo dos víctimas entre los rebeldes. En la cárcel, el director del periódico declaró la huelga del hambre, pero comió a las seis horas. Además, en Kyauktada habían ocurrido muchas cosas. Un dacoit llamado Nga Shwe O, se había escapado de la cárcel circunstancias misteriosas. Y había habido muchos rumores acerca de un proyectado levantamiento indígena en el distrito. Los rumores –– que todavía eran muy vagos –– se concentraban torno a una aldea llamada Thongwa que no estaba lejos del campamento donde Maxwell cortaba la teca. Se decía que un weiksa, o mago, había aparecido procedente no se sabía de dónde y profetizaba la desaparición del poderío inglés en Oriente, distribuyendo unas chaquetas que, según él, eran “a prueba balas”. Macgregor no tomó muy en serio estos rumores, pero como elemental medida de prudencia pidió que le enviaran refuerzo de policía militar. Se decía que pronto llegaría a Kyauktada una compañía de infantería hindú con un oficial británico. Por supuesto, Westfield había acudido a Thongwa en cuanto se habló de la amenaza. ––¡Ojalá rompan ya de una vez y se subleven en serio! –– le dijo a Ellis antes de marcharse––. Pero temo que sea lo de siempre, un estúpido derramamiento de sangre. Siempre sucede igual con estas rebeliones. Terminan antes de haberse disparado. No lo creerás, pero todavía no he disparado mi pistola contra ninguno de estos tipos, ni siquiera contra un dacoit. Llevo once años usando armas, sin contar los de la guerra, y todavía no he matado a nadie. Es desconsolador. ––Bueno, bueno––dijo Ellis––; aunque la cosa no estalle de un modo serio, siempre se puede coger a los cabecillas y darles una buena paliza. Siempre es mejor que andarse con contemplaciones. ––No sé, no sé... Sin embargo, todavía no puedo hacerlo. Hay que atenerse a estas leyes de guante blanco. Ya que somos tan tontos que las hacemos, debemos cumplirlas. ––¡Que se vayan a la porra las leyes! Lo único que le hace impresión al birmano es “bambulearlo”. Darle una buena tunda con los mejores bambúes. ¿Los has visto después del castigo? Yo, sí. Los sacan de la cárcel en carros tirados por bueyes, gimiendo desesperadamente, mientras sus mujeres les aplican emplastos de bananas en los costados y en la espalda. Eso sí lo entienden: palos, buenos palos. Si me dejaran a mí, les pegaría en las plantas de los pies como hacen los turcos. Es mucho más eficaz. ––Bueno, esperemos que esta vez tengan los redaños suficientes Para pelear de verdad. Entonces podría actuar a fondo la policía militar con sus buenos rifles. Bastaría acabar con una docena de rebeldes para que se aclarase la atmósfera. Sin embargo; la oportunidad tan esperada no se presentó. Westfield y los doce policías que se había llevado con él a Thongwa ––alegres muchachos gurkhas que estaban deseando usar sus kukris contra alguien––se encontraron con que el distrito estaba tan tranquilo como una balsa de aceite. Por ninguna parte aparecía ni el mínimo indicio de rebelión; solamente el intento anual, que era tan periódico como el monzón, de no pagar los impuestos. Cada día hacía más calor. Elizabeth había experimentado ya su primer ataque de picazón producida por el sol. En el campo de tenis del Club, no jugaba ya casi nadie. Después de un primer partido, lánguidamente jugado, se sentaban en las sillas y se dedicaban a beber limonada... tibia, porque el hielo llegaba sólo dos veces a la semana de Mandalay y se derretía a las veinticuatro horas de llegar. Las mujeres birmanas, para proteger del sol a sus niños, les untaban la cara de un cosmético amarillo que les daba un aspecto de brujos africanos. Bandadas de palomas verdes, y palomas imperiales tan grandes como patas, se posaban para comerse las cerezas silvestres. Entre tanto, Flory había expulsado de su casa a Ma Hla May. Un truco asqueroso, sucio. Encontró un buen pretexto: le había robado su pitillera de oro, empeñándola luego en casa de Li-Yeik, el tendero chino y usurero del bazar. Pero, en realidad, no era más que un pretexto. Flory sabía perfectamente, lo mismo que Ma Hla May y todos los criados, que se libraba de ella a causa de Elizabeth. A causa de la ingaleikma del pelo teñido, como la llamaba Ma Hla May. La mujer no hizo al principio ninguna escena violenta. Estuvo escuchando sombríamente mientras Flory escribía un cheque por valor de cien rupias –– Li Yeik y el chetty hindú del bazar negociaban cheques –– y le decía que ya no la necesitaba. Flory estaba más avergonzado que ella. No podía mirarla a la cara y su voz sonaba a culpable. Cuando vino el carro de bueyes para llevarse sus cosas, Flory se encerró en su dormitorio para evitarse la escena de despedida. Cuando llegó el carro, oyó una gran gritería. Flory salió. Estaban todos alborotando junto a la cerca. Ma Hla May se aferraba a los barrotes de la verja de entrada y Ko S'la trataba de arrancarla de allí. La birmana volvió su enfurecido rostro hacia Flory, gritándole sin cesar: “ ¡Thakin! ¡thakin ! ¡thakin ! ¡thakin ¡thakin!”. Le dolía en el alma que le llamara thakin después de haberla expulsado de su casa. ––¿Qué ocurre?––dijo. Por lo visto, se estaban peleando por un mechón de cabello Postizo que reclamaban a la vez Ma Hla May y Ma Yi. Flory le dió la razón a Ma Yi y compensó a Ma Hla May con dos rupias. El carro de bueyes arrancó con Ma Hla May sentada junto a sus dos grandes cestas de mimbre acariciando a un gatito que llevaba sobre las rodillas. Hacía sólo dos meses que Flory le había regalado este animalito. Ko S'la, que había deseado desde hacía mucho tiempo el despido de Ma Hla May, no estaba muy contento ahora que había sucedido. Y mucho menos cuando vió que su amo iba a la iglesia––o, como él la llamaba, a la “pagoda inglesa”––, pues Flory estaba todavía en Kyauktada el domingo cuando llegó el sacerdote, y fué a la iglesia con los demás, había doce personas incluyendo a Francis y Samuel y seis cristianos indígenas. La señora Lackersteen tocó el pequeño armonio del templo. Fra la primera vez en diez años que Flory había asistido a un servicio religioso, aparte de los funerales. Las ideas que tenía Ko S'la de lo que ocurría en la pagoda inglesa eran de lo más vago; pero sabía que ir a la iglesia significaba “respetabilidad”, y como todos los criados de solteros, no había nada que odiase tant) como la respetabilidad. ––Algo va a pasar––les dijo a los demás criados––. He estado observándole estos diez días pasados ––se refería a Flory ––. Ha reducido sus cigarrillos a quince al día, ha dejado de beber ginebra antes del desayuno y' se afeita todas las tardes, aunque el tonto cree que yo no me entero. Además, se ha encargado media docena de camisas nuevas de seda. ¡Malos augurios! No creo que pasen más de tres meses sin que haya terminado la paz de esta casa. ––¿Se va a casar? ––dijo Ba Pe. ––Estoy seguro. Cuando un blanco empieza a ir a la pagoda inglesa, es el principio del fin. ––He tenido muchos amos en mi vida––dijo el viejo Sammy––. El peor fué el coronel Wimpole sahib, que me hacía poner boca abajo sobre la mesa y me daba una paliza cada vez que le servía plátanos fritos. Otras veces, cuando estaba borracho, disparaba su pistola contra el techo de nuestra habitación y las balas nos pasaban rozando. Pero preferiría servir diez años al coronel Wimpole sahib antes que obedecer durante una semana a una mujer sahib. Si nuestro amo se casa, me despediré el mismo día. ––Yo no me iré, porque llevo quince años sirviéndole. Pero sé lo que nos espera cuando se instale aquí esa mujer. Nos chillará en cuanto descubra una motita de polvo en los muebles y nos despertará por la tarde, cuando estemos durmiendo la siesta, para que le hagamos té, y a todas horas estará metida en la cocina quejándose de las sartenes sucias y de las cucarachas. Yo creo que estas mujeres se pasan despiertas toda la noche inventando nuevas maneras de martirizar a sus criados. ––Llevan un librito rojo––dijo Sammy––en que apuntan todo lo que se gasta en el mercado: dos annas por esto, cuatro annas por lo otro, y así no hay manera de sacar ningún provecho de la compra. Arman más escándalo por el precio de una cebolla que cuando un sahib pierde cinco rupias. ––¡Ah, de sobra lo sé! La nueva será mucho peor que Ma Hla May. ¡Mujeres!––terminó Ko S'la con un profundo suspiro. Los demás repitieron el suspiro, como un 'eco, incluso Ma Pu y Ma Yi. Ninguna de las dos tomó las palabras de Ko S'la como un insulto para ellas. Ni siquiera para su sexo. Las inglesas eran consideradas allí como de otro mundo y no sólo de otra raza. Probablemente ni siquiera eran seres humanos y por eso no hay que extrañarse si el matrimonio de un inglés provoca inmediatamente la huída de sus criados, incluso de los que llevan con ellos muchos años. X En verdad, la alarma de Ko S'la era prematura. Después de conocer a Elizabeth desde hacía diez días, Flory no avanzaba nada en su amistad. Casi todos los europeos tuvieron que marchar a la selva, por lo cual Flory había podido acaparar a Elizabeth durante esos diez días. Desde luego, Flory no tenía derecho a quedarse allí, pues la explotación maderera lo necesitaba en la selva en aquella época, y en su ausencia todo marchaba mal bajo el incompetente capataz eurasiático. Pero se había quedado en Kyauktada con el pretexto de unas fiebres inexistentes, mientras casi todos los días le llegaban desesperadas cartas del capataz. En todas ellas le contaba desastres. Uno de los elefantes estaba enfermo, el motor del pequeño ferrocarril empleado para llevar los maderos al río se había estropeado, quince obreros indígenas –– coolies ––habían desertado..., pero Flory no arrancaba, incapaz de alejarse de Kyauktada mientras Elizabeth estuviera allí, en su continuo e inútil intento de volver a aquella deliciosa amistad que se había entablado entre ellos la primera mañana. Es cierto que se veían mañana y tarde: Todos los días jugaban algún partido de tenis en el Club; un single, porque la señora Lackersteen estaba demasiado vieja para eso y a su marido le molestaba el hígado esos días. Luego se sentaban en el salón los cuatro, jugaban al bridge y charlaban. Pero a pesar de hallarse tantas lloras en compañía de Elizabeth y quedarse solo con ella tantas veces, Flory no se sentía a gusto. Hablaban mucho, pero siempre que no salieran del campo de las trivialidades. Su charla era la que pueden sostener dos desconocidos que se ven obligados a rellenar unas horas en que no tienen nada que hacer. Flory se sentía violento en presencia de ella. No podía olvidar la mancha de su cara. El cuerpo le pedía angustiosamente whisky y tabaco, pues se había esforzado heroicamente en prescindir de ambas cosas mientras estaba junto a ella. En resumidas cuentas, en los diez días no había adelantado ni un paso en su ansiado acercamiento a la muchacha. En cierto modo, nunca había podido hablar con ella como él quería. Se dice hablar, hablar... No parece nada, y, sin embargo, puede ser tanto... Cuando se ha vivido muchos años, hasta la plena madurez, en la más amarga soledad, entre personas a quienes nuestra sincera opinión sobre cualquier asunto de este mundo les parece una blasfemia, hablar es la mayor de las necesidades. Sin embargo, con Elizabeth resultaba imposible emprender una conversación seria. Parecía como si pesara sobre ellos un hechizo que convirtiera en banalidades cualquier intento de decir algo interesante. Todo iba a parar a esto: discos de gramófono, perros, raquetas de tenis..., en fin, la clásica charla de los clubs. Pero lo notable es que la joven no parecía tener interés en hablar de otra cosa. En cuanto Flory tocaba un tema de cierta trascendencia, flotaba en el aire un “no juego” que se notaba claramente en la voz de ella. Cuando conoció a fondo los gustos literarios de Elizabeth, Flory se llevó una gran decepción. Sin embargo, recordó que era una muchacha joven, y ¿acaso no había hablado de Marcel Proust con los intelectuales de París? Con toda seguridad llegaría a comprenderlo y a ser para él la compañera ideal. Pensó que todavía no había sabido ganarse su confianza. No tenía ningún tacto con ella. Como todos los que han vivido mucho tiempo solos, se atenía más a sus propias ideas que a la realidad de la persona a la cual trataba. Por ello, a pesar de la superficialidad de sus charlas, la irritaba en muchas ocasiones; no por lo que decía, sino por lo que indicaban sus palabras. Había entre ellos una desazón indefinida que bordeaba la riña. Cuando dos personas, una de las cuales ha vivido mucho tiempo en el país donde la otra es una recién llegada, se encuentran juntas, es inevitable que la primera actúe de cicerone de la segunda. Elizabeth, durante estos días, estaba conociendo Birmania y era Flory, naturalmente, el que se lo explicaba todo. Pues bien, las cosas que decía y su manera de decirlas provocaban en ella una vaga pero honda disconformidad. Pues se daba cuenta de que Flory, al hablar de los indígenas, casi siempre se ponía a favor de ellos. Alababa continuamente las costumbres birmanas y el carácter de los birmanos e incluso llegó a compararlos con ventaja con los ingleses. Esto la sacaba de quicio. Los indígenas, al fin y al cabo, sólo son indígenas, gente pintoresca sin duda, pero sometida a los ingleses, un pueblo inferior con piel negra o, por lo menos, muy obscura. La actitud de Flory le parecía demasiado tolerante. Y es que Flory sentía un gran deseo de que Elizabeth quisiera a Birmania como él la quería y no la mirase con los ojos indiferentes de una memsahib. Había olvidado que la mayoría de la gente sólo puede encontrarse a gusto en un país extranjero cuando puede despreciar a sus habitantes. Tenía demasiada prisa en interesarla por todo lo oriental. Por ejemplo, quiso hacerle aprender el birmano, proyecto que no prosperó, pues a Elizabeth le había explicado su tía que solamente las mujeres de los misioneros hablaban birmano. Había entre ellos innumerables desacuerdos de ese estilo. Elizabeth iba comprendiendo que las opiniones de Flory no eran las de un inglés normal. Y con mayor claridad aún, comprendía el interés que tenía Flory en que ella se aficionara a los birmanos e incluso que los admirase. ¡Que admirase ella, una mujer tan distinguida, una inglesa, a aquellos repugnantes salvajes cuya sola presencia le hacía temblar! Ese tema se presentaba de cien modos en sus conversaciones. Por ejemplo, pasaba junto a ellos una fila de birmanos cargados con mercancías. Elizabeth se los quedaba mirando con una mezcla de curiosidad y repulsión y le decía a Flory, como se lo habría dicho a cualquiera ––Qué gente más horrible, ¿verdad? ––¿Horrible? A mí, por el contrario, me parecen encantadores los birmanos. Tienen unos cuerpos espléndidos. Fíjese en los hombros de aquél; parece una estatua de bronce. Piense usted en el aspecto que tendrían la mayoría de los ingleses si tuvieran que ir medio desnudos como estos hombres. ––Pero sus cabezas son espantosas, aplastadas como las de los gatos... Y esas frentes les hacen parecer tan perversos... Recuerdo haber leído en una revista algo sobre la forma de la cabeza. Decían que las personas que tienen la frente como estos hombres son tipos criminales. ––Pero el hecho es que la mitad de los habitantes de este mundo tiene así la frente. ––Claro, si cuenta usted a la gente de color, desde luego... O bien pasaba un grupo de mujeres camino del pozo, macizas campesinas de un color cobrizo, muy tiesas bajo sus grandes jarras que llevaban en la cabeza y sus fuertes ancas de yegua muy salientes. Las mujeres birmanas le repugnaban a Elizabeth aún más que los hombres. Sentía el vago parentesco que la unía a ellas por pertenecer al mismo sexo y le parecía insoportable que también ellas fueran mujeres. ––Verdad que son horribles; parecen animales. ¿Cree usted que puede haber algún hombre que las encuentre atractivas? ––Por lo pronto, sus propios hombres. ––––Ellos, claro. Es natural. Pero nadie de nuestra raza podría soportar el contacto de esa piel negra. ––Uno se acostumbra a la piel obscura con el paso del tiempo. Dicen, y creo que es verdad, que al cabo de unos años la piel morena parece en estos países más natural que la blanca. Y, en definitiva, es más natural. Si tomamos al mundo en su conjunto, es una excentricidad ser blanco. ––Tiene usted unas ideas muy divertidas. Y así sucesivamente. Elizabeth encontraba siempre algo desagradable y turbio en lo que él decía. Sobre todo, la tarde en que Flory se detuvo a hablar en la puerta del Club con los dos eurasiáticos Francis y Samuel. Elizabeth había llegado al Club unos minutos antes que Flory, y cuando oyó su voz en la puerta se asomó a verlo Francis y Samuel habían arrinconado a Flory como dos perros que quieren jugar. Francis era el que más hablaba. Era un hombre delgado y excitable y del color del tabaco. Su madre era una hindú del sur. Samuel, cuya madre era una karen, tenía la piel amarillenta y el pelo rojizo. Ambos iban vestidos con raídos trajes de dril y se cubrían la cabeza con enormes topis bajo los cuales sus enclenques cuerpos parecían tallos de unas setas. Elizabeth se asomó a tiempo de oír fragmentos de una complicada autobiografía. Hablarles de sí mismo a los blancos era el gran placer de Francis. Cuando, con intervalos de meses, encontraba a un europeo dispuesto a escucharle, brotaba como un chorro inagotable la historia de su vida. Hablaba en una voz nasal y cantarina, con increíble rapidez: ––De mi padre, señor, recuerdo poco, pero fué un hombre muy colérico y nos pegaba mucho a todos con bambúes: a mi, a mi medio hermano y a nuestras dos madres. Cuando la visita del obispo, mi medio hermano y yo nos vestimos con longyis y nos mezclamos con los niños birmanos para pasar inadvertidos. Mi padre nunca llegó a ser obispo, señor. Sólo consiguió cuatro conversiones en veintiocho años y le gustaba demasiado el espíritu de arroz chino, lo que perjudicó la venta del folleto que había escrito, titulado La plaga del alcohol, editado por la “Baptist Press”, de Rangún, al precio de una rupia y ocho asnas. Mi medio hermano murió en una ola de calor. El pobre no dejaba de toser y toser... Los dos eurasiáticos se dieron cuenta de la presencia de Elizabeth. Ambos se quitaron los topis e hicieron profundas reverencias, a la vez que enseñaban la reluciente dentadura. Probablemente hacía ya muchos años que ninguno de ellos había tenido ocasión de hablar con una inglesa. Irancis volvió a soltar sil chorro de palabras con más fuerza que nunca. Hablaba con angustiosa precipitación, por el miedo a que pudieran interrumpirle ––Buenas tardes, señora, buenas tardes, buenas tardes. ¡Muy honrado de conocerla, señora! El tiempo está terrible estos días, ¿verdad?; pero en abril no puede esperarse otra cosa. No sería de extrañar que sintiera usted picores muy molestos. Tamarindo majado y aplicado a la parte afectada, es remedio infalible; yo mismo padezco terribles tormentos por las moches con el interminable picor. Es una enfermedad muy corriente entre nosotros, los europeos que vivimos aquí. Elizabeth no respondió. Miraba fríamente a los dos tipejos. Sólo tenía una vaga idea de quiénes pudieran ser y le pareció de lo más impertinente que se dirigieran a ella. ––Gracias; recordaré lo del tamarindo––dijo Flory. ––Es receta de un famoso doctor chino, señor. También he de recomendarles, señor y señora, que en abril no deben llevar sólo el terai en la cabeza. Para los indígenas no está mal, porque tienen la cabeza como Piedra, pero para nosotros, los europeos, llevar sólo el terai equivale a exponerse a una insolación. Este sol es mortal sobre los cráneos europeos. ¿Pero acaso la estoy molestando, señora? ¿Tiene usted prisa? Francis dijo esto en un tono de gran decepción. Elizabeth había decidido pararles los pies a los dos. No sabía por qué Flory les permitía seguir hablando. Se volvió en dirección a la pista de tenis dando raquetazos en el aire para Practicar y recordarle así a Flory que se estaba pasando el tiempo de jugar el partido. Él la siguió de mala gana, pues no quería hacer de menos al desgraciado Francis, por muy fastidioso que fuera. ––Tengo que marcharme ––dijo––. Buenas tardes, Francis Buenas tardes, Samuel. ––Buenas tardes, señor; buenas tardes, señora; buenas tardes, buenas tardes. Y se fueron retirando sin dejar cíe hacer reverencias. ––¿Quiénes son esos dos?––le preguntó Elizabeth a Flory cuando se le acercó ––. ¡Qué tipos tan raros! Ya los vi en la iglesia el domingo. Uno de ellos parece casi blanco. Pero, naturalmente, no será inglés, ¿verdad? ––No; los dos son eurasiáticos, o sea, hijos de padres blancos y de madres indígenas. Aquí les llamamos a estos mestizos “vientres-amarillos”. ––Pero ¿qué estaban haciendo aquí? ¿Dónde viven? ¿Trabajan en algo? ––Se pasan casi todo el tiempo en el mercado, en el bazar. Creo que Francis está empleado en la tienda de un prestamista hindú y Samuel en otro sitio. Se morirían de hambre si no fuera Por la caridad de los indígenas. –––¡De los indígenas! Es decir, que tienen que mendigar la subsistencia de los nativos. ––Me lo figuro. Pero los birmanos no dejan morirse de hambre a nadie. A Elizabeth le trastornó esta noticia. La idea de que existieran hombres medio blancos que pudieran morirse de hambre si los indígenas no se compadecían de ellos la impresionó tanta que se detuvo en seco y el partido de tenis tuvo que aplazarse. ––¡Pero eso es horrible! Es dar muy mal ejemplo. Aunque sólo sean medio blancos, es casi como si a uno de nosotros le sucediera lo mismo. ¿No podría hacerse algo por esos dos? Por ejemplo, organizar una suscripción para mandarlos lejos de aquí o algo por el estilo. ––Creo que eso no serviría de mucho. A donde quiera que fuesen les pasaría lo mismo. ––Pero ¿no pueden encontrar un trabajo adecuado? ––Lo dudo. Escuche usted; los eurasiáticos, estos hombres que han crecido en el bazar y no tienen educación, están perdidos desde el principio. Los europeos no se acercan a ellos para nada y se les prohíbe entrar en los servicios del Estado. Tienen que vivir en una situación intermedia muy desagradable, a no ser que renuncien a toda pretensión cíe ser europeos. Y esto no lo harán nunca esos pobres diablos. El único bien que poseen es su gotita de sangre blanca. Ya ve usted que Francis nos ha hablado en seguida del calor y de lo que sufre con el picor. Los indígenas, según se creen los blancos, no sufren del picor––es una tontería, desde luego, pero la gente lo cree––y lo mismo en lo que respecta a la insolación. Los dos llevan esos enormes topis para recordarnos que tienen cráneos europeos. Es una especie de escudo nobiliario. Esta explicación no satisfizo a Elizabeth. Vió que, como de costumbre, Flory defendía a los indígenas o semiindígenas, y el aspecto de los dos hombres le había repugnado. Ya sabía a quién le recordaban: al tipo de mestizo mejicano, italiano, etc., que hace el papel de traidor en tantas películas. ––Tenían un aspecto de degenerados, ¿no cree usted?; tan delgados y viscosos y con unos movimientos tan rastreros. Se les nota en la cara que no son honrados. Supongo que los eurasiáticos son de lo más degenerado. He oído decir que los mestizos heredan lo peor de las dos razas. ¿Es cierto? ––No sé si lo es. Pero hay que tener en cuenta la educación. No sabemos el rendimiento que darían en otro ambiente y debemos reconocer que nuestra actitud hacia ellos es brutal. Siempre hablamos de estos mestizos como si hubieran brotado de la tierra igual que las setas y trajeran ya consigo todos sus defectos. Pero si hemos de decir la verdad, los responsables de que existan somos nosotros. ––––¿Responsables de su existencia? ––Comprenderá usted que han tenido padres. ––Ah, claro; eso, desde luego; pero ustedes no tienen ninguna parte de responsabilidad en este asunto. Quiero decir que sólo un hombre muy mezquino y de gustos perversos podría tener relación con una mujer nativa. ––Claro, claro––dijo Flory evasivamente––. Pero los padres de esos dos eran misioneros protestantes, según creo. Flory recordó a Rosa McFee, la muchacha eurasiática a la que él sedujo en Mandalay en 1913. Recordó cómo se introducía en la casa clandestinamente y cómo llegaba a ella en un gharry con las cortinillas echadas; los tirabuzones de Rosa, su momificada madre birmana que le servía el té en la sombría habitación donde había un diván de mimbre. Y después, cuando abandonó a Rosa, aquellas horribles cartas implorantes en papel perfumado, cartas que acabó por no abrir. Después de jugar al tenis, Elizabeth volvió a sacar el tema de los dos mestizos. ––¿Se trata alguien de aquí con ellos? ¿Los invita algún blanco a su casa? ––Por Dios, no. Son unos intocables. En realidad, está mal visto incluso hablar con ellos. Sin embargo, la mayoría de nosotros los saludamos al cruzarnos con ellos Pero Ellis ni siquiera los saluda. ––Pues usted habló con ellos. ––Bueno..., es que yo infrinjo las normas de vez en cuando. He querido decir que es difícil ver a un pukka sahib hablando con ellos, pero yo algunas veces ––cuando tengo el valor suficiente–– procuro no ser un pukka sahib. Fué ésta una imprudente confesión. Elizabeth conocía muy bien todo lo que implicaba la expresión pukka sahib. Aquellas palabras de Flory le aclaraban aún más la idea que se estaba haciendo de él y lo miró de un modo casi hostil, con una notable dureza, pues su rostro adquiría a veces una aspereza de expresión impropia de unas facciones tan finas y ele tina persona tan joven con una piel delicada como una flor. Pero usaba gafas Y las gafas poseen a veces un formidable poder expresivo, casi más que los mismos ojos. Hasta entonces Flory no había llegado a entender a la joven ni a ganarse su confianza. Y, sin embargo, superficialmente habían mejorado las cosas entre ellos. A pesar cíe los malentendidos que hubo entre ambos, no se había borrado aún la buena impresión que él le produjo a Elizabeth aquella primera mañana. Lo más curioso era que la joven no se fijaba apenas en la mancha de la mejilla. Y había algunos temas de los que le gustaba oírle hablar. Por ejemplo, de la caza. Elizabeth sentía un entusiasmo por la caza que no dejaba de ser sorprendente en una señorita. Y, por supuesto, también le encantaba hablar de caballos. Pero Flory sabía mucho menos de caballos que de caza. Había prometido prepararle una cacería más adelante, cuando pudiera arreglar ciertas cosas. Los (los esperaban con impaciencia la llegada de ese día, aunque cada uno de ellos por razones diferentes. XI FLORY y Elizabeth paseaban aquella mañana por el camino del bazar. Hacía tanto calor que al caminar tenía uno la sensación de ir nadando en un mar tórrido. Pasaban filas de birmanos que volvían del mercado y grupos de cuatro o cinco muchachas charlando animadamente. Cerca del camino, poco antes de llegar a la cárcel, se veían las esparcidas ruinas de una pagoda de piedra. Las caras irritadas, esculpidas en piedra, de los demonios indígenas, miraban al transeúnte de un modo amenazador por entre la hierba donde habían pasado innumerables años. Llegaron a la cárcel, un tosco edificio cuadrado de unos doscientos metros de largo, con brillantes paredes de cemento de veinte pies de altura. Un pavo real, mascota de la cárcel, se paseaba a lo largo del parapeto. Seis presos se acercaban, con las cabezas agachadas y tirando de dos carretillas de mano llenas de tierra. Los vigilaban unos guardias hindúes. Estos presos cumplían penas de muchos amos e iban vestidos con uniformes de basto paño blanco y unos gorritos que dejaban ver buena parte de sus afeitados cráneos. Tenían la cara grisácea y achatada. Los grilletes que entorpecían sus pies, sonaban con toda claridad. Pasó una mujer con una cesta de pescado en la cabeza. Dos buitres volaban sobre ella describiendo círculos, para caer de vez en cuando, raudamente, sobre el pescado. La mujer los espantaba como si fueran moscas. A poca distancia se oía una algarabía de voces. Flory le explicó a Elizabeth: ––Es que el bazar está ahí, a la vuelta. Creo que hoy es día de mercado. Es bastante divertido ver lo que pasa allí. Le rogó que fuera con él hasta el bazar, seguro de que le divertiría. Doblaron el recodo. El bazar era un recinto parecido a los que se emplean para el ganado. Había en él muchos tenderetes, la mayoría de ellos cubiertos con un pequeño techo de paja. Una multitud bullía dentro gritando y empujándose. La confusión de aquellos multicolores trajes era como una cascada ele confeti. Más allá del bazar se veía espejear al río. Ramas de árboles y largos flecos de espuma corrían sobre él a buena velocidad. Junto a la orilla, los sampans (con sus proas, como picos de ave, en las que había unos ojos pintados) se balanceaban atados a los postes. Flory y Elizabeth estuvieron contemplando unos momentos aquel paisaje. Pasaban junto a ellos muchas mujeres llevando en equilibrio sobre sus cabezas canastas llenas de verdura; también pasaban niños de ojos saltones. Todos se quedaban ––mirando a la pareja europea. Un viejo chino pasó corriendo. Apretaba entre sus brazos, como si fuera un tesoro, un sangriento e irreconocible revoltijo de tripas de cerdo. ––Vamos a curiosear por los puestos, ¿eh?––dijo Flory. ––¿Está bien visto que los ingleses se paseen entre esa multitud? ¡Está todo tan horriblemente sucio! ––No tiene importancia; nos abrirán paso. Estoy seguro de que le interesará. Elizabeth lo siguió vacilante y luego decididamente contra su voluntad. ¿Por qué ese empeño de llevarla a los sitios más repugnantes? ¿Por qué deseaba arrastrarla siempre entre los indígenas tratando de interesarla en ellos y en sus sucias costumbres? En todo ello había algo sospechoso. Sin embargo, también esta vez lo siguió, pues se sentía incapaz de explicar las razones que tenía para oponerse. En cuanto se acercaron a los puestos, les llegó una oleada de aire infecto, una mezcla de olor a pescado seco, a sudor, polvo, anís, ajo... Campesinos con sus caras color tabaco, arrugados ancianos con el largo pelo blanco atado por detrás en un tosco moño, jóvenes madres con sus críos desnudos a horcajadas en sus caderas..., toda esta extraña masa humana rodeaba, apretaba y empujaba a la pareja inglesa. Flo ladraba lastimeramente cuando le pisaban, y esto ocurría a cada momento. Fuertes y redondos hombros chocaban desconsideradamente con Elizabeth, ya que los campesinos estaban demasiado ocupados en regatear para prestar atención a una inglesa nueva, por interesante que fuera para ellos este espectáculo. ––¡Mire! –– Flory señalaba con su bastón a uno de los puestos y le decía algo a Elizabeth, pero sus palabras quedaron ahogadas por los gritos de dos mujeres que se amenazaban con los puños por encima de una cesta de piñas. Elizabeth estaba asustada, pero Flory no lo había notado y cada vez la hacía entrar más entre la multitud, indicándole que mirase esto o aquello. La mercancía parecía extranjera, traída de muy lejos, escasa y pobre. Había grandes pomelos colgados en cuerdas como una sarta de lunas verdes; bananas rojas, cestas de mariscos color heliotropo, pescado seco atado en paquetes, patos abiertos y curados como jamones, cocos verdes, trozos de caña de azúcar, dahs, sandalias, longyis de seda a cuadros, afrodisíacos en forma de pastilla de jabón, cacharros de barro cocido, con mucho brillo, muy altos; dulces chinos hechos de ajo y azúcar; cigarros blancos y verdes, prinjal de color púrpura, cintajos de colorines, pollos en jaulas de mimbre, budas de latón, hojas de betel en forma de corazón, botellas de sales kruchen, mechones de cabello postizo, cazuelas de arcilla roja, herraduras para bueyes, muñecas de papel mascado, tiras de caimán con propiedades mágicas... A Elizabeth empezaba a darle vueltas la cabeza. Al otro lado del bazar relucía el sol a través de la sombrilla de un sacerdote con un color rojo sangre como a través de la oreja de un gigante. Elizabeth comprendió que no podría resistir allí ni un minuto más. Le tocó a Flory en el brazo. ––Esto es horrible... El calor, la gente... ¿No cree usted que podríamos ponernos a la sombra? Flory se volvió hacia ella sorprendido. Había estado tan abstraído en su conversación incesante –– de la que apenas podía oír ella nada a causa de la algarabía ––para darse cuenta de que el calor y los malos olores la estaban mareando. ––Lo siento muchísimo. Vámonos de aquí en seguida. Escuche: iremos a la tienda del viejo Li Yeik––es un tendero chino –– y nos dará algo de beber. Tiene usted razón, aquí se respira mal. ––Tantas especias... me dan náuseas. ¿Y qué olor es ese tan espantoso que parece de pescado? ––Pues una salsa que hacen con langostas. Entierran el marisco y luego lo sacan al cabo de varias semanas para hacer la salsa. ––¡Es horrible, horrible! ––Pues tengo entendido que es muy sano. ¡Deja eso! –– añadió dirigiéndose a Flo, que andaba olisqueando en una cesta de pescado medio podrido que estaba en el suelo. La tienda de Li Yeik estaba frente al otro extremo del mercado. Lo que Elizabeth deseaba en realidad era volver lo antes posible al Club, pero el aspecto europeo de la tienda del chino ––con sus camisas de algodón procedentes del Lancashire y unos relojes alemanes increíblemente baratos, así como otras cosas europeas expuestas a la entrada––la tranquilizó y la compensó en cierto modo de la barbarie del bazar. Iban a pasar dentro cuando un delgado muchacho de unos veinte años, vestido con un longyi y zapatos amarillos muy brillantes que llevaba el pelo con raya al medio con brillantina “a la moda ingaleik” se destacó de la multitud y se les acercó. Saludó a Flory con un extraño movimiento, como si estuviera violentándose para no hacer la reverencia. ––¿Qué sucede?––dijo Flory. ––Carta, señor –– y sacó un arrugado sobre. ––¿Me perdona un momento?––le dijo Flory a Elizabeth abriendo la carta. Era de Ma Hla May (o, mejor dicho, se la habían escrito y ella la había firmado con una cruz) y pedía en ella cincuenta rupias de un modo vagamente amenazador. Flory se llevó aparte al joven: ––¿Hablas inglés? Dile a Ma Hla May que la veré luego para hablarle de esto. Pero adviértele que si intenta hacerme un chantaje, no le daré ni un céntimo más. ¿Comprendes? ––Sí, señor. ––Ahora, vete. No me sigas, porque te costaría caro. ––Sí, señor. ––Era un empleado indígena que quería colocarse––le explicó Flory a Elizabeth mientras subían la escalera––. Siempre le están fastidiando a uno.––Y pensó que el tono de la carta era muy curioso. No se le había ocurrido pensar que Ma Hla May empezara el chantaje tan pronto. Sin embargo, no tenía tiempo ahora para pensar en lo que había detrás de esta actitud. Subieron a la tienda, que estaba obscura, o por lo menos lo parecía en contraste con la brillantez del exterior. Li Yeik, que estaba sentado fumando entre sus cestas de mercancías––no había mostrador––, se adelantó hacia ellos cuando los vió entrar. Flory era amigo suyo. Era un viejo vestido de azul con coleta y un rostro amarillo con la barbilla aplastada, una cara en la que sólo parecía haber pómulos. Recordaba a una calavera y, sin embargo, no resultaba desagradable. Saludó a Flory con unos sonidos nasales que él, de buena fe, creía que eran palabras birmanas y en seguida entró en la trastienda para encargar refrescos. Flotaba en el aire un dulzón olor a opio. En las paredes colgaban largas tiras de papel rojo con letras chinas en negro y a un lado estaba un altarcito con el retrato de dos personas con vestidos ricamente bordados. A los lados había unas barras de incienso. Dos mujeres chinas, una vieja y otra muy joven, estaban sentadas en una alfombra liando cigarrillos con paja de maíz y tabaco en fibras que parecían pelo de caballo. Llevaban pantalones de seda negra y tenían los pies encajados inverosímilmente en unas zapatillas de madera de tacón rojo tan pequeñas corno las de una muñeca. Un chiquillo desnudo saltaba por el suelo como una gran rana amarilla. ––¡Mire los pies de esas mujeres!––murmuró Elizabeth en cuanto volvió la espalda Li Yeik ––. ¡Qué espanto! ¿Cómo se podrán forzar los pies de esa manera? —Es que los tienen ya deformados desde pequeñas. Tengo entendido que en China se va abandonando ya esa bárbara costumbre, pero los chinos de aquí están muy atrasados. La coleta de Li Yeik es otro anacronismo. Para la estética china, esos pies diminutos son muy bellos. ––¡Bellos! Son tan horribles que ni siquiera puedo mirarlos. ¡La gente de todos estos países es de un salvajismo atroz! ––¡Por Dios, todo lo contrario! Son pueblos mucho más civilizados que nosotros. Las normas de belleza son muy relativas. Varían según los pueblos y los tiempos. En este país hay una tribu, los palauungs, que admiran ante todo en la mujer los cuellos largos. Las muchachas llevan unos collares de cobre Para alargarse el cuello, y se van añadiendo más y más hasta que se les pone el cuello como el de una jirafa. Pues bien, no creo que esto sea más raro que la antigua costumbre de llevar miriñaques o la moda de las crinolinas. En aquel momento volvió Li Yeik acompañado de dos muchachas birmanas muy gruesas, sin duda hermanas, que reían nerviosas y llevaban entre ellas dos sillas y una gran tetera china azul. Las dos muchachas eran o habían sido concubinas de Li Yeik. El viejo sacó una lata de chocolate y sonreía mientras la destapaba. Al sonreír, mostraba tres dientes largos ennegrecidos por el tabaco. Elizabeth se sentó. Se encontraba mal. Estaba completamente segura de que no estaría bien visto aceptar la hospitalidad de aquella gente. Una cíe las chicas birmanas se puso en seguida detrás de las sillas y empezó a abanicar a Flory y a Elizabeth, mientras la otra, arrodillada a sus pies, servía las tazas de té. A Elizabeth le pareció una estupidez que aquella muchacha le estuviera abanicando el cuello mientras el chino le hacía amables muecas. Flory tenía siempre la ocurrencia de colocarla en situaciones incómodas. Tomó una chocolatina que le ofrecía Li Yeik, pero no pudo dar las gracias. ––¿ Está bien esto? –– le murmuró a Flory. ––¿A qué se refiere? ––Digo que si estará bien visto que estemos sentados en casa de esta gente. ––Los chinos son en este país una raza privilegiada. Y son muy demócratas. Es preferible tratarlos como iguales. ––El té me parece ya repugnante antes de probarlo. Está verde por completo. Por lo menos podría ocurrírseles poner un poco de leche. ––No está tan malo. Es una clase especial de té que le traen de China a Li Yeik. Tiene también azahar, me parece. ––¡Uf, sabe a tierra! ––dijo después de probarlo. Li Yeik estaba inmóvil frente a ellos fumando su pipa de dos pies de largo. Observaba a los europeos para ver si les gustaba su té. La chica que estaba detrás de la silla de Elizabeth dijo algo en birmano. Las dos se rieron. La que estaba arrodillada en el suelo levantó la vista y miró admirativamente a Elizabeth. Luego se dirigió a Flory y le preguntó si la señorita inglesa llevaba sostén. ––Chii ––dijo Li Yeik, escandalizado, dándole a la muchacha con la punta de su zapato para hacerla callar. ––No puedo preguntárselo––dijo Flory. ––¡Oh, thakin, por favor, pregúntaselo! ¡Tenemos tantas ganas de saberlo!... Se entabló una discusión entre ellas, y la que abanicaba se olvidó de su tarea. Por lo visto el mayor deseo de estas mujeres Había sido ver un verdadero sostén. Habían oído muchas historias sobre esta prenda; les habían dicho que los hacían de acero y que comprimían a la mujer tanto que le desaparecían por completo los pechos, y las dos jovencitas birmanas se apretaban las manos contra el cuerpo a modo de ilustración. ¿Por qué ne se decidía Flory a preguntárselo a la señorita inglesa? Detrás de la tienda había una habitación donde podía pasar con ellas y desvestirse. Así verían la prenda y saldrían de dudas. Entonces se interrumpió la conversación en seco. Elizabeth estaba muy tiesa, sosteniendo su diminuta tacita de té, cine no se atrevía a seguir bebiendo y con una sonrisa que era más bien una mueca. Los orientales se alarmaron; comprendieron que a la muchacha inglesa no le hacía gracia ninguna todo aquello. Su elegancia y su belleza extranjera, que les habían encantado un momento antes, empezó a imponerles un poco. Incluso Flory sentía lo mismo. Era uno de esos terribles momentos que pasamos con los orientales cuando todos los presentes evitan la mirada de los demás, esforzándose inútilmente por encontrar algo que decir. Entonces el niño desnudo, que hasta entonces había estado explorando algunas cestas en la trastienda, se arrastró hasta donde estaban sentados los europeos. Examinó sus zapatos, calcetines y medias con gran curiosidad y luego, al mirar hacia arriba y ver los rostros blancos, se horrorizó. Empezó a gemir desesperadamente y se hizo pis en el suelo. La vieja china de la esterilla miró, dió un chasquido con la lengua, y siguió liando cigarrillos. Los demás orientales ni siquiera se fijaron. Empezó a formarse un chasquido en el suelo. A Elizabeth le horrorizó esto de tal modo que derramó el té. Agarró el brazo de Flory. ––¡Ese niño! Mire lo que está haciendo. ¿Es posible que nadie se preocupe? ¡Qué espanto! Todos miraron asombrados y por fin comprendieron de qué se trataba. Nadie había prestado atención al niño, pues A incidente era demasiado normal para extrañar a nadie y ahora se sentían todos avergonzados. Todos empezaron a echarle la culpa al niño repitiendo exclamaciones como: “¡Qué niño más mal educado!” “¡Qué criatura tan sucia!”. La vieja china se llevó al chico, que berreaba con todas las fuerzas de sus pulmones, y lo sostuvo sobre el umbral como si estuviera exprimiendo una esponja. En el mismo instante, Flory y Elizabeth estaban ya fuera de la tienda. Flory iba detrás de ella, mientras Li Yeik y las mujeres los seguían a ambos, desolados. ––¿Y eso es lo que llama usted gente civilizada? ––Lo siento––dijo Flory con voz apagada––. No esperaba... ––Son personas repugnantes. Estaba irritadísima. Se le había puesto la cara al rojo vivo. Flory la seguía desesperado y no se atrevió a hablar de nuevo hasta que no pasó un buen rato. ––¡Cuánto siento que haya ocurrido esto! Li Yeik es un hombre tan bien educado y tan buena persona... Se habrá llevado un terrible disgusto al saber que usted se ha ofendido. Habría sido mejor quedarse unos minutos más. Por lo menos, para darles las gracias por el té. ––¿Las gracias? ¿Después de lo que ha pasado? ––Sinceramente, no debía usted ciarle tanta importancia a esas cosas. Por lo menos en este país no la tienen. La manera de ver las cosas este pueblo es tan distinta de la nuestra... Tenemos que adaptarnos. Por ejemplo, puede usted suponer que ha retrocedido en el tiempo y que se encuentra viviendo en la Edad Media... ––Prefiero no discutir sobre este asunto. Era la primera vez que habían reñido en serio. Flory se sentía demasiado desgraciado para preguntarse cuál era el verdadero motivo de la riña. No se daba cuenta de que su constante defensa de los orientales le parecía a Elizabeth tina actitud perversa, casi rufianesca, un afán morboso por lo repugnante. Ni siquiera después de la visita a Li Yeik pudo comprender Flory ––en su extraña ceguera amorosa––hasta qué punto odiaba la joven todo lo oriental. Lo único que sabía era que, a cada intento por hacerle compartir su vida, sus pensamientos y su sentido de la belleza, Elizabeth se espantaba como un caballo. Caminaron por la carretera yendo Flory a la izquierda cíe ella y un poco detrás. Veía el cabello dorado que le salía por debajo de su sombrero terai sobre el cuello. ¡Cuánto la quería! Era como si nunca la hubiera querido hasta ese momento, cuando marchaba tras ella derrotado, sin preocuparse ni siquiera de que pudiese volver la cabeza y verle la mancha. Intentó hablar varias veces, pero no lo consiguió. No sabía qué decirle que no la ofendiera. Por fin dijo llanamente: ––Hace un calor horroroso, ¿verdad? Aquella observación no resultaba muy original. Pero con gran sorpresa suya, la joven se aferró a sus palabras como a una tabla de salvación. Se volvió hacia él y le sonrió. ––Parece que estamos en un horno. Con lo cual hicieron las paces. La tonta y trivial observación había vuelto a situarlos en la tranquilizadora atmósfera de una charla de club. Bastó que Flory dijese una tontería para que ella se encontrara a gusto. Flo, que los seguía, iba con la lengua fuera. Poco después, como es natural en gente de club, estaban hablando de perros. Los perros son un tema de conversación inagotable. “¡Perros, perros!”, se decía Flory mientras subían por la recalentada pendiente y el sol le despellejaba los hombros a través del fino tejido de la ropa. ¿Es que no iban a hablar más que de perros? O bien, cuando se agotaba provisionalmente el tema canino, de discos, raquetas de tenis y caballos. Sin embargo, ¡con qué facilidad y en qué tono tan amistoso charlaban de estas tonterías! Pasaron ante la reluciente pared blanca del cementerio y llegaron a la puerta de los Lackcrsteen. En torno a la casa crecian dorados árboles mohur y unos arbustos con flores rojas y redondas como caras de campesinas. Flory se quitó el sombrero al llegar a la sombra y se abanicó la cara. ––Bueno, hemos regresado antes de que nos cayese encima lo más fuerte del calor. Siento que nuestra excursión al bazar no fuera un gran éxito. ––Al contrario, me ha gustado mucho. Puede usted creerme. ––No, no, Siempre ocurre algo desagradable; no sé cómo me las arreglo. ¿No habrá usted olvidado que vamos de caza pasado mañana? Espero que le vendrá bien ese día. ––Sí, y mi tío me va a prestar su fusil. ¡Qué bien lo voy a pasar! Tendrá usted que enseñarme a cazar. Tengo mucha ilusión en aprender. ––A mi también me ilusiona mucho que vayamos. Es la peor época del año para cazar, pero procuraremos sacar todo el partido posible. Adiós por ahora. ––Adiós, señor Flory. Ella le seguía llamando señor Flory, aunque él se atrevía ya a llamarla sólo Elizabeth alguna vez. Se separaron y cada uno de ellos marchó pensando en la cacería. Ambos creían que con esa ocasión se arreglarían las cosas entre ellos. XII En el pegajoso calor del living, casi obscuro a causa de la cortina de cuentas, U Po Kyin paseaba lentamente arriba y abajo. De vez en cuando se metía una mano por debajo de su camiseta y se rascaba sus pechos sudorosos, enormes como los de una mujer gorda. Ma Kin estaba sentada en su esterilla fumando unos finos puros blancos. Por la puerta abierta del dormitorio se podía ver una esquina de la enorme cama cuadrada de U Po Kyin con postes labrados de teca, como un catafalco, el lecho en que había cometido tantas violaciones. Ma Kin escuchaba ahora por primera vez el relato del “otro asunto” que iba por debajo del ataque de U Po Kyin contra el doctor Veraswami. Aunque despreciase la inteligencia de aquella mujer, U Po Kyin solía confiarle sus secretos más pronto o más tarde. Era la única persona de su círculo inmediato que no le tenía miedo y por eso le interesaba tanto a él impresionarla. ––Ya ves, Kin-Kin––dijo––––, cómo ha salido todo de acuerdo con mis planes. Ya van dieciocho cartas anónimas y todas ellas son obras maestras. Te recitaría de memoria algunas de ellas si creyese que eres capaz de apreciarlas en todo su valor. ––Pero supón que los europeos no hacen caso de tus cartas anónimas. ¿Qué harás, entonces? ––¿Qué no harán caso? Ja, ja! Eso no debes temerlo. Creo que conozco algo de la mentalidad europea. Debes saber, Kin-Kin, que si algo soy capaz de hacer perfectamente es redactar cartas anónimas. Esto era cierto. Las cartas de U Po Kyin habían surtido ya su efecto y habían dado especialmente en su blanco principal: Macgregor. Dos días antes de esta conversación, Macgregor había estado muy preocupado una tarde entera tratando de decidir si el docto Veraswami era o no leal al Gobierno. Desde luego, no se tri taba de ningún acto de franca deslealtad. Eso no habría tenido importancia alguna. La cosa era saber si el médico era de la clase de nombres que sostienen opiniones sediciosas. En la Indi no le juzgan a uno por lo que hace, sino por lo gafe es. La mer sospecha contra la lealtad de un funcionario oriental puede arruinar su carrera. Macgregor era demasiado justo por naturaleza para condenar a nadie, aunque fuese un oriental, a la ligera. Por eso se había pasado varias horas ante un montón de informes confidenciales ––incluidas las cinco cartas anónimas recibidas y otras dos que le había pasado Westfield sujetas con un espina de cactos. No eran sólo las cartas. Por todas partes se oían murmuraciones contra el doctor. U Po Kyin sabía muy bien que no bastaba con llamar traidor al médico; era además necesario ataca su reputación desde todos los ángulos posibles. El doctor era acusado no sólo de sedición, sino también de intentos de soborne violaciones, torturas, operaciones quirúrgicas ilegales, operar estando borracho perdido, envenenamientos, asesinatos por magia negra, comer carne de buey, vender certificados de defunción los asesinos, llevar zapatos dentro de la pagoda y hacer proposiciones homosexuales al chico que tocaba el tambor en la policía militar. Si se hacía caso de lo que se contaba de él, Veraswami resultaba una mezcla de Maquiavelo, Sweeny Todd y c marqués de Sade. Al principio, Macgregor no había hecho gran caso de este cúmulo de acusaciones. Estaba demasiado acostumbrado a esta clase de cosas. Pero la última de las cartas anónimas de U Po Kyin le había preocupado. Incluso para un maestro del género como U Po Kyin, aquella carta era un gran acierto. Se refería a la fuga de Nga Sbwe O, el dacoit, de la arce de Kyauktada. Nga Shwe O, que estaba por la mitad de la pena de siete años––tan merecida––que le habían impuesto, prepare su fuga durante varios meses, y, para empezar, sus amigos d fuera habían sobornado a uno de los carceleros hindúes. Éste recibió un centenar de rupias por adelantado y pidió permiso para visitar a un pariente que se estaba muriendo y entretenerse de camino varios días en los burdeles de Mandalay. Pasó el tiempo y el día fijado para la fuga se aplazó varias veces mientras que el guardián parecía no poder despegarse efe los burdeles. Por último, decidió aumentar la recompensa delatándole el plan a U Po Kyin. Éste, como de costumbre, supo aprovechar la ocasión. Le advirtió al carcelero que si revelaba algo de aquello a otra persona, le costaría muy caro, y en la misma noche fijada por fin para la fuga, cuando era ya demasiado tarde para impedirla, le envió otra carta anónima al señor Macgregor advirtiéndole que se iba a realizar la fuga. La carta añadía, por supuesto, que el doctor Veraswami, director de la cárcel, había cobrado una buena cantidad por hacerse el tonto. A la mañana siguiente, en efecto, hubo gran alboroto entre los guardianes de la cárcel, pues Nga Shwe n se había escapado. (Tuvo que correr un buen trecho hasta el río y ya estaba lejos gracias al sampán que le proporcionó el propio U Po Kyin.) Esta vez Macgregor no podía hacerse el desentendido. El que había escrito la carta debía de ser alguien metido en el complot y probablemente decía la verdad sobre la connivencia del médico. Era un asunto muy serio. Un director de cárcel que se deja sobornar para facilitarle la fuga a los presos, es capaz de todo, Y por tanto (quizás esta deducción no fuese suficientemente clara, pero al señor Macgregor se lo parecía) la acusación de sedición, que era la principal de las que se habían hecho contra el doctor, resultaba ya muy verosímil. U Po Kyin había atacado a. la vez a los otros europeos. Flory, cuya amistad con el médico era la fuente principal del prestigio de éste, se había asustado lo bastante para abandonarlo. En cuanto a Westfield, la cosa resultaba ya más difícil. Como jefe de la policía local, Westfield sabía mucho de U Po Kyin y estaba en condiciones de fastidiarle sus planes. Los policías y los magistrados son enemigos naturales. Pero U Po Kyin supo volver a su favor esta circunstancia. Había acusado al doctor ––desde luego, con carta anónima–– de estar ligado con el pillo U Po Kyin, el sinvergüenza que aceptaba soborno de cualquiera. Esto engañó a Westfield. Respecto a Ellis, no necesitaba cartas anónimas; no podía pensar peor del médico. Incluso había tenido U Po Kyin la precaución de enviarle otro de sus anónimos a la señora Lackersteen, pues sabía de sobra el poder que tienen las mujeres europeas sobre sus maridos. El doctor Veraswami, decía la carta, estaba incitando a los nativos a la violación sistemática de las mujeres europeas. U Po Kyin había tocado así el punto flaco de la señora Lackersteen. Para ella los términos “sedición”, “nacionalismo”, “rebelión” Home Rulo, etc., sólo venían a parar a una cosa: una masa de coolíes de rostros muy negros en contraste con el blanco de sus ojos, que esperaban turno para violarla. Esta idea la tenía asustada noches enteras. Con todo ello, el resto de simpatía que pudiera quedar entre los europeos por el doctor Veraswami se estaba derrumbando rápidamente. Por eso le decía U Po Kyin, muy satisfecho, a Ma Kin ––Ahora comprenderás que no tiene salvación. Es como un árbol aserrado por el pie que se mantiene todavía porque nadie le ha dado un empujoncito. Dentro de unas tres semanas, o quizá menos, le daré ese pequeño golpe que le hará caer. ––¿Y en qué va a consistir tu golpe final? ––Voy a explicártelo. Creo que ya debes saberlo. No entiendes de estas cosas, pero tienes la ventaja de saber callar. ¿Has oído hablar de esa rebelión que están preparando cerca de la aldea Thongwa? ––Sí, y creo que esos aldeanos son idiotas. ¿Qué piensan hacer con sus dahs y lanzas contra los soldados hindúes? Éstos los matarán como conejos. ––Naturalmente. Si hay lucha será una matanza tremenda. Pero, en definitiva, sólo son unos campesinos supersticiosos. Tienen una fe absurda en esas chaquetas a prueba de balas que les están distribuyendo. Desprecio a esa gente por su ignorancia. ––¡Pobrecillos! ¿Por qué no los convences, Ko Po Kyin? No hay necesidad de detener a nadie. Basta con que vayas a la aldea y les digas que estás al tanto de sus planes. No se atreverán a hacer nada. ––Claro que podría impedir esa rebelión si quisiera. Pero no me interesa. Tengo mis razones. Verás, Kin––Kin––y por favor guárdalo en absoluto secreto––, ésta va a ser, por decirlo así, mi rebelión particular. La he preparado yo. ––¡No es posible! Ma Kin dejó caer su cigarro. La boca y los ojos se le habían abierto extraordinariamente con el asombro. La declaración de U Po Kyin la había horrorizado. Exclamó ––Pero, ¿qué estás diciendo? No puede ser verdad. ¡Tú, organizando una rebelión! ––Es cierto, no lo dudes. Y me está saliendo muy bien. Ese brujo que he hecho venir de Rangún es un tipo muy listo. Ha recorrido toda la India como prestidigitador de circo. Las chaquetas a prueba de bala las hemos comprado en los almacenes de Whiteaway y Laidlow a una rupia con ocho armas cada una. Todo esto me va a costar algún dinero. ––¡Pero, Ko Po Kyin, es una sublevación! ¡Habrá lucha y morirán muchos desgraciados! ¿No te habrás vuelto loco? ¿No temes que te maten también a ti? U Po Kyin se detuvo en sus paseos por la habitación. Estaba asombrado de oír a Ma Kin. ––Mujer, qué ideas se te ocurren. ¿Será posible que hayas pensado que me voy a rebelar contra el Gobierno? ¡Yo, un humilde servidor del Gobierno desde hace treinta años! ¡Qué disparate! Te dije que yo había organizado la rebelión, pero de ningún modo que fuese a tomar parte en ella. Los que van a arriesgar su piel son esos ignorantes aldeanos, no yo. Nadie piensa ni por asomo que yo tenga que ver nada con ese asunto, aparte de Ba Sein y otros dos. ––Pero me has dicho que eres tú quien los ha conducido a sublevarse. ––Es natural. Si he acusado a Veraswami de organizar una rebelión contra el Gobierno, comprenderás que debo presentar una rebelión. ––Ya comprendo. Y cuando estalle dirás que el doctor Veraswami tiene la culpa, ¿no es eso? ––¡Qué lenta es tu inteligencia l Me parecía clarísimo para cualquiera que si organizo este levantamiento es sólo para poderlo aplastar. Yo soy... –– ¿qué expresión emplea el señor Macgregor? ––, ah, sí, agent provocateur. No lo entenderás porque es una expresión de un idioma latino. Sí, sí, el agent provocateur. Primero, convenzo a esos imbéciles de Thongwa de que deben levantarse contra el Gobierno y. luego los detengo como rebeldes. En el preciso momento en que debe empezar la revuelta detendré a los cabecillas y los meteré en la cárcel. Es posible que después haya alguna lucha. Morirán algunos y otros serán deportados a los Andamas. Pero entretanto yo, U Po Kyin, apareceré .como el hombre que ha aplastado en unos minutos un levantamiento peligrosísimo. Me convertiré en el héroe de este distrito. U Po Kyin, orgulloso de su plan, reanudó sus paseítos con las manos entrelazadas a la espalda. Sonreía satisfecho. Ma Kin pensó algún tiempo sobre lo que había oído. Por último, dijo: ––Sigo sin comprender por qué haces todo esto. ¿Cuál es la verdadera finalidad de esta rebelión? ¿Y qué tiene que ver todo ello con el doctor Veraswami? ––Nunca alcanzarás la sabiduría, Kin––Kin. ¿No te he explicado desde el principio que Veraswami me estorba? Esta rebelión es lo mejor para librarme de él. Naturalmente, no conseguiré probar que él es el responsable del levantamiento, pero eso nada importa. Todos los europeos darán por cierto que el médico está mezclado en este asunto. Ya los he preparado y sé cómo funcionan sus cerebros. Veraswami quedará destrozado para el resto de su vida y su caída representa mi subida. Mientras más ennegrezca yo su conducta, más gloriosa y digna de premio resultará mi propia conducta. ¿Comprendes ahora? ––Sí, te comprendo y creo que es un plan mezquino y perverso. Me asombra que no te avergüences de contármelo. ––¡Qué ocurrencia, Kin-Kin ! Supongo que no empezarás otra vez a echarme en cara... ––Veo que sólo eres feliz con la desgracia de los otros. ¿Por qué todo lo que haces perjudica a las demás personas? Piensa que el pobre doctor será despedido y que los aldeanos que no mueran en la refriega serán castigados. Los azotarán con bambúes o los encarcelarán para toda su vida. ¿Es imprescindible que hagas todas estas cosas? ¿Para qué deseas más dinero, si ya eres rico? ––¡Dinero! ¿Quién habla de dinero? Algún día, mujer, te darás cuenta de que en el mundo hay otras cosas más importantes que el dinero. Por ejemplo, la fama, la grandeza... ¿No ves que el gobernador de Birmania me pondrá en el pecho una condecoración por mi leal conducta en este asunto? ¿No te sentirás orgullosa cuando llegue ese momento? A Ma Kin no le impresionaba esa perspectiva. ––¿No piensas, Ko Po Kyin, que no vas a vivir mil años? No olvides lo que les sucede a los que han vivido de un modo perverso en este mundo. Por ejemplo, te puedes convertir en rata o en rana. Recuerda lo que me contó un sacerdote. Me hablaba del infierno, un sitio del que hablan en las Escrituras Pali. Era horrible. Me dijo: “Una vez cada mil siglos dos lanzas al rojo vivo se encontrarán en tu corazón y te dirás: “Han terminado mil siglos de mi tormento y ahora empiezan los mil siguientes».” ¿No es terrible que te pueda suceder una cosa así? U Po Kyin se rió con aquello e hizo un gesto burlón con la mano cuyo significado era: “¡Pagodas!”. ––Bueno, ¡ojalá puedas seguir riendo al final! Pero a mí me dan asco estas cosas. Ma Kin le volvió la espalda despectivamente y volvió a encender su cigarro. U Po Kyin continuó paseando por la habitación, y, cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más serio en el que había cierto matiz de desconfianza ––––Además, Kin-Kin, hay otra cosa detrás de todo esto, algo que no te he dicho a ti todavía; ni por supuesto a nadie más. Ni siquiera Ba Sein lo sabe. Pero creo que ya es hora de decírtelo. ––No quiero saberlo si se trata de más perversidades. ––No, no. Hace poco me preguntabas cuál era la verdadera finalidad de todo esto. Crees que mi interés en arruinar a Veraswami procede sólo de que me resulta antipático y de que me fastidian sus ideas sobre el soborno. Pues bien, no es sólo eso. Hay algo más, algo de importancia mucho mayor y que te afecta a ti tanto como a mi. ––¿De qué se trata? ––¿No has sentido nunca, Kin––Kin, un anhelo por cosas más elevadas? ¿No te ha llamado la atención nunca que después de todos nuestros éxitos –– de los míos, para ser más exactos –– estamos casi en la misma posición que cuando empezamos? Me parece que merezco llevar un tren de vida superior a éste. Mira este cuarto. No es mejor que el de un campesino. Estoy cansado de comer con los dedos y de relacionarme sólo con birmanos –– pobre gente, inferior –– y de vivir peor que un empleadillo europeo. El dinero no lo es todo; me gustaría conseguir el triunfo social. ¿No has ambicionado nunca vivir de un modo más elevado socialmente? ––No sé qué podemos desear más cuando tenemos de todo lo que necesitamos. Cuando yo era una muchacha, en mi aldea, nunca me atrevía a sonar que llegaría a vivir rodeada de tantas comodidades como ahora. Mira, ahí tenemos sillas inglesas. jamás me he sentado en ninguna, pero me enorgullece saber que son nuestras. Me basta con eso. ––¿Para qué saldrías de aquella aldea, Kin––Kin? Sólo vales para estar parloteando junto al pozo con las demás campesinas mientras sostienes en la cabeza un cántaro. Pero yo, gracias a Dios, soy más ambicioso. Y ahora te diré la verdadera razón por la que estoy intrigando contra Veraswami. Algo que será noble y glorioso. He de lograr el mayor honor a que puede aspirar un oriental. Por supuesto, sabes ya a qué, me refiero. ––No. ¿Qué es? ––¿Cómo es posible que no lo adivines? ¡La mayor ambición de mi vida! ––Ah, ya sé. Quieres comprarte un automóvil. Pero, por favor, Ko Po Kyin, no esperarás que me monte en él. U Po Kyin levantó los brazos con desesperación. ––¡Un auto! Tienes una mentalidad de vendedora de cacahuetes. Podría comprar ahora mismo veinte automóviles si se me antojara. Y, ¿para qué pueden servirme los coches en un sitio como éste? No, mi ambición va muchísimo más lejos. ––Entonces, ¿qué es? ––Escucha. Sé que dentro de un mes los europeos van a elegir un miembro indígena en su Club. No quieren hacerlo, pero se lo ha ordenado el comisario y obedecerán. Naturalmente, elegirían a Veraswami, que es el funcionario nativo de más importancia en el distrito. Pero yo he ennegrecido su reputación de modo que... ––¿Qué? U Po Kyin no respondió en seguida. Miró a Ma Kin con su cara grande y amarilla, su fuerte mandíbula e innumerables dientes, y se sintió tan enternecido que parecía a punto de llorar. Por fin, dijo en una voz casi inaudible, como si le aplastara la grandeza de lo que estaba diciendo: ––¿No comprendes, mujer, que si Veraswami cae en desgracia me elegirán a mí como miembro del Club? El efecto de estas palabras fué definitivo. Ma Kin no volvió a oponer nada. La magnificencia del proyecto de U Po Kyin la había hecho enmudecer. Y no sin razón, pues todo lo que él había logrado en su vida resultaba una insignificancia en comparación con esta increíble audacia. Es un inmenso triunfo –– y lo era doblemente en Kyauktada ––que un funcionario nativo de tercera categoría se abriera paso hasta el Club Europeo. Ese templo remoto y misterioso, el Club Europeo, es de un acceso más difícil que el Nirvana. ¡Po Kyin, el desnudo golfillo de Mandalay, el empleado ladronzuelo y obscuro funcionario, entraría en el sitio sagrado, les diría a los europeos “Hola, chicos”, bebería whisky con soda y jugaría al billar sobre un tapete verde! Ma Kin, la pueblerina que había visto por primera vez la luz a través de las rendijas de una choza de bambú techada con hojas de palmera, se sentaría en una silla alta y llevaría medias de seda y zapatos con tacón alto hablando en indostani con las' señoras inglesas sobre la ropita de los bebés y otros temas que interesan a los europeos. Era una perspectiva como para marear a cualquier nativo. Ma Kin permaneció silenciosa mucho tiempo, con la boca abierta, pensando en el Club Europeo y en las maravillas que allí se encerrarían. Por primera vez en su vida vió sin indignación los planes de U Po Kyin. En cuanto a éste, quizás fuera una proeza mucho mayor haber sembrado esa semilla de ambición en el corazón de la sencilla mujer que el hecho mismo de asaltar el Club. XIII CUANDO Flory pasó por delante de la verja del hospital, se cruzaron con él cuatro harapientos coolíes que llevaban a un muerto envuelto en sacos para enterrarlo en una fosa de la selva. Flory cruzó el patio entre los pabellones del hospital. A lo largo de las verandas, en lechos sin sábanas, yacían filas de indígenas de rostros grises. Todo aquel lugar tenía un aspecto asqueroso e infecto. Por mucho que el doctor Veraswami se esforzase por tenerlo limpio, no había nada que hacer por el exceso de polvo y la falta de agua, la pereza de los barrenderos y de los mal preparados enfermeros. A Flory le dijeron que el doctor estaba en el departamento de la consulta. Era una habitación con paredes de yeso, sin más mobiliario que una mesa y dos sillas y un polvoriento retrato de la reina Victoria que era más bien un cromo. Una cola de birmanos cubiertos de harapos entraba en la habitación hasta la mesa. El médico estaba en mangas de camisa y sudaba copiosamente. Se levantó con una exclamación de alegría y, con su habitual rapidez, hizo sentar a Flory en la única silla libre y sacó una lata de cigarrillos del cajón de la mesa. ––; Qué deliciosa visita, señor Flory! Por favor, póngase cómodo, es decir, si cabe hablar de comodidad en un sitio como éste. Después, en mi casa podremos hablar tranquilamente y beber cerveza. Le ruego que me disculpe mientras atiendo al populacho. Flory se sentó e inmediatamente empezó a sudar. En poco tiempo se le empapó la camisa. En aquella habitación hacía un calor asfixiante. Los campesinos exhalaban ajo por todos sus poros. A cada individuo que se acercaba a la mesa, el médico saltaba de su silla, le daba unos golpecitos en la espalda, le pegaba su negra oreja al pecho, le lanzaba varias preguntas en birmano popular, volvía a sentarse con la rapidez de un autómata y escribía una receta. Los pacientes cruzaban el patio para llevar las recetas al farmacéutico, que les entregaba unos frascos llenos de agua con diversas substancias vegetales. El farmacéutico se ganaba la vida bastante bien gracias a la venta de estas medicinas, pues el Gobierno sólo le pagaba veinticinco rupias al mes. Sin embargo, el doctor no estaba enterado de esto. La mayoría de las mañanas, Veraswami no tenía tiempo para atender a los pacientes de fuera y confiaba esta tarea a sus ayudantes. Los métodos científicos de éstos eran muy breves. El ayudante preguntaba a cada paciente: “¿Dónde te duele: en la cabeza, en la espalda o en el vientre?”, y según la respuesta cogía una receta ya hecha de una de las tres pilas que estaban preparadas. Los pacientes preferían este método al del médico, pues éste solía preguntarles si habían padecido enfermedades venéreas––una pregunta que irritaba el sentido del honor de los enfermos––y a veces los horrorizaba aun más hablándoles de la posibilidad de una operación quirúrgica. A esto le llamaban los indígenas “cortar barrigas”. La mayoría de ellos prefería morir doce veces antes que dejarse “cortar la barriga”. Al desaparecer el último paciente, el doctor se echó atrás en la silla abanicándose la cara con el bloque de recetas. ––¡Qué calor más horrible! A veces creo que nunca me voy a quitar de la nariz este odioso olor a ajo. No comprendo cómo no se les impregna de ajo la sangre. ¿No se siente usted ya medio asfixiado, señor Flory? Ustedes los ingleses tienen el olfato muy desarrollado, casi demasiado. ¡Qué tormento sufrirán ustedes en nuestro asqueroso Oriente! ––¡Abandonad vuestras narices, todos los que aquí entráis! Debían escribir eso sobre el canal de Suez. Parece usted muy ocupado esta mañana. ––Como siempre. Pero, amigo mío, ¡qué descorazonador es el trabajo de un médico en este país teniendo que soportar a tantos ignorantes y puercos salvajes! Lo más que podemos hacer es convencerlos para que vengan al hospital, pero antes de consentir en que los operen prefieren morirse de gangrena o llevar durante diez años un tumor del tamaño de un melón. Y causa espanto saber qué medicinas les dan sus médicos: hierbas cogidas durante la luna nueva, patillas de tigre, astillas de cuernos de rinoceronte, orina, sangre menstrual... En fin, de lo más repugnante. ––De todos modos, es pintoresco. Debía usted compilar una farmacopea birmana, doctor. Sería casi tan buena como la de Culpeper. ––Bárbaro ganado, bárbaro ganado––dijo el doctor poniéndose su chaqueta blanca––. ¿Vamos a mi casa? Me queda cerveza y creo que también un poco de hielo. A las diez tengo una operación, una hernia estrangulada, muy urgente. Estoy libre hasta entonces. Cruzaron el patio y subieron los escalones que daban acceso a la veranda del doctor. Éste, después de comprobar que el hielo se le había derretido y no era ya más que agua tibia, abrió una botella de cerveza y llamó nervioso a los criados para que le pusieran más botellas a “refrescar” en el cubo de paja húmeda. Flory se acodó en la barandilla. No se había quitado el sombrero. Había ido allí para disculparse. Llevaba quince días evitando al médico desde el día en que apareció su nombre en el insultante aviso del Club. Pero aun no se había disculpado. U Po Kyin conocía bien a los hombres, pero había cometido el error de suponer que bastaban dos cartas anónimas para separar a Flory definitivamente de su amigo. ––Doctor, ¿sabe usted lo que he venido a decirle? ––No. ––Sí, lo sabe usted. Se trata de la mala pasada que le jugué a usted la otra semana. Cuando Ellis puso aquel aviso en el tablón del Club y yo lo firmé también. Estoy seguro de que se lo han contado. Quisiera explicarle... ––No, no, amigo mío; no, no––. El intento de disculpa de Flory disgustaba de tal modo al doctor que cruzó la veranda de un salto –– de un verdadero salto ––, y lo cogió de un brazo ––No me explicará usted nada, le ruego que no se refiera en absoluto a ese asunto. Comprendo perfectamente su actitud, la comprendo y no se la reprocho en absoluto. ––No, no puede usted comprenderlo. No puede usted saber la clase de presión que se ejerce sobre cualquiera de nosotros para hacer esas cosas. Nada concreto podía obligarme a firmar ese papel. Si me hubiera negado a ello, no me habría ocurrido nada. No hay ninguna ley británica que nos obligue a ser brutales con los birmanos, ni en general con los orientales. Al contrario, se nos dice que debemos ser amables con ellos. Pero ninguno de nosotros se atreve a ser leal con un amigo de Oriente cuando esto significa ponerse contra los demás. Si yo me hubiera empeñado en no firmar el aviso, habría caído en desgracia con los del Club durante un par de semanas por lo menos. Así que, como de costumbre, tuve que ceder. ––Por favor, señor Flory, por favor; le aseguro que si continúa diciendo esas cosas me hará usted sentirme muy incómodo. Lo menos que puedo hacer es comprender y justificar la posición de usted. ––Ya sabe, doctor, que nuestro lema es: “En la India haz lo que hagan los ingleses”. ––Desde luego, desde luego. Además, me parece un lema muy noble. Podríamos expresarlo con estas dos palabras: “Siempre unidos”. Es precisamente el secreto de la superioridad de ustedes respecto a nosotros, los orientales. ––En fin, nunca sirve de mucho decir que lo lamenta uno, Pero lo que he venido a asegurarle, doctor, es que no volverá a suceder eso. En realidad... ––Le insisto, señor Flory, en que le quedaré muy reconocido si no me habla usted más de ese asunto. Ya todo ha pasado y lo he olvidado todo. Por favor, bebamos la cerveza antes de que empiece a hervir. Además, tengo algo que decirle. No me ha preguntado usted todavía si tengo alguna noticia que darle. ––Ah, las noticias... Y, a propósito: ¿hay alguna noticia? ¿Qué ocurre por el mundo? ¿Cómo está mamá Britania? ¿Sigue moribunda? ––Con el pulso muy débil, señor Flory. Pero, de todos modos, no lo tiene tan débil como el mío. Me encuentro bastante apurado, querido amigo. ––¿Otra vez U Po Kyin? ¿Ha vuelto a escribir algún libelo contra usted? ––¡Si no fueran más que libelos! Ahora está urdiendo un plan diabólico. Amigo mío, ¿ha oído usted algo de esa rebelión que va a estallar en nuestro distrito? ––Claro que he oído. Se habla mucho de ello. Westfield salió dispuesto a hacer una matanza, pero creo que no ha encontrado ni un solo rebelde. Solamente lo de siempre: los que no quieren pagar los impuestos... ––¡Desgraciados! ¿ Sabe usted lo que importa el impuesto que se han negado a pagar? ¡Cinco rupias! Se cansarán de mantener esa actitud y acabarán pagándolo. Ocurre igual todos los años. Pero en cuanto a la rebelión ––la llamada rebelión ––, es asunto muy distinto. Me interesa que sepa usted lo que se encierra bajo las apariencias en este asunto. ––Diga, doctor. Con gran sorpresa de Flory, hizo Veraswami un gesto de ira tan violento que derramó casi toda la cerveza del vaso. Colocó éste sobre la barandilla y exclamó con furiosa indignación: ––¡Es U Po Kyin, ese incalificable tipo! ¡Es el cocodrilo que carece de todo sentimiento humano¡ ¡Ese... ese... ¡ ––Siga, siga calificándole. Puede usted llamarle «ese obsceno baúl lleno de porquerías, ese lobo de perversidades». ¿Y qué ha hecho ahora? ––Una villanía sin precedentes. –– Y el médico le contó todo lo que sabía de la fingida rebelión, que era casi tanto como lo explicado por U Po Kyin a Ma Kin. El único dato que faltaba era el objetivo final del repugnante tipo: Entrar en el Club Europeo. No podría decirse sin faltar a la verdad que el rostro de Veraswami enrojeciera de indignación, pero sí que se puso más intensamente negro. Flory quedó tan estupefacto que no se sentó. ––¡Qué canalla! ¿Quién podría pensar que ese grasiento animal era capaz de semejante cosa? ¿Pero cómo se las arregló usted para descubrir la trama? ––Me quedan algunos amigos. Pero ¿ve usted, amigo mio, lo que me está preparando? Quiere acabar conmigo definitivamente. Ya me ha calumniado de todas las maneras imaginables. Pero lo decisivo será que, al estallar la rebelión que ha preparado tan cuidadosamente, me hará figurar como el organizador de ella. Y de sobra sabe usted que la menor sospecha sobre mi lealtad puede arruinarme para siempre. Bastará con que se aluda a una supuesta simpatía mía por los rebeldes para que todo se me venga abajo. ––Eso es una ridiculez. ¿––Cómo va a depender la reputación de un hombre de las sospechas creadas por semejante tipo? ––¿Y cómo puedo defenderme si no me será posible probar nada? Estoy enterado de todo, pero ¿de qué me sirve? Si planteo la cuestión ante las autoridades, por cada testigo que yo presente llevará U Po Kyin cincuenta. Creo que usted no conoce exactamente la influencia de ese hombre en el distrito. Nadie se atreve a hablar contra él. ––Pero, ¿qué necesita usted probar? Le basta hablar con Macgregor y contarle lo que sabe. Es un hombre muy justo y le hará a usted caso. ––Es inútil, inútil... Se ve que usted no tiene la mentalidad de un conspirador, señor Flory. Qui s'excuse s'accuse, ¿no es verdad? No trae cuenta ir gritando por ahí que existe una conspiración contra uno. ––Entonces, ¿qué piensa usted hacer? ––Nada. No puedo hacer nada. Sencillamente, he de esperar y confiar en que mi prestigio me salve En asuntos como éste, en que está en juego la reputación de un funcionario nativo, no es cuestión de pruebas ni de demostrar nada Todo depende de cómo le consideren a uno los europeos. Si estoy a bien con ellos no me creerán capaz de una villanía como ésta; si no me quieren, estoy perdido; creerán cuanto se diga de mí. Aquí, el prestigio lo es todo. Quedaron en silencio un momento. Flory sabía perfectamente que el prestigio lo es todo. Estaba acostumbrado a estos nebulosos conflictos en los que la sospecha es más fuerte que la prueba y la reputación de una persona tiene más peso en la balanza que un millar de testimonios. Y se le ocurrió pensar algo que no se le habría ocurrido tres semanas antes; un pensamiento muy desagradable. Era uno de esos momentos en que uno ve con toda claridad cuál es su deber y, a pesar de un intenso deseo de eludir su cumplimiento, se siente arrastrado por la fuerza que le obliga a cumplirlo. Dijo: ––Supongamos, por ejemplo, que le hicieran a usted socio del Club. ¿Beneficiaría eso a su prestigio, doctor? ––¡Socio del Club! Naturalmente que subiría ni prestigio enormemente. ¡El Club!... Pero, ¿para qué pensar en eso? El Club es una fortaleza inexpugnable. Desde luego, si yo formara parte de él nadie se atrevería a prestar oídos a ninguno de los chismes que corren sobre mí, como nadie se atrevería a escuchar cualquier infundio que contaran sobre usted, señor Flory. 0 como si se tratara del señor Macgregor o de cualquier otro europeo. Pero ¿qué esperanza puedo tener yo de que me elija después de todo ese veneno que han echado sobre mí? ––Escuche usted, doctor, lo que voy a decirle: propondré candidatura en la próxima asamblea general. Estoy seguro que si alguien propone un candidato––va que debemos hace lo––ninguno se opondrá, excepto Ellis. Y mientras tanto... ––¡Ah, amigo mío, mi querido amigo! ––El doctor estaba tan emocionado que temblaba. Cogió a Flory de la mano––. ¡Qué noble es su actitud, querido amigo! Es usted un alma noble, pero se excede usted. Esto puede perjudicarle mucho. Podría ponerle a mal con sus amigos europeos. Por ejemplo el señor Ellis no le perdonaría que me propusiera como candidato. ––No se preocupe de Ellis. Comprenderá usted que no estoy prometiendo una elección segura. Eso dependerá de lo que diga Macgregor y de la disposición en que se encuentren los demás. Es muy probable que, a pesar de mis buenas intencione no logremos nada. Veraswami no le soltaba a Flory la mano. Se la estrechaba conmovido, entre las suyas gordezuelas y húmedas. Se le habían saltado las lágrimas y sus ojos, a través de sus lentes de aumento, parecían los líquidos ojos de un perro. ––¡Ah, querido amigo, si me eligieran! Entonces terminarían todas mis dificultades. Pero, como le dije antes, no quiero que se precipite usted en este asunto. Tenga mucho cuidado con U Po Kyin. Estoy seguro de que va le tiene a usted entre so enemigos. E incluso para usted, un inglés, la enemistad de ese hombre puede ser muy peligrosa. ––¡Qué ocurrencia! ¿Cómo quiere usted que me afecte actitud de un U Po Kyin? Hasta ahora lo único que ha hecho es mandar a unos y otros unos anónimos idiotas. ––Yo no estaría tan seguro. Tiene medios muy sutiles para conseguir su objetivo. Y es capaz de remover cielo y tierra para conseguir que yo no entre en el Club. Si tiene usted un punto flaco, procure defenderse, amigo mío. U Po Kyin lo descubrir Y su gran especialidad es herir en el plinto flaco de cada un ––¡Como el cocodrilo!–– dijo Flory. ––Como el cocodrilo–– asintió el doctor con toda seriedadad––. De todos modos, mi buen amigo, no sabe usted lo consolador que es para, mí oírle. ¡Si yo consiguiera ser socio del Club!. ¡Qué honor, relacionarme con los caballeros europeos ¡Pero hay otro asunto, señor Flory, que no he mencionado antes. Se trata –– y espero que esto quede muy claro––que no tengo la menor intención de utilizar el Club en modo alguno. Lo único que deseo es pertenecer a él. E incluso si me eligen, no pienso pisar jamás el Club. ––¿No iría usted nunca al Club? ––¡No, no! Nunca se me ocurriría obligarles a los caballeros europeos a soportar mi compañía. Me limitaría a pagar mi cuota de socio. Para mí ya es un privilegio bastante grande. Espero que me comprenda usted. ––Le comprendo perfectamente, doctor. Flory se reía solo mientras, de regreso, subía la cuesta. Estaba completamente decidido a proponer la candidatura del doctor. Y le divertía pensar en el escándalo que se formaría cuando los demás se enterasen. Sin saber por qué, este asunto, que un mes antes le habría atemorizado, ahora le causaba risa. ¿Por qué? ¿Y por qué se había comprometido con el doctor? En realidad no era un riesgo, importante el que pensaba correr; no tenía nada de heroico y sin embargo era impropio de él. ¿Por qué rompía de pronto el pukka sahib, después de tantos años circunspectos, todas las reglas establecidas? Flory sabía el porqué. Era a causa de Elizabeth. La aparición de la joven en su vida le había cambiado tanto que era como si los años mezquinos y miserables anteriores no hubieran existido. La presencia de Elizabeth había cambiado la órbita de su mente. Le había llevado el aire de Inglaterra, de la querida Inglaterra, donde el pensamiento es libre y no le condenan a uno para siempre a bailar la danse du pukka sahib para edificación de las razas inferiores. ¿Dónde estaba la vida que había llevado hasta entonces?, pensaba Flory. Sólo por el hecho de existir Elizabeth sentíase Flory con energías sobradas para actuar decentemente. Era feliz, muy feliz, porque se convencía de que las personas piadosas llevaban razón al creer en la salvación y en que la vida puede empezar de nuevo. Llegado a la verja de su casa, Flory entró por el sendero del jardín y pensó que las flores, los criados, la casa y toda la vida que hasta hacía tan poco tiempo había estado impregnada de aburrimiento y de añoranza, se convertía en algo totalmente distinto, en una vida nueva, significativa y de una belleza inagotable. ¡Qué estupendo sería poderla compartir con alguien! ¡Cuánto se podría amar a este país si no se sintiera uno tan solo! Nero estaba por allí cerca resistiendo el sol para comerse unos granos de paddy que se le habían caído al mali cuando llevaba la comida a las cabras. Flo se lanzó jadeante hacia él, y Nero, de un salto, se colocó en un hombro de Flory. Éste siguió hasta la casa llevando al gallito rojo en brazos. Le acariciaba el suave plumaje y la cresta, que parecía de seda. Apenas pisó la veranda, comprendió que Ma Hla May estaba en la casa. No necesitó esperar para ello a que Ko S'la viniera corriendo a anunciarle la mala noticia. Flory había olido el perfume de sándalo, ajo .y aceite de coco, y también de jazmín, con que se perfumaba el cabello. Dejó a Nero sobre la barandilla. ––La mujer ha vuelto––dijo Ko S'la. Flory palideció y cuando palidecía se le ponía feísima la marca de la mejilla. Había sentido como un golpe en el estómago o quizás, mejor dicho, como si un trozo de hielo le recorriese las entrañas. Ma Hla May apareció en la puerta del dormitorio. Tenía la cabeza baja y le miraba de soslayo. ––Thakin...––dijo en voz baja. ––Vete––le gritó Flory irritado a Ko S'la, descargando en él su miedo y la irritación que sentía. ––Thakin––repitió Ma Hla May––, ven al dormitorio. Tenque decirte una cosa. Flory la siguió al dormitorio. En una semana –– sólo había pasado una semana––el aspecto de esta mujer se había estropeado increíblemente. Tenía el cabello sucio y grasiento. No llevaba más que un longyi de algodón floreado que costaba dos rupias y ocho annas. Se había empolvado tanto la cara que parecía la máscara de un payaso. Flory, incapaz de mirar aquel desecho, se volvió de espaldas a ella mirando fijamente la parte de veranda que se veía por el hueco de la puerta. ––¿Por qué has vuelto? ¿Por qué no te has ido a tu pueblo? ––Vivo en Kyauktada, en casa de mi prima. ¿Cómo quieres que vuelva a mi pueblo después de lo que ha sucedido? ––¿Y cómo te atreves a mandarme esos tipos para pedirme dinero? ¿Cómo tienes la frescura de exigirme más dinero cuando hace sólo una semana te di cien rupias? ––No puedo volver––repitió ella haciéndose la desentendida de lo otro. Lo dijo con voz tan chillona que Flory se volvió instintivamente. Ma Hla May estaba muy derecha con las facciones contraídas y los labios salientes, en un característico gesto de enfado. ––¿Y por qué diablos no puedes volver a tu pueblo? ––¡Volver allá después de todo lo que me has hecho! Y de pronto estalló en un furioso roción. Vociferaba como las verduleras del bazar, de un modo histérico y con una indescriptible ordinariez. ––¿Cómo voy a regresar para que me señalen y se ría de mí toda esa gente baja del campo, esos imbéciles a los que desprecio? ¡Yo, yo que he sido una bo-kadaw, la mujer de un hombre blanco! ¿Te atreves a pedirme que una mujer de mi categoría vuelva a casa de su padre para mezclarse con las mujerucas que no pueden encontrar marido de tan feas como son? ; Qué vergüenza, qué vergüenza! He sido tu mujer durante dos años, me has querido y me has cuidado para luego echarme a la calle como a una perra, sin motivo ninguno y sin habérmelo advertido antes. Y encima quieres que vuelva a mi pueblo sin dinero, sin joyas y sin tener siquiera mis longyis de seda, para que aquella gentuza me señale con el dedo y diga: “Ahí está Ma Hla May, que se creyó más lista que todas nosotras. Miradla, su hombre blanco la ha tratado como a una perra”. ¡Has destrozado mi vida! ¿Qué hombre querría casarse conmigo después de haber vivido dos años en tu casa? Te has aprovechado de mi juventud y ahora me tiras a la basura como un desperdicio. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza! Flory no podía mirarla. Estaba muy pálido, tembloroso v sin saber qué contestar. Al fin y al cabo, todo lo que Ma Hla May decía estaba justificado, y ¿cómo iba a explicarle que en las condiciones en que él se encontraba ahora habría sido un ultraje y un pecado seguir siendo su amante? Se echó atrás porque le parecía ver como en un espejo la negra mancha sobre su cara amarillenta. Volviendo instintivamente al asunto del dinero, porque el dinero lo había arreglado siempre todo entre él y la joven birmana, le dijo: ––Te daré dinero. Tendrás las cincuenta rupias que me pediste. Y más adelante te daré otra cantidad. Hasta el mes próximo no tendré más dinero. Esto era cierto. Las cien rupias que le había dado y lo que se había gastado en ropa habían agotado sus reservas. Ma Hla May estalló en un estruendoso llanto. Las lágrimas le embadurnaron la cara al mezclarse con la espesa capa de polvos Antes de que Flory pudiera impedirlo, se le arrojó a los pies y, poniéndose de rodillas, se dedicó a hacer una serie de reverencias tocando el suelo con la frente en una manifestación de la más baja humillación. ––Levántate, levántate––exclamó Flory. Siempre le horrorizaba el abyecto shiko con el cuello doblado y el cuerpo arqueado, como invitando a'. golpe––. No puedo soportar esto. Ponte de pie ahora mismo. La birmana gemía, sollozaba, chillaba y finalmente intentó agarrar a Flory por los tobillos. Éste dió a toda prisa unos pasos atrás. ––Ahora mismo te vas a levantar. Además, cállate de una vez. No sé por qué has de llorar. Ma Hla May permaneció de rodillas y arreció en sus sollozos ––¿Por qué me ofreces dinero? ¿Crees que sólo por dinero he venido a verte? ¿Cómo puedes creer, habiéndome echado de tu casa como a una perra, que sólo vuelvo aquí por interés? ––Te digo que te levantes––insistió Flory, que se mantenía apartado de ella por temor a que lo agarrase de una pierna. ¿Qué puedes desear sino dinero? ––¿Por qué me odias?––gimió ella––. ¿Qué daño te hice? Es verdad que te robé tu pitillera, pero no te enfadaste. Sé que vas a casarte con la mujer blanca lo sabe todo el mundo. Pero ¿qué importa eso para que me eches? ; Por qué me odias? ––No es que te odie. No puedo explicarte por qué debes marcharte. Por favor, levántate. Ma Hla May lloraba y gemía, pues, al fin, sólo era una criatura infantil. Miró a Flory a través de las lágrimas, angustiada, tratando de sorprender en él alguna señal de misericordia. Luego,––un espectáculo horrible para Flory –– se tendió cuan larga era, con la cara aplastada contra el suelo. ––¡Levántate, levántate!–– le gritó en inglés ––. No puedo resistirlo. ¡Es abominable! La muchacha no se levantó. Se arrastró como un gusano hasta los pies de Flory. Su cuerpo marcó un camino en el polvoriento suelo. Seguía postrada frente a él con los brazos extendidos y el rostro oculto como ante un dios. ––¡Amo, amo!––sollozaba––, ¿me perdonas? ¡Perdóname aunque sólo sea esta vez! Admite de nuevo a Ma Hla May en tu casa. Seré tu esclava. Todavía menos que una esclava. Lo soportaré todo con tal de que no me eches de tu casa. Había conseguido por fin rodearle los tobillos con los brazos y empezó a besarle los zapatos. Flory, sin saber ya qué hacer, la miraba, con las manos en los bolsillos. Flo entró en la habitación y, acercándose a Ma Hla May, olfateó el longyi. Al reconocer el olor, movió la cola. Flory no podía soportar todo aquello. Se inclinó y cogiendo a Ma Hla May por los hombros la obligó a ponerse de rodillas. ––Ahora levántate––le dijo––. Me duele verte así. Haré lo que pueda por ti. No sirve de nada que llores. Con renovada esperanza, exclamó la joven ––Entonces, me admitirás de nuevo. Amo, acepta en tu casa a Ma Hla May. Nadie se enterará. Me esconderé cuando venga la mujer blanca, y, si me ve, creerá que soy una de las mujeres de los criados. ¿No quieres? ––No puedo. Es imposible––dijo volviéndole la espalda otra vez. La birmana comprendió por el tono de voz de Flory que su suerte estaba echada. Entonces lanzó un espantoso grito. Volvió a tirarse al suelo golpeándolo con la frente. Era horrible. Y lo peor de todo, lo que más hería a Flory, era la bajeza de los sentimientos que provocaban aquella actitud. Porque en todo aquello no había ni una chispa de amor por él. Los lamentos y el arrastrarse por el suelo eran sólo por la posición perdida, por la vida ociosa––de querida de un blanco––, por los trajes caros y por el mando sobre los criados indígenas. Había algo infinitamente lamentable en todo aquello. Si Ma Hla May hubiese amado a Flory, éste la habría podido echar de su casa con mucha menos preocupación. Pero las penas que no tienen ni pizca de nobleza son mucho más amargas. Así, Flory se inclnó y la levantó. ––Escucha, Ma Hla May––le dijo––; no te odio, no me has hecho ningún mal. Soy yo quien te ha perjudicado. Pero esto no tiene remedio. Debes irte a casa y más adelante te mandaré dinero. Si quieres, puedes poner una tienda en el bazar. Todavía eres muy joven y todo lo que ha pasado no te importará cuando tengas dinero y encuentres un marido. ––¡Estoy perdida! –– gimió de nuevo la birmana ––. Me mataré. Me tiraré al río. ¿Cómo voy a seguir viviendo después de esta desgracia? Flory la tenía abrazada para evitar que se tirase al suelo y casi la estaba acariciando. Ella se apretaba contra Flory escondiendo el rostro en la camisa de él mientras–– los sollozos le sacudían el cuerpo. A Flory le llegaba un intenso perfume 9e sándalo. Quizá creyera Ma Hla May que hallándose ahora en sus brazos y con su cuerpo pegado al de él, pudiese renovar la atracción de antes. Pero se fué separando suavemente de ella y luego, tranquilo al ver que no se arrodillaba más, se alejó unos pasos. ––Basta. Ahora tienes que irte. Y te voy a dar ahora mismo las cincuenta rupias que te he prometido. Sacó de debajo de la cama un pequeño baúl, de donde tomó cinco billetes de diez rupias. Luego los metió silenciosamente por el descote del ingyi. La birmana dejó de llorar como por encanto. Sin pronunciar ni una palabra fué un momento al cuarto de baño y volvió con la cara lavada, y el cabello y el vestido arreglados. Seguía estando seria, pero se había producido en ella un cambio absoluto. Todo aquel aire de pobre mujer deshecha había desaparecido. ––Por última vez, thakin, ¿no me dejas volver? ¿Es tu última palabra? ––Sí. Lo siento mucho, pero no puedo evitarlo. ––Entonces, me marcho, thakin. ––Muy bien. Que Dios te acompañe. Acodado en la barandilla de madera de la veranda, Flory la vió alejarse por el sendero bajo la intensa luz del sol. Iba muy derecha. E incluso por detrás se le notaba su aire de persona ofendida. Era verdad lo que había dicho; Flory le había quitado la juventud. Ko S'la se hallaba detrás de su amo. Éste no lo había sentido llegar con sus pies descalzos. El criado notó que a su amo le temblaban las rodillas y tosió ligeramente para llamar su atención. ––¿ Qué ocurre? ––El desayuno de mi santo amo se está enfriando. ––No quiero desayunar. Dame algo de beber... Ginebra, XIV Como largas agujas curvas moviéndose en un bordado, las dos canoas donde iban Flory y Elizabeth se abrían baso por la ensenada que conducía tierra adentro desde la orilla oriental del Irrawaddy. Era el día de la cacería. En realidad, ésta quedaba reducida a una excursión por la tarde, ya que no podían quedarse de noche juntos en la selva. Cazarían durante un par de horas, las más frescas de la tarde –– relativamente –– y regresarían a Kyauktada a la hora de cenar. Las canoas, hecha cada una de ellas de un tronco de árbol hueco, se deslizaban rápidamente sin arrugar siquiera la obscura superficie del agua. Los jacintos acuáticos, con su profuso y esponjoso follaje y sus flores azules, habían invadido de tal modo la corriente que el canal quedaba reducido a una serpenteante cinta de metro y medio de anchura. La luz se filtraba verdosa por el inmenso dosel de ramas. A veces se oían los chillidos de los loros, pero no aparecían animales por ninguna parte. Sólo vieron una vez una serpiente que se alejaba a toda prisa para desaparecer entre los jacintos acuáticos. ––¿Cuánto tardaremos en llegar al pueblo?––le gritó Elizabeth a Flory. Éste iba en una canoa mayor detrás con la perrita y Ko S'la, y una mujer, una vieja arrugada y harapienta, que remaba. ––––¿Cuánto falta para el pueblo, abuela? ––le preguntó Flory a la vieja. Ésta se quitó el cigarro de la boca y quedó en actitud meditativa con el remo apoyado en las rodillas. ––––La distancia del grito de un hombre –– dijo después de pensarlo mucho. ––Media milla, poco más o menos––tradujo Flory. A Elizabeth le dolía la espalda. Estas canoas podían volcar con cualquier movimiento imprudente y era preciso mantenerse muy tieso, sentado en el rústico banquillo con los pies lo más estirados posible. El birmano, que, hacía de remero en la canoa de Elizabeth, tenía más de sesenta años, pero su cuerpo medio desnudo era tan perfecto como el de un muchacho. Su cara, curtida por el sol y los años, era agradable y simpática. Tenía una hermosa cabellera negra, insólita para un birmano, y la llevaba atada a un lado, aunque se le escapaban algunos mechones. Elizabeth tenía sobre las rodillas el fusil de su tío. Flory se había ofrecido a llevarlo, pero ella no quiso; le encantaba el contacto del arma. Hasta aquel día no había tenido nunca un fusil en las manos. Vestía una áspera falda y una camisa de seda de hombre y calzaba unas botas con polainas bajas. Sabía que este atuendo, completado con un sombrero terai, le sentaba bien. Sentíase feliz a pesar del dolor de la espalda, del sudor que le corría por la cara y de los enormes mosquitos que zumbaban a su alrededor. La corriente se iba estrechando y las capas de jacintos acuáticos eran sustituidas por bancos de brillante barro de color chocolate. Aparecieron unas chozas levantadas sobre unos postes hundidos en los bordes del río. Un chico desnudo pescaba y empezó a gritar al ver a los europeos, con lo cual atrajo a otros niños que empezaron a salir no se sabía de dónde. El birmano guió la canoa hasta un primitivo muelle formado por un enorme tronco de palmera medio hundido en el fango y cubierto de unas tablas. Desembarcó y ayudó a Elizabeth a hacerlo. Siguieron los de la otra canoa con sus sacos y municiones, y Flo, como solía hacerlo en esas ocasiones, se tiró al fango y parecía increíble que no se hundiera del todo. Apareció un anciano indígena con un paso de color magenta y un gran lunar en la mejilla, donde brotaban unos pelos grises de increíble longitud. Este hombre empezó a propinar coscorrones en la cabeza a los niños que alborotaban en torno suyo y luego se adelantó hacia los recién llegados y los saludó con profundas reverencias. ––Es el cacique de la aldea––dijo Flory. Este viejo los condujo a su casa andando del modo más extraño, como una “L” al revés. Era el resultado del reumatismo combinado con las constantes reverencias que debe hacer todo indígena funcionario menor del Gobierno. Una multitud de niños correteaba detrás de los europeos y cada vez se acumulaban más perros que ladraban sin cesar. Flo, asustada, no se separaba de las piernas de su amo. A las puertas de cada choza se agolpaban las indígenas, con sus caras de luna, para contemplar estupefactas a la ingaleikma. La aldea estaba obscura bajo el denso follaje que la cubría. En la época de las lluvias, la crecida del río convertía la parte baja del poblado en una primitiva Venecia de madera en la que se iba de una casa a otra en canoa. El cacique vivía en una casa un poco mayor que las demás, con techo de hierro acanalado que era el orgullo de aquel hombre a pesar del ruido insoportable que hacía con la lluvia. Para ello había tenido que renunciar a la construcción de una pagoda, con lo que disminuyeron notablemente sus posibilidades de gozar del Nirvana. Subió los escalones y dió unos golpecitos en las costillas a un joven que dormía tumbado en el suelo de la veranda. Luego se volvió e hizo nuevas reverencias a los europeos, rogándoles que entraran. ––¿Quiere usted que entremos?––dijo Flory a Elizabeth ––. Creo que tendremos que esperar una media hora. ––¿Puede usted pedirle que saque unas sillas a la veranda? ––preguntó Elizabeth. Después de su experiencia en casa de Li Yeik había decidido no volver a entrar jamás en casa de un nativo si podía evitarlo. Se produjo un revuelo en toda la casa, y el cacique, el joven y varias mujeres sacaron dos sillas decoradas del modo más raro con flores rojas y unas begonias en unas macetas improvisadas en latas de kerosén. Era evidente que habían preparado allí dentro una especie de doble trono para los europeos. Cuando Elizabeth se hubo sentado, reapareció el cacique con una tetera, un manojo de plátanos verdes muy largos y brillantes y seis cigarros negros como el carbón. Pero cuando le sirvió una taza de té a Elizabeth, ésta se negó a tomarlo. La infusión parecía ––si esto era posible ––aún peor que la de Li Yeik. El cacique se turbó con la negativa y se frotó la nariz. Volviéndose a Flory, le preguntó si la joven thakin––ma querría tomar un poco de leche con el té. Había oído decir que los europeos tomaban el té con leche. Si a ella le gustaba, irían a buscar una vaca y la ordeñarían. Pero Elizabeth se negó también a aceptar el té con leche sin hervir. Sin embargo, tenía mucha sed y le pidió a Flory que mandase a buscar una de las botellas de soda que Ko S'la había traído. Ante esto, el cacique se retiró sintiéndose culpable. Por lo visto, sus preparativos habían sido insuficientes. Así, dejó solos a los europeos en la veranda. Elizabeth seguía acunando el fusil en las rodillas, mientras que Flory, acodado en la barandilla de la veranda, hacía como que fumaba el espantoso cigarro ofrecido por el cacique. Elizabeth estaba impaciente porque empezara la cacería y asaeteaba a Flory con innumerables preguntas. ––¿Cuándo empezaremos? ¿Cree usted que tenemos bastantes cartuchos? ¿Cuántos hombres llevaremos? ¡Ojalá tengamos suerte! ¿Cree usted que cazaremos algo que merezca la pena? ––No creo que encontremos nada extraordinario. Quizás cobremos algunas aves. Dicen que hay un leopardo por aquí cerca que mató un buey del pueblo la semana pasada. ––¡Un leopardo! ¡Qué estupendo sería cazarlo l ––No se haga ilusiones. Es casi imposible. En Birmania hay que hacerse siempre a la idea de que no va uno a cazar nada. Si no, sale uno decepcionado. Desde luego, en la selva hay una imponente cantidad de caza, pero lo más seguro es que no tenga uno ni ocasión de disparar. ––¿Por qué? ––No olvide usted que la selva es muy densa. Un animal puede estar a unos pasos y permanecer invisible. Casi siempre consigue burlar a los oteadores e incluso cuando logramos verlos es sólo un instante. Hay tanta agua por todas partes, que ningún animal se ve obligado a acudir siempre al mismo sitio para beber. Por ejemplo, un tigre puede recorrer centenares de millas si le conviene. Y como tienen comida abundante, no necesitan quedarse en determinado lugar si notan algo sospechoso. Al principio, siendo yo todavía un muchacho, me pasaba muchas noches junto a apestosas vacas muertas esperando la llegada de los tigres, pero nunca venían. Elizabeth contrajo los omoplatos. Era un movimiento que solía hacer cuando algo la complacía profundamente. Le gustaba Flory, desde luego, le encantaba este hombre cuando hablaba así. Todo lo referente a la caza la emocionaba. ¡Qué lástima que Flory no hablase siempre de caza, en vez de libros, de arte y de la repugnante poesía! En un súbito impulso de admiración, decidió que Flory era a su manera un hombre guapo. Tenía un aspecto tan viril con su camisa de pagri abierta y sus shorts y sus botas de caza... Además su cara, tostada por el sol y marcada por la vida en la selva como la de un duro luchador... allí estaba, de pie junto a ella ocultándole la mejilla marcada. Le instó a que siguiera hablando. ––Por favor, cuénteme más cosas de la cacería de tigres. Me interesa tantísimo! Flory le describió la cacería de un tigre hacía algunos años. La fiera le había matado a uno de sus coolies. Contó la espera en el machan plagado de mosquitos; habló de los ojos del tigre que brillaban en la obscura selva corno linternas verdes, el horrible jadeo mientras el tigre se comía al coolie. Flory hablaba de todo esto con naturalidad. Pero Elizabeth retorcía los hombros de pura emoción. Flory no comprendía que ese tipo de conversación era lo mejor para tranquilizarla y compensarla por las veces que la había aburrido y desconcertado. Por el sendero abajo se acercaban seis muchachos indígenas que llevaban sus formidables machetes al hombro. Los capitaneaba un viejo seco y activo de pelo gris. Se detuvieron ante la casa del cacique y uno de ellos lanzó un ronco alarido, en respuesta al cual se presentó el dueño de la casa para explicarles a los blancos que aquéllos eran los batidores. Estaban dispuestos para la marcha si la joven thakin––ma no tenía demasiado calor. Se pusieron en camino. El lado del poblado opuesto al río estaba protegido por un seto de cactos de unos dos metros de altura y cuatro de espesor. Lo cruzaron para tomar por un sendero bordeado por altísimos bambúes. Los batidores marchaban rápidamente en fila india. Cada uno de ellos llevaba su gran dala colgado del antebrazo. El viejo cazador iba delante de Elizabeth. Llevaba el longyi arrollado en torno a las caderas y los muslos tatuados con unos dibujos azul obscuro tan intrincados que parecía llevar unos pantalones de encaje azul. Un barnbís del grosor de un brazo se había caído a medias sobre el sendero y obstaculizaba el paso. El batidor que iba delante lo partió de un machetazo. El agua aprisionada en la caña brotó con un brillo diamantino. Después de un kilómetro de marcha llegaron a campo abierto. Todos sudaban porque habían andado muy aprisa y el sol quemaba. ––Allí es donde vamos a cazar––dijo Flory. Y señaló a una extensión polvorienta rodeada de fango. Era un lugar sin vida y al fondo se elevaba de pronto la selva como un acantilado verde obscuro. Los batidores se dirigieron hacia un arbolito situado a pocos pasos. Uno de ellos, de rodillas, hacía profundas reverencias mientras el viejo cazador derramaba el líquido de una botella en el suelo. Los demás miraban con expresión seria y aburrida, como si estuvieran en un templo. ––¿Qué están haciendo esos hombres?––dijo Elizabeth. ––Están sacrificando a los dioses locales. A éstos les llaman Nats. Les rezan para que nos den buena suerte. El cazador volvió y con voz cascada explicó que tenían que batir una arboleda situada a la derecha antes de dirigirse hacia la selva propiamente dicha. Por lo visto los Nats lo habían aconsejado. El cazador les indicó a Flory y a Elizabeth dónde debían esperar. Les señaló el sitio apuntando con el dah. Los seis batidores desaparecieron entre los matorrales. Flory y Elizabeth se guarecieron bajo unos arbustos mientras Ko S'la se sentaba debajo de otro a cierta distancia, sujetando a Flo por el collar y tranquilizándola para que no ladrase. Flory dejaba siempre a Ko S'la a cierta distancia en las cacerías porque le irritaba su manera de chasquear la lengua cada vez que fallaba un tiro. Empezaron a oírse unos ruidos lejanos. Los hombres se abrían camino con sus machetes y lanzaban extraños gritos. Había empezado la batida. Elizabeth empezó a temblar tan incontrolablemente que no podía mantener quieto el fusil. Un ave maravillosa, con alas grises y el cuerpo de un rojo deslumbrante, salió de entre los árboles y voló hacia ellos. Los ruidos de ramas cortadas y los gritos se acercaban. Uno de los matorrales del borde de la selva se agitó violentamente. Algún animal voluminoso se estaba acercando. Elizabeth intentó apuntar con el fusil, pero sólo era uno de los hombres, que apareció agitando el dah. Al ver que había salido al espacio libre, les gritó a sus compañeros para que se unieran a él. Elizabeth bajó el arma. ––¿Qué ha ocurrido? ––Nada. Ha terminado la batida. ––¿De modo que no han encontrado nada?––exclamó con gran decepción. ––No se preocupe; en la primera batida nunca se encuentra nada. En la próxima tendremos más suerte. Cruzaron el calvero saltando los linderos de barro que separaban los campos y se situaron frente a la alta pared verde de la selva. Elizabeth había aprendido ya a cargar el fusil de dos cañones. Apenas había comenzado la segunda batida cuando Ko S'la lanzó un agudo silbido. ––¡Mire! –– gritó Flory ––. ¡Ya vienen ahí! Una bandada de palomas verdes volaba hacia ellos a increíble velocidad a una altura de cuarenta metros. Era como si una catapulta hubiera arrojado al cielo un montón de piedras. Elizabeth estaba tan excitada que no sabía qué hacer. Estuvo inmóvil un momento y luego apuntó al aire vagamente y apretó el gatillo. El arma no se disparó porque la joven apretaba la protección del gatillo. Ya habían pasado las aves cuando encontró los gatillos y apretó los dos a la vez. Sonó un espantoso ruido y Elizabeth cayó a tierra. Había estado a punto de romperse la clavícula. Había disparado a unos treinta metros detrás del último pájaro. En el mismo instante vió que Flory disparaba y dos palomas caían al suelo como flechas. Ko S'la chilló y corrió con Flo en busca de ellas. ––¡Mire ! –– dijo Flory ––. Ahí va un palomo imperial. Un ave de gran tamaño que volaba mucho más lentamente que las otras, pasaba sobre ellos. Elizabeth, después del fracaso anterior, no intentó disparar. Vió cómo lo hacía Flory. El palomo planeó con un ala rota. Flo y Ko S'la acudieron excitados. La perra trajo en la boca el gran palomo imperial y Ko S'la sacó de su bolsa las dos palomas verdes. Flory le enseñó una a Elizabeth. ––¿Verdad que son preciosas? Es el ave más bella de Asia. Elizabeth acarició las suaves plumas y sintió una gran envidia porque no había logrado ninguna. Y sin embargo––era curioso––sentía casi adoración por Flory al ver con qué facilidad había hecho blanco. ––Mire las plumas del pecho; parecen joyas. Es un crimen matarlas. Los birmanos dicen que les repugna matarlas. Y, en efecto, no sé de ninguno que haya matado a un pájaro de estos. ––¿Son buenas para comerlas? ––Buenísimas. Sin embargo, siempre me avergüenza matarlas. ––¡Cuánto me gustaría poder cazar como usted! ––dijo Elizabeth con envidia. ––No hay más que cogerle el truco y usted lo aprenderá pronto. Ya sabe usted coger el fusil, y eso es mucho para empezar. Sin embargo, en las dos batidas siguientes Elizabeth no pudo matar nada. Había aprendido a no disparar a la vez los dos cañones, pero se excitaba demasiado para poder apuntar bien. Flory batió varias palomas y un pequeño palomo de alas moteadas. Las aves mayores de la selva eran demasiado listas para dejarse ver, aunque se las oía por todas partes. La partida de caza se había internado ya en la selva. La luz era gris con cegadoras manchas de sol de vez en cuando. A donde quiera que se mirara se encontraba la barrera de las múltiples hileras de árboles, los altos matorrales y las abundantes lianas. Todo ello era tan denso, extendiéndose por espacio de muchos kilómetros, que la vista se sentía oprimida. Algunas de las lianas eran como serpientes. Flory y Elizabeth subían con dificultad los estrechos senderos de caza y bajaban las resbaladizas pendientes. Las espinas les rasgaban los vestidos. Ambos llevaban la camisa empapada de sudor. Hacía un calor asfixiante y un olor mareante de hojarasca aplastada. A veces, las invisibles cicadas producían un sonido metálico como la pulsación de una cuerda de guitarra y, al interrumpirse, creaban un silencio inquietante. Cuando empezó la quinta batida llegaron junto a un gran árbol pipul en cuya copa se oía el arrullo de los palomos imperiales. Una de las aves estaba posada en la rama más alta que se veía desde abajo. A aquella gran altura parecía como una manchita gris. ––Pruebe usted––le dijo Flory a Elizabeth––. Apunte y dispare sin esperar. No cierre el ojo izquierdo. Elizabeth levantó el arma, que había empezado a temblarle como de costumbre. Los batidores formaron un grupo para contemplarla y algunos de ellos, sin poder reprimirse, chasquearon la lengua; les parecía raro y chocante que una mujer manejara un fusil de caza. Con un violento esfuerzo de voluntad, apuntó unos segundos y disparó. No oyó el disparo; nunca lo oye uno cuando acierta. El palomo pareció saltar de las ramas hacia arriba y luego bajó dando tumbos contra los árboles hasta quedar sujeto por una horquilla que formaban dos ramas a unos diez metros de los cazadores. Uno de los batidores calculó la distancia F, subiendo por una liana gruesa y retorcida con la misma facilidad que si hubiera sido una escalera, anduvo por encima de la rama hasta el sitio donde estaba enganchado el palomo. Lo cogió y poco después lo entregaba aún caliente. La joven sentía tanto entusiasmo por haberlo cazado que se resistía a soltarlo. Lo habría besado, pero se limitó a acariciarlo mientras Flory, Ko S'la y los demás hombres se sonreían. Por fin, se decidió a entregárselo a Ko S'la, que lo guardó en el saco. Elizabeth sentía un extraordinario deseo de abrazar a Flory y de besarlo; en cierto modo, era una consecuencia de haber matado el palomo. Después de la quinta batida, el viejo cazador le explicó a Flory que debían cruzar un claro, que ahora se empleaba para cultivar piñas, y luego batirían otro sector de selva situado más allá. Salieron pues al sol, que resultaba cegador después de la obscuridad de la selva. El claro era un espacio oblongo con sus pinos en filas rodeados de espinosas plantas que parecían cactos y mucha cizaña. Un seto bajo de espinos dividía el campo por la mitad. Ya casi habían cruzado el claro cuando oyeron un agudo sonido parecido al canto de un gallo del lado de allá del seto. ––Escuche ––dijo Elizabeth deteniéndose–– ¿Será eso un gallo de la selva? ––Sí. Suelen salir a alimentarse a estas horas. ––¿No podríamos matarlo? ––Si quiere usted podemos probar, pero le advierto que son muy astutos. Iremos a lo largo del seto hasta cerca de donde está. Pero no debemos hacer ningún ruido. Mandó por delante a Ko S'la y los batidores mientras ellos dos avanzaban agachados a lo largo del seto. Tenían que ir doblados. Elizabeth iba delante. El sudor caliente le goteaba por la cara haciéndole cosquillas en el labio superior. Sintió que Flory le tocaba el talón por detrás. El corazón le latía violentamente. Ambos se pusieron derechos y miraron por el seto a la vez. A unos diez metros, un gallito picoteaba enérgicamente el suelo. Era precioso con sus largas plumas sedosas, su brillante cresta y la cola arqueada de un verde laurel. Le acompañaban seis gallinas, unas aves más pequeñas que él, de color marrón, con plumas cortas y anchas como escamas de serpiente. Todo esto lo notaron Elizabeth y Flory en un instante y al siguiente las aves volaban como balas en dirección a la selva. Pero Elizabeth disparó instantáneamente. Fué uno de esos tiros de los que no se apunta ni se tiene siquiera conciencia de que se lleva un arma en la mano. Tenía la convicción de que el gallo caería incluso antes de disparar. Efectivamente, el ave cayó a unos treinta metros esparciendo plumas en torno suyo. ––¡Buen disparo, buen disparo!–– exclamó Flory. En su alegría ambos tiraron las armas, rompieron el seto de espinos y corrieron hacia donde quedaba el ave. ––¡Buen tiro!––repitió Flory tan excitado como ella nunca he visto a nadie matar a un pájaro en pleno vuelo el primer día. Disparó usted como un relámpago. ¡Ha sido maravilloso.! Estaban arrodillados el uno enfrente del otro con el gallo muerto en medio. Con un sobresalto descubrieron ambos que tenían las manos –– la derecha de él y la izquierda de ella –– fuertemente entrelazadas. Habían venido corriendo con las manos cogidas sin darse cuenta. Los dos tenían la sensación de que debía ocurrir algo importante. Flory le cogió la otra mano, que Elisabeth le cedió gustosa. Permanecieron durante unos segundos arrodillados y con las manos cogidas. El sol les daba de lleno y sus cuerpos emanaban calor por todas partes; parecían estar flotando entre nubes de calor y alegría. Flory la cogió por los hombros iniciando un abrazo, pero de pronto volvió la cabeza y se levantó tirando a la vez de ella. La soltó. Había recordado la mancha de su mejilla y no se había atrevido a abrazarla allí en plena luz. Para ocultar su turbación, se inclinó y recogió el gallo cobrado. ––Fué espléndido–– dijo–– No necesita usted que la enseñen. Puede usted cazar cuanto quiera. Tenemos que empezar la batida siguiente. Acababan de cruzar de nuevo el seto y de recoger las armas cuando oyeron unos gritos del borde de la selva. Dos de los batidores corrían hacia ellos dando enormes saltos y agitando locamente sus brazos. ––¿Qué sucede?––dijo Elizabeth. ––No sé. Deben de haber visto algún animal. Por la cara que traen será algo bueno. ––¡Estupendo! ¡Vamos, vamos! Corrieron al encuentro de los hombres. Ko S'la y cinco de los batidores se habían parado en un grupo y hablaban todos a la vez, mientras los otros dos seguían haciéndoles señas a Flory y a Elizabeth. Al llegar vieron que en medio del grupo había una vieja que se sostenía su andrajoso longyi con una mano, mientras gesticulaba con la otra, que sostenía un gran cigarro. Elizabeth oyó que repetían mucho la palabra char. ––¿Qué están diciendo? ––preguntó. Los batidores rodeaban ahora a Flory hablando precipitadamente y señalando la selva. Después de hacerles algunas preguntas, los mandó callar y se volvió hacia Elizabeth ––Escuche; parece que tenemos suerte. Esta vieja pasaba por la selva y dice que al sonar el disparo que hizo usted hace poco vió que un leopardo cruzaba la senda de un salto. Estos hombres saben dónde debe de estar escondido. Si acudimos rápidamente, podremos rodearlo antes de que se escape y sacarlo del escondite. ¿Quiere usted que lo intentemos? ––¡Claro, claro! ¡Qué alegría tan grande! ¡Sería estupendo poder cazar un leopardo! ––Pero, ¿se da usted cuenta de que puede resultar peligroso? Manteniéndonos juntos, lo más probable es que salga bien, pero nunca es completamente seguro a pie. ¿No le importa? ––No, no; no tengo miedo. Vamos; empecemos en seguida. ––Que uno de vosotros venga con nosotros para enseñarnos el camino––dijo Flory a los batidores––. Ko S'la, sujeta a Fío con la correa y vete con los otros. Conmigo no se estará tranquila. Tenemos que darnos prisa––añadió dirigiéndose a Elizabeth. Ko S'la y los batidores corrieron a lo largo del borde de la selva. Empezarían la batida más arriba. El otro batidor, el mismo joven que había subido al árbol para recoger el palomo, se internó en la selva. Flory y Elizabeth lo siguieron. Con pasos rápidos y cortos, casi corriendo, los condujo por un laberinto de sendas de caza. Los arbustos eran tan bajos que a veces había que ir casi arrastrándose y las lianas cruzaban de árbol a árbol como si fueran trampas. Pisaban un sendero polvoriento que no hacía ruido. De pronto, el indígena se detuvo y señaló al suelo para indicar que allí estarían bien, a la vez que se llevaba el dedo a los labios en señal de silencio. Flory sacó cuatro cartuchos del bolsillo y le cogió a Elizabeth su fusil para cargárselo. Oyeron un leve crujido cerca de donde estaban y se sobresaltaron. Un chico casi desnudo apareció sabe Dios de dónde. Se asomaba por entre las ramas. Miró al batidor, movió la cabeza y señaló sendero arriba. Hubo un diálogo de signos entre los dos muchachos y el batidor pareció estar conforme. Sin hablar, los cuatro anduvieron unos cuarenta metros por el sendero, torcieron en un recodo y se detuvieron allí. A la vez una espantosa algarabía de chillidos, a los que se mezclaban los ladridos de Flo, estalló a cierta distancia. Elizabeth sintió la mano del indígena que se apoyaba en su hombro para obligarla a agacharse. Los cuatro se escondieron bajo un espinoso arbusto; los europeos delante y los birmanos detrás. A lo lejos había tal gritería y tanto ruido de ramas tronchadas por los dahs que costaba trabajo creer que sólo había seis hombres. Todo aquello lo hacían los batidores para evitar que el leopardo volviera contra ellos. Elizabeth contemplaba unas hormigas muy grandes, de un amarillo pálido, que marchaban como soldados por las espinas del arbusto. Una le cayó en la mano y le subió por el antebrazo. No se atrevía a moverse para quitársela de encima. Estaba rezando en silencio: ––¡Dios mío, que venga el leopardo! ¡Por favor, Dios mío, haz que venga el leopardo! Hubo un súbito movimiento en la hojarasca. Elizabeth levantó su fusil, pero Flory movió la cabeza con energía y le hizo bajar otra vez los cañones. Era sólo un ave de la selva que cruzaba por el sendero con largas zancadas. Los gritos de los indígenas no parecían acercarse y por aquel lado de la selva el silencio era absoluto. La hormiga mordió dolorosamente el brazo de Elizabeth y cayó al suelo. La joven empezaba a desesperarse. El leopardo no llegaba. Lo habían Perdido. Sentía una decepción tan terrible que hubiera preferido que nadie hubiera hablado de la fiera. Entonces sintió que el indígena le tocaba en el codo. Estaba mirando fijamente, con su amarillenta mejilla muy cerca de la suya. Elizabeth olía el aceite de coco de su cabello. Tenía los labios como para silbar; había oído algo. Entonces Flory y Elizabeth lo oyeron también. Era el más leve de los ruidos, como si una aérea criatura se estuviera deslizando suavemente por la selva rozando apenas el suelo con los pies. En aquel momento, la cabeza y los hombros del leopardo surgieron por entre la hierba a unos quince metros sendero abajo. La fiera se detuvo con las patas delanteras sobre el sendero y el resto del cuerpo oculto entre la alta hierba. Pudieron ver su cabeza achatada y su gruesa y terrible pata. A la sombra, no parecía amarillo, sino gris. Estaba escuchando con toda atención. Elizabeth vió que Flory se ponía–– de pie de un salto, se echaba el arma a la cara y disparaba instantáneamente. El tiro repercutió en las bóvedas de la selva y casi simultáneamente cavó la fiera al suelo. ––¡Cuidado!–– gritó Flory ––. Todavía no está muerte.. –– Disparó de nuevo, y el leopardo, al ser alcanzado otra vez, se removió. Flory abrió el arma y se buscó otro cartucho en el bolsillo. Luego tiró al suelo todos los que tenía y se arrodilló buscando rápidamente entre ellos ––. ¡Maldita sea!–– exclamó––. ¡No tengo ni una sola SG entre ellas! ¿Dónde diablos la habré puesto? ¡El leopardo había desaparecido! Se arrastraba por entre la hierba como una gran serpiente herida y lanzaba unos lamentos que daban a la vez miedo y lástima. El ruido se acercaba. Todos los cartuchos que volvía Flory tenían un 6 o un 8 marcados en el remate. En efecto, el resto de los cartuchos de caza mayor los tenía Ko S'la. El ruido de ramas aplastadas y los gemidos salvajes se oían ya a cinco metros, pero no podían ver nada por el espesor de la selva. Los dos birmanos gritaban: “¡Dispara, dispara, dispara!”, y este grito cada vez sonaba más lejos porque los dos muchachos corrían en busca del primer árbol donde poder subirse. El arbusto junto al cual estaba Elizabeth se movió. ––¡ Dios mío, está casi encima de nosotros! –– exclamó Flory ––. Hay que espantarlo con el ruido. Elizabeth levantó su fusil. Le entrechocaban las rodillas como castañuelas, pero tenía el pulso increíblemente firme. Disparó rápidamente dos veces seguidas. El ruido repercutió con estruendo. El leopardo se retiraba, todavía invisible, herido, pero aun con mucha agilidad. ––Muy bien hecho. Lo asustó usted––dijo Flory. ––¡Se marcha, se marcha, se nos va a escapar!–– exclamó Elizabeth saltando agitadísima. Quiso seguir a la fiera, pero Flory la obligó a retroceder. ––No tema que se escape. Usted quédese aquí. Introdujo dos cartuchos en su fusil y salió detrás del leopardo guiándose por el ruido que éste producía. Durante unos instantes Elizabeth perdió de vista al hombre y a la fiera, pero luego aparecieron los dos en un pequeño claro a treinta metros. El leopardo se retorcía sobre el vientre. Flory le apuntó y disparó a cuatro metros de distancia. El leopardo saltó como un cojín al que se le ha dado un golpe, rodó, se encogió y por fin quedó inmóvil. Flory le golpeó el cuerpo con el cañón. La fiera no se movió. ––Bueno, ya se acabó––gritó–– Venga a verlo. Los dos birmanos bajaron del árbol y se acercaron, con Elizabeth, a donde estaba Flory. El leopardo––era un macho––yacía encogido, con la cabeza entre las patas. Parecía mucho más pequeño que vivo. Tenía un aspecto inofensivo digno de compasión, como si fuera un gato muerto. A Elizábeth le temblaban todavía las rodillas. Flory y ella miraban juntos al leopardo, pero esta vez no tenían las manos cogidas. Momentos después llegaron Ko S'la y los demás gritando todos ellos de alegría. La perrita olió el cadáver de la fiera y luego salió corriendo aullando. No hubo manera de hacer que se acercara otra vez. Todos observaban al leopardo y le tocaban su hermoso vientre blanco, suave como el de una yegua. Le sacaban las pezuñas y le levantaban los negros labios para examinar los colmillos. Dos de los batidores cortaron un alto bambú Y ataron a él la fiera por las pezuñas, llevándola así con su larga cola arrastrando hasta el pueblo, donde entraron triunfalmente. Ya no se habló de más caza a pesar de que había luz suficiente. Todos ellos, incluso los europeos, estaban impacientes por volver a casa y jactarse de lo que habían hecho. Flory y Elizabeth caminaban juntos. Los demás les precedían a treinta metros llevando las armas y el leopardo, y Flo seguía a su amo a gran distancia. El sol se estaba poniendo al otro lado del Irrawaddy. La luz doraba los tallos de las plantas Y daba suavemente en la cara. Un hombro de Elizabeth casi tocaba al de Flory. El sudor se les había secado. No hablaron mucho. Se sentían felices, con esa extraordinaria felicidad que da la mezcla de agotamiento y triunfo con la cual nada del mundo––ninguna alegría del cuerpo ni de la mente––puede compararse. ––La piel del leopardo es para usted––dijo Flory cuando ya estaban cerca del pueblo. ––Pero si fué usted quien lo mató. ––No importa; la piel le pertenece por derecho propio. ¡Ninguna mujer de este país habría tenido la serenidad que tuvo usted! Cualquiera de ellas habría chillado y se habría desmayado. Haré que curtan la piel en la cárcel de Kyauktada. Allí hay un preso que las deja suaves como el terciopelo. Está cumpliendo una pena de siete años, de modo que ha tenido tiempo de sobra para aprender el oficio. ––Bueno, se lo agradezco muchísimo. No dijeron más por entonces. Luego, cuando se lavaran el sudor y el polvo y descansaran un poco, volverían a verse en el Club. No se citaron, pero quedaba sobreentendido entre ellos que se verían allí. También quedaba sobreentendido que Flory le pediría a Elizabeth que se casara con él, aunque tampoco dijeran nada sobre esto. En el poblado, Flory pagó a los batidores ocho annas a cada uno, dirigió la operación de quitarle la piel al leopardo y le regaló al cacique una botella de cerveza y dos de los palomos imperiales. La piel y la cabeza del leopardo fueron empaquetadas y colocadas en una de las canoas. A pesar de los esfuerzos de Ko S'la por conservar las patillas, no quedó ninguna. Los chicos de la aldea las robaron. Algunos muchachos indígenas se llevaron los restos para comerse el corazón y otras vísceras, con lo cual creían convertirse en seres tan fuertes y veloces como el leopardo. XV Cuando Flory llegó al Club encontró a los Lackersteen en un estado de ánimo abatido que era muy raro en ellos. Como siempre, la señora Lackersteen estaba sentada en el mejor sitio, debajo del punkah. Leía la lista civil, que es el Debrett de Birmania. Estaba enfadada con su esposo porque éste le había desobedecido encargándose una fuerte combinación en cuanto llegó al Club y la volvía a desobedecer leyendo el Pink'un. Elizabeth estaba sola en la pequeña biblioteca, hojeando un ejemplar muy atrasado del Blackwood's. Desde que se había separado de Flory, tuvo Elizabeth una aventura muy desagradable. Acababa de salir del baño y empezaba a vestirse para cenar, cuando su tío se presentó de pronto en su cuarto –– con el pretexto de que le contara cosas de la cacería––y empezó a pellizcarle una pierna de un modo que sólo podía ser interpretado en el peor sentido. Elizabeth se horrorizó. Éste era su primer contacto con el hecho de que hay hombres capaces de hacerles el amor a sus sobrinas. ¡Vivir para ver! El señor Lackersteen había intentado echar la cosa a broma, pero era demasiado torpe y estaba demasiado borracho para lograrlo. Por fortuna, su esposa no estaba por allí cerca. Si no, el escándalo habría sido mayúsculo. Después, la cena había resultado muy violenta porque el señor Lackersteen estaba de pésimo humor. ¡Esta manía de las mujeres de hacerse las pudorosas para evitar que un hombre Pueda pasarlo bien! La muchacha era lo bastante bonita para recordarle los dibujos picantes de La Vie Parisienne, y, ¡maldita sea!, ¿acaso no le estaba costeando él su estancia allí? Era una vergüenza, pero aquello hacía muy delicada la posición de Elizabeth. No tenía un céntimo y su único refugio era la casa de su tío. Había hecho un viaje de ocho mil millas para vivir allí. Sería terrible que a los quince días de su llegada se le hiciera inhabitable la casa de su tío. Por tanto, había algo que estaba ahora mucho más claro para ella: si Flory le pedía que se casara con él (y se lo pediría sin duda alguna), le diría que sí. En cualquier otra ocasión, lo más seguro es que su decisión hubiera sido muy diferente. Pero esa tarde, hallándose aún bajo el hechizo de la gloriosa, excitante y “adorable” aventura, había llegado casi a enamorarse de Flory; es decir, a lo más parecido a un enamoramiento que las circunstancias permitían. Quizás, pasado el encanto de la aventura, habrían vuelto las dudas, porque siempre le había encontrado algo desagradable a Flory : su edad, su mancha, su afición tan rara y perversa a hablar de cosas ininteligibles e inquietantes. Algunos días había llegado a hacérsele muy antipático. Pero la conducta de su tío lo había cambiado todo. Fuera como fuese, tenía que escapar lo antes posible de la casa de su tío. ¡Sí, se casaría con Flory en cuanto él quisiera! En el mismo instante de entrar en la biblioteca vio Flory en la expresión de Elizabeth que lo aceptaba. Nunca la había visto tan amable con él. Llevaba el mismo vestido color lila de aquella mañana en que se habían conocido, y al verla con aquel vestido conocido se animó más. Parecía tenerla más cerca sin aquella elegancia y lejanía que a veces le sacaba de quicio. Cogió la revista que la joven había estado leyendo e hizo algunos comentarios. Iniciaron una de esas conversaciones superficiales que tan pocas veces podían evitar. Es curioso cómo persisten los hábitos de conversación en casi todos los momentos. Sin embargo, casi sin darse cuenta, se encontraron fuera del Club. Estaban bajo el gran árbol frangipani junto a la pista de tenis. Era una noche de luna llena. Reluciendo como una moneda al rojo vivo, tan brillante que hería la vista, la luna se deslizaba rápidamente en un cielo de azul neblinoso por el que cruzaban unos cuantos flecos de nubes amarillentas. Las estrellas estaban ocultas. Los árboles de croton, que de día parecían horribles, los convertía la luna en fantásticos dibujos blanquinegros. Dos coolíes iban camino abajo transfigurados con sus harapos que se convertían en un disfraz teatral. El aire tibio y perfumado completaba el encanto de aquella hora. ––¡Mira la luna, mírala, Elizabeth! –– dijo Flory empezando a tutear a la joven espontáneamente, es decir, a emplear sólo su nombre propio––. Es como un sol blanco. Brilla mucho más que el sol en un día de invierno inglés. –– Elizabeth miraba las ramas del frangipani transmutadas por la luna en tiras de plata. La luz parecía algo sólido y palpable envolviéndolo todo como con una capa de sal deslumbrante, y cada hoja soportaba una carga de luz sólida, como nieve. Incluso Elizabeth, tan indiferente para esas cosas, estaba asombrada. ––¡Es maravilloso! Allá en Inglaterra no vemos nunca una luz de luna como ésta. Es tan... tan... ––y como no se le ocurría más adjetivo que “brillante”, prefirió callarse. Había adquirido la costumbre de dejar las frases sin terminar. ––Sí, la vieja luna se porta bien en este país. Cómo apesta ese árbol, ¿verdad? Estos árboles tropicales que florecen todo el año me molestan; ¿y a ti? Hablaba de cosas abstractas para dar tiempo a que los coolíes se perdieran de vista. En cuanto desaparecieron rodeó a Elizabeth con un brazo y, al ver que no protestaba, la volvió contra él y la estrechó. Tenía la cabeza de la joven contra su pecho y el cabello corto le rozaba los labios. Poniéndole una mano bajo la barbilla, le levantó la cara. No llevaba las gafas. ––¿No te molesta? ––No. ––Quiero decir si no te importa esto que tengo en la cara y movió la cabeza levemente para indicar que se refería a la mancha de la mejilla. No podía besarla sin haberle hecho antes esta pregunta. ––No, no. Claro que no. Un momento después de haberse unido sus bocas, sintió que ella le rodeaba el cuello con los brazos. Se mantuvieron así abrazados contra el suave tronco del frangipani, en un beso que duró más de un minuto. El morboso perfume del árbol se mezclaba con el aroma del cabello de Elizabeth. Y aunque la tenía entre sus brazos, este aroma le daba la sensación de que Elizabeth le era extraña. Todo lo que el exótico árbol significaba para él, su exilio, los años perdidos y secretos, todo esto era como un abismo infranqueable abierto entre ellos ¿Cómo le haría comprender lo que deseaba de ella? Se apartó un poco y, apoyándole levemente los hombros contra el ancho tronco, la miró fijamente. Aunque la luna le daba por detrás del árbol, podía verla con toda claridad. ––Es inútil que trate de decirte lo que significas para mí, Elizabeth. Las palabras no servirían de nada. No sabes, no puedes saber cuánto te quiero. Pero debo intentarlo, debo intentar decirte... Hay tanto que he de decirte... ¿Quieres que volvamos al Club? Quizás nos estén buscando. Podemos hablar en la veranda. ––¿Tengo alborotado el cabello?––preguntó Elizabeth. ––Lo tienes precioso. ––Pero, ¿lo tengo alborotado? ¿Quieres alisármelo? Inclinó la cabeza y él le alisó los cortos y frescos mechones con la mano. La manera con que le ponía la cabeza le daba una curiosa sensación de intimidad, de mayor intimidad aún que el beso. Era como si ya fuera su mujer. Ah, sólo casándose con ella podría salvarse su vida. Ahora mismo se lo pediría. Anduvieron despacio por entre los árboles en dirección al Club. Flory la llevaba cogida por un hombro. ––Podemos hablar en la veranda–– repitió––. En realidad, tú y yo nunca hemos hablado de verdad. ¡Dios mío, cuánto he deseado todos estos años tener alguien con quien hablar y cómo podría hablar contigo interminablemente! Sé que esto, dicho así, te parecerá aburrido. Pero tienes que soportarme algún tiempo hasta que me tranquilice. Ella hizo una ligera protesta ante la palabra “aburrido”. ––Sí, de sobra sé que te resultará aburrido. A los anglohindúes se les considera siempre como unos pesados. Y lo somos, pero no podemos evitarlo. Llevamos dentro––¿cómo te lo diría yo? ––una especie de demonio que nos incita a hablar continuamente. Llevamos encima una carga de recuerdos que deseamos compartir con alguien y que nunca podemos soltar. Es el precio que pagamos por venir a estas regiones. En aquella veranda lateral no les amenazaba ninguna interrupción, pues no daba a ella ninguna puerta. Elizabeth se había sentado y apoyaba los brazos en la mesita de mimbre, pero Flory seguía paseándose con las manos en los bolsillos de la chaqueta, iluminado unas veces por la luz de la luna cuando llegaba al borde de la veranda y hundiéndose luego en la sombra. ––Hace poco te dije que te amaba. ¡El amor l Esta palabra se ha usado tanto que ya no tiene sentido. Pero deja que te explique. Esta tarde, cuando estábamos cazando, pensé: “¡Dios mío, por lo menos he aquí alguien que puede compartir conmigo mi vida, compartirla de verdad, vivirla conmigo..., porque... “. Su propósito era pedirle sencillamente que se casara con él, pedírselo lo antes posible. Pero aun no había pronunciado las palabras concretas y en cambio hablaba sin parar, egoístamente... No podía evitarlo. Era tan importante para él que Elizabeth comprendiera algo de lo que había sido su vida en aquel país, que entendiera la clase de soledad que ella debía anular... y le resultaba tan terriblemente difícil explicarlo: Es endemoniado padecer un dolor que no tiene nombre. ¡Bienaventurados los que sólo padecen enfermedades clasificables! ¡Bienaventurados los pobres, los enfermos, los que padecen desengaños amorosos, porque siempre hay otras personas que han pasado por lo mismo y que los pueden compadecer! Pero ¿quién va a entender el dolor del exilado si no ha pasado por esto? Elizabeth lo veía moverse, iluminado a ratos por la luna que le plateaba la chaqueta de seda. Todavía le latía el corazón a consecuencia del beso y sin embargo le funcionaba bien la mente. Se preguntaba cuándo le pediría por fin que se casara con él. Se daba cuenta de que le estaba hablando sobre la soledad. Ah, claro, le estaba diciendo que tendría que soportar con él la soledad de la selva cuando se casaran. Pero no debía preocuparse tanto. Quizás se sintiera uno solo en la selva a tantas millas de la civilización, sin cines ni bailes, únicamente con otra persona con quien hablar y sin nada que hacer por las tardes, excepto leer. Claro, podía resultar aburrido. Sin embargo, se podía tener un gramófono. Y. sobre todo, había ya unos aparatos de radio portátiles que pronto llegarían a Birmania. Entonces cambiaría todo. Iba a decirlo cuando él añadió ––¿Me he explicado con claridad? ¿Te has dado perfecta cuenta de la vida que llevamos aquí? 'La soledad, lo extraño de todo esto, el sentimiento de melancolía que se apodera de nosotros... Todo es aquí tan extranjero como si estuviéramos en un planeta diferente. Pero lo que deseo que comprendas es que vivir en un planeta diferente no es tan malo, incluso puede resultar lo más interesante, si tienes a otra persona con quien compartir esa vida, una persona que lo vea todo casi con los mismos ojos que tú. Este país ha sido para mí como un infierno de soledad –– y lo mismo es para cualquiera de nosotros––, y, sin embargo, te repito que podría convertirse en un paraíso si no estuviera uno solo. ¿Te das cuenta de mi intención al decirte todo esto?––Se había detenido junto a la mesita cogiéndole una mano. En la semiobscuridad veía su cara como un óvalo pálido, como una flor, pero con sólo tocarle la mano comprendió inmediatamente que no había entendido ni una palabra de lo que había estado diciendo. Y ¿por qué iba a entenderle? Su monólogo había sido una sarta de vagas ideas. Le preguntaría inmediatamente: “¿Te quieres casar conmigo?”. En realidad, había toda una vida para charlar. Así que, cogiéndole la otra mano, la hizo ponerse de pie––. Perdona que te haya dicho tantas tonterías. ––No, hombre––murmuró Elizabeth esperando que la besara de nuevo. ––Sí, eran tonterías. Hay cosas que no pueden expresarse con palabras. Además, es de un egoísmo incalificable hablar tanto sobre uno mismo. Pero lo que yo me proponía decirte era esto: ¿.quieres... ? ––¡Elizabeth! Era la voz chillona y quejumbrosa de la señora Lackersteen que llamaba a su sobrina desde el Club. ––¡Elizabeth! ¿Dónde estás, Elizabeth? Evidentemente, la señora Lackersteen estaba cerca de la puerta principal y llegaría a la veranda dentro de un momento. Flory estrechó a Elizabeth contra él y se besaron precipitadamente. La soltó, sujetándola sólo por las manos. ––Aprisa, apenas tenemos tiempo; contéstame: ¿quieres...? Pero la frase no llegó a terminarse. En aquel mismo instante ocurrió algo extraordinario. El suelo se levantaba y se ondulaba como el mar. Flory vaciló con una sensación de mareo y cayó al suelo o, mejor dicho, le parecía que era el suelo el que se precipitaba sobre él. Sin poder incorporarse, sentíase empujado de un lado a otro como si una enorme bestia tratara de levantar todo el edificio con su monstruoso lomo. De pronto, el suelo quedó inmóvil y Flory se sentó atontado, pero sin haber sufrido gran daño. Notó que Elizabeth gateaba a su lado y oyó unos gritos procedentes del Club. Del otro lado de la verja pasaron dos birmanos corriendo a la luz de la luna. Sus largas cabelleras les flotaban por detrás mientras chillaban ––¡Nga Yin se está sacudiendo!... ¡ Nga Yin se está sacudiendo!... Flory los miró sin comprender. ¿Quién era Nga Yin? Nga es el prefijo que se antepone a los criminales. Nga Yin debía de ser un dacoit, un bandido. ¿Por qué había de estar sacudiéndose? Entonces recordó que se trataba de un gigante al que los birmanos suponen enterrado bajo la costra de la tierra. ¡ Claro, era un terremoto ––¡Un terremoto! ––exclamó, y, recordando a Elizabeth, se acercó a levantarla. Pero ella estaba sentada en una silla sin haber sufrido ningún daño y frotándose la cabeza por detrás. ––¿Fué un terremoto?––dijo con espanto. La alta figura de la señora Lackersteen se asomó por una esquina de la veranda, pegada a la pared como un larguísimo lagarto. Gritaba histéricamente: ––¡Un terremoto, querida! ¡Oli, qué impresión más horrible, mi corazón no resistirá! ¡Por Dios, por Dios, un terremoto! El señor Lackersteen trotaba detrás de ella con un paso inseguro, causado en parte por el temblor y en parte por la ginebra. ––¡Maldita sea, un terremoto!––decía. Flory y Elizabeth se rehicieron lentamente de la impresión recibida. Todos entraron en el Club con esa extraña sensación en las plantas de tos pies que se tiene cuando se abandona un barco balanceante. El viejo mayordomo acudió de las habitaciones de los criados tapándose la cabeza con el pagri y seguido por una tropa de temblorosos chokras. ––Un terremoto, señor; ha sido un terremoto ––anunciaba con gran emoción. ––¿Y qué otra cosa iba a ser, tonto?––dijo el señor Lackersteen sentándose con toda clase de precauciones en un sillón. Trae algo de beber. Después de lo que hemos pasado, vendrá muy bien un trago. Todos bebieron algo. El mayordomo se mantenía detrás de la mesa con la bandeja en la mano. ––¡Terremoto, señor, gran terremoto! ––repetía con entusiasmo. El hombre tenía grandes deseos de hablar y esto les ocurría a todos. Una extraordinaria 'alegría de vivir se había apoderado de todos ellos en cuanto se les afirmaron las piernas. Un terremoto puede resultar muy divertido cuando ha pasado. Causa gran alegría pensar que no está usted muerto bajo un montón de ruinas. Como si se hubiesen puesto ––de acuerdo, empezaron todos a hablar a la vez: ––Amigo, ésta es la mayor emoción de mi vida... Me caí de espaldas, me quedé materialmente pegado al suelo... Parecía que se estaba rascando alguien debajo del suelo... Creí que se había producido una explosión en alguna parte... Y así sucesivamente; en fin, la habitual charla de terremotos. Incluso el mayordomo tomaba parte, excepcionalmente, en la conversación. ––Usted recordará muchísimos terremotos, ¿verdad, mayordomo?––dijo la señora Lackersteen, lo cual era en ella una insólita condescendencia. ––Sí, señora, muchos terremotos: 1887, 1899, 1906, 1912... Muchos, muchos terremotos, señora. ––El de 1912 fué tremendo––dijo Flory. ––Sí, señor; pero el de 1906 fué mucho mayor; un choque terrible, señor, y el gran ídolo pagano del templo se le cayó en la cabeza al thathanabaing––que es el obispo budista, señora––, y los birmanos dicen es mala señal para las cosechas que se caiga el ídolo. También recuerdo el primero que conocí, el de 1887, siendo yo un pequeño chokra, cuando el mayor Maclagan sahib estaba tendido debajo de la mesa y prometió no beber más. No sabía que era un terremoto. En aquel terremoto murieron dos vacas porque se les cayó encima un tejado... Los europeos permanecieron en el Club hasta media noche y el mayordomo entró más de doce veces para contar alguna anécdota que se le había olvidado. Los europeos, en vez de hacerlo callar, le animaban a hablar. No hay nada como un terremoto para unir a la gente. Un temblor más, o quizás dos, y hubieran acabado pidiéndole al mayordomo que se sentara a la mesa con ellos. Mientras tanto la declaración de Flory no pudo completarse. No es posible pedirle a una mujer que se case con uno inmediatamente después de un terremoto. En todo caso no volvió a ver a Elizabeth sola en el resto de la velada. Pero no importaba; Flory sabía que la joven sería suya. Por la mañana habría tiempo de sobra. Pensando en ello, satisfecho y cansadísimo después del largo día de emociones, se fué a la cama. XVI Los buitres posados en los grandes árboles pyinkados, junto al cementerio, batían las alas hasta equilibrar el vuelo y luego saltaban al aire elevándose en amplias espirales. Era muy temprano, pero Flory se había levantado ya. Bajó al Club para esperar a que llegase Elizabeth y pedirle entonces formalmente que se casara con él, Algún instinto le impulsaba a hacerlo antes de que los demás europeos regresaran de la selva. En cuanto salió de su casa vio que había un recién llegado en Kyauktada. Un joven con una larga lanza puntiaguda cruzaba el maidan en un pony blanco. Algunos criados indígenas le seguían con otros ponies a los que llevaban por la brida. Cuando el jinete llegó al nivel de Flory, se detuvo éste en el camino y le gritó los buenos días. No lo conocía, pero en los puestos coloniales tan alejados como aquél hasta los ingleses son capaces de saludarse y conocerse. El otro, al ver que lo saludaban, se acercó al borde del camino. Era un muchacho de unos veinticinco años, seguramente un oficial de caballería. Tenía una de esas caras de conejo tan frecuentes entre los militares británicos, con ojos azul pálido y un pequeño triángulo de dientes visible entre los labios; sin embargo, su aspecto era rudo y audaz, incluso brutal. Cabalgaba como si formase parte del propio caballo y parecía ofensivamente joven. Tenía la cara tostada exactamente en el punto que le convenía para hacer juego con sus ojos claros y resultaba tan elegante como un cromo con su topi flamante y sus botas de polo que brillaban impecables. Flory se sintió molesto con su presencia desde el primer instante. ––¿Cómo está usted?––dijo Flory––. ¿Acaba usted de llegar ?... ––Llegué anoche en el último tren. ––Tenía una voz infantil––. Me han enviado aquí con una compañía por si pasa algo. Me llamo Verrall, de la policía militar ––añadió sin preguntar a cambio el nombre de Flory. ––Ah, sí, sabíamos que iban a mandar a alguien del cuerpo. ¿Dónde se ha instalado usted? ––Por ahora, en el bungalow dak (casa del relevo de postas). Se alojaba allí un miserable negro de éstos, un funcionario indígena recaudador de impuestos o algo así. Lo puse en la calle en un instante. Éste es un agujero repugnante, ¿verdad? ––dijo echando atrás la cabeza para abarcar todo Kyauktada. ––Supongo que todos los puestos coloniales pequeños son iguales. ¿Se quedará usted mucho tiempo? ––––Sólo un mes o dos, gracias a Dios. Hasta que lleguen las lluvias. ¡ Qué asqueroso maidan tienen ustedes aquí! Si no cortan la hierba seca, no hay manera de jugar al polo. ––Siento decepcionarle, pero aquí no podrá, usted jugar al polo––dijo Flory ––. Lo único que tenemos es el tenis. En total, somos ocho y casi todos pasamos las tres cuartas partes del tiempo en la selva. ––¡Qué horror! ¡Vaya un asco de poblado! Después hubo una pausa. Los altos y barbudos sikhs formaban un grupo, con sus caballos, y miraban a Flory sin ninguna simpatía. Estaba perfectamente claro que a Verrall le aburría aquella conversación y deseaba marcharse. Flory no se había sentido nunca tan de más como en aquella ocasión, ni tan viejo y mal vestido. Notó que el pony de Verrall era una yegua árabe muy hermosa con una cola arqueada y un cuello orgulloso. Aquel animal, de una blancura de leche, valía varios millares de rupias. Verrall había vuelto ya bridas. Sin duda creía haber hablado ya de sobra para una sola mañana. ––¡Qué maravilloso pony tiene usted!––dijo Flory. ––No está mal. Por lo menos, es mejor que estos animalejos de Birmania. En fin, creo que es inútil intentar entrenarse con una pelota de polo en este barrizal. Oye, Hira Sing––gritó, alejándose. El sepoy que sostenía el pony bayo entregó las bridas a un compañero, corrió hasta un lugar situado a unos cuarenta metros y clavó en el suelo una cuña de madera. Verrall no le hacía ya ningún caso a Flory. Levantó su lanza y se colocó a cierta distancia como para hacer puntería mientras los hindúes apartaban sus caballos y contemplaban con ojos críticos. Con un movimiento casi imperceptible, Verrall hundió las rodillas en los costados del pony y se lanzó como el proyectil lanzado por una catapulta. Con la facilidad de un centauro, el joven recién llegado se inclinó a un lado de la silla, bajó la lanza y la clavó exactamente en el centro de la cuña. Uno de los hindúes exclamó: “iShabachl”. Verrall levantó la lanza detrás de él, del modo ortodoxo, y luego entregó la cuña clavada en la lanza a un sepoy. Verrall realizó dos veces más este juego sin fallar ninguna. Lo hacía con incomparable gracia y extraordinaria solemnidad. Todo el grupo de hombres –– Flory y los hindúes––habían concentrado su atención en el espectáculo como si se tratara de un ritual religioso. Flory seguía mirando, aunque el forastero no le hiciera ningún caso (la cara de Verrall era una de las que parecen especialmente construidas para ignorar a los desconocidos indeseables). Pero el mismo hecho de haber sido despreciado lo clavaba allí. Verrall le había producido una horrible sensación de inferioridad. Pensaba en algún pretexto para reanudar la conversación, cuando miró a la colina y vió que Elizabeth salía, vestida de azul pálido, de la casa de su tío. Debía de haber visto el tercer triunfo de Verrall. Flory sintió que se le agitaba el corazón. Se le ocurrió uno de esos pensamientos que acaban mal. Llamó a Verrall, que estaba a unos metros de él, y señaló con su bastón. ––¿Saben hacerlo esos otros? Verrall lo miró por encima del hombro con un gesto de fastidio. Creía que Flory se había marchado ya. ––¿Cómo? ––Digo que si también sirven esos dos ponies para este juego. ––El castaño no es malo. Pero si se descuida uno, salta demasiado. ––¿Me deja usted probar? ––Muy bien –– dijo Verrall de mal humor–– Pero tenga cuidado con el freno, no le vaya usted a cortar la boca. Se adelantó un sepoy con el pony y Flory hizo como que repasaba la montura. En realidad estaba haciendo tiempo para que se acercara Elizabeth. Estaba decidido a clavar el taco en la lanza exactamente en el momento en que ella pasara (lo cual no es difícil con los pequeños ponies birmanos con tal de que galopen derechos) y luego acercarse a ella con el trofeo en la punta. No quería que Elizabeth pensara que aquel muchacho era el único capaz de hacerlo. Llevaba shorts, que son muy incómodos para montar, pero también sabía que, como casi todo el mundo, ganaba mucho su aspecto a caballo. Elizabeth se acercaba. Flory montó, cogió la lanza que le tendía el hindú y la agitó hacia Elizabeth como saludo. Sin embargo, ella no contestó. Probablemente sentíase tímida ante Verrall. Miraba hacia otra parte y tenía las mejillas muy coloradas. ––Chalo–– dijo Flory al hindú y hundió las rodillas en los costados del caballo. Un instante después, antes de que el animal hubiera dado dos saltos, se vió Flory lanzado por los aires y cayó al suelo con un golpe que casi le descoyuntó un hombro. Salió rodando hasta quedar de cara al cielo. Afortunadamente, la lanza había caído lejos de él desde el principio. Empezó a ver confusamente los buitres que volaban en el cielo. Luego sus ojos enfocaron el pagri caqui y el rostro moreno de un soldado sikh, de enorme barba, inclinado hacia él. ––¿Qué ha sucedido?––le dijo en inglés, y con gran dolor consiguió incorporarse apoyándose en un codo: El sikh respondió con un confuso gruñido y le señaló hacia el pony, que andaba suelto por el maidan con la silla colgándole por debajo del vientre. Sencillamente, se había subido sin que la silla estuviera atada. Era una caída inevitable. Cuando Flory se hubo sentado notó un agudo dolor. El hombro derecho de la camisa estaba rasgado y empapado de sangre y de la mejilla le manaba más sangre. Los duros terrones de tierra del suelo le haber arañado profundamente. Además, había perdido el sombrero. Con una impresión terrible., recordó a Elizabeth, y entonces la vió venir hacia él a unos diez metros, mirándole mientras él estaba allí en un estado tan ignominioso. “¡Dios mío, Dios mío!–– pensó Flory, ––. Debo de tener un aire tan risible...”. Pensar en esto era tan horrible para él que le hacía olvidar el dolor de la caída. Se tapó la mancha de nacimiento con una mano, aunque la sangre brotaba en la otra mejilla. ––Hola, Elizabeth. Buenos días. La llamaba angustiosamente, pero ella no contestó y, lo que era casi increíble, pasó a su lado sin detenerse ni un solo instante, como si no lo hubiera visto ni oído. ––Elizabeth –– volvió a llamarla, asombrado ––. ¿No me viste caer? La silla resbaló. El imbécil del sepoy no la había... No cabía duda de que lo había oído. Volvió un instante la cabeza hacia él y le miró como si no existiera. Luego fijó otra vez la vista a lo lejos hacia el cementerio. Era horrible. Flory la llamaba desesperado ––¡Elizabeth! ¡Elizabeth ! ¡Escucha, Elizabeth! Pero ella continuó sin pronunciar ni una palabra, sin hacerle la menor señal, sin volver más la cabeza. Andaba rápidamente por el camino y Flory oía el firme pisar de sus tacones. Los sepoys le rodeaban ahora y Verrall se había acercado sin descabalgar. Algunos de los sepoys habían saludado a Elizabeth. Verrall no le hizo ningún caso, aunque quizás no la hubiera visto. Flory se levantó. Estaba muy magullado, pero no se le había roto ningún hueso. Los hindús le llevaron el sombrero y el bastón, pero no se disculparon por su descuido. ––La montura se resbaló––dijo Flory con la voz débil y el aire tonto que se tiene en semejantes circunstancias. ––¿Por qué diablos no la repasó usted antes de montar? ––le dijo Verrall secamente––. Ya debía usted saber que no puede uno fiarse de estos mendigos. Con estas palabras sacudió las bridas y se alejó dando el incidente por terminado. Los sepoys lo siguieron sin despedirse de Flory. Cuando éste llegó a la verja de su casa volvió la cabeza y vió que el pony castaño había sido ya capturado y le habían puesto bien la silla. Verrall lo montó y reanudó su deporte. La caída le había trastornado tanto que no podía reanudar sus pensamientos. Pero pronto volvió a su tema principal: ¿qué podía inducir a Elizabeth a portarse de tal modo con él? Le había visto derribado en el suelo, sangrando y dolorido, y había pasado junto a él como si se hubiese tratado de un perro muerto. ¿Qué habría ocurrido? ¡Era increíble! ¿'Se habría enfadado con él? Pero ¿por qué? ¿Qué podía haber sucedido desde la noche anterior para que ella cambiase de actitud tan radicalmente? Todos los criados de Flory le esperaban junto a la cerca. Se habían asomado para contemplar las proezas de Verrall y todos ello habían presenciado la atroz humillación de su amo. Ko S'la le salió al encuentro con aire preocupado. ––¿Se ha herido el dios? ¿ Quiere el dios que le ayude a andar hasta la casa? ––No––dijo el dios––. Ve a buscarme un poco de whisky y una camisa limpia.––Cuando entraron en la casa, Ko S'la sentó a Flory en la cama y le quitó con mucho cuidado la camisa rota, que se le había pegado al cuerpo con la sangre. Ko S'la chasqueó la lengua. ––¡Ah ma lay! Estas heridas están llenas de polvo. No debía usted jugar a ese juego de niños en ponies desconocidos, thakin. A su edad resulta demasiado peligroso. ––Se resbaló la silla––dijo Flory. ––Estos juegos–– prosiguió Ko S'la ––están muy bien para el joven oficial de policía, pero usted ya no es joven, thakin. A su edad hace mucho daño una caída. Debía usted cuidarse más. ––¿Me tomas por un viejo?––le dijo Flory, irritado. Le dolía el hombro de un modo espantoso. ––Tiene usted treinta y cinco años, thakin––dijo Ko S'la cortésmente, pero con firmeza. Todo ello resultaba muy humillante para Flory. Ma Pu y Ma Yi, que por entonces estaban en paz, llevaron una vasija con un horrible ungüento que, según ellas, era bueno para las cortaduras. Flory le dijo a Ko S'la que lo tirase por la ventana y que lo sustituyera por una untura de ácido bórico. Luego, mientras tomaba un baño tibio y Ko S'la lo curaba, fué repasando con cabeza más clara, aunque con creciente angustia, lo que había sucedido. Evidentemente, había ofendido a Elizabeth de un modo muy serio. Pero, no habiéndola visto desde la noche anterior, ¿en qué podía haberla ofendido? No había ninguna respuesta plausible a este enigma. Le explicó a Ko S'la varias veces que su caída no se debía a impericia por su parte, sino al descuido de los sepoys, que no habían asegurado la silla. Pero Ko S'la, aunque procuraba consolarlo, no lo creía. Flory comprendió que, hasta el final de sus días, la caída sería atribuída a que no sabía montar a caballo. Por otra parte, quince días antes había ganado una merecida fama por haber puesto en fuga a un inofensivo búfalo. En cierto modo, el destino quita con una mano lo que da con otra. XVII FLORY no vió de nuevo a Elizabeth hasta que bajó al Club después de cenar. No se atrevió a buscarla, como debía haber hecho, para pedirle una explicación. Cuando se miró al espejo, su cara le desanimó mucho. Con la señal de nacimiento en una mejilla y los arañazos en la otra, resultaba tan horrible que no se atrevía a dejarse ver a la luz del día. Cuando entró en el Club se tapó con una mano la mancha con el pretexto de que le había picado un mosquito en la frente. No habría sido capaz de presentarse con la cara descubierta. Sin embargo, Elizabeth no estaba allí. En cambio, cayó en medio de una inesperada reunión. Ellis y Westfield habían regresado de la selva y estaban sentados bebiendo, de muy mal humor. Habían llegado noticias de Rangún de que el director de El Patriota Birmano se había librado de su proceso, por libelo contra el señor Macgregor, con sólo cuatro meses de cárcel. Ellis estaba rabioso por la levedad de esta sentencia. En cuanto Flory entró, Ellis empezó a lanzarle pullas sobre “ese negrito Veraswami”. En aquel momento lo que menos deseaba Flory en el mundo era enzarzarse en una discusión, pero contestó imprudentemente y se complicaron las cosas. Todos se acaloraron. Ellis llamó a Flory “abogado de los negros”, Flory le replicó y Westfield perdió la paciencia. Era hombre de buen carácter, pero las ideas sociales de Flory le sacaban de quicio algunas veces. No podía entender por qué, cuando había en cada asunto una opinión acertada y otra equivocada, y nadie ponía en duda cuál era la una y la otra, Flory parecía deleitarse en escoger siempre la opinión equivocada. Le dijo que no empezara a hablar como uno de esos oradores revolucionarios de Hyde Park, y luego le echó un pequeño sermón basándose en los mandamientos del pukka sahib: “Mantener el prestigio. Tener mano dura (sin guante de terciopelo). Los blancos deberán estar siempre unidos. A esas gentes de color no se les puede dar ni una pizca de nada porque se tomarán todo el montón. Y, sobre todo, esprit de corps”. Durante toda la discusión crecía tanto en Flory su impaciencia por ver a Elizabeth que apenas oía lo que le decían. Además lo había oído tantas veces –– cientos de veces, quizás miles––, desde su llegada a Rangún cuando su burra sahib (un viejo bebedor de ginebra escocés y gran criador de caballos de carreras a quien había echado luego del turf por negocios sucios y por haber corrido el mismo caballo bajo dos nombres diferentes) le vió quitarse el topi ante el paso de un entierro indígena. El escocés le dijo en tono de dolido reproche: ––No olvides, chico, no olvides nunca que nosotros somos sahiblog y ellos son polvo, sólo polvo. Por eso le repugnaba tener que oír otra vez las mismas monsergas. Harto ya, cortó en seco a Westfield, gritándole ––Cállate ya; estoy hasta la coronilla de estas tonterías. Veraswami es una excelente persona, mucho mejor que la mayoría de los blancos que conozco. Por eso voy a proponer su candidatura para el Club en la asamblea general. Es posible que sanee un poco esta repugnante casa. Ante semejante blasfemia, la pelea se habría convertido en algo muy serio de no haber terminado como casi todas las discusiones del Club: con la, aparición del mayordomo, que había oído las voces. ––¿Me llaman los amos? ––No. ¡Vete al infierno!––le dijo Ellis. El mayordomo se retiró, pero la discusión había terminado ya por entonces. En aquel momento se oyeron pasos y voces fuera; los Lackersteen llegaban al Club. Cuando entraron en el salón, Flory no tuvo valor para mirar directamente a Elizabeth, pero notó que los tres se habían vestido con más elegancia que de costumbre. El señor Lackersteen llevaba incluso smoking––blanco, a causa de la estación––, y, cosa rara en él, no parecía haber bebido. Parecía como si la camisa almidonada y el chaleco de piqué le hubieran enderezado su moral como un molde de yeso. La señora Lackersteen estaba casi bella con su vestido rojo. Los tres daban la impresión de haberse preparado para recibir a algún huésped distinguido. Una vez pedidas las bebidas y situada la señora Lackersteen en su sitio habitual debajo del punkah, Flory se instaló en una silla a cierta distancia del grupo. Aun no se atrevía a abordar a Elizabeth. La tía de ésta empezó a hablar del modo más tonto sobre el “querido príncipe de Gales”. Parecía una corista de revista musical haciendo el papel de una duquesa. Los demás se preguntaban qué diablos le pasaría a aquella señora. Flory estaba casi detrás de Elizabeth, que llevaba un vestido amarillo, muy corto –– a la moda de entonces––, con medias color champán y zapatos haciendo juego. Completaba este atuendo con un gran abanico de plumas de avestruz. Parecía tan mayor y tan complicada, qué Flory la temió más que nunca. Le parecía increíble haberla besado. Hablaba la joven con tanta facilidad a unos y a otros, que Flory se atrevió a meter alguna que otra palabra en la conversación general, pero Elizabeth no le respondió nunca directamente y él no podía saber si la muchacha le daba de lado o sencillamente no le escuchaba. Luego se marcharon todos a la sala de juego y Flory vió, con temor y alivio a la vez, que Elizabeth iba la última. Se detuvo en el umbral cerrándole el paso. Estaba mortalmente pálido. Ella retrocedió instintivamente. ––Perdón––dijeron ambos a la vez. ––Un momento––dijo Flory con la voz temblona––. ¿Puedo hablarte un instante? Tengo que decirte algo... ––¿Quiere usted dejarme pasar, señor Flory? ––¡Por favor, Elizabeth! Estamos solos. No puedes negarte a escucharme. ––¿De qué se trata? ––Pues sólo de esto. No sé lo que he hecho para ofenderte y quiero que me lo digas. Antes me dejaría cortar una mano que molestarte. No te vayas sin haberme dicho lo que te sucede conmigo. –– ––No. sé de lo que me habla usted. No hay ninguna ofensa. ¿Cómo iba usted a ofenderme? ––Pero tiene que ser eso. La manera cómo te has conducido... ––No sé a qué se refiere usted. Me asombra oírle tantas cosas absurdas. ––Pero si ni siquiera me hablaste esta mañana,.. Pasaste junto a mí como si yo no existiera. ––Me parece que puedo hacer lo que me parezca sin sufrir luego interrogatorios. ––; Por favor, Elizabeth, por favor! Debes comprender lo que significa para mí que de pronto me trates como a un desconocido. Después de todo, anoche mismo... Ella se puso muy colorada. ––Creo que es impropio de un caballero hablar de esas cosas... ––Ya lo sé. Lo sé perfectamente, pero ;qué voy a hacer! Esta mañana pasaste junto a mí como si yo fuese una piedra. Estoy seguro de que te he ofendido de algún modo. No puedes reprocharme que quiera saber lo que he hecho. Como de costumbre, Flory empeoraba la situación con cada palabra que decía. Comprendía que, fuera la que fuese su culpa, ella se enfadaba más con los intentos de disculpa y que no iba a explicarle nada. Era un movimiento muy femenino: hacer como si no hubiera ocurrido nada entre ellos. ––Te ruego que me digas de qué se trata. No puede terminar todo entre nosotros de esta manera. ––¿Terminar qué? No hay nada que pueda terminar entre nosotros–– dijo Elizabeth con frialdad. Flory se sintió herido por la vulgaridad de estas palabras y replicó rápidamente ––Eso no es propio de ti, Elizabeth; está muy mal hacer como que no se conoce a un hombre con, el que se ha sido tan amable y luego no dejarle ni siquiera que pregunte por qué se le trata así. Debías ser más justa conmigo. Por favor, dime qué te he hecho. Ella le miró con resentimiento, no por lo que hubiera hecho, sino por haberla obligado a hablar de ello. Pero estaba impaciente por terminar la escena, y le dijo: ––Bueno; ya que me obligas a hablar de este... ––Di... ––Me han contado que, a la vez que fingías..., en fin, cuando estabas conmigo... Es demasiado repugnante; no puedo hablar de eso. ––Sigue, sigue. ––Me han dicho que tienes en casa una mujer birmana como amiga tuya. Y ahora; ¿me haces el favor de dejarme pasar? Con estas palabras se escapó Elizabeth hacia la sala de juego. Flory, demasiado asombrado para poder hablar, se quedó mirándola alejarse, en una actitud ridícula. Fué horrible. Después de aquello no se atrevía a verla. Se marchó del Club en seguida sin pasar por la sala de juego, por temor a que la joven le viera. Pensando en la mejor manera de escapar sin ser visto, decidió saltar por la veranda. Así lo hizo, cayendo sobre el césped que se prolongaba hasta el río. Le corría el sudor por la frente. Sentía deseos de gritar con rabia. ¡Maldita suerte! Había caído en una trampa estúpida. “Una mujer birmana”... Y ni siquiera era ya verdad. Pero, ¿de qué le servía negarlo? ¡Qué casualidad que la joven hubiera tenido que enterarse ! En realidad no se trataba de ninguna casualidad. La causa era concreta y explicable, la misma causa de la curiosa conducta de la señora Lackersteen en el Club aquella tarde. La noche anterior, poco antes del terremoto, la señora Lackersteen había estado leyendo la lista civil. En ella se encuentran las rentas exactas de todos los funcionarios militares de Birmania y le proporcionaba una fuente de inextinguible interés. Estaba sumando la paga y dietas de un conservador de la riqueza forestal al que había conocido en Mandalay hacía tiempo, cuando se le ocurrió buscar el apellido del teniente Verrall, el cual, según le había dicho Macgregor, llegaría a Kyauktada al día siguiente con un centenar de policías militares hindúes. Al encontrar el apellido vió frente a él dos palabras que la dejaron sin respiración. Estas palabras eran: “El Honorable”. ¡”El Honorable»! Los tenientes llamados “El Honorable” son raros en el ejército británico, pero en las guarniciones hindúes son tan raros como los diamantes, y en Birmania es tan difícil encontrar uno como a un ave fénix. Y si usted es la tía de la única muchacha casadera en setenta y cinco kilómetros a la redonda y se entera usted de que un teniente que es “El Honorable” va a llegar mañana, figúrese de qué sería usted capaz. Con terror, la señora Lackersteen recordó que su sobrina estaba en el jardín con Flory, aquel desgraciado borracho cuya paga no llegaría a cien rupias al mes y que con toda probabilidad se estaría declarando a ella en esos momentos. Se apresuró a llamar a Elizabeth, pero en aquel momento intervino el terremoto. Sin embargo, camino de casa, pudo hablarle del asunto. Cogiéndole la mano cariñosamente a su sobrina, le dijo con la voz más tierna que pudo sacar: ––Supongo que sabes, querida Elizabeth, que Flory vive con una mujer birmana. Esta mortífera carga tardó un poco en estallar. Elizabeth era aún tan ajena a las costumbres del país que aquellas palabras no le hicieron al principio ninguna impresión. Era como si le hubieran dicho que Flory tenía en casa un león. ––¿Una mujer birmana? ¿Y para qué la quiere? ––¿Para qué? ¡Inocentita mía! ¿Para qué va a querer un hombre a una mujer? Y eso fue todo. Durante un buen rato permaneció Flory a la orilla del río. La luna estaba ya alta y se reflejaba en el agua. La frescura de aquel lugar le calmó un poco. No tenía ya ánimos para seguir irritado. Se había dado cuenta de que se merecía lo que le pasaba. Le pareció como si una interminable procesión de mujeres birmanas, un regimiento de fantasmas, desfilara frente a él a la luz de la luna. ¡Cielos, qué cantidad de ellas! Un millar; no tanto, no, pero, desde luego, un buen centenar. Los fantasmas no tenían caras; sólo discos sin facciones. Recordó un longyi azul de una y un par de pendientes de otra, pero ningún nombre ni cara alguna. Los dioses son justos y convierten a nuestros agradables vicios (¿agradables?) en instrumentos para perdernos. Flory se sentía emporcado sin remedio y veía como justo castigo lo que le estaba sucediendo. Se sentía demasiado triste para experimentar todavía todo el dolor de aquel desastre. Como todas las heridas profundas, empezaría a dolerle después. Al llegar ante la verja de su casa vió que se movían unas hojas detrás de él. Se sobresaltó. Oyó un murmullo ronco en birmano ––¡Pike-san pay-like! ¡Pike-san pay-like! Se volvió bruscamente. El pike-san pay-like (“dame el dinero”) se repetía. Vió a una mujer parada bajo la sombra del dorado árbol mohur. Era Ma Hla May, que avanzó hacia él con aire hostil, aunque se detuvo a cierta distancia por temor a que Flory la golpeara. Llevaba la cara con una gruesa capa de polvos, lo que le daba una palidez horrible a la luz de la luna. Parecía tan fea y tan amenazadora como una calavera. Flory se había asustado. ––¿Qué demonios haces aquí?––le dijo furioso, en inglés. ––Pike––san pay––like, ––¿Qué dinero? No sé de qué me hablas. ¿Por qué me sigues a todas partes? ––Pike––san pay––like –– repetía la birmana chillando ya ––. ¡ El dinero que me prometiste, thakin! Dijiste que me darías más dinero. Lo quiero ahora; ahora mismo. ––¿Cómo te lo voy a dar ahora? Lo tendrás el mes próximo. Ya te he dado ciento cincuenta rupias. Con gran alarma de Flory, la mujer gritaba cada vez más fuerte “pike––san pay––4W' y otras frases semejantes. Parecía histérica. Su voz resonaba en el silencio de la noche de tal modo que Flory se aterró. ––Cállate. Te van a oír en el Club––exclamó. Y al instante lamentó haberle metido esta idea en la cabeza. En efecto, a ella no se le escapó. ––¡Ajá! Ahora sé lo que temes, lo que me servirá contigo. Dame el dinero ahora mismo o seguiré chillando hasta que vengan todos los blancos. Rápido, ahora mismo, o verás cómo grito. ––¡Hija de...!––le dijo Flory avanzando hacia ella. Ma Hla May se apartó y, quitándose un zapato, le amenazó. ––Ligero, cincuenta rupias ahora y cincuenta mañana. Suelta el dinero o daré unos gritos que se van a oír en el mercado. Flory lanzó unas palabrotas. Estaba cogido. Acabó por sacar la cartera. Encontró en ella veinticinco rupias y las tiró al suelo. Ma Hla May se precipitó a cogerlas y las contó. ––¡Dije cincuenta rupias, thakin! ––¿Cómo voy a dártelas, si no las tengo? ¿Acaso crees que llevo centenares de rupias encima? ––He dicho cincuenta rupias. ––Vete de aquí en seguida––le dijo en inglés, apartándola. Pero la birmana no estaba dispuesta a dejarlo. Le siguió como un perro desobediente gritando con todas las fuerzas de sus pulmones ––Pike-san pay-like. Pike-san pay-like... Como si los billetes fueran a aparecer a fuerza de ruido. Flory andaba a toda prisa, en parte para alejarla del Club Y en parte para ver si la cansaba. Después de un rato no pudo mantener ya aquel paso gimnástico ni soportar los gritos y se volvió para acabar de una vez. ––Vete ahora mismo. Si me sigues un paso más no verás jamás otra anna mía. ––Pike-san pay-like. Pike-san pay-like... ––¡Desgraciada! ¿De qué te sirve fastidiarme de esta manera? ¿Cómo quieres que te dé más dinero, si no me queda ni un céntimo? ––A mí no me cuentes mentiras. Flory se rebuscó desesperadamente en los bolsillos. Estaba tan harto de ella que le habría dado cualquier cosa con tal de no verla más. Sus dedos tropezaron con su pitillera de oro. La sacó. ––¿Te marcharás si te doy esto? Sólo con empeñarla te darán treinta rupias. Ma Hla May la contempló pensativa y por fin dijo en un gruñido ––––Dámela. Flory le tiró la pitillera a la hierba junto a la carretera. La birmana se agachó a cogerla e inmediatamente se irguió como movida por un resorte, apretando la pitillera contra su ingyi como temiendo que Flory se la quitase. Él se dirigió hacia su casa dando gracias a Dios por haber dejado de oír el odioso chillido. Aquella pitillera era la misma que Ma Hla May le había robado diez días antes. Al llegar otra vez ante la verja de su casa volvió la vista. La birmana estaba parada al pie de la colina como una estatuilla gris a la luz de la luna. Se había quedado allí observándolo como un perro que vigila los movimientos sospechosos de un desconocido y que no se tranquiliza hasta perderlo de vista. Era extraño. Le cruzó por la cabeza la idea de que la conducta de aquella mujer no era normal en ella; la misma idea, en realidad, que había tenido cuando unos días antes le envió Ma Hla May aquella carta de chantaje. Nunca la habría creído capaz de semejante tenacidad. Era como si otra persona la estuviera empujando. XVIII Después de la discusión que había tenido aquella noche, Ellis estaba deseando que llegara la ocasión de insultar a Flory. Le había puesto el apodo de “Nancy”––que aludía a la expresión «Nancy Boy” de los negros––, pero las mujeres no estaban enteradas de esto y tuvo que inventar algunas patrañas sobre él. Ellis estaba especializado en la invención de escándalos sobre las personas con quienes se peleaba, historias escandalosas que iban rodando y creciendo hasta convertirse en una leyenda. La imprudente observación de Flory de que el doctor Veraswami era un hombre excelente, se había convertido, gracias a Ellis, casi en una confesión de actividades revolucionarias. ––Le aseguro, por mi honor, señora Lackersteen––dijo Ellis (la señora Lackersteen le había tomado una profunda antipatía a Flory después de haber descubierto el gran secreto sobre Verrall y estaba dispuesta a creer todo lo malo que se contase de él) ––, le aseguro por mi honor que si hubiera estado usted aquí cuando Flory decía aquellas barbaridades, habría temblado de indignación. ––Lo creo, lo creo. Siempre he pensado que ese hombre tenía unas ideas muy raras. Y así sucesivamente. Sin embargo, con gran decepción de Ellis, Flory no permaneció en Kyauktada para dejarse morder. Al día siguiente de su escena con Elizabeth, se había marchado al campamento de la selva. Elizabeth prestó oídos a todas las historias escandalosas que contaban de él. Ahora entendía perfectamente por qué le molestaba tanto su manera de pensar y de hablar. Era un intelectual –– lo que ella más odiaba –– y casi podía comparársele con uno de esos repugnantes poetas... Podía haberle perdonado incluso que tuviera una querida birmana, pero aquellas ideas, no. Flory le escribió tres días después, mandándole la carta a mano. (El campamento estaba a un día de marcha de Kyauktada.) Elizabeth no le contestó. Flory tuvo suerte de que sus ocupaciones le impidieran pensar en otras cosas. Su larga ausencia le había creado muchos problemas en su trabajo. Faltaban unos treinta coolíes, el elefante enfermo estaba mucho peor y una enorme pila de maderos que debían haber sido enviados a su destino diez días antes estaban allí todavía porque el pequeño ferrocarril no funcionaba. Flory, que no entendía nada de maquinaria, se esforzaba en componer el motor y se ennegrecía de grasa. Ko S'la tuvo que advertirle que los hombres blancos no debían hacer labores de coolíe. La locomotora de juguete se puso por fin en marcha y el elefante enfermo mejoró algo. En cuanto a los coolíes, habían desertado porque les habían suprimido la ración de opio. Eran incapaces de permanecer en la selva sin opio, ya que consideraban a esta droga como la profilaxis ideal contra la fiebre. U Po Kyin, queriendo jugarle a Flory una mala pasada, había denunciado el caso a los funcionarios del ramo y éstos hicieron una incursión en el campamento y se incautaron del opio. Flory le escribió al doctor Veraswami pidiéndole ayuda y éste le envió una buena cantidad de opio que se procuró ilegalmente, así como medicina para el elefante y una detallada carta con instrucciones para cuidar al animal. Flory estaba ocupado doce horas al día. A última hora de la tarde, si le quedaba algún tiempo libre, andaba y andaba por la selva hasta que el sudor le impedía ver y las rodillas le sangraban con las espinas. Las noches eran peores. La amargura de lo que le había sucedido penetraba en él paulatinamente, como suele ocurrir en estos casos. Entre tanto, pasaron varios días y Elizabeth no había visto aún a Verrall de cerca. Fué una gran decepción para los Lackersteen que el joven no se presentara en el Club la tarde de su llegada. El señor Lackersteen se enfadó mucho por haberse tenido que vestir de etiqueta para nada. A la mañana siguiente, su mujer le obligó a mandarle una nota oficiosa al bungalow dak invitando a Verrall al Club. Sin embargo, y por raro que pueda parecer, el forastero no contestó. Pasaron más días y Verrall no intentó siquiera acercarse a la buena sociedad local, es decir, a los blancos. Incluso había prescindido de sus obligatorias visitas oficiales. Ni siquiera se presentó en la oficina de Macgregor. Él vivía en el bungalow dak, situado al otro extremo de la colonia, cerca de la estación, y se había instalado cómodamente. Es una regla entre los colonos birmanos que sólo se debe permanecer en un bungalow dak unos cuantos días hasta encontrar acomodo más propio para un blanco, pero Verrall no hizo el menor caso. Los europeos lo veían solamente en el maidan. El segundo día después de su llegada, cincuenta de sus hombres empezaron a allanar con rulos una buena extensión del maidan para que Verrall pudiera practicar el polo él solo. No prestaba ninguna atención a los europeos que pasaban por la carretera. Westfield y Ellis estaban furiosos, e incluso el prudente Macgregor declaró que la conducta de Verrall era indelicada. Todos ellos habrían caído a los pies de un teniente que era “El Honorable” si les hubiera tratado con la mínima cortesía. Pero se había portado de tal manera que, excepto Elizabeth y su tía, todos le miraban con resentimiento. Siempre ocurre así con la gente que posee títulos nobiliarios son adorados u odiados sin término medio. Si le aceptan a uno, diremos que son de una encantadora sencillez; si nos desprecian o simplemente no se fijan en nosotros, diremos que son de un orgullo estúpido. Verrall era el benjamín de un par de Inglaterra y no tenía un céntimo, pero por el eficaz procedimiento de no pagar nunca una factura a no ser que la reclamasen judicialmente, consiguió dedicarse a lo único que le parecía serio en esta vida: los trajes y los caballos. Había llegado a la India en un regimiento inglés de caballería, pero se había pasado al ejército hindú porque la vida le salía más barata y tenía más tiempo para jugar al polo. Al cabo de dos años tenía deudas tan enormes que se vió obligado a ingresar en la policía militar de Birmania, donde se ahorraba mucho dinero. Sin embargo, detestaba todo lo birmano, ya que Birmania no es un país para jinetes, y había solicitado ya el reingreso en su regimiento. Era de esa clase de militares que logran traslados cada vez que lo desean. Por lo pronto, debía quedarse un mes en Kyauktada y no tenía intención de mezclarse con la insignificante sociedad europea del distrito. Ya estaba harto de los funcionarios de los puestos coloniales birmanos; eran gente sin caballos. Los despreciaba. Sin embargo, no eran los únicos a quienes Verrall despreciaba. Para hacer la lista detallada de todos sus desprecios se necesitaría mucho tiempo. Despreciaba a toda la población no militar de la India, exceptuando a unos cuantos jugadores famosos de polo. Despreciaba también al ejército, excepto a la caballería. Desde luego, también él pertenecía a un ejército nativo, pero esto era sólo cuestión de conveniencia. No le interesaban en absoluto los indígenas y sólo conocía unas cuantas palabrotas en birmano y en hindú, empleando sólo la tercera persona del sigular. Sus policías militares no le parecían mejores que los coolies. Cuando les pasaba revista, murmuraba entre dientes: “¡Qué cerdos!”, y a veces se había visto en mala situación por las opiniones que había exteriorizado sobre las tropas nativas. Pero no le ocurrió nunca nada serio por muy ofensivas que fueran sus palabras. Por toda la India iba dejando una estela de gente insultada, deberes incumplidos y cuentas sin pagar. Pero nunca le ocurrió nada desagradable. Llevaba una vida encantadora y no sólo le salvaba su nombre aristocrático, sino su mirada, que desarmaba por igual a los indígenas y a los blancos, incluyendo a los coroneles. Eran los suyos unos ojos desconcertantes, de color azul pálido y un poco protuberantes, pero cíe una claridad que llamaba la atención. Parecía pesarle a uno en una balanza con la mirada. Si se trataba de un hombre bien––es decir, un oficial de caballería o un jugador de polo––, la mirada de Verrall aprobaba y era capaz de tratar a aquella persona con cierto respeto, pero si era otro tipo de persona, la despreciaba tan olímpicamente que no hubiera podido ocultarlo por más esfuerzos que hubiera hecho. Ni siquiera suponía para él una diferencia que el individuo fuera rico o pobre, pues en el sentido social Verrall no era más que un snob corriente. Claro que, como a todos los hijos de familia ricos, le molestaba la pobreza y creía que los pobres lo son porque prefieren vivir mal. Pero, por otra parte, despreciaba la vida tranquila. Aunque gastaba––o, mejor dicho, debía––cantidades fabulosas, sobre todo para vestir, vivía, sin embargo, ascéticamente, como un monje. Se ejercitaba en el deporte de un modo incesante y brutal, se racionaba la bebida y los cigarrillos, dormía en una cama de campaña (aunque en pijama de seda) y se bañaba en agua fría en lo más crudo del invierno. Los únicos dioses que adoraba eran la Equitación y la Forma física. El ruido de las herraduras sobre el maidan, la sensación de estar unido al caballo como un centauro con su bastón de polo en la mano, esto era su religión y lo esencial de su vida. Los europeos de Birmania, de rostro macilento y costumbres que él consideraba decadentes, le ponían malo. En cuanto a los deberes sociales de toda clase, le parecían estupideces impropias de él. A las mujeres la; aborrecía. Las consideraba como sirenas que están en este mundo con el único objeto de atraer a los hombres para que no jueguen al polo y meterlos en unos débiles partidos de tenis––de. porte que a él le parecía femenino––y enervantes reuniones ––, base de té y de charla agotadora. Era joven y muchas mujeres se le ponían por delante, de manera que sucumbía de vez er cuando. Pero estas caídas lo dejaban asqueado y se apresuraba a escapar. Había realizado con buen éxito una docena de fugas de esta clase durante sus dos años en la India. Pasó una semana entera. Elizabeth no había conseguido trabar amistad con Verrall. Era el suplicio de Tántalo. Todos los días, mañana y tarde, su tía y ella iban y venían al Club sólo por pasar a lo largo del maidan donde estaba siempre Verrall jugando al polo él solo gracias a las pelotas que le tiraban los sepoys. No les hacía ningún caso a las las mujeres, para las cuales era un martirio estar tan cerca de él y, a la vez, tan lejos. Lo peor era que ninguna de las dos creía decente hablar entre ellas de este asunto. Una tarde, la pelota de polo que Verrall había golpeado demasiado fuerte se salió a la carretera deteniéndose justamente delante de ellas. Elizabeth y su tía se detuvieron involuntariamente. Pero fué un sepoy el que recogió la pelota. Verrall había visto a las mujeres y se mantuvo a distancia. A la mañana siguiente, la señora Lackersteen se detuvo cuando salía de su casa con Elizabeth. Al fondo del maidan, los policías militares estaban alineados presentando armas. Sus bayonetas relucían al sol. Verrall estaba frente a ellos a caballo, pero no en uniforme, ya que nunca se lo ponía para los actos de servicio de la mañana; no lo creía necesario tratándose de meros policías militares. ––Lo que es una lástima––dijo la señora Lackersteen sin venir a cuento (en apariencia)––es que tu tío no tendrá más remedio que volver al campamento de la selva en seguida. ––¿ Sí? ––Desgraciadamente. Es horrible estar en la selva en esta época del año, con tantos mosquitos... ––¿No podría quedarse aquí un poco más? ¿Una semana, por ejemplo? ––No creo que pueda. Lleva ya cerca de un mes sin aparecer por allí. La empresa se pondría furiosa si se enterase. Y lo terrible es que nosotras dos tendremos que marcharnos con él. ¡Qué fastidio! Sólo con pensar en los mosquitos me pongo a morir. En efecto, era terrible. Tenerse que ir antes de que Elizabeth hubiera ni siquiera cruzado unas palabras con Verrall... Pero si el señor Lackersteen se marchaba, no tendrían más remedio que acompañarle. Era imposible dejarle ir solo. Nunca se sabe lo que puede inventarse Satán aun en la soledad de la selva. A lo largo de la fila de bayonetas se produjo un movimiento de brillos; las estaban quitando de los fusiles para marcharse. La polvorienta fila volvió a la izquierda, saludó y, formando de cuatro en fondo, se alejó. Los ordenanzas llegaban con los ponies y los bastones de polo. La señora Lackersteen tomó una decisión heroica. ––Creo que debemos cortar por el maidan––dijo con aparente indiferencia––. Es mucho más rápido que ir por la carretera. Sí, por lo menos se ahorraban cincuenta metros, pero nadie cruzaba a pie por el maidan y menos las mujeres, ya que se pinchaban en las piernas con las espinas. La señora Lackersteen, que sabía perfectamente cómo se les iban a poner las medias, emprendió la marcha con gran valentía por medio de las matas, y, abandonando ya toda pretensión de fingir que se dirigían al Club, se fué directamente hacia Verrall, seguida por Elizabeth. Ninguna de las dos mujeres hubiera admitido por nada del mundo lo que se proponían. Verrall las vió llegar, masculló unas palabrotas y detuvo el caballo. Le era imposible eludir el encuentro ahora que venían directamente en su busca. ! Qué frescura la de estas mujeres 1 Avanzó hacia ellas directamente con una expresión de desagrado y empujando la––pelota de polo con golpecitos distraídos. ––Buenos días, señor Verrall –– le dijo la señora Lackersteen con una voz chillona, de falsete, desde unos quince metros de distancia. ––...nos días ––respondió Verrall de mal humor. En cuanto le vió la cara comprendió que aquella señora era una de las típicas gallinas insoportables de las colonias. Elizabeth se había quitado las gafas y balanceaba con una mano su sombrero terai. No le importaba la posible insolación, pues tenía necesariamente que lucir su hermoso pelo. Una ráfaga de viento––una de las poquísimas ráfagas que llegaban como una bendición en aquellos días tórridos––le había pegado al cuerpo el vestido de algodón esculpiendo sus formas finas y fuertes. La súbita aparición de la joven junto a su tía fué una agradable revelación para Verrall. Se sobresaltó de tal modo que su yegua árabe lo notó y dic una espantada, pero el jinete la dominó en seguida. Hasta aquel momento no se había enterado––pues ni siquiera se había molestado a preguntar––que hubiera ninguna mujer joven en Kyauktada. ––Mi sobrina––dijo la señora Lackersteen. Verrall no respondió, pero tiró el bastón de polo y se quitó el topi. Elizabeth y él se estuvieron mirando unos instantes. Los espinos arañaban los tobillos de Elizabeth y le hacían sufrir. Sin gafas, sólo veía a Verrall y a su caballo como una confusa mancha blanca. ¡Pero se sentía tan feliz! Le daba brincos el corazón y el rubor le coloreaba la cara como una fina capa de acuarela. Verrall no pudo evitar un sentimiento de admiración. “¡Está muy bien!”, pensó. Los hindúes que tenían a los ponies por las bridas, contemplaban con curiosidad la escena como si la belleza de aquellos dos seres tan vitales les impresionara. La señora Lackersteen rompió el silencio, que había durado medio minuto. ––¿Sabe usted, señor Verrall––dijo con un ridículo aire mundano––, que nos parece muy mal el abandono en que nos tiene usted? ¡Y nosotros que estamos deseando ver alguna cara nueva en el Club! Seguía mirando a Elizabeth cuando contestó, pero se había suavizado su actitud extraordinariamente. ––Hace varios días que estoy pensando ir, pero he estado ocupadísimo instalando a mis hombres. Lo siento –– añadió, y en él era una novedad que se disculpara, nero había decidido que aquella muchacha merecía la pena–– Siento mucho no haber contestado su amable carta. ––Por Dios, no se preocupe, nos hacemos carpo perfectamente; pero no le perdonaremos si no va a vernos al Club esta tarde. Si continúa usted decepcionándonos –– concluyó en un tono aún más de falsete––, empezaremos a pensar que es usted un joven muy malo. ––Pueden creerme que lo siento mucho ––repitió–– No faltaré esta tarde. No había más que decir y las dos mujeres se dirigieron hacia el Club. Pero apenas permanecieron en él cinco minutos. Tenían las piernas arañadas y debían cambiarse en seguida de medias. Verrall cumplió su promesa y acudió al Club aquella tarde. Llegó un poco antes que los demás y, a los pocos minutos, ya se había notado bien su presencia. Cuando Ellis entró en el Club, el viejo mayordomo le salió al encuentro y se lo llevó aparte. Estaba muy excitado y le resbalaban las lágrimas por las mejillas. ––¡Señor, señor! ––¿Qué diablos te pasa?––dijo Ellis. ––Señor, el nuevo amo me ha pegado. ––¿Cómo? ––Que me ha pegado, señor. ––Y levantó la voz en una especie de alarido al pronunciar la humillante palabra. ––¿Que te han pegado? Te está bien empleado. Pero, ¿quién ha sido? ––El nuevo amo, señor. El sahib de la policía militar. Me ha pegado con su pie, señor..., ¡aquí! –– y se frotó el trasero. ––;Maldita sea!––dijo Ellis, al que indignó la noticia. Entró en el salón. Verrall estaba leyendo la revista Fiel y sólo se veía de él sus pantalones palinbeach y dos zapatos bien betunados. No se molestó en moverse al notar que entraba alguien. ––Oiga usted..., ¿cómo se llama?... Verrall. ––¿ Qué ? ––¿Le ha dado usted unas patadas a nuestro mayordomo? Los ojos azules y parados de Verrall aparecieron por un extremo de la revista como los de un crustáceo que se asomara por detrás de la roca. ––¿ Qué? –– repitió. ––Digo que si le ha dado usted unas patadas a nuestro mayordomo. ––Sí. ––¿Y por qué ha hecho usted eso? ––El imbécil se atrevió a replicarme. Le pedí whisky con soda y me lo trajo caliente. Le dije que pusiera hielo y no quiso. Me contó no sé qué estupidez de ahorrar el último pedazo de hielo. De manera que le di un puntapié en el trasero. Le está bien empleado. Ellis palideció. Estaba furioso. El mayordomo era como un mueble propiedad del Club y ningún forastero tenía derecho a maltratarlo. Pero lo que más le irritaba a Ellis es que Verrall podía pensar que él compadecía al mayordomo y que le parecía mal la patada en sí misma. ––¿Que le está bien empleado? Claro que sí. De sobra sabemos nosotros cómo hay que tratar a esa gente. Pero ¿quién es usted para meterse en nuestras cosas? ¿Qué derecho tiene usted para castigar a nuestros criados? ––Déjese de tonterías. Aquí los tienen ustedes muy mal acostumbrados a estos perros. ––Es usted un insolente y un fresco, jovencito. Nadie le ha pedido que venga a darnos lecciones. Ni siquiera es usted socio de este Club. Castigar a nuestros criados es cosa nuestra. Verrall bajó la revista y miró de frente a Ellis, pero su voz no cambió su habitual tono aburrido. Nunca perdía los estribos con un europeo; nunca era necesario. ––Escuche usted: cuando alguien me replica, le propino unos buenos puntapiés en el trasero. ¿Quiere usted que se lo pruebe? Toda la furia se le apagó a Ellis de repente. No es que tuviera miedo; nunca lo había tenido en su vida: pero la mirada de Verrall le imponía demasiado. Era de una frialdad sobrecogedora. Los insultos que preparaba se derritieron en sus labios y casi le falló la voz. Dijo, plañidero ––Pero, hombre, tenía razón al no quererle dar el último Pedazo de hielo. ¿Cree usted que sólo compramos el hielo para usted? Sólo nos llega dos veces a la semana. ––Entonces, es que se organizan ustedes muy mal ––dijo Verrall volviendo a sumergirse en la lectura de su revista, encantado de que no le molestaran más. Ellis estaba desesperado. Le enloquecía la tranquilidad con que Verrall se dedicaba de nuevo a la lectura prescindiendo de él como si no existiera. ¿Por qué no se atrevía a darle a aquel jovencito su merecido? Lo cierto es que no sucedió nada. Verrall se había ganado muchos golpes en esta vida, pero nunca cobró ninguno y probablemente seguiría librándose. Ellis volvió mohino a la sala de juego, pagando su resentimiento con el mayordomo, y dejó a Verrall disfrutar solo del salón. Cuando Macgregor llegó a la puerta del Club, oyó música. Macgregor estaba de muy buen humor aquella tarde. Se había prometido a sí mismo sostener una larga charla con la señorita Lackersteen –– “ ¡una joven tan inteligente!” –– y pensaba contarle una anécdota muy interesante que ya se había publicado en uno de aquellos articulitos que él mandaba al Blackwoods. Se trataba de una rebelión ocurrida en Sagaing en 1913. Estaba seguro de que a Elizabeth le encantaría. Rodeó la pista de tenis con la esperanza de encontrarla allí. Y, efectivamente, allí estaba. En la pista, a la luz de la luna y de las linternas colgadas entre los árboles, Elizabeth bailaba con Verrall. Los chokras habían sacado sillas y una mesa para el gramófono, y los demás europeos estaban allí presenciando el baile. Al detenerse Macgregor, asombrado, le pasaron muy cerca Elizabeth y Verrall. Bailaban muy juntos y ninguno de los dos se fijó en la presencia de Macgregor. Su decepción fué grandísima. Ya no habría charla posible con la inteligente joven. Le costó mucho trabajo adoptar de nuevo su habitual jocosidad. ––¡Vaya, vaya, tenemos una tarde terpsicórea! ––exclamé con tina voz que quería ser alegre, pero en la que se notaba el desencanto. No le respondió nadie. Todos contemplaban a la pareja que bailaba. Elizabeth y Verrall, para quienes no existían los demás, se deslizaban por el resbaladizo suelo de cemento. Verrall bailaba lo mismo que cabalgaba, es decir, con incomparable destreza. El gramófono cantaba roncamente una canción titulad; Enséñame el camino de casa, que entonces estaba de moda en todo el mundo y que había llegado hasta Birmania Enséñame el camino de casa; estoy cansada y quiero acostarme; hace una hora bebí un poquito y se me ha subido a la cabeza, etc. La deprimente canción flotaba con insistencia en el aire por entre los sombríos árboles y el aroma de las flores, porque la señora Lackersteen volvía a colocar la aguja al comienzo del disco cada vez que éste se terminaba. La luna estaba ya mucho más alta y tenía un tinte amarillento rodeada de nubes obscuras. Verrall y Elizabeth bailaban sin cesar, infatigablemente, formando entre los dos una voluptuosa mancha en movimiento. Se movían en perfecto acoplamiento como si entre los dos constituyeran un animal único. Macgregor, Ellis, Westfield y Lackersteen los miraban de pie y con las manos en los bolsillos, sin ocurrírseles nada que decir. Los mosquitos les asaetaban los tobillos. Pidieron bebidas, pero el whisky les supo a ceniza. Las entrañas de los cuatro hombres maduros rezumaban envidia. Verrall no le pidió a la señora Lackersteen que bailase ni prestó la menor atención a los demás europeos cuando, terminado por fin el baile, fué a sentarse con Elizabeth. Acaparó a ésta media hora más, y luego, dándoles las buenas noches entre dientes a los Lackersteen y sin dirigirles la palabra a los demás, se marchó del Club. La sesión continua de danza con Verrall había dejado a Elizabeth en pleno ensueño. Se sentía como hechizada. ¡La había invitado a montar a caballo con él l Le iba a prestar uno de sus ponies. La joven no reparó ni siquiera en que Ellis, irritado por su conducta, se estaba portando con ella groseramente. Los Lackersteen volvieron tarde a casa, pero Elizabeth y su tía estaban demasiado emocionadas para dormir. Hasta la media noche estuvieron trabajando febrilmente preparando un par de jodhpurs (pantalones de montar) de la señora Lackersteen. Los acortaron dejando fuera las pantorrillas para que le sentaran bien a Elizabeth. ––Espero que no te caerás, ¿verdad, querida?...––le dijo su tía. ––Claro que no. En casa he montado mucho. Sólo había montado a caballo una docena de veces en total cuando tenía dieciséis años, pero, ¡qué importaba! ; ya se las arreglaría. Hubiera sido capaz de montar un tigre con tal de que Verrall la acompañase. Cuando por fin terminaron de adoptar los jodhpurs y Elizabeth se los probó, su tía la contempló suspirando. ¡Estaba arrebatadora, lo que se dice arrebatadora! ¡ Y pensar que dentro de dos días tendrían que volver a la selva para pasarse allí semanas y quizás meses, abandonando Kyauktada y perdiendo de vista a este joven tan encantador! ¡Qué pena! Subieron las escaleras y la señora Lackersteen se detuvo con su sobrina ante la puerta de ésta. Se había decidido a hacer un gran sacrificio, muy doloroso para ella. Cogió a Elizabeth por los hombros y la besó con afecto más sincero que nunca. ––¿Querida mía, sería una vergüenza que tuvieras que marcharte de Kyauktada en una ocasión como ésta! ––Es verdad. ––Entonces, te diré, querida, lo que vamos a hacer. No volveremos a esa horrible selva. Que se vaya solo tu tío. Tú y yo nos quedaremos en Kyauktada. XIX EL calor se hacía insoportable. Se acercaba mayo, pero no había esperanza de lluvia en otras tres semanas, quizás hasta pasadas cinco. Nadie, ni orientales ni europeos, podía vencer la soñera que producía el calor durante el día. Y por las noches, con los aullidos de los perros y el constante sudor, no se podía dormir. Los mosquitos abundaban tanto en el Club que era necesario tener continuamente ardiendo barras de incienso en todos los rincones y las mujeres se envolvían las piernas en fundas de almohada para evitar las picaduras. Sólo Verrall y Elizabeth permanecían indiferentes a la temperatura. Eran jóvenes y tenían la sangre fresca; Verrall era demasiado estoico y Elizabeth se sentía demasiado feliz para ocuparse del clima. En el Club estaban escandalizados con Verrall, que se había indispuesto con todos. Había tomado la costumbre de acudir al Club una o dos horas todas las tardes, pero hacía como si no existiera ningún otro europeo, se negaba a aceptar, con un descortés movimiento de cabeza, las bebidas que le ofrecían y cortaba todos los intentos de conversación con tajantes monosílabos. Se sentaba debajo del punkah en la silla que antes era considerada como sagrada propiedad de la señora Lackersteen, hasta que llegaba Elizabeth y bailaban o charlaban un par de horas, para luego marcharse sin despedirse de nadie. Entre tanto, el señor Lackersteen vivía solo en el campamento y, según los rumores que llegaron a Kyauktada, se consolaba de–– su soledad con un variado repertorio de mujeres birmanas. Elizabeth y Verrall paseaban a caballo casi todas las tardes. Por supuesto, el polo de la mañana era sagrado para Verrall, pero había decidido sacrificar las tardes a Elizabeth. Como es lógico, ésta se entusiasmó tanto con la equitación como se había entusiasmado antes con la caza; incluso tuvo la desfachatez de decirle a Verrall que en Inglaterra había cazado muchísimo. Él comprendió que estaba mintiendo, pero eso no le importaba en absoluto. Se contentaba con que montase lo bastante bien para no serle un estorbo. Solían cabalgar por el camino de la selva siguiendo luego por una estrecha senda de bueyes donde el polvo era fino y los caballos podían galopar. Hacía un calor. mortal en la polvorienta selva y siempre se estaban oyendo truenos lejanos que jamás se convertían en lluvia. Elizabeth montaba el pony bayo y Verrall el blanco. De regreso a casa iban muy juntos, tan cerca que se rozaban sus piernas y charlaban. Verrall era capaz de renunciar durante algún tiempo a su hosco mutismo y hablar de un modo simpático. Esto hacía ahora con Elizabeth. ¡Qué alegría cabalgar uno junto a otro! ¡Qué estupendo ir a caballo en este mundo de caza y carreras, de polo y de equitación! Si Elizabeth no hubiera amado a Verrall por ninguna otra razón, se habría enamorado de él por haberle permitido entrar en el mundo de los caballos. A él le fastidiaba tenerle que estar hablando continuamente de equitación, lo mismo que a Flory le sacaba de quicio estar siempre contestando a sus preguntas sobre caza. Verrall sólo podía hablar durante poco tiempo. Una vez agotada su reserva, consistente en unas frasea hechas sobre el juego del polo, las razas de los caballos y los nombres de los regimientos hindúes, no sabía qué decir. Sin embargo, este poco emocionaba a Elizabeth infinitamente más que todo lo que Flory pudiera haberle dicho, incluso sobre la caza. Le bastaba verlo a caballo. Esa aureola de jinete y militar, con su rostro curtido y su esbelto y vigoroso cuerpo, representaba para la cabecita de Elizabeth todos los tópicos de su mundo de ilusión. ¡Qué espléndido era este mundo ecuestre para el que ella había nacido l Aquellos días Elizabeth vivía en ese mundo, pensaba en los caballos y soñaba con ellos casi tanto como el propio Verrall. Estaba tan convencida de que había :legado a ser una mujer distinguida, que incluso se creyó ella misma su invención de que había cazado muchísimo. Se llevaban muy bien. Verrall no la aburría nunca ni la sacaba de sus casillas como Flory. Era curioso hasta qué punto había llegado a olvidar a Flory, y si al oír su nombre evocaba su imagen, sólo veía de él la mejilla con la mancha. Otra cosa que unía a Verrall con la muchacha era que también él detestaba a los intelectuales, incluso más que ella. Una vez le dijo que no había leído un libro desde sus dieciocho años y que los libros le parecían repugnantes. Esto emocionó a Elizabeth, que comprendió hasta qué punto aquel hombre era distinguido. La tercera o cuarta tarde que salieron a pasear a caballo se estaban despidiendo en la puerta de los Lackersteen. Verrall había logrado rechazar todas las invitaciones de la tía de Elizabeth para quedarse a comer. No había pisado el interior de la casa ni estaba dispuesto a hacerlo. Mientras el criado se ocupaba del pony de Elizabeth, Verrall le dijo a ésta: ––La próxima vez que salgamos de paseo, montarás a Belinda y yo iré en el caballo castaño. Creo que ya estás capacitada para no cortarle la boca a Belinda con el freno. Belinda era la yegua árabe. Verrall la tenía desde hacía dos años, y hasta entonces no le había permitido a nadie que la montara. Era el mayor favor que él podía conceder. Y Elizabeth agradeció con toda su alma esta prueba de estimación y confianza. A la tarde siguiente, cuando volvían a casa cabalgando muy cerca uno de otro, Verrall cogió a Elizabeth por los hombros, la levantó de la silla y la sentó en la suya. Era muy fuerte. Soltó la brida y con la mano libre le levantó la cara. Se besaron en los labios. La tuvo así un momento y luego la dejó en el suelo y él se apeó también. Se abrazaron con las camisas llenas de sudor pegadas una a otra y las bridas entre los brazos. A esta misma hora, aproximadamente, decidió Flory––que se hallaba a treinta kilómetros de distancia–– regresar a Kyauktada. Se sentía horriblemente solo. ¡Si Elizabeth estuviera allí! Cuanto le rodeaba––maravillosos pájaros, árboles, flores..., todo ello carecía de sentido porque Elizabeth no estaba allí. A medida que pasaban los días había ido cerciorándose de que había perdido definitivamente a la joven, y esta convicción le envenenaba todas sus horas. Paseando solo por la selva y abriéndose paso dificultosamente por entre las lianas a machetazos, sentía en sus miembros una pesadez de plomo. Descubrió una planta de vainilla y se inclinó a olerla. Su perfume le produjo una sensación torturante. Inexplicablemente, le acentuó, hasta hacérsela insoportable, su soledad. ¡Solo, solo en aquel mar de vida vegetan Su pena era tan grande que reaccionó absurdamente dando un puñetazo contra un árbol, con lo cual estuvo a punto de descoyuntarse un brazo y de partirse los nudillos. Tenía que volver a Kyauktada. Era una locura, bien lo comprendía él, pues apenas habían pasado quince días desde la escena que tuvieron en el Club y su única probabilidad era darle tiempo a la joven para que olvidara lo ocurrido. Sin embargo, no tenía más remedio que regresar. No podía permanecer más tiempo en aquel mortífero lugar, solo con sus pensamientos en el interminable mar de hojas. Se le ocurrió una buena idea: le llevaría a Elizabeth la piel de leopardo que había dejado en la cárcel para que la curtieran. Sería un buen pretexto para verla. En general, se escucha cortésmente a las personas que nos traen regalos. Esta vez no la dejaría despedirle sin haberle explicado antes... Sí, tenía que hacerle comprender que había sido injusta con él. No era justo que lo condenase por culpa de Ma Hla May, a la cual había despedido precisamente por consideración a Elizabeth. Seguramente lo perdonaría cuando supiera la verdad. Y esta vez iba a escucharle; la obligaría a ello aunque tuviese que sujetarla mientras. Regresó la misma tarde. Era un viaje muy pesado y más en la obscuridad, pero Flory no quiso esperar. Puso como disculpa que de noche hacía más fresco. Los criados casi se amotinaron ante la perspectiva de una marcha nocturna a través de la selva, y en el último momento el viejo Sammy se desmayó. Le había dado un ataque de pánico medio sincero y medio fingido. Lo reanimaron con ginebra y esto le decidió a emprender la marcha. Era una noche sin luna. Se abrieron paso a la luz de las linternas que hacía brillar como esmeraldas los ojos de Flo y como piedras de luna los de los bueyes. Cuando salió el sol se detuvieron los criados para hacer fuego y preparar un desayuno, pero Flory tenía tanta prisa por llegar a Kyauktada que no se detuvo. La idea de regalarle a Elizabeth la piel de leopardo le había llenado de una insensata esperanza. Por fin cruzó con el sampan el brillante río y se dirigió al bungalow del doctor Veraswami, a donde llegó hacia las diez de la mañana. El doctor le invitó a desayunar y ––después de haber encerrado a sus mujeres en un escondite adecuado––llevó a su amigo al cuarto de baño para que pudiera lavarse y afeitarse. Durante el desayuno, Veraswami le contó a Flory, muy excitado, las últimas noticias del “cocodrilo”. Por lo visto, la falsa rebelión estaba a punto de estallar. Flory tardó mucho en poder hablar de la piel de leopardo. ––A propósito, doctor: ¿qué hay de aquella piel que envié a la cárcel para que la curtieran? ¿Está ya lista? ––Ah... –– El médico empezó a pasarse la mano por la cara, desconcertado. Entró en la casa (estaban desayunando en la veranda, pues la esposa legítima del doctor había protestado violentamente de que Flory entrase en la casa), y volvió al cabo de un momento con la piel enrollada––. En realidad...––empezó a decir, desenvolviéndola. ––¡ Oh, doctor! La piel estaba hecha una lástima. La habían dejado tiesa como el cartón, con el cuero resquebrajado, descolorida e incluso rasgada a pedazos. Además, apestaba horriblemente. ––Pero, doctor, ¿qué han hecho con esto? ¿Cómo demonios han podido dejarla así? ––¡Estoy apenadísimo, amigo mío! Precisamente iba a disculparme. No pudimos hacerlo. mejor. Ahora no hay nadie en la cárcel que sepa curtir pieles. ––Pero si había un preso que las curtía admirablemente... ––Sí, sí, pero desgraciadamente se nos ha marchado hace una semana. ––¿Marchado? Tenía entendido que cumplía una pena de siete años. ––¡Cómo! ¿No se ha enterado usted, amigo mío? Por lo visto, no sabía usted quién era el que curtía las pieles: Nag Schwe O. ––¿ Nag Schwe O ? ––Sí, es el dacoit que se fugó con la ayuda de U Po Kyin. -¡Maldita sea! Esta desgracia le afectó terriblemente. Sin embargo, por la tarde, después de bañarse y de ponerse un traje nuevo, fué a casa de los Lackersteen a eso de las cuatro. Era muy temprano para visitar a nadie, pero Flory quería encontrar a Elizabeth en casa antes de que fuese al Club. La señora Lackersteen, que acababa de dormir la siesta, no estaba para recibir –– visitas. Lo recibió de muy mal humor. Ni siquiera le dijo que se sentara. ––Creo que Elizabeth no podrá verle ahora. Se está vistiendo para montar a caballo. ¿No sería mejor que le dejase usted una nota ? ––Si no tiene usted inconveniente, querría verla. Le he traído la piel de aquel leopardo que cazamos juntos. La señora Lackersteen le dejó de pie en la salita. Sin embargo, avisó a Elizabeth murmurándole a través de la puerta ––Líbrate de ese tipo lo antes que puedas, querida. No puedo soportar su presencia en casa a estas horas. Cuando Elizabeth entró en la sala, el corazón de Flory empezó a latir tan violentamente que le pasó ante los ojos una nube rojiza. La joven vestía una camisa de seda de hombre y pantalones jodhpurs. Estaba mucho más tostada por el sol y Flory no recordaba haberla visto nunca tan hermosa. Vaciló; había perdido todo el valor almacenado en el viaje. En vez de adelantarse hacia ella, la impresión recibida le hizo retroceder un paso; lo necesario para que tumbase una inestable mesita que sostenía un jarrón de zinnias. Se produjo un ruido espantoso al estallar el jarrón contra el suelo. ––Perdón, perdón... ¡Cuánto lo siento!... ––exclamó, espantado. ––¡Por Dios, no es nada! Por favor, no se preocupe usted... Elizabeth le ayudó a poner de pie la mesita y recoger las flores esparcidas por el suelo, charlando todo el tiempo con una alegría y naturalidad sorprendentes para Flory: ––¡ Cuánto tiempo sin verle a usted por aquí 1 Le hemos echado tanto de menos en el Club... Lo decía todo con un tono brillante y falso, como suelen hacerlo las mujeres cuando se creen obligadas a cumplir un deber. Flory estaba aterrado. Ni siquiera se atrevía a mirarla a la cara. Ella le acercó una caja de cigarrillos y le ofreció uno, pero él lo rechazó. Le temblaba demasiado la mano para cogerlo. ––Le he traído aquella piel––dijo, indeciso. La desenrolló sobre la mesa y le pareció todavía más fea y avejentada que en casa del doctor. Elizabeth se acercó a él para examinarla, tanto que su aterciopelada mejilla quedaba a un palmo de la suya y podía sentir el calor de su cuerpo. La temía tanto en esos momentos, que retrocedió instintivamente. En el mismo instante también ella dió un paso atrás con una mueca de desagrado, pues le había llegado el espantoso olor de la piel. Flory se sintió avergonzadisimo. Era como si él mismo oliese mal en vez de la piel. ––Muchísimas gracias, señor Flory––dijo ella forzadamente y apartándose un poco más de la piel––. ¡Es una piel adorable y de un tamaño tan grande! ––Lo era, pero la han estropeado, desgraciadamente. ––No, no; me encantará tenerla. ¿Ha vuelto usted a Kyauktada por mucho tiempo? ¡Qué calor tan horrible debe de hacer en el campamento¡... ––Sí, he pasado mucho calor. Pasaron unos minutos hablando del tiempo. Flory no sabía qué hacer. Todo lo que se había prometido a sí mismo decir, todas aquellas explicaciones y súplicas se le habían helado er_ la garganta. “Eres un insensato ––pensó––. ¿Qué estás haciendo? ¿Para esto has venido desde tan lejos? No seas cobarde y díselo todo. Cógela en tus brazos; oblígala a escucharte, maltrátala si es preciso..., cualquier cosa antes que dejarla que te zarandee con esta estúpida charla.” Pero era inevitable. Lo único que podía decir eran trivialidades. ¿Cómo iba a defenderse ni a convencerla de nada, si chocaba con aquella actitud tan mundana y brillante de la joven, que lo reducía todo a una charla sobre el tiempo y le obligaba a callarse lo esencial? ¿Dónde aprenderán esta odiosa superficialidad que las defiende como un muro inexpugnable? La carroña que había dejado sobre la mesa le avergonzaba más a cada momento. Y allí estaba, casi sin voz, feísimo con la cara amarillenta y arrugada después de una noche sin dormir y con la mancha aún más visible en la mejilla. Pasados unos minutos, la muchacha se libró de él: ––Y ahora, señor Flory, si usted me lo permite, tengo que... É1 farfulló unas palabras: ––¿No querría usted salir conmigo algún día? ¿A pasear, a cazar o algo así? ––¡Tengo tan poco tiempo ahora!... Todas las tardes las tengo ocupadísimas. Ahora he de ir a pasear a caballo. Con el señor Verrall––añadió. Quizás añadiera esa noticia para herirle. Era la primera vez que Flory oía hablar de su amistad con el militar y no pudo evitar un tono de envidia en su voz al decir: ––¿Pasea usted mucho a caballo con Verrall? ––Casi todas las tardes. Es un jinete estupendo. Tiene una cantidad imponente de ponies de polo. ––¡Ah! En cambio yo no tengo ponies ni juego al polo. Era lo primero que había dicho en serio y sólo consiguió ofenderla. Sin embargo, Elizabeth le respondió con la misma alegre indiferencia que antes, como si la observación de Flory hubiera sido un chiste, y lo acompañó hasta la puerta. La señora Lackersteen volvió a la sala, olfateó el aire extrañada e inmediatamente que descubrió la piel de leopardo llamó a los criados para que la sacaran y la quemasen. Flory se detuvo un poco junto a la verja del jardín con el pretexto de darles de comer a las palomas. Le dolía en el alma ver a Elizabeth y Verrall marchar juntos a caballo. ¡Qué cruelmente, con cuánta vulgaridad se había portado Elizabeth con él! Lo más horrible en estos casos es cuando no hay ni siquiera la honradez de pelearse de un modo definitivo. Verrall llegó a casa de los Lackersteen montado en su pony blanco y acompañado por un syce (mozo de cuadra) que montaba el caballito castaño: Al cabo de un rato salieron Verrall, en el pony castaño, y Elizabeth en el blanco, y trotaron rápidamente colina arriba. Charlaban y reían. Iban muy juntos. El hombro de Elizabeth, envuelto en su camisa de seda, aun no sudada, rozaba el de él. Ninguno de los dos miró hacia donde estaba Flory. Cuando desaparecieron entre los primeros árboles de la selva, Flory permanecía aún en el jardín. El jardinero indígena (mali) cortaba las flores inglesas, muchas de las cuales se habían secado por exceso de sol, y plantaba zinnias, bálsamos y otras flores de la región. Pasó una hora y un hindú de color terroso y aire melancólico subió por el camino. Llevaba un paño arrollado a las caderas y sobre la cabeza un pagri color salmón en el que apoyaba una especie de palangana. Puso ésta en el suelo y le hizo una reverencia a Flory. ––¿Quién eres? ––El book-wallah, sahib. El book-wallah (expresión anglo––hindú: vendedor ambulante de libros) recorría toda la Birmania superior. Su sistema de cambio era que por cada libro que llevaba en su paquete había que darle cuatro annas y otro libro. Pero no cualquier libro, porque, por ejemplo, el book––wallah, aunque analfabeto, sabía reconocer y rechazar una Biblia. ––No, sahib–– decía en esos casos, plañidero––, no. Este libro (y le daba vueltas con desaprobación en sus manazas morenas), este libro con pastas negras y letras doradas no puedo comprarlo. No sé por qué, pero todos los sahibs me ofrecen este libro y nadie me lo toma. ¿Qué podrá haber en este libro negro? Seguramente algo muy malo. ––A ver qué porquerías traes––le dijo Flory. Buscaba una buena novela policíaca, algo de Edgar Wallace, Agatha Christie o un autor por el estilo, cualquier libro que le calmase la mortal inquietud que le roía el corazón. Estaba inclinado sobre los libros, cuando vió que tanto el vendedor como el mali lanzaban exclamaciones y señalaban al lindero de la selva. ––¡Dekko!––gritó el mali. Los dos ponies salían de la selva, pero sin jinetes. Trotaban colina abajo con ese aire culpable––un poco de colegial que hace novillos––, escapados de su amo, con los estribos balanceándose contra sus vientres. Flory quedó paralizado, apretando contra su pecho uno de los libros. Verrall y Elizabeth se habían apeado. No había accidente. Flory no podía imaginarse a Verrall cayéndose del ' caballo. Sencillamente, se habían apeado y los ponies se fugaron. Pero, ¿para qué iban a descabalgar? ¡Ah, ya lo sabía l No tenía que sospechar nada, lo veía como si estuviera ocurriendo allí delante de él. En una de esas alucinaciones tan perfectas en sus detalles, tan vilmente obscenas que se hacen insoportables, Flory lo veía todo. Tiró al suelo violentamente el libro y se metió en su casa, dejando al librero ambulante desconcertado. Sus criados le oyeron moverse como una fiera enjaulada y luego pidió una botella de whisky. Al principio no le sirvió de nada beber. Pero luego se preparó una dosis de caballo y se la tragó con un poco de agua. Apenas tuvo en el estómago aquel nauseabundo líquido cuando repitió la dosis. Había hecho lo mismo en el campamento hacía unos años una vez que le dolieron las muelas terriblemente y que estaba a quinientos kilómetros de cualquier dentista. A las siete, Ko S’la entró como de costumbre a decirle que tenía caliente el baño. Flory estaba' tumbado en una de las sillas plegables con la chaqueta quitada y la camisa abierta. ––El baño, thakin––dijo Ko S'la. Flory no respondió y Ko S'la le tocó en un brazo creyéndolo dormido. El amo estaba tan borracho que no podía mover se. La botella vacía había rodado por el suelo dejando tras ella una estela de gotas de whisky. Ko S'la llamó a Ma Pe y recogió la botella chasqueando la lengua. ––Mira, se ha bebido más de las tres cuartas partes de la botella. ––¡Cómo! ¿Otra vez? Creí que había dejado la bebida. ––Supongo que habrá sido por culpa de esa maldita mujer. Ahora debemos llevarlo con mucho cuidado a la cama. Cógelo tú por las piernas y yo lo llevaré por los hombros. Así. ¡ Ahora! Llevaron a Flory a la otra habitación y lo dejaron suavemente sobre la cama. ––¿Tú crees que llegará a casarse con esa ingaleikma?––preguntó Ma Pe. ––Es muy difícil saberlo. Me han dicho que es la querida de ese joven oficial de policía. Estas gentes tienen costumbres muy diferentes a las nuestras––añadió mientras le quitaba a Flory los tirantes, pues Ko S'la tenía el arte, tan necesario en el criado de un soltero, de desvestir a su amo sin despertarlo. XX A la mañana siguiente hubo gran revuelo en Kyauktada, pues la rebelión de que se venía rumoreando tanto había estallado por fin. Flory tuvo sólo un informe muy vago al principio. Había regresado al campamento en cuanto se sintió capaz de ello después de su gran borrachera y hasta varios días después no se enteró del verdadero alcance de la rebelión en una larga e indignada carta del doctor Veraswami. El estilo epistolar del médico era muy raro. Su sintaxis era deficiente y lo ponía todo con mayúsculas, abusando también del subrayado. Su carta ocupaba, con letra menuda, ocho carillas. “Mi querido amigo––decía la carta––: Lamentará usted mucho enterarse de que las vilezas del cocodrilo han dado ya su resultado. La rebelión –– la llamada rebelión –– ha estallado y está liquidada. Ha sido, por desgracia, un asunto mucho más sangriento de, lo que yo esperaba. Todo se ha desarrollado como yo se lo había adelantado a usted. El día en que llegó usted a Kyauktada los espías de U Po Kyin le informaron de que los infelices a los que él ha engañado estaban reunidos en la selva cerca de Thongwa. La misma noche partió en secreto cvn U Lugale, el inspector de policía nativo, que es un sinvergüenza tan grande como él––si esto es posible––, y doce guardias. Dieron una batida en Thongwa Y sorprendieron a los rebeldes. ¡Sólo había siete en una choza medio derruída, en plena selva l También el señor Maxwell, que se había enterado de los rumores que circulaban sobre este levantamiento, acudió desde su campamento con su rifle a tiempo de unirse a U Po Kyin y a los policías en su ataque a la choza. A la mañana siguiente el empleado Ba Sein, que es el chacal de U Po Kyin, cumplió el encargo que le había dado éste, o sea, lanzar la noticia de la rebelión lo más sensacionalmente posible, y los señores Macgregor, NVestfield y Verrall, el teniente, se precipitaron hacia Thongwa con cincuenta sepoys armados con rifles, aparte de la policía militar que había traído el teniente Verrall. Pero cuando llegaron todo había terminado, y U Po Kyin, sentado bajo un gran árbol de teca, en el centro de la aldea, sermoneaba al pueblo dándose gran importancia. Los pobres aldeanos le hacían reverencias tocando el 'suelo con las frentes y jurando que siempre serían leales al Gobirno. De modo que la rebelión había terminado por completo. Aquel saiatón––que no es más que un artista de circo––y el amiguito de U Po Kyin, que habían lanzado la semilla, se escaparon y no habrá manera de saber dónde se encuentran, pero han sido detenidos seis rebeldes. Así ha terminado todo. Tengo que informarle también de que ha habido una muerte lamentable. El señor Maxwell estaba demasiado impaciente por usar su rifle y cuando uno de los rebeldes quiso escapar disparó y le metió una bala en el abdomen matándolo instantáneamente. Creo que los aldeanos no le perdonan esta muerte al señor Maxwell. Pero desde el punto de vista legal la actitud de éste está plenamente justificada, puesto que aquellos hombres, sin duda alguna, conspiraban contra el Gobierno. Amigo mío, confío en que usted comprenda los efectos desastrosos que todo esto hará caer sobre mí. Se dará usted cuenta, espero, de la repercusión que ello tendrá en la lucha entre U Po Kyin y yo y cuánto va a fortalecer la posición de ese bandido. Lo ocurrido representa el triunfo del cocodrilo. U Po Kyin es ahora el héroe del distrito. Se ha convertido en el niño mimado de los europeos. Me han dicho que incluso el señor Ellis ha elogiado su conducta. Lo más grave es que ahora, seguro de su posición, el cocodrilo está diciendo por ahí que no había siete rebeldes, sino doscientos, y que él los contuvo revólver en mano... Él, que lo dirigió todo desde una prudentísima distancia, rr:ieritras los guardias y el señor Maxwell se acercaban a la choza con peligro de sus vidas! Sé que todo esto le parecerá a usted nauseabundo. U Po Kyin ha tenido la desfachatez de enviar un informe oficial que empieza con estas palabras: “dracias a mi leal rapidez de movimientos y a mi indomable valor...”, y lo más atroz es que esta sarta de mentiras la tenía escrita varios días antes de los acontecimientos. Es repugnante. Me deprime pensar que ahora, hallándose ya en la cumbre de su prestigio, reanudará con renovada maldad su campaña calumniosa contra mí. Empleará todo el veneno de que es capaz...” Les cogieron a los rebeldes todo su armamento y municiones, con el cual iban a conquistar Kyauktada cuando todos sus partidarios estuvieran reunidos. He aquí la impresionante lista: Una escopeta de caza con un cañón estropeado, robada a un oficial forestal tres años antes. Item, seis escopetas fabricadas en casa con cañones de cinc (de unas tuberías robadas en el ferrocarril). Éstas podían disparar en cierto modo metiendo una uña por un agujero y dando a la vez un golpe con una piedra. ítem, treinta y nueve cartuchos desparejados. ltem, once fusiles de juguete, de madera. Item, unos cohetes chinos para alarmar. Más adelante dos de los rebeldes habían de ser castigados a quince años de reclusión, otros tres a tres años de cárcel y veinticinco latigazos, y uno a dos años. La pobre rebelión había terminado tan por completo, que los europeos se consideraron seguros para bastante tiempo y Maxwell regresó a su campamento sin ninguna escolta. rlory pensaba quedarse en el campamento hasta que llegasen las lluvias o por lo menos hasta la asamblea general del Club. Había prometido asistir a ésta para proponer la elección del doctor, aunque ahora, con sus propias penas martirizándole noche y día, todo aquel asunto de la intriga entre U Po Kyin y el médico le parecía un fastidio. Pasaron más semanas. El calor era aún más horrible. La lluvia, que debía de haber caído hacía tiempo, parecía haber llenado de fiebre el aire. Flory se encontraba mal y trabajaba incesantemente. Se preocupaba por pequeñas tareas que en realidad correspondían al capataz y lograba, con su intromisión en todo, que los coolíes e incluso sus propios criados le odiaran. Bebía ginebra a todas horas, pero ni siquiera la bebida le distraía de su obsesión. La visión de Elizabeth en los brazos de Verrall se le había convertido en algo tan real y doloroso como un dolor de oído constante. A cualquier hora del día o de la noche se le presentaba la odiosa imagen, cortándole otro cualquier pensamiento, convirtiéndole en polvo la comida en plena boca o haciéndole levantarse sobresaltado de K cama. A veces le entraban unos terribles ataques de irritación y llegó a golpear a Ko S'la. Lo peor de todo eran los detalles, los asquerosos detalles con que se le presentaba la imaginada escena. Le parecía que la misma perfección con que lo veía todo en sn mente era la prueba de que había ocurrido efectivamente así. ¿Hay algo más horrible en el mundo, más indigno para un hombre, que desear a una mujer a la que nunca se podrá conseguir? Durante todas estas semanas. apenas pasaba por la mente de Flory un pensamiento que no fuera asesino u obsceno. Es el efecto corriente de los celos. Al principio, había querido a Elizabeth espiritualmente, con el sentimentalismo de tan adolescente, deseando más su cariño que sus caricias; ahora que la había perdido, lo que le atormentaba era el más bajo deseo físico. Ni siquiera la idealizaba ya. La veía casi como era––tonta, snob, sin corazón––, y esto, naturalmente, no le impedía desearla físicamente. Esas consideraciones nunca influyen cuando la pasión ha llegado a este punto. Por las noches, en sus insomnios, sacaba el camastro fuera de la tienda. para estar más fresco, y contemplaba la aterciopelada obscuridad donde sonaba de vez en cuando el ladrido de un gy%. Entonces se odiaba por las imágenes que se reproducían incesantemente en su imaginación. Sabía perfectamente que era una mezquindad envidiar al hombre, meior dotado que él, que le había vencido. Porque era sólo envidia––, celos era un nombre demasiado elevado para aquel sentimiento vergonzoso. ¿Qué derecho tenía él a estar celoso? Se había ofrecido a una muchacha que era demasiado joven y bo= nita para él, y, naturalmente, ella le había rechazado. Sólo–– tenía su merecido. Y era un caso sin remedio–– nada le podría hacer más joven ni quitarle la mancha de nacimiento ni los diez afíos de solitarias orgías. Lo único que le quedaba era contemplar la felicidad de la pareja y envidiar a aquel hombre, como..., pero el símil fué rechazado a su inconsciente. La envidia es una cosa horrible. Se diferencia de todos los demás sufrimientos en que no se puede disfrazar ni sublimar. A la envidia no la podemos convertir en tragedia. No es sólo dolorosa; es, sobre todo asquerosa. Pero, ¿era cierto lo que él sospechaba? ¿Había llegado a se Verrall, efectivamente, el amante de Elizabeth? No había ma nera de saberlo, pero por lo menos las probabilidades parecía contrarias, porque, de haber sidó verdad, no habría sido posibl ocultarlo en un lugar como Kyauktada. La señora Lackerstee lo habría adivinado probablemente, aunque los demás no lo htl biesen creído. Sin embargo, había algo indudable. Verrall m había hecho todavía ninguna propuesta de matrimonio. Pasaron tres semanas, que es mucho tiempo para un pequeño puesto colonial en lo que a relaciones sociales se refiere, y Verrall salú todas las tardes con Elizabeth a caballo y bailaban juntos toda las noches; sin embargo, el teniente no había pisado aún 1; casa de los Lackersteen. Por supuesto, Elizabeth estaba produ ciendo un gran revuelo con su actitud. Todos los orientales de lugar daban como seguro que la joven era la querida de Verrall La versión de U Po Kyin (que tenía un arte especial para llevas razón en lo esencial, aunque se equivocase en los detalles) era que Elizabeth había sido la concubina de Flory y le había aban donado para irse con Verrall porque éste la pagaba mejor. Ellis por su parte, inventaba sobre Elizabeth unas historias picante! que ponían lívido a Macgregor. La señora Lackersteen, clar< está, no se enteraba de estos escandalosos rumores, pero cada día estaba más intranquila. Todas las tardes, cuando Elizabetl regresaba de su paseo a caballo con Verrall, se le acercaba su tía esperanzada, creyendo que por fin se había declarado e teniente. Pero la ansiada noticia no llegaba nunca y, por mu3 atentamente que observase el rostro de su sobrina, no podía adi. vinar nada. Al cabo de las tres semanas, la señora empezó a enfadars< de verdad. Pensaba con remordimiento en que tenía a su maride solo en el campamento––o, mejor dicho, excesivamente acompañado ––, y, después de todo, si ella se había quedado en Kyauktada con su sobrina, era para que ésta se pudiera casar con Ve. rrall (por supuesto, nunca lo habría expresado con tal claridad). Una noche estuvo aleccionando e incluso amenazando a Elizabeth indirectamente, como ella lo hacía todo. La conversación consistió en un largo monólogo cortado con suspiros y largas pausas. La muchacha no dijo ni una palabra. La señora Lackersteen había empezado con algunas observaciones generales (a propósito de una fotografía aparecida en el Tatler) sobre esas chicas modernas que iban luciéndose por la playa y que resultaban tan fáciles para los hombres. Una joven que se precie, dijo la señora Lackersteen, no debe nunca serle demasiado barata a un hombre. Por el contrario, deberá convencer al hombre de su valor y de la dificultad de obtenerlo. Luego le habló a su sobrina de una carta que había recibido de Inglaterra en la que le daban noticias de aquella pobre chica que estuvo una temporada en Birmania y que por demasiado alocada no llegó á casarse. Había sufrido mucho la desgraciada y esto demostraba que una joven, en último término, debe estar muy satisfecha si consigue casarse con cualquiera, lo que se dice cualquiera. La pobrecilla había perdido su empleo y durante mucho tiempo pasó verdadera hambre. Por fin consiguió–– colocarse de pinche de cocina a las órdenes de una vulgar y horrible cocinera que la trataba como a una esclava. Además, la cocina estaba llena de espantosas cucarachas. ¿No creía Elizabeth que esto era espantoso? ¡Cucarachas! La señora Lackersteen quedó en silencio un rato para permitir que las cucarachas hicieran su efecto, y luego añadió: ––¡Qué lástima que Verrall nos abandone cuando lleguen las lluvias! Kyauktada nos va a parecer vacía sin él. ––¿Y cuándo vienen las lluvias, por lo general?––dijo Elizabeth con la mayor indiferencia que pudo lograr. ––A principios de junio, aunque ya debía de haber llovido. Sólo faltan, a lo más, dos semanas. Querida, parece absurdo que insista en ello, pero no se me va de la cabeza la imagen de aquella pobre muchacha, tan distinguida, metida en una cocina entre las repugnantes cucarachas. Y durante el resto de la tarde reaparecieron en diversas ocasiones los horribles bichos. Hasta él día siguiente no dejó caer, con el tono de alguien que se refiere a un rumor sin importancia ––A propósito. Creo que Flory volverá a Kyauktadá a principios de junio. Dijo que estaría aquí _ para la asamblea general del Club. Quizás debiéramos invitarlo a cenar de vez en cuando. Era la primera vez que hablaban tía y sobrina de Flory desde el día en que éste había llevado la piel de leopardo. Después de haber estado excluido por completo, durante varias semanas, de los pensamientos de ambas mujeres, volvía a ellos ahora como “del mal, el menos». Tres días después la señora Lackersteen le pidió a su marido que volviese a Kyauktada. Había estado en el campamento suficiente tiempo para ganarse unas vacaciones en el puesto. Volvió, más optimista que nunca y con un temblor de manos que le impedía encender los cigarrillos. Explicó que había sufrido una insolación y que por eso estaba un poco débil, pero que, por lo demás, se sentía contento y bien de salud. Sin embargo, aquella noche celebró su regreso con unas hábiles maniobras: consiguió que su mujer saliera de la casa y, entrando en el dormitorio de Elizabeth, realizó otro intento de conquista. Durante todo este tiempo, y sin que nadie se enterase, se preparaba otra sedición. Por lo visto, el santón (que ahora estaba muy lejos vendiéndoles la piedra filosofal a los inocentes aldeanos de Martaban) había hecho su labor un poco mejor de lo que se proponía. Había la posibilidad de nuevos trastornos. Probablemente, como la otra vez, serían unos conatos fácilmente aplastados. Pero lo divertido es que esta vez el propio U Po Kyin no estaba enterado. Aunque, como de costumbre, los dioses estaban de su parte, pues cualquier otra rebelión haría que la primera apareciese más seria de lo que en realidad había sido y con ello aumentaría su gloria. XXI OH viento del Oeste, ¿cuándo soplarás para que lleguen las lluvias? Era el día primero de junio, la fecha fijada para la asamblea general, y aun no había caído ni una gota de agua. Cuando Flory subía por el sendero del Club, el sol de la tarde, metiéndose por debajo del ala de su sombrero, le quemaba el cuello. El jardinero tropezaba en las piedras del camino, corriéndole el sudor a chorros y llevando dos latas de kerosen llenas de agua en un palo cruzado en un hombro. Al cruzarse con Flory se detuvo, dejando las latas en el suelo, con lo que se derramó un poco de agua sobre sus obscuros pies e hizo una reverencia al blanco. ––¿Qué tal, mali? ¿Lloverá por fin? El hombre hizo un gesto vago señalando hacia el Oeste ––Las colinas la han acaparado, sahib. Kyauktada estaba cercada casi por completo por unas cadenas montañosas donde se quedaban las primeras lluvias, por lo cual no llovía allí algunos años hasta fines de junio. La tierra de los arriates estaba tan seca y gris como el cemento. Flory entró en el salón del Club y se encontró a Westfield en la ventana mirando hacia el río. Al pie de la veranda estaba un chokra tumbado de espaldas y con la cuerda que movía el ventilador atada a un pie. Movía despacio la pierna y se cubría la cara con una ancha hoja de plátano. ––Hola, Flory. Te has quedado delgadísimo. ––Y tú también. ––Sí, es verdad. Es el maldito tiempo No tengo ningún apetito. Lo único que se me apetece es beber. ¡Cuántas ganas tengo de oír otra vez el croar de las ranas 1 Vamos a tomar algo antes de que lleguen los otros. ¡ Camarero! ––¿Sabes quiénes vendrán a la asamblea?––preguntó Flory cuando ya les habían traído whisky con tibia soda. ––Pues todos, según creo. Lackersteen ha vuelto del campamento hace tres días. ¡ Chico, cómo se ha divertido ese hombre sin su dama 1 Mi inspector me contó sus aventuras. Ha tenido montones de fulanas; las ha importado de aquí mismo. Ya las pagará todas juntas cuando su vieja vea la cuenta del Club. Le han mandado once botellas de whisky en quince días. ––¿Asistirá el teniente Verrall? ––No; es sólo socio transeúnte. Además, no le interesan nada nuestros asuntos. Maxwell no vendrá, pues, según dice, no puede dejar el campamento ahora. Ha mandado una nota a Ellis para que lo represente si hay votación. Pero no creo que haya nada que votar, ¿verdad? –– añadió mirando a Flory de soslayo, pues ambos recordaban la riña que habían tenido sobre este asunto. ––Supongo que dependerá de Macgregor. ––Quiero decir que Macgregor habrá renunciado a aquella idea suya de elegir un socio nativo. Después de lo que ha pasado, no está el horno para bollos. Me refiero a la rebelión. ––A propósito. ¿Hay algo nuevo de aquel levantamiento? preguntó Flory. No quería empezar a discutir ya sobre la elección de su amigo el médico. De sobra se hablaría de ello dentro de unos minutos––. ¿No se ha sabido nada más? ¿Crees que harán otro intento? ––No. Temo que todo haya terminado. Se acobardaren, como era de esperar. Todo el distrito está tan en calma como un internado de señoritas. Es un fastidio, porque no tendremos pie para escarmentarlos de una vez. El corazón de Flory estuvo a punto de pararse. Había oído la voz de Elizabeth en la habitación de al lado. Macgregor entró en ese momento, seguido por Ellis y Lackersteen. Estaban todos, pues las mujeres del Club no tenían voto. Macgregor vestía un traje de seda y llevaba debajo del brazo el libro de cuentas del Club. A los asuntos más insignificantes les daba un aire oficial impecable. ––Como, según parece, estamos ya todos aquí––dijo después de los saludos de rigor––, procederemos a examinar los asuntos pendientes. ––Adelante, muchacho––dijo Westfield, sentándose. ––Que alguien llame al camarero, por amor de Dios––dijo Lackersteen––. No me atrevo a que mi mujer me oiga llamarlo. ––Antes de empezar con el orden del día––dijo Macgregor después de rechazar la bebida que le ofrecían y de que cada uno de los otros hubiese cogido su vaso––, espero que desearán ustedes conocer el estado de cuentas del semestre. Ninguno quería aguantar esa pesadez, pero Macgregor, que disfrutaba con las tareas burocráticas, se dedicó a leer concienzudamente las cuentas. Flory dejaba vagar sus pensamientos. ¡Qué escándalo iba a producirse dentro de unos momentos! Se pondrían furiosos cuando supieran que él defendía a Veraswami como candidato. Y Elizabeth estaba en la habitación vecina. ¡Ojalá no se enterase de la discusión que iba a producirse) Lo despreciaría aun más al ver que todos lo atacaban. ¿Podría verla esta tarde? ¿Le hablaría ella como antes? Miró por la ventana abierta hacia el deslumbrante río. A la orilla de allá un grupo de hombres esperaba junto a un sampan. En el canal, en la orilla de acá, una enorme balsa hindú se movía con desesperante lentitud contra la corriente. Después de cada golpe de remo, los diez remeros andaban unos pasos y hundían en el agua sus largos y primitivos remos con palas en forma de corazón. Acumulaban fuerzas en sus débiles cuerpos y luego, retorciéndose, tiraban del remo hacia atrás como muñecos deformes de goma negra y así la balsa adelantaba tres o cuatro metros. Luego los remeros, jadeantes, volvían a avanzar unos pasos para hundir de nuevo sus remos en el agua antes de que la corriente hiciera retroceder la balsa. ––Y ahora––dijo Macgregor con voz más seria––llegamos al punto más importante a tratar hoy. Me refiero, claro está, a esta..., al asunto tan desagradable que, por desgracia, no tendremos más remedio que abordar..., ejemplo, me refiero, como ustedes ya saben, a la elección de un socio nativo... Cuando discutimos ya éste asunto... ––¡Qué estupidez! La interrupción era de Ellis. Se había excitado tanto que se puso de pie de un salto. ––¡Qué insensatez! –– repitió ––. ¿ Será posible que vayamos a resucitar este asunto otra vez? Después de todo lo que ha sucedido, ¿vamos a tratar aquí de la elección de un negro como socio del Club? ¡ Dios Santo 1 Esta vez estoy seguro de que hasta Flory ha renunciado a ello. ––Nuestro amigo Ellis parece muy sorprendido por mi proposición. Pero creo que ya hemos hablado antes de este asunto. ––Claro que hemos hablado y que hemos gritado. Y todos dijimos lo que nos parecía. Porque yo... ––Si nuestro amigo Ellis tuviera la amabilidad de sentarse un momento...––dijo Macgregor con tolerancia. Ellis volvió a hundirse en su sillón, exclamando: ––¡Estoy harto de tanta porquería! Flory veía cómo se embarcaba a la otra orilla del río el grupo de birmanos que habían estado esperando. Metían en el sampan, llevándolo a hombros, un bulto alargado de forma extraña. Macgregor sacó una carta de su cartera de mano. ––Lo mejor es que explique cómo surgió este asunto. El comisario me comunica que el Gobierno ha enviado una circular a todos los puestos coloniales sugiriendo que en todos aquellos Clubs donde no hay socios nativos, debe ser elegido por lo menos uno; es decir, que se le debe admitir automáticamente. La circular decía... Ah, sí, aquí la tengo: “Es una táctica equivocada ofender socialmente a los funcionarios nativos de alta categoría”. Debo decir que mi posición personal es decididamente contraria en esto. Y sin duda todos estamos en contra. Nosotros, los que hemos de hacer el trabajo efectivo de colonización, vemos las cosas de un modo muy distinto que los burócratas que deciden en Londres sobre estos asuntos. Y también el comisario está de acuerdo conmigo. Sin embargo... ––¡Todo esto es una insensatez! –– gritó Ellis ––. ¿ Qué tiene que ver el comisario ni nadie de por ahí fuera en nuestras cosas? Me parece que en nuestro Club podemos hacer lo que nos parezca. No tienen ningún derecho a dirigir nuestra conducta fuera del servicio. ––Estoy de acuerdo con Ellis––dijo Westfield. ––Se anticipan ustedes a lo que voy a exponer. Le dije al comisario que yo debería plantear este asunto a los demás socios. Entonces me propuso lo siguiente: si la idea encuentra algún apoyo en el Club, cree que lo mejor sería admitir al socio indígena. Por otra parte, si el Club se manifiesta unánimemente contra el proyecto, no hay más que abandonarlo. Pero ha de ser una opinión unánime. ––Pues claro que es unánime––dijo Ellis. ––¿Quiere usted decir––preguntó Westfield ––que sólo depende de nosotros tener aquí a uno de ésos? ––Exactamente. ––Entonces, no hay ninguna dificultad. Le diremos al comisario que nos oponemos al proyecto como un solo hombre. ––Y hay que decirlo con toda firmeza, a ver si contribuimos a que esta descabellada idea no vuelva a surgir en ninguna parte. ––¡Fuera los negros! ¡ Eso es! –– gruñó Lackersteen ––. Ante todo tengamos esprit de corps. En casos como éste, Lackersteen no fallaba nunca. Pero en el fondo le importaban muy poco los prejuicios raciales y era igualmente feliz bebiendo con un oriental que con un blanco, pero siempre apoyaba las propuestas de castigo para los indígenas: azotarlos con bambúes o echarles aceite hirviendo. Siempre se jactaba de ser leal a su país y que un hombre podía emborracharse de vez en cuando y ser a la vez un buen patriota. En eso únicamente consistía su respetabilidad. A Macgregor le alivió mucho el general acuerdo, aunque se esforzara por no manifestarlo. Si se elegía un socio oriental, tendría que ser el doctor Veraswami, y desde que Nga Schwe O se había escapado de la carcel tan sospechosamente, no se fiaba del doctor. ––Entonces, ¿quedamos en que todos están conformes? dijo––. En este caso, informaré al comisario. Si alguien se pronunciase a favor de la elección, tendremos que proceder a una votación. Flory se puso en pie. Tenía que cumplir su palabra. El corazón parecía habérsele subido a la garganta y estar a punto de asfixiarle. De lo que había dicho Macgregor resultaba evidente que estaba en su poder asegurar la elección del doctor. Pero, qué fastidio, ¡qué infernal escándalo iba a armarse! ¡Cómo deseaba en aquel momento no haberle prometido nunca la elección a Veraswami! Pero ya no había remedio. Había dado su palabra y no podía faltar a ella. Hacía algunos años, habría sido capaz de quebrantar su promesa con toda facilidad en bon pukka sahib, pero ya no. Ahora veía las cosas de otra manera. Se volvió un poco para que los demás no le viesen la mancha. Antes de hablar, sabía que la voz le saldría vacilante y culpable. ––Veo que nuestro amigo Flory tiene algo que proponer. ––Sí. Propongo al doctor Veraswami como socio de este Club. Se produjo tal revuelo y los otros tres lanzaron tal cantidad de improperios, que Macgregor tuvo que dar unos golpes en la mesa con los nudillos y recordar a los socios que había señoras en la habitación de al lado. Pero Ellis no le hizo ningún caso. Se había vuelto a poner de pie y había palidecido. Flory y él estaban frente a frente como si fueran a pegarse. ––Ahora mismo vas a retirar esas palabras, repugnante traidor. ––Mantengo lo que he dicho. ––¡Cerdo! ¡Encanto de los negros! ¡Eres un asqueroso reptil!... ¡ Hijo de... 1 ––¡Orden! ––gritó Macgregor. ––¡Es como para subirse por las paredes! ––chilló Ellis fuera de sí––. Oír a uno de nosotros traicionarnos con esa calma por un asqueroso negro... ¡Después de todo lo que ha pasado! ¡Y pensar que sólo depende de que estemos unidos para que ese olor a ajo no entre nunca en este Club! ¡Es como si me dieran una patada en el estómago oír a un... ¡ ––Bueno, Flory, no seas tonto y retira esa propuesta––dijo Westfield, conciliador. ––No me importa lo que digáis. El que tiene que decidir es Macgregor. ––Entonces, ¿sostienes tu decisión?––le preguntó Macgregor, sombrío. ––Sí. Macgregor suspiró ––¡Qué lástima! En fin, veo que no tengo más remedio. ––¡No, no, no! ––gritó Ellis, que de tan rabioso como estaba daba brincos de un lado a otro––. No cedas. No se lo des así de rositas. Hay que votar. Y si este hijo de... no mete en la urna una bola negra como todos nosotros, le expulsaremos del Club... ¡ Mayordomo! ––¿Sahib? –– respondió el mayordomo presentándose. ––Trae la urna de las votaciones y las bolas. Y vete en seguida––añadió brutalmente antes de que el pobre hombre hubiese tenido tiempo de retirarse. La atmósfera $e había hecho irrespirable. Por una u otra razón el punkah había dejado de funcionar. Macgregor se levantó con aire desaprobador, pero estrictamente judicial, y, cogiendo las dos cajas de bolas blancas y negras, dijo: ––Hemos de proceder con orden. Flory propone al doctor Veraswami, el cirujano civil, como miembro de este Club. Creo que es una gran equivocación; y antes de poner el asunto a votación... ––¿Para qué tantas historias?––dijo Ellis––. Aquí está mi bola y otra por Maxwell. ––Metió dos bolas negras ostensiblemente en la urna. Luego tuvo otro de sus repentinos ataques de rabia y, apoderándose de la caja de bolas blancas, la arrojó contra el suelo. Las bolas salieron rodando en todas las direcciones. ––Y ahora, si te atreves, coge una––le dijo a Flory. ––No seas insensato. ¿Crees acaso que esto mejora las rosas?–– le reconvino Macgregor. ––¡Sahib! Todos se sobresaltaron y miraron al chokra que los estaba contemplando desde la barandilla de la veranda a través de la ventana. Se había encaramado a ella y se sostenía con un brazo huesudo mientras con el otro señalaba hacia el río. ––¡Sahib! ¡Sahib! ––¿Qué sucede?––dijo Westfield. Todos se agolparon en la ventana. El sanipan que Flory había visto antes a la otra orilla del río lo había cruzado y había atracado al pie de la pendiente cubierta de césped que bajaba desde el Club. Uno de sus tripulantes lo amarraba a un árbol. Un birmano con un uniforme verde saltaba a tierra en aquel momento. ––¡Es uno de los tiradores de Maxwell! ––dijo Ellis, con una voz muy cambiada ––. ¡Dios mío! ¡Ha ocurrido algo! El tirador vió a Macgregor, saludó con prisa y volvió al sampan. Otros cuatro individuos indígenas, campesinos, bajaron con dificultad el extraño bulto que Flory había visto desde lejos. Iba envuelto en paños y parecía una momia. A los cinco europeos se les revolvió el estómago. El tirador miró hacia la veranda, vió que no había manera de subir y condujo a los campesinos por el sendero que daba la vuelta hasta la entrada del Club. Llevaban el bulto en hombros, como se lleva un ataúd. El mayordomo había vuelto a entrar en el salón y tenía la cara pálida, con su especial palidez, es decir, gris. ––¡Mayordomo!–– dijo Macgregor secamente. ––Señor. ––Ve en seguida a cerrar la puerta de la sala de juego. No dejes que la abran. Es necesario que las mansahibs no vean esto. ––Muy bien, señor. Los birmanos entraron con su pesada carga. El que venía delante vaciló y estuvo a punto de caerse. Había pisado una de las bolas blancas esparcidas por el suelo. Los birmanos se arrodillaron, dejaron su carga en el suelo y quedaron de pie con un aire solemne y con las manos juntas en la actitud de shiko de las grandes solemnidades religiosas. Westfield se había arrodillado para quitar los paños. ––Jesús! ¡Miradlo! ––exclamó con la voz atragantada, pero sin demostrar demasiada sorpresa–– ¡El pobre!... Lackersteen se había retirado hasta el fondo de la habitación, muy impresionado. Desde que vieron descargar el bulto en la orilla, supieron todos ellos lo que contenía. Era el cuerpo de Maxwell, descuartizado a machetazos por los parientes del hombre al que él había matado. XXII LA muerte de Maxwell había causado un tremendo choque en Kyauktada y lo causaría en seguida en toda Birmania. De aquel caso––”¿no recuerda usted el caso de Kyauktada?”se hablaría muchos años después de que se hubiese olvidado el nombre del desgraciado joven. Pero de un modo personal nadie lo sintió mucho. Maxwell había sido un ser gris, de esos que se olvidan en seguida, un buen muchacho como cualquier otro de los diez mil buenos muchachos que hay en Birmania, y sin amigos íntimos ni parientes. Ninguno de los europeos de Kyauktada se apenó por su muerte. Lo cual no quiere decir que no les hubiese indignado profundamente. Al principio, aquel asesinato los tenía enloquecidos, pues había ocurrido lo imperdonable: habían matado a un blanco. Cada vez que esto sucede, un estremecimiento sacude a todos los ingleses de Oriente. En Birmania mueren asesinados unos ochocientos seres humanos cada ario. Esto no importa. Pero el asesinato de un blanco es una monstruosidad, un sacrilegio. El pobre Maxwell sería vengado, esto era seguro. Por su parte, los indígenas no sintieron en absoluto la muerte de aquel europeo, excepto un par de criados y el tirador que había traído el cadáver. Pero a nadie le pareció deseable que hubiera sucedido aquello. El único que se alegró fué U Po Kyin. ––Esto ha sido un increíble regalo de los dioses ––le dijo a Ma Kin––. Por mucho que me hubiera esforzado no habría podido arreglar mejor las cosas. Lo único que me faltaba para que acabasen de tomar en serio mi rebelión era un poquito de sangre blanca derramada. Y ya la tengo. Te aseguro, Ma Kin, que cada día estoy más convencido de que algún alto poder trabaja en beneficio mío. ––Ko Po Kyin, te digo que no tienes vergüenza. No sé cómo te atreves a decir semejantes cosas. ¿No tiemblas con ese asesinato sobre tu conciencia? ––¿Cómo, yo? ¿Un asesinato sobre mi conciencia? ¿De qué estás hablando? En mi vida he matado ni siquiera un pollo. ––Pero te estás beneficiando con la muerte de ese pobre muchacho. ––Claro que voy a aprovecharme. ¿Por qué no? ¿Qué culpa tengo yo de que alguien haya cometido un asesinato? El pescador hace que muchos peces mueran y por eso se condena. Pero nosotros, los que nos comemos el pescado, ¿por qué vamos a ser condenados? Debías estudiar las Escrituras con más cuidado, mi querida Kin-Kin. El entierro se verificó a la mañana siguiente antes del desayuno. Estuvieron presentes todos los europeos menos Verrall, que se ejercitaba en el polo como de costumbre, en el maidan, casi frente al cementerio. Macgregor leyó el servicio funeral. El pequeño grupo de ingleses rodeaba la tumba con los topi en la mano sudando copiosamente con sus trajes negros que habían sacado del fondo de sus baúles. La dura luz de la mañana hacía parecer sus caras aun más amarillentas, en contraste con los feos y deslucidos trajes. Todos parecían envejecidos y de cara arrugada, excepto Elizabeth. El doctor Veraswami y otros orientales, hasta media docena, asistían a la ceremonia, pero se mantenían a cierta distancia. Había dieciséis lápidas en el pequeño cementerio; empleados de empresas madereras, funcionarios, soldados caídos er_ olvidadas escaramuzas. “A la memoria de John Spagnall, de la policía imperial hindú, que murió del cólera en el cumplimiento de su deber.” Etc., etc. Flory recordaba a Spagnall confusamente. Murió repentinamente en el campamento después de su segundo ataque de delirium tremens. En un rincón había varias tumbas de eurasiáticos con cruces de madera. El jazmín, con diminutas flores naranja, lo había cubierto todo con sus enredaderas. Entre el jazmín aparecían grandes agujeros por donde las ratas llegaban a las tumbas. Macgregor concluyó el servicio funeral con voz reverente y precedió a los demás en la retirada del cementerio, manteniendo su topi gris –– equivalente oriental del sombrero de copa –– contra su estómago. Flory se detuvo junto a la verja esperando que Elizabeth le hablaría, pero pasó junto a él sin mirarle. Aquella mañana nadie le había hablado. Había caído en desgracia. El asesinato convirtió su deslealtad del día anterior en un horrible pecado. Ellis había cogido a Westfield por un brazo y ambos se detuvieron cerca de la tumba sacando sus pitilleras. A Flory le llegaban sus palabras ––Dios mío, Westfield, cada vez que pienso en el pobrecillo Maxwell... Anoche no pude dormir; estaba furiosísimo. Cada vez que lo pienso me hierve la sangre. ––Una salvajada, desde luego. Pero no te preocupes. Ya lo pagarán dos de ellos. Lo único que podemos hacer es “dos de ellos contra uno nuestro”. ––¿Dos? ¡Tenían que ser cincuenta! Hay que remover cielo y tierra para que se haga un escarmiento ejemplar. ¿No tienes aún sus nombres? ––Todo el distrito sabe quién lo hizo Siempre nos enteramos. El único trabajo es hacer hablar a los asquerosos aldeanos. ––Bueno, por amor de Dios, haz lo que sea para que hablen esta vez. Tortúralos, haz lo que sea preciso. Si quieres presentar testigos falsos, yo te proporcionaré doscientos. Westfield suspiró ––No, no podemos hacer ya esas cosas. Ojalá pudiéramos. Mi gente sabe aplicarles el martirio de las hormigas rojas o apretar bien los tornillos, pero en nuestros días ha variado todo. Tenemos que respetar las leyes idiotas que nosotros mismos hemos dado. Pero no te preocupes, ya colgaremos a esos dos. Tendremos todas las pruebas necesarias. ––Muy bien; y cuando los detengas, si no estás seguro de las pruebas, mátalos en la misma cárcel. Es muy fácil: se finge que se han querido escapar y ya está. Cualquier cosa antes que dejar libres a esos hijos de perra. ––No temas, hombre, no saldrán libres. Les cogeremos. Es decir, cogeremos a alguien. Es preferible colgar a un inocente que no colgar a nadie. ––Eso es. No volveré a dormir tranquilo si no les he visto balancearse en el aire––dijo Ellis cuando se alejabas: ya de la tumba––. Por Dios, quitémonos de encima este sol. Me voy a morir de sed. A todos les ocurría igual. Tenían unas ganas horribles de beber algo, pero les parecía impropio meterse en el Club a beber inmediatamente después del entierro. Los europeos se alejaron en dirección a sus casas, mientras que cuatro enterradores aplastaban la tierra sobre la tumba para formar luego un pequeño montículo donde colocar la cruz. Después de desayunar, Ellis se dirigió hacia su despacho con el bastón en la mano. Hacía un calor mortal. Ellis se había bañado y cambiado de ropa. Llevaba ahora camisa de sport y shorts, pero la hora que había pasado con el traje grueso le había dejado deshecho. Westfield había partido ya en su lancha motora, con un inspector y media docena de soldados, para detener a los asesinos. Le había ordenado a Verrall que le acompañase, no porque lo necesitase, sino porque, según decía Westfield, al presumido jovencito no le vendría mal rabajar un poco. Ellis se encogía de hombros, nervioso con el calor. Sintió una rabia incontenible. Toda la noche se la había pasado pensando en lo ocurrido. Habían matado a un blanco; los asquerosos perros birmanos habían matado a un blanco. Aquellos cerdos tenían que pagarlo. “¿Para qué habremos hecho esas afeminadas leyes de guante blanco?” ¡Si esto hubiera sucedido en una colonia alemana de antes de la guerra! Ellos sí que sabían tratar a los indígenas. Represalias; he ahí el único camino. Incendiarles las cosechas, arrasar sus aldeas, matarles el ganado. Meterlos en la boca de los cañones, y disparar luego. Ellis guiñaba los ojos ante las cascadas de luz que caían por entre los espacios sin hojas. Sus ojos verdosos rezumaban ira. Entonces, un birmano ya mayor apareció por el camino en dirección contraria a la suya. El hombre llevaba sobre un hombro un enorme bambú que se le balanceaba con la marcha. Al cruzarse con Ellis, se disculpó con un murmullo y se pasó 'el bambú de un hombro al otro por temor a rozarle. Los dedos de Ellis se engañaron en su bastón. Si aquel cerdo se atreviera a tocarlo, si le diera por lo menos el menor pretexto para acabar con él... Si estos despreciables cobardes dieran la cara alguna vez... Pero, no; siempre estaban dentro de la ley y no le daban a uno pie para tratarlos como se merecían. ¡Ojalá hubiese alguna vez una rebelión digna de este nombre para que se proclamara la ley marcial y se les persiguiera sin cuartel! Por su mente pasaron deliciosas imágenes sanguinarias. Masas, de indígenas huyendo y gritando empavorecidos y los soldados británicos aplastándolos corno moscas, disparando sobre ellos a placer, galopando sobre sus cuerpos hasta sacarles las entrañas y marcando a latigazos sus odiosas caras. Aparecieron luego por el camino cinco chicos birmanos que iban a la escuela. Ellis vió con odio aquellos rostros epicenos de una insultante juventud, haciéndole muecas con deliberada insolencia. Probablemente sabían ya lo del asesinato y ––por ser nacionalistas, como todos los escolares––lo consideraban como una victoria de su país. Al cruzarse con Ellis, le miraron con malicia. Con toda seguridad querían provocarlo, y sabían que la ley estaba de parte de ellos. Ellis estaba a punto de estallar. Le volvía loco ver aquellas caras burlonas haciéndole muecas. ––¿De qué os sonreís, imbéciles?––les gritó. Los chicos habían pasado ya. Al oír su voz, se detuvieron. ––Os estoy hablando, mequetrefes. ¿De qué os burláis? Uno de los niños le contestó y quizás su deficiente conocimiento del idioma inglés dió un sentido aun más descarado a sus palabras: ––Eso a usted no le importa. Durante unos segundos, Ellis no sabía lo que estaba haciendo. Con toda su fuerza, dió un bastonazo en la cara al niño que había hablado. Le cruzó los ojos. El chiquillo lanzó un alarido impresionante. Los demás niños se lanzaron inmediatamente contra Ellis. Pero éste era demasiado fuerte para los chicos. Logró desprenderse de ellos con relativa facilidad y, manipulando diestramente el bastón, los mantuvo a los cuatro a distancia. ––¡Al que se acerque le pasará igual que a ése! –– chillaba Ellis, descompuesto. El que había sido herido en los ojos estaba de rodillas y se tapaba los ojos con las manos, sollozando. Gritaba en birmano: ––¡Estoy ciego! ¡Me ha dejado ciego! De pronto, los otros cuatro corrieron como flechas hacia un montón de piedras que había al borde del camino para la reparación de éste. Eran trozos de laterita. Uno de los empleados de Ellis estaba asomado a la veranda y brincaba de excitación. Le gritaba a su jefe ––¡ Corra, corra, señor! ¡Le matarán a usted si se queda ahí!... Ellis no habría corrido por nada del mundo en aquellos momentos, pero siguió andando hacia su oficina. Una de las piedras fué a dar contra un pilar del bungalow. El empleado se apresuró a meterse dentro, Ellis; en cambio, que había subido ya a la veranda, se volvió hacia los chicos, que se habían situado debajo. Cada uno de ellos iba provisto de una buena carga de laterita. ––¡Malditos, asquerosos birmanos!... ––vociferaba––. ¡Subid aquí, si os atrevéis! ¡Cuatro contra uno y os da miedo! ¡Cobardes! ¡Sois unas ratas inmundas! Luego empezó a lanzarles su escogido repertorio de insultos birmanos. Les llamó, por ejemplo, «incestuosos hijos de cerdos”. Los chicos seguían arrojándole pedazos de laterita, pero no tenían suficiente fuerza y les faltaba puntería. Cada vez que fallaban una pedrada, Ellis se regocijaba. Al poco tiempo sonaron unos gritos por el camino. El ruido de la pelea había llegado al puesto de policía y varios guardias acudían para ver de qué se trataba. Los niños se asustaron y emprendieron la huída, dejando a Ellis victorioso en tan descomunal batalla. Ellis se había divertido bastante mientras duró la lucha, pero en cuanto terminó se sintió mucho más furioso que antes. Escribió una carta a Macgregor diciéndole que había sido atacado brutalmente y que reclamaba el castigo de los culpables. Dos empleados de su oficina y un chaprassi (mensajero uniformado) se presentaron a Macgregor para testificar el caso. Mintieron de perfecto acuerdo. “Los muchachos habían atacado al señor Ellis y éste se defendió heroicamente...” Es justo reconocer que para Ellis, muy probablemente, era ésta la versión auténtica de los hechos. Macgregor, fastidiado, mandó a unos policías para que interrogasen a los niños. Pero los chicos se esperaban ya algo semejante y se escondieron bien. Los policías se pasaron el día entero buscándolos, sin encontrarlos. Por la tarde, el niño herido en los ojos fué atendido por un médico birmano, el cual le aplicó una venenosa pomada en el ojo izquierdo, el único que podía haberse salvado. El resultado fué que el desgraciado quedó ciego al poco tiempo. Los europeos se reunieron en el Club aquella tarde, como de costumbre, excepto Westfield y Verrall, que aun no habían regresado. Estaban todos de pésimo humor. Después del asesinato de Maxwell, el ataque a Ellis (pues así se había aceptado la versión de éste) los indignó y asustó terriblemente. La señora Lackersteen temblaba de los pies a la cabeza. Macgregor, para tranquilizarla, le dijo que en los casos de levantamientos indígenas las inglesas de la colonia ––eran encerradas en la cárcel hasta que todo hubiera pasado. Pero esto no pareció calmarla. Ellis estuvo insultante con Flory, y Elizabeth no le miró siquiera. Flory había vuelto al Club con su tozuda esperanza de arreglar las cosas con la joven, y la actitud de ella le dejó más triste aún de lo que estaba. Se encerró casi todo el tiempo en la biblioteca. A las ocho, cuando ya todos habían bebido bastante, propuso Ellis quedarse en el Club jugando al bridge. Podían llevarles allí la cena. En casa, decía, iban a estar de muy mal humor. La señora Lackersteen, a la que horrorizaba la idea de volver a casa, se aferró a aquella proposición, como a una tabla de salvación. Después de todo, los europeos cenaban en el Club cuando les hacía buen plan quedarse hasta altas horas de la noche. De modo que el honor nacional no sufriría con ello. Dos de los chokras fueron enviados en busca de la cena, y, en cuanto supieron lo que se esperaba de ellos, rompieron a llorar. Tenían la seguridad de encontrarse con el fantasma de Maxwell si salían a aquella hora. Por eso hubo que mandar a un mali. Cuando el hombre salió, Flory notó que era otra vez el día de luna llena, o sea, que habían pasado exactamente cuatro semanas desde aquella noche, increíblemente lejana, en que había besado a Elizabeth debajo del arbol frangipani. Acababan de sentarse en la mesa de bridge cuando se ovó un pesado golpe sordo sobre el techo. Todos se sobresaltaron y miraron hacia arriba. ––Ha caído un coco––dijo Macgregor. ––Aquí no hay cocoteros––dijo Ellis. En los momentos siguientes sucedieron muchas cosas. Se oyó otro golpe mucho más fuerte y una de las lámparas de petróleo se soltó del gancho que la sostenía y se estrelló contra el suelo después de rozar a Lackersteen, que se apartó con un alarido. Su mujer empezó a chillar, y el mayordomo, destocado y con las facciones desencajadas, se precipitó en el cuarto. Su cara tenía el color del mal café. ––Señor, señor, han venido hombres malos. ¡Nos matarán a todos, señor! ––¿Cómo? ¿Hombres malos? ¿Qué quieres decir?––le preguntó Macgregor, al cual se dirigía. ––Señor, ¡todos los aldeanos están fuera! ¡Grandes palos y machetes en sus manos, todos bailando l ¡Van a cortar cuellos de los amos, señor! La señora Lackersteen se echó hacia atrás en su sillón. Gritaba de tal modo que no había manera de oír al mayordomo. ––¡Cállese de una vez, señora! ––le dijo Ellis rudamente. Escuchad todos, escuchad eso. De fuera llegaba un rumor profundo y peligroso como si un inconmensurable gigante, irritado, empezara a gruñir antes de lanzarse contra su víctima. Macgregor, que se había puesto de pie, quedó rígido al oírlo y se aseguró combativamente los lentes sobre la nariz. ––Aquí pasa algo. Mayordomo, recoja esa lámpara. Señorita Lackersteen, cuide a su tía. Los demás vengan conmigo. Se dirigieron todos hacia la puerta principal, que alguien, probablemente el mayordomo, había cerrado. Una rociada de pequeñas piedrecitas caía como el granizo contra la fachada. Lackersteen, al oír aquello, se escondió detrás de los otros y exclamó ––Esa puerta; es preciso que alguien atranque la puerta. ––No, no; de ningún modo––dijo Macgregor ––. Tenemos que salir. Lo peor de todo es no enfrentarse con ellos. En Oriente es fatal no dar la cara. Abrió la puerta y se presentó audazmente en lo alto de la escalinata. Había unos veinte birmanos en el sendero con dahs y palos en las manos. Por fuera de la verja que cercaba el Club, extendiéndose en todas direcciones y llegando hasta el maidan, había una enorme multitud. Por lo menos eran dos mil personas, un espectáculo impresionante a la luz de la luna. Aquí y allá se veía relucir algún machete por encima de las cabezas. Ellis se había colocado junto a Macgregor con las manos en los bolsillos. Lackersteen había desaparecido. Macgregor levantó una mano pidiendo silencio. ––¿ Qué significa esto? –– gritó con voz solemne. Hubo gritos, y cayeron por allí cerca algunos pedazos de laterita. Uno de los hombres que estaba en el sendero se volvió hacia la multitud diciéndoles que todavía no era hora de tirar piedras. Luego se adelantó para hablar con los europeos. Era un tipo de aspecto bonachón, como de unos treinta años, con grandes bigotes caídos y con un longyi que le llegaba hasta la rodilla. . ––¿Qué significa esto?––repitió Macgregor. El hombre habló sonriente y sin demasiada insolencia ––No tenemos nada contra ti, min gyi. Hemos venido por el comerciante en maderas, Ellis (lo pronunció Elit). El muchacho al que pegó esta mañana está ciego. Tienes que mandarnos a ese Ellis para que podamos castigarlo. El resto de ustedes no sufrirá ningún daño. ––Recuerda la cara de este tipo––le dijo Ellis por encima del hombro a Flory ––. Tenemos que encerrarlo siete artos por haberse atrevido a esto. Macgregor se había puesto muy colorado. Sentía una rabia tan grande que casi no podía hablar. Por fin, lo hizo en inglés ––¿Con quién crees que estás hablando? En veinte años de vida colonial no he oído semejante insolencia. Marchaos todos al instante o llamo a la policía militar. ––Es mejor que te des prisa, min gyi. Sabemos de sobra que en los tribunales ingleses no podemos esperar justicia. Por eso tenemos que castigar a Ellis nosotros mismos. Entrégalo. Si no, todos tendréis que lamentarlo. Macgregor hizo un furioso movimiento con el puño como si quisiera hundir con él un clavo. ––¡Fuera, hijo de perra! –– exclamó con su primera palabrota desde hacía muchos años. Se produjo entre la multitud un espantoso rugir y lanzaron tal cantidad de piedras que todos quedaron tocados, incluso los birmanos que estaban en la senda. Una piedra le dió de lleno a Macgregor en la cara y estuvo a punto de tumbarlo. Los europeos se apresuraron a encerrarse y atrancaron las puertas. A Macgregor se le habían partido las gafas y le sangraba la nariz abundantemente. Entraron en el salón donde estaba la señora Lackersteen sentada en una chaise––longue retorciéndose como una serpiente histérica. El señor Lackersteen, indeciso en medio de la habitación, tenía una botella vacía en la mano. El mayordomo rezaba arrodillado en un rincón. Los chokras lloraban y sólo conservaba la calma Elizabeth, aunque estaba palidísima. ––¿Qué ha ocurrido? ––Estamos en un buen lío––dijo Ellis furioso, tocándose el cuello, donde le había dado de canto una piedra––. Los birmanos nos rodean y nos apedrean; pero conserve la calma, no se atreverán a asaltar el Club. ––Hay que llamar en seguida a la policía––dijo Macgregor confusamente, pues estaba taponándose la nariz. ––Es imposible –– contestó Ellis ––. Mientras tú les hablabas, yo estuve observando la situación. Nos han cortado por completo. Nadie podría llegar desde aquí a los cuarteles. El recinto de Veraswami está lleno de gente. ––Entonces, tenemos que esperar. Supongo que acudirán por propia iniciativa. Cálmese, querida señora Lackersteen, cálmese por favor. El peligro es muy pequeño. Verdaderamente, no parecía tan pequeño. Daba la impresión, a juzgar por el ruido, de que los birmanos entraban en el recinto del Club por centenares. El estruendo era tan fenomenal que ya no podían oírse los que estaban dentro si no gritaban. Cerraron y atrancaron todas las ventanas. Pero al poco tiempo las pedradas rompían las ventanas, no quedando más que los refuerzos interiores. Ellis abrió un postigo y lanzó una botella vacía contra la multitud, pero en ese mismo instante entraron más de doce piedras y hubo que cerrar inmediatamente. Por lo visto, los birmanos no se proponían sino tirar piedras, dar alaridos y golpear los muros, pero bastaba el espantoso volumen del estruendo para desesperar a cualquiera. Al principio, los europeos quedaron medio atontados. A ninguno de ellos se le ocurrió culpar a Ellis de lo que sucedía, cuando en realidad era el único responsable. El peligro común parecía unirlos más. Macgregor, que apenas veía sin las gafas, estaba como idiotizado en medio de la habitación y la señora Lackersteen le acariciaba una mano, mientras que un chokra, lloroso, se abrazaba a su pierna izquierda. Ellis, como una fiera enjaulada, se lanzaba de una a otra pared maldiciendo a la policía y dirigiendo sus puños cerrados hacia donde estaban los cuarteles. ––¿Dónde está la policía, ese hatajo de cobardes? ¿Por qué no vienen? ¡Dios mío, la ocasión que nos estamos perdiendo! ¡En muchos años no volverá a presentarse una ocasión como ésta para aplastarlos del todo! ¡ Ah, si tuviéramos aquí diez rifles ! ––La policía llegará en seguida –– gritó Macgregor ––. Es natural que tarden unos minutos en` penetrar por entre esa multitud. ––Pero ¿por qué no usan los rifles los policías, esos miserables hijos de perra? Una piedra de gran tamaño rompió la contraventana de cinc. Por el agujero que se abrió entró otra piedra que dió contra un cuadro, rebotó y cortó a Elizabeth en un codo, yendo a posarse sobre la mesa. Fuera se oyó un rugido de triunfo seguido por una serie de tremendos golpes sobre el tejado. Unos niños se habían subido a los árboles y se divertían (le lo lindo deslizándose por las pendientes del tejado. La señora Lackersteen coronó todos sus gritos anteriores con un alarido tan fuerte que casi dominó a la formidable algarabía de fuera. ––¡A ver si alguien hace callar a esta maldita mula! ––gritó Ellis––. Cualquiera diría que están matando a un cerdo... ¡Hay que hacer algo l Flory, Macgregor, venid aquí. Hay que salir de esto como sea. Elizabeth había perdido la serenidad y empezaba a llorar. El golpe de la piedra le había hecho mucho daño. Con gran asombro de Flory, se la encontró apretada contra él, agarrada a un brazo suyo. Incluso en aquellas circunstancias sintió una profunda emoción. Había estado presenciándolo todo casi indiferente. Desde luego le atontaba el estruendo, pero no sentía miedo. Siempre le había costado trabajo creer que los orientales pudieran ser verdaderamente peligrosos. Pero cuando sintió a Elizabeth agarrada a su brazo, comprendió de repente la seriedad de la situación. ––¡Por favor, señor Flory, piense algo para salir de esto! ¡Usted puede hacerlo! ¡Sí, usted es capaz de librarnos del peligro! ¡Lo que sea, antes que permitir que esos salvajes entren aquí! ––Si alguno de nosotros pudiera llegar al cuartel de policía... –– gimió Macgregor ––. Hace falta que un oficial británico los mande. En el peor de los casos, iría yo mismo. ––No sea insensato; le cortarían a usted el cuello––gritó Ellis––. Iré yo, pero será horrible morir a manos de esos cerdos. ¡Y pensar que no dejaríamos uno vivo si tuviéramos aquí a la policía! ¿Para qué sirve ese Verrall? ––¿ No podría ninguno de nosotros pasar por la orilla? –– gritó Flory, desesperado. ––Es imposible. Hay centenares de ellos por 'todas partes. Estamos aislados. Birmanos por los tres lados y el río por otro. ¡El río! A Flory se le había ocurrido una de esas ideas que se escapan a fuerza de ser evidentes. ––¡Claro, el río! Podemos llegar hasta los cuarteles de la policía con toda facilidad. ––¿Cómo? ––Muy sencillo. Río abajo... por el agua. ¡Nadando! ––¡Estupendo!––exclamó Ellis, dándole una palmada a Flory en la espalda. Elizabeth le apretó más el brazo, entusiasmada, y saltó de alegría ––. Iré yo, si queréis –– gritó Ellis. Pero Flory denegó con la cabeza. Había empezado ya a quitarse los zapatos. No había tiempo que perder. Hasta entonces, los birmanos habían alborotado idiotamente, pero no se sabía qué podía suceder si lograban entrar en el Club. El mayordomo, que había vencido su primer terror, se dispuso a abrir la ventana que daba a la pradera por donde se bajaba al río. La entreabrió y vió que sólo había unos veinte birmanos por aquella parte. Seguros de que el río cortaba toda retirada, habían abandonado aquel lado. ––Corre por la pradera lo más rápido que puedas––le gritó Ellis a Flory al oído ––. Se irán todos hacia allá en cuanto te vean. ––Ordena a la policía que abran fuego en seguida––le chilló Macgregor desde el otro lado del salón––. Vas en representación mía. ––Y que tiren a matar. Nada de tiros al aire. A la barriga –– aclaró Ellis. Flory saltó de la veranda, lastimándose los pies en la dura tierra, y en varias zancadas se plantó en la orilla del río. Como Ellis había previsto, se produjo un movimiento entre los birmanos en cuanto lo vieron saltar. Le tiraron unas cuantas piedras, pero ninguno lo persiguió. Sin duda pensaron que sólo quería escapar, y a la clara luz de la luna vieron perfectamente que no era Ellis. Unos instantes después, nadaba ya Flory por el río. No era fácil, ni mucho menos, nadar en aquellas aguas revueltas y llenas de plantas acuáticas. Se le metió en la boca un jacinto acuático, y cuando por fin pudo sacárselo vio que la rápida corriente le había arrastrado ya treinta metros. Grupos de birmanos corrían arriba y abajo por la orilla, ciando alaridos y sin objetivo fijo. Con los ojos a nivel del agua no podía ver Flory a la multitud que sitiaba el Club; pero podía oír el endemoniado griterío que le sonaba aun más fuerte que desde la orilla. Cuando llegó frente a los cuarteles de la policía militar, vió que la orilla estaba libre de birmanos por aquella parte. Logró escaparse de la corriente y salir del agua, aunque tuvo que dejarse el calcetín izquierdo en el fango. En la orilla, a cierta distancia, había dos viejos sentados junto a una valla. Ambos estaban muy tranquilos afilando unos palos de un seto como si no hubiese motín alguno. Flory escaló la valla y corrió cruzando el campo de los desfiles a la luz de la luna. Llevaba los pantalones pegados a las piernas y todo él chorreaba agua. Los cuarteles estaban vacíos por completo. En los establos, los caballos de Verrall piafaban asustados. Flory salió a la carretera y vió lo que había sucedido. Todos los policías––tanto militares como civiles––, o sea, unos ciento cincuenta hombres en total, habían atacado a la multitud por detrás, armados sólo con palos. El gentío se los había tragado. Había tal multitud que los policías luchaban desesperadamente por abrirse paso entre las hordas de birmanos y ni siquiera podían mover los brazos para usar los palos. Era un terrorífico griterío a base de palabrotas en tres o cuatro idiomas, bajo una nube de polvo y un apestoso olor a sudor que asfixiaba, pero no parecía haber heridos graves. Es probable que los birmanos no hubieran usado sus machetes por temor a provocar el fuego de fusilería. Flory empezó a abrirse paso entre la multitud y fué tragado por ella inmediatamente, como los policías. Un mar de cuerpos se cerró tras él y lo zarandeó de un lado a otro, golpeándole las costillas y casi asfixiándolo con su calor animal. La situación era tan absurda e irreal que a Flory le parecía estar soñando. El motín había sido ridículo desde el principio y lo más ridículo de todo era que los birmanos, que lo tenían allí a su disposición y podían haberlo matado, no sabían qué hacer con él. Algunos le insultaban gritándole encima de la cara, otros le saltaban encima de los pies para fastidiarlo, y, por otra parte, había también algunos que le ayudaban a abrirse paso por tratarse de un blanco. La diversidad de actitudes era tal que Flory no sabía ya si luchaba por salvar la vida o si se estaba abriendo paso entre una multitud cualquiera. Apretado por todas partes, estuvo mucho tiempo sin poder mover los brazos. Luego se encontró frente a un birmano mucho más fuerte que él y tuvo que luchar a brazo partido para que le dejara pasar. Después, una docena de aquellos tipos le empujaron como una ola y le metieron mucho más adentro de la multitud. De pronto sintió un dolor terrible en el dedo gordo del pie derecho; alguien con botas le había pisado. Era el subahdar (primer oficial indígena) de la policía militar, muy grueso, con unos imponentes bigotes, y al que le habían quitado el pagri en los apretones. Estaba agarrando por el cuello a un birmano y trataba de golpearle en la cara con la mano libre, mientras el sudor le caía a chorros por su calva cabezota. Flory rodeó al subahdar con sus brazos por detrás y consiguió apartarle de su adversario. Le gritó al oído en birmano ––¿Por qué no ha disparado usted? Tardó algún tiempo en oír la respuesta del hombre. El estruendo que los rodeaba no se lo permitía. ––Hukm ne aya. (No tengo órdenes). ––¡Idiota! En ese momento otra avalancha se precipitó sobre ellos y no pudieron moverse durante un rato. Flory comprendió que el subahdar tenía un silbato en el bolsillo y que se esforzaba por sacarlo. Por fin lo consiguió y lanzó una docena de agudos silbidos, pero no había manera de que se le reunieran sus hombres hasta que hubiese más espacio. Aquello parecía un mar viscoso y a nadie le era posible ir a donde quería. El esfuerzo era tan continuo e intenso que Flory se sentía agotado y a ratos dejaba que la multitud le llevase de un lado a otro. Por fin, más por los movimientos de la masa que por sus propias energías, se encontró en un espacio despejado. Allí habían conseguido reunirse diez o quince sepoys con el subahdar y un inspector birmano de policía. La mayoría de los sepoys se dejaron caer al suelo deshechos de cansancio, pero en seguida se pusieron de pie. Muchos de ellos cojeaban por los terribles pisotones que les habían dado. ––Vamos, corred todos hacia los cuarteles. Hay que coger los rifles. Que cada uno traiga bastantes municiones––les ordenó Flory. Estaba tan cansado que no se sintió ni con fuerzas para hablar en birmano, pero los hombres le entendieron en inglés y corrieron por el espacio libre hacia el cuartel. Flory los siguió para verse libre de la multitud antes de que volviera a cerrarse por aquel sitio. Cuando llegó a la verja del cuartel, ya volvían corriendo los sepoys con sus rifles y dispuestos a disparar. ––El sahib dará la orden––gritó jadeando el subahdar. ––Oiga––le dijo Flory al inspector––. ¿Habla usted el indostani? ––Sí, señor. ––Entonces, dígales que disparen al aire, muy por encima de las cabezas. Y, sobre todo, que disparen todos juntos. A ver si se enteran bien. El inspector, cuyo indostani era aún peor que el de Flory, explicó lo que deseaba el blanco. Para ello se valió principalmente de una serie de saltos y gesticulaciones. Los sepoys levantaron los rifles, dispararon casi a la vez y el trueno del disparo resonó en el eco. Durante unos momentos creyó Flory que le habían desobedecido disparando a dar porque una gran parte de la multitud había caído al suelo como si un campo de trigo hubiera sido segado en un segundo. Pero sólo había sido que el miedo les hizo tirarse al suelo como un solo hombre. Los sepoys dispararon por segunda vez, pero ya no hacía falta. La multitud había empezado a alejarse del Club como un río que cambiara de curso. Se lanzaron carretera abajo huyendo de los policías armados, y por fin, después de un gran barullo formado por grupos que venían en direcciones encontradas, acabaron por marcharse todos a través del maidan. Flory y los sepoys avanzaron lentamente hacia el Club tras la masa que se retiraba. Los policías que habían sido tragados por el gentío se quedaban ahora libres y volvían para reunirse con los suyos. Habían perdido los pagris y llegaban casi desnudos, pero no tenían más que arañazos. Los policías civiles habían hecho algunos prisioneros. Cuando llegaron al terreno del Club, todavía encontraron muchos grupos de birmanos que se escapaban como gacelas por boquetes abiertos en la cerca. A Flory le pareció que todo estaba muy obscuro. Una pequeña figura vestida de blanco se libró del último grupo que huía y cayó en los brazos de Flory. Era el doctor Veraswami, con la corbata deshecha y la ropa rasgada, pero con los lentes milagrosamente incólumes. ––¡Doctor! ––¡Ay, amigo mío, ay, estoy agotado! ––¿Qué hace usted aquí? ¿Estaba usted en medio de la multitud? ––Trataba de contenerlos, amigo mío, pero todo fué inútil hasta que usted llegó. Por lo menos, ha habido un hombre que lleva la huella de este lío. Y tendió su pequeño puño cerrado para que Flory pudiera ver cómo le sangraban los nudillos. Pero no se veía nada porque la luna se había ocultado y estaba completamente obscuro. Al mismo tiempo, Flory oyó detrás de él una voz nasal: ––Bueno, señor Flory: ¿de manera que todo ha terminado ya? Como siempre, una falsa alarma. Usted y yo juntos éramos demasiado para esa gente. ¡Ja, ja! Era U Po Kyin. Llegaba hasta ellos con un aire marcial, blandiendo, fanfarrón, un enorme palo y con un revólver en el cinturón. Venía vestido con un negligé bien estudiado para dar la impresión de que había tenido que salir de su casa sin dilación. En realidad, se Había estado muy quietecito hasta ver que pasaba todo el peligro, pero acudió hábilmente en el momento preciso en que su presencia podía cotizarse. ––Ha sido un buen trabajo, señor––dijo con entusiasmo––. Mírelos usted cómo corren por la colina. Los hemos derrotado por completo. ––¿Los henaos?––dijo el doctor, indignado. ––¡Ah, querido doctor! No me di cuenta de que estaba usted allí en el memento de peligro. ¿Es posible que también usted estuviera peleando contra ellos? ¡Usted arriesgando su valiosísima vida!... ¿Quién lo hubiera pensado? ––Ha tardado usted bastante tiempo en llegar aquí––le dijo Flory con voz irritada. ––Bueno, bueno, señor; lo importante es que los hemos dispersado. Aunque––añadió con un tono irónico, porque no se le había escapado el sentido de las palabras de Flory ––ahora se dirigen hacia las casas de los europeos, como puede usted ver. Me figuro que pensarán llevarse algún botín para aprovechar la manifestación. Era imposible no admirar la frescura de aquel hombre. Con su gran palo debajo del brazo, andaba junto a Flory con aire casi protector, mientras que el médico iba detrás, acobardado a pesar suyo. Los tres se detuvieron a la puerta del Club. Estaba totalmente obscuro. La luna había desaparecido hacía un rato. Unas nubes negras muy bajas y pequeñas se dirigían hacia el Este como una jauría de perros. Soplaba un vientecillo casi frío que levantaba una nube de polvo. De pronto, se percibió un embriagador aroma de humedad. El viento aceleró su marcha, los árboles agitaron sus ramas y pronto empezaron a sacudirse furiosamente. Del gran frangipani que se elevaba al borde de la pista de tenis se desprendía una nebulosa de pétalos blancos. Los tres hombres se apresuraron a guarecerse, los orientales en sus casas y Flory en el Club. Había empezado a llover. XXIII AL día siguiente todo estaba en absoluta calma. Es lo que suele ocurrir después de los motines. Aparte de unos cuantos prisioneros, todos los que podían haber sido relacionados con el ataque al Club tenían una coartada. El jardín del Club daba la impresíón de que una piara de bisontes lo había estado machacando, pero las casas de los blancos no habían sido saqueadas y no hubo víctimas entre los europeos, excepto que al terminar el motín el señor Lackersteen apareció borracho perdido debajo de la mesa de billar a donde se había retirado en compañía de una botella de whisky. Westfield y Verrall regresaron de la selva a primera hora de la mañana trayendo con ellos a los asesinos de Maxwell; o, por lo menos, a dos personas que serían colgadas como culpables del asesinato de Maxwell. Cuando Westfield se enteró de lo ocurrido, se quedó malhumorado, pero se resignó. Otra vez había sucedido. Sí, una auténtica rebelión sin estar él allí para aplastarla. Su sino parecía ser no matar a nadie. Era muy deprimente. En cuanto a Verrall, su único comentario fué que había sido de una caradura impresionante por parte de Flory (un civil) darle órdenes a la policía militar. Entre tanto llovía casi sin interrupción. En cuanto se despertó y oyó el martilleo de la lluvia sobre el tejado de su casa, Flory se vistió y salió a toda prisa seguido por su perrita. Cuando estuvo fuera de la vista de todas las casas, se quitó la ropa y dejó que la lluvia lo remojara bien. Con gran sorpresa suya, vió que estaba magullado y señalado con arañazos por todo el cuerpo como resultado de la noche anterior. Pero la lluvia le quitó en tres minutos toda la suciedad acumulada entre el sudor, la sangre y el polvo. ¡Es maravilloso el poder curativo del agua de lluvia! Muy animado se dirigió a casa del doctor Veraswami con los zapatos empapados. Periódicos chorros de agua le caían cuello abajo desde el borde de su sombrero terai, como si fuera un canalón. El cielo tenía un color plomizo e innumerables torbellinos de agua se perseguían unos a otros a través del maidan como escuadrones de caballería. Pasaban birmanos con sus amplios sombreros de madera fina, a pesar de lo cual chorreaban agua como los dioses de bronce de las fuentes. Una red de riachuelos lavaba las piedras de la carretera que iban surgiendo al desaparecer la tierra. El doctor acababa de llegar a casa cuando Flory entró en ella, y estaba sacudiendo su paraguas por fuera de la barandilla. Saludó a Flory, excitado. ––Venga, señor Flory, venga en seguida. Llega usted en el instante preciso. Iba a abrir ahora mismo una botella de ginebra “Old Tommy”. Venga y permítame que beba a su salud, a la salud del salvador de Kyauktada. Charlaron extensamente. El médico se hallaba en una magnífica disposición de ánimo. Parecía como si lo sucedido la noche anterior le hubiese quitado todas sus preocupaciones casi milagrosamente. Los planes de U Po Kyin habían fracasado. El médico no estaba ya a merced del “cocodrilo”. Más bien parecían haberse vuelto las tornas. Veraswami le explicó a Flory ––Querido amigo, habrá visto usted que el motín de anoche, o mejor dicho, la noble y heroica conducta de usted, no había sido previsto por U Po Kyin en su programa. Lo que él hizo fué lanzar la llamada rebelión para llevarse la gloria de reprimirla, y calculó que cualquier otra revuelta representaría aún más gloria para él porque acentuaría la importancia de lo que él había hecho. Me han dicho que cuando se enteró de la muerte del señor Maxwell se alegró de un modo..., ¿cómo diríamos? el doctor unía las yemas del dedo índice y pulgar como esperando sacar la palabra exacta––, ¿cómo lo diría yo?... ––¿Una alegría repugnante? ––Eso, eso, repugnante. Se dice que se alegró tanto, que incluso empezó a bailar. ¿ Puede usted figurarse a esa masa infecta de carne bailando? Y exclamó: “Por lo menos ahora tomarán en serio mi rebelión”. Así es cómo aprecia U Po Kyin las vidas humanas. Pero ahora se le ha acabado el triunfo. Lo de anoche le ha deshecho sus planes. ––¿De qué manera? ––Pues creo que está bien claro. El héroe es usted, no él. Fué usted quien logró dispersar a la multitud. Y, por decirlo así, yo recojo por reflejo parte de la gloria conseguida por usted. ¿Acaso no lo acogieron a usted sus amigos europeos con los brazos abiertos cuando regresó usted anoche al Club? ––Sí. Y debo reconocer que para mí fué una experiencia tan nueva que me pareció estar soñando. La señora Lackersteen me tomó un súbito cariño. Ahora me llama “mi querido señor Flory”. Y, en cambio, la ha tomado con Ellis. No le perdona que le llamara “mula histérica” y que le dijera que dejara de chillar corno un cerdo. ––¡Ah! Es que el señor Ellis exagera a veces. Ya lo he notado. ––Pero hay un pequeño detalle que no me salió bien, según parece. Le ordené a la policía que disparase por encima de las cabezas en vez de tirar a la masa. Por lo visto, esto va contra los principios establecidos. Ellis no hace más que darle vueltas al número de víctimas que pudo haber y no hubo. Me dijo: «¿Por qué no aprovechó usted la ocasión para haberse cargado a un montón de esos perros?”. Le hice observar que disparar contra la multitud hubiera costado tantas víctimas le la policía como de los birmanos, puesto que en primer término había muchos sepoys mezclados con los rebeldes. Sin embargo, me han perdonado este pecadillo. Y Macgregor incluso citó algo en latín. Me parece que era algo de Horacio. Media hora después, Flory caminaba hacia el Club. Le había prometido a Macgregor celebrar con él una entrevista para dejar arreglada de una vez la cuestión de Veraswami. Ahora, no habría dificultad. Todos los europeos le concederían lo que quisiera mientras no olvidasen el absurdo motín. Podría haber ido al Club y haberles hecho firmar la proposición más disparatada. La encantadora lluvia seguía cayendo. Estaba calado de pies a cabeza y le entusiasmaba sentir el perfume de la tierra, olvidado durante los duros meses de sequía. Entró por el destrozado jardín donde el mali, doblado bajo la lluvia que le tamborileaba en la espalda desnuda, abría nuevos boquetes para plantar zinnias. Todas las flores habían sido pisoteadas y se habían mezclado con la tierra. Allí estaba Elizabeth en la veranda lateral, como si le esperase. Flory se quitó el sombrero, que soltó buena cantidad de agua, y subió junto a ella. ––¡Buenos días! ––dijo levantando la voz a causa del ruido de la lluvia en el bajo techo. ––¡Buenos días! ¡Qué manera de llover! Parece el diluvio. ––Esto no es llover, de verdad. Espere usted a julio. Toda la bahía de Bengala se precipitará sobre nosotros a plazos. Parecía que el destino de esta pareja era hablar siempre del tiempo. Sin embargo, había algo más que meras palabras en la expresión de Elizabeth. Su actitud había cambiado totalmente desde la––noche pasada. Flory se atrevió a preguntarle ––¿Qué tal va el codo? ¿Dónde le dió a usted la piedra? La joven le tendió el brazo y le dejó que lo cogiese. Estaba sumisa, casi cariñosa. Flory comprendió que su proeza de la noche anterior le había convertido casi en un héroe a los ojos de Elizabeth. Ella no podía saber lo pequeño que fué el peligro, y ahora se lo perdonaba todo, incluso Ma Hla May, porque se había portado como un hombre. Era otra vez la historia del búfalo y la del leopardo. Sintió Flory que el corazón le latía con gran fuerza. Dejó resbalar su mano por el brazo de ella y le apretó los dedos entre los suyos. ––Elizabeth... ––Que nos van a ver––dijo la muchacha, pero sin enfadarse. ––Elizabeth, tengo algo que decirte. ¿Te acuerdas de una carta que te escribí desde la selva después de nuestra..., hace varias semanas? ––Sí. ––¿Recuerdas lo que te decía en ella? ––Sí. Y siento no haberla contestado. Pero... ––Entonces no podía yo esperar que me contestaras. Sólo quería recordarte ahora lo que te dije. En aquella carta, lo único que le había dicho Flory –– y por cierto muy débilmente––era que la amaba y que siempre la amaría, sucediera lo que sucediese. Estaban muy juntos, cara a cara. Movido por un irreprimible impulso –– y la cosa fué tan rápida que después le costaba trabajo creer que había ocurrido efectivamente––, la estrechó entre sus brazos. Elizabeth cedió unos momentos y le dejó que la besara. Entonces, repentinamente, se retiró y movió la cabeza. Quizás tuviese miedo de ç los vieran o quizás fuera sólo que le molestara el bigote tan mojado de Flory. Sin más palabras, le dejó allí y entró en el Club precipitadamente.. Había en su rostro algo parecido al arrepentimiento. Estaba desconcertada, pero no parecía haberse disgustado. Flory la siguió lentamente y fué a hablar con Macgregor que estaba de muy buen humor. En cuanto vió a Flory, le gr jovialmente ––¡Ajá, aquí viene el héroe conquistador! Y luego, más serio, lo felicitó de nuevo. Flory aprovechó ocasión para hablarle a favor del médico. Pintó con entusiasmo la heroica conducta de Veraswami en el motín. “Se metió medio de la multitud, luchaba como un tigre, su lealtad indignaba a los otros nativos... “Y en verdad no exageraba mucho pues el doctor había arriesgado efectivamente su vida. Tanto Macgregor como los otros quedaron muy impresionados por relato de Flory. En cualquier ocasión, el testimonio de un europeo puede beneficiar más a un oriental que el de un millar sus compatriotas; y en aquel momento la opinión de Flory pesaba mucho. El buen nombre del doctor quedó restaurado. Su elección para el Club podía darse como cosa hecha. Sin embargo no se llegó a darle carácter definitivo, porque Flory tenía que regresar al campamento. Salió aquella misa tarde para hacer el viaje de noche y no volvió a ver a Elizabeth antes de su marcha. Ahora se podía viajar por la selva con toda tranquilidad porque la fútil rebelión había terminado por completo. Cuando comienzan las lluvias los birmanos tienen demasiado qué hacer en el campo para pensar en reivindicaciones, de todos modos, los inundados terrenos impiden el tránsito grandes masas. Flory tenía que regresar a Kyauktada a los diez días, cuando estaba anunciada la visita que el Padre hacía cada seis semanas. La verdad es que a Flory no le interesa quedarse en Kyauktada mientras que Elizabeth tuviera allí Verrall. Era extraño, pero todo el resentimiento y todas aquellas imágenes obscenas que le atormentaban habían desaparecí ahora que se sabía perdonado ya por la joven. El único obstáculo que había ahora entre ellos era Verrall. E incluso pensar en que Elizabeth se hallaba entre los brazos de Verrall no le inquietaba, porque había llegado a la convicción de que las relaciones del teniente y ––la joven se romperían de un modo o de otro. Era completamente seguro que Verrall no se casaría nunca con Elizabeth. Los hombres de su condición no se casarán jamás con muchachas sin un céntimo conocidas casualmente en insignificantes puestos coloniales. Sin duda alguna, se estaba divirtiendo con Elizabeth mientras podía. Pero fatalmente llegaría un momento en que la abandonaría y ella acabaría volviendo a Flory. Esta perspectiva era, en definitiva, mucho mejor de lo que hubiera podido esperar. En el verdadero amor hay siempre una humildad que a las personas ajenas al caso les parece denigrante. U Po Kyin estaba furioso. La insensata revuelta le había cogido desprevenido. Y había sido como si en la bien engrasada maquinaria de sus planes hubiese caído un puñado de ––arena. Todo el trabajo estaba perdido. Tenía que empezar de nuevo la tarea de desacreditar a Veraswami y hacerlo caer en desgracia. Y la nueva campaña empezó con tal aluvión de cartas anónimas que, para escribirlas, Hla Pe tuvo que ausentarse de la oficina durante dos días. Esta vez dió como disculpa una bronquitis. Acusaron al doctor de todos los crímenes imaginables, desde la pederastia hasta robar sellos de correos. El carcelero que dejó escapar a Nga Schwe O, había sido procesado, pero salió libre triunfalmente, pues U Po Kyin se gastó doscientas rupias en sobornar a los testigos. Empezaron a llover cartas sobre Macgregor probando con todo detalle que el doctor Veraswami, verdadero culpable de la fuga, había intentado hacer que la culpa recayera sobre un indefenso subordinado. Sin embargo, los resultados de esta primera ofensiva fueron decepcionantes. La carta confidencial que escribió Macgregor al comisario dándole cuenta de lo sucedido en la revuelta, fué abierta al vapor por los secuaces del “cocodrilo” y así pudieron ver que su tono era alarmante. Macgregor hablaba del médico en términos muy elogiosos. Decía que se había portado con toda lealtad en la noche de los alborotos. Así que U Po Kyin tuvo que celebrar un consejo de guerra. ––Ha llegado el momento de dar un golpe definitivo––les dijo a sus compinches, reunidos con él en conclave en la veranda de su casa antes del desayuno. Ma Kin se hallaba presente, así como Ba Sein y Hla Pe. Este último era un muchacho de dieciocho años, que prometía mucho; se le notaba que triunfaría en la vida. ––Estamos golpeando contra un muro––prosiguió U Po Kyin––, y ese muro es Flory. ¿Quién podría prever que ese miserable cobarde iba a defender contra viento y marea a su amigo? Sin embargo, ésta es la realidad. Mientras Veraswami tenga su apoyo, estamos perdidos. ––He estado hablando con el mayordomo del Club, señor- dijo Ba Sein––. Me ha dicho que los señores Ellis y Westfield siguen oponiéndose a que el médico sea elegido como socio del Club. ¿No cree usted que reñirán con Flory en chanto se haya olvidado lo del motín? ––Claro que reñirán; esa gente siempre riñe. Pero, entre tanto, el daño está hecho. Suponed por un momento que ese hombre llegara a ser elegido. Creo que me moriría de rabia si esto ocurriera. No, no nos queda más que un camino. Debemos atacar al propio Flory. ––¿A Flory, señor? ¡Es un blanco! ––¿Qué me importa? No será el primer blanco al que yo haya aniquilada Cuando Flory caiga en desgracia, todo habrá terminado para el doctor. ¡Y os aseguro que caerá! Lograré que se avergüence tanto de sí mismo que no vuelva a atreverse a pisar el Club en su vicia. ––Pero, señor, se trata de un hombre blanco. ¿De qué podemos acusarlo? ¿Quién va a creer nada de lo que digamos contra un europeo? ––Te falta estrategia, Ko Ba Sein. Nunca se acusa a un blanco; hay que cogerlo con las manos en la masa. A esto se le llama sorprender a una persona in flagrante delitto. Yo sabré cómo hacerlo. Ahora, callaos mientras pienso. Hubo una pausa. U Po Kyin permaneció un rato meditando, mientras veía caer la lluvia. Tenía las manos cruzadas a la espalda y reposando en la repisa natural de su trasero. Los otros tres le contemplaban respetuosamente desde el extremo de la veranda, asustados todavía por aquel plan de atacar a un blanco, y esperando, por otra parte, que al jefe se le ocurriría algún golpe maestro para salir de aquella situación que se escapaba a sus mentes primitivas. Este cuadro era como una caricatura de aquel otro famoso en que Napoleón está en Moscú meditando sobre sus mapas mientras los mariscales esperan en silencio con los sombreros bicornios en las manos. Pero, desde luego, U Po Kyin estaba en su caso más a la altura de la situación que Napoleón en el suyo. Sólo tardó dos minutos en planear la operación. Cuando volvió su cara de luna, los otros vieron que estaba contento. El doctor se había equivocado al describir a U Po Kyin en una ridícula danza de alegría. La figura de este hombre no se prestaba a los brincos de entusiasmo; pero, si hubiera estado dotado para ello, habría bailado como un chico en estos momentos. Le hizo una señal a Ba Sein, que se le acercó. Le murmuró algo al oído. ––Creo que es el golpe que necesitamos, ¿no?––dijo ya en alta voz. El rostro de Ba Sein se distendió lentamente en una ancha sonrisa, incrédula al principio y luego admirativa. ––Con cincuenta rupias pueden cubrirse todos los gastos- añadió U Po Kyin, radiante. El plan fué estudiado con todo detalle, y cuando los otros llegaron a comprender su alcance, todos ellos––incluso Ba Sein, que raras veces reía––, y también Ma Kin, que en el fondo de su alma estaba en desacuerdo con todo aquello, se rieron a carcajadas. El plan era demasiado bueno para que nadie se resistiera. Era sencillamente genial. No había dejado de llover. Llovía de un modo obsesionante. El día después de aquel en que Flory llegó al campamento, estuvo lloviendo sin parar y también al siguiente, amainando a ratos, hasta que sólo llovía como en Inglaterra, pero en general caían verdaderas cataratas, como si todo el océano hubiera sido tragado por las nubes y éstas lo estuvieran volcando ahora sobre Birmania. Al cabo de varias horas de estar oyendo el tamborileo sobre los tejados de cinc, creía uno volverse loco. Por fin, había un intervalo en que escampaba y entonces salía el sol con una fuerza brutal como si no hubiera llovido en todo el año. El barro se secaba y se resquebrajaba y salía de él vapor. Entonces se tenía tanto calor que se deseaba la inmediata reanudación de la lluvia. Hordas de cucarachas con alas salían de todos los rincones en cuanto se paraba la lluvia; surgía como por encanto una plaga de repugnantes insectos que invadían las casas en número increíble, se posaban sobre las mesas y estropeaban todos los alimentos. Verrall y Elizabeth seguían paseando a caballo cuando la lluvia no era demasiado fuerte. Para Verrall todos los climas eran lo mismo, pero no le gustaba que sus caballos se encenagaran con el barro. Así transcurrió cerca de una semana. Todo seguía igual entre ellos. No tenían más intimidad ni menos que antes. Y la propuesta de matrimonio, que las dos mujeres seguían esperando confiadas, no había sido pronunciada todavía. Entonces ocurrió una cosa alarmante. Llegó la noticia al Club, a través de Macgregor, que Verrall se marchaba de Kyauktada. La policía militar permanecería allí, pero iban a enviar a otro oficial en el puesto de Verrall, no se sabía cuándo. Elizabeth quedó impresionadísima. Claro que si había de marcharse, le diría algo definitivo antes. Ella no pensaba preguntarle nada; no le parecía delicado. Ni siquiera se atrevía a preguntarle cuándo sería la marcha. Tenía que esperar a que él hablase. Pero Verrall no dijo nada. Entonces, una tarde, sin advertencia previa, no acudió al Club. Y pasaron dos días sin que Elizabeth lo viera. Aquello era Horrible, pero no se podía hacer nada para remediarlo. Verrall y Elizabeth habían sido inseparables durante varias semanas, y sin embargo eran casi extraños el tino para el otro. Él se había mantenido siempre a distancia de todos y había tenido buen cuidado de no entrar en casa de los Lackersteen para no comprometerse. No le conocían lo bastante para visitarlo en su bungalow, ni siquiera para escribirle. Además, no se presentó más en el desfile por las mañanas en el maidan. El único camino que quedaba era esperar pacientemente a que él se dejara ver. Y si lo hacía, ¿pediría a Elizabeth en matrimonio? ¡Naturalmente que sí! Tanto Elizabeth como su tía (aunque ninguna de ellas lo había dicho nunca claramente) creían en esa petición como en un artículo de fe. Elizabeth esperaba la próxima entrevista con Verrall con penosa esperanza. ¡Ojalá tardase por lo menos una semana en marcharse! La joven pensaba que si salía a pasear con él a caballo otras cuatro veces, o tres––incluso bastarían dos––, todo terminaría perfectamente. ¡Ojalá volviese a ella en seguida! ¡Era espantoso pensar que sólo se presentara para despedirse! Las dos mujeres iban al Club todas las tardes y se sentaban hasta bien avanzada la noche, creyendo a cada momento oír los pasos de Verrall, aunque fingían no estar preocupadas por ello. Pero el teniente no se presentó. Ellis, que se daba cuenta de lo que sucedía, observaba a Elizabeth divertido, con su habitual crueldad. Lo peor de todo era que el señor Lackersteen molestaba ahora a su sobrina a cada momento. Casi a la vista de los criados la llevaba con cualquier pretexto a un sitio apartado y empezaba a acariciarla del modo más indignante. La única defensa de la muchacha era amenazarle con decírselo a su tía. Afortunadamente, era tan imbécil que no comprendió que su sobrina no se atrevería nunca a hablar de aquello. A la tercera mañana, Elizabeth y su tía entraron en el Club con el tiempo justo para evitarse un furioso chaparrón. Llevaban unos minutos sentadas en el salón, cuando oyeron que alguien se sacudía el agua (le los zapatos en el pasillo. Los corazones de ambas se agitaron con emoción porque las dos suponían que era Verrall. Entonces entró en el salón un joven, desabrochándose un largo impermeable. Era un muchacho de unos veinticinco años, gordo y colorado, de frente estrecha y, como se descubrió después, aficionado a reírse con unas carcajadas ensordecedoras. La señora Lackersteen emitió unos sonidos inarticulados, de tan fuerte como había sido su decepción. El joven, sin hacer caso de la actitud pasmada de las dos, las saludó con un entusiasmo improcedente. Era una de esas personas que parecen amigas íntimas de toda la vida de quienes acaban de conocer. ––¡Hola, hola! ––dijo–– Aquí entra el Príncipe de las Hadas. Espero que no molesto; en fin, todo lo que se suele decir en estos casos. Supongo que no me habré metido de hoz y coz en alguna reunión familiar, ¿verdad? ––No, no; claro que no––dijo la señora Lackersteen en el mayor de los desconciertos. ––Pues verán ustedes... Fui y me dije: “¡Hombre, voy .a dar una vuelta por ese Club!”. En fin, que deseo aclimatarme a la marca de whisky consumida en esta localidad. Les advierto que sólo estoy aquí desde anoche. ––¿Está usted destinado aquí?––dijo la señora Lackersteen pasmada, pues no esperaban ningún forastero en aquellos días. ––Sí; puede decirse que me han destinado. El gusto es el mío, señora. ––Pero no sabíamos... ¡Ah, claro! Usted será del Departamento Forestal y viene a sustituir al pobre señor Maxwell. ––¿Cómo? ¿Dice usted el Departamento Forestal? ¡Qué disparate! Yo soy el tío de la policía militar. En fin, ya saben ustedes, eso que anda por aquí. ––¿Cómo? ¿Qué? ––He dicho que soy el de la policía militar. Vengo a sustituir a ese queridísimo muchacho que llaman Verrall. Parece ser que el hombre ha recibido órdenes de reincorporarse a su regimiento. Se marcha con una prisa fenomenal. Y valiente lío le ha dejado a este servidor de ustedes. El nuevo oficial de la policía militar era bastante elemental en cuanto a psicología, pero se dió cuenta perfectamente de que Elizabeth había recibido una tremenda impresión. En efecto, la joven no podía hablar. Y la propia señora Lackersteen tardó un rato en exclamar ––¡Que el señor Verrall se marcha! Bueno, bueno, pero no se irá ahora mismo. ––¿Que se marcha?... Ya se ha ido. ––¿Se ha ido? ––En fin, lo que quiero decir es que el tren saldrá dentro de media hora. El distinguido Verrall estará ya en la estación. He mandado allá un pelotón de mis hombres para que se ocupen de meterle sus caballos en el tren y todo eso. Probablemente hubo más explicaciones, pero ni Elizabeth ni su tía oyeron una palabra de ellas. En todo caso, a los quince segundos salían disparatadas por la puerta del Club ambas mujeres sin haberle dicho adiós al amable informador. Desde fuera, la señora Lackersteen llamó a gritos al mayordomo y le ordenó que sacara en seguida su rickshaw. Cuando éste apareció le ordenó al jaldi que corriera hacia la estación, y para estimularlo le dió unos golpes en la espalda con el puño de su paraguas. Elizabeth se había puesto su impermeable y su tía se protegía con el paraguas, pero ninguna de las dos dejó de mojarse. El agua caía a chorros y Elizabeth se sintió calada a los pocos instantes. El viento era tan fuerte que casi hace volcar al frágil rickshaw. El hombre que tiraba del carricoche agachaba la cabeza y luchaba gruñendo contra el viento y la lluvia. Elizabeth estaba angustiada. Todo aquello era un error. Era imposible que él se marchase sin despedirse. Seguramente le habría escrito y la carta se había perdido. ¡Eso debía de ser! Era totalmente imposible que se fuera sin decirle adiós. Y, en todo caso, no podía perder la esperanza, porque, en cuanto la viera en la estación, acudiría a ella. No podría ser tan brutal como para fingir que no la veía. Cuando se acercaban ya a la estación, Elizabeth se echó hacia atrás en el vehículo y se pellizcó las mejillas para que le saliera el color. Un pelotón de sepoys de la policía militar salía de la estación calado hasta los huesos. Naturalmente, éstos serían los hombres que habían ayudado a Verrall y él estaría dentro, esperando. Gracias a Dios, todavía faltaba un cuarto de hora. El tren no saldría hasta entonces. ¡Qué alegría tener esta última oportunidad de verlo! Pero cuando salieron al andén, el tren arrancaba y adquiría velocidad, con una serie de bufidos ensordecedores. El jefe de estación, un hombrecillo de piel muy obscura y cara redonda, se aguantaba el topi en la cabeza con una mano, mientras con la otra apartaba a dos hindúes que intentaban llamar su atención sobre algo. El buen hombre quería cumplir hasta el final con su obligación de darle la salida al tren. La señora Lackersteen se inclinó por fuera del rickshaw y gritó desesperadamente a través derruido de la lluvia: ––¡Jefe de estación! ––Señora. ––¿Qué tren es ése? ––El tren de Mandalay, señora. ––¿De Mandalay? ¡No puede ser! ––Se, lo aseguro, señora. Es exactamente el tren de Mandalay. –– Y se acercó a ellas con el topi en la mano. ––Pero, ¿y el señor Verrall, el oficial de la policía militar? No se habrá ido. ––Sí, señora, se ha marchado. –– Y señaló al tren que se perdía ya de vista en una nube de vapor y lluvia. ––¡Pero si el tren no tenía que salir todavía! ––No, señora. No le correspondía salir hasta dentro de diez minutos. ––Entonces, ¿por qué se ha ido? El jefe de estación movió su topi para subrayar sus disculpas. Parecía desolado de aquella irregularidad en el servicio. ––Ya lo sé, señora, ya lo sé. Esto no tiene precedentes, pero el joven oficial de la policía militar me ha ordenado que le diera salida al tren de Mandalay. Me dijo que todo estaba listo y que no quería esperar ni un minuto más. Le hice ver esta irregularidad. Entonces me dijo que no me preocupara de las irregularidades. Insistí. É1 también insistió, y como él era quien mandaba... Hizo otro gesto muy elocuente para dar a entender que Verrall se salía siempre con la suya, aunque se tratara de un asunto tan serio como la salida de los trenes. Hubo una pausa. Los dos hindúes, creyendo que aquélla era su oportunidad, se adelantaron gimiendo y le presentaron a la señora Lackersteen unos grasientos cuadernos con la pretensión de que los repasara. ––¿Qué quieren estos hombres?––gritó la señora, que creía estar soñando. ––Son los capataces cortadores de hierba. Dicen que el teniente Verrall se ha marchado debiéndoles una gran cantidad (le dinero por lo del campo de polo. Pero esto no es asunto mío. Antes de desaparecer definitivamente en la lejanía, el tren lanzó un silbido. Los pantalones blancos del jefe de estación, mojados, flameaban con el viento. Una interesante cuestión que nunca había de aclararse es si Verrall había ordenado que el tren saliera antes de tiempo para huir de los capataces a los que debía dinero o para escaparse de Elizabeth. Las mujeres regresaron andando, bajo la lluvia incesante. Cuando llegaron á la veranda les faltaba ya la respiración. Los criados recogieron el impermeable de Elizabeth y el paraguas de su tía. La joven se sacudió el agua del cabello. La señora Lackersteen habló por primera vez desde que habían salido de la estación ––¡Vaya! No he visto en mi vida un caso de desfachatez más... abominable... Elizabeth 'estaba muy pálida a pesar del viento que le había batido la cara. Pero se controlaba muy bien; y dijo con cierta frialdad ––Me parece que por lo menos debía haber esperado para despedirse de nosotras. ––Créeme, querida, de buena te has librado. Como siempre ve dije, es un hombre odioso. Unos días después, cuando estaban desayunando después de haberse bañado y se sentían de mejor ánimo, le preguntó la tía a la sobrina ––Vamos a ver, ¿qué día es hoy? ––Sábado, tía. ––Ah, sábado. Entonces, esta tarde llegará nuestro querido párroco. ¿Cuántas personas habrá mañana en los servicios? Pues creo que estaremos todos. ¡Qué bien ! También estará el señor Flory. Me parece que me dijo que regresaría mañana de la selva–– Y Y añadió casi con ternura––: ¡El querido señor Flory! XXIV Eran cerca de las seis de la tarde y la absurda campana instalada en el pequeño campanario ––que apenas tenía dos metros––de la iglesia, repicaba movida por el viejo Mattu, que tiraba de la cuerda con entusiasmo. Los rayos del sol poniente, devueltos por las lejanas tormentas, iluminaban el maidan bellamente. Había estado lloviendo a primera hora y volvería a llover. La comunidad cristiana de Kyauktada––quince personas en total––se reunía a la puerta de la iglesia para los servicios religiosos. Flory estaba ya allí, y Macgregor, con su topi gris y todo el atuendo de los días de fiesta, y los eurasiáticos Francis y Samuel, con sus trajes de dril recién lavados y planchados, dispuestos a asistir al servicio religioso, que era el gran acontecimiento social de sus vidas. El sacerdote, un individuo alto, con lentes, cabello canoso y facciones finas, se hallaba también en la escalinata de la iglesia vestido ya con casulla y sobrepelliz, que se había puesto en casa de Macgregor. Sonreía amablemente, pero un poco desconcertado, a cuatro cristianos nativos, pues no hablaba el idioma de ellos ni ellos sabían ni una palabra de inglés. Había también un cristiano oriental, un hindú muy triste de raza indeterminada, que se mantenía humildemente al fondo. Siempre asistía a los servicios religiosos, pero nadie sabía quién era ni por qué era cristiano. Sin duda había sido convertido en su juventud por los misioneros. Flory vió que Elizabeth llegaba, vestida de color lila, con sus tíos. Sólo había podido verla aquella misma mañana en el Club. Pudieron hablar un minuto antes de llegar los demás. Lo único que le preguntó Flory fué esto ––¿Se ha marchado Verrall para siempre? ––Sí. No hubo necesidad de decir más. Flory la estrechó en sus brazos. Ella le dejó hacer contenta, a plena luz del día y sin preocuparse de la mancha de su cara. Estuvo unos instantes apretada contra él como una criatura. Era como si la hubiese salvado o la estuviera protegiendo de algo. Flory levantó la cara para besarla y descubrió sorprendido que estaba llorando. No tuvieron tiempo de hablar; ni siquiera pudo preguntarle: “¿Te casarás conmigo?». Pero no importaba; después de la iglesia, había tiempo de sobra. Quizás, en su nueva estancia en Kyaukada ––dentro de otras seis semanas––los casaría aquel cura. Ellis, Westfield y el nuevo oficial de la policía militar, venían del Club, donde se habían tomado un par de vasos de whisky para resistir la solemnidad religiosa. Los seguía el oficial forestal que había llegado para ocupar el puesto de Maxwell, un individuo alto y completamente calvo, a excepción de dos mechones que le crecían por encima de las orejas. Flory sólo tuvo tiempo de decirle buenas tardes a Elizabeth. D4attu, al ver que todos estaban ya reunidos, dejó de tocar la campana, y el clérigo entró en la iglesia seguido por Macgregor, que sostenía su topi solemnemente sobre el estómago, los Lackersteen y los cristianos nativos. Ellis le tocó a Flory en el codo y le murmuró jocosamente al oído: ––Ven, ponte en fila. March... El policía militar y Ellis siguieron del brazo a los demás como si estuvieran actuando en un desfile. El militar, hasta que entraron en el templo, movía su grueso trasero imitando a una bailarina indígena. Flory se sentó en el mismo banco que ellos, frente a Elizabeth, que quedaba un poco a su derecha. Era la primera vez que se atrevía a quedar frente a ella luciendo su mancha de la mejilla. “Cierra los ojos y cuenta hasta veinticinco”, murmuró Ellis. La señora Lackersteen se había instalado ya en el armonio, que no era más alto que una mesa de despacho. Mattu se quedó a la puerta para mover el ventilador punkah, dispuesto de tal manera que sólo abanicaba los bancos de delante, donde se sentaban los europeos. Flo recorrió la iglesia olfateándolo todo, encontró a Flory y se acorrucó debajo del banco. Empezó el servicio religioso. Flory sólo atendía a ratos. Tenía conciencia de haberse levantado repetidamente, arrodillado, y haber murmurado “amén” muchas veces, y oía confusamente a Ellis murmurando bromas y ocultando la cara tras el abierto libro de himnos. Pero se sentía demasiado feliz para concentrar sus pensamientos. La luz amarilla que entraba por la puerta abierta doraba la ancha espalda de Macgregor, cuya chaqueta de seda parecía hecha de un paño de oro. Elizabeth, frente a Flory, en la estrecha nave, estaba tan cerca de él que éste podía oír el roce de su vestido y sentir ––por lo menos se lo parecía ––el calor dé su cuerpo. Sin embargo, no la miró ni una sola vez, por miedo a que los demás se dieran cuenta de ello. El armonio lanzó unos ronquidos, como si tuviera bronquitis, cuando la señora Lackersteen lo llenó del suficiente aire con el único pedal que funcionaba. El canto resultó muy desafinado. Macgregor ponía toda su buena voluntad al entonar el himno y los demás europeos murmuraban las palabras confusamente, mientras que los cristianos nativos tatareaban porque conocían la música pero no la letra de los himnos. Se arrodillaron de nuevo. Empezó a obscurecer y se oy5 ruido de lluvia en los tejados; se agitaron los árboles de alrededor y una nube de hojas secas pasó en un torbellino ante la ventana. Flory las miró por entre sus dedos. Veinte años antes, los domingos de invierno, en el banco de la iglesia parroquial de su pueblo, solía contemplar la caída de las hojas también por entre los dedos, mientras se tapaba la cara rezando. ¿Sería posible empezar de nuevo la vida como si aquellos años estériles no hubieran transcurrido? A través de sus dedos miró a Elizabeth, que estaba arrodillada con la cabeza inclinada y la cara oculta por sus juveniles manos. Cuando estuvieran casados... ¡Cuando estuvieran casados!... ¡Qué bien lo pasarían en esta tierra exótica que ofrecía tantos encantos cuando se llegaba a conocerla bien 1 Se imaginó a Elizabeth en el campamento recibiéndole al llegar él cansado de trabajar en la selva, mientras Ko S'la acudía a toda prisa de su tienda con una botella de cerveza; la veía caminando por las sendas de la selva junto a él, cogiendo flores raras, y cruzando terrenos pantanosos, alegre porque iba con él. Veía cómo había de quedar su casa cuando ella le imprimiera su sello femenino. Se figuraba cómo estaría su sala, libre ya de aquel aire de habitación de soltero, cuando estuviese amueblada con muebles nuevos traídos de Rangún, con un jarrón de bálsamos en la mesa, libros, acuarelas adornando las paredes y un piano negro. ¡ Sobre todo, el piano! Sus pensamientos se recrearon en la visión del piano, que para él simbolizaba, quizás porque no entendía de música, la vida civilizada y burguesa. Se vería libre por fin y para siempre de este sustitutivo de vida que había llevado durante los pasados diez años sus tristes y sucias juergas, las mentiras, el dolor del exilio y años; sus la soledad, sus tratos con prostitutas, usureros y pukka sahibs. El cura avanzó hacia el pequeño facistol que hacía las veces de púlpito, tosió y anunció el texto sagrado que iba a comentar. Luego dijo ––En nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. ––A ver si abrevias, por amor de Dios––murmuró Ellis. Flory no sentía el paso del tiempo. Las palabras del sermón fluían apaciblemente por su cabeza como el ruido suave de un arroyuelo, y casi no las oía. Cuando estuvieran casados, seguía pensando, cuando estuvieran casados... ¿Qué ocurría? El cura se había interrumpido en seco a la mitad de una palabra. Se había quitado los lentes y los movía tembloroso hacia alguien que estaba en el umbral de la iglesia. Se oyó un grito ronco ––¡Pike-san pay-like! ¡Pike-san pay-like! Todos se pusieron de pie como movidos por un resorte y se volvieron hacia la puerta. Era Ma Hla May. La mujer entró en la iglesia empujando violentamente al viejo Mattu. Agitó un puño en dirección a Flory. ––¡Pike-san pay-like! ¡Pike-san pay-like! Sí, a ése me refiero... ¡Flory, Flory! (Lo pronunciaba “ Porley”). Ese que está sentado ahí, el de cabello negro. Da la vuelta y mírame, cobarde. ¿Dónde está el dinero que me prometiste? Y chillaba como una loca. Todos la miraban con la boca abierta, demasiado sorprendidos para moverse ni hablar. Tenía la cara empolvada como un payaso y su cabello grasiento suelto sobre los hombros. Su longyi estaba rasgado por abajo. Parecía una prostituta del bazar. A Flory se le helaron las entrañas. ¡Dios, Dios! ¿Por qué habrán tenido que saber que esta harpía era la mujer que había sido su querida? Pero no había posibilidad de escapar, no le quedaba ni una pizca de esperanza. La perrita Flo, al oír la voz tan familiar para ella, salió de debajo del banco moviendo la cola y se acercó a Ma Hla May muy cariñosa. La miserable vociferaba como una posesa y daba toda clase de detalles, en birmano, de lo que Flory había hecho con ella. ––Miradme, hombres blancos, y también vosotras, mujeres blancas, miradme. Ved lo que ha hecho este canalla con una pobre mujer. ¡Y ahora está sentado ahí el grandísimo embustero, el despreciable cobarde, fingiendo que no me ve l Sería capaz de dejarme morir de hambre a su puerta como el perro de un paria. ¡Ah! Pero no te escaparás; te avergonzaré delante de todos los blancos. ¡Date la vuelta, cobarde, y mírame! Mira este cuerpo que has besado mil veces..., míralo..., míralo. Y, efectivamente, empezó a rasgarse la ropa, la poquísima ropa que llevaba, lo cual constituye el mayor insulto de que es capaz una birmana de baja extracción. El armonio dió un chirrido al hacer la señora Lackersteen un movimiento convulsivo en el momento en que se dió cuenta de la situación. Hasta entonces, vuelta de espaldas y con la resonancia de su ruidosa música, no se había enterado de nada. La gente empezó a reaccionar. El cura recobró la voz ––¡Que saquen a esa mujer de aquí en seguida!––dijo con voz tonante. La cara de Flory estaba blanca como la cera. Después del primer momento, se había puesto de espaldas a la puerta, apretando los dientes en un desesperado esfuerzo por parecer despreocupado. Pero era inútil, completamente inútil. Estaba amarillo y le caían goterones de sudor de la frente. Francis y Samuel, realizando quizás la primera acción útil de sus vidas, corrieron hacia Ma Hla May y, sujetándola por los brazos, la arrastraron fuera. La mujer no cesaba de chillar. Cuando por fin la alejaron y se perdió a lo lejos el ruido de su voz, se produjo un silencio dramático en la iglesia. La escena había sido tan violenta, tan sórdida, que todos quedaron profundamente afectados. Tanto que incluso Ellis parecía disgustado. Flory no podía hablar ni moverse. Como una estatua, miraba fijamente al altar con el rostro rígido y tan pálido que su marca de nacimiento resaltaba sobre la mejilla como una banda de pintura azul. Elisabeth lo miró desde su sitio y sintió un asco que estuvo a punto de producirle náuseas. No había entendido ni una palabra de lo que Ma Hla May dijo pero el sentido de la escena era clarísimo. La idea de que Flory había sido el amante de aquel espantajo la hacía estremecerse. Pero lo peor de todo era la horrible fealdad de Flory en aquellos momentos. Su cara le pareció a la joven tan fantasmal, rígida y envejecida que le recordó a una calavera. Lo único vivo de aquel rostro era la mancha. Nunca había comprendido, hasta aquel momento, lo deshonroso e imperdonable que era ese estigma. Lo mismo que un buen cocodrilo, U Po Kyin había herido a su víctima en el sitio más débil. Porque, claro está, todo aquello lo había preparado U Po Kyin. Aleccionó a Ma Hla May con gran cuidado para que representase bien su papel. El cura terminó el sermón casi en seguida. En el mismo instante de acabar, salió Flory precipitadamente y sin mirar a nadie. Gracias a Dios, estaba oscureciendo. A unos ochenta metros de la iglesia se detuvo y vió como salían los otros por parejas en dirección al Club. Le pareció que llevaban prisa. ¡Naturalmente! ¡ Menudo tema de conversación tendrían en el Club aquella noche! Flo se frotó contra sus tobillos, juguetona. “¡Vete de aquí, asqueroso animal!” le dijo dándole un puntapié. Elisabeth se detuvo a la puerta de la iglesia. Macgregor la presentó al cura. Poco después, los dos hombres marcharon hacia la casa de Macgregor donde había de pasar la noche el clérigo y Elisabeth siguió a los demás, pero iba a unos cincuenta metros detrás de ellos. Flory corrió tras ella y la alcanzó cuando casi había llegado a la verja del Club. ––Elizabeth. Ella se volvió, le vió, empalideció y pensó alejarse de él sin decirle una palabra. Pero Flory no estaba dispuesto a dejarla escapar y la sujetó por una muñeca. ––¡ Elizabeth, tengo que hablarte! ––Déjeme usted. Empezaron a luchar, pero se detuvieron de pronto porque vieron que dos de los cristianos nativos, que habían salido entonces de la iglesia, los estaban observando con gran interés. Entonces, Flory habló en tono bajo: ––Elizabeth, sé que no tengo derecho a pararte de esta manera. Pero es imprescindible que te hable. Por favor, escúchame. Te lo ruego. No te vayas antes de haberme oído. ––¿Qué hace usted? ¿Por qué me sujeta del brazo? ¡Va usted a soltarme ahora mismo! ––Sí, sí, te dejaré. Mira, ya te suelto. Pero, por lo que más ¡eras, escúchame. Contéstame 'sólo a esto: después de lo que ocurrido, ¿podrás perdonarme algún día? ––¿Perdonarle? ¿De qué le tengo que perdonar? ––Sé que he caído en desgracia. No podía haberme sucedido da más vil y repugnante. Pero, en cierto sentido, no fué culpa a. Te convencerás de ello cuando estés más tranquila. ¿Crees ahora no, comprendo que fué demasiado terrible para que se borre en seguida de la memoria––, pero crees que llegarás a olvidarlo? ––No sé de qué me habla usted. ¿Qué tiene que ver conmigo que ha sucedido? Desde luego, me pareció del peor gusto, pero no es asunto mío. Es una insensatez que me haga usted as preguntas. Flory se sintió desesperado. El tono y las palabras de Elizabeth eran exactamente igual que los que había empleado en aquella otra riña. Otra vez la misma táctica. En vez de escucharle, se evadía, le trataba como si fuera un absoluto desconocido y le hería fingiendo que él no tenía ningún derecho sobre ella. ––¡Elizabeth ! Por favor, contéstame. ¡Te ruego que seas sta conmigo! Te hablo con toda el alma. Por supuesto, no tengo la pretensión de que vayas a admitirme en seguida. Sería posible, porque sé muy bien que ahora he caído en desgracia. Pero no puedes olvidar que has prometido casarte conmigo. ––¡Cómo! ¿He prometido yo alguna vez casarme con usted, señor Flory? ¿Cuándo hice semejante promesa? ––No, no ha sido una promesa en palabras, desde luego. Pero tre nosotros quedaba entendido que... ––¡Qué disparate! Entre nosotros no ha habido nunca nada. Creo que se está usted portando del modo más incorrecto, señor Flory. Voy a entrar en el Club ahora mismo. ¡Buenas tardes! ––¡Elizabeth! ¡Elizabeth! Escucha. No es justo que me condenes sin escucharme. Ya sabías todo esto; sabías muy bien cómo había sido mi vida hasta el momento de conocerte. Lo de esta tarde ha sido todo un accidente. Esa desgraciada lo reconozco, fué en tiempos mi..., en fin... ––¡No estoy dispuesta a escucharle! ¡No quiero oír esas indecencias! Me voy. Flory volvió a sujetarla por las muñecas y esta vez no la soltó. Los cristianos indígenas acabaron aburriéndose y se marcharon. ––No, no; tienes que oírme. Prefiero ofenderte en tus sentimientos antes que quedarme con esta inseguridad. Han pasado muchas semanas, meses, sin que pudiera hablarte como yo deseaba. Parece importarte muy poco lo que puedas hacerme sufrir. Pero esta vez tendrás que oírme. La joven se retorció para librarse de Flory y demostró tener mucha fuerza. Nunca pudo suponer Flory que la delicada carita de Elizabeth era capaz de expresar tanto odio y una ira tan feroz. Lo odiaba tanto en aquellos momentos que lo habría golpeado de haber tenido los puños libres. ––¡Suélteme, bestia, bestia, suélteme! ––¡Dios mío, Dios mío! ¡Que tengamos que luchar de este modo! Pero no puedo evitarlo: no estoy dispuesto a que te vayas sin escucharme. Elizabeth, por favor, escúchame. ––He dicho que no. ¿Qué derecho tiene usted sobre mí? ¡Déjeme! ––Perdóname, perdóname... Es sólo una pregunta: ¿estarías dispuesta––ahora no, claro, sino más tarde, cuando este desgraciado incidente se olvide––, estarías dispuesta a casarte conmigo? ––¡No! ¡jamás, jamás! ––No lo digas así. No digas nada definitivo. Dime que por ahora no, pero que dentro de un mes, de un año, quizás de cinco años... ––¿No he dicho que no? Entonces, ¿por qué sigue usted fastidiándome de este modo? ––Elizabeth, escúchame. He procurado decirte una y otra vez lo que significas para mí... Pero no, es inútil hablar de esto... Procura comprender. ¿No te he hablado muchas veces de la vida que llevamos aquí, de este horrible enterrarse en––vida, de esta soledad que acaba con un hombre? Trata de comprender lo que esto significa y que tú eres la única persona del mundo que puede salvarme. ––¿Va a soltarme, o no? ¿Está usted loco para armar este escándalo a la puerta del Club? ––Entonces, ¿no significa nada para ti el que yo te quiera? Creo que nunca has comprendido lo que deseo de ti. Si lo prefieres, me casaré contigo prometiéndote a la vez no tocarte jamás. Eso no me importaría con tal de tenerte a mi lado. Pero no puedo seguir solo como hasta ahora, siempre solo. ¿No podrás perdonarme nunca? ––¡Nunca, nunca! No me casaría con usted aunque no hubiera otro hombre sobre la tierra. Antes me casaría con... el barrendero. Elizabeth había empezado a llorar desesperada, porque no la soltaba. Flory vió que la muchacha hablaba en serio. Y también a él se le saltaron las lágrimas, aunque por un motivo muy diferente. Insistió ––Por última vez. Recuerda lo mucho que significa tener a una persona en el mundo que te quiera. Recuerda que aunque encuentres a hombres más ricos, más jóvenes y mejores que yo en todos conceptos, jamás encontrarás a uno que te quiera corno yo. Y aunque yo no sea rico, puedo ofrecerte un hogar. Hay una manera de vivir... civilizada, decente... ––¿No ha dicho usted ya bastantes cosas?––dijo Elizabeth con más calma––. ¿Quiere soltarme antes de que llegue alguien? Flory aflojó la presión sobre sus muñecas. Estaba seguro de haberla perdido. Como una alucinación dolorosamente nítida, volvió a ver el hogar que había imaginado; vió el jardín y a Elizabeth alimentando a Nero y a las palomas por el sendero bordeado por las plantas amarillentas que le llegaban hasta los hombros; y el salón con las acuarelas en las paredes, y las flores de bálsamo en el jarrón de China reflejado en el barniz de la mesa, y las estanterías con libros, y el piano negro. ¡Sobre todo, este imposible y mítico piano, símbolo de todo lo que por el estúpido incidente había naufragado! ––¡Debías tener un piano!––dijo, desesperado. ––No toco el piano. La soltó del todo. Era inútil continuar. En cuanto se vió libre, Elizabeth corrió hacia el Club huyendo de la presencia que le era tan odiosa. Antes de entrar, por entre los árboles del jardín, se detuvo a quitarse las gafas y borrar las señales de las lágrimas. ¡Qué bestia, qué bestia! Le había señalado las muñecas como un salvaje. Entonces le pasó por la mente la imagen de aquel horrible rostro tal como había aparecido en la iglesia, de un blanco amarillento, y con la asquerosa señal cruzando la mejilla, y sintió tal repulsión que se habría alegrado de su muerte. Lo que le horrorizaba no era lo que Había hecho. Aunque hubiese cometido mil abominaciones, Elizabeth habría podido perdonarlo. Pero después de aquella vergonzosa y sórdida escena y de la espantosa fealdad del rostro desfigurado en aquellos momentos, jamás habría sido capaz de perdonarlo. Finalmente, había sido la señal de nacimiento, el “antojo”, lo que le había condenado. Cuando Elizabeth le contó a su tía que había rechazado a Flory, ésta se enfureció. Y ahora, con los pellizcos del tío, la vida en aquella casa se le haría imposible. Seguramente tendría que volver soltera a Inglaterra, después de tantas historias. ¡Las cucarachas ! No importaba. Cualquier cosa––la soltería, una vida de trabajos serviles––, cualquier cosa antes que casarse con aquel hombre. Antes la muerte, mucho antes la muerte, que soportar a un ser tan repugnante. Ni siquiera se acordaba de que Verrall la había abandonado y que el matrimonio con Flory podría haberla compensado moralmente. Lo único que tenía presente era que Flory se había deshonrado y era un infrahumano y que le odiaba como habría odiado a un leproso o un loco que hubiese querido casarse con ella. En este caso pudieron más los instintos que la razón y los intereses, y le habría sido tan imposible contrariar a sus instintos como dejar de respirar. Flory descendió por la pendiente de la colina, si no corriendo, por lo menos a un paso rapidísimo. Lo que había de hacer, debía ser hecho en seguida. Anochecía por momentos. La desgraciada Fío, que ni siquiera ahora se daba cuenta de lo serio de la situación, trotaba junto a él gimiendo de un modo que daba lástima, como reprochándole del puntapié que le había propinado. Cuando subía por el sendero, sopló el viento por entre los árboles arrancando de la tierra un perfume a humedad. Empezaba a llover de nuevo. Ko S'la le había puesto la mesa para la cena y quitaba algunos insectos que se habían suicidado contra la lámpara de petróleo. Evidentemente, no se había enterado todavía de lo sucedido en la iglesia. ––––La cena del santo amo está lista. ¿Quiere cenar ahora mismo el santo amo? ––No; aun no. Dame esa lámpara. Cogió la lámpara, se fue al dormitorio y cerró la puerta. El olor a polvo y a humo de cigarrillos le acogió, y a la blanquecina e inestable luz de la lámpara vió los libros amontonados y los lagartos que subían por la pared. Ya estaba de nuevo entre todo esto, su vida de siempre, el secreto tugurio de sus soledades. Después de tantas ilusiones y de tantos desengaños, aquí estaba otra vez en su ambiente. ¿Por qué no lo podía seguir soportando? Antes se había resignado. Y tenía ciertos consuelos: libros, el jardín, las bebidas, el trabajo, las prostitutas, la caza, y sus conversaciones con el doctor. No, no podría soportarlo más. Desde la llegada de Elizabeth se le habían abierto nuevas perspectivas de esperanza y de vida diferente, y se le había despertado la facultad de sufrir y sobre todo la capacidad de ilusionarse sobre el futuro. El letargo casi confortable en que había vivido hasta la llegada de la muchacha, se había desvanecido ya por completo. Y si ahora sufría, a medida que pasara el tiempo sería peor. Elizabeth no tardaría en casarse con alguien. Se imaginaba perfectamente el momento en que le darían la noticia: “¿Te has enterado? Por fin han colocado los Lackersteen a su sobrina. ¡Pobre Fulano; irá derechito al altar! ¡Que Dios le ayude”, etc. Y él preguntaría, fingiendo indiferencia: “¿Sí? Y ¿cuándo será la boda?”. Tendría que realizar un tremendo esfuerzo para que no se le notara su horrible sufrimiento. Luego llegaría, efectivamente, el día de la boda... y la noche. ¡No, eso no! ¡No más imágenes obscenas! Sacó de debajo de la cama el alargado baúl de hojalata, cogió de él su pistola automática, la cargó y se guardó en un bolsillo un cargador. En su testamento, le dejaba algo a Ko S'la. Quedaba Fío. Dejó la pistola sobre la mesa y salió. La perrita estaba jugando con Ba Shin, el más joven de los hijos de Ko S'la, bajo el techado de la cocina, donde los criados habían dejado los restos de una fogata. Fío brincaba en torno a los pedazos requemados de madera sacando los dientes como si quisiera morder al niño, mientras éste, con la saliente barriga enrojecida por el reflejo de las ascuas que quedaban, se reía y, en algunos momentos, le entraba miedo. ––¡Flo, ven aquí, Fío ! La perrita acudió obediente y siguió a su amo. El animal se detuvo a la puerta del dormitorio. Por fin, había comprendido que sucedía algo raro. Retrocedió un poco y se quedó mirando a Flory atemorizada, sin querer entrar. ––¡Ven aquí! Fío meneó la cola, pero no se movió. ––¡Ven, Fío, bonita, ven con tu amo! La perrita daba ya muestras de verdadero terror. Aulló y se arrastró por el suelo sin atreverse a huir abiertamente. Su amo se agachó y, cogiéndola por el collar, la tiró dentro del cuarto. ––¡Maldita perra, te he dicho que vengas! Flory cerró la puerta. Se acercó a la mesa para coger la pistola. ––¡Obedéceme l ¡Ponte aquí! Le dolía oír los gemidos del animal, que parecía suplicar que la perdonaran alguna culpa involuntaria. Fío se fué acercando a los pies de su amo arrastrándose muy lentamente y sin levantar la cabeza, como no atreviéndose a mirarlo. ––¡Pobrecilla ! ¡ Pobre Fío! ¡Ven aquí! Tu amo no te habría hecho nada, pero... ––Cuando la tenía a metro y medio, disparó, saltándole el cráneo hecho pedazos. El cerebro de Fío, esparcido por el suelo, parecía terciopelo rojo. ¿Tendría igual aspecto el suyo? Le parecía estar oyendo los gritos que lanzarían los criados que acudirían al oír el disparo. Con prisa, se abrió de un tirón la chaqueta y apretó el cañón del arma contra la camisa. Un diminuto lagarto, translúcido como una criatura de gelatina, perseguía a una polilla blanca por el borde de la mesa. Flory apretó el gatillo con el dedo pulgar. Cuando Ko S'la entró en la habitación––y esto fué a los pocos segundos––lo primero que vió fué el cadáver de la perrita Fío. Luego vió los pies de su amo, apuntando hacia arriba, al otro lado de la cama. Gritó para que acudiesen los demás criados y que impidiesen a los niños llegar hasta allí. Todos aparecieron en la puerta dando chillidos. Ko S'la cayó de rodillas detrás del cuerpo de Flory y en el mismo momento se asomó Ma Pe, que venía corriendo de la veranda. ––¿Se ha matado? ––Creo que sí. Dale la vuelta para que se quede de espaldas. Ah, mira eso, ahí en el pechó. Corre a avisar al doctor Veraswami. ¡Ve como el rayo! En la camisa de Flory había un limpio agujero no mayor que el que hace un lápiz atravesando una hoja de papel secante. Desde luego, estaba muerto. Con gran dificultad le arrastró Ko S'la hasta colocarlo encima de la cama, pues los demás criados se habían negado a tocar el cuerpo. El médico sólo tardó veinte minutos en llegar. Le habían dicho vagamente que Flory estaba herido y acudió en bicicleta lo más rápidamente que pudo bajo una lluvia torrencial. Tiró la bicicleta en el césped y entró corriendo, jadeante y sin poder ver por sus cristales mojados. Se los quitó y con sus ojos de miope miró a la cama. ––¿Qué ha sido esto, amigo mío?...––dijo, emocionado––. ¿Dónde está la herida? Luego, acercándose, vió que Flory estaba muerto, y lanzó un sordo gemido. ––¡Ay! ¿Qué ha sido? ¿Qué le ha sucedido? ––Se ha matado, señor. El doctor se arrodilló y, rasgando la camisa de Flory, le puso el oído en el pecho. En su rostro se reflejó una expresión angustiosa. Sacudió el cadáver por los hombros como si de esta manera pudiera volverlo a la vida. Un brazo cayó flojo sobre el borde de la cama. El doctor volvió a ponerlo en su posición anterior y luego, con la mano del muerto entre las suyas, rompió a llorar. Ko S'la, de pie junto a la cama, tenía una expresión trágica. Veraswami se levantó y, perdiendo el control de sus nervios, se apoyó contra uno de los postes de la cama y sollozó ruidosamente, de un modo grotesco, volviéndole la espalda a Ko S'la. Le temblaban sus gruesos hombros. Por fin logró reaccionar y se volvió hacia el criado. ––¿ Cómo ocurrió esto? ––Oímos dos tiros. Es seguro que se ha matado. Pero no sé por qué. ––¿Cómo sabes que lo hizo a propósito? ¿Por qué tienes la seguridad de que no ha sido un accidente? Por toda respuesta Ko S'la señaló en silencio el cada––ver de Fío. El doctor reflexionó un momento, y luego, con sus manos hábiles y suaves, envolvió el cuerpo en la sábana y lo ató por los pies y por la cabeza. Con la muerte, la mancha de la mejilla se había desvanecido por completo. Si acaso, quedaba aquella parte un poco gris. ––Enterrad la perra en seguida. Le diré a Macgregor que esto ha ocurrido por accidente mientras limpiaba el revólver. No olvides de enterrar a la perrita en seguida. Tu amo era amigo mío. No quedará escrito en la lápida de su tumba que se suicidó. XXV Fué una afortunada coincidencia que el cura estuviese aquel día en Kyauktada. Tomaría el tren a la tarde siguiente, y antes pudo leer el servicio funeral en debida forma e incluso dirigir unas palabras a los presentes ensalzando las virtudes del difunto. Todos los ingleses son virtuosos cuando están muertos. El veredicto oficial fué: “Muerte accidental» (el doctor Veraswami había probado con su habilidad forense que todas las circunstancias demostraban que se trataba de un accidente), y así se hizo constar en la lápida. Naturalmente, nadie lo creyó. El verdadero epitafio de Flory fué el comentario––repetido cada vez con menos frecuencia, pues un inglés que muere en Birmania es olvidado muy pronto––: “¿Flory? Ah, sí, era aquel chico moreno con la señal en la cara. Se mató en Kyauktada en 1926. Dicen que fué por una muchacha. ¡Qué tío más tonto! “Probablemente nadie, excepto Elizabeth, se sorprendió mucho de lo ocurrido. Entre los europeos residentes en Birmania se dan muchos casos de suicidio y ocasionan muy poca sorpresa, a fuerza de repetirse. La muerte de Flory tuvo varios resultados. El primero y más importante fué que el doctor Veraswami lo perdió todo, como él sabía muy bien que sucedería. El prestigio de ser amigo de un blanco –– lo único que le había salvado hasta entonces –– se evaporó con la muerte de Flory. Es cierto que éste no había tenido nunca ascendencia sobre los demás europeos, pero en definitiva era un blanco y su amistad podía cotizarla bien un indígena. Una vez muerto, el descalabro del doctor era inevitable. U Po Kyin esperó un tiempo prudencial y luego atacó de nuevo con más dureza que nunca. Apenas tardó tres meses en meterles en la cabeza a todos los blancos de Kyauktada que el doctor era un redomado pillo. No se hizo contra él ninguna acusación pública (U Po Kyin sabía arreglárselas para lograr sus objetivos sin recurrir a eso). Incluso Ellis se habría visto en un aprieto si le hubieran obligado a declarar qué pillerías concretas había cometido el médico; pero, sea como fuese, el convencimiento de que Veraswami era un completo sinvergüenza llegaron a tenerlo todos. Poco a poco las sospechas sobre él cristalizaron en una sola expresión birmana: shok de. Veraswami, según decían, era un tipo muy listo y un buen médico para los indígenas, pero le perdía el ser un shok de. Lo cual significa aproximadamente “individuo del que no puede uno fiarse”, y cuando un funcionario indígena es un shok de, y todo el mundo lo reconoce, ya puede despedirse. Su carrera está arruinada. No se sabe cómo, las temidas palabras llegaron a las altas esferas y el médico fué degradado y destinado al Hospital General de Mandalay con el puesto de ayudante de cirujano. Todavía está allí y con toda seguridad allí continuará el resto de su vida. Mandalay es una ciudad desagradable, polvorienta y hace en ella un calor insoportable. Los ingleses dicen que los cinco productos principales de Mandalay empiezan con “p”: pagodas, priests (curas protestantes), parias, pigs (cerdos) y prostitutas, y el trabajo del hospital es odioso. El doctor vive junto al hospital en un decrépito bungalow con una valla de hierro acanalado, y por las tardes recibe a su clientela en su consulta privada para mejorar un poco su reducido sueldo. Forma parte de un club de segundo orden frecuentado por los hindúes. La gran personalidad de este club es su único socio europeo: un electricista de Glasgow llamado MacDougall, que fué despedido de la compañía “Irrawady Flotilla” por sus continuas borracheras y que ahora vive pasando estrecheces con un garaje que ha instalado en Mandalay. Lo único que le interesa a MacDougall es el whisky y las magnetos. El doctor, incapaz de creer que ningún blanco puede ser tonto, intenta casi todas las noches interesar a aquel hombre en lo que él llama “una conversación culta”, pero obtiene resultados poco satisfactorios. Ko S'la heredó cuatrocientas rupias de Flory e instaló con su familia una casa de té en el bazar. Pero le fracasó el negocio, lo cual era inevitable puesto que sus dos mujeres se pasaban todo el día peleándose. Así que Ko S'la y Ma Pe tuvieron que volver a servir. En verdad, Ko S'la era un criado ideal. Además de su habilidad para manejar a los usureros, proporcionarle mujeres a su amo, llevarlo borracho a la cama y preparar bebidas estomacales a la mañana siguiente, sabía coser, llenar cartuchos, cuidar caballos, planchar trajes y decorar de un modo precioso las mesas a la hora de comer con intrincados dibujos de hojitas y granos de arroz teñidos. Podían pagársele muy bien cincuenta rupias al mes. Pero, desgraciadamente, tanto él como Ma Pe se habían acostumbrado muy mal durante el tiempo en que sirvieron a Flory. Se habían hecho unos vagos y los despedían de todas las casas al poco tiempo de haber entrado a servir en ellas. Pasaron un año muy malo y el pequeño Ba Shin empezó a toser cada vez con más fuerza, hasta que se quedó muerto de tanta tos en una asfixiante noche. Ko S'la es ahora segundo dependiente de un negociante en arroz de Rangún casado con una mujer neurótica, y Ma Pe sirve en la misma casa por dieciséis rupias al mes. Ma Hla May está en un burdel de Mandalay. No le queda nada de sus antiguos encantos y los clientes le pagan sólo cuatro annas y a veces la tratan a patadas. Quizás sea ella la que más añora los buenos tiempos en que Flory vivía, y lamenta no haber tenido la sensatez de ahorrar el dinero que le fué sacando. U Po Kyin convirtió en realidad todas sus ambiciones, excepto una. Después de caer en desgracia el doctor, era inevitable que eligiesen como socio del Club a U Po Kyin, y en efecto fué elegido, a pesar de las agrias protestas de Ellis. Después. todos tuvieron que alegrarse de haberlo elegido, pues resultó un socio muy cómodo. Se portaba con gran amabilidad con todos, no iba con demasiada frecuencia, soportaba muy bien la bebida y jugaba al bridge como un maestro. Unos meses después fué trasladado de Kyauktada y ascendido. Durante un año antes de retirarse, actuó como delegado del comisario y en ese año reunió veinte mil rupias de sobornos. Un mes después de su retiro lo llamaron a Rangún para imponerle la condecoración que le había sido concedida por el Gobierno de la India. Se celebró aquel durbar––solemnidad pública anglo-hindúque resultó impresionante. En la plataforma, entre banderas y flores, estaba sentado el gobernador, de frac, en una especie de trono. Detrás de él, de pie, un grupo de ayudantes y secretarios. En torno montaban la guardia los altos y barbudos sowards–– soldados de caballería hindú––, como brillantes figuras de cera, con sus lanzas rematadas por banderines. Fuera, una banda de música amenizaba el patriótico espectáculo. La galería estaba muy animada con los ingyis blancos y los chales rojos de las damas birmanas, y en el centro del amplio salón esperaban para recibir sus condecoraciones unos cien individuos. Había oficiales birmanos con deslumbrantes pasos de Mandalay y muchos hindús con pagris dorados y oficiales británicos con uniforme de gala, y viejos thugyis con su cabello cano atado en un moño y sus machetes con puño de plata colgados de los hombros. En voz clara y fuerte leyó el primer secretario la lista de las recompensas, que iba desde el C.I.E. a los certificados de honor en estuche de plata. Cuando le llegó el turno a U Po Kyin, el secretario desenrolló un pergamino y leyó ––”A U Po Kyin, subcomisario adjunto, retirado, por sus largos y leales servicios y muy especialmente por su oportuna ayuda que contribuyó en gran medida a aplastar una peligrosísima rebelión en el distrito de Kyauktada...” Dos soldados situados allí con este objeto ayudaron a aquella masa de carne a moverse hasta la plataforma. U Po Kyin se inclinó lo más profundamente que le permitió su barriga descomunal y fué condecorado y felicitado, mientras Ma Kin y el grupo de admiradores del hombre ilustre aplaudían con delirante entusiasmo y agitaban pañuelos desde la galería. U Po Kyin había conseguido todo lo que un ser mortal puede lograr. No le quedaba más que prepararse para el otro mundo, es decir, debía empezar sin tardanza a construir pagodas. Pero, desgraciadamente, le fallaron en esto sus planes. Sólo tres días después del durbar celebrado en el Palacio del Gobernador, antes de que se hubiese instalado el primer ladrillo de las compensadoras pagodas, murió U Po Kyin de un ataque de apoplejía sin haber podido pronunciar una palabra. Contra el destino no caben armaduras. Ma Kin quedó aterrada por este desastre. Aunque ella hubiese edificado las pagodas, a U Po Kyin no le hubiera servido de nada; sólo puede uno salvarse por sus propios actos. Ahora está sufriendo mucho la pobre porque piensa que U Po Kyin debe de andar vagando por sabe Dios qué espantoso subterráneo de fuego, tinieblas, serpientes y genios maléficos. E incluso si se ha escapado de lo peor, es seguro que se ha convertido en realidad su otro gran miedo en vida, o sea, que ha vuelto a la tierra en forma de rata o de rana. Es muy posible que en estos instantes lo esté devorando una serpiente. En cuanto a Elizabeth, las cosas le fueron mejor de lo que esperaba. Después de la muerte de Flory, la señora Lackersteen, quitándose de una vez la careta, dijo francamente que en aquel sitio tan horrible no había hombres casaderos, y que la única esperanza de su sobrina era pasarse unos meses en Rangún o Maymyo a ver si pescaba alguno. Pero no podía mandar a Elizabeth a Rangún ni a Maymyo sola, y acompañarla equivalía a condenar al señor Lackersteen a morir víctima del deliriums tremens. Pasaron los meses, y, cuando las lluvias alcanzaron su punto culminante, Elizabeth se decidió a regresar a Inglaterra sin un céntimo y sin marido, pero en aquel preciso momento se declaró a ella Macgregor. Hacía mucho tiempo que lo tenía pensado, pero había querido esperar un tiempo prudencial después de la muerte de Flory. Elizabeth lo aceptó contenta. Quizás fuera un poco viejo para ella, pero ¿cómo despreciar a un subcomisario? Desde luego, era mucho mejor partido que Flory. Ahora, esta pareja es muy feliz. El señor Macgregor fué siempre un Hombre de gran corazón, pero todavía se ha hecho más humano y simpático desde su matrimonio. Ha bajado el tono de voz y ha renunciado a sus ejercicios gimnásticos matutinos. Elizabeth ha madurado con increíble rapidez y se le ha acentuado una cierta dureza de modales que siempre había tenido en germen. Sus criados viven aterrorizados bajo su dominio, aunque no hable ni una palabra de birmano. Lo que sí conoce a fondo es la lista civil, organiza agradables reuniones y sabe poner en su sitio a las esposas de los funcionarios subordinados de su marido. En fin, que ocupa con gran brillantez el puesto que la naturaleza le tenía reservado desde el principio: el de una burra msensahib. Джордж Оруэлл. Граница Джордж Оруэл. Граница George Orwell. La marca