Хосе Эчегарай. Вздор и правда. José Echegaray. La realidad y el delirio
Драма в трех действиях и в прозе
Drama en tres actos y en prosa
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Índice
La realidad y el delirio
Drama en tres actos y en prosa
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
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PERSONAJES ACTORES
ÁNGELA, esposa de Gonzalo. DOÑA ANTONIA CONTRERAS.
GONZALO, hijo de don Anselmo. D. RAFAEL CALVO.
DON ANSELMO. D. ANTONIO VICO.
ENRIQUE, amigo de Gonzalo. D. RICARDO CALVO.
PAULINA, amiga de Ángela y hermana de Luis.
DOÑA AMPARO GUILLÉN.
LUIS. D. JAIME RIVELLES.
CARLOTA, esposa del doctor. DOÑA ELISA CASAS.
DON MATÍAS. D. CARLOS SÁNCHEZ.
LEANDRO. D. DONATO JIMÉNEZ.
BERNARDO, criado. D. EDUARDO LÓPEZ CHICO.
UN CRIADO.No habla.
Escena contemporánea.
Acto primero
(Salón elegante en casa de Gonzalo. En el fondo una puerta por la cual se
ven las antesalas. A la izquierda un balcón en primer término, una puerta
en segundo. A la derecha una puerta, en segundo término: una chimenea
encendida en primero. En primer término, a la izquierda, una mesa, y
alrededor sillas y butacas: a la derecha un sofá. Es de noche: el salón
espléndidamente iluminado.)
Escena I
PAULINA y CARLOTA.
(CARLOTA aparece sentada junto a la chimenea. PAULINA inquieta y dando
vueltas por el salón. Dan las diez.)
PAULINA.- ¡Las diez! ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y Ángela salió antes de
las seis! ¡Cuatro horas, Dios mío!
CARLOTA.- ¿Y qué? Las visitas a los enfermos son cortas, cuando son
visitas de médico, como dice la sentencia vulgar, y como es costumbre de
mi respetable esposo y respetabilísimo doctor don Matías Matallana; pero
cuando son ángeles de caridad los que acuden al lecho del ser que sufre,
duran tanto como dura el dolor. ¡Dolor inmenso!.. ¡Pues inagotable
caridad! (Exagerando.) [6]
PAULINA.- ¡Poética estás!
CARLOTA.- ¡Como sé que tú lo eres, procuro complacerte: que por lo
demás buen trabajo me cuesta! (Riendo.)…, no el complacerte ¡sino el
remontarme a tus alturas!
PAULINA.- (Parándose de pronto.) ¿Y quién es esa amiga, a quien ha
ido a visitar Ángela? ¿Lo sabes tú?
CARLOTA.- Lo ignoro, querida mía.
PAULINA.- ¿Y cuándo vuelve su marido… de ese viaje, que tan de
pronto se le ocurrió?
CARLOTA.- ¿Cuándo vuelve Gonzalo?
PAULINA.- Sí.
CARLOTA.- También lo ignoro.
PAULINA.- Hija, tú lo ignoras todo. (Con impaciencia.) El marido
salió ayer de Madrid: no se sabe a dónde, ni se sabe por qué. La mujer ha
salido esta noche y tampoco se sabe a dónde ha ido. ¡Un matrimonio que se
deshace!
CARLOTA.- ¡Qué cabeza!
PAULINA.- ¡Te digo, que estoy preocupada, inquieta, nerviosa!…
CARLOTA.- Pero si no hay motivo.
PAULINA.- Es que cuando yo quiero a las personas, las quiero de
veras.
CARLOTA.- Y yo también, pero sin esos extremos.
PAULINA.- Pues bueno: yo soy así: y estoy… que no puedo estar en
calma.
CARLOTA.- Es el tiempo, ¡cielo negro, noche tempestuosa, viento
helado, efluvios eléctricos!… ¡Y tú, hija mía, que eres una sensitiva!
Toda viuda joven y guapa es una batería voltaica: dice mi señor esposo, y
tiene razón.
PAULINA.- Eso será. (Sentándose.)
CARLOTA.- Eso es: no lo dudes. Porque es lo cierto que no hay causa
ni razón para que estés intranquila. ¡Sino que tú tienes afición a lo
fantástico: la imaginación te arrastra consigo: en todo ves peligros,
tragedias, catástrofes! En fin ves… lo que no vemos los demás. Por ese
camino se va a la demencia ¡y tendrás que verte con el doctor Matallana!,
famoso alienista, socio honorario de la Academia de Medicina de París y
esposo [7] efectivo de una mujer juiciosa como yo; conque ya sabes las
señas, por si el caso llegase: (Riendo.) hotel inmediato a éste: consulta,
de una a cuatro.
PAULINA.- ¿Conque veo visiones? Tú, en cambio, en todo ves lo
natural: la realidad tranquila y prosaica es tu culto. Pues mira, por ese
camino también se va…
CARLOTA.- No, querida, por ese camino no se va: se queda una muy
quietecita.
PAULINA.- Pues yo no puedo quedarme quieta. Voy a llamar a Bernardo.
(Toca un timbre.)
CARLOTA.- ¿Para qué?
PAULINA.- Ya verás. (Levantándose.)
Escena II
PAULINA, CARLOTA y BERNARDO, criado de edad, por el fondo.
PAULINA.- Bernardo… ¿no ha vuelto la señora?
BERNARDO.- La señora no ha vuelto.
PAULINA.- ¿Y no ha mandado ningún aviso?
BERNARDO.- Ninguno ha mandado.
PAULINA.- ¿Salió sola?
BERNARDO.- Salió sola y salió a pie, porque así lo dispuso. No quiso
que se enganchase, ni que Toribio fuese con ella; y se le obedeció como
era nuestro deber.
CARLOTA.- Bueno, basta: puede usted retirarse. (BERNARDO se dirige al
fondo, pero no acaba de salir.)
PAULINA.- ¡Ah, un coche ha entrado! ¡Será Ángela? (Precipitándose al
balcón.)
BERNARDO.- (Asomándose al fondo.) No, señora. Con su licencia, es el
padre del señor: es el señor don Anselmo… y con él viene el señor don
Leandro de Oca.
CARLOTA.- Mi marido dice que no se llama Oca, sino Eco; porque jamás
tiene ideas propias: como un Eco repite las ideas de los demás.
PAULINA.- ¡Tampoco es ella! (Se separa con enojo del balcón. Entran
DON ANSELMO y DON LEANDRO y se retira BERNARDO.) [8]
Escena III
PAULINA, CARLOTA, DON ANSELMO y DON LEANDRO.
DON ANSELMO.- ¡Mi querida Paulina!… Adiós, Carlota.
LEANDRO.- Señoras mías… siempre a sus pies y a sus órdenes.
(Se van sentando todos, procurando dar verdad a la escena y sobre
todo naturalidad.)
DON ANSELMO.- (Buscando con la vista.) ¿Y mi querida Ángela?
PAULINA.- No está.
DON ANSELMO.- ¿No está Ángela?
CARLOTA.- No, señor.
DON ANSELMO.- ¿Y cómo es eso?
PAULINA.- Le diré a usted: como Gonzalo no estaba… por hacer
compañía a nuestra querida Ángela, vinimos a comer con ella; pero al
sentarnos a la mesa, recibió una carta muy urgente.
DON ANSELMO.- ¿De Gonzalo?
CARLOTA.- No, señor. Según parece, una amiga de Ángela, una antigua
compañera de colegio había caído enferma de pronto… ¡pero muy enferma!
PAULINA.- ¡Caso de muerte!… Según nos dijo Ángela.
CARLOTA.- Y es natural…, la familia la llamaba con extraordinaria
urgencia.
DON ANSELMO.- Vea usted, ¡qué desgracia!
LEANDRO.- Será una meningitis; o un derrame seroso; o una pulmonía; o
un aneurisma: de todo esto hay mucho: lo he leído ayer. Malo, malo, malo:
esto se acaba.
PAULINA.- Pues Ángela se afectó, lo que no es decible. Se quedó
pálida como una muerta: y empezó a temblar: y tuvimos que sostenerla.
LEANDRO.- ¿Había comido ya?
CARLOTA.- No, señor; si fue al sentarnos a la mesa.
LEANDRO.- Menos malo: después de una gran pena, se debe comer…,
para tomar fuerzas; pero antes, nunca. ¡Oh, hay [9] que tener mucho
cuidado: yo con esto no transijo: después de comer, no tolero un disgusto.
DON ANSELMO.- Ya lo sabemos, querido Leandro. (A LEANDRO.) Pero en
fin, ¿Ángela?…
PAULINA.- ¡Rompió a llorar como uña niña! Y luego le dio así…¡A
manera de un rapto de desesperación! ¡Y apretaba los dientes y los puños!
LEANDRO.- ¡Pues, los nervios! ¡es mucha máquina esta máquina nuestra!
DON ANSELMO.- Perdona, Leandro; y deja que acabe Paulina. La verdad
es que me van ustedes alarmando.
CARLOTA.- Es que también Paulina exagera. Como Ángela es tan
impresionable… ¿qué tiene de extraño que al saber el accidente de su
amiga?
DON ANSELMO.- ¿Pero quién es esa señora, o esa señorita? ¿Dónde
vive?, ¿no se puede mandar un recado?
PAULINA.- No sabernos quien es: ni sabernos donde vive.
LEANDRO.- Lo mismo que a mí me sucede: nunca me acuerdo de las señas
de nadie. ¡Es mucha cabeza, esta cabeza nuestra!
CARLOTA.- No: si no las hemos olvidado: es que jamás las hemos
sabido.
LEANDRO.- Mal hecho: las señas hay que apuntarlas.
DON ANSELMO.- Pero en fin, ¿Ángela se repuso?
PAULINA.- Sí, señor. Cobró ánimo, mostró mucha energía, y hasta
sonrió al despedirse de nosotras.
CARLOTA.- Nos dijo que dispensásemos… ¡figúrese usted con la
confianza que tenemos!
DON ANSELMO.- ¿Y se fue?
PAULINA.- ¡Se fue sola!
LEANDRO.- ¡Mal hecho! ¡Sola, y en una noche como ésta! ¡Qué
disparate!
DON ANSELMO.- Esa es la palabra, un disparate. ¡Cuando Gonzalo lo
sepa, bueno se pondrá!
LEANDRO.- ¡Bueno se pondrá! ¿Y cuándo vuelve Gonzalo?
DON ANSELMO.- No sé. En fin, ya no hay más que tener paciencia y
esperar. [10]
LEANDRO.- ¿Esperar a que vuelva Gonzalo?
DON ANSELMO.- No, hombre: Ángela, Gonzalo ya volverá cuando sea
servido. Y no tardará mucho; porque la verdad es que no puede estar
separado cinco minutos de su mujercita. ¡Cuatro meses de matrimonio! ¡La
luna de miel! ¡Y cómo se quieren!
PAULINA.- ¡Con delirio!
CARLOTA.- ¡Con pasión!
LEANDRO.- ¡Con frenesí!
DON ANSELMO.- ¡Matrimonio modelo! ¡Cielo anticipado! ¡Horizonte sin
nubes!
LEANDRO.- ¡Muy bien hecho! ¡Si señor, muy bien hecho! Si un
matrimonio no es un cielo sin nubes ¿para qué es matrimonio? ¿Pero diga
usted, Paulina, esta noche no sirven el té? ¡La noche está fría, los
cuerpos están ateridos, las pulmonías andan sueltas! ¿Verdad, Anselmo? Y
digo de té lo que dijo del matrimonio ¿si el té no sirve para noches
tales, para qué sirve?
PAULINA.- ¡Sí, señor! Al momento. (Toca el timbre.)
CARLOTA.- (Aparte a PAULINA.) (Ya tuvo una idea el señor de Oca.)
(BERNARDO en el fondo.)
PAULINA.- Bernardo, que sirvan el té lo más pronto posible. (BERNARDO
se retira.)
DON ANSELMO.- ¿Y Enrique no ha venido esta noche? (A CARLOTA.)
CARLOTA.- No ha venido, pero ya vendrá más tarde. El amigo íntimo de
Gonzalo no puede abandonar a la esposa en esta viudez de cuarenta y ocho
horas.
DON ANSELMO.- ¿Y tu hermano tampoco viene? (A PAULINA.)
PAULINA.- Yo creo que sí; pero estará todavía en el Círculo.
BERNARDO.- (Anunciando.) El señorito Luis.
DON ANSELMO.- Ya le tenemos.
PAULINA.- Y más pronto que de costumbre.
CARLOTA.- Cuando él se anticipa, es que traerá alguna historia que
contarnos.
LEANDRO.- ¡Buena será ella! [11]
Escena IV
PAULINA, CARLOTA DON ANSELMO, DON LEANDRO y LUIS.
LUIS.- ¡Muy buenas noches! ¡Por más que sean muy malas! ¡Qué viento!,
¡qué temperatura! ¡Esto no es ya temperatura: es la congelación universal!
Saludo a todos ustedes, y en particular a mi señor don Anselmo. Y me pongo
a los pies de Carlota. (Se acerca a la chimenea.)
DON ANSELMO.- Y yo en nombre de todos, saludo a mi señor don Luis.
LEANDRO.- (Aparte a DON ANSELMO.) (¡Este chico no es simpático: no,
señor. Mala cabeza!)
DON ANSELMO.- (Aparte a LEANDRO.) (Un poco ligero.) (En este momento
sirven el té, cuyo servicio colocan en la mesita de la derecha: un
servicio elegante de plata, cuya lámpara encienden.)
LUIS.- ¿Hay noticias de Gonzalo? ¿Cuándo vuelve?
DON ANSELMO.- No se sabe; pero supongo que será muy pronto.
PAULINA.- ¿Y no preguntas por Ángela? (A LUIS.)
LUIS.- ¿Ángela? ¡Dices Ángela! Pues, cuando les veo a todos ustedes
con rostros risueños y buen humor, supongo que estará perfectamente. De
todas maneras dispénseme usted, señor don Anselmo, si no le he preguntado
antes por su simpática hija política.
DON ANSELMO.- Como si fuese hija propia, que tanto la quiero.
LUIS.- Y lo merece. Pero es que vengo distraído y hasta preocupado.
¡Qué mundo! ¡Y qué Madrid! ¡Y qué dramas! ¡Luego se quejan… y dicen, si
tenemos o no tenemos afición a esta clase de espectáculos! Pero si la
sociedad nos da de balde dos o tres dramas nuevos cada día, en sus altas
esferas, y en sus ínfimas capas, y en sus regiones medias ¿a qué hemos de
pedir a la ficción por perfecta que sea, aquello mismo que la realidad nos
ofrece con su prodigiosa inventiva, sus apetitosos incentivos, y su
baratura sin par?
DON ANSELMO.- Tienen un inconveniente muchos de esos dramas a que se
refiere usted, y es… que no son estrenos. [12]
LUIS.- Es verdad y es una lástima. Pero el de esta noche…
CARLOTA.- ¿No lo dije? ¡Ya tenemos historia! ¿Se ha contado algo en
el Círculo?
LUIS.- ¿Si han contado?, ¡pues no! ¡Una historia novísima! ¡Una
infamia palpitante! ¡Un escándalo que se eleva a las cúspides sublimes de
lo escandaloso! Y por tenerlo todo…, un drama, que tengo para mí, que ha
sido un verdadero estreno.
LEANDRO.- Hombre de Dios, y joven del Círculo, si es tan escandaloso
el suceso como usted pondera, haga usted el favor de no contarlo, que
hartos estamos ya de inmoralidades y extravíos. Reparo usted que hay
señoras y que estarnos nosotros, que por nuestra edad y nuestras
circunstancias… ¿verdad, Anselmo?
DON ANSELMO.- No creo yo que Luis contase nada que no pudiésemos oír.
LUIS.- Muy bien dicho, respetable protector y amigo. ¿No ha de poder
contarse esta noche y en este salón, lo que ya estará contándose a estas
horas en voz baja en salones y teatros; y mañana se repetirá en voz alta
por calles, plazas y paseos; y antes de tres días retumbará con ecos de
infamia y de deshonra por todas partes donde haya lenguas que se agiten, y
oídos que se agucen?
LEANDRO.- ¡Jesús, María y José! ¡Infamias y deshonras! ¡Ya se nos
vino encima la casa!
DON ANSELMO.- Hombre, esta casa no, que está bien fundada. Nuestros
padres le echaron cimientos firmísimos de honradez y rectitud.
LEANDRO.- Pues la otra: esa de que habla Luis. Y yo repito lo que
dijo antes, aunque no me gusta repetir los conceptos: no puedo tragar
estos escándalos, y perdonen lo vulgar de la frase.
CARLOTA.- ¿Si ayudásemos con una taza de té?…
LEANDRO.- Pasaría mejor la historia ciertamente. (CARLOTA le sirve
una taza de té a LEANDRO.)
CARLOTA.- Y si al cabo ha de contarnos usted ese… triste suceso,
[13] que sea pronto.
PAULINA.- Sí, pronto: mira que ya estamos impacientes.
LUIS.- Pues oigan ustedes, lo que nos ha referido un amigo hace poco
en el Círculo.
LEANDRO.- (Aparte a DON ANSELMO.) (Ya está en sus glorias: y el amigo
debe ser él mismo.)
DON ANSELMO.- (Aparte a LEANDRO.) (Es muy posible.)
LUIS.- (Con tono misterioso.) En cierta calle de esta coronada villa,
y en el piso principal de cierta casa, reúnense diariamente, sobre todo de
noche, algunos jóvenes y algunas otras personas que ya no lo son, casi
todos de buena sociedad y hasta de elevada clase algunos, con el objeto,
laudable por todo extremo, de hacer estudios prácticos tan serios como
costosos, sobre el cálculo de probabilidades.
LEANDRO.- Hombre, eso no me parece ni escandaloso, ni censurable
siquiera. A un sobrino mío, que estudia en Artillería, joven de provecho
por más señas, tengo entendido, que para resolver los problemas de la
balística y precisar matemáticamente el tiro, le están enseñando ese
cálculo de probabilidades de que usted nos habla.
LUIS.- Sí, señor; poco en el club, o sociedad, a que me refiero, el
tiro se efectúa con unas bolas chiquitas: y el blanco está en círculo
horizontal y a veces es rojo: y el círculo y las bolas giran ni más ni
menos que la rueda de la fortuna.
DON ANSELMO.- Diga usted de una vez que se trata de una ruleta y que
la casa es una casa de juego.
LEANDRO.- Ya: ya lo comprendo.
LUIS.- Esa interpretación, aunque torcida a mi entender, le dio sin
duda la autoridad; porque, es lo cierto y lo triste, que cayó de pronto en
el salón de las científicas experiencias, con asombro, espanto y
dispersión de aquella ilustre sociedad de sabios.
LEANDRO.- ¿Y qué?
LUIS.- Que lo grave empieza ahora. Apagose la luz, evaporose el
dinero que se hallaba a mano, empezó la fuga [14] de los socios; y como el
inspector sospechase, que se habían refugiado algunos en el único
entresuelo de la casa, después de llamar varias veces en nombre de la ley,
penetró por la ley de la tuerza con buen golpe de gente, como diría
cualquier historia rancia, en el malhadado entresuelo; en el cual
aparecieron… ¡Y este es el cuadro final!… Un caballero muy conocido,
que con revólver en mano cerraba el paso, y una señora hermosísima, muy
conocida también, y casada por más señas, que creyó con buen instinto
dramático y oportunidad suma, que lo menos que podía hacer en caso tal era
desmayarse, como en efecto se desmayó. En resumen: revólver trágico,
deliquio cómico, autoridad ceñuda cuellos que se estiran, la moral que se
encoje, y el escándalo que a estas horas se estará ensanchado por todo
Madrid.
PAULINA.- ¿Y quiénes eran? (Sin poder contenerse.)
CARLOTA.- ¡Por Dios, Paulina!
PAULINA.- ¡Ah!, es verdad: dispénsenme ustedes: no supe lo que
preguntaba.
DON ANSELMO.- No lo diga usted, Luis: no hemos de ser nosotros
cómplices de ese escándalo que nos anuncia.
LUIS.- No podría decirlo aunque quisiera, y aunque usted no me lo
prohibiese, porque lo ignoro. Pero mañana, aun sin preguntarlo, lo
sabremos todo. (Pequeña pausa.)
DON ANSELMO.- ¡Una mujer manchada para siempre: un esposo deshonrado:
una familia deshecha! Asunto sabroso, como usted dice.
LEANDRO.- ¡Ah!, ¡esta sociedad!, ¡esta sociedad! ¡Señor, si la moral,
si las leyes sociales, si las costumbres públicas no sirven para evitar
estas desdichas! ¿Para qué sirven?
LUIS.- Advierta usted que estas, de que hablamos, no son costumbres
públicas, sino costumbres privadas, que se hacen públicas por accidente.
DON ANSELMO.- No hay que exagerar: esas miserias y otras mayores han
sucedido siempre. Pero siempre es cosa muy triste la traición, el
desengaño y la deshonra. No soy [15] beato; no, señor. Pero cuando oigo
lances como el que hemos oído, doy gracias a Dios con toda mi alma por
pertenecer a una familia honrada; por transmitir a mi hijo la honra, que
sin mancha recibí de mis padres, sin mancha también; y por tener en Ángela
un ángel, que trasmita a mis nietos las limpias tradiciones de mi esposa y
de mi madre. ¡Ah!, el cariño, sin disimules ni traiciones; el hogar
doméstico sin sombras de mentira; poder dar un beso a cualquiera de los
suyos, sin sentir fuego en los labios; poder dar un abrazo sin tener que
rematarlo por estrangulación; y cuando la familia está reunida en torno a
la chimenea y la llama se refleja en rostros de hombres y mujeres, no
verse obligado a pensar: «ese carmín del cutis ¿será el fuego de la
llamarada o el fuego de la vergüenza?» Y cuando a la palidez del
crepúsculo palidecen las frentes, no revolver en el cerebro esta idea:
«¿será lo apagado de la luz o lo lívido de la culpa?» ¡Ah!, ¡no, no: vivir
es respirar entre el amor y la confianza; no, retorcerse entre la duda y
el odio! ¡Para vivir, amar!, ¡para dudar, morir!
CARLOTA.- ¡Qué calor! ¡Y qué poesía!
LUIS.- Don Anselmo es un poeta rezagado del romanticismo: un vate
melenudo.
LEANDRO.- Pues yo no soy melenudo y diga como Anselmo: si la vida no
sirve para vivir…
LUIS.- Entendido: ¿para qué sirve?
LEANDRO.- Justamente.
DON ANSELMO.- Nada, nada: hablemos de otra cosa.
LUIS.- Hablemos de otra cosa… y bebamos una tacita de té, que bien
ganada la tengo.
CARLOTA.- Con mucho gusto. (Le sirve una taza de té.) ¿Quiere usted
un terroncito o dos? (Ofreciéndole azúcar.)
LUIS.- Contesto lo que Francillón… es decir, lo que el insigne
Alejandro Dumas, hijo, puso en Francillón, en labios de uno de sus
personajes.
LEANDRO.- ¿Y qué puso? ¿El terrón de azúcar?
LUIS.- No, señor: esta ingeniosísima respuesta: Carlotita, si [16] va
usted a poner el terrón con las tenacillas, un terrón no más: si con los
lindísimos dedos, los que usted quiera.
LEANDRO.- ¿Con los dedos? Hombre, en nuestro tiempo… (Volviéndose a
DON ANSELMO.)
DON ANSELMO.- En todos los tiempos un terroncito blanco de azúcar
entre los blancos y primorosos dedos de una dama, será una monada
lindísima.
PAULINA.- Muy bien dicho.
DON ANSELMO.- Pues si está bien dicho, que no lo sé, aunque respondo
de que está bien sentido, que, no sea yo menos que Luis: venga otra taza.
CARLOTA.- ¿Pero no habla usted tomado?…
PAULINA.- ¡Qué distraídas somos!… (Las dos se precipitan a
servirle.)
LUIS.- ¡Nunca fuera caballero de damas tan bien servido!… Y ahora
diga usted lo de Francillón.
LEANDRO.- ¿Pero quién es ese Francillón?
PAULINA.- No es ese sino esa, porque es la heroína del último drama
de Dumas.
LEANDRO.- ¿Un drama moderno?
PAULINA.- Modernísimo.
LEANDRO.- Siempre será inmoral.
LUIS.- No, señor; y bajo el concepto del interés, según ciertos
críticos, este es quizá su defecto. Y además, aunque indirectamente en él
se planteen graves problemas sociales.
LEANDRO.- Ya tenemos problemitas en escena. No los puedo sufrir en
ninguna parte.
LUIS.- ¿Ni siquiera en la cabeza? (Con sorna.)
LEANDRO.- Tampoco: en el teatro cansan, y en la cabeza duelen.
PAULINA.- Esta noche está don Leandro inspiradísimo.
DON ANSELMO.- ¿Y son trascendentales?
LUIS.- Ya lo creo: la igualdad del hombre y de la mujer ante el
derecho y ante la responsabilidad; para el castigo como para el perdón.
CARLOTA.- Ni más, ni menos.
LEANDRO.- ¡Qué despropósito! ¿Qué han de ser iguales? [17]
PAULINA.- ¿Por qué no?
DON ANSELMO.- Porque si fueran iguales, sobraba uno.
LUIS.- ¿De modo que usted cree?
DON ANSELMO.- Creo que muy a gusto tomaría otra taza. (CARLOTA y
PAULINA se apresuran a servirlo.) Y creo que la mujer simboliza por manera
poética el sentimiento, el cariño dulcísimo, la pureza, la piedad, el
perdón; y el hombre con todas las potencias de su ser representa la
pasión, la fuerza, la razón severa, el desbordamiento de la energía, la
represión y el castigo. Ella, el rayo de luna que se esconde entre las
sombras del bosque; él, el rayo de sol que choca contra los ásperos
picachos de la sierra. El llanto que es poesía en la mujer, es casi
vergüenza en el hombre. ¡Y en cuanto a la falta!… ¡Ah!… ¡La falta!
¡Qué abismo del uno al otro ser! En el esposo, por ley de naturaleza se
perdona, se olvida, se borra; en la mujer, ni se perdona, ni se olvida, ni
se borra jamás, sino cuando la tierra piadosa cubre el cuerpo pecador.
CARLOTA.- ¡Oh! ¡Qué implacable!
PAULINA.- Di más bien, qué cruel.
LUIS.- ¿La patria de Calderón y de Lope?
DON ANSELMO.- La patria de los hombres de honor.
LUIS.- ¿Pero por qué es distinta la falta? ¿Vamos a ver? ¡Ya verán
ustedes como defiendo al sexo débil?
DON ANSELMO.- Defensa interesada de soltero.
LUIS.- Pero dé usted razones.
DON ANSELMO.- Las hay religiosas, filosóficas y sociales… y luego
la cuestión de los hijos…
LEANDRO.- Evidente… evidente… y luego la cuestión de los hijos.
He aquí un caso en que no cabe la duda.
DON ANSELMO.- Y este es caso peregrino en que la duda es una razón
más. Y apropósito de dudas… dudo si han puesto ustedes azúcar en esta
taza… A ver, a ver… (Lo prueba.) Sí, sí: lo tiene. (Sonriendo.) Y ahí
tienen ustedes la diferencia que hay en este mundo entre las cosas ciertas
y las cosas dudosas. Dudo yo quién de ustedes ha puesto [18] el blanco
terrón de azúcar en el aromático líquido; pero no me cabe duda que entre
mis manos está, y que en el fondo de mi taza disuelve sus primorosos
cristales en la hirviente bebida.
PAULINA.- De todo lo cual deduce el señor don Anselmo con todo su
bondadoso carácter…
LUIS.- Que para nosotros te hizo el perdón, y para ustedes el
castigo.
DON ANSELMO.- Precisamente. Y si quieren una prueba más, pregunten a
la sociedad su opinión. ¿Perdona la mujer el extravío de su esposo? Pues
su virtud, su prestigio, su respetabilidad crecen. ¿Perdona el esposo
ultrajado? Pues todos le condenan a eterno ridículo, y al acento de piedad
se mezcla la carcajada del sarcasmo.
LEANDRO.- ¡Perfectamente! ¿Pues no faltaba más sino que el esposo de
esa señora de que antes nos hablaba Luis la reciba en sus amorosos brazos?
PAULINA.- ¿Quién sabe si es culpable?
LEANDRO.- ¡No me queda más que oír!
CARLOTA.- ¡Lo que es eso!…
PAULINA.- A veces las apariencias engañan.
DON ANSELMO.- Pero tales apariencias como estas, se parecen mucho a
realidades.
PAULINA.- ¿Por qué? ¿Y si fue… por ejemplo… a espiar a su esposo?
DON ANSELMO.- ¡Ingeniosa ocurrencia! ¡Espiar a su marido! ¡Y para
espiarle escogió la compañía de un buen mozo! ¡Les digo a ustedes que si
el sistema se generaliza vamos a tener un espléndido cuerpo de vigilancia
doméstica!
CARLOTA.- Está usted contundente.
DON ANSELMO.- Lo que estoy ya, es inquieto. ¿Qué hora tenemos?
PAULINA.- Las once.
DON ANSELMO.- ¿Las once, y Ángela no ha vuelto?
CARLOTA.- ¡En verdad que va siendo tarde! ¡Cinco horas hace que salió
de casa!
LUIS.- Oigan ustedes… alguien llega… (Levantándose.)
PAULINA.- ¡Sí fuese Ángela! (Yendo al fondo.) [19]
LEANDRO.- Y lo será: claro es que lo será. Alguna vez había de venir.
PAULINA.- Sí ella es.
DON ANSELMO.- ¡Gracias a Dios!
PAULINA.- Por fin.
Escena V
PAULINA, CARLOTA, DON ANSELMO, DON LEANDRO, LUIS y ÁNGELA.
(ÁNGELA por el fondo descompuesta, pálida y desfallecida.)
DON ANSELMO.- ¡Ángela!… ¡Hija mía!… ¡Mi querida Ángela!
PAULINA.- ¡Ángela!… (Todos se levantan y se aproximan a ella. DON
ANSELMO y PAULINA se le acercan cariñosamente: ÁNGELA les mira con
extrañeza y temor.)
ÁNGELA.- ¿Quién me llama?… ¡Ah!, ¡es usted! (A DON ANSELMO.) ¿Eres
tú?… (A PAULINA.) ¡Ay, Dios mío!… ¡Dios mío! (Se deja caer en el sofá
de la derecha.)
PAULINA.- Te esperábamos con impaciencia: estábamos inquietos.
ÁNGELA.- ¿Por qué?
DON ANSELMO.- ¡Por qué! ¡Qué pregunta! ¡Sabiendo lo que todos te
queremos!
PAULINA.- ¡Mírame, ingrata!
ÁNGELA.- ¿Para qué he de mirarte? ¿Para qué te acercas?
PAULINA.- ¡Miren la mimosa!…, para darte un beso.
ÁNGELA.- (Rechazándola.) ¡Eso no!… ¡No quiero que nadie me toque!
¡No quiero que nadie me bese!… ¡Dejadme, dejadme por Dios!
DON ANSELMO.- (Aparte a los demás.) Debe haber ocurrido alguna
desgracia.
LUIS.- (Lo mismo a DON ANSELMO.) ¡Repare usted qué palidez!
CARLOTA.- (Lo mismo a los demás.) Habrá muerto su amiga.
LEANDRO.- Indudablemente.
DON ANSELMO.- Justo. Eso debe ser. Pobre Ángela, qué buena es y que
cariñosa. [20]
LUIS.- Quién lo duda. (Mientras los demás personajes hablan aparte en
voz baja, PAULINA se sienta junto a ÁNGELA, la acaricia, y procura
consolarla.)
PAULINA.- ¡Ángela, no seas así! ¡Ten valor! ¡Óyeme!… ¿Ha muerto
acaso?
ÁNGELA.- ¿Quién?
PAULINA.- Tu amiga, tu compañera, la que tú nos dijiste…
ÁNGELA.- ¡Ah!… ¡Sí: pues eso!… ¡Ha muerto!… ¡Todo muere: cómo
no había de morir!… ¡Y es mejor: se descansa: se olvida!… ¡La
memoria…, la memoria es la maldición de la vida!
PAULINA.- ¡Por Dios, no digas eso!… ¡Qué ideas!
CARLOTA.- (Aparte a los demás.) Ha muerto: ya lo decía yo.
DON ANSELMO.- (A CARLOTA.) Tenía usted razón.
LEANDRO. Todos lo decíamos: no podía ser otra cosa.
LUIS.- Si no era eso, ¿qué podía ser?
DON ANSELMO.- Vamos, hija, sosiégate. ¿Deseas algo? ¿Prefieres
retirarte?…
PAULINA.- ¿Quieres que te dejemos descansar?
ÁNGELA.- ¡Sí!… ¡Por favor!… ¡Prefiero estar sola!…
CARLOTA.- Entonces…
ÁNGELA.- No: sola, no. ¡No me dejen ustedes! ¡Qué noche!… ¿Habrá
sido un sueño?… ¿Don Anselmo, habrá sido un sueño?…
DON ANSELMO.- ¡La vida lo es, según dice el gran poeta!
ÁNGELA.- ¡Ah! ¡Si hubiese sido un sueño, qué alegría!… ¡Y sin
embargo, yo quisiera dormir, dormir profundamente, pero sin soñar!… ¡Y
ustedes aquí, a mi lado, protegiéndome, porque tengo miedo! ¡Y todo sueño
es infame y traidor: oscurece el pensamiento, mata la voluntad, anuda
cordeles de sombra a la garganta! ¡Ven, Paulina; ven: abrázame, bésame,
maltrátame, destrenza mis cabellos, golpea mi cuerpo!… ¡Despertar,
despertar!… ¡Quiero despertar!… (Se pone en pie con muestras de
desesperación.)
DON ANSELMO.- ¡Por Dios santo, Ángela, ten un poco de juicio!
Comprendo tu pena: perder a un ser querido es muy doloroso! [21] ¡Pero no
se trata al fin y al cabo, ni de una madre, ni de un hijo, ni de un
esposo!…
ÁNGELA.- ¡Mi esposo!… ¡Mi Gonzalo!… ¡Ay, Dios mío, Dios mío!..
(Cae llorando en el sofá.)
CARLOTA.- Ya rompió a llorar: con ese desahogo pasará la crisis.
LEANDRO.- Indudablemente.
LUIS.- El cielo y las mujeres se desahogan llorando.
DON ANSELMO.- Ahora debemos retirarnos: Paulina hará el favor de
quedarse con ella: y yo volveré más tarde a ver como sigue.
PAULINA.- Ya lo creo, que me quedaré.
LUIS.- Pues entonces, hasta mañana. Y sin despedirnos de ella: sería
molestarla.
LEANDRO.- Estas crisis no hay que interrumpirlas: que sigan su curso.
¡Yo tengo gran experiencia! A mi difunta… antes de que lo fuese… la
dejaba yo horas enteras llorando. Desahógate, hijita; desahógate, le
decía…, y me marchaba: un día no se pudo desahogar bastante… ¡y la
encontré muerta!… ¡Pobre Asunción!
CARLOTA.- Adiós, Paulina.
DON ANSELMO.- Adiós, querida Ángela. ¡Han visto ustedes! ¡Qué
criatura tan sensible! Ya lo sabía yo… pero nunca, nunca la he visto de
este modo. (Saliendo todos juntos.)
LEANDRO.- Hay días…
LUIS.- Diga usted, ¡que hay noches!…
CARLOTA.- ¡Y sobre todo, hay penas!
DON ANSELMO.- ¡Y ese diablo de Gonzalo! ¡O viene mañana mismo o le
pongo un telegrama!
CARLOTA.- Los maridos no deben separarse de sus mujeres nunca.
LUIS.- ¡Nunca!
DON ANSELMO.- ¡A no ser por caso de fuerza mayor!
Escena VI
ÁNGELA y PAULINA.
PAULINA.- Ya estamos solas. Ángela, querida mía, ¿quieres que
hablemos? [22]
ÁNGELA.- No.
PAULINA.- Pues yo quiero y vas a decirme la verdad.
ÁNGELA.- ¡La verdad! ¿pero tú crees que en este mundo puede decirse
la verdad? ¡Si todos dijésemos la verdad, estallarían los corazones de
dolor o de desprecio! ¡Si todos dijésemos la verdad, Gonzalo tendría que
decirme que su amor era una mentira! ¡Que soy su esposa y me martiriza y
me afrenta!
PAULINA.- ¡A ti!… ¡Imposible!
ÁNGELA.- No es imposible, no lo es. Para saber la verdad salí esta
noche…
PAULINA.- ¿Y ya la sabes?
ÁNGELA.- Sí. ¡Me ha costado… no sabe él todo lo que me cuesta!…,
pero la sé.
PAULINA.- ¿Y qué sabes?
ÁNGELA.- ¡Que me mata a traición! ¡Que me afrenta, como se afrenta a
un hombre abofeteándole el rostro! ¡Porque, el beso que da a otra mujer lo
siento yo como hierro enrojecido sobre los labios; como mordedura de
víbora en el corazón; como chasquido de látigo que me cruzase la faz! Si
él fuese a decir la verdad…. ¡Ahí tienes lo que tendría que decirme!…
Y yo, en cambio…
PAULINA.- ¿Qué le dirías?
ÁNGELA.- ¿No te he dicho que no puede decirse la verdad nunca? Pues
¿cómo quieres que te la diga ahora?
PAULINA.- Pues yo la diré por ti. La enfermedad de tu amiga, fue un
pretexto.
ÁNGELA.- Lo fue.
PAULINA.- Y estabas celosa.
ÁNGELA.- Lo estaba.
PAULINA.- Y la carta que recibiste…
ÁNGELA.- Era una carta en que me avisaban que mi marido no había
salido de Madrid; que esta noche a las diez podía verle entrar en casa de
Julia…
PAULINA.- ¿Y quién te escribió esa carta?
ÁNGELA.- Un amigo… no, un miserable, un villano, el ser más
abyecto… ¡ah!, ¡ser mujer!, ¡ser débil!, ¡ser cobarde! [23]
PAULINA.- ¿Es que te engañó?
ÁNGELA.- No: ¿no te he dicho que no? ¡Le vi entrar en casa de esa
mujer! ¡A Gonzalo! ¡A mi Gonzalo!… ¡No, a ese Gonzalo!… ¡Ya no es mío,
ya es suyo!… ¡Ya nada es mío! ¡Todo me inspira repugnancia, Gonzalo, y
Enrique, y yo, y aquella casa!… ¡Ah!, ¡si mi madre viviese!, ¡poder
abrazarme a algo que no manchase!…
PAULINA.- ¿Le espiaste con Enrique?
ÁNGELA.- Sí.
PAULINA.- ¿Desde una casa?
ÁNGELA.- Sí. Una casa que está enfrente de la de Julia: un cuarto
bajo. ¡La sala oscura; la ventana de par en par; yo, delirante, loca,
calenturienta… agarrándome con las manos crispadas a los hierros de la
reja, como la araña se agarra a los hilos de su tela maldita, esperando la
presa; y Enrique en la sombra, detrás de mí; diciéndome al oído: «ya falta
muy poco; espere usted; Ángela, espere usted: ya vendrá»; y la lluvia
cayendo, y los charcos brillando, y el portal de enfrente lleno de luz, y
los hierros de la verja clavándoseme en el rostro como si quisieran
marcarme para siempre con marca de infamia!
PAULINA.- ¿Y llegó Gonzalo?
ÁNGELA.- Sí; llegó: le vi, era él, di un grito, me desplomé sin
sentido. ¡Enrique me recogió en sus brazos… si no, hubiese caído en
tierra!
PAULINA.- ¡Dime toda la verdad! ¡Toda la verdad, Ángela!
ÁNGELA.- ¿Qué quieres que te diga? ¿Quieres que te odie por saberla,
como me odio a mí, por saberla también?
PAULINA.- ¿Odiarme tú, Ángela? ¡Pero yo ningún daño te hice! ¡Soy
inocente de tus desdichas!
ÁNGELA.- ¿Acaso soy yo culpable? (Levantándose con fiereza.)
Escena VII
ÁNGELA, PAULINA, BERNARDO y ENRIQUE.
BERNARDO.- .Don Enrique de Monteverde. [24]
ÁNGELA.- ¡Ah… ¡él!.. ¡Paulina!… (Abrazándose a ella.)
PAULINA.- ¡Ángela! (ENRIQUE entra. BERNARDO se retira.)
ENRIQUE.- Dispensen ustedes… perdone usted, Ángela… pasaba…
casualmente cuando salía don Anselmo… y me dijo que se sentía
indispuesta. Dudé mucho… pero me decidí al cabo… y vengo a
informarme… con la ansiedad natural…
ÁNGELA.- ¿De como estoy?… Bien, muy bien… Y si ese era el objeto
de su visita…
ENRIQUE.- Ese no más… y me retiro…
ÁNGELA.- ¿Ese no más?… La última vez que nos vimos… me anunció
usted un viaje… un viaje muy largo… de muchos años… que pensaba
usted ir a América… que ya nunca nos veríamos… recuerdo todo esto de
un modo vago…
ENRIQUE.- Cierto, señora… todo eso le dije a usted… He dudado
mucho, pero hay deberes que se imponen, por muy dolorosos que sean; y
aunque lucho todavía conmigo mismo… porque perder para siempre, cuanto
en la vida se ama, es tristísimo… creo que al fin cumpliré mi palabra.
PAULINA.- Si ha empeñado usted su palabra… será preciso que la
cumpla.
ENRIQUE.- Eso creo.
ÁNGELA.- No basta creer… es preciso cumplirla.
ENRIQUE.- ¡Y la cumpliré! Adiós, Ángela… (Tendiéndole la mano que
ÁNGELA no acepta.)
ÁNGELA.- Adiós.
PAULINA.- Alguien ha llegado… (Acercándose al fondo.)
ÁNGELA.- ¿Quién?
PAULINA.- ¡Tu esposo!
ÁNGELA.- ¡Gonzalo!
ENRIQUE.- ¡Gonzalo!
PAULINA.- Sí, él, él es. [25]
Escena VIII
ÁNGELA, PAULINA, ENRIQUE y GONZALO.
GONZALO.- ¡Ángela!… ¡Ángela mía!…
ÁNGELA.- (Rechazándole.) ¡No!… ¡No!… espera, ¿no ves quién está?
Saluda a Paulina… ¡Saluda… es Enrique! (Con cierta dolorosa ironía.)
GONZALO.- ¡Ah!, ¡perdone usted, Paulina! (Dándole la mano.) Venía
ciego…
ÁNGELA.- ¡Es verdad!
GONZALO.- ¡Mi querido Enrique!… ¡Vengan los brazos!
ÁNGELA.- (Aparte a PAULINA.) (¡Miserables!… ¿Hay algo más miserable
que el hombre, Paulina?… ¡Debían ahogarse… y se abrazan!… ¡Ah, la
miseria humana!
ENRIQUE.- ¡Lo digo de veras! (A GONZALO.)
GONZALO.- ¡Qué desatino! (A ENRIQUE.)
ÁNGELA.- (Aparte.) (¡Es preciso que yo se lo diga todo a Gonzalo!
¡Que sufra como yo sufro! ¡Para el odio como para el amor hace falta
compañía!)
GONZALO.- ¿Pero no es una broma?
ENRIQUE.- No lo es.
GONZALO.- ¡Pues si no es broma, es locura! ¡Huir de España: de los
amigos: de la familia!
ENRIQUE.- Para siempre: es cosa resuelta.
GONZALO.- Yo te haré desistir… ¡corre de mi cuenta!
ÁNGELA.- (Aparte a PAULINA.) (¿No le oyes? ¡Traidor y además
imbécil!)
ENRIQUE.- Ha de ser mañana.
GONZALO.- (Riendo.) ¿Mañana? Corriente. ¿Irás por el pronto a París?
ENRIQUE.- Punto de partida obligado para todos los rumbos del
horizonte.
GONZALO.- Pues allá vamos también Ángela y yo.
ÁNGELA. (Aparte a PAULINA.) (¿Qué dice Paulina?)
PAULINA.- (Aparte a ÁNGELA.) (¡Qué idea!)
ENRIQUE.- ¡Gonzalo! [26]
GONZALO.- ¡Ni más, ni menos! El mismo proyecto traía yo…por
razones… por ciertas razones… que luego diré a mi querida Ángela. ¿Tu
partida era algo así… como una fuga? ¡Pues una fuga pensaba yo que fuese
nuestro viaje! Conque nos fugamos juntos.
ENRIQUE.- ¡Imposible!
GONZALO.- ¡Imposible! ¡Ya verás si es imposible! No has visto nunca
cuando tengo una idea ¿cómo se aferra en mi formidable entrecejo? ¡La idea
fija, la obstinación, la terquedad, acaso la locura! ¡Todo eso está
escrito aquí con apiñadas lineas vigorosas! (Riendo.)
PAULINA.- (Aparte.) (¡Qué hombre!)
ÁNGELA.- Bien dices, Gonzalo: no es terquedad… es locura.
GONZALO.- ¡Si yo soy medio loco! Y tú tienes la culpa… ¡ya lo
sabes!
ENRIQUE.- No, Gonzalo; no.
GONZALO.- ¡Que no! ¡Ya lo verás! Por terco, por loco… por todo lo
que queráis, os digo que saldremos, mañana los tres… en departamento
reservado… ¡y a viajar!… Francia… Alemania… Italia… las ruinas
de Pompeya… y Roma… ¡A Roma por todo! ¿No te basta?… ¿Te apetece
América? ¡Pues a la tierra americana!… Siempre los tres: ¡la esposa
divina, el esposo amante y el amigo leal!… ¡Y qué viaje!.. ¡En un
soberbio vapor!… ¡El cielo azul!… ¡La mar verdosa!… ¡El humo
negro!… ¡La estela blanca!
ÁNGELA.- ¡Ah!… ¡Calla!… ¡Calla!
PAULINA.- Ángela ¿qué tienes?
GONZALO.- ¡Que yo pinto tan bien las cosas, que ya siente los efectos
del mareo!
ÁNGELA.- Sí… eso es… y el asco del mareo también.
GONZALO.- ¡Ah!, ¡mi pobre Ángela!
ENRIQUE.- Oye; Gonzalo…
GONZALO.- Te digo que no oigo nada. Mira: ¡aquí está la idea!,
¡conque buenas noches! ¡Ahora te vas! ¡Tengo que explicarle a mi mujer por
qué nos fugamos de Madrid! Adiós, querido.
PAULINA.- Entonces… yo también… [27]
GONZALO.- Como usted quiera…
PAULINA.- ¡Adiós, Ángela; adiós!
GONZALO.- Si acompañases a Paulina… abajo tenéis el coche. (A
ENRIQUE.)
ENRIQUE.- ¡No quieres escucharme?
GONZALO.- No: ni una palabra. Adiós, Enrique. (Al ver que insiste.)
¡Ay! ¡Dios mío!…, ¡qué plomo! ¡Respeto al viajero fatigado! ¿No sabéis
que vuelvo de un viaje? Adiós, Paulina: siempre admirándola y queriéndola.
PAULINA.- Adiós, Gonzalo. (Se dan la mano.)
ENRIQUE.- Adiós. Yo haré… ¡quien lo sabe!
GONZALO.- ¡Gracias al cielo! ¡Qué trabajo cuesta echar la gente de
casa! (Toca un timbre.)
Escena IX
ÁNGELA, GONZALO y un momento dos criados.
GONZALO.- ¡Bernardo!… ¡Juan!… (Aparecen los dos.) Llévense
ustedes las luces; retírense a descansar; cierren las puertas del hotel…
¡y buenas noches!… ¡Ah!, ¡qué pesados!… ¡Al fin! (Cierra las puertas:
queda el salón sin más luz que un quinqué.) ¡Ya estamos solos! ¡Nadie nos
separa, amor mío!
ÁNGELA.- ¿Nadie?
GONZALO.- ¡Alguien quiso; pero no pudo! ¡Oye, Ángela mía; quiero que
hablemos! ¡Quiero pedirte perdón! ¡Quiero hacer confesión general y de
rodillas, si tú lo exiges!
ÁNGELA.- No te comprendo. (Alejándose de GONZALO.)
GONZALO.- ¿Por qué huyes de tu Gonzalo? ¡Ah!, ¡el instinto del amor!
¡Aunque nada sabes, adivinas que acaso pudieras tener motivo para estar
enojada! ¡Pero no lo tienes, no; porque tú lo eres todo para mí: la dicha
cerca, la esperanza lejos, mi Ángela siempre: porque la dicha se llama
Ángela; y la esperanza, Ángela; y todo lo hermoso se llama Ángela! ¡Y los
ángeles se llaman ángeles, porque tú te llamas Ángela! [28]
ÁNGELA. ¡Calla!… ¡Calla!… ¡No digas eso!… ¡Déjame!
GONZALO.- ¡No huyas!… ¡Dame tu mano y óyeme!
ÁNGELA.- ¡Ay, Virgen Santísima!
GONZALO.- ¡Los hombres somos muy malos! ¡Créeme: si lo sabré yo, muy
malos! Malos por naturaleza; y luego la sociedad, las costumbres, la
educación, la mala educación, nos hacen peores. ¡Ya ves tú qué arreglo! El
vicio es para nosotros un alarde, una gala: hasta que no somos viciosos,
somos niños, y sólo nos consideramos hombres, cuando circula por nuestras
venas la primera gota maldita de la corrupción. ¿Qué tal empiezo? ¿Puedo
ser más franco y más humilde, Ángela mía?
ÁNGELA.- ¡No!, ¡dices bien!, ¡todo eso es verdad! Pero déjame: ¡si tú
supieras que peso tengo en la frente y qué angustia en el corazón!
GONZALO.- ¡Yo besaré tu frente para refrescarla y oprimiré tu pecho
para contener sus latidos!
ÁNGELA.- ¡No!… ¡Vete!… ¡Vete!
GONZALO.- ¿Qué tienes?
ÁNGELA.- No lo sé.
GONZALO.- Yo, sí: el presentimiento de que voy a revelarte cosas
horribles; pero no lo son tanto.
ÁNGELA.- ¿Y tú, no tienes ningún presentimiento?
GONZALO.- Sí: el presentimiento de que vas a perdonarme. Si la mujer,
y una mujer como tú, no perdonase, sería que Dios no quiso que bajara el
perdón a la tierra.
ÁNGELA.- ¡No: yo no quiero perdonar, ni quiero que me perdonen a mí!
GONZALO.- ¿A ti? ¡Pobre Ángela mía! (Sonriendo.) Pero déjame seguir
mi confesión. Antes de que tu amor purificase mi alma, fui como todos; no
tan malo como los demás, yo te lo juro: fui malo casi por vergüenza de ser
bueno, ¡hace uno tan mal papel si alardea de virtuoso! En fin… tampoco
quiero glorificarme… fui como son los demás; un imbécil que confunde el
amor con el placer, un pobre ciego de nacimiento que abre los ojos a la
luz, [29] y desde el fondo de su alcoba cree que la miserable lamparilla
del enfermo es toda a luz del espacio… ¡y luego llega el día y ve en lo
infinito de lo azul la suprema majestad del sol!…¡Eh!, ¡qué tal!, ¿no
está bien dicho? ¿Quién será ese cielo? ¿Quién será ese sol? (Sonriendo y
acariciándola.)
ÁNGELA.- ¡Basta!, basta, ¡Gonzalo! (Quiere levantarse. GONZALO la
detiene.)
GONZALO.- Escúchame, Angela, y perdóname. No sé como decirte lo que
tengo que decirte… pero la lealtad, el amor, la dicha de toda nuestra
vida, que ahora empieza… me obligan a ello.
ÁNGELA.- ¿La lealtad y el amor obligan a decir la verdad?
GONZALO.- Sí; siempre ¿quién puede dudarlo?
ÁNGELA.- Pues habla, que también hablaré yo; que también soy leal y
también tengo amor.
GONZALO.- Ángela, amor mío, mujer profanada por la mezquindad de mi
ser; pero profanada antes de conocida, no después: ¡te lo juro!…
ÁNGELA.- ¡Ah!, ¿qué dices?
GONZALO.- Mira…, yo amé…, creí amar a otra mujer…
ÁNGELA.- ¿A Julia?
GONZALO.- ¿Qué? ¡Lo sabías!
ÁNGELA.- Sí: lo supe: lo sé.
GONZALO.- ¡Pero ya no la amo! ¡La odio!
ÁNGELA.- ¡Pero yo no he amado a nadie! ¡Ni antes ni después!
GONZALO.- También lo sé. ¡Amar tú! ¡Pobre de ti! ¡Para mí reclamo el
perdón, pero yo no te lo daría! ¡Cuando el hombre peca y se arrepiente, el
perdón es justo, es de ley Divina: es un pecador arrepentido, no más!
¿Cuando el ángel peca se convierte en algo infernal! ¿El Gólgota redimió
al hombre; a Luzbel, no!
ÁNGELA.- De modo que para mí no habría redención, ni perdón tampoco!
GONZALO.- ¡No!, ¡eso no! ¡Mis brazos para ahogarte! ¡El infierno para
recibirte! ¡Pero pobre Ángela mía! ¡Qué cosas dices! ¡Déjame acabar!
¡Desde que me uní a ti para [30] siempre, Julia me persigue, me hostiga,
me amenaza!
ÁNGELA.- ¡Acaba!
GONZALO.- ¡Hace dos días llegó al paroxismo del furor y de los celos!
Me juró que vendría a decírtelo todo, a destruir nuestra felicidad para
siempre, si esta misma noche no iba a verla.
ÁNGELA.- ¡Acaba, Gonzalo, acaba!
GONZALO.- ¡Y tuve miedo! ¡No por ella; por ti! ¡No podía resistir tu
mirada, ni tus caricias… Parecíame que te profanaba… No osaba
acercarme a ti hasta no borrar ese rastro maldito de mi locura… y fingí
un viaje… y salí de esta casa… y dudé mucho…,y luché más… y
encendí todas mis iras con el fuego de nuestro cariño… ¡Y fue allá hace
una hora!
ÁNGELA.- ¡Gonzalo! ¿Qué dices? ¡Qué me estás diciendo!…¡Ay, Dios
mío!.. ¡Dios mío!
GONZALO.- ¡Lo comprendo! ¡Comprendo tu enojo… tu desesperación…
que me rechaces… que maldigas… comprendería que me dieses muerte! ¡Así
quiero que me ames! ¡Así te amo yo! ¡Pero si hubieses podido verme hace
poco!
ÁNGELA.- ¡Hace poco!…
GONZALO.- ¡Sí me hubieses oído! ¡Fui descortés, brutal! ¡Llegué a ser
infame con aquella mujer! ¡Y por ti todo! ¡Le dije que una lágrima tuya
valía más para mí que todos los dolores de todos los seres capaces de
sufrir! ¡Estas manos que ahora te acarician, como tenazas torturaron sus
brazos!… ¡Fui todo lo cruel y todo lo egoísta que el verdadero amor
exige!
ÁNGELA.- ¡No!…, ¡no por Dios, Gonzalo!… ¡Eso sería horrible!
¡Engáñame!… ¡Afréntame!… ¡Maltrátame como a ella! ¡Pero no me quieras
tanto, no!… ¡Mira que mi corazón va a estallar si es verdadero tu amor!
GONZALO.- ¿No me crees? ¡Ya lo sabía yo: ya sabía que ibas a decirme
todo eso! ¡Pero yo te daré pruebas! ¡Mañana mismo salimos de Madrid!
¡Lejos, lejos de esa mujer! ¡Nosotros a Francia, a Italia, al Nuevo Mundo!
¡A donde [31] tu quieras! Y quédese aquí Julia como lo que pasó para
siempre, como sombra que se desvanece, como recuerdo que se borra, como
algo que se hunde en la nada.
ÁNGELA.- ¡Ah!, ¡miserable de mí, que no es culpable… y soy maldita!
(Esto último casi en voz baja.)
GONZALO.- ¡No!, ¡calla!, ¡no digas esas cosas!… ¡Ven a mis brazos!
ÁNGELA.- ¡Gonzalo!… ¡Mi Gonzalo!… ¡Ven! (Tendiéndole los brazos.)
¡No! (Rechazándole.) ¡Dios mío!… ¡Dios mío! (Cae sin sentido en el
sofá.)
GONZALO.- ¡Ángela!… ¡Socorro!… ¡Aquí!… ¡Pronto!…¡No!… ¡Esto
no será nada!… ¡Esto pasará!… ¡Si, pasará!… ¡Porque si yo perdiese a
mi Ángela!… ¡Ah!, ¡entonces… o a mi corazón la muerte… o a mi
cerebro la locura!… (Queda ÁNGELA desmayada en el sofá y GONZALO
acariciándola y atendiéndola para que vuelva en sí.)
FIN DEL ACTO PRIMERO. [33]
Acto segundo
(La misma decoración del acto primero. Es de día.)
Escena I
DON LEANDRO, CARLOTA.
(CARLOTA escuchando a la puerta de la derecha, segundo término. DON
LEANDRO sentado junto a la mesa.)
LEANDRO.- ¿Se oye algo?
CARLOTA.- No: en este momento, nada: todo en calma.
LEANDRO.- ¿No se queja Gonzalo?
CARLOTA.- Desde que llegaron, no le he oído quejarse ni una vez.
Cuando le vi, estaba muy pálido: la vista extraviada, una sonrisa que daba
miedo, de pronto miraba a su alrededor como si buscase algo; pero ni una
queja.
LEANDRO.- ¿Y Ángela? (Preguntando con misterio.)
CARLOTA.- Como usted la vio: ¡llorando: una Magdalena
LEANDRO.- ¡A buen tiempo! ¡Si hubiese tenido más juicio!.. ¡Una
Magdalena! ¡Lo que la sociedad necesita no son Magdalenas… sino mujeres
honradas!… Diga usted que la [34] honradez es prosaica, y el
arrepentimiento poético. El mundo está perdido, Carlota, está perdido.
CARLOTA.- Tiene usted razón, don Leandro. ¡Qué desgracia!
LEANDRO.- Y seguirán; si, señora, seguirán. Estos dramas de la
existencia son como los del teatro… adelante y adelante… hasta que
llega la catástrofe.
CARLOTA.- ¿Qué catástrofe mayor que la que ya tenemos? ¡Ángela… ya
usted ve! ¡Pues Gonzalo… no hay que decir! ¡Pues don Anselmo… ya hemos
de ver lo que hace’
LEANDRO.- Vendrán catástrofes mayores, no le quede a usted duda.
¿Hasta ahora ha muerto alguien? No. Pues hasta que se mueran todos no
llegaremos al fin. En el convencionalismo del arte, el autor se contenta
con matar uno o dos personajes; en la realidad, no escapa uno. ¡Oh, yo
tengo mucha experiencia! Los autores son tímidos, la tragedia humana es
más valerosa, en todos sus actos la decoración final representa un
cementerio. Me parece que la observación es nueva.
CARLOTA.- ¡Calle usted, don Leandro, calle usted por Dios, que
bastante tenemos con estos disgustos!
Escena II
CARLOTA, DON LEANDRO, PAULINA y LUIS, por el fondo.
PAULINA.- ¡Carlota!
CARLOTA.- ¡Querida mía!
PAULINA.- ¿Pero es cierto?
CARLOTA.- Por desgracia lo es.
PAULINA.- ¿Pero cómo ha sido?… ¡Yo lo supe ahora mismo, y dije…
allá, allá!… ¡Pobre Gonzalo! ¡Pobre Ángela!… ¡Vengo aturdida!… ¡Qué
funesta casualidad!
LUIS.- ¡Como usted lo está oyendo… venimos aturdidos!
LEANDRO.- ¡Aturdidos lo estamos todos!…
LUIS.- Yo… a decir la verdad, no tanto. Algo esperaba.
CARLOTA.- ¿Pero cómo había usted de esperar lo que sucede? Será usted
adivino. [35]
LUIS.- Lo que sucede, precisamente… no; pero algo así… era
inevitable.
LEANDRO.- ¡Inevitable!, sólo que a veces la casualidad sustituye a la
lógica: la forma es distinta; el fondo es idéntico.
PAULINA.- Déjese usted de adiviniciones y de lógicas, y cuéntanos
cuanto sepas. (A CARLOTA.) Cómo fue… cómo llegó Gonzalo… cómo está
Ángela… en fin, todo lo que ocurre en esta casa.
CARLOTA.- Hija, yo te diré lo que he podido averiguar. Anoche
salieron en el tren de Francia, Ángela, Gonzalo y Enrique.
LUIS.- ¡Los tres! ¡Es inaudito!
LEANDRO.- ¡Es inconcebible! ¡Después del escándalo! Cuando todo el
mundo está… ¡cómo está todo el mundo en estas ocasiones!
CARLOTA.- Gonzalo nada sabía, no le dieron tiempo para enterarse.
(Con ironía.) Veinte y cuatro horas más… y yo creo que hubiese
suspendido el viaje.
PAULINA.- ¡Lo de siempre! ¡La marea social que sube, pero que tarda
cierto tiempo en subir: primero su oleaje golpea el pecho, luego salpica
los labios, poco después se desliza en los oídos, al fin una ola mayor
cubre la cabeza y allá se queda en el fondo el infeliz anegado, y la marea
vencedora sigue creciendo; ¡pobre Ángela!
LEANDRO.- ¡Pobre Ángela! ¿Pues por qué no se opuso a ese viaje
absurdo y ridículo?
PAULINA.- ¡No conoce usted a Gonzalo! Bueno, noble, generoso, como
nadie, pero terco hasta lo inconcebible.
CARLOTA.- Es verdad: mi marido dice, que en aquel cerebro hay un
remolino de locura, y en su familia hay precedentes.
LEANDRO.- Dios nos libre de esos remolinos.
LUIS.- No tema usted, don Leandro: usted está libre de esas
contingencias patológicas.
LEANDRO.- Así lo creo. De todas maneras lo que me espanta es la
osadía… la poca aprensión… el descaro, porque hay que dar su nombre a
las cosas: el descaro de Enrique. [36]
LUIS.- Quien tuvo osadía para lo más ¿ha de tener escrúpulos para lo
menos? Si el propio marido se empeñaba… él ¿qué había de hacer? Lo
brindan el panal, a la miel acerca los labios.
PAULINA.- ¡Ay, Dios mio, qué discusiones! ¿Acabarás de contarnos el
suceso?
CARLOTA.- ¡Pues anoche se fueron: y esta mañana preparábase mi marido
para salir, cuando llegaron a buscarle con mucha prisa. Que los señores
habían vuelto!, ¡que Gonzalo venía muy malo!, ¡que al subir o al bajar del
tren había recibido un golpe terrible!, ¡que habían tomado el primer tren
ascendente!, ¡que la señora estaba desesperada!, ¡y don Anselmo
desesperado!, ¡y desesperado Enrique! ¿Qué sé yo? ¡Una confusión de
palabras! ¡Pasó en seguida mi marido… y a poco vine yo… y aquí estamos
todos!
PAULINA.- ¿Pero cómo ha ocurrido el accidente?
CARLOTA.- Con pormenores no he podido saberlo; porque la familia no
está para interrogatorios.
LEANDRO.- ¡Una imprudencia de Gonzalo! ¡Y las imprudencias se pagan!
¡Un pobre hombre que no tiene aplomo; y él, cuanto le rodea… ¿qué, ha de
suceder? ¡A tierra!
LUIS.- ¿Qué sé yo? ¡La historia que nos ha referido Carlota, es
inverosímil!
CARLOTA.- Pues díganos usted su opinión.
LUIS.- No: yo no tengo opinión: nada sé: pero veo ante mí muchos
dramas posibles.
LEANDRO.- Por ejemplo.
LUIS.- Por ejemplo… ¡un desafío entre Gonzalo y Enrique!
CARLOTA.- No, señor: no. De eso ya me he enterado yo: porque también
se me ocurrió la misma idea.
LUIS.- Y a todo el mundo: es lo que corre por Madrid.
CARLOTA.- Pues no hay tal cosa. Dice mi marido que no tiene Gonzalo
herida alguna: de arma noble ni de hierro, ni de plomo.
LUIS.- ¿De modo que ha sido golpe: verdadero golpe?
CARLOTA.- Sí, señor. [37]
LEANDRO.- ¡Entonces pudo ser una lucha en el tren!
LUIS.- ¡Claro que pudo ser!
LEANDRO.- ¡Ángela desmayada!… ¡Los dos hombres forcejeando en
mortal abrazo!… ¡Una tragedia en un reservado arrastrada por una
locomotora a cincuenta kilómetros por hora! ¿Qué tal?
LUIS.- ¡Admirable, don Leandro!… ¡Eso es mucho más dramático que el
desafío!
PAULINA.- ¿Qué disparates están ustedes inventando?…
CARLOTA.- ¡No tanto Paulina! ¿Quién sabe?
LEANDRO.- Será disparate… pero la invención no es mía.
LUIS.- ¡Lo suponemos: es usted demasiado formal!…
LEANDRO.- ¡Lo he oído!… ¡Sí, señora, lo he oído!
PAULINA.- ¡El genio de la invención es fecundo!
LEANDRO.- Y agregaron que esta versión era más natural: más propia de
los adelantos de la época. Antes, los crímenes se realizaban en tal punto
del espacio y en tal instante de tiempo: eran crímenes estáticos. Ahora el
elemento dinámico es de rigor: la criminalidad en movimiento será la
última palabra del arte criminal: y habrá crímenes ómnibus, crímenes
mixtos, y crímenes exprés, devorando el espacio a todo vapor. No se
hablará del crimen sencillo, sino de la línea criminal con sus rasantes,
sus pendientes y sus curvas; y el código tendrá muy en cuenta el radio de
la curva, porque es claro, que cuanto más torcida es la conducta de un
reo, mayor debe ser la pena.
LUIS.- ¿Y eso tampoco lo ha inventado usted?
LEANDRO.- Tampoco: lo he oído; pero no me pareció mal.
PAULINA.- ¡Perfectamente! Una mujer se muere de pena, un hombre se
morirá acaso de desesperación, una familia se hunde en la desgracia… y
esos desocupados, cuyas ingeniosas invenciones ustedes recogen, hacen de
la tragedia de Ángela y Gonzalo, materia sabrosa de entretenimientos
ligeros, chistes insulsos, y extravagancias ridículas… ¡bien por la
simpatía, la caridad y la nobleza de las almas honradas! [38]
LEANDRO.- ¡Por Dios, Paulina, yo no hice más que repetir como un
eco!…
PAULINA.- ¡Ya lo sé, señor de Oca! Pero ahora no repita usted nada,
porque creo que viene don Anselmo.
CARLOTA.- Con mi marido: él nos completará la historia.
PAULINA.- Y procuren ustedes poner la cara triste.
LEANDRO.- ¡Oh!, tristes… lo estamos seguramente.
Escena III
CARLOTA, PAULINA, DON LEANDRO, LUIS, DON ANSELMO y DON MATÍAS.
(Los dos últimos por la derecha, segundo término.)
DON MATÍAS.- (A DON ANSELMO.) Por ahora no hay más que hacer: mucho
reposo: no contrariarle en nada: si se empeñara en levantarse y en andar
por la casa… dejarle… dejarle… y yo volveré dentro de tres o cuatro
horas. Conque don Anselmo… (Despidiéndose.)
DON ANSELMO.- Perdone usted, amigo mío… (Deteniéndolo.) quisiera
que hablásemos. Dispense usted, Paulina… dispense usted, Luis… no les
había visto… ¡Llevo una niebla en los ojos… no veo nada!
LUIS.- No se preocupe usted por nosotros. Hemos sabido la
ocurrencia… y hemos venido, como es natural, a ofrecernos, tanto mi
hermana como yo… incondicionalmente.
LEANDRO.- ¡Lo que yo dije… incondicionalmente!… Tanto yo…
como… en fin: yo mismo.
DON ANSELMO.- Muchas gracias, amigos míos: muchas gracias. Si quieren
ustedes ver a la pobre Ángela… en el gabinete está… y se alegrará
mucho… (A PAULINA y CARLOTA.)
PAULINA.- ¿Si no incomodamos?
DON ANSELMO.- De ningún modo. ¡Amigos como ustedes!… Si de ustedes
no recibimos consuelo en estas circunstancias, ¿de quién? [39]
PAULINA.- Pues entonces… (A CARLOTA.) ¿Vamos allá?
CARLOTA.- Sí, vamos.
PAULINA.- ¡Hasta luego, don Anselmo!
CARLOTA.- Adiós.
DON ANSELMO.- Adiós, hijas mías.
PAULINA.- ¡Pobre Ángela! (Salen por la derecha, primer término.)
LUIS.- Pues yo… con el permiso de usted… y reiterando mis
ofrecimientos… (Dándole la mano.)
DON ANSELMO.- Los agradezco de veras.
LUIS.- Ya volveré más tarde.
DON ANSELMO.- Adiós, Luis. (Sale LUIS.)
LEANDRO.- Y yo con tu permiso… y reiterando…
DON ANSELMO.- No: tengo que hablar contigo: haz el favor de esperar
unos instantes.
Escena IV
DON ANSELMO, DON MATÍAS y DON LEANDRO.
LEANDRO.- Estoy siempre a tu disposición: si los amigos no sirven
para estos casos, ¿para qué sirven? Puedes creerme…
DON ANSELMO.- Ya lo sé, querido Leandro. Siéntese usted, señor don
Matías; siéntese usted. (Se sientan los dos en el sofá.) Perdone usted, si
le molesto con preguntas, amigo mío; pero usted sabe lo que yo quiero a mi
Gonzalo: usted ve… ¡cómo le veo!, ¡y usted adivinará lo que estoy
sufriendo!
DON MATÍAS.- Lo adivino, mi buen amigo.
LEANDRO.- Lo adivinamos todos.
DON ANSELMO.- ¡Sufro mucho!… Por estas y por otras razones…
¡sufro mucho! ¡Y necesito de toda mi fuerza de voluntad!… En fin, todo
sea por Dios y Él me dé paciencia y fortaleza. Vamos a ver, amigo mío: la
verdad; que yo soy un hombre que sabe resistir las malas noticias:
¿peligra… peligra… peligra la vida de mi Gonzalo?
DON MATÍAS.- No, señor. Esté usted tranquilo: su vida… lo que es su
vida… su vida… no peligra. Yo se lo aseguro a usted, a fe de hombre
honrado y de amigo leal. [40]
DON ANSELMO.- (Mirándolo fijamente.) ¡Ah!… Dice usted que no
peligra la vida de mi Gonzalo… y su acento de usted es triste; y separa
usted de mí la vista! ¡No disimule usted, no, finja! ¿No sabe usted, que
el cariño de un padre es más sutil que toda la penetración de los
doctores, y más sabio que toda su ciencia? Ustedes escuchan ruidos
cavernosos en el pecho del enfermo; cuentan pulsaciones más o menos
rápidas; miden grados de calor con precisión suma; sí, señor. Ponen
ustedes en comunición su inteligencia con la materia dolorida y abrasada
del ser que sufre… bueno, claro, saben ustedes mucho, no lo niego; pero
nosotros, los padres ¡sabemos, más! ¡Sin escuchar, oímos: por los latidos
de nuestro propio corazón contamos los del hijo amado: arde en nosotros la
calentura que abrasa aquella carne de nuestra carne: ponemos en
comunicación nuestra alma con la suya: y cuando se nos empañan los ojos es
que la muerte proyecta su sombra sobre el hijo y sobre el padre, que son
la misma existencia, y se apagan con la misma agonía!
DON MATÍAS.- ¡Por Dios, don Anselmo!
LEANDRO.- ¡Pero qué hombre este!
DON ANSELMO.- ¡Si no me engañan ustedes! Si yo oigo una voz que me
dice: «¡Gonzalo ha sido hasta hoy tuyo: ya es mío!» Y esa voz yo la
conozco: la oí cuando murieron mis padres, cuando murió mi hija, siempre
que perdí algún ser querido: ¡oh!, ¡el timbre de esa voz me hiela la
sangre y levanta tempestades de desesperación aquí dentro!
DON MATÍAS.- ¡Pero qué locuras son las de usted, amigo don Anselmo!
LEANDRO.- ¿Pues no te dice nuestro ilustre doctor, que responde de la
vida de Gonzalo?
DON ANSELMO.- De su vida… de su vida material, sí…
LEANDRO.- ¿Y qué?
DON ANSELMO.- ¿Responde usted también de su razón? (En voz baja y con
angustia.) [41]
DON MATÍAS.- ¡Amigo mío!…
DON ANSELMO.- ¡Ah!, ¡ya no contesta usted!
DON MATÍAS.- Pues hablemos con más calma. Gonzalo ha sufrido un golpe
violentísimo, según parece: una conmoción cerebral: hay congestión… hace
unas cuantas horas ocurrió el accidente… ¿y ya quiere usted que esté
bueno?
DON ANSELMO.- No, señor. ¡Quisiera que estuviese peor! ¡Quisiera que
le abrasase la fiebre; que delirase: quisiera todo eso! ¡Y mi angustia
sería muy grande; pero lucharíamos: usted, con su conciencia; yo, con mi
amor; y con la ayuda de Dios saldríamos adelante, que él es joven,
vigoroso y mi Gonzalo no ha de morirse por tan poco!
LEANDRO.- ¿Entonces?
DON ANSELMO.- Pero mi hijo no tiene fiebre.
DON MATÍAS.- No, señor.
DON ANSELMO.- Gonzalo está tranquilo.
DON MATÍAS.- Es verdad.
DON ANSELMO.- ¡A veces sonríe!
DON MATÍAS. Lo he observado.
DON ANSELMO.- ¡Pero qué sonrisa! Y sobre todo, ¿por qué sonríe, si no
hay motivo?
DON MATÍAS.- Son síntomas nerviosos.
DON ANSELMO.- Habla casi juiciosamente…¡pero con una vaguedad…
con unas ideas tan extrañas… con una malicia tan sin razón! ¿Y sobre
todo, aquella mirada!… ¡Yo no quiero que me mire así! ¡Por Dios santo,
borre usted aquellos resplandores de sus en ojos! ¡Mi Gonzalo no está
ellos!… ¡Es otro Gonzalo!… ¡Es otro ser distinto del que yo conozco,
del que yo amo!… ¡Y yo quiero el mío! ¡El de siempre!… ¡El que estuvo
en mis rodillas cuando niño! ¡El que creció y estuvo en mis brazos!… ¡El
que fue hombre y está en mi corazón! ¡Si conoceré yo a mi Gonzalo!…
¡Pues ese quiero!… ¡Ese!…¡Ese!… ¡No el que se asoma a las
extraviadas pupilas con relámpagos de locura!… (Se oculta el rostro
entre las manos y solloza.) [42]
DON MATÍAS.- ¡Cálmese usted, por Dios santo!
DON ANSELMO.- ¡Ah! ¡Si yo supiera quién me ha robado mi hijo y quién
me ha puesto ese otro ser!
LEANDRO.- ¡Qué exageraciones!
DON ANSELMO.- ¡No son exageraciones! ¡Desde que le vi, estoy
repitiéndome por lo bajo esta frase horrible: mi hijo ha perdido la razón!
¡Niéguelo usted!
DON MATÍAS.- Todavía no puede decirse tanto.
DON ANSELMO.- ¡Todavía no!… ¡Luego hay peligro!… ¡Luego es
posible! ¡Posible para un padre quiere decir, es cierto!
DON MATÍAS.- Yo no he dicho…
DON ANSELMO.- ¡Usted lo ha dicho! ¡He perdido a mi Gonzalo! ¡Ahí
está, ahí está lo que yo temía! ¡Le he perdido: le he perdido más que si
estuviera yerto y helado! La muerte es muy triste, es espantosa; pero es
noble, sublime casi, ¡porque el mayor misterio es la mayor sublimidad!
¡Entre el silencio del que muere y el llanto del que vive, se cierne
invisible la esperanza! (Levantándose con desesperación.) ¡Pero la locura
de un ser, a quien yo quería tanto, es la muerte grotesca; es el escarnio
de la vida; es la mueca ignoble del payaso al borde de la fosa!
DON MATÍAS.- ¡Usted si que ha perdido la razón!
DON ANSELMO.- ¡El ser que tanto amaba, quedar vivo sólo para el
escarnio!… ¡Eso sí que no lo sufro!… ¡Esas cosas no las hace Dios!…
¡Alguno aquí abajo tendrá la culpa… y ese… ese… va a encontrarse
conmigo!
DON MATÍAS.- ¡Quiere usted que hablemos con un poquito de calma!
LEANDRO.- ¿Quieres escucharle?
DON ANSELMO.- Bueno, le escucharé: si tengo más calma de la que
ustedes me suponen. Vamos, hable usted.
DON MATÍAS.- Pues yo le explicaré a usted el caso.
DON ANSELMO.- Si yo no comprendería sus explicaciones.
DON MATÍAS.- Si acudiré a ejemplos vulgares.
DON ANSELMO.- Si yo no quiero que usted me diga más que una cosa: si
recobraré a mi Gonzalo: nada más. ¿Y cuándo? ¿Y [43] cómo? ¿Y de que
manera? ¡Ya ve usted qué sencillo!
DON MATÍAS.- ¡Pues necesito explicarme; pero usted no me deja!…
DON ANSELMO.- Bueno: pues diga usted y perdóneme, amigo mío.
DON MATÍAS.- Imagine usted, mi querido amigo, y perdone, usted
también la comparación, aunque le parezca extraña…
DON ANSELMO.- Si desde que está así mi hijo, todo me parece
extraño… todos me parece que estamos dementes.
DON MATÍAS.- Es posible.
LEANDRO.- Siga usted, que algo se aprende.
DON MATÍAS.- Imagine usted, decía, una estación telegráfica a orillas
de un río.
LEANDRO.- ¡Hombre, a donde hemos saltado!
DON MATÍAS.- Llega una avenida extraordinaria: crecen las aguas: la
oficina telegráfica se inunda, se anegan los aparatos y queda inutilizado
por el pronto, silencioso y muerto para toda circulación de ideas, para
toda comunicación humana, aquél centro de vida y de actividad. Pero la
crecida baja: queda libre el edificio: los aparatos funcionan y la vida
aparece de nuevo.
LEANDRO.- Perfectamente. Aunque a decir verdad, algo averiados
habrían quedado los tales aparatos, y no quisiera yo verme en su caso.
DON MATÍAS.- (A DON ANSELMO.) ¿Ha comprendido usted?
DON ANSELMO.- Algo; sí, señor. Pero, ¿qué tiene que hacer todo eso
con mi Gonzalo?
DON MATÍAS.- Que cada celdilla cerebral es una pequeña estación
telegráfica.
LEANDRO.- ¡Demonio! (Echandose mano a la cabeza.)
DON MATÍAS.- Que cuando la venida sanguínea o serosa crece y crece,
puede inundarla y la vida intelectual se perturba.
DON ANSELMO.- ¿Pero entonces mi Gonzalo?…
DON MATÍAS.- La naturaleza tiene recursos maravillosos, y el
organismo humano, mayor resistencia de la que suponemos.
LEANDRO.- Y si los aparatillos telegráficos no han sido destruidos…
DON MATÍAS.- Precisamente; si no han sido destruidos, recobran su
[44] actividad.
DON ANSELMO.- Y un hijo a quien yo quiero tanto, ¿ha de estar a
merced de esas cosas?
DON MATÍAS.- ¡Leyes inexorables!
DON ANSELMO.- ¡Que yo no sufro!
DON MATÍAS.- ¡Pobre don Anselmo! Calma… confianza… y ya veremos.
DON ANSELMO.- (Ensimismado.) Sí: veremos.
DON MATÍAS.- Conque hasta luego: pronto volveré. Don Leandro…
LEANDRO.- (Se despiden.) Querido doctor…
DON MATÍAS.- (¡Ah!, ¡el instinto de padre!… ¡Todo lo ignora… y lo
comprende todo.) (Aparte a DON LEANDRO. Sale por el fondo.)
Escena V
DON ANSELMO y DON LEANDRO.
LEANDRO.- (Aparte.) (¡Nada, que me han proporcionado una soberana
jaqueca! ¡Ya siento la cabeza llena de inundaciones!, ¡celdillas
anegadas!, ¡aparatos telegráficos zambullidos en sangre! ¡Jesús, María y
José, y qué cosazas inventan estos doctores! ¡No, pues éste no está muy
cuerdo! ¡Éste tiene también su correspondiente riada en las oficinas
cerebrales!) ¡Anselmo!, ¡querido Anselmo!… ¿Deseabas hablarme?
DON ANSELMO.- ¡Ah!, ¿eres tú? Sí: quería que hablásemos.
LEANDRO.- ¿No será de la enfermedad de tu hijo? ¡Porque te declaro
que no entiendo de esas cosas y que me hacen mucho daño!… ¡Como os
estimo tanto!…
DON ANSELMO.- De mi hijo se trata.
LEANDRO.- ¡Pero, Anselmo!…
DON ANSELMO.- ¿Me oíste hace poco? ¿Y crees saberlo todo? ¿Penetrar
todas mis angustias?
LEANDRO.- Creo que sí.
DON ANSELMO.- Pues te equivocas: son mayores, mucho mayores de lo que
imaginas. Esta casa, que hasta ayer, era toda [45] paz y alegría… honra
y dignidad… ¡Hoy es miserable ruina!… ¡Allá dentro, Gonzalo que
delira! ¡Ángela que llora!… ¡Aquí un hombre a quien a ratos abruma la
pena; a quien otras veces enciende la ira! Me crees viejo casi; débil;
bonachón… ¡ya verás, ya verás!
LEANDRO.- ¿Pero quién tiene la culpa de esa desgracia?
DON ANSELMO.- Eso es lo que yo quiero saber.
LEANDRO.- No te comprendo. (Aparte.) (Vaya si le comprendo.)
DON ANSELMO.- Decía yo antes que estaba desesperado, temiendo que la
conmoción que ha sufrido mi Gonzalo, perturbase para siempre su
inteligencia, ¿no es eso?
LEANDRO.- Eso precisamente.
DON ANSELMO.- Pues mira, acaso el insensato era yo; tal vez lo que
debo pedir a Dios de rodillas y vertiendo todas las lágrimas que puedan
dar de sí mis ojos, es que mi Gonzalo no recobre la razón jamás.
LEANDRO.- ¿Pero qué nuevo desatino me cuentas?
DON ANSELMO.- Lo que todos cuentan por Madrid. ¿Tú crees que no ha
llegado a mis oídos?
LEANDRO.- ¡Por Dios, Anselmo!
DON ANSELMO.- No finjas: tú no sabes fingir. Bien me comprendes.
Escucha. Anoche fui a despedirles a la estación. Los vi partir con
tristeza. Mi Gonzalo iba muy alegre; pero Ángela… Ángela no era la de
otras veces; y Enrique… llevaba en su rostro una mezcla extraña de dolor
profundo y de insensata alegría… ¡algo así como si Satanás pudiera
deslizarse a escondidas en el cielo!
LEANDRO.- Conformes: yo siempre he creído que Enrique es una mala
persona. De todas maneras, no sé a dónde vas a parar.
DON ANSELMO.- A contarte lo que oí, porque tú lo habrás oído también
y quiero que me digas la verdad.
LEANDRO.- Pero en fin, sepamos…
DON ANSELMO.- Pues ellos se fueron y yo salí de la estación triste y
preocupado; y lentamente y a pie empecé a subir hacia el centro de la
villa. Marchaban delante unos jóvenes, que habían ido a despedir a no sé
qué familia… [46] y hablaban, y reían, y retazos de su conversación
llegaban a mi oído entre risas, chistes, humo de los cigarros y bocanadas
de viento.
LEANDRO.- ¿Y qué decían?
DON ANSELMO.- Pues decían: «van juntos… ¡los tres!» y celebraban la
ocurrencia con sonoras carcajadas. ¿Por qué me estremeció esta frase? ¡Hay
tanta gente en el mundo!… ¡Serán otros! y empecé a buscar en mi memoria
si había visto en el andén algún grupo de tres viajeros: ninguno, no podía
recordar ninguno, siempre se me ponían delante, Gonzalo con su alegría
ridícula, Ángela con su palidez, y Enrique con su sonrisa diabólica.
LEANDRO.- Sigue.
DON ANSELMO.- Sí: seguimos todos: ellos delante, yo detrás. Y al
cabo, hablaron del escándalo que contó Luis; y aquellos tres eran los
personajes de la historia escandalosa. Me acerqué más… ¡y oí el nombre
de Gonzalo!… Pero cortaron la frase unas mujeres que se interpusieron ¡y
con qué indiferencia, y qué risueñas! ¡Ah!, ¡las hubiera ahogado entre mis
brazos!… Por fin los alcancé otra vez, pensando con ira: sin duda uno de
esos se llama Gonzalo, ¡por qué, por qué ha de llamarse ese hombre como mi
hijo! Y les seguí con ansia infinita: y cruzaron de una a otra acera: ¡y
yo crucé, tras ellos salpicándome de lodo, mientras los miserables me
salpicaban de lodo también la frente! Ya iba a arrojarme sobre ellos y a
decirles: «¡quiero oír eso que ustedes cuentan!» Cuando el de voz más
chillona dijo: «¡Y Ángela es divina!»… ¡Y luego no sé qué grosería! ¡Me
detuve… lo vi todo claro… luego no vi nada! ¡No me atreví a dar un
paso… me parecía que algo habíase derrumbado en torno mío!… Una pobre
anciana se me acercó pidiéndome limosna con voz lastimera y yo la increpé
colérico llamándola ¡infame!… ¡Y apreté los puños avanzando sobre
ella!…, y tuve que huir, ¡porque sentía impulsos de muerte! [47]
LEANDRO.- ¡Válgame Dios!… Pero ¿qué remedio? ¡Era preciso!
DON ANSELMO.- ¿De modo que tú también lo sabías!
LEANDRO.- Yo no sé nada: sé únicamente lo que se dice.
DON ANSELMO.- ¿Pero lo dice todo el mundo?
LEANDRO.- Todo el mundo, no diré yo; pero una buena parte… no hay
para qué negarlo, puesto que tú mismo lo has oído.
DON ANSELMO.- Pues como Enrique debe ser quien mejor lo sepa, le he
escrito exigiéndole que venga inmediatamente a esta casa.
LEANDRO.- ¿Estás en ti, Anselmo?
DON ANSELMO.- Estoy en mi honra, y por eso me gusta aclarar cuanto la
empaña: nieblas y murmuraciones se rasgan echando el cuerpo adelante.
LEANDRO.- Tú sabrás lo que haces.
DON ANSELMO.- Ya lo creo que lo sé.
LEANDRO.- ¡Por descontado que yo no creo nada!
DON ANSELMO.- Tú lo crees todo: y sabes mucho más que yo y me lo vas
a contar.
LEANDRO.- ¡Te aseguro que sabemos lo mismo!
DON ANSELMO.- ¡No: me engañas: y en un amigo como tú eso es infame!
LEANDRO.- ¡Por todos los santos la corte celestial!
DON ANSELMO.- ¡Por todos los diablos, que de aquí no sales, sin que
me refieras punto por punto todas las infamias, murmuraciones, verdades o
mentiras que tú y tus amigos habréis recogido por Madrid!
LEANDRO.- ¡Anselmo!… ¡Anselmo!…
DON ANSELMO.- ¡Nada!… ¡Nada!… ¡Ha de ser!
LEANDRO.- Bueno; pues luego…, luego… porque mira… Ángela
viene…
DON ANSELMO.- ¿Ángela?
LEANDRO.- Sí. [48]
Escena VI
DON ANSELMO, DON LEANDRO y ÁNGELA por la derecha, segundo término.
ÁNGELA.- ¡Padre!…
DON ANSELMO.- ¿Qué?… ¿Qué me quieres?
ÁNGELA.- Es que Gonzalo…
DON ANSELMO.- ¿Está peor?
ÁNGELA.- No sé. Se arrojó de la cama. Se está vistiendo. Dice que
quiere salir… salir a la calle; a ver gente; a respirar; que en esta
casa se ahoga… que necesita aire.
DON ANSELMO.- ¡El delirio!
ÁNGELA.- No: no delira: ¡ojalá! Parece tranquilo: habla con dulzura a
todos…
DON ANSELMO.- ¿A ti también?
ÁNGELA.- ¡Más que a nadie!
DON ANSELMO.- ¿Y se acuerda de Enrique?
ÁNGELA.- Lo ignoro… ¿Qué me importa?
DON ANSELMO.- ¿Ese hombre no habrá salido de Madrid?
ÁNGELA.- No lo sé…
DON ANSELMO.- Pues yo no quiero que se aleje… es un buen amigo… y
me place tenerle cerca… ¡a mi alcance!… ¿Y a ti?
ÁNGELA.- ¿A mí?… ¡Yo… no pienso en él: pienso en Gonzalo!… ¡En
mi Gonzalo!… ¡En él!… ¡Él!… ¡ya viene!.. ¡Ya viene, padre mío!
(Abrazándose a DON ANSELMO.)
DON ANSELMO.- ¿Le tienes miedo?
ÁNGELA.- ¿Yo, miedo? ¿Por qué?
LEANDRO.- No extrañe usted la pregunta: como se halla en ese
estado… podría tal vez… en un rapto de frenesí…
ÁNGELA.- ¿Qué?
DON ANSELMO.- ¡Ahogarte, Ángela!
ÁNGELA.- ¿Qué importa? [49]
Escena VII
ÁNGELA, DON ANSELMO, DON LEANDRO y GONZALO.
GONZALO.- (Desde dentro.) (¡Déjadme!… ¡Basta!… ¡Nadie me siga!…
¡Déjeme usted, Carlota!… ¡Apártese usted, Paulina!… ¡Quiero ir solo!
(Sale con ímpetu por la derecha, segundo término, y cierra de golpe la
puerta: viene pálido, el cabello en desorden, en suma, como el actor crea
oportuno; pero en traje de calle: todo él descompuesto, aunque ne con
exceso.) ¡Ah!, ¡qué importunos y qué impertinentes!
DON ANSELMO.- ¡Gonzalo!…
GONZALO.- ¿Quién me llama?… ¡Ah, eres tú, padre mío!… ¡A ti te
quiero mucho y te respeto mucho! ¡Dame la mano!… (La besa.) ¡Así la
besaba cuando era niño, ahora no puedo porque se reiría la gente!… ¡La
gente se ríe de todo! ¡Y no sólo son burlones, sino crueles! ¿Pues no
querían sujetarme horas y horas, días y días en aquél lecho? ¡Como si
estuviese enfermo! ¡Los enfermos no sienten este vigor, que yo siento en
mis brazos, que me creo capaz de ahogar entre ellos!… ¿A quién? ¿A quién
crees tú que podría ahogar? No, no tengas miedo, a ti no. (A su padre.) Y
a ti tampoco, Ángela, tampoco, aunque aquellos me decían con sus ojos
«ahógala, ahógala!» (Con voz misteriosa y mirando alrededor.)
ÁNGELA.- ¡Gonzalo! (Se acerca a él y le abraza.)
GONZALO.- ¡Así me gusta: tienes confianza en mi cariño! ¡Bien hecho!
Eso prueba… eso prueba… lo que yo sé; pero ahora no quiero decirlo, lo
diré luego, cuando estemos solos.
DON ANSELMO.- ¿Cómo estás, Gonzalo?
GONZALO.- Muy bien, y venía… para que hablásemos los dos… y
después pensaba salir… tenía forzosamente que salir.
DON ANSELMO.- ¿A dónde?
GONZALO.- ¡Qué sé yo!… Por ahí, a cualquier parte. ¿No he dicho
[50] que tengo que hablar contigo? ¡Pues tengo que hablar con otros
muchos, con todos los que encuentre: ahora con un hombre honrado, con un
miserable después! ¡Porque también habla uno con muchos miserables! Acá
con un amigo, con un enemigo más allá. ¡Porque también tengo yo enemigos?
¿No soy feliz?, ¿no es ella muy hermosa? ¡Pues claro es que tendré
enemigos!
DON ANSELMO.- Gonzalo, hijo mío, siéntate aquí, conmigo.
ÁNGELA.- Sí, Gonzalo.
GONZALO.- ¡No he dicho que no puede ser! ¡Queréis vosotros, como esos
que están ahí dentro, sujetarme en esta casa ni más ni menos que si fuera
un demente!… ¡Poco empeñados estaban en tenerme en aquella cama, con su
colcha roja y sus colgaduras rojas… para que se me llenasen los ojos de
nubes rojizas… y al verte a ti, te viese de color de sangre!… ¡Ya les
comprendo!
ÁNGELA.- ¡Con tal que no apartes de mí los ojos, poco importa!
GONZALO.- Bien dices: ya sabes que yo te defenderé siempre. ¡No la
mires así! (A su padre.) La estás mirando como aquellos; ¡como ese que se
sonríe! (Señalando a LEANDRO.)
LEANDRO.- No, Gonzalo; no lo crea usted.
GONZALO.- Si yo no creo nada: si yo no sé nada: por eso quiero hablar
con mi padre; para que me lo diga todo. Por eso quiero recorrer, ya que me
siento bien, las calles y las plazas, y los teatros; para que me cuenten
muchas cosas. Claro es: son tantos, ¡que saben mucho!, y con medias
palabras, y medias sonrisas, y medias calumnias, iré yo formando… y
formando… y completando… y redondeando… y acabando… la infamia
entera! ¡Y luego los oía yo decir en voz baja, que no tengo la cabeza
firme! (Se deja caer en el sofá.) ¡Imbéciles!
DON ANSELMO.- ¡Hijo mío!… ¡Mi Gonzalo!… ¡Mi alma!…
GONZALO.- ¡Ah!… Sí: ya lo sé: hemos de hablar. Idos vosotros.
¡Idos!… Vete, Ángela: a ti ya te llamaré luego: ahora [51] no puede ser:
no puedes oír lo que voy a decirle a mi padre. ¡Y tú también, vete!… (A
LEANDRO.) Vete: y a ti, no temas, no te llamaré.
LEANDRO.- Bueno, Gonzalo: bueno: ya me retiro. Venga usted, Ángela.
ÁNGELA.- ¡Adiós, Gonzalo: y si hay que dar mi vida por la tuya,
pídemela! ¡Pídamela usted, padre! ¡Él no me comprende; don Anselmo; pero
yo le digo a usted, que mi cuerpo, fibra por fibra, que mi sangre, gota
por gota; mi corazón con todos sus latidos y mi alma con todas sus ansias
de amor… todo mi ser… todo es suyo! ¡Disponga usted de mí… exíjame
usted sacrificios… no he de vacilar… yo se lo juro a usted!…
LEANDRO.- (Levándola hacia la derecha.) Vamos, Ángela: Gonzalo se
impacienta.
ÁNGELA.- ¡Sí, vamos; pero es que no me creen!… ¡Y es verdad lo que
digo!… ¡Y quisiera dar mi vida par la suya!…
LEANDRO.- Perfectamente; Pero salgamos. (Llevándola casi a la
fuerza.)
ÁNGELA.- ¡Pues que me exija pruebas don Anselmo!… ¡Y ya verá… ya
verá… si amo de veras a mi Gonzalo!… ¡Ah!, ¡mi desdicha!… ¡Y mi
desesperación! (Salen DON LEANDRO y ÁNGELA.)
Escena VIII
DON ANSELMO y GONZALO.
GONZALO.- (Sin moverse ha escuchado a ÁNGELA con sonrisa de alegría.)
¡Creen que yo no la oigo! ¡Pues yo lo oigo todo! ¡Yo lo comprendo todo!…
¡Más que ellos! Sólo que a veces me confundo, y veo las cosas a mi manera.
DON ANSELMO.- Ya estamos solos, hijo mío.
GONZALO.- Ya lo sé. Se asustan cuando me ven enojado y huyen; pero yo
no siento esos enojos que aparento: los finjo para que obedezcan: porque
todos son cobardes y obedecen cuando se les manda con imperio. [52]
DON ANSELMO.- ¿No querías que hablásemos?
GONZALO.- A eso vine.
DON ANSELMO.- ¿Y qué quieres decirme?
GONZALO.- Consultar unas dudas contigo. ¡Unas dudas que me asaltan!,
¡que me acosan!, ¡que me desesperan! ¡Dudar es como llevar una corona de
espinas por dentro: aquí, bajo la frente: alrededor del pensamiento.
¡Quiere uno arrancarla y no puede: se araña uno, se despedaza uno el
cráneo; pero como está protegida por este hueso maldito, nada se consigue!
Y ha de estar el alma quieta, inmóvil, sin pensar, porque a muy poco que
se agite se le clavan las espinas. ¡Ah!, ¡qué tormento intolerable!
DON ANSELMO.- Pues no te agites: no pienses en nada, descansa contra
mi pecho, como cuando eras chiquitín: el dolor hace de los hombres, niños:
y los niños sólo en los brazos de sus padres encuentran consuelo.
GONZALO.- Si no es posible que yo esté tranquilo: si desde anoche yo
no sé lo que pasa por mí. Dime ¿se puede comprimir el vacío infinito y
hacerlo pequeño, muy pequeño, del tamaño de un cráneo y hundirlo en él?
¿Tú crees que eso es posible? ¡Pues eso es lo que siento yo aquí: un vacío
inmenso!
DON ANSELMO.- No, hijo; si eso no es posible: si es que sufres y tu
sufrimiento toma esa forma extraña.
GONZALO.- ¡Que no es posible! ¡Qué poco sabes! Mira por ese balcón
¿qué ves? Un retazo azul, muy azul de cielo; pero pequeño, muy pequeño:
del tamaño del balcón mismo. ¡Pues si fuese de noche verías centenares y
centenares de estrellas, mundos inmensos, mil veces mayores que el
nuestro, y allá lejos, muy lejos lo infinito! ¡Pues todo ese infinito se
mete por el hueco de nuestro balcón y aun está holgado! ¡Pobre padre mío y
que poco sabes de estas cosas! ¡Y decías que era imposible que yo llevase
el vicio inmenso dentro de mí! ¡Pues lo llevo y lo siento!… ¡Claro es:
yo tengo un sentido más que vosotros: vosotros tenéis el sentido de la
realidad: [53] yo el sentido de la nada! ¡Esa ventaja os llevo: el que
tiene el sentido de la nada no puede dejar de sentir ni después de la
muerte; luego es inmortal!
DON ANSELMO.- Por Dios, Gonzalo, desecha esas ideas.
GONZALO.- Las desecharé si tú quieres: si a mí todo eso nada me
importa: sólo me importan… ¡otras cosas!… Digo estas porque me
ocurren: desde que recibí anoche aquel golpe que tanto os inquieta… Veo
lo que antes no veía, todo se ha revuelto dentro de mí, y unas ideas
chocan con otras, y brotan chispas extrañas. ¡Pero del golpe no te
preocupes: si yo me siento bueno: perfectamente bueno, como diría don
Leandro!
DON ANSELMO.- ¡Pues no digas esas palabras, que no comprendo!, ¡pues
no me mires de ese modo!…. ¡Vuelve en ti!… ¡Vuelve en ti, Gonzalo,
Gonzalo, hijo mío!
GONZALO.- ¡Es que sufro mucho!
DON ANSELMO.- ¡Ya lo sé!, ¡y no quiero que sufras!… (Abrazándole.)
¡Yo te infundiré mi vida, aunque me quede sin ella!…
GONZALO.- ¡No: lo que has de hacer es resolverme esta duda…
¡Ésta!… ¡Ésta!
DON ANSELMO.- ¿Cuál, hijo mío?
GONZALO.- ¿No te la he dicho?
DON ANSELMO.- No.
GONZALO.- Pues oye, pero que no nos oiga nadie. Lo que anoche vi,
¿fue realidad o ilusión? ¿Estoy cuerdo y deshonrado o estoy loco y soy
feliz? (Con mucho misterio.)
DON ANSELMO.- ¡No: eso no: demente no!
GONZALO.- ¡Que no estoy demente! (Con ira.)
DON ANSELMO.- ¡Mil y mil y mil veces no!
GONZALO.- ¡Pues yo digo que si! (Con desesperación.)
DON ANSELMO.- ¡Mentira!
GONZALO.- ¡Quien miente eres tú!… ¡Te digo que mientes!… ¡Que
mientes como todos esos miserables! (Amenazándole furioso.)
DON ANSELMO.- ¡Gonzalo!
GONZALO.- (Calmándose y acariciando a su padre.) Es decir, tú no
mientes, porque tú eres mi padre y yo te quiero mucho. ¡Y [54] una persona
a quien uno quiere mucho ni miente ni engaña! Porque si los que nos aman
nos engañasen, ¿qué harían los que nos odian? De modo que tú, que tanto me
quieres, no puedes engañarme. Y él que es mi amigo leal, no puede
engañarme tampoco. Y ella, que es mi único amor, ¡cómo ha de engañarme! ¡Y
si todos sois buenos para mí, y todos decís verdad, sólo han mentido mis
ojos; estos cristales impuros, hechos de tierra, y mal cristalizados, y
llenos de manchas rojizas y traicioneras! ¡Ruines engendros transparentes
que yo arrancaré con mis uñas de sus órbitas negras, si en adelante no
miran con amor a los seres a quienes yo amo con toda la vehemencia de mi
alma y toda la ternura de mi corazón! Y ahí tienes lo que yo decía: si no
es verdad lo que yo vi, es que estoy loco, y soy feliz; porque todos sois
buenos y leales, y todos me queréis, y por lo mismo que estoy enfermo, me
mimáis, y no hay más… Lo que yo digo…, soy dichoso, muy dichoso,
mucho, mucho…, padre mío, ¡ay padre mío! (Se abraza a él llorando.)
DON ANSELMO.- Cálmate, cálmate y dime lo que viste anoche.
GONZALO.- ¿No te lo he dicho?
DON ANSELMO.- No, hijo mío.
GONZALO.- ¿Pues no estábamos hablando de ello?
DON ANSELMO.- No, recuérdalo bien: no llegaste a decírmelo.
GONZALO.- Pues te lo diré, y ya verás con qué calma: con qué re
reposo: y qué bien ordenado todo. Acércate a mí: dame tus manos y óyeme
como yo te oía cuando era niño y me referías un cuento de fantasmas o
aparecidos. Porque será u cuento: porque todo lo que vas a oír es mentira:
me lo figuré yo… Pero no es verdad, no digas que es verdad… Porque
entonces… Entonces… (Dispuesto a enfurecerse.)
DON ANSELMO.- No, hijo mío, ya sé que no es verdad.
GONZALO.- Bueno, pues no siéndolo, oye y verás qué cosa tan curiosa.
Íbamos los tres en un departamento reservado: los tres solos. Y llegó la
noche, y sentía yo dentro de [55] mí una alegría inmensa ¡qué hermosa era
la vida!, ¡un amor como el de Ángela, una amistad como la de Enrique!, ¡un
padre como tú! Y decías tú que lo infinito no puede condensarse…
DON ANSELMO.- Por Dios, no te distraigas: sigue: ibais los tres.
GONZALO.- Los tres: y mi dicha se deshacía en palabras sin fin…
Como la savia se deshace en hojas y en flores… Porque todo se
deshace…, la sombra en luz…, la luz en sombra…
DON ANSELMO.- Sigue: sigue con tu idea: ibais hablando los tres.
GONZALO.- No: ¡yo era el único que hablaba: ellos silenciosos: muy
silenciosos! El silencio y la quietud son dos cosas iguales: y el tren se
paró: era de noche. Y a mí ¿qué me importaba que el tren se hubiese
parado? Yo seguía hablando. ¡Todo me parecía bien: todo hermoso y noble:
la humanidad heroica! ¡Pobre género humano! ¡Había estado trabajando
siglos y siglos para inventar el vapor y llevarnos más aprisa a ella, a
Enrique y a mí! ¡Comprendes tú abnegación semejante!
DON ANSELMO.- Por Dios santo, sigue: no divagues!
GONZALO.- ¡Pero si te lo estoy contando todo!, ¡no me obligues a ir
por otro camino que el mío, porque esto me contraría, me tortura!… (Con
señales de sufrimiento.)
DON ANSELMO.- Bueno, bueno, como tú quieras.
GONZALO.- ¡Yo tengo una deuda de gratitud con aquellas pobres
gentes!… ¡Tanto empleado trabajando sin descanso por nosotros…, día y
noche!… ¿Cómo no he de decirte todo esto?… ¡Sería un ingrato!… ¡Que
lo sean otros!… ¡Yo, no!
DON ANSELMO.- ¿Pero Ángela y Enrique?
GONZALO.- ¡Ah!, ¡ellos!… ¡Ellos silenciosos!… ¡Siempre, siempre
lo mismo! Y yo seguí hablando… Y dije no sé qué a mi Ángela… ¡Y ella
volvió la cabeza como huyendo de mí!… ¡Oh!, ¡esto me llegó al corazón!
«¿Por qué no me miras?» Le dije. Y Ángela me señaló a una niña que pasaba
por el andén con un ramo de flores. ¿Te gustan?, ¿las quieres?, le
pregunté yo, ¡y sin esperar su respuesta [56] me precipité del coche! Era
una pequeñez; pero yo deseaba hacer algo por Ángela: realizar el menor de
sus caprichos a costa de mi sangre: morir por ella, si era preciso: había
visto pasar entre sombras y reflejos aquellas flores; pues eran sagradas,
eran de mi Ángela, en otras manos estaban profanadas, ¡oh!, ¡esto es
seguro!, ¡no me lo niegues, padre, no me lo niegues!, ¡mucho te quiero!…
¡Pero esto es demasiado!, ¡este tormento es insufrible!… ¡Aquellas
flores!… ¡Sí, aquellas flores!… ¡Eran de mi Ángela! (Con un acceso de
furor.)
DON ANSELMO.- ¡Te comprendo!… ¡Tienes razón!… ¡Pero acaba!
GONZALO.- ¿Qué decía? ¿Dónde estábamos? ¡Pierdo la ideal!… ¡Lo ves!
¡Por haberme contrariado!
DON ANSELMO.- Bajaste a buscar unas flores para tu esposa.
GONZALO.- ¡Ah!, sí: ¡y divinas!, cuando a ella le gustaban ¡por algo
era!
DON ANSELMO.- ¿Y volviste al tren?
GONZALO.- No: el tren arrancó de pronto y yo me precipité: un
empleado abrió una portezuela: entré apresuradamente y algo aturdido…
¿Ves tú? ¿Ves tú qué condenación? ¡No es mi departamento: es el inmediato
y no hay nadie: desde la ventanilla me llama Ángela, pero no es posible:
la velocidad del tren es vertiginosa! ¡Espera, espera, le grito: en la
estación próxima! ¡Y me quedé solo! ¡Yo creo que me sentí solo por primera
vez en la vida! ¡Desde entonces… estoy solo! (Con profunda tristeza.)
DON ANSELMO.- ¿Y seguisteis?
GONZALO.- Y seguimos: en este mundo siempre es uno arrastrado por
algo superior a él. ¡Toda mi alegría se hundió en aquella soledad! ¡De
pronto me asaltaron ideas extrañas… ideas muy tristes! ¡Ángela iba sin
mí y con Enrique! ¡Y yo solo: cerca de ellos; pero muy lejos! ¡Así está
separado el que muere de los vivos! Sentí frío y angustias indecibles y
opresión en el pecho y me asomé. Entrábamos en un túnel muy largo: la
ventanilla del departamento en que iban se proyectaba como cuadro de luz
en las húmedas paredes del subterráneo, y vi en [57] aquella claridad dos
sombras, frente a frente: son ella y él, murmuré en voz baja. Voy a
observarlos, me dije a mí mismo. ¿Observarlos? ¿Por qué? ¿Por qué tuve
esta idea? Lo ignoro, pero el instinto del espionaje infame, odioso,
mezquino, se despertó en mí con ansias infernales! ¡Ellos paseando sus
oscuras siluetas por la subterránea galería, y mis ojos clavados en
aquellas dos manchas que recortaban el móvil cuadro de luz! ¿Era que ya la
demencia me invadía? ¡Responde!
DON ANSELMO.- No: sigue: al contrario, hijo mío: tú razón recobra su
imperio.
GONZALO.- ¿Con qué tú supones que yo debí ver algo?, ¿por qué?, ¿por
qué?
DON ANSELMO.- ¿Luego no viste nada?
GONZALO.- ¿Nada?, ¿eso es lo que yo quiero saber?, ¿eso es lo que has
de decirme? ¿Fue delirio?, ¿fue realidad?, ¿lo vi entonces?, ¿lo he soñado
después? ¿Soy un pobre demente o un pobre hombre?, ¿necesito cuerdas que
me sujeten o un hierro que mate?
DON ANSELMO.- ¡Acaba!, ¡acaba!, ¡que yo te lo diré después!
GONZALO.- ¿Me lo juras?
DON ANSELMO.- ¡Sí!, ¡lo juro!
GOZALO.- ¡Y de qué sirven los juramentos! También Ángela juró…
¡Cuántas veces juró!… ¡Un juramento por cada beso!, ¡Por cada suspiro,
un juramento!, ¡Y besos y suspiros pasan…, como pasaba el tren en que
volábamos… ¡Como todo lo que va en pos del fuego y del humo!
DON ANSELMO.- ¡No: recobra tu razón, recoge tus recuerdos: otra vez a
Enrique y a tu Ángela!… ¡El cuadro de luz: las dos sombras: tus ojos en
ellos!
GONZALO.- ¡Eso, eso!, ¡mis ojos en ellos y las dos sombras…
inmóviles!
DON ANSELMO.- ¡Ah!
GONZALO.- Pero luego se agitaban fantásticamente: ¿era risa?, ¿era
llanto? ¡En la sombra de la mujer hubo un instante en que brillaron
algunas gotas líquidas!, pero luego comprendí que eran las filtraciones
del túnel: las sombras [58] no lloran: las entrañas de la tierra, sí:
ellas sabrán por qué.
DON ANSELMO.- ¿Y bien?, ¿qué más?
GONZALO.- ¡Salimos del túnel las sombras de Ángela y Enrique se
prolongaron mucho… muchísimo… sin fin!… ¡Me pareció que él se
acercaba a ella!… ¡Pasamos sobre un puente que resonó con carcajadas
metálicas!… ¡Y al abismo las sombras! ¿Por qué al abismo las dos? ¿Por
qué juntas?… ¿Por qué?… ¡Y me asomé frenético, y mi sombra fue con las
suyas a las negruras del espacio y a los senos del vacío!
DON ANSELMO.- ¡Eso no basta!, ¡quiero saber más!
GONZALO.- ¡Pues así, en carrera fantástica, infernal! ¡Verlos y no
verlos! ¡Ya son figuras grotescas, ya formas trágicas! ¡Ya recogidos en
las paredes de un desmonte, como dos enamorados que se asoman al cuadro de
luz de su ventana; ya son dos espectros que se dilatan, como si la nada
los reclamase para sí! ¡Y yo siempre persiguiéndolos: sobre la húmeda
pared de tierra, sobre el plateado río, por entre los enrejados de un
puente de metal, como el demente que se asoma a las rejas de su celda para
maldecir a la esposa traidora y al amigo desleal, que enamorados pasan,
mientras el infeliz se golpea el cráneo y babea la hiel que le destila el
corazón sobre el oxidado hierro de su verja!
DON ANSELMO.- ¡No más!… ¡No más!…
GONZALO.- ¡Oh, te da horror!, ¡te da miedo!, ¿por qué?, ¡si todo esto
es sueño, delirio, mentira! ¡Pero déjame acabar, ahora mis ideas son
claras, muy claras! ¡Lo veo todo como pasó, lo mismo! ¡Llegamos a otro
túnel! Otra vez vi en la claridad de aquella ventana los dos contornos de
Ángela y de Enrique. Estaban donde siempre, respiré; pero ella llevó la
mano al rostro para ocultarlo o para llorar y la otra sombra, la de él,
extendió su brazo y le separó las manos!… ¿Por qué?… ¿Con qué derecho?
¡Ah, miserable!, ¡ah, traidor! ¡Y ella resistía… y se aproximaron las
dos figuras… y pasamos por una hoguera que [59] los trabajadores habían
encendido… y las llamaradas de la fogata inundaron de resplandores
rojizos aquél cuadro de luz blanca… y creí oír la voz de Ángela que me
llamaba… y oí el silbido de la máquina estridente y burlón que me crispó
los nervios… rugí como un condenado… abrí la portezuela… y me
precipité en el vacío procurando asir en el aire… aquél maldito engendro
del vértigo y de los celos!… ¡Ay, padre, padre mío, ten compasión de mí!
(Se precipita en los brazos de DON ANSELMO.)
DON ANSELMO.- Sí ven, ven a mis brazos, sobre mi corazón, aquí…,
aquí…, que vengan ahora los que quieran atormentarte! (Acariciándole y
llorando con él.)
GONZALO.- ¡Pues ya están ahí! ¡Sí… ya están, mira!… ¡Mira!, ¡Como
aquella noche!
Escena IX
DON ANSELMO, GONZALO, ÁNGELA y ENRIQUE.
(ANSELMO y GONZALO en la izquierda: GONZALO acurrucado con timidez
infantil en los brazos de su padre. ÁNGELA entra precipitadamente por la
derecha, poco después ENRIQUE por el fondo.)
ÁNGELA.- ¡Padre!… ¡Padre!… Enrique ha entrado en el hotel… le
he visto… le he visto llegar… ¡Arrójele usted de esta casa! (A DON
ANSELMO.) ¡Arrójele usted!
DON ANSELMO.- Le hice venir yo.
ÁNGELA.- ¡Usted!
DON ANSELMO.- Sí.
ENRIQUE.- Me llamó usted… y siempre he de acudir cuando usted… o
Gonzalo me llamen.
GONZALO.- (En voz baja.) ¡Mira… mira cómo se acercan los dos!…
¡Mira qué sumisos! ¡Esto consuela! ¿Verdad, padre mío?
DON ANSELMO.- ¡Sí, Gonzalo, es verdad!
GONZALO.- Pues ahora pregúntales tú… eso… eso que deseábamos
saber ¿no te acuerdas?
DON ANSELMO.- Sí. (Levantándose.) ¡Es preciso que hablen! [60]
GONZALO.- ¡Yo entre tanto aquí me quedo y les observaré, como aquella
noche! (En voz baja.) ¡Conque, anda, anda… qué placer tan grande es
estar en acecho!
DON ANSELMO.- (Acercándose a ÁNGELA y ENRIQUE como el actor crea que
debe acercarse.) (Aparte.) (¡Tiene razón Gonzalo!… ¡Es preciso!) (A
Ángela.) ¿Recuerdas lo que era el Gonzalo de otros tiempos? ¡Pues mira lo
que es ahora! (A Enrique.) ¿Recuerda usted a su buen amigo? ¡Pues vuelva
usted la vista hacia ese pobre ser!
ÁNGELA.- ¡Dios mío!
ENRIQUE.- ¡Sí: muy desdichado!
DON ANSELMO.- ¡Todo cambia: nada es lo que era; pero queda uno que es
el mismo que fue; quedo yo: su padre!
ÁNGELA.- ¡Y yo también, padre mío!
DON ANSELMO.- Eso quiero yo saber.
GONZALO.- (Aparte.) (¡Eso queremos saber! ¡Saberlo todo! ¡Bien
dicho!)
DON ANSELMO.- (Bajando la voz.) Necesito salvar la vida de mi hijo:
hacer que vuelva a su cauce natural esa razón extraviada: mostrar a todos
su honra pura: o mostrar a todos la venganza de su honra! ¡Eso quiero!
ÁNGELA.- Y yo también.
ENRIQUE.- ¿Por qué no?
GONZALO.- (Aparte.) (¿Por qué hablan en voz baja? ¡No les oigo!…
¡Ellos… bueno! Pero mi padre… ¿Por qué?)
DON ANSELMO.- Por un ser a quien se ama, como yo a Gonzalo, está uno
dispuesto a todo: ¡a todo! ¿No es verdad?
ENRIQUE.- ¿Por el ser a quien se ama? ¡A todo! ¡A lo noble o a lo
infame! ¡Al crimen o al martirio! Usted lo piensa ahora: yo lo pensé
siempre.
DON ANSELMO.- ¡Pues al fin y al cabo pensamos lo mismo! ¿Y tú? (A
ÁNGELA.)
ÁNGELA.- Dígame usted qué debo hacer para salvar la vida, la razón y
la honra de Gonzalo… Y yo le juro a usted, que lo que usted decida, eso
será.
ENRIQUE.- Sí; pero hablen ustedes en voz baja, porque él nos escucha.
(Bajando la voz.)
GONZALO.- (Aparte.) (¡Otra vez bajan la voz! ¡Ah, traidores!) [61]
DON ANSELMO.- ¡Pues he decidido saber toda la verdad: y voy a
buscarla en su corazón de usted, aunque tenga que partirlo! (A ENRIQUE.)
¡En tu garganta… aunque tenga… aunque tenga… que estrujarla entre
mis manos! (A ÁNGELA.)
ÁNGELA.- ¡Después si usted quiere! Pero antes la diré yo.
GONZALO.- (Aparte.) (¿Qué es lo que va a decir Ángela… que yo no
puedo oírlo?)
ENRIQUE.- Yo soy hombre que no retrocede jamás: bueno o malo, como
soy me presento: de mis acciones respondo: y el miedo y la hipocresía no
se cuentan en el número de mis vicios. (En voz baja y enérgica.)
DON ANSELMO.- ¡Franco y osado! ¡Tanto mejor! ¡Pero aunque no le
adornasen a usted esas virtudes, yo sabría despertarlas! (Con voz baja y
amenazadora.)
ENRIQUE.- ¿Cómo? Porque de no tenerlas yo, me parece difícil que
usted me las infundiera. (Con acento de fría e irónica provocación.)
ÁNGELA.- ¡Silencio por Dios, que él nos escucha!… ¡Salgamos de
aquí!
DON ANSELMO.- ¡Cómo? ¿Quiere usted saberlo?
ENRIQUE.- Soy curioso: lo confieso.
DON ANSELMO.- ¡Pues cogiéndole a usted por un brazo, para afianzarle
mejor, y diciéndole al oído, para que mi vos tarde menos en llegar a su
cobarde pensamiento y a su cobarde corazón: es usted un miserable!
ÁNGELA.- ¡Padre! (GONZALO se incorpora y siempre sobre el sofá se
acerca algo para oír.)
DON ANSELMO.- (Volviendo rápidamente y con una rapidísima
transición.) No: no, hijo mío… no es nada… es que hablábamos… y yo
le decía… y él… ¿verdad… verdad? (A ENRIQUE. Aparte.) (Diga usted
que sí, ¡miserable!)
ENRIQUE.- Hablábamos, en efecto… Salgamos… para seguir hablando.
DON ANSELMO.- Sí, Gonzalo… Espera… Vamos… (A ENRIQUE.)
ÁNGELA.- ¡Yo también!… (Disponiéndose a salir.)
GONZALO.- (Levantándose con ímpetu.) ¡Ah!, ¿no queréis que os oiga?
[62] ¿Me ocultáis la verdad? ¡Ellos! Bueno: se comprende: ¡pero tú, mi
padre, mi propia sangre, tú, encubridor de traiciones! Sea: no os
necesito: ¿todos contra mí? ¡Ni padre, ni esposa, ni amigo! Pues iré yo
solo. (Se arregla febrilmente el traje.)
DON ANSELMO.- (Acercándose a él.) ¡Gonzalo!…
ÁNGELA.- (Lo mismo.) ¡Gonzalo!
GONZALO.- (Rechazándolos.) He dicho que iré yo solo.
ÁNGELA.- ¿A dónde?
GONZALO.- ¡A las calles, y a las plazas, y a los teatros, y a los
espectáculos; a donde la gente se reúna, y ría, y goce, y murmure, y
escarnezca, y manche! Allí voy: allí: y les preguntaré por vosotros: por
ti, por mi Ángela; y por ti, por mi amigo; y por… (A su padre.) no: por
ti, no, padre mío; por ti no les preguntaré. Pero por vosotros, sí. Y
todas esas gentes me dirán la verdad: y aunque no me la digan, yo sabré
arrancarla de sus labios; porque como a ellos no les amo, qué me importa
apretarles la garganta, y estrujarles el corazón, y oprimirles contra mi
pecho, hasta que por boca y ojos destilen gota a gota la calumnia, o la
verdad, o la hiel, o lo que tengan en el hueco del pecho o en los
repliegues del alma!
ÁNGELA.- ¡Haz conmigo eso, Gonzalo!
GONZALO.- (La coge en sus brazos.) ¡Ah!… ¡Ángela!… ¡No… todavía
no! ¡Adiós!
DON ANSELMO.- Gonzalo, espera.
ENRIQUE.- No, Gonzalo, ¡no es posible que salgas de ese modo!
ÁNGELA.- ¡No me dejes!
GONZALO.- ¿Por qué no es posible? ¿Por qué conocerán que estoy loco?
Pues no lo conocerán: fingiré: si el fingir es muy fácil: si los locos
mienten y fingen también: si basta tener figura humana para saber fingir.
¡Pero eso después!… ¡Ahora, no!… ¡Ahora me muestro como soy… ¡Ahora
digo, paso…, paso…, o por Dios vivo que os despedace sin compasión!…
(Rompe furioso por entre todos y llega al fondo.) [63]
DON ANSELMO.- ¡Hijo mío!
ÁNGELA.- ¡Gonzalo!
ENRIQUE.- ¡Gonzalo!
GONZALO.- ¿Detenedme si podéis!… ¡Podéis engañarme!… ¡Podéis
mentirme!… ¡Podéis deshonrarme!… ¡Pero no podéis detenerme!…
¡Adiós!… ¡Yo volveré!… ¡Y entonces veremos si estoy cuerdo o si estoy
loco!… (Sale por el fondo.)
DON ANSELMO.- (Cogiendo a ENRIQUE y a ÁNGELA.) ¡Ah! ¡Desdichados!
¡Estamos solos!… ¡Ahora sí que os he de arrancar el secreto de vuestra
infamia!…
ÁNGELA.- ¡Pero y Gonzalo!…
ENRIQUE.- ¡Y Gonzalo!
DON ANSELMO.- ¡Es verdad!… ¡Mi hijo!… ¡Primero él!… Pero
luego…
ENRIQUE.- ¡Nosotros!
DON ANSELMO.- ¡Sí: vosotros!… ¡Vosotros!… Volverá Gonzalo… Pero
yo volveré también… Yo volveré…, yo volveré… (Sale por el fondo y
tras él ENRIQUE: queda ÁNGELA en la actitud que su inspiración dicte a la
actriz.)
FIN DEL ACTO SEGUNDO. [65]
Acto tercero
(La misma decoración de los actos anteriores.)
(Es la caída de la tarde.)
Escena I
PAULINA, DON LEANDRO y DON MATÍAS.
(PAULINA mirando por el fondo.)
LEANDRO.- ¿Y Ángela?
PAULINA.- En la escalinata del hotel sigue todavía, esperando que
vuelva Gonzalo. Pobre amiga mía: ¡qué feliz era, y qué desdichada es!
DON MATÍAS.- ¿Y Gonzalo?… ¿Qué habrá sido de Gonzalo?
LEANDRO.- ¡Vaya usted a saber por dónde andará a estas horas y lo que
habrá hecho desde que salió de esta casa. Pero hablando con franqueza,
¿usted cree que hay esperanza?
DON MATÍAS.- De estas naturalezas nerviosas todo puede temerse y [66]
todo puede esperarse. Quizá el tiempo…, quizá una crisis…
LEANDRO.- Vamos, que si Ángela tiene conciencia… ¡ya debe
sufrir!…
PAULINA.- ¡Don Leandro!…
LEANDRO.- No: no tema usted: no viene. Además, yo no la acuso: ¡pobre
Ángela!
DON MATÍAS.- ¡Mucho la compadezco!
LEANDRO.- ¡Todos la compadecemos! ¡Odia el delito, compadece al
delincuente! ¡Esto, creo que se ha dicho alguna vez!
PAULINA.- Sí: varias veces.
LEANDRO.- Pues por eso lo digo yo.
PAULINA.- ¡Ángela es una víctima purísima! ¡Yo lo afirmo!
DON MATÍAS.- En que es víctima, todos estamos conformes: lo de
purísima me parece aventurado.
LEANDRO.- Los superlativos lo son siempre.
PAULINA.- ¡La fatalidad pesa sobre ella… no su culpa! ¡Y si Gonzalo
supiera…
LEANDRO.- ¡Ah! Gonzalo… Si Gonzalo vuelve en sí, su conducta no
puede ser… más que una: una sola. En esto sí que no cabe vacilación. Es
la voz general. Batirse con Enrique y separarse de Ángela. Es muy triste,
pero, ¿qué remedio? ¿O se respetan las leyes sociales o no se respetan? Si
este no es caso de separación y de duelo, ¿para cuándo están el duelo y la
separación? ¡Vamos a ver!
PAULINA.- ¡De modo que dos floretes o dos pistolas lo componen todo!
LEANDRO.- ¡Tanto no diré yo, que a veces descomponen órganos muy
interesantes! ¿No es verdad?
DON MATÍAS.- ¡Quién lo duda!
LEANDRO.- ¡Pero el decoro queda a salvo!
DON MATÍAS.- Además, esa es una eventualidad, porque ¿quién sabe lo
que podrá ocurrir? Gonzalo puede agravarse…
LEANDRO.- ¡Perfectamente! Y por eso no debemos movernos de esta casa
y sobre todo usted. (A DON MATÍAS.) No, señor: [67] usted aquí: si un
médico no está para los casos de muerte, ¿para cuándo está?
DON MATÍAS.- En casos de vida o en casos de muerte, debemos cumplir
nuestro deber.
LEANDRO.- Todos debemos cumplirlo, usted si Gonzalo se agrava: yo si
Gonzalo recobra su juicio y quiere recobrar su honra. Puede necesitar
padrinos… ¿Verdad?
DON MATÍAS.- Entendido.
PAULINA.- Perfectamente, yo soy la única que no me quedo en esta casa
para nada útil: para llorar con Ángela: para nada más.
LEANDRO.- Pues ya puede usted dar principio al compasivo llanto,
porque ya esta aquí.
Escena II
PAULINA, DON LEANDRO, DON MATÍAS y ÁNGELA por el fondo.
ÁNGELA.- ¡Ah!… ¡Los dos!… ¡Este tormento… Este tormento es
intolerable!
PAULINA.- ¿Viene ya?
ÁNGELA.- (Se queda en el fondo observando.) Sí.
DON MATÍAS.- ¿Viene solo?
LEANDRO.- ¿Viene con su padre?
ÁNGELA.- ¡No!… ¡Con Enrique!… ¡Siempre con Enrique!
DON MATÍAS.- ¡Habrá sido más afortunado que los demás… Y le
encontró!
LEANDRO.- ¡En cambio el pobre don Anselmo, andará por esas calles sin
dar con su hijo!
ÁNGELA.- ¡Ya están ahí!… ¡Ya están… ¡No quiero verlos!… ¡No
quiero verlos juntos!… ¡Si digo que no! (Desesperada.)
PAULINA.- ¡Ángela!
LEANDRO.- ¡Por Dios, Ángela!
ÁNGELA.- ¡Ni yo!… ¡Ni nadie!… ¡Vengan ustedes!… ¡Vengan
ustedes!
PAULINA.- ¡Pero Ángela!… [68]
LEANDRO.- ¡Pero, hija mía!…
ÁNGELA.- ¡Por Dios, pronto!… ¡Ven Paulina!…
LEANDRO.- ¡Venga usted, doctor! Hay que atender… Hay que atender a
esta pobre señora…, porque yo temo…
DON MATÍAS.- Sí…, vamos…
ÁNGELA.- ¡Ya están!… ¡Dios mío… ¡Dios mío!… ¡La fuerza tiene un
límite… Y un límite el dolor!… ¡Y pena sin culpa es intolerable,
Paulina!… ¡Es intolerable!
LEANDRO.- ¡Válgame el cielo y que desdichas! (Salen todos.)
Escena III
GONZALO y ENRIQUE por el fondo. Aquél trae a éste casi por la fuerza.
GONZALO.- ¡Ven!… ¡Ven conmigo!… ¡Quieres abandonarme, ingrato!…
¡No lo esperes!… ¡No huyas!… ¡Si ya nunca, nunca te has de separar de
mí!
ENRIQUE.- ¡Déjame, Gonzalo!… ¡Si ya estas mejor!… ¡Si no me
necesitas!
GONZALO.- Eso sí. ¡Ya estoy más tranquilo! La tarde es apacible… y
la brisa… ¡Qué agradable es la brisa cuando la frente arde! Diríase que
el aire está plagado de seres invisibles, que nos besan con sus labios
húmedos y cariñosos. Y tú necesitas más que yo de esas caricias y de esa
frescura nocturna; porque cuando me encontraste y pusiste tu mano en la
mía, ¡tu mano era un ascua! ¡Y cuando vinimos, no me apoyaba yo en ti, si
no tú en mí!… ¡Créeme, ésta es la verdad!… ¡Yo soy un hombre de
honor!… ¡Yo soy incapaz de engañar a un amigo como tú!… ¡Yo no miento
nunca!… ¡Ya no soy yo el enfermo: el enfermo lo eres tú!
ENRIQUE.- Es verdad; y por lo mismo… déjame salir.
GONZALO.- ¡Eso sí que no! (Sujetándolo.) ¿Para qué quieres irte?
¿Para buscar doctor que te sane? ¡Si lo tenemos a mano! ¡Y además es
preciso, que todos esos señores, todos [69] sos amigos, que llenan mi
casa, sepan a qué atenerse! ¡Oh!¡Es indispensable! ¡Con eso sí que no
transijo! ¡Todos ellos hasta ahora me tenían lástima a mí; pues es preciso
que se desengañen! ¡Y que a quien tengan lástima sea a ti!
ENRIQUE.- ¡Gonzalo!
GONZALO.- ¡A ti! ¡Sostengo la palabra! ¡A ti: a mí no! ¿Qué eres tú?
Vamos a ver: ¿qué eres tú? ¡Un hombre que inspira lástima!
ENRIQUE.- ¡Pues si tanta lástima te inspiro, no me atormentes más!
GONZALO.- ¡Si es tan dulce atormentar a un amigo!
ENRIQUE.- ¡Te suplico, que me dejes!
GONZALO.- ¡No! ¡Y en ese estado! ¡Cómo he de permitirlo yo! ¡No ves
que tú estás muy enfermo, pobre Enrique mío! ¡Y tu enfermedad… yo la
conozco!… ¡Por una casualidad; pero la conozco! ¡Tu enfermedad está
aquí! (Golpeándole el pecho.)
ENRIQUE.- ¿Qué dices?
GONZALO.- ¡Que está aquí dentro! ¡Mira, yo lo sé, porque cuando
veníamos juntos, yo sentía latir tu corazón! ¡Y cómo latía! ¡Parece
imposible, que un corazón pueda latir tanto! ¡Vaya! Como que me acordé…
¿A qué no sabes de lo que me acordé?… ¡De aquél día… No, de aquella
tarde, en que siendo muchachos nos bañábamos juntos en el río de nuestro
pueblo! ¡Tú, como siempre has sido muy débil y muy nervioso… te dejabas
arrastrar hacia la presa… y te ahogabas… y yo te cogí!… Y ¡a fuera!,
nadando… ¡Como yo sabía nadar! ¡Y te pegabas a mi cuerpo, y, es claro,
como estábamos desnudos, tu carne rozaba con mi carne… y sentía aquella
tarde, lo mismo que esta tarde, que tu corazón golpeaba sin descanso!
¡Pún, ¡pún! ¡pún!… ¡Ah!, qué hermoso es un corazón que dice, ¡aquí
estoy?
ENRIQUE.- ¡Calla, Gonzalo!… ¡Calla!… ¡No digas eso!… ¡No
evoques esos recuerdos! ¡Los recuerdos matan! (Se deja caer en el sofá.)
[70]
GONZALO.- ¡Pobre Enrique!… ¡Se acuerda de nuestra infancia!… ¡Yo
no quiero que tú sufras!… ¡Tú has sido siempre tan débil!… ¡Yo en
cambio siempre fuerte!… ¡Y hoy me siento con más fuerzas que nunca!…
¡A quién yo apretara entre mis brazos!… ¡Yo quisiera abrazarte!… ¡Pero
no es posible! ¡Te ahogaría! ¡Y tampoco quiero abrazar a mi Ángela!…
Porque es débil, delicada… una flor… y una flor estrujada por mí… se
desharía en hojas… que se llevaría el viento. ¡Como aquél ramo!… ¡Lo
mismo que aquel ramo!… ¿Te acuerdas? ¡El que yo compré para Ángela en
nuestro viaje!… ¡Yo no sé si esto lo he soñado en las horas de fiebre de
mi enfermedad… pero ello es, que yo me he visto caer del tren al negro
vacío apretando el ramo… ¡Y el ramo se deshizo en hojas, que flotaba a
mi alrededor y que me acompañaban en mi caída!… ¡Algo así como un cuerpo
humano que rueda al abismo: y sus ilusiones convertidas en hojas de
rosa… y en hojas de camelia… y en hojas de clavel… y en verdes
hojas… en torno de la negra y desesperada masa de carne, que va
hundiéndose cada vez más! ¿Tú has visto esto alguna vez? ¡Debiste verlo,
si te asomaste a la ventanilla… ¡Si oíste mi grito! ¡Si viste mi
cuerpo!… ¡Si tropezaste al salir con las hojas que revoloteaban!
ENRIQUE.- ¡Ah! ¡Miserable de mí! ¡Si… he visto todo eso! ¡Y he
visto mayores tristezas!
GONZALO.- ¡Como que hay mucho que ver en este mundo!… ¡Toma!…
¡Muchísimo!… ¡Sólo que hay que colocarse a cierta distancia! ¡Los que
ven… a un lado! ¡Los que son vistos… enfrente! Como esos que
encontrábamos en la calle… ¡Esos veían, y nosotros… nosotros… éramos
vistos por ellos! ¡Todos juntos y revueltos… no se vería nada: por eso
es preciso, que impere el orden: de otro modo sería el desquiciamiento
universal! ¡Si los acusados se mezclasen con los jueces; y los reos con la
muchedumbre que acude a presenciar su vergüenza y su ejecución; y la
sociedad con los seres que rechaza de [71] su seno por impuros y
manchados; y los calumniadores con las víctimas de la calumnia; y las
cohortes de Satán con los coros angélicos, volveríamos al primitivo caos,
en que andaban revueltos el mal con el bien, el girón de sombra con el
rayo de luz, y lo que había de ser andando los siglos el brutal brazo del
verdugo con la sustancia caótica que condensándose había de formar el
noble pecho del mártir!
ENRIQUE.- ¡Gonzalo, adiós!
GONZALO.- ¡Qué empeño en separarte de mí! ¡Qué miserable y qué
ingrato eres! ¡Me separé yo de Enrique, cuando éramos niños? ¡No, tus
juegos eran los que más me agradaban! ¿Me separé, cuando fuimos hombres?
¡No, tus estudios eran los que más me apetecían! ¿Me separé al emprender
ese viaje? ¡No: a la fuerza casi, porque tú eres huraño, te llevé conmigo!
¿Me separé de ti, cuando tu sombra fue al abismo? ¡No: con ella me arrojé!
¡Y tú… te contentas… con buscarme por Madrid… y con traerme a mi
casa! ¡Pues no basta! ¡No basta, querido Enrique! ¡Acompáñame!…
¡Acompáñame, ahora que todos se burlan de mí y me escarnecen, para dividir
conmigo esas burlas y escarnios! ¿Juegos a medias? ¿Estudios a medias?
¡Pues a medias los insultos! ¡La deshonra por partes iguales! ¡Por mitad
el dolor! ¡Como buenos amigos, como cariñosísimos hermanos! ¡Mis brazos
serán cadena de carne que te sujete! ¡Te saqué de la rápida corriente del
río! ¡Sácame de la charca!
ENRIQUE.- ¡No puedo más!
GONZALO.- ¿Ni para eso sirves? ¡Ah! ¡Qué débiles son tus brazos y qué
mezquino tu aliento!
ENRIQUE.- ¡Débil y mezquino como soy, yo haré todo lo que pueda!
GONZALO.- ¿Todo lo que puedas? ¡Pero yo lo pude todo, porque te salvé
la vida!… ¡Y ahora también lo quiero todo, todo, todo, Enrique!
ENRIQUE.- Pues bien, todo. ¿Quieres mi vida? ¡Pues mi vida!
GONZALO.- ¡Tanto? No. No es preciso. ¡Por qué has de darme tu vida?
¡Si fuese cierto lo que yo he visto en mi delirio… [72] entonces, sí:
debías dármela! ¡Y si no me la dieses, yo te la pediría! ¡Y de
negármela… la arrancaría de tu corazón! ¡Pero fue delirio… lo que yo
vi, mientras el tren volaba: no fue verdad!… Como la noche era sombría y
los celos son cortantes… Yo, en la masa de negrura, iba recortando
fantasmas, como en la masa de la cantera se esbozan estatuas; y esos
fantasmas se me filtraban por los ojos y se me acurrucaban en el pecho;
pero ya los arrojaré de aquí… (Golpeándose el pecho.) ¡Si no puedo de
otro modo, con el golpe de mi sangre!
ENRIQUE.- ¡Y para que sea más fácil que de ti los arrojes… déjame
huir de tu presencia para siempre!
GONZALO.- ¡A fe que no!
ENRIQUE.- ¡Es forzoso!
GONZALO.- ¡Y yo no te dejo!
ENRIQUE.- Pues a pesar tuyo…
GONZALO.- ¡No!… ¡Enrique!… ¡Te digo que no!… ¡Uno de esos
fantasmas, que llevo aquí dentro, tiene la cabellera trágica de las
furias, y cuando se agita, sus enmarañadas guedejas me suben a la
garganta, sus hebras se me enredan, no puedo arrancarlas de aquí… y me
desespero y enloquezco! (Sujetándole.)
ENRIQUE.- ¡Gonzalo!… ¡Compasión!… ¡Ten compasión!
GONZALO.- ¡Qué!… ¡Te pones pálido! ¿Desfalleces?… ¡No: yo no
quiero que mueras!… ¡Llamaré al doctor… Él vendrá… y tú lo has de
ver, él nos dará la salud y la alegría a los dos!
ENRIQUE.- ¡Sí: pronto: ve a buscarle!…
GONZALO.- Iré… No temas… Iré… (Deteniéndose.) ¡Ah… ¡Pero
piensas huir entre tanto!… ¡Te me quieres escapar de entre las manos!…
¡Yo todavía soy malicioso!… ¡Tú no me burlas!… ¡No! ¡Ya verás!…
(Yendo a la derecha.) ¡Ángela!… ¡Ángela!… ¡Pronto!… ¡Aquí!
ENRIQUE.- ¡Gonzalo!…
GONZALO.- ¡No te muevas!… ¡Ángela!… ¡Al fin!… [73]
Escena IV
ENRIQUE, GONZALO y ÁNGELA.
ÁNGELA.- ¡Oí tu voz!… (Deteniéndose. Aparte.) (¡Él! ¡Todavía!)
GONZALO.- ¡Sí: ven: quiere huir de esta casa!… ¡Cuida de él!…
¡Vigílale!… ¡Sujétale!… ¡de esta casa ya no sale!
ÁNGELA.- ¿Pero a dónde vas?
GONZALO.- ¡Él lo sabe… Yo ahora no lo recuerdo; pero lo
recordaré… Lo primero es ir… Ir allá!…
ÁNGELA.- ¿A dónde?
GONZALO.- ¡Desdichada!… En esta vida ¿sabe nunca uno a dónde va?
¡Ni él!… ¡Ni tú!… ¡Ni yo!… ¡Pero es preciso ir…, ir…, ir
siempre…, y por eso voy! (Sale.)
Escena V
ÁNGELA, ENRIQUE, después DON ANSELMO.
ENRIQUE.- ¿Quiere usted que huya de esta casa? ¿O prefiere usted que
aguarde a que venga don Anselmo? Como me amenazó de muerte, por eso lo
pregunto.
ÁNGELA.- ¡Salga usted!…
ENRIQUE.- ¡Obedezco!… ¡Ah!… ¡Es tarde… don Anselmo!
DON ANSELMO.- (Entrando por el fondo.) ¡Mi Gonzalo!… ¿Mi hijo?…
¡Qué habéis hecho de mi hijo!… ¡Dónde está!… ¡Hablad pronto!
ÁNGELA.- No tema usted por él: está allá dentro.
ENRIQUE.- Y sus amigos le cuidan.
DON ANSELMO.- ¡Y su esposa lo entrega a sus amigos! ¡Menos malo, que
no está allá ese! (Señalando a ENRIQUE.) Menos malo que la deslealtad y la
traición huyen de aquél desdichado y se reúnen aquí: aquí, donde yo las
sorprendo, donde yo las aprisiono; (Cerrando las puertas.) De donde no
saldrán, hasta que mi furor discurra una venganza [74] ¡o Dios me inspire
un castigo!
ÁNGELA.- Eso deseo yo, padre: ¡venganza o castigo!
ENRIQUE.- ¡Pues sea lo que haya de ser, don Anselmo; pero, pronto!
DON ANSELMO.- Más aprisa vendrá de lo que usted imagina; ah, señor
mío, para toda felonía, hay siempre un juez: no puede serlo Gonzalo, lo
seré yo.
ENRIQUE.- Lo acepto.
DON ANSELMO.- Tanto daría, que no lo aceptase usted. Pero déjenme
ustedes tomar aliento. Las sienes me laten: los oídos me zumban: ¡Mi
cabeza vacila! ¡Y cómo no, Dios mío! ¡Dónde hay fuerzas para tales
dolores! ¡He seguido por Madrid el rastro de la afrenta de mi hijo! ¡Lo he
seguido! ¡Y no tuve que preguntar por dónde había pasado mi Gonzalo, para
saberlo! ¡No señor, no: me lo dijo el escándalo a bocanadas! La
conversación interrumpida al presentarme yo: el saludo compasivo: el amigo
que va de prisa y no puede detenerse… porque no sabe qué decirme el
grupo de ociosos en que murmurar por lo bajo «es el padre»: el imprudente
que se me pone delante y habla y habla, como esperando, que yo le cuente
algo: la curiosidad, la impertinencia, la compasión, la lástima, ¡todo el
calvario de la deshonra me han hecho recorrer ustedes! ¡Para llegar a mi
casa y encontrarme en la cruz de su locura al hijo de mi alma!
ÁNGELA.- ¡No es usted justo!… Ya verá usted cómo no es usted justo.
DON ANSELMO.- ¿Y para qué quiero ser justo? ¿Lo han sido con mi
Gonzalo? Le enseñé a ser honrado y leal, ¿y para qué le ha servido? Para
que, los que no son honrados ni leales, le escarneciesen, pensando sin
duda: «este es un pobre hombre: su padre le puso con sus rancias ideas de
rectitud, una espesísima venda en los ojos, y lo echó por el mundo: bien
venido sea para juguete de gentecilla sin conciencia.» Yo reconozco que la
culpa es mía, por eso me toca enmendar el yerro. [75]
ÁNGELA.- Pues esperamos sus órdenes.
ENRIQUE.- Las esperamos.
DON ANSELMO.- ¡Si es que no acabo de discurrir lo que debo hacer!
¡Tal es la confusión de mis ideas! ¡Pensáis que si yo hubiese resuelto
algo, estaríais esperando!… ¡Pero no encuentro!… ¡No sé!… ¡Ah! ¡La
miserable imaginación de los viejos! ¡Ni en casos de honra… puede hallar
resoluciones claras, enérgicas, prontas!
ÁNGELA.- Yo le ayudaré a usted.
DON ANSELMO.- No necesito tu ayuda. El camino es llano: ahora lo voy
viendo. ¡Es preciso que yo le devuelva la razón a mi Gonzalo, y que
después vengue su honra: esto es… no, pero no es esto! ¡Esto es una
locura mía! ¡Si le devuelvo la razón, él querrá vengarse! ¡No: antes la
venganza por mí: la razón después para él!
ENRIQUE.- ¡Mejor será de ese modo!… ¡Con Gonzalo, no!
DON ANSELMO.- Sí, mejor le parece a usted: ya lo comprendo: ¡el padre
es adversario menos temible que el hijo!
ENRIQUE.- ¡Don Anselmo!… ¡Ah! Todo lo merezco: siga usted.
DON ANSELMO.- ¡Todo lo merece usted y todo lo conseguirá! ¡Pero no se
fíe usted en la debilidad de un anciano, ni en la torpeza de un brazo, ni
en lo turbio de unos ojos, que cuando el corazón está dispuesto a consumir
en unos minutos la fuerza vital de muchos años, manda relámpagos a los
ojos, vigor al cuerpo, y empuje irresistible al brazo honrado que
honradamente empuña una espada, señor mío!
ENRIQUE.- ¡Ya lo sé!
ÁNGELA.- ¡Padre!
DON ANSELMO.- ¡Y después… poco importa que el cuerpo se desplome!
ENRIQUE.- No será preciso tanto.
DON ANSELMO.- Sí, señor, será preciso. Y si no, ¿por qué cree usted,
que yo le estoy diciendo todo esto? Yo no soy de los traicioneros; yo soy
leal. Para vengar una afrenta ¿qué basta? Que haya afrenta, y aquí la hay:
y luego, sitio, hora, dos hierros y dos hombres. Todas las palabras que he
dicho, sobran. Y sin embargo, las he dicho ¿por [76] qué? Porque soy viejo
y necesito caldear mi corazón para ser más fuerte que usted: y cada vez
que nombro a mi hijo, la sangre acude al pecho; y cada vez que recuerdo la
infamia de ustedes, acude más; y cuanto más me cebo en la desgracia de mi
familia, más borbotones me hinchan el corazón: y como la locomotora
¿recuerdan ustedes? Que arrastraba anoche a la esposa desleal y al amigo
traidor, mientras Gonzalo se precipitaba al espacio, detenía su velocidad
antes de subir la pesada pendiente, para hacer vapor, yo también estoy
haciendo vapor de sangre, que los viejos somos marrulleros ¡pero somos
implacables! ¡Y por Dios vivo, que ya me siento con fuerzas bastantes para
matarle a usted: conque salgamos!
ÁNGELA.- ¿Sin saber la verdad, padre mío?
DON ANSELMO.- ¿Pues no la sé?
ENRIQUE.- No, don Anselmo: y oígala usted, que yo sé bien, que ha de
darle más vigor del que necesita.
DON ANSELMO.- ¿No es perder el tiempo?
ÁNGELA.- No, padre mío: permítame usted que le dé este nombre!
DON ANSELMO.- Ese es el nombre que me da Gonzalo, ¿tienes acaso
derecho para darme el mismo nombre que él?
ÁNGELA.- ¡Yo creo que sí! ¡Usted decidirá! (Angustiándose.)
DON ANSELMO.- He decidido; pero no importa, habla, y sé breve.
ÁNGELA.- Quiero que Enrique, ante usted, como si fuera ante su
conciencia o ante Dios, conteste a mis preguntas.
ENRIQUE.- Contestaré.
ÁNGELA.- Necesito que usted diga, ¿si yo, de algún modo, he merecido
esta desgracia que pesa sobre mí?
ENRIQUE.- Usted merecía toda la dicha de que yo le he privado a
usted.
DON ANSELMO.- ¿Qué ha de decir Enrique? ¡Lo que exige la nobleza
convencional de los libertinos!
ÁNGELA.- ¡Déjeme usted acabar por Dios santo, padre mío!
DON ANSELMO.- ¡Ya te dejo: convénceme: eso quiero, que me convenzas!
[77]
ÁNGELA.- (A ENRIQUE.) ¡Imaginó usted alguna vez, que yo no amaba a
Gonzalo con toda mi alma!
ENRIQUE.- ¡Porque veía ese amor infinito, sentía la desesperación
infinita que hizo de mí… lo que soy, y de usted… lo que yo he querido
que sea! ¡Ah! ¡Si usted le hubiese amado menos! ¡Esto, señor don Anselmo,
no dirá usted que es nobleza convencional!
DON ANSELMO.- Yo nada digo: el juez oye… Y luego, sentencia.
ÁNGELA.- ¡Pude yo sospechar nunca… sus pensamientos de usted!
ENRIQUE.- ¡Cuidé yo mucho de guardar mi pasión bien escondida!
ÁNGELA.- ¡No hable usted de su pasión!… ¡Sus pensamientos, he
dicho!
ENRIQUE.- ¡Jamás pudo usted sospecharlos!
DON ANSELMO.- ¿Una mujer no sospechar… que un hombre la enamora?
¡Maravilla grande!
ÁNGELA.- ¡Pues yo no lo sospechaba!… ¡Usted lo ha oído!… ¡Estaba
ciega!… ¡Para mí, Enrique como si no existiese!…. ¡Era instrumento de
mis celos!… ¡Todo lo era Gonzalo para mí!… ¡Pero usted no me cree, don
Anselmo! ¡Dios mío, Dios mío, qué podría yo hacer para que me creyesen!
ENRIQUE.- ¡Usted, nada: yo todo: mostrarme a don Anselmo como soy!
¡No como fanfarronada de mi crimen, sino como grito de mi conciencia!
DON ANSELMO.- ¡Oigamos ese grito!
ENRIQUE.- ¡Pues oiga usted! Estaba ciega: lo ha dicho y es cierto. ¡Y
esa ceguedad, ese desprecio, esa indiferencia nos ha perdido! ¡Yo la
perdonaba todo menos la indiferencia! ¡Yo quería que Ángela se ocupase de
mí, aunque fuera para odiarme! ¡Yo quería vivir en su pensamiento tanto
como Gonzalo, aunque para él fuese el amor y para mí el odio, pero con él
a la par, apoderándome de la existencia de Ángela!
DON ANSELMO.- ¿Apoderándose usted?… (Conteniéndose.) Siga usted.
ENRIQUE.- ¡Conque para él, dichas sin fin! ¡Y para mí, desprecio sin
término! ¡Por esa idea se han anegado siempre mis [78] remordimientos en
mi desesperación! ¡Por esa idea, a veces loco, delirante, más delirante
que Gonzalo, digo: «lo que yo deseaba se logró: ya nunca, nunca podrá
Ángela pensar en él sin pensar en mí! ¡El odio que Ángela me tiene, aun es
mayor que el amor que le profesa! ¡Le he vencido! ¡Porque el odio es más
avasallador, y más voraz, y más eterno que el amor!»
ÁNGELA.- (A DON ANSELMO.) ¿Lo ve usted?
DON ANSELMO.- ¡Calla! ¿Y por qué se atreve usted a decirme todo eso?
ENRIQUE.- En primer lugar, porque le debo a Ángela una reparación…
en lo posible. Y además, porque de este modo empiezan mi sacrificio y mi
castigo. Y en fin, ¡porque en mi sacrificio… este nombre tiene, aunque
ustedes no quieran… se agitan, no una, muchas esperanzas!
ÁNGELA.- ¿Esperanzas todavía?
DON ANSELMO.- ¡Esperanzas usted!
ENRIQUE.- ¿Cuándo se pierden por entero? ¡Las tengo yo!… Conque
bien puede tenerlas usted, Ángela. ¡Tengo la esperanza de aplacar un tanto
mis remordimientos! ¡Y la de no ver más a Gonzalo! ¡Y cuando esta crisis
pase, y ustedes se calmen, y comparen en las soledades de su pensamiento y
en las imágenes siempre más pálidas en el recuerdo que en la realidad, lo
que yo hice en un instante de delirio, con lo que… estoy haciendo… y
he de hacer en la plenitud de mi conciencia… tengo la esperanza,
Ángela… tengo la esperanza, don Anselmo… de que brotará en sus almas,
que son nobles, que son buenas… no diré la simpatía, no diré el
perdón… pero algo menos doloroso, menos cruel… que la indiferencia, el
odio o el desprecio que ahora les inspiro! ¿Ustedes creen que yo no sufro?
Si usted, Ángela, que es inocente sufre tanto, ¿yo que soy culpable, no he
de sufrir más?
ÁNGELA.- (A DON ANSELMO.) ¡No le crea usted! ¡Lo que hace es fingir!
¡Finge ahora arrepentimiento como antes fingió lealtad! ¡Con mentiras robó
aquella noche un cuerpo! ¡Con mentiras quiere robar un alma! [79]
DON ANSELMO.- (A ÁNGELA.) ¡Basta ya! ¡Y vamos al fondo del abismo! No
le preguntes más: habla tú.
ÁNGELA.- Pues bien, padre mío… El delirio de Gonzalo no es
deliro… ¡Es realidad! ¡Su deshonra…, yo la confieso! ¡Si en confesarla
va su salvación… Confesada está, padre mío!
DON ANSELMO.- ¡Piensa lo que dices! Le va en ello la salvación…
pero ¡te va en ello la vida!
ÁNGELA.- ¡Él es antes que yo!
DON ANSELMO.- ¡A fe de padre… que dices bien! ¡Pero me asombras!
¡Aunque sabía yo tu afrenta, nunca imaginé que llegara tu osadía a
confesarla! ¡En mi pensamiento era horrible!… Pero en tus labios… En
tus labios… ¿Por qué has manchado tus labios!… ¡Pudo confesar él…, y
bastaba!
ENRIQUE.- ¡Ángela!…
DON ANSELMO.- (A ENRIQUE.) ¡No se mueva usted!
ENRIQUE.- ¡No tema usted… que estoy resuelto a esperar hasta el
fin!
DON ANSELMO.- (A ENRIQUE.) ¡Que me place! (A ÁNGELA.) ¡Sigue: y ya
que empezaste… acaba!
ÁNGELA.- ¡Oígame usted! ¡Tuve celos de Gonzalo… porque le amaba
cuanto una mujer puede amar! ¡Celos insensatos!… ¡Pero celos!
DON ANSELMO.- ¿Te los inspiraba Enrique?
ÁNGELA.- No: esta es la verdad: bastaba yo: él no puede inspirarme
nada.
ENRIQUE.- Pues ya de la hora de las confesiones ha llegado, oiga
usted: ¡tampoco combatí esos celos: en ellos me gozaba!
DON ANSELMO.- ¡Miserable!
ENRIQUE.- No es alarde de criminal: es ayudarle a usted en el acopio
que está haciendo de energías con estimulantes de indignación.
DON ANSELMO.- (A ENRIQUE.) Me mostraré agradecido. Sigue. (A ÁNGELA.)
ÁNGELA.- Gonzalo tuvo que salir de Madrid.
ENRIQUE.- Lo fingió.
ÁNGELA.- ¡Qué importa! Yo no busco excusas a mis imprudencias [80] o
a mis desdichas. Ese hombre me llevó a una casa para espiar desde ella a
mi marido. ¡Fui con él, creyendo ir con el mejor amigo de Gonzalo! ¡Como
pudiera haber ido con mi hermano! ¡Como pudiera haber ido con usted!
DON ANSELMO.- ¡Ah! ¿Él te llevó?
ÁNGELA.- Sí. Y cuando vi entrar a mi Gonzalo…, porque le vi entrar
en casa de Julia…, imaginé que era cierta su traición… ¡Y no lo era!
¡A nadie quiere más que a mí! ¡No lo dude usted! Lo sé… ¡Pero entonces
no lo sabía!…
DON ANSELMO.- ¡Acaba! ¡Que la sangre me ahoga!
ÁNGELA.- ¡Como a mí!… ¡Toda afluyó a mi cabezal… ¡Toda…
toda!… ¡Toda la de mis venas, traicionera y cruel; porque me privó de la
voluntad para defenderme y no me privó de la vida, para hacer de la muerte
barrera de la honra! Y yo pregunto, cuando la voluntad no existe, y el
pensamiento se ha desvanecido, y la conciencia duerme, y la vida es
muerte, ¿puede haber culpa?
DON ANSELMO.- ¿Qué dices?… ¡Qué has dicho!… ¡Qué es lo que yo he
comprendido! ¡No!… ¡No!… ¡Yo no he comprendido nada!… ¡Usted! ¿Pero
ha sido usted?… ¿Pero todo esto es verdad, o el contagio de Gonzalo ha
pasado a esta pobre mujer y la enloquece?
ENRIQUE.- ¡Adivine usted en mi rostro, y en mi paciencia, y en mi
resignación, y en mi mansedumbre… la verdad!
DON ANSELMO.- ¡No comprendo medias palabras!
ENRIQUE.- Si no fuera culpable, si yo mismo no me espantase de mí,
¿me podría usted ver tan humilde y tan paciente?
DON ANSELMO.- ¿De modo que es cierto? ¡No quiero más que un sí!
ENRIQUE.- ¡Pues acabe usted de encender sus iras! ¡Sí!
DON ANSELMO.- (Precipitándose sobre ENRIQUE y cogiéndole por un
brazo.) ¡Ah!…
ÁNGELA.- ¡Padre!… (Vacilando.)
DON ANSELMO.- ¡Por traición tuviste a esa mujer! ¡Cara a cara te
tengo yo!
ENRIQUE.- ¡Don Anselmo, es demasiado pronto!
ÁNGELA.- ¡Dios mío, Dios mío!… ¡No, padre!… ¡Compasión! [81]
ENRIQUE. ¡Mire usted a Ángela!… ¡Va a caer desplomada en tierra!…
¡Yo no puedo acudir a ella!… ¡Yo no puedo tocar a esa mujer!…
DON ANSELMO.- ¡Ángela!… (Soltando a ENRIQUE.)
ÁNGELA.- (A DON ANSELMO que se acerca.) ¡No me toque usted
tampoco!… ¡Un hombre de honor como usted debe huir el contacto de una
mujer escarnecida, como yo! (Pequeña pausa: ANSELMO y ÁNGELA se miran como
la inspiración les dicte.)
DON ANSELMO.- ¡Pero un padre puede abrazar y sostener a su hija!
ÁNGELA.- ¡Ay, padre mío!
DON ANSELMO.- ¡Ángela! (Quedan abrazados.) ¡Sólo para sostener tu
cuerpo, he podido abandonar aquél! ¡No será por mucho tiempo!
ÁNGELA.- ¡No! ¡Ya no!.. ¡Que huya, que se marche, que nos deje para
siempre!
DON ANSELMO.- ¡No es posible!
ENRIQUE.- Yo me someto a lo que usted resuelva. Salir de aquí para
siempre…, o quedarme…, para pagar mi deuda.
DON ANSELMO.- Y yo resuelvo que se quede usted. ¡Huir!… ¡Qué cómodo
sería huir!… ¡Deshonro a una mujer; hiero a traición a un amigo; mancho
para siempre el nombre de una familia!… ¡Y luego, reconozco lealmente mi
falta; me arrepiento humildemente; presento mis excusas con toda la
cortesía de un hombre bien educado; saludo… y me retiro diciendo «fue un
instante de delirio, perdonen ustedes…» Y mientras las víctimas quedan
entre lágrimas y desesperación, usted a empezar nuevos delirios con sus
correspondientes arrepentimientos y excusas!… ¡Ah! ¡Por esta vez los
delirios acabaron y acabaron los arrepentimientos! ¡Yo se lo juro a usted
por mi nombre y por la salud de mi hijo!
ENRIQUE.- ¡No me opongo!… ¡A nada me opongo…, sino a sufrir más
insultos…, porque aunque yo reconozca que los merezco…, tantos
pudieran ser, que se agotase eso, que usted llama mi arrepentimiento y mi
cortesía!
DON ANSELMO.- ¡Ah! ¡La dignidad del buen caballero! ¡Que las palabras
[82] de un anciano son intolerables para su delicada epidermis de persona
de honor, y han de tolerarse en cambio las hazañas cobardes y villanas del
noble burlador nocturno!
ENRIQUE.- ¡Don Anselmo!
ÁNGELA.- No más: basta, padre: si yo, que soy quien más puede
apetecer la venganza, no la quiero… ¡Si lo único que pido a Dios es no
ver ya nunca a ese hombre!
DON ANSELMO.- ¡Pues no le verás! La tarde declina: aun tenemos media
hora de luz. (A ENRIQUE.)
ENRIQUE.- ¿Será bastante?
DON ANSELMO.- Con muy poca basta para él castigo: menos necesitó
usted para la infamia.
ENRIQUE.- Pues sea.
DON ANSELMO.- En el hotel inmediato… en el de nuestro amigo el
doctor hay una espaciosa sala de armas… y un frondoso parque: a escoger.
ÁNGELA.- ¡No, eso no: por Dios santo se lo pido a usted!
DON ANSELMO.- Es inútil: Ángela me ha dicho que estaban nuestros
amigos allá dentro: está usted y estoy yo… de suerte ¿que no sé a qué
esperamos?
ENRIQUE.- ¡Yo, sus órdenes: no más!
DON ANSELMO.- Y yo… nada: vamos.
ÁNGELA.- ¡Ay! ¡Padre mío! ¡Qué hice! ¡Estaba delirante! ¡Le odiaba
mucho!…
DON ANSELMO.- ¡Has hecho lo que debías! ¡Por eso te quiero más que
antes! ¡Pero yo también he de cumplir mi deber!… ¡No has de ser tú sola!
(Queriendo desprenderse de sus brazos.)
ÁNGELA.- No, don Anselmo, ¿para qué la venganza?… ¡El desprecio y
el olvido son bastantes!…
DON ANSELMO.- ¿Para qué? ¡Para poderos presentar ante el mundo! ¡Que
las manchas se ennoblecen, como los escudos de familia, cuando los cruzan
barras de sangre!
ÁNGELA.- ¡Ay, Dios mío!… ¡Mi corazón va a saltar!
DON ANSELMO.- (Acercándose a la derecha.) ¡Gonzalo!… ¡Gonzalo!
ÁNGELA.- ¡Padre!… (Quiere ir a él.)
ENRIQUE.- (Acercándose a ella, deteniéndola y en voz baja.) No tema
[83] usted: la vida de ese anciano no peligra.
ÁNGELA.- (Se cubre el rostro y se deja caer en el sofá.) ¡Jesús!
¡Jesús mío!
ENRIQUE.- (¡Ah! ¡Por fin!… ¿Habrá creído en mí?) (Aparte. Con
alegría suprema.)
DON ANSELMO.- ¡Gonzalo!… ¡Aquí!… ¡Pronto!
Escena VI
ÁNGELA, DON ANSELMO, ENRIQUE y GONZALO por la derecha.
GONZALO.- ¿Quién me llama?
DON ANSELMO.- ¡Yo!
GONZALO.- ¿Para que hablemos? ¿No es verdad? ¿Todos quieren hablar
conmigo? ¡La gente que encontraba!… ¡Y aquellos, que me abrumaban con su
cariño!… ¡Y ahora tú!… ¿Por qué? ¿Por qué este afán? ¿Qué pensáis que
voy a deciros?… ¡Si no voy a deciros nada!… ¡Si no quiero deciros
nada!
DON ANSELMO.- No: es para que te quedes aquí con Ángela.
GONZALO.- ¿Y tú?
DON ANSELMO.- ¡Yo voy… con Enrique!
GONZALO.- ¿Con Enrique? ¿Para qué?… (Al oído.) ¿Para que entre los
dos aclaréis el misterio de mi delirio?… ¿Para eso vais juntos?
DON ANSELMO.- Sí: para eso.
GONZALO.- ¡Pues id: id al instante! ¡Yo, con maña… he averiguado
del Doctor y de don Leandro una parte de la verdad!… ¡Pero no la saben
por entero!
DON ANSELMO.- ¡Pues aguárdanos aquí!
GONZALO.- Aguardaré.
DON ANSELMO.- (Aparte a GONZALO.) (¡Dame tu mano! ¡Dame tus brazos!
¡Préstame tu energía!… ¡Unos minutos…, unos minutos no más de tu
juventud y de tu fuerza!… ¡Y por ellos te daré el resto de mi vida!)
GONZALO.- ¡Si todo lo mío es tuyo!… ¿Mi fuerza y mi juventud, quién
me las dio? ¡Yo no niego nunca deudas de sangre! [84]
DON ANSELMO.- ¡Ni yo tampoco! ¿Vamos? (A ENRIQUE.)
ENRIQUE.- (¡Adiós, Gonzalo!… ¡Tu mano!… ¡Y que su contacto apague
en mí toda energía… y mate todo instinto de salvación!) Vamos.
DON ANSELMO.- ¡Y ahora… si hay justicia en el cielo… Dios mío,
encomiéndamela a mí!… ¡Enrique… nos esperan!… (Salen los dos por la
derecha.)
Escena VII
ÁNGELA y GONZALO.
GONZALO.- (Acercándose a ÁNGELA.) ¿A dónde van? ¿Por qué mi padre
invocó la justicia divina?… ¿Por qué la mano de Enrique estaba helada?
ÁNGELA.- ¡Porque tu padre te quiere con toda su alma… y vela por tu
vida y por tu honra!
GONZALO.- ¿Mi vida? ¡Si mi vida está aquí: en Ángela! ¿Mi honra? ¡Si
mi honra la guardas tú: si la guarda mi Ángela!
ÁNGELA.- Pues mira ¡no veló bien por ella tu Ángela!
GONZALO.- ¡Ah! ¡Tú eres cómplice de aquéllos! ¡Lo mismo querían darme
a entender! ¡Que estas visiones mías… no eran delirios! ¡Que no eran
engendros de la fiebre! ¡Que eran realidades! ¡Cuenta conmigo! ¡Que no
estoy tan loco como suponen!… ¡Ese vientecillo de la tarde… me ha
calmado mucho!… ¡Y mis ideas ya no abrasan… pero hielan!
ÁNGELA.- ¿De veras?… ¿Será cierto?… ¿Poco a poco la razón vuelve
a ti?
GONZALO.- Pero desdichada, ¿eso te causa alegría?
ÁNGELA.- ¡Sí; porque en este mundo… tú eres lo primero para mí!
GONZALO.- ¡Y tú también para Gonzalo… y por eso no quiero recobrar
la razón! ¡Y ella empeñada en venir!… ¡Pues no la quiero…, la
rechazo…, la maldigo!
ÁNGELA.- ¡Bendita sea… aunque me cueste la vida!
GONZALO.- ¡Pues te costaría, pobre mujer! ¿Pues no está empeñada en
que la odie, y la desprecie, y la despedace?… [85] ¡Pues tú estás más
demente que yo!
ÁNGELA.- ¡Otra vez!… ¡Otra vez!
GONZALO.- ¡Sí: por fortuna: ahora me toca a mí estar alegre! ¡Ah! ¡Si
tú supieras lo que es mi cerebro! ¡Ya no sufro tanto como antes! ¡Mar
extraño… que ciñen fantásticas playas… a las que van llegando las
olas!… ¡Unas cristalinas!… ¡Otras negras!… ¡Y cuando llega la ola
trasparente, todo lo veo claro…, y cuando llega la negra ola, todo lo
veo en sombras!… Líneas blancas y líneas oscuras que ondulando
avanzan… ¡Ahora una… luego otra… ya llega la de platea… ya llega
la de tinieblas!… ¡Déjame…, déjame… que siga su ritmo!… ¡Qué
acompasado es!… ¡Y qué dulce!… ¡Y qué tranquilo!… ¡Ángela!…
¡Ángela!… ¡Si esta es la dicha por qué quieres despertarme!
ÁNGELA.- ¡No!… ¡Eso no!… ¡Quiero despertarte!… ¡Cueste lo que
cueste!… ¡Despierta de tu delirio, Gonzalo! ¡Que te llama tu amor! ¡Que
te llama tu dignidad! ¡Que te llama tu Ángela!
GONZALO.- ¡Que me quieren!…
ÁNGELA.- Ahora, ¿entiendes lo que te digo? ¿Puedes recoger tu
pensamiento?
GONZALO.- ¡Sí! ¡Me parece que sí!
ÁNGELA.- Pues entiéndelo: Enrique es traidor…, desleal…,
infame… ¡Quiso que yo le amase!
GONZALO.- ¿Tú? (Con voz terrible.)
ÁNGELA.- ¡Sí: tu Ángela!
GONZALO.- ¡Imbécil!… ¿Pues tu voluntad no es tuya?
ÁNGELA.- ¡Lo que no se consigue por la voluntad… se consigue por la
fuerza!
GONZALO.- ¡Por la fuerza!… ¿Qué has dicho?… ¿Qué fuerza tiene la
fuerza para penetrar en el cerebro?… ¡Por la fuerza!… ¡Si: la fuerza
es brutal!… ¡La fuerza es ciega!… ¡La fuerza es monstruosa!… ¡Yo
puedo cogerte entre mis brazos… a ti… a ti!… ¡A un ser tan hermoso,
tan débil, tan puro!… Pues sin embargo… ¡Puedo convertirlo, con la
presión de un abrazo mortal, en un montón de tierra!… [86] ¡Y eso haré
si no dices que es mentira lo que he oído!
ÁNGELA.- ¡Es verdad!
GONZALO.- ¡Que mi esposa…, la que yo recibí en este mismo salón la
noche de mis bodas…, la de la blanca frente, que yo besaba desde lejos,
porque no me atrevía a tocarla con mis labios…, la mujer a quien hice un
altar en el fondo de mi alma, a donde sólo Dios y yo llegábamos!… ¿Ha
sido profanada por otro aliento que no ha sido el mío?… ¿Eso dices tú?
¿Mira que eso lo entiendo bien?… ¿Eso dices tú?… ¡Repítelo!
ÁNGELA.- Sí… profanada… ¡Pero soy inocente!… ¡Te lo juro!
GONZALO.- ¡Profanada y al mismo tiempo inocente! ¡Liviana y pura!
¡Traidora a medias y a medias leal! ¡Eso sí que no lo comprendo! ¡Lo uno o
lo otro! Tales absurdos quieres infundirme, que mi razón se resiste, y
protesta, y dice al fin ¡aquí estoy!
ÁNGELA.- ¡Sí! ¡Esa mirada ya no es aquella!
GONZALO.- ¡Pero este Gonzalo es el de siempre! ¡Te traje en mis
brazos casi, la noche en que fuiste mi esposa, a esta casa… En mis
brazos también te arrojaré de ella por allí, (Señalando al balcón.) si no
me dices que has mentido! (La lleva hacia la izquierda.)
ÁNGELA.- ¡No he mentido!
GONZALO.- ¿No?… ¡Piénsalo bien!
ÁNGELA.- (Mirándole a los ojos.) ¿Pero ya no deliras?
GONZALO.- Yo no lo sé… Pero por última vez te digo… ¡Jura que
mientes?
ÁNGELA.- ¿Cómo quieres, que jure lo que no es verdad?
GONZALO.- ¡Tampoco! ¡Pues ven!…
ÁNGELA.- ¡Gonzalo, compasión!
GONZALO.- ¡No! ¡Ni compasión, ni perdón!… ¿Eres mi esposa? ¿Juraste
ser mi compañera? ¡Pues sigue mi suerte!… ¡Yo sé como cae un cuerpo en
el abismo!… ¿Caí yo?… ¡Pues ahora vas a caer tú!
ÁNGELA.- ¡Gonzalo!
GONZALO.- ¡Anoche fue tu sombra la que rodó por el espacio: ella te
enseñó el camino; ahora será tu cuerpo: solo… que no irás con Enrique,
sino conmigo!… [87]
ÁNGELA.- ¡Gonzalo!…
Escena VIII
ÁNGELA, GONZALO y PAULINA.
PAULINA.- ¡Ángela!… ¡Ángela!… ¡Gonzalo!… (Precipitándose hacia
ellos.)
GONZALO.- ¿Quién viene?… ¿Quieren salvarla?… ¿Quieren arrancarla
de mis brazos?… ¡No: es mía!… ¡Es mía!
PAULINA.- ¡No; Gonzalo!… Es que Enrique… y don Anselmo… ¡Dios
mío!
GONZALO.- ¿Mi padre?… ¿Qué?
PAULINA.- ¡Un desafío!… ¡Un desafío a muerte!
GONZALO.- ¿A muerte?
PAULINA.- ¡Sí!
ÁNGELA.- ¿Pero quién?… ¿Quién… ¿Cuál de los dos?
GONZALO.- ¿Mi padre acaso?
PAULINA.- ¡No! ¡Enrique!
ÁNGELA.- (Cayendo en el sofá.) ¡Él!… ¡Me cumplió su palabra!…
¡Dios lo ha querido!
GONZALO.- ¿De modo?… ¡Sí!… ¡Que todo gira alrededor de la misma
idea!… ¡Lo que ella me decía!… ¡Enrique!… ¡Su villanía!… ¡Su
castigo! ¡Todo se agrupa… se ordena… se aclara… pero mi padre!
¡Falta mi padre!… ¡No dijiste verdad!… ¿Dónde está?…
DON ANSELMO.- (Desde dentro.) ¡Gonzalo!
GONZALO.- ¡Sí!… ¡Ahí está!… ¡Padre!… (Se precipita hacia el
fondo.)
Escena IX
ÁNGELA, PAULINA, GONZALO, DON ANSELMO, después DON LEANDRO.
(DON ANSELMO y GONZALO se encuentran al entrar aquél y se abrazan.)
GONZALO.- ¡Padre!… [88]
DON ANSELMO.- ¡Hijo mío! ¡Gonzalo! ¡Fue preciso! ¡Fue preciso! ¡Que
Dios nos perdone a todos!… ¡Él… Enrique… estaba ciego!… ¡Aquél
hombre estaba ciego!… ¡Yo no sé como fue!… Lo presenté la punta de mi
espada… ¡con energía!… ¡Eso sí, con energía!… ¡Yo estaba seguro de
mí mismo!… ¡Ya lo creo!… ¡Pero él se precipitó!… ¡No era un hombre
que acomete!… ¡Era como un cuerpo que empujan por la espalda!.. ¡Era
como si una mano invisible y justiciera apoyándose en sus hombros lo
echase sobre mi acero!
ÁNGELA.- ¡Jesús!…
DON ANSELMO.- ¡Cómo ha de ser!… ¡Dios lo ha permitido!.. ¡Tú no
tienes remordimiento ninguno!… ¡Si lo hubiere, todo es mío! ¡Lo
pasado… pasó! ¡Y ahora ya puedes abrazar a tu esposa! (ÁNGELA levanta la
cabeza y le mira suplicante.)
GONZALO.- ¡Espera!… ¡Déjame pensar!… ¡Enrique!… ¡De modo que
Enrique!…
DON ANSELMO.- ¡No pienses en él!… ¡Piensa en ella!… ¡Te esperan
sus brazos!
GONZALO.- ¿Sus brazos?… ¡Pero ella dice que no!… ¡Que estoy
deshonrado!.. ¡Que por todas partes se proclama mi afrenta!… ¡Y tengo
miedo, padre mío… por primera vez en mi vida, tengo miedo!…
(Acercándose a su padre como si le pidiera protección.)
DON ANSELMO.- ¡Y yo… qué soy… quién soy… y que sé lo que es
honra, te digo que esa mujer es una esposa honrada!… ¡Tan honrada por el
alma, como lo fue mi propia esposa!… ¡Como lo fue tu madre!
GONZALO.- ¿Qué dices?… ¡Mi cabeza está débil y dolorida!… ¡Mi
cuerpo quebrantado y débil también!… ¡Antes tanta fuerza!… ¡Y
ahora!… ¡Ahora!… ¡No te comprendo!… ¡Tú quieres que yo ame a mi
Ángela!… ¡Pero si la amo más que a mi vida!
DON ANSELMO.- ¡Entonces!…
GONZALO.- ¿Sí… pero y aquéllos? (Señalando a LEANDRO y PAULINA.) ¿Y
todos esos a quienes yo encontré hoy?… ¿Qué pensarán de mí?… ¿Tú
deseas… que yo… le dé mi perdón? [89]
DON ANSELMO.- ¡Perdón, no!… ¡Justicia!
GONZALO.- ¡Y he de presentarla conmigo ante las gentes… pregón
eterno de mi vergüenza!… ¡Padre mío!… ¡Padre mío!… ¡No has penado en
ello!
LEANDRO.- ¡Recobró el juicio!
PAULINA.- ¡Pobre Ángela!
ÁNGELA.- ¡Esto… no lo merezco! (Con desesperación.) ¡Pero no
importa!… ¡Gracias, Dios mío! ¡Ha recobrado el juicio!
DON ANSELMO.- ¿Les oyes?… ¡Mírala! (Señalando a ÁNGELA.)
¡Resuelve!… ¡Y sepa yo si te engendré sin corazón?
GONZALO.- ¿Sin corazón? ¡No!… ¿Pues dónde están las raíces de todos
mis cariños? (Rehaciéndose y cobrando energía.) Pues ella… ¿Ella, no es
mi Ángela?… ¿Y yo, yo no soy su Gonzalo? ¡Ah! ¡Cuántas ideas se agitan
aquí!… ¡Despiertan!… ¡Sí: despiertan con hervor infinito!… ¡Ah! ¿Qué
es eso?… ¡Qué es eso, de mi razón y de mi locura? ¿Por qué dicen
ustedes, que he recobrado la razón?… ¿Por qué soy cobarde? ¿Por qué soy
infame? ¿Por qué el mundo, me asusta? ¿Por qué quiero abandonarla? ¡Ah!…
Pues entonces… Entonces razón humana, nido de pequeñeces, de cobardías y
de egoísmos… renuncio a ti y vuelvo a mi locura… ¡Y vuelvo a mi amor!
¡Ángela, vuelve a mis brazos!
ÁNGELA.- ¡Gonzalo!…. ¡Gonzalo!… ¡Gonzalo mío! (Precipitándose en
sus brazos.)
LEANDRO.- ¡Fue sólo una ráfaga de cordura!… ¡Pobre Gonzalo… está
loco!
PAULINA.- ¡Desdichado!
GONZALO.- ¡Sí: os adivino: os oigo: ¡a todos les oigo!… ¡Que allá
fuera… por todos los centros de la villa bullen y zumban sus murmullos y
sus comentarios! ¡Sí: antes, cuerdo! ¡Ahora, loco! ¡Sea! ¡Pero cuenta que
la locura triplica las fuerzas!… ¡Y todas las que se condensan potentes
en mi corazón! ¡Y todas las que se agitan ardorosas en mi sangre! ¡Y todas
las que piden sus energías al alma en mi pensamiento!… ¡Todas ellas! Sin
que falte un átomo… están a la defensa de mi Ángela! [90] Y al que no
mire con respeto a esta mujer, al que ante ella no se descubra hasta el
suelo, al que ponga en los labios ni el retoque de una sonrisa… a ese le
enseñaré yo que son mortales para los cuerdos los abrazos de los locos!
¡Ángela, soy tu Gonzalo! ¡Fía en mí»
DON ANSELMO.- ¡Ángela, soy tu padre! ¡Fía en mí también! ¡Y levanta
tu frente, que entre tu esposo y tu padre no queda sitio para la deshonra!
FIN DEL DRA
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