Хосе Эчегарай-и-Эйсагирре. Злая порода. José Echegaray. De mala raza
Драма в трех действиях
Drama en tres actos y en prosa
Reparto
PERSONAJES
ACTORES
CARLOS, 25 años
Sr. Vico.
ADELINA, 18 años
Srta. Gambardela.
DON ANSELMO, 60 años
Sr. Cirera.
PAQUITA, 22 años
Srta. Casado.
VISITACIÓN, 45 años
Sra. González.
DON NICOMEDES, 50 años
Sr. Parreño.
DON PRUDENCIO, 46 años
-Fernández.
Un CRIADO.
-Melgares.
Época contemporánea.
Acto primero
La escena representa la sala baja de una quinta o casa de recreo próxima a San Sebastián. Rompimiento en el fondo; se ve un jardín; el mar, a lo lejos; un cielo espléndido. Decorado y mueblaje, ricos y alegres, cual conviene a propietarios bien acomodados y a la estación de verano. Es de día.
Escena primera
VISITACIÓN, PAQUITA, DON NICOMEDES y DON ANSELMO. Aparecen sentados en mecedoras o butacas y formando dos grupos. VISITACIÓN y PAQUITA, a un lado; al otro, DON ANSELMO y DON NICOMEDES. Puede darse movimiento a la escena levantándose y paseando alguno de los caballeros de cuando en cuando, o agrupados de varios modos los personajes, según indique el diálogo.
NICOMEDES.-Conque, querido Anselmo, francamente, dime lo que piensas de nuestro hotel.
ANSELMO.-Pues pienso, querido Nicomedes, todo lo bueno imaginable; nada malo. Un lugar de delicia, sin mezcla de mal alguno. (Con tono algo burlón.)
NICOMEDES.-Bien dicho: un paraíso; ésa es la palabra. ¿Y el jardín? ¿Y las vistas al mar? Pues ¿y la situación?
VISITACIÓN.-Hombre, ni que pusieras en venta la finca tendrías mayor empeño en cantarnos sus alabanzas.
NICOMEDES.-Es que lo merece, y si no, que lo diga tu hermano. Dilo tú, Anselmo; repítelo, que Visitación no te ha oído.
ANSELMO.-¿Yo?
NICOMEDES.-Sí, tú, que eres persona de gusto, y que lo has probado, ¡vaya si lo has probado! ¿Verdad, Paquita? Al escoger a usted por compañera demostró mi hombre que sabía escoger, y que es, tan esforzado militar como artista de alto sentido estético y varón de prudencia y juicio. (Inclinándose con galantería ante PAQUITA.) Y ahora atrévete a llevarme la contraria, según costumbre, mujer de Dios. (A VISITACIÓN.)
VISITACIÓN.-Pero ¿qué tiene que ver la boda de Anselmo con las excelencias o imperfecciones de nuestra modestísima vivienda? (Dirigiéndose siempre a su marido.) La prueba de que Paquita le gustó es que se casó con ella, a pesar de sus años (los de Anselmo) (DON ANSELMO se mueve con impaciencia.) y de sus viudeces (las de mi señor hermano, valeroso brigadier en situación de retiro) (DON ANSELMO se levanta y pasea.) y a pesar de tener un hijo como Carlos, mi sabio, severo y simpático sobrino. (DON ANSELMO se pasea más aprisa.)
NICOMEDES.-Visitación, que descarrilas.
VISITACIÓN.-El que va a descarrilar, si no modera la marcha, eres tú. Echa los frenos, hermano.
ANSELMO.-Esos te pondría yo, y con uno bueno me bastaría si era de serreta. (Aparte. Se sienta con enojo.)
VISITACIÓN.-Bueno, pues, como iba diciendo, le gustó Paquita y se casó; pero no le gusta tu hotel, casa de campo o lo que fuere, y se marcha. (A DON NICOMEDES.)
NICOMEDES.-¡Defiéndete, Anselmo, y defiéndeme! ¿Es verdad que nos dejas? ¡Pues si no hace ni mes y medio que estás con nosotros! ¡Si apenas empieza el verano! ¡Vamos, di algo!
ANSELMO.-Pero ¿qué he de decir, señor, si no me dejan ustedes poner palabra en su sitio? (Con todo de mal humor.) El hotel me parece encantador, ¿estás contento? (A DON NICOMEDES.) Vuestra compañía me es sumamente agradable, ¿oyes tú? (A VISITACIÓN.) Pero tengo asuntos en Madrid, y son de importancia, y me voy. (Pequeña pausa.) ¡Toma, toma! ¡Corno que hay novedades! ¡El amigo íntimo de mi Carlos, su compañero de colegio, el acaudalado marqués de Vega-Umbrosa, le presenta diputado. ¡Ya veréis, ya veréis! (Restregándose las manos.) El chico tiene ambición; pero, entendámonos: ambición noble y digna. Nada; que siente con bríos y dice: «¡Yo he de hacer algo muy grande!» ¡Vaya, mi Carlos vale mucho! ¡Cuando yo digo que vale mucho! ¿Verdad, Paquita?
PAQUITA.-Carlos es hijo tuyo. ¿Qué más puede decirse? (Sonriendo.)
ANSELMO.-¡Qué buena eres! (Haciéndole una caricia.)
VISITACIÓN.-¡Hola, hola! ¿Arrullos conyugales?
ANSELMO.-Me parecen preferibles a conyugales arañazos.
NICOMEDES.-¿Y tu viaje a Madrid se relaciona con esos planes políticos de Carlos?
ANSELMO.-Casi, casi; pero no del todo. La política corre de su cuenta. Yo soy espectador entusiasta; aunque seré, si es preciso, severísimo censor. ¡Oh! Carlos no se me ha de separar ni una línea del camino recto! ¡Ya sabe él lo que soy, y que en cuestiones de dignidad y de honra no transijo con nadie ni por nada!
VISITACIÓN.-Por sabido; en efecto, eres un puerco espín o un espino silvestre, a escoger.
ANSELMO.-Eso quiero ser para muchos.
NICOMEDES.-Pues hagamos un trato. Te vas cuando quieras, pero nos dejas a tu hijo.
VISITACIÓN.-Y a tu mujer.
ANSELMO.-Si ellos quieren… (Mirando a PAQUITA.)
VISITACIÓN.-Yo respondo de que no se aburren. Vendrán a vernos todos los amigos de Madrid; ya llegaron a San Sebastián las de Linares, los de Aguilar, el marqués de Casa-Fuente, y también su amigo de ustedes, Víctor Cienfuegos, tan gallardo y tan impetuoso como de costumbre.
PAQUITA.-No, Anselmo; yo no te dejo. (Con cierta precipitación y abrazando con mimo a su esposo.) Yo, contigo.
ANSELMO.-Sí, Paquita; los dos nos iremos, y que se quede Carlos.(Cariñosamente.)
VISITACIÓN.-¿Empiezan otra vez los mimos? ¡El espino silvestre sólo guarda sus flores, para Carlos y para Paquita!
ANSELMO.-Para quien las busca con cariño.
NICOMEDES.-Pero, en fin, has dicho que nos dejas a Carlos.
ANSELMO.-No tengo inconveniente ninguno.
VISITACIÓN.-Pues trato hecho. Nos quedamos con tu hijo. Y así conocerá a nuestra Lola, que ha salido del colegio y que llegará uno de estos días.
ANSELMO.-¿Cuántos años tiene ya?
NICOMEDES.-Dieciocho años.
VISITACIÓN.-Catorce años. (Casi al mismo tiempo que su marido.) ¡Catorce, hombre! Tú nunca sabes lo que te dices (Incomodada.) ¡Y qué niña! ¡Un ángel, hermano, un ángel. (A DON ANSELMO.) ¡No hay nada parecido! Una criatura, lo dicen todos, que no ha nacido para este mundo. (Enterneciéndose algo y secándose los ojos.) ¡Si sabré yo lo que vale mi Lolilla!
NICOMEDES.-¡Vamos, mujer! Más modestia.
VISITACIÓN.-¡Modestia! La que tuviste tú hace rato, y la que tuvo ése hace poco. ¡Toma, toma! Cada cual alaba lo suyo: tú la finca; Anselmo, a su Carlos, y yo, a mi Lola. ¡Y qué educación, Anselmo! Ella sabe francés, ella sabe inglés, ella sabe tocar el piano, ella sabe dibujar…
ANSELMO.-¡Vamos, ella lo sabe todo!
VISITACIÓN.-Como que ha estado ocho años en uno de los primeros colegios de París, ¡digo si sabrá! Y aquí en confianza, ya que estamos en familia y que ninguno nos oye… ¡Una preciosidad! (Bajando la voz.) Y talento…, ¡tanto como tu Carlos!
ANSELMO.-¿Saben ustedes que si alguien nos oyese quedaba en cinco minutos enterado de toda la familia, con sus accesorios, rústicos y urbanos? Nada: una exposición de comedia. Dos matrimonios: primer matrimonio, vosotros, Nicomedes y Visitación, con su hija Lolilla en lontananza; personajes secundarios, el coro de la tragedia griega. (Riendo.) Segundo matrimonio, ésta y yo, y, además, mi hijo Carlos; personajes principales. ¡Hola, hola!…
PAQUITA.-Mucho enumerar personajes, como decía Anselmo, y olvidan ustedes el más interesante.
VISITACIÓN.-¿Cuál?
NICOMEDES.-¿Quién?
PAQUITA.-La pobre Adelina.
VISITACIÓN.-(Con cierto despego.) ¡Ah!
NICOMEDES.-(Lo mismo.) Sí.
ANSELMO.-Dice bien mi mujer: la pobre Adelina. (Como buscando camorra.)
VISITACIÓN.-,¿Pobre? ¡Ya lo creo! Por caridad la recogimos; que sin nosotros, ¿qué hubiese sido de ella?
PAQUITA.-¡Y tan linda!
NICOMEDES.-No es fea.
VISITACIÓN.-¡Pchs! Buen cuerpo, como todas las flacas. Y un palmito regular. No hay dieciocho años feos.
NICOMEDES.-Pues yo he conocido algunos.
VISITACIÓN.-¡Qué has de conocer tú! Tú nunca conoces nada.
PAQUITA.-¡Y tan cariñosa, tan dulce, tan humilde!
VISITACIÓN,-Hija, la que está en su situación no puede hacer alardes de soberbia. A saber lo que haría si fuese dueña de su casa.
ANSELMO-Pues a mí me parece muy simpática y muy buena.
VISITACIÓN.-Sí, tienes razón: es simpática; la desgracia lo es siempre. Y, hasta el día, tampoco es mala.
ANSELMO.-¿Por qué dices hasta el día? ¿Por qué supones…?
VISITACIÓN.-Por nada. ¡Pobre chica! ¡Dios no lo quiera! Y con la educación que ha recibido en mi casa, y estando muy a la mira…
ANSELMO.-(Con impaciencia.) Pero ¿por qué has de estar a la mira?
VISITACIÓN.-Porque la cabra tira al monte, y de casta le viene al galgo…
ANSELMO.-¿Qué quieres decir con todo eso, que yo no lo entiendo?
NICOMEDES.-¿Tú no sabes la historia de Adelina; mejor dicho, de su familia?
VISITACIÓN.-¿Nunca te hemos contado en qué circunstancia la recogimos?
ANSELMO.-Algo he oído…. pero vagamente…
VISITACIÓN.-Pues oíd, oíd. Aquí, más cerca, no sea que entre de pronto y nos sorprenda. (Todos rodean a VISITACIÓN en actitudes diversas.) Pues, señor… Pero… no…, no puedo. Cuenta tú, Nicomedes. A mí, estas cosas…, como en mi casa, jamás…, en buena hora lo diga… Vamos, tú tienes la palabra.
NICOMEDES.-Habéis de saber que érarnos muy amigos de los padres de Adelina.
VISITACIÓN.-No; de su madre, no.
NICOMEDES.-De su padre quise decir.
VISITACIÓN.-Eso es distinto.
Escena II
DICHOS y DON PRUDENCIO, por el fondo.
PRUDENCIO.-¿Secretos tenemos? ¿Consejos de familia? Entonces me retiro prudentemente. (Deteniéndose. Todos se levantan.)
VISITACIÓN.-¡Don Prudencio!
NICOMEDES.-¡Hola, don Prudencio! Entre usted, entre usted.
PRUDENCIO.-Mi señora doña Visitación… Paquita… ¡Conque tan bueno…! (A DON NICOMEDES.) Don Anselmo, siempre suyo… (Saludando a todos.) Lo dicho: si son asuntos reservados, por donde vine me voy.
NICOMEDES.-¡Calle usted, por Dios!
VISITACIÓN.-Con usted no hay secretos; usted es como nuestro. ¿Verdad, NICOMEDES?
NICOMEDES.-¡Ya lo creo! Es usted como de la familia.
VISITACIÓN.-Conque, siéntese usted; aquí, a mi lado.
PRUDENCIO.-Pues si no estorbo… (Todos se sientan.)
VISITACIÓN.-¡Estorbar usted! Al contrario. Precisamente viene usted muy a punto para pedirle un favor.
PRUDENCIO.-Es, que vengo a despedirme. Parto ahora para mi quinta; pero no quise marcharme sin cumplir deberes sagrados de amistad. (DON Prudencio habla siempre con cierto énfasis y en todo solemne.)
VISITACIÓN.-Pues precisamente por eso.
PRUDENCIO.-Y ese favor…
VISITACIÓN.-Se relaciona con el asunto de que tratábamos.
PRUDENCIO.-¿Y de qué trataban ustedes…? Ya que he de saberlo, que de otro modo, yo no me permitiría…
VISITACIÓN.-De Adelina.
PRUDENCIO.-Ya. ¡Pobre chica! Bien, pues continúen ustedes tratando de esa joven.
NICOMEDES.-Como Anselmo no estaba al corriente… Por eso…
VISITACIÓN.-Por eso le contábamos la historia de los padres de Adelina.
PRUDENCIO.-Ya. Una triste historia la de esa familia, y una tristísima herencia la de esa niña.
ANSELMO.-¿Heredó algo?
VISITACIÓN.-(A DON PRUDENCIO.) ¿Pregunta si heredó? ¡Qué inocente!
PAQUITA.-¿Por qué?
PRUDENCIO.-¿Nunca oyó usted hablar del naturalista, del gran naturalista Darwin, ni de sus admirables experiencias sobre palomas y otras aves? ¿No sabe usted cómo de padres a hijos se transmiten las cualidades y los defectos; en suma, los rasgos característicos de cada individuo? ¿No le explicaron a usted la gran ley de la herencia, ni llegó a su noticia, mi simpática y respetable amiga, la fuerza incontrastable con que lo que pudiéramos llamar la fatalidad orgánica circula por toda la escala biológica. a través del tiempo? ¿Eh?
PAQUITA.-¡Ay, no señor! Yo no sé nada de eso, ni Dios lo permita.
PRUDENCIO.¿Por qué?
PAQUITA.-Porque me dan miedo esas cosas.
ANSELMO.-Pues a mí no me dan miedo; pero el diablo me lleve si he comprendido una palabra.
VISITACIÓN.-Pues más claro: que la madre de Adelina fue… ¿Cómo diré yo?… Una desdichada.
ANSELMO.-Ya; eso está más claro.
PAQUITA.-Sí; que su esposo la hizo desdichada.
NICOMEDES.-No, al contrario: que ella hizo a su esposo todo lo desdichado que puede ser un hombre de honor en ciertos casos.
PRUDENCIO.-Precisamente; porque, fíjese usted, Paquita: doña Visitación, hablando con la exactitud que le es propia, no ha dicho «fue desdichada», sino «fue una desdichada», ¿eh?
VISITACIÓN.-Más clara todavía: la madre de Adelina empezó por tener un amante…, y luego…, Dios lo sabe.
ANSELMO.-Ahora sí que está perfectamente claro.
PAQUITA.-¡Jesús! ¡Qué tristezas!
PRUDENCIO.-La ley de herencia, señora mía. La madre de Adelina tuvo varios extravíos amorosos; Pues la madre de esta madre, es decir, la abuela de Adelina, no tuvo menos; y la bisabuela, célebre en los círculos galantes de fines de siglo próximo pasado, padeció varias veces esta misma enfermedad, o, mejor dicho, este exceso de salud; y subiendo por la línea femenina, siempre encontramos en todos sus individuos este mismo carácter filogenético, llamémoslo así.
VISITACIÓN.-¡Conque figúrense ustedes qué catástrofe cuando se supo! ¡Un escándalo monumental! ¡Un desafío a muerte! ¡Ella que huye y se hunde más en el fango! ¡El padre de Adelina que rechaza a su hija! Y en fin, la pobre niña que hubiera ido al Hospicio si nosotros, que debíamos grandes favores a su familia, no nos hubiéramos hecho cargo de la pequeñuela.
ANSELMO.-¡Muy bien hecho!
PAQUITA.-¡Rasgo generoso!
VISITACIÓN.-Se hace lo que se puede.
PRUDENCIO.-Esa es la verdadera fórmula: se hace lo que se puede, en los límites de la prudencia. La caridad, el altruismo diría yo…
ANSELMO.-¿El qué?
PRUDENCIO.-El altruismo…
ANSELMO.-¡Ah, sí! (Aparte.) ¿Qué será eso?
PRUDENCIO.-Pues bien: la caridad, si usted prefiere esta palabra, debe practicarse en todo mundo civilizado, sin duda alguna; pero sin exageraciones. Creo que ustedes opinarán como yo.
VISITACIÓN.-Justamente a eso vamos, y he aquí el consejo que Nicomedes y yo pedimos a ustedes, y el favor que esperamos de usted, amigo don Prudencio.
ANSELMO.-Pues no comprendo qué relación pueda haber…
PRUDENCIO.-Yo…, algo vislumbro. Siga usted, siga usted, mi buena amiga. Usted es mujer de juicio, y algo por toda manera discreto va usted a decirnos.
VISITACIÓN.-Pues me cuesta mucho trabajo decirlo. Porque yo tengo buen corazón, aunque esto sea alabanza propia, y al fin y al cabo, hemos tenido a nuestro lado a Adelina doce años! Pero las circunstancias…, con la venida de Lolilla…, de mi hija…. van a cambiar dentro de poco totalmente.
PRUDENCIO.-Totalmente, es decir, en totalidad. Muy bien pensado y muy bien dicho.
NICOMEDES-No es decir que Adelina nos pese.
VISITACIÓN.-¡Ah!, eso, no; pero la infeliz niña tiene un pasado lastimoso.
PAQUITA.-¡Ella no!
VISITACIÓN.-Su familia he querido decir. La opinión pública es muy severa; y cuando llevemos a sociedad a nuestra hija, preguntarán todos: «¿Quién es esa que va con Lola?» «¿Es su hermana?» No. «¿Es su prima?» Tampoco. «¿Pues cómo vive con los señores de Espejo?» Porque la sociedad es muy preguntona; y el caso es que siempre hay quien conteste a tales preguntas. Y preguntando aquí y escudriñando allá se sabrá toda la historia, y, créanme ustedes, no faltará quien diga con asombro, y quizá con razón: «¿Cómo dejan los señares de Espejo que su hijá tenga tales amigas?»
PRUDENCIO.-Muy bien. No dirán «tal amiga», sino «tales amigas». ¡Oh!, la sociedad tiene gran potencia generalizadora.
ANSELMO.-¡Bah!, sueñan ustedes. Nadie dirá eso, ni se le ocurrirá a nadie culpar a una niña inocente por los antiquísimos regocijos de unas cuantas abuelas.
PRUDENCIO.-¡Ah!, no conoce usted el carácter mortífero que afectan todas las luchas morales en los que pudiéramos llamar ocultos senos del medio social, señor Anselmo.
VISITACIÓN.-En fin, ¿qué quieren ustedes que les diga? Serán exageraciones de una madre…
ANSELMO.-Exageraciones; tú lo has dicho.
NICOMEDES.-No son exageraciones.
PRUDENCIO.-No lo son. La tradición del vicio es tan incontrastable como la ley física que determina la transmisión del movimiento de unos cuerpos a otros.
PAQUITA.-Pues yo no entiendo de todo eso; pero digo que Adelina es muy buena.
ANSELMO.-Y lo mismo digo yo, señor don Prudencio, a pesar de todas sus leyes, transmisiones y herencias, zarandajas que no valen un comino cuando una mujer dice: «Soy buena porque soy buena», y un hombre agrega: «Soy honrado porque sí»
PRUDENCIO.-Dispense usted, señor don Anselmo. Usted discurre como militar; yo, como hombre de estudio. Son discusiones muy delicadas. (A VISITACIÓN.) Conque vengamos a la conclusión, amiga mía.
VISITACIÓN.-Pues la conclusión es que habíamos pensado éste (Por DON NICOMEDES.) y yo en alejar a Adelina de nuestro lado antes que viniese Lola.
NICOMEDES.-¿Comprende usted bien? Alejarla… Abandonarla, no.
VISITACIÓN.-¡Jesús, María y José!… ¡Abandonarla! ¡Eso, nunca!
PRUDENCIO.-Muy bien pensado, amigos míos. No se abandona a esa niña, pero se la aleja. Algo así como el aislamiento moral: el gran remedio contra todo elemento infeccioso.
VISITACIÓN.-Es el caso que en la aldea, cerca de su quinta de usted, don Prudencio, tenemos una casita muy mona…
PRUDENCIO.-Lo sé; deliciosísima en su sencillez primitiva.
VISITACIÓN.-Pues en ella vive la nodriza de Lola con su rnarido; gente muy honrada y de toda, confianza.
PRUDENCIO.-¿Y bien?
VISITACIÓN.-Que allá pensamos enviar a Adelina.
ANSELMO.-¿Por mucho tiempo?
VISITACIÓN.-No. Mientras Lolita se colocase; cinco o seis o siete años. Casada que fuese nuestra hija, probablemente recogeríamos de nuevo a Adelina, a no ser que, comprendiendo su especialísima y triste situaeión, prefiriese entrar en un convento. Conque ustedes dirán qué les parece nuestra idea. (Pequeña pausa.)
PRUDENCIO.-A mí, muy acertada. Esta es mi opinión en puridad de verdad.
ANSELMO.-Pues a mí, detestable. Dicho sea con tanta puridad y tanta verdad como don PRUDENCIO.
PAQUITA.-¡Pobre Adelina! ¡Parece tan buena!
VISITACIÓN.-¿Quién no lo es a los dieciocho años?
PRUDENCIO.-Deje usted, deje usted que los gérmenes se desarrollen. ¡Triste verdad! ¿Quién sabe? Quizá en ese cuerpo tan bello estarán ahora mismo en su período de incubación las repugnantes larvas del vicio.
PAQUITA.-¡Por Dios, no diga usted esas cosas! ¡Adelina tiene un fondo excelente, y su carácter es tan dulce, y la pobre niña es tan dócil.
PRUDENCIO.-Dócil, a veces, quiere decir débil. ¡La debilidad, ¡Otro peligro!
PAQUITA.-¡Y está siempre tan triste!
VISITACIÓN.-Pues nosotros nada le hacemos que pueda entristecerla. Es que Adela es mimosilla y tiene sus pretensiones de Poética. Yo la quiero mucho, pero hay días en que no se la puede tolerar.
ANSELMO.-Pero ¿qué mal ha hecho esa criatura, ni qué culpa tiene de lo que pudieran hacer sus ascendientes?
VISITACIÓN.-¿Y qué culpa tenemos nosotros ni tiene mi hija de su desgracia? Porque la hemos recogido y la hemos criado, ¿hemos de sacrificar a sus conveniencias el porvenir de Lola?
NICOMEDES.-Eso, de ningún modo; yo no sufro que se perjudique a mi hija por una persona extraña a nuestra familia.
ANSELMO.-Pero ¿en qué perjudica a tu hija la pobre Adelina?
VISITACIÓN.-¡En todo!
PRUDENCIO.-En todo, digo yo también: La sombra de lo pasado pesará fatalmente sobre ambas jóvenes, si la previsión maternal no las separa, y esto no sería justo. Y digo más: si andando el tiempo, cuando lazos encantadores de amistad unan sus almas inexpertas, llega a ser Adelina lo que la imperiosa ley de su organismo tradicional exige, tal amistad y tal ejemplo, podrán ser funestísimos para nuestra querida niña. Pero, entrando en otro orden de ideas, digo más todavía: yo observo que Adelina es… ¡una preciosidad!, y pudiera ser… un entorpecimiento…, para la colocación ventajosa de Lola. ¿Me explico? ¿Me comprenden ustedes? Este es un punto delicado, en que tal vez no ha pensado usted, mi señora doña Visitación.
VISITACIÓN.-Sí, señor; he pensado, porque una madre debe pensar en todo y debe mirarlo todo, Sí, señor; hablando en plata, yo no quiero que Adelina le quite novios a mi hija. ¡Ea, ya lo dije!
PRUDENCIO.-¡Encantadora ingenuidad!
ANSELMO.-Pues ya no suelto palabra. Allá ustedes. Pero esto no quita para que me parezca inicuo lo que van ustedes a hacer con esa infeliz criatura.
VISITACIÓN.-Si tanta lástima te inspira, cásala con tu hijo.
ANSELMO.-¿Qué?¡Con mi hijo! ¿Una mujer de tales antecedentes, en su familia? ¡Pues no faltaba otra cosa! Para mi Carlos, la mujer más honrada, y más hermosa, y más rica, y de familia más noble, y de línea masculinas y femeninas más limpias hasta la centésima generación. ¡Pues ya lo creo! ¡Tú no sabes lo que es mi Carlos ni lo que merece! (A VISITACIÓN.)
VISITACIÓN.-No es más que mi hija. Y lo que no es bueno para tu Carlos, no lo es para mi Lola.
ANSELMO.-¡Está por ver!
VISITACIÓN.-¡Está visto!
PAQUITA.-Vamos, Anselmo…
NICOMEDES.-Por Dios, Visitación…
PRUDENCIO.-Calma, señoras y señores, calma. Esta animada discusión prueba que, en el fondo, están ustedes conformes que la verdad, al fin, por su propia fuerza, se impone, y que don Anselmo, a pesar de sus instintos generosos, que yo alabo como deben ser alabados, en el terreno de la práctica opina como nosotros. ¿No es esto? ¿Hay duda? ¡Yo creo que no! Pues, entonces, estamos conformes, como antes dije, y perdonen ustedes la repetición. (Aparte, a VISITACIÓN.) Me parece que le he cogido, ¿eh?
ANSELMO.-(En voz alta.) Pues no, señor; no estamos conformes; y si llegara el caso, ya veríamos… (Aparte.) ¡Diablo de hombre!
PRUDENCIO.-Conque ahora, vamos…
VISITACIÓN.-Al favor que tenemos que pedirle.
PRUDENCIO.-Ustedes dirán.
VISITACIÓN.-A mí me gusta pensar las cosas y hacerlas. Yo soy así.
PRUDENCIO.-Madurez en la concepción. En la ejecución, rapidez. Perfectamente.
VISITACIÓN.-Quiero decir que, sin que Adelina lo sepa, lo tengo todo preparado para su viaje. Y ya que usted va a su quinta, y que está tan cerca de la de usted nuestra casa…
PRUDENCIO.-Comprendido.
VISITACIÓN.-Podría usted dejar a Adelina, si no le causase gran molestia, en poder de Juana.
PRUDENCIO.-¡Ah señores! Coadyuvar a una buena obra fue siempre cosa de sumo agrado para mí.
VISITACIÓN.-Pues manos a la obra, y llamemos a Adelina. (Toca un timbre y anarece un criado.) Antonio, que venga al momento la señorita Adela.
ANSELMO.-Pues, señor, digan ustedes lo que quieran, la despedida será muy triste.
VISITACIÓN.-Ya lo creo; para todos.
ANSELMO.-Pero repartidas esas tristezas entre muchos, toca menos a cada cual, ¿no es esto? Aritmética del egoísmo.
VISITACIÓN.-Aritmética del sentido común.
PRUDENCIO.-Ley universal de los seres, cuantitativos, que lo son todos para el caso que tratamos.
ANSELMO.-Todo eso está muy bien: pero lo que yo veo es que nos reunimos aquí cinco personas de edad y respeto, y caritativos por añadidura, para buscar la mejor manera de poner en conocimiento de una pobre niña que la vamos a sacrificar sin compasión.
NICOMEDES.-Silencio, que ella viene.
ANSELMO.-(Sentándose junto a PAQUITA.) Veamos qué maña se dan ustedes para consumar con mimo y dulzura el sacrificio.
Escena III
Dichos y ADELINA, por el fondo.
VISITACIÓN.-Ven aquí, hija mía. (Con mucho cariño.)
ADELINA.-¿Me llamaban ustedes? (Con timidez.)
VISITACIÓN.-Sí, querida; ven, acércate.
ADELINA.-Buenas tardes, don Prudencio.
PRUDENCIO.-Muy buenas, Adela.
NICOMEDES.-Siéntate aquí, a nuestro lado.
VISITACIÓN.-Entre los dos. (ADELINA se sienta entre DON NICOMEDES y VISITACIÓN.) ¡Qué cara tan risueña traes! ¡Tan animada! ¡Tus mejillas son dos rosas!
ADELINA.-Estaba en el jardín…. y el calor…
VISITACIÓN.-¿Te paseabas?
ADELINA.-Sí, señora.
VISITACIÓN.-¿Solita, como siempre? ¿Meditando? ¿Allá con tus fantasías?
ADELINA.-No, señora.
VISITACIÓN.-¿No meditabas?
ADELINA.-¡Yo! ¿En qué había de meditar? (Algo asustada.)
NICOMEDES.-No te apures; si no te vamos a reñirte.
ADELINA.-¡El jardín estaba tan hermoso!
NICOMEDES.-¿Te gusta la soledad?
ADELINA.-A veces…, sí…, mucho. Pero también me gusta estar con ustedes, que son tan buenos para mí. (A DON NICOMEDES y VISITACIÓN.)
VISITACIÓN.-¿Lo estás oyendo, Anselmo? ¡Que tan buenos somos para ella!
ANSELMO.-Sigue, sigue, que ya veo que tienes buen pulso para cirujano.
VISITACIÓN.-Es decir, ¿que estabas a tus solas en el jardín?
ADELINA.-No; sola, no.
VISITACIÓN.-Pues ¿con quién, hija mía? (Pausa.) Responde, hija; no seas tan encogida.
ADELINA.-Con Carlos.
ANSELMO.-¿Eh? ¿Con mi hijo?
ADELINA.-Sí, señor. Bajé sin saber que iba a encontrarle…, pero le encontré…, y luego paseamos juntos…, como otras veces.
ANSELMO.-(Aparte.) ¡Diablo!
VISITACIÓN.-Oye, hermano, ¿quieres tú explicarle el asunto…? Porque yo…, la verdad, me da mucha pena. (Con cierta sorna en la primera parte.)
ANSELMO.-¿Yo?… ¡Bah!.. Eso es cuenta tuya.
ADELINA.-(Muy alarmada.) ¡No comprendo! ¿Ocurre algo?… ¿Quizá una desgracia?…
VISITACIÓN.-No, por cierto. ¿Desgracia? Ninguna.
ADELINA.-Hablan ustedes de penas…, y yo…, la verdad…, creí…
VISITACIÓN.-Penas, sí. Tenemos mucha pena. Vamos Paquita, explícale tú… Ella te quiere mucho…. y en tus labios, la vez de la razón… ¿No es verdad, don Prudencio?
PRUDENCIO.-Ciertamente, la voz de la razón… ¡Gran voz!
ADELINA.-¡Ay Dios mío! ¡Algo ocurre! ¡Me miran ustedes de un modo! ¡Vamos, Paquita, la verdad!
PAQUITA.-Pero yo…. ¿cómo he de decirle? Mira, Adelina, yo siento muchísimo separarme de ti.
ADELINA.-(Sin poder contenerse.) ¡Ah!… ¡Se va usted!… ¿Y don Anselmo también,? ¿Y también Carlos?
VISITACIÓN.-(Con malicia.) ¡Anda, anda! Ya se fueron aquellas rosas que trajiste. Al jardín se han vuelto.
NICOMEDES.-(Aparte.) A buscar a Carlos.
VISITACIÓN.-Sí, Paquita y Anselmo nos dejan; pero se queda su hijo.
ADELINA.-(Sonriendo; ya le pasó la tristeza.) ¡Ah!… Conque ustedes… ¡Tan pronto!
PAQUITA.-Dentro de tres o cuatro días.
PRUDENCIO.-Más rápida es, o, mejor dicho, más próxima está mi marcha, querida Adelina.
ADELINA.-(Con toda la indiferencia que permite la cortesía.) ¿Sí?
PRUDENCIO.-Yo parto ahora mismo.
ADELINA.-(Como antes.) Ya… Cuánto lo siento… Pues nada, don Prudencio… Feliz viaje. VISITACIÓN.-No, Adelina; de don Prudencio es inútil que te despidas.
ADELINA.-¿Por qué?… ¿Pues no dice que ahora mismo?
VISITACIÓN.-Sí…, pero tú…
NICOMEDES.-Tú, hija mía…
ADELINA.-¿Qué?
VISITACIÓN.-Tú…. ¿sabes, monina?… Tú acompañas a don Prudencio.
ADELINA.-(Sin comprender todavía.) ¿Hasta dónde?
VISITACIÓN.-Hasta que encontréis a Juana, a quien ya hemos anunciado tu viaje.
ADELINA.-(Muy acongojada.) Pero ¿cómo?… ¿Voy a separarme de ustedes?… ¿Y ahora?… Dios mío, ¿por qué?
VISITACIÓN.-(Con severidad.) Vamos, vamos… Una niña bien educada no pregunta ni a sus padres ni a sus bienhechores los motivos que tengan para resolver en este o en aquel sentido. ¡Vaya!
NICOMEDES.-(Con cierta dureza.) Se trata de tu bien, de tu porvenir; en fin, lo hemos resuelto.
ADELINA.-¡Ay madre mía!… Ya lo veo claramente: están ustedes enfadados conmigo… Pero ¿qué hice?… ¡Yo no sé!… ¡Yo no adivino!…
VISITACIÓN.-(Aparte, a ADELINA, con severidad.) Mira que hay gente extraña; modérate.
PRUDENCIO.-(A parte, a DON ANSELMO.) Estas escenas de familia hay que abandonarlas a sí mismas, ¿eh? (En voz alta.) Pues yo…, si ustedes me lo permiten, voy a despedirme de Carlos. Entre tanto…, ustedes resuelven.
VISITACIÓN.-Sí, vaya usted. En el jardín ha dicho Adelina que estaba.
PRUDENCIO.-Unos instantes no más…, y al punto soy de ustedes… (Aparte.) ¡Oh, esta niña…, esta niña!
Escena IV
PAQUITA, DON ANSELMO, DON NICOMEDES, ADELINA y VISITACIÓN, en este mismo orden.
VISITACIÓN.-No está bien lo que haces. Debes someterte sin protestar a lo que hemos resuelto.
ADELINA.-Si yo…
VISITACIÓN.-Sin alardes de desesperación…
ADELINA.-Pero, señora…
VISITACIÓN.-Con docilidad, con juicio. ¡Vaya con la niña! Que me has dado un rato delante de don Prudencio… Gracias a que él es la prudencia misma, y se fue.
NICOMEDES.-Y, además, no te separas para siempre de nosotros.
ADELINA.-¿Verdad que no?
NICOMEDES.-Dentro de cuatro o seis años, ya veremos.
ADELINA.-¡Ay Jesús mío! ¿Qué dice usted? Entonces es para siempre…, ¡para siempre! (Rompe a llorar.)
VISITACIÓN.-Adela, Adela… ¡Mira que me enfado!… (A DON ANSELMO.) Pero ¿ves qué falta de resignación?
ANSELMO.-Lo que veo es que no quiero ver estas cosas… Ven, Paquita. (Se levantan DON ANSELMO y PAQUITA y se preparan para salir.)
NICOMEDES.-¿Os vais?…
ANSELMO.-Sí… Tenemos que escribir unas cartas… ¿Verdad, Paquita?
PAQUITA.-Seguramente.
NICOMEDES.-(Levantándose.) Pues, aguarda… Ahora que tú lo dices…. recuerdo que yo también tengo que despachar mi correspondencia. (A ADELINA.) Vamos, picaruela; tengamos juicio… Luego saldremos todos a despedirte; ya lo creo, todos; pues no faltaba más. Conque no llores…, no hay motivo…. ¡qué diablo! Nadie se muere… Adiós, querida. (DON ANSELMO, PAQUITA y DON NICOMEDES se dirigen juntos a la puerta de la derecha.)
PAQUITA.-¡Pobre Adelina!…
NICOMEDES.-Hija, es preciso.
ANSELMO.-Es preciso…, pero es mucha crueldad.
Escena V
VISITACIÓN y ADELINA.
VISITACIÓN.-¿No te da vergüenza? Delante de esos señores, ¡llorar como una niña! Y todo, ¿por qué? Ya te lo decía Nicomedes: ¿es caso de muerte?
ADELINA.-Quién sabe.
VISITACIÓN.-¡Bah! ¡Ya salieron tus romanticismos! ¡La joven de dieciocho años que se muere de pena porque va a pasar una temporadita en una preciosa aldea! ¡En una aldea encantadora! Yo estuve allí cuando era muchacha, y te digo que no hay más allá. ¡Qué árboles! Todos verdes, en primavera. ¡Ah! Un encanto.¡Y qué río!…, con su agua que corre… Una delicia. ¡Y qué pájaros!…, que vuelan que es un asombro; vaya si vuelan. ¿Te gustan mucho los pájaros? Pues te hartarás de coger gorriones. Ya no lloras, ¿verdad? ¿Estás más consolada?
ADELINA.-Consolada; Pues no. Ustedes mandan: es su derecho; yo obedezco: es mi deber, agradecerles lo que por mí han hecho. ¿Qué obligación tenían ustedes?
VISITACIÓN.-Muy bien. Eso ya es otra cosa.
ADELINA.-Podían ustedes arrojarme a la calle; se contentan con enviarme con Juana. Pues ¿de qué me quejo? Quien no tiene padres…, vive…, de limosnas de cariño, claro está. Yo nada pido; ustedes algo me dan. Que Dios se lo pague…, que por poco que sea…, ya es mucho para mí.
VISITACIÓN.-No digas esas cosas… ¡Tienes unas ocurrencias!
ADELINA.-¿Y cuándo… han decidido ustedes… que sea la marcha?
VISITACIÓN.-Ahora mismo. Ya ves, hay que aprovechar el viaje de don Prudencio.
ADELINA.-Bien está. Siento que sea tan pronto porque no puedo concluir de arreglar a mi gusto…
VISITACIÓN.-¿De arreglar… qué?
ADELINA.-El cuarto de Lola. ¡Yo me había esmerado tanto! Le llevé mi espejo y mi Cristo de marfil… Pero, en fin, hay que tener paciencia.
VISITACIÓN.-No, hija mía. Todo eso es tuyo. Se te enviará a la aldea.
ADELINA.-(Levantándose.) ¿Para qué?
VISITACIÓN.-¿Adónde vas?
ADELINA.-A preparar mi ropa. Don Prudencio espera…
VISITACIÓN.-No, querida, no lo consiento… Quédate aquí… y yo misma… ¡Que no lo consiento…! No quiero que te molestes… Siéntate y espera, y aquí se te traerá todo. (Se dirige a la derecha. Aparte.) ¡Pobrecilla!… Pero nada: ¡primero es mi Lola!
Escena VI
ADELINA, sola.
ADELINA.-Hay que obedecer…, ¿qué remedio? Bien me dijo Pascuala, allá a su manera: «Créame usted, señorita: los amos no quieren que se junte usted con su hija.» Es verdad; ahora lo veo. Pero ¿por qué? ¿Por qué, Dios mío? ¿Tan odiosa soy? (Se queda pensativa.) Pues los criados bien me quieren; y el perro del pastor me come a caricias; y las golondrinas que anidan en mi ventana acuden a mi voz y comen de mi mano, ¡conque no seré tan antipática! Y Carlos…. Carlos…, ése dice que me quiere más que todos. Pues se acabó; ya no le veré más. ¡No verle!… ¡Ah!, es injusto, muy injusto, lo que hacen conmigo. Quisiera resignarme, pero la voluntad no me basta para contener el dolor. El, a Madrid…, y yo, a mi aldea; y Carlos me olvidará, ¿no ha de olvidarme? ¡Valgo yo tan poca cosa! (Llorando.) Verá a otras mujeres más hermosas que yo, y les dirá lo que me ha dicho a mí, y ellas le contestarán lo que yo…, que sí, que le quieren mucho, y la pobre Adelina, como si no hubiese existido. ¡Y, al fin, una de esas mujeres, como a ella no la llevarán a ninguna aldea, se casará con mi Carlos!… ¡Ah, no! Eso, no. ¡Eso no lo sufro!… Cuando pienso en estas cosas comprendo que tienen razón: soy una mala. ¡Dios mío, soy una mala!, porque quisiera que todos sufriesen como yo sufro, que todos llorasen como me hacen llorar a mí, que a todos les mandasen a mi aldea… ¡Todos, todos conmigo!… ¡Conmigo! ¡Conmigo! ¡Allí!… ¡Allí!… ¡Y sin ver a Carlos!… ¡Dios mío! Tú, que eres tan bueno, ¿por qué no eres bueno conmigo? ¡Ay, Virgen mía, y qué penas tan grandes hay en el mundo! (Rompe a llorar amargamente.)
Escena VII
ADELINA Y CARLOS.
CARLOS.-¿Por qué lloras?
ADELINA.-¿Y tú me lo preguntas? ¡Ingrato! ¡Olvidarme por otra mujer!
CARLOS.-¡Olvidarte yo!
ADELINA.-Sí, por ella.
CARLOS.-Pero ¿quién es?
ADELINA.-Todavía no se sabe quién será. ¿Cómo quieres que se sepa? Pero yo lo sabré cuando llegue el caso.
CARLOS.-Tú sueñas.
ADELINA.-¡Ojalá
CARLOS.-Adelina, vuelve en ti. No llores. Mírame.
ADELINA.-¿De qué sirve que te mire, si ya no te veré más?
CARLOS.-¿Por qué?
ADELINA.-¿No lo sabes? Porque me llevan. Así lo han dispuesto.
CARLOS.-(Con ironía.) Lo sé todo; tanto como tú; más que tú, pobre niña. Don Prudencio acaba de hacerme relación circunstanciada del suceso y de las causas.
ADELINA.-¡Y te veo alegre! ¡Casi risueño! ¡Cuando a mí me ahoga la pena! Bien ha dicho: ¡soñaba! ¡He despertado! ¡Adiós!
CARLOS.-¿Adónde vas?
ADELINA.-A donde mis protectores han dispuesto. Estoy sola en el mundo, y, claro está, cualquiera dispone de mí. Adelina nació para obedecer, y obedece.
CARLOS.-¡No, no es verdad! ¡Adelina nació para quererme, y no me quiere como yo la quiero!
ADELINA.-¿Que yo… no…? ¡Ahora sí que reiría yo también, si no tuviese tantas ganas de llorar! ¡Yo, más! ¡Mil veces más! Sólo que tú sabes decir esas cosas y yo no acierto a explicarlas; las siento, me ahogan, me enloquecen…, pero se quedan aquí…, en el corazón!
CARLOS.-Mal se conoce.
ADELINA.-¿Por qué?
CARLOS.-Porque tú te resignas, y yo no me resigno; porque tú consientes en dejarme, y yo no te dejo; porque tú sólo tienes lágrimas, y yo tengo amor; porque yo te digo: «Ven a mí», y tú, con don Prudencio te vas. ¡Buena prueba de cariño! Porque tú murmuras lánguidamente: «Suframos», y yo te respondo con gritos del alma: «Luchemos»; porque tú piensas que voy a ser de otra mujer, y yo quiero hacerte mía para siempre; porque tú, gimiendo como una niña, me mandas un adiós, muy desconsolado, eso sí, pero muy terminante, y yo loco, como un hombre que ama, te sujeto aquí, a mi lado, entre mis brazos, contra mi corazón, por siempre y para siempre, ¡mi bien, mi ilusión, mi esposa, mi todo, mi Adelina!
MELINA.-¡Calla, calla…, que pierdo el juicio! ¡No hasta que me echen de aquí por mísera; será preciso que me arrojen por demente, si me hablas de ese modo…! ¡Pero, no; sigue, sigue, Carlos, que si esto es la locura, más vale, mucho más, que la razón!
CARLOS.-Y ahora, ¿les obedecerás a ellos o a mí? A ver: escoge.
ADELINA.-(Se acerca a él y le abraza.) Ya está.
CARLOS.-¿Cómo está?
ADELINA.-Estando en tus brazos. ¿No estoy en ellos?
CARLOS.-Pues así, así. Y ahora, calma, calma, mucha calma; finge que te resignas; prepárate para el viaje… Sonríe…, y goza de antemano…, y ponte alegre…
ADELINA.-(Sonriendo.) Sí…, ya lo estoy… Acaba.
CARLOS.-(Enumerando con cierta sorna.) Porque vendrán todos, y delante de todos, de doña Visitación, de don Nicomedes…
ADELINA.-(Con espontáneo regocijo.) Sí…
CARLOS.-Y de don Prudencio, ¡tan sabio!
ADELINA.-(Riendo.) ¡Y tan grave!
CARLOS.-Y de Paquita, y de mi padre, diré yo: «¡Adelina es mi esposa…!»
ADELINA.-(Abrazándose a él.) ¡Carlos…
CARLOS.-Y mañana, delante de quien vale más que todos ellos, delante de nuestro Dios, diré otra vez: «¡Adelina es mi esposa…!» Y después a ti sola, también te diré: «¡Adelina, al fin eres mi esposa! ¡Di ahora que tu Carlos mentía!»
ADELINA.-(Separándose de él y cubriéndose el rostro con las manos.) ¡Ay Dios mío, y qué bueno eres para mí! ¡Ay Virgen mía, y qué dichas tan grandes hay en el mundo!
Escena VIII
DICHOS, VISITACIÓN, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO, por el fondo.
VISITACIÓN.-(Dirigiéndose a los demás y señalando a ADELINA, que tiene el rostro cubierto por las manos, y creyendo que llora.) ¡Otra vez! ¡Más lagrimitas! ¡Por San Nicomedes, que esto es ya demasiado! Será preciso que me incomode. ¡Ha visto usted, don Prudencio! qué chica tan voluntariosa y tan inconsiderada!
PRUDENCIO.-Vamos, hija mía; ya estoy a tus órdenes.
NICOMEDES.-Adela…, Adelina…. que don Prudencio aguarda.
VISITACIÓN.-Arréglate y vuelve en seguida, que es muy tarde.
PRUDENCIO.-(Mirando al reloj.) Muy tarde; ya lo creo.
VISITACIÓN.-¡Vamos, Adelina, pronto…! Y nada de lloriqueos… Y, si es preciso, delante de los criados finges alegría… ¡Cuenta conmigo!
ADELINA.-(Mostrando su rostro risueño, verdaderamente radiante de felicidad.) ¡Sí, señora, sí! Ya voy… No se incomode usted; no hay motivo. No lloro. Estoy muy alegre; ya lo creo. (Riendo.) ¡Llorar! Ya pasó; al contrario. Adiós… Volveré en seguida… Perdóneme usted… Un beso… Otro… Adiós… (Sale dando muestras de gran contento. VISITACIÓN, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO se contemplan con asombro. CARLOS los observa con ironía.)
Escena IX
VISITACIÓN, CARLOS, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO.
VISITACIÓN.-Pero ¿ha visto usted este cambio, don Prudencio?
PRUDENCIO.-¡Ya, ya!
NICOMEDES.-¡Qué cabeza!
PRUDENCIO.-¡Qué volubilidad!
VISITACIÓN.-¡Antes, una Magdalena, y ahora, contenta como unas pascuas!
PRUDENCIO.-Falta de carácter; seres insustanciales: ésta es la palabra: insustanciales. ¿No cree usted?
VISITACIÓN.-Lo mismo que usted, don Prudencio.
PRUDENCIO.-Algo le habrá consolado el ir conmigo; porque Adelina «me distingue mucho», para emplear la frase usual.
NICOMEDES.-Puede ser, porque Adelina es muy rara. (Sin saber lo que dice.)
VISITACIÓN.-¿Qué diecs, hombre…?
NICOMEDES.-Quiero decir que por cualquier cosa… (Algo aturdido.)
PRUDENCIO.-Bueno. Ahora lo que importa es que despache pronto y que salgamos en seguida, porque la hora pasa. (Mirando el reloj.) A poco que nos entretengamos, perdemos el tren.
CARLOS.-¿Tiene usted mucha prisa, don Prudencio?
PRUDENCIO.-¡Ya ve usted! Son las cuatro; el tren pasa a las cinco… Una hora para ir a la estación… Lo preciso… ¡Al segundo!
CARLOS.-Pues, entonces, lo mejor que puede usted hacer es irse sin esperar a Adelina.
VISITACIÓN.-No; eso, no. Ya que hemos andado lo peor del carrino, hay que concluir de una vez.
NICOMEDES.-Precisamente: de una vez.
PRUDENCIO.-Es lo mejor, en mi concepto: de una vez; un, último impulso…
CARLOS.-Pues por eso: entra usted «de una vez», en su coche, sacude firme a sus potros varias veces, toma usted «impulso…, ¿eh…?, y camino adelante… ¡Hala, hala! Al tren…, y a su preciosa quinta…, y a descansar tan ricamente…, y a meditar en las evoluciones del cosmos, ¿eh?
VISITACIÓN.-Pero ¿y Adelina?
CARLOS.-¡Ah, sí! Pues Adelina se queda con nosotros.
NICOMEDES.-¡Carlos, por Dios…! Yo creo…, que tú no estás enterado.
CARLOS.-De todo. Pero no se alarmen ustedes: Adelina se queda en esta casa por muy poco tiempo. Hasta el día de la boda.
PRUDENCIO.-¿De qué boda habla? (A VISITACIÓN.)
VISITACIÓN.-No sé.
CARLOS.-Y luego, ella, a su casa, y todos contentos. Contentos ustedes, a quienes ya pesaba la pobre niña… Vaya, no lo nieguen; sería inútil… Contento su marido, que la espera con ansias de amor. Contento el mismo cielo, que se ensanchará de placer con la dicha de ese ángel. Y contenta Adelina, que, con toda esta máquina, ya no va a esa encantadora aldea que ustedes le propinaban.
NICOMEDES.-¿Qué dice este chico?
VISITACIÓN.-¡Qué sé yo! ¡Tonterías!
PRUDENCIO.-Dijo su «marido». Hay que fijarse en esta palabra.
VISITACIÓN.-¿Qué estás hablando de un marido para Adelina? (A CARLOS.) ¿Dónde está ese ser misericordioso?
CARLOS.-Quizá muy cerca.
VISITACIÓN.-¿Eh…? ¿Muy cerca…? ¡Tú bromeas!
CARLOS.-No, queridísima tía; ya sabe usted que mi carácter no es bromista. Digo que muy en breve pedirán a usted, con la solemnidad que corresponda, la mano de Adelina.
VISITACIÓN.-¿Qué?
NICOMEDES.-¿Cómo?
PRUDENCIO.-¡A ver, a ver!
CARLOS.-Pues vamos allá. (Adelantándose con solemnidad cómica.) Don Carlos Ferrer Mendoza, hombre de honor, de veintiocho años cumplidos, con carrera acabada y decidida voluntad, tiene la honra de pedir la mano de Adelina, a sus protectores respetabilísimos. Ahí tienen ustedes.
VISITACIÓN.-Pero, ¿has oído, Nicomedes? (Con asombro.)
NICOMEDES.-¿Oye usted, don Prudencio? ¿Comprende usted esto? (Lo mismo.)
PRUDENCIO.-Vamos despacio. Lo que este joven dice podrá apreciarse de esta o de aquella manera en cuanto a sus fundamentos y consecuencias; pero, en mi concepto, la idea es perfectamente clara: Carlos pretende casarse con Adelina. Digo, me parece.
CARLOS.-Justamente. No hay como tener talento para comprenderlo todo al primer golpe. ¡Digo, si don Prudencio penetra las cosas!
VISITACIÓN.-¿Pero tu padre lo sabe? (A CARLOS.)
NICOMEDES.-¿Y consiente tu padre?
PRUDENCIO.-¡Ah! Eso ya es otra cosa. Su padre ni lo sabe ni consiente; ya lo verán ustedes. (Aparte, a VISITACIÓN y a DON NICOMEDES.)
CARLOS.-Mi padre es un hombre de honor y un corazón nobilísimo. Me quiere con toda su alma, y cuando se convenza de que yo no puedo ser feliz sin Adelina, consentirá. Sobre todo, pronto saldremos de dudas, porque hacia aquí viene.
VISITACIÓN.-Pero ¡qué resuelto! (A DON NICOMEDES, refiriéndose a CARLOS.)
NICOMEDES.-Con el geniecito de papá, sus ideas sobre el honor y los antecedentes de Adelina, buena se prepara. (A VISITACIÓN.)
PRUDENCIO.-De todas, maneras yo agradecería que ustedes resolvieran pronto. (Consultando el reloj.)
Escena X
DICHOS y DON ANSELMO, por la derecha.
ANSELMO.-¿Pasó la tempestad?
VISITACIÓN.-Aquélla pasó; pero no es mala la que te espera.
ANSELMO.-,¿A mí?
VISITACIÓN.-A ti precisamente; a cada cual le espera su turno. Acércate y oye lo que dice tu hijo.
NICOMEDES.-Vamos, sobrino. ¿No estabas tan resuelto?
VISITACIÓN.-Repite a tu padre lo que nos decías hace poco.
NICOMEDES.-Ya ves tú: nosotros, no podemos resolver sin que él reitere en debida forma la petición.
ANSELMO.-A fe que no entiendo una palabra. Hablan ustedes en griego. Usted, don Prudencio, que todo lo sabe, ¿quiere usted traducirme este intrincado pasaje?
PRUDENCIO.-Es traducción peligrosa, amigo mío, y, sobre peligrosa, innecesaria. Como le hable a usted su hijo con tanta claridad como a nosotros, ya le entendera, usted sin necesidad de intérprete.
ANSELMO.-Pues habla tú, Carlos, que soy hombre de poca paciencia, y antes acabaron estos señores con toda la provisión del día.
CARLOS.-¡Padre!
ANSELMO.-¿Qué aire de doctrino es ése? ¿Qué temes de mí? ¿Tan poca fe te inspira mi cariño que necesitas medianeros y recomendaciones? ¿Pues no sabes que soy tuyo con alma y vida? (Con arranque de cariño.)
CARLOS.-¡Sí, padre mío; lo sé! ¡Dame los brazos! (Se abrazan estrechamente.)
ANSELMO.-¡Diablo! ¡Me voy alarmando! ¿Es cosa seria? ¡Pronto, hijo mío, ábreme tu corazón!
CARLOS.-¡Padre mío!
ANSELMO.-¿Has hecho alguna calaverada? Imposible. Pues ¿por qué nos miran todos así, con cierto aire de burla?
CARLOS.-¿Deseas mi felicidad?
ANSELMO.-¡Vaya una pregunta! ¿Qué es mi fortuna, qué mi vida, ante tu felicidad? Menos la honra, pídemelo todo, que todo es tuyo.
CARLOS.-¡Sí, padre! ¡Y yo, todo por ti, hasta mi propia honra! ¡Tú verás, tú verás, si llega la ocasión!
ANSELMO.-¡Eh! No se dice eso. A la honra no se toca; lo demás, bueno.
CARLOS.-¡Todo, todo por ti! No hay que reírse… (A los demás.) No hay que mirarme con aire burlón; no hay que pensar: «Ya está engañando con mimos a su papá.» Déjalos, déjalos a ellos…, y entendámonos los dos. Tú me crees. ¿Verdad que me crees?
ANSELMO.-¡Pues no! Pero ¿adónde vamos a parar con estos preámbulos?
VISITACIÓN.-¿Conque no adivinas adónde conducen esos tortuosos caminos?
ANSELMO.-¡Qué demonio he de adivinar!
VISITACIÓN.-¡Pues a la Vicaría, caro hermano! (Riendo.)
ANSELMO.-¿Qué…? ¿Tú…? ¿Pensabas…? ¿Era eso…?
CARLOS.-Sí, padre; eso era.
ANSELMO.-¡Caramba, qué idea!… ¡Vaya con el chico!… ¿Conque casarte?
VISITACIÓN.-Sí, hermano mío; se casa tu Carlos.
NICOMEDES.-Sí, querido Anselmo; y muy pronto.
VISITACIÓN.-¡Qué sorpresa! ¿Eh?
ANSELMO.-¿Y qué? ¿Qué tiene de extraordinario? ¿No me he casado yo dos veces? Pues justo es que se case él, al menos una…, por el pronto.
CARLOS.-¡Padre del alma!…
ANSELMO.-Ven acá; no hagas caso de esos zumbones, y hablemos los dos como viejos amigos. ¿Es buena?
CARLOS.-¡Un ángel!
ANSELMO.-¿Es hermosa?
CARLOS.-¡Un Cielo!
ANSELMO.-¿Es rica?
CARLOS.-Es pobre.
ANSELMO.-¡Qué lastima!
CARLOS.-¿Qué importa?
ANSELMO.-Importar…, no importa mucho; pero, tratándose de mi CARLOS, no estaría de más una fortunita…
CARLOS.-¡Padre!…
ANSELMO.-Bueno, no insisto. ¿Y su familia?
CARLOS.-No la tiene.
ANSELMO.-¡Menos malo!
VISITACIÓN.-Pero la tuvo.
ANSELMO.-¿Y qué?
VISITACIÓN.-Nada; por nuestra. parte, nada.
ANSELMO.-Vamos, clarito: ¿quién es la novia?
VISITACIÓN.-Carlos…, ¿a qué esperas?… ¿Te da miedo pronunciar su nombre?
CARLOS.-¡Miedo! ¿A mí?… No. Padre, la mujer a quien amo es Adelina.
ANSELMO.-¡Ella!… ¡Adelina!… ¡Ave María Purísima!
VISITACIÓN.-Ni más ni menos.
ANSELMO.-Pero eso que dice no es verdad.
PRUDENCIO.-Verdad incuestionable, amigo mío. Conque decida usted, porque la urgencia de mi partida es cada vez mayor. (Mirando el reloj.)
ANSELMO.-CARLOS…, hijo mío…, yo no puedo consentir… Esa boda es una locura.
PRUDENCIO.-¿No lo dije yo? (Aparte, a VISITACIÓN.)
CARLOS.-¿Por qué? (Con voz sorda.)
ANSELMO.-¿Por qué? Un hijo…, un buen hijo, no pide a su padre la razón de sus mandatos. Los oye, los respeta, los cumple.
CARLOS.-Un hijo, a quien su padre hiere en el corazón, se deja herir y abre los brazos para que la herida sea más honda. No resiste, no. No lucha tampoco. Pero cuando siente la agonía, pregunta: «Padre, ¿por qué me matas?» ¡Pues no he de preguntarlo! ¡Lo preguntó el Impecable, el Augusto, el Hijo de Dios, sobre la Cruz!… ¡Y- no he de preguntarlo yo! ¡No tanto padre no tanto!
ANSELMO.-¡Ah! ¡Te me rebelas!
CARLOS.-¡Eso no!
ANSELMO.-¿Quieres saber por qué no consiento en la boda?
CARLOS.-Sí.
ANSELMO.-Pues bien: porque esa mujer no es digna de ti.
CARLOS.-¡Padre!
PRUDENCIO.-Muy bien dicho. (Estas frases se las dicen unos a otros. pero en voz alta.)
NICOMEDES.-Muy bien pensado. (Ídem.)
VISITACIÓN.-Esa es la verdad. (Ídem.)
CARLOS.-¡Ah! ¡No…, callad! ¡Ni una palabra que la ofenda. ni una sola palabra! Porque Adelina es mi vida, mi alma, mi única dicha… ¡Con ella, todo! ¡Sin ella, nada!
ANSELMO.-¡Ah! ¿Qué es esto? ¿Me prohíbes que diga lo que pienso de Adelina? ¿Tú me lo prohíbes?
CARLOS.-No…, no era a ti… Era a ellos. Tú puedes decirlo todo…, porque tú puedes golpearme en el rostro…, y arrojarme a tus pies…, y pisotearme el corazón…
ANSELMO.-¡No, hijo mío, no!… ¡Eso nunca!… (Queriendo abrazarle y enternecido.)
CARLOS.-¿Nunca? ¡Ahora mismo! Todo eso has hecho con una sola palabra. ¡Adelina, indigna de mí! ¡No, padre; no la conoces!… ¡Te digo que no la conoces! ¡A la pobre Adelina! (Cae en una silla, desesperado y lloroso.)
Escena XI
VISITACIÓN, CARLOS, DON NICOMEDES, DON PRUDENCIO y DON ANSELMO, ADELINA, por la derecha.
ADELINA.-Ya estoy… Ustedes dispondrán… Pero ¿que es esto? ¡Carlos!
CARLOS.-¡Adelina!
ADELINA.-¡Ah! ¡Qué palidez!… ¡Qué dolorosa contracción!… ¿Quién ha sido?
ANSELMO.-Yo; yo he sido, señorita.
ADELINA.-¡Usted!… ¡Su padre!… ¡Y decía usted que le quería tanto! ¡Dios mío, y yo que pensé que los padres no hacían nunca llorar!
NICOMEDES.-Y parecía tímida y miedosa… ¡Anda, anda!… (Formando grupo.)
VISITACIÓN.-¡El tigrecillo afila las uñas! (Ídem.)
PRUDENCIO.-¡El instinto de raza! ¡Encuentra condiciones de lucha en el medio biológico! ¡Y la energía latente hace explosión! (Ídem.)
VISITACIÓN.-¡Su madre! ¡Como su madre!
ANSELMO.-Valerosa es la niña. Casi me va gustando. (Aparte.)
ADELINA.-Perdone usted, don Anselmo; no supe lo que decía. Perdone usted, Carlos; yo no quiero que sufra usted por mí. Ustedes tenían razón; yo no sé por qué, pero soy funesta para todos… Don Prudencio, si a usted le parece… Adiós, don Anselmo; no me guarde usted rencor… Hace usted bien… Es natural… ¿Qué soy yo? A ustedes sólo gratitud les debo… Seré mala, muy mala, ya que ustedes lo dicen…; pero ingrata, no… ¡Adiós, Carlos…, adiós! (Acercándose a él y en voz muy baja.) ¡Cuánto te quería! ¡Adiós para siempre!
CARLOS.-(Levantándose y sujetándola.) ¡No! ¡Déjarme tú! ¡Arrancarte de mis brazos!… ¡Nadie!…
ANSELMO.-¿Ni yo tampoco? (Adelantándose.)
ADELINA.-¡El, sí, Carlos! ¡Obedece!
CARLOS.-¡Tú, sí, padre mío!
VISITACIÓN.¡Pues no faltaba otra cosa!
NICOMEDES.-¡Resistir a su padre!
ANSELMO.-¡Si no resiste! ¿No lo estáis viendo?… Llego, y los separo…, y nada…, entre mis manos…, como cera… (Separando a ADELINA de CARLOS.)
NICOMEDES.-Así; muy bien hecho. Y ahora, Adelina, sal inmediatamente.
VISITACIÓN.-¡Y tú, Carlos, cuidado con faltar a tu padre!
CARLOS.-¡Padre!… ¡Padre mío!
VISITACIÓN.-¡Basta, Carlos!
ANSELMO.-¿Qué es eso? ¡Yo no necesito que nadie me hostigue contra mi hijo! ¡Ni necesito curadores! ¡Hola, hola! ¡Yo haré lo que me plazca!… ¿Quiero separarlos? Los separo. ¿Quiero unirlos? Los uno… Adelina, tenga usted la bondad de no marcharse. ¡Carlos, haz el favor de faltarme y de desobedecerme!
CARLOS.-¡Padre!…
ANSELMO.-¿No te estoy mandando que me desobedezcas?… ¿Qué es eso? ¡Pronto!… ¡Abraza a Adelina!
CARLOS.-¡Adelina! (Se abrazan estrechamente.)
ADELINA.-¡Carlos! (Ídem.)
VISITACIÓN.-¡Por Dios, hermano!
ANSELMO.-Y no la dejes marchar. (A CARLOS, con terquedad, al verse contrariado.)
NICOMEDES.-Pero ¿lo has pensado bien?
ANSELMO.-¡Y cásate con ella! (Como antes.)
PRUDENCIO.-¡Don ANSELMO!
ANSELMO.-¡Y ahora mismo, a buscar los papeles! (Cada vez más terco y decidido.)
CARLOS.-¡Ay padre mío, qué bueno eres!
ADELINA.-¡Ay don Anselmo, yo… no sé explicarme… lo que siento!… ¡Dios mío, qué bueno es usted!
PRUDENCIO.-¡Acabóse!
Escena XII
VISITACIÓN, CARLOS, DON ANSELMO, DON NICOMEDES, DON PRUDENCIO, ADELINA Y PAQUITA, por el fondo.
PAQUITA.-¡Anselmo!… ¡Anselmo!… ¡Ven!… ¡Pronto!…
ANSELMO.-¿Qué es eso?… ¿Qué ocurre?… ¡Estás inmutada!…
PAQUITA.-¿Yo?… ¡Qué idea!… Vine de prisa…, casi corriendo… Por eso… (Procurando sonreír.)
ANSELMO.-Pero ¿qué hay?
PAQUITA.-Una visita.
ANSELMO.-¿Quién?
PAQUITA.-Víctor.
ANSELMO.-¡Ya! Sal tú y entretenle.
PAQUITA.-Yo sola…, no; ven tú también. (Con ansia mal contenida.)
ANSELMO.-No puede ser; nosotros estamos muy ocupados con una boda.
PAQUITA.-¿Con una boda?
ANSELMO.-Sí; observa. (Señalando a ADELINA y CARLOS.)
PAQUITA.-¡Adelina, Carlos!… ¡Ah, qué felicidad!… ¿Y vivirán con nosotros?… ¡Siempre a mi lado!… ¡Adelina, abrázame!… ¡Serás mi hermana, mi hija!…
ADELINA.-¡Sí, Paquita!
ANSELMO.-¡Qué buena es! ¡La quiero tanto (Refiriéndose a PAQUITA.) como a ese pícaro!
VISITACIÓN.-¡Ya lo creo que es buena! ¡Como que es de buena raza!
CARLOS.-¡Padre, nuestra vida, una existencia entera…, hasta la última gota de mi sangre…, hasta el último latido de mi corazón…, todo tuyo!… ¿Verdad, Adelina?
ADELINA.-¡Sí, padre!… ¡Permítame usted darle este nombre!… ¡Los dos mirándonos en usted!
PAQUITA.-¡Los dos!… ¡No seáis egoístas!… ¡Los tres! (CARLOS, ADELINA y PAQUITA rodean a DON ANSELMO.)
ANSELMO.-¡Los tres!… No son bastantes… ¡Necesito alguno más!
CARLOS.-¡Ay padre del alma!
ANSELMO.-¡Ah tunante!
VISITACIÓN.-¡Pues ya está hecho!
PRUDENCIO.-¡Al porvenir!
CARLOS.-¡Ay padre mío, cuánta felicidad te debo! ¡Y cuánto cariño! ¡Y cuánta gratitud!
Telón
Acto segundo
La escena representa un salón elegante; puerta en el fondo, puertas laterales. Sofá a la derecha; mesas y butacadas a la izquierda.
Escena primera
DON NICOMEDES; después, DON PRUDENCIO, por el fondo.
NICOMEDES.-Mucho tarda. Pues yo ni resuelvo ni aconsejo nada sin consultarle. Él es hombre de peso y de mundo. Con tal que Carlos no llegue antes… (Mirando el reloj; se pasea impaciente.) Ya lo dijo don Prudencio y lo dijimos todos; pero la verdad es que no creímos que fuera tan pronto.
CRIADO.-(Por el fondo, anunciando.) El señor don Prudencio.
NICOMEDES.-Que pase, que pase al instante. (El CRIADO sale; entra por el fondo DON PRUDENCIO.-¡Amigo don Prudencio! ¡Cuánto me alegro!
PRUDENCIO.- ¡Amigo don Nicomedes!… ¡Siempre tan famoso! Y la señora, tan buena, ¿eh? ¿Y los demás?…
NICOMEDES.-Todos perfectamente; es decir, bien de salud, pero hay grandes novedades. Si ciertas cosas… pueden llamarse novedades.
PRUDENCIO.-¡Hola, hola! ¿Algo grave?
NICOMEDES.-Muy grave. Así es que, en cuanto supe que había usted vuelto de su viaje…
PRUDENCIO.-¡Gran viaje! Francia, Alemania, Suiza, Italia… Año y medio. ¡Y qué movimiento científico, qué actividad intelectual, qué inmensa elaboración!… Pero, siga usted. Conque por aquí…
NICOMEDES.-Sucesos muy tristes. Por eso queríamos hablar con usted, conocer su opinión… Mi mujer está indignada y afligida…
PRUDENCIO.-¡Pobre señora!
NICOMEDES.-A la niña hemos tenido que mandarla con su tía, porque era imposible que no se enterase…, y, ya ve usted para las almas vírgenes hay cosas…
PRUDENCIO.-¡Bien hecho! Hay que cuidar mucho el ser purísimo que despierta del sueño de la inocencia. Todo despertar es peligroso, señor don Nicomedes.
NICOMEDES.-¡Pues en cuanto al pobre Anselmo…, yo creo que le cuesta la vida! Pero siéntese usted, siéntese usted, que el asunto es largo, difícil y escabroso.
PRUDENCIO.-¿Conque escabroso? Me lo figuraba. ¿Se trata de Carlos?
NICOMEDES.-De Carlos… y de su desdichada mujer.
PRUDENCIO.-Es decir, ¿que la calaverada dio sus frutos?
NICOMEDES.-Y no de bendición, a Dios gracias…, que yo sepa. Una complicación menos.
PRUDENCIO.-¿De suerte que hemos tenido complicaciones?
NICOMEDES.-¿Complicaciones dice usted? ¡Escándalos, escándalos sin nombre!
PRUDENCIO.-Nombre ya tendrán, porque la sociología, en la clasificación de los vicios naturales, los tiene para todos los matices, desde los más descoloridos hasta los de más encendida coloración.
NICOMEDES.-Sí, señor; pero ¡qué nombre!
PRUDENCIO.-¡Ah! Eso es distinto. Natural es que la fonética tenga algo de onomatopeya; para los sentimientos dulces, dulces sonidos; ásperas consonantes para las asperezas de la vida. Prosiga, Mi buen amigo, que el nombre ya lo sospecho.
NICOMEDES.-Bueno, es decir, malo. Ya llegaría a noticia de usted que al fin y a la postre, se casaron Carlos y Adelina.
PRUDENCIO.-Sí, algo supe, de un modo vago y por manera indirecta. ¿Conque se casaron? Perfectamente.
NICOMEDES.-Al principio, sí, señor; perfectamente. Carlos trabajaba con un ardor, con un entusiasmo… ¡Qué artículos, qué folletos, qué discursos! Un campeón esforzadísimo de las ideas modernas. Nada, que en un año se hizo célebre. Además, su amigo, el opulento marqués de Villa-Umbrosa, le saca diputado.
PRUDENCIO.-Me hago cargo: triunfos artificiales y transitorios. Para el que no puede crear algo más sólido, no están mal. Sí; el chico es, vamos al decir, despierto, y si usted se empeña, brillante, deslumbrador… Quizá poco fondo…, pero tampoco miden muchas brazas de profundidad los que le aplauden.
NICOMEDES.-¡Ay don Prudencio, no todos pueden ser como usted!
PRUDENCIO.-Adelante; no hablemos de mí.
NICOMEDES.-Pues llegó el verano, y dijimos: a veranear.
PRUDENCIO.-Naturalmente; si en el verano no se veranea, ¿para cuándo quedan las excursiones veraniegas?
NICOMEDES.-Pues por eso; y don Anselmo y Paquita, mi mujer y yo y Adelina nos fuimos a Fuente-Cálida… Gran establecimiento…, confortable…. a la moderna y muy de moda.
PRUDENCIO.-O he oído mal, o Carlos no acompañó a su señora.
NICOMEDES.-No, señor; tenía que visitar el distrito; y allá está todavía, sin enterarse de nada. Pues, como digo, el Gran Hotel de Fuente-Cálida… Dejamos el tren, tomamos dos coches y fuimos a dar con…
PRUDENCIO.-¿Con una piedra? ¿Un vuelco, un accidente?
NICOMEDES.-No, señor; el vuelco fue más tarde. Decía que fuimos a dar con una escogidísima sociedad. Estaba Víctor, el amigo de don Anselmo; estaba el marqués, el amigo de Carlos, y su señora; estaban…, en fin, lo mejor de Madrid, desgraciadamente.
PRUDENCIO.-¡Hombre! ¿A eso llama usted una desgracia?
NICOMEDES.-Sí, señor; lo fue, porque así el escándalo tuvo más resonancia. ¡Si hoy no se habla de otra cosa en la corte! ¡Como Carlos es tan conocido! Hasta la Prensa, con los velos y las iniciales de rúbrica, X, Y, Z, relata la indigna aventura para regocijo de los aficionados y perversión de la moral y de las buenas costumbres.
PRUDENCIO.-Perversas costumbres, sí, señor. Pero ¿qué quiere usted? La falta de ocupaciones serias. Yo, entre tanto, estudiando el universo-mundo, procurando descubrir sus recónditos secretos, pugnando por penetrar en… (VISITACIÓN Se presenta en la puerta de la derecha.) ¡Mi señora doña Visitación!… (Levantándose y yendo a su encuentro.)
VISITACIÓN.-¡Amigo mío! Al fin le tenemos con nosotros
Escena II
VISITACIÓN, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO.
PRUDENCIO.-¡No pasan los años por usted! Tan gallarda como siempre.
VISITACIÓN.-Pues no será porque me falten disgustos. ¿Le ha contado a usted Nicomedes…? Bien, que usted ya sabría… No se habla de otra cosa.
PRUDENCIO.-No, señora. No he visto a nadie. Sólo estuve en la Academia, y allí… (Sonriendo), usted comprende… que de otras cuestiones nos ocupamos.
VISITACIÓN.-Ya, ya.
PRUDENCIO.-De forma que todo lo ignoraba, y, en rigor, continúo ignorándolo.
NICOMEDES.-Pues bien: acabaré mi lastimosa relación. Porque a don Prudencio hay que decírselo todo, ¿verdad? (A su mujer.)
VISITACIÓN.-¡Pues no faltaba más (Se sientan todos.)
PRUDENCIO.-Quedamos en que llegaron todos ustedes a Fuente-Cálida. ¿Son aguas sulfarosas? Y perdone usted la interrupción.
NICOMEDES.-Sí, señor; sufurosas.
PRUDENCIO.-La temperatura será muy elevada, ¿eh?
VISITACIÓN.-Mucho; ya lo creo.
PRUDENCIO.-Bien; siga usted.
NICOMEDES.-Adela causó sensación, como ahora se dice. Todo el día rodeada de pollos… y de señores formales. La verdad es que Adelina estaba hermosísima, espléndida, deslumbradora, don Prudencio, deslumbradora. ¡Qué cuerpo, qué ojos, qué cabecita tan mona!… (Entusiasmándose a pesar suyo.)
VISITACIÓN.-No tanto, hombre; no exageres. ¿Ahora vas tú a entusiasmarte con aquélla…? Estaba guapa; pero en mis tiempos las hubo mucho más hermosas.
NICOMEDES.-Pero aquéllas… ya pasaron.
VISITACIÓN.-Y Adela también pasará.
PRUDENCIO.-¿Y qué pasó con ser tan bella Adelina?
NICOMEDES.-Lo que pasa siempre.
VISITACIÓN.-Siempre, no. Hoy estás fatal,. Mire usted, don Prudencio, lo diré yo, porque éste no acabaría nunca. Sucedió que una mañana, a eso de las cinco y media, cuando ya había algunos bañistas en el jardín, se vio bajar… Causa rubor el decirlo; yo no puedo con estas cosas; además, se trata de mi sobrino, que es un loco, pero que no se lo merecía… Vamos, Nicomedes, di tú lo que se vio bajar.
NICOMEDES.-Pues, en plata: se vió bajar a un caballerete por el balcón del cuarto de Adelina.
PRUDENCIO.-¡Hombre, hombre!
VISITACIÓN.-¿Verdad que esto es escandaloso, que parece increíble?
PRUDENCIO.-Escandaloso, sí; increíble, no. Eso sucede, no diré todos los días, pero sí algunas noches. Y en la literatura hasta parece que el arte ha fabricado ex profeso las puertas para que sorprendan los maridos, las ventanas para que escapen los amantes. ¿Eh? ¿Puse el dedo en la llaga?
VISITACIÓN.-Pues ahí tiene usted cómo estamos: con esa llaga en el alma.
NICOMEDES.-Llegamos, y empezó nuestra vida balnearia.
PRUDENCIO.-Sin embargo, no hay que precipitarse. Todavía no hay una prueba de que Adelina…
NICOMEDES.-Dadas las circunstancias, hay evidencia, señor don Prudencio.
PRUDENCIO.-¡Ah! Si hay evidencia, es distinto; entonces, sin duda alguna, es evidente. Pero ¿en qué se fundan ustedes? Porque antes que dictemos un fallo, preciso es evidenciar los hechos.
VISITACIÓN.-Cuenta cómo fue, y ya verá don Prudencio que no hay explicación más plausible.
NICOMEDES.-No, mujer; plausible no será. Querrás decir explicación más probable, más verosímil, más satisfactoria.
VISITACIÓN.-No, pues satisfactoria no es tampoco.
PRUDENCIO.-Entendido; el nombre importa poco. Veamos cómo fue.
NICOMEDES.-A las diez de la noche, fíjese usted bien, subieron Paquita y Adelina a sus habitaciones, dejando a don Anselmo jugando al tresillo con unos amigos.
VISITACIÓN.-Sí; pero di antes a don Prudencio cómo estaban las habitaciones, porque esto es muy importante.
PRUDENCIO.-¡Sí, es importante! ¡Ah! Triste condición la condición humana. Estos detalles, pormenores diríamos mejor, del mundo físico, estas pequeñeces de la materia, influyen por manera decisiva en las más trascendentales crisis del mundo moral. ¿Por qué misteriosa atracción lo más ruin engrana con lo más excelso? ¡Problema insoluble! ¡Por una puerta penetra una venganza!¡Por una ventana se vuelca un alma al abismo de la deshonra! ¡En un jirón de papel está un cielo de venturas o un infierno de dolores! ¡Ah señora doña Visitación! ¡Ah señor don Nicomedes! ¡Cuánto podría decir a este respecto! Pero veamos cómo estaban las habitaciones de Paquita y de Adelina.
NICOMEDES.-Pues estaba en comunicación, por una puerta, el cuarto de Paquita y de don Anselmo con el cuarto de Adelina. Ya usted comprende: dos habitaciones corridas; la disposición ordinaria en todos los establecimientos de esta clase.
PRUDENCIO.-Perfectamente: se abre la puerta, se pasa; se cierra la puerta, se incomunican.
VISITACIÓN.-Sí; porque don Anselmo quiso tener muy cerca a su hija política; por eso tomaron cuartos inmediatos. Como no estaba Carlos.
PRUDENCIO.-Muy bien. Continúe usted con esas explicaciones locales o topográficas, llamémoslas así, si ustedes permiten: explicaciones que, en efecto, me parecen necesarias para apreciar debidamente los hechos.
NICOMEDES.-Hay más: el cuarto de Adelina componíase de una sala, con balcón al jardín, y de una alcoba, con puerta a dicha sala. Y vea qué previsión la del pobre don Anselmo; siempre decía: «Adelina, no basta que cierres la puerta que da al corredor; cierra también por dentro la de tu alcoba.
PRUDENCIO.-No hay puertas que guarden a la mujer, por bien que se cierren, si ella abre de par en par las del corazón a los asaltos de la impureza.
VISITACIÓN.-Es verdad, mucha verdad.
PRUDENCIO.-Prosigamos.
NICOMEDES.-Pues a las once y media de la noche subió don Anselmo a su cuarto. Paquita estaba sola, porque Adelina había ya pasado al suyo. Se encerraron marido y mujer, y no más. Calma aparente; silencio no interrumpido toda la noche, y, al ser de día, un galán que abre el balcón del cuarto de Adelina, que cabalga en la barandilla, que se agarra a las ramas de un árbol, que baja a tierra y desaparece; y en el fondo, un grupo de bañistas que pregona la liviandad de una mujer y la deshonra de un hombre. (Pequeña pausa.)
VISITACIÓN.-Y ahora, ¿qué dice usted?
PRUDENCIO.-Nada; medito, porque conviene no proceder de ligero.
VISITACIÓN.-No; quien procedió de ligero fue el amante, que bajó con la ligereza de una ardilla.
PRUDENCIO.-Sin embargo, yo pregunto: ¿Por qué no salió ese hombre por la puerta del corredor?
VISITACIÓN.-Porque no podía, porque don Anselmo estaba en ella llamando a Adelina, según costumbre de todas las mañanas, para que le acompañase.
PRUDENCIO.-¡Malo, malo! ¿Y Adelina no contestó?
VISITACIÓN.-¡Qué había de contestar! Luego dijo que dormía. Y, sin embargo, don Anselmo oyó ruido en la sala.
PRUDENCIO.-Peor, mucho peor. Y entonces…
VISITACIÓN.-Y entonces fue cuando el galancete dio el salto, ¿comprende usted?
PRUDENCIO.-¿Y tardó mucho rato en abrir Adela?
NICOMEDES.-Un buen rato. Dijo luego que el día antes, al salir, se llevó la llave; que como entró por el cuarto de Paquita, no la hubo menester, y que cuando llamó don Anselmo, con la prisa, no la encontraba.
PRUDENCIO.-No está mal ideado.
VISITACIÓN.-Excusas. ¡Perder la llave! ¿Es esto verosímil? Bien la encontró para dar entrada al galán.
PRUDENCIO.-En efecto, los indicios son gravísimos
VISITACIÓN.-¡Qué indicios! Su bondad de usted le ciega; pruebas, pruebas contundentes. Y si no, dígame usted: ¿de dónde procedía el caballero del descendimiento? ¿De otro cuarto? No; el de Adelina estaba en un ángulo del edificio. ¿De fuera? La puerta estaba cerrada, ella lo afirma, y cerrado estaba el balcón; todos lo vieron. ¿De la habitación de Paquita? ¡Ah! La pobre mujer se hubiera visto muy comprometida a no haber pasado toda la noche con su esposo; pero la pasó, y esto la salva.
PRUDENCIO.-Muy bien analizados los hechos y muy bien enumeradas las hipótesis. Primera hipótesis, no; segunda hipótesis, tampoco; tercera hipótesis, desechada. Sólo queda una: luego ésa es la buena.
NICOMEDES.-¿La buena dice usted, don Prudencio?
PRUDENCIO.-Hablo desde el punto de vista de la lógica inductiva.
VISITACIÓN.-Pues aplique usted esa lógica a los antecedentes de la niña y de la madre, y a ver qué resulta.
PRUDENCIO.-Me estrechan ustedes de un modo que, por triste que sea, hay que rendirse a la evidencia.
NICOMEDES.-Sí, señor, sí; deplorable, pero ineludible.
PRUDENCIO.-¿Y después?
VISITACIÓN.-¡Calle usted, por Dios, que aún se me enciende el rostro!
NICOMEDES.-El escándalo fue monumental: cuchicheos, miradas, preguntas…; en suma, aquel mismo día, Anselmo y Paquita, ella y nosotros, nos volvimos, a Madrid.
PRUDENCIO.-¿Y Adelina?
VISITACIÓN.-Sin darse por entendida; tan fresca, preguntando con el mayor cinismo la causa del regreso.
PRUDENCIO.-Y ahora ¿qué se hace?
NICOMEDES.-Pues eso es lo que queríamos consultar con usted, porque todo pesa sobre nosotros.
PRUDENCIO.-Pues ¿y don Anselmo? Porque a é1 me parece que le corresponde…
VISITACIÓN.-El pobre señor no está para nada, ni vive en este mundo.
PRUDENCIO.-Y, díganme ustedes, ¿ sabe quién fue… el del descendimiento, como dice doña VISITACIÓN?
NICOMEDES.-Se sospecha.
VISITACIÓN.-Se sabe.
NICOMEDES.-No tanto.
VISITACIÓN.-Diga usted que sí. Todos están conformes en que fue…
PRUDENCIO.-¿Quién? (Bajando la voz.)
VISITACIÓN.-El marqués de Vega-Umbrosa.
PRUDENCIO.-¡El amigo íntimo!
VISITACIÓN.-¡El protector de Carlos! Le hizo hombre, le hizo diputado, le hizo rico… ¡y le ha hecho célebre!
PRUDENCIO.-Comprendo la situación de don Anselmo.
NICOMEDES.-Silencio, que viene hacia aquí.
Escena, III
VISITACIÓN, DON PRUDENCIO, DON NICOMEDES Y DON ANSELMO. DON ANSELMO viene lentamente, abatido, pálido y sumido en profunda meditación.
ANSELMO.-¡Y hoy llega!… ¡Hoy llega mi Carlos!.. Lo dice su carta. ¡Y nada sabe todavía!
PRUDENCIO.-¡Querido amigo!… ¡Mi respetable don Anselmo!
ANSELMO.-(Como despertando de un sueño.) ¿Quién?… ¿Qué?… ¿Qué quiere usted?
PRUDENCIO.-¡Cómo! ¿Ya se olvidó usted de su buen amigo?
ANSELMO.-¡Ah, sí!… Dispense usted, don Prudencio… La vista, la vista que dice: «¡No quiero ver!» (Con profunda intención.)
PRUDENCIO.-Y la salud…, ¿qué tal?
ANSELMO.-Ya usted ve… Para lo que es la vida…, la salud no es mala.
PRUDENCIO.-Sí, señor; y crea usted que tomo parte muy verdadera en sus penas.
ANSELMO.-¡En mis penas! ¿Cuáles?… ¿De qué penas habla usted?
VISITACIÓN.-¡Vaya! ¡Te vas a hacer el reservado con don Prudencio!
ANSELMO.-¿De qué reservas hablas tú, lengua de azogue? (A su hermana.)
PRUDENCIO.-No he creído cometer una imprudencia al darme por entendido… de una desgracia que nadie ignora. Sin embargo, ruego a usted que me dispense si el respetuoso afecto que usted me inspira ha podido tomar formas de indiscreción.
ANSELMO.-¡Ah!… ¿Ya le habéis contado?… (A DON NICOMEDES y VISITACIÓN.) ¡Bravo!… ¡Seguís pregonando la deshonra de la familia!… ¡Soberbio!… ¡Por algo es bueno tener parientes en estos casos…, y amigos de los parientes…, y diablos que los lleven a todos!
VISITACIÓN.-¡Si ya lo sabía!
ANSELMO.-¿Ya lo sabía usted?… ¿Le han referido…? ¡Bien!… ¡Muy bien!… ¡Más…, más todavía!…
PRUDENCIO.-Sí, señor; me lo ha referido más de una persona.
ANSELMO.-Bueno; pues si lo sabe usted…, gracias por el interés. Basta, y hablen ustedes de otra cosa. (Se deja caer en una silla.)
VISITACIÓN.-Claro, porque hablando de otra cosa, dejará de ser lo que ha sido.
ANSELMO.-¡Porque hablando siempre «de esto» acabaré por volverme loco!
NICOMEDES.-Déjale, Visitación; no le hostigues. (En voz baja.)
VISITACIÓN.-Pues no se le puede dejar. (En voz alta.) Porque Carlos llega hoy mismo, y hay que ver lo que se hace, y es él el que lo ha de resolver.
ANSELMO.-¡Es verdad!… ¡CARLOS!… ¡CARLOS!… ¿Qué debo hacer?…
PRUDENCIO.-Puede usted elegir entre varios caminos.
NICOMEDES.-Es cierto; varios caminos tienes todavía.
ANSELMO.-¿Y qué caminos son esos? ¿Hay más que uno en cuestiones de honra? ¿Puedo yo consentir que mi Carlos sea la befa de las gentes? ¿Tan a menos ha venido nuestro buen nombre que hasta mi familia me propone acomodamientos indignos?
PRUDENCIO.-¡Por Dios, don Anselmo, cálmese usted!
VISITACIÓN.-No, hijo; si no te proponernos nada. Ya tú verás lo que más os conviene.
ANSELMO.-No se trata de conveniericias, sino de dignidad, de que no señalen a mi Carlos con el dedo. ¡A mi Carlos tan bueno! ¡Tan noble!… ¡Tan leal… y manchado por esa mujer!… (Hace un movimiento como para ir a buscarla; te rodean y le detienen.)
PRUDENCIO.-Esas manchas, se borran con el tiempo.
ANSELMO.-Se borran, sí, como todas las manchas; pero no con limosnas del olvido, sino lavándolas bien. Las de podredumbre de la materia, con agua que corre; las de podredumbre del alma, con sangre que brota.
NICOMEDES.-¡Vamos, hombre, valor!
PRUDENCIO.-Valor, sí; pero, sobre todo, prudencia.
ANSELMO.-¡Valor!… Yo lo tengo, por él, por mi hijo. Pero ¡prudencia!… ¡Ah! Esa mujer me hace perderla.
PRUDENCIO.-¡Pero, don Anselmo, si esto estaba previsto!
VISITACIÓN.-Calaveradas de un muchacho sin experiencia. Hubiera tenido la tuya para escoger compañera digna, y no se vería como hoy se ve.
ANSELMO.-Sí, tienes razón, hermana mía. Mi Paquita, mi único consuelo. Sin ella, crean ustedes que yo no sé lo que hubiera hecho. ¿Dónde está? ¡Que venga! Llámenla ustedes aquí, a mi lado…
VISITACIÓN.-Sí, hombre, sí… La llamaremos. (Acercándose a la puerta de la derecha.) ¡Paquita! ¡Ven!… ¡Paquita!… ¡Te llama tu marido!… ¡Pronto, hija mía!…
ANSELMO.-¿Viene ya?… ¿Qué hace?… ¡No quiero que esté con Adelina! ¡A ver!… ¡Que venga al momento!…
VISITACIÓN.-Ya está aquí.
Escena IV
VISITACIÓN, DON ANSELMO, DON PRUDENCIO, DON NICOMEDES Y PAQUITA.
PAQUITA.-¿Qué -tienes?… ¿Por qué me llamabas? ¡Esa agitación!… ¡Dios mío!
ANSELMO.-No, mujer; no es nada; no te asustes… Es… lo de siempre… Ya sabes.
PAQUITA.-¡Ah, sí!… ¡Pero estoy tan nerviosa!
ANSELMO.-¡Y qué pálida te has puesto!
PAQUITA.-¡Me llamaron de un modo!… ¡No sé lo que sentí!… ¡Ni lo que pensé!
ANSELMO.-Pues eso es lo que no quiero, que te asustes, que sufras. ¡Que sufran otros, los que tienen por qué sufrir…, los que deben sufrir, si tienen conciencia!
PAQUITA.-¡Calla, Anselmo! ¡Calla, por Dios!
ANSELMO.-¡La paz del alma, el propio contentamiento, la felicidad, para la mujer honrada! El dolor constante, la espina siempre en el corazón, el castigo, al fin, para la que olvida sus deberes y mancha la honra que un hombre leal le confió. ¡Esa es, ésa, la justicia!
VISITACIÓN.-Dice bien tu marido. Eres demasiado buena, Paquita.
PRUDENCIO-Es inútil lo que ustedes le digan; no podrá evitarlo; es buena porque es buena.
ANSELMO.-¿Lo ves, hija mía? Todos dicen lo mismo que yo, hasta don PRUDENCIO, que es un sabio.
PRUDENCIO.-¡Don ANSELMO!… (Con excesiva modestia.)
PAQUITA.-¡No más! ¡Por Dios se lo suplico! Son ustedes injustos con Adelina.
ANSELMO.-No digas eso; no la nombres.
PAQUITA.-¡Lo digo porque es verdad! Porque Adelina… ¡vale mil veces más que yo!
VISITACIÓN.-Yo sí que digo: ¡Jesús mil veces!
PRUDENCIO.-Señora, permítame que le replique que su modestia… exagera… hasta lo absurdo. ¡Compararse usted con un ser desdichado!… ¡Ah Paquita!
ANSELMO.-¡Eso sí que no lo tolero! ¡Compararte con aquella…! ¡Ah! ¡Si a ella te parecieses…. pobre de ti… y pobre de mí!…
NICOMEDES.-¡Anselmo! ¡Anselmo!… ¡Que te exaltas demasiado!
ANSELMO.-¡Pues que no profane nuestro cariño!¡Que no se ponga a la par de esa criatura, que ha de ser nuestra ruina! Que la compadezca, bueno… Pero ¡que se empeñe en glorificarla!…
PAQUITA.-¡No, Anselmo! no más, no más…
ANSELMO.-¡No, Paquita, mi dicha, mi tesoro! ¡Perdóname!… ¡Te hablé con enojo! ¡Hice mal! ¡No me guardes temor! (Abrazándola.)
VISITACIÓN.-¡Qué mujer!
NICOMEDES.-¡Una santa!
PRUDENCIO.-¡Incomparable, amiga mía, incomparable!
VISITACIÓN.-Oigan ustedes, ¿No es un coche que para?
NICOMEDES.-Creo que sí.
PRUDENCIO.-Lo es, no me cabe duda, porque lo he visto. (Después de asomarse al balcón.)
ANSELMO.-¿Será Carlos?
PAQUITA.-(A DON ANSELMO.) ¡Virgen Santísima! ¿Será él?
NICOMEDES.-Él debe de ser.
PRUDENCIO.-Indudablemente, porque el tren llega a las…, y son las… y calculando el tiempo…(Mirando el reloj.)
VISITACIÓN.-Pues no calcule nada, don Prudencio, porque es Carlos. (Todos se dirigen hacia el fondo.)
PAQUITA.-¡Ah!… ¡Dios mío!… ¡Qué angustia!…
ANSELMO.-¿Angustias?… Sí, para ella… ¡Ahí… ¡El plazo siempre se cumple, Paquita!
PAQUITA.-No le digas nada… Espera… Yo te lo suplico…
VISITACIÓN.-Déjale; él sabrá lo que hace. (A PAQUITA.)
ANSELMO.-Es mi sangre, y yo no sufro que la echen al lodo.
PAQUITA.-¡Por el amor que le tienes a él, a Carlos, a tu hijo! (Sujetándole entre sus brazos.)
ANSELMO.-¡No! (Dirigiéndose a la puerta del fondo.)
PAQUITA.-¡Por el amor que me tienes a mí! (Deteniéndole.)
ANSELMO.-¡Que no! Lo único que no puedo concederte.
PAQUITA.-¡Pues yo te digo que no es posible…, que no es justo…, que es impío que sacrifiques a esa criatura!…
ANSELMO.-¡Ahora lo verás!… ¡Y no me enloquezcas!… ¡Y, sobre todo, que no venga!… ¡Que no la vea!…
NICOMEDES.-Ya llega.
PRUDENCIO.-Ya le tenemos.
Escena V
VISITACIÓN, PAQUITA, DON ANSELMO, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO;
Carlos por el fondo; después, ADELINA, por la derecha.
ANSELMO.-¡CARLOS!
CARLOS.-¡Padre mío! (Abrazándole.) ¡Vencedor!… ¡Ya soy diputado!
ANSELMO.-¡Mi CARLOS!
CARLOS.-¿Y mi Adelina?… ¿Cómo no la veo?… ¿Dónde está?…
ADELINA.-(Entrando.) ¡Es él!… ¡Es él!… ¡Carlos!
CARLOS.-¡Adelina! (Abrazándose. DON ANSELMO hace un movimiento para precipitarse entre los dos; los demás personajes, PAQUITA sobre todo, le contienen y casi le sujetan. Toda esta escena, que es muy rápida, queda encomendada a los actores.)
ADELINA.-¡Cuánto tiempo!… ¡Si me parece imposible!
CARLOS.-¡Cuánto tiempo, tesoro mío!…
ANSELMO.-¡Basta!., ¡Déjale!… (A ADELINA.)
CARLOS.-¡Padre!…
ANSELMO.-¿Tú en sus brazos?… ¡Ya nunca!… ¡Suelta tú!… (A CARLOS.) ¡Y tú, vete!… (A ADELINA.)
ADELINA.-¡Por Dios!… ¡Padre!…
ANSELMO.-¡Mientes!… ¡No lo soy tuyo!
CARLOS.-¡Es mi Adelina!
ANSELMO-¡Por tu desdicha!
ADELINA.-¡Soy suya!
ANSELMO.-¡Para su mal!
CARLOS.-(A ADELINA.) ¿Qué dijo?
ADELINA.-(A CARLOS.) ¿Qué ha dicho?
CARLOS.-(Volviéndose a los demás.) ¡Delira!
ANSELMO.-¡Ojalá; (Se cubre el rostro con las manos.)
CARLOS.-¡Pues entonces yo soy el que está delirando!… ¡Hablad!… ¡Decid!… ¡Habla tú! (A ADELINA.) ¿Qué es esto?
ADELINA.-¡No lo sé, Carlos!
CARLOS.-¿No es ésta mi casa?… Sí, lo es… Por allí…, a nuestro cuarto… (A ADELINA.) Y aquél…, el balcón donde te he visto tantas veces esperándome… Y en ese sofá me siento junto a ti… ¡Y tú eres mi Adelina!… ¡Y tú, mi padre!… Y a todos vosotros os conozco bien… Luego no sueño… ni deliro… Entonces ese desgraciado perdió la razón… ¡Padre! (Precipitándose a él.)
ANSELMO.-Sí, Como digo: los dos solos. Y vosotros, dejadnos.
VISITACIÓN.-Dice bien. Vamos, Nicomedes… Don Prudencio, venga usted con nosotros… Paquita, llévate a… Adelina.
CARLOS.-¿Qué dice?… ¿Que tú también?…
ADELINA..-(Señalando a CARLOS.) ¡Yo, no!… ¿Por qué?… ¡Yo, con él!…
ANSELMO.-Sí, con él; pero luego. ¡Más que quisieras!…
VISITACIÓN.-¡Hay que obedecer a Anselmo!… Tú sabes que hay que obedecerle. Salgamos.
CARLOS.-¿Hay que obedecerle?… ¡Entonces está en su juicio!
NICOMEDES.-Lo está, Carlos. Todos lo estamos, y tú también, ¡y más que nunca lo necesitas hoy! ¡Créeme, Carlos! ¡valor!
ADELINA.- ¡Perdone usted, Visitación!… ¡Perdona, Paquita!… ¡Pero yo no puedo separarme de Carlos!… ¿No oyeron ustedes lo que dijo don Anselmo?… (Desprendiéndose de PAQUITA.) ¡Yo… nada soy…, pero tengo que defender su honra!… ¡La de mi Carlos!
CARLOS.-¡Eso!… ¡Eso!…
ANSELMO.- ¡Tarde la defiendes!
CARLOS.-¡Ah!… ¿Qué has dicho?… ¡Padre!… ¡La vida diera porque no lo fueses en este instante!
ANSELMO.-¿Amenazas a mí?
CARLOS.-No…; amenazas…, no… Es que no sé lo que digo…, ni lo que pienso…, ni lo que quiero… Idos sí; sólo con él… Saberlo todo, para salir de este infierno o para hundirme en é1 para siempre. ¡A no ser que alguno quiera quedarse para repetir lo que él ha dicho, y ése… que se quede…, yo se lo suplico de rodillas…, que se quede…, que otro hombre repita lo que dijo mi padre!… ¡Si no comprendo ahora mayor dicha en el mundo!
ADELINA.-¡Pero yo a tu lado!
CARLOS.-No; tú también…, vete… Luego, sí; luego, los dos. ¡Te lo juro! Él y yo, ahora. Tú y yo, luego. No esperarás mucho. Ahora…, ¡salid!… ¡Llevadla!…
VISITACIÓN.-Ya nos vamos; no te enojes. (VISITACIÓN, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO, por la izquierda.)
PRUDENCIO.-Pero hay que estar cerca.
VISITACIÓN.-Sí… Adiós…. y calma, calma, hijo mío. (Salen.)
PAQUITA.-Ven conmigo.
ADELINA.-(A CARLOS.) ¿Tú lo mandas?
CARLOS.-Sí, y pronto.
PAQUITA.-Vamos, no temas; confía en mí.
ADELINA.-¡Ay Paquita de mi vida!… ¡Yo tenía el presentimiento de algo!… (Se va llorando por la derecha.)
PAQUITA.-¡Pobre criatura! Yo te salvaré.
CARLOS.-¡Al fin, solos!
Escena VI
CARLOS y DON ANSELMO.
ANSELMO.-Espera un momento, que mis ideas se confunden y no sabría decirte… lo que tengo que decirte.
CARLOS.-Sí, esperemos, porque yo t,ampoco comprendería nada de lo que tú me dijeses.
ANSELMO.-(Aparte.) ¡Es él!… ¡Es mi Carlos!… Y ahora…. ¿qué debo hacer, Dios mío?
CARLOS.-(A parte.) ¡Es él!… ¡Es mi padre…. a quien tanto quiero!… ¡Si todo esto parece mentira!… ¡Y debe ser mentira!… Será cualquier cosa, lo que menos piense yo…, pero no lo que yo pienso.
ANSELMO.-Perdóname, Carlos… No pude contenerme; fui… demasiado brusco. La hiel de todos estos días me subió a los labios…, y como yo no entiendo de aderezar frases…, sin saber lo que decía…, la ofendí delante de ti…, delante de todos… Hice mal… Perdóname, hijo mío.
CARLOS.-¡No digas eso, por Dios! ¡Pedirme tú perdón! ¡Qué idea! Yo soy quien se precipitó, quien pronunció palabras duras… Pero fue aquello tan inesperado…. ¡tan repentino!… ¡Volvía yo tan alegre!… ¡Forjaba tantas ilusiones de amor, de gloria, de felicidad!… ¡Era tan espléndido mi horizonte!… ¡Venía con los brazos abiertos para ti, para Adelina! ¡Cómo voy a apretaros contra mi corazón, decía yo, subiendo por estas escaleras, casi sin aliento!… Y luego…, de pronto…, oigo no sé qué…. palabras de seguro que he comprendido mal…, pero que me sonaron a deshonra y muerte, y entonces yo también amenacé, insulté, ¡blasfemé!… Sueños…, locuras…, delirios… Nada…, vamos, nada… ¡Perdóname tú, perdóname, padre mío! (Se abrazan, profundamente conmovidos.)
ANSELMO.-¡Carlos!
CARLOS.-¡Padre!
ANSELMO.-No hablemos más de eso.
CARLOS.-No; eso, no; hablemos. Yo no comprendí nada; explícamelo todo.
ANSELMO.-Tú, ¿a quién quieres más en este mundo? ¿No es a mí? Pues ¿qué te importa lo demás?
CARLOS.-A ti y a Adelina. Me importas tú; pero me importa ella.
ANSELMO.-Pides mucho: será preciso que te contentes con menos.
CARLOS.-¿Pido mucho? Pido lo mío: el cariflo de mi padre; el cariño de mi esposa. No me contento con menos, ni con menos te contentaste tú. Ya tenías el amor filial de tu Carlos, inmenso, purísimo, entrañable, cuando diste tu nombre y afecto a Paquita.
ANSELMO.-No se trata de mi mujer, sino de tu Adela. No hay para qué compararlas ni admito comparaciones humillantes.
CARLOS.-¡Otra vez!
ANSELMO.-Sí.
CARLOS.-¿Y de humillaciones hablas?
ANSELMO.-Por no hablar de afrentas.
CARLOS.-¿Quién las sufre?
ANSELMO.-¡Tú!…, y yo, que sufro cuando tú sufres.
CARLOS.-¿Y quién las hace?
ANSELMO.-La única de esta clase que heredó la costumbre.
CARLOS.-¡Su nombre…, que no sé quién es!
ANSELMO.-¡Pues… ella!
CARLOS.-¡No sé quién es ella! ¡Cómo se llama es lo que has de decirme sin reticencias, sin vacilaciones, de una vez! Cuando el réprobo muere…, de una vez se hunde en el infierno. ¡No seas más cruel con tu hijo que la justicia de Dios con el condenado! ¡Un nombre, una prueba, y el abismo!… ¡Ea! ¡Ya espero!…
ANSELMO.-¿Lo quieres?
CARLOS.-Pero ¿cómo quieres que te diga que sí? ¡El nombre de esa mujer, y el de la afrenta, y el del acusador…, y dónde está, y cuál es el camino más corto para ir a su corazón y arrancárselo!… ¿Lo dices o no?
ANSELMO.-Sí; la mujerse llama Adelina.
CARLOS.-¡Sigue!
ANSELMO.-¡Y el nombre de la afrenta no lo diré yo, porque lo dice Madrid entero, y no sé cómo no te zumba en los oídos!
CARLOS.-¡Sigue!
ANSELMO.-Y el acusador soy yo, ¡tu propio padre!… ¡Y aquí está!… ¡Y el camino a su corazón es bien corto…, y yo lo acortaré más! (Acercándose mucho a CARLOS.) ¡Llega a él, ingrato, que nada encontrarás que no sea tuyo!
CARLOS.-(Cayendo en un sillón, llorando.) ¡Ay Dios mio! ¡Dios mío!… ¡Lo que dice!… ¡Y cuando él lo dice es que lo cree!… ¡No…, Pues no…, aunque lo crea!… ¡Aunque lo crea, no es verdad!… ¡No es verdad!… ¡No es verdad!…
ANSELMO.-¡Carlos!… ¡Hijo mío!…,¡Vuelve en ti!… ¡Valor!… ¡Resignación!… ¡Qué diablo, un hombre por algo es hombre!
CARLOS.-(Con voz ronca.) ¿Lo serías tú en mi caso?
ANSELMO.-¿Yo?… ¿En tu caso?… ¡Y Paquita!… ¡Ah!… ¡Es distinto!… ¡Tú eres casi un niño!… ¡Yo…, ya verías si era un hombre!
CARLOS.-Pues yo también voy a serlo. (Haciendo un esfuerzo supremo.) Cuéntamelo todo, pero todo. Minuciosamente, ¿comprendes?… Fríamente, ¿oyes? Y con calma, con mucha calma… Yo también la tendré… Ya verás… ¡Ea, siéntate junto a mí y habla!
ANSELMO.-No sé cómo…
CARLOS.-(Con cruel ironía.) Pues hasta aquí bien has sabido. Para lo poco que falta no necesitas gran esfuerzo. Y, en todo caso, no temas: yo te ayudaré. Adelina tiene… Hay que hablar con claridad perfecta… Adelina tiene… Lo que tú no has dicho voy a decirlo yo… Adelina tiene… un amante. ¿No es cierto?
ANSELMO.-Sí.
CARLOS.-Ahora, la prueba, porque estas cosas necesitan prueba. Tratándose de otro que no fueras tú…, era inútil. No la pediría.
ANSELMO.-¿Por qué?
CARLOS.-Porque le partiría el corazón sin pedírsela. Pero eres tú, y, al fin, hay que hacer alguna diferencia entre un padre… y un calumniador miserable. ¡Conque la prueba!
ANSELMO.-¡Qué más prueba que el escándalo que dieron… ella y él…. y que nos hizo venir a todos huyendo de la ignominia
CARLOS.-¿Un escándalo?
ANSELMO.-Sí. ¿Comprendes?
CARLOS.-No. Yo no sé lo que es un escándalo, ¡Se abusa tanto de esa palabra! Para ciertas personas todo es escándalo, más por el apetito que Por el sabor… Conque precisa los hechos.
ANSELMO.-¡Carlos! ¡Me repugna!
CARLOS.-No importa. Yo te ayudaré. ¿No te dije que te ayudaría? ¿Cuándo fue?
ANSELMO.-De madrugada…, casi al amanecer.
CARLOS.-¡Sí…, el amanecer, sí!… esta noche pasada también he visto amanecer… No dormía; pensaba en ella… (Pequeña pausa.) ¿Y qué sucedió? ¡Ea, pronto!
ANSELMO.-Era el balcón del cuarto de tu esposa.
CARLOS.-Ya Sé… ¡En todas sus cartas me decía que a él se asomaba para verme llegar!… Acaba, porque…, dentro de poco…, ¡no podré más!… ¡Acaba!
ANSELMO.-Y un hombre…
CARLOS.-(Cogiéndole por un brazo.) ¿Quién?
ANSELMO.-Lo ignoro.
CARLOS.-Alguno de mis amigos, ¡de seguro!
ANSELMO.-Quizá.
CARLOS.-¡El más íntimo, de fijo!
ANSELMO.-No es imposible!
CARLOS.-¡Imposible no lo es nada! ¡Nada!… ¡Ni el que yo te escuche!… ¿Y qué? ¿Ese hombre…, que…?
ANSELMO.-Bajó por el balcón, huyendo de mí…, que a todo esto llamaba a Adelina, sin que Adelina quisiera abrirme.
CARLOS.-(Apretándole el brazo.) ¿Y no rompiste la puerta.?
ANSELMO.-(Sin poder sufrir el dolor.) ¡Carlos!
CARLOS.-(Besándole la mano y acariciándole el brazo.) Perdóname…, perdóname… Yo la hubiera roto. Pero tú es distinto; tú no la amas. (Pausa.) ¿Qué más?
ANSELMO.-¿Más quieres todavía?
CARLOS.-La prueba que me dijiste.
ANSELMO.-¿No ves el escándalo, aun sin haberlo visto?
CARLOS.-El escándalo…, sí; la prueba…, no.
ANSELMO.-Terco eres en defender a Adelina.
CARLOS.-No tanto como tú en acusarla.
ANSELMO.-Un galán que a deshora pregona desde un balcón infamias de una mujer, ¿nada demuestra?
CARLOS.-Que hay un infame, sí; que hay una adúltera, no.
ANSELMO.-¿Pues de dónde venía, desdichado?
CARLOS.-Eso has de decírmelo tú, que yo no estaba allí.
ANSELMO.-Pues ya te lo digo; y si no, di de dónde.
CARLOS.-De alguna habitación inmediata.
ANSELMO.-Sólo había una.
CARLOS.-Pues de ésta.
ANSELMO.-Era la mía.
CARLOS.-¿La tuya?
ANSELMO.-Y la de Paquita.
CARLOS.-(Mirando fijamente.) ¡Ah!
ANSELMO.-¿Por qué me miras así?
CARLOS.-(Huyendo la vista de su padre.) Yo… no te miro, padre…; miro al espacio…, al vacío…, adonde se mira cuando no se ve.
ANSELMO.-(Cogiéndole por un brazo.) ¡En tu mirada hay el brillo de una esperanza insensata y horrible!
CARLOS.-Horrible…, sí, porque hace rato lo es cuanto me rodea: pero insensata, ¿por qué?
ANSELMO.-Porque yo pasé toda la noche junto a la que es guardadora fiel de mi honra, ¿comprendes?
CARLOS.-Sí…, pero ¿dices verdad?
ANSELMO.-¡Lo juro! Ya no me miras como antes… ¿Por qué callas? ¿En qué piensas?
CARLOS.-En que es preciso acabar. (Se levanta con ímpetu y se va a la derecha.)
ANSELMO.-¿Adónde vas?
CARLOS.-A llamarla. ¡Adelina!… ¡Adelina!…
ADELINA.-(Desde dentro.) ¡Carlos!
Escena VII
CARLOS, DON ANSELMO, ADELINA Y PAQUITA.
CARLOS.-Adelina, una pregunta, una sola, pero en ella nos va la vida de los dos.
ADELINA.-Otra pregunta, Carlos! Sé la tuya; oye la mía.
CARLOS.-La mía, ¿la sabes?
ADELINA.-Sí.
CARLOS.-¿Quién te la dijo?
ADELINA.-(Señalando a PAQUITA.) ¡Ella!
CARLOS.-Pues bien: contesta. ¿Es verdad lo que afirma mi padre?
ADELINA.-Debe serlo, puesto que lo afirma él. Yo no sé nada.
CARLOS.-¡Que es verdad y que nada sabes! ¡No te comprendo!
ADELINA.-Será verdad lo que él dice; Pero yo ignoro como fue.
CARLOS.-¿Lo ignoras?
ANSELMO.-(A ADELINA.) ¡Miserable!
CARLOS.-(A su Padre.) ¡Todavía no! (A ADELINA.) Ahora, Pregunta, tú.
ADELINA.-¿Para qué» Ya contestaste.
CARLOS.-(Con arranque del corazón.) ¡Fue defenderte, Adelina!
ADELINA.-«¡Todavía no!», has dicho…, y eso es dudar…. Y eso es lo que yo quería saber…, si dudabas de mí… (Se cubre el rostro con las manos y llora.)
PAQUITA.-(Acercándose a ADELINA.) Sois injustos…, con la pobre Adelina…
ANSELMO.-(A PAQUITA.) ¡No sabes decir más que eso!
PAQUITA.-(Abrazando a ADELINA.) En efecto, no sé más.
CARLOS.-Dejadme solo con ella.
ANSELMO.-Pero tendrás calma?
CARLOS.-Tanta como tuve contigo.
ANSELMO.-Pues ven, Paquita.
PAQUITA.-(En voz baja, a ADELINA.) No temas, yo volveré.
CARLOS.-¡Pronto!
ANSELMO.-Sí; vamos. (Coge a PAQUITA, y la lleva a la izquierda. Aparte.) ¡Pobre hijo mío!
PAQUITA.-(Aparte.) Lo que debe hacerse…, debe hacerse.
Escena VIII
ADELINA. Y CARLOS. ADELINA en el sofá, llorando; CARLOS la contempla; pasea con
agitación; al fin, se para junto a ella.
CARLOS.-Adelina, no llores; cálmate, y hablemos en razón. (Pausa.) Mira que sólo llora de ese modo quien es culpable.
ADELINA.-O quien es desdichada.
CARLOS.-Pues defiéndete.
ADELINA.-Yo siempre pensé, Carlos mío, que eras tú quien había de defenderme. Yo sola, ¿qué puedo?
CARLOS.-La verdad y la honradez lo pueden todo.
ADELINA.-Eso creí yo siempre; pero ahora veo que no.
CARLOS.-No eludas mis preguntas; no busques subterfugios; no evites explicaciones. Mira que toda la sangre que hay en mis venas o ha subido a mi cerebro y lo enloquece, o ha caído en mi corazón y lo ahoga. Mira que cuanto puede amar un hombre he amado yo a la Adelina de mi alma. Recuerda que cuando unos y otros arrojaban recuerdos de infamia sobre tu familia, yo solo te defendí, sacándote entre mis brazos del lodazal de tu raza, sin reparo a que el vicio salpicara mi frente.
ADELINA.-Sí, ya lo sé: eres muy bueno.
CARLOS.-No; Bueno no; es que te amo; es que por ti aliento, por ti trabajo, por ti lucho para conquistar gloria y riqueza; es que sin ti la vida es insípida; la virtud, un sonido más o menos armonioso; la esperanza, un eterno espejismo.
ADELINA.-¡Así me amabas! ¡Ya lo sabía yo! Y ahora, entre todos, han hecho que no me quieras! Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué?
CARLOS.-¡No, todavía no! Pero ten en cuenta que con tanto cariño corno el mío, con tanta fe como tenía en ti, con todo esto que te he dicho, no se puede jugar impunemente. Que cuando un hombre ama como yo, y está pronto a sacrificarlo todo, hasta el afecto de su padre, y sufre de ¿a manera que yo sufro desde que entré por esa puerta maldita, no se contenta con palabras, ni con lágrimas, ni con desmayos, ni con suspiros, Adelina.
ADELINA.-(Aterrada) ¡Carlos!
CARLOS.-Porque estas cosas ni tranquilizan ni convencen, y lo mismo las hace la mujer honrada que la mujer astuta. Pueden ser verdaderos gritos de dolor, ya lo sé; pero también puede ser todo eso comedia bien estudiada y mejor fingida. ¡Y yo quiero que me digas la verdad desnuda, o para arrojar tu acardenalado cuerpo a los que andan allí fuera, diciéndoles: «Teníais razón», o para presentarme a ellos estrechándote entre mis brazos y gritándoles: «¡Imbéciles, cobardes, calumniadores…! Mentíais, mentíais!… ¡Esta, ésta es mi Adelina de siempre! ¡Mi Adelina del alma!»
ADELINA.-¡Carlos…. Carlos mío…. mira que me ahoga la angustia, que no puedo más!
CARLOS.-¡Que no puedes más!… ¡Ah!… ¡Qué cómodo es eso!.. ¡Pues no has de poder!
ADELINA.- ¡Todos, todos contra mí…. y tú también!… ¡Ay madre mía! ¡Ay Dios mío!
CARLOS.-¡Tu madre!… ¡Sí, tu madre es tuya!… Pero no digas: «¡Dios mío!», que si eres lo que dicen, tú no tienes Dios, ¡tú no tienes más que tu vergüenza y mi deshonra! Repara que estoy perdiendo el juicio, que necesito, y por última vez te lo digo, explicaciones claras, pruebas patentes, la verdad, la evidencia. No…, no te retuerzas los brazos… (Separándolos.) Eso no me convence… Lo que has de decirme es: esto fue así y así…, y de este modo… Y eso que dicen no es verdad…, por esta y esta razón…, y en aquello mienten…, y la prueba de que mienten es esta otra… ¿Comprendes?… ¿Comprendes lo que quiero?
ADELINA.-Sí…, sí lo comprendo… Yo haré lo que quieras… Yo diré lo que tú me mandes.
CARLOS.-¡No; eso, no; la verdad, nada más que la verdad!
ADELINA.-¡Sí, la verdad!
CARLOS.-¡Bueno, pues separa tus cabellos, que quiero verte la cara!… (Separándole los cabellos.) ¡Levanta los ojos…, que quiero verlos también!… (Levantándole la cabeza.) ¡Deja quieta los brazos…, y habla…, habla ahora, o no hablarás ya nunca!
ADELINA.-¿Pues cómo quieres que empiece?
CARLOS.-Diciéndome todo lo que pasó aquella noche.
ADELINA.-Yo subí con Paquita… Pasé por su cuarto… y entré en el mío.
CARLOS.-¿Y no había nadie?
ADELINA.-Nadie; bien seguro que no había nadie.
CARLOS.-¿Y después?
ADELINA.-Cerré la ventana.
CARLOS.-¡La cerraste! No olvides lo que has dicho. Nadie pudo entrar por ella. Por este lado ya no puedes fingir historias ridículas de asaltos, nocturnos. ¡Lo has dicho!
ADELINA.-Pero si es verdad, ¿por qué no he de decirlo?
CARLOS.-¡Adelina, Adelina…, o eres muy torpe o muy inocente…, y, en este caso, yo soy un miserable contigo!… Sigue… Después…
ADELINA.-Entré en mi alcoba, cerré la puerta por dentro, recé por ti y por mi madre… y me dormí pensando: «Mañana vendrá mi Carlos.» Y por la mañana me despertó la voz de tu padre…, al principio, cariñosa…; al fin, colérica.
CARLOS.-¿Y qué más?
ADELINA.-Más…, no sé. Me trajeron aquí… No me quisieron decir el motivo. Todos me miraban de un modo…, que me daba miedo. Sólo Paquita me decía palabras cariñosas. Y yo pensaba: «¿Qué me importa?… Él vendrá, y yo sólo necesito su cariño; no tengo otro cariño en la vida, ni otro apoyo…; pero su cariño lo tengo…» ¡Y ahora he visto que no, que también lo he perdido! ¡Ay Carlos de mí alma! ¡Di que no!… ¡Di que me quieres!… ¡Carlos!… ¡Carlos!…
CARLOS.-Pero ¿no comprendes que hay motivo para que yo enloquezca?
ADELINA.-Para que enloquezcas, sí, para que dejes de quererme, no.
CARLOS.-¿No tienes más que decirme, Adelina?
ADELINA.-¡Sí!
CARLOS.-¡Pues dilo!
ADELINA.-¡Que eres mi Carlos!… ¡Que te amo! (Queriendo abrazarle; él la rechaza.)
CARLOS.-¿No oyes que una voz, dentro de mí, me grita: «¿Y si te engaña?»
ADELINA.-¡Yo!
CARLOS.-¿No ves que lo que me cuentas es inverosímil? ¿No sabes que todos te acusan, hasta mi padre? ¿No tienes ante los ojos los «hechos» brutales, implacables, pero clarísimos, que te acusan también? ¿Ignoras que para el mundo entero eres objeto de escándalo, y yo objeto de burla, y que nuestros nombres andan ya en las-listas de -la deshonra y en los pregones de la infamia? ¡Adelina, por Dios vivo, que me confieses tu culpa!… Quizá te mataré, si tengo valor…. ¡pero no dejaré de amarte, te lo juro!… ¡Más, te amaré más!… ¡Pero confiesa!… (Acercándose a ella, y., frenético.)
ADELINA.-¡Carlos, no me mires de ese modo!…
CARLOS.-¡Te espanta la mirada de tu Carlos! ¡Mala señal!
ADELINA.-¡No te acerques tanto! ¡Me das miedo! (Huyendo.)
CARLOS.-¿Huyes de mí? ¡Mala señal!
ADELINA.-¡Carlos!… ¡Carlos!… ¡Perdón!…
CARLOS.-¡Ahí!¡Ya empiezas!… ¿Conque perdón?… Ya…, ya lo veo…,. ¡Para vosotras, seres débiles, manojos de nervios, ruin arcilla, no hay más que el dolor físico!… (Sin tocarla todavía, pero muy cerca.)
ADELINA.-¡Carlos! (Cae de rodillas.)
CARLOS.-¡Adelina! (Cogiéndola de un brazo.)
Escena IX
ADELINA Y CARLOS; PAQUITA, por el fondo.
PAQUITA.-¡Insensato!… (Cogiéndole a su vez, y en voz baja.) Si quieres la verdad, no atormentes a la pobre Adelina; atorméntame a mí.
CARLOS.-¡ PAQUITA!… ¡Tú!…
PAQUITA.-Sí, yo. Si hay culpa, que yo digo que no la hay, sino la fatalidad; pero si la hubiera, no sería de esa pobre criatura, sino mía. ¡Te lo juro por la salvación de mi alma! Ya te diré cómo; ahora todo lo sabes; ahora resuelve tú.
CARLOS.-¡Adelina! (Levantándola, casi sin aliento, en sus brazos.)
ADELINA.-¡Carlos!
PAQUITA.-¡Silencio!… Tu padre!…
Escena X
ADELINA, PAQUITA Y CARLOS; DON ANSELMO, por el fondo. La posición de los
personajes es la siguiente: CARLOS, en pie, sosteniendo a ADELINA, que desfallece; a su lado, PAQUITA; en la puerta, DON ANSELMO; por fuera se ve el grupo de los demás personajes observando con curiosidad.
ANSELMO.-Te oí gritar, Carlos.
CARLOS.-Sí; gritaba como un insensato.
ANSELMO.-Después te oí amenazar.
CARLOS.-¡También! Sí; todas las vilezas, todas las infamias imaginables me habrás oído; no lo dudo, porque aún las oigo yo. Pero lo que no me has oído, ni me han oído aquellos que, entre curiosos y cobardes, se asoman por allá fuera es esto…, oídlo bien: ¡Adelina! ¡Adelina! ¡Perdón, perdón! (Arrojándose a sus pies.)
ADELINA.-¡CARLOS! (Echándole los brazos al cuello.)
ANSELMO.-Luego, ¿es inocente?
CARLOS.-¿Estaría yo así si no lo fuera?
ANSELMO.-¡Y la prueba? (Él y todos los de fuera avanzan un poco.)
CARLOS.-¡La prueba! (Con acento terrible y levantándose.)
ADELINA.-¡No! ¡Silencio!(Al oído.)
CARLOS.-¿Y tú? (Al oído.)
ADELINA.-¡Qué me importa! (Abrazándole.)
CARLOS.-¡La prueba de su inocencia! ¿Pues no la tengo entre mis brazos?
ANSELMO.-¡Pobre insensato!
CARLOS.-¡Pobre padre mío!
Telón
Acto tercero
La misma decoración del acto segundo.
Escena primera
PAQUITA y DON ANSELMO. DON ANSELMO, en un sillón, junto a la mesa, muy abatido y
leyendo un periódico.
PAQUITA.-¡Por Dios, Anselmo, deja ese periódico! Ten fuerza de voluntad y no pienses más en esas cosas.
ANSELMO.-Fácil es decirlo. Pero es mi hijo…, ¿y no quieres que piense en su desdicha?
PAQUITA.-¿Y de qué sirve que te atormentes día y noche, ahondando siempre en la misma idea? ¿No ha concluido todo?
ANSELMO.-Eso quisiera tu protegida. (Con acento rencoroso.)
PAQUITA.-¿No se da por satisfecho Carlos? ¿No cree, y con razón, en la virtud de su esposa?
ANSELMO.-Si él se da por satisfecho, no se dan por satisfechos los demás.
PAQUITA.-¿Y quiénes son ésos? ¿Quién tiene derecho para ser más exigente que Carlos?
ANSELMO.-En primer lugar, «todo el mundo», que siempre tiene derecho para todo, y que cuando no lo tiene, se lo toma. Y luego, sus amigos, que en estos asuntos suelen ser muy escrupulosos,. Y, sobre todo, su padre, su padre, que soy yo; yo, que no quiero ver al hijo de mi alma entregado al desprecio público, ¿entiendes? Antes no había más que plácemes y simpatías para mi Carlos. ¡La esperanza del partido! ¡Una futura gloria de la patria! ¡El elocuente, el dignísimo, el sabio publicista! Y ahora…, ahora, gracias a esa mujer, el hijo mío es objeto de desdeñosa lástima para los más piadosos, y materia explotable para afligidos ingenios de mancebía y valerosos voluntarios del escándalo. ¿Conque todo ha concluído? Pues no ha concluido, que ahora empieza. ¡Ah…, no!.. Esto no puede seguir así. Es preciso que mi Carlos se limpie de esa lepra que le devora! ¡Que se presente limpio y honrado ante el mundo! ¡Que sepan todos que él no sufre afrentas, ni vende honras a precio de medros, ni es de los esposos complacientes y distraídos! ¡Y no lo es!… ¡Aunque ahora lo parezca…, no lo es! ¡La vida pongo yo!… (Con acento terrible.) Lo que hay es que la pasión por esa mujer le trastorna. ¡Ella!… ¡Ella!… ¡Pero bien comprende Carlos su situación! ¡Vaya si la comprende! Si no, no sufriría lo que sufre.
PAQUITA.-¡Pobre Carlos! ¡Ocho días de fiebre en que creíamos que perdía el juicio!
ANSELMO.-Dios haga que no lo haya perdido. En todo caso, yo lo tendré por él. Déjalo, déjalo a ni cuidado, que las cosas no han de quedar como están. (Se pasea con agitación; PAQUITA le sigue con miradas de espanto.)
PAQUITA.-Pero ¿qué piensas hacer?
ANSELMO.-Ya verás; ya verás. Hoy mismo tendré con él una explicación decisiva. Seré implacable, cruel, brutal si es preciso. ¡Llegaré a lo vivo! Soy su padre, le di la vida; pues le daré honra.
PAQUITA.-¿Y si le das la muerte?
ANSELMO.-¡Ca! Ya está bueno. Lo ha dicho el médico. No hay cuidado. La muerte no se desliza por su cuerpo, que es robusto. ¡Se le acurruca en el alma, y de allí hay que arrancársela!
PAQUITA.-¡Perdóname, Anselmo; pero tienes una tenacidad!…
ANSELMO.-Muy enojosa para tu amiga, lo comprendo. Pero ya, ¡hasta que me muera! Es lo único que nos queda a los viejos. ¿Y dónde está Carlos? Con ella, ¿eh?
PAQUITA.-Creo que sí; con Adelina.
ANSELMO.-¡Con ella siempre! (Con acento celoso.) En cambio a mí…, ni verme. ¡Evita mi presencia, como si yo le hubiese hecho algún daño!
PAQUITA.-No digas eso. Te ama como siempre. ¡Más que nunca tal vez!
ANSELMO.-Ya lo sé. Si él es muy bueno. Pero, es claro, ya no soy su padre: soy su juez, la imagen viva de su conciencia y de su dignidad. Y es corriente.. Como no han quedado muy bien paradas ni una ni otra, huye de ellas.
PAQUITA.-No es ésa la causa, no lo creas. Es… el estado en que se halla; su enfermedad, el recuerdo de aquellas violentísimas escenas. Ya ves: tampoco quiere ver a don Prudencio, ni a Visitación, ni a don Nicomedes.
ANSELMO.-A pesar de que sólo por cuidarle se han quedado ocho días en casa. Tienes razón: es injusto con todos, como lo es conmigo. ¡No parece sino que son ellos los culpables!
PAQUITA.-Los culpables, no; pero… Mira, Anselmo: ellos traen el infierno a esta casa, y te enloquecen con sus cuentos, y torturan sin compasión a Adelina con sus reticencias, y en lo poco que hablan con Carlos dejan nuevos gérmenes de fiebre y de desesperación en aquel cerebro débil y enfermo.
ANSELMO.-No tienes razón. Les tienes inquina a los pobres, porque no están dulzarrones con… «aquélla». No hacen más que cumplir mis órdenes y ser francos y leales. Y así quiero yo que sean.
PAQUITA.-¡Tus órdenes! No, Anselmo, no te calumnies. Tú no les ordenas ese miserable espionaje que ejercen alrededor de Adelina. Tú no les ordenas…, ¡eso no lo haces tú!…, que sigan sus pasos por la casa, que observen si llora, o si por casualidad cruza un relámpago de alegría por sus ojos; que midan y comenten las palabras de la inocente criatura, buscando en ellas siempre doble sentido; que se enteren minuciosamente, mirando por detrás de las colgaduras o por los resquicios de las puertas, si recibió una carta, y de quién era, y si contestó a ella; que sin cesar estén tendiendo hilos invisibles de repugnante telaraña alrededor del pobre ser, mientras ellos, agazapados, esperan que esté bien sujeto ¡para arrojarse sobre su presa! Eso no lo haces tú, ¡o no serías lo que yo siempre he creído que eras!…
ANSELMO.-¡Ya estás exagerando y sacando las cosas de quicio! Yo no ordeno nada de eso, ni ellos descienden a semejantes ruindades… ¡Te digo que no! Como también te digo que si la casualidad pone en mi mano alguna prueba, la utilizaré sin escrúpulo. ¡Hola, hola! ¿La traición contra mi Carlos es lícita y hasta poética, y la defensa de su padre, no lo es? Pues no, señora. Yo soy quien soy. Los caracteres enérgicos miran de frente a la desgracia, buscan el remedio sin flaqueza y lo aplican sin vacilaciones. ¿Comprendes? ¡Oh!, yo te digo que mi Carlos quedará, al fin, como lo que es: como un hombre honrado. No me repliques. Será porque yo quiero que sea, porque es mi deber, porque lo exige nuestra dignidad. ¡Ea, lo dicho! Las mujeres, a llorar; los hombres, a su obligación.
PAQUITA.-Calla, por Dios… Adelina viene.
ANSELMO.-¿Es Adelina?… Mejor.
Escena II
PAQUITA y DON ANSELMO; ADELINA, por la derecha, en primer término.
ADELINA.-(Deteniéndose.) Perdonen ustedes… Entraba… sólo por saber… si Carlos había vuelto.
PAQUITA.-¡Carlos, ha salido! ¿A qué? ¿Con quién? (Sin poder contenerse.) ¡Ah! ¡Perdona!… (Volviendo en sí.)
ADELINA.-Sí; salió esta tarde, hace mucho tiempo. Vino a buscarle el marqués, con otro amigo a quien no conozco.
PAQUITA.-¿Algún asunto urgente, sin duda? (Con ansia.)
ADELINA.-Lo ignoro.
ANSELMO.-Con el marqués… (Aparte.) ¡A la luz del día! ¡Como buenos amigos! ¡Eso, más que ceguedad, es delirio! (Alto, a ADELINA.) ¿Y usted no pudo impedir que salieran juntos?
ADELINA.-¡Yo! ¿Por qué? Dispense usted; me retiro.
ANSELMO.-No sería justo. Está usted «todavía» en su casa y yo soy quien debe retirarse. (Hace un movimiento para salir.) Tendré con él una última y decisiva explicación. Se lo advierto a usted lealmente. Y después…, después, para siempre; o conmigo, o con usted, señora. Ya sabe usted a qué atenerse respecto a mis intenciones.
ADELINA.-No, don Anselmo; no será…, porque no puede ser. Carlos le quiere a usted con toda su alma. ¡Separarse de usted para siempre! ¡Imposible!
ANSELMO.-Mil gracias, señora.
ADELINA.-Y Carlos le respeta a usted tanto como le quiere, porque ve en usted el prototipo del honor y de la rectitud.
ANSELMO.-Verdaderamente, usted me confunde. Esto traspasa los límites de mi modestísimo entendimiento. Habla usted de rectitud y de honor como pudiera hablar yo mismo.
PAQUITA.-¡Basta, Anselmo!
ANSELMO.-¡No creo que en mis palabras haya ofensa! Me limito a manifestarle mis propósitos. Y si esta señora quiere conocer todo mi pensamiento, a fin de «prepararse», me tiene enteramente a se disposición.
PAQUITA.-¡Para atormentarla más! Ven, Adelina. (Queriendo llevársela.)
ANSELMO.-¡Poco a poco! Yo no atormento a nadie por gusto de atormentar… Digo lealmente…, y hasta respetuosamente, lo que debe decir un padre y un hombre de honor. Ni más ni menos… Y si esta señora se digna oírme por última vez…
ADELINA.-¿Por qué no? Hable usted, don Anselmo. Sus palabras de usted ni me ofenden, porque no pueden ofenderme, ni me enojan, porque las dicta su amor a mi Carlos. (Con mucha dulzura.)
ANSELMO.-(Oyéndola con asombro.) ¡Es, increíble!… De todo punto increíble… (Conteniéndose.) lo conformes que estamos. Muestra usted una dulzura… y una dignidad… que yo no puedo agradecerle bastante…, y a las que sospecho que no podré corresponder debidamente. Más vale así. Conque a lo que importa, y ya que se presta usted a oírme…, óigame usted… Siéntese usted…, siéntese usted… Yo estoy bien… (ADELINA, triste y resignada, se sienta; en pie, junto a ella, cogiéndole una mano, PAQUITA; paseándose, DON ANSELMO.) Antes de conocer a usted, señora, mi hijo era mi cariño y mi esperanza. ¡Y era también mi orgullo, sépalo usted! Soñaba yo con sus triunfos y con su fama. ¡Porque hubiese sido famoso! ¡Porque tiene talento para serlo! Ahora no sé si lo será…, ¡o si llegará a serlo como yo no quiero que lo sea! (Con mucha intención.)
PAQUITA.-¡Anselmo!
ADELINA.-No importa. (A PAQUITA.) Siga usted. (A DON ANSELMO.)
ANSELMO.-No creo haber faltado a ningún respeto. Digo las cosas de la manera más, moderada que puedo decirlas. Y digo que, gracias a usted, he perdido su amor; vaya usted contando. Y que mi mayor orgullo se ha convertido en mi mayor vergüenza; esto también. Y que…
ADELINA.-Considere usted que no puedo defenderme.
PAQUITA.-Te aseguro, Anselmo, que, si continúas en este tono, me llevo a Adelina.
ANSELMO.-¡Si no digo por qué sucede todo eso! Digo que sucede. ¡Si no culpo a nadie! ¡Si no hago más que citar hechos! ¡Ni hechos escuetos puedo recordar ya sin que resulten ofensas y acusaciones contra alguien!… ¡Pues, entonces, la culpa no será mía!
ADELINA.-Tiene usted razón; siga usted; yo le oiré sin interrumpirle.
ANSELMO.-Mejor será, porque, con tantas interrupciones, hasta he perdido el hilo de lo que iba diciendo. Sí; decía que mi hijo, con razón o sin ella, está públicamente deshonrado. ¿Lo niega usted. (A ADELINA.)
ADELINA.-(Dejando caer la cabeza.) No.
ANSELMO.-¡Y que hasta los periódicos hacen chacota de mi Carlos! ¿Lo niega usted también? (Cogiendo un momento el periódico que leía al empezar.)
ADELINA.-No lo niego. (Abrazándose a PAQUITA.)
ANSELMO.-Y que dicen…, dicen… que usted es la causa. ¿Y esto?
ADELINA.-También es verdad. (Llorando.)
ANSELMO.-De suerte que la fatalidad…, llamémosla así, porque no quiero ofender a nadie…, la fatalidad, que sobre usted ha pesado siempre, es la que ahora pesa sobre todos nosotros y la que mancha a su esposo, señora.
ADELINA.-¡Tiene usted razón! ¡Por desgracia, la tiene usted!
ANSELMO.-Pues entonces estamos enteramente conformes.
ADELINA.-¡Pobre Carlos, pobre Paquita, pobre don Anselmo!
ANSELMO.-¿Cómo?… ¿Qué?… ¿Compasión usted!… ¡Y de nosotros!… ¡Ah señora! ¡Usted puede odiarnos, perdernos a todos! Pero ¿compadecerse de nosotros? No; eso, no; eso no lo permito.
ADELINA.-¡Odiar a usted! ¡No lo permita Dios!
ANSELMO.-Nada, nada; que quiero concluir, porque no respondo… de mi prudencia. Usted conviene conmigo en los hechos, en lo triste de nuestra situación, de la de todos, ¿no es esto?
ADELINA.-Sí, señor.
ANSELMO.-Pues yo le pregunto a usted: ¿Tiene usted medios para desvanecer toda esta tormenta de infamias que se nos ha venido encima?
ADELINA.-¿Si tengo…? (Levantando la vista y mirándole.)
ANSELMO.-Sí, señora. ¡Si tiene usted medios de poner muy clara y muy alta su honra!
ADELINA.-(Mira a PAQUITA rápidamente.) ¡No, señor!
ANSELMO.-Pues, entonces los medios y los remedios habré de buscarlos yo mismo. Y oiga usted lo que voy a proponer a mi hijo, para que no acabe de perder mi estimación y recobre la de los demás.
ADELINA.-Ya oigo.
ANSELMO.-Primero, que averigüe quién fue… aquel infame…, el que todos sabemos…; no hay para qué recordar su hazaña. Y el averiguarlo no creo que cueste gran trabajo.
ADELINA.-¡Dios mío!
PAQUITA.-(A parte.) ¿Qué dice?
ANSELMO.-(Gozándose en el espanto de ADELINA.) Después, que le busque, que no será tan difícil. Y, por último, como hacen en estos casos las personas decentes, que cruce con él, en toda regla, un hierro contra otro hierro. Conque, lo dicho: cara a cara y adelante.
PAQUITA.-(Aparte.) ¡Ah! ¡Carlos y Víctor! ¡No! ¡Antes que eso, todo!
ADELINA.-¡Jesús mil veces! ¿No has oído, Paquita? Y usted, que tanto le ama, ¿quiere que mi Carlos exponga su vida?
ANSELMO.-Quiero que la vida sea posible para él. Hoy no lo es. Batirse, sí, señora; y si no es tan afortunado como espero, tras el hijo, el padre, que aún conserva mucho corazón y buenos puños. ¿Va usted entendiéndome?
ADELINA.-¡No, Paquita! ¡Esto ya es demasiado!
PAQUITA.-¡Lo mismo creo, Adelina!
ADELINA.-¡Mi Carlos es lo primero!
ANSELMO.-Justamente: él es el primero. Que ante el mundo quede como le corresponde, y luego que él cumpla como debe en el terreno, ¿eh?, le toca a usted, señora.
ADELINA.-¿A mí?
ANSELMO.-Sí, señora; le toca a usted escoger adónde retirarse. Ya lo dije. Y mi hijo vendrá conmigo, con su padre, que le crió con amor, que le enseñó a tener dignidad y que le sostiene en esta lucha suprema de su vida. Ya conoce usted mi proyectos; ni más ni menos. Como lo he pensado, como lo digo, como ha de ser, como será. Y ahora, a ver si le inspiro a usted tanto cariño, tanta simpatía y tanta compasión como antes.
ADELINA.-Más que nunca, don Anselmo. porque ya veo que ama usted a mi Carlos hasta el delirio! ¡Me estremece usted, y le admiro! ¡Qué cruel, pero qué bueno!
ANSELMO.-¡Eso sí que no lo sufro! ¡Ah señora, está usted haciendo escarnio de mí!… ¡De mí!… Y ¡vive Dios!…
PAQUITA.-Silencio, que viene alguien. ¡Bastante te ha sufrido ella! Sufre tú, Anselmo, y ten prudencia, y calla. (Le lleva a una butaca y le obliga a sentarse. ADELINA, sentada en el lado opuesto; con ella, vuelve PAQUITA.)
Escena III
ADELINA, PAQUITA Y DON ANSELMO; VISITACIÓN, por el fondo.
VISITACIÓN.-¡Anselmo!… ¡Anselmo!… (Desde la puerta.)
ANSELMO.-¿Qué quieres?
VISITACIÓN.-Ven al momento, Don Prudencio desea hablarte. Ha oído algo que importa mucho que sepas.
ANSELMO.-(Acercándose a ella, en el fondo.) Pero ¿qué ocurre?
VISITACIÓN.-(En voz baja.) Se dice que Carlos tiene concertado un duelo, aunque no se sabe con quién, y se ignoran los pormenores.
ANSELMO.-¡Un duelo!… ¡Ah, qué desdicha… y qué alegría!… Sí, vamos, vamos., (Se detiene y se dirige a ADELINA. Ésta y PAQUITA han prestado atención.) Señora, luego volveré, para que se sirva usted decirme lo que resuelve. ¡Volveré, no dude usted que volveré!… ¡Ea!… ¡Pronto!… (A VISITACIÓN.) ¡Batirse!… ¡Eso…, eso!… ¡Ah, por fin!… (Sale.)
Escena IV
ADELINA Y PAQUITA.
ADELINA.-¿Has oído? ¡Me parece que hablaban de un duelo!…
PAQUITA.-Será mi marido, que habrá vuelto a su tema de siempre.
ADELINA.-¡Ojalá que no sea más que eso!… Pero ¿y si Víctor y mi Carlos…?
PAQUITA.-¡Víctor!… ¡Ah!… ¡Calla!… ¡No es probable!
ADELINA.-Pues tú… te has puesto pálida y estás temblando.
PAQUITA.-¡Soy tan desgraciada!… ¡Ver cómo sufres!… ¡Cómo te hostigan!… ¡Cómo te ofenden!… ¡Y pensar que soy yo la causa!… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!
ADELINA.-Mira, Paquita, si resultase cierto lo que yo te decía…
PAQUITA.-¡No es posible!
ADELINA.-Pero, si lo fuese, era preciso evitarlo a todo trance, ¿no es verdad? ¡Exponer Carlos su vida! ¡La sangre se me hiela con sólo imaginarlo!
PAQUITA.-Y a mí, también. Los dos, tan valientes… ¡Carlos y Víctor!… ¡Tan impetuosos y tan desesperados los dos!…
ADELINA.-Ya lo has visto, Paquita: yo… lo llevo todo con paciencia. De mí, que digan lo que quieran. ¡Qué más da! Desde muy niña estoy acostumbrada a sufrir. Me dan mucha pena estas injusticias, ¡ya lo creo! Me angustio y lloro largos ratos… Pero luego pasa, y me digo a mí misma: ¿Qué sé yo de las cosas de este mundo, ni por qué están así dispuestas? Cuando padezco tanto y tanto, por algo será. Verdad es que estos días ha sido más que nunca; pero todos esos que me torturan no saben que yo también tengo mis consuelos. (Sonriendo dulcemente.) ¡Primero, el amor de Carlos! No han podido quitármelo, gracias a ti. (Abrazándola y besándola.) ¡Y cómo me quiere! ¡Qué desesperación la suya cuando me creyó culpable! No lo dudes: ¡me hubiera dado muerte! ¡Qué alegría! Y luego…, ¡aún tengo otras alegrías y consuelos! ¡Vaya si los tengo! (Sonriendo para sí y quedándose pensativa.) ¡Dios es muy bueno, manantial de amor que nunca se agota! Pero no es esto lo que iba a decirte. Lo que iba a decirte, Paquita, es que de mi vida pueden hacer un calvario; no me quejaré, y entre las lágrimas aún brotará a mis labios alguna sonrisa. ¡Tengo el manantial aquí dentro! (Oprimiéndose el seno.) Pero ¡amenazar a mi Carlos! ¡Eso no lo permito! Yo también tengo mi valor y mi entereza… y sé defender a los míos. A los míos, ¿comprendes? (Abrazándola.) Y es preciso que, si el caso llegara…, tú impidieses ese duelo.
PAQUITA.-No temas. Si hay tiempo, yo lo impediré, cueste lo que cueste.
ADELINA.-¿Si hay tiempo? Siempre lo hay cuando se quiere que lo haya. Es tu deber, Paquita. ¡Bien lo sabes tú!
PAQUITA.-¡Adelina!…
ADELINA.-Perdóname. Ya me voy volviendo como aquéllos. Perdóname; yo sé que eres muy buena.
PAQUITA.-Muy buena, no; pero no tan mala como pensaría Anselmo si llegara a descubrir…
ADELINA.-¡Calla, por Dios! No hablemos de lo que ya pasó.
PAQUITA.-¡Ah, si tú supieras…, aquella noche…, cuando tú me dejaste, y Víctor, loco y ciego y desesperado, penetró en mi cuarto…, si tú supieras lo que yo lloré, lo que yo supliqué, lo que yo le dije a aquel hombre!… ¡Si llegué a decirle que le aborrecía…, que le despreciaba!… ¡Qué sé yo!… ¡Y nada; él, terco y terco, recordando nuestro amor y nuestras promesas, jurándome que se mataría!… Hasta que oyó venir a mi marido…, y tuvo que esconderse en tu sala… ¡Ah, qué horas aquellas!… ¡Anselmo, junto a mí…. y él, allí cerca!… ¡No, tú eres un ángel y no comprendes esas torturas!
ADELINA.-¡Qué cosas dices, Paquita! ¡Me das miedo!
PAQUITA.-¿Por qué?
ADELINA.-Porque hablas de Víctor de un modo… que parece…
PAQUITA.-¿Que le quiero?… ¡Le he querido tanto, Adelina!
ADELINA.-¡Paquita…. por Dios!… ¡Desecha esos pensamientos, que son muy malos!
PAQUITA.-Muy malos, sí. Pero, con serlo tanto, ellos son para ti una garantía.
ADELINA.-¿De qué?
PAQUITA.-De que si tú no quieres que se bata Carlos, yo tampoco quiero que se bata Víctor.
ADELINA.-¡Es verdad!
PAQUITA.-Y no me creas peor de lo que soy sólo porque soy franca contigo.
ADELINA.-No, Paquita; no temas. En mi alma no hay para ti más que gratitud. Has sido para la pobre Adelina más que amiga, más que hermana, una verdadera madre, como la mía, si hubiese vivido. A tu generosa confesión le debo el amor de mi Carlos… ¡Mira tú si te querré! Pero es preciso que completes tu obra!
PAQUITA.-Dispón de mí, Adelina. Si es preciso, se le confesaré todo a Anselmo.
ADELINA.-No; eso, no. Dado su carácter, te creería culpable.
PAQUITA.-Es verdad.
ADELINA.-Y te mataría o se volvería loco.
PAQUITA.-Tienes razón. Pero ¿qué debo hacer? Porque yo sí que me vuelvo loca.
ADELINA.-¿Carlos lo sabe todo?
PAQUITA.-Sí, y lo que yo no le dije…. creo que él ha conseguido adivinarlo.
ADELINA.-¿De modo que él… sospecha que fue… Víctor? (En voz baja.)
PAQUITA.-Me figuro que sí. (Aparte.) ¡Y tarda mucho… y el día va cayendo!
ADELINA.-¿Qué piensas?
PAQUITA.-Pues estoy pensando…. a ver si consigo tener alguna idea… ¡Dios mío!… ¡Si se habrán batido ya!…
ADELINA.-Estás pálida…. agitada…. inquieta…
PAQUITA.-Porque me preocupa lo que tú me has dicho…
ADELINA.-Mira, Paquita, lo primero es que vayas allá dentro…. y que preguntes…., que averigües… Porque a ti te lo dirán todo.
PAQUITA.-Dices bien; voy en seguida. (Levantándose.)
ADELINA.-Al momento.
PAQUITA.-¡Dame fuerzas. Dios mío!
ADELINA.-Luego vienes. Aquí te aguardo Paquita, y me lo cuentas todo.
PAQUITA.-Todo, Adelina. Perdóname y dame un beso.
ADELINA.-¡Sí, pobre Paquita, hermana mía! ¡Qué desdichada debes de ser!
PAQUITA.-Mucho, más que tú. Porque tú dices que tienes consuelos; yo, ninguno.
ADELINA.-¿Y mi cariño, Paquita? (Besándola.)
PAQUITA.-¡Es verdad! Adiós.
ADELINA.- ¡Adiós!
PAQUITA.-¡Ah!… ¡Tu Carlos! (Asomándose al fondo.) Ese consuelo más para ti, Adelina. (Aparte.) Y para mí, esa angustia más. (Sale por la izquierda.)
Escena V
ADELINA. Carlos, por el fondo, pálido y sombrío.
ADELINA.-¡Mi Carlos! (Corriendo a su encuentro.)
CARLOS.-¡Mi Adelina! (Pausa. Vienen juntos. CARLOS se deja caer en el sofá; a su lado, ADELINA.)
ADELINA.-¿Qué tienes?
CARLOS.-Mucho amor en el fondo del alma, pero mucha desesperación también. Sombras y dudas… (Aparte.) ¡Y acaso remordimiento!
ADELINA.-¡No digas cosas tales! ¿No te amo yo? ¿No estás seguro de mí?
CARLOS.-Pues porque me amas, y porque yo lo sé, es por lo que dudo. Si me hubieses sido traidora, sentiría dolor inmenso…, ¡algo así como un ser que se deshace en amargura!… Pero en mí no habría ni lucha ni conflicto. El camino estaba trazado; ¡qué negro, pero qué claro! ¡Pobre Adelina, ya empezaste a recorrerlo el otro día!… Su término…, ¡qué natural y qué inevitable: la muerte!
ADELINA.-No, Carlos; no recordemos aquello.
CARLOS.-No lo recordemos, tienes razón. Además, que ahora todo es distinto. Mira, contra el mal y contra los seres, en quienes el mal se encarna, ya sabe uno lo que debe hacer: destruirlos, aniquilarlos. Es la lucha de la Naturaleza: horrible, pero franca. Pero esta en que me revuelvo no es la eterna batalla del bien y del mal. No me agito entre tinieblas del abismo, sino entre resplandores de almas nobilísimas. ¿No ves qué escarnio de la suerte? ¡Luz contra luz! ¡Mi padre y tú! ¡Amor y honra! ¡Y los dos me amáis, y vuestras dos honras son mías, Adelina! ¡Y hasta esa mujer, hasta Paquita, me tiene sujeto con lazos de gratitud! Todos, todos vosotros, buenos y nobles, y generosos. ¡Cuando te digo, Adelina, que estoy entre ángeles, y que ni el mismo Satanás habría inventado, allá en sus profundos antros, torturas más insufribles para sus elegidos!
ADELINA.-¡Qué ideas tan extrañas! ¡Me cuesta trabajo seguir tu pensamiento! ¡Tú deliras, Carlos mío!
CARLOS.-Yo no sé si deliro; es posible; pero mi delirio es perfectamente claro y perfectamente lógico. No lo dudes; ésta, ésta es mi situación. ¡Oh!, he pensado mucho en ella; dan mucho de sí ocho días de fiebre, barrenando con el pensamiento enrojecido siempre las mismas negruras.
ADELINA.-Pues explícate, Carlos. Yo quiero comprenderte, pero todavía no lo consigo.
CARLOS.-Sí, ya me comprendes. Todo esto que te digo, quizá no lo pienses así…, por su orden; pero de seguro lo sientes, con todas sus angustias. Decía que todos sois buenos: mi padre, tú, Paquita, y que entre todos hacéis de mí el ser más desdichado de la tierra. ¿No es bueno mi padre? ¿Es posible querer a un hijo más que él me quiere a mí? ¡Cómo me acariciaba cuando yo era niño! Todavía me acuerdo. ¡Cómo me marcó la senda del deber cuando fui hombre! Todavía la sigo. Y ahora mismo, sus delirios, sus injusticias, sus crueldades para contigo, ¿qué otra cosa son sirvo prueba de su inmenso cariño?
ADELINA.-Es verdad; todo eso le decía yo hace un momento. Sólo que él no me creía. (Con tristeza.)
CARLOS.-¡Pobre Adelina! Y tú, ¿no eres un ángel de dulzura, de bondad y de amor?
ADELINA.-¡Calla, por Dios! Yo no soy más que una pobre mujer que te quiere mucho; di eso y lo has dicho todo.
CARLOS.-No lo he dicho todo. Ves tu honra ultrajada; tu pudor de esposa casta y pura, arrastrado por las charcas de la plaza publica; en unos, palabras amargas; miradas de desdén, en otros; señales de desprecio o irritantes crueldades, en todos. ¡La muerte a fuego lento, Adelina!
ADELINA.-¡Es verdad! (Cubriéndose el rostro con las manos.)
CARLOS.-¿Pues tú crees que no adivino lo que sufres? Pues otra cualquiera diría: «Mi honor es mío, y no puedo sacrificarlo por nadie; y conmigo están la razón y la justicia; conque a decir la verdad, cueste lo que cueste.» Y tú, ni una queja, ni una sola. ¡Ahogas tus suspiros porque yo no los oiga! (ADELINA, en efecto, ahoga sus sollozos.) ¡Secas tus lágrimas a escondidas para que yo no las vea! (ADELINA ha vuelto la cabeza; luego se vuelve y le tiende los brazos.) ¡Me abrazas para ocultar tu pecho dolorido en mi pecho!
ADELINA.-¡Carlos, por ti, nada más que por ti!
CARLOS.-¡Y si no puedes contener el llanto, dices que lloras de amor por mí, por tu Carlos! ¡Pobre Adelina!
ADELINA.-Y digo la verdad; digo lo que siento.
CARLOS.-¡La verdad es que fui muy cruel contigo cuando dudé de ti, y que soy muy cobarde para defenderte ahora, que creo en tu amor! Eso, eso es lo que podrías decirme, y tendrías razón. ¡Cruel y cobarde!… Lo soy…, lo soy… ¡No lo niegues, Adelina!
ADELINA.-¡Por Dios, no te agites! ¡Mira que si no te volverá la fiebre!
CARLOS.-¡No volverá: ha vuelto, y me abrasa y me aniquila! Porque yo me pregunto día y noche: como hombre de honor y de conciencia, ¿qué es lo que debo hacer? Y no sé responderme. Lo primero en este mundo, ¿no es la verdad, reflejo del mismo Dios? Claro que lo es, Y cuando esa verdad es ley de justicia, que devuelve su reputación a una mujer, ¿no es más sagrada todavía? ¡Cómo dudarlo! Y cuando esa mujer es la mía propia, y cuando es, tan buena, y cuando tanto la adoro, ¿puedo callar? No puedo.
ADELINA.-¡Carlos!
CARLOS.-Espera, espera; ya verás. Pues entonces hay que revelárselo todo a mi padre. ¡Qué cosa tan sencilla! ¿No es cierto? (Con terrible ironía.) Tengo que cogerle a él, al pobre anciano, entre mis brazos, cariñosamente, y tengo que decirle: «Padre mío, yo te quiero mucho y te respeto mucho; pero aquí hay dolores que apurar y deshonras que repartir, y, ¡vaya, padre mío!, que yo no me quedo con toda la carga, y aun pretendo echarla entera sobre tu corazón. Mientras no teníamos más que dichas y contentos en la familia, natural era que me mostrase buen hijo, y contigo dividiera filialmente dichas y contentos. Pero ahora es distinto. ¿Hay una deshonra? ¡Pues es tuya! ¿Hay una mujer culpable? ¡Pues la tuya es! No mi Adelina, sino tu adorada Paquita. ¿Hay que llorar, y sufrir, y enloquecer? ¡Pues eso, a ti, a ti, que tu hijo, tu Carlos, tu amor, tu gloria, ya se libró contigo de desazones y quebrantos, padre del alma!»
ADELINA.-Carlos,¿cómo puedes pensar esas cosas?
CARLOS.-No: todo eso dicho con esas palabras, con discreción y cariño, ya lo sé; con toda la hipocresía imaginable: pero palpitando en el fondo la misma ingratitud del corazón, la misma podredumbre del alma, la misma crueldad parricida, el mismo repugnante y monstruoso egoísmo, ¡que sólo con haberlo dicho, aun sin pensar hacerlo, se me van las manos a la garganta para que lo vuelva a blasfemar!
ADELINA.-¡No más, Carlos! ¡Pierdes el juicio, tus ojos se inyectan de sangre!
CARLOS.-¡De sangre, sí!… (Aparte.) Hoy ha sido el día de sangre, que lo diga Víctor. (Alto, mirándose las manos.) ¿No la ves más que en mis ojos?
ADELINA.-Nada más.
CARLOS.-Pues yo la veo en todas partes.
ADELINA.-¡Basta, por Dios!
CARLOS.-¿Quién te ha dicho que basta? Si alguien lo dijo, mintió como un bellaco. (Con sonrisa sardónica y algo de extravío.) Porque todo esto de que hemos hablado quedaría entre estas paredes, en el fondo del hogar doméstico. ¿Y qué vale el hogar doméstico cuando tan poco se respeta por los de afuera? ¿Qué habría yo conseguido con revelárselo todo a mi padre? Su desdicha o su muerte y, por añadidura, ser desleal y miserable con Paquita. Pero nosotros, tú y yo, ¿qué habríamos ganado? ¿No nos quedaba siempre la deshonra pública? Pues la lógica y la injusticia y hasta el instinto piden que se acuda a la raíz del mal. Lo que dije a mi padre habría de decírselo a todo el mundo.
ADELINA.-¡Esa idea es repugnante, Carlos!
CARLOS.-¡Sí, repugnante! ¡Pues porque tengo el cerebro lleno de ideas horribles y repugnantes sufro tanto! Conque déjame que las arroje de mí, a ver si se van! Nada, lo dicho: para completar nuestra obra sería preciso ir por calles y plazas deteniendo a los amigos, para murmurarles al oído, eso sí, con discreción extrema: «¿No han oído ustedes hablar de un balcón imprudente, y de un galán atrevido, y de una esposa impura, y de un marido bonachón? ¡Pues no éramos nosotros, ni Adelina ni yo! ¿Saben ustedes quiénes eran los del escándalo? ¡Pues eran nada menos que…!» ¡No; esto no! ¡Ni ahora, ni aquí, ni los dos a solas, puede decirse! ¡No puedo! ¡No! ¡Que no puedo! ¡A veces los labios son más honrados que el pensamiento!
ADELINA.-Pues, si no eres capaz de cometer acciones tales, ¿por qué te cebas en ellas y gozas en atormentarme?
CARLOS.-¡Porque cometerlas sería infame! ¡Y no cometer esas infamias es infame también! ¡Vaya si lo es!
ADELINA.-¡Nunca!
CARLOS.-¡Siempre! Mi deber como esposo es hacer algo de eso que repugna a mi corazón como hijo.
ADELINA.-Yo no sé decir esas cosas que la calentura te inspira; pero yo creo que tú debes sacrificarte por tu padre.
CARLOS.-Sacrificarme yo, sí; pero sacrificarte a ti, no.
ADELINA.-Yo soy joven; tengo fuerzas para sufrir; me las dio la costumbre; y llevo en mí consuelos celestiales. Él es anciano; no tiene energía para el dolor, y ya la esperanza se acabó para él.
CARLOS.-Dices eso porque eres buena; pero en el fondo de tu ser algo habrá que proteste.
ADELINA.-Te juro que no.
CARLOS.-¿Conque no? Pues di: cuando vayamos juntos y, al pasar, te miren, ¿no crees que pensarán muchos: «Mujer hermosa… y con historia; marido bonachón… y sin arranque; buena presa y ningún peligro»?
ADELINA.-No, nadie…. ¡nadie puede pensar semejantes villanías!
CARLOS.-¡Claro! ¡Porque no hay miserables en el mundo!
ADELINA.-¡Calla, por Dios! ¡Me volverías loca a mí también!
CARLOS.-Pues quieres acompañarme a todas partes, acompáñame a mi locura.
ADELINA.-Y bien, que piensen lo que quieran. Cada uno tiene el derecho de sacrificarse… No me niegues el mío.
CARLOS.-(Al oído.) Es que no tenemos ese derecho ni tú ni yo.
ADELINA.-¿Perdiste la razón, Carlos?
CARLOS.-¡Ojalá! ¿Tú piensas que nuestra honra es sólo nuestra?
ADELINA.-¿Pues de quién?
CARLOS.-¡De los seres más crueles, porque serán los mas queridos!
ADELINA.-(Con cierto instintivo horror.) ¿Y quienes son, Carlos?
CARLOS.-¡Adelina!… ¿Te acuerdas?… Hace cuatro días, cuando la calentura me calcinaba los huesos y me inflamaba la sangre, y me volcanizaba el cerebro…, ¿te acuerdas?…, tú, loca, desesperada, ¿no me ceñiste los brazos al cuello?
ADELINA.-Sí.
CARIOS.-¿Y no te dije yo: «¡Adiós, Adelina! ¡Adiós! ¡Me muero!»?
ADELINA-Sí.
CARLOS.-Y tú, abrazándome frenética, inundándome el rostro de lágrimas, que tan pronto caían sobre mi piel como se secaban, ¿no me dijiste al oído…? No fue delirio; yo te oí. ¿No me dijiste al oído: «No puedes morir, Carlos, porque no me dejas a mí sola: somos dos a querer que vivas»?
ADELINA.-(Abrazándose a él.) ¡Carlos!
CARLOS.-¡Pero lo dijiste, y dijiste verdad! ¿Palpitaba otro ser en tu ser? ¡Responde!
ADELINA.-Sí.
CARLOS.-(Al oído.) ¡Luego eres madre!
ADELINA.-¡Lo soy!
CARLOS.-¡Pues ahí tienes, cómo nuestra honra no es sólo nuestra! (Pausa.) ¿Y tú puedes querer, ni puedo yo consentir, que llegue un día en que arrojen al rostro de tu hijo, del nuestro, la calumniosa deshonra de su madre?
ADELINA.-(Levantándose con ímpetu.) ¡No! ¡Eso nunca!
CARLOS.-Pues ahí tienes la horrible duda que se agiganta en mi conciencia. ¿Qué vale más: la honra de aquellas canas que ya se inclinan sobre el sepulcro o la honra de ese mísero ser que ni defenderse puede con el llanto?
ADELINA.-¡Carlos, Carlos, haz lo que quieras! Yo… no sé… ni qué debo aconsejarte…, ni qué debo hacer…, ni qué debo desear. (Cae en el sofá de nuevo. La noche ha llegado. El cuarto, a oscuras, sólo en el balcón alguna claridad. CARLOS se pasea por la sala.)
CARLOS.-(Con acento reconcentrado.) ¿No te lo decía yo? ¡Cuántos seres queridos, alrededor de mí, asaltando…, no sé si con cariño o con furia…, mi pobre corazón! ¡Cuántos…, cuántos!… ¡Todos, sí, todos…, menos uno!
ADELINA.-(Levantándose y corriendo hacia CARLOS.) ¿Menos quién?… ¡Acaba!
CARLOS.-Nadie. ¡Qué sé yo! No quise decir nada… Palabras.
ADELINA.-No hay luz en esta sala; no te veo bien; no sé si me engañas, Carlos.
CARLOS.-¡Engañarte yo!
ADELINA.-Pues jura que no hay ningún pensamiento de odio en tu alma.
CARLOS.-(Con acento sombrío.) Ya no; lo juro.
ADELINA.-¿Por qué dices «ya no»? ¿Por qué tiembla tu mano? ¿Por qué huyes de mí?… Me ocultas algo; haces mal.
CARLOS.-(Separándose hacia la derecha.) Adelina, déjame.
ADELINA.-¡Dímelo todo, por Dios! ¡De rodillas te lo suplico! ¡Tú, que me quieres tanto! ¡Mira que me muero de angustia!
CARLOS.-Pero,¿qué quieres que te diga?
ADELINA.-No finjas; ya me comprendes: quiero que me digas si te amenaza algún peligro.
CARLOS.-Pues no puedo decirte…, y no me preguntes más…, sino lo que dije antes: «ya no».
ADELINA.-¿Entonces…?
CARLOS.-Sí.
ADELINA.-¿Te has batido con Víctor?
CARLOS.-Sí; ya que lo quieres, te digo que sí. Se buscó un pretexto…, y esta tarde…
ADELINA.-(Abrazándose a su esposo.) ¡Ah…. mi Carlos! (Pausa.)
CARLOS.-En cuanto a eso, ya estás tranquila… Déjame…
ADELINA.-¿Y él?… ¿Y Víctor?… ¡Habla!… ¿Ha muerto?
CARLOS.-Cuando le llevaron… no había muerto.
ADELINA.-Pero, está…
CARLOS.-Gravemente herido. ¡Qué quieres! En esos lances, cada cual defiende su vida… Suelta… Adiós; deseo estar solo.
ADELINA.-(Sin soltarle.) ¡Dios mío, Dios, mío! ¿Qué necesidad había?… (A CARLOS.) ¡Tú, que eres tan bueno!…
CARLOS.-Ya estás viendo que no soy tanto como tú crees. Te digo que me dejes, Adelina. Tú eres un ángel, y los ángeles no deben manchar sus alas de sangre. ¡Quién sabe si en este momento estarás tocando gotas que me salpicaron!… ¡Basta!… ¡Aparta!… Fue preciso… La honra de mi padre…, quizá su vida… Y, sobre todo…. ya fue…. ya no hay remedio… Suelta te digo… No hay que pensar en ello…, o si alguien ha de pensar…, soy yo…,yo solo…, solo…, y a mis solas… Por eso le digo que me dejes… ¡Déjame, por Dios, Adelina!… ¡Déjame…. déjame!… ¡No quiero ver a nadie…, a nadie…, ni siquiera a ti! (Se desprende de ADELINA, y sale por la derecha, como huyendo de sí mismo.)
Escena VI
ADELINA; después, por el fondo, DON ANSELMO Y VISITACIÓN; después, un CRIADO.
ADELINA se deja caer en el sofá, lejos del balcón.
ADELINA.-¡Pobre Carlos!… ¡Entre todos le han obligado! ¡Que él, por sí, es muy bueno, pero le han vuelto loco! Siempre el mismo tema: ¡La honra! ¡Y el decoro! ¡Y dale con la dignidad!… ¡Y el ridículo! ¡Y lo que dicen! ¡Y vuelta al martilleo, que no hay cabeza ni voluntad que resistan! Y es preciso confesar que Víctor… merecía…, no diré yo tanto…, pero una buena lección…. ¡vaya si la merecía! Fue una infamia, y las infamias cuestan caras… En fin ¡si Dios quisiera salvarle, para que mi Carlos no tuviese sobre sí esa desgracia!… ¡Yo se lo pido de todo corazón! ¡Pero, al menos, ya no peligra la vida de mi Carlos!… ¡Y eso es lo principal y lo más importante! ¡No sólo por lo que yo le quiero, sino porque es el mejor de todos nosotros, y por eso es el que más sufre!
VISITACIÓN.-(En voz baja, a DON ANSELMO.) Lo he oído yo, ahora mismo. Pasé…, casualmente… por la antesala cuando llegó el lacayo.
ANSELMO.-¿Estás segura?
VISITACIÓN.-¡Qué sí! Una carta del marqués para Adelina… con cierto misterio…, y en propia mano. Ahora verás; la van a traer.
ANSELMO.-¿Y ella?
VISITACIÓN.-¡Calla!… Está ahí. ¿No la ves? Muy pensativa, como siempre. ¡Dios sabe lo que estará pensando!
ANSELMO.-Infamias.
VISITACIÓN.-No lo aseguro, pero es posible.
ANSELMO.-Pero ¿no traen esa carta?
VISITACIÓN.-Sí, mira. Separémonos un poco para observar qué impresión le hace.
CRIADO.-(Por el fondo, con una carta.) Señora… (Deteniéndose.)
ADELINA.-¿Qué quiere usted, Antonio?
CRIADO.-(Acercándose con cierto misterio.) Una carta para la señora. En propia mano; así dijeron.
ADELINA.-¿De quién? ¿No lo han dicho?
CRIADO.-(Bajando la voz.) Del señor marqués.
VISITACIÓN.-(En voz baja, a DON ANSELMO.) ¿Lo estás oyendo?
ANSELMO.-Calla.
ADELINA.-¿Para mí? ¿Del marqués?… (Aparte.) ¡Es extraño!… No… ¡Quién sabe!… Fue padrino de Carlos… (Tomando la carta con apresuramiento.) ¡A ver…, a ver!… ¡Déme usted pronto!…
VISITACIÓN.-(Aparte, a DON ANSELMO.) ¡Observa qué ansiedad!
ANSELMO.-¡Silencio!
ADELINA.-(Abre la carta, con marcada agitación, y procura leer, sin conseguirlo.) No puedo… No se ve… Son dos cartas… (Se precipita al balcón.) Tampoco… Sí… ¡Víctor!… ¡Habla de Víctor!.. ¡Antonio, pronto, luces! (Sale el CRIADO.)
VISITACIÓN.-(En voz baja, señalando un cortinaje.) Ven conmigo…, y desde allí…
ANSELMO.-Eso, no; eso es bueno para ti. Yo voy de frente. Ya verás.
VISITACIÓN.-¡Está deshecha!… ¡No puede dominarse!… ¡Devora la carta!… ¡Claro, Señor, si está claro!
ANSELMO.-¡Eso quiero yo, que todo se ponga en claro!
ADELINA.-¿Qué dirán esas dos cartas?… ¡Dios mío!… ¿Será una desgracia?… ¡No sé, pero yo creo que he leído estas palabras: «antes de morir»!… (Se pasea impaciente y se detiene a la derecha.)
VISITACIÓN.-Si Carlos la viese…
ANSELMO.-La verá, y así sabré yo si tengo hijo o no le tengo. (El CRIADO entra con un candelabro.)
ADELINA.-Allí, Antonio; allí la luz. Bien; puede usted retirarse. (El CRIADO pone el candelabro en la mesita de la derecha; después, sale. ADELINA se dirige hacia la derecha, que es donde está la mesa con el candelabro. Al llegar, DON ANSELMO se interpone. VISITACIÓN queda en segundo término.) ¡Ah! ¡Don Anselmo! (Instintivamente oculta las dos cartas.)
ANSELMO.-Prometí a usted que volvería, y yo cumplo siempre mis promesas. (A VISITACIÓN.) Ahora, vete tú. No me repliques. Quiero estar solo con Adelina.
VISITACIÓN.-¡Bueno, hombre, bueno! Ya me voy. (Aparte.) ¡Qué carácter y qué falta de consideración! (Sale por la derecha, segundo término.)
Escena VIII
ADELINA y DON ANSELMO.
ADELINA.-¿Deseaba usted?…
ANSELMO.-Sí, que hablásemos; pero no quisiera molestar a usted. Yo puedo esperar a que usted lea.
ADELINA.-¿El qué, don Anselmo?
ANSELMO.-Esa carta.
ADELINA.-(Cortada y sin saber lo que dice.) ¿Cuál?
ANSELMO.-La que oculta usted, señora.
ADELINA.-¿Yo?
ANSELMO.-Sí. Estuve ahí… He visto y he oído… Y, en suma…, ¡fuera hipocresía! ¡Quiero que lea usted delante de mí la carta del marqués!
ADELINA.-¡Don Anselmo, por Dios!… Observe usted…
ANSELMO.-Pues precisamente para eso: para observar la impresión que en usted produce… ¡Ya ve usted si soy franco! ¡Para clavar en usted mis ojos! ¡Para penetrar en su corazón! Yo no necesito leer esos papeles; me basta leer en su frente de usted, señora. Es usted todavía muy joven para disimular.
ADELINA.-La verdad es, que no comprendo con qué derecho… me somete usted a tal humillación…
ANSELMO.-¿Es la primera que le impongo a usted?
ADELINA.-No, ciertamente.
ANSELMO.-Pues entonces, ¿por qué protesta usted ahora y no ha protestado antes?
ADELINA.-Será porque soy muy débil.
ANSELMO.-Lo voy dudando.
ADELINA.-Y yo también.
ANSELMO.-No discutamos, señora. Me niega usted el derecho… No lo defiendo… Pero soy el padre de Carlos, soy un hombre de honor, soy un pobre anciano al cual le está usted anticipando la agonía…, y por ser todo esto, le ruego a usted…. ¿oye usted bien?, le ruego a usted que lea esa carta delante de mí.
ADELINA.-Si usted se empeña, ¿por qué no?
ANSELMO.-Pues empiece usted. (ADELINA, en pie junto a la luz; en pie también, y frente a ella y observándola, DON ANSELMO.)
ADELINA.-(Leyendo para sí.) «Señora…: Víctor, antes de morir…» (Aparte.) ¡Dios mío! ¡Ha muerto!…
ANSELMO.-Apenas empieza usted y ya se inmuta, ¡y ya está usted llorando!…
ADELINA.-¿Yo?… ¡Qué idea!…:Llorando! ¡por esta carta! ¡Don Anselmo!
ANSELMO.-¡Brillan lágrimas en sus ojos de usted y se agitan nerviosamente sus labios!…
ADELINA.-¿Es la primera vez que me hace usted llorar?
ANSELMO.-No, ciertamente.
ADELINA.-Pues entonces, ¿qué le extraña?
ANSELMO.-Siga usted.
ADELINA.-(Leyendo en voz baja.) «Víctor antes de morir, quiso dejar a salvo la honra de usted, Adelina…»
ANSELMO.-Es inútil que me mire usted al descuido para ver si observo; mi vista está clavada en usted, y así será hasta que llegue al fin de la carta. ¡Acabe usted!
ADELINA.-¡Ah don Anselmo!… (Tendiendo hacia él la carta, pero retirándola luego.) ¡Voy a concluir y (Leyendo para sí.) «Con este objeto me rogó, cuando ya estaba en la agonía, que le entregase a usted esta acta o declaración que va adjunta, y en que explica el suceso con todos sus pormenores…» ¡Ah!… (ADELINA procura ocultar dicho papel.) «Reconoce su falta, y ruega a usted y ruega a Paquita que le perdonen…»
ANSELMO.-¿Está ya todo?
ADELINA.-Es inútil leer más.
ANSELMO.-¿Y esa segunda carta que acompaña a la que usted ha leído?
ADELINA.-(Separándose de la luz.) Sé lo que contiene… Asuntos insignificantes…
ANSELMO.-(Siguiéndola.) ¿De veras?
ADELINA.-(Sin saber lo que dice.) Es decir, insignificantes, no… Es para Carlos… Cuestiones de política… Como yo no entiendo de esas cosas…
ANSELMO.-¿Por eso le escribe a usted sobre ellas el marqués?… Porque usted no entiende…
ADELINA.-Me escribe incidentalmente… Pero esta carta… le digo a usted que es para mi Carlos.
ANSELMO.-Pues llámele usted y entréguele esos papeles.
ADELINA.-¿Por qué no?
ANSELMO.-Perfectamente. (Dirigiéndose a la derecha.)
ADELINA.-(Aparte.) Decirle de pronto… que Víctor…
ANSELMO.- ¡Carlos!
ADELINA.-(Aparte.) ¡Él, que estaba tan triste y tan desesperado!…
ANSELMO.-¡Carlos!
ADELINA.-(Corriendo, a DON ANSELMO.) ¡No, todavía no!
ANSELMO.-¿Por qué?
ADELINA-(Con ingenuidad.) Antes quisiera…
ANSELMO.-(Con terrible ironía.) ¿Prepararle? ¡En punto a franqueza, raya usted en lo sublime!
ADELINA.-¡No sé si llegaré… a eso que llama usted sublime, pero le juro a usted que me van faltando las fuerzas!
ANSELMO.-¡Y a mí! ¡Por eso quiero llegar pronto al fondo de la verdad!
ADELINA.-¡No, por Dios!
ANSELMO.-¡Es preciso acabar de una vez, señora! (Llamando.) ¡Carlos!
ADELINA.-¡Está enfermo!
ANSELMO.-¡Yo también!
ADELINA.-¡Otra vez tiene fiebre!
ANSELMO.-(Cogiendo a ADELINA violentamente.) ¿Y mi mano, señora, no abrasa?
ADELINA.-(Cayendo de rodillas.) ¡Tenga usted compasión de todos nosotros!
ANSELMO.-¿La tiene usted?
CARLOS.-(Entrando por la derecha.) ¡Padre! ¡Adelina!
Escena VIII
ADELINA, CARLOS Y DON ANSELMO. Momentos después asoma PAQUITA Por el fondo y
escucha hasta el fin de la escena.
CARLOS.-(Levantando a ADELINA con violencia.) ¡No es éste tu sitio, Adelina! ¡Te lo he dicho muchas veces!
ANSELMO.-Cuando ella lo ocupaba, por algo sería.
CARLOS.-¡Padre, hoy es día funesto para mí! ¡Desde que amaneció Dios, no han cesado de hostigarme como a fiera enjaulada! ¡Y ya mi razón se oscurece! ¡Te lo juro! ¡Mira que llegó a las lindes de la locura! ¡Tened todos lástima de mí!… ¡O cuenta conmigo!…
ANSELMO.-Contigo cuento, no ya porque eres mi hijo, sino porque creo que eres un hombre de honor… Y por eso te llamo.
CARLOS.-¿Para apretar el tormento?
ANSELMO.-¡Para acabar con él!
CARLOS.-¡Si no puede acabar nunca!
ANSELMO.-Porque tú no quieres.
CARLOS.-¡Pues sí quiero!… ¿Cómo?… ¡Di cómo!
ANSELMO.-Fácilmente… No te propongo un imposible, ni una crueldad, ni un sacrificio…
CARLOS.-¡Acaba! ¿Qué es?
ANSELMO.-Que te entregue Adelina las cartas que ha recibido ahora mismo del marqués.
CARLOS.-¿Ella?
ANSELMO.-Sí
CARLOS.-¿No más?
ANSELMO.-No más.
CARLOS.-(Volviéndose a ADELINA.) Pues sea.
ADELINA.-(Al oído, rápidamente.) ¡Son de Víctor!… ¡Hablan de Paquita!
ANSELMO.-¡Ah!… ¿Ya le ha dicho usted algo?
CARLOS-(A su padre.) Sé lo que contienen… No vale la pena.
ANSELMO.-¡Ah! ¡Mi condenación! ¿Qué influjo maldito tiene esa mujer sobre ti que una palabra suya pesa más en tu corazón que todas las lágrimas de tu padre?
CARLOS.-¡Es porque la amo con toda mi alma! ¡Es porque creo en ella como creo en el cielo!
ANSELMO.-¡Pues dame esa carta, ya que es tuya, y yo haré que ni ames ni creas! ¡Dámela!
CARLOS.-¡No!
ANSELMO.-¡Pues lee en ella!
CARLOS.-¡No!
ANSELMO.-¡Ah! ¡El insensato, que se hunde hasta los labios en el cieno de su deshonra!…
CARLOS.-¡Y hasta el cráneo en el torbellino de la desesperación!…
ANSELMO.-¡Mira que esa mujer!…
CARLOS.-¡Ni una palabra!… (ADELINA se abraza a él; PAQUITA, avanza lentamente.)
ANSELMO,-¡Esa mujer, te digo!…
CARLOS.-¡Es sagrada!
ANSELMO.-¿Más que tu padre?
CARLOS.-(Después de querer decir: «¡Más!») ¡Tanto!
ANSELMO.-¿Por qué?
CARLOS.-¡Porque es mi amor! ¡Porque es mi esposa! Porque es la madre de mi hijo!
ANSELMO.-¿Tu hijo! ¡Desdichado! ¿Estás seguro? (ADELINA da un grito y se abraza más a CARLOS.)
CARLOS.-¡Ah!… ¡No más!… ¡No más!… Todo acabó!… ¡Acabó todo!.. ¡Todo! ¡Dame! ¡Las cartas1! (Arrancándole las cartas a ADELINA.) ¡Pronto!… ¡Sí! ¡Suelta!… (Desprendiéndose de ella.) ¡Toma! (A su padre, dándole las cartas. La situación queda encomendada a los actores.)
ANSELMO.-¡Al fin! (Las coge y lee febrilmente.)
ADELINA.-¡Carlos!
CARLOS.-(Abrazando a ADELINA, apretando contra su pecho la cabeza de su esposa, loco, delirante, llorando.) ¡Adelina!…¡Dios mío! ¿Qué hice? ¡Soy un miserable! ¡No pude más! ¡No pude más! ¡Tus brazos! ¡Tu frente!…
ANSELMO.-¿Qué es esto?… ¡Dios mío! ¡Sí!… ¡Paquita!… (Buscándola con la vista. U posición de los personajes es como sigue: DON ANSELMO, junto al candelabro, leyendo; detrás, PAQUITA; a la derecha, CARLOS y ADELINA, formando un grupo. CARLOS no vuelve la cabeza ni mira a su padre; parece que quisiera esconderse en los brazos de ADELINA.)
PAQUITA.-¡Anselmo!…
ANSELMO.-¡Paquita! ¡Víctor ha muerto!…
PAQUITA.-¡Víctor! ¡Jesús mil veces! (Cae desplomada en el sofá; ADELINA corre a abrazarla.)
ANSELMO-¡Era verdad! (Quiere precipitarse sobre PAQUITA.) ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Era verdad!
CARLOS.-(Conteniéndole.) La infamia de Víctor, sí…; pero ya la pagó!… (Abrazándose a él.) ¡La infamia de Paquita, no!… ¡Yo te lo juro!
ANSELMO.-¿Quién lo prueba?
ADELINA.-¡Víctor, a la hora de su muerte!
CARLOS.-¡Y yo, que dejo a Paquita junto a ti, en el puesto de mi madre! ¡Cuando no le arranqué la vida es que por honrada la tengo!
ANSELMO.-(Desprendiéndose de su hijo.) ¡Carlos!
CARLOS.-¡Eres demasiado bueno para ser injusto dos veces! ¡Basta con mi pobre Adelina!
ANSELMO.-¡Hijo!
CARLOS.-¡Por el mío fui yo cruel! ¡Por el tuyo sé tú piadoso!
ANSELMO.-(Se abrazan.) ¡Carlos!
CARLOS.-¡Aquí!… ¡Aquí!… ¡Ya no sales de mis brazos hasta que sea mía tu alma entera! ¡Y ahora, padre mío, a la felicidad los dos o los dos a la desesperación!
Fin de «de mala raza»
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