Доминго Фаустино Сармьенто. Факундо.
Domingo Faustino Sarmiento. Facundo
Доминго Фаустино Сармьенто. Факундо.
Domingo Faustino Sarmiento. Facundo
F A C U N D O
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Advertencia del autor
Después de terminada la publicación de esta obra, he
recibido de varios amigos rectificaciones de varios hechos
referidos en ella. Algunas inexactitudes han debido
necesariamente escaparse en un trabajo hecho de prisa, lejos
del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que
no se había escrito nada hasta el presente. Al coordinar entre
sí sucesos que han tenido lugar en distintas y remotas
provincias, y en épocas diversas, consultando un testigo
ocular sobre un punto, registrando manuscritos formados a
la ligera, o apelando a las propias reminiscencias, no es
extraño que de vez en cuando el lector argentino eche de
menos algo que él conoce, o disienta en cuanto a algún
nombre propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de
lugar.
Pero debo declarar que en los acontecimientos notables a
que me refiero, y que sirven de base a las explicaciones que
doy, hay una exactitud intachable, de que responderán los
documentos públicos que sobre ellos existen.
Quizá haya un momento en que, desembarazado de las
preocupaciones que han precipitado la redacción de esta
obrita, vuelva a refundirla en un plan nuevo, desnudándola
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de toda digresión accidental, y apoyándola en numerosos
documentos oficiales, a que sólo hago ahora una ligera
referencia.
1845.
On ne tue point les idées.
FORTOUL
A fines del año 1840, salía yo de mi patria, desterrado por
lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes
recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas
de soldadesca y mazorqueros. Al pasar por los baños de
Zonda, bajo las armas de la patria que en días más alegres
había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras:
On ne tue point les idées.
El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una
comisión encargada de descifrar el jeroglífico, que se decía
contener desahogos innobles, insultos y amenazas. Oída la
traducción, «¡y bien! -dijeron-, ¿qué significa esto?…».
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
Significaba, simplemente, que venía a Chile, donde la
libertad brillaba aún, y que me proponía hacer proyectar los
rayos de las luces de su prensa hasta el otro lado de los
Andes. Los que conocen mi conducta en Chile saben si he
cumplido aquella protesta.
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Introducción
Je demande à l’historien l’amour de l’humanité ou de la liberté; sa
justice impartiale ne doit pas être impassible. Il faut, au contraire, qu’il
souhaite, qu’il espère, qu’il souffre, ou soit heureux de ce qu’il raconte.
VILLEMAIN, Cours de littérature.
¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que,
sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te
levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones
internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú
posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu
trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los
llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto,
decían: «¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!» ¡Cierto!
Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones
populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas,
su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro
molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo
instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en
sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y
bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y
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en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo,
como el modo de ser de un pueblo encarnado en un
hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un genio que
domina los acontecimientos, los hombres y las cosas.
Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue
reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin
serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador,
que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el
despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo.
Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos
quieren disputarle el título de Grande que le prodigan sus
cortesanos? Sí; grande y muy grande es, para gloria y
vergüenza de su patria, porque si ha encontrado millares de
seres degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por
encima de cadáveres, también se hallan a millares las almas
generosas que, en quince años de lid sangrienta, no han
desesperado de vencer al monstruo que nos propone el
enigma de la organización política de la República. Un día
vendrá, al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina, mitad
mujer, por lo cobarde, mitad tigre, por lo sanguinario, morirá
a sus plantas, dando a la Tebas del Plata el rango elevado que
le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.
Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha
podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y
revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los
antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las
costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están
pegados.
La República Argentina es hoy la sección
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hispanoamericana que en sus manifestaciones exteriores ha
llamado preferentemente la atención de las naciones
europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus
extravíos, o atraídas, como por una vorágine, a acercarse al
centro en que remolinean elementos tan contrarios. La
Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción, y no sin
grandes esfuerzos de remo y vela, no sin perder el
gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la distancia. Sus
más hábiles políticos no han alcanzado a comprender nada
de lo que sus ojos han visto, al echar una mirada precipitada
sobre el poder americano que desafiaba a la gran nación. Al
ver las lavas ardientes que se revuelcan, se agitan, se chocan
bramando en este gran foco de lucha intestina, los que por
más avisados se tienen han dicho: «Es un volcán subalterno,
sin nombre, de los muchos que aparecen en la América;
pronto se extinguirá»; y han vuelto a otra parte sus miradas,
satisfechos de haber dado una solución tan fácil como exacta
de los fenómenos sociales que sólo han visto en grupo y
superficialmente. A la América del Sur en general, y a la
República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un
Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías
sociales, como el viajero científico de barómetros, octantes y
brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra vida
política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni
descrito por la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia,
tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones
de la humanidad, este nuevo modo de ser, que no tiene
antecedentes bien marcados y conocidos. Hubiérase,
entonces, explicado el misterio de la lucha obstinada que
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despedaza a aquella República; hubiéranse clasificado
distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se
chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del
terreno y a los hábitos que ella engendra; su parte a las
tradiciones españolas y a la conciencia nacional, inicua,
plebeya, que han dejado la Inquisición y el absolutismo
hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que
han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie
indígena; su parte a la civilización europea; su parte, en fin, a
la democracia consagrada por la revolución de 1810; a la
igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores
de la sociedad. Este estudio que nosotros no estamos aún en
estado de hacer por nuestra falta de instrucción filosófica e
histórica, hecho por observadores competentes, habría
revelado a los ojos atónitos de la Europa un mundo nuevo
en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los
últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la
vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques
sombríos. Entonces se habría podido aclarar un poco el
problema de la España, esa rezagada a la Europa, que,
echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad
Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho
istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho,
está balanceándose entre dos fuerzas opuestas, ya
levantándose en la balanza de los pueblos libres, ya cayendo
en la de los despotizados; ya impía, ya fanática; ora
constitucionalista declarada, ora despótica impudente;
maldiciendo sus cadenas rotas a veces, ya cruzando los
brazos, y pidiendo a gritos que le impongan el yugo, que
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parece ser su condición y su modo de existir. ¡Qué! ¿El
problema de la España europea, no podría resolverse
examinando minuciosamente la España americana, como
por la educación y hábitos de los hijos se rastrean las ideas y
la moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No significa nada para la
historia y la filosofía esta eterna lucha de los pueblos
hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e
industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin norte
fijo, sin objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden
conseguir un día de reposo, ni qué mano enemiga los echa y
empuja en el torbellino fatal que los arrastra, mal de su grado
y sin que les sea dado sustraerse a su maléfica influencia?
¿No valía la pena de saber por qué en el Paraguay, tierra
desmontada por la mano sabia del jesuitismo, un sabio
educado en las aulas de la antigua Universidad de Córdoba
abre una nueva página en la historia de las aberraciones del
espíritu humano, encierra a un pueblo en sus límites de
bosques primitivos, y, borrando las sendas que conducen a
esta China recóndita, se oculta y esconde durante treinta
años su presa, en las profundidades del continente
americano, y sin dejarla lanzar un solo grito, hasta que
muerto, él mismo, por la edad y la quieta fatiga de estar
inmóvil pisando un suelo sumiso, éste puede al fin, con voz
extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por sus
inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum
mutatus ab illo! ¡Qué transformación ha sufrido el Paraguay;
qué cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello, que
no oponía resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de
la República Argentina, que, después de veinte años de
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convulsión interna, de ensayos de organización de todo
género, produce, al fin, del fondo de sus entrañas, de lo
íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en la persona
de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si
se puede, a las ideas, costumbres y civilización de los pueblos
europeos? ¿No se descubre en él el mismo rencor contra el
elemento extranjero, la misma idea de la autoridad del
Gobierno, la misma insolencia para desafiar la reprobación
del mundo, con más, su originalidad salvaje, su carácter
fríamente feroz y su voluntad incontrastable, hasta el
sacrificio de la patria, como Sagunto y Numancia; hasta
abjurar el porvenir y el rango de nación culta, como la
España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es éste un capricho
accidental, una desviación mecánica causada por la aparición
de la escena, de un genio poderoso; bien así como los
planetas se salen de su órbita regular, atraídos por la
aproximación de algún otro, pero sin sustraerse del todo a la
atracción de su centro de rotación, que luego asume la
preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria? M.
Guizot ha dicho desde la tribuna francesa: «Hay en América
dos partidos: el partido europeo y el partido americano; éste
es el más fuerte»; y cuando le avisan que los franceses han
tomado las armas en Montevideo y han asociado su
porvenir, su vida y su bienestar al triunfo del partido
europeo civilizado, se contenta con añadir: «Los franceses
son muy entrometidos, y comprometen a su nación con los
demás gobiernos.» ¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el
historiador de la civilización europea, el que ha deslindado los
elementos nuevos que modificaron la civilización romana y
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que ha penetrado en el enmarañado laberinto de la Edad
Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido el crisol
en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el
espíritu moderno; M. Guizot, ministro del rey de Francia, da
por toda solución a esta manifestación de simpatías
profundas entre los franceses y los enemigos de Rosas: «¡Son
muy entrometidos los franceses!» Los otros pueblos
americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta lucha y
estas alianzas de un partido argentino con todo elemento
europeo que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su vez
llenos de indignación: «¡Estos argentinos son muy amigos de
los europeos!» Y el tirano de la República Argentina se
encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo:
«¡Traidores a la causa americana!» ¡Cierto!, dicen todos;
¡traidores!, ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos nosotros;
¡traidores a la causa americana, española, absolutista, bárbara!
¿No habéis oído la palabra salvaje, que anda revoloteando
sobre nuestras cabezas?
De eso se trata: de ser o no ser salvaje. ¿Rosas, según esto,
no es un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad?
¿Es, por el contrario, una manifestación social; es una
fórmula de una manera de ser de un pueblo? ¿Para qué os
obstináis en combatirlo, pues, si es fatal, forzoso, natural y
lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo combatís!… ¿Acaso porque la
empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal
principio triunfa, se le ha de abandonar resignadamente el
terreno? ¿Acaso la civilización y la libertad son débiles hoy
en el mundo, porque la Italia gima bajo el peso de todos los
despotismos, porque la Polonia ande errante sobre la tierra
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mendigando un poco de pan y un poco de libertad? ¡Por qué
lo combatís!… ¿Acaso no estamos vivos los que después de
tantos desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra
conciencia de lo justo y del porvenir de la patria, porque,
hemos perdido algunas batallas? ¡Qué!, ¿se quedan también
las ideas entre los despojos de los combates? ¿Somos dueños
de hacer otra cosa que lo que hacemos, ni más ni menos
como Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No hay nada
de providencial en estas luchas de los pueblos? ¿Concedióse
jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por otra parte,
¿hemos de abandonar un suelo de los más privilegiados de la
América a las devastaciones de la barbarie, mantener cien
ríos navegables, abandonados a las aves acuáticas que están
en quieta posesión de surcarlos ellas solas ab initio?
¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la
inmigración europea que llama con golpes repetidos para
poblar nuestros desiertos, y hacernos, a la sombra de nuestro
pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar?
¿Hemos de dejar, ilusorios y vanos, los sueños de
desenvolvimiento, de poder y de gloria, con que nos han
mecido desde la infancia, los pronósticos que con envidia
nos dirigen los que en Europa estudian las necesidades de la
humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo
cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la
América muchos pueblos que estén, como el argentino,
llamados, por lo pronto, a recibir la población europea que
desborda como el líquido en un vaso? ¿No queréis, en fin,
que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro
auxilio, a llamarlas con todas nuestras fuerzas, para que
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vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda
traba puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia
y de toda coacción? ¡Oh! ¡Este porvenir no se renuncia así
no más! No se renuncia porque un ejército de 20.000
hombres guarde la entrada de la patria: los soldados mueren
en los combates, desertan o cambian de bandera. No se
renuncia porque la fortuna haya favorecido a un tirano
durante largos y pesados años: la fortuna es ciega, y un día
que no acierte a encontrar a su favorito, entre el humo denso
y la polvareda sofocante de los combates, ¡adiós tirano!;
¡adiós tiranía! No se renuncia porque todas las brutales e
ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más, en un
momento de extravío, en el ánimo de masas inexpertas: las
convulsiones políticas traen también la experiencia y la luz, y
es ley de la humanidad que los intereses nuevos, las ideas
fecundas, el progreso, triunfen al fin de las tradiciones
envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las
preocupaciones estacionarias. No se renuncia porque en un
pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el
bien por el mal, egoístas que sacan de él su provecho,
indiferentes que lo ven sin interesarse, tímidos que no se
atreven a combatirlo, corrompidos, en fin, que no
conociéndolo se entregan a él por inclinación al mal, por
depravación: siempre ha habido en los pueblos todo esto, y
nunca el mal ha triunfado definitivamente. No se renuncia
porque los demás pueblos americanos no puedan prestarnos
su ayuda; porque los gobiernos no ven de lejos sino el brillo
del poder organizado, y no distinguen en la oscuridad
humilde y desamparada de las revoluciones los elementos
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grandes que están forcejeando por desenvolverse; porque la
oposición pretendida liberal abjure de sus principios,
imponga silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su pie
un insecto que la importuna, huelle la noble planta a que ese
insecto se apegaba. No se renuncia porque los pueblos en
masa nos den la espalda a causa de que nuestras miserias y
nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista para
que alcancen a conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un
porvenir tan inmenso, a una misión tan elevada, por ese
cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡ las dificultades se
vencen, las contradicciones se acaban a fuerza de
contradecirlas!
Desde Chile, nosotros nada podemos dar a los que
perseveran en la lucha bajo todos los rigores de las privaciones,
y con la cuchilla exterminadora, que, como la espada de
Damocles, pende a todas horas sobre sus cabezas. ¡Nada!,
excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos; arma
ninguna no es dado llevar a los combatientes, si no es la que
la prensa libre de Chile suministra a todos los hombres libres.
¡La prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el enemigo que
sofocaste entre nosotros. He aquí el vellocino de oro que
tratamos de conquistar. He aquí cómo la prensa de Francia,
Inglaterra, Brasil, Montevideo, Chile y Corrientes va a turbar
tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus víctimas: he
aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas
para paliar el mal, don que sólo fue dado para predicar el
bien. He aquí que desciendes a justificarte, y que vas por
todos los pueblos europeos y americanos mendigando una
pluma venal y fratricida, para que por medio de la prensa
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defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en
tu patria la discusión que mantienes en todos los otros
pueblos? ¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas
sacrificadas por el puñal; para qué tantas batallas, si al cabo
habías de concluir por la pacífica discusión de la prensa?
El que haya leído las páginas que preceden creerá que es
mi ánimo trazar un cuadro apasionado de los actos de
barbarie que han deshonrado el nombre de don Juan Manuel
de Rosas. Que se tranquilicen los que abriguen este temor.
Aún no se ha formado la última página de esta biografía
inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no
han sido contados aún. Por otra parte, las pasiones que
subleva entre sus enemigos son demasiado rencorosas aún,
para que pudieran ellos mismos poner fe en su imparcialidad
o en su justicia. Es de otro personaje de quien debo
ocuparme: Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos
quiero consignar en el papel.
Diez años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy
cruel y emponzoñada debiera mostrarse la calumnia que
fuera a cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién
lanzó la bala oficial que detuvo su carrera? ¿Partió de Buenos
Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano.
Facundo Quiroga, empero, es el tipo más ingenuo del
carácter de la guerra civil de la República Argentina; es la
figura más americana que la revolución presenta. Facundo
Quiroga enlaza y eslabona todos los elementos de desorden
que hasta antes de su aparición estaban agitándose
aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local, la
guerra nacional, argentina, y presenta triunfante, al fin de
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diez años de trabajos, de devastaciones y de combates, el
resultado de que sólo supo aprovecharse el que lo asesinó.
He creído explicar la revolución argentina con la
biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él
explica suficientemente una de las tendencias, una de las dos
fases diversas que luchan en el seno de aquella sociedad
singular.
He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para
completarlos los detalles que han podido suministrarme
hombres que lo conocieron en su infancia, que fueron sus
partidarios o sus enemigos, que han visto con sus ojos unos
hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de una
época o de una situación particular. Aún espero más datos
de los que poseo, que ya son numerosos. Si algunas
inexactitudes se me escapan, ruego a los que las adviertan
que me las comuniquen; porque en Facundo Quiroga no veo
un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida
argentina, tal como la han hecho la colonización y las
peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario consagrar
una seria atención, porque sin esto la vida y hechos de
Facundo Quiroga son vulgaridades que no merecerían
entrar, sino episódicamente, en el dominio de la historia.
Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la naturaleza
grandiosamente salvaje que prevalece en la inmensa
extensión de la República Argentina; Facundo, expresión fiel
de una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e
instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fue, no por un
accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y
ajenos de su voluntad, es el personaje histórico más singular,
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más notable, que puede presentarse a la contemplación de
los hombres que comprenden que un caudillo que encabeza
un gran movimiento social no es más que el espejo en que se
reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las
necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una
época dada de su historia. Alejandro es la pintura, el reflejo
de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la
Grecia escéptica, filosófica y emprendedora, que se derrama
sobre el Asia, para extender la esfera de su acción
civilizadora.
Por esto nos es necesario detenernos en los detalles de la
vida interior del pueblo argentino, para comprender su ideal,
su personificación.
Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo
Quiroga, como nadie, a mi juicio, ha comprendido, todavía,
al inmortal Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos
que han trazado el cuadro de su vida. En la Enciclopedia Nueva
he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en el
que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que
merece por sus talentos y por su genio; pero en esta
biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he
visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un
Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo
americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el
remedo de la Europa, y nada que me revele la América.
Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara,
americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel
barro hizo su glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su
biografía lo asemeja a cualquier general europeo de
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esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas
europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el
poncho para presentarlo desde el primer día con el frac, ni más
ni menos como los litógrafos de Buenos Aires han pintado a
Facundo con casaca de solapas, creyendo impropia su
chaqueta, que nunca abandonó. Bien: han hecho un general,
pero Facundo desaparece. La guerra de Bolívar pueden
estudiarla en Francia en la de los chouanes: Bolívar es un
Charette de más anchas dimensiones. Si los españoles
hubieran penetrado en la República Argentina el año 11,
acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo
hubiese sido tan pródigamente dotado por la naturaleza y la
educación.
La manera de tratar la historia de Bolívar, de los
escritores europeos y americanos, conviene a San Martín y a
otros de su clase. San Martín no fue caudillo popular; era
realmente un general. Habíase educado en Europa y llegó a
América, donde el Gobierno era el revolucionario, y podía
formar a sus anchas el ejército europeo, disciplinarlo y dar
batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su
expedición sobre Chile es una conquista en regla, como la de
Italia por Napoleón. Pero si San Martín hubiese tenido que
encabezar montoneras, ser vencido aquí, para ir a reunir un
grupo de llaneros por allá, lo habrían colgado a su segunda
tentativa.
El drama de Bolívar se compone, pues, de otros
elementos de los que hasta hoy conocemos: es preciso poner
antes las decoraciones y los trajes americanos, para mostrar
enseguida el personaje. Bolívar es, todavía, un cuento forjado
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sobre datos ciertos: Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo
conoce aún el mundo, y es muy probable que, cuando lo
traduzcan a su idioma natal, aparezca más sorprendente y
más grande aún.
Razones de este género me han movido a dividir este
precipitado trabajo en dos partes: la una, en que trazo el
terreno, el paisaje, el teatro sobre que va a representarse la
escena; la otra en que aparece el personaje, con su traje, sus
ideas, su sistema de obrar; de manera que la primera esté ya
revelando a la segunda, sin necesidad de comentarios ni
explicaciones.
Señor don Valentín Alsina:
Conságrole, mi caro amigo, estas páginas que vuelven a
ver la luz pública, menos por lo que ellas valen, que por el
conato de usted de amenguar con sus notas los muchos
lunares que afeaban la primera edición. Ensayo y revelación,
para mí mismo, de mis ideas, el Facundo adoleció de los
defectos de todo fruto de la inspiración del momento, sin el
auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien era
concebida, lejos del teatro de los sucesos y con propósitos
de acción inmediata y militante. Tal como él era, mi pobre
librejo ha tenido la fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada
a la verdad y a la discusión, lectores apasionados, y de mano
en mano, deslizándose furtivamente, guardado en algún
secreto escondite, para hacer alto en sus peregrinaciones,
emprender largos viajes, y ejemplares por centenas llegar,
ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos Aires,
a las oficinas del pobre tirano, a los campamentos del
soldado y a la cabaña del gaucho, hasta hacerse él mismo, en
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las hablillas populares, un mito como su héroe.
He usado con parsimonia de sus preciosas notas,
guardando las más substanciales para tiempos mejores y más
meditados trabajos, temeroso de que por retocar obra tan
informe desapareciese su fisonomía primitiva y la lozana y
voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción.
Este libro, como tantos otros que la lucha de la libertad
ha hecho nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago
inmenso de materiales, de cuyo caos discordante saldrá un
día, depurada de todo resabio, la historia de nuestra patria, el
drama más fecundo en lecciones, más rico en peripecias y
más vivaz que la dura y penosa transformación americana ha
presentado. ¡Feliz yo, si, como lo deseo, puedo un día
consagrarme con éxito a tarea tan grande! Echaría al fuego,
entonces, de buena gana, cuantas páginas precipitadas he
dejado escapar en el combate en que usted y tantos otros
valientes escritores han cogido los más frescos laureles,
hiriendo de más cerca, y con armas mejor templadas, al
poderoso tirano de nuestra patria.
He suprimido la introducción como inútil, y los dos
capítulos últimos como ociosos hoy, recordando una
indicación de usted, en 1846, en Montevideo, en que me
insinuaba que el libro estaba terminado en la muerte de
Quiroga.
Tengo una ambición literaria, mi caro amigo, y a
satisfacerla consagro muchas vigilias, investigaciones prolijas
y estudios meditados. Facundo murió corporalmente en
Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia podía
escaparse y sobrevivir algunos años, sin castigo ejemplar
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como era merecido. La justicia de la Historia ha caído, ya,
sobre él, y el reposo de su tumba, guárdanlo la supresión de
su nombre y el desprecio de los pueblos. Sería agraviar a la
Historia escribir la vida de Rosas, y humillar a nuestra patria,
recordarla, después de rehabilitada, las degradaciones por
que ha pasado. Pero hay otros pueblos y otros hombres que
no deben quedar sin humillación y sin ser aleccionados. ¡Oh!
La Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las
ciencias históricas, políticas y sociales; la Inglaterra, tan
contemplativa de sus intereses comerciales; aquellos políticos
de todos los países, aquellos escritores que se precian de
entendidos, si un pobre narrador americano se presentase
ante ellos como un libro, para mostrarles, como Dios
muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han
prosternado ante un fantasma, que han contemporizado con
una sombra impotente, que han acatado un montón de
basura, llamando a la estupidez energía; a la ceguedad,
talento; virtud a la crápula e intriga, y diplomacia a los más
groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como es posible
hacerlo, con unción en las palabras, con intachable
imparcialidad en la justipreciación de los hechos, con
exposición lucida y animada, con elevación de sentimientos y
con conocimiento profundo de los intereses de los pueblos y
presentimiento, fundado en deducción lógica, de los bienes
que sofocaron con sus errores y de los males que
desarrollaron en nuestro país e hicieron desbordar sobre
otros…, ¿no siente usted que el que tal hiciera podría
presentarse en Europa con su libro en la mano, y decir a la
Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a
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Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón, al
Times y a la Presse: «¡Leed, miserables, y humillaos! ¡He ahí
vuestro hombre!», y hacer efectivo aquel ecce homo, tan mal
señalado por los poderosos, al desprecio y al asco de los
pueblos!
La historia de la tiranía de Rosas es la más solemne, la
más sublime y la más triste página de la especie humana,
tanto para los pueblos que de ella han sido víctimas como
para las naciones, gobiernos y políticos europeos o
americanos que han sido actores en el drama o testigos
interesados.
Los hechos están ahí consignados, clasificados, probados,
documentados; fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en
un solo hecho, el soplo de vida que ha de hacerlos
enderezarse todos a un tiempo a la vista del espectador y
convertirlos en cuadro vivo, con primeros planos palpables y
lontananzas necesarias; fáltale el colorido que dan el paisaje,
los rayos del sol de la patria; fáltale la evidencia que trae la
estadística, que cuenta las cifras, que impone silencio a los
fraseadores presuntuosos y hace enmudecer a los poderosos
impudentes. Fáltame, para intentarlo, interrogar el suelo y
visitar los lugares de la escena, oír las revelaciones de los
cómplices, las deposiciones de las víctimas, los recuerdos de
los ancianos, las doloridas narraciones de las madres, que
ven con el corazón; fáltame escuchar el eco confuso del
pueblo, que ha visto y no ha comprendido, que ha sido
verdugo y víctima, testigo y actor; falta la madurez del hecho
cumplido y el paso de una época a otra, el cambio de los
destinos de la nación, para volver, con fruto, los ojos hacia
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atrás, haciendo de la historia ejemplo y novenganza.
Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando para mí
este tesoro, prestaré grande atención a los defectos e
inexactitudes de la vida de Juan Facundo Quiroga ni de nada
de cuanto he abandonado a la publicidad. Hay una justicia
ejemplar que hacer y una gloria que adquirir como escritor
argentino: fustigar al mundo y humillar la soberbia de los
grandes de la tierra, llámense sabios o gobiernos. Si fuera
rico, fundara un premio Monthion para aquel que lo
consiguiera.
Envíole, pues, el Facundo sin otras atenuaciones, y hágalo
que continúe la obra de rehabilitación de lo justo y de lo
digno que tuvo en mira al principio. Tenemos lo que Dios
concede a los que sufren: años por delante y esperanzas;
tengo yo un átomo de lo que a usted y a Rosas, a la virtud y
al crimen, concede a veces: perseverancia Perseveremos,
amigo: muramos, usted ahí, yo acá; pero que ningún acto,
ninguna palabra nuestra revele que tenemos la conciencia de
nuestra debilidad y de que nos amenazan para hoy o para
mañana tribulaciones y peligros.
DOMINGO SARMIENTO Yungay, 7 de abril de 1851.
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1. Aspecto físico de la República Argentina y
caracteres, hábitos e ideas que engendra.
L’étendue des Pampas est si prodigieuse, qu’au nord elles sont bornées
par des bosquets de palmiers, et au midi par des neiges éternelles.
HEAD
El continente americano termina al sur en una punta, en
cuya extremidad se forma el Estrecho de Magallanes. Al
oeste, y a corta distancia del Pacífico, se extienden, paralelos
a la costa, los Andes chilenos. La tierra que queda al oriente
de aquella cadena de montañas y al occidente del Atlántico,
siguiendo el Río de la Plata hacia el interior por el Uruguay
arriba, es el territorio que se llamó Provincias Unidas del Río
de la Plata, y en el que aún se derrama sangre por
denominarlo República Argentina o Confederación
Argentina. Al norte están el Paraguay, el Gran Chaco y
Bolivia, sus límites presuntos.
La inmensa extensión de país que está en sus extremos es
enteramente despoblada, y ríos navegables posee que no ha
surcado aún el frágil barquichuelo. El mal que aqueja a la
República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por
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todas partes, y se le insinúa en las entrañas; la soledad, el
despoblado sin una habitación humana, son, por lo general,
los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí,
la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos
los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto,
siempre confundiéndose con la tierra, entre celajes y vapores
tenues, que no dejan, en la lejana perspectiva, señalar el
punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al sur y al
norte, acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de
luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados
que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones.
En la solitaria caravana de carretas que atraviesa
pesadamente las pampas, y que se detiene a reposar por
momentos, la tripulación, reunida en torno del escaso fuego,
vuelve maquinalmente la vista hacia el sur, al más ligero
susurro del viento que agita las yerbas secas, para hundir sus
miradas en las tinieblas profundas de la noche, en busca de
los bultos siniestros de la horda salvaje que puede, de un
momento a otro, sorprenderla desapercibida. Si el oído no
escucha rumor alguno, si la vista no alcanza a calar el velo
oscuro que cubre la callada soledad, vuelve sus miradas, para
tranquilizarse del todo, a las orejas de algún caballo que está
inmediato al fogón, para observar si están inmóviles y
negligentemente inclinadas hacia atrás. Entonces continúa la
conversación interrumpida, o lleva a la boca el tasajo de
carne, medio sollamado, de que se alimenta Si no es la
proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre del campo,
es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que no
puede pisar. Esta inseguridad de la vida, que es habitual y
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26
permanente en las campañas, imprime, a mi parecer, en el
carácter argentino, cierta resignación estoica para la muerte
violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables
de la vida, una manera de morir como cualquiera otra, y
puede, quizá, explicar, en parte, la indiferencia con que dan y
reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven
impresiones profundas y duraderas.
La parte habitada de este país privilegiado en dones, y
que encierra todos los climas, puede dividirse en tres
fisonomías distintas, que imprimen a la población
condiciones diversas, según la manera como tiene que
entenderse con la naturaleza que la rodea. Al norte,
confundiéndose con el Chaco, un espeso bosque cubre, con
su impenetrable ramaje, extensiones que llamaríamos
inauditas, si en formas colosales hubiese nada inaudito en
toda la extensión de la América. Al centro, y en una zona
paralela, se disputan largo tiempo el terreno, la pampa y la
selva; domina en partes el bosque, se degrada en matorrales
enfermizos y espinosos; preséntase de nuevo la selva, a
merced de algún río que la favorece, hasta que, al fin, al sur,
triunfa la pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin
límite conocido, sin accidente notable; es la imagen del mar
en la tierra, la tierra como en el mapa; la tierra aguardando
todavía que se la mande producir las plantas y toda clase de
simiente.
Pudiera señalarse, como un rasgo notable de la fisonomía
de este país, la aglomeración de ríos navegables que al este se
dan cita de todos los rumbos del horizonte, para reunirse en
el Plata y presentar, dignamente, su estupendo tributo al
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océano, que lo recibe en sus flancos, no sin muestras visibles
de turbación y de respeto. Pero estos inmensos canales
excavados por la solícita mano de la naturaleza no
introducen cambio ninguno en las costumbres nacionales. El
hijo de los aventureros españoles que colonizaron el país,
detesta la navegación, y se considera como aprisionado en
los estrechos límites del bote o de la lancha. Cuando un gran
río le ataja el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su
caballo y lo endilga nadando a algún islote que se divisa a lo
lejos; arribado a él, descansan caballo y caballero, y de islote
en islote se completa, al fin, la travesía.
De este modo, el favor más grande que la Providencia
depara a un pueblo, el gaucho argentino lo desdeña, viendo
en él, más bien, un obstáculo opuesto a sus movimientos,
que el medio más poderoso de facilitarlos: de este modo, la
fuente del engrandecimiento de las naciones, lo que hizo la
celebridad remotísima del Egipto, lo que engrandeció a la
Holanda y es la causa del rápido desenvolvimiento de
Norteamérica, la navegación de los ríos o la canalización, es
un elemento muerto, inexplotado por el habitante de las
márgenes del Bermejo, Pilcomayo, Paraná, Paraguay y
Uruguay. Desde el Plata, remontan aguas arriba algunas
navecillas tripuladas por italianos y carcamanes; pero el
movimiento sube unas cuantas leguas y cesa casi de todo
punto. No fue dado a los españoles el instinto de la
navegación, que poseen en tan alto grado los sajones del
norte. Otro espíritu se necesita que agite esas arterias, en que
hoy se estagnan los fluidos vivificantes de una nación. De
todos estos ríos que debieran llevar la civilización, el poder y
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la riqueza, hasta las profundidades más recónditas del
continente y hacer de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes,
Córdoba, Salta, Tucumán y Jujuy, otros tantos pueblos
nadando en riqueza y rebosando población y cultura, sólo
uno hay que es fecundo en beneficio para los que moran en
sus riberas: el Plata, que los resume a todos juntos.
En su embocadura están situadas dos ciudades:
Montevideo y Buenos Aires, cosechando hoy,
alternativamente, las ventajas de su envidiable posición.
Buenos Aires está llamada a ser, un día, la ciudad más
gigantesca de ambas Américas. Bajo un clima benigno,
señora de la navegación de cien ríos que fluyen a sus pies,
reclinada muellemente sobre un inmenso territorio, y con
trece provincias interiores que no conocen otra salida para
sus productos, fuera ya la Babilonia americana, si el espíritu
de la pampa no hubiese soplado sobre ella y si no ahogase en
sus fuentes el tributo de riqueza que los ríos y las provincias
tienen que llevarla siempre. Ella sola, en la vasta extensión
argentina, está en contacto con las naciones europeas; ella
sola explota las ventajas del comercio extranjero; ella sola
tiene poder y rentas. En vano le han pedido las provincias
que les deje pasar un poco de civilización de industria y de
población europea: una política estúpida y colonial se hizo
sorda a estos clamores. Pero las provincias se vengaron
mandándole en Rosas, mucho y demasiado de la barbarie
que a ellas les sobraba.Harto caro la han pagado los que
decían: «La República Argentina acaba en el Arroyo del
Medio.» Ahora llega desde los Andes hasta el mar: la
barbarie y la violencia bajaron a Buenos Aires, más allá del
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nivel de las provincias. No hay que quejarse de Buenos
Aires, que es grande y lo será más, porque así le cupo en
suerte. Debiéramos quejarnos, antes, de la Providencia, y
pedirle que rectifique la configuración de la tierra. No siendo
esto posible, demos por bien hecho lo que de mano de
Maestro está hecho. Quejémonos de la ignorancia de este
poder brutal, que esteriliza para sí y para las provincias los
dones que natura prodigó al pueblo que extravía. Buenos
Aires, en lugar de mandar ahora luces, riqueza y prosperidad
al interior, mándale sólo cadenas, hordas exterminadoras y
tiranuelos subalternos. ¡También se venga del mal que las
provincias le hicieron con prepararle a Rosas!
He señalado esta circunstancia de la posición
monopolizadora de Buenos Aires para mostrar que hay una
organización del suelo, tan central y unitaria en aquel país,
que aunque Rosas hubiera gritado de buena fe: «¡Federación o
muerte!», habría concluido por el sistema unitario que hoy ha
establecido. Nosotros, empero, queríamos la unidad en la
civilización y en la libertad, y se nos ha dado la unidad en la
barbarie y en la esclavitud. Pero otro tiempo vendrá en que
las cosas entren en su cauce ordinario. Lo que por ahora
interesa conocer, es que los progresos de la civilización se
acumulan en Buenos Aires solo: la pampa es un malísimo
conductor para llevarla y distribuirla en las provincias, y ya
veremos lo que de aquí resulta. Pero sobre todos estos
accidentes peculiares a ciertas partes de aquel territorio
predomina una facción general, uniforme y constante; ya sea
que la tierra esté cubierta de la lujosa y colosal vegetación de
los trópicos, ya sea que arbustos enfermizos, espinosos y
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desapacibles revelen la escasa porción de humedad que les
da vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y
monótona faz, la superficie de la tierra es generalmente llana
y unida, sin que basten a interrumpir esta continuidad sin
límites las tierras de San Luis y Córdoba en el centro, y
algunas ramificaciones avanzadas de los Andes, al norte.
Nuevo elemento de unidad para la nación que pueble, un
día, aquellas grandes soledades, pues que es sabido que las
montañas que se interponen entre unos y otros países, y los
demás obstáculos naturales, mantienen el aislamiento de los
pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas.
Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por
la primitiva independencia de las plantaciones que por su
ancha exposición al Atlántico y las diversas salidas que al
interior dan: el San Lorenzo al norte, el Mississipí al sur y las
inmensas canalizaciones al centro. La República Argentina es
«una e indivisible».
Muchos filósofos han creído, también, que las llanuras
preparaban las vías al despotismo, del mismo modo que las
montañas prestaban asidero a las resistencias de la libertad.
Esta llanura sin límites, que desde Salta a Buenos Aires, y de
allí a Mendoza, por una distancia de más de setecientas
leguas, permite rodar enormes y pesadas carretas, sin
encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del
hombre apenas ha necesitado cortar algunos árboles y
matorrales, esta llanura constituye uno de los rasgos más
notables de la fisonomía interior de la República. Para
preparar vías de comunicación, basta sólo el esfuerzo del
individuo y los resultados de la naturaleza bruta; si el arte
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quisiera prestarle su auxilio, si las fuerzas de la sociedad
intentaran suplir la debilidad del individuo, las dimensiones
colosales de la obra arredrarían a los más emprendedores, y
la incapacidad del esfuerzo lo haría inoportuno. Así, en
materia de caminos, la naturaleza salvaje dará la ley por
mucho tiempo, y la acción de la civilización permanecerá
débil e ineficaz.
Esta extensión de las llanuras imprime, por otra parte, a
la vida del interior, cierta tintura asiática, que no deja de ser
bien pronunciada. Muchas veces, al salir la luna tranquila y
resplandeciente por entre las yerbas de la tierra, la he
saludado maquinalmente con estas palabras de Volney, en su
descripción de las Ruinas: La pleine lune, à l’Orient s’élevait sur
un fond bleuâtre aux plaines rives de l’Euphrate. Y, en efecto, hay
algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las
soledades asiáticas; alguna analogía encuentra el espíritu
entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el
Eúfrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria
que cruza nuestras soledades para llegar, al fin de una
marcha de meses, a Buenos Aires, y la caravana de camellos
que se dirige hacia Bagdad o Esmirna. Nuestras carretas
viajeras son una especie de escuadra de pequeños bajeles,
cuya gente tiene costumbres, idiomas y vestidos peculiares,
que la distinguen de los otros habitantes, como el marino se
distingue de los hombres de tierra.
Es el capataz un caudillo, como en Asia, el jefe de la
caravana: necesítase, para este destino, una voluntad de
hierro, un carácter arrojado hasta la temeridad, para contener
la audacia y turbulencia de los filibusteros de tierra, que ha
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de gobernar y dominar él solo, en el desamparo del desierto.
A la menor señal de insubordinación, el capataz enarbola su
chicote de fierro y descarga sobre el insolente golpes que
causan contusiones y heridas; si la resistencia se prolonga,
antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general
desdeña, salta del caballo con el formidable cuchillo en
mano, y reivindica, bien pronto, su autoridad, por la superior
destreza con que sabe manejarlo. El que muere en estas
ejecuciones del capataz no deja derecho a ningún reclamo,
considerándose legítima la autoridad que lo ha asesinado.
Así es como en la vida argentina empieza a establecerse
por estas peculiaridades el predominio de la fuerza brutal, la
preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin
responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada
sin formas y sin debates. La tropa de carretas lleva, además,
armamento: un fusil o dos por carreta y, a veces, un
cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los
bárbaros la asaltan, forma un círculo, atando unas carretas
con otras, y casi siempre resisten victoriosamente a las
codicias de los salvajes, ávidos de sangre y de pillaje.
La árrea de mulas cae, con frecuencia, indefensa en
manos de estos beduinos americanos, y rara vez los troperos
escapan de ser degollados. En estos largos viajes, el
proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la
sociedad y a luchar individualmente con la naturaleza,
endurecido en las privaciones, y sin contar con otros
recursos que su capacidad y maña personal, para precaverse
de todos los riesgos que le cercan de continuo.
El pueblo que habita estas extensas comarcas se
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compone de dos razas diversas, que, mezclándose, forman
medios tintes imperceptibles, españoles e indígenas. En las
campañas de Córdoba y San Luis predomina la raza española
pura, y es común encontrar en los campos, pastoreando
ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas,
como querrían serlo las elegantes de una capital. En Santiago
del Estero, el grueso de la población campesina habla aún la
quichua, que revela su origen indio. En Corrientes, los
campesinos usan un dialecto español muy gracioso. -Dame,
general, un chiripá- decían a Lavalle sus soldados.
En la campaña de Buenos Aires, se reconoce todavía el
soldado andaluz; y en la ciudad predominan los apellidos
extranjeros. La raza negra, casi extinta ya -excepto en
Buenos Aires-, ha dejado sus zambos y mulatos, habitantes
de las ciudades, eslabón que liga al hombre civilizado con el
palurdo; raza inclinada a la civilización, dotada de talento y
de los más bellos instintos de progresos.
Por lo demás, de la fusión de estas tres familias ha
resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor
a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y
las exigencias de una posición social no vienen a ponerle
espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho debe haber
contribuido a producir este resultado desgraciado la
incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las
razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran
incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a
un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir
negros en América, que tan fatales resultados ha producido.
Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza
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española, cuando se ha visto en los desiertos americanos
abandonada a sus propios instintos.
Da compasión y vergüenza en la República Argentina
comparar la colonia alemana o escocesa del sur de Buenos
Aires y la villa que se forma en el interior: en la primera, las
casitas son pintadas; el frente de la casa, siempre aseado,
adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado,
sencillo, pero completo; la vajilla, de cobre o estaño,
reluciente siempre; la cama, con cortinillas graciosas, y los
habitantes, en un movimiento y acción continuos.
Ordeñando vacas, fabricando mantequilla y quesos, han
logrado algunas familias hacer fortunas colosales y retirarse a
la ciudad, a gozar de las comodidades.
La villa nacional es el reverso indigno de esta medalla:
niños sucios y cubiertos de harapos viven en una jauría de
perros; hombres tendidos por el suelo, en la más completa
inacción; el desaseo y la pobreza por todas partes; una mesita
y petacas por todo amueblado; ranchos miserables por
habitación, y un aspecto general de barbarie y de incuria los
hacen notables.
Esta miseria, que ya va desapareciendo, y que es un
accidente de las campañas pastoras, motivó, sin duda, las
palabras que el despecho y la humillación de las armas
inglesas arrancaron a Walter Scott: «Las vastas llanuras de
Buenos Aires -dice- no están pobladas sino por cristianos
salvajes, conocidos bajo el nombre de guachos (por decir
Gauchos), cuyo principal amueblado consiste en cráneos de
caballos, cuyo alimento es carne cruda y agua y cuyo
pasatiempo favorito es reventar caballos en carreras
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forzadas. Desgraciadamente -añade el buen gringo-,
prefirieron su independencia nacional a nuestros algodones y
muselinas»1.¡ Sería bueno proponerle a la Inglaterra, por ver,
no más, cuántas varas de lienzo y cuántas piezas de muselina
daría por poseer estas llanuras de Buenos Aires!
Por aquella extensión sin límites, tal como la hemos
descrito, están esparcidas, aquí y allá, catorce ciudades
capitales de provincia, que si hubiéramos de seguir el orden
aparente, clasificáramos, por su colocación geográfica:
Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, a las
márgenes del Paraná; Mendoza, San Juan, Rioja, Catamarca,
Tucumán, Salta y Jujuy, casi en línea paralela con los Andes
chilenos; Santiago, San Luis y Córdoba, al centro. Pero esta
manera de enumerar los pueblos argentinos no conduce a
ninguno de los resultados sociales que voy solicitando. La
clasificación que hace a mi objeto es la que resulta de los
medios de vivir del pueblo de las campañas, que es lo que
influye en su carácter y espíritu. Ya he dicho que la vecindad
de los ríos no imprime modificación alguna, puesto que no
son navegados sino en una escala insignificante y sin
influencia. Ahora, todos los pueblos argentinos, salvo San
Juan y Mendoza, viven de los productos del pastoreo;
Tucumán explota, además, la agricultura; y Buenos Aires, a
más de un pastoreo de millones de cabezas de ganado, se
entrega a las múltiples y variadas ocupaciones de la vida
civilizada.
1 Life of Napoleon Bonaparte, tomo II, cap. I (Nota de la 1º edición).
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Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de
casi todas las ciudades americanas: sus calles cortadas en
ángulos rectos, su población diseminada en una ancha
superficie, si se exceptúa a Córdoba, que, edificada en corto
y limitado recinto, tiene todas las apariencias de una dudad
europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y
cúpulas de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad
es el centro de la civilización argentina, española, europea;
allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las
escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en
fin, a los pueblos cultos.
La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los
vestidos europeos, el frac y la levita tiene allí su teatro y su
lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración
trivial. La ciudad capital de las provincias pastoras existe
algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no falta
alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las
calles. El desierto las circunda a más o menos distancia: las
cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos
estrechos oasis de civilización, enclavados en un llano
inculto, de centenares de millas cuadradas, apenas
interrumpido por una que otra villa de consideración.
Buenos Aires y Córdoba son las que mayor número de villas
han podido echar sobre la campaña, como otros tantos
focos de civilización y de intereses municipales; ya esto es un
hecho notable.
El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la
vida civilizada, tal como la conocemos en todas partes: allí
están las leyes, las ideas de progreso, los medios de
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instrucción, alguna organización municipal, el gobierno
regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia
de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré
americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos
de vida son diversos; sus necesidades, peculiares y limitadas;
parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno
de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de
aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su
lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el
frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse
impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado
en la ciudad está bloqueado allí, proscripto afuera, y el que
osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla
inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de
los campesinos.
Estudiemos, ahora, la fisonomía exterior de las extensas
campañas que rodean las ciudades y penetremos en la vida
interior de sus habitantes. Ya he dicho que en muchas
provincias el límite forzoso es un desierto intermedio y sin
agua. No sucede así, por lo general, con la campaña de una
provincia, en la que reside la mayor parte de su población.
La de Córdoba, por ejemplo, que cuenta 160.000 almas,
apenas veinte de éstas están dentro del recinto de la aislada
ciudad; todo el grueso de la población está en los campos,
que, así como por lo común son llanos, casi por todas partes
son pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de
vegetación mayor, y en algunas, con tanta abundancia y de
tan exquisita calidad, que el prado artificial no llegaría a
aventajarles. Mendoza, y San Juan sobre todo, se exceptúan
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de esta peculiaridad de la superficie inculta, por lo que sus
habitantes viven principalmente de los productos de la
agricultura. En todo lo demás, abundando los pastos, la cría
de ganados es no la ocupación de los habitantes, sino su
medio de subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve,
impensadamente, a traer a la imaginación el recuerdo del
Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas, aquí
y allá, de las tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La
vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara
y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduino de
hoy, asoma en los campos argentinos, aunque modificada
por la civilización de un modo extraño.
La tribu árabe, que vaga por las soledades asiáticas, vive
reunida bajo el mando de un anciano de la tribu o un jefe
guerrero; la sociedad existe, aunque no esté fija en un punto
determinado de la tierra; las creencias religiosas, las
tradiciones inmemoriales, la invariabilidad de las costumbres,
el respeto a los ancianos, forman reunidos un código de
leyes, de usos y de prácticas de gobierno, que mantiene la
moral, tal como la comprenden, el orden y la asociación de la
tribu. Pero el progreso está sofocado, porque no puede
haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la
ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del
hombre y le permite extender sus adquisiciones.
En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade: el
pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en
un punto, que le pertenece; pero, para ocuparlo, ha sido
necesario disolver la asociación y derramar las familias sobre
una inmensa superficie. Imaginaos una extensión de dos mil
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leguas cuadradas, cubierta toda de población, pero colocadas
las habitaciones a cuatro leguas de distancia unas de otras, a
ocho, a veces, a dos, las más cercanas. El desenvolvimiento
de la propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del lujo
no son del todo incompatibles con este aislamiento: puede
levantar la fortuna un soberbio edificio en el desierto; pero el
estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de
manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no
se hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad. Las
privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la
frugalidad en los goces trae, enseguida, todas las
exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido
completamente; queda sólo la familia feudal, aislada,
reconcentrada; y, no habiendo sociedad reunida, toda clase
de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la
policía no puede ejercerse y la justicia civil no tiene medios
de alcanzar a los delincuentes.
Ignoro si el mundo moderno presenta un género de
asociación tan monstruoso como éste. Es todo lo contrario
del municipio romano, que reconcentraba en un recinto toda
la población, y de allí salía a labrar los campos circunvecinos.
Existía, pues, una organización social fuerte, y sus benéficos
resultados se hacen sentir hasta hoy y han preparado la
civilización moderna. Se asemeja a la antigua sloboda esclavona,
con la diferencia que aquélla era agrícola, y, por tanto, más
susceptible de gobierno: el desparramo de la población no
era tan extenso como éste. Se diferencia de la tribu nómade
en que aquélla anda en sociedad siquiera, ya que no se
posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a la feudalidad
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de la Edad Media, en que los barones residían en el campo, y
desde allí hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas;
pero aquí falta el barón y el castillo feudal. Si el poder se
levanta en el campo, es momentáneamente, es democrático:
ni se hereda, ni puede conservarse, por falta de montañas y
posiciones fuertes. De aquí resulta que aun la tribu salvaje de
la pampa está organizada mejor que nuestras campañas para
el desarrollo moral.
Pero lo que presenta de notable esta sociedad, en cuanto
a su aspecto social, es su afinidad con la vida antigua, con la
vida espartana o romana, si por otra parte no tuviese una
desemejanza radical. El ciudadano libre de Esparta o de
Roma echaba sobre sus esclavos el peso de la vida material,
el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras que él vivía
libre de cuidados en el foro, en la plaza pública, ocupándose
exclusivamente de los intereses del Estado, de la paz, la
guerra, las luchas de partido. El pastoreo proporciona las
mismas ventajas, y la función inhumana del ilota antiguo la
desempeña el ganado. La procreación espontánea forma y
acrece indefinidamente la fortuna; la mano del hombre está
por demás; su trabajo, su inteligencia, su tiempo, no son
necesarios para la conservación y aumento de los medios de
vivir. Pero si nada de esto necesita para lo material de la vida,
las fuerzas que economiza no puede emplearlas como el
romano: fáltale la ciudad, el municipio, la asociación íntima,
y, por tanto, fáltale la base de todo desarrollo social; no
estando reunidos los estancieros, no tienen necesidades
públicas que satisfacer: en una palabra, no hay res publica.
El progreso moral, la cultura de la inteligencia descuidada
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en la tribu árabe o tártara, es aquí no sólo descuidada, sino
imposible. ¿Dónde colocar la escuela para que asistan a
recibir lecciones los niños diseminados a diez leguas de
distancia, en todas direcciones? Así, pues, la civilización es
del todo irrealizable, la barbarie es normal, y gracias, si las
costumbres domésticas conservan un corto depósito de
moral. La religión sufre las consecuencias de la disolución de
la sociedad; el curato es nominal, el púlpito no tiene
auditorio, el sacerdote huye de la capilla solitaria o se
desmoraliza en la inacción y en la soledad; los vicios, el
simoniaquismo, la barbarie normal, penetran en su celda y
convierten su superioridad moral en elementos de fortuna y
de ambición, porque, al fin, concluye por hacerse caudillo de
partido.
Yo he presenciado una escena campestre digna de los
tiempos primitivos del mundo, anteriores a la institución del
sacerdocio. Hallábame en 1838 en la sierra de San Luis, en
casa de un estanciero, cuyas dos ocupaciones favoritas eran
rezar y jugar. Había edificado una capilla en la que, los
domingos por la tarde, rezaba él mismo el rosario, para
suplir al sacerdote y al oficio divino de que por años habían
carecido. Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al
ocaso; las majadas que volvían al redil, hendían el aire con
sus confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta
años, de una fisonomía noble, en que la raza europea pura se
ostentaba por la blancura del cutis, los ojos azulados, la
frente, espaciosa y despejada, hacía coro, a que contestaban
una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos,
no bien domados aún, estaban amarrados cerca de la puerta
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de la capilla. Concluido el rosario, hizo un fervoroso
ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de unción, fervor
más puro, fe más firme, ni oración más bella, más adecuada a
las circunstancias, que la que recitó. Pedía en ella, a Dios,
lluvia para los campos, fecundidad para los ganados, paz
para la República, seguridad para los caminantes… Yo soy
muy propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar,
porque el sentimiento religioso se había despertado en mi
alma con exaltación y como una sensación desconocida,
porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar en los
tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la
naturaleza que lo revela. La voz de aquel hombre candoroso
e inocente me hacía vibrar todas las fibras, y me penetraba
hasta la médula de los huesos.
He aquí a lo que está reducida la religión en las campañas
pastoras: a la religión natural; el cristianismo existe, como el
idioma español, en clase de tradición que se perpetúa, pero
corrompido, encarnado en supersticiones groseras, sin
instrucción, sin culto y sin convicciones. En casi todas las
campañas apartadas de las ciudades ocurre que, cuando
llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza, les
presentan tres o cuatro niños de meses y de un año para que
los bauticen, satisfechos de que, por su buena educación,
podrán hacerlo de un modo válido; y no es raro que a la
llegada de un sacerdote se le presenten mocetones, que
vienen domando un potro, a que les ponga el óleo y
administre el bautismo sub conditione.
A falta de todos los medios de civilización y de progreso,
que no pueden desenvolverse, sino a condición de que los
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hombres estén reunidos en sociedades numerosas, ved la
educación del hombre del campo. Las mujeres guardan la
casa, preparan la comida, trasquilan las ovejas, ordeñan las
vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que se
visten: todas las ocupaciones domésticas, todas las industrias
caseras las ejerce la mujer: sobre ella pesa casi todo el
trabajo; y gracias, si algunos hombres se dedican a cultivar
un poco de maíz para el alimento de la familia, pues el pan es
inusitado como mantención ordinaria. Los niños ejercitan
sus fuerzas y se adiestran por placer, en el manejo del lazo y
de las bolas, con que molestan y persiguen sin descanso a las
terneras y cabras; cuando son jinetes, y esto sucede luego de
aprender a caminar, sirven a caballo en algunos quehaceres;
más tarde, y cuando ya son fuertes, recorren los campos,
cayendo y levantando, rodando a designio en las vizcacheras,
salvando precipicios y adiestrándose en el manejo del
caballo; cuando la pubertad asoma, se consagran a domar
potros salvajes, y la muerte es el castigo menor que les
aguarda, si un momento les faltan las fuerzas o el coraje. Con
la juventud primera viene la completa independencia y la
desocupación.
Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho, pues que
su educación está ya terminada. Es preciso ver a estos
españoles, por el idioma únicamente y por las confusas
religiosas que conservan, para saber apreciar los caracteres
indómitos y altivos, que nacen de esta lucha del hombre
aislado, con la naturaleza salvaje, del racional, del bruto; es
preciso ver estas caras cerradas de barba, estos semblantes
graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar
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del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre
sedentario de las ciudades, que puede haber leído muchos
libros, pero que no sabe aterrar un toro bravío y darle
muerte; que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a
pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha parado un tigre, y
recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto
en la otra, para meterle en la boca, mientras le traspasa el
corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar
de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la
naturaleza, desafiarla y vencerla, desenvuelve
prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual
y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que
sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de
su valer como nación; todos los demás pueblos americanos
les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de
su presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo
infundado, y no me pesa de ello. ¡Ay del pueblo que no tiene
fe en sí mismo! ¡Para ése no se han hecho las grandes cosas!
¿Cuánto no habrá podido contribuir a la independencia de
una parte de la América, la arrogancia de estos gauchos
argentinos que nada han visto bajo el sol, mejor que ellos, ni
el hombre sabio ni el poderoso? El europeo es, para ellos, el
último de todos, porque no resiste a un par de corcovos del
caballo. Si el origen de esta vanidad nacional en las clases
inferiores es mezquino, no son por eso menos nobles las
consecuencias; como no es menos pura el agua de un río
porque nazca de vertientes cenagosas e infectas. Es
implacable el odio que les inspiran los hombres cultos, e
invencible su disgusto por sus vestidos, usos y maneras. De
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esta pasta están amasados los soldados argentinos, y es fácil
imaginarse lo que hábitos de este género pueden dar en valor
y sufrimiento para la guerra. Añádase que, desde la infancia,
están habituados a matar las reses, y que este acto de
crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de
sangre, y endurece su corazón contra los gemidos de las
víctimas.
La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho las
facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su
carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los
obstáculos y del poder de la naturaleza: es fuerte, altivo,
enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco,
sin medios de subsistencia, como sin necesidades, es feliz en
medio de la pobreza y de sus privaciones, que no son tales
para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más
altos sus deseos. De manera que si esta disolución de la
sociedad radica hondamente la barbarie, por la imposibilidad
y la inutilidad de la educación moral e intelectual, no deja,
por otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja;
el alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa;
uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario;
la casa del patrón o pariente, si nada posee. Las atenciones
que el ganado exige se reducen a correrías y partidas de
placer.
La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es
una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí
es el punto de reunión de todos los hombres de veinte leguas
a la redonda; allí, la ostentación de la increíble destreza en el
lazo. El gaucho llega a la hierra al paso lento y mesurado de
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su mejor parejero, que detiene a distancia apartada; y para
gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre el
pescuezo del caballo. Si el entusiasmo lo anima, desciende
lentamente del caballo, desarrolla su lazo y lo arroja sobre un
toro que pasa, con la velocidad del rayo, a cuarenta pasos de
distancia: lo ha
cogido de una uña, que era lo que se proponía, y vuelve
tranquilo a enrollar su cuerda.
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2. Originalidad y caracteres argentinos
Ainsi que l’océan, les steppes remplissent l’esprit du sentiment de
l’infini.
HUMBOLDT
Si de las condiciones de la vida pastoril, tal como la ha
constituido la colonización y la incuria, nacen graves
dificultades para una organización política cualquiera y
muchas más para el triunfo de la civilización europea, de sus
instituciones, y de la riqueza y libertad, que son sus
consecuencias, no puede, por otra parte, negarse que esta
situación tiene su costado poético, y faces dignas de la pluma
del romancista. Si un destello de literatura nacional puede
brillar momentáneamente en las nuevas sociedades
americanas, es el que resultará de la descripción de las
grandiosas escenas naturales, y, sobre todo, de la lucha entre
la civilización europea y la barbarie indígena, entre la
inteligencia y la materia: lucha imponente en América, y que
da lugar a escenas tan peculiares, tan características y tan
fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu
europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven
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desconocidos fuera del país donde se toman, los usos
sorprendentes, y originales los caracteres.
El único romancista norteamericano que haya logrado
hacerse un nombre europeo es Fenimore Cooper, y eso
porque transportó la escena de sus descripciones fuera del
círculo ocupado por los plantadores, al límite entre la vida
bárbara y la civilizada, al teatro de la guerra en que las razas
indígenas y la raza sajona están combatiendo por la posesión
del terreno.
No de otro modo, nuestro joven poeta Echeverría ha
logrado llamar la atención del mundo literario español con
su poema titulado La Cautiva. Este bardo argentino dejó a un
lado a Dido y Argia, que sus predecesores los Varela trataron
con maestría clásica y estro poético, pero sin suceso y sin
consecuencia, porque nada agregaban al caudal de nociones
europeas, y volvió sus miradas al desierto, y allá en la
inmensidad sin límites, en las soledades en que vaga el
salvaje, en la lejana zona de fuego que el viajero ve acercarse
cuando los campos se incendian, halló las inspiraciones que
proporciona a la imaginación, el espectáculo de una
naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable, callada; y
entonces, el eco de sus versos pudo hacerse oír con
aprobación, aun por la península española.
Hay que notar, de paso, un hecho que es muy explicativo
de los fenómenos sociales de los pueblos. Los accidentes de
la naturaleza producen costumbres y usos peculiares a estos
accidentes, haciendo que donde estos accidentes se repiten,
vuelvan a encontrarse los mismos medios de parar a ellos,
inventados por pueblos distintos. Esto me explica por qué la
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flecha y el arco se encuentran en todos los pueblos salvajes,
cualesquiera que sean su raza, su origen y su colocación
geográfica. Cuando leía en El último de los Mohicanos, de
Cooper, que Ojo de Halcón y Uncas habían perdido el rastro
de los Mingos en un arroyo, dije para mí: «Van a tapar el
arroyo.» Cuando, en La pradera, el Trampero mantiene la
incertidumbre y la agonía, mientras el fuego los amenaza, un
argentino habría aconsejado lo mismo que el Trampero
sugiere al fin, que es limpiar un lugar para guarecerse, e
incendiar a su vez, para poderse retirar del fuego que invade,
sobre las cenizas del punto que se ha incendiado. Tal es la
práctica de los que atraviesan la pampa para salvarse de los
incendios del pasto. Cuando los fugitivos de La pradera
encuentran un río, y Cooper describe la misteriosa operación
del Pawnie con el cuero de búfalo que recoge: «va a hacer la
pelota», me dije a mí mismo; lástima es que no haya una mujer
que la conduzca, que entre nosotros son las mujeres las que
cruzan los ríos con la pelota tomada con los dientes por un
lazo. El procedimiento para asar una cabeza de búfalo en el
desierto es el mismo que nosotros usamos para batear una
cabeza de vaca o un lomo de ternera. En fin, mil otros
accidentes que omito prueban la verdad de que
modificaciones análogas del suelo traen análogas
costumbres, recursos y expedientes. No es otra la razón de
hallar, en Fenimore Cooper, descripciones de usos y
costumbres que parecen plagiadas de la pampa; así, hallamos
en los hábitos pastoriles de la América, reproducidos hasta
los trajes, el semblante grave y hospitalidad árabes.
Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los
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accidentes naturales del país y de las costumbres
excepcionales que engendra. La poesía, para despertarse
(porque la poesía es como el sentimiento religioso, una
facultad del espíritu humano), necesita el espectáculo de lo
bello, del poder terrible, de la inmensidad, de la extensión, de
lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo
palpable y vulgar empiezan las mentiras de la imaginación, el
mundo ideal. Ahora yo pregunto: ¿Qué impresiones ha de
dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto
de clavar los ojos en el horizonte, y ver…, no ver nada;
porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte
incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina,
lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda?
¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar?
¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el
peligro, el salvaje, la muerte! He aquí ya la poesía: el hombre
que se mueve en estas escenas se siente asaltado de temores
e incertidumbres fantásticas, de sueños que le preocupan
despierto.
De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por
carácter, por naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo,
cuando en medio de una tarde serena y apacible una nube
torva y negra se levanta sin saber de dónde, se extiende
sobre el cielo, mientras se cruzan dos palabras, y de repente,
el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja frío al
viajero, y reteniendo el aliento, por temor de atraerse un rayo
de dos mil que caen en torno suyo? La oscuridad se sucede
después a la luz: la muerte está por todas partes; un poder
terrible, incontrastable, le ha hecho, en un momento,
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reconcentrarse en sí mismo, y sentir su nada en medio de
aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una
vez, en la aterrante magnificencia de sus obras. ¿Qué más
colores para la paleta de la fantasía? Masas de tinieblas que
anublan el día, masas de luz lívida, temblorosa, que ilumina
un instante las tinieblas, y muestra la pampa a distancias
infinitas, cruzándola vivamente el rayo, en fin, símbolo del
poder. Estas imágenes han sido hechas para quedarse
hondamente grabadas. Así, cuando la tormenta pasa, el
gaucho se queda triste, pensativo, serio, y la sucesión de luz y
tinieblas se continúa en su imaginación, del mismo modo
que cuando miramos fijamente el sol nos queda, por largo
tiempo, su disco en la retina.
Preguntadle al gaucho a quién matan con preferencia los
rayos, y os introducirá en un mundo de idealizaciones
morales y religiosas, mezcladas de hechos naturales, pero mal
comprendidos, de tradiciones supersticiosas y groseras.
Añádase que, si es cierto que el fluido eléctrico entra en la
economía de la vida humana y es el mismo que llaman fluido
nervioso, el cual, excitado, subleva las pasiones y enciende el
entusiasmo, muchas disposiciones debe tener para los
trabajos de la imaginación, el pueblo que habita bajo una
atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la
ropa frotada chisporrotea como el pelo contrariado del gato.
¿Cómo no ha de ser poeta el que presencia estas escenas
imponentes:
Gira en vano, reconcentra su
inmensidad, y no encuentra
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la vista en su vivo anhelo
do fijar su fugaz vuelo
como el pájaro en la mar.
Doquier, campo y heredades,
del ave y bruto guaridas;
doquier cielo y soledades
de Dios sólo conocidas,
que El sólo puede sondear.
ECHEVERRÍA.
O el que tiene a la vista esta naturaleza engalanada?
De las entrañas de América
dos raudales se desatan:
el Paraná, faz de perlas,
y el Uruguay, faz de nácar.
Los dos entre bosques corren,
o entre floridas barrancas,
como dos grandes espejos
entre marcos de esmeraldas.
Salúdanlos en su paso
la melancólica pava,
el picaflor y el jilguero,
el zorzal y la torcaza.
F A C U N D O
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Como ante reyes se inclinan
ante ellos seibos y palmas
luego, en el Guazú se encuentran,
y le arrojan flor del aire,
aroma y flor de naranja;
y reuniendo sus aguas,
mezclando nácar y perlas
se derraman en el Plata.
DOMÍNGUEZ
Pero ésta es la poesía culta, la poesía de la ciudad. Hay
otra que hace oír sus ecos por los campos solitarios: la
poesía popular, candorosa y desaliñada del gaucho.
También nuestro pueblo es músico. Esta es una
predisposición nacional que todos los vecinos le reconocen.
Cuando en Chile se anuncia, por la primera vez, un
argentino en una casa, lo invitan al piano en el acto, o le
pasan una vihuela y si se excusa diciendo que no sabe
pulsarla, lo extrañan y no le creen, «porque siendo argentino
-dicen- debe ser músico». Esta es una preocupación popular
que acusa nuestros hábitos nacionales. En efecto: el joven
culto de las ciudades toca el piano o la flauta, el violín o la
guitarra; los mestizos se dedican casi exclusivamente a la
música, y son muchos los hábiles compositores e
instrumentistas que salen de entre ellos. En las noches de
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verano, se oye sin cesar la guitarra en la puerta de las tiendas,
y, tarde de la noche, el sueño es dulcemente interrumpido
por las serenatas y los conciertos ambulantes.
El pueblo campesino tiene sus cantares propios.
El triste, que predomina en los pueblos del Norte, es un
canto frigio, plañidero, natural al hombre en el estado
primitivo de barbarie, según Rousseau.
La vidalita, canto popular con coros, acompañado de la
guitarra y un tamboril, a cuyos redobles se reúne la
muchedumbre y va engrosando el cortejo y el estrépito de las
voces. Este canto me parece heredado de los indígenas,
porque lo he oído en una fiesta de indios en Copiapó, en
celebración de la Candelaria; y como canto religioso, debe
ser antiguo, y los indios chilenos no lo han de haber
adoptado de los españoles argentinos. La vidalita es el metro
popular en que se cantan los asuntos del día, las canciones
guerreras: el gaucho compone el verso que canta, y lo
populariza por la asociación que su canto exige.
Así, pues, en medio de la rudeza de las costumbres
nacionales, estas dos artes que embellecen la vida civilizada y
dan desahogo a tantas pasiones generosas, están honradas y
favorecidas por las masas mismas, que ensayan su áspera
musa en composiciones líricas y poéticas. El joven
Echeverría residió algunos meses en la campaña, en 1840, y
la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya:
los gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un
recién venido mostraba señales de desdén hacia el cajetilla,
alguno le insinuaba al oído: «Es poeta», y toda prevención
hostil cesaba al oír este título privilegiado.
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Sabido es, por otra parte, que la guitarra es el
instrumento popular de los españoles, y que es común en
América. En Buenos Aires, sobre todo, está todavía muy
vivo el tipo popular español, el majo. Descúbresele en el
compadrito de la ciudad y en el gaucho de la campaña. El
jaleo español vive en el cielito: los dedos sirven de castañuelas.
Todos los movimientos del compadrito revelan al majo: el
movimiento de los hombros, los ademanes, la colocación del
sombrero, hasta la manera de escupir por entre los dientes:
todo es aún andaluz genuino.
Del centro de estas costumbres y gustos generales se
levantan especialidades notables, que un día embellecerán y
darán un tinte original al drama y al romance nacional. Yo
quiero sólo notar aquí algunas que servirán a completar la
idea de las costumbres, para trazar enseguida el carácter,
causas y efectos de la guerra civil.
El rastreador
El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el
rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores.
En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se
cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o
transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las
huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si
va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta
es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un
camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me
conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: «Aquí
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va -dijo luego- una mulita mora muy buena…; ésta es la tropa
de don N. Zapata…, es de muy buena silla…, va ensillada…,
ha pasado ayer…» Este hombre venía de la Sierra de San
Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él
había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba
confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos
pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es con todo,
la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y no un
rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas
aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La
conciencia del saber que posee le da cierta dignidad
reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el
pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o
denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede
fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien
se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada,
se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama
enseguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar,
sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de
relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el
curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y,
señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este
es!» El delito está probado, y raro es el delincuente que
resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la
deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería
ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que
considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he
conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su
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oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora,
cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin
embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando
le hablan de su reputación fabulosa, contesta: «Ya no valgo
nada; ahí están los niños.» Los niños son sus hijos, que han
aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de
él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su
montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos
meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e
inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso.
Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una
calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su
montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había
encontrado el rastro de su raptor, después de dos años! El
año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de
la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz,
previendo que sería rastreado, había tomado todas las
precauciones que la imagen del cadalso le sugirió.
¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle,
porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor
propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que
perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista.
El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para
no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando
con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas
bajas, cruzaba su sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía
sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente
extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde te mi as
dir!» Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios,
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cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador…
¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al
fin se detiene, examina unas yerbas y dice: «Por aquí ha
salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos
lo indican.» Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias
que la rodeaban, y dijo: «Adentro está.» La partida de
soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la
inutilidad de las pesquisas. «No ha salido», fue la breve
respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen,
dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día
siguiente fue ejecutado. En 1831, algunos presos políticos
intentaban una evasión: todo estaba preparado, los auxiliares
de fuera, prevenidos. En el momento de efectuarlo, uno dijo:
«¿Y Calíbar?» «¡Cierto!», contestaron los otros, anonadados,
aterrados. «¡Calíbar!» Sus familias pudieron conseguir de
Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la
evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder
microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de
estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a
su imagen y semejanza!
El baqueano
Después del rastreador viene el baqueano, personaje
eminente y que tiene en sus manos la suerte de los
particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho
grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas
cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo
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más completo, es el único mapa que lleva un general para
dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va
siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está
en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el
éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo
depende de él.
El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no
siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la
posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y
a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un
baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el
camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si
encuentra mil, y esto sucede en un espacio de mil leguas, él
las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. Él
sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo
del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en
los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser
atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos
distintos.
En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o
en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros,
extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los
árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra,
examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que
se halla, monta en seguida, y les dice, para asegurarlos:
«Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las
habitaciones; el camino ha de ir al Sur»; y se dirige hacia el
mundo que señala tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin
responder a las objeciones que el temor o la fascinación
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sugiere a los otros.
Si aún esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la
oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios
puntos, huele la raíz y la tierra, las masca y, después de
repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la
proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y
sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas,
dicen, conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur
de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos
para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve
directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el
baqueano se para un momento, reconoce el horizonte,
examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a
galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de
rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y
noche, llega al lugar designado.
El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo,
esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por
medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y
guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se
aproxima, observa los polvos y por su espesor cuenta la
fuerza: «Son dos mil hombres» -dice-, «quinientos»,
«doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre
es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un
círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es
un campamento recién abandonado, o un simple animal
muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar
a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más,
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una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar
de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas
de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que
están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las
aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la
Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada
árbol que hay en toda la extensión de la República del
Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileros sin su
auxilio; no la hubieran libertado, sin él, los argentinos. Oribe,
apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha
con el general baqueano, y todo el poder de Buenos Aires,
hoy, con sus numerosos ejércitos que cubren toda la
campaña del Uruguay, puede desaparecer, destruido a
pedazos, por una sorpresa hoy, por una fuerza cortada
mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su
provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a
retaguardia del enemigo, o por otro accidente inapercibido o
insignificante.
El general Rivera principió sus estudios del terreno el año
de 1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces,
como contrabandista; a los contrabandistas, después, como
empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas,
más tarde, como montonero; a los argentinos, como jefe
brasilero; a éstos, como general argentino; a Lavalleja, como
Presidente; al Presidente Oribe, como jefe proscripto; a
Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha
tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia
del baqueano.
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El gaucho malo
Este es un tipo de ciertas localidades, un outlaw, un
squatter, un misántropo particular. Es el Ojo de Halcón, el
Trampero de Cooper, con toda su ciencia del desierto, con
toda su aversión a las poblaciones de los blancos, pero sin su
moral natural y sin sus conexiones con los salvajes. Llámanle
el Gaucho Malo, sin que este epíteto lo desfavorezca del todo.
La justicia lo persigue desde muchos años; su nombre es
temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con
respeto. Es un personaje misterioso: mora en la pampa, son
su albergue los mardales, vive de perdices y mulitas; si alguna
vez quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la
voltea solo, la mata, saca su bocado predilecto y abandona lo
demás a las aves mortecinas. De repente, se presenta el
gaucho malo en un pago de donde la partida acaba de salir:
conversa pacíficamente con los buenos gauchos, que lo
rodean y lo admiran; se provee de los vicios, y si divisa la
partida, monta tranquilamente en su caballo y lo apunta
hacia el desierto, sin prisa, sin aparato, desdeñando volver la
cabeza. La partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente sus
caballos, porque el que monta el gaucho malo es un parejero
pangaré tan célebre como su amo. Si el acaso lo echa alguna
vez, de improviso, entre las garras de la justicia, acomete a lo
más espeso de la partida, y a merced de cuatro tajadas que
con su cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los
soldados, se hace paso por entre ellos, y tendiéndose sobre el
lomo del caballo, para sustraerse a la acción de las balas que
lo persiguen, endilga hacia el desierto, hasta que, poniendo
espacio conveniente entre él y sus perseguidores, refrena su
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trotón y marcha tranquilamente. Los poetas de los
alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del
héroe del desierto, y su nombradía vuela por toda la vasta
campaña. A veces, se presenta a la puerta de un baile
campestre con una muchacha que ha robado; entra en baile
con su pareja, confúndese en las mudanzas del cielito y
desaparece sin que nadie se aperciba de ello. Otro día se
presenta en la casa de la familia ofendida, hace descender de
la grupa a la niña que ha seducido y, desdeñando las
maldiciones de los padres que le siguen, se encamina
tranquilo a su morada sin límites.
Este hombre divorciado con la sociedad, proscripto por
las leyes; este salvaje de color blanco no es, en el fondo, un
ser más depravado que los que habitan las poblaciones. El
osado prófugo que acomete una partida entera es inofensivo
para los viajeros. El gaucho malo no es un bandido, no es un
salteador; el ataque a la vida no entra en su idea, como el
robo no entraba en la idea del Churriador: roba, es cierto;
pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba
caballos. Una vez viene al real de una tropa del interior: el
patrón propone comprarle un caballo de tal pelo
extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una
estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un
momento, y después de un rato de silencio contesta: «No
hay actualmente caballo así.» ¿Qué ha estado pensando el
gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente mil
estancias de la pampa, ha visto y examinado todos los
caballos que hay en la provincia, con sus marcas, color,
señales particulares, y convencídose de que no hay ninguno
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que tenga una estrella en la paleta: unos las tienen en la
frente, otros, una mancha blanca en el anca. ¿Es
sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por sus
nombres doscientos mil soldados, y recordaba, al verlos,
todos los hechos que a cada uno de ellos se referían. Si no se
le pide, pues, lo imposible, en día señalado, en un punto
dado del camino, entregará un caballo tal como se le pide,
sin que el anticiparle el dinero sea motivo de faltar a la cita.
Tiene sobre este punto el honor de los tahúres sobre las
deudas.
Viaja entonces a la campaña de Córdoba, a Santa Fe.
Entonces se le ve cruzar la pampa con una tropilla de
caballos por delante: si alguno lo encuentra, sigue su camino
sin acercársele, a menos que él lo solicite.
El cantor
Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de
civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el
mismo bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se
mueve en la misma escena, entre las luchas de las ciudades y
del feudalismo de los campos, entre la vida que se va y la
vida que se acerca. El cantor anda de pago en pago, «de tapera
en galpón», cantando sus héroes de la pampa, perseguidos
por la justicia, los llantos de la viuda a quien los indios
robaron sus hijos en un malón reciente, la derrota y la muerte
del valiente Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga y la
suerte que cupo a Santos Pérez. El cantor está haciendo,
candorosamente, el mismo trabajo de crónica, costumbres,
historia, biografía que el bardo de la Edad Media, y sus
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versos serían recogidos más tarde como los documentos y
datos en que habría de apoyarse el historiador futuro, si a su
lado no estuviese otra sociedad culta, con superior
inteligencia de los acontecimientos, que la que el infeliz
despliega en sus rapsodias ingenuas. En la República
Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en
un mismo suelo: una naciente, que, sin conocimiento de lo
que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos
ingenuos y populares de la Edad Media; otra que, sin
cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos
resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo
XII viven juntos: el uno, dentro de las ciudades; el otro, en
las campañas.
El cantor no tiene residencia fija: su morada está donde la
noche lo sorprende; su fortuna, en sus versos y en su voz.
Dondequiera que el cielito enreda sus parejas sin tasa,
dondequiera que se apura una copa de vino, el cantor tiene
su lugar preferente, su parte escogida en el
festín. El gaucho argentino no bebe, si la música y los
versos no lo excitan, 2y cada pulpería tiene su guitarra para
2 No es fuera de propósito recordar aquí las semejanzas notables que
representan los argentinos con los árabes. En Argel, en Oorán, en
Mascara y en los aduares del desierto vi siempre a los árabes reunidos en
cafés, por estarles completamente prohibido el uso de los licores,
apiñados en derredor del cantor, generalmente dos, que se acompañan de
la vihuela a dúo, recitando canciones nacionales, plañideras como
nuestros tristes. La rienda de los árabes es tejida de cuero y con azotera,
como las nuestras; el freno de que usamos es el freno árabe, y muchas de
nuestras costumbres revelan el contacto de nuestros padres con los
moros de la Andalucía. De las fisonomías, no se hable: algunos árabes he
conocido que jurara haberlos visto en mi país. (N. del A.)
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poner en manos del cantor, a quien el grupo de caballos
estacionados a la puerta anuncia a lo lejos dónde se necesita
el concurso de su gaya ciencia.
El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de
sus propias hazañas. Desgraciadamente, el cantor, con ser el
bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la
justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas
que ha distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo y
algún caballo o una muchacha que robó. El año 1840, entre
un grupo de gauchos y a orillas del majestuoso Paraná,
estaba sentado en el suelo, y con las piernas cruzadas, un
cantor que tenía azorado y divertido a su auditorio con la
larga y animada historia de sus trabajos y aventuras. Había ya
contado lo del rapto de la querida, con los trabajos que
sufrió; lo de la desgracia y la disputa que la motivó; estaba
refiriendo su encuentro con la partida, y las puñaladas que en
su defensa dio, cuando el tropel y los gritos de los soldados
le avisaron que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto,
se había cerrado en forma de herradura; la abertura quedaba
hacia el Paraná, que corría veinte varas más abajo: tal era la
altura de la barranca. El cantor oyó la grita sin turbarse;
viósele de improviso sobre el caballo, y echando una mirada
escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas
preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el
poncho en los ojos y clávale las espuelas. Algunos instantes
después, se veía salir de las profundidades del Paraná el
caballo, sin freno, a fin de que nadase con más libertad, y el
cantor tomado de la cola, volviendo la cara quietamente, cual
si fuera en un bote de ocho remos, hacia la escena que
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dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no
estorbaron que llegase sano y salvo al primer islote que sus
ojos divisaron.
Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada,
monótona, irregular, cuando se abandona a la inspiración del
momento. Más narrativa que sentimental, llena de imágenes
tomadas de la vida campestre, del caballo y las escenas del
desierto, que la hacen metafórica y pomposa. Cuando refiere
sus proezas o las de algún afamado malévolo, parécese al
improvisador napolitano, desarreglado, prosaico de
ordinario, elevándose a la altura poética por momentos, para
caer de nuevo al recitado insípido y casi sin versificación.
Fuera de esto, el cantor posee su repertorio de poesías
populares: quintillas, décimas y octavas, diversos géneros de
versos octosílabos. Entre éstas hay muchas composiciones
de mérito y que descubren inspiración y sentimiento.
Aún podría añadir a estos tipos originales muchos otros
igualmente curiosos, igualmente locales, si tuviesen, como
los anteriores, la peculiaridad de revelar las costumbres
nacionales, sin lo cual es imposible comprender nuestros
personajes políticos, ni el carácter primordial y americano de
la sangrienta lucha que despedaza a la República Argentina.
Andando esta historia, el lector va a descubrir por sí solo
dónde se encuentra el rastreador, el baqueano, el gaucho malo o el
cantor. Verá en los caudillos cuyos nombres han traspasado
las fronteras argentinas, y aun en aquellos que llenan el
mundo con el horror de su nombre, el reflejo vivo de la
situación interior del país, sus costumbres y su organización.
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3. Asociación – La pulpería
Le Gaucho vit de privations, mais son luxe est la liberté. Fier
d’une indépendance sans bornes, ses sentiments, sauvages comme sa vie,
sont pourtant nobles e bons.
HEAD
En el capítulo primero hemos dejado al campesino
argentino en el momento en que ha llegado a la edad viril, tal
cual lo ha formado la naturaleza y la falta de verdadera
sociedad en que vive. Le hemos visto hombre, independiente
de toda necesidad, libre de toda sujeción, sin ideas de
gobierno, porque todo orden regular y sistemado se hace de
todo punto imposible. Con estos hábitos de incuria, de
independencia, va a entrar en otra escala de la vida
campestre, que, aunque vulgar, es el punto de partida de
todos los grandes acontecimientos que vamos a ver
desenvolverse muy luego.
No se olvide que hablo de los pueblos esencialmente
pastores; que en éstos tomo la fisonomía fundamental,
dejando las modificaciones accidentales que experimentan,
para indicar, a su tiempo, los efectos parciales. Hablo de la
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asociación de estancias, que, distribuidas de cuatro en cuatro
leguas, más o menos, cubren la superficie de una provincia.
Las campañas agrícolas subdividen y diseminan también
la sociedad, pero en una escala muy reducida: un labrador
colinda con otro, y los aperos de la labranza y la multitud de
instrumentos, aparejos, bestias que ocupa; lo variado de sus
productos y las diversas artes que la agricultura llama en su
auxilio establecen relaciones necesarias entre los habitantes
de un valle y hacen indispensable un rudimento de villa que
les sirva de centro. Por otra parte, los cuidados y faenas que
la labranza exige requieren tal número de brazos, que la
ociosidad se hace imposible, y los varones se ven forzados a
permanecer en el recinto de la heredad. Todo lo contrario
sucede en esta singular asociación. Los límites de la
propiedad no están marcados; los ganados, cuanto más
numerosos son, menos brazos ocupan; la mujer se encarga
de todas las faenas domésticas y fabriles; el hombre queda
desocupado, sin goces, sin ideas, sin atenciones forzosas; el
hogar doméstico le fastidia, lo expele, digámoslo así. Hay
necesidad, pues, de una sociedad ficticia para remediar esta
desasociación normal. El hábito, contraído desde la infancia,
de andar a caballo es un nuevo estímulo para dejar la casa.
Los niños tienen el deber de echar caballos al corral
apenas sale el sol, y todos los varones, hasta los pequeñuelos,
ensillan su caballo, aunque no sepan qué hacerse. El caballo
es una parte integrante del argentino de los campos; es para
él lo que la corbata para los que viven en el seno de las
ciudades. El año 41, el Chacho, caudillo de los Llanos,
emigró a Chile. «¿Cómo le va, amigo?» le preguntaba uno.
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«¡Cómo me ha de ir – contestó, con el acento del dolor y la
melancolía- en Chile y a pie!» Sólo un gaucho argentino sabe
apreciar todas las desgracias y todas las angustias que estas
dos frases expresan.
Aquí vuelve a aparecer la vida árabe, tártara. Las
siguientes palabras de Víctor Hugo parecen escritas en la
Pampa: «No podría combatir a pie; no hace sino una sola
persona con su caballo. Vive a caballo; trata, compra y vende
a caballo; bebe, come, duerme y sueña a caballo» (Le Rhin).
Salen, pues, los varones sin saber fijamente adónde. Una
vuelta a los ganados, una visita a una cría o a la querencia de
un caballo predilecto invierte una pequeña parte del día; el
resto lo absorbe una reunión en una venta o pulpería. Allí
concurren cierto número de parroquianos de los alrededores;
allí se dan y adquieren las noticias sobre los animales
extraviados; trázanse en el suelo las marcas del ganado;
sábese dónde caza el tigre, dónde se le han visto los rastros
al león; allí se arman las carreras, se reconocen los mejores
caballos; allí, en fin, está el cantor; allí se fraterniza por el
circular de la copa y las prodigalidades de los que poseen. En
esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus
enervados, el licor enciende las imaginaciones adormecidas.
Esta asociación accidental de todos los días viene, por su
repetición, a formar una sociedad más estrecha que la de
donde partió cada individuo, y en esta asamblea sin objeto
público, sin interés social, empiezan a echarse los
rudimentos de las reputaciones que más tarde, y andando los
años, van a aparecer en la escena política. Ved cómo:
El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas
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físicas, la destreza en el manejo del caballo, y, además, el
valor. Esta reunión, este club diario, es un verdadero circo
olímpico, en que se ensayan y comprueban los quilates del
mérito de cada uno.
El gaucho anda armado del cuchillo que ha heredado de
los españoles: esta peculiaridad de la Península, este grito
característico de Zaragoza: ¡Guerra a cuchillo!, es aquí más real
que en España. El cuchillo, a más de un arma, es un
instrumento que le sirve para todas sus ocupaciones: no
puede vivir sin él; es como la trompa del elefante, su brazo,
su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par de jinete, hace
alarde de valiente, y el cuchillo brilla a cada momento,
describiendo círculos en el aire, a la menor provocación, sin
provocación alguna, sin otro interés que medirse con un
desconocido; juega a las puñaladas, como jugaría a los dados.
Tan profundamente entran estos hábitos pendencieros en la
vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han
creado sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la
vida. El hombre de la plebe de los demás países toma el
cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo
desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso que
esté muy borracho, es preciso que tenga instintos
verdaderamente malos, o rencores muy profundos, para que
atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo
marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle una señal
indeleble. Así, se ve a estos gauchos llenos de cicatrices, que
rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar,
por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación.
Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los
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ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales,
que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre
corre a torrentes, los espectadores se creen obligados, en
conciencia, a separarlos. Si sucede alguna desgracia, las
simpatías están por el que se desgració: el mejor caballo le
sirve para salvarse a parajes lejanos, y allí lo acoge el respeto
o la compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que
haga frente, y si corre a la partida, adquiere un renombre,
desde entonces, que se dilata sobre una ancha circunferencia.
Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede
presentarse de nuevo en su pago, sin que se proceda a
ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una
desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces que
inspire horror el contacto del asesino. El estanciero don Juan
Manuel Rosas, antes de ser hombre público, había hecho de
su residencia una especie de asilo para los homicidas, sin que
jamás consintiese en su servicio a los ladrones; preferencias
que se explicarían fácilmente por su carácter de gaucho
propietario, si su conducta posterior no hubiese revelado
afinidades que han llenado de espanto al mundo.
En cuanto a los juegos de equitación, bastaría indicar uno
de los muchos en que se ejercitan para juzgar del arrojo que
para entregarse a ellos se requiere. Un gaucho pasa a todo
escape por enfrente de sus compañeros. Uno le arroja un
tiro de bolas, que en medio de la carrera maniata el caballo.
Del torbellino de polvo que levanta éste al caer vese salir al
jinete corriendo, seguido del caballo, a quien el impulso de la
carrera interrumpida hace avanzar, obedeciendo a las leyes
de la física. En este pasatiempo se juega la vida, y a veces se
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pierde.
¿Creeráse que estas proezas, y la destreza y la audacia en
el manejo del caballo, son la base de las grandes
ilustraciones, que han llenado con su nombre la República
Argentina y cambiado la faz del país? Nada es más cierto, sin
embargo. No es mi ánimo persuadir a que el asesinato y el
crimen hayan sido siempre una escala de ascensos. Millares
son los valientes que han parado en bandidos oscuros; pero
pasan de centenares los que a esos hechos han debido su
posición. En todas las sociedades despotizadas, las grandes
dotes naturales van a perderse en el crimen; el genio romano
que conquistara el mundo es hoy el terror de los Lagos
Pontinos, y los Zumalacárregui, los Mina españoles, se
encuentran a centenares en Sierra Leona. Hay una necesidad,
para el hombre, de desenvolver sus fuerzas, su capacidad y
ambición, que, cuando faltan los medios legítimos, él se forja
un mundo con su moral y sus leyes aparte, y en él se
complace en mostrar que había nacido Napoleón o César.
Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es
inútil e imposible; donde los negocios municipales no
existen; donde el bien público es una palabra sin sentido,
porque no hay público, el hombre dotado eminentemente se
esfuerza por producirse, y adopta para ello los medios y los
caminos que encuentra. El gaucho será un malhechor o un
caudillo, según el rumbo que las cosas tomen, en el
momento en que ha llegado a hacerse notable.
Costumbres de este género requieren medios vigorosos
de represión, y para reprimir desalmados se necesitan jueces
más desalmados aún. Lo que al principio dije del capataz de
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carretas se aplica exactamente al juez de campaña. Ante toda
otra cosa, necesita valor: el terror de su nombre es más
poderoso que los castigos que aplica. El juez es,
naturalmente, algún famoso de tiempo atrás, a quien la edad
y la familia han llamado a la vida ordenada. Por supuesto,
que la justicia que administra es de todo punto arbitraria: su
conciencia o sus pasiones lo guían, y sus sentencias son
inapelables. A veces, suele haber jueces de éstos que lo son
de por vida y que dejan una memoria respetada. Pero la
coincidencia de estos medios ejecutivos y lo arbitrario de las
penas forman ideas en el pueblo sobre el poder de la
autoridad que más tarde viene a producir sus efectos. El juez
se hace obedecer por su reputación de audacia temible, su
autoridad, su juicio sin formas, su sentencia, un yo lo mando y
sus castigos, inventados por él mismo. De este desorden,
quizá por mucho tiempo inevitable, resulta que el caudillo
que en las revueltas llega a elevarse, posee sin contradicción,
y sin que sus secuaces duden de ello, el poder amplio y
terrible que sólo se encuentra hoy en los pueblos asiáticos.
El caudillo argentino es un Mahoma que pudiera, a su
antojo, cambiar la religión dominante y forjar una nueva.
Tiene todos los poderes: su injusticia es una desgracia para
su víctima, pero no un abuso de su parte; porque él puede
ser injusto; más todavía: él ha de ser injusto necesariamente;
siempre lo ha sido.
Lo que digo del juez es aplicable al comandante de
campaña. Este es un personaje de más alta categoría que el
primero, y en quien han de reunirse, en más alto grado, las
cualidades de reputación y antecedentes de aquél. Todavía
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una circunstancia nueva agrava, lejos de disminuir, el mal. El
gobierno de las ciudades es el que da el título de comandante
de Campaña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin
influencia y sin adictos, el Gobierno echa mano de los
hombres que más temor le inspiran para encomendarles este
empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; manera muy
conocida de proceder de todos los gobiernos débiles, y que
alejan el mal del momento presente para que se produzca
más tarde en dimensiones colosales. Así, el Gobierno Papal
hace transacciones con los bandidos, a quienes da empleos
en Roma, estimulando con esto el bandalaje y creándole un
porvenir seguro; así, el Sultán concedía a Mehemet-Alí la
investidura de bajá de Egipto, para tener que reconocerlo
más tarde rey hereditario, a trueque de que no lo destronase.
Es singular que todos los caudillos de la revolución argentina
han sido comandantes de Campaña. López e Ibarra, Artigas
y Güemes, Facundo y Rosas. Es el punto de partida para
todas las ambiciones. Rosas, cuando hubo acoderándose de
la ciudad, exterminó a todos los comandantes que lo habían
elevado, entregando este influyente cargo a hombres
vulgares que no pudiesen seguir el camino que él había
traído: Pajarito, Celarrayán, Arbolito, Pancho el Ñato y
Molina eran otros tantos comandantes de que Rosas purgó
al país.
Doy tanta importancia a estos pormenores porque ellos
servirán a explicar todos nuestros fenómenos sociales y la
revolución que se ha estado obrando en la República
Argentina; revolución que está desfigurada por palabras del
diccionario civil, que la disfrazan y ocultan, creando ideas
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erróneas; de la misma manera que los españoles, al
desembarcar en América, daban un nombre europeo
conocido a un animal nuevo que encontraban, saludando
con el terrible de león, que trae al espíritu la idea de la
magnanimidad y fuerza del rey de las bestias, al miserable
gato, llamado puma, que huye a la vista de los perros, y tigre,
al jaguar de nuestros bosques. Por deleznables e innobles
que parezcan estos fundamentos que quiero dar a la guerra
civil, la evidencia vendrá luego a mostrar cuán sólidos e
indestructibles son.
La vida de los campos argentinos, tal como la he
mostrado, no es un accidente vulgar: es un orden de cosas,
un sistema de asociación característico, normal, único, a mi
juicio, en el mundo, y él solo basta para explicar toda nuestra
revolución. Había, antes de 1810, en la República Argentina,
dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos
civilizaciones diversas: la una, española, europea, culta, y la
otra, bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las
ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas
dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en
presencia una de otra, se acometiesen y, después de largos
años de lucha, la una absorbiese a la otra. He indicado la
asociación normal de la campaña, la desasociación, peor mil
veces que la tribu nómade; he mostrado la asociación ficticia,
en la desocupación; la formación de las reputaciones
gauchas: valor, arrojo, destreza, violencias y oposición a la
justicia regular, a la justicia civil de la ciudad. Este fenómeno
de organización social existía en 1810, existe aún, modificado
en muchos puntos, modificándose lentamente en otros e
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intacto en muchos aún. Estos focos de reunión del gauchaje
valiente, ignorante, libre y desocupado estaban diseminados
a millares en la campaña. La revolución de 1810 llevó a todas
partes el movimiento y el rumor de las armas. La vida
pública, que hasta entonces había faltado a esta asociación
áraberromana, entró en todas las ventas, y el movimiento
revolucionario trajo, al fin, la asociación bélica en la montonera
provincial, hija legítima de la venta y de la estancia, enemiga
de la ciudad y del ejército patriota revolucionario.
Desenvolviéndose los acontecimientos, veremos las
montoneras provinciales con sus caudillos a la cabeza; en
Facundo Quiroga, últimamente triunfante en todas partes, la
campaña sobre las ciudades, y dominadas éstas en su
espíritu, gobierno, civilización, formarse al fin el Gobierno
central, unitario, despótico, del estanciero don Juan Manuel
Rosas, que clava en la culta Buenos Aires el cuchillo del
gaucho y destruye la obra de los siglos,
la civilización, las leyes y la libertad.
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4. Revolución de 1810
Cuando la batalla empieza, el tártaro da un grito terrible, llega,
hiere, desaparece y vuelve como el rayo.
VÍCTOR HUGO
He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido,
para llegar al punto en que nuestro drama comienza. Es
inútil detenerse en el carácter, objeto y fin de la Revolución
de la Independencia. En toda la América fueron los mismos,
nacidos del mismo origen, a saber: el movimiento de las
ideas europeas. La América obraba así porque así obraban
todos los pueblos. Los libros, los acontecimientos, todo
llevaba a la América a asociarse a la impulsión que a la
Francia habían dado Norteamérica y sus propios escritores; a
la España, la Francia y sus libros. Pero lo que necesito notar
para mi objeto es que la revolución, excepto en su símbolo
exterior, independencia del Rey, era sólo interesante e
inteligible para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigio
para las campañas. En las ciudades había libros, ideas,
espíritu municipal, juzgados, derechos, leyes, educación:
todos los puntos de contacto y de mancomunidad que
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tenemos con los europeos; había una base de organización,
incompleta, atrasada, si se quiere; pero precisamente porque
era incompleta, porque no estaba a la altura de lo que ya se
sabía que podía llegar a ser, se adoptaba la revolución con
entusiasmo. Para las campañas, la revolución era un
problema; sustraerse a la autoridad del Rey era agradable,
por cuanto era sustraerse a la autoridad. La campaña pastora
no podía mirar la cuestión bajo otro aspecto. Libertad,
responsabilidad del poder, todas las cuestiones que la
revolución se proponía resolver eran extrañas a su manera de
vivir, a sus necesidades. Pero la revolución le era útil en este
sentido: que iba a dar objeto y ocupación a ese exceso de
vida que hemos indicado, y que iba a añadir un nuevo centro
de reunión, mayor que el tan circunscrito a que acudían
diariamente los varones en toda la extensión de las
campañas.
Aquellas constituciones espartanas; aquellas fuerzas
físicas tan desenvueltas; aquellas disposiciones guerreras que
se malbarataban en puñaladas y tajos entre unos y otros;
aquella desocupación romana, a que sólo faltaba un Campo
de Marte para ponerse en ejercido activo; aquella antipatía a
la autoridad, con quien vivían en continua lucha, todo
encontraba al fin camino por donde abrirse paso y salir a la
luz, ostentarse y desenvolverse.
Empezaron, pues, en Buenos Aires, los movimientos
revolucionarios, y todas las ciudades del interior
respondieron con decisión al llamamiento. Las campañas
pastoras se agitaron y adhirieron al impulso. En Buenos
Aires empezaron a formarse ejércitos pasablemente
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disciplinados para acudir al Alto Perú y a Montevideo, donde
se hallaban las fuerzas españolas mandadas por el general
Vigodet. El general Rondeau puso sitio a Montevideo con
un ejército disciplinado: concurría al sitio Artigas, caudillo
célebre, con algunos millares de gauchos. Artigas había sido
contrabandista temible hasta 1804, en que las autoridades
civiles de Buenos Aires pudieron ganarlo y hacerle servir en
carácter de comandante de campaña, en apoyo de esas mismas
autoridades a quienes había hecho la guerra hasta entonces.
Si el lector no se ha olvidado del baqueano y de las
cualidades generales que constituyen el candidato para la
Comandancia de campaña, comprenderá fácilmente el
carácter a instintos de Artigas.
Un día Artigas, con sus gauchos, se separó del general
Rondeau y empezó a hacerle la guerra. La posición de éste
era la misma que hoy tiene Oribe sitiando a Montevideo y
haciendo a retaguardia, frente a otro enemigo. La única
diferencia consistía en que Artigas era enemigo de los
patriotas y de los realistas a la vez. Yo no quiero entrar en la
averiguación de las causas o pretextos que motivaron este
rompimiento; tampoco quiero darle nombre ninguno de los
consagrados en el lenguaje de la política, porque ninguno le
conviene. Cuando un pueblo entra en revolución, dos
intereses opuestos luchan al principio: el revolucionario y el
conservador; entre nosotros, se han denominado los
partidos que los sostenían, patriotas y realistas. Natural es
que, después del triunfo, el partido vencedor se subdivida en
fracciones de moderados y exaltados; los unos, que querrían
llevar la revolución en todas sus consecuencias; los otros,
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que querrían mantenerla en ciertos límites. También es del
carácter de las revoluciones que el partido vencido
primitivamente vuelva a reorganizarse y triunfar, a merced de
la división de los vencedores. Pero cuando en una revolución
una de las fuerzas llamadas en su auxilio se desprende
inmediatamente, forma una tercera unidad, se muestra
indiferentemente hostil a unos y a otros combatientes (a
realistas o patriotas), esta fuerza que se separa es
heterogénea; la sociedad que la encierra no ha conocido,
hasta entonces, su existencia, y la revolución sólo ha servido
para que se muestre y desenvuelva.
Éste era el elemento que el célebre Artigas ponía en
movimiento; instrumento ciego, pero lleno de vida, de
instintos hostiles a la civilización europea y a toda
organización regular; adverso a la monarquía como a la
república, porque ambos venían de la ciudad y traían
aparejado un orden y la consagración de la autoridad. ¡De
este instrumento se sirvieron los partidos diversos de las
ciudades cultas, y principalmente el menos revolucionario,
hasta que, andando el tiempo, los mismos que lo llamaron en
su auxilio sucumbieron, y con ellos, la ciudad, sus ideas, su
literatura, sus colegios, sus tribunales, su civilización!
Este movimiento espontáneo de las campañas pastoriles
fue tan ingenuo en sus primitivas manifestaciones, tan genial
y tan expresivo de su espíritu y tendencias, que abisma, hoy,
el candor de los partidos de las ciudades que lo asimilaron a
su causa y lo bautizaron con los nombres políticos que a
ellos los dividían. La fuerza que sostenía a Artigas, en Entre
Ríos, era la misma que, en Santa Fe, a López; en Santiago, a
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Ibarra; en los Llanos, a Facundo. El individualismo
constituía su esencia, el caballo, su arma exclusiva, la pampa
inmensa, su teatro. Las hordas beduinas que hoy importunan
con su algazara y depredaciones las fronteras de la Argelia
dan una idea exacta de la montonera argentina, de que se han
servido hombres sagaces o malvados insignes. La misma
lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto
existe hoy en África; los mismos personajes, el mismo
espíritu, la misma estrategia indisciplinada, entre la horda y la
montonera. Masas inmensas de jinetes que vagan por el
desierto, ofreciendo el combate a las fuerzas disciplinadas de
las ciudades, si se sienten superiores en fuerzas, disipándose
como las nubes de cosacos, en todas direcciones, si el
combate es igual siquiera, para reunirse de nuevo, caer de
improviso sobre los que duermen, arrebatarles los caballos,
matar los rezagados y las partidas avanzadas; presentes
siempre, intangibles por su falta de cohesión, débiles en el
combate, pero fuertes e invencibles en una larga campaña,
en que al fin la fuerza organizada, el ejército, sucumbe
diezmado por los encuentros parciales, las sorpresas, la
fatiga, la extenuación.
La montonera, tal como apareció en los primeros días de
la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese
carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al
inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires, estaba
reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la
sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América
avergonzada, a la contemplación de la Europa. Rosas no ha
inventado nada; su talento ha consistido sólo en plagiar a sus
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antecesores y hacer de los instintos brutales de las masas
ignorantes un sistema meditado y coordinado fríamente. La
correa de cuero sacada al coronel Maciel, y de que Rosas se
ha hecho una manea que han visto agentes extranjeros, tiene
sus antecedentes en Artigas y en los demás caudillos
bárbaros, tártaros. La montonera de Artigas enchalecaba a sus
enemigos; esto es, los cosía dentro de un retobo de cuero
fresco y los dejaba así, abandonados en los campos. El lector
suplirá todos los horrores de esta muerte lenta. El año 36 se
ha repetido este horrible castigo con un coronel del ejército.
El ejecutar con el cuchillo, degollando y no fusilando, es un
instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para
dar, todavía, a la muerte, formas gauchas y al asesino
placeres horribles; sobre todo, para cambiar las formas legales
y admitidas en las sociedades cultas por otras que él llama
americanas y en nombre de las cuales invita a la América
para que salga a su defensa, cuando los sufrimientos del
Brasil, del Paraguay, del Uruguay invocan la alianza de los
poderes europeos, a fin de que les ayuden a librarse de este
caníbal que ya los invade con sus hordas sanguinarias. ¡No es
posible mantener la tranquilidad de espíritu necesaria para
investigar la verdad histórica cuando se tropieza, a cada paso,
con la idea de que ha podido engañarse a la América y a la
Europa, tanto tiempo, con un sistema de asesinatos y
crueldades, tolerables tan sólo en Ashanty y Dahomai, en el
interior de África!
Tal es el carácter que presenta la montonera desde su
aparición; género singular de guerra y enjuiciamiento, que
sólo tiene antecedentes en los pueblos asiáticos que habitan
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las llanuras y que no ha debido nunca confundirse con los
hábitos, ideas y costumbres de las ciudades argentinas, que
eran, como todas las ciudades americanas, una continuación
de la Europa y de la España. La montonera sólo puede
explicarse examinando la organización íntima de la sociedad
de donde procede. Artigas, baqueano, contrabandista, esto
es, haciendo la guerra a la sociedad civil, a la ciudad,
comandante de campaña por transacción, caudillo de las
masas de a caballo, es el mismo tipo que, con ligeras
variantes, continúa reproduciéndose en cada comandante de
campaña que ha llegado a hacerse caudillo. Como todas las
guerras civiles, en que profundas desemejanzas de
educación, creencias y objetos dividen a los partidos, la
guerra interior de la República Argentina ha sido larga,
obstinada, hasta que uno de los elementos ha vencido. La
guerra de la revolución argentina ha sido doble: 1º, guerra de
las ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los
españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura, y 2º,
guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de librarse
de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio
contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles,
y las campañas, de las ciudades. He aquí explicado el enigma
de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en
1810 y el último aún no ha sonado todavía.
No entraré en todos los detalles que requiriría este
asunto: la lucha es más o menos larga; unas ciudades
sucumben primero, otras después. La vida de Facundo
Quiroga nos proporcionará ocasión de mostrarlos en toda su
desnudez. Lo que por ahora necesito hacer notar es que, con
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el triunfo de estos caudillos, toda forma civil, aun en el estado
en que la usaban los españoles, ha desaparecido, totalmente,
en unas partes; en otras, de un modo parcial, pero
caminando visiblemente a su destrucción. Los pueblos en
masa no son capaces de comparar distintamente unas épocas
con otras; el momento presente es para ellos el único sobre
el cual se extienden sus miradas: así es como nadie ha
observado, hasta ahora, la destrucción de las ciudades y su
decadencia; lo mismo que no prevén la barbarie total a que
marchan, visiblemente, los pueblos del interior. Buenos
Aires es tan poderosa en elementos de civilización europea,
que concluirá al fin con educar a Rosas y contener sus
instintos sanguinarios y bárbaros. El alto puesto que ocupa,
las relaciones con los gobiernos europeos, la necesidad en
que se ha visto de respetar a los extranjeros, la de mentir por
la prensa y negar las atrocidades que ha cometido, a fin de
salvarse de la reprobación universal que lo persigue, todo, en
fin, contribuirá a contener sus desafueros, como ya se está
sintiendo; sin que eso estorbe que Buenos Aires venga a ser,
como La Habana, el pueblo más rico de América, pero
también el más subyugado y más degradado.
Cuatro son las ciudades que han sido aniquiladas ya por
el dominio de los caudillos que sostienen hoy a Rosas, a
saber: Santa Fe, Santiago del Estero, San Luis y La Rioja.
Santa Fe, situada en la confluencia del Paraná y otro río
navegable que desemboca en sus inmediaciones, es uno de
los puntos más favorecidos de la América, y sin embargo no
cuenta, hoy, con dos mil almas; San Luis, capital de una
provincia de cincuenta mil habitantes, y donde no hay más
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ciudad que la capital, no tiene mil quinientas.
Para hacer sensible la ruina y decadencia de la civilización
y los rápidos progresos que la barbarie hace en el interior
necesito tomar dos ciudades: una, ya aniquilada; la otra,
caminando sin sentirlo a la barbarie: La Rioja y San Juan. La
Rioja no ha sido, en otro tiempo, una ciudad de primer
orden; pero, comparada con su estado presente, la
desconocerían sus mismos hijos. Cuando principió la
revolución de 1810 contaba con un crecido número de
capitalistas y personajes notables que han figurado de un
modo distinguido en las armas, en el foro, en la tribuna, en el
púlpito. De La Rioja ha salido el doctor Castro Barros,
diputado al Congreso de Tucumán y canonista célebre; el
general Dávila, que libertó a Copiapó del poder de los
españoles en 1817; el general Ocampo, Presidente de
Charcas; el doctor don Gabriel Ocampo, uno de los
abogados más célebres del foro argentino, un número
crecido de abogados del apellido de Ocampo, Dávila y
García, que existen hoy desparramados por el territorio
chileno, como varios sacerdotes de luces, entre ellos el
doctor Gordillo, residente en el Huasco.
Para que una provincia haya podido producir en una
época dada tantos hombres eminentes o ilustrados es
necesario que las luces hayan estado difundidas sobre un
número mayor de individuos y sido respetadas y solicitadas
con ahínco. Si en los primeros días de la revolución sucedía
esto, ¿cuál no debería ser el acrecentamiento de luces,
riqueza y población que hoy día debiera notarse, si un
espantoso retroceso a la barbarie no hubiese impedido a
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aquel pobre pueblo continuar su desenvolvimiento? ¿Cuál es
la ciudad chilena, por insignificante que sea, que no pueda
enumerar los progresos que ha hecho en diez años en
ilustración, aumento de riqueza y ornato, sin excluir aún de
este número las que han sido destruidas por los terremotos?
Pues bien: veamos el estado de La Rioja, según las
soluciones dadas a uno de los muchos interrogatorios que he
dirigido para conocer a fondo los hechos sobre que fundo
mis teorías. Aquí es una persona respetable la que habla,
ignorando siquiera el objeto con que interrogo sus recientes
recuerdos, porque sólo hace cuatro meses que dejó La Rioja.
1ª . -¿A qué número ascenderá, aproximativamente, la
población actual de la ciudad de La Rioja?
R. -Apenas a mil quinientas almas. Se dice que sólo hay quince
varones residentes en la ciudad.
2ª . -¿Cuántos ciudadanos notables residen en ella?
R. -En la ciudad serán seis u ocho.
3ª . -¿Cuántos abogados tienen estudio abierto?
R. -Ninguno.
4ª . -¿Cuántos médicos asisten a los enfermos?
R. -Ninguno.
5ª . -¿Qué jueces letrados hay?
R. -Ninguno.
6ª . -¿Cuántos hombres visten frac?
R. -Ninguno.
7ª . -¿Cuántos jóvenes riojanos están estudiando en
Córdoba o Buenos Aires?
R. -Sólo sé de uno.
8ª . -¿Cuántas escuelas hay, y cuántos niños asisten?
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R. -Ninguna.
9ª . -¿Hay algún establecimiento público de caridad?
R. -Ninguno, ni escuela de primeras letras. El único religioso
franciscano que hay en aquel convento tiene algunos niños.
10. -¿Cuántos templos arruinados hay?
R. -Cinco: sólo la Matriz sirve de algo.
11. -¿Se edifican casas nuevas?
R. -Ninguna, ni se reparan las caídas.
12. -¿Se arruinan las existentes?
R. -Cuasi todas, porque las avenidas de las calles son tantas.
13. -¿Cuántos sacerdotes se han ordenado?
R. -En la ciudad sólo dos mocitos: uno es clérigo cura, otro es
religioso de Catamarca. En la provincia, cuatro más.
14. -¿Hay grandes fortunas de a cincuenta mil pesos?
¿Cuántas de a veinte mil?
R. -Ninguna; todos pobrísimos.
15. -¿Ha aumentado o disminuido la población?
R. -Ha disminuido más de la mitad.
16. -¿Predomina en el pueblo algún sentimiento de
terror?
R. -Máximo. Se teme hablar aun lo inocente.
17. -La moneda que se acuña, ¿es de buena ley?
R. -La provincia es adulterada.
Aquí los hechos hablan con toda su triste y espantosa
severidad. Sólo la historia de las conquistas de los
mahometanos sobre la Grecia presenta ejemplos de una
barbarización, de una destrucción tan rápida. ¡Y esto sucede
en América en el siglo XIX! ¡Es la obra de sólo veinte años,
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sin embargo! Lo que conviene a La Rioja es exactamente
aplicable a Santa Fe, a San Luis, a Santiago del Estero,
esqueletos de ciudades, villorrios decrépitos y devastados.
En San Luis, hace diez años que sólo hay un sacerdote, y que
no hay escuela ni una persona que lleve frac. Pero vamos a
juzgar en San Juan la suerte de las ciudades que han
escapado a la destrucción, pero que van barbarizándose
insensiblemente.
San Juan es una provincia agrícola y comerciante,
exclusivamente; el no tener campaña la ha librado, por largo
tiempo, del dominio de los caudillos. Cualquiera que fuese el
partido dominante, gobernador y empleados eran tomados
por la parte educada de la población, hasta el año 1833, en
que Facundo Quiroga colocó a un hombre vulgar en el
gobierno. Éste, no pudiéndose sustraer a la influencia de las
costumbres civilizadas que prevalecían a despecho en el
poder, se entregó a la dirección de la parte culta, hasta que
fue vencido por Brizuela, jefe de los riojanos, sucediéndole el
general Benavides, que conserva el mando hace nueve años,
no ya como una magistratura periódica, sino como
propiedad suya. San Juan ha crecido en población a causa de
los progresos de la agricultura y de la emigración de La Rioja
y San Luis, que huye del hambre y de la miseria. Sus edificios
se han aumentado sensiblemente; lo que prueba toda la
riqueza de aquellos países, y cuánto podrían progresar si el
gobierno cuidase de fomentar la instrucción y la cultura,
únicos medios de elevar a un pueblo.
El despotismo de Benavides es blando y pacífico, lo que
mantiene la quietud y la calma en los espíritus. Es el único
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caudillo de Rosas que no se ha hartado de sangre, pero no
por eso se hace sentir menos la influencia barbarizadora del
sistema actual.
En una población de cuarenta mil habitantes reunidos en
una ciudad, no hay hoy un solo abogado hijo del país ni de
las otras provincias.
Todos los tribunales están desempeñados por hombres
que no tienen el más leve conocimiento del Derecho, y que
son, además, hombres negados en toda la extensión de la
palabra. No hay establecimiento ninguno de educación
pública. Un colegio de señoras fue cerrado en 1840; tres de
hombres han sido abiertos y cerrados sucesivamente de 40 al
43, por la indiferencia y aun hostilidad del gobierno.
Sólo tres jóvenes se están educando fuera de la provincia.
Sólo hay un médico sanjuanino.
No hay tres jóvenes que sepan inglés, ni cuatro que
hablen francés.
Uno solo hay que ha cursado matemáticas.
Un solo joven hay que posee una instrucción digna de un
pueblo culto: el señor Rawson, distinguido ya por sus
talentos extraordinarios. Su padre es norteamericano, y a
esto ha debido recibir educación.
No hay diez ciudadanos que sepan más que leer y
escribir.
No hay un militar que haya servido en ejércitos de línea
fuera de la República.
¿Creeráse que tanta mediocridad es natural a una ciudad
del interior? ¡No! Ahí está la tradición, para probar lo
contrario. Veinte años atrás, San Juan era uno de los pueblos
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más cultos del interior, y ¿cuál no debe ser la decadencia y
postración de una ciudad americana, para ir a buscar sus
épocas brillantes veinte años atrás del momento presente?
El año 1831 emigraron a Chile doscientos ciudadanos,
jefes de familia, jóvenes, literatos, abogados, militares,
etcétera. Copiapó, Coquimbo, Valparaíso y el resto de la
República están llenos aún de estos nobles proscriptos,
capitalistas algunos, mineros inteligentes otros, comerciantes
y hacendados muchos, abogados, médicos, varios. Como en
la dispersión de Babilonia, todos éstos no volvieron a ver la
tierra prometida. ¡Otra emigración ha salido, para no volver,
en 1840!
San Juan había sido, hasta entonces, suficientemente rico
en hombres civilizados para dar al célebre Congreso de
Tucumán un presidente de la capacidad y altura del doctor
Laprida, que murió más tarde asesinado por los Aldao; un
prior a la Recoleta Dominica de Chile, en el distinguido,
sabio y patriota Oro, después obispo de San Juan; un ilustre
patriota, don Ignacio de la Roza, que preparó con San
Martín la expedición a Chile, y que derramó en su país las
semillas de la igualdad de clases, prometida por la
revolución; un ministro, al gobierno de Rivadavia; un
ministro, a la Legación argentina, en don Domingo Oro,
cuyos talentos diplomáticos no son aún debidamente
apreciados; un diputado al Congreso de 1826, en el ilustrado
sacerdote Vera; un diputado a la convención de Santa Fe, en
el presbítero Oro, orador de nota; otro a la de Córdoba, en
don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio
industrial, como por su grande instrucción; un militar al
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ejército, entre otros, en el coronel Rojo, que ha salvado dos
provincias sofocando motines con sólo su serena audacia, y
de quien el general Paz, juez competente en la materia, decía
que sería uno de los primeros generales de la República. San
Juan poseía, entonces, un teatro y compañía permanente de
actores.
Existen aún los restos de seis o siete bibliotecas de
particulares, en que estaban reunidas las principales obras del
siglo XVIII y las traducciones de las mejores obras griegas y
latinas. Yo no he tenido otra instrucción hasta el año 36 que
la que esas ricas, aunque truncas bibliotecas, pudieron
proporcionarme. Era tan rico San Juan en hombres de luces,
el año 1825, que la Sala de Representantes contaba con seis
oradores de nota. ¡Los miserables aldeanos que hoy3
deshonran la Sala de Representantes de San Juan – en cuyo
recinto se oyeron oraciones tan elocuentes y pensamientos
tan elevados -, que sacudan el polvo de las actas de aquellos
tiempos y huyan avergonzados de estar profanando con sus
diatribas aquel augusto santuario!
Los juzgados, el ministerio, estaban servidos por letrados,
y quedaba suficiente número para la defensa de los intereses
de las partes.
La cultura de los modales, el refinamiento de las
costumbres, el cultivo de las letras, las grandes empresas
comerciales, el espíritu público de que estaban animados los
habitantes, todo anunciaba al extranjero la existencia de una
3 1845.(N. del A.)
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sociedad culta, que caminaba rápidamente a elevarse a un
rango distinguido, lo que daba lugar para que las prensas de
Londres divulgasen por América y Europa este concepto
honroso: «… manifiestan las mejores disposiciones para
hacer progresos en la civilización: en el día, se considera a
este pueblo como el que sigue a Buenos Aires más
inmediatamente en la marcha de la reforma social: allí se han
adoptado varias de las instituciones nuevamente establecidas
en Buenos Aires, en proporción relativa; y en la reforma
eclesiástica, han hecho los sanjuaninos progresos
extraordinarios, incorporando todos los regulares al clero
secular y extinguiendo los conventos que aquéllos tenían…».
Pero lo que dará una idea más completa de la cultura de
entonces es el estado de la enseñanza primaria. Ningún
pueblo de la República Argentina se ha distinguido más que
San Juan en su solicitud por difundirla, ni hay otro que haya
obtenido resultados más completos. No satisfecho el
gobierno de la capacidad de los hombres de la provincia para
desempeñar cargo tan importante, mandó traer de Buenos
Aires, el año 1815, un sujeto que reuniese, a una instrucción
competente, mucha moralidad. Vinieron unos señores
Rodríguez, tres hermanos dignos de rolar con las primeras
familias del país, y en las que se enlazaron: tal era su mérito y
la distinción que se les prodigaba. Yo, que hago profesión,
hoy, de la enseñanza primaria, que he estudiado la materia,
puedo decir que si alguna vez se ha realizado en América
algo parecido a las famosas escuelas holandesas descritas por
M. Cousin, es en la de San Juan. La educación moral y
religiosa era acaso superior a la instrucción elemental que allí
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se daba; y no atribuyo a otra causa el que en San Juan se
hayan cometido tan pocos crímenes, ni la conducta
moderada del mismo Benavides, sino a que la mayor parte
de los sanjuaninos, él incluso, han sido educados en esta
famosa escuela, en que los preceptos de la moral se
inculcaban a los alumnos con una especial solicitud. Si estas
páginas llegan a manos de don Ignacio y de don Roque
Rodríguez, que reciban este débil homenaje que creo debido
a los servicios eminentes hechos por ellos, en asocio de su
finado hermano don José, a la cultura y moralidad de un
pueblo entero4.
Esta es la historia de las ciudades argentinas. Todas ellas
tienen que reivindicar glorias, civilización y notabilidades
pasadas. Ahora el nivel barbarizador pesa sobre todas ellas. La
barbarie del interior ha llegado a penetrar hasta las calles de
Buenos Aires. Desde 1810 hasta 1840, las provincias que
encerraban en sus ciudades tanta civilización fueron
demasiado bárbaras, empero, para destruir con su impulso la
obra colosal de la revolución de la Independencia. Ahora
que nada les queda de lo que en hombres, luces e
instituciones tenían, ¿qué va a ser de ellas? La ignorancia y la
pobreza, que es la consecuencia, están como las aves
mortecinas, esperando que las ciudades del interior den la
última boqueada para devorar su presa, para hacerlas campo,
4 (N. del A.) Detalles sobre el sistema y organización de este
establecimiento de educación pública se encuentran en Educación Popular,
trabajo especial consagrado a la materia y fruto del viaje a Europa y
Estados Unidos hecho por encargo del Gobierno de Chile.
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estancia. Buenos Aires puede volver a ser lo que fue, porque
la civilización europea es tan fuerte allí que a despecho de las
brutalidades del gobierno, se ha de sostener. Pero en las
provincias, ¿en qué se apoyará? Dos siglos no bastarán para
volverlas al camino que han abandonado, desde que la
generación presente educa a sus hijos en la barbarie que a
ella le ha alcanzado. Pregúntasenos ahora, ¿porqué
combatimos? Combatimos para volver a las ciudades su vida
propia.
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5. Vida de Juan Facundo Quiroga
Au surplus, ces traits appartiennent au caractère original du genre
humain. L’homme de la nature, et qui n’a pas encore appris à contenir
ou déguiser ses passions, les montre dans toute leur énergie, et se livre à
toute leur impétuosité
ALIX, Histoire de l’Empire Ottoman
Infancia y juventud
Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un
dilatado desierto, que, por su falta completa de agua, recibe
el nombre de travesía. El aspecto de aquellas soledades es,
por lo general, triste y desamparado, y el viajero que viene
del oriente no pasa la última represa o aljibe de campo sin
proveer sus chifles, de suficiente cantidad de agua. En esta
travesía tuvo lugar, una vez, la extraña escena que sigue: Las
cuchilladas, tan frecuentes entre nuestros gauchos, habían
forzado, a uno de ellos, a abandonar precipitadamente la
ciudad de San Luis, y ganar la travesía a pie, con la montura al
hombro, a fin de escapar de las persecuciones de la justicia.
Debían alcanzarlo dos compañeros, tan luego como
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pudieran robar caballos para los tres.
No eran, por entonces, sólo el hambre o la sed los
peligros que le aguardaban en el desierto aquel, que un tigre
cebado andaba hacía un año siguiendo los rastros de los
viajeros, y pasaban ya de ocho los que habían sido víctimas
de su predilección por la carne humana. Suele ocurrir, a
veces, en aquellos países en que la fiera y el hombre se
disputan el dominio de la naturaleza, que éste cae bajo la
garra sangrienta de aquélla: entonces, el tigre empieza a
gustar de preferencia su carne, y se llama cebado cuando se ha
dado a este nuevo género de caza, la caza de hombres. El
juez de la campaña inmediata al teatro de sus devastaciones
convoca a los varones hábiles para la correría, y bajo su
autoridad y dirección se hace la persecución del tigre cebado,
que rara vez escapa a la sentencia que lo pone fuera de la ley.
Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis
leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se
estremecieron. Es el bramido del tigre un gruñido como el
del cerdo, pero agrio, prolongado, estridente, y que, sin que
haya motivo de temor, causa un sacudimiento involuntario
en los nervios, como si la carne se agitara, ella sola, al
anuncio de la muerte.
Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto
y más cercano; el tigre venía ya sobre el rastro, y sólo a la
larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso
apretar el paso, correr, en fin, porque los bramidos se
sucedían con más frecuencia, y el último era más distinto,
más vibrante que el que le precedía.
Al fin, arrojando la montura a un lado del camino,
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dirigióse el gaucho al árbol que había divisado, y no obstante
la debilidad de su tronco, felizmente bastante elevado, pudo
trepar a su copa y mantenerse en una continua oscilación,
medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo observar la
escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a paso
precipitado, oliendo el suelo y bramando con más
frecuencia, a medida que sentía la proximidad de su presa.
Pasa adelante del punto en que ésta se había separado del
camino y pierde el rastro; el tigre se enfurece, remolinea,
hasta que divisa la montura, que desgarra de un manotón,
esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este
chasco, vuelve a buscar el rastro, encuentra al fin la dirección
en que va, y levantando la vista, divisa a su presa haciendo
con el peso balancearse el algarrobillo, cual la frágil caña
cuando las aves se posan en sus puntas Desde entonces ya
no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un abrir y cerrar
de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos varas
del suelo, sobre el delgado tronco, al que comunicaban un
temblor convulsivo, que iba a obrar sobre los nervios del
mal seguro gaucho. Intentó la fiera dar un salto, impotente;
dio vuelta en torno del árbol midiendo su altura con ojos
enrojecidos por la sed de sangre, y al fin, bramando de
cólera, se acostó en el suelo, batiendo, sin cesar, la cola, los
ojos fijos en su presa, la boca entreabierta y reseca. Esta
escena horrible duraba ya dos horas mortales: la postura
violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía
sobre él la mirada sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por
una fuerza invencible de atracción no podía apartar los ojos,
habían empezado a debilitar sus fuerzas, y ya veía próximo el
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99
momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su ancha
boca, cuando el rumor lejano de galope de caballos le dio
esperanza de salvación.
En efecto, sus amigos habían visto el rastro del tigre y
corrían sin esperanza de salvarlo. El desparramo de la
montura les reveló el lugar de la escena, y volar a él,
desenrollar sus lazos, echarlos sobre el tigre, empacado y ciego
de furor, fue la obra de un segundo. La fiera, estirada a dos
lazos, no pudo escapar a las puñaladas repetidas con que, en
venganza de su prolongada agonía, le traspasó el que iba a
ser su víctima. «Entonces supe lo que era tener miedo», decía
el general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo
de oficiales este suceso.
También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le
sentaba mal esta denominación, a fe. La frenología y la
anatomía comparada han demostrado, en efecto, las
relaciones que existen en las formas exteriores y las
disposiciones morales, entre la fisonomía del hombre y de
algunos animales, a quienes se asemeja en su carácter.
Facundo, porque así lo llamaron largo tiempo los pueblos
del interior; el general don Facundo Quiroga, el
excelentísimo brigadier general don Juan Facundo Quiroga,
todo eso vino después, cuando la sociedad lo recibió en su
seno y la victoria lo hubo coronado de laureles: Facundo,
pues, era de estatura baja y fornida; sus anchas espaldas
sostenían sobre un cuello corto una cabeza bien formada,
cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado. Su cara, un
poco ovalada, estaba hundida en medio de un bosque de
pelo, a que correspondía una barba igualmente espesa,
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igualmente crespa y negra, que subía hasta los juanetes,
bastante pronunciados, para descubrir una voluntad firme y
tenaz.
Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por
pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de
terror en aquellos sobre quienes, alguna vez, llegaban a
fijarse; porque Facundo no miraba nunca de frente, y por
hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía
de ordinario la cabeza inclinada y miraba por entre las cejas,
como el Alí-Bajá de Monvoisin. El Caín que representaba la
famosa Compañía Ravel me despierta la imagen de Quiroga,
quitando las posiciones artísticas de la estatuaria, que no le
convienen. Por lo demás, su fisonomía era regular, y el
pálido moreno de su tez sentaba bien a las sombras espesas
en que quedaba encerrada.
La estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo
esta cubierta selvática, la organización privilegiada de los
hombres nacidos para mandar. Quiroga poseía esas
cualidades naturales que hicieron del estudiante de Brienne,
el genio de la Francia, y del mameluco oscuro que se batía
con los franceses en las Pirámides, el virrey de Egipto. La
sociedad en que nacen da a estos caracteres la manera
especial de manifestarse: sublimes, clásicos, por decirlo así,
van al frente de la humanidad civilizada en unas partes;
terribles, sanguinarios y malvados, son, en otras, su mancha,
su oprobio.
Facundo Quiroga fue hijo de un sanjuanino de humilde
condición, pero que, avecindado en los Llanos de La Rioja,
había adquirido en el pastoreo una regular fortuna. El año
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101
1799 fue enviado Facundo a la patria de su padre, a recibir la
educación limitada que podía adquirirse en las escuelas: leer y
escribir. Cuando un hombre llega a ocupar las cien
trompetas de la fama con el ruido de sus hechos, la
curiosidad o el espíritu de investigación van hasta rastrear la
insignificante vida del niño, para anudarla a la biografía del
héroe, y no pocas veces, entre fábulas inventadas por la
adulación, se encuentran ya en germen, en ella, los rasgos
característicos del personaje histórico.
Cuéntase de Alcibíades que, jugando en la calle, se tendía
a lo largo del pavimento para contrariar a un cochero, que le
prevenía que se quitase del paso a fin de no atropellarlo; de
Napoleón, que dominaba a sus condiscípulos y se
atrincheraba en su cuarto de estudiante para resistir a un
ultraje. De Facundo se refieren, hoy, varias anécdotas,
muchas de las cuales lo revelan todo entero.
En la casa de sus huéspedes jamás se consiguió sentarlo a
la mesa común; en la escuela, era altivo, huraño y solitario;
no se mezclaba con los demás niños sino para encabezar en
actos de rebelión y para darles de golpes. El magister, cansado
de luchar con este carácter indomable, se provee, una vez, de
un látigo nuevo y duro, y enseñándolo a los niños, aterrados,
«éste es -les dice- para estrenarlo en Facundo». Facundo, de
edad de once años, oye esta amenaza, y al día siguiente la
pone a prueba. No sabe la lección, pero pide al maestro que
se la tome en persona, porque el pasante lo quiere mal. El
maestro condesciende; Facundo comete un error, comete
dos, tres, cuatro; entonces el maestro hace uso del látigo y
Facundo, que todo lo ha calculado, hasta la debilidad de la
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silla en que su maestro está sentado, dale una bofetada,
vuélcalo de espaldas, y entre el alboroto que esta escena
suscita, toma la calle y va a esconderse en ciertos parrones de
una viña, de donde no se le saca sino después de tres días.
¿No es ya el caudillo que va a desafiar, más tarde, a la
sociedad entera?
Cuando llega a la pubertad, su carácter toma un tinte más
pronunciado. Cada vez más sombrío, más imperioso, más
selvático; la pasión del juego, la pasión de las almas rudas
que necesitan fuertes sacudimientos para salir del sopor que
las adormeciera, domínalo irresistiblemente desde la edad de
quince años. Por ella se hace una reputación en la ciudad;
por ella se hace intolerable en la casa en que se le hospeda;
por ella, en fin, derrama, por un balazo dado a un Jorge
Peña, el primer reguero de sangre que debía entrar en el
ancho torrente que ha dejado marcado su pasaje en la tierra.
Desde que llega a la edad adulta, el hilo de su vida se
pierde en un intrincado laberinto de vueltas y revueltos, por
los diversos pueblos vecinos: oculto unas veces, perseguido
siempre, jugando, trabajando en clase de peón, dominando
todo lo que se le acerca y distribuyendo puñaladas. En San
Juan, muéstranse hoy, en la quinta de los Godoyes, tapias
pisadas por Quiroga; en La Rioja, las hay de su mano, en
Fiambalá. Él enseñaba otras, en Mendoza, en el lugar mismo
en que una tarde hacía traer de sus casas veintiséis oficiales
de los que capitularon en Chacón para hacerlos fusilar, en
expiación de los manes de Villafañe. En la campaña de
Buenos Aires, también mostraba algunos monumentos de su
vida de peón errante. ¿Qué causas hacen a este hombre,
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criado en una casa decente, hijo de un hombre acomodado y
virtuoso, descender a la condición del gañán, y en ella
escoger el trabajo más estúpido, más brutal, en el que sólo
entra la fuerza física y la tenacidad? ¿Será que el tapiador
gana doble sueldo y que se da prisa para juntar un poco de
dinero?
Lo más ordenado que de esta vida oscura y errante he
podido recoger es lo siguiente: Hacia el año 1806 vino a
Chile, con un cargamento de grana, de cuenta de sus padres.
Jugólo con la tropa y los troperos, que eran esclavos de su
casa. Solía llevar a San Juan y Mendoza arreos de ganado de
la estancia paterna, que tenían siempre la misma suerte,
porque en Facundo era el juego una pasión feroz, ardiente,
que le resacaba las entrañas. Estas adquisiciones y pérdidas
sucesivas debieron cansar las larguezas paternales, porque, al
fin, interrumpió toda relación amigable con su familia.
Cuando era ya el terror de la República, preguntábale uno de
sus cortesanos: «¿Cuál es, general, la parada más grande que
ha hecho en su vida?» «Setenta pesos», contestó Quiroga con
indiferencia; acababa de ganar, sin embargo, una de
doscientas onzas. Era, según lo explicó después, que en su
juventud, no teniendo sino setenta pesos los había perdido
juntos a una sota.
Pero este hecho tiene su historia característica. Trabajaba
de peón en Mendoza, en la hacienda de una señora, sita
aquélla en el Plumerillo. Facundo se hacía notar, hacía un
año, por su puntualidad en salir al trabajo y por la influencia
y predominio que ejercía sobre los demás peones. Cuando
éstos querían hacer falla para dedicar el día a una borrachera,
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104
se entendían con Facundo, quien lo avisaba a la señora,
prometiéndole responder de la asistencia de todos al día
siguiente, la que era siempre puntual. Por esta intercesión
llamábanle los peones el Padre.
Facundo, al fin de un año de trabajo asiduo, pidió su
salario, que ascendía a setenta pesos; montó en su caballo sin
saber adónde iba, vio gente en una pulpería, desmontóse y
alargando la mano sobre el grupo que rodeaba al tallador,
puso sus setenta pesos en una carta: perdiólos y montó de
nuevo, marchando sin dirección fija, hasta que a poco andar
un juez Toledo, que acertaba a pasar a la sazón, le detuvo
para pedirle su papeleta de conchavo.
Facundo aproximó su caballo en ademán de entregársela,
afectó buscar algo en el bolsillo, y dejó tendido al juez de
una puñalada. ¿Se vengaba en el juez de la reciente pérdida?
¿Quería sólo saciar el encono de gaucho malo contra la
autoridad civil y añadir este nuevo hecho al brillo de su
naciente fama? Lo uno y lo otro. Estas venganzas sobre el
primer objeto que se presentaba son frecuentes en su vida.
Cuando se apellidaba general y tenía coroneles a sus órdenes,
hacía dar en su casa, en San Juan, doscientos azotes a uno de
ellos, por haberle ganado mal, decía Facundo; a un joven,
doscientos azotes, por haberse permitido una chanza en
momentos en que él no estaba para chanzas; a una mujer, en
Mendoza, que le había dicho al paso «Adiós, mi general»,
cuando él iba enfurecido porque no había conseguido
intimidar a un vecino tan pacífico, tan juicioso, como era
valiente y gaucho, doscientos azotes.
Facundo reaparece después, en Buenos Aires, donde en
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105
1810 es enrolado, como recluta, en el regimiento de Arribeños
que mandaba el general Ocampo, su compatriota, después
Presidente de Charcas. La carrera gloriosa de las armas se
abría para él con los primeros rayos del sol de mayo; y no
hay duda que con el temple de alma de que estaba dotado,
con sus instintos de destrucción y carnicería, Facundo,
moralizado por la disciplina y ennoblecido por la sublimidad
del objeto de la lucha, habría vuelto un día del Perú, Chile o
Bolivia, uno de los generales de la República Argentina,
como tantos otros valientes gauchos, que principiaron su
carrera desde el humilde puesto del soldado. Pero el alma
rebelde de Quiroga no podía sufrir el yugo de la disciplina, el
orden del cuartel, ni la demora de los ascensos. Se sentía
llamado a mandar, a surgir de un golpe, a crearse él solo, a
despecho de la sociedad civilizada y en hostilidad con ella,
una carrera a su modo, asociando el valor y el crimen, el
gobierno y la desorganización. Más tarde fue reclutado para
el ejército de los Andes y enrolado en los Granaderos a caballo;
un teniente García lo tomó de asistente, y bien pronto la
deserción dejó un vacío en aquellas gloriosas filas. Después,
Quiroga, como Rosas, como todas esas víboras que han
medrado a la sombra de los laureles de la patria, se ha hecho
notar por su odio a los militares de la Independencia, en los
que uno y otro han hecho una horrible matanza.
Facundo, desertando de Buenos Aires, se encamina a las
provincias con tres compañeros. Una partida le da alcance:
hace frente, libra una verdadera batalla, que permanece
indecisa por algún tiempo, hasta que, dando muerte a cuatro
o cinco, puede continuar su camino, abriéndose paso,
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106
todavía, a puñaladas, por entre otras partidas que hasta San
Luis le salen al paso. Más tarde debía recorrer este mismo
camino con un puñado de hombres, disolver ejércitos en
lugar de partidas e ir hasta la Ciudadela famosa de Tucumán
a borrar los últimos restos de la República y del orden civil.
Facundo reaparece en los Llanos, en la casa paterna. A
esta época se refiere un suceso que está muy valido y del que
nadie duda. Sin embargo, en uno de los manuscritos que
consulto, interrogado su autor sobre este mismo hecho,
contesta: «que no sabe que Quiroga haya tratado nunca de
arrancar a sus padres dinero por la fuerza» y contra la
tradición constante, contra el asentimiento general, quiero
atenerme a este dato contradictorio. ¡Lo contrario es
horrible! Cuéntase que habiéndose negado su padre a darle
una suma de dinero que le pedía, acechó el momento en que
su padre y madre dormían la siesta para poner aldaba a la
pieza donde estaban y prender fuego al techo de pajas con
que están cubiertas, por lo general, las habitaciones de los
Llanos5.
Pero lo que hay de averiguado es que su padre pidió una
vez, al Gobierno de La Rioja, que lo prendieran para
contener sus demasías, que Facundo, antes de fugarse de los
5 (Nota de la 1ª. edición, completada en la 2ª.) Después de escrito lo que
precede, he recibido, de persona fidedigna, la aseveración de haber el
mismo desaparece ante deposiciones de este género. Más tarde he
obtenido la narración circunstanciada de un testigo presencial y
compañero de infancia de Facundo Quiroga, que le vio dar a su padre
una bofetada y huirse; pero estos detalles contristan, sin aleccionar, y es
deber impuesto por el decoro apartarlos de la vista.
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107
Llanos, fue a la ciudad de La Rioja, donde a la sazón se
hallaba aquél, y cayendo de improviso sobre él, le dio una
bofetada, diciéndole: «¿Usted me ha mandado prender?
¡Tome, mándeme prender ahora!», con lo cual montó en su
caballo y partió a galope para el campo. Pasado un año,
preséntase de nuevo en la casa paterna, échase a los pies del
anciano ultrajado, confunden ambos sus sollozos, y entre las
protestas de enmienda del hijo y las reconvenciones del
padre, la paz queda restablecida, aunque sobre base tan
deleznable y efímera.
Pero su carácter y hábitos desordenados no cambian, y
las carreras, el juego, las correrías del campo son el teatro de
nuevas violencias, de nuevas puñaladas y agresiones, hasta
llegar, al fin, a hacerse intolerable para todos e insegura su
posición. Entonces un gran pensamiento viene a apoderarse
de su espíritu, y lo anuncia sin empacho. El desertor de los
Arribeños, el soldado de Granaderos a caballo, que no ha
querido inmortalizarse en Chacabuco y en Maipú, resuelve ir
a reunirse a la montonera de Ramírez, vástago de la de
Artigas, y cuya celebridad en crímenes y en odio a las
ciudades a que hace la guerra ha llegado hasta los Llanos y
tiene llenos de espanto a los gobiernos. Facundo parte a
asociarse a aquellos filibusteros de la pampa, y acaso la
conciencia que deja de su carácter e instintos, y de la
importancia del refuerzo que va a dar a aquellos
destructores, alarma a sus compatriotas, que instruyen a las
autoridades de San Luis, por donde debía pasar, del designio
infernal que lo guía. Dupuy, gobernador entonces (1818), lo
hace aprehender, y por algún tiempo permanece confundido
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108
entre los criminales que la cárcel encierra. Esta cárcel de San
Luis, empero, debía ser el primer escalón que había de
conducirlo a la altura a que más tarde llegó. San Martín había
hecho conducir a San Luis un gran número de oficiales
españoles de todas graduaciones, de los que habían sido
tomados prisioneros en Chile. Sea hostigados por las
humillaciones y sufrimientos, sea que previesen la
posibilidad de reunirse de nuevo a los ejércitos españoles, el
depósito de prisioneros se sublevó un día, y abrió las puertas
de los calabozos de reos ordinarios, a fin de que les
prestasen ayuda para la común evasión. Facundo era uno de
estos reos y no bien se vio desembarazado de las prisiones
cuando, enarbolando el macho de los grillos, abre el cráneo al
español mismo que se los ha quitado, y yendo por entre el
grupo de los amotinados, deja una ancha calle sembrada de
cadáveres, en el espacio que ha querido correr. Dícese que el
arma de que hizo uso fue una bayoneta, y que los muertos
no pasaron de tres. Quiroga, empero, hablaba siempre del
macho de los grillos y de catorce muertos. Acaso es ésta una
de esas idealizaciones con que la imaginación poética del
pueblo embellece los tipos de la fuerza brutal, que tanto
admira; acaso la historia de los grillos es una traducción
argentina de la quijada de Sansón, el Hércules hebreo. Pero
Facundo la aceptaba como un timbre de gloria, según su
bello ideal, y macho de grillos o bayoneta, él, asociándose a
otros soldados y presos a quienes su ejemplo alentó, logró
sofocar el alzamiento y reconciliarse por este acto de valor
con la sociedad, y ponerse bajo la protección de la patria,
consiguiendo que su nombre volase por todas partes,
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109
ennoblecido y lavado, aunque con sangre, de las manchas
que lo afeaban. Facundo, cubierto de gloria, mereciendo bien
de la patria y con una credencial que acredita su
comportación, vuelve a la Rioja y ostenta en los Llanos,
entre los gauchos, los nuevos títulos que justifican el terror
que ya empieza a inspirar su nombre; porque hay algo de
imponente, algo que subyuga y domina, en el premiado
asesino de catorce hombres a la vez.
Aquí termina la vida privada de Quiroga, de la que he
omitido una larga serie de hechos que sólo pintan el mal
carácter, la mala educación y los instintos feroces y
sanguinarios de que estaba dotado. Sólo he hecho uso de
aquellos que explican el carácter de la lucha, de aquellos que
entran en proporciones distintas, pero formados de
elementos análogos, en el tipo de los caudillos de las
campañas, que han logrado, al fin, sofocar la civilización de
las ciudades, y que, últimamente, han venido a completarse
en Rosas, el legislador de esta civilización tártara, que ha
ostentado toda su antipatía a la civilización europea, en
torpezas y atrocidades sin nombre aún en la Historia.
Pero aún quédame algo por notar en el carácter y espíritu
de esta columna de la Federación. Un hombre iletrado, un
compañero de infancia y de juventud de Quiroga, que me ha
suministrado muchos de los hechos que dejo referidos, me
incluye en su manuscrito, hablando de los primeros años de
Quiroga, estos datos curiosos: «… que no era ladrón antes de
figurar como hombre público – que nunca robó, aun en sus
mayores necesidades – que no sólo gustaba de pelear, sino
que pagaba por hacerlo y por insultar al más pintado que
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110
tenía mucha aversión a los hombres decentes – que no sabía tomar
licor nunca – que de joven era muy reservado, y no sólo
quería infundir miedo, sino aterrar, para lo que hacía
entender a hombres de su confianza que tenía agoreros o era
adivino – que con los que tenía relación, los trataba como
esclavos – que jamás se ha confesado, rezado ni oído misa –
que cuando estuvo de general, lo vio una vez en misa – que
él mismo le decía que no creía en nada». El candor con que
estas palabras están escritas revela su verdad.
Toda la vida pública de Quiroga me parece resumida en
estos datos. Veo en ellos el hombre grande, el hombre de
genio, a su pesar, sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el
Mahoma. Ha nacido así, y no es culpa suya; descenderá de
las escalas sociales para mandar, para dominar, para combatir
el poder de la ciudad, la partida de la policía. Si le ofrecen
una plaza en los ejércitos, la desdeñará, porque no tiene
paciencia para aguardar los ascensos; porque hay mucha
sujeción, muchas trabas puestas a la independencia
individual, hay generales que pesan sobre él, hay una casaca
que oprime el cuerpo, y una táctica que regla los pasos; ¡todo
esto es insufrible! La vida de a caballo, la vida de peligros y
emociones fuertes, han acerado su espíritu y endurecido su
corazón; tiene odio invencible, instintivo, contra las leyes
que lo han perseguido, contra los jueces que lo han
condenado, contra toda esa sociedad y esa organización a
que se ha sustraído desde la infancia y que lo mira con
prevención y menosprecio. Aquí se eslabona
insensiblemente el lema de este capítulo: «Es el hombre de la
Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar
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sus pasiones, que las muestra en toda su energía,
entregándose a toda su impetuosidad. Éste es el carácter
original del género «humano»; y así se muestra en las
campañas pastoras de la República Argentina. Facundo es un
tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún
género; su cólera era la de las fieras: la melena de sus
renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus
ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de
Medusa; su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían
en puñaladas. Dominado por la cólera, mataba a patadas,
estrellándoles los sesos a N. por una disputa de juego;
arrancaba ambas orejas a su querida porque le pedía, una
vez, 30 pesos para celebrar un matrimonio consentido por
él; y abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo porque no
había forma de hacerlo callar; daba de bofetadas, en
Tucumán, a una linda señorita a quien ni seducir ni forzar
podía. En todos sus actos mostrábase el hombre bestia aún,
sin ser por eso estúpido y sin carecer de elevación de miras.
Incapaz de hacerse admirar o estimar, gustaba de ser temido;
pero este gusto era exclusivo, dominante, hasta el punto de
arreglar todas las acciones de su vida a producir el terror en
torno suyo, sobre los pueblos como sobre los soldados,
sobre la víctima que iba a ser ejecutada, como sobre su mujer
y sus hijos. En la incapacidad de manejar los resortes del
gobierno civil, ponía el terror como expediente para suplir el
patriotismo y la abnegación; ignorante, rodeábase de
misterios y haciéndose impenetrable, valiéndose de una
sagacidad natural, una capacidad de observación no común y
de la credulidad del vulgo, fingía una presciencia de los
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112
acontecimientos que le daba prestigio y reputación entre las
gentes vulgares.
Es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena
la memoria de los pueblos con respecto a Quiroga; sus
dichos, sus expedientes, tienen un sello de originalidad que le
daban ciertos visos orientales, cierta tintura de sabiduría
salomónica en el concepto de la plebe. ¿Qué diferencia hay,
en efecto, entre aquel famoso expediente de mandar partir
en dos el niño disputado, a fin de descubrir la verdadera
madre, y este otro para encontrar un ladrón? Entre los
individuos que formaban una compañía, habíase robado un
objeto, y todas las diligencias practicadas para descubrir el
ladrón habían sido infructuosas. Quiroga forma la tropa,
hace cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos soldados
había, hace enseguida que se distribuyan a cada uno, y luego,
con voz segura, dice: «Aquel cuya varita amanezca mañana
más grande que las demás, ése es el ladrón.» Al día siguiente,
fórmase de nuevo la tropa, y Quiroga procede a la
verificación y comparación de las varitas. Un soldado hay,
empero, cuya vara aparece más corta que las otras.
«¡Miserable! -le grita Facundo, con voz aterrante-, ¡tú eres!…»
Y, en efecto, él era: su turbación lo dejaba conocer
demasiado. El expediente es sencillo: el crédulo gaucho,
temiendo que, efectivamente, creciese su varita, le había
cortado un pedazo. Pero se necesita cierta superioridad y
cierto conocimiento de la naturaleza humana para valerse de
estos medios.
Habíanse robado algunas prendas de la montura de un
soldado, y todas las pesquisas habían sido inútiles para
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113
descubrir al ladrón. Facundo hace formar la tropa y que
desfile por delante de él, que está con los brazos cruzados, la
mira fija, escudriñadora, terrible. Antes ha dicho: «Yo sé
quién es», con una seguridad que nada desmiente. Empiezan
a desfilar, desfilan muchos, y Quiroga permanece inmóvil; es
la estatua de Júpiter Tonante, es la imagen del Dios del Juicio
Final. De repente, se abalanza sobre uno, le agarra del brazo
y le dice, con voz breve y seca: «¿Dónde está la montura?»
«Allá, señor», contesta, señalando un bosquecillo. «Cuatro
tiradores», grita entonces Quiroga.
¿Qué revelación era ésta? La del terror y la del crimen,
hecha ante un hombre sagaz. Estaba, otra vez, un gaucho
respondiendo a los cargos que se le hacían por un robo;
Facundo le interrumpe, diciendo: «Ya este pícaro está
mintiendo; ¡a ver…, cien azotes…!» Cuando el reo hubo
salido, Quiroga dijo a alguno que se hallaba presente: «Vea,
patrón; cuando un gaucho, al hablar, esté haciendo marcas
con el pie, es señal que está mintiendo.» Con los azotes, el
gaucho contó la historia como debía de ser, esto es, que se
había robado una yunta de bueyes.
Necesitaba otra vez, y había pedido, un hombre resuelto,
audaz, para confiarle una misión peligrosa. Escribía Quiroga,
cuando le trajeron el hombre; levanta la cara después de
habérselo anunciado varias veces, lo mira y dice,
continuando de escribir: «¡Eh!… ¡Ése es un miserable! ¡Pido
un hombre valiente y arrojado!» Averiguóse, en efecto, que
era un patán.
De estos hechos hay a centenares en la vida de Facundo,
y que, al paso que descubren un hombre superior, han
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114
servido eficazmente para labrarle una reputación misteriosa,
entre hombres groseros, que llegaban a atribuirle poderes
sobrenaturales.
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6. La Rioja
The sides of the mountains enlarge and assume en aspect at once
more grand and more barren. By little and little the scanty vegetation
languishes and dies; and mosses disappear, and a red-burning hue
succeeds.
ROUSSEL, Palestine
El comandante de campaña
En un documento tan antiguo como el año de 1560 he
visto consignado el nombre de Mendoza con este
aditamento: «Mendoza, del valle de La Rioja». Pero La Rioja
actual es una provincia argentina que está al norte de San
Juan, del cual la separan varias travesías, aunque
interrumpidas por valles poblados. De los Andes se
desprenden ramificaciones que cortan la parte occidental en
líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos y Chilecito,
así llamado por los mineros chilenos que acudieron a la fama
de las ricas minas de Famatina. Más hacia el oriente se
extiende una llanura arenisca, desierta y agostada por los
ardores del sol, en cuya extremidad norte y a las
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116
inmediaciones de una montaña cubierta hasta su cima de
lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de La Rioja,
ciudad solitaria, sin arrabales y marchita como Jerusalén, al
pie del Monte de los Olivos. Al sur, y a larga distancia,
limitan esta llanura arenisca los Colorados, montes de greda
petrificada, cuyos cortes regulares asumen las formas más
pintorescas y fantásticas: a veces es una muralla lisa con
bastiones avanzados, a veces, créese ver torreones y castillos
almenados en ruinas. Últimamente, al sudeste y rodeados de
extensas travesías, están los Llanos, país quebrado y
montañoso, a despecho de su nombre, oasis de vegetación
pastosa, que alimentó en otro tiempo millares de rebaños.
El aspecto del país es, por lo general, desolado; el clima,
abrasador; la tierra, seca y sin aguas corrientes. El campesino
hace represas para recoger el agua de las lluvias y dar de beber
a sus ganados. He tenido siempre la preocupación de que el
aspecto de Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el
color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes
y sus cisternas; hasta en sus naranjos, vides e higueras, de
exquisitos y abultados frutos, que se crían donde corre algún
cenagoso y limitado Jordán. Hay una extraña combinación
de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes
adustos y erizados, y colinas verdinegras tapizadas de
vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo que
más me trae a la imaginación estas reminiscencias orientales
es el aspecto verdaderamente patriarcal de los campesinos de
La Rioja. Hoy, gracias a los caprichos de la moda, no causa
novedad el ver hombres con la barba entera, a la manera
inmemorial de los pueblos de Oriente; pero aún no dejaría
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de sorprender, por eso, la vista de un pueblo que habla
español y lleva y ha llevado, siempre, la barba completa,
cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto
triste, taciturno, grave y taimado; árabe, que cabalga en
burros y viste a veces de cueros de cabra, como el ermitaño
de Enggaddy. Lugares hay en que la población se alimenta
exclusivamente de miel silvestre y de algarroba, como de
langostas San Juan en el desierto. El llanista es el único que
ignora que es el ser más desgraciado, más miserable y más
bárbaro; y gracias a esto vive contento y feliz cuando el
hambre no le acosa.
Dije al principio que había montañas rojizas que tenían, a
lo lejos, el aspecto de torreones y castillos feudales
arruinados; pues, para que los recuerdos de la Edad Media
vengan a mezclarse a aquellos matices orientales, La Rioja ha
presentado, por más de un siglo, la lucha de dos familias
hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni menos, que en los
feudos italianos donde figuran Ursinos, Colonnas y Médicis.
Las querellas de Ocampos y Dávilas forman toda la historia
culta de La Rioja. Ambas familias, antiguas, ricas, tituladas,
se disputan el poder largo tiempo, dividen la población en
bandos, como los güelfos y gibelinos, aun mucho antes de la
revolución de la Independencia. De estas dos familias ha
salido una multitud de hombres notables en las armas, en el
foro y en la industria; porque Dávilas y Ocampos trataron
siempre de sobrepasarse, por todos los medios de valer que
tiene consagrados la civilización. Apagar estos rencores
hereditarios entró, no pocas veces, en la política de los
patriotas de Buenos Aires. La Logia de Lautaro llevó a las
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dos familias a enlazar un Ocampo con una señorita Doria y
Dávila, para reconciliarlas. Todos saben que ésta era la
práctica en Italia; pero Romeo y Julieta fueron aquí más
felices. Hacia el año 1817, el Gobierno de Buenos Aires, a
fin de poner término también a los odios de aquellas casas,
mandó un gobernador de fuera de la provincia, un señor
Barnachea, que no tardó mucho en caer bajo la influencia del
partido de los Dávilas, que contaban con el apoyo de don
Prudencio Quiroga, residente en los Llanos y muy querido
de los habitantes, y que, a causa de esto, fue llamado a la
ciudad y hecho tesorero y alcalde. Nótese que, aunque de un
modo legítimo y noble, con don Prudencio Quiroga, padre
de Facundo, entra ya la campaña pastora a figurar como
elemento político en los partidos civiles. Los Llanos, como ya
llevo dicho, son un oasis montañoso de pasto, enclavados en
el centro de una extensa travesía; sus habitantes, pastores
exclusivamente, viven en la vida patriarcal y primitiva, que
aquel aislamiento conserva toda su pureza bárbara y hostil a
las ciudades. La hospitalidad es allí un deber común, y entre
los deberes del peón entra el de defender a su patrón en
cualquier peligro, aun a riesgo de su vida. Estas costumbres
explicarán ya un poco los fenómenos que vamos a
presenciar.
Después del suceso de San Luis, Facundo se presentó en
los Llanos, revestido del prestigio de la reciente hazaña y
premunido de una recomendación del Gobierno. Los
partidos que dividían La Rioja no tardaron mucho en
solicitar la adhesión de un hombre que todos miraban con el
respeto y asombro que inspiran siempre las acciones
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119
arrojadas. Los Ocampos, que obtuvieron el gobierno en
1820, le dieron el título de Sargento Mayor de las Milicias de
los Llanos, con la influencia y autoridad de Comandante de
Campaña.
Desde este momento principia la vida pública de
Facundo. El elemento pastoril, bárbaro de aquella provincia,
aquella tercera entidad que aparece en el sitio de Montevideo
con Artigas, va a presentarse en La Rioja con Quiroga,
llamado en su apoyo por uno de los partidos de la ciudad.
Éste es un momento solemne y crítico en la historia de
todos los pueblos pastores de la República Argentina: hay,
en todos ellos, un día en que, por necesidad de apoyo
exterior, o por el temor que ya inspira un hombre audaz, se
le elige comandante de campaña. Es éste el caballo de los
griegos, que los troyanos se apresuran a introducir en la
ciudad.
Por este tiempo ocurría en San Juan la desgraciada
sublevación del número 1 de los Andes, que había vuelto de
Chile a rehacerse. Frustrados en los objetos del motín,
Francisco Aldao y Corro emprendieron una retirada
desastrosa al norte, a reunirse a Güemes, caudillo de Salta. El
general Ocampo, gobernador de La Rioja, se dispone a
cerrarles el paso, y al efecto convoca todas las fuerzas de la
provincia y se prepara a dar una batalla. Facundo se presenta
con sus llanistas. Las fuerzas vienen a las manos, y pocos
minutos bastaron al número 1 para mostrar que con la
rebelión no había perdido nada de su antiguo brillo en los
campos de batalla. Corro y Aldao se dirigieron a la ciudad, y
los dispersos trataron de rehacerse, dirigiéndose hacia los
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Llanos, donde podían aguardar las fuerzas que de San Juan y
Mendoza venían en persecución de los fugitivos. Facundo,
en tanto, abandona el punto de reunión, cae sobre la
retaguardia de los vencedores, los tirotea, los importuna, les
mata y hace prisioneros a los rezagados. Facundo es el único
que está dotado de vida propia, que no espera órdenes, que
obra de su propio motu. Se ha sentido llamado a la acción y
no espera que lo empujen. Más todavía, habla con desdén
del Gobierno y del general, y anuncia su disposición de
obrar, en adelante, según su dictamen y de echar abajo al
Gobierno. Dícese que un Consejo de los principales del
ejército instaba al general Ocampo para que lo prendiese,
juzgase y fusilase; pero el general no consintió en ello,
menos, acaso, por moderación que por sentir que Quiroga
era ya, no tanto un súbdito, cuanto un aliado temible.
Un arreglo definitivo entre Aldao y el Gobierno dejó
acordado que aquél se dirigiera a San Luis, por no querer
seguir a Corro, proveyéndole el Gobierno de medios hasta
salir del territorio por un itinerario que pasaba por los
Llanos. Facundo fue encargado de la ejecución de esta parte
de lo estipulado, y regresó a los Llanos con Aldao. Quiroga
lleva ya la conciencia de su fuerza, y cuando vuelve la espalda
a La Rioja ha podido decirle, en despedida: «¡Ay de ti,
ciudad! En verdad os digo que dentro de poco no quedará
piedra sobre piedra.»
Aldao llegado a los Llanos, y conocido el descontento de
Quiroga, le ofrece cien hombres de línea para apoderarse de
La Rioja, a trueque de aliarse para futuras empresas. Quiroga
acepta con ardor, encamínase a la ciudad, la toma, prende a
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los individuos del Gobierno, les manda confesores y orden
de prepararse para morir. ¿Qué objeto tiene para él esta
revolución? Ninguno; se ha sentido con fuerzas: ha estirado
los brazos y ha derrocado la ciudad. ¿Es culpa suya?
Los antiguos patriotas chilenos no han olvidado, sin
duda, las proezas del sargento Araya, de Granaderos a
caballo, porque entre aquellos veteranos la aureola de gloria
solía descender hasta el simple soldado. Contábame el
presbítero Meneses, cura que fue de Los Andes, que después
de la derrota de Cancha Rayada, el sargento Araya iba
encaminándose a Mendoza con siete granaderos. Íbasele el
alma a los patriotas al ver alejarse y repasar los Andes, a los
soldados más valientes del ejército, mientras que Las Heras
tenía, todavía, un tercio bajo sus órdenes, dispuesto a hacer
frente a los españoles. Tratábase de detener al sargento
Araya; pero una dificultad ocurría. ¿Quién se le acercaba?
Una partida de sesenta hombres de milicias estaba a la mano;
pero todos los soldados sabían que el prófugo era el sargento
Araya, y habrían preferido mil veces atacar a los españoles
que a este león de los Granaderos. Don José María Meneses,
entonces, se adelanta solo y desarmado, alcanza a Araya, le
ataja el paso, le recuerda sus glorias pasadas y la vergüenza
de una fuga sin motivo; Araya se deja conmover, y no opone
resistencia a las súplicas y órdenes de un buen paisano; se
entusiasma en seguida, corre a detener otros grupos de
granaderos que le precedían en la fuga, y gracias a su
diligencia y reputación vuelve a incorporarse al ejército con
sesenta compañeros de armas, que se lavaron, en Maipú, de
la mancha momentánea que había caído sobre sus laureles.
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Este sargento Araya y un Lorca, también un valiente
conocido en Chile, mandaban la fuerza que Aldao había
puesto a las órdenes de Facundo. Los reos de La Rioja, entre
los que se hallaba el doctor don Gabriel Ocampo, ex
ministro de Gobierno, solicitaron la protección de Lorca
para que intercediese por ellos. Facundo, aún no seguro de
su momentánea elevación, consintió en otorgarles la vida;
pero esta restricción puesta a su poder le hizo sentir otra
necesidad. Era preciso prever esa fuerza veterana, para no
encontrar contradicciones en lo sucesivo. De regreso a los
Llanos, se entiende con Araya, y, poniéndose ambos de
acuerdo, caen sobre el resto de la fuerza de Aldao, la
sorprenden, y Facundo se halla, en seguida, jefe de
cuatrocientos hombres de línea, de cuyas filas salieron,
después, los oficiales de sus primeros ejércitos.
Facundo acordóse de que don Nicolás Dávila estaba en
Tucumán, expatriado, y le hizo venir para encargarle de las
molestias del gobierno de La Rioja, reservándose él, tan sólo,
el poder real que lo seguía a los Llanos. El abismo que
mediaba entre él y los Ocampos y los Dávilas era tan ancho,
tan brusca la transición, que no era posible, por entonces,
hacerla de un golpe; el espíritu de ciudad era demasiado
poderoso, todavía, para sobreponerle el de la campaña;
todavía, un doctor en leyes valía más para el gobierno que un
peón cualquiera. Después ha cambiado todo esto.
Dávila se hizo cargo del gobierno bajo el patrocinio de
Facundo, y por entonces pareció alejado todo motivo de
zozobra. Las haciendas y propiedades de los Dávila estaban
situadas en las inmediaciones de Chilecito, y allí, por tanto,
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en sus deudos y amigos, se hallaba reconcentrada la fuerza
física y moral que debía apoyarlo en el gobierno.
Habiéndose, además, acrecentado la población de Chilecito,
con la provechosa explotación de las minas, y reunídose
caudales cuantiosos, el gobierno estableció una casa de
moneda provincial, y trasladó su residencia a aquel
pueblecillo, ya fuese para llevar a cabo la empresa, ya para
alejarse de los Llanos y sustraerse de la sujeción incómoda
que Quiroga quería ejercer sobre él. Dávila no tardó mucho
en pasar de estas medidas puramente defensivas a una
actitud más decidida, y aprovechando la temporaria ausencia
de Facundo, que andaba en San Juan, se concertó con el
capitán Araya para que le prendiese a su llegada. Facundo
tuvo aviso de las medidas que contra él se preparaban, e
introduciéndose secretamente en los Llanos, mandó asesinar
a Araya. El gobierno, cuya autoridad era contenida de una
manera tan indigna, intimó a Facundo que se presentase a
responder a los cargos que se le hacían sobre el asesinato.
¡Parodia ridícula! No quedaba otro medio que apelar a las
armas y encender la guerra civil entre el gobierno y Quiroga,
entre la ciudad y los Llanos. Facundo manda a su vez una
comisión a la Junta de Representantes, pidiéndole que
depusiese a Dávila. La Junta había llamado al gobernador,
con instancia, para que desde allí, y con el apoyo de todos
los ciudadanos, invadiese los Llanos y desarmase a Quiroga.
Había en esto un interés local, y era hacer que la Casa de
Moneda fuese trasladada a la ciudad de La Rioja; pero como
Dávila persistiese en residir en Chilecito, la Junta, accediendo
a la solicitud de Quiroga, lo declaró depuesto. El gobernador
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Dávila había reunido, bajo las órdenes de don Miguel Dávila,
muchos soldados de los de Aldao; poseía un buen
armamento, muchos adictos que querían salvar la provincia
del dominio del caudillo que se estaba levantando en los
Llanos y varios oficiales de línea para poner a la cabeza de
las fuerzas. Los preparativos de guerra empezaron, pues, con
igual ardor en Chilecito y en los Llanos; y el rumor de los
aciagos sucesos que se preparaban llegó hasta San Juan y
Mendoza, cuyos gobiernos mandaron un comisionado para
procurar un arreglo entre los beligerantes, que ya estaban a
punto de venir a las manos.
Corbalán, ese mismo que hoy sirve de ordenanza a
Rosas, se presentó en el campo de Quiroga, a interponer la
mediación de que venía encargado, y que fue aceptada por el
caudillo; pasó en seguida al campo enemigo, donde obtuvo
la misma cordial acogida. Regresa al campo de Quiroga para
arreglar el convenio definitivo; pero éste, dejándolo allí, se
puso en movimiento sobre su enemigo, cuyas fuerzas,
desapercibidas por las seguridades dadas por el enviado,
fueron fácilmente derrotadas y dispersas. Don Miguel
Dávila, reuniendo algunos de los suyos, acometió
denodadamente a Quiroga, a quien alcanzó a herir en un
muslo antes que una bala le llevase a él mismo la muñeca; en
seguida fue rodeado y muerto por los soldados. Hay en este
suceso una cosa muy característica del espíritu gaucho. Un
soldado se complace en enseñar sus cicatrices; el gaucho las
oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque
prueban su poca destreza, y Facundo, fiel a estas ideas del
honor, jamás recordó la herida que Dávila le había abierto
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125
antes de morir.
Aquí termina la historia de los Ocampo y de los Dávila, y
la de La Rioja también. Lo que sigue es la historia de
Quiroga. Este día es también uno de los nefastos de las
ciudades pastoras, día aciago que al fin llega. Este día
corresponde, en la historia de Buenos Aires, al de abril de
1835, en que su Comandante de Campaña, su Héroe del
Desierto, se apodera de la ciudad.
Hay una circunstancia curiosa (1823) que no debo omitir,
porque hace honor a Quiroga. En esta noche negra que
vamos a atravesar no debe perderse la más débil lucecilla:
Facundo, al entrar triunfante a La Rioja, hizo cesar los
repiques de las campanas, y después de mandar dar el
pésame a la viuda del general muerto, ordenó pomposas
exequias para honrar sus cenizas. Nombró o hizo nombrar
por gobernador a un español vulgar, un Blanco, y con él
principió el nuevo orden de cosas que debía realizar el bello
ideal del gobierno que había concebido Quiroga; porque
Quiroga, en su larga carrera, en los diversos pueblos que ha
conquistado, jamás se ha encargado del gobierno organizado,
que abandonaba siempre a otros. Momento grande y digno
de atención para los pueblos es siempre aquél en que una
mano vigorosa se apodera de sus destinos. Las instituciones
se afirman, o ceden su lugar a otras nuevas, más fecundas en
resultados, o más conformes con las ideas que predominan.
De aquel foco parten muchas veces los hilos que,
entretejiéndose con el tiempo, llegan a cambiar la tela de que
se compone la Historia.
No así cuando predomina una fuerza extraña a la
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126
civilización, cuando Atila se apodera de Roma, o Tamerlán
recorre las llanuras asiáticas: los escombros quedan, pero en
vano iría, después, a removerles la mano de la Filosofía, para
buscar, debajo de ellos, las plantas vigorosas que nacieran
con el abono nutritivo de la sangre humana. Facundo, genio
bárbaro, se apodera de su país; las tradiciones de gobierno
desaparecen, las formas se degradan, las leyes son un juguete
en manos torpes; y en medio de esta destrucción efectuada
por las pisadas de los caballos, nada se sustituye, nada se
establece. El desahogo, la desocupación y la incuria son el
bien supremo del gaucho. Si La Rioja, como tenía doctores,
hubiera tenido estatuas, éstas habrían servido para amarrar
los caballos.
Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema
de rentas, acude a lo que acuden siempre los gobiernos
torpes e imbéciles; mas aquí el monopolio llevará el sello de
la vida pastoril, la expoliación y la violencia. Rematábanse los
diezmos de La Rioja, en aquella época, en diez mil pesos
anuales; éste era, por lo menos, el término medio. Facundo
se presenta en la mesa del remate, y ya su asistencia, hasta
entonces inusitada, impone respeto a los postores. «Doy dos
mil pesos -dice- y uno más sobre la mejor postura.» El
escribano repite la propuesta tres veces, y nadie puja más
alto. Era que todos los concurrentes se habían escurrido,
uno a uno, al leer en la mirada siniestra de Quiroga que
aquélla era la última postura. Al año siguiente, se contentó
con mandar al remate una cedulilla así concebida: «Doy dos
mil pesos, y uno más, sobre la mejor postura.- Facundo
Quiroga.»
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Al tercer año se suprimió la ceremonia del remate, y el
año 1831 Quiroga mandaba, todavía, a La Rioja, dos mil
pesos, valor fijado a los diezmos.
Pero le faltaba un paso que dar para hacer redituar al
diezmo, un ciento por uno, y Facundo, desde el segundo
año, no quiso recibir el de animales, sino que distribuyó su
marca a todos los hacendados, a fin de que herrasen el
diezmo y se le guardase en las estancias hasta que él lo
reclamara. Las crías se aumentaban, los diezmos nuevos
acrecentaban el piño de ganado, y a la vuelta de diez años se
pudo calcular que la mitad del ganado de las estancias de una
provincia pastora pertenecía al Comandante General de
Armas y llevaba su marca.
Una costumbre inmemorial en La Rioja hacía que los
ganados mostrencos, o no marcados a cierta edad,
perteneciesen de derecho al fisco, que mandaba sus agentes a
recoger estas espigas perdidas, y sacaba de la colecta una
renta no despreciable, si bien su recaudación se hacía
intolerable para los estancieros. Facundo pidió que se le
adjudicase este ganado, en resarcimiento de los gastos que le
había demandado la invasión a la ciudad; gastos que se
reducían a convocar milicias, que concurren en sus caballos y
viven siempre de lo que encuentran. Poseedor ya de partidas
de seis mil novillos al año, mandaba, a las ciudades, sus
abastecedores, y ¡desgraciado el que entrase a competir con
él! Este negocio de abastecer los mercados de carne lo ha
practicado dondequiera que sus armas se presentaron, en
San Juan, Mendoza, Tucumán; cuidando siempre de
monopolizarlo en su favor, por algún bando o un simple
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anuncio. Da asco y vergüenza, sin duda, tener que descender
a estos pormenores, indignos de ser recordados. Pero ¿qué
remedio? En seguida de una batalla sangrienta que le ha
abierto la entrada a una ciudad, lo primero que el general
ordena es que nadie pueda abastecer de carnes el mercado…
En Tucumán supo que un vecino, contraviniendo la orden,
mataba reses en su casa. El general del ejército de los Andes,
el vencedor de la Ciudadela, no creyó deber confiar a nadie
la pesquisa de delito tan horrendo. Va él en persona, da
recios golpes a la puerta de la casa, que permanecía cerrada, y
que, atónitos los de adentro, no aciertan a abrir. Una patada
del ilustre general la echa abajo, y expone a su vida esta
escena: una res muerta que desollaba el dueño de la casa, que
a su vez cae también muerto ¡a la vista terrífica del general
ofendido!
No me detengo en estos pormenores a designio. ¡Cuántas
páginas omito! ¡Cuántas iniquidades comprobadas, y de
todos sabidas, callo! Pero hago la historia del gobierno
bárbaro, y necesito hacer conocer sus resortes. Mehemet-Alí,
dueño de Egipto por los mismos medios que Facundo, se
entrega a una rapacidad sin ejemplo aun en la Turquía;
constituye el monopolio en todos los ramos, y los explota en
su beneficio; pero Mehemet-Alí sale del seno de una nación
bárbara, y se eleva hasta desear la civilización europea e
injertarla en las venas del pueblo que oprime. Facundo, por
el contrario, rechaza todos los medios civilizados que ya son
conocidos, los destruye y desmoraliza; Facundo, que no
gobierna, porque el gobierno es ya un trabajo en beneficio
ajeno, se abandona a los instintos de una avaricia sin medida,
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129
sin escrúpulos.
El egoísmo es el fondo de casi todos los grandes
caracteres históricos; el egoísmo es el muelle real que hace
ejecutar todas las grandes acciones. Quiroga poseía este don
político en un grado eminente, y lo ejercitaba en
reconcentrar en torno suyo todo lo que veía diseminado en
la sociedad inculta que lo rodeaba; fortuna, poder, autoridad,
todo está con él; todo lo que no puede adquirir: maneras,
instrucción, respetabilidad fundada, eso lo persigue, lo
destruye en las personas que lo poseen. Su encono contra la
gente decente, contra la ciudad, es cada día más visible; y el
gobernador de La Rioja puesto por él, renuncia, al fin, a
fuerza de ser vejado diariamente. Un día está de buen humor
Quiroga, y se juega con un joven, como el gato juega con la
tímida rata: juega a si lo mata o no lo mata; el terror de la
víctima ha sido tan ridículo, que el verdugo se ha puesto de
buen humor, se ha reído a carcajadas, contra su costumbre
habitual. Su buen humor no debe quedar ignorado: necesita
explayarse, extenderlo sobre una gran superficie. Suena la
generala en La Rioja, y los ciudadanos salen a las calles
armados, al rumor de alarma. Facundo, que ha hecho tocar
la generala para divertirse, forma los vecinos en la plaza a las
once de la noche, despide de las filas a la plebe, y deja sólo a
los vecinos padres de familia, acomodados, y a los jóvenes
que aún conservan visos de cultura. Hácelos marchar y
contramarchar toda la noche, hacer alto, alinearse, marchar
de frente, de flanco. Es un cabo de instrucción que enseña a
unos reclutas, y la vara del cabo anda por la cabeza de los
torpes, por el pecho de los que no se alinean bien; ¿qué
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quieren?; ¡ así se enseña! El día sobreviene, y los semblantes
pálidos de los reclutas, su fatiga y extenuación revelan todo
lo que se ha aprendido en la noche. Al fin da descanso a su
tropa, y lleva la generosidad hasta comprar empanadas y
distribuir, a cada uno la suya, que se apresuran a comer,
porque ésta es parte de la diversión.
Lecciones de este género no son inútiles para ciudades, y
el hábil político que en Buenos Aires ha elevado a sistema
estos procedimientos, los ha refinado y hecho producir
efectos maravillosos. Por ejemplo: desde 1835 hasta 1840
casi toda la ciudad de Buenos Aires ha pasado por las
cárceles. Había, a veces, ciento cincuenta ciudadanos que
permanecían presos, dos, tres meses, para ceder su lugar a un
repuesto de doscientos que permanecían seis meses. ¿Por
qué?, ¿qué habían hecho?…, ¿qué habían dicho? ¡Imbéciles!:
¿no veis que se está disciplinando la ciudad?… ¿No recordáis
que Rosas decía a Quiroga que no era posible constituir la
República porque no había costumbres? ¡Es que está
acostumbrando a la ciudad a ser gobernada!: ¡él concluirá la
obra, y en 1844 podrá presentar al mundo un pueblo que no
tiene sino un pensamiento, una opinión, una voz, un
entusiasmo sin límites por la persona y por la voluntad de
Rosas! ¡Ahora sí que se puede constituir una República!
Pero volvamos a La Rioja. Habíase excitado en Inglaterra
un movimiento febril de empresa sobre las minas de los
nuevos Estados americanos: compañías poderosas se
proponían explotar las de México y las del Perú; y Rivadavia,
residente en Londres entonces, estimuló a los empresarios a
traer sus capitales a la República Argentina. Las minas de
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Famatina se prestaban a las grandes empresas.
Especuladores de Buenos Aires obtienen, al mismo tiempo,
privilegios exclusivos para la explotación, con el designio de
venderlos a las compañías inglesas por sumas enormes. Estas
dos especulaciones, la de Inglaterra y la de Buenos Aires, se
cruzaron en sus planes y no pudieron entenderse. Al fin
hubo una transacción con otra casa inglesa que debía
suministrar fondos, y que, en efecto, mandó directores y
mineros ingleses. Más tarde se especuló en establecer una
Casa de Moneda en La Rioja, que, cuando el Gobierno
nacional se organizase, debía serle vendida en una gran
suma. Facundo, solicitado, entró con un gran número de
acciones, que pagó con el Colegio de Jesuitas, que se hizo
adjudicar en pago de sus sueldos de general. Una comisión de
accionistas de Buenos Aires vino a La Rioja para realizar esta
empresa, y, desde luego, manifestó su deseo de ser
presentada a Quiroga, cuyo nombre misterioso y terrífico
empezaba a resonar por todas partes. Facundo se les
presenta en su alojamiento, con media de seda de patente,
calzón de jergón y un poncho de tela ruin. No obstante lo
grotesco de esta figura, a ninguno de los ciudadanos
elegantes de Buenos Aires le ocurrió reírse, porque eran
demasiado avisados, para no descifrar el enigma. Quería
humillar a los hombres cultos, y mostrarles el caso que hacía
de sus trajes europeos.
Últimamente, derechos exorbitantes sobre la extracción
de ganados que no fuesen los suyos completaron el sistema
de administración establecido en su provincia. Pero, a más
de estos medios directos de fortuna, hay uno que me
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apresuro a exponer, por desembarazarme, de una vez, de un
hecho que abraza toda la vida pública de Facundo. ¡El juego!
Facundo tenía la rabia del juego, como otros la de los licores,
como otros la del rapé. Un alma poderosa, pero incapaz de
abrazar una grande esfera de ideas, necesitaba esta ocupación
ficticia en que una pasión está en continuo ejercicio,
contrariada y halagada a la vez, irritada, excitada,
atormentada. Siempre he creído que la pasión del juego es,
en los más casos, una buena cualidad de espíritu que está
ociosa por la mala organización de una sociedad. Estas
fuerzas de voluntad, de abnegación y de constancia son las
mismas que forman las fortunas del comerciante
emprendedor, del banquero y del conquistador que juega
imperios a las batallas. Facundo ha jugado desde la infancia;
el juego ha sido su único goce, su desahogo, su vida entera.
¿Pero sabéis lo que es un tallador que tiene en fondos el
poder, el terror y la vida de sus compañeros de mesa? Ésta
es una cosa de que nadie ha podido formarse idea sino
después de haberlo visto durante veinte años. Facundo
jugaba sin lealtad, dicen sus enemigos… Yo no doy fe a este
cargo, porque la mala fe le era inútil, y porque perseguía de
muerte a los que la usaban. Pero Facundo jugaba con fondos
ilimitados; no permitió jamás que nadie levantase de la mesa
el dinero con que jugaba; no era posible dejar de jugar sin
que él lo dispusiese; él jugaba cuarenta horas, y más,
consecutivas; él no estaba turbado por el terror, y él podía
mandar azotar o fusilar a compañeros de carpeta, que
muchas veces eran hombres comprometidos. He aquí el
secreto de la buena fortuna de Quiroga. Son raros los que le
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133
han ganado sumas considerables, aunque sean muchos los
que, en momentos dados de una partida de juego, han tenido
delante de sí pirámides de onzas ganadas a Quiroga: el juego
ha seguido, porque al ganancioso no le era permitido
levantarse, y, al fin, sólo le ha quedado la gloria de contar
que tenía ganado ya tanto y lo perdió en seguida.
El juego fue, pues, para Quiroga, una diversión favorita y
un sistema de expoliación. Nadie recibía dinero de él en La
Rioja, nadie lo poseía, sin ser invitado inmediatamente a
jugar y a dejarlo en poder del caudillo. La mayor parte de los
comerciantes de La Rioja quiebran, desaparecen, porque el
dinero ha ido a parar a la bolsa del general; y no es porque
no les dé lecciones de prudencia. Un joven había ganado a
Facundo cuatro mil pesos, y Facundo no quería jugar más.
El joven cree que es una red que le tienden, que su vida está
en peligro. Facundo repite que no juega más; insiste el joven
atolondrado, y Facundo, condescendiendo, le gana los cuatro
mil pesos y le manda dar doscientos azotes por bárbaro.
Me fatigo de leer infamias, contestes en todos los
manuscritos que consulto. Sacrifico la relación de ellas a la
vanidad de autor, a la pretensión literaria. Diciendo más, los
cuadros saldrían recargados, innobles, repulsivos.
Hasta aquí llega la vida del Comandante de Campaña,
después que ha abolido la ciudad y la ha suprimido. Facundo
hasta aquí es como Rosas en su estancia, aunque ni el juego,
ni la satisfacción brutal de todas las pasiones lo deshonrasen
tanto antes de llegar al poder. Pero Facundo va a entrar en
una nueva esfera, y tendremos luego que seguirlo por toda la
República, que ir a buscarlo en los campos de batalla.
D O M I N G O F . S A R M I E N T O
134
¿Qué consecuencias trajo para La Rioja la destrucción del
orden civil? Sobre esto no se razona, no se discurre. Se va a
ver el teatro en que estos sucesos se desenvolvieron, y se
tiende la vista sobre él: ahí está la respuesta. Los Llanos de
La Rioja están hoy desiertos; la población ha emigrado a San
Juan; los aljibes que daban de beber a millares de rebaños se
han secado. En esos Llanos, donde ahora veinte años pacían
tantos millares de rebaños, vaga tranquilo el tigre, que ha
reconquistado su dominio; algunas familias de pordioseros
recogen algarroba para mantenerse. Así han pagado los
Llanos los males que extendieron sobre la República. ¡Ay de
ti, Betsaida y Corozain! En verdad os digo que Sodoma y
Gomorra fueron mejor tratadas que lo que debíais serlo
vosotras.
F A C U N D O
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7. Sociabilidad (1825)
La société du moyen-âge était composée des débris de mille autres
sociétés. Toutes les formes de liberté et de servitude se rencontraient; la
liberté monarchique du roi, la liberté individuelle du prêtre, la liberté
privilégiée des villes, la liberté représentative de la nation, l’esclavage
romain, le servage barbare, la servitude de l’aubain.
CHATEAUBRIAND
Facundo posee La Rioja como árbitro y dueño absoluto:
no hay más voz que la suya, más interés que el suyo. Como
no hay letras, no hay opiniones, y como no hay opiniones
diversas, La Rioja es una máquina de guerra que irá adonde
la lleven. Hasta aquí, Facundo nada ha hecho de nuevo, sin
embargo; esto era lo mismo que habían hecho el doctor
Francia, Ibarra, López, Bustos, lo que habían intentado
Güemes y Aráoz en el norte: destruir todo derecho para
hacer valer el suyo propio. Pero un mundo de ideas, de
intereses contradictorios, se agitaba fuera de La Rioja, y el
rumor lejano de las discusiones de la prensa y de los partidos
llegaba hasta su residencia en los Llanos. Por otra parte, él
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136
no había podido elevarse sin que el ruido que hacía el
edificio de la civilización que destruía no se oyese a la
distancia y los pueblos vecinos no fijasen en él sus miradas.
Su nombre había pasado los límites de La Rioja: Rivadavia lo
invitaba a contribuir a la organización de la República;
Bustos y López, a oponerse a ella; el Gobierno de San Juan
se preciaba de contarlo entre sus amigos, y hombres
desconocidos venían a los Llanos a saludarlo y pedirle apoyo
para sostener este o el otro partido. Presentaba la República
Argentina, en aquella época, un cuadro animado e
interesante. Todos los intereses, todas las ideas, todas las
pasiones se habían dado cita para agitarse y meter ruido.
Aquí, un caudillo que no quería nada con el resto de la
República; allí, un pueblo que nada más pedía que salir de su
aislamiento; allá, un Gobierno que transportaba la Europa a
la América; acullá, otro que odiaba hasta el nombre de
civilización; en unas partes se rehabilitaba el Santo Tribunal
de la Inquisición; en otras se declaraba la libertad de las
conciencias, como el primero de los derechos del hombre;
unos gritaban: «Federación»; otros, «Gobierno central»; cada
una de estas diversas fases tenía intereses y pasiones fuertes,
invencibles en su apoyo. Yo necesito aclarar un poco este
caos, para mostrar el papel que tocó desempeñar a Quiroga,
y la grande obra que debió realizar. Para pintar el comandante
de campaña que se apodera de la ciudad y la aniquila al fin, he
necesitado describir el suelo argentino, los hábitos que
engendra, los caracteres que desenvuelve. Ahora, para
mostrar a Quiroga saliendo ya de su provincia y
proclamando un principio, una idea, y llevándola a todas
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137
partes en la punta de las lanzas, necesito también trazar la
carta geográfica de las ideas y de los intereses que se agitaban
en las ciudades. Para este fin necesito examinar dos ciudades,
en cada una de las cuales predominaban las ideas opuestas,
Córdoba y Buenos Aires, tales como existían hasta 1825.
Córdoba
Córdoba era, no diré la ciudad más coqueta de la
América, porque se ofendería de ello su gravedad española,
pero sí una de las ciudades más bonitas del continente. Sita
en una hondonada que forma un terreno elevado, llamado
Los Altos, se ha visto forzada a replegarse sobre sí misma, a
estrechar y reunir sus regulares edificios. El cielo es
purísimo, el invierno, seco y tónico; el verano, ardiente y
tormentoso. Hacia el oriente tiene un bellísimo paseo de
formas caprichosas, de un golpe de vista mágico. Consiste en
un estanque de agua encuadrado en una vereda espaciosa,
que sombrean sauces añosos y colosales. Cada costado es de
una cuadra de largo, encerrado bajo una reja de fierro
forjado con enormes puertas en los centros de los cuatro
costados, de manera que el paseo es una prisión encantada,
en que se da vueltas, siempre en torno de un vistoso cenador
de arquitectura griega. En la plaza principal está la magnífica
catedral de orden gótico, con su enorme cúpula recortada en
arabescos, único modelo que yo sepa que haya en la América
del Sur de la arquitectura de la Edad Media. A una cuadra
está el templo y convento de la Compañía de Jesús, en cuyo
presbiterio hay una trampa que da entrada a subterráneos
que se extienden por debajo de la ciudad, y van a parar no se
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138
sabe todavía adónde; también se han encontrado los
calabozos en que la Sociedad sepultaba vivos a sus reos. Si
queréis, pues, conocer monumentos de la Edad Media y
examinar el poder y las formas de aquella célebre Orden, id a
Córdoba, donde estuvo uno de sus grandes establecimientos
centrales de América.
En cada cuadra de la sucinta ciudad hay un soberbio
convento, un monasterio o una casa de beatas o de
ejercicios. Cada familia tenía entonces un clérigo, un fraile,
una monja o un corista; los pobres se contentaban con
poder contar entre los suyos un betlemita, un motilón, un
sacristán o un monacillo.
Cada convento o monasterio tenía una ranchería
contigua, en que estaban reproduciéndose ochocientos
esclavos de la Orden: negros, zambos, mulatos y mulatillas
de ojos azules, rubias, rozagantes, de pierna bruñida como el
mármol; verdaderas circasianas dotadas de todas las gracias,
con más, una dentadura de origen africano, que servía de
cebo a las pasiones humanas: todo para mayor honra y
provecho del convento a que estas huríes pertenecían.
Andando un poco en la visita que hacemos, se encuentra
la célebre Universidad de Córdoba, fundada nada menos que
en el año 1613, y en cuyos claustros sombríos han pasado su
juventud ocho generaciones de doctores en ambos derechos,
ergotistas insignes, comentadores y casuistas. Oigamos al
célebre Deán Funes describir la enseñanza y espíritu de esta
famosa Universidad, que ha provisto durante dos siglos de
teólogos y doctores a una gran parte de la América: «El
curso teológico duraba cinco años y medio. La Teología
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139
participaba de la corrupción de los estudios filosóficos.
Aplicada la filosofía de Aristóteles a la Teología, formaba
una mezcla de profano y espiritual. Razonamientos
puramente humanos, sutilezas y sofismas engañosos,
cuestiones frívolas e impertinentes; esto fue lo que vino a
formar el gusto dominante de estas escuelas.» Si queréis
penetrar un poco más en el espíritu de libertad que daría esta
instrucción, oíd al Deán Funes todavía: «Esta Universidad
nació y se creó exclusivamente en manos de los jesuitas,
quienes la establecieron en su colegio llamado Máximo, de la
ciudad de Córdoba.» Muy distinguidos abogados han salido
de allí; pero literatos, ninguno que no haya ido a rehacer su
educación en Buenos Aires y con los libros modernos.
Esta ciudad docta no ha tenido hasta hoy teatro público,
no conoció la ópera, no tiene aún diarios, y la imprenta es
una industria que no ha podido arraigarse allí. El espíritu de
Córdoba hasta 1829 es monacal y escolástico; la
conversación de los estrados rueda siempre sobre las
procesiones, las fiestas de los santos, sobre exámenes
universitarios, profesión de monjas, recepción de las borlas
de doctor.
Hasta dónde puede esto influir en el espíritu de un
pueblo ocupado de estas ideas durante dos siglos, no puede
decirse; pero algo ha debido influir, porque ya lo veis, el
habitante de Córdoba tiende los ojos en torno suyo y no ve
el espacio; el horizonte está a cuatro cuadras de la plaza; sale
por las tardes a pasearse, y en lugar de ir y venir por una calle
de álamos, espaciosa y larga como la cañada de Santiago, que
ensancha el ánimo y lo vivifica, da vueltas en torno de un
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140
lago artificial de agua sin movimiento, sin vida, en cuyo
centro está un cenador de formas majestuosas, pero inmóvil,
estacionario: la ciudad es un claustro encerrado entre
barrancas; el paseo es un claustro con verjas de fierro; cada
manzana tiene un claustro de monjas o frailes; los colegios
son claustros; la legislación que se enseña, la Teología; toda
la ciencia escolástica de la Edad Media es un claustro en que
se encierra y parapeta la inteligencia, contra todo lo que salga
del texto y del comentario. Córdoba no sabe que existe en la
tierra otra cosa que Córdoba; ha oído, es verdad, decir que
Buenos Aires está por ahí; pero si lo cree, lo que no sucede
siempre, pregunta: «¿Tiene Universidad?, pero será de ayer;
veamos: ¿Cuántos conventos tiene? ¿Tiene paseo como éste?
Entonces eso no es nada.»
«¿Por qué autor estudian ustedes legislación allá?»,
preguntaba el grave doctor Jigena a un joven de Buenos
Aires. «Por Bentham.» «¿Por quién dice usted? ¿Por
Benthamcito?», señalando con el dedo el tamaño del
volumen en dozavo, en que anda la edición de Bentham.
«¡Por Benthamcito! En un escrito mío hay más doctrina que
en esos mamotretos. ¡Qué Universidad y qué doctorzuelos!»
«¿Y ustedes por quién enseñan?» «¡Hoi!, ¿el cardenal de
Luca?… ¿Qué dice usted?» «¡Diecisiete volúmenes en folio!…»
En verdad que el viajero que se acerca a Córdoba busca y
no encuentra en el horizonte la ciudad santa, la ciudad
mística, la ciudad con capelo y borlas de doctor. Al fin, el
arriero le dice: «Vea ahí…, abajo, entre los pastos…» Y, en
efecto, fijando la vista en el suelo, y a corta distancia, vense
asomar una, dos, tres, diez cruces seguidas de cúpulas y
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141
torres de los muchos templos que decoran esta Pompeya de
la España de la media edad.
Por lo demás, el pueblo de la ciudad, compuesto de
artesanos, participaba del espíritu de las clases altas: el
maestro zapatero se daba los aires de doctor en zapatería y
os enderezaba un texto latino al tomaros gravemente la
medida; el ergo andaba por las cocinas y en boca de los
mendigos y locos de la ciudad, y toda disputa entre
ganapanes tomaba el tono y forma de las conclusiones.
Añádase que durante toda la revolución, Córdoba ha sido el
asilo de los españoles en todas las demás partes maltratados.
¿Qué mella haría la revolución de 1810 en un pueblo
educado por los jesuitas y enclaustrado por la naturaleza, la
educación y el arte? ¿Qué asidero encontrarían las ideas
revolucionarias, hijas de Rousseau, Mably, Raynal y Voltaire,
si por fortuna atravesaban la pampa para descender a la
catacumba española, en aquellas cabezas disciplinadas por el
peripato para hacer frente a toda idea nueva; en aquellas
inteligencias que, como su paseo, tenían una idea inmóvil en
el centro, rodeada de un lago de aguas muertas, que
estorbaba penetrar hasta ellas?
Hacia los años de 1816, el ilustrado y liberal Deán Funes
logró introducir en aquella antigua Universidad los estudios
hasta entonces tan despreciados: Matemáticas, Idiomas
vivos, Derecho público, Física, Dibujo y Música. La
juventud cordobesa empezó, desde entonces, a encaminar
sus ideas por nuevas vías, y no tardó mucho en dejarse sentir
los efectos de lo que trataremos en otra parte, porque por
ahora sólo caracterizo el espíritu maduro, tradicional, que era
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el que predominaba.
La revolución de 1810 encontró en Córdoba un oído
cerrado, al mismo tiempo que las provincias todas
respondían a un tiempo al grito de: «¡A las armas! ¡A la
libertad!» En Córdoba, empezó Liniers a levantar ejércitos
para que fuesen a Buenos Aires a ajusticiar la revolución; a
Córdoba mandó la Junta, uno de los suyos y sus tropas, a
decapitar a la España. Córdoba, en fin, ofendida del ultraje, y
esperando venganza y reparación, escribió con la mano
docta de la Universidad, y en el idioma del breviario y los
comentadores, aquel célebre anagrama que señalaba al
pasajero la tumba de los primeros realistas sacrificados en los
altares de la patria:
C L A M O R
o i l o r o
n n l r e d
c i e e l r
h e n n l í
a r d o a g
s e n u
a e
z
En 1820, un ejército se subleva en Arequito, y su jefe,
cordobés, abandona el pabellón de la patria y se establece
pacíficamente en Córdoba, que se goza en haberle
arrebatado un ejército. Bustos crea un Gobierno colonial, sin
responsabilidad; introduce la etiqueta de corte, el quietismo
secular de la España, y así preparada, llega Córdoba al año
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143
25, en que se trata de organizar la República y constituir la
revolución y sus consecuencias.
Buenos Aires
Examinemos ahora a Buenos Aires. Durante mucho
tiempo lucha con los indígenas que la barren de la haz de la
tierra; vuelve a levantarse, cae en seguida, hasta que por los
años 1620 se levanta, ya, en el mapa de los dominios
españoles lo suficiente, para elevarla a Capitanía General,
separándola de la del Paraguay a que hasta entonces estaba
sometida. En 1777 era Buenos Aires ya muy visible, tanto,
que fue necesario rehacer la geografía administrativa de las
colonias para ponerla al frente de un virreinato creado ex
profeso para ella.
En 1806 el ojo especulador de Inglaterra recorre el mapa
americano y sólo ve a Buenos Aires, su río, su porvenir. En
1810, Buenos Aires pulula de revolucionarios avezados en
todas las doctrinas antiespañolas, francesas, europeas. ¿Qué
movimiento de ascensión se ha estado operando en la ribera
occidental del Río de la Plata? La España colonizadora no
era ni comerciante ni navegante; el Río de la Plata era para
ella poca cosa: la España oficial miró con desdén una playa y
un río. Andando el tiempo, el río había depuesto su
sedimento de riquezas sobre esa playa, pero muy poco del
espíritu español, del gobierno español. La actividad del
comercio había traído el espíritu y las ideas generales de
Europa; los buques que frecuentaban sus aguas traían libros
de todas partes y noticias de todos los acontecimientos
políticos del mundo. Nótese que la España no tenía otra
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144
ciudad comerciante en el Atlántico. La guerra con los
ingleses aceleró el movimiento de los ánimos hacia la
emancipación y despertó el sentimiento de la propia
importancia, Buenos Aires es un niño que vence a un
gigante, se infatúa, se cree un héroe y se aventura a cosas
mayores.
Llevada de este sentimiento de la propia suficiencia, inicia
la revolución con una audacia sin ejemplo, la lleva por todas
partes, se cree encargada de lo Alto para la realización de una
grande obra. El Contrato Social vuela de mano en mano;
Mably y Raynal son los oráculos de la prensa; Robespierre y
la Convención, los modelos. Buenos Aires se cree una
continuación de la Europa, y si no confiesa francamente que
es francesa y norteamericana en su espíritu y tendencias,
niega su origen español, porque el Gobierno español, dice, la
ha recogido después de adulta. Con la revolución vienen los
ejércitos y la gloria, los triunfos y los reveses, las revueltas y
las sediciones.
Pero Buenos Aires, en medio de todos estos vaivenes,
muestra la fuerza revolucionaria de que está dotada. Bolívar
es todo, Venezuela es la peana de aquella colosal figura;
Buenos Aires es una ciudad entera de revolucionarios.
Belgrano, Rondeau, San Martín, Alvear y los cien generales
que mandan sus ejércitos son sus instrumentos, sus brazos,
no su cabeza, ni su cuerpo. En la República Argentina no
puede decirse: «el general tal libertó el país», sino «la Junta, el
Directorio, el Congreso, el Gobierno de tal o tal época
mandó al general tal que hiciese tal cosa». El contacto con
los europeos de todas las naciones es mayor aún desde los
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principios, que en ninguna parte del continente
hispanoamericano: la desespañolización y la europeificación se
efectúan en diez años de un modo radical sólo en Buenos
Aires, se entiende.
No hay más que tomar una lista de vecinos de Buenos
Aires para ver cómo abundan en los hijos del país los
apellidos ingleses, franceses, alemanes, italianos. El año 1820
se empieza a organizar la sociedad, según las nuevas ideas de
que está impregnada, y el movimiento continúa hasta que
Rivadavia se pone a la cabeza del Gobierno. Hasta este
momento, Rodríguez y Las Heras han estado echando los
cimientos ordinarios de los gobiernos libres. Ley de olvido,
seguridad individual, respeto de la propiedad,
responsabilidad de la autoridad, equilibrio de los poderes,
educación pública; todo, en fin, se cimenta y constituye
pacíficamente. Rivadavia viene de Europa, se trae a la
Europa; más todavía, desprecia a la Europa; Buenos Aires (y,
por supuesto, decían, la República Argentina) realizará lo que
la Francia republicana no ha podido, lo que la aristocracia
inglesa no quiere, lo que la Europa despotizada echa de
menos. Esta no era una ilusión de Rivadavia, era el
pensamiento general de la ciudad, era su espíritu, su
tendencia.
El más o el menos en las pretensiones dividía los
partidos, pero no ideas antagonistas en el fondo. ¿Y qué otra
cosa había de suceder en un pueblo que sólo en catorce años
había escarmentado a la Inglaterra, correteado la mitad del
continente, equipado diez ejércitos, dado cien batallas
campales, vencido en todas partes, mezclándose en todos los
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146
acontecimientos, violado todas las tradiciones, ensayado
todas las teorías, aventurádolo todo y salido bien en todo:
que vivía, se enriquecía, se civilizaba? ¿Qué había de suceder,
cuando las bases de gobierno, la fe política que le había dado
la Europa estaban plagadas de errores, de teorías absurdas y
engañosas, de malos principios; porque sus hombres
políticos no tenían obligación de saber más que los grandes
hombres de la Europa, que hasta entonces no sabían nada
definitivo en materia de organización política? Éste es un
hecho grave que quiero hacer notar. Hoy los estudios sobre
las constituciones, las razas, las creencias, la historia, en fin,
han hecho vulgares ciertos conocimientos prácticos que nos
aleccionan contra el brillo de las teorías concebidas a priori;
pero antes de 1820, nada de esto había trascendido por el
mundo europeo. Con las paradojas del Contrato Social se
sublevó la Francia; Buenos Aires hizo lo mismo;
Montesquieu distinguió tres poderes, y al punto tres poderes
tuvimos nosotros; Benjamin Constant y Bentham anulaban
al ejecutivo, nulo de nacimiento se le constituyó allí; Say y
Smith predicaban el comercio libre, comercio libre se repitió.
Buenos Aires confesaba y creía todo lo que el mundo sabio
de Europa creía y confesaba. Sólo después de la revolución
de 1830 en Francia, y de sus resultados incompletos, las
ciencias sociales toman nueva dirección y se comienzan a
desvanecer las ilusiones. Desde entonces empiezan a
llegarnos libros europeos que nos demuestran que Voltaire
no tenía razón, que Rousseau era un sofista, que Mably y
Raynal, unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni
contrato social, etcétera. Desde entonces sabemos algo de
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147
razas, de tendencias, de hábitos nacionales, de antecedentes
históricos. Tocqueville nos revela, por la primera vez, el
secreto de Norteamérica; Sismondi nos descubre el vacío de
las constituciones; Thierry, Michelet y Guizot, el espíritu de
la historia; la revolución de 1830, toda la decepción del
constitucionalismo de Benjamin Constant; la revolución
española, todo lo que hay de incompleto y atrasado en
nuestra raza. ¿De qué culpan, pues, a Rivadavia y a Buenos
Aires? ¿De no tener más saber que los sabios europeos que
los extraviaban? Por otra parte, ¿cómo no abrazar con ardor
las ideas generales, el pueblo que había contribuido tanto y
con tan buen suceso a generalizar la revolución? ¿Cómo
ponerle rienda al vuelo de la fantasía del habitante de una
llanura sin límites, dando frente a un río sin ribera opuesta, a
un paso de la Europa, sin conciencia de sus propias
tradiciones, sin tenerlas en realidad; pueblo nuevo,
improvisado, y que desde la cuna se oye saludar pueblo
grande?
Así educado, mimado hasta entonces por la fortuna,
Buenos Aires se entregó a la obra de constituirse a sí y a la
República, como se había entregado a la de libertarse a sí y a
la América, con decisión, sin medios términos, sin
contemporización con los obstáculos. Rivadavia era la
encarnación viva de ese espíritu poético, grandioso, que
dominaba la sociedad entera. Rivadavia, pues, continuaba la
obra de Las Heras en el ancho molde en que debía vaciarse
un grande Estado americano, una República. Traía sabios
europeos para la prensa y las cátedras, colonias para los
desiertos, naves para los ríos, interés y libertad para todas las
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creencias, crédito y Banco Nacional para impulsar la
industria; todas las grandes teorías sociales de la época, para
moldear su gobierno; la Europa, en fin, a vaciarla de golpe
en la América, y realizar en diez años la obra que antes
necesitara el transcurso de siglos. ¿Era quimérico este
proyecto? Protesto que no. Todas sus creaciones
administrativas subsisten, salvo las que la barbarie de Rosas
halló incómodas para sus atentados. La libertad de cultos,
que el alto clero de Buenos Aires apoyó, no ha sido
restringida; la población europea se disemina por las
estancias, y toma las armas de su motu proprio para romper
con el único obstáculo que la priva de las bendiciones que le
ofrecía aquel suelo; los ríos están pidiendo a gritos que se
rompan las cataratas oficiales que les estorban ser navegados,
y el Banco Nacional es una institución tan hondamente
arraigada, que él ha salvado la sociedad de la miseria a que la
habría conducido el tirano. Sobre todo, por fantástico y
extemporáneo que fuese aquel gran sistema, a que se
encaminan y precipitan todos los pueblos americanos ahora,
era, por lo menos, ligero y tolerable para los pueblos; y por
más que hombres sin conciencia lo vociferan todos los días,
Rivadavia nunca derramó una gota de sangre ni destruyó la
propiedad de nadie, descendiendo, voluntariamente, de la
Presidencia fastuosa a la pobreza noble y humilde del
proscripto. Rosas, que tanto lo calumnia, se ahogaría en el
lago que nunca podría formar toda la sangre que ha
derramado; y los cuarenta millones de pesos fuertes del
Tesoro nacional y los cincuenta de fortunas particulares que
ha consumido en diez años para sostener la guerra
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149
interminable que sus brutalidades han encendido, en manos
del fatuo, del iluso Rivadavia, se habrían convertido en
canales de navegación, ciudades edificadas y grandes y
multiplicados establecimientos de utilidad pública. Que le
quede, pues, a este hombre, ya muerto para su patria, la
gloria de haber representado la civilización europea en sus
más nobles aspiraciones, y que sus adversarios cobren la
suya, de mostrar la barbarie americana en sus formas más
odiosas y repugnantes; porque Rosas y Rivadavia son los dos
extremos de la República Argentina, que se liga a los salvajes,
por la pampa y a la Europa, por el Plata.
No es el elogio, sino la apoteosis, la que hago de
Rivadavia y de su partido, que han muerto para la República
Argentina como elemento político, no obstante que Rosas se
obstine, suspicazmente, en llamar unitarios a sus actuales
enemigos. El antiguo partido unitario, como el de la
Gironda, sucumbió hace muchos años. Pero en medio de
sus desaciertos y sus ilusiones fantásticas, tenía tanto de
noble y grande que la generación que le sucede le debe los
más pomposos honores fúnebres. Muchos de aquellos
hombres quedan aún entre nosotros, pero no ya como
partido organizado: son las momias de la República
Argentina, tan venerables y nobles como las del Imperio de
Napoleón. Estos unitarios del año 25 forman un tipo
separado, que nosotros sabemos distinguir por la figura, por
los modales, por el tono de la voz y por las ideas. Me parece
que entre cien argentinos reunidos, yo diría: éste es unitario.
El unitario tipo marcha derecho, la cabeza alta; no da vuelta,
aunque sienta desplomarse un edificio; habla con arrogancia;
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150
completa la frase con gestos desdeñosos y ademanes
concluyentes; tiene ideas fijas, invariables, y a la víspera de
una batalla se ocupará, todavía, de discutir en toda forma un
reglamento, o de establecer una nueva formalidad legal;
porque las fórmulas legales son el culto exterior que rinde a
sus ídolos, la Constitución, las garantías individuales. Su
religión es el porvenir de la República, cuya imagen colosal,
indefinible, pero grandiosa y sublime, se le aparece a todas
horas cubierta con el manto de las pasadas glorias y no le
deja ocuparse de los hechos que presencia. Es imposible
imaginarse una generación más razonadora, más deductiva,
más emprendedora y que haya carecido en más alto grado de
sentido práctico. Llega la noticia de un triunfo de sus
enemigos; todos lo repiten, el parte oficial lo detalla, los
dispersos vienen heridos. Un unitario no cree en tal triunfo, y
se funda en razones tan concluyentes que os hace dudar de
lo que vuestros ojos están viendo. Tiene tal fe en la
superioridad de su causa, y tanta constancia y abnegación
para consagrarle su vida, que el destierro, la pobreza ni el
lapso de los años entibiarán en un ápice su ardor.
En cuanto a temple de alma y energía, son infinitamente
superiores a la generación que les ha sucedido. Sobre todo,
lo que más los distingue de nosotros son sus modales finos,
su política ceremoniosa y sus ademanes pomposamente
cultos. En los estrados no tienen rival, y no obstante que ya
están desmontados por la edad, son más galanes, más
bulliciosos y alegres con las damas que sus hijos.
Hoy día las formas se descuidan entre nosotros, a medida
que el movimiento democrático se hace más pronunciado, y
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no es fácil darse idea de la cultura y refinamiento de la
sociedad de Buenos Aires hasta 1828. Todos los europeos
que arribaban creían hallarse en Europa, en los salones de
París; nada faltaba, ni aun la petulancia francesa, que se
dejaba notar, entonces, en el elegante de Buenos Aires.
Me he detenido en estos pormenores para caracterizar la
época en que se trataba de constituir la República y los
elementos diversos que se estaban combatiendo. Córdoba,
española por educación literaria y religiosa, estacionaria y
hostil a las innovaciones revolucionarias, y Buenos Aires,
todo novedad, todo revolución y movimiento, son las dos
fases prominentes de los partidos que dividían las ciudades
todas; en cada una de las cuales estaban luchando estos dos
elementos diversos que hay en todos los pueblos cultos. No
sé si en América se presenta un fenómeno igual a éste, es
decir, los dos partidos, retrógrado y revolucionario,
conservador y progresista, representados altamente cada uno
por una ciudad civilizada de diverso modo, alimentándose
cada una de ideas extraídas de fuentes distintas: Córdoba, de
la España, los Concilios, los Comentadores, el Digesto;
Buenos Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu y la
literatura francesa entera.
A estos elementos de antagonismo se añadía otra causa
no menos grave: tal era el aflojamiento de todo vínculo
nacional, producido por la revolución de la Independencia.
Cuando la autoridad es sacada de un centro, para fundarla en
otra parte, pasa mucho tiempo antes de echar raíces. El
Republicano decía el otro día que «la autoridad no es más que
un convenio entre gobernantes y gobernados». ¡Aquí hay
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muchos unitarios todavía! La autoridad se funda en el asentimiento
indeliberado que una nación da a un hecho permanente. Donde hay
deliberación y voluntad, no hay autoridad. Aquel estado de
transición se llama federalismo; y de toda revolución y cambio
consiguiente de autoridad, todas las naciones tienen sus días
y sus intentos de federación.
Me explicaré. Arrebatado a la España, Fernando VII, la
autoridad, aquel hecho permanente deja de ser, y la España
se reúne en juntas provinciales que niegan la autoridad a los
que gobiernan en nombre del rey. Esto es federación de la
España. Llega la noticia a la América, y se desprende de la
España, separándose en varias secciones: federación de la
América.
Del virreinato de Buenos Aires salen, al fin de la lucha,
cuatro Estados: Bolivia, Paraguay, Banda Oriental y
República Argentina: federación del virreinato.
La República Argentina se divide en provincias, no en las
antiguas Intendencias, sino por ciudades: federación de las
ciudades.
No es que la palabra federación signifique separación, sino
que, dada la separación previa, expresa la unión de partes
distintas. La República Argentina se hallaba en esta crisis
social, y muchos hombres notables y bien intencionados de
las ciudades creían que es posible hacer federaciones cada vez
que un hombre o un pueblo se siente sin respeto por una
autoridad nominal y de puro convenio.
Así, pues, había esta otra manzana de discordia en la
República y los partidos, después de haberse llamado realistas
y patriotas, congresistas y ejecutivistas, pelucones y liberales,
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concluyeron con llamarse federales y unitarios. Miento, que
no concluye aún la lista: que a don Juan Manuel Rosas se le
ha antojado llamar a sus enemigos presentes y futuros
salvajes, inmundos unitarios, y uno nacerá salvaje estereotipado
allí, dentro de veinte años, como son federales hoy todos los
que llevan la carátula que él les ha puesto.
Pero la República Argentina está geográficamente
constituida de tal manera, que ha de ser unitaria siempre,
aunque el rótulo de la botella diga lo contrario. Su llanura
continua, sus ríos confluyentes a un puerto único, la hacen
fatalmente «una e indivisible». Rivadavia, más conocedor de
las necesidades del país, aconsejaba a los pueblos que se
uniesen bajo una Constitución común, haciendo nacional el
puerto de Buenos Aires. Agüero, su eco en el Congreso,
decía a los porteños con su acento magistral y unitario:
«Demos voluntariamente a los pueblos lo que más tarde nos reclamarán
con las armas en la mano.»
El pronóstico falló por una palabra. Los pueblos no
reclamaron de Buenos Aires el puerto con las armas, sino
con la barbarie, que le mandaron en Facundo y Rosas. Pero
Buenos Aires se quedó con la barbarie y el puerto, que sólo a
Rosas ha servido y no a las provincias. De manera que
Buenos Aires y las provincias se han hecho el mal
mutuamente, sin reportar ninguna ventaja.
Todos estos antecedentes he necesitado establecer para
continuar con la vida de Juan Facundo Quiroga, porque,
aunque parezca ridículo decirlo, Facundo es el rival de
Rivadavia. Todo lo demás es transitorio, intermediario y de
poco momento: el partido federal de las ciudades era un
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eslabón que se ligaba al partido bárbaro de las campañas. La
República era solicitada por dos fuerzas unitarias: una que
partía de Buenos Aires y se apoyaba en los liberales del
interior; otra, que partía de las campañas y se apoyaba en los
caudillos que ya habían logrado dominar las ciudades: la una,
civilizada, constitucional, europea; la otra, bárbara, arbitraria,
americana.
Estas dos fuerzas habían llegado a su más alto punto de
desenvolvimiento, y sólo una palabra se necesitaba para
trabar la lucha; y ya que el partido revolucionario se llamaba
unitario, no había inconveniente para que el partido adverso
adoptase la denominación de federal sin comprenderla.
Pero aquella fuerza bárbara estaba diseminada por toda la
República, dividida en provincias, en cacicazgos;
necesitábase una mano poderosa para fundirla y presentarla
en un todo homogéneo, y Quiroga ofreció su brazo para
realizar esta grande obra.
El gaucho argentino, aunque de instintos comunes a los
pastores, es eminentemente provincial: lo hay porteño,
santafecino, cordobés, llanista, etc. Todas sus aspiraciones
las encierra en su provincia; las demás son enemigas o
extrañas; son diversas tribus, que se hacen entre sí la guerra.
López, apoderado de Santa Fe, no se cura de lo que pasa
alrededor suyo, salvo que vengan a importunarlo, que
entonces monta a caballo y echa fuera a los intrusos. Pero
como no estaba en sus manos que las provincias no se
tocasen por todas partes, no podían tampoco evitar que al
fin se uniesen en un interés común, y de ahí les viniese esa
misma unidad que tanto se interesaban en combatir.
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Recuérdese que al principio dije que las correrías y viajes
de la juventud de Quiroga habían sido la base de su futura
ambición. Efectivamente: Facundo, aunque gaucho, no tiene
apego a un lugar determinado; es riojano, pero se ha
educado en San Juan, ha vivido en Mendoza, ha estado en
Buenos Aires. Conoce la República; sus miradas se extienden
sobre un grande horizonte; dueño de La Rioja, quisiera,
naturalmente, presentarse revestido del poder en el pueblo
en que aprendió a leer, en la ciudad donde levantó unas
tapias, en aquella otra donde estuvo preso e hizo una acción
gloriosa. Si los sucesos lo atraen fuera de su provincia, no se
resistirá a salir por cortedad ni encogimiento. Muy distinto
de Ibarra o López, que no gustan sino de defenderse en su
territorio, él acometerá el ajeno y se apoderará de él. Así la
Providencia realiza las grandes cosas por medios
insignificantes e inapercibibles, y la Unidad bárbara de la
República va a iniciarse, a causa de que un gaucho malo ha
andado de provincia en provincia, levantando tapias y dando
puñaladas.
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8. Ensayos
¡Cuánto dilata el día! Porque mañana quiero galopar diez cuadras
sobre un campo sembrado de cadáveres.
SHAKESPEARE
Tal como la hemos visto pintada era, en 1825, la
fisonomía política de la República, cuando el Gobierno de
Buenos Aires invitó a las provincias a reunirse en un
Congreso, para darse una forma de gobierno general. De
todas partes fue acogida esta idea con aprobación, ya fuese
que cada caudillo contase con constituirse caudillo legítimo de
su provincia, ya que el brillo de Buenos Aires ofuscase todas
las miradas y no fuese posible negarse, sin escándalo, a una
pretensión tan racional. Se ha imputado al gobierno de
Buenos Aires, como una falta, haber promovido esta
cuestión, cuya solución debía ser tan funesta para él mismo y
para la civilización; que, como las religiones mismas, es
generalizadora, propagandista, y mal creería un hombre si no
deseara que todos creyesen como él.
Facundo recibió en La Rioja la invitación, y acogió la idea
con entusiasmo, quizá por aquellas simpatías que los
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espíritus altamente dotados tienen por las cosas
esencialmente buenas.
En 1825, la República se preparaba para la guerra del
Brasil, y a cada provincia se había encomendado la
formación de un regimiento para el ejército. A Tucumán
vino con este encargo el coronel Madrid, que, impaciente
por obtener los reclutas y elementos necesarios para levantar
su regimiento, no vaciló mucho en derrocar aquellas
autoridades morosas y subir él al Gobierno, a fin de expedir
los decretos convenientes al efecto. Este acto subversivo
ponía al Gobierno de Buenos Aires en una posición delicada.
Había desconfianza en los gobiernos, celos de provincia, y el
coronel Madrid, venido de Buenos Aires y trastornando un
gobierno provincial, lo hacía aparecer a aquél, a los ojos de la
nación, como instigador. Para desvanecer esta sospecha, el
Gobierno de Buenos Aires insta a Facundo que invada a
Tucumán y restablezca las autoridades provinciales. Madrid
explica al Gobierno el motivo real, aunque bien frívolo, por
cierto, que lo ha impulsado, y protesta de su adhesión
inalterable. Pero ya era tarde: Facundo estaba en
movimiento, y era preciso prepararse a rechazarlo. Madrid
pudo disponer de un armamento que pasaba para Salta;
pero, por delicadeza, por no agravar más los cargos que
contra él pesaban, se contentó con tomar 50 fusiles y otros
tantos sables, suficientes, según él, para acabar con la fuerza
invasora.
Es el general Madrid uno de esos tipos naturales del
suelo argentino. A la edad de 14 años empezó a hacer la
guerra a los españoles, y los prodigios de su valor
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romancesco pasan los límites de lo posible: se ha hallado en
ciento cuarenta encuentros, en todos los cuales la espada de
Madrid ha salido mellada y destilando sangre; el humo de la
pólvora y los relinchos de los caballos lo enajenan
materialmente, y con tal que él acuchille todo lo que se le
pone por delante, caballeros, cañones, infantes, poco le
importa que la batalla se pierda. Decía que es un tipo natural
de aquel país, no por esta valentía fabulosa, sino porque es
oficial de caballería, y poeta además. Es un Tirteo que anima
al soldado con canciones guerreras, el cantor de que hablé en
la primera parte; es el espíritu gaucho, civilizado y
consagrado a la libertad. Desgraciadamente, no es un general
cuadrado como lo pedía Napoleón; el valor predomina sobre
las otras cualidades del general, en proporción de ciento a
uno. Y si no, ved lo que hace en Tucumán: pudiendo, no
reúne fuerzas suficientes, y con un puñado de hombres
presenta la batalla, no obstante que lo acompaña el coronel
Díaz Vélez poco menos valiente que él. Facundo traía
doscientos infantes y sus Colorados de caballería: Madrid
tiene cincuenta infantes y algunos escuadrones de milicias.
Comienza el combate, arrolla la caballería de Facundo, y a
Facundo mismo, que no vuelve al campo de batalla sino
después de concluido todo. Queda la infantería en columna
cerrada; Madrid manda cargarla, no es obedecido, y la carga
él solo. Cierto; él solo atropella la masa de infantería;
voltéanle el caballo, se endereza, vuelve a cargar; mata, hiere,
acuchilla todo lo que está a su alcance, hasta que caen caballo
y caballero, traspasados de balas y bayonetazos, con lo cual
la victoria se decide por la infantería. Todavía en el suelo, le
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hunden en la espalda la bayoneta de un fusil, le disparan el
tiro, y bala y bayoneta lo traspasan, asándolo, además, con el
fogonazo. Facundo vuelve, al fin, a recuperar su bandera
negra que ha perdido, y se encuentra con una batalla ganada,
y Madrid muerto, bien muerto. Su ropa está ahí; su espada,
su caballo, nada falta, excepto el cadáver; que no puede
reconocerse entre los muchos mutilados y desnudos que
yacen en el campo. El coronel Díez Vélez, prisionero, dice
que su hermano tenía una lanzada en una pierna; no hay
cadáver allí con herida semejante.
Madrid, acribillado de once heridas, se había arrastrado
hasta unos matorrales, donde su asistente lo encontró,
delirando con la batalla, y respondiendo al ruido de pasos
que se acercaban: «¡No me rindo!» Nunca se había rendido el
coronel Madrid hasta entonces.
He aquí la famosa acción del Tala, primer ensayo de
Quiroga, fuera de los términos de la Provincia. Ha vencido
en ella al valiente de los valientes, y conserva su espada
como trofeo de la victoria. ¿Se detendrá ahí? Pero veamos la
fuerza que se ha suscitado contra el coronel del regimiento
número 15, que ha trastornado un Gobierno para equipar su
cuerpo. Facundo enarbola en el Tala una bandera que no es
argentina, que es de su invención. Es un paño negro con una
calavera y huesos cruzados en el centro. Ésta es su bandera,
que ha perdido al principio del combate, y que «va a
recobrar», dice a sus soldados dispersos, «aunque sea en la
puerta del infierno». La muerte, el espanto, el infierno, se
presentan en el pabellón y la proclama del General de los
Llanos. ¿Habéis visto este mismo paño mortuorio sobre el
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féretro de los muertos, cuando el sacerdote canta A porta
inferi?
Pero hay más, todavía, que revela desde entonces el
espíritu de la fuerza pastora, árabe, tártara, que va a destruir
las ciudades. Los colores argentinos son el celeste y el
blanco; el cielo transparente de un día sereno y la luz nítida
del disco del sol: la paz y la justicia para todos. A fuerza de
odiar la tiranía y la violencia, nuestro pabellón y nuestras
armas excomulgan el blasón y los trofeos guerreros. Dos
manos en señal de unión sostienen el gorro frigio del liberto;
las ciudades unidas, dice este símbolo, sostendrán la libertad
adquirida; el sol principia a iluminar el teatro de este
juramento, y la noche va desapareciendo poco a poco. Los
ejércitos de la República, que llevan la guerra a todas partes
para hacer efectivo aquel porvenir de luz y tornar en día la
aurora que el escudo de armas anuncia, visten azul oscuro y
con cabos diversos: visten a la europea. Bien; en el seno de la
República, del fondo de sus entrañas, se levanta el color
colorado y se hace el vestido del soldado, el pabellón del
ejército y, últimamente, la cucarda nacional, que, so pena de
la vida, ha de llevar todo argentino.
¿Sabéis lo que es el color colorado? Yo no lo sé tampoco;
pero voy a reunir algunas reminiscencias.
Tengo a la vista un cuadro de las banderas de todas las
naciones del mundo. Sólo hay una europea culta en que el
colorado predomine, no obstante el origen bárbaro de sus
pabellones. Pero hay otras coloradas; leo: Argel, pabellón
colorado, con calavera y huesos; Túnez, pabellón colorado;
Mogol, ídem; Turquía, pabellón colorado, con creciente;
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Marruecos, Japón, colorado, con la cuchilla exterminadora;
Siam, Surat, etc., lo mismo.
Recuerdo que los viajeros que intentan penetrar en el
interior del África se proveen de paño colorado para agasajar a
los príncipes negros. «El rey de Elve» dicen los hermanos
Lardner «llevaba un surtú español de paño colorado y
pantalones del mismo color.»
Recuerdo que los presentes que el Gobierno de Chile
manda a los caciques de Arauco consisten en mantas y ropas
coloradas, porque este color agrada mucho a los salvajes.
La capa de los emperadores romanos que representaban
al dictador era de púrpura, esto es, colorada.
El manto real de los reyes bárbaros de Europa fue
siempre colorado.
La España ha sido el último país europeo que ha
repudiado el colorado, que llevaba en la capa grana.
Don Carlos, en España, el pretendiente absoluto, izó una
bandera colorada.
El Parlamento Regio de Génova,6 disponiendo que los
senadores lleven toga purpúrea, colorada, previene que se
practique así particularmente «in esecuzione di giudicato criminale
ad effetto di incutere colla grave sua decorosa presenza il terrore e lo
spavento, nei cattivi».
El verdugo, en todos los estados europeos, vestía de
colorado hasta el siglo pasado.
Artigas agrega, al pabellón argentino, una faja diagonal
6 El señor Alberdi me suministra este dato, tomado en su viaje a Italia.
(N. del A.)
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colorada.
Los ejércitos de Rosas visten de colorado.
Su retrato se estampa en una cinta colorada.
¿Qué vínculo misterioso liga todos estos hechos? ¿Es
casualidad que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía,
Siam, los africanos, los salvajes, los Nerones romanos, los
reyes bárbaros, il terrore e lo spavento, el verdugo y Rosas, se
hallen vestidos con un color proscripto hoy día por las
sociedades cristianas y cultas? ¿No es el colorado el símbolo
que expresa violencia, sangre y barbarie? Y si no, ¿por qué
este antagonismo?
La revolución de la Independencia argentina se simboliza
en dos tiras celestes y una blanca, cual si dijera: ¡ justicia, paz,
justicia!
¡La reacción acaudillada por Facundo y aprovechada por
Rosas se simboliza en una cinta colorada, que dice: ¡terror,
sangre, barbarie!
La especie humana ha dado, en todos los tiempos, este
significado al color grana, colorado, púrpura: id a estudiar el
Gobierno en los pueblos que ostentan este color, y hallaréis
a Rosas y a Facundo: el terror, la barbarie, la sangre
corriendo todos los días. En Marruecos, el Emperador tiene
la singular prerrogativa de matar él mismo a los criminales.
Necesito detenerme sobre este punto. Toda civilización
se expresa en trajes, y cada traje indica un sistema de ideas
entero. ¿Por qué usamos hoy la barba entera? Por los
estudios que se han hecho en estos tiempos sobre la Edad
Media: la dirección dada a la literatura romántica se refleja en
la moda. ¿Por qué varía ésta todos los días? Por la libertad
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del pensamiento europeo; fijad el pensamiento, esclavizadlo,
y tendréis vestido invariable: así en Asia, donde el hombre
vive bajo gobiernos como el de Rosas, lleva desde los
tiempos de Abraham vestido talar.
Hay aún más: cada civilización ha tenido su traje, y cada
cambio en las ideas, cada revolución en las instituciones, un
cambio en el vestir. Un traje, la civilización romana, otro, la
Edad Media; el frac no principia en Europa sino después del
renacimiento de las ciencias; la moda no la impone al mundo
sino la nación más civilizada; de frac visten todos los pueblos
cristianos, y cuando el sultán de Turquía, Abdul Medjil,
quiere introducir la civilización europea en sus estados,
depone el turbante, el caftán y las bombachas para vestir
frac, pantalón y corbata.
Los argentinos saben la guerra obstinada que Facundo y
Rosas han hecho al frac y a la moda. El año de 1840, un
grupo de mazorqueros rodea, en la oscuridad de la noche, a
un individuo que iba con levita por las calles de Buenos
Aires. Los cuchillos están a dos dedos de su garganta. «Soy
Simón Pereira», exclama. «Señor, el que anda vestido así se
expone.» «Por lo mismo me visto así; ¿quién si no yo anda
con levita? Lo hago para que me conozcan desde lejos.» Este
señor es primo y compañero de negocios de don Juan
Manuel Rosas. Pero, para terminar las explicaciones que me
propongo dar sobre el color colorado iniciado por Facundo, e
ilustrar por sus símbolos el carácter de la guerra civil, debo
referir aquí la historia de la cinta colorada, que hoy sale ya a
ostentarse afuera. En 1820 aparecieron en Buenos Aires, con
Rosas, los Colorados de las Conchas; la campaña mandaba
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ese contingente. Rosas, veinte años después, reviste, al fin, la
ciudad de colorado: casas, puertas, empapelados, vajillas, tapices,
colgaduras, etc. etc. Últimamente, consagra este color
oficialmente, y lo impone como una medida de Estado. La
historia de la cinta colorada es muy curiosa. Al principio fue
una divisa que adoptaron los entusiastas; mandóse después
llevarla a todos, para que probase la uniformidad de la opinión.
Se deseaba obedecer, pero al mudar de vestido, se olvidaba.
La Policía vino en auxilio de la memoria: se distribuían
mazorqueros por las calles, y sobre todo en las puertas de los
templos, y a la salida de las señoras, se distribuían, sin
misericordia, zurriagazos con vergas de toro. Pero aún
quedaba mucho por arreglar. ¿Llevaba uno la cinta
negligentemente anudada? – ¡Vergazos!, era unitario. –
¿Llevábala la chica? – ¡Vergazos!, era unitario. ¿No la
llevaba?, ¡degollado por contumaz! No paró ahí ni la
solicitud del Gobierno ni la educación pública. No bastaba
ser federal ni llevar la cinta, que era preciso, además, que
ostentase el retrato del ilustre Restaurador sobre el corazón
en señal de amor intenso, y los letreros «mueran los salvajes
inmundos unitarios». ¿Creeríase que con esto estaba terminada
la obra de envilecer a un pueblo culto y hacerle renunciar a
toda dignidad personal? ¡Ah!, todavía no estaba bien
disciplinado. Amanecía una mañana, en una esquina de
Buenos Aires, un figurón pintado en papel, con una cinta
flotante de media vara. En el momento que alguno la veía,
retrocedía despavorido, llevando por todas partes la alarma;
entrábase en la primer tienda, y salía de allí con una cinta
flotante de media vara. Diez minutos después, toda la ciudad
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se presentaba en las calles, cada uno con su cinta flotante de
media vara de largo. Aparecía otro día otro figurón con una
ligera alteración en la cinta: la misma maniobra. Si alguna
señorita se olvidaba del moño colorado, la Policía le pegaba
gratis uno en la cabeza ¡con brea derretida! ¡Así se ha
conseguido uniformar la opinión! ¡Preguntad en toda la
República Argentina si hay uno que no sostenga y crea ser
federal…! Ha sucedido mil veces, que un vecino ha salido a la
puerta de su casa y ha visto barrida la parte frontera de la
calle: al momento ha mandado barrer, le ha seguido su
vecino, y en media hora ha quedado barrida toda la calle
entera, creyéndose que era una orden de la Policía. Un
pulpero iza una bandera por llamar la atención; velo el
vecino y, temeroso de ser tachado de tardo por el
gobernador, iza la suya, ízanla los del frente, ízanla en toda la
calle, pasa a otras, y en un momento queda empavesada
Buenos Aires. La Policía se alarma, inquiere qué noticia tan
fausta se ha recibido que ella ignora, sin embargo… ¡Y éste
era el pueblo que rendía a once mil ingleses en las calles y
mandaba, después, cinco ejércitos por el continente
americano a caza de españoles!
Es que el terror es una enfermedad del ánimo que aqueja
a las poblaciones, como el cólera morbus, la viruela, la
escarlatina. Nadie se libra, al fin, del contagio. Y cuando se
trabaja diez años consecutivos para inocularlo, no resisten al
fin ni los ya vacunados. ¡No os riáis, pues, pueblos
hispanoamericanos, al ver tanta degradación! ¡Mirad que sois
españoles, y la Inquisición educó así a la España! Esta
enfermedad la traemos en la sangre.
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Volvamos a tomar el hilo de los hechos. Facundo entró
triunfante en Tucumán, y regresó a La Rioja, pasados unos
pocos días, sin cometer actos notables de violencia y sin
imponer contribuciones, porque la regularidad constitucional
de Rivadavia había formado una conciencia pública que no
era posible arrostrar de un golpe.
Facundo regresa a La Rioja; aunque enemigo de la
Presidencia, Quiroga no sabía qué decir fijamente sobre el
motivo de esta oposición a la Presidencia, lo que es muy
natural. Él mismo no podría haberse dado cuenta de ello.
«Yo no soy federal -decía siempre-, ¿que soy tonto?» «¿Sabe
usted -decía una vez a don Dalmacio Vélez- por qué he
hecho la guerra? ¡Por esto!» Y sacaba una onza de oro.
Mentía Facundo.
Otras veces decía: «Carril, gobernador de San Juan, me
hizo un desaire, desatendiendo mi recomendación por
Carita, y me eché por eso en la oposición al Congreso.»
Mentía.
Sus enemigos decían: «Tenía muchas acciones en la Casa
de Moneda, y propusieron venderla al Gobierno Nacional en
$ 300.000. Rivadavia rechazó esta propuesta, porque era un
robo escandaloso; Facundo se alistó desde entonces entre
sus enemigos.» El hecho es cierto, pero no fue éste el
motivo.
Créese que cedió a las sugestiones de Bustos e Ibarra,
para oponerse; pero hay un documento que acredita lo
contrario. En carta que escribía al general Madrid, en 1832,
le decía: «Cuando fui invitado por los muy nulos y bajos
Bustos e Ibarra, no considerándolos capaces de hacer
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oposición con provecho, al déspota Presidente don
Bernardino Rivadavia, los desprecié; pero, habiéndome
asegurado el edecán del finado Bustos, coronel don Manuel
del Castillo, que usted estaba de acuerdo con este negocio y
era el más interesado en él, no trepidé un momento en
decidirme a arrostrar todo compromiso, contando
únicamente con su espada, para esperar un desenlace feliz…
¡Cuál fue mi chasco!, etc.»
No era federal, ¿ni cómo había de serlo? Qué, ¿es
necesario ser tan ignorante como un caudillo de campaña
para conocer la forma de gobierno que más conviene a la
República? ¿Cuanta menos instrucción tiene un hombre,
tanta más capacidad es la suya para juzgar de las arduas
cuestiones de la alta política? ¿Pensadores como López,
como Ibarra, como Facundo, eran los que con sus estudios
históricos, sociales, geográficos, filosóficos, legales, iban a
resolver el problema de la conveniente organización de un
Estado? ¡Eh!… Dejemos a un lado las palabras vanas con
que, con tanta impudencia, se han burlado de los incautos.
Facundo dio contra el Gobierno que lo había mandado a
Tucumán, por la misma razón que dio contra Aldao que lo
mandó a La Rioja. Se sentía fuerte y con voluntad de obrar;
impulsábalo a ello un instinto ciego, indefinido, y obedecía a
él; era el comandante de campaña, el gaucho malo, enemigo de
la justicia civil, del orden civil, del hombre educado, del
sabio, del frac, de la ciudad, en una palabra. La destrucción de
todo esto le estaba encomendada de lo Alto, y no podía
abandonar su misión.
Por este tiempo, una singular cuestión vino a complicar
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los negocios. En Buenos Aires, puerto de mar, residencia de
dieciséis mil extranjeros, el Gobierno propuso conceder a
estos extranjeros la libertad de cultos, y la parte más ilustrada
del clero sostuvo y sancionó la ley: los conventos habían sido
antes regularizados, y rentados los sacerdotes. En Buenos
Aires este asunto no metió bulla, porque eran puntos estos
en que las opiniones estaban de acuerdo; las necesidades
eran patentes. La cuestión de libertad de cultos es, en
América, una cuestión de política y de economía. Quien dice
libertad de cultos, dice inmigración europea y población. Tan
no causó impresión en Buenos Aires, que Rosas no se ha
atrevido a tocar nada de lo acordad entonces, y es preciso
que sea un absurdo inconcebible aquello que Rosas no
intente.
En las provincias, empero, ésta fue una cuestión de
religión, de salvación y condenación eternas: ¡Imaginaos
cómo la recibiría Córdoba! En Córdoba se levantó una
inquisición. San Juan experimentó una sublevación católica,
porque así se llamó el partido, para distinguirse de los
libertinos, sus enemigos. Sofocada esta revolución en San
Juan, sábese un día que Facundo está a las puertas de la
ciudad, con una bandera negra dividida por una cruz
sanguinolenta, rodeada de este lema: ¡Religión o muerte!
¿Recuerda el lector que he copiado de un manuscrito que
Facundo nunca se confesaba, no oía misa, ni rezaba, y que él mismo
decía que no creía en nada? Pues bien: el espíritu de partido
aconsejó a un célebre predicador llamarlo el Enviado de Dios e
inducir a la muchedumbre a seguir sus banderas. Cuando
este mismo sacerdote abrió los ojos y se separó de la cruzada
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criminal que había predicado, Facundo decía que nada más
sentía, que no haberlo a las manos, para darle seiscientos
azotes.
Llegado a San Juan, los principales de la ciudad, los
magistrados que no habían fugado, los sacerdotes,
complacidos por aquel auxilio divino, salen a encontrarlo, y
en una calle forman dos largas filas. Facundo pasa sin
mirarlos; síguenle a distancia, turbados, mirándose unos a
otros en la común humillación, hasta que llegan al centro de
un potrero de alfalfa, alojamiento que el general pastor, este
hicso moderno, prefiere a los adornados edificios de la
ciudad. Una negra que lo había servido en su infancia se
presenta a ver a su Facundo; él la sienta a su lado, conversa
afectuosamente con ella, mientras que los sacerdotes y los
notables de la ciudad están de pie, sin que nadie les dirija la
palabra, sin que el jefe se digne despedirlos.
Los católicos debieron quedar un poco dudosos de la
importancia e idoneidad del auxilio que tan inesperadamente
les venía. Pocos días después, sabiendo que el cura de la
Concepción era libertino, mandó traerlo con sus soldados,
vejándolo en el tránsito, ponerle una barra de grillos,
mandándole prepararse para morir. Porque han de saber mis
lectores chilenos que por entonces había en San Juan
sacerdotes libertinos, curas, clérigos, frailes que pertenecían
al partido de la Presidencia. Entre otros, el presbítero
Centeno, muy conocido en Santiago, fue, con otros seis, uno
de los que más trabajaron en la reforma eclesiástica. Mas era
necesario hacer algo en favor de la religión, para justificar el
lema de la bandera. Con tan laudable fin, escribe una
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esquelita a un sacerdote adicto suyo, pidiéndole consejo
sobre la resolución que ha tomado, dice, de fusilar a todas las
autoridades, en virtud de no haber decretado aún la
devolución de las temporalidades.
El buen sacerdote, que no había previsto lo que importa
armar el crimen en nombre de Dios, tuvo, por lo menos,
escrúpulo sobre la forma en que se iba a hacer reparación, y
consiguió que se les dirigiese un oficio, pidiéndoles u
ordenándoles que así lo hiciesen.
¿Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo
lo negaría rotundamente, si no supiese que cuanto más
bárbaro y, por tanto, más irreligioso es un pueblo, tanto más
susceptible es de preocuparse y fanatizarse. Pero las masas
no se movieron espontáneamente, y los que adoptaron aquel
lema, Facundo, López, Bustos, etc., eran completamente
indiferentes. Esto es capital. Las guerras religiosas del siglo
XV, en Europa, son mantenidas de ambas partes por
creyentes sinceros, exaltados, fanáticos y decididos hasta el
martirio, sin miras políticas, sin ambición. Los puritanos
leían la Biblia en el momento antes del combate, oraban y se
preparaban con ayunos y penitencias. Sobre todo, el signo en
que se conoce el espíritu de los partidos es que realizan sus
propósitos cuando llegan a triunfar, aún más allá de donde
estaban asegurados antes de la lucha. Cuando esto no
sucede, hay decepción en las palabras. Después de haber
triunfado en la República Argentina el partido que se apellida
católico, ¿qué ha hecho por la religión o los intereses del
sacerdocio?
Lo único, que yo sepa, es haber expulsado a los jesuitas y
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degollado cuatro sacerdotes respetables en Santos Lugare7s,
después de haberles desollado vivos la corona y las manos;
¡poner al lado del Santísimo Sacramento el retrato de Rosas y
sacarlo en procesión bajo el palio! ¿Cometió jamás
profanaciones tan horribles el partido libertino?
Pero ya es demasiado detenerme sobre este punto.
Facundo, en San Juan, ocupó su tiempo en jugar,
abandonando a las autoridades el cuidado de reunirle las
sumas que necesitaba para resarcirse de los gastos que le
imponía la defensa de la religión. Todo el tiempo que
permaneció allí habitó bajo un toldo, en el centro de un
potrero de alfalfa, y ostentó (porque era ostentación
meditada) el chiripá. ¡Reto e insulto que hacía a una ciudad
donde la mayor parte de los ciudadanos cabalgaban en sillas
inglesas y donde los trajes y gustos bárbaros de la campaña
eran detestados, por cuanto es una provincia exclusivamente
agricultora!
Una campaña más todavía sobre Tucumán, contra el
general Madrid, completó el debut o exhibición de este nuevo
Emir de los pastores. El general Madrid había vuelto al
Gobierno de Tucumán, sostenido por la provincia, y
7 Estos sacerdotes fueron el cura Villafañe, de la provincia de
Tucumán, de setenta y seis años de edad.
Dos curas Frías, perseguidos, de Santiago de Estero, establecidos en
la campaña de Tucumán, el uno de sesenta y cuatro años, y el otro, de
sesenta y seis.
El canónigo Cabrera, de la catedral de Córdoba, de sesenta años.
Los cuatro fueron conducidos a Buenos Aires y degollados en Santos
Lugares, previas las profanaciones referidas. (Nota de la 1º edición).
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172
Facundo se creyó en el deber de desalojarlo. Nueva
expedición, nueva batalla, nueva victoria. Omito sus
pormenores, porque en ellos no encontramos sino
pequeñeces. Un hecho hay, sin embargo, ilustrativo. Madrid
tenía en la batalla del Rincón ciento diez hombres de
infantería; cuando la acción se terminó, habían muerto
sesenta en línea, y excepto uno, los cincuenta restantes
estaban heridos. Al día siguiente, Madrid se presenta de
nuevo a combatir, y Quiroga le manda uno de sus ayudantes,
desnudo, a decirle, simplemente, que la acción principiaría
por los cincuenta prisioneros que dejaba arrodillados, y una
compañía de soldados apuntándoles; con cuya intimación,
Madrid abandonó toda tentativa de hacer aún resistencia.
En todas estas tres expediciones en que Facundo ensaya
sus fuerzas se nota, todavía, poca efusión de sangre, pocas
violaciones de la moral. Es verdad que se apodera, en
Tucumán, de ganados, cueros, suelas, e impone gruesas
contribuciones en especies metálicas; pero aún no hay azotes
a los ciudadanos, no hay ultrajes a las señoras; son los males
de la conquista, pero aún sin sus horrores: el sistema pastoril
no se desenvuelve sin freno y con toda la ingenuidad que
muestra más tarde.
¿Qué parte tenía el Gobierno legítimo de La Rioja en
estas expediciones? ¡Oh! Las formas existen aún, pero el
espíritu estaba todo en el comandante de campaña. Blanco
deja el mando, harto de humillaciones, y Agüero entra en el
Gobierno. Un día, Quiroga raya su caballo en la puerta de su
casa, y le dice: «Señor gobernador: vengo a avisarle que estoy
acampado a dos leguas con mi escolta.» Agüero renuncia.
F A C U N D O
173
Trátase de elegir nuevo gobierno, y a petición de los vecinos,
él se digna indicarles a Galván. Recíbese éste, y en la noche
es asaltado por una partida; fuga, y Quiroga se ríe mucho de
la aventura. La Junta de Representantes se componía de
hombres que ni leer sabían.
Necesita dinero para la primera expedición a Tucumán, y
pide al tesoro de la Casa de Moneda 8.000 pesos por cuenta
de sus acciones, que no había pagado; en Tucumán pide
25.000 pesos para pagar a sus soldados, que nada reciben, y
más tarde, pasa la cuenta de 18.000 pesos a Dorrego, para
que le abone los costos de la expedición que había hecho
por orden del gobierno de Buenos Aires. Dorrego se
apresura a satisfacer tan justa demanda. Esta suma se la
reparten entre él y Moral, gobernador de La Rioja, que le
sugirió la idea; seis años después daba en Mendoza 700
azotes al mismo Moral, en castigo de su ingratitud.
Durante el gobierno de Blanco se traba una disputa en
una partida de juego. Facundo toma de los cabellos a su
contendor, lo sacude y le quiebra el pescuezo. El cadáver fue
enterrado y apuntada la partida: «Muerto de muerte natural.»
Al salir para Tucumán, manda una partida a casa de Sárate,
propietario pacífico, pero conocido por su valor y su
desprecio a Quiroga; sale aquél a la puerta, y apartando a la
mujer e hijos, lo fusilan, dejando a la viuda el cuidado de
enterrarlo. De vuelta de la expedición se encuentra con
Gutiérrez, ex gobernador de Catamarca y partidario del
Congreso, y le insta que vaya a vivir a La Rioja, donde estará
seguro. Pasan ambos una temporada en la mayor intimidad;
pero un día que le ha visto en la carretera, rodeado de
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174
gauchos amigos, lo aprehenden, dándole una hora para
prepararse a morir. El espanto reina en La Rioja; Gutiérrez
es un hombre respetable, que se ha granjeado el afecto de
todos. El presbítero Dr. Colina, el cura Herrera, el padre
provincial Tarrima, el padre Cernadas, guardián de San
Francisco y el padre prior de Santo Domingo, se presentan a
pedirle que, al menos, dé al reo tiempo para testar y
confesarse. «Ya veo -contestó- que Gutiérrez tiene aquí
muchos partidarios. ¡A ver, una ordenanza! Lleve a estos
hombres a la cárcel, y que mueran en lugar de Gutiérrez.»
Son llevados, en efecto: dos se echan a llorar a gritos y a
correr para salvarse; a otro le sucede algo peor que
desmayarse; los otros son puestos en capilla. Al oír la historia
se echa a reír Facundo y los manda poner en libertad. Estas
escenas con los sacerdotes son frecuentes en el Enviado de
Dios. En San Juan hace pasearse a un negro vestido de
clérigo; en Córdoba, a nadie desea coger sino al doctor
Castro Barros, con quien tiene que arreglar una cuenta; en
Mendoza anda con un clérigo prisionero con sentencia de
muerte, y es sentado en el banco para ser fusilado; en Antiles
hace lo mismo con el cura de Alguia y en Tucumán con el
prior de un convento. Es verdad que a ninguno fusila; eso
estaba reservado a Rosas, jefe también del partido católico;
pero los veja, los humilla, los ultraja, lo que no estorba que
todos los viejos y las beatas dirijan sus plegarias al cielo por
que dé la victoria a sus armas.
Pero la historia de Gutiérrez no concluye aquí. Quince
días después recibe orden de salir desterrado con escolta.
Llegado que hubo a un alojamiento, se enciende fuego para
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175
cenar, y Gutiérrez se comide a soplarlo. El oficial le descarga
un palo; sucédense otros, y los sesos saltan por los
alrededores. Un chasque sale inmediatamente, avisando al
gobernador Moral que, habiendo querido fugarse el reo… El
oficial no sabía escribir, y entre las provisiones de viaje
¡¡había traído, desde La Rioja, el oficio cerrado!!
Estos son los acontecimientos principales, que ocurren
durante los primeros ensayos de fusión de la República, que
hace Facundo; porque éste es un simple ensayo; todavía no
ha llegado el momento de la alianza de todas las fuerzas
pastoras, para que salga de la lucha la nueva organización de
la República. Rosas es ya grande en la campaña de Buenos
Aires, pero aún no tiene nombre ni títulos; trabaja, empero,
la agita, la subleva. La Constitución dada por el Congreso es
rechazada de todos los pueblos en que los caudillos tienen
influencia. En Santiago del Estero se presenta el enviado en
traje de etiqueta, y lo recibe Ibarra en mangas de camisa y
chiripá. Rivadavia renuncia, en razón de que la voluntad de los
pueblos está en oposición; «pero el vandalaje os va a devorar»,
añade en su despedida. ¡Hizo bien en renunciar! Rivadavia
tenía por misión presentarnos el constitucionalismo de
Benjamín Constant, con todas sus palabras huecas, sus
decepciones y sus ridiculeces. Rivadavia ignoraba que
cuando se trata de la civilización y la libertad de un pueblo,
un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones
venideras arduos deberes que desempeñar, y que no hay
caridad ni compasión en abandonar a una nación, por treinta
años, a las devastaciones y a la cuchilla del primero que se
presente, a despedazarla y degollarla. Los pueblos, en su
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176
infancia, son unos niños que nada prevén, que nada
conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de
alta comprensión les sirvan de padre. El vandalaje nos ha
devorado, en efecto, y es bien triste gloria el vaticinarlo en
una proclama y no hacer el menor esfuerzo por estorbarlo.
F A C U N D O
177
9. Guerra social
Il y a un quatrième élément qui arrive: ce sont les barbares, ce sont
les barbares, ce sont des hordes nouvelles, qui viennent se jeter dans la
société antique avec une complète fraîcheur de moeurs, d’âme et d’esprit,
qui n’ont rien fait, qui sont prêts à tout recevoir avec toute l’aptitude de
l’ignorance la plus docile et la plus naïve
LERMINIER
La Tablada
La Presidencia ha caído, en medio de los silbos y las
rechiflas de sus adversarios. Dorrego, el hábil jefe de la
oposición en Buenos Aires, es el amigo de los gobiernos del
interior, sus fautores y sostenedores en la campaña
parlamentaria en que logró triunfar. En el exterior, la victoria
parece haberse divorciado de la República; y aunque sus
armas no sufren desastres en el Brasil, se siente por todas
partes la necesidad de la paz. La oposición de los jefes del
interior había debilitado el ejército, destruyendo o negando
los contingentes que debían reforzarlo. En el interior reina
una tranquilidad aparente; pero el suelo parece removerse, y
D O M I N G O F . S A R M I E N T O
178
rumores extraños turban la quieta superficie. La prensa de
Buenos Aires brilla con resplandores siniestros; la amenaza
está en el fondo de los artículos que se lanzan diariamente
oposición y Gobierno.
La administración Dorrego siente que el vacío empieza a
hacerse en torno suyo; que el partido de la ciudad, que se ha
denominado federal y lo ha elevado, no tiene elementos para
sostenerse con brillo después de la Presidencia. La
administración Dorrego no había resuelto ninguna de las
cuestiones que tenían dividida la República, mostrando, por
el contrario, toda la impotencia del federalismo.
Dorrego era porteño antes de todo. ¿Qué le importaba el
interior? El ocuparse de sus intereses habría sido
manifestarse unitario, es decir, nacional. Dorrego había
prometido a los caudillos y pueblos todo cuanto podía
afianzar la perpetuidad de los unos y favorecer los intereses
de los otros; elevado, empero, al Gobierno, «¿qué nos
importa -decía allá en sus círculos- que los tiranuelos
despoticen a esos pueblos? ¿Qué valen para nosotros cuatro
mil pesos anuales dados a López, dieciocho mil a Quiroga,
para nosotros, que tenemos el puerto y la aduana, que nos
produce millón y medio, que el fatuo Rivadavia quería
convertir en rentas nacionales?» Porque no olvidemos que el
sistema de aislamiento se traduce por una frase cortísima:
«cada uno para sí». ¿Pudo prever Dorrego y su partido que
las provincias vendrían un día a castigar a Buenos Aires, por
haberles negado su influencia civilizadora; y que, a fuerza de
despreciar su atraso y su barbarie, ese atraso y esa barbarie
habían de penetrar en las calles de Buenos Aires, establecerse
F A C U N D O
179
allí y sentar sus reales en el Fuerte?
Pero Dorrego podía haberlo visto, si él o los suyos
hubiesen tenido mejores ojos. Las provincias estaban ahí, a
las puertas de la ciudad, esperando la ocasión de penetrar en
ella. Desde los tiempos de la Presidencia, los decretos de la
autoridad civil encontraban una barrera impenetrable en los
arrabales exteriores de la ciudad. Dorrego había empleado
como instrumento de oposición esta resistencia exterior, y
cuando su partido triunfó, condecoró al aliado de
extramuros con el dictado de Comandante general de la
Campaña. ¿Qué lógica de hierro es ésta que hace escalón
indispensable para un caudillo su elevación a comandante de
campaña? Donde no existe este andamio, como sucedía
entonces en Buenos Aires, se levanta ex profeso, como si se
quisiese, antes de meter el lobo en el redil, exponerlo a las
miradas de todos y elevarlo en los escudos.
Dorrego, más tarde, encontró que el Comandante de
Campaña, que había estado haciendo bambolear la
Presidencia y tan poderosamente había contribuido a
derrocarla, era una palanca aplicada constantemente al
Gobierno, y que, caído Rivadavia y puesto en su lugar
Dorrego, la palanca continuaba su trabajo de
desquiciamiento. Dorrego y Rosas están en presencia el uno
del otro, observándose y amenazándose. Todos los del
círculo de Dorrego recuerdan su frase favorita: «¡El gaucho
pícaro!» «Que siga enredando -decía-, y el día menos pensado
lo fusilo.» ¡Así decían también los Ocampos cuando sentían
sobre su hombro la robusta garra de Quiroga!
Indiferente para los pueblos del interior, débil con su
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180
elemento federal de la ciudad y en lucha ya con el poder de
la campaña que había llamado en su auxilio, Dorrego, que ha
llegado al Gobierno por la oposición parlamentaria y la
polémica, trata de atraerse a los unitarios, a quienes ha
vencido. Pero los partidos no tienen ni caridad ni previsión.
Los unitarios se le ríen en las barbas; se conjuran y se pasan
la palabra: «Vacila -dicen-; dejémosle caer.» Los unitarios no
comprendían que con Dorrego venían replegándose a la
ciudad los que habían querido hacerse intermediarios entre
ellos y la campaña, y que el monstruo de que huían no
buscaba a Dorrego, sino a la ciudad, a las instituciones civiles,
a ellos mismos, que eran su más alta expresión.
En este estado de cosas, concluida la paz con el Brasil,
desembarca la primera división del ejército mandada por
Lavalle. Dorrego conocía el espíritu de los veteranos de la
Independencia, que se veían cubiertos de heridas,
encaneciendo bajo el peso del morrión, y, sin embargo,
apenas eran coroneles, mayores, capitanes; gracias si dos o
tres habían ceñido la banda de general, mientras que en el
seno de la República, y sin traspasar jamás las fronteras,
había decenas de caudillos que en cuatro años habían
elevádose de gauchos malos a comandantes, de comandantes a
generales, de generales a conquistadores de pueblos y, al fin,
a soberanos absolutos de ellos. ¿Para qué buscar otro motivo
al odio implacable que bullía bajo las corazas de los
veteranos? ¿Qué les aguardaba después de que el nuevo
orden de cosas les había estorbado hacer, como ellos
pretendían, ondear sus penachos por las calles de la capital
del Imperio del Brasil?
F A C U N D O
181
El 1º de diciembre amanecieron formados en la plaza de
la Victoria los cuerpos de línea desembarcados. El
gobernador Dorrego había tomado la campaña, los unitarios
llenaban las avenidas, hendiendo el aire con sus vivas y sus
gritos de triunfo. Algunos días después, setecientos
coraceros, mandados por oficiales generales, salían por la
calle del Perú, con rumbo a la Pampa, a encontrar algunos
millares de gauchos, indios amigos y alguna fuerza regular,
acaudillados por Dorrego y Rosas. Un momento después
estaba el campo de Navarro lleno de cadáveres, y al día
siguiente, un bizarro oficial, que hoy está al servicio de Chile,
entregaba en el Cuartel general a Dorrego, prisionero. Una
hora más tarde, el cadáver de Dorrego yacía traspasado de
balazos. El jefe que había ordenado su ejecución anunció el
hecho a la ciudad en estos términos de abnegación y
altanería:
«Participo al Gobierno Delegado que el coronel don
Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al
frente de los regimientos que componen esta división.
»La Historia, Señor Ministro, juzgará imparcialmente si el
señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la
tranquilidad de un pueblo enlutado por él puedo haber
estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.
»Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la
muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo
hacer en su obsequio.
»Saluda al Sr. Ministro con toda consideración,
Juan Lavalle.»
D O M I N G O F . S A R M I E N T O
182
¿Hizo mal Lavalle?… Tantas veces lo han dicho, que sería
fastidioso añadir un sí en apoyo de los que después de
palpadas las consecuencias han desempeñado la fácil tarea de
incriminar los motivos de donde procedieron. «Cuando el
mal existe, es porque está en las cosas, y allí solamente ha de
ir a buscársele; si un hombre lo representa, haciendo
desaparecer la personificación, se le renueva. César asesinado,
renació más terrible en Octavio.» Sería un anacronismo
oponer este sentir a L. Blanc, expresado antes por Lerminier
y otros mil, enseñado por la Historia tantas veces a nuestros
partidos hasta 1829, educados con las exageradas ideas de
Mably, Raynal, Rousseau, sobre los déspotas, la tiranía y
tantas otras palabras que aún vemos quince años después
formando el fondo de las publicaciones de la prensa.
Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no
se mata el alma, y que los personajes políticos traen su
carácter y su existencia del fondo de ideas, intereses y fines
del partido que representan. Si Lavalle, en lugar de Dorrego,
hubiese fusilado a Rosas, habría quizá ahorrado al mundo un
espantoso escándalo; a la humanidad, un oprobio, y a la
República, mucha sangre y muchas lágrimas; pero, aun
fusilando a Rosas, la campaña no habría carecido de
representantes, y no se habría hecho más que cambiar un
cuadro histórico por otro. Pero lo que hoy se afecta ignorar
es que, no obstante la responsabilidad puramente personal
que del acto se atribuye Lavalle, la muerte de Dorrego era
una consecuencia necesaria de las ideas dominantes
F A C U N D O
183
entonces, y que, dando cima a esta empresa, el soldado,
intrépido hasta desafiar el fallo de la Historia, no hacía más
que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano.
Sin duda que nadie me atribuirá el designio de justificar al
muerto, a expensas de los que sobreviven, por haberlo
hecho, salvo, quizás, las formas; lo menos sustancial, sin
duda, en caso semejante. ¿Qué había estorbado la
proclamación de la Constitución de 1826, sino la hostilidad
contra ella de Ibarra, López, Bustos, Quiroga, Ortiz, los
Aldao, cada uno dominando una provincia y algunos de ellos
influyendo sobre las demás? Luego, ¿qué cosa debía parecer
más lógica en aquel tiempo y para aquellos hombres lógicos
a priori por educación literaria, sino allanar el único obstáculo
que, según ellos, se presentaba para la suspirada organización
de la República? Estos errores políticos, que pertenecen a
una época más bien que a un hombre, son, sin embargo,
muy dignos de consideración; porque de ellos depende la
explicación de muchos fenómenos sociales. Lavalle,
fusilando a Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos,
López, Facundo y los demás caudillos, respondía a una
exigencia de su época y de su partido.
Todavía en 1834 había hombres en Francia que creían
que haciendo desaparecer a Luis Felipe la República francesa
volvería a alzarse gloriosa y grande, como en tiempos
pasados. Acaso, también, la muerte de Dorrego fue uno de
esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del
drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío,
absurdo. Estábase incubando, hacía tiempo, en la República,
la guerra civil: Rivadavia la había visto venir, pálida,
D O M I N G O F . S A R M I E N T O
184
frenética, armada de teas y puñales; Facundo, el caudillo más
joven y emprendedor, había paseado sus hordas por las
faldas de los Andes y encerrádose, a su pesar, en su guarida;
Rosas, en Buenos Aires, tenía ya su trabajo maduro y en
estado de ponerlo en exhibición; era una obra de diez años,
realizada en derredor del fogón del gaucho, en la pulpería, al
lado del cantor. Dorrego estaba de más para todos: para los
unitarios, que lo menospreciaban; para los caudillos, a
quienes era indiferente; para Rosas, en fin, que ya estaba
cansado de aguardar y de surgir a la sombra de los partidos
de la ciudad; que quería gobernar pronto, incontinenti; en una
palabra, pugnaba por producirse aquel elemento que no era,
porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la
palabra; aquello que se estaba removiendo y agitando desde
Artigas hasta Facundo, tercer elemento social, lleno de vigor
y de fuerza, impaciente por manifestarse en toda su
desnudez, por medirse con las ciudades y la civilización
europea. Si quitáis de la Historia la muerte de Dorrego,
¿Facundo habría perdido la fuerza de expansión que sentía
rebullirse en su alma, Rosas habría interrumpido la obra de
personificación de la campaña en que estaba atareado, sin
descanso ni tregua, desde mucho antes de manifestarse en
1820, ni todo el movimiento iniciado por Artigas e
incorporado ya en la circulación de la sangre de la República?
¡No! Lo que Lavalle hizo fue dar con la espada un corte al
nudo gordiano en que había venido a enredarse toda la
sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso evitar el
cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha,
hizo que reventase la mina por la mano de unitarios y
F A C U N D O
185
federales, preparada de mucho tiempo atrás.
Desde este momento, nada quedaba que hacer para los
tímidos, sino taparse los oídos y cerrar los ojos. Los demás
vuelan a las armas por todas partes y el tropel de los caballos
hace retemblar la pampa, y el cañón enseña su negra boca a
la entrada de las ciudades.
Me es preciso dejar a Buenos Aires, para volver al fondo
de las demás provincias, a ver lo que en ellas se prepara. Una
cosa debo notar, de paso, y es que López, vencido en varios
encuentros, solicita, en vano, una paz tolerable que Rosas
piensa seriamente en trasladarse al Brasil.8 Lavalle se niega a
toda transacción, y sucumbe. ¿No veis al unitario entero en
este desdén del gaucho, en esta confianza en el triunfo de la
ciudad? Pero ya lo he dicho: la montonera fue siempre débil en
los campos de batalla, pero terrible en una larga campaña. Si
Lavalle hubiera adoptado otra línea de conducta, y
conservado el puerto en poder de los hombres de la ciudad,
¿qué habría sucedido?… El gobierno de sangre de la pampa,
¿habría tenido lugar?
Facundo estaba en su elemento. Una campaña debe
abrirse; los chasques se cruzan por todas partes; el aislamiento
feudal va a convertirse en confederación guerrera; todo es
puesto en requisición para la próxima campaña, y no es que
sea necesario ir hasta las orillas del Plata para encontrar un
buen campo de batalla, no: el general Paz, con ochocientos
8 Tengo estos hechos de don Domingo de Oro, quien estaba por
entonces al lado de López, y servía de padrino a Rosas, muy desvalido
para con aquél en aquellos momentos. (Nota de la 2ª edición).
D O M I N G O F . S A R M I E N T O
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veteranos, ha venido a Córdoba, batido y destrozado a
Bustos, y apoderándose de la ciudad, que está a un paso de
los Llanos y que ya asedian e importunan con su algazara, las
montoneras de la sierra de Córdoba.
Facundo apresura sus preparativos; arde por llegar a las
manos con un general manco que no puede manejar una
lanza ni hacer describir círculos al sable. Ha vencido a
Madrid; ¡qué podrá hacer Paz! De Mendoza debe reunírsele
don Félix Aldao con un regimiento de auxiliares
perfectamente equipados de colorado, y disciplinados; y no
estando aún en línea una fuerza de setecientos hombres de
San Juan, Facundo se dirige a Córdoba con 4.000 hombres,
ansiosos de medir sus armas con los coraceros del 2 y los
altaneros jefes de línea.
La batalla de la Tablada es tan conocida, que sus
pormenores no interesan ya. En la Revista de Ambos Mundos se
encuentra brillantemente descrita; pero hay algo que debe
notarse. Facundo acomete la ciudad con todo su ejército, y
es rechazado, durante un día y una noche de tentativas de
asalto, por cien jóvenes dependientes de comercio, treinta
artesanos artilleros, dieciocho soldados retirados, seis
coraceros enfermos, parapetados detrás de zanjas hechas a la
ligera y defendidas por sólo cuatro piezas de artillería. Sólo
cuando anuncia su designio de incendiar la hermosa ciudad
puede obtener que le entreguen la plaza pública, que es lo
único que no está en su poder. Sabiendo que Paz se acerca,
deja como inútil la infantería y marcha a su encuentro, con
las fuerzas de caballería, que eran, sin embargo, de triple
número que el ejército enemigo. Allí fue el duro batallar, allí
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187
las repetidas cargas de caballería; pero ¡todo inútil!
Aquellas enormes masas de jinetes que van a revolcarse
sobre los ochocientos veteranos tienen que volver atrás a
cada minuto y volver a cargar para ser rechazados de nuevo.
En vano la terrible lanza de Quiroga hace en la retaguardia
de los suyos tanto estrago como el cañón y la espada de
Ituzaingó hacen al frente. ¡Inútil! En vano remolinean los
caballos al frente de las bayonetas y en la boca de los
cañones. ¡Inútil! Son las olas de una mar embravecida que
vienen a estrellarse, en vano, contra la inmóvil y áspera roca:
a veces queda sepultada en el torbellino que en su derredor
levanta el choque; pero un momento después sus crestas
negras, inmóviles, tranquilas, reaparecen, burlando la rabia
del agitado elemento. De cuatrocientos auxiliares sólo
quedan sesenta; de seiscientos colorados no sobrevive un
tercio, y los demás cuerpos sin nombre se han deshecho y
convertídose en una masa informe e indisciplinada, que se
disipa por los campos. Facundo vuela a la ciudad, y al
amanecer del día siguiente estaba, como el tigre en acecho,
con sus cañones e infantes; todo, empero, quedó muy en
breve terminado, y mil quinientos cadáveres patentizaron la
rabia de los vencidos y la firmeza de los vencedores.
Sucedieron, en estos días de sangre, dos hechos que
siguen, después, repitiéndose. Las tropas de Facundo
mataron en la ciudad al mayor Tejedor, que llevaba en la
mano una bandera parlamentaria; en la batalla del segundo
día, un coronel de Paz fusiló nueve oficiales prisioneros. Ya
veremos las consecuencias.
En la Tablada de Córdoba se midieron las fuerzas de la
D O M I N G O F . S A R M I E N T O
188
campaña y de la ciudad, bajo sus más altas inspiraciones,
Facundo y Paz, dignas personificaciones de las dos
tendencias que van a disputarse el dominio de la República.
Facundo, ignorante, bárbaro, que ha llevado, por largos
años, una vida errante que sólo alumbran, de vez en cuando,
los reflejos siniestros del puñal que gira en torno suyo;
valiente hasta la temeridad, dotado de fuerzas hercúleas,
gaucho de a caballo, como el primero, dominándolo todo
por la violencia y el terror, no conoce más poder que el de la
fuerza brutal, no tiene fe sino en el caballo; todo lo espera
del valor, de la lanza, del empuje terrible de sus cargas de
caballería. ¿Dónde encontraréis en la República Argentina un
tipo más acabado del ideal del gaucho malo? ¿Creéis que es
torpeza dejar en la ciudad su infantería y su artillería? No; es
instinto, es gala de gaucho; la infantería deshonraría el
triunfo, cuyos laureles debe coger desde a caballo.
Paz es, por el contrario, el hijo legítimo de la ciudad, el
representante más cumplido del poder de los pueblos
civilizados. Lavalle, Madrid y tantos otros son argentinos
siempre, soldados de caballería, brillantes como Murat, si se
quiere; pero el instinto gaucho se abre paso por entre la
coraza y las charreteras. Paz es militar a la europea: no cree
en el valor solo, si no subordina a la táctica, a la estrategia y a
la disciplina; apenas sabe andar a caballo; es, además, manco,
y no puede manejar una lanza. La ostentación de fuerzas
numerosas le incomoda; pocos soldados, pero bien
instruidos. Dejadle formar un ejército, esperad que os diga:
«ya está en estado», y concededle que escoja el terreno en
que ha de dar la batalla, y podéis fiarle, entonces, la suerte de
F A C U N D O
189
la República. Es el espíritu guerrero de la Europa, hasta en el
arma que ha servido: es artillero, y, por tanto, matemático,
científico, calculador. Una batalla es un problema que
resolverá por ecuaciones, hasta daros la incógnita, que es la
victoria. El general Paz no es un genio, como el artillero de
Tolón, y me alegro de que no lo sea; la libertad pocas veces
tiene mucho que agradecer a los genios. Es un militar hábil y
un administrador honrado, que ha sabido conservar las
tradiciones europeas y civiles, y que espera de la ciencia lo
que otros aguardan de la fuerza brutal; es, en una palabra, el
representante legítimo de las ciudades, de la civilización
europea, que estamos amenazados de ver interrumpida en
nuestra patria. ¡Pobre general Paz! ¡Gloriaos en medio de
vuestros repetidos contratiempos! ¡Con vos andan los
penates de la República Argentina! Todavía el destino no ha
decidido entre vos y Rosas, entre la ciudad y la pampa, entre
la banda celeste y la cinta colorada. ¡Tenéis la única cualidad
de espíritu que vence, al fin, la resistencia de la materia bruta,
la que hizo el poder de los mártires! Tenéis fe. ¡Nunca habéis
dudado! ¡La fe os salvará y en vos confía la civilización!
Algo debe haber de predestinado en este nombre.
Desprendido del seno de una revolución mal aconsejada
como la del 1º de diciembre, él es el único que sabe
justificarla con la victoria; arrebatado de la cabeza de su
ejército, por el poder sublime del gaucho, anda de prisión en
prisión diez años, y Rosas mismo no se atreve a matarlo,
como si un ángel tutelar velara sobre la conservación de sus
días. Escapado como por milagro, en medio de una noche
tempestuosa, las olas agitadas del Plata le dejan, al fin, tocar
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190
la ribera oriental; rechazado aquí, desairado allá, le entregan,
al fin, las fuerzas extenuadas de una provincia que ha visto
sucumbir, ya, dos ejércitos. De estas migajas, que recoge con
paciencia y prolijidad, forma sus medios de resistencia, y
cuando los ejércitos de Rosas han triunfado por todas partes
y llevado el terror y las matanzas a todos los confines de la
República, el general manco, el general boleado, grita desde
los pantanos de Caaguazú. «¡La República vive aún!»
Despojado de sus laureles, por la mano de los mismos a
quienes ha salvado, y arrojado indignamente de la cabeza de
su ejército, se salva de entre sus enemigos en el Entre Ríos
porque el cielo desencadena sus elementos para protegerlo, y
porque el gaucho del bosque Montiel no se atreve a matar al
buen manco que no mata a nadie. Llegado a Montevideo,
sabe que Ribera ha sido derrotado, acaso porque él no
estuvo para enredar al enemigo con sus propias maniobras.
Toda la ciudad, consternada, se agolpa a su humilde morada
de fugitivo a pedirle una palabra de consuelo, una vislumbre
de esperanza. «Si me dieran veinte días, no toman la plaza»,
es la única respuesta que da, sin entusiasmo, pero con la
seguridad del matemático. Dale Oribe lo que Paz le pide, y
tres años van corriendo desde aquel día de consternación
para Montevideo.
Cuando ha afirmado bien la plaza y habituado a la
guarnición improvisada a pelear diariamente, como si fuese
ésta una ocupación como cualquiera otra de la vida, vase al
Brasil, se detiene en la Corte más tiempo que el que sus
parciales desearan, y cuando Rosas esperaba verlo bajo la
vigilancia de la policía imperial, sabe que está en Corrientes,
F A C U N D O
191
disciplinando seis mil hombres, que ha celebrado una alianza
con el Paraguay, y más tarde llega a sus oídos que el Brasil ha
invitado a la Francia y a la Inglaterra para tomar parte en la
lucha: de manera que la cuestión entre la campaña pastora y
las ciudades se ha convertido, al fin, en cuestión entre el
manco matemático, el científico Paz y el gaucho bárbaro
Rosas; entre la pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay,
el Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro.
Lo que más honra a este general, es que los enemigos a
quienes ha combatido no le tienen ni rencor ni miedo. La
Gaceta de Rosas, tan pródiga en calumnias y difamaciones, no
acierta a injuriarlo con provecho, descubriendo, a cada paso,
el respeto que a sus detractores inspira; llámale manco
boleado, castrado, porque siempre ha de haber una
brutalidad y una torpeza mezclada con los gritos sangrientos
del Caribe. Si fuese a penetrarse en lo íntimo del corazón de
los que sirven a Rosas, se descubriría la afección que todos
tienen al general Paz, y los antiguos federales no han
olvidado que él era el que estaba siempre protegiéndolos,
contra el encono de los antiguos unitarios. ¡Quién sabe si la
Providencia, que tiene en sus manos la suerte de los Estados,
ha querido guardar este hombre, que tantas veces ha
escapado a la destrucción, para volver a reconstruir la
República, bajo el imperio de las leyes que permiten la
libertad sin la licencia y que hacen inútil el terror y las
violencias que los estúpidos necesitan para mandar! Paz es
provinciano, y como tal, tiene ya una garantía de que no
sacrificaría las provincias a Buenos Aires y al puerto, como
lo hace, hoy, Rosas, para tener millones con que empobrecer
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192
y barbarizar a los pueblos del interior; como los federales de
las ciudades, acusaban al Congreso de 1826.
El triunfo de la Tablada abría una nueva época para la
ciudad de Córdoba, que hasta entonces, según el mensaje
pasado a la Representación provincial por el general Paz,
«había ocupado el último lugar entre los pueblos argentinos».
«Recordad que ha sido -continúa el mensaje- donde se han
cruzado las medidas y puesto obstáculos a todo lo que ha
tenido tendencia a constituir la nación o esta misma
provincia, ya sea bajo el sistema federal, ya bajo el unitario.»
Córdoba, como todas las ciudades argentinas, tenía su
elemento liberal, ahogado, hasta entonces, por un gobierno
absoluto y quietista, como el de Bustos. Desde la entrada de
Paz, este elemento oprimido se manifiesta en la superficie,
mostrando cuánto se ha robustecido durante los nueve años
de aquel gobierno español. He pintado antes en Córdoba el
antagonista en ideas a Buenos Aires; pero hay una
circunstancia que la recomienda poderosamente para el
porvenir. La ciencia es el mayor de los títulos para el
cordobés: dos siglos de Universidad han dejado en las
conciencias esta civilizadora preocupación que no existe tan
hondamente arraigada en las otras provincias del interior; de
manera, que no bien cambiada la dirección y materia de los
estudios, pudo Córdoba contar ya con un mayor número de
sostenedores de la civilización, que tiene, por causa y efecto,
el dominio y cultivo de la inteligencia.
Ese respeto a las luces, ese valor tradicional concedido a
los títulos universitarios, desciende, en Córdoba, hasta las
clases inferiores de la sociedad, y no de otro modo puede
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193
explicarse cómo las masas cívicas de Córdoba abrazaron la
revolución civil que traía Paz, con un ardor que no se ha
desmentido diez años después, y que ha preparado millares
de víctimas de entre las clases artesana y proletaria de la
ciudad a la ordenada y fría rabia del mazorquero. Paz traía
consigo un intérprete para entenderse con las masas
cordobesas de la ciudad: Barcala, el coronel negro, que tan
gloriosamente se había ilustrado en el Brasil, y que se
paseaba del brazo con los jefes del ejército. Barcala, el liberto
consagrado, durante tantos años, a mostrar a los artesanos el
buen camino, y a hacerles amar una revolución que no
distinguía ni color ni clase para condecorar el mérito; Barcala
fue el encargado de popularizar el cambio de ideas y miras
obrado en la ciudad, y lo consiguió más allá de lo que se
creía deber esperarse. Los cívicos de Córdoba pertenecen,
desde entonces, a la ciudad, al orden civil, a la civilización.
La juventud cordobesa se ha distinguido en la actual
guerra por la abnegación y constancia que ha desplegado,
siendo infinito el número de los que han sucumbido en los
campos de batalla, en las matanzas de la mazorca, y mayor
aún, el de los que sufren los males de la expatriación. En los
combates de San Juan quedaron las calles sembradas de esos
doctores cordobeses, a quienes barrían los cañones que
intentaban arrebatar al enemigo.
Por otra parte, el clero, que tanto había fomentado la
oposición al Congreso y a la Constitución, había tenido
sobrado tiempo para medir el abismo a que conducían la
civilización, los defensores del culto exclusivo de la clase de
Facundo, López y demás, y no vaciló en prestar adhesión
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194
decidida al general Paz.
Así, pues, los doctores como los jóvenes, el clero como
las masas, aparecieron, desde luego, unidos bajo un solo
sentimiento, dispuestos a sostener los principios
proclamados por el nuevo orden de cosas. Paz pudo
contraerse, ya, a reorganizar la provincia y a anudar
relaciones de amistad con las otras. Celebróse un tratado con
López, de Santa Fe, a quien don Domingo de Oro inducía a
aliarse con el general Paz; Salta y Tucumán lo estaban, ya,
antes de la Tablada, quedando sólo las provincias
occidentales, en estado de hostilidad.
F A C U N D O
195
10. Guerra social
Que cherchez-vous? Si vous êtes jaloux de voir un assemblage
effrayant de maux et d’horreurs vous l’avez trouvé.
SHAKESPEARE
Oncativo
¿Qué había sido de Facundo, entre tanto? En la Tablada
lo había dejado todo: armas, jefes, soldados, reputación;
todo, excepto la rabia y el valor. Moral, gobernador de La
Rioja, sorprendido por la noticia de tamaño descalabro, se
aprovecha de un ligero pretexto para salir fuera de la ciudad,
dirigiéndose hacia Los Pueblos, y desde Sañogasta dirige un
oficio a Quiroga, cuya llegada supo allí, ofreciéndole los
recursos de la provincia. Antes de la expedición a Córdoba,
las relaciones entre ambos jefes de la provincia, el
gobernador nominal y el caudillo, el mayordomo y el señor,
habían aparecido resfriadas. Facundo no había encontrado
tanto armamento como el que resultaba de los cómputos
que podían hacerse, sumando el que existía en la provincia
en tal época, más el traído de Tucumán, de San Juan, de
Catamarca, etc. Otra circunstancia singular agrava las
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196
sospechas que en el ánimo de Quiroga pesan contra el
gobernador. Sañogasta es la casa señorial de los Doria,
Dávila, enemigos de Facundo, y el gobernador, previendo las
consecuencias que el espíritu suspicaz de Facundo deducirá
de la fecha y lugar del oficio, lo data de Uanchin, punto
distante cuatro leguas. Sabe, empero, Quiroga que es de
Sañogasta de donde le escribía Moral, y toda duda queda
aclarada. Bárcena, un instrumento odioso de matanzas que él
ha adquirido en Córdoba, y Fontanel, salen con partidas a
recorrer Los Pueblos y prender a todos los vecinos
acomodados que encuentren. La batida, sin embargo, no ha
sido feliz: la caza ha husmeado a los lebreles, y huye
despavorida en todas direcciones. Las partidas volvieron con
sólo once vecinos, que fueron fusilados en el acto. Don
Inocencio Moral, tío del gobernador, con dos hijos, uno de
catorce años de edad y el otro de veinte; Ascueta, Gordillo,
Cantos (chileno), Sotomayor, Barrios, otro Gordillo, Corro,
transeúnte de San Juan, y Pasos, fueron las víctimas de
aquella jornada. El último, don Mariano Pasos, había
experimentado ya, en otra ocasión, el resentimiento de
Quiroga. Al salir para una de sus primeras excursiones, había
dicho aquél a un señor Rincón, comerciante como él, al ver
el desaliño y desorden de las tropas: «¡Qué gente para ir a
pelear!» Sabido esto por Quiroga, hace llamar a ambos
aristarcos, cuelga al primero en un pilar de las casas de
Cabildo, y le hace dar doscientos azotes, mientras que el otro
permanece con los calzones quitados, para recibir su parte,
de que Quiroga le hace merced. Más tarde, este agraciado fue
gobernador de La Rioja, y muy adicto al general.
F A C U N D O
197
El gobernador Moral, sabiendo, pues, lo que le
aguardaba, huyó, pues, de la provincia; bien que más tarde
recibió setecientos azotes por ingrato; pues este mismo
Moral es el que participó de los 18.000 pesos arrancados a
Dorrego.
Aquel Bárcena de que hablé antes fue el encargado de
asesinar al comisionado de la Compañía inglesa de minas. Le
he oído yo mismo los horribles pormenores del asesinato,
cometido en su propia casa, apartando a la mujer y los hijos,
para que dejasen paso a las balas y a los sablazos. Este
mismo Bárcena era el jefe de la mazorca que acompañó a
Oribe a Córdoba, y que en un baile que se daba en
celebración del triunfo sobre Lavalle, hacía rodar por el
salón las cabezas ensangrentadas de tres jóvenes cuyas
familias estaban allí. Porque debe tenerse presente que el
ejército que vino a Córdoba, en persecución de Lavalle, traía
una compañía de mazorqueros que llevaban, al costado
izquierdo, la cuchilla convexa, a manera de una pequeña
cimitarra, que Rosas mandó hacer ex profeso en las cuchillerías
de Buenos Aires para degollar hombres.
¿Qué motivo tuvo Quiroga para estas atroces
ejecuciones? Dícese que en Mendoza dijo a Oro que su
único objeto había sido aterrar. Cuéntase que, continuando
las matanzas en la campaña sobre infelices campesinos,
sobre el que acertaba a pasar por Atiles, campamento
general, uno de los Villafañes, le dijo, con el acento de la
compasión, del temor y de la súplica: «¿Hasta cuándo, mi
general?» «No sea usted bárbaro -contestó Quiroga-; ¿cómo
me rehago sin esto?» He aquí su sistema todo entero: el
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198
terror sobre el ciudadano, para que abandone su fortuna; el
terror sobre el gaucho, para que con su brazo sostenga una
causa que ya no es la suya; el terror suple a la falta de
actividad y de trabajo para administrar, suple al entusiasmo,
suple a la estrategia, suple a todo. Y no hay que alucinarse: el
terror es un medio de gobierno que produce mayores
resultados que el patriotismo y la espontaneidad. La Rusia lo
ejercita desde los tiempos de Iván, y ha conquistado todos
los pueblos bárbaros; los bandidos de los bosques obedecen
al jefe que tiene en su mano esta coyunda que domeña las
cervices más altivas. Es verdad que degrada a los hombres,
los empobrece, les quita toda elasticidad de ánimo; que en un
día, en fin, arranca a los Estados lo que habrían podido dar
en diez años; pero ¿qué importa todo esto al Zar de las
Rusias, al jefe de los bandidos, o al caudillo argentino?
Un bando de Facundo ordenó que todos los habitantes
de la ciudad de La Rioja emigrasen a los Llanos, so pena de
la vida, y esta orden se cumplió al pie de la letra. El enemigo
implacable de la ciudad temía no tener tiempo suficiente para
irla matando poco a poco, y le da el golpe de gracia. ¿Qué
motiva esta inútil emigración? ¿Temía Quiroga? ¡Oh, sí,
temía en este momento! En Mendoza levantaban un ejército
los unitarios, que se habían apoderado del Gobierno;
Tucumán y Salta estaban al norte, y al oriente, Córdoba, la
Tablada y Paz; estaba, pues, cercado, y una batida general
podía, al fin, empacar al Tigre de los Llanos.
Facundo había hecho alejar ganados hada la cordillera,
mientras que Villafañe acudía a Mendoza con fuerzas en
apoyo de los Aldao, y él aglomeraba sus nuevos reclutas en
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199
Atiles. Estos terroristas tienen también sus momentos de
terror: Rosas también lloraba como un chiquillo y se daba
contra las paredes cuando supo la revolución de Chascomú,
y once enormes baúles entraban en su casa para recoger sus
efectos, y embarcarse una hora antes de que le llegara la
noticia del triunfo de Álvarez. ¡Pero, por Dios! ¡No asustéis
nunca a los terroristas! ¡Ay de los pueblos desde que el
conflicto pasa! ¡Entonces son las matanzas de septiembre y la
exposición en el mercado de pirámides de cabezas humanas!
Quedaban en La Rioja, no obstante de la orden de
Facundo, una niña y un sacerdote: la Severa y el padre
Colina. La historia de la Severa Villafañe es un romance
lastimero, es un cuento de hadas, en que la más hermosa
princesa de sus tiempos anda errante y fugitiva, disfrazada de
pastora unas veces, mendigando un asilo y un pedazo de pan
otras, para escapar a las asechanzas de algún gigante
espantoso, de algún sanguinario Barba Azul. La Severa ha
tenido la desgracia de excitar la concupiscencia del tirano, y
no hay quien la valga para librarse de sus feroces halagos. No
es sólo virtud lo que la hace resistir a la seducción: es
repugnancia invencible, instintos bellos de mujer delicada,
que detesta los tipos de la fuerza brutal, porque teme que
ajen su belleza. Una mujer bella trocará muchas veces un
poco de deshonor propio, por un poco de la gloria que
rodea a un hombre célebre; pero de esa gloria noble y alta
que para descollar sobre los hombres no necesita de
encorvarlos ni envilecerlos, a fin de que, en medio de tanto
matorral rastrero, pueda alcanzarse a ver el arbusto espinoso
y descolorido. No es otra la causa de la fragilidad de la
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200
piadosa madame de Maintenon, la que se atribuye a madame
Roland, y tantas otras mujeres que hacen el sacrificio de su
reputación, por asociarse a nombres esclarecidos. La Severa
resiste años enteros. Una vez escapa de ser envenenada por
su Tigre, en una pasa de higo; otra, el mismo Quiroga,
despechado, toma opio para quitarse la vida. Un día se
escapaba de las manos de los asistentes del general, que van
a extenderla de pies y manos en una muralla, para alarmar su
pudor; otro, Quiroga la sorprende en el patio de su casa, la
agarra de un brazo, la baña en sangre a bofetadas, la arroja
por tierra y con el tacón de la bota le quiebra la cabeza. ¡Dios
mío! ¿No hay quien favorezca a esta pobre niña? ¿No tiene
parientes? ¿No tiene amigos? ¡Sí tal! Pertenece a las primeras
familias de La Rioja: el general Villafañe es su tío; tiene
hermanos que presencian estos ultrajes; hay un cura que le
cierra la puerta cuando viene a esconder su virtud detrás del
santuario. La Severa huye al fin a Catamarca y se encierra en
un beaterio. Dos años después, pasaba por allí Facundo, y
manda que se abra el asilo y la superiora traiga a su presencia
a las reclusas. Una hubo que dio un grito al verlo y cayó
exánime. ¿No es éste un lindo romance? ¡Era la Severa!
Pero vamos a Atiles, donde se está preparando un
ejército para ir a recobrar la reputación perdida en la
Tablada; porque no se trata sino de reputación del gaucho
cargador. Dos unitarios de San Juan han caído en su poder:
un joven Castro y Calvo, chileno, y un Alejandro Carril.
Quiroga pregunta al uno: «¿Cuánto da por su vida?»
«Veinticinco mil pesos», contesta temblando. «¿Y usted,
cuánto da?», dice al otro. «Yo sólo puedo dar cuatro mil; soy
F A C U N D O
201
comerciante y nada más poseo.» Mandan traerse las sumas
de San Juan, y ya hay treinta mil pesos para la guerra,
reunidos a tan poca costa. Mientras el dinero llega, Facundo
los aloja bajo un algarrobo, los ocupa en hacer cartuchos,
pagándoles dos reales diarios por su trabajo.
El Gobierno de San Juan tiene conocimiento de los
esfuerzos que la familia de Carril hace para mandar el rescate
y se aprovecha del descubrimiento. Gobierno de ciudadanos,
aunque federal, no se atreve a fusilar ciudadanos y se siente
impotente para arrancar dinero a los unitarios. El Gobierno
intima orden de salir para Atiles a los presos que pueblan las
cárceles; las madres y las esposas saben lo que significa
Atiles, y unas primero y otras después logran reunir las
sumas pedidas, para hacer volver a sus deudos del camino
que conduce a la guarida del Tigre. Así, Quiroga gobierna a
San Juan con sólo su terrorífico nombre.
Cuando los Aldao están fuertes en Mendoza y no han
dejado en La Rioja un solo hombre, viejo o joven, soltero o
casado, en estado de llevar armas, Facundo se transporta a
San Juan a establecer en aquella población rica, entonces, en
unitarios acaudalados, sus cuarteles generales. Llega y hace
dar seiscientos azotes a un ciudadano notable por su
influencia, sus talentos y su fortuna. Facundo anda en
persona al lado del cañón que lleva la víctimamoribunda por
las cuatro esquinas de la plaza, porque Facundo es muy
solícito en esta parte de la administración; no es como Rosas,
que desde el fondo de su gabinete, donde está tomando mate,
expide a la mazorca las órdenes que debe ejecutar, para
achacar después al entusiasmo federal del pobre pueblo todas
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202
las atrocidades con que ha hecho estremecer a la humanidad.
No creyendo aún bastante este paso previo a toda otra
medida, Facundo hace traer un viejecito cojo, a quien se
acusa o no se acusa de haber servido de baqueano a algunos
prófugos, y lo hace fusilar en el acto, sin confesión, sin
permitirle una palabra, porque el Enviado de Dios no se cuida
siempre de que sus víctimas se confiesen.
Preparada así la opinión pública, no hay sacrificios que la
ciudad de San Juan no esté pronta a hacer en defensa de la
federación; las contribuciones se distribuyen sin réplica;
salen armas de debajo de tierra; Facundo compra fusiles,
sables a quien se los presenta. Los Aldao triunfan de la
incapacidad de los unitarios, por la violación de los tratados
del Pilar, y entonces Quiroga pasa a Mendoza. Allí era el
terror inútil: las matanzas diarias ordenadas por el fraile, de
que di detalles en su biografía, tenían helada como un
cadáver a la ciudad; pero Facundo necesitaba confirmar allí
el espanto que su nombre infundía por todas partes. Algunos
jóvenes sanjuaninos han caído prisioneros; éstos, por lo
menos, le pertenecen. A uno de ellos manda hacer esta
pregunta: «¿Cuántos fusiles puede entregar dentro de cuatro
días?» El joven contesta que si se le da tiempo para mandar a
Chile a procurarlos y a su casa, para recolectar fondos, verá
lo que puede hacer. Quiroga reitera la pregunta, pidiendo
que conteste categóricamente. «¡Ninguno!» Un minuto
después llevaban a enterrar el cadáver, y seis sanjuaninos más
le seguían a cortos intervalos. La pregunta sigue haciéndose,
de palabra o por escrito, a los prisioneros mendocinos, y las
respuestas son más o menos satisfactorias. Un reo de más
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203
alto carácter se presenta: el general Alvarado ha sido
aprehendido. Facundo lo hace traer a su presencia. «Siéntese,
general -le dice-; ¿en cuántos días podrá entregarme seis mil
pesos por su vida?» «En ninguno, señor: no tengo dinero.»
«¡Eh!, pero tiene usted amigos, que no lo dejarán fusilar.»
«No tengo, señor; yo era un simple transeúnte por esta
provincia cuando, forzado por el voto público, me hice
cargo del gobierno.» «¿Para dónde quiere usted retirarse?»,
continúa después de un momento de silencio. «Para donde S.
E. lo ordene.» «Diga usted, ¿adónde quiere ir?» «Repito que
donde se me ordene.» «¿Qué le parece San Juan?» «Bien,
señor.» «¿Cuánto dinero necesita?» «Gracias, señor, no
necesito.» Facundo se dirige a un escritorio, abre dos gavetas
henchidas de oro y retirándose le dice: «Tome, general, lo
que necesite.» «Gracias, señor, nada.» Una hora después, el
coche del general Alvarado estaba a la puerta de su casa,
cargado con su equipaje y el general Villafañe que debía
acompañarlo a San Juan, donde a su llegada le entregó cien
onzas de oro de parte del general Quiroga, suplicándole que
no se negase a admitirlas.
Como se ve, el alma de Facundo no estaba del todo
cerrada a las nobles inspiraciones. Alvarado era un antiguo
soldado, un general grave y circunspecto, y poco mal le había
causado. Más tarde decía de él: «Este general Alvarado es un
buen militar, pero no entiende nada de esta guerra que
hacemos nosotros.»
En San Juan le trajeron un francés, Barreau, que había
escrito de él lo que un francés puede escribir. Facundo le
pregunta si es el autor de los artículos que tanto le han
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204
herido, y con la respuesta afirmativa: «¿Qué espera usted
ahora?», replica Quiroga. «Señor, la muerte.» «Tome usted
esas onzas y váyase enhoramala.»
En Tucumán estaba Quiroga tendido sobre un
mostrador. «¿Dónde está el general?», le pregunta un andaluz
que se ha achispado un poco, para salir con honor del lance.
«Ahí dentro; ¿qué se le ofrece?» «Vengo a pagar
cuatrocientos mil pesos que me ha puesto de contribución…
¡Como no le cuesta nada a ese animal!» «¿Conoce, patrón, al
general?» «Ni quiero conocerlo, ¡forajido!» «Pase adelante;
tomemos un trago de caña.» Más avanzado estaba este
original diálogo, cuando un ayudante se presenta, y
dirigiéndose a uno de los interlocutores: «Mi general…», le
dice, «¡Mi general!… -repite el andaluz abriendo un palmo de
boca-. Pues qué…, ¿sois vos el general?… ¡Canario! Mi general
-continúa hincándose de rodillas-, soy un pobre diablo,
pulpero…, ¡ qué quiere V. S.!…; me arruina…, pero el dinero
está pronto…; vamos…, ¡no hay que enfadarse!» Facundo se
echa a reír, lo levanta, lo tranquiliza y le entrega su
contribución tomando sólo doscientos pesos prestados, que
le devuelve religiosamente más tarde. Dos años después, un
mendigo paralítico le gritaba en Buenos Aires: «Adiós, mi
general, soy el andaluz de Tucumán, estoy paralítico.»
Facundo le dio seis onzas.
Estos rasgos prueban la teoría que el drama moderno ha
explotado con tanto brillo, a saber: que aun en los caracteres
históricos más negros hay siempre una chispa de virtud que
alumbra por momentos y se oculta. Por otra parte, ¿por qué
no ha de hacer el bien el que no tiene freno que contenga
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205
sus pasiones? Esta es una prerrogativa del poder como
cualquiera otra.
Pero volvamos a tomar el hilo de los acontecimientos
públicos. Después de inaugurado el terror en Mendoza de un
modo tan solemne, Facundo se retira al Retamo, adonde los
Aldao llevan la contribución de cien mil pesos que han
arrancado a los unitarios aterrados. Allí estaba la mesa de
juego que acompañaba siempre a Quiroga; allí acuden los
aficionados del partido; allí, en fin, es el trasnochar a la
claridad opaca de las antorchas. En medio de tantos horrores
y de tantos desastres, el oro circula allí a torrentes, y
Facundo gana, al fin de quince días, los cien mil pesos de la
contribución, los muchos miles que guardan sus amigos
federales y cuanto puede apostarse a una carta. La guerra,
empero, pide erogaciones, y vuelven a trasquilar las ovejas
antes trasquiladas. Esta historia de las jugarretas famosas del
Retamo, en que hubo noche que ciento treinta mil pesos
estaban sobre la carpeta, es la historia de toda la vida de
Quiroga. «Mucho se juega, general», le decía un vecino en su
última expedición a Tucumán. «¡Eh!, ¡esto es una miseria!
¡En Mendoza y San Juan podía uno divertirse! ¡Allí sí corría
dinero! Al fraile le gané una noche cincuenta mil pesos; al
clérigo Lima, otra, veinticinco mil; ¿pero esto?…, ¡éstas son
pij…!»
Un año se pasa en estos aprestos de guerra, y al fin en
1830 sale un nuevo y formidable ejército para Córdoba,
compuesto de las divisiones reclutadas en La Rioja, San Juan,
Mendoza y San Luis. El general Paz, deseoso de evitar la
efusión de sangre, aunque estuviese seguro de agregar un
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206
nuevo laurel a los que ya ceñían sus sienes, mandó al mayor
Paunero, oficial lleno de prudencia, energía y sagacidad, al
encuentro de Quiroga, proponiéndole no sólo la paz, sino
una alianza. Créese que Quiroga iba dispuesto a abrazar
cualquier coyuntura de transacción; pero las sugestiones de la
Comisión mediadora de Buenos Aires, que no traía otro
objeto que evitar toda transacción, y el orgullo de presunción
de Quiroga, que se veía a la cabeza de un nuevo ejército, más
poderoso y mejor disciplinado que el primero, le hicieron
rechazar las propuestas pacíficas del modesto general Paz.
Facundo, esta vez, había combinado algo que tenía visos
de plan de campaña. Inteligencias establecidas en la Sierra de
Córdoba habían sublevado la población pastora; el general
Villafañe se acercaba por el norte con una división de
Catamarca, mientras que Facundo caía por el sur. Poco
esfuerzo de penetración costó al general Paz para penetrar
los designios de Quiroga y dejarlos burlados. Una noche
desapareció el ejército de las inmediaciones de Córdoba;
nadie podía darse cuenta de su paradero; todos lo habían
encontrado, aunque en diversos lugares y a la misma hora. Si
alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las
complicadas combinaciones estratégicas de las campañas de
Bonaparte en Italia, es en esta vez en que Paz hacía cruzar la
Sierra de Córdoba por cuarenta divisiones, de manera que
los prófugos de un combate fuesen a caer en manos de otro
cuerpo, apostado al efecto, en lugar preciso e inevitable. La
montonera, aturdida, envuelta por todas partes, con el
ejército a su frente, a sus costados, a su retaguardia, tuvo que
dejarse coger en la red que se le había tendido, y cuyos hilos
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207
se movían a reloj, desde la tienda del general.
La víspera de la batalla de Oncativo aún no habían
entrado en línea todas las divisiones de esta maravillosa
campaña de quince días, en la que habían obrado
combinadamente en un frente de cien leguas. Omito dar
pormenores sobre aquella memorable batalla en que el
general Paz, para dar valor a su triunfo, publicaba en el
Boletín la muerte de setenta de los suyos, no obstante no
haber perdido sino doce hombres en un combate, en que se
encontraban ocho mil soldados y veinte piezas de artillería.
Una simple maniobra había derrotado al valiente Quiroga, y
tantos horrores, tantas lágrimas derramadas para formar
aquel ejército, habían terminado en dar a Facundo una
temporada de jugarretas y a Paz algunos miles de prisioneros
inútiles.
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11. Guerra social
Un cheval! Vite un cheval!… Mon royaume pour un cheval!
SHAKESPEARE
Chacón
Facundo, el gaucho malo de los Llanos, no vuelve a sus
pagos esta vez, que se encamina hacia Buenos Aires y debe a
esta dirección imprevista de su fuga salvar de caer en manos
de sus perseguidores. Facundo ha visto que nada le queda
que hacer en el interior; no hay, esta vez, tiempo de
martirizar y estrujar a los pueblos para que den recursos sin
que el vencedor llegue por todas partes en su auxilio.
Esta batalla de Oncativo, o la Laguna Larga, era muy
fecunda en resultados; por ella, Córdoba, Mendoza, San
Juan, San Luis, La Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy
quedaban libres de la dominación de caudillos. La unidad de
la República, propuesta por Rivadavia por las vías
parlamentarias, empezaba a hacerse efectiva desde Córdoba,
por medio de las armas, y el general Paz, al efecto, reunió un
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Congreso de agentes de aquellas provincias, para que
acordasen lo que más conviniera para darse instituciones.
Lavalle había sido menos afortunado en Buenos Aires, y
Rosas, que estaba destinado a hacer un papel tan sombrío y
espantoso en la historia argentina, ya empezaba a influir en
los negocios públicos y gobernaba la ciudad. Quedaba, pues,
la República dividida en dos fracciones: una en el interior,
que deseaba hacer capital de la Unión a Buenos Aires; otra
en Buenos Aires, que fingía no querer ser capital de la
República, a no ser que abjurase la civilización europea y el
orden civil.
La batalla aquella había dejado en descubierto otro
grande hecho, a saber: que la montonera había perdido su
fuerza primitiva, y que los ejércitos de las ciudades podían
medirse con ella y destruirla. Éste es un hecho fecundo en la
historia argentina. A medida que el tiempo pasa, las bandas
pastoras pierden su espontaneidad primitiva. Facundo
necesita ya de terror para moverlas, y en batalla campal se
presentan, como azoradas, en presencia de las tropas
disciplinadas y dirigidas por las máximas estratégicas que el
arte europeo ha enseñado a los militares de las ciudades. En
Buenos Aires, empero, el resultado es diverso: Lavalle, no
obstante su valor, que ostenta en el Puente de Márquez y en
todas partes; no obstante sus numerosas tropas de línea,
sucumbe al fin de la campaña, encerrado en el recinto de la
ciudad por los millares de gauchos que han aglomerado
Rosas y López; y por un tratado que tiene, al fin, los efectos
de una capitulación, se desnuda de la autoridad, y Rosas
penetra en Buenos Aires. ¿Por qué es vencido Lavalle? No
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por otra razón, a mi juicio, sino porque es el más valiente
oficial de caballería que tiene la República Argentina; es el
general argentino y no el general europeo; las cargas de
caballería han hecho su fama romancesca.
Cuando la derrota de Torata, o Mosquegá, no recuerdo
bien, Lavalle, protegiendo la retirada del ejército, da cuarenta
cargas en día y medio, hasta que no le quedan veinte
soldados para dar otra. No recuerdo si la caballería de Murat
hizo jamás un prodigio igual. Pero ved las consecuencias
funestas que para la República traen estos hechos. Lavalle,
en 1839, recordando que la montonera lo ha vencido en
1830, abjura toda su educación guerrera a la europea y
adopta el sistema montonero. Equipa cuatro mil caballos y
llega hasta las goteras de Buenos Aires con sus brillantes
bandas, al mismo tiempo que Rosas, el gaucho de la pampa,
que lo ha vencido en 1830, abjura por su parte sus instintos
montoneros, anula la caballería en sus ejércitos, y sólo confía
el éxito de la campaña a la infantería reglada y al cañón.
Los papeles están cambiados: el gaucho toma la casaca; el
militar de la Independencia, el poncho; el primero triunfa; el
segundo va a morir traspasado de una bala que le dispara de
paso la montonera. ¡Severas lecciones, por cierto! Si Lavalle
hubiera hecho la campaña de 1840 en silla inglesa y con el
paletó francés, hoy estaríamos a orillas del Plata, arreglando
la navegación por vapor de los ríos y distribuyendo terrenos
a la inmigración europea. Paz es el primer general ciudadano
que triunfa del elemento pastoril, porque pone en ejercicio
contra él todos los recursos del arte militar europeo,
dirigidos por una cabeza matemática. La inteligencia vence a
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la materia; el arte, al número.
Tan fecunda en resultados es la obra de Paz en Córdoba
y tan alta levanta, en dos años, la influencia de las ciudades,
que Facundo siente imposible rehabilitar su poder de
caudillo, no obstante que ya lo ha extendido por todo el
litoral de los Andes, y sólo la culta, la europea Buenos Aires,
puede servir de asilo a su barbarie.
Los diarios de Córdoba de aquella época transcribían las
noticias europeas, las sesiones de las Cámaras francesas y los
retratos de Casimiro Périer, Lamartine, Chateaubriand
servían de modelos en las clases de dibujo: tal era el interés
que Córdoba manifestaba por el movimiento europeo. Leed
la Gaceta Mercantil, y podréis juzgar del rumbo semibárbaro
que tomó, desde entonces, la prensa en Buenos Aires.
Facundo fuga para Buenos Aires, no sin fusilar antes dos
oficiales suyos, para mantener el orden en los que le
acompañan. Su teoría del terror no se desmiente jamás: es su
talismán, su paladín, sus penates. Todo lo abandonará menos
esta arma favorita.
Llega a Buenos Aires, se presenta al gobierno de Rosas,
encuéntrase en los salones con el general Guido, el más
cumplimentero y ceremonioso de los generales que han
hecho su carrera haciendo cortesías en las antecámaras de
palacio. Le dirige una muy profunda a Quiroga: «¡Qué! me
muestra los dientes -dice éste-, como si yo fuera perro.» «Ahí
me han mandado ustedes una comisión de doctores a
enredarme con el general Paz (Cavia y Cernadas). Paz me ha
batido en regla.» Quiroga deploró muchas veces después no
haber dado oído a las proposiciones del mayor Paunero.
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Facundo desaparece en el torbellino de la gran ciudad;
apenas se oye hablar de algunas ocurrencias de juego. El
general Mansilla le amenaza una vez de darle un candelerazo,
diciéndole: «Qué, ¿se ha creído que está usted en las
provincias?» Su traje de gaucho provinciano llama la
atención; el embozo del poncho, su barba entera, que ha
prometido llevar hasta que se lave la mancha de la Tablada,
fija, por un momento, la atención de la elegante y europea
ciudad; mas luego, nadie se ocupa de él.
Preparábase, entonces, una grande expedición sobre
Córdoba. Seis mil hombres de Buenos Aires y Santa Fe se
estaban alistando para la empresa; López era el general en
jefe; Balcarce, Enrique Martínez y otros jefes iban bajo sus
órdenes; y ya el elemento pastoril domina, pero tiene una
alianza con la ciudad, con el partido federal: todavía hay
generales. Facundo se encarga de una tentativa desesperada
sobre La Rioja o Mendoza; recibe para ello doscientos
presidiarios sacados de todas las cárceles, engancha sesenta
hombre más en el Retiro, reúne algunos de sus oficiales y se
dispone a marchar.
En Pavón estaba Rosas reuniendo sus caballerías
coloradas; allí estaba también López de Santa Fe. Facundo se
detuvo en Pavón, a ponerse de acuerdo con los elementos
jefes. Los tres más famosos caudillos están reunidos en la
pampa: López, el discípulo y sucesor inmediato de Artigas;
Facundo, el bárbaro del interior, y Rosas, el lobezno que se
está criando aún, y que ya está en vísperas de lanzarse a caza