Фридрих Энгельс. Диалектика природа. FEDERICO ENGELS. DIALÉCTICA DE LA NATURALEZA

Фридрих Энгельс. Диалектика природа.
FEDERICO ENGELS. DIALÉCTICA DE LA NATURALEZA

Фридрих Энгельс. Диалектика природа.
FEDERICO ENGELS. DIALÉCTICA DE LA NATURALEZA

[ESBOZOS PARA UN PLAN]

[ESBOZO DE UN PLAN DE CONJUNTO]1

1. Introducción histórica: el propio desarrollo de las ciencias naturales hace que sea ya imposible, la concepción metafísica de estas ciencias.

2. Trayectoria del desarrollo teórico en Alemania desde Hegel (viejo prólogo).2 El retorno a la dialéctica se opera de un modo inconsciente y, por tanto, lento y lleno de contradicciones.

3. La dialéctica, como ciencia de la concatenación total. Leyes fundamentales: trueque de cantidad y cualidad; mutua penetración de las antítesis polares y trueque de la uno en la otra, si se las lleva hasta su extremo; desarrollo a través de la contradicción, o negación de la negación; forma de desarrollo en espiral.

4. Trabazón entre las diversas ciencias. Matemáticas, mecánica, física, química, biología. St. Simon (Comte) y Hegel.

5. Aperçus [reflexiones, observaciones] acerca de las distintas ciencias y de su contenido dialéctico:

1. Matemáticas: medios auxiliares y giros dialécticos. Existencia real del infinito matemático;
2. Mecánica celeste, ahora reducida a un proceso. Mecánica: partiendo de la inercia, que no es sino la expresión negativa de la indestructibilidad del movimiento;
3. Física: tránsitos de unos movimientos moleculares en otros. Clausius y Loschmidt;
4. Química: teorías. La energía;
5. Biología. Darvinismo. Necesidad y casualidad.

6. Los límites del conocimiento. Du Bois-Reymond y Nägeli. Helmholtz, Kant, Hume.
7. La teoría mecanicista. Haeckel.
8. El alma de la plastídula:3 Haeckel y Nägeli.
9. Ciencia y enseñanza: Virchow.4
10. El estado celular: Virchow.
11. Política y sociología darvinistas: Haeckel y Schmidt.5 Diferenciación del hombre por el trabajo. Aplicación de la economía a las ciencias naturales. El “trabajo” de Helmholtz (Populäre Vorträge [Conferencias de divulgación], II).6
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[ESBOZO DE UN PLAN PARCIAL]7

1. El movimiento, en general.

2. Atracción y repulsión. Transmisión del movimiento.

3. [Ley de la] conservación de la energía, aplicada a esto. Repulsión + atracción.—Adición de repulsión = energía.
4. Gravitación; cuerpos celestes; mecánica terrestre.

5. Física. Calor. Electricidad.

6. Química.

7. Resumen.

a) Antes de 4: Matemáticas. Línea infinita. + y — iguales.
b) En astronomía: trabajo que rinden las mareas.

Calculo doble en Helmholtz, II, 120.8
“Fuerzas” en Helmholtz, II, 190.9

[ARTICULOS]

INTRODUCCION 1

La moderna investigación de la naturaleza es la única que ha logrado un desarrollo científico, sistemático, en todos y cada uno de sus aspectos, por oposición a las geniales intuiciones de los antiguos en torno a la filosofía de la naturaleza y a los descubrimientos extraordinariamente importantes, pero esporádicos y en su mayor parte estériles, de los árabes; la investigación moderna de la naturaleza data, como toda la historia moderna, de aquella formidable época a que los alemanes, por la desgracia nacional que en aquel tiempo experimentamos, damos el nombre de la Reforma y que los franceses llaman el Renacimiento y los italianos el Cinquecento,2 sin que ninguno de estos nombres la exprese en su totalidad. Es la época que arranca de la segunda mitad del siglo XV. La monarquía, apoyándose en los habitantes de las ciudades, destrozó el poder de la nobleza feudal y fundó los grandes reinos, erigidos esencialmente sobre una base nacional, en los que habrían de desarrollarse las modernas naciones europeas y la moderna sociedad burguesa; y cuando todavía los burgueses y la nobleza andaban a la greña, la guerra de los campesinos alemanes3 apuntó proféticamente a las futuras luchas de clases, no sólo al sacar a la palestra a los campesinos sublevados -pues esto no era nada nuevo-, sino al poner de manifiesto, detrás de ellos, los comienzos del proletariado actual, tremolando la bandera roja y pronunciando la reivindicación de la comunidad de bienes. En los códices salvados de la caída de Bizancio y en las estatuas antiguas desenterradas de entre las ruinas de Roma vieron los ojos asombrados del Occidente surgir un mundo nuevo, el mundo de la antigüedad griega; ante sus luminosos contornos se esfumaban los espectros de la Edad Media; Italia alcanzó un insospechado esplendor de las artes, que era como un reflejo de la antigüedad clásica y que ya nunca volvería a lograrse. En Italia, en Francia, en Alemania surgió una nueva literatura, la literatura moderna; poco después, vivieron Inglaterra y España su período literario clásico. Cayeron por tierra las barreras del Orbis terrarum;4 fue ahora cuando, en rigor, se descubrió la tierra y se echaron con ello los cimientos para lo que sería el comercio mundial y para el paso del artesanado a la manufactura, que, a su vez, serviría de punto de
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partida para la gran industria moderna. Se derrumbó la dictadura espiritual de la Iglesia; los pueblos germánicos la rechazaron directamente, en su mayoría, y abrazaron el protestantismo, al paso que entre los pueblos latinos iba arraigando cada vez más un luminoso espíritu libre heredado de los árabes y nutrido por la filosofía griega recién descubierta, que preparaba el terreno para el materialismo del siglo XVIII

Era la más grandiosa transformación progresiva que la humanidad había vivido hasta entonces, una época que requería titanes y supo engendrarlos; titanes, por su vigor mental, sus pasiones y su carácter, por la universalidad de sus intereses y conocimientos y por su erudición. Los hombres que fundaron la moderna dominación de la burguesía eran todo menos gentes burguesamente limitadas. Lejos de ello, en todos dejó su huella más o menos marcada el carácter aventurero de la época en que les tocó vivir. Casi todos los hombres descollantes de aquel tiempo emprendieron grandes viajes, hablaban cuatro o cinco lenguas y brillaban en varias disciplinas de conocimiento. Leonardo de Vinci no era solamente un gran pintor, sino también un gran matemático, mecánico e ingeniero, a quien deben importantes descubrimientos las más diferentes ramas de la física; Alberto Durero era pintor, grabador, escultor y arquitecto e inventó, además, un sistema de fortificaciones en que se contenían ya algunas de las ideas que mucho más tarde serían renovadas por Montalembert y los modernos ingenieros alemanes. Maquiavelo era estadista, historiador, poeta y, a la par con ello, el primer notable escritor militar de los tiempos modernos. Lutero no limpió solamente los establos de Augías de la Iglesia, sino también los de la lengua alemana, creó la prosa alemana moderna y compuso el texto y la melodía de aquel grandioso coral en que resuena el tono seguro de la victoria y que es como la Marsellesa del siglo XVI. Y es que los héroes de aquel tiempo no vivían aún esclavizados por la división del trabajo, cuyas consecuencias apreciamos tantas veces en el raquitismo y la unilateralidad de sus sucesores. Pero lo que sobre todo los distingue es el hecho de que casi todos ellos vivían y se afanaban en medio del torbellino del movimiento de su tiempo, entregados a la lucha práctica, tomando partido y peleando con los demás, quiénes con la palabra y la pluma, quiénes con la espada en la mano, quiénes empuñando la una y la otra. De ahí aquella fuerza y aquella plenitud de carácter que hace de ellos hombres de una pieza. Los eruditos de gabinete eran una excepción: unos, gentes de segunda o tercera fila; otros, cautelosos filisteos, que no querían quemarse los dedos.

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La investigación de la naturaleza se movía también, por aquellos días, en medio de la revolución general y ella misma era en todo y por todo revolucionaria; no en vano tenía que empezar por conquistarse, luchando, el derecho a la vida. Mano a mano con los grandes italianos de los que data la filosofía moderna, dio al mundo sus mártires en las hogueras y en las cárceles de la Inquisición. Y, en este punto, es harto significativo el hecho de que los protestantes se adelantaran a los católicos en la persecución desatada contra la libre investigación de la naturaleza. Calvino quemó a Miguel Servet cuando éste estaba a punto de descubrir la circulación de la sangre, dejándolo tostarse vivo por espacio de dos horas; por lo menos, la Inquisición se contentó con achicharrar pura y simplemente a Giordano Bruno.
El acto revolucionario con que la investigación de la naturaleza declaró su independencia y repitió, en cierto modo, la quema de las bulas por Lutero fue la edición de la obra inmortal con que Copérnico -que no tenía nada de temerario y que, además, se hallaba ya, por así decirlo, en su lecho de muerte- arrojó el guante a la autoridad eclesiástica en lo tocante a las cosas de la naturaleza. De entonces data la emancipación de las ciencias naturales con respecto a la teología, aunque el debate para deslindar las mutuas pretensiones llegue hasta nuestros mismos días y en ciertas cabezas aún no se haya ventilado del todo, ni mucho menos. Pero, a partir de entonces, el desarrollo de las ciencias comenzó a avanzar con paso gigantesco, ganando en fuerza, en la proporción del cuadrado de la distancia (en el tiempo) con respecto al punto de partida. Era como si se tratara de demostrar al mundo que, a partir de ahora, regía para el producto más alto de la materia orgánica, para el espíritu humano, la ley de movimiento inversa a la de la materia inorgánica.
La tarea principal que se planteaba en el período inicial de la ciencia de la naturaleza, ya en sus albores, era el llegar a dominar la materia más al alcance de la mano. En la mayoría de los campos, fue necesario comenzar por los mismos rudimentos. La antigüedad nos había legado a Euclides y el sistema solar de Tolomeo, los árabes nos habían dejado la numeración decimal, los rudimentos del álgebra, los números modernos y la alquimia; la Edad Media cristiana no había dejado tras sí absolutamente nada. En esta situación, necesariamente tenía que ocupar el primer lugar la ciencia más elemental de la naturaleza, la mecánica de los cuerpos terrestres y celestes, y junto a ella y a su servicio el descubrimiento y el perfeccionamiento de los métodos matemáticos. En estos campos, se lograran grandiosos resultados. Al final del período, presidido por los nombres de Newton y Linneo, encontramos estas

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ramas de la ciencia ya hasta cierto punto redondeadas. Se fijan en sus fundamentales rasgos los métodos matemáticos más esenciales; la geometría analítica culmina, principalmente, gracias a Descartes, los logaritmos se desarrollan gracias a Neper, el cálculo diferencial e integral gracias a Leibniz y tal vez a Newton. Y lo mismo podemos decir de la mecánica de los cuerpos sólidos, cuyas leyes principales se ponen en claro de una vez por todas. Por último, en la astronomía del sistema solar descubre Képler las leyes del movimiento planetario y Newton las reduce al punto de vista de las leyes generales del movimiento de la materia. Las demás ramas de la ciencia de la naturaleza distaban mucho de haber llegado todavía ni siquiera a esta culminación provisional. La mecánica de los cuerpos fluidos y gaseiformes no llegó a desarrollarse un poco más sino hasta el final del período.* La verdadera física se hallaba todavía en mantillas, exceptuando la óptica, cuyos progresos excepcionales fueron determinados por las exigencias prácticas de la astronomía. La química comenzaba apenas a emanciparse de la alquimia, gracias a la teoría flogística.5 La geología aún no había salido de la fase embrionaria de la mineralogía; era natural que la paleontología no pudiese ni siquiera existir, por aquel entonces. Finalmente, en el campo de la biología aún no se trabajaba a fondo en la recopilación y clasificación inicial del inmenso material existente, tanto el botánico y el zoológico como el anatómico y el fisiológico en sentido estricto. Apenas podía siquiera hablarse de la comparación entre las diversas formas de la vida, de la investigación de su expansión geográfica, de sus condiciones de vida climatológicas, etc. Solamente la botánica y la zoología llegaron a resultados más o menos concluyentes, gracias a Linneo.

Pero lo que caracteriza especialmente a este período es el haber llegado a desentrañar una peculiar concepción de conjunto, cuyo punto central es la idea de la absoluta inmutabilidad de la naturaleza. Cualquiera que fuese el modo como había surgido, la naturaleza, una vez formada, permanecía durante todo el tiempo de su existencia tal y como era. Los planetas y sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso “impulso inicial”, seguían girando eternamente o, por lo menos, hasta el fin de todas las cosas, dentro de las elipses previamente establecidas. Las estrellas descansaban para siempre, fijas e inmóviles, en sus puestos, sosteniéndose las unas a las otras por la “gravitación universal”. La tierra había permanecido invariable desde siempre o (según los casos) desde el primer día de la creación. Los “cinco continentes”

* Al margen del manuscrito, aparece a lápiz esta anotación de Engels: “Torricelli, con motivo de la regulación de la corriente de los ríos de los Alpes.” N. del ed.

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conocidos habían existido siempre; las montañas, los valles y los ríos no habían sufrido variaciones; siempre habían existido el mismo clima, la misma flora y la misma fauna, fuera de los casos en que la mano del hombre se había ocupado de modificarlas o trasplantarlas. Las especies vegetales y animales habían quedado establecidas de una vez para siempre al nacer; lo igual engendraba continuamente lo igual, y ya era mucho el hecho de que Linneo admitiera la posibilidad de que de vez en cuando surgieran nuevas especies por medio del cruzamiento. Por oposición a la historia de la humanidad, que se desarrollaba en el tiempo, a la historia de la naturaleza se le asignaba solamente un desarrollo en el espacio. Se negaba en la naturaleza todo lo que fuese cambio y desarrollo. Las ciencias naturales, al comienzo tan revolucionarias, se enfrentaban de pronto con una naturaleza totalmente conservadora, en la que todo seguía siendo hoy lo mismo que había sido ayer y siempre y en la que todo -hasta el fin del mundo o por toda una eternidad- seguiría siendo como siempre y desde el comienzo mismo había sido.

Todo lo que las ciencias naturales de la primera mitad del siglo XVIII estaban por encima de la antigüedad griega en punto al conocimiento e incluso a la clasificación de la materia, se hallaban por debajo de ella en cuanto al modo de dominarla idealmente, en cuanto a la concepción general de la naturaleza. Para los filósofos griegos, el mundo era algo que había surgido, esencialmente, del caos, que se había desarrollado, que había nacido. En cambio, para los naturalistas del período que estamos estudiando era algo petrificado e inmutable y, para la mayoría de ellos, además, algo que había sido creado de golpe. La ciencia sigue hundiéndose profundamente aún en las simas de la teología. Por todas partes busca y encuentra un impulso recibido desde fuera, que no es posible explicar por la naturaleza misma. Aunque la atracción, que Newton bautiza con el pomposo nombre de gravitación universal, se conciba como una cualidad esencial de la materia, ¿de dónde nace la inexplicable fuerza tangencial que traza las órbitas de los planetas? ¿Cómo han surgido las innumerables especies vegetales y animales? ¿Y cómo ha aparecido el hombre mismo, del que se sabe, desde luego, que no ha existido eternamente? La ciencia de la naturaleza contestaba con harta frecuencia a estas preguntas remitiéndose al creador de todas las cosas. Copérnico inicia este período con la repulsa de la teología; Newton lo cierra sentando el postulado del inicial impulso divino. La suprema idea general a que se remontaba esta ciencia de la naturaleza era la idea finalista de las instituciones naturales, aquella vacua teleología wolffiana según la cual los gatos habían sido creados para comerse a los ratones, los

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ratones para ser comidos por los gatos y la naturaleza toda para poner de manifiesto la sabiduría del creador. Y hay que decir que mucho honra a la filosofía de aquel tiempo el que no se dejase extraviar por el estado limitado de los conocimientos de la naturaleza contemporáneos, el que, por el contrario -desde Spinoza hasta los grandes materialistas franceses- insistiese en explicar el mundo por sí mismo, dejando que las ciencias naturales del futuro se encargaran de fundamentar en detalle esta explicación.

Incluyo en este período a los materialistas del siglo XVIII, porque no disponían, en lo tocante a la ciencia de la naturaleza, de otro material que el que hemos descrito más arriba. El estudio de Kant, que hizo época, seguía siendo un misterio para ellos y Laplace vino más tarde. No olvidemos que esta manera anticuada de concebir la naturaleza, aunque agrietada por todas partes gracias al progreso de la ciencia, siguió dominando toda la primera mitad del siglo XIX y aún es hoy el día en que, en lo fundamental, se la sigue profesando en todas las escuelas.*

El primero que abrió una brecha en esta concepción petrificada de la naturaleza fue, no un naturalista, sino un filósofo. En 1755 apareció la Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, de Kant. El problema del impulso inicial quedaba eliminado; la tierra y todo el sistema solar aparecían como algo que había ido formándose en el transcurso del tiempo. Si la gran mayoría de los naturalistas de aquel tiempo hubiesen sentido un poco menos de horror al pensamiento expresado por Newton en la admonición: “¡Oh, física,

* De qué modo tan inconmovible puede seguir aferrado a esta concepción un hombre cuyas realizaciones científicas han suministrado elementos sumamente importantes para superarla, lo revelan las siguientes clásicas palabras:
“Todas las instituciones de nuestro sistema solar indican, en cuanto podemos penetrar en ellas, el mantenimiento de lo existente y su permanencia inmutable. Del mismo modo que ningún animal, ninguna planta de la tierra son, desde los tiempos más antiguos, más perfectos de lo que eran u otros distintos; del mismo modo que, en todos los organismos, sólo observamos relaciones entre sí, pero no relaciones de sucesión, y que nuestra propia especie se ha mantenido invariable desde el punto de vista físico, tampoco la más inmensa variedad de los cuerpos cósmicos coexistentes nos autoriza a ver en estas formas diferentes fases de desarrollo. sino que, por el contrario, todo lo creado es igualmente perfecto en sí.” (Mädler, Populäre Astronomie [“Astronomía popular”], Berlín, 1861, 5a edición, pág. 316). [Nota de Engels.]
Al margen del manuscrito, aparece esta anotación a lápiz: “La firmeza de la vieja concepción de la naturaleza servía de base para compendiar de un modo universal toda la ciencia natural, vista en su conjunto. Los enciclopedistas franceses, todavía en una yuxtaposición puramente mecánica, y lo mismo simultáneamente, St. Simon y la filosofía alemana de la naturaleza, llevada a su término por Hegel.” N. del ed.

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guárdate de la metafísica!”, hubieran podido extraer de este solo descubrimiento genial de Kant conclusiones que les habrían ahorrado interminables extravíos y cantidades inmensas de tiempo y esfuerzo malgastados en falsas direcciones. El descubrimiento de Kant encerraba, en efecto, lo que sería el punto de partida de todo progreso ulterior. Si la, tierra era el resultado de un proceso de formación, también tenían que serlo necesariamente su actual estado geológico, geográfico y climático, sus plantas y sus animales; esto quería decir que la tierra debía necesariamente tener una historia no sólo en el espacio, en orden de extensión, sino también en el tiempo, en orden de sucesión. De haberse seguido investigando en esta dirección inmediatamente y de un modo resuelto, la ciencia de la naturaleza se hallaría al presente mucho más avanzada de lo que se halla. Pero, ¿acaso podía venir algo bueno de la filosofía? El estudio de Kant no se tradujo en resultado inmediato alguno, hasta que, muchos años después, Laplace y Herschel desarrollaron y fundamentaron con mayor precisión su contenido, abriendo camino con ello, poco a poco, a la “hipótesis nebular”.6 Posteriores descubrimientos dieron, por último, el triunfo a esta teoría; citaremos entre los más importantes el movimiento propio de las estrellas fijas, la demostración de un medio resistente en el espacio cósmico y la prueba, obtenida por medio del análisis espectral, de la indentidad química de la materia cósmica y de la existencia de masas candentes de niebla como las que hipotéticamente habría supuesto Kant.*

Cabe, sin embargo, dudar de que la mayoría de los naturalistas hubieran llegado a percatarse enseguida de la contradicción que entrañaba el admitir que la tierra cambia, al paso que los organismos que en ella moran son inmutables, a no ser porque la vaga idea de que la tierra no es, sino que deviene, se desarrolla y perece, se vio reforzada por otro conducto. Al surgir la geología, vino a demostrar que no sólo existían estratos sucesivos y superpuestos, sino que, además, se desenterraban en ellos caparazones y esqueletos de animales desaparecidos y troncos, hojas y frutos de plantas que ya no se conocían. No hubo más remedio que reconocer la evidencia: no sólo la tierra en su conjunto, sino también las plantas y los animales que en ella vivían tenían su historia, desarrollada en el tiempo. Esta evidencia, al principio, se reconoció, sin embargo, de bastante mala gana. La teoría de las revoluciones de la tierra, formulada por Cuvier, era una teoría revolucionaria de nombre, pero reaccionaria de hecho. En vez de una gran creación divina, se admitía toda una serie

* Al margen del manuscrito, figura esta nota a lápiz: “También se comprende ahora por primera vez, gracias a Kant, la resistencia a la rotación de la Tierra por efecto de las mareas.” N. del ed.

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de reiterados actos de creación, convirtiendo el milagro en palanca esencial de la naturaleza. Fue Lyell el primero que hizo entrar en razón a la geología, al sustituir las bruscas revoluciones debidas al capricho del creador por los resultados graduales de una lenta transformación de la tierra.*

La teoría de Lyell era aún más incompatible con la hipótesis de especies orgánicas constantes que cuantas la habían precedido. La transformación gradual de la superficie de la tierra y de todas las condiciones de vida llevaba directamente aparejada la gradual transformación de los organismos y su adaptación al medio cambiante, la mutabilidad de las especies. Pero la tradición no sólo es una potencia en la Iglesia católica; también lo es en las ciencias naturales. El propio Lyell se pasó largos años sin acertar a ver la contradicción, y menos aún la vieron sus discípulos. Ello sólo puede explicarse por la división del trabajo que entre tanto había ido imponiéndose en el campo de las ciencias naturales, la cual limitaba los horizontes de cada investigador, en mayor o menor medida, a su especialidad, sin permitirle, salvo en casos excepcionales, remontarse a una visión de conjunto.

Mientras tanto, había logrado la física grandes progresos, cuyos resultados fueron resumidos casi al mismo tiempo por tres diferentes personalidades en 1842, año que hizo época en esta rama de las ciencias naturales.7 Mayer, en Heilbronn, y Joule, en Manchester, pusieron de manifiesto la mutación del calor en fuerza mecánica y de ésta en calor. Y, al establecerse la equivalencia mecánica del calor, quedó fuera de toda duda este resultado. Al mismo tiempo, Grove8 -que no era naturalista de profesión, sino un abogado inglés- demostró, mediante la simple elaboración de los resultados físicos sueltos ya adquiridos, el hecho de que todas las llamadas fuerzas físicas, la fuerza mecánica, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismo y hasta la misma llamada fuerza química, se trocaban en determinadas condiciones la una en la otra, sin producirse cambio de fuerza alguno, con lo que venía a corroborarse, andando el tiempo, por la vía física, la tesis cartesiana de que la cantidad de movimiento existente en el universo es invariable. Con ello, las fuerzas físicas específicas, los “tipos” inmutables de la física, por así decirlo, se reducían a distintas formas de movimiento de la materia, formas diferenciadas y que se convertían las unas en las otras con sujeción a determinadas leyes.

* La falla de la concepción de Lyell -por lo menos, bajo su primera forma- estribaba en concebir las fuerzas que actuaban sobre la tierra como constantes, tanto cualitativa como cuantitativamente. No existe para él el enfriamiento de la tierra; ésta no se desarrolla en una dirección determinada, sino que cambia pura y simplemente de un modo incoherente y casual. [Nota de Engels.]

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Se descartaba, así, de la ciencia el carácter contingente de la existencia de tantas o cuántas fuerzas físicas, poniéndose de manifiesto los entronques y las transiciones entre ellas. La física había llegado, como antes la astronomía, a un resultado que apuntaba en definitiva, necesariamente, al ciclo perenne de la materia en movimiento.

El desarrollo asombrosamente rápido de la química desde Lavoisier y especialmente desde Dalton vino a socavar, por otro lado, las viejas ideas imperantes acerca de la naturaleza. Al crearse por la vía inorgánica combinaciones que hasta entonces sólo se conocían en el organismo vivo, se demostró que las leyes de la química tenían para los cuerpos orgánicos la misma vigencia que para los inorgánicos, con lo que colmaba gran parte del abismo eternamente infranqueable que, todavía según Kant, separaba a la naturaleza inorgánica de la orgánica.

Finalmente, en el campo de la investigación biológica y principalmente desde mediados del siglo pasado [del siglo XVIII], los viajes y expediciones científicos sistemáticamente emprendidos, la minuciosa exploración por los especialistas residentes en ellas de las colonias europeas repartidas por todo el mundo y los progresos de la paleontología, de la anatomía y de la fisiología en general, principalmente los llevados a cabo después del empleo sistemático del microscopio y del descubrimiento de la célula, produjeron tal acopio de materiales, que ello hizo posible, y al mismo tiempo impuso como necesario, el método comparativo.* De una parte, la geografía física comparada establecía las condiciones de vida de las diferentes floras y faunas y, de otra parte, se comparaban los diversos organismos en cuanto a sus órganos homólogos, no sólo en su estado de madurez, sino también en todas sus fases de desarrollo. Y cuanto más profundas y exactas eran estas investigaciones, más iba desmoronándose entre sus manos aquel sistema rígido de una naturaleza orgánica plasmada con caracteres inmutables. Nuevas especies vegetales y animales singulares se revelaban irremediablemente como el resultado de la transición de unas a otras, borrándose así sus contornos propios; surgían animales como el anfioxo y el lepidosiren,9 que se burlaban de todas las clasificaciones anteriores,** y, por último, se encontraron organismos que lo mismo podían pertenecer al reino vegetal que al animal. Iban colmándose poco a poco las lagunas del archivo

* Al margen del manuscrito, figura esta nota a lápiz: “Embriología”. N. del ed.
** Al margen del manuscrito, figura esta nota a lápiz: “Ceratodo. Idem arqueópterix, etc.”10N. del ed.

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paleontológico y hasta los más reacios se veían obligados a reconocer el pasmoso paralelismo existente entre la historia evolutiva del mundo orgánico en su conjunto y el de cada organismo en particular, hilo de Ariadna que habría de permitirnos salir del laberinto en el que parecían extraviarse más y más la botánica y la zoología. Fue una coincidencia significativa el que casi al mismo tiempo en que veía la luz el embate de Kant contra la perennidad del sistema solar, lanzase C. E. Wolff, en 1759, el primer ataque contra la permanencia de las especies y proclamase la teoría de la descendencia. Y lo que en Wolff no era todavía más que un vislumbre genial cobró contornos claros y definidos con Oken, Lamarck y Bauer, para triunfar definitivamente cien años más tarde, en 1859, gracias a Darwin. Casi al mismo tiempo, se comprobó que el protoplasma y la célula, de los que ya antes se había demostrado que eran las formas primarias de todos los organismos, existían además en la realidad viva, como las formas orgánicas más bajas de todas. Con ello, se reducía al mínimo el abismo entre la naturaleza orgánica y la inorgánica y, al mismo tiempo, se eliminaba uno de los principales obstáculos con que hasta entonces venía tropezando la teoría de la descendencia de los organismos. La nueva concepción de la naturaleza había quedado delineada en sus rasgos fundamentales: todo lo que había en ella de rígido se aflojaba, cuanto había de plasmado en ella se esfumaba, lo que se consideraba eterno pasaba a ser perecedero y la naturaleza toda se revelaba como algo que se movía en perenne flujo y eterno ciclo.

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Hemos retornado, así, a la concepción de los grandes fundadores de la filosofía griega, según la cual la naturaleza toda, desde lo más pequeño hasta lo más grande, desde el grano de arena hasta el sol, desde el protozoo hasta el hombre, se halla, existe en perenne proceso de nacimiento y extinción, en flujo incesante, en un estado continuo de movimiento y cambio. Pero con una diferencia esencial, y es que lo que para los griegos sólo era una intuición genial constituye para nosotros el resultado de una investigación rigurosamente científica y experimental, razón por la cual cobra una forma mucho más definida y clara. Cierto es que la comprobación empírica de este ciclo no aparece todavía, ni mucho menos, libre de lagunas, pero éstas resultan insignificantes si se las compara con los resultados ya conseguidos, y además, se las va llenando poco a poco. ¡Cómo podía no presentar toda una serie de lagunas la comprobación en cuanto al detalle, si se piensa que las ramas más esenciales de la ciencia -la astronomía interplanetaria, la

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química, la geología- apenas cuentan con un siglo de existencia, que la fisiología comparada sólo data, científicamente, de cincuenta años atrás, que la forma fundamental de casi toda la evolución biológica, la célula, no hace aún cuarenta años que fue descubierta!11

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Partiendo de masas nebulosas incandescentes y que giran en torbellino -las leyes de cuyo movimiento tal vez se descubran ahora, una vez que las observaciones acumuladas a lo largo de varios siglos nos suministren claridad acerca del movimiento propio de los astros- se formaron por condensación y enfriamiento los innumerables soles y sistemas solares de nuestra isla cósmica, enmarcados por los anillos más lejanos de estrellas de la Vía Láctea. Todo parece indicar que esta evolución no se operó en todas partes con la misma rapidez. La existencia de cuerpos oscuros, no puramente planetarios, es decir, de soles apagados dentro de nuestro sistema solar, va imponiéndose cada vez más en la astronomía (Mädler); y, de otra parte, de nuestro sistema sideral forman parte integrante (según Secchi) manchas nebulosas gaseiformes, que representan una serie de soles aún no plasmados, sin que esté excluida la posibilidad de que otras nebulosas, según sostiene Mädler, sean otras tantas remotas islas cósmicas independientes, cuyo grado relativo de desarrollo habrá de revelar el espectroscopio.

Laplace ha demostrado, de un modo no superado hasta ahora, cómo de una masa nebulosa ha llegado a desarrollarse un sistema solar; después de él, la ciencia no ha hecho más que confirmar sus conclusiones.

En los distintos cuerpos así formados -soles, planetas y satélites- rige en un principio la forma de movimiento de la materia a que damos el nombre de calor. Con una temperatura como la que todavía hoy tiene el sol no puede hablarse de la posibilidad de combinaciones químicas entre los elementos; hasta qué punto el calor se trueque, aquí, en electricidad o en magnetismo lo dirán las sistemáticas observaciones solares; lo que ya desde ahora puede asegurarse es que los movimientos mecánicos efectuados en el sol brotan exclusivamente del conflicto entre el calor y la gravedad.

Los distintos cuerpos se enfrían más rápidamente cuanto más pequeños son. Los primeros en enfriarse son los satélites, los asteroides y los meteoros, y así, vemos que nuestra luna hace ya mucho tiempo que está extinguida. Más lentamente se enfrían los planetas, y el enfriamiento más lento de todos es el del cuerpo central.

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Con el progresivo enfriamiento, va pasando cada vez más a primer plano la acción mutua de las formas físicas de movimiento que se truecan las unas en la otras, hasta llegar, por fin, a un punto a partir del cual comienza a abrirse paso la afinidad química y en el que los elementos químicos hasta ahora indiferentes van diferenciándose químicamente unos tras otros, adquieren propiedades químicas y se combinan entre sí. Estas combinaciones varían constantemente con el descenso de la temperatura, que influye de distinto modo no sólo en cada elemento, sino en cada combinación determinada de elementos, con la transición, al enfriarse, de una parte de la materia gaseiforme al estado líquido, primero, y luego al estado sólido, y con las nuevas condiciones así creadas.
El período durante el cual el planeta se halla cubierto en su superficie por una corteza sólida y por acumulaciones de agua coincide con aquel en que su calor propio va cediendo cada vez más al calor que sobre él irradia el cuerpo central. Su atmósfera pasa a ser escenario de fenómenos meteorológicos, en el sentido que hoy damos a esta palabra y su superficie se convierte en palestra de cambios geológicos entre los que las estratificaciones provocadas por precipitaciones atmosféricas van predominando cada vez más sobre los resultados exteriores del núcleo interior fluido y candente, que van debilitándose poco a poco.
Cuando, por último, la temperatura se equilibra hasta el punto de que, por lo menos en una parte considerable de la superficie, no rebasa ya los límites en que puede vivir la albúmina, se forma, siempre y cuando que se den las demás premisas químicas favorables, el protoplasma vivo. Aún no sabemos cuáles son estas condiciones previas, lo que no debe sorprendernos, ya que ni conocemos, hasta ahora, la fórmula química de la albúmina, ni siquiera sabemos cuántos cuerpos albuminoides de diferente composición química existen, y sólo hace aproximadamente diez años que nos es conocido el hecho de que todas las funciones esenciales de la vida, la digestión, las secreciones, el movimiento, la contracción, la reacción a los estímulos y la procreación, se deben precisamente a la albúmina carente de estructura.12
Hubieron de pasar probablemente miles de años antes de que presentaran las condiciones en que, dándose el siguiente paso de avance, pudo esta albúmina informe crear la primera célula, mediante la formación del núcleo y la membrana. Pero, al aparecer la primera célula, se sentó, al mismo tiempo, la base para la formación de todo el mundo orgánico; primeramente, se desarrollaron, según podemos conjeturar a base de toda la analogía del archivo paleontológico, innumerables especies de protistas acelulares y celulares, de las que sólo ha llegado a nosotros el

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Eozoon Canadense,13 partiendo de las cuales algunas se diferenciaron gradualmente para formar las primeras plantas y otras para dar vida a los primeros animales. Y, partiendo de los animales primarios, se desarrollaron, principalmente por un proceso de ulterior diferenciación, las innumerables clases, órdenes, familias, géneros y especies animales y, por último, la forma en que el sistema nervioso alcanza su grado más alto de desarrollo, la de los animales vertebrados y, entre éstos, finalmente, el animal vertebrado en el que la naturaleza cobra conciencia de sí misma: el hombre.

También el hombre surge por un proceso de diferenciación. No sólo individualmente, partiendo de una sola célula para llegar hasta el organismo más complicado que produce la naturaleza, sino también históricamente. Cuando, al cabo de una lucha que dura miles de años, la mano se diferencia por fin del pie y surge la locomoción erecta, el hombre se separa definitivamente del mono y se sientan las bases para el proceso del lenguaje articulado y para el formidable desarrollo del cerebro, que a partir de ahora hace infranqueable el abismo entre el hombre y el simio. La especialización de la mano significa la herramienta y ésta presupone la actividad específicamente humana, la reacción transformadora del hombre sobre la naturaleza, la producción. También ciertos animales en sentido estricto -la hormiga, la abeja, el castor- poseen instrumentos, pero solamente como miembros de su cuerpo; también ciertos animales producen, pero su acción productiva sobre la naturaleza que los rodea es, con respecto a ésta, nula. Solamente el hombre consigue poner su impronta en la naturaleza, no sólo transplantando las plantas y los animales, sino haciendo cambiar, además, el aspecto, el clima de su medio, más aún, haciendo cambiar las mismas plantas y los mismos animales de tal modo, que las consecuencias de su actividad sólo pueden llegar a desaparecer con la extinción general del globo terráqueo. Y todo esto lo ha llevado a cabo el hombre, esencial y primordialmente, por medio de la mano. Es ella la que, en última instancia, rige incluso la máquina de vapor, que es, hasta ahora, el instrumento más poderoso de que dispone el hombre para transformar la naturaleza, ya que también esa máquina es una herramienta. Con la mano, fue desarrollándose paulatinamente la cabeza; surgió la conciencia, primeramente la de las condiciones necesarias para alcanzar los diferentes resultados útiles de orden práctico y, más tarde, entre los pueblos más favorecidos y como consecuencia de ello, la penetración en las leyes naturales que los condicionan. Y, con el conocimiento cada vez más rápido de las leyes naturales, se multiplicaron los medios para actuar de rechazo sobre la naturaleza,

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pues la mano por sí sola jamás habría llegado a inventar la máquina de vapor si, con ella y a la par de ella y, en parte, correlativamente gracias a ella, no se hubiese desarrollado también el cerebro del hombre.

Con el hombre entramos en el campo de la historia. También los animales tienen su historia, la historia de su origen, descendencia y gradual desarrollo, hasta llegar a su estado actual. Pero esta historia no la hacen ellos, sino que se hace para ellos y, en la medida en que de ella participan, lo hacen sin saberlo y sin quererlo. En cambio, los hombres, a medida que se alejan más y más del animal en sentido estricto, hacen su historia en grado cada vez mayor por sí mismos, con conciencia de lo que hacen, siendo cada vez menor la influencia que sobre esta historia ejercen los efectos imprevistos y las fuerzas incontroladas y respondiendo el resultado histórico cada vez con mayor precisión a fines preestablecidos. Pero, si aplicamos esta pauta a la historia humana, incluso a la de los pueblos más desarrollados de nuestro tiempo, vemos la gigantesca desproporción que todavía media aquí entre los fines preestablecidos y los resultados alcanzados; vemos que aún predominan los efectos imprevistos y que las fuerzas incontroladas son todavía mucho más poderosas que las que se ponen en acción con arreglo a un plan. Y no puede ser de otro modo, mientras la actividad histórica más esencial de los hombres, la que ha elevado al hombre de la animalidad a la humanidad y que constituye la base material de todas sus demás actividades, la producción para satisfacer sus necesidades de vida, que es hoy la producción social, se halle cabalmente sometida al juego mutuo de la acción ciega de fuerzas incontroladas, de tal modo que sólo en casos excepcionales se alcanzan los fines propuestos, realizándose en la mayoría de los casos precisamente lo contrario de lo que se ha querido. En los países industriales más adelantados, hemos domeñado las fuerzas naturales para ponerlas al servicio del hombre; con ello, hemos multiplicado la producción hasta el infinito, de tal modo que un niño produce hoy más que antes cien adultos. ¿Y cuál es la consecuencia de ello? Un exceso de trabajo cada vez mayor, la miseria sin cesar creciente de las masas y, cada diez años, la explosión de una tremenda crisis. Danwin no se daba cuenta de qué sátira tan amarga escribía acerca de los hombres, y en particular acerca de sus compatriotas, al demostrar que la libre concurrencia, la lucha por la existencia, que los economistas ensalzan como la más alta conquista de la historia, es el estado normal imperante en el reino animal. Sólo una organización consciente de la producción social, en la que se produzca y se distribuya con arreglo a un plan, podrá elevar a los hombres, en el campo de las relaciones sociales,

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sobre el resto del mundo animal en la misma medida en que la producción en general lo ha hecho con arreglo a la especie humana. Y el desarrollo histórico hace que semejante organización sea cada día más inexcusable y, al mismo tiempo, más posible. De ella datará una nueva época de la historia en la que los hombres mismos, y con ellos todas las ramas de sus actividades, incluyendo especialmente las ciencias naturales, alcanzarán un auge que relegará a la sombra más profunda todo cuanto hasta hoy conocemos.
Sin embargo, “cuanto nace es digno de perecer”14. Podrán pasar millones de años, cientos de miles de generaciones podrán nacer y morir, pero llegará inexorablemente el día en que, al agotarse el calor del sol, no alcance para fundir los hielos que avanzan desde los polos, en que los hombres, que irán concentrándose más y más junto al Ecuador, no encuentren tampoco allí el calor necesario para vivir, en que poco a poco vayan borrándose hasta los últimos rastros de vida orgánica y la tierra, convertida en una bola muerta y helada como la luna, gire, hundida en profundas tinieblas y en una órbita cada vez más estrecha en torno al sol, también enfriado, para precipitarse, por último, en los espacios cósmicos. Otros planetas caerán antes que ella y otros la seguirán en su caída; en vez del sistema solar, armónicamente ordenado, luminoso y lleno de calor, una esfera fría y muerta recorrerá su camino solitario por los espacios. Y la misma suerte reservada a nuestro sistema solar habrán de experimentarla, más tarde o más temprano, todos los demás sistemas de nuestra isla cósmica y el resto de las innúmeras islas cósmicas, incluso aquellos cuya luz jamás llegará a la tierra mientras viva sobre ella un ojo humano capaz de captarla.
¿Y qué ocurrirá cuando semejante sistema solar acabe de recorrer el ciclo de su vida y se enfrente a la suerte reservada a todo lo finito, es decir, a la muerte? ¿Seguirá el cuerpo muerto del sol rodando por toda una eternidad, como un cadáver, a través del espacio infinito y se hundirán para siempre todas las fuerzas naturales antes diferenciadas en infinita muchedumbre en la sola y única fuerza de movimiento de la atracción? “¿O bien -como se pregunta Secchi (pág. 810)- se contienen en la naturaleza fuerzas capaces de retrotraer el sistema muerto al estado inicial de la nebulosa candente, para infundir otra vez en él una nueva vida? No lo sabemos”.15
No lo sabemos, ciertamente, a la manera como sabemos que 2×2=4 o que la atracción de la materia aumenta o disminuye en proporción al cuadrado de la distancia. Pero, en las ciencias naturales teóricas, que van elaborando su concepción de la naturaleza, dentro de lo posible, hasta formar un todo armónico y sin la cual ni el empírico más ayuno de ideas daría hoy vueltas sin

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moverse del sitio, nos vemos obligados con mucha frecuencia a manejar magnitudes imperfectamente conocidas, y la lógica del pensamiento tiene que acudir siempre en ayuda de la insuficiencia del conocimiento. Es así como las modernas ciencias naturales se han visto obligadas a tomar de la filosofía la tesis de la indestructibilidad del movimiento, sin la cual no podrían existir. Ahora bien, el movimiento de la materia no es el simple y tosco movimiento mecánico, el simple desplazamiento de lugar: es el calor y la luz, la tensión eléctrica y magnética, la combinación y la disociación químicas, la vida y, por último, la conciencia. Decir que a la materia, a lo largo de toda su existencia ilimitada en el tiempo, sólo por una única vez y durante un tiempo insignificante. en comparación con su eternidad, se le depara la posibilidad de diferenciar su movimiento, desplegando con ello toda la riqueza de este movimiento, para quedar reducida antes y después, por toda una eternidad, a un simple desplazamiento de lugar, vale tanto como afirmar que la materia es mortal y el movimiento perecedero. La indestructibilidad del movimiento no puede concebirse de un modo puramente cuantitativo; hay que concebirla también de un modo cualitativo; una materia cuyo desplazamiento puramente mecánico de lugar encierra, indudablemente, la posibilidad de transformarse, bajo condiciones propicias, en calor, electricidad, acción química y vida, pero que no puede engendrar por sí misma aquellas condiciones, esa materia ha perdido el movimiento; y un movimiento que no cuenta ya con la capacidad necesaria para transformarse en las diferentes formas de manifestarse que le son propias, tiene sin duda, todavía, la dynamis [posibilidad], pero carece de la energeia [acción], lo que quiere decir que se halla ya, en parte, destruido. Y ambas cosas son inconcebibles.

Lo que sí puede afirmarse es que hubo un tiempo en que la materia de nuestra isla cósmica transformó en calor una masa tal de movimiento -sin que hasta hoy sepamos de qué clase-, que gracias a ello pudieron desarrollarse los 20 millones de estrellas que, por lo menos (según Mädler), pertenecen a nuestros sistemas solares y cuya gradual extinción es igualmente segura ¿Cómo se operó dicha transformación? Tampoco nosotros sabemos, como no lo sabe el padre Secchi, si el futuro caput mortuum16 de nuestro sistema solar volverá a convertirse algún día en materia prima de nuevos sistemas solares. Pero, si no queremos recurrir en este punto a la idea del creador, no tenemos más remedio que llegar a la conclusión de que la materia prima candente de los sistemas solares de nuestra isla cósmica surgió, por una vía natural, mediante las transformaciones operadas por el movimiento, inherentes por naturaleza a la materia móvil, y que sus condiciones tendrán también que reproducirse por obra de la materia misma, aunque sea a la vuelta

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de millones y millones de años, de un modo más o menos fortuito, pero con la fuerza de la necesidad que es inherente también a lo casual.

La posibilidad de semejante transformación es reconocida en medida cada vez mayor. Va abriéndose paso la idea de que los cuerpos cósmicos tienden en definitiva a chocar los unos con los otros y hasta se calcula la cantidad de calor que se desarrollará en estas colisiones. Partiendo de ellas, se explican por la vía más fácil el súbito relucir de nuevas estrellas y la luz cada vez más clara que, también súbitamente, despiden otras que ya conocemos de antiguo y de que nos habla la astronomía.

Con arreglo a esto, vemos no sólo que nuestro grupo planetario gira alrededor del sol y nuestros soles dentro de la isla cósmica en que moramos, sino también que toda nuestra isla cósmica sigue moviéndose dentro del espacio del cosmos en un equilibrio temporal y relativo con las demás islas cósmicas, ya que incluso el equilibrio relativo de los cuerpos que giran libremente sólo puede concebirse dentro de un movimiento mutuamente condicionado; y hay muchos que admiten que la temperatura del espacio cósmico no es en todas partes la misma. Por último, sabemos que, exceptuando una parte insignificante, el calor de los innumerables soles de nuestra isla cósmica desaparece en el espacio y se esfuerza en vano por elevar la temperatura del espacio cósmico aunque sólo sea en una millonésima de grado de la escala Celsius. ¿Qué se ha hecho de toda esta enorme cantidad de calor? ¿Ha desaparecido para siempre en el intento de calentar el, espacio o ha dejado prácticamente de existir y sólo sigue existiendo teóricamente en el hecho de que el espacio cósmico se ha calentado en una fracción decimal de grado que comienza con diez o más ceros? Esta hipótesis equivale a negar la indestructibilidad del movimiento; admite la posibilidad de que, mediante la colisión sucesiva de los cuerpos cósmicos, todo el movimiento mecánico existente se transforme en calor y éste se irradie en el espacio cósmico, con lo que, pese a la “indestructibilidad de la fuerza”, habría dejado de existir todo movimiento en general. (Y ello revela, dicho sea de pasada, cuán erróneo es hablar de indestructibilidad de la fuerza, en vez de indestructibilidad del movimiento.) Llegamos, pues, a la conclusión de que por un camino, que la investigación de la naturaleza considerará algún día como su cometido señalar, el calor irradiado en el espacio cósmico tendrá necesariamente la posibilidad de llegar a transformarse en otra forma de movimiento, en la que podrá llegar a concentrarse y manifestarse. Con lo cual desaparecerá la principal dificultad con que tropieza la posibilidad de que los soles extinguidos se conviertan de nuevo en la nebulosa candente.

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Por lo demás, las sucesión eternamente repetida de los mundos en el tiempo infinito no es más que el complemento lógico de la coexistencia de los innumerables mundos en el espacio infinito, tesis ésta cuya necesidad se ha impuesto incluso al cerebro antiteórico de yanqui de un Draper.*

La materia se mueve en un ciclo perenne, ciclo que probablemente describe su órbita en períodos de tiempo para los que nuestro año terrestre ya no ofrece una pauta de medida suficiente; en el que el tiempo del más alto desarrollo, el tiempo de la vida orgánica y, más aún, el de la vida consciente de sí misma y de la naturaleza, resulta medido tan brevemente como el espacio en el que se hacen valer la vida y la autoconciencia; en el que toda modalidad finita de existencia de la materia, ya sea sol o nebulosa, animal concreto o especie animal, combinación o disociación química, es igualmente perecedera y en el que nada hay eterno fuera de la materia en eterno movimiento y de las leyes con arreglo a las cuales se mueve y cambia. Pero, por muchas veces y por muy implacablemente que este ciclo se opere también en el tiempo y en el espacio; por muchos millones de soles y de tierras que puedan nacer y perecer y por mucho tiempo que pueda transcurrir hasta que lleguen a darse las condiciones para la vida orgánica en un solo planeta dentro de un sistema solar; por innumerables que sean los seres orgánicos que hayan de preceder y que tengan que perecer antes, para que de entre ellos puedan llegar a desarrollarse animales dotados de un cerebro capaz de pensar y a encontrar por un período breve de tiempo las condiciones necesarias para su vida, para luego verse implacablemente barridos, tenemos la certeza de que la materia permanecerá eternamente la misma a través de todas sus mutaciones; de que ninguno de sus atributos puede llegar a perderse por entero y de que, por tanto, por la misma férrea necesidad con que un día desaparecerá de la faz de la tierra su floración más alta, el espíritu pensante, volverá a brotar en otro lugar y en otro tiempo.

*”The multiplicity of worlds in infinite space leads to the concepción of a succession of worlds in infinite time” (Draper, History of the Inlellectual Development of Europe, vol. II. pág. 17) [La pluralidad de los mundos dentro del espacio infinito lleva a la concepción de una sucesión de mundos en el tiempo infinito. (Draper, “Historia del desarrollo intelectual de Europa”, t. II, pág.)] [Nota de Engels.]

VIEJO PROLOGO PARA EL [ANTI]-DÜHIRING.
SOBRE LA DIALÉCTICA 1

El trabajo que el lector tiene ante sí no es, ni mucho menos, fruto de un “impulso interior”. Lejos de eso, mi amigo Liebknecht puede atestiguar cuánto esfuerzo le costó convencerme de la necesidad de analizar críticamente la novísima teoría socialista del señor Dühring. Una vez resuelto a ello, no tenía más remedio que investigar esta teoría, que su autor expone como el último fruto práctico de un nuevo sistema filosófico, en relación con este sistema, investigando, por consiguiente, este sistema mismo. Me vi, pues, obligado a seguir al señor Dühring por todos los vastos campos por él recorridos, tratando de lo divino y de lo humano y de qué sé yo cuántas cosas más. Y así surgió toda una serie de artículos que vieron la luz en el Vorwärts de Leipzig desde comienzos de 1877 y que se recogen, sistemáticamente ordenados, en el presente volumen.

Dos circunstancias pueden excusar el que la crítica de un sistema tan insignificante, pese a toda su jactancia, adopte unas proporciones tan extensas, impuestas por el tema mismo. Una es que esta crítica me brindaba la ocasión para desarrollar sobre un plano positivo, en los más diversos campos, mis ideas acerca de problemas que encierran hoy un interés general, científico o práctico. Y aunque esta obra no persigue, ni mucho menos, el designio de oponer un nuevo sistema al sistema del señor Dühring, confío en que el lector no echará de menos, a pesar de la diversidad de las materias tratadas, la trabazón interna que existe entre las ideas expuestas por mí.

La otra circunstancia a que aludía es la siguiente: el señor Dühring, como “creador de un sistema”, no representa, ni mucho menos, un fenómeno aislado, en la Alemania actual. Desde hace algún tiempo, en Alemania brotan por todas partes, como las setas, de la noche a la mañana, por docenas, multitud de sistemas filosóficos, y principalmente de filosofía de la naturaleza, para no hablar de los innumerables nuevos sistemas de política, economía, etc. Tal parece como si en la ciencia se quisiera aplicar también ese postulado del Estado moderno según el cual se supone a todo ciudadano con capacidad para juzgar acerca de cuantos problemas se someten a su voto o el postulado de la economía en el que se parte de que todo consumidor conoce al dedillo cuantas mercancías
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necesita adquirir para su sustento. Todo el mundo puede, al parecer, escribir acerca de todo, y en eso consiste cabalmente la “libertad de la ciencia”: en escribir con especial desahogo de cosas que se ignoran en absoluto, considerando esto como el único método científico verdaderamente riguroso. El señor Dühring no es sino uno de los ejemplares más representativos de esa estridente seudociencia que por todas partes se coloca hoy, en Alemania, a fuerza de codazos, en primera fila y que atruena el espacio con su estrepitoso… ruido de latón. Ruido de latón en poesía, en filosofía, en economía, en historiografía; ruido de latón en la cátedra y en la tribuna, por doquier ruido de latón, pero no un ruido de latón cualquiera, sino transcendental, que se atribuye a sí mismo una gran superioridad y profundidad de pensamiento y que no debe confundirse, en modo alguno, con el modesto y vulgar ruido de latón que escuchamos en otros países: se trata del producto más representativo y más abundante de la industria intelectual alemana, barato pero malo, ni más ni menos que los demás artículos con que el país, desgraciadamente, no estuvo representado en Filadelfia. Hasta el socialismo alemán, sobre todo desde que el señor Dühring empezó dando el ejemplo, ha hecho últimamente grandes progresos en este arte del ruido de latón transcendental; y el hecho de que, en realidad, el movimiento socialdemócrata apenas se deje aturdir por todo ese estrépito transcendental es una prueba más de la maravillosa salud de que disfruta nuestra clase obrera, en un país en el que todo parece estar actualmente enfermo, con la única excepción de las ciencias naturales.

Cuando, en su discurso pronunciado en el congreso de naturalistas de Munich, Nägeli2 afirmaba que el conocimiento humano jamás llegaría a revestir el carácter de la omnisciencia, ignoraba evidentemente las obras del señor Dühring. Estas obras me han obligado a mí a seguir a su autor por una serie de campos en los que, cuando mucho, sólo puedo moverme con pretensiones de aficionado. Me refiero, principalmente, a las distintas ramas de las ciencias naturales, donde hasta hoy solía considerarse como pecado de infatuación el que el “profano” osase entrometerse a hablar de lo que no sabía. Sin embargo, me anima un poco en este empeño el que, en un discurso pronunciado también en Munich, el señor Virchow3 dejase escapar la frase, a la que más detenidamente nos referiremos en otro lugar, de que, fuera del campo acotado de su especialidad, el naturalista no está informado tampoco más que “a medias”, lo que equivale a decir que es, hablando en términos corrientes, un profano. Y, así como el especialista se permite y no tiene más remedio que permitirse, vez en cuando, pisar en un

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terreno colindante con el suyo, acogiéndose a la obligada indulgencia del especialista en cuanto a sus torpezas de expresión y a sus pequeños deslices, yo me he tomado también la libertad de aducir aquí una serie de fenómenos y de leyes naturales para ilustrar mis ideas teóricas generales, y confío en que podré contar con la misma indulgencia.4 Los resultados de las modernas ciencias naturales se imponen a todo el que se ocupe de cuestiones teóricas con la misma fuerza irresistible con que el naturalista de hoy se ve empujado, quiéralo o no, a establecer deducciones teóricas generales. Y aquí nos encontramos, por lo menos, con cierta compensación. Pues si los teóricos son profanos a medias en el campo de las ciencias naturales, los naturalistas de hoy en día suelen serlo igualmente en el terreno teórico, en el terreno de lo que hasta aquí ha venido calificándose de filosofía.

La investigación empírica de la naturaleza ha acumulado una masa tan gigantesca de conocimientos de orden positivo, que la necesidad de ordenarlos sistemáticamente y ateniéndose a sus nexos internos, dentro de cada campo de investigación, constituye una exigencia sencillamente imperativa e irrefutable. Y no menos lo es la necesidad de establecer la debida conexión entre los diversos campos de conocimiento. Pero, al tratar de hacer esto, las ciencias naturales se desplazan al campo teórico, donde fracasan los métodos empíricos y donde sólo el pensamiento teórico puede conducir a algo.5 Ahora bien, el pensamiento teórico sólo es un don natural en lo que a la capacidad se refiere. Esta capacidad tiene que ser cultivada y desarrollada; y, hasta hoy, no existe otro medio para su cultivo y desarrollo que el estudio de la historia de la filosofía.

El pensamiento teórico de toda época, incluyendo por tanto la nuestra, es un producto histórico, que reviste formas muy distintas y asume, por tanto, un contenido muy distinto también, según las diferentes épocas. La ciencia del pensamiento es, por consiguiente, como todas las ciencias, una ciencia histórica, la ciencia del desarrollo histórico del pensamiento humano. Y esto tiene también su importancia, en lo que afecta a la aplicación práctica del pensamiento a los campos empíricos. Por varias razones. La primera es que la teoría de las leyes del pensamiento no representa, ni mucho menos, esa “verdad eterna” y definitiva que el espíritu del filisteo se representa en cuanto oye pronunciar la palabra “lógica”. La misma lógica formal ha sido objeto de enconadas disputas desde Aristóteles hasta nuestros días. Por lo que a la dialéctica se refiere, hasta hoy sólo ha sido investigada detenidamente por dos pensadores: Aristóteles y Hegel. Y la dialéctica es, precisamente, la forma más cumplida y cabal de pensamiento para las modernas ciencias

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naturales, ya que es la única que nos brinda la analogía y, por tanto, el método para explicar los procesos de desarrollo de la naturaleza, para comprender, en sus rasgos generales, sus nexos y el tránsito de uno a otro campo de investigación.

En segundo lugar, el conocimiento de la trayectoria histórica de desarrollo del pensamiento humano, de las ideas que las diferentes épocas de la historia se han formado acerca de las conexiones generales del mundo exterior, constituye también una necesidad para las ciencias naturales teóricas, ya que nos sirve de criterio para contrastar las teorías por ellas formuladas. En este respecto, hay que decir que se pone de manifiesto con harta frecuencia y con colores bien vivos el desconocimiento de la historia de la filosofía. No pocas veces, vemos a los naturalistas teoretizantes sostener como flamantes teorías, que incluso llegan a imponerse como teorías de moda durante algún tiempo, doctrinas que la filosofía viene profesando desde hace siglos y que, en no pocos casos, han sido ya filosóficamente desechadas. Es, indudablemente, un gran triunfo de la teoría mecánica del calor el haber apoyado con nuevos testimonios y haber destacado de nuevo en primer plano el principio de la conservación de la energía. Pero. ¿acaso este principio hubiera podido proclamarse como una verdad tan absolutamente nueva si los señores físicos se hubieran acordado de que ya había sido formulado, en su día, por Descartes? Desde que la física y la química operan de nuevo casi exclusivamente con moléculas y con átomos, no hay más remedio que volver de nuevo los ojos a la filosofía atomística de los antiguos griegos. Pero ¡cuán superficialmente aparece tratada esta filosofía, aun por los mejores naturalistas modernos! Así, por ejemplo, Kekulé afirma (en su obra Ziele und Leistungen der Chemie [“Metas y realizaciones de la química”]6 que dicha filosofía procede de Demócrito, y no de Leucipo, y sostiene que fue Dalton el primero que admitió la existencia de átomos elementales cualitativamente distintos, asignándoles distintos pesos, característicos de los distintos elementos, cuando en Diógenes Laercio (X, I, §§ 43-44 y 61)7 puede leerse que ya Epicuro atribuía a los átomos diferencias, no sólo de magnitud y de forma, sino también de peso; es decir, que ya conocía, a su modo, el peso y el volumen atómicos.

El año 1848, que en Alemania no dio cima a nada, trajo en cambio un viraje radical en el campo de la filosofía. Mientras la nación se lanzaba a los asuntos prácticos, creando los orígenes de la gran industria y de la especulación fraudulenta, el gigantesco auge que las ciencias naturales habían adquirido de tiempo atrás en Alemania, iniciado por predicadores ambulantes y caricaturas como Vogt, Büchner, etc., repudiaba abiertamente la filosofía clásica

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alemana, que había ido a sumirse en los arenales de los viejos hegelinos berlineses. Estos se lo tenían bien merecido. Pero una nación que quiera mantenerse a la altura de la ciencia no puede desenvolverse sin contar con un pensamiento teórico. Y con el hegelianismo se echó por la borda la dialéctica -precisamente en los momentos en que se imponía con fuerza irresistible el carácter dialéctico de los fenómenos naturales y en que, por tanto, sólo la dialéctica de las ciencias naturales podía ayudar al hombre de ciencia a escalar la montaña teórica-, para entregarse de nuevo, con gesto impotente, en brazos de la vieja metafísica. Volvieron a hacer estragos entre el público las vacuas reflexiones de Schopenhauer, cortadas a la medida del filisteo, y más tarde hasta las de un Hartmann y el materialismo vulgar de predicadores de plazuela de un Vogt y un Büchner. En las universidades se hacían la competencia los más diversos linajes del eclecticismo, que sólo coincidían en ser todos ellos una mescolanza de residuos de viejas filosofías y en ser todos igualmente metafísicos. De los escombros de la filosofía clásica sólo se salvó un cierto neokantismo, cuya última palabra era la cosa en sí eternamente incognoscible; es decir, precisamente la parte de Kant que menos merecía ser salvada. Resultado final de todo ello es la confusión y la algarabía que hoy reinan en el campo del pensamiento teórico.

Apenas se puede tomar en la mano un libro teórico de ciencias naturales sin tener la impresión de que los propios naturalistas se dan cuenta de cómo están dominados por esa algarabía y confusión y de cómo la filosofía hoy en curso no ofrece absolutamente ninguna salida. Y, en efecto, si se quiere llegar a ver claro en cualquiera de estos campos, no hay para ello más solución ni otra posibilidad que retornar, bajo una u otra forma, del pensamiento metafísico al pensamiento dialéctico.
Este retorno puede operarse por distintos caminos. Puede imponerse de un modo elemental, por la fuerza coactiva de los propios descubrimientos de las ciencias naturales, que se resisten a seguir dejándose amputar en el viejo lecho metafísico de Procusto. Pero este sería un proceso lento y penoso, en el que habría que vencer toda una serie de fricciones inútiles. En gran parte, este proceso se halla ya en marcha, sobre todo en biología. Podría, sin embargo, acortarse notablemente si los naturalistas teóricos se decidieran a prestar mayor atención a la filosofía dialéctica, en las manifestaciones que de ella nos brinda la historia. Entre estas manifestaciones hay singularmente dos que podrían ser muy fructíferas para las modernas ciencias naturales.

La primera es la filosofía griega. Aquí, la idea dialéctica se nos muestra todavía con la sencillez de lo espontáneo, sin que la

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estorben aún aquellos amorosos obstáculos que a sí misma oponía la metafísica de los siglos XVII y XVIII -Bacon y Locke en Inglaterra, Wolff en Alemania- y con los que obstruía el camino que tenía que llevarla de la comprensión de los detalles a una visión de conjunto, a la comprensión de las concatenaciones generales. Los griegos -precisamente por no haber avanzado todavía hasta el análisis y la desintegración de la naturaleza-, enfocan ésta todavía como un todo, en sus rasgos generales. La trabazón general de los fenómenos naturales aún no se indaga en detalle, sino que es, para los griegos, el resultado de la intuición directa. En esto estriba precisamente la falla de la filosofía griega, la que más tarde la obligará a ceder el paso a otros métodos. Y aquí radica, a la vez, su superioridad con respecto a todas las escuelas metafísicas que, andando el tiempo, se le habrán de oponer. Es decir, que la metafísica tenía razón contra los griegos en cuanto al detalle, pero en cambio éstos tenían razón contra la metafísica en su visión de conjunto. He aquí una de las razones de que, en filosofía como en tantas otras cosas, no tengamos más remedio que volver siempre los ojos hacia las ideas de aquel pequeño pueblo, cuyo talento y cuyas proyecciones universales le aseguran en la historia progresiva de la humanidad un lugar como ningún otro pueblo puede reivindicar para sí. Pero aún hay otra razón, y es que las diversas formas de la filosofía griega contienen ya en germen, en gestación, todos los modos de concebir que, andando el tiempo, habrán de desarrollarse. Por eso las ciencias naturales teóricas no tienen más remedio que retrotraerse a los griegos, si quieren seguir la evolución hacia atrás de los que hoy son sus principios generales, hasta remontarse a sus orígenes. Cada día son menos los naturalistas que, operando como con verdades eternas con los despojos de la filosofía griega, por ejemplo con la atomística, miran a los griegos por encima del hombro con un desprecio baconiano, por la sencilla razón de que los griegos no llegaron a conocer la ciencia natural empírica. Y hay que desear que esta nueva actitud progrese hasta convertirse en un conocimiento real y efectivo de la filosofía griega.

La segunda manifestación de la dialéctica y la que más cerca se halla de los naturalistas alemanes es la filosofía clásica alemana desde Kant hasta Hegel. En este punto, algo se ha conseguido ya desde que vuelve a estar de moda el invocar a Kant, remontándose por sobre el ya citado neokantismo. Desde que se ha averiguado que Kant es el autor de dos geniales hipótesis, sin las que las modernas ciencias naturales teóricas no podrían dar un paso: la teoría del origen del sistema solar, antes atribuida a Laplace, y la teoría de la resistencia a la rotación de la tierra por las mareas, este filósofo ha vuelto a conquistar el lugar que por derecho le corresponde en el

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respeto de los naturalistas. Pero querer estudiar dialéctica en Kant sería una labor innecesariamente penosa y estéril, teniendo como tenemos las obras de Hegel, en que se nos ofrece un compendio de lo que es la dialéctica, siquiera se la desarrolle aquí desde un punto de partida radicalmente falso.

Hoy, en que la reacción contra la “filosofía de la naturaleza”, justificada en buena parte por ese falso punto de partida y por el impotente empantanamiento de los hegelianos berlineses, se ha expansionado ya a sus anchas, acabando en una lluvia de invectivas, y en que, por otra parte, las ciencias naturales se han visto tan brillantemente dejadas en la estacada en sus necesidades teóricas por la metafísica ecléctica al uso, creemos que será posible volver a pronunciar ante naturalistas el nombre de Hegel sin desatar con ello ese baile de San Vito en que el señor Dühring es tan divertido maestro.
Conviene, ante todo, puntualizar que no tratamos ni remotamente de defender el punto de vista de que arranca Hegel, el de que el espíritu, el pensamiento, la idea es lo primario y el mundo real un simple reflejo de la idea. Este punto de vista fue abandonado ya por Feuerbach. Hoy, todos estamos de acuerdo en que la ciencia, cualquiera que ella sea, natural o histórica, tiene necesariamente que partir de los hechos dados y, por tanto, tratándose de ciencias naturales, de las diversas formas objetivas de movimiento de la materia;* estamos de acuerdo, por consiguiente, en que en las ciencias naturales teóricas no vale construir concatenaciones para imponérselas a los hechos, sino que hay que descubrirlas en éstos y, una vez descubiertas, y siempre y cuando que ello sea posible, demostrarlas sobre la experiencia.

Tampoco puede hablarse de mantener en pie el contenido dogmático del sistema de Hegel, tal y como lo han venido predicando los hegelianos berlineses, así los viejos como los jóvenes. Con el punto de partida idealista se viene también a tierra el sistema erigido sobre él y, por tanto, la filosofía hegeliana de la naturaleza. Recuérdese que la crítica que las ciencias naturales oponen a Hegel, en aquello en que está certeramente orientada, sólo versa sobre estos dos aspectos: el punto de partida idealista y la construcción arbitraria de un sistema que se da de bofetadas con los hechos.
Pues bien, descontando todo esto, queda todavía en pie la dialéctica hegeliana. Corresponde a Marx -frente a los “gruñones,

* En la primitiva redacción del texto, aparece aquí un punto. Enseguida, venía una frase que Engels no llegó a terminar y que más tarde tachó: “Nosotros, los materialistas socialistas, vamos en esto, incluso, bastante más allá que los naturalistas, ya que también…” N. del ed.

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petulantes y mediocres epígonos que hoy ponen cátedra en la Alemania culta”8- el mérito de haber destacado de nuevo, adelantándose a todos los demás, el relegado método dialéctico, el entronque de su pensamiento con la dialéctica hegeliana y las diferencias que le separan de ésta, a la par que en El Capital aplicaba este método a los hechos de una ciencia empírica, la economía política. Para comprender el triunfo que esto representa basta fijarse en que, incluso en Alemania, no acierta la nueva escuela económica a remontarse por sobre el vulgar librecambismo más que plagiando a Marx (no pocas veces con tergiversaciones), so pretexto de criticarlo.

En la dialéctica hegeliana reina la misma inversión de todas las conexiones reales que en las demás ramificaciones del sistema de Hegel. Pero, como dice Marx: “El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una mistificación, no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que la dialéctica aparece, en él, invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie, y enseguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional.”

En las propias ciencias naturales nos encontramos, no pocas veces, con teorías en que la realidad aparece vuelta del revés, en que las imágenes reflejas se toman por la forma original, siendo necesario, por tanto, darles la vuelta para restituirlas a su verdadera posición. Con frecuencia, estas teorías se entronizan durante largo tiempo. Así aconteció, por ejemplo, con el fenómeno del calor, en el que durante casi dos siglos se veía una misteriosa materia especial y no una forma en movimiento de la materia usual, hasta que la teoría mecánica del calor vino a colocar las cosas en su sitio. Pero aquello no fue obstáculo para que la física, dominada por la teoría del calor material, descubriese una serie de importantísimas leyes en torno al calor, abriendo el cauce -gracias sobre todo a Fourier10 y a Sadi Carnot- para una concepción exacta, concepción que hoy formula en sus verdaderos términos y traduce a su lenguaje propio las leyes descubiertas por sus predecesores.* Y otro tanto ocurre en la química, donde la teoría flogística, después de cien años de trabajo, empezó a suministrar los datos con ayuda de los cuales pudo Lavoisier descubrir en el oxígeno puesto de manifiesto por Priestley el verdadero polo contrario del imaginario flogisto,

* La función de Carnot C, literalmente invertida: 1/c = la temperatura absoluta. Sin esta inversión, no serviría para nada. [Nota de Engels.]

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con lo que toda la teoría flogística se venía a tierra. Pero sin que con ello se cancelaran, ni mucho menos, los resultados experimentales de la flogística. Lo único que se hizo fue dar la vuelta a sus fórmulas, traduciéndolas del lenguaje (logístico a la terminología ya consagrada de la química, sin que por ello perdieron nada de su exactitud.

Pues bien, lo que la teoría del calor materia es a la teoría mecánica del calor, o la teoría flogística a la teoría de Lavoisier, eso es, sobre poco más o menos, la dialéctica hegeliana con respecto a la dialéctica racional.

LOS NATURALISTAS EN EL MUNDO DE LOS ESPIRITUS 1

Los extremos se tocan, reza un viejo dicho de la sabiduría popular, impregnado de dialéctica. Difícilmente nos equivocaremos, pues, si buscamos el grado más alto de la quimera, la credulidad y la superstición, no precisamente en la tendencia de las ciencias naturales que, como la filosofía alemana de la naturaleza, trata de encuadrar a la fuerza el mundo objetivo en los marcos de su pensamiento subjetivo, sino, por el contrario, en la tendencia opuesta, que, haciendo hincapié en la simple experiencia, trata al pensamiento con soberano desprecio y llega realmente más allá que ninguna otra en la ausencia de pensamiento. Es esta la escuela que reina en Inglaterra. Ya su progenitor, el tan ensalzado Francis Bacon, preconizaba el manejo de su nuevo método empírico, inductivo, mediante el cual se lograría, ante todo, según él, prolongar la vida, rejuvenecerse hasta cierto punto, cambiar la estatura y los rasgos fisionómicos, convertir unos cuerpos en otros, crear nuevas especies y llegar a dominar la atmósfera y provocar tormentas; Bacon se lamenta del abandono en que ha caído esta clase de investigaciones y en su historia natural ofrece recetas formales para fabricar oro y producir diversos milagros. También Isaac Newton, en los últimos días de su vida, se ocupó mucho de interpretar la revelación de San Juan. No tiene, pues, nada de extraño que, en los últimos años, el empirismo inglés, en la persona de algunos de sus representantes -que no son, por cierto, los peores- parezca entregarse irremediablemente al espiritismo y a las creencias en los espíritus, importadas de Norteamérica.

El primer naturalista a que hemos de referirnos en relación con esto es el zoólogo y botánico Alfred Russel Wallace, investigador cargado de méritos en su espccialidad, el mismo que, simultáneamente con Darwin, formuló la teoría de la modificación de las especies por la vía de la selección natural. En su librito titulado On Miracles and Modern Spiritualism [“Sobre los milagros y el moderno espiritualismo”], Londres, Burns,2 1875, cuenta que sus primeras experiencias en esta rama del estudio de la naturaleza datan de 1844, año en que asistió a las lecciones del señor Spencer Hall sobre mesmerismo, que le movieron a realizar experimentos parecidos sobre sus propios discípulos. “El asunto me interesó extraordinariamente y me entregué a él con pasión (ardour)” [pág. 119]. Además de
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provocar en sus experimentos el sueño magnético y los fenómenos de la rigidez de los miembros y la insensibilidad local, corroboró la exactitud del mapa frenológico, al provocar, por el contacto con cualquiera de los órganos de Gall, la actividad correspondiente en el paciente magnetizado, que éste confirmaba mediante los gestos vivos que se le prescribían. Y comprobó, asimismo, cómo el paciente, por medio de los contactos adecuados, compartía todas las reacciones sensoriales del operador; se le emborrachaba con un vaso de agua, simplemente al asegurarle que lo que bebía era coñac. Logró, incluso, atontar hasta tal punto, sin dormirlo, a uno de los muchachos, que éste no supo siquiera decirle su nombre, cosa que, por lo demás, también consiguen otros maestros de escuela sin necesidad de recurrir al mesmerismo. Y por ahí adelante.

En el invierno de 1843-44 tuve yo ocasión de ver en Manchester a este mismo Spencer Hall. Era un charlatán vulgar que, protegido por algunos curas, recorría el país, haciendo exhibiciones magnético-frenológicas sobre una muchacha, con objeto de probar la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la insostenibilidad del materialismo, que en aquel tiempo predicaban los owenistas en todas las grandes ciudades de Inglaterra. La señorita que le servía de médium, sumida en sueno magnético, prorrumpía, cuando el operador tocaba en su cabeza cualquiera de las zonas frenológicas de Gall, en gestos y actitudes teatralmente demostrativos, que correspondían a la actividad del órgano respectivo; por ejemplo, al tocarle el órgano del amor por los niños (philoprogenitiveness) acariciaba y besaba a un bebé imaginario, etc. El buen Spencer Hall, en sus exhibiciones, había enriquecido la geografía frenológica de Gall con una nueva ínsula Barataria:3 en efecto, en la parte superior del cráneo había descubierto el órgano de la oración, al. tocar el cual el médium se hincaba de rodillas, cruzaba las manos y se convertía, ante los ojos atónitos de la concurrencia, en un ángel en oración extática. Este número era el final y el punto culminante de la representación. Quedaba probada de este modo la existencia de Dios.
A un amigo mío y a mí nos sucedió algo parecido de lo que le había ocurrido al señor Wallace: aquellos fenómenos nos interesaron y tratamos de ver si éramos capaces de reproducirlos. Se nos brindó como médium un muchachito muy listo de unos doce años. No nos fue difícil provocar en él el estado hipnótico, mirándole fijamente a los ojos o pasándole la mano por la cabeza. Pero, como nosotros éramos algo menos crédulos que el señor Wallace y nos entregábamos a la obra con menos ardor que él, obteníamos resultados completamente distintos de los suyos. Aparte

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de la rigidez muscular y la insensibilidad, fáciles de conseguir, encontramos un estado de inhibición total de la voluntad, unido a una peculiar sobreexcitación de las sensaciones. El paciente, arrancado a su letargo por cualquier estímulo externo, acreditaba una vivacidad mucho mayor que estando despierto. No se manifestaba ni el menor atisbo de relaciones misteriosas con el operador; cualquier otra persona podía hacer entrar al sujeto en actividad tan fácilmente como nosotros. El poder de excitar los órganos frenológicos de Gall era para nosotros lo menos importante de todo; fuimos mucho más allá: no sólo logramos trocarlos y desplazarlos a lo largo de todo el cuerpo, sino que fabricamos, además, a nuestro antojo, toda otra serie de órganos, órganos de cantar, de silbar, de tocar la bocina, de bailar, de boxear, de coser, de hacer movimientos de zapatero, de fumar, etc., situándolos en la parte del cuerpo que queríamos. Y si Wallace emborrachaba a su paciente con agua nosotros descubrimos en su dedo gordo un órgano de embriaguez, bastando con que lo tocásemos con la mano para poner en acción el más lindo simulacro de borrachera. Pero bien entendido que ningún órgano mostraba señales de vida hasta que se le daba a entender al paciente lo que de él se esperaba; y, a fuerza de práctica, el muchacho adquirió tal perfección en estos manejos, que bastaba con la más leve insinuación. Los órganos creados de este modo permanecían en vigor para posteriores catalepsias, mientras no fuesen modificados por la misma vía. El paciente se hallaba dotado de una doble memoria, una que funcionaba estando despierto y la otra, muy especial, que entraba en acción cuando el sujeto se hallaba en estado hipnótico. En cuanto a la pasividad volitiva, a la sumisión absoluta del paciente a la voluntad de un tercero, perdía toda apariencia mágica mientras no olvidásemos que todo el estado comenzaba con la sumisión de la voluntad del paciente a la del operador y que no podía provocarse sin ésta. El más portentoso hipnotizador del mundo queda en ridículo tan pronto como su paciente se ríe en su cara.

Mientras que nosotros, con nuestro frívolo escepticismo, descubríamos como base de la charlatanería magnético-frenológica una serie de fenómenos la mayoría de los cuales sólo se diferenciaban en cuanto al grado de los que se dan en estado de vigilia, sin que se necesite recurrir, para explicarlos, a ninguna interpretación mística, la pasión (ardour) con que operaba el señor Wallace le llevaba a una serie de. ilusiones engañosas que le permitían confirmar en todos sus detalles el mapa frenológico de Gall y encontrar una relación misteriosa entre el operador y el

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paciente.* En todo el relato del señor Wallace, cuya sinceridad raya en el candor, se trasluce que lo que a él le importaba no era tanto, ni mucho menos, descubrir el fondo real de la charlatanería como reproducir a todo trance los mismos fenómenos. Y basta con mostrar este mismo estado de ánimo para convertir en poquísimo tiempo al investigador neófito, por medio de las más simples y fáciles ilusiones engañosas, en un adepto. El señor Wallace acabó profesando sinceramente la fe en los misterios magnético-frenológicos, lo que le llevaba a pisar con un pie en el mundo de los espíritus.

El otro pie se movió en la misma dirección en 1865. Al volver de sus doce años de viajes por la zona tórrida, el señor Wallace se dedicó a experimentos de espiritismo, que le pusieron en relación con diferentes “médiums”. La obrilla suya que hemos citado revela cuán rápidos fueron sus progresos en este terreno y cómo llegó a dominar por completo el asunto. No sólo trata de convencernos de que tomemos por moneda de buena ley todos los supuestos portentos de los Home, los hermanos Davenport y demás “médiums” que muestran sus artes más o menos por dinero y que en su mayoría han sido desenmascarados muchas veces como unos tramposos, sino que nos cuenta, además, toda una serie de historias de espíritus del remoto pasado, que él considera acreditadas como ciertas. Las pitonisas del oráculo griego y las brujas de la Edad Media eran, según él, “médiums”, y la obra de Yámblico De divinatione [“Sobre la adivinación”] describe ya con toda precisión, a su juicio, “los más asombrosos fenómenos del espiritualismo moderno” [página 229].

Pondremos solamente un ejemplo para que se vea con cuánta credulidad admite el señor Wallace la confirmación científica de estos portentos. No cabe duda de que es muy fuerte pedirnos que creamos en la posibilidad de que los supuestos espíritus se dejen fotografiar y, puestos en este camino, tenemos, indudablemente, derecho a exigir que tales pretendidas fotografías de espíritus sean investigadas del modo más fidedigno, antes de ser reconocidas como auténticas. Pues bien, en la pág. 187 de su obra cuenta el señor Wallace que en marzo de 1872 una señora Guppy, cuyo nombre de familia era Nicholls, una médium muy conocida, se hizo fotografiar en Notting Hill,4 en casa del señor Hudson, en unión de su esposo y de su niño, y en ambas fotografías aparece detrás de ella una alta

* Como ya hemos dicho, los pacientes van adquiriendo mayor perfección con la práctica. Cabe, pues, la posibilidad de que, al hacerse habitual la sumisión de la voluntad y cobrar mayor intimidad la relación entre las dos partes, se potencien algunos de los fenómenos y se manifiesten de modo reflejo incluso estando el paciente despierto. [Nota de Engels.]

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figura de mujer delicadamente (finely) envuelta en gasa blanca, con rasgos un poco orientales y en actitud de bendecir. “Una de dos cosas son, aquí, absolutamente ciertas.* O se acusa la presencia de un ser vivo e inteligente, o el señor y la señora Guppy, el fotógrafo y una cuarta persona han urdido un vil (wicked) fraude, sin desdecirse de él desde entonces. Pero yo conozco muy bien al señor y a la señora Guppy y tengo la convicción absoluta de que son tan incapaces de un fraude de esta naturaleza como en el campo de las ciencias naturales podría serlo cualquier serio investigador de la verdad” [página 188].

Por tanto, una de dos: o fraude o fotografía de un espíritu. De acuerdo. Y, en caso de fraude, o el espíritu figuraba ya previamente en la placa fotográfica o tienen que haberse confabulado, para urdirlo, cuatro personas, o bien tres, si dejamos a un lado, por no estar ya en su sano juicio o por ser víctimas de un engaño, al viejo señor Guppy, que murió tres años más tarde, en enero de 1875, a los 84 años de edad (bastaba con haberlo mandado colocarse detrás del biombo que aparece al fondo). No hace falta perder muchas palabras en demostrar que cualquier fotógrafo podía, sin dificultad, procurarse un “modelo” para hacer de espíritu. Y se da, además, el caso de que, poco después, el fotógrafo Hudson fue públicamente denunciado como falsificador habitual de fotografías de espíritus, lo que lleva al señor Wallace a añadir, a manera de reserva: “De lo que no cabe duda es que, de existir un fraude, inmediatamente habría sido descubierto por los espiritualistas” [pág. 189]. Como vemos, el fotógrafo no inspira gran confianza. Queda la señora Guppy, en favor de la cual habla “el convencimiento absoluto” de su amigo Wallace, pero nada más. -¿Nada más? En modo alguno. En favor de la absoluta confianza que la señora Guppy inspira habla su propia afirmación de que un día de junio de 1871, al anochecer, fue transportada por los aires en estado inconsciente desde su casa en Higbury Hill Park hasta el núm. 69 de la Lambs Conduit Street -tres millas inglesas en línea recta- y depositada sobre una mesa, en medio de una reunión de espiritistas, al llegar a dicha casa, en el número 69. Las puertas de la sala estaban cerradas y, a pesar de que la señora Guppy era una de las damas más obesas de Londres, que ya es decir, su súbita irrupción en la sala no abrió ningún boquete

* “Here, then, one of two things are absolutaly certain.” El mundo de los espíritus está por encima de las leyes de la gramática. Un bromista citó en una sesión de espiritismo al espíritu del gramático Lindley Murray. Al preguntársele si estaba allí, contestó: “I are” (giro norteamericano. en lugar de “I am”).5 Y es que el médium era de los Estados Unidos. [Nota de Engels.]

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visible ni en las puertas ni en el techo (todo lo cual aparece relatado en el Echo de Londres, número de 8 de julio de 1871). Quien, a la vista de tales detalles, no crea en la autenticidad de la fotografía espiritista de que hemos hablado, es un incrédulo incorregible.

El segundo notable adepto, entre los naturalistas ingleses, es el señor William Crookes, el descubridor del elemento químico llamado talio e inventor del radiómetro (que los alemanos llaman molido de luz).6 El señor Crookes comenzó a investigar las manifestaciones espiritistas hacia el año 1871, empleando para ello toda una serie de aparatos físicos y mecánicos, balanzas de resorte, baterías eléctricas, etc. Enseguida veremos si contaba, además, para estos experimentos con el aparato más importante de todos, que es una cabeza escéptica y crítica y si supo conservarlo hasta el final en estado de funcionamiento. Desde luego, podemos asegurar que el señor Crooks ha dado pruebas de hallarse prisionero de las mismas engañosas ilusiones que el señor Wallace. “Hace algunos años -cuenta éste- que una joven señorita llamada Florence Cook viene revelando notables aptitudes como médium; no hace mucho, estas aptitudes llegaron a su punto culminante, al producir una figura completa de mujer que asegura tener un origen espiritista y que se presentó descalza y envuelta en una túnica blanca flotante, mientras la médium yacía en un cuarto (cabinet) o sala adyacente, con las cortinas echadas, atada y sumida en profundo sueño”.7 Este espíritu, que se hacía llamar Katey y que se parecía extraordinariamente a la señorita Cook, fue tomado y retenido una noche, repentinamente, del talle por el señor Volckman -el actual esposo de la señora Guppy- para comprobar si no se trataba de otra edición de la señorita Cook. El espíritu se comportó como una dama recia y vigorosa, se defendió con todas sus fuerzas, los circunstantes intervinieron en la refriega, alguien apagó el gas y, al restablecerse la paz tras el tumulto e iluminarse de nuevo la sala, el espíritu se había esfumado y la señorita Cook aparecía tendida en su rincón, atada e inconsciente. Parece que el señor Volckman jura y perjura todavía hoy que tuvo entre sus brazos a la señorita Cook, y a nadie más. Para cerciorarse científicamente de ello, un famoso especialista en electricidad, el señor Varley, comunicó por medio de una batería una corriente eléctrica a la médium, señorita Cook, de modo que ésta no pudiese hacerse pasar por el espíritu sin que la corriente se interrumpiera. A pesar de lo cual, el espíritu compareció. Se trataba, pues, efectivamente, de un ser distinto de la señorita Cook. De confirmar esto con nuevas pruebas se encargó el señor Crookes. Su primer paso consistió en ganarse la confianza de la dama conductora de espíritus. Esta confianza -nos cuenta él mismo en el Spiritualist de 5 de junio de 1874- “fue creciendo poco

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a poco hasta el punto de negarse a participar en ninguna sesión a menos que yo dirigiese los arreglos necesarios. Dijo que necesitaba tenerme siempre a mí cerca de ella y de su gabinete; yo, por mi parte, me di cuenta de que, una vez ganada y asegurada esta confianza, no faltaría a ninguna de las promesas que le hiciera; los fenómenos fueron ganando, así, en intensidad y se obtenían por libre consentimiento medios probatorios que por otro conducto habrían sido inasequibles. Ella me consultaba frecuentemente con respecto a las personas presentes en las sesiones y acerca de los lugares que se les debía asignar, pues últimamente se había vuelto muy nerviosa (nervous) a consecuencia de ciertas alusiones inoportunas en el sentido de que, junto a otros métodos de investigación más científicos, debía recurrirse también a la violencia”.8

La señorita espiritista no defraudó en lo más mínimo esta confianza tan afectuosa como científica depositada en ella. Incluso llegó a presentarse -lo que ahora ya no puede asombrarnos- en la casa del señor Crookes, se puso a jugar con sus niños y les contó “anécdotas de sus aventuras en la India”, relató al señor Crookes “algunas de las amargas experiencias de su pasado”,9 hizo que la tomase en sus brazos para convencerse de su recia materialidad, le pidió que contara sus pulsaciones y respiraciones al minuto y, por último, se hizo fotografiar al lado del dueño de la casa. “Después de haber sido vista, tocada, fotografiada y escuchada en conversación con ella, esta figura -dice el señor Wallace- desapareció en absoluto de un pequeño cuarto cuya única salida era una sala contigua, llena de espectadores” [pág. 183], lo que no representaba una gran hazaña, siempre y cuando que los tales espectadores fuesen lo bastante corteses para demostrar al señor Crookes, en cuya casa sucedía todo esto, la misma confianza que él había depositado en el espíritu.

Desgraciadamente, ni los mismos espiritualistas pueden prestarse a creer sin más, a pies juntillas, estas “experiencias plenamente demostradas. Ya hemos visto más arriba cómo el muy espiritualista señor Volckman se permitió asirse de una prueba muy tangible. Y he aquí, ahora, que un clérigo, miembro del comité de la Asociación nacional británica de espiritualistas, ha asistido también a una sesión de la señorita Cook, pudiendo comprobar sin dificultad que el cuarto por el que entró y desapareció el espíritu se comunicaba con el mundo exterior por una segunda puerta. Y añade que el modo de comportarse el señor Crooke, presente también en la sesión, “descargó el golpe de muerte sobre mi creencia de que pudiera haber algo en estas manifestaciones” (Mystic London, by the

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Rev. C. Maurice Davies, Londres, Tinsley Brothers).10 Por si esto no fuera bastante, se puso al descubierto en los Estados Unidos cómo se “materializaba” a “Katey”. Un matrimonio de nombre Holmes dio en Filadelfia una serie de representaciones, en las que salía a escena también una “Katey” a la que los creyentes obsequiaban con numerosos regalos. Hubo, sin embargo, un escéptico que no descansó hasta cerciorarse de quién era la tal Katey, la cual, por lo demás, se había puesto en huelga más de una vez por falta de pago. Tras diversas averiguaciones, la localizó en una boarding house (casa de huéspedes), donde se alojaba como una señorita tangible, de carne y hueso, en posesión de todas las ofrendas hechas al espíritu.

Pero también el continente estaba llamado a vivir su historia científica espiritista. Una institución científica de San Petersburgo -no sé exactamente si la Universidad o incluso la Academia de Ciencias delegó en dos señores, el consejero de Estado Aksákov y el químico Bútlerov, para que indagasen los fenómenos del espiritismo, sin que, al parecer, sacasen gran cosa en limpio.11 Y en la actualidad -si hemos de creer en lo que públicamente anuncian los espiritistas-, también Alemania ha suministrado a estos asuntos un hombre de ciencia, en la persona del señor profesor Zóllner, de Leipzig.

Sabemos que el señor Zöllner viene trabajando desde hace años en la “cuarta dimensión” del espacio, habiendo descubierto que muchas cosas que son imposibles en un espacio tridimensional se comprenden por sí mismas en el espacio de cuatro dimensiones. Así, por ejemplo, en este espacio se puede dar la vuelta como a un guante a una esfera de metal sin hacerle ningún agujero, practicar un nudo con una cuerda que no tenga cabos o se halle atada en sus dos extremos, enlazar dos anillos cerrados sin romper ninguno de ellos y qué sé yo cuántos portentos más por el estilo. Se dice que, habiéndose conocido nuevos relatos victoriosos acerca del mundo de los espíritus, el señor profesor Zöllner se puso en contacto con uno o varios médiums, con objeto de localizar con su ayuda el lugar preciso de la cuarta dimensión. El éxito obtenido fue, al parecer, sorprendente. El respaldo de la silla en que el profesor tenía apoyado el brazo, con la mano constantemente puesta sobre la mesa, apareció, después de la sesión, según se asegura, entrelazado con el brazo; una cuerda sellada por las dos puntas sobre la mesa presentaba cuatro nudos, etc. En una palabra, los espíritus realizaron como jugando todos los milagros de la cuarta dimensión. Relata refero,12 naturalmente; me limito a contar lo que he leído, sin responder de la veracidad de estos boletines del mundo de los espíritus, y, si en ellos se contuvieran falsedades, debiera el señor

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Zöllner agradecerme que le deparara la ocasión de rectificarlas. Claro está que si, por el contrario, estos boletines reprodujesen verídicamente las experiencias del profesor Zöllner abrirían, indudablemente, una nueva era tanto en la ciencia espiritista como en las matemáticas. Los espíritus prueban la existencia de la cuarta dimensión, lo mismo que ésta aboga por la existencia de los espíritus. Una vez que se ha sentado esta premisa, se abre ante la ciencia un campo totalmente nuevo e inmenso. Todas las matemáticas y las ciencias naturales anteriores pasan a ser simplemente una escuela preparatria para las matemáticas de la cuarta dimensión y de otras dimensiones superiores y para la mecánica, la física, la química y la fisiología de los espíritus que moran en estos espacios multidimensionales. No en vano el señor Crookes ha establecido científicamente la pérdida de peso que experimentan las mesas y otros muebles al pasar -pues ya creemos que vale expresarse así- a la cuarta dimensión, y el señor Wallace da por sentado que allí el fuego no hace la menor mella en el cuerpo del hombre. ¡Y no digamos, la fisiología de estos cuerpos espiritistas! Sabemos que respiran, que tienen pulsaciones y, por consiguiente, pulmones, corazón y aparato circulatorio, hallándose con seguridad, por lo menos, tan bien provistos como nosotros en lo que a los restantes órganos físicos se refiere. En efecto, para poder respirar hacen falta hidrocarburos, quemados en los pulmones y que sólo pueden provenir de fuera: hacen falta, por tanto, estómago, intestinos y demás aditamentos, y, demostrada la existencia de esto, lo demás se deriva sin dificultad. Ahora bien, la existencia de tales órganos implica la posibilidad de que se enfermen, lo que puede colocar al señor Virchow en el trance de tener que escribir una patología celular del mundo de los espíritus. Como la mayoría de los tales espíritus son señoritas maravillosamente bellas, que en nada, lo que se dice en nada, se distinguen de las damas de carne y hueso que andan por las calles como no sea por su belleza supraterrenal, se comprende que no pueda pasar mucho tiempo antes de que tropiecen con “hombres en quienes enciendan el amor”;13 y puesto que, como el señor Crooke ha comprobado por las pulsaciones, palpita en ellas “el corazón femenino”, tenemos que también ante la selección natural se abre una cuarta dimensión, en la cual no tiene ya por qué temer que se la confunda con la maligna social-democracia .14

Pero, basta. Creemos que a la luz de lo que queda dicho se revela de un modo bien tangible cuál es el camino más seguro que conduce de las ciencias naturales al misticismo. No es el de la enmarañada teoría de la filosofía de la naturaleza, sino el del más trivial empirismo, que desprecia todo lo que sea teoría y desconfía

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de todo lo que sea pensamiento. No es la necesidad apriorística la que pretende probar la existencia de los espíritus, sino que son las observaciones empíricas de los señores Wallace, Crookes y Cía. Si damos crédito a las observaciones realizadas por Crooke mediante el análisis espectroscópico y que le llevaron al descubrimiento del metal llamado talio o a los abundantes descubrimientos zoológicos llevados a cabo por Wallace en el archipiélago malayo, se nos exige que depositemos la misma fe en las experiencias y los descubrimientos espiritistas de ambos investigadores. Y cuando contestamos a esto que existe una pequeña diferencia, a saber: la de que los primeros podemos comprobarlos y los segundos no, los visionarios nos replican que estamos equivocados y que no tienen inconveniente en ayudarnos a comprobar también, experimentalmente, los fenómenos espiritistas.

En realidad, nadie puede despreciar impunemente a la dialéctica. Por mucho desdén que se sienta por todo lo que sea pensamiento teórico, no es posible, sin recurrir a él, relacionar entre sí dos hechos naturales o penetrar en la relación que entre ellos existe. Lo único que cabe preguntarse es si se piensa acertadamente o no, y no cabe duda de que el desdén por la teoría constituye el camino más seguro para pensar de un modo naturalista y, por tanto, falso. Y el pensamiento falso, cuando se le lleva a sus últimas consecuencias, conduce generalmente; según una ley dialéctica ya de antiguo conocida, a lo contrario de su punto de partida. Por donde el desprecio empírico por la dialéctica acarrea el castigo de arrastrar a algunos de los más fríos empíricos a la más necia de todas las supersticiones, al moderno espiritismo.

Otro tanto ocurre con las matemáticas. Los matemáticos metafísicos usuales se jactan con gran orgullo de que los resultados de su ciencia son absolutamente inconmovibles. Pero entre estos resultados figuran también las magnitudes imaginarias, dotadas, por tanto, de una cierta realidad. Y cuando uno se acostumbra a atribuir a /-1 o a la cuarta dimensión una cierta realidad fuera de nuestra cabeza, ya no importa dar un paso más y aceptar también el mundo espiritista de los médiums. Ocurre como Ketteler decía de Döllinger: “Este hombre ha defendido en su vida tantos absurdos, que bien puede defender uno más, el de la infalibilidad.”15

En realidad, el simple empirismo es incapaz de hacer frente a los espiritistas y refutarlos. En primer lugar, porque los fenómenos “superiores” no aparecen sino cuando el “investigador” en cuestión se halla tan obnubilado, que sólo ve lo que debe o quiere ver, como el propio Crookes lo describe, con un candor tan inimitable. Y, en

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segundo lugar, porque a los espiritistas les tiene sin cuidado el que cientos de supuestos hechos resulten ser un fraude y docenas de supuestos médiums sean desenmascarados como vulgares estafadores. Mientras no se hayan descartado, uno por uno, todos los supuestos portentos, siempre les quedará terreno bastante donde pisar, como claramente nos lo dice Wallace, con motivo de las fotografías de espíritus falsificadas. La existencia de falsificaciones no hace más que probar la autenticidad de las verdaderas.

De este modo, el empirismo se ve obligado a rechazar con reflexiones teóricas la pegajosa insistencia de los visionarios, ya que los experimentos empíricos no bastan, y a decir, con Huxley: “Lo único bueno que, a mi juicio, podría ponerse de manifiesto, al demostrar la verdad del espiritualismo, sería el suministrar un nuevo argumento en contra del suicidio. ¡Antes vivir como un barrendero que decir necedades desde el reino de los muertos por boca de un médium que se alquila a razón de veinte chelines por sesión.”16

DIALECTICA1

(Desarrollar la naturaleza general de la dialéctica, como ciencia de las concatenaciones, por oposición a la metafísica.)

Las leyes de la dialéctica se abstraen, por tanto, de la historia de la naturaleza y de la historia de la sociedad humana. Dichas leyes no son, en efecto, otra cosa que las leyes más generales de estas dos fases del desarrollo histórico y del mismo pensamiento. Y se reducen, en lo fundamental, a tres:
ley del trueque de la cantidad en cualidad, y viceversa;
ley de la penetración de los contrarios;
ley de la negación de la negación.

Las tres han sido desarrolladas por Hegel, en su manera idealista, como simples leyes del pensamiento: la primera, en la primera parte de la Lógica, en la teoría del Ser; la segunda ocupa toda la segunda parte, con mucho la más importante de todas, de su Lógica, la teoría de la Esencia; la tercera, finalmente, figura como la ley fundamental que preside la estructura de todo el sistema. El error reside en que estas leyes son impuestas, como leyes del pensamiento, a la naturaleza y a la historia, en vez de derivarlas de ellas. De ahí proviene toda la construcción forzada y que, no pocas veces, pone los pelos de punta: el mundo, quiéralo o no, tiene que organizarse con arreglo a un sistema discursivo, que sólo es, a su vez, producto de una determinada fase de desarrollo del pensamiento humano. Pero, si invertimos los términos, todo resulta sencillo y las leyes dialécticas, que en la filosofía idealista parecían algo extraordinariamente misterioso, resultan inmediatamente sencillas y claras como la luz del sol.

Por lo demás, quien conozca un poco a Hegel sabe que éste aduce también, en cientos de pasajes, los ejemplos concretos más palpables tomados de la naturaleza y de la historia para ilustrar las leyes dialécticas.

No nos proponemos escribir aquí un tratado de dialéctica, sino simplemente demostrar que las leyes dialécticas son otras tantas leyes reales que rigen el desarrollo de la naturaleza y cuya vigencia es también aplicable, por tanto, a la investigación teórica natural. No podemos, por consiguiente, entrar a estudiar la conexión interna de estas leyes entre sí.
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I. Ley del trueque de la cantidad en cualidad, y viceversa. Podemos expresar esta ley, para nuestro propósito, diciendo que, en la naturaleza, y de un modo claramente establecido para cada caso singular, los cambios cualitativos sólo pueden producirse mediante la adición o sustracción cuantitativas de materia o de movimiento (de lo que se llama energía).
Todas las diferencias cualitativas que se dan en la naturaleza responden, bien a la diferente composición química, bien a las diferentes cantidades o formas de movimiento (energía), o bien, como casi siempre ocurre, a ambas cosas a la vez. Por consiguiente, es imposible cambiar la cualidad de un cuerpo sin añadir o sustraer materia o movimiento, es decir, sin un cambio cuantitativo del cuerpo de que se trata. Bajo esta forma, la misteriosa tesis hegeliana, no sólo resulta perfectamente racional, sino que se revela, además, con bastante evidencia.
No creemos que haga falta pararse a señalar que los diferentes estados alotrópicos y conglomerados de los cuerpos, al descansar sobre una distinta agrupación molecular, responden también a cantidades mayores o menores de movimiento añadidas al cuerpo correspondiente.
Pero, ¿y los cambios de forma del movimiento o de la llamada energía? Cuando transformamos el calor en movimiento mecánico, o a la inversa, cambia la cualidad, mas ¿la cantidad permanece igual? Exactamente. Ahora bien, los cambios de forma del movimiento son como los vicios de Heine: cualquiera por separado puede ser virtuoso; en cambio, para el vicio tienen que juntarse dos.2 Los cambios de forma del movimiento son siempre un fenómeno que se efectúa entre dos cuerpos por lo menos, uno de los cuales pierde una determinada cantidad de movimiento de esta cualidad (por ejemplo, calor), mientras que el otro recibe la cantidad correspondiente de movimiento de aquella otra cualidad (movimiento mecánico, electricidad, descomposición química). Por tanto, cantidad y cualidad se corresponden, aquí, mutuamente. Hasta ahora, no se ha logrado convertir una forma de movimiento en otra dentro de un solo cuerpo aislado.
Aquí, por el momento, sólo hablamos de cuerpos inanimados; para los cuerpos vivos rige la misma ley, pero ésta actúa bajo condiciones muy complejas, y, hasta hoy, resulta todavía imposible, con frecuencia, establecer la medida cuantitativa.
Si nos representamos un cuerpo inanimado cualquiera dividido en partes cada vez más pequeñas, vemos que no se opera, por el momento, ningún cambio cualitativo. Pero esto tiene sus límites: si logramos, como en la evaporación, liberar las distintas moléculas sueltas, podremos, en la mayor parte de los casos, seguir dividiéndolas, aunque solamente mediante un cambio total de la

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cualidad. La molécula se descompone ahora en los átomos, los cuales presentan cualidades completamente distintas de aquélla. En moléculas formadas por distintos elementos químicos, vemos que la molécula compuesta deja el puesto a los átomos o a la molécula de estos elementos mismos; y en las moléculas elementales, aparecen los átomos libres, que producen resultados cualitativos completamente distintos: los átomos libres del oxígeno en estado naciente consiguen como jugando lo que jamás serían capaces de lograr los átomos del oxígeno atmosférico vinculados en la molécula.

Pero ya la misma molécula es algo cualitativamente distinto de la masa corpórea de que forma parte. Puede llevar a cabo movimientos independientemente de ésta y mientras ésta permanece en aparente quietud, como ocurre, p.e., en las vibraciones del calor; puede, por medio del cambio de situación y de la trabazón con las moléculas vecinas, colocar al cuerpo en un estado alotrópico o de conglomerado, etc.
Vemos, pues, que la operación puramente cuantitativa de la división tiene un límite, a partir del cual se trueca en una diferencia cualitativa: la masa está formada toda ella por moléculas, pero es algo esencialmente distinto de la molécula, lo mismo que ésta es, a su vez, algo esencialmente distinto del átomo. Sobre esta diferencia descansa precisamente la separación entre la mecánica, como ciencia de las masas celestes y terrestres, de la física, que es la mecánica de la molécula, y de la química, que es la física de los átomos.
En la mecánica no se dan cualidades, sino, a lo sumo, estados como los de equilibrio, movimiento y energía potencial, todos los cuales se basan en la transferencia mensurable de movimiento y pueden expresarse de por sí de un modo cuantitativo. Por tanto, en la medida en que se produce aquí un cambio cualitativo, este cambio se halla condicionado por el cambio cuantitativo correspondiente.
La física considera los cuerpos como químicamente inmutables o indiferentes; estudia solamente los cambios de sus estados moleculares y las alteraciones de forma del movimiento, que la molécula pone en acción en todos los casos, por lo menos en uno de los dos lados. Todo cambio es aquí un trueque de cantidad en cualidad, una sucesión de modificaciones cuantitativas de la cantidad de movimiento de cualquier forma inherente al cuerpo o comunicado a él. “Así, por ejemplo, vemos que el grado de temperatura del agua es, al principio, indiferente por lo que se refiere a su fluidez líquida; pero, al aumentar o disminuir la temperatura del agua fluida, se llega a un punto en el que este estado de cohesión cambia y el agua se convierte, de una parte, en

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vapor y de otra parte en hielo” (Hegel, Enzyklopädie, Obras completas, tomo VI, pág. 217).3 Del mismo modo, hace falta una determinada intensidad mínima de corriente para que el alambre de platino de la lámpara eléctrica se encienda; asimismo, vemos que todo metal tiene su punto térmico de combustión y de fusión y todo líquido su punto de congelación y de ebullición, bajo una presión determinada, en la medida en que los medios de que disponemos nos permitan producir la temperatura necesaria; y, finalmente, que todo gas llega a un punto crítico, en el que la presión y el enfriamiento lo licuan. En una palabra, las llamadas constantes de la física no son, en la mayoría de los casos, otra cosa que indicaciones de puntos nodulares en que el «cambio»,4 la adición o sustracción cuantitativa de movimiento, provoca un cambio cualitativo en el estado del cuerpo de que se trata; en que, por tanto, la cantidad se trueca en cualidad.

Pero el campo en que alcanza sus triunfos más imponentes la ley natural descubierta por Hegel es la química. Podríamos decir que la química es la ciencia de los cambios cualitativos de los cuerpos como consecuencia de los cambios operados en su composición cuantitativa. Esto lo sabía ya el propio Hegel (Logik, Obras completas, III, pág. 433).5 Basta fijarse en el oxígeno: si se combinan tres átomos para formar una molécula, en vez de los dos de la combinación usual, tenemos el ozono, un cuerpo que se distingue claramente del oxígeno corriente, tanto por el olor como por los efectos. Y no hablemos ya de las diferentes proporciones en que el oxígeno se combina con el nitrógeno o el azufre y cada una de las cuales forma un cuerpo cualitativamente distinto de los otros. El gas hilarante (monóxido de nitrogeno N2O) es muy distinto del anhídrido ácido-nítrico (pentóxido nítrico N2O5). El primero es un gas; el segundo, bajo temperatura corriente, un cuerpo sólido cristalino. Y, sin embargo, toda la diferencia de composición entre ambos cuerpos se reduce a que el segundo contiene cinco veces más oxígeno que el primero, y entre uno y otro se hallan, además, otros tres óxidos del nitrógeno (NO, N2O3, NO2), todos ellos cualitativamente distintos de aquellos dos y entre sí.

Y esto resalta todavía de un modo más palmario en las series homólogas de las combinaciones de carbono, de los hidrógenos carburados más simples. La más baja de las parafinas normales es el metano, CH4; las cuatro unidades combinadas del átomo del carbono se saturan aquí con cuatro átomos de hidrógeno. La segunda, el etano, C2H6, combina entre sí dos átomos de carbono y satura las seis unidades libres combinadas con seis átomos de hidrógeno. Y así sucesivamente, pasando por C3H8, C4H10, etc., con arreglo a la fórmula algebraica CnHn2 + 2, de tal modo que, al

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aumentar cada vez un CH2, va produciéndose, una vez tras otra, un cuerpo cualitativamente distinto de los anteriores. Los tres miembros más bajos de la serie son gases; el más alto que se conoce, el hexadecano, C16H34, un cuerpo sólido, cuyo punto de ebullición son los 270 grados C. Y exactamente lo mismo se comporta la serie de los alcoholes primarios derivados (teóricamente) de las parafinas, con la fórmula CnH2n+2O, con respecto a los ácidos grasos, monobásicos (fórmula: CnH2nO2). Qué diferencia cualitativa puede producir la adición cuantitativa de C3H6 nos lo enseña la experiencia, cuando ingerimos alcohol etílico C2H6O, bajo cualquiera de sus formas potables, sin mezcla de otros alcoholes y cuando ingerimos el mismo alcohol etílico, pero añadiéndole alcohol amílico C5H12O, que forma el elemento principal integrante del infame aguardiente amílico. Nuestra cabeza se da clara cuenta de ello, sin duda alguna, a la otra mañana, bien a su pesar, hasta el punto de que bien puede decirse que la borrachera y el consiguiente malestar del día siguiente vienen a ser como la cantidad transformada en cualidad, por una parte del alcohol etílico y, por otra, de la adición de este C3H6.

En estas series químicas, la ley hegeliana se nos presenta, además, sin embargo, bajo otra forma. Los miembros inferiores sólo admiten una única estratificación mutua de los átomos. Pero, una vez que el número de átomos combinados en una molécula alcanza la magnitud determinada para cada serie, la agrupación de los átomos en la molécula puede efectuarse de múltiples modos; pueden presentarse, por tanto, dos o más cuerpos isómeros que, aun conteniendo el mismo número de átomos de C, H u O en una sola molécula, sean, no obstante, cualitativamente distintos. Podemos, incluso, calcular cuantas de estas isomerías pueden darse en cada miembro de la serie. Así, tenemos que en la serie de la parafina, para la fórmula C4H16 pueden darse dos, y para la fórmula C5H12 tres; en los miembros superiores de la serie, el número de posibles isomerías va aumentando muy rápidamente. Es, por tanto, una vez más, el número cuantitativo de átomos contenidos en la molécula el que sienta la posibilidad y, una vez comprobada ésta, el que condiciona, además, la existencia real de estos cuerpos isómeros cualitativamente distintos.

Más aún. Partiendo de la analogía de los cuerpos que conocemos en cada una de estas series, podemos sacar conclusiones con respecto a las propiedades físicas de los miembros de la serie que aún no conocemos y predecir con bastante seguridad estas cualidades, el punto de ebullición, etc., en cuanto a los miembros que vienen inmediatamente después de los conocidos.

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Finalmente, la ley de Hegel no rige solamente para los cuerpos compuestos, sino también para los mismos elementos químicos. Ahora, sabemos que “las propiedades químicas de los elementos son una función periódica de los pesos atómicos” (Roscoe-Schorlemmer, Ausführliches Lehrbuch der Chemie [“Tratado detallado de química”], tomo II, pág. 823),6 es decir, que su cualidad se halla condicionada por la cantidad de su peso atómico. Y la prueba de esto se ha llevado a cabo de un modo brillante. Mendeleiev ha demostrado que en las series de elementos afines, ordenadas por sus pesos atómicos, aparecen diferentes lagunas, indicio de que quedan nuevos elementos por descubrir. Uno de estos elementos desconocidos, a que Mendeleiev dio el nombre de ekaaluminio,7 porque en la serie que comienza con el aluminio sigue a éste, fue descrito de antemano por él con arreglo a sus propiedades químicas generales, prediciendo aproximadamente tanto su peso atómico y específico como su volumen atómico. Unos cuantos años después, descubría realmente Lecoq de Boisbaudran este elemento, y las predicciones de Mendeleiev se confirmaban, salvo muy pequeñas variantes. El ekaaluminio se hacía realidad en el galio (obra cit., pág. 828). Mediante la aplicación -no consciente- de la ley hegeliana del trueque de la cantidad en cualidad, había logrado Mendeleiev llevar a cabo una hazaña científica que puede audazmente parangonarse con la de Leverrier al calcular la órbita de Neptuno, cuando todavía este planeta era desconocido. En la biología, al igual que en la historia de la sociedad humana, se comprueba a cada paso la misma ley, pero aquí no queremos apartarnos de los ejemplos tomados de las ciencias exactas, donde las cantidades son exactamente mensurables e investigables.

Es probable que esos mismos señores que hasta el presente han venido denostando el trueque de la cantidad en cualidad como misticismo e incomprensible transcendentalismo, digan ahora que es algo evidente por sí mismo, consabido y trivial, algo que ellos aplican desde hace mucho tiempo y que, por consiguiente, no les enseña absolutamente nada nuevo. No cabe duda de que constituye siempre un hecho histórico-universal el proclamar por vez primera bajo la forma de su vigencia general una ley universal que rige para el desarrollo de la naturaleza, de la sociedad y del pensamiento. Y si esos señores se han pasado la vida viendo cómo la cantidal se trocaba en cualidad, pero sin saberlo, tendrán que consolarse con aquel monsieur Jourdain de Molière,8 que se pasó también la vida hablando en prosa sin tener ni la más remota idea de ello.9

FORMAS FUNDAMENTALES DEL MOVIMIENTO1

El movimiento, en el sentido más general de la palabra, concebido como una modalidad o un atributo de la materia, abarca todos y cada uno de los cambios y procesos que se operan en el universo, desde el simple desplazamiento de lugar hasta el pensamiento. La investigación de la naturaleza del movimiento debiera, evidentemente, partir de las formas más bajas y más simples de este movimiento y explicarlas, antes de remontarse a la explicación de las formas más altas y más complicadas. Así, vemos cómo, en la trayectoria histórica de las ciencias naturales, se desarrolla ante todo la teoría del simple desplazamiento de lugar, la mecánica de los cuerpos celestes y de las masas terrestres; viene luego la teoría del movimiento molecular, la física, y enseguida, casi al mismo tiempo y, a veces incluso adelantándose a ella, la ciencia del movimiento de los átomos, la química. Y solamente después de haber alcanzado un alto grado de desarrollo estas diversas ramas de la ciencia de las formas del movimiento que se refieren a la naturaleza inanimada, ha sido posible abordar con éxito la explicación de los fenómenos del movimiento que se dan en los procesos biológicos. Esta explicación avanzó en proporción a los avances experimentados por la mecánica, la física y la química. Así, pues, mientras que la mecánica se hallaba desde hacía ya mucho tiempo en condiciones de reducir satisfactoriamente a las leyes que rigen también en la naturaleza inanimada los efectos que en el cuerpo animal se deben a las palancas óseas puestas en movimiento por la contracción muscular, la fundamentación físico-química de los demás fenómenos biológicos se halla todavía casi en sus comienzos. Por tanto, al investigar aquí la naturaleza del movimiento, nos vemos obligados a dejar a un lado las formas del movimiento orgánicas, limitándonos obligadamente -con arreglo al estado de la ciencia- a las formas de movimiento de la naturaleza inanimada.

Todo movimiento va unido, de un modo o de otro, a cierto desplazamiento de lugar, ya sea de los cuerpos celestes, las masas terrestres, las moléculas, los átomos o las partículas del éter. Cuanto más alta sea la forma del movimiento, menor será este desplazamiento de lugar. El desplazamiento de lugar no agota, en modo alguno, la naturaleza del movimiento en cuestión, pero es inseparable de él. Es, por tanto, lo primero que hay que investigar.
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Toda la naturaleza asequible a nosotros forma un sistema, una concatenación general de cuerpos, entendiendo aquí por cuerpos todas las existencias materiales, desde los astros hasta los átomos, más aún hasta las partículas del éter, de cuanto existe. El hecho de que estos cuerpos aparezcan concatenados lleva ya implícito el que actúan los unos sobre los otros, y en esta su acción mutua consiste precisamente el movimiento. Ya esto, por sí sólo, indica que la materia es inconcebible sin el movimiento. Y si, además, la materia aparece ante nosotros como algo dado, como algo que ni ha sido creado ni puede ser destruido, ello quiere decir que también el movimiento es algo increado e indestructible. Esta conclusión se reveló como irrefutable desde el momento mismo en que el universo se impuso al conocimiento como un sistema, como una concatenación de cuerpos. La conciencia de esto se abrió paso en la filosofía mucho antes de que llegara a dar frutos en las ciencias naturales, y ello explica por qué la filosofía llegó a la conclusión de la increabilidad e indestructibilidad del movimiento unos doscientos años antes que dichas ciencias. Y la misma forma en que lo hizo sigue estando todavía hoy por encima de la formulación que actualmente dan al problema las ciencias naturales. La tesis cartesiana de que la cantidad de movimiento existente en el universo permanece invariable sólo peca desde el punto de vista formal, puesto que emplea una expresión finita para expresar una magnitud infinita. En cambio, en las ciencias naturales prevalecen, actualmente, dos expresiones de la misma ley: la de Helmholtz acerca de la conservación de la fuerza y la más moderna y más precisa acerca de la conservación de la energía, una de las cuales, como veremos, dice precisamente lo contrario de la otra, sin que, además, ninguna de las dos exprese más que uno de los lados de la relación.

Cuando dos cuerpos actúan el uno sobre el otro, dando como resultado el desplazamiento de lugar de uno de ellos, este desplazamiento de lugar sólo puede consistir en un acercamiento o en un alejamiento. O los cuerpos se atraen o se repelen. O bien, para decirlo en los términos en que se expresa la mecánica, las fuerzas que entre ellos actúan son fuerzas centrales que operan en la dirección de la línea de entronque de sus centros. Hoy, consideramos ya como evidente el que esto ocurra y que ocurra por doquier y sin excepción en el universo, aunque algunos movimientos nos parezcan complicados. Se nos antojaría un contrasentido suponer que dos cuerpos que actúan el uno sobre el otro y cuya mutua acción no tropieza con la interferencia o la acción de un tercer grupo, hubieran de desarrollar esta acción por un camino que no fuese el más corto y el más directo, en la

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dirección de las dos rectas que unen sus centros.* Pero, como es sabido, Helmholtz (Erhaltung der Kraft, Berlín, 1847, sección I y II)3 ha aportado también la prueba matemática de que la acción central y la constancia de la cantidad de movimiento4 se condicionan mutuamente y de que el admitir otras acciones que no sean centrales conduce a resultados en los que el movimiento podría ser creado o destruido. La forma fundamental de todo movimiento es, según esto, la aproximación o el alejamiento, la contracción o la expansión; en una palabra, la vieja contraposición polar de atracción y repulsión.

Hay que advertir expresamente que la atracción y la repulsión no se conciben, aquí, como lo que se llama “fuerzas”, sino como simples formas de movimiento. No en vano Kant concebía ya la materia como la unidad de atracción y repulsión. Qué ocurre con las “fuerzas”, lo veremos más adelante.

Todo movimiento consiste en el juego alternativo de atracción y repulsión. Pero el movimiento sólo puede darse cuando cada atracción singular se ve compensada por la correspondiente repulsión en otro lugar distinto. De otro modo, uno de los lados acabaría predominando con el tiempo sobre el otro, con lo que el movimiento cesaría, a la postre. Eso quiere decir que todas las atracciones y todas las repulsiones se compensan mutuamente en el universo. Por consiguiente, la ley de la indestructibilidad y la increabilidad del movimiento cobra, así, la expresión de que todo movimiento de atracción en el universo se ve complementado por un equivalente movimiento de repulsión, y viceversa; o, como lo expresaba la filosofía antigua -mucho antes de que las ciencias naturales formulasen la ley de la conservación de la fuerza o de la energía-, de que la suma de todas las atracciones operadas en el universo es igual a la suma de todas las repulsiones.

Quedan siempre en pie, sin embargo, dos posibilidades de que un día cese todo movimiento: una es la de que la atracción y la repulsión acaben equilibrándose, de hecho, alguna vez; otra, la de que toda la repulsión se apodere definitivamente de una parte de la materia, y toda la atracción de la parte restante. Pero ambas posibilidades deben ser desechadas de antemano, desde el punto de vista dialéctico. Desde el momento en que la dialéctica ha demostrado ya, partiendo de los resultados de nuestra experiencia de la naturaleza hasta el día de hoy, que todas las contraposiciones

* Al margen del manuscrito, escrita a lápiz, aparece esta nota: “Kant (dice), en la pág. 22, que las tres dimensiones del espacio se hallan condicionadas por el hecho de que esta atracción o repulsión se produce en razón inversa al cuadrado de la distancia.”2 N. del ed.

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polares se hallan siempre condicionadas por el juego cambiante de los dos polos opuestos el uno sobre el otro, de que la separación y la oposición entre estos dos polos sólo existe dentro de su cohesión y, a la inversa, su unión solamente en su separación, su cohesión solamente en su oposición, no cabe hablar ni de un definitivo equilibrio entre repulsión y atracción ni de una definitiva adscripción de una forma de movimiento a la mitad de la materia y de la otra a la mitad restante; es decir, ni de la mutua acción5 ni del absoluto divorcio entre los dos polos. Sería lo mismo que si, en el primer caso, se exigiera que se equilibraran entre sí el polo Norte y el polo Sur del campo magnético o que, en el segundo caso, el limar la aguja magnética en el centro de ambos polos creara, de una parte, una mitad septentrional sin polo Sur y en la otra una mitad meridional sin polo Norte. Pero, si la imposibilidad de admitir tales hipótesis se desprende de la misma naturaleza dialéctica de la contraposición polar, ello no es obstáculo para que, gracias a la mentalidad metafísica imperante entre los naturalistas, la segunda de dichas dos hipótesis siga desempeñando, por lo menos, cierto papel en la teoría física. De ello hablaremos en su lugar oportuno.

Ahora bien, ¿cómo se presenta el movimiento en el juego alternativo de atracción y repulsión? Como mejor puede investigarse esto es a la vista de las distintas formas del movimiento mismo. Al final, después de examinarlas todas, se establecerá el balance.
Fijémonos en el movimiento de un planeta en torno a su cuerpo central. La astronomía escolar al uso explica la elipse descrita, siguiendo a Newton, por la acción combinada de dos fuerzas, la de la atracción del cuerpo central y una fuerza tangencial que normalmente impulsa al planeta en el sentido de esta atracción. Admite, pues, además de la forma de movimiento que se opera de un modo central, otra tendencia de movimiento o llamada “fuerza” que se desarrolla en sentido perpendicular a la línea recta que une los puntos centrales. Con lo cual esta explicación entra en contradicción con la ley fundamental mencionada, según la cual en nuestro universo todo movimiento sólo puede operarse en la dirección de los puntos centrales de los cuerpos que actúan los unos sobre los otros o, para decirlo en los términos usuales, sólo es causalmente determinada por los “fuerzas” que actúan en sentido centrípeto. Y, de este modo, introduce en la teoría un elemento que, como también hemos visto, implica la creación y destrucción del movimiento y que, por tanto, presupone un creador. Se trata, por consiguiente, de reducir esta misteriosa fuerza tangencial a una forma centrípeta de movimiento, y esto es lo que hizo la teoría cosmogónica de Kant  Laplace. Como es sabido, según esta

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concepción todo el sistema solar nació de una masa gaseosa extraordinariamente enrarecida y en rotación, mediante su gradual condensación, de tal modo que, como es natural, el movimiento de rotación de esta bola de gas cobró su mayor fuerza en el Ecuador: allí se desprendieron de la masa anillos de gas que luego se condensaron para formar los planetas, los planetoides, etc., girando en torno del cuerpo central, en el sentido de la rotación originaria. En cuanto a esta rotación misma, se la explica, generalmente, por el movimiento propio de las distintas partículas de gas, movimiento operado en las más diversas direcciones, pero de manera que acaba siempre imponiéndose el movimiento en una determinada dirección, lo que determina el movimiento giratorio, el cual va necesariamente intensificándose a medida que se contrae la nebulosa. Pero, cualquiera que sea la hipótesis que se acepte acerca del origen de la rotación, todas ellas eliminan la fuerza tangencial, para reducirla a una forma especial de manifestarse de un movimiento centrípeto. Si un elemento del movimiento planetario, el elemento directamente central, es representado por la gravedad, por la atracción que media entre él y el cuerpo central, el otro elemento, el elemento tangencial, aparece, en forma transferida o transformada, como un residuo de la originaria repulsión de las distintas partículas de la nebulosa. Por donde el proceso de existencia de un sistema solar se representa, ahora, como un juego alternativo de atracción y repulsión, en el que la atracción va ganando ventaja poco a poco y cada vez más por el hecho de que la repulsión se irradia en el espacio cósmico en forma de calor, perdiéndose, por tanto, en medida cada vez mayor, para el sistema.

A primera vista se observa que la forma de movimiento que aquí se concibe como repulsión es la misma que la física moderna llama “energía”. Por la contracción del sistema y la consiguiente disociación de los distintos astros que actualmente lo forman, el sistema ha perdido “energía”, y esta pérdida de energía representa ya ahora, según el conocido cálculo de Helmholtz, el 453/454 de toda la cantidad de movimiento originariamente contenido en él en forma de repulsión.

Fijémonos, ahora, en una masa corpórea que se mueva en nuestra misma tierra. Esta masa se halla enlazada a la tierra por medio de la gravedad, como la tierra, a su vez, se halla enlazada al sol; pero, a diferencia de la tierra, no puede desarrollar un movimiento planetario libre. Sólo se la puede mover mediante un impulso de fuera, y tan pronto como el impulso desaparece, el movimiento cesa inmediatamente, ya sea solamente por la acción de la gravedad, ya por la combinación de ésta con la resistencia del

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medio en que se mueve. También esta resistencia es, en última instancia, un resultado de la gravedad, sin la que la tierra no ofrecería un medio resistente ni tendría en su superficie una atmósfera. Por tanto, el movimiento puramente mecánico que se opera en la superficie de la tierra se desarrolla en una situación en la que predomina resueltamente la gravedad, la atracción, y en la que, por consiguiente, la producción de movimiento presenta dos fases: primera, la de contrarrestar la gravedad, y segunda, la de hacer que ésta siga actuando; en una palabra, las dos fases de levantar un cuerpo y dejarlo caer.

Volvemos a encontrarnos, pues, con la acción mutua entre la atracción, de una parte, y de otra una forma de movimiento que se opera en dirección opuesta a ella y que es, por tanto, una forma de movimiento repelente. Ahora bien, dentro del campo de la mecánica terrestre pura (que opera a base de las masas de estados dados de conglomeración y cohesión, para ella inmutables), esta forma repelente de movimiento no se da en la naturaleza. Las condiciones físicas y químicas en que un bloque de roca se desprende de la cima de una montaña o en que la corriente de un río forma una cascada caen fuera del campo de acción de esa mecánica. Por consiguiente, el movimiento repelente, el movimiento de levantar un cuerpo, en el campo de la mecánica pura, tiene que producirse artificialmente: por la acción de la fuerza humana, de la fuerza animal, de la fuerza hidráulica, de la fuerza del vapor, etc. Y esta circunstancia, es decir, la necesidad de contrarrestar artificialmente la atracción natural, suscita en los mecánicos la concepción de que la atracción, la gravedad, la fuerza de la gravedad, como ellos la llaman, constituye la forma más esencial y hasta la forma fundamental de movimiento, en la naturaleza.

Cuando, por ejemplo, se levanta un peso y éste, con su caída directa o indirecta, comunica movimiento a otros cuerpos, no es, según la concepción mecánica usual, el levantamiento del peso lo que comunica este movimiento, sino la fuerza de la gravedad. Helmholtz, por ejemplo, nos presenta “la fuerza más simple y que mejor conocemos, la gravedad, actuando como fuerza motriz…, por ejemplo en los relojes de pared que funcionan por la acción de pesas. Las pesas… no pueden seguir la acción de la gravedad sin poner en movimiento todo el mecanismo del reloj”. Pero no pueden poner en movimiento el mecanismo del reloj sin caer ellas mismas, y van cayendo hasta que se desenrolla la cadena de la que penden. “En este momento, el reloj se para, por haberse agotado provisionalmente la capacidad de rendimiento de las pesas. Su gravedad no se ha perdido ni reducido, sino que sigue viéndose atraída, en la misma medida que antes, por la tierra; lo que se ha perdido es la capacidad de esta

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gravedad para producir movimientos… Pero podemos dar cuerda al reloj con nuestro brazo, levantado de nuevo las pesas. Tan pronto lo hacemos, las pesas recobran su anterior capacidad de funcionamiento y pueden mantener de nuevo el reloj en marcha.” (Helmholtz, Populäre Vorträge,6 II, páginas 144-145).

Como vemos, para Helmholtz no es la comunicación activa del movimiento, el hecho de levantar las pesas, lo que hace funcionar el reloj, sino la gravitación pasiva de las pesas mismas, a pesar de que esta gravitación sólo es arrancada a su pasividad al levantarse las pesas, para caer de nuevo en ella cuando la cadena de que penden llega al final. Por tanto, si, según la concepción moderna, la energía no es más que otro nombre dado a la repulsión, en la concepción antigua, que es la de Helmholtz, la fuerza aparece aquí como otra manera de expresar lo contrario de la repulsión, o sea la atracción. Por el momento, nos limitamos a consignar esto.

Ahora bien, al llegar a su término el proceso de la mecánica terrestre, es decir, cuando se deja caer de nuevo de la misma altura la masa pesada que hemos empezado levantando; ¿qué se hace del movimiento constitutivo de este proceso? Para la mecánica pura, ha desaparecido. Pero ahora sabemos que no ha quedado destruido, ni mucho menos. En su parte menor se ha convertido en las oscilaciones vibratorias del aire, y en su mayor parte en calor; calor que parcialmente se comunica a la atmósfera que opone resistencia de un lado al cuerpo mismo que cae y, de otro, por último, al suelo que recibe el impacto. También las pesas del reloj han ido transfiriendo poco a poco su movimiento a los distintos resortes del mecanismo, en forma de calor de frotamiento. Pero no es, como suele expresarse la cosa, el movimiento de la caída, o sea la atracción, lo que se trueca en calor, es decir, en una forma de repulsión. Por el contrario, la atracción, la gravitación, sigue siendo, como acertadamente dice Helmholtz, lo mismo que antes era y, en rigor, incluso mayor aún. Es más bien la repulsión comunicada al cuerpo caído por el hecho de levantarlo la que es destruida mecánicamente con la caída y la que renace en forma de calor. La repulsión de masa se convierte así en repulsión molecular.

El calor es, como ya hemos dicho, una forma de repulsión. Trueca las moléculas de los cuerpos sólidos en vibraciones, rompiendo con ello la cohesión de las distintas moléculas, hasta que, por último, se produce el tránsito al estado líquido; y, en éste, va aumentando, a medida que se añade calor, el movimiento de las moléculas hasta llegar a un punto en que se desprenden por entero de la masa y comienzan a moverse libremente, con un grado de velocidad que depende de la constitución química de cada molécula;

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al aumentar progresivamente el calor, acentúa más aún esta velocidad y hace, por tanto, que las moléculas se repelan cada vez más las unas a las otras.

Pero el calor es una forma de la llamada “energía”, la cual vuelve a revelarse aquí como algo idéntico a la repulsión.

En los fenómenos de la electricidad estática y del magnetismo, repartimos polarmente la atracción y la repulsión. Cualquiera que sea la hipótesis que se admita con respecto al modus operandi [modo de actuar] de estas dos formas de movimiento, nadie pondrá en duda, a la vista de los hechos, que la atracción y la repulsión, en cuanto provocadas por la electricidad estática o el magnetismo y en la medida en que pueden desplegarse sin entorpecimiento, se compensan totalmente la una a la otra, como en efecto se desprende necesariamente de la misma naturaleza de la distribución polar. Dos polos cuya acción no se compensara plenamente no serían tales polos, ni hasta ahora se han encontrado nunca en la naturaleza. Por el momento, dejaremos aquí a un lado el galvanismo, ya que en él el proceso se halla determinado por fenómenos de orden químico, lo que viene a complicarlo. Examinemos de preferencia, por tanto, los procesos de movimientos químicos mismos.

Si se combinan dos unidades de peso de hidrógeno con 15,96 unidades de peso de oxígeno para formar el vapor de agua, se desarrolla durante este proceso una cantidad de 68.924 unidades térmicas. Y, a la inversa, si 17,96 de peso de vapor de agua se descomponen en dos de hidrógeno y 15,96 de oxígeno, este proceso sólo puede operarse a condición de imprimir al vapor de agua una cantidad de movimiento equivalente a 68.924 unidades de calor, ya sea en forma de calor mismo o en forma de movimiento eléctrico. Y lo mismo podríamos decir de todos los demás procesos químicos. En la gran mayoría de los casos, las síntesis emiten calor y a las disociaciones hay que imprimirles movimiento. También aquí nos encontramos con que la repulsión es, por regla general, el lado activo del proceso, el más dotado de movimiento o el que más movimiento requiere, y la atracción el lado pasivo, que no necesita de movimiento y lo elimina. De ahí también que, según la moderna teoría, la combinación de elementos libere energía, mientras que la disociación la retiene. Por tanto, energía vuelve a significar, aquí, repulsión. Y es de nuevo Helmholtz quien declara: “Esta fuerza (la fuerza de afinidad química) podemos… representárnosla… como una fuerza de atracción … Y esta fuerza de atracción que se manifiesta entre los átomos del carbono y los del oxígeno cumple exactamente la misma función positiva que la tierra, en forma de gravitación, ejerce sobre un peso levantado… Al lanzarse unos contra otros los

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átomos de carbono y de oxígeno, para formar el ácido carbónico, las partículas recién formadas del ácido carbónico necesitan hallarse dentro del más violento movimiento molecular, es decir, dentro del movimiento térmico… Cuando, más tarde, traspasan su calor al medio, seguimos teniendo en el ácido carbónico el carbono íntegro y el oxígeno íntegro y la fuerza de afinidad de ambos con el mismo vigor de antes. Sin embargo, ésta sólo se manifiesta, ahora, en el hecho de que une estrechamente los unos a los otros los átomos del carbono y los del oxígeno, sin permitir que se separen” (obra cit., pág. 169). Exactamente lo mismo que antes: Helmholtz hace hincapié en que, en la química al igual que en la mecánica, la fuerza sólo consiste en la atracción y es, por tanto, cabalmente lo contrario de lo que otros físicos llaman energía e idéntico a la repulsión. Ahora, ya no tenemos, pues, ante nosotros las dos formas fundamentales simples de la atracción y la repulsión, sino toda una serie de subformas, en las que se opera el proceso del movimiento universal que se enrolla y desenrolla en la contraposición de aquellas dos. Pero no es solamente nuestro intelecto, ni mucho menos, el que compendia estas múltiples formas de manifestarse bajo la expresión única de movimiento. Por el contrario, ellas mismas se afirman y se demuestran con hechos como formas de uno y el mismo movimiento, al convertirse, bajo ciertas condiciones, de unas en otras. El movimiento mecánico de masa se convierte en calor, en electricidad, en magnetismo; el calor y la electricidad se convierten en disociación química; a su vez, la combinación química desarrolla nuevamente calor y electricidad y, por medio de ésta, magnetismo; y, por último, el calor y la electricidad producen, por su parte, movimiento mecánico de masa. Y todo ello, además, de tal modo que a una determinada cantidad de movimiento de una forma corresponde siempre una cantidad exactamente determinada de otra forma de movimiento, siendo indiferente, a su vez, de qué forma de movimiento se tome la unidad de medida por la que esta cantidad de movimiento se evalúa: si sirve para medir el movimiento de masa, el calor, la llamada fuerza electromotora o el movimiento transferido en los procesos químicos.

Nos hallamos, por tanto, en el terreno de la teoría de la “conservación de la energía”, fundada en 1842 por J. R. Mayer* y

* En las Populäre Vorlesungen,7 II, pág. 113, Helmholtz parece atribuirse también a sí mismo, aparte de Mayer, Joule y Colding, cierta participación en las vías de las ciencias naturales seguidas para probar la tesis cartesiana de la inmutabilidad cuantitativa del movimiento. “Yo mismo había seguido idéntico camino, sin tener la menor idea de Mayer ni de Colding y sin haber conocido los experimentos de Joule hasta el final de mi trabajo; me esforcé, en efecto, por indagar todos los nexos existentes entre los diferentes procesos

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desde entonces desarrollada internacionalmente con tan brillante éxito. Veamos ahora cuáles son las ideas fundamentales con que actualmente opera esta teoría. Estas ideas son la de “fuerza” o “energía” y la de “trabajo”.

Ya hemos visto más arriba que la concepción moderna, aceptada hoy por casi todo el mundo, entiende por energía la repulsión, mientras que Helmholtz, por su parte, emplea la palabra “fuerza” para designar, preferentemente, la atracción. Podría creerse que se trata de una diferencia de forma sin importancia, puesto que la atracción y la repulsión se compensan en el universo, razón por la cual parece indiferente cuál de los dos términos de la relación se establezca como el lado positivo o el negativo; del mismo modo que es indiferente de por sí el que, partiendo de un punto de una línea cualquiera, se cuenten las abscisas positivas hacia la derecha o hacia la izquierda. Sin embargo, no es así, ni mucho menos.

En efecto, aquí no se trata, por el momento, del universo, sino de fenómenos que se operan en la tierra y se hallan condicionados por la posición exactamente determinada que ésta ocupa en el sistema solar y la de éste en el cosmos. Y nuestro sistema solar emite en todo momento al espacio cósmico masas enormes de movimiento y, además, de movimiento de una cualidad muy determinada: calor solar, es decir, repulsión. Ahora bien, la tierra misma debe su vida solamente al calor solar y, a su vez, acaba irradiando también en el espacio cósmico el calor recibido del sol después de haberlo convertido, parcialmente, en otras formas de movimiento. Por tanto, en el sistema solar y, muy especialmente, en la tierra, vemos que la atracción ha conseguido ya un importante predominio sobre la repulsión. Sin el movimiento de repulsión que el sol irradia hacia nosotros cesaría necesariamente todo movimiento sobre la tierra. Si mañana se enfriara el sol, la atracción en la tierra seguiría siendo, en igualdad de circunstancias, la misma que es hoy. Una piedra de 100 hilos seguiría

de la naturaleza y que podían deducirse del modo de considerar las cosas ya indicado, y publiqué mis investigaciones en 1847 en un opúsculo titulado Sobre la conservación de la fuerza.” Sin embargo, en este escrito no se contiene absolutamente nada que fuera muevo en 1847, aparte del desarrollo matemático, ciertamente valiosísimo, indicado más arriba, según el cual la “conservación de la fuerza” y la acción central de las fuerzas que se manifiestan entre los distintos cuerpos de un sistema no son más que dos expresiones distintas de la misma cosa y, además, una formulación más precisa de la ley de la constancia de la suma de las fuerzas vivas y las fuerzas elásticas de un sistema mecánico dado. En todo lo demás, el escrito de Helmholtz había quedado ya superado desde la segunda edición de Mayer, publicada en 1845. Ya en 1842 había sostenido Mayer la “indestructibidad de la fuerza” y en 1845, desde su nuevo punto de vista, apuntaba cosas mucho más geniales que Helmholtz en 1847 acerca de “las relaciones entre los distintos procesos de la naturaleza”. [Nota de Engels]

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pesando, en el lugar en que se encuentra, exactamente lo mismo. Pero el movimiento, tanto el de las masas como el de las moléculas y el de los átomos, se paralizaría totalmente, con arreglo a nuestras ideas. La cosa está, pues, clara: tratándose de procesos que se operan actualmente en la tierra, no es de todo punto indiferente que se considere como el lado activo del movimiento la atracción o la repulsión, es decir, expresado en otros términos, la “fuerza” o la “energía”. En la tierra actual, la atracción se ha convertido ya, por el contrario, en algo absolutamente pasivo, por su predominio decisivo sobre la repulsión; todo movimiento activo en la tierra se debe al aumento de la repulsión por medio del sol. Por eso la escuela moderna -aunque no llegue a ver claro en cuanto a la naturaleza de la relación del movimiento- se halla totalmente en lo cierto, en cuanto al fondo del problema y tratándose de procesos terrestres, más aún, del sistema solar en su conjunto, cuando concibe la energía como la repulsión.
Es cierto que la palabra “energía” no expresa, ni mucho menos; de un modo certero toda la relación del movimiento, por cuanto que sólo abarca uno de sus lados, el de la acción, pero no el de la reacción. Además, hace aparecer la cosa como si la “energía” fuese algo externo a la materia, implantada en ella desde fuera. Sin embargo esta expresión es preferible, desde luego, a la palabra “fuerza”.
La idea de fuerza está tomada, como todo el mundo reconoce (desde Hegel hasta Helmholtz), de las actividades del organismo humano dentro de su medio. En este sentido, hablamos de la fuerza muscular, de la fuerza de levantamiento del brazo, de la fuerza de la pierna para saltar, de la fuerza digestiva del estómago y del intestino, de la fuerza sensitiva de los nervios, de la fuerza secretiva de las glándulas, etc. En otras palabras, para ahorrarnos el trabajo de indicar la causa real de un cambio provocado por una función de nuestro organismo, le atribuimos otra ficticia, una llamada fuerza en consonancia con el cambio que se opera. Este cómodo método lo trasladamos luego al mundo exterior e inventamos, así, tantas fuerzas como fenómenos existen.
En esta fase tan simplista se encontraban las ciencias naturales (exceptuando tal vez la mecánica celeste y terrestre) todavía en tiempo de Hegel, quien tronaba con toda razón contra la manera que entonces se seguía para indicar las fuerzas (citar el pasaje).8 Y lo mismo, en otro lugar: “Vale más (decir) que el imán tiene un alma” (a la manera como se expresa Tales) “que decir que posee la fuerza de la atracción; la fuerza es una especie de propiedad separable de la materia, que se representa como un predicado; en cambio, el alma es este movimiento suyo, idéntico a la naturaleza de la materia” (Geschichte der Philosophie, I, pág. 208).9

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Hoy no operamos ya con las fuerzas de un modo tan simple como en aquel tiempo. Escuchemos a Helmholtz: “Cuando conocemos totalmente una ley natural tenemos que exigir también que su vigencia no deje margen a excepciones… De este modo, la ley aparece ante nosotros como un poder objetivo, y en consonancia con ello la llamamos fuerza. Objetivamos, por ejemplo, la ley de refracción de la luz como una fuerza de refracción luminosa de las sustancias transparentes o la ley de las afinidades electivas químicas como una fuerza electiva de las distintas materias entre sí. En el mismo sentido hablamos de la fuerza eléctrica de contacto de los metales, de la fuerza de la adherencia, de la fuerza capilar, etc. Bajo este nombre se objetivan leyes que, de momento, sólo abarcan pequeñas series de procesos naturales cuyas condiciones son todavía harto complejas …10 La fuerza no es otra cosa que la ley de la acción objetivada. El concepto abstracto de fuerza, que nosotros intercalamos, añade solamente la nota de que esta ley no ha sido inventada caprichosamente, sino que es una ley forzosa de los fenómenos mismos. De este modo, nuestra exigencia de comprender los fenómenos naturales, es decir, de encontrar sus leyes, asume otra forma de expresión, a saber: la de que tenemos que investigar las fuerzas en que se hallan las causas de los fenómenos” (obra cit., págs. 189-191. Conferencia pronunciada en Innsbruck en 1869).

En primer lugar, constituye ya, desde luego, una manera muy peculiar de “objetivar” eso de introducir la idea puramente subjetiva de fuerza en una ley natural que se ha comprobado ya como independiente de nuestra subjetividad y que es, por tanto, algo totalmente objetivo. Semejante manipulación se la podría permitir, a lo sumo, un viejo hegeliano de pura cepa, pero no un neokantiano como Helmholtz. Por deslizar bajo ella una fuerza no se añade ni la más pequeña nueva objetividad a la ley, una vez establecida, ni a su objetividad ni a la de sus efectos; lo único que se añade es nuestra afirmación subjetiva de que actúa gracias a una fuerza que, de momento, nos es totalmente desconocida. Pero el sentido oculto de esta manipulación se revela a partir del momento en que Helmholtz pone ejemplos para ilustrar su tesis: cuando da el espaldarazo de lo “objetivo” como fuerza a la refracción de la luz, a la afinidad química, a la electricidad de contacto, a la adherencia, a la capilaridad y a las leyes reguladoras de estos fenómenos. “Bajo este nombre se objetivan leyes que de momento sólo abarcan pequeñas series de procesos naturales cuyas condiciones son todavía harto complejas”. Aquí es precisamente donde cobra sentido la “objetivación”, que es más bien subjetivación: si, a veces, nos refugiamos aquí en la palabra fuerza no es porque hayamos

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conocido plenamente la ley, sino precisamente porque no es ese el caso, porque aún no vemos claro acerca de las “condiciones harto complejas” de estos fenómenos. Con ello, no expresamos, por tanto, nuestro conocimiento, sino nuestra falta de conocimiento de la naturaleza de la ley y de su modo de actuar. En este sentido, es decir, como expresión compendiada de una conexión casual aún no descubierta, puede pasar la expresión en el lenguaje usual. Pero el ir más allá de eso induce a engaño. Con el mismo derecho con que Helmholtz explica ciertos fenómenos físicos en virtud de una llamada fuerza de refracción de la luz, de una llamada fuerza eléctrica de contacto, etc., explicaban los escolásticos de la Edad Media los cambios de temperatura como efecto de una vis calorífica [fuerza engendradora de calor] o de una vis frigifaciens [fuerza engendradora de frío], sin molestarse en entrar a investigar más a fondo los fenómenos térmicos.

Y también en este sentido es torpe esta explicación, pues todo lo explica de un modo unilateral. Todos los procesos de la naturaleza tienen dos caras, puesto que descansan sobre la relación entre dos partes actuantes, por lo menos, la acción y la reacción. Y la idea de fuerza, por tener su origen en la acción del organismo humano sobre el mundo exterior y en la mecánica terrestre, implica el que sólo una de las partes actúa, se comporta activamente, mientras que la otra parte se mantiene pasiva en un plano puramente receptivo, con lo que estatuye la extensión, hasta ahora no demostrable, de la diferencia de sexos a las existencias inanimadas. La reacción de la segunda parte, de aquella sobre que actúa la fuerza, aparece a lo sumo como una reacción pasiva, como una resistencia. Ahora bien, esta manera de concebir es admisible en una serie de campos, incluso fuera de la mecánica pura, a saber: donde quiera que se trata simplemente de una transferencia de movimiento y de su cálculo cuantitativo. Pero esta explicación falla ya en los procesos un poco más complejos de la física, como lo demuestran precisamente los propios ejemplos puestos por Helmholtz. La fuerza de refracción de la luz reside tanto en la luz misma como en los cuerpos translúcidos. En la adhesión y en la capilaridad, la “fuerza” reside, evidentemente, tanto en la superficie sólida como en el líquido. Por lo que se refiere a la electricidad de contacto, podemos asegurar, por lo menos, que ambos metales contribuyen a ello, y la “fuerza de la afinidad química” radica también, si en algún lugar radica, en las dos partes que entran en la combinación. Ahora bien, una fuerza consistente en dos fuerzas separadas, un efecto que no provoca su contraefecto, sino que lo lleva e implica en sí mismo, no es tal fuerza, en el sentido de la mecánica terrestre, que es aquel en que realmente se sabe lo que es

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una fuerza. En efecto, las condiciones fundamentales de la mecánica terrestre son, en primer lugar, la negativa a investigar las causas del impulso, es decir, la naturaleza de la fuerza que en cada caso actúa y, en segundo lugar, la intuición de la unilateralidad de la fuerza, a la que se opone una gravedad que permanece siempre y en cada lugar la misma, de tal modo que frente a cada espacio terrestre de caída el radio de la tierra = .

Pero sigamos viendo cómo “objetiva” Helmholtz sus “fuerzas” en las leyes de la naturaleza.

En una conferencia pronunciada por él en 1854 (obra cit., pág. 119),11 investiga la “reserva de fuerza de trabajo” que originariamente encerraba la nebulosa partiendo de la cual se formó nuestro sistema solar. “En realidad, contaba, en este respecto, con una reserva inmensamente grande, que le había sido conferida ya de por sí bajo la forma de la fuerza general de atracción entre todas sus partes.” Esto es indudable. Como lo es también el hecho de que toda esta reserva de gravedad o de gravitación sigue existiendo hoy, intacta, en el sistema solar, descontando si acaso la insignificante cantidad que se ha perdido con la materia y que ha sido lanzada al espacio cósmico, de un modo posiblemente irreparable. Y más adelante: “También las fuerzas químicas debían ya existir, dispuestas a actuar; pero, como estas fuerzas sólo podían entrar en acción al producirse el más íntimo contacto entre las diversas masas, tenía que producirse la condensación para que su acción comenzara” [pág. 120]. Si, como más arriba hace Helmholtz, concebimos estas fuerzas químicas como fuerzas de afinidad y, por tanto, como atracción, debemos decir también, aquí, que la suma total de estas fuerzas químicas de atracción sigue existiendo sin merma alguna dentro del sistema solar.

Pero, en la misma página, Helmholtz indica como resultado de su cálculo que “solamente existe en cuanto tal” -en el sistema solar, se entiende- “hacia la 454ava parte de la fuerza mecánica originaria”. ¿Cómo se compagina esto? La fuerza de atracción, tanto la general como la química, se mantiene todavía intacta en el sistema solar. Helmholtz no indica ninguna otra fuente segura de fuerza. Cierto es que aquellas fuerzas han realizado, según él, un trabajo inmenso. Pero sin que por ello hayan aumentado ni disminuido. Como más arriba veíamos que sucedía con las pesas del reloj, le sucede ahora a toda molécula en el sistema solar y al sistema solar mismo. “Su gravedad no se ha perdido ni se ha mermado.” Ocurre con todos los elementos químicos lo que más arriba veíamos con respecto al carbono y al oxígeno: seguimos

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contando siempre con la cantidad total dada de cada uno y “la fuerza total de la afinidad se mantiene tan vigorosa como antes”. ¿Qué hemos perdido, entonces? ¿Y qué “fuerza” ha realizado el enorme trabajo 453 veces mayor del que según su cálculo puede seguir realizando el sistema solar? Helmholtz no nos lo aclara. Pero, más adelante, dice:
“No sabemos si existía [en la nebulosa originaria], además, otra reserva de fuerza en forma de calor.” 12

Permítaseme. El calor es una “fuerza” repulsiva, que, por tanto, contrarresta la acción de la gravedad y de la atracción química; representa un menos, suponiendo que éstas representen un más. Por consiguiente, si Helmholtz hace que su reserva originaria de fuerza esté formada por atracción general y química, no será necesario sumar a aquella reserva de fuerza una reserva de calor, además subsistente, sino que habrá, por el contrario, que sustraérselo. De otro modo, el calor del sol tendría que reforzar la fuerza de atracción de la tierra, cuando lo que hace -precisamente al contrario de eso- es evaporar el agua y elevar el vapor a lo alto; o el calor de un tubo de hierro al rojo por el que- se hace pasar vapor de agua tendría que reforzar la atracción química del hidrógeno y el oxígeno, y no contrarrestarla y anularla, que es precisamente lo que hace. O bien, para aclarar la cosa bajo otra forma: supongamos que la nebulosa con un radio r y, por tanto, con un volumen de 4/3  r3 tenga la temperatura t. Supongamos además que una segunda nebulosa de una masa igual tenga, con una temperatura más alta, T, un radio mayor, R, y el volumen de 4/3  R3. Es evidente que, en la segunda nebulosa, la atracción, tanto la mecánica como la física y la química, sólo puede actuar con la misma fuerza que en la primera si desciende del radio R al radio r, es decir, si se irradia en el espacio cósmico el calor correspondiente a la diferencia de temperatura entre T y t. Por tanto, la nebulosa más caliente tardará más en condensarse que la más fría; por lo tanto, desde el punto de vista de Helmholtz, el calor en cuanto obstáculo para la condensación no representa un más sino un menos en la “reserva de fuerza”. Así, pues, Helmholtz incurre en un error decisivo de cálculo al presuponer bajo la forma de calor la posibilidad de una cantidad de movimiento repulsivo que viene a añadirse a las formas atractivas de movimiento y aumenta su suma.

Reduzcamos ahora al mismo signo para que pueda efectuarse la suma, esta “reserva de fuerza” total, tanto la posible como la demostrable. Como, provisionalmente, aún no podemos invertir el calor y poner en vez de su repulsión la equivalente atracción,

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necesitaremos operar esta inversión en las dos formas de la atracción. Y, entonces, en vez de poner sencillamente la fuerza general de atracción, en vez de poner la fuerza química de afinidad y en vez de poner, además, el calor que posiblemente existía ya como tal en un principio, tendremos la suma del movimiento de repulsión o de la llamada energía existente en la nebulosa en el momento de independizarse. Y con ello coincide también, en efecto, el cálculo de Helmholtz, en el que trata de averiguar “el calentamiento que necesariamente tuvo que producirse mediante la supuesta condensación inicial de los cuerpos celestes de nuestro sistema, partiendo de la materia nebulosamente dispersa”. Al reducir, así, toda la “reserva de fuerza” a calor, a repulsión, se hace también posible sumar a ella la presunta “reserva de fuerza calor”. Y el resultado obtenido indica que el 453/454 de toda la energía, es decir, de la repulsión originariamente contenida en la nebulosa, se ha irradiado en el espacio cósmico bajo la forma de calor o, hablando en términos precisos, que la suma de toda la atracción en el actual sistema solar es a la suma de toda la repulsión aún contenida en él como 454 : 1. Resultado que contradice abiertamente al texto de la conferencia que trata de ilustrar.

Pues bien, si la idea de fuerza da motivo a tal confusión conceptual, incluso en un físico como Helmholtz, ¿qué mejor prueba de que esta idea es científicamente inutilizable en todas aquellas ramas de la investigación que trascienden de la mecánica basada en cálculo? En la mecánica se suponen las causas del movimiento como dadas y no se trata de indagar su origen, sino sus resultados. Por tanto, cuando se da a una causa de movimiento el nombre de fuerza, en nada se atenta contra la mecánica en cuanto tal; pero, al acostumbrarse a esta expresión y hacerla extensiva a la física, a la química y a la biología, la confusión es inevitable. Así lo hemos visto y seguiremos viéndolo más de una vez. Del concepto de trabajo trataremos en el capítulo siguiente.

LA MEDIDA DEL MOVIMIENTO.
EL TRABAJO1

“En cambio, he encontrado siempre, hasta ahora, que los conceptos fundamentales de este campo” (es decir, “los conceptos físicos fundamentales del trabajo y de su inmutabilidad”) “parecen ser muy difícilmente asequibles a quienes no han pasado por la escuela de la mecánica matemática, por mucho celo que pongan en ello, por grande que sea su inteligencia e incluso aunque dispongan de un nivel relativamente alto de conocimientos en materia de ciencias naturales”. No hay que perder de vista tampoco que se trata de conceptos abstractos de un carácter muy peculiar. Incluso a un espíritu como el de I. Kant se le hizo difícil llegar a captarlos, como lo demuestra su polémica contra Leibniz a propósito de estos problemas”. Son palabras de Helmholtz (Populäre wissenschaftliche Vorträge [“Conferencias científicas de divulgación”], II, prólogo).2

Nos aventuramos, pues, ahora por un terreno muy peligroso, tanto más cuanto que no podemos permitirnos nosotros hacer pasar al lector “por la escuela de la mecánica matemática”. Pero tal vez se ponga de manifiesto que, allí donde se trata de conceptos, el pensamiento dialéctico lleva, por lo menos, tan lejos como el cálculo matemático.

Galileo descubrió, de una parte, la ley de la caída de los cuerpos, según la cual los espacios recorridos por los cuerpos que caen guardan entre sí la misma relación que los cuadrados de los tiempos que tardan en caer. Y colocó a la par de ella la tesis, que, como veremos, no se compagina del todo con aquella ley, según la cual la magnitud de movimiento de un cuerpo (su impeto o momento) se determina por la velocidad y la masa, de tal modo que siendo la masa constante, es proporcional a la velocidad. Descartes recogió esta segunda tesis y proclamó, en términos generales, que la medida del movimiento de un cuerpo era el producto de su masa por su velocidad.

Huygens descubrió ya que, en el choque elástico, la suma de los productos de las masas por los cuadrados de las velocidades antes y después del impulso era la misma y que una ley análoga rige para otros casos distintos de movimiento de cuerpos enlazados en un sistema.

Fue Leibniz el primero en comprender que la medida cartesiana del movimiento se halla en contradicción con la ley de la
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caída de los cuerpos. Pero, por otra parte, no podría negarse que la medida formulada por Descartes resultaba exacta, en muchos casos. Leibniz dividió, pues, las fuerzas motrices en dos clases: las muertas y las vivas. Las muertas eran las “presiones” o los “tirones” de los cuerpos en quietud y su medida el producto de la masa por la velocidad con que el cuerpo se moviera, al pasar del estado de quietud al estado de movimiento. En cambio, presentaba como la medida de la fuerza viva, del movimiento real de un cuerpo, el producto de la masa por el cuadrado de la velocidad. Y, además, derivaba esta nueva medida del movimiento directamente de la ley de la caída de los cuerpos. “Se requiere -concluía Leibniz- la misma fuerza para levantar un pie un cuerpo de cuatro libras de peso que para levantar un cuerpo de una libra de peso a una altura de cuatro pies; ahora bien, los caminos son proporcionales al cuadrado de la velocidad, pues si un cuerpo cae cuatro pies alcanza el doble de velocidad que si cayera un pie solamente. Y, al caer, los cuerpos adquieren la fuerza necesaria para subir de nuevo hasta la altura de la que han caído; por tanto, las fuerzas son proporcionales al cuadrado de la velocidad.” (Suter, Geschichte der mathematischen Wissenschaften [“Historia de las ciencias matemáticas”], II, pág. 367.)3

Leibniz demostró, asimismo, que la medida del movimiento, mv, se halla en contradicción con la ley cartesiana de la constancia de la cantidad de movimiento, mientras que la fuerza (es decir, la masa de movimiento), de ser su validez real, aumenta o disminuye constantemente, en la naturaleza. E incluso llegó a proyectar un aparato (Acta Eruditorum,4 1690), que, de ser exacta la medida mv, representaría un perpetuum mobile susceptible de una producción constante de fuerza, cosa evidentemente absurda. Recientemente, ha vuelto Helmholtz a emplear con frecuencia este tipo de argumentación.

Los cartesianos protestaron con todas sus fuerzas y se desencadenó una famosa polémica que duró largos años y en la que tomó parte también Kant con su primer escrito (“Ideas sobre la verdadera evaluación de las fuerzas vivas”, 1746), aunque sin llegar a ver claro en el asunto. Hoy, los matemáticos hablan con bastante desprecio de esta “estéril” disputa “que se mantuvo a lo largo de cuarenta años, dividiendo en dos campos enemigos a los matemáticos de Europa, hasta que, por último, d’Alembert, con su Traité de dynamique [“Tratado de dinámica”] (1743), puso fin como en fallo inapelable a la ociosa disputa verbal,5 que no otra cosa era” (Suter, obra cit., pág. 366).

Sin embargo, se hace extraño pensar que se redujera a una disputa totalmente ociosa en torno a palabras una polémica planteada

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nada menos que por un Leibniz frente a un Descartes y en la que intervino un hombre como Kant, hasta el punto de dedicarle su obra primeriza, un volumen bastante grueso, por cierto. Y, en efecto, ¿cómo encontrar congruente el que el movimiento tenga dos medidas contradictorias entre sí, una la de la velocidad y otra, la proporcional al cuadrado de la velocidad? Suter toma la cosa muy a la ligera; dice que ambas partes tenían razón y no la tenían; “la expresión de ‘fuerza viva’ se ha conservado, sin embargo, hasta hoy, si bien no se considera ya como medida de la fuerza,6 sino que es simplemente un término ya aceptado para designar el producto de la masa por la mitad del cuadrado de la velocidad, tan importante en mecánica” [pág. 368]. Por tanto, mv sigue siendo la medida del movimiento, y la fuerza viva, según esto, no es más que otro modo de expresar el mv2/2 , fórmula de la que se nos, dice que tiene gran importancia en mecánica, pero sin que hasta hoy sepamos a ciencia cierta lo que significa.

Tomemos en la mano, sin embargo, el salvador Traité de dynamique y veamos más de cerca el fallo con que d’Alembert zanja la disputa, fallo que figura en el prólogo de la obra. En el texto -se nos dice- no se plantea para nada la cuestión, por ‘l’inutilité parfaite dont elle est pour la mécanique” [“la perfecta inutilidad que entraña para la mecánica”]. Esto es absolutamente exacto en lo tocante a la mecánica de puro cálculo, en la que, como más arriba hemos visto en Suter, los términos verbales no son otra cosa que expresiones, nombres de fórmulas algebraicas, a la vista de los cuales lo mejor es no concebir pensamiento alguno. Sin embargo, habiéndose ocupado del asunto hombres tan eminentes, d’Alembert cree oportuno investigar brevemente la cosa en el prólogo. Pensando claramente en ello -nos dice- sólo puede entenderse por la fuerza de los cuerpos en movimiento su propiedad de vencer obstáculos u ofrecer resistencia a ellos. Por consiguiente, la fuerza no puede medirse ni por mv ni por mv2, sino sola y únicamente por los obstáculos y por su resistencia.

Ahora bien, existen tres clases de obstáculos: 1) los obstáculos insuperables, que destruyen totalmente el movimiento, razón por la cual no pueden ser tomados aquí en consideración; 2) los obstáculos cuya resistencia basta exactamente para paralizar el movimiento y que lo paralizan inmediatamente: es el caso del equilibrio; 3) los que sólo paralizan el movimiento paulatinamente: caso del movimiento demorado. “Creemos que todo el mundo estará de acuerdo en que dos cuerpos se equilibran cuando son iguales en ambos lados los productos de sus masas por sus velocidades virtuales, es decir, por la velocidades con que tienden a moverse.

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Así, pues, en estado de equilibrio, puede representar la fuerza el producto de la masa por la velocidad o, lo que es lo mismo, la cantidad de movimiento. Y todo el mundo conviene, asimismo, en que, al demorarse el movimiento, el número de obstáculos superados es proporcional al cuadrado de la velocidad, por donde un cuerpo que, a cierta velocidad, pone en tensión un muelle, por ejemplo, a doble velocidad podría poner en tensión, simultánea o sucesivamente, no ya dos, sino cuatro muelles iguales, a triple velocidad nueve, y así sucesivamente. De donde los partidarios de las fuerzas vivas” (los leibnizianos) “concluyen que la fuerza de los cuerpos en movimiento es, en términos generales, proporcional al producto de la masa por el cuadrado de la velocidad. ¿Y qué inconveniente puede haber, en el fondo, en que sea diferente la medida de las fuerzas en el caso del equilibrio y en el del movimiento demorado, si en la fundamentación la palabra fuerza sólo puede sugerir ideas completamente claras cuando se entiende por tal la acción consistente en vencer un obstáculo o la resistencia que éste ofrece?” (Prólogo, págs. XIX y XX de la edición original.)7

Pero d’Alembert es demasiado filósofo para no confesar que no es posible sobreponerse a tan poca costa a la contradicción de una doble medida para una y la misma fuerza. Por eso, después de repetir, en el fondo, lo que ya dijera Leibniz -pues su “équilibre” [equilibrio] es exactamente lo mismo que Leibniz llamaba “presiones muertas”-, se pasa de pronto al lado de los cartesianos y encuentra la siguiente salida: el producto mv puede valer también como medida de fuerza en el movimiento demorado, “siempre y cuando que, en este caso, la fuerza no se mida por la cantidad absoluta de los obstáculos, sino por la suma de las resistencias de éstos. No puede dudarse, en efecto, que la suma de las resistencias es proporcional a la cantidad del movimiento (mv),8 ya que, como todo el mundo reconoce, la cantidad del movimiento que el cuerpo pierde en todo momento es proporcional al producto de la resistencia por el transcurso infinitamente pequeño de tiempo, y la suma de estos productos expresa, evidentemente, la resistencia total”. Esta última manera de calcular le parece la más natural, “pues un obstáculo sólo lo es mientras opone resistencia, y el obstáculo vencido es, en rigor, la suma de la resistencias. Por lo demás, cuando se mide la fuerza de este modo, hay la ventaja de disponer de una medida común para el equilibrio y el movimiento demorado” [pág. XXI].9 Cada cual, sin embargo, puede opinar de esto como mejor le parezca. Por su parte, d’Alembert, una vez que, como reconoce el mismo Suter, cree haber resuelto el problema con una pifia matemática, concluye apuntando una serie de observaciones muy poco amables acerca de la confusión reinante

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entre sus antecesores y afirma que, a la vista de las observaciones anteriores, sólo cabe, aquí, una discusión metafísica completamente fútil o incluso una disputa aún más indigna en torno a palabras.
El intento conciliatorio de d’Alembert se reduce al siguiente cálculo:
La masa 1 con velocidad 1 dispara 1 muelle en la unidad de tiempo.
La masa 1 con velocidad 2 dispara 4 muelles, pero necesita para ello de 2 unidades de tiempo, lo que quiere decir que en la unidad de tiempo dispara 2 muelles.
La masa 1 con velocidad 3 dispara 9 muelles en tres unidades de tiempo, o sean 3 muelles en la unidad de tiempo.
Por tanto, dividiendo el efecto por el tiempo necesario para producirlo, volvemos nuevamente de mv2 a mv.

Es el mismo argumento que ya antes había sido aducido contra Leibniz, principalmente por Catelan:10 un cuerpo al que se imprime la velocidad 2 se eleva en contra de la gravedad cuatro veces más alto que un cuerpo a la velocidad 1, pero necesita para ello el doble de tiempo, de donde se deduce que la cantidad de movimiento debe dividirse por el tiempo y es = 2, y no = 4. Y este es también, por muy extraño que parezca, el punto de vista de Suter, quien priva a la expresión “fuerza viva” de todo sentido lógico y sólo le deja un sentido matemático. Nada, sin embargo, más natural, ya que para Suter se trata de salvar la fórmula mv en cuanto medida única de la cantidad de movimiento, razón por la cual se sacrifica lógicamente la fórmula mv2, para que resucite, transfigurada, en el cielo matemático.
De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que la argumentación de Catelan tiende uno de los puentes de unión entre mv2 y mv, y a ello se debe su importancia.

Después de d’Alembert, los mecánicos no aceptaron en modo alguno su fallo inapelable, puesto que su juicio final se emitía en favor de mv como medida del movimiento. Siguieron ateniéndose a la expresión que él mismo había dado a la distancia establecida por Leibniz entre fuerzas muertas y fuerzas vivas: para el equilibrio, es decir, para la estática, rige la fórmula mv; para el movimiento demorado, o sea para la dinámica, la fórmula mv2. Pero, aunque en conjunto y a grandes rasgos sea exacta, bajo la forma en que se presenta esta distinción no encierra más sentido lógico que aquella célebre distinción del sargento: en actos de servicio, siempre a mí; fuera de servicio, siempre mí.11 Se la acepta tácitamente, como si así fuese la cosa y no estuviera en nuestras manos modificarla, pues si esta doble medida entraña una: contradicción, ¿qué podemos hacer nosotros?

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Es lo que vienen a decir, por ejemplo, Thomson y Tait, A treatise on Natural Philosophie [“Tratado de filosofía natural”], Oxford 1857,12 pág. 162: “La cantidad de movimiento o la magnitud de movimiento de un cuerpo rígido, que se mueva sin rotación, es proporcional a su masa y a su velocidad conjuntamente. Una doble masa o una doble velocidad correspondería a la doble magnitud de movimiento”. Y, enseguida: “La fuerza viva o energía cinética de un cuerpo que se halla en movimiento es proporcional a su masa y, al mismo tiempo, al cuadrado de su velocidad.”13

Bajo una forma tan tosca se emparejan estas dos medidas contradictorias del movimiento. No se hace ni el más leve intento de explicar la contradicción, ni siquiera de paliarla. El pensar queda proscrito del libro de estos dos escoceses; sólo es lícito calcular. Nada tiene de extraño que uno de ellos, Tait, figure entre los más devotos cristianos de la cristiana Escocia.

En las lecciones de mecánica matemática de Kirchoff no aparecen para nada, bajo esta forma, las fórmulas mv y mv2.

Veamos si Helmholtz nos ayuda. En la “conservación de la fuerza”14 propone expresar la fuerza viva por la fórmula mv2/2, punto este sobre el que habremos de volver más adelante. Luego, enumera brevemente (en las págs. 20 ss.) los casos en los que hasta ahora ha sido ya utilizado y reconocido el principio de la conservación de la fuerza viva (y, por tanto, de mv2/2) . Entre ellos figura el que expone bajo el núm. 2: “La transmisión de movimiento por cuerpos sólidos y líquidos no compresibles, siempre y cuando que no medie fricción o choque de materias no elásticas. Nuestro principio general se formula ordinariamente, para estos casos, como la regla según la cual un movimiento trasplantado y modificado mediante potencias mecánicas pierde siempre en intensidad de fuerza en la misma proporción en que gana en velocidad. Si, por tanto, pensamos en una máquina que engendre por medio de cualquier proceso una fuerza de trabajo uniforme y que levante el peso m con la velocidad c, tendremos que otro mecanismo podrá levantar el peso nm, pero sólo con la velocidad C/n , por donde en ambos casos podrá representarse la cantidad de la fuerza de tensión producida por la máquina en la unidad de tiempo por la fórmula mgc, en la que g expresa la intensidad de la fuerza de gravedad.15

Volvemos a encontrarnos, pues, aquí con la contradicción de que se trata de presentar una “intensidad de fuerza” que disminuye y aumenta en proporción simple a la velocidad como prueba de la conservación de una intensidad de fuerza que disminuye o aumenta

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con arreglo al cuadrado de la velocidad.

Es cierto que se pone de manifiesto que mv y mv2/2 sirve para determinar dos procesos completamente distintos, pero esto ya lo sabíamos de largo tiempo atrás, pues mv2 no puede ser = mv, a menos que v sea = l. Se trata de explicarnos por qué el movimiento tiene dos medidas, cosa en verdad tan inexplicable en el terreno de la ciencia como en el del comercio. Tratemos, pues, de abordar la cosa de otro modo.

Vemos que mv sirve para medir “un movimiento trasplantado y modificado mediante potencias mecánicas”; esta medida rige, pues, para la palanca y para todas las formas derivadas de ella, ruedas, tornillos, etc.; en una palabra, para todo mecanismo de transmisión. Ahora bien, por medio de una consideración muy simple y que no tiene nada de nuevo, se llega a la conclusión de que, en la medida en que rija mv, tiene que regir también aquí mv2. Tomemos un mecanismo cualquiera en el que las sumas de los brazos de la palanca de ambas partes se comporten en la proporción de 4:1, en la que, por tanto, un peso de 1 kg. mantenga el equilibrio con otro de 4 kgs. Aplicando una fuerza pequeñísima a uno de los brazos de la palanca elevamos, pues, 1 kg. a una altura de 20 metros; la misma fuerza aplicada al otro brazo de la palanca levanta 4 kgs. a una altura de 5 metros, y además el peso predominante desciende en el mismo tiempo que el otro necesita para elevarse. Las masas y las velocidades se comportan en sentido inverso: mv, 1 X 20 = m’ v’, 4X5. En cambio, si dejamos que cada uno de los pesos, después de elevado, descienda libremente a su nivel anterior, tendremos que uno de ellos, el de 1 kg., adquiere una velocidad de 20 metros, después de recorrer otro espacio de caída igual (la aceleración de la gravedad se calcula aquí, en números redondos, = 10 m., en vez de 9,81 m.); el otro, en cambio, el de 4 kgs., despliega una velocidad de 10 m., después de caer por un espacio de 5 m.16 mv2 = 1 X 20 X 20 = 400 = m’ v’2 = 4 X 10 X 10 = 400.

En cambio, los tiempos de caída difieren: el peso de 4 kgs. recorre sus 5 metros en 1 segundo y el de 1 kg. recorre en 2 segundos sus 20 metros. Y, como es natural, no se tienen en cuenta, aquí, la fricción ni la resistencia del aire.

Ahora bien, una vez que cada uno de los dos cuerpos cae de su altura, su movimiento cesa. Por tanto, aquí mv se revela como medida de un movimiento simplemente transferido y, por consiguiente, mantenido y mv2 como medida de un movimiento

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mecánico extinguido.

Prosigamos. En el choque de cuerpos perfectamente elásticos ocurre lo mismo: la suma de las mv, lo mismo que la suma de las mv2, permanecen idénticas antes y después del choque. Ambas medidas tienen el mismo valor.

No ocurre así, en cambio, en el choque de cuerpos no elásticos. En este caso, los tratados elementales corrientes (pues la mecánica superior no suele ocuparse de semejantes minucias) enseñan que la suma de las mv es la misma antes y después del choque. En cambio, se produce una pérdida de fuerza viva, pues si se resta la suma de las mv2 después del choque de la anterior a él, queda siempre y bajo cualesquiera circunstancias un residuo positivo, y es en esta cantidad (o bien en la mitad de ella, según el punto de vista adoptado) en la que se reduce la fuerza viva por efecto de la mutua penetración y del cambio de forma de los cuerpos que chocan entre sí. La segunda afirmación es clara y evidente. Pero no así la primera, la de que la suma de las mv permanece idéntica antes y después del choque. La fuerza viva es, aunque Suter sostenga lo contrario, movimiento, y al perderse una parte de ella, el movimiento se reduce. Por tanto, una de dos: o mv no expresa aquí con exactitud la cantidad de movimiento, o la afirmación que más arriba se hace es falsa. Hay que decir que, en general, todo este teorema a que nos venimos refiriendo procede de una época en que no se tenía aún la menor idea de la transformación del movimiento y en la que, por tanto, sólo se reconocía la desaparición del movimiento mecánico cuando no había otro remedio. Por eso, la igualdad de la suma de las mv antes y después del choque se prueba aquí tomando como base el que nunca se acusa un aumento o una pérdida de dicho movimiento. Pero si los cuerpos pierden fuerza viva en la fricción interna que corresponde a su falta de elasticidad, tienen que perder también velocidad, y la suma de las mv tendrá necesariamente que ser, después del choque, menor que antes. No vale, en efecto, hacer caso omiso del frotamiento interno al calcular las mv, cuando tan claramente se acusa en el cálculo de las mv2.

Sin embargo, esto no importa nada. Incluso aunque reconozcamos el teorema y calculemos la velocidad después del choque partiendo de la hipótesis de que la suma de las mv permanece idéntica, nos seguiremos encontrando con que la suma de las mv2 ha disminuido. Por tanto, aquí entran en conflicto mv y mv2, por lo que toca a la diferencia del movimiento mecánico que realmente desaparece. Y el cálculo mismo demuestra que la suma de las mv2 expresa la cantidad del movimiento exactamente, mientras

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que la suma de las mv la expresa de un modo inexacto.

Son éstos, sobre poco más o menos, todos los casos en que la mecánica emplea la fórmula mv. Veamos, ahora, algunos casos en los que emplea la fórmula mv2.

Al dispararse una bala de cañón, agota en su trayectoria una cantidad de movimiento proporcional a mv2, lo mismo si se estrella contra un objetivo fijo que si se detiene por efecto de la resistencia del aire y de la fuerza de la gravedad. Cuando un tren choca contra otro tren parado, la fuerza del choque y los efectos de la destrucción correspondiente son proporcionales a su mv2. Y la fórmula mv2 rige también cuando se trata de calcular cualquier fuerza mecánica necesaria para vencer una resistencia.

Ahora bien, ¿qué quiere decir ese giro tan cómodo y tan usual entre los mecánicos de vencer una resistencia?

Cuando, al levantar un peso, vencemos la resistencia de la gravedad, desaparece en esta operación una cantidad de movimiento, una cantidad de fuerza mecánica igual a la que puede regenerarse mediante la caída directa o indirecta del cuerpo levantado desde la altura necesaria hasta su nivel anterior. Esta cantidad se mide por la mitad del producto de su masa por el cuadrado de la velocidad final adquirida al caer el cuerpo, mv2/2. ¿Qué es, pues, lo que se hace al levantar. el peso? Desaparece, como tal, una cantidad de movimiento mecánico o de fuerza. Pero no desaparece y se aniquila, sino que se convierte en fuerza de tensión mecánica, para emplear el término de Helmholtz; en energía potencial, como dicen los modernos; en ergal, como la llama Clausius, y esto puede, en cualquier momento y bajo cualquier modo mecánicamente admisible, volver a transformarse en la misma cantidad de movimiento mecánico que fue necesaria para crearlo. La energía potencial no es sino la expresión negativa de la fuerza viva, y viceversa.

Supongamos que una bala de cañón de 24 libras de peso se estrelle a una velocidad de 400 metros por segundo contra el blindaje de hierro de un metro de espesor de un acorazado y que, en estas circunstancias, el impacto no deje sobre él ninguna huella perceptible. En esta operación desaparecerá, por tanto, un movimiento mecánico = mv2/2 y, por tanto, como 24 libras alemanas = 12 kg., = 12 X 400 X 400 X 1/2 = 960.000 kilogramos-metros. ¿Qué se ha hecho de ese movimiento? Una pequeña parte de él se ha invertido en sacudir y descomponer molecularmente la

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coraza del barco. Otra parte en hacer saltar en incontables pedazos la granada. Pero la mayor parte se ha transformado en calor, poniendo la granada al rojo vivo. Cuando los prusianos, al operar en 1864 contra la isla de Alsen, dispararon sus baterías pesadas contra las paredes acorazadas del “Rolf Krake”,17 observaron entre las sombras de la noche el resplandor de cada una de las balas que daba en el blanco, como si de pronto se encendiese, y ya antes había demostrado Whitworth, con sus experimentos, que los proyectiles lanzados contra los acorazados no necesitaban de fulminante, pues el mismo metal, al encenderse, se encargaba de hacer estallar la carga. Calculando el equivalente mecánico de la unidad térmica en 424 kilogramos-metros, tendremos que a la cantidad de movimiento mecánico señalada más arriba corresponde una cantidad de calor de 2.264 unidades. El calor específico del hierro es = 0,1140, es decir, que la misma cantidad de calor que eleva en 1° C la temperatura de un kilo de agua (lo que se considera como unidad térmica) basta para elevar en 1° C la temperatura de 1/0,1140 = 8,772 kg. de hierro. Por tanto, las 2.264 unidades térmicas mencionadas elevan la temperatura de 1 kilo de hierro en 8,772 X 2.264 = 19860°, o 19.860 kilos de hierro en 1° C. Y como esta cantidad de calor se reparte por igual entre la coraza y la granada, se obtendría un calentamiento de 19860°/2 X 12 = 828°, que representa ya una incandescencia bastante elevada. Pero, como la parte delantera, que recibe directamente el impacto, experimenta siempre un calentamiento incomparablemente mayor que la parte de atrás, tendríamos que la primera se calentaría en 1104° y la segunda en 552°, lo que basta y sobra para explicar el efecto de la incandescencia, aunque tuviésemos que hacer una considerable reducción, correspondiente a la acción mecánica producida por el impacto.

También en el frotamiento desaparece una parte del movimiento mecánico, para reaparecer en forma de calor; y, mediante la medición lo más exacta posible de uno y otro consiguieron, como es sabido, Joule en Manchester y Colding en Copenhague determinan experimentalmente por vez primera, de un modo aproximado, el equivalente mecánico del calor.

Y lo mismo ocurre cuando, por medio de la fuerza mecánica, de una máquina de vapor por ejemplo, se produce una corriente eléctrica en una máquina electromagnética. La cantidad de la llamada fuerza electromotora producida en determinado tiempo es proporcional y, si se expresa en la misma medida, igual a la

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cantidad de movimiento mecánico que en el mismo tiempo se consume. Podemos imaginarnos este movimiento como engendrado, no por la máquina de vapor, sino por un peso que cae obedeciendo a la presión de la gravedad. La fuerza mecánica que así se puede producir se mide por la fuerza viva que lo recibiría si cayera libremente desde la misma altura o por la fuerza necesaria para levantarlo de nuevo a la altura de antes, o sea en ambos casos mv2/2.

Vemos, pues, que el movimiento mecánico tiene, ciertamente, una doble medida, pero también que cada una de estas dos medidas rige para una serie perfectamente determinada de fenómenos. Si el movimiento mecánico ya existente se transfiere de tal modo que se mantiene como tal movimiento mecánico, se transfiere con arreglo a la proporción del producto de la masa por la velocidad. Pero si, al transferirse, desaparece como movimiento mecánico para renacer en forma de energía potencial, de calor, de electricidad, etc.; si, dicho de otro modo, se convierte en otra forma de movimiento, la cantidad de esta forma de movimiento nuevo será proporcional al producto de la masa originariamente movida por el cuadrado de la velocidad. En una palabra, mv es el movimiento mecánico medido por el movimiento mecánico; mv2/2 el movimiento mecánico medido por su capacidad para convertirse en una determinada cantidad de otra forma de movimiento. Y hemos visto, asimismo, cómo estas dos medidas, siendo distintas, no pueden, sin embargo, contradecirse la una a la otra.

De donde se deduce, por tanto, que la disputa entre Leibniz y los cartesianos no giraba simplemente en torno a palabras y que el “fallo” emitido por d’Alembert no venía, en realidad, a resolver nada. D’Alembert bien podía haberse ahorrado todo lo que dice en contra de sus antecesores, por la sencilla razón de que no veía más claro que ellos en el problema. Y la verdad es que no era posible llegar a ver claro en él mientras no se supiera qué pasaba con el movimiento aparentemente destruido. Mientras los mecánicos matemáticos, como Suter, se encerrasen porfiadamente entre las cuatro paredes de la ciencia de su especialidad, tenían que seguir tan a obscuras como d’Alembert y no podían hacer otra cosa que servir unas cuantas frases vacuas y contradictorias.

Ahora bien, ¿cómo expresa la mecánica moderna esta transformación del movimiento mecánico en otra forma de movimiento cuantitativamente proporcional a él? La expresa diciendo que ha rendido trabajo, tal o cual cantidad de trabajo.

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Pero el concepto de trabajo en sentido físico no se reduce a esto. Cuando, como en la máquina de vapor o en la máquina calórica, el calor se trueca en movimiento mecánico, y por tanto el movimiento molecular en movimiento de masa; cuando el calor disuelve una combinación química; cuando en la columna térmica se convierte en electricidad; cuando una corriente eléctrica segrega los elementos del agua del ácido sulfúrico o, a la inversa, el movimiento (alias energía) que queda libre en el proceso químico de una célula excitante reviste forma de electricidad y, a su vez, ésta, al cerrarse el círculo, se trueca en calor: en todos estos casos, la forma de movimiento que inicia el proceso y a la que éste convierte en otra distinta rinde un trabajo, y lo rinde, además, en la cantidad que corresponde a su propia magnitud.

El trabajo es, pues, el cambio de forma del movimiento, considerado en su aspecto cuantitativo.

¿Pero, cómo? Si dejamos colgar tranquilamente en lo alto un peso levantado, ¿es también una forma de movimiento su energía potencial, mientras permanece quieto? Sin duda alguna. Hasta el propio Tait ha llegado a convencerse de que la energía potencial acaba reduciéndose, más tarde o más temprano, a una forma de movimiento actual (Nature).18 Y Kirchoff, aun prescindiendo de esto, va todavía más allá, cuando dice (Mathematische Mechanik, pág. 32):19 “La quietud es un caso especial de movimiento”, con lo que demuestra que, además de saber calcular, sabe también pensar dialécticamente.

El concepto del trabajo, que se nos presentaba como algo tan difícilmente asequible fuera de la mecánica matemática, se muestra así ante nosotros, de pasada, como jugando y casi por sí mismo, cuando nos paramos a pensar en las dos medidas del movimiento mecánico. En todo caso, ahora sabemos acerca de él más de lo que pudimos aprender en 1862 por la conferencia de Helmholtz Über die Erhaltung der Kraft [“Sobre la conservación de la fuerza”], en la que se proponía precisamente “aclarar todo lo posible los conceptos físicos fundamentales del trabajo y de su inmutabilidad”. Todo lo que aquí se nos dice del trabajo es que se trata de algo que se expresa en libras-pies o en unidades térmicas y que el número de estas libras-pies o de estas unidades térmicas no varía con respecto a una determinada cantidad de trabajo. Y asimismo que, además de las fuerzas mecánicas o calóricas, también pueden rendir trabajo las fuerzas químicas y eléctricas, si bien éstas agotan su capacidad de trabajo en la medida en que realmente lo rinden. Y que de aquí se deduce el que la suma de las cantidades eficientes de fuerza que se

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contienen en la totalidad de la naturaleza permanece, a través de los cambios operados en ésta, perenne e inmutable. El concepto de trabajo no se desarrolla, ni siquiera se lo define.* Y es precisamente la inmutabilidad cuantitativa de la magnitud del trabajo la que le impide a Helmholtz ver que el cambio cualitativo, el cambio de forma, es la condición fundamental de todo trabajo físico. Es así como Helmholtz puede aventurar la siguiente afirmación: “La fricción y el choque no elástico son procesos en los que se destruye trabajo mecánico,20 creándose a cambio de él calor” (Populäre Vortráge, II, pág. 166). Es exactamente al contrario. Aquí, no se destruye trabajo mecánico, sino que se realiza. Es el movimiento mecánico lo que en apariencia se destruye. Pero el movimiento mecánico jamás ni en modo alguno puede rendir trabajo por una millonésima parte de kilogramo-metro sin quedar aparentemente destruido en cuanto tal, sin convertirse en una forma de movimiento distinta.

La capacidad de trabajo encerrada en una determinada cantidad de movimiento mecánico se llama, como hemos visto, su fuerza viva y se medía, hasta hace poco, por mv2. Pero aquí surge una nueva contradicción. Oigamos a Helmholtz (Erhaltung der Kraft, pág. 9). Este autor dice que la magnitud de trabajo puede expresarse mediante un peso, m, elevado a una altura, a, por donde, expresando la fuerza de gravedad por g, la magnitud de trabajo será mga. Para poder elevarse perpendicularmente a la altura a, la velocidad, v, tiene que ser = 2ga, y al caer adquiere la misma velocidad. Por tanto, mga = mv2/2, y Helmholtz propone “designar ya desde ahora la magnitud mv2/2 como cantidad de la fuerza viva, con lo que se identifica con la medida de la magnitud de trabajo. Esta variación… carece de importancia en cuanto a la aplicación que hasta ahora veníamos dando al concepto de la fuerza viva y, en cambio, nos deparará importantes ventajas en lo sucesivo”.

Parece casi increíble. En 1847, Helmholtz tenía ideas tan poco claras acerca de las relaciones mutuas entre fuerza viva y trabajo, que ni siquiera se da cuenta de que convierte la anterior

* No avanzamos nada si consultamos a Clerk Maxwell. Este dice (en su obra Theory of Heat [“Teoría del calor”], 4° ed., Londres, 1875, pág. 87): “Work is done when resistance is overcome” [Se rinde trabajo cuando se vence una resistencia], y en la pág. 185: “The energy of a body is its capacity for doing work.” [La fuerza de un cuerpo es su capacidad para rendir trabajo]. Es todo lo que averiguamos acerca de esta cuestión. [Nota de Engels.]

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medida proporcional de la fuerza viva en su medida absoluta; no tiene ni la menor idea del descubrimiento tan importante que ha hecho con su golpe de audacia y se limita a recomendar que se utilice su mv2/2 en vez de mv2 ¡simplemente por razones de comodidad! Y fue, en efecto, por comodidad como los mecánicos se acostumbraron a la fómula mv2/2. Hasta que, más tarde, fue probándose también esta fórmula matemáticamente; en Naumann (Allgemeine Chemie [“Química general”], pág. 7),21 encontramos un desarrollo algebraico y en Clausius (Mechanische Wärmetheorie [“Teoría mecánica de calor”], 2a ed., I, pág. 1822) un desarrollo analítico, que luego Kirchoff (obra cit., pág. 27) se encarga de deducir y llevar a cabo de otro modo.

Una bonita derivación algebraica de mv2/2 partiendo de mv la encontramos en Maxwell (obra cit., pág. 88). Lo cual no impide a nuestros dos escoceses Thomson y Tait decir (obra cit., pág. 163) lo que sigue: “La fuerza viva o energía cinética de un cuerpo en movimiento es proporcional a su masa y al cuadrado de su velocidad conjuntamente. Si retenemos las anteriores unidades de la masa [y de la velocidad] (a saber, la unidad de la masa que se mueve con la unidad de la velocidad), resulta particularmente ventajoso23 definir la fuerza viva como la mitad del producto de la masa por el cuadrado de la velocidad.”24 Como vemos, los dos primeros mecánicos de Escocia hacen que se estanque, aquí, no sólo el pensamiento, sino también el cálculo. La particular advantage [lo “particularmente ventajoso”], el carácter fácilmente manejable de la fórmula, lo resuelve todo de la más linda de las maneras.

Para nosotros, que hemos visto que la fuerza viva no es sino la capacidad que una cantidad mecánica dada de movimiento tiene de rendir trabajo; para nosotros, es evidente que la expresión mecánica de la medida de esta capacidad de trabajo y del trabajo realmente rendido por ella tienen necesariamente que ser iguales entre sí; que, por tanto, si mv2/2 mide el trabajo, la fuerza viva deberá tener también por medida mv2/2. Pero así pasa en la ciencia. La mecánica teórica es encuentra con el concepto de la fuerza viva, y la mecánica práctica de los ingenieros tropieza con el del trabajo y se lo impone a los teóricos. Y hasta tal punto ha acabado el cálculo con la costumbre de pensar, que pasa mucho tiempo antes de que se descubra la conexión entre ambos, y mientras el uno toma como medida la fórmula mv2, el otro

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aplica la fórmula mv2/2, hasta que, por último, se acepta para ambos la segunda, pero no por razones de fondo, sino ¡sencillamente para simplificar el cálculo!*

* Tanto la palabra trabajo como la idea misma proceden de los ingenieros ingleses. Pero en inglés el trabajo práctico se expresa con la palabra work, mientras que el trabajo en sentido económico se llama labour. Por eso al trabajo físico se le designa también con la palabra work, lo que descarta toda posible confusión con el trabajo en su acepción económica. No sucede así en alemán, razón por la cual encontramos en la moderna literatura seudocientífica diferentes casos en que el concepto de trabajo en sentido físico aparece peregrinamente aplicado a condiciones de trabajo puramente económicas, y viceversa. En alemán tenemos, sin embargo, la palabra Werk [obra], que, al igual que la inglesa work, se presta magníficamente para designar el trabajo físico. Pero, como a nuestros naturalistas les cae muy lejos la economía, no es fácil que se decidan a emplear esa palabra en sustitución del término trabajo, ya aclimatado, a menos que lo hagan cuando ya sea demasiado tarde. Clausius es el único que intenta retener la palabra “obra”, por lo menos al lado de la palabra “trabajo”. [Nota de Engels.]

LA FRICCION DE LAS MAREAS. KANT Y THOMSON-TAIT
LA ROTACIÓN DE LA TIERRA Y LA ATRACCIÓN DE LA LUNA1

Thomson and Tait, Natural Philosophy, I, pág. 191 (§ 276):2
“En todos los cuerpos cuyas superficies libres se hallan formadas, en parte, por una masa líquida, como ocurre con la tierra, se dan también resistencias indirectas3 originadas por la fricción y que oponen un obstáculo a los movimientos de las mareas. Mientras tales cuerpos se mueven en relación con otros vecinos estas resistencias no pueden por menos de restar constantemente energía a sus movimientos relativos. Así, si nos fijamos primeramente en la acción que la luna por sí sola ejerce sobre la tierra con sus mares, lagos y ríos, vemos que esta acción tiende necesariamente a igualar los períodos de la rotación de la tierra sobre su eje y los de la evolución de ambos cuerpos en torno a su centro de inercia, puesto que, cuando dichos períodos difieren entre sí, los efectos del flujo y el reflujo de la superficie de la tierra tienen que restar

alrededor de ella.4 Deberá, por tanto, actuar en una línea como MQ y, por consiguiente, diferir del centro de la tierra en OQ, desviación que en la figura tenemos que representar enormemente exagerada. Ahora bien, podemos representarnos la fuerza que realmente actúa sobre la luna en la dirección MQ como formada por dos partes; la longitud de la primera parte, que actúa en la línea MO, dirigida hacia el centro de la tierra, no se desvía perceptiblemente de la
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magnitud de la fuerza en su totalidad; la línea MT, o sea el segundo componente, muy pequeño en comparación con el anterior, es perpendicular a MO. Esta última parte es casi por completo tangencial a la órbita de la luna y actúa en el mismo sentido en que ésta se mueve. Si una fuerza así comenzara a actuar de repente, lo primero que haría sería aumentar la velocidad de la luna; pero, al cabo de cierto tiempo, y como consecuencia de este mismo movimiento acelerado, la luna se alejaría de la tierra a una distancia tal, que, como su movimiento se produce en contra de la atracción de la tierra, perdería tanta velocidad como la que habría ganado mediante la aceleración tangencial. El efecto de una fuerza tangencial constante e ininterrumpida que, aun actuando en el sentido del movimiento, es tan pequeña que sólo se traduce a cada momento en una pequeña desviación con respecto a la forma circular de la órbita, consiste en ir aumentando gradualmente la distancia del cuerpo central y hace que de la energía cinética del movimiento vuelva a perderse la misma cantidad de trabajo que el que ella misma tiene que rendir en contra de la atracción del cuerpo central. Para comprender fácilmente las circunstancias del caso, no hay más que considerar este movimiento en torno al cuerpo central como efectuado en forma de una órbita, en espiral que va ensanchándose muy lentamente. Suponiendo que la fuerza sea inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, la componente tangencial de la gravedad en contra del movimiento será doble de grande que la fuerza tangencial perturbadora que actúa en el mismo sentido del movimiento, lo que quiere decir que esta última rendirá la mitad del trabajo efectuado en contra de la primera y que la otra mitad será rendida por la fuerza cinética sustraída al movimiento. El resultado total producido sobre el movimiento de la luna por la especial causa perturbadora de que estamos hablando se obtendrá muy fácilmente si nos atenemos al principio de la suma de las cantidades del movimiento. Vemos así que el momento de la cantidad de movimiento que se obtiene en un período cualquiera por los movimientos de los centros de inercia de la luna y de la tierra en relación con su punto común de inercia es igual al que se pierde por la rotación de la tierra en torno a su eje. La suma de los momentos de la cantidad de movimiento de los centros de inercia de la luna y de la tierra, tal como actualmente se mueven, es aproximadamente 4,45 veces mayor que el momento actual de la cantidad de la rotación de la tierra. La órbita media de la primera es una órbita elíptica, razón por la cual la inclinación media de los ejes de ambos momentos, el uno con respecto al otro, es de 23° 27,5′, ángulo que, puesto que aquí dejamos a un lado la influencia del sol sobre la órbita de la luna, podemos

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aceptar como la inclinación real que actualmente presentan ambos ejes. La resultante o el momento total de la cantidad de movimiento será, por tanto, 5,38 veces mayor que el de la actual rotación de la tierra, y su eje presentará con respecto al de la tierra una inclinación de 19° 13′. Por tanto, la tendencia final de las mareas5 será lograr que la tierra y la luna, con este momento resultante, giren uniformemente en torno a este eje resultante, como si se tratase de dos partes de un solo cuerpo rígido: en esta situación, la distancia de la luna con respecto a la tierra aumentaría (aproximadamente) en la proporción de 1:1,46, o sea en la proporción del cuadrado del momento actual de la cantidad de movimiento de los centros de inercia con relación al cuadrado del momento total de la cantidad de movimiento; el período de la revolución aumentaría en proporción a los cubos de las mismas cantidades, es decir, en la proporción de 1:1,77. La distancia aumentaría, por tanto, en 347.100 millas inglesas y el período en 48,36 días. Si, además de la luna y de la tierra, no hubiera otros cuerpos en el cosmos, estos dos planetas seguirían girando eternamente así en órbitas circulares en torno a su centro común de gravedad, de tal modo que, durante una rotación, la tierra giraría una vez en torno a su centro, lo que quiere decir que tendría siempre la misma cara vuelta hacia la luna y que, por consiguiente, todas las partes líquidas de su superficie permanecerían quietas con respecto a las partes sólidas. Pero la existencia de la luna impediría que semejante estado de cosas se mantuviera durante mucho tiempo. Se producirían, en efecto, mareas solares, el nivel de las aguas se mantendría dos veces alto y dos veces bajo durante el período de rotación de la tierra alrededor del sol (es decir, dos veces durante el día solar o, lo que es lo mismo, durante un mes). Lo cual no podría producirse sin que la fricción de las masas líquidas produjera una pérdida de energía.6 No es fácil esbozar todo el curso de la perturbación que esta causa provocaría en los movimientos de la tierra y de la luna; pero no cabe duda de que, a la postre, traería como resultado el que tierra, luna y sol girasen como partes de un solo cuerpo rígido en torno a su centro común de inercia”.

Fue Kant el primero que formuló, en 1754, la idea de que la rotación de la tierra se ve demorada por la fricción de las mareas y de que este resultado sólo alcanzaría su término “si su superficie (la de la tierra) llegase a adquirir una quietud respectiva en relación con la luna, es decir, si girase en torno a su eje en el mismo tiempo en que la luna lo hace en torno al suyo, volviendo siempre hacia ella, por tanto, la misma cara”.7 Y opinaba, al pensar así, que dicha demora se debía exclusivamente a la fricción de las mareas y, por tanto, a la existencia

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de masas líquidas sobre la tierra. “Si la tierra fuese una masa completamente sólida, sin ninguna clase de líquidos, ni la atracción del sol ni la de la luna haría nada para cambiar la libre rotación en torno a su eje, ya que atrae con igual fuerza las partes orientales que las partes occidentales del globo terráqueo sin provocar con ello tendencia alguna en un sentido ni en otro, razón por la cual seguiría dando vueltas de un modo absolutamente libre, sin que ninguna influencia externa la entorpeciera.”8 Kant podía darse por satisfecho con este resultado, ya que no existían, en aquel tiempo, las premisas necesarias para poder entrar más a fondo en la influencia de la luna sobre la rotación de la tierra. No en vano hubieron de pasar cerca de cien años para que la teoría kantiana lograse la aquiescencia general, y aún hubo de transcurrir más tiempo antes de que se descubriera que el flujo y el reflujo de las mareas sólo era el lado visible de los efectos de la atracción ejercida por el sol y la luna, al influir sobre la rotación de la tierra.

Esta concepción general del problema es precisamente la que desarrollan Thomson y Tait. La atracción de la luna y el sol no influye de un modo perturbador para la rotación de la tierra solamente sobre las masas líquidas del planeta tierra o de su superficie, sino sobre toda la masa de la tierra en general. Mientras el período de rotación de la tierra no coincida con aquel en que la luna gira alrededor de la tierra, la atracción de la luna -para no hablar, por el momento, más que de ésta- dará como resultado el acercar cada vez más entre sí ambos períodos. Si el período de rotación del cuerpo central (relativo) fuese más largo que el tiempo que los satélites necesitan para dar la vuelta, el primero iría acortándose gradualmente; y, siendo más corto que el de la tierra, se irá alargando. Pero ni en su caso se crea energía cinética de la nada, ni en el otro se destruye. En el primer caso, el satélite se acercaría más al cuerpo central y su tiempo de rotación se acortaría, mientras que en el segundo caso se alejaría más de él, con un tiempo de rotación más largo. En el primer caso, al acercarse al cuerpo central, el satélite perderá la misma cantidad de energía potencial que el cuerpo central ganará en energía cinética al acelerarse la rotación; en el segundo caso, al aumentar su distancia, el satélite ganará exactamente la misma cantidad de energía potencial que el cuerpo central perderá en cuanto a la energía cinética de su rotación. La suma global de la energía dinámica existente en el sistema tierra-luna, tanto la potencial como la cinética, seguirá siendo la misma; el sistema es absolutamente conservador.

Como se ve, esta teoría es en absoluto independiente de la estructura físico-química de los cuerpos de que se trata. Es el resultado

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de las leyes generales de movimiento de los cuerpos cósmicos libres, cuya cohesión se establece por la atracción en proporción directa a las masas y en proporción inversa al cuadrado de las distancias. Se trata de una concepción que brota a ojos vistos como una generalización de la teoría kantiana de la fricción de las mareas y que Thomson y Tait nos presentan, incluso; como la fundamentación de esta teoría por la vía matemática. Pero, en realidad -y sin que, cosa en verdad notable, sus autores tengan ni la menor noción de ello-, en realidad dicha teoría excluye el caso específico de la fricción de las mareas.

La fricción es un entorpecimiento del movimiento de las masas y ha venido considerándose durante: siglos como la destrucción de este movimiento y, por tanto, de la energía cinética. Ahora, sabemos que la fricción y el choque son las dos formas en que la energía cinética se transforma en energía molecular, en calor. Eso quiere decir que toda fricción hace que se pierda una cantidad de energía cinética, para reaparecer, no como energía potencial en el sentido de la dinámica, sino como movimiento molecular, bajo la forma determinada del calor. Por tanto, la energía cinética que se pierde por efecto de la fricción se pierde realmente, de momento, en cuanto a las reacciones dinámicas del sistema en cuestión. Y sólo podría actuar de nuevo dinámicamente si de la forma de calor revirtiera a la forma de energía cinética.

Ahora bien, ¿qué ocurre realmente en la fricción de las mareas? Es evidente que también aquí la energía cinética comunicada a las masas líquidas de la superficie de la tierra por la atracción de la luna se convierte en calor, ya sea mediante la fricción de unas partículas de agua con otras a consecuencia de la viscosidad del líquido, ya sea por la fricción sobre la superficie sólida de la tierra y la pulverización de las rocas contra la que se estrellan las olas de la marea. Solamente una parte insignificante de este calor, que contribuye a la evaporación de la superficie líquida, revierte de nuevo a la forma de energía cinética. Pero también esta cantidad insignificante de la energía cinética cedida por el sistema total, tierra-luna a una parte de la superficie de la tierra queda sujeta, de momento, en la superficie de la tierra, a las condiciones que allí rigen, las cuales imponen a toda la energía que en ellas actúa la misma suerte final: la de convertirse a la postre en calor y en irradiación en los espacios cósmicos.

Por tanto, en la medida en que la fricción de las mareas influye indiscutiblemente sobre la rotación de la tierra, entorpeciéndola, en esa misma medida se pierde de un modo absolutamente irreparable, en beneficio del sistema dinámico tierra-luna, la energía cinética requerida para ello. No puede, por consiguiente, reaparecer dentro de

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este sistema bajo la forma de energía dinámica potencial. Dicho en otros términos: sólo puede reaparecer íntegramente como energía dinámica potencial y, por tanto, compensarse mediante el correspondiente aumento de la distancia de la luna, de la energía cinética empleada mediante la atracción de la luna sobre el entorpecimiento de la rotación de la tierra, la parte que actúa sobre la masa sólida del planeta tierra. En cambio, la parte que actúa sobre las masas líquidas de la tierra sólo puede seguir el mismo proceso en cuanto no imprima a estas masas mismas un movimiento contrario a la rotación de la tierra, ya que este movimiento se convierte íntegramente en calor, perdiéndose totalmente para el sistema mediante la irradiación.

Y lo que decimos de la fricción de las mareas en la superficie de la tierra es también íntegramente aplicable a la fricción de las mareas en la supuesta masa líquida interior de la tierra, que a veces se admite hipotéticamente.

Lo curioso de la cosa es que Thomson y Tait no se dan cuenta de que, para fundamentar la teoría de la fricción de las mareas, establecen una teoría basada en la premisa tácita de que la tierra es un planeta absolutamente sólido, teoría que excluye, por tanto, la posibilidad de las mareas, y por consiguiente, de una fricción producida por ellas.

EL CALOR 1

Como hemos visto, el movimiento mecánico, la fuerza viva, puede desaparecer bajo dos formas. La primera es su transformación en energía mecánica potencial, mediante el levantamiento de un peso, por ejemplo. Lo característico de esta forma es que no sólo puede convertirse de nuevo en movimiento mecánico, y precisamente en movimiento mecánico de la misma fuerza viva que el primitivo, sino que, además, sólo puede adoptar este cambio de forma. La energía mecánica potencial no puede engendrar nunca calor o electricidad, a menos que se convierta antes en verdadero movimiento mecánico. Se trata, para emplear la expresión de Clausius, de un “proceso reversible”.

La segunda forma en que desaparece el movimiento mecánico se da en el frotamiento y el choque, fenómenos que sólo se distinguen entre sí en cuanto al grado. El frotamiento puede considerarse como una serie de pequeños choques sucesivos y yuxtapuestos, y el choque, como el frotamiento concentrado en un momento y un lugar. El movimiento mecánico que aquí desaparece, desaparece en cuanto tal. Por el momento, no puede reproducirse por sí mismo. El proceso no es directamente reversible. Se ha transformado en formas de movimiento cualitativamente distintas, en calor, en electricidad, en formas de movimiento molecular.

Por tanto, el frotamiento y el choque determinan el paso del moví miento de masas, que es objeto de la mecánica, al movimiento molecular, objeto de la física.

Al definir la física como la mecánica del movimiento molecular,2 no hemos perdido de vista que esta expresión no abarca en modo alguno todo el campo de la física actual. Por el contrario. Las vibraciones del éter que determinan los fenómenos de la luz y de la irradiación del calor no constituyen, evidentemente, movimientos moleculares, en el sentido que hoy damos a esta palabra. Sin embargo, sus efectos terrestres afectan en primer lugar a la molécula: los fenómenos de la refracción, de la polarización de la luz, etc., dependen de la estructura molecular de los cuerpos de que se trata. Y, del mismo modo, casi todos los investigadores más prestigiosos consideran actualmente la electricidad como un movimiento de las partículas del éter, y en cuanto al mismo calor, Clausius dice que “…también el éter contenido en el cuerpo puede participar en el movimiento de los
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átomos ponderables” (aunque más exacto sería decir aquí molécula, y no átomo) (Mechanische Wärmetheorie, I, pág. 22).3 Pero, en los fenómenos de la electricidad y el calor se tienen en cuenta primordialmente los movimientos moleculares, y así tiene que ser necesariamente, mientras no lleguemos a saber más de lo que sabemos acerca del éter. Cuando estemos en condiciones de poder exponer lo que es la mecánica del éter, no cabe duda de que esta mecánica abarcará mucho de lo que hoy nos vemos obligados a incluir en el campo de la física.

Más adelante hablaremos de los procesos físicos en los que la estructura molecular se altera o incluso se destruye. Estos procesos marcan el tránsito de la física a la química.

Con el movimiento molecular alcanza su plena libertad el cambio de forma del movimiento. En los confines de la mecánica, el movimiento de masas sólo puede cobrar unas cuantas formas más, la de la electricidad o la del calor; al llegar aquí, por el contrario, nos encontramos con una riqueza mucho mayor de cambios de forma: el calor se trueca en electricidad en la pila termoeléctrica, se identifica con la luz al llegar a cierto grado de radiación y vuelve a engendrar, a su vez, movimiento mecánico; la electricidad y el magnetismo, que forman una pareja de hermanos gemelos a la manera de la del calor y la luz, no sólo se truecan la una en el otro, y viceversa, sino que se convierten, asimismo, en luz y en calor, así como también en movimiento mecánico. Y todo ello con sujeción a relaciones tan precisas de medida, que podemos expresar una determinada cantidad de cada una de estas formas de movimiento en cualquiera de las otras formas, en kilográmetros, en unidades de calor o en voltios,4 así como traducir cada una de estas medidas en otra cualquiera.

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El descubrimiento práctico de la transformación del movimiento mecánico en calor es tan antiguo, que casi podríamos considerarlo como punto de partida de la historia de la humanidad. Cualesquiera que hayan sido los progresos que -en lo tocante a la invención de herramientas y a la domesticación de los animales- precedieron al descubrimiento del fuego, los hombres, al aprender a producirlo por el frotamiento, sojuzgaron y pusieron a su servicio, por vez primera, a una fuerza inanimada de la naturaleza. Y todavía es hoy el día en que las supersticiones del pueblo revelan qué impresión tan profunda causó a la humanidad este gigantesco progreso, de alcance casi

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incomensurable. Le invención del cuchillo de piedra, la primera herramienta creada por el hombre, siguió rodeada de un halo de celebridad hasta mucho tiempo después de la introducción del bronce y el hierro, como lo demuestra el hecho de que todos los sacrificios religiosos se practicaban con el cuchillo de pedernal. Con este cuchillo ordenó Josué, según la leyenda judía, que fueran circuncidados los hombres que nacieran en el desierto, y los celtas y los germanos empleaban siempre para sus sacrificios humanos esta clase de cuchillos. Son cosas que han quedado sepultadas en el olvido desde hace ya mucho tiempo. No ocurre lo mismo con el fuego producido por frotamiento. A este método de producir el fuego seguían recurriendo la mayor parte de los pueblos para encender el fuego sagrado, mucho después de conocerse otros procedimientos para hacer arder las ramas. Y todavía hoy sigue conservándose en la mayoría de los pueblos europeos la superstición popular (como ocurre, por ejemplo, entre los alemanes con el fuego mágico contra las enfermedades del ganado) de que, para que tenga virtudes sobrenaturales, el fuego debe producirse por frotamiento. De este modo, el lejanísimo recuerdo henchido de gratitud acerca de la primera gran victoria del hombre sobre la naturaleza sobrevive todavía -perdido ya a medias en las sombras de lo inconsciente- en la superstición popular, entre los restos de las reminiscencias mitológicas paganas de los pueblos más cultos del mundo.

El proceso, en la obtención del fuego por frotamiento, conserva todavía, sin embargo, un carácter unilateral. Es la transformación de movimiento mecánico en calor. Para completar el proceso, hay que invertirlo, hay que transformar el calor en movimiento mecánico. Solamente así se dará satisfacción a la dialéctica del proceso, se agotará todo el proceso en un ciclo, por lo menos de momento. Pero la historia tiene su propio curso, y por muy dialécticamente que éste discurra en última instancia, se da con frecuencia el caso de que la dialéctica tenga que esperar bastante tiempo a la historia. La distancia que separó el descubrimiento del fuego por frotación de la invención por Herón de Alejandría (hacia el año 120) de una máquina en la que el escape de vapor de agua producía un movimiento de rotación, se mide indudablemente por milenios. Y de nuevo hubieron de transcurrir cerca de dos mil años hasta que se construyó la primera máquina de vapor, el primer dispositivo que permitió convertir el calor en un movimiento mecánico verdaderamente utilizable.

La máquina de vapor fue el primer invento verdaderamente internacional, que marcó, a su vez, un formidable progreso histórico. La descubrió el francés Papin, pero en Alemania. Fue el alemán Leibniz, expandiendo como siempre en torno suyo ideas geniales, sin

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preocuparse de saber a quién se atribuiría el mérito de ellas, el que -cosa que hoy sabemos por la correspondencia de Papin (editada por Gerland)5- le facilitó la. idea esencial: el empleo del cilindro y del pistón. Los ingleses Savery y Newcomen inventaron poco después otras máquinas parecidas; hasta que, por último, su compatriota Watt elevó la máquina de vapor, en principio, a su nivel actual, al introducir el condensador separado. Quedaba cerrado así el ciclo de los inventos, en este terreno: se había llevado a cabo la transformación del calor en movimiento mecánico. Lo que vino después no pasaron de ser perfeccionamientos de detalle.

La práctica se había encargado, pues, de resolver a su modo el problema de las relaciones entre el movimiento mecánico y el calor. Había comenzado convirtiendo el primero en el segundo, para pasar luego de la transformación del segundo en el primero. Pero ¿qué ocurría con la teoría?

La situación era bastante lamentable. Aunque precisamente en los siglos XVII y XVIII los incontables relatos de viajes estuvieran llenos de descripciones de pueblos salvajes que no conocían más modo de producir el fuego que el frotamiento, los físicos no se daban por aludidos; y la misma actitud de indiferencia mostraron durante todo el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX con respecto a la máquina de vapor. En la mayor parte de los casos, se limitaban sencillamente a tomar nota de los hechos.

Hasta que, por último, en los años veinte y treinta [del siglo XIX] se ocupó del problema Sadi Carnot, y hay que reconocer que con bastante sagacidad, puesto que todavía hoy conservan su valor y son admitidos por Clausius y Clerk Maxwell sus mejores cálculos, que más tarde se encargó Clapeyron de presentar en forma de gráficos geométricos. Carnot casi llegó a penetrar en el fondo del problema. Y si algo le impidió penetrar de lleno en él no fue precisamente la escasez de hechos materiales, sino simplemente una falsa teoría preconcebida. Teoría que, por cierto, no había sido impuesta a los físicos por ninguna maligna filosofía, sino que ellos mismos se habían encargado de elaborar sutilmente, partiendo de su propia concepción naturalista, que consideraban tan por encima de la concepción metafísico-filosofante.

En el siglo XVII el calor era considerado, al menos en Inglaterra, como una propiedad de los cuerpos, como “un movimiento de una clase especial” (a motion of a particular kind, the nature of which has never been explained in a satisfactory manner […cuya naturaleza no ha llegado nunca a explicarse satisfactoriamente]). Así lo definía Th.

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Thomson, dos años antes del descubrimiento de la teoría mecánica del calor (Outline of the Sciences of Heat and Electricity, 2nd edition, London 1840).6 Pero en el siglo XVIII fue ganando terreno más y más la concepción según la cual el calor era, como la luz, la electricidad y el magnetismo, una sustancia especial, que, al igual que todas estas sustancias peculiares, se distinguía de la materia común y corriente por el hecho de carecer de peso, de ser imponderable.

LA ELECTRICIDAD*

También la electricidad posee, como el calor, aunque de otro modo, cierto don de ubicuidad. Apenas puede producirse un solo cambio sobre la tierra que no acuse la presencia de fenómenos eléctricos. Donde se evapora el agua o arde una llama, donde se produce el contacto entre dos metales distintos o de diverso grado de temperatura o entre el hierro y una solución de sulfato de cobre, vemos aparecer, junto a los fenómenos físicos y químicos más notorios y simultáneamente con ellos, procesos eléctricos. Cuanto más a fondo estudiamos los más diferentes procesos naturales, más vamos descubriendo en ellos huellas de electricidad. Y, sin embargo, a pesar de este don de ubicuidad que presentan los fenómenos eléctricos y del hecho de que va ya para medio siglo que la electricidad se ve obligada, en medida cada vez mayor, a servir al hombre en la industria, se trata precisamente de la forma de movimiento cuya naturaleza se halla más envuelta en el misterio. El descubrimiento de la corriente galvánica es, aproximadamente, veinticinco años más reciente que el del oxígeno, aunque presenta para la teoría de la electricidad una importancia cuando menos igual que el descubrimiento del oxígeno para la química. ¡Y, sin embargo, qué diferencia sigue existiendo, todavía hoy, entre uno y otro campo! En química, gracias sobre todo al descubrimiento de los pesos atómicos por Dalton, reina el orden, vemos una relativa estabilidad de los resultados adquiridos y un ataque sistemático, más o menos organizado sobre los terrenos todavía inexplorados, comparable al asedio en regla de una fortaleza. En la teoría de la electricidad, por el contrario, nos encontramos con un revoltijo caótico de viejos experimentos muy inseguros, ni definitivamente confirmados ni definitivamente desechados, con un tantear a ciegas en la oscuridad, con una serie incoherente de ensayos y experimentos, obra de numerosos investigadores sueltos, que se

* Para los datos de hecho nos remitimos en este capítulo, principalmente, a la obra de Wiedemann titulada Lehre vom Galvanismus und Elektromagnetismus [“Teoría del galvanismo y el electromagnetismo”], 2 vols., en 3 partes, 2° edición, Braunschweig, 1872-1874.

En el número de Nature correspondiente al 15 de junio de 1882 se habla de este “admirable treatise” [“admirable tratado”], “which in its forthcoming shape, with electrostatics added, will be greatest experimental treatise on electricity in existente” [“que, bajo su forma futura, cuando se le añada la electrostática, será el mejor tratado experimental sobre electricidad que se conozca”]1 [Nota de Engels.]

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lanzan al asalto de un terreno desconocido cada cual por su lado, sin orden ni concierto, como una horda de jinetes nómadas. En efecto, aún no se ha hecho en el campo de la electricidad un descubrimiento como el de Dalton, que sirva de sólida base para la investigación en toda la línea de la ciencia. Y a este estado de incoherencia reinante en el campo de la electricidad y que impide, por el momento, formular una teoría general, se debe esencialmente ese estado de empirismo que procura pararse a pensar lo menos posible y que, por tanto, no sólo piensa de un modo falso, sino que ni siquiera es capaz de seguir fielmente el hilo de los hechos o de reseñarlos con exactitud, convirtiéndose con ello en el reverso del verdadero empirismo.

Si, en términos generales, se debe recomendar, a los señores naturalistas que no encuentran palabras bastantes para denostar las necias especulaciones apriorísticas de la filosofía alemana de la naturaleza, que lean no sólo las obras teóricas de su tiempo, sino también las escritas con posterioridad por los físicos teóricos de la escuela empírica, esto vale de un modo especial en lo tocante a la teoría de la electricidad. Tomemos una obra escrita en 1840, An Outline of the Science of Heat and Electricity, por Thomas Thomson.2 El viejo Thomson era ya, en su tiempo, ciertamente una autoridad; además, tenía ya a su disposición una parte muy importante de los trabajos de Faraday, el mayor especialista en cuestiones de electricidad hasta entonces conocido. Pero ello no es obstáculo para que en su libro encontremos cosas por lo menos tan disparatadas como en la sección correspondiente de la Filosofía de la naturaleza, de Hegel, obra cronológicamente muy anterior. Así, por ejemplo, la descripción que hace de la chispa eléctrica bien podría haber sido traducida directamente del correspondiente pasaje de Hegel. Ambos autores enuncian todas las cosas maravillosas que las gentes se empeñaban en querer descubrir en la chispa eléctrica cuando aún no se sabía lo que en realidad era ni se conocía su rica diversidad y que posteriormente habrían de revelarse, en la mayor parte de los casos, como fenómenos sueltos o como errores. Más aún. En la pág. 446, cuenta Thomson muy en serio las fábulas infantiles de Dessaignes según las cuales, cuando sube el barómetro y baja el termómetro, el vidrio, la resina, etc., al sumergirse en el mercurio, se cargan de electricidad negativa, mientras que, al descender el barómetro y elevarse la temperatura, reciben, por el contrario, una carga eléctrica positiva; siempre según los mismos cuentos para niños, el oro y algunos otros metales se cargaban en verano de electricidad positiva, por calentamiento, y de electricidad negativa por enfriamiento, ocurriendo lo contrario en el invierno;

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cuando el barómetro subía y soplaba el viento del Norte, dichos metales aparecían altamente electrificados bajo el signo positivo al elevarse la temperatura y, cuando ésta descendía, bajo el signo negativo, etc., etc. Creo que basta con lo dicho para que nos demos cuenta de cómo eran tratados los hechos. Y, en el plano de la especulación apriorística, he aquí ahora la lucubración sobre la chispa eléctrica con que nos regala Thomson y que proviene nada menos que del propio Faraday: “La chispa es una descarga o un debilitamiento del estado polarizado de inducción de numerosas partículas dieléctricas, producido por la acción especial de un reducido número de ellas, que ocupan un espacio muy pequeño y limitado. Faraday supone que las pocas partículas en las que se localiza la descarga no sólo se dispersan, sino que asumen temporalmente un estado extraordinariamente activo (highly exalted); es decir, que todas las fuerzas que las rodean se lanzan sobre ellas unas tras otras, lo que hace que adquieran un estado de intensidad a tono con esto, tal vez igual a la intensidad de los átomos que se combinan químicamente; descargan entonces estas fuerzas como los átomos lo hacen con las suyas, de un modo hasta ahora ignorado, con lo que termina todo el proceso (and so the end of the whole). El efecto final es exactamente como si una partícula metálica pasara a ocupar el lugar de la partícula que se descarga, y no hay que excluir la posibilidad de que algún día lleguen a revelarse idénticos los principios por los que en ambos casos se rige la acción”.3 “He dado -añade Thomson- esta explicación de Faraday con sus propias palabras, porque no la entiendo claramente.” Lo mismo les ocurrirá, sin duda, a muchos otros, como cuando leen en Hegel que, en la chispa eléctrica, “la materialidad especial del cuerpo en tensión no entra aún en el proceso, sino que sólo es determinada elementalmente en él, como un estado del alma”, y que la electricidad “es la cólera propia, el arrebato propio del cuerpo”, su “yo colérico”, que “se manifiesta en todos los cuerpos cuando se les irrita” (Naturphilosophie, § 324, adición),4 Y, sin embargo, la idea fundamental es la misma en Hegel y en Faraday. Ambos se rebelan contra la idea de que la electricidad sea, no un estado de la materia, sino una materia especial, diferente. Y como, aparentemente, la electricidad se manifiesta en la chispa eléctrica como algo independiente y libre, aislado de todo sustrato material extraño y, sin embargo, asequible a los sentidos, ambos se ven, partiendo del estado en que se halla la ciencia de su tiempo, obligados a concebir la chispa eléctrica como la forma fugaz en que se revela una “fuerza” momentáneamente liberada de toda materia. Claro está que, para nosotros, el enigma ha quedado resuelto a partir del momento en que sabemos que al descargarse la chispa entre dos electrodos de metal pasan efectivamente del uno al otro algunas

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“partículas metálicas”, lo que quiere decir que “la materialidad especial del cuerpo en tensión” sí “entra en el proceso”.

Sabido es que, al igual que el calor y la luz, también la electricidad y el magnetismo fueron considerados al principio como materias imponderables de un tipo especial. Pronto se dio, como se sabe, en la idea de que la electricidad se hallaba formada por dos materias opuestas, por dos “fluidos”, uno positivo y otro negativo, que en estado normal se neutralizaban mutuamente, hasta que una pretendida “fuerza eléctrica de disociación venía a separarlos, Según esto, podían cargarse dos cuerpos, uno de electricidad positiva y otro de electricidad negativa, de tal modo que, uniéndolos por medio de un tercer cuerpo conductor, se establecería. según las circunstancias, el equilibrio, ya bruscamente, ya a través de una corriente continua. El fenómeno de la compensación brusca parecía muy simple y evidente, pero la corriente presentaba dificultades. Fechner y, en un desarrollo más detallado, Weber opusieron a la hipótesis más sencilla según la cual circulaba en la corriente unas veces electricidad puramente positiva y otras electricidad puramente negativa la idea de que dentro del circuito cerrado circulaban siempre dos corrientes iguales de electricidad positiva y negativa, una al lado de la otra y en dirección opuesta, por canales situados entre las moléculas ponderables de los cuerpos, En la minuciosa formulación matemática de esta teoría, Weber llega también, en último resultado, a multiplicar una función aquí indiferente por la magnitud 1/r , que significa “la relación…entre la cantidad de electricidad y un miligramo”5 (Wiedemann, Lehre vom Calvanismus, etc., 2a ed., III, pág. 569), Ahora bien, la relación con respecto a una unidad de peso no puede ser por sí misma más que una unidad de peso, Por tanto, el empirismo unilateral, llevado por la pasión del cálculo, se había desacostumbrado hasta tal punto de pensar, que, como se ve, convertía la imponderable electricidad en algo ponderable, cuyo peso se incluía en el cálculo matemático.

Las fórmulas establecidas por Weber sólo eran válidas dentro de ciertos limites y no hace más que unos cuantos años que Helmholtz principalmente llegaba, partiendo de estas fórmulas, a resultados que se hallaban en contradicción con el principio de la conservación de la energía, C. Neumann opuso en 1871 a la hipótesis de la doble corriente de sentido contrario formulada por Weber otra, según la cual sólo circulaba en la corriente una de las dos electricidades, la positiva, por ejemplo, al paso que la otra, la negativa, permanecía firmemente unida a la masa del cuerpo. A propósito de lo cual dice Wiedemann: “Podría combinarse esta

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hipótesis con la de Weber si se añadiera a la doble corriente de las masas eléctricas ± 1/2 e opuestas, que da por supuesta Weber, una corriente de electricidad neutra carente de acción externa,6 que arrastrase con ella las cantidades de electricidad ± 1/2 e en el sentido de la corriente positiva” (III, pág. 577).

Esta tesis es también muy característica del empirismo unilateral. Para hacer que la electricidad circule, se la descompone en electricidad positiva y negativa. Pero todas las tentativas encaminadas a explicar la corriente partiendo de estas dos materias tropiezan con dificultades. Dificultades que afectan tanto a la hipótesis según la cual sólo se halla en la corriente, cada vez, una de estas dos materias como a la que supone que circulan ambas al mismo tiempo y en sentido contrario, y también a la tercera, según la cual una de las materias circula, mientras que la otra permanece en reposo, Ateniéndonos a esta tercera hipótesis, ¿cómo explicar la circunstancia inexplicable de que la electricidad negativa, que se revela, a pesar de todo, tan móvil en la máquina eléctrica y en la botella de Leiden, aparezca en la corriente firmemente unida a la masa del cuerpo? De un modo muy sencillo. Al lado de la corriente positiva + e, que recorre el hilo hacia la derecha, y de la corriente negativa – e, que lo recorre hacia la izquierda, hacemos pasar, además, una corriente de electricidad neutra ± 1/2 e, dirigida hacia la derecha. De este modo, empezamos por suponer que las dos electricidades sólo pueden circular, en todo caso, cuando se hallan separadas una de otra y, para explicar los fenómenos que se producen con motivo de la corriente de las dos electricidades separadas, suponemos que pueden circular también cuando no media separación, Comenzamos, pues, sentando una hipótesis para explicar determinado fenómeno y, a la primera dificultad con que tropezamos, procedemos a formular otra que anula directamente la primera. ¿Cómo tendrá que estar hecha la filosofía, para que estos señores tengan alguna razón, siquiera sea mínima, para quejarse de ella?

Pero, junto a esta concepción, basada en el carácter material de la electricidad, no tardó en surgir otra, que la concebía como un simple estado del cuerpo, como una “fuerza” o como una forma especial de movimiento, que diríamos hoy, Ya hemos visto más arriba que Hegel, y más tarde Faraday, compartían este punto de vista, Una vez que el descubrimiento del equivalente mecánico del calor hubo descartado definitivamente la idea de una “sustancia calórica” especial y habiéndose demostrado que el calor es un

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movimiento molecular, el paso siguiente fue aplicar igualmente el nuevo método a la electricidad, tratando de determinar también su equivalente mecánico. Y el resultado fue plenamente satisfactorio. En especial, los experimentos de Joule, Favre y Raoult permitieron fijar no sólo el equivalente mecánico y térmico de lo que se llamaba la “fuerza electromotriz” de la corriente galvánica, sino también su perfecta equivalencia con la energía liberada por los procesos químicos en la pila galvánica y la energía consumida por ellos en la cuba electrolítica. Con ello, pasaba a ser cada vez más insostenible la hipótesis según la cual la electricidad era un fluido material específico.

Sin embargo, la analogía entre el calor y la electricidad distaba todavía mucho de ser perfecta. La corriente galvánica presenta diferencias muy esenciales con respecto a la conducción térmica. Aún no era posible decir qué era lo que se movía en los cuerpos cargados de electricidad. Mostrábase insuficiente aquí la hipótesis de una simple vibración molecular, como en el caso del calor. Daba la velocidad enorme de la electricidad, que sobrepasaba incluso a la de la luz,7 resultaba difícil sustraerse a la idea de que era algo material lo que aquí se movía entre las moléculas del cuerpo. Es entonces cuando aparecen las teorías más modernas, las teorías de Clerk Maxwell (1864), Hankel (1865), Reynard (1870) y Edlund (1872), acordes con la hipótesis que por vez primera expresara en 1846 Faraday a manera de sugestión: la hipótesis según la cual la electricidad era el movimiento de un medio elástico que llenaba todo el espacio y que, por consiguiente, penetraba en todos los cuerpos, medio cuyas partículas discretas se repelían las unas a las otras en razón inversa al cuadrado de la distancia; en otras palabras, la electricidad vendría a ser un movimiento de las partículas del éter, del que participaban las moléculas de los cuerpos. Las, diversas teorías no se muestran de acuerdo en cuanto al carácter de este movimiento; las de Maxwell, Hankel y Reynard, apoyándose en las recientes investigaciones sobre los movimientos en forma rotatoria, tratan también de explicarlo, cada cual a su modo, por medio de torbellinos. Y así, vemos rehabilitados en los dominios sin cesar nuevos de la ciencia los torbellinos del viejo Descartes. No tenemos para que entrar en el detalle de estas teorías. Discrepan mucho las unas de las otras y están todas ellas llamadas, ciertamente, a pasar todavía por grandes conmociones. En su concepción fundamental común se advierte, sin embargo, un progreso decisivo: la electricidad se concibe como un movimiento de las partículas del éter luminoso, movimiento que repercute sobre las moléculas del cuerpo y que penetra toda materia ponderable. Es

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un modo de ver que reconcilia entre sí a los dos anteriores. Según él, lo que en los fenómenos eléctricos se mueve es realmente algo material, distinto de la materia ponderable. Pero este elemento material no es la electricidad misma, la cual se revela más bien como una forma de movimiento, aunque no del movimiento directo, inmediato, de la materia ponderable. Por una parte, la hipótesis del éter señala el camino que permite superar la tosca hipótesis primitiva de los dos fluidos eléctricos contrarios; y, de otra parte, abre la perspectiva de explicar qué es el sustrato material propiamente dicho del movimiento eléctrico, qué es aquello cuyo movimiento provoca los fenómenos eléctricos.
La teoría del éter ha alcanzado, desde luego, un éxito indiscutible. Sabemos que hay, por lo menos, un punto en el que la electricidad modifica directamente el movimiento de la luz: hace girar su plano de polarización. Clerk Maxwell, basándose en la teoría más arriba citada, calculó que la constante dieléctrica específica de un cuerpo es igual al cuadrado de su índice de refracción. Ahora bien, Boltzmann, estudiando diferentes cuerpos no conductores, desde el punto de vista de su constante dieléctrica, encuentra que en el azufre, la colofonia y la parafina la raíz cuadrada de este coeficiente es igual a su índice de refracción. La divergencia más alta -el azufre- no pasa del 4 por 100. Por donde la teoría del éter, especialmente la de Maxwell, quedaba experimentalmente confirmada.
Pero tendrá que pasar todavía mucho tiempo y desplegarse mucho esfuerzo antes de lograr, por medio de nuevas series de experimentos, extraer una sólida pepita de estas hipótesis contradictorias. Hasta aquí o tal vez incluso hasta que la teoría del éter sea desahuciada por otra totalmente nueva, el estudio de la electricidad se encuentra en la desagradable situación de tener que emplear una terminología reconocidamente falsa. Sigue hablando sin el menor empacho de la “masa eléctrica que fluye en los cuerpos”, de una “bifurcación de las electricidades en cada molécula, etc. Es éste un mal que, como se ha dicho, constituye en su mayor parte una consecuencia del actual estado de transición de la ciencia, pero que, dado el limitado empirismo que reina precisamente en esta rama de la investigación, contribuye no poco a mantener el embrollo de ideas anterior.
Por lo que se refiere a la contradicción entre la llamada electricidad estática o de frotamiento y la electricidad denominada dinámica o galvanismo, podemos considerarla resuelta a partir del momento en que se ha aprendido a producir corrientes continuas por medio de la máquina eléctrica y, a la inversa, a producir la electricidad llamada estática, a cargar botellas de Leiden, etc., con ayuda de la corriente galvánica. Dejamos aquí a un lado la variante

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de la electricidad estática, así como el magnetismo, que ahora sabemos que es también una variante de la electricidad. Es en la teoría de la corriente galvánica, en todo caso, donde habrá que buscar la explicación de los fenómenos con ella relacionados, razón por la cual nos atendremos preferentemente a esta teoría.
De varios modos puede producirse una corriente continua. El movimiento mecánico de las masas no comienza produciendo directamente, por el frotamiento, más que electricidad estática; sólo a costa de un gran despilfarro de energía engendra una corriente continua; para convertirse, por lo menos en su mayor parte, en movimiento eléctrico, tiene que intervenir el magnetismo, como ocurre en las conocidas máquinas electromagnéticas de Gramme, Siemens, etc. El calor puede convertirse directamente en corriente eléctrica, como sucede sobre todo en el punto de contacto de dos diferentes metales. La energía liberada por la acción química, que en circunstancias normales adopta la forma de calor, bajo determinadas condiciones se trueca en movimiento eléctrico. Y, a la inversa, éste se convierte, cuando se dan las condiciones apropiadas, en cualquier otra forma de movimiento: en movimiento de masas, ya sea en pequeñas proporciones, directamente en las atracciones y repulsiones electrostáticas, ya en gran escala, en los motores electromagnéticos, gracias nuevamente a la mediación del magnetismo; en calor -como ocurre siempre en el circuito energético cerrado, siempre y cuando que no medien otras transformaciones-; en energía química, en las cubas electrolíticas y en los voltámetros intercalados en el circuito cerrado, en los que la corriente disocia combinaciones que no es posible atacar por otros medios.
En todos estos trueques actúa la ley fundamental de la equivalencia cuantitativa del movimiento en todas sus mutaciones. O, como dice Wiedemann, “con arreglo a la ley de conservación de la energía, el trabajo mecánico empleado del modo que sea para producir la corriente tiene que ser equivalente al trabajo empleado para engendrar todos los efectos de la corriente eléctrica”.8 Cuando se trata de trocar en electricidad* el movimiento de masas o el calor, no se tropieza aquí con ninguna clase de dificultades, pues está demostrado que lo que se llama la “fuerza electromotriz” es, en el primer caso, igual al trabajo empleado para producir este

* Empleo el término “electricidad” en el sentido de movimiento eléctrico con el mismo derecho con que se emplea también el término general “calor” para expresar aquella forma de movimiento que a nuestros sentidos se les revela como calor. Y este empleo de la palabra no puede suscitar objeciones, con tanta mayor razón cuanto que de antemano se descarta expresamente aquí toda posible confusión con el estado de tensión de la electricidad. [Nota de Engels.]

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movimiento, y en el segundo caso, “en cada punto de contacto de la pila termoeléctrica, directamente proporcional a su temperatura absoluta” (Wiedemann, III, pág. 482); o, lo que es lo mismo, una vez más, directamente proporcional a la cantidad de calor existente en cada punto de contacto, medida en unidades absolutas. Y se ha demostrado que la misma ley rige también, de hecho, para la electricidad producida por medio de la energía química. Sin embargo, en este caso el asunto no resulta tan sencillo, por lo menos desde el punto de vista de la teoría actualmente en curso. Detengámonos, pues, en él por un momento.
Una de las más hermosas series de experimentos que han podido hacerse, con ayuda de una pila galvánica, acerca de los cambios de forma del movimiento es la de Favre (1857-1858).9 Se coloca en un calorímetro una pila de Smee de cinco