Грегорио Ромеро Ларраньага. Исторические рассказы. Gregorio Romero Larrañaga. Cuentos históricos

Грегорио Ромеро Ларраньага. Исторические рассказы, древние легенды и народные традиции Испании.

Cuentos históricos, leyendas antiguas y tradiciones populares de España
Romero Larrañaga, Gregorio

Грегорио Ромеро Ларраньага. Исторические рассказы, древние легенды и народные традиции Испании.

Cuentos históricos, leyendas antiguas y tradiciones populares de España
Romero Larrañaga, Gregorio
________________________________________
Índice
• Cuentos históricos, leyendas antiguas y tradiciones populares de España
o Recuerdos de mi patria
o Lucrecia la de Sevilla
Leyenda caballeresca del siglo XVI
o Comprar el trono de un pueblo con la sangre de un hermano
Cuento histórico
Cuentos históricos, leyendas antiguas y tradiciones populares de España
Gregorio Romero y Larrañaga

Recuerdos de mi patria
Prólogo del Editor
Bosquejar los rasgos característicos de esta nación grande, memorable y poética por excelencia, haciendo familiares al pueblo los preciosos recuerdos de sus mejores tiempos, es un pensamiento que se recomienda no sólo como altamente nacional sino también como útil e interesante.
El Editor espera que el público que tan favorablemente a acogido otras obras de este joven y acreditado poeta, tendrá en no menor estima esta nueva publicación.

Introducción
Venid, venid en torno del Trovador que canta,
hora que alumbra el fuego del chispeante hogar;
veréis al dulce estruendo que su laúd levanta
los siglos ya pasados su tumba abandonar.

Y enderredor girando de la sonante lira 5
formar grupos diversos sus sombras en tropel;
y humildes al aliento que al Trovador inspira
veréis como se visten su púrpura o broquel.

Veréis tornarlos tiempos de magos y hechiceras,
sus fábulas medrosas, su infiel superstición, 10
con las querellar, graves, ensueños y quimeras
de un pueblo, hasta en sus vicios de ardiente exaltación.

Veréis como se ostentan de nuevo gigantescos
los fuertes y castillos de la época feudal;
las góticas capillas, los templos arabescos, 15
de los valientes moros recuerdo inmemorial.

Veréis las medias lunas en frente de las cruces
flotando en las almenas, por cima del pendón:
poblados los amenos dominios andaluces,
de ejércitos que inflama su hermosa religión. 20

Veréis las diestras trazas, caballerosos lances,
empresas e hidalguías de nuestra media edad,
que hoy sueños nos parecen de lánguidos romances
y que eran ¡ay! entonces magnífica verdad.

Veréis rasgar las nubes los célebres azores 25
y allá en sus cetrerías sesteando el paladín:
la altiva castellana desde altos miradores,
oyendo de sus pajes el suave bandolín.

O ya las romerías de amantes peregrinos
que buscan de sus almas la paz en su Patrón; 30
o ya las aventuras de infames asesinos
que cruzan en las noches por medio del turbión.

Sabréis los altos hechos maravillosos, grandes
de mil hijos de España, su orgullo y su sostén,
que allá en la culta Italia, y en la guerrera Flandes 35
ciñeron de laureles su generosa sien.

Las fiestas populares, curiosas ya por viejas
veréis con sus estilos de rancia antigüedad:
las doctas tradiciones, leyendas y consejas
que fueron otros días pasmosa realidad. 40

Acaso si algún hijo de playas españolas
sus lances de fortuna pasó de allende el mar,
también navegaremos por las revueltas olas
que van del reino extraño la arena a salpicar.

Y tanto que aun crucemos las mágicas florestas 45
que Atala con sus ayes tristísimos hirió,
en pos de las historias risueñas o funestas,
que allá en sus soledades el tiempo sepultó.

Corred, bellas, sentaos en torno de su lira,
mirad por ese prisma que aclara la ilusión: 50
su patria, España hermosa, su corazón admira,
que beba en vuestros ojos la dulce inspiración.

Le basta en recompensa, si alguna vez contando
lances que ya ha sentido por ciertos vuestro amor,
cerráis su pobre historia, llorosas recordando 55
el canto misterioso del dulce Trovador.

Lucrecia la de Sevilla
Leyenda caballeresca del siglo XVI
– I –
En una tarde de abril,
deliciosísima tarde,
no tengo presente el año
pero muchos años hace;
en la vega deleitosa 5
del humilde Manzanares
río pobre en sus corrientes,
pero en su renombre grande,
pues su orilla es celebrada
por ser cuna favorable 10
de las hermosas, según
nacen en ella deidades;
que aunque sólo en el Oriente
las circasianas encanten;
y aunque no hay tan bellos ojos 15
como son los orientales;
aunque Málaga y Jerez
sin ser del Oriente parte,
son en materia de hermosas
fuentes ricas y abundantes; 20
y pasan las de Granada
por ser hurís celestiales,
y las damas de Valencia
por las damas más notables;
las arenas de este río, 25
el imperio se reparten
en punto a mirar hermosas,
en sus mágicos raudales.
Y no extrañéis que prodigue
encarecimientos tales 30
a las bellas de mi patria;
que no fueran disculpables,
a no ser tanto el hechizo
de sus ojos virginales,
las demandas y tragedias 35
que desde añejas edades
por alcanzar un suspiro
bañaron su suelo en sangre.
En aquella hora del día
en que los rojos celajes, 40
ciñen un lazo de fuego
sobre la frente gigante
del horizonte extendido,
y en que variados cambiantes
tornasolan en las aguas 45
brilladoras y fugaces,
los últimos rayos tibios
de un sol, que en destellos suaves
va prodigando su luz
a los montes y a los valles, 50
gozándose en detener
su cabeza agonizante
mayor tiempo, por mirar
el mundo de donde parte,
en ese momento, pues 55
de armonía inimitable
en que parece que el ruido
de las ondas es más fácil,
el olor de las praderas
más sentido y agradable, 60
más blando el son de las ramas,
más triste el son de los aires,
más rico el manto de flores,
más amorosas las aves,
dos damas están sentadas 65
del pobre río en la margen.
Las olas leves, parece
que entre sus pies se deshacen,
y así el tocar en la orilla
es sólo para besarles; 70
porque acaso agradecido
el río, querrá pagarles
con la espuma que salpica
sus mantos cual blanco encaje,
el ver que aumentan sus ojos, 75
la copia de sus caudales.
La más hermosa, y por cierto
que la que es más no se sabe,
pues de ambas celoso el sol,
se hundió en el ocaso aun antes, 80
es morena, alta y delgada,
de graciosos ademanes.
Las azucenas y el lirio
en el color de sus carnes
su pura esencia confunden 85
en graduación admirable.
La sonrisa es hechicera,
tan bella, y tan insinuante,
que los amores dichosos
sus nidos en ellas hacen. 90
No es mucho en concha de perlas
y entre un ramo de corales
que anide amor, si otra concha
fue la cuna de su madre.
Sus ojos son dos estrellas; 95
cuando en luz agonizante,
vierten tranquilas miradas,
no hay alma que no desmaye,
y en su lumbre moribunda,
no tema que al fin se apague 100
un corazón tan hermoso
que despide albores tales;
cuando fogosas e inquietas,
en fuego inspirado se arden,
se espera que sus dos soles 105
todo el universo abrasen.
Sus maneras, aunque nobles,
son atrevidas y audaces:
su edad, la del rostro apenas
cinco lustros la señale; 110
más se presume en razón
que de siete lustros pase.
Su amiga es joven y hermosa,
tan sencilla, tan amable
que acaso sirvió en sus sueños 115
al pincel de Miguel Ángel
para sus vírgenes bellas,
de tierna y divina imagen.
-«¿Y dices tú, dulce amiga,»
la preguntó con donaire 120
la niña de azules ojos
a la dama, «qué le hablaste
a ese señor don Gonzalo,
por primera vez en Flandes?»
-«Camila, sí.» -«¿Por qué lloras? 125
¿Es, Lucrecia, inconsolable
tu dolor? ¡Poco en mí fías
pues me ocultas tus pesares!
Si ellos no admiten remedio
no busco yo remediarles, 130
que hay penas en que el llorar
es lo que más satisface.
Pero al menos, ya que sé
que te lastiman tus males,
quiero mezclar mis suspiros 135
con el clamor de tus ayes.»
La estrechó entonces Lucrecia
contra su seno oscilante;
y no quedaran aquí
de su afecto las señales, 140
a no reparar las gentes
que se paran a observarles.
Que aunque buscaron de intento
el más oculto paraje,
y de la fiesta y bullicio, 145
el que hallaron más distante,
como es noche de verbena
fluctúan por todas partes
las parejas y los grupos,
de las danzas populares. 150
Y es tan crecido el tropel,
que embaraza lo bastante
para tener por estrechas
las anchas extremidades
del soto ameno y frondoso; 155
y para que así se ensanchen,
como las olas de un mar,
a límites tan distantes
de la sagrada capilla
de S. Antonio, al que aplauden, 160
y por quien es la verbena,
la concurrencia, y los bailes.
Son tan añeja costumbre
en ciertas festividades,
a guisa de romería, 165
estos campestres solaces,
que en ellos lo más florido
de la corte se distrae.
Jamás se falta a lo honesto
en punto de libertades, 170
las bellas damas platican
con los garridos galanes;
el rebozo no embaraza,
ni se torna por ultraje,
que los que no se conocen 175
allí se miren y se hablen.
Las dueñas allí no acechan,
ni son espías los pajes,
que el campo y la noche dan
extrañas seguridades. 180
Y como no hay atrevidos
que el mudo recato asalten,
se admiten cortesanías,
sin responder con desaires;
y requiebros, y los dulces, 185
del primero que los mande.
Y así, excusando algún duelo
entre donceles rivales,
(lo que mención no merece,
donde los hay tan amantes, 190
y haber cursado los más
en las escuelas de Marte,
donde aun les cabe por gala
hacer del valor alarde.)
Jamás tamañas licencias 195
causaron temeridades.
Y el no encontrar, con las damas
quien se atreva a propasarse,
es que acaso les contenga,
que haya tantos capitanes, 200
caballeros tan cumplidos,
que no excusaran mil lances
por vengar en los villanos
sus licencias y desmanes.
Pusiéronse en pie las damas, 205
y con lentos pasos graves,
tomaron por el camino
que al campo del Moro sale.
La confusión de las gentes,
la variedad de los trajes, 210
ni una mirada las roba
ni de su andar las retrae;
y eso, que son tan vistosos
que causa hechizo mirarles.
Sombreros de larga falda, 215
con retorcidos plumajes,
anchas valonas caídas
sobre los coletos de ante.
Ya capotillos airosos
ferreruelos y gabanes: 220
ya capas de inmenso vuelo
que hasta sus espuelas caen.
Botas de fieltro con vueltas,
en casi la mayor parte;
y medias de mil colores 225
lazos, cintas, alamares:
cruces de ser caballeros,
a medio codo los guantes,
y asomando por el cinto
del puño los gavilanes, 230
todo esto da a los hidalgos
cumplido y marcial realce.
Las camisolas rizadas,
de las damas, los encajes
de las golas, que en cañones 235
sin que su cuello embaracen
forman un blanco dosel
en que sus rizos descansen,
que en trenzas cortas les cuelgan
partidos en dos mitades; 240
jubones acuchillados,
petos de punta adelante
sendas sayas de Cambray,
tocas tan largas que arrastren,
negras porque entre ellas más 245
su blanca color resalte,
completan de aquella escena,
el movimiento incansable,
y del cuadro pintoresco
el mágico paisaje. 250
La campana de la ermita
da las seis. Luces errantes
van de pronto apareciendo,
entre los verdes ramajes
de los troncos populosos, 255
de que cuelgan los cristales
de los pintados faroles
que las luminarias traen.
Puéblase el campo de luces,
y el crepúsculo agradable 260
va enmarañando las sombras
porque alumbren más brillantes.
De pronto se oyen ruidosos,
confusos gritos mezclarse,
y un eco formaron ronco 265
que turbó la paz del valle,
«¡Fuego! ¡Fuego!» -Otras cien voces
lo repitieron distantes.
La campana de la ermita
tocó a rebato; y voraces 270
poco después ya las llamas
sobre la techumbre salen.
En aquel punto, cruzaban
tan cerca de sus umbrales,
las dos damas, que por fuerza, 275
bajo sus mismos pilares
el gentío que avanzaba,
las obligó a refugiarse.
A poco tiempo, observaron
que un doncel de buen semblante, 280
mozo en años, bien dispuesto,
vigoroso, atento, y ágil,
una mujer desmayada
sobre sus hombros de Adlante
sostenía, procurando, 285
cual rauda y velera nave
que rompe las rudas ondas
de los tormentosos mares,
traspasar aquel tropel
de la turba innumerable. 290
Le vio Lucrecia al pasar;
y creyendo desmayarse
apoyó en su tierna amiga
la pálida sien. -«¡Ah! ¡infame!»
(Gritó con furia.) ¿Le ves? 295
¡Es Federico!… ¡Es su amante
sin duda! -Es verdad; es tu hijo.
-¡No, Camila; no le llames
hijo mío! -¿Cómo no?
-¡Cómo es hijo de otros padres! 300
¡Mas ah! sigamos sus pasos,
si no quieres que me mate
el pesar: que ya sabrás
historias ¡ay! que te pasmen.

– II –
Don Juan, don Luis, ¿qué he de hacer? 305
Aconsejadme por Dios;
si amigos me sois los dos
ampararme es un deber.
-Federico, bien seguro
de nuestra amistad os veis; 310
y pruebas grandes tenéis
de que es franca: os aseguro,
que mi opinión es volverla
a sus padres, y aliviar
de esta manera el pesar 315
que habrán sentido en perderla.
-Lo mismo imagino yo.
-Don Luis, en vano. -¿Por qué?
-Mil cosas la pregunté
y a nada me respondió. 320
Llegando a tanto el dolor
de la infelice señora,
que a un nuevo desmayo ahora
quedó rendida, y mayor.
-Pero, ¿y nada habéis sabido 325
de sus padres? -No, don Juan.
-¿Ni averiguó vuestro afán
tampoco donde ha vivido?
-Ni aun ella misma lo sabe,
pues es aquí forastera: 330
ayer llegó. -¡Quién pudiera
remediar lance tan grave!
-Lo que sí puedo deciros,
que postrada al accidente
hablaba lánguidamente 335
entre quejas y suspiros;
y sea delirio, o sea
que en él pensaba, ¡ay de mí!
Dos veces, «Guevara» oí,
y después «Lope de Urrea.» 340
-Un don Gonzalo Guevara
servía en mi regimiento.
-Guevaras conozco ciento.
Esto el empeño no aclara.
-El caso es que una doncella 345
joven hermosa y honrada,
se encuentra en una posada;
y un mozo, y doncel con ella.
Y que es tan fácil manchar
de la honra el limpio crisol, 350
como difícil al Sol
su lumbre hermosa apagar.
Mi edad, mi genio vehemente,
y aun mi marcial profesión,
darán mayor ocasión 355
a ese vulgo maldiciente.
En fin que si aquí se hospeda
dirán la dejo afrentada:
y que su fama de honrada
sobre mi lecho se queda. 360
-Si no sabéis donde mora,
ni si tiene deudo o padre,
¿qué otro medio habrá que os cuadre?
-Eso es lo que el alma ignora.
-Y aunque la llevarais ya 365
a encomendarla al Mayor
de nuestros tercios, su honor
no por eso ganará.
Pues no será menos cierto
que en vuestro lecho durmió, 370
y que un Doctor la sangró.
-¡Gracias a él que no haya muerto!
¡Mas ah! debí preferir
que expirase… -¡No, no amigo!
-A que la viese un testigo… 375
-Un testigo, que a decir
la verdad, sólo dirá,
que os vio asistirla en efeto,
y que le admiró el respeto
con que la hablasteis. -¡Quizá! 380
Mas, confesad fue imprudencia.
¿No es verdad, don Luis? -Yo no
la tengo por tal. -Ni yo;
si no precisa asistencia,
fue entonces imprudente acaso 385
quien por salvar una dama
desmayada, entre la llama
se abrió con valor el paso,
con tal riesgo de su vida,
que aunque la ayudó tan luego, 390
¿quedó ceniza del fuego
su toca ya consumida?
-¡Es verdad: don Juan, don Luis
cual mi dolor consoláis!
¿Mi proceder disculpáis? 395
-Sin razón os afligís.
¿Largo tiempo no estuvimos
junto a la ermita esperando
que la vendrían buscando,
hasta que al fin, conocimos 400
que era exponerla a la muerte
prolongar ya mayor rato
el convulsivo arrebato,
de un parasismo tan fuerte
pues si todo esto es verdad, 405
vivid con ella tranquilo;
que en prestarla un noble asilo
no afrentáis su calidad.
Y además, sin que esto pase
ni aun a consejo siquiera; 410
y si tanto os condoliera
que su honor se mancillase,
bien sabéis por cosa llana
que hay reparación vistosa,
con llamarla vuestra esposa: 415
Federico, hasta mañana.

– III –
Son las diez del otro día,
y aún el rumor de la fiesta
se escucha del Manzanares,
en las frondosas riberas. 420
Mas ya la gente cansada
de pasar la noche en vela,
mustia, ojerosa, y rendida,
forma dos anchas hileras
al retirarse en tropel 425
por el largo de la cuesta,
que por nombre inmemorial
se llama la de la Vega;
donde el cubo ennegrecido
de un corto lienzo de almena 430
la imagen de aquella virgen
soberana representa,
que ahuyentó de la morisma
las escuadras altaneras.
La ermita del Santo, está 435
casi la mitad por tierra;
Y aún las quemadas paredes
en los montones humean.
Junto a los negros escombros,
solos dos hombres pasean; 440
y alguna vez sus miradas
entre furiosas y tiernas,
se clavan por un momento
en aquel montón de piedras,
cual si pensaran hallar 445
alguna reliquia entre ellas.
El traje que visten, es,
de personas de gran cuenta,
según dicen los aromas
de sus guantes y melenas, 450
y según reluce el oro
de los pinchos de su espuela.
Ancianos son; y uno de ellos
acaso demás lo sea,
pues el peso de los años, 455
rinde su blanca cabeza,
que escasa de nobles canas
sobre el coleto se asienta,
hasta que impide la barba
que más adelante venga; 460
semejando un tronco añoso
que ha encorvado la tormenta.
El otro es fiero y erguido,
y su porte y gentileza
desmiente el rugoso sello 465
de su frente macilenta.
Altivo levanta el rostro
como haciendo alarde muestra
de dos ojos, que aunque ocultos
bajo sus pobladas cejas, 470
fingen dos vivos volcanes,
que entre nieve centellean.
Azules son, por formar
armonía más perfecta
con la color sonrosada 475
de sus mejillas aún frescas.
Dos horas van de silencio,
y dos horas que no cesan,
de recorrer los escombros,
y de mirar sus arenas; 480
y en tan rara suspensión
ignoro cuanto estuvieran,
a no llegar un soldado
y entrégales una esquela.
El más anciano, leyó, 485
del sobre escrito las señas.
«De una amiga, a don Gonzalo
de Guevara, Artel y Urrea.»
Recorrió con avidez
las breves líneas que encierra; 490
prosiguió de esta manera.
«El ser Urreas los dos
me hizo tomar la licencia
de ver la carta, sin ver
que a don Gonzalo es la muestra, 495
pero me huelgo ser ya
quien os dé tan buenas nuevas,
y exijo de vos albricias
por las que a mi parte quepan.
Vive Eloísa. -¡Es posible! 500
-Con un doncel se aposenta;
y aseguran que la trata,
con respeto y con decencia.
-Ah señor, dejad al menos
que alguna lágrima viertan 505
estos ojos, ya que tantas
mi fiel corazón anegan.
Gracias, mil gracias os doy.
¡Quién duda de Dios blasfema!
-¡Sí, don Gonzalo; no falta 510
al triste la Providencia!
Ahora preparad el alma,
don Gonzalo, toda entera,
para aposentar su dicha,
y aun dudo que la contenga. 515
¿Conocéis una señora
de Sevilla? -¡Ah… sí! -¿Lucrecia?
-Ese es su nombre, don Lope.
¿Y esta carta? -Es cierto, es de ella.
-Dadme. -Tomad, y advertid 520
si es vuestra dicha completa.
-¿Cómo? ¡Mi hijo! ¡mi hijo amado,
me prometen que le vea,
y que hoy mismo, entre mis brazos
le estrecharé con terneza! 525
Corramos, señor, corramos,
porque temo de mi estrella
según fue siempre enemiga,
que dejó de serme adversa
porque al darme un desengaño 530
me mate así más apriesa.
Este hijo amado, fue el fruto
de mis pasiones primeras;
el que he llorado perdido
desde que nació a la tierra: 535
¡cuyo recuerdo alentaba
mi entusiasmo en la pelea;
por quien estimaba tanto
mis títulos y riquezas!
Como era hijo natural, 540
me instaba aun más la conciencia
a que pagase en el hijo,
lo que le resté por deuda
a su madre, en no elegirla
por mi esposa, y compañera. 545
Mas ya sabéis se terció
de mi amor en competencia
aquel alférez francés;
y aunque se quedó en sospechas,
para un hombre como yo 550
bastaba sólo tenerlas.
Cesaron nuestros amores,
partiose altiva y resuelta
aquella mujer llevando
el fruto de nuestras penas, 555
sentida en que la ofendí
cuando dudé de quién era.
Y aunque después procuré,
sin excusar diligencias,
averiguar su retiro, 560
se ocultó de tal manera
que aun me ha dejado, ¡ah cruel!
ignorar de su existencia.
Llegando a tan alto punto
su energía o su soberbia, 565
que algunas cuantiosas sumas
que giré sobre Venecia
(pues sospeché que en su patria
acaso algún deudo tenga,)
a su nombre, con el fin 570
de prevenir su miseria
a favor de un Federico
he sabido dejó impuestas
en el banco, y sin tocar
ni un escudo de las letras. 575
¡Y acaso ese Federico
será la perdida prenda
de un amor que quince inviernos
en mi corazón no hielan!
Don Lope no creo en esto 580
que vuestro respeto ofenda,
pues de caberos mancilla,
me cabría a mí la mesma.
Dígolo porque ya somos
deudos los dos tan de cerca, 585
como lo está el que es esposo
de la inocente hija vuestra.
Que aunque no hace un sol cumplido
que nos enlazó la iglesia,
y aunque a poco de ser mía, 590
nos sucedió su tragedia;
corre ya vuestro apellido
con el mío de mi cuenta.
-Don Gonzalo, vanas son
aquí excusas ni protestas. 595
No puede extrañarle a un padre
de otro padre la flaqueza;
y yo por mí, os aseguro
que en extremo me interesa
hagáis legítimo al hijo, 600
por acallar la conciencia.
-¿Y Eloísa que dirá?
-Es mi sangre. -¡Que grandeza!»
A largo paso subieron
del Alcázar por la senda 605
que cruza el campo del Moro
al cubo de la Almudena.

– IV –
Perdón, Señora, perdón.
-¿Por qué no me ha herido un rayo
si el volver de mi desmayo 610
es por ver mi perdición?
Caballero fementido…
-Señora. -De ruin linaje;
¡no valía tu hospedaje
mi pobre honor que has perdido! 615
Dejárasme allí morir,
inocente y desdichada:
¡porque vivir afrentada,
me es imposible vivir!
¡Noble hazaña de un león, 620
esperar a que durmiera
la tierna y blanca cordera
para herir su corazón!
¡Ay de mí! ¿sabes quién soy,
y que esta pobre mujer, 625
la más venturosa ayer
es la más infeliz hoy?
-Nada sé, sino que os vi:
y en mal hora debió ser
pues en tus ojos ayer 630
alma y sentidos perdí.
¡La soledad, el secreto,
tu hermosura y la ocasión
triunfaron de un corazón,
que era noble, lo prometo! 635
¡Pero fue débil contigo,
por mengua y desdicha mía;
mi conducta ha sido impía,
y yo también la maldigo!
Y si deseas vengar 640
la amargura de tus penas,
con la sangre de mis venas
yo te la quiero comprar.
¡Mas si otro remedio alcanza,
que yo tendré a gran favor, 645
concédeme de tu amor
la lisonjera esperanza!
Mi vida te sacrifico;
a tus pies quiero expirar
si rehúsas perdonar 650
a un esposo en Federico.
-¡Imposible! ¡ah! ¡desdichado!
-Soy aunque hijo natural,
caballero principal
que en la lid me he conquistado 655
un nombre que no tenía,
y un blasón en mi cuartel;
¡en cuanto a adorarte fiel
no haré mucho, hermosa mía!
Respóndeme; ¡sí, por Dios! 660
¿Quieres seguirme al altar?
-¡Cielos! ¿No oíste llamar?
-Un golpe han dado: ahora dos.
-Ya suben. Pienso que sí:
¡y aún de armas se escucha el ruido! 665
-¡Cielos! ¡Él! -¿Quién? -¡Mi marido!
-¡Su marido! ¡La perdí!

– V –
Lucrecia, Señora, os digo
que me aterra vuestra vista:
¡que sois el ángel del mal 670
que se goza en mis desdichas!
-Federico, cesa, cesa,
que te enfurecen tus iras;
y el hacer llorar un alma
tan débil como la mía, 675
no es de tu buen corazón
empresa gloriosa y digna.
-¿Pero qué te hice, mujer
para que así me persigas?
¿Por qué te gozas en ver 680
que he perdido mi Eloísa?
Y lo que es más, ¿por qué fuiste
tan cruel, tan mi enemiga,
que el que lo avisó a su esposo
fuiste, señora, tú misma? 685
¿Eras tú la que por madre
me hiciste adorar un día?
¿La que los sueños dichosos
de mi inocencia tranquila,
llorando junto a mi cuna, 690
en amorosa vigilia
guardabas con tierno afán,
temerosa por mi vida?
¿Fuiste tú la que en tus brazos
entre amorosas caricias 695
puras, porque entonces lo eran
las que yo te merecía,
hiciste apuntar el bozo,
con tus hermosas sonrisas
sobre mis labios de niño 700
que tu nombre bendecían?
¡No, no eres tú, por desgracia,
la sensible y dulce amiga
que gravó en mi corazón
de la virtud las semillas! 705
¡Sin duda que sueños son
de mi loca fantasía,
aquellos tiempos perdidos
de tan sublimes delicias!
Que como sueños felices 710
tan brevemente se olvidan;
y como en la edad del niño
la ilusión todo lo anima;
por eso el que la recuerda
la recuerda tan divina, 715
mas no puede asegurar
si fue verdad o mentira.
-¡Federico, ah! Federico;
no sabes cuánto lastiman
el alma de una mujer 720
las quejas de la injusticia.
Todos esos que recuerdas
sueños de glorias perdidas,
fueron verdad, como son
verdaderas tus perfidias. 725
Si gozas en que otra vez
los azares te repita
de mi historia desdichado,
gózate pues en oírla.
Sabes que noble nací, 730
mas los cielos de Sevilla
dieron un alma de fuego
en el cuerpo de una niña.
Las guerras de Flandes, fueron
pronta ocasión de mi ruina, 735
pues me robaron mi padre.
Huérfana, pobre, sin guía,
entregué mi corazón
a la ventura. Benigna
dispuso entonces mi estrella, 740
que fuese un hombre de estima,
don Gonzalo de Guevara
y Urrea, en la infantería
española capitán,
quien con honrosa hidalguía 745
de mí se compadeciese
alzándome tan arriba,
que ya iba a hacerme su esposa
aunque para él tan indigna.
Celos injustos causaron 750
desazones imprevistas;
y el orgullo en las mujeres,
que es planta que no se inclina
cuando injustamente hollado
por tierra se les derriba, 755
me decidió a separarme
de sus recelos sentida,
aunque era madre, y aunque era
aquella ocasión propicia,
para esperar que su mano 760
legitimase cumplida
el fruto de unos amores
que dieron flor entre espinas.
-Lucrecia, Lucrecia, y bien,
¿soy yo ese hijo? ¡ah! No prosigas 765
sin descifrarme aquí mismo
tan interesante enigma.
-Ofrezco decirlo, sí.
-Pues a que aguardas remisa.
Una palabra te basta, 770
una sola: ¡dila!… ¡dila!
-¡Federico! -¡Ya conozco
que no lo soy! ¡No querría
una madre ver el ansia
que mi pecho martiriza! 775
Estas lágrimas ardientes
en su seno caerían,
y ahogaran su triste voz.
¡Oh! ¡que el cielo te maldiga!
-¡Maldecirme! ¿por tu boca? 780
Esa sentencia retira,
¡por Dios! ¡por mí, Federico!
¡Por tu madre! -¿Me suplicas?
¡Sí: levanta: ha sido injusta
mi cólera; ha sido impía! 785
¡Yo maldecirte! ¡Jamás!
Mas consiente me despida.
-Espera. -¡Esperar! ¿lo mandas?
Obedezco todavía:
porque no he de darte causa 790
para que ingrato me digas;
y porque la vez postrera
ha de ser… Toma una silla.
-No intento cansarte más
con mis querellas prolijas; 795
ni con engaños tampoco
merecer tu idolatría.
¡No soy tu madre! -¡Ah! ¡Lucrecia!
-Por esto no soy indigna
ni me avergüenzo tampoco 800
del cariño que me inspiras.
Yo he besado tus melenas
cuando en mis brazos dormías,
y han calentado mis ayes
tus macilentas mejillas. 805
Yo me he gozado en formar
tu generosa alma altiva,
y en fecundar tus talentos
con todo cuanto sabía.
Tú has sido mi amor, mi orgullo; 810
y el que fueses maravilla
de otras madres, el anhelo
que mis sueños embebía.
Con la edad y con los años
que ocasionan la malicia, 815
juzgué que era más que amor
mi maternal simpatía.
Temí sondar en el alma
la oculta y tremenda herida
recelosa de encontrar 820
añejo el mal que la excita.
Sí, Federico, mi afán,
era un amor que encubría
bajo el velo de la madre
una pasión homicida. 825
Tú eras libre; mi esperanza
por no morir tan aprisa
esperó, y siguió esperando,
hasta aquella de agonía
noche horrenda, en que te huiste 830
de mi casa, y en las filas
de los tercios españoles
que en Italia combatían,
te enganchaste; ¡prefiriendo
la muerte atroz en la liza, 835
al amor de una mujer
que por tu madre tenías!
Si la razón saber quieres
de hallarte en mi compañía,
fue morírseme aquel hijo 840
en cuyos ojos vivía;
y procurando calmar
mi pesadumbre excesiva
tu madre. -¿Mi madre? -Sí.
Pobre, aunque honesta y sencilla, 845
casada con un soldado
muerto en las guerras de Hungría.
-¡Padre mío! ¡Ah! sí, Lucrecia,
sólo nombrarlos me alivia.
¡Lucrecia! ¡Dios poderoso 850
por su memoria os bendiga,
y por el bien que causáis
al huérfano! -¡Se moría
vuestra madre, y preveyiendo
en mis ojos que os pedían, 855
para consuelo en mis penas,
os colocó en mis rodillas,
y a poco expiró! -¡Ah! ¡mi madre!
¡Yo buscaré tus cenizas!
-Fueron tan fácil remedio 860
a tornarme la alegría
tus inocentes cariños
que ocultando no existía
mi propio hijo, en su lugar
te hice pasar a la vista 865
del mundo; creyendo ya
que la fama ilustre, antigua,
los títulos y riquezas
del de Urrea, servirían
más tarde a recompensar 870
el mucho bien que me hacías.
Cuando sospeché mi amor,
dejé de darle noticias
de tu existencia, pues ya
fuera infame la falsía. 875
Ahora que ya mi relato
y tu impaciencia terminan,
quiero prevenir excusas
aunque tú no las admitas.
Supe que a Madrid, los tercios 880
de Italia al fin se volvían,
y por gozarme otra vez
en tu frente peregrina,
vine a la corte también.
Del santo la romería, 885
me hizo ver tu noble arrojo
con la dama de la ermita;
seguí tus pasos celosa…
Y aquella carta fue escrita.
Mas pesándome después 890
de que mi mano te aflija,
a don Gonzalo añadí
que a su hijo en Madrid vería.
-Cómo ¿juzgasteis, señora,
que ayudara a una perfidia? 895
-¡Ahora no, porque ya sabes
que su sangre no te anima;
antes sí, porque jamás
juzgué que tanto sabrías!
-¿Tenéis que decirme más? 900
-Que si a matarme no aspiras,
le prometas un recuerdo,
y una lágrima perdida
a la más triste mujer,
que a tu amor se sacrifica. 905
-¡Una lágrima!… ¡un recuerdo!
Sí, Lucrecia, mientras viva.

– VI –
-Don Lope, demandas tales,
entre buenos caballeros
sólo a las armas se dejan. 910
-Razón tenéis, lo confieso.
-Caviloso vais, señor.
-Pues no es por falta de aliento,
que os fío de mí, dejaros
bien airoso en el empeño. 915
Y aun a deciros verdad,
jamás he salido a un duelo
haciendo el triste papel
de padrino o de tercero.
Y sabéis lo que he pensado 920
que dos a dos batallemos,
si no desaíra el contrario
el medirse con un viejo.
¡Que hasta eso alcanzan los años,
y es que a cuenta del respeto 925
por flacos nos desestimen
esos bisoños mancebos!
-Por parte de Federico
¿quién es el padrino? -Entiendo
que un don Juan de Castañeda. 930
-Sí, un alférez de los tercios.
-Muy su amigo, y según dicen
sabedor de sus excesos.
-Basta esa razón y sobra
para quitarle de enmedio. 935
-Os juro por esta cruz
del hábito, que en mi pecho
está mostrando, que nunca
he quebrado un juramento,
que de solo a solo, a cuantos 940
conocieren del suceso
he de sacar a campaña
hasta contarles por muertos.
¡Qué, vivo yo, no dirán
que hay voces que escuchar temo 945
porque me pueden poner
mi baldón de manifiesto!
Por vuestra parte, don Lope,
habéis quedado bien puesto,
tomando tan sobre vos 950
de mi venganza el acierto.
Y lo que estimo, de más
a todo encarecimiento,
es de mi esposa Eloísa
el proceder tan sincero 955
en confesaros ingenua,
su vergüenza y vilipendio;
y de la grandeza vuestra
el generoso consejo
de enviarla entre mis brazos 960
a llorar sus sentimientos.
Si no la quisiera aún más,
tendríame yo por menos,
en no saber lo que vale
tan puro desprendimiento 965
de sí misma, en exponerse
a mi odio y menosprecio,
por no dejar de ser franca
con el que eligió por dueño.
Vamos al campo, don Lope, 970
que me aguijan los deseos
de lavar con sangre infame
tan villanos desaciertos.
-Muchas veces he pensado
que en el honor no era cuerdo, 975
ni de sus leyes sabía
quién lo fió a los ajenos.
Pues basta una lengua impura
para afrentar nobles pechos;
y un traidor para acabar 980
con el honor más entero.
Pudiendo mas la falsía,
la ocasión, y el fingimiento,
la injusticia, en fin, que puede
un corazón siempre recto. 985
-Vamos al campo, don Lope;
que acaso tarde llegamos.
-Cortárame entrambas piernas,
según me sirven de peso.
Este don Gonzalo es ya 990
el prado de Recoletos.
-¿Y no advertís que dos sombras
se pasean a lo lejos?
¡Ellos serán, según late
mi corazón! -Sí, son ellos. 995
Acercáronse, y los hombres
que esperaban encubiertos.
Se aproximaron también
para acortar los rodeos.
Sus cortesanos saludos 1000
fueron breves, y en silencio.
Concertaron dos a dos
el desafío, y resueltos
desenvainaron los cuatro
los fulminantes aceros. 1005
A los primeros fendientes
que retumbaron los ecos,
escuchan varias pisadas
presurosas a su encuentro,
y dos damas encubiertas 1010
con las tocas hasta el suelo
-por medio de las espadas,
ligeras se interpusieron.
Dicen si vio Federico
al través del manto espeso, 1015
los ojos de una mujer
que ama y aborrece a un tiempo:
lo que no le queda duda
fue que en ademanes tiernos
explicó frases cortadas 1020
a don Gonzalo en secreto,
que de su rabia furiosa
los ímpetus detuvieron.
Siguiose un corto coloquio;
despareció la del velo; 1025
habló después don Gonzalo
a don Lope con misterio,
y a poco se adelantaron
a sus rivales suspensos.
«Federico,» prorrumpió, 1030
con entrecortado aliento
el capitán, «imposible
es que el lance terminemos.
El ofendido fui yo;
yo me doy por satisfecho. 1035
Que no excusará un delito
otro mayor y más fiero.
¡Acaso pronto sepáis
el delito horrible, inmenso,
que por ser en daño mío 1040
os consintió el alto cielo!
-Mirad que un error… presumo…
si os engañan. -No, no puedo
en sangre propia saciar
la sed de mi enojo ciego. 1045
Y por ahora, basta. Adiós.
¡Que aun, otra vez nos veremos!
-¡Quiera Dios, (dijo a don Juan
el buen Federico, al verlos
alejarse) que aquí no haya, 1050
algún peligroso enredo!
Y de deberse aclarar
más tarde, ¡pardiez que siento
no haber muerto ya a sus manos,
porque sé que lo merezco!» 1055
Calló don Juan, y dejaron
después el Prado desierto.
Aún no serían las cuatro,
pues aún no iba amaneciendo.

– VII –
Sigamos en su carrera 1060
a las presurosas damas,
que cual raudos torbellinos
cruzan con rápida planta
el Prado de Recoletos,
y la calle extensa y ancha 1065
que atraviesa por el Carmen,
y que comunica entrada
a la otra bien conocida
del Caballero de Gracia.
En frente del oratorio 1070
que a su imagen se consagra,
se detuvieron mirando
los jeroglíficos y armas
que aparecían pintados
en la pared de la casa. 1075
Sin duda se aseguraron
de sus temores entrambas,
y convencidas de que era
aquella la que buscaban,
entraron en el portal 1080
con entera confianza.
Ricas alfombras, tapices
adornan la hermosa sala
a donde pasar las hizo
un criado sin tardanza. 1085
Que en aquel tiempo dichoso,
aún los criados usaban
fino agasajo y buen modo,
con sólo ver tocas largas.
Su nombre las preguntó 1090
con humildad cortesana,
o de su visita el fin.
Aparecieron turbadas,
sin saber que responderle:
mas le replicó en voz baja, 1095
una de ellas: «Si excusando
el ser aún tan de mañana,
podría doña Eloísa
Urrea Urtel y Guevara,
dar audiencia a dos señoras, 1100
sobre un lance de importancia.»
Apenas el paje oyó
la suplicante demanda,
se retiró; y en el tiempo
que ocasionó su tardanza, 1105
entre sí con voz medrosa
cambiaron estas palabras.
«¿Qué intentas? -¿No lo adivinas?
Federico sabes la ama
con delirio. -¿Y bien? -Y sabes, 1110
que es tan loca su arrogancia
que aunque se lo he suplicado
de rodilla, ante sus plantas,
y he abrasado sus dos manos
con el fuego de mis lágrimas, 1115
jamás quiso consentir
en dar remedio a las ansias
de don Gonzalo, fingiendo
que es el hijo que idolatra.
Mucho más, cuando su vida 1120
en riesgo inminente estaba
por el desafío a muerte
que exigió para venganza
de su honor, el don Gonzalo,
y que yo impedí con maña. 1125
-¡Con efecto, a Federico
la muerte poco le espanta
ni aun con tenerla tan cerca
y su dicha tan lejana!»
Volvió el paje, y las condujo 1130
pasando muchas estancias
a un gabinete ochavado,
rico en pinturas y estatuas
de los más diestros artistas
de Roma, Flandes, y España. 1135
En un sillón de respaldo
está Eloísa sentada;
las acogió sin cumplido,
con nobleza y elegancia.
Acercó el paje dos sillas, 1140
cerró la puerta dorada,
y sus velos levantaron
las misteriosas tapadas.
Un rato hablaron sus ojos,
en un momento de pausa, 1145
en que recíprocamente
escudriñaron sus gracias;
no de otra suerte, que atento
antes de entrar en campaña
un buen general, calcula 1150
sus fuerzas y las contrarias.
Rompió el silencio Lucrecia
con voz trémula aunque clara.
«La licencia perdonad,
bella Eloísa; y la causa 1155
de la molestia, disculpe
nuestra libertad extraña.
-Nada tengo que excusaros.
-Venir tan de madrugada
es doble incomodidad 1160
que nos disgusta, y enfada
teneros que ocasionar:
mas el honor no repara.
-Señora, os ruego que habléis,
y advirtáis que no me cansa 1165
vuestra amable compañía;
antes bien, sin que esto valga
por lisonja, pues no sé
lo que son lisonjas vanas,
tan sentida es vuestra voz 1170
y penetra tanto el alma,
acaso porque los tristes
se adivinan en el habla
que os aseguro que encuentro
cierto alivio en escucharla. 1175
En cuanto a ser importunas
por venir antes del alba,
nunca es pronto para aquella
que en la noche no descansa,
y que ve rayar sus luces 1180
sollozando y desvelada;
¡y deja el lecho desierto,
y en este sillón la aguarda!
Mas decidme a que venís,
que las horas van con alas. 1185
-¡Sí; un momento que se pierda
puede hacernos mucha falta!
Don Gonzalo, vuestro esposo…
-¡Cielos! ¡alguna desgracia!
-Hermosa Eloísa, no; 1190
por ahora no temáis nada;
aunque no ha muchos momentos
que en un desafío. -¡Ah! ¡infausta
y enemiga suerte mía!
-Sus fulminantes espadas 1195
pudo suspender a tiempo
mi constante vigilancia.
Mas acaso nuevamente
los enemigos se aplazan.
Si vos no favorecéis 1200
mis intentos. -Sí, me basta
para ayudarlos, saber
que de mi esposo se trata.
-Vos, Eloísa, ¿ignoráis
de una dama sevillana 1205
sus primeros amoríos?
-Sí; los sé. -¡Tú eres! -Acaba.
-El arbitrio que encontré
para derrocar su saña,
fue hacerle creer que el hijo 1210
por quien en sueños rezaba,
era el mismo a quien quizá
rasgaría las entrañas
en aquel sangriento duelo
a que feroz se lanzaba. 1215
-¿Mas di, es su hijo? ¿Lo es, Lucrecia?
-Eloísa, no. -¿Me engañas?
-¡Os lo juro por su vida
ante la imagen de plata
que lleváis de ese collar 1220
pendiente de la garganta!
¡Murió nuestro hijo! Ese joven
no pertenece a su raza.
-¿Y cual será el resultado
de ayudar esta falacia? 1225
-Sólo el que vos consintáis
en que con él se repartan
algún día vuestros bienes
como herencia necesaria;
ese todo el mal será. 1230
Los bienes, que en quieta holganza
podáis del hidalgo esposo
al besar las nobles canas,
gozaros era que vos sois
el ángel que se las guarda. 1235
¡Poder estrechar sus manos
sin mirar las rojas manchas,
que de un torpe asesinato
y sacrilegio resaltan!
-Sí, consiento: en todo, en todo. 1240
Ahora bien, decidme franca,
qué debo hacer. -Escuchadme.
El joven os idolatra,
una orden vuestra será
para él religiosa y santa. 1245
Mandadle que no declare
jamás su nombre o su patria,
y que consienta en pasar
por aquel hijo que aguarda
con tanto afán don Gonzalo, 1250
y que nunca el pobre abraza.
Se lo he suplicado yo,
y lo tuvo por infamia.
Si vos no lográis rendirle,
y en su error le desengaña. 1255
-¡Morirán, sí morirán!
Comprendo su encoco y rabia.
¿Y ese joven tan restado
que ni aun la muerte le arrastra
a confesarse por su hijo, 1260
quién es que tan ciego acata
la voz de una mujer triste?
-Decidme, ¿tenéis constancia,
para saberlo? -¡Lucrecia!
-¿Generosidad os falta 1265
para perdonarle? -¡Ah! ¡Es él!
Perdonarle nunca. Basta.
-¿Lo hablaréis? -No. -¡Por piedad,
por vuestro esposo! -¡Ah! ¡inhumana!
-¡Por vuestra padre! -¿También 1270
por su vida me amenazas?
-Padrino ha sido en el duelo,
y… -¡Ah! ¡Lucrecia tú me matas!
¡Morir mi esposo, mi padre!
-Una voz tuya los salva. 1275
-Sí, que venga Federico.
-¡Dios bendiga virtud tanta!

– VIII –
-Volved, Federico, en vos.
-¿Estabais aquí, don Luis?
-Cuando ahora lo advertís, 1280
turbado estáis, vive Dios.
¿Qué hechizos habéis bebido
en esa cita de amores?
-Fuera de burlas, señores,
que no habléis en eso os pido. 1285
-¡Veis, don Juan, qué aire tan serio!
-Ni es cita, ni fue de amor,
sino un empeño de honor,
en el que guardo misterio.
-¿Qué hay de vuestro desafío 1290
con el señor capitán?
-Por ahora nada, don Juan.
Descansad amigo mío,
que cuidaré de buscaros
en caso de no ajustarse 1295
nuestras penas. -En matarse
no se anda nunca en reparos.
A fe de Luis, que en lugar
de andarme con esos plazos,
a fuerza de cintarazos 1300
yo lo había de zanjar.
¿Han llamado? -Sí, han llamado.
-¿Esperáis a alguien? -Sí espero.
Hablar a un amigo, quiero
de un asunto reservado. 1305
-Según eso, ¿os vendrá bien
que el sitio desalojemos?
-Después, don Juan, nos veremos.
Por aquí, que si no os ven.
-¿Casa tenéis de dos puertas? 1310
Pues no es buena de guardar.
-No tengo que recatar,
por eso están siempre abiertas.»
Por la una juntos salieron
los amigos que le hablaban; 1315
y por la otra puerta entraban
los que a la sazón vinieron.
Era una dama galana,
y un caballero embozado;
don Gonzalo y a su lado 1320
Lucrecia la sevillana.
Imperceptible sonrisa
sobre sus labios notó
Federico, y recordó
su cita con Eloísa. 1325
Y a su memoria trayendo
lo que le exigió llorando,
está en el alma buscando
valor para entrar fingiendo.
-«Federico, ya sabrás 1330
por Lucrecia que es tu madre.
¡Que soy tu infelice padre!
¡Infelice por demás!»
Lucrecia al ver su tardanza
en responder, se pasó 1335
a su lado, y murmuró
«¿Y Eloísa? ¿Y su esperanza?
-Sí, señor, todo lo sé.»
Replicó el joven resuelto,
de su asombro apenas vuelto. 1340
-«¡Olvido y perdón! -Si a fe.
-Tú que cuentas pocos años,
aprende en mi larga edad
lo que amarga la verdad
de tremendos desengaños. 1345
Procura siempre enfrenar
de tus pasiones el vuelo:
¡aprende en mi desconsuelo
lo que hacen ellas penar!
Mira esta pobre mujer: 1350
en premio de que me amó,
mi orgullo la abandonó
con mengua de mi deber.
¡El ser padre que en la tierra
dicen que es el bien mejor, 1355
es el tormento mayor,
para el que oculto lo encierra
en su pecho, sin nombrar
nunca al hijo idolatrado;
porque no halla un nombre honrado 1360
con que poderle llamar!
¡Quién la virtud menosprecia
quién no acata su decoro
lo paga en eterno lloro!
¡Ya lo ves en mí y Lucrecia! 1365
En fin hijo, que por hoy
ya este nombre te he de dar,
para después olvidar
hasta el nombre que te doy:
¡Tú has castigado mi error, 1370
con el suplicio más fiero:
yo te le negué primero,
tú me has quitado el honor!
¡Parte, parte a extraños mares;
pero llévate al partir, 1375
el consuelo de decir,
te perdono mis pesares!
¡Llévate mi corazón
pues por más que te acrimino,
a ti me inclina el destino: 1380
llévate mi bendición!
-Señor, mirad no debéis…
-Joven, le dijo Lucrecia,
sabéis cuán bella es Venecia,
a Venecia partiréis. 1385
Pingües rentas de sus bienes
os darán cómoda holganza.
-Sí partiré sin tardanza.
Bien, Señora, lo previenes.
-¿Con la condición precisa 1390
de no vernos nunca más?
-Sí señor. -¿Nunca? -¡Jamás!
¡Te he obedecido, Eloísa!»
Los tres un grupo formaron
con sus brazos al ceñirse; 1395
y sin un Adiós decirse
los tres al fin se apartaron.

– IX –
¡Camila; somos felices!
¡Va a partir! ¿Pero qué tienes?
¡Habla, Camila; tu rostro 1400
tan pálido me estremece!
-Apenas saliste, un paje
me ha entregado este billete.
-¿Tan a deshora? ¡Dios mío!
-Me repitió varias veces 1405
que era urgentísimo. -¡Ay! triste.
«Sabréis», (no acierto a leerle,)
«que todo está descubierto.»
¡Virgen del dolor valedme!
«Mi padre tuvo noticias 1410
de que estuvisteis a verme:
me oyó hablar con Federico,
oculto en mi gabinete.
Eloísa, hija del alma,
me dijo con voz solemne, 1415
¡Dios no permite una infamia
aun salvando a un inocente;
mucho menos por salvar
un seductor vil y aleve!
Sin duda a matarle van 1420
pues requirió de repente,
su tizona de dos filos,
la de los duelos de muerte.
¡Me deja encerrada y sola,
si vos no habéis de valerme, 1425
sólo rezar y gemir
la triste Eloísa puede!»
¡Corramos; Camila a Dios!
La abrazó ardorosamente;
-¡Lucrecia! -¡Mis bienes tuyos 1430
serán… Adiós… Para siempre!
-¡Espera! -¡Vivir no espero,
si mi Federico muere!
Partió frenética al punto,
y la siguió velozmente 1435
la sollozante Camila,
que como a madre la quiere.
La cuesta del Buen Retiro
suben con pasos tan leves,
que si pisan es tan poco 1440
que la arena no lo siente.
Al llegar junto al camino
que de Alcalá el nombre tiene,
vieron a un lado luchando
cuatro hidalgos frente a frente. 1445
Dos hondos suspiros lanzan
las dos damas que se pierden
entre el rumor de las armas.
Sus voces las desvanecen
los ayes de los heridos, 1450
los tajos de los que hieren.
Dos solos quedan ya en pie;
y el uno de ellos parece
mal parado, pues el brazo
de una banda se suspende. 1455
Ancianos son, y se abrazan.
¡Los que en el suelo fallecen
son jóvenes: por los años
no ha estado la buena suerte!
-«¡Tarde llegamos! -¡No es tarde,» 1460
la replicó con voz fuerte
don Gonzalo, «pues presencias
que castigo a quien me vende!»
Dijo, y se alejó: y Lucrecia
junto a los muertos perene, 1465
era luna estatua brillante
sin calor que la alimente.
De el hospital de los locos
de Toledo, cinco meses
después, salían dos hombres 1470
que una señora sostienen.
Lisiado el uno del brazo
izquierdo, que apenas muere,
el otro buscando apoyo
en su báculo, por débil, 1475
«¡Pobre loca!» murmuró
la dama con voz doliente,
«¡Jamás me pienso olvidar
de lo mucho que padece!
¡Huyamos de una ciudad 1480
donde hay que ver tantas veces,
este sepulcro en que entierran
los que por amor se pierden;
que sólo el amor podría
volver un alma demente! 1485
¡Pobre loca!» repitió
Eloísa, y partió en breve.
«¡Lucrecia infeliz!…» dijeron
los ancianos tristemente.
Comprar el trono de un pueblo con la sangre de un hermano
Cuento histórico

– I –
En arrogantes corceles
corriendo a galope largo,
camino van de Montiel
hasta doscientos cristianos.
Jinetes son de Castilla, 5
nobles e ilustres vasallos
de don Pedro el Justiciero,
sostenedores gallardos.
Que con ser tan populosos
sus florecientes estados, 10
y tener tan luengas tierras,
y ser sus dominios tantos,
sólo encontró en su desgracia
doscientos fieles hidalgos,
que le ofrecieran dispuestos 15
el corazón y las manos.
Pocos son, pero valientes;
el ser pocos, no es extraño
teniendo don Pedro el rey
tan en su contra los hados. 20
Y el ser valientes tampoco,
porque sus pechos bizarros,
aprendieron de los montes
la firmeza y desengaño;
porque han bebido en las aguas 25
que esmaltan tan nobles campos,
y en sangre leal tiñeron
gloriosos antepasados;
y porque nunca se olvidan
de que su apóstol Santiago, 30
ser adictos a sus reyes
eternamente juraron.
Ligeros van y ufanosos
de probar a sus contrarios
los del conde Trastámara, 35
don Enrique el Soberano,
la fuerza de su razón,
y la razón de sus brazos.
Y en poco el número cuentan
de los del opuesto bando; 40
que un alma que aliente el fuego
del deber y el entusiasmo,
bien vale por cien cuchillas
de cobardes y menguados.
Y que lo son los del conde, 45
pardiez que no hay que dudarlo,
pues la sangre generosa
del Onceno Alfonso, osados
dejan se manche y degrade:
y aun el solio, asilo santo 50
donde sólo antiguas razas
su nobleza perpetuaron,
hoy le ofrecen para silla
de un hombre en todo bastardo,
pues fue villano en nacer, 55
y en sus acciones villano;
ni me acriminen tampoco
que le injurio o que le agravio,
que es más que villano el hombre
que en su propio bien soñando, 60
las víctimas no repara,
que condena a su holocausto;
¡ni ve una villa en la sangre,
ni aun con ser la de su hermano!
Al frente de aquellas tropas, 65
en un revuelto castaño,
que fuego bebió en las ondas
maravillosas del Darro,
cabalga un noble doncel,
el ardido don Fernando, 70
de los mejores del reino,
y del linaje de Castro.
Privado del rey le llaman,
y su alférez en el campo,
de los pocos que le asisten 75
en su cámara y estrados.
Y a fe que merece en mucho
los reales agasajos,
el franco y leal carácter
de aquel joven toledano; 80
acaso el único amigo
del de Castilla, y acaso
el que menos hace alarde
de su amistad en palacio,
Porque piensa para sí, 85
que la lisonja en los labios
es para hablar a las damas
en festines y saraos;
y que una verdad modesta
debe sólo el cortesano, 90
rendir respetuoso al trono.
Mas a cuenta del recato
con que se excusa en lisonjas,
y en mil rendimientos vanos
guarda en el hondo del pecho 95
un corazón tan postrado,
una voluntad tan firme,
un sentimiento tan franco
de adhesión hacia sus reyes,
que la vida con ser harto, 100
es lo menos que ganoso
consiente en sacrificarlos.
No desconoce don Pedro
lo que vale tal privado,
y aun por eso hacia Granada 105
le mandó con los despachos
para el rey moro Aliatar,
por ganársele a su bando.
Gutier Sánchez de Gumilla,
caballero zamorano, 110
va a su izquierda; y a su diestra,
en un cordobés pintado
sobre un trapío perlino,
de muchos lunares blancos,
el mismo Aliatar famoso, 115
a quien supo sin amaños,
el doncel, interesar
en defensa de su amo.
Costeando van la orilla
de Guadalmena, que manso 120
sus corrientes allí enfrena,
o por gozarse en mirarlos
mayor tiempo, o porque puedan
en un espejo más claro
reflejarse armas, jinetes, 125
banderolas y caballos.
En tan ameno paisaje
los jinetes hacen alto,
para dar tiempo a que llegue
el grueso de los soldados: 130
que aunque moriscos los más
y de Astarot partidarios,
no es culpa del rey don Pedro,
si los propios le dejaron,
que acoja de buena ley 135
los que le acorren extraños.
De arqueros diestros alarbes
y flecheros desmontados,
por veinte mil y quinientos
le conduce el africano; 140
y de moros fronterizos,
y caballeros de rango,
hasta dos mil ochocientos
de los más determinados.
Ya miran del polverío 145
los remolinos lejanos,
y densa nube parece
que por la tierra rodando,
ofusca del sol la lumbre,
oscureciendo los campos. 150
Ya semejan en tropel,
pardas montañas volando
que van ciñendo a la tierra
de sus tinieblas el manto.
Mas al fin se desvanecea 155
los cenicientos nublados,
y alguna ráfaga errante
despide un destello pálido.
Ya se disipa la niebla,
se multiplican los rayos, 160
y llamas de fuego brillan
los almetes y los cascos.
Las cimitarras deslumbran,
y los pelos de Damasco,
y las adargas de Túnez, 165
y el oro de sus brocados,
y las colas de sus yeguas
en sus pendones listados,
y las blancas medias lunas
por encima de los lazos. 170
Adufes mil y añafiles
sonoros ecos vibrando,
marciales himnos confían
a los montes y a los llanos.
La plata de sus arneses, 175
sus joyas, bandas, brocados,
gasas, plumas y colores
que en confuso girar mágico
entre un vapor ceniciento
dibujan del sol los rayos, 180
forman lúcidos cambiantes
ilusorios y fantásticos
que las potencias embeben
en sabrosísimo encanto.
Gozoso estaba Aliatar 185
las escuadras contemplando
de sus moros triunfadores,
y con marcial arrebato,
así a don Fernando habló:
«Si nos cumple lo pactado 190
el valiente Justiciero,
en vano serán, en vano,
los impotentes esfuerzos
de ese Enrique afortunado;
pues al fin se estrellarán 195
en las flechas de mis bravos
escuadrones, que a su frente
arrojarán los pedazos;
y estas huestas son ya sólo
un pobre recurso, escaso, 200
de las fuerzas poderosas,
y del grueso de soldados
que aún desierta el Asia entera
dejarán por inundaros
con ejércitos furiosos 205
que lleven la empresa a cabo.»
El joven le respondió;
-«Para cuando llegue el caso
deja valiente Aliatar,
encarecimientos raros. 210
Con que esos moros que traes
no desmayen al asalto;
y traigan tantos alientos
como flechas y venablos:
como justen en la liza, 215
como en la zambra danzaron;
y diestros como en sus motes,
sean en dar cintarazos,
ten por seguro que vienen
no digo pocos, sobrados 220
para extirpar de Castilla
los enemigos ingratos.
Y no por esto presumas
que los juzgue yo por flacos,
ni por remisos tampoco 225
en el lance de mostrarlo;
pues a más de que otras veces
solo a solo batallamos,
conozco que en el empeño
no negarás el amparo 230
por caballero y por Rey
a un Rey caballero.» -«Al cabo
tus pláticas a ser llegan
razonables, que has estado
con los míos poco atento, 235
y no mucho cortesano
con mi honor: y si alguien tiene
ocasión para dudarlo,
más bien soy yo de don Pedro;
pues son tantos los reparos, 240
con que va nuestras demandas
sordamente enmarañando
que de su palabra temo.»
-«Pues no temas, africano,
que no saben nuestros reyes 245
traficar con el engaño:
ni los buenos que le sirven,
ajustarse al embarazo
de peligros y desmanes
que ocasionan los engaños.» 250
-«Altivo estás, mas no es bien,
que tu voz, joven incauto,
de nuestra liga sublime
rompa los vínculos santos.
A bien que hoy debe firmar 255
las credenciales, si es caso
que consiente; y a no hacerlo,
sólo se pierde el cansancio
de mis tropas, que el volverse
después será necesario.» 260
A estas razones llegaban
de sus coloquios entrambos,
cuando a la falda del monte
los moros iban pasando.
En el centro de las huestes, 265
y en filas de cuatro en cuatro,
conducen una litera
con florones y resaltos
arabescos, cien eunucos
poderosos, aunque esclavos, 270
¡que sólo en África saben
sin ser libres, vivir tanto,
y estribar en sus cadenas
el solio de sus tiranos!
Al pasar junto al doncel 275
las alcatifas alzaron
de una ojiva portezuela.
Dicen saludó la mano
de una hurí tan celestial,
que aunque la sacó de paso 280
y envuelta en un alfareme
delicadísimo y blanco,
se llevó tras sí los ojos
de más de algún castellano,
cual si quedaran sin lumbre 285
a la luz de algún relámpago.
Y no falta quien la vio
romper una flor de un ramo,
y arrojársela al arzón
del jefe de los cristianos. 290
Por fin desfilaron ya
los tercios mahometanos,
y en pos de ellos los guerreros
todo el día caminaron;
hasta que al fin de la tarde, 295
antes que el Sol en su ocaso
entre celajes de fuego
hundiese el brillante carro,
a las torres de Montiel,
almenas y empizarrados 300
dieron vista: y el vigía
de la Torre de San Pablo,
hizo tres veces sonar
los clarines a rebato.

– II –
En un aposento oscuro 305
de un torreón del Alcázar,
dos hombres hay agrupados
junto a un hogar que se apaga.
Es el techo abovedado,
y de piedra las murallas, 310
en donde un hueco se ve
que es o tronera o ventana;
pero como es una sola,
y tan angosta y tan alta,
apenas la luz del día 315
hasta el pavimento baja;
y aun la que entra va partida
por los hierros de las barras.
Un tiempo fue calabozo,
pero en el año que pasa, 320
y es el de mil y trescientos
sesenta y nueve, de cámara
servía o laboratorio
a un alquimista, que ensaya
bajo sus negras paredes, 325
los sortilegios y cábalas
con que sondean las nubes
los doctos en judiciaria.
Dos bancos hay sin respaldo,
tan estrechos que no alcanzan 330
a dar el punto de apoyo
que requiere el que descansa.
Sobre una mesa arabesca
de molduras y hojarascas
en bronce y acero fino 335
con prolijidad talladas,
se ven esferas, redomas,
pedernales y medallas,
jeroglíficos, compases,
y pergaminos y mapas; 340
amén de efectos curiosos
de vetustas antiguallas,
de hornillos y de crisoles
por el suelo de la estancia.
Luz ya no arrojan los cielos 345
porque es de noche, y tan alta
va que tres horas no restan
para empezar la mañana.
Y hasta entonces en verdad
que no la echaron en alta, 350
pues les sirvió de lumbrera
del hogar la fogarata.
Mas como ya sólo brilla
entre las pálidas brasas
alguna chispa que al punto 355
desvanecida se exhala;
apenas un tibio albor
el reflejo de las ascuas
al morir entre cenizas
sobre la frente rechaza, 360
de aquellos dos personajes,
hombres, espectros, o estatuas,
que todo pudieran dar
de imaginaciones causa
su extraño silencio, y más 365
su inmovilidad extraña.
Sin embargo se distingue
que no pueden ser fantasmas
por los rayos que sus ojos
entre las sombras derraman, 370
y que hacen patente el fuego
que les comunica el alma.
El más joven, que pardiez
aún siete lustros no alcanza,
es de ademán caballero 375
y nobilísima traza.
negras y cortas las puntas
de su cabello y su barba
dan a un rostro varonil
energía y arrogancia. 380
Nariz corta y aguileña,
noble y audaz la mirada,
ancho de hombros, bien dispuesto,
fornido y de gran pujanza;
aunque fino en su ademán 385
cuanto cortés en palabras,
no cabe duda en que tiene
el doncel la sangre hidalga.
El traje un jubón listado
de verde mar y escarlata; 390
un ferreruelo de pieles,
y un sombrerillo sin falda.
Un cuchillo empavonado,
a estilo de monte o caza,
lleva en su cinto prendido 395
más que en defensa por gala
de no desmentir lo airoso
en dejarse ver sin armas;
que de ello mucho se cuidan
los que vienen de su raza. 400
Viste un calzón ajustado,
y retorcidas las calzas;
en lo cual se mira bien
que el hidalgo que las gasta
sin curarse de atavíos, 405
va sin embargo a la usanza.
El otro hombre, que a su lado
al embozo de una capa
de seda roja, su rostro
de la muerta luz recata, 410
moviendo maquinalmente
la lumbre con las tenazas,
cual si tomara a placer
poco a poco sofocarla;
ostenta un traje de armenio, 415
y una caperuza blanca
sobre sus sienes sujeta,
su cabellera aunque escasa
suficiente a entrelazarse,
con su bien crecida barba, 420
que hasta la cinta del cuerpo
en mechones se desgaja.
¡Rugosa frente, mejillas
encendidas cual la grana!
Su mirar es de traidor, 425
risa sardónica, amarga,
que sus dos labios sutiles
convulsamente dilata:
con tan continuo temblor,
que el que atento lo repara, 430
juzga si acaso estarán
tan trémulos porque engañan,
y al vender la muerte impía
desfallecidos desmayan.
Pues según cuentan los moros, 435
Benahia el de Granada
que éste es el nombre del docto
en la ciencia planetaria,
en pócimas y brebajes
de los que la vida atajan, 440
en conjuros, adivinos,
y en artes de nigromancia,
es Benahín, el más diestro
de los diestros de la magia.
La voz del joven vibró 445
como un chasquido en la sala,
pues era aguda, y el eco
la repitió destemplada
en revibrante zumbido
largo espacio al reflejarla. 450
Fijó el astrólogo entonces
en el joven sus miradas,
y después en un reloj
de arena menuda y parda
que iba indicándole al tiempo 455
con sus granos que volaba.
Cogió el astrólogo un frasco
y tocándole a una vara,
sintiose un roce, y después
una punzante humarada 460
de inflamado combustible,
y brilló oscilante, escasa
una luz verde y azul
al principio, y después clara.
El Mago la colocó 465
sobre una serpiente de hasta;
y aquella lengua de fuego
que muda también les habla,
y que ahuyentó las tinieblas
de aquella oscura morada, 470
vino a sacarles a entrambos
de imaginaciones tantas
como en su mente confusa
desvanecidas rodaban.
En aquel momento, el joven 475
volvió a comenzar la plática.
-«¿Conque por mí se decía
tan extraña profecía?
Si otra vez me la leyeras,
acaso así distrajeras 480
mi amarga melancolía.»
-«En las partes de Occidente,
entre los montes y el mar,
y una ave negra y traidora,
Ha de nacer y ser tal, 485
que los panales del mundo
para sí recogerá;
y todo el oro del orbe
codiciosa gomarlo ha;
y no morirá del daño, 490
y después tornará atrás;
y las péñolas por fuerza
de su cuerpo arrancarán;
y de puerta en puerta errante
ni un asilo ha de encontrar: 495
¡y acogiéndose a las selvas
encerrada morirá,
para Dios, y para el mundo
que es doble fatalidad!»
-¿Conque ese será mi fin? 500
¿Pudieras creer, Benahín,
que esa lectura me alegra?
¿En que pensaba Merlín
cuando me llamó ave negra?
-¡El misterioso secreto 505
de los hados, gran Señor,
alcanza el sabio!
-En efeto,
yo de los sabios respeto
y de su ciencia el valor.
Mas respetar la impudencia 510
que se erige en providencia,
me sobra fe, y hasta ciencia
para no ser tan menguado.
Rolla, rolla el pergamino
que aunque tomo por holganza 515
la charla de ese adivino,
para tanto desatino
mi sufrimiento no alcanza.
¿Qué padres los suyos fueron
que tan otro le engendraron? 520
¿Qué otras artes le imbuyeron?
¿Qué otros milagros hicieron
los libros que le adiestraron?
¡Qué diera yo por tener
en mi reino a ese Merlín, 525
para apurar y entender,
si era su genio y poder
como es el tuyo, Benahín!
Entonces yo le diría
si el Cielo que le inspiró 530
tan singular profecía,
no, le inspiró que podría
ahorcar los profetas yo.
-¡Temed que vuestra jactancia
en contra os ponga los hados 535
que os inclina mi constancia!
-¿A mí sermones hinchados?
Maldita tu nigromancia.
Para los hombres sin fe
deja esas artes, Benahín, 540
que yo para mi bien sé,
cuanto ignora el que no ve
ni aun si está cerca su fin.
-Soberano de Castilla,
la ciencia también se humilla, 545
destrúyela con tu planta:
no por eso a tu garganta
separas más la cubilla.
-¿Juzgas que tengo temor
de vanas hechicerías? 550
Rindo a los doctos su honor,
mas solo creo al Señor
en llegando a profecías.
Trazar el rumbo a un lucero,
fijar un eclipse al Sol, 555
no es un milagro, embustero;
lo que lo fuera, hechicero,
es dar oro tu crisol.
No soy del vulgo ignorante,
supersticioso o sencillo, 560
que a la voz de un nigromante
mira brotar un diamante
de las ascuas de su hornillo.
Te equivocaste, africano,
hijo de la inmunda grey: 565
y aunque por ser tan villano,
no has de morir por la mano
de un caballero y de un rey,
pues ajaste mi grandeza,
yo hundiré tu presunción, 570
demostrando tu flaqueza:
y mañana tu cabeza,
verá el pueblo en mi balcón.
Verá que el que manda al sino
tiembla sólo ante mi nombre: 575
conocerán que el destino
de hallarse sujeto a un hombre
no fuera a un hombre mezquino.
-Don Pedro, Don Pedro.
-Y bien,
sabes puedes ayudarme, 580
en mi pretensión.
-También
sé que vais a ajusticiarme.
-Segura tienes tu sien,
si es que aquí nos entendemos.
Y pues ya nos conocemos, 585
y pues la llevas perdida,
mira si estimas tu vida
para que en tratos entremos.
Sabes que Aliatar intenta
en pago de su amistad 590
exigirme a buena cuenta
que en el enlace consienta
con su Zulema.
-Es verdad.
-Que don Fernando la adora;
que la hermosísima mora, 595
paga sus tiernos amores,
y que mis reales favores,
en vez de estimarlos llora.
-Sí señor.
-Sabrás también,
pues el suponerlo es llano, 600
que no puede ceñir bien,
de una agarena la sien
corona de un rey cristiano.
Por otra parte, perder
el apoyo de Aliatar, 605
que sólo así pude hacer
me venga a favorecer,
puédeme el reino costar.
Ahora bien; tu ayuda espero
para conciliar el modo 610
de ser a la fe sincero,
de un amigo verdadero
a quien amo sobre todo:
haciendo entender de paso
al rey moro de Granada, 615
que aunque exigencia extremada,
condesciendo, y que me caso
con su Zulema adorada.
Todo está previsto: ¡advierte
si quieres serme leal, 620
pues le prometo gran suerte!
-Juro servirte.
-Y la muerte
castigará al criminal.
¿Qué, está bien resuelto?
-Sí.
-Pues sígueme y, ¡ay de ti 625
si quebrantas tu promesa!
Toma esa luz y anda apriesa.
-¡Rey te acordarás de mí!
Salió delante el armenio
murmurando estas palabras, 630
y el rey don Pedro detrás
con leve y furtiva planta;
y aun si la sombra del muro,
se ha de creer que no engaña,
dibujó el negro perfil 635
de una mano levantada,
y de un cuchillo que en ella
parece al menos que ensaya
el golpe con que ha de herir
si un torpe traidor le asalta; 640
pues va rozando su punta
del astrólogo en la espalda
por una oculta escalera
de caracol, lentos bajan;
hasta que al fin el reflejo 645
de la linterna les falta,
y de sus pasos el ruido
va atenuándose, y se apaga.

– III –
Arde una lámpara de oro
suspendida de un pilar 650
de una capilla arabesca,
subterránea sepulcral.
Algunas tumbas de mármol
de infinita antigüedad,
sus negras cruces levantan 655
en aquel santo lugar,
como espectros vaporosos
que en muda vigilia están,
esperando que sus almas
pasen a perpetua paz. 660
A un extremo se divisan
en las gradas de un altar,
y en presencia del ministro
que los vino a desposar,
encubiertos y de hinojos 665
un doncel y una beldad.
¡Enlazados ya del cuello
por los lazos de un cendal
que con ser leves oprimen
por toda una eternidad! 670
¡Que aunque es cierto que no pasa
nuestra vida por ser tal,
bien puede decirse eterno
lo que no acaba jamás,
mientras duran nuestros días 675
que breves siempre serán!
Pocos y mudos testigos
oyen la misa nupcial:
pocos, porque no se fían
los desposados demás; 680
y mudos porque es su objeto
solamente presenciar,
y dar fe de que es cumplida
tan santa solemnidad.
Ocultos y entre las sombras 685
que las sepulturas dan,
de vez en cuando se escucha
alguna voz murmurar,
o alguna planta medrosa,
que se desliza fugaz, 690
y aun de aceros y de espuelas
el medroso rechascar.
El ir con armas ya es prueba
de que algunos riesgos hay,
si el secreto y el misterio 695
no lo hicieran sospechar.
La ceremonia concluye;
el sacerdote se va,
los hombres desaparecen;
sólo dos quedan detrás 700
de los nobles desposados,
de su respeto en señal.
Queda la iglesia en tinieblas;
se oye una verja cerrar,
y un sordo y lento murmullo 705
aunque distante quizás:
y después, como de un hombre,
el tardo caer, y un ¡ay!
tan horroroso y tan débil,
que de su alma al espirar 710
debió de ser el postrero
de su martirio final.

– IV –
Como estaba el rey incierto
del lance de don Fernando,
con sus nobles platicando 715
pasó la noche despierto.
-«Del nuevo día la luz
en Toledo nos verá,
que humilde al fin besará
de mis pendones la cruz. 720
Que esa ciudad imperial
dicen que está dividida
en dos bandos, corrompida
por el conde desleal.
Y aun entre otras novedades 725
la que más valida corre,
es que asaltaron la torre
que llaman de los Abades.
Pero merced al valor
que harto encarecer no puedo, 730
de don Fernando Toledo,
su insigne gobernador.
Deshechos y destrozados
los enemigos volvieron,
y diz que muchos salieron 735
por las troneras lanzados.
En lo cual pronto se advierte,
que ese Conde don Enrique
cuenta que se sacrifique
por él un partido y fuerte. 740
Mas yo fío en vuestras lanzas
que acabarán sus porfías,
dando cimiento a las mías
y fin a sus esperanzas.»
-«Mens Rodríguez soy, señor,» 745
le contestó un caballero
«de aspecto noble y severo,
muy su amigo y servidor:»
«En la liza me habéis visto
cubierto de sangre mía, 750
entre la infiel morería
clavando el pendón de Cristo.»
«De modo que conocéis
que no es por falta de aliento,
si mi franco pensamiento 755
os advierte no lo erréis.»
«Juzgo en el día arriesgado
un combate con el Conde,
y más en Castilla, en donde
está mejor estimado.» 760
«El rey de Francia le envía
poderosos escuadrones;
el papa sus bendiciones,
que no es poco.»
-No, a fe mía,
siendo la mísera España 765
fanática como tú.
-El mismo Duque de Anjou
le ayuda a entrar en campaña,
con gentes y bastimentos:
y por el contrario vos: 770
¡vuestros amigos, por Dios,
son pocos y descontentos!
Ese Príncipe de Gales,
el que tanto encareció
el ayuda que os prestó, 775
abandona vuestros reales.
En el mismo corazón
de vuestros reinos, ya veis
cuán pocos nobles tenéis
a vuestra disposición. 780
Hasta Burgos, Salamanca
y otras plazas de Castilla,
de su buen nombre en mancilla,
con intención poco franca,
ya por vuestro hermano están, 785
y le ayudan en la lid.
Guipúzcoa, Valladolid
también sus hombres le dan.
¡Ya veis el paso de Andorra
qué mal se le defendieron! 790
¡Ya veis cuán pronto le abrieron
las puertas de Calahorra!
Esto prueba que Aragón
no es del Conde tan contrario:
y aunque no tan partidario 795
no está mal quisto en León.
Así pienso que arriesgáis
reino, amigos y tesoros,
a manos de infieles moros,
pues que con ellos contáis. 800
¡Y los pocos que aquí estamos
no sentiremos morir,
sino ver no ha de servir
ni aun tampoco el que muramos!
-Gautier Fernández, decid, 805
¿pensáis vos del mismo modo?
-le dijo el Rey.
-En un todo:
y aun si os place, a eso añadid
bien funestos desengaños
que os dieron otras ciudades, 810
por falsas deslealtades,
o vergonzosos amaños.
Vuestros grandes intereses
a los suyos postergados,
ya los visteis humillados 815
en los muros cordobeses.
De quien tanto os esperabais
por deberos tanto bien,
os dio en Úbeda y Jaén
un pago que no aguardabais. 820
Que os visteis en precisión
de incendiar sus chapiteles
para escarmiento de infieles,
reos de lesa traición.
En fin, Logroño, Vitoria, 825
y aun Ávila, y Salvatierra,
que acataron en la guerra,
y en la paz vuestra memoria;
Con pretexto del favor,
que ahora darles no podéis, 830
(vana disculpa) ya veis
que eligieron por señor:
¡Un rey extraño a sus usos:
a Carlos de Francia!
-¡Extraño
que hasta en conocer su daño 835
haya pueblos tan ilusos!
-¡Si es bastan quinientas lanzas,
que es todo lo que contáis
de castellanos, fiáis
de bien cortas esperanzas! 840
Pues yo esos moros no cuento:
que antes el verlos hermanos,
con nuestros buenos cristianos
basta a frustrar todo intento.
-Sí un otro que vos, Fernan… 845
Mas cortemos desazones
y acabemos de razones,
que ya prolijas están.
Fernán Alonso Zamora,
entonces le habló resuelto, 850
-puesto señor que habéis vuelto
a vuestro empeño; en buen hora.
Sobre Toledo caeremos
que aún guarda por vos sus muros,
y allí entre amigos seguros 855
la ocasión esperaremos.
Entretanto publicad
por edictos y pregones,
universales perdones
a toda noble ciudad, 860
infanzón, noble, pechero,
de cualquier reino vasallo,
que ofrezca lanza y caballo
por don Pedro el Justiciero.
Que hablando así de perdón 865
y humillándoos… ¿A esa grey
de bastardos?… gritó el rey,
cortando su relación:
¿A tal precio me vendrían
valientes sostenedores?… 870
¡No los quiero, con traidores
mis armas vio vencerían!
Arriesgaré reino y vida
como animoso y gallardo,
antes que ver al Bastardo 875
con la corona ceñida.
¡Pocos sois, mas no me arredro,
si aún tengo vuestra cuchilla:
dos reyes no habrá en Castilla,
mientras aliente don Pedro! 880
La gente haced disponer,
y en cuanto esté apercibida,
nos pondremos de partida,
aun antes de amanecer.
Aunque pienso que ya el día 885
el rojo oriente colora,
según los cristales dora
de esa ojiva celosía.
¿Pero no habéis advertido?
De los pintados cristales, 890
las ráfagas celestiales
la sombra ha desvanecido.
Y otra vez la lumbre escasa
pinta sus vivos colores;
corred las verjas, señores, 895
y sepamos lo que pasa.
A los andenes salieron
el Rey y sus cortesanos,
e involuntarias sus manos
las espadas requirieron. 900
Vieron en grupos diversos
que de tropel avanzaban,
soldados que asesinaban
a indefensos y dispersos.
Gran parte de los que huían, 905
que eran de Montiel vasallos,
a los pies de los caballos
despedazados caían.
Grupos de hombres con hachones
formaban las luminarias, 910
y con teas incendiarias
abrasaban los torreones:
y a cada momento crecen
el fuego, el humo y las voces
de aquellas hordas feroces 915
que del infierno parecen.
Los unos en fuga van;
los otros de arremetida:
a los que imploran la vida,
la muerte en pago le dan. 920
Lanzas, espadas y flechas,
entre el humo y confusión,
volaban hasta el balcón
en mil pedazos deshechas.
Y el Rey don Pedro, creyendo 925
que están sus ojos soñando,
está furioso mirando
sin saber lo que está viendo.
Mas no pudiendo dudar
de que ve sangre vertida, 930
salió a la lucha reñida
con la daga, y sin armar.

– V –
Todo es silencio en las calles
de Montiel; sólo se escucha
de cuando en cuando el rondar 935
de vigilantes patrullas.
Pero en tanto, hasta los valles
y las campiñas retumban
con el fragor de un combate
que tan largas horas dura; 940
pues empezó antes del alba,
y ya apenas se vislumbra
el resplandor que da el sol
cuando en ocaso se anubla.
Desde una gigante torre 945
dos moros miran la pugna,
y de sus graves razones
estas palabras se escuchan:
«Esos clarines que atruenan,
el sangriento fin anuncian, 950
y la derrota de alguno
de los campos. Esa oscura
nube de polvo rojizo
que hasta el firmamento enluta,
las nubes son que levantan 955
los vencidos en su fuga.
Ya cesa el ronco clamor
de las armas; ya no alumbran
esas centellas de fuego
que hasta el Occidente cruzan, 960
cuando hierro a hierro asidos
dos ejércitos fluctúan,
como dos mares inmensos
que frente a frente se empujan,
hasta que el más poderoso 965
sobre el otro se derrumba.
El Conde de Trastámara
es sólo Rey.»
-¡Qué mal juzgas
si en el número de fuerzas
el vencimiento aseguras! 970
¿Tan lejos está, Benahín,
nuestra sorpresa nocturna
cuando intenté apoderarme
de don Pedro, por la injuria
que me hizo ¡válgame Alá! 975
No sólo en tomar a burlas
de un regio empeño la fe,
sino en intentar que suplan
de un doncel las pobres bodas
a sus soberanas nupcias? 980
Y bien, ¿qué nos sucedió?
Que a pesar de que eran duplas
nuestras escuadras de moros,
y de que venían juntas
con los refuerzos del Conde 985
don Enrique; a quien tu astucia
hizo llegar el aviso,
de que si el intento ayuda,
del Rey su hermano era fácil
asegurar la captura; 990
¡a pesar de todas esas
favorables coyunturas,
del incendio inesperado,
de la sorpresa profunda
con que en Montiel penetramos 995
como desbandadas furias,
indefensos, con sus pechos
por murallas más seguras,
pocos vasallos bastaron
a contener nuestras turbas! 1000
¡Y aun para mengua, Benahín,
de mis lanzas andaluzas,
don Pedro y veinte jinetes
me las pusieron en fuga,
y en tan completo desorden, 1005
que diezmados en la lucha,
volvimos todos las caras
con la ignominia confusas!
-No compares, Aliatar,
la guerra a una escaramuza; 1010
además, que no está siempre
de buen gesto la fortuna.
¿Pero no ves por la Plaza
del Campillo, cómo cruzan
gentes de guerra que avanzan? 1015
Son de la escolta de Muza.
-Vamos, Benahín, y saldremos
de tan temerosas dudas,
él viene de la pelea.
-Fue dichosa invención tuya, 1020
Benahín, aconsejarle
a tan fiel moro, el que acuda
a don Pedro suponiendo
que mi traición le disgusta;
y que es infamia a Zegríes 1025
de su generosa alcurnia;
y que con diez mil ballestas
que de infame me intitulan,
le ofrezca fiel sus servicios
y vengarle de mi astucia: 1030
repito que fue feliz
tu imaginación fecunda;
pues de este modo a su lado
pusimos las medias lunas,
¡qué acaso al sol de Castilla 1035
robaron hoy su luz pura!
Vamos, que Muza ha llegado,
y la impaciencia me apura
de saber si mi deshonra
quedó con su sangre oculta. 1040

– VI –
En una estancia sencilla
hay un herido en el lecho;
y en santo lloro deshecho
un sacerdote a su orilla.
Dos berberiscos con lanza 1045
a la puerta vigilando;
y una mujer invocando
a un Cristo de la Esperanza,
«¿Y don Pedro mi señor?»
clamó por fin el herido, 1050
«Si nuevas habéis tenido
decídmelas por favor.»
-¡Don Fernando, reposad
vuestro triste pensamiento,
y tan sublime momento 1055
sólo a Dios encomendad!
-¡Ah! Dejadme, padre mío,
ya que en mis ojos se advierte
que está tan cercana mi muerte.
-No, no es cierto, yo lo fío, 1060
prorrumpió en voz dolorosa
la suplicante mujer:
¡Tú morir!… no puede ser;
¡Que aún tiene vida tu esposa!
-¡Zulema, Zulema mía!… 1065
¿Sabes por qué estás conmigo?
¿Sabes que es sólo en castigo,
porque veas mi agonía?
-No… es imposible, Fernando.
-Calma, Zulema, tus voces: 1070
mira esos guardias feroces
que nos están vigilando.
¡Si no fuera que esos moros
no son de entrañas tan fieras
como Aliatar, no pudieras 1075
verter en mi faz tus lloros!
Ni en las profundas heridas
que me hacen ¡ay! tanto mal,
ceñir el blanco cendal
con esas manos queridas; 1080
y si no fuera por ellos,
mi Zulema idolatrada,
no hallará tan suave almohada
mi sien sobre tus cabellos.
-«Pero, mi padre, ¿por qué, 1085
nos hacen tanto penar?
¿Es un delito el amar?
-En nosotros sí lo fue.
Tú eras la joya ofrecida,
mi dulce amor, mi Zulema 1090
que en una regia diadema,
debió de engarzarse unida.
Una inocente ficción
de don Pedro, ¡qué mal digo!
de mi generoso amigo, 1095
fue causa a mi perdición.
Sabía el rey que en perderte
perdía mi vida yo;
y aunque te amaba, venció
su inclinación en quererte. 1100
Mas siendo formal su empeño,
con tu padre, en su lugar,
me hizo contigo casar:
¡aún lo juzgo un dulce sueño!
Conciliando de este modo 1105
sin romper treguas con él,
premiar mis servicios fiel,
mi amor, mi amistad, ¡y todo!
Con la esperanza, Zulema,
de que si Aliatar sabía 1110
el trueque, él me encumbraría
tan cerca de su diadema,
que con ser rey de Granada,
y de la gente agarena,
la boda diera por buena, 1115
y a su hija por bien casada.
Pero todo se frustrara
cuando al traidor Benahín
se lo dijo, con el fin
que a tu padre alucinara. 1120
¡Aunque no le faltó espía
sin duda que nos vendió,
pues viste nos sorprendió
en el punto de ser mía!
-«¡Ay infeliz! ¡aún recuerdo 1125
con qué furor te arrancaron
de mi pecho y te lancearon!
-De eso sólo no me acuerdo.
Mas, y del rey ¿qué será?
¡Pues el lance descubierto, 1130
Aliatar, tengo por cierto
que en su apoyo no estará!
¿Es verdad que han sorprendido
en esta noche a Montiel,
y que su pueblo harto fiel 1135
ha luchado y ha vencido?
¿Y no es hoy cuando se fía
al trance de una campaña
el solio hermoso de España?
Decidme por vida mía, 1140
¿cesó la lid? ¡Por qué yo
no os pude mi rey valer!…
¡Hablad; me angustia el temer
si don Pedro no venció!»
En aquel mismo momento 1145
aunque ligeros y escasos,
sintiose el rumor de pasos
junto a aquel mismo aposento.

Y alumbrados por eunucos
Muza, Benahín y Aliatar 1150
se les vio al punto llegar
con guardias de mamelucos.
-«Don Pedro el vencido fue,»
exclamó Muza, «en la guerra
bajo el caballo, y en tierra 1155
al partirme le dejé.»
-¡Traidores!
-¡Calla Fernando!…
-Zulema, voy a expirar.
-«Si se atreve a blasfemar»
prorrumpió Aliatar gritando, 1160
«yo mismo con este hierro…
-Ven, malsín, ¿qué te embaraza?
Hiere.
-Pronto, una mordaza,
y amarradle como un perro.
-Antes que sufra esa afrenta, 1165
ya el alma vuela al Señor;
Zulema, adiós, a tu amor…
-¡Fernando!…
-Mi afán le cuenta
a mi rey: y si algún día…
No temas morir por él, 1170
que aunque le llaman cruel,
es un… ¡Dios!… ¡Zulema mía!…»
Los eunucos avanzaron
a sujetarle insolentes,
mas sus manos de los dientes 1175
de un cadáver se apartaron.
El ministro del altar
extendió el santo ropaje
sobre el muerto, un nuevo ultraje
resuelto a no tolerar. 1180
Zulema cayó expirante
o muerta o desvanecida,
con ambos brazos prendida
de los brazos de su amante.

– VII –
Gutier Alonso, Fernán, 1185
Men Sanabria, o vos Vinuesa,
decidme, ¿qué cerca es esa,
que labran con tanto afán?
¿Dónde están mis servidores,
que tan cerca de la plaza 1190
no sale uno, y embaraza,
las obras de esos traidores?
¿A qué tan hondo ese foso?
¡Presumo que va de veras,
y que nos tienen por fieras 1195
guarecidas en el coso!
¡Haces bien, conde dichoso,
en ir tendiendo las redes;
y aun detrás de esas paredes
teme las garras del oso! 1200
¡Cuando te curas hoy tanto
de máquinas tan extrañas
las guardadas alimañas
te deben causar espanto!
No es extraño, que aún reciente 1205
tendrá tu negro corcel
la roja mancha que en él
dejó del león el diente.
Cuando en Nájera, menguado,
por dar a tu miedo escucha, 1210
dejaste roto en la lucha
tu ejército abandonado.
Bien haces, Conde, en guardarte;
pero no sé si hacen bien
de rey cobarde la sien 1215
los soldados en coronarte.
Bien sabes, bastardo Enrique:
y aunque ayer fuiste feliz
sabe don Pedro en la lid,
tomarse pronto despique. 1220
Si no temiera arriesgar
mis leales, te prometo
que en tu mismo parapeto
la tumba te hiciera hallar.
¡Mas harta sangre corrió 1225
de mis vasallos leales,
para que en nuevos raudales
prodigue la que quedó!
Hartos daños me debéis
sólo con leer mis soldados, 1230
pues el rigor de los hados
tan sin razón padecéis.
Os guardo cual joya santa,
que es talismán peregrino,
y que en mi triste destino 1235
únicamente me encanta.
¿Aún os dura la tristeza?
le dijo Sanabria.
-No,
pues no dejé de hacer yo
cuanto estuvo en mi nobleza, 1240
que ayer aun después que os vi
deshechos por todas partes,
detrás de mis estandartes,
fui el último que salí
defendiendo mis vasallos. 1245
-Cierto, aunque estabais herido,
y aunque ya habíais perdido
en la lucha tres caballos.
-¿Por qué entonces me acudisteis?
¡Morir me fuera mejor: 1250
por pagar tan fino autor
a vivir me decidisteis!
Sin duda ya presentía
del combate el fin sangriento;
pues en el mismo momento 1255
roto mi campo volvía.
¡No, no es justo galardón
por mi vida que salváis,
que os lleve yo a que muráis
al pie de ese paredón. 1260
Conozco que romperéis
por sus lanzas y sus muros;
y en vuestros brazos seguros,
en libertad me pondréis.
¡Pero cuántos caerían 1265
por conseguir libertarme!
para después consolarme
¡Qué pocos me quedarían!
¡No: vuestra sangre es preciosa:
ni una gota más vertida! 1270
No la merece una vida
tan trabajada y penosa.
¡Lo que sí al menos espero,
es que a vuestro afecto fiel,
no parecerá cruel 1275
jamás el rey Justiciero!
¡Si vierais cuánto lastima
la voz de un pueblo que infama,
y de su señor la fama
por su mengua desestima! 1280
¡Ah! ¡olvidad por Jesucristo
que he llegado a enternecerme!
¡que el pueblo pudo deberme
dos lágrimas que habéis visto!
Sí, ese pueblo es corno el mar; 1285
si encuentra débil barrera,
apresura su carrera
por cima sin rebramar:
mas si halla una fuerte roca,
hasta que la vence lucha, 1290
y eternamente se escucha
el ímpetu con que choca.
Yo nací muralla firme;
el mar en mí se estrelló,
por eso cruel soy yo, 1295
porque supe resistirme.
-No todos injustos son,
le replicó el buen Gutier,
pues muchos hallan placer
en alzaros de opinión. 1300
Dejad vanas fantasías,
que más bien pensar debemos
en cómo os distraeremos
de vuestras melancolías.
-Dices bien; antes que todo 1305
es pensar en cómo estamos;
y que todos discurramos
de mejorarnos el modo.
Sufrir el cerco creo yo
imposible; hasta la harina, 1310
para acelerar mi ruina,
algún villano maleó;
y contra el hambre jamás
lucharán mis hombres buenos;
que la vida tengo en menos, 1315
y la honra tengo en más.
Sólo nos resta saber
si hay en la gente enemiga
algún noble que se obliga
nuestra marcha a proteger. 1320
Y por tamaño favor
Señor de villas le haremos,
y a nuestra cuenta tendremos
dar premio a su grande honor.
Vendiendo si lo requiere, 1325
aun mi caballo y mi lanza,
para saciar su esperanza,
por inmensa que lo fuere.
Y porque no se dilate,
si os parece, es gusto mío, 1330
aunque de todos confío,
que Men Sanabria lo trate.
Y vos esto le decid.
Y por vuestras libertades,
tan buenas seguridades, 1335
en mi nombre le añadid
a quien sea: si se alcanza
que nos favorezca alguno:
¡mas si no encontráis ninguno
manos nos quedan y lanza! 1340
¡Pues don Pedro, a buena ley
os jura si no os salváis,
aunque muy pocos muráis
que ha de morir vuestro Rey!

– VIII –
En su tienda de campaña. 1345
Con sus nobles caballeros,
está el Conde don Enrique
sus cuidados departiendo.
A juzgar por sus semblantes
confusos, tristes, suspensos, 1350
grave es sin duda el motivo,
y a más de grave, en extremo
peligroso y complicado.
No era el lance para menos;
pues refirioles Calquín, 1355
de Men Sanabria el convenio:
y a esta sazón concluía
su plática en estos términos:
-«Soria, Almazán, Monteagudo
y otros cien hermosos pueblos, 1360
de hoy más correrán por míos
si pongo libre a don Pedro.
Atienza, Deza, Lerín,
desde este mismo momento
me rendirán pingües rentas 1365
de su vasallaje en feudo.
Doscientas mil doblas de oro
castellanas, de buen peso,
es lo menos que me ofrecen
para comprar mi silencio, 1370
si a vuestro hermano y los suyos
en la fuga favorezco.
Seguras son las promesas;
grandes las Glorias y aumentos,
poderoso el que suplica, 1375
casi ningunos los riesgos;
y sin embargo es tan grande
la lealtad con que os venero,
que antes que vender mi Rey,
mi propia fortuna vendo; 1380
¡que a costa de ser traidor,
no ansío tan alto puesto!
Esto sabed, Rey Enrique;
y aunque de paso, os advierto
que cuidéis no se malogren, 1385
(y no mancillo con esto
de ninguno de vosotros
el blasón y grande aliento);
¡mas cuidad no se malogren
vuelvo a decir, los esfuerzos 1390
que nos costó el encerrar
a ese león tan sangriento!
Que si escapa de estas redes,
aun con ser tan alto el cielo,
para estar libre a sus iras, 1395
por seguro no le tengo,»
don Enrique respondió
después de un breve momento,
en que dejó a su sorpresa
de desvanecerse tiempo. 1400
-«Generoso héroe francés,
Beltrán Calquín, mucho os debo;
pues dádivas y fortunas
que avasallan nobles pechos,
sirven hoy de acrisolar 1405
las hidalguías del vuestro.
Esos títulos que os dan,
esas villas y dineros,
yo por mi parte también
os ratifico y prometo: 1410
y aun acrecer de mi renta
a tan gran servicio el premio.
Ahora bien, de vos depende
el rendírmele completo.
A Men Sanabria diréis 1415
que ayuda dais a su intento;
y que de la noche apenas
vaya la mitad corriendo,
en vuestra tienda esperáis
apercibido y dispuesto, 1420
con escolta suficiente
de jinetes y de arqueros,
a guiar la marcha oculta
de ilustre prisionero
hasta el punto que eligiere 1425
por más seguro en su reino.
Decidle que venga solo,
o con pocos escuderos;
pues el número embaraza
la utilidad del secreto. 1430
Pero para asegurarle,
le prometeréis resuelto
de tener a buen recaudo
sus capitanes guerreros,
hasta ponerlos en salvo, 1435
y bien cerca de su dueño.»
-«Está bien», dijo Beltrán
y salió del aposento;
y don Enrique quedó,
la emboscada previniendo, 1440
contra el más fuerte León
que vio el castellano suelo.

– IX –
Del castillo de San Pablo
se oye el rastrillo caer.
Por el puente levadizo 1445
hasta seis hombres se ven
que bajan a trote corto
a los llanos de Montiel.
La luna brilla entre nubes,
pero con tal palidez, 1450
que más que aclara confunde
lo que alumbra al parecer.
Un hombre delante va,
y otros dos muy cerca de él;
y detrás algo apartados 1455
cabalgan los otros tres.
El primero es Men Sanabria;
le siguen Fernán y el rey;
los otros hidalgos son
Viñuesa, Alonso y Gutier. 1460
Tan cerca están de los reales,
que aun en la noche, el arnés
se divisa con las lises
de Francia; y en gran tropel
las mil tiendas de campaña, 1465
de sólo el campo francés.
-«Mal hizo en entrar en tratos
con un extranjero infiel»
dijo a don Pedro, Fernán.
-«Pues yo pienso que hizo bien,» 1470
replicó el rey; «pues no creo,
se hallará en Castilla, quien
sin ofenderse, escuchara
tratos que afrentan su ley.
Que una cosa es que vacilen 1475
sobre el señor que se den,
¡y otra elegirlo a su gusto
para venderlo después!
Esa tienda cuya entrada
cubre rojizo dosel, 1480
sin duda es la de Beltrán.
¡Hoy es la primera vez
que me aproximo a un peligro
pensando como saldré!
¡Y es verdad, que hoy en mi vida, 1485
es la primera también,
que sin mi amigo me encuentro,
cuyo corazón fiel,
era el refugio del mío,
en mis tormentos! ¡No sé 1490
si le he perdido! ¡ah! ¡Fernando!
¡No es ingrato el rey cruel!
¡Los amigos que me restan,
Fernán Núñez, ya los veis!
Mis amores se han perdido 1495
a la sombra del placer;
¡en fin en el mundo ya
poco aguardo que perder!
¡Y sin embargo, confieso
que es hoy la primera vez 1500
que me aproximo a un peligro
pensando cómo saldré!»
En esto paró Sanabria
el trote de su corcel.
Dos hombres se adelantaron 1505
a su recibo, y después,
hasta veinte más, armados
desde el almete a los pies.
Con dos teas se acercaron
hasta el mismo palafrén 1510
de don Pedro, que al saludo
les correspondió cortés.
Y extrañando la tardanza
de la partida, al saber
que sólo por un momento, 1515
y con humilde interés,
Beltrán Calquín le rogaba
su tienda favorecer,
a su pabellón pasó
aunque a despecho, y a fuer 1520
de caballero cumplido.
Fernán le siguió el doncel,
y Men Rodríguez Sanabria.
Al entrar, cruzáronse,
las Guardias en dos hileras: 1525
como dejando entender,
que de allí sólo saldrían
de sus lanzas al través.
Conoció entonces don Pedro
su imprudente proceder; 1530
¡y más fiando tan sólo
de un extranjero en la fe!
Tarde era a volverlo atrás,
y así adelante se fue.

– X –
El pabellón de Calquín 1535
es una estancia ochavada,
escasamente alumbrada,
de una hacha mezquina y ruin.
Treinta lanzas custodiando
están al noble caudillo; 1540
y en un asiento sencillo
Beltrán Calquín descansando.
Al entrar don Pedro, oyó
revibrar una trompeta:
se abrió una puerta secreta 1545
y su hermano apareció.
También venían con él
multitud de ballesteros
-«¡Mirad,» dijo a sus guerreros:
«ese es don Pedro el Cruel!» 1550
-«Yo soy; yo soy»: respondió
rugiendo el León de España;
y la tienda de campaña
en palenque se trocó.
Don Enrique de no mandoble 1555
le dividió la mejilla;
mas resistió el de Castilla
como se resiste un roble.
Y haciendo el hierro pedazos,
ya desarmados los dos, 1560
encomendándose a Dios,
se vinieron a los brazos.
Ágil don Pedro y fornido
luchaba con más despecho,
y así despidió a gran trecho 1565
al conde desvanecido.
Y clavando la rodilla,
sobre su garganta real,
le dijo con voz mortal,
«Ya es de don Pedro Castilla.» 1570
Pero un poder sobrehumano
detuvo el golpe de muerte,
y entonces el Rey advierte
que Calquín para su mano.
-«¿Por qué me apartas, traidor, 1575
si era el duelo a buena ley?»
-«Ni quito ni pongo Rey,
sino ayudo a mi señor.»
Debajo puso a don Pedro:
haciendo el cuerpo al caer, 1580
el ruido que puede hacer
cuando se desgaja un cedro.
Don Enrique, aún repuesto
de su congoja, cobró
nuevo valor cuando vio 1585
a su rival tan mal puesto:
y el auxilio aprovechando
del traidor Beltrán Calquín,
puso a su combate fin,
a su Rey asesinando. 1590
¡Tres veces crujió su acero
al rasgar con fuerte mano,
el corazón de su hermano,
y del mejor caballero!
¡Y los suyos que juzgaron 1595
saciar así sus venganzas,
con los cuentos de sus lanzas
el cadáver golpearon!
Y tanto espacio duró
su feroz carnicería, 1600
que el sol del naciente día
tamaña infamia alumbró.

– XI –
¡Aquel pueblo que tirano
llamó a don Pedro, el Valiente,
besó rastrero y ufano, 1605
la diestra en sangre aún caliente
del que asesinó a su hermano!
FIN

Грегорио Ромеро Ларраньага. Исторические рассказы, древние легенды и народные традиции Испании.

Cuentos históricos, leyendas antiguas y tradiciones populares de España
Romero Larrañaga, Gregorio

KUPRIENKO