Хуан Руис де Аларкон. Виновная жаждет наказанья, а оскорбленный – мести.
Juan Ruiz de Alarcón. LA CULPA BUSCA LA PENA, Y EL AGRAVIO LA VENGANZA
Personas que hablan en ella:
Don SEBASTIÁN, galán
Don FERNANDO, galán
Don JUAN, galán
Don DIEGO, viejo entrecano
Don ANTONIO, viejo anciano
MOTÍN, gracioso
Doñ ANA, dama
INÉS, criada
Doña LUCRECIA, dama
JUANA, su criada
Un CRIADO
ACTO PRIMERO
Salen doña LUCRECIA y JUANA, con mantos;
doña ANA e INÉS, de casa
ANA: Pues que tus plantas hermosas
honran, Lucrecia, esta casa,
o gran desdicha te mueve,
o gran ventura me aguarda.
Si esto supiera mi hermano,
para abreviar las jornadas,
alas fueran las espuelas,
y pensamientos las alas.
LUCRECIA: ¡Ojalá, doña Ana mía,
que de esto fuese la causa
o ya tu ventura sola,
o ya sola mi desgracia!
Disgustos dan ocasión
a mi forzosa demanda,
que son en mí ejecuciones,
y que en sí son amenazas.
ANA: Declárate, si no quieres
que me mate en la tardanza,
tu pena y mi confusión.
LUCRECIA: Escucha, y preven, doña Ana,
perdon a mis sentimientos,
si no piedad a mis ansias;
que para romper la nema
de los secretos del alma,
Da mi peligro disculpa,
y tu valor confïanza.
Tres veces la sierra el mayo
ha calzado de esmeraldas,
y tres veces el enero
la ha coronado de plata
después que de mis favores
sediento don Juan de Lara,
bebiendo su llanto mismo,
ha mitigado sus llamas,
hasta que al fin su cuidado
vigilante, su constancia
invencible y su asistencia
ocasión ya de mi infamia,
merecieron mi piedad;
que una breve gota de agua,
repitiendo el golpe leve,
la más dura peña labra.
Llegaron a obligaciones
mis favores… de palabras,
digo; que nunca a las obras
se arrojó mi confïanza;
que no admite galanteo
la que tiene sangre hidalga,
sino para dar la mano
a quien su favor alcanza;
y así, como a ser su esposa
mi pensamiento aspiraba,
obligarle quise amante,
no recatarle liviana.
Es verdad que aunque las prendaa
que puse en su amor más caras
fueron honestos favores
y lícitas esperanzas,
mis cuidados y los suyos
las hicieron de importancia;
que de hablar a su albedrío
dieron motivo a la fama.
De este venturoso estado
seguro el amor gozaba,
cuando entre sombras obscuras
y entre conjeturas claras,
en su tibieza empecé
a conocer su mudanza;
y viendo que yo no había
dado a su rigor la causa,
pues le obligaba constante
cuando él mudable me agravia,
imaginé que la luz
de otra beldad le cegaba;
que nacen los celos cuando
nacen las desconfïanzas.
Y así con esta sospecha,
pretendiendo averiguarla,
centinelas puse ocultas
a sus ojos y a sus plantas.
Supe que ellas te seguían,
supe que ellos te miraban,
que tus balcones contempla,
que tus puertas idolatra.
¡Ay de mí! No sé si diga
que supe también, doña Ana,
que merece tus oídos,
y tus favores alcanza…
No lo digo, no lo creo;
que fuera ofender a entrambas.
A mí, porque si viviera
creyéndolo, fuera infamia,
y a ti por haber tan poco
que aumentó a las lusitanas
corrientes del Tejo el llanto
de verte ausente las aguas.
Que cuando apenas los nombres
de las calles cortesanas
puedes saber, cuanto más
las noblezas de sus casas,
te ofendiera si creyese
que tan fácil confïabas,
a crédito de los ojos,
obligaciones del alma.
Mas porque haber yo estimado
su pensamiento es probanza
de sus méritos contigo,
el veneno y la triaca
te doy juntos, pues te enseño,
porque pises recatada,
entre las flores el áspid
de su condición ingrata.
Y así por lo que te toca,
te estará mejor, doña Ana,
escarmentar advertida,
que advertir escarmentada.
Por lo que toca a don Juan,
será en ti más digna hazaña
dar castigo a sus engaños
que premio a sus esperanzas;
y por lo que toca a mí,
te mostrarás más humana
que en hacerle venturoso,
en no hacerme desdichada.
Tres años ha que me obliga,
dos meses ha que me agravia,
dos meses ha que te sirve,
tres años ha que me infama.
Piensa, pues eres discreta,
mira, pues naciste honrada,
de mi opinión el peligro,
de mi razón la ventaja,
el despecho de mi agravio,
el exceso de mis ansias,
la locura de mi amor,
y de mis celos la rabia.
ANA: (Si dice verdad Lucrecia, Aparte
la razón que tiene es clara,
y de que dice verdad
este exceso es la probanza;
y no es bien, pues yo no estoy
de don Juan enamorada
sino solo agradecida,
que marchite la esperanza
de quien se abrasa por él,
por quien a mi no me abrasa,
ni que mi amante se nombre
el que otra mujer engaña.)
En cuanto a amarme don Juan,
no mienten tus asechanzas,
Lucrecia; en cuanto a que yo
le favorezco, te engañan.
Y aunque lo pudiera hacer
y con disculpa, en venganza
de que a mi hermano desdeñas,
esto imagino que basta
a que de mí te asegures;
que no es tan poca arrogancia
la de los méritos míos,
que a un amante en quien se hallan
achaques de amor ajeno,
condiciones de mudanza
y olvido de obligaciones,
le dé lugar en el alma.
LUCRECIA: Deja que por tal merced
besen mis labios tus plantas.
ANA: Deja tú excesos; que hacer
yo lo que estoy obligada,
ni es merced para contigo,
ni es para conmigo hazaña.
LUCRECIA: Por hazaña y por merced
la estimo yo. Solo falta
suplicarte que le calles,
amiga, a don Juan de Lara
esta diligencia mía;
que si con desdén le tratas,
y sospecha que soy yo
de su desdicha la causa,
mal obligaré ofendido
al que obligado me agravia.
ANA: Mi presunción desconoces,
pues el silencio me encargas.
Para que le calle yo
tu diligencia, ¿no basta
temer, si se la dijera,
que don Juan imaginara
que lo que es desdén son celos,
y lo que es rigor venganza,
y juzgándome celosa,
me juzgase enamorada?
No, Lucrecia, no; que somos
las portuguesas muy vanas;
y, ¡ojalá que las mujeres
todas en esto pecaran!
Pues cuanto más vanas fueran,
tanto fueran más honradas.
Doña LUCRECIA habla aparte a INÉS
LUCRECIA: ¿Entiendes que cumplirá
lo que promete doña Ana?
INÉS: O tendrá un fiscal en mí;
que no puedo ser ingrata
a la afición de Lucrecia
y al pan que comí en su casa.
Sale un CRIADO
CRIADO: Don Fernando mi señor
ha llegado.
Vase el CRIADO
LUCRECIA: ¡Ay desdichada!
Por dónde, sin que me vea,
podré salir?
ANA: En las casas
de mujeres como yo,
Lucrecia, no hay puerta falsa;
mas ¿qué importa que te vea
mi hermano? ¿Qué te recatas?
LUCRECIA: ¿Para qué es bueno ponerme,
si mis desdenes le agravian,
a lance de acrecentar
mis rigores y sus ansias?
Y, ¿qué puedo parecer,
viniendo a pie y disfrazada
donde vive quien amante
de mis prendas se declara?
ANA: Dices bien. Tapao las dos;
que yo haré cómo te vayas
sin conocerte, si acaso
la nube del manto basta
a eclipsar el resplandor
de los rayos de tu cara.
Salen don SEBASTIÁN y don FERNANDO de camino
FERNANDO: Dame, doña Ana querida,
los brazos.
ANA: Pues que te veo,
no pide ya mi deseo
más términos a la vida.
FERNANDO: Otro hermano tienes más
–pues es otro yo mi amigo–
en el señor don Rodrigo
de Ribera.
ANA: Pues le das
nombre de amigo y hermano,
esa recomendación
le dice mi obligación,
y me enseña lo que gano.
SEBASTIÁN: Nombre de esclavo me dad;
que es deuda en mí conocida,
si a quien se debe la vida
se rinde la libertad.
Y yo al señor don Fernando
no solo debo el tenella,
mas el merecer con ella
la dicha que estoy gozando.
(Si es dicha acaso que vea Aparte
beldad cuya perfección
atormenta el corazón,
si los ojos lisonjea.)
JUANA: ¿Qué aguardas, señora, aquí?
Vámonos.
LUCRECIA: Adiós, doña Ana.
ANA: Id con Dios.
Vanse doña LUCRECIA y JUANA
FERNANDO: ¿Quién es, hermana?
ANA: Una dama que de ti,
para cierta diligencia
que en Sevilla le importaba,
pretendió, porque pensaba
que durara más tu ausencia,
valerse, y desengañada
se parte.
FERNANDO: ¡Qué airosa es!
El viento huellan sus pies.
SEBASTIÁN: Flechas despide tapada,
que descubierta serán
Rayos.
ANA: (¡Estando yo aquí Aparte
Habla este grosero así!
Menos tiene de galán
en el alma que en el talle.)
Sale MOTÍN, de camino
SEBASTIÁN: ¿Que hay, Motín?
MOTÍN: Que hallé posada,
y la dejo concertada.
SEBASTIÁN: ¿Dónde?
MOTÍN: En esta misma calle;
tan cerca, que una pared
de esta casa la divide.
SEBASTIÁN: (Albricias al alma pide.) Aparte
FERNANDO: Mucho me huelgo, y creed
que el aposento os hiciera
en mi casa, confïado,
si de doña Ana el estado,
Rodrigo, lo permitiera.
SEBASTIÁN: No me deis satisfaciones,
cuando ya de esta verdad
me ha dado vuestra amistad
mayores demostraciones.
FERNANDO: Vamos pues.
SEBASTIÁN: ¿Adónde vais?
FERNANDO: Quiero ver si es la posada
para vos acomodada.
SEBASTIÁN: De mil modos me obligáis.
Míranse mucho don SEBASTIÁN y doña ANA
Hermosa doña Ana, adiós.
ANA: Él os guarde.
MOTÍN: (¡Pese a tal!
O yo lo he mirado mal,
o se miran bien los dos.)
Vanse don SEBASTIÁN, don FERNANDO y
MOTÍN
INÉS: Cierto, señora, que temo
tu salud.
ANA: ¿Por qué ocasión?
INÉS: Con tan curiosa atención
y tan cuidadoso extremo
te ha mirado el forastero,
que si no quedas aojada,
tienes la sangre pesada.
ANA: Antes, Inés, considero
que, pues no me ha hecho mal,
no le he parecido bien.
INÉS: No es tan atento el desdén,
Que con suspensión igual
se mire lo que no agrada.
ANA: Pues ¿qué quieres? ¿Que de mí
esté enamorado?
INÉS: Sí.
ANA: ¡Tan presto!
INÉS: Cuando mirada
la hermosura ha de matar,
muy fácil es de inferir
que no tardará en herir
más que se tarda en mirar.
ANA: ¿Que en efecto me ha mirado
tan cuidadoso y suspenso?
INÉS: Mucho lo preguntas. Pienso
que de ello no te ha pesado.
ANA: Pues dime tú, ¿a quién le pesa
de que la quieran?
INÉS: A quien
inclina tanto al desdén
la arrogancia portuguesa.
ANA: Dices verdad; pero, Ines,
si de arrogante le infaman,
advertid que también llaman
derretido al portugués.
Dame que el dorado arpón
de Amor hiera al pensamiento
y verás que es rendimiento,
cuanto ha sido presunción.
INÉS: ¿Ves, señora, cómo tienes
principio de amor?
ANA: ¡De amor!
INÉS: Sí; que temes el error
pues la disculpa previenes.
ANA: Y yo tambien lo presumo.
Centellas del nino ciego
tengo en el alma, si el fuego
se conoce por el humo.
INÉS: Dime, ¿por qué lo sospechas?
ANA: Cuando a Lucrecia decía
que descubierta daría
rayos, y tapada flechas,
un invidioso dolor
en el corazón, Inés,
me causó, y la invidia es
humo del fuego de amor.
Y si la verdad te digo,
la inclinación me ha llevado;
pero como no me ha dado
hasta agora don Rodrigo
de sí más información
de la que la vista ofrece,
dudando si me merece,
reprimo la inclinación.
INÉS: Si de lo que has visto estás
contenta, dudas en vano,
pues abona el ser tu hermano
tan su amigo lo demás.
ANA: Bien dices.
INÉS: Si digo bien,
¿Qué falta ya?
ANA: Que conmigo
se declare don Rodrigo.
INÉS: Yo lo trataré tan bien,
que puedas tú declararte.
ANA: Harélo si me merece.
Mas ¿sabes que me parece
que estás mucho de su parte?
INÉS: Que estoy muy contra don Juan
dirás; que como desprecia
tan sin razón a Lucrecia,
pena sus penas me dan;
que me pone en tanto empeño,
demás de que la he servido,
porque mi tercera ha sido
para tenerte por dueño;
y me holgaré de que él halle
en tu rigor su castigo.
ANA: Yo pienso que don Rodrigo
ha venido a castigalle.
Vanse las dos. Salen don SEBASTIÁN, don
diego, MOTÍN y CRIADOS
SEBASTIÁN: Señor don Diego de Mendoza, a solas
quedemos; que en secreto importa hablaros.
DIEGO: Despejad.
Vanse los CRIADOS
SEBASTIÁN: Cesen ya las altas olas,
y muéstrense de luz menos avaros
los cielos a la noche tenebrosa
de confusión tan larga y tan penosa
que ciego y triste contraopuestos polos
me obligó a discurrir.
DIEGO: Ya estamos solos.
SEBASTIÁN: Yo, señor, soy don Sebastián de Sosa.
Don Antonio de Sosa, vuestro amigo,
me dio el ser y la sangre generosa
de cuya calidad sois vos testigo.
DIEGO: Bien venido seáis. Dadme los brazos
antes que prosigáis.
SEBASTIÁN: Estos abrazos
son el primer alivio que he tenido
en cuanto mar y tierra he discurrido.
DIEGO: ¡Gracias a Dios que con salud os veo!
Decid ya lo demás; yo lo deseo.
SEBASTIÁN: Quince veces la hermosa primavera
ha dado alfombras fértiles a Flora
después, señor, que yo de la ribera
del lusitano piélago, en la aurora
de mi edad, a las indias orientales
partí a buscar el rostro a la Fortuna,
llevando para asilo de mis males
al que del sol de España iba a ser luna
en aquella región; que fui en mi casa
hijo tercero, y la porción escasa
que de los bienes libres paternales
esperaba heredar, no me podía
sustentar con el lustre que pedía
la presuncion de pechos principales.
Allí pues en tres lustros de mi vida
me dieron, ya la paz y ya la guerra,
tan claro nombre, hacienda tan lucida
que en la ajena olvidé mi propia tierra,
cuando una carta de mi padre–¡ay cielos!–
cubrió tan clara luz de obscuros velos.
Mándame que al momento
me parta a España, y que venir procura
desconocido, para que asegure
la honrosa ejecución de cierto intento
y que él me aguarda oculto en esta corte,
donde vos solo habéis de ser el norte
por quien he de buscar, de vos fïado,
el lugar donde vive retirado.
Éstas fueron, en suma,
las preñadas razones que su pluma,
para causarme tenebrosa calma,
pintó a los ojos y esculpió en el alma.
Al fin, o la obediencia del preceto,
o la curiosidad de este secreto,
me sacó de las playas orientales,
y en una de dos máquinas navales,
movibles promontorios, que de Goa
los tesoros conducen a Lisboa,
del mar penetro climas dilatados
para ponerles fin a mis cuidados.
Y un día, al correr su pabellon la aurora,
que alegra a luces cuando a perlas llora,
desde el tope, que sube
a barrenar la más distante nube,
un marinero experto,
“¡Tierra, tierra!” en alegres voces dice;
y a poco espacio el lusitano puerto
felice vio quien le buscó felice;
que yo, fletando un barco que ligero
a recibirnos se engolfó primero,
solo me arrojo en el, y el horizonte
de Portugal discurro hasta Ayamonte,
donde ya libre de que me pudiera
ninguno conocer, mi nombre dejo
por el de don Diego de Ribera,
y parto a la ciudad a quien da espejo
el Bétis de cristal, y allí en diez días
para Madrid dispuse mi jornada,
donde ya en vos las desventuras mías
gran parte ven de mi intención lograda,
puesto que vivo y con salud os veo,
y agora solo resta a mi deseo
saber, si ya la tierra no sepulta
ami padre, el lugar en que se oculta,
para que tenga fin este cuidado
que tan largas fatigas me ha costado.
DIEGO: Quietad el pecho. Vuestro padre vive,
y aunque en Madrid ha estado,
lugar por su grandeza acomodado
para que en él se oculte quien recibe
de la Fortuna injurias.
Dos meses solamente
habrá, don Sebastián, que un accidente
le obligó a retirarse a las Asturias,
donde, mudado el nombre, de este día
la luz dichosa espera.
Vos no hagáis novedad; que mensajera
será una carta mía,
más breve y más segura,
de la llegada vuestra y su ventura.
SEBASTIÁN: ¿No es más razón que yo a buscarle parta?
DIEGO: Que en Madrid le esperéis, y yo po carta
Le avise, el órden fue, si ha de cumplirse,
que me dio vuestro padre al despedirse.
SEBASTIÁN: Fuerza es que le obedezca;
mas vos, don Diego, porque no padezca
mi pecho confusión tan congojosa
si la sabéis acaso, de su intento
la causa me decid.
DIEGO: Su pensamiento
ignoro; pero siendo tan penosa
la ocasión y tan grave
que a don Antonio a lo que veis obliga,
fuera de él no es razón que otro os la diga,
pues que será deciros que la sabe;
porque ni aun vuestro padre, si pudiera
excusallo, era bien que la dijera.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN: ¡Válgame Dios! Cuando entendí que había
llegado al puerto la desdicha mía,
la tempestad parece que comienza.
¡Don Diego de Mendoza se avergüenza
de referirme la ocasión! ¿Qué dudo?
Con no decirla dijo cuanto pudo.
¡Mi padre vive oculto y desterrado
de su patria, con nombre disfrazado!
Infame es la ocasión, la causa es fea.
Mas, ¿qué me aflijo? Lo que fuere sea;
que pues para el remedio me ha llamado,
posible lo imagina, y ya he llegado,
y yo de cualquier modo
tengo valor para salir con todo.
Vase
Salen don FERNANDO, encontrándose con don SEBASTIÁN
FERNANDO: Don Rodrigo.
SEBASTIÁN: ¿Qué hay, amigo?
FERNANDO: Apenas llegado habéis
a Madrid, cuando ya hacéis
visitas que son conmigo
por dos partes ocasión
de celos.
SEBASTIÁN: Mucho sintiera
que mi amistad no os cumpliera
en todo su obligación.
Decid, pues, cómo os he dado
los celos que habéis tenido
para que enmiende advertido
lo que ignorante he pecado.
FERNANDO: Bien decís; que no es razón
que os recate, don Rodrigo,
siendo mi mayor amigo,
la llave del corazón.
De don Diego de Mendoza
es esta casa de donde
salís, que es nube que esconde
el rayo o cielo que goza
en su bija, una deidad,
vida y muerte de mi amor,
pues me mata su rigor,
y me anima su beldad.
Celos me dais por amigo,
si a don Diego visitastes,
pues lo que con él hablastes
no habéis tratado conmigo;
y si a Lucrecia, ignorante
de mi aficián, visitáis,
aunque mi amigo seáis,
me dais celos por amante.
SEBASTIÁN: Fernando, ni en la amistad
ni en el amor os ofendo;
que ni a Lucrecia pretendo,
ni tuve de su beldad
jamás otra relación
que la que me dais aquí;
mas aunque a su padre vi
sin daros cuenta, no son
vuestras quejas bien fundadas,
que no obligó el comenzar
vuestra amistad a acabar
correspondencias pasadas.
Vase don FERNANDO
SEBASTIÁN: ¡Ah cielos! ¡Si yo la mano
de doña Ana mereciese
en premio de que la diese
doña Lucrecia a su hermano!
Mas, ¿cómo en el triste estado
de mi opinión recelosa,
tu beldad, doña Ana hermosa,
lisonjea mi cuidado?
¡Ay de mí! Que en la memoria
de las deudas de mi honor,
huye la dicha de amor,
y desvanece la gloria;
como el pintado pavón,
que por más que haciendo en torno
con la pompa de su adorno
arrogante ostentación,
de hermoso y galán presuma,
pierde marchito después,
en la fealdad de los pies,
la vanidad de la pluma.
Vase. Salen doñ ANA e INÉS a una reja
baja, después MOTÍN
ANA: Pues Motín está en la calle,
háblale agora.
INÉS: Detrás
de la ventana podrás,
sin que él lo entienda, escuchalle.
ANA: Infórmate con cautela
de todo.
INÉS: Pierde cuidado.
Ocúltase doña ANA, y sale MOTÍN
MOTÍN: (¡Que haya de ser un crïado, Aparte
por su dueño, centinela
de su dama noche y día!
¡Y que una escasa ración
incluya en su obligación
tambien la alcahuetería!)
INÉS: Motín…
MOTÍN: ¿Quién llama?
INÉS: Yo soy.
MOTÍN: ¿Cómo, Inés, soy tan dichoso,
que me llamas?
INÉS: Vite ocioso,
y porque también lo estoy,
quise entretener así
a los dos.
MOTÍN: Merced me has hecho;
que me fastidian el pecho
algunas cosas que vi,
como soy recién venido
a Madrid, que si no hallara
con quien de ellas murmurara,
me muriera de podrido.
INÉS: Di pues, descansa.
MOTÍN: Un mozuelo,
büido de pies, que andando
va cada momento dando
de puntillazos al suelo,
¿qué significa?
INÉS: Que como
es puntiagudo el zapato,
no entra bien.
MOTÍN: Pues ¿más barato
no fuera calzarle romo?
Y algunos que braceando
con la mano acucharada,
la manga desabrochada
y sin puños, le va dando
en los dedos el aforro.
¿Es gala o hipocresía?
¿Es aliño o porquería?
¿Es descuido o es ahorro?
¿O presumen por ventura
de manos, y hacen con esto
que junto al color opuesto
parezca más la blancura?
Y el que levanta igualmente
por los dos lados el ala
del sombrero, y por gran gala
lleva un candil en la frente,
dime, ¿en qué puede fundarse?
¿Y en qué se funda un galán,
que vistiendo tafetán
en julio, por no abrasarse,
embute de estofa vana
jubón y calzón? Querría
saber si la seda enfría
más que calienta la lana.
Y el escolar que camina
con un matachín meneo,
y hecho un rollo del manteo,
se le encaja en la pretina.
¿A quién no le causa risa?
¿Y un paje que, si reparas,
Mide las ligas a varas,
y a pulgadas la camisa?
INÉS: Y tú, pues en eso tocas,
¿cuántas tienes?
MOTÍN: Tengo, Inés,
Si verdad te digo, tres.
INÉS: Pues ¿cómo tiene tan pocas
quien de las Indias llegó
un mes ha?
MOTÍN: Engañada estás;
qué no he fïado jamás
al agua la vida yo.
INÉS: Pues, ¿cuándo entraste a servir
a don Rodrigo?
MOTÍN: Después
que señalaron sus pies
la orilla a Guadalquivir.
INÉS: Segun eso, no sabrás
su calidad.
MOTÍN: Solo sé
que en sus acciones se ve
que ninguno tiene más.
INÉS: Y di, ¿qué finezas fueron,
las que hicieron tan amigo
de Fernando a don Rodrigo?
MOTÍN: En Sevilla concurrieron
en una posada un día
los dos, y en viéndose en ella,
halló en cada cual su estrella
lo que llaman simpatía.
INÉS: ¿Simpa… qué?
MOTÍN: Conformidad,
rabiando a lo castellano.
Pues como abrasa el verano
el sol aquella ciudad,
fuimos una noche al río
los tres; siendo el primero
en desnudarse ligero
mi señor, al cristal frío,
sin prevenir los azares
de su hondura, se arrojó;
que sin duda imaginó
que se echaba en Manzanares.
Despojábase espacioso
la ropilla don Fernando
por no acatarrarse, cuando
a mi dueño, congojoso,
en un mal formado acento,
que gorgoritas hacía,
escuchamos que decía,
“¡Que me ahogo!” Y al momento
al peligro se arrojó
animoso don Fernando,
medio vestido, y nadando,
a la orilla le sacó.
INÉS: Y tú, ¿no le socorriste?
¿No sabes nadar?
MOTÍN: Sí, sé,
mas del refrán me acordé.
INÉS: ¿De qué refrán?
MOTÍN: ¿Nunca oiste
decir que el buen nadador
guarda la ropa?
INÉS: Si oí.
MOTÍN: Pues yo, que lo soy, allí
la guardaba a mi señor.
Demás que era desatino
entregarme al agua, á quien
jamás he querido bien.
Si el Bétis fuera de vino,
don Rodrigo paseara
seguro su centro frío.
INÉS: ¿Cómo?
MOTÍN: Sorbiérame el río,
y él en seco se quedara.
En esta hazaña se funda,
pues, la amistad que nació
en los dos, a que añadió
nuevos lazos la segunda.
A la posada venía
una noche don Rodrigo
muy tarde, solo conmigo;
y cuando llamar quería
a la puerta, acometieron
a matarnos con montantes
cuatro feroces gigantes.
INÉS: ¡Tan grandes te parecieron?
MOTÍN: Pues piensa que me limito,
que en ellos fuera una espada
hasta el recazo envainada
picadura de mosquito.
Y así, valiéndome, como
en la ventajosa lid
del gigante hizo David,
de otras armas, quité el pomo
a mi espada, y de una liga
hice una honda, y tiré
al uno, y le reventé
un ojo; y con la fatiga
cayó el Polifemo, dando
Tal golpe, que estremeció
la ciudad, y despertó
el estruendo a don Fernando,
que asomándose a un balcón,
y viendo que don Rodrigo,
su camarada y amigo,
estaba en tal aflicción,
a la calle se arrojó
con una espada, en camisa,
y a los gigantes tal prisa
de cuchilladas les dio,
que todos en un momento
se desparecieron como
humo al viento.
INÉS: ¿Y el del pomo?
MOTÍN: Huyó también tan sin tiento,
como en lo tuerto no estaba
ducho, que la calle errando
y en las casas tropezando,
como bolas las birlaba.
INÉS: ¡Gran ventura! Mas querría
saber de dónde contigo
esa noche don Rodrigo
tan a deshora venía;
porque de esto y de intentar
darle muerte esa cuadrilla,
colijo yo que en Sevilla
se debió de enamorar.
Doña ANA aparte al paño
ANA: (Sutilmente ha rodeado Aparte
la plática a mi intención.)
MOTÍN: Yo pienso que la ocasión,
Inés, de haberle intentado
matar, fue para quitarle
un diamante que traía
en el dedo, que podía
el mismo sol cudiciarle;
que allí no galanteaba;
antes, según lo que agora
a tu hermoso dueño adora,
y a Madrid apresuraba,
logrando instantes del día,
su jornada, he sospechado
que estaba allá enamorado
de doña Ana en profecía.
ANA: (¡Vitoria, amor!) Aparte
MOTÍN: (De un chapín Aparte
tras de la ventana brilla,
o me engaño, una virilla.
¿Si escucha doña Ana?)
INÉS: Al fin,
¿la tiene amor?
Habla doña ANA aparte a INÉS
ANA: Tiempo es
de declararte.
MOTÍN: (¿Qué he visto? Aparte
del pie le ha dado. ¡Por Cristo
que juega con ganso Inés.)
Toda la noche se queja,
y suspira tan sentido,
que el huésped le ha despedido
porque dormir no le deja.
INÉS: Pues pide para los dos
albricias a don Rodrigo;
que su amor–yo soy testigo–
de que es pagado; y adiós.
Retíranse las dos
MOTÍN: ¡Hay tal dicha! Cierto es
que doña Ana lo ha escuchado,
y fue entre los dos tratado
cuanto aquí me ha dicho Inés.
Sale don SEBASTIÁN
SEBASTIÁN: Motín…
MOTÍN: Señor, mi deseo,
Te llamó; que en este instante
me ha dicho Inés que es tu amante
doña Ana.
SEBASTIÁN: ¡Oh cielos! No creo
tanta ventura.
MOTÍN: Yo sí;
que lo que a Inés escuché,
orden de doña Ana fue.
SEBASTIÁN: Pues, ¿cómo?
MOTÍN: Hablando de ti
desde la reja a la calle,
donde yo estaba en espía,
después que gastado había
gran prosa en exageralle
tu ciego amor, vi que Inés
un poco se suspendió,
y que la atención pasó
de los ojos a los pies.
Penetré la celosía,
aplicando un poco más
la vista, y vi que detrás
de la ventana lucía
una virilla, chismosa
de su dueño y de su intento,
que dijo a mi pensamiento
que era de doña Ana hermosa.
Disimulé, y luego vi
que despidió la virilla
una breve zapatilla,
así flamante y así
ajustada, que pensé,
viendo que nada injuriaba
su primer facción, que estaba
en la horma, y no en el pie.
Mas desengañóme luego
una rosa o una estrella,
que después que llegó a vella
el Amor le pintan ciego,
que en puntillas tan brillantes
y cándidas se remata,
que si no es globo de plata,
es erizo de diamantes.
Salió pues, señor, el pie,
si recatado, lascivo,
que tiene más de atractivo
cuando se ve y no se ve;
y tocó á Ines. Yo creí
que tocaba a retirar,
y no fue sino tocar
a declararse; y así
me dijo, “Para los dos
pide albricias a Rodrigo;
que su amor, yo soy testigo,
de que es pagado; y adiós.”
SEBASTIÁN: ¿Es posible que ha tenido
tan dichoso fin mi pena?
Dale a Ines esta cadena,
Dale una
Y tú, ponte aquel vestido
que estrené cuando partí
de Guadalquivir.
MOTÍN: (Dió fuego.) Aparte
SEBASTIÁN: ¿Que a ser tan dichoso llego?
¿Que tanto bien merecí?
Pues que doña Ana me adora
vengan penas, vengan males;
que si antes eran mortales,
serán medianas agora.
MOTÍN: Pues, ¿podrás estar quejoso
de las nuevas que te he dado?
SEBASTIÁN: Mas que cuerdo desdichado,
quiero ser loco dichoso.
Vanse. Salen don JUAN Y doña ANA
ANA: Señor don Juan, por mi vida
que os vais.
JUAN: Señora, ¿qué es esto?
¿Vos me despedís tan presto?
A darle la bienvenida
vengo, por nuestra amistad,
a vuestro hermano; y así,
ni le hará el hallarme aquí
sospecha ni novedad,
si vos conmigo la hacéis
por eso.
ANA: De porfïado
estáis ya, don Juan, cansado.
JUAN: ¡Ay de mí! ¡Ya os ofendéis
de verme! Ya vuestros ojos,
de quien luces merecí
de favores, contra mí
fulminan rayos de enojos!
¿En que os ofendi, señora?
ANA: En nada.
JUAN: Pues, ¿qué mudanza
es ésta que mi esperanza
condena sin culpa agora?
ANA: Mudanza.
JUAN: ¿Puédela hacer
sin causa quien su favor
ha empeñado?
ANA: Es loco Amor.
JUAN: ¿No sois noble?
ANA: Soy mujer.
Salen don SEBASTIÁN y MOTÍN, que se
quedan acechando a doña ANA y don JUAN, hablan los dos aparte
SEBASTIÁN: ¿Qué estoy viendo?
MOTÍN: El galán es
que te da cuidado.
SEBASTIÁN: ¡Ah, cielos!
Ya son agravios mis celos.
MOTÍN: ¿Doyle la cadena a Inés?
SEBASTIÁN: Necio estás.
JUAN: Solo de vos
saber la ocasión querría
de mi mal, doña Ana mía.
MOTÍN: ¡Mía dijo, vive Dios!
SEBASTIÁN: Oye.
ANA: Don Juan, idos ya;
que no os la quiero decir.
JUAN: Ni yo de aquí he de salir.
ANA: Entraréme yo.
JUAN: Será
Quiere irse, y tiénela
obligarme a ser grosero.
ANA: Soltad. ¿Qué es esto, atrevido?
SEBASTIÁN: (Sin darme por entendido Aparte
del caso, estorbarle quiero.)
Adelántase
¿Está el señor don Fernando
en casa?
JUAN: (¿Hay licencia igual?) Aparte
ANA: (¡Que sucedió al fin el mal Aparte
que yo estaba recelando!)
JUAN: ¿Quién es? ¿Quién de esta manera,
donde yo en visita estoy,
Sin avisar entra?
SEBASTIÁN: Soy
don Rodrigo de Ribera,
y soy, porque soy su amigo,
don Fernando Vasconcelos.
Pero vos, ¿quién sois?
ANA: (De celos Aparte
da sospechas don Rodrigo,
y antes que se empeñe, quiero
estorbarle.) Si le halláis
conmigo, ¿qué preguntáis?
Amigo es tan verdadero
el señor don Juan de Lara
como vos de don Fernando;
que si no lo fuera, estando
él ausente no pisara
de esta casa los umbrales.
JUAN: (¿Satisfaciones le da? Aparte
Yo he reconocido ya
el principio de mis males.)
SEBASTIÁN: (Disimular me conviene.) Aparte
Preguntéle por saber,
señora, lo que he de hacer
de la obligación que tiene
al señor don Juan mi amigo
Fernando; y así, pensad
que es una vuestra amistad
con él, don Juan, y conmigo.
JUAN: (Bien disimula.) Aparte
ANA: (Prudente, Aparte
cuerdo y cortés se mostró.
JUAN: Lo mismo os ofrezco yo.
(¡Ah celos! la boca miente;
que no es ésta la ocasión
que declararos podéis;
pero a solas le diréis
lo que siente el corazón.)
A doña Ana, don Rodrigo,
os quedad acompáñando
mientras viene don Fernando,
puesto que sois tan su amigo.
Vase
ANA: (Ya le entiendo. De celoso Aparte
da señales.) No os quedéis,
don Rodrigo; no le deis
causa de estar sospechoso.
SEBASTIÁN: Satisfación a don Juan
queréis dar?
ANA: Y vos, ¿por qué
de eso queréis que os la dé?
SEBASTIÁN: ¿Que haya quien, siendo galán,
tenga licencia, en ausencia
de vuestro hermano, de veros?
ANA: ¿Tenéisla vos de ofenderos
reñirme esa licencia?
SEBASTIÁN: ¿No la tiene el que os adora?
ANA: ¿Vos me adoráis?
SEBASTIÁN: Pues mis ojos,
¿no os han dicho mis enojos.
ANA: No entendí tal; mas ajora
que claramente a decirme
vuestro amor llegáis, Rodrigo,
que tenéis licencia, digo,
de ofenderos y reñirme.
Vase
SEBASTIÁN: Y yo digo, pues pagás
con tal favor mi afición,
que no me deis la ocasión,
pues la licencia me dais.
MOTÍN: Y yo que, pues ha tenido
tan dichoso fin tu pena,
le doy a Inés la cadena,
y me tomo yo el vestido
FIN DEL ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
Salen don SEBASTIÁN y don DIEGO
SEBASTIÁN: Esto habéis de hacer, señor
don Diego, por mí, supuesto
que os esté bien; que yo en esto
no soy más que intercesor
con vos, consejero no,
pues esfuerza que sepáis
lo que perdéis o ganáis
en ello mejor que yo;
que soy tan recién llegado.
Si bien por las ocasiones
que os he dicho, en las acciones
de don Fernando me ha dado
su valor y calidad
información tan entera,
que en su emulación dijera
lo que digo, en su amistad.
DIEGO: ¿Que tantas obligaciones,
don Sebastián, le tenéis?
SEBASTIÁN: Las que colegir podéis
de quien en dos ocasiones
la vida, señor, me ha dado.
Demás que lograr confío,
siendo vos tercero mío,
con su hermana mi cuidado
que si a Lucrecia le dais,
con tal que me dé la mano
de la que adoro, su hermano
se tendrá, pues le obligáis
dándole el bien que desea,
por venturoso, y a mí
me calificáis así,
pues queriendo que yo sea
de vuestro yerno cuñado,
puesto que importa ocultarle
quién soy, puede asegurarle
vuestro abono ese cuidado.
DIEGO: Yo estimo, como es razón
a don Fernando, y le diera,
puesto que él no los tuviera,
méritos la intercesión;
mas determinarme quiero,
supuesto que es portugués,
y vuestro padre lo es,
informándome primero
de tan verdadero amigo;
y así, le hemos de esperar;
que con él se ha de tratar
este caso, no conmigo.
SEBASTIÁN: Si en él lo comprometéis,
la norabuena desde hoy
a don Fernando le doy
DIEGO: ¿Qué sabéis? No os empeñéis.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN: ¡Oh padre! Las ansias mías
te den las ansias de amor.
Cifre el planeta mayor
en un instante los días
de tu prolija tardanza;
que donde es tal la ocasión,
da muerte la dilación,
si da vida la esperanza,
Sale don JUAN
JUAN: Más fácilmente, señor
don Rodrigo, parecéis
a quien veros no quisiera
que a quien os procura ver.
SEBASTIÁN: No sé porqué lo decís.
JUAN: Digolo porque, después
que para estorbarme en casa
de doña Ana os encontré,
no pude hallaros, de muchas
que os he buscado, una vez.
SEBASTIÁN: Ni aun ésta, pluguiera a Dios,
me hallárades si ha de ser
para decirme pesares;
que decir que os estorbé
cuando en casa de dona Ana
los dos nos hablamos, es
un lenguaje muy ajeno,
don Juan, del que usar debéis
por vos, por ella y por mí;
porque ni a doña Ana, a quien
mira con respeto el sol,
os pudistes atrever,
ni ella permitir que a solas
con mas licencia la habléis
que en presencia de testigos,
ni vos, conforme a la ley
de noble, cuando eso fuera,
lo debéis dar a entender,
Ni a mí, que soy de su hermano
tan estrecho amigo, es bien,
cuando olvidéis lo demás,
que de ese modo me habléis.
JUAN: Esas son caballerías
de Amadís y Florisel,
y se os luce, don Rodrigo,
lo recién llegado bien,
pues ignoráis que en la corte
la competencia es cortés,
permitido el galanteo
y usado el darlo a entender
y más donde la ocasión
por que os he buscado, fue
ésta sola; que me importa
saber de vos si tenéis
prendas de amistad no más,
o empeños de amor también,
con doña Ana Vasconcelos,
y si en vos he de tener
amigo o competidor.
SEBASTIÁN: Mal os ha informado quien
os dijo que los precetos
de noble y galán no sé,
y que cuando amante sea,
de mí lo habéis de saber;
fuera de que os engañáis
si pensáis que en mí no es,
para estorbar vuestro amor,
bastante ocasión tener
amistad a don Fernando.
JUAN: Con ese color queréis
pasar por virtud conmigo
lo que es delito con él.
Y puesto que así lo entiendo,
en resolución sabed
que si vos, como Faetón,
el pensamiento atrevéis
al sol que adoro, esta espada
un rayo ardiente ha de ser,
que en vuestras cenizas
llueva escarmientos otra vez.
Sale don FERNANDO
FERNANDO: (¿Qué es esto?) Aparte
SEBASTIÁN: Al fin me tratáis
como a forastero, pues
desconocéis este acero;
Empuñan
Mas presto veréis en él
vuestro engaño y mi valor.
FERNANDO: Don Juan de Lara, tened;
Don Rodrigo, basta.
JUAN: (¡Ah cielos!) Aparte
FERNANDO: ¿Qué es esto?
SEBASTIÁN: Pues os ponéis
de por medio, ya no es nada.
FERNANDO: Si acaso puedo saber
la causa de este disgusto,
a gran ventura tendré,
don Juan, llegar a ocasión
de evitarlo y componer
de los dos la diferencia.
JUAN: Solo deciros podré
que a mí me sobra razón
y que la suerte crüel
no pudo hacerme pesar
agora mayor que haber
llegado vos a impedir
mi furia.
Vase don JUAN
FERNANDO: Don Juan, volved.
Fuego despiden sus ojos,
y el viento injurian sus pies.
No puedo yo, don Rodrigo,
saber qué es esto?
SEBASTIÁN: ¿No veis
que el silencio de don Juan
me le ha obligado a tener,
pues a vos mismo, Fernando,
no ha de pareceros bien
que yo remita a la lengua
lo que a las espadas él?
FERNANDO: Basta; doyme por vencido.
(Lucrecia sin duda es Aparte
la ocasión, porque don Juan
es su amante, y le escuché
sentimientos de celoso.)
Decidme, Rodrigo, pues ¿Qué
hay de mi esperanza? ¿Hablastes
a don Diego?
SEBASTIÁN: Ya le hablé;
y aunque conoce y estima
lo mucho que merecéis,
responde que por agora
no se puede resolver.
FERNANDO: ¿Eso es estimarme?
SEBASTIÁN: Prendas
de tanto valor ¿queréis
que solo a vuestro deseo
atentas, Fernando, estén?
¿A vos solo habrá tirado
orado arpón, desde aquel
cielo de Lucrecia, Amor?
¿Vos solamente seréis
quien conquiste su hermosura
y contraste su desdén,
que a la primer diligencia
os prometistes vencer?
Yo he hecho lo que he podido,
y lo que pudiere haré.
Pues dilatar no es negar,
paciencia, amigo, tened;
que empresas tan importantes
no se acaban de una vez.
Vase don SEBASTIÁN
FERNANDO: Qué sospechas, qué recelos
son estos, suerte crüel,
con que a mi pecho abrasado
tan dura guerra movéis?
Con tantos y tan urgentes
indicios di que es infiel
a mi amistad don Rodrigo,
y que de Lucrecia es
amante; que con don Diego
tiene amistad le escuché,
y desde la Nueva España
viene dirigido a él.
Visitóle a excusas mías,
que claramente se ve
que lo excusó con cuidado;
que a no recatarse, pues
era tan recién venido
a Madrid, para saber
siquiera dónde vivía,
me preguntaron por él.
La ocasión de esta pendencia
con don Juan por celos fue,
claro está; que él le decía,
“En resolución sabed
que si vos, como Faetón,
el pensamiento atrevéis
al sol que adoro, esta espada
un rayo ardiente ha de ser,
que en vuestras cenizas llueva
escarmientos otra vez.”
Pues si nació la cuestión
de celos, y don Juan es
de Lucrecia pretendiente,
Lucrecia la causa fue,
y de don Rodrigo está
celoso don Juan; que a ser
yo la causa, se mostrara
conmigo airado también,
y no dijera a Rodrigo,
riñendo ahora con él,
“Que si vos, como Faetón,
el pensamiento atrevéis
al sol que adoro…” Demás
que don Rodrigo, ¿por qué
me ocultara la ocasión,
si mi pretensión lo es?
Luego de este y los demás
indicios, y responder
agora timidamente
a mi intento, bien se ve
que es amante de Lucrecia
y es a mi amistad infiel.
Masm ¿cómo puede ser noble
quien es engañoso, quien
es ingrato a quien le ha dado
la vida una y otra vez?
¡Vive Dios! Si lo averiguo,
pues para hacerlo he de ser
Árgos que imprima los ojos
en las huellas de sus piés,
que he de quitarle la vida
que le di, pues a perder
el beneficio condena
a los ingratos la ley.
Vase. Salen MOTÍN, doña ANA e INÉS
ANA: ¿Dónde tu dueño quedó?
MOTÍN: ¡Qué caminas diligente!
En una visita, enfrente
de la Trinidad, entró,
en una casa en que habita
un don Diego.
ANA: (¡Oh, santos cielos! Aparte
Ya toca en el alma a celos,
de Lucrecia esta visita.)
Pues ¿qué tiene don Rodrigo
con don Diego?
MOTÍN: Solo sé
que en su casa le dejé
porque pasando un amigo
por allí, me convidó
con lugar en la comedia,
donde dos horas y media
de pasatiempo me dio;
que por ser ducho en la corte,
y yo de los más bisoños,
fue en el golfo de los moños
del aparador mi norte.
“¿Veis,’ dijo, “aquélla que está
Con el manto de anascote,
y anda por Madrid al trote,
rüina del tiempo ya?
Yo la conocí edificio,
y una moza a quien crió
y en su niñez la sirvió,
hoy la tiene en su servicio.
La que ves que con el guante
vuelto, y los dedos en forma
de luna bicorne, informa
de los riesgos de su amante,
–No puedo iener la risa–
una vez a verla entré
muy de mañana, y hallé
puesta la fénix camisa
al fuego; y a imitación
de nuestra madre primera,
le daba una manta higuera
y paraíso un colchón.”
En esto salió a cantar
la música de Vallejo,
y luego, cada trebejo
encajado en su lugar,
la comedia se empezó,
y al punto los mosqueteros
dieron en decir, “¡Sombreros!”
y como se descubrió
todo infante por igual,
quedó junto y sosegado.
Era un país empedrado
de cabezas el corral.
La comedia felizmente
aplaudida, al puerto llega;
que era de Lope de Vega,
y el baile de Benavente.
Y dado fin a la historia,
salió la gente, y salí;
vine, y conté lo que ví.
Aquí gracia, y después gloria.
ANA: Ha sido la relación
como de tu ingenio agudo.
(Pero divertir no pudo Aparte
las penas del corazón.)
Vete y a tu dueño di,
Motín, que al punto me vea.
MOTÍN: Mandarle lo que desea
no es preceto, piedad sí.
¿No me hablas, Inés? ¿Te ha dado
la cadena autoridad,
presunción y gravedad?
INÉS: Aunque el oro es tan pesado,
que hacerme grave pudiera,
nunca lo seré contigo;
que solo por don Rodrigo,
cuando por tí no lo hiciera,
te estimara.
MOTÍN: Bien entiendes
la musa, bien lo rodeas.
¡A mi señor lisonjeas!
¿Otra cadena pretendes?
Vase MOTÍN
ANA: ¿Inés?
INÉS: ¿Señora?
ANA: Yo estoy…
No sé cómo estoy.
INÉS: ¿De qué?
ANA: Ayer a amar empecé,
y a tener sospechas hoy.
¡Oh, pensiones del amor!
INÉS: Pues ¿qué recelas, señora?
ANA: ¿No viste que dijo agora
Motín que entró su señor
esta tarde a visitar
a don Diego?
INÉS: Sí.
ANA: ¿No es
padre de Lucrecia?
INÉS: Pues
por eso, ¿has de sospechar
que la adora y te desprecia,
siendo tan recién venido
que apenas habrá tenido
tiempo de ver a Lucrecia?
ANA: Tiempo ha tenido y lugar.
¿No te acuerdas tú que cuando
don Rodrigo y don Fernando
llegaron a este lugar,
Lucrecia estaba conmigo,
y al partirse la miraron,
y su buen aire alabaron
don Fernando y don Rodrigo?
INÉS: Es verdad.
ANA: ¿No salió luego
don Rodrigo, Inés, de aquí
para su posada?
INÉS: Sí.
ANA: Pues si acaso el Amor ciego
hizo allí, pues cada día
canta mayores hazañas,
saetas de las pestañas
que entre el manto descubría
Lucrecia, y el movimiento
airoso que la ausentó,
con los ojos le llevó
a Rodrigo el pensamiento,
¿no pudo seguir sus huellas,
pues ella le estamparía,
si con amor la seguía,
a las pisadas estrellas?
INÉS: Ancho es el campo, señora
de lo posible; mas dudo,
puesto que seguirla pudo,
que lo hiciese quien te adora
desde el punto que te vió.
ANA: Eso me obliga a pensar
que es muy fácil de mudar
quien tan fácilmente amó.
Pero mi hermano ha llegado.
Sale don FERNANDO
FERNANDO: (Medio no he de perdonar Aparte
con que pueda averiguar
mi ofensa; que aunque me ha dado
tanta ocasión don Rodrigo,
nadie se ha de resolver
por indicios a creer
falsedades de un amigo.)
ANA: ¿Es tiempo de verte, hermano?
FERNANDO: Admírate de que vivo,
y no de que tardo en verte,
según son los males míos.
Déjanos solos, Inés.
INÉS: (¿Qué es esto? ¿Si habrá sabido Aparte
los amores don Fernando
de su hermana y don Rodrigo?)
Vase
ANA: Ya estamos solos, ya espero
que tu lengua, hermano mío,
dé luz a mis confusiones,
y a tus pesares alivio.
FERNANDO: (Color daré diferente Aparte
a mi intento vengativo,
porque me diga verdades,
sin recelarme peligros.)
Yo tengo, querida hermana,
casi evidentes indicios
que en los ojos de Lucrecia,
en que yo dos rayos miro
airados, mira benignas
dos estrellas don Rodrigo.
ANA: (¡Ay de mí! No mintió el alma.) Aparte
FERNANDO: Y si, como yo imagino,
en demanda tan dichosa
partió de los mares indios
a los puertos españoles,
con don Diego convenido,
y estimado de Lucrecia;
aunque su ventura envidio,
reconozco su razón,
y haré mal si solicito
conquistar una enemiga
y contrastar un amigo
que por alcanzar su mano
discurrió tantos caminos,
tantos trabajos sufrió,
y venció tantos peligros;
y así, para resolverme,
doña Ana, a mudar designios
y buscar en otros ojos
fuego que enjugue los míos,
falta solo reducir
a evidencia los indicios;
y tu ingenio y discreción,
hermana, han de ser el hilo
que saque a luz mi cuidado
de este ciego laberinto.
Tú has de verte con Lucrecia,
y tú de sus labios mismos,
con industria al disimulo,
y con cautela al descuido,
has de saber si son sombras
o verdades las que he visto.
ANA: De mí tus intentos fía,
que me tocan como míos.
FERNANDO: Otra vez te advierto, hermana,
que con tan sutil estilo
te informes, que ni Lucrecia
entienda ni don Rodrigo
que tú inquieres cuidadosa,
ni yo celoso averiguo.
Vase don FERNANDO
ANA: ¿Quién pensara que la nave
Que por los azules vidrios
de] mar, exhalado leño,
cuando en los pardos bajíos
rompe la ensebada quilla,
halle en los escollos mismos,
para vencerlos más fuerzas,
y más alas para hüirlos?
Dudando si me igualaba
en calidad don Rodrigo,
el golfo de amor corría
mi esoeranza; y cuando miro
agravios en que padece
naufragio el intento mío,
en ellos mismos ha hallado
de Amor nuevos incentivos,
nuevas alas mi deseo,
más fuerza mis desvaríos,
más resolución mis dudas,
y mi afición más motivos.
Porque si, como sospecha
don Fernando y yo colijo,
don Diego, que es tan prudente,
tan principal y tan rico,
ha estimado por esposo
de su hija a don Rodrigo,
y le llama, cuando tantos
caballeros conocidos
en España la desean,
desde los remotos indios
para hacerle más dichoso,
por conocerle más digno;
y ella lo prefiere a tantos
más galanes que Narciso,
más que Páris principales
y más que Piramo finos,
que la obligan a cuidados
y la acusan a suspiros;
claro está que la merece,
claro está. Pues si conmigo
pudieron tanto sus partes,
cuando por no haber sabido
su calidad me debiera
reprimir, que el amor mío
volaba ligero, como
tal vez el neblí castizo,
sin que estorben las pihuelas
de los pies a los cuchillos
de las alas, hasta el sol
remonta el vuelo si ha visto
en la corona del viento
el pájaro fugitivo;
¿qué sera cuando esta duda
no enfrena mis desvaríos?
¿Qué será cuando conozco
lo que pierdo, cuando invidio
lo que mi enemiga alcanza,
cuando agraviada me incito,
declarada me avergüenzo,
engañada desconfío,
enamorada me abraso,
y celosa desatino?
Sale don SEBASÍTIÁN
………………….
…………………….
……………………
……………………
……………………
……………………
……………………
……………………
SEBASTIÁN: A obedecerte, señora,
vengo turbado.
ANA: ¿De qué?
SEBASTIÁN: Como sabes de mi fe
la verdad con que te adora,
haberle mandado agora
a quien su cuidado emplea
solo en verte, que te vea,
me ha causado confusión;
que a nadie sin ocasión
le mandan lo que desea.
ANA: (¡Ah, falso! Ocultar intento,
para averiquar mi agravio,
en la lisonja del labio
del corazón el tormento.)
Rodrigo, mi mandamiento
fue de mi amor diligencia,
que no pudo mi paciencia
fïarla de tu cuidado.
Dime, dime, ¿en qué has gastado
tan largas horas de ausencia?
SEBASTIÁN: De mi posada salí
a las dos; que tú, que diste
luz á mis ojos, me viste.
ANA: No pregunto lo que vi.
SEBASTIÁN: Lo demás escucha.
ANA: Di.
(Si se recata conmigo, Aparte
y me oculta don Rodrigo
que a don Diego visitó,
es cierto que me ofendió.)
SEBASTIÁN: Fui a visitar un amigo.
ANA: ¿Dónde vive?
SEBASTIÁN: Vive enfrente
de la Trinidad.
ANA: (¡Ah, cielos!
Ya el incendio de mis celos
mitiga la furia ardiente,
pues confiesa fácilmente.)
¿Cómo es su nombre?
SEBASTIÁN: Don Diego
de Mendoza.
ANA: (Más sosiego
voy cobrando.) ¿Y a qué hora
le dejaste?
SEBASTIÁN: Eran, señora,
las cuatro.
ANA: (Ya crece el fuego.)
Estando ausente de mí,
¿dos horas con él gastaste?
Mucho te importó.
SEBASTIÁN: Eso baste
para disculpa. Salí
de su casa…
ANA: Ten ahí;
no salgas tan presto, no;
que no es bien que pase yo
tan apriesa del lugar
donde a quien adoro, estar
tan de espacio le importó.
(Suspenso y descolorido Aparte
ha quedado. Ya, ¿qué espero?
Recelo fue verdadero
el que mi hermano ha tenido,
de que llamado ha venido
a ser de Lucrecia esposo.)
Responde.
SEBASTIÁN: Impulso piadoso
me trajo de mi destino,
que en tus ojos me previno
estado tan venturoso.
ANA: Claro está que has de dorar
con lisonjas mis agravios;
que mentir saben los labios,
si el pecho sabe engañar;
mas si me quieres dejar
satisfecha, haz una cosa.
SEBASTIÁN: Ninguna hay dificultosa.
ANA: (Probarle quiero.) ¿Has de ser Aparte
mi esposo?
SEBASTIÁN: ¿Puedo tener
suerte yo mas venturosa?
ANA: Pues dame la mano.
SEBASTIÁN: (¡Ah, cielos! Aparte
Pues don Diego, “¿qué sabeis?”
me dijo; “no os empeñeis,”
con misteriosos recelos;
y doña Ana Vasconcelos
se resuelve a ser mi esposa
tan fácil y presurosa
sin saber quién soy; Amor,
mirad que puede el honor
hallar la espina en la rosa.)
ANA: ¿Qué dudas? Qué te suspendes?
Mira, traidor, si has mentido,
pues no admites ofrecido
lo que dices que pretendes.
SEBASTIÁN: Porque tu valor ofendes,
confuso, doña Ana, estoy,
y crédito no le doy
a tu arrojada fineza,
pues me ofreces tu belleza
antes de saber quien soy.
ANA: Cuando te ofrezco la mano,
¿culpas, falso don Rodrigo,
la fineza en que te obligo
de arrojamiento liviano?
SEBASTIÁN: Yo, mi bien, debo a tu hermano
la vida, y no he de agraviar
su amistad; que aunque en amar
y servir, sin que lo entienda
don Fernando, no le ofenda,
le ofendiera en alcanzar.
ANA: Basta. Probar he querido
tus intentos; que no fuera
yo tan fácil, que te diera,
sin haberte conocido,
la mano. Ya, fementido,
de tu sangre y lealtad
he visto aquí la verdad;
porque ni puede quien siente
de amor, mentir, ni quien miente
puede tener calidad.
SEBASTIÁN: Oye.
ANA: Véte; que de hoy más,
primero que los oídos
a tus halagos fingidos
aplique, del sol verás
volver la carrera atrás.
Vase
SEBASTIÁN: Solo siento de tu engaño
tu enojo, que no mi daño;
porque mi fe me asegura
que lo que el engaño jura
quebrantará el desengaño.
Vase. Salen don ANTONIO y don DIEGO
DIEGO: En este corto aposento,
que sale a esa galería,
tendréis, mientras pasa el día,
recatado alojamiento.
ANTONIO: Vos sois mi amigo, y trazar
tan bien como yo sabréis,
pues mi iniento conocéis
lo que me puede importar.
DIEGO: Fïarlo podéis de mí,
don Antonio. Mas ya espero
a don Sebastián, y quiero,
porque pueda entrar aquí
a verse con vos a solas
sin dar sospechas, salir
a aguardarte.
ANTONIO: (Pues vivir Aparte
he podido entre las olas
del cuidado y el tormento
tened valor, corazón,
para que en esta ocasión
no os dé la muerte el contento
de ver tras tanta tormenta
el puerto de mi esperanza,
el plazo de mi venganza
y el término de mi afrenta.
Sale don SEBASTIÁN
DIEGO: Veisle aquí.
SEBASTIÁN: Gracias a Dios
que tal bien llego a alcanzar.
DIEGO: Yo os guardo la puerta. Hablar
podéis seguros los dos.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN: Padre y señor, esa mano
me dad a besar.
ANTONIO: Tenéos;
Abrázale
que si bien a mis deseos
los brazos resisto en vano,
forzoso afecto de amor,
pero ni habéis de besarme
la mano, ni habéis de darme
nombre de padre y señor
antes que me hayáis oído
el fin con que os he llamado;
porque en sabiendo mi estado
no os halléis arrepentido.
SEBASTIÁN: Decid, señor, y pensad
que las amenazas son
tan grandes, que el corazón
no teme el golpe.
ANTONIO: Escuchad.
En la ciudad populosa
que del lusitano reino
es corona, cuyos pies
besa el caudaloso Tejo,
segó la enemiga parca,
como os escribí, los cuellos,
en su juventud florida,
a uno y otro hermano vuestro.
Ellos por siempre perdidos,
vos de cobraros tan lejos,
quedé como no sabré,
Sebastián, encarecerlo;
mas–¡ay de mí!–que el dolor
de este daño fue pequeño
si lo comparo al que hallé
donde buscaba el remedio;
que en traeros a mis ojos
libraba todo el consuelo
de mi senectud caduca;
y prevenido y atento
a daros feliz estado,
codicioso y satisfecho
de la hacienda y hermosura,
calidad y entendimiento,
honestidad y opinión
de doña Ana Vasconcelos,
una portuguesa dama,
milagro de nuestros tiempos;
quise teneros con ella
concertado casamiento,
temeroso de perder
la ocasión de tal empleo,
si hasta veros en España,
dilataba el proponerlo.
Y así, Sebastian, un día,
el más triste y más funesto
que dió a mis prolijos años
la carrera de los cielos,
a don Fernando, que solo
era hermano y era dueño
de doña Ana, le propuse,
por mi desdicha, mi intento.
Ecuchóme con desdén,
respondióme con desprecio,
irritóme presumido,
y resolvióme, soberbio,
a replicarle de modo
que fue entre los dos creciendo
de las pesadas razones
de lance en lance el empeño,
hasta que… Mas pronunciarlo,
no podré; que el sentimiento
pone a la carganta un nudo
porque no salga del pecho
la voz a decir mi agravio;
Y el corazón, con recelo
de que la vida no os baste
a resistir tanto fuego,
en lágrimas anticipada
el reparo del incendio.
SEBASTIÁN: Acabad ya, ejecutad
de una vez el golpe fiero;
que dar a pausas la muerte
es más tirano tormento.
ANTONIO: En presencia de testigos,
que a las voces ocurrieron,
en la nieve de estas canas
imprimió los cinco dedos…
SEBASTIÁN: ¡Válgame Dios!
ANTONIO: Que dio espuelas
sin duda a su atrevimiento
mi ancianidad, que pensé
que le sirviera de freno.
No pude vengarme allí;
que demás de que no tengo,
fuerza, aunque tenga valor,
para esgrimir el acero,
quedé, con el mismo agravio,
tan atónito y suspenso
y tan sin mí, como queda
aquél a quien dio primero
el golpe del rayo asombros,
que avisos la voz del trueno.
Entonces pues fue forzoso,
si desdichado remedio,
que se olvidase mi afrenta
con mi ausencia y con el tiempo,
salgo oculto de Lisboa,
y mudado el nombre, vengo
a Madrid, que en su grandeza
y su confusión espero
no divertir mis pesares,
pero vivir más secreto;
y movido de que estaba
en esta corte don Diego
de Mendoza, de quien solo
pude fïar mis intentos,
porque mi afrenta sabía,
y por ser tan verdadero
amigo, que a mi enemigo
mil veces hubiera muerto
si fuera, como vengarme,
desagraviarme el hacerlo.
Dos años estuve oculto,
con esperanza de veros,
en una posada humilde
cuando mi destino, atento
a renovar mis pesares,
como si mi agravio mesmo
no contase de los días
los instantes a recuerdos,
trajo a Madrid, a mis ojos,
a mi ofensor. ¡Ved qué efeto,
de su presencia esperaba,
si de su memoria muero!
Por esto, y por ocultarme
más y tenerle más lejos,
me fui a un lugar que en Astúrias
rinde tributo a don Diego.
Éstos son, don Sebastián,
mis casos; mirad con esto
si con razón os impido
que señor y padre vuestro
me llaméis, y que en mi mano
pongáis los labios; que puesto
que yo honrado os engendré,
y deshonrado me veo,
hoy no soy el que era entonces;
y así, hasta volver a serlo,
ni podéis llamarme padre,
ni llamaros hijo puedo.
A vos en mí os afrentó
don Fernando Vasconcelos,
y así os toca el desagravio;
que vos érades yo mesmo,
por la representación
legítima del derecho,
pues érades hijo mío
cuando este agravio me hicieron;
y como cuando recibe
el rostro la afrenta, el duelo
no obliga a que el mismo rostro
mueva el vengativo acero,
sino el brazo, que es la parte
del hombre que puede hacerlo,
y la venganza del brazo
deja el rostro satisfecho;
así pues del hijo y padre
forma la ley un compuesto.
Cuando el padre está incapaz
de vengarse, es de este cuerpo
el rostro, y el brazo el hijo
que puede satisfacerlo.
Con esto adiós, y a mis ojos
no volváis; que ni he de veros,
ni vos a mí, hasta que hayáis
cobrado el honor, supuesto
que mientras no le cobréis,
con vergüenza nos veremos
el uno al otro: yo a vos,
don Sebastian, por haberos
deshonrado; y vos a mí,
por no haberme satisfecho.
Vase don ANTONIO
SEBASTIÁN: ¡Que el mismo que me quitó
el honor es a quien debo
después dos veces la vida,
y es mi amigo el más estrecho,
y es hermano del hermoso
centro de mis pensamientos,
de quien me obligan favores
y me aprisionan deseos,
y me alientan esperanzas
de ser su esposo! ¿Son éstos
delirios de la Fortuna,
que dispensa los efetos
sin atender a las causas,
o son del cielo misterios,
que a venganza tan forzosa
le previno impedimentos
tan forzosos, pues parece
que con atención ha hecho
que deba la vida a quien
la vida quitarla debo,
y que a verme haya traído,
y a adorar los ojos bellos,
y a merecer los favores
de su hermosa hermana, el mesmo
que arrogante y presumido
desdeñó mi parentesco,
y que la mano me ofrezca
la misma que a mi desprecio
y al agravio de mi padre
dio ocasión? ¡Válgame el cielo!
¡Qué encuentro de obligaciones
y qué confusión de encuentros!
No puedo cobrar mi honor
sin darle muerte, ni puedo
matarle sin ser ingrato.
¡Delito el más torpe y feo,
el más detestable y más
indigno de nobles pechos!
¡Ni sin perder a doña Ana,
y la vida si la pierdo!
¿Si porque me dió mi padre
una vez la vida, tengo
te vengar en don Fernando
el agravio que le ha hecho?
Don Fernando, ¿no es mi padre
dos veces, pues es lo mesmo
lLibrar de muerte que dar
la vida? Pues ¿cómo puedo
matarle? Y ¿cómo podré
–¡ay de mí!–dejar de hacerlo,
si para cobrar mi honor
no enseña el mundo otro medio,
y los que saben mi afrenta
han de pensar que le dejo
de matar de cobardía,
y no de agradecimiento?
¡Oh, sagrado cielo! Vos,
que por pasos tan inciertos
y tan ignoradas sendas
habéis engolfado el leño
de mi vida en este abismo
de encontrados pensamientos,
en tan tenebrosa y triste
noche, le enseñad el puerto,
pues combatido le veis
de tan contrarios afectos
que obligado me reporto.
Agraviado me enfurezco;
me reprimo enamorado;
afrentado, me avergüenzo;
honrado me precipito;
y agraviado me refreno.
FIN DEL ACTO SEGUNDO
ACTO TERCERO
Salen doña LUCRECIA y JUANA
LUCRECIA: ¿Dices que Inés te contó
que al punto que don Rodrigo,
aquel forastero amigo
de don Fernando, llegó,
puso en doña Ana el cuidado,
y ella en él; y que está agora
celosa de que me adora,
por saber que ha visitado
en mi casa?
JUANA: Así lo dijo.
LUCRECIA: Pues, ¿cómo en ofensa mía
don Juan de Lara porfia
en servirla? Yo colijo
que sus favores alcanza,
porque no hay tan nuevo amor,
que aliente contra un rigor
declarado, la esperanza.
Salen doña ANA e INÉS, con mantos
ANA: Lucrecia amiga.
LUCRECIA: Doña Ana,
¿qué es esto? ¡Sin avisar
tanto bien!
ANA: Quien viene a dar
norabuena, es cortesana
costumbre que no prevenga.
LUCRECIA: ¡Norabuena a mí! ¿De qué?
ANA: De que te casas.
LUCRECIA: No sé
que tanta ventura tenga.
ANA: Es público en el lugar,
¿y me lo ocultas a mí?
LUCRECIA: Las albricias, si de ti
lo sé, vendrás a ganar.
ANA: ¡Qué falsa, Lucrecia, estás!
JUANA: Inés…
LUCRECIA: ¿Y á quien doy la mano,
según dicen?
ANA: A un indiano.
(No quiero decirle más, Aparte
por si miente la sospecha;
que tal vez pone el Amor
el aviso en el error,
y en el aviso la flecha.)
LUCRECIA: ¿Y sabes cómo se llama,
amiga, ese forastero?
ANA: Esto solo que refiero
cuenta en la corte la fama.
LUCRECIA: (Ya la entiendo. Don Rodrigo Aparte
es éste, y averiguar
sus celos, sin declarar
su nombre, quiere conmigo;
y pues me los cansa a mí
con don Juan, y la Ocasión
a mi ofendida afición
ofrece el cabello aquí,
de uno y otro he de vengarme:
de ella, porque no cumplio
la palabra que me dio,
pues prosigue en agraviarme
don Juan; y de él, porque ha sido
tan ingrato; y por ventura
si el juzgarme tan segura
le guarda el sueño a su olvido,
despertará su afición,
recelando mi mudanza
que hay nieve en la confïanza
y hay fuego en la emulación.)
ANA: Lucrecia, ¿de qué has quedado
suspensa?
LUCRECIA: Estoylo de ver
que hayas llegado a saber,
doña Ana, lo que ha tratado
mi padre con gran secreto.
INÉS: (Bueno es esto.) Aparte
ANA: ¿Luego es cierta
la fama?
LUCRECIA: Sí.
ANA: (Yo soy muerta.) Aparte
LUCRECIA: (¡Qué mal encubren su efeto
los celos! Perdió el color.)
Y pues ya se dice, quiero
que sepas que el forastero
que solicita mi amor
y que tiene de mi mano
esperanza, es don Rodrigo
de Ribera, aquel amigo
de don Fernando, tu hermano,
que a Madrid con él llegó
y a tu casa el mismo día
que en ella la pena mía
contigo aliviaba yo.
INÉS: (¡Hay tal maldad!) Aparte
ANA: No me dés
más señas. (Rabiando estoy. Aparte
fuego en vez de aliento doy,
y en mis pensamientos es
cada cuidado una furia,
una muerte cada intento,
un rayo cada tormento,
y un infierno cada injuria.)
LUCRECIA: (De mi intención conseguida Aparte
me informa, triste y turbada;
que me publica vengada,
pues se confiesa ofendida.)
ANA: Y dime, ¿qué estado tiene
en tu pecho su deseo?
LUCRECIA: Piénsalo tú, cuando veo
la dicha que me previene,
pues demás de ser quien es,
es su tercero y su amigo
mi padre, y en don Rodrigo
tan bizarras partes ves.
(Sus celos y mi alabanza Aparte
más fuerza a su amor darán,
para que yo con don Juan
asegure mi esperanza.)
ANA: Pues, ¿tan presto has olvidado
A don Juan?
LUCRECIA: ¿Qué puedo hacer,
si no cesa de ofender
con su olvido mi cuidado?
Si don Juan no prosiguiera
en servirte y agraviarme
fuera delito mudarme,
y es cierto que no admitiera
otro aventajado empleo;
que el empeño conocido
de haberle favorecido
prefiere a cualquier deseo.
Pero sé…
ANA: ¡Viven los cielos,
que te engañas si sospechas
que son mis favores flechas
de su amor y de tus celos!
Que yo soy noble, y te di
palabra de no ofenderte;
pero si el satisfacerte
y asegurarte de mí,
y conseguir el deseo
de tu amor, consiste, amiga
Lucrecia, en que no prosiga
don Juan en mi galanteo,
la palabra y fe te doy
de disponerlo de suerte
que no le espante la muerte
más que mis ojos; que soy
Tu amiga y de tu pesar
me lastimo, y siendo así,
no es bien que pierdas por mí
lo que no quiero ganar.
LUCRECIA: (Mal encubre su intención
pues tan presto por la puerta
que vio su esperanza abierta
entró a gozar la ocasión.)
Ni dudo de lo que harás,
ni dudo de lo que has hecho,
porque de tu hidalgo pecho
me prometo mucho más.
Y si don Juan, obligado
de tí, a mi amor ofendido
satisface arrepentido
lo que le agravió mudado,
la vida, gusto y honor,
amiga, te deberé;
porque todo lo empeñé
cuando empeñé mi favor.
ANA: ¡Ojalá que la ventura
tenga yo como el deseo!
Y adiós.
LUCRECIA: Él te dé el empleo
como te dio la hermosura.
JUANA: Adiós, Inés.
INÉS: Él te guarde.
Vanse doña LUCRECIA y JUANA
ANA: ¿Cómo basta el sufrimiento
a resistir el violento
fuego que en mis venas arde?
¿Has visto, Inés? ¿Has oído
mi desdicha?
INÉS: Si señora.
ANA: ¿Y defenderás ahora
Que no es falso y fementido
don Rodrigo?
INÉS: De admirada
Estoy muda.
ANA: Si después
de mil indicios, Inés,
se mudó de la posada
tan vecina, que su amor
no solamente gozaba
la luz, mas le regalaba
de mis ojos el calor,
¿no dio a entender claramente
en esto la ofensa mía?
Quien huye la luz del día,
¿No es cierto que es delincuente?
Si tras esto se ha ocultado,
y ni me ve ni le veo,
¿no muestra que su deseo
divierte nuevo cuidado?
INÉS: Nunca de su amor creyera
tan gran falsedad.
ANA: Yo sí;
que soy desdichada. Di
que lleguen el coche.
INÉS: Espera,
señora; que por la calle
viene tu amante engañoso.
ANA: Claro está que era forzoso
donde me ofende encontralle.
Tápate, Inés.
INÉS: Pues ¿qué quieres?
Tápanse
ANA: Que no nos conozca.
INÉS: Harás
en eso bien, pues estás
desengañada.
Salen don SEBASTIÁN y MOTÍN
MOTÍN: Mujeres
hay aquí, y son por lo menos
de buena ropa; que dan
tal olor que es el zaguán
la tienda le los morenos.
SEBASTIÁN: ¿Mandáis algo en esta casa,
en que yo pueda serviros?
Bien podéis, sin descubriros,
hablar.
ANA: (El pecho se abrasa Aparte
de verle hablar como dueño
de la casa.)
SEBASTIÁN: Pues calláis,
ni con gusto me escucháis,
ni con ventura me empeño.
Ven, Motín.
ANA: (¿Que mis agravios Aparte
Tengo de ver a mis ojos,
y negar a mis enojos
el alivio de los labios?
No es posible.)
MOTÍN: Á tu visita
sube tú; que yo entretanto
me prometo que algún manto
de los que ves me permita,
más fácil que a tí, sus rayos;
que me dicen, pues están
tan despacio en un zaguán,
que son presa de lacayos.
SEBASTIÁN: Calla, grosero.
Quiere irse y detiénele doña Ana
ANA: Aguardad,
engañoso, fementido.
SEBASTIÁN: ¿Qué es esto?
ANA: Haber convencido,
traidor, vuestra falsedad.
SEBASTIÁN: ¡Señora!
ANA: ¡Viven los cielos,
que habéis de ver en mi furia
que injuria al sol quien injuria
a doña Ana Vasconcelos!
Salid.
SEBASTIÁN: Ya salgo. Tomad
el coche.
ANA: No he de tornalle
si primero de la calle
no salís.
SEBASTIÁN: Sí haré, y fïad
de mi amor que si aplacara
con eso vuestra querella,
antes que las guijas de ella,
sierpes de Libía pisara.
Apártanse MOTÍN y don
SEBASTIÁN
MOTÍN: Harto sierpe es cada una.
Señor, ¿qué es esto? ¿De qué
está celosa?
SEBASTIÁN: No sé.
(Trazas son de la Fortuna, Aparte
que me persigue de suerte,
que me va, prenda querida,
en obligarte la vida,
y el honor en ofenderte.)
Vase
MOTÍN: Temblando estaba de vella, Aparte
y sospecho que la vio
y que esta copla escribió
el valenciano por ella:
“Pues los celos, Vasconcelos,
son furia de Barrabás,
y barrabasada vas,
sin duda que vas con celos.” )
Vase
INÉS: Mil veces vuelve los ojos
a mirarte.
ANA: ¡Oh, loco Amor!
¿Que la lisonja menor
aplaque tantos enojos?
INÉS: ¿Esto llegas a estimar
cuando tus ofensas ves?
ANA: ¿De eso te espantas, Inés?
¿No suele al niño enojar
quien la joya le quitó,
y en dándole una manzana,
contento de lo que gana,
olvida lo que perdió?
Pues así, como es mi amor
niño también, aunque han sido
los agravios que ha sentido
de tanto peso y valor,
viendo que ha vuelto y mirado
Rodrigo, y que para echalle
de esta casa y de esta calle
solo mi gusto ha bastado,
estimando lo que gana
en esta inútil vitoria,
ha olvidado mi memoria
la joya por la manzana.
Vanse las dos. Salen don SEBASTIÁN y MOTÍN
MOTÍN: Ya el coche del sol camina
por la eclíptica empedrada
de la calle celebrada
de Atocha, y ya por la esquina
de San Sebastián la noche
amenaza en el ocaso;
pero ya te sale al paso
don Fernando, y pára el coche.
SEBASTIÁN: Acompañar a su hermana
querrá.
MOTÍN: No; que ella ha salido
al estribo, y al oído
se están hablando.
SEBASTIÁN: (¡Ay, doña Ana Aparte
mi prenda mas adorada!
¡Ay Fernando, mi mayor
amigo! ¿Cuál, cuál rigor
revolvió de estrella airada
de honor, amor y amistad
un huracán tan incierto,
que ni acierto con el puerto,
ni muero en la tempestad?)
MOTÍN: Ya se retira del coche
don Fernando, y él camina;
ya dio la vuelta a la esquina
que es de tus ojos la noche.
SEBASTIÁN: ¡Y qué tenebrosa, triste
y confusa! Vamos.
MOTÍN: Luego
¿no vas a ver a don Diego?
SEBASTIÁN: ¿Cómo puedo ya, si oíste
que a doña Ana doy pesar?
MOTÍN: Tente; que te ha columbrado
su hermano, y apresurado
el paso, te viene a hablar.
SEBASTIÁN: (Pésame, porque en llegando Aparte
a hablarle, mi sentimiento
en vano ocultar intento.)
Sale don FERNANDO
FERNANDO: Don Rodrigo…
SEBASTIÁN: Don Fernando,
¿qué teneis? Que me parece
que venís descolorido.
FERNANDO: Sí vendré, porque he tenido
un enfado.
SEBASTIÁN: Si se ofrece
en qué os sirva, mi amistad
conocéis.
FERNANDO: Venid conmigo;
que os he menester.
SEBASTIÁN: Ya os sigo.
FERNANDO: A ese crïado mandad
que se quede.
SEBASTIÁN: Aquí te queda,
Motín.
Vanse los dos caballeros
MOTÍN: Si haré; que soy cuerdo
y de don Beltrán me acuerdo
en habiendo polvareda;
y perderme no querría,
que lleva el color turbado
el portugués, y un crïado
que se arriesga, ¿en qué se fía,
si es fuerza que salga mal
de todo, pues en riñendo,
pára en la cárcel hiriendo,
y herido en el hospital.
Y en efeto, el servir yo
es por ganar la comida
para asegurar la vida,
que para arriesgalla no.
Vase. Salen don SEBASTIÁN y don FERNANDO
SEBASTIÁN: Don Fernando, ya del campo
de Santa Isabel las tapias
que del ábrego lluvioso
le defienden las espaldas,
nos ven ciegas y oyen sordas,
y solas nos acompañan;
y espero ya que rompáis
al silencio las aldabas.
FERNANDO: Yo os he traído a mostraros
cuerpo a cuerpo en la campaña
que del modo que sé dar
la vida con esta espada
a quien me obliga, también
sé quitarla a quien me agravia.
SEBASTIÁN: ¿Qué decís? ¿Que el desafío
es conmigo?
FERNANDO: Sí.
SEBASTIÁN: Mil gracias
os doy; que habéis dado fin
con eso a la mas extraña
confusión, luz a la noche
más tenebrosa y más larga
que vio leño fluctuante
en tenebrosa borrasca.
Mas de vuestro sentimiento
decid, Fernando, la causa;
que, si no por vos, por mí
es razón que os satisfaga
de que jamás a quien soy
he faltado.
FERNANDO: No llegara
a lance que es el postrero
sin tenerla averiguada
vos, testigo de mis penas,
vos, tercero de mis ansias.
Con doña Lucrecia, en vez
de adelantar mi esperanza,
de vuestra fe y mi amistad
habéis violado las aras
pretendiendo ser su esposo.
SEBASTIÁN: ¡Vive el cielo, que os engaña
quien eso de mí os ha dicho!
FERNANDO: ¡Pluguiera a Dios me engañara,
y informaran de mi agravio
indicios, y no probanzas!
Pero porque no juzguéis
mi resolución liviana,
ni que doy a mis enojos
ocasiones afectadas,
escuchad. Yo vi que al cielo
de la venturosa casa
de Lucrecia, a excusas mías
se atrevieron vuestras plantas.
Yo vi en el acero puesta
la mano a don Juan de Lara
contra vos, y que los celos
daban fuego a su venganza,
y el del amor de Lucrecia
es el que su pecho abrasa.
Vi que me callastes, siendo
tan vuestro migo, la dama;
y cuando no es en su ofensa,
nadie a su amigo la calla.
Vi que estando tan unidos
los techos como las almas
de los dos, un mismo día
sin decirme vos la causa
y sin daros yo ocasión,
en todo hicisteis mudanza,
mesurado de semblante,
y alejado de posada,
tanto, que de vos apenas
me ha dado nuevas la fama;
y es conjetura evidente
que el que se retira agravia,
que delinque el que se esconde,
y teme el que se recata.
Pero doy que todas juntas
mientan estas circunstancias;
no mienten los mismos labios
de Lucrecia, que a mi hermana
hoy le ha dicho que a su empleo
aspira vuestra esperanza,
y que tiene ya su padre
vuestras bodas concertadas.
Mirad pues si puede haber
satisfación que deshaga,
cuando neguéis los indicios,
tan evidente probanza;
y mirad si me he resuelto
con razón a que esta espada
de vuestra aleve amistad
y de vuestra vida ingrata,
dos veces libre por mí,
tome sangrienta venganza.
SEBASTIÁN: Ya es fuerza, para poder
satisfaceros, que salga
a los labios un secreto,
don Fernando, que encerraba
con candados de diamante
vuestra amistad en el alma.
Providencia de los cielos,
que cuando yo con pisadas
inciertas en un obscuro
laberinto vacilaba,
por tan ocultos caminos
han gobernado las causas,
que la claridad me enseñan
y de confusión me sacan,
haciendo que me obliguéis
vos mismo a lo que dejaba
de hacer por vos; que sin duda
por este medio me pagan
agradecidos de ver
que por serlo yo era tanta
mi amistad, que prefería
a mi propio honor sus aras.
Sabed que yo, aunque se ofende
cuando lo pronuncia el alma,
pues a la lengua debiera
anticiparse la espada,
soy don Sebastián de Sosa,
hijo de aquél cuyas canas
fueron tan cobardemente
de vuestra mano afrentadas.
FERNANDO: ¡Válgame Dios! ¿Qué decís?
SEBASTIÁN: Aguardad que os satisfaga;
que luego hablarémos de eso.
Yo vine llamado a España
de mi padre, sin saber
su intención, porque su carta
solo que el nombre me mude
y venga oculto me manda,
y que en llegando a Madrid,
hga solo confïanza
de don Diego de Mendoza,
sabidor de su desgracia
y del lugar que le oculta.
Ésta fue de mi jornada
la ocasión. Llegué a Sevilla,
donde el nombre me disfraza
de don Rodrigo, y allí,
sin saber que de mi infamia
era autora vuestra mano,
os di lugar en el alma;
a que añadió nuevos lazos
la fineza duplicada
con que a mi vida evitastes
dos arpones de la Parca.
A Madrid llegamos juntos,
y juntos a vuestra casa,
donde apenas vi los ojos
hermosos de vuestra hermana,
cuando me sentí abrasado
de sus amorosas llamas;
que esto os digo porque es fuerza,
para que así os satisfaga
de que el acero empuñó
contra mí don Juan de Lara,
no por celos de Lucrecia,
por celos sí de doña Ana,
de quien es amante ciego;
y así como era la causa
del disgusto hermana vuestra,
lo fue también de callarla.
De visitar a don Diego
a excusas vuestras, es clara
satisfación del negocio
que os he dicho la importancia.
En esto llegó a la corte
mi padre, y de su desgracia,
de vuestro exceso y mi afrenta
me informó. ¿Quién, quién pensara
que en el amigo mayor
cayera desdicha tanta?
¡Nunca, pluguiera a los cielos,
me ofreciera vuestra espalda
bajel, y remos los brazos,
cuando piadosas las aguas
del Bétis, porque no viese
tanto mal, me sobornaban
para quitarme la vida
con monumento de plata!
Nunca, pluguiera a los cielos,
tan oportuna y bizarra
esgrimiera vuestra mano
en mi defensa la espada
cuando de cuatro enemigos
me acometieron las armas,
pues fuera el fin de mi vida
término de mi desgracia!
Ya de esto habréis entendido
la ocasión de la mudanza
que vistes en mi semblante
despues, porque son ventanas
los ojos del corazón,
y por ellos se asomaban,
a pesar de] sufrimiento,
los sentimientos del alma.
Y esto me obligó también
a que de vos me alejara;
que ver un noble afrentado
el rostro de quien le agravia,
menos que para acabar
con la vida a la venganza
es modo de consentir
y aun de acrecentar su infamia.
Y como en mi corazón
estaba tan arraigada
de vuestra amistad la forma,
y del amor de doña Ana,
cuando mi agravio llegó
a introducir la contraria
de rigor y enemistad,
halló resistencia tanta,
que fue menester que el tiempo
dispusiese mi mudanza;
y así, en tanto que durase
entre las dos la batalla,
ni daros la muerte pude,
ni quise veros la cara.
Con esto ya los indicios
quedan desmentidos; falta
que le dé satisfación
a la que llamáis probanza,
y con razón; que ni yo
me atrevo a decir que es falsa,
por el decoro que debo
a tan principales damas.
Mas un argumento oid,
que solo pienso que basta
a dejaros satisfecho.
Vos decís, que a vuestra hermana
dijo la misma Lucrecia
que su padre concertaba
su casamiento conmigo.
Desmienta la sangre clara
de don Diego, que no yo,
a Lucrecia o a doña Ana;
que supuesto que es Mendoza,
y que no ignora mi infamia,
¿cómo llegais á creer
que para yerno estimara
a quien es fuerza que tenga,
mientras vive quien le agravia,
afrenta en la dilación
y peligro en la venganza?
FERNANDO: No paséis más adelante,
don Sebastián; basta, basta;
que me siento, de haber puesto
duda en vuestra confïanza,
tan corrido, que las mismas
satisfáciones me matan
mucho más que las sospechas
del agravio me mataban.
SEBASTIÁN: Pues si ya quedáis de mí
satisfecho, agora falta
que lo quede yo de vos.
Sacad, Fernando, la espada;
que demás de que la ley
del duelo obliga a sacarla
sin mirar satisfaciones,
en saliendo a la estacada,
habéis violado vos mismo,
con vuestras desconfïanzas
y con haberme sacado
por ellas a la campaña,
de mi obligación las leyes
y de mi amistad las aras;
y así vos me habéis resuelto
a lo que por vos dudaba.
FERNANDO: Parece que os olvidáis
de la sangre lusitana
que mi corazón anima,
cuando con tal confïanza
os prometéis la vitoria.
SEBASTIÁN: En la sangre no hay ventaja,
pues es también portuguesa
la que gobierna esta espada.
Acuchíllanse y retira don SEBASTIÁN A
don FERNANDO
FERNANDO: Muerto soy. Dentro
SEBASTIÁN: Vos me sacastes, Volviendo
don Fernando, a la campaña
la culpa busca la pena,
y el agravio la venganza.
Vase. Salen MOTÍN, doña ANA, e INÉS
MOTÍN: A la puerta de don Diego
hallé a don Juan, y doña Ana
en el coche, díles parte
también a don Juan de Lara,
a don Antonio y don Diego.
ANA: ¡Ay, Dios, el cielo me valga!
Traidor, ¿donde está mi hermano?
MOTÍN: Escucha y sabrás la causa.
………………………
……………………..
……………………..
……………………..
Salen don SEBASTIÁN, don ANTONIO, doña
LUCRECIA, y don DIEGO
ANA: ¡Ah enemigo! muerta soy!
SEBASTIÁN: Sosiega el pecho, señora,
y escucha atenta, que agora
como el veneno, te doy
la triaca. Yo, doña Ana,
soy don Sebastián de Sosa;
don Antonio es padre mío.
ANA: ¡Esto más!
MOTÍN: (¡Buena tramoya Aparte
se descubre!)
INÉS: (¿Hay tal enredo?) Aparte
JUAN: ¡Caso extraño!
SEBASTIÁN: Y pues no ignoras
de aquel atrevido exceso
de don Fernando la historia,
la causa habrás entendido
del disfraz que mi persona
con nombre ajeno ocultó.
Y tú sabes que me informa
dangre que de la opinión
ni aun escrúpulos perdona.
Tu mano causó mi agravio.
Tu mano ha de ser ahora
la satisfación; que yo
tengo dispuestas las cosas
de suerte, que sin hacer
para nuestras paces otra
diligencia, su perdida
opinión mi padre cobra,
y yo quedo satisfecho,
alcanzando por esposa
la misma que con injuria
de los timbres que me adornan,
don Fernando me negó.
Y supuesto que no gozan
más lustre los Vasconcelos
en Portugal que los Sosas,
y que la elección podía
resolverte a lo que ahora
te necesita la suerte,
mira lo que más te importa.
DIEGO: Ésta ha sido la ocasión
de traer, doña Ana hermosa,
a Lucrecia a persuadirte
que fin venturoso pongas
con la nieve de tu mano
al fuego de esta discordia.
LUCRECIA: Doña Ana, amiga, ¿qué aguardas?
La tardanza es peligrosa.
Don Sebastián te merece,
y yo sé que tú le adoras.
SEBASTIÁN: ¡Ah, doña Ana! ¿Persuasiones
son menester cuando logras
amor tan encarecido?
JUAN: (¡Que esto sufro, y que en la boca Aparte
hayan de morir las llamas
que me abrasan y me ahogan,
por estar aquí Lucrecia!)
Aparte a doña ANA
MOTÍN: Ablándale, Faraona.
ANA: No admiréis mi confusion,
si un caso que tanto importa,
congojada me suspende,
y suspensa me congoja;
mas pues tantas conveniencias
vienen a hacer tan forzosa
la resolución, la mano
os doy.
Danse las manos
SEBASTIÁN: Y en ella la gloria
mayor que el amor alcanza.
JUAN: (Pues quien perdida la llora, Aparte
¿cómo tendrá sufrimiento?)
LUCRECIA: (Amor, la esperanza colma,
pues colmaste la venganza.)
ANTONIO: Dadme los brazos ahora,
hijo.
ANA: Y vos a mí la mano.
SEBASTIÁN: Tenéos.
ANTONIO: Es ley forzosa
que os reconozca por padre,
pues sois fénix de mi honra.
En mis cenizas heladas
perdió su ser; pero ahora
por vos ee rejuvenece,
se vivifica y mejora.
Y perdona que celebro
con lágrímas estas glorias;
que también las da el contento,
como la pena y congoja.
Y más cuando tal consorte,
que viva edades dichosas,
colmó el punto a mis deseos,
tan divina cuanto hermosa.
No puedo hablar más palabra.
Perdonad; que tantas honras
temo que ataje la muerte,
de mis dichas envidiosa.
…………………….
SEBASTIÁN: Ya, doña Ana, sois mi esposa.
ANA: Y dichosa.
SEBASTIÁN: Pues decidme,
si sentiréis más, señora,
ver sin vida a vuestro hermano,
que a vuestro esposo sin honra.
ANA: ¿Qué vida en comparación
del honor vuestro me importa?
Pero, ¿por qué lo decís?
SEBASTIÁN: Porque esta mano que goza
en la vuestra tal ventura,
borró con esta vitoria
la injuria de despreciarme
don Fernando; mas con otra
quitó a mi padre el honor,
de que era su vida sola
satisfación, y ni vos
quisiérades ser mi esposa,
ni yo, que tanto os estimo,
aspirara a tanta gloria
sin honor, pues fuera haceros
agravio en vez de lisonja;
y así le he dado la muerte.
ANA: ¿Qué decís? ¡Ah, cielos!
MOTÍN: (Oyan Aparte
la píldora que faltaba.)
SEBASTIÁN: ………………… Señora,
la culpa busca la pena;
que cuando yo entre las ondas
de su amistad y mi agravio,
vuestro amor y mi deshonra,
ciega tempestad corría
de dudas y de congojas;
él, celoso por la causa
que sabéis, pues vuestra boca
del engaño le informó
que habéis conocido agora,
me sacó al campo, y su culpa
negoció su pena propia.
ANA: ¡Ay de mí, que en vez de galas
visto de luto mis bodas!
SEBASTIÁN: Vos, señor don Juan, pues veis
que ocasiones tan forzosas
me obligaron, disculpadme;
y al claro sol de Mendoza,
de su honor desvaneced,
siendo su esposo, las sombras.
JUAN: Los casos han enseñado
que reservaban la gloria
de su mano a mi ventura,
si don Diego de Mendoza
me da licencia.
DIEGO: Lucrecia
es en eso venturosa.
LUCRECIA: Yo soy tuya.
MOTÍN: Y demos fin
a esta verdadera historia;
que si con solo decirlo
al poeta le perdonan
las faltas, con esto espera
la censura mas piadosa.
FIN DE LA COMEDIA
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