Мигель де Унамуно. Собрание сочинений.
Miguel de Unamuno. Seleccion de textos
Мигель де Унамуно. Собрание сочинений.
Miguel de Unamuno. Seleccion de textos
Miguel de Unamuno
Alma vasca
Alma Española, 10 enero 1904
«Egi alde guztietan
Toki onak badira
Bañan biyotzak diyo
Zoaz Euskalerrirá.»
Iparraguirre
No se conoce a uno sino por lo que dice y hace, y el alma de un pueblo sólo en su literatura y su historia cabe conocerla -tal es el común sentir. Es hacedero, sin embargo, conocer a un pueblo por debajo de la historia, en su obscura vida diaria, y por debajo de toda literatura, en sus conversaciones.
«Si los pueblos sin historia son felices, felicísimos han sido los vascos durante siglos y siglos», dijo de nosotros Cánovas del Castillo. De esta felicidad secular arranca nuestra juventud, una juventud amasada durante siglos. Pero ¿es que no hemos tenido historia? ¿Nos han faltado Aquiles u Homeros que los hayan cantado? «El pueblo inglés es un pueblo mudo; pueden cumplir grandes hazañas, pero no describirlas», dijo de su pueblo Carlyle, y con más razón que él del suyo puedo yo decirlo del mío. Y así como Carlyle añadía que su poema épico, el de los ingleses, está escrito en la superficie de la tierra, así añado yo que, más modestamente y más en silencio aún, ha escrito en la superficie de la tierra y en los caminos del mar su poema mi raza, un poema de trabajo paciente, en la América latina más que en otra parte alguna.
Durante siglos vivió mi raza en silencio histórico, en las profundidades de la vida, hablando su lengua milenaria, su eusquera; vivió en sus montañas de robles, hayas, olmos, fresnos y nogales, tapizadas de helecho, argoma y brezo, oyendo bramar al océano que contra ellas rompe, y viendo sonreír al sol tras de la lluvia terca y lenta, entre jirones de nubes. Las montañas verdes y el encrespado Cantábrico son los que nos han hecho.
Entramos tarde en la cultura, y entramos en ella con todo el vigor de la juventud y toda la cautela de una juventud elaborada tan lentamente, con timidez bajo la audacia misma. Porque el vasco, por arriesgado que sea ante la naturaleza, suele ser tímido ante los hombres, vergonzoso. El más valeroso marino vasco que haya afrontado el peligro supremo con serena calma, el más fuerte luchador contra los elementos que salga de mi raza, la de Elcano, el primero que dió vuelta al mundo, encuéntrase en sociedad cohibido. Mi paisano y entrañable amigo Juan Arzadun, en el hermosísimo relato la «Nochebuena del expósito», que figura en su precioso libro Poesía (tomo II de la «Biblioteca bascongada de Fermín Herrán», Bilbao 1897), habla del «tipo hermoso y tranquilizador del aldeano vasco» que «daba vueltas entre sus manos de gigante a la boina, lleno de insuperable timidez, y sonreía con vaguedad, fuerte y bonachón como un Hércules adolescente». La pintura es admirable; sobre todo lo de la timidez. Quien haya conocido en Universidades grupos de estudiantes vascongados, recordará dónde y cómo suelen reunirse, y cómo huyen de cierta sociedad. A ello ha contribuido no poco la natural torpeza para expresarse en lengua castellana, porque donde ha llegado a ser ésta, como en Bilbao, la nativa, las cosas varían.
Vizcaino es el hierro que os encargo;
corto en palabras, pero en obras largo.
concluye diciendo Don Diego de Haro en aquel magnífico final de la escena primera del primer acto de La prudencia en la mujer, en que Tirso de Molina dijo de nosotros en cuarenta versos lo que en cuarenta volúmenes no se ha dicho después. «Cortos en palabras, pero en obras largos.» Hasta nuestras palabras suelen ser acción -que lo diga, recientemente, el vasco Grandmontagne- y confío en Dios en que cuando se nos rompan por completo los labios y hagamos oír nuestra voz en la literatura española, será nuestro pensamiento corto en palabras y en obras largo.
Es, ante todo, un pueblo ágil y ágil más que maciza su activa y silenciosa inteligencia. Il saute comme un basque, se dice proverbialmente en Francia, y cuando nos metemos a escribir damos también saltos y cabriolas. Y la agilidad es la expansión más pura de la fuerza espontánea. Ved que nuestro juego típico es el de la pelota. De las ideas mismas hacemos pelotas en que adiestrar y robustecer nuestro espíritu. En los últimos disturbios de Bilbao, las ideas que unos y otros empendonaron eran, créanlo o no ellos, un pretexto para luchar.
La inteligencia de mi raza es activa, práctica y enérgica, con la energía de la taciturnidad. No ha dado hasta hoy grandes pensadores, que yo sepa, pero si grandes obradores, y obrar es un modo, el más completo, acaso, de pensar. El sentimiento del vasco es un sentimiento difuso que no se deja encerrar en imágenes definidas, savia que resiste la prisión de la célula, sentimiento, por decirlo así, protoplasmático. Estalla en la música, que es lo menos ligado a empobrecedoras concreciones. Coged las letras de Iparraguirre sin música, hacedlas traducir, y os resultará lo más vulgar y pedestre. Y, sin embargo, oíd cantar aquel «extiende y propaga tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo», y como en un mar se brizará en sus notas robustas vuestro corazón, acordando a ellas sus latidos. Y es que letra y música se concibieron juntas, como formas de una misma substancia.
Un carácter rudo y pacientemente impetuoso, por lo común autoritario. De la rudeza dan buena muestra las atrocidades que de los turbulentos banderizos de fines de nuestra Edad Media nos cuenta Lope García de Salazar en su Libro de las buenas andanzas e fortunas, aquellas sombrías luchas entre los de Butrón y Tamudio, los de Tamudio y los Leguizamón, los Leguizamón y los Tariaga y Maztiartu, narradas con fúnebre monotonía por el viejo cronista mientras estaba preso por sus hijos en la torre de Sant Martín de Mesñatones.
Y autoritarios, sí, autoritarios, a la vez que de espíritu independiente. Para mandar salvajes o para regir frailes, para colonizadores o para priores que ni hechos de encargo, pintiparados allí donde haga falta una energía un poco ruda y procedimientos rectilíneos, pero torpes para gobernar pueblos ya hechos, donde haya que concertar voluntades y templar gaitas, donde se requiera flexibilidad ante todo. Y cuando le toca ser subordinado el vasco, según la frase consagrada, obedece, pero no cumple; no dice que no, pero hace la suya.
Porque a tercos sí que no nos gana nadie. «Vizcaíno, burro», suele decirse aludiendo a nuestra testarudez, que acaso llegue a ser muchas veces en nosotros un vicio, pero que es, sin duda, de ordinario nuestra virtud capital. Si no entra de otro modo el clavo, lo meteremos a cabezadas. Pero nuestra terquedad es menos violenta que la del aragonés. Toda la afabilidad que se quiera, pero a hacer la suya el vasco. «Los vascongados -suele decirme un amigo- no atienden ustedes a más razones que a las suyas propias; si se arruinan, será solos, sin empacharse de consejos ajenos, pero sin culpar tampoco al prójimo por ello.» Por tercos, más que por otra cosa, hemos sostenido dos guerras civiles en el siglo pasado, porque nos parecía que marcha demasiado de prisa el progreso político, sin acomodarse al social; para ponerle a paso de buey, lento, sí, pero seguro.
Si hay algún hombre representativo de mi raza, es Iñigo de Loyola, el hidalgo guipuzcoano que fundó la Compañía de Jesús, el caballero andante de la Iglesia: el hijo de la tenacidad paciente. La Compañía, me decía una vez un famoso exjesuíta, no es castellana, como se ha dicho, ni española; es vascongada. Y vascongada hasta en sus defectos. Es vascongada en su terquedad pacienzuda, en su espíritu a la vez autoritario e independiente, en su horror a la ociosidad, en su pobreza de imaginación artística, en la fuerza para acomodarse a los más distintos ambientes, sin perder su individualidad propia. Y esto me lleva como de la mano a decir algo de lo que se ha llamado nuestro fanatismo.
Fue el pueblo vasco de los últimos en abrazar el cristianismo, pero lo abrazó con tanto ahínco como retardo. No es para nosotros la religión una especie de arte supremo en que busquemos tan sólo satisfacción a anhelos estéticos, sino que es algo muy hondo y muy serio. No es extraño encontrar en nuestras montañas quienes vivan hondamente preocupados del gran negocio de su salvación, en un estado de espíritu genuinamente puritánico. Nuestro sentimiento religioso, hondamente individualista, no se satisface con pompas litúrgicas en que resuenan ecos paganos. Es por dentro un espíritu nada romano; la de un alma que quiere relacionarse a solas y virilmente con su Dios, un Dios viril y austero. El calvinismo hugonote empezó a arraigar en el país vasco-francés; uno de los primeros libros impresos en vascuence -si no el primero, el segundo-, fue la traducción del Nuevo Testamento hecha en 1571 por Juan de Lizarraga, un hugonote vasco-francés, bajo los auspicios de Juana de Albret. En el fondo de la más rígida e incuestionable ortodoxia, se descubre pronto en la religiosidad de mi raza un germen antilatino, germen que espero dará frutos. La misma Compañía de Jesús que fundó mi paisano Loyola para atajar la marcha del protestantismo, ¿no nació, acaso, como todo movimiento que pretende oponerse a otro, en el seno mismo en que éste se agita, en relación de unidad profunda bajo su oposición superficial? Los Ejercicios espirituales, de Loyola, ¿no son acaso uno de los libros más gustados entre protestantes? Si persiste o no hoy el primitivo espíritu ignaciano en la Compañía, es ya otra cosa.
Se habla de nuestro espíritu reaccionario, cuando debía llamársele más bien conservador, en el mejor sentido. Queremos progresar al paso de la naturaleza, con calma, acomodando lo político a lo social. En el fondo del carlismo vascongado hubo siempre un soplo socialista; vislumbraba que se ha ahogado la libertad social bajo la política. Me decía una vez Pablo Iglesias que a nadie era más difícil de ganar al socialismo que al vascongado, pero que una vez dentro de él, era de los convencidos y de los sólidos, sin impaciencia ni desmayos.
Sobre esa base de austera y seria religiosidad, de activo recogimiento, se levanta la familia vasca, bajo la autoridad del eche co jauna, del amo de la casa. Y junto a él su mujer, que con él laya en la heredad, una mujer robusta. De soltera, con las trenzas tendidas sobre la espalda, lleva a la cabeza la herrada, suelta, ágil y fuerte, con la gracia reposada del vigor, «asentándose en el suelo como un roble, aunque ágil además como una cabra; con la elegancia del fresno, la solidez de la encina y la plenitud del castaño…, amasada con leche de robusta vaca y jugo de maíz soleado»…, permitidme que reproduzca estas palabras de mi Paz en la guerra. Y es ésta luego una mujer que la maternidad priva sobre la sexualidad. Me han confirmado sacerdotes de mi país, que por el confesionario lo saben, que los rarísimos casos de adulterio que en nuestras montañas ocurren, se deben en gran parte al ansia de las mujeres por tener hijos, cuando el marido no se los da. Los desea y los necesita.
Si su aspereza tosca no cultiva
aranzadas a Baco, hazas a Céres,
es porque Venus huya, que, lasciva,
hipoteca en sus frutos sus placeres.
Aquí observo bien dos hechos el travieso mercenario, aunque no acertó a relacionarlos. En el país vasco ni la extrema pobreza y desolada aridez que sume a los pueblos en incurable tristeza, ni la exuberancia y facilidad que los hunde en modorra e indolencia. Ahora que con las minas y las industrias ha empezado a acumularse una gran riqueza, ahora es cuando empieza a notarse algún cambio en el espíritu. Emprendedor y activo, sí, pero se ha hecho insoportable el bilbaíno por lo pagado de si mismo y de su riqueza y su convencimiento de pertenecer a cierta raza superior. Mira con cierta petulancia al resto de los españoles, a los no vascongados, si son pobres, llamándolos despreciativamente maquetos.
Es antigua en el pueblo vasco la pretensión de nobleza, originada del aislamiento en que vivió. Para el aldeano vasco no hay más que una distinción entre las gentes; euscaldunac los que hablan euscara o eusquera como él, y erdaldunac los demás, los bárbaros, los que hablan cualquier erdara o erdera, nombre en que se incluyen todas las hablas que no sean vascuence. Y respecto a pretensiones de hidalguía, basta leer lo que a Don Quijote dijo Sancho de Aspeitia. Cuéntase también que diciendo un Montmorency, creo, delante de un vasco, que ellos, los Montmorency databan no sé si del siglo VIII o IX, contestó el otro: pues nosotros, los vascos, no datamos. Y Tirso de Molina hizo decir a don Diego de Haro que
Un nieto de Noé les dió nobleza
que su hidalguía no es de ejecutoria.
Estos humos han producido ahora, a favor de la riqueza, una atmósfera irrespirable, pero es de esperar que digieran mis paisanos su riqueza y surja allí la cultura que canta sobre las chimeneas de las fábricas, como diría otro vasco, Maeztu, la que brota de expansión de vida.
Se ha dicho alguna vez que el vasco es triste, y triste habría que creerle, a juzgar por los relatos de Baroja. Yo no lo siento así, sino que aspiro en mi país, y entre los míos, una alegría casera y recogida, y no pocas veces el estallido de gozo de la vida que desborda.
Para alegría, la de mi país; una alegría como la del sol que sonríe entre jirones de nubes, sobre las montañas verdes, al través de la lluvia no pocas veces; una alegría agridulce, como la del chacolí o la sidra. Suele ser la alegría de dentro, no la que el sol os impone, sino la que brota del estómago saciado; no del cielo, sino del suelo. Suele ser la alegría a la holandesa que irradia de los cuadros de Teniers, la de sobremesa, tras pantagruélicas comilonas, no la que se nutre de manzanilla, aceitunas y cantos morunos. Hay que ver en la romería de la Albóniga, sobre Bermeo, cómo los intrépidos pescadores se desentumecen los miembros dando saltos y cabriolas, con una encantadora tosquedad, con la torpeza de gaviotas o alabancos que se pusieran a bailar.
¡Y si viérais una vuelta de romería, allá, al derretirse de la tarde, en los repliegues del sendero, entre las fuertes hayas cuyo follaje susurra extraños rezos! Vuelven cantando y saltando, cogida la moza no pocas veces por el robusto brazo de layador del mozo, riendo cualquier bobada, porque es la risa la que busca el chiste y no éste el que la provoca, abriendo la espita al chorro de vitalidad que desborda como de henchida cuba. De cuando en cuando arranca de un gaznate fresco un sanso o irrintzi, un relinchido, y sube como alondra, esparciéndose por el valle mezclado al rumor del follaje de los robles, y callan los pájaros, y vibra el cielo y se derriba al fin en el ámbito saturado de la santa alegría que del descanso del trabajo brota, aquel latido de un alma sencilla, que vive sin segunda intención y que sólo sabe expresarse así, inarticuladamente, en robusta oración al dios de la alegría y del trabajo, de la alegría seria y del trabajo serio.
No; mi pueblo no es triste; y no lo es, porque no toma el mundo no más que en espectáculo, sino que lo toma en serio; no lo es, porque estará a punto de caer en cualquier dolencia colectiva, menos en esteticismo. El día en que pierda la timidez, cobre entera conciencia de sí y aprenda a hablar en un idioma de cultura, os aseguro que tendréis que oírle, sobre todo si descubre su hondo sentimiento de la vida: su religión propia.
Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno
“Castilla”
Tú me levantas, tierra de Castilla,
en la rugosa palma de tu mano,
al cielo que te enciende y te refresca,
al cielo, tu amo.
Tierra nervuda, enjuta, despejada,
madre de corazones y de brazos,
toma el presente en ti viejos colores
del noble antaño.
Con la pradera cóncava del cielo
lindan en torno tus desnudos campos,
tiene en ti cuna el sol y en ti sepulcro
y en ti santuario.
Es toda cima tu extensión redonda
y en ti me siento al cielo levantado,
aire de cumbre es el que se respira
aquí en tus páramos.
¡Ara gigante, tierra castellana,
a ese tu aire soltaré mis cantos,
si te son dignos bajarán al mundo
desde lo alto!
Miguel de Unamuno
El Cristo de Velázquez
¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?
Miras dentro de Ti, donde está el reino
de Dios; dentro de Ti, donde alborea
el sol eterno de las almas vivas.
Blanco tu cuerpo está como el espejo
del padre de la luz, del sol vivífico;
blanco tu cuerpo al modo de la luna
que muerta ronda en torno de su madre
nuestra cansada vagabunda tierra;
blanco tu cuerpo está como la hostia
del cielo de la noche soberana,
de ese cielo tan negro como el velo
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno.
Que eres, Cristo, el único
hombre que sucumbió de pleno grado,
triunfador de la muerte, que a la vida
por Ti quedó encumbrada. Desde entonces
por Ti nos vivifica esa tu muerte,
por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,
por Ti la muerte es el amparo dulce
que azucara amargores de la vida;
por Ti, el Hombre muerto que no muere
blanco cual luna de la noche. Es sueño,
Cristo, la vida y es la muerte vela.
Mientras la tierra sueña solitaria,
vela la blanca luna; vela el Hombre
desde su cruz, mientras los hombres sueñan;
vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco
como la luna de la noche negra;
vela el Hombre que dió toda su sangre
por que las gentes sepan que son hombres.
Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos
a la noche, que es negra y muy hermosa,
porque el sol de la vida la ha mirado
con sus ojos de fuego: que a la noche
morena la hizo el sol y tan hermosa.
Y es hermosa la luna solitaria,
la blanca luna en la estrellada noche
negra cual la abundosa cabellera
negra del nazareno. Blanca luna
como el cuerpo del Hombre en cruz, espejo
del sol de vida, del que nunca muere.
Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre
nos guían en la noche de este mundo
ungiéndonos con la esperanza recia
de un día eterno. Noche cariñosa,
¡oh noche, madre de los blandos sueños,
madre de la esperanza, dulce Noche,
noche oscura del alma, eres nodriza
de la esperanza en Cristo salvador!
ALBA
Blanco estás como el cielo en el naciente
blanco está al alba antes que el sol apunte
del limbo de la tierra de la noche:
que albor de aurora diste a nuestra vida
vuelta alborada de la muerte, porche
del día eterno; blanco cual la nube
que en columna guiaba por el yermo
al pueblo del Señor mientras el día
duraba. Cual la nieve de las cumbres
ermitañas, ceñidas por el cielo,
donde el sol reverbera sin estorbo,
de tu cuerpo, que es cumbre de la vida,
resbalan cristalinas aguas puras
espejo claro de la luz celeste,
para regar cavernas soterrañas
de las tinieblas que el abismo ciñe.
Como la cima altísima, de noche,
cual luna, anuncia el alba a los que viven
perdidos en barrancos y hoces hondas,
¡así tu cuerpo níveo, que es cima
de humanidad y es manantial de Dios,
en nuestra noche anuncia eterno albor!
ORACIÓN FINAL
Tú que callas, ¡oh Cristo!, para oírnos,
oye de nuestros pechos los sollozos;
acoge nuestras quejas, los gemidos
de este valle de lágrimas. Clamamos
a Ti, Cristo Jesús, desde la sima
de nuestro abismo de miseria humana,
y Tú, de humanidad la blanca cumbre,
danos las aguas de tus nieves. Águila
blanca que abarcas al volar el cielo,
te pedimos tu sangre; a Ti, la viña,
el vino que consuela al embriagarnos;
a Ti, Luna de Dios, la dulce lumbre
que en la noche nos dice que el Sol vive
y nos espera; a Ti, columna fuerte,
sostén en que posar; a Ti, Hostia Santa,
te pedimos el pan de nuestro viaje
por Dios, como limosna; te pedimosa
a Ti, Cordero del Señor que lavas
los pecados del mundo, el vellocino
del oro de tu sangre; te pedimos
a Ti, la rosa del zarzal bravío,
la luz que no se gasta, la que enseña
cómo Dios es quien es; a Ti, que el ánfora
del divino licor, que el néctar pongas
de eternidad en nuestros corazones.
…
¡Tráenos el reino de tu Padre, Cristo,
que es el reino de Dios reino del Hombre!
Danos vida, Jesús, que es llamarada
que calienta y alumbra y que al pábulo
en vasija encerrado se sujeta;
vida que es llama, que en el tiempo vive
y en ondas, como el río, se sucede.
…
Avanzamos, Señor, menesterosos,
las almas en guiñapos harapientos,
cual bálago en las eras–remolino
cuando sopla sobre él la ventolera–,
apiñados por tromba tempestuosa
de arrecidas negruras; ¡haz que brille
tu blancura, jalbegue de la bóveda
de la infinita casa de tu Padre
–hogar de eternidad–, sobre el sendero
de nuestra marcha y esperanza sólida
sobre nosotros mientras haya Dios!
De pie y con los brazos bien abiertos
y extendida la diestra a no secarse,
haznos cruzar la vida pedregosa
–repecho de Calvario– sostenidos
del deber por los clavos, y muramos
de pie, cual Tú, y abiertos bien de brazos,
y como Tú, subamos a la gloria
de pie, para que Dios de pie nos hable
y con los brazos extendidos. ¡Dame,
Señor, que cuando al fin vaya perdido
a salir de esta noche tenebrosa
en que soñando el corazón se acorcha,
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!
Miguel de Unamuno
“EPÍLOGO”
(a Vida y Escritos del Dr. José Rizal de W.E. Retana)
Acabo de leer por segunda vez la Vida y Escritos del Dr. Rizal, de W.E.
Retana, y cierro su lectura con un tumulto de amargas reflexiones en mi
espíritu, tumulto del que emerge una figura luminosa, la de Rizal. Un
hombre henchido de destinos, un alma heroica, el ídolo hoy de un pueblo
que ha de jugar un día, no me cabe duda de ello, un fecundo papel en la
civilización humana.
¿Quién era este hombre?
I
El hombre
Con un íntimo interés recorría yo en el libro de Retana aquel diario que
Rizal llevó en Madrid siendo estudiante. Bajo sus escuetas anotaciones
palpita un alma soñadora tanto ó más que en las amplificaciones retóricas
de los personajes de ficción en que encarnó más tarde su espíritu tejido
de esperanzas.
Rizal estudió Filosofía y Letras en Madrid por los mismos años en que
estudiaba yo en la misma Facultad, aunque él estaba acabándola cuando yo
la empezaba. Debí de haber visto más de una vez al tagalo en los
vulgarísimos claustros de la Universidad Central, debí de haberme cruzado
más de una vez con él mientras soñábamos Rizal en sus Filipinas y yo en mi
Vasconia.
En su diario no olvida hacer constar su asistencia á la cátedra de griego,
á la que pareció aficionarse y en la que obtuvo la primera calificación.
No lo extraño. Rizal no se aficionó al griego precisamente, puedo
asegurarlo: Rizal se aficionó a D. Lázaro Bardón, nuestro venerable
maestro, como me aficioné yo. En el Noli me tángere hay dos toques que
proceden de D. Lázaro. Uno de ellos es el traducir el principio del Gloria
como Bardón lo traducía: “Gloria á Dios en las alturas; en la tierra, paz;
entre los hombres, buena voluntad”. Don Lázaro fue uno de los cariños de
Rizal; lo aseguro yo que fui discípulo de D. Lázaro y que he leído el
diario y las obras de Rizal.
Y lo merecía aquel nobilísimo y rudo maragato (1), aquella alma de niño,
aquel santo varón que fue D. Lázaro, cura secularizado. ¡Si todos los
españoles que conoció Rizal hubieran sido como D. Lázaro…!
En aquellos claustros de la Universidad Central debimos de cruzarnos,
digo, el tagalo que soñaba en sus Filipinas, y yo, el vizcaíno, que soñaba
en mi Vasconia. Románticos ambos.
Tiene razón Retana al decir que Rizal fue siempre un romántico,
entendiéndose por esto un soñador, un idealista, un poeta en fin. Sí, un
romántico, como lo son todos los filipinos, según el Sr. Taviel de
Andrade.
Ni fue toda su vida otra cosa que un soñador impenitente, un poeta. Y no
precisamente en las composiciones rítmicas en que trató de verter la
poesía de su alma, sino en sus obras todas, en su vida sobre todo.
Amó a su patria, Filipinas, con poesía, con religiosidad. Hizo una
religión de su patriotismo, y de esto hablaré luego. Y amó a España con
poesía, con religiosidad también. Y esto hizo que le llevaran á la muerte
los que no saben quererla ni con poesía ni con religión.
“Quijote oriental” le llama una vez Retana, y está así bien llamado. Pero
fue un Quijote doblado de un Hamlet; fue un Quijote del pensamiento, á
quien le repugnaban las impurezas de la realidad.
Sus hazañas fueron sus libros, sus escritos; su heroísmo fue el heroísmo
del escritor.
Pero entiéndase bien que no del escritor profesional, no del que piensa ó
siente para escribir, sino del hombre henchido de amores que escribe
porque ha pensado ó ha sentido. Y es muy grande la diferencia -sobre que
llamó la atención Schopenhauer- de pensar para escribir á escribir porque
se ha pensado.
Rizal era un poeta, un héroe del pensamiento y no de la acción sino en
cuanto es acción el pensamiento, el verbo, que era ya en el principio, era
con Dios y era Dios mismo, y por quien fueron hechas las cosas todas según
el Evangelio.
Dice Retana que cuando, de vuelta Rizal á Manila en 1892, se metió en
política, fundando la Liga (2), el “místico lirista” se convirtió en
trabajador en prosa, y el pendant de Tolstoi en un pendant de Becerra (3).
Quizás con ello prestó mayor servicio á la causa filipina; pero su figura
se amengua, añade. Y el Sr. Santos (4) le sale al paso á Retana con unas
consideraciones que el lector puede leer en la nota (312), página 252 de
la presente obra.
Los héroes del pensamiento no son dueños de su acción; el viento del
Espíritu les lleva adonde ellos no pensaban ir. Para dominar los actos
externos de la propia vida, es muy conveniente una cierta pobreza
imaginativa, y, por otra parte, los grandes valerosos del pensamiento, los
espíritus arrojados en forjar ideas y apurarlas en sus consecuencias
ideales y teóricas, rara vez son hombres de voluntad enérgica para los
actos externos de la vida. Galileo, tan heroico en el pensar, fue débil
ante el Santo Oficio. Y así es lo corriente y muy verdadera la psicología
del maestro de Le Desciple [sic], de Bourget. Estúdiese, si no, la vida de
Spinoza, la de Kant, la de tantos otros pensadores heroicos.
Rizal, el soñador valiente, me resulta una voluntad débil é irresoluta
para la acción y la vida. Su retraimiento, su timidez, atestiguada cien
veces, su vergonzosidad, no son más que una forma de esa disposición
hamletiana. Para haber sido un revolucionario práctico le habría hecho
falta la mentalidad simple de un Andrés Bonifacio (5). Fue, creo, un
vergonzoso y dubitativo.
Y estos héroes anteriores, estos grandes conquistadores del mundo íntimo,
cuando la acción les arrastra, aparecen héroes también, héroes por fuerza,
de la acción. Leed sin prejuicio la vida de Lutero, de aquel gigante del
corazón, que nunca pudo saber adónde le arrastraba su sino. Era un
instrumento de la Providencia, como lo fue Rizal.
Rizal previó su fin, su fin glorioso y trágico; pero lo previó
pasivamente, como el protagonista de una tragedia griega. No fue á él,
sino se sintió á él arrastrado. Y pudo decir: ¡Hágase, Señor, tu voluntad
y no la mía!
Es la historia misma de tantos hombres providenciales que cumplieron un
destino sin habérselo propuesto, y que, encerrados en sí, construyendo sus
sueños para dárselos á los demás como consuelo y esperanza, resultaron
caudillos.
Dice en alguna parte Retana que Rizal fue un místico. Admitámoslo. Sí, fue
un místico, y como tantos místicos, desde su torre de estilita, con los
ojos en el cielo y los brazos en alto, guió á su pueblo á la lucha y á la
vida.
Rizal fue un escritor, ó, digamos más bien, un hombre que escribía lo que
pensaba y sentía. Y como escritor es como hizo su obra.
II
El escritor
En este libro se hallarán juicios de Rizal como escritor; en él se le
examina como literato.
Hay que hacer notar ante todo, y Retana no lo omite, que Rizal escribió
sus obras en castellano, y que el castellano no era su lenguaje nativo
materno, ó, por lo menos, que no era el lenguaje indígena y natural de su
pueblo. El castellano es en Filipinas, como lo es en mi país vasco, un
lenguaje adventicio y de reciente implantación, y supongo que hasta los
que lo han tenido allí como idioma de cuna, como lengua en que recibieron
las caricias de su madre y en que aprendieron á rezar, no han podido
recibirlo con raíces.
Juzgo por mí mismo. Yo aprendí a balbucir en castellano, y castellano se
hablaba en mi casa, pero castellano de Bilbao, es decir, un castellano
pobre y tímido, un castellano en mantillas, no pocas veces una mala
traducción del vascuence. Y los que habiéndolo aprendido así tenemos luego
que servirnos de él para expresar lo que hemos pensado y sentido, nos
vemos forzados á remodelarlo, á hacernos con esfuerzo una lengua. Y esto,
que es en cierto respecto nuestro flaco como escritores, es á la vez
nuestro fuerte.
Porque nuestra lengua no es un caput mortuum, no es algo que hemos
recibido pasivamente, no es una rutina, sino que es algo vivo y
palpitante, algo en que se ve nuestro forcejeo. Nuestras palabras son
palabras vivas; resucitamos las muertas y animamos de nueva vida á las que
la tenían lánguida. Heñimos nuestra lengua, nuestra por derecho de
conquista, con nuestro corazón y nuestro cerebro.
Retana aplica a Rizal la tan conocida distinción entre lenguaje y estilo,
y la clarísima doctrina de que se puede tener un estilo propio y fuerte ó
amplio con un lenguaje defectuoso, y, por el contrario, ser correctísimo y
atildadísimo en la dicción, careciendo en absoluto de estilo propio.
La distinción se ha hecho mil veces; pero no llegan á penetrar en ella
estos bárbaros que piensan en castellano por herencia y rutina, y que
andan á vueltas con la gramática y con el desaliño. Hay que dejarlos. Toda
su miserable literatura se hundirá en el olvido, y dentro de poco nadie se
acordará de sus bárbaros remedos del lenguaje del siglo XVII ó XVI, nadie
tendrá en cuenta sus fatigadas y fatigosas vaciedades sonoras.
El estilo de Rizal es, por lo común, blando, ondulante, sinuoso, sin
rigideces ni esquinas, pecando, si de algo, de difuso. Es un estilo
oratorio y es un estilo hamletiano, lleno de indecisiones en medio de la
firmeza de pensamiento central, lleno de conceptuosidades. No es el estilo
de un dogmático.
Vertió, como Platón, sus ideas en diálogos, pues no otra cosa sino
diálogos sociológicos, y á las veces filosóficos, son sus novelas.
Necesitaba de más de un personaje para mostrar la multiplicidad de su
espíritu. Dice Retana que Rizal es el Ibarra y no el Elías de Noli me
tángere, y yo creo que es uno y otro, y que lo es cuando se contradicen.
Porque Rizal fue un espíritu de contradicciones, un alma que temía la
revolución, ansiándola en lo íntimo de sí; un hombre que confiaba y
desconfiaba á la vez en sus paisanos y hermanos de raza, que los creía los
más capaces y los menos capaces – los más capaces cuando se miraba a sí,
que era de su sangre, y los más incapaces cuando miraba á otros. -Rizal
fue un hombre que osciló entre el temor y la esperanza, entre la fe y la
desesperación. Y todas estas contradicciones las unía en un haz su amor
ardiente, su amor poético, su amor, hecho de ensueños, á su patria
adorada, á su región del sol querida, perla del mar de Oriente, su perdido
edén (1*) (6).
Este Quijote-Hamlet tagalo encontró en un afecto profundísimo, en una
pasión verdaderamente religiosa -pues religioso fue, como diré más
adelante, su culto á su patria, Filipinas-, el foco de sus contradicciones
y el fin de su entusiasmo por la cultura. Quería la cultura; pero la
quería para su pueblo, para redimirlo y ensalzarlo. Su tema constante fue
el de hacer á los filipinos cultos é ilustrados, hacerlos hombres
completos. Y le repugnaba la revolución, porque temía que pusiera en
peligro la obra de la cultura. Y, sin embargo de temerla, tal vez la
deseaba á su pesar.
Rizal, alma profundamente religiosa, sentía bien que la libertad no es un
fin, sino un medio; que no basta que un hombre ó un pueblo quiera ser
libre si no se forma una idea -un ideal más bien- del empleo que de esa
libertad ha de hacer luego.
Rizal no era partidario de la independencia de Filipinas; esto resulta
claro de sus escritos todos. Y no lo era por no creer á su patria
capacitada para la nacionalidad independiente, por estimar que necesitaba
todavía el patronato de España y que ésta siguiera amparándola -ó que la
amparara más bien- hasta que llegase á su edad de emancipación.
Pensamiento que vieron muy bien los que le persiguieron, aquellos
desgraciados españoles que no se formaron jamás noción humana de lo que
debe ser una metrópoli y que estimaron siempre las colonias como una
finca, poblada de indígenas á modo de animales domésticos, que hay que
explotar.
Y ¡cómo la explotaban! ¡Con qué desprecio al español filipino, al
compatriota colonial! Este desprecio, más bien que opresiones y vejaciones
de otra clase, ese bárbaro y anticristiano desprecio lo llevó siempre
Rizal en su alma como una espina. Sintió en sí todas las humillaciones de
su raza. Fue un símbolo de ésta.
III
El tagalo
Rizal fue, en efecto, un símbolo, en el sentido etimológico y primitivo de
este vocablo; es decir, un compendio, un resumen de su raza. Y como todo
hombre que llega á simbolizar, á compendiar un pueblo, uno de los pocos
hombres representativos de la humanidad en general.
Se comprende que Rizal sea hoy el ídolo, el santo de los malayos
filipinos. Es un hombre que parece decirles: “Podéis llegar hasta mí;
podéis ser lo que fui yo, pues que sois carne de mi carne y sangre de mi
sangre.”
Dicen los protestantes unitarianos, es decir, aquellos que no admiten el
dogma de la Trinidad ni el de la divinidad de Jesucristo, que el creer á
Jesús un puro hombre y no más que un hombre, un hombre como los demás,
aunque aquél en quien se dio más viva y más clara la conciencia de la
filialidad respecto á Dios; que el creer esto es una creencia mucho más
piadosa y consoladora que la de creer al Cristo un Dios-hombre, la segunda
persona de la Trinidad encarnada, porque, si Cristo fue hombre, cabe que
lleguemos los demás hombres adonde él llegó; pero, si fue un Dios, se nos
hace imposible el igualarle.
Y he leído en un escrito mejicano que la vida y la obra del gran indio
Benito Juárez ha sido un ejemplo y una redención para muchos indios
mejicanos, que han visto á uno de los suyos, de pura sangre americana,
llegar á encarnar en un momento á la patria, ser su conciencia viva y
llevar en su alma estoica y religiosa -religiosamente estoica- los
destinos de ella. Muchos de los blancos y de los mestizos que rodeaban á
Juárez podrían haber tenido, y tuvieron algunos, más inteligencia y más
ilustración que él; pero ninguno tuvo un corazón tan bien templado y un
sentimiento tan profundo y tan religioso de la patria como aquel abogado
indígena, de pura sangre americana, que no aprendió el castellano sino ya
talludito, y que, al perder la fe en los dogmas católicos en que su
pariente el cura le educara, trasladó esa fe á los principios de derecho
que aprendió en las aulas para aplicarlos á su patria, Méjico, sentida
como un poder divino.
En las aulas también es donde Rizal cobró su conciencia de tagalo; en las
aulas, en que le aleccionaron blancos incomprensivos, desdeñosos y
arrogantes. Es él mismo quien en el capítulo XIV, “Una casa de
estudiantes”, de su novela El Filibusterismo, nos dice: “Las barreras que
la política establece entre las razas desaparecen en las aulas como
derretidas al calor de la ciencia y de la juventud.” Y es lo que anheló
para su patria: ciencia y juventud -juventud, no niñez- que derritieran
las barreras entre las razas.
Estas barreras, y más aún que las legales las establecidas por las
costumbres, atormentaban el alma generosa de Rizal. La conciencia de su
propia raza, conciencia que debía á su superioridad personal, fecundada
por la educación, esa conciencia lo fue de dolor. Con hondo, con hondísimo
sentido poético pudo llamar á Filipinas en su último canto, el de
despedida: ¡Mi patria idolatrada, dolor de mis dolores! Sí, su patria fue
su conciencia, porque en él cobró Filipinas conciencia de sí, y en él,
Cristo de ella, se redimió sufriendo.
Rizal tuvo que sufrir la petulante brutalidad del blanco, para la cual no
hay más palabra que una palabra griega: authadía. La cual significa la
complacencia que uno siente de sí mismo, la satisfacción de ser quien es,
el recrearse en sí propio, y luego, en sentido corriente, arrogancia,
insolencia. Y esto es el blanco: arrogante, insolente, authádico. Y
arrogante por incomprensión del alma de los demás, por asimpatía, es
decir, por incapacidad de entrar en las almas de los otros y ver y sentir
el mundo como ellos lo ven y lo sienten.
Sería curiosísimo hacer una revista de todas las tonterías y todos los
desatinos que hemos inventado los hombres de la raza blanca ó caucásica
para fundamentar nuestra pretensión á la superioridad nativa y originaria
sobre las demás razas. Aquí entrarían desde fantasías bíblicas hasta
fantasías pseudo-darwinianas, sin olvidar lo del dólico-rubio y otras
ridiculeces análogas. Cualidad que nos distingue es un privilegio ó una
ventaja, aquella de que carecemos es un defecto. Y cuando nos encontramos
con un caso como el reciente del Japón, no sabemos por dónde salir.
Rizal tuvo esta preocupación etnológica, y en las páginas 137 y 138 de
este libro puede leerse sus conclusiones á tal respecto (7). Y en
diferentes ocasiones, sobre todo en sus anotaciones al libro Sucesos de
las Islas Filipinas, del Dr. Antonio de Morga, puede verse cómo trató de
sincerar á sus paisanos de los cargos que el blanco les hacía.
En la pág. 23 de este libro habrá visto el lector lo que el Prof.
Blumentritt (8) cuenta respecto á que Rizal ya desde pequeño se encontraba
grandemente resentido por verse tratado por los españoles con cierto
menosprecio, sólo por ser indio. Las manifestaciones de Blumentritt al
respecto no tienen desperdicio.
Para casi todos los españoles que han pasado por Filipinas, el indio es un
pequeño niño que jamás llega á la mayor edad. Recordemos que los graves
sacerdotes egipcios consideraban á los griegos como unos niños, y
reflexiónese en si nuestros españoles no hacían allí, á lo sumo, el papel
de egipcios de la decadencia entre griegos incipientes, griegos en la
infancia social.
Otros hablan del servilismo del indio, y á este respecto sólo me ocurre
considerar lo que pasa aquí, en la Península, en que se considera como los
más serviles á los nativos de cierta región, siendo éstos los que tienen
acaso más desarrollado el sentimiento de la libertad y la dignidad
interiores. Un barrendero con su escoba por las calles, un aguador con su
cuba, puede tener y suele tener más fino sentimiento de su dignidad y su
independencia que el hidalgo hambrón que le desdeña y anda solicitando
empleos ó mercedes. El servilismo suele vestirse aquí con arrogante
ropilla de hidalgo, y el mendigo insolente que llevamos dentro se emboza
en su arrogancia. Nuestra literatura picaresca nos dice mucho al respecto.
Rizal tenía un fino sentido de las jerarquías sociales, no olvidaba jamás
el tratamiento que á cada uno se le debía. Es interesantísimo lo que
cuenta Retana de que en las recepciones oficiales en Dapitan (9) saludaba
á los presentes por orden de jerarquía; pero en las reuniones familiares,
primero lo hacía á las señoras, aun siendo indias. Esto, que es un rasgo á
la japonesa, no eran capaces de apreciarlo en todo su valor los oficiales
insolentes con sus subordinados y rastreros con sus superiores, ó los
frailes zafios, hartos de borona ó de centeno en su tierra, que tuteaban á
todo indio.
“Aquí viene lo más perdido de la Península, y si llega uno bueno, pronto
le corrompe el país”, dice un personaje de Noli me tángere. No discutiré
la mayor ó menor exactitud de esa afirmación -afirmación que, por injusta
que sea, se ha formulado mil veces en España; -pero ¡qué españoles debió
de conocer Rizal en Filipinas! Y, sobre todo, ¡qué frailes! Porque los
frailes se reclutan aquí, por lo general, entre las clases más incultas,
entre las más zafias y más rústicas. Dejan la esteva ó la laya para entrar
en un convento; les atusan allí el pelo de la dehesa con latín bárbaro y
escolástica indigesta, y se encuentran luego tan rústicos é incultos como
cuando entraron, convertidos en padres y objeto de la veneración y el
respeto de no pocas gentes. ¿No ha de desarrollárseles la authadia, la
soberbia gratuita? Trasládesele á un hombre en estas condiciones á un país
como Filipinas; póngasele entre sencillos indios tímidos, ignorantes y
fanatizados, y dígase lo que tiene que resultar.
En cierta ocasión no pude resistir las insolencias petulantes de un
escocés, y encarándome con él le dije: “Antes de pasar adelante permítame
una observación: Usted reconocerá conmigo que, por ser Inglaterra tomada
en conjunto y como nación más adelantada y culta que Portugal ó Albania,
no puede tolerarse que el más bruto y el más inculto de los ingleses se
crea superior al más inteligente y culto de los portugueses ó albaneses,
¿no es así?” Y como el hombre asintiera, concluí: “Pues bien: usted figura
en Inglaterra, por las pruebas que hoy está dando, en lo más bajo de la
escala de cultura, y yo en España, lo digo con la modestia que me
caracteriza, en lo más alto de ella; de modo que hemos concluído, porque
de mí a usted hay más distancia que España á Inglaterra, sólo que en orden
inverso.” Y esto creo que pudieron decir no pocos indios y mesticillos
vulgares (10) á los graves y cogolludos padres que los desdeñaban.
Léase en la página 35 de este libro cómo Rizal estuvo en 1880 por primera
vez en el palacio de Malacañang (11) por haber sido atropellado y herido
en una noche oscura por la Guardia civil, porque pasó delante de un bulto
y no saludó, y el bulto resultó ser el teniente que mandaba el
destacamento. Y relaciónese este suceso con la traducción que hizo Rizal
más tarde al tagalo del drama Guillermo Tell, de Schiller, en que se
apresa á Tell por no haber saludado al bastón á que coronaba el sombrero
del tirano Gessler.
Todas estas humillaciones herían aquella alma sensible y delicadísima del
poeta; no podía sufrir las brutalidades del blanco y zafio y nada soñador,
de los Sansones Carrascos que por allá caían, de aquellos duros españoles
heñidos con garbanzo ó con borona.
Y todo el sueño de Rizal fue redimir, emancipar el alma, no el cuerpo de
su patria. ¡Todo por Filipinas! Escribía al P. Pastells, jesuíta, á
propósito de la causa á cuya defensa dedicó sus talentos: “La caña, al
nacer en este suelo, viene para sostener chozas de nipa y no las pesadas
moles de los edificios de Europa.” Pensamiento delicadísimo, cuyo alcance
todo dudo mucho que comprendiera el P. Pastellas ni ningún otro jesuíta
español. Y éstos eran allí de lo mejorcito…
Rizal no pensó nunca sino en Filipinas; pero tampoco Jesús quiso salir
nunca de Judea, y dijo á la cananea que había sido enviado para las ovejas
perdidas del reino de Israel tan sólo. Y de aquel rincón del mundo, en el
que nació y murió, irradió su doctrina á todo el orbe.
Rizal, la conciencia viva filipina, soñó una antigua civilización tagala.
Es un espejismo natural; es el espejismo que ha producido la leyenda del
Paraíso. Lo mismo ha pasado en mi tierra vasca, donde también se soñó en
una antigua civilización euscalduna, en un patriarca Aitor y en toda una
fantástica prehistoria dibujada en nubes. Hasta han llegado á decir que
nuestros remotos abuelos adoraron la cruz antes de la venida de Cristo.
Pura poesía.
En esta poesía mecí yo los ensueños de mi adolescencia, y en ella los
meció aquel hombre singular, todo poeta, que se llamó Sabino Arana, y para
el cual no ha llegado aún la hora del completo reconocimiento. En Madrid,
ese hórrido Madrid, en cuyas clases voceras se cifra y compendia toda la
incomprensión española, se le tomó a broma ó á rabia, se le desdeñó sin
conocerle ó se le insultó. Ninguno de los desdichados folicularios que
sobre él esciribieron algo conocía su obra, y menos su espíritu.
Y saco á colación á Sabino Arana, alma ardiente y poética y soñadora,
porque tiene un íntimo parentesco con Rizal, y como Rizal murió
incomprendido por los suyos y por los otros. Y como Rizal filibustero,
filibustero ó algo parecido fue llamado Arana.
Parecíanse hasta en detalles que se muestran nimios y que son, sin
embargo, altamente significativos. Si no temiera alargar demasiado este
ensayo, diría lo que creo significa el que Arana emprendiese la reforma de
la ortografía eusquérica ó del vascuence y Rizal la del tagalo.
Y este indio fue educado por España y España le hizo español.
IV
El español
Español, sí, profunda é íntimamente español, mucho más español que
aquellos desgraciados -¡perdónalos, Señor, porque no supieron lo que se
hacían!- que sobre su cadáver, aún caliente, lanzaron como un insulto al
cielo, aquel sacrílego ¡viva España!
Español, sí.
En lengua española pensó, y en lengua española dio á sus hermanos sus
enseñanzas; en lengua española cantó su último y tiernísimo adiós á su
patria, y este canto durará cuanto la lengua española durare; en lengua
española dejó escrita para siempre la Biblia de Filipinas.
“¿A qué venís ahora con vuestra enseñanza del castellano -dice Simoun en
El Filibusterismo-, pretensión que sería ridícula si no fuese de
consecuencias deplorables? ¡Queréis añadir un idioma más á los cuarenta y
tantos que se hablan en las islas para entenderos cada vez menos!…
“Al contrario, repuso Basilio; si el conocimiento del castellano nos puede
unir al Gobierno, en cambio puede unir también á todas las islas entre
sí!”
Y este es el punto de vista sólido.
Cuando los romanos llegaron á España, debían de hablarse aquí tantas
lenguas por lo menos como en Filipinas cuando allí arribó mi paisano
Legazpi. El latín resultó una manera de entenderse los pueblos todos
españoles entre sí, y el latín nos unificó, y el latín hizo la Patria. Y
pudiera muy bien ser que el castellano, el español, y no el tagalo, haga
la unidad espiritual de Filipinas.
En reciente carta que desde Manila me escribe el docto y culto filipino D.
Felipe G. Calderón me dice: “Por un contrasentido que para V. tal vez no
tenga explicación y que para nosotros es perfectamente explicable, me
complazco en decirle que hoy se habla (aquí) más castellano que nunca, y
la razón es bien clara, si se considera que actualmente han aumentado los
establecimientos docentes, sobre la base del castellano; hay mayor
movimiento de libros y de periódicos, ya que ha desaparecido la censura
previa, y la mano férrea del fraile obstruía todo conato, toda tentativa
de estudiar castellano.
“Usted que ha leído el Noli me tángere puede apreciar cuál era la labor
obstruccionista del fraile contra el castellano, por el capítulo
“Aventuras de un maestro de escuela”; y la famosa Academia de castellano
de que se habla en El Filibusterismo es una realidad en que tomé parte
activa y el entonces Director de Administración civil, D. Benigno Quiroga
Ballesteros.
“Las escuelas públicas están aquí organizadas sobre la base del inglés;
pero su resultado no es tan lisonjero para dicha lengua, pues aun los
estudiantes en las escuelas oficiales cultivan paralelamente el inglés y
el castellano, ya que éste es la lengua social, como el inglés es el
oficial y el dialecto de cada localidad la del hogar.
“Para probarle a V. el poco éxito que alcanza el inglés, bástele el dato
siguiente: Por el Código civil de Procedimientos promulgado en 1901 se
dispuso que desde este año se hablaría el inglés en los tribunales de
justicia; pero en vista de que ni los jueces filipinos, ni los abogados,
ni siquiera los magistrados de la Corte Suprema estaban en condiciones de
aceptar tal reforma, se ha tenido que dictar una ley prorrogando por diez
años más el uso del castellano en los tribunales de justicia (12).
“Consecuencia de semejante ley es que el pueblo filipino haya visto que
sin el inglés también se puede vivir y no se hagan esfuerzos, como en un
principio, por aprender el idioma.”
El castellano, la lengua de Rizal, es la lengua social de Filipinas. ¿No
se debe á Rizal más que á otro cualquiera de los hombres la conservación
en Filipinas de esta lengua, en que va lo mejor, lo más puro de nuestro
espíritu? ¡Instructivo destino el de nuestra España! Empieza á ser de
veras querida y respetada cuando deja de dominar. En todas las que fueron
sus colonias se le quiere más y mejor cuando ya de ella no dependen. Se le
hace justicia luego que se sacude su yugo. Así ha pasado en Cuba, así en
la América española toda, así en Filipinas. ¿Es que hay dos Españas?
Como los que leen este ensayo han leído antes el libro de Retana, resulta
inútil tratar de probarles que Rizal quería á España como á su nodriza
espiritual, como á su maestra, como á la nodriza espiritual de Filipinas,
su patria. La quería con cariño inteligente y cordial, y no con el ciego y
brutal egoísta instinto de aquellos desgraciados que lanzaron el sacrílego
viva sobre el cadáver del gran tagalo.
Rizal vivió y se educó en España, y pudo conocer otros españoles que los
frailes y los empleados de la colonia.
Los juicios todos de Rizal sobre España, son de una moderación, de una
serenidad, de una simpatía honda, de un afecto que sólo podían escapar á
los bárbaros que pretenden, tranca en mano, hacernos lanzar un ¡viva
España! sin contenido alguno y que brote, no del cerebro ni del corazón,
sino del otro órgano, de donde le salen al bárbaro las voliciones
enérgicas. No podían comprender el españolismo de Rizal esos pobres
inconcientes que sienten frío por la espalda cuando ven tremolar la
bandera roja y gualda. (Y esto porque gualda y espada son consonantes.)
Es inútil insistir en esto.
Dice Retana: “Tan español era, que de tanto serlo se derivaba aquel su
orgullo personal imponderable, sin límites; él no quería ser menos español
que el que más lo fuese. Por eso precisamente, por ser tan español, se le
juzgaba “filibustero”.”
V
El filibustero
Ya tenemos aquí el mote, el chibolete (2* ).
Oigamos á Rizal mismo lo que nos dice en el capítulo XXXV, “Comentarios”,
de su Noli me tángere:
“Los padres blancos han llamado á D. Crisostomo (13) plibastero. Es nombre
peor que tarantado (atolondrado) y saragata (14), peor que betelapora,
peor que escupir en la hostia en Viernes Santo. Ya os acordáis de la
palabra ispichoso, que bastaba aplicar á un hombre para que los civiles de
Villa Abrille se le llevasen al desierto ó á la cárcel; pues plibastiero
[sic]es peor. Según decían el telegrafista y el directorcillo, plibastiero
dicho por un cristiano, un cura ó un español á otro cristiano como
nosotros, parece santus deus con requimiternam; si te llaman un vez
plibastiero, ya puedes confesarte y pagar tus deudas, pues no te queda más
remedio que dejarte ahorcar.”
¡Qué precioso pasaje! ¡Cuán al vivo se nos muestra en él ese terrible
poderío que ejercen las palabras donde las ideas son miserables ó andan
ausentes! Ese terrible plibastero ó filibustero, lo mismo que hoy el mote
de separatista, era un chibolete (15), una mera palabra tan vacía de
contenido como el vacío ¡viva España! con que se quería y se quiere
rellenar la inanidad de propósitos.
Tiene razón Retana; “si los enemigos de Rizal hubiesen visto el dibujo que
éste hizo de su casa de Calamba, y que mandó al profesor Blumentritt,
habrían dicho que el dibujo ¡era también filibustero!” (página 145). Y
tiene razón al añadir que las doctrinas de Rizal respecto á Filipinas no
iban más allá que van respecto á Cataluña ó á Vasconia las de muchos
catalanes y vascongados á quien se les deja, por hoy al menos, vivir
tranquilos.
Fueron los españoles, hay que decirlo muy alto, fueron sobre todo los
frailes -los zafios é incomprensivos frailes- los que estuvieron empujando
á Rizal al separatismo. Y las cosas se repiten hoy, y son los demás
españoles los que se empeñan en impulsarnos á catalanes y vascos al
separatismo.
Oigamos lo que dice en el capítulo LXI de Noli me tángere un personaje de
Rizal, es decir, uno de los varios hombres que en Rizal había. Dice:
“¡Ellos me han abierto los ojos, me han hecho ver la llaga y me fuerzan á
ser criminal! Y pues que lo han querido, seré filibustero, pero verdadero
filibustero; llamaré á todos los desgraciados… Nosotros, durante tres
siglos, les tendemos la mano, les pedimos amor, ansiamos llamarlos
nuestros hermanos; ¿cómo nos contestan? Con el insulto y la burla,
negándonos hasta la cualidad de seres humanos.”
Y así llegó Bonifacio, el bodeguero, el no intelectual, é hizo la
revolución.
¡Filibustero! Volved á leer en la página 262 de este libro lo que la
prensa de la Metrópoli, esta miserable é incomprensiva prensa, una de las
principales causantes de nuestro desastre, dijo de Rizal. Lo mismo que
dijo de Arana.
Tiene razón Retana al decir que el ideal separatista mismo es lícito, como
ideal, en la Península. Se puede discutir la Patria; es más, debe
discutírsela. Sólo discutiéndola llegaremos a comprenderla, á tener
conciencia de ella. Nuestra desgracia es que España no significa hoy nada
para la inmensa mayoría de los españoles, y una nación, lo mismo que un
individuo, languidece y acaba por perecer si no tiene más resorte de vida
que el mero instinto de conservación.
La España del ¡viva España! sacrílego que se lanzó sobre el cadáver de
Rizal es la España de los explotadores, los brutos y los imbéciles; la
España de los tiranuelos y de sus esclavos; la España de los caciques y
los dueños de grandes latifundios; la España de los que sólo viven del
presupuesto sin ideal alguno.
Rizal quiso dar contenido á España en Filipinas, y como para llenar ese
contenido sobraban frailes y brutos, á Rizal se le acusó de filibustero.
En la tristísima acusación fiscal contra el gran español y gran tagalo -de
ella trataré en seguida- se decía que á España le sobraban alientos y
energías para no tolerar que el pabellón español dejase de flotar en
aquellas regiones descubiertas y conquistadas por la intrepidez y el
arrojo de nuestros antepasados; y á estas frases, de detestable y
perniciosa retórica, les pone Retana un comentario muy justo. Las Islas
Filipinas, en efecto, no fueron conquistadas con arrojo y con intrepidez,
sino que fueron ganadas por medio de la persuasión y pactos con los
régulos indígenas, sin que apenas se derramara la sangre. “El general en
jefe de la conquista -añade Retana- llamóse Miguel López de Legazpi, un
bondadoso y viejo escribano que en los días de su vida desenvainó la
tizona.”
Sí; las Filipinas las ganó para España mi paisano Legazpi -uno de los
hombres más representativos de mi raza vasca, como lo fue también muy
representativo de ella, la suya y la mía, Urdaneta (16)-; y las ganó con
el cerebro y no con el otro órgano de donde han sacado sus determinaciones
no pocos de los conquistadores á lo Pizarro, de espada y tranca.
Así, con el cerebro, las ganó Legazpi, el bondadoso escribano vasco. Y
¿cómo se perdieron? Vamos á verlo.
Veamos el proceso de Rizal.
VI
El proceso
Al llegar á esta parte de mi trabajo me invade una gran tristeza, y á la
vez la conciencia de la gravedad de cuanto tengo que decir. Los hechos que
voy á juzgar pertenecen ya á la Historia, aunque vivos los más de los
actores que en ellos intervinieron. Para todos personalmente quiero las
mayores consideraciones. Dios y España les perdonarán lo que hicieron, en
atención á que lo hicieron sin saber lo que se hacían y obrando, no como
individuos concientes de sí mismos y autónomos, sino como miembros de una
colectividad, de una corporación enloquecida por el miedo. El miedo y sólo
el miedo, el degradante sentimiento del miedo, el miedo y sólo el miedo
fue el inspirador del Tribunal militar que condenó á Rizal.
Dice Retana hablando del fusilamiento de Rizal que, “afortunadamente, á
España no le alcanza la responsabilidad de los errores cometidos por
algunos de sus hijos” (pág. 188). Siento discrepar aquí de Retana. Creo,
en efecto, que desgraciadamente le alcanza á España responsabilidad en
aquel crimen; creo más, y lo digo como lo creo: creo que fue España quien
fusiló á Rizal. Y le fusiló por miedo.
Por miedo, sí. Hace tiempo que todos los errores públicos, que todos los
crímenes públicos que se cometen en España, se cometen por miedo; hace
tiempo que sus corporaciones é institutos todos, empezando por el
Ejército, no obran sino bajo la presión del miedo. Todos temen ser
discutidos, y para evitarlo pegan cuando pueden pegar. Y pegan por el
miedo. Por miedo se fusiló a Rizal, como por miedo pidió el Ejército la
aborrecible y absurda ley de Jurisdicciones, y por miedo se la votó el
Parlamento.
El escrito de acusación del señor teniente fiscal D. Enrique de Alcocer y
R. De Vaamonde es, como el dictamen del auditor general D. Nicolás de la
Peña, una cosa vergonzosa y deplorable. Es decir, lo serían si estos
señores hubiesen obrado por sí y ante sí, autonómicamente, y no como
pedazos de un instituto y de una sociedad sobrecojidos por el miedo.
Retana ha desmenuzado la horrenda y desatinada acusación del Sr. Alcocer.
En el fondo de todo ello no se ve más que el miedo y el odio á la
inteligencia, miedo y odio muy naturales en el instituto á que los señores
Alcocer y Peña pertenecían. Dice Retana que fusilar á Rizal por los
motivos por que le fusilaron, es como si en Rusia se intentase fusilar á
Tolstoi. Creo que buenas ganas se les pasan de ello á no pocos. Yo sé que
cuando se sustanciaba en Barcelona, hace ya años, el proceso por el
bárbaro atentado del Liceo, el Juez militar que actuaba en él y tenía la
colección de una revista en que colaboramos mi compañero de claustro el
Sr. Dorado Montero, prestigiosísimo criminalista, y yo, se dejó decir: “A
estos, á estos dos señores catedráticos quisiera yo atraparlos y verían lo
que es bueno.” Si hubiera sido en Filipinas, á estas horas mi compañero el
Sr. Dorado Montero y yo dormiríamos el eterno sueño de los mártires del
pensamiento.
Lo más terrible de la jurisdicción militar es que no sabe enjuiciar; es
que la educación que reciben los militares es la más opuesta á la que
necesita quien ha de tener oficio de juzgar. Pecan, no por mala intención,
sino por torpeza, por incapacidad. Y pecan unas veces por carta de más y
otras por carta de menos.
En una corporación cualquiera, y muy en especial en el Ejército, la
inteligencia individual y la independencia de juicio llegan á considerarse
como un peligro. El que manda más es el que tiene más razón. La disciplina
exige someter el criterio personal á la jerarquía. Sólo á este precio se
robustece el instituto. Y así en el Ejército, y, lo que es más, hasta en
el Profesorado en cuanto Cuerpo, siendo como es su misión difundir la
cultura, se mira con recelo y hasta se odia calladamente á la inteligencia
individual. Sabidas son las conminaciones de los Santos Padres á ella;
sabido es cuanto han dicho de los que se creen sabios. La inteligencia, se
dice, lleva á la soberbia; hay que someter el juicio propio.
Y esto, que es natural y es disculpable, pues arranca de un principio de
vida de toda corporación ó instituto, esto se agrava cuando estos
institutos se encuentran en forma de desarrollo rudimentario. Cuanto menos
perfecta es una corporación, tanto mayor es el miedo y el odio á la
inteligencia que en ella se desarrolla. Y nuestro ejército, como ejército
-lo mismo que nuestro clero, como clero, y nuestro profesorado, como
profesorado- se encuentra en un estado muy rudimentario de desarrollo. Su
inteligencia colectiva es inferior al promedio de las inteligencias
individuales que la componen, con no ser este promedio, como no lo es en
España, muy elevado. Pero esa su inteligencia colectiva rudimentaria tiene
cierta conciencia, aunque oscura, de su rudimentariedad, y trata de
defenderse contra las inteligencias individuales corrosivas. Dudo que haya
ejército en que se abrigue más indiferencia, cuando no desdén, respecto á
las inteligencias individuales que dentro de él hay, como en el nuestro, y
duda que haya otro en que se rinda tanto culto al arrojo ciego, al coraje
instintivo. Son legión los militares españoles que contestarían lo que se
dice contestó Prim á un general extranjero que le preguntaba cómo se hacen
las guerrillas; son legión los que, á pesar de las lecciones presenciadas
y no recibidas, siguen creyendo que la guerra no se hace con el cerebro
principalmente, sino con lo otro. Y lo otro no es tampoco el valor. Porque
el valor tiene más de cerebral que de testicular. Y en todo caso es
cordial.
Y entiéndase bien que esto que digo de nuestro ejército lo aplico mutatis
mutandis á las demás instituciones, empezando por aquella á que
pertenezco.
Es -se me dira- que en el proceso de Rizal anduvieron auditores de guerra,
verdaderos letrados! El letrado que ingresa en la milicia, para formar
parte del Cuerpo jurídico militar, lo mismo que los demás auxiliares, se
asimilan el espíritu general del Cuerpo. El uniforme, estrecho y rígido,
puede en ellos más que la amplia toga.
Desde el día mismo en que se le pone quilla á un buque de guerra en el
astillero tiene ya su dotación completa, y allí el comandante manda más
que el ingeniero naval. Me decía un médico de la Armada en cierta ocasión:
“¿Usted creerá que al entrar un buque en fuego y tener que jugar la
artillería, la maniobra estará supeditada á lo que el oficial de
artillería ordene? Pues no, señor; allí manda el comandante. Y si no se
les ocurre curar á los heridos ó decir misa, es porque desdeñan estas
funciones.”
Y así en todo en la milicia. Los combatientes, aquellos cuya función
propia es pelear, desdeñan á los Cuerpos auxiliares; pero éstos, los
auxiliares, tratan siempre de asimilarse á aquéllos, aunque acaso también
desdeñándolos. Aquello del desdén con el desdén es una fórmula
genuinamente española (17).
Los letrados que intervinieron en el proceso de Rizal lo hicieron como
militares, y como militares, influídos por aquellos desdichados frailes y
sus similares, dominados por el miedo.
A la luz de estas consideraciones dolorosísimas hay que leer la vergonzosa
acusación contra Rizal, y el dictamen y el informe. Cierto es que la
defensa del Sr. Taviel de Andrade es un documento de serenidad y de
juicio; pero ¡qué obligada timidez en ella! Hay, de todos modos, que
salvar al defensor; el miedo no hizo en él tanta presa.
El pobre auditor Sr. Peña se metió á juzgar de la capacidad intelectual
del acusado, y esto me recuerda las tonterías del magistrado que al
absolver la Madame Bovary, de Flaubert, se metió á juzgar de su mérito
literario, lo que le valió aquel soberano ramalazo del gran novelista, que
no podía consentir que un magistrado vulgar se metiese á criticar desde su
sitial de administrar justicia.
Es natural que en el ambiente de miedo que se respiraba en Manila en los
días del proceso de Rizal fuera difícil evadirse del contagio. Hay que
leer en este libro cómo los que se llamaban ministros de Cristo predicaban
el exterminio. Es su costumbre; quieren meter la fe, ó lo que sea, en las
cabezas de los demás rompiéndoselas á cristazos.
Repito que fue España la que fusiló á Rizal. Y si se me dijese que aquí no
se fusila ya por ideas y que aquí no se habría fusilado á Rizal,
contestaré que es cierto, pero es porque aquí estamos más cerca de Europa.
Y Europa, además, cuando se trata de atropellos que una nación comete en
sus colonias, se encoge de hombros, pues ¿cuál de sus naciones está libre
de esta culpa? La ética de una nación europea es doble y cambia cuando se
trata de colonias (18).
Y todo ello lo sancionó el general Polavieja, cuya mentalidad
correspondía, según mis informes, por lo rudimentaria, á lo rudimentario
de la inteligencia colectiva que bajo la presión del miedo dictó aquel
fallo.
Rizal fue condenado á muerte; pero aún faltaba otro acto, y es el de la
conversión. La espada cumplió su oficio -un oficio para el que no sirve la
espada-; faltaba el hisopo cumplir el suyo, un oficio también para el que
no sirve el hisopo.
Veamos la conversión (19).
VII
La conversión
Rizal, educado en el catolicismo, no llegó a ser nunca en rigor un
librepensador, sino un librecreyente. A los jesuitas que le visitaron
cuando estaba en capilla les pareció un protestante, y de protestante ó
simpatizador del protestantismo, así como de germanófilo fue tratado más
de una vez.
Entre nosotros, los españoles, apenas hay idea de lo que el protestantismo
es y significa, y el clero católico español es de lo más ignorante al
respecto. No hay nada más disparatado que la idea que del protestantismo
se forma un cura español, aun de los que pasan por ilustrados. Hay muchos
que se atienen al libro, tan endeble y pobre, de Balmes, y quienes repiten
el famoso y desdichado argumento de Bossuet.
Ayuda á corroborar y perpetuar este concepto lo que oyen á los
protestantes ortodoxos con quienes tropiezan, á los protestante de capilla
abierta, á los pastores á sueldo de alguna Sociedad Bíblica, porque la
ortodoxia protestante es más mezquina y pobre, más raquítica que la
católica, y es lamentable el culto supersticioso que rinde al Libro, á la
Biblia, en su letra muerta.
Así como hay quienes no comprenden que haya darwinistas más darwinistas
que Darwin, así hay también quienes no comprenden ó no quieren comprender
que haya luteranos más luteranos que Lutero, es decir, espíritus que hayan
sacado al principio específico del protestantismo, á aquello que le
diferenció y separó de la Iglesia católica, consecuencias que los primeros
protestantes no pudieron sacarle y aun ante las cuales retrocedieron.
Porque una doctrina que se separa de otra tiene de esta otra de que se
separa más que de sí misma, y en su principio lo que el protestantismo
tenía de común con el catolicismo era mucho más que lo específico y
diferencial suyo.
El protestantismo proclamó el principio del libre examen y la
justificación por la fe -con un concepto de la fe, entiéndase bien,
distinto del católico-, y hasta cierto punto el valor simbólico de los
sacramentos; pero siguió conservando casi todos los dogmas no evangélicos,
y entre ellos el de la divinidad de Jesucristo, debidos á la labor de los
Padres griegos y latinos de los cinco primeros siglos, es decir, los
dogmas de formación y de tradición específicamente católicas. Pero el
principio del libre examen ha traído la exégesis libre y rigurosamente
científica, y esta exégesis, a base protestante, ha destruído todos esos
dogmas, dejando en pie un cristianismo evangélico, bastante vago é
indeterminado y sin dogmas positivos. Nada representa mejor esta tendencia
que el llamado unitarianismo -tal como puede verse, v.gr., en los sermones
de Channing (20)- ó una posición como la de Harnack (21). Y los
protestantes ortodoxos, más estrechos aún de criterio que los católicos,
execran de esa posición, y olvidando lo que dijo San Pablo al respecto, se
obstinan en negar á los que así pensamos hasta el nombre de cristianos.
Y en una posición de esta índole llegó á encontrarse Rizal según de sus
escritos deduzco. En una posición así, no sin un bajo fondo de
vacilaciones y dudas hamletianas, y siempre sobre un cimiento de
catolicismo sentimental, sobre un estrato de su niñez. Porque todo poeta
lleva su niñez muy á flor de alma y de ella vive.
Rizal fue tenido por protestante, y en la carta al P. Pastells que se
inserta en la página 105 de esta obra, se le verá sincerarse de ello y
hablar de sus paseos, en las soledades de Odenwald, con un pastor
protestante. No creo, por otra parte, lo que dicen los jesuítas en su
Rizal y su obra de que éste hubiera leído “todo lo escrito por
protestantes y racionalistas y recogido todos sus argumentos”. No hay que
exagerar. La cultura religiosa de Rizal no era, según de sus mismos
escritos se deduce, la ordinaria entre nosotros; pero no era tampoco
extraordinaria ni mucho menos. No pasaba de un dilettante en ella. Los
ejemplos que los jesuitas citan -véase la nota (116) de esta obra- son de
lo más común y muy de principios del siglo pasado. Sólo que bastaban para
que le tuviesen por un hombre muy enterado de la literatura protestante y
racionalista tratándose de jesuítas españoles, que en esto saben menos aún
que Rizal sabía, con ser esto tan moderado y parco.
La enorme, la vergonzosa ignorancia que entre nosotros reina al respecto,
es lo que ha podido que á Rizal se le tuviese por un librepensador. No;
fue un librecreyente, lo cual es otra cosa. Rizal, lo aseguro, no hubiese
jurado por Büchner ó por Haeckel.
Basta leer en la página 292 de este libro la manera ingeniosa y sutil como
Rizal expuso el principio de la relatividad del conocimiento, para
comprender que no era un dogmático del racionalismo, un teólogo al revés,
sino más bien un librecreyente con sentido agnóstico y con un cimiento de
cristianismo sentimental. Y en el fondo, conviene repetirlo, el
catolicismo infantil y popular, nada teológico, de su niñez, el
catolicismo del ex secretario de la Congregación de San Luis. Yo, que
también fui á mis quince años secretario de esa misma Congregación, creo
saber algo de esto.
Á Rizal se le tuvo por protestante y por germanófilo, y ya se sabe lo que
esto quiere decir entre nosotros. En España y para españoles, pasar por
protestante ó cosa así es peor que pasar por ateo. Del catolicismo se pasa
al ateísmo fácilmente; porque, como decía Channing, y hablando de España
precisamente, las doctrinas falsas y absurdas llevan una natural tendencia
á engendrar escepticismo en los que las reciben sin reflexión, no habiendo
nadie tan propenso á creer demasiado poco como aquellos que empezaron
creyendo demasiado mucho. Es corriente oir en España declarar que, de no
ser católico, debe serse ateo y anarquista, pues el protestantismo es un
término medio que ni la razón ni la fe abonan. Y cuando alguien se declara
protestante le creen vendido al oro inglés. El protestante aparece ante
nosotros, más aún que como un anticatólico, como un antiespañol. El
ateísmo es más castizo aún que el protestantismo. La herejía se considera
un delito contra la patria tanto ó más que un delito contra la religión.
Y aquí era ocasión de decir algo sobre esa sacrílega confusión entre la
religión y la patria, el desdichado consorcio entre el altar y el trono
-no menos desdichado que aquel otro entre la cruz y la espada-, y las
desastrosas consecuencias que ha traído tanto para el trono como para el
altar. Pues es difícil saber si con semejante contubernio ha perdido la
religión más que la patria ó ésta más que aquélla.
En la nota (387) correspondiente a la página 306 de este libro, se hallará
un estupendo ukase (22) del gobernador que fue de Pangasinan, D. Carlos
Peñaranda, en que conmina á los cabezas de barangay (23) á que oigan misa
los días de precepto, bajo la multa de un peso si no lo hicieren. Esto era
un brutal atentado á la libertad y á la dignidad de aquellos ciudadanos
españoles, y á la vez una impiedad manifiesta. Porque obligarle á un fiel
cristiano católico á que cumpla los deberes religiosos de su profesión
bajo sanción civil, no es más que una impiedad; es privar á aquella
ofrenda de culto de su valor espiritual y es atentar á la libertad de la
conciencia cristiana. Si los frailes que hacían de párrocos en Pangasinán
hubieran tenido sentido religioso cristiano y católico, habrían sido los
primeros en protestar de ese atentado.
Y luego, léase una vez más aquel deplorable resultando de la orden de
deportación de Rizal por el general Despujol, aquel resultando en que se
dice que descatolizar equivalía á desnacionalizar aquella siempre española
-hoy ya no lo es- y como tal siempre católica tierra filipina. Contrista
el ánimo la lectura de tales cosas, y más á los que creemos que para
nacionalizar de veras á España, una de las cosas que más falta hacen es
descatolizarla en el sentido en que Despujol y sus consejeros y directores
espirituales tomaban el catolicismo. Pues acaso haya otro sentido en que
quepa decir que la Iglesia católica romana se está descatolizando.
Rizal pasó por un protestante, por un racionalista, por un librepensador,
y en todo caso por anticatólico. Y yo estoy convencido de que fue siempre
un cristiano librecreyente, de vagos é indecisos sentimientos religiosos,
de mucha más religiosidad que religión, y con cierto cariño al catolicismo
infantil y puramente poético de su niñez. No me chocaría que, aun no
creyendo ya con la cabeza en los dogmas católicos, hubiese alguna vez
asistido á misa en todas partes, y uno que nació y se crió católico, en
ningún sitio mejor que en un templo católico puede, fuera de su patria,
hacerse la ilusión de encontrarse en ella.
Condenado á muerte Rizal, bajo la inspiración del miedo sus jueces,
cayeron sobre él sus antiguos maestros los jesuítas y apretaron el cerco
con que de antiguo le venían asediando. Es una lucha tristísima.
Pocas cosas más instructivas como las relaciones del pobre Rizal con los
jesuítas, sus antiguos maestros. En ellas se ve de un lado el excelente
buen natural de él, su respeto y su gratitud á aquellos sus maestros que
le habían tratado, y trataban en general al indio, con más humanidad, con
más racionalidad, con más espíritu cristiano que los frailes (3*).
Y en ellas se ve también la irremediable vulgaridad y ramplonería del
jesuíta español, con sus sabios de guardarropía, con sus sabios diligentes
y útiles mientras se trata de recoger, clasificar y exponer noticias, pero
incapacitados por su educación de elevarse á una concepción verdaderamente
filosófica de las cosas.
En la nota (363) á la pág. 293 de este libro, dice Retana que aunque los
jesuítas ofrecieron publicar algún día el presente, y añade, no sé si con
ironía: “Respetamos las razones que tengan para mantener inéditas tan
curiosas cartas”. Yo, por mi parte, sospecho que aunque las de Rizal no
deben ser un asombro, ni mucho menos, de polémica religiosa -ya he dicho
que creo nunca pasó de un dilettante en tales materias como en otras-,
deben quedar, sin embargo, malparados los jesuítas. ¡Porque cuidado si son
éstos ignorantes, vulgares y ramplones en estas materias cuando son
españoles! Baste decir que anda por acá un P. Murillo que se permite
escribir de exégesis y hablar de Harnack y del abate Loisy (24), y lo hace
con una escolástica y una insipiencia que mete miedo.
No hay leyenda más desatinada que la leyenda de la ciencia jesuítica,
sobre todo de su ciencia religiosa. Son unos detestables teólogos y
exégetas más detestables aún.
Sólo á un jesuíta español como el P. Pastells pudo ocurrírsele regalar á
Rizal, para tratar de convertirle, las obras de Sardá y Salvany (25). Esto
da la medida de su mentalidad ó del pobre concepto que de Rizal se
formaba. Sólo le faltó añadir las del P. Franco. Y hay que leer entre
líneas, en el relato de los jesuítas, las necedades y vulgaridades que el
P. Balaguer debió dejar caer sobre el pobre Rizal.
Y así y con todo aparece Rizal vencido, convertido y retractándose. Pero
no con razones. Vencido, sí; convertido, acaso; pero convencido, no. La
razón de Rizal no entró para nada en esta obra. Fue el poeta; fue el poeta
que veía la muerte próxima; fue el poeta ante la mirada de la Esfinge que
le iba á tragar muy pronto, ante el pavoroso problema del más allá; fue el
poeta que, á la vista de aquella imagen del Sagrado Corazón, tallada por
sus propias manos en días más tranquilos, sintió que su niñez le subía á
flor de alma. Fue el golpe maestro de los jesuítas y valió más que sus
ridículas razones todas (26).
El pobre Cristo tagalo tuvo en la capilla su olivar, y es inútil
figurárnoslo como un estoico sin corazón. “¡No puedo dominar mi razón!”,
exclamaba el pobre ante el asedio del P. Balaguer. Cedió; firmó la
retractación. Luego leía el Kempis. Se encontraba ante el gran misterio, y
el pobre Hamlet, el Hamlet tagalo debió de decirse: ¿Y si hay? ¡Por si
hay! Entonces su espíritu debió de pasar por un estado análogo al de aquel
otro gran espíritu, al de aquel hombre de razón robustísima, pero de
sentimiento más robusto aún que su razón, que se llamó Pascal y que dijo:
il faut s’abêtir, “hay que embrutecerse”; y recomendó tomar agua bendita,
aun sin creer, para acabar creyendo.
El relato de los últimos momentos de Rizal, de su verdadera agonía
espiritual, es tristísimo. “¡Vamos camino del Calvario!” Y camino de su
Calvario fue, pensando acaso en si aquel su sacrificio resultaría inútil;
invadido tal vez por ese tremendo sentimiento de la vanidad del esfuerzo
que ha sobrecojido á tantos hombres á las puertas de la muerte.
“¡Qué hermoso día, Padre!” Ya no vería días así, tan hermosos. Los verían
los demás; pero ¿no morirían también ellos? ¿Vería Filipinas días
hermosos, despejados, claros?
“¡Siete años pasé yo allí!” (27) Y ante su espíritu soñador pasarían siete
años mansos y dulces, como las aguas de un arroyo que discurre en un valle
de verdura.
“En España y en el extranjero es donde me perdí.” ¿Qué quiere decir
perderse? El niño balbucía en él.
“¡Yo no he sido traidor á mi patria ni á la nación española!” No, no fue
traidor. Es España la que le fue traidora á él.
“Mi gran soberbia, Padre, me ha traído aquí.” ¡La soberbia! ¿Y á quién que
tenga una cabeza sobre los hombros y un corazón en el pecho no le pierde
la soberbia? ¿Qué es eso de la soberbia? El que se confiesa soberbio no lo
ha sido nunca. Los soberbios eran los otros, los soberbios eran los
bárbaros que sobre su cadáver lanzaron, como un insulto á Dios, aquel
sacrílego ¡viva España!
“¡Mi soberbia me ha perdido!” Esto lo decía la mente que correspondía á
las manos que tallaron la imagen del Sagrado Corazón, la mente del niño,
del poeta. Y decía verdad. Su soberbia, sí, le perdió para que su raza
ganase, porque todo aquel que quiera salvar su alma la perderá y el que la
deje perder la salvará. Su soberbia, sí, su santa soberbia, la conciencia
de que en él vivía una raza inteligente, noble y soñadora, la soberbia de
sentirse igual á aquellos blancos que le despreciaron, esta santa, esta
noble soberbia le perdió.
En La Solidaridad del 15 de Julio de 1890, y en el artículo “Una
esperanza”, escribió Rizal: “Dios ha prometido al hombre su redención
después del sacrificio: ¡cumpla el hombre con su deber y Dios cumplirá con
el suyo!”
Rizal cumplió con su deber, y la Iglesia Filipina Independiente,
considerando que Dios ha cumplido con el suyo, ha canonizado al gran
tagalo: San José Rizal.
VIII
San José Rizal
San José Rizal, ¿y por qué no? ¿Por qué no se ha de dar la sanción de la
santidad al culto á los héroes?
Pienso algún día escribir algo sobre esa extraña Iglesia Filipina
Independiente (28), cuyas publicaciones debo á la bondad del Sr. D.
Isabelo de los Reyes (29); sobre esa extraña Iglesia que es un intento de
vestir al racionalismo cristiano con símbolos y ceremonias católicos, y
cuyo porvenir me parece muy dudoso. No son los pensadores los que hacen
las religiones ni los que las reforman. Más fácil me parece que sobre la
base del sentimiento católico cristiano que allí dejó España se convierta
en religión el culto mismo á la patria, á Filipinas, y que ésta les
aparezca como una peregrinación para otra Filipinas celestial donde Rizal
alienta y vive en espíritu.
No sé si Rizal, con su fino sentido religioso, y aun á falta de una gran
cultura á este respecto, habría aprobado una Iglesia en que se ve la mano
del cura cismático, en que se ve la huella del fraile y de sus discípulos.
Hay que desconfiar del cura cismático ó del cura hereje ó renegado. Aunque
se haga ateo, el cura quiere seguir siendo cura, y pretende que haya una
Iglesia atea en que él continúe como cura. La reforma religiosa la ve
desde su punto de vista profesional.
Pero sea de esto lo que fuere, y sea también lo que fuere del cándido
racionalismo de la Iglesia Filipina Independiente y de sus enseñanzas, tan
ingenuamente agnósticas y cientificistas, es lo cierto que anduvo en
canonizar á Rizal mucho más acertada que en otras cosas. Como que todas
las demás cosas huelen á libros europeos, á tomos de la Biblioteca Alcan,
y esa, por el contrario, parece la flor de un movimiento espontáneo del
alma de un pueblo. Y las religiones las hacen los pueblos y no los
pensadores; los pueblos con su corazón, y no los pensadores con su cabeza.
El acto, pues, más transcendental de la Iglesia Filipina Independiente es
haber sancionado la canonización de Rizal, promulgada por el pueblo
filipino.
Miguel de UNAMUNO.
Salamanca, 19 y 20, V, 1907.
Notas de Unamuno
(1*) Acaso haya muchos filipinos que ignoren que Tennyson, en su poesía
“A Ulises” (To Ulysses), llamó á Filipinas oriental eden-isles.
(2*) En mi obra Tres Ensayos he explicado qué es esto del chibolete.
(3* ) Hay que advertir que los jesuítas, aunque no superan en cultura ni
ilustración á los miembros de las demás órdenes religiosas, sino que más
bien son más petulantes que ellos y más ignorantes, les superan mucho en
educación y buenas formas. Se reclutan, por lo común, en otras capas
sociales.
Notas de la editora
Maragato – natural de Maragatería, comarca del reino de León. [N. del
E.]
La Liga Filipina, asociación cuyos fines eran promover la industria, el
comercio, la cultura en Filipinas. Sus miembros, en su mayoría nativos
ilustrados, se comprometían a ayudarse y protegerse contra las prácticas
injustas tanto del gobierno colonial como de las corporaciones
religiosas. [N. del E.]
Pólitico liberal que junto con Sagasta fue instrumental en la revolución
de Septiembre 1868 que puso fin al reino de Isabel II. [N. del E.]
Epifanio de los Santos, político y escritor nacionalista filipino,
coetáneo de Rizal. En la citada nota afirma que Rizal no se convierte de
un Tolstoi a un Becerra, sino a un Jesucristo, redentor de su raza. [N.
del E.]
Líder y fundador de la sociedad secreta, el Katipunan, que tramó la
revolución popular de 1896 contra España. Trabajaba como bodeguero para
una empresa inglesa en Manila; fue descrito por Retana y otros de la
época como ‘plebeyo’ y ‘analfabeto’. [N. del E.]
Las líneas: “…á su patria adorada…su perdido edén”. son tomadas por
Unamuno de la última y más famosa poesía escrita por Rizal en vísperas
de su ejecución, conocida comúnmente por el título -aunque la original
no llevó título- “Mi último adios”. [N. del E.]
Dice en las citadas páginas del libro de Retana: …Después de estos
estudios [Lippert, Hellwald y otros], opinó que su pueblo no era un
pueblo antropoide, como querían hacer ver los españoles, pues encontró
que las faltas y virtudes de los tagalos eran puramente humanas, pues
estaba convencido de que los vicios y virtudes de un pueblo no eran
particularidades de la raza, sino propiedades adquiridas, sobre las
cuales tienen una acción poderosa el clima y la Historia.
Sobre esto que él llamaba ‘arte popular práctico’, continuó sus
estudios, para lo cual observaba la vida de los aldeanos franceses y
alemanes, pues decía que los aldeanos son los que conservan por más
largo tiempo las particularidades nacionales y de raza y son los que
mejor podía comparar con sus paisanos, puesto que éstos en su mayoría se
componían de gente del campo. Con este intento se retiró durante semanas
y hasta meses en aldehuelas tranquilas donde observaba con atención los
movimientos, actitudes y modo de ser de los aldeanos. El resumen de sus
prácticas estudios científicos lo compendió en las siguientes
proposiciones:
1) Las razas humanas se diferencian en sus hábitos exteriores y en su
esqueleto, pero no en la psique. Son igualmente apasionados; sienten y
son movidos por los mismos dolores los blancos, amarillos y negros; sólo
las formas con que estos movimientos se exteriorizan son diferentes,
pero ni aun éstas son constantes en una misma raza, en ningún pueblo,
sino que varían por la influencia de los más diferentes factores.
2) Las razas sólo existen para los antropólogos; para los observadores
de la vida popular, sólo existen capas sociales. Así como hay montañas
que no poseen las capas superiores, así también hay pueblos que tampoco
poseen las capas sociales superiores; las inferiores son comunes á todos
los pueblos. Aun en los pueblos donde la civilización es más antigua,
como en Francia y Alemania, la masa principal de la población está
formada de una clase que se encuentra al mismo nivel intelectual que la
masa principal de los tagalos; sólo los separa el color de la piel, los
trajes y la lengua. Pero mientras las montañas no crecen en altura, los
pueblos van poco á poco creciendo en capas superiores. Este crecimiento
no es sin embargo dependiente únicamente de la aptitud de los pueblos,
sino también de la suerte y de otros innumerables factores, fácilmente
reconocibles.
3) No solamente políticos coloniales, sino hasta hombres de ciencia
opinan que hay razas de inteligencia limitada que nunca podrán llegar á
la altura de los europeos. Esto, según opinión de RIZAL, no es cierto;
pues dice: con la inteligencia ocurre lo que con las riquezas: hay
pueblos ricos y pueblos pobres, como hay individuos ricos é individuos
pobres. El rico que cree que ha nacido rico, se equivoca; ha llegado al
mundo tan pobre y desnudo como su esclavo; lo que ocurre es que hereda
las riquezas que sus padres han acaparado. Pues con la inteligencia
sucede que se hereda de la misma manera: así, pueblos que por
circunstancias especiales se vieron necesitados á hacer trabajos
intelectuales, llegaron á adquirir su mayor desarrollo intelectual, que
fue aumentando, y transmitiéndose de unos á otros. Los pueblos europeos
se han encontrado en estas circunstancias: por eso son tan ricos en
inteligencia; pues no sólo se han heredado de unos á otros, sino que se
ha acrecentado, por la necesaria libertad y por leyes ventajosas,
debidas á algunos espíritus directores que dejaron como herencia á sus
actuales sucesores su riqueza intelectual.
4) El juicio poco favorable que los europeos tienen de los indios, tiene
su explicación; pero no es justo. RIZAL lo fundamentaba como sigue:
hacia países exóticos no emigra gente débil, sino hombres fuertes, que
no solamente llevan de su casa juicios preventivos, sino que la mayor
parte de las veces se creen obligados á ejercer dominio sobre esta
gente. Es sabido que la gente de color teme la brutalidad con que se les
trata, y esto debido á que no puede replicar exponiendo sus razones,
explica por qué colaboran tan mal á la obra de los españoles. Hay que
tener en cuenta además que los de color, la mayor parte de las veces
pertenecen á las capas inferiores de la sociedad: y por lo tanto el
juicio de los blancos tiene el mismo valor que el que pudiera formar un
tagalo ilustrado de los franceses y alemanes, si los juzgase por los
pastores, porteros, etc., de estos países.
Dr. Ferdinand Blumentritt, austríaco, etnólogo, lingüista, filipinista y
mejor amigo del Dr. Rizal. [N. del E.]
Pueblito en la gran isla sureña de Mindanao donde Rizal fue relegado
entre 1892-1896. Solicitó ser enviado como médico a Cuba y viajaba rumbo
a España en septiembre de 1896 cuando fue apresado y enviado de vuelta a
Manila, para responder a cargos de sedición, ya que había sido implicado
por miembros del Katipunan como el líder del movimiento. Fue enjuiciado
por un tribunal militar y fusilado el 30 de diciembre de 1896. [N. del
E.]
Los frailes se referían a Rizal como un mesticillo vulgar o mesticillo
chino. [N. del E.]
Palacio donde residía el gobernador general, hoy el palacio
presidencial, ubicado a orillas del río Pasig en Manila. [N. del E.]
Hasta los años treinta el castellano fue el idioma de los tribunales y
del Congreso. Sólo después de la II Guerra Mundial pudo darse el cambio
definitivo al inglés en Filipinas. [N. del E.]
D. Crisóstomo Ibarra, héroe del Noli, es hijo de español y filipina.
Vuelve a las islas tras estudiar largo tiempo en el extranjero y pronto
se encuentra en líos con los frailes por crear proyectos de educación y
porque descubre que uno de ellos fue el responsable del encarcelamiento
y muerte de su padre. [N. del E.]
Tagalo, del español zaragate. En el Diccionario tagalo-inglés de L.J.
English C.Ss.R. aparece este vocablo como “saragate” y no como aquí lo
deletrea Unamuno. [N. del E.]
En inglés, “shibboleth” significa eslógan, lema. [N. del E.]
Andrés de Urdaneta (1508-1568), navegante y misionero agustino que
acompañó a Legazpi en su expedición a Filipinas en 1564 (Pequeño
Larousse ilustrado, 1987).
Se trata de un doble juego de palabras que dice relación con la obra
clásica, “El Desdén con el desdén”, del dramaturgo español Agustín
Moreto (1618-1669). Según el análisis de Francisco Rico en 1971: “La
fábula o acción es ésta: Carlos, Conde de Urgel, enamorado de Diana,
princesa en extremo esquiva y enemiga de amores y de casamiento,
juzgando imposible empresa el vencer su esquivez por los medios
regulares de amor y rendimiento, elige el de fingir indiferencia y
desamor, y con esta traza logra su intento, pues Diana, rendida al
fingido desdén de Carlos, se da a partido y le da la mano de
esposa….El meollo del argumental: enseñar que sólo amamos lo
inaccesible y que sólo fingiéndonos inaccesibles obtendremos que nos
amen, mostrar que la mejor arma para vencer un desdén es otro desdén.”
[N. del E.]
Las cosas están cambiando y nos atrevemos a afirmar que a d. Miguel no
le parecería mal la internacionalización de la justicia y el papel que
en él están desempeñando sus connacionales respecto de las ex colonias.
[N. del E.]
En vísperas de su ejecución Rizal escribió una retractación en que
abjuró la Masonería y volvió a la Iglesia. Una hora antes de caminar al
lugar de fusilamiento se casó con su amante inglesa Josephine Bracken.
Desde comienzos del siglo XX ha habido polémica en Filipinas entre los
masones, quienes niegan que hubo tal retractación, y los partidarios de
la Iglesia. En los años treinta miembros de la Facultad de Derecho del
Colegio de San Beda sometieron el documento (encontrado en el
archidiócesis de Manila después de traspapelarse durante décadas) al
análisis de peritos caligráficos, quienes lo declararon auténtico. [N.
del E.]
William Ellery Channing (1780-1842), teólogo norteamericano, fundador
del unitarianismo (Gran Enciclopedia Larousse, 1987).
Adolf von Harnack (1851-1930), teólogo luterano alemán. Primero fue
profesor (1876), luego miembro de la Academia de Ciencias de Berlín
(1890), principal representante de la escuela crítica racionalista.
“Para él lo esencial de la fe reside en la piedad hacia Dios, a
semejanza de la actitud de Cristo. Considera que el cristiano es libre
para criticar al dogma, que, según él, es la traducción intelectual del
Evangelio, vinculada a una etapa de desarrollo histórico del
pensamiento, e influida por el platonismo y el aristotelismo” (Ibidem.).
Ucase, orden gubernativa injusta y despótica (Dicc. de Palabras
olvidadas de uso poco frecuente, E. Muñoz, Madrid: Ed. Paraninfo s. a.,
1992).
El barangay equivale a un barrio y la cabeza de barangay tendría su
contrapartre moderna en el presidente de la junta de vecinos. En tiempos
remotos, el barangay era una embarcación de remos y dice la tradición
que las islas fueron habitadas por oleadas de inmigrantes provenientes
de Borneo, Indonesia etc., quienes viajaron en dichas embarcaciones. Les
dieron a sus asentamientos el mismo nombre y en tiempo de los españoles
un barangay lo conformaban “cuarenta y cinco a cincuenta familias
indígenas o mestizas en que se dividen los pueblos en Filipinas”
(Pequeño Larousse ilustrado, 1987). Los antiguos jefes o datus fueron
nombrados cabezas de barangay por los españoles.
Dice la nota de Retana: “El gobernador de Pangasinán D. Carlos Peñaranda
dirigió á los Gobernadorcillos de dicha provincia la siguiente circular:
‘Teniendo noticia este Gobierno civil que la mayor parte de los Cabezas
de barangay de ese pueblo no oyen misa en los días de precepto, por la
presente prevengo á usted que si en lo sucesivo dejan de cumplir deber
tan sagrado, asistiendo á misa en comunidad, presentándose luego al R.C.
Párroco y reuniéndose en el Tribunal para enterarse de cuantas órdenes
se relacionan con el cargo que desempeñan y demás que les concierne,
será usted incurso en la multa de cinco pesos por cada falta en que
incurriere y la de un peso por cada Cabeza de barangay y por cada vez
que deje de asistir á misa sin fundado motivo. Acúsese recibo, y
archívese. -Lingayén, 12 de Junio de 1891-. Peñaranda.’
“Este documento da perfecta idea de lo que allí se transformaban los
hombres. Peñaranda, que tiene un puesto en la historia de la Literatura
Española, habíase distinguido en Puerto Rico por excesivamente
simpatizador con los isleños; no ocultaba que había sido masón del grado
33 ni sus ideales democráticos. Y este hombre en Filipinas anula por
completo todos sus antecedentes para dictar la circular transcrita. Pero
aun hizo más: dio otra que causó la estupefacción de todos los
españoles…de España: no faltó periódico madrileño que le llamase
Peñaranda I, por la circular que reproducimos á continuación (la cual
reprodujeron casi todos los periódicos peninsulares):
‘Gobierno civil de Pangasinán. – Gobernadorcillo de…
‘Viene observando este Gobierno, con la mayor extrañeza, que los
indígenas, no sólo no saludan á los españoles peninsulares que
encuentran á su paso en la vía pública, sino que tampoco tributan ese
homenaje de consideración y respeto á las personas constituidas en
autoridad, ó que por sus funciones pertenecen á la Administración
pública.
‘Considerando que esta falta de respeto envuelve también una censurable
ingratitud por parte del indio hacia los descendientes de los hombres
ilustres, á quien deben su educación moral y religiosa y los beneficios
de su actual civilización, y teniendo en cuenta las facultades que me
concede el artículo 610 del título 5.º del Código penal vigente en estas
islas, he acordado lo siguiente:
‘1.º Todo indio, sea cualquiera su clase y posición social, al
encontrarse en la vía pública con funcionarios investidos de una
autoridad, sea gubernativa, judicial, eclesiástica ó administrativa, se
descubrirá en prueba de respeto.
‘2.º De igual manera, y como prueba de consideración, se descubrirá al
paso de todos los españoles peninsulares.
‘3.º Los infractores de esta disposición serán castigados con la multa
de cinco pesos, ó en caso de insolvencia, con la prisión subsidiaria
equivalente y destino á los trabajos públicos.
‘4.º Publicará usted por bandillo, durante tres noches consecutivas, en
dialecto del país, las prescripciones contenidas en la presente orden
para general conocimiento.
‘Acusará usted recibo de la presente orden, que archivará según está
indicado. – Lingayén, 29 de Mayo de 1891. – Carlos Peñaranda.’
“La Solidaridad, escrita por indios (que en Madrid no eran indios, sino
españoles nacidos en Filipinas), puso este comentario:
‘Vamos a ver: se manda en el bando que el indio se descubra al paso de
todos los españoles peninsulares como prueba de consideración: ¿por qué
no se ha de descubrir el peninsular al paso del indio, siendo éste tan
español como aquél, y además le asiste al indio el legítimo derecho de
estar en su casa, siendo el peninsular un peregrino que, á lo mejor,
lejos de proporcionarle bienestar, lo explota?’
“Esta era, después de todo, la buena doctrina, que, naturalmente, los
filipinos en su país residentes veían con sumo gusto al enojo del
Gobernador, que había obrado (huelga decirlo) sugestionado por los
frailes, sin caer en la cuenta de que podían en España decir los indios
lo que López Jaena dijo en La Solidaridad del 15 de Octubre del mismo
año:
‘Ya los indios no son mansos corderos que se llevan al matadero; tienen
noción de su dignidad y de su derecho; son hombres como los frailes,
como el Gobernador que dictó el bando; y como hombres, han sabido que no
consiste en los saludos ni en besamanos el cumplimiento de la ley, sino
en llenar debidamente sus deberes de buen ciudadano español.’ (Síntesis
de la doctrina sustentada por RIZAL.)
“Pero todavía hubo otro Gobernador que fue más allá que Peñaranda. En La
Solidaridad del 15 de Marzo de 1894 se lee que al hacerse cargo del
mando civil de una de las provincias meridionales de Luzón un señor
teniente coronel de artillería (no cita el nombre), dirigió á los
Gobernadorcillos una circular que decía á la letra:
‘Al encargarme del mando de esta provincia, prevengo á ustedes que la
norma de mi conducta será ceñirme en absoluto á lo dispuesto en las
leyes y reglamentos vigentes, siendo inexorable para el que falte á
ellos, así como seguro apoyo y garantía para hacer justicia.
‘Guardarán ustedes las mayores atenciones y respetos con los reverendos
curas párrocos, UNICOS á quienes podrán ustedes enseñar y consultar en
las órdenes que reciban de este Gobierno, sin que nadie más deba
enterarse de ellas.’
“¿Quién mandaba en el país, el Ministro ó los frailes? Quién era el amo?
Pues bien: á los indios que aquí sostenían la buena doctrina, les
llamábamos filibusteros; y á las autoridades que allá cometían tales
imprudencias, se les llamaba insignes patriotas.”
Alfredo Loisy (1857-1940) “Exegeta francés que profesaba la
independencia absoluta de la crítica bíblica y de la historia
eclesiástica respecto a la revelación y los dogmas, concibiendo un
Cristo histórico distinto al Cristo de la fe. En 1902, con el pretexto
de refutar La esencia del Cristianismo, de A. Harnack, publicó El
Evangelio y la Iglesia, que fue condenado por el Arzobispo de París
(1903). Fue excomunicado en 1908, rompió con la Iglesia y fue luego
profesor de historia de las religiones en el Colegio de Francia
(1909-1933). Entre sus publicaciones destacadas son: Los misterios
paganos y el misterio cristiano (1919) y La Moral humana (1923)” (Gran
Enciclopedia Larousse, 1987).
Félix Sardá y Salvany (1844-1916) Eclesiástico español. “…Gozó de gran
fama como polemista integrista. Dirigió durante 43 años Revista popular,
semanario católico, y publicó numerosos folletos, reunidos
posteriormente en Propaganda católica (7 vols., 1803-1890). Sin embargo,
fue El Liberalismo es un pecado (1884), máximo exponente de su
integrismo, la obra que provocó mayores controversias ” (Ibidem.)
Integrismo: “Tendencia políticorreligiosa de algunos católicos que
pretenden profesar un catolicismo íntegro asociándolo a una ideología
conservadora. Desde fines del s. XIX y principios del XX, y
particularmente durante toda la crisis modernista, los católicos que
querían alardear de adhesión sin reservas al Catolicismo acostumbraban
darse el nombre de católicos íntegros. Integrismo ha venido a significar
una especie de totalitarismo religioso que pretende sacar únicamente de
la fe la respuesta a todas las cuestiones de la vida privada y pública,
y que, en consecuencia, niega la autonomía legítima de los diferentes
ámbitos de la vida, sometiéndolos a la potestad directa de la Iglesia.
El integrismo, con todo, es más un temperamento que una corriente. Sus
rasgos fundamentales son: intransigente fidelidad a las enseñanzas
pontificias; lucha abierta contra el naturalismo, el laicismo, la
revolución y el comunismo; cierto puritanismo moral” (Ibidem.).
Rizal a los 14 años había tallado de madera noble la imagen del Sagrado
corazón como regalo a uno de sus profesores que volvía a España, pero se
le había quedado. El día antes de su muerte uno de los jesuítas que
acompañaron a Rizal en capilla le trajo la imagen, quedando Rizal
profundamente conmovido. [N. del E.]
Dijo Rizal mientras caminaba al lado de la ciudad amurallada Intramuros,
al ver la torre de la iglesia de Ateneo de Manila, donde fue alumno
desde los 11 hasta los 18 años. [N. del E.]
Conocida en Filipinas como la “Aglipayan Church”. Su fundador, Gregorio
Aglipay, fue un sacerdote católico que pasó al gobierno revolucionario y
formó la iglesia filipina en Agosto de 1902. [N. del E.]
Patriota y escritor filipino. [N. del E.]
W.E. Retana. Vida y Escritos del Dr. José Rizal. Madrid: Librería General
de Victoriano Suárez, 1907. [Edición Ilustrada con fotograbados. Prólogo
de Javier Gómez de la Serna y Epílogo de Miguel de Unamuno. Edición
digital y notas de Elizabeth Medina]
Miguel de Unamuno
SAN MANUEL, MÁRTIR
PRÓLOGO
En La Nación, de Buenos Aires, y algo más tarde en El Sol, de Madrid, número del 3 de diciembre
de 1931 […], Gregorio Marañón publicó un artículo sobre mi SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR,
asegurando que ella, esta novelita, publicada en La Novela de Hoy, número 461 y último de la
publicación, correspondiente al día 13 de marzo de 1931 -estos detalles los doy para la insaciable
casta de los bibliógrafos -, ha de ser una de mis obras más leídas y gustadas en adelante como una de
las más características de mi producción toda novelesca. Y quien dice novelesca -agrego yo-, dice
filosófica y teológica. Y así como él pienso yo, que tengo la conciencia de haber puesto en ella todo
mi sentimiento trágico de la vida cotidiana.
Luego hacía Marañón unas brevísimas consideraciones sobre la desnudez de la parte puramente
material en mis relatos. Y es que creo que dando el espíritu de la carne, del hueso, de la roca, del agua,
de la nube, de todo lo demás visible, se da la verdadera e íntima realidad, dejándole al lector que la
revista en su fantasía.
Es la ventaja que lleva el teatro. Como mi novela Nada menos que todo un hombre, escenificada
luego por Julio de Hoyos bajo el título de Todo un hombre, la escribí ya en vista del tablado teatral,
me ahorré todas aquellas descripciones del físico de los personajes, de los aposentos y de los paisajes,
que deben quedar al cuidado de actores, escenógrafos y tramoyistas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!,
que los personajes de la novela o del drama escrito no sean tan de carne y hueso como los actores
mismos, y que el ámbito de su acción no sea tan natural y tan concreto y tan real como la decoración de
un escenario.
Escenario hay en SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR, sugerido por el maravilloso y tan sugestivo lago
de San Martín de Castañeda, en Sanabria, al pie de las ruinas de un convento de Bernardos y donde vive
la leyenda de una ciudad, Valverde de Lucerna, que yace en el fondo de las aguas del lago. Y voy a
estampar aquí dos poesías que escribí a raíz de haber visitado por primera vez ese lago el día primero de
junio de 1930. La primera dice:
San Martín de Castañeda, espejo de soledades,
el lago recoge edades
de antes del hombre y se queda
soñando en la santa calma
del cie lo de las alturas,
la que se sume en honduras
de anegarse, ¡pobre! el alma.
Men Rodríguez, aguilucho
de Sanabria, el ala rota
ya el cotarro no alborota
para cobrarse el conducho.
Campanario sumergido
de Valverde de Lucerna,
toque de agonía eterna
bajo el caudal del olvido.
La historia paró; al sendero
de San Bernardo la vida
retorna, y todo se olvida,
lo que no ha sido primero.
Y la segunda, ya de rima más artificiosa, decía y dice así:
Ay Valverde de Lucerna,
hez del lago de Sanabria,
no hay leyenda que dé cabria
de sacarte a luz moderna.
Se queja en vano tu bronce
en la noche de San Juan,
tus hornos dieron su pan
la historia se está en su gonce.
Servir de pasto a las truchas
es, aun muerto, amargo trago;
se muere Riba de Lago
orilla de nuestras luchas.
En efecto, la trágica y miserabilísima aldea de Riba de Lago, a la orilla del de San Martín de
Castañeda, agoniza y cabe decir que se está muriendo. Es de una desolación tan grande como la de las
alquerías, ya famosas, de las Hurdes. En aquellos pobrísimos tugurios, casuchas de armazón de madera
recubierto de adobes y barro, se hacina un pueblo al que ni le es permitido pescar las ricas truchas en que
abunda el lago y sobre las que una supuesta señora creía haber heredado el monopolio que tenían los
monjes Bernardos de San Martín de Castañeda.
Esta otra aldea, la de San Martín de Castañeda, con las ruinas del humilde monasterio, agoniza
también junto al lago, algo elevada sobre su orilla. Pero ni Riba de Lago, ni San Martín de Castañeda, ni
Galende, el otro pobladillo más cercano al lago de Sanabria -este otro mejor acomodado-, ninguno de los
tres puede ser ni fue el mo delo de mi Valverde de Lucerna. El escenario de la obra de mi Don Manuel
Bueno y de Angelina y Lázaro Carballino supone un desarrollo mayor de vida pública, por pobre y
humilde que esta sea, que la vida de esas pobrísimas y humildísimas aldeas. Lo que no quiere decir, ¡claro
está!, que yo suponga que en estas no haya habido y aún haya vidas individuales muy íntimas e intensas, ni
tragedias de conciencia.
Y en cuanto al fondo de la tragedia de los tres protagonistas de mi novelita, no creo poder ni deber
agregar nada al relato mismo de ella. Ni siquiera he querido añadirle algo que recordé después de haberlo
compuesto -y casi de un solo tirón-, y es que al preguntarle en París una dama acongojada de escrúpulos
religiosos a un famoso y muy agudo abate si creía en el infierno y responderle este: «Señora, soy sacerdote
de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, y usted sabe que en esta la existencia del infierno es
verdad dogmática o de fe», la dama insistió en: «Pero usted, monseñor, ¿cree en ello?», y el abate, por fin:
«¿Pero por qué se preocupa usted tanto, señora, de si hay o no infierno, si no hay nadie en él …?» No
sabemos que la dama le añadiera esta otra pregunta: «Y en el cielo, ¿hay alguien?»
Y ahora, tratando de narrar la oscura y dolorosa congoja cotidiana que atormenta al espíritu de la carne y
al espíritu del hueso de hombres y mujeres de carne y hues o espirituales, ¿iba a entretenerme en la tan
hacedera tarea de describir revestimientos pasajeros y de puro viso? Aquí lo de Francisco Manuel de Melo
en su Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña en tiempo de Felipe IV y política
militar, donde dice: «He deseado mostrar sus ánimos, no los vestidos de seda, lana y pieles, sobre que tanto
se desveló un historiador grande de estos años, estimado en el mundo.» Y el colosal Tucídides, dechado de
historiadores, desdeñando esos realis mos, aseguraba haber querido escribir «una cosa para siempre, más
que una pieza de certamen que se oiga de momento». ¡Para siempre!
[………………………………………………………..]
Pero voy más lejos aún, y es que no tan sólo importan poco para una novela, para una verdadera novela,
para la tragedia o la comedia de unas almas, las fisonomías, el vestuario, los gestos materiales, el ámbito
material, sino que tampoco importa mucho lo que suele llamarse el argumento de ella.
[………………………………………………………..]
[…] Poniéndome a pensar, claro que a redromano o a posteriori, en ello, he creído darme cuenta de que
[…] a Don Manuel Bueno […] lo que le atosigaba era el pavoroso problema de la personalidad, si uno es lo
que es y seguirá siendo lo que es.
Claro está que no obedece a un estado de ánimo especial en que me hallara al escribir, en poco más de
dos meses [esta novela junto a la novela de Don Sandalio, jugador de ajedrez y Un pobre hombre rico o
el sentimiento cómico de la vida], sino que es un estado de ánimo general en que me encuentro, puedo
decir que desde que empecé a escribir. Ese problema, esa congoja, mejor, de la conciencia de la propia
personalidad -congoja unas veces trágica y otras cómica- es el que me ha inspirado para casi todos mis
personajes de ficción. Don Manuel Bueno busca, al ir a morirse, fundir -o sea salvar- su personalidad en la
de su pueblo […].
¿Y no es, en el fondo, este congojoso y glorioso problema de la personalidad el que guía en su empresa a
Don Quijote, el que dijo lo de «¡yo sé quién soy!» y quiso salvarla en aras de la fama imperecedera? ¿Y no
es un problema de personalidad el que acongojó al príncipe Segismundo, haciéndole soñarse príncipe en el
sueño de la vida?
Precisamente ahora, cuando estoy componiendo este prólogo, he acabado de leer la obra O lo uno o lo
otro (Entera -Eller) de mi favorito Sáren Kierkegaard, obra cuya lectura dejé interrumpida hace unos años –
antes de mi destierro-, y en la sección de ella que se titula «Equilibrio entre lo estético y lo ético en el
desarrollo de la personalidad» me he encontrado con un pasaje que me ha herido vivamente y que viene como
estrobo al tolete para sujetar el remo -aquí pluma – con que estoy remando en este escrito. Dice así el pasaje:
Sería la más completa burla al mundo si el que habría expuesto la más profunda verdad no hubiera sido
un soñador, sino un dudador. Y no es impensable que nadie pueda exponer la verdad positiva tan
excelentemente como un dudador; sólo que este no la cree. Si fuera un impostor, su burla sería suya; pero
si fuera un dudador que deseara creer lo que expusiese, su burla sería ya enteramente objetiva; la
existencia se burlaría por medio de él; expondría una doctrina que podría esclarecerlo todo, en que podría
descansar todo el mundo; pero esa doctrina no podría aclarar nada a su propio autor. Si un hombre fuera
precisamente tan avisado que pudiese ocultar que estaba loco, podría volver loco al mundo entero.
Y no quiero aquí comentar ya má s ni el martirio de Don Quijote ni el de Don Manuel Bueno, martirios
quijotescos los dos.
Y adiós, lector, y hasta más encontrarnos, y quiera Él que te encuentres a ti mismo.
Madrid, 1932.
Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los
más miserables de los hombres todos.
(SAN PABLO, I Corintios XV, 19)
Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida aldea de Valverde de
Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o,
mejor, san Manuel Bueno, que fue en esta párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo de confesión y
sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó
toda la más entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del
mío, el de Ángela Carballino.
Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas si le conocí, pues se me murió siendo yo muy niña. Sé que
había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lu cerna, que aquí arraigó al casarse aquí con mi madre.
Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico, algunas novelas, historias, el
Bertoldo, todo revuelto, y de esos libros, los únicos casi que había en toda la aldea, devoré yo ensueños
siendo niña. Mi buena madre apenas si me contaba hechos o dichos de mi padre. Los de Don Manuel, a
quien, como todo el mundo, adoraba, de quien estaba enamorada -claro que castísimamente-, le habían
borrado el recuerdo de los de su marido. A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día al rezar
el rosario.
De nuestro Don Manuel me acuerdo como si fuese de cosa de ayer, siendo yo niña, a mis diez años, antes
de que me llevaran al Colegio de Religiosas de la ciudad catedralicia de Renada. Tendría él, nuestro santo,
entonces unos treinta y siete años. Era alto, delgado, erguido, lle vaba la cabeza como nuestra Peña del
Buitre lleva su cresta y había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las miradas de
todos, y tras ellas, los corazones, y él al mirarnos parecía, traspasando la carne como un cristal, mirarnos al
corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no palabras.
Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma.
Entonces fue cuando mi hermano Lázaro, que estaba en América, de donde nos mandaba regularmente
dinero con que vivíamos en decorosa holgura, hizo que mi madre me mandase al Colegio de Religiosas, a
que se completara fuera de la aldea mi educación, y esto aunque a él, a Lázaro, no le hiciesen mucha gracia
las monjas. «Pero como ahí -nos escribía- no hay hasta ahora, que yo sepa, colegios laicos y progresivos, y
menos para señoritas, hay que atenerse a lo que haya. Lo importante es que Angelita se pula y que no siga
entre esas zafias aldeanas.» Y entré en el colegio, pensando en un principio hacerme en él maestra, pero
luego se me atragantó la pedagogía.
En el colegio conocí a niñas de la ciudad e intimé con algunas de ellas. Pero seguía atenta a las cosas y a
las gentes de nuestra aldea, de la que recibía frecuentes noticias y tal vez alguna visita. Y hasta al colegio
llegaba la fama de nuestro párroco, de quien empezaba a hablarse en la ciudad episcopal. Las monjas no
hacían sino interrogarme respecto a él.
Desde muy niña alimenté, no sé bien cómo, curiosidades, preocupaciones e inquietudes, debidas, en parte
al me nos, a aquel revoltijo de libros de mi padre, y todo ello se me medró en el colegio, en el trato, sobre
todo con una compañera que se me aficionó desmedidamente y que unas veces me proponía que
entrásemos juntas a la vez en un mismo convento, jurándonos, y hasta firmando el jura mento con nuestra
sangre, hermandad perpetua, y otras veces me hablaba, con los ojos semicerrados, de novios y de aventuras
matrimoniales. Por cierto que no he vuelto a saber de ella ni de su suerte. Y eso que cuando se hablaba de
nuestro Don Manuel, o cuando mi madre me decía algo de él en sus cartas -y era en casi todas -, que yo leía
a mi amiga, esta exclamaba como en arrobo: «¡Qué suerte, chica, la de poder vivir cerca de un santo así, de
un santo vivo, de carne y hueso, y poder besarle la mano! Cuando vuelvas a tu pueblo, escríbeme mucho,
mucho y cuéntame de él».
Pasé en el colegio unos cinco años, que ahora se me pierden como un sueño de madrugada en la lejanía
del re cuerdo, y a los quince volvía a mi Valverde de Lucerna. Ya toda ella era Don Manuel; Don Manuel
con el lago y con la montaña. Llegué ansiosa de conocerle, de ponerme bajo su protección, de que él me
marcara el sendero de mi vida.
Decíase que había entrado en el Seminario para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de una su
hermana recién viuda, de servirles de padre; que en el Semi nario se había distinguido por su agudeza
mental y su talento y que había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica porque él no quería ser
sino de su Valverde de Lucerna, de su aldea perdida como un broche entre el lago y la montaña que se mira
en él.
¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos
indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y atediados, y ayudar a
todos a bien morir.
Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que
se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, Don Manuel no paró
hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio, Perote, y reconociese como suya a la criaturita,
diciéndole:
-Mira, da padre a este pobre crío que no le tiene más que en el cielo.
-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa…!
-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe…!, y, sobre todo, no se trata de culpa.
Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel
que, conta giado de la santidad de Don Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.
En la noche de san Juan, la más breve del año, solían y suelen acudir a nuestro lago todas las pobres
mujerucas, y no pocos hombrecillos, que se creen poseídos, endemo niados, y que parece no son sino
histéricos y a las veces epilépticos, y Don Manuel emprendió la tarea de hacer él de lago, de piscina
probática, y tratar de aliviarles y si era posible de curarles. Y era tal la acción de su presencia, de sus
miradas, y tal sobre todo la dulcísima autoridad de sus palabras y sobre todo de su voz -¡qué milagro
de voz!-, que consiguió curaciones sorprendentes. Con lo que cre ció su fama, que atraía a nuestro lago
y a él a todos los enfermos del contorno. Y alguna vez llegó una madre pidiéndole que hiciese un
milagro en su hijo, a lo que contestó sonriendo tristemente:
-No tengo licencia del señor obispo para hacer mila gros.
Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios. Si alguno llevaba un roto en su vestidura,
le decía:
«Anda a ver al sacristán, y que te remiende eso». El sacristán era sastre. Y cuando el día primero de
año iban a felicitarle por ser el de su santo -su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor-, quería
Don Manuel que todos se le presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la regalaba él
mismo.
Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos dis tinguía más con él era a los más desgraciados
y a los que aparecían como más díscolos. Y como hubiera en el pueblo un pobre idiota de nacimiento,
Blasillo el bobo, a este es a quien más acariciaba y hasta llegó a enseñarle cosas que parecía milagro
que las hubiese podido aprender. Y es que el pequeño rescoldo de inteligencia que aún quedaba en el
bobo se le encendía en imitar, como un pobre mono, a su Don Manuel.
Su maravilla era la voz, una voz divina, que hacía llorar. Cuando al oficiar en misa mayor o solemne
entonaba el prefacio, estremecíase la iglesia y todos los que le oían sentíanse conmovidos en sus
entrañas. Su canto, saliendo del templo, iba a quedarse dormido sobre el lago y al pie de la montaña. Y
cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?», pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días
de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara
de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositado sus congojas.
Como que una vez, al oírlo su madre, la de Don Manuel, no pudo contenerse, y desde el sdelo del
templo, en que se sentaba, gritó: «¡Hijo mío!». Y fue un chaparrón de lágrimas entre todos. Creeríase
que el grito maternal había brotado de la boca entreabierta de aquella Dolorosa -el corazón traspasado
por siete espadas- que había en una de las capillas del templo. Luego Blasillo el tonto iba repitiendo en
tono patético por las callejas, y como en eco, el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», y de
tal manera que al oírselo se les saltaban a todos las lágrimas, con gran regocijo del bobo por su triunfo
imitativo.
Su acción sobre las gentes era tal que nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al
confesonario, se le confesaban. A tal punto que como hubiese una vez ocurrido un repugnante crimen en una
aldea próxima, el juez, un insensato que conocía mal a Don Manuel, le llamó y le dijo:
-A ver si usted, Don Manuel, consigue que este bandido declare la verdad.
-¿Para que luego pueda castigársele? -replicó el santo varón-. No, señor juez, no; yo no saco a nadie una
verdad que le lleve acaso a la muerte. Allá entre él y Dios… La justicia humana no me concierne. «No juzguéis
para no ser juzgados», dijo Nuestro Señor.
-Pero es que yo, señor cura…
-Comprendido; dé usted, señor juez, al César lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios.
Y al salir, mirando fijamente al presunto reo, le dijo:
-Mira bien si Dios te ha perdonado, que es lo único que importa.
En el pueblo todos acudían a misa, aunque sólo fuese por oírle y por verle en el altar, donde parecía transfigurarse,
encendiéndosele el rostro. Había un santo ejercicio que introdujo en el culto popular, y es que,
reuniendo en el templo a todo el pueblo, hombres y mujeres, viejos y niños, unas mil personas, recitábamos al
unísono, en una sola voz, el Credo: «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra…» y
lo que sigue. Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida,
fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las veces en nubes, era Don
Manuel. Y al llegar a lo de «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable» la voz de Don Manuel se
zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba. Y yo oía las campanadas de la villa
que se dice aquí que está sumergida en el lecho del lago -campanadas que se dice también se oyen la noche de
San Juan- y eran las de la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo; oía la voz de nuestros
muertos que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos. Después, al llegar a conocer el secreto de
nuestro santo, he comprendido que era como si una caravana en marcha por el desierto, desfallecido el
caudillo al acercarse al término de su carrera, le tomaran en hombros los suyos para meter su cuerpo sin vida
en la tierra de promisión.
Los más no querían morirse sino cogidos de su mano como de un ancla.
Jamás en sus sermones se ponía a declamar contra impíos, masones, liberales o herejes. ¿Para qué, si no los
había en la aldea? Ni menos contra la mala prensa. En cambio, uno de los más frecuentes temas de sus
sermones era contra la mala lengua. Porque él lo disculpaba todo y a todos disculpaba. No quería creer en la
mala intención de nadie.
-La envidia -gustaba repetir- la mantienen los que se empeñan en creerse envidiados, y las más de las persecuciones
son efecto más de la manía persecutoria que no de la perseguidora.
-Pero fíjese, Don Manuel, en lo que me ha querido decir…
Y él:
-No debe importarnos tanto lo que uno quiera decir como lo que diga sin querer…
Su vida era activa y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso
de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: «Y del peor de todos, que es el pensar
ocioso». Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: «Pensar ocioso
es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo
hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda». ¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí
yo ya desde entonces que Don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le
perseguía.
Así es que estaba siempre ocupado, y no pocas veces en inventar ocupaciones. Escribía muy poco para sí,
de tal modo que apenas nos ha dejado escritos o notas; mas, en cambio, hacía de memorialista para los
demás, y a las madres, sobre todo, les redactaba las cartas para sus hijos ausentes.
Trabajaba también manualmente, ayudando con sus brazos a ciertas labores del pueblo. En la temporada
de trilla íbase a la era a trillar y aventar, y en tanto, les aleccionaba o les distraía. Sustituía a las veces a
algún enfermo en su tarea. Un día del más crudo invierno se encontró con un niño, muertecito de frío, a
quien su padre le enviaba a recoger una res a larga distancia, en el monte.
-Mira -le dijo al niño-, vuélvete a casa, a calentarte, y dile a tu padre que yo voy a hacer el encargo.
Y al volver con la res se encontró con el padre, todo confuso, que iba a su encuentro. En invierno partía
leña para los pobres. Cuando se secó aquel magnífico nogal -«un nogal matriarcal» le llamaba -, a cuya
sombra había jugado de niño y con cuyas nueces se había durante tantos años regalado, pidió el tronco, se
lo llevó a su casa y después de labrar en él seis tablas, que guardaba al pie de su lecho, hizo del resto leña
para calentar a los pobres.
Solía hacer también las pelotas para que jugaran los mo zos y no pocos j uguetes para los niños.
Solía acompañar al médico en su visita y recalcaba las prescripciones de este. Se interesaba sobre todo en
los embarazos y en la crianza de los niños, y estimaba como una de las mayores blasfemias aquello de:
«¡Teta y gloria!», y lo otro de: «Angelitos al cielo». Le conmovía profundamente la muerte de los niños.
-Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio -me dijo una vez- son para mí de
los más terribles misterios: ¡un niño en cruz!
Y como una vez, por haberse quitado uno la vida, le preguntara el padre del suicida, un forastero, si le
daría tierra sagrada, le contestó:
-Seguramente, pues en el último momento, en el segundo de la agonía, se arrepintió sin duda alguna.
Iba también a menudo a la escuela a ayudar al maestro, a enseñar con él, y no sólo el catecismo. Y es que
huía de la ociosidad y de la soledad. De tal modo que por estar con el pueblo, y sobre todo con el mocerío y
la chiquille ría, solía ir al baile. Y más de una vez se puso en él a tocar el tamboril para que los mozos y las
mozas bailasen, y esto, que en otro hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él tomaba un
sagrado carácter y como de rito religioso. Sonaba el Ángelus, dejaba el tamboril y el palillo, se descubría y
todos con él, y rezaba: «El ángel del Señor anunció a María: Ave María…». Y luego: «Y ahora, a descansar
para mañana».
-Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento
de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.
-Pues yo sí -le dijo una vez una recién viuda-, yo quiero seguir a mi marido…
-¿Y para qué? -le respondió-. Quédate aquí para encomendar su alma a Dios.
En una boda dijo una vez: «¡Ay, si pudiese cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, en un vinillo que
por mucho que de él se bebiera alegrara siempre sin emborrachar nunca… o por lo menos con una borrachera
alegre!».
Una vez pasó por el pueblo una banda de pobres titiriteros. El jefe de ella, que llegó con la mujer gravemente
enferma y embarazada, y con tres hijos que le ayudaban, hacía de payaso. Mientras él estaba en la plaza
del pueblo haciendo reír a los niños y aun a los grandes, ella, sintiéndose de pronto gravemente indispuesta, se
tuvo que retirar, y se retiró escoltada por una mirada de congoja del payaso y una risotada de los niños. Y
escoltada por Don Manuel, que luego, en un rincón de la cuadra de la posada, la ayudó a bien morir. Y
cuando, acabada la fiesta, supo el pueblo y supo el payaso la tragedia, fuéronse todos a la posada y el pobre
hombre, diciendo con llanto en la voz: «Bien se dice, señor cura, que es usted todo un santo», se acercó a este
queriendo tomarle la mano para besársela, pero Don Manuel se adelantó, y tomándosela al payaso, pronunció
ante todos:
-El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus hijos,
sino también para dar alegría a los de los otros, y yo te digo que tu mujer, la madre de tus hijos, a quien he
despedido a Dios mientras trabajabas y alegrabas, descansa en el Señor, y que tú irás a juntarte con ella y a
que te paguen riendo los ángeles a los que haces reír en el cielo de contento.
Y todos, niños y grandes, lloraban, y lloraban tanto de pena como de un misterioso contento en que la pena
se ahogaba. Y más tarde, recordando aquel solemne rato, he comprendido que la alegría imperturbable de Don
Manuel era la forma temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los
ojos y los oídos de los demás.
Con aquella su constante actividad, con aquel mezclarse en las tareas y las diversiones de todos, parecía
querer huir de sí mismo, querer huir de su soledad. «Le temo a la soledad», repetía. Mas, aun así, de vez en
cuando se iba solo, orilla del lago, a las ruinas de aquella vieja abadía donde aún parecen reposar las almas de
los piadosos cistercienses a quienes ha sepultado en el olvido la Historia. Allí está la celda del llamado Padre
Capitán, y en sus paredes se dice que aún quedan señales de la gota de sangre con que las salpicó al
mortificarse. ¿Que pensaría allí nuestro Don Manuel? Lo que sí recuerdo es que como una vez, hablando de la
abadía, le preguntase yo cómo era que no se le había ocurrido ir al claustro, me contestó:
-No es sobre todo porque tenga, como tengo, n-i hermana viuda y mis sobrinos a quienes sostener, que Dios
ayuda a sus pobres, sino porque yo no nací para ermitaño, para anacoreta; la soledad me mataría el alma, y en
cuanto a un monasterio, mi monasterio es Valverde de Lucerna. Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo.
Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?
-Pero es que ha habido santos ermitaños, solitarios… -le dije.
-Sí, a ellos les dio el Señor la gracia de soledad que a mí me ha negado, y tengo que resignarme. Yo no
puedo perder a mi pueblo para ganarme el alma. Así me ha hecho Dios. Yo no podría soportar las
tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento.
He querido con estos recuerdos, de los que vive mi fe, retratar a nuestro Don Manuel tal como era cuando
yo, mocita de cerca de dieciséis años, volví del Colegio de Religiosas de Renada a nuestro monasterio de
Valverde de Lucerna. Y volví a ponerme a los pies de su abad.
-¡Hola, la hija de la Simona -me dijo en cuanto me vio-, y hecha ya toda una moza, y sabiendo francés, y
bordar y tocar el piano y qué sé yo qué más! Ahora a prepararte para darnos otra familia. Y tu hermano Lá –
zaro, ¿cuándo vuelve? Sigue en el Nuevo Mundo, ¿no es así?
-Sí, señor, sigue en América…
-¡El Nuevo Mundo! Y nosotros en el Viejo. Pues bueno, cuando le escribas, dile de mi parte, de parte del
cura, que estoy deseando saber cuándo vuelve del Nuevo Mundo a este Vie jo, trayéndonos las novedades
de por allá. Y dile que encontrará al lago y a la montaña como les dejó.
Cuando me fui a confesar con él mi turbación era tanta que no acertaba a articular palabra. Recé el «yo
pecadora» balbuciendo, casi sollozando. Y él, que lo observó, me dijo:
-Pero ¿qué te pasa, corderilla? ¿De qué o de quién tienes miedo? Porque tú no tiemblas ahora al peso de
tus pecados ni por temor de Dios, no; tú tiemblas de mí, ¿no es eso?
Me eché a llorar.
-Pero ¿qué es lo que te han dicho de mí? ¿Qué leyendas son esas? ¿Acaso tu madre? Vamos, vamos,
cálmate y haz cuenta que estás hablando con tu hermano…
Me animé y empecé a confiarle mis inquietudes, mis dudas, mis tristezas.
-¡Bah, bah, bah! ¿Y dónde has leído eso, marisabidilla? Todo eso es literatura. No te des demasiado a
ella, ni siquiera a santa Teresa. Y si quieres distraerte, lee el Bertoldo, que leía tu padre.
Salí de aquella mi primera confesión con el santo hombre profundamente consolada. Y aquel mi temor
primero, aquel más que respeto miedo, con que me acerqué a él, trocóse en una lástima profunda. Era yo
entonces una mo cita, una niña casi; pero empezaba a ser mujer, sentía en mis entrañas el jugo de la
maternidad, y al encontrarme en el confesonario junto al santo varón, sentí como una callada confesión
suya en el susurro sumiso de su voz y recordé cómo cuando al clamar él en la iglesia las palabras de Jesucristo:
«¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», su madre, la de Don Manuel, respondió
desde el suelo: «¡Hijo mío!», y oí este grito que desgarraba la quietud del templo. Y volví a confesarme con
él para consolarle.
Una vez que en el confesonario le expuse una de aquellas dudas, me contestó:
-A eso, ya sabes, lo del catecismo: «Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la
Santa Madre Iglesia que os sabrán responder».
-¡Pero si el doctor aquí es usted, Don Manuel…! -¿Yo, yo doctor?, ¿doctor yo? ¡Ni por pienso! Yo,
doctorcilla, no soy más que un pobre cura de aldea. Y esas preguntas, ¿sabes quién te las insinúa, quién te
las dirige? Pues… ¡el Demonio!
Y entonces, envalentonándome, le espeté a boca de jarro: -¿Y si se las dirigiese a usted, Don Manuel?
-¿A quién?, ¿a mí? ¿Y el Demonio? No nos conocemos, hija, no nos conocemos.
-¿Y si se las dirigiera?
-No le haría caso. Y basta, ¿eh?, despachemos, que me están esperando unos enfermos de verdad.
Me retiré, pensando, no sé por qué, que nuestro Don Manuel, tan afamado curandero de endemoniados, no
creía en el Demonio. Y al irme hacia mi casa topé con Blasillo el bobo, que acaso rondaba el templo, y que al
verme, para agasajarme con sus habilidades, repitió -¡y de qué modo!- lo de «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué
me has abandonado?». Llegué a casa acongojadísima y me encerré en mi cuarto para llorar, hasta que llegó mi
madre.
-Me parece, Angelita, con tantas confesiones, que tú te me vas a ir monja.
-No lo tema, madre -le contesté-, pues tengo harto que hacer aquí, en el pueblo, que es mi convento.
-Hasta que te cases.
-No pienso en ello -le repliqué.
Y otra vez que me encontré con Don Manuel, le pregunté, mirándole derechamente a los ojos:
-¿Es que hay infierno, Don Manuel?
Y él, sin inmutarse:
-¿Para ti, hija? No.
-¿Para los otros, le hay?
-¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a él?
-Me importa por los otros. ¿Le hay?
-Cree en el cielo, en el cielo que vemos. Míralo -y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en el
lago.
-Pero hay que creer en el infierno, como en el cielo -le repliqué.
-Sí, hay que creer todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana.
¡Y basta!
Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago.
Aquellos años pasaron como un sueño. La imagen de Don Manuel iba creciendo en mí sin que yo de ello
me diese cuenta, pues era un varón tan cotidiano, tan de cada día como el pan que a diario pedimos en el
Padrenuestro. Yo le ayudaba cuanto podía en sus menesteres, visitaba a sus enfermos, a nuestros enfermos, a
las niñas de la es cuela, arreglaba el ropero de la iglesia, le hacía, como me llamaba él, de diaconisa. Fui unos
días invitada por una compañera de colegio, a la ciudad, y tuve que volverme, pues en la ciudad me ahogaba,
me faltaba algo, sentía sed de la vista de las aguas del lago, hambre de la vista de las peñas de la montaña;
sentía, sobre todo, la falta de mi Don Manuel y como si su ausencia me llamara, como si corriese un peligro
lejos de mí, como si me necesitara. Empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre
espiritual; quería aliviarle del peso de su cruz del nacimiento.
Así fui llegando a mis veinticuatro años, que es cuando volvió de América, con un caudalillo ahorrado, mi
hermano Lázaro. Llegó acá, a Valverde de Lucerna, con el propósito de llevarnos a mí y a nuestra madre a
vivir a la ciudad, acaso a Madrid.
-En la aldea -decía- se entontece, se embrutece y se empobrece uno.
Y añadía:
-Civilización es lo contrario de ruralización; ¡aldeanerías no!, que no hice que fueras al colegio para que te
pudras luego aquí, entre estos zafios patanes.
Yo callaba, aún dispuesta a resistir la emigración; pero nuestra madre, que pasaba ya de la sesentena, se
opuso desde un principio. «¡A mi edad, cambiar de aguas!», dijo primero; mas luego dio a conocer claramente
que ella no podría vivir fuera de la vista de su lago, de su montaña, y sobre todo de su Don Manuel.
-¡Sois como las gatas, que os apegáis a la casa! -repetía mi hermano.
Cuando se percató de todo el imperio que sobre el pueblo todo y en especial sobre nosotras, sobre mi madre
y sobre mí, ejercía el santo varón evangélico, se irritó contra este. Le pareció un ejemplo de la oscura teocracia
en que él suponía hundida a España. Y empezó a barbotar sin descanso todos los viejos lugares comunes anticlericales
y hasta antirreligiosos y progresistas que había traído renovados del Nuevo Mundo.
-En esta España de calzonazos -decía- los curas manejan a las mujeres y las mujeres a los hombres… ¡y
luego el campo!, ¡el campo!, este campo feudal…
Para él, feudal era un término pavoroso; feudal y medieval eran los dos calificativos que prodigaba cuando
quería condenar algo.
Le desconcertaba el ningún efecto que sobre nosotras hacían sus diatribas y el casi ningún efecto que hacían
en el pueblo, donde se le oía con respetuosa indiferencia. «A estos patanes no hay quien les conmueva». Pero
como era bueno por ser inteligente, pronto se dio cuenta de la clase de imperio que Don Manuel ejercía sobre
el pueblo, pronto se enteró de la obra del cura de su aldea.
-¡No, no es como los otros -decía-, es un santo!
-Pero ¿tú sabes cómo son los otros curas? -le decía yo, y él:
-Me lo figuro.
Mas aun así ni entraba en la iglesia ni dejaba de hacer alarde en todas partes de su incredulidad, aunque
procurando siempre dejar a salvo a Don Manuel. Y ya en el pueblo se fue formando, no sé cómo, una
expectativa, la de una especie de duelo entre mi hermano Lázaro y Don Manuel, o más bien se esperaba la
conversión de aquel por este. Nadie dudaba de que al cabo el párroco le llevaría a su parroquia. Lázaro, por su
parte, ardía en deseos -me lo dijo luego- de ir a oír a Don Manuel, de verle y oírle en la iglesia, de acercarse a
él y con él conversar, de conocer el secreto de aquel su imperio espiritual sobre las almas. Y se hacía de rogar
para ello, hasta que al fin, por curiosidad -decía-, fue a oírle.
-Sí, esto es otra cosa -me dijo luego de haberle oído-; no es como los otros, pero a mí no me la da; es demasiado
inteligente para creer todo lo que tiene que enseñar. -Pero ¿es que le crees un hipócrita? -le dije.
-¡Hipócrita… no!, pero es el oficio del que tiene que vivir.
En cuanto a mí, mi hermano se empeñaba en que yo leyese de libros que él trajo y de otros que me incitaba
a comprar.
-¿Conque tu hermano Lázaro -me decía Don Manuel- se empeña en que leas? Pues lee, hija mía, lee y dale
así gusto. Sé que no has de leer sino cosa buena; lee aunque sea novelas. No son mejores las historias que llaman
verdaderas. Vale más que leas que no el que te alimentes de chismes y comadrerías del pueblo. Pero lee
sobre todo libros de piedad que te den contento de vivir, un contento apacible y silencioso.
¿Le tenía él?
Por entonces enfermó de muerte y se nos murió nues tra madre, y en sus últimos días todo su hipo era que
Don Manuel convirtiese a Lázaro, a quien esperaba vo lver a ver un día en el cielo, en un rincón de las estrellas
desde donde se viese el lago y la montaña de Valverde de Lu cerna. Ella se iba ya, a ver a Dios.
-Usted no se va -le decía Don Manuel-, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma también
aquí en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque estos ni le vean ni le oigan.
-Pero yo, padre -dijo-, voy a ver a Dios.
-Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y a todos nosotros en
Él, y a Él en nosotros.
-Dios se lo pague -le dije.
-El contento con que tu madre se muera -me dijoserá su eterna vida.
Y volviéndose a mi hermano Lázaro:
-Su cielo es seguir viéndote, y ahora es cuando hay que salvarla. Dile que rezarás por ella.
-Pero…
-¿Pero…? Dile que rezarás por ella, a quien debes la vida, y sé que una vez que se lo prometas rezarás y sé
que luego que reces…
Mi hermano, acercándose, arrasados sus ojos en lágrimas, a nuestra madre, agonizante, le prometió
solemnemente rezar por ella.
-Y yo en el cielo por ti, por vosotros -respondió mi madre, y besando el crucifijo y puestos sus ojos en los
de Don Manuel, entregó su alma a Dios.
-«¡En tus manos encomiendo mi espíritu!»-rezó el santo varón.
Quedamos mi hermano y yo solos en la casa. Lo que pasó en la muerte de nuestra madre puso a Lázaro en
relación con Don Manuel, que pareció descuidar algo a sus demás pacientes, a sus demás menesterosos, para
atender a mi hermano. Íbanse por las tardes de paseo, orilla del lago, o hacia las ruinas, ves tidas de hiedra, de
la vieja abadía de cistercienses.
-Es un hombre maravilloso -me decía Lázaro -. Ya sabes que dicen que en el fondo de este lago hay una
villa sumergida y que en la noche de san Juan, a las doce, se oyen las campanadas de su iglesia.
-Sí -le contestaba yo-, una villa feudal y me dieval…
-Y creo -añadía él- que en el fondo del alma de nuestro Don Manuel hay también sumergida, ahogada, una
villa y que alguna vez se oyen sus campanadas.
-Sí -le dije-, esa villa sumergida en el alma de Don Manuel, ¿y por qué no también en la tuya?, es el cementerio
de las almas de nuestros abuelos, los de esta nuestra Valverde de Lucerna… ¡feudal y medieval!
Acabó mi hermano por ir a misa siempre, a oír a Don Manuel, y cuando se dijo que cumpliría con la
parroquia, que comulgaría cuando los demás comulgasen, recorrió un íntimo regocijo al pueblo todo, que
creyó haberle recobrado. Pero fue un regocijo tal, tan limpio, que Lázaro no se sintió ni vencido ni
disminuido.
Y llegó el día de su comunión, ante el pueblo todo, con el pueblo todo. Cuando llegó la vez a mi hermano
pude ver que Don Manuel, tan blanco como la nieve de enero en la montaña y temblando como tiembla el
lago cuando le hostiga el cierzo, se le acercó con la sagrada forma en la mano, y de tal modo le temblaba esta
al arrimarla a la boca de Lázaro que se le cayó la forma a tiempo que le daba un vahído. Y fue mi hermano
mismo quien recogió la hostia y se la llevó a la boca. Y el pueblo al ver llorar a Don Manuel, lloró diciéndose:
«¡Cómo le quiere!». Y entonces, pues era la madrugada, cantó un gallo.
Al volver a casa y encerrarme en ella con mi hermano, le eché los brazos al cuello y besándole le dije:
-¡Ay Lázaro, Lázaro, qué alegría nos has dado a todos, a todos, a todo el pueblo, a todos, a los vivos y a los
muertos, y sobre todo a mamá, a nuestra madre! ¿Viste? El pobre Don Manuel lloraba de alegría. ¡Qué alegría
nos has dado a todos!
-Por eso lo he hecho -me contestó.
-¿Por eso? ¿Por darnos alegría? Lo habrás hecho ante todo por ti mismo, por conversión.
Y entonces Lázaro, mi hermano, tan pálido y tan tembloroso como Don Manuel cuando le dio la comunión,
me hizo sentarme en el sillón mismo donde solía sentarse nuestra madre, tomó huelgo, y luego, como en
íntima confesión doméstica y familiar, me dijo:
-Mira, Angelita, ha llegado la hora de decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a decir, porque debo decírtela,
porque a ti no puedo, no debo callártela y porque además habrías de adivinarla y a medias, que es lo
peor, más tarde o más temprano.
Y entonces, serena y tranquilamente, a media voz, me contó una historia que me sumergió en un lago de
tristeza. Cómo Don Manuel le había venido trabajando, sobre todo en aquellos paseos a las ruinas de la vieja
abadía cisterciense, para que no escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que se incorporase a la vida
religiosa del pueblo, para que fingiese creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas sin
intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera.
-Pero ¿es eso posible? -exclamé consternada.
-¡Y tan posible, hermana, y tan posible! Y cuando yo le decía: «¿Pero es usted, usted, el sacerdote, el que
me aconseja que finja?», él, balbuciente: «¿Fingir?, ¡fingir no!, ¡eso no es fingir! Toma agua bendita, que dijo
alguien, y acabarás creyendo». Y como yo, mirándole a los ojos, le dijese: «¿Y usted celebrando misa ha
acabado por creer?», él bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas. Y así es como le arranqué
su secreto.
-¡Lázaro! -gemí.
Y en aquel momento pasó por la calle Blasillo el bobo, clamando su: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me
has abandonado?». Y Lázaro se estremeció creyendo oír la voz de Don Manuel, acaso la de Nuestro Señor
Jesucristo.
-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus mó viles, y con esto comprendí su santidad; porque es un
santo, hermana, todo un santo. No trataba al emprender ganarme para su santa causa -porque es una causa
santa, santísima-, arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de
los que le están encomendados; comprendí que si les engaña así -si es que esto es engaño- no es por medrar.
Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión. Y no me olvidaré jamás del día en que diciéndole yo: «Pero,
Don Manuel, la verdad, la verdad ante todo», él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en
medio del campo-: «¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la
gente sencilla no podría vivir con ella». «¿Y por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?», le
dije. Y él: «Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso
jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para
hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que
vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la
Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente
a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para
cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en
consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Jamás olvidaré estas sus palabras.
-¡Pero esa comunión tuya ha sido un sacrilegio! -me atreví a insinuar, arrepintiéndome al punto de haberlo
insin uado.
-¿Sacrilegio? ¿Y él que me la dio? ¿Y sus misas?
-¡Qué martirio! -exclamé.
-Y ahora -añadió mi hermano- hay otro más para consolar al pueblo.
-¿Para engañarle? -le dije.
-Para engañarle no -me replicó-, sino para corroborarle en su fe.
-Y él, el pueblo -dije-, ¿cree de veras?
-¡Qué sé yo …! Cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y que viva
en su pobreza de sentimientos para que no adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
-Eso, hermano, lo has aprendido de Don Manuel. Y ahora, dime, ¿has cumplido aquello que le prometiste a
nuestra madre cuando ella se nos iba a morir, aquello de que rezarías por ella?
-¡Pues no se lo había de cumplir! Pero ¿por quién me has tomado, hermana? ¿Me crees capaz de faltar a mi
palabra, a una promesa solemne, y a una promesa hecha, y en el lecho de muerte, a una madre?
-¡Qué sé yo…! Pudiste querer engañarla para que muriese consolada.
-Es que si yo no hubiese cumplido la promesa viviría sin consuelo.
-¿Entonces?
-Cumplí la promesa y no he dejado de rezar ni un solo día por ella.
-¿Sólo por ella? -Pues, ¿por quién más?
-¡Por ti mismo! Y de ahora en adelante, por Don Manuel.
Nos separamos para irnos cada uno a su cuarto, yo a llorar toda la noche, a pedir por la conversión de mi
hermano y de Don Manuel, y él, Lázaro, no sé bien a qué.
Después de aquel día temblaba yo de encontrarme a solas con Don Manuel, a quien seguía asistiendo en sus
piadosos menesteres. Y él pareció percatarse de mi estado íntimo y adivinar la causa. Y cuando al fin me
acerqué a él en el tribunal de la penitencia -¿quién era el juez y quién el reo?-, los dos, él y yo, doblamos en
silencio la cabeza y nos pusimos a llorar. Y fue él, Don Manuel, quien rompió el tremendo silencio para
decirme con voz que parecía salir de una huesa:
-Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?
-Sí creo, padre.
-Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir…
Me atreví, y toda temblorosa le dije:
-Pero usted, padre, ¿cree usted?
Vaciló un momento y, reponiéndose, me dijo:
-¡Creo!
-¿Pero en qué, padre, en qué? ¿Cree usted en la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nos morimos del
todo?, ¿cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?, ¿cree en la otra vida?
El pobre santo sollozaba. -¡Mira, hija, dejemos eso!
Y ahora, al escribir esta memoria, me digo: ¿Por qué no me engañó?, ¿por qué no me engañó entonces
como engañaba a los demás? ¿Por qué se acongojó? ¿Porque no podía engañarse a sí mismo, o porque no
podía engañarme? Y quiero creer que se acongojaba porque no podía engañarse para engañarme.
-Y ahora -añadió-, reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar
vida.
Y después de una pausa:
-¿Y por qué no te casas, Angelina?
-Ya sabe usted, padre mío, por qué.
-Pero no, no; tienes que casarte. Entre Lázaro y yo te buscaremos un novio. Porque a ti te conviene
casarte para que se te curen esas preocupaciones.
-¿Preocupaciones, Don Manuel?
-Yo sé bien lo que me digo. Y no te acongojes dema siado por los demás, que harto tiene cada cual con
tener que responder de sí mismo.
-¡Y que sea usted, Don Manuel, el que me diga eso!, ¡que sea usted el que me aconseje que me case para
responder de mí y no acuitarme por los demás!, ¡que sea usted!
-Tienes razón, Angelina, no sé ya lo que me digo; no sé ya lo que me digo desde que estoy confesándome
contigo. Y sí, sí, hay que vivir, hay que vivir.
Y cuando yo iba a levantarme para salir del templo, me dijo:
-Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me absuelves?
Me sentí como penetrada de un misterioso sacerdocio, y le dije:
-En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.
Y salimos de la iglesia, y al salir se me estremecían las entrañas maternales.
Mi hermano, puesto ya del todo al servicio de la obra de Don Manuel, era su más asiduo colaborador y
compañero. Les anudaba, además, el común secreto. Le acompañaba en sus visitas a los enfermos, a las
escuelas, y ponía su dinero a disposición del santo varón. Y poco faltó para que no aprendiera a ayudarle a
misa. E iba entrando cada vez más en el alma insondable de Don Manuel.
-¡Qué hombre! -me decía-. Mira, ayer, paseando a orillas del lago, me dijo: «He aquí mi tentación
mayor». Y como yo le interrogase con la mirada, añadió: «Mi pobre padre, que murió de cerca de noventa
años, se pasó la vida, según me lo confesó él mismo, torturado por la tentación del suicidio, que le venía no
recordaba desde cuándo, de nación, decía, y defendiéndose de ella. Y esa defensa fue su vida. Para no
sucumbir a tal tentación extremaba los cuidados por conservar la vida. Me contó escenas terribles. Me
parecía como una locura. Y yo la he heredado. ¡Y cómo me llama esa agua que con su aparente quietud -la
corriente va por dentro- espeja al cielo! ¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate
contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!». Y luego añadió: «Aquí se
remansa el río en lago, para luego, bajando a la meseta, precipitarse en cascadas, saltos y torrenteras por las
hoces y encañadas, junto a la ciudad, y así se remansa la vida, aquí, en la aldea. Pero la tentación del
suicidio es mayor aquí, junto al remanso que espeja de noche las estrellas, que no junto a las cascadas que
dan miedo. Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos que apenas si
habían salido de la aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera causa de su
enfermedad de muerte, y he podido mirar, allí, a la cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de la
sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre! Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra
y en nuestro pueblo, y que sueñe es te su vida como el lago sueña el cielo».
-Otra vez -me decía también mi hermano-, cuando volvíamos acá, vimos una zagala, una cabrera, que enhiesta
sobre un picacho de la falda de la montaña, a la vista del lago, estaba cantando con una voz más fresca
que las aguas de este. Don Manuel me detuvo y señalándomela dijo: «Mira, parece como si se hubiera
acabado el tiempo, como si esa zagala hubiese estado ahí siempre, y como está, y cantando como está, y como
si hubiera de seguir estando así siempre, como estuvo cuando empezó mi conciencia, como estará cuando se
me acabe. Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la naturaleza y no de la
historia». ¡Cómo siente, cómo anima Don Manuel a la naturaleza! Nunca olvidaré el día de la nevada en que
me dijo: «¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras
cubre con su toca a la montaña?».
Don Manuel tenía que contener a mi hermano en su celo y en su inexperiencia de neófito. Y como supiese
que este andaba predicando contra ciertas supersticiones populares, hubo de decirle:
-¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles comprender dónde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la
superstición! Y más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean todo, aun
cosas contradictorias entre sí, a no que no crean nada. Eso de que el que cree demasiado acaba por no creer
nada, es cosa de protestantes. No protestemos. La protesta mata el contento.
Una noche de plenilunio -me contaba también mi hermano- volvían a la aldea por la orilla del lago, a cuya
sobrehaz rizaba entonces la brisa montañesa y en el rizo cabrilleaban las razas de la luna llena, y Don
Manuel le dijo a Lázaro:
-¡Mira, el agua está rezando la letanía y ahora dice: ¡anua caeli, ora pro nobis, puerta del cielo, ruega por
nosotros!
Y cayeron temblando de sus pestañas a la yerba del suelo dos huideras lágrimas en que también, como en
rocío, se bañó temblorosa la lumbre de la luna llena.
E iba corriendo el tiempo y observábamos mi hermano y yo que las fuerzas de Don Manuel empezaban a
decaer, que ya no lograba contener del todo la insondable tristeza que le consumía, que acaso una enfermedad
traidora le iba minando el cuerpo y el alma. Y Lázaro, acaso para distraerle más, le propuso si no estaría bien
que fundasen en la iglesia algo así como un sindicato católico agrario.
-¿Sindicato? -respondió tristemente Don Manuel-. ¿Sindicato? ¿Y qué es eso? Yo no conozco más sindicato
que la Iglesia, y ya sabes aquello de «mi reino no es de este mundo». Nuestro reino, Lázaro, no es de este
mundo…
-¿Y del otro?
Don Manuel bajó la cabeza:
-El otro, Lázaro, está aquí también, porque hay dos reinos en este mundo. O mejor, el otro mundo… Vamos,
que no sé lo que me digo. Y en cuanto a eso del sindicato, es en ti un resabio de tu época de progresismo. No,
Lázaro, no; la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo que Dios
entregó a las disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como
obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la ilusión de que todo
esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos, ni a predicar a estos que se
sometan a aquellos. Resignación y caridad en todos y para todos. Porque también el rico tiene que resignarse
a su riqueza, y a la vida, y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión
social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ricos ni pobres, en
que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar
general surgirá más fuerte el tedio a la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la
revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio… Opio… Opio, sí. Démosle opio, y
que duerma y que sueñe. Yo mismo con esta mi loca actividad me estoy administrando opio. Y no logro
dormir bien y menos soñar bien… ¡Esta terrible pesadilla! Y yo también puedo decir con el Divino Maestro:
«Mi alma está triste hasta la muerte». No, Lázaro; nada de sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos
me parecerá bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso les contenta.
El pueblo todo observó que a Don Manuel le menguaban las fuerzas, que se fatigaba. Su voz misma,
aquella voz que era un milagro, adquirió un cierto temblor íntimo. Se le asomaban las lágrimas con
cualquier motivo. Y sobre todo cuando hablaba al pueblo del otro mundo, de la otra vida, tenía que
detenerse a ratos cerrando los ojos. «Es que lo está viendo», decían. Y en aquellos mo mentos era Blasillo el
bobo el que con más cuajo lloraba. Porque ya Blasillo lloraba más que reía, y hasta sus risas sonaban a
lloros.
Al llegar la última Semana de Pasión que con nosotros, en nuestro mundo, en nuestra aldea celebró Don
Manuel, el pueblo todo presintió el fin de la tragedia. ¡Y cómo
sonó entonces aquel: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», el último que en público
sollozó Don Manuel! Y cuando dijo lo del Divino Maestro al buen bandolero -«todos los bandoleros son
buenos», solía decir nuestro Don Manuel-, aquello de: «Mañana estarás conmigo en el paraíso». ¡Y la
última comunión general que repartió nuestro santo! Cuando llegó a dársela a mi hermano, esta vez con
mano segura, después del litúrgico «.,. in vitam aetemam», se le inclinó al oído y le dijo: «No hay más vida
eterna que esta… que la sueñen eterna… eterna de unos pocos años…». Y cuando me la dio a mí me dijo:
«Reza, hija mía, reza por nosotros». Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el
más grande misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo: «… y reza también por Nuestro
Señor Jesucristo…».
Me levanté sin fuerzas y como sonámbula. Y todo en torno me pareció un sueño. Y pensé: «Habré de
rezar también por el lago y por la montaña». Y luego: «¿Es que estaré endemoniada?». Y en casa ya, cogí
el crucifijo con el cual en las manos hab ía entregado a Dios su alma mi madre, y mirándolo a través de mis
lágrimas y recordando el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» de nuestros dos Cristos, el
de esta tierra y el de esta aldea, recé: «hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo», primero, y
después: «Y no nos dejes caer en la tentación, amén». Luego me volví a aquella imagen de la Dolorosa, con
su corazón traspasado por siete espadas, que había sido el más doloroso consuelo de mi pobre madre, y
recé: «Santa María, ma dre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte,
amén». Y apenas lo había rezado cuando me dije: «¿pecadores?, ¿nosotros pecadores?, ¿y cuál es nuestro
pecado, cuál?». Y anduve todo el día acongojada por esta pregunta.
Al día siguiente acudí a Don Manuel, que iba adquiriendo una solemnidad de religioso ocaso, y le
dije: -¿Recuerda, padre mío, cuando hace ya años, al dirigirle yo una pregunta me contestó: «Eso no
me lo pre guntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán
responder»?
-¡Que si me acuerdo!… y me acuerdo que te dije que esas eran preguntas que te dictaba el Demonio.
-Pues bien, padre, hoy vuelvo yo, la endemoniada, a dirigirle otra pregunta que me dicta mi
demonio de la guarda.
-Pregunta.
-Ayer, al darme de comulgar, me pidió que rezara por todos nosotros y hasta por…
-Bien, cállalo y sigue.
-Llegué a casa y me puse a rezar, y al llegar a aquello de «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en
la hora de nuestra muerte», una voz íntima me dijo: «¿pecadores?, ¿pecadores nosotros?, ¿y cuál es
nuestro pecado?». ¿Cuál es nuestro pecado, padre?
-¿Cuál? -me respondió -. Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo
dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que «el delito mayor del hombre es haber nacido».
Ese es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido.
-¿Y se cura, padre?
-¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte… Sí, al fin se cura el sueño…, al fin se cura la vida…, al fin se acaba la cruz del nacimiento… Y
como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde…
Y la hora de su muerte llegó por fin. Todo el pueblo la veía llegar. Y fue su más grande lección. No
quiso morirse ni solo ni ocioso. Se murió predicando al pueblo, en el templo. Primero, antes de
mandar que le llevasen a él, pues no podía ya moverse por la perlesía, nos llamó a su casa a Lázaro y a
mí. Y allí, los tres a solas, nos dijo:
-Oíd: cuidad de estas pobres ovejas, que se consuelen de vivir, que crean lo que yo no he podido
creer. Y tú, Lázaro, cuando hayas de morir, muere como yo, como morirá nuestra Ángela, en el seno
de la Santa Madre Católica Apostólica Romana, de la Santa Madre Iglesia de Valverde de Lucerna,
bien entendido. Y hasta nunca más ver, pues se acaba este sueño de la vida…
-¡Padre, padre! -gemí yo.
-No te aflijas, Angela, y sigue rezando por todos los pecadores, por todos los nacidos. Y que sueñen,
que sueñen. ¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin
soñar!, ¡olvidando el sueño! Cuando me entierren, que sea en una caja hecha con aquellas seis tablas
que tallé del viejo nogal, ¡pobre cito!, a cuya sombra jugué de niño, cuando empezaba a soñar… ¡Y
entonces sí que creía en la vida perdurable! Es decir, me figuro ahora que creía entonces. Para un niño
creer no es más que soñar. Y para un pueblo. Esas seis tablas que tallé con mis propias manos, las
encontraréis al pie de mi cama.
Le dio un ahogo y, repuesto de él, prosiguió: -Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en
unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo me callaba. Cuando los israelitas
iban llegando al fin de su peregrinación por el desierto, el Señor les dijo a Aarón y a Moisés que por
no haberle creído no meterían a su pueblo en la tierra prometida, y les hizo subir al monte de Hor,
donde Moisés hizo desnudar a Aarón, que allí murió, y luego subió Moisés desde las llanuras de Moab
al monte Nebo, a la cumbre de Fasga, enfrente de Jericó, y el Señor le mostró toda la tierra prometida a
su pueblo, pero diciéndole a él: «¡No pasarás allá!», y allí murió Moisés y nadie supo su sepultura. Y dejó
por caudillo a Josué. Sé tú, Lázaro, mi Josué, y si puedes detener el Sol, deténle, y no te importe del
progreso. Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la
Escritura que el que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se
muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva,
que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada…
-¡Padre, padre, padre! -volví a gemir.
Y él:
-Tú, Ángela, reza siempre, sigue rezando para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección
de la carne y la vida perdurable…
Yo esperaba un «¿y quién sabe…?», cuando le dio otro ahogo a Don Manuel.
-Y ahora -añadió-, ahora, en la hora de mi muerte, es hora de que hagáis que se me lleve, en este mismo
sillón, a la iglesia para despedirme allí de mi pueblo, que me espera.
Se le llevó a la iglesia y se le puso, en el sillón, en el pres biterio, al pie del altar. Tenía entre sus manos
un crucifijo. Mi hermano y yo nos pusimos junto a él, pero fue Blasillo el bobo quien más se arrimó. Quería
coger de la mano a Don Manuel, besársela. Y como algunos trataran de impedírselo, Don Manuel les
reprendió diciéndoles:
-Dejadle que se me acerque. Ven, Blasillo, dame la mano.
El bobo lloraba de alegría. Y luego Don Manuel dijo: -Muy pocas palabras, hijos míos, pues apenas me
siento con fuerzas sino para morir. Y nada nuevo tengo que deciros. Ya os lo dije todo. Vivid en paz y
contentos y esperando que todos nos veamos un día en la Valverde de Lucerna que hay allí, entre las
estrellas de la noche que se reflejan en el lago, sobre la montaña. Y rezad, rezad a María Santísima, rezad a
Nuestro Señor. Sed buenos, que esto basta. Perdonadme el mal que haya podido haceros sin quererlo y sin
saberlo. Y ahora, después de que os dé mi bendición, rezad todos a una el Padrenuestro, el Ave María, la
Salve, y por último el Credo.
Luego, con el crucifijo que tenía en la mano dio la bendición al pueblo, llorando las mujeres y los niños y
no pocos hombres, y en seguida empezaron las oraciones, que Don Manuel oía en silencio y cogido de la
mano por Bla sillo, que al son del ruego se iba durmiendo. Primero el Padrenuestro con su «hágase tu
voluntad así en la tierra como en el cielo», luego el Santa María con su «ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte», a seguida la Salve con su «gimiendo y llorando en este valle de
lágrimas», y por último el Credo. Y al lle gar a la «resurrección de la carne y la vida perdurable», todo el
pueblo sintió que su santo había entregado su alma a Dios. Y no hubo que cerrarle los ojos, porque se
murió con ellos cerrados. Y al ir a despertar a Blasillo nos encontramos con que se había dormido en el
Señor para siempre. Así que hubo luego que enterrar dos cuerpos.
El pueblo todo se fue en seguida a la casa del santo a recoger reliquias, a repartirse retazos de sus
vestiduras, a llevarse lo que pudieran como reliquia y recuerdo del bendito mártir. Mi hermano guardó su
breviario, entre cuyas hojas encontró, desecada y como en un herbario, una clavellina pegada a un papel y
en este una cruz con una fecha.
Nadie en el pueblo quiso creer en la muerte de Don Manuel; todos esperaban verle a diario, y acaso le
veían, pasar a lo largo del lago y espejado en él o teniendo por fondo las montañas; todos seguían oyendo su
voz, y todos acudían a su sepultura, en torno a la cual surgió todo un culto. Las endemoniadas venían ahora a
tocar la cruz de nogal, hecha también por sus manos y sacada del mismo árbol de donde sacó las seis tablas en
que fue enterrado. Y los que menos queríamos creer que se hubiese muerto éramos mi hermano y yo.
Él, Lázaro, continuaba la tradición del santo y empezó a redactar lo que le había oído, notas de que me he
servido para es ta mi memoria.
-Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado -me decía-. Él me dio fe.
-¿Fe? -le interrumpía yo.
-Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida. Él me curó de mi progresismo. Porque hay,
Angela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que convencidos de la vida de ultratumba, de la
resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida
como transitoria, se ganen la otra, y los que no creyendo más que en este…
-Como acaso tú… -le decía yo.
-Y sí, y como Don Manuel. Pero no creyendo más que en este mundo, esperan no sé qué sociedad futura, y
se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro…
-De modo que…
-De modo que hay que hacer que vivan de la ilusión.
El pobre cura que llegó a sustituir a Don Manuel en el curato entró en Valverde de Lucerna abrumado por el
recuerdo del santo y se entregó a mi hermano y a mí para que le guiásemos. No quería sino seguir las huellas
del santo. Y mi hermano le decía: «Poca teología, ¿eh?, poca teología; religión, religión». Y yo al oírselo me
sonreía pensando si es que no era también teología lo nuestro.
Yo empecé entonces a temer por mi pobre hermano. Desde que se nos murió Don Manuel no cabía decir
que viviese. Visitaba a diario su tumba y se pasaba horas muertas contemplando el lago. Sentía morriña de la
paz verdadera.
-No mires tanto al lago -le decía yo.
-No, hermana, no temas. Es otro el lago que me llama; es otra la montaña. No puedo vivir sin él.
-¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?
-Eso para otros pecadores, no para nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha mirado con
sus ojos el sueño de la vida.
-¿Qué, te preparas a ir a ver a Don Manuel?
-No, hermana, no; ahora y aquí en casa, entre nosotros solos, toda la verdad por amarga que sea, amarga
como el mar a que van a parar las aguas de este dulce lago, toda la verdad para ti, que estás abroquelada contra
ella…
-¡No, no, Lázaro; esa no es la verdad!
-La mía, sí.
-La tuya, ¿pero y la de…?
-También la de él.
-¡Ahora no, Lázaro; ahora no! Ahora cree otra cosa, ahora cree…
-Mira, Angela, una de las veces en que al decirme Don Manuel que hay cosas que aunque se las diga uno a
sí mismo debe callárselas a los demás, le repliqué que me decía eso por decírselas a él, esas mismas, a sí
mismo, y acabó confesándome que creía que más de uno de los más grandes santos, acaso el mayor, había
muerto sin creer en la otra vida.
-¿Es posible?
-¡Y tan posible! Y ahora, hermana, cuida que no sospechen siquiera aquí, en el pueblo, nuestro secreto… –
¿Sospecharlo? -le dije-. Si intentase, por locura, explicárselo, no lo entenderían. El pueblo no entiende de
palabras; el pueblo no ha entendido más que vuestras obras. Querer exponerles eso sería como leer a unos niños
de ocho años unas páginas de santo Tomás de Aquino… en latín.
-Bueno, pues cuando yo me vaya, reza por mí y por él y por todos.
Y por fin le llegó también su hora. Una enfermedad que iba minando su robusta naturaleza pareció
exacerbársele con la muerte de Don Manuel.
-No siento tanto tener que morir -me decía en sus últimos días -, como que conmigo se muere otro pedazo
del alma de Don Manuel. Pero lo demás de él vivirá contigo. Hasta que un día hasta los muertos nos
moriremos del todo.
Cuando se hallaba agonizando entraron, como se acostumbra en nuestras aldeas, los del pueblo a verle
agonizar, y encomendaban su alma a Don Manuel, a san Manuel Bueno, el mártir. Mi hermano no les dijo
nada, no tenía ya nada que decirles; les dejaba dicho todo, todo lo que queda dicho. Era otra laña más entre las
dos Valverdes de Lucerna, la del fondo del lago y la que en su sobrehaz se mira; era ya uno de nuestros
muertos de vida, uno también, a su modo, de nuestros santos.
Quedé más que desolada, pero en mi pueblo y con mi pueblo. Y ahora, al haber perdido a mi san Manuel, al
padre de mi alma, y a mi Lázaro, mi hermano aún más que carnal, espiritual, ahora es cuando me doy cuenta
de que he envejecido y de cómo he envejecido. Pero ¿es que los he perdido?, ¿es que he envejecido?, ¿es que
me acerco a mi muerte?
¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a
sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en
ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía
yo más pasar las horas, y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi vida
hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi
pueblo vivía en mí. Yo quería decir lo que ellos, los míos, decían sin querer. Salía a la calle, que era la
carretera, y como conocía a todos, vivía en ellos y me olvidaba de mí, mientras que en Madrid, donde estuve
alguna vez con mi hermano, como a nadie conocía, sentíame en terrible soledad y torturada por tantos
desconocidos.
Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que
Don Manuel Bueno, que mi san Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más
nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada.
Pero ¿por qué -me he preguntado muchas veces – no trató Don Manuel de convertir a mi hermano también
con un engaño, con una mentira, fingiéndose creyente sin serlo? Y he comprendido que fue porque
comprendió que no le engañaría, que para con él no le serviría el engaño, que sólo con la verdad, con su
verdad, le convertiría; que no habría conseguido nada si hubiese pretendido representar para con él una
comedia -tragedia más bien-, la que representaba para salvar al pueblo. Y así le ganó, en efecto, para su
piadoso fraude; así le ganó con la verdad de muerte a la razón de vida. Y así me ganó a mí, que nunca dejé
transparentar a los otros su divino, su santísimo juego. Y es que creía y creo que Dios Nuestro Señor, por
no sé qué sagrados y no escrudiñaderos designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el
acabamiento de su tránsito se les cayó la venda. ¿Y yo, creo?
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que cincuenta años, cuando empiezan
a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña,
nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi ma dre, de mi hermano Lázaro, de mi pueblo,
de mi san Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, de mi san Blasillo, y que él me ampare
desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra. Y yo no
sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que soñé -o mejor lo que soñé y lo que sólo vi-, ni
lo que supe ni lo que creí. No sé si estoy traspasando a este papel, tan blanco como la nieve, mi conciencia
que en él se ha de quedar, quedándome yo sin ella. ¿Para qué tenerla ya…?
¿Es que sé algo?, ¿es que creo algo? ¿Es que esto que estoy aquí contando ha pasado y ha pasado tal y
como lo cuento? ¿Es que pueden pasar estas cosas? ¿Es que todo esto es más que un sueño soñado dentro
de otro sueño? ¿Seré yo, Angela Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta aldea se ve
acometida de estos pensamientos extraños para los demás? ¿Y estos, los otros, los que me rodean, creen?
¿Qué es eso de creer? Por lo menos, viven. Y ahora creen en san Manuel Bueno, mártir, que sin esperar
inmortalidad les mantuvo en la esperanza de ella.
Parece que el ilustrísimo señor obispo, el que ha promovido el proceso de beatificación de nuestro santo
de Valverde de Lucerna, se propone escribir su vida, una especie de manual del perfecto párroco, y recoge
para ello toda clase de noticias. A mí me las ha pedido con insistencia, ha tenido entrevistas conmigo, le he
dado toda clase de datos, pero me he callado siempre el secreto trágico de Don Manuel y de mi hermano. Y
es curioso que él no lo haya sospechado. Y confío en que no llegue a su conocimiento todo lo que en esta
memoria dejo consignado. Les temo a las autoridades de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean
las de la Iglesia.
Pero aquí queda esto, y sea de su suerte lo que fuere.
¿Cómo vino a parar a mis manos este documento, esta memoria de Ángela Carballino? He aquí algo,
lector, algo que debo guardar en secreto. Te la doy tal y como a mí ha llegado, sin más que corregir pocas,
muy pocas particularidades de redacción. ¿Que se parece mucho a otras cosas que yo he escrito? Esto nada
prueba contra su objetividad, su originalidad. ¿Y sé yo, además, si no he creado fuera de mí seres reales y
efectivos, de alma inmortal? ¿Sé yo si aquel Augusto Pérez, el de mi novela Niebla, no tenía razón al
pretender ser más real, más objetivo que yo mismo, que creía haberle inventado? De la realidad de este san
Manuel Bueno, mártir, tal como me la ha reve lado su discípula e hija espiritual Angela Carballino, de esta
realidad no se me ocurre dudar. Creo en ella más que creía el mismo santo; creo en ella más que creo en mi
propia realidad.
Y ahora, antes de cerrar este epílogo, quiero recordarte, lector paciente, el versillo noveno de la Epístola
del olvidado apóstol San Judas -¡lo que hace un nombre!-, donde se nos dice cómo mi celestial patrono, san
Miguel Arcángel -Miguel quiere decir «¿Quién como Dios?», y arcángel, archimensajero-, disputó con el
diablo -diablo quiere decir acusador, fiscal- por el cuerpo de Moisés y no toleró que se lo llevase en juicio de
maldición, sino que le dijo al diablo: «El Señor te reprenda». Y el que quiera entender que entienda.
Quiero también, ya que Ángela Carballino mezcló a su relato sus propios sentimientos, ni sé que otra cosa
quepa, comentar yo aquí lo que ella dejó dicho de que si Don Manuel y su discípulo Lázaro hubiesen
confesado al pueblo su estado de creencia, este, el pueblo, no les habría entendido. Ni les habría creído, añado
yo. Habrían creído a sus obras y no a sus palabras, porque las palabras no sirven para apoyar las obras, sino
que las obras se bastan. Y para un pueblo como el de Valverde de Lucerna no hay más confesión que la
conducta. Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mucho.
Bien sé que en lo que se cuenta en este relato, si se quiere novelesco -y la novela es la más íntima historia,
la más verdadera, por lo que no me explico que haya quien se indigne de que se llame novela al Evangelio, lo
que es elevarle, en realidad, sobre un cronicón cualquiera-, bien sé que en lo que se cuenta en este relato no
pasa nada; mas espero que sea porque en ello todo se queda, como se quedan los lagos y las montañas y las
santas almas sencillas asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que en ellos, en los lagos y las
montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron.
Salamanca, noviembre de 1930.
Miguel de Unamuno
San Manuel Bueno, mártir (1931)
Vocabulario útil
1. “El delito mayor del hombre es haber nacido”: cita de La vida es sueño, obra maestra del teatro clásico español de Pedro Calderón de la Barca (siglo XVII).
2. “Hágase tu voluntad…amén”: fragmentos del Padrenuestro.
3. ¡Teta y gloria!: apenas nacido y al cielo.
4. A lo hecho, pecho: expresión que muestra o recomienda decisión para, una vez que se ha hecho algo desacertado, afrontar las consecuencias y sacar el mejor partido posible.
5. Abadía (sus. f.): iglesia o monasterio regido por un abad o abadesa.
6. Acuitarse (v.; arcaísmo): apenarse, preocuparse.
7. Aleccionar (v.): enseñar.
8. Anacoreta (sus. m.): religioso que vive en lugar, apartado, entregado a la oración y la penitencia.
9. Ángelus: toque de campanas que llama los fieles al Angelus, oración que empieza con las palabras «Ángelus Dómini», que se reza tres veces al día.
10. Anudar (v.): unir.
11. Apenas si: apenas.
12. Arrimar(se) (v.): acercar(se)
13. Arrogarse (v.): adjudicarse; atribuirse la cosa de que se trata sin más razón que la propia voluntad.
14. Atragantar (v.): obstruir un objeto la garganta.
15. Aventar (v.): echar al viento algo, en este caso, el grano, para que el viento se lleve la parte no deseada.
16. Balbucear (v.): hablar con dificultad, suprimiendo o cambiando letras, como los niños cuando todavía lo hacen imperfectamente.
17. Bertoldo: Poema cómico popular del siglo XVIII, no tenido como muy importante hoy en día desde un punto de vista literario.
18. Boca de jarro (expr.): tratándose de la comunicación, bruscamente y sin preparación.
19. Borbotar (v.): hervir o salir el agua formando borbotones y haciendo ruido; usado aquí figurativamente.
20. Breviario (sus. m.): libro de rezos.
21. Cabrillas (sus. f. pl.): pequeñas olas espumosas que se forman cuando el mar empieza a agitarse.
22. Calzonazos (sus. m.): hombre que se deja dominar, particularmente por su mujer.
23. Carballino: Es importante notar que carballo o carbayo, en el noroeste de la península (Galicia, Asturias) significa ‘roble’.
24. Catecismo (sus. m.): compendio o resumen de la doctrina cristiana que se estudia antes de la primera comunión.
25. Catedralicio (adj.): relativo o perteneciente a una catedral.
26. Catequizar: enseñar a alguien el catecismo.
27. Celo (sus. m.): cuidado, diligencia e interés con que alguien hace las cosas que tiene a su cargo.
28. Cisterciense: monjes de la orden del Císter, austera y contemplativa, fundada en 1098, en Francia.
29. Clavellina (sus. f.): planta de claveles de flores sencillas.
30. Comadrerías (sus. f.): el chismeo de las viejas.
31. Curato (sus. m.): cargo de cura párroco.
32. De nación: de herencia, como rasgo de la estirpe o de la familia.
33. Demonio de la guarda: …en lugar de ángel de la guarda (juego de palabras).
34. Desahuciar (v.): declarar incurablemente enfermo y sin esperanzas de sobrevivir.
35. Desavenido (part. pas.): describe una situación que carece de avenencia (acuerdo, armonía).
36. Desgarrar (v.): romper como si con violencia; lacerar, destrozar, causar mucha pena.
37. Designio (sus. m.): fin; intención; propósito.
38. Desmedido (adj.): excesivo, exagerado.
39. Diaconisa (sus. f.): mujer dedicada al servicio de la iglesia.
40. Diócesis (sus. f.): territorio a que se extiende la jurisdicción de un obispo o arzobispo.
41. Doctor: título que da la Iglesia a algunos santos notables por su sabiduría, como Santa Teresa, por ejemplo, llamada la Doctora de Avila.
42. El mocerío y la chiquillería: los jóvenes (conjunto de mozos) y niños (chiquillos)
43. El opio del pueblo: alusión a Karl Marx, Introducción a la filosofía del derecho de Hegel (1884), obra bien conocida en esta época en España y muy leída por Unamuno.
44. Embriagar (v.): emborrachar; (fig.) enajenar, embelesar.
45. Empeñarse (v.): proponerse con obstinación, insistir.
46. Encañada (sus. f.): cañada, pequeño valle o paso entre dos alturas de poca importancia.
47. Enhiesto (adj.): erguido, erecto.
48. Episcopal (adj.): relativo o perteneciente a un obispo.
49. Época de trilla = época de trillar: de triturar la mies (cereal) y hacer que el grano se suelte de las espigas, con el trillo o con una máquina trilladora.
50. Escudriñero (adj.): der. deducible del verbo ‘escudriñar’: tratar de ver o averiguar los detalles menos manifiestos o las interioridades de una cosa, o la intimidad de alguien; mirar intensamente en un sitio en busca de algo.
51. Espetar (v.): soltar
52. Feligrés (adj. y sus. m.): persona que pertenece a una parroquia.
53. Hacer alarde de (expr.): ostentar.
54. Hipo (sus. m.): anhelo, deseo intenso de algo.
55. Hoz (sus. f.): desfiladero. garganta, paso estrecho entre dos montañas.
56. Huidero (adj.): huidizo (del verbo ‘huir’), fugaz.
57. Imperio: influencia fuerte.
58. Imperturbable (adj.): inalterable.
59. Insondable (adj.): relativo a algo que es tan profundo que no hay manera de medirlo.
60. Ir al claustro: meterse monje.
61. La fiesta de San Juan, el 24 de junio, se asocia con el solsticio vernal, que cae el 21 de junio, que es efectivamente el día más largo (y la noche más breve) del año.
62. La sagrada forma: la hostia, hoja redonda y delgada de pan ácimo que se da a los fieles en la comunión.
63. Laña (sus. f.): grapa; pequeña pieza de alambre fino con que se sujetan los trozos de un cacharro de barro o porcelana roto.
64. Letanía (sus. f.): rezo que consiste en una serie de invocaciones o alabanzas a la Virgen, que se dice después del Rosario.
65. Marisabidilla (sus. f.): mujer de poca cultura, pedante o redicha, que habla con presunción.
66. Medrar (v.): crecer; prosperar.
67. Medrar (v.): prosperar.
68. Menesteres (sus. m.): obligaciones, quehaceres, tareas.
69. Minar (v.): colocar minas subterráneas; (fig.): debilitar progresivamente el estado de ánimo de alguien.
70. Morriña (sus. f.): melancolía o añoranza.
71. Mozo (sus. m. y adj.): se aplica a los hombres y mujeres jóvenes, especialmente en los pueblos.
72. Nogal (sus. m.): árbol cuyos frutos son las nueces.
73. Ocioso (adj.): inactivo.
74. Párroco (sus. m.): sacerdote encargado de una parroquia.
75. Patán (sus. m.): hombre rústico; hombre ignorante, zafio y grosero.
76. Pavoroso (adj.): que provoca pavor, terror, miedo fuerte.
77. Percatarse (de algo) (v.): darse cuenta (de algo), percibir, captar.
78. Perlesía: parálisis; debilidad de los músculos debida a la mucha edad o a otra causa, acompañada de temblor.
79. Picacho (sus. m.): cima muy aguda de una montaña.
80. Piscina probática (referencia bíblica): estanque que había delante del templo de Salomón en Jerusalén para lavar y purificar las reses destinadas a los sacrificios.
81. Posada (sus. f.): mesón, hospedería, casa en los pueblos, y también en las ciudades, para gente que va de los pueblos, donde se hospedan viajeros o forasteros.
82. Prodigar (v.): dar (o usar aquí) con prodigalidad o dar mucho de algo.
83. Raza (sus. f.): rayo de luz.
84. Recatar (v.): encubrir, ocultar.
85. Redactar (v.): dar forma por escrito a la expresión de una cosa.
86. Reliquia (sus. f.): resto de algo que ha desaparecido, particularmente, de algún santo o de cosas que han estado en contacto con él.
87. Remansarse (v.): formar un remanso (lugar de una corriente, por ejemplo de la de un río, donde se hace más lenta o donde el agua queda quieta o casi quieta).
88. Remendar (v.): arreglar o reparar un objeto roto.
89. Reo (sus. m.): persona acusada de un delito, que está siendo juzgada por un juez o tribunal de justicia.
90. Res (sus. f.): animal de cualquiera de las especies domésticas de ganado lanar, cabrío o vacuno.
91. Resabio (sus. m.): sabor desagradable que queda después de tomar una cosa..
92. Rescoldo (sus. m.): fuego de brasa que se conserva bajo la ceniza.
93. Retazo (sus. m.): retal, trozo de tela pequeño.
94. Revoltijo (sus. m.): conjunto de muchas cosas revueltas.
95. Risotada (sus. f.): carcajada, golpe de risa ruidosa.
96. Rizar (v.): formar ondas en el agua el viento, la caída de algo.
97. Rocío (sus. m.): gotitas de agua condensada que se encuentran en las plantas a primera hora de la mañana.
98. Rondar: recorrer los puestos de vigilancia de una plaza fuerte o un campamento para inspeccionarlos.
99. Sacerdocio (sus. m.): oficio o vocación de sacerdote (cura).
100. Semana de Pasión: La Semana de Pasión suele entenderse como Semana Santa, la semana en que Jesucristo fue juzgado, condenado y crucificado.
101. Sima (sus. f.): cavidad o grieta muy profunda en la tierra.
102. Sobrehaz (sus. f.): la cubierta o superficie de algo.
103. Titiritero (sus. m.): persona que mueve fantoches (muñecos usado para representar pequeñas obras de teatro).
104. Toca (sus. f.): prenda usada por las mujeres para cubrirse la cabeza.
105. Torrentera (sus. f.): se refiere al cauce de. torrente o a. torrente mismo; torrente: Corriente impetuosa de agua que se forma accidentalmente a consecuencia de lluvias o deshielos, o que subsiste normalmente en un terreno montañoso.
106. Transfigurar(se) (v.): transformar(se) completamente.
107. Vahído (sus. m.): pérdida momentánea del conocimiento o equilibrio, desvanecimiento.
108. Villaverde de Lucerna: Unamuno evoca así Villaverde de Lucerna, legendaria aldea sumergida en el lago de San Martín de Castañeda, en la provincia de Zamora.
109. Zafio (adj.): grosero o tosco en sus modales o falto de tacto en su comportamiento.
110. Zagala (sus. f.): pastora joven, en este caso, que cuida cabras (‘cabrera’).
Unamuno
SOLITAÑA
Erase en Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las
siete calles, una tiendecita para aldeanos, a cuya puerta
paraban muchas veces las zamudianas con sus burros . El
cuchitril daba a la angosta portalada, y constreñía el acceso
a la casa, un banquillo lleno de piezas de tela,
añosrojos,azules, verdes , pardos, y de mil colores para sayas
y refajos ; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta,
pantalones, blusas azules , elásticos de punto abigarrados de
azul y rojo , fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos
extremos , boinas y otros géneros , mecidos todos los colgajos
por el viento del Noroeste, que se filtraba por la calle como
por un tubo, y formando a la entrada como un arco que ahogaba
a la puertecella . Las aldeanas paraban en medio de la calle
,hablaban, se acercaban ,tocaban y retocaban los géneros,
hablaban otra vez , iban,se volvían, entraban y pedían ,
regateaban , se iban , volvían a regatear y al cabo se
quedaban con el género . El mostrador , reluciente con el
brillo triste que da el roce , estaba atestado de piezas de
tela; sobre él , unas compuertas pendientes, que se levantaban
para sujetarlas al techo con unos ganchos, y servían para
cerrar la tienda y limitar el horizonte . Por dentro de la
boca abierta de aquel caleidoscopio, olor a lienzo y a humedad
por todas partes, y en todos los rincones, piezas, prendas de
vestido , tela de tierra para camisas de penitencia, montones
de boinas, todo en dosorden agradable , en el suelo, sobre
bancos y en estantes, y junto a una ventana que recibía la luz
opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero, y los
libros de don Roque .
Era una tienda de género para la aldeanería. Los sentidos
frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos de
colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con
el verde y el azul , y las carotas rojas de las mozas aldeanas
parecen arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados
dibujos . En aquella tienda se les ofrecía todo el género a la
vista y al tacto, que es lo que quiere el hombre que come con
los ojos manos y boca . Nunca se ha visto género más alegre,
más chillón, y más frescamente cálido , en la tienda más
triste, más callada y más tibiamente fría .
Junto a esta tienda, a un lado, una zapatería con todo el
género en filas , a la vista del transeunte; al otro lado ,
una confitería oliendo a cera .
Asomaba la cabeza por aquella cáscara cubierta de flores de
trapo, el caracol humano , húmedo, escondido y silencioso ,
que arrastra su casita , paso a paso , con marcha
imperceptible , dejando en el camino un rastro viscoso, que
brilla un momento y luego se borra .
Don Roque de Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre
Solitaña, era de por ahí , de una de esas aldeas de
chorierricos o cosa parecida, si es que no era de hacia la
parte de Arrigorriaga . No hay memoria de cuándo vino a
recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva joven, si es
que lo fué en algún tiempo, ni sabía a punto cierto cómo se
casó , ni porqué se casó , aunque sabía cuándo, pues desde
entonces empezaba su vida . Se deduce a priori que le trajo de
la aldea algún tío para dedicarle a su tienda . Nariz larga ,
gruesa y firme, el labio inferior saliente, ojos apagados a la
sombra de grandes cejas, afeitado cuidadosamente, más tarde
calvo, manos grandes y pies mayores . Al andar se balanceaba
un poco .
Su mujer , Rufina de Bengoecheabarri y Goicoechezarra , era
también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle, una ardilla
, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido,
a quien quería por lo bueno . ¡ Era tan infeliz Solitaña ! Un
bendito de Dios , un ángel , manso como un cordero ,
perseverante como un perro, paciente como un borrico .
El agua que fecunda a un terreno, esteriliza a otro, y el
viento húmedo que se filtraba por la calle oscura, hizo
fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina , mientras
aplanó y enmoheció al de don Roque .
La casa en la que estaba plantado don Roque era viejísima y
con balcones de madera, tenía la cara más cómicamente trágica
que puede darse, sonreía con la alegre puerta y lloraba con
sus ventanas tristes . Era tan húmeda que salía moho en las
paredes .
Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura ,
de ennegracidas barandillas , envuelta en efluvios de humedad
picante , y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un
tramo donde otro se hubiera roto la crisma , y mientras la
subía lento e impasible , temblaba de amor la escalera bajo
sus pies, y la abrazaba entre sus sombras .
Para él, eran todos los días iguales , e iguales todas las
horas del día ; se levantaba a las seis , a las siete bajaba a
la tienda, a la una comía , cenaba a eso de las nueve, y a eso
de las once se ocostaba , se volvía de espalda a su mujer , y
, recogiéndose como el caracol , se disipaba en el sueño .
En las grandes profundidades del mar , viven felices las
esponjas .
Todos los días rezaba el rosario , repetía las Avemarías como
la cigarra y el mar repiten a todas horas el mismo himno .
Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los orá por nobis
de la letanía ;siempre, al Agnus , tenían que advertirle que
los orá por nobis habían dado fin ; seguía con ellos por
fuerza de inercia ; si algún día, por extraordinario caso, no
había rosario , dormía mal y con pesadillas . Los domingos los
rezaba en Santiago , y era para Solitaña goce singular el oir
medio amodorrado por la oscuridad del templo, que otras voces
gangosas repetían con él , a coro , orá por nobis , orá por
nobis .
Los domingos, a la mañana , abría la tienda, hasta las doce ,
y a la tarde , si no había función de la iglesia y el tiempo
estaba bueno , daban una vuelta por Begoña , donde rezaban una
salve y admiraban siempre las mismas cosas , siempre nuevas
para aquél bendito de Dios . Volvía repitiendo ¡ que hermosos
aires se respiran desde allí !
Subían las escaleras de Begoña , y un ciego, con tono
lacrimoso y solemne :
–Considere , noble caballero, la triste oscuridad en que me
veo… La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble
caballero…
Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de
vuelta. Más adelante:
–Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria
…
Solitaña le daba un ochavo . Luego una mejercita viva :
–Una limosna piadoso caballero…
Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba, gafas azules,
acurrucado en un rincón ,con un perro, y con la mano extendida
.Otro, más adelante , enseñando una pierna delgada, negra,
untuosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más
.Un joven cojo pedía en vascuence , y a éste Solitaña le daba
un cuarto . Aquellos acentos sacudían en el alma de don Roque
su fondo yacente , y sentía en ella, olor a campo , verde como
sus paños para sayas , brisas de aldea , vaho de humo del
caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oir en
el fondo de sí mismo , y como salidos de un fonógrafo , cantos
de mozas , chirridos de carros , mugidos de buey , cacareos de
gallina , piar de pájaros , algo que reposaba formando légamo
en el fondo del caracol humano , como polvo amasado con la
humedad de la calle y de la casa .
Solitaña y el mostradorde la tienda se entendían y se
querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él , contemplaba a
los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe ,
chapuzando los pies en el arroyuelo sucio . De cuando en
cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas ,
cruzaba el campo visual del hombre del mostrador , que le veía
sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca .
Fué en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina
–” a refrescar un poco la cabeza” –decía su mujer — a
estirar el cuerpo , siempre metido aquí como un oso. Yo ya le
digo : Roque, vete a dar un paseo , toma el sol , hombre ,
toma el sol , y él, nada–. A los tres días volvió diciendo
que se aburría fuera de su tienda . El lo que quería es
encojerse y no estirarse ; los estirones le causaban dolor de
cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y
la sombra que reposaban en el findo de su alma angelical, eran
como los movimientos para el rehumático . — ” Mamarro , más
que mamarro — le decía doña Rufina — pareces un topo–.”
Solitaña sonreía . Otro de sus goces , además del de medir
telas y los orá por nobis , era oir a su mujer que le reñía ¡
Qué buena era Rufina !
Los domingos, a la mañana , abría la tienda, hasta las doce ,
y a la tarde , si no había función de la iglesia y el tiempo
estaba bueno , daban una vuelta por Begoña , donde rezaban una
salve y admiraban siempre las mismas cosas , siempre nuevas
para aquél bendito de Dios . Volvía repitiendo ¡ que hermosos
aires se respiran desde allí !
Subían las escaleras de Begoña , y un ciego, con tono
lacrimoso y solemne :
–Considere , noble caballero, la triste oscuridad en que me
veo… La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble
caballero…
Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de
vuelta. Más adelante:
–Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria
…
Solitaña le daba un ochavo . Luego una mejercita viva :
–Una limosna piadoso caballero…
Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba, gafas azules,
acurrucado en un rincón ,con un perro, y con la mano extendida
.Otro, más adelante , enseñando una pierna delgada, negra,
untuosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más
.Un joven cojo pedía en vascuence , y a éste Solitaña le daba
un cuarto . Aquellos acentos sacudían en el alma de don Roque
su fondo yacente , y sentía en ella, olor a campo , verde como
sus paños para sayas , brisas de aldea , vaho de humo del
caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oir en
el fondo de sí mismo , y como salidos de un fonógrafo , cantos
de mozas , chirridos de carros , mugidos de buey , cacareos de
gallina , piar de pájaros , algo que reposaba formando légamo
en el fondo del caracol humano , como polvo amasado con la
humedad de la calle y de la casa .
Solitaña y el mostradorde la tienda se entendían y se
querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él , contemplaba a
los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe ,
chapuzando los pies en el arroyuelo sucio . De cuando en
cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas ,
cruzaba el campo visual del hombre del mostrador , que le veía
sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca .
Fué en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina
–” a refrescar un poco la cabeza” –decía su mujer — a
estirar el cuerpo , siempre metido aquí como un oso. Yo ya le
digo : Roque, vete a dar un paseo , toma el sol , hombre ,
toma el sol , y él, nada–. A los tres días volvió diciendo
que se aburría fuera de su tienda . El lo que quería es
encojerse y no estirarse ; los estirones le causaban dolor de
cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y
la sombra que reposaban en el findo de su alma angelical, eran
como los movimientos para el rehumático . — ” Mamarro , más
que mamarro — le decía doña Rufina — pareces un topo–.”
Solitaña sonreía . Otro de sus goces , además del de medir
telas y los orá por nobis , era oir a su mujer que le reñía ¡
Qué buena era Rufina !
Sin dejar de atender a la conversación , de interesarse en su
curso , pensando siempre en lo último que había dicho el que
había hablado el último, se dirigía a los rincones de la
tienda , servía lo que le pedían ,medía , recibía el dinero,
lo contaba , daba la vuelta , y se volvía a su puesto . En
invierno había brasero , y por nada del mundo dejaría Solitaña
la badilla , que manejaba tan bien como la vara , y con la
cuál revolvía el fuego mientras los demás charlaban , y luego,
tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al
arrullo de la charla .
Su mujer llevaba la batuta , la emprendía contra los negros ,
lamentaba la situación del Papa , preso en Roma por culpa de
los liberales, ¡ duro con ellos ! Ella era carlista porque sus
padres lo habían sido , porque fué carlista la leche que mamó
, porque era carlista su calle, lo era la sombra del cantón
contiguo , y el aire húmedo que respiraban , y el carlismo,
apegado a los glóbulos de su sangre , rodaba por sus venas
.
El viejo, siempre tan guapo , se reía de esas cosas ; tan
alegres eran blancos como negros , y en una limonada , nadie
se acuerda de colores ; por lo demás , él bien sabía que sin
religión y palo , no hay cosa derecha .
Hablaban de una limonada :
–¡ Qué limonada !– decía el que vió los fusilamientos de
Zurbano –, ¡pedazos de hielo como puños navegaban allí
!…
–Tendríais sarbitos– interrumpió el viejo , siempre tan
guapo — en la limonada hasen falta sarbitos … Sin sarbitos,
limonada fachuda, es como tambolín sin chistu . Cuando están
aquellos cachitos helaos que hasen mal en los dientes ,
entonces …
— Unas tajaditas de lengua no vienen mal … —- Sí ,
lengua también ; pero sobre todo sarbitos , que no falten los
sarbitos…
Solitaña se sonreía , arreglando el fuego con la badilla
.
— A mí ya me gusta también un poco merlusita en
salsa…–volvió el otro .
–¿ Con la limonada ? Cállate,hombre, no digas sinsorgadas
..Tú estás tocao… ¿ Merlusa en salsa con la limonada ? A tí
solo se te ocurre …
— Tú dirás lo que quieras ; pero pa mí no hay como la
merlusa…,la de Bermeo, se entiende , nada de merlusa de
Laredo , cada cosa de su paraje : sardinas de Santurce ,
angulitas de la isla , y merlusa de Bermeo …
— No haga usted caso a eso — dijo el cura — yo he comido en
Bermeo unas sardinas que talmente chorreaban manteca , sin
querer se les caía el pellejo … Y estando en Deva, unas
angulitas de Aguinaga , que ¡ vamos ! …
— Bueno, hombre, pues , ¿ qué digo yo ?, cada cosa en su
sitio y a su tiempo ; luego los caracoles ,después el besugo
…hisimos una caracolada poco antes de entrar Zurbano , el
año…
— Ya te he dicho muchas veses — le interrumpió el viejo
siempre tan guapo–que tú no sabers ni cojer , ni arreglar los
caracoles , y sobre todo, te vuelvo a desir , y no le des más
vueltas , que con la limonada, sarbitos , y al que te diga
merlusa en salsa , le dises que es un arlote barragarri …Si
me vendrás a desir a mí …
— Y si a mí me gusta en la limonada, merlusa en salsa …
— Entonses no sabes comer como Dios manda .
— ¿ Que no se ?
— Bueno , bueno– interrumpió el cura para cortar la cuestión
–¿ a que no saben ustedes una cosa curiosa ?
—¿Qué cosa ?
–Que los ingleses nunca comen sesos.
— Ya se conoce; por eso están coloraos — dijo el viejo guapo
–, porque en cambio te sampan cada chuleta cruda , y te
pescan cada sapalora …
— Esos herejes …–empezó doña Rufina .
Y venía rodando la conversación a los liberales .
Cuando los contertulios se marchaban , cerraban la tienda,
doña Rufina y su marido; contaban el dinero cuidadosamente ,
sacando sus cuentas , luego,con una vela encendida ,
registraban todos los rioncones de la tienda, miraban tras de
las piezas , bajo el mostrador y los banquillos , echaban la
llave y se iban a dormir . Solitaña no acostumbraba a soñar;
su alma se hundía en el inmenso seno de la incosciencia ,
arrulada por la lluvia menuda , o el violento granizo que
sacudía los vidrios de la ventana .
Al día siguiente se levantaba como se había levantado el
anterior , con más regularidad que el sol, que adelanta y
atrasa sus salidas , y bajaba a la tienda en invierno, entre
las sombras del crepúsculo matutino .
En Jueves Santo, parecía revivir un poco el bendito caracol ,
se calaba levita negra, guantes también negros,chistera negra
, que guardaba desde el día de la boda , e iba con un
bastoncillo negro a pedir para la Soledad de la negra capa.
Luego en la procesión , la llevaba en hombros , y aquél dulce
peso era para él una delicia sólo comparable a una docena de
letanías con sus quinientos sesenta y dos orá por nobis .
¿ Pobre ángel de Dios, dormido en la carne ! No hay que
tenerle lástima, era padre,y toda la humedad de su alma
parecía evaporarse a la vista del pequeño. ¿ Besos ? , ¡ quiá
! Esto en él era cosa rara , apenas se le vió besar a su hijo
, a quién quería , como buen padre , con delirio.
Vino el bombardeo , se refugió la gente en las lonjas , y
empezó la vida de familias acuarteladas . Nada cambió para
solitaña , todo siguió lo mismo . La campanada de bomba
provocaba en él la reacción inconsciente de un Avemaría , y la
rezaba pensando en cualquier cosa .Veía pasar a los chimberos
de la otra guerra , como veía pasar al eterno chinel. Si el
proyectil caía cerca se retiraba adentro , y se tendía en el
suelo presa de una angustia indefinible . Durante todo el
bombardeo no salió de su cuchitril . La noche de San José
temblaba en el colchón , tendido sobre el suelo , ensartando
Avemarías– ” Si al cabo entraran — decía doña Rufina– ya le
haría yo pagar a ese negro de don Jose María lo que nos debe.
”
Su hijo fué a estudiar Medicina . La madre le acompañó a
Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico . Cuando
acabó la guerra , pensaron por un momento dejar la tienda,
pero Solitaña sin ella hubiera muerto de fiebre , como un oso
blanco transportado al Africa Ecuatorial.
Vino el terremoto de los Osunas , y cuando las obligaciones
bambolearon, crujió todo , y cayeron entre ruinas de oro ,
familias enteras , se encontró Solitaña , una mañana lluviosa
y fría , con que aquél papel, era papél mojado, y lo remojó
con lágrimas . Bajó mustio a la tienda y siguió su vida .
Su hijo se colocó en una aldea , y aquél día dió don Roque un
suspiro de satisfacción . Murió su mujer , y el pobre hombre ,
al subir las escaleras que temblaban bajo sus piés,y sentir la
lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la
cabeza hundida en la almohada .
Enfermó . Poco antes de morir le llevaron el viático , y
cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solitaña , con
la cabeza hundida en la almohada , lanzaba con labios trémulos
unos imperceptibles orá por nobis , que se desvanecían
lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de
oro y llena de tibio olor a cera . Murió . Su hijo le lloró el
tiempo que sus quehaceres y sus amores , le dejaron libre .
Quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el
alma de solitaña voló a la montaña eterna , a pedir al Pastor,
él , que siempre había vivido a la sombra , que nos traiga
buen sol para hoy , para mañana , y para siempre .
¡ Bienaventurados los mansos !
Sombras De Sueño
Miguel De Unamuno
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SOMBRAS DE SUEÑO
PERSONAJES
DON JUAN MANUEL DE SOLÓRZANO
ELVIRA, SU HIJA
TOMÁS, CRIADO DE LA CASA SOLÓRZANO
RITA, su MUJER
JULIO MACEDO
LA MAR
Sombras De Sueño
Miguel De Unamuno
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ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
SOLÓRZANO y TOMÁS
SOLÓRZANO.-Otro año más de desgracia, Tomás. . . A este paso. . .
Nada, que tengo a Dios de espaldas
TOMAS.-Cierto, señor; hogaño ha sido fatal. . . Con estos
tiempos… Dios no quiere llover. Mas no desespere. . .
SOLÓRZANO.-Mi pobre hacienda,lo que me queda de la antigua
hacienda de los Solórzano, siempre más honrada que opulenta,
mengua de un modo alarmante, y a ti, al viejo criado de la casa,
a ti que eres como de la familia más bien. . .
TOMÁS.-Mi padre fue criado del suyo, de su abuela mi abuelo. . .
SOLÓRZANO.-A ti que estás en todos los secretos de esta hoy
Pobre casa, debo decirte que temo su ruina completa, si Dios no
lo remedia…..
TOMÁS .-¡En viviendo yo, no!
SOLÓRZANO.-Sí, ya lo sé, Tomás,ya lo sé…
TOMÁS.-Lo mío es suyo y basta para no morirse de hambre. Usted
me ha hecho hombre. . .
SOLÓRZANO.-Y créeme que no lo temo por mí, sino por mi pobre
hija, por la pobre Elvira. . . El último retoño de los Solórzano
de esta isla. ¡Y una hija! ¡Una mujer! Ni mi nombre va a quedar
en esta isla que descubrió, conquistó y colonizó mi
antepasado don Diego. . . (Señala un gran retrato al óleo que
cuelga de la pared.) Y a cuyo estudio he dedicado mi vida. . .
TOMÁS.-Cierto, señor. Nadie sabe de ella lo que usted sabe.
Porque ¡cuidado que ha recogido libros en
su librería!
SOLÓRZANO.-Sí, sí, creo tener todos,todo lo que sobre nuestra
isla se ha escrito, directa o indirectamente;
todo libro en que se haga mención de ella o de sus hombres.
Y luego el archivo de don Diego de Solórzano y de sus
sucesores… ¡Una riqueza!
TOMÁS.-Y la hacienda. . .
SOLORZANO.-Sí una pobreza. Enriqueciendo el alma, la historia, me
he empobrecido. ¿Te pesa, Tomás?
Porque te he arrastrado en mi ruina…¡Perdónamelo!
TOMÁS.-¿Yo? ¿Yo tener que perdonar al señor? Si se lo debo todo..
¡Más que la vida. . . , el alma!Le debo lo poco que sé; le debo
el no vivir como las bestias; le debo el ser de esta casa. . . ,
de la casa. Tuviera yo mil vidas y se las daría para que siguiera
empobreciéndose en enriquecer esa historia. . .
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SOLÓRZANO.-(Emocionado.)Gracias,Tomás, gracias. Comeremos
del mismo pan. Pero lo que más me acongoja es esa pobre hija,
hija mía,esa pobre Elvira. . . Sola, siempre aquí sola. . .
aislada. ¡Qué terrible palabra esta de aislamiento! Solo los.
que vivimos en una isla así, sin poder salir de ella, lo podemos
comprender… Va para los veintidós y no he podido aún sacarla
decentemente. Y aquí se consumirá. . .
(Se enjuga una lágrima.)
TOMÁS.-No se apesadumbre, señor.¡A lo hecho, pecho, y cara al
viento!
SOLÓRZANO.-¡Aquí se consumirá,aislada y. . . soltera! ¿Va a
casarse con cualquiera de estos patanes? Ni aun la quieren. . .
por pobre. Solórzano no les dice nada. ¿Va a venir nadie de fuera
a buscarla? Y ella no puede salir, ni. . . para eso. . .debe.
Aquí se consumirá aislada y sin consuelo. Y la pobre corderita
ni se queja. . . No se queja, ¿eh, Tomás? Tu mujer, Rita, su ama
de cría, la que le ha hecho de madre desde que mi pobre Rosa se
murió al darla a luz, tu Rita, ¿no le ha oído quejarse?
TOMÁS.-Jamás, señor, que yo sepa. Y además su hija tiene un
consuelo…
SOLORZANO.-¿Cuál?
TOMÁS .-¡El mismo de usted. . . :los libros!
SOLÓRZANO.-Que por cierto ahora le trae como loca esa historia de
Tulio Montalbán, el caudillo de las luchas de aquella
republiqueta, que escribió, luego de muerto Tulio, su
suegro. Y me parece que mi pobre Quijotesa hasta se halla
enamorada de él. . .
TOMÁS.-Algo hay de eso. A Rita no le habla de otra cosa. Se lleva
el libro a todas partes; con él se pasea; con él se acuesta; con
él duerme,con él sueña. , .
SOLORZANO.-Dirás que con Tulio,el héroe. . .
TOMÁS.-No, sino con el libro,pues que al hombre no le ha
conocido…
SOLÓRZANO.-¿Y qué quieres que haga, la pobre?
TOMÁS.-A mi Rita la abraza y mostrándole el retrato ese del
libro, le dice: “Pero ¿no ves qué hermoso? ¿Qué arrogante?” Y
creo que cuando se va con el libro a orillas de la mar es a ver
si resucita el hombre. . . Porque me parece haber oído que se
murió. . .
SOLORZANO.-Al menos así dice esa historia.
TOMÁS.-A ver si resucita y pasa y…
SOLÓRZANO.-Se la lleva.
TOMÁS.-¡Quién sabe!
SOLÓRZANO.-El príncipe encantado y encantador. Y eso ¿lo sabe…?
TOMÁS .-¡Toda la isla! Y todos hablan de la extraña manía de la
señorita Elvira, . .
SOLÓRZANo.-De la pobre Elvira… Y se ríen…
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TOMÁS.-“¡Cosas de la Solórzano!”dicen,
SOLORZANO.-De la pobre Solórzano…,de la pobre, . . Y esto es
lo que más amarga mis años. Porque estos patanes, . .
TOMAS.-Aquí todo el mundo le respeta, señor.
SOLÓRZANO.-Me compadece, Tomás,me compadece, que no es lo
mismo. Y un descendiente de don Diego de Solórzano no quiere, no
debe, no puede ser compadecido por los descendientes de aquellos
a quienes dió la isla. . . Mas hablemos de otra cosa. ¿Quién es
ese hombre extraño,..?
TOMÁS.-¿Ese que llegó en un barco de paso y se quedó como a
descansar unos días y no se va. . .?
SOLÓRZANO.-¡El mismo!
TOMÁS.-Nadie lo sabe y todos hablan de él. Es la novedad. . .
SOLÓRZANO.-Una novedad que, como todas, se va ya haciendo vieja,
una vieja novedad. . ,
TOMÁS.-Con nadie se relaciona; paga lo que gasta, se pasea y ni
se le ve hacer nada. . , Ni lee. . .
SOLÓRZANO.-¿Que no lee?
TOMÁS .-Parece que no. . .
SOLÓRZANO.-Hombre extraño, en verdad. . .
TOMÁS.-Se habla ya de sus cosas..
SOLÓRZANO.-Sí como de las mías… “¡Cosas de Solónano!”
¡Mentecatos! Ellos no tienen cosas.., las cosas son ellos. . .
Sí, sí, ya sé que ese majadero de Saldaña dice:“¡ solorzanadas!”
Pero no tengas cuidado, que jamás se dirá: “¡saldañadas!”, porque
esa cosa no tiene nada propio. . . , ni el sentido.
Pero dejémosles. Y el hombre ése, ¿se llama. . .?
TOMÁS.-Julio Macedo, y es de allá. . ., ultramarino.
SOLÓRZANO.-Me interesa como historiador ese hombre. Averigua lo
que puedas acerca de él. No me resigno a ignorar. . . , no debo
ignorar nada de lo que en la isla pase, y ya que ha caído en
ella, pertenece a su historia. . .
TOMÁS.-Pero si no hace nada ….
SOLÓRZANO.-¿No dices que dicen que tiene cosas ? Esto basta. Todo
el que tiene cosas, que no es cosa,pertenece a la historia. . .
Averigua…Mas aquí llega Elvira. . .
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ESCENA II
SOLÓRZANO, TOMÁS y ELVIRA
ELVIRA.(Al entrar, con el libro en la mano, va a besar a su
padre.) ¡Buenos días, papá! ¡Buenos días,Tomás!
SOLÓRZANO.-Qué, ¿a pasar el día . . . , otro día más. . . ?
ELVIRA. -¡No te pongas así, papá! Ya te tengo dicho que me hago
cuenta de todo y vivo resignada. Tú lo sabes, Tomás; lo sabe
Rita.
TOMÁS.-Lo sé, señorita. Y ya le tengo dicho y repetido y vuelto
a repetir a su señor padre que mientras no faltemos, nada le
faltará.
ElVIRA.-Y en todo caso yo sabré trabajar. . .
SOLÓRZANO.-¡Eso… jamás! ¿Trabajar tú? ¡Jamás de los jamases!
ELVIRA.-¡Sí, trabajaré! ¿Es que el trabajo deshonra?
SOLÓRZANO.-Según qué trabajo. . .
ELVIRA.-¿Entonces . . . ?
SOLÓRZANO.-Pero ¿en qué vas a trabajar tú, corderita? ¿Y para
quién?
ELVIRA.-¿Que Para quién…?
SOLÓRZANO.-Sí, tú me entiendes,¿para quién? ¿Quién te va a dar
trabajo? ¡No, aqui, en esta isla, no! Poco que se reirían. . .
TOMÁS.-Permítame, señor.. .No haga caso de risas; ande yo
Caliente y ríase la gente, . . Y en cuanto a su hija, mientras
vivamos nosotros. . .
SOLÓRZANO.-Pero tú, Tomás, tu mujer Rita y yo podemos faltar
el mejor día. . . , no somos ya jóvenes… la vida gasta. . .la
soledad más. . . , y ésta. . . , ésta. , . , ésta sola. , .
ELVIRA.-Y aislada, ¿no es eso?
SOLÓRZANO.-¡Sí, eso es, aislada!
TOMÁS .-Me voy, señor, porque veo que se acongoja. . . Es mejor
dejarles.
ELVIRA.-Sí, Tomás, déjanos. Yo sosegaré a papá. . .
(Se va Tomás.)
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ESCENA III
SOLORZANO y SU hija ELVIRA
ELVIRA.-Pero,padre ¿por qué haces estas escenas y delante de…?
SOLÓRZANO.-Tomás es de la familia;no un criado cualquiera. . . ,
mejor nosotros sus criados porque él nos cría. . . Su mujer,
Rita, te crió, te dió su leche, la de la hija que perdió, él nos
da su sudor y. . .
ELVIRA.-Sí, lo sé. Sé que son ellos los que principalmente nos
sostienen;pero a ellos, a sus padres. . .
SOLÓRZANO.-Sí les hicieron los míos. En casa se conocieron, en
casa se casaron; pero. . . ¡no importa! No me deja que duerma
esta visión de tu porvenir. Tú sola. . . ,sola.. ., sola con mi
menguada hacienda,que apenas si nos alcanza . . . y con mis
libros, todo el tesoro que te dejo.
ELVIRA.-(Acariciándole.) No te acongojes así, papaíto; ya me las
compondré. A una mujer sola y acostumbrada al arreglo casero con
poco, con muy poco le basta. Haré milagros. ¿Sociedad? ¡La de tus
libros:la de la mar! Y quién sabe. . .acaso salga yo un día, no a
caballo,pero sí en un velero, en un corcel de mar, en un
clavileño marino,vela al viento del destino, a correr
mares, a desfacer entuertos de hombres…
SOLÓRZANO.-(Enternecido.) ¡Solórzano. . . , Solórzano , . . ,
Solórzano!¡Quijotesa! Ése (Señalando el retrato.)
fué también, a su modo, un Quijote. . . ¡Quijotesa!
ELVIRA.-Y Quijotesa isleña. . .marina. . . Iré, sí, por esos
mares de Dios, por esos mares eternamente niños.. ., eternamente
niños. . ,
SOLORZANO.-Ya salió la mujercita…, la madrecita. . .
ELVIRA.-Iré, Quijotesa marina,por esos mares eternamente niños,
en busca. . .
SOLÓRZANO.-Sí, en busca de tu príncipe encantado, del hombre de
tu libro. . .
ELVIRA.-Sí, del hombre de mi libro… el del libro de mi hombre,
de mi Tulio, de mi. . .
SOLÓRZANO.-¡De tu Dulcineo!¡Ay Quijotesa, Quijotesa!
ELVIRA.-¿Y por qué no? Aquí le tienes. (Le muestra en el libro el
retrato de Tulio Montalbán.) ¡Aquí le tienes! ¿Le ves? ¿Sigues
creyendo que es una superchería?
SOLÓRZANO.-No acaba de convencerme esa historia que ese don
Adolfo Jacquetot escribió sobre su yerno Tulio Montalbán. . .
Falta documentación… No hay documentos.
ELVIRA.-Pero, ¡mira, papá, óyeme!Había nacido y criádose en una
pequeña república americana sometida al rapaz predominio de una
fuerte potencia vecina. Vivió vida de campo, al sol y al aire,
sin sentirse ni ciudadano ni patriota. Enamoróse perdidamente de
una Elvira -¡como yo!-, y siendo aún muy mozo, casi un niño, a
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los dieciocho,casóse con ella, como a esa misma edad se había
casado con su Teresa Simón Bolívar, el Libertador.Y como Bolívar,
enviudó también Tulio Montalbán un año más tarde, a sus
diecinueve. Bolívar cuentan que decía: “Si no hubiese enviudado,
mi vida quizá habría sido otra; no sería el general Bolívar
ni el Libertador”. Y algo así le ocurrió a Montalbán. La muerte
de su Elvira le sumergió en una desenfrenada desesperación. El
padre de ella, su suegro, que fue quien luego de muerto él
escribió este relato de su vida, como en piadosa ofrenda,
cuenta aquí como temieron que acabase a propia mano violenta con
su vida. Oye. (Abre el libro y lee en él:) “Bien es verdad que
muchas veces le oí hablar la mi pobre hija Elvira del fondo
melancólico y aun misantrópico de su marido y de cómo le había
oído decir que si aquel temprano amor no le salva, apegándole
a la vida, habría acabado, sin saber por qué, suicidándose.”
SOLÓRZANO.-Pero, ¡ cómo manejas tu libro! Ni un pastor
protestante su Biblia. . . Diríase que te lo sabes de memoria…
ELVIRA.-Casi y haz cuenta. . .
SOLÓRZANO.-Muy hermoso todo ello, muy romántico, pero ni un solo
documento, ni un parte de combate,ni una carta. . .
ELVIRA.-Pero deja que acabe. . . Lo que le salvó del suicidio,
por desesperación al viudo de Elvira Jacquetot,fué el amor de
patria. Buscando alimento al fuego que le consumía el corazón,
paró mientes en la postración civil de su patria, de la pequeña
República en que quiso crear una familia, y se lanzo a redimirla,
a emanciparla. Levantó bandera contra los opresores, declaró
la guerra a los gobernantes mediatizados,abyectos servidores de
la vecina potencia opresora, y se propuso hacer a su patria,
patria de verdad y no sólo ficción de ello, de hecho y no de
derecho solamente,independiente. La campaña fue una sucesión de
heroicos hechos de armas. Aquí tienes, padre, aquí tienes
la historia. ¿Por qué no la vuelves a leer, padre?
SOLÓRZANO.-No tengo tiempo, te he dicho.
ELVIRA.-¿Que no tienes tiempo?
SOLÓRZANO.-NO, porque en ese libro no se habla nada de nuestra
isla ni se la menciona ni de paso. . .
ELVIRA.-Quién sabe. . .
SOLÓRZANO.-¿Cómo que quién sabe.. .?
ELVIRA .-Es cierto que ni se la menciona siquiera; pero a mí se
me figura estarla sintiendo, a esta isla, a nuestra isla, a mi
isla. . . , ¿te lo digo?
SOLÓRZANO.-Dilo, hija.
ELVIRA.-¡Mi ínsula Barataria!
SOLÓRZANO.-A hora, Quijotesa,pasas a Sancha. . .
ELVIRA.-Todo es uno. El hombre podrá ser Quijote o Sancho; la
mujer, papaíto, es Quijotesca y Sancha en uno.. . Nuestro ideal
es la realidad. . .
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SÓLÓRZANO.-¡Filósofa estás!
ELVIRA.-Es que. . .
SOLÓRZANo.-Calla hija mía, calla…
ELVIRA-Y aquí, en este libro, se cuenta cómo Tulio llevó siempre
sobre su pecho, con un escapulario, un retrato de su Elvira y la
primera y casi la última carta de amor que le escribiera; cómo
era el nombre de Elvira el que invocaba al entrar en los
combates; cómo parecía que más que libertar a su patria buscaba
libertarse de la vida e ir a juntarse con la que fué su compañera
en breve y fugitivo trecho de ella. Oye, padre. (Leyendo:)
“Quiero libertar la tierra en que mi Elvira descansa, y cuando
sobre ella ondee un pabellón de hombres libres, ya no me quedará
sino descansar a mi vez a su lado, mezclados mis huesos con los
suyos y hechos un mismo polvo nuestras carnes.” Pero no fué así.
Porque cuando ya Tulio Montalbán había logrado echar de su patria
a los que la tiranizaban, una noche al cruzar un río, se hubo de
ahogar en él.
Los soldados que le acompañaban dijeron que le enterraron allí
cerca; mas el caso es que no ha vuelto a saberse de él. . .
SOLÓRZANO.-Pues te lo repito, hija, ni un documento, ni un solo
documento en toda esa historia. . .
ELVIRA.-¿Y esas proclamas, papá,esas proclamas tan vibrantes y
tan hermosas?
SOLÓRZANO.-¡Eso es literatura!
ELVIRA.-¡Pero son documentos!
SOLÓRZANO.-Sí, literarios. Mira tú que aquella proclama en que
les habla a sus soldados de su Elvira, en que dice: “la patria de
mi Elvira” y que hay que libertar la tierra que guarda las
cenizas de aquella llama de amor de hogar…
ELVIRA.-¡Hermosisima, papá, hermosísima! ¡Llama de amor de hogar!
SOLÓZANO.-Pero eso no es documento.
ELVIRA.-¿Y si le escribió así?, . .
(Mirando al retrato que encabeza el libro.) Si yo hubiese
encontrado en mi vida un hombre así. . . ¿Hombre? ¡No, más que un
hombre! Si esta pobre isla fuese una republiqueta vejada y
oprimida; si aquí pudiese haber una guerra libertadora; si una
tempestad siquiera hubiese echado a estas castas al hombre, así
de fuego y de sacrificio, ¡que llama de amor de hogar habría
encontrado en mí! Pero hombres así son de otro mundo y acaso en
este mismo…
SOLÓRZANO.-Ficción de poetas,suegros o no. Que así no se aprende
a vivir, hija mía, que así no se hace sino soñar en vano. .
ELVIRA.-Y ¿qué otra cosa quieres que haga, padre? ¿Quieres que me
ponga a buscar novio entre los acomodados de esta pequeña villa
o de la isla toda?
SOLÓRZANO.-¡ No, eso no, no, no y no!
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ELVIRA.-¿No te he dicho que el remedio está en que nos vayamos,
en que dejemos esta isla y en ella los huesos de don Diego de
Solórzano,los que te tienen preso a ella?
SOLÓRZANO.-¡Él, no! ¡sus huesos,no!
ELVIRA.-¿Pues qué?
SOLÓRZANo.-¡Su herencia, hija,su herencia! Este mezquino
patrimonio,cargado de deudas e hipotecas,que es la muerte de
nuestra vida¡Y si no fuese por mi biblioteca. . .,Por mis libros?
ELVIRA.-¡Déjame, pues, con el mío! Con el pueblo, la soledad de
nuestro aislamiento. . . Y algún encanto tendrá éste hasta para
otros. . .¿Nos has oído hablar, padre, de ese hombre extraño que
anda por la isla?
SOLÓRZANO.-Sí, parece que desembarcó enfermo y diciendo que no
podía continuar la navegación hasta reponerse y que se quedaba
aquí.
Dicen que se llama Julio Macedo,americano al parecer, fiisimo y
culto. Sí, sé de él y quiero saber . . . (Se asoma al balcón como
a ver la mar.) Por aquí suele pasar con alguna frecuencia Mírale
allí viene. . . Trae el aire distraído. . .
ELVIRA.-(Asomándose al balcón.)Aislado. . ,
SOLÓRZANO.-Parece preocupado…
ELVIRA.-Pero mira, papá que no observe que le observamos. Ya
sabes que se dice que en esta muerta ciudadela isleña el fisgoneo
es la tarea de cada día, que cuando uno pasa por la calleja
solitaria tras de todas las celosías hay pares de ojos
atisbándole. . . Retirémonos, que no nos vea.
SOLÓRZANO.-Y que nos vea, ¿qué Es la novedad de la isla, la
Novedad histórica. Porque la historia se reduce ahora aquí a
estas pequeñas viejas novedades, a estos hechos…
ELVIRA .-¡Aislados!
SOLÓRZANO.-¡ Aislados, así es!
(Retirándose del balcón.)
ELVIRA.-(Mostrando el retrato de don Diego.) ¡Ese si que está
aislado!
SOLÓRZANO .-¡No más que el de tu libro!
TELÓN
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ACTO SEGUNDO
Un rincón de costa, con un pequeño arenal. Se ve la mar, que
ocupa todo el fondo.
ESCENA PRIMERA
ELVIRA, que llega con el libro y se sienta en una roca, frente a
la mar.
ELVIRA.-¡Decir que vivo aislada cuando tengo por compañera a la
mar! ¡Y al libro, que es otro mar! ¡O mejor a Tulio, a mi Tulio!
Mi Dulcineo que dice mi padre. ¿Por qué nací viuda? Porque yo
nací viuda,no me cabe duda de ello. En fin, mientras el libro de
la mar me arrulla, voy a releer su historia en este otro. . .
(Pónese a leer.)
ESCENA II
ELVIRA y JULIO MACEDO. Llega JuLIO mientras ella está absorta en
la lectura, y al llegar junto a ella. . .
MACEDO.-¡Elvira!
ELVIRA.-(Sobresaltada.) ¿Eh? ¿Qué? ¿Quién me llama así?
¡Caballero!
MACEDO.-No se sobresalte, Elvira.Veo que gusta usted de soñar
aquí, en esta isla, donde todos duermen…
ELVIRA.-¿Y en qué lo ha conocido usted, caballero?
MACEDO.-¡ Ah!, eso está a la vista. Basta mirarla a usted a las
ojos. Esos ojos nacieron para soñar. Y para hacer soñar. . . ,
para ser soñados…
ELVIRA.- ¡Qué de prisa va usted,caballero!
MACEDO.-Es mi marcha Necesito vivir muy de prisa. ¡He perdido
tanto tiempo…!
ELVIRA-¡Pues es usted joven!
MACEDO.-Menos que lo parezco.Mas ello importa poco. Sí, tengo
prisa. . .
ELVIRA.-¡Bah!, en cuanto usted se reponga reanudará su viaje..
MACEDO.-No llevo viaje.
ELVIRA.-¿Cómo que no?
MACEDO.-No; me quedo aquí ya para siempre. Acabo de decidirlo.
ELVIRA.-¿Aquí? ¿Y para siempre? ¿Usted?
MACEDO.-Sí, aquí, yo y para siempre. Vine con terribles
Propósitos de enterrarme en vida pero.. .¡Ahora quiero vivir!
Quiero saber qué es eso que llaman vida y de que otros gozan..
ELVIRA.-No lo comprendo…
MACEDO.-Pues me parece que hablo bien claro. . .
ELVIRA.-Y muy derecho, muy a tiro…
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MACEDO.-Me gusta acortar trámites..Y ahora, ¿me permitirá usted
que fuese alguna vez a visitarla?
ELVIRA.-Eso es cosa de mi padre,el amo de la casa.
MACEDO.- No es sólo a su padre,es a usted a quien deseo
hablar,con quien tengo que hablar. Y la verdadera
arma de la casa de los Solórzano es usted.Usted es la casa misma.
ELVIRA.-Bueno, pero y usted ¿quién es?
MACEDO.-¿Yo? Yo me lamo Julio Macedo.
ELVIRA.-¿Y quién es Julio Macedo?
MACEDO.-Y eso, ¿qué importa? Un náufrago. . . , uno que ha echado
la mar a esta isla. . . , un hombre nuevo que empieza a vivir
ahora. . . uno sin historia. . . ¿Qué importa quién es Julio
Macedo? Este que está aquí y que le habla ahora y le mira y arde
por dentro. ¿Le he preguntado yo acaso quién es EIvira Solórzano?
Para mí es como si hubiéramos nacido ahora y sin historia.
El pasado no cuenta. No tengo pasado;no quiero tenerlo; ahora no
quiero sino tener porvenir. Y en esta isla. . .
ELVIRA.-¿En esta isla? ¿Aislado? ¿Sabe usted lo que es vivir
aislados?
MACEDO.- ¡Sí, aislado quiero vivir,aislado. . . , con usted,
Elvira! Usted mi isla. . . , y el mar ciñéndonos.
ELVIRA.- ¡Señor Macedo!
MACEDO-¡Ah!, ¿qué voy de prisa? Ya empecé diciéndole que es mi
modo. Además, va más de prisa la juventud. Conque ¿podré
visitarla?
ELVIRA .-¿Y para qué?
MACEDO.-¿Para qué? ¿Para qué?¡Para vivir! Y usted irá
conociéndome;usted irá sintiendo quién es, o mejor quién va a ser
Julio Macedo; usted me irá haciendo. . .
ELVIRA.-Pero su historia. . .
MACEDO.-¡Yo no tengo historia,Elvira! (Silencio.)
ELVIRA.-Bueno, señor Macedo, hablaré con mi padre.
MACEDO.-¡Y yo también!
ELVIRA.-¿Qué quiere decir eso?
MACEDO.-Nada; que espero ganar la confianza de don Juan Manuel,
y de usted. . ., el corazón.
ELVIRA .-¿Y habla? con qué seguridad
MACEDO.-Es también mi modo,Elvira.
ELVIRA.-Ni que se tratara de un Don Juan Tenorio, de un
conquistador de raza. . . Llegar, ver y vencer, ¿no es así?
MACEDO.-¡No es así, no, Elvira,sino llegar, ver y ser vencido! Yo
no soy conquistador, sino conquistado. Un náufrago de la vida…
ELVIRA.-¿Y con qué derecho. . .?
MACEDO.-No es cuestión de derecho,Elvira.
ELVIRA .-¡Y dale con Elvira!
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MACEDO.¿No me será permitido ni siquiera darle ese nombre dulce
como la leche de la madre en la boca del niño enfermo? Que así es
mi boca, como la de un niño y de un niño enfermo. ¡Ser niño!
ELVIRA .-¿ES que le gustaría volver a la niñez?
MACEDO.-¿A la niñez? ¡Más allá,mucho más allá!
ELVIRA .-¿Cómo más allá?
MACEDO.-¡Sí, más allá de la niñez,más allá del nacimiento!
ELVIRA .-¡No lo comprendo!
MACEDO.-Sí, me gustaría volver al seno materno, a su oscuridad y
su silencio y su quietud. . .
ELVIRA.-¡Diga, pues, que a la muerte!
MACEDO.-NO, a la muerte, no; eso no es la muerte. Me gustaría
“desnacer”, no morir. . .
ELVIRA.-Y por eso…
MACEDO.-¡Sí, por eso! ¡Un amor así, como el que busco, me valdría
Lo mismo! ¡Volver a la niñez!
ELVIRA .-¿Y no le parece, señor Macedo. . . ?
MACEDO.-Llámeme Julio, se lo suplico. . .
ELVIRA.-¿Y no le parece Tulio…?
MACEDO.-(Sobresaltado al oírs llamar Tulio.) ¿Eh? ¿Qué?
ELVIRA.-Digo, Julio. . . ; ¿no le parece, Julio, que la mar es
como la niñez, una niñez eterna? ¿No siente junto a ella,
hundiendo en ella con la mirada el alma, que se hace niño, que
nos hacemos niños? ¿No siente.. .?
MACEDO.-Siga, Elvira, siga. . .
ELVIRA.-De aquí salimos. Nuestro primer padre no fué Adán, fué
Noé. ¡Y la humanidad acabará en un arca, los que queden, la
última familia, y hundiéndose en la mar. . . !
Y la mar es la historia.
MACEDO.-No, no; la contrahistoria.En ella se hunde la historia.
¿No conoce aquellas estrofas de Lord Byron, el poeta de la mar?
ELVIRA.- ¡No las he de conocer . . . ! “Los siglos han pasado sin
dejar una arruga sobre tu frente azul; despliegas tus olas con la
misma serenidad que en la primera aurora…”
MACEDo.-¡Poeta. . . también!
ELVIRA .-¿Querrá decir poetisa?
MACEDO.-No, sino poeta, mujer poeta, no poetisa. . , No me gusta
eso de poetisa. . . Hombre poeta,mujer poeta. . .
ELVIRA.-¿Y es que no hay en los hombres algo que corresponda a
eso que usted llama, con tanto desdén,poetisa?
MACEDO.-Sí, los machos que yo llamaría. . . , “poetos”.
ELVIRA .-¿Cómo?
MACEDO.-“Poetos”.
ELVIRA.-Tiene gracia. . .
MACEDO.-Ellos son los que no la tienen. Y, como le digo, poeta
es común de dos. . .
ELVIRA .-¿Quiere decir que el poeta y la poeta no tienen sexo?
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MACEDO.-¡Están sobre él! ¡Y usted es para mí mi poeta, es decir,
creadora, madre! La madre no tiene sexo. Me está creando y
recreando como la mar… ¡Y nada de poetisa!
ELVIRA.-Quijotesa me llama mi padre.
MACEDO.-Más bien quijote. . . ,mujer poeta y mujer quijote. . .
Pero prefiero a Sancha. . .
ELVIRA.-Así me llama otras veces mi padre.
MACEDO.- ¡Sancha, Sancha, Sancha de hogar!. . .
ELVIRA.-, ..marino.
MACEDO.-¡Sea! ¡De hogar infantil y antihistórico!
ELVIRA.-Bueno, caballero. Dejemos ahora esto, que ahí viene mi
ama.
MACEDO.-¿Rita?
ELVIRA .-¿La conoce usted?
MACEDO.-Conozco ya a toda su familia. . . , empezando por su
padre.
ESCENA III
Dichos y RITA.
RITA.-Buenos días, caballero; buenos, hija. . .
MACEDO.-Buenos. ¿Viene usted a quitármela?
RITA.-¿Quitársela? ¿Es que la ha conquistado ya? ¡Vaya con el
caballerete!
ELVIRA.- ¡Es una broma de este caballero, ama!
MACEDO.-¡Yo no gasto bromas!
RITA.-Bien, sea, lo que fuere, vengo a decirte, hija, que tu
padre te llama.
MACEDO.-Eso es despedirme. Pero yo iré a verlos, porque necesito
verlos. . . , lo necesito.
RITA.-Y yo no veo inconveniente en que usted venga a casa del
señor.Aunque aquí, en la isla, nadie le conozca, su sola
presencia le abona.
MACEDO.-(Emocionado.) Usted ha sido madre, señora. . .
RITA.-Y haga cuenta que lo soy.
MACEDO.-Claro, cuando una mujer se hace madre de verdad es para
siempre.
RITA.-Pues sí, se le ve la dignidad y la hombría de bien en el
porte.
MACEDO.-Gracias, madre, gracias.
ELVIRA.-¡Y aquí, en esta isla,la hospitalidad es religión!
MACEDO.-Es que yo busco otra cosa que hospitalidad. . . , digo,
no;hospitalidad, sí, hospitalidad. . . , que viene de hospital…
RITA.-¿Es que se Siente enfermo?
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MACEDO.-Y no otra cosa, señora Enfermo de vida. . . , enfermo de
ensueño. . .
RITA.-(Aparte.) ¡Buena pareja!
ELVIRA.-Pues ahí tiene la mar. . .
MACEDO.-Cierto; es su arrullo un canto brizador para el último
sueño de la pobre humanidad doliente. Aquí vendrá a dormirse para
siempre el linaje de Noé. . .
RITA.-¡Y qué bien habla este señor,Elvira! Si parece un libro. ..
MACEDO.-No, no señora no soy un libro, soy un hombre. . . Y no
hablo yo. . , es que habla en mí. . .(Silencio. A Elvira.) Decía
usted. . .
ELVIRA.-Oía a la mar. . .
MACEDO.-¡Oír a la mar. . . ! Pero pecho a pecho…, mi corazón en
ella.. . (Al oído de Elvira.) ¡En ti.. ., corazón de la Tierra!
¿Volveré a oírla?
ELVIRA.-¿A quién? ¿A mí? (Silencio.)
Puede venir a nuestra casa cuando guste. . . (Silencio.)
MACEDO .-¿Decía usted más. ..?
ELVIRA-NO decía más. . . , miraba esa concha. . .
MACEDO.-(Se adelanta y la recoje.)Es una casa vacía. . ., vacía y
sin puerta. El pobre animalito que la habitó se ha fundido en la
mar donde naciera. Queda aquí, en la arena, su casa, o mejor este
cadáver de casa. . . ¿Sabe, Elvira, lo que es un cadáver de casa?
RITA.-(Aparte.) ¡La de los Solórzano!
MACEDO.-¿Sabe lo que es?
ELVIRA.-Sé tantas cosas que no quisiera. . .
MACEDO.-Y yo quiero tantas cosas que no sé. ¡Un cadáver de casa!
Y este cadáver de casa, esta pobre .-mírela, mírela, han quedado
en ella, en franjas, como huellas de encendidas oleadas!-, esta
pobre conchita, aquí, en la arena, se hará arena.. . Esta pequeña
playa es un cementerio de casas vacías….
RITA .-¿No le oyes, ,Elvira?
ELVIRA.-¡Sí, le oigo y . . . me Vigo?
MACEDO.-Y oímos a la mar, que arrulla el sueño de las disueltas
casas vacías. . . . Porque las casas, como los que las habitaron
sueñan. . .¿Sueña su casa Elvira? Sueña la casona de los
Solórzano?
ELVIRA.-¡ Sueña y . . . duerme!
MACEDO.-¡Pues yo iré a despertarla!
RITA.-¡ Dios le bendiga, hijo!
MACEDO.-¡Usted, como madre,bendita siempre?
ELVIRA.-Ya le he dicho que venga cuando guste.
MACEDO.-Iré. (Se guarda la concha.)
ELVIRA.-Qué,¿se la guarda?
MACEDO.-Es mi amuleto ya. . .
ELVIRA.-Venga, le repito, cuando le plazca.. .
MACEDO.-Iré, pues. Adiós. (señalundo a la mar.) A Dios. (Vase.)
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ESCENA IV
ELVIRA y RITA.
RITA.-¡Qué hombre! ¡Parece un hombre de libro! ¡Como ese tuyo?
ELVIRA-NO digas esas cosas, ama. ¡Pues no hay diferencia de uno
a otro! Éste (señala al libro.), el hombre de esta historia. . .
RITA.-¿Y sabes si este otro la tiene?
ELVIRA.-¡Quiá!
RITA-¿Y si la tuviese. . .?
ELVIRA.- ;Como éste, como éste que se murió por su patria. . ,
no! ¿Por su Elvira, luchando en pro de la libertad de su
pueblo…?
RITA.-Sí como éste no se ha muerto aún no tiene historia. Por
lo visto, para tener historia es preciso haberse muerto. . . Por
algo suelen decir cuando uno se muere:“,Ése. . . , ya pasó a la
historia!” Mirale mírale cómo se va, tilla de la mar y como
hablando con las olas… Y de cuando en cuando se vuelve, como
distraído, a mirarnos…,
a mirarte…
ELVIRA.-Es que va oyendo a las olas. . .
RITA.-¡ Va repitiéndose lo que te ha oído. . . lo que le has
dicho Y…, lo que no le has dicho!
ELVIRA.-El pobre. . .
RITA.-¿Quién más pobre, Elvira?
ELVIRA.- ¡Cállate, Rita!
RITA.-Pero vamos a casa, que a tu padre no le gusta esperar. . .
ELVIRA.-Pues esperando vive. . .
RITA.-Como todo el mundo. Y vámonos, vámonos. .. .
ELVIRA.-Espera a que le perdamos de vista.. . Mira: ya desaparece
tras de aquellas rocas. . .
RITA.-Sí, y se irá a su posada y.. .
ELVIRA.- ¡Pobrecito!
RITA.-Mira bien, Elvira, recapacita… Acaso este hombre es
providencial y ha caído en la isla como llovido del cielo, aquí,
donde tan raro llueve. . . Fijate, mira que no podemos durar, que
cualquier día vas a quedarte sola. . .
ELVIRA.-¿Más sola?
RITA.-¡Sí, más sola! ¡Al hombre le abona su presencia; le basta
con ella. . .! ¡Y el oírle hablar como habla! Un hombre que habla
así, que dice esas cosas, y, sobre todo, un hombre que se queda
en esta isla y por ti. . .
ELVIRA.-¿Por mí?
RITA-¡Sí, por ti! Un hombre que se queda en nuestra isla por ti
no necesita más recomendación. Repara. Elvira… Qué, ¿no me
oyes?
ELVIRA.-Oía a la mar…
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RITA.-Sí,es lo que sude decirse:“¡Le oigo como quien oye llover!”
y tú: “¡Como quien oye a la mar!” Pues tendrás que oírme,
Elvira., tendrás que oírme. Y ahora óyeme esta historía. Siendo
yo moza tuve una amiga que requerida de amores se venia acá, a
este mismo lugar, y viendo venir y morir las das se de-cía:
“Me quiere. . . , no me quiere …, me quiere .. ., no me
quiere. . . ”
ELVIRA .-¡Como las que deshojan margaritas. . . , donde las hay?
RITA.-Sí, la mar era su margarita y las olas sus hojas …
ELVIRA.-Pero éstas no se acaban nunca…, a la mar no se la
dahoja…
RITA.- ¡Es verdad!
ELVIRA. -¡Hojas, hojas, hojas! ¡Hojas de margarita . . . hojas de
mar.. .., hojas de libro!
RITA.- Sí las hojas de ese libro te tienen encantada. . . , y
éste ha venido a desencantarte…
ELVIRA .-¡Cállate, sirena!
RITA.- ¡Qué gracia! ¿Sirena. . .yo? ¿Yo. . . sirena?
ELVIRA.-Cállate y no digo. . .
RITA.-¡ Dilo, hija, ,dilo!
ELVIRA.-No, no lo digo. . . ¡Cállate! Quiero oír a la mar…,
quiero hojearla. . . , deshojarla. . . (Silencio.)
RITA .-¿Qué te dice?
ELVIRA.-(Mirando a lo lejos.)¿Se pidió ya de vista?
RITA.-¡Para mí. . . , sí!
ELVIRA.-Pues vámonos a casa. . .
RITA.-Sí oyéndola. . .
ELVIRA.-“Me quiere. . ., no me quiere. . ., me quiere. . ., no me
quiere. . .”
RITA.-¡Calla, calla! ¡Oigámosla!
(Vanse y se oye el rumor de la mar)
TELÓN
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ACTO TERCERO
La casa de los Solórzano
ESCENA PRIMERA
SOLÓRZANO y RITA
RITA.-Pues sí, señor amo, le dije que usted decía que puede pedir
cuanto quiera, que la vieja casa de los Solórzano estaba abierta
para él.. .
SOLÓRZANO.-Y no te dijo si le interesaba. . .
RITA.-Sí, no oculta que lo que le interesa es Elvira; pero me
Dijo que le gustaría saber de esta isla en que vive, en que se va
a quedar a vivir. acaso a morir. “¿Y dónde mejor que aquí en esta
casa, en la librería de usted y hablando con usted para conocer
la isla?”
SOLÓRZANO.-Me place. . . , me place que venga… Y yo a mi vez
deseo conocerle; interrogarle, sondearle… Porque se me ha
metido una idea en la cabeza.. .
RITA .-¿Cuál?
SOLÓRZANO.-Nada.. ., nada…Este hombre y el otro hombre, el
del libro. . .
RITA.-Pero si aquél se murió,señor. . .
SOLÓRZANO.-Quién sabe. . ., quién sabe…
RITA.-¡Bah!, cavilaciones. Además,este señor Macedo conoce ya
la manía de la pobre Elvira. . .
SOLÓRZANO.-¿La conoce?
RITA.-¿Y quién no en la isla? Y como él, por mucho que se aísle,
vive en ella. . . La conoce y me ha hablado de esa manía. . .
SOLÓRZANO.-¿Y qué te dijo, qué?
RITA.-Me dijo que era una enfermedad de la pobre Elvira y que
él se prometía curársela. . .
SOLÓRZANO.-¿Eso te dijo?
RITA.-¡Eso! El hombre me parece un excelente partido. . .
SOLÓRZANO.-Quién sabe. . .
RITA.-Si usted le hubiera oído lo que el otro día le dijo a
Elvira tomando en la mano una concha de la playa de Bahía
Roja… Comparó a la concha con una casa vacía
y sin puerta, y dijo que luego se hace arena. . .
SOLORZANO.-¡No repitas esas cosas, Rita!
RITA.-Pues yo le he oído hablar al señor de esos caracoles vacíos
donde, arrimándolos al oído, se oye el rumor de la mar.. .
SOLÓRZANO.-¡El de la historia! Pero vienen los sabios -¡siempre
los sabios!- y nos dicen que es el rumor de la circulación de la
sangre en el pabellón de la oreja. , .
RITA .-¡Qué cosas se oyen!
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SOLÓZANO.-¿Conque te dijo que se prometia curar a mi Elvira de la
enfermedad de su libro?
RITA.- ¡Eso me dijo!
SOLÓRZANO.-Entonces es que sabe que esa historia es fábula. . .
¡En todo caso. . . , que venga! ¡Aquí llega Elvira, vete!
ESCENA II
SOLÓRZANO Y ELVIRA.
ELVIRA.-Buenos, padre.
SOLÓRZANO.-Bueno a, hija y ya sabes que esperamos a don Julio
Macedo. Que yo aquí, para entre nosotros sigo con la sospecha de
que ni es Julio ni es Macedo…
ELVIRA.-Claro no te ha presentado los documentos que lo
justifiquen…
SOLÓRZANO.-Yo insisto en que podría ser…
ELVIRA .-¿Quien? ¿Él? ¿Él? ¿Montalbán? ¡Tonterias ¿Crees tú que
si fuese él no le habría yo reconocido en cuanto se dirigió a mía
la primera vez? ¡En seguida! No, no; ni se parece
al retrato que figura al frente del libro ni… Y,en todo caso,
de ser él, habríamelo dicho al punto el corazón…
SOLÓRZANO.-Vamos, sí, que te habrías enamorado de él locamente
a las primeras miradas.
ELVIRA.-¡Claro está! Y lejos de haberme enamorado el hombre
se me despega. . . , yo no sé.. . . , le tengo miedo. . . El caso
es que cuando me está ausente llego hasta a desear volver a
verle, tenerle a mi lado, pero, así que le tengo ya qui-siera
escaparme de él. . . No sé lo que me pasa.. . . Y ese misterio…
¡No él no es; no puede ser!
SOLÓRZANO.-En todo caso, si no es tu Montalbán se me ha metido en
la cabeza que él sabe de Montalbán…Tengo mis indicios, para
esta sospecha.. Y si ésa es historia: verdadera o es fábula.. . .
ELVIRA.-Pero ¿cómo va a ser fábula, padre?
SOLÓRZANO.-¡Bueno, bueno, cállate… quijotesa!
ELVIRA.-¡Sólo a ti se te ocurre dudar de ellos; sólo a ti se te
ocurre dudar de que sea historia verdadera una tan hermosa!
¡Malditos documentos!.
SOLÓRZANO-Ésas son cosas de teatro.
ELVIRA.-Las cosas de teatro son las de más verdad, padre.
¿O crees que es más verdadero lo que hacen
y dicen todos esos patanes que nos compadecen?
SOLÓRZANO-¡Bien, bien, basta! Y ahora, en cuanto llegue, y, antes
de ponerme yo al habla detenida con él -ya sabes que desea
conocer la historia de nuestra isla, ¿y dónde mejor que aquí?
antes que departamos, sondéale…
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ESCENA III
Dichos y TOMÁS
TOMÁS .-¿Se puede?
SOLÓRZANO-¡Entra, Tomás!
TOMÁS.-Ese señor Macedo que viene a visitarles. . .
SOLÓRZANO.-¿Qué aire trae?
TOMÁS.-El de siempre. . . : ensimismado.. .
ELVIRA.-(Aparte.) Aislado.
TOMÁS.-¿Qué le digo?
SOLÓRZANO.-¡No le hagas esperar, que pase!
ESCENA IV
SOLÓRZANO, ELVIRA y MACEDO
MACEDO-(Entrando.) ¡Salud y paz a esta casa!
SOLÓRZANO.-¡Y a usted que viene a honrarla!
ELVIRA.- ¡Bien venido, señor Macedo!.
MACEDO.-(Mirando al libro que tiene bajo la mano Elvira.)’ ¡Bien
hallada! ¡Ah aquí al fin, se respira hogar!
SOLÓRZANO.-¡E historia, señor Macedo historia!
MACEDO.-¿Historia? ¿Para qué?
¡Basta el hogar! El hogar y la historia están reñidos entre sí…
ELVIRA.-Pues éste, señor Macedo,es un hogar de historia; aquí no
se respira sino historia. Vea ese retrato que lo preside.
MACEDO.-¡Un retrato!
ELVIRA.-¡ Sí, un retrato!
MACEDO.-Vamos…, un muerto…
SOLÓRZANO.-¡ Un muerto inmortal!
MACEDO.-No hay otra inmortalidad que la de la muerte, señor
Solórzano.-¡Llámela historia!
E LVIRA.-De ella vive mi padre.
SOLÓRZANO.-ES más, me dijeron que al solicitar usted ser
Recibido en esta pobre casa -¡pobre,pero rica de historia!
-ha sido para conocer la historia de esta isla.
MACEDO.-Su inmortalidad. . .
SOLÓRZANO.-Para empaparse en ella.
MACEDO.-Cabal, pero. . .
SOLÓRZANO.-Sí, ya lo sé. Y ahora me permitirá que le deje algún
tiempo con mi hija, necesito anotar ciertas ideas que acaban de
ocurrírseme…Usted sabe lo que es esto..Cuando de repente le
hiere a uno una idea, hay que ponerla por escrito al punto, en
caliente… No hay que detenerse. . .
MACEDO.-¡Lo sé, lo sé, señor de Solórzano, lo sé! ¡No hay que
detenerse,cabal! ¡Y por mí no se detenga usted!
SOLÓRZANO.-Le dejo, pues, con mi hija.
MACEDO.-Gracias. (Se va Solórzano.)
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ESCENA V
MACEDO y ELVIRA.
MACEDO.-Ya sé, Elvira, que ese libro le tiene sorbido el seso.
ELVIRA .-¿Hay en ello mal?
MACEDO.-Siempre hay mal en enamorarse de un ente de ficción,
de un fantasma. . .
ELVIRA -¿Ente de ficción? ¿Fantasma?
¿Es que no fué real Tulio Montalbán?
MACEDO.-No lo sé…; pero creo que no es real ningún tipo que
anda en libros, sean de historia o novelas.
ELVIRA .-¿Ninguno?
MACEDO.-¡Ninguno! Sólo son reales los hombres de carne y hueso
y sangre.
ELVIRA.-¿Cómo…?
MACEDO.-¡Como yo! Y por eso le dije, Elvira, que no importaba
cuál es mi historia. Mi vida, mi verdadera vida ha empezado hace
poco, y en cuanto a historia. . . , ¡no quiero tenerla!
ELVIRA.-Pero ¿es que no ha vivido usted antes? ¿No tiene pasado?
MACEDO.-¿Yo? ¡No…, no! (Señalando por el balcón a la mar.)
Mi pasado es ése. . . , la niñez eterna …
ELVIRA.-(Levantándose y yendo a mirar la mar.) La niñez eterna…
(Volviéndose.) Dejemos a la mar y.. .
MACEDO.-¡A la historia!, ¿no es eso?
ELVIRA .-¡A la historia! Y bien,¿quién es usted? Otra vez, ¿quién
es?. . .
MACEDO.-El que estoy aquí, el que la está sorbiendo con los ojos
y el corazón. . .
ELVIRA.-¿Puedo preguntarle algo de su vida, de su historia
pasada?
MACEDo.-Ya le tengo dicho que no tengo pasado; soy un nuevo. . .
Noé. Acabo de nacer. ¿Y qué importa mi pasado? ¿No tiene aquí mi
presente? Si un rey es hombre, verdadero
hombre, hombre natural, ¿sabe cuál ha de ser su supremo anhelo?
ELVIRA.-¿Cuál?
MACEDO.-Poder de cuando en cuando retirarse a un rincón remoto,
acaso a una choza de pastor serrano y encontrar allí una pobre
pastora que le quiera sin saber quién es, sin saber que es rey,
ignorando que haya reyes en el mundo.
ELVIRA.-Pero usted en ese pasado de que reniega, vivió. . .
MACEDO.-Soñe que vivía…
ELVIRA.-Soñó que vivía y conoció a otras personas. . .
MACEDO.-Soñé que las conocía.. .
ELVIRA.-Soñó que las conocía. . .
¿Y puedo preguntarle, ya que no por usted mismo, por alguno de
los que soñó conocer?
MACEDO.-Pregunte y yo sabré responder. . . o silencio o verdad.
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ELVIRA .-¿Conoció usted a Tulio
Montalbán? (Silencio.) ¿Le conoció
usted? (Silencio.) ¿Le conoció usted?,
diga. . .
MACEDO.-¡ Sí, le conocí!
ELVIRA.-¿Mucho?
MACEDO.-Mucho. Éramos del
mismo lugar. Del mismo tiempo, nos criamos juntos; juntos hicimos
la campaña por libertar a la patria. . .
ELVIRA.-Y bien (Se incorpora,apoyando la mano temblorosa en el
libro.), ¿murió Montalbán?
MACEDO.-Sí, murió.
ELVIRA.-¿Cómo? ¿Se ahogó? ¿Se suicidó?
MACEDO.-Fué muerto.
ELVIRA.-¿Quien le mató? (Silencio.) ¿Quién le mató? La verdad, la
verdad que me ha prometido, ¿quién le mató? (Silencio.) ¡Ah,
usted le mató, Macedo, usted le mató. . . ,usted!
MACEDO.-¡Sí, yo le maté; yo, Julio Macedo, maté a Tulio
Montalbán!
ELVIRA.-¡Caín! ¡Caín! ¡Vete! ¡Vete y no vuelvas. . . , vete! Por
algo me aterraba tu presencia. . . ,por algo no me sentía
tranquila a tu lado.. ., por algo. . . (Elvira retrocede.)
MACEDO.-(Cogiéndole de un brazo.)
No, tú no me has huido; tú me has buscado, pero no a mí. Yo maté,
sí, a Tulio Montalbán, o al menos creí dejarle muerto, pero fué
cara a cara, noblemente, a orilla de uno de los ríos sagrados de
la patria, en una noche de luna llena. . . Luchamos
como luchan dos hermanos que sirven causas contrarias, noble,
pero sañudamente, como acaso lucharon,diga lo que quiera la
Biblia, Caín y Abel, y le dejé por muerto como pudo él haberme
dejado a mí. . .
ELVIRA.-¿Y por qué? ¿Por envidia también?
MACEDO.-No, sino porque él, el libertador de la patria, iba a
convertirse fatalmente en su tirano. Que allí es así. . .
ELVIRA .-¿Y qué más podía apetecer aquella patria que tener
Semejante tirano, un amo así?
MACEDO.-¡Tú acaso, mi patria no! Mi patria no debe aceptar
tiranos. ¡La que se ha dejado tiranizar por él, luego de muerto,
por un Fantasma,por un tipo de libro, eres tú!
(La suelta del brazo.)
ELVIRA.-Ah, ¿sientes celos?
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MACEDO.- ¡Sí, siento celos! ¡Me devoran los celos! No puedo
soportar que lo que debió ser mío, lo que sería mi paz, mi vida,
algo como un dulce seno materno en vida, me lo robe. . . , ese. .
., ese del libro. . . ,ese que creí dejar muerto. Vine
acá, a esta isla, buscando la muerte o algo peor que ella; te
conocí, sentíme resucitar a nueva vida, a una Vida de santo
aislamiento; soñé en un hogar que hubiese de ser, te lo
repito, como un claustro materno -“y bendito el fruto de tu
vientre… “-, cerrado al mundo, y he vuelto a encontrarme con
él. . .,con él…
ELVIRA.-Es que no le dejó bien muerto, acaso?
MACEDO.-Puede ser. ¿Y ahora?
ELVIRA.-Ahora vete, vete y no vuelvas. Si no eres Tulio
Montalbán, mi Tulio, eres por lo menos algo tan grande como él…
MACEDO.-¿Entonces?
ELVIRA.-No basta la grandeza.
MACEDO,.-¿Y ése. . . qué más tiene?
ELVIRA.- ¡Ah, con él.. .!
MACEDO.-Se hace historia, ¿no es eso?
ELVIRA.-¡Vete, he dicho, vete!Que grito si no; que llamo. . . Que
va a oírrne.
MACEDO.-¿Hasta la mar?
ELVIRA.-¡Hasta la mar! ¡Váyase!
(Macedo se retira lentamente;queda mirando a la mar y se enjuga
una lágrima.)
ELVIRA.-¿Llora?
MACEDO.-¡De rabia!
ELVIRA.-Váyase. . . , le perdono,pero váyase. . . Le perdono. . .
MACEDO.-Pero yo no me perdono… ¡ Adiós! Mas tú me llamarás,
tú tendrás que llamarme, estoy seguro de ello; tú tendrás que
llamar al matador de Tulio Montalbán. . . , a que te desencante,
a que te haga Ver…, a que despierte a tu corazón amodorrado por
esa cabecita loca…
ELVIRA.-¿Y si no le llamo?
MACEDO.-Si no me llamas. . .
ELVIRA.-¿Qué?
MACEDO.-Me llamaré yo. ¡ Adiós, Elvira!
ELVIRA.-¡Adiós!
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ESCENA VI
ELVIRA sola.
Me decía el corazón que si éste no era Tulio, mi Tulio, mi ángel,
era algo tan grande como él, aunque en el mal. . . Y es mi
demonio… (Contemplando el retrato del libro.)
¡No, no es él. . . , ha dicho verdad! “Me quiere. . . , no me
quiere..; me quiere, no me quiere. . .”
Pero (Escuchando.) ha encontrado a mi padre. Se despiden. ¿Qué se
dirán? Veamos.
ESCENA VII
SOLÓRZANO y ELVIRA.
SOLÓRZANO.-(Entrando.) Pero ¿qué ha pasado, hija? ¿Qué ha sido
ello? Porque sacaba una cara. . .¿Qué ha sido?
ELVIRA.-Que he tenido que despedirle, padre, que despacharle. . .
SOLÓRZANO.-¿Pues? ¿Se ha propasado?
ELVIRA.-No, no se propasó; no habría podido propasarse. Es,
a pesar de todo, un caballero. . .
SOLÓRZANO.-A pesar de todo…¿Entonces?
ELVIRA.-Que le he arrancado su secreto, padre, que le he
arrancado su secreto.
SOLÓRZANO.-¿Es él?
ELVIRA.-(Pausa.) No; pero es algo tan grande como él. Y no me
preguntes más, no quiero saber más. . .
SOLÓRZANO.-¿Cómo? ¿Yo? ¿Un historiador?
ELVIRA.-Y padre.
SOLÓRZANO.-Como historiador y como padre.
ELVIRA.-No puedo verle, no debo verle, no quiero verle. . . Es,a
lo menos, un renegado. . . Me da miedo. . .
SOLÓRZANO.-Me parece que estás ya enamorada. . .
ELVIRA.-¿Yo? ¿De él? ¿De ese renegado?
SOLÓRZANO.-Sí, tú, de él, de Julio Macedo. . .
ELVIRA.-Quién sabe. . . Pero no, no puedo, no debo, no quiero ser
suya. Hay en su vída un terrible secreto, un misterio, que
amargaría los nuestros. No puedo llegar a ser de Julio Macedo.
SOLÓRZANO .-Pero como amigos…
ELVIDA.-¡No; o todo o nada!
SOLÓRZANO.-¿Y te lo reveló?
ELVIRA.-Sí, me lo reveló. Y ese secreto fatídico ha abierto un
abismo entre los dos. . . para siempre. . .
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SOLÓRZANO.- ¿Para siempre? Quién sabe. . . Porque ese abismo
te atrae.
ELVIRA.-Y porque me atrae no puedo mirarle, no debo mirarle. . .,
no debo entregarme al vahído. . . , he de seguir dueña de mí
misma. . .
SOLÓRZANO.-¡Dueña de ti misma..!No lo eres ya..más em-brujada
que antes. . . , . primero por el hombre del libro, ahora por el
de la mar. Mas como no podemos hacer que se vaya,, que se vuelva
a la mar de donde vino, como no podemos despacharle de la isla
como tú le has despachado de esta casa. . .
ELVIRA.-Él se irá.
SOLÓRZANO.-Y si no se va ¿qué le vamos a hacer?
ELVIRA .-Tú, padre, no lo sé; pero yo, si él signe aquí, en la
isla,si no se va, no podré ya salir de casa -¡de casa!-, porque
no quiero,no puedo, no debo encontrarme con él. Me quedaré aquí
enclaustrada, “encasada”. . .
SOLÓRZANO.-Más que aislada. . .
ELVIRA.-¡Y más que soltera! Isla u hogar solitario, ¿qué más da?
Me quedaré aquí, contemplando a la mar y releyendo mi historia,
la de mi Montalbán. . .
SOLÓRZANO.-¿Y él?
ELVIRA .-¿Quién. . ., él?
SOLÓRZANO.-¿Macedo, él?
ELVIRA .-Es cuenta suya. Pero acá, a casa, no puede volver. Si
quieres hablar con él de historia,hazlo fuera, junto a la mar, no
aquí. Dejadme en mi claustro, con mi Tulio, con nuestro don
Diego, “encasada”,te digo hasta que me entierren o… me
“enmaren”. . .
SOLÓRZANO .-¿Qué es eso?
ELVIRA.-Me hundan en la mar.
SOLÓRZANO.-Por palabras te ha dado…
ELVIRA .-Son hojas…las hojas, padre, las hojas
TELÓN
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ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
SOLÓRZANO y TOMÁS.
SOLÓRZANO.-¿Y qué quiere?
TOMÁS.-Pide una segunda, una última entrevista. . .
SOLÓRZANO.-En estos días. . . ,desde aquella visita fatal . . ¡Y
cómo está mi Elvira desde entonces! Ni duerme ni descansa. Ese
hombre la persigue en sueños.
TOMÁS .-Dice Rita que no hace sino llorar.
SOLÓRZANO.-Este hombre nos ha traído a casa. . ,
TOMÁS.-¡Historias!
SOLÓRZANO.-¿Más historia?
TOMÁS .-Dice mi Rita que Elvira por las noches se arrebuja en la
cama y se tapa los ojos con las sábanas,para no verle, y que cree
oír los pasos de él por la calleja.
SOLÓRZANO.-¿De veras?
TOMÁS .-¡Y es verdad! Porque de noche ese hombre ronda la
calleja. Y alguna vez ella, la pobrecita, ha llegado a asomarse
tras de los cristales y ha estado a punto de llamarle.
Pero es lo que parece que ella dice a mi Rita: “Cómo quieres que
le llame después de lo que pasó y de lo que supe?, iimposible!” Y
no dice qué es lo que pasó ni qué es lo que supo, pero está en
que no puede llamarle. Es así como punto de honra.
SOLÓRZANO.- ¡Claro, una Solórzano!
TOMÁS.-Y habla del secreto del secreto, del misterio del
misterio, y la pobre se desmedra y encanija, se aja aquí, sin
sol, y si esto sigue va a concluir mal.
SOLÓRZANO.-Sí, desde que lo despachó ese hombre me la tiene
embrujada.Y como esto debe acabar,está bien que vuelva. Ya la he
convencido de que vuelva a recibirle delante de mí, los tres
solos, y a que se expliquen.
RITA.-¿Se puede?
SOLÓRZANO.-Entra, Rita. ¿Qué hay?
RITA.-Ese hombre…
SOLÓRZANO.-Dile que entre. ¡Y vámonos!
(Queda la escena sola.)
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ESCENA II
Entra MACEDO, se queda un momento contemplando et retrato de DON
DIEGO; iiiego se va al libro de la “Historia de Tulio Montalbán”;
lo hojea y se queda mirando el retrato del héroe. Ahoga un
sollozo. Cierra el libro y lo deja sobre la mesilla de labor de
ELVIRA. Se dirige hacia el balcón y contempla la mar respirando
fuertemente. Repara en un caracol marino, lo toma, y
aplicándoselo al oído.
MACEDO.-¡Cómo me canta la sangre! ¡Tengo fiebre! ¡Fiebre de
vida! ¡Fiebre de muerte! ¿O será la voz de la mar, como dicen los
poetas? ¡Pero. . . oigo sus pasos! (Deja el caracol a punto que
entran Solórzano y su hija Elvira.)
ESCENA III
SOLÓRZANO, ELVIRA y MACEDO. Al entrar se hacen una profunda
reverencia muda. SOLÓRZANO cierra el balcón y luego le hace a
MACEDO, con un ademán, indicación de que se siente. MACEDO
rehúsa.
MACEDO.-No, que estoy de prisa.Lo que he de decirles por
despedida es bien poco y prefiero decirlo en pie. Es postura de
caminante y de combatiente.
ELVIRA.-¿Es que viene de combate,señor Macedo?
MACEDO.-¡Es mi trágico sino,señorita!
ELVIRA .-¡Pues al entrar le sorprendimos oyendo en ese caracol…
a la mar!
MACEDO.-¡ No; oyendo en esa casa vacía. . . a mi sangre!
SOLÓRZANO.-Discusiones entre poetas y científicos, a que los historiadores
no hacemos caso. Los historiadores queremos historia,
que no es ni poesía ni ciencia.
MACEDO.-¿Está usted seguro?
SOLÓRZANO.-Segurísimo. ¡Y en todo caso usted dirá!
MACEDO.-Sí, yo diré. Y digo que yo fuí Montalbán. (Pausa.)
SOLÓRZANO.-¿No te lo decía yo, hija mía?
ELVIRA.-Y me lo decía yo misma a solas y callandito. Pero,
entonces, ¿por qué renegó de sí mismo?
¿Por qué aquella historia?
MACEDO.-¿Historia? ¡Eso es lo terrible! Aquella historia que te
(Apoyando el tuteo.) conté, Elvira,era y sigue siendo verdadera.
Te prometí silencio o verdad. Y era verdad lo que te dije. Por lo
menos, así lo creí.
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ELVIRA.-¿Aquello de la lucha y la muerte?
MACEDO.-Sí, en aquella noche trágica, junto al río más sagrado
de mi patria, creí haber dado muerte a Tulio Montalbán, al de la
historia,para poder vivir fuera de ella,sin patria alguna,
desterrado en todas partes, peregrino y vagabundo,
como un hombre oscuro, sin nombre y sin pasado. Hice jurar a mis
fieles soldados que guardarían el secreto de mi desaparición
haciendo creer en mi muerte y entierro, y huí.. . ¿Adónde?
Ni lo sé.
SOLÓRZANO. -¿No te decía yo, hija, que jamás me convenció el
relato de aquella muerte no documentada? ¿Lo oyes?
MACEDO.-Y erré, más muerto que vivo, huyendo de mí mismo, de
mis recuerdos, de mi historia. . .Todo mi pasado no era para mí
más que un sueño de madrugada, una pesadilla más bien. Sólo me
faltó el valor supremo, el de acabar del todo con Tulio
Montalbán. No quise dejar ni un retrato. Mas no pude acabas con
ellos ni que mi pobre suegro publicase. . . eso.
(Señalando el libro.) ¿Retrato? ¿Para qué? Se comprende el de ése
(Señalando al de Ron Diego), que dejó descendientes de sangre que
pueden contemplarlo. . . ¿y quien sabe si su espíritu está desde
él contemplándoles a ustedes?
SOLÓRZANO.-¿Lo cree usted?
MACEDO.- ¡Es tan extraño este mundo. . . y el otro! Los que
parecemos de carne y hueso no somos sino entes de ficción,
sombras, fantasmas,y ésos que andan por los cuadros y los libros
y los que andamos por los escenarios del teatro de la historia
somos los de verdad, los duraderos. Creí poder sacudirme del
personaje y encontrar bajo de él, dentro de él, al hombre
primitivo y original. No era sino el apego animal a la vida, y
una vaga esperanza… Pero ahora. . . , ahora sí que sabré acabar
con el personaje!
ELVIRA.-¡Tulio!
MACEDO.-¿Tulio? ¿Tulio o . . .Julio?
ELVIRA.-¡Es igual!
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MACEDO.-¡No, no es igual! Y me has llamado; has invocado el
nombre, uno u otro, pero el nombre;no me has tomado, al hombre,
al animal si quieres. Y éste sobra. . .¡No, no te me acerques, no
me toques!Todo lo que hagas o digas ahora será mentira, nada más
que mentira! Eres una mentira, una mentira que se miente a sí
misma. . . ¡Llegué acá, a esta isla, decidido a enterrarme en
ella vivo y te vi! (Pausa.)¡Te vi. . . , te vi y sentí resucitar
al que fuí antes de mi historia, antes de esa fatídica historia
que ha contado ese hombre que hizo el libro de mi vida, que me
hizo libro; sentí revivir al oscuro mancebo que se casó a los
dieciocho años con su Elvira! ¡Volví a encontrar a mi Elvira!…
¡Cómo te pareces a ella! Pero ¡sólo de cuerpo, no de alma!
Porque aquel bendito ángel de mi hogar fugitivo apetecía el
silencio y la oscuridad y buscaba el aislamiento y jamás soñó con
que su nombre resonara en la historia unido al mío. Esta
resonancia posterior fue obra de su pobre padre, el que te
ha vuelto el seso. Mi pobre Elvira sólo anhelaba pasar inadvertida
y yo hacer de mi hogar un claustro materno y vivir en él como
si no viviese. ¡Porque le tengo a la vida un miedo loco!
ELVIRA.-Pues quédate, Tulio, y viviremos aquí; yo contigo. ¡Seré
tuya!
MACEDO.-¿De Tulio o de Julio,otra vez?
ELVIRA.-De quien quieras.
MACEDO.- ¡No, de quien yo quiera…, no! ¡Tú eres del otro, no de
mí! ¡Tú eres del nombre! Te vi, sentíme resucitar, creí que había
resucitado mi Elvira, la mía, te busqué y me encontré con el que
creí haber matado y que te había vuelto loca; me encontré con el
de ese libro fatal. Y tú, que amabas
-¿amar?- con la cabeza, cerebralmente,a Tulio Montalbán, no
podías amar con el corazón, carnalmente si quieres, a un náufrago
sin nombre. Todo tu empeño fué conocer mi pasado cuando yo venía
huyendo de él. ¡Y ni me conociste!Prueba que era tu cabeza,
cabeza de libro, y no tu corazón, el enamorado…
ELVIRA .-¿Y por qué no me lo dijiste?
MACEDO.-¿Para qué? ¿Para que te hubieras rendido a Tulio
Montalbán, que venía buscando olvido,silencio, oscuridad y
aislamiento y lo hubieras arrastrado otra vez a la
historia? No, no. . .
ELVIRA.-Pero yo. . . ¡Mira Tulio: óyeme y perdóname, perdóname,
perdóname! Aquí, ante mi padre,ante Dios, te lo pido de rodillas.
¡Tulio, Tulio, perdón! ¿Por qué me cegué? ¿Por qué? ¿Por qué no
dejé oír la voz del corazón?
MACEDO.-¡Porque no le tienes, sino cabeza!
ELVIRA-¡Tulio, Tulio, no me atormentes así!
MACEDO.-¡No, no tienes corazón!El corazón se te ha secado en
el aislamiento y entre estos libros.
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SOLÓRZANO.-(Que había permanecido sentado, cabizbajo y coma
ausente.) Los libros, señor mío. . .
MACEDO.-¿Los libros? ¡ Dejemos ahora a los libros y a los
retratos! ¡Yo no soy un hombre de libro ni de retrato! ¡Y no,
Elvira -¡este nombre me quema los labiOs!-, no tienes corazón!
ELVIRA.-(Acercándosele y cogiéndole de una mano.)
¡Mira, Tulio: perdóname!
MACEDO.-(Retirando la mano.)
Sí, y que nos demos las manos y que aquí, frente a la mar, ante
el retrato de Don Diego, ¡gran conquistador!,
tu padre bendiga nuestra unión, ¿no es así? Y que yo cargue…
SOLÓRZANO.-¡Caballero!
MACEDO.-¡Y tratar así a un hombre!
MACEDO.-Viene de la mar. . . ,haga cuenta que montado en un
delfín fantástico. . . Y tú, Elvira (Dirigiéndose a un ser
ausente.), pálida sombra de mi sueño de ayer mañana,de cuando
resucité. .
ELVIRA.-¡Tulio, Tulio, Tulio. . . !
MACEDO.-¿Eh? ¿Esa voz? Pero no, no; no es la suya. . . , no es la
tuya, Elvira mía. . . Esta voz suena a libro, a papel. . . Cuando
tú (Dirigiéndose a Elvira de Solórzano.)
me hablas de tu amor parece que recitas, parece una lección bien
aprendida. . . Ella no me habló de su amor nunca. . . , ella me
envolvía, contra su pecho, con su silencio. . . Y aquel silencio
era verdad y tu voz es mentira. . . Era ella como la mar y como
la mar vivió, sin conocerse,en niñez eterna. . . Ni sé
si aprendió a leer. . . Y apenas si hablaba… balbucía. . . Era
verdad, y tú, mentira. . .
ELVIRA.-No, verdad, verdad,Tulio.
MACEDO.-¡No, no, no! ¡Ah, mi Elvira, mi Elvira, la mía. . . ,
¿mía?, la del que fui. . . ¡ Ah, mi Elvira, ya sé donde estás!
Perdóname por haberte confundido. Tú, tú supiste santificar
mi oscuridad con tu aliento . . ., en tu regazo, en tus brazos,
hallé un claustro materno. . . ¡Tú,mi Elvira, que ni apenas
sabías leer,leías en mis ojos, Elvira mia!
ELVIRA.-Sí, yo, tu Elvira. . .
MACEDO.-¡No, tú no! ¡Tú no!Tú eres la del libro, ¡quítate de ahí!
No; tú no te habrías sacrificado a mantener por siempre oculto mi
nombre, a guardar mi secreto.
SOLÓRZANO.-Que usted, señor mío, acaba de romper.
MACEDO.-ES que ahora ya no importa que usted lo sepa y hasta,
como historiador que es, lo propale. Ahora ya. . . ¡Basta y
adiós, que tengo prisa! (Repara en el libro, lo coje y lo tira al
suelo.)
SOLÓRZANO.-Pero ¡hombre, tratar así a un libro!
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MACEDO.-¡Y tratar así a un hombre!
SOLORZANO.- Un libro es sagrado.. .
MACEDO.- Más sagrado soy yo!¿O es que cree usted que mi imagen
es más que yo?
SOLÓRAZANO.-Es historia. . .
MACEDO.-¿Y yo qué soy? ¿Qué soy yo, Elvira?
ELVIRA.-Tú, mi Tulio, tú. . .mira.. .
MACEDO-(Recogiendo el libro del suelo y entregándoselo a Elvira.]
¡Toma mi cadáver! (Reponiéndose) Mas.. ., perdóname, no he sabido
lo que me hacía ¡Esto que he hecho con el pobre libro -¡qué culpa
tiene!-es indigno de mí! Perdóneme, señorita, perdone que haya
maltratado así a su…
ELVIRA.-Pero si te estoy diciendo…
MACEDO.-Sí, sí, me he precipitado, me he apresurado al entregarle
mi cadáver. . .
ELVIRA.-No diga eso. . .
MACEDO.-¡Presagios!
SOLÓRZANO.-Cállese, por Dios,señor Macedo, cállese. . .
MACEDO.-Sí, voy a callarme y para siempre. ¡Adiós! (Volviéndose).
¡Ah, bien me decía el corazón que olvidaba algo!. . . (Saca la
concha y se la da a Elvira.) ¿La recuerda?
¿Recuerda aquel cadáver de casa que recogí en las arenas de Bahía
Roja? ¡Tómela! ¡Guárdela en recuerdo mío!
ELVIRA.-Pero. . .
MACEDO.-¡Tómela, he dicho! ¡Y… adiós!
ELVIRA.-¡Padre.! -¡Padre! ¡Deténle!¡No le dejes salir. . . ; mira
que sé adónde va!
SOLÓRZANO.-Pero ¿es que voy a retenerle aquí para siempre, hija?
MACEDO.-Sí, sabe adónde voy. . . ,sabe que voy en busca de mi
Elvira,de la mía, sabe que voy a la mar de donde vine. . . , a mi
Elvira. . . ¿Cómo pude creer que hubiera otra que ella? No,
Elvira mía, no; como eres eterna eres sola. . . No hay más que
un solo amor verdadero. . . , el primero…, el que nació de la
niñez…, el que un hombre virgen cobra a una virgen. . . ¡Y mi
Elvira, señorita, fué virgen. . . , virgen de hombres y de
libros!
SOLÓRZANO.-¿Qué quiere usted decir, caballero?
MACEDO.-¡Lo que he dicho, ni más ni menos! ¡Y ahora otra vez…,
adiós! ¡A Dios! (Vase lentamente,mas al llegar a la puerta se
vuelve.)Y guarda ese libro, Elvira., guárdalo … ¡Adiós por
último! (Permanece callado y sin irse.)
SOLÓRZANO .-¡Que penoso es esto,caballero!
MACEDo.-Sí, es penoso decidirse.. . ¡Cuánto cuesta morir! ¡Y la
mar tan tranquila! Como si no pasase nada. . . Adiós, Elvira,
adiós.
(Sale como huido.)
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ESCENA IV
SOLÓRZANO y ELVIRA. Se abrazan.
ELVIRA .-¿No oyes a la mar, padre?
SOLÓRZANO.-NO, hoy no. . . , está tranquila. . .
ELVIRA-¿No oyes a la mar? ¿No oyes su gemido?
SOLÓRZANO.-No, no le oigo.
ELVIRA.-Oye, . . . . escucha…, espera.. .
SOLORZANO.-No te pongas así, hija.
ELVIRA.-Espera. . oye. . . ¡Ay!,¿no has oído?
SOLORZANO.-¿Es que ha sonado un tiro? (No debe oírse nada en escena,
como si sólo Elvira y su padre lo hubiesen oído.)
ELVIRA.-Sí, y es él, él. . . , ahí abajo.. ., en el portal. . .
¡Ahora sí que le ha matado a Tulio Montalbán!
SOLÓRZANO.-¡Voy a verlo!
ELVIRA.-¡YO no, no. . . , no quiero verlo!
(Solórzano se va.)
ESCENA V
ELVIRA. Sola, que se pasea agitada y escuchando lo que pasa
afuera.Se detiene un momento junto al retrato de DON DIEGO.
Luego coge el libro, que le tiembla en la mano,y lo arroja
horrorizada. Se queda mirando a la mar. Después saca la
concha y la contempla.
ELVIRA.-Vacía, vacía, vacia. . . ,sin puerta ya. . . ; y se hará
arena sobre la que deshojará el mar sus olas. Qué pesadilla!
ESCENA VI
ELVIRA y RITA.
RITA.-(Entrando.) ¡Abajo yace!
ELVIRA.-Pero. . .
RITA.-Sí para siempre. . . (Se abrazan, sollozando.)
RITA.-¡En su pecho llevaba un escapulario y un retrato. . .,
éste! (Elvira lo mira y rompe a llorar.)
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ESCENA VII
Dichos y SOLÓRZANO, entrando con TOMÁS.
SOLÓRZANO.-Ya hay, Elvira, en nuestro hogar, en el portal de
nuestra casa, hasta ahora limpio y honrado,una mancha de
sangre…,¡sangre! Y ahora hay que coger ese maldito libro y
echarlo a la mar. . . ¡Pero no!, quemarlo. . . , quemarlo. . .,
quemarlo. . .
ELVIRA.-¿Y por qué no también ese retrato? (Señalando el de Don
Diego.)
SOLÓRAZANO.-Acaso… Y los libros todos. . . ¡Hay que quemarlo
todo!
ELVIRA.-Pero aquí me anogo.
(Va y abre el balcón que da a la mar.)
SOLÓRZANO.-¡Hay que quemarlo todo…,todo! ¡Acaso habría que
quemar la isla! ¡Que resucite el volcán! ¡Quemarlo todo. . . ,
todo. . . , todo!¡Quemar la historia!
ELVIRA.-¡Menos la mar, padre!Mírala! ¡Como si no hubiese
Pasado nada! ¡Como si no hubiese historia! ¡Mírala! Mientras haya
mar no habrá aislamiento. . . ¿Y no sería lo mejor echar a ese
hombre a la mar, de donde vino? ¡Qué pesadilla!
SOLÓRZANO .-¡Después de quemarle
ELVIRA .-¿Para qué? ¡Mírala, padre, mírala! ¡Es como si no
hubiese pasado nada!
TELÓN
FIN “SOMBRAS DE DE SUEÑO”
Miguel de Unamuno
Un trozo de planeta por el que cruza
errante la sombra de Caín.
Antonio Machado
¡Ay, triste España de Caín, la roja
de sangre hermana y por la bilis gualda,
muerdes porque no comes, y en la espalda
llevas carga de siglos de congoja!
Medra machorra envidia en mente floja
–te enseñó a no pensar Padre Ripalda–
rezagada y vacía está tu falda
e insulto el bien ajeno se te antoja
Democracia frailuna con regüeldo
de refectorio y ojo al chafarote,
¡viva la Virgen!, no hace falta bieldo.
Gobierno de alpargata y de capote,
timba, charada, a fin de mes el sueldo,
y apedrear al loco Don Quijote.
Мигель де Унамуно. Собрание сочинений.
Miguel de Unamuno. Seleccion de textos
Для кого ця стаття? Для таких як я сам, хто в часи пандемії та суттєвої…
Git is a free and open source distributed version control system designed to handle everything from small…
ASCII Tables ASCII abbreviated from American Standard Code for Information Interchange, is a character encoding standard for electronic communication.…
Conda Managing Conda and Anaconda, Environments, Python, Configuration, Packages. Removing Packages or Environments Читати далі…
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