Хосе Ортега-и-Гассет. Собрание сочинений. José Ortega y Gasset. Seleccion de textos

Хосе Ортега-и-Гассет. Собрание сочинений.
José Ortega y Gasset. Seleccion de textos.

Хосе Ортега-и-Гассет. Собрание сочинений.
José Ortega y Gasset. Seleccion de textos.

DAN-AUTA
JOSE ORTEGA Y GASSET

Una vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que está en la espalda del tiempo, se casó un hombre con una mujer. Solos se fueron al bosque, cultivaron la tierra y se hicieron cuanto necesitaban. Tuvieron una hija que llamaron Sarra. Pasaron soles y soles, y cuando Sarra era ya moza, tuvieron otro hijo, tan pequeño, que le llamaron Dan-Auta. Poco después el padre enfermó. “Me muero” -se dijo el padre, y llamó a Sarra-; “Me muero” -le dijo el padre-. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore nunca”. El padre dijo esto y se murió.
Poco después la madre enfermó. “Me muero” -se dijo la madre, y llamó a Sarra-: “Me muero” –dijo a Sarra la madre-. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore jamás”. La madre dijo esto y se murió.
Permancieron solos en el bosque Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba un hórreo lleno de harina del árbol del pan, y un hórreo lleno de habichuelas, y un hórreo lleno de sargo. Sarra dijo: “Con esto tendremos bastante para alimentarnos hasta que Dan-Auta sea hombre y pueda cultivar la tierra”.
Sarra se puso a moler maíz para hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada, la puso en una calabaza y la llevó a la choza para cocerla. Luego salió a buscar leña, dejando solo a Dan-Auta que, menudillo, se arrastraba por el suelo y apenas podía tenerse sobre los pies. Dan-Auta se aburría, y acercándose a la calabaza, la volcó; luego tomó ceniza del hogar y la mezcló con el maíz. Cuando Sarra volvió, al ver lo que Dan-Auta había hecho, exclamó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has tirado la harina que íbamos a comer? Dan-Auta comenzó a sollozar. Pero Sarra dijo en seguida: “¡No llores, no llores, Dan-Auta! Tu Baba (padre) y tu Inna (madre) dijeron que no llorases nunca”.
Sarra volvió a salir y Dan-Auta a aburrirse. En el hogar llameaba un tizón. Dan-Auta lo tomó, y, arrastrándose fuera de la choza, puso fuego al hórreo de maíz, y al hórreo de harina del árbol del pan, y al hórreo de habichuelas, y al hórreo de sargo. En esto llegó Sarra, y, viendo todas las despensas consumidas por el fuego, gritó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has quemado todo lo que teníamos para comer? ¿Cómo viviremos ahora?”

Dan-Auta, al oírla, comenzó a sollozar; pero Sarra se apresuró a decirle: “¡Dan Auta mío, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Has quemado cuanto teníamos; pro ven, ya buscaremos qué comer”.
Sarra colocó a Dan-Auta en su espalda y, sujetándolo con su vestido, echó a andar por el bosque. Sarra encontró un camino y por él caminó hasta llegar a una ciudad. Acertó a pasar por el barrio del rey. La primer mujer del rey los recibió y se quedaron a vivir con ella. Cada día les daba de comer.
Sarra llevaba siempre a Dan-Auta atado a su espalda. Las otras mujeres le decían: “Sarra, ¿por qué llevas siempre a Dan-Auta sobre tu espalda? ¿Por qué no le pones en el suelo y le dejas jugar como los otros chicos?” Y Sarra respondía: “Dejadme hacer mi hacer. El padre y la madre de Dan-Auta han dicho que no llorase nunca. Mientras lleve a Dan-Auta sobre mí, no llorará. Tengo que cuidar de que Dan-Auta no llore”.
Un día dijo Dan-Auta: “Sarra, yo quiero jugar con el hijo del rey”. Sarra entonces lo puso en tierra, y Dan-Auta jugó con el hijo del rey. Sarra tomó un cántaro y salió por agua. En tanto, el hijo del rey cogió un palo y Dan-Auta cogió otro palo. Ambos jugaron con los palos. El hijo del rey y Dan-Auta se pudieron a darse de palos. Dan-Auta, de un palo, le sacó un ojo al hijo del rey, y el hijo del rey quedó tendido.
En esto Sarra llegó. Vio que Dan-Auta había sacado un ojo al hijo del rey. Nadie estaba presente. El hijo del rey comenzó a gritar. Sarra dejó el cántaro y tomando a Dan-Auta, salió de la casa, salió del barrio del rey, salió de la ciudad todo lo de prisa que pudo.
Nadie estaba presente cuando Dan-Auta sacó el ojo al hijo del rey: pero el niño gritó. El rey, al oírlo, preguntó: “¿Por qué llora mi hijo?” Sus mujeres fueron a ver lo que ocurría, y al notar la desgracia, comenzaron a gritar. Oyó el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudió presuroso. “¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto?” -preguntó el rey-. Y el hijo del rey repuso: “Dan-Auta”.
“¡Salid! -dijo entonces a sus guardianes-. ¡Id por toda la ciudad! ¡Buscad por toda la ciudad a Sarra y Dan-Auta!” Los guardias salieron y miraron casa por casa, pero en ninguna hallaron lo que buscaban. En vista de ello, el rey llamó a sus gentes; llamó a todos sus soldados, llamó a los de a pie y a los de a caballo, y les dijo: “Sarra y Dan-Auta han huido de la ciudad. Busquémoslos en el bosque. Yo mismo iré con los de a caballo para buscar a Sarra y Dan-Auta.
Dis días seguidos había corrido Sarra con Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no podía más y justamente entonces oyó que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Había allí un árbol muy grande, y Sarra dijo: “Subiré al árbol y así podré ocultarme entre las hojas con Dan-Auta”.
Subio, en efecto, al árbol, con Dan-Auta a su espalda, y se ocultó en la tupida fronda. Poco después llegaba junto al árbol el rey con los caballeros. “He cabalgado dos días -dijo- y estoy cansado; poned mi silla de cañas bajo el árbol, que quiero descansar”. Así lo hicieron sus hombres, y el rey se tendió en su silla, bajo la rama donde Sarra y Dan-Auta reposaban.
Dan-Auta se aburría, pero vio al rey allá abajo, y dijo a Sarra: “¡Sarra!”. Sarra dijo: “¡Calla, Dan Auta, calla!” Dan-Auta comenzó a sollozar. Sarra se apresuró a decirle: “¡No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Di lo que quieras”. Dan-Auta dijo “Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey”. Sarra exclamó: “¡Ay, Dan-Auta, nos matarán si haces eso; pero no llores y haz lo que quieras!”.
El rey miró entonces a la pompa del árbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta, y gritó: “Traed hachas y echemos abajo el árbol”. Sus gentes corrieron y trajeron hachas. Comenzaron a batir el árbol. El árbol tembló. Luego dieron golpes más profundos en el tronco. El árbol vaciló. Luego llegaron a la mitad del tronco y el árbol empezó a inclinarse. Sarra dijo: “Ahora nos prenderán y nos matarán”. Un gran churua< -un gavilán gigante- voló entonces sobre el bosque, y vino a pasar cerca del árbol donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Sarra vio al churua. El árbol se inclinaba, se inclinaba. Sarra dijo al churua: "!Churua mío! Las gentes del rey van a matarnos, a Dan-Auta y a mí, si tú no nos salvas". Oyó el churua a Sarra y acercándose puso a Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El árbol cayó y el pájaro voló con Sarra y Dan-Auta. Voló muy alto sobre el bosque, siguió volando hacia arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pájaro; vio que movía la cola como un timón, y se entretuvo observándola bien. Pero luego Dan-Auta se aburría, y dijo: "!Sarra!" Sarra repuso: "¿Qué más quieres, Dan-Auta?" Y como Dan-Auta sollozase, añadió: "No llores, no llores, que padre y madre dijeron que no lloraras. Di lo que quieres". Dan-Auta dijo: "Quiero meter el dedo en el agujero que el pájaro lleva bajo la cola". Dijo Sarra: "Si haces eso, el pájaro nos dejará caer y moriremos; pero no llores, no llores, y haz lo que quieras". Dan-Auta introdujo su dedo donde había dicho. El pájaro cerró las alas. Sarra y Dan-Auta cayeron, cayeron de lo alto. Cuando Sarra y Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenzó a soplar un gran gugua, un torbellino. Sarra lo vio y dijo: "¡Gugua mío! Vamos a caer en seguida contra la tierra, y moriremos si tú no nos salvas". El gugua llegó, arrebató a Sarra y Dan-Auta, y transportándolos a larga distancia, los puso suavemente en el suelo. Era aquel sitio un bosque de una comarca lejana. Sarra avanzó por el bosque con Dan-Auta y encontró un camino. Caminando el camino llegaron a una gran ciudad, a una ciudad más grande que todas las ciudades. Un fuerte y alto muro la rodeaba. En el muro había una gran puerta de hierro que era cerrada todas las noches, porque todas las noches, apenas moría la ciudad, aparecía un terrible monstruo. Un Dodo. este Dodo era alto como un asno, pero no era un asno. Este Dodo era largo como una serpiente ginate, pero no era una serpiente gigante. Este Dodo era fuerte como un elefante, pero no era un elefante. Este Dodo tenía unos ojos que dominaban en la noche como el sol en el día. Este Dodo tenía una cola. Todas las noches el Dodo se arrastraba hasta la ciudad. Por esta razón se había construido el muro contra la gran puerta de hierro. Por ella entraron Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, vivía una vieja. Sarra les pidió que los amparase. La vieja dijo: "Yo os ampararé. Pero todas las noches viene un terrible Dodo ante la ciudad y canta con una voz muy fuerte. Si alguien le responde, el Dodo entrará en la ciudad y nos matará a todos. Cuida, pues, de que Dan-Auta no grite. Con esta condición, yo os ampararé. Dan-Auta oía todo esto. Al día siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer comida. Entre tanto, Dan-Auta buscó ramas secas y pequeños trozos de madera, que encontró junto al muro. Luego corrió por la ciudad y donde veía un makodi, piedra redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo cogía. Así reunió cien makodis. Luego se dijo: "Sólo necesito unas tenazas". Y andando por la ciudad vio unas abandonadas. Junto al muro donde había amontonado la leña, colocó los makodis y ocultas bajo ellos, las tenazas. Nadie advirtió la faena del pequeño Dan-Auta. A la vuelta, Sarra le dijo: "Entra en seguida en la casa, Dan-Auta, porque pronto vendrá el terrible Dodo y puede matarnos". Dan-Auta repuso: "Yo quiero quedarme hoy fuera". Sarra dijo: "Entra en casa". Dan-Auta comenzó a sollozar: pero Sarra le dijo inmediatamente: "Dan_Auta mío, no llores. Tu padre y tu madre dijeron que no llorases nunca. Si quieres quedarte fuera, quédate fuera". Sarrá entró en la casa donde estaba la vieja. Dan-Auta permaneció fuera, sentado ante la acsa de la vieja. Todas las gentes de la ciudad estaban en sus casas y habían cerrado tras de sí las puertas. Sólo Dan-Auta quedaba a la intemperie. Corrió al lugar donde había puesto la leña y le prendió fuego. Los makodis en el fuego se pusieron ardientes como ascuas.. En esto se sintió que llegaba el Dodo. Subió al muro Dan-Auta, y vio al monstruo que venía a lo lejos. Sus pupilas brillaban como el sol y como incendios. Dan-Auta oyó al Dodo que con una voz terrible, cantaba: -"!Vuayanni agarinana ni Dodo!" "¡Quién es en esta ciudad como yo, Dodo?" Cuando Dan-Auta oyó esto, cantó a su vez desde el muro con todas sus fuerzas hacia el Dodo: "!Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!" "Yo soy como tú en esta ciudad; yo soy como tú; yo, Auta". Cuando oyó esto el Dodo, se acercó a la ciudad. Llegó muy cerca, muy cerca, y cantó: "¡Vuayanni agarinana ni Dodo!" Al cantar esto el Dodo, los árboles se estremecían en el aire, y la hierba seca empezó a arder. Pero Dan-Auta contestó: "!Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!" Al oír esto el Dodo, se alzó sobre el muro. Dan-Auta bajó corriendo y se fue junto al fuego, donde relumbraban como ascuas los makodis ardientes. El Dodo entonces cantó de nuevo con voz más terrible que nunca, y Dan-Auta una vez más le contestó. Todos los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al oír tan cerca la horrible voz del monstruo. Más fiero que nunca, el Dodo comenzó a repetir su canto: "¡Vuayanni…" Pero al abrir sus fauces para este grito, Dan-Auta le lanzó con las tenazas diez makodis ardientes, que le abrasaron la garganta. Enronquecido grito el Dodo: "¡Agarinana!… Pero Dan-Auta le hizo tragar otros diez makodis incendiados, que le hicieron prorrumpir un gran quejido. Entonces, con voz débil, siguió: "Ni Dodo Y Dan-Auta, aprovechando la abertura de las fauces, le envió el resto de los makodis. El Dodo se retorció y murió, mientras Dan-Auta, subiendo al muro, cantó: "Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta". Luego con un cuchillo que había dejado fuera de la casa, cortó al Dodo la cola y, ocultándola en un morralillo, entró con ella en la habitación de la vieja; se deslizó junto a Sarra y se durmió. A la mañana siguiente salían de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad. Los más decididos fueron a ver al rey. Él preguntó: "¿Qué ha sido lo que esta noche ha pasado?" Ellos respondieron: "No lo sabemos. Por poco no nos morimos de miedo. La cosa ha debido ocurrir junto a la puerta de hierro". Entonces el rey dijo a su Ministro de Cazas: "Ve allá y mira lo que hay". El Ministro de Cazas fue allá, y, subiendo, medroso, al muro, vio al Dodo muerto. Corriendo volvió al rey y dijo: "Un hombre poderoso ha matado al Dodo". Entonces el rey quiso verlo, y cabalgó hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida. El rey exclamó: "En efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. ¡Busquemos al valiente que lo ha matado!" Un hombre que tenía una yegua, la mató y le cortó la cola. Otro hombre que tenía una vaca, la mató y le cortó la cola. Otro que tenía un camello, lo mató y le cortó la cola. Cada uno de ellos fue al rey y mostró la cola de su animal como si fuese la del Dodo. Pero el Dodo conoció el engaño, y dijo: "Todos sois unos embusteros. Vosotros no habéis muerto al Dodo. Yo y todos hemos oído en la noche la voz de un niño. ¿Vive por aquí cerca, junto a la puerta de hierro, algún niño extranjero?" Los soldados fueron a casa de la vieja y preguntaron: "¿Vive aquí algún niño forastero?" La vieja respondió: "Conmigo viven Sarra y Dan-Auta". Los soldados fueron a Sarra y preguntaron: "Sarra, ¿ha matado al Dodo el pequeño Auta?" Sarra respondió: "Yo no sé nada; pregúntenselo a él". Entonces fueron los soldados a Dan-Auta y le preguntaron: "Dan-Auta, ¿has matado tú al Dodo? El rey quiere verte". Dan-Auta no respondió. Tomó su morralillo y fue con los soldados ante el rey. Abrió el morralillo y, sacando la cola del Dodo, la mostró al Rey. Entonces el Rey dijo: "Sí, Dan-Auta ha matado al terrible Dodo". El Rey dio a Dan-Auta cien mujeres, cien camellos, cien caballos, cien esclavos, cien casas, cien vestidos, cien ovejas y la mitad de la ciudad. ________________________________________ José Ortega y Gasset (1883-1955) "Sobre el punto de vista en las artes" I La historia, cuando es lo que debe ser, es una elaboración de films. No se contenta con instalarse en cada fecha y ver el paisaje moral que desde ella se divisa, sino que a esa serie de imágenes estáticas, cada una encerrada en sí misma, sustituye la imagen de un movimiento. Las «vistas» antes discontinuas aparecen ahora emergiendo unas de otras, continuándose sin intermisión unas en otras. La realidad, que un momento pareció consistir en una infinidad de hechos cristalizados, quietos en su congelación, se liquida, mana y toma un andar fluvial. La verdadera realidad histórica no es el dato, el hecho, la cosa, sino la evolución que con esos materiales fundidos, fluidificados, se construye. La Historia moviliza, y de lo quieto nace lo raudo.* II En el museo se conserva a fuerza de barniz el cadáver de una evolución. Allí está el flujo del afán pictórico que siglo tras siglo ha brotado del hombre. Para conservar esta evolución ha habido que deshacerla, triturarla, convertirla de nuevo en fragmentos y congelarla como en un frigorífico. Cada cuadro es un cristal de aristas inequívocas y rígidas separado de los demás, isla hermética. Y, sin embargo, no sería difícil resucitar el cadáver. Bastaría con colocar los cuadros en un cierto orden y resbalar la mirada velozmente sobre ellos--y si no la mirada, la meditación. Entonces se haría patente que el movimiento de la pintura, desde Giotto hasta nuestros días, es un gesto único y sencillo, con su comienzo y su fin. Sorprende que una ley tan simple haya dirigido las variaciones del arte pictórico en nuestro mundo occidental. Y lo más curioso, lo más inquietante es la analogía de esta ley con la que ha regido los destinos de la filosofía europea. Este paralelismo entre las dos labores de cultura más distantes permite sospechar la existencia de un principio general aún más amplio que ha actuado en la evolución entera del espíritu europeo. Yo no voy a alargar la aventura hasta ese remoto arcano,* y me contento, por el pronto, con interpretar el gesto de seis siglos que ha sido la pintura de Occidente. III El movimiento supone un móvil.* ¿Quién se mueve en la evolución de la pintura? Cada cuadro es una instantánea en que aparece detenido el móvil. ¿Cuál es éste? No se busque una cosa muy complicada. Quien varía, quien se desplaza en la pintura y con sus desplazamientos produce la diversidad de aspectos y estilos, es simplemente el punto de vista del pintor. Es natural que sea así. La idea abstracta es ubicua.* El triángulo isósceles, pensado en Sitio y en la Tierra, presenta idéntico aspecto. En cambio, toda imagen sensible arrastra el sino inexorable de su localización, es decir, que la imagen nos presenta algo visto desde un punto de vista determinado. Esta localización de lo sensible puede ser estricta o vaga, pero no puede faltar. La aguja de la torre, la vela marina se nos presentan a una distancia que evaluamos con práctica exactitud. La luna o la faz azul del cielo, en una lejanía esencialmente imprecisa, pero muy característica en su imprecisión. No podemos decir que se hallen a tantos y cuantos kilómetros; su localización en lontananza es vaga, pero esta vaguedad no significa indeterminación. Sin embargo, no es la cantidad geodésica de distancia lo que influye decisivamente en el punto de vista del pintor, sino la cualidad óptica de esa distancia. Cerca y lejos, que métricamente son caracteres relativos, pueden tener un valor absoluto para los ojos. En efecto, la visión próxima y la visión lejana de que habla la fisiología no son nociones que dependan principalmente de factores métricos, sino que son más bien dos modos distintos de mirar. IV Si tomamos un objeto cualquiera, un búcaro,* por ejemplo, y lo acercamos suficientemente a nuestros ojos, éstos convergen sobre él. Entonces el campo visual adopta una peculiar estructura. En el centro se halla el objeto favorecido, fijado por nuestra mirada; su forma aparece clara, perfectamente definida, con todos sus detalles. En torno de él, hasta el borde del campo visual, se extiende una zona que no mirarnos y, sin embargo, vemos con una visión indirecta, vaga, desatenta. Todo lo que cae dentro de esta zona aparece situado detrás del objeto; por esto decimos que es su «fondo». Pero, además, todo ello se presenta borroso, apenas recognoscible, sin forma acusada, más bien reducido a confusas masas de color. Si no se tratase de cosas habituales no podríamos decir que son propiamente las que vemos en esta visión indirecta. La visión próxima, pues, organiza el campo visual imponiéndole una jerarquía óptica: un núcleo central privilegiado se articula sobre un área circundante. El objeto cercano es un héroe lumínico, un protagonista que se destaca sobre una «masa», una plebe visual, un coro cósmico en torno. Compárese con esto la visión lejana. En vez de fijar algún objeto próximo, dejemos que la mirada quieta, pero libre, prolongue su rayo de visión hasta el límite del campo visual. ¿Qué hallamos entonces? La estructura de dos elementos jerarquizados desaparece. El campo ocular es homogéneo; no se ve una cosa mejor y el resto confusamente, sino que todo se presenta sumergido en una democracia óptica. Nada posee un perfil rigoroso,* todo es fondo, confuso, casi informe. En cambio, a la dualidad de la visión próxima ha sucedido una perfecta unidad de todo el campo visual. V A estas diferencias en el modo de mirar es preciso agregar otra más importante. Al mirar de cerca el búcaro, el rayo visual choca con la parte más prominente de su panza. Luego, como si este choque lo hubiese quebrado, el rayo se dilacera en múltiples tentáculos que resbalan por los flancos de la vasija y parecen abrazar su rotundidad, tomar posesión de ella, subrayarla. Ello es que el objeto visto de muy cerca adquiere esa indefinible corporeidad y solidez propias del volumen lleno. Lo vemos de «bulto», convexo. En cambio, ese mismo objeto colocado al fondo, en visión lejana, pierde esa corporeidad, esa solidez y plenitud. Ya no es un volumen compacto, claramente rotundo, con su prominencia y sus curvos flancos; ha perdido el «bulto» y se ha hecho más bien una superficie insólida, un espectro incorpóreo* compuesto sólo de luz. La visión próxima tiene un carácter táctil. ¿Qué misteriosa resonancia del tacto conserva la mirada cuando converge sobre un objeto cercano? No tratemos ahora de violar este misterio. Es suficiente que advirtamos esa densidad casi táctil que el rayo ocular tiene y le permite, en efecto, abrazar, palpar el búcaro. A medida que el objeto se aleja, la mirada pierde su virtud de mano y se va haciendo pura visión. Paralelamente, las cosas, al distanciarse, dejan de ser volúmenes plenos, duros, compactos, y se vuelven menos entes cromáticos, sin resistencia, solidez ni convexidad. Un hábito milenario, fundado en necesidades vitales, hace que el hombre no considere como «cosas», en estricto sentido, más que aquellos objetos cuya solidez ofrece resistencia a sus manos. El resto es más o menos fantasma. Pues bien: al pasar un objeto de la visión próxima a la lejana, se fantasmagoriza.* Cuando la distancia es mucha, allá en el confín de un remoto horizonte--un árbol, un castillo, una serranía--, todo adquiere el aspecto casi irreal de apariciones ultramundanas.* VI Una última y decisiva observación. Cuando a la visión próxima oponemos la lejana, no queremos decir que en ésta miremos un objeto más distante que en la primera. Mirar significa aquí, taxativamente,* hacer converger los dos rayos oculares sobre un punto, que, gracias a ello, queda favorecido, ópticamente privilegiado. En la visión lejana no miramos ningún punto, antes bien,* intentamos abarcar la totalidad de nuestro campo visual, incluso sus bordes. A este fin, evitamos en lo posible la convergencia. Y entonces nos sorprende advertir que el objeto ahora percibido--el conjunto de nuestro campo visual--es cóncavo. Si estamos en una habitación, la concavidad termina en la pared fronteriza, en el techo, en el suelo. Este término o límite es una superficie que tiende a tomar la forma de una semiesfera mirada por dentro. Pero ¿dónde empieza la concavidad? No hay lugar a duda: empieza en nuestros ojos mismos. De donde resulta que lo que vemos en la visión lejana es un hueco como tal. El contenido de nuestra percepción no es propiamente la superficie en que el hueco termina, sino todo este hueco, desde nuestro globo ocular hasta la pared o hasta el horizonte. Esta advertencia nos obliga a reconocer la siguiente paradoja: el objeto que vemos en la visión lejana no está más distante de nosotros que el visto en proximidad, sino, al revés, más cercano, puesto que comienza en nuestra córnea. En la pura visión a distancia, nuestra atención, en vez de proyectarse más lejos, se ha retraído a lo absolutamente próximo, y el rayo visual, en vez de chocar en la convexidad de un cuerpo sólido y quedar en ella fijo, penetra un objeto cóncavo, se desliza por dentro de un hueco. VII Pues bien, a lo largo de la historia artística europea, el punto de vista del pintor ha ido cambiando desde la visión próxima a la visión lejana, y paralelamente, la pintura, que empieza en Giotto por ser pintura de bulto, se torna pintura de hueco. Esto quiere decir que la atención del pintor sigue un itinerario de desplazamiento nada caprichoso. Primero se fija en el cuerpo o volumen del objeto, luego en lo que hay entre el cuerpo y el ojo, es decir, en el hueco. Y como éste se halla delante de los cuerpos, resulta que el itinerario de la mirada pictórica es un retroceso de lo distante--aunque cercano--hacia lo inmediato al ojo. Según esto, la evolución de la pintura occidental consistiría en un retraimiento desde el objeto hacia el sujeto pintor. El lector puede comprobar por sí mismo esta ley que rige el movimiento del arte pictórico recorriendo cronológicamente la historia de la pintura. En lo que sigue me limito a algunos ejemplos que son como estaciones del general itinerario. VIII El Quattrocento. Flamencos e italianos cultivan con frenesí la pintura de bulto. Diríase que pintan con las manos. Cada objeto aparece con inequívoca solidez, corpóreo, tangible. Lo recubre una piel pulimentada,* sin poros ni nieblas, que parece deleitarse en acusar su volumen rotundo. No hay diferencia en el modo de tratar las cosas en el primer plano y en el último. El artista se contenta con representar más pequeño lo lejano que lo próximo, pero pinta del mismo modo lo uno que lo otro. La distinción de planos es, pues, meramente abstracta y se obtiene por pura perspectiva geométrica. Pictóricamente, todo en estos cuadros es primer plano, es decir, todo está pintado desde cerca. La menuda figura, allá en la lejanía, es tan completa, redonda y destacada como las principales. Parece como si el pintor hubiese ido hasta el lugar distante donde se halla y lo hubiese pintado, de cerca, lejos. Mas es imposible ver a la vez de cerca varias cosas. La mirada próxima tiene que ir desplazándose de una en otra para hacerlas, sucesivamente, centro de la visión. Esto quiere decir que el punto de vista en el cuadro primitivo no es uno, sino tantos como objetos hay en él. El cuadro no está pintado en unidad, sino en pluralidad. Ningún trozo hace relación a otro; cada cual es perfecto y aparte. De aquí que el más claro síntoma para conocer si un cuadro pertenece a una u otra tendencia--pintura de bulto o pintura de hueco--sea tomar un trozo y ver si, aislado, se basta para representar con plenitud algo. En un lienzo de Velázquez, por el contrario, cada pedazo contiene sólo vagas formas monstruosas. El cuadro primitivo es, en cierto modo, la adición de muchos pequeños cuadros, cada cual independiente y pintado desde un punto p de vista próximo. El pintor ha dirigido una mirada exclusiva y analítica a cada uno de los objetos. De aquí proviene la divertida riqueza de estas tablas cuatrocentistas.* Nunca acabamos de verlas. Siempre descubrimos un nuevo cuadrito interior en que no habíamos reparado. En cambio, excluyen una contemplación de conjunto. Nuestra pupila tiene que peregrinar paso a paso por la superficie pintada, demorando en los mismos puntos de vista que el pintor tomó sucesivamente. IX Renacimiento, La visión próxima es exclusivista, puesto que aprehende* cada objeto por sí y lo separa del resto. Rafael no modifica este punto de vista, pero introduce en el cuadro un elemento abstracto que le proporciona cierta unidad: la composición o arquitectura. Sigue pintando cosa por cosa lo mismo que un primitivo; su aparato ocular funciona según el mismo principio. Mas en lugar de reducirse ingenuamente, como aquél, a pintar lo que ve según lo ve, somete todo a una fuerza extranjera: la idea geométrica de la unidad. Sobre las formas analíticas de los objetos cae, imperativa, la forma sintética de la composición, que no es forma visible de objeto, sino puro esquema racional. (Lo mismo Leonardo, por ejemplo, en sus cuadros triangulares.) La pintura de Rafael no nace tampoco ni puede ser contemplada desde un punto de vista único. Pero existe ya en ella el postulado racional de la unificación. X Transición. Si caminamos de los primitivos y el Renacimiento hacia Velázquez, hallaremos en los venecianos, pero sobre todo en Tintoretto y el Greco, una estación intermedia. ¿Cómo definirla? En Tintoretto y el Greco confinan dos épocas. De aquí la inquietud, el desasosiego que estremece la obra de ambos. Son los últimos representantes de la pintura de bulto que sienten ya los problemas futuros de hueco, sin acometerlos debidamente. Desde su iniciación, el arte veneciano propende* a una visión lejana de las cosas. En Giogione y en Tiziano los cuerpos quisieran perder su apretada solidez y flotar--como nubes, cendales* y materias fundentes.* Sin embargo, falta resolución para abandonar el punto de vista próximo y analítico. Durante cien años forcejean ambos principios, sin victoria definitiva de ninguno. Tintoretto es una manifestación extrema de este combate interior en que ya casi va a vencer la visión lejana. En los cuadros de El Escorial construye grandes espacios vacíos. Mas para tal empresa necesita apoyarse en perspectivas arquitectónicas como en muletas. Sin aquellas columnatas y cornisas que huyen hacia el fondo, el pincel de Tintoretto se caería en el abismo de lo hueco que aspiraba a crear. El Greco significa más bien un retroceso. Yo creo que se ha exagerado su modernidad y su cercanía a Velázquez. A El Greco le sigue importando, sobre todo, el volumen. La prueba de ello es que puede valer como el último gran escorcista.* No basta el vacío; perdura en él la intención de lo corpóreo, del volumen lleno. Mientras Velázquez, en Las meninas y Las hilanderas, amontona a derecha e izquierda las figuras, dejando más o menos libre el espacio central --como si éste fuera el verdadero protagonista--, el Greco hacina sobre todo el lienzo masas corporales que desalojan por completo el aire. Sus cuadros suelen estar atestados de carne. Y, sin embargo, lienzos como La resurrección, El Crucificado (Prado) y La Pentecostés plantean con una rara energía problemas de profundidad. Pero es un error confundir la pintura de profundidad con la de hueco o vacía concavidad. Aquélla no es sino una manera más sabia d acusar el volumen. Esta, en cambio, es una inversión total de la intención pictórica. Lo que sí acontece en el Greco es que el principio arquitectónico se ha apoderado completamente de los objetos representados y los ha sometido con sin par violencia a su esquema ideal. De esta suerte, la visión analítica, que busca el volumen favoreciendo con exclusividad cada figura, queda mediatizada y como neutralizada por la intención sintética. El esquema de dinamismo formal que reina sobre el cuadro le impone unidad y permite un pseudo-punto de vista único. Además, apunta ya en el Greco otro elemento unificador: el claroscuro.* XI Los claroscuristas. La composición de Rafael, el esquema dinámico de el Greco, son postulados de unidad que el artista arroja sobre su cuadro, pero nada más. Cada cosa en el lienzo sigue afirmando su volumen y, consiguientemente, su independencia y particularismo. Son, pues, aquellas unificaciones del mismo linaje abstracto que la perspectiva geométrica de los primitivos. Oriundos* de la razón pura, no se muestran capaces de informar por entero la materia del cuadro, o, dicho de otro modo, no son principios pictóricos., Cada trozo de la obra está pintado sin su intervención. Frente a ellos significa el claroscuro una innovación radical y más profunda. Mientras la pupila del pintor busca el cuerpo de las cosas, los objetos que habitan el área pintada reclamarán, cada uno para sí, un punto de vista exclusivo y privilegiado. El cuadro poseerá una constitución feudal donde cada elemento hará valer sus derechos personales. Pero he aquí que entre ellos se desliza un nuevo objeto dotado de un poder mágico que le permite, más aún, que le obliga a ser ubicuo y ocupar todo el lienzo sin necesidad de desalojar a los demás. Este objeto mágico es la luz. Es ella una y única en toda la composición. He aquí un principio de unidad que no es abstracto, sino real, una cosa entre las cosas y no una idea ni un esquema. La unidad de iluminación o claroscuro impone un punto de vista único. El pintor tiene que ver el conjunto de su obra inmerso en el amplio objeto luz. Estos son Ribera, Caravaggio y Velázquez mozo (Adoración de los Reyes). Aún se busca la corporeidad según el uso recibido. Pero ya no interesa primordialmente. El objeto por sí empieza a ser desatendido y a no tener otro papel que servir de sostén y fondo a la luz sobre él. Se persigue la trayectoria de la luz, insistiendo en su resbalar sobre el haz de los volúmenes, de los bultos. ¿Se advierte claramente el desplazamiento del punto de vista que esto implica? El Velázquez de la Adoración de los Reyes no se fija ya en el cuadro como tal, sino en su superficie, donde la luz choca y se refleja. Ha habido, pues, un retraimiento de la mirada, que deja de ser mano y suelta la presa del cuerpo redondo. Ahora el rayo visual se detiene donde el cuerpo comienza y la luz cae fúlgida;* de allí va a buscar otro lugar de otro objeto cualquiera donde vibra pareja intensidad de iluminación. Se ha producido una mágica solidaridad y unificación de todos los trozos claros frente a los oscuros. Las cosas por su forma y condición más dispares resultan ahora equivalentes. La primacía individualista de los objetos acaba. Ya no interesan por sí mismos y empiezan a no ser más que pretexto para otra cosa. XII Velázquez. Merced al* claroscuro, la unidad del cuadro se hace interna a él y no meramente obtenida por medios extrínsecos. Sin embargo, bajo la luz continúan latiendo los volúmenes. La pintura de bulto persiste tras el velo refulgente* de la iluminación. Para triunfar de este dualismo era menester que sobreviniese algo genial desdeñoso resuelto a desinteresarse por completo de los cuerpos, a negar sus pretensiones de solidez, a aplastar sus bultos petulantes. Este genial desdeñoso fue Velázquez. El primitivo, enamorado del cuerpo objetivo, va a buscarlo afanoso* con su mirada táctil, lo palpa, lo abraza conmovido. El claroscurista, ya más tibio corporalista, hace que su rayo visual camine, como por un carril, por el rayo de luz que emigra de cosa en cosa. Velázquez, con una audacia formidable, ejecuta el gran acto de desdén llamado a suscitar toda una nueva pintura: detiene su pupila. Nada más. En esto consiste la gigantesca revolución. Hasta entonces la pupila del pintor había girado ptolomeicamente* en torno a cada objeto siguiendo una órbita servil. Velázquez resuelve fijar despóticamente el punto de vista. Todo el cuadro nacerá de un solo acto de visión, y las cosas habrán de esforzarse por llegar como puedan hasta el rayo visual. Se trata, pues, de una revolución copernicana, pareja a la que promovieron en filosofía Descartes, Hume y Kant. La pupila del artista se erige en centro del cosmos plástico y en torno a ella vagan las formas de los objetos. Rígido el aparato ocular, lanza su rayo visor,* recto, sin desviación a uno y otro lado, sin preferencia por cosa alguna. Cuando tropieza con algo no se fija en ello y, consecuentemente, queda el algo convertido, no en cuerpo redondo, sino en mera superficie que intercepta la visión. El punto de vista se ha retraído, se ha alejado del objeto, y de la visión próxima hemos pasado a la visión lejana, que, en rigor,* es aún más próxima que aquélla. Entre los cuerpos y la pupila se intercala el objeto más inmediato: el hueco, el aire. Flotando en el aire, convertidas en gases cromáticos en flámulas informes, en puros reflejos, las cosas han perdido su solidez y su dintorno. El pintor ha echado su cabeza atrás, ha entornado los párpados y entre ellos ha triturado la forma propia de cada objeto, reduciéndolo a moléculas de luz, a puras chispas de color. En cambio, su cuadro puede ser mirado desde un solo punto de vista, en totalidad y de un golpe. La visión próxima disocia, analiza, distingue--es feudal. La visión lejana sintetiza, funde, confunde es democrática. El punto de vista se vuelve sinopsis. La pintura de bulto se ha convertido definitivamente en pintura de hueco. XIII Impresionismo. No es necesario decir que en Velázquez perduran* los principios moderados del Renacimiento. La innovación no aparece en todo su radicalismo hasta los impresionistas y neoimpresionistas. Las premisas formuladas en los primeros párrafos parecían anunciar que cuando llegásemos a la pintura de hueco la evolución habría terminado. El punto de vista, haciéndose, de múltiple y próximo, único y lejano, parece haber agotado su posible itinerario. No hay tal.* Ya veremos que aún puede retraerse más hacia el sujeto. De 1870 hasta la fecha el desplazamiento ha proseguido, y estas últimas etapas, precisamente por su carácter inverosímil y paradójico, confirman la ley fatídica que al comienzo he insinuado. El artista, que parte del mundo en torno, acaba por recogerse dentro de sí mismo. He dicho que la mirada de Velázquez, cuando tropieza con un objeto, lo convierte en superficie. Pero, entre tanto, el rayo visual ha hecho su camino, se ha complacido en perforar el aire que vaga entre la córnea y las cosas distantes. En Las meninas y, Las hilanderas se advierte la fruición con que el artista ha acentuado el hueco como tal. Velázquez mira recto al fondo; por eso se encuentra con una enorme masa de aire entre él y el límite de su campo visual. Ahora bien: ver algo con el rayo central del ojo es lo que se llama visión directa o visión in modo recto. Pero en derredor de este rayo eje envía la pupila muchos otros que parten de ella oblicuos,* que ven in modo obliquo. La impresión de concavidad proviene de la mirada in modo recto. Si eliminamos ésta--por ejemplo, en un abrir y cerrar los ojos--, quedan sólo activas las visiones oblicuas, las visiones de lado «con el rabillo del ojo»,* que son el colmo* del desdén. Entonces la oquedad* desaparece y el campo visual tiende a convertirse todo él en una superficie. Esto es lo que hacen los sucesivos impresionismos. Traer el fondo del hueco velazquino a un primer término, que entonces deja de serlo por falta de comparación. La pintura propende a hacerse plana, como lo es el lienzo en que se vierte. Se llega, pues, a la eliminación de toda resonancia táctil y corpórea. Por otra parte, la atomización* de las cosas es tal en la visión oblicua, que apenas si queda nada de ellas. Empiezan las figuras a ser incognoscibles.* En vez de pintar los objetos como se ven, se pinta el ver mismo. En vez de un objeto, una impresión, es decir, un montón de sensaciones. El arte, con esto, se ha retirado por completo del mundo y empieza a atender a la actividad del sujeto. Las sensaciones no son ya en ningún sentido cosas, sino estados subjetivos al través de las cuales, por medio de las cuales las cosas nos aparecen. ¿Se advierte el cambio que esto significa en el punto de vista? Parece que al buscar éste el objeto más próximo a la córnea había llegado lo más cerca posible del sujeto y lo más lejos posible de las cosas. ¡Error! El punto de vista continúa su inexorable* trayectoria de retraimiento. No se detiene en la córnea, sino que, audazmente, salva la máxima frontera y penetra en la visión misma, en el propio sujeto. XIV Cubismo. Cézanne, en medio de su tradición impresionista, descubre el volumen. En los lienzos empiezan a surgir cubos, cilindros, conos. Un distraído hubiera pensado que, agotada la peregrinación pictórica, se volvía a empezar y reincidíamos* en el punto de vista de Giotto. ¡Nuevo error! Siempre ha habido en la historia del arte tendencias laterales que gravitaban hacia el arcaísmo. Sin embargo, la corriente central de la evolución salta sobre ellas en magnífica corriente y sigue su curso inevitable. El cubismo de Cézanne y de los que, en efecto, fueron cubistas, es decir, estereómetras,* no es sino un paso más en la internación* de la pintura. Las sensaciones, tema del impresionismo, son estados subjetivos; por tanto, realidades, modificaciones efectivas del sujeto. Más dentro aún de éste se hallan las ideas. También las ideas son realidades que acontecen en el alma del individuo, pero se diferencian de las sensaciones en que su contenido--lo ideado--es irreal y en ocasiones hasta imposible. Cuando yo pienso en el cilindro estrictamente geométrico, mi pensamiento es un hecho efectivo* que en mí se produce; en cambio, el cilindro geométrico en que pienso es un objeto irreal. Las ideas son, pues, realidades subjetivas que contienen objetos virtuales, todo un mundo de nuestra especie, distinto del que los ojos nos transmiten y que maravillosamente emerge de los senos psíquicos*. Pues bien: los volúmenes que Cézanne evoca no tienen nada que ver con los que Giotto descubre; son más bien sus antagonistas. Giotto busca el volumen propio de cada cosa, su corporeidad realísima y tangible. Antes de él sólo se conocía la imagen bizantina de dos dimensiones. Cézanne, por el contrario, sustituye a los cuerpos de las cosas volúmenes irreales de pura invención, que sólo tienen con aquéllos un nexo metafórico. Desde él la pintura sólo pinta ideas--las cuales, ciertamente, son también objetos, pero objetos ideales, inmanentes al sujeto o intrasubjetivos. Esto explica la mescolanza* que, a despecho de explicaciones erróneas, se presenta en el turbio jirón* del llamado cubismo. Junto a volúmenes en que parece acusarse superlativamente la rotundidad de los cuerpos, Picasso, en sus cuadros más escandalosos y típicos, aniquila la forma cerrada del objeto y, en puros planos euclidianos,* anota trozos de él, una ceja; un bigote, una nariz--sin otra misión que servir de cifra simbólica a ideas. No es otra cosa el equívoco cubismo que una manera particular dentro del expresionismo contemporáneo. En la impresión se ha llegado al mínimum de objetividad exterior. Un nuevo desplazamiento del punto de vista sólo era posible si, saltando detrás de la retina--sutil frontera entre lo externo y lo interno--, invertía por completo la pintura su función y, en vez de meternos dentro de lo que está fuera, se esforzaba por volcar sobre el lienzo lo que está dentro: los objetos ideales inventados. Nótese cómo por un simple avance del punto de vista en la misma y única trayectoria que desde el principio llevaba, se llega a un resultado inverso. Los ojos, en vez de absorber las cosas, se convierten en proyectores de paisajes y faunas íntimas. Antes eran sumideros del mundo real: ahora, surtidores de irrealidad. Es posible que el arte actual tenga poco valor estético; pero quien no vea en él sino un capricho puede estar seguro de no haber comprendido ni el arte nuevo ni el viejo. La evolución conducía la pintura--y en general el arte--inexorablemente, fatalmente a lo que hoy es. XV La ley rectora de las grandes variaciones pictóricas es de una simplicidad inquietante. Primero se pintan cosas; luego, sensaciones; por último, ideas. Esto quiere decir que la atención del artista ha comenzado fijándose en la realidad externa; luego, en lo subjetivo; por último, en lo intrasubjetivo. Estas tres estaciones son tres puntos que se hallan en una misma línea. Ahora bien: la filosofía occidental ha seguido una ruta idéntica y esta coincidencia hace aún más inquietadora aquella ley. Anotemos en pocas líneas ese extraño paralelismo. El pintor comienza por preguntarse qué elementos del Universo son los que deben trasladarse al lienzo; esto es, qué clase de fenómenos son los pictóricamente esenciales. El filósofo, por su parte, se pregunta qué clase de objetos es la fundamental. Un sistema filosófico, es el ensayo de reedificar conceptualmente el Cosmos partiendo de un cierto tipo de hechos que se consideran como los más firmes y seguros. Cada época de la filosofía ha preferido un tipo distinto y sobre él ha asentado el resto de la construcción. En tiempo de Giotto, pintor de los cuerpos sólidos e independientes, la filosofía consideraba que la última y definitiva realidad eran las substancias individuales. Los ejemplos de substancias que se daban en las escuelas eran: este caballo, este hombre. ¿Por qué se creía descubrir en éstos el último valor metafísico? Simplemente porque en la idea nativa y práctica del mundo, cada caballo y cada hombre parecen tener una existencia propia, independiente de las demás cosas y de la mente que los contempla. El caballo vive por sí, entero y completo, según su íntima arcana energía; si queremos conocerlo, nuestros sentidos, nuestro entendimiento tendrán que ir hacia él y girar humildemente en torno suyo. Es, pues, el realismo substancialista de Dante un hermano gemelo de la pintura de bulto que inicia Giotto. Demos un salto hacia 1600, época en que comienza la pintura de hueco. La filosofía está en poder de Descartes. ¿Cuál es para él la realidad cósmica?, Las substancias plurales e independientes se esfuman. Pasa a primer plano metafísico una única substancia --substancia vacía, especie de hueco metafísico que ahora va a tener un mágico-- poder creador. Lo real para Descartes es el espacio, como para Velázquez el hueco. Después de Descartes reaparece un momento la pluralidad de substancias en Leibniz. Pero estas substancias no son ya principios corporales, sino todo lo contrario: las mónadas* son sujetos y el papel de cada una de ellas--síntoma curioso--no es otro que representar un point de vue. Por primera vez suena en la historia de la filosofía la exigencia formal de que la ciencia sea un sistema que somete el Universo a un punto de vista. La mónada no hace sino proporcionar un lugar metafísico a esa unidad de visión. En los dos siglos subsecuentes* el subjetivismo se va haciendo más radical, y hacia 1880, mientras los impresionistas fijaban en los lienzos puras sensaciones, los filósofos del extremo positivismo reducían la realidad universal a sensaciones puras. La desrealización progresiva del mundo, que había comenzado en el pensamiento renacentista, llega con el radical sensualismo de Avenarius* y Mach* a sus postreras consecuencias. ¿Cómo proseguir? ¿Qué nueva filosofía es posible? No se puede pensar en un retorno al realismo primitivo; cuatro siglos de crítica, de duda, de suspicacia lo han hecho para siempre inválido. Quedarse en lo subjetivo es también imposible. ¿Dónde encontrar algo con que poder reconstruir el mundo? El filósofo retrae todavía más su atención, y en vez de dirigirla a lo subjetivo como tal, se fija en lo que hasta ahora se llamaba «contenido de la conciencia», en lo intrasubjetivo. A lo que nuestras ideas idean y nuestros pensamientos piensan podrá no corresponder nada real, pero no por eso es meramente subjetivo. Un mundo de alucinación no seria real, pero tampoco dejaría de ser un mundo, un universo objetivo, lleno de sentido y perfección. Aunque el centauro imaginario no galope en realidad, cola y cernejas* al viento, sobre efectivas praderas, posee una peculiar independencia frente al sujeto que lo imagina. Es un objeto virtual o, como dice la más reciente filosofía, un objeto ideal. He aquí el tipo de fenómenos que el pensador de nuestros días considera más adecuado para servir de asiento a su sistema universal. ¿Cómo no sorprenderse de la coincidencia entre tal filosofía y su pintura sincrónica, llamada expresionismo o cubismo? José Ortega y Gasset (1883-1955) "Sobre el punto de vista en las artes" Vocabulario útil 1. ¡No hay tal!: exclamación de denegación enérgica. 2. Afanoso (adj.): con mucho afán (ardor, empeño, fervor). 3. Antes bien (conjunción adversativa): sino que, más bien, al contrario. 4. Arcano (sus. m.): misterio. 5. Atomizar (v.): dividir algo en partes muy pequeñas. 6. Búcaro (sus. m.): vasijas de cerámica que se emplean para poner flores en ellas. 7. Cendal (sus. m.): tela muy fina, transparente, de hilo o seda. 8. Cerneja (sus. f.): mechón de pelo que tienen los caballos y animales parecidos. 9. Claroscuro (sus. m.): Efecto que resulta de la distribución o contraste de luces y sombras en un dibujo, pintura, etc.; pintores que practican mucho esta técnica, especialmente en la época barroca, se llaman claroscuristas. 10. Cuatrocentista (adj.): italianismo utilizado esp. en la historia del arte para referirse a artistas, estilos y escuelas del siglo XV (1400-1499). 11. Efectivo (adj.): auténtico. 12. Ejemplo del estilo conceptuoso de Ortega, puesto que "móvil" se asocia con "movimiento" a la vez que significa impulso o causa que, actuando en el ánimo de alguien, le mueve a realizar cierta acción; se le adjuntan frecuentemente calificativos: 'Un móvil interesado [generoso]'. Se expresa con «por»: 'Por gusto, por placer, por turismo' 13. En rigor (expr.): realmente. 14. Ernst Mach (1838-1916): filósofo austríaco que declaró que el conocimiento es equivalente a la organización conceptual de datos de la experiencia sensorial (o de la observación). 15. Escorzo (sus. m.): Posición o representación de una figura, particularmente humana, cuando una parte ella, especialmente el torso o la cabeza, están vueltos o con un giro con respecto al resto; suele decirse que tal y cual pinta con escorzo o en escorzo; escorzar significa dibujar algo en perspectiva, para lo cual se representan oblicuas y más cortas las líneas que serían perpendiculares al plano del papel. 16. Estereometría (sus. f.): parte de la geometría que trata de la medida de los cuerpos. 17. Euclidiano (adj.): aquí, en el sentido de geométrico; Euclid (Alejandría, s. III a.C.) fue uno de los matemáticos más famosos de la antigüedad greco-romana. Su Tratado sobre la geometría es su obra más conocido. 18. Fantasmagorizarse, v. derivado de fantasmagoría (sus. f.): arte de hacer aparecer figuras por medio de ilusiones ópticas; ilusión de los sentidos o creación de la fantasía completamente desprovistos de realidad. Ortega inventa un verbo derivado de este sustantivo. 19. Fúlgido (adj., lit.): fulgurante, resplandeciente, muy brillante. 20. Fundente (adj.): Substancia que facilita la fusión de otra. 21. Incognoscible (adj. culto): no conocible. 22. Incorpóreo (adj.): no material. 23. Inexorable (adj.): implacable, imparable. 24. Internación (sus. f.): acción de internar (de 'interno'). 25. Jirón (sus. m.): bandera o estandarte triangular; Ortega lo usa aquí con alusión a la campaña militante del cubismo en particular y, se sobreentiende, de los movimientos de vanguardias en general. 26. Merced a (expr.): gracias a. 27. Mescolanza (sus. f.): mezcla. 28. Mónada (sus. f.): ser indivisible y completo de los que constituyen el Universo, en el sistema del filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibnitz (1646-1716). 29. Oblicuo (adj.): inclinado; no recto. 30. Oquedad (sus. f.): der. deducible de 'hueco'. 31. Oriundo (adj.): originario (que procede de...). 32. Otro ejemplo del estilo conceptuoso de Ortega, puesto que resuenan en su uso de "aprehender" sus dos significados: (1) Apresar, coger preso o prisionero a alguien; (2) percibir con los sentidos o la inteligencia. 33. Perdurar (v.): persistir, durar todavía. 34. Propender (v.) inclinarse, tender. 35. Pulimentar (v.): abrillantar, pulir, bruñir. 36. Rabillo del ojo: ángulo externo del ojo. 37. Raudo (adj.) o raudal (sus. m.): masa de agua corriente, cuando es abundante y de curso rápido; masa o cúmulo de cierta cosa, que brota o sale abundantemente de un sitio, o se mueve; también, de cosas inmateriales: 'De su cabeza surge un raudal de iniciativas. El muchacho tiene un raudal de energías'. 38. Refulgente (adj., del verbo refulgir): brillante, destellante. 39. Reincidir (v.): incurrir (caer con culpa) de nuevo en un error, falta o delito. 40. Richard (Heinrich Ludwig) Avenarius (1843-1895): filosofo alemán que fundó la teoría epistemológica de la ciencia conocida como "empirocrítica". Según esta teoría, el objetivo principal de la filosofía es el de desarrollar un "concepto natural del mundo" basado en la experiencia pura. 41. Rigoroso: implacable, inexorable, inflexible, severo. 42. Seno (sus. m.): (culto o cient.). cavidad en cualquier sitio o materia; interior del cuerpo; aquí, 'seno psíquico' tiene el sentido de imaginación, fantasía. 43. Ser el colmo de...: ser el ejemplo máximo de, el complemento o el término de... 44. Subsecuente (adj.): subsiguiente. 45. Taxativamente (adv.): concretamente; de manera taxativa, o sea limitada a una acepción o sentido restringido de la palabra o expresión de que se trata: 'Al decir «español», me refiero taxativamente a los nacidos en España'. 46. Tolemeo: Según el sistema del astrónomo Tolemeo (Ptolomeo) (127-145 d.C.; Alejandría), la tierra era el centro del cosmos mientras que el sol, la luna y las estrellas giraban alrededor de ella. El sistema tolemaico fue suplantado en el siglo XV por el del astrónomo polaco, Nicolás Copérnico, quien reconoció que en el sol el centro del universo. Obviamente, Ortega pretende establecer aquí un vínculo filosófico entre Copérnico y Velázquez. 47. Ubicuo (adj.): omnipresente. 48. Ultramundano (adj.): situado más allá de lo mundano; del otro mundo. 49. Visor (sus. m.): dispositivo de las máquinas fotográficas que sirve para enfocar. José Ortega y Gasset "Creer y pensar" I Las ideas se tienen; en las creencias se está. -"Pensar en las cosas" y "contar con ellas". Cuando se quiere entender a un hombre, la vida de un hombre, procuramos ante todo averiguar cuáles son sus ideas. Desde que el europeo cree tener "sentido histórico", es ésta la exigencia más elemental. ¿Cómo no van a influir en la existencia de una persona sus ideas y las ideas de su tiempo? La cosa es obvia. Perfectamente; pero la cosa es también bastante equívoca, y, a mi juicio, la insuficiente claridad sobre lo que se busca cuando se inquieren las ideas de un hombre -o de una época- impide que se obtenga claridad sobre su vida, sobre su historia. Con la expresión "ideas de un hombre" podemos referirnos a cosas muy diferentes. Por ejemplo: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta. Estos pensamientos pueden poseer los grados más diversos de verdad. Incluso pueden ser "verdades científicas". Tales diferencias, sin embargo, no importan mucho, si importan algo, ante la cuestión mucho más radical que ahora planteamos. Porque, sean pensamientos vulgares, sean rigorosas "teorías científicas", siempre se tratará de ocurrencias que en un hombre surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo. Pero esto implica evidentemente que el hombre estaba ya ahí antes de que se le ocurriese o adoptase la idea. Ésta brota, de uno u otro modo dentro de una vida que preexistía a ella. Ahora bien, no hay vida humana que no esté desde luego constituida por ciertas creencias básicas y, por decirlo así, montada sobre ellas. Vivir es tener que habérselas con algo: con el mundo y consigo mismo. Mas ese mundo y ese "sí mismo" con que el hombre se encuentra le aparecen ya bajo la especie de una interpretación, de "idea" sobre el mundo y sobre sí mismo. Aquí topamos con otro estrato de ideas que un hombre tiene. Pero ¡cuán diferente de todas aquellas que se le ocurren o que adopta! Estas "ideas" básicas que llamo "creencias" -ya se verá por qué- no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas que son, de verdad, "creencias" constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas, se confunden para nosotros con la realidad misma -son nuestro mundo y nuestro ser-, pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido. Cuando se ha caído en la cuenta de la diferencia existente entre esos dos estratos de ideas aparece, sin más, claro el diferente papel que juegan en nuestra vida. Y, por lo pronto, la enorme diferencia de rango funcional. De las ideas-ocurrencias -y conste que incluyo en ellas las verdades más rigorosas de la ciencia- podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es... vivir de ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cuál se asienta en ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, ni siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás -si hablamos cuidadosamente- con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha inventado certeramente la expresión "estar en la creencia". En efecto, en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros. Hay, pues, ideas con que nos encontramos -por eso las llamo ocurrencias- e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar. Una vez visto esto, lo que sorprende es que a unas y a otras se les llame lo mismo: ideas. La identidad de nombre es lo único que estorba para distinguir dos cosas cuya disparidad brinca tan claramente ante nosotros sin más que usar frente a frente estos dos términos: creencias y ocurrencias. La incongruente conducta de dar un mismo nombre a dos cosas tan distintas no es, sin embargo, una casualidad ni una distracción. Proviene de una incongruencia más honda: de la confusión entre dos problemas radicalmente diversos que exigen dos modos de pensar y de llamar no menos dispares. Pero dejemos ahora este lado del asunto: es demasiado abstruso. Nos basta con hacer notar que "idea" es un término del vocabulario psicológico y que la psicología, como toda ciencia particular, posee sólo jurisdicción subalterna. La verdad de sus conceptos es relativa al punto de vista particular que la constituye, y vale en el horizonte que ese punto de vista crea y acota. Así, cuando la psicología dice de algo que es una "idea", no pretende haber dicho lo más decisivo, lo más real sobre ello. El único punto de vista que no es particular y relativo es el de la vida, por la sencilla razón de que todos los demás se dan dentro de ésta y son meras especializaciones de aquél. Ahora bien, como fenómeno vital la creencia no se parece nada a la ocurrencia: su función en el organismo de nuestro existir es totalmente distinta y, en cierto modo, antagónica. ¿Qué importancia puede tener en parangón con esto el hecho de que, bajo la perspectiva psicológica, una y otra sean "ideas" y no sentimientos, voliciones, etcétera? Conviene, pues, que dejemos este término -"ideas"- para designar todo aquello que en nuestra vida aparece como resultado de nuestra ocupación intelectual. Pero las creencias se nos presentan con el carácter opuesto. No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo. Por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma. Las teorías, en cambio, aun las más verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que necesiten ser formuladas. Esto revela, sin más, que todo aquello en que nos ponemos a pensar tiene ipso facto para nosotros una realidad problemática y ocupa en nuestra vida un lugar secundario si se le compara con nuestras creencias auténticas. En éstas no pensamos ahora o luego: nuestra relación con ellas consiste en algo mucho más eficiente; consiste en... contar con ellas, siempre, sin pausa. Me parece de excepcional importancia para inyectar, por fin, claridad en la estructura de la vida humana esta contraposición entre pensar en una cosa y contar con ella. El intelectualismo que ha tiranizado, casi sin interrupción, el pasado entero de la filosofía ha impedido que se nos haga patente y hasta ha invertido el valor respectivo de ambos términos. Me explicaré. Analice el lector cualquier comportamiento suyo, aun el más sencillo en apariencia. El lector está en su casa y, por unos u otros motivos, resuelve salir a la calle. ¿Qué es en todo este su comportamiento lo que propiamente tiene el carácter de pensado, aun entendiendo esta palabra en su más amplio sentido, es decir, como conciencia clara y actual de algo? El lector se ha dado cuenta de sus motivos, de la resolución adoptada, de la ejecución de los movimientos con que ha caminado, abierto la puerta, bajado la escalera. Todo esto en el caso más favorable. Pues bien, aun en ese caso y por mucho que busque en su conciencia, no encontrará en ella ningún pensamiento en que se haga constar que hay calle. El lector no se ha hecho cuestión ni por un momento de si la hay o no la hay. ¿Por qué? No se negará que para resolverse a salir a la calle es de cierta importancia que la calle exista. En rigor, es lo más importante de todo, el supuesto de todo lo demás. Sin embargo, precisamente de ese tema tan importante no se ha hecho cuestión el lector, no ha pensado en ello ni para negarlo ni para afirmarlo ni para ponerlo en duda. ¿Quiere esto decir que la existencia o no existencia de la calle no ha intervenido en su comportamiento? Evidentemente, no. La prueba se tendría si al llegar a la puerta de su casa descubriese que la calle había desaparecido, que la tierra concluía en el umbral de su domicilio o que ante él se había abierto una sima. Entonces se produciría en la conciencia del lector una clarísima y violenta sorpresa. ¿De qué? De que no había aquélla. Pero ¿no habíamos quedado en que antes no había pensado que la hubiese, no se había hecho cuestión de ello? Esta sorpresa pone de manifiesto hasta qué punto la existencia de la calle actuaba en su estado anterior, es decir, hasta qué punto el lector contaba con la calle aunque no pensaba en ella y precisamente porque no pensaba en ella. El psicólogo nos dirá que se trata de un pensamiento habitual, y que por eso no nos damos cuenta de él, o usará la hipótesis de lo subconsciente, etc. Todo ello, que es muy cuestionable, resulta para nuestro asunto por completo indiferente. Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento, como que era su básico supuesto, no era pensado por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en forma consciente, sino como implicación latente de nuestra conciencia o pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin que lo pensemos llamo "contar con ello". Y ese modo es el propio de nuestras efectivas creencias. El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos. ¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o de una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo. II El azoramiento de nuestra época. - Creernos en la razón y no en sus ideas. - La ciencia casi poesía. Resumo: cuando intentamos determinar cuáles son las ideas de un hombre o de una época, solemos confundir dos cosas radicalmente distintas: sus creencias y sus ocurrencias o "pensamientos". En rigor, sólo estas últimas deben llamarse "ideas". Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas "vivimos, nos movemos y somos". Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa, no tenemos la "idea" de esa cosa, sino que simplemente "contamos con ella". En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda nuestra "vida intelectual" es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa en ésta sólo una dimensión virtual o imaginaría. Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una idea es una cuestión de "política interior" dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra realidad. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho contamos, no tenemos la menor idea, y si la tenemos -por un especial esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos- es indiferente, porque no nos es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos es sólo idea, sino creencia infraintelectual. Tal vez no haya otro asunto sobre el que importe más a nuestra época conseguir claridad como este de saber a qué atenerse sobre el papel y puesto que en la vida humana corresponde a todo lo intelectual. Hay una clase de épocas que se caracterizan por su gran azoramiento. A esa clase pertenece la nuestra. Mas cada una de esas épocas se azora un poco de otra manera y por un motivo distinto. El gran azoramiento de ahora se nutre últimamente de que tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y de máxima atención a ella, el hombre empieza a no saber qué hacerse con las ideas. Presiente ya que las había tomado mal, que su papel en la vida es distinto del que en estos siglos les ha atribuido, pero aún ignora cuál es su oficio auténtico. Por eso importa mucho que, ante todo, aprendamos a separar con toda limpieza la "vida intelectual" -que, claro está, no es tal vida- de la vida viviente, de, la real, de la que somos. Una vez hecho esto y bien hecho, habrá lugar para plantearse las otras dos cuestiones: ¿En qué relación mutua actúan las ideas y las creencias? ¿De dónde vienen, cómo se forman las creencias? Dije en el parágrafo anterior que inducía a error dar indiferentemente el nombre de ideas a creencias y ocurrencias. Ahora agrego que el mismo daño produce hablar, sin distingos, de creencias, convicciones, etc., cuando se trata de ideas. Es, en efecto, una equivocación llamar creencia a la adhesión que en nuestra mente suscita una combinación intelectual, cualquiera que ésta sea. Elijamos el caso extremo que es el pensamiento científico más rigoroso, por tanto, el que se funda en evidencias. Pues bien, aun en ese caso, no cabe hablar en serio de creencia. Lo evidente, por muy evidente que sea, no nos es realidad, no creemos en ello. Nuestra mente no puede evitar reconocerlo como verdad; su adhesión es automática, mecánica. Pero, entiéndase bien, esa adhesión, ese reconocimiento de la verdad no significa sino esto: que, puestos a pensar en el tema, no admitiremos en nosotros un pensamiento distinto ni opuesto a ese que nos parece evidente. Pero... ahí está: la adhesión mental tiene como condición que nos pongamos a pensar en el asunto, que queramos pensar. Basta esto para hacer notar la irrealidad constitutiva de toda nuestra "vida intelectual". Nuestra adhesión a un pensamiento dado es, repito, irremediable; pero, como está en nuestra mano pensarlo o no, esa adhesión tan irremediable, que se nos impondría como la más imperiosa realidad, se convierte en algo dependiente de nuestra voluntad e ipso facto deja de sernos realidad. Porque realidad es precisamente aquello con que contamos, queramos o no. Realidad es la contravoluntad, lo que nosotros no ponemos; antes bien, aquello con que topamos. Además de esto, tiene el hombre clara conciencia de que su intelecto se ejercita sólo sobre materias cuestionables; que la verdad de las ideas se alimenta de su cuestionabilidad. Por eso, consiste esa verdad en la prueba que de ella pretendemos dar. La idea necesita de la crítica como el pulmón del oxígeno, y se sostiene y afirma apoyándose en otras ideas que, a su vez, cabalgan sobre otras formando un todo o sistema. Arman, pues, un mundo aparte del mundo real, un mundo integrado exclusivamente por ideas de que el hombre se sabe fabricante y responsable. De suerte que la firmeza de la idea más firme se reduce a la solidez con que aguanta ser referida a todas las demás ideas. Nada menos, pero también nada más. Lo que no se puede es contrastar una idea, como si fuera una moneda, golpeándola directamente contra la realidad, como si fuera una piedra de toque. La verdad suprema es la de lo evidente, pero el valor de la evidencia misma es, a su vez, mera teoría, idea y combinación intelectual. Entre nosotros y nuestras ideas hay, pues, siempre una distancia infranqueable: la que va de lo real a lo imaginario. En cambio, con nuestras creencias estamos inseparablemente unidos. Por eso cabe decir que las somos. Frente a nuestras concepciones gozamos un margen, mayor o menor, de independencia. Por grande que sea su influencia sobre nuestra vida, podemos siempre suspenderlas, desconectarnos de nuestras teorías. Es más, de hecho exige siempre de nosotros algún especial esfuerzo, comportarnos conforme a lo que pensamos, es decir, tomarlo completamente en serio. Lo cual revela que no creemos en ello, que presentimos como un riesgo esencial fiarnos de nuestras ideas, hasta el punto de entregarles nuestra conducta tratándolas como si fueran creencias. De otro modo, no apreciaríamos el ser "consecuente con sus ideas" como algo especialmente heroico. No puede negarse, sin embargo, que nos es normal regir nuestro comportamiento conforme a muchas "verdades científicas". Sin considerarlo heroico, nos vacunamos, ejercitamos usos, empleamos instrumentos que, en rigor, nos parecen peligrosos y cuya seguridad no tiene más garantía que la de la ciencia. La explicación es muy sencilla y sirve, de paso, para aclarar al lector algunas dificultades con que habrá tropezado desde el comienzo de este ensayo. Se trata simplemente de recordarle que entre las creencias del hombre actual es una de las más importantes su creencia en la "razón", en la inteligencia. No precisemos ahora las modificaciones que en estos últimos años ha experimentado esa creencia. Sean las que fueren, es indiscutible que lo esencial de esa creencia subsiste, es decir, que el hombre continúa contando con la eficiencia de su intelecto como una de las realidades que hay, que integran su vida. Pero téngase la serenidad de reparar que una cosa es fe en la inteligencia y otra creer en las ideas determinadas que esa inteligencia fragua. En ninguna de estas ideas se cree con fe directa. Nuestra creencia se refiere a la cosa, inteligencia, así en general, y esa fe no es una idea sobre la inteligencia. Compárese la precisión de esa fe en la inteligencia con la imprecisa idea que casi todas las gentes tienen de la inteligencia. Además, como ésta corrige sin cesar sus concepciones y a la verdad de ayer sustituye la de hoy, si nuestra fe en la inteligencia consistiese en creer directamente en las ideas, el cambio de éstas traería consigo la pérdida de fe en la inteligencia. Ahora bien, pasa todo lo contrario. Nuestra fe en la razón ha aguantado imperturbable los cambios más escandalosos de sus teorías, inclusive los cambios profundos de la teoría sobre qué es la razón misma. Estos últimos han influido, sin duda, en la forma de esa fe, pero esta fe seguía actuando impertérrita bajo una u otra forma. He aquí un ejemplo espléndido de lo que deberá, sobre todo, interesar a la historia cuando se resuelva verdaderamente a ser ciencia, la ciencia del hombre. En vez de ocuparse sólo en hacer la "historia" -es decir, en catalogar la sucesión- de las ideas sobre la razón desde Descartes a la fecha, procurará definir con precisión cómo era la fe en la razón que efectivamente operaba en cada época y cuáles eran sus consecuencias para la vida. Pues es evidente que el argumento del drama en que la vida consiste es distinto si se está en la creencia de que un Dios omnipotente y benévolo existe, que si se está en la creencia contraria. Y también es distinta la vida, aunque la diferencia sea menor, de quien cree en la capacidad absoluta de la razón para descubrir la realidad, como se creía a fines del siglo XVII en Francia, y quien cree, como los positivistas de 1860, que la razón es por esencia conocimiento relativo. Un estudio como éste nos permitiría ver con claridad la modificación sufrida por nuestra fe en la razón durante los últimos veinte años, y ello derramaría sorprendente luz sobre casi todas las cosas extrañas que acontecen en nuestro tiempo. Pero ahora no me urgía otra cosa sino hacer que el lector cayese en la cuenta de cuál es nuestra relación con las ideas, con el mundo intelectual. Esta relación no es de fe en ellas: las cosas que nuestros pensamientos, que las teorías nos proponen, no nos son realidad, sino precisamente y sólo... ideas. Mas no entenderá bien el lector lo que algo nos es, cuando nos es sólo idea y no realidad, si no le invito a que repare en su actitud frente a lo que se llama "fantasías, imaginaciones". Pero el mundo de la fantasía, de la imaginación, es la poesía. Bien, no me arredro; por el contrario, a esto quería llegar. Para hacerse bien cargo de lo que nos son las ideas, de su papel primario en la vida, es preciso tener el valor de acercar la ciencia a la poesía mucho más de lo que hasta aquí se ha osado. Yo diría, si después de todo lo enunciado se me quiere comprender bien, que la ciencia está mucho más cerca de la poesía que de la realidad, que su función en el organismo de nuestra vida se parece mucho a la del arte. Sin duda, en comparación con una novela, la ciencia parece la realidad misma. Pero en comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la ciencia tiene de novela, de fantasía, de construcción mental, de edificio imaginario. III La duda y la creencia. -El "mar de dudas".-El lugar de las ideas. El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias (1). Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos. (Sea dicho de paso que la metáfora se origina en una de las creencias más elementales que poseemos y sin la cual tal vez no podríamos vivir: la creencia en que la tierra es firme, a pesar de los terremotos que alguna vez y en la superficie de algunos de sus lugares acontecen. Imagínese que mañana, por unos u otros motivos, desapareciera esa creencia. Precisar las líneas mayores del cambio radical que en la figura de la vida humana esa desaparición produciría, fuera un excelente ejercicio de introducción al pensamiento histórico.) Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es un modo de la creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso el estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como se está en un abismo, es decir, cayendo. Es, pues, la negación de la estabilidad. De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida, como asistir a la anulación de nuestra propia existencia. Sin embargo, la duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo que es la verdadera duda si no se dice que creemos nuestra duda. Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia y pertenece al mismo estrato que ella. La diferencia entre la fe y la duda no consiste, pues, en el creer. La duda no es un "no creer" frente al creer, ni es un "creer que no" frente a un "creer que sí". El elemento diferencial está en lo que se cree. La fe cree que Dios existe o que Dios no existe. Nos sitúa, pues, en una realidad, positiva o "negativa", pero inequívoca, y, por eso, al estar en ella nos sentimos colocados en algo estable. Lo que nos impide entender bien el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante una realidad. Y este error proviene, a su vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy cómodo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como realidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arroja ante lo dudoso, ante una realidad tan realidad como la fundada en la creencia, pero que es ella ambigua, bicéfala, inestable, frente a la cual no sabemos a qué atenernos ni qué hacer. La duda, en suma, es estar en lo inestable como tal: es la vida en el instante del terremoto, de un terremoto permanente y definitivo. En este punto, como en tantos otros referentes a la vida humana, recibimos mayores esclarecimientos del lenguaje vulgar que del pensamiento científico. Los pensadores, aunque parezca mentira, se han saltado siempre a la torera aquella realidad radical, la han dejado a su espalda. En cambio, el hombre no pensador, más atento a lo decisivo, ha echado agudas miradas sobre su propia existencia y ha dejado en el lenguaje vernáculo el precipitado de esas entrevisiones. Olvidamos demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones ideológicas más complicadas, no tomamos en serio la ideología primaria que él expresa, que él es. Cuando, por un azar, nos despreocuparnos de lo que queremos decir nosotros mediante los giros preestablecidos del idioma y atendemos a lo que ellos nos dicen por su propia cuenta, nos sorprende su agudeza, su perspicaz descubrimiento de la realidad. Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en ella se siente el hombre sumergido en un elemento insólido, infirme. Lo dudoso es una realidad líquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae. De aquí el "hallarse en un mar de dudas". Es el contraposto al elemento de la creencia: la tierra firme (2). E insistiendo en la misma imagen, nos habla de la duda como una fluctuación, vaivén de olas. Decididamente, el mundo de lo dudoso es un paisaje marino e inspira al hombre presunciones de naufragio. La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto es creencia. Tan lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va bien claro en el du de la duda. Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en "salir de la duda". Pero ¿qué hacer? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo -se entiende, una porción de él- se nos presenta ambiguo? Con él no hay nada que hacer. Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos. Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas. Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas. En ellas se trata siempre de sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda, por un mundo en que la ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea es imaginación. Al hombre no le es dado ningún mundo ya determinado. Sólo le son dadas las penalidades y las alegrías de su vida. Orientado por ellas, tiene que inventar el mundo. La mayor porción de él la ha heredado de sus mayores y actúa en su vida como sistema de creencias firmes. Pero cada cual tiene que habérselas por su cuenta con todo lo dudoso, con todo lo que es cuestión. A este fin ensaya figuras imaginarías de mundos y de su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. Hay fantasías exactas. Más aún: sólo puede ser exacto lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo. Notas: (1) Dejemos intacta la cuestión de si bajo ese estrato más profundo no hay aún algo más, un fondo metafísico al que ni siquiera llegan nuestras creencias. (2) La voz tierra viene de tersa, seca, sólida. [Primer capítulo de Ideas y creencias, de 1940] José Ortega y Gasset El sentido histórico de la teoría de Einstein La teoría de la relatividad, el hecho intelectual de más rango que el presente puede ostentar, es una teoría, y, por tanto, cabe discutir si es verdadera o errónea. Pero, aparte de su verdad o su error, una teoría es un cuerpo de pensamientos que nace en un alma, en un espíritu, en una conciencia, lo mismo que el fruto en el árbol. Ahora bien, un fruto nuevo indica una especie vegetal nueva que aparece en la flora. Podemos, pues, estudiar aquella teoría con la misma intención que el botánico cuando describe una planta: prescindiendo de sí el fruto es saludable o nocivo, verdadero o erróneo, atentos exclusivamente a filiar la nueva especie, el nuevo tipo de ser viviente que en él sorprendemos. Este análisis nos descubrirá el sentido histórico de la teoría de la relatividad, lo que ésta es como fenómeno histórico. Sus peculiaridades acusan ciertas tendencias específicas en el alma que la ha creado. Y como un edificio científico de esta importancia no es obra de un solo hombre, sino resultado de la colaboración indeliberada de muchos, precisamente de los mejores, la orientación que revelen esas tendencias marcará el rumbo de la historia occidental. No quiero decir con esto que el triunfo de esta teoría influirá sobre los espíritus, imponiéndoles determinada ruta. Esto es evidente y banal. Lo interesante es lo inverso: porque los espíritus han tomado espontáneamente determinada ruta, ha podido nacer y triunfar la teoría de la relatividad. Las ideas, cuanto más sutiles y técnicas, cuanto más remotas parezcan de los afectos humanos, son síntomas más auténticos de las variaciones profundas que le producen en el alma histórica. Basta con subrayar un poco las tendencias generales que han actuado en la invención de esta teoría, basta con prolongar brevemente sus líneas más allá del recinto de la física, para que aparezca a nuestros ojos el dibujo de una sensibilidad nueva, antagónica de la reinante en los últimos siglos. 1.- Absolutismo El nervio de todo el sistema está en la idea de la relatividad. Todo depende, pues, de que se entienda bien la fisonomía que este pensamiento tiene en la obra genial de Einstein. No sería falto de toda mesura afirmar que éste es el punto en que la genialidad ha insertado su divina fuerza, su aventurero empujón, su audacia sublime de arcángel. Dado este punto, el resto de la teoría podía haberse encargado a la mera discreción. La mecánica clásica reconoce igualmente la relatividad de todas nuestras determinaciones sobre el movimiento, por tanto de toda posición en el espacio y en el, tiempo que sea observable por nosotros. ¿Cómo la teoría de Einstein, que, según oímos, trastorna todo el clásico edificio de la mecánica, destaca en su nombre propio, como su mayor característica, la relatividad? Este es el multiforme equívoco que conviene ante todo deshacer. El relativismo de Einstein es estrictamente inverso al de Galileo y Newton. Para éstos las determinaciones empíricas de duración, colocación y movimiento son relativas porque creen en la existencia de un espacio, un tiempo y un movimiento absolutos. Nosotros no podemos llegar a éstos; a lo sumo, tenemos de ellos noticias indirectas (por ejemplo, las fuerzas centrífugas). Pero sí se cree en su existencia, todas las determinaciones que efectivamente poseemos quedarán descalificadas como meras apariencias, como valores relativos al punto de comparación que el observador ocupa. Relativismo aquí significa, en consecuencia, un defecto. La física de Galileo y Newton, diremos, es relativa. Supongamos que, por unas u otras razones, alguien cree forzoso negar la existencia de esos inasequibles absolutos en el espacio, el tiempo y la transferencia. En el mismo instante, las determinaciones concretas, que antes parecían relativas en el mal sentido de la palabra, libres de la comparación con lo absoluto, se convierten en las únicas que expresan la realidad. No habrá ya una realidad absoluta (inasequible) y otra relativa en comparación con aquélla. Habrá una sola realidad, y ésta será la que la física positiva aproximadamente describe. Ahora bien, esta realidad es la que el observador percibe desde el lugar que ocupa; por tanto, una realidad relativa. Pero como esta realidad relativa, en el supuesto, que hemos tomado, es la única que hay, resultará, a la vez que relativa, la realidad verdadera, o, lo que es igual, la realidad, absoluta. Relativismo aquí no se opone a absolutismo; al contrario, se funde con éste, y lejos de sugerir un defecto de nuestro conocimiento, le otorga una validez absoluta. Tal es el caso de la mecánica de Einstein. Su física no es relativa, sino relativista, y merced a su relativismo consigue una significación absoluta. La más trivial tergiversación que puede sufrir la nueva mecánica es que se la interprete como un engendro más del viejo relativismo filosófico que precisamente viene ella a decapitar. Para el viejo relativismo, nuestro conocimiento es relativo, porque lo que aspiramos a conocer (la realidad tempo-espacial) es absoluto y no lo conseguimos. Para la física de Einstein nuestro conocimiento es absoluto; la realidad es la relativa. Por consiguiente, conviene ante todo destacar como una de las facciones más genuinas de la nueva teoría su tendencia absolutista en el orden del conocimiento. Es, inconcebible que esto no haya sido desde luego subrayado por los que interpretan la significación filosófica de esta genial innovación. Y, sin embargo, está bien clara esa tendencia en la fórmula capital de toda la teoría: las leyes físicas son verdaderas, cualquiera que sea el sistema de referencia usado, es decir, cualquiera que sea el lugar de la observación. Hace cincuenta años preocupaba a los pensadores si, "desde el punto de vista de Sirio", las verdades humanas lo serían. Esto equivalía a degradar la ciencia que el hombre hace, atribuyéndole un valor meramente doméstico. La mecánica de Einstein permite a nuestras leyes físicas armonizar con las que acaso circulan en las mentes de Sirio. Pero este nuevo absolutismo se diferencia radicalmente del que animó a los espíritus racionalistas en las postreras centurias. Creían éstos que al hombre era dado sorprender el secreto de las cosas, sin más que buscar en el seno del propio espíritu las verdaderas eternas de que está henchido. Así, Descartes crea la física sacándola, no de la experiencia, sino de lo que él llama el trésor de mon esprit. Estas verdades, que no proceden de la observación, sino de la pura razón, tienen un valor universal, y en vez de aprenderlas nosotros de las cosas, en cierto modo las imponemos a ellas: son verdades a priori. En el propio Newton se encuentran frases reveladoras de ese espíritu racionalista. "En la filosofía de la naturaleza, dice, hay que hacer abstracción de los sentidos". Dicho en otras palabras: para averiguar lo que una cosa es, hay que volverse de espaldas a ella. Un ejemplo de estas mágicas verdades es la ley de inercia; según ella, un cuerpo libre de todo influjo, sí se mueve, se moverá indefinidamente en sentido rectilíneo y uniforme. Ahora bien: ese cuerpo exento de todo influjo nos es desconocido. ¿Por qué tal afirmación? Sencillamente porque el espacio tiene una estructura rectilínea, euclidiana, y, en consecuencia, todo movimiento "espontáneo" que no esté desviado por alguna fuerza se acomodará a la ley del espacio. Pero esta índole euclidiana del espacio, ¿quién la garantiza? ¿La experiencia? En modo alguno; la pura razón es la que, previamente a toda experiencia, resuelve sobre la absoluta necesidad de que el espacio en que se mueven los cuerpos físicos sea euclidiano. El hombre no puede ver sino en el espacio euclidiano. Esta peculiaridad del habitante de la tierra es elevada por el racionalismo a ley de todo el cosmos. Los viejos absolutistas cometieron en todos los órdenes la misma ingenuidad. Parten de una excesiva estimación del hombre. Hacen de él un centro del universo, cuando es sólo un rincón. Y éste es el error más grave que la teoría de Einstein viene a corregir. 2.- Perspectivismo El espíritu provinciano ha sido siempre, y con plena razón, considerado como una torpeza. Consiste en un error de óptica. El provinciano no cae en la cuenta de que mira el mundo desde una posición excéntrica. Supone, por el contrario, que está en el centro del orbe, y juzga de todo como sí su visión fuese central. De aquí una deplorable suficiencia que produce efectos tan cómicos. Todas sus opiniones nacen falsificadas, porque parten de un pseudocentro. En cambio, el hombre de la capital sabe que su ciudad, por grande que sea, es sólo un punto del cosmos, un rincón excéntrico. Sabe, además, que en el mundo no hay centro y que es, por tanto, necesario descontar en todos nuestros juicios la peculiar perspectiva que la realidad ofrece mirada desde nuestro punto de vista. Por este motivo, al provinciano el vecino de la gran ciudad parece siempre escéptico, cuando sólo es más avisado. La teoría de Einstein ha venido a revelar que la ciencia moderna, en su disciplina ejemplar -la nuova scienza de Galileo, la gloriosa física de Occidente-, padecía un agudo provincianismo. La geometría euclidiana, que sólo es aplicable a lo cercano, era proyectada sobre el universo. Hoy se empieza en Alemania a llamar al sistema de Euclides "geometría de lo próximo", en oposición a otros cuerpos de axiomas que, como el de Riemann, son geometrías de largo alcance. Como todo provincianismo, esta geometría provincial ha sido superada merced a una aparente limitación, a un ejercicio de modestia. Einstein se ha convencido de que hablar del espacio es una megalomanía que lleva inexorablemente al error. No conocemos más extensiones que las que medimos, y no podemos medir más que con nuestros instrumentos. Estos son nuestros órganos de visión científica; ellos determinan la estructura especial del mundo que conocemos. Pero, como lo mismo acontece a todo otro ser que desde otro lugar del orbe quiera construir una física, resulta que esa limitación no lo es en verdad. No se trata, pues, de reincidir en una interpretación subjetivista del conocimiento, según la cual la verdad sólo es verdad para un determinado sujeto. Según la teoría de la relatividad, el suceso A, que desde el punto de vista terráqueo precede en el tiempo al suceso B, desde otro lugar del universo, Sirio por ejemplo, aparecerá sucediendo a B. No cabe inversión más completa de la realidad. ¿Quiere esto decir que o nuestra imaginación es falsa o la del avecindado en Sirio? De ninguna manera. Ni el sujeto humano ni el de Sirio deforman lo real. Lo que ocurre es que una de las cualidades propias a la realidad consiste en tener una perspectiva, esto es, en organizarse de diverso modo para ser vista desde uno u otro lugar. Espacio y tiempo son los ingredientes objetivos de la perspectiva física, y es natural que varíen según el punto de vista. En la introducción al primer Espectador, aparecido en enero de 1916, cuando aún no se había publicado nada sobre la teoría general de la relatividad (1), exponía yo brevemente esta doctrina perspectivista, dándole una amplitud que trasciende de la física y abarca toda realidad. Hago esta advertencia para mostrar hasta qué punto es un signo de los tiempos pareja manera de pensar. Y lo que más me sorprende es que no haya reparado nadie todavía en este rasgo capital de la obra de Einstein. Sin una sola excepción -que yo sepa-, cuanto se ha escrito sobre ella interpreta el gran descubrimiento como un paso más en el camino del subjetivismo (2). En todas las lenguas y en todos los giros se ha repetido que Einstein viene a confirmar la doctrina kantiana, por lo menos en un punto: la subjetividad de espacio y tiempo. Me importa declarar taxativamente que esta creencia me parece la más cabal incomprensión del sentido que la teoría de la relatividad encierra. Precisemos la cuestión en pocas palabras, pero del modo más claro posible. La perspectiva es el orden y forma que la realidad toma para el que la contempla. Sí varía el lugar que el contemplador ocupa, varía también la perspectiva. En cambio, si el contemplador es sustituido por otro en el mismo lugar, la perspectiva permanece idéntica. Ciertamente, si no hay un sujeto que contemple, a quien la realidad aparezca, no hay perspectiva. ¿Quiere esto decir que sea subjetiva? Aquí está el equívoco que durante dos siglos, cuando menos, ha desviado toda la filosofía, y con ella la actitud del hombre ante el universo. Para evitarlo basta con hacer una sencilla distinción. Cuando vemos quieta y solitaria una bola de billar, sólo percibimos sus cualidades de color y forma. Mas he aquí que otra bola de billar choca con la primera. Esta es despedida con una velocidad proporcionada al choque. Entonces notamos una nueva cualidad de la bola que antes permanecía oculta: su elasticidad. Pero alguien podría decirnos que la elasticidad no es una cualidad de la bola primera, puesto que sólo se presenta cuando otra choca con ella. Nosotros contestaríamos prontamente que no hay tal. La elasticidad es una cualidad de la bola primera, no menos que su color y su forma; pero es una cualidad reactiva o de respuesta a la acción de otro objeto. Así, en el hombre lo que solemos llamar su carácter es su manera de reaccionar ante lo exterior -cosas, personas, sucesos. Pues bien: cuando una realidad entra en choque con ese otro objeto que denominamos "sujeto consciente", la realidad responde apareciéndole. La apariencia es una cualidad objetiva de lo real, es su respuesta a un sujeto. Esta respuesta es, además, diferente según la condición del contemplador; por ejemplo, según sea el lugar desde que mira. Véase cómo la perspectiva, el punto de vista, adquieren un valor objetivo, mientras hasta ahora se los consideraba como deformaciones que el sujeto imponía a la realidad. Tiempo y espacio vuelven, contra la tesis kantiana, a ser formas de lo real. Si hubiese entre los infinitos puntos de vista uno excepcional, al que cupiese atribuir una congruencia superior con las cosas, cabría considerar los demás como deformadores o "meramente subjetivos". Esto creían Galileo y Newton cuando hablaban del espacio absoluto, es decir, de un espacio contemplado desde un punto de vista que no es ninguno concreto. Newton llama al espacio absoluto sensorium Dei, el órgano visual de Dios; podríamos decir la perspectiva divina. Pero apenas se piensa hasta el final esta idea de una perspectiva que no está tomada desde ningún lugar determinado y exclusivo, se descubre su índole contradictoria y absurda. No hay un espacio absoluto porque no hay una perspectiva absoluta. Para ser absoluto, el espacio tiene que dejar de ser real -espacio lleno de cosas- y convertirse en una abstracción. La teoría de Einstein es una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista. Amplíese esta idea a lo moral y a lo estético y se tendrá una nueva manera de sentir la historia y la vida. El individuo, para conquistar el máximum posible de verdad, no deberá, como durante centurias se le ha predicado, suplantar su espontáneo punto de vista por otro ejemplar y normativo, que solía llamarse "visión de las cosas sub specie aeternitatis". El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe. En vez de esto, procurará ser fiel al imperativo unipersonal que representa su individualidad. Lo propio acontece con los pueblos. En lugar de tener por bárbaras las culturas no europeas, empezaremos a respetarlas como estilos de enfrentamiento con el cosmos equivalentes al nuestro. Hay una perspectiva china tan justificada como la perspectiva occidental. 3.- Antiutopismo o antirracionalismo La misma tendencia que en su forma positiva conduce al perspectivismo, en su forma negativa significa hostilidad al utopismo. La concepción utópica es la que se crea desde "ningún sitio" y que, sin embargo, pretende valer para todos. A una sensibilidad como ésta que transluce en la teoría de la relatividad, semejante indocilidad a la localización tiene que parecerle una avilantez. En el espectáculo cósmico no hay espectador sin localidad determinada. Querer ver algo y no querer verlo desde un preciso lugar es un absurdo. Esta pueril insumisión a las condiciones que la realidad nos impone; esa incapacidad de aceptar alegremente el destino; esa pretensión ingenua de creer que es fácil suplantarlo por nuestros estériles deseos, son rasgos de un espíritu que ahora fenece, dejando su puesto a otro completamente antagónico. La propensión utópica ha dominado en la mente europea durante toda la época moderna: en ciencia, en moral, en religión, en arte. Ha sido menester de todo el contrapeso que el enorme afán de dominar lo real, específico del europeo, oponía para que la civilización occidental no haya concluido en un gigantesco fracaso. Porque lo más grave del utopismo no es que dé soluciones falsas a los problemas -científicos o políticos-, sino algo peor: es que no acepta el problema -lo real- según se presenta; antes bien, desde luego a priori, le impone una caprichosa forma. Si se compara la vida de Occidente con la de Asia -indos, chinos-, sorprende al punto la inestabilidad espiritual del europeo frente al profundo equilibrio del alma oriental. Este equilibrio revela que, al menos en los máximos problemas de la vida, el hombre de Oriente ha encontrado fórmulas de más perfecto ajuste con la realidad. En cambio, el europeo ha sido frívolo en la apreciación de los factores elementales de la vida, se ha fraguado de ellos interpretaciones caprichosas que es forzoso periódicamente sustituir. La desviación utopista de la inteligencia humana comienza en Grecia y se produce dondequiera llegue a exacerbación el racionalismo. La razón pura construye un mundo ejemplar -cosmos físico o cosmos político- con la creencia de que él es la verdadera realidad y, por tanto, debe suplantar a la efectiva. La divergencia entre las cosas y las ideas puras es tal, que no puede evitarse el conflicto. Pero el racionalista no duda de que en él corresponde ceder a lo real. Esta convicción es la característica del temperamento racionalista. Claro es que la realidad posee dureza sobrada para resistir los embates de las ideas. Entonces el racionalismo busca una salida: reconoce que, por el momento, la idea no se puede realizar, pero que lo logrará en "un proceso infinito" (Leibniz, Kant). El utopismo toma la forma de ucronismo. Durante los dos siglos y medio últimos todo se arreglaba recurriendo al infinito, o por lo menos a períodos de una longitud indeterminada. (En el darwinismo una especie nace de otra, sin más que intercalar entre ambas algunos milenios). Como si el tiempo, espectral fluencia, simplemente corriendo, pudiese ser causa de nada y hacer verosímil lo que es en la actualidad inconcebible. No se comprende que la ciencia, cuyo único placer es conseguir una imagen certera de las cosas, pueda alimentarse de ilusiones. Recuerdo que sobre mí pensamiento ejerció suma influencia un detalle. Hace muchos años leía yo una conferencia del fisiólogo Loeb sobre los tropismos. Es el tropismo un concepto con que se ha intentado describir y aclarar la ley que rige los movimientos elementales de los infusorios. Mal que bien, con correcciones y añadidos, este concepto sirve para comprender algunos de estos fenómenos. Pero al final de su conferencia, Loeb agrega: "Llegará el tiempo en que lo que hoy llamamos actos morales del hombre se expliquen sencillamente como tropismos. Esta audacia me inquietó sobremanera, porque me abrió los ojos sobre otros muchos juicios de la ciencia moderna, que, menos ostentosamente, cometen la misma falta. ¡De modo -pensaba yo- que un concepto como el tropismo, capaz apenas de penetrar el secreto de fenómenos tan sencillos como los brincos de los infusorios, puede bastar en un vago futuro para explicar cosa tan misteriosa y compleja como los actos éticos del hombre! ¿Qué sentido tiene esto? La ciencia ha de resolver hoy sus problemas, no transferimos a las calendas griegas. Sí sus métodos actuales no bastan para dominar hoy los enigmas del universo, lo discreto es sustituirlos por otros más eficaces. Pero la ciencia usada está llena de problemas que se dejan intactos por ser incompatibles con los métodos. ¡Como sí fuesen aquéllos los obligados a supeditarse a éstos, y no al revés! La ciencia está repleta de ucronismos, de calendas griegas. Cuando salimos de esta beatería científica que rinde idolátrico culto a los métodos preestablecidos y nos asomamos al pensamiento de Einstein, llega a nosotros como un fresco viento de mañana. La actitud de Einstein es completamente distinta de la tradicional. Con ademán de joven atleta le vemos avanzar recto a los problemas y, usando del medio más a mano, cogerlos por los cuernos. De lo que parecía defecto y limitación en la ciencia, hace él una virtud y una táctica eficaz. Un breve rodeo nos aclarará la cuestión. De la obra de Kant quedará imperecedero un gran descubrimiento: que la experiencia no es sólo el montón de datos transmitidos por los sentidos, sino un producto de dos factores. El dato sensible tiene que ser recogido, filiado, organizado en un sistema de ordenación. Este orden es aportado por el sujeto, es a priori. Dicho en otra forma: la experiencia física es un compuesto de observación y geometría. La geometría es una cuadrícula elaborada por la razón pura: la observación es faena de los sentidos. Toda ciencia explicativa de los fenómenos materiales ha contenido, contiene y contendrá estos dos ingredientes. Esta identidad de composición que a lo largo de su historia ha manifestado siempre la física moderna, no excluye, empero, las más profundas variaciones dentro de su espíritu. En efecto: la relación que guarden entre sí sus dos ingredientes da lugar a interpretaciones muy dispares. De ambos, ¿cuál ha de supeditarse al otro? ¿Debe ceder la observación a las exigencias de la geometría o la geometría a la observación? Decidirse por lo uno o lo otro significa pertenecer a dos tipos antagónicos de tendencia intelectual. Dentro de la misma y única física caben dos castas de hombres contrapuestas. Sabido es que el experimento de Michelson tiene el rango de una experiencia crucial: en él se pone entre la espada y la pared al pensamiento del físico. La ley geométrica que proclama la homogeneidad inalterable del espacio, cualesquiera sean los procesos que en él se producen, entra en conflicto rigoroso con la observación, con el hecho, con la materia. Una de dos: o la materia cede a la geometría o ésta a aquélla. En este agudo dilema sorprendemos a dos temperamentos intelectuales y asistimos a su reacción. Lorentz y Einstein, situados ante el mismo experimento, toman resoluciones opuestas. Lorentz, representando en este punto el viejo racionalismo, cree forzoso admitir que es la materia quien cede y se contrae. La famosa "contracción de Lorentz" es un ejemplo admirable de utopismo. Es el juramento del Juego de Pelota transplantado a la física. Einstein adopta la solución contraría. La geometría debe ceder; el espacio puro tiene que inclinarse ante la observación, tiene que encorvarse. Suponiendo una perfecta congruencia en el carácter, llevado Lorentz a la política, diría: perezcan las naciones y que se salven los principios. Einstein en cambio, sostendría: es preciso buscar principios para que se salven las naciones, porque para eso están los principios. No es fácil exagerar la importancia de este viraje a que Einstein somete la ciencia física. Hasta ahora, el papel de la geometría, de la pura razón, era ejercer una indiscutida dictadura. En el lenguaje vulgar queda la huella del sublime oficio que a la razón se atribuía: el vulgo habla de los "dictados de la razón". Para Einstein el papel de la razón es mucho más modesto: de dictadora pasa a ser humilde instrumento que ha de confirmar en cada caso su eficacia. Galileo y Newton hicieron euclidiano al universo simplemente porque la razón lo dictaba así. Pero la razón pura no puede hacer otra cosa que inventar sistemas de ordenación. Estos pueden ser muy numerosos y diferentes. La geometría euclidiana es uno; otro, la de Riemann, la de Lobatchewski, etc. Más claro está que no son ellos, que no es la razón pura quien resuelve cómo es lo real. Por el contrario, la realidad selecciona entre esos órdenes posibles, entre esos esquemas, el que le es más afín. Esto es lo que significa la teoría de la relatividad. Frente al pasado racionalista de cuatro siglos se opone genialmente Einstein e invierte la relación inveterada que existía entre razón y observación. La razón deja de ser norma imperativa y se convierte en arsenal de instrumentos; la observación prueba éstos y decide sobre cuál es el oportuno. Resulta, pues, la ciencia de una mutua selección entre las ideas puras y los puros hechos. Este es uno de los rasgos que más importa subrayar en el pensamiento de Einstein, porque en él se inicia toda una nueva actitud ante la vida. Deja la cultura de ser, como hasta aquí, una norma imperativa, a que nuestra existencia ha de amoldarse. Ahora entrevemos una relación entre ambas, más delicada y más justa. De entre las cosas de la vida son seleccionadas algunas como posibles formas de cultura; pero de entre estas posibles formas de cultura, selecciona a su vez la vida las únicas que deberán realizarse. 4.- Finitismo No quiero terminar esta filiación de las tendencias profundas que afloran en la teoría de la relatividad sin aludir a la más clara y patente. Mientras el pasado utopista lo arreglaba todo recurriendo al infinito en el espacio y en el tiempo, la física de Einstein -y la matemática reciente de Brouwer y Weyl lo mismo- acota el universo. El mundo de Einstein tiene curvatura, y, por tanto, es cerrado y finito (3). Para quien crea que las doctrinas científicas nacen por generación espontánea, sin más que abrir los ojos y la mente sobre los hechos, esta innovación carece de importancia. Se reduce a una modificación de la forma que solía atribuirse al mundo. Pero el supuesto es falso: una doctrina científica no nace, por obvios que parezcan los hechos donde se funda, sin una clara predisposición del espíritu hacia ella. Es preciso entender la génesis de nuestros pensamientos con toda su delicada duplicidad. No se descubren más verdades que las que de antemano se buscan. Las demás, por muy evidentes que sean, encuentran ciego al espíritu. Esto da un enorme alcance al hecho de que súbitamente, en la física y en la matemática, empiece una marcada preferencia por lo finito y un gran desamor a lo infinito. ¿Cabe diferencia más radical entre dos almas que propender una a la idea de que el universo es ilimitado y la otra a sentir en su derredor un mundo confinado? La infinitud del cosmos fue una de las grandes ideas excitantes que produjo el Renacimiento. Levantaba en los corazones patéticas marcas, y Giordano Bruno sufrió por ella muerte cruel. Durante toda la época moderna, bajo los afanes del hombre occidental, ha latido como un fondo mágico esa infinitud del paisaje cósmico. Ahora, de pronto, el mundo se limita, es un huerto con muros confinantes, es un aposento, un interior. ¿No sugiere este nuevo escenario todo un estilo de vida opuesto al usado? Nuestros nietos entrarán en la existencia con esta noción, y sus gestos hacia el espacio tendrán un sentido contrarío a los nuestros. Hay evidentemente en esta propensión al finitismo una clara voluntad de limitación, de pulcritud serena, de antipatía a los vagos superlativos, de antirromanticismo. El hombre griego, el "clásico", vivía también en un universo limitado. Toda la cultura griega palpita de horror al infinito y busca el metron, la mesura. Fuera, sin embargo, superficial creer que el alma humana se dirige hacia un nueva clasicismo. No ha habido jamás neoclasicismo que no fuese una frivolidad. El clásico busca el límite, pero es porque no ha vivido nunca la ilimitación. Nuestro caso es inverso: el límite significa para nosotros una amputación, y el mundo cerrado y finito en que ahora vamos a respirar será irremediablemente un muñón de universo (4). NOTAS (1) La primera publicación de Einstein sobre su reciente descubrimiento, Die Grundlagen der allgemeinen Retativitätstheorie, se publicó dentro de ese año. (2) Bastante tiempo después de publicado esto, se me ha hecho notar que simultáneamente había aparecido una conferencia del filósofo Geiger, donde se habla también del sentido absoluto que va anejo a la teoría de Einstein. Pero el caso es que la tesis de Geiger apenas tiene algún punto común con la sostenida en este ensayo. (3) Por todas partes, en el sistema de Einstein se persigue al infinito. Así, por ejemplo, queda suprimida la posibilidad de velocidades infinitas. (4) Otros dos puntos fuera necesario tocar para que las líneas generales de la mente que ha creado la teoría de la relatividad quedasen completas. Uno de ellos es el cuidado con que se subrayan las discontinuidades en lo real, frente al prurito de lo continuo que domina el pensamiento de los últimos siglos. Este discontinuismo triunfa a la par en biología y en historia. El otro punto, tal vez el más grave de todos, es la tendencia a suprimir la causalidad que opera en forma latente dentro de la teoría de Einstein. La física, que comenzó por ser mecánica y luego fue dinámica, tiende en Einstein a convertirse en mera cinemática. Sobre ambos puntos sólo puede hablarse recurriendo a difíciles cuestiones técnicas que en el texto he procurado eliminar. (1924, Se incluye en el volumen III de las Obras completas y como apéndice en El tema de nuestro tiempo) José Ortega y Gasset Ideas y creencias ************ I CREER Y PENSAR Las ideas se tienen; en las creencias se está. - "Pensar en las cosas" y "contar con ellas". Cuando se quiere entender a un hombre, la vida de un hombre, procuramos ante todo averiguar cuáles son sus ideas. Desde que el europeo cree tener "sentido histórico", es ésta la exigencia más elemental. ¿Cómo no van a influir en la existencia de una persona sus ideas y las ideas de su tiempo? La cosa es obvia. Perfectamente; pero la cosa es también bastante equívoca, y, a mi inicio, la insuficiente claridad sobre lo que se busca cuando se inquieren las ideas de un hombre -o de una época- impide que se obtenga claridad sobre su vida, sobre su historia. Con la expresión "ideas de un hombre" podemos referirnos a cosas muy diferentes. Por ejemplo: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta. Estos pensamientos pueden poseer los grados más diversos de verdad. Incluso pueden ser "verdades científicas". Tales diferencias, sin embargo, no importan mucho, si importan algo, ante la cuestión mucho más radical que ahora planteamos. Porque, sean. pensamientos vulgares, sean rigorosas "teorías científicas", siempre se tratará de ocurrencias que en un hombre surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo. Pero esto implica evidentemente que el hombre estaba ya ahí antes de que se le ocurriese o adoptase la idea. Ésta brota, de uno u otro modo, dentro de una vida que preexistía a ella. Ahora bien, no hay vida humana que no esté desde luego constituida por ciertas creencias básicas y, por decirlo así, montada sobre ellas. Vivir es tener que habérselas con algo -con el mundo y consigo mismo. Mas ese mundo y ese "sí mismo" con que el hombre se encuentra le aparecen ya bajo la especie de una interpretación, de "ideas" sobre el mundo y sobre sí mismo. Aquí topamos con otro estrato de ideas que un hombre tiene. Pero ¡cuán diferente de todas aquellas que se le ocurren o que adopta! Estas "ideas" básicas que llamo "creencias" -ya se verá por qué- no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas que son, de verdad, "creencias" constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma -son nuestro mundo y nuestro ser-, pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido. Cuando se ha caído en la cuenta de la diferencia existente entre esos dos estratos de ideas aparece, sin más, claro el diferente papel que juega en nuestra vida. Y, por lo pronto, la enorme diferencia de rango funcional. De las ideas-ocurrencias -y conste que incluyo en ellas las verdades más rigorosas de la ciencia- podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es ... vivir de ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cual se asienta en ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, ni siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás- si hablamos cuidadosamente- con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha inventado certeramente la expresión "estar en la creencia". En efecto, en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros. Hay, pues, ideas con que nos encontramos -por eso las llamo ocurrencias- e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar. Una vez visto esto, lo que sorprende es que a unas y a otras se les llame lo mismo: ideas. La identidad de nombre es lo único que estorba para distinguir dos cosas cuya disparidad brinca tan claramente ante nosotros sin más que usar frente a frente estos dos términos: creencias y ocurrencias. La incongruente conducta de dar un mismo nombre a dos cosas tan distintas no es, sin embargo, una casualidad ni una distracción. Proviene de una incongruencia más honda: de la confusión entre dos problemas radicalmente diversos que exigen dos modos de pensar y de llamar no menos dispares. Pero dejemos ahora este lado del asunto: es demasiado abstruso. Nos basta con hacer notar que "idea" es un término del vocabulario psicológico y que la psicología, como toda ciencia particular, posee sólo jurisdicción subalterna. La verdad de sus conceptos es relativa al punto de vista particular que la constituye y vale en el horizonte que ese punto de vista crea y acota. Así, cuando la psicología dice de algo que es una "idea", no pretende haber dicho lo más decisivo, lo más real sobre ello. El único punto de vista que no es particular y relativo es el de la vida, por la sencilla razón de que todos los demás se dan dentro de ésta y son meras especializaciones de aquél. Ahora bien, como fenómeno vital la creencia no se parece nada a la ocurrencia: su función en el organismo de nuestro existir es totalmente distinta y, en cierto modo, antagónica. ¿Qué importancia puede tener en parangón con esto el hecho de que, bajo la perspectiva psicológica, una y otra sean "ideas" y no sentimientos, voliciones, etcétera? Conviene, pues, que dejemos este término -"ideas"- para designar todo aquello que en nuestra vida aparece como resultado de nuestra ocupación intelectual. Pero las creencias se nos presentan con el carácter opuesto. No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo. Por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma. Las teorías, en cambio, aun las más verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que necesiten ser formuladas. Esto revela, sin más, que todo aquello en que nos ponemos a pensar tiene ipso facto para nosotros una realidad problemática y ocupa en nuestra vida un lugar secundario si se le compara con nuestras creencias auténticas. En éstas no pensamos ahora o luego: nuestra relación con ellas consiste en algo mucho más eficiente; consiste en... contar con ellas, siempre, sin pausa. Me parece de excepcional importancia para inyectar, por fin, claridad en la estructura de la vida humana esta contraposición entre pensar en una cosa y contar con ella. El intelectualismo que ha tiranizado, casi sin interrupción, el pasado entero de la filosofía ha impedido que se nos haga patente y hasta ha invertido el valor respectivo de ambos términos. Me explicaré. Analice el lector cualquier comportamiento suyo, aun el más sencillo en apariencia. El lector está en su casa y, por unos u otros motivos, resuelve salir a la calle. ¿Qué es en todo este su comportamiento lo que propiamente tiene el carácter de pensado, aun entendiendo esta palabra en su más amplio sentido, es decir, como conciencia clara y actual de algo? El lector se ha dado cuenta de sus motivos, de la resolución adoptada, de la ejecución de los movimientos con que ha caminado, abierto la puerta, bajado la escalera. Todo esto en el caso más favorable. Pues bien, aun en ese caso y por mucho que busque en su conciencia no encontrará en ella ningún pensamiento en que se haga constar que hay calle. El lector no se ha hecho cuestión ni por un momento de si la hay a no la hay ¿Por qué? No se negará que para resolverse a salir a la calle es de cierta importancia que la calle exista. En rigor, es lo más importante de todo, el supuesto de todo lo demás. Sin embargo, precisamente de ese tema tan importante no se ha hecho cuestión el lector, no ha pensado en ello ni para negarlo ni para afirmarlo ni para ponerlo en duda. ¿Quiere esto decir que la existencia o no existencia de la calle no ha intervenido en su comportamiento? Evidentemente, no. La prueba se tendría si al llegar a la puerta de su casa descubriese que la calle habla desaparecido, que la tierra concluía en el umbral de su domicilio o que ante él se habla abierto una sima. Entonces se produciría en la conciencia del lector una clarísima y violenta sorpresa. ¿De qué? De que no había aquélla. Pero ¿no habíamos quedado en que antes no había pensado que la hubiese, no se había hecho cuestión de ello? Esta sorpresa pone de manifiesto hasta qué punto la existencia de la calle actuaba en su estado anterior, es decir, hasta qué punto el lector contaba con la calle aunque no pensaba en ella y precisamente porque no pensaba en ella. El psicólogo nos dirá que se trata de un pensamiento habitual, y que por eso no nos damos cuenta de él, o usará la hipótesis de lo subconsciente, etc. Todo ello, que es muy cuestionable, resulta para nuestro asunto por completo indiferente. Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento, como que era su básico supuesto, no era pensado por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en forma consciente, sino como implicación latente de nuestra conciencia o pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin que lo pensemos llamo "contar con ello". Y ese modo es el propio de nuestras efectivas creencias. El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos. ¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo. II El azoramiento de nuestra época. - Creemos en la razón y no en sus ideas. La ciencia casi poesía. Resumo: cuando intentamos determinar cuáles son las ideas de un hombre o de una época, solemos confundir dos cosas radicalmente distintas: sus creencias y sus ocurrencias o "pensamientos". En rigor, sólo estas últimas deben llamarse "ideas". Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas "vivimos, nos movemos y somos". Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la "idea" de esa cosa, sino que simplemente "contamos con ella". En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda nuestra "vida intelectual" es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria. Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una idea es una cuestión de "política interior" dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra realidad. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho contamos no tenemos la menor idea, y si la tenemos -por un especial esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos- es indiferente porque no nos es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos es sólo idea, sino creencia infraintelectual. Tal vez no haya otro asunto sobre el que importe más a nuestra época conseguir claridad como este de saber a qué atenerse sobre el papel y puesto que en la vida humana corresponde a todo lo intelectual. Hay una clase de épocas que se caracterizan por su gran azoramiento. A esa clase pertenece la nuestra. Mas cada una de esas épocas se azora un poco de otra manera y por un motivo distinto. El gran azoramiento de ahora se nutre últimamente de que tras varios siglos de ubérrima producción intelectual y de máxima atención a ella el hombre empieza a no saber qué hacerse con las ideas. Presiente ya que las habla tomado mal, que su papel en la vida es distinto del que en estos siglos les ha atribuido, pero aún ignora cuál es su oficio auténtico. Por eso importa mucho que, ante todo, aprendamos a separar con toda limpieza la "vida intelectual" -que, claro está, no es tal vida- de la vida viviente, de la real, de la que somos. Una vez hecho esto y bien hecho, habrá lugar para plantearse las otras dos cuestiones: ¿En qué relación mutua actúan las ideas y las creencias? ¿De dónde vienen, cómo se forman las creencias? Dije en el parágrafo anterior que inducía a error dar indiferentemente el nombre de ideas a creencias y ocurrencias. Ahora agrego que el mismo daño produce hablar, sin distingos, de creencias, convicciones, etc., cuando se trata de ideas. Es, en efecto, una equivocación llamar creencia a la adhesión que en nuestra mente suscita una combinación intelectual, cualquiera que ésta sea. Elijamos el caso extremo que es el pensamiento científico más rigoroso, por tanto, el que se funda en evidencias. Pues bien, aun en ese caso, no cabe hablar en serio de creencia. Lo evidente, por muy evidente que sea, no nos es realidad, no creemos en ello. Nuestra mente no puede evitar reconocerlo como verdad; su adhesión es automática, mecánica. Pero, entiéndase bien, esa adhesión, ese reconocimiento de la verdad no significa sino esto: que, puestos a pensar en el tema, no admitiremos en nosotros un pensamiento distinto ni opuesto a ese que nos parece evidente. Pero... ahí está: la adhesión mental tiene como condición que nos pongamos a pensar en el asunto, que queramos pensar. Basta esto para hacer notar la irrealidad constitutiva de toda nuestra "vida intelectual". Nuestra adhesión a un pensamiento dado es, repito, irremediable; pero, como está en nuestra mano pensarlo o no, esa adhesión tan irremediable, que se nos pondría como la más imperiosa realidad, se convierte en algo dependiente de nuestra voluntad e ipso facto deja de sernos realidad. Porque realidad es precisamente aquello con que contamos, queramos o no. Realidad es la contravoluntad, lo que nosotros no ponemos; antes bien, aquello con que topamos. Además de esto, tiene el hombre clara conciencia de que su intelecto se ejercita sólo sobre materias cuestionables; que la verdad de las ideas se alimenta de su cuestionabílidad. Por eso, consiste esa verdad en la prueba que de ella pretendemos dar. La idea necesita de la critica como el pulmón del oxigeno y se sostiene y afirma apoyándose en otras ideas que, a su vez, cabalgan sobre otras formando un todo o sistema. Arman, pues, un mundo aparte del mundo real, un mundo integrado exclusivamente por ideas de que el hombre se sabe fabricante y responsable. De suerte que la firmeza de la idea más firme se reduce a la solidez con que aguanta ser referida a todas las demás ideas. Nada menos, pero también nada más. Lo que no se puede es contrastar una idea, como si fuera una moneda, golpeándola directamente contra la realidad, como si fuera una piedra de toque. La verdad suprema es la de lo evidente, pero el valor de la evidencia misma es, a su vez, meta teoría, idea y combinación intelectual. Entre nosotros y nuestras ideas hay, pues, siempre una distancia infranqueable: la que va de lo real a lo imaginario. En cambio, con nuestras creencias estamos inseparablemente unidos. Por eso cabe decir que las somos. Frente a nuestras concepciones gozarnos un margen, mayor o menor, de independencia. Por grande que sea su influencia sobre nuestra vida, podemos siempre suspenderlas, desconectarnos de nuestras teorías. Es más, de hecho exige siempre de nosotros algún especial esfuerzo comportarnos conforme a lo que pensamos, es decir, tomarlo completamente en serio. Lo cual revela que no creemos en ello, que presentimos como un riesgo esencial fiarnos de nuestras ideas, hasta el punto de entregarles nuestra conducta tratándolas como si fueran creencias. De otro modo, no apreciaríamos el ser "consecuente con sus ideas" como algo especialmente heroico. No puede negarse, sin embargo, que nos es normal regir nuestro comportamiento conforme a muchas "verdades científicas". Sin considerarlo heroico, nos vacunamos, ejercitamos usos, empleamos instrumentos que, en rigor, nos parecen peligrosos y cuya seguridad no tiene más garantía que la de la ciencia. La explicación es muy sencilla y sirve, de paso, para aclarar al lector algunas dificultades con que habrá tropezado desde el comienzo de este ensayo. Se trata simplemente de recordarle que entre las creencias del hombre actual es una de las más importantes su creencia en la "razón", en la inteligencia. No precisemos ahora las modificaciones que en estos últimos años ha experimentado esa creencia. Sean las que fueren, es indiscutible que lo esencial de esa creencia subsiste, es decir, que el hombre continúa contando con la eficiencia de su intelecto como una de las realidades que hay, que integran su vida. Pero téngase la serenidad de reparar que una cosa es fe en la inteligencia y otra creer en las ideas determinadas que esa inteligencia fragua. En ninguna de estas ideas se cree con fe directa. Nuestra creencia se refiere a la cosa, inteligencia, así en general, y esa fe no es una idea sobre la inteligencia. Compárese la precisión de esa fe en la inteligencia con la imprecisa idea que casi todas las gentes tienen de la inteligencia. Además, como ésta corrige sin cesar sus concepciones y a la verdad de ayer sustituye la de hoy, si nuestra fe en la inteligencia consistiese en creer directamente en las ideas, el cambio de éstas traería consigo la pérdida de fe en la inteligencia. Ahora bien, pasa. todo lo contrario. Nuestra fe en la razón ha aguantado imperturbable los cambios más escandalosos de sus teorías, inclusive los cambios profundos de la teoría sobre qué es la razón misma. Estos últimos han influido, sin duda, en la forma de esa fe, pero esta fe seguía actuando impertérrita bajo una u otra forma. He aquí un ejemplo espléndido de lo que deberá, sobre todo, interesar a la historia cuando se resuelva verdaderamente a ser ciencia, la ciencia del hombre. En vez de ocuparse sólo en hacer la "historia" -es decir, en catalogar la sucesión- de las ideas sobre la razón desde Descartes a la fecha, procurará definir con precisión cómo era la fe en la razón que efectivamente operaba en cada época y cuáles eran sus consecuencias para la vida. Pues es evidente que el argumento del drama en que la vida consiste es distinto si se está en la creencia de que un Dios omnipotente y benévolo existe que si se está en la creencia contraria. Y también es distinta la vida, aunque la diferencia sea menor, de quien cree en la capacidad absoluta de la razón para descubrir la realidad, como se creía a fines del siglo XVII en Francia, y quien cree, como los positivistas de 1860, que la razón es por esencia conocimiento relativo. Un estudio como éste nos permitiría ver con claridad la modificación sufrida por nuestra fe en la razón durante los últimos veinte años, y ello derramaría sorprendente luz sobre casi todas las cosas extrañas que acontecen en nuestro tiempo. Pero ahora no me urgía otra cosa sino hacer que el lector cayese en la cuenta de cuál es nuestra relación con las ideas, con el mundo intelectual. Esta relación no es de fe en ellas: las cosas que nuestros pensamientos, que las teorías nos proponen, no nos son realidad, sino precisamente y sólo... ideas. Mas no entenderá bien el lector lo que algo nos es, cuando nos es sólo idea y no realidad, si no le invito a que repare en su actitud frente a lo que se llama "fantasías, imaginaciones". Pero el mundo de la fantasía, de la imaginación, es la poesía. Bien, no me arredro; por el contrario, a esto quería llegar. Para hacerse bien cargo de lo que nos son las ideas, de su papel primario en la vida, es preciso tener el valor de acercar la ciencia a la poesía mucho más de lo que hasta aquí se ha osado. Yo diría, si después de todo lo enunciado se me quiere comprender bien, que la ciencia está mucho más cerca de la poesía que de la realidad, que su función en el organismo de nuestra vida se parece mucho a la del arte. Sin duda, en comparación con una novela, la ciencia parece la realidad misma. Pero en comparación con la realidad auténtica se advierte lo que la ciencia tiene de novela, de fantasía, de construcción mental, de edificio imaginario. III La duda y la creencia - El "mar de dudas" - El lugar de las ideas. El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias [1]. Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos. (Sea dicho de paso que la metáfora se origina en una de las creencias más elementales que poseemos y sin la cual tal vez no podríamos vivir: la creencia en que la tierra es firme, a pesar de los terremotos que alguna vez y en la superficie de algunos de sus lugares acontecen. Imagínese que mañana, por unos u otros motivos, desapareciera esa creencia. Precisar las líneas mayores del cambio radical que en la figura de la vida humana esa desaparición produciría, fuera un excelente ejercicio de introducción al pensamiento histórico). Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es un modo de la creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso el estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como se está en un abismo, es decir, cayendo. Es, pues, la negación de la estabilidad. De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida, como asistir a la anulación de nuestra propia existencia. Sin embargo, la duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo que es la verdadera duda si no se dice que creemos nuestra duda. Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia y pertenece al mismo estrato que ella. La diferencia entre la fe y la duda no consiste, pues, en a creer. La duda no es un "no creer" frente al creer, ni es un "creer que no" frente a un "creer que si". El elemento diferencial está en lo que se cree. La fe cree que Dios existe o que Dios no existe. Nos sitúa, pues, en una realidad, positiva o "negativa", pero inequívoca, y, por eso, al estar en ella nos sentimos colocados en algo estable. Lo que nos impide entender el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante una realidad. Y este error proviene, a su vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy cómodo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como realidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arroja ante lo dudoso, ante una realidad tan realidad como la fundada en la creencia, pero que es ella ambigua, bicéfala, inestable, frente a la cual no sabemos a qué atenernos ni qué hacer. La duda, en suma, es estar en lo inestable como tal: es la vida en el instante del terremoto, de un terremoto permanente y definitivo. En este punto, como en tantos otros referentes a la vida humana, recibimos mayores esclarecimientos del lenguaje vulgar que del pensamiento científico. Los pensadores, aunque parezca mentira, se han saltado siempre a la torera aquella realidad radical, la han dejado a su espalda. En cambio, el hombre no pensador, más atento a lo decisivo, ha echado agudas miradas sobre su propia existencia y ha dejado en el lenguaje vernáculo el precipitado de esas entrevisiones. Olvidamos demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones ideológicas más complicadas, no tomamos en serio la ideología primaria que él expresa, que él es. Cuando, por un azar, nos despreocupamos de lo que queremos decir nosotros mediante los giros preestablecidos del idioma y atendemos a lo que ellos nos dicen por su propia cuenta, nos sorprende su agudeza, su perspicaz descubrimiento de la realidad. Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en ella se siente el hombre sumergido en un elemento insólido, infirme. Lo dudoso es una realidad liquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae. De aquí el "hallarse en un mar de dudas". Es el contraposto al elemento de la creencia: la tierra firme.[2] E insistiendo en la misma imagen, nos habla de la duda como una fluctuación, vaivén de olas. Decididamente, el mundo de lo dudoso es un paisaje marino e inspira al hombre presunciones de naufragio. La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto es creencia. Tan lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va bien claro en el du de la duda. Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de sus creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en "salir de la duda". Pero ¿qué hacer.? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. ¿Qué haremos, pues, cuando lo que nos pasa es precisamente que no sabemos qué hacer porque el mundo -se entiende, una porción de él- se nos presenta ambiguo? Con él no hay nada que hacer. Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos. Cuando todo en torno nuestro falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas. Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas. En ellas se trata siempre de sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda, por un mundo en que la ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea es imaginación. Al hombre no le es dado ningún mundo ya determinado. Sólo le son dadas las penalidades y las alegrías de su vida. Orientado por ellas, tiene que inventar el mundo. La mayor porción de él la ha heredado de sus mayores y actúa en su vida como sistema de creencias firmes. Pero cada cual tiene que habérselas por su cuenta con todo lo dudoso, con todo lo que es cuestión. A este fin ensaya figuras imaginaras de mundos y de su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. Hay fantasías exactas. Más aún: sólo puede ser exacto lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo. Diciembre 1934 1 Dejemos intacta la cuestión de si bajo ese estrato más profundo no hay aún algo más, un fondo metafísico al que ni siquiera llegan nuestras creencias 2 La voz tierra viene de tersa, seca, sólida José Ortega y Gasset "La idea de la generación" Una misma cosa se puede pensar de dos modos: en hueco o en lleno. Si decimos que la historia se propone averiguar cómo han sido las vidas humanas, se puede estar seguro que el que nos escucha al entender estas palabras y repetírselas las piensa en hueco, esto es, no se hace presente la realidad misma que es la vida humana, no piensa, pues, efectivamente el contenido de esa idea, sino que usa aquellas palabras como un continente vacío, como una ampolla inane que lleva por de fuera el rótulo: "vida humana". Es, pues, como si se dijera: Bueno, yo me doy cuenta de que al pensar ahora estas palabras -al leerlas, oírlas o pronunciarlas- no tengo de verdad presente la cosa que ellas significan, pero tengo la creencia, la confianza de que siempre que quiera detenerme a realizar su significado, a hacerme presente la realidad que nombran, lo conseguiré. Las uso, pues, fiduciariamente, a crédito, como uso un cheque, confiado en que siempre que quiera lo podré cambiar en la ventanilla de un Banco por el dinero contante y sonante que representa. Confieso que, en rigor, no pienso mi idea, sino sólo su alvéolo, su cápsula, su hueco. Este pensar en hueco y a crédito, este pensar algo sin pensarlo en efecto es el modo más frecuente de nuestro pensamiento. La ventaja de la palabra que ofrece un apoyo material al pensamiento tiene la desventaja de que tiende a suplantarlo, y si un buen día nos comprometiésemos a realizar el repertorio de nuestros pensamientos más habituales, nos encontraríamos penosamente sorprendidos con que no tenemos los pensamientos efectivos, sino sólo sus palabras o algunas vagas imágenes pegadas a ellas; con que no tenemos más que los cheques, pero no las monedas que aquéllos pretenden valer; en suma, que intelectualmente somos un Banco en quiebra fraudulenta. Fraudulenta, porque cada cual vive con sus pensamientos, y si éstos son falsos, son vacíos, falsifican su vida, se estafa a sí mismo. Pues bien, yo no he pretendido en las dos lecciones anteriores sino hacer fácil a ustedes llenar de realidad las palabras "vida humana" -que son, tal vez, de todo el diccionario, las que más nos importan, porque esa realidad no es una cualquiera, sino que es la nuestra y al serlo es la realidad en que se dan para nosotros todas las demás, es la realidad de todas las realidades-. Todo lo que pretenda en algún sentido ser realidad tendrá que aparecer de algún modo dentro de mi vida. Pero la vida humana no es una realidad hacia afuera -quiero decir, la vida de cada uno de ustedes no es lo que, sin más, veo yo de ellas mirándolas desde mi sitio, desde mí mismo-. Al contrario: eso que yo, sin más, veo de ustedes no es la vida de ustedes, sino precisamente una porción de la mía, de mi vida. A mí me acontece ahora tenerlos a ustedes de oyentes, tener que hablarles; los encuentro delante de mí con el variado aspecto que me presentan -muchachos y muchachas que estudian, personas mayores, varones y damas-, y yo al hablar me veo obligado, entre otras cosas, a buscar un modo de expresión que sea comprensible a todos; es decir, que tengo que contar con ustedes, tengo que habérmelas con ustedes, son ustedes ahora, en este momento, un elemento. de mi destino, de mi circunstancia. Pero claro es que la vida de cada uno de ustedes no es lo que cada uno de ustedes es para mí, lo que es hacia mí, por tanto, hacia fuera de cada uno de ustedes- sino que es la que cada uno de ustedes vive por sí, desde sí y hacia sí-. Y en esa vida de ustedes soy yo ahora no más que un ingrediente de la circunstancia en que ustedes viven, soy un ingrediente de su destino. La vida de cada uno de ustedes consiste ahora en tener que estar oyéndome, y esto aun en el caso, sobremanera posible, de que algunos de ustedes no hayan venido a oírme, sino que hayan venido por cualesquiera otros motivos imaginables, los cuales no quiero, aunque podría, enumerar. Aun en ese caso su vida consiste ahora en tener que contar, quieran o no, con mi voz, pues para no oírme, estando aquí, tienen que hacer el penoso esfuerzo de desoírme, de procurar distraerse de mi voz concentrando la atención en alguna otra cosa -como solemos hacer tantas veces para defendernos de esos dos nuevos enemigos del hombre que son el gramófono y la radio. La realidad de la vida consiste, pues, no en lo que es para quien desde fuera la ve, sino en lo que es para quien desde dentro de ella la es, para el que se la va viviendo mientras y en tanto que la vive. De aquí que conocer otra vida que no es la nuestra obliga a intentar verla no desde nosotros, sino desde ella misma, desde el sujeto que la vive. Por esta razón he dicho muy formalmente y no como simple metáfora que la vida es drama -el carácter de su realidad no es como el de esta mesa cuyo ser consiste no más que en estar ahí, sino en tener que írsela cada cual haciendo por sí, instante tras instante, en perpetua tensión de angustias y alborozos, sin que nunca tenga la plena seguridad sobre sí misma-. ¿No es ésta la definición del drama? El drama no es una cosa que está ahí -no es en ningún buen sentido una cosa, un ser estático-, sino que el drama pasa, acontece, -se entiende, es un pasarle algo a alguien, es lo que acontece al protagonista mientras le acontece-. Pero aun al decir esto que ahora, creo yo, nos parece tan claro, decir que la vida es drama, solemos malentenderlo interpretándolo como si se tratase de que viviendo nos suelen acontecer dramas algunas veces, o bien que vivir es acontecerle a uno muchas cosas -por ejemplo, dolerle a uno las muelas, ganar el premio de la lotería, no tener qué comer, enamorarse de una mujer, sentir la indominable aspiración de ser ministro, ser velis nolis estudiante de la Universidad, etc.-. Pero esto significaría que en la vida acontecen dramas, grandes y chicos, tristes o regocijados, mas no que la vida es esencialmente y sólo drama. Y de esto precisamente es de lo que se trata. Porque todas las demás cosas que nos pasan o acontecen, nos acontecen y pasan porque nos acontece y pasa una única: vivir. Si no viviésemos no nos pasaría nada; en cambio, porque vivimos y sólo porque vivimos nos pasa todo lo demás. Ahora bien, ese único y esencial "pasarnos" que es causa de todos los demás, el vivir, tiene una peculiarísima condición, y es que siempre está en nuestra mano hacer que no pase. El hombre puede siempre dejar de vivir. Es penoso traer aquí esta idea de la posibilidad siempre abierta para el hombre de huir de la vida; es penoso, pero es forzoso. Porque ella y sólo ella descubre un carácter principalísimo de nuestra vida, que es éste: no nos la hemos dado a nosotros, sino que nos la encontramos o nos encontramos en ella al encontrarnos con nosotros mismos -pero al encontrarnos en la vida podríamos muy bien abandonarla-. Si no la abandonamos es porque queremos vivir. Pero entonces noten ustedes lo que resulta: si, según hemos visto, nos pasan todas las cosas porque nos pasa vivir, como este esencial pasar lo aceptamos al querer vivir, es evidente que todo lo demás que nos pasa, aun lo más adverso y desesperante, nos pasa porque queremos -se entiende, porque queremos ser-. El hombre es afán de ser -afán en absoluto de ser, de subsistir- y afán de ser tal, de realizar nuestro individualísimo yo. Mas esto tiene dos haces: un ente que está constituido por el afán de ser, que consiste en afanarse por ser, evidentemente es ya, si no, no podría afanarse. Este es un lado. Pero ¿qué es ese ente? Ya lo hemos dicho: afán de ser. Bien; pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad. Por eso hacemos siempre algo para asegurarnos la vida, y antes que otra cosa hacemos una interpretación de la circunstancia en que tenemos que ser y de nosotros mismos que en ella pretendemos ser -definimos el horizonte dentro del cual tenemos que vivir. Esa interpretación se forma en lo que llamamos "nuestras convicciones", o sea todo aquello de que creemos estar seguros, con respecto a lo cual sabemos a qué atenernos. Y ese conjunto de seguridades que pensando sobre la circunstancia logramos fabricarnos, construirnos -como una balsa en el mar proceloso, enigmático de la circunstancias-, es el mundo, horizonte vital. De donde resulta que el hombre para vivir necesita, quiera o no, pensar, formarse convicciones -o lo que es igual, que vivir es reaccionar a la inseguridad radical construyendo la seguridad de un modo, o con otras palabras, creyendo que el mundo es de este o del otro modo, para en vista de ello dirigir nuestra vida, vivir. El otro día desechábamos la definición del hombre como homo sapiens, por parecemos comprometedora y en exceso optimista. ¿Que el hombre sabe? En la fecha en que hablo y dirigiendo una mirada a la humanidad actual, esa pregunta es demasiado inquietadora: porque si algo hay claro en esta hora, es que en esta hora el hombre, y precisamente el más civilizado, en uno y otro continente, no sabe qué hacer. Las anteriores consideraciones nos llevarían más bien a ampararnos en la otra vieja definición que llama al hombre homo faber, el ente que fabrica -o como Franklin decía, el animal que hace instrumentos, animal instrumentificum-. Pero habíamos de dar a esta noción un sentido radicalísimo que sus autores no sospecharon jamás. Con ella se quiere decir que el hombre es capaz de fabricar instrumentos, útiles, trebejos que le sirvan para vivir. Es capaz…, mas una realidad no se define por aquello que es capaz de hacer, pero que puede muy bien no hacer. Ahora no estamos fabricando instrumentos en el sentido que solía tener esa definición, y, sin embargo, somos hombres. Pero a esa definición, repito, puede dársele un sentido mucho más radical: el hombre siempre, en cada instante, está viviendo según lo que es el mundo para él; ustedes han venido aquí y están ahora oyéndome porque dentro de lo que es para ustedes el mundo les parecía tener sentido venir aquí durante esta hora. Por tanto, en este hacer de ustedes que es haber venido, permanecer aquí y esforzar su atención a mis palabras, actualizan la concepción del mundo que tienen, es decir, que hacen mundo, que dan vigencia a un cierto mundo. Y lo mismo diría, si en vez de estar aquí, estuviesen ustedes haciendo otra cosa en cualquier otro sitio. Siempre lo harían en virtud del mundo o universo en que creen, en que piensan. Sólo que en un caso como el concreto nuestro la cosa es aún más clara y literal; porque han venido muchos de ustedes a ver si oían algo nuevo sobre lo que es el mundo, a ver si juntos conmigo hacíamos un mundo un poco nuevo, aunque no sea más que en alguna de sus dimensiones, cuadrantes o provincias. Con mayor o menor actividad, originalidad y energía el hombre hace mundo, fabrica mundo constantemente, y ya hemos visto que mundo o universo no es sino el esquema o interpretación que arma para asegurarse la vida. Diremos, pues, que el mundo es el instrumento por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y misma cosa con su vida, con su ser. El hombre es un fabricante nato de universos. He aquí, señores, por qué hay historia, por qué hay variación continua de las vidas humanas. Si seccionamos por cualquier fecha el pasado humano, hallamos siempre al hombre instalado en un mundo, como en una casa que se ha hecho para abrigarse. Ese mundo le asegura frente a ciertos problemas que le plantea la circunstancia. pero deja muchas aberturas problemáticas, muchos peligros sin resolver ni evitar. Su vida, el drama de su vida, tendrá un perfil distinto según sea la perspectiva de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inquietudes que ese mundo represente. Con una relativa seguridad estamos ahora por lo menos en cuanto al peligro de que un astro choque con la Tierra y la destruya. ¿Por qué esa seguridad? Porque creemos en un mundo lo bastante racional para que sea posible la ciencia astronómica, y ésta nos asegura que las probabilidades de ese choque son prácticamente nulas con respecto a nuestra vida. Es más, los astrónomos, que han sido siempre gentes maravillosas, se han entretenido en contar el número de años que faltan para que un astro dé un torniscón al Sol y lo destruya: son, exactamente, un billón doscientos tres años. Podemos todavía conversar un rato. Pero imaginen ahora ustedes que, de pronto, los fenómenos naturales comenzasen a contravenir las leyes de la física; esto es, que perdiésemos la confianza en la ciencia, que es, dicho sea de paso, la fe de que vive el hombre europeo actual. Nos encontraríamos ante un mundo irracional, es decir, impermeable a nuestra razón científica, que es lo único que nos permite asegurarnos cierto dominio sobre la circunstancia material. Ipso facto, nuestra vida,, nuestro drama cambiaría de cariz profundamente -nuestra vida sería muy otra, porque viviríamos en otro mundo. Se nos habría caído la casa en que estábamos instalados, no sabríamos, en todo lo material, a qué atenernos, volvería a azotar a la humanidad la plaga terrible que durante milenios la ha sobrecogido y mantenido prisionera: el pavor cósmico, el miedo de Pan, el terror pánico. Pues bien: la cosa no es tan absolutamente remota de la realidad como puede suponerse. En estos días siente la humanidad civilizada un terror que hace treinta años, no más, desconocía. Hace treinta años creía estar en un mundo donde el progreso económico era indefinido y sin graves discontinuidades. Mas en estos últimos años el mundo ha cambiado: los jóvenes que comienzan a vivir plenamente ahora viven en un mundo de crisis económica que hace vacilar toda seguridad en este orden -y que quién sabe qué modificaciones insospechadas, hasta increíbles, puede acarrear a la vida humana. Esto nos permite formular dos principios fundamentales para la construcción de la historia: 1° El hombre constantemente hace mundo, forja horizonte. 2° Todo cambio del mundo, del horizonte, trae consigo un cambio en la estructura del drama vital. El sujeto psico-fisiológico que vive, el alma y el cuerpo del hombre puede no cambiar; no obstante, cambia su vida porque ha cambiado el mundo. Y el hombre no es su alma y su cuerpo, sino su vida, la figura de su problema vital. El tema de la historia queda así formalmente precisado como el estudio de las formas o estructuras que ha tenido la vida humana desde que hay noticia. Pero se dirá que la vida está siempre, continuamente, cambiando de estructura. Porque si hemos dicho que el hombre hace constantemente mundo, quiere decirse que éste es modificado también constantemente y, por tanto, cambiará sin cesar la estructura de la vida. En último rigor esto es cierto. Al preparar la lección de hoy he tenido que pensar con más precisión ciertos puntos de lo que yo creo -que es el mundo histórico, el cual no es sino una porción de mi mundo. Por tanto, se ha modificado éste en algunos detalles. Parejamente, yo espero que esta lección varíe alguna facción, por menuda que sea, del mundo en que ustedes vivían al entrar hace un rato por esa puerta. Sin embargo, la arquitectura general del universo en que ustedes y yo vivíamos ayer queda intacta. Todos los días cambia un poco la materia de que están hechas las paredes de nuestra casa; no obstante, tenemos derecho a decir, si no nos hemos mudado, que habitamos en la misma casa que hace años. No hay, pues, que exagerar el rigor, porque eso nos llevaría en este caso a algo falso. Cuando las modificaciones que sufre el mundo en que creo no afectan a sus principales elementos constructivos y su perfil general queda intacto, el hombre no tiene la impresión de que ha cambiado el mundo, sino sólo de que ha cambiado algo en el mundo. Pero otra consideración sumamente obvia nos pone en la pista de qué género de modificaciones son las que deben valer como efectivo cambio de horizonte o mundo. La historia no se ocupa sólo de tal vida individual; aun en el caso de que el historiador se proponga hacer una biografía, encuentra a la vida de su personaje trabada con las vidas de otros hombres, y la de éstos, a su vez, con otras; es decir, que cada vida está sumergida en una determinada circunstancia de una vida colectiva. Y esta vida colectiva, anónima, con la cual se encuentra cada uno de nosotros tiene también su mundo, su repertorio de convicciones con las cuales, quiera o no, el individuo tiene que contar. Es más, ese mundo de las creencias colectivas -que se suele llamar "las ideas de la época", el "espíritu del tiempo"- tiene un peculiar carácter que no tiene el mundo de las creencias individuales, a saber: que es vigente por sí, frente y contra nuestra aceptación de él. Una convicción mía, por firme que sea, sólo tiene vigencia para mí. Pero las ideas del tiempo, las convicciones ambientes son tenidas por un sujeto anónimo, que no es nadie en particular, que es la sociedad. Y esas ideas tienen vigencia aunque yo no las acepte, esa vigencia se hace sentir sobre mí, aunque sea negativamente. Están ahí, ineludiblemente, como está ahí esa pared, y yo tengo que contar con ellas en mi vida, quiera o no, como tengo que contar con esa pared que no me deja pasar a su través y me obliga a buscar dócilmente la puerta o a ocupar mi vida en demolerla. Pero claro es que la influencia mayor que el espíritu del tiempo, el mundo vigente ejerce en cada vida, no la ejerce simplemente porque está ahí -o, lo que es lo mismo, porque yo estoy en él y en él tengo que moverme y ser-, sino porque, en realidad, la mayor porción de mi mundo, de mis creencias proviene de ese repertorio colectivo, coinciden con ellas. El espíritu del tiempo, las ideas de la época en su inmensa porción y mayoría están en mí, son las mías. El hombre, desde que nace, va absorbiendo las convicciones de su tiempo, es decir, va encontrándose en el mundo vigente. Esto, tan sencillo como es, nos proporciona una iluminación decisiva sobre los cambios propiamente históricos, sobre qué género de modificaciones debemos considerar como efectivos cambios del mundo y por ende de la estructura del drama vital. Normalmente, el hombre hasta los veinticinco años no hace más que aprender, recibir noticias sobre las cosas que le proporciona su contorno social -los maestros, el libro, la conversación. En esos años, pues, se entera de lo que es el mundo, topa con las facciones de ese mundo que encuentra ahí ya hecho. Pero ese mundo no es sino el sistema de convicciones vigentes en aquella fecha. Ese sistema de convicciones se ha ido formando en un larguísimo pasado, algunos de sus componentes más elementales proceden de la humanidad más primitiva. Pero justamente las porciones de ese mundo, los asuntos de él más agudos han recibido una nueva interpretación de los hombres que representan la madurez de la época -y que regentan en todos los órdenes esa época- en las cátedras, en los periódicos, en el gobierno, en la vida artística y literaria. Como el hombre hace mundo siempre, esos hombres maduros han producido esta o la otra modificación en el horizonte que encontraron. El joven se encuentra con este mundo a los veinticinco años y se lanza a vivir en él por su cuenta, esto es, a hacer también mundo. Pero como él medita sobre el mundo vigente, que es el de los hombres maduros de su tiempo, su tema, sus problemas, sus dudas son distintas de las que sintieron estos hombres maduros que en su juventud meditaron sobre el mundo de los hombres maduros de su tiempo, hoy ya muy ancianos, y así sucesivamente hacia atrás. Si se tratase de uno o pocos jóvenes nuevos que reaccionan al mundo de los hombres maduros, las modificaciones a que su meditación les lleve serían escasas, tal vez importantes en algún punto, pero, en fin de cuentas, parciales. No podría decirse que su actuación cambia el mundo. Pero el caso es que no se trata de unos pocos jóvenes sino de todos los que son jóvenes en una cierta fecha, los cuales son más o tantos más en número que los hombres maduros. Cada joven actuará sobre un punto del horizonte, pero entre todos actúan sobre la totalidad del horizonte o mundo -es decir, unos sobre el arte, otros sobre la religión o sobre cada una de las ciencias, sobre la industria, sobre la política. Había de ser mínima la modificación que en cada punto producen y, no obstante, tendremos que reconocer que han cambiado el cariz total del mundo, de suerte que unos años después, cuando otra tornada de muchachos inicia su vida se encuentra con un mundo que en el cariz de su totalidad es distinto del que ellos encontraron. El hecho más elemental de la vida humana es que unos hombres mueren y otros nacen -que las vidas se suceden-. Toda vida humana, por su esencia misma, está encajada entre otras vidas anteriores y otras posteriores -viene de una vida y va a otra subsecuente-. Pues bien, en ese hecho, el más elemental, fundo la necesidad ineludible de los cambios en la estructura del mundo. Un automático mecanismo trae irremisiblemente consigo que en una cierta unidad de tiempo la figura del drama vital cambia, como en esos teatros de obras breves en que cada hora se da un drama o comedia diferente. No hace falta suponer que los actores son distintos: los mismos actores tienen que representar argumentos diferentes. No está dicho, sin más ni más, que el joven de hoy -esto es, su alma y su cuerpo- es distinto del de ayer; pero es irremediable que su vida es de armazón diferente que la de ayer. Ahora bien, esto no es sino hallar la razón y el período de los cambios históricos en el hecho anejo esencialmente a la vida humana de que ésta tiene siempre una edad. La vida es tiempo -como ya nos hizo ver Dilthey y hoy nos reitera Heidegger, y no tiempo cósmico imaginario y porque imaginario infinito, sino tiempo limitado, tiempo que se acaba, que es el verdadero tiempo, el tiempo irreparable-. Por eso el hombre tiene edad. La edad es estar el hombre siempre en un cierto trozo de su escaso tiempo -es ser comienzo del tiempo vital, ser ascensión hacia su mitad, ser centro de él, ser hacia su término- o, como suele decirse, ser niño, joven, maduro o anciano. Pero esto significa que toda actualidad histórica, todo "hoy" envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres "hoy" diferentes o, dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad. "Hoy" es para uno veinte años, para otros, cuarenta, para otros, sesenta; y eso, que siendo tres modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo "hoy", declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituye el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual. Y a la luz de esta advertencia se ve el equívoco oculto en la aparente claridad de una fecha. 1933 parece un tiempo único, pero en 1933 vive un muchacho, un hombre maduro y un anciano, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes y, a la vez, abarca los tres: es la unidad en un tiempo histórico de tres edades distintas. Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera -en el mismo mundo-, pero contribuimos a formarlos de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, petrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna. Ahora bien, el conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia es una generación. El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital. Aún quedan en el planeta grupos humanos aislados del resto. Es evidente que aquellos individuos de esos grupos que tienen la misma edad que nosotros, no son de nuestra misma generación porque no participan de nuestro mundo. Pero esto indica, a su vez: 1°, que si toda generación tiene una dimensión en el tiempo histórico, es decir, en la melodía de las generaciones humanas, viene justamente después de tal otra -como la nota de una canción suena según sonase la anterior-; 2°, que tiene también una dimensión en el espacio. En cada fecha el círculo de convivencia humana es más o menos amplio. En los comienzos de la Edad Media, los territorios que habían convivido en contacto histórico durante el buen tiempo del Imperio romano quedan, por muy curiosas causas, disociados, sumergido y absorto cada cual en sí mismo. Es una época de multiplicidad dispersa y discontinua. Casi cada gleba vive sola consigo. Por eso se produce una maravillosa diversidad de modos humanos que dio origen a las nacionalidades. Durante el Imperio, en cambio, se convive desde la frontera india hasta Lisboa, Inglaterra y la línea transrenana. Es un tiempo de uniformidad, y aunque las dificultades de comunicación dan un carácter sobremanera relativo a esa convivencia, puede decirse idealmente que los coetáneos desde Londres al Ponto formaban una generación. Y es muy diferente destino vital, muy distinta la estructura de la vida, pertenecer a una generación de amplía uniformidad o a una angosta, de heterogeneidad y dispersión. Y hay generaciones cuyo destino consiste en romper el aislamiento de un pueblo y llevarlo a convivir espiritualmente con otros, integrándolo así en una unidad mucho más amplía, metiéndolo, por decirlo así, de su historia retraída, particular y casera, en el ámbito gigantesco de la historia universal. Comunidad de fecha y comunidad espacial son, repito, los atributos primarios de una generación. Juntos significan la comunidad de destino esencial. El teclado de circunstancia en que los coetáneos tienen que tocar la sonata apasionada de su vida es el mismo en su estructura fundamental. Esta identidad de destino produce en los coetáneos coincidencias secundarias que se resumen en la unidad de su estilo vital. Alguna vez he representado a la generación como "una caravana dentro de la cual va el hombre prisionero, pero a la vez secretamente voluntario y satisfecho. Va en ella fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los veinticinco años. De cuando en cuando se ve pasar otra caravana con su raro perfil extranjero: es la otra generación. Tal vez en un día festival la orgía mezcla a ambas, pero a la hora de vivir la existencia normal, la caótica fusión se disgrega en los dos grupos verdaderamente orgánicos. Cada individuo reconoce misteriosamente a los demás de su colectividad, como las hormigas de cada hormiguero se distinguen por una peculiar adoración. El descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a un cierto grupo de edad y a un estilo de vida es una de las experiencias melancólicas que, antes o después, todo hombre sensible llega a hacer. Una generación es un modo integral de existencia o, si se quiere, una moda, que se fija indeleble sobre el individuo. En ciertos pueblos salvajes se reconoce a los miembros de cada grupo coetáneo por su tatuaje. La moda de dibujo epidérmico que estaba en uso cuando eran adolescentes ha quedado incrustada en su ser". En el "hoy", en todo "hoy" coexisten articuladas varias generaciones y las relaciones que entre ellas se establecen, según la diversa condición de sus edades, representan el sistema dinámico, de atracciones y repulsiones, de coincidencia y polémica, que constituye en todo instante la realidad de la vida histórica. La idea de las generaciones, convertida en método de investigación histórica, no consiste más que en proyectar esa estructura sobre todo el pasado. Todo lo que no sea esto es renunciar a descubrir la auténtica realidad de la vida humana en cada tiempo -que es la misión de la historia-. El método de las generaciones nos permite ver esa vida desde dentro de ella, en su actualidad. La historia es convertir virtualmente en presente lo que ya pasó. Por eso -y no sólo metafóricamente- la historia es revivir el pasado. Y como vivir no es sino actualidad y presente, tenemos que transmigrar de los nuestros o los pretéritos, mirándolos no desde fuera, no como sidos, sino como siendo. Pero ahora necesitamos precisar un poco más. La generación, decíamos, es el conjunto de hombres que tienen la misma edad. Aunque parezca mentira se ha pretendido una y otra vez rechazar a limine el método de las generaciones oponiendo la ingeniosa observación de que todos los días nacen hombres y, por tanto, sólo los que nacen en el mismo día tendrían, en rigor, la misma edad; por tanto, que la generación es un fantasma, un concepto arbitrario que no representa una realidad, que antes bien, si lo usamos, tapa y deforma la realidad. La historia necesita de una peculiar exactitud, precisamente la exactitud histórica, que no es la matemática, y cuando se quiere suplantar aquélla con ésta se cae en errores como el de esta objeción que podía muy bien haber extremado más las cosas reclamando el nombre de coetáneos exclusivamente para los nacidos en una misma hora o en un mismo minuto. Pero convendría haber caído en la cuenta de que el concepto de edad no es de sustancia matemática, sino vital. La edad, originariamente, no es una fecha. Antes de que se supiese contar, la sociedad -en los pueblos primitivos- aparecía y aparece organizada en las clases llamadas de edad. Hasta tal punto este hecho elementalísimo de la vida es una realidad, que espontáneamente da forma al cuerpo social dividiéndolo en tres o cuatro grupos, según la altitud de la existencia personal. La edad es, dentro de la trayectoria vital humana, un cierto modo de vivir -por decirlo así, es dentro de nuestra vida total una vida con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven, como se empieza a vivir y se acaba de vivir-. Y ese modo de vida que es cada edad -medido externamente, según la cronología del tiempo cósmico, que no es vital, del tiempo que se mide con relojes- se extiende durante una serie de años. No se es joven sólo un año, ni es joven sólo el de veinte pero no el de veintidós. Se está siendo joven una serie determinada de años y lo mismo se está en la madurez durante cierto tiempo cósmico. La edad, pues, no es una fecha, sino una "zona de fechas", y tienen la misma edad, vital e históricamente, no sólo los que nacen en un mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de fechas. Si cada uno de ustedes recapacita sobre quiénes son sentidos por él como coetáneos, como de su generación, hallará que no sabe la edad-año de esos prójimos, pero podrá fijar cifras extremas hacia arriba y hacia abajo y dirá: Fulano ya no es de mi tiempo, es un muchacho todavía o es ya hombre maduro. No es, pues, ateniéndonos a la cronología estricta, matemática de los años como podemos precisar las edades. Porque ¿cuántas y cuáles son las edades del hombre? En otro tiempo, cuando la matemática no había aún devastado el espíritu de la vida -allá en el mundo antiguo y en la Edad Media y aun en los comienzos de la modernidad- meditaban los sabios y los ingenuos sobre esta gran cuestión. Había una teoría de las edades y Aristóteles, por ejemplo, no ha desdeñado dedicar a ella algunas páginas espléndidas. Hay para todos los gustos: se ha segmentado la vida humana en tres y cuatro edades -pero también en cinco, en siete y aun en diez-. Nada menos que Shakespeare, en la comedia A vuestro gusto, es partidario de la división septenaria. "El mundo entero es un teatro y todos los hombres y las mujeres no más que actores de él: hacen sus entradas y sus salidas, y los actos de la obra son siete edades." A lo que sigue una caracterización de cada una de éstas. Pero es innegable que sólo las divisiones en tres en cuatro han tenido permanencia en la interpretación de los hombres. Ambas son canónicas en Grecia y en el Oriente, en el primitivo fondo germánico. Aristóteles es partidario de la más simple: juventud, plenitud o akmé y vejez. En cambio, una fábula de Esopo, que recoge reminiscencias orientales y una añeja conseja germánica que Jacobo Grimm espumó nos hablan de cuatro edades: "Quiso Dios que el hombre y el animal tuviesen el mismo tiempo, treinta años. Pero los animales notaron que era para ellos demasiado tiempo, mientras al hombre le parecía muy poco. Entonces vinieron a un acuerdo y el asno, el perro y el mono entregan una porción de los suyos, que son acumulados al hombre. De este modo consigue la criatura humana vivir setenta años. Los treinta primeros los pasa bien, goza de salud, se divierte y trabaja con alegría, contento con su destino. Pero luego vienen los dieciocho años del asno y tiene que soportar carga tras carga: ha de llevar el grano que otro se come y aguantar puntapiés y garrotazos por sus buenos servicios. Luego vienen los doce años de una vida de perro: el hombre se mete en un rincón, gruñe y enseña los dientes, pero tiene ya pocos dientes para morder. Y cuando este tiempo pasa vienen los diez años de mono, que son los últimos: el hombre se chifla y hace extravagancias, se ocupa en manías ridículas, se queda calvo y sirve sólo de risa a los chicos". Esta conseja, cuyo dolorido realismo caricaturesco lleva la marca típica de la Edad Media, muestra acusadamente cómo el concepto de edades se forma primariamente sobre las etapas del drama vital, que no son cifras, sino modos de vivir. Plutarco, en la vida de Licurgo, cita tres versos que se suponen recitados por sendos coros: Los viejos: Nosotros hemos sido guerreros muy fuertes. Los jóvenes: Nosotros lo somos: si tenéis gana -miradnos a la cara. Los muchachos: Pero nosotros seremos mucho más fuertes todavía. Aludo a todo esto y transcribo estos lugares para hacerles ver la profunda resonancia que en la preocupación vital de los hombres encuentra este tema de las edades desde los tiempos más remotos. Pero hasta ahora el concepto de edad preocupaba sólo desde el punto de vista de la vida individual. De aquí, entre otras cosas, la vacilación sobre el ciclo y carácter de las edades: niños, jóvenes, viejos -como en la cita de Plutarco-. Joven, maduro, viejo, decrépito -como en la fábula esópica-. Joven, maduro, anciano -como en Aristóteles. Comencemos el próximo día con el intento de fijar las edades y el tiempo de cada una desde el punto de vista de la historia. La realidad histórica y no nosotros es quien tiene que decidir. [Este texto corresponde al número tres, "Idea de las generaciones", de unas lecciones explicadas en 1933. Se publicó por primera vez en el volumen V de las obras completas. Se incluye como parte del libro En torno a Galileo: esquema de las crisis.] José Ortega y Gasset MISIÓN DE LA UNIVERSIDAD (1930) I. La cuestión fundamental II. Principio de economía en la enseñanza III. Lo que la Universidad tiene que ser "primero". La Universidad, la profesión y la ciencia IV. Cultura y Ciencia V. Lo que la Universidad tiene que ser "además" ************** I LA CUESTIÓN FUNDAMENTAL Las condiciones acústicas del Paraninfo universitario me impidieron desarrollar en su integridad mi conferencia "Sobre reforma universitaria". En aquel local, que rezuma la amarga tristeza de todas las capillas exclaustradas -bien que fuese capilla, bien que no lo fuese, mal que sea ex-capilla-, la voz del orador queda en el aire asesinada a pocos metros de la boca emisora. Para hacerse medio oír es forzoso gritar. Gritar es cosa muy diferente de hablar. En el grito, la fonación es otra. No se "dice" la frase en su natural aglutinación, que hace de ella un cuerpo unitario y elástico, sino que es preciso tomar cada palabra, ponerla en la honda del grito, y después de hacer ésta girar, como David frente a Goliat, lanzarla con puntería a la oreja del auditorio. Esto trae consigo una consecuencia notoria a todo el que perora: la pérdida de tiempo. Pero no quisiera que por el azar de unos micrófonos ausentes quedase tan manco mi discurso. Dije lo que juzgaba más urgente sobre el temple que los estudiantes deben conquistar si quieren, en efecto y en serio, ocuparse de una reforma universitaria. Es la cuestión preliminar e ineludible si honradamente se considera el estado de ánimo que domina hoy a la clase escolar. Pero luego había que tratar, aunque fuese con rigoroso laconismo, el tema visceral de toda la imaginable reforma universitaria, a saber: la misión de la Universidad. Doy a continuación las notas que sobre este grave asunto llevaba yo al púlpito del Paraninfo. Van en la forma esquemática, a veces de abreviatura o cifra, que para aquel uso era bastante. Sólo agrego ahora los desarrollos que son estrictamente necesarios para hacer inteligibles aquellos lemas. * * * La reforma universitaria no puede reducirse, ni siquiera consistir principalmente, a la corrección de abusos. Reforma es siempre creación de usos nuevos. Los abusos tienen siempre escasa importancia. Porque una de dos: o son abusos en el sentido más natural de la palabra, es decir, casos aislados, poco frecuentes, de contravención a los buenos usos, o son tan frecuentes, consuetudinarios, pertinaces y tolerados que no ha lugar a llamarlos abusos. En el primer caso, es seguro que serán corregidos automáticamente; en el segundo, fuera vano corregirlos, porque su frecuencia y naturalidad indican que no son anomalías, sino resultado inevitable de los usos que son malos. Contra éstos habrá que ir y no contra los abusos. Todo movimiento de reforma reducido a corregir los chabacanos abusos que se cometen en nuestra Universidad llevará indefectiblemente a una reforma también chabacana. Lo importante son los usos. Es más: un síntoma claro en que se conoce cuándo los usos constitutivos de una institución son acertados, es que aguanta sin notable quebranto una buena dosis de abusos, como el hombre sano soporta excesos que aniquilarían al débil. Pero a su vez una institución no puede constituirse en buenos usos si no se ha acertado con todo rigor al determinar su misión. Una institución es una máquina, y toda su estructura y funcionamiento han de ir prefijados por el servicio que de ella se espera. En otras palabras: la raíz de la reforma universitaria está en acertar plenamente con su misión. Todo cambio, adobo, retoque de esta nuestra casa que no parta de haber revisado previamente con enérgica claridad, con decisión y veracidad, el problema de su misión, serán penas de amor perdidas. Por no hacerlo así, todos los intentos de mejora, en algunos casos movidos por excelente voluntad, incluyendo los proyectos elaborados hace años por el Claustro mismo, no han servido ni pueden servir de nada, no lograrán lo único suficiente e imprescindible para que un ser -individual o colectivo- exista con plenitud, a saber: colocarlo en su verdad, darle su autenticidad y no empeñarnos en que sea lo que no es, falsificando su destino inexorable con nuestro arbitrario deseo. Entre esos intentos de los últimos quince años -no hablemos de los peores-, los mejores, en vez de plantearse directamente, sin permitirse escape, la cuestión de "¿para qué existe, está ahí y tiene que estar la Universidad?", han hecho lo más cómodo y lo más estéril: mirar de reojo lo que se hacía en las Universidades de pueblos ejemplares. No censuro que nos informemos mirando al prójimo ejemplar; al contrario, hay que hacerlo; pero sin que ello pueda eximirnos de resolver luego nosotros originalmente nuestro propio destino. Con esto no digo que hay que ser "castizo" y demás zarandajas. Aunque, en efecto, fuésemos todos -hombres o países- idénticos, sería funesta la imitación. Porque al imitar eludimos aquel esfuerzo creador de lucha con el problema que puede hacernos comprender el verdadero sentido y los límites o defectos de la solución que imitamos. Nada, pues, de "casticismo", que es, en España sobre todo, pelo de la dehesa. No importa que lleguemos a las mismas conclusiones y formas que otros países; lo importante es que lleguemos a ellas por nuestro pie, tras personal combate con la cuestión sustantiva misma. Razonamiento erróneo de los mejores: la vida inglesa ha sido, aún es, una maravilla; luego las instituciones inglesas de segunda enseñanza tienen que ser ejemplares, porque de ellas ha salido aquella vida. La ciencia alemana es un prodigio; luego la Universidad alemana es una institución modelo, puesto que engendra aquélla. Imitemos las instituciones secundarias inglesas y la enseñanza superior alemana. El error viene de todo el siglo XIX. Los ingleses derrotan a Napoleón I: "La batalla de Waterloo ha sido ganada por los campos de juego de Eton". Bismarck machaca a Napoleón III: "La guerra del 70 es la victoria del maestro de escuela prusiano y del profesor alemán". Esto nace de un error fundamental que es preciso arrancar de las cabezas, y consiste en suponer que las naciones son grandes porque su escuela -elemental, secundaria o superior- es buena. Esto es un residuo de la beatería "idealista" del siglo pasado. Atribuye a la escuela una fuerza creadora histórica que no tiene ni puede tener. Aquel siglo, para entusiasmarse y aun estimar hondamente algo, necesitaba exagerarlo, mitologizarlo. Ciertamente, cuando una nación es grande, es buena también su escuela. No hay nación grande si su escuela no es buena. Pero lo mismo debe decirse de su religión, de su política, de su economía y de mil cosas más. La fortaleza de una nación se produce íntegramente. Si un pueblo es políticamente vil, es vano esperar nada de la escuela más perfecta. Sólo cabe entonces la escuela de minorías que viven aparte y contra el resto del país. Acaso un día los educados en ésta influyan en la vida total de su país y al través de su totalidad consigan que la escuela nacional (y no la excepcional) sea buena. Principio de educación: la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros. Sólo cuando hay ecuación entre la presión de uno y otro aire la escuela es buena. Consecuencia: aunque fuesen perfectas la segunda enseñanza inglesa y la Universidad alemana, serían intransferibles, porque ellas son sólo una porción de sí mismas. Su realidad íntegra es el país que las creó y mantiene. Pero, además, este razonamiento erróneo y de circuito corto impidió a los que en él cayeron mirar de frente a esas escuelas y ver lo que ellas, como tales instituciones o máquinas, eran. Confundían éstas con lo que en ellas por fuerza había de vida inglesa, de pensamiento alemán. Pero como no es la vida inglesa ni el pensamiento alemán lo que podemos transportar aquí, sino, a lo sumo, sólo las instituciones pedagógicas escuetas y como tales, importa mucho que se mire lo que éstas son por si, abstrayendo de las virtudes ambientes y generales de esos países. Entonces se ve que la Universidad alemana es, como institución, una cosa más bien deplorable. Si la ciencia alemana tuviese que nacer puramente de las virtudes institucionales de la Universidad, seria bien poca cosa. Por fortuna, el aire libre que orea al alma alemana está cargado de incitación y de dotes para la ciencia y suple defectos garrafales de su Universidad. No conozco bien la segunda enseñanza inglesa; pero lo que entreveo de ella me hace pensar que también es defectuosísima como régimen institucional. Mas no se trata de apreciaciones mías. Es un hecho que en Inglaterra la segunda enseñanza y en Alemania la Universidad están en crisis. Crítica radical de esta última por el primer ministro de Instrucción prusiano después de instaurada la República: Becker. Discusión que sigue desde entonces. Por contentarse con imitar y eludir el imperativo de pensar o repensar por sí mismos las cuestiones, nuestros profesores mejores viven en todo con un espíritu quince o veinte años retrasado, aunque en el detalle de sus ciencias estén al día. Es el retraso trágico de todo el que quiere evitarse el esfuerzo de ser auténtico, de crear sus propias convicciones. El número de años de este retraso no es casual. Toda creación histórica -ciencia, política- proviene de cierto espíritu o modalidad de la mente humana. Esa modalidad aparece con una pulsación o ritmo fijo -con cada generación. Una generación, emanando de su espíritu, crea ideas, valoraciones, etc. El que imita esas creaciones tiene que esperar a que estén hechas, es decir, a que concluya su faena la generación anterior, y adopta sus principios cuando empieza a decaer y otra nueva generación inicia ya su reforma, el reino de un nuevo espíritu. Cada generación lucha quince años para vencer y tienen vigencia sus modos otros quince años. Inexorable anacronismo de los pueblos imitadores o sin autenticidad. Búsquese en el extranjero información, pero no modelo. No hay, pues, manera de eludir el planteamiento de la cuestión capital: ¿cuál es la misión de la Universidad? * * * ¿Cuál es la misión de la Universidad? A fin de averiguarlo, fijémonos en lo que de hecho significa hoy la Universidad, dentro y fuera de España. Cualesquiera sean las diferencias de rango entre ellas, todas las Universidades europeas ostentan una fisonomía que en sus caracteres generales es homogénea (1). Encontramos, por lo pronto, que la Universidad es la institución donde reciben la enseñanza superior casi todos los que en cada país la reciben. El "casi" alude a las Escuelas Especiales, cuya existencia, aparte de la Universidad, daría ocasión a un problema también aparte. Hecha esta salvedad, podemos borrar el "casi" y quedarnos con que en la Universidad reciben la enseñanza superior todos los que la reciben. Pero entonces caemos en la cuenta de otra limitación más importante que la de las Escuelas Especiales. Todos los que reciben enseñanza superior no son todos los que podían y debían recibirla; son sólo los hijos de clases acomodadas. La Universidad significa un privilegio difícilmente justificable y sostenible. Tema: los obreros en la Universidad. Quede intacto. Por dos razones: Primera, si se cree debido, como yo creo, llevar al obrero el saber universitario es porque éste se considera valioso y deseable. El problema de universalizar la Universidad supone, en consecuencia, la previa determinación de lo que sea ese saber y esa enseñanza universitarios. Segunda, la tarea de hacer porosa la Universidad al obrero es en mínima parte cuestión de la Universidad y es casi totalmente cuestión del Estado. Sólo una gran reforma de éste hará efectiva aquélla. Fracaso de todos los intentos hasta ahora hechos, como "extensión universitaria", etc. Lo importante ahora es dejar bien subrayado que en la Universidad reciben la enseñanza superior todos los que hoy la reciben. Si mañana la reciben mayor número que hoy tanta más fuerza tendrán los razonamientos que siguen. ¿En qué consiste esa enseñanza superior ofrecida en la Universidad a la legión inmensa de los jóvenes? En dos cosas: A) La enseñanza de las profesiones intelectuales. B) La investigación científica y la preparación de futuros investigadores. La Universidad enseña a ser médico, farmacéutico, abogado, juez, notario, economista, administrador público, profesor de ciencias y de letras en la segunda enseñanza, etc. Además, en la Universidad se cultiva la ciencia misma, se investiga y se enseña a ello. En España esta función creadora de ciencia y promotora de científicos está aún reducida al mínimum, pero no por defecto de la Universidad, como tal, no por creer ella que no es su misión, sino por la notoria falta de vocación científica y de dotes para la investigación que estigmatiza a nuestra raza. Quiero decir que si en España se hiciese en abundancia ciencia, se haría preferentemente en la Universidad, como acontece, más o menos, en los otros países. Sirva este punto de ejemplo para que no sea necesario repetir lo mismo a cada paso: el terco retraso de España en todas las actividades intelectuales trae consigo que aparezca aquí en estado germinal o de mera tendencia lo que en otras partes vive ya con pleno desarrollo. Para el planteamiento radical del asunto universitario, que ahora ensayo, esas diferencias de grado en la evolución son indiferentes. Me basta con el hecho de que todas las reformas de los últimos años acusan decididamente el propósito de acrecer en nuestras Universidades el trabajo de investigación y la labor educadora de científicos, de orientar la institución entera en este sentido. No se me estorbe el andar con objeciones triviales o de mala fe. Es de sobra notorio que nuestros profesores mejores, los que más influyen en el proceso de las reformas universitarias, piensan que nuestro Instituto debe emparejarse en este punto con lo que hasta hoy venían haciendo los extranjeros. Con esto me basta. La enseñanza superior consiste, pues, en profesionalismo e investigación. Sin afrontar ahora el tema, anotemos de paso nuestra sorpresa al ver juntas y fundidas dos tareas tan dispares. Porque no hay duda: ser abogado, juez, médico, boticario, profesor de latín o de historia en un Instituto de Segunda Enseñanza, son cosas muy diferentes de ser jurista, fisiólogo, bioquímico, filólogo, etc. Aquéllos son nombres de profesiones prácticas, éstos son nombres de ejercicios puramente científicos. Por otra parte, la sociedad necesita muchos médicos, farmacéuticos, pedagogos; pero sólo necesita un número reducido de científicos (2). Si necesitase verdaderamente muchos de éstos seria catastrófico, porque la vocación para la ciencia es especialísima e infrecuente. Sorprende, pues, que aparezcan fundidas la enseñanza profesional, que es para todos, y la investigación, que es para poquísimos. Pero quede la cuestión quieta hasta dentro de unos minutos. ¿No es la enseñanza superior más que profesionalismo e investigación? A simple vista no descubrimos otra cosa. No obstante, si tomamos la lupa y escrutamos los planos de enseñanza nos encontramos con que casi siempre se exige al estudiante, sobre su aprendizaje profesional y lo que trabaje en la investigación, la asistencia a un curso de carácter general -Filosofía, Historia. No hace falta aguzar mucho la pupila para reconocer en esta exigencia un último y triste residuo de algo más grande e importante. El síntoma de que algo es residuo -en biología como en historia- consiste en que no se comprende por qué está ahí. Tal y como aparece no sirve ya de nada, y es preciso retroceder a otra época de la evolución en que se encuentra completo y eficiente lo que hoy es sólo un muñón y un resto (3). La justificación que hoy se da a aquel precepto universitario es muy vaga: conviene -se dice- que el estudiante reciba algo de "cultura general". "Cultura general". Lo absurdo del término, su filisteísmo, revela su insinceridad. "Cultura", referida al espíritu humano -y no al ganado o a los cereales-, no puede ser sino general. No se es "culto" en física o en matemática. Eso es ser sabio en una materia. Al usar esa expresión de "cultura general" se declara la intención de que el estudiante reciba algún conocimiento ornamental y vagamente educativo de su carácter o de su inteligencia. Para tan vago propósito tanto da una disciplina como otra, dentro de las que se consideran menos técnicas y más vagarosas: ¡vaya por la filosofía, o por la historia, o por la sociología! Pero el caso es que si brincamos a la época en que la Universidad fue creada -Edad Media-, vemos que el residuo actual es la humilde supervivencia de lo que entonces constituía, entera y propiamente, la enseñanza superior. La Universidad medieval no investiga (4); se ocupa muy poco de profesión; todo es... "cultura general" -teología, filosofía, "artes". Pero eso que hoy llaman "cultura general" no lo era para la Edad Media; no era ornato de la mente o disciplina del carácter; era, por el contrario, el sistema de ideas sobre el mundo y la humanidad que el hombre de entonces poseía. Era, pues, el repertorio de convicciones que había de dirigir efectivamente su existencia. La vida es un caos, una selva salvaje, una confusión. El hombre se pierde en ella. Pero su mente reacciona ante esa sensación de naufragio y perdimiento: trabaja por encontrar en la selva "vías", "caminos" (5); es decir: ideas claras y firmes sobre el Universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo. El conjunto, el sistema de ellas, es la cultura en el sentido verdadero de la palabra; todo lo contrario, pues, que ornamento. Cultura es lo que salva del naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento. No podemos vivir, humanamente, sin ideas. De ellas depende lo que hagamos, y vivir no es sino hacer esto o lo otro. Así el viejísimo libro de la India: "Nuestros actos siguen a nuestros pensamientos como la rueda del carro sigue a la pezuña del buey". En tal sentido -que por sí mismo no tiene nada de intelectualista (6)- somos nuestras ideas. Gedeón, en este caso sobremanera profundo, haría constar que el hombre nace siempre en una época. Es decir, que es llamado a ejercitar la vida en una altura determinada de la evolución de los destinos humanos. El hombre pertenece consustancialmente a una generación, y toda generación se instala no en cualquier parte, sino muy precisamente sobre la anterior. Esto significa que es forzoso vivir a la altura de los tiempos (7), y muy especialmente a la altura de las ideas del tiempo. Cultura es el sistema vital de las ideas en cada tiempo. Importa un comino que esas ideas o convicciones no sean, en parte ni en todo, científicas. Cultura no es ciencia. Es característico de nuestra cultura actual que gran porción de su contenido proceda de la ciencia; pero en otras culturas no fue así, ni está dicho que en la nuestra lo sea siempre en la misma medida que ahora. Comparada con la medieval, la Universidad contemporánea ha complicado enormemente la enseñanza profesional que aquélla en germen proporcionaba, y ha añadido la investigación quitando casi por completo la enseñanza o transmisión de la cultura. Esto ha sido, evidentemente, una atrocidad. Funestas consecuencias de ello que ahora paga Europa. El carácter catastrófico de la situación presente europea se debe a que el inglés medio, el francés medio, el alemán medio son incultos, no poseen el sistema vital de ideas sobre el mundo y el hombre correspondientes al tiempo. Ese personaje medio es el nuevo bárbaro, retrasado con respecto a su época, arcaico y primitivo en comparación con la terrible actualidad y fecha de sus problemas (8). Este nuevo bárbaro es principalmente el profesional, más sabio que nunca, pero más inculto también -el ingeniero, el médico, el abogado, el científico. De esa barbarie inesperada, de ese esencial y trágico anacronismo tienen la culpa, sobre todo, las pretenciosas Universidades del siglo XIX, las de todos los países, y si aquélla, en el frenesí de una revolución, las arrasase, les faltaría la última razón para quejarse. Si se medita bien la cuestión, se acaba por reconocer que su culpa no queda compensada con el desarrollo, en verdad prodigioso, genial, que ellas mismas han dado a la ciencia. No seamos paletos de la ciencia. La ciencia es el mayor portento humano; pero por encima de ella está la vida humana misma, que la hace posible. De aquí que un crimen contra las condiciones elementales de ésta no pueda ser compensado por aquélla. El mal es tan hondo ya y tan grave, que difícilmente me entenderán las generaciones anteriores a la vuestra, jóvenes. En el libro de un pensador chino, que vivió por el siglo IV antes de Cristo, Chuang Tse, se hace hablar a personajes simbólicos, y uno de ellos, a quien llama el Dios del Mar del Norte, dice: "¿Cómo podré hablar del mar con la rana si no ha salido de su charca? ¿Cómo podré hablar del hielo con el pájaro de estío si está retenido en su estación? ¿Cómo podré hablar con el sabio acerca de la Vida si es prisionero de su doctrina?" * * * La sociedad necesita buenos profesionales -jueces, médicos, ingenieros-, y por eso está ahí la Universidad con su enseñanza profesional. Pero necesita antes que eso, y más que eso, asegurar la capacidad en otro género de profesión: la de mandar. En toda sociedad manda alguien- grupo o clase, pocos o muchos. Y por mandar no entiendo tanto el ejercicio jurídico de una autoridad como la presión e influjo difusos sobre el cuerpo social. Hoy mandan en las sociedades europeas las clases burguesas, la mayoría de cuyos individuos es profesional. Importa, pues, mucho a aquéllas que estos profesionales, aparte de su especial profesión, sean capaces de vivir e influir vitalmente según la altura de los tiempos. Por eso es ineludible crear de nuevo en la Universidad la enseñanza de la cultura o sistema de las ideas vivas que el tiempo posee. Esa es la tarea universitaria radical. Eso tiene que ser, antes y más que ninguna otra cosa, la Universidad. Si mañana mandan los obreros, la cuestión será idéntica: tendrán que mandar desde la altura de su tiempo; de otro modo serán suplantados (9). Cuando se piensa que los países europeos han podido considerar admisible que se conceda un titulo profesional, que se dé de alta a un magistrado, a un médico -sin estar seguro de que ese hombre tiene, por ejemplo, una idea clara de la concepción física del mundo a que ha llegado hoy la ciencia y del carácter y límite de esta ciencia maravillosa con que se ha llegado a tal idea-, no debemos extrañarnos de que las cosas marchen tan mal en Europa. Porque no andemos en punto tan grave con eufemismos. No se trata, repito, de vagos deseos de una vaga cultura. La física y su modo mental es una de las grandes ruedas íntimas del alma humana contemporánea. En ella desembocan cuatro siglos de entrenamiento intelectivo y su doctrina está mezclada con todas las demás cosas esenciales del hombre vigente -con su idea de Dios y de la sociedad, de la materia y de lo que no es materia. Puede uno ignorarla, sin que esta ignorancia implique ignominia ni desdoro ni aun defecto, a saber: cuando se es un humilde pastor en los puertos serranos o un labrantín adscrito a la gleba o un obrero manual esclavizado por la máquina. Pero el señor que dice ser médico o magistrado o general o filólogo u obispo -es decir, que pertenece a la clase directora de la sociedad-, si ignora lo que es hoy el cosmos físico para el hombre europeo es un perfecto bárbaro, por mucho que sepa de sus leyes, o de sus mejunjes, o de sus santos padres. Y lo mismo diría de quien no poseyese una imagen medianamente ordenada de los grandes cambios históricos que han traído a la humanidad hasta la encrucijada del hoy (todo hoy es una encrucijada). Y lo mismo de quien no tenga idea alguna precisa sobre cómo la mente filosófica enfronta al presente su ensayo perpetuo de formarse un plano del Universo o de la interpretación que la biología general da a los hechos fundamentales de la vida orgánica. No se perturbe la evidencia de esto suscitando ahora la cuestión de cómo puede un abogado que no tiene preparación superior en matemática entender la idea actual de la física. Eso ya lo veremos luego. Ahora hay que abrirse con decencia de mente a la claridad que esa observación irradia. Quien no posea la idea física (no la ciencia física misma, sino la idea vital del mundo que ella ha creado), la idea histórica y biológica, ese plan filosófico, no es un hombre culto. Como no esté compensado por dotes espontáneas excepcionales es sobremanera inverosímil que un hombre así pueda en verdad ser un buen médico o un buen juez o un buen técnico. Pero es seguro que todas las demás actuaciones de su vida o cuanto en las profesionales mismas trascienda del estricto oficio, resultarán deplorables. Sus ideas y actos políticos serán ineptos; sus amores, empezando por el tipo de mujer que preferirá, serán extemporáneos y ridículos; llevará a su vida familiar un ambiente inactual, maniático y mísero, que envenenará para siempre a sus hijos, y en la tertulia del café emanará pensamientos monstruosos y una torrencial chabacanería. No hay remedio: para andar con acierto en la selva de la vida hay que ser culto, hay que conocer su topografía, sus rutas o "métodos"; es decir, hay que tener una idea del espacio y del tiempo en que se vive, una cultura actual. Ahora bien: esa cultura, o se recibe o se inventa. El que tenga arrestos para comprometerse a inventarla él solo, a hacer por si lo que han hecho treinta siglos de humanidad, es el único que tendría derecho a negar la necesidad de que la Universidad se encargue ante todo de enseñar la cultura. Por desgracia, ese único ser que podría con fundamento oponerse a mi tesis seria... un demente. Ha sido menester esperar hasta los comienzos del siglo XX para que se presenciase un espectáculo increíble: el de la peculiarísima brutalidad y la agresiva estupidez con que se comporta un hombre cuando sabe mucho de una cosa e ignora de raíz todas las demás (10). El profesionalismo y el especialismo, al no ser debidamente compensados, han roto en pedazos al hombre europeo, que por lo mismo está ausente de todos los puntos donde pretende y necesita estar. En el ingeniero está la ingeniería, que es sólo un trozo y una dimensión del hombre europeo; pero éste, que es un integrum, no se halla en su fragmento "ingeniero". Y así en todos los demás casos. Cuando, creyendo usar tan sólo una manera de decir barroca y exagerada, se asegura que "Europa está hecha pedazos", se está diciendo mayor verdad que se presume. En efecto: el desmoronamiento de nuestra Europa, visible hoy, es el resultado de la invisible fragmentación que progresivamente ha padecido el hombre europeo (11). La gran tarea inmediata tiene algo de rompecabezas, sea dicho sin alusión contundente. Hay que reconstruir con los pedazos dispersos -disiecta membra- la unidad vital del hombre europeo. Es preciso lograr que cada individuo o -evitando utopismos- muchos individuos lleguen a ser, cada uno por sí, entero ese hombre. ¿Quién puede hacer esto sino la Universidad?No hay, pues, más remedio que agregar a las faenas que hoy ya pretende la Universidad cumplir esta otra inexcusable e ingente. Por eso, fuera de España, se anuncia con gran vigor un movimiento para el cual la enseñanza superior es primordialmente enseñanza de la cultura o transmisión a la nueva generación del sistema de ideas sobre el mundo y el hombre que llegó a madurez en la anterior. Con esto tenemos que la enseñanza universitaria nos aparece integrada por estas tres funciones: I. Transmisión de la cultura. II. Enseñanza de las profesiones. III. Investigación científica y educación de nuevos hombres de ciencia. ¿Hemos contestado con esto a nuestra pregunta sobre cuál esa la misión de la Universidad? De ningún modo; no hemos hecho más que reunir en un montón inorgánico todo lo que hoy cree la Universidad que debe ocuparla y algo que, a nuestro juicio, no hace, pero es forzoso que haga. Con esto hemos preparado la cuestión; pero nada más. Me parece vana o, cuando más, subalterna la discusión trabada hace unos años entre el filósofo Scheler y el ministro Beecker sobre si esas funciones han de ser servidas por una sola institución o por varias. Es vana porque a la postre todas ellas se reunirían en el estudiante, todas ellas vendrían a gravitar sobre su juventud. La cuestión es otra. Esta: Aun reducida la enseñanza, como hasta aquí, al profesionalismo y la investigación, forma una masa fabulosa de estudios. Es imposible que el buen estudiante medio consiga ni remotamente aprender de verdad lo que la Universidad pretende enseñarle. Ahora bien: las instituciones existen -son necesarias y tienen sentido- porque el hombre medio existe. Si sólo hubiese criaturas de excepción, es muy probable que no hubiese instituciones ni pedagógicas ni de Poder público (12). Es, pues, forzoso referir toda institución al hombre de dotes medias; para él está hecha y él tiene que ser su unidad de medida. Supongamos por un momento que en la Universidad actual no aconteciese cosa alguna merecedora de ser llamada abuso. Todo marcha como debe marchar según lo que la Universidad pretende ser. Pues bien: yo digo que aun entonces la Universidad actual es un puro y constitucional abuso, porque es una falsedad. De tal modo es imposible que el estudiante medio aprenda en efecto y de verdad lo que se pretende enseñarle, que se ha hecho constitutivo de la vida universitaria aceptar ese fracaso. Es decir, la norma efectiva consiste hoy en dar por anticipado como irreal lo que la Universidad pretende ser. Se acepta, pues, la falsedad de la propia vida institucional. Se hace de su misma falsificación la esencia de la institución. Esta es la raíz de todos los males -como lo es siempre en la vida, sea individual o sea colectiva. El pecado original radica en eso: no ser auténticamente lo que se es. Podemos pretender ser cuanto queramos, pero no es licito fingir que somos lo que no somos, consentir en estafarnos a nosotros mismos, habituarnos a la mentira sustancial. Cuando el régimen normal de un hombre o de una institución es ficticio, brota de él una omnímoda desmoralización. A la postre se produce el envilecimiento, porque no es posible acomodarse a la falsificación de sí mismo sin haber perdido el respeto a sí propio. Por eso decía Leonardo: Chi non puó quel che vuol, quel che puó voglia. ("El que no puede lo que quiere, que quiera lo que puede"). Este imperativo leonardesco tiene que ser quien dirija radicalmente toda reforma universitaria. Sólo puede crear algo una apasionada resolución de ser lo que estrictamente se es. No sólo la universitaria, sino toda la vida nueva tiene que estar hecha con una materia cuyo nombre es autenticidad (¡oigan ustedes bien esto, jóvenes, que si no, están perdidos, ya que empiezan a estarlo!). Una institución en que se finge dar y exigir lo que no se puede exigir ni dar es una institución falsa y desmoralizada. Sin embargo, este principio de la ficción inspira todos los planes y la estructura de la actual Universidad. Por eso yo creo que es ineludible volver del revés toda la Universidad o, lo que es lo mismo, reformarla radicalmente, partiendo del principio opuesto. En vez de enseñar lo que, según un utópico deseo, debería enseñarse, hay que enseñar sólo lo que se puede enseñar, es decir, lo que se puede aprender. Trataré de desarrollar las implicaciones que van en esa fórmula. Se trata, en verdad, de un problema más amplio que el de la enseñanza superior. Es la cuestión capital de la enseñanza en todos sus grados. ¿Cuál fue el gran paso dado en la historia entera de la Pedagogía? Sin duda, aquel viraje genial inspirado por Rousseau, Pestalozzi, Fröbel y el idealismo alemán, que consistió en radicalizar algo perogrullesco. En la enseñanza -y más en general en la educación- hay tres términos: lo que habría que enseñar -o el saber-, el que enseña o maestro y el que aprende o discípulo. Pues bien: con inconcebible obcecación, la enseñanza partía del saber y del maestro. El discípulo, el aprendiz, no era principio de la Pedagogía. La innovación de Rousseau y sus sucesores fue simplemente trasladar el fundamento de la ciencia pedagógica del saber y del maestro al discípulo y reconocer que son éste y sus condiciones peculiares lo único que puede guiarnos para construir un organismo con la enseñanza. La actividad científica, el saber, tiene su organización propia, distinta de esta otra actividad en que se pretende enseñar el saber. El principio de la Pedagogía es muy diferente del principio de la cultura y de la ciencia. Pero hay que dar un paso más. En vez de perderse, desde luego, en estudiar minuciosamente la condición del discípulo como niño, joven, etc., es preciso circunscribir, por lo pronto, el tema y considerar al niño, al joven, desde un punto de vista más modesto, pero más preciso, a saber: como discípulo, como aprendiz. Entonces se cae en la cuenta de que, a su vez, no es el niño como niño, ni el joven porque joven, lo que nos obliga a ejercitar una actividad especial que llamamos "enseñanza", sino algo sobremanera formal y simple. Verán ustedes. -------------------------------------------------- NOTAS (1) Se suele exagerar, por ejemplo, la discrepancia entre la Universidad inglesa y la continental, no advirtiendo que las diferencias mayores no van a cuenta de la Universidad, sino del peculiarísimo carácter inglés. Lo que importa comparar entre unos y otros países es el hecho de las tendencias dominantes hoy en los organismos universitarios, y no el grado de su realización, que es, naturalmente, distinto aquí y allá. Así, la tenacidad conservadora del inglés le hace mantener apariencias en sus Institutos superiores, que no sólo reconoce él mismo como extemporáneas, sino que en la realidad de la vida universitaria británica valen como meras ficciones. Me parecería ridículo que se creyese alguien con derecho a coartar el albedrío del inglés censurándole porque se dio el lujo, ya que lo quiso y lo pudo, de sostener, muy a sabiendas, esas ficciones. Pero no seria menos inocente tomarlas en serio, es decir, suponer que el inglés se hace ilusiones sobre su carácter ficticio. En los estudios sobre la institución universitaria inglesa que he leído, se cae siempre en la exquisita trampa de la ironía y del cant ingleses. No se advierte que si Inglaterra conserva el aspecto no profesional de sus Universidades y la peluca de sus magistrados, no es porque se obstine en creer actuales aquél y ésta, sino, todo lo contrario, porque son cosas anticuadas, pasado y superfluidad. De otro modo no serian lujo, deporte, culto y otras cosas más hondas que el inglés busca en esas apariencias. Pero, eso sí, bajo la peluca hace manar la justicia más moderna, y bajo el aspecto no profesional, la Universidad inglesa se ha hecho en los ultimos cuarenta años tan profesional como cualquiera otra. Tampoco tiene la más ligera importancia para nuestro tema radical -misión de la Universidad- que las Universidades inglesas no sean institutos del Estado. Este hecho, de alta significación para la vida e historia del pueblo inglés, no impide que su Universidad actúe en lo esencial como las estatales del continente. Apurando las cosas, vendría a resultar que también en Inglaterra son las Universidades instituciones del Estado, sólo que el inglés entiende por el Estado cosa muy distinta que el continente. Quiero decir con todo esto: primero, que las enormes diferencias existentes entre las Universidades de los distintos países no son tanto diferencias universitarias como de los países, y segundo, que el hecho más saliente en los últimos cincuenta años es el movimiento de convergencia en todas las Universidades europeas, que las va haciendo homogéneas. (2) Este número tiene que ser mayor que el logrado hasta hoy; pero aun así, incomparablemente menor que el de las otras profesiones. (3) Imagínese el conjunto de la vida primitiva. Uno de sus caracteres generales es la falta de seguridad personal. La aproximación de dos personas es siempre peligrosa, porque todo el mundo va armado. Es preciso, pues, asegurar el acercamiento mediante normas y ceremonias en que conste que se han dejado las armas y que la mano no va súbitamente a tomar una que se lleva escondida. Para ese fin, lo mejor es que al acercarse cada hombre agarre la mano del otro, la mano de matar, que es normalmente la derecha. Este es el origen y esta la eficiencia del saludo con apretón de manos, que hoy, aislado de aquel tipo de vida, es incomprensible, y, por tanto, un residuo. (4) Lo cual no es decir que en la Edad Media no se investigase. (5) De aquí que en el comienzo de todas las culturas aparezca el término que expresa "camino" -el hodós y méthodos, de los griegos; el tao y el te, de los chinos; el sendero y vehículo, de los indios. (6) Nuestras ideas y convicciones pueden muy bien ser anti-intelectualistas. Así las mías, y, en general, las de nuestro tiempo. (7) Sobre este concepto de "altura de los tiempos", véase mi Rebelión de las masas. (8) En el libro antes citado analizo largamente estos graves hechos. (9) Como de hecho hoy ya mandan también y comanditan con los burgueses, es urgente extender a ellos la enseñanza universitaria. (10) Véase en La rebelión de las masas el capitulo titulado "La barbarie del especialismo". (11) El hecho es tan verdadero, que no sólo puede afirmarse en general y en vago, sino que puede determinarse con todo rigor las etapas y los modos de esta fragmentación progresiva en las tres generaciones del siglo pasado y la primera del XX. (12) El anarquismo es lógico cuando propugna la inutilidad y, en consecuencia, la perniciosidad de toda institución, porque parte de suponer que todo hombre es a nativitate excepcional -bueno, discreto, inteligente y justo. II PRINCIPIO DE LA ECONOMÍA EN LA ENSEÑANZA La ciencia de la Economía política salió de la guerra tan destrozada como la economía misma de las naciones beligerantes. No ha tenido más remedio que buscar una reconstrucción radical de su propio cuerpo. Aventuras tales suelen ser benéficas para las ciencias vivas, porque las obligan a buscar un asiento más firme que el usado hasta entonces, un principio más hondo y elemental. En efecto: estos años renace de sus cenizas la Economía política, merced a un razonamiento tan perogrullesco que da vergüenza enunciarlo. Se dice: la ciencia económica tiene que partir del principio mismo que engendra la actividad económica del hombre. ¿Por qué acontece que la especie humana ejercita actos económicos, producción, administración, cambio, ahorro, valoración, etc.? Por una razón estupefaciente y sólo por ella: porque muchas de las cosas que desea y necesita no se dan con absoluta abundancia. Si de todo lo que habemos menester hubiese copia sobrada, no se le habría ocurrido a los humanos fatigarse en esfuerzos económicos. Así, el aire no suele ocasionar ocupaciones que puedan llamarse económicas. Sin embargo, basta que en algún sentido adquiera el aire la condición de escasez para que inmediatamente suscite faenas de economía. Por ejemplo: los niños reunidos en el aula escolar necesitan una cierta cantidad de aire. Si el local escolar es pequeño, hay escasez de él. Entonces plantea un problema económico, obligando a construir escuelas más grandes y, consecuentemente, más caras. Aunque hay en el planeta aire de sobra, no todo él es de la misma calidad. El "aire puro" se da sólo en ciertos lugares de la tierra, a cierta altura sobre el nivel del mar, bajo un clima determinado. Es decir, el "aire puro" es escaso. Este simple hecho provoca una intensa actividad económica en los suizos -hoteles, sanatorios-, que con la "escasa" primera materia de su aire puro fabrican salud a tanto el día. La cosa, repito, es de una simplicidad estupefaciente, pero innegable; la escasez es el principio de la actividad económica, y por eso, hace unos años, el sueco Cassel renovó la ciencia económica partiendo del principio de la escasez (1). "Si existiese el movimiento continuo no habría física", ha dicho muchas veces Einstein. Lo mismo puede decirse que en Jauja no hay actividades económicas y, por consiguiente, ciencia de la Economía. Pues yo encuentro que con la enseñanza nos acaece algo parecido. ¿Por qué existen actividades docentes? ¿Por qué es la pedagogía una ocupación y una preocupación del hombre? A estas preguntas daban los románticos las respuestas más lucidas, conmovedoras y trascendentes, mezclando en ellas todo lo humano y buena porción de lo divino. Para ellos se trataba siempre de sacar las cosas de quicio, de exorbitarlas y hojarascarlas melodramáticamente. Pero nosotros -¿no es cierto, jóvenes?- nos complacemos sencillamente en que las cosas sean, por lo pronto, lo que son, y nada más; amamos su desnudez. No nos importan el frío, la intemperie. Sabemos que la vida es -sobre todo, va a ser- dura. Aceptamos su rigor; no intentamos sofisticar el destino. Porque sea dura no deja de parecernos magnífica la vida. Al contrario, si es dura, es sólida, magra: tendón y nervio; sobre todo, limpia. Queremos limpieza en nuestro trato con las cosas. Por eso las desnudamos y, nudificadas, las lavamos al mirarlas, viendo lo que ellas son in puris naturalibus. El hombre se ocupa y preocupa de enseñanza por una razón tan simple como seca y tan seca como lamentable: para vivir con firmeza, desahogo y corrección hace falta saber una cantidad enorme de cosas, y el niño, el joven, tienen una capacidad limitadísima de aprender. Esta es la razón. Si la niñez y la juventud durasen cada una cien años, o el niño y el joven poseyesen memoria, inteligencia y atención en dosis prácticamente ilimitada, no existiría la actividad docente. Todas aquellas razones conmovedoras y trascendentes hubieran sido inoperantes para obligar al hombre a constituir el tipo de existencia humana que se llama "maestro". La escasez, la limitación en la capacidad de aprender, es el principio de la instrucción. Hay que preocuparse de enseñar exactamente en la medida en que no se puede aprender. ¿No era demasiado casual que la actividad pedagógica entre en plena erupción hacia mediados del siglo XVIII y desde entonces no haya hecho sino crecer? ¿Por qué no antes? La explicación es sencilla: justamente en esta fecha viene a granar la primera gran cosecha de la cultura moderna. En poco tiempo aumenta gigantescamente el tesoro de efectivo saber humano. La vida, entrando de lleno en el nuevo capitalismo, que los recientes inventos habían hecho posible, adquiere una gran complicación y exige creciente pertrecho de técnicas. Por eso, porque era forzoso saber muchas cosas cuya cuantía desbordaba la capacidad de aprender, se intensifica y amplia también de pronto la actividad pedagógica, la enseñanza. En cambio, apenas si hay enseñanza en las épocas primitivas. ¿Para qué, si apenas hay que enseñar, si la facultad de aprendizaje supera con mucho la materia asimilable? Sobra capacidad. Sólo hay algunos saberes: ciertas recetas mágicas y rituales para fabricar los más difíciles utensilios -por ejemplo, la canoa-, o bien para curar enfermedades y distraer a los demonios. Sólo esto hay de enseñable. Pero precisamente porque es tan poco, cualquiera, sin más, sin aplicable esfuerzo, lo aprendería. Entonces se produce un fenómeno sorprendente, que de la manera más inesperada confirma mi tesis. En efecto: la enseñanza aparece en los pueblos primitivos con un aspecto inverso: la función de enseñar consiste -¿quién lo diría?- en ocultar. Aquellas recetas se conservan como un secreto que se transmite arcanamente a unos pocos. Los demás las aprenderían demasiado pronto. De ahí el hecho universal de los ritos técnicos secretos. Es tan tenaz, que reaparece a cualquier altura de la civilización siempre que surge una especie novísima de saber, superior cualitativamente a todos los conocidos. Como de ese nuevo saber admirable sólo hay al comienzo poca cantidad -es un germen, un primer botín-, vuelve a hacerse secreta su enseñanza. Así aconteció con la filosofía exacta de las pitagóricas; así con un pedagogo tan consciente como Platón. Pues qué, ¿no está ahí su famosa carta séptima, escrita no más que para protestar como de un crimen nefando contra la acusación de haber enseñado su filosofía a Dionisio de Siracusa? Toda enseñanza primitiva, en que hay poco que enseñar, es esotérica, ocultadora; por tanto, es lo contrario de la enseñanza. Esta brota cuando el saber que es preciso adquirir contrasta con la limitación en la facultad de aprender. Hoy más que nunca el exceso mismo de riqueza cultural y técnica amenaza con convertirse en una catástrofe para la humanidad, porque a cada nueva generación le es más difícil o imposible absorberla. Urge, pues, instaurar la ciencia de la enseñanza, sus métodos, sus instituciones, partiendo de este humilde y seco principio: el niño o el joven es un discípulo, un aprendiz, y esto quiere decir que no puede aprender todo lo que habría que enseñarle. Principio de economía en la enseñanza. Como no podía menos, esta consideración ha actuado siempre en la acción pedagógica; pero sólo por la fuerza de las cosas y subsidiariamente. Nunca se ha hecho de ella un principio, tal vez porque a primera vista no es melodramática, no habla de cosas complicadas y trascendentes. La Universidad, tal y como hoy se presenta fuera de España más aún que en España, es un bosque tropical de enseñanzas. Si a ellas añadimos lo que antes nos pareció más ineludible -la enseñanza de la cultura-, el bosque crece hasta cubrir el horizonte; el horizonte de la juventud, que debe estar claro, abierto y dejando visibles los incendios incitadores de ultranza. No hay más remedio que volverse ahora contra esa inmensidad y usar del principio de economía, por lo pronto, como un hacha. Primero, poda inexorable. El principio de economía no sugiere sólo que es menester economizar, ahorrar en las materias enseñadas, sino que implica también esto: en la organización de la enseñanza superior, en la construcción de la Universidad, hay que partir del estudiante, no del saber ni del profesor. La Universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante, cuyas dos dimensiones esenciales son: una, lo que él es: escasez de su facultad adquisitiva de saber; otra, lo que él necesita saber para vivir. (-En el movimiento estudiantil de ahora intervienen muchos ingredientes. Si los ciframos convencionalmente en diez, siete de ellos son pura jarana. Pero los otros tres son perfectamente razonables y bastan y sobran para justificar la agitación escolar. Uno es la inquietud política del país, la sustancia nacional que se estremece; otro es la serie de concretos e increíbles abusos que cometen algunos profesores; pero el tercero, que es el más importante y decisivo, actúa en los escolares sin que se den cuenta clara de él. Consiste en que no ellos, ni nadie en particular, sino el tiempo, la situación actual de la enseñanza en todo el mundo, obliga a que de nuevo se centre la Universidad en el estudiante, que la Universidad vuelva a ser ante todo el estudiante y no el profesor, como lo fue en su hora más auténtica. Las necesidades del tiempo operan inevitablemente, aunque los hombres movidos por ellas no se den cuenta clara ni sepan definirlas o nombrarlas. Es preciso que los estudiantes eliminen los ingredientes torpes de su movimiento y acentúen estos otros en que tienen toda la razón, sobre todo el último-) (2). Hay que partir del estudiante medio y considerar como núcleo de la institución universitaria, como su torso o figura primaria, exclusivamente aquel cuerpo de enseñanzas que se le pueden con absoluto rigor exigir, o lo que es igual, aquellas enseñanzas que un buen estudiante medio puede de verdad aprender. Eso, repito, deberá ser la Universidad en su sentido primero y más estricto. Ya veremos cómo la Universidad tiene que ser además y luego algunas otras cosas no menos importantes. Pero ahora lo importante es no confundir todo y separar enérgicamente los distintos órganos y funciones de la gran institución universitaria. ¿Cómo determinar el conjunto de enseñanzas que han de constituir el torso o mínimum de Universidad? Sometiendo la muchedumbre fabulosa de los saberes a una doble selección. 1° Quedándose sólo con aquellos que se consideren estrictamente necesarios para la vida del hombre que hoy es estudiante. La vida efectiva y sus ineludibles urgencias es el punto de vista que debe dirigir este primer golpe de podadera. 2° Esto que ha quedado por juzgarlo estrictamente necesario tiene que ser aún reducido a lo que de hecho puede el estudiante aprender con holgura y plenitud. No basta que algo sea necesario. A lo mejor, aunque necesario, supera prácticamente las posibilidades del estudiante, y sería utópico hacer aspavientos sobre su carácter de imprescindible. No se debe enseñar sino lo que se puede de verdad aprender. En este punto hay que ser inexorable y proceder a rajatabla. -------------------------------------------------- NOTAS (1) Véase Gustavo Cassel, Theoretische Sozialoekonomie, 1921, páginas 3 y siguientes. En parte, significa un retorno a ciertas posiciones de la Economía clásica frente a la de los últimos sesenta años. (2) Hasta en un sentido casi material tiene que ser la Universidad primariamente el estudiante. Es absurdo que, como hasta aquí, se considere el edificio universitario como la casa del profesor, que recibe en ella a los discípulos, cuando debe ser lo contrario: los inmediatos dueños de la casa son los estudiantes, completados en cuerpo institucional con el claustro de profesores. Es preciso acabar con el bochorno de que sean los profesores, con la guardia suiza de los bedeles, quienes mantienen la disciplina corporal dentro de la Universidad, dando lugar a esas batallas vergonzosas en que aparecen, de un lado, los catedráticos y sus subalternos; de otro, la horda escolar. Sólo la estupidez puede tranquilizarse con echar la culpa de escenas tales a los estudiantes. Cuando hechos tan repugnantes se producen, y además con frecuencia, no tiene nadie en particular la culpa, sino la institución misma, que está mal planteada. Son los estudiantes quienes, previamente organizados para ello, deben dirigir el orden interior de la Universidad, asegurar el decoro de los usos y maneras, imponer la disciplina material y sentirse responsables de ella. IV CULTURA Y CIENCIA Si resumimos el sentido de las relaciones entre profesión y ciencia, nos encontramos con algunas ideas claras. Por ejemplo, que la Medicina no es ciencia. Es precisamente una profesión, una actividad práctica. Como tal, significa un punto de vista distinto del de la ciencia. Se propone curar o mantener la salud en la especie humana. A este fin echa mano de cuanto parezca a propósito: entra en la ciencia y toma de sus resultados cuanto considera eficaz; pero deja el resto. Deja de la ciencia sobre todo lo que es más característico: la fruición por lo problemático. Bastaría esto para diferenciar radicalmente la Medicina de la ciencia. Esta consiste en un "prurito" de plantear problemas. Cuanto más sea esto, más puramente cumple su misión. Pero la Medicina está ahí para aprontar soluciones. Si son científicas, mejor. Pero no es necesario que lo sean. Pueden proceder de una experiencia milenaria que la ciencia aún no ha explicado, ni siquiera consagrado. En los últimos cincuenta años, la Medicina se ha dejado arrollar por la ciencia, e infiel a su misión, no ha sabido afirmar debidamente su punto de vista profesional (1). Ha cometido el pecado de toda esa época: no aceptar su destino, bizquear, querer ser lo otro -en este caso, querer ser ciencia pura. No confundamos, pues; la ciencia, al entrar en la profesión, tiene que desarticularse como ciencia, para organizarse, según otro centro y principio, como técnica profesional. Y si esto es así, también debe tenerse en cuenta pata la enseñanza de las profesiones. Algo parejo acontece en las relaciones entre cultura y ciencia. Su distinción me parece bastante clara. Pero yo quisiera no sólo dejar bien preciso en la mente del lector el concepto de cultura, sino mostrar su radical fundamento. Esto supone al lector la tarea de leer con algún detenimiento y rumiar el apretado escorzo que sigue: Cultura es el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee. Mejor: el sistema de ideas desde las cuales el tiempo vive. Porque no hay remedio ni evasión posible: el hombre vive siempre desde unas ideas determinadas, que constituyen el suelo donde se apoya su existencia. Esas que llamo "ideas vivas o de que se vive" son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de los valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son más estimables, cuáles son menos. No está en nuestra mano poseer o no un repertorio tal de convicciones. Se trata de una necesidad ineludible, constitutiva de toda vida humana, sea la que sea. La realidad que solemos nombrar "vida humana", nuestra vida, la de cada cual, no tiene nada que ver con la biología o ciencia de los cuerpos orgánicos. La biología, como cualquiera otra ciencia, no es más que una ocupación a que algunos hombres dedican su "vida". El sentido primario y más verdadero de esta palabra "vida" no es, pues, biológico, sino biográfico, que es el que posee desde siempre en el lenguaje vulgar. Significa el conjunto de lo que hacemos y somos, esa terrible faena -que cada hombre tiene que ejecutar por su cuenta- de sostenerse en el Universo, de llevarse o conducirse por entre las cosas y seres del mundo. "Vivir es, de cierto, tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él" (2). Si estos actos y ocupaciones en que nuestro vivir consiste se produjesen en nosotros mecánicamente, no serían vivir, vida humana. El autómata no vive. Lo grave del asunto es que la vida no nos es dada hecha, sino que, queramos o no, tenemos que irla decidiendo nosotros instante tras instante. En cada minuto necesitamos resolver lo que vamos a hacer en el inmediato, y esto quiere decir que la vida del hombre constituye para él un problema perenne. Para decidir ahora lo que va a hacer y ser dentro de un momento, tiene, quiera o no, que formarse un plan, por simple o pueril que éste sea. No es que deba formárselo, sino que no hay vida posible, sublime o ínfima, discreta o estúpida, que no consista esencialmente en conducirse según un plan (3). Incluso abandonar nuestra vida a la deriva en una hora de desesperación es ya adoptar un plan. Toda vida, por fuerza, "se planea" a sí misma. O lo que es igual: al decidir cada acto nuestro nos decidimos porque nos parece ser el que, dadas las circunstancias, tiene mejor sentido. Es decir, que toda vida necesita -quiera o no- justificarse ante sus propios ojos. La justificación ante sí misma es un ingrediente consusbtancial a nuestra vida. Tanto da decir que vivir es comportarse según plan como decir que la vida es incesante justificación de sí misma. Pero ese plan y esa justificación implican que nos hemos formado una "idea" de lo que es el mundo y las cosas en ¿1, y nuestros actos posibles sobre él. En suma: el hombre no puede vivir sin reaccionar ante el aspecto primerizo de su contorno o mundo, forjándose una interpretación intelectual de él y de su posible conducta en él. Esta interpretación es el repertorio de convicciones o "ideas" sobre el Universo y sobre sí mismo a que arriba me refiero y que -ahora se ve claro- no pueden faltar en vida ninguna (4). La casi totalidad de esas convicciones o "ideas" no se las fabrica robinsonescamente el individuo, sino que las recibe de su medio histórico, de su tiempo. En éste se dan, naturalmente, sistemas de convicciones muy distintos. Unos son supervivencia herrumbrosa y torpe de otros tiempos. Pero hay siempre un sistema de ideas vivas que representa el nivel superior del tiempo, un sistema que es plenamente actual. Ese sistema es la cultura. Quien quede por debajo de é1, quien viva de ideas arcaicas, se condena a una vida menor, más difícil, penosa y tosca. Es el caso del hombre o del pueblo incultos. Su existencia va en carreta, mientras a la vera pasan otras en poderosos automóviles. Tiene aquélla una idea del mundo menos certera, rica y aguda que éstas. Al quedar el hombre bajo el nivel vital de su tiempo, se convierte -relativamente- en un infrahombre. En nuestra época, el contenido de la cultura viene en su mayor parte de la ciencia. Pero lo dicho basta para hacer notar que la cultura no es la ciencia. El que hoy se crea más que en nada en la ciencia no es a su vez un hecho científico, sino una fe vital -por tanto, una convicción característica de nuestra cultura. Hace quinientos años se creía en los Concilios, y el contenido de la cultura emanaba en buena porción de ellos. La cultura, pues, hace con la ciencia lo mismo que hacía la profesión. Espuma de aquélla lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia. Hay pedazos enteros de la ciencia que no son cultura, sino pura técnica científica. Viceversa: la cultura necesita -por fuerza, quiérase o no poseer una idea completa del mundo y del hombre; no le es dado detenerse, como la ciencia, allí donde los métodos del absoluto rigor teórico casualmente terminan. La vida no puede esperar a que las ciencias expliquen científicamente el Universo. No se puede vivir ad kalendas graecas. El atributo más esencial de la existencia es su perentoriedad: la vida es siempre urgente. Se vive aquí y ahora sin posible demora ni traspaso. La vida nos es disparada a quemarropa. Ya la cultura, que no es sino su interpretación, no puede tampoco esperar. Esto confirma su diferencia de las ciencias. De la ciencia no se vive. Si el físico tuviese que vivir de las ideas de su física, estad seguros de que no se andaría con remilgos y no esperaría a que dentro de cien años complete otro investigador las observaciones que él ha iniciado. Renunciaría a una solución total exacta y completaría con anticipaciones aproximadas o verosímiles lo que falta aún -lo que faltará siempre- al rigoroso cuerpo doctrinal de la física. El régimen interior de la actividad científica no es vital; el de la cultura, sí. Por eso, a la ciencia la traen sin cuidado nuestras urgencias y sigue sus propias necesidades. Por eso se especializa y diversifica indefinidamente; por eso no acaba nunca. Pero la cultura va regida por la vida como tal, y tiene que ser en todo instante un sistema completo, integral y claramente estructurado. Es ella el plano de la vida, la guía de caminos por la selva de la existencia. Esta metáfora de las ideas como vías, caminos (= méthodos), es tan vieja como la cultura misma. Se comprende muy bien su origen. Cuando nos hallamos en una situación difícil, confusa, nos parece tener delante una selva tupida, enmarañada y tenebrosa, por donde no podemos caminar, so pena de perdernos. Alguien no explica la situación con una idea feliz, y entonces sentimos en nosotros una súbita iluminación. Es la luz de la evidencia. La maraña nos parece ahora ordenada, con líneas claras de estructuras, que semejan caminos francos abiertos en ella. De ahí que vayan juntos los vocablos método e iluminación, ilustración, Aufklärung. Lo que hoy llamamos "hombre culto", hace no más de un siglo se decía "hombre ilustrado" -esto es, hombre que ve a plena luz los caminos de la vida. Hay que acabar para siempre con cualquiera vagarosa imagen de la ilustración y la cultura donde éstas aparezcan como aditamento ornamental que algunos hombres ociosos ponen sobre su vida. No cabe tergiversación mayor. La cultura es un menester imprescindible de toda vida, es una dimensión constitutiva de la existencia humana, como las manos son un atributo del hombre. El hombre a veces no tiene manos; pero entonces no es tampoco un hombre, sino un hombre manco. Lo mismo, sólo que mucho más radicalmente, puede decirse que una vida sin cultura es una vida manca, fracasada y falsa. El hombre que no vive a la altura de su tiempo, vive por debajo de lo que sería su auténtica vida, es decir, falsifica o estafa su propia vida, la desvive. Hoy atravesamos -contra ciertas presunciones y apariencias- una época de terrible incultura. Nunca tal vez el hombre medio ha estado tan por debajo de su propio tiempo, de lo que éste le demanda. Por lo mismo, nunca han abundado tanto las existencias falsificadas, fraudulentas. Casi nadie está en su quicio, hincado en su auténtico destino. El hombre al uso vive de subterfugios con que se miente a sí mismo, fingiéndose en torno un mundo muy simple y arbitrario, a pesar de que la conciencia vital le hace constar a gritos que su verdadero mundo, el que corresponde a la plena actualidad, es enormemente complejo, preciso y exigente. Pero tiene miedo el hombre medio es hoy muy débil, a despecho de sus gesticulaciones matonescas-, tiene miedo de abrirse a ese mundo verdadero, que exigiría mucho de él, y prefiere falsificar su vida reteniéndola hermética en el capullo gusanil de su mundo ficticio y simplicísimo. De aquí la importancia histórica que tiene devolver a la Universidad su tarea central de "ilustración" del hombre, de enseñarle la plena cultura del tiempo, de descubrirle con claridad y precisión el gigantesco mundo presente, donde tiene que encajarse su vida para ser auténtica. Yo haría de una "Facultad" de Cultura el núcleo de la Universidad y de toda la enseñanza superior. Más arriba queda dibujado el cuadro de sus disciplinas. Cada una lleva dos nombres. Por ejemplo, se dice "imagen física del mundo" (Física). Con esta dualidad en la denominación se quiere sugerir la diferencia que hay entre una disciplina cultural, esto es, vital, y la ciencia correspondiente de que aquélla se nutre. En la "Facultad" de Cultura no se explicará Física según ésta se presenta a quien va a ser de por vida un investigador físicomatemático. La física de la Cultura es la rigorosa síntesis ideológica de la figura y del funcionamiento del cosmos material, según resultan de la investigación física hecha hasta el día. Además, esa disciplina expondrá en qué consiste el modo de conocimiento que emplea el físico para llegar a su portentosa construcción, lo cual obliga a aclarar y analizar los principios de la Física y a escorzar breve, pero muy estrictamente, su evolución histórica. Esto último permitirá al estudiante darse clara cuenta de lo que era el "mundo" hacia el cual vivía el hombre de ayer y de anteayer, o de hace mil años, y, por contraste, cobrar conciencia plena de la peculiaridad de nuestro "mundo" actual. Este es el momento de contestar a una objeción que, surgida en el comienzo de mi ensayo, quedó demorada. ¿Cómo podrá -se dice- resultar inteligible la actual imagen física de la materia para quien no es ducho en alta matemática? Cada día el método matemático penetra más hasta la medula el cuerpo de la Física. Yo quisiera que el lector se hiciese bien cargo de la tragedia sin escape que para el porvenir humano representaría el que eso fuese cierto. Una de dos: o para no vivir ineptamente, sin noticia de lo que es el mundo material en que nos movemos, tendrían todos los hombres -velis nolis- que ser físicos, que dedicarse (5) a la investigación, o resignarse a una existencia que por una de sus dimensiones seria estúpida. Frente al hombre corriente se colocarla el físico como un ser dotado de un saber mágico y hierático. Ambas soluciones serían, entre otras cosas, ridículas. Pero, por fortuna, no hay tal. En primer lugar, la doctrina aquí sustentada lleva a demandar una racionalización intensísima en los métodos de la enseñanza, desde la primaria a la superior. Precisamente al subrayar la diferencia entre ciencia y la enseñanza de la ciencia se hace posible desarticular aquélla para hacerla más fácilmente asimilable. El "principio de la economía en la enseñanza" no se contenta con eliminar disciplinas que el estudiante no puede aprender, sino que economiza también en los modos como ha de enseñarse lo que se enseñe. De esta suerte se obtiene un doble margen de holgura en la capacidad del estudiante para que pueda a la postre aprender más cosas que hoy (6). Y creo, pues, que el día de mañana ningún estudiante llegará a la Universidad sin conocer la matemática física lo suficientemente bien para poder siquiera entender las fórmulas. Los matemáticos exageran un poco las dificultades de su sabiduría. Las matemáticas, aunque muy extensas, son, después de todo, habas contadas. Si hoy parecen tan difícil es, es porque falta la labor directamente dirigida a simplificar su enseñanza. Esto me sirve de ocasión para declarar por primera vez, con cierta solemnidad, que si no se fomenta ese género de labor intelectual, dedicada no tanto a aumentar la ciencia en el sentido habitual de la investigación cuanto a simplificaría y producir en ella síntesis quintaesenciadas, sin pérdida de sustancia y calidad, el porvenir de la ciencia misma sería desastroso. Es preciso que no prosigan la dispersión y complicación actuales del trabajo científico sin que sean compensadas por otro trabajo científico especial inspirado en un interés opuesto: la concentración y la simplificación del saber. Y hay que criar y depurar un tipo de talentos específicamente sintetizadores. Va en ello el destino de la ciencia misma. Pero, en segundo lugar, niego rotundamente que las ideas fundamentales -principios, modos del conocimiento y últimas conclusiones- de una ciencia real sea la que sea, requieran por fuerza para ser comprendidas una formal habituación técnica. La verdad es lo contrario: conforme dentro de una ciencia se va llegando a ideas que exigen ineludiblemente hábito técnico, es que esas ideas van en la misma medida perdiendo su carácter fundamental y van siendo sólo asuntos intracientíficos, es decir, instrumentales (7). El dominio de la alta matemática es imprescindible para hacer Física, pero no para entenderla humanamente. A un tiempo, por suerte y por desgracia, la nación que hoy lleva gloriosa e indisputadamente la dirección de la ciencia es la alemana. Ahora bien: el alemán, junto a su prodigioso genio y su seriedad para la ciencia, arrastra un defecto congénito y muy difícil de extirpar: es pedante y hermético. Lo es a nativitate. Esto trae consigo que no pocos lados y cosas de la ciencia actual no sean en verdad pura y efectiva ciencia, sino ganga pedantesca y... "falta de mundo". Una de las faenas que Europa necesita realizar pronto es libertar la ciencia contemporánea de sus excrecencias, ritos y manías exclusivamente alemanes y dejar exenta su porción esencial (8). Europa no se salva si no entra de nuevo en caja, y este encaje tiene que ser más rigoroso que los hasta ahora usados y abusados. Nadie deberá escapar a él. Tampoco el hombre de ciencia. Hoy queda en éste no poco de feudalismo, de egoísmo, de indisciplina, engreimiento y gesto hierático. Hay que humanizar al científico que a mediados del siglo último se insubordinó, contaminándose vergonzosamente del evangelio de rebelión, que es desde entonces la gran vulgaridad, la gran falsedad del tiempo (9). Es preciso que el hombre de ciencia deje de ser lo que hoy es con deplorable frecuencia: un bárbaro que sabe mucho de una cosa. Por fortuna, las primeras figuras de la actual generación de científicos se han sentido forzadas, por necesidades internas de su ciencia misma, a complementar su especialismo con una cultura integral. Los demás, inevitablemente, seguirán sus pasos. La merina sigue siempre al carnero adalid. Todo aprieta para que se intente una nueva integración del saber, que hoy anda hecho pedazos por el mundo. Pero la faena que ello impone es tremenda y no se puede lograr mientras no exista una metodología de la enseñanza superior, pareja al menos de la que ya existe en los otros grados de la enseñanza. Hoy falta por completo, aunque parezca mentira, una pedagogía universitaria. Ha llegado a ser un asunto urgentísimo e inexcusable de la humanidad inventar una técnica para habérselas adecuadamente con la acumulación de saber que hoy posee. Si no encuentra maneras fáciles para dominar esa vegetación exuberante, quedará el hombre ahogado por ella. Sobre la selva primaria de la vida vendría a yuxtaponerse esta selva secundaria de la ciencia, cuya intención era simplificar aquélla. Si la ciencia puso orden en la vida, ahora será preciso poner también orden en la ciencia, organizarla -ya que no es posible reglamentarla-, hacer posible su perduración sana. Para ello hay que vitalizarla, esto es, dotarla de una forma compatible con la vida humana que la hizo para la cual fue hecha. De otro modo -no vale recostarse en vagos optimismos-, la ciencia se volatilizará; el hombre se desinteresará de ella. Véase por dónde, al meditar sobre cuál sea la misión de la Universidad y descubrir el carácter peculiar -sintético y sistemático de sus disciplinas culturales, desembocamos en vastas perspectivas, que rebasan el recinto pedagógico y nos hacen ver en la institución universitaria un órgano de salvación para la ciencia misma. La necesidad de crear vigorosas síntesis y sistematizaciones del saber para enseñarlas en la "Facultad" de Cultura, irá fomentando un género de talento científico que hasta ahora sólo se ha producido por azar: el talento integrador. En rigor, significa éste -como ineluctablemente todo esfuerzo creador- una especialización; pero aquí el hombre se especializa precisamente en la construcción de una totalidad. Y el movimiento que lleva a la investigación a disociarse indefinidamente en problemas particulares, a pulverizarse, exige una regulación compensatoria -como sobreviene en todo organismo saludable- mediante un movimiento de dirección inversa que contraiga y retenga en un rigoroso sistema la ciencia centrifuga. Hombres dotados de este genuino talento andan más cerca de ser buenos profesores que los sumergidos en la habitual investigación. Porque uno de los males traídos por la confusión de ciencia y Universidad ha sido entregar las cátedras, según la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo. Así me ha acontecido durante mis años de estudio en Alemania: he convivido con muchos de los hombres de ciencia más altos de la época, pero no he topado con un solo buen maestro (10). ¡Para que venga nadie a contarme que la Universidad Alemana es, como institución, un modelo! -------------------------------------------------- NOTAS (1) A su vez, siendo fiel a su punto de vista -curar-, es como la labor médica resulta más fecunda para la ciencia. La fisiología contemporánea nació (a comienzos del siglo pasado), no de los hombres de ciencia, sino de los médicos, que, desentendiéndose del escolasticismo reinante en la biología del siglo XVIII (anatomismo, sistemática, etc.), aceptaron la urgencia de su misión y procedieron mediante teorías pragmáticas de cura. Véase sobre esto el libro -que conforme pasa el tiempo más admirable parece de Radl, Historia de las teorías biológicas, tomo II. Revista de Occidente, Madrid. (2) Tomo esta fórmula de mi ensayo El Estado, la juventud y el Carnaval, publicado en La Nación, de Buenos Aires, en diciembre de 1924 y reproducido en El Espectador, tomo VII, 1930, con el titulo El Origen deportivo del Estado. (3) Lo sublime o ínfimo, discreto o estúpido de una vida es precisamente su plan. Bien entendido que nuestro plan no es único para toda la vida; puede variar constantemente. Lo importante es que nunca falta uno u otro. (4) Se comprende que cuando tan radical ingrediente de nuestra vida, como es su modo de justificarse ante si misma, funciona anómalamente, la enfermedad es gravísima. Esto acontece en el nuevo tipo de hombre que. estudia mi libro La rebelión de las masas. (5) Nótese que todo dedicarse, si es verdadero, es dedicar la vida. Nada menos. (6) Precisamente porque se ahorra en el enseñar se obtiene más cantidad de efectivo aprendizaje. (7) En pura verdad, la matemática tiene íntegramente este carácter instrumental y no fundamental o real, como le acontece a la ciencia que estudia el microscopio. (8) No se olvide, para entender lo aquí insinuado, que va dicho por quien debe a Alemania las cuatro quintas partes de su haber intelectual y que siente hoy con más consciencia que nunca la superioridad indiscutible y gigantesca de la ciencia alemana sobre todas las demás. La cuestión aludida no tiene que ver con esto. (9) En el orden moral, la tarea máxima del presente consiste en convencer a los hombres vulgares -los no vulgares no han caído nunca en la trampa- de toda la necedad inane que encierra ese imperativo de rebelión, tan barato, tan poco exigente, y cómo, sin embargo, casi todas las cosas contra las cuales el hombre se ha rebelado merecen, en efecto, ser enterradas. La única verdadera rebelión es la creación -la rebelión contra la nada, el antinihilismo. Luzbel es el patrono de los pseudorrebeldes. (10) Lo cual no es decir que no los haya; pero sí que no los hay con la mínima frecuencia exigible. V LO QUE LA UNIVERSIDAD TIENE QUE SER "ADEMÁS" El "principio de la economía", que es a la par la voluntad de tomar las cosas según son, y no utópicamente, nos ha llevado a delimitar la misión primaria de la Universidad en esta forma: 1° Se entenderá por Universidad stricto sensu la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional. 2° La Universidad no tolerará en sus usos farsa ninguna; es decir, que sólo pretenderá del estudiante lo que prácticamente puede exigírsele. 3° Se evitará, en consecuencia, que el estudiante medio pierda parte de su tiempo en fingir que va a ser un científico. A este fin se eliminará del torso o minimun de estructura universitaria la investigación científica propiamente tal. 4° Las disciplinas de cultura y los estudios profesionales serán ofrecidos en forma pedagógicamente racionalizada -sintética, sistemática y completa-, no en la forma que la ciencia abandonada a -si misma preferiría: problemas especiales, "trozos" de ciencia, ensayos de investigación. 5° No decidirá en la elección del profesorado el rango que como investigador posee el candidato, sino su talento sintético y sus dotes de profesor. 6° Reducido el aprendizaje de esta suerte al mínimum en cantidad y calidad, la Universidad será inexorable en sus exigencias frente al estudiante. Este ascetismo en las pretensiones, esta lealtad un poco ruda con que se reconocen los límites de lo asequible, permitirá, yo creo, lograr lo fundamental en la vida universitaria, que es colocarla en su verdad, en su limitación, en su interna y radical sinceridad. La nueva vida, como arriba he dicho, tiene que reformarse tomando como punto de partida rigoroso la simple aceptación del destino: el del individuo o el de la institución. Todo lo demás que queramos por añadidura hacer de nosotros o de las cosas -Estado, instituciones particulares-, sólo prenderá y fructificará silo sembramos sobre la tierra de esa previa aceptación de nuestro destino, de nuestro mínimum. Europa está enferma porque pretende desde luego ser diez el que no se ha esforzado antes en ser siquiera uno, o dos, o tres. El destino es la única gleba donde la vida humana y todas sus aspiraciones pueden echar raíces. Lo demás es vida falsificada, vida al aire, sin autenticidad vital, sin autoctonía o indigenato. Ahora podemos abrirnos sin reservas y sin cautelas a todo lo que debe ser "además" la Universidad. En efecto: la Universidad, que por lo pronto es sólo lo dicho, no puede ser eso sólo. Ahora llega el instante justo para que reconozcamos en toda su amplitud y esencialidad el papel de la ciencia en la fisiología del cuerpo universitario, un cuerpo que es precisamente un espíritu. En primer lugar, hemos visto que cultura y profesión no son ciencia, pero que se nutren principalmente de ella, Sin ciencia, es imposible el destino del hombre europeo. Significa éste en el gigantesco panorama de la historia el ser resuelto a vivir desde su intelecto, y la ciencia no es sino un intelecto en forma. ¿Es, por ventura, un azar que sólo Europa haya -entre tantos y tantos pueblos- poseído Universidades? La Universidad es el intelecto y, por lo tanto, la ciencia -como institución, y esto que del intelecto se haga una institución -ha sido la voluntad especifica de Europa frente a otras razas, tierras y tiempos; significa la resolución misteriosa que el hombre europeo adoptó de vivir de su inteligencia y desde ella. Otros habrían preferido vivir desde otras facultades y potencias (recuérdense las maravillosas concreciones en que Hegel resume la historia universal, como un alquimista reduce las toneladas de carbón en unos diamantes. ¡Persia, o la luz! -se entiende la religión mágica. ¡Grecia, o la gracia! ¡India, o el sueño! ¡Roma, o el mando!) (1). Europa es la inteligencia. ¡Facultad maravillosa, si; maravillosa porque es la única que percibe su propia limitación, y de este modo prueba hasta qué punto la inteligencia es, en efecto, inteligente! Esta potencia, que es a un tiempo freno de si misma, se realiza en la ciencia. Si la cultura y las profesiones quedaran aisladas en la Universidad, sin contacto con la incesante fermentación de la ciencia, de la investigación, se anquilosarían muy pronto en sarmentoso escolasticismo. Es preciso que en torno a la Universidad mínima establezcan sus campamentos las ciencias laboratorios, seminarios, centros de discusión. Ellas han de constituir el humus donde la enseñanza superior tenga hincadas sus raíces voraces. ~a de estar, pues, abierta a los laboratorios de todo género, y a la vez reobrar sobre ellos. Todos los estudiantes superiores al tipo medio irán y vendrán en esos campamentos a la Universidad, y viceversa. Allí se darán cursos desde un punto de vista exclusivamente científico sobre todo lo humano y lo divino. De los profesores, unos, más ampliamente dotados de capacidad, serán a la vez investigadores, y los otros, los que sólo sean "maestros", vivirán excitados y vigilados por la ciencia, siempre en ácido fermento. Lo que no es admisible es que se confunda el centro de la Universidad con esa zona circular de las investigaciones que debe rodearla. Son ambas cosas Universidad y laboratorio dos órganos distintos y correlativos en una fisiología completa. Sólo que el carácter institucional compete propiamente a la Universidad. La ciencia es una actividad demasiado sublime y exquisita para que se pueda hacer de ella una institución. La ciencia es incoercible e irreglamentable. Por eso se dañan mutuamente la enseñanza superior y la investigación cuando se pretende fundirlas, en vez de dejar la una a la vera de la otra, en canje de influjos muy intenso, pero muy libre; constante, pero espontáneo. Conste, pues: la Universidad es distinta, pero inseparable de la ciencia. Yo diría: la Universidad es, además, ciencia. Pero no un además cualquiera y a modo de simple añadido y externa yuxtaposición, sino que -ahora podemos, sin temor a confusión, pregonarlo- la Universidad tiene que ser antes que Universidad, ciencia. Una atmósfera cargada de entusiasmos y esfuerzos científicos es el supuesto radical para la existencia de la Universidad. Precisamente porque ésta no es; por sí misma, ciencia -creación omnímoda del saber rigoroso- tiene que vivir de ella, Sin este supuesto, cuanto va dicho en este ensayo carecería de sentido. La ciencia es la dignidad de la Universidad, más aún -porque, al fin y al cabo, hay quien vive sin dignidad-, es el alma de la Universidad, el principio mismo que le nutre de vida e impide que sea sólo un vil mecanismo. Todo esto va dicho en la afirmación de que la Universidad es, además, ciencia. Pero es, además, otra cosa (2). No sólo necesita contacto permanente con la ciencia, so pena de anquilosarse. Necesita también contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente, que es siempre un integrum y sólo se puede tomar en totalidad y sin amputaciones ad usum delphinis. La Universidad tiene que estar también abierta a la plena actualidad; más aún: tiene que estar en medio de ella, sumergida en ella. Y no digo esto sólo porque la excitación animadora del aire libre histórico convenga a la Universidad, sino también, viceversa, porque la vida pública necesita urgentemente la intervención en ella de la Universidad como tal. Sobre este punto habría que hablar largo. Pero, abreviando ahora, baste con la sugestión de que hoy no existe en la vida pública más "poder espiritual" que la Prensa. La vida pública, que es la verdaderamente histórica, necesita siempre ser regida, quiérase o no. Ella, por si, es anónima y ciega, sin dirección autónoma. Ahora bien: a estas fechas han desaparecido los antiguos "poderes espirituales": la Iglesia, porque ha abandonado el presente, y la vida pública es siempre actualisima; el Estado, porque, triunfante la democracia, no dirige ya a ésta, sino al revés, es gobernado por la opinión pública. En tal situación, la vida pública se ha entregado a la única fuerza espiritual que por oficio se ocupa de la actualidad: la Prensa. Yo no quisiera molestar en dosis apreciable a los periodistas. Entre otros motivos, porque tal vez yo no sea otra cosa que un periodista. Pero es ilusorio cerrarse a la evidencia con que se presenta la jerarquía de las realidades espirituales. En ella ocupa el periodismo el rango inferior. Y acaece que la conciencia pública no recibe hoy otra presión ni otro mando que los que le llegan de esa espiritualidad ínfima rezumada por las columnas del periódico. Tan ínfima es a menudo, que casi no llega a ser espiritualidad; que en cierto modo es antiespiritualidad. Por dejación de otros poderes, ha quedado encargado de alimentar y dirigir el alma pública el periodista, que es no sólo una de las clases menos cultas de la sociedad presente, sino que, por causas, espero, transitorias, admite en su gremio a pseudointelectuales chafados, llenos de resentimiento y de odio hacia el verdadero espíritu. Ya su profesión los lleva a entender por realidad del tiempo lo que momentáneamente mete ruido, sea lo que sea, sin perspectiva ni arquitectura. La vida real es de cierto pura actualidad; pero la visión periodística deforma esta verdad reduciendo lo actual a lo instantáneo y lo instantáneo a lo resonante. De aquí que en la conciencia pública aparezca hoy el mundo bajo una imagen rigorosamente invertida. Cuanto más importancia sustantiva y perdurante tenga una cosa o persona, menos hablarán de ella los periódicos, y en cambio, destacarán en sus páginas lo que agota su esencia con ser un "suceso" y dar lugar a una noticia. Habrían de no obrar sobre los periódicos los intereses, muchas veces inconfesables, de sus empresas; habría de mantenerse el dinero castamente alejado de influir en la doctrina de los diarios, y bastaría a la Prensa abandonarse a su propia misión para pintar el mundo del revés. No poco del vuelco grotesco que hoy padecen las cosas -Europa camina desde hace tiempo con la cabeza para abajo y los pies pirueteando en lo alto- se debe a ese imperio indiviso de la Prensa, único "poder espiritual". Es, pues, cuestión de vida o muerte para Europa rectificar tan ridícula situación. Para ello tiene la Universidad que intervenir en la actualidad como tal Universidad, tratando los grandes temas del día desde su punto de vista propio -cultural, profesional o científico (3). De este modo no será una institución sólo para estudiantes, un recinto ad usum delphinis, sino que, metida en medio de la vida, de sus urgencias, de sus pasiones, ha de imponerse como un "poder espiritual" superior frente a la Prensa, representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez. Entonces volverá a ser la Universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea. -------------------------------------------------- NOTAS (1) Hegel: Lecciones de filosofía de la Historia Universal. Versión española. Revista de Occidente, 1928. (2) Muy deliberadamente no he querido en este ensayo nombrar siquiera el tema "educación universitaria", ateniéndome ascéticamente al problema de la enseñanza. (3) Es inconcebible, por ejemplo, que ante un problema como el del cambio, que hoy preocupa tanto a España, la Universidad no ofrezca al público serio un curso sobre tan difícil cuestión económica. ORTEGA Y GASSET JOSÉ ¿Qué es filosofía? Lección X (Una realidad nueva y una nueva idea de la realidad.- El ser indigente.- Vivir es encontrarse en el mundo.- Vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser.) **************** En la lección anterior hemos encontrado como dato radical del Universo, por tanto, como realidad primordial, algo completamente nuevo, distinto del ser cósmico de que partían los antiguos y distinto del ser subjetivo de que partían los modernos. Pero oír que hemos hallado una realidad, un ser nuevo, ignorado antes, no llena del todo, al que me escucha, el significado de estas palabras. Cree que, a lo sumo, se trata de una cosa nueva, distinta de las ya conocidas, pero al fin y al cabo "cosa" como las demás -que se trata de un ser o realidad distinto de los seres y realidades ya notorios, pero que, a la postre, responde a lo que significan desde siempre las palabras "realidad" y "ser" -en suma, que de uno u otro tamaño el descubrimiento es del mismo género que si se descubre en zoología un nuevo animal, el cual será nuevo, pero no es más ni menos animal que los ya conocidos; por tanto, que vale para él el concepto "animal". Siento mucho tener que decir que se trata de algo harto más importante y decisivo que todo esto. Hemos hallado una realidad radical nueva -por tanto, algo radicalmente distinto de lo conocido en filosofía- , por tanto, algo para la cual los conceptos de realidad y de ser tradicionales no sirven. Si, no obstante, los usamos es porque antes de descubrirlo y al descubrirlo no tenemos otros. Para formarnos un concepto nuevo necesitamos antes tener y ver algo novísimo. De donde resulta que el hallazgo es, además de una realidad nueva, la iniciación de una nueva idea del ser, de una nueva ontología -de una nueva filosofía y, en la medida en que ésta influye en la vida, de toda una nueva vida- vita nova. No es posible que ahora, de pronto, ni el más pintado se dé clara cuenta de las proyecciones y perspectivas que este hallazgo contiene y envolverá. Tampoco me urge. No es necesario que hoy se justiprecie la importancia de lo dicho en la anterior lección -no tengo prisa alguna porque se me dé la razón. La razón no es un tren que parte a hora fija. Prisa la tiene sólo el enfermo y el ambicioso. Lo único que deseo es que si, entre los muchachos que me escuchan, hay algunos con alma profundamente varonil y, por lo tanto, muy sensible a aventuras de intelecto, inscriban las palabras pronunciadas por mí el viernes pasado en su fresca memoria, y, andando el tiempo, un día de entre los días, generosos, las recuerden. Para los antiguos, realidad, ser, significaba "cosa"; para los modernos, ser significaba "intimidad, subjetividad"; para nosotros, ser significa "vivir" -por tanto-, intimidad consigo y con las cosas. Confirmamos que hemos llegado a un nivel espiritual más alto porque si miramos a nuestros pies, a nuestro punto de partida -el "vivir"- hallamos que en él están conservadas, integradas una con otra y superadas, la antigüedad y la modernidad. Estamos a un nivel más alto -estamos a nuestro nivel-, estamos a la altura de los tiempos. El concepto de altura de los tiempos no es una frase -es una realidad, según veremos muy pronto. Refresquemos, en pocas palabras, la ruta que nos ha conducido hasta topar con el "vivir" como dato radical, como realidad primordial, indubitable del Universo. La existencia de las cosas como existencia independiente de mí es problemática; por consiguiente, abandonamos la tesis realista de los antiguos. Es, en cambio, indudable que yo pienso las cosas, que existe mi pensamiento y que, por tanto, la existencia de las cosas es dependiente de mí, es mi pensarlas; ésta es la porción firme de la tesis idealista. Por eso la aceptamos; pero, para aceptarla, queremos entenderla bien y nos preguntamos: ¿En qué sentido y modo dependen de mí las cosas cuando las pienso -qué son las cosas, ellas, cuando digo que son sólo pensamientos míos? El idealismo responde: las cosas dependen de mí, son pensamientos en el sentido de que son contenidos de mi conciencia, de mi pensar, estados de mi yo. Esta es la segunda parte de la tesis idealista y ésta es la que no aceptamos. Y no la aceptamos porque es un contrasentido; conste, pues, no porque no es verdad, sino por algo más elemental. Una frase, para no ser verdad, tiene que tener sentido: de su sentido inteligible decimos que no es verdad -porque entendemos que 2 y 2 son 5 decimos que no es verdad. Pero esa segunda parte de la tesis idealista no tiene sentido, es un contrasentido, como el "cuadrado redondo". Mientras este teatro sea este teatro, no puede ser un contenido de mi yo. Mi yo no es extenso ni es azul y este teatro es extenso y azul. Lo que yo contengo y soy es sólo mi pensar o ver el teatro, mi pensar o ver mi estrella, pero no aquél ni ésta. El modo de dependencia entre el pensar y sus objetos no puede ser, como pretendía el idealismo, un tenerlos en mí, como ingredientes míos, sino al revés, mi hallarlos como distintos y fuera de mí, ante mí. Es falso, pues, que la conciencia sea algo cerrado, un darse cuenta sólo de sí misma, de lo que tiene en su interior. Al revés, yo me doy cuenta de que pienso cuando, por ejemplo, me doy cuenta de que veo o pienso una estrella; y entonces, de lo que me doy cuenta es de que existen dos cosas distintas, aunque unidas la una a la otra: yo, que veo la estrella, y la estrella, que es vista por mí. Ella necesita de mí, pero yo necesito también de ella. Si el idealismo no más dijese: existe el pensamiento, el sujeto, el yo, diría algo verdadero aunque incompleto; pero no se contenta con eso, sino que añade: existe sólo pensamiento, sujeto, yo. Esto es falso. Si existe sujeto existe inseparablemente objeto, y viceversa. Si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo. Existir es primordialmente coexistir -es ver yo algo que no soy yo, amar yo a otro ser, sufrir yo de las cosas. El modo de dependencia en que las cosas están de mí no es, pues, la dependencia unilateral que el idealismo creyó hallar, no es sólo que ellas sean mi pensar y sentir, sino también la dependencia inversa, también yo dependo de ellas, del mundo. Se trata, pues, de una interdependencia, de una correlación, en suma, de coexistencia. ¿Por qué el idealismo, que tuvo una intuición tan enérgica y clara del hecho "pensamiento", lo concibió tan mal, lo falsificó? Por la sencilla razón de que aceptó sin discutirlo el sentido tradicional del concepto ser y existir. Según este sentido inveteradísimo, ser, existir, quiere decir lo independiente -por eso, para el pretérito filosófico el único ser que verdaderamente es es el Ser Absoluto, que representa el superlativo de la independencia ontológica. Descartes, con más claridad que nadie antes de él, formula casi clínicamente esta idea del ser cuando define la sustancia -como ya dije- diciendo que es un quod nihil aliud indigeat ad existendum. El ser que para ser no necesita ningún otro -nihil indigeat. El ser substancial es el ser suficiente -independiente. Al toparse con el hecho evidentísimo de que la realidad radical e indubitable es yo que pienso y la cosa en que pienso -por tanto, una dualidad y una correlación-, no se atreve a concebirla imparcialmente, sino que dice: puesto que hallo estas dos cosas unidas, -el sujeto y el objeto, por tanto en dependencia-, tengo que decidir cuál de las dos es independiente, cuál no necesita del otro, cuál es el suficiente. Pero nosotros no hallamos fundamento alguno indubitable a esa suposición de que ser sólo puede significar "ser suficiente". Al contrario, resulta que el único ser indubitable que hallamos es la interdependencia del yo y las cosas -las cosas son lo que son para mí, y yo soy el que sufre de las cosas- por tanto, que el ser indubitable es, por lo pronto, no el suficiente, sino "el ser indigente". Ser es necesitar lo uno de lo otro. La modificación es de exuberante importancia, pero es tan poco profunda, tan superficial, tan evidente, tan clara, tan sencilla que casi da vergüenza. ¿Ven ustedes cómo la filosofía es una crónica voluntad de superficialidad? ¿Un jugar volviendo las cartas para que las vea nuestro contrario? El dato radical, decíamos, es una coexistencia de mí con las cosas. Pero apenas hemos dicho esto nos percatamos de que denominar "coexistencia" al modo de existir yo con el mundo, a esa realidad primaria, a la vez unitaria y doble, a ese magnífico hecho de esencial dualidad, es cometer una incorrección. Porque coexistencia no significa más que estar una cosa junto a la otra, que ser la una y la otra. El carácter estático, yacente, del existir y del ser, de estos dos viejos conceptos, falsifica lo que queremos expresar. Porque no es el mundo por sí junto a mí y yo por mi lado aquí, junto a él -sino que el mundo es lo que está siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí, y yo soy el que actúo sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y lo ama o lo detesta. El ser estático queda declarado cesante -ya veremos cuál es su subalterno papel- y ha de ser sustituido por un ser actuante. El ser del mundo ante mí es -diríamos- un funcionar sobre mí, y, parejamente, el mío sobre él. Pero esto -una realidad que consiste en que un yo vea un mundo, lo piense, lo toque, lo ame o deteste, le entusiasme o le acongoje, lo transforme y aguante y sufra, es lo que desde siempre se llama "vivir", "mi vida", "nuestra vida", la de cada cual. Retorceremos, pues, el pescuezo a los venerables y consagrados vocablos existir, coexistir y ser, para, en vez de ellos, decir: lo primario que hay en el Universo es "mi vivir" y todo lo demás lo hay, o no lo hay, en mi vida, dentro de ella. Ahora no resulta inconveniente decir que las cosas, que el Universo , que Dios mismo son contenidos de mi vida -porque "mi vida" no soy yo solo, yo sujeto, sino que vivir es también mundo. Hemos superado el subjetivismo de tres siglos -el yo se ha libertado de su prisión íntima, ya no es lo único que hay, ya no padece esa soledad que es unicidad, con la cual tomamos en contacto un día anterior. Nos hemos evadido de la reclusión hacia dentro en que vivíamos como modernos, reclusión tenebrosa, sin luz, sin luz de mundo y sin espacios donde holgar las alas del afán y el apetito. Estamos fuera del confinado recinto yoísta, cuarto hermético de enfermo, hecho de espejos que nos devolvían desesperadamente nuestro propio perfil -estamos fuera, al aire libre, abierto otra vez el pulmón al oxígeno cósmico, el ala presta al vuelo, el corazón apuntando a lo amable. El mundo de nuevo es horizonte vital que, como la línea del mar, encorva en torno nuestro su magnífica comba de ballesta y hace que nuestro corazón sienta afanes de flecha, él que ya por sí mismo cruento, es siempre herida de dolor o de delicia. Salvémonos en el mundo -"salvémonos en las cosas". Esta última expresión escribía yo, como programa de vida, cuando tenía veintidós años y estudiaba en la Meca del idealismo y me estremecía ya anticipando oscuramente la vendimia de una futura madurez. E quindi uscimmo a riveder le stelle. Pero antes necesitamos averiguar qué es, en su peculiaridad, ese verdadero y primario ser que es el "vivir". No nos sirven los conceptos y categorías de la filosofía tradicional -de ninguna de ellas. Lo que vemos ahora es nuevo: tenemos, pues, que concebir lo que vemos con conceptos novicios. Señores, nos cabe la suerte de estrenar conceptos. Por eso, desde nuestra presente situación, comprendemos muy bien la delicia que debieron sentir los griegos. Son los primeros hombres que descubren el pensar científico, la teoría -esa especialísima e ingeniosa caricia que hace la mente a las cosas amoldándose a ellas en una idea exacta. No tenían un pasado científico a su espalda, no habían recibido conceptos ya hechos, palabras técnicas consagradas. Tenían delante el ser que habían descubierto y a la mano sólo el lenguaje usual -"el román paladino en que habla cada cual con su vecino"- y de pronto, una de las humildes palabras cotidianas resultaba encajar prodigiosamente en aquella importantísima realidad que tenían delante. La palabra humilde ascendía, como por levitación, del plano vulgar de la locuela, de la charla, y se engreía noblemente en término técnico, se enorgullecía como un palafrén del peso de soberana idea que oprimía su espalda. Cuando se descubre un nuevo mundo las palabras menesterosas corren buenas fortunas. Nosotros, herederos de un profundo pasado, parecemos condenados a no manejar en ciencia más que términos hieratizados, solemnes, rígidos, con quienes de puro respeto hemos perdido toda confianza. ¡Qué placer debió de ser para aquellos hombres de Grecia asistir al momento en que sobre el vocablo trivial descendía, como una llama sublime, el pentecostés de la idea científica! ¡Piensen ustedes lo duro, rígido, inerte, frío como un metal, que es a la oreja del niño, la primera vez que la oye, la palabra hipotenusa! Pues un buen día, allá junto al mar de Grecia, unos musicantes inteligentes, cosa que no suelen ser los musicantes, unos músicos geniales llamados pitagóricos, descubrieron que, en el arpa, el tamaño de la cuerda más larga estaba en una proporción con el tamaño de la cuerda más corta análoga al que había entre el sonido de aquélla y el de ésta. El arpa era un triángulo cerrado por una cuerda, "la más larga, la más tendida" -hipotenusa, nada más. ¿Quién no puede hoy sentir en ese horrible vocablo con cara de dómine aquel nombre tan sencillo y tan dulce, "la más larga", que recuerda el título de la valse de Debussy La plus que lente -"la más que lenta"? Pues bien, nos encontramos en similar situación. Buscamos los conceptos y categorías que digan, que expresen el "vivir" en su exclusiva peculiaridad, y necesitamos hundir la mano en el vocabulario trivial y sorprendernos de que, súbitamente, una palabra sin rango, sin pasado científico, una pobre voz vernacular se incendia por dentro de la luz de una idea científica y se convierte en término técnico. Esto es un síntoma más de que la suerte nos ha favorecido y llegamos primerizos y nuevos a una costa intacta. El vocablo "vivir" no hace sino aproximarnos al sencillo abismo, al abismo sin frases, sin patéticos anuncios que enmascarado se oculta bajo ella. Es preciso que con algún valor pongamos el pie en él aunque sepamos que nos espera una grave inmersión en profundidades pavorosas. Hay abismos benéficos que de puro ser insondables nos devuelven al sobrehaz de la existencia restaurados, robustecidos, iluminados. Hay hechos fundamentales con los que conviene de cuando en cuando enfrontarse y tomar contacto, precisamente porque son abismáticos, precisamente porque en ellos nos perdemos. Jesús lo decía divinamente: "Sólo el que se pierde se encontrará". Ahora, si ustedes me acompañan con un esfuerzo de atención, vamos a perdernos un rato. Vamos a sumergirnos, buzos de nuestra propia existencia, para tornar luego a la superficie, como el pescador de Coromandel que vuelve del fondo del mar con la perla entre los dientes, por lo tanto, sonriendo. ¿Qué es nuestra vida, mi vida? Sería inocente y una incongruencia responder a esta pregunta con definiciones de la biología y hablar de células, de funciones somáticas, de digestión, de sistema nervioso, etc. Todas estas cosas son realidades hipotéticas construidas con buen fundamento, pero construidas por la ciencia biológica, la cual es una actividad de mi vida cuando la estudio o me dedico a sus investigaciones. Mi vida no es lo que pasa en mis células como no lo es lo que pasa en mis astros, en esos puntitos de oro que veo en mi mundo nocturno. Mi cuerpo mismo no es más que un detalle del mundo que encuentro en mí -detalle que, por muchos motivos, me es de excepcional importancia, pero que no le quita el carácter de ser tan sólo un ingrediente entre innumerables que hallo en el mundo ante mí. Cuanto se me diga, pues, sobre mi organismo corporal y cuanto se me añada sobre mi organismo psíquico mediante la psicología se refiere ya a particularidades secundarias que suponen el hecho de que yo viva y al vivir encuentre, vea, analice, investigue las cosas-cuerpos y las cosas-almas. Por consiguiente, respuestas de ese orden no tangentean siquiera la realidad primordial que ahora intentamos definir. ¿Qué es, pues, vida? No busquen ustedes lejos, no traten de recordar sabidurías aprendidas. Las verdades fundamentales. Las que es preciso ir a buscar es que están sólo en un sitio, que son verdades particulares, localizadas, provinciales, de rincón, no básicas. Vida es lo que somos y lo que hacemos: es, pues, de todas las cosas la más próxima a cada cual. Pongamos la mano sobre ella, se dejará apresar como un ave mansa. Si hace un momento, al dirigirse ustedes aquí, alguien les preguntó dónde iban, ustedes habrán dicho: vamos a escuchar una lección de filosofía. Y, en efecto, aquí están ustedes oyéndome. La cosa no tiene importancia alguna. Sin embargo, es lo que ahora constituye su vida. Yo lo siento por ustedes, pero la verdad me obliga a decir que la vida de ustedes, su ahora, consiste en una cosa de minúscula importancia. Mas si somos sinceros reconoceremos que la mayor porción de nuestra existencia está hecha de parejas insignificancias: vamos, venimos, hacemos esto o lo otro, pensamos, queremos o no queremos, etc. De cuando en cuando nuestra vida parece cobrar súbita tensión, como encabritarse, concentrarse y densificarse: es un gran dolor, un gran afán que nos llama: nos pasan, decimos, cosas de importancia. Pero noten ustedes que para nuestra vida esta variedad de acentos, este tener o no tener importancia es indiferente, puesto que la hora culminante y frenética no es más vida que la plebe de nuestros minutos habituales. Resulta, pues, que la primera vista que tomamos sobre la vida en esta pesquisa de su esencia pura que emprendemos es el conjunto de actos y sucesos que la van, por decirlo así, amueblando. Nuestro método va a consistir en ir notando uno tras otro los atributos de nuestra vida en orden tal que de los más externos avancemos hacia los más internos, que de la periferia del vivir nos contraigamos a su centro palpitante. Hallaremos, pues, sucesivamente una serie introgrediente de definiciones de la vida, cada una de las cuales conserva y ahonda las antecedentes. Y, así, lo primero que hallamos es esto: Vivir es lo que hacemos y nos pasa -desde pensar o soñar o conmovernos hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero, bien entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo -donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de muelas no nos dolería. La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma, como para todo, absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor. Ahora vamos con la explicación y el título jurídico de ese extraño posesivo que usamos al decir "nuestra vida"; es nuestra porque, además de ser ella, nos damos cuenta de que es y de que es tal y como es. Al percibirnos y sentirnos tomamos posesión de nosotros, y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia en que la vida consiste. Para buscar una imagen que fije un poco el recuerdo de esta idea traigamos aquella de la mitología egipcíaca donde Osiris muere e Isis, la amante, quiere que resucite y, entonces, le hace tragarse el ojo del gavilán Horus. Desde entonces el ojo aparece en todos los dibujos hieráticos de la civilización egipcia representando el primer atributo de la vida: el verse a sí mismo. Y ese ojo, andando por todo el Mediterráneo, llenando de su influencia el Oriente, ha venido a ser lo que todas las demás religiones han dibujado como primer atributo de la providencia: el verse a sí mismo, atributo esencial y primero de la vida misma. Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da posesión de ella, que la hace "mía" es la que falta al demente. La vida del loco no es suya, en rigor no es ya vida. De aquí que sea el hecho más desazonador que existe ver a un loco. Porque en él aparece perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo como una máscara tras la cual falta una auténtica vida. Ante el demente, en efecto, nos sentimos como ante una máscara; es la máscara esencial, definitiva. El loco, al no saberse a sí mismo, no se pertenece, se ha expropiado, y expropiación, pasar a posesión ajena, es lo que significan los viejos nombres de la locura: enajenación, alienado, decimos -está fuera de sí, está "ido", se entiende de sí mismo; es un poseído, se entiende poseído por otro. La vida es saberse -es evidencial. Está bien que se diga: primero es vivir y luego filosofar -en un sentido muy riguroso es, como ustedes están viendo, el principio de toda mi filosofía-; está bien, pues, que se diga eso -pero advirtiendo que el vivir en su raíz y entraña mismas consiste en un saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando iniciamos la pregunta ¿qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo galanamente responder: vida es lo que hacemos -claro- porque vivir es saber lo que hacemos, es -en suma- encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado con las cosas y seres del mundo. (Estas palabras vulgares, encontrarse, mundo, ocuparse, son ahora palabras técnicas en esta nueva filosofía. Podría hablarse largamente de cada una de ellas, pero me limitaré a advertir que esta definición: "vivir es encontrarse en un mundo", como todas las principales ideas de estas conferencias, están ya en mi obra publicada. Me importa advertirlo, sobre todo, acerca de la idea de la existencia, para la cual reclamo la prioridad cronológica. Por eso mismo me complazco en reconocer que, en el análisis de la vida, quien ha llegado más adentro es el nuevo filósofo alemán Martin Heidegger). Aquí es preciso aguzar un poco la visión porque arribamos a costas más ásperas. Vivir es encontrarse en el mundo... Heidegger, en un recentísimo y genial libro, nos ha hecho notar todo el enorme significado de esas palabras... No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un gran cuerpo o espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría el vivir, los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces y benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean o no cuerpos, sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos amenazan y nos atormentan. Originariamente eso que llamamos cuerpo no es sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva -por tanto, no es sino algo adverso y favorable. Mundo es sensu stricto lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo en un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin saber cómo, la vida se encuentra a sí misma a la vez que descubre el mundo. No hay vivir sino es en un orbe lleno de cosas, sean objetos o criaturas; es ver cosas y escenas, amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir con una circunstancia. Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona, sino que de ella forma parte nuestro mundo: ella -nuestra vida- consiste en que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo. [Por eso podemos representar "nuestra vida" como un arco que une el mundo y yo; pero no es primero yo y luego el mundo, sino ambos a la vez]. Ni nos es más próximo el uno que el otro término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno, sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al mundo, con el mundo, dentro del mundo, sumergido en su tráfago, en sus problemas, en su trama azarosa. Pero también viceversa: ese mundo, al componerse sólo de lo que nos afecta a cada cual, es inseparable de nosotros. Nacemos juntos con él y son vitalmente persona y mundo como esas parejas de divinidades de la antigua Grecia y Roma que nacían y vivían juntas: los Dioscuros, por ejemplo, parejas de dioses que solían denominarse dii consentes, los dioses unánimes. Vivimos aquí, ahora -es decir, que nos encontramos en un lugar del mundo y nos parece que hemos venido a este lugar libérrimamente. La vida, en efecto, deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos libres para estar o no en este mundo que es el de ahora. Cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que se vive. Esto da a nuestra existencia un gesto terriblemente dramático. Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar -sino que es encontrarse de pronto, y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado en un mundo incanjeable, en este de ahora. Nuestra vida empieza por ser la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos, en un orbe impremeditado. No nos hemos dado a nosotros la vida, sino que nos la encontramos justamente al encontrarnos con nosotros. Un símil esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los bastidores de un teatro y allí, de un empujón que le despierta, es lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse allí, ¿qué es lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en un situación difícil sin saber cómo ni por qué, en una peripecia: la situación difícil consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto. En sus líneas radicales, la vida es siempre imprevista. No nos ha anunciado antes de entrar en ella -en su escenario, que es siempre uno concreto y determinado-; no nos han preparado. Este carácter súbito e imprevisto es esencial en la vida. Fuera muy otra cosa si pudiéramos prepararnos a ella antes de entrar en ella. Ya decía Dante que "la flecha prevista viene más despacio". Pero la vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa. Yo creo que esa imagen dibuja con bastante pulcritud la esencia del vivir. La vida nos es dada -mejor dicho, no es arrojada o somos arrojados a ella, pero eso que nos es dado, la vida, es un problema que necesitamos resolver nosotros. Y lo es no sólo en esos casos de especial dificultad que calificamos peculiarmente de conflictos y apuros, sino que lo es siempre. Cuando han venido ustedes aquí han tenido que decidirse a ello, que resolverse a vivir este rato en esta forma. Dicho de otro modo: vivimos sosteniéndonos en vilo a nosotros mismos, llevando en peso nuestra vida por entre las esquinas del mundo. Y con esto no prejuzgamos si es triste o jovial nuestra existencia; sea lo uno o lo otro, está constituida por una incesante forzosidad de resolver el problema de sí misma. Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu sentiría que su trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora y la puntería, y si a esta trayectoria llamábamos su vida la bala sería un simple espectador de ella, sin intervención en ella: la bala ni se ha disparado a sí misma ni ha elegido su blanco. Pero por esto mismo a ese modo de existir no cabe llamarle vida. Esta no se siente nunca prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que nos va a pasar mañana, lo vemos siempre como una posibilidad. Este es otro esencial y dramático atributo de nuestra vida, que va unido al anterior. Por lo mismo que es en todo instante un problema, grande o pequeño, que hemos de resolver sin que quepa transferir la solución a otro ser, quiere decirse que no es nunca un problema resuelto, sino que, en todo instante, nos sentimos como forzados a elegir entre varias posibilidades. [Si no nos es dado escoger el mundo en que va a deslizarse nuestra vida -y ésta es su dimensión de fatalidad- nos encontramos con un cierto margen, con un horizonte vital de posibilidades -y ésta es su dimensión de libertad-; vida es, pues, la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la libertad]. ¿No es esto sorprendente? Hemos sido arrojados en nuestra vida y, a la vez, eso en que hemos sido arrojados tenemos que hacerlo por nuestra cuenta, por decirlo así, fabricarlo. O dicho de otro modo: nuestra vida es nuestro ser. Somos lo que ella sea y nada más -pero ese ser no está predeterminado, resuelto de antemano, sino que necesitamos decidirlo nosotros, tenemos que decidir lo que vamos a ser; por ejemplo, lo que vamos a hacer al salir de aquí. A esto llamo "llevarse a sí mismo en vilo, sostener el propio ser". No hay descanso ni pausa porque el sueño, que es una forma del vivir biológico, no existe para la vida en el sentido radical con que usamos esta palabra. En el sueño no vivimos, sino que al despertar y reanudar la vida la hallamos aumentada con el recuerdo volátil de lo soñado. Las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como las leyes de Newton. En esas metáforas venerables que se han convertido ya en palabras del idioma, sobre las cuales marchamos a toda hora como sobre una isla formada por lo que fue coral, en esas metáforas -digo- van encapsuladas instituciones perfectas de los fenómenos más fundamentales. Así hablamos con frecuencia de que sufrimos una "pesadumbre", de que nos hallamos en una situación "grave". Pesadumbre, gravedad son metafóricamente transpuestas del peso físico, del ponderar un cuerpo sobre el nuestro y pesarnos, al orden más íntimo. Y es que, en efecto, la vida pesa siempre, porque consiste en un llevarse y soportarse y conducirse a sí mismo. Sólo que nada embota como el hábito y de ordinario nos olvidamos de ese peso constante que arrastramos y somos -pero cuando una ocasión menos sólita se presenta, volvemos a sentir el gravamen. Mientras el astro gravita hacia otro cuerpo y no se pesa a sí mismo, el que vive es a un tiempo peso que pondera y mano que sostiene. Parejamente, la palabra "alegría" viene acaso de "aligerar", que es hacer perder peso. El hombre apesadumbrado va a la taberna buscando alegría -suelta el lastre y el pobre aeróstato de su vida se eleva jovialmente. Con todo esto hemos avanzado notablemente en esta excursión vertical, en este descenso al profundo ser de nuestra vida. En la hondura donde ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir lo que vamos a ser. Ya no nos contentaremos con decir, como al principio: vida es lo que hacemos, es el conjunto de nuestras ocupaciones con las cosas del mundo, porque hemos advertido que todo ese hacer y esas ocupaciones no nos vienen automáticamente, mecánicamente impuestas, como el repertorio de discos al gramófono, sino que son decididas por nosotros; que este ser decididas es lo que tienen de vida; la ejecución es, en gran parte, mecánica. El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en contacto está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es nuestra vida. Yo no tengo la culpa de ello. Así es en rigurosa verdad. Pero acaso piensan algunos de ustedes esto: "¡De cuándo acá vivir va a ser eso -decidir lo que vamos a ser! Desde hace un rato estamos aquí escuchándole, sin decidir nada, y, sin embargo, ¡qué duda cabe!, viviendo". A lo que yo respondería: "Señores míos, durante este rato no han hecho ustedes más que decidir una y otra vez lo que iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes de su vida, más condenadas a relativa pasividad, puesto que son ustedes oyentes. Y, sin embargo, coincide exactamente con mi definición. He aquí la prueba: mientras me escuchaban, algunos de ustedes han vacilado más de una vez entre dejar de atenderme y vacar a sus propias meditaciones o seguir generosamente escuchando alertas cuanto yo decía. Se han decidido o por lo uno o por lo otro -por ser atentos o por ser distraídos, por pensar en este tema o en otro-, y eso, pensar ahora sobre la vida o sobre otra cosa es lo que es ahora su vida. Y, no menos, los demás que no hayan vacilado, que hayan permanecido decididos a escucharme hasta el fin. Momento tras momento habrán tenido que nutrir nuevamente esa resolución para mantenerla viva, para seguir siendo atentos. Nuestras decisiones, aun las más firmes, tienen que recibir constante corroboración, que ser siempre de nuevo cargadas como una escopeta donde la pólvora se inutiliza, tienen que ser, en suma, re-decididas. Al entrar ustedes por esa puerta habían ustedes decidido lo que iban a ser: oyentes, y luego han reiterado muchas veces su propósito -de otro modo se me hubieran ustedes poco a poco escapado de entre las manos crueles de orador". Y ahora me basta con sacar la inmediata consecuencia de todo esto: si nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse que en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo que vamos a ser -por tanto, el futuro. Y, sin parar, recibimos ahora, una tras otra, toda una fértil cosecha de averiguaciones. Primera: que nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. He aquí otra paradoja. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relajación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es. J. Ortega y Gasset: ¿Qué es filosofía? Obras completas, VII. Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid. José Ortega y Gasset SOBRE LAS CARRERAS Primeras lecciones de un curso universitario. La Nación, de Buenos Aires, septiembre-octubre de 1934 Obras Completas, Tomo 5, Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid ¿Han pensado ustedes bien en lo que es una carrera y en lo que es seguirla? Siempre que apretamos una palabra del Diccionario para precisar su sentido, descubrimos que es equívoca. Así, carrera significa primariamente correr desde un sitio hasta otro siguiendo una trayectoria. Luego se contrae un poco el sentido para referirse más especialmente a las carreras del estadio donde se concursa en vista de ganar premios. Más tarde viene ya la trasposición o metáfora y carrera se hace símbolo de la vida. Así en Cicerón: Exigum nobis vitae curriculum natura circumscripsit. La vida es representada como una carrera por un estadio -como un esfuerzo desde un primer momento hasta un último momento, a lo largo de una trayectoria determinada- es decir, de una cadena de haceres. Sin remedio, la vida no es un estar ahí ya, un yacer, sino un recorrer cierto camino; por tanto, algo que hay que hacer -es la línea total del hacer de un hombre. Y como nadie nos da decidida esa línea que hemos de seguir, sino que cada cual la decide por sí, quiera o no, se encuentra el hombre siempre, pero sobre todo al comienzo pleno de su existencia, al salir de su adolescencia, con que tiene que resolver entre innumerables caminos posibles la carrera de su vida. Entre los pocos papeles que dejó Descartes a su muerte hay uno, escrito hacia los veinte años, que dice: Quod vitae sectabor iter? Es una cita de unos versos de Ausonio en que éste traduce otros pitagóricos bajo el título Ex Graeca Pythagororum: de ambiguitate eligendae vitae. Hay en el hombre, por lo visto, la ineludible impresión de que su vida, por tanto, su ser es algo que no sólo puede, sino que tiene que ser elegido. La cosa es estupefaciente: porque eso quiere decir que a diferencia de todos los demás entes del universo, los cuales tienen un ser que les es dado ya prefijado y que por eso existen, a saber, porque son ya, desde luego, lo que son, el hombre es el único y casi inconcebible ente que existe sin tener un ser prefijado, que no es desde luego y ya lo que es, sino que, por fuerza, necesita elegirse él su propio ser. No entremos en la cuestión que va a ocuparnos a fondo durante cl curso. Nos basta con reconocer que en la práctica efectiva de nuestra vida las cosas se nos presentan así, antes de que teoricemos, antes de que nos formemos una opinión sobre nuestra vida y sobre todo lo demás. Ese ser que el hombre se ve obligado a elegirse es la carrera de su existencia. ¿Cómo la elegirá? Evidentemente porque se representará en su fantasía muchos tipos de vida posibles y al tenerlos delante notará que alguno o algunos de ellos le atraen más, tiran de él, le reclaman o llaman. Esta llamada hacia un cierto tipo de vida, o, lo que es igual, de un cierto tipo de vida hacia nosotros, esta voz o rito imperativo que asciende de nuestro más íntimo fondo es la vocación. Pero esto quiere decir que nuestra vida es, por lo pronto, una fantasía, una obra de imaginación. Y, en efecto, en todo instante tenemos que imaginar, que construir mediante la fantasía lo que vamos a hacer en el inmediato. Sin esa intervención del poder poético, es decir, fantástico, el hombre es imposible. Como ustedes ven, seguimos cayendo en sospechas estupefacientes. Ésta, casi, casi nos forzaría a afirmar que la vida humana es un género literario, puesto que es, primero y ante todo, faena poética, de fantasía. En rigor, es así; sólo que conviene precisar de dónde vienen a nuestra fantasía esas vidas imaginarias entre las cuales necesitamos elegir. Siempre que el hombre siente una necesidad lo primero que hace es buscar en su derredor, en el contorno en que él está en el mundo; en suma, en eso que llamamos «ahí», algo que pueda satisfacerla. Esto es muy importante, aunque ahora no vamos a desentrañarlo: revela que el movimiento más espontáneo o primero del hombre ante una necesidad es creer, más o menos, con una u otra confianza, que lo que necesita -esto es, lo que puede satisfacer su necesidad- está ya ahí a la mano, y que, por tanto, no tiene que hacérselo. Sólo cuando no lo encuentra ahí -en el mundo o circunstancia- se resuelve a hacerlo. Ahora bien, ese momento primero no se daría en el hombre si éste no advirtiese que, en efecto, tiene en todo instante necesidades, pero que, a la vez, tiene también ya, desde luego y sin hacérselas él, muchas cosas. Por tanto, que el hombre nace sintiéndose menesteroso de muchas cosas pero, a la vez, sintiéndose heredero y propietario de no pocas. El que tuviese la impresión de que no poseía absolutamente ninguna cosa para poder vivir, sino que en absoluto tenía que hacérselo él todo -por ejemplo, hasta una tierra donde sus pies pudiesen apoyarse y un aire que sus pulmones pudiesen respirar- no llegaría a vivir: en el mismo instante de sentirse en la vida se moriría de terror, de aniquilación. Pues bien, ante la necesidad de elegir una vida; el hombre busca en su contorno para ver si ahí está ya lo que puede ser su vida -esto es, mira las de los otros hombres, las de los que ya están ahí, las de los hombres pasados. Y entonces encuentra que, en efecto, él es heredero de muchas líneas o trayectorias de existencia que los hombres pasados o simplemente mayores que él ya han cumplido o hecho. Éstas son las que, por lo pronto, reproduce en su fantasía; como ven ustedes, con una fantasía que no es creadora, sino reproductiva. Y sin necesidad de recurrir al pasado, encuentra que el contorno social donde él se halla está constituido por una urdimbre de vidas típicas: encuentra, en efecto, médicos, ingenieros, catedráticos, físicos, filósofos, labradores, industriales, comerciantes, militares, abogados, albañiles, zapateros, maestras, actrices, cupletistas, monjas, costureras, señoras de su casa, damas de sociedad, etc., etc. Por lo pronto, no ve la vida individual que es cada médico, o cada señora de su casa, sino que ve la arquitectura genérica y esquemática de esa vida. Unas de otras se diferencian por el predominio de una clase o tipo de haceres -el hacer del hombre de ciencia o el hacer del militar. Pues bien, esas trayectorias esquemáticas de vida son las «carreras» o carriles de existencia que existe ya notorios, definidos, regulados en la sociedad. El individuo no tiene que hacer ningún gran esfuerzo para representárselas y ver hacia cuál se siente llamado por una voz interior y alojarse en ella; esto es, decidir que su vida va a ser vida de médico o de catedrático o de diplomático o de albañil o de mujer de su casa o de dama elegante o de castañera de la esquina. Pero noten ustedes que la carrera de la vida, la vida que hay que elegir, es la de cada cual; por tanto, una línea o perfil individualísimo de existencia. Mas éste es el nuevo cambio de sentido que ha sufrido y que hoy tiene la palabra «carrera». Ha perdido el sentido individual que tenía en la frase de Cicerón para contraerse a significar los esquemas de vida, vidas típicas; esto es, genéricas, abstractas que el individuo encuentra preestablecidas en la sociedad. Son, pues, las «carreras» un concepto sociológico, que recibe también el nombre de «profesiones». No afecta a la cuestión presente el hecho de que, en rigor, la palabra «carrera» tiene hoy un significado un poco menos extenso. En efecto, la albañilería o la carpintería no se suelen llamar «carreras» sino «oficios». Pero, claro está, que el «oficio» es también un esquema social de vida. ¿Por qué, sin embargo, el idioma ha separado la denominación en uno y otro caso? Hay tras esta duplicidad de nombres, en apariencia, tan mansa, algo tremendo que desde hace sesenta años mueve y dramatiza la historia. Se llama «carreras» a los esquemas sociales de la vida en que predomina el hacer espiritual -intelecto, científicos; voluntad, políticos, hombres de acción; imaginación, poetas, novelistas, dramaturgos- y «oficios» a aquellos en que predomina el hacer de la mano, la mano de obra. La división; por lo visto, más radical que la sociedad hace entre los destinos típicos sociales del hombre, es esta entre hombres de espíritu y hombres de la mano. Desde hace sesenta años se batalla cruentamente sobre el área del planeta acerca de si esta división, que es un hecho, es, además, algo tolerable, si es justo o no; si aun siendo injusto, es irremediable. Y el punto más hondo y grave de la cuestión no es el que suele mover a las gentes -la diferente situación económica que «carreras» y «oficios» suelen llevar consigo-, sino este otro que voy a enunciar, pero no a desarrollar: ¿es el hombre por vocación albañil como es por vocación industrial, poeta o médico? Si los albañiles y peones de mina u obreros de fábrica lo fuesen por vocación siquiera con la frecuencia con que hay médicos e industriales por vocación, ¿encontrarían aquellos tan insoportable la exigüidad de sus ganancias? ¿Es que la ganancia de muchos hombres de ciencia no es aproximadamente tan exigua, y en todo caso por completo desproporcionada a la intensidad y constancia de su esfuerzo? O, viceversa, ¿es la ganancia del obrero tan exigua que no deja holgura para que su oficio, es decir, lo que tiene que hacer -su trabajo-, se le pueda presentar como vocación? Y como lo que el hombre es por vocación lo es por sí mismo, por su más intima y espontánea determinación, tendremos que las preguntas anteriores se condensan y subliman en ésta: ¿Ser albañil es ser hombre, como lo es ser poeta o ser político o ser filósofo? Pero hecha esta advertencia de que para el asunto presente no hay distinción entre «carreras» y «oficios», tornemos a nuestro camino. Las «carreras», he dicho, son esquemas sociales de vida donde, en el mejor caso por vocación y libre elección el individuo aloja la suya. En cada época y lugar la sociedad está constituida por un repertorio de carreras. Mas si comparamos cualquiera sociedad primitiva con la nuestra, pronto advertimos una ley histórica según la cual la sociedad en su evolución engendra una diferenciación progresiva de las carreras. En los pueblos salvajes el hombre tiene que elegir en un repertorio muy reducido: pastor, guerrero, mago, herrero, vate. Algunos piensan que las castas de la India no fueron primitivamente sino «carreras» que quedaban normativamente adscritas a la herencia; es decir, que sólo podía ser herrero el hijo de un herrero y sólo podía ser mago, esto es, sacerdote, brahmán, el hijo de un sacerdote. Cada una de estas castas tiene prefijado hasta en mínimos detalles la vida que el hombre ha de llevar; por ejemplo, hasta lo que ha de comer y con qué condimento, el traje, con quién se puede casar y con quién no, cómo ha de saludar al encontrar a otro hombre de otra casta, etc. Frente a ese escaso número de carreras o profesiones que hay en la sociedad primitiva, la actual presenta al individuo una gran cantidad de ellas. Los haceres se han diferenciado al complicarse y se han especializado. En los pueblos salvajes el sacerdote es a la vez ingeniero, porque la técnica misma, como hacer, no se ha separado de la magia y del rito sacro. Para que una canoa navegue bien no es menester sólo que el que la hace sea un buen carpintero de ribera, sino que además ha de saber pronunciar ciertos conjuros y fórmulas de religioso ritual. De aquí los «pontífices» en Roma. Hoy, en cambio, el sacerdote no tiene nada que ver con el ingeniero y aun la ingeniería se ha radiado en muchas carreras diferentes. Esto plantea un problema de interés: la vida es una trayectoria individual que el hombre tiene que elegir para ser. Mas las carreras son trayectorias genéricas y esquemáticas: cuando se elige una por vocación, el individuo advierte muy bien que, no obstante, esa trayectoria no coincide con la línea exacta de vida que sería, en rigor, su precisa, individual vocación. Quiere, sin duda, ser médico, pero de un modo especial en que van insertos muchos otros haceres vitales que no son la medicina y su práctica. Esto nos permite perfeccionar la idea anteriormente dada de vocación. En rigor, es una abstracción decir que se tiene vocación para una carrera. La vocación estricta del hombre es vocación para una vida concretísima, individualísima e integral, no para el esquema social que son las carreras, las cuales, entre otras cosas, dejan fuera muchos órdenes de la vida sin predeterminarlos. Por ejemplo, el ser médico no implica si se va el hombre a casar o no. La carrera, pues, no coincide nunca exactamente con lo que tiene que ser nuestra vida: incluye cosas que no nos interesan y deja fuera muchas que nos importan. Al alojar en ella nuestra vida notamos que su molde estandardizado nos obliga tal vez a amputar algo de lo que debía ser nuestra vida; es decir, nos impone sin más y a priori una dosis de fracaso vital. Al crecer la diferenciación de las carreras aumentan, por un lado, las probabilidades de coincidencia entre el individuo y el molde social de su vida, es decir: su profesión; tendrá que cargar con menos haceres que no le interesen. En España hoy el que siente vocación por las ciencias exactas no necesita ocuparse con las ciencias físicas ni las químicas ni las naturales. En otro tiempo hubiera tenido que cargar su vida con toda esa obra muerta, muerta para él porque no era su vida vocacional. Pero, en cambio, trae esto consigo una tragedia inversa para el hombre. Al circunscribirse cada vez más al hacer profesional, es evidente que la carrera asume menos lados de nuestra vida; esto es, deja fuera de su carril más dimensiones del hacer que integra la vida entera de un hombre. Y esto significa, que cada vez queda el hombre menos absorto y tomado y orientado e informado por su carrera. Y como fue elegida como trayectoria principal de la vida, como norma y perfil de vida, la carrera llena cada vez menos esta misión, dejando imprecisas las cuatro quintas partes de nuestro vivir. Es la tragedia del especialismo. De aquí, que aun sin salir del orden intelectual, el hombre de hoy que sabe mejor que nunca lo que tiene que hacer, esto es, que opinar en los asuntos de su carrera, por ser ésta tan especial, se encuentra con que sabe menos que nunca lo que tiene que opinar y hacer en todo lo demás del universo y de su existencia. Ello es que, sin disputa, haciendo el balance, resulta que la multiplicación de las carreras ha hecho que el hombre se sienta cada vez menos satisfecho y llenado por ellas y, consecuentemente, sienta menos apego a su profesión, se sienta menos ligado a ella. Lo cual nos lleva a preguntarnos: entonces, ¿por qué las siguen los hombres?, ¿por qué han hecho que se especialicen y diferencien tanto? Esto nos hace caer en la cuenta de que no hemos aún advertido lo más importante en esa realidad que son las carreras. Recuerden ustedes: aparecen éstas cuando el individuo tiene que elegir su vida. Quod vitae sectabo iter? Esta necesidad le hace buscar la pauta para su vida en el contorno social. Ve allí, en efecto, otros hombres viviendo vidas diversas que se agrupan en tipos: médicos, catedráticos, industriales, etc. Dicho así, parece como si cada uno de estos hombres hubiese fraguado libérrimamente su tipo de vida. Pero no hay tal: a cada uno de esos le aconteció lo mismo: halló ante si ya médicos, industriales, etc. Pero algo más hallaron ellos y el de ahora, en su contorno social: además de los catedráticos de carne y hueso que están viviendo ese tipo de vida, hallaron puestos vacíos de catedráticos y de industriales, etc. -y, sobre todo, hallaron que si esos hombres desaparecían, sus vidas quedaban como alvéolos huecos que la sociedad mantiene por su cuenta, porque ella, la sociedad, no los individuos que las ocupan, ha menester de esas vidas. La sociedad necesita en cada momento un cierto número de servicios -servidos cada uno por un cierto número de hombres: necesita tantos médicos, tantos catedráticos, etc. Pues bien, esto son propiamente las carreras-necesidades sociales. Por eso, están, ahí siempre llenas de hombres o vacías esperándolos. Por eso, la evolución de las carreras no obedece sólo a la necesidad de los individuos, sino también a la social y por eso, a veces, lleva esa solución a estadios en que ambas necesidades entran en conflicto. Originariamente -ello no tiene duda- eso que es hoy una carrera -por ejemplo, la filosofía, la milicia- fue vocación genial y creadora de un hombre que sintió la radical necesidad íntima de hacer filosofía o de combatir estratégicamente. Entonces o en cualquier momento que esa condición se repita, el hacer filosófico y el guerrero son su plena realidad, son en absoluto lo que esas palabras pretenden significar -y no modos deficientes o menos reales de lo mismo. Pero entonces no son una «carrera». Ésta no es algo individual, aunque sólo individuos pueden seguirlas, esto es, serlas. La carrera es una realidad social, una necesidad del cuerpo colectivo que exige el ejercicio de ciertas funciones para él inexcusables; más o menos y sólo entendida así no es la carrera un modo deficiente, como lo es cuando se la considera desde el individuo. ¿Es que a ustedes se les hubiera ocurrido hacer metafísica si la filosofía no fuese una función social que la sociedad, al fin y al cabo, parece necesitar y por ello la fomenta, sea con cátedras, sea por el hecho de la publicación de libros, respeto colectivo hacia los que los escriben, o de lo que es más atractivo, del denuesto y el odio del vulgo; en suma, del prestigio que es un atributo dinámico puramente social adscrito a ciertas cosas? No, habituémonos a tomar las cosas con pulcritud en su desnuda y pura realidad. Declarémoslo, pues, con toda formalidad doctrinal: para aquellos que han venido aquí a hacer metafísica, ésta es, por lo pronto, una cosa que hace la sociedad, una función colectiva y, porque colectiva, permanente. En suma, algo que en principio hay que hacer; quiero decir, que alguien tiene que hacerlo porque, a lo que parece, es importante, valioso, estimable. La metafísica es para nosotros, primero que otra cosa, una institución, una organización social, como la política, la sanidad pública o el servicio de incendios o el verdugo. La sociedad necesita, por lo visto, que un tanto por ciento de sus miembros reciban cierta dosis de opiniones metafísicas, como necesita que sean vacunados. Fíjense que para Platón no era esto. La filosofía no era una función social. Como no la había aún, la sociedad no sentía su necesidad. Esto es lo curioso de la sociedad: que ella no es nunca original ni creadora. Ni siquiera de se producen en ella necesidades originales. Es siempre un individuo quien las siente primero. Por sentirlas, crea la obra que las satisface y entonces, sólo entonces, la experimenta como necesidad y hace de su cultivo un oficio, profesión o magistratura. Pero una vez que la filosofía, que, en su origen y en su plena realidad es un hacer individualísimo, se desindividualiza, esto es, se objetiva en instituto u organización social, cobra independencia frente a los individuos y adquiere una como vida propia. Aunque digo «una como vida», no crean que se trata de una metáfora. Se trata de una forma peculiar de vida, distinta ciertamente de lo que es la vida cuando ésta es de un individuo; por tanto, una forma secundaria del vivir, que en su hora, habremos de estudiar. El ejemplo más claro de esta independencia y subsistencia que cobra el hacer desindividualizado y objetivado socialmente es el Estado. El Estado fue originariamente el mando que un individuo, por su fuerza, su astucia, su autoridad moral o cualquier otro atributo adscrito a su persona, ejercía sobre otros hombres. Esa función de mando se desindividualiza y aparece como necesidad social. La sociedad necesita que alguien mande. Esta necesidad de la sociedad, esto es, ya objetivada en ella, es el Estado, que existe aparte de todo individuo singular, que éste encuentra ya ahí existiendo antes que él y al cual tiene, quiera o no, que someterse. Lo propio acontece con la filosofía o metafísica. Primero no hay filosofía, sino los individuos que filosofan, esto es, que hacen y crean la filosofía. Así en Grecia fue primero, no un sistema de ideas, sino el modo de vivir de ciertos hombres, sobre todo los pitagóricos; fue bios theoretikos. Pero una vez que hay filosofía, ésta es una realidad social anterior a los filósofos individuales y los estudiantes de filosofía. Unos y otros la encuentran ya ahí hecha antes de que ellos sientan la necesidad original de ella. Al decir que está ahí «hecha» no digo que esté acabada de hacer, conclusa, que no quede mucho y aun infinitamente mucho que hacer en ella, sino que toda una parte de ella, no me importa si mayor o menor, está ya ejecutada, cumplida. Por eso se presenta a nuestros ojos como un hacer u ocupación vital; por tanto, como un tipo de vida de perfil conocido y determinado; en suma, como un carril o bios. Esta carrera, en concurrencia con las demás, ejerce presión sobre nosotros pretendiendo atraernos. Nos hallamos, pues, ante las carreras en la última situación que el hombre ante las mujeres. Cada mujer es una permanente incitación para que nos enamoremos de ella. Pero como hay muchas, nuestro sentimiento elige. Hace algunos años escribí un largo estudio, que en forma de libro sólo se ha publicado en Alemania (1), sobre la elección en amor, asunto muy complicado que no vamos a reiterar ahora. Quedémonos con lo más vulgar de él. Decimos que hemos elegido para enamoramos la mujer que más nos gusta. La elección de carrera es algo parecido: es una cuestión de gusto, de afición. Y con esto cerramos el círculo de nuestra cuestión. Recordarán ustedes que era ésta: ¿Por qué están ahora aquí aquellos de entre los estudiantes que no son meros estudiantes, que no son los que igual que aquí podían estar ahora en una clase de teneduría de libros, sino que han venido a hacer metafísica por una necesidad íntima y referida concretamente a la metafísica o filosofía? ¿Era esta necesidad la que sintieron Platón, Aristóteles, Leibniz, Kant? No -fue mi contestación. Pero aclarar en qué consiste la diferencia nos obligó a decir cuanto antecede. Ahora está bien claro ante nosotros. Ese grupo de ustedes ha venido aquí porque ha elegido la carrera de filosofía, hacia la cual sentía vocación. Esta vocación es, por lo pronto y escuetamente, afición. La filosofía es uno de los muchos figurines de vida, de hacer que hay ahí y es el que más ha gustado a ustedes. La afición es un motivo auténtico, íntimo, espontaneo que tiene el carácter de un deseo o apetito hacia una cosa -en este sentido es una innegable y sincera necesidad. ¿En qué se diferencia de la que Platón o Descartes sintieron? En estas dos notas esenciales: 1a. Ustedes, y claro está que yo también a la hora de ustedes, no necesitaban propiamente hacer metafísica sino que necesitan satisfacer el gusto, el apetito que en ustedes ha despertado la metafísica ya hecha, el tipo de hacer y vivir que ésta es. 2a. La necesidad que es la afición no es la sensación dolorosa, angustiosa de que no haya ahí algo que absolutamente nos es menester, sino al revés, es la necesidad deliciosa de complacerse asimilándonos algo que hay ya ahí. La necesidad angustiosa, esto es, la necesidad propiamente tal o menesterosidad, lleva a un hacer que es un crear lo que no hay. En cambio, la necesidad deliciosa lleva a un hacer que es aprender o captar lo que ya hay. Por eso el hacer metafísica de ustedes es un aprenderla. Platón y Descartes, en cuanto tales, no sentían afición a la metafísica: al contrario, detestaban lo que había ahí ya hecho con ese o parecido nombre. La metafísica o el vocablo que en su lugar usasen denominaba para ellos algo negativo, un hueco o vacío terrible que en su vida sentían; en suma, algo que no había, algo que faltaba. No era un lindo tipo de vida, sino, por el contrario, la sensación de no vivir. Por eso, para ellos vivir tuvo que ser, a la fuerza, hacer filosofía, como el náufrago, a la fuerza, tiene que agitar los brazos, nadar. No es una imaginación mía: Platón pone en boca de Sócrates, también en la Apología, estas palabras: una vida sin filosofía no se puede vivir. De donde resulta que desembocamos en esta extraña definición de la metafísica: «el hacer metafísico en su modo plenario y más real comienza por ser un sentir la imposibilidad de todo hacer, la falta de sentido de todo vivir, lo invivible que es la vida». ¡Díganme ustedes si esto se parece mucho a la afición a la carrera de filosofía! Pero ahora, presumo, caerán ustedes en la cuenta de por qué con tanta minucia he analizado los motivos que les han hecho venir aquí y lo que es «seguir una carrera». Ahora ven ustedes que se trataba nada menos que de estudiar los diversos modos de realidad que la metafísica significa, a fin de que no se confundan y poder aislar el modo primario, ejemplar y auténtico; esto es, poder definir la metafísica e iniciar con ello su construcción. Ésta se nos presenta en modos que no son el primario con lo cual padecemos un error de óptica, que era forzoso corregir. Nosotros vemos la metafísica como algo que está ya ahí, y bajo una perspectiva determinada, a saber, la social e histórica, la del individuo que nace en un cierto estado de la evolución social e histórica eso es también verdad. Pero es una verdad parcial e insuficiente, una verdad que oculta la decisiva. Y la decisiva es ésta: que la metafísica es, en su primaria autenticidad, aquel hacer u ocupación humana que se inicia cuando caemos en la cuenta de que todos nuestros demás haceres y ocupaciones, todo nuestro vivir es por sí negativo, ilusorio, absurdo y sin sentido; por tanto, que es todo lo contrario de lo que a primera vista nos parece; tan positivo, tan lleno de cosas, tan real, tan él mismo. Por ejemplo, para no dar ahora sino un ejemplo. Nos parece que vivimos positivamente porque dirigimos nuestra vida conforme a ciertas verdades proporcionadas por las ciencias o por la simple experiencia. Pero de pronto caemos en la cuenta de que esas verdades son muy cuestionables y que aunque no lo sean, como pudiera ocurrir con las matemáticas, ignoramos su fundamento y su relación con el resto de las cosas, de modo que flotan sin último asiento en un fondo de vacío, absurdo y falto de sentido y firmeza. Pero si todas nuestras ideas carecen últimamente de fundamento, por tanto, de sentido y realidad, como todo el resto de nuestra vida es lo que es merced a nuestras ideas y en función de ellas, carecerá también de sentido y realidad. No será lo que parece ser y el presunto vivir será no-vivir, intento fracasado de vivir, invivible vivir. Pero caer en la cuenta de esto es, ipso facto, caer en la cuenta de que el vivir verdaderamente positivo, el vivible será aquel que consista en darse o hacerse un fundamento firme, en asegurar su realidad. Mas hacer eso es, tal vez, el auténtico hacer metafísica, o dicho en otra forma, metafísica es, en última verdad, lo que hace el hombre cuando lo hace por eso, por esa menesterosidad, y no lo que hace cuando simplemente la "estudia" o la elige como carrera y la aprende o enseña. Lo cual -repito una vez más- no es desvalorizar ninguno de estos haceres, sino tan sólo colocarlos en su rango de modos deficientes o secundarios y hacer notar que no existirían si la metafísica no fuese, antes y por encima de todo, ese desesperado afán de llenar con sentido y dar realidad a la vida que es, sin ella, vacío y nulidad de sí misma. De aquí que no se hace metafísica sino en la medida en que se deshace o da por no hecha la que ya está hecha y se llega así a su raíz avivando en nosotros esa conciencia de menesterosidad radical que es sustancia de nuestra vida. El error óptico a que antes aludía se desvanece ahora. La metafísica se nos presenta como un cúmulo de pensamientos y doctrinas que ha ido atesorando la humanidad -algo, pues, que a los ojos parece positivo. Enterarse de estos pensamientos y aprender esas doctrinas, será hacer metafísica. Pero ahora hemos averiguado que esos pensamientos y doctrinas, a su vez, carecen de sentido y realidad si no se los toma como reacciones de hombres parejos a nosotros ante esa sensación de inanidad, invivibilidad de la vida. Es decir, que aunque haya ahí metafísica, nosotros tenemos que comportarnos como si no la hubiera y resolvemos a hacerla como el primer hombre que la inició. Todo hombre está obligado si quiere de verdad vivir a comportarse como un primer hombre, a ser el eterno Adán, a avivar en sí los temas y resortes esenciales, permanentes de la vida. Sólo en el camino de intentar esta repristinación y simplificación de la vida se encuentra con que no es ni puede ser un primer hombre, sino que es el hombre número tantos en la cadena larguísima de hombres, de generaciones que se han sucedido. Sólo entonces, después de ese instante, descubre lo que es ser, por fuerza, sucesor; mejor dicho, heredero- a diferencia del animal que sucede pero no hereda y, por eso, no es un ente histórico. Hablando, pues, con rigor, hace realmente metafísica el que se encuentra con la necesidad inexorable de hacerla, de buscar una realidad a su vida por haber caído en la cuenta de que ésta por sí no la tiene -por tanto, de hacerla aunque no estuviese hecha y como si nadie la hubiese hecho antes-, pero, a la vez, se encuentra, quiera o no, con metafísicas ya hechas. Noten ustedes que tan radical o primario es lo uno como lo otro: el caer en la cuenta de que hay que hacerla y el caer en la cuenta de que ya se ha hecho por otros. Ambas -la metafísica como necesidad nuestra y la metafísica como obra de otros, como historia- son dos hechos brutos o ineludibles con los cuales, queramos o no, topamos. Lo cual quiere decir que nuestro hacer, nuestra labor, es, desde luego, desde su raíz, colaboración con el pasado de esta ciencia y de ese pasado con nosotros. Sin remedio, hacemos metafísica desde un lugar determinado de la historia de la filosofía, y en general, de la historia humana. Con esto decimos ya algo muy importante y que pronto desarrollaremos, a saber: si hacer metafísica es lo que en esta hora constituye nuestra vida, no podemos vivir utópicamente y ponernos a hacer filosofía eligiendo el lugar del tiempo desde el cual la vamos a hacer. Tenemos que vivir en 1934 y esta fecha significa un nivel determinado en la evolución de la vida humana, por lo pronto, de la vida filosófica, del hacer metafísico. Tenemos que contar con lo que la filosofía ha sido hasta aquí y ensayar si podemos seguir en eso que hasta aquí ha sido. Lo primero que el hombre tiene que hacer es contar con su historia por la sencilla razón de que él es histórico, nace en un punto de la trayectoria general humana, nace de un pretérito y lo lleva en sí, es un pretérito -todo lo que me ha pasado hasta 1934. Este imperativo de evitar la utopía y contar con la historia tiene un primer sentido conservador: se trata, en efecto, de ver si se puede seguir en la filosofía hecha hasta aquí, de si eso que la filosofía ha sido coincide con lo que buscamos. Sin embargo, tiene un segundo sentido que no es tan conservador, puesto que impera contar con el pasado ciertamente, pero con el pasado hasta aquí. Por tanto, es un imperativo de actualismo y equivale a exigir que se viva a la altura del tiempo. Pero aún tiene un tercer sentido. Éste: Contamos con el pasado para ver si lo que él ha hecho coincide con la metafísica que nosotros sentimos que hay que hacer; por tanto, para ver si la metafísica tradicional satisface la exigencia o necesidad de la metafísica futura. Si el resultado de nuestra indagación fuese afirmativo, nos quedaríamos en lo pasado o actual. En uno u otro caso, noten ustedes que es la metafísica futura, la que hay que hacer, la nuestra, quien decide sobre la tradicional y no al revés. Ahora bien, conservador es, en última esencia, quien toma como norma de su futuro lo que hay en el pasado por no confiar sino en lo que una larga permanencia histórica ha abonado. Mas aquí es, en definitiva, nuestro futuro quien se erige en norma última y decisiva sobre nuestro pasado. Véase cómo este imperativo histórico es, pues, a la vez, tradicionalismo, actualismo y futurismo. Ni podría ser otra cosa porque el hombre es en todo momento esos tres: pasado, presente y futuro. Con esto hemos terminado la definición de la metafísica como carrera y vocación profesional. Ello nos ha permitido determinar el sentido que la expresión «hacer metafísica» tiene referido al grupo de ustedes que vienen aquí movidos por afición sincera a este género de estudios. Y habrán notado que para ello hemos necesitado distinguir ese hacer de otro inferior y otro superior, de la metafísica que hace quien la estudia como podía estudiar otra cosa cualquiera, porque es sólo «estudiante», y de otro superior que era el de los grandes filósofos. Noten ustedes que sólo por la necesidad de aclarar lo que es metafísica como vocación profesional, hemos hablado de este otro hacer que es el de los grandes filósofos. Ahí, entre ustedes, ahora no los hay. No tenía, pues, sentido real que yo hablara de ellos. Se trataba, pues, de una anticipación por lo pronto irreal. Con todo ello queda concluso el análisis de por qué han venido aquí cuantos han venido a hacer metafísica en un sentido más estricto. Ahora vamos a los otros -a los que han venido por otros motivos a hacer metafísica en un sentido menos estricto. Fíjense bien en lo que acabo de decir. Ello implica que hay aquí personas las cuales no han venido a hacer metafísica, en el sentido de que, definiéndose todo hacer por su motivo, el motivo que los ha traído no es la metafísica como asignatura, ni la metafísica como vocación profesional. ¿Por qué han venido entonces? ¡Vaya usted a saber! -se dirá- pero con gran error. No; se sabe, por lo menos, con suficiente aproximación, se sabe sin necesidad de que nos hagan individualmente sus confesiones. ¡Bueno fuera que a estas horas nadie pretenda ser un absoluto arcano para los demás! No: el hombre no es, en principio al menos, un misterio para el hombre. Sólo en el caso de que entre ustedes hubiera un hombre supergenial que fuese él la invención de una forma nueva, inaudita e inédita de humanidad podía ocurrir que no supiésemos por qué ha venido. Conocemos la vida humana: sabemos que es enormemente rica en modos y formas diferentes. Como la naturaleza física parece inagotable, infinita y a caso, como ésta, lo sea en última instancia. Pero la naturaleza física ha sido reducida a un sistema delimitado de formas de movimiento y merced a ello se conoce lo que en ella es posible y lo que es imposible. Apenas hay fenómeno corporal que no obstante su singularidad no quede comprendido en alguna de esas formas de movimiento. Parejamente, la vastedad e ilimitación de la vida humana no excluye que sepamos cuáles son los tipos de comportamiento a que puede reducirse. Podíamos enunciar y describir todos esos tipos. No niego que sean muchos y esto nos impide, por falta material de tiempo, exponerlo ahora, pero afirmo que son limitados y, en principio, agotables. Pues bien, prácticamente no hay probabilidad alguna de que nadie de ustedes escape a alguno de esos modos genéricos de comportamiento humano que nos son notorios. Si, al fin y al cabo, nos entendemos unos a otros en el trato social es porque poseemos de antemano, démonos cuenta o no de ello, una clara idea de las diversas posibilidades o tipos o modos de ser hombre, y al encontrar uno individual, lo alojamos en aquel de esos tipos que nos parece más afín con él. Cómo se produce ese saber y cuáles son los fundamentos de su verdad son cosas que no voy a tratar ahora. Baste decir que la claridad de ideas sobre el repertorio de modos humanos aumenta conforme la vida avanza y es un resultado de lo que suele llamarse «la experiencia de la vida»- un tema sobre que otro día tendremos que hablar. De aquí que cuando se ha llegado a la madurez se posea un saber a priori sobre cómo son los hombres que se presentan ante uno, que casi con verlos basta. Automáticamente nuestra mente los consigna a un cierto tipo de humanidad. Por eso, no interesan los datos concretos que sobre tal individuo nos den. ¿De qué nos pueden servir, si tenemos ya, desde luego, la ley de su vida? De aquí que el hombre maduro se interese espontáneamente -fíjense que digo espontáneamente- menos en los otros hombres, en el trato con ellos y se entregue más a los otros lados de la vida que no son el trato con los prójimos -como amistad, amor, polémica-, sino que son creación abstracta: ciencia, industria, política. Se comprende: el trato con el prójimo aburre ya un poco. Porque el encanto del trato es, en definitiva, lo que puede tener de imprevisible. No sabemos aún bien quién es el otro y esperamos que toda esa porción de él que nos es desconocida haga cosas admirables, las cuales ignoramos y no presumimos. Es decir que, como toda nuestra vida, al lado de ella que es el trato -amistad, amor, polémica- vive de crédito, de esperar lo inesperado. Por eso en la juventud tiene tanta fuerza la vida -porque aún no ha comenzado a agotar el crédito que ha abierto a ésta y espera siempre que más allá del hoy y de lo que ya ve y tiene, haya tras el horizonte actual paisajes maravillosos, mujeres geniales, hombres admirables, empezando por sí mismo. El joven vive a cuenta de un sí mismo maravilloso que espera ver surgir en él mañana. Mas el hombre maduro, lo mismo que conoce ya de antemano a los prójimos, se conoce a sí mismo. Sabe cuáles son sus poderes y cuáles sus limites. Espera menos de si lo inesperado. Sin embargo, aquí tocamos, a su vez, el límite de ese saber sobre las formas y tipos de la vida. En la ciencia de la naturaleza, con ser un conocimiento tan pleno y logrado, tan ejemplar, no están resueltos todos los problemas. Todo saber, por firme y amplio que sea, termina en una periferia de problemas. Lo mismo acontece al saber de lo humano. Cuanto he dicho sobre lo que en éste hay de positivo, es verdad. Pero yo no he dicho que sea absoluto. No es, en efecto, absolutamente imposible que ahora me esté oyendo un hombre supergenial cuyo módulo de humanidad me sea perfectamente desconocido. Se sabe mucho de la vida, mucho más de lo que se suele creer; por eso he subrayado este lado positivo de ese saber -pero no se sabe todo. El hombre maduro no sabe tampoco absolutamente de lo que él mismo será capaz mañana. Tras su convicción práctica de que será incapaz de esto o de lo otro, alienta la convicción absoluta e irreductible del «¿quién sabe?». Precisamente su saber, su experiencia vital le recuerda que varias veces en el pasado se dio por concluso, creyó poseer un dibujo definitivo de sus capacidades e incapacidades y luego, súbitamente, se encontró con el brote inesperado de una nueva capacidad o de un más alto grado en la que ya se reconocía. Es decir, que si en comparación con el joven el maduro vive menos de crédito, de lo imprevisible como tal, éste no ha desaparecido de su vida. Ya veremos cómo no podría ser -ya que el crédito, lo imprevisible es un órgano esencial de la vida, una de sus vísceras. Sin embargo, la diferencia entre ambas edades es clara y podría formularse así: la vida juvenil gravita hacia lo imprevisto como tal, la madura hacia lo ya conocido -aquélla, pues, se nutre principalmente de lo que la vida tiene de indelimitado o infinito, ésta de la conciencia de limitación y de finitud. Precisamente así la extensión y límites del saber que poseemos sobre los tipos o modos de ser hombre, resulta claro que cuando el hombre en su madurez trata con los jóvenes, se encuentra con un saber a priori de sus diferentes modos que prácticamente es completo. Porque noten ustedes que el problema queda aquí reducido. No se dice que conozca todos los modos posibles de la vida humana, sino sólo los modos posibles de la etapa más sencilla de la vida humana: la juvenil. Y, sin embargo, también aquí hay que no dejar silenciada una reserva, una limitación, si se quiere que quede correctamente dibujada la línea estricta de ese saber. El hombre maduro conoce los diferentes modos de ser joven: en una juventud dada distingue, pues, con suficiente precisión las diferencias que hay entre unos jóvenes y otros. Pero unos y otros pertenecen a una misma juventud, que tiene ciertos caracteres comunes de humanidad. Esto es lo que yo llamo una generación. Ahora bien, precisamente eso que constituye una generación como tal -que es precisamente lo común a todos los individuos de un cierto tiempo- es siempre una forma genérica de vida nueva. Y esto es lo que el hombre maduro corre siempre el riesgo de no saber, de no percibir: ese germen de innovación vital de que la generación no se da cuenta -repito- hasta el punto de que, con frecuencia, lo que ella comienza por decir con la pretensión de que sea su confesión, su característica, es lo contrario de la efectiva innovación que ella es: mejor dicho, que va a ser. La cosa es paradójica, pero inexorable. La juventud no averigua, no sabe la peculiaridad de su destino vital hasta que no deja de ser joven -allá entre los veintiséis y los treinta años-, lo mismo en el hombre que en la mujer. ¡Extraña pero innegable condición! Propiamente, la juventud, que es tan parlanchina, es, en lo esencial, muda: no tiene voz. Lo que parla no es suyo, sino el tópico de la generación anterior. Ésta es quien pone su voz en la laringe del joven: se trata, pues, de una faena de ventriloquia. La situación, pues, es ésta: la juventud comienza por ser misterio y arcano para sí misma. Pero también lo es para la madurez. Por tanto, bajo inauténticas coincidencias la verdad es que las dos generaciones en cuanto generaciones no se entienden. ¿No significa esto declarar que la historia es una permanente discontinuidad? Sin duda: en ciertas cosas decisivas el bloque de una generación se levanta frente al bloque de la otra como dos acantilados incomunicables. Por eso la historia es, en una de sus caras, polémica y cambio. Bien: ¿pero no es, por otra parte, la historia continuidad? Toda idea o sentimiento humano viene siempre de otra idea o sentimiento nuestro o de otro hombre. No hay posible vacío. Historia no facit saltum. (1) Publicado posteriormente en español en el libro «Estudios sobre el amor». Revista de Occidente. Madrid. Incluido en las Obras Completas, Tomo 5. José Ortega y Gasset "Verdad y perspectiva" El prospecto de El Espectador me ha valido numerosas cartas llenas de afecto, de interés, de curiosidad. Una de ellas concluye: "Pero siento que se dedique usted exclusivamente a ser espectador". Me urge tranquilizar a este amigo lejano, y para ello tengo que indicar algo de lo que yo pienso bajo el título de El Espectador. La integridad de los pensamientos tras esa palabra emboscados sólo puede desenvolverse en la vida misma de la obra. Vuelva a la tranquilidad este lejano amigo que me escribe, y para el cual -¡gracias le sean dadas!- no es por completo indiferente lo que yo haga o deje de hacer: la vida española nos obliga, queramos o no, a la acción política. El inmediato porvenir, tiempo de sociales hervores, nos forzará a ella con mayor violencia. Precisamente por eso yo necesito acotar una parte de mí mismo para la contemplación. Y esto que me acontece, acontece a todos. Desde hace medio siglo, en España y fuera de España, la política -es decir, la supeditación de la teoría a la utilidad- ha invadido por completo el espíritu. La expresión extrema de ello puede hallarse en esa filosofía pragmatista que descubre la esencia de la verdad, de lo teórico por excelencia, en lo práctico, en lo útil. De tal suerte, queda reducido el pensamiento a la operación de buscar buenos medíos para los fines, sin preocuparse de éstos. He ahí la política: pensar utilitario. La pasada centuria se ha afanado harto exclusivamente en allegar instrumentos: ha sido una cultura de medios. La guerra ha sorprendido al europeo sin nociones claras sobre las cuestiones últimas, aquellas que sólo puede aclarar un pensamiento puro e inútil. Nada más natural que, reaccionando contra ese exclusivismo, postulemos ahora frente a una cultura de medios una cultura de postrimerías. Situada en su rango de actividad espiritual secundaria, la política o pensamiento de lo útil es una saludable fuerza de que no podemos prescindir. Si se me invita a escoger entre el comerciante y el bohemio, me quedo sin ninguno de los dos. Mas cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo, La razón es clara. Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira. De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, la más acerba, más inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la tierra es la de los hombres veraces. Yo he buscado en torno, con mirada suplicante de náufrago los hombres a quienes importase la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno. Los he buscado cerca y lejos, entre los artistas y entre los labradores, entre los ingenuos y los "sabios". Como Ibn-Batuta, he tomado el palo del peregrino y hecho vía por el mundo en busca, como él, de los santos de la tierra, de los hombres de alma especular y serena que reciben la pura reflexión del ser de las cosas. ¡Y he hallado tan pocos, tan pocos, que me ahogo! Sí: congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas sólo a usar de las cosas como les conviene. Política se hace en las academias y en las escuelas, en un libro de versos y en el libro de historia, en el gesto rígido del hombre moral y en el gesto frívolo del libertino, en el salón de las damas y en la celda del monje. Muy especialmente se hace política en los laboratorios: el químico y el histólogo llevan a sus experimentos un secreto interés electoral. En fin, cierto día, ante uno de los libros más abstractos y más ilustres que han aparecido en Europa desde hace treinta años, oí decir en su lengua al autor: Yo soy ante todo un político. Aquel hombre había compuesto una obra sobre el método infinitesimal contra el partido militarista triunfante en su patria. Hace falta, pues, afirmarse de nuevo en la obligación de la verdad, en el derecho de la verdad. En El libro de los Estados decía don Juan Manuel: "Todos los Estados del mundo se encierran en tres: al uno llaman defensores, et al otro oradores, et al otro labradores". ¡Perdón, Infante; el mundo así resultaría incompleto! Yo pido en él un margen para el estado que llaman de los espectadores. El nombre goza de famosa genealogía: lo encontró Platón. En su República concede una misión especial a lo que él denomina jiloqeamdgez -amigos de mirar; son los especulativos, y al frente de ellos los filósofos, los teorizadores-, que quiere decir los contemplativos. El Espectador tiene, en consecuencia, una primera intención: elevar un reducto contra la política para mí y para los que compartan mi voluntad de pura visión, de teoría. El escritor, para condensar su esfuerzo, necesita de un público, como el licor de la copa en que se vierte. Por esto es El Espectador la conmovida apelación a un público de amigos de mirar, de lectores a quienes interesen las cosas aparte de sus consecuencias, cualesquiera que ellas sean, morales inclusive. Lectores meditabundos que se complazcan en perseguir la fisonomía de los objetos en toda su delicada, compleja estructura. Lectores sin prisa, advertidos de que toda opinión justa es larga de expresar. Lectores que al leer repiensen por sí mismos los temas sobre que han leído. Lectores que no exijan ser convencidos, pero, a la vez, se hallen dispuestos a renacer en toda hora de un credo habitual a un credo insólito. Lectores que, como el autor, se hayan reservado un trozo de alma antipolítico. En suma: lectores incapaces de oír un sermón, de apasionarse en un mitin y juzgar de personas y cosas en una tertulia de café. A hombres y mujeres de tan rara índole se dirige El Espectador, que es un libro escrito en voz baja. Suele, con Goethe, oponerse la gris teoría a la vida, al palpitante arco iris de la existencia. No discutiré ahora cuál sea el verdadero sentido de tal oposición. Pero he de prevenir una mala inteligencia. Cuando leo que Aristóteles hace consistir la beatitud, esto es, la vida perfecta, en el ejercicio teórico, en el pensar, siento que dentro de mí la irritación perfora el respeto hacia el Estagirita. Me parece excesivamente casual que Dios, símbolo de todo movimiento cósmico, resulte un ser ocupado en pensar sobre el pensar. Este afán de divinizar el oficio y el menester que cumplimos sobre la Tierra, este prurito de no contentarse cada cual con lo que es, si esto que es no parece lo mejor y sumo, se me antoja un resto de política que perdura hasta en las más altas dialécticas. Aristóteles quiere hacer de Dios un profesor de filosofía en superlativo. Yo ando muy lejos de pretender semejante cosa. No asevero que la actitud teórica sea la suprema; que debamos primero filosofar, y luego, si hay caso, vivir. Más bien creo lo contrarío. Lo único que afirmo es que sobre la vida espontánea debe abrir, de cuando en cuando, su clara pupila la teoría, y que entonces, al hacer teoría ha de hacerse con toda pureza, con toda tragedia. El mal -dice Platón- viene a las repúblicas de que no hace cada cual lo suyo. Esto es lo decisivo: ta eautou pratteig. Me parece admirable, por ejemplo, que Don Juan deje resbalar su corazón sobre la múltiple feminidad. Lo que me enoja es que Don Juan teorice el amor. ¡No: que haga lo suyo! Una mujer te espera: puede renovar su perpetua aventura, dulce y amarga, en que se siembra la flor y nace la espina. Pero no se empeñe en conquistarnos la verdad con su empaque de gallo: sería inútil y además indecente. Acentuar esta diferencia entre la contemplación y la vida -la vida, con su articulación política de intereses, deseos y conveniencias-, era necesario. Porque El Espectador lleva una segunda intención: él especula, mira- pero lo que quiere ver es la vida según fluye ante él. Con razón se tachaba de gris la teoría, porque no se ocupaba más que de vagos, remotos y esquemáticos problemas. La historia de la ciencia del conocimiento nos muestra que la lógica, oscilando entre el escepticismo y el dogmatismo, ha solido partir siempre de esta errónea creencia: el punto de vista del individuo es falso. De aquí emanaban las dos opiniones contrapuestas: es así que no hay más punto de vista que el individual, luego no existe la verdad -escepticismo; es así que la verdad existe, luego ha de tomarse un punto de vista sobreindividual -racionalismo. El Espectador intentará separarse igualmente de ambas soluciones, porque discrepa de la opinión donde se engendran. El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. Otra cosa es un artificio. Leibniz dice: "Comme une même ville regardée de différents côtés parait toute autre et est comme multipliée perspectivement, il arrive de même, que par la multitude infinie des substances simples -es decir, de conciencias-, il y a comme autant de différents univers, qui ne sont pourtant que les perspectives d'un seul selon les différents points de vue de chaque monade" (1). La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces. Desde este Escorial, rigoroso imperio de la piedra y la geometría, donde he asentado mi alma, veo en primer término el curvo brazo ciclópeo que extiende hacia Madrid la sierra de Guadarrama. El hombre de Segovia, desde su tierra roja, divisa la vertiente opuesta. ¿Tendría sentido que disputásemos los dos sobre cuál de ambas visiones es la verdadera? Ambas lo son ciertamente, y ciertamente por ser distintas. Si la sierra materna fuera una ficción o una abstracción o una alucinación, podrían coincidir la pupila del espectador segoviano y la mía. Pero la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquélla y éste son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista. La verdad, lo real, el universo, la vida -como queráis llamarlo- se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, sí ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaría, lo que vi será un aspecto real del mundo. Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mí pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituíbles, somos necesarios. "Sólo entre todos los hombres llega a ser vivido lo humano" -dice Goethe-. Dentro de la humanidad cada raza, dentro de cada raza cada individuo es un órgano de percepción distinto de todos los demás y como un tentáculo que llega a trozos de universo para los otros inasequibles. La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término. El paisaje ordena sus tamaños y sus distancias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón reparte los acentos. La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar, integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual, y como las riberas independientes se aúnan en la gruesa vena del río, compongamos el torrente de lo real. El chorro luminoso de la existencia pasa raudo: interceptemos su marcha con el prisma sensitivo de nuestra personalidad, y del otro lado, sobre el papel, sobre el libro, se proyectará un arco iris, Sólo de esta suerte se liberta la teoría de su tono en gris menor. El Espectador mirará el panorama de la vida desde su corazón, como desde un promontorio. Quisiera hacer el ensayo de reproducir sin deformaciones su perspectiva particular. Lo que haya de noción clara irá como tal; pero irá también como ensueño lo que haya de ensueño. Porque una parte, una forma de lo real es lo imaginario, y en toda perspectiva completa hay un plano donde hacen su vida las cosas deseadas. Voy, pues, a describir la vertiente que hacia mí envía la realidad. Sí no es la más pintoresca, ¿tengo yo la culpa? Situado en El Escorial, claro es que toma para mí el mundo un semblante carpetovetónico. Tal es la intención que me mueve. Como se advierte, excluye de una manera formal el deseo de imponer a nadie mis opiniones. Todo lo contrario: aspiro a contagiar a los demás para que sean fíeles cada cual a su perspectiva. ¿Servirá de algo a alguien El Espectador? No lo puedo asegurar; pero interpreto como buen augurio que su proyecto nació en una explosión de alegría impersonal, de confianza en el porvenir de los hombres. Antes y más allá del clarín que hacen resonar las batallas transitorias, los que hemos llegado al medio del camino de la vida habíamos percibido el tema de alborada que en su cuerno de caza modula el Destino. Pasaremos por horas de amargura individual y colectiva, pero en el fondo de nuestra conciencia hallamos como la seguridad de que, en suma, damos vista a una época mejor. Entrevemos una edad más rica, más compleja, más sana, más noble, más quieta, con más ciencia y más religión y más placer -donde puedan desenvolverse mejor las diferencias personales e infinitas posibilidades de emoción se abran como alamedas donde circular. Mas la sana esperanza parte de la voluntad como la flecha del arco. Esa edad mejor sazonada depende de nosotros, de nuestra generación. Tenemos el deber de presentir lo nuevo; tengamos también el valor de afirmarlo. Nada requiere tanta pureza y energía como esta misión. Porque dentro de nosotros se aferra lo viejo con todos sus privilegios de hábito, autoridad y ser concluso. Nuestras almas, como las vírgenes prudentes, necesitan vigilar con las lámparas encendidas y en actitud de inminencia. Lo viejo podemos encontrarlo dondequiera: en los libros, en las costumbres, en las palabras y los rostros de los demás. Pero lo nuevo, lo nuevo que hacia la vida viene, sólo podemos escrutarlo inclinando el oído pura y fielmente a los rumores de nuestro corazón. Escuchas de avanzada, en nuestro puesto se juntan el peligro y la gloria. Estamos entregados a nosotros mismos; nadie nos protege ni nos dirige. Si no tenemos confianza en nosotros, todo se habrá perdido. Si tenemos demasiada, no encontraremos cosa de provecho. Confiar, pues, sin fiarse. ¿Es esto posible? Yo no sé si es posible, pero veo que es necesario. Hegel encontró una idea que refleja muy lindamente nuestra difícil situación, un imperativo que nos propone mezclar acertadamente la modestia y el orgullo: "Tened -dice- el valor de equivocaros". Después de todo es el mismo principio que, según los biólogos recientes, gobierna los movimientos del infusorio en la gota de agua: Trial and error -ensayo y error. Como ha de hablarse en estos tomos muy frecuentemente del perspectivismo, me importa advertir que nada tiene de común esta doctrina con lo que bajo el mismo nombre piensa Nietzsche en su obra póstuma La Voluntad de Poderío, ni con lo que, siguiéndole, ha sustentado Vaihinger en su libro, reciente La Filosofía del Como si. Es más, del párrafo transcrito de Leibniz apártese cuanto en él hay de referencias a un idealismo monadológico. 1916. [El Espectador, tomo I, 1916] Хосе Ортега-и-Гассет. Собрание сочинений. José Ortega y Gasset. Seleccion de textos.

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