Хуан Родригес Фрейле. Открытие и Завоевание Королевства Новая Гранада.
JUAN RODRIGUEZ FREYLE. CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL NUEVO REINO DE GRANADA
El Carnero -título puesto, quizá, tiempo después de redactada la obra- es uno de los libros más curiosos y raros de la literatura americana del primer tercio del siglo XVII. No se trata, en efecto, de una crónica historiográfica o relato documentado y absolutamente verídico de los acontecimientos que narra el autor Juan Rodríguez Freyle, pero tampoco es una obra de pura imaginación. Hay en su texto una clara intención de dar a conocer la sucesión histórica de lo acontecido antes de la llegada de los españoles al territorio de lo que estos llamaron Nuevo Reino de Granada y de los avalares de la conquista.
Si en estos temas el autor de la obra es poco fiable, es, en cambio, digno de crédito en lo relativo a los sucesos de su tiempo; es decir, a lo que él presenció o le fue comunicado por testigos presenciales de los hechos que relata. Pero, además, el libro, escrito en estilo sencillo, presenta un cuadro variopinto de la vida social neogranadina, en el que destaca el claroscuro propio de la época barroca, con relatos de amores ligeros y lujuriosos, soldados pícaros, brujas y funcionarios corruptos, junto con reflexiones moralizantes en que se advierte al lector de las desgraciadas consecuencias que acarrean inevitablemente las malas acciones. En este sentido, El Carnero refleja cierto parentesco con la novela picaresca, en la que también constantemente se recuerda que los hechos narrados se cuentan para mostrar aquello que no debe imitarse. La obra, en fin, constituye uno de los primeros ejemplos americanos de un libro de relatos cortos o cuentos o historietas, como lo bautiza cierto autor, muy amenos e ilustrativos de la sociedad bogotana en el primer tercio del siglo XVII.
ÍNDICE
I En que se cuenta de dónde salieron los primeros conquistadores de este Reino, y quién los envió a su conquista, y origen de los gobernadores de Santa Marta.
II En que se cuenta quién fue el cacique de Guatavita y quién fue el de Bogotá, y cuál de los dos tenía la monarquía de este Reino, y quién tenía la de Tunja y su partido. Cuéntase asimismo el orden y estilo que tenían de nombrar caciques o reyes, y de dónde se originó este nombre engañoso del Dorado.
III Donde se cuenta la guerra entre Bogotá y Guatavita, hasta que entraron los españoles a la conquista.
IV En que se cuenta lo que Guatavita hizo en la tierra, digo en la retirada, y las gentes que juntó, y cómo pidió favor a Ramiraquí de Tunja; y se prosigue la guerra hasta que se acabó.
V Cuéntanse costumbres, ritos y ceremonias de estos naturales, y qué cosa era correr la tierra, y qué cantidad de ella, los santuarios y casas de devoción que tenían, y cuéntase cómo un clérigo engañó al demonio, o su mohán por él, y cómo se cogió un santuario, gran tesoro que tenían ofrecido en santuario.
VI En que se cuenta cómo los dos campos, el de los españoles y el de Bogotá, se vieron en los llanos de Nemocón, y lo que resultó de la vista. La muerte del cacique de Bogotá, y de dónde se originó llamar a estos naturales moscas. La venida de Nicolás de Federmán y don Sebastián de Benalcázar, con los nombres de los capitanes y soldados que hicieron esta conquista.
VII En que se trata cómo Guatavita escondió sus tesoros, y se prueba cómo él fue el mayor señor de estos naturales, y cómo el sucesor de Bogotá, ayudado de los españoles, cobró de los panches las gentes que se habían llevado de la sabana durante la guerra dicha. Cuéntase cómo los tres generales se embarcaron para Castilla, y lo que les sucedió. La venida del licenciado jerónimo Lebrón por gobernador de este Reino y ciudad de Santa María.
VIII En que se cuenta la venida de don Alonso Luis de Lugo por gobernador de este Reino. Lo sucedido en su tiempo: la venida del licenciado Miguel Díez de Armendáriz, primer visitador y juez de residencia; con todo lo sucedido hasta la fundación de esta Real Audiencia.
IX En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia; la venida del señor obispo don fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de este Reino, con todo lo sucedido en su tiempo hasta su muerte; la venida del doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia.
X En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Venero de Leiva. Su vuelta a España. La venida de don fray Luis Zapata de Cárdenas, segundo arzobispo de este Nuevo Reino, con la venida del licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de la Real Audiencia y su muerte.
XI En que se cuenta la venida del doctor don Lope de Armendáriz, tercero presidente de este Reino. Lo sucedido en su tiempo. La venida del visitador Juan Bautista de Monzón. Cuéntase la muerte de don Juan Rodríguez de los Puertos, y otros casos sucedidos durante el dicho gobierno.
XII En que se cuenta lo sucedido al doctor Andrés Cortés de Mesa, oidor que fue de la Real Audiencia de este Reino; su muerte, con lo demás sucedido durante la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz. Su suspensión y muerte.
XIII En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia: la suspensión del presidente don Lope de Armendáriz; su muerte, con otras cosas sucedidas en aquel tiempo.
XIV En que se prosigue lo sucedido con don Diego de Torres y Juan Roldán. La prisión del visitador Juan Bautista de Monzón, la muerte de don Fernando de Monzón, su hijo, y el gran riesgo en que estuvo el visitador de perder la vida; con lo demás sucedido en aquellos tiempos.
XV En que se cuenta la venida del licenciado Alonso Pérez de Salazar, licenciado Gaspar de Peralta, doctor don Francisco Guillén Chaparro, el licenciado Juan Prieto de Orellana, segundo visitador, con lo sucedido en estos tiempos.
XVI En que se cuenta lo sucedido durante el gobierno del doctor Francisco Guillén Chaparro. Cómo un indio puso fuego a la Caja Real por roballa. Lo sucedido a Salazar y Peralta, y al visitador Orellana en Castilla. La venida del doctor Antonio González, del Consejo Real de las indias, por presidente a este Reino, y la muerte del señor Arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, y los que se proyectaron en su lugar, que no vinieron.
XVII En que se cuenta el gobierno del doctor Antonio González; lo sucedido en su tiempo; la venida del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, con lo sucedido en su tiempo hasta su promoción al Pirú.
XVIII En que se cuenta el gobierno del presidente don Francisco de Sandi; lo sucedido en su tiempo; la venida del licenciado Salierna de Mariaca; su muerte, con la del dicho presidente.
XIX En que se cuenta la venida del presidente don Juan de Borja, del hábito de Santiago; la venida del arzobispo don Pedro Ordóñez y Flórez; su muerte; con algunos casos sucedidos durante el dicho gobierno. La venida del arzobispo don Fernando Arias Ugarte.
XX En que se prosigue el gobierno del presidente don Juan de Borja; dícese su muerte, y los oidores que concurrieron en la Real Audiencia durante el dicho gobierno, con la venida del arzobispo don Fernando Arias de Ugarte y su promoción a las Charcas. La venida del Marqués de Sofraga a este gobierno, y la del arzobispo don Julián de Cortázar a este arzobispado; su muerte, y la venida del señor arzobispo don Bernardino de Almansa.
Catálogo De las ciudades, villas y lugares sujetos a esta santa Iglesia metropolitana, y capitanes que lo poblaron.
XXI En que se cuenta la venida del arzobispo don fray Cristóbal de Torres, del Orden de Santo Domingo, predicador de las Majestades Reales. La venida del presidente don Martín de Saavedra y Guzmán, con lo demás sucedido en este año de 1638.
Catálogo De los gobernadores, presidentes, oidores y visitadores que han sido de este Nuevo Reino de Granada, desde el año de 1538 de su conquista, hasta este presente de 1638, en el que se cumplen los, cien años que hace se ganó y conquistó este Reino. Son los siguientes.
INTRODUCCIÓN
Como habrá visto el lector que haya fijado su atención en la portada, la obra que va a empezar a leer tiene este extremadamente largo título:
“El carnero. Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano y fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá primera de este Reino donde se fundó la Real Audiencia y Cancillería, siendo la cabeza se hizo Arzobispado. Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres Y gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado DEL DORADO. Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oídores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa iglesia catedral, desde el año 1539, que se fundó, basta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia”.
La palabra título es –según define el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua– palabra o frase con que se nombra o da a conocer el asunto o materia de una obra científica o literaria, o de cada una de las partes de un escrito o impreso. En consecuencia, es obvio que la expresión El carnero con que comienza el largo encabezamiento de la obra no pertenece al título original de ésta y no puede, en consecuencia, atribuirse al autor, como se verá más adelante, pero tampoco el título es propiamente tal si nos atenemos a la definición académica. Es posible, en efecto, que Rodríguez Freyle tratase de hacer una exposición sumaria del contenido de su libro; al menos, de algunos aspectos de éste. Ello no constituye excepción en la literatura de la época, sino que responde, por el contrario, a una costumbre o moda propia del tiempo en que fue escrita la obra, aunque esto no quiere decir que falten títulos mucho más concisos que éste en no pocas publicaciones contemporáneas. La longitud del que da principio a la obra permite, pues, por sí solo, incluir El carnero dentro de esa gran época histórica que se llama el Barroco. Por otra parte, el mismo título puede inducir a error a quien no pase más allá de su lectura, ya que inclina a pensar que se trata de una obra perteneciente al género historiográfico. Nada, sin embargo, más lejano de la realidad, pues el texto sobrepasa, por un lado, tal calificación y, por el otro, no llega a ella.
Pero no conviene adelantar ideas ni juicios sobre esta obra, que puede ser calificada, en cualquier caso, de singular dentro del panorama general de la literatura barroca americana. Procede, pues, dar cuenta, en primer lugar, de la biografía y la epopeya de Juan Rodríguez Freyle y entrar, a continuación, en la descripción –en el sentido de la Lógica– de su curiosa obra.
El autor
La vida, el carácter y la personalidad de Juan Rodríguez Freyle siguen siendo poco y mal conocidos todavía. El mismo, sin embargo, proporciona en las páginas de su obra no pocos datos útiles para la reconstrucción de su biografía. Así, ya en la portada del libro, afirma ser natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino. Después, en el capítulo segundo, precisa: nací en esta ciudad de Santa Fe, y al tiempo que escribo esto me hallo en edad de setenta años, que los cumplo la noche que estoy escribiendo este capítulo, y que son los 25 de abril del día del señor San Marcos, del dicho, año de 1636.
Está claro, en consecuencia, que Juan Rodríguez Freyle nació en Bogotá el 25 de abril de 1566. Por su partida de bautismo, se sabe que sus padres fueron don Juan Freyle y doña Catalina Rodríguez, lo cual consta también en su declaración ante el escribano público don Juan Sánchez, al vender –mediante escritura pública del 9 de noviembre de 1629– a su sobrino don Pedro Galbán, clérigo, un solar y sus anexos, situados en la calle Real, barrio de la catedral, en Bogotá. El comprador era hijo de Leonor Rodríguez Freyle, hermana del autor, el cual tuvo también otra hermana –cuyo nombre de pila se desconoce–, que caso con el soldado napolitano Francisco Antonio de Ocaglio, uno de cuyos hijos –Antonio Bautista– era sacerdote y cura de los pueblos indios de Une y Cueca, mientras el sobrino del cronista servía el curato de Zipaquirá1. Así lo declara el propio autor en el capítulo XIV de su obra, donde da cuenta de su cuñado Francisco Antonio de Ocallo, napolitano, cuyo hijo fue el padre Antonio Bautista de Ocallo, mi sobrino, cura que hoy es del pueblo de Une y Cueca, y agrega que los capitanes Ospina y Oliva eran amigos de Ocaglio y que con ellos fue desde Bogotá a la ciudad de Tocaima, a cierto negocio.
Los padres del autor fueron –dice éste en el capítulo II– de los primeros conquistadores y pobladores de este Nuevo Reino, y añade: “Fue mí padre soldado de Pedro de Ursúa, aquel a quien Lope de Aguirre mató después en el Marañón, aunque no se halló con él en este Reino, sino mucho antes, en las jornadas de Tairona, Valle de Upar y Río de Hacha, Pamplona y otras partes. Pocos años después, cuando el obispo don Juan de los Barrios pasó por Santa Marta para tomar posesión de la diócesis de Santa Fe, invitó al matrimonio Freyle a acompañarle y –según Aguilera2– para que le ayudasen en cuanto estuviese a su alcance, al manejo de la casa prelaticia y, tal vez, en los menesteres de la sacristía de la Catedral. Estas suposiciones aparte, el autor de El carnero registra el dato –capítulo IX– de la llegada de sus padres a Nueva Granada: Al principio del año de 1553, entró en este Nuevo Reino el señor obispo don fray Juan de los Barrios, del Orden de San Francisco, el cual trajo consigo a mis padres. Después, el progenitor vino a España con Gonzalo Jiménez de Quesada, como cuenta el autor en el capítulo VII: Tenía descuidos el Adelantado, que le conocí muy bien, porque fue padrino de una hermana mía de pila, y el compadre de mis padres; y más valiera que no, por lo que nos costó en el segundo viaje que hizo a Castilla, cuando volvió perdido de buscar el Dorado, que a este viaje fue mi padre con él, con muy buen dinero que acá no volvió más, aunque volvieron entrambos.
Casi nada o muy poco se sabe acerca de la infancia de Juan Rodríguez, y casi la totalidad de los escasos datos que hay sobre ella procede de lo que el propio autor dice en su obra. Así, en el capítulo IV se refiere al capitán Alonso de Olalla, llamado El cojo, y dice que él y doña Juana de Herrera, su hija, doncella, fueron mis padrinos de pila, el año de 1566. Del mismo modo, sabemos que iba a la escuela en 1575, es decir, cuando tenía nueve años, porque recuerda que el licenciado Francisco Briceño, presidente de la Audiencia, murió en aquel año, y evoca el luctuoso hecho con un dato personal: Yendo yo a la escuela (que había madrugado por ganar la palmeta), llegando junto al campanario de la iglesia mayor, que era de paja, y también lo era la iglesia por haberse caído la de teja que hizo el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios hasta la capilla mayor, asomose una mujer en el balcón de las casas reales, dando voces: “¡Que se muere el presidente!¡Que se muere el presidente!” (cap.X). Con esta misma minuciosidad, Rodríguez Freyle declara que iba a la escuela de un maestro llamado Segovia, sita en la calle donde vivía don Cristóbal Clavijo. Un día, estando los alumnos en lección –estábamos en lección, escribe–, vieron pasar al oidor con mucha gente. El maestro preguntó a dónde iban, y le contaron el caso de un asesinato. En consecuencia, el maestro pidió la capa, fue tras el oidor, y los muchachos nos fuimos tras el maestro. Llegaron al pozo; el oidor mandó sacar el cuerpo […]. Entre todos los que allí estaban no hubo quien lo conociese. Mandó el oidor que le llevasen al hospital y que se pregonase por las calles que lo fuesen a ver, para si alguno lo conociese. Con esto se volvió el oidor a la Audiencia, y los muchachos nos fuimos con los que llevaban en cuerpo al hospital (cap.XII).
La anécdota revela, a mi juicio, las escasa fantasía que Rodríguez Freyle revela en los cuentos o historietas –en expresión de Oscar Gerardo Ramos3– que constituyen lo más importante del texto de El carnero, obra que es, simplemente, un cuadro costumbrista directo y vivo. Pero de este tema se hablará más adelante, Ahora conviene decir que nuestro autor fue estudiante de Gramática hacia los años 1579 ó 1580 –es decir, a los trece o catorce años de edad–, según él mismo relata con el detallismo acostumbrado. En efecto: en los años del visitador licenciado Monzón –que llegó como tal a Bogotá en 1579– y, más concretamente, con ocasión de las pretensiones de su hijo, don Fernando de Monzón, a la mano de doña Jerónima de Urrego –hija del capitán Antonio de Olalla–, a la que aspiraba también el oidor licenciado Francisco de Anuncibay, cuenta Rodríguez Freyle (cap. XIII) que unos emisarios portadores de un pliego para el visitador llegaron a casa de éste, un jueves a mediodía, que yo me hallé en esta razón en casa del visitador, y añade que estaban jugando a las barras en el patio; que estábamos mirando Juan de Villardón, que después fue cura de Suca, y yo, que entonces éramos estudiantes de gramática, y que ambos subieron al piso de arriba con los emisarios.
Relacionado directamente con esos estudios, se halla el posible ingreso de Rodríguez Freyle en el Seminario de San Luis, fundado pocos años antes por el arzobispo fray Luis Zapata de Cárdenas. Tal ingreso consta en una de las copias manuscritas de El carnero4, donde se dice, además, que el arzobispado citado consagró a nuestro autor de corona y grados. No puede afirmarse que el tal ingreso se celebrara, pero una indicación del propio Freyle permite considerarlo, al menos, posible, ya que afirma: Pero sabe Dios disponer lo mejor, que más vale ser razonable soldado que caer en fama de mal sacerdote, y serlo. El hecho viene a confirmar el carácter aventurero e inquieto del joven Freyle, quien fue, impelido por su ansia de oro, a la laguna de Teusacá, en cuyas aguas se decía moraban los caimanes de aquel metal precioso y que había otras joyas y santillos. Pero un accidente trágico-religioso ocurrido al banquiano, aborigen de la comarca, a quien Freyle había recompensado sin tasa, le apartó de allí para no reincidir, pero ni volver a pensar en el azaroso modo de hacer fortuna con la pesca de uno de aquellos misteriosos saurios5. Fuera o no así, lo indudable es que el futuro cronista habla en varios lugares de su texto de las grandes cantidades de idolillos de oro y esmeraldas extraídos de los adoratorios muiscas. En cualquier caso, era fama pública la realidad de los tesoros muiscas, y Aguilera recuerda el caso del clérigo que, con ayuda de su conocimiento del idioma muisca, supo dónde estaba el tesoro del cacique de Ubaque. Y lo cierto es que la copia manuscrita de El carnero que usó el doctor Felipe Pérez para hacer la primera edición de la obra, apareció mutilada la hoja donde tal vez se procuraba alguna indicación sobre la situación de la cueva6.
Así pues, Rodríguez Freyle, de temperamento inestable e inquieto, dedicó algunos años de su juventud a combatir a los indígenas insurrectos. Lo afirma (cap. XIX), cuando dice que gastó los años de su mocedad por esta tierra, siguiendo la guerra con algunos capitanes timaneses, de la cual narra algún detalle de acciones sucedidas por encima del valle de Neiva. Después participaría, a las órdenes del general-presidente don Juan Borja, en la pacificación de los pijaos. Pero ninguna de tales actividades fue suficientemente atractiva para nuestro autor, ya que las abandonó pronto e hizo un viaje a España hacia 1585. Así lo anuncia (cap. II): Yo en mi mocedad, pasé de este Reino a los de Castilla, a donde estuve seis años. Volví a él y he corrido mucha parte de él, y entre los muchos amigos que tuve, fue uno don Juan, Cacique y Señor de Guatavita, sobrino de aquel que hallaron los conquistadores en la silla al tiempo que conquistaron este Reino. Hizo el viaje con el licenciado Alonso Pérez de Salazar, a quien fui yo sirviendo basta Castilla con deseo de seguir en ella el principio de mis nominativos (cap. XV).
Esta última frase ilustra, a mi juicio, con claridad suficiente, el propósito fundamental de Rodríguez Freyle al trasladarse a Castilla; a saber: entroncarse, conocer su ascendencia familiar. ¿ínfulas aristocráticas? No hay ningún indicio de tal actitud ni ésta se trasluce en ningún párrafo de la obra. En cualquier caso, si tal fue su objetivo, no lo alcanzó, debido a la muerte de su protector. La salida para España fue en mayo de 1585, como escribe Freyle (cap. XVI): El visitador Juan Prieto de Orellana abrevió con su visita, recogió gran suma de oro, y con ello y los presos oidores y el secretario de la Real Audiencia, Francisco Velásquez, y otras personas que iban afianzadas, salimos de esta ciudad para ir a los reinos de España, por mayo de 1585. Iban de compañía el licenciado Salazar y el secretario Francisco Velásquez, porque Peralta, como sintió a Salazar tan pobre, hizo rancho de por sí. Habíasele muerto a Salazar la mujer en esta ciudad. Estos gastos y las condenaciones del visitador le empobrecieron de tal manera, que no hubo con qué llevar sustento en el viaje para él y sus hijos y los que le servíamos, que si el secretario Velásquez no llevara tan valiente bastimento como metió, pasáramos mucho trabajo. Y agrega: Fueron muchos los enfados y disgustos que se tuvieron con el visitador, porque tenía por gloria afligir a los que llevaba presos; y en Cartagena intentó, al tiempo de embarcar, llevallos presos en la Capitanía, donde él se había embarcado, lo cual sintieron mucho.
Rodríguez Freyle no registra en su obra con mucho detalle su estancia en España. Sin embargo, recoge un episodio muy interesante, relativo al intento del pirata Francis Drake contra Cádiz en 1587. Halleme yo en esta sazón –escribe– en Sevilla; que el jueves antes que llegase el aviso de socorro, se había enterrado el Corso7, cuyo entierro fue considerable por la mucha gente que le acompañó, y los muchos pobres que visitó dándoles lutos y un cirio de cera que acompañasen su cuerpo. Acudió toda la gente de sus pueblos al entierro con sus lutos y cera, y todo ello fue digno de ver. Lleváronle a San Francisco y depositáronle en una capilla de las del claustro, por no estar acabada la suya. Al día siguiente, viernes, después de mediodía, entró el correo a pedir el socorro para Cádiz. Alborotóse la ciudad con la nueva y el bando que se echó por ella. Andaban las justicias de Sevilla, asistente, audiencia, alcaldes de la cuadra y todas las demás que de día ni de noche no paraban. El lunes siguiente, en el campo de Tablada se contaron cinco mil infantes, con sus capitanes y oficiales, y más de mil hombres a caballo, entre los cuales iban don Juan Vizentelo, hijo del Corso, y el conde de Gelves, su cuñado, cargados de lutos hasta los pies de los caballos. Acompañólos mucha gente de la suya, con el mismo hábito, que hacía un escuadrón vistoso entre las demás armas; estuvo este día el campo de Tablada para ver, por el mucho número de mujeres que en él había, a donde mostró muy bien Sevilla lo que encerraba en sí, que había muchas piñas de mujeres, que si sobre ellas derramaran mostaza no llegara un grano al suelo (cap. XVI).
Salió, pues, la ayuda para Cádiz, y de ella formó parte nuestro autor: Partió el socorro para Cádiz, unos por tierra, otros por el agua; y no fui yo de los postreros, porque me arrojé en un barco de los de la vez, de un amigo mío, y fuimos de los primeros que llegamos a San Lúcar, y de allá por tierra al puerto de Santa María, desde donde se veía la bahía de Cádiz y lo que en ella pasaba. Por fin, Drake, viendo que no conseguía su propósito, se retiró. Pero diez días después volvió a Sanlúcar de Barrameda y envió un patache con bandera de paz y un recado para el Duque de Medina Sidonia, a quien suplicaba le socorriese con bastimentos, de que estaba muy falto, y se moría la gente; y que de él se había de valer, como amigo antiguo y tan gran caballero. Y apunta en seguida Rodríguez Freyle este dato curioso: Platicose entonces que este don Francisco Drake había sido paje del emperador Carlos V, que se lo había dado Phelipe II, su hijo, cuando volvió de Inglaterra, muerta la reina María, su mujer, y que por ser muy agudo se lo había dado al emperador su padre para que le sirviese, y que era muy españolado y sabía muy bien las cosas de Castilla, y que de allí nacía la conocencia y amistad con el duque de Medina. Este, en fin, envió al pirata bastimento y regalos para su persona, enviándole a decir que le esperase, que le quería ir a ver cuando allegase la gente que le había de acompañar, pero Drake respondió que él no había de reñir ni pelear con un tan gran caballero y que con tanta largueza había socorrido su necesidad, porque más lo quería para amigo que no para enemigo (cap. XVI). Y ahí acabó el lance.
El oidor Pérez de Salazar tenía un estricto sentido de la justicia y trató de ayudar al joven Rodríguez Freyle, quien relata una anécdota que demuestra la suma probidad de aquél, y la cuenta –dice– por pagarle algo de lo que deseó hacer por mí. No pudieron cumplirse, sin embargo, sus deseos, porque seis meses después murió, quedando yo hijo de oidor muerto, con lo que digo todo. Pobre y en tierra ajena y extraña, con que me hube de volver a Indias (cap. XVI).
De regreso a Nueva Granada, el futuro cronista se dedicó a la agricultura en la región de Guatavita, quizás invitado por su amigo el viejo cacique8. Esto último no pasa para ser simple, aunque verosímil, suposición. No ocurre lo mismo, en cambio, con la dedicación a la agricultura, de la que hay varios testimonios personales en El carnero y en otros documentos. Así, se sabe que hacia 1609, cuando el autor tenía cuarenta y tres años, era muy gordo y muy cargado y se ocupaba en el beneficio de una estancia suya situada en el valle de Guasca, para el sustento de su mujer y de sus hijos, pese a lo cual era pobre9. Por otra parte, el propio escritor aporta dos notas personales acerca de su oficio labrador. Cuenta, en efecto, que el oidor Alonso Pérez de Salazar llegó a Bogotá en 1582 y se ocupó en castigar ladrones, que había muchos con los bullicios pasados, aunque agora no le faltan, y en limpiar la tierra de vagabundos y gente perdida. Y apostilla inmediatamente: ¡Oh si fuera agora, y que buena cosecha cogiera! Harto mejor que nosotros la hemos tenido de trigo, por ser el año avieso, y hasta ahora no he visto ninguno para holgazanes y vagabundos (cap. XV).
El segundo testimonio del autor sobre su condición de labriego aparece vinculado, en cierto modo, a la persona del marqués de Sofraga, presidente de Nueva Granada, quien, con motivo de su juicio de residencia, le llamó para que testificara –como persona que he visto todos los presidentes que han sido de la Real Audiencia y que han gobernado esta tierra– en que había faltado durante su gobierno. Pues bien: aprovechando tal circunstancia, el cronista afirma: Vuelvo a decir que ya lo he dicho otra vez, que no tengo que adicionarle, porque ha gobernado en paz y justicia, sin que haya habido revueltas como las pasadas; y porque su negocio topa en los dineros, quiero, por lo que tengo de labrador, decir un poquito que todas son cosechas. Con este motivo, inmediatamente después, establece un paralelo entre labradores y pretendientes –hermanos en armas–, de cuya exposición sólo interesa a mis fines la alusión a los problemas económicos de los agricultores –sufridos por él– y a la afirmación sobre la necesidad de cultivar la tierra. Oigámosle:
Los labradores, en sus cortijos y heredades o estancias, como acá decimos, escogen y buscan los mejores pedazos de tierra, y con sus aperos bien aderezados, rompen, abren y desentrañan sus venas, hacen sus barbechos, y, bien sazonados, en la mejor ocasión, con valeroso ánimo derraman sus semillas, habiendo tenido hasta este punto mucho costo y trabajo; todo lo cual hacen arrimados tan solamente al árbol de la esperanza y asidos de la cudicia de coger muy grande cosecha. Pues sucede muchas veces que, con las inclemencias del tiempo y sus rigores, se pierden todos estos sembrados y no se coge nada; y suele llegar a extremo que el pobre labrador, para poderse sustentar aquel año, llega a vender parte de los aperos de bueyes y rejas, que quizá le habrá sucedido a quien esto escribe.
Pues pregunto yo ahora, labradores, ¿a quién pediremos estos costos y semillas, daños e intereses?¿Pedirémoslos a la tierra donde los echamos? No lo hallo puesto en razón. ¿Podrémoslos pedir a la justicia? Paréceme que sobre este artículo no nos oirán, ni se nos recibirá petición. Pues ¿pidámoslos a la cudicia? Eso no, que será echarla de casa y quedarnos sin nada. Pues ya se ha comenzado a romper el saco, volvamos a arar y romper la tierra, y acábese de romper, que quizá acertemos (cap. XXI).
Como se ve, la constante queja de los agricultores por las malas cosechas es muy antigua. En el caso de Rodríguez Freyle, parece fundada, y debido a ello, quizá prestara oídos a la llamada del presidente doctor Antonio González, bajo cuyo mando pudo el cronista haber desempeñado algún cargo administrativo. Ello podría deducirse de una vaga y confusa alusión del autor al gobierno de aquél: Quiero acabar con este gobierno, que me ha sacado de mis calsillas y de entre mis terrones (cap. XVII). De esta alusión, Aguilera deduce que entre los treinta y los treinta y cinco años, Rodríguez Freyle ya se iniciaba en el cultivo del campo, aunque reconoce –y esta segunda hipótesis le merece mayor grado de probabilidad– que también podría interpretarse el pasaje alusivo en el sentido de que la crónica no fue escrita en el campo, como algunos creen, sino en plena urbe, donde podía consultar cuanto le era indispensable10. Pienso, sin embargo, que tales deducciones no se ajustan a la realidad, ya que el presidente Antonio González entró en Bogotá el 24 de marzo de 1589 y gobernó ocho años, es decir, hasta 1597, según el propio escritor afirma (Catálogo final de su obra). Así, en 1589, Rodríguez Freyle tenía veintitrés años, y ocho después, treinta y uno. En consecuencia, si don Antonio González sacó de sus calsillas y sus terrones a nuestro autor, éste ya se dedicaba a la agricultura entre los veintitrés y los treinta y un años de edad, época en la cual el futuro cronista no había pensado siquiera en escribir, ya que empezó a hacerlo, como sabemos, cuando tenía setenta años.
Rodríguez Freyle no precisa la edad en que contrajo matrimonio, pero al referirse al fallecimiento del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, dice (cap. XVIII): él me desposó de su mano, ha más de treinta y siete años, con la mujer que hoy me vive, que se llamaba Francisca Rodríguez. Dicho arzobispo murió el 8 de enero de 1622, y como el autor escribe entre los setenta y los setenta y dos años de su edad, no resulta difícil afirmar que se casó hacia 1603 ó 1604. De su familia, de si tuvo o no tuvo hijos, no se sabe nada, ya que él no hace la más mínima alusión a este asunto.
Sí se sabe, en cambio, los años que empleó Rodríguez Freyle en escribir su obra. Como se comprobó antes, empezó su redacción en 1636. Dos años después, en 1638, seguía escribiendo todavía, y no dejó de hacerlo hasta, por lo menos, la segunda semana de cuaresma de 1638. En efecto: en el capítulo XX de su obra, el autor proporciona varios datos al respecto. El año de 1624 vino por oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Juan de Balcázar, y este de 1638 sirve su plaza en esta Real Audiencia. Otro dato: Cien años son cumplidos de la conquista de este Nuevo Reino de Granada, porque tanto ha que entró en él Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada con sus capitanes y soldados. Hoy corre el año de 1638, y el en que entraron en este sitio fue el de 1538. Por último, al referirse al fallecimiento del arzobispo don Bernardino de Almansa, dice Freyle que su cadáver iba a ser trasladado a Castilla este año de 1638. Otros datos del Catálogo subsiguiente al capítulo XX, del título del capítulo XXI y del primer párrafo de éste y del catálogo final –de gobernadores, presidentes, oidores, etc.– demuestran igualmente la fecha de redacción de la obra. Pero en el capítulo XXI de ésta, el autor precisa más el momento final en que escribía: Miércoles en la noche, a tres de marzo de este año de 1638, segunda semana de cuaresma.
Las mujeres
No se sabe aún la fecha exacta, ni aproximada, de la muerte de Juan Rodríguez Freyle, aunque puede suponerse que no acaecería mucho después de poner punto final a la redacción de su obra, ya que ésta, como acaba de verse, está escrita entre los setenta y los setenta y dos años de la vida de su autor11. Tal dato tiene solamente, por otra parte, un mero interés erudito, ya que lo más importante radica en el conocimiento de la personalidad del autor, y acerca de ésta, él mismo ha dejado suficientes rasgos en su obra. Uno de éstos, por ejemplo, hace referencia a su trato con el vino. En los vinos –escribe (cap. XVII)– hay malos y buenos, y en los hombres que lo beben corre la mesma cuenta. Hace de entender que los buenos lo beben destemplado con agua, para conservar la salud; y los malos lo beben puro hasta embriagarse y perderla, y suele costar también la vida. De mí sé decir que en todo el año no lo veo ni sé qué color tiene, y no me lo agradezcan porque esto no es por la voluntad, sino a más no poder. Me parece que la conclusión es clara: a la edad en que esto escribe, al autor le habían prohibido los físicos o médicos la bebida.
Pero si este dato es meramente anecdótico en la interpretación de la personalidad de Juan Rodríguez Freyle, no lo es, en cambio, la actitud y el pensamiento que muestra en su obra acerca de la mujer y de la hermosura femenina. Ya Miguel Aguilera apuntó el recelo, si no la animadversión, que el autor tuvo contra la mujer y contra la belleza de ésta, para acabar afirmando que esta preocupación es una forma de complejo12. Por su parte, Oscar Gerardo Ramos alude también al mismo tema, pero libra al cronista de la posible tacha de misoginia: Y no es un misógino. Sus retahilas no van contra toda mujer, sino contra esa mujer que usufructúa la belleza para el devaneo, la lujuria y aun el adulterio. Por tanto, se le irroga injusticia al endilgarle misoginia. El conjunto de citaciones indica que, por igual, a varón y fémina zahiere, si se desempeñan hasta el desenfreno13.
La cuestión, no obstante, debe plantearse, a mi juicio, desde un punto de vista muy diferente al de los expresados por ambos autores. Se trata, en síntesis, de un tipo de reflexión moral sobre la mujer y su hermosura, propio de la época y que pretende contrarrestar el “daño” que en los lectores pudiera causar la lección de los hechos reales que el autor relata. Así lo demuestran, según leo, las abundantes citas de Rodríguez Freyle sobre la materia, ya que todas, o casi todas, constituyen comentarios o apostillas a los hechos punibles que relata. ¡Oh hermosura, causadora de tantos males! ¡Oh mujeres! No quiero decir mal de ellas, ni tampoco de los hombres; pero estoy por decir que hombres y mujeres son las dos más malas sabandijas que Dios crió (cap. VIII). En otro lugar (cap. X), con motivo de un suceso ocurrido en Tunja, nuestro autor escribe: La hermosura de doña Inés llamó así a don Pedro Bravo de Rivera (con razón llamaron a la hermosura “callado engaño”, porque muchos hablando engañan, y ella, aunque calle, ciega, ceba y engaña). Paréceme que me ha deponer pleito de querella la hermosura en algún tribunal, que me ha de dar qué entender; pero no se me da nada, porque ya me colgué sobre los setenta años. Yo no la quiero mal; pero he de decir lo que dicen de ella; con esto la quiero desenojar. La hermosura es un dato de Dios, y usando los hombres mal de ella, se hace mala. Y añade: ¡Oh hermosura! Los gentiles la llamaron dádiva breve de naturaleza, y dádiva quebradiza, por lo presto que se pasa y las muchas cosas con que se quiebra y pierde. También la llamaron lazo disimulado, porque se cazaban con ella las voluntades indiscretas y mal consideradas. Yo les quiero ayudar un poquito. La hermosura es flor que mientras más la manosean, o ella se deja manosear, más presto se marchita. Otro ejemplo: ¡Oh hermosura desdichada, mal empleada, pues tantos daños causaste por no corregirte con la razón. Esos son los males que produce la hermosura de la mujer, la cual no pone límite a sus propósitos cuando se propone lograr algo: Dios nos libre, señores, cuando una mujer determina y pierde la vergüenza y el temor de Dios, porque no habrá maldad que no cometa, ni crueldad que no ejecute; porque, a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre.
¡Ah hermosura! ¡Lazo disimulado! (cap. XII). ¡Oh mujeres, malas sabandijas, de casta de víboras! Ellas son, en realidad, debido a sus aventuras galantes, las responsables de todos los problemas que tenía planteados el Nuevo Reino de Granada. Ejemplo: el fiscal Orozco quería que muriese el marido de su dama, y ésta deseaba que la mujer de su galán muriera también. En vista de ello, Rodríguez Freyle concluye: Concertadme, por vida vuestra, estos adjetivos. La casa a donde sola la voluntad es señora, no está segura la razón, ni se puede tomar un punto fijo. Esto fue el origen y principio de los disgustos de este Reino y pérdidas de haciendas, y el ir y venir de visitadores y jueces, polilla de esta tierra y menoscabo de ella (cap. XIII). Así lo demostraba, en efecto, el caso del licenciado Orozco, fiscal de la Audiencia, hombre mozo, de espíritu levantado y orgulloso, que el cronista relata y del cual extrae esta conclusión: Seguía el fiscal los amores de una dama hermosa que había en esta ciudad, mujer de prendas, casada y rica. Siempre topo con una mujer hermosa que me dé en que entender. Grandes males han causado en el mundo mujeres hermosas. Y sin ir más lejos, mirando la primera, que sin duda fue la más linda, como amasada de la mano de Dios, ¿qué tal quedó el mundo por ella? De la confesión de Adán, su marido, se puede tomar, respondiendo a Dios: “Señor, la mujer que me disteis, ésa me despeñó”. ¡Qué de ellas podía yo agora ensartar tras Eva! Pero quédense. Dice fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, que la hermosura y la locura andan siempre juntas; y yo digo que Dios me libre dé mujeres que se olvidan de la honradez y no miran al ¡qué dirán!”, porque perdida la vergüenza, se perdió todo (cap . XIII)
Así pues, la hermosura femenina es, según Rodríguez Freyle, el origen de casi todos los males, aunque después matizará tal aserto en función del uso que de ella haga la mujer. ¿Qué es mejor: tener mujer hermosa o fea? Peligrosa cosa –escribe (cap. XV)– es tener la mujer hermosa, y muy enfadosa tenella fea; pero bienaventuradas las feas, que no he leído que por ellas se hayan perdido reinos ni ciudades, ni sucedido desgracias, ni a mi en ningún tiempo me quitaron el sueño, ni agora me cansan en escribir sus cosas; y no porque falte para cada olla su cobertura. Y agrega, poco después: ¡Oh hermosura, dádiva quebradiza y tiranía de poco tiempo! También le llamaron reino solitario, y yo no sé por qué; por mí sé decir que yo no la quiero en mi casa ni por moneda ni por prenda, porque la codician todos y la desean gozar todos; pero paréceme que este arrepentimiento es tarde, porque cae sobre más de los setenta. Siempre la hermosura fue causa de muchas desgracias, pero no tiene ella la culpa, que es don dado de Dios. Los culados son aquellos que usan mal de ella (cap. XVIII).
Queda claro que el cronista no se considera incluido entre los culpados, y por si ello no se hubiera entendido bien, Rodríguez Freyle remacha su afirmación: Déjame, hermosura, que ya tienes por flor el encontrarte a cada paso conmigo, que como me coges viejo, lo harás para darme pasagonzalos, pero bien está. La hermosura es red, que si la que alcanza este don la tiende, ¿tal cual pájaro se le irá? Porque es red barredora de voluntades y obras. La hermosura es don de naturaleza, que tiene gran fuerza de atraer a sí los corazones y benevolencias de los que la miran. Pocas veces están juntas hermosura y castidad, como dice Juvenal (cap. XIX). Por último, al referirse a doña Jerónima de Mayorga, nuestro autor escribe (cap. XXI): ¡Oh hermosura, causadora de semejantes desgracias!, y cuán enemiga eres de la castidad, que siempre andas con ella a brazo partido; y la mujer que te alcanza y no se corrige con la razón, viene al paradero que vino esta desdichada o a otro su semejante.
Como ha podido comprobarse, las invectivas de Rodríguez Freyle contra la hermosura se dirigen específicamente contra la belleza femenina y van, por consiguiente, encaminadas a la denigración de la mujer. El capítulo XVIII de la obra es muy ilustrativo a este respecto. Cosa maravillosa es para mí, que del hablar he visto muchos procesos, y que del callar no baya visto ninguno, ni persona que me diga si lo hay. Bien dicen que el callar es cordura. Otras muchas justicias se hicieron en estos tiempos, unas justiciadas, otras no tanto, porque si entran de por medio mujeres, Dios nos libre. Y añade: Quien comúnmente manda el mundo son mujeres […]. ¿Cómo se le puede quitar a la mujer que no mande, siendo suya la jurisdicción, porque es primera en tiempo, por mande, siendo suya la jurisdisción, porque es primera en tiempo, por la cual razón es mejor en derecho? Demás que le viene por herencia; pruébolo: Mándale Dios a Adán: “No comas del árbol que está en medio del paraíso, porque en la hora que comieres de ese, morirás”. Pues Eva, su mujer, va y tráele la fruta, y mándale que coma de ella, y obedece Adán a su mujer. Come la fruta vedada, pasa el mandato de Dios y sujétanos a todos a muerte. Llama Dios a Adán a juicio, y dale por disculpa diciendo: “Mulier quem dedisti mihi, ipsa me decepit”. Andad, señor, que no es esa la disculpa de vuestra golosina; no la dejárades vos irse a pasear, que aquí estuvo todo el daño. La mujer y la hija, la pierna quebrada y en casa; y si les dieres licencia para que se vayan a pasear, o ellas se la tomaren y sucediere el mal recaudo, no le echeis a Dios la culpa, ni tampoco os abroqueleis con la disculpa de Adán: quejaos de vuestro descuido. Para apoyar su idea, el autor cita los casos de Nabot, Sansón, David, Salomón y San Juan Bautista, y concluye: ¿Qué diferencia hay entre mandar las mujeres la república, o mandar a los varones que manden las repúblicas? Las mujeres comúnmente son las que mandan el mundo; las que se sientan en los tribunales y sentencian y condenan al justo y sueltan al culpado; las que ponen y quitan leyes y ejercitan con rigor las sentencias; las que reciben dones y presentes y hacen procesos falsos. Y todavía agrega, aunque excusándose por su edad: Son muy lindas las sabandijas, y tienen otro privilegio, que son muy queridas, que de aquí nace el daño. Buen fuego abrase los malos pensamientos, por que no lleguen a ejecutarse. ¡Válgame Dios! ¿Quién al cabo de setenta y dos años y más, me ha revuelto con mujeres?¿No bastará lo pasado? Dios me oiga y el pecado sea sordo: no quiera que llueva sobre mí algún aguacero de chapines y chinelillas que me baga ir a buscar quien me concierte los huesos; pero yo no sé por qué… Yo no las he ofendido, antes bien las he dado la jurisdicción del mundo. Ellas lo mandan todo, no tienen de qué agraviarse.
Y, en efecto, Rodríguez Freyle desea desagraviar a las mujeres, pero no sólo no lo consigue, sino que insiste en sus ataques contra ellas. Quiero volver a las mujeres –escribe– y desenojarlas, por si lo están, y decir un poquito de su valor. Grandísima es la fama de las diez Sibilas, pues con palabras tan divinas trataron de los dichos y hechos, muerte resurrección y ascensión de nuestro Redentor, y de todos los demás artículos de fe católica. La casta y famosa viuda Judith, con sabiduría y ánimo más que humano, guardó su decoro y limpieza, cortó la cabeza de Holofernes y libró la ciudad de Betulia […]. Quíteseles el enojo, señoras mías, que como he dicho de éstas, dijera de muchas más. Pero agrega en seguida: La mujer es arma del diablo, caberza de pecado y destrucción del paraíso. Y pocas páginas después: ¡Oh mujeres, armas del diablo! Las malas digo, que las buenas, que hay muchas, no toca mi pluma si no es para alabarlas; pues si dan en crueles, Dios nos libre, que por venganza echan todo el resto, sin que reparen en honra y vida ni tampoco se acuerden de Dios, de quien no pueden huir para ser juzgadas; todo lo atropellan por salir con la suya y vengarse (cap. XVIII). Algo parecido había escrito antes (cap. XV), cuando reflexionó sobre el amor y, de paso, atacó a la mujer: El amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una gustosa y fiera herida y una blanda muerte. El amor, guiado por torpe y sensual apetito, guía al hombre a desdichado fin […]. El día que la mujer olvida la vergüenza y se entrega al vicio lujurioso, en ese punto muda el ánimo y condición, de manera que a los muy amigos tenga por enemigos, y a los extraños y no conocidos los tiene por muy leales y confía más de ellos.
Acerca del hombre, en cambio, es decir, del varón, nuestro autor tiene una opinión favorable, como indica el párrafo siguiente (cap. XVIII): Ya me estarán diciendo que por qué no digo que los hombres; que si son benditos o están santificados. Respondo: que el hombre es fuego y la mujer estopa, y llega el diablo y sopla. Pues a donde se entremeten el fuego, el diablo y la mujer, ¿qué puede haber bueno? Con esto lo digo todo, porque querer decir del hombre, en común o en particular, sería nunca acabar. El hombre se dice mucho menor, porque todo lo que se halla en el mundo se halla en él, aunque conforma más breve, porque en él se halla ser, como en los elementos; vida, como en las plantas; sentido, como en los animales; entendimiento y libre albedrío, como en los ángeles; y por esto le llama San Gregorio al hombre “toda criatura”, porque se hallan en él la naturaleza y propiedades de todas las criaturas, por lo cual Dios le crió en el sexto día, después de todas las criaturas criadas, queriendo hacer en él un sumario de todo lo que había fabricado.
Como habrá podido comprobarse, los datos que el propio Juan Rodríguez Freyle proporciona acerca de sí mismo, de su vida y de algunos aspectos de su pensamiento permiten afirmar que el hombre tenía una curiosa o rara personalidad. Parece indudable, a mi juicio, que no se trata, pese a sus ocasionales escarceos militares, de un hombre de acción, de un conquistador guerrero ni de un agresivo comerciante o intrépido o arriesgado hombre de empresa. En ambos sentidos, ni su participación en algunas campañas contra los indios rebeldes ni su dedicación a la agricultura permiten incluirle entre capitanes ni empresarios, y ello no por falta de inteligencia ni de posición social, aunque ésta no pasara de mediana. La personalidad de Rodríguez Freyle –escribe Aguilera14–, si se resiente por la faz del esfuerzo y de la decisión para hacerle frente a la vida, gana mucho en cuanto a la conducta de hombre de bien y de criterio sano. Por la falta denunciada en esta advertencia previa, deducida de informaciones francas o veladas de él propio, se verá que no fue capaz de emplear su inteligencia y buenas bases sociales para alcanzar la honra y prez que tantos otros compañeros y contemporáneos suyos, menos bien dotados, obtuvieron con pequeña dosis de iniciativa y firmeza de carácter. Algo parecido opina Oscar Gerardo Ramos: Rodríguez Freyle es, en definitiva, un santafereño de acento español, un temperamento urbano, a lo más agrícola, muy tímido para ir a incursionar nuevas regiones y sentir el desconcierto geográfico que subyugó a los primeros cronistas15.
El talante de Juan Rodríguez Freyle era, en efecto, muy otro. Lo que él dice de sí mismo autoriza el afirmar que fue un joven de carácter abierto, de inteligencia clara y despierta, de buenas condiciones para bienquistarse a las personas, de temperamento conciliador, de buena fama y estimado por sus vecinos y conocidos. Que intentó hacer fortuna y que no lo consiguió por su mala suerte –el fallecimiento de su protector, licenciado Pérez de Salazar– parece claro, como lo es igualmente el hecho de refugiarse, ya al final de sus días, en la literatura. Ello muestra, en definitiva, su aspiración –típica aún de su época– de dejar fama, de pasar a la Historia, siquiera fuese por la vía de la creación literaria, lo que si no logró en su tiempo –su obra no alcanzó la publicidad de la imprenta hasta algo más de dos siglos después de escrita, aunque en su época fuese conocida por algunos–, sí consiguió doscientos años después. Por desgracia, la iconografía del autor no ayuda casi nada a conocer la personalidad de éste, ya que no se conoce –ni, probablemente, lo hubo– retrato alguno suyo de su tiempo. El único de que se dispone, en efecto, es el del maestro Miguel Díaz, que éste pintó en 1936. Aguilera expone así el origen y la realización de ese único retrato que figura en su edición de El carnero, en la de Mario Germán Romero y en algunas otras. Ante la necesidad –escribe– de consagrar un recuerdo pictográfico al primer cronista de nuestra ciudad capital, la Academia Colombiana de la Historia acordó, coincidencialmente, al cumplirse el III centenario de la iniciación de la crónica, la ejecución con pincel de una imagen que, viso más, viso menos, simbolizase la persona de aquél. Designóse para el difícil cometido al notable pintor don Miguel Díaz, bogotano nacido en el clásico barrio de Santa Bárbara. Una constante y reiterada lectura del Carnero y de la compaginación de las calidades literarias del libro le sugirieron la figura regordeta, sonrosada, campechana y, saludable del vecino de Guatavita. Diséñala sobre el fondo de la plaza y de la iglesia parroquial del lugar donde se presume que la crónica fue clasificada y compuesta. La edad setentona se advierte allí con la misma robustez y acometida de lo trasunto en los capítulos del infolio. Grata sonrisa socarrona, diestramente captada por el pincel y noblemente iluminada por la paleta, se filtra en mitad del rostro, mientras la péñola de ánade o de ganso se desliza sobre los pliegos amarillentos. Nunca un hombre flaco, desmarrido, arrugado, inquisitorial, de tez cetrina y de ojos encuerados hubiese podido escribir aquellas memorias ágiles, traviesas, irónicas y saturadas de buen humor. Así pues, es de creerse que la fantasía del maestro Díaz, tan hábil en el manejo de sus instrumentos pictóricos como buen intérprete de los sentimientos que florecen en el rostro de los hombres, dio en el clavo al consumar el “retrato” (llamémoslo así) de don Juan Rodríguez Freyle, entregado por él a la pinacoteca de nuestra Academia. No divagaríamos si dijéramos que el artista, a su modo, también preparó una biografía sin palabras sobre la trama de un lienzo. Cuando muy joven, y también por rara coincidencia, era yo discípulo de Miguel Díaz en la Escuela de Bellas Artes, leí por primera vez El carnero. Imaginé entonces a su autor muy próximo a lo que muchos años después mi profesor de dibujo concebiría y ejecutaría para ornamento de nuestro ilustre instituto de investigación histórica16.
La obra: Manuscritos y ediciones
La edición de la obra de Juan Rodríguez Freyle, debida al estudioso Mario Germán Romero y publicada por el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá en 1984, constituye la última noticia, hasta hoy, acerca de los manuscritos y ediciones conocidos de El carnero. Como afirma el investigador citado, no se conoce hasta el momento el manuscrito original de Rodríguez Freyle, pero se conservan varias copias, de las cuales las dos primeras reseñadas están en la Biblioteca Nacional de Bogotá. Son éstas el manuscrito de Ricaurte y Rigueyro, copia del año 1784, y el de del Castillo, de 1875. Los demás son los siguientes: Manuscrito del Colegio de San Bartolomé, de 1793; Manuscrito de propiedad del padre Jaime Hincapié Santamaría, probablemente del siglo XVIII; Manuscrito de Sierra y Espineli, copia hecha en Tunja en 1812, y Manuscrito de Yerbabuena, en el que al final de la Introducción aparece una nota, escrita en letra y tinta diferentes de las del texto, que dice: Copiado y enmendado en algo e ilustrado con algunas notas por el presbítero Miguel Espineli en Tunja, año de 1810, que lo copia de otro manuscrito bien trabajoso. Este de Yerbabuena, encuadernado en cuero, tiene una leyenda, al reverso de la pasta anterior, que dice: Bade de Domingo Acosta, y en la posterior se lee: Soy de Dn. Ignacio Vergara. Según Romero, para las guardas se utilizaron dos hojas de un libro de cuentas de la Hermandad del clero de Tunja, 1809-1810, de la cual era mayordomo tesorero el presbítero Antonio de Guevara. Dicho manuscrito comprende La Introducción, veinte capítulos, catálogos de los gobernantes y arzobispos y prebendados de Santafé, un Suplemento e ilustración de esta historia, el índice y un Discurso que aludiendo a la necesidad de la historia forma en obsequio de un amigo otro que se precia de serlo, fechado este último en Santafé el 6 de enero de 1819. Romero advierte, por último, que en el manuscrito de Yerbabuena hay seis cambios de letra y que en su texto se advierte la supresión de numerosos párrafos, sobre todo aquellos que contienen consideraciones morales, con que el autor pretende dar al relato un carácter ejemplarizante. Parece lógico preguntarse, a la vista de tales advertencias, por qué Romero eligió –él no lo aclara– este manuscrito para su, por lo demás, valiosa y muy cuidada edición de El carnero.
Mario Germán Romero proporciona también la relación completa de las ediciones publicadas, hasta la suya, de la obra de Rodríguez Freyle. La primera fue hecha por don Felipe Pérez en Bogotá, Imprenta de Pizano y Pérez, 1859, precedida de un interesante estudio del libro por el editor, en el que éste, tras explicar el título de Carnero, afirma que el manuscrito utilizado por él –cuyo paradero se desconoce– es uno que merece la mayor fe por su antigüedad; pues está escrito en letra pastrana y tiene tales caracteres de vejez, que bien pudiera ser el manuscrito autógrafo. La segunda edición fue la de don Ignacio Borda, de 1884, que añade el Catálogo de los arzobispos y prebendados que han sido de la iglesia metropolitana de este Nuevo Reino de Granada, desde el año de 1569 que fue erigida en metropolitana basta el presente de 1638, en que se cumplen los cien años de la conquista de este Nuevo Reino. Seis años después, en 1890, el propio Borda hizo la tercera edición, que reproduce la anterior. La cuarta es de 1926, sigue el texto de la primera y fue hecha por Germán Arciniegas. En 1935 aparece la quinta edición, con prólogo y notas de don Jesús M. Henao, que también reproduce el texto de la primera, aunque actualiza la ortografía y divide algunos párrafos muy largos. La sexta edición, incluida en la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, es de 1942 y reproduce la anterior. El Ministerio de Educación Nacional colombiano publicó en 1955 la séptima edición de El carnero, con arreglo al texto manuscrito de 1784. Seis años después, en 1961, apareció la traducción inglesa de la obra, hecha por William C. Atkinson. La octava edición fue publicada en 1963, en la Biblioteca de Cultura Colombiana; reproduce el texto de la primera impresión y fue hecha por el doctor Miguel Aguilera, quien en 1968 reprodujo la anterior y la publicó en la Editorial Bedout con su estudio y otro de Oscar Gerardo Ramos. Después, en el mismo año 1968 aparece la edición de la Biblioteca Schering Corporation U.S.A.; en 1975, la del Círculo de Lectores, con introducción de Rafael H. Moreno-Durán; en 1979, la de la Biblioteca Ayacucho, con prólogo, notas y cronología de Darío Achury Valenzuela; y, por último, la de 1984, ya citada, con introducción y notas de Mario Germán Romero17.
En cuanto a nuestra edición, primera que se publica en España, debo manifestar que sigue el texto de la primera, a través de la publicada por Aguilera en la Editorial Bedout. Sin embargo, se han corregido las erratas y malas lecciones de ésta, así como la puntuación, con objeto de hacer más comprensible el texto para el lector actual. Debe tenerse en cuenta, a este respecto, que la presente edición no va dirigida exclusivamente al lector erudito y especializado, sino a toda clase de lectores, tanto americanos en general –sobre todo no colombianos–, como, y principalmente, españoles. Por ello, aun aprovechando no pocas de las anotaciones hechas por el doctor Aguilera, se prescinde de otras, excesivamente eruditas para éstos, y se añaden también otras notas, que facilitan la comprensión del texto.
Razón del título El carnero
Enrique Otero DCosta –escribe Aguilera18– atribuye la denominación a la causticidad proverbial del santaferiñismo, que tomó la voz como equivalente de fosa o sepultura para enterrar muertos, tal como antaño se decía. Según el talentoso intérprete, fue en aquel carnarium (antecedente latino de carnero) donde pararon ciertos títulos de incierta hijodalguía, ya que de los actores en lances de escandalosas tragedias o de inicuas hazañas, se desprendieron hasta hoy no menos de veinte generaciones descendentes y cien colaterales, que, multiplicadas por un promedio demográfico conveniente al escenario, arroja en proporción geométrica no menos de un millón de unidades humanas, entre agnados y cognados, que descendieron a la fosa carnaria, o al carnero, como otrora se decía, seguras de una limpieza de sangre inobjetable. Y comenta Aguilera: Acaso el efecto está bien presumido por Otero D’Costa; mas no la causa de la denominación. Ya el doctor Felipe Pérez, primer editor de la obra, había pensado y escrito antes lo mismo que aquél, pero no se había pronunciado por ninguna de las explicaciones posibles como significados presumibles del título de la obra. otros comentaristas citan a fray Alonso Zamora, historiador dominico, y entre ellos, Aguilera recuerda, como acaso el más competente, a don Marco Fidel Suárez, quien acepta la explicación de aquél: Deseosos de averiguar de qué religión (comunidad) fueron los que dieron ocasión para que se dijera que bastardeaban en el sagrado empleo de su instituto, he leído los más instrumentos de aquellos tiempos, así eclesiásticos como seculares, y algunos cuadernos que, sin nombre de autor, llaman carneros. A su vez, monseñor Juan Crisóstomo García amplía la instrucción haciéndola extensiva a los libros de actas capitulares antiguos, que también recibieron el nombre de tumbos o becerros.
El doctor Aguilera, por fin, aventura una hipótesis propia. Sin temor –escribe– de proponer una monstruosidad idiomática, se podría retrotraer la investigación hasta medio siglo antes de la obra del dominico Zamora, época en que un historiador español de apellido Carnero escribió la “Historia de las guerras civiles que ha habido en los Estados de Flandes desde el año de 1559 hasta el de 1609, y las causas de rebelión de dichos Estados”. Tal libro, que tuvo en la Península inmensa popularidad, por revelarse en él los nombres de muchos antepasados de los lectores, acaso pudo determinar en el vulgo la mención metafórica del autor por cualquier producción impresa o manuscrita de análoga índole histórica. Así como no nos excusaríamos hoy de entender que para ponderar la historia de Henao y Arrubla, dijéramos de su libro que es Iodo un Cantú colombiano”.
No hay razón para negar posibilidades de acierto a tales interpretaciones ni, menos aún, erudición y sutileza a la apuntada por Aguilera. Pero pienso que la explicación del título El carnero que puso a la obra de Rodríguez Freyle el anónimo o desconocido titulador santafereño es, quizá, mucho más sencilla. En efecto: debe aclararse, en primer lugar, que la palabra carnero no procede de carnarium, sino de carnarius, lugar –leo en el Diccionario de Autoridades (I, 187)– donde se echan los cuerpos de los muertos, cuando por ser muchos juntos no se pueden enterrar en sepulturas, y así se hacen unos hoyos grandes para este fin. Y también se llaman así los que se hacen en los cementerios de las iglesias, para ir echando los huesos que se sacan de las sepulturas. Diósele este nombre, porque se echa en él la carne de los muertos para que se consuma. En este sentido, la palabra original latina es ossaria, y el Cancionero General lo registra así en una décima al conde de Luria, a la que pertenecen estos versos: Mi pobre boca ha expirado / con todo su barrio entero / y mis dientes considero /que apestan la vecindad, / y fuera gran claridad / el hecharlos al carnero. No parece, pues, razonable el establecer relación alguna entre este significado y el contenido de la obra de Rodríguez Freyle. Por lo mismo, tampoco parece lógico a menos que quien titulase así la obra lo hiciera despectiva o irónicamente relacionar ese nombre con la expresión “echarlo al carnero”, frase metafórica, que denota echar una cosa al olvido y separarla de sí para no volverse a acordar de ella, o ponerla donde se confunda con otras (Dicc. Aut., I, 188). De ahí el que tampoco pueda referirse carnero a la significación que tal palabra tiene en Argentina, Chile y Paraguay como persona que carece de voluntad e iniciativa propias.
Pero carnero es también el nombre de un pez osteictio siluriforme de la familia tricomictéridos, que vive en la América meridional y que es parásito y puede causar graves daños, ya que penetra en las cámaras bronquiales de otros peces, de cuya sangre se alimenta. Pienso que, en este punto, empezamos a acercarnos a la interpretación verosímil del título dado al libro de nuestro escritor, siquiera sea por los graves daños que pudiera ocasionar a algunos la lectura del texto. Mas reconozco que tal interpretación sería demasiado sutil y como tal se quebraría. No hay que olvidar, en cambio, que carnero es el nombre del primer signo del Zodiaco, que se representa mediante la figura de ese animal, que en latín se llama aries. Y, en este sentido, deben recordarse –como lo hace el Diccionario de Autoridades (I, 187)– estos versos de Quevedo: Diome el León su cuartana, / diome el Escorpión su lengua, / Virgo el deseo de hallarle, / y el carnero su paciencia. Esta es, a mi juicio, la primera idea que, en relación con la obra de Rodríguez Freyle, debe anotarse; a saber: carnero alude, o se refiere, o se corresponde, o es igual a paciencia, y mucha debió de tener nuestro autor para escribir su libro.
Hay, en fin, una última significación de la palabra carnero, con la que se define la máquina militar que se usó en lo antiguo para batir los muros, y es lo mismo que ariete, por la figura de la cabeza de carnero, hecha de hierro y fijada en el remate de la viga (Dicc. Aut., I, 187). Ariete se llamaba, en efecto, la máquina utilizada para abatir murallas mediante una viga larga y pesada que embestía contra aquéllas por el extremo reforzado con pieza de hierro o bronce, generalmente labrada en figura de cabeza de carnero, porque ariete procede de aries, arietis, el carnero. Por tal razón, ariete también significaba, en sentido figurado, persona que defiende y ataca con firmeza en una lucha o discusión. Y ésta es, en definitiva, la interpretación más aproximada y correcta que puede darse al título El Carnero, que alguien puso y con el que se conoce la curiosa obra del escritor neogranadino Juan Rodríguez Freyle.
Fuentes
Está claro, porque así lo confiesa el propio autor (Prólogo al lector y cap. VIII), que las fuentes que Rodríguez Freyle utilizó para la redacción de su obra fueron las Elegías de Juan Castellanos y las Noticias historiales de fray Pedro Simón. También cita en una ocasión al inca Garcilaso en sus Comentarios Reales. Además, a lo largo del texto (Prólogo al lector y caps. III, XI, XII, XIII, XV, XVII, XVIII, XIX, XX Y XXI) hace una gran cantidad de citas de la Biblia, la Historia clásica de Grecia y de Roma, los Santos Padres, la Historia de España al final de la época visigótica, la Historia castellana medieval y algunos hechos concretos de la Historia moderna española. Así, los nombres de Hércules, Alejandro Magno, César, Pompeyo, Virgilio, Platón, Marco Aurelio, Nerón, Agripina, Juvenal, Séneca, Mitrídates, Horacio, el rey Baltasar, Holofernes, David, Saúl, Moisés, Herodes, Isaías, jeremías, Abel, Caín, Job, Salomón, San Pablo, San Agustín, San Gregorio, San Inocencio, Florinda (hija del conde don Julián), don Rodrigo, don Fernando de Castilla, don García de Navarra, don Álvaro de Luna, el marqués de Santillana, fray Antonio de Guevara y fray Luis de Granada figuran, entre otros muchos, sacados a colación por el autor con motivo, casi siempre, de apoyar una idea o ilustrar una moraleja extraída de algún hecho, generalmente malo o inmoral. Pese a ello, no hay nada en esas citas que demuestre especial erudición ni conocimientos de especialista en ninguna de aquellas materias. Es cierto, sin duda, que todo ese alarde permite imaginar que era hombre de aspiraciones intelectuales, inquieto por aprender lo que estuviera a su alcance. Pero me parece excesivo afirmar que se observa en la cita de opiniones morales de los patriarcas o de los clásicos de la era cristiana, que hay seso y concatenación, y que no se echa de ver la sola manía de mostrarse erudito, así como hablar de la versación de Rodríguez Freyle en materias bíblicas, mitológicas, patrísticas y acerca de la historia política de griegos y romanos19. Por ejemplo: el relato bíblico que aparece en el capítulo V de El carnero no es nada más que la transcripción de lo que comúnmente se sabía y creía en la época sobre el origen del mundo y de la humanidad, y lo mismo puede afirmarse de lo que se refiere a la historia del pueblo hebreo y a la de griegos y romanos. Comparto en este aspecto el juicio de Mariano Picón-Salas, cuando escribe: ese simpático chismoso del siglo XVII que es Juan Rodríguez Freyle, autor de El carnero, crónica de la Nueva Granada y especialmente de la ciudad de Bogotá, equilibra los elementos de picardía y murmuración que pueblan su historia, con alusiones a la Biblia y la teología, materias en que el autor parece deliciosamente lego20.
Ello no quiere decir, naturalmente, que Juan Rodríguez Freyle careciera absolutamente de conocimientos y, menos aún, que no estuviera interesado siempre en documentarse profunda y ampliamente para lograr la máxima veracidad en sus relatos. Como es sabido, el autor tuvo acceso a no pocos documentos oficiales. Por la precisión matemática de algunas referencias, se echa de ver –escribe Aguilera– que no le fue impedida la consulta de los libros del Acuerdo de la Real Audiencia21. Y Mario Germán Romero dice: Me retiro de los autos. Esta frase la estampa en más de una ocasión22. Por otra parte, no parece excesivo afirmar que el cronista debió poseer una biblioteca, siquiera reducida o de no muchos volúmenes, y escribir notas y observaciones sobre los acontecimientos, así como recoger testimonios de los testigos presenciales de aquéllos. Poseyó algunos libros –leo en Aguilera–. Ellos fueron sus inseparables y fieles consejeros. También, por la claridad y precisión de la reminiscencia, se colige que llevaba apuntes y observaciones para auxiliar la memoria. Los testimonios orales conseguidos fueron frecuentes y numerosos. La tradicción de este otro don Juan, cacique sucesor del Guatavita, hombre de edad y bien instruido en el pasado de su tribu, constituyó lo esencial para clarificar la posición y poderío de los grandes bandos indígenas trabados en el conflicto armado cuando don Gonzalo Jiménez de Quesada arribó al altiplano andino23.
Pero no es solamente eso. Rodríguez Freyle aduce siempre el testimonio personal de lo que vió, oyó o le contaron, y cita a sus informadores, como en el caso de don Francisco de Porras Mejía, maestrescuela y provisor y vicario general del arzobispado de Bogotá, de quien dice (cap. XVII): gran señor mío, a quien yo oí y de quien supe parte de las cosas que tengo dichas. Véanse algunos ejemplos. Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiere, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Todo lo dicho, y lo que adelante diré en otros casos, consta por autos, a los cuales remito al lector a quien esto no satisficiere(cap. XV). En otra ocasión, cuenta que el doctor Francisco de Sandi era de condición cruel y tenía pensado matar a don diego Hidalgo de Montemayor, al contador Juan de Arteaga y al capitán Diego de Ospina. Pero el primero murió de rápida enfermedad, y el segundo de accidente, que el autor presenció y relata así: El Juan de Arteaga, yendo en una mula a ver su estancia que tenía en Tunjuelo, desde el puente de San Agustín revolvió la mula con él asombrado, llegando a la esquina de las casas reales, a donde yo y Juan Ubreta (vizcaíno) estábamos. Ante el hecho, tuve yo la espalda desnuda para cortar las piernas a la mula, porque en toda aquella calle, aunque se le pusieron muchas personas por delante, no la pudieron detener; dejé de ejecutar el intento por consejo del compañero. Debido a ello, la mula, después de una carrera por la plaza, dio con su jinete contra una puerta de cal y canto, lo cual produjo la muerte del contador, tres o cuatro días después, por las heridas (cap XVIII). Otro caso: relatando lo sucedido con dos personas que se habían quedado con dinero del contador Juan Beltrán de Lazarte, dice que una de ellas fue enviada a España, en donde salió bien en unos asuntos; y añade: y yo vi carta suya, que me la mostró Nicolás Hernández, portero, en que le daba cuenta de cómo le había ido en el Real Consejo (cap. XIX). La misma técnica adopta al narrar lo que vio en unas fiestas de la ciudad de Victoria (Catálogo siguiente al cap. XX), y en su referencia al marqués de Sofraga, cuando dice que éste dejó fama en Nueva Granada de haber hecho una gran fortuna. Y agrega: Lo cierto es que yo no conté la moneda, ni vi las joyas; lo que vi fue que queriendo el marqués confirmar a sus hijos, el señor arzobispo don fray Cristóbal de Torres dijo misa en las casas reales; y este día vide tres salas aderezadas, que se pasaba por ellas a la sala donde se decía la misa; en ésta y en las otras tres vide aparadores de plata labrada de gran valor, según allí se platicaba. Si era toda del marqués o no, por entonces no lo supe, ni sé más de lo que agora se dice (cap. XXI).
Tal exagerado afán de precisión y detallismo alcanza a las escasísimas alusiones paisajísticas de la obra, como puede comprobarse en el siguiente párrafo, única –o casi única– descripción de un paisaje: Estaba el río de Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días, que allegaba basta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por donde iban (cap. XIII). Pero, naturalmente, tal preocupación obsesiva por el detalle no deja margen a la imaginación. A este respecto, pienso que Aguilera se equivoca al escribir: Desde su juventud, la imaginación pareció ejercitarse en conocer intimidades de la vida social del criollo, del mestizo y del aborigen24. Como es sabido, la imaginación no se ejercita en conocer, pues se trata de la facultad anímica que representa las imágenes de las cosas, e imagen es la representación mental de algo percibido por los sentidos. En consecuencia, la imaginación está regañada con el afán de reproducción minuciosa de la realidad. Creo, en fin, apoyándome en su obra, que Rodríguez Freyle no puede figurar entre los grandes ni medianos escritores imaginativos.
Estilo y lenguaje
Juan Rodríguez Freyle fue, sin duda, un buen escritor sin excesivas preocupaciones estilísticas. Podría decirse que escribe como, seguramente, hablaba, y ello da como resultado una narración ágil, correcta, natural, sencilla, a veces muy animada y siempre traspasada de casticismo, lo cual quiere decir que consigue en su prosa evidentes notas de buen sabor local y, a la vez, no pocos descuidos e imperfecciones.
En conjunto, la obra se lee fácilmente, no sólo debido a la naturalidad y sencillez del relato, sino también a lo atractivo y, en ocasiones, misterioso de éste. Considerado en el conjunto del libro, el estilo de su autor es versátil: desembarazado en los diálogos y, sobre todo, adecuado, casi facilón en los relatos, sentencioso a la hora del ascetismo, irónico cuando ha menester, y siempre gracioso, preciso, variado y, por no detenerse en el adobo literario, capaz para descubrir con exactitud a un personaje, una calle, una situación o cualquier asunto25.
Puede afirmarse, en definitiva, que Rodríguez Freyle supo adecuar su estilo literario al variopinto contenido de su obra, en el que junto a relatos picarescos y de amores lascivos, aparecen reflexiones morales, propias de los prejuicios y el disimulo de la época barroca. Como ha escrito Picón-Salas, una contenida vena humorística, relatos de brujas, de soldados pícaros y de amores livianos se desliza a pesar del recato conventual del ambiente en la narración de Rodríguez Freile. Hay más de un tema de cuento, de historia pasional, o de simple sainete, en esa crónica bogotana, que ha veces quiere disfrazarse –por los prejuicios y disimulo de la época– en el ropaje más beato26.
Muy cierto es, en cualquier caso, que Rodríguez Freyle no hacía uso del lenguaje pomposo ni se detenía en divagaciones aristotélicas, porque era ciudadano sencillo, con la instrucción elemental necesaria para hacer el cotejo entre la conducta de los varones justos de edades remotas y los procedimientos que se cumplían en su época27. Pero dejando aparte cualquier tipo de reflexiones morales y sin salir, por tanto, de la consideración del lenguaje del autor, lo importante es señalar que éste consigue, en no pocas ocasiones, grandes aciertos expresivos, expresiones de indudable valor gráfico. Citaré solamente una. Hablando del licenciado Ferraes de Porras, dice Rodríguez Freyle que ha oído muchas veces en Nueva Granada rezar por él, y agrega: particularmente cuando se cobran alcabalas; pero son oraciones al revés (cap. XVII).
Género de la obra
Dentro de la relativa parquedad de críticos y comentaristas de El carnero, hay gran variedad de criterios acerca del género en que debe ser clasificada la obra. ¿Crónica? ¿Historia? ¿Novelas? ¿Mixtura de todo ello y, en consecuencia, obra de muy difícil, o imposible, encasillamiento? De todo hay en esta viña historiográfica y criticoliteraria. Pero no es posible, naturalmente, exponer aquí cada una de las opiniones fundadas que acerca de tal tema se han emitido. Bastará, pues, con señalar que los historiadores y los críticos se inclinan, en general, por una de estas dos tendencias: Rodríguez Freyle, historiador y cronista; Rodríguez Freyle, novelista, o cuentista. Debo decir que la mayoría de tales autores niega al autor de El carnero su condición de novelista, inclinándose a concederle la de historiador y cronista, con lo cual confunde estos dos conceptos, ya que, como es sabido, historiador es quien escribe Historia, y cronista es el simple relator de unos hechos. Oscar Gerardo Ramos percibe en Rodríguez Freyle cuatro vocaciones literarias; a saber: el historiador, el cronista, el novelador y el moralista, que se entrelazan en El carnero, pero a todas las cuales supera una tendencia de índole cuentística, que pervade [sic] muchos relatos. En vista de ello –agrega– éstos serían entonces historietas, y Rodríguez Freyle sería un historielista28.
No deja Ramos suficientemente clara la distinción entre cuento e historiela. Puede colegirse, sin embargo, que asigna la palabra cuento para los relatos breves de pura ficción y crea el neologismo historiela para designar la relación corta que expone un hecho, suceso o acontecimiento de contenido histórico, pero adobado de algún modo por la fantasía. Esto último es lo que significa precisamente la palabra historieta, aunque no se puede negar que ésta ha sufrido una evidente degradación en su significado, debido al uso y abuso del término en las publicaciones infantiles. En cualquier caso, aceptando o no tal neologismo, lo que resulta inaceptable es la atribución a Rodríguez Freyle de unas supuestas vocaciones de historiador y de moralista. La Historia –con mayúscula– no se había creado o inventado aún en aquella época; y en cuanto al moralismo, obedece a otras razones, como se verá más adelante.
Comparto totalmente, en cambio, la idea expresada por Ramos, por Aguilera, por Romero –aunque éste de modo indirecto– y por otros –Felipe Pérez, Ignacio Borda, Jesús M. Hernao, Achury Valenzuela–, según la cual El carnero no es una novela, aunque su autor demuestre algunas dotes de novelista. Rodríguez Freyle –escribe Ramos– es un novelador, pero El carnero no es una novela. Es un novelador por el estilo general: narra como si refiriese acontecimientos imaginarios más que reales, de tal modo que hasta en ocasiones se ve obligado a afirmar que se remite a los autos. Es un novelador también por el ritmo de la narración que impone a su crónica, los cortes que utiliza, los diálogos que introduce, la pintura creativa de los personajes, la selección de elementos –lugar, atuendos, horas– que emplea, y el tipo de temas que entresaca a la historia, a la crónica y a la leyenda. Pero el libro cae en el terreno de las historielas. Como novela, exigiría más férrea unidad de argumento, continuidad de personajes, o la presencia más directa del autor, de manera que sea él un protagonista que enlace todas las historielas. El mero tiempo histórico que tomó para enmarcar las narraciones no otorga esa unidad de. novela29. Y, claro es, al no ser El carnero una novela, no puede ser una novela picaresca. Hoy, ese género –afirma Ramos– corresponde más bien al género policiaco, y cita, como demostración, las historielas El indio Pirú y Los libelos infamatorios. Esta última posee características singulares, no ya en el tema, sino en la técnica narrativa, porque se suspende y se reanuda más adelante, se entremezcla a otros asuntos, avanza con distintos cortes y aun planos, se desarrolla en contrapunto, se complica hasta quedar casi irresoluble, y sólo viene a resolverse, mucho después, inesperadamente30.
Miguel Aguilera niega también a El carnero su carácter novelístico. Es preciso desechar –escribe– la idea de que la producción de Rodríguez Freyle es del género costumbrista, novelesco o imaginativo. La calidad típica de ella, de ser entretenida y curiosa, y de hallarse escrita con estilo cambiante de un capítulo a otro, no sería jamás fundamento para que los historiadores de la literatura vernácula formulen juicios aventurados acerca de la naturaleza del libro31. Por su parte, Achury Valenzuela tampoco concede a la obra esa condición de novela picaresca que algunos críticos la otorgan. Para incluirla –escribe– en tan ilustre linaje literario, faltan a la obra de Rodríguez Freyle muchas cualidades y condiciones de estilo y contenido: unidad en el relato, trama, atinada descripción de caracteres y un desenlace. En realidad, El Carnero no es sino una serie de relatos que siguen un orden cronológico, entreverados con reflexiones morales del propio cronista, extraídas, a veces, de autores clásicos griegos y ronanos y de escritores españoles de los siglos XV y XVI32.
No hay duda, pues. El carnero no es una novela ni una novela picaresca. Se trata, en realidad, de una crónica de acontecimientos –la mayor parte de ellos vividos y conocidos directamente por el autor, y otros que éste ha sabido por libros o por relatos orales–, algunos de los cuales son narrados con el estilo y la técnica propios de las narraciones breves de ficción, es decir, de los cuentos. Por eso, Ramos afirma con razón que El carnero es el primer intento de índole cuentística33, y agrega: Veintitrés narraciones con estilo de cuento, constituyen el eje de El Carnero. Si se las llama historietas, en vez de cuentos, es porque no son rigurosamente historias ni leyendas, sino hechos presumibles de historicidad, tal vez tejidos con leyenda y matizados por el genio imaginativo del autor, que toma el hecho, le imprime una visión propia, lo rodea con recursos imaginativos y, con agilidad, le da una existencia de relato corto. En este sentido, las historietas se asemejan al cuento: son, por tanto, precursoras del cuento hispanoamericano, y Rodríguez Freyle, como historielista, se acerca a la vocación del cuentista34.
El número de historietas me parece excesivo. Habría que rebajarlo en cuatro o cinco, por lo menos, ya que las que Ramos titula El indio dorado, El tesoro de Guatavita, Prisión cuaresmal, Juan Roldán, Alguacil de la corte y alguna otra no son tales cuentos. De todas formas, es cierto que los cuentos coloniales o historietas ocupan, no sólo el mayor conjunto de páginas, sino la energía literaria del escritor. Allí Rodríguez Freyle entrega toda su capacidad narrativa y su instinto creador. El escribano, a veces surge como testigo, a veces como relator imparcial, a veces como fustigante miembro de la sociedad, siempre como un deleitoso relator de las historietas35. En este aspecto, Héctor H. Orjuela ha escrito líneas muy acertadas cuando afirma que tienen razón quienes defienden el valor historiográfico –él dice histórico– de El carnero y quienes destacan los valores narrativos de éste. Pero “en Rodríguez Freyle domina el narrador sobre el cronista o historiador; y aunque el santafereño nunca se propuso escribir una novela picaresca –que bien capacitado estaba para hacerlo– y no es, desde luego, un novelista, bien podríamos llamarlo […] un Ricardo Palma colonial, precursor del célebre creador de las “tradiciones”36.
Desde el punto de vista de los asuntos o argumentos, esas narraciones breves o historielas se ordenan, según Ramos, del modo siguiente: seis se refieren a tesoros, dineros o robos, dos también a hechicerías, una versa sobre emplazamiento ante la muerte, otra sobre las argucias de Juan Roldán, una a la prisión de don Agustín de la Coruña, Obispo de Popayán, una sobre libelos contra la autoridad, y las restantes sobre tíos de amor con caracteres de asesinato37. Pero la mayor parte de tales cuentos tienen como tema principal el relato de sucesos o acontecimientos de amores prohibidos, seguidos o no de crimen, que constituyen, en cualquier caso, un índice expresivo de algunos aspectos importantes de la vida de la época virreinal.
Es claro, por otra parte, que a Rodríguez Freyle no le atrae ni le interesa el paisaje, como ya he dicho antes, y sólo le preocupa al ser humano, el hombre y la mujer. Lo ha visto bien Oscar Gerardo Ramos. A Rodríguez Freyle –escribe– no le atrae el paisaje, monstruo que alucinará después a los escritores americanos. Sus descripciones telúricas son escasas, meramente circunstanciales. Sólo la noche con su cómplice sombra se pasea entre los personajes de intriga. La lejanía del paisaje en Rodríguez Freyle obedece, quizá, a que sea él un sabanero, y esa región, tan ascética, no suscita el asombro que imponen las montañas de climas tépidos [sic] o las selvas tropicales. En definitiva, a él le interesa el hombre y la mujer como tales y como agonistas de pasiones, así sean éstas las más comunes y, por lo tanto, las más humanas38.
La intención moralizadora
Es evidente, pues el autor lo declara ya al final del largo título de su obra, que ésta persigue un fin moralizador. El escribe su libro –afirma– con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia. Esta idea, en efecto, parece explícita en tres ocasiones, por lo menos. Así, en el capítulo XII: Ya tengo dicho que estos casos no los pongo para imitarlos, sino para ejemplo. Y en el capítulo XV, afirma: Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiere, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Por último, en el capítulo XVIII, relacionando el tema moral con el de la hermosura, escribe: No puedo dejar de tener barajas con la hermosura, porque ella y sus cosas me obligan a que las tengamos. Esto lo uno, y lo otro porque ofrecí escribir casos, no para que se aprovechen de la malicia de ellos, sino para que huyan los hombres de ellos y los tomen por doctrina y ejemplo, para no caer en sus semejantes y evitar lo malo.
A mi modo de ver, en este punto puede hallarse el único de conexión entre la obra de Rodríguez Freyle y la novela picaresca. El carnero no pertenece, en efecto –ya lo he dicho antes– a ese género literario, porque ni es novela ni es picaresca. Sin embargo, como ya se señaló hace más de cuarenta años el profesor Francisco Sánchez Castañer, la novela picaresca ofrece un doble plano: el de la idealidad apetecida y el de la realidad lograda. Esta última se muestra con todas sus vilezas y defectos, no para ser imitada, sino para poner de manifiesto aquello en lo que no debe incurrir el ser humano, precisamente para evitar su caída en los males narrados. Que esta táctica constituyera, además, un escudo o salvaguardia contra los posibles ataques de recelo inquisitorial, es también probable, y más aún en los territorios indianos, en los cuales, como es sabido, se cuidaba especialmente el mantenimiento del amerindio en su supuesta pureza, tan lejana –según no pocos misioneros– de los hábitos, costumbres y comportamientos de los españoles.
Valor historiográfico de la obra
He aquí un tema que ha generado muy diversos y encontrados criterios a la hora de valorar El carnero desde el punto de vista de su condición de crónica, es decir, de relato veraz y fiable de los acontecimientos que el autor narra en su texto. ¿Puede y debe considerarse este libro una verdadera fuente para la Historia? Las respuestas a esta interrogante son varias y, en no pocos casos, contradictorias y, en muchas ocasiones, nula o escasamente matizadas. Así, Esteve Barba afirma que Freyle ve la historia desde el lado de la anécdota y tiene a la vez el instinto de lo pintoresco y de lo trágico. Resbala con ligereza y alegría, con indulgencia de viejo conocedor del corazón humano, por los pequeños defectos que las anécdotas revelan, pero se le ensombrece el estilo al relatar un crimen, sin perder nada de su ágil rapidez; sirva de ejemplo el terrible episodio del oidor Andrés Cortés de Mesa. En general, Freyle enlaza episodio tras episodio, articulándolos en una deliciosa petite historie del tiempo virreinal. Y añade: Acaso no es posible dar fe a todo lo que cuenta, a veces engendrado en el chisme, que no siempre es buena fuente histórica; acaso añade picantes detalles y literarios contrastes para dar vigor y gracia a la relación. Historia o anécdota novelada, El carnero de Bogotá, casi una novela picaresca, nos da más la idea de una época y de un ambiente que lo haría un severo cronista horro de sintaxis y plagado de datos, incapaz de mantener con interés cinco minutos su libro en nuestras manos39. Y todavía agrega Esteve: Sin gestos ni aspavientos, el crimen y el amor van de la mano en el libro de este implacable descubridor de la intimidad santafereña, en cuyas páginas un escritor de genio podría obtener fácilmente un elevado número de prolongadas novelas40.
Más o menos parecida a ésa es la opinión de Oscar Gerardo Ramos, quien también disminuye el valor historiográfico de El carnero. El relato histórico –escribe– es también muy endeble en Rodríguez Freyle. Representa, sí. la armazón que soporta las historielas, pero el hilo de historia viaja muy oculto, aparece en ocasiones, fue más notorio al principio y trata de recuperarse al final Rodríguez Freyle se frustró como historiador. A veces, con demasiada rapidez pasa por todo un período de enorme importancia. Y para demostrar su aserto, Ramos cita lo que Rodríguez Freyle narra en el capítulo VIII de su obra, asunto al cual –dice– Lucas Fernández Piedrahita consagra largos capítulos. Por otra parte, Freyle, impulsado por su premura de historiador, corre por sobre los elementos históricos que ofrecen el ajusticiamiento del Mariscal Jorge Robledo, la muerte de Belalcázar en Cartagena, la visita del tristemente célebre Licenciado Juan de Montaño y la insurrección de Álvaro de Oyón. Todos estos hechos, tan importantes, ocupan apenas cinco páginas. Y así acontece con todos los demás puntos de relevancia histórica, excepto con los cinco primeros capítulos sobre las costumbres de los chibcbas y la fundación de Santa Fe, y con los últimos, en que dedica amplios trozos biográficos al Presidente Antonio González y el Arzobispo Fernando Arias de Ugarte. Y concluye Ramos: En él no se realiza un historiador sino ocasionalmente. Por ello, en las postrimerías del libro no se nota afán histórico: arrepentido de no haber hecho historia [sic, por Historia] y anheloso de rendir homenaje a su ciudad, relata los catálogos historiales sobre presidentes, oidores, villas, obispos y prebendados41.
El doctor Felipe Pérez, primer editor de El carnero en 1859 –como ya se dijo–, en el prólogo a su edición, escribe: Hay en él un plan fijo y una concatenación de hechos y de juicios, que si no hacen de él un libro a la altura de la historia moderna, es lo cierto que, por lo raro y bien sostenido de su estilo y la sana imparcialidad de sus conceptos, es superior en la época y al país en que se escribió. En España misma, no se encontrarían mejores sobre asuntos históricos con la fecha del siglo XVI o principios del XVII42. Tal juicio es, sin duda, claramente hiperbólico, ya que años antes de la redacción de El carnero habían publicado sus respectivas obras fray Prudencio de Sandoval y el padre Mariana, entre otros.
Mucho más matizados se muestran los juicios del coronel Joaquín Acosta y de Gustavo Otero Muñoz. Aquél –propietario del manuscrito de El carnero que sirvió para la primera edicción– dijo, en el capítulo bibliográfico de su Historia de la Nueva Granada, lo siguiente: En lo relativo a los acontecimientos peculiares a Santa Fe en la segunda mitad del siglo XVI es muy interesante, porque da a conocer con hechos el estado de la sociedad y de las costumbres de aquella época, en un leguaje sencillo y perfectamente local. Gustavo Otero Muñoz, por su parte, en sus Semblanzas colombianas, tras atribuir a Rodríguez Freyle muchos errores, afirma: Su obra tiene un carácter novelesco-anecdótico, sin que pueda clasificarse entre las rigurosamente históricas, pues no siempre se ciñe a la verdad. El mérito de Rodríguez Freyle está en la manera de narrar los pormenores, en la ingenuidad pintoresca y en el sabroso candor del estilo43.
Isidoro Laverde Amaya defiende, a su vez, la autoridad historiográfica de Rodríguez Freyle. Así, afirma: Tal sello de veracidad en Rodríguez Freyle es, sin duda, lo que ha impulsado a varios de los historiadortes que han venido después de él, a que prohijen sus noticias e inserten en sus obras largos trozos de aquélla. Entre los que más acuciosamente le han seguido, figura don José Manuel Groot, investigador paciente, muy dado a compulsar los archivos, a fin de poder rectificar fechas o conceptos dudosos44. El doctor Aguilera, que aporta estos testimonios, participa, como es lógico, de tales opiniones y afirma que por las virtudes de que don Juan dio ejemplo, y que no aparecen menoscabadas en documento alguno, tendrá que atribuirse fidelidad y exactitud a la urdimbre de su crónica. Y añade: No hay que explorar en Rodríguez Freyle su ingenuo humorismo, ni la embozada sátira, ni su doliente sarcasmo, ni la cruel intención moralizadora, ni el propósito de retaliación [sic]; que de todo se ve allí. Lo único que ha de perseguir el lector, y más puntualmente el historiador, es la verosimilitud de lo que él cuenta. La exageración en que a veces incurre no invalida ni enerva la justeza y la autenticidad de sus palabras, ofrecidas con carácter inconfundible a los ojos de los lectores cultos. Tampoco la crudeza de ciertas revelaciones íntimas ha de tomarse sino como signo del tiempo y del espacio incipiente en que se vivía45. Por su parte, Enrique Otero D’Costa escribe acerca de Rodríguez Freyle y su obra: Entra luego en la historia general que pudiéramos llamar de actos oficiales, tanto civiles como eclesiásticos, siguiendo en estos temas de índole sustantiva hasta el capítulo IX, donde empieza a introducir en su grave relato el cronicón local, los sucesos de la vida privada de personajes y familias conocidas en aquellos tiempos; y éste es y ha sido el aspecto que ha dado tan célebre popularidad al libro; esto es lo que lo ha hecho famoso y lo que le ha dado en todos los tiempos tantos miles de lectores46. Por último, Mario Germán Romero avala también la condición fiable de Rodríguez Freyle y expone, para ver basta dónde está ceñida a la verdad histórica la crónica del Carnero, los episodios del crimen del oidor Cortés de Mesa, del casamiento de doña Jerónima de Orrego, y del visitador dominico llegado durante el gobierno del doctor Francisco de Sande. Su conclusión es, en consecuencia, muy clara: ¿Se podrá dudar de la veracidad del cronista? ¿Será ese relato “un cuento de camino”, como lo califica el padre Mesanza? Una vez más, los autos vienen a corroborar los hechos referidos por el autor del Carnero. Y termina con esta afirmación tajante: Del examen de estos hechos, podemos concluir que El carnero es un libro de crónicas históricas: crónica general en los primeros capítulos y crónica local en el resto de la obra. La narración va ceñida a los documentos, como lo hace notar el autor con frecuencia, y está escrita con gracia y agilidad, con un fin noralizante, si hemos de creer al autor47.
Pienso que estas últimas palabras de Mario Germán Romero –si hemos de creer al autor– explican claramente los criterios expuestos por los especialistas editores de El carnero. Ellos siguen, en efecto, lo que Rodríguez Freyle afirma sobre lo que debe ser la verdad histórica y la obligación de los cronistas; a saber: decir la verdad y no incurrir, por tanto, en el hábito de los autores de Libros de caballerías. Así lo afirma taxativamente el autor de El carnero: La razón me dice que no me meta en vidas ajenas; la verdad me dice que diga la verdad. Ambas dicen muy bien, pero valga la verdad; y pues los casos pasaron en audiencias públicas y en cadalsos públicos, la misma razón me da licencia que lo diga, que peor es lo que hayan hecho ellos que lo que escriba yo; y si es verdad que pintores y poetas tienen igual potestad, con ellos se han de entender los cronistas, aunque es diferente, porque aquéllos pueden fingir, pero a éstos córreles obligación de decir la verdad, so pena del daño de la conciencia. Y, tras citar un ejemplo del mundo clásico, aclara: No se ha de entender aquí los que escriben libros de caballerías, sacadineros, sino historias auténticas y verdaderas, pues no perdonan a papas, emperadores y reyes, y a los demás potentados del mundo; tienen por guía la verdad, llevándola siempre (cap. XI).
Consideradas tales afirmaciones como propósito principal de Rodríguez Freyle al escribir su obra, no hay nada que enmendar, ya que él declara su intención de ser veraz, y es cierto que así lo procura. Sin embargo, al historiador compete la decisión acerca del logro del autor. En este sentido, parece necesario distinguir entre lo que el autor de El carnero cuenta en virtud de su conocimiento directo de los acontecimientos, sea como testimonio personal y vivido o presenciado, sea como manifestación de lo recibido de otros, de aquello que narra basándose en su erudición libresca. En este último aspecto debe afirmarse que Rodríguez Freyle carece absolutamente de autoridad, ya que desconoce las fuentes históricas y no somete a la más mínima crítica los datos que le proporcionan sus informadores. Por el contrario, en los casos en que relata hechos conocidos por él presencialmente, es fiable, aunque invente determinados detalles sobre conversaciones, diálogos y palabras concretas referidas a cada caso descrito.
Razones de la Dedicatoria y del libro
Rodríguez Freyle dedica su obra al rey Felipe IV y declara sin ambages las razones que le mueven a hacerlo, Dirijo esta obra a V M. –escribe– por dos cosas: la una, por darle noticia de este su Reino Nuevo de Granada, porque nadie lo ha hecho; la otra, por librarla de algún áspid venenoso, que no la muerda viendo a quién va dirigida. Pero esa doble intención no pudo lograrse, ya que la obra no fue publicada en su tiempo. De haberlo sido, parece razonable pensar que tampoco el autor hubiera alcanzado sus objetivos, tanto porque la Corona –léase el Consejo Real y Supremo de las indias– ya tenía entonces segura noticia de lo acaecido en Nueva Granada, como porque la majestad del cuarto Felipe poco hubiese podido –por su escasa atención a los asuntos indianos librar– al autor y a su obra de los posibles ataques que alguien pudiera dirigirlos.
Podría afirmarse que Rodríguez Freyle tiene una actitud optimista –valga la expresión– ante su obra, pues manifiesta su convencimiento de ser el primer autor que da cuenta de lo sucedido en su país. Así lo dice en el Prólogo al lector, donde manifiesta los motivos que le han impulsado a redactar su obra. He querido hacer –escribe– este breve discurso por no ser desagradecido a mi patria y dar noticias de este Nuevo Reino de Granada, de donde soy natural; que ya que lo que en él ha acontecido no sean las conquistas del Magno Alejandro, ni los hechos de Hércules el hispano, ni tampoco valerosas hazañas de Julio César y Pompeyo, ni de otros capitanes que celebran la fama, por lo menos no quede sepultado en las tinieblas del olvido lo que en este Nuevo Reino aconteció, así en su conquista como antes de ella; que aunque para ella no fueron menester muchas armas ni fuerzas, es mucha la que él tiene en sus venas y ricos minerales, que de ellos se han llevado y llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevaran muchos más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales. Por otra parte, aunque el reverendo fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino, por lo cual me animé yo a decirlo; y aunque en tosco estilo, será la relación sucinta y verdadera, sin el ornato retórico que piden las historias, ni tampoco lleva raciocinaciones poéticas, porque sólo se hallará en ella desnuda la verdad, así en los que le conquistaron como en los casos en él sucedidos, para cuya declaración y ser mejor entendido, tomaré de un poco atrás la corrida, por cuanto antiguamente fue todo una Gobernación, siendo la cabeza la ciudad de Santa Marta, en que se incluían Cartagena, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino. Del mismo modo, al comienzo del capítulo I, Rodríguez Freyle insiste en el motivo y el propósito de su obra. Así, afirma que en las Historias de las demás conquistas –cita las de Nueva España, Perú y Chile– sólo se hallan algunos rasguños o rastros de la conquista de este Nuevo Reino de Granada; de la cual no he podido alcanzar cuál haya sido la causa por la cual los historiadores que han escrito las demás conquistas han puesto silencio en ésta, y si acaso se les ofrece tratar alguna cosa de ella para sus fines, es tan de paso que casi la tocan como a cosa divina por no ofenderla, o quizá lo hacen porque como su conquista fue poco sangrienta y en ella no hallaron hechos que celebrar, lo pasan todo en el silencio. Por ello, para que del todo no se pierda su memoria ni se sepulte en el olvido, quise, lo mejor que se pudiere, dar noticia de la conquista de este Nuevo Reino y lo sucedido en él desde que sus pobladores y primeros conquistadores lo poblaron basta la hora presente que esto se escribe, que corre el año de 1636 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Claroscuro del Barroco
Destaca en El carnero, al hilo de la narración de los acontecimientos locales, más o menos anecdóticos, una serie de reflexiones morales y religiosas sobre temas típicos de la época en que fue escrita la obra, y que no se explican solamente por la intención del autor de contrarrestar los vicios y males que relata con dictámenes moralizadores que le evitaran roces y enfrentamientos con las autoridades oficiales. Se trata, en general, de consideraciones que tienen una intención ejemplarizadora y que deben situarse dentro del conocido claroscuro barroco, en el que se dan unidos el primor y la fineza espirituales y el desgarro y la chabacanería de lo popular. Contraste, en el caso de El carnero, con los lances del amor lujurioso y los crímenes que relata. De tales lances amorosos no están exentos, como es natural, quienes ostentan altos cargos: Las plazas de virreyes, gobernadores, presidentes y oidores no impiden pasiones amorosas, porque aquéllas las da el rey y éstas naturaleza, que tienen más amplia jurisdicción (cap. XXI).
Entre las reflexiones aludidas, anoto, en primer lugar, la dedicada por Rodríguez Freyle al amor mundano y la lujuria. En el relato o cuento o historielas del capítulo XVIII sobre los amores de doña Luisa Tafur –casada con Francisco Vela — con don Diego de Fuenmayor, en los que ayudaban a aquélla su hermano don Francisco Tafur y el maestro Alonso Núñez, éstos pagan con su vida el asesinato de Vela. Tal final lleva al autor a apostillar: Porque éste es el pago del amor mundano. Y añade: La lujuria es una incitación y aguijón cruel de maldades, que jamás consiente en sí quietud; de noche hierve y de día suspira y anhela. Lujuria es un apetito desordenado de deleites deshonestos, que engendra ceguedad en el entendimiento y quita el uso de la razón y hace a los hombres bestias. Otro tema es el de los celos –el mayor monstruo los celos, asunto calderoniano–, que Rodríguez Freyle toca en los capítulos XIII y XIX de su libro. La esposa del fiscal Orozco entendió el mal latín de su marido, con lo cual tenían malas comidas y peores cenas, porque es rabioso el mal de los celos; por lo menos, hay opiniones que se engendraron en el infierno. Salieron de muy buena parte para que no ardan, abrasen y quemen. Los celos son un secreto fuego que el corazón en sí mismo enciende, con que poco a poco se va consumiendo hasta acabar la vida. Es tan rabioso el mal de los celos, que no puede en algún pecho, por discreto que sea, estar de alguna manera encubierto. Así, la fiscala dio cuenta de sus celos al visitador, el cual la consoló y le prometió el remedio para su quietud en que la despidió algo consolada, si acaso celos admiten consuelo (cap. XIII). Y páginas adelante, el autor insiste: Los celos son un eterno desasosiego, una inquietud perpetua, un mal que no acaba con menos que muerte, y un tormento que basta la muerte dura. El hombre generoso y que es señor de su entendimiento ha de considerar a su mujer de tanto valor, que ni aun por la imaginación le pasara ofenderte; y él se ha de tener en tanta estima, que sólo su ser le baga seguro de semejante ofensa y afrenta. Lo que se saca de tener celos es que si es mentira, nunca sale de aquel engaño, antes va en él consumiendo siempre; y si es verdad, después le pesa de haberlo visto, y que será más estarse en dubda (cap. XIX).
Sobre la virtud y el vicio, Rodríguez Freyle escribe con brevedad, pero con galanura de estilo y todo un rosario de imágenes. El hombre –dice– con la virtud se hace más que hombre; y con el vicio, menos que hombre. La virtud es un alcázar que nunca se toma, río que no le vadean, mar que no se navega, fuego que nunca se mata, tesoro que siempre se torna, atalaya que no se engaña, camino que no se siente y fama que nunca perece (cap. XX). Y a la maledicencia también dedica el autor su párrafo moralizante. Tanto es mayor –escribe– el temor cuanto fuere más fuerte la causa. El bravo animal es un toro, espantosa la serpiente, fiero un león y monstruoso el rinoceronte; todo vive sujeto al hombre, que lo rinde y vence. Un solo miedo halló, el más alto de cuerpo, el más invencible y espantoso de todos, y es la lengua del maldicente murmurador, que siendo aguda saeta, quema con brasas de fuego la herida; y contra ella no hay reparo, no tiene su golpe defensa, ni lo pueden ser fuerzas humanas. Y pues no las hay corte el murmurador como quisiere, que él se cansará o se dormirá. Muchos daños nacen de la lengua, y muchas vidas ha quitado. La muerte y la vida están en manos de la lengua, como dice el sabio, aunque el primer lugar tiene la voluntad de Dios, sin la cual no hay muerte ni vida. Muchos ejemplos podría traer para en prueba de lo que voy diciendo; pero sírvanos sólo uno, y sea el de aquel mancebo amalequita que le trajo la nueva a David de la muerte de Saúl, que su propia lengua fue causa de que le quitasen la vida (cap. XV).
Otro tema propio de toda una corriente de escritores de la época y que echaba sus raíces en la Edad Media es el del ataque de la riqueza material, a los bienes temporales. Así, tras afirmar que sólo el licenciado jerónimo Lebrón, Gobernador, y el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, Presidente, salieron del Nuevo Reino sin zozobras y disgustos, y después de hacer una leve reflexión sobre la malicia humana y la afición de los hombres a buscar solamente sus intereses materiales, por pequeños que sean, Rodríguez Freyle escribe: ¡Oh bienes temporales, que sois a los que os tienen una hipocresía con que los aventáis y ponéis hinchados, dándoles una sed perpetúa de beber y más beber, y nunca se hartan! Y como ni permanecéis con el sufrido, ni agradáis al congojoso, ni dais poder al Reino, ni a las dignidades honra, ni con la fama gloria, ni placer en los deleites; y siendo tan poco vuestro poder, ¡cómo arrestamos el nuestro por alcanzaros, y cómo si os alcanzamos no sabemos usar de vosotros! Antes por el mesmo caso que sois de algunos más poseídos, mayores cautelas hacemos y más fuertes lazos armamos contra nuestros prójimos. Por llevaros adelante con mayor crecimiento, despreciamos la carne, la naturaleza y a Dios Nuestro Señor, por preciarnos de vosotros. Como se ve, esas ideas se mantienen dentro de la línea ascética tradicional de desprecio y denigración de la riqueza material. Pero el autor se apunta también, más concretamente, a la doctrina de fray Antonio de Guevara en Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, como se advierte con claridad en el párrafo siguiente: Dichoso aquel que lejos de negocios, con un mediano estado, se recoge quieto y sosegado, cuyo sustento tiene seguro en los frutos de la tierra y su cultura, porque ella como madre piadosa le produce y no espera suspenso alcanzar su remedio de manos de los hombres tiranos y avarientos. Pero el tema del menosprecio de la riqueza le resultaba tan grato a Rodríguez Freyle, que por ello insiste: Aquel príncipe llevó una mortaja, y este rey lleva otra mortaja, de todos los tesoros que tuvieron en esta vida. Lector, ¿qué llevaron sus antepasados de todo lo que tuvieron en esta vida? Paréceme que me respondes que solamente una mortaja. Por manera que a todos no les duran más las riquezas, bienes y tesoros, que basta la sepultura. Las riquezas son para bien y para mal; y como los hombres se inclinan más al mal que al bien, por esto las riquezas son ocasión de muchos males, principalmente de soberbia, presunción, ambición, estima de sí mismos, menosprecio de todos Y olvido de Dios (cap. XXI).
En una obra como El carnero no podía faltar tampoco, en la razón de la época en que está escrita, alguna consideración sobre la muerte. El autor, como ya he dicho, extrae frecuentemente de los hechos que narra consecuencias morales, o hace reflexiones sobre los casos que relata. Así, ésta acerca de la muerte con otro y de la de los que están en la cárcel: De buena gana desea morir juntamente con otro el que sabe sin duda que ha de morir; a los que están encerrados y presos les crece el atrevimiento con la desesperación, y como no tienen esperanza, toma atrevimiento el temor (cap. XII). Ocho capítulos después, refiriéndose a la cambiante fortuna del doctor de Espinosa Saravia, Rodríguez Freyle saca esta conclusión: Por manera que placeres, gustos y pesares acabaron con la muerte. La muerte es fin y descanso de los trabajos. Ninguna cosa grande se hace bien de la primera vez; y pues tan grande como es morir, y tan necesario el bien morir, muramos muchas veces en la vida, por que acertemos a morir aquella vez en la muerte. Como de la memoria de la muerte procede evitar pecados, ansí del olvido de ella procede cometerlos (cap. XX).
Pero si todos los datos anteriores fueran insuficientes para demostrar la mentalidad barroca de Rodríguez Freyle, hay una prueba más que la confirma. Me refiero a la idea típicamente barroca del mundo como teatro o representación. El calderoniano gran teatro del mundo aparece, en efecto, en El carnero, cuando, tras referirse a los Presidentes y Gobernadores que fueron a Nueva Granada, el autor escribe: Y para que se entienda mejor esta representación del mundo, es necesario que salgan todas las personas al tablado, porque entiendo que es obra que ha de haber qué ver en ella, según el camino que lleva (cap. XX).
Sobre el amerindio
Los conocimientos históricos de Juan Rodríguez Freyle son, como ya dije páginas atrás, más bien escasos, y por ello no se le puede calificar de historiador ni, en consecuencia, llamar Historia a su obra. Esto no quiere decir, sin embargo, que desconociese totalmente lo escrito y publicado antes sobre determinados temas. Así, por ejemplo, el relativo al origen de la población prehispánica de América. En este punto, nuestro autor se hace eco de algunas teorías anteriores –¿conoció la obra del padre Acosta, o la de fray Gregorio García?– y se inclina, aunque con ducas, hacia la tesis del origen judaico de la humanidad amerindia. En todo lo que he visto y leído –escribe– no hallo quien diga acertivamente de dónde vienen o descienden estas naciones de Indias. Algunos dijeron que descendían de fenicios y cartagineses; otros que descienden de aquella tribu que se perdió. Estos parece que llevan algún camino, porque vienen con aquella profecía del patriarca en su hijo Isacar48, respecto que estas naciones, las más de ellas, sirven de juramento de carga (cap. VII).
Esta última afirmación anticipa el concepto negativo que el autor tenía acerca del amerindio de su tiempo; opinión que constituye una muestra más del desprecio del criollo hacia el indio, que aparece ya en no pocos textos a principios del siglo XVII y que relega a aquél a simple instrumento de trabajo o a objeto de estudio antropológico y etnográfico. Así, Rodríguez Freyle escribe: He querido decir todo esto para que se entienda que los indios no hay maldades que no intenten, y matan a los hombres por roballos. En el pueblo de Pasca, mataron a uno para roballe la hacienda, y después de muerto pusieron fuego al bohío, donde dormía, y dijeron que se había quemado. Autos se han hecho sobre esto, que no se han podido substanciar; y sin esto, otras muertes y casos que han hecho. Dígolo para que no se descuiden con ellos (cap. XVI).
“Contra esto y aquello”.
Si utilizo aquí la conocida expresión unamuniana, no es, ciertamente, para dar a entender que el autor de El carnero dedique su obra a atacar a diestro y siniestro todo lo que le rodeaba y aun parte de lo que le había precedido. Pero sí hay en el libro algunas embestidas contra determinados aspectos de la realidad circundante y contra uno muy concreto del pasado neogranadino. Este último se refiere a la figura de don Gonzalo Jiménez de Quesada, a quien Rodríguez Freyle reprocha el no haber escrito ni encargar a nadie la narración de su gesta y de su posterior acción en el Nuevo Reino. Dije –leo en el texto– que tenía descuidos, y no fue el menor, siendo letrado, no escribir oponer quien escribiese las cosas de su tiempo; a los demás sus compañeros y capitanes no culpo, porque había hombres entre ellos, que los cabildos que hacían los firmaban con el hierro que herraban las vacas (cap. VII).
Pero las críticas negativas más directas y duras de nuestro autor van dirigidas contra la encomienda y la codicia y corrupción de encomenderos, funcionarios y autoridades, así como contra la saca de oro de Nueva Granada y el sistemático envío a España de ese metal precioso. Ya Miguel Aguilera señaló el tema con toda claridad y no sin cierta exageración. Sin piedad –escribe– cargó contra el exceso de poder, de presidentes, oidores, fiscales y visitadores. Censuró con energía la avidez de los encomenderos y la crueldad inhumana con que demandaban de los indios el tributo. Condenó la bastardía de los fueros que invocaban los hombres de influjo contra inocentes y desvalidos. Aplaudió la conducta de los magistrados que pugnaban por arrancar de cuajo la delincuencia, la desidia y la mala fe. Mientras la indolencia de la autoridad se traducía en impunidad o indiferencia, él aplaudía el reigor tremendo de Pérez de Salazar y solicitaba para su memoria un tributo de reconocimiento49.
Los ataques de Rodríguez Freyle contra la encomienda se reducen, sin embargo, a esto: Cudicia de ser encomendero despeñó al Juan de Leiva, que no sabía, ni todos saben, la peste que trae consigo esta encomienda, que como es sudor ajeno, clama al cielo. Este asunto lleva al autor a lanzar una breve invectiva contra la codicia: ¡Maldita seas, cudicia, esponja y arpía hambrienta, lazo a donde muchos buenos han caído, y despeñado a donde han sucedido millones de desdichas! Naciste en el infierno y en él te criaste, y agora vives entre los hombres, donde traes por gala, tinta en sangre, la ropa que vistes; y por cadena al cuello, traes ya el engaño, tu pariente, eslabonado de víboras y basiliscos, y por tizón pendiente en ella al demonio, tu padre; el cual te trae por calles y plazas y tribunales, salas y palacios reales, y no reservas los humildes pajizos de los pobres, porque tú eres el sembrador de sus cosechas. ¡Maldita seas, cudicia, y para siempre seas maldita! (cap. XIX).
Pero es evidente que la crítica más acerba de Rodríguez Freyle se dirige contra la corrupción de algunos funcionarios y contra el envío de oro a España. En este aspecto, escribe el autor que hacia 1591, el doctor Antonio González, del Real y Supremo Consejo de indias, fue a Nueva Granada como Presidente de la Audiencia, y dice que aquel tiempo fue llamado el Siglo de Oro de aquel reino. Llamóse a este tiempo –escribe– el siglo dorado, que aunque es verdad que en el hubo los bullicios y revueltas de las Audiencias y visitadores, esto no topaba con los naturales ni con todo lo común. Singulares personas padecían este daño, y todos aquellos que querían tener prenda en él; por manera que el trato y comercio se estaba en su punto, la tierra rica de oro, que de ello se llevaba en aquellas ocasiones harto a Castilla. En este sentido, el autor aporta su testimonio personal y dirige sus ataques a los funcionarios corruptos y al sistema, responsables del empobrecimiento del reino. A sólo –dice– el visitador Juan Prieto de Orellana le probaron sus contrarios que había llevado de los cohechos ciento y cincuenta mil pesos de buen oro, pues algo le importaría el salario legítimo, pues el secretario de la visita y los demás oficiales algo llevarían. Y agrega: En esta misma ocasión, me hallé en Cartagena [ciudad a la que el capítulo I llama “escala de todos reinos” y “la piedra imán que atrae a sí todo lo demás”], a donde nos habíamos ido a embarcar; y habiendo ido a la Capitana a ver a dónde se le repartía camarote al licenciado Alonso Pérez de Salazar […]. Pues este día estaban sobre cubierta catorce cajones de oro, de a cuatro arrobas, de Juan Rodríguez Cano, que en aquella ocasión se fue a España; y asimismo estaban sobre cubierta siete pozuelos de papeles de la visita de Monzón y Prieto de Orellana, y le oí decir al secretario Pedro de Mármol, que lo había sido de ambos visitadores, aquestas razones hablando con los que allí estaban: “Aquí están estos siete pozuelos de papeles y allí están catorce cajones de oro; pues más han costado estos papeles que lo que va allí de oro”. Pues qué llevarían los demás mercaderes que en aquella ocasión fueron a emplear y otros particulares que se volvían a Castilla a sus casas. Pues todo este dinero iba de este Reino. Naturalmente, la conclusión es clara: He dicho esto, porque dije que aquella sazón era el siglo dorado de este Reino. Pues ¿quién lo ha empobrecido? Yo lo diré, si acertare, a su tiempo; pues aquel dinero ya se fue a España, que no ha de volver acá. Pues ¿qué le queda a esta tierra para llamarla rica? Quédanle diez y siete o veinte reales de minas ricas, que todos ellos vienen a fundir a esta real caja; y ¿qué se le paga a esta tierra de eso? Tercio, mitad y octavo, porque lo llevan empleado en los géneros que hay en ella, hoy que son necesarios en aquellos reales de minas; y juntamente con esto, tenían aquellos naturales la moneda antigua de su contratación, aquellos tejuelos de oro de todas leyes. Y lo que sucedía entonces era esto: Venían a los mercados generales a esta plaza, de tres a cuatro mil indios, y sobre las cargas de bayo, algodón y mantas, ponían unos cien pesos en tejuelos, otros cincuenta, más o menos, como querían comprar o contratar. Finalmente, no había indio tan pobre que no trajese en su mochila colgada al cuello seis, ocho o diez pesos; esto no lo impedían las revueltas de las Audiencias (cap. XVII).
¿Precursor de la Independencia?
Como habrá podido comprobarse, los ataques de Rodríguez Freyle a funcionarios y autoridades resultan más bien moderados, tanto en su contenido como en los propios términos en que están redactados. Hay, sin duda, expresada en esas palabras una queja muy honda y sentida por la rapacidad de algunos funcionarios y mercaderes, que solamente iban a indias con la intención de enriquecerse a costa del país y regresar a España con sus caudales, no siempre legítimamente adquiridos. Pero de esto a pensar que en tal protesta pueda contenerse un secreto deseo de separar de España al Nuevo Reino de Granada, media un abismo insalvable. Pudo producirse, y se produjo sin duda, toda una serie de rebeldías contra el mal gobierno de no pocos representantes de la Corona, pero ésta quedó a salvo en todas ellas –quizá con la sola excepción, todavía discutible, de la revuelta de Tupac Amaru– hasta los movimientos juntistas de 1810, como ya demostró hace años el maestro Alfonso García Gallo.
Pese a ello, Miguel Aguilera atribuye, al parecer, a Rodríguez Freyle esa condición de precursor independentista cuando, apoyándose en los textos recién citados, escribe: Al estudiar el empeño de nuestros precursores de la Independencia, no se rinde homenaje a la verdad subrayando la rebeldía turbulenta de Lope de Aguirre o la de Álvaro de Oyón; porque éstos no fueron sino vulgares resentidos que se agitaban bajo la coraza de su orgullo, o impelidos por el resorte del pesar del bien ajeno. Otros vemos a quienes se les puede abonar una pasión abnegada en pro de nuestra suerte: don Juan Rodríguez Freyle fue el primero. Lea y rumie con deleite el guardador del Carnero el capítulo CXVII, donde se denuncia la desoladora pobreza del país a causa de los cargamentos de oro que se despachaban en los galeones aventurados en el mar, bajo el riesgo de naufragio o de la probabilidad de la asechanza de los piratas. No llega la mente a comprender cómo el atrevido criollo pudiese entonces fiar a la pluma declaraciones tan audaces como aquella que sigue a la descripción de la remesa que iba en el mismo bergantín en que él realizaba, al lado del ex-oídor Pérez de Salazar, su travesía hacia España50.
Pienso que no hay nada de eso. Como ya se ha visto, la sugestión del doctor Aguilera no puede aceptarse, por varias razones. En primer lugar, el apelativo de atrevido criollo es una mera afirmación hiperbólica, ya que la obra de Rodríguez Freyle no fue conocida en su tiempo, o lo fue por muy pocas personas de su intimidad. Pero, además, y sobre todo, la censura contenida en aquellos párrafos resulta una fruslería si se compara con los ataques a la Administración metropolitana incluidos en otros textos anteriores y contemporáneos –y, sin duda, posteriores– al de nuestro cronista. Por eso, debe considerarse más exagerada aún la afirmación con que Aguilera termina su comentario. Saboréese –escribe– a gusto la ironía de esta última observación. Sinapismo de cantáridas. Dos siglos y cuarto después, don Camilo Torres no escribió con tanto desembarazo como el modesto y temerario cronista lo hacía51.
Conclusión de urgencia
No pertenezco, de ningún modo, a ese tipo de lectores presuntuosos que, según San Isidoro Hispalense, ninguna enseñanza encuentran en la lectura de los escritores. Creo, por el contrario, que en casi todos los libros, por deficientes, o malos, que sean se halla siempre alguna instrucción, algún dato, alguna enseñanza nuevos. Así acontece con la obra de Juan Rodríguez Freyle. El carnero es, en efecto, un libro curioso, instructivo e incluso de entretenimiento, que proporciona no pocos datos nuevos y fiables acerca de la vida individual y social neogranadina en la época vivida y existida por su autor. El estilo narrativo de éste no es, sin duda, brillante ni dotado de la elegancia retórica característica de otras obras de su tiempo. Sin embargo, su prosa sencilla se muestra dotada de una singular eficacia para transmitir al lector las ideas, los sentimientos, las pasiones, las bondades y las maldades, las virtudes y los vicios que movían la acción de las personas y de la sociedad de los años finales del siglo XVI y primeros del XVII.
En ese sentido, El carnero se constituye en una prueba más de la falacia con que algunos han hablado de una supuesta siesta colonial, bajo cuyo piadoso y anodino manto nada sucedía, salvo la abnegada y paciente sumisión de todos al yugo de las autoridades y representantes de la Corona. Algo así como lo descrito en el Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz:
El sueño todo, en fin, lo poseía;
todo, en fin, el silencio lo ocupaba:
aun el ladrón dormía;
aun el amante no se desvelaba.
Nada más lejos de la realidad. Bajo esa aparente capa de quietud y pasividad, el mundo que ya empezaba a ser americano –es decir, realidad nueva y diferente de la española y de la amerindia, realidad mestiza en todos los aspectos– empieza a mostrarse y a reivindicar su propia personalidad. Esta amplia y profunda operación cultural es la que El carnero apunta, y en ello reside, a mi juicio, el valor primero de esta obra singular, que hoy se edita por primera vez en España.
Jaime Delgado
EL CARNERO
CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL
NUEVO REINO DE GRANADA DE LAS
INDIAS OCCIDENTALES DEL MAR OCÉANO Y FUNDACIÓN DE LA CIUDAD DE SANTA FE DE BOGOTÁ PRIMERA DE ESTE REINO DONDE SE FUNDÓ LA REAL AUDIENCIA Y CANCILLERÍA, SIENDO LA CABEZA
SE HIZO ARZOBISPADO
Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres y gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado
DEL DORADO
Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oidores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa iglesia catedral, desde el año de 1539, que se fundó, hasta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de conciencia
COMPUESTO
Por JUAN RODRíGUEZ FREYLE
Natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino.
DIRIGIDO A LA S.R.M. DE FELIPE IV, REY DE ESPAÑA
Nuestro Rey y Señor natural.
AL REY DON FELIPE IV,
NUESTRO SEÑOR
S.S.R.M.
Estilo es, Señor, de los escritores dirigir sus escritos a las personas de su devoción; unos por el conocimiento que de ellas tienen, otros por los beneficios recibidos; y si esto es así, ¿quién más merecedor que V.M., de quien tanto recibimos, manteniéndonos en paz y justicia, y a quien del cielo abajo se le debe todo? Dirijo esta obra a V.M. por dos cosas: la una, por darle noticia de este su Reino Nuevo de Granada, porque nadie lo ha hecho; la otra, por librarla de algún áspid venenoso, que no la muerda viendo a quién va dirigida, cuya real persona N.S. guarde con aumento de mayores reinos y estados, para bien de la Cristiandad.
PRÓLOGO AL LECTOR
Todas las criaturas del mundo están obligadas a dar infinitas gracias a Dios Nuestro Señor, que con infinita misericordia las sustenta con su providencia divina sin merecerlo, lo cual hace Dios por su sola bondad, y con ella proveyó a la naturaleza humana remedio para conservar la memoria de los beneficios recibidos de su mano, porque Cristo Nuestro Señor puso a los ojos ab eterno en su esposa la Iglesia, desde luego le puso escritores y cronistas, y los hombres, aprovechándose de esta doctrina, fueron siempre dando al mundo noticia de lo acontecido en sus tiempos, con lo cual los presentes tenemos noticia de lo pasado.
He querido hacer este breve discurso por no ser desagradecido a mi patria, y dar noticia de este Nuevo Reino de Granada, de donde soy natural; que ya que lo que en él ha acontecido no sean las conquistas del Magno Alejandro, ni los hechos de Hércules el hispano, ni tampoco valerosas hazañas de julio César y Pompeyo, ni de otros capitanes que celebra la fama, por lo menos no quede sepultado en las tinieblas del olvido lo que en este Nuevo Reino aconteció, así en su conquista como antes de ella; que aunque para ella no fue menester muchas armas ni fuerzas, es mucha la que él tiene en sus venas y ricos minerales, que de ellos se han llevado y llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevarían muchos más y mayores si fuera ayudado como convenía, y más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales.
Y aunque es verdad que los capitanes que conquistaron Perú y las gobernaciones de Popayán y Venezuela y este Nuevo Reino, siempre aspiraron a la conquista del Dorado, que sólo su nombre levantó los ánimos para su conquista a los españoles, nunca le han podido hallar, aunque les ha costado muchas vidas y grandes costos, ni han hallado punto fijo en que lo haya, con haber corrido llanos, navegando el Oronico, el Darién, el río Orellana o Marañón, y otros caudalosos ríos, que aunque en sus márgenes se han hallado grandes poblaciones, no se han hallado las riquezas que hay en este Nuevo Reino en sus ricos veneros. Legítima razón para darle el nombre del Dorado. Y confesar que sea éste, no lo afirmo, aunque adelante diré en qué lo fundo; y también digo que de los ríos que he nombrado no tenemos noticia que se haya llegado al nacimiento de ellos, como se llegó a los del Río Grande de la Magdalena y al de Cauca, que entrambos nacen de una cordillera donde cae este Reino y Gobernación de Popayán; remito esto a la verdad y al tiempo que lo descrubrirá.
Y volviendo a mi porpósito, digo que aunque el reverendo fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino, por lo cual me animé yo a decirlo; aunque en tosco estilo, será la relación sucinta y verdadera, sin el ornato retórico que piden las historias, ni tampoco lleva raciocinaciones poéticas, porque sólo se hallará en ella desnuda la verdad, así en los que le conquistaron como en casos en él sucedidos, para cuya declaración y ser mejor entendido, tomaré de un poco atrás la corrida, por cuanto antiguamente fue todo una Gobernación, siendo la cabeza la ciudad de Santa Marta, en que se incluían Cartagena, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino; y con esto vengamos a la historia, la cual pasó como se sigue al frente de esta hoja.
EL CARNERO
CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL
NUEVO REINO DE GRANADA DE LAS
INDIAS OCCIDENTALES DEL MAR OCÉANO Y FUNDACIÓN DE LA CIUDAD DE SANTA FE DE BOGOTÁ PRIMERA DE ESTE REINO DONDE SE FUNDÓ LA REAL AUDIENCIA Y CANCILLERÍA, SIENDO LA CABEZA
SE HIZO ARZOBISPADO
Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres y gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado
DEL DORADO
Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oidores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa iglesia catedral, desde el año de 1539, que se fundó, hasta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de conciencia
COMPUESTO
Por JUAN RODRíGUEZ FREYLE
Natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino.
DIRIGIDO A LA S.R.M. DE FELIPE IV, REY DE ESPAÑA
Nuestro Rey y Señor natural.
AL REY DON FELIPE IV,
NUESTRO SEÑOR
S.S.R.M.
Estilo es, Señor, de los escritores dirigir sus escritos a las personas de su devoción; unos por el conocimiento que de ellas tienen, otros por los beneficios recibidos; y si esto es así, ¿quién más merecedor que V.M., de quien tanto recibimos, manteniéndonos en paz y justicia, y a quien del cielo abajo se le debe todo? Dirijo esta obra a V.M. por dos cosas: la una, por darle noticia de este su Reino Nuevo de Granada, porque nadie lo ha hecho; la otra, por librarla de algún áspid venenoso, que no la muerda viendo a quién va dirigida, cuya real persona N.S. guarde con aumento de mayores reinos y estados, para bien de la Cristiandad.
PRÓLOGO AL LECTOR
Todas las criaturas del mundo están obligadas a dar infinitas gracias a Dios Nuestro Señor, que con infinita misericordia las sustenta con su providencia divina sin merecerlo, lo cual hace Dios por su sola bondad, y con ella proveyó a la naturaleza humana remedio para conservar la memoria de los beneficios recibidos de su mano, porque Cristo Nuestro Señor puso a los ojos ab eterno en su esposa la Iglesia, desde luego le puso escritores y cronistas, y los hombres, aprovechándose de esta doctrina, fueron siempre dando al mundo noticia de lo acontecido en sus tiempos, con lo cual los presentes tenemos noticia de lo pasado.
He querido hacer este breve discurso por no ser desagradecido a mi patria, y dar noticia de este Nuevo Reino de Granada, de donde soy natural; que ya que lo que en él ha acontecido no sean las conquistas del Magno Alejandro, ni los hechos de Hércules el hispano, ni tampoco valerosas hazañas de julio César y Pompeyo, ni de otros capitanes que celebra la fama, por lo menos no quede sepultado en las tinieblas del olvido lo que en este Nuevo Reino aconteció, así en su conquista como antes de ella; que aunque para ella no fue menester muchas armas ni fuerzas, es mucha la que él tiene en sus venas y ricos minerales, que de ellos se han llevado y llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevarían muchos más y mayores si fuera ayudado como convenía, y más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales.
Y aunque es verdad que los capitanes que conquistaron Perú y las gobernaciones de Popayán y Venezuela y este Nuevo Reino, siempre aspiraron a la conquista del Dorado, que sólo su nombre levantó los ánimos para su conquista a los españoles, nunca le han podido hallar, aunque les ha costado muchas vidas y grandes costos, ni han hallado punto fijo en que lo haya, con haber corrido llanos, navegando el Oronico, el Darién, el río Orellana o Marañón, y otros caudalosos ríos, que aunque en sus márgenes se han hallado grandes poblaciones, no se han hallado las riquezas que hay en este Nuevo Reino en sus ricos veneros. Legítima razón para darle el nombre del Dorado. Y confesar que sea éste, no lo afirmo, aunque adelante diré en qué lo fundo; y también digo que de los ríos que he nombrado no tenemos noticia que se haya llegado al nacimiento de ellos, como se llegó a los del Río Grande de la Magdalena y al de Cauca, que entrambos nacen de una cordillera donde cae este Reino y Gobernación de Popayán; remito esto a la verdad y al tiempo que lo descrubrirá.
Y volviendo a mi porpósito, digo que aunque el reverendo fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino, por lo cual me animé yo a decirlo; aunque en tosco estilo, será la relación sucinta y verdadera, sin el ornato retórico que piden las historias, ni tampoco lleva raciocinaciones poéticas, porque sólo se hallará en ella desnuda la verdad, así en los que le conquistaron como en casos en él sucedidos, para cuya declaración y ser mejor entendido, tomaré de un poco atrás la corrida, por cuanto antiguamente fue todo una Gobernación, siendo la cabeza la ciudad de Santa Marta, en que se incluían Cartagena, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino; y con esto vengamos a la historia, la cual pasó como se sigue al frente de esta hoja.
CapÍtulo Primero
En que se cuenta de dónde salieron los primeros conquistadores de este Reino, y quién los envió a su conquista, y origen de los gobernadores de Santa Marta
Del descubrimiento que don Cristóbal Colón hizo del Nuevo Mundo, se originó el conocimiento de la india occidental, en cuyos descubrimientos y conquistas varones ilustres gastaron su valor, vida y haciendas, corno lo hizo don Fernando Cortés, marqués del Valle, en la Nueva España; el marqués don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro, su compañero en el Perú, Valdivia en Chile, y otros capitanes en otras partes, como se ve por sus historias, conquistas y descubrimientos, entre los cuales se hallan algunos rasguños o rastros de la conquista de este Nuevo Reino de Granada; de la cual no he podido alcanzar cuál haya sido la causa por la cual los historiadores que han escrito las demás conquistas han puesto silencio en ésta, y si acaso se les ofrece tratar alguna cosa de ella para sus fines, es tan de paso que casi la tocan como a cosa divina por no ofenderla, o quizá lo hacen porque como su conquista fue poco sangrienta y en ella no hallaron hechos que celebrar, lo pasan todo en silencio; y para que del todo no se pierda su memoria ni se sepulte en el olvido, quise, lo mejor que se pudiere, dar noticia de la conquista de este Nuevo Reino, y lo sucedido en él desde que sus pobladores y primeros conquistadores lo poblaron hasta la hora presente que esto se escribe, que corre el año de 1636 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo; para cuya claridad y más entera noticia de lo pasado, será necesario tomar su origen de la ciudad de Santa Marta, cabeza que fue de este gobierno, y de donde salieron los capitanes y soldados que lo conquistaron; a todo lo cual se añadirá la fundación de esta Real Audiencia, presidentes y oidores de ella, con los visitadores que la han visitado, los arzobispos, prebendados de la santa iglesia catedral de la muy noble y leal ciudad de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada, cabeza de este arzobispado y silla de este gobierno, que habiendo estado sujeta a Santa Marta, hoy tiene por sufragáneo a su obispo con el de Cartagena y Popayán; y los tres gobernadores o gobernaciones por muchas partes tienen dependencia a esta Real Audiencia, y cuando falta gobernador en ellas por haber muerto, se provee en este tribunal hasta tanto que de Castilla se provea superior, o sucesor al muerto. Y con esto vengamos a la historia, que pasa así.
GOBERNADORES DE SANTA MARTA
Y ESTE NUEVO REINO
El emperador Carlos V, de gloriosa memoria, nuestro Rey y señor natural, envió a la conquista de la provincia de Santa Marta, con título de gobernador, a don Rodrigo de Bastidas, dándole por jurisdicción desde el Cabo de la Vela hasta el Río Grande de la Magdalena, el cual pobló la dicha ciudad por julio de 1525 años; púsole el nombre que hoy conserva, ora fuese por haber descubierto la tierra el día de la gloriosa Santa, ora por haber fundado la dicha ciudad en su día.
Los naturales de esta provincia y los primeros de ella, que fue donde el dicho gobernador pobló, cedieron de paz mostrándose amigables a los conquistadores, aunque el tiempo adelante con sus vecinos y otras naciones a ellos cercanas, hubo muy reñidos reencuentros y costaron muchas vidas sus conquistas, como lo cuenta el reverendo fray Pedro Simón en sus Noticias Historiales, y el padre Juan de Castellanos en sus Elegías y escritos, adonde el curioso lector lo podrá ver.
Poco después de la conquista, murió el gobernador don Rodrigo de Bastidas, por cuya muerte proveyó la Audiencia de Santo Domingo por gobernador de Santa Marta al licenciado Pedro Badillo; que hoy, cuando falta el gobernador de la dicha ciudad, lo provee la Real Audiencia de este Reino, y lo propio hace en las de Cartagena y Popayán, hasta que de España viene gobernador.
Sabida en Castilla la muerte del gobernador y su nueva del dicho don Rodrigo de Bastidas, el Emperador, nuestro señor, proveyó en el dicho gobierno a don García de Lerma, gentilhombre de su casa, el cual vino a Santa Marta el año de 1526, y por su muerte la dicha Audiencia nombró al licenciado infante, hasta que de Castilla viniese gobernador. El año adelante de 1535 dio el Emperador este gobierno por capitulación al Adelantado de Canarias, don Pedro Fernández de Lugo, y a don Alonso Luis de Lugo, su hijo, en sucesión; los cuales partieron de España al principio de dicho año, en siete navíos de armada, en que venían mil y cien españoles, con capitanes y oficiales y soldados.
Llegados a Santa Marta, luego el gobernador en cumplimiento de lo que el Emperador le había ordenado, hicieron una entrada a las tierras de Bonda, Matubare, y a la Ramada y al Río del Hacha, con intento de hacer aquellas conquistas; y no hallaron la gente que buscaban por haberse retirado, con que se volvieron perdidos, muertos de hambre y con más de cien hombres menos de los que llevaban, y gastaron todo el año de 1536 en aquel viaje sin ningún fruto ni provecho.
Como de la salida de los soldados no surtió efecto ninguno, el Adelantado, por cumplir con lo que el Emperador le había mandado, luego por cuaresma del año 1537, nombró por su teniente de gobernador al licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, su asesor, que había venido con él y en su compañía, y era natural de Granada, para que descubriese nuevas tierras, con comisión que faltando él, quedase por teniente en el mismo cargo el capitán Juan del junco, que era persona principal; el cual después de hecha la conquista de este Nuevo Reino y fundada la ciudad de Santa Fe, cabeza de él y la Corte y de la de Vélez, que fue la segunda, el dicho capitán Juan del junco pobló la ciudad de Tunja, que fue la tercera de este Nuevo Reino.
Salieron de Santa Marta, en conformidad de lo proveído y ordenado, por la misma cuaresma del dicho año, ochocientos soldados, poco más o menos, con sus capitanes y oficiales, en cinco bergantines, por el río arriba de la Magdalena, con mucho trabajo y sin guías, a donde se murieron y ahogaron muchos soldados, hallándose en el río y en sus márgenes muchos indios caribes, con los cuales tuvieron muchas guazabaras, en que murieron muchos soldados flechados de hierba y ponzoña, y otros comidos de tigres y caimanes, que hay muchos en el río y montañas de aquel río; y otros picados de culebras, y los más del mal país y temple de la tierra; en cuya navegación gastaron más tiempo de un año, navegando siempre y caminando sin guías, hasta que hallaron en el dicho río, hacia los cuatro brazos, un arroyo pequeño, por donde entraron, y subiendo por él encontraron con un indio que llevaba don panes de sal, el cual los guió por el río arriba, y salidos de él por tierra los guió hasta las sierras de Opón, términos de Vélez, y hasta meterlos en este Nuevo Reino.
Murieron en el camino hasta llegar al reino más de seiscientos soldados, y llegaron a este Reino ciento y sesenta y siete, entre capitanes y soldados; éstos reconocieron la gente que había en la comarca de Vélez, y lo propio hicieron de los de Tunja; y de allí se vinieron a esta de Santa Fe, de donde salieron a reconocer otras partes y tierras, de las cuales se volvieron a esta de Santa Fe a fundar la ciudad para que fuese cabeza de las demás que se fundasen en este Nuevo Reino, como se dirá en sus lugares; y por no dejar cosa atrás, y acabar de tratar de esta antigua gobernación y la mudanza que tuvo, trataré con brevedad de la de Cartagena y de su gobernador y conquistador, por cuanto todo esto se comprendía debajo de la gobernación de Santa Marta, en que se incluía, como tengo dicho, Santa Marta, el Río de la Hacha y este Nuevo Reino, que todo tenía su dependencia a la Audiencia Real de Santo Domingo en la isla Española, como se ha visto por lo que queda dicho; por cuanto en muriendo el gobernador, la real Audiencia dicha la proveía sucesor hasta que de España Su Majestad proveía el gobierno.
Volviendo a la gobernación de Cartagena, pasa así: El año de 1532, el capitán don Pedro de Heredia, natural de Madrid, pobló la ciudad de Cartagena y conquistó toda su gobernación; por manera que cinco años antes que saliesen de Santa Marta los capitanes y soldados a la conquista de este Reino Nuevo, estaba ya poblada Cartagena y conquistada su gobernación, aunque no del todo. He querido apuntar esto para más claridad en lo de adelante, y que se entienda mejor la correspondencia que este Reino ha tenido siempre con la ciudad de Cartagena, por ser ella la puerta y escala por donde el Pirú y este Reino gozan de toda España, Italia, Roma, Francia y la India oriental, y todas las demás tierras y provincias del mundo adonde España tiene correspondencia, trato y comercio; pues siendo ella el almacén de todas, envía a Cartagena, que es escala de todos reinos, lo que de tan largas provincias le viene, y esto lo causa el oro y plata y piedras preciosas de este Nuevo Reino, que es la piedra imán que atrae a sí todo lo demás, y pues Cartagena tendrá algún hijo que se acuerde de ella para tratar sus cosas, quiero volver a la narración de lo sucedido en mi patria, como se verá en el siguiente capítulo.
En que se cuenta quién fue el cacique de Guatavita y quién fue el de Bogotá, y cuál de los dos tenía la monarquía de este Reino, y quién tenía la de Tunja y su partido. Cuéntase asimismo el orden y estilo que tenían de nombrar caciques o reyes, y de dónde se originó este nombre engañoso del Dorado
En todo lo descubierto de estas indias occidentales o Nuevo Mundo, ni entre sus naturales, naciones y moradores, no se ha hallado ninguno que supiese leer ni escribir, ni aun tuviese letras o caracteres con qué poderse entender, de donde podemos decir que donde faltan letras faltan cronistas; y faltando esto falta la memoria de lo pasado. Si no es que por relaciones pase de unos a otros, hace la conclusión a mi propósito para probar mi intento.
Entre dos cabezas o príncipes estuvo la monarquía de este Reino, si se permite darle este nombre: Guatavita en la jurisdicción de Santa Fe, y Ramiriquí en la jurisdicción de Tunja. Llámolos príncipes, porque eran conocidos por estos nombres: porque en diciendo Guatavita era lo propio que decir el rey; aquello para los naturales, lo otro para los españoles; y la misma razón corría en el Ramiriquí de Tunja. Entendido este fundamento, primero hago la derivación por qué en estas dos cabezas principales había otras con títulos de caciques, que hoy conservan y es lo más común, unos con sobrenombres de ubzaques, a quien pertenece el nombre de duques; otros se llamaban guayques, que es lo propio que decimos condes o marqueses; y los unos y los otros muy respetados de sus vasallos, y con igual jurisdicción en administrar justicia, en cuanto con su entendimiento la alcanzaban, aunque el hurto fue siempre castigado por ellos y otros de éstos, que adelante trataré algo de ellos.
Guatavita que, como tengo dicho, era el rey, no tenía más que una ley de justicia, y ésta escrita con sangre, como las de Dracón, porque el delito que se cometía se pagaba con la muerte, en tanto grado, que si dentro de su palacio o cercado algún indio ponía los ojos con afición a alguna de sus mujeres, que tenía muchas, al punto y sin más información, el indio y la india morían por ello.
Tenían a sus vasallos tan sujetos, que si alguno quería cobijarse alguna manta diferente de las demás, no lo podía hacer sin licencia del señor pagándolo muy bien, y que el propio señor se la había de cobijar. Discurra el curioso en los trajes presentes, si se guardara esta ley, dónde fuéramos a parar.
Pasaba más adelante esta sujeción, que ningún indio pudiese matar venado ni comerlo sin licencia del señor, y era esto con tan rigor, que aunque los venados que había en aquellos tiempos, que andaban en manadas como si fueran ovejas, y les comían sus labranzas y sustentos, no tenían ellos licencia de matarlos y comellos si no se la daban sus caciques. En ser viciosos y tener muchas mujeres y cometer grandes incestos, sin reservar hijas y madres, en conclusión bárbaros, sin ley ni conocimiento de Dios, porque sólo adoraban al demonio y a éste tenían por maestro, de donde se podía muy claro conocer qué tales serían sus discípulos.
Y volviendo a Guatavita, en quien dejé el señorío, digo que tenía por su teniente y capitán general para lo tocante a la guerra a Bogotá, con título de Cacique Ubzaque, el cual siempre que se ofrecía alguna guerra con panches o culimas, sus vecinos, acudía a ella por razón de su oficio.
Paréceme que algún curioso me apunta con el dedo y me pregunta que de dónde supe estas antigüedades; pues tengo dicho que entre estos naturales no hubo quien escribiese, ni cronistas. Respondo presto, por no detener en esto, que nací en esta ciudad de Santa Fe, y al tiempo que escribo esto me hallo en edad de setenta años, que los cumplo la noche que estoy escribiendo este capítulo, y que son los 25 de abril del día del señor de San Marcos, del dicho año de 1636. Mis padres fueron de los primeros conquistadores y pobladores de este Nuevo Reino. Fue mi padre soldado de Pedro Ursúa, aquel a quien Lope de Aguirre mató después en el Marañon, aunque no se halló con él en este Reino, sino mucho antes, en las jornadas de Tairona, Valle de Upar y Río del Hacha, Pamplona y otras partes.
Yo en mi mocedad, pasé de este Reino a los de Castilla, a donde estuve seis años. Volví a él y he corrido mucha parte de él, y entre los muchos amigos que tuve, fue uno don Juan, Cacique y señor de Guatavita, sobrino de aquel que hallaron los conquistadores en la silla al tiempo que conquistaron este Reino; el cual sucedió luego a su tío y me contó estas antigüedades y las siguientes. Díjome que al tiempo que los españoles entraron por Vélez al descubrimiento de este Reino y su conquista, él estaba en el ayuno para la sucesión del señorío de su tío; porque entre ellos heredaban los sobrinos hijos de hermana, y se guarda esta costumbre hasta hoy día; y que cuando entró en este ayuno ya él conocía mujeres; el cual ayuno y ceremonias eran como se sigue.
Era costumbre entre estos naturales, que el que había de ser sucesor y heredero del señorío o cacicazgo de su tío, a quien heredaba, había de ayunar seis años, metido en una cueva que tenían dedicada y señalada para esto, y que en todo ese tiempo no había de tener parte con mujeres, no comer carne, sal, ni ají, y otras cosas que les vedaban; y entre ellas que durante el ayuno no habían de ver el sol; sólo de noche tenían licencia para salir de la cueva y ver la luna y estrellas y recogerse antes que el sol los viese; y cumplido este ayuno y ceremonias se metían en posesión del cacicazgo o señorío, y la primera jornada que habían de hacer era ir a la gran laguna de Guatavita a ofrecer y sacrificar al demonio, que tenían por su dios y señor. La ceremonia que en esto había era que en aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos, aderezábanla y adornábanla todo lo más vistoso que podían; metían en ella cuatro braseros encendidos en que desde luego quemaban mucho moque, que es el sahumerio de estos naturales, y trementina con otros muchos y diversos perfumes. Estaba a este tiempo toda la laguna en redondo, con ser muy grande y hondable de tal manera que puede navegar en ella un navío de alto bordo; la cual estaba toda coronada de infinidad de indios e indias, con mucha plumería, chagualas y coronas de oro, con infinitos fuegos a la redonda, y luego que en la balsa comenzaba el sahumerio, lo encedían en tierra, en tal manera, que el humo impedía la luz del día.
A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo y molido de tal manera que iba cubierto todo de este metal. Metíanle en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. Entraban con él en la balsa cuatro caciques, los más principales, sus sujetos muy aderezados de plumería, coronas de oro, brazales y chagualas y orejeras de oro, también desnudos, y cada cual llevaba su ofrecimiento. En partiendo la balsa de tierra comenzaban los instrumentos, cornetas, fotutos y otros instrumentos, y con esto una gran vocería que atronaba montes y valles, y duraba hasta que la balsa llegaba a el medio de la láguna, de donde, con una bandera, se hacía señal para el silencio.
Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro que llevaba a los pies en el medio de la laguna, y los demás caciques que iban con él y le acompañaban, hacían lo propio; lo cual acabado, abatían la bandera, que en todo el tiempo que gastaban en el ofrecimiento la tenían levantada, y partiendo la balsa a tierra comenzaba la grita, gaitas y fotutos con muy largos corros de bailes y danzas a su modo; con la cual ceremonia recibían al nuevo electo y quedaba reconocido por señor príncipe.
De esta ceremonia se tomó aquel nombre tan celebrado del Dorado, que tantas vidas ha costado, y haciendas. En el Pirú fue donde sonó primero este nombre Dorado, y fue el caso que habiendo ganado a Quito, donde Sebastián de Benalcázar andando en aquellas guerras o conquistas tocó con un indio de este reino de los de Bogotá, el cual le dijo que cuando querían en su tierra hacer su rey, lo llevaba a una laguna muy grande, y allí lo doraban todo, o le cubrían de oro, y con muchas fiestas lo hacían rey. De aquí vino a decir el don Sebastián: “vamos a buscar este indio dorado”.
De aquí corrió la voz a Castilla y a las demás partes de Indias, y a Benalcázar le movió venirlo a buscar, como vino, y se halló en esta conquista y fundación de esta ciudad, como más largo lo cuenta el padre fray Pedro Simón en la quinta parte de sus Noticias Historiales, donde se podrá ver; y con esto vamos a las guerras civiles de este Reino, que habían entre sus naturales, y de dónde se originaron, lo cual diré con la brevedad posible porque me dan voces los conquistadores de él, en ver que los dejé en las lomas de Vélez, guiados por el indio que llevaba los dos panes de sal, adonde podrán descansar un poco mientras cuento la guerra que hubo entre Guatavita y Bogotá, que pasó como se verá en el siguiente capítulo.
Donde se cuenta la guerra entre Bogotá y Guatavita, hasta que entraron los españoles a la conquista
Ya queda dicho cómo Bogotá era teniente y capitán general de Guatavita en lo tocante a la guerra; pues sucedió que los indios de Ubaque, Chipaque, Pasca, Fosca, Chiguachí. Une, Fusagasugá, y todos los de aquellos valles que caen a las espaldas de la ciudad de Santa Fe, se habían rebelado contra Guatavita, su señor, negándole la obediencia y tributos, y tomando las armas contra él para su defensa, y negándole todo lo que por razón de su señorío le debían y eran obligados; lo cual visto por él, y cuán necesario era con tiempo matar aquel fuego antes que saltase alguna centella donde hiciese más daño, para cuyo remedio despachó sus mensajes a Bogotá, su teniente y capitán general, ordenándole que luego que viese aquellas dos coronas de oro que te enviaba con sus quemes, que es lo propio que embajadores o mensajeros, juntase sus gentes, y con el más poderoso ejército que pudiese entrase a castigar los rebeldes, y que de la guerra no alzase mano hasta acabar aquellas gentes o sujetarlas y traerles a obediencia.
En cuya conformidad, el teniente de Bogotá juntó más de treinta mil indios, y con este ejército pasó la cordillera, entró en el valle y tierra de los rebeldes, con los cuales tuvo algunos reencuentros en que hubo hartas muertes de la una banda y otra; de donde el demonio tuvo muy buena cosecha, porque siempre pretende tener tales ganancias en tales actos, y así enciende los ánimos a los hombres a semejantes discordias, porque de ellas resultan sus ganancias, mayormente entre infieles, donde se lleva los despojos de todos. Apunto esto para lo que diré adelante.
El teniente Bogotá, con la perseverancia y mucha gente que metió, y con la que cada día le acudía, que el Guatavita no se descuidaba de reforzarle el campo, alcanzó la victoria, sujetó a los contrarios, trájoselos a abediencia, cobró los tributos de su señor, y rico y victorioso volvióse a su casa.
Pero como la fortuna nunca permanece en un ser, ni hay ni ha habido quien le ponga un clavo en su voluble rueda, sucedió que vuelto a Bogotá a su casa y habiendo despachado a su señor Guatavita la gloria de la victoria con las muchas riquezas de sus tributos y parte de los despojos, sus capitanes y soldados trataron de hacer fiestas y celebrar sus victorias con grandes borracheras, que para ellos era ésta la mayor fiesta; hicieron una muy célebre en el cercado del teniente Bogotá, en la cual, después de bien calientes, comenzaron a levantar su nombre y celebrar sus hazañas aclamándole por señor; diciéndole que él solo había de ser el señor de todo y a quien obedeciesen todos, porque Guatavita sólo servía de estarse en su cercado con sus teguyes, que es lo propio que mancebas, en sus contentos sin ocuparse de la guerra, y que si él quería, les sería fácil el ponerlo en el trono y señorío de todo.
Nunca el mucho beber, y demasiadamente, hizo provecho; y si no, dígalo el rey Baltasar de Babilonia y el magno Alejandro, rey de Macedonia, que el uno perdió el reino bebiendo y profanando los vasos del templo y con ello la vida; y el otro mató al mayor amigo que tenía, que fue aquel festín tan celebrado en sus historias; y con éstos podíamos traer otros muchos, y no dejar fuera de la copia a Holofernes ni a los hermanos de Abraham.
No faltó quien en la borrachera diese cuenta al Guatavita y lo que en ella había pasado, y señalando (como dicen) con el dedo a los que en ella habían hablado con ventaja, ponderándole el alegre semblante con que el Bogotá había oído el ofrecimiento de sus capitanes y soldados, y cómo no le había parecido mal; de todo lo cual el Guatavita se alborotó y al punto mandó a sus capitanes hacer dos mil indios de guerra que asistiesen a la defensa de su persona, y que estuviesen prevenidos para lo que se ofreciese; así mismo despachó dos quemes, que, como tengo dicho, son mensajeros, aunque en esta ocasión sirvieron de emplazadores, con las dos coronas de oro, que entre ellos servían de mandamiento o provisión real, citando al Bogotá, en que dentro de tercero día pareciese ante él llevando consigo tales y tales capitanes.
Parecieron estos quemes ante el Bogotá e intimáronle el emplazamiento, el cual no lo tomó a bien considerando que hacía pocos días que le había enviado a Guatavita un gran tesoro y el vencimiento de sus contrarios, y que tan presto le enviaba a llamar y que llevase los capitanes que le señalaba. Escáldose de ello y sintió bien de aquella llamada, y para mejor enterarse, mandó a sus capitanes que tomasen aquellos quemes y que los convidasen y, siendo necesario, les diesen mantas, oro y otras dádivas, y que sacasen de ellos para qué los llamaba Guatavita, su señor.
No se descuidaron los capitanes en hacer la diligencia, y cargaron tanto la mano en ella, que los quemes, hartos de chicha y dádivas, vinieron a decir “¿qué hablasteis vosotros en la borrachera grande?, ¿que hicisteis en el cercado de Bogotá? Porque todo se lo dijeron a Guatavita; y ha juntado mucha gente. No sé Para qué”. De aquí entendió el Bogotá para qué los llamaba; al punto dio mantas a los mensajeros y un buen presente que llevasen a Guatavita, diciéndole le dijesen que ya iba tras ellos, con que los envió muy contentos. Idos los quemes, llamó Bogotá a consejo a sus capitanes, y acordaron, pues que se hallaba con las armas en las manos, previniesen a Guatavita, y así juntasen sus cabezas con la suya. Dada esta orden, se la dio a ellos el Bogotá para que juntasen toda la gente que pudiese tomar armas y regirlas para la ocasión. Al punto pusieron en ejecución.
El Guatavita, que no dormía y traía el ánimo inquieto con lo que le habían dicho, vista la tardanza de Bogotá, volvió a enviarlo a llamar con otros dos quemes, los cuales, llegados a Bogotá, emplazaron segunda vez al teniente; el cual les respondió que el día siguiente se irían. Aquella noche llamó a sus capitanes y les dio orden que los cuarenta mil soldados que tenían hechos, los partiesen en dos escuadras, y con la una a paso tendido marchase de manera que al segundo día al amanecer, por encima de las lomas de Tocancipá y Gachancipá, que dan vista al pueblo de Guatavita, diesen los buenos días a su señor; y que los otros veinte mil indios con sus capitanes le siguiesen en retaguardia de su persona, que él se iría reteniendo y haciendo alto hasta tanto que se ajustaba lo que les ordenaba. Con esto los despidió y se fue a ordenar su viaje para el día siguiente.
Los capitanes con la orden que su general les dio, aquella noche enviaron sus mensajeros a las escuadras de gente que tenían hecha, previniéndolos que al día siguiente habían de marchar. Llegado el día, Bogotá salió con los capitanes llamados y con los quemes de Guatavita. Salió algo tarde por dar tiempo a lo que dejaba ordenado, y habiendo caminado poco más de dos leguas, dio muy bien de comer a los dos quemes, y dándoles segundas mantas, les dijo que se fuesen delante y dijesen a su señor Guatavita que ya iban.
Hiciéronlo así, y el Bogotá se fue muy poco a poco, siempre a vista de ellos, hasta que cerró la noche, teniendo siempre corredores a las espaldas que le daban aviso a dónde llegaban sus dos campos.
Hizo aquel día noche pasada la venta que agora llaman de Serrano, en aquellos llanos de Siecha, a donde se alojó con los veinte mil indios que llevaba de retaguardia y donde esperó el aviso y suceso de los del cerro de Tocancipá.
El Bogotá, con todo su campo entero, no queriendo dejar en el pueblo de Guatavita ninguna de sus gentes, porque no fatigasen a las pobres mujeres que en él habían quedado, sólo envió dos de sus capitanes con dos mil soldados indios al asiento de Sieche, que fue a donde durmió la noche que salió de Bogotá, para que desde allí supiesen y reconociesen las prevenciones del enemigo, y que de todo ello le diesen aviso; con esto y con el resto de su campo, dio vuelta a todos y por todos los pueblos cercanos a Guatavita y de su obediencia, atrayéndolos a la suya, lo cual hicieron de buena gana por salir de la sujeción de Guatavita, y por ser dulce y suave el nombre de Bogotá, y por mejor decir de la libertad.
Volvióse el Cacique de Bogotá a su pueblo y casa con esta victoria ganada a tan poca costa, a donde le dejaremos por volver a tratar del Cacique Guatavita y de lo que hizo en su retirada, que a todo esto corría y pasó el año de 1537, cuando nuestros españoles pasaban los trabajos del Río Grande de la Magdalena, hasta que llegaron a las lomas de Opón de Vélez, donde los dejé, que corría ya el año de 1538.
En que se cuenta lo que Guatavita hizo en la tierra, digo en la retirada, y las gentes que juntó, y cómo pidió favor a Ramiraquí de Tunja; y se prosigue la guerra hasta que se acabó
Como el Cacique Guatavita se vio fuera de riesgo en que le había puesto su teniente Bogotá, y ya algo sosegado, puso luego la mira a la satisfacción y venganza, y con toda dilegencia hizo llamamiento de gentes, y en poco más tiempo de cuatro meses juntó un poderoso campo, que no le fue muy dificultoso por haber en aquellos tiempos muchas gentes en aquellos valles, porque hasta la última cordillera de los Chíos, que da vista a los llanos, que son más de tres días de camino, todas aquellas gentes obedecían al Guatavita, y hasta los mismos Chíos, que hasta el día de hoy reconocen por señor al que legítimamente es Cacique de Guatavita.
Esta nación le dio mucho número de gente, sacándola de aquellos llanos de sus amigos y confederados; también envió el Guatavita sus mensajeros al Ramiriquí de Tunja, pidiéndole le ayudase contra el tirano, lo cual hizo Ramiriquí muy de buena gana por vengarse del Bogotá, con quien estaba atrasado por ciertas correrías que había hecho por sus tierras, con color que peleaba con panches y con otros caribes que estaban en los fuertes segundos que confinan con el Río Grande de la Magadalena, que aunque hoy duran algunas de estas naciones, como son verequíes y carares, que infestan y saltean los que navegan el dicho río, por lo cual razón hay de ordinario presidio en él, puesto por la Real Audiencia para asegurar aquel paso.
El Ramiriquí de Tunja juntó muchas gentes, y salió de sus tierras a dar ayuda a Guatavita contra Bogotá.
Corría el año de 1538 cuando se hacían estas prevenciones, de las cuales era sabedor el Bogotá, porque de la frontera que había dejado en el asiento de Sieche, y de las espaldas y corredores que traía, tenía muy ordinarios avisos, con los cuales no se descuidaba y tenía prevenido un poderoso ejército diestro y con valientes capitanes. Llególe en el mismo año la nueva de cómo salía Guatavita del valle de Gachetá con poderoso campo, y también tenía aviso de cómo el Ramiriquí de Tunja venía contra él; no desmayó punto por eso, antes, previniendo al enemigo, partió luego con sus gentes a donde tenía sus capitanes en frontera, que como tengo dicho, era en los llanos y asiento de Sieche a donde por momentos le llegaban nuevas del enemigo y cuán cerca venía.
El fin, llegó el día que se pusieron los dos campos frente a frente: el Guatavita en el asiento de Guasca, que es hoy de la Real Corona, tenía ese tiempo por delante un río pequeño que le había tomado por raya: el Bogotá en el su asiento de Sieche con todas sus gentes tenía asimismo otro pequeño río que le tenía por raya, y en medio de estos dos ríos se hace una llanada espaciosa y cómoda para darse la batalla.
Afrontados los dos campos, dieron luego muestras de venir al rompimiento de la batalla: la noche antes del día que pretendían darse la batalla se juntaron sus sacerdotes, jeques y mohanes, y trataron con los señores y cabezas principales de sus ejércitos, diciendo cómo era llegado el tiempo en que debían sacrificar a sus dioses, ofreciéndoles oro e inciensos, y particularmente correr la tierra y visitar las lagunas de los santuarios, y hacer otros ritos y ceremonias; y para que se entienda mejor, los persuadieron que era llegado el año del jubileo, y que sería justo cumpliesen con sus dioses primero que se diese la batalla, y que para podello hacer, sería bueno asentasen treguas por veinte días o más. Propuesto lo dicho, no fue muy dificultoso acabarlo con los dos campos, que, consultados, asentaron las treguas. La primera ceremonia que hicieron fue salir de ambos campos muy largos corros de hombres y mujeres bailando, con sus instrumentos músicos, y como si entre ellos no hubiese habido rencores ni rastro de guerra, en aquella llanada que había en suelos dos ríos que dividían los campos; con mucho gusto y regocijo se mostraban los unos y los otros, convidándose, comiendo y bebiendo juntos en grandes borracheras que hicieron, que duraban de día y de noche, a donde el que más incestos y fornicaciones cometía era más santo (vicio que hasta hoy les dura).
Por tres días continuos duró esta fiesta y borracheras, y al cuarto día se juntaron los jeques y mohanes y acordaron que al siguiente día se comenzase a correr la tierra, que era la mayor ceremonia y sacrificio que hacían a su dios. Ponga aquí el dedo el lector y espéreme adelante, porque quiero acabar esta guerra. Aquella noche se echó el bando en ambos campos cómo el día siguiente se había de salir a correr la tierra, con lo cual todos alistaron sus prevenciones .
Sabido por el Bogotá el bando, y que era fuerza que sus gentes se derramasen, porque se habían de correr más de catorce leguas de tierras, como adelante diré, y como siempre la mala conciencia no tiene seguridad porque siempre vela sobre su pecado, con esta congoja y sospecha, aquella misma noche llamó a sus capitanes, y díjoles: “Mañana salís a correr las tierras y es fuerza que andéis entre vuestros enemigos distintos y apartados; y ¿sabemos los designios de Guatavita ni lo que ordenará a los suyos? Soy de parecer que os llevéis las armas encubiertas para que, si os acometieren, os defendáis; y si viéredes al enemigo descuidado, dad en ellos, y venceremos a menos costa, porque acabada esta fiesta es fuerza que hemos de venir a las manos. Y ¿sabemos a qué parte cabrá la victoria, ni el suceso de ella?
Hubieron todos los capitanes por muy acertado el parecer de su señor, y la misma noche pasó la palabra y dieron a los soldados el orden que habían de guardar, encargándoles el secreto, que fue mucho el guardado entre tantos millares de gentes; mas el demonio para lo que le importa sabe ser mudo, y a esto ayudó, que a romper el alba se oyeron grandes vocería en las cordilleras altas, con muchas trompetillas, gaitas y fotutos, que demostraban cómo el campo de Guatavita era el primero que había salido a la fiesta, con lo cual en el de Bogotá no quedó hombre con hombre, porque salieron con gran ligereza a ganar los puestos que les tocaba y estaban repartidos por los jeques y mohanes.
Cubrían las gentes los montes y valles, corriendo todos como quien pretende ganar el palio; andaban todos revueltos, y pasando más del mediodía, los bogotaes reconocieron el descuido de la gente de Guatavita y cuán desapercibidos iban de armas y con el orden y aviso que tenían de sus capitanes, los cuales los seguían en retaguardia, y vista la ocasión, les hicieron señal de acometer al contrario bando; lo cual hicieron con tanto valor, que en breve espacio se vio la gran traición con los muchos que morían; reconoció el campo contrario el daño y comenzóse a retirar poniéndose en huida; favoreciólos la noche, que sobrevino, aunque con pérdida, según fue fama, de más de diez mil indios, y éstos fueron de los extranjeros que habían venido a dar ayuda al Cacique Guatavita, porque el Bogotá previno a sus capitanes que se excusase el daño de los naturales porque sabía bien cuán forzados seguían el bando de Guatavita. (Fue ésta buena cosecha para el demonio, que la tomara yo este año de 1636 de fanegas de trigo, y en el que viene también.)
Llegó la triste y lamentable nueva a los oídos del Cacique Guatavita y sus capitanes, los cuales con el gran temor y nuevas de las muchas muertes que por momentos se les ponía delante, levantando con el gran temor gigantes de miedo, sin aguardar a ver el enemigo se pusieron en huida, retirándose otra vez al valle de Gachetá, favoreciéndolos la noche y el cansancio del campo contrario, llevando siempre el Guatavita lo más que pudo de sus gentes en retaguardia, dejando el campo y despojos a su contrario; y pues la noche dio lugar a esta retirada y excusó tantas muertes, excúseme a mí por un rato este trabajo hasta el día, que pues todos los animales descansan, descansaré yo.
* * *
Noche trabajosa, que mucho riesgo fue ésta para el Cacique de Bogotá, porque tuvo los gustos mezclados con muchos disgustos: el primero recibió aquella misma tarde que salieron sus gentes a correr la tierra sin gente de guerra, y habían robado todos los pueblos cercanos a la cordillera que linda con ellos, llevándose los niños y mujeres con sus haciendas, matando toda la gente que se había puesto en defensa.
Turbó mucho este caso al Bogotá, y mucho más las nuevas de sus corredores y escuadrón volante que tenía en el camino de Tunja, los cuales le dieron aviso cómo el Ramiriquí con poderoso campo venía a dar ayuda a Guatavita, y que estaba ya en el camino más acá de Tunja. Estas nuevas y el no saber lo que les había sucedido a los suyos con la gente de Guatavita, lo tenían tan angustiado y afligido, que no sabía ni hallaba lugar dónde hacer pie; y lo que más le afligía era haberse quedado sin gente para su guardia, aunque él había mandado que un escuadrón fuerte y bien armado no subiese a la laguna de Sieche, que era el uno de los santuarios que había de visitar, sino que se quedase en aquellas laderas hasta que él diese otra orden. Anochecido, llegó la nueva cómo los suyos habían acometido a las gentes de Guatavita y hecho en ellas gran matanza; esto le acrecentó el temor por haber cerrado la noche y hallarse sin la guardia de su persona, recelando no le acometiese el Guatavita con algún escuadrón que tuviese para su defensa. Todos éstos eran gigantes del miedo.
Con los pocos que tenía, partió luego en busca del escuadrón que había mandado esperase en las laderas de la Iguna; allegó a él, y allí sosegó un tanto, a donde supo de la gran matanza y de la retirada de su competidor Guatavita; pasó toda la noche siempre armado, hasta que llegó el día de todos tan deseado, con el cual se acabó de informar de todo lo acontecido, y con la luz perdió todos los temores. Habíase recogido todo su campo, y con él partió luego al pueblo de Guatavita, pasó por el alojamiento de su contrario, de donde llevó los despojos que había dejado. Su designio era salirle al encuentro al Ramiriquí de Tunja.
Habiendo entrado en el pueblo de Guatavita, hallólo todo sin gente, por haberse huido o retirado toda, así mujeres con niños, viejos y gente inútil; aquí le llegó su escuadrón volante y corredores con dos mensajeros del Ramiriquí, en que por ellos avisaba al Guatavita cómo tenía aviso que por la parte de Vélez habían entrado unas gentes nunca vistas ni conocidas, que tenían muchos pelos en la cara, y que algunos de ellos venían encima de unos animales muy grandes, que sabían hablar y daban grandes voces; pero que no entendían lo que decían, y que se iba a poner cobro en sus tierras, que lo pusiese él en las suyas.
Con esta nueva acabó el Bogotá de perder el miedo y temor, enterado de la retirada del Ramiriquí, y que los suyos habían visto volverse; y para enterarse de estas nuevas gentes envió su escuadrón y corredores a la parte de Vélez por donde decían había entrado; y con esto mandó echar un bando por toda la tierra, de perdón general, y que todos los naturales se volviesen a sus pueblos, que él los ampararía y defendería.
Hecho esto y habiendo descansado en el pueblo de Guatavita sólo tres días, partió de él llevando un campo de más de cincuenta mil indios de pelea, habiendo despachado más de otros cinco mil con sus capitanes al reparto de la sabana grande y pueblos de ella, a reparar el daño de los panches, que por entonces no tuvo efecto, aunque adelante se vengaron con ayuda de los españoles, como lo diremos en su lugar.
Bogotá con todo su campo salió a los llanos de Nemocón, a donde tuvo noticia enderezaban su viaje las nuevas gentes que habían entrado. A donde le dejaremos por agora con los capitanes españoles que también me esperan; pero descansen los unos y los otros, que bien lo han menester, mientras trato de los ritos y ceremonias de esta gentilidad, y a quién tenían por dios. Lo cual se verá en el siguiente capítulo.
Cuéntanse costumbres, ritos y ceremonias de estos naturales, y qué cosa era correr la tierra, y qué cantidad de ella, los santuarios y casas de devoción que tenían, y cuéntase cómo un clérigo engañó al demonio, o su mohán por él, y cómo se cogió un santuario, gran tesoro que tenían ofrecido en santuario
Después que aquel ángel que Dios crió sobre todas las jerarquías de los ángeles perdió la silla y asiento de su alteza por su soberbia y desagradecimiento, fue echado del reino de los Cielos juntamente con la tercera parte de los espíritus angélicos que siguieron su bando, dándoles por morada el centro y corazón de la tierra, donde puso la silla de su morada, monarquía, y asentó casa y corte, y a donde todos sus deleites son llantos, suspiros, quejas, penas y tormentos eternos. Desagradecimiento dizque fue culpa de Luzbel juntamente con la soberbia. Está bien dicho, porque este ángel ensoberbecido quisiera, y lo deseó, tener por naturaleza la perfección y grandeza que por gracia de Dios le dio, por no tener que agradecer a Dios, y con esto quererle quitar a Dios su adoración que tan de derecho le es debida, queriéndola usurpar para sí, por la cual culpa se le dieron los infiernos con sus tormentos por pena, y la mayor, carecer de ver a Dios, mientras fuere Dios, que no puede faltar.
Crió Dios al hombre formándolo del limo de la tierra, y hízolo a su imagen y semejanza; imagen por lo natural; semejanza por lo gratuito. Infundióle una alma racional vistiéndola de la original justicia para que se gozase, dándole asimismo el dote de la inmortalidad, con todos sus atributos; y añadiendo Dios bien a bien, hizo al hombre dueño y señor de cuanto había criado, dándoselo en posesión, porque no necesitaba Dios de ello; sólo al hombre quería para si, como imagen y semejanza suya, y no porque tampoco necesitase de él, sino por sola su gran bondad, y para que reparase él y sus descendientes las sillas que Luzbel y los suyos habían perdido, pudiendo Dios para el reparo de ellas, como crió hombres, criar millares de ángeles, tenía Dios N. S. dentro de sí aquello que él mismo dice: “mis deleites son con los hijos de los hombres”; y todo lo que Dios hizo y crió era en supremo grado bueno, y como es tan dadivoso y tiene las manos rotas para dar al hombre, aderezóle a Adán un jardín y paraíso de deleites, y metióle y colocóle en él, dándole posesión de cuanto había criado, que sólo reservó Dios para sí un árbol, del cual se mandó a Adán no comiese, avisándole que en el punto que comiese de él moriría.
Un solo precepto pusiste, Señor, y no dificultoso de cumplir, y ¡que no se cumpliese habiendo señalado el árbol, y a donde estaba, y con no menos pena que de muerte, espanto es grande; pero mayor es vuestra sabiduría!
Colocado el hombre en el paraíso, y habiéndole dado Dios el mando y mero mixto imperio de todo como primer monarca, y con ello compañera que le ayudase, fue Dios dejándolos en manos de su albedrío.
Lucifer, que acechaba a Dios y, si se puede decir, le contaba los pasos, como viese al hombre colocado con cetro y monarquía, y tan grande amigo de Dios, y no ignoraba el grado que tenía la humanidad, por habérsela Dios mostrado en los cielos cuando en ellos estuvo en una criatura humana, diciéndole que había de ser tan humilde como ella para gozarle, y que la había de obedecer y adoralla, principio de la soberbia y rebeldía de Lucifer, y de donde nació su destierro. Viendo los principios que Dios daba a aquella obra, que tan caro le costaba y había de costar, y que aquél y sus descendientes habían de reparar y gozar las sillas perdidas por él y sus secuaces, trató de contrapuntear a Dios y ver si podía quitarle a Dios lo que había criado, tomándolo para sí, haciendo que perdiese Adán la gracia y con ella todo lo demás para que era criado.
Como Dios se había ido dejando al hombre en su libre albedrío, Lucifer, que con cuidado le acechaba, halló la ocasión y no quiso fiar el hecho menos que de sí mismo, porque los negocios arduos siempre se opuso él a ellos, como lo hizo en el negocio de Job, y en el desierto tentando a Cristo S. N.
Eva, deseosa de ver el paraíso tan deleitoso, apartóse de Adán y fuese paseando por él; ¡y qué de materias se me ofrecen en este paseo! Pero quédense agora, que no les faltará lugar. Puso Eva los ojos en aquel árbol de la ciencia del bien y del mal y enderezó a él; el demonio, que le conoció el intento, ganóle la delantera y esperóla en el puesto a donde, en allegando Eva, tuvieron conversación, y entre los dos departieron las dos primeras mentiras del mundo, porque el demonio dijo la primera, diciendo “¿por qué os vedó Dios que no comiésedes de todas las frutas de este paraíso?”. Siendo lo contrario, porque una sola vedó Dios. La mujer respondió, “que no le había quitado Dios que no comiesen de todas las frutas del paraíso, porque tan solamente les mandó que de aquel árbol no tocasen”. Segunda mentira, porque Dios no mandó que no tocasen, sino que no comiesen.
La resulta de la conversación fue que Eva salió vencida y engañada, y ella engañó a su marido, con que pasó y quebrantó el precepto de Dios. Salió Lucifer con la victoria por entonces, quedando con ella hecho príncipe y señor de este mundo. Qué caro le costó a Adán la mujer, por haberle concedido que se fuese a pasear; y qué caro le costó a David el salirse a bañar Betsabé, pues le apartó de la amistad de Dios; y qué caro le costó a Salomón, su hijo, la hija del rey Faraón de Egipto, pues su hermosura le hizo idolatrar; y a Sansón la de Dalila, pues le costó la libertad, la vista y la vida; y a Troya le costó bien caro la de Helena, pues se abrasó en fuego por ella, y por Florinda perdió Rodrigo a España y la vida.
Paréceme que ha de haber muchos que digan: ¿qué tiene que ver la conquista del Nuevo Reino, costumbres y ritos de sus naturales, con los lugares de la Escritura y Testamento viejo y otras historias antiguas? Curioso lector, respondo: que esta doncella es huérfana, y aunque hermosa y cuidada de todos, y porque es llegado el día de sus bodas y desposorios, para componerlas en menester pedir ropas y joyas prestadas, para que salga a vistas; y de los mejores jardines coger las más graciosas flores para la mesa de sus convidados; si alguno le agradare, vuelva a cada uno lo que fuera suyo, haciendo con ella lo del ave de la fábula; y esta respuesta sirva a toda la obra.
Acometido Adán por la parte más flaca, quiero decir, rogado e importunado de una mujer hermosa, y si acaso añadió algunas lágrimas a la hermosura, ¿qué tal lo pondría? Al fin, él quedó vencido y fuera de la amistad de Dios, y Lucifer gozoso y contento por haber salido con su intento, y borrándole a Dios su imagen con la culpa cometida, acabando con el principado de este mundo, porque este nombre le da Cristo N. S. y el mismo Cristo le echó fuera de él, venciendo en la cruz muerte y demonio.
Pero antes de esta victoria y antes que en este Reino entrase la palabra de Dios, es muy cierto que el demonio usaría de su monarquía, porque no quedó tan destituido de ella que no le haya quedado algún rastro, particularmente entre infieles y gentiles, que carecen del conocimiento verdadero de Dios; y estos naturales estaban y estuvieron en esta ceguedad hasta su conquista, por lo cual el demonio se hacía adorar por dios de ellos, y que le sirviesen con muchos ritos y ceremonias, y entre ellas fue una el correr la tierra; y está tan establecida que era de tiempo y memoria guardada, por ley inviolable, lo cual se hacía en esta manera.
Tenían señalados cinco altares o puestos de devoción (el que mejor cuadrase), muy distintos y apartados los unos de los otros, los cuales son los siguientes: el primero era la laguna grande de Guatavita, a donde coronaban y elegían a los reyes, habiendo hecho primero aquel ayuno de los seis años, con las abstinencias referidas, y éste era el mayor y de más adoración, y a donde habiendo llegado a él se hacían las mayores borracheras, ritos y ceremonias; el segundo altar era la laguna de Guasca, que hoy llamamos Martos, porque intentó sacarle el santuario y tesoro grande que decían tenían; codicia con que le hicieron gastar hartos dineros; y no, fue él solo el porfiado, que otros compañeros tuvo después; el tercer altar era la laguna de Sieche, que fue la que tocó a Bogotá comenzar de ella el correr la tierra, y a donde mandó que en sus ladera quedase el escuadrón reforzado para la defensa de su persona, y a donde se recogió la noche de la matanza de la gente de Guatavita; el cuarto altar y puesto de devoción era la laguna Teusacá, que también tiene gran tesoro, según fama, porque se decía tenía dos caimanes de oro, amén de otras joyas y santillos, y hubo muchos golosos que le dieron tiento, pero es hondable y de muchas peñas.
Yo confieso mi pecado, que entré en esta letanía con codicia de pescar uno de los caimanes, y sucedióme que habiendo galanteado muy bien a un jeque, que lo había sido de esta laguna o santuario me llevó a él, y así como descubrimos la laguna, que vio el agua de ella, cayó de bruces en el suelo y nunca lo pude alzar de él, ni que me hablase más palabra. Allí lo dejé y me volví sin nada y con pérdida de lo gastado, que nunca más lo vi.
El quinto puesto y altar de devoción era la laguna de Ubaque que hoy llaman la de Carriega, que según la fama le costó, la vida el querer sacar el oro que dicen tiene, y el día de hoy tiene opositores. Gran golosina es el oro y la plata, pues niños y viejos andan tras ella y no se ven hartos. Desde la laguna de Guatavita, que era la primera y primer santuario y altar de adoración, hasta este de Ubaque, eran los bienes comunes, y la mayor prevención que hubiese mucha chicha que beber para las borracheras que se hacían de noche, y en ellas infinitas ofensas a Dios N. S., que las callo por la honestidad; sólo digo que el que más ofensas cometía, ése era el más santo, teniendo para ellas por maestro al demonio.
Coronaban los montes y altas cumbres la infinita gente que corría la tierra, encontrándose los unos con los otros, porque salían del valle de Ubaque, y toda aquella tierra con la gente de la sabana grande de Bogotá, comenzaban la estación desde la laguna de Ubaque. La gente de Guatavita y toda la demás de aquellos valles y los que venían de la jurisdicción de Tunja, vasallos de Ramiriquí, la comenzaban desde la laguna grande de Guatavita; por manera que estos santuarios se habían de visitar dos veces. Solía durar la fuerza de esta fiesta veinte días y más, conforme el tiempo daba lugar, con grandes ritos y ceremonias; y en particular tenían uno de donde le venía el demonio su granjería, demás de que todo lo que se hacía era en su servicio.
Había, como tengo dicho, en este término de tierra que se corría, otros muchos santuarios y enterramientos, pues era el caso que en descubriendo los corredores el cerro donde había santuario, partían con gran velocidad a él, cada uno por ser el primero y ganar la corona que se daba por premio, y por ser tenido por más santo; y en las guerras y peleas que después tenían, el escuadrón que llevaba uno de estos coronados era como si llevase consigo la victoria. Aquí era a donde por llegar primero al cerro del santuario ponían todas sus fuerzas y a donde se ahogaban y morían muchos de cansados, y si no morían luego, aquella noche siguiente en las grandes borracheras que hacían, con el mucho beber y cansancio, amanecían otro día muertos. Estos quedaban enterrados por aquellas cuevas de aquellos peñascos, poniéndoles ídolos, oro y mantas, y los respetaban como santos mártires, habiéndose llevado el demonio las almas.
En los últimos días de estas fiestas, y que ya se tenía noticia de que todas las gentes habían corrido la tierra, se juntaban los caciques y capitanes y la gente principal en la gran laguna de Guatavita, a donde por tres días se hacían grandes borracheras, se quemaba mucho moque y trementina, de día y de noche, y el tercer día en muy grandes balsas bien adornadas, y con todo el oro y santillos que tenían para esto, con grandes músicas de gaitas, fotutos y sonajas, y grandes fuegos de gentío que había en contorno de la laguna, llegaban al medio de ella, donde hacían sus ofrecimientos, y con ello se acababa la ceremonia de correr la tierra, volviéndose a sus casas. Con lo cual podrá el lector quitar el dedo de donde lo puso, pues está entendida la ceremonia.
En todas estas lagunas fue siempre fama que había mucho oro, y particularmente en la de Guatavita, donde había un gran tesoro; y a esta fama Antonio de Sepúlveda capituló con la Majestad de Felipe II desaguar esta laguna, y poniéndolo en efecto, se dio el primer desaguadero como se ve en ella el día de hoy, y dijo que de solas las orillas de lo que había desaguado, se habían sacado más de doce mil pesos. Mucho tiempo después siguió el querer darle otro desagüe, y no pudo, y al fin murió pobre y cansado. Yo lo conocí bien y lo traté mucho, y lo ayudé a enterrar en la iglesia de Guatavita.
Otros muchos han probado la mano y lo han dejado, porque es proceder en infinito, que la laguna es muy hondable y tiene mucha lama y ha menester fuerza de dineros y mucha gente.
No puedo pasar de aquí sin contar cómo un clérigo engañó al diablo, o su jeque o mohán en su nombre, y le cogió tres o cuatro mil pesos que le tenían ofrecidos en un santuario que estaba en la labranza del cacique viejo de Ubaque; y esto fue en mi tiempo, y siendo arzobispo de este Reino el señor don fray Luis Zapata de Cárdenas, gran perseguidor de ídolos y santuarios, lo cual pasó así: estaba en el pueblo de Ubaque por cura y doctrinero el padre Francisco Lorenzo, clérigo presbítero, hermano de Alonso Gutiérrez Pimentel. Era este clérigo gran lenguara, y como tan diestro, trataba con los indios familiarmente y se dejaba llevar de muchas cosas suyas, con que los tenía muy gratos, y con este anzuelo les iba pescando muchos santuarios y oro enterrado que tenían con este nombre; sacóle, pues, a un capitán del pueblo un santuario, y éste con el enojo le dio noticia del santuario del cacique viejo, diciéndole también como sería dificultoso hallarlo, y díjole a dónde estaba. El Francisco Lorenzo examinó muy bien a este capitán, y sacó de él labranza y parte a donde estaba el santuario.
Salió el dicho padre un día, como quien iba a cazar venados, que también trataba de esto; llevaba consigo los muchachos más grandes de la doctrina y los alguaciles de ella, y con ellos el capitán que le había dado noticia del santuario, que le llevaba el perro de laja con que cazaba junto a sí; y con esto desechó la gente del pueblo, que lo traía siempre a la mira por los santuarios que les sacaba. Levantaron un venado y dio orden que lo encaminasen hacia las labrazas del cacique, y con este achaque, la guía tuvo tiempo de enseñarle el sitio del santuario y los bohíos del jeque que lo guardaba, que todo lo reconoció muy bien el clérigo. Mataron el venado y otros, con que se volvieron muy contentos al pueblo, y por algunos días no hizo el padre diligencias por santuarios, como solía, con lo cual los indios no lo espiaban tan a menudo como solían. Mandó que le trajesen alguna madera para hacer cruces, que eran para poner por los caminos.
Tenía el padre, de muchos días atrás, reconocida la cueva que estaba en aquellos peñascos, de donde él había sacado otros santuarios. Parecióle a propósito para su intente, y encima de esta cueva mandó a los muchachos que pusiesen la cruz más grande que había hecho, para que algunos días fuesen a rezar allá, repartiendo las demás por el camino y sendas que iban a la labranza del cacique. Anduvo algunos días estas estaciones con sus muchachos descuidado de tratar de santuarios. Descuidó la gente y enteróse bien de la cosa, después que tuvo bien zanjeado su negocio y prevenidos los alguaciles que habían de ir con él, aguardó una noche oscura, tomó una estola, hisopo y agua bendita, y con sus alguaciles fuese rezando hacia unos ranchos que estaban cerca de la cueva a donde había mandado poner la primera cruz.
Llegado a los ranchos, mandó a los alguaciles que hiciesen candela y que apagasen el hacha de cera que habían llevado encendida, y que le aguardasen allí mientras él iba a rezar a las cruces. Encaminóse a la que estaba encima de la cueva, y antes de llegar a ella torció el camino, tomando el de la labranza, por el cual bajó, que lo sabía muy bien, y sirviéndole las cruces que había puesto de padrón, fue aspergeando todo el camino con agua bendita. Entró por la labranza hasta llegar a los ranchos del jeque, sintió que estaba recuerdo y que estaba mascando hayo, porque le oía el ruido del calabacillo de la cal.
Sabía el padre Francisco Lorenzo de muy atrás, y del examen de otros jeques y mohanes, el orden que tenían para hablar con el demonio. Subióse en un árbol que caía sobre bohío, y de él llamó al jeque con el estilo del diablo, que ya él sabía. Al primer llamado calló el jeque; al segundo respondió, diciendo:
–“Aquí estoy, señor, ¿qué me mandas?”; respondióle el padre:
–“Aquello que me tienes guardado, saben los cristianos de ello, y han de venir a sacarlo, y me lo han de quitar; por eso llévalo de ahí”. Respondióle el jeque.
–“¿Adónde lo llevaré, señor?” Y respondióle:
–“A la cueva del pozo”, porque al pie de ella había uno muy grande, “que mañana te avisaré a dónde lo has de esconder”. Respondió el jeque:
–“Haré, señor, lo que me mandas”. Respondió pues:
–“Sea luego, que ya me voy”.
Bajóse del árbol y púsose a esperar al jeque, el cual se metió por la labranza, y perdiólo de vista. Púsose el padre en espía del camino que iba a la cueva, y al cabo de un rato vio al jeque que venía cargado; dejólo pasar, el cual volvió con otra carga; hizo otros dos viajes y al quinto se tardó mucho. Volvió el padre hacia los bohíos del jeque vista la tardanza, y hallóle que estaba cantando y dándole al calabacillo de cal, y de las razones que decía en lo que cantaba alcanzó el padre que no había más que llevar. Partióse luego hacia la cueva; llegó primero a los bohíos, a donde había dejado a su gente; mandó encender el hacha de cera, y llevándolos consigo, se fue a la cueva, a donde halló cuatro ollas llenas de santillos y tejuelos de oro, pájaros y otras figuras, quisques y tiraderas de oro; todo lo que había era de oro, que aunque el padre Francisco Lorenzo declaró manifestó tres mil pesos de oro, fue fama que fueron más de seis mil pesos.
En que se cuenta cómo los dos campos, el de los españoles y el de Bogotá, se vieron en los llanos de Nemocón, y lo que resultó de la vista. La muerte del cacique de Bogotá, y de dónde se originó llamar a estos naturales moscas. La venida de Nicolás de Fredermán y don Sebastián de Benalcázar, con los nombres de los capitanes y soldados que hicieron esta conquista
Los corredores de los campos de una y otra parte por momentos daban aviso a sus generales de cuan cerca tenían al contrario. El de los españoles era en número de ciento sesenta y siete hombres, reliquias de aquellos ochocientos que el General sacó de Santa Marta, y sobras de los que se escaparon del Río Grande de la Magdalena, y de sus caribes, tigres y caimanes, y de otros muchos trabajos y hambres; y aunque en número pequeño, muy grande en valor y esfuerzo y que hacía la causa de Dios N. S. El del contrario cubría los montes y campos, porque sin aquel grueso ejército con que había vencido al Guatavita, a la fama de las nuevas gentes se le habían juntado muchos millares.
Procuró el General de Quesada saber qué gente tenía su contrario; hizo preguntar a algunos indios de la tierra que había cogido por intérpretes de aquel indio que cogieron con los dos panes de sal y los había guiado hasta meterlos en este Reino, que con la comunicación hablaba ya algunas palabras en español; respondieron los preguntados en su lengua diciendo musca puenunga, que es lo propio que decir mucha gente. Los españoles que lo oyeron dijeron: “dicen que son como moscas”, que primero se acabarán todos ellos que el nombre.
Diéronse vista los dos campos: los españoles reconocieron las armas del contrario, que no eran ofensivas ni defensivas, porque la mayor era una macana y las demás, quisques y tiraderas. El Bogotá, como vio la poca gente que tanto sonido había dado, dicen que dijo a los suyos: “Toma puños de tierra y échales, y cojámosles, que luego veremos lo que habemos de hacer con ellos”; pero no se vendían tan barato. El Adelantado ordenó su campo: a los de a caballo mandó acometer por el costado, y con los arcabuces les dio una rociada. Pues como los indios vieron que sin llegar a ellos los españoles les mataban, sin aguardar punto más se pusieron en huida; los nuestros les fueron siguiendo y atacándolos, hasta que se deshizo y desapareció aquel gran gentío. En el alcance dicen que decían los españoles: “éstos eran más que moscas, mas han huido como moscas”; con que quedó confirmado el nombre; y en esta acometida se acabó toda la guerra.
Fue siguiendo el alcance el Adelantado hasta el pueblo de Bogotá, a donde se detuvo algunos días buscando al cacique, que nunca pudo ser habido, porque unos le decían que se había escondido en la cueva de Tena, que tenía hecha para si le venciese Guatavita; otros le decían que se había ido al cercado grande del santuario para esconderse entre aquellos peñascos.
La verdad de lo que en esto pasó fue que huyendo el cacique Bogotá de los españoles, se metió por unas labranzas de maíz a donde halló unos bohíos, y se estuvo escondido en ellos; pues andando los soldados rancheando los bohíos de los indios y buscando oro, un soldado dio con estos ranchos donde estaba el cacique escondido, el cual como sintió al español quiso huir; el soldado le dio con el mocho del arcabuz y lo mató sin conocerlo. Al cabo de algunos días lo hallaron los suyos y callaron su muerte por mandato del sucesor.
Como el Adelantado oyó decir que se había ido el cacique al cercado grande del santuario, preguntóles que a dónde era; señaláronle que al pie de esta sierra, en este sitio y asiento; con lo cual se vino con sus soldados a este puesto, a donde halló el cercado, que era una casa de recreación del dicho cacique y a donde tenía sus tesoros y las despensas de su sustento. Alrededor de este cercado, que estaba a donde agora está la fuente del agua en la plaza, había asimismo diez o doce bohíos del servicio de dicho cacique, en los cuales y en el dicho cercado alojó su persona el dicho Adelantado, y en los demás bohíos a sus soldados.
Hallaron las despensas bien provistas de sustento, muchas mantas y camisetas; que de las mantas hicieron de vestir los soldados, que andaban ya muchos de ellos desnudos. De hilo de algodón, que había mucho, hicieron alpargatas y calcetas con que se remediaran; y junto a este cercado, en la misma plaza, sacaron un santuario, donde se hallaron más de veinte mil pesos de buen oro, según la fama; y no era éste el santuario grande que los indios decían, porque éste era de solo el Cacique Bogotá; el otro estaba en la sierra, a donde todos acudían a ofrecer, entrando por una cueva que nunca los conquistadores la pudieron descubrir, aunque se hicieron muchas diligencias y no hizo pocas el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, y tampoco surtió efecto. Desde este punto, se corrió toda tierra descubriendo sus secretos, procurando siempre el Adelantado y sus capitanes el buen tratamiento de los naturales, los cuales con la comunicación se dieron amigables, dando la obediencia al Rey, nuestro señor. Todo lo cual pasó durante el dicho año de 1538, y estando nuestro general quieto y sosegado, porque ya se había corrido la tierra hasta el valle de Neiva, reconocido los panches y marequipas, que es lo que llamamos Marequita, los soldados ricos y contentos.
En esta ocasión, que era el año de 1539, de los indios más cercanos a los llanos se tuvo noticia cómo por aquella parte venían otros españoles. Este era Nicolás de Fredermán, teniente del general Jorge Spira, que habiendo salido de Coro con cuatrocientos hombres, y desenvuelto lo de la laguna de Maracaibo por no juntarse con su general, se metió por los llanos corriéndolos por muchas partes, hasta el famoso Orinoco, que por sesenta bocas lleva el tributo a la mar, que las más anchas tienen dos leguas de travesía; en cuyos márgenes y en las del Meta halló algunas gentes, que las más de ellas vivían en los árboles, por las grandes inundaciones de aquellos llanos y por el mal país. Acordó de volverse a arrimar a la cordillera, y caminando por ella algunos días, envió por sobresaliente con la gente necesaria al capitán Limpias, el cual, rompiendo dificultades y muy peligrosos pasos, salió a la parte de donde después se pobló San Juan de los Llanos, de cuyos naturales tomó noticia de la gente de este Reino, en cuya demanda se partió luego, habiendo de todo noticia y dándola a su general Nicolás de Fredermán, el cual siempre seguía la senda de su capitán Limpias, la cual hallaba más tratable por estar hollada de los caballos y soldados de dicho capitán. Este viaje de los llanos que hizo Fredermán huyendo de su general Jorge de Spira, cuenta el padre fray Pedro Simón, más extenso en la primera parte de sus Noticias Historiales, donde el lector que lo quisiere saber lo podrá ver.
El capitán Limpias salió a Fosca, y de allí a Pasca, a donde halló al capitán Lázaro Fonte, que le tenía allí destinado el general Jiménez de Quesada por ciertos disgustos, el cual al punto dio aviso a su general de la gente que allí había llegado. Envió luego el Adelantado a reconocer la gente que por allí había entrado, y allegaron al punto que Nicolás de Fredermán se acababa de juntar con su capitán Limpias y los suyos; y todos juntos, muy amigablemente, dentro de tercero día entraron en este sitio de Santa Fe, entrante el dicho año de 1539, donde fueron muy bien recibidos del dicho Adelantado y sus capitanes; y luego, dentro de muy pocos días, por la parte de Fusagasugá, entró el Adelantado don Sebastián de Benalcázar, que bajaba del Pirú con la codicia de hallar al indio dorado, atrás dicho, causador de aquel nombre tan campanudo del Dorado, que tantas vidas y haciendas ha costado. Este general traía ciento y sesenta hombres, y Fredermán traía sólo ciento, por haber perdido y muerto los demás en los llanos.
Recibiéronse estos generales al principio muy bien; y dende a poco nacieron entre ellos no sé que cosquillas, que el oro las convirtió en risa; quedaron muy amigos y conviniéronse que a cada treinta soldados de estos dos generales se les diese de comer en lo conquistado y que adelante se conquistase, como si fuesen los primeros descubridores y conquistadores; con lo cual quedaron muy amigos y en paz; y en el año de 1539, a 6 de agosto y día de la Transfiguración del Señor, los tres generales, con sus capitanes y demás oficiales y soldados, fundaron esta ciudad en nombre del emperador Carlos V, nuestro Rey y señor natural, y este dicho día señalaron solar a la santa iglesia catedral, que fue la primera de este Nuevo Reino.
Diéronle por nombre a esta ciudad Santa Fe de Bogotá del Nuevo Reino de Granada, a devoción del dicho general don Gonzalo Jiménez de Quesada, su fundador, por ser natural de Granada; y el de Bogotá por haberla poblado a donde el dicho cacique de Bogotá tenía su cercado y casa de recreación. Con lo cual diremos qué gente fue la que quedó de estos tres generales en este Reino, la cual fue la siguiente:
SOLDADOS DEL ADELANTADO DON GONZALO
JIMÉNEZ DE QUESADA, CAPITÁN GENERAL
DE ESTA CONQUISTA
El dicho Licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada, teniente capitán general del ejército, el cual después de la Conquista y haber ido a España y vuelto a este Reino por mariscal, de donde salió en busca del Dorado, donde perdió toda la gente que llevaba y se volvió sin hallarlo. Murió sin hijos ni casarse, en Marequita, año de 1538. Trasladaron sus huesos a la catedral de esta ciudad; dejó una capellanía que sirven los prebendados de la santa iglesia.
Hernán Pérez de Quesada, su hermano, alguacil mayor del ejército y después justicia mayor en este Reino, murió en el puerto de Santa Marta, y su hermano menor, viniendo de la isla de Santo Domingo.
El capitán Juan de junco, soldado de Italia, persona de gran valor, nombrado por el gobernador don Pedro Fernández de Lugo en segundo lugar, si faltase el general Quesada: trajo soldados a su costo; dejó hijos en la ciudad de Santo Domingo. Hay quien diga que fue a poblar a Tunja con el capitán Gonzalo Suárez Rendón y los demás soldados.
El licenciado Juan de Lescames, capellán del ejército, volvióse después a España con los generales Gonzalo Jiménez de Quesada, Fredermán y Benalcázar.
Fray Domingo o Alonso de Las Casas, del orden de Santo Domingo, descubridor. Volvióse a España con los dichos generales.
El capitán Gonzalo Suárez Rendón, persona valerosa, pobló después la ciudad de Tunja y en ella vivió y murió con la encomienda de Icabuco. Dejó hijos nobles y descendientes que hoy viven.
El capitán Juan de Céspedes, que lo fue de los de a caballo, y después teniente de gobernador del doctor Venero de Leiva y encomendero del pueblo de Ubaque. Murió en esta ciudad; dejó hijos que también son muertos.
El capitán Hernando de Prado, encomendero de Tocaima, hermano del dicho capitán Céspedes; dejó hijos y murió en Tocaima.
El capitán Pedro de Valenzuela trajo gente a su cargo; no dejó memoria de sí.
El capitán Albarracín lo fue de un navío en que trajo soldados a su costa, encomendero en Tunja; dejó hijos en ella.
El capitán Antonio Díaz Cardoso, lusitano noble y de los capitanes de Santa Marta; de ella vino por capitán de un bergantín. Fue encomendero de Suba y Tuna; dejó hijos y larga posteridad, y murió en esta ciudad.
El capitán Juan de San Martín, persona valerosa; no hay memoria de él porque no paró en este Reino, ni dejó memoria de sí.
El capitán Juan Tafur, de los nobles de Córdoba, conquistador de Santa Marta. Nombre de Dios y Panamá, fue encomendero de Pasca; tuvo una hija natural, que casó con Luis de Ávila, conquistador de Santa Marta. Murieron en esta ciudad; hay biznietos de este capitán.
El capitán Martín Galiano pobló la ciudad de Vélez, que fue la segunda de este Reino, donde se avecindó y en ella murió.
El capitán Antonio de Librija, persona principal; trajo tres caballos; no hay memoria e él.
El capitán Lázaro Fonte vino de España por capitán de un navío, con doscientos hombres; murió en Quito.
El capitán Gómez del Corral; no hay memoria de él.
El capitán Hernando Venegas, de la nobleza de Córdoba, vino por soldado de a caballo, pobló a Tocaima, habiendo descubierto las minas de La Sabandija, Venadillo y Herbé, ricas de oro; tuvo título de mariscal, y encomienda de Guatavita y Guachetá, con sus anexos pertenecientes a aquel cacicazgo y señorío; casó con doña Juana Ponce de León; dejó ocho hijos legítimos; es vivo de ellos sólo uno, con el hábito de Alcantára y con la mesma encomienda de Guatavita. Casó con doña María de Mendoza, hija de don Francisco Maldonado, del hábito de Santiago; tiene hijos legítimos.
El capitán don Antonio de Olalla, persona principal, vino por alférez de Quesada; el Adelantado don Alonso Luis de Lugo le dio título de capitán y la encomienda de Bogotá. Casó con doña María de Urrego, de la nobleza de Portugal, de la que tuvo nobles hijos. Vive al presente un nieto suyo, del hábito de Calatrava, que ha sido gobernador de Santa María y corregidor mayor de Quito. Tiene hijos legítimos y goza la encomienda de Bogotá, que fue de su abuelo
El capitán Gonzalo García Zorro, vino por alférez; fue Fusagasugá suyo. Murió en esta plaza de un cañonazo que le dio por una sien Hernán Venegas, hijo natural del Mariscal, jugando cañas en unas fiestas.
El capitán Juan de Montalvo, soldado de estima, fue teniente de gobernador en La Palma y alcalde ordinario en esta ciudad muchas veces, y muchas más corregidor de los naturales para poblallos juntos, por ser de ellos muy respetado. No tuvo hijos; murió en esta ciudad.
El capitán Jerónimo de Insar, que lo fue de los macheteros que por sus manos abrieron el camino de los conquistadores, por el río arriba de la Magdalena; él y Pedro de Arévalo fueron los primeros alcaldes de esta ciudad, y por no haber quedado en ella no hay memoria de él.
El capitán Baltasar Maldonado era persona principal y caballero, fue alcalde mayor de este Reino; fue a poblar a Sierras Nevadas con doscientos hombres, y libró al Adelantado de Quesada de la muerte en Duitama, en el pantano, donde los indios lo tenían muy apretado dándole mucha guerra, defendiéndole y sacándole de aquel gran peligro. Fue suyo Duitama; casó con doña Leonor de Carvajal, natural de úbeda, hija de Juan de Carvajal; tuvo por hijos al capitán Alonso Maldonado y a doña María Maldonado Carvajal, y a doña Ana Maldonado. Era natural de Salamanca y fue alguacil mayor de este reino y alcalde mayor después.
El capitán Juan de Madrid, discreto y valeroso, encomendero en Tunja; fue suyo el pueblo de Pesca.
Juan de Olmos pasó de esta conquista a Muzo, con título de capitán por esta Real Audiencia; fueron suyos Nemocón, Pasgata y Pacho. Fue casado, y dejó hijos que le sucedieron.
Juan de Ortega, el bueno, a diferencia de otro Ortega, fue buen cristiano; fue suyo el pueblo de Zipaquirá; tuvo un hijo natural que le heredó.
Pedro de Colmenares, fue contador y tesorero, fue dos veces a España por procurador de este Reino.
Francisco Gómez de la Cruz, encomendero de Subia y Tibacuy, casado con la Quintanilla; tuvo hijos.
Francisco de Tordehumos, descubridor de a pie; fue suyo el pueblo de Cota.
Antonio Bermúdez, encomendero de Choachí, soltero.
Cristóbal Arias Monroy, descubridor de a pie; diéronle a Machetá y Tibirita; lo heredó una hija sola, legítima, que tuvo, que casó con el alguacil mayor Francisco de Estrada, paje que fue del señor don Juan de Austria. Tuvo una hija que casó con don Diego Calderón, alguacil mayor que es de esta ciudad.
Cristóbal Bernal, encomendero de Sesquilé, tuvo un hijo muy virtuoso que le heredó, y otro murió ordenante. Es fama que hizo la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, la primera vez.
Andrés Vázquez de Molina, por sobrenombre el Rico, que lo fue de un santuario que sacó en el camino real que va de esta ciudad a la de Tunja, que hoy se ye el hoyo donde lo sacó, porque sirve de mojón al resguardo del pueblo de Guatavita por aquella parte. Fue suyo el pueblo de Chocontá; casó con la Quintanilla, por muerte de Francisco Gómez, que murió en el viaje de Castilla.
Hernando Gómez Castillejo, soldado de a pie, fue suyo Suesca.
Diego Romero, encomendero de Engativá y Une, fue casado, tuvo hijos; murió en esta ciudad, año de 1592.
Juan Gómez Portillo, encomendero de Usme, fue casado con Catalina Martín Pacheco; tuvo una hija que casó con Nicolás Gutiérrez, conquistador de La Palma; tuvo hijos.
Pedro Martín, encomendero de Cubiasuca, que se agregó a Bojacá; fue casado con Catalina de Barrionuevo, que lo heredó, tuvo hijos, y murió monja.
El capitán Francisco Salguero, encomendero de Mongua en Tunja; persona principal. Fundó en aquella ciudad el monasterio de monjas de Santa Clara la Real, y le dieron marido y mujer su hacienda, y más los indios de su encomienda. Es fama que tiene este convento pasadas de trescientas monjas.
Miguel Sánchez, encomendero del pueblo de Onzaga, en Tunja.
Paredes Calderón, encomendero del pueblo de Somondoco, donde hay una mina de esmeraldas.
Pedro Gómez de Orozco, vecino de Pamplona.
Diego Montañés, encomendero del pueblo de Sotaquirá, en Tunja.
Pedro Ruiz Carrión, encomendero de Tunja.
Francisco Ruiz, encomendero de Soracá, en Tunja.
Juan de Torres, encomendero de Turmequé, en Tunja.
Cristóbal de la Roa, encomendero de Suta y Tenza, en Tunja.
Juan Suárez de Toledo, vecino de La Palma.
Miguel López de Partearroyo, encomendero de Tunja.
Gómez de Cifuentes, encomendero de Tunja; tuvo hijos.
El capitán Francisco Núñez Pedroso, vecino de Tunja. Pobló la ciudad de Marequita, en el sitio del Cacique Marequita, de donde se tomó el nombre de Marequita.
Juan López, encomendero de Sáchica, en Tunja.
Juan Rodríguez Carrión de los Ríos, en Tunja, tuvo indios de encomienda.
Cristóbal Ruiz Clavijo, soldado de a pie.
Pedro Bravo de Rivera, encomendero del pueblo de Chivatá, en Tunja.
Pedro Ruiz Herrezuelo, encomendero del pueblo de Panqueba, en Tunja.
Juan de Quincoces, encomendero en Tunja.
Martín Ropero, herrador, encomendero en Tunja.
Pedro Yáñez, portugués, encomendero en Tunja.
Alonso Gómez Sequillo, encomendero en Vélez.
Miguel Secomoyano, encomendero; sus indios le mataron en Vélez.
A Villalobos mataron los panches.
A Bravo mataron los panches.
Juan de Quemes tuvo indios panches.
Alonso Domínguez Beltrán, encomendero de Vélez.
Miguel de Oñate, vecino de Marequita.
Pedro del Acebo Sotelo, secretario del General Quesada; sucedió en la encomienda del pueblo de Suesca.
Gil López, escribano del ejército; fue soldado de a caballo.
A Juan Gordo ahorcó el General.
Pedro Núñez Cabrera, encomendero del pueblo de Bonza, en Tunja.
Mateo Sánchez Cogolludo, encomendero del pueblo de Ocavita, en Tunja.
Francisco de Mansalve, encomendero en las Guacamayas, en Tunja.
Juan de Chinesilla, vecino de Tunja.
Juan Rodríguez Gil, vecino de Tunja.
Mestanza, encomendero de Cajicá; no hay memoria de él, ni tampoco la hay de todos los que siguen:
Pedro Sánchez Sobaelbarro, Cristóbal Méndez, el viejo Simón Díaz, Juan de Puelles, Medrano Mimpujol, Hernando Navarro, Juan Ramírez, Francisco Yestes, Aguirre Alpargatero, Luis Gallegos Higueras, Francisco Valenciano, cabo de escuadra; Pedro Calvache, Alonso Machado, en Tunja; Pedro de Salazar, Juan de Mundeinuesta (¿Mendinueta?), Diego Martín, su hermano; Baltasar Moratín, Antonio Pérez Macías de las Islas, Francisco Gómez de Mercado y su hijo Gonzalo Macías, Alonso Novilla o Novillero, Pedro Briceño, Pedro Gironda, Manuel Paniagua, Benito Caro, Juan de Penilla.
LOS QUE VIVIERON EN VÉLEZ Y EN TUNJA.
ARRIMADOS A LOS ENCOMENDEROS
Bartólome Camacho, Alonso Mincobo Trujillo (que después se llamó Silva), otro Valenzuela, conquistador de Vélez; Pedro Corredor, Diego Bravo, otro Alonso Martín, Bartolomé Suárez, Francisco Ruiz, Pedro Vázquez de Leiva, Juan de Frías, Francisco Díaz.
SOLDADOS DEL GENERAL NICOLAS DE FREDERMAN,
A QUIENES SE DIO DE COMER EN ESTE REINO
Cristóbal de San Miguel, encomendero de Sogomoso en Tunja, casó con doña Ana Francisca de Silva, hija del capitán Juan Muñoz de Collantes, primer contador de la Real Caja. Fue suyo el pueblo de Chía.
El capitán Alonso de Olalla, por sobrenombre el Cojo, que lo quedó de la caída que dió del peñón de Simijaca, que quedó con nombre de Salto de Olalla; sucedió en la encomienda de Facatativá y panches, que fue conquistador de ellos. El y doña Juana de Herrera, su hija, doncella, fueron mis padrinos de pila, el año de 1566. Fue hombre de valor y gran conquistador; tuvo hijos, que siguieron sus pasos, y de ellos vive hoy el gobernador Antonio de Olalla, que sirvió valerosamente en los pijaos con el general Juan de Borja. Murió el dicho capitán en la conquista del Caguán y trasladaron su cuerpo a la catedral de esta ciudad.
Pedro de Anarcha fue alcalde mayor; no hay memoria de él.
Mateo de Rey, encomendero de Ciénaga, casó con Casilda de Salazar. Tuvo dos hijas.
El capitán Juan de Avellaneda, conquistador de La Plata, que fue vecino de Ibagué; pobló después a San Juan de los Llanos.
Cristóbal Gómez, encomendero de Tabio y Chitasugá, casó con doña Leonor de Silva, hija segunda de don Juan Muñoz de Collantes; tuvo muchos hijos.
Hernando de Alcocer, encomendero de Bojacá y Panches, casó con la Sotomayor y, por muerte de ésta, casó con la hija de Isabel Galiano, y vivieron juntos muchos años, estando esta señora siempre doncella. Las de ogaño no aguardan tanto a poner divorcio. No tuvo hijos, y heredóle su sobrino Andrés de Piedrola; y mandóle que se casase con esta segunda mujer, como lo hizo. Llamólo la Santa Inquisición de Lima por otro negocio al Piedrola, y volviendo de ella murió en el camino. Casó esta señora tercera vez con Alonso González, receptor de la Real Audiencia, y con la misma encomienda; son muertos todos.
Pedro de Miranda, encomendero de Síquina y Tocarema, casó con María de Ávila; no tuvo hijos; sucedióle la mujer, que casó después con Pedro de Aristoito.
El capitán Juan Fuertes, valiente soldado, que en la conquista de Paria, de una sola batalla sacó trece heridas, y después tuvo otras muchas entre caribes. Fue suyo Facatativá; dejólo por ser gobernador de los moquiguas y valle de La Plata. Fue casado con la Palla (india principal del Pirú) y tuvo hijos. Murió año de 1585.
Cristóbal de Toro, encomendero de Chinga.
Melchor Ramírez Figueredo, encomendero de Vélez.
Juan de Contreras; no hay memoria de él.
Hernando de Santa; no hay memoria de él.
Juan Trujillo; no hay memoria de él.
Sebastián de Porras; no hay memoria de él.
Alonso Martín; no hay memoria de él.
Alonso Moreno; no hay memoria de él.
Miguel Solguín, conquistador de Parias, encomendero en Tunja, dejó unos hijos.
El capitán Luis Lanchero, noble de linaje, valeroso soldado, vino de España año de 1533, con Jerónimo Ortal, segundo gobernador de Parias en este Reino. Fue encomendero de Susa, y con comisión de la Real Audiencia conquistó y pobló a Muzo, a costa de muchos hombres, por ser los naturales flecheros de hierba mortífera.
El capitán Domingo Lozano, soldado de Italia de los del saco de Roma, vecino de Ibagué, pobló la ciudad de Buga en la gobernación de Popayán. Su hijo, Domingo Lozano, pobló a Páez; sus naturales, que son valientes, le mataron en la mesa que llaman Taboima, y a treinta soldados, en el mes de julio y 1572 años.
Miguel de la Puerta, encomendero de panches en Tocaima.
Zamora, encomendero en Tocaima.
Villaspasas, encomendero en Tocaima.
Antón Flamenco, vecino de Santa Fe.
Maestre Juan, vecino de Santa Fe.
Nicolás de Troya, vecino de Santa Fe; tuvo una hija natural.
El bachiller Juan Verdejo, capellán del ejército de Fredermán y el primer cura de esta santa iglesia, el cual trajo las primeras gallinas que hubo en este Nuevo Reino.
SOLDADOS DEL GENERAL DON SEBASTIÁN DE
BENALCÁZAR QUE QUEDARON EN ESTE REINO Y A
QUIENES SE DIO DE COMER CONFORME LO
CAPITULADO
El capitán Melchor de Valdés, su maese de campo, encomendero de Ibagué.
Francisco Arias Maldonado, encomendero de Sora y Tinjacá, en Tunja.
El capitán Juan de Avendaño, alférez de a caballo y conquistador de Cabugua y alguna parte del Pirú; fue a la conquista de Tunja con título de capitán, y tuvo en encomienda a Suta y Gámeza. Trocó después a Gámeza por Tinjacá.
Fernando de Rojas, encomendero de Tunja, con hijos.
Pedro de Arévalo, vecino de Santa Fe.
Juan Díaz, hidalgo, vecino de Tocaima, por otro nombre el Rico, que hizo la casa grande de Tocaima, con azulejos, y se la ha comido el río sin dejar piedra de ella.
Orozco, el viejo, vecino de Pamplona.
De Juan de Arévalo ni de los que se siguen no hay memoria de ellos: Orozco el mozo, Cristóbal Rodríguez, Juan Burgueño, Francisco Arias, Antón Luján, Francisco de Céspedes, otro Valdés, Juan de Cuéllar.
Los que se siguen son los que se le olvidaron al capitán Juan de Montalvo, que fueron del general don Gonzalo Jiménez de Quesada.
El capitán Martín Yáñez Tafur, primo hermano del capitán Juan Tafur, vecino de Tocaima y encomendero en ella. Dejó hijos legítimos.
El capitán Juan de Rivera, vecino de Vélez y encomendero.
Gregorio de Vega, encomendero en Vélez.
Francisco Maldonado del Hierro, encomendero de indios panches en Santa Fe; tuvo un hijo que lo heredó.
Domingo Guevara, encomendero de Fúquene; tuvo hijos legítimos.
Diego Sánchez Castilblanco; vecino de Tunja.
Juan de Castro, vecino de Tunja.
Juan de Villanueva, vecino de Tunja.
Antonio de Dijarte, en Tunja.
Antonio García, en Tunja.
Francisco Alderete, en Tunja.
Pedro de Porras, en Tunja.
Pedro Hernández, en Tunja.
Gaspar de Santa Fe, en Tunja.
Hernán Gallegos, Juan Gascón, Juan Peronegro, Juan Mateos.
Cristóbal de Angulo, en Vélez.
Diego Ortiz, en Vélez.
Diego de Guete, en Vélez.
Juan Hincapié, en Vélez.
Jerónimo Hetes, herrero, en Vélez.
Diego de Espinosa, en Vélez.
Diego Franco, en Vélez.
Cristóbal de Oro, en Vélez.
Francisco Álvarez, vecino de Santa Fe.
García Calvete de Haro, vecino de Vélez, encomendero.
Francisco de Aranda, conquistador de Vélez.
Francisco de Murcia, conquistador de Vélez.
Juan Cabezón, vecino de Santa Fe.
Francisco Ortiz, encomendero en Tocaima, con hijos legítimos.
Antón Núñez; no hay memoria de él.
Algunos de los soldados descubridores del general Quesada se fueron con él a Castilla, contentos con el oro que llevaban, por haber dejado en ella sus mujeres e hijos, cuyos nombres no se acordó el capitán Juan de Montalvo que fue el que dio la descripción de los referidos, por mandato de la real justicia ante Juan de Castañeda, escribano del Cabildo. Otra parte de ellos se volvieron a Santa Marta. Otros, juntamente con los Fredermán y Benalcázar, se fueron al Pirú y gobernación de Popayán. Y con esto, y mientras los generales aderezaban el viaje de Castilla volvamos al Cacique de Guatavita, que, vencido, se queja de su descuido por andarme, como dicen, a viva el que vence.
En que se trata cómo Guatavita escondió sus tesoros, y se prueba cómo él fue el mayor señor de estos naturales, y como el sucesor de Bogotá, ayudado de los españoles, cobró de los panches las gentes que se habían llevado de la sabana durante la guerra dicha. Cuéntase cómo los tres generales se embarcaron para Castilla, y lo que les sucedió. La venida del licenciado Jerónimo Lebrón por gobernador de este Reino y ciudad de Santa María
Desde los balcones del Valle de Gachetá miraba Guatavita los golpes y vaivenes que la fortuna daba a su contrario y competidor Bogotá. Prosperidad humana congojosa, pues nunca hubo ninguna sin caída. Sin embargo que había hecho llamamiento de gentes; díjome don Juan, su sobrino y sucesor, para ayudar a los españoles contra el Bogotá, que todo se puede creer del enemigo, si aspira a la venganza. De las espías, asechanzas y corredores que traía, sabía lo sucedido a Bogotá, aunque no de su muerte, porque fue como tengo dicho, y no se supo en mucho tiempo.
Dijéronle a Guatavita cómo los españoles habían sacado el santuario grande del Cacique de Bogotá, que tenía en su cercado junto a la siera, y que eran muy amigos de oro, que andaban por los pueblos buscándolo y lo sacaban de donde lo hallaban, con lo cual el Guatavita dio orden de guardar su tesoro. Llamó a su contador, que era el Cacique de Pauso, y diole cien indios cargados de oro, con orden que los llevase a las últimas cordilleras de los Chíos, que dan vista a los llanos, y que entre aquellos peñascos y montañas lo escondiesen y que hecho esto se viniese con toda la gente al cerro de la Guadua y que no pasase de allí hasta que él le diese el orden.
El contador Pauso partió luego con toda esta gente y oro la vuelta de la última cordillera, que desde el pueblo de Guatavita, de donde salió, a ella hay tres días de camino. Escondió su oro él; ¿dónde? No lo sé. Volvióse con toda la gente al cerro de La Guadua, guardando el orden de su señor, a donde halló al tesorero Sueva, Cacique de Zaque, con quinientos indios armados, el cual pasó a cuchillo a todos los que habían llevado el oro a esconder, y al contador Pauso con ellos. Parece que éste fue consejo del diablo por llevarse todos aquellos y quitarnos el oro; que aunque algunas personas han gastado tiempo y dineros en buscarlo, no lo han podido hallar. Contóme esto don Juan de Guatavita, cacique y señor de aquellos pueblos y sobrino del que mandó esconder el oro; y antes que pase de aquí quiero probar como Guatavita era el señor más principal de este Reino, a quien todos reconocían vasallaje y daban la sujeción.
Ninguna monarquía del mundo, aunque se haya deshecho, no ha quedado tan destituída que no haya quedado rastro de ella, como lo vemos en el Imperio Romano, en lo del rey Poro de la India Oriental, en Darío rey de Persia, y la gran Babilonia, y otros que pudiera decir. Pues veamos agora qué rastro le hallaremos al Cacique de Bogotá para tenerlo por cabeza de su monarquía y señorío. No le hallamos más que su pueblo de Bogotá, sin que tenga otros sujetos, que si tiene algo en Tena, fue después de la conquista, y que si echaron de allí los panches, y si es porque la ciudad se llama Santa Fe de Bogotá, ya está dicha la razón por qué se le puso este nombre, por haberse poblado a donde Bogotá tenía su cercado.
Pues veamos qué rastro le quedó a Guatavita de su monarquía y señorío. Quedóle su pueblo principal de Guatavita, que conserva su nombre; junto al montecillo quedáronle las dos capitanías de Tuneche y Chaleche, que tenía una legua de su pueblo; en el camino de Tunja quedáronle el pueblo de Zaque, el de Gachetá, Chipazaque, el de Pauso, los de Ubalá y Tualá, dos con sus caciques, que le obedecían, y con esto la obediencia de los Chíos de la otra banda de la última cordillera. Paréceme que está bastantemente probado que éste fue el señor y no Bogotá, y con esto se dice que Guatavita daba la investidura de los cacicazgos a los caciques de este Reino, y no se podía llamar cacique el que no era coronado por el Guatavita. De esto sabe buena parte el padre Alonso Ronquillo, del orden de Santo Domingo, que tuvo a su cargo mucho tiempo aquellas doctrinas; y si fuera vivo el padre fray Bernardino de Ulloa, del dicho orden, dijera mucho más y mejor, porque tuvo aquellas doctrinas muchos años, que lo puso en ellas el primer arzobispo de este Reino, don Fray Juan de los Barrios, que fue quien le ordenó; y más me dijo este padre, que en quince años que sirvió este arzobispado no ordenó más que tres ordenantes, que fueron el dicho padre fray Bernardino de Ulloa, caballero notorio, el otro fue el padre Francisco García, que era de la casa del señor arzobispo y sirvió mucho tiempo de cura de la Santa Iglesia y alguno de previsor.
El otro ordenante fue el padre Romero, que fue el primer cura de Nuestra Señora de las Nieves, y el primer mestizo que se ordenó de los de este Reino; ordenáse a ruegos del Adelantado de Quesada, y del Zorro y capitán Orejuela y otros conquistadores. Servía el padre fray Bernardino de Ulloa tres doctrinas: la de Guasca, pueblo del rey; la de Guatavita y Gachetá. Asistía en cada una cuatro meses; sabía mucho de lo referido. Esta encomienda cedió en el repartimiento al Mariscal Hernando Venegas; hoy la gozan sus herederos. Y con esto vamos a Bogotá que me espera.
Ya queda dicho cómo en la guerra pasada entre Bogotá y Guatavita, sintiendo los panches de junto de la cordillera que la sabana grande estaba sin gente de guerra, salieron de su tierra y de los pueblos más cercanos a la dicha cordillera, y se llevaron toda la gente de sus haciendas. Agora, viendo que los generales trataban de irse a Castilla, el Bogotá con los indios de la dicha sabana acudieron al Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada pidiéndole les diese favor y ayuda para cobrar sus mujeres e hijos.
El Adelantado acudió muy bien a esto, porque de la gente de los tres generales sacó una buena tropa, con la cual entraron los indios tan a tiempo en tal ocasión, que cobraron lo que era suyo, quitándoles a los panchos lo que tenían, y a muchos de ellos la vida en pago de las muchas que les debían. Fuéronlos siguiendo hasta los fuertes segundos de los culimas, junto al Río Grande de la Magdalena; y de allí los caribes del río y los culimas les dieron otro golpe que los hicieron volver a la tierra que habían dejado. En esta ocasión quedó Tena por el Bogotá, que le cupo en parte. Los soldados salieron aprovechados del pillaje de los panches, a donde hallaron muy buen oro en polvo; y con esto vamos a los generales, que están de camino y no pueden aguardar más.
El Cacique de Guatavita, en escondiendo su tesoro, se descubrió a los españoles dándose de paz con todos sus sujetos. El Mariscal, a quien tocó esta encomienda, lo trató muy bien y procuró que se hiciese cristiano. Bautizáronlo, llamóse don Fernando. Vivió poco tiempo; sucedióle don Juan, su sobrino. Casóle el Mariscal con doña María, una moza mestiza que crió en su casa; tuvo muchos hijos y sólo hay vivo uno llamado don Felipe.
El Cacique de Bogotá, que murió en la conquista, fue fama que no era natural de este Reino, y que el Guatavita le entronizó haciéndole Cacique de Bogotá y su teniente y capitán general para la guerra; y fue criar cuervo que le sacó los ojos, como dice el refrán. El Cacique de Suba y Tuna fue el primero que se bautizó, que en esto ganó al Guatavita por la mano; y yo la alzo de estas antigüedades.
Fundada la ciudad de Santa Fe y hecho el repartimiento por el Adelantado Quesada, señalado el asiento para la iglesia mayor y puesto de ella, y puesto también en ella por cura el bachiller Juan Verdejo, capellán del ejército de Fredermán; fundado el cabildo con sus alcaldes ordinarios, que lo fueron los primeros el capitán Jerónimo de Insar, que lo fue de los macheteros, y Pedro de Arévalo; la tierra sosegada y los tres generales conformes, concordaron todos tres de hacer viaje a Castilla a sus pretensiones. El Adelantado dejó por su teniente a Fernán Pérez de Quesada, su hermano; embarcáronse en el Río Grande en tres bergantines, y con ellos se fueron muchos soldados que hallándose ricos no se quisieron quedar en Indias. También se fueron el licenciado Juan de Lezcanes, capellán del ejército del general de Quesada,y el padre fray Domingo de Las Casas, del orden de Santo Domingo.
Llegados a Cartagena, algunos soldados se fueron a Santa Marta, otros a Santo Domingo, a la isla Española, por tener en estas ciudades sus mujeres y parte de sus caudales. En la ocasión primera se embarcaron los generales para España. Nicolás de Fredermán murió en la mar.
Llegados a Castilla, don Sebastián de Belalcázar pasó luego a la Corte a sus negocios, de que tuvo buen despacho y breve, con el cual se volvió en la primera flota a su gobierno de Popayán. El General Jiménez de Quesada, como llevaba mucho oro, quiso primero ver a Granada, su patria, y holgarse con sus parientes y amigos. Al cabo de algún tiempo, fue a la Corte a sus negocios, en tiempo que estaba enlutada por muerte de la Emperatriz. Dijeron en este Reino que el Adelantado había entrado con un vestido de grana que se usaba en aquellos tiempos, con mucho franjón de oro, y que yendo por la plaza, lo vido el secretario Cobos desde la ventana de palacio, y que dijo a voces: “¿Qué loco es ése? Echen ese loco de esa plaza”. Y con esto se salió de ella. Si él lo hizo y fue verdad, como en esta ciudad se dijo, no es mucho que lo escriba yo. Tenía descuidos el Adelantado, que le conocí muy bien, porque fue padrino de una hermana mía de pila, y compadre de mis padres; y más valiera que no, por lo que nos costó en el segundo viaje que hizo a Castilla, cuando volvió perdido de buscar el Dorado, que a este viaje fue mi padre con él, con muy buen dinero que acá no volvió más, aunque volvieron entrambos.
En fin, del primer viaje trajo el Adelantado el título de Adelantado del Dorado, con tres mil dudados de renta en lo que conquistase, con que se le pagaron los servicios hasta allí hechos. Murió, como queda dicho, en la ciudad de Marequita; trasladóse su cuerpo a esta catedral, donde tiene su capellanía. Dije que tenía descuidos, y fue el menor, siendo letrado, no escribir o poner quien escribiese las cosas de su tiempo; a los demás sus compañeros y capitanes no culpo, porque había hombres entre ellos, que los cabildos que hacían los firmaban con el hierro que herraban las vacas. Y de esto no más.
Los soldados que se fueron con los generales, como iban ricos, echaron fama en Castilla y en las demás partes a donde arribaron, diciendo que las cosas del Nuevo Reino de Granada estaban colgadas y entapizadas con racimos de oro; con lo cual levantaron el ánimo a muchos para que dejasen las suyas, colgadas de paños de corte, por venir a Indias, viéndolos ir cargados de oro; los unos dijeron verdad, los otros no entendieron el frasis.
El caso fue cómo los soldados de los tres generales alojaron en aquellos bohíos que estaban alrededor del cercado de Bogotá, y en aquel tiempo no tenían cofres, ni cajas, ni petacas en qué echar el oro que tenían en unas mochilas de algodón que usaban estos naturales, y colgábanlas por los palos y barraganetes de las casas donde vivían; y así dijeron que estaban colgadas de racimos de oro.
Antes que pase de aquí, quiero decir dos cosas, con licencia, y sea la primera: que como en lo que dejo escrito traigo en la boca siempre el oro, digo que podían decir estos naturales que antes de la conquista fue para ellos aquel siglo dorado, y después de ella el siglo de hierro, y en éste el de hierro y de acero; ¿y qué tal acero? Pues de todos ellos no ha quedado más que los poquillos de esta jurisdicción y de la de Tunja, y aun éstos, tener, no digáis más.
La otra cosa es que en todo lo que he visto y leído no hallo quien dija acertivamente de dónde vienen o descienden estas naciones de Indias. Algunos dijeron que descendían de aquella tribu que se perdió. Estos parece que llevan algún camino, porque vienen con aquella profecía del patriarca en su hijo Isacar, respecto que estas naciones, las más de ellas, sirven de jumentos de carga. Al principio, en este Reino, como no había caballos ni mulas con que trajinar las mercaderías que venían de Castilla y de otras partes, las traían estos naturales a cuestas hasta meterlas en esta ciudad, desde los puertos donde descargaban y desembarcaban, como hoy hacen las arrias que las trajinan; y sobre quitar este servicio personal se pronunció un auto de que nació un enfado que adelante lo diré en su lugar. Ya no cargan estos indios, como solían, pero los cargan pasito no más.
Siendo tercer obispo de Santa Marta don Juan Fernández de Angulo, y primero de este Reino, por ser toda una gobernación, que vino a su obispado al fin del año de 1537, en el siguiente de 1538 murió el Adelantado don Pedro de Lugo, gobernador de este gobierno, en cuyo lugar puso la Audiencia Real de Santo Domingo por gobernador al licenciado Jerónimo Lebrón, en el ínterin que Su Majestad el Emperador nombrase gobernador, o que viniese de España don Alonso Luis de Lugo, el sucesor, que estaba preso en ella a pedimento del Adelantado de Canarias, su padre, que pidió al Emperador le mandase cortar la cabeza, porque de la jornada que hizo a la Sierra de Tairona y otras partes de aquel contorno, de todo lo cual allí se hizo, y con todo el oro que se ajuntó suyo y de sus soldados, sin dalles sus partes, ni a su padre cuenta de lo que se había hecho, se fue a España. Esta fue la causa por que el padre pidió le cortasen la cabeza, y también lo fue de su prisión, hasta que en Castilla se supo la muerte del gobernador su padre, y en el ínterin se puso por gobernador al dicho licenciado Jerónimo Lebrón; el cual con las nuevas que le dieron los soldados que habían bajado de este Reino, de las riquezas que había en él, le vino voluntad de venir a gozar de ellas.
Entró en este Nuevo Reino, habiendo partido de Santa Marta por el año de 1540, con más de doscientos soldados, trayendo por guías y pilotos los soldados que de este Reino habían bajado con los generales; por cuyo consejo trajo hombres casados y con hijos, y otras mujeres virtuosas, que por ser las primeras casaron honrosamente; trajo asimismo las mercaderías que pudo para venderlas a los conquistadores, que carecían de ellas y se vestían de mantas de algodón y calzaban alpargates de lo mismo. Fueron éstas las primeras mercaderías que subieron a este Reino y las más bien vendidas que en él se han vendido. Los capitanes y soldados viejos que con él venían trajeron trigo, cebada, garbanzos, habas y semillas de hortaliza, que todo se dio bien en este Reino; con que se comenzó a fertilizar la tierra con estas legumbres, porque en ella no había otro grano si no era el maíz, turmas, arracachas, chuguas, hibias, cubios y otras raíces y fríjoles, sin que tuviesen otras semillas de sustento.
Lo más importante que este gobernador trajo fue la venida del Maestre de Escuela don Pedro García Matamoros, que lo envió el señor obispo don Juan Fernández de Angulo, con título de provisor general de este Nuevo Reino, acompañado de los clérigos que pudo juntar, y fueron los conquistadores de él con la palabra evangélica; y el provisor lo gobernó muchos años con gran prudencia, procurando la conversión de los naturales. Entró el gobernador por Vélez, al principio del año de 1541, y aquel cabildo lo recibió muy bien, el cual dio luego aviso al teniente Hernán Pérez de Quesada, que lo sintió; y para que en Tunja no le recibiesen, partió luego a la ligera, para verse con el capitán Gonzalo Suárez, que estaba del mismo parecer. Ordenaron de salir al camino antes que el gobernador entrase en la ciudad. Hiciéronlo así, y después de haberle hecho sus requerimientos, a que el gobernador respondió muy cortés, y después que se trataron más en particular y amigablemente, el gobernador les prometió favorecerlos en todo lo que en él fuese, y que no se había movido a subir a este Nuevo Reino más que a hacer a sus descubridores y conquistadores todo el bien que pudiese; en cuya conformidad les confirmó el repartimiento de las encomiendas, y ellos se lo pagaron muy bien, con capa que le pagaban las mercaderías que le habían comprado, con que se volvió muy rico a la ciudad de Santa Marta, y de ella a la de Santo Domingo.
Quedaron en este Reino, de los soldados que vinieron con él, los siguientes:
El capitán Hernando Velasco, conquistador y poblador de la ciudad de Pamplona.
El capitán Luis Manjarrés, vecino de la ciudad de Tunja.
El capitán Jerónimo Aguayo, vecino de la ciudad de Tunja; el primero que sembró trigo en ella.
El capitán Diego Rincón, vecino de Tunja.
El capitán Diego García Pacheco, vecino de Tunja.
El capitán don Gonzalo de León, encomendero de Siquima, digo de Simijaca, Suta y Tausa, vecino de Santa Fe.
El capitán don Gonzalo de León, encomendero de hijos naturales.
El capitán Lorenzo Martín, conquistador de Santa Marta, vecino de la ciudad de Vélez.
Pedro Niño, vecino de Tunja.
Diego de Paredes Calvo, vecino de Tunja.
El capitán Mellán.
El capitán Morán.
Alonso Martín.
Francisco Arias.
Blasco Martín.
Iñigo López, en Tunja.
Francisco Melgarejo, en Tunja.
Pedro Garrasco.
Juan de Gamboa.
Francisco Álvarez de Acevedo.
Sancho Vizcaíno.
Pedro Teves.
Antón Paredes de Lara.
Antón Paredes, portugués.
Pedro de Miranda.
Pedro Matheos.
álvaro Vicente.
Juan de Tolosa.
Francisco Gutiérres de Murcia, en Santa Fe.
De la gente que vino con el Licenciado Jerónimo Lebrón volvió mucha con él; otra parte subió al Pirú y gobernación de Popayán; otros se fueron a Castilla con buenos dineros; los hombres casados y mujeres quedaron en este Reino, que fueron las primeras:
Y con esto pasemos adelante con la historia.
En que se cuenta la venida de don Alonso Luis de Lugo por gobernador de este Reino. Lo sucedido en su tiempo: la venida del licenciado Miguel Diez de Armendáriz, Primer visitador y juez de residencia; con todo lo sucedido hasta la fundación de esta Real Audiencia.
Por la muerte del Adelantado de Canarias, gobernador de Santa Marta, don Pedro Fernández de Lugo, que murió, como queda dicho, el año de 1538, don Alonso Luis de Lugo, su hijo, sucesor en aquel gobierno de Santa Marta, que estaba preso en Castilla, compuso sus cosas y con licencia del emperador vino al gobierno de su padre, y fue segundo adelantado de este Reino; el cual, venido a Santa Marta y enterado de las riquezas del Nuevo Reino de Granada, e informado cómo el licenciado Jerónimo Lebrón había llevado de él más de doscientos mil pesos de buen oro, que no fue mucho para aquellos tiempos, pues es fama que estando el Reino como hoy está, en las heces, ha habido gobernador que dicen que los llevaba; demás de que don Jerónimo Lebrón vendió sus mercaderías bien vendidas, y a esto se le añadió el confirmar el repartimiento de las encomiendas del Reino, que también fueron bien pagadas: digo que no llevó mucho.
Con tales nuevas, el gobernador don Alonso Luis de Lugo subió a este Reino acompañado de mucha gente, y trajo las primeras vacas, que las vendió a mil pesos de oro, cabeza; el cual entró en él por fin del año 1543. Era un hombre de ánimo levantado y altivo, bullicioso y amigo de la revuelta; y así intentó remover la confirmación de las encomiendas que don Jerónimo Lebrón había confirmado; de lo cual se sintieron los conquistadores por agraviados y enviaron a España por remedio, informando a Su Majestad el Emperador lo que pasaba; y particularmente el capitán Gonzalo Suárez Rendón, por su procurador, le había puesto demanda y pleito en el Consejo, que estaba pendiente, porque con él más que con otro había el gobernador mostrado el enfado; y pasó tan adelante, que volviendo el dicho gobernador don Alonso Luis de Lugo a Santa Marta, y antes que de Castilla viniese remedio de lo que los conquistadores pretendían, el dicho gobernador se llevó preso consigo al dicho capitán Gonzalo Suárez Rendón; el cual llegado al Cabo de la Vela tuvo orden de soltarse, y hizo su viaje a la Corte, a donde apretó el pleito que tenía con el dicha gobernador, de tal manera que le quitó el gobierno y salió desterrado para Mallorca, y de allí pasó a Milán, donde murió.
Dejó el dicho gobernador por su Teniente en este Reino a un pariente suyo, llamado Lope Montalvo de Lugo, el cual lo gobernó muy bien, hasta que Su Majestad el Emperador envió al Licenciado Miguel Díez de Armendáriz, primer visitador y juez de residencia, que la vino a tomar al Adelantado dón Alonso Luis de Lugo y a sus negocios, y trajo cédula de gobernador. Llegó a Cartagena con estos títulos el año de 1545; allí dio título de teniente de gobernador de este Reino a Pedro de Ursúa, su sobrino, mancebo generoso y de gallardo ánimo, el cual pobló en este Reino la ciudad de Tudela, en los indios culimas de Muzo, la cual no permaneció; y asimismo pobló la ciudad de Pamplona, con los demás conquistadores y pobladores. Puso estos dos nombres a estas dos ciudades que pobló, por ser natural de Navarra.
Pasó a Tairona, y la tuvo poblada; y una noche le pusieron los indios fuego al pueblo, echándoselo con flechas silbadoras, algodón y trementina, desde un cerro que tenía por caballete el pueblo que había poblado; y con esto le mataron aquella noche mucha gente con flechas de yerba, que por defenderse no pudieron acudir al remedio del fuego, que les abrasó cuanto tenían; con lo cual se hubo de salir de la tierra y se volvió a este Reino, y de él a Cartagena y de ella a Panamá, donde se le encargó el castigo de los negros levantados, lo cual hizo con valor, trayéndolos a obediencia. De allí pasó al Pirú y hizo la gente con que bajó por el río de Orellana o Marañón, donde le mató el tirano Lope de Aguirre y a su querida doña Inés, como lo cuenta el padre Castellanos en sus Elegías, y el padre fray Pedro Simón en sus noticias Historiales, a donde remito al lector que quisiere saber esto.
Y con esto vengamos a los soldados que quedaron en este Nuevo Reino de Granada, de los que venían con el Adelantado y gobernador don Alonso Luis de Lugo, los cuales son los siguientes:
El capitán Juan Ruiz de Orejuela, que lo fue en Italia, de la nobleza de Córdoba, vino de España con el Adelantado don Pedro Fernández de Lugo, subió a este Reino con su hijo don Alonso Luis de Lugo, segundo Adelantado, el año de 1543, por capitán de dos bergantines. El licenciado Miguel Diez de Armendáriz le dio en encomienda los indios de Fúquene; fue alcalde mayor en Tunja y ordinario en esta ciudad muchas veces; fue casado, tuvo siete hijos varones, y hoy son muertos todos.
Fernando Suárez de Villalobos, hijo del Licenciado Villalobos, que fue fiscal del Consejo de indias.
Gonzalo Montero, en Tocaima.
Francisco Manrique de Velandia, en Tunja.
Juan de Riquelme, en Tunja.
Juan de Sandoval, en Tunja.
Francisco de Vargas, en Tunja.
Cabrera de Sosa, en Tunja.
Antonio Fernández, en Tunja.
Fernando Velasco, en Santa Fe.
Juan de Penagos, en Santa Fe.
Melchor Álvarez, en Santa Fe.
Juan de Mayorga, en Vélez.
Martín de Vergara, en Vélez.
Mejía, vecino de Tocaima, y Figueroa, en Tocaima.
Otros muchos soldados de los del Adelantado don Alonso Luis de Lugo quedaron en este Reino; otros subieron al Pirú, cuyos nombres no se acordó el capitán Juan de Montalvo, a cuya declaración me remito, que se halla en el Cabildo de esta ciudad de Santa Fe.
Subido a este Reino, el licenciado Miguel Diez de Armendáriz trató de los negocios del dicho don Alonso Luis de Lugo, gobernador, y de su visita; y de ella quedó enemistado con el capitán Lanchero y con sus aliados, los cuales ganaron en la Audiencia de Santo Domingo un oidor que vino contra el dicho visitador, que fue el licenciado Surita; el cual llegado a esta ciudad, se volvió luego sin hacer cosa alguna, por no haberle dado lugar los oidores que a la mesma sazón habían llegado a ella a fundar la Real Audiencia, como diremos en su lugar.
Don fray Martín de Calatayud, del orden de San Jerónimo, cuarto obispo de Santa Marta y segundo de este Reino, que por muerte de don Juan Fernández de Angulo vino a este obispado, entró en esta ciudad el propio año de 1545, fue muy bien recibido por ser el primer prelado que llegó a esta ciudad, hombre santo; vino sin consagrarse, a lo cual subió al Pirú el siguiente de 1546, en tiempo del alzamiento de Gonzalo Pizarro, el tirano. Llegó a Quito acabada la batalla que se llamaba el Añaquito, a donde salió vencedor el tirano Gonzalo Pizarro, y el virrey Blasco Núñez Vela vencido y muerto, con otros valerosos servidores del rey. Pasó el obispo a Lima, a donde halló al obispo de Cuzco y al de Quito y al arzobispo de Lima; y se halló en el recibimiento que aquella ciudad hizo al tirano Gonzalo Pizarro, llevándolo en medio los cuatro prelados, que ya el nuestro estaba consagrado por mano de los otros tres; y pues le acompañaron estos santos prelados, bien se puede creer que no se excusó lo restante de aquel imperio.
Y allegó a tal término la ambición de este tirano, que pretendió enviarle a pedir al Rey le hiciese merced de darle título de gobernador del Pirú, y eligió para ello la persona del arzobispo don Jerónimo de Loaiza, que lo aceptó, no por servirle sino por salir de tanto tirano; y luego se embarcó en seguimiento de su viaje; acompañóle nuestro prelado, y juntos llegaron a Panamá, a donde hallaron al doctor don Pedro de la Gasca, que acababa de entregalle el señorío de aquella ciudad al capitán don Pedro de Hinojosa, que la tenía por el tirano; y con ella le entregó los navíos del Mar del Sur, principio de la restauración del Pirú, al cual se volvió el arzobispo con el presidente de la Gasca, que no fue a España, y se halló con él en todas sus ocasiones.
A la historia general del Pirú remito al lector, a donde hallará esto muy ampliado. Nuestro prelado se despidió del arzobispo y presidente, con muchos agradecimientos, y se fue a la ciudad de Nombre de Dios, y de ella a la de Santa Marta, a donde comenzó a enfermar; y murió sin poder volver a este Reino, al fin del año de 1548.
Como de la visita del licenciado Miguel Díez de Armendáriz y encuentros que los conquistadores tuvieron con don Alonso Luis de Lugo, segundo Adelantado, sobre querer remover el apuntamiento de la conquista que les había confirmado el licenciado Jerónimo Lebrón, teniente de gobernador por ausencia del dicho don Alonso, nombrado por la Real Audiencia de Santo Domingo, como queda dicho; y como era fuerza acudir las apelaciones de los agravios a ella; viendo la incomodidad que había por estar tan lejos de este Reino, que hay más de cuatrocientas leguas, y considerando la largura y espacio de tierra que tiene este Reino, y que en él, en lo por conquistar y conquistado, se podían poblar y fundar muchas ciudades, acordaron de pedir y suplicar a Su Majestad el emperador fuese servido de fundar en él otra Real Audiencia, para más cómodamente acudir a sus negocios, y Su Majestad lo tuvo por bien; y luego en el año siguiente de 1549 llegaron a la ciudad de Cartagena tres oidores para fundarla, que fueron: el licenciado Gutiérrez de mercado, oidor más antiguo; el licenciado Beltrán de Góngora y el licenciado Andrés López de Galarza; los cuales salieron de Cartagena en seguimiento de su viaje, y llegando a la villa de Mompós, enfermó en ella el licenciado Gutiérrez de Mercado, a donde murió. Los otros dos oidores prosiguieron su viaje y llegaron a esta ciudad de Santa Fe, a fin de marzo del siguiente año de 1550; los cuales fundaron esta Real Audiencia con la solemnidad y requisitos necesarios, a 13 de noviembre del dicho año de 1550.
Acabada de fundar la Real Audiencia, llegó a ella el licenciado Briceño, por oidor, y pasó luego a la gobernación de Popayán, a residenciar al Adelantado don Sebastián de Benalcázar, al cual sentenció a muerte, por la que él dio, junto al río del Pozo, al Mariscal Jorge Robledo, por habérsele entrado en su gobernación; de la cual sentencia el Adelantado apeló para el Real Consejo, y se le otorgó la apelación; y mientras la seguí