Генри Лебрун. История завоевания Перу и Писарро.
Henri Lebrun. Historia de la conquista del Perú y de Pizarro
/traducida …por J.R./
Índice
Historia de la Conquista del Perú y de Pizarro
o Introducción
o Capítulo I
Primeros proyectos de la conquista del Perú.- Asocíanse Pizarro, Almagro y Luque.- Partida de Pizarro, y su navegación en el mar del Sur.- Descubre el Perú.
o Capítulo II
Apurada situación de los españoles.- Resolución heroica de Pizarro y de trece de sus compañeros.- Pizarro aborda en la costa del Perú.- Su viaje a España: es nombrado gobernador general.- Nueva expedición de Pizarro.- Ocupación de la ciudad de Coaco.- Disensiones civiles que agitaban el Perú.
o Capítulo III
Marcha de Pizarro al interior.- Hace prisionero al inca Atahualpa.- Proceso y muerte de este príncipe.
o Capítulo IV
Recibe Pizarro refuerzos.- Apodérase de Cuzco.- Expedición de Benalcázar a Quito.- Llegada de Alvarado.- Consiente en retirarse.- Fundación de la ciudad de Lima.- Expedición de Almagro a Chile.- Levantamiento de los peruanos.
o Capítulo V
Apodérase Almagro de Cuzco.- Hace prisionero a Fernando y Gonzalo Pizarro.- Derrota a Alvarado.- Negociaciones con Francisco Pizarro.- Su rompimiento.- Batalla de Salinas.- Prisión de Almagro.- Su proceso y muerte.- Retrato de este caudillo.
o Capítulo VI
Viaje de Fernando Pizarro a España.- Su prisión.- Medidas que tomó el gobierno.- Expedición de Gonzalo Pizarro a la Canela .
o Capítulo VII
Descontento de los partidarios de Almagro.- Conspiración contra Francisco Pizarro.- Es asesinado.- Carácter de este gran capitán.
o Capítulo VIII
Es reconocido gobernador del Perú el joven Almagro.- Oposición que encuentra.- Llegada de Vaca de Cabra.- Renuévase la guerra civil.- Batalla de Chupas.- Proceso y suplicio de Almagro.
o Capítulo IX
Leyes y reglamentos promulgados por el emperador acerca los asuntos del Perú.- Es enviado a él Núñez Vela en calidad de virrey.- Mal efecto producido por los nuevos reglamentos.- Violenta conducta del virrey con Vaca de Castro.
o Capítulo X
Gonzalo Pizarro es nombrado procurador general de los indios y comandante en jefe del Perú.- Muerte del inca Manco Capac.- Odio general contra el virrey.- Sus disidencias con los magistrados de la Audiencia real.- Es depuesto y preso por ellos.
o Capítulo XI
Desavenencias de los oidores con Gonzalo Pizarro.- Entrada de éste en Lima.- Se hace nombrar gobernador general.- Aparece de nuevo en escena Núñez Vela.- Levantamiento de Diego Centeno.- Retirada del virrey.- Batalla de Quito.- Muerte de Núñez Vela.
o Capítulo XII
Dispersión de la partida de Centeno.- Carta de Carvajal a Pizarro brindándole a que se proclamara rey del Perú.- Cepeda le aconseja en el mismo sentido.- Negativa de Pizarro.- Su entrada triunfal en Lima.
o Capítulo XIII
Planes propuestos en el Consejo en España para terminar las revueltas del Perú.- Es enviado a él Pedro de La Gasca.- Sus primeros actos.- Cartas del rey a Gonzalo Pizarro.- Indecisión del gobernador.
o Capítulo XIV
Preparativos de Pizarro y de La Gasca.- Sale de nuevo a campaña Diego Centeno.- Es derrotado en la batalla de Huarina.- Hermoso rasgo de Carvajal.
o Capítulo XV
Situación de los dos partidos.- Batalla de Xaguixaguana.- Caída definitiva de Pizarro y de los suyos.
o Capítulo XVI
Muerte de Carvajal y de Gonzalo Pizarro.- Reflexiones acerca las guerras civiles del Perú.- Prudente administración del presidente La Gasca.- Su vuelta a España.- Conclusión.
Introducción
El imperio del Perú, en tiempo de su invasión por los españoles, abrazaba un territorio cuya extensión sorprende, puesto que no bajaba de mil quinientas millas de norte a sur a lo largo del Océano Pacífico; su anchura de este a oeste era mucho menos considerable, sirviéndole de límites las grandes cordilleras de los Andes, que se prolongan del uno al otro de sus extremos en toda su longitud. Como las demás comarcas del Nuevo Mundo, el Perú estaba en su principio habitado por numerosas tribus errantes de groseros salvajes, para quienes eran desconocidos los más sencillos procedimientos de la industria. Sus primeros habitantes, si hemos de dar crédito a las tradiciones que han llegado hasta nosotros, debieron haber sido uno de los pueblos más bárbaros de América. Iban errantes en un estado de desnudez completa por los bosques y selvas impenetrables que cubrían el suelo, puesto que no sabían servirse de la producción del país sino para satisfacer sus necesidades del momento, y carecían de toda noción de los principios que sirven para distinguir el bien del mal. Los goces de la vida animal eran los únicos objetos de sus pensamientos, y su mayor ambición consistía en procurarse los víveres que necesitaban. Transcurrieron muchos siglos sin que cambiase en nada este deplorable estado; ni los sufrimientos continuos, ni las privaciones extraordinarias a que estaban sujetos pudieron hacer nacer en su espíritu la idea de mejorar su situación.
¿Cómo empezó pues a establecerse allí la civilización? Ignórase completamente, debiendo atenernos para saberlo a los datos por la tradición transmitidos. Según ella una de sus hordas errantes fue visitada en las orillas del lago Titicaca por dos seres de distinto sexo, de majestuoso continente y con decencia vestidos. Aquellos personajes singulares se anunciaron como hijos del sol, encargados por el poder celestial de instruir y civilizar a los hombres. Declararon que el grande astro del día veía con dolor el estado miserable a que estaban los naturales por su ignorancia condenados, y añadieron que si querían seguir exactamente sus lecciones, aumentarían considerablemente los goces de su existencia. Los salvajes en su sencillez, escucharon con profundo respeto las palabras de aquellos supuestos enviados del sol, y prometieron fácilmente obedecer unos consejos que tan grandes ventajas debían proporcionarles. Comenzaron a reunirse en gran número y pasaron con sus guías a Cuzco, donde fundaron el primer establecimiento del país. La naciente colonia, gracias a los esfuerzos de los nuevos legisladores, eficazmente secundados por los habitantes que de buen grado se habían sometido a su gobierno, empezó a tomar un aspecto próspero, y adquirió sucesivamente bastante extensión e importancia para formar una gran ciudad. Según Garcilaso de la Vega pasaban estos hechos unos cuatro siglos antes de la llegada de los españoles.
Manco Capac y Mama Ocollo (que así se llamaban aquellos supuestos hijos del sol), alentados por el buen éxito obtenido, prosiguieron en la tarea con tan buenos auspicios empezada. Llegaron nuevos habitantes de todas partes, y como cada uno de ellos experimentaba las ventajas de ese nuevo orden de cosas, no fue difícil persuadir a aquellos sencillos y confiados salvajes que se sometiesen con una obediencia ciega a los que los instruían. Manco Capac enseñó a los indios las artes útiles, y en especial la agricultura, y Mama Ocollo adiestró a las mujeres en el arte de hilar y hacer tejidos. Gracias al trabajo de los primeros la subsistencia fue menos precaria, al paso que la industria de las últimas hacía más agradable la vida. Después de haber atendido a los objetos de primera necesidad para una sociedad naciente, o lo que es lo mismo, después de haber asegurado al pueblo grosero que tenía bajo su dirección los medios de alimentarse, y de haberle proporcionado vestidos y moradas, Manco Capac se ocupó en asegurar su felicidad estableciendo una policía y leyes, de suerte que su colonia ofreció pronto la imagen de un estado gobernado con regularidad. Multitud de tribus nómadas se reunieron a las que de tal grado de prosperidad disfrutaban; no tardó en hacerse sentir la necesidad de edificar nuevas ciudades, y viéronse levantar en poco tiempo hasta trece al oriente y treinta al occidente de Cuzco.
Tal fue el origen del imperio de los incas o señores del Perú. Manco Capac reinó de treinta a cuarenta años, constantemente respetado y ciegamente obedecido por sus súbditos, que le miraban como un ser celestial. Cuando vio acercarse su muerte, reunió en torno suyo a los principales habitantes, y les hizo un largo razonamiento rogándoles que siguiesen con escrupuloso esmero las instrucciones que les diera y las leyes que había establecido para su bienestar y prosperidad. Mandó llamar a su hijo, que debía sucederle, y le dio sabios y prudentes consejos sobre el modo como debía conducirse para asegurar su propia felicidad y la de sus pueblos. El anciano inca murió llorado de todo su pueblo, y tuvo por sucesor a su hijo Sinchi Roca, príncipe de carácter belicoso, que extendió considerablemente el primitivo territorio del imperio.
El reino fundado por Manco Capac continuó prosperando bajo una serie de doce monarcas respetados no solamente como tales, sino como divinidades: su sangre era mirada como sagrada, y no fue manchada jamás por ninguna mezcla, pues estaba prohibido todo matrimonio entre los pueblos y la raza de los incas. Los hijos de Manco Capac se casaban con sus propias hermanas, y no podían subir al trono sin probar antes que no tenían más antepasados que los hijos del sol. Tal era el título de todos los descendientes del primer inca, y el pueblo estaba acostumbrado a mirarlos con la veneración debida a seres de una jerarquía más elevada. Creíase que estaban bajo la protección inmediata de la divinidad, de quien traían su origen y que todas las voluntades del inca eran las de su padre el sol. Huana Capac, el duodécimo inca después de la fundación del imperio, fue un príncipe de grande habilidad, y no menos distinguido por sus virtudes en la paz, que por los talentos militares que desplegó durante la guerra. Apoderose del vasto imperio de Quito; mas esta conquista, si bien gloriosa, puede considerarse como la causa de la ruina del Perú, puesto que la guerra civil que entre ambos países estalló después de su muerte, facilitó no poco el triunfo de los españoles.
El carácter, la religión y las costumbres de los peruanos ofrecían un contraste notable con las de los mexicanos. Mientras que los primeros se distinguían por la dulzura y la bondad, mostrábanse los segundos belicosos y sanguinarios. Desde el establecimiento de la monarquía de los incas habíase verificado una revolución completa en aquellos lugares por groseros salvajes habitados. Según el P. Valdera, los naturales de aquellas comarcas eran, en su estado primitivo, tan crueles y bárbaros como los de las demás partes del Nuevo Mundo. Su idolatría era tan absurda y grosera como la de los mexicanos. Una roca o una montaña gigantesca, el mar o un río, animales feroces, un árbol o una flor eran sucesivamente objetos de su adoración. Las tribus de la costa adoraban el mar y la ballena, sin duda a causa de su enorme grandor; al paso que las del interior tributaban culto a las fieras. Había también en las fronteras del Perú algunas hordas que no tenían forma alguna de culto, que parecían no conocer la influencia ni del temor, ni de la esperanza, y que, en ese punto, vivían como brutos. La mitología empero de los peruanos, aunque monstruosa, no tenía el carácter marcial que distinguía a la de los mexicanos; y sin embargo manifestaban en sus sacrificios y en la elección de las víctimas igual grado de ferocidad. Los sacrificios humanos eran frecuentes y el modo de dar la muerte a la víctima era igualmente cruel y abominable. En las comarcas de Panamá y de Darién, que Valdera supone haber sido pobladas y colonizadas por tribus nómadas salidas de México, los habitantes eran tal vez, en lo relativo a los sacrificios, los salvajes más bárbaros de América. Cuando tenían que inmolar una víctima, la ataban completamente desnuda a un árbol, y luego los individuos y los amigos de la familia que había hecho el prisionero, se reunían en torno de él con sus hachas de piedra, cortaban las partes más carnosas de su cuerpo y las comían con voracidad, mientras que el desgraciado contemplaba con sus propios ojos aquel espantoso banquete, hasta que venía la muerte a poner fin a sus tormentos. Las mujeres y los niños acostumbraban asistir a esos festines, de suerte que contraían desde sus primeros años los más feroces instintos.
El modo como trataban los restos de las víctimas después de terminado el sacrificio, merece fijar igualmente la atención. El que durante su suplicio había lanzado gritos de dolor o dejado escapar alguna queja, era entregado al desprecio: sus huesos eran sembrados por los campos o arrojados al río. Mas si por el contrario había soportado sus sufrimientos con valor, sus huesos eran llevados a un sitio elevado a fin de que el sol los secase siendo después objeto de un culto especial. Tales prácticas estaban muy distantes de merecer el nombre de religión, y puede decirse que bajo este punto de vista los peruanos eran muy inferiores a los mexicanos, quienes en medio de su barbarie observaban ceremonias y fiestas religiosas, y poseían un cuerpo de sacerdotes de los falsos dioses.
Bajo el gobierno paternal de los incas los peruanos se hicieron más humanos y más cultos: estableciose una forma de culto tan suave y natural, como horribles habían sido las antiguas costumbres, trayendo para el país los más felices resultados. Los incas fundaron desde el principio su gobierno más bien sobre principios de bondad que sobre el miedo. Representaron al sol y a la luna como divinidades bienhechoras, que deseaban la prosperidad de la raza humana, y se alegraban de su felicidad; enseñaron que esas divinidades, lejos de dejarse ganar por la efusión de sangre y los sacrificios bárbaros que los naturales acostumbraban ofrecer a los objetos de su adoración, odiaban tan repugnantes prácticas. Las ofrendas al sol debían estar en armonía con la dulzura paternal de aquellos nuevos principios; así fue que se declaró que los sacrificios más agradables a la divinidad eran los primeros frutos de la tierra producidos por su vivificadora influencia: constituía la mayor parte de las ofrendas plantas, frutos, leche y una bebida llamada anca, y si algunos seres vivientes se sacrificaban, eran animales domésticos, notables por su mansedumbre. Aboliose completamente el uso de los sacrificios humanos; si bien muchos historiadores pretenden que subsistieron aun después del establecimiento del imperio de los incas. Quizás continuaron tales abominaciones en los distritos más apartados de la vista del soberano y donde no había penetrado la civilización, mas, según observa Garcilaso de la Vega, no fueron jamás ni sancionadas ni autorizadas por los incas.
El templo del sol en Cuzco era servido por un cuerpo regular de sacerdotes, que debían ser todos de sangre real, y el gran sacerdote tío o hermano del monarca. Al unir el poder civil al religioso, el legislador había tenido por objeto aumentar la fuerza de la monarquía, y a fin de que los incas, considerados como descendientes del sol y de la luna, tuviesen con esto un doble derecho a la veneración religiosa y al respeto de sus súbditos. Los sacerdotes no se distinguían ni por el traje, ni por ningún signo particular, sino que vestían como el resto de la población. En las demás provincias del imperio las personas consagradas al servicio de la divinidad no debían ser de sangre real; bastaba que perteneciesen a las principales familias; pero su jefe debía ser un inca. Todas las vírgenes de real prosapia estaban reunidas en un edificio especial, y formaban una especie de comunidad consagrada al sol.
Extraños a las prácticas bárbaras que manchaban los altares de las divinidades de los otros países de América, y a consecuencia de la superstición llena de dulzura que habían adoptado, los peruanos llegaron a ser el pueblo más pacífico del Nuevo Mundo. Hasta en las guerras los incas mostraban un espíritu diferente del que reinaba en las demás comarcas: combatían, hacían conquistas, mas no para destruir a sus enemigos, sino para civilizarlos. Los vencidos no eran tratados como miserables esclavos destinados a ser sacrificados y condenados a una innoble servidumbre, sino que eran admitidos a participar de las mismas ventajas, y colocados, bajo todos los respetos, en la misma categoría que los vencedores.
El carácter de los peruanos no era belicoso, y su amor a la paz les fue fatal, en cuanto contribuyó a favorecer los triunfos de los españoles . En casi todas las demás regiones del Nuevo Mundo los naturales opusieron una tenaz resistencia a los extranjeros que invadían su país, y se defendieron con valor y obstinación. Si Cortés logró someter a los mexicanos, debiolo a un esfuerzo extraordinario de resolución y de perseverancia, mientras que en el Perú, por el contrario, las armas españolas encontraron tan sólo una débil resistencia. A pesar del escaso número de soldados de Pizarro y Almagro; a pesar de la inmensa población que obedecía a Atahualpa (1), la conquista del Perú se hizo con mucha facilidad; y fuese debilidad o temor, ni aun supieron aprovecharse de las ocasiones favorables que para defender su independencia les dieron con sus disensiones los españoles.
A pesar de la dulzura de su carácter los peruanos conservaban todavía una costumbre bárbara que remontaba a una grande antigüedad: tal era el inmolar sobre su tumba, a la muerte de un inca o de algún otro personaje de distinción, un gran número de individuos, a fin de que el ilustre finado hiciese su entrada en el otro mundo con el acompañamiento y el esplendor correspondientes a su rango. Observábase esta costumbre con escrupulosa exactitud, y se asegura que a la muerte de un inca poderoso no bajaban de mil las víctimas que se inmolaban. Era esto ciertamente un resto de barbarie en contradicción con las nuevas costumbres de los peruanos; mas no el único rasgo que quedaba de su estado salvaje. Tenían otra costumbre, universalmente rechazada hasta por pueblos que empiezan a civilizarse, a saber, el comer sin cocerlos la carne y el pescado, sin embargo de que conocían el uso del fuego, puesto que se servían de él para preparar las legumbres y el maíz.
El derecho de propiedad no estaba establecido con tanta precisión en el Perú como en México. La tierra estaba allí dividida en tres partes, la una consagrada a la divinidad, la otra reservada a los incas, y la tercera perteneciente en común al pueblo. La primera servía para la construcción de los templos, el culto y la manutención de los sacerdotes; los incas empleaban la segunda para los gastos del gobierno, y la última, que era muy considerable, se distribuía entre todo el pueblo. La posesión empero no era ni hereditaria ni permanente, puesto que se verificaba una nueva división cada año, haciéndose la distribución según la categoría y las necesidades de las diferentes familias. Las tierras se cultivaban en común: había un empleado encargado de llamar el pueblo al trabajo, y mientras que se ocupaba en él se le recreaba con el sonido de instrumentos. Este sistema daba felices resultados. La necesidad de ayudarse mutuamente y la comunidad de intereses engendraban naturalmente sentimientos de amistad y de afecto, que estrechaban más y más los lazos de la sociedad. Así pues los peruanos podían ser considerados como una gran familia, obrando por los mismos intereses y trabajando de consuno para llegar al mismo fin.
No debe deducirse de lo que antecede que existiera una igualdad perfecta entre todos los miembros de la comunidad; la diferencia de clases estaba por al contrario perfectamente marcada y se hallaba extendida en todo el imperio. Un gran número de individuos, conocidos con el nombre de Jenoconas, eran tenidos en estado de servidumbre; sus vestidos y habitaciones se diferenciaban de los vestidos y habitaciones de los hombres libres; se les empleaba en acarrear pesos y en todos los trabajos de fatiga. Superiores a ellos eran los hombres libres que no poseían ningún empleo y ninguna dignidad hereditaria. Seguían después los que los españoles llamaban Orejones, a causa de los adornos que llevaban en las orejas. Éstos formaban lo que se podría llamar el cuerpo de los nobles, y ejercían, tanto en tiempo de paz como en la guerra, los empleos importantes o de más responsabilidad. Al frente de la nación estaban los hijos del sol, los cuales por su nacimiento y sus privilegios eran tan superiores a los orejones , como lo eran éstos a los demás ciudadanos.
La agricultura era la ocupación preferente de los peruanos, y habían hecho en ella grandes progresos. Ocupábanse en la misma con mucho esmero, y daban más importancia a la cultura de la tierra que ningún otro pueblo de América. Los trabajos agrícolas eran ejecutados por orden y bajo la vigilancia del gobierno, el cual por medio de sus agentes determinaba la cantidad de tierras que debían cultivarse, y el modo de hacerlo, sin dejar nada al capricho o a la ignorancia de los particulares. A consecuencia de este sistema nunca se experimentaban las desgracias que siguen a un año estéril, porque la porción puesta aparte para el sol y los incas nunca se consumía del todo, y el sobrante, que era depositado en almacenes públicos, formaba un repuesto para los tiempos de carestía. Los peruanos no conocían el uso del arado, y en su lugar se servían de una especie de azadas, con las cuales removían la tierra. Este trabajo, aunque penoso y en apariencia servil, no era considerado como degradante: ocupábanse igualmente en él los dos sexos, y hasta los incas, a fin de alentar la agricultura y darle importancia, cultivaban un pedazo de tierra por sus propias manos.
Si bien las faenas agrícolas eran las principales ocupaciones de los peruanos, aplicábase igualmente su industria a otros objetos. Estaban bastante adelantados en la arquitectura: en las provincias situadas en climas calurosos, sus habitaciones estaban construidas en la forma más ligera; al paso que en los distritos que no gozaban de las mismas ventajas, eran sus casas más sólidas, de ladrillos cocidos al sol, de forma cuadrada, de ocho pies de alto y sin ninguna ventana. Mas en las construcciones de los templos del sol y de los palacios de los incas mostraban los peruanos de cuánto eran capaces. Las ruinas que se encuentran aún en las diferentes provincias prueban suficientemente que esos monumentos son obra de un pueblo que está muy distante del estado salvaje. Aquellos edificios sin embargo eran más notables por su solidez y su extensión que por su altura. El templo de Pachacamac, con el palacio del inca y una fortaleza ocupaba más de media legua de terreno, sin que su altura pasase de doce pies; mas nada tiene eso de extraño, puesto que no teniendo ningún conocimiento en mecánica, los peruanos debían hallar mucha dificultad en elevar grandes piedras más arriba de cierta altura.
Pero lo que sobre todo atestigua la industria de este pueblo es la construcción de dos caminos de Cuzco a Quito, de más de quinientas leguas de extensión cada uno, el mayor de los cuales pasaba por los distritos montañosos y el otro por las llanuras inmediatas al mar. Los primeros historiadores del Perú que vieron estos caminos hablan de ellos con tanta admiración y entusiasmo, que se siente uno inclinado a comparar los trabajos de los incas a las antiguas vías militares, que subsisten aún como monumentos del poder romano. «Hemos quedado sorprendidos, dice el célebre viajero Humbold, al encontrar en alturas que exceden de mucho a la de la cima del pico de Tenerife, los restos magníficos de un camino construido por los incas del Perú. Aquella calzada, bordada de grandes sillares, puede compararse a los más hermosos caminos romanos que he visto en Italia, Francia y España: está perfectamente trazada, y conserva la misma dirección en una longitud de seis u ocho miriámetros.» El mismo autor dice en otra parte: «El gran camino del inca, una de las obras más útiles a la vez que más gigantescas que los hombres hayan ejecutado, está todavía muy bien conservado en varios puntos.»
Abriendo caminos los peruanos se vieron naturalmente llevados a procurar a su país otra ventaja igualmente desconocida al resto de América. El camino de los incas en su dirección del sur al norte se halla cortado por torrentes que salen de los Andes para perderse en el océano occidental. Su rapidez, unida a la frecuencia y a la violencia de las inundaciones que ocasionan, hacía su navegación imposible: era preciso pues inventar algún expediente para atravesarlos. Los peruanos, que ignoraban el arte de construir arcos y no sabían trabajar la madera, no podían hacer puentes ni de esta materia ni de piedra. La necesidad les sugirió un medio de suplir esta falta: hacían cables de mucha resistencia, entrelazando juntos el mimbre y los bejucos de que el país abunda; tendían de una a otra orilla seis cables paralelos entre sí y fuertemente atados por cada extremo; sujetábanlos unos a otros con otras cuerdas más pequeñas, bastante juntas para formar una especie de red que, cubierta después con ramas de árboles y tierra formaba un puente por el cual se podía pasar con bastante seguridad. Había en cada puente personas encargadas de conservarlos y de ayudar a los viajeros. En los países llanos, donde los ríos eran más hondos y más anchos, y tenían una corriente menos rápida, los pasaban en balsas que construían y guiaban con una destreza que prueba su superioridad sobre los demás pueblos de América. Toda la industria de éstos se limitaba al uso del remo, al paso que los peruanos se habían atrevido a arbolar sus pequeños buques y llevarlos a la vela, de suerte que no tan sólo sabían aprovecharse del viento para navegar con más velocidad, sino que hasta podían virar de bordo con una prontitud extremada.
La industria de los peruanos no estaba limitada a los objetos de mera utilidad, sino que habían hecho algunos progresos en las que se pueden llamar artes de lujo. Trabajaban los metales preciosos, que abundaban en su país, con una habilidad igual, si no superior, a la que empleaban los mexicanos para sus adornos; y si bien los españoles estaban acostumbrados a admirar en México este género de industria, quedaron sorprendidos de lo que vieron en el Perú, cuyos naturales fabricaban, con un arte admirable, espejos por medio de una piedra brillante que les proporcionaba el suelo, vasos de tierra de diferentes tamaños y forma, e instrumentos de muchas clases; siendo más de admirar la destreza que en la fabricación de aquellos objetos manifestaban, cuanto que carecían de medios mecánicos y no conocían el hierro. A pesar de estas observaciones encaminadas a probar que los peruanos habían dado algunos pasos en la civilización, fuerza es convenir que bajo otros respetos no habían hecho grandes progresos en la vida social. El imperio de los incas, aunque de una inmensa extensión y encerrando una población numerosísima, carecía de grandes ciudades, indispensables para asegurar la prosperidad y la cultura de un pueblo. En la época de la invasión de Pizarro, Cuzco era el solo lugar que pudiese compararse a una ciudad; todo lo demás era un inmenso desierto en el cual estaban diseminadas aldeas y habitaciones aisladas. La falta de esos grandes centros de moradores era un obstáculo para que la población pudiese desarrollarse. El perfeccionamiento de las costumbres y de las artes debió ser tan lento y difícil, que, como observa con razón Robertson, «debe extrañarse, no que los peruanos no hubiesen hecho más progresos en la civilización, sino que hubiesen adelantado tanto.»
La distinción entre las profesiones y la variedad de los trabajos no eran ni tan completos, ni tan marcados como en México; la única clase separada de la masa general era la de los operarios que trabajaban en objetos de adorno. Desconocíase también todo lo que se parecía a comercio, puesto que las más simples operaciones de cambio sólo empiezan a establecerse cuando los hombres se reúnen en gran número. No había en el Perú ni un solo mercado público, y el trabajo en común hacía que hubiese pocas comunicaciones entre las provincias, a no ser en tiempo de guerra, o cuando los incas visitaban su inmenso imperio; en cuyo caso los príncipes y su acompañamiento hacían alto en los tambos o almacenes colocados de distancia en distancia en todo el país, para atender a las necesidades del soberano y de su numerosa comitiva.
Si se examina la legislación de los peruanos se ve que debía ser tan sencilla como sus costumbres. En efecto el gobierno absoluto de los incas estaba de tal suerte unido a sus dogmas religiosos, que todo delito era considerado como una transgresión de las leyes humanas a la vez que como una ofensa directa a la divinidad. Con tales ideas las reglas de legislación eran sencillas y las penas severas. Dominaba en ellas el rigor: las faltas ligeras y los más grandes crímenes recibían el mismo castigo, que en casi todos los casos era la muerte. Pero al propio tiempo no se hacía recaer nunca en los hijos la pena del crimen cometido por los padres, dejándoles que conservasen sus bienes y sus dignidades. Por lo demás aquella severidad excesiva imponía a los peruanos un terror respetuoso, siendo en extremo limitado el número de los culpables.
La sumisión de este pueblo a sus soberanos era ciega. Los más poderosos y elevados entre sus súbditos miraban a los incas como seres de una naturaleza superior; y cuando eran admitidos a hablarles, se presentaban ante ellos con un bulto en las espaldas, como emblema de su servidumbre y de su disposición a someterse a las voluntades del príncipe. El monarca no tenía necesidad de la fuerza para hacer ejecutar sus órdenes. Todo oficial encargado de ellas era objeto del respeto de todos, y según Zárate, podía recorrer el imperio en toda su extensión sin encontrar el menor obstáculo; puesto que con sólo enseñar una franja del borla, adorno particular del inca reinante, era dueño de la fortuna y de la vida de todos los ciudadanos.
Según la tradición peruana hacía cuatrocientos años que el imperio subsistía; pero nadie ha podido probar la certeza de esta antigüedad, porque ignorando este pueblo el arte de escribir, carecía del único medio por el cual se puede conservar con alguna exactitud la memoria de los acontecimientos. Algunos escritores han pretendido que los quibos o nudos de cordones de diferentes colores usados en el Perú, fuesen los anales regulares del imperio; mas como los nudos, de cualquier manera que estuviesen variados y combinados, no podían representar ninguna idea abstracta, tampoco podían dar a conocer ni las operaciones, ni las cualidades del espíritu. Eran de escasa utilidad para conservar la memoria así de los antiguos acontecimientos como de las instituciones políticas, y por otra parte, y esto es lo más importante, ninguno de los que han tenido esos quibos entre las manos ha podido deducir de ellos el menor dato: así pues es una cuestión de pura curiosidad.
Reasumiendo lo que antecede diremos, que el principio dominante en las instituciones, costumbres y carácter de los peruanos era la dulzura, y que causa extrañeza encontrar un pueblo cuyas disposiciones fuesen tan poco belicosas entre las tribus salvajes que poblaban el Nuevo Mundo. Salvo una circunstancia, no veremos en ninguna parte de esta historia a los peruanos oponerse a la conquista de los españoles, ni asistiremos , como en la conquista de México, a los esfuerzos desesperados de los naturales para rechazar a los extranjeros que iban a reducirlos a la esclavitud. No nos faltarán sin embargo escenas de combate y sucesos militares, pero en todos los campos de batalla veremos españoles combatiendo contra españoles: sea cual fuere el vencedor, sólo sangre castellana enrojecerá el suelo del Perú; y los peruanos permanecerán espectadores impasibles de esas luchas desastrosas, cuyo resultado será siempre el mismo para ellos: la pérdida de la libertad, los trabajos excesivos, los malos tratamientos y la muerte.
Capítulo I
Primeros proyectos de la conquista del Perú.- Asocíanse Pizarro, Almagro y Luque.- Partida de Pizarro, y su navegación en el mar del Sur.- Descubre el Perú.
Desde que Vasco Núñez de Balboa, descubriendo el mar del Sur había adquirido algunas nociones incompletas acerca las ricas comarcas cuyas costas baña, y adquirido algunas vagas noticias sobre el poderoso y rico imperio del Perú, los ambiciosos pensamientos de los españoles establecidos en las colonias de Darién y de Panamá se dirigían hacia aquellos países desconocidos. En aquel siglo en que el espíritu aventurero arrastraba a tantos hombres emprendedores a exponer su fortuna y a despreciar los mayores peligros para intentar descubrimientos, de cuya posibilidad no se estaba aún seguro, el menor rayo de esperanza era acogido con ardor, y nunca faltaba quien por solos vagos informes se lanzase temerariamente a las expediciones más peligrosas.
Balboa no había querido ceder a nadie el derecho de conquistar un país que miraba como propiedad suya: había preparado él mismo una armada para la cual no se habían perdonado afanes ni gastos, e iba a tomar el mando de ella cuando sucumbió, víctima de la envidia de Pedrarias. Después de su caída y su muerte otros aventureros quisieron realizar sus proyectos, y se hicieron muchas expediciones a fin de apoderarse de los países situados al este de Panamá. Mas estas empresas confiadas a jefes cuyos talentos y perseverancia eran inferiores a las dificultades que ofrecía el vencimiento, no tuvieron ningún resultado. Como aquellas excursiones no se extendían más allá de los límites de la provincia llamada por los españoles Tierra firme, país montañoso, cubierto de bosques, poco poblado y malsano, los aventureros a su regreso, hacían una pintura desconsoladora de los males que habían sufrido y de las pocas esperanzas que ofrecían los lugares que acababan de visitar. Esos relatos y los resultados negativos de todas las tentativas calmaron un poco el ardor de los españoles, y se empezó desde entonces a creer que Balboa se había dejado engañar por algún indio ignorante, o que le había comprendido mal.
No bastaba sin embargo la opinión general que reinaba a la sazón en Panamá para demostrar a ciertos genios perseverantes que sus proyectos no eran más que quimeras; y lejos de dejarse abatir por el éxito poco lisonjero de las primeras empresas, no faltaban intrépidos aventureros que desplegaran toda la energía de que se sentían animados, para preparar el resultado de las que debían seguirlas.
Entre esos hombres de resolución había tres que, o porque tuviesen más confianza en sí mismos, o porque poseyesen más conocimientos que sus compañeros, resolvieron tentar seriamente y por su propia cuenta una expedición de descubrimientos y de conquistas, en el momento mismo en que todo el mundo miraba como quiméricas las noticias dadas por Balboa. En ese triunvirato fue donde nació la primera idea de la conquista del Perú. Hay algo que en la actualidad nos parece increíble y contrario a lo que dicta la razón en el hecho de tres simples particulares, establecidos en una colonia que data apenas de algunos años, que deliberan tranquilamente y toman a sangre fría la resolución de descubrir y subyugar vastos y poderosos imperios.
El jefe y la principal esperanza de esta extraña confederación era un soldado aventurero llamado Francisco Pizarro, que va a desempeñar un importante papel en esta historia. Pizarro era hijo ilegítimo de un gentilhombre de buena familia y de una mujer del pueblo. Nació en Trujillo, población importante de Extremadura, donde pasó sus primeros años, completamente abandonado por sus padres, que ni siquiera le hicieron dar los primeros principios de la educación más común. Esta ignorancia fue para el conquistador del Perú una causa siempre nueva de pesares y de mortificaciones. Sin duda su padre le creía poco capaz de elevarse sobre la condición de su madre, puesto que desde que tuvo fuerzas para ello, le empleó en guardar los cerdos de sus haciendas. El joven Pizarro no pudo sobrellevar las molestias de esta innoble ocupación, tan poco en armonía con los sentimientos de ambición que llenaban su alma, y aprovechando la primera ocasión para substraerse a la vigilancia paterna, se alistó en una compañía de infantería que pasaba a Italia. Sirvió por espacio de algunos años, y llegó a ser un buen soldado; mas hallándose sin apoyo, sin protección, sin fortuna, sin los conocimientos más precisos, es probable que hubiera pasado toda su vida en aquel humilde empleo, si el descubrimiento de América no hubiese venido a abrir un vasto campo a su espíritu emprendedor y ambicioso.
Y en efecto, en aquel siglo, fecundo en fortunas rápidas, no había aventurero que no desease pasar al Nuevo Mundo, donde podía desplegar los talentos que de la naturaleza recibiera y adquirir fortuna y renombre. Por otra parte el carácter novelesco de las expediciones a América se hermanaba perfectamente con el genio impetuoso y la imaginación ardiente de un aventurero. Así pues Pizarro siguió el ejemplo de un gran número de sus hermanos de armas, y se embarcó para el Nuevo Mundo, donde pronto llamó la atención de sus jefes por su carácter resuelto y por su inclinación a lanzarse a las más arriesgadas empresas. Acompañó al gobernador Alfonso de Ojeda en la conquista de Uraba, donde le dejaron al frente del establecimiento que allí se formó. Más adelante siguió a Balboa en la famosa expedición que tuvo por resultado el descubrimiento del mar del Sur, y hasta es probable que recogería entonces informes especiales, que sirvieron para dirigir después su conducta.
Cuando Pedrarias resolvió sacrificar a Balboa, Pizarro fue el encargado de prender a su antiguo comandante, y las circunstancias que acompañaron la ejecución de este encargo, prueban que Vasco Núñez había sabido apreciarle en lo que valía, lo propio que Pedrarias. Pizarro fue también uno de los compañeros de Hernán Cortés, quien parece haberle tenido en grande estima, distinguiéndose en muchas circunstancias, y en especial en la lucha contra Narváez. En todas esas ocasiones dio notables pruebas de intrepidez y de vigor: su cuerpo era insensible al dolor y a la fatiga, y su ánimo ni decaía ante el riesgo, ni se dejaba abatir por los reveses. El primero siempre en los peligros, mostrábase infatigable siempre y de una paciencia a toda prueba. A pesar de ser ignorante hasta el punto de no saber leer, túvosele pronto por un hombre nacido para el mando. Salió airoso en todas las operaciones que se le confiaron, uniendo en su persona cualidades que se encuentran raras veces juntas: la perseverancia y el ardor; la audacia en la combinación de sus planes y la prudencia para ejecutarlos. Lanzado muy pronto en medio de los campamentos y de los consejos, sin más recursos que sus talentos y su habilidad, no podía contar más que consigo mismo para salir de la oscuridad, y adquirir un conocimiento tan grande de los negocios y de los hombres, que se halló pronto en disposición de dirigir los unos y gobernar a los otros. Nada tiene pues de extraño que Pizarro alcanzase de sus conciudadanos una consideración a la cual tantos derechos tenía, y que fuese mirado como uno de los principales colonos de Panamá, donde se había retirado con una fortuna considerable adquirida con sus servicios: «Teniendo, como dice Francisco Jerez, su casa y hacienda y repartimiento de indios como uno de los principales de la tierra, porque siempre lo fue y se señaló en la conquista y población en las cosas de los servicios de su Majestad, estando en quietud y reposo, con celo de conseguir su buen propósito y hacer otros muchos señalados servicios a la corona real.»
Entonces fue cuando se asoció con dos hombres que gozaban de grande influencia en la colonia, Diego de Almagro y Fernando de Luque. El primero de origen todavía más oscuro que el de su colega, era un huérfano nacido en Almagro, de donde tomó el nombre, que no había conocido jamás el de su familia. Como Pizarro, era un soldado de fortuna, educado en los campamentos, y avezado desde su infancia a las privaciones y a la miseria. No cedía a su compañero en virtudes militares, pero le era muy inferior en las cualidades del espíritu: como él tenía un valor intrépido, una actividad infatigable y una constancia a toda prueba; mas Pizarro unía a estas cualidades esa destreza y tino en hallar expedientes, tan necesarios para formar un hábil político. Almagro sabía batirse, soportar la adversidad; pero no tenía el conocimiento del mundo, ni ese talento de disimular sus designios, que hacía que Pizarro supiese, cuando así convenía a sus intereses, descubrir los pensamientos de los demás ocultando los suyos.
Fernando de Luque, el tercer asociado, era un eclesiástico, a la vez cura párroco y maestro de escuela de la colonia; poseía grandes riquezas y deseaba concurrir con su forma al descubrimiento de nuevos países y al aumento de las posesiones de su soberano. Tales eran los tres personajes que concibieron el proyecto de conquistar las ricas comarcas cuya existencia había sido revelada por Balboa. Sometieron su plan a Pedrarias, gobernador de Panamá, el cual lo aprobó, y obligáronse solemnemente a obrar de concierto para el buen éxito de la empresa. Pizarro, el menos rico de los tres, que no podía suministrar tantos recursos como los otros, tomó sobre sí la parte mayor de la fatiga y del peligro, encargándose de mandar en persona la hueste destinada al primer viaje y a las primeras tentativas de descubrimiento. Almagro debía conducir los refuerzos de hombres y provisiones que Pizarro necesitara, y Luque permanecer en Panamá para entenderse con el gobernador y ocuparse en los intereses comunes. Terminados estos arreglos preliminares, los tres asociados, movidos por ese espíritu religioso que se aliaba en los conquistadores del Nuevo Mundo a todas las empresas importantes, ratificaron sus compromisos al pie de los altares.
En fin, según Herrera y Jerez, Pizarro partió el 14 de noviembre de 1524, o en 1525, según Zárate y Garcilaso de la Vega. No llevaba más que un solo buque, tripulado por ciento doce o ciento catorce soldados. Los españoles desconocían completamente el mar del Sur; así que el tiempo elegido para la partida hallose ser el menos favorable de todo el año, pues los vientos periódicos que entonces reinaban eran contrarios al camino que Pizarro debía seguir.
«Setenta días después que salieron de Panamá, dice Francisco de Jerez que hacía parte de la expedición, saltaron en tierra en un puerto que después se llamó de la Hambre; en muchos de los puertos que antes hallaron habían tomado tierra, y por no hallar poblaciones los dejaban; y en este puerto se quedó el capitán con ochenta hombres (que los demás ya eran muertos); y porque los mantenimientos se habían acabado, y en aquella tierra no los había, envió el navío con los marineros y un capitán a las islas de las Perlas, que están en el término de Panamá, para que trajese mantenimientos, porque pensó que en el término de diez o doce días sería socorrido; y como la fortuna siempre o las más veces es adversa, el navío se detuvo en ir y volver cuarenta y siete días, y en este tiempo se sustentaron el capitán y los que con él estaban con un marisco que cogían de la costa del mar con gran trabajo, y algunos por estar debilitados, cogiéndolo se morían. En este tiempo que el navío tardó en ir y volver murieron más de veinte hombres; cuando el navío volvió con el socorro del bastimento, dijeron el capitán y los marineros que, como no habían llevado bastimentos, a la ida comieron un cuero de vaca curtido, que llevaban para zurrones de la bomba, y cocido lo repartieron. Con el bastimento que el navío trajo, que fue maíz y puercos, se reformó la gente que quedaba viva; y de allí partió el capitán en seguimiento de su viaje, y llegó a un pueblo situado sobre la mar, que está en una fuerza alta, cercado el pueblo de palenque; allí fallaron harto mantenimiento, y el pueblo desamparado de los naturales, y otro día vino mucha gente de guerra; y como eran belicosos y bien armados, y los cristianos estaban extenuados por el hambre y trabajos pasados, fueron desbaratados, y el capitán ferido de siete heridas, la menor dellas peligrosa de muerte; y creyendo los indios que lo hirieron que quedaba muerto, lo dejaron; fueron feridos con él otros diez y siete hombres, y cinco muertos; visto por el capitán este desbarato, y el poco remedio que allí había para curarse y reformar su gente, embarcose y volvió a la tierra de Panamá, y desembarcó en un pueblo de indios cerca de la isla de las Perlas, que se llama Cuchama; de allí envió el navío a Panamá porque ya no se podía sostener en el agua, de la mucha broma (2) que había cogido. Y hizo saber a Pedrarias todo lo sucedido, y quedose curando a sí y a sus compañeros. Cuando este navío llegó a Panamá, pocos días antes había salido en seguimiento y busca del capitán Pizarro el capitán Diego de Almagro, su compañero, con otro navío y con setenta hombres, y navegó hasta llegar al pueblo donde el capitán Pizarro fue desbaratado; y el capitán Almagro hubo otro reencuentro con los indios de aquel pueblo y le quebraron un ojo, y hirieron muchos cristianos; con todo esto, ficieron a los indios desamparar el pueblo y lo quemaron. De allí se embarcaron y siguieron la costa hasta llegar a un gran río que llamaron de san Juan, porque en su día llegaron allí.»
Obligados a abandonar aquella tierra inhospitalaria, desalentados, abrumados de fatigas, sin noticias de la suerte de Pizarro y de los suyos, los españoles navegaron durante algún tiempo sin dirección fija, hasta que por una feliz casualidad llegaron en fin a Cuchama. Este encuentro inesperado hizo olvidar los pesares comunes. Renacieron en unos y otros las esperanzas, y juntos pensaron en los medios de obtener en lo sucesivo mejores resultados. Después de muchas deliberaciones se decidió que Almagro volvería a Panamá para reunir nuevos refuerzos. Era en efecto imposible continuar la expedición con el escaso número de hombres que habían quedado, puesto que de los ciento ochenta y dos soldados de Pizarro y Almagro habían sucumbido ciento treinta. Sólo quedaban pues cincuenta españoles, y aun éstos estaban de tal suerte extenuados por la fatiga, que eran incapaces de hacer un servicio activo.
El abandono empero de una empresa en la cual estaba comprometida toda su fortuna, parecía a los jefes y a los más animosos de sus compañeros un estreno más humillante y penoso que todas las dificultades que reservarles pudiese su suerte. En su consecuencia Almagro regresó a Panamá, y ayudado de su amigo Luque, hizo lo posible para reclutar soldados; mas las cosas no marcharon según sus deseos, y pasó mucho tiempo antes que pudiera reunir un centenar de hombres. Diose por fin a la vela y fue a reunirse con Pizarro en Cuchama.
«Los dos capitanes, dice Jerez, partieron en sus dos navíos con ciento y setenta hombres, e iban costeando la tierra, y donde pensaban que había poblado saltaban en tierra con tres canoas que llevaban, en las cuales remaban sesenta hombres; y así iban a buscar mantenimientos. De esta manera anduvieron tres años pasando grandes trabajos, hambres y fríos; y murió de hambre la mayor parte de ellos; que no quedaron vivos cincuenta, sin descubrir hasta en fin de los tres años buena tierra, que toda era ciénagas y anegadizos inhabitables; y esta buena tierra que se descubrió fue desde el río de san Juan, donde el capitán Pizarro se quedó con la poca gente que le quedó, y envió un capitán con el más pequeño navío a descubrir alguna buena tierra la costa adelante, y el otro navío envió con el capitán Almagro a Panamá para traer más gente, porque yendo los dos navíos juntos y con la gente no podían descubrir, y la gente se moría.»
Setenta días después el buque enviado a hacer descubrimientos volvió trayendo noticias las más favorables para reanimar el ardor de los aventureros. El capitán había reconocido comarcas riquísimas en oro y plata, y los españoles habían sido bien recibidos en todas partes por una población que parecía más culta que las conocidas hasta entonces. Así en cuanto Almagro hubo juntado algunos hombres, las dos naves se dieron a la vela para aquel país con tanto ardor deseado. Después de una serie de obstáculos y de contrariedades desembarcaron en Tacamez en la costa de Quito, y hallose que los primeros exploradores no habían exagerado nada. El país era llano y fértil, y sus habitantes iban vestidos de telas de lana y algodón, y llevaban adornos de oro y plata. Sin embargo la actitud de los indígenas inspiró a los españoles temores justamente fundados: reuníanse por doquiera en grandes partidas, bien armados y dispuestos para la resistencia. Pizarro juzgó que sería tan imprudente como peligroso medirse con enemigos tan formidables. En efecto los pocos soldados que la muerte había perdonado hallábanse debilitados por el cansancio y las enfermedades, y la prudencia ordenaba aplazar, por algún tiempo, todo proyecto de conquista. En su consecuencia Pizarro hizo abastecer los buques de vituallas y ganó la isla de Gallo, donde debía permanecer, en tanto que Almagro iría a dar cuenta de su descubrimiento y solicitar refuerzos, que más que nunca eran indispensables.
Capítulo II
Apurada situación de los españoles.- Resolución heroica de Pizarro y de trece de sus compañeros.- Pizarro aborda en la costa del Perú.- Su viaje a España: es nombrado gobernador general.- Nueva expedición de Pizarro.- Ocupación de la ciudad de Coaco.- Disensiones civiles que agitaban el Perú.
A las dificultades provenientes de la salud de los soldados añadiéronse pronto otras de naturaleza más grave, por cuanto nacían del desaliento causado por tantos trabajos y fatigas. La mayor parte de ellos quejábase de su situación, no acertando a ver más término a sus sufrimientos que una muerte inevitable. No se le ocultaba a Pizarro que si los descontentos lograban hacer llegar a la colonia la expresión de sus quejas, la expedición fracasaría, porque en este caso sería imposible a Almagro determinar a nuevos aventureros a asociarse a una empresa que tan poco propicias esperanzas ofrecía. Así pues los dos jefes tomaron precauciones imaginables para impedir que saliese ninguna carta de la isla; pero a pesar de su vigilancia, un tal Sarabia se encargó de hacer que fuesen conocidos en Panamá los sufrimientos de todos. Para lograrlo valiose de un medio sumamente ingenioso: escribió la reseña de las desgracias de la expedición, expresando el vivo deseo que tanto él como sus compañeros abrigaban de substraerse a la especie de esclavitud en que se les retenía; e hizo con el papel que contenía sus quejas un ovillo de hilo de algodón que envió a uno de sus amigos, so pretexto de que le mandase hacer un par de medias. El escrito terminaba con estos versos, citados por Gomara:
Pues, señor gobernador,
mírelo bien por entero;
que allá va el recogedor (3),
y acá queda el carnicero (4).
Llegado el escrito a su destino, fue entregado inmediatamente a Pedro de los Ríos, que había sucedido a Pedrarias, y cuando Almagro se presentó ante él, fue recibido con cierta frialdad y reserva. El gobernador acabó finalmente por decirle que una expedición que ocasionaba la pérdida de tantos hombres no podía menos de ser funesta a una colonia naciente y débil. Instado por otro lado por los amigos de los que querían abandonar a Pizarro, el gobernador no sólo prohibió hacer nuevos alistamientos, sino que envió un buque a la isla de Gallo para que trajese a aquél y a sus compañeros. Descontentos Almagro y Luque de esas medidas que no habían podido prevenir y a las cuales no osaban oponerse, hallaron medio de hacer saber a Pizarro sus sentimientos, exhortándole a que no abandonara una empresa en la cual tenían puestas todas sus esperanzas, y que no destruyese el único recurso que para reponer su fortuna les quedaba. Con la inflexible obstinación que hacía el fondo de su carácter, Pizarro no necesitaba que se le excitase a perseverar en la ejecución de su proyecto. Negose abiertamente a obedecer las órdenes del gobernador, y empleó toda su habilidad y elocuencia en inducir a sus compañeros a que no le abandonasen. Mas estaba tan reciente el recuerdo de los males sufridos, y presentábase por otra parte de una manera tan seductora a su espíritu la esperanza de volver a ver a sus familias y amigos después de una separación tan larga, que no atendieron ni a los discursos ni a las promesas de Pizarro, y dispusiéronse con afán a seguir al enviado del gobernador.
En aquel momento decisivo el comandante, que veía desvanecerse de una sola vez sus sueños de gloria y de fortuna, recorrió a una de esas resoluciones que, hiriendo la imaginación de los hombres, acaban muchas veces por arrastrarlos. Pizarro reunió a sus soldados, y sacando su espada trazó una línea en la arena, diciendo en tono firme y resuelto: «Españoles, esta línea es el emblema de las fatigas, de los peligros, de los innumerables sufrimientos que tenéis que arrostrar para cumplir vuestra gloriosa empresa. Que los que se creen bastante animosos y magnánimos; que los que ambicionan la gloria de las conquistas pasen esta línea. Que los que no quieren sacrificar el bienestar presente al renombre y a la fortuna futura vuelvan a Panamá. Yo permaneceré aquí, y con el auxilio de mis bravos compañeros, por pocos que sean, proseguiré mi comenzada empresa, convencido de que con la ayuda de Dios y una perseverancia infatigable, nuestros esfuerzos se verán coronados de un feliz resultado.»
Apenas hubo acabado de hablar cuando sus soldados, aprovechando el permiso que se les daba corrieron a embarcarse al momento, temerosos de que el comandante cambiase de resolución. Sólo trece de ellos tuvieron el valor y noble energía de pasar la línea, protestando que unidos a su jefe le seguirían hasta la muerte. Los historiadores nos han transmitido los nombres de estos héroes. A ellos, a su invencible resolución debiéronse el descubrimiento y la conquista del Perú. Pizarro manifestó con lágrimas en los ojos su agradecimiento a tan generosos y fieles compañeros, y prometioles que serían dignamente recompensados si salían bien de su empresa. Con sus trece amigos y con el auxilio de una pequeña barca pasó a la isla de la Gorgona que, estando desierta y apartada de la costa, le pareció un asilo cual le convenía. Allí resolvió aguardar los refuerzos que no podían dejar sus asociados de enviarle en cuanto tuviesen noticia de su heroica resolución.
En efecto, no anduvieron Almagro y Luque remisos en servirle, y sus pretensiones fueron secundadas por la opinión de toda la colonia; decíase que era vergonzoso dejar perecer como criminales en una isla desierta a unos valientes empeñados en una empresa útil y gloriosa para la nación, y a los cuales, si de algo podía acusárseles, era tan sólo de un exceso de celo y de valor. Vencido por estas quejas e instancias el gobernador consintió en enviar un pequeño buque a la Gorgona; pero a fin de que no pareciese que alentaba a Pizarro a ninguna nueva empresa, no permitió que se embarcasen en él más que el número de hombres de mar necesarios para la maniobra.
Durante este tiempo Pizarro y sus compañeros de fortuna se consumían en aquella tierra inhospitalaria, conocida por el lugar más insalubre de aquella parte de América, y de la cual dice Herrera, que por ser tan desagradable su estancia en ella, a causa de lo malsano del clima, de sus bosques impenetrables, de sus montañas escarpadas y de la multitud de sus insectos y reptiles, se la daba el epíteto de infernal, añadiendo que raras veces se ve el sol y que llueve en ella casi todo el año. Sin más abrigo que los bosques que cubrían el suelo, sin más víveres que raíces y mariscos, cuando eran bastante afortunados para procurárselos, los españoles pasaron cinco meses en una situación horrible. Volvían continuamente los ojos hacia el lado de Panamá, mas cada día que transcurría dejaba burlada su esperanza, y hasta el mismo Pizarro dejó ver por vez primera síntomas de desaliento. Cansados en fin de aguardar inútilmente resolvieron abandonarse en una balsa al Océano, antes que permanecer por más tiempo en aquella horrible morada, donde no podían esperar más que sufrimientos espantosos y la muerte; pero en el momento en que iban a tomar este partido desesperado, mostrose a lo lejos el buque a su vista. En un instante quedaron olvidadas todas las penas y renacieron todas las esperanzas. Fuele fácil a Pizarro determinar, no tan sólo a sus propios compañeros, sino a la tripulación del buque a que prosiguiesen con nuevo ardor su primer proyecto. En vez de volver a Panamá dirigiéronse al sudeste, y más afortunados esta vez que en sus tentativas anteriores, descubrieron la costa del Perú el vigésimo día de su partida de la isla.
Limitáronse durante mucho tiempo a saltar en tierra y entrar en las aldeas únicamente para proporcionarse mantenimientos. Su existencia era difícil y precaria; pero los sufrimientos y las continuas fatigas no hacían ya mella en los cuerpos de aquellos hombres intrépidos, cuyo valor era sostenido y fortalecido por tan atrevidas esperanzas.
Pizarro llegó de esta suerte delante la rica población de Túmbez, que encerraba un palacio y un gran templo. Allí se ofreció por primera vez a los españoles el espectáculo de la opulencia y de la civilización del imperio peruano, siendo lo que a sus ojos se presentaba más que suficiente para enardecer su imaginación y su sed de riquezas. No tan sólo eran de oro los adornos del templo, sino hasta los utensilios más comunes. Pizarro se limitó a entablar relaciones amistosas con los naturales, procurando sobre todo obtener informes útiles sobre el país. Proporcionose muestras de los productos, algunos llamas (animales domésticos de que los habitantes sacaban mucho provecho), y sobre todo cierta cantidad de adornos de oro y plata, que esperaba manifestar como prueba material de las riquezas acumuladas en la comarca que acababa de descubrir; después de lo cual decidiose a partir para Panamá. Quedaban todavía con él once de sus bravos compañeros, sin que nos sea conocida la suerte de los otros dos. Cuando después de su larga ausencia aquellos aventureros desembarcaron en Panamá a fines de 1528, fueron recibidos con transportes de alegría por sus amigos, que los creían perdidos para siempre.
Las pomposas descripciones que hizo Pizarro de la opulencia casi increíble de los países que había descubierto, y las quejas amargas que dejó oír sobre el llamamiento de sus soldados en una ocasión en que tan necesarios le eran para formar una colonia, no pudieron hacer que el gobernador de Panamá se separase de sus primeras resoluciones. Insistió siempre en que la colonia no se hallaba en estado de invadir un imperio tan poderoso, y se negó a autorizar una expedición que no podía menos de arruinar a la provincia confiada a sus cuidados, obligándola a hacer esfuerzos que no estaban en proporción con los recursos con que contaba. Mas su oposición sirvió tan sólo para exaltar más y más el ardor de los tres asociados. Convencidos de que no podrían llevar adelante la ejecución de su proyecto sin el apoyo de una autoridad superior, resolvieron ir a solicitar del soberano el permiso que no podían alcanzar de su delegado. A este fin enviaron a España a Pizarro, que se había encargado de sus comunes intereses . Hallábase de tal suerte agotada la fortuna de los tres socios por los gastos que llevaban hechos, que tuvieron no poca dificultad en procurarse la suma que necesitaban para los de aquel viaje. Según Jerez, Pizarro pidió prestados a sus amigos algo más de mil castellanos (unos cuarenta mil reales).
No desperdició éste el tiempo: presentose ante el emperador Carlos V, sin turbarse y con una dignidad cual no debía esperarse de él, atendidos su nacimiento y su educación, pero que justificaban el sentimiento que tenía de su mérito y los servicios hasta entonces prestados. El relato de sus padecimientos, y sus descripciones pomposas del Perú, confirmadas por los presentes que traía, hicieron una impresión tal sobre el monarca y sus ministros, que otorgaron sin vacilar su aprobación al nuevo proyecto del intrépido aventurero. Aprovechose de esas buenas disposiciones para hacerse conceder todos los títulos y toda la autoridad que podía hacerle desear la ambición más insaciable: fue nombrado gobernador, capitán general y adelantado de todos los territorios que pudiese descubrir y conquistar; diósele una autoridad absoluta tanto en lo militar como en lo civil, con todos los privilegios concedidos hasta entonces a los conquistadores del Nuevo Mundo. Su despacho llevaba la fecha del 26 de julio de 1529. Pero mientras que Pizarro se ocupaba con tanta actividad en sus propios intereses, y obtenía para Luque el título de obispo de los países que pudiese conquistar, descuidaba completamente los de Almagro, cual si temiera crearse un rival peligroso haciendo conferir funciones elevadas a un hombre capaz de desempeñarlas. Contentose pues con hacerlo nombrar gobernador del fuerte que debía levantarse en Túmbez; siendo este insignificante favor lo único que obtuvo el fiel asociado de Pizarro, quien merecía indudablemente mucho más, así por la capacidad de que tenía dadas hartas pruebas, como por los trabajos y sacrificios con que había tan eficazmente concurrido al nuevo descubrimiento.
Pizarro se encontraba independiente del gobernador de Panamá, y su propia jurisdicción se extendía a doscientas leguas de la costa al sur del río de Santiago. En cambio de estas concesiones, que no obligaban a la corte de España a ningún socorro pecuniario ni a ninguna especie de asistencia, Pizarro se obligaba a reclutar doscientos cincuenta hombres y a procurarse las naves, armas y municiones necesarias para posesionarse de su futura conquista.
Para cumplir estas condiciones necesitábase encontrar dinero, y ésta fue la parte más difícil de su misión, y hasta es probable que no hubiera salido adelante con su empeño sin el apoyo del célebre Hernán Cortés, que se hallaba entonces en España, y que se hizo generosamente un deber de ayudar con su bolsillo a un bravo compañero de armas, a quien había tenido ocasión de conocer y estimar. Pizarro reunió a su derredor algunos aventureros llenos de mérito y de talento, entre los cuales se encontraban sus cuatro hermanos, destinados todos a desempeñar un papel importante en los acontecimientos que nos hemos propuesto referir. Esos hermanos eran Fernando, Juan, Gonzalo y Francisco Martín de Alcántara. Este último lo era de Francisco Pizarro, pero tan sólo por parte de madre: tal es al menos la opinión de Zárate y de Garcilaso de la Vega, mientras que otros historiadores, y entre ellos Robertson, pretenden que Francisco de Alcántara era hermano de la madre de Pizarro, lo que no estaría muy conforme con lo que se dice acerca el bajo origen de la familia materna de nuestro héroe. Por lo demás, hallábanse los cuatro en la flor de la edad, y su valor y sus talentos hacían que fuesen los más aptos para secundar al jefe de la expedición en todo cuanto pudiese emprender de difícil y grande.
A su llegada a Panamá (1530), Pizarro encontró a Almagro altamente disgustado por el modo como habían sido conducidas las negociaciones en la corte de España, llegando su resentimiento hasta a negarse a obrar de concierto con un hombre cuyos poco leales manejos le habían apartado del poder y de los honores a que tan legítimos derechos tenía. Hasta parece que se ocupó en formar una nueva sociedad, a fin de obrar independientemente de Pizarro. Tenía éste empero demasiada prudencia y habilidad para no evitar un rompimiento que podía serle funesto, ya que Almagro contaba con numerosos partidarios en Panamá, y tanto por su categoría como por sus cualidades hubiera sido un rival peligroso. Interpusiéronse amigos comunes; secundolos poderosamente el obispo Luque, y habiendo consentido Pizarro en ceder a su antiguo socio el cargo de adelantado, Almagro, que a sus pasiones ardientes y fuertes unía una gran franqueza, se dejó vencer al momento. Siguiose a esto una reconciliación, y se renovó la alianza con las anteriores condiciones. Todos los gastos debían hacerse en común, y observarse una igualdad perfecta en el reparto de los provechos.
A pesar de esta unión y de que los asociados hicieron todos los esfuerzos de que eran capaces, no pudieron reunir más que ciento ochenta soldados y treinta y siete caballos, y fueron equipados tres pequeños buques cargados de armas, de municiones y de vituallas, para transportar a esos hombres tan poco numerosos, como resueltos. Tales eran los menguados recursos con que contaba Pizarro; mas la experiencia de lo que había pasado ya en América parecía autorizar los sueños más extravagantes, y los triunfos por Cortés alcanzados justificaban hasta cierto punto las audaces esperanzas de Pizarro.
Éste partió en febrero de 1531, y como la estación era a propósito, hizo el viaje en trece días, a pesar de haber sido arrastrado por los vientos y las corrientes a cien leguas al norte de Túmbez, y obligado a desembarcar sus tropas en la bahía de San Mateo. No queriendo perder tiempo empezó a avanzar por el sur sin desviarse de la orilla, tanto para que pudiese reunírsele más fácilmente el refuerzo que esperaba de Panamá, como para asegurarse una retirada a sus naves en caso de algún descalabro. Esta marcha no fue ni fácil, ni venturosa. La costa del Perú es en diferentes puntos estéril, malsana y poco poblada, y los españoles tenían además que atravesar los ríos cerca de su desembocadero, donde su anchura hacía su paso más difícil. Pizarro en vez de ganar la confianza de los naturales, los había imprudentemente atacado y obligado a abandonar sus moradas: el hambre, el exceso de la fatiga y enfermedades de diferentes géneros, redujeron a los españoles a tan duros extremos como los que sufrieran en la primera expedición. Correspondía tan poco lo que padecían a las descripciones seductoras que les hiciera Pizarro del país a donde los conducía, que muchos de sus compañeros comenzaron a hacerle cargos, y que sus soldados hubieran perdido toda confianza en él, si hasta en aquella parte estéril del Perú, no hubiesen encontrado algunas huellas de riquezas y de cultura, que parecían justificar los relatos de su jefe. Por otra parte Pizarro persistía con tesón en su empresa, y a los acentos de las quejas oponía palabras de gloria y de esperanza. Por fin el 14 de abril llegó a la provincia de Coaco, y habiendo los españoles sorprendido a los habitantes de su principal población, encontraron en ella vasos y adornos de oro y plata por valor de más de treinta mil pesos, con otras riquezas que desvanecieron todas sus dudas y reanimaron el valor hasta de los más descontentos, dispertando sus ambiciosas esperanzas.
Transportado de gozo Pizarro a la vista de aquellos ricos despojos, que consideraba como los primeros dones de una tierra inagotable en tesoros, envió inmediatamente una nave a Almagro con una gran parte del botín. Al propio tiempo hizo partir para Nicaragua otro buque con sumas considerables, destinadas a personas influyentes de aquella colonia: medida que tomó, según Zárate, para dar una alta idea de la riqueza del país, y con la esperanza de dispertar en un gran número de aventureros el deseo de ir a reunírsele.
Púsose en seguida nuevamente en marcha; pero faltábale ese carácter conciliador que tanto había secundado los planes del animoso y prudente conquistador de México. Pizarro igual a este caudillo en todas las cualidades que constituyen el hombre de guerra, carecía completamente de esa política hábil y profunda que había formado uno de los principales rasgos de la conducta de Cortés, y desdeñándose de emplear otros medios que la fuerza, atacaba abiertamente a los naturales y les obligaba a someterse o a refugiarse en las regiones del interior.
Pizarro avanzó sin oposición hasta la isla de Puna en la bahía de Guayaquil; pero los habitantes de dicha isla, más aguerridos y animosos que los del continente, le opusieron una viva resistencia que duró cerca de seis meses. Cuando por fin fueron sometidos, Pizarro se trasladó a Túmbez, donde dio a sus soldados un reposo de tres meses, de que tenían absoluta necesidad después de las fatigas que habían pasado, y sobre todo a consecuencia de las enfermedades por muchos contraídas.
Durante este tiempo el general empezó a recoger los frutos del cuidado que había puesto en esparcir por todas partes las noticias de sus primeros triunfos. En 1532 le llegó un refuerzo de Nicaragua, y aunque no se componía más que de sesenta hombres, fue recibido con tanta más alegría, cuanto que los dos oficiales que los mandaban, Fernando de Soto y Sebastián Benalcázar, gozaban de una gran reputación y eran tenidos por dos de los mejores capitanes que había en América.
El 16 de mayo Pizarro volvió a emprender sus operaciones dirigiéndose hacia la ribera del Piura, donde resolvió fundar un establecimiento que pudiese servirle de plaza de depósito. Escogió un sitio a propósito y echó en ella los cimientos de la población de San Miguel, que fue la primera colonia española del Perú; y luego se adelantó atrevidamente hacia el centro del vasto imperio que había invadido, sin temer y teniendo en muy poco los peligros a que podía exponerle su temeridad.
Pizarro no dejaba perder ninguna ocasión de tomar informes acerca el país, cuyo conocimiento le era indispensable para la ejecución de sus planes; y aunque le era sumamente difícil hacerse comprender de los naturales, puesto que no tenía intérprete, supo que se hallaba en las posesiones de un monarca poderosísimo, dueño de un territorio extenso, rico y fértil, pero que el país era presa de disensiones civiles, circunstancia que le pareció del mejor agüero y a la cual debió en efecto el que fuesen tan rápidos sus triunfos.
He aquí el cuadro trazado por Robertson de la situación en que se hallaba entonces aquella comarca. «Cuando los españoles abordaron por vez primera la costa del Perú en 1526, ocupaba el trono Huana Capac, el duodécimo monarca desde la fundación de la monarquía, al cual nos representan como un príncipe que reunía los talentos militares a las virtudes pacíficas que distinguieran a sus antepasados. Había sometido el reino de Quito, conquista que dobló casi la riqueza y la extensión del imperio. Quiso residir en esta hermosa provincia, y contra la ley antigua y fundamental de la monarquía que prohibía manchar la sangre real con ninguna alianza extranjera, se casó con la hija del rey vencido. Tuvo de ella un hijo llamado Atahualpa (5), a quien legó el reino de Quito a su muerte, acaecida hacia el año 1525, dejando sus demás estados a otro hijo suyo llamado Huáscar, cuya madre era de sangre real. Por grande que fuese el respeto que tuviesen los peruanos a la memoria de un monarca que había reinado con más gloria que ninguno de sus predecesores, sus disposiciones relativas a la sucesión de la corona excitaron en Cuzco un descontento general, porque estaban en contradicción con una costumbre tan antigua como la monarquía, y fundada sobre una autoridad mirada como sagrada. Alentado Huáscar por la opinión de sus súbditos, quiso obligar a su hermano a que renunciase al reino de Quito, y a que le reconociese por su soberano; pero lo primero que había procurado Atahualpa había sido ganarse la voluntad de un gran cuerpo de tropas que acompañara a su padre a Quito. Componíase de la flor de los guerreros peruanos, y Huana Capac les debía todas sus victorias. Fuerte con semejante apoyo, Atahualpa eludió primero la pretensión de su hermano, marchando luego después contra él con un ejército formidable.
«No era difícil preveer en tal situación lo que acontecer debía: Atahualpa quedó vencedor y abusó cruelmente de su victoria. Convencido él mismo de la poca validez de sus derechos a la corona, propúsose extinguir la raza real, haciendo perecer a todos los hijos del sol que cayesen en sus manos. Conservó sin embargo la vida a su infortunado rival: Huáscar, hecho prisionero en la batalla que había decidido de la suerte del imperio, fue perdonado por un motivo de política, a fin de que Atahualpa, mandando en nombre de su hermano, pudiese establecer más fácilmente su gobierno.»
La autoridad del usurpador parecía entonces sólidamente establecida; pero su trono se hallaba cercado todavía de peligros. El partido que sostenía a Huáscar, a pesar de los descalabros sufridos, no estaba ni subyugado, ni completamente abatido, y era de presumir que empezara pronto una nueva lucha en favor del soberano legítimo.
Capítulo III
Marcha de Pizarro al interior.- Hace prisionero al inca Atahualpa.- Proceso y muerte de este príncipe.
Gracias a esta disensión entre los dos hermanos, los españoles llegaron hasta treinta leguas tierra adentro, sin que nadie intentase detenerlos. Pizarro no sabía cómo explicarse la apatía de los indígenas, cuando llegaron a él mensajeros enviados por Huáscar implorando la asistencia de los extranjeros contra el usurpador. El general comprendió en seguida toda la importancia de este paso, y previó las ventajas todas que podría sacar de la guerra civil que destrozaba el país. Determinó en su consecuencia avanzar mientras que la discordia ponía a los peruanos en la imposibilidad de atacarle con todas sus fuerzas, esperando que tomando la defensa de uno o otro de los competidores, según las circunstancias, lograría más fácilmente destruir a los dos.
No podía sin embargo disponer de toda su gente: debía dejar en San Miguel una guarnición capaz de defender este puesto, tan importante como plaza de retirada y como puerto, donde debían llegar los refuerzos que aguardaba de Panamá. En su consecuencia dejó en él cincuenta y cinco hombres, y partió el 24 de septiembre al frente de sesenta y dos caballos y ciento dos peones, de los cuales había veinte armados de arcabuces y tres de mosquetes, llevando además sus dos cañones.
Entretanto Atahualpa hallábase acampado en Caxamalca, ciudad situada a unas doce jornadas de marcha de San Miguel. Aunque sabía que el ejército enemigo era muy numeroso, Pizarro avanzó con el mayor denuedo. Poco había andado aún, cuando se presentó a él un enviado del inca con un rico presente de parte de este príncipe, convidándole con su amistad e invitándole a pasar a Caxamalca. Acordándose entonces Pizarro de las medidas políticas adoptadas por Cortés en iguales circunstancias, recibió al enviado con la mayor benevolencia; diose él mismo por embajador de un príncipe poderoso, y declaró que iba con la intención de ofrecer a Atahualpa su auxilio contra los facciosos que le disputaban la corona.
Esta declaración logró disipar los recelos y temores de los peruanos, los cuales, como los demás pueblos de la América, habían concebido las más vivas inquietudes desde la primera aparición de los extranjeros. ¿Debían considerarlos como seres celestiales o como formidables enemigos? ¿no era más prudente conciliarse su amistad con la sumisión, que aumentar su enojo con la resistencia? Tales eran las dudas que venían a disipar las palabras conciliadoras de Pizarro, y desvanecido todo recelo se permitió a los extranjeros que marchasen hacia Caxamalca.
Antes de llegar allí tuvieron los españoles que arrostrar todavía crueles sufrimientos: fue preciso atravesar un desierto estéril que se extiende entre San Miguel y Motapé, en un espacio de unas veinte y siete leguas, compuesto de llanuras arenosas, sin bosques ni agua. Los abrasadores rayos del sol hacían la travesía sumamente penosa, y el menor esfuerzo de los naturales hubiera podido ser fatal a la hueste de Pizarro. En seguida tuvieron que pasar por un desfiladero tan estrecho e inaccesible, que hubieran bastado unos pocos hombres para defenderlo contra un ejército numeroso. La imprudente credulidad de los peruanos no les permitió aprovecharse de estas ventajas, y Pizarro entró tranquilamente en Caxamalca el 25 de noviembre de 1532. Inmediatamente tomó posesión de un gran patio que fortificó para ponerse a cubierto de un golpe de mano; y sabiendo que Atahualpa celebraba una gran fiesta en su campamento a una legua de la ciudad, mandó allí a su hermano Fernando y Fernando de Soto. Llevaban el encargo de confirmar las seguridades dadas por Pizarro acerca de sus intenciones pacíficas y pedir para su jefe una entrevista con el inca, a fin de explicarle las intenciones que habían movido a los españoles a venir a su país. Engañado Atahualpa por estas protestas, recibió a los enviados con respeto y amistad, y les hizo comprender que iría él mismo al día siguiente a visitar al caudillo extranjero. El porte noble del monarca, el orden que reinaba en su corte, el respeto con que se acercaban sus súbditos a su persona y ejecutaban sus órdenes, admiraron a los españoles. Mas sus codiciosas miradas fijáronse principalmente en las inmensas riquezas con profusión amontonadas en el campo. Los adornos que llevaban sobre sus personas el inca y los nobles de su séquito, los vasos de oro y plata en que fue servida la comida, la multitud de utensilios de todas clases fabricados con aquellos preciosos metales les ofrecieron un espectáculo que excedía a todas las ideas de opulencia que había podido crearse su imaginación.
Por el relato que hicieron a Pizarro, éste fijó todos sus pensamientos en las medidas que debían tomarse para llevar a cabo un proyecto que desde su salida de San Miguel meditaba: llamó a su consejo a sus hermanos, a Soto y a Benalcázar y les explicó el plan que había concebido. Después de haberles demostrado cuánto les importaba tener al inca en su poder, y recordado las ventajas que había traído en México el cautiverio de Moctezuma, acabó por proponerles una medida semejante y que fue adoptada sin titubear.
En su consecuencia dividió sus sesenta jinetes en tres pelotones al mando de Soto, Benalcázar y su hermano Fernando; formó una sola masa de la infantería, excepto veinte hombres escogidos que debían ir con él dondequiera que el peligro lo exigiese, y mandó colocar las dos piezas de artillería delante del camino por donde debía llegar el inca.
Al día siguiente, 16 de noviembre, Atahualpa partió de su campamento para ir a visitar a Pizarro; pero queriendo dar a los extranjeros una alta idea de su poder y de sus riquezas, se puso en marcha con toda la pompa que desplegaba en las más grandes solemnidades. Jerez, testigo ocular, describe aquella escena en estos términos: «La gente que traía en la delantera traían armas secretas debajo de las camisetas, que eran jubones de algodón fuertes, y talegas de piedras y hondas; que parecía que traían ruin intención. Luego la delantera de la gente comenzó a entrar en la plaza; venía delante un escuadrón de indios vestidos de una librea de colores a manera de escaques; éstos venían quitando las pajas del suelo y barriendo el camino. Tras éstos venían otras tres escuadras vestidos de otra manera, todos cantando y bailando. Luego venía mucha gente con armaduras, patenas y coronas de oro y plata. Entre éstos venía Atahualpa en una litera aforrada de plumas de papagayos de muchos colores, guarnecida de chapas de oro y plata. Traíanle muchos indios sobre los hombros en alto, y tras de ésta venían otras dos literas y dos hamacas, en que venían otras personas principales; luego venía mucha gente en escuadrones con coronas de oro y plata.»
En cuanto Pizarro descubrió al inca envió a su encuentro al padre Valverde, limosnero de la expedición. Según Jerez el padre Valverde se adelantó llevando un crucifijo en una mano y la Biblia en la otra. Llegado cerca del inca, le dijo por medio de su intérprete: «Yo soy un sacerdote de Dios; yo enseño a los cristianos las cosas del Señor, y vengo a enseñároslas a vosotros. Yo enseño lo que nos ha enseñado Dios y que está contenido en este libro. En cualidad de tal te ruego de parte de Dios de los cristianos que seas su amigo, porque Dios lo quiere, y será para tu bien: ve a hablar al gobernador que te aguarda.» Atahualpa pidió que se le permitiera ver el libro que tenía el padre Valverde, y fuele entregado cerrado. Como no pudiese abrirlo, el religioso alargó la mano para enseñarle cómo debía hacerlo; mas Atahualpa, no queriendo recibir sus instrucciones, le dio con desprecio un golpe en el brazo, esforzándose en abrirlo, lo logró. No se admiró, como los otros indios, al ver los caracteres en el papel; tiró el libro santo a cinco o seis pies de distancia, y luego dijo con acento lleno de orgullo: «Estoy bien instruido de lo que habéis hecho en el camino, y de cómo habéis tratado a mis caciques y pillado las casas.» «Los cristianos no han hecho esto, respondió el padre Valverde; sino que habiéndose algunos indios llevado sus efectos sin que el gobernador lo supiese, éste los ha despedido.
-¡Pues bien! -replicó Atahualpa, no me moveré de aquí hasta que me sea todo devuelto.» El religioso se volvió al gobernador con esta respuesta, mientras que el inca poniéndose de pie en su litera exhortaba a los suyos a que estuviesen preparados para lo que acontecer pudiese.
Zárate refiere este hecho con circunstancias casi semejantes, sólo que añade que cuando el padre Valverde vio las santas Escrituras profanadas por el inca, que había arrojado el libro santo al suelo, exclamó lleno de indignación: «¡A las armas, españoles! ¡a las armas!» Nos hacemos un deber en hacer observar que el exacto y concienzudo G. de la Vega desmiente formalmente este llamamiento a la fuerza, de que algunos historiadores han acusado al padre Valverde con más pasión que justicia.
Sea de ello lo que fuere, Pizarro, que durante esta conferencia había tenido no poco que hacer para contener a sus soldados, impacientes por lanzarse sobre las riquezas que tenían a la vista, dio la señal del combate. Dejáronse oír al instante los instrumentos guerreros de los españoles, vomitaron fuego los mosquetes y los cañones, embistieron los caballos, y la infantería cayó espada en mano sobre los peruanos. Los pobres indios, admirados de un ataque tan brusco e inesperado, turbados por los terribles efectos de las armas de fuego y por la irresistible arremetida de aquellos monstruos, desconocidos para ellos, que llevaban los españoles, diéronse a huir por todas partes, sin probar siquiera defenderse. Pizarro a la cabeza de su tropa escogida, lanzose en derechura sobre el inca, y si bien los grandes de su acompañamiento, apiñándose en torno del monarca, le hacían un escudo con sus cuerpos, sacrificándose en su defensa, llegó muy pronto hasta él, y cogiéndole por el brazo, le hizo bajar de su litera y le llevó a su tienda. La prisión del monarca aceleró la derrota de sus tropas. Los españoles las persiguieron por todas partes, y continuaron degollando a sangre fría a los fugitivos que no oponían la menor resistencia. La noche puso fin a la matanza en la que perecieron más de cuatro mil peruanos (6). No murió ningún español , y sólo Pizarro fue ligeramente herido en la mano por uno de sus propios soldados, en la prisa que se dio para apoderarse de la persona del inca.
Las riquezas recogidas en el pillaje del campamento excedieron a la idea que se habían formado los españoles de la opulencia del Perú; los vencedores se entregaron a los transportes de gozo que debían experimentar unos miserables aventureros, que experimentaban en un solo día un cambio tan extraordinario en su fortuna.
Atahualpa no podía sobrellevar con calma un cautiverio tan inicuo como cruel. La terrible e imprevista calamidad que sufría habíale de tal manera abatido, que durante algún tiempo le fue imposible pensar en los medios de hacer menos miserable su suerte. Pizarro, temiendo perder las ventajas que podía sacar de un preso de tal importancia, procuró disminuir el dolor del vencido con algunas palabras consoladoras; pero viendo el inca que las acciones del vencedor no estaban en armonía con sus manifestaciones de respeto, le rechazó con desprecio. Estando entre los españoles no tardó en descubrir que la sed de oro era su pasión dominante, y concibió la esperanza de obtener su libertad satisfaciendo su avaricia. En su consecuencia ofreció un rescate tal, que llenó de admiración la imaginación de Pizarro, a pesar de lo que conocía ya de las riquezas de aquel reino. «Atahualpa, escribe Jerez, dijo que daría de oro una sala que tiene veinte y dos pies en largo y diez y siete en ancho, llena hasta una raya blanca que está a la mitad del altor de la sala, que será lo que dijo de altura de estado y medio, y dijo que hasta allí henchiría la sala de diversas piezas de oro, cántaros, ollas y tejuelas, y otras piezas, y que de plata daría todo aquel bohío dos veces lleno, y que esto cumpliría dentro de dos meses.»
Esta propuesta fue aceptada, y Atahualpa, no cabiendo en sí de gozo a la idea de recobrar pronto su libertad, tomó las más activas medidas para cumplir sus compromisos, y envió a todas las provincias mensajeros encargados de reunir los prometidos tesoros. Fernando de Soto y Pedro del Barco obtuvieron el permiso de acompañar a los enviados que iban a Cuzco. Sabían que mientras que el inca estuviese en poder de Pizarro nada se intentaría contra ellos, y en efecto por todas partes por donde pasaron fueron recibidos con el más profundo respeto.
El buen éxito completo y rápido que acababan de alcanzar, inspiró a los españoles tanta confianza como audacia, y daban ya por terminada la conquista del Perú. Acaboles de confirmar en esta idea la noticia que se recibió por entonces de que Almagro había desembarcado en San Miguel con ciento cincuenta hombres y ochenta y cuatro caballos; refuerzo que doblaba de un golpe el número de los combatientes. El monarca prisionero, ignorando de dónde venían y con qué medios habían llegado al Perú aquellos nuevos extranjeros, no podía preveer dónde se detendría aquella invasión y cuáles serían sus consecuencias. Mientras que se hallaba agitado por estas inquietudes, vinieron a turbarle por otro lado nuevos motivos de alarma. Supo que sus opresores habían entrado en relaciones con Huáscar, su hermano. En efecto, al llegar Fernando de Soto a la ciudad donde estaba el príncipe preso, pidió verle. La visita del español reanimó las esperanzas del desgraciado príncipe, el cual imploró la protección de los extranjeros contra Atahualpa, y sabiendo la promesa hecha por éste para obtener su libertad, se obligó, si se le restituía su trono, a llenar de oro hasta el techo el cuarto en que estaba preso. Por seductor que fuese este ofrecimiento, superior en mucho al de Atahualpa, Soto no pudo aceptarlo, pero prometió al príncipe que haría todos los esfuerzos posibles para determinar a Pizarro a que escuchase sus proposiciones.
Los oficiales encargados de la custodia de Huáscar, y que eran adictos a su rival, se apresuraron a informar a su monarca de la entrevista de Huáscar y Soto, y esta noticia hizo nacer en su espíritu las más vivas inquietudes. Estaba convencido de que los españoles no rehusarían tan brillantes proposiciones, y de que aprovecharían de buena gana el menor pretexto para dar una apariencia de justicia a sus miras interesadas. Por otra parte, como su propia conducta para con su hermano podía bastar para justificar la falta de fe de los españoles, pensó que su perdición era inevitable, si Huáscar conservaba la vida. Impresionado por esta idea envió orden formal de dar muerte a su hermano, orden que fue con toda puntualidad ejecutada; y luego temiendo que sus vencedores no le hiciesen un cargo de este crimen, puesto que les quitaba la esperanza de un nuevo rescate, afectó el mayor dolor, y sostuvo que sus capitanes habían cometido aquel delito sin su consentimiento.
En esto llegó Almagro a Caxamalca, y sus soldados exaltados a la vista del oro que de todas partes traían, pidieron la repartición del botín; uniéronse a ellos los de Pizarro, y fundiose aquella enorme masa de metal, después de haber separado algunos vasos, preciosos por su trabajo, que fueron destinados al emperador.
El día de Santiago de 1533, Pizarro mandó celebrar una misa solemne, y se procedió al reparto de aquellas inmensas riquezas. «Hecha la cuenta, dice Jerez, reducido todo a buen oro, hubo en todo un cuento y trescientos y veinte y seis mil y quinientos y treinta y nueve pesos de buen oro, de lo cual perteneció a su Majestad su quinto, después de sacados los derechos de fundidor, doscientos y sesenta y dos, y doscientos y cincuenta y nueve pesos de buen oro. Y en plata hubo cincuenta y un mil y seiscientos y diez marcos, y a su Majestad perteneció diez mil y ciento y veinte y un mil marcos de plata. De todo lo demás, sacado el quinto y los derechos del fundidor, repartió el gobernador entre los conquistadores que lo ganaron, y cupieron a los de caballo a ocho mil y ochocientos y ochenta pesos de oro y a trescientos y sesenta dos marcos de plata, y a los de a pie a cuatro mil y cuatrocientos y cuarenta pesos y a ciento y ochenta y un marcos de plata, y a algunos más y a otros menos, según pareció al gobernador que cada uno merecía, según la calidad de las personas y trabajos que habían pasado.» Como el peso de aquella época equivalía a 100 de nuestros reales, resulta que cada jinete recibió, aun sin contar los marcos de plata, 888,000 reales. La parte de Pizarro y la de los oficiales fueron proporcionadas a sus grados, y por consiguiente muy considerables.
La historia no ofrece otro ejemplo de semejante fortuna adquirida en el servicio militar, y jamás fue repartido tan gran botín entre tan escaso número de soldados. Muchos de ellos, viéndose más ricos de lo que nunca se habían imaginado , pidieron a gritos su licencia a fin de ir a pasar el resto de sus días en España. Pizarro, viendo que no podía esperar ya de ellos ni arrojo en los combates, ni en los trabajos paciencia, y convencido que dondequiera que fuesen la vista de sus riquezas movería a una multitud de aventureros a ir a alistarse bajo sus banderas, permitió a más de sesenta de ellos que acompañasen a España a su hermano Fernando, a quien enviaba para llevar al emperador los tesoros que le correspondían, con el encargo de relatarle lo sucedido.
Después del reparto de su rescate el inca requirió a Pizarro para que le pusiese en libertad; pero el general estaba muy distante de pensar en hacerlo. En su convenio con Atahualpa no había tenido más objeto que apoderarse de todas las riquezas del reino, y una vez logrado su objeto, lejos de cumplir lo prometido, había resuelto secretamente hacer perecer al desgraciado monarca. Muchas fueron las circunstancias que le determinaron, al parecer, a cometer este crimen, uno de los más atroces con que se mancharon los españoles en la conquista de América.
Al imitar Pizarro la conducta observada por Cortés con Moctezuma, carecía de los talentos necesarios para seguir con igual arte el plan adoptado por el conquistador de México. No habían tardado a nacer las sospechas y la desconfianza entre el inca y los españoles; el cuidado con que era preciso guardar a un preso de tanta importancia aumentaba mucho las dificultades del servicio militar, al paso que era poca la ventaja que el conservarle reportaba; de suerte que pronto Pizarro no vio en el inca más que un estorbo del cual deseaba librarse.
Sin embargo de que se había dado a los soldados de Almagro en el reparto cien mil pesos, a los cuales ningún derecho tenían, estaban todos descontentos: temían que mientras permaneciese Atahualpa cautivo, los soldados de Pizarro considerasen los tesoros que se podrían recoger en lo sucesivo como suplemento al rescate del príncipe, y que bajo este pretexto, quisieran apropiárselo todo. Así pues pedían con instancia su muerte a fin de que todos los soldados de la hueste corriesen los mismos azares y tuviesen iguales derechos.
El mismo Pizarro empezaba a alarmarse por las noticias que le llegaban de las provincias apartadas del imperio: reuníanse tropas y sospechaba que el inca había expedido órdenes al efecto. Avivaban estos temores y sospechas los artificios de Filipillo, indio que servía de intérprete. Este hombre, a quien sus funciones daban también un título en la casa del monarca cautivo, atreviose, a pesar de lo bajo de su nacimiento, a poner sus ojos en una de las parientas de Atahualpa, salida de sangre real, y no viendo ninguna esperanza de obtenerla mientras viviese el monarca, excitó a los españoles a que le quitasen la vida, alarmándolos con los designios secretos del preso, de que pretendía tener conocimiento.
A estas diferentes causas que concurrían a perder al desventurado Atahualpa, añadiose pronto otra, la más poderosa de todas, porque tuvo su principio en el orgullo humillado de Pizarro. Entre las artes de Europa, excitaba sobre todo la admiración del inca la de la lectura, y quería tiempo hacía descubrir si era una habilidad natural o adquirida. Para aclarar sus dudas pidió a uno de los soldados que le guardaban que escribiese en la uña de su pulgar el nombre de Dios, y enseñó en seguida aquellos caracteres a diferentes españoles, preguntándoles lo que significaban; y con grande admiración suya, todos le dieron sin vacilar la misma respuesta. Un día como se presentase Pizarro ante el príncipe, éste le alargó su pulgar, rogándole que leyese lo que en él estaba escrito: el gobernador se puso colorado, y se vio obligado a confesar lleno de confusión su ignorancia; desde aquel instante Atahualpa lo miró como un hombre vulgar, menos instruido que sus soldados, y no tuvo la habilidad de ocultar los sentimientos que aquel descubrimiento le había inspirado. El general se sintió picado tan al vivo al verse objeto del desprecio de un bárbaro, que se decidió a hacerle perecer.
Mas a fin de dar alguna apariencia de justicia a una acción tan violenta y que podía ser severamente reprendida por el emperador, Pizarro quiso que el inca fuese juzgado según las formas observadas en España en las causas criminales. Él mismo, Almagro, y dos oficiales fueron los jueces; un procurador general acusó en nombre del rey; fue encargado de la defensa un abogado, y nombráronse secretarios para redactar las actas de aquel proceso extraordinario.
Las deposiciones de los testigos, interpretadas por el traidor Filipillo, fueron todas contrarias al monarca, y los jueces, cuya opinión estaba ya fijada de antemano, le condenaron a ser quemado vivo.
Al llegar al lugar del suplicio Atahualpa declaró que quería abrazar la religión cristiana: se hizo saber al gobernador, el cual ordenó que se le bautizase, y el reverendo padre Vicente de Valverde, que trabajaba en su conversión, le administró el sacramento del bautismo. Conmutósele entonces la pena, y en vez de ser quemado, según disponía la sentencia, fue ahorcado. Al día siguiente fue descolgado su cadáver de la horca fatal, y los religiosos, el gobernador y los demás españoles le condujeron a la iglesia para sepultarle en ella con los mayores honores.
«Felizmente para el honor de la nación española, dice Robertson, había todavía hombres que conservaban sentimientos de honor y de generosidad dignos del nombre castellano. Aunque Fernando Pizarro había salido para España, y que Soto había sido alejado, este suplicio no se llevó a cabo sin oposición. Muchos capitanes protestaron enérgicamente contra aquel proceso, que miraban como deshonroso para su patria y contrario a todas las máximas de equidad, como una violación de la fe pública y como una usurpación de jurisdicción sobre un soberano independiente. Inútiles fueron sin embargo todos sus esfuerzos: triunfó la opinión de los que consideraban como legítimo todo lo que creían serles ventajoso. La historia empero se complace en conservar el recuerdo de los generosos designios de los que trabajaron en librar a su patria de la infamia de tan gran crimen.»
Capítulo IV
Recibe Pizarro refuerzos.- Apodérase de Cuzco.- Expedición de Benalcázar a Quito.- Llegada de Alvarado.- Consiente en retirarse.- Fundación de la ciudad de Lima.- Expedición de Almagro a Chile.- Levantamiento de los peruanos.
La muerte de Atahualpa aseguró la dominación de los españoles. Los naturales, aterrados por los espantosos ejemplos que tenían a la vista, y o sobrados indolentes o débiles para tentar de expulsar a los extranjeros, lejos de hacer nuevos esfuerzos contra ellos, procuraban tan sólo ganarse su buena voluntad. Encontrábanse con la muerte de los dos incas sin jefes, sin bandera bajo la cual reunirse; y como si esto no fuese bastante, hallábanse además divididos en dos partidos poderosos, el uno de los cuales sostenía los derechos de Manco o Mango, hermano de Huáscar, al paso que el otro apoyaba las pretensiones del hijo de Atahualpa. Este último era joven y carecía de experiencia, y éste fue el que reconoció Pizarro, persuadido que estaría más dispuesto a dejarse dirigir por él, que su competidor de más edad y experiencia.
Los dos partidos hacían con actividad sus preparativos de guerra, y durante este tiempo simples generales aspiraban en otras provincias a la independencia y a la monarquía absoluta. El mismo Atahualpa, sacrificando a su ambición a todos los descendientes de la raza real, había enseñado a los peruanos a no respetar los privilegios de los hijos del sol.
Los partidarios de aquel inca conservaban sin embargo una grande veneración a su difunto monarca, y en cuanto Pizarro salió de Caxamalca desenterraron su cuerpo para trasladarlo a Quito. El gobernador de la ciudad, llamado Ruminiani, tan notable por su ambición como por sus talentos y su valor, apenas supiera la muerte de su soberano, resolvió hacerse independiente. La traslación de los despojos mortales de Atahualpa a Quito sirvió a sus proyectos. Bajo pretexto de celebrar los funerales de su señor con la pompa y solemnidad dignas de su rango, invitó a la magnífica ceremonia que preparaba a todos los parientes del inca y a los jefes que le habían sido adictos, de suerte que se encontraron reunidos en Quito todos los personajes del imperio. Ruminiani los invitó a un banquete, donde, según él decía, debía tratarse de las medidas que convendría tomar para expulsar a los españoles. Hizo servir a sus convidados una bebida embriagadora llamada sora, y cuando hubo producido su efecto, Ruminiani cayó con sus partidarios sobre sus indefensos convidados, y los degolló sin piedad.
Las revueltas que agitaban al país y que no podían menos de ser provechosas a los españoles, animaron a Pizarro a marchar sobre Cuzco, emprendiendo esta conquista con tanta mayor confianza cuanto que acababa de recibir considerables refuerzos.
Los soldados a quienes había permitido acompañar a su hermano Fernando, en cuanto llegaron a Panamá, hicieron ostentoso alarde ante sus compatriotas de los tesoros que del Perú traían. Derramose en poco tiempo la noticia de sus victorias, y en especial de sus riquezas, por todas las colonias del mar del Sur; los aventureros de Panamá, Guatemala y Nicaragua sintiéronse todos inflamados del deseo de ir a reunirse con Pizarro, y tal fue el número de ellos que, después de haber dejado en San Miguel una guarnición imponente al mando de Benalcázar, el gobernador se encontró todavía al frente de quinientos hombres. Pareciole esta hueste tan considerable, que hasta descuidó tomar las precauciones necesarias contra la traición y la sorpresa. Noticioso de ello Ben Quizquiz, general peruano, reunió un ejército numeroso y convencido de que no podría resistir a los extranjeros en batalla campal, se puso en emboscada cerca del camino por donde debían pasar los españoles, y cayendo de repente sobre la retaguardia, mató diez y siete hombres e hizo ocho prisioneros; después de lo cual marchó en retirada, burlando la vigilancia y actividad de Pizarro. Afortunadamente para los prisioneros había entre ellos dos de los oficiales que habían intentado salvar a Atahualpa, y por respeto a ellos Quizquiz no sólo perdonó la vida a los cautivos, sino que los mandó poner en libertad.
Después de muchos combates, en que obtuvo siempre la ventaja, Pizarro entró en Cuzco, y los tesoros que allí encontró, resto de lo que los habitantes habían sacado u ocultado, excedieron en valor al rescate de Atahualpa. Herrera dice, que separado el quinto perteneciente al rey, quedaron para repartirse 1.920,000 pesos de oro; y sin embargo los soldados no quedaban todavía satisfechos, a pesar de haber recibido cada uno de ellos cuatro mil pesos.
En esto murió el hijo de Atahualpa sin que Pizarro pensase en darle sucesor. Mango Capac le inspiraba poco cuidado, por lo que dejó que fuese reconocido como soberano legítimo por toda la nación.
Mientras que las tropas de Pizarro estaban de esta suerte ocupadas, el bravo y emprendedor Benalcázar suportaba con disgusto la inacción a que estaba condenado; así pues aprovechose de la llegada a San Miguel de algunas tropas de refresco para satisfacer sus instintos aventureros.
Después de haber dejado suficientes fuerzas para la seguridad del fuerte confiado a su custodia se puso al frente de las tropas que quedaban disponibles, y que consistían, según Herrera, en ciento cuarenta hombres, contando peones y caballos, y en doscientos, según Zárate, entre ellos ochenta jinetes. Su intención era someter a Quito, donde según se decía había reunido Atahualpa todos sus tesoros. Ni la distancia a que se hallaba aquella ciudad, ni las dificultades del camino a través de las montañas, ni los esfuerzos de Ruminiani, nada bastó a enfriar el ardor de Benalcázar y de sus compañeros: triunfaron en muchos encuentros de sus enemigos, y Ruminiani, obligado a abandonar a Quito, tuvo que refugiarse en las montañas. Los vencedores sin embargo no sacaron de la toma de la ciudad las ganancias que se prometieran, porque en su fuga los habitantes se habían llevado todas sus riquezas.
La alegría que experimentó Pizarro por estos fáciles triunfos fue turbada por la noticia de un acontecimiento de la mayor importancia, y que le hizo concebir las más vivas inquietudes; tal era la llegada al Perú de un cuerpo numeroso de españoles, mandado por Pedro Alvarado. Este capitán que se distinguiera particularmente en la conquista de México, había sido nombrado gobernador de Guatemala y de toda la parte del Perú que pudiera descubrir fuera de la jurisdicción de Pizarro. Vivía tranquilo y aburrido en su gobierno, cuando la gloria y las riquezas adquiridas por los compañeros de Pizarro, excitaron en él el deseo de lanzarse de nuevo a las agitaciones de la vida militar. Creyendo o fingiendo creer que el reino de Quito estaba fuera de la jurisdicción de Pizarro resolvió invadirlo. Su grande reputación atrajo de todas partes voluntarios que iban a ponerse a sus órdenes, y se embarcó con quinientos hombres, de los cuales más de doscientos eran nobles y servían a caballo. Desembarcó en Puertoviejo, y conociendo imperfectamente el país, marchó sin guías en derechura hacia Quito, siguiendo el curso del Guayaquil y atravesando los Andes hacia su nacimiento. Durante esta marcha por uno de los sitios más agrestes de América, sus tropas debieron abrirse caminos por entre bosques y pantanos: además de estas fatigas sufrieron de tal suerte a causa de los rigores del frío en las alturas de las montañas, que antes de llegar al llano de Quito habían perdido una quinta parte de la gente y la mitad de los caballos. Los que quedaban estaban desalentados y fuera de estado de pelear.
Noticioso Pizarro de la marcha de Alvarado hizo salir inmediatamente a Almagro con todos los soldados que no le eran absolutamente necesarios, con orden de que fuese a oponerse a los progresos de su rival, después de haberse reunido con las tropas de Benalcázar.
Almagro y Alvarado se encontraron en presencia el uno del otro en la llanura de Riobamba, desplegaron uno y otro sus fuerzas; pero los amigos de Pizarro no estaban muy dispuestos a venir a las manos, porque veían delante de ellos una hueste mucho más numerosa que la suya, e ignoraban el estado de debilidad a que se hallaba reducida. Alvarado se adelantó arrojadamente para empezar el ataque, mas los soldados de los dos bandos se negaron a combatir, y se mezclaron los unos con los otros, conversando como antiguos camaradas. La mayor parte de ellos eran oriundos de Extremadura, y los había en las dos huestes que estaban unidos por lazos de parentesco o de amistad. El licenciado Coldera se apresuró a terminar una reconciliación tan felizmente por la casualidad comenzada; sirvió de intermediario entre ambos partidos, y después de algunas pláticas terminó con satisfacción de todos en amistosas paces lo que amenazaba ser comienzo de una guerra civil.
A consecuencia del tratado que siguió a aquella avenencia, Alvarado se obligaba a salir de la provincia de Quito y a dirigir sus armas hacia el sur: convínose igualmente en que Alvarado, Pizarro y Almagro obrarían de concierto y partirían entre sí las ganancias de sus conquistas futuras. Tales eran las cláusulas públicas; mas existía un artículo secreto, que no se creyó prudente divulgar por el temor de excitar el descontento de los soldados de Alvarado, y era el que Almagro pagaría a este jefe cien mil pesos en pago de su retirada.
Después de este arreglo Alvarado permitió a sus soldados que quisieron hacerlo, el que pasasen al servicio de Pizarro, y además manifestó deseos de tener una entrevista con el gobernador, tanto para felicitar al que había sido su antiguo compañero de armas, como para conocer el país sometido a los españoles. Pizarro sin embargo, aunque satisfecho de aquel resultado, gracias al cual una expedición que parecía deber arruinarle había contribuido por el contrario a aumentar sus fuerzas, veía no sin inquietud a un rival tan temible prolongar su permanencia en el país. Temía que si Alvarado entraba en Cuzco la vista de las riquezas que encerraba no le hiciese cambiar de resolución; por lo que diose prisa en reunir la suma prometida, que Almagro no había podido pagar, y dejando el mando de Cuzco a sus hermanos, se trasladó a Pachacamac para aguardar allí a Alvarado, que llegó a los pocos días.
Ya fuese por política, o que en realidad estimase el carácter del afamado capitán que había sido su compañero de armas, Pizarro no empleó en aquella circunstancia la pérfida doblez de que había dado hasta entonces tantas pruebas. Algunos amigos de su confianza le aconsejaban que mandase prender a Alvarado y le enviase a España sin pagarle la suma convenida. Lejos de seguir este parecer, el gobernador no tan sólo pagó a Alvarado los cien mil pesos prometidos, sino que le dio veinte mil más para los gastos de su viaje. Los dos caudillos pasaron juntos algunos días, como antiguos camaradas, hablando de sus peligros pasados y de sus esperanzas para lo porvenir, y separáronse haciéndose las más vivas protestas de amistad. Alvarado regresó a Guatemala, Pizarro se quedó en Pachacamac con la idea de establecer el asiento del gobierno en aquella costa. Cuzco en efecto, antigua residencia de los incas, estaba situado en un rincón del imperio, a más de cuatrocientas millas del mar, y a más distancia aun de Quito. Fuera de estas dos poblaciones no había en el Perú ningún otro establecimiento que mereciera el nombre de ciudad y que pudiese determinar a los españoles a fijar en él su morada.
Recorriendo el país quedó Pizarro prendado de la belleza y fertilidad del valle de Rimac, y resolvió establecer en él la capital de su gobierno, en las riberas de un pequeño río del mismo nombre del valle que riega, a seis millas de Callao, ensenada la más cómoda del Pacífico. Diole el nombre de Ciudad de los Reyes, porque puso su primera piedra el día en que celebra la Iglesia la fiesta de la Epifanía (enero de 1535). Mientras que el Perú perteneció a España se conservó este nombre en los actos públicos; pero la ciudad es más conocida por el de Lima, que será el que le daremos en el curso de nuestra historia. Eleváronse con tanta rapidez los edificios de la nueva ciudad, que tomó pronto un aspecto imponente: el palacio magnífico que Pizarro había mandado construir para él y las soberbias casas destinadas a sus principales oficiales, parecían anunciar desde entonces el alto puesto de grandeza a que debía llegar un día aquella población.
Antes de esta época habíase recibido la noticia de la llegada de Fernando Pizarro a España. La inmensa cantidad de oro y plata que traía excitó aquí tanta admiración, cual la había causado en Panamá y demás colonias españolas. Pizarro fue recibido por el emperador con las atenciones debidas a quien le ofrecía un presente, cuyo valor excedía al concepto que se formaran los españoles de las riquezas de sus adquisiciones en América, aun después de haber transcurrido diez años de la conquista de México. El rey recibió 153,300 pesos de oro, 34,000 marcos de plata, con una gran cantidad de vasos y otros adornos preciosos, independientemente de 499,000 pesos y 54,000 marcos de plata, producto de diferentes regalos que le fueron hechos. Carlos no dudó en colmar de honores a unos hombres que sometían a su imperio un país tan vasto y tan rico. Confirmó todos los privilegios anteriormente concedidos a Pizarro y aumentó su jurisdicción en 70 leguas de costa hacia el norte: toda la comarca debía llamarse la Nueva Castilla. Concediose a Almagro, con el título de adelantado, un territorio de 200 leguas de extensión con el nombre de Nueva Toledo. Fernando Pizarro fue nombrado caballero de Santiago, la primera de las órdenes militares españolas, y objeto en todos tiempos de las más nobles ambiciones. Por último Francisco Pizarro fue elevado a la nobleza y recibió el título de marqués. Satisfecho Fernando volvió al Perú, acompañado de muchos voluntarios más distinguidos por su nacimiento que la mayor parte de los que habían hasta entonces servido en América.
Hallábase Almagro en Cuzco cuando tuvo noticia de los privilegios que acababan de concedérsele. En cuanto se vio dueño de un gobierno propio creyó que era tiempo de sacudir la dependencia en que había estado siempre con respecto a Pizarro. Pretendió al principio que Cuzco hacía parte de su jurisdicción, y quiso ejercer en él una autoridad absoluta que dispertó los recelos de los amigos de Pizarro. Sus dos hermanos, Juan y Gonzalo, auxiliados por muchas personas de distinción, quisieron dirigir a Almagro algunas quejas sobre la ilegalidad de su conducta, mas este jefe, excitado por los que se habían declarado partidarios suyos, se negó a escucharlos. Tal fue el principio de esas disensiones que debían agitar todo el país, y que tan fatales fueron a los dos competidores. Suscitáronse disputas entre los amigos de los dos jefes, y las luchas que fueron su consecuencia costaron la vida a no pocos soldados. Informado Pizarro del triste estado en que se hallaban las cosas, apresurose a partir para Cuzco: hizo el viaje con una rapidez sorprendente, y su presencia bastó, siquiera por el momento, para restablecer el orden.
La reconciliación entre Pizarro y Almagro no había sido sincera. Éste no podía olvidar la conducta de su consocio cuando su viaje a España; y fuerza es confesar que habíase portado con él con perfidia e ingratitud. La política y el interés común habían traído una reconciliación; pero Almagro se acordaba siempre de que había sido engañado, y deseoso de vengarse, aguardaba tan sólo la oportunidad de hacerlo. Cada uno de los dos jefes estaba rodeado de subalternos interesados en lisonjearlos, quienes con el arte y la maldad propias de esta clase de hombres, agriaban sus mutuos recelos, y hacían que las más ligeras faltas fuesen tomadas como insultos los más graves. A pesar de esto se temían el uno al otro, y ninguno de ellos se creía bastante fuerte para llegar a un rompimiento. Pizarro, con una mezcla de dulzura y de firmeza, insistiendo con energía en los funestos efectos que tendrían aquellas disputas para el bien de todos y para su interés personal, y calmando el enojo de Almagro con protestas y promesas, logró hacerle renunciar a sus proyectos de ambición y de independencia. Así pues verificose una nueva reconciliación; pero Pizarro, para quien Almagro era siempre un rival peligroso, quiso alejarle de Cuzco, ocupándole en algo. Presentole la conquista de Chile como una empresa digna de sus esfuerzos, y para más determinarle a intentarla, le prometió que si esa conquista no correspondía a sus esperanzas, le indemnizaría cediéndole una parte del Perú. Almagro se apresuró a aceptar esta propuesta, que inflamando su ambición, caldeó su natural ardor por las expediciones y las aventuras; y como para los españoles no tenía límites la idea que se habían formado de las riquezas y la extensión de aquellas comarcas, Almagro se lisonjeó de conquistar provincias muy superiores, bajo todos conceptos, a las sometidas hasta entonces. Empezaron al momento los preparativos de la expedición, y como el número de los aventureros había aumentado considerablemente, Almagro reunió en poco tiempo hasta quinientos cincuenta hombres. Además de esta hueste, fueron enviados en diferentes direcciones destacamentos mandados por jefes escogidos a fin de reconocer y conquistar otros territorios.
Almagro partió a principios de 1535. A pesar de la amistad que parecía reinar entre él y Pizarro, tuvo cuidado, antes de su partida, de tomar todas las precauciones que pudieran ponerle a cubierto de la doblez de su colega. Al efecto dejó en Cuzco a Juan de Herrada, su amigo fiel, que tenía a sus órdenes un gran número de hombres de lealtad probada, y que debía informar a su jefe de todos los acontecimientos que tuviesen lugar.
Almagro llevó consigo un hermano del inca llamado Pallu, el gran sacerdote, muchas personas de distinción y un cuerpo de tropas de quince mil indios. Al frente de este considerable ejército púsose en marcha para descubrir y subyugar el reino de Chile, que hacían igualmente famoso sus riquezas y las disposiciones belicosas de sus habitantes.
La expedición llegó sin dificultad a Charloy; mas al deliberar acerca el camino que debía seguirse , Almagro eligió el que ofrecía más obstáculos y peligros, y a pesar del consejo de Pallu resolvió atravesar las montañas en vez de marchar por el país que se extiende a lo largo de la costa. Varios eran los motivos que para ello tenía: en primer lugar el camino elegido era el más corto; por otra parte su genio emprendedor le hacía despreciar las dificultades, y por último temía, siguiendo el camino indicado por Pallu, caer en emboscadas concertadas de antemano entre los indios. Después de algunos días de marcha pudo reconocer el yerro cometido: los españoles encontraron la nieve acumulada en tan gran cantidad, que no podían abrirse camino sino a costa de los más grandes esfuerzos. Empezaron a dejarse sentir los efectos del frío más intenso; los días eran cortos, y después de haber permanecido expuestos por espacio de tres crueles noches a todo el rigor del clima, un gran número de soldados sucumbieron. Habíanse agotado los mantenimientos, y era imposible encontrar víveres en aquellas agrestes regiones. El ejército disminuía sensiblemente bajo el triple azote del frío, el hambre y la fatiga, y según G. de la Vega, no bajó de cincuenta españoles y de diez mil indios el número de los que perecieron en aquella marcha desastrosa.
Almagro llegó por fin a las llanuras de Chile, y reconoció que no le habían engañado al ponderarle la fertilidad del suelo y las riquezas del país. En los distritos sometidos al inca recibió la más favorable acogida, porque los naturales le veían acompañado del hermano de su señor, pudiendo hacerse de esta suerte con una gran cantidad de oro, que distribuyó generosamente entre sus compañeros, para recompensarles por los servicios prestados y alentarles a perseverar en su empresa.
A medida empero que fue internándose las cosas cambiaron de aspecto: los chilenos, sorprendidos al principio por el singular aspecto de los extranjeros, no tardaron en volver en sí de su admiración y terror, y atacaron a los españoles con una resolución, de la cual no había habido aún ejemplo en aquella parte de América. Por último, después de muchas fatigas y peligros, Almagro tuvo que dejar su empresa sin terminar, llamado al Perú por una revolución tan repentina como inesperada que estallara en el país y que amenazaba anonadar el poder de los españoles.
Convencido Pizarro de que nada tenía que temer de los peruanos mientras tuviese en su poder el inca, obligaba a Manco Capac a residir en Cuzco, bajo pretexto de que esta ciudad era la residencia del soberano, pero en realidad para que estuviere a la vista de Juan y de Gonzalo Pizarro, a quienes su hermano recomendaba particularmente que le vigilasen cada vez que él se ausentaba de Cuzco.
El inca había instado repetidas veces a Pizarro para que le restableciese en todas las prerrogativas de su dignidad: habíase quejado vivamente de los honores irrisorios que se le tributaban, afectando reconocerle en público como soberano, mientras que en realidad era menos libre que el más miserable de sus súbditos. Pizarro, que tenía poderosos motivos para querer evitar un rompimiento, eludió al principio el satisfacer a estas quejas, y luego para sustraerse a nuevas reclamaciones, pretextó ser necesaria su presencia en Lima, y salió de Cuzco. El inca resolvió aprovecharse de su ausencia para ejecutar un proyecto que meditaba tiempo hacía: había observado que las fuerzas de los españoles estaban diseminadas, y que sólo había en Cuzco un corto número de hombres. Por medio de inteligencias que mantenía con las provincias, mandó hacer secretamente los preparativos de una sublevación general, aguardando tan sólo una ocasión favorable para escaparse y ponerse al frente de sus tropas, al propio tiempo que, a fin de no dispertar las sospechas de sus guardadores, fingía una ciega sumisión a las órdenes de Pizarro.
Por esta época (1536) llegó Fernando Pizarro a Cuzco: el inca se manifestó más que nunca resignado y sumiso, y cuando vio que éste no abrigaba la menor desconfianza, pidiole permiso para ir a Jucay, donde tenía sus jardines de recreo, y donde, según decía, debía celebrarse una gran fiesta nacional, prometiendo además a Fernando traerle la estatua de oro macizo de su padre Guaynacaba, que estaba en aquel sitio. Seducido por la esperanza de tan gran regalo, Fernando Pizarro consintió en lo que le pedía el inca, y le dejó salir de Cuzco acompañado tan sólo de algunos criados. Hallábanse reunidos ya en Jucay los personajes principales del imperio, sin que su presencia excitase la menor sospecha a causa de la fiesta anunciada. Todo este asunto había sido conducido con tanto orden, y con tanta prontitud y sigilo, que los españoles no tuvieron noticia de la explosión hasta que se hubo propagado en todo el país el incendio.
Manco Capac arengó a los caciques, les conjuró que exterminasen a toda la raza de sus enemigos, recomendoles que atacasen a los pequeños destacamentos que recorrían el país degollando hasta el último soldado, mientras que dos ejércitos formidables sitiarían a Cuzco y a Lima.
Las órdenes del inca fueron con religiosa puntualidad ejecutadas: desplegose en todas partes el estandarte de la guerra, y dondequiera los peruanos tomaron las armas con una resolución igual a la apatía que hasta entonces habían manifestado. Marchó sobre Lima un poderoso ejército, mientras que una inmensa multitud, que hace subir Zárate a doscientos mil hombres, mandada por el mismo inca, sitiaba a Cuzco. Al propio tiempo habían sido sorprendidos y destrozados algunos destacamentos españoles, y estas primeras ventajas habían inflamado a los indios, que ardían en deseos de librar al país de la presencia de los extranjeros.
Advertidos los tres hermanos de Pizarro del peligro que amenazaba a Cuzco, se apresuraron a enviar un mensajero al gobernador pidiéndole socorros, en tanto que hacían los más vigorosos esfuerzos para oponer al enemigo una resistencia digna del renombre de las armas españolas y del valor que distinguía a su familia. Mas el gobernador no recibió el mensaje: Lima estaba ya sitiada, y los peruanos impedían las comunicaciones entre las dos ciudades, de suerte que los españoles que había en cada una de ellas empezaban a temer que eran ellos los únicos europeos que en el Perú existían. Proseguíase en especial el sitio de Cuzco con el mayor vigor: las fuerzas de Pizarro, que consistían tan sólo en doscientos hombres, ochenta de los cuales eran de a caballo, tenían que defenderse contra un ejército de más de doscientos mil indios. Ni siquiera estaba compensada esta desigualdad por la superioridad de las armas. Los americanos no se asustaban ya de las de fuego, ni a la vista de los caballos. Los que habían cogido espadas y picas a los españoles servíanse de ellas; otros, y el inca era de este número, montaron los caballos de que se habían apoderado, y corrían con ellos al combate, cual si estuviesen acostumbrados a manejarlos desde su infancia.
Durante los nueve meses que duró el sitio de Cuzco, los peruanos desplegaron talentos superiores a los de los mexicanos y redujeron a los españoles a un estado casi desesperado. No había para éstos ningún momento de reposo, y mientras que el enemigo podía llevar todos los días tropas de refresco al ataque, los sitiados, reducidos a un escaso número, desalentados y rendidos de fatiga, se veían obligados a sobrellevar de continuo nuevas penalidades. Sin embargo en este estado de desolación estaban más que descorazonados rabiosos, y preparáronse a reunir sus postreros recursos, dispuestos a perecer todos, haciendo contra sus enemigos un esfuerzo desesperado, antes que rendirse. Su posición era cada vez más crítica, cuando vino a salvarlos de repente un acontecimiento inesperado.
Almagro había llegado a las inmediaciones de la ciudad. Detenido en sus proyectos de conquista, había sabido el levantamiento de los peruanos y venido a Cuzco, sin determinación fija, si bien había realmente concebido el proyecto de apoderarse de la ciudad. Cuando hubo reconocido el estado de las cosas, vaciló acerca el plan de conducta que debía seguir. Al ver el ejército formidable de los sitiadores comprendió que tendría que combatir en los peruanos a enemigos poderosos, al paso que haciendo alianza con ellos, le sería fácil vencer a Pizarro, cuya situación era desesperada. Sin embargo su corazón de castellano se negaba a cometer este acto de felonía: por grandes que fuesen sus motivos de odio contra Pizarro, repugnábale volver sus armas contra sus compatriotas, y por otra parte era de temer, que en el caso de tomar este partido violento, los indígenas, tranquilos espectadores de aquella terrible lucha, fuesen los únicos en aprovecharse de ella.
El inca por su parte quería impedir la unión de los dos ejércitos españoles, y acudiendo a la astucia, hizo pedir a Almagro una entrevista a fin de fijar las bases de un tratado. Su objeto secreto era hacerle asesinar; pero Almagro era sobrado prudente para entregarse ciegamente a su enemigo, y fue a la entrevista escoltado por un número considerable de sus mejores soldados, con lo que burló el plan tramado contra su existencia. Mientras que el inca y Almagro se entregaban a inútiles negociaciones, Fernando Pizarro resolvió valerse también de la astucia. Envió mensajeros a Juan de Saavedra, que mandaba las tropas en ausencia de Almagro, que estaba entonces al lado del inca, y le hizo los más seductores ofrecimientos si consentía en abandonar el partido de su jefe. Mas Saavedra rechazó con desprecio todas las proposiciones que se le hicieron. De esta suerte los tres partidos permanecieron algún tiempo en la incertidumbre, observándose los unos a los otros, y no atreviéndose a tomar ninguna resolución decisiva.
Por fin el inca atacó a Almagro y fue rechazado con gran pérdida: desesperando entonces del triunfo, suspendió las hostilidades y dispersó su ejército. La indomable resistencia que le habían opuesto los españoles durante más de un año le había disgustado de una guerra que no le ofrecía ya ninguna esperanza de buen éxito, y al ver a sus enemigos reunidos se retiró del campo de batalla, dejando que los dos partidos se disputasen la victoria.
Capítulo V
Apodérase Almagro de Cuzco.- Hace prisionero a Fernando y Gonzalo Pizarro.- Derrota a Alvarado.- Negociaciones con Francisco Pizarro.- Su rompimiento.- Batalla de Salinas.- Prisión de Almagro.- Su proceso y muerte.- Retrato de este caudillo.
No teniendo nada que temer ya de los naturales, Almagro avanzó rápidamente hasta las puertas de Cuzco, y envió mensajeros a los hermanos Pizarro para intimarles que evacuasen una ciudad donde sólo él tenía derecho de mandar. Fernando contestó con dignidad y cordura que mandaba en Cuzco en nombre del gobernador, y que no abandonaría su puesto sin sus órdenes expresas; a más de que añadió, no era por la fuerza de las armas como debía hacer valer sus pretendidos derechos, sino por medio de negociaciones leales tratar con el gobernador.
Estos argumentos apoyados por la mediación de los capitanes más distinguidos de los dos bandos que se veían con horror amenazados de una guerra civil, movieron a Almagro a concluir una tregua. Convínose en que Fernando enviaría un mensajero a Lima para dar cuenta a Pizarro de lo que había pasado, y que hasta que llegase la respuesta los dos partidos se abstendrían de todo acto de hostilidad. Esta tregua no fue de larga duración; los amigos de Almagro le echaron en cara que llevaba hasta el exceso la debilidad y la confianza; recordándole la conocida doblez de los Pizarros, le hicieron creer que Fernando sólo se había propuesto ganar tiempo para recibir refuerzos que le permitiesen continuar la guerra con ventaja, persuadiéndole por fin de que no debía dejar escapar una ocasión tan propicia de apoderarse de Cuzco.
Almagro se dejó convencer por estas razones, y como muchos de los soldados de Pizarro se habían pasado a sus banderas, creyó que arrastraría fácilmente a los demás. Decidiose pues a sorprender la ciudad y apoderarse de los jefes. Este plan le salió a medida de sus deseos: la guarnición de Cuzco dormía descuidada, y cuando un soldado corrió a anunciar a Fernando que las tropas de Almagro entraban en la ciudad, aquél le respondió que debía equivocarse, puesto que un soldado y hombre de honor no podía faltar así a su palabra. En esto Almagro habíase apoderado de la población: llegó sin obstáculo a la morada de los dos hermanos y les intimó que se rindiesen; mas éstos se negaron a ello, y atracando las puertas, preparáronse a una defensa obstinada. Almagro mandó pegar fuego a la casa, y las llamas hicieron tan rápidos progresos, que los Pizarros, no teniendo otro medio de evitar una muerte horrible, se rindieron a discreción. Cargóseles de cadenas, lo mismo que a los principales capitanes, y la autoridad de Almagro fue reconocida por todos.
A la primera noticia de la insurrección de los peruanos, Francisco Pizarro había enviado a pedir socorros a todas las colonias españolas, y mientras los aguardaba, había defendido a Lima con bravura. Cuando llegaron refuerzos dispersó al momento al ejército enemigo, y se halló en estado de enviar un cuerpo de tropas de quinientos hombres a las órdenes de Alfonso Alvarado y de Garcilaso de la Vega, el padre del historiador, para socorrer a Cuzco, si todavía era tiempo. Aquella pequeña hueste llegó a muy corta distancia de la capital, antes de que pudiese sospechar que tuviese que combatir otros enemigos que los indios; así que causó grande admiración a Alvarado y a los suyos ver a sus compatriotas apostados en las orillas del Abancay resueltos a disputarles el paso. Almagro sin embargo hallábase todavía indeciso: temía empeñar una acción con tropas más numerosas que las suyas, con tanta más razón, cuanto que teniendo en sus filas a algunos soldados de Pizarro, podían éstos abandonarle en el momento del combate. Una circunstancia del todo inesperada vino a sacarle de su irresolución.
Había en la hueste venida de Lima un oficial llamado Pedro de Lerma, que quejoso de Pizarro, quería vengarse de él pasándose a Almagro. Escribiole pues para darle a conocer sus intentos, y le aseguró que en cuanto se acercase, se le reuniría con cien hombres. Almagro no despreció el aviso; púsose de acuerdo con Lerma, y atacó por la noche a Alvarado que, abandonado de parte de sus soldados, fue fácilmente vencido y hecho prisionero con sus principales jefes.
Con esta ventaja hubiera quedado resuelta la contienda para siempre, si Almagro, como sabía vencer, hubiese poseído el arte de aprovecharse de su victoria. Rodrigo Orgoñez, oficial de gran talento, que militando las órdenes del condestable de Borbón, en sus guerras en Italia, se había acostumbrado a las resoluciones atrevidas y decisivas, le aconsejó que hiciese morir a Fernando y Gonzalo Pizarro, a Alvarado y algunos otros a quienes no podía prometerse ganar, y marchase en seguida sobre Lima con sus tropas victoriosas, antes que el gobernador tuviese tiempo de prepararse para la defensa. Almagro conocía todas las ventajas de este consejo y no carecía de la resolución necesaria para seguirlo; pero cedió a sentimientos que no parecían convenir a su posición, deteniéndose ante escrúpulos, honrosos sí, pero que parecían extraños en un jefe de partido que había desenvainado la espada para provocar una guerra civil . Su humanidad le impidió derramar la sangre de sus adversarios, al paso que el temor de ser tenido por rebelde no le permitía entrar espada en mano en una provincia que su soberano había dado a otro. Sabía muy bien que la querella entre él y Pizarro sólo podía terminarse por medio de las armas, y no rehusó este modo de resolverla; pero quería que su rival fuese considerado como agresor, por cuya razón tomó tranquilamente el camino de Cuzco, para aguardar que Pizarro fuese allí a buscarle (julio de 1537).
Éste ignoraba aún todo lo que había pasado: la vuelta de Almagro, la toma de Cuzco, la muerte de uno de sus hermanos, el cautiverio de los otros dos y la derrota de Alvarado, todas estas noticias llegaron a él al mismo tiempo, cual si la fortuna hubiese querido abatir de una sola vez su ánimo altivo y resuelto. Fue aquello un golpe terrible para el gobernador, quien a la par que deploraba la muerte de su querido hermano y temía por la existencia de los otros dos, sentía atormentado su espíritu por el orgullo, la humillación y la sed de venganza, y parecía deber sucumbir bajo el peso de tantos infortunios. Mas su valor indomable le dio fuerzas para resistir a este terrible golpe, y llamó en su auxilio toda su energía para detener los progresos del mal. Como era dueño de la costa y aguardaba considerables refuerzos en hombres y provisiones, importábale tanto ganar tiempo y evitar una batalla, como conveniente hubiera sido para Almagro activar sus operaciones y llegar pronto a una acción decisiva. En su consecuencia Pizarro entabló negociaciones con su rival, y con tal habilidad las condujo, que duraron muchos meses sin dar ningún resultado. Cansado de esas dilaciones Almagro se adelantó con su ejército hasta las fronteras de la jurisdicción de Lima, donde se detuvo para aguardar la respuesta definitiva de Pizarro. Al salir de Cuzco se había hecho acompañar por Fernando, que sabía que era enemigo suyo declarado, y de este modo tenía siempre en su poder un rehén importante. Confió el mando de la ciudad a Gabriel Rojas, cuya adhesión y valor le eran conocidos. Por más activa que fuese la vigilancia de este capitán, no pudo burlar los esfuerzos que hacían Gonzalo Pizarro y Alvarado para recobrar su libertad. Los dos presos ganaron a los soldados encargados de su custodia, los cuales les proporcionaron en secreto armas y herramientas por medio de las cuales les fue fácil romper sus cadenas. Una noche, en el momento en que Rojas había ido a visitar a los presos, éstos le cercaron, apoderáronse de él y le amenazaron con la muerte si gritaba. Rojas se sometió; Gonzalo y Alvarado salieron de la ciudad con un centenar de hombres, y no tardaron en reunirse con el gobernador. Esta fuga causó grandísima alegría a Pizarro, pero el cautiverio de Fernando le imponía la necesidad de continuar siguiendo la marcha política que le había salido tan bien hasta entonces. Almagro por su parte desalentado por la fuga de sus presos y la defección de sus soldados, y asustado de los grandes preparativos que hacía Pizarro, parecía dispuesto a venir a un acomodamiento. Esto era lo que Pizarro deseaba; así pues nombró cada uno de ellos dos parlamentarios con plenos poderes para tratar. Los primeros artículos del convenio establecían que Fernando sería puesto en seguida en libertad y que pasaría a España, acompañado de un criado de Almagro para someter al rey la causa de su contienda, y que entre tanto los dos rivales permanecerían en posesión de los territorios que cada uno de ellos ocupaba. Almagro no vio el lazo que se le tendía: firmó el convenio y puso al momento a Fernando en libertad. Desde el instante en que Pizarro no tuvo que temer por la vida de su hermano, se quitó la máscara y declaró que sólo con las armas en la mano debía decidirse quién de los dos entre él y Almagro sería dueño del Perú. Hizo los preparativos con la prontitud que resolución tan atrevida reclamaba y convenía a su carácter. Pronto tuvo setecientos hombres en estado de marchar sobre Cuzco, y dio el mando de ellos a sus dos hermanos, en quienes podía contar para la ejecución de las medidas más violentas, puesto que, además de su ambición, se hallaban animados por el reciente recuerdo de su prisión y de sus sufrimientos. Después de haber intentado, aunque sin éxito, atravesar las montañas para llegar por un camino directo a Cuzco, marcharon por la costa hasta Nasca, desde donde torciendo a la izquierda, penetraron en los desiertos del ramal de los Andes que los separaba de la capital. Almagro, en vez de seguir el consejo de los capitanes que querían que procurase defender los pasos difíciles, aguardó a su enemigo en la llanura de Cuzco. Dos razones habíanle determinado a tomar esta resolución; no tenía más que quinientos hombres, y temía debilitarse más enviando destacamentos a las montañas; y como por otra parte su caballería era más numerosa que la de los Pizarros, no podía aprovecharse de esta ventaja sino combatiendo en un país llano.
No tardaron los dos ejércitos en encontrarse, mostrando igual impaciencia para poner fin a una querella que duraba tanto tiempo hacía. Compatriotas y combatiendo poco antes bajo el mismo estandarte, los españoles podían ver las montañas que rodeaban la llanura cubiertas de numerosas partidas de indios, reunidos para gozar del placer de verlos degollarse mutuamente, y dispuestos a atacar en seguida al partido que quedase vencedor. Mas todas esas consideraciones de nada servían ante el cruel rencor de que se hallaban animados; no se dio en uno y otro bando ningún consejo de paz; no se dejó oír ninguna propuesta de arreglo. Desgraciadamente para Almagro su edad avanzada no le permitía soportar largos trabajos, y extenuado en aquel momento crítico por las fatigas y privado de su actividad ordinaria, se vio obligado a confiar el mando a Orgoñez, el cual, aunque excelente capitán, no era tan amado de sus soldados ni ejercía sobre ellos tanto ascendiente como el jefe, a quien estaban acostumbrados a seguir y a respetar.
El 6 de abril de 1538 diose pues la sangrienta batalla de Salinas, la cual empezó por una carga de caballería sostenida de una y otra parte con indecible tesón. Fernando fue derribado de caballo con no poco riesgo de su vida. El combate se hizo pronto general y terrible. Almagro tenía mayor número de veteranos y de jinetes; mas estas ventajas estaban compensadas por parte de los Pizarros, por dos compañías de mosqueteros bien disciplinadas, que el emperador había enviado de España al saber el levantamiento de los indios. En aquella época el uso de las armas de fuego estaba poco generalizado en América entre los aventureros, que se equipaban sin regularidad y a sus expensas; así pues aquella pequeña partida de mosqueteros fue la que decidió la suerte de la jornada: dondequiera que llevaba su fuego, bien dirigido y sostenido, derribaba todo cuanto tenía delante. Cuando el enemigo comenzó a batirse en retirada, los Pizarros reunieron todos sus recursos para hacer un último esfuerzo. En aquél momento Orgoñez fue herido y cayó de caballo: aquélla fue la señal de la derrota: las tropas de Almagro se dispersaron en todas direcciones, y los que escaparon a la matanza debieron tan sólo su salvación a la fuga.
Demasiado débil para tenerse a caballo y para tomar una parte activa en el combate, Almagro, llevado en una litera, seguía desde lo alto de una colina el movimiento de los dos ejércitos, y presenció la derrota de los suyos con la indignación de un viejo capitán acostumbrado tiempo hacía a la victoria. Viéndolo todo perdido intentó huir; mas Gonzalo y Alvarado lanzáronse ellos mismos en su seguimiento, y lograron apoderarse de su persona.
Una de las circunstancias más notables de esta desastrosa jornada, fue la inacción de los indios, que dejaron perder una ocasión tan propicia para exterminar de un solo golpe a casi todos sus enemigos. Habían muerto ciento cuarenta españoles, y hallábanse los demás tan extenuados por sus heridas y el cansancio, que les hubiera sido imposible defenderse contra la multitud de los peruanos. Nada en la historia del Nuevo Mundo prueba quizás mejor que este hecho el admirable ascendiente que habían tomado los españoles sobre los americanos. Éstos se contentaron con despojar a todos los que encontraron en el campo de batalla, así a los muertos como a los heridos.
Los Pizarros mancharon su victoria con actos de atroz crueldad. Orgoñez, de Lerma y muchos otros partidarios de Almagro fueron muertos a sangre fría, si no por orden de los jefes, al menos con su aprobación. Cuzco fue entregado al pillaje, y los vencedores encontraron un botín considerable formado en parte de lo que quedaba de los tesoros de los indios, y en parte de las riquezas recogidas por sus adversarios tanto en el Perú como en Chile.
Sólo faltaba entonces ocuparse en la suerte de Almagro, la cual no parecía dudosa, puesto que desde los primeros momentos se había resuelto su muerte. No atreviéndose sin embargo a hacerle perecer secretamente, los Pizarros quisieron cubrir su venganza con un simulacro de justicia, y resolvieron hacerle comparecer ante una comisión encargada de juzgarlo. Temieron sin embargo que los antiguos partidarios del acusado, incorporados a sus tropas, no verían a sangre fría a su intrépido e infortunado caudillo conducido como un vil criminal a una muerte ignominiosa, después de los grandes servicios que había prestado; por cuyo motivo Fernando Pizarro creyó deber retardar el momento en que podría satisfacer el odio que contra Almagro alimentaba. No tardó en presentarse la ocasión que deseaba. El botín recogido en el saqueo de Cuzco no había correspondido a las esperanzas de los vencedores, y murmuraban ya de la inacción en que se les tenía. Fernando propuso en su consecuencia a varios capitanes que se pusiesen al frente de algunos destacamentos a fin de recorrer el país. Esta proposición, tan conforme con el carácter y el deseo de los aventureros, fue recibida con alegría; preparáronse algunas expediciones, y Fernando tuvo buen cuidado de hacer que tomasen parte en ellas todos los antiguos soldados de Almagro y aquellos de sus compañeros de quienes no estaba enteramente seguro.
En cuanto hubieron partido los destacamentos, Fernando se apresuró a llevar a cabo sus proyectos: nombró un tribunal encargado de examinar la conducta de Almagro, procesado como culpable de traición y rebeldía. Entre los cargos que se le hicieron, se le acusaba de haber entrado a la fuerza en Cuzco, entablado negociaciones con el inca contra los españoles, y hecho derramar la sangre de sus compatriotas en los combates de Abancay y Salinas. Estos cargos fueron fácilmente probados y Almagro fue condenado a muerte. La noticia de la sentencia pronunciada contra él fue para el viejo caudillo un golpe terrible. Por grande que fuese la animosidad y el odio de Fernando, Almagro no había pensado nunca que le hiciese morir, en el momento sobre todo en que se hallaba imposibilitado de tentar el menor esfuerzo para alcanzar de nuevo el poder: y entonces aquel anciano desafortunado, luchando a la vez contra la enfermedad, el pesar, la debilidad y la vergüenza, faltó a su carácter implorando la compasión de un hombre cuyo corazón no soñaba más que con la venganza.
Fue para el ejército un doloroso y desgarrador espectáculo ver a ese bravo veterano, a ese hombre que había pasado toda su vida en el servicio de su patria, a ese caudillo a quien, después de Pizarro, debía España la conquista del Perú, echarse a los pies de su venturoso rival, y suplicarle con lágrimas en los ojos, que le dejase un resto de vida. Almagro recordó a Fernando que también él había estado en su poder y que sin embargo había respetado sus días; le hizo presente los servicios hechos a su patria, la antigua amistad que le unía con el gobernador a cuya elevación y fortuna había tan poderosamente contribuido. Fernando eludió el contestar a estas razones, que no admitían réplica, y manifestó sorpresa y vergüenza de que un soldado español, de un mérito tan señalado como Almagro, se mostrase tan apocado en presencia de la muerte. Este sangriento insulto desgarró el corazón del anciano y le devolvió toda su energía: dejó de suplicar y se dispuso a sufrir su suerte con calma y firmeza. El único alivio que alcanzó en el rigor de su sentencia fue que sería ahorcado en la cárcel y decapitado públicamente. Ejecutose la sentencia, y Almagro recibió la muerte con una tranquilidad y valor dignos de su renombre militar y de sus antiguas hazañas. Tenía entonces setenta y cinco años de edad. Antes de morir nombró para sucederle en su gobierno, en virtud de los poderes que tenía del emperador, a su hijo Diego, preso entonces en Lima. Francisco Pizarro no dio la menor importancia a este testamento, que fue más adelante un manantial fecundo de disensiones y calamidades.
Tal fue el deplorable fin de D. Diego de Almagro, uno de los más distinguidos conquistadores del Nuevo Mundo. No era tan sólo un soldado de un mérito superior; era además un hombre dotado de grandes talentos, y que ofrecía bajo este punto de vista un singular contraste con Pizarro. La conducta de Almagro iba acompañada de cierta franqueza y generosidad caballeresca, mientras que en la de Pizarro se veía a menudo una doblez refinada, y la determinación fija de sacrificarlo todo a sus miras políticas. La vida de Almagro no está ciertamente al abrigo de justas acusaciones; pero si bien cometió muchas faltas, no tuvo jamás que echarse en cara esos excesos de crueldad que manchan la memoria de Pizarro. Independientemente de los importantes servicios que prestó en la conquista del Perú, España le debe el descubrimiento del reino de Chile, que fue con el tiempo una de sus más productivas posesiones en América.
Capítulo VI
Viaje de Fernando Pizarro a España.- Su prisión.- Medidas que tomó el gobierno.- Expedición de Gonzalo Pizarro a la Canela.
La muerte de Almagro y la dispersión de sus partidarios pusieron término por algún tiempo a las disensiones civiles de los españoles. El gobernador, disfrutando por fin de una tranquilidad completa, empleó aquellos momentos de reposo en organizar con regularidad las provincias a que su jurisdicción se extendía. Sometió en poco tiempo el territorio de Callao, y fue a Cuzco a fin de consultar con sus hermanos sobre las medidas que para lo futuro convenía adoptar. El primer objeto en que se ocuparon fue en los medios que emplearse debían para prevenir la impresión desfavorable que podía producir en el ánimo del emperador la muerte de Almagro. Resolviose que Fernando pasaría inmediatamente a España para justificar su conducta y atribuir toda la falta a la rebelión de aquel caudillo; y en su consecuencia partió en 1539, contra el parecer de sus más fieles amigos, que hacían observar lo imprudente que era enviar a España, precisamente aquél sobre quien en especial recaía la acusación de la muerte de Almagro.
Fernando apareció en la corte con una pompa y magnificencia que admiró al pueblo, mas a pesar de la audacia con que se presentó ante el monarca, apercibiose pronto que no podía contar con el favor imperial. En efecto, Diego de Alvarado y algunos amigos de Almagro, que lograron escaparse después de la batalla de Salinas, habían pasado inmediatamente a España, donde no habían dejado de instar a los ministros para que se procesara a los Pizarros. Conocidos de todos eran los hechos que se alegaban, habiendo logrado alarmar al gobierno sobre la tiranía que ejercían los tres hermanos. Acusábaseles de haber establecido en América el más violento despotismo, no sólo con los indios, sino hasta con los españoles: decíase que habían sido los agresores en las contiendas con Almagro, en las cuales se habían conducido con una crueldad y una perfidia inauditas. Nada en una palabra se había olvidado de lo que podía hacerles parecer culpables. Estas acusaciones, con frecuencia repetidas, produjeron su efecto, y el monarca indignado mandó que se abriese al momento una información acerca los asuntos del Perú.
Fernando no era hombre para ceder ante las amenazas y ante acusaciones que ningún testigo apoyaba: defendió su causa con una sangre fría imperturbable, y rechazando sobre sus adversarios todo lo odioso de la guerra civil, movió por fin a Carlos V a que escuchase sus recriminaciones. El gobierno por otra parte temía exasperar a Francisco Pizarro, quien a tan larga distancia y con los recursos de que disponía, podía muy bien declararse independiente. El ministerio, completamente imparcial en esta ocasión, sacaba de los relatos que uno y partido le hacían la consecuencia natural de que los asuntos del Perú estaban sumamente embrollados, y que era más que probable que los indios acabarían por aprovecharse de la desunión de los españoles para sacudir su yugo. Era sin embargo más fácil conocer el mal que hallar el remedio. Estaba tan distante el sitio donde aquellos hechos pasaban que era poco menos que imposible señalar a un administrador la conducta que seguir debía; y antes que pudiese seguirse en el Perú plan alguno aprobado en España, su ejecución podía ser funestísima a causa del cambio de las circunstancias y de la situación de los partidos. El único medio de averiguar la verdad era enviar al Perú un hombre influyente que tomase informes exactos sobre el estado del país. No era fácil la elección de ese enviado: necesitábase un hombre de elevada categoría para desempeñar aquella misión con la dignidad e importancia convenientes; bastante imparcial para no ceder a las influencias locales, y que estuviese dotado del talento necesario para llegar al conocimiento exacto de la verdad en medio de los informes contradictorios que naturalmente debía recibir. La elección del monarca recayó en D. Cristóbal Vaca de Castro, magistrado de la cancillería de Valladolid, e igualmente recomendable por sus talentos, su integridad y su energía. No se señaló a su misión ningún carácter particular; sino que debía ejercer poderes diplomáticos, políticos, judiciales o absolutos, según las circunstancias. Si a su llegada al Perú encontraba vivo a Francisco Pizarro, debía desempeñar tan sólo las funciones de juez y obrar en apariencia de concierto con el gobernador; mas en el caso de que éste no existiese Vaca de Castro debía ejercer una autoridad ilimitada.
Veíase manifiestamente en estas instrucciones la intención de no herir el orgullo de Pizarro, cuyo carácter y poder se temían: distintos eran empero los sentimientos del gobierno con respecto a Fernando. Las acusaciones dirigidas contra él en particular eran de tal naturaleza que no se las podía mirar con indiferencia. Por otra parte, sacrificándole se daba una satisfacción a los enemigos de Almagro, al público un ejemplo imponente de justicia, y se impedía a un hombre peligroso el que fuese a reunirse con su hermano. La política aconsejaba esta medida, y el rey, sin miramiento a los derechos que a su indulgencia tuviese Fernando, y olvidando sus grandes servicios pasados y sus largos infortunios, le mandó cargar de cadenas y encerrarle en un calabozo. Tal es al menos la versión de Garcilaso de la Vega y de Gomara; si bien otros historiadores dan a esa orden un motivo de muy distinta naturaleza: pretenden que Fernando fue preso y aherrojado porque se tuvieron vehementes sospechas de haber hecho envenenar a Diego de Alvarado, que le había propuesto cinco días antes un combate singular; hecho que nos parece de tal suerte contrario al carácter de Fernando, que lo trasladamos y sin darle crédito. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que estuvo veinte y tres años preso, y que cuando fue puesto en libertad tenía el cuerpo y el ánimo quebrantados por la vejez y los sufrimientos. Quedó pobre y sin influencia, y pasó el resto de sus días en el abandono, como casi todos los que, habiendo contribuido a la conquista de América, no perecieron en los combates o en el cadalso.
Durante este tiempo Francisco Pizarro, que no tenía que temer ya ni a la facción de Almagro, ni a los indios, empezaba a desconfiar de sus propios soldados, descontentos de la manera como acababa de repartir las tierras. Si hubiese hecho este reparto con imparcialidad, era bastante extensa la comarca para proporcionarle con qué recompensar a sus partidarios y ganar a sus enemigos; mas Pizarro se condujo con toda la injusticia de un jefe de partido, y no con la equidad de un juez que aspira a recompensar el mérito. Empezó por tomar para sí, o para sus hermanos y favoritos, grandes distritos en los puntos mejor cultivados y más poblados. Los demás no recibieron en lotes sino los terrenos menos fecundos o peor situados. Los soldados de Almagro, entre los cuales se hallaban muchos de los primeros aventureros, a cuyo valor y perseverancia debiera Pizarro la mayor parte de sus triunfos, fueron totalmente excluidos de la propiedad de las tierras por ellos conquistadas. Como la vanidad de cada cual le hacía dar un valor excesivo a sus servicios, todos los que se creyeron burlados en sus esperanzas pusieron el grito en el cielo contra la injusticia y la rapacidad del gobernador, mientras que los partidarios de Almagro murmuraban en secreto y meditaban vengarse. A fin de apaciguarlos Pizarro acudió al arbitrio que había sido ensayado ya otras veces con buen éxito: tal fue el disponer diversas expediciones, que tuvo buen cuidado de formar en gran parte con los descontentos.
De todas aquellas expediciones ninguna fue más notable y tuvo más importantes resultados que la de Gonzalo Pizarro. Encargado por su hermano de conquistar las provincias de Callao y Chanas, más de doscientas leguas distantes de Cuzco, tuvo que luchar contra numerosas partidas de indios que defendieron su país con valor y obstinación. En uno de los combates que tuvo que sostener, Gonzalo se vio cercado por una multitud de indios, y sólo debió la vida al arrojo de cuatro de sus caballeros. Por fin después de un sinnúmero de peligros, de combates y de sufrimientos, Gonzalo logró someter aquellas provincias, donde echó los cimientos de una colonia que fue llamada después la Plata, a causa de las minas que se descubrieron en el territorio.
En este intermedio, Francisco Pizarro, ocupado siempre en engrandecer su poder y aumentar sus riquezas, y que no cesaba de tomar informes acerca los países situados fuera del imperio de los incas, supo que más allá de las fronteras del reino de Quito existía un país rico y extenso, conocido con el nombre de tierra de la Canela, a causa del inmenso número de canelos que había en ella; en su consecuencia llamó a Gonzalo y le propuso que ensayase una expedición a dicho país. Esta proposición fue aceptada con gusto: Gonzalo, el más joven de los tres hermanos, igualaba a los otros dos en valor, en audacia y en ambición. El deseo de crearse un gobierno extenso e independiente le hizo olvidar los sufrimientos que acababa de experimentar en su todavía reciente expedición, y su ardor guerrero no hizo más que exaltarse con la idea de los nuevos peligros que iba a arrostrar. A fin de ayudarle cuanto posible fuese, su hermano le dio el gobierno de Quito, donde debía encontrar soldados y provisiones. Habiendo de esta suerte reunido trescientos cincuenta hombres, la mitad de ellos jinetes, y cuatro mil indios, partió para su arriesgada expedición a principios de 1539. Mientras que los españoles marcharon por las provincias sometidas a los incas, fueron por todas partes tratados con cordialidad y respeto por los indios; mas en cuanto pusieron los pies en el territorio de los quizos, viéronse atacados con furor por los naturales. Comprendieron desde entonces que debían esperar encontrar una obstinada resistencia, y sin embargo los fenómenos físicos que presenciaron los asustaron mucho más que los enemigos con quienes tenían que combatir: los terremotos, los huracanes más terribles mezclados con truenos, llenaron de terror hasta a los más animosos. Por espacio de dos meses que duró aquel espantoso temporal, no pudieron hallar ningún abrigo, y ni siquiera podían hacer secar sus vestidos. Para mayor desgracia empezaron entonces a subir los Andes, y el frío llegó a ser pronto tan intenso, que arrebató a un gran número de indios, poco acostumbrados a una temperatura tan baja.
Entraron en seguida en una llanura de una extensión inmensa, que atravesaron con la mayor dificultad. En Cumaco, población situada al extremo de aquella llanura, encontraron víveres, de que carecían tiempo hacía, y los soldados, abrumados de fatiga, tomaron un descanso de que tenían extrema necesidad. Gonzalo dejó allí la mayor parte de su gente, y al frente de un escaso número de compañeros más vigorosos o más avezados a las fatigas que los otros, partió para buscar un camino por el cual su reducida hueste pudiese continuar con más facilidad su viaje. En esa marcha los españoles se vieron obligados a alimentarse de frutos silvestres y de raíces, y no podían dar un paso sin tener que abrirse camino por entre bosques o en medio de pantanos. Trabajos tan continuos, en medio de tan grandes privaciones, parecen superiores a la naturaleza humana; mas ¿qué no vencía la constancia de aquellos soldados del siglo XVI?
Después de haber superado estas dificultades, llegaron a la provincia de Cuca, y descubrieron el Cuca o Napo, uno de los grandes ríos que desembocan en el Marañón. Gonzalo resolvió aguardar allí la llegada de la gente que había quedado rezagada y que debía seguirle a cortas jornadas. Pronto estuvieron todos reunidos, y después de muchos días de reposo, descendieron a lo largo del río que siendo ancho y profundo, no podía ser atravesado: cerca de cien leguas más abajo las orillas se aproximan gradualmente, y el río pasa por una especie de canal abierto en la roca. El país que acababan de recorrer era tan pobre, árido y desierto que Gonzalo se decidió a aprovecharse de la ventaja que la naturaleza de los lugares le ofrecía para reconocer las regiones situadas en la opuesta orilla. Sus capitanes reunidos en consejo fueron de su mismo parecer, y resolviose echar un puente sobre el río.
Todos pusieron con ardor manos a la obra y fijose en fin el puente con inmensas dificultades, aumentadas por la presencia de los naturales, que desde la orilla opuesta lanzaban de continuo nubes de flechas sobre los trabajadores. Dispersáronlos a tiros y pasaron el río, sin haber perdido más que un solo hombre que cayó en el abismo, arrastrado por el vértigo por haber cometido la imprudencia de mirar abajo desde aquella altura prodigiosa.
No por haber vencido este obstáculo mejoró la situación de los españoles: el país era tan árido y tan desierto como el que acababan de dejar. El hambre era más terrible que nunca, teniendo por único alimento frutos y raíces silvestres; sucumbió un gran número de indios, y perecieron de inanición muchos españoles. Reducidos al último extremo, y no hallándose ya en estado de soportar nuevas fatigas, los soldados invocaban desesperados la muerte para que pusiese término a sus males, cuando un nuevo proyecto del comandante, dándoles una vislumbre de esperanza, volvió a reanimar su valor abatido. Propúsoles construir una lancha con la cual bajaría un destacamento por el río para reconocer el país y procurarse vituallas. Los esfuerzos inauditos que en aquella ocasión hicieron los españoles pueden servir para dar una idea de que nada hay imposible a la voluntad del hombre: fue preciso desde luego construir una especie de fragua, en la cual costaba mucho conservar el fuego a causa de la lluvia que caía sin cesar. Las herraduras de los caballos fueron convertidas en clavos, las mantas viejas y los vestidos que se caían a pedazos suplieron al cáñamo; en una palabra los españoles lo sacrificaron todo a la ejecución de un plan, que les parecía el único medio de mejorar su situación, y trabajaron con tanto afán, que hubieron construido en poco tiempo una barca de bastante porte. Gonzalo eligió para tripularla a cincuenta de los más resueltos entre los suyos, y les dio por comandante a Francisco de Orellana, su primer capitán, oficial de gran mérito y justamente citado por su valor e intrepidez. Metieron en la embarcación todo cuanto los soldados poseían, junto con todo el botín hasta entonces recogido, que era considerable; Orellana costeaba el río sin perder de vista a sus compañeros, y cada noche se reunían y la pasaban juntos. Los españoles marcharon de esta suerte por espacio de dos meses, pasando algunas veces el río, según el terreno les parecía más practicable o más fértil en una orilla que en la otra. Al cabo de este tiempo nuevas circunstancias vinieron a cambiar este plan de conducta, que parecía sin embargo el más prudente y el más ventajoso.
Encontraron a algunos naturales de un carácter dulce y pacífico, y Gonzalo supo por ellos que el río que hasta entonces siguieran desembocaba en otro mayor, que atravesaba un país poblado, abundante en víveres y rico en toda clase de productos. Pizarro mandó a Orellana que descendiese por el río hasta que llegase a su confluente: allí debía descargar su barco, y volver con víveres a buscar al resto de sus compañeros. Orellana se puso en el centro del río y se abandonó a la corriente, que le arrastró con una velocidad tal, que al cabo de tres días llegó al lugar señalado, distante más de cien leguas. Mas viose cruelmente burlado en su esperanza de hallar un terreno fértil y cultivado: reinaba en todas partes la misma esterilidad, la misma desolación.
Lejos de su comandante, joven y ambicioso, Orellana empezó a considerarse como independiente, y deseoso de ilustrar su nombre con algún notable descubrimiento, concibió el atrevido y pérfido proyecto de seguir el curso del Marañón hasta el mar, reconociendo los vastos países que riega este río. Este proyecto era atrevido, porque no tenía para ejecutarlo más que su débil esquife, y pérfido, puesto que abandonando a su jefe y a sus compañeros los entregaba a una muerte casi inevitable. Garcilaso de la Vega pretende que no fue la ambición quien dirigió la conducta del joven oficial, al cual supone movido por las siguientes razones: para el viaje que acababa de hacer en tres días siguiendo el curso del río, necesitaba al menos un año teniendo que luchar con su rápida corriente; su regreso pues no podía ser de ninguna utilidad a sus compatriotas, aun cuando hubiese vuelto cargado de los víveres con que aquellos contaban y que no había encontrado. Cualesquiera que fuesen los motivos que tuviese Orellana, en cuanto hubo formado su proyecto lo participó a sus compañeros, mas no fue por todos aprobado. Sánchez de las Vargas y el fraile dominico Carvajal le dirigieron vivas recriminaciones sobre lo que semejante acción tenía de cruel y de pérfida. Era sin embargo demasiado tarde para retroceder: el joven capitán comprendía que la sola idea de haber querido abandonar a su jefe sería mirada como un crimen; así pues persistió en su plan, y a fin de castigar a Sánchez por su oposición, le abandonó cobardemente en aquel país desierto; castigo que si no ejecutó en el fraile fue sólo por respeto al carácter de su persona. «Orellana, dice Robertson, fue sin duda culpable desobedeciendo a su jefe y abandonando a sus compañeros en aquellos ignorados desiertos, donde no tenían otra esperanza de salvación que la que fundaban en el barco que aquél les arrebataba. Mas su crimen se halla en algún modo expiado por la osadía con que se aventuró a seguir una navegación de cerca de dos mil leguas por entre naciones desconocidas, en un buque hecho de prisa, de madera verde y mal construido, sin provisiones, sin brújula, sin piloto, supliendo con su audacia y su ardor a todo lo que le faltaba.»
Abandonose pues audazmente al curso del Napo, y fue llevado al sur hasta su unión con el Marañón. Este viaje fue acompañado de muchos peligros y fatigas. Los españoles se veían obligados a menudo a bajar a tierra para procurarse provisiones, y cuando no las alcanzaban buenamente, tenían que emplear la fuerza y combatir con enemigos numerosos y resueltos. En muchos lugares, hasta las mujeres opusieron una viva resistencia, circunstancia que dio lugar a las narraciones fabulosas, y que adquirieron crédito, sobre una supuesta isla de amazonas. Después de muchos padecimientos y peligros, que Orellana arrostró con una constancia inalterable, llegó por fin al Océano el 26 de agosto de 1541, habiendo empleado más de siete meses en hacer aquel viaje. Trasladose inmediatamente a la Trinidad, donde se procuró un buque, dándose a la vela para España con muchos de sus compañeros. En cuanto llegó quiso que el público gozase del fruto de sus descubrimientos. Fuese por vanidad o por política mezcló maravillosos relatos a la narración de su viaje, que más que historia parece una novela y no de las menos extravagantes. Pretendió haber descubierto naciones tan ricas, que los techos de los templos estaban cubiertos de planchas de oro y las calles empedradas de este mismo metal; aun hizo más, y fue dar la descripción detallada de una república de mujeres guerreras que no admitían a ningún hombre entre ellas. Estos cuentos ridículos dieron origen a las fábulas del país de El Dorado, en cuya busca se anduvo tanto tiempo. La inclinación natural del hombre a lo maravilloso favoreció esas patrañas, y aunque muchos no admitiesen la posibilidad de lo que contaba, la mayor parte, ya que no diesen entero crédito a su relato, admitían como verdadero una gran parte. Sólo después de mucho tiempo y de no escaso trabajo la razón y la experiencia destruyeron aquellas fábulas. Aquella navegación sin embargo por el Marañón, despojada de sus circunstancias novelescas, merece ser notada, no solamente como una de las expediciones más memorables de aquel siglo, tan fecundo en grandes empresas, sino como el primer viaje que diese un conocimiento cierto de la existencia de esas inmensas regiones que se extienden al este, desde los Andes hasta el Océano.
Orellana fue favorablemente acogido por el soberano, que, a petición suya, le nombró gobernador de los países recientemente descubiertos. El botín hecho por los soldados de Gonzalo y que, como dijimos, había sido cargado en el barco, sirvió para los preparativos de una expedición fuerte y poderosa. En poco tiempo Orellana se encontró al frente de quinientos hombres resueltos y bien equipados; mas le sorprendió la muerte antes de hacerse a la mar la flota, y sus compañeros se dispersaron.
Tiempo es ya que volvamos a ocuparnos en Gonzalo Pizarro, a quien hemos dejado siguiendo la orilla del río para llegar a su confluencia, donde esperaba encontrar la embarcación. Grande fue su sorpresa no encontrándola en el lugar designado; sin embargo ni siquiera le pasó por la mente la idea de que Orellana hubiese podido hacerle traición, sino que por el contrario supuso que había acontecido a la tripulación algún incidente, o que alguna circunstancia imprevista había obligado a su teniente a aguardarle en otra parte. En esta convicción , púsose de nuevo en marcha siguiendo el Marañón, creyendo a cada instante que iba a encontrar a sus compañeros. Cincuenta leguas más abajo de la unión de los dos ríos halló al desgraciado Sánchez de Vargas, por el cual supo la traición de Orellana. Esta noticia fue un golpe fatal para los españoles. Privados del barco en que tenían fundadas todas sus esperanzas, se abandonaron al más profundo y legítimo dolor: los unos se tiraban al suelo con toda la indiferencia de la desesperación; los otros pedían volver a Quito; y todos tenían la vista fija en su comandante, como para suplicarle que buscase un remedio a tan largas y terribles calamidades.
Gonzalo Pizarro se condujo en esta crítica ocasión con una prudencia superior a todo encarecimiento: olvidó sus temores como hombre, para cumplir con sus deberes como comandante. Arengó a sus soldados con calor y les dijo que estaba dispuesto a conducirlos de nuevo a Quito; pero al propio tiempo les hizo observar que estaban a mil doscientas millas de esta ciudad, y que para volver a ella tenían que experimentar los mismos males que habían ya sufrido. Era pues indispensable que llamasen en su auxilio toda su energía para ponerse en estado de luchar contra las fatigas y los sufrimientos, a fin de que cuando se hallasen de nuevo entre sus conciudadanos, su gloria fuese proporcionada a las calamidades de que habrían triunfado.
Los soldados escucharon con respeto las palabras de un jefe en el cual tenían puesta una confianza sin límites. La experiencia les había hecho ver que Gonzalo los aventajaba a todos en firmeza, en valor y perseverancia; le habían visto poner la mano en los trabajos más penosos, y olvidar su dignidad de comandante para ayudar los esfuerzos de los últimos de sus compañeros. Su situación empero era en extremo crítica: habían visto perecer a un gran número de sus amigos, y los que quedaban se hallaban debilitados, abrumados por las enfermedades, extenuados por las fatigas y sumergidos en el desaliento. Nada de lo que habían hasta entonces sufrido los españoles en América puede compararse con los males horribles que abrumaron a Gonzalo y a su gente en su largo viaje. El hambre los redujo a la horrible necesidad, no tan sólo de alimentarse de raíces silvestres y malsanas, sino hasta de devorar los más inmundos reptiles: las serpientes, los sapos, los gusanos, todo ser viviente, por repugnante que fuese, era buscado con avidez. Se habían comido ya todos los caballos, todos los perros, y algunos desgraciados royeron el cuero de las sillas de montar y de los cinturones para sostener su miserable vida.
Una abstinencia tan prolongada debía producir necesariamente enfermedades, que destruían prontamente unos cuerpos debilitados ya por tantos sufrimientos. Cada día morían algunos de entre ellos: sus filas se iban aclarando más y más. De los cuatro mil indios perecieron más de la mitad, y gran parte de los restantes se dispersó por el país. No era menos deplorable la suerte de los españoles, de trescientos cincuenta hombres, no quedaban más que ochenta, cincuenta habían partido con Orellana. Así pues perecieron doscientos veinte bravos en esta empresa desastrosa, que duró cerca de dos años.
Cuando entraron de nuevo en Quito los que habían sobrevivido, su primera diligencia fue ir a la iglesia, donde hicieron celebrar una misa solemne para dar gracias a la divina Providencia por su milagrosa conservación. Luego se derramaron por la ciudad, presentando un aspecto tan deplorable, que les costaba a sus compatriotas trabajo reconocerlos. Estaban completamente desnudos, llevaban las barbas en extremo largas, y tenían los cuerpos tan sucios, que causaba repugnancia mirarlos. Extenuados por el hambre y el cansancio parecían más bien espectros que seres humanos.
De esta suerte terminó la expedición de Gonzalo Pizarro. Mas cuando aguardaba este intrépido caudillo gozar de un reposo a tanto precio comprado, viose obligado a hacer frente a los nuevos peligros que le amenazaban, a consecuencia de la espantosa catástrofe que había cambiado el aspecto de las cosas en el Perú.
Capítulo VII
Descontento de los partidarios de Almagro.- Conspiración contra Francisco Pizarro.- Es asesinado.- Carácter de este gran capitán.
Después de la muerte de Almagro, Francisco Pizarro, dueño de un poder sin límites, había descuidado las medidas necesarias para mantener la tranquilidad en un país que acababa de verse agitado por tantos disturbios. Lejos de atraerse a los antiguos partidarios de su competidor, los había alejado constantemente de sí; manifestaba por ellos el mayor desprecio y hasta los creía tan poco peligrosos, que los dejaba conspirar a su gusto en reuniones que tenían lugar en Lima en casa del joven Almagro. Su debilidad hacía la seguridad de Pizarro, y esta seguridad le perdió.
La ciega parcialidad que manifestara el gobernador en el reparto de las tierras, del cual excluyera a los partidarios de Almagro, les había dado a conocer que no podían esperar de él ni amistad, ni olvido. Así pues todos los que estaban libres pasaron a Lima, donde el hijo de aquel caudillo les ofrecía un asilo y cuantos socorros podían necesitar. Estas pruebas de gratitud y de generosidad movían poderosamente los ulcerados corazones de aquellos viejos soldados, que, fieles a la memoria del padre, se adhirieron al hijo, y resolvieron ensayar una tentativa arriesgada para hacer que pasase la autoridad a sus manos.
El hijo de Almagro poseía las dotes necesarias para hacerse querer y respetar. A un exterior el más agradable, a unas maneras dulces y seductoras, a un carácter franco y abierto, reunía todas las cualidades militares que habían adornado a su padre y las ventajas de una educación mejor dirigida, puesto que el anciano capitán, conociendo lo mucho que le faltaba en este punto, nada había olvidado para que no lo echase de menos su hijo. Así pues cuando el joven llegó a la edad en que sus cualidades naturales, cultivadas con esmero, pudieron desenvolverse, se manifestó muy superior a todos sus compatriotas. No se le escapaba al gobernador la importancia, siempre creciente, que iba adquiriendo Almagro, y sin embargo nada emprendió para detener los progresos de su influencia. Verdad es que hizo algunas proposiciones a sus partidarios ofreciéndoles destinos lucrativos; mas todos se negaron a aceptar nada de su antiguo enemigo, cuya pérdida habían secretamente jurado.
El contrario más temible de Pizarro era ese Juan de Herrada en quien, como vimos, tenía puestas Almagro su amistad y su confianza. Tutor del hijo de su amigo, habíase esmerado en perfeccionar su educación; mas a la sazón todos sus esfuerzos se encaminaban a aumentar el número de sus partidarios. Dotado de talentos superiores y gozando de grande influencia entre sus compatriotas, Herrada había logrado reunir en Lima un tan crecido número de descontentos, que era preciso estar tan ciego como Pizarro lo estaba para no alarmarse. Como los amigos del gobernador le hubiesen hecho algunas observaciones acerca el particular, contestoles: «Tranquilizaos, estaré seguro mientras haya en el Perú quien sepa que puedo en un momento quitar la vida al que se atreviese a concebir el proyecto de atentar a la mía.» Sin embargo tomó una medida violenta, que sirvió únicamente para irritar a sus enemigos: privó al joven Almagro del número de indios que le habían sido concedidos, y que trabajando para él, constituían la fuente principal de sus rentas.
El gobernador creía que disminuyendo la fortuna del jefe, obligaría a los que vivían a expensas suyas a salir de Lima para buscar en otra parte medios de existencia; mas era un grande error. Los amigos de Almagro prefirieron sufrir la más humillante pobreza, antes que dejar la ciudad; y exasperados por esta nueva vejación, escribieron a todos sus nuevos amigos que fuesen a juntárseles, y en poco tiempo encontráronse reunidos dentro de la ciudad hasta doscientos conjurados.
Aquella multitud componíase en su mayor parte de aventureros sin principios y sin medios de existencia, disolutos, jugadores, dispuestos a meterse en todas las conspiraciones sin más objeto que restablecer su perdida fortuna. Vivían en la mayor miseria sin más recursos que las sumas que ganaban en el juego. Herrera nos ha dejado un cuadro lleno de vida de su miseria en la pintura de aquellos doce individuos, que habiendo sido oficiales de distinción a las órdenes de Almagro, vivían en un mismo aposento, y no tenían más que una sola capa, que llevaban alternativamente cuando debían presentarse en público, mientras que los demás se veían obligados a permanecer en su casa. La pobreza había de tal suerte agriado el carácter de aquellos desgraciados, que no miraban al gobernador sino con desprecio, y rehusaban darle las muestras de deferencia debidas, ya que no al hombre, al menos a su dignidad.
Hasta llevaron más allá su insolencia: una mañana aparecieron en la plaza principal de la ciudad tres horcas en la dirección de las habitaciones de Pizarro, de su secretario Picado, y del alcalde Velázquez. Los amigos del gobernador le aconsejaron entonces que castigase a los culpables; mas despreció sus avisos, contentándose con responderles que eran los vanos esfuerzos de una rabia impotente, y que era preciso perdonar la irritación de gentes vencidas y desgraciadas. Esta indulgencia no hizo más que envalentonar a los conjurados, los cuales celebraron numerosas reuniones, y después de largos debates resolvieron asesinar a Pizarro. Este crimen era muy fácil de cometer, puesto que el gobernador no tomaba ninguna precaución para su seguridad personal. Nunca había tenido más compañía que un solo paje. En vano sus amigos le instaron para que tomase una escolta conveniente a su rango, pues se negó a ello, diciendo que aguardaba de un día a otro la llegada de Vaca de Castro, y que parecería que le temía si hacía algún cambio en su conducta.
Los conjurados fijaron por último el día en que debía llevarse a cabo su criminal proyecto, y se comprometieron con juramento a ejecutarlo con firmeza y resolución. Juan de Herrada, jefe de la trama, eligió entre los conjurados diez y ocho de los más decididos para ejecutar aquel acto de venganza. El secreto de aquella tenebrosa reunión no se guardó sin embargo tan fielmente, que no llegase algo a los oídos del gobernador.
Un sacerdote diole parte del peligro que le amenazaba, y si bien no pudo dar detalles positivos, dijo lo bastante para dispertar por fin las sospechas de Pizarro, que saliendo de repente de su apatía, resolvió obrar con prudencia. El día de la fiesta de san Juan se abstuvo de ir a misa, con admiración de todos, porque el gobernador cumplía siempre y en todos tiempos sus deberes religiosos, a menos de impedírselo alguna grave circunstancia. Desconcertados los conspiradores creyeron al principio que había sido descubierto el complot, mas viendo que se les dejaba tranquilos, aplazaron la ejecución para el domingo siguiente. Aquel día Pizarro pretextó una indisposición y tampoco fue a la iglesia; mas los conjurados, conociendo el verdadero motivo de su ausencia, juzgaron que había llegado el momento de obrar, y tomaron su partido con tanta prontitud como resolución.
El mismo domingo 26 de junio de 1541, hacia el medio día, hora de la siesta en los países calurosos, Juan de Herrada, seguido de sus diez y ocho cómplices, salió de la casa de Almagro, y dirigiéronse todos, espada en mano y corriendo al palacio del gobernador, atronando la ciudad con los gritos de: ¡Viva el rey! ¡Muera el tirano Pizarro!
Los demás conspiradores, advertidos por aquella señal, acudieron a los puestos que les habían sido señalados. Pizarro, rodeado por lo regular de un acompañamiento numeroso, no tenía entonces casi nadie a su lado, porque acababa de levantarse de la mesa, y la mayor parte de los criados se habían retirado a sus cuartos. Los conjurados atravesaron los dos primeros patios sin obstáculo. Hallábanse ya al pie de la escalera, cuando un paje dio la señal de alarma a su señor, que estaba conversando en un salón con algunos amigos. El gobernador, que no se alteraba ante ningún peligro, mandó a Francisco de Chaves, uno de sus oficiales, que fuese a barrear la puerta; mas de Chaves, no conservando bastante presencia de espíritu para ejecutar una orden tan prudente, se detuvo en lo alto de la escalera y preguntó a los conjurados qué querían y adónde iban. En vez de responderle, uno de los que marchaban delante le dio un golpe con la espada, y los demás se precipitaron sobre él y le remataron en un momento.
Reinaba en palacio la mayor confusión; una gran parte de la gente de la casa huyó, y Pizarro se encontró tan sólo con Francisco de Alcántara, su hermano uterino, el alcalde Velázquez y doce o trece de sus criados. El gobernador, sin asustarse por su situación, resolvió defenderse hasta el último trance. Colocose con su hermano a la puerta del aposento, armado tan sólo con su espada y escudo, y empeñose un combate terrible en aquel estrecho espacio. Pizarro, lleno de indignación y de rabia, no cesaba de gritar: «¡Ánimo, amigos, ánimo; somos todavía bastantes valientes para hacer arrepentir de su traición a esos rebeldes!»
El gobernador y sus amigos defendieron vigorosamente la puerta durante algún tiempo, mas aquél no tenía más que su escudo al paso que sus enemigos se hallaban protegidos por sus armaduras. Por último Alcántara cayó muerto a los pies de su hermano Pizarro, y éste herido, tuvo que meterse en el aposento, donde continuó defendiéndose con valor; mas habiéndose quedado solo, viose rodeado de todos sus enemigos, y las fuerzas le abandonaron. Abrumado por el cansancio y debilitado por la pérdida de la sangre, podía apenas sostener la espada. «Y así, dice Zárate, le acabaron de matar con una estocada que le dieron por la garganta, y cuando cayó en el suelo pedía a voces confesión; y perdiendo los alientos, hizo una cruz en el suelo y la besó, y así dio el alma a Dios.»
Un grito bárbaro de triunfo dio a conocer la muerte del gobernador, y la muchedumbre se precipitó al palacio, que fue entregado al pillaje con las casas de los principales capitanes adictos a Pizarro. Nada quedó de las inmensas riquezas que contenía. «Al Marqués, añade Zárate, llevaron unos negros a la iglesia casi arrastrando, y nadie lo osaba enterrar, hasta que Juan Barbarán, vecino de Trujillo (que había sido criado de Pizarro), y su mujer sepultaron a él y a su hermano lo mejor que pudieron, habiendo tomado primero licencia de D. Diego para ello. Y fue tanta la priesa que se dieron, que apenas tuvieron lugar para vestirle el manto de la orden de Santiago, según el estilo de los caballeros de la orden, porque fueron avisados que los de Chili venían con gran priesa para cortar la cabeza del Marqués (Pizarro) y ponerla en la picota.»
Francisco Pizarro tenía 65 años cuando fue de esta suerte tan cobardemente asesinado. Su muerte correspondió a su existencia tempestuosa, y en sus últimos momentos desplegó ese valor de que tantas pruebas había dado en el curso de su vida. Al contemplar las diferentes fases de aquella existencia tan fecunda en hechos, el ánimo se encuentra sobrecogido de espanto a la vez que de admiración. Fue cruel y vengativo, mas los defectos de su carácter desaparecen ante el brillo de algunas de sus virtudes. Habrá pocos, o tal vez ningún hombre que haya hecho mayores servicios a su soberano: era infatigable en la realización de sus proyectos, paciente en medio de las más terribles calamidades, y parecía superior a los peligros y a los sufrimientos.
Pizarro tomó una parte considerable en todas las empresas importantes que tuvieron lugar en América. Sucesivamente compañero de Núñez, de Balboa y de Hernán Cortés, igualó en nombradía a estos célebres capitanes. España le debe el descubrimiento y la conquista del Perú. En ninguna página de la historia del Nuevo Mundo, ni aun en aquellas que cuentan las hazañas novelescas y casi increíbles de los conquistadores de México, se hallará un rasgo más grande y heroico, que la resolución tomada por Pizarro y sus trece compañeros de permanecer en una isla desierta, aunque debilitados por las fatigas, las enfermedades y la pérdida de sus esperanzas, antes que renunciar a la empresa que habían comenzado.
Mas por notables que fuesen las cualidades militares de Pizarro, por grandes que hayan sido sus servicios durante el curso de una vida tan larga y laboriosamente empleada, los actos de rapacidad, de injusticia y de crueldad que mancharon sus hazañas, le hicieron perder gran parte de sus derechos a la admiración de la posteridad.
Capítulo VIII
Es reconocido gobernador del Perú el joven Almagro.- Oposición que encuentra.- Llegada de Vaca de Cabra.- Renuévase la guerra civil.- Batalla de Chupas.- Proceso y suplicio de Almagro.
En cuanto Pizarro hubo exhalado el último aliento los conspiradores se diseminaron por la ciudad, blandiendo sus espadas y proclamando la caída del tirano. Mientras que los amigos de Pizarro y los indiferentes, sobrecogidos de espanto, no sabían qué partido tomar, Herrada, aprovechándose sin pérdida de tiempo de aquella primera ventaja, hizo montar a caballo al joven Almagro y le hizo recorrer todas las calles, en medio de las aclamaciones de sus amigos. Los conjurados convocaron acto continuo al cabildo o ayuntamiento, y le obligaron a reconocer a Almagro gobernador del Perú, en virtud de los derechos que tenía por su padre. Esta ceremonia, con tanta violencia exigida, no encontró ninguna oposición, y en atención a que Almagro era demasiado joven para encargarse él mismo del mando, Herrada fue investido con las funciones de vicegobernador, objeto secreto de sus ambiciosas miras. Muchos de los partidarios del antiguo caudillo fueron desterrados o presos por los más fútiles pretextos, y otros, entre ellos el secretario Picado y el alcalde Velázquez, que habían escapado a la matanza, fueron ajusticiados sin formación de causa. El buen éxito de la conspiración arrastró a un buen número de soldados de Pizarro a las banderas del nuevo gobernador, que se halló muy pronto al frente de ochocientos hombres de las mejores tropas del Perú.
A pesar de sus primeros logros, los conspiradores no tardaron en apercibirse que los españoles de las otras colonias no aprobaban el cambio brusco que acababa de verificarse. Es verdad que Pizarro era más temido que amado; pero los que no tenían motivos personales para aborrecerle, llenáronse de horror a la noticia de su asesinato, y olvidaron lo que pudo haber habido en su conducta de reprensible, para no acordarse más que de sus anteriores servicios. Cuando Almagro envió mensajeros para que su autoridad fuese reconocida, muchos capitanes, mirándole como un usurpador, se negaron a someterse a su jurisdicción, hasta que fuese por el emperador sancionada.
En Cuzco fue sobre todo donde se manifestó la oposición más abiertamente. Nuño de Castro, Pedro Anzares y Garcilaso de la Vega, capitanes todos de un mérito distinguido, y todos amigos de Pizarro y fieles a su memoria, se declararon contra los rebeldes y preparáronse para la resistencia.
Reuniéronse las autoridades, y después de haber oído una misa solemne, procedieron al nombramiento de su comandante, que debía ejercer el poder hasta la llegada del comisario real, Vaca de Castro. La elección recayó en Álvarez de Holguín, que se había manifestado constantemente hostil a la facción de Almagro. El primer acto de este jefe fue reclutar soldados, a cuyo efecto publicó proclamas invitando a los buenos españoles a que se agrupasen en torno del estandarte real para combatir a los traidores y rebeldes. Este llamamiento a la lealtad castellana fue favorablemente acogido: por respeto a la autoridad real, o por efecto tal vez de su genio turbulento, muchos colonos renunciaron a su indolente tranquilidad y quisieron tomar parte en la nueva lucha que se preparaba. Los dos partidos tenían una idea demasiado elevada de sus respectivas fuerzas para que ni uno ni otro cediese, y en vez de ocuparse en entablar negociaciones sin resultado, no pensaron más que en aumentar los recursos con que para el triunfo contaban.
En medio de tan críticas circunstancias fue cuando llegó al Perú Vaca de Castro, después de un largo y penoso viaje. Arrojado por la tempestad a una pequeña ensenada de la provincia de Popayán, se trasladó por tierra a Quito. En el camino supo el asesinato de Pizarro y los diversos acontecimientos que acababan de tener lugar; publicó al momento el real decreto que le nombraba gobernador del país y le confiaba iguales poderes a los que había gozado su predecesor, siendo reconocido sin dificultad por Benalcázar, que mandaba en Popayán, y por Pedro de Puelles, a quien Gonzalo había dejado encomendada su autoridad al salir de Quito. Vaca de Castro dio muestras de que poseía talentos, cual los requerían las difíciles circunstancias en que se hallaba. Con su crédito y su habilidad reunió muy pronto un cuerpo de tropas suficientes para hallarse en estado de hacer respetar su poder. Mandó jefes de su confianza a las diversas colonias para hacer notificar legalmente en todas ellas su llegada y misión, al propio tiempo que enviaba emisarios secretos que alentaban a los oficiales descontentos de Almagro a mostrarse fieles a su soberano, sosteniendo al nuevo jefe que le representaba. Estas medidas produjeron su efecto. Animados por la presencia del nuevo gobernador, los súbditos fieles se mantuvieron en sus principios y los confesaron más abiertamente. Los que todavía vacilaban o se mantenían neutrales, apurados por la necesidad de tomar un partido, comenzaron a ladearse hacia aquél que les pareció entonces el más seguro a la par que el más justo.
El joven Almagro vio no sin alarmarse los progresos de Vaca de Castro. El descontento y la apatía que se manifestaban ya en su propio partido, justificaban sobradamente sus recelos, aumentados más y más por las enérgicas y decisivas medidas de Vaca de Castro, y por la prisa que en ir a ponerse a sus órdenes se habían dado sus principales capitanes. Sin embargo lejos de ceder a sus temores, debía por el contrario ocultarlos a fin de no desalentar a los que le permanecían todavía fieles. Así pues resolvió atacar a Cuzco antes que llegara Vaca de Castro, y que se hallasen concentradas allí las fuerzas enemigas.
Un acontecimiento inesperado vino a dar un golpe fatal al partido de Almagro; tal fue la muerte de Herrada, alma y cabeza de este partido . Desde aquel momento se dejó ver un cambio completo en la conducta del joven caudillo. Eligió a Cristóbal Sotelo para reemplazar a Herrada; mas este oficial, valiente y buen militar, no poseía las grandes cualidades que distinguían a su predecesor. Almagro le mandó partir al momento para que tomase posesión de Cuzco, lo que logró este capitán sin ninguna dificultad, porque Holguín, creyendo que la división de las fuerzas reales podía ser fatal a la causa que abrazara, había preferido abandonar la ciudad para unirse con Alvarado. Almagro entró en la plaza y se apresuró a ponerla en estado de defensa, desplegando en esta circunstancia todos los talentos que debía a su instrucción. Con el auxilio de Pedro de Candía, hábil ingeniero y uno de los trece que se habían quedado en la Gorgona con Pizarro, mandó fabricar una cantidad considerable de pólvora, e hizo fundir muchas piezas de artillería.
A esta ventaja Almagro juntó muy pronto otra: el inca Manco Capac, que se había retirado a las montañas, le hizo ofrecer su amistad y su alianza, y en prueba de ser ésta sincera le envió escudos, armaduras, espadas, mosquetes y otras armas que cayeron entre sus manos durante el largo sitio de Cuzco. Los asuntos empezaban por consiguiente a tomar un aspecto favorable a los designios de Almagro, cuando el espíritu de envidia y de discordia, que tantos males causó a los españoles, vino a echar por el suelo todas sus esperanzas.
Dos de sus principales jefes, Cristóbal de Sotelo y Diego de Alvarado alimentaban tiempo hacía una enemistad secreta; y habiéndose suscitado entre ellos una querella por un motivo de los más fútiles, batiéronse, quedando Sotelo muerto. Los amigos de los dos adversarios tomaron las armas unos contra otros, y se entregaron a actos de violencia que le costó a Almagro no poco reprimir. Advirtiendo Diego de Alvarado que el comandante sentía mucho la pérdida de Sotelo, y no creyéndose seguro, formó el proyecto de asesinarle; mas prevenido Almagro por una indiscreción de su enemigo, tuvo tiempo para prevenirse, y cuando Alvarado se presentó a su palacio para invitarle a que fuese a comer a su casa, fingió aceptar; mas a una señal convenida, cayeron sobre él algunos hombres apostados al efecto y le mataron.
En este intermedio había llegado a Quito Gonzalo Pizarro. Allí supo los graves acontecimientos que habían tenido lugar durante su ausencia, el asesinato de su hermano, la usurpación de Almagro, la llegada de Vaca de Castro, y los diversos manejos de los dos partidos. Pizarro no podía dudar un instante acerca la conducta que seguir debía; y aunque extenuado y casi abatido por los sufrimientos físicos y morales que acababa de experimentar, resolvió tomar una parte activa en la lucha que se preparaba; y en su consecuencia ofreció a Vaca de Castro sus servicios y los de sus veteranos. El gobernador respondió con la mayor atención y bondad, que su presencia en Quito era necesaria para proteger esta importante plaza, y para reparar las fuerzas de sus soldados, cuyos servicios debían serle pronto necesarios.
Esta especie de desaire a los ofrecimientos de Pizarro era resultado de una sabia política. Aunque estaba preparado para la guerra, Vaca de Castro no había perdido toda esperanza de venir a un arreglo, y hasta se hallaba dispuesto a hacer concesiones y sacrificios para evitar una nueva guerra, que no podía menos de ser perjudicial, cualquiera que fuese su resultado, a las fuerzas españolas en el Perú. La presencia de Gonzalo en su ejército hubiera sido un obstáculo para todo acomodamiento: este caudillo violento y vengativo no hubiera transigido jamás con los matadores de su hermano, y los partidarios de Almagro no podían dejar de exasperarse al verse en presencia de su más enconado y constante enemigo. Quizás también Vaca de Castro temía al célebre capitán, cuyos talentos y valor admiraba todo el ejército, y a quien los soldados hubieran querido elevar acaso al mando supremo.
Almagro había adoptado un nuevo plan de campaña: en vez de aguardar a Vaca de Castro, había resuelto ir atrevidamente a su encuentro y ofrecerle el combate, y partió de Cuzco al frente de quinientos hombres animados del mayor ardor. Distinguíanse en este cuerpo de ejército muchos de los primeros conquistadores del Perú, que tenían que mantenerse a la altura de su antigua reputación, y muchos de los que, habiendo tomado una parte más o menos directa en el asesinato de Pizarro, se hallaban reducidos a la necesidad de vencer o morir.
Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Chupas, a doscientas millas de Cuzco. Antes sin embargo de llegar a las manos Vaca de Castro quiso tentar un arreglo, y propuso a Almagro, que si consentía en volver a su deber, olvidaría todo lo pasado y le daría un empleo capaz de halagar su orgullo y su ambición. Poco satisfecho Almagro de unos ofrecimientos que le parecían vagos, respondió que estaba dispuesto a deponer las armas, si se le reconocía como gobernador de la Nueva Toledo y se le reponía en todas las posesiones de su padre. Pedía además que fuese concedida una completa amnistía a todos sus partidarios, cualquiera que hubiera sido su conducta anterior. Si hubiese limitado sus pretensiones a estos dos puntos, es probable que el gobernador hubiera aceptado; mas a estas demandas añadía una tercera del todo inadmisible, tal era el que se obligase a Álvarez de Holguín, Garcilaso de la Vega, Alonso de Alvarado y otros amigos de Pizarro a residir en diferentes puntos apartados del país, atendido, decía, que tendría que temerlo todo para su seguridad personal, mientras que Vaca de Castro estuviese rodeado de sus declarados e implacables enemigos. Mas la fuerza del enviado real estribaba principalmente en el apoyo de estos jefes, y separarse de ellos hubiera sido entregarse a merced del partido opuesto. Imposible era tratar sobre semejantes bases, y una vez destruida toda esperanza de acomodamiento, pensose tan sólo en venir a las manos. Vaca de Castro arengó a su ejército, y después de haberle exhortado a persistir en su deber, en virtud de los poderes reales de que se hallaba revestido declaró a Almagro traidor y rebelde, y pronunció contra él la pena de muerte y de confiscación de sus bienes.
Vaca de Castro dispuso su ejército con un arte que admiró a sus veteranos, los cuales no podían comprender cómo un hombre, cuya vida había sido consagrada al estudio, conocía tan bien la táctica militar. Álvarez de Holguín y Garcilaso de la Vega mandaban las dos alas, Alonso de Alvarado llevaba el estandarte real, Nuño de Castro conducía la vanguardia, compuesta de una compañía de mosqueteros escogidos: el gobernador quiso al principio ocupar este puesto, mas cediendo a las amonestaciones de sus capitanes, se quedó en la reserva con treinta de sus mejores jinetes: estaba para ponerse el sol (16 de septiembre de 1542), cuando empezó el combate. Los dos partidos combatieron con el encarnizamiento ordinario en las guerras civiles, aumentado a la sazón con el furor de los odios particulares, el deseo de la venganza y los últimos esfuerzos de la desesperación. La victoria fue largo tiempo disputada; mas la traición de Pedro de Candía, que mandaba la artillería de Almagro, y que dirigió los tiros por encima de las cabezas de los enemigos, dio a éstos una gran ventaja. Almagro se apercibió de esta infame maniobra, y él mismo atravesó al traidor con su espada; mas era ya tarde. Los soldados se batían cuerpo a cuerpo; la lucha, terrible ya de por sí, parecíalo más en medio de las tinieblas. Por último a eso de las nueve Vaca de Castro, dirigiendo una carga de caballería al sitio donde combatía Almagro, decidió la suerte de la jornada: la derrota de los partidarios de éste fue completa. De mil quinientos hombres que tomaron parte en la acción, quedaron la tercera parte muertos y otros tantos heridos. Almagro fue el que experimentó mayor pérdida, porque muchos de sus soldados, no esperando cuartel, se precipitaron sobre las espadas de sus enemigos, prefiriendo perecer a rendirse.
Almagro peleó con un valor digno de su padre. Cuando vio la batalla perdida sin remedio, tomó la fuga con algunos amigos, y se metió en Quito; pero fue inmediatamente preso por las autoridades nombradas poco antes por él mismo, y encarcelado ínterin se aguardaban las órdenes del gobernador. Vaca de Castro, que desplegó un gran valor y consumados talentos durante la batalla, observó después de la victoria una conducta no menos digna de elogios. Severo administrador de la justicia, estaba persuadido que eran necesarios ejemplos de rigor para detener el espíritu de licencia que se había introducido en las colonias americanas. Cuarenta de los prisioneros, conocidos por su carácter turbulento y que se habían particularmente señalado en las últimas revueltas, fueron procesados y condenados a muerte como traidores y rebeldes; algunos menos culpables fueron arrojados del Perú, y otros alcanzaron completo perdón.
El proceso del desventurado Almagro fue corto: tratábase únicamente de poner en ejecución la sentencia pronunciada contra él en el campo de batalla de Chupas. Fue públicamente decapitado en Cuzco, en el sitio mismo y por el mismo verdugo que cinco años antes había cortado la cabeza de su padre. Almagro tenía entonces veinte y cuatro años: su muerte fue muy sentida, porque había manifestado cualidades que le hubieran asegurado una carrera brillante, a no haberse lanzado tan joven en una senda fatal. Con él se extinguieron el nombre de Almagro y el espíritu de facción que había por tanto tiempo desolado al Perú.
Capítulo IX
Leyes y reglamentos promulgados por el emperador acerca los asuntos del Perú.- Es enviado a él Núñez Vela en calidad de virrey.- Mal efecto producido por los nuevos reglamentos.- Violenta conducta del virrey con Vaca de Castro.
Mientras que ensangrentaban el Perú estas escenas de violencia, el emperador y sus ministros preparaban leyes con las cuales creían restablecer el orden y la tranquilidad en las colonias españolas del Nuevo Mundo. Las numerosas revueltas que habían agitado al Perú, y que hubieran comprometido la conquista a tener los naturales un carácter más belicoso, llamaban hacía algunos años la atención de la corte de España. Todo el mundo sentía la necesidad de poner término a esas envidias particulares, a esas facciones, a esas tramas, origen de tantas calamidades. Mas el carácter especial de aquel país, su distancia de la metrópoli, y el genio inquieto y violento de los conquistadores hacían esta tarea difícil y delicada.
Desde que fue descubierta América hasta la época a que se refiere nuestra historia, las diferentes conquistas llevadas a cabo en aquellas regiones lo habían sido por simples particulares y a sus propias expensas, y sin que la corona hubiese cooperado a ellas en nada. Los importantes sucesos que tuvieran lugar en Europa durante los reinados de Fernando y de Carlos, habían impedido a estos soberanos atender a los nuevos intereses que debían resultar de tantos y tan notables descubrimientos y conquistas. Aquellas expediciones tenían muchas veces lugar sin conocimiento del gobierno, y los aventureros, sabiendo que únicamente podían hallar la justificación de su conducta en el favorable resultado de sus tentativas, mostrábanse infatigables en sus esfuerzos.
La corona sacaba un provecho inmenso de esas empresas que nada le habían costado, porque la soberanía de los países conquistados y el quinto del botín pertenecían de derecho al monarca. Mas este sistema de guerra independiente ofrecía por otra parte muchos inconvenientes. Los conquistadores de cada país se repartían el territorio entre sí como recompensa de sus servicios, y estas distribuciones irregulares daban origen a numerosos actos de violencia y de injusticia, que no estaba en manos del gobierno evitar. Los aventureros, demasiado codiciosos e ignorantes para tener ideas de orden y ocuparse en lo porvenir, no pensaban sino en acumular de prisa riquezas, sin tener el menor escrúpulo acerca el modo de adquirirlas, y sin examinar si su rapacidad podía traer en pos de sí la ruina de los países que acababan de descubrir. Existía sobre todo un abuso, cuya pronta reforma reclamaban, no menos que la política, la justicia y la humanidad: tal era el que los aventureros consideraban como propiedad suya a los naturales del país que descubrían, y se los repartían como rebaños, imponiéndoles trabajos excesivos, que eran una fuente de riquezas para los crueles dominadores del Nuevo Mundo. Los indios, naturalmente indolentes y poco a propósito por su constitución para soportar semejantes trabajos, perecían en tan gran número, que el Consejo de Indias llegó a temer seriamente ver llegar el momento en que el soberano en vez de reinar sobre extensas y pobladas comarcas, no gobernaría más que en estériles y áridos desiertos.
La deplorable situación de los indios de la Española había excitado ya la compasión de un piadoso eclesiástico, cuyo nombre brilla con un resplandor más vivo que el de ninguno de los conquistadores del Nuevo Mundo. El venerable P. Bartolomé de las Casas había reclamado con todo el ardor de la caridad cristiana en favor de los americanos. El interés personal de algunos cortesanos influyentes había impedido al Consejo de Indias escuchar sus justas reclamaciones; pero esto no había hecho sino enardecer más y más el celo del religioso, que sólo aguardaba una ocasión propicia para renovar con mayor calor sus cargos. Las Casas se encontraba de misión en Madrid, cuando recibió los informes que llegaban del Perú, contestes todos en señalar la prodigiosa mortandad de los indios. El momento le pareció favorable, y resolvió redoblar sus esfuerzos y no dejarse detener por ningún obstáculo en el cumplimiento de sus caritativos proyectos.
La penetrante elocuencia de que estaba este religioso dotado sacaba mayores bríos de su carácter de testigo ocular de las escenas de desolación, cuyo cuadro trazaba. Describía con irresistible indignación los horribles tormentos con que había visto abrumados a los indios, y hacía estremecer al demostrar que en menos de cincuenta años había desaparecido casi por completo la población de las islas y que amenazaba igual suerte a la del continente. En sus memoriales a la corte y en sus sermones no cesaba de pedir la emancipación de los indios, como el único medio de impedir la total extinción de su raza. Hacia la misma época publicó su obra titulada: La destrucción de América, en la cual pinta con los más vivos colores la influencia fatal de los españoles en el Nuevo Mundo, y el horrible destino de sus naturales.
Inmensa fue la sensación que este libro produjo en toda España. El virtuoso prelado, aprovechando un momento en que Carlos había vuelto a Madrid después de una larga ausencia, presentose ante él, y con su vigorosa elocuencia le hizo presente que era para él un deber de conciencia el mejorar la suerte de los indios. Los ocios de la paz permitieron en fin al monarca ocuparse en los asuntos del Nuevo Mundo. Prometió a Las Casas examinar su petición; mas su intento no se reducía tan sólo a endulzar la desgraciada situación de los indios; quiso, al tomar medidas legislativas en su favor, aprovecharse de esta circunstancia para poner un freno a la licencia de los españoles, formulando para sus nuevos estados un código de leyes, y nombrando funcionarios encargados de hacerlas ejecutar, sin que hubiese necesidad de acudir al gobierno de Madrid para recibir instrucciones en las circunstancias graves.
Habíase en efecto hecho necesaria una legislación especial: el gobierno veía no sin recelo las inmensas riquezas adquiridas por algunos aventureros, y que podían convertirse en sus manos en instrumentos peligrosos. Carlos creyó necesario reformar este abuso, que excitaba ya la envidia y la indignación de los grandes de su corte. Así pues reunió el Consejo de Indias y con su asistencia redactó un código de leyes y de reglamentos que le parecieron satisfacer las necesidades del momento. Este código fue firmado el 20 de noviembre de 1542, dos meses después de la batalla de Chupas, y antes que fuese ésta conocida en Europa. Estas leyes arreglaban la constitución y los poderes del Consejo supremo de las Indias, la extensión de la jurisdicción y la autoridad de las audiencias reales en las diferentes partes de América, y por último todo lo que se refería a la administración de justicia y al gobierno eclesiástico o civil. Dichas leyes fueron por lo general bien recibidas, mas añadiéronse a ellas reglamentos que excitaron una alarma universal y causaron las más violentas agitaciones. Como se creyó que las concesiones de terreno habían sido hechas sin discreción, se autorizó a las Audiencias reales para reducirlas a una extensión más moderada. A la muerte de su actual poseedor las tierras y los indios que le habían sido concedidos no debían pasar a la viuda y a sus hijos, sino volver a la corona. Los indios debían estar en adelante exentos del servicio personal, y no se les podía obligar a llevar los equipajes en las marchas, ni a trabajar en las minas, emplearlos como buzos en la pesca de las perlas: fijábase el tributo que debían satisfacer a sus señores, y debía pagárseles como sirvientes alquilados por todos los trabajos que hiciesen voluntariamente. Toda persona que hubiese ejercido o ejerciese todavía destinos públicos, los hospitales y monasterios debían ser despojados de las tierras y de los indios que poseyesen, y ser aquéllas incorporadas a la corona. Por último todos los habitantes del Perú implicados en la querella de Pizarro y de Almagro, debían ser desposeídos también de sus tierras y de sus indios, en provecho del monarca.
En vano los ministros representaron al rey que los españoles establecidos en el Nuevo Mundo no podían convertir en valores los extensos terrenos de que se habían apoderado, y que los indios naturalmente indolentes y perezosos se negarían al trabajo desde el momento que no se los obligase a él; en vano manifestaron el temor de ver secarse de esta suerte fuentes de riquezas, que tan productivas empezaban a ser para la metrópoli; Carlos, fuertemente aferrado a sus ideas, rehusó escuchar aquellos avisos, y eligió para hacer ejecutar sus decretos hombres conocidos por su carácter firme y despótico, nombrando gobernador del Perú, con el título de virrey, a Blasco Núñez Vela. A fin de que su autoridad fuese más imponente de dar fuerzas a su administración, estableció en Lima una audiencia real, donde debían funcionar como jueces cuatro afamados jurisconsultos.
En cuanto fueron conocidos en el Perú los nuevos reglamentos manifestose un profundo disgusto. Los conquistadores de ese país, nacidos en su mayor parte en las clases inferiores y embriagados por sus inmensas riquezas en poco tiempo adquiridas, se entregaban a una licencia sin límites, licencia que favorecían la distancia de la metrópoli y su estado de anarquía y de confusión, consecuencia precisa de tantas guerras civiles. Concíbese por consiguiente el despecho y consternación que debió producir entre aquellos turbulentos aventureros el anuncio de una legislación severa que iba a poner un freno a sus pasiones, y arrebatarles una fortuna que miraban como justa recompensa de sus trabajos y de sus sufrimientos. En cuanto los reglamentos fueron conocidos, juntáronse todos, hombres y mujeres, éstas llorando, aquellos declamando contra la injusticia y la ingratitud del soberano que les privaba de sus bienes, sin siquiera haberles oído. «¿Es éste, decían, el premio de tantos males como hemos sufrido, de tantos peligros como hemos arrostrado para servir a la patria? ¿Cuál de nosotros hay, por grande que sea su mérito, por irreprochable que haya sido su conducta, que no pueda ser condenado en virtud de alguna de esas nuevas leyes, en términos tan vagos y generales concebidas, que al redactarlas no parece sino que se ha tenido la intención de tendernos a todos un lazo?»
Fue tal la exasperación pública, que los descontentos se reunieron para concertar los medios de oponerse con la fuerza a la entrada del virrey y a que la nueva legislación fuese promulgada; Vaca de Castro, con la prudencia y la habilidad que le caracterizaban, esforzose en conjurar la tormenta que amenazaba estallar. Había resuelto conformarse a las disposiciones tomadas por el rey, pero sabía que era preciso desplegar una grande habilidad para determinar a los españoles a someterse a los grandes sacrificios que se les exigía. Convocó a los principales habitantes, y les prometió que en cuanto llegasen el virrey y los individuos de la Audiencia les presentaría él mismo las quejas de los colonos, y que les pediría que permitiesen llegar sus humildes representaciones al soberano, para suplicarle que tuviese a bien modificar las disposiciones que más lastimaban los intereses de los colonos. Vaca de Castro esperaba aún que algunas ligeras concesiones podrían disipar aquellos síntomas alarmantes que amenazaban al Perú; mas para alcanzar este resultado hubiera sido preciso que el virrey juntase la moderación a la firmeza, y poseyese una prudencia exquisita. Desgraciadamente Núñez Vela carecía de todas estas cualidades. De áspero carácter y de una rígida severidad, considerábase únicamente como encargado de hacer ejecutar las órdenes de su soberano, y creía que debían emplearse, si preciso era, los medios más violentos para llegar a este resultado.
En cuanto el virrey tomó tierra en Túmbez, el 4 de marzo de 1544, comenzó a obrar de manera que quitaba toda esperanza de un acomodamiento. Por todas partes a su paso puso a los indios en libertad, privó de sus tierras y de sus trabajadores a todos los que desempeñaban algún destino, y para dar un ejemplo notable de la estricta observancia de las nuevas leyes, no quiso permitir que su equipaje fuese llevado por los indígenas. Su marcha parecía más bien una invasión hostil, que la entrada de un virrey que iba a tomar posesión de su gobierno. Su llegada produjo en los pueblos una consternación que aumentó todavía más al contestar a las primeras representaciones que le fueron dirigidas que había venido, no para discutir el mérito de los reglamentos, sino con la firme resolución de hacerlos ejecutar en todas sus partes. Esta declaración severa iba acompañada de maneras altivas y arrogantes, que chocaron grandemente a los veteranos del Nuevo Mundo, poco acostumbrados a respetar la autoridad civil.
Desde entonces Vaca de Castro perdió toda esperanza; mas estaba lejos de aguardar la suerte que le estaba reservada. Había partido para salir al encuentro del virrey, y a fin de dar una prueba mayor de respeto hacia el representante de su soberano, se había hecho acompañar por un numeroso cortejo compuesto de los más distinguidos habitantes. En el camino recibió un mensaje de Núñez Vela intimándole que depusiese su autoridad. Vaca de Castro obedeció al momento, y continuó adelantándose resuelto a obedecer al nuevo virrey; mas si él se resignó de buen grado, los que le acompañaron no pudieron ver sin enojo el orgullo y la dureza de Núñez Vela. Volviéronse a Cuzco indignados de su conducta, y llenos de terror al ver puestos en tales manos la vida y los bienes de los españoles.
Sabedor Vaca de Castro de que habían informado al virrey contra él, y que le habían dicho que venía al frente de un partido armado, rogó a los amigos que le acompañaban que le dejasen, para no dar lugar a que se sospechase de su conducta, y envió un mensajero al virrey para asegurarle de su perfecta sumisión.
El ex gobernador encontró al virrey a tres leguas de Lima y se presentó a él con las manifestaciones del más profundo respeto. Los diputados de la ciudad de Lima dirigieron a Núñez Vela algunas observaciones llenas de moderación sobre los reglamentos, mas éste manifestó en los términos más precisos su determinación de cumplir rigurosamente sus funciones, y hasta declaró que consideraría como un acto de traición y de rebeldía toda tentativa que se hiciese para obligarle a desviarse de la línea de conducta que se había propuesto seguir. A pesar de las penosas sensaciones causadas por esta respuesta, Núñez Vela obtuvo una acogida digna de su rango; recorrió las calles rodeado de una gran pompa, y luego pasó a la catedral, desde donde, después de haber asistido al santo sacrificio de la misa, se dirigió al palacio de Pizarro, destinado para su morada.
A pesar de haber aparentado que quedaba satisfecho de la conducta por Vaca de Castro observada, no dejaba el virrey de desconfiar de él, y como supiese al día siguiente que los jefes que habían regresado a Cuzco habían promovido en esta ciudad una especie de asonada, atribuyó este movimiento a la influencia de su predecesor.
En su consecuencia le hizo arrestar y se apoderó de todos sus bienes. Sin embargo y a consecuencia de las observaciones que se le hicieron, le mandó sacar de la cárcel pública y retenerle en un sitio más decente, después de haber recibido de los principales habitantes de Lima una fianza de cien mil escudos, que éstos consintieron en entregarle, a pesar de no estar en perfecta armonía con Vaca de Castro.
No se limitó el virrey a este acto de rigor; muchos ciudadanos distinguidos fueron presos, otros desterrados, y algunos condenados a muerte por haberse resistido a sus disposiciones tiránicas. Mas esta severidad intempestiva, lejos de producir el efecto que de ella esperaba, sólo sirvió para arrastrar al país a un abismo de males. Agotose el sufrimiento de los españoles, quienes resolvieron seriamente sacudir el yugo tiránico que los abrumaba.
Capítulo X
Gonzalo Pizarro es nombrado procurador general de los indios y comandante en jefe del Perú.- Muerte del inca Manco Capac.- Odio general contra el virrey.- Sus disidencias con los magistrados de la Audiencia real.- Es depuesto y preso por ellos.
El arresto de Vaca de Castro había producido una indignación general; es probable sin embargo que el virrey hubiera tenido suficiente autoridad para impedir que estallase de una manera violenta, si los descontentos no hubiesen encontrado un jefe capaz por su crédito y su rasgo de reunir sus voluntades y de dirigir sus esfuerzos. Desde que eran conocidas en el Perú las nuevas leyes, todos los españoles habían puesto los ojos en Gonzalo Pizarro, como el único hombre capaz de evitar las desgracias que amenazaban a la colonia.
Gonzalo Pizarro, inferior a sus hermanos en talentos, los igualaba en resolución y firmeza; habíase además hecho querer de la mayor parte de los aventureros por su franqueza y su generosidad, cualidades que los soldados estiman, y de que carecían Francisco y Fernando. Los eminentes servicios que prestara durante la conquista del Perú, y el renombre que adquiriera en su extraordinaria expedición a la Canela, hacíanle aparecer como el jefe más a propósito para dirigir una empresa difícil. De todas partes recibía cartas y diputaciones invitándole a defender a los españoles contra las medidas que los oprimían, prometiendo todos compartir con él su fortuna o morir en su defensa.
Gonzalo Pizarro era ambicioso y resuelto, y sin embargo permaneció algún tiempo indeciso acerca la marcha que debía seguir. Pensaba, no sin temor, en una demostración que le obligaría sin duda a tomar las armas contra las tropas reales; mas por otra parte no podía olvidar la ingratitud del emperador para con su familia. Su hermano Fernando gemía en un calabozo; los hijos de Francisco estaban bajo la vigilancia del virrey; él mismo se hallaba reducido a la condición de un simple particular y expuesto además a ser despojado del fruto de sus servicios, por la aplicación de los nuevos reglamentos. Todas estas consideraciones le disponían a responder al llamamiento de sus compañeros de armas, y le determinaron a salir de Chuquisaca de la Plata, lugar de su residencia, para trasladarse a Cuzco, donde fue acogido con transportes de alegría, y como en triunfo. Mirábasele como al salvador de su país, y en el primer calor de su entusiasmo los habitantes le nombraron procurador general de los españoles en el Perú, encargado de alcanzar la reforma de los desastrosos reglamentos. Las demás ciudades se apresuraron a imitar este ejemplo, y parecían competir entre sí sobre cuál le daría más pruebas de confianza. Mientras que las municipalidades le concedían el poder, los soldados, de común acuerdo, le proclamaban general en jefe de todas las fuerzas del Perú, título que halagaba más al viejo capitán que todas las dignidades que le concedían los cabildos.
Pizarro recibió con vivo agradecimiento estos testimonios de la confianza pública; prestó solemnemente el juramento de desempeñar con toda fidelidad los cargos que acababan de conferírsele, y defender hasta la última gota de su sangre los derechos del pueblo. Juzgaba con razón que la consecuencia necesaria de ese movimiento sería una guerra, y por lo tanto tomó las medidas más enérgicas para intimidar a sus enemigos. Levantó un cuerpo de cuatrocientos hombres, a quienes equipó completamente; apoderose en seguida del tesoro real, y nombró los capitanes del ejército y los funcionarios civiles, impuso contribuciones, publicó decretos, y aunque tomó en sus manos la autoridad absoluta, nadie se manifestó descontento. Propagábase por el contrario el espíritu de hostilidad contra el virrey; varios oficiales distinguidos fueron de diferentes partes del Perú a agruparse bajo el estandarte de Pizarro, quien se encontró en estado de desafiar las fuerzas de Núñez Vela. Entonces salió de Cuzco al frente de un ejército lleno de ardor y entusiasmo, y se puso en marcha hacia Lima, aunque sin estar bien decidido sobre el plan de conducta que debía adoptar.
El orden de los tiempos nos obliga a interrumpir la relación de estos sucesos para referir la muerte del desgraciado Manco Capac, que aconteció por esta época. Algunos españoles, entre los cuales se hallaba uno llamado Gómez Pérez, habían huido de Cuzco para escapar de la tiranía de los Pizarros, y hallado al lado del inca protección y seguridad. Para jugar con los españoles, este príncipe se había mandado hacer un juego de bolos bajo la dirección de éstos, porque los indios no conocían esta diversión, en la cual gustaba al inca ejercitarse. Gómez Pérez, tan grosero como maleducado, suscitaba siempre disputas sobre las jugadas, y un día entre otros contrarió con tanta insolencia y obstinación al inca, que éste le pegó recordándole a quién hablaba. Furioso el español levanta en alto la bola que tenía en la mano, y la arroja con tanta fuerza a la cabeza del príncipe, que el desgraciado cae sin vida en el suelo. Al ver esto los indios se arrojan sobre los españoles, que haciéndose fuertes en una cabaña, resistieron al principio a sus ataques; mas habiendo aquéllos pegado fuego a la habitación que les servía de refugio, quisieron huir, y sucumbieron todos bajo las flechas de los salvajes. Tal fue el fin de aquel desgraciado inca, a quien su retiro en las más escarpadas montañas de su reino no pudo librar de las manos de los españoles, y que murió víctima de los mismos a quienes colmara de beneficios.
Entretanto la posición de Núñez Vela en Lima era de cada día menos halagüeña. Su carácter violento le había enajenado la voluntad de la mayor parte de sus oficiales, y afirmado a sus enemigos en sus proyectos hostiles. Su administración era detestada por el pueblo, por los ciudadanos de todas clases, y sobre todo por los oidores de la Audiencia real a quienes su altivez indignaba. Ya durante la navegación habíanse manifestado entre ellos y el virrey síntomas de frialdad y de desconfianza; esta falta de armonía había ido en aumento desde su llegada, y éste fue un nuevo elemento de discordia que vino a acrecentar los que existían ya en la comarca.
Instruido Núñez Vela de la marcha de Pizarro y de la formidable actitud que tomara, comprendió que no debía perder un momento en reunir fuerzas que pudiesen resistir a las de sus adversarios; mas viose flojamente secundado por los funcionarios públicos que había nombrado. No fue éste sin embargo el peor desengaño que tuvo que deplorar. Pronto echó de ver que no podía fiarse de sus oficiales, y vio a muchos de ellos pasarse a las banderas de Pizarro con los soldados que capitaneaban.
Pedro Puelles, jefe de distinción, que había sido teniente de Gonzalo en Quito, apenas supo que su antiguo comandante marchaba hacia Lima, cuando se apresuró a ir a reunírsele, llevando consigo más de cien hombres, la mayor parte de ellos montados. La noticia de esta defección llenó de despecho al virrey, el cual envió al momento a Gonzalo Díaz con fuerzas suficientes para impedir la unión de Puelles con Gonzalo; mas en lugar de desempeñar su misión, Díaz determinó a sus soldados a seguir el ejemplo de Puelles, y fueron juntos a reunirse con el ejército de Pizarro en Guamanga. Estas defecciones, que no fueron las únicas, dieron a conocer a Núñez Vela que no debía fiarse en ninguno de sus capitanes, y en su consecuencia tomó la resolución de dirigir él mismo todas las operaciones. Detestado del pueblo, abandonado de sus soldados, en todo contrariado por los jueces, manifestose más que nunca severo, hasta que un acto de crueldad llenó la medida del odio de que era objeto y apresuró su caída. Habiéndose pasado a Pizarro dos parientes del comisario Illán Suárez, Núñez Vela sospechó que este hombre honrado había favorecido su fuga, y mandó a un oficial que fuese de noche con algunos soldados a la habitación de Suárez, y lo trajese al instante a su presencia. Esta orden fue puntualmente ejecutada, intimose a Suárez, sorprendido en la cama, que se levantara, y fue conducido ante el virrey. En cuanto tuvo delante a Suárez, Núñez Vela le dijo con acento descompasado: «¡Traidor! ¿conque has enviado a tus sobrinos al servicio de Pizarro? -No soy traidor, señor,» respondió con calma Suárez. El virrey replicó jurando: «Eres traidor al rey.- Señor, replicó el comisario, soy tan bueno y leal servidor del rey como vos.» Núñez Vela, incapaz de moderar su furor, lanzose sobre él, y le hundió su puñal en el pecho; los soldados que estaban presentes se arrojaron entonces sobre aquel desgraciado y le remataron sin que pudiese resistirse.
En cuanto este acto de crueldad fue conocido, conmoviose toda la ciudad: sabíase que el comisario había sido siempre uno de los más celosos partidarios del virrey, y si tal tratamiento reservaba para sus amigos, ¿qué podía esperarse que haría con sus contrarios? Los jueces de la Audiencia comenzaron una información, a consecuencia de la cual tuvo el virrey que jurar que el crimen había sido cometido sin participación suya.
Otra medida causó también una gran sensación en Lima: el virrey dio orden a Cueto que prendiese a los hijos de Francisco Pizarro, y que los llevase a bordo de una nave, donde los tendría bajo su custodia, con el licenciado Vaca de Castro. Con este motivo dio a Cueto el mando de la flota, porque temía que Antonio de Ribera ocultase aquellos jóvenes confiados a su vigilancia. Esta traslación hizo mucho ruido: el pueblo se conmovió, y los oidores enviaron a uno de ellos, el licenciado Zárate, a suplicar al virrey que no retuviese a la hija de Pizarro, doña Francisca, en un lugar donde no podía permanecer sin desdoro suyo, entre marinos y soldados. No tan sólo no pudo alcanzar nada acerca de esto, sino que el virrey le manifestó su intención de retirarse a Trujillo. Respecto de esto los magistrados le respondieron que habiéndoles su Majestad enviado para residir en Lima, estaban resueltos a no salir de esta ciudad sino por una nueva orden del monarca. El virrey formó entonces el designio de apoderarse del sello real y llevarlo consigo a Trujillo, a fin de que si los oidores no querían seguirle, quedasen en Lima como simples particulares, sin poder dar audiencia ni despachar ningún negocio. Conocedores los magistrados de este designio, enviaron a llamar al canciller, le quitaron el sello, y lo pusieron en manos del licenciado Cepeda, como el más antiguo de todos. Redactaron en seguida una acta protestando contra toda violencia que se les hiciese para obligarles a salir de Lima, e invitando a todos los buenos ciudadanos a defenderlos. De esta suerte encontrose el pueblo dividido en dos partidos: uno que sostenía al virrey, y otro que defendía a los oidores. Éste era el más popular y más numeroso, si bien el primero se apoyaba en la fuerza.
El virrey empezó por hacer levantar barricadas en muchas calles y fortificar su palacio, rodeose de guardias y sus patrullas recorrían continuamente la ciudad. Entre tanto reuniéronse en secreto los más fogosos partidarios de los oidores; mas como hubiesen fracasado en su tentativa de ganar la tropa del virrey, hallábanse en extremo indecisos, mirando su causa como perdida. El peligro era urgente, cuando Francisco de Escobar, hombre distinguido y que gozaba de gran crédito, propuso osadamente tomar las armas, bajar a la calle y morir como valientes, antes que dejarse prender sin defensa. Sus palabras electrizaron los ánimos, y todos los que asistieron a aquella reunión salieron de ella para correr a la plaza pública, aunque sin saber fijamente qué era lo que iban a hacer.
Era media noche, y el virrey fatigado de los trabajos del día acababa de retirarse para entregarse al sueño. Hallábase el palacio rodeado de fuertes destacamentos de soldados, que era imposible forzar. En aquel momento crítico y cuando los oidores y sus partidarios empezaban a perder toda esperanza, vieron con tanta sorpresa como alegría a dos oficiales, Robles y Ribera, que estaban de guardia en la puerta del palacio, abandonar su puesto con sus soldados y venir a reunirse con ellos. Este ejemplo fue seguido por otros, y la deserción se hizo en pocos instantes tan general, que sólo quedaron para defender el palacio del virrey unos cien hombres apostados en el interior.
Este cambio inesperado puso a los oidores en estado de tomar la ofensiva, y creyendo inútil disimular sus intenciones, hicieron publicar una proclama que atrajo a una gran multitud del pueblo. En aquel momento fueron disparados algunos tiros desde las ventanas del palacio, y los soldados, irritados con aquel acto de hostilidad, declararon a gritos que iban a tomar el palacio por asalto. No queriendo los jueces recurrir a la violencia hasta que no les quedase otro recurso, emplearon todos sus esfuerzos para calmar la exasperación de los soldados, lo que felizmente alcanzaron. Entonces enviaron un oficial, Antonio de Robles y a fray Gaspar de Carvajal, superior de santo Domingo, para entrar en tratos con el virrey. Invitáronle a que fuese a la iglesia mayor para tener en ella una entrevista con los jefes del movimiento, suplicándole que dejara de tentar una resistencia imprudente, que podría ser fatal a él y a los suyos. Esta recomendación era inútil, porque al acercarse los parlamentarios a doscientos hombres, que habían permanecido hasta entonces en su puesto, lo abandonaron de repente. En esto soldados y populacho, a quienes nada contenía ya, entraron en el palacio y lo saquearon. Alarmado por este ataque repentino y temiendo por sus días, Núñez Vela tomó el único partido que le quedaba, y fue salirse por una puerta secreta para ir a la catedral, donde le aguardaban ya los oidores.
Pasaba esto el 28 de septiembre de 1544, y desde aquel momento los magistrados miraron su triunfo como seguro. Núñez Vela era tan generalmente odiado, que su caída no fue endulzada por la menor muestra de compasión; sino que por el contrario todo el pueblo se entregaba por todas partes a la alegría. Después de una corta deliberación, los oidores determinaron enviar al virrey a España, y acto continuo fue conducido a la costa para ser embarcado. Topose empero con un obstáculo inesperado. El almirante Cueto negose a obedecer una orden que consideraba como ilegal, y hasta amenazó declararse contra los que acababan de usurpar la autoridad. Los oidores contestaron a esto que Núñez Vela respondería con su cabeza de la obediencia del almirante, quien consintió por fin en lo que tan imperiosamente se le exigía, soltando a los hijos de Pizarro y recibiendo al virrey a bordo. Sin embargo como las naves no estaban en disposición de hacerse a la vela, el virrey fue enviado a una pequeña isla ínterin se disponía su regreso a España, a donde se dispuso que le acompañase el oidor Álvarez, a quien dieron sus colegas el encargo de apoyar ante el emperador las acusaciones contra aquél dirigidas, y defender sus propias acciones.
Capítulo XI
Desavenencias de los oidores con Gonzalo Pizarro.- Entrada de éste en Lima.- Se hace nombrar gobernador general.- Aparece de nuevo en escena Núñez Vela.- Levantamiento de Diego Centeno.- Retirada del virrey.- Batalla de Quito.- Muerte de Núñez Vela.
El primer cuidado de los oidores, en cuanto fue reconocido en la ciudad su poder, fue ocuparse en los nuevos reglamentos, para cuya ejecución proclamaron una prórroga. Movíales a obrar así un doble motivo, a saber, dar una satisfacción al pueblo exasperado con aquellos reglamentos, y encontrar un pretexto para alejar a Gonzalo Pizarro, cuya ambición y poder les causaban no infundadas zozobras. Mas como por otra parte no podían esperar que un hombre del carácter de Pizarro se aviniese a abandonar tranquilamente la posición formidable en que se colocara, quisieron ante todo sondear sus intenciones. Tomaron en su consecuencia el partido de enviarle un mensaje oficial para darle a entender que, no existiendo ya el motivo que le había impulsado a tomar las armas, licenciara su ejército y fuese sin tardanza a Lima acompañado tan sólo de veinte hombres. No era fácil encontrar personas bastante resueltas para desempeñar una misión tan peligrosa con un jefe del carácter de Gonzalo; mas Agustín de Zárate (el historiador del Perú) y Ribera consintieron en encargarse de ella y partieron para el valle de Zanja, donde se hallaba aquél acampado. Pizarro tenía ya noticia de la embajada que se le mandaba, y temiendo que si los enviados de los oidores se presentaban ante el ejército y notificaban públicamente la orden de los magistrados, se promoviese alguna asonada entre sus soldados, que deseaban entrar en Lima en son de guerra, mandó al momento a Villegas, uno de sus capitanes, con un fuerte destacamento para detener a los mensajeros. Esta orden fue ejecutada sin dificultad, y Zárate, portador de los despachos, fue preso y conducido a Pariacuca, para que aguardara allí al general, que llegó a los diez días.
Pizarro estaba muy distante de querer someterse a lo que mandaban los oidores: su ambición, excitada por las favorables circunstancias que le rodeaban, le mostraba cercano el día en que podrían realizarse todos sus sueños de gloria y de poder: creía que en medio de la confusión que reinaba en el Perú, tocaba al momento en que podría llegar a la autoridad absoluta. Parecíale en efecto que el prestigio de su nombre y su propia celebridad debían ganarle todos los sufragios, y que el pueblo no podía dejar de preferirle a unos magistrados recientemente llegados al país y sin ningún conocimiento militar. Alentábale en estas ideas ambiciosas Francisco Carvajal, quien habiendo pasado su vida en los campamentos estaba por las medidas osadas y decisivas. «El simple título de procurador general, decía, no puede bastar a un Pizarro; preciso es que se haga nombrar gobernador general y comandante en jefe de los ejércitos del Perú.» Costole poco a Pizarro adherirse a unas ideas que tan en consonancia estaban con las suyas, y que se hallaban robustecidas por el apoyo que le prestó uno de los oidores.
Cepeda, presidente a la sazón de la Audiencia, y consagrado en apariencia a los intereses de su partido, mantenía tiempo hacía una correspondencia secreta con Pizarro. Hábil y astuto, había visto que el poder de sus compañeros no descansaba en ninguna base sólida, y convencido de que la fortuna brindaría con sus favores a Pizarro, había procurado conciliarse las buenas gracias de este jefe, dándole seguridades de su activa cooperación.
Entretanto Gonzalo se había acercado hasta una milla de Lima, e intimado a los oidores que le reconociesen como gobernador y capitán general del Perú; mas como éstos vacilasen, Pizarro, impaciente, quiso poner término de una vez a sus dudas.
Carvajal entró en la ciudad con un fuerte destacamento, mandó prender a veinte y ocho habitantes de los más notables y conocidos como enemigos de Pizarro, y al día siguiente hizo salir de sus calabozos a tres de los presos, y sin formación de proceso mandó colgarlos de un árbol a la entrada de la ciudad, amenazando tratar de la misma manera a todo el que se opusiese al nombramiento de Pizarro. Aterrorizados los oidores y sabiendo que Carvajal era hombre para realizar sus amenazas, consintieron en todo lo que se exigió de ellos. Los habitantes, asustados, enviaron muchas diputaciones a Pizarro para suplicarle que pusiese freno a la crueldad de su capitán; y el general, que no había expedido tales órdenes, deploró vivamente aquel funesto acontecimiento, que podía serle muy perjudicial, y mandó al momento a Carvajal que cesase en sus rigurosas ejecuciones, que pusiese en libertad a todos los presos, y hasta que se quitaran del árbol los cadáveres de los que habían sido ahorcados. Pizarro ordenó después de esto su hueste, e hizo su entrada en Lima con gran pompa el 28 de octubre de 1544. Dirigiose en seguida, acompañado de sus principales jefes, a la habitación de Zárate, donde estaban los oidores, los cuales le reconocieron como gobernador y capitán general del Perú. Recibidos sus juramentos, Pizarro se trasladó a la municipalidad donde tuvo lugar la misma ceremonia; y desde aquel momento fue reconocido su poder primero en la ciudad, y luego en las provincias cercanas.
Viéndose ya Pizarro dueño de un poder que nadie le disputaba, nombró para los principales empleos a sus más fieles partidarios. Proveyó además, por el ministerio de los magistrados de la Audiencia, al despacho de los negocios públicos y a la administración de justicia. Mas aunque puso mucho cuidado en el puntual cumplimiento de sus deberes, no dejó de hacer descontentos. Fue uno de ellos el capitán Diego Gumiel, apasionado servidor que había sido hasta entonces de Pizarro, el cual le abandonó repentinamente porque no había obtenido de él un departamento de indios que le pidiera para uno de sus amigos. Empezó entonces a quejarse abiertamente del general y de los oidores, diciendo que habían usurpado el gobierno que tocaba de derecho al hijo de Francisco Pizarro, y que los buenos españoles debían reunir sus esfuerzos para hacer que fuese dada la autoridad al legítimo heredero de su antiguo gobernador. Como llegasen estos rumores a oídos de Gonzalo, encargó a Carvajal que tomase averiguaciones e impusiese silencio al capitán. Daríale probablemente esta orden sin intención de mandar una ejecución violenta; mas Carvajal, naturalmente inclinado a emplear los medios extremos, fuese en derechura a casa de Gumiel, y sin más forma de proceso, le mandó estrangular y exponer su cadáver en la plaza pública. Tales actos de crueldad, con harta frecuencia repetidos con menoscabo del buen nombre de Pizarro, que cerraba los ojos a los actos bárbaramente atroces de su principal consejero, empezaron a suscitarle muchos descontentos.
Apenas estuvo Pizarro en el poder cuando vio que en vez de gobernar pacíficamente una comarca feliz, se vería pronto obligado a acudir a las armas para sostener su autoridad, mas de todos modos no creía que estuviese tan cerca el momento de la lucha, así como estaba muy distante de pensar en el enemigo formidable que contra él iba a levantarse.
Dejamos apuntado más arriba que el virrey había sido puesto a bordo de una nave bajo la custodia de un individuo de la Audiencia, que debía llevarlo a España. En cuanto estuvo el buque fuera del puerto, Álvarez se acercó al virrey con los ojos bañados en llanto y, ora fuese que sintiese en realidad remordimientos de haber tomado parte en un acto ilegal, o que temiera las consecuencias de su conducta a su llegada a España, echose a sus plantas, y manifestándole su sentimiento por la parte que tomara en todo lo que acababa de pasar, declarole que desde aquel momento era libre, y que sólo él tendría el mando del buque. Juntósele pronto otra nave tripulada por amigos suyos, y el virrey aprovechándose de estas circunstancias favorables mandó dirigir las dos embarcaciones hacia Túmbez.
En cuanto llegó a este puerto empezó a obrar con tanta actividad como energía; hizo que fuese reconocida su jurisdicción sobre esta colonia, y envió emisarios a todas las provincias para denunciar la conducta ilegal de Pizarro, e intimar a las autoridades de los establecimientos cercanos que viniesen a ponerse bajo sus banderas, amenazando con tratar como rebeldes a los que no obedeciesen. Comprendiendo cuán necesario era reunir fuerzas suficientes antes que pudiese Pizarro marchar contra él, nada descuidó para juntar un ejército, y sus esfuerzos no fueron infructuosos. Reuniéronsele un gran número de españoles, unos por inclinación, descontentos otros de la conducta violenta de Pizarro. Núñez Vela se encontró pronto al frente de una hueste, poco numerosa sin duda para arriesgar una batalla, pero bastante considerable para servir de punto de reunión a los que se sintiesen inclinados a abrazar su causa. No pudo sin embargo permanecer mucho tiempo en Túmbez: un oficial de Pizarro llamado Bachicao, que se hallaba casualmente en esta comarca con una misión particular, apoderose de las dos naves, y obligó al virrey a retirarse al interior.
Habiendo llegado a noticia de Pizarro que Núñez Vela, puesto en libertad, trabajaba para recobrar el poder, envió a todas partes los oficiales que le eran más adictos, con el doble objeto de reclutar soldados para él e impedir que el virrey recibiera refuerzos. Esperaba destruirle fácilmente en cuanto lograse interceptar toda comunicación con la costa, puesto que Núñez Vela carecía de medios para sostener largo tiempo la lucha en el interior de las tierras.
Sobrevino por este tiempo un suceso que, dividiendo las fuerzas de Pizarro, favoreció grandemente la causa del virrey. Francisco Almandras, comandante por Gonzalo en la Plata, llevado de un celo indiscreto, había hecho prender por meras sospechas a Gómez de Lema, uno de los habitantes más distinguidos de la ciudad. Esta severidad exagerada descontentó a los demás moradores, que dirigieron representaciones a Almandras rogándole que pusiese en libertad al preso. Negose éste a escuchar sus reclamaciones, y como hubiese oído a algunos amigos de Lema decir en tono amenazador que ellos sabrían libertarle, dio orden para que el desgraciado fuese estrangulado durante la noche, y que su cabeza fuese expuesta en la plaza pública. Este espectáculo llenó de indignación y de sorpresa a los habitantes de la Plata, y convencidos de que sus vidas no estarían seguras mientras estuviesen en poder de un hombre tan cruel, reuniéronse muchos de ellos en secreto y trazaron una conspiración contra Almandras. El más distinguido entre los conjurados por sus talentos y categoría era Diego Centeno, antiguo partidario de Pizarro, y que le había vuelto la espalda al verle arrogarse un poder arbitrario. Centeno excitó a los más exaltados, y quedó resuelta la muerte del comandante. Los conjurados se reunieron un domingo en casa de su víctima con la intención aparente de acompañarle a misa, y lanzándose de repente sobre él le apuñalaron, aunque teniendo la bárbara complacencia de no rematarlo, y arrastrándole hasta la plaza, le hicieron decapitar como rebelde y traidor al rey de España.
Esta insurrección, pues realmente lo era, necesitaba un jefe, y fue elegido Centeno. Envió al momento a López de Mendoza a Arequipa para sorprender al jefe que mandaba allí en nombre de Pizarro; aquél huyó y Mendoza se apoderó de todas las armas y provisiones que pudo encontrar, alistó nuevos soldados y volvió a la Plata. Centeno se encontró con esto a la cabeza de doscientos cincuenta hombres.
Al acaecer esta rebelión Pizarro no estaba ya en Lima, sino que marchaba contra el virrey resuelto a presentarle un combate, cuyo resultado no podía ser dudoso, atendida la diferencia numérica de los dos ejércitos. En posesión de las rentas públicas, teniendo bajo su jurisdicción las principales ciudades del Perú, y estando al frente de un ejército valiente, numeroso y adicto, encontró desde luego tantos recursos como se presentaban al virrey obstáculos. Decidido empero éste a no aceptar la batalla se retiró a Quito para aguardar allí los refuerzos con que contaba.
Pizarro marchó en su seguimiento, y Carvajal, que mandaba la vanguardia, hubiera más de una vez caído sobre los contrarios, a no estorbárselo la vigilancia de Núñez Vela, que quería evitar un encuentro que le hubiera sido funesto. De esta suerte los dos partidos recorrieron, el uno marchando en retirada y el otro persiguiéndole, un espacio de más de mil leguas. Durante esta marcha extraordinaria, de que hay pocos ejemplos en la historia, fueron indecibles las fatigas y los padecimientos por una y otra parte: unos y otros sufrieron los rigores del hambre y viéronse reducidos muchas veces a comerse sus caballos. Las tropas de Pizarro eran sin embargo las que más padecían, puesto que Núñez Vela nada dejaba en pos de sí, y Gonzalo vio renovarse todos los desastres de su expedición a la Canela. Los soldados de uno y otro bando manifestaron una constancia a toda prueba, y ninguno se quejó de un destino tan cruel. El virrey invitó muchas veces a los que estaban extenuados a que abandonasen su servicio, mas ninguno de ellos quiso aprovecharse de este permiso, a pesar de la suerte que les amenazaba. Carvajal se apoderaba de los rezagados, y ¡ay de ellos si eran de alguna categoría! pues eran muertos en el acto. El ejército del virrey llegó por fin a Quito en el estado más deplorable.
Aquel mismo día la vanguardia de Carvajal apareció bajo las murallas, y Núñez Vela tuvo que evacuar aquella plaza que le era imposible defender; saliendo de ella con tanta precipitación, que su marcha más que una retirada, parecía una derrota. Su ejército no experimentó ningún alivio, porque Pizarro continuó persiguiéndole con la misma rapidez y perseverancia. Núñez Vela pudo escapar por fin a su enemigo, metiéndose después de muchas fatigas en la provincia de Popayán, y Gonzalo, perdida la esperanza de darle alcance dejó de perseguirle y volvió a Quito, donde era necesaria su presencia para hacer rostro a nuevos peligros.
Diego Centeno había sido después de su rebelión infatigable en sus esfuerzos, y tomado una actitud temible: casi todas las provincias del sur le eran adictas y disponía de considerables fuerzas. Pizarro no perdió ni un solo instante para detener a tan peligroso enemigo, y envió al sur al fiel Carvajal, mientras que él permanecía en Quito para observar los movimientos del virrey, y dar a sus soldados el descanso de que tanto necesitaban.
Núñez Vela no permanecía entre tanto inactivo: en cuanto tuvo un momento de respiro empleó toda su energía en aumentar sus medios de resistencia. Benalcázar, capitán de grande influencia, cuyo nombre hemos citado tantas veces, había ido a reunírsele y levantado con su activa cooperación más de cuatrocientos hombres en la sola provincia de Popayán. El virrey mandó entonces intimar a todas las autoridades civiles y militares de las ciudades inmediatas que prestasen su apoyo a la causa legítima. Algunos de su bando, con el objeto de evitar los desastres que son consiguientes en toda guerra civil, le aconsejaban que entrase en negociaciones con Pizarro; mas Núñez Vela rechazó este parecer con indignación, declarando que no transigiría jamás con traidores y rebeldes, y que no habría entre él y ellos más árbitro que la espada.
Pizarro conocía la firme resolución de su antagonista, y conveníale por otra parte poner fin a tan porfiada contienda. Como veía claramente que el virrey no saldría de Popayán ínterin no se encontrase al frente de fuerzas superiores o cuando menos iguales a las suyas, Gonzalo resolvió valerse de la astucia para hacerle salir de su retiro y atraerle al campo de batalla que él mismo eligiese. En su consecuencia hizo correr la voz de que iba a marchar contra Centeno, y que Pedro Puelles se quedaría en Quito con solos trescientos hombres. Fingió ponerse él mismo en disposición de ejecutar este designio: señaló a los que debían formar parte de la expedición y los que quedar debían con Puelles, y después de una revista general salió de Quito, aunque deteniéndose a tres jornadas so pretexto de enfermedad. Su plan hubiera fracasado completamente a haber tenido el virrey noticia de estos hechos por un conducto menos sospechoso; y en esto la casualidad sirvió a Pizarro a medida de sus deseos. Núñez Vela tenía en Quito un espía encargado de seguir los pasos del enemigo; mas este espía, haciendo traición al que le empleaba, descubriose a Gonzalo, y le dio a conocer las cifras de que se servía en su correspondencia con el virrey. Pizarro le mandó escribir todo lo que pasaba y entregó la carta al indio portador ordinario de aquellas comunicaciones: además de esto y por consejo suyo Pedro de Puelles escribió al ejército de Popayán que se había quedado en Quito con solos trescientos hombres, y que si quería moverse hacia esta ciudad podía hacerlo sin temor puesto que el país había quedado sin defensa con la ausencia de Pizarro. Puelles encargó esta comisión a indios que habían sido testigos de la marcha del ejército de Gonzalo para que pudiesen afirmarlo, y lo preparó todo de suerte que las cartas fuesen fácilmente sorprendidas por los agentes del virrey, como así sucedió en efecto.
Núñez Vela dio crédito a estas cartas, que le parecían proceder de conductos tan diferentes, y figurose que con sus cuatrocientos hombres vencería fácilmente a Pedro de Puelles, y que la derrota de éste llevaría en pos de sí la de Pizarro. Salió pues de Popayán y marchó rápidamente sobre Quito. Conocedor Gonzalo de todos los movimientos del enemigo y sabiendo que estaba a doce leguas de la ciudad, reuniose con Puelles, y se adelantó al encuentro del virrey, aunque por un camino distinto del que éste había seguido. Núñez Vela llegó delante de Quito sin sospechar siquiera la estratagema empleada contra él, y firmemente convencido de que no tendría que combatir más que con Pedro de Puelles, entró sin la menor oposición en la ciudad, donde supo el lazo que le habían tendido y la reunión de los dos jefes. Esta noticia era para él un golpe terrible, porque Gonzalo, con su último movimiento acababa de cortarle la retirada, y no había más recurso que rendirse o combatir. El virrey optó por este último partido.
Al día siguiente, 18 de enero de 1546, el virrey reunió sus tropas, las arengó para alentarles a que se mantuvieran fieles a su soberano, y dio en seguida la señal del combate. «Llegados los escuadrones a vista uno de otro, dice Garcilaso de la Vega, salieron arcabuceros de una parte y otra a trabar la escaramuza. Los de Pizarro hacían mucha ventaja a los del visorrey, por la mucha y muy buena pólvora que llevaban , y los arcabuceros muy diestros por el mucho ejercicio que habían tenido; y los del visorrey todo en contra. Los escuadrones se acercaron tanto, que fue necesario recogerse los sobresalientes a sus banderas. De parte de Gonzalo Pizarro salió a recoger los suyos el capitán Juan de Acosta, y con él otro buen soldado llamado Páez de Sotomayor: entonces mandó Gonzalo Pizarro al licenciado Carvajal, que con su compañía acometiese por el lado diestro de los enemigos, y él se puso delante de su gente de caballo; mas sus capitanes no lo consintieron, y lo pusieron a un lado del escuadrón de la infantería, y con otros siete u ocho en su compañía, para que de allí gobernase la batalla. La gente de caballo del visorrey, que serían hasta ciento y cuarenta hombres, viendo que los del licenciado Carvajal iban a ellos, les salieron al encuentro y arremetieron todos juntos de tropel, tan sin orden y tan sin tiempo, que cuando llegaron a los enemigos iban ya casi desbaratados, porque una manga de arcabuceros que los esperaba por un lado, les hizo mucho daño, y el licenciado Carvajal y los suyos los maltrataron mucho, que aunque eran pocos tenían ventaja a los del visorrey, porque ellos y sus caballos estaban descansados y fuertes para pelear; y los del visorrey, por el contrario, cansados y debilitados, y así cayeron muchos de los encuentros de las lanzas; y juntándose todos pelearon con las espadas y estoques, hachas y porras, y fue muy cruel la batalla. A esta sazón acometió el estandarte de Gonzalo Pizarro con hasta cien hombres de caballo, y hallando los enemigos tan mal parados, los acabó de desbaratar con mucha facilidad. Por otra parte era grande la pelea de la infantería con tanta vocería y ruido, que parecía de mucha más gente de la que era… El visorrey andaba peleando entre su gente de caballo, había hecho muy buenas suertes, que del primer encuentro derribó a Alonso de Montalvo, y hizo otros lances con mucho ánimo y esfuerzo; andaba disfrazado, que sobre las armas traía una camiseta de indio, que fue causa de su muerte; viendo los suyos ya perdidos quiso retirarse, mas no le dejaron, porque un vecino de Arequipa, llamado Hernando de Torres, se encontró con él; y no le conociendo, le dio a dos manos con una hacha de armas un golpe en la cabeza, de que lo aturdió y dio con él en tierra… El licenciado Carvajal, viendo vencidos los contrarios, anduvo con gran diligencia corriendo en el campo en busca del visorrey, para satisfacer su ira y rencor sobre la muerte de su hermano: halló que el capitán Pedro de Puelles le quería matar, aunque estaba ya casi muerto, así de la caída, como de un arcabuzazo que le habían dado. A Pedro de Puelles dio a conocer al visorrey un soldado de los suyos, que si no fuera por el aviso que éste le dio, no le conociera según iba trocado el hábito… Entonces mandó el licenciado a un negro suyo que le cortase la cabeza, y así se hizo y la llevaron a Quitu (sic), y la pusieron en la picota, donde estuvo poco espacio hasta que lo supo Gonzalo Pizarro, de que se enojó mucho, y la mandó quitar de allí y juntarla con el cuerpo para enterrarlo… Algunos soldados hubo muy desacatados que le pelaron parte de las barbas… y un capitán de los que yo conocí trajo algunos días por pluma parte de las barbas, hasta que también se las mandaron quitar. Así acabó este buen caballero, por querer porfiar tanto en la ejecución de lo que ni a su rey ni a aquel reino convenía etc.»
Esta batalla costó la vida a cerca doscientos hombres del partido del virrey, al paso que Pizarro, según el testimonio nada sospechoso de Agustín de Zárate, no perdió más que siete.
La conducta de Gonzalo Pizarro después de la victoria fue muy distinta de lo que de él se esperaba, puesto que no manchó su triunfo con la muerte de ninguno de sus prisioneros, y mostró una clemencia cual no podía esperarse de su carácter. Repuso al bravo Benalcázar en el empleo de que gozaba antes, mostrando la misma inteligencia con otros capitanes que le juraron obediencia. Mandó celebrar magníficos funerales en honor de Núñez Vela y de otros personajes distinguidos que perecieron en el combate , asistiendo él mismo de gran luto a la fúnebre ceremonia, con sus principales jefes. Aquellos actos de clemencia, el perdón concedido al hermano de Núñez Vela y su conducta en general eran a propósito para hacer nacer las más lisonjeras esperanzas, así que la mayor parte de los españoles consideró aquella batalla como un acontecimiento venturoso, que iba a volver en fin la tranquilidad al país.
Capítulo XII
Dispersión de la partida de Centeno.- Carta de Carvajal a Pizarro brindándole a que se proclamara rey del Perú.- Cepeda le aconseja en el mismo sentido.- Negativa de Pizarro.- Su entrada triunfal en Lima.
Libre de su más terrible enemigo, y terminada la guerra civil en aquella parte del Perú, Pizarro aprovechó su permanencia en Quito para ocuparse en todo lo que era necesario al restablecimiento del orden. Como no se le ocultaba la ilegalidad de su conducta, deseaba conciliarse los ánimos de todos tomando medidas justas y prudentes. La real Audiencia se hallaba completamente desorganizada, y por lo tanto se creyó con derecho para publicar las indispensables ordenanzas a fin de imprimir una marcha regular a los negocios públicos. Consagró todo su tiempo al examen de la situación interior del país, y auxiliado por Cepeda, su principal consejero y su confidente, adoptó sabias medidas y cuales nadie hubiera podido esperar de un soldado que había hasta entonces vivido en los campamentos.
Sin embargo de que por la parte del sur Carvajal había obrado con actividad, no había podido dispersar las tropas de Centeno, ni causarles una derrota decisiva. El joven caudillo del movimiento de la Plata había dado muestras de grandes talentos en las evoluciones militares que tenía que hacer todos los días, ya para burlar a su enemigo, ya para evitar su persecución, en que se empeñó aquél por espacio de más de doscientas leguas. No le quedaban ya más que ochenta hombres: el resto de su gente había sucumbido a las fatigas y en las repetidas escaramuzas de Carvajal. Convencido de que no podría hallar asilo seguro en tierra quiso buscar uno en el mar, y siguió la costa hasta Arequipa, donde esperaba encontrar una nave; mas viose de tal suerte acosado por su perseguidor, que, no pudiendo embarcarse, despidió a sus soldados y huyó acompañado tan sólo de un oficial y un criado. Los fugitivos hallaron un asilo en una caverna donde permanecieron ocultos por espacio de ocho meses. López de Mendoza, uno de los capitanes de Centeno, que había logrado escaparse con algunos hombres, se refugió en el gobierno de uno de sus amigos, donde su reputación atrajo en torno de él ciento cincuenta hombres, con los cuales abrió de nuevo la campaña. Una noche atacó el campo de Carvajal y pilló todos sus bagajes; mas cuando estuvo a unas treinta leguas del campamento se detuvo para descansar en un pueblo, creyendo que Carvajal no habría podido seguir sus huellas; pero el anciano caudillo, activo e infatigable como un joven, y picado de haberse dejado sorprender, había montado a caballo y perseguido con tanto afán a Mendoza, que en la noche segunda de su marcha, al amanecer, llegó al pueblo donde Mendoza descansaba. Acompañado de solos dos hombres penetró en el aposento de su enemigo, y le prendió con todos los que con él estaban. Siguiendo sus instintos crueles le hizo cortar inmediatamente la cabeza, que envió a Arequipa para ser expuesta en una picota, por ser aquella ciudad donde Mendoza y Centeno habían levantado el estandarte de la rebelión contra Pizarro. Después de esto Carvajal se dirigió hacia la Plata, donde resolvió permanecer algún tiempo, a fin de recoger cuanto pudiese de aquel rico metal en las abundantes minas del Potosí.
Allí fue donde recibió los despachos de Pizarro anunciándole la derrota y muerte del virrey, e invitándole a que pasara a Lima para que juntos pudiesen concertar los planes que convenía adoptar. Hacía tiempo que Carvajal instaba a su jefe a que sacudiese toda dependencia del gobierno español, y se declarase dueño absoluto del país; al recibir las comunicaciones de Pizarro, quiso tentar un nuevo esfuerzo en el ánimo de su amigo, y le escribió en el mismo sentido. Empezaba por recordarle que se había comprometido demasiado, empuñando las armas contra las tropas reales y matando al virrey, para esperar encontrar jamás gracia en la corte de España y proseguía diciendo: «No hay que fiar de promesas ni de palabras por certificadas que vengan, sino que vuesa señoría se alce y se llame rey; y la gobernación y el mando que espera de mano ajena se lo tome de la suya, y ponga corona sobre su cabeza y reparta lo que hay vaco en la tierra, por sus amigos y valedores; y lo que el rey les da temporal por dos vidas se lo dé vuesa señoría en mayorazgo perpetuo… que por sustentar y defender ellos sus estados, defenderán el de vuesa señoría… Y para atraer a los indios a su servicio y devoción, para que mueran por vuesa señoría, con el amor que a sus reyes incas tenían, tome vuesa señoría por mujer y esposa la infanta que entre ellos se hallare más propincua al árbol real, y envíe sus embajadores a las montañas, donde está encerrado el inca heredero de este imperio… Y no repare vuesa señoría en que le digan que hace tiranía al rey de España, que no se la hace. Porque como el refrán lo dice, no hay rey traidor.
«Esta tierra era de los incas, señores naturales de ella, y no habiendo de restituírsela a ellos, más derecho tiene vuestra señoría a ella que el rey de Castilla, porque la ganó por su persona, a su costa y riesgo, juntamente con su hermano; y ahora en restituírsela al inca, hace lo que debe en ley natural; y en quererla gobernar y mandar por sí, como ganador de ella, y no como súbdito y vasallo de otro, también hace lo que debe a su reputación: que quien puede ser rey por el valor de su brazo, no es razón que sea siervo por flaqueza de ánimo. Todo está en dar el primer paso y la primera voz.»
Tales razones eran convincentes; y un hombre tan ambicioso como Pizarro no podía menos de escucharlas favorablemente. A las instancias del viejo soldado uníanse otras representaciones de no menos peso. El antiguo presidente de la Audiencia, Cepeda, apoyaba sin descanso los consejos que no cesaba de darle Carvajal. Pedro de Puelles, que de todos los capitanes de Pizarro era el que más había contribuido a su elevación, y un gran número de otros amigos del general, participaban de los mismos sentimientos.
Gonzalo Pizarro recibió con grandes muestras de alegría estos consejos, y hasta se manifestó al principio dispuesto a dejarse dirigir por el celo de sus amigos. «Mas afortunadamente para el reposo del género humano, dice Robertson, pocos hombres están dotados de esa fuerza de espíritu y de los talentos necesarios para concebir y ejecutar proyectos arriesgados, que sólo pueden ser llevados a cabo trastornando el orden establecido en las sociedades, y violando las máximas que se miran como sagradas.» Pizarro era resuelto y ambicioso, pero carecía del genio y del talento necesarios para desempeñar el papel con que se le brindaba. Intimidole sin duda la magnitud de semejante empresa, y dio otro rumbo a sus ideas. Imaginose que la corte de España no querría acudir a medidas violentas contra él y que consentiría en dejarle gobernar el Perú. El inmenso poder que poseía ya y su influencia en el país parecían que debían determinar a los ministros a confirmarle en su título, más bien que lanzar al Nuevo Mundo en una nueva era de combates y de calamidades. Pensó por fin que mostrándose sumiso y deferente con el emperador, el brillo de sus triunfos y su actitud imponente harían olvidar lo que hubiese de ilegal en su conducta pasada.
Dominado por este pensamiento envió a España a Maldonado, otro de sus capitanes, con el encargo de dar cuenta a la corte de todo lo que había pasado en el Perú, cuidando de presentar los hechos bajo el punto de vista más favorable . Debía insistir principalmente sobre los servicios prestados por Gonzalo, y sobre los que podría prestar aún en el caso de conservarle en su gobierno; y por último debía protestar en nombre de su jefe de su sumisión y obediencia a la autoridad real.
Gonzalo Pizarro pasó después de esto a Lima, donde hizo su entrada con toda la pompa de un triunfo militar, acompañado de sus bravos capitanes y de sus veteranos, todos a pie, montado él en un magnífico caballo. El cabildo municipal salió de la ciudad para recibirle y felicitarle. Pizarro se encaminó en derechura a la catedral para adorar al santísimo Sacramento; en todas las calles por donde pasaba era saludado por las aclamaciones del pueblo, que le llenaba de bendiciones y de acciones de gracias. Pizarro fijó su morada en el palacio de su hermano, y desplegó en todos sus actos el mayor fausto. Algunos escritores pretenden que su altanería llegó a hacerse intolerable, y que manifestó una arrogancia tal, que empezó a enfriarse la adhesión de no pocos de sus más antiguos partidarios. El hecho es que aquel ignorante aventurero no había nacido para brillar en tan elevado puesto. Las cualidades de que la naturaleza le dotara y que habían desarrollado el tiempo y sus hábitos, eran enteramente distintas de las que la corte exige. Gonzalo Pizarro era un soldado atrevido, un aventurero lleno de arrojo y firmeza; hasta se había hecho un general experimentado y no falto de capacidad para dirigir una guerra; pero no había recibido ni de la naturaleza, ni de la educación, las cualidades propias para brillar en una sociedad culta. Sus maneras groseras, disculpables en un soldado, repugnaban en un gobernador, y el lustre de sus hazañas hacía resaltar todavía más su ignorancia, del todo incompatible con el puesto que ocupaba.
En esto llegó a Lima Carvajal, a quien Gonzalo acogió de la manera más lisonjera y brillante, yendo a su encuentro, seguido de un numeroso acompañamiento, hasta larga distancia de la ciudad, para manifestar su respeto y agradecimiento al viejo caudillo que tan señalados servicios le prestara. El regreso de Carvajal no hizo más que estrechar los lazos que a Pizarro le unían. Los trabajos que el anciano jefe había mandado hacer en las minas del Potosí le habían valido un millón de pesos, que depuso en el tesoro del gobernador. Renovó entonces sus instancias para que se declarase soberano del Perú; mas éste se negó a seguir el consejo de su amigo, aguardando confiadamente la vuelta de su enviado, y más que nunca persuadido de que el gobierno no querría comprometer la tranquilidad de que gozaba el país, despojándole a él de su autoridad.
Capítulo XIII
Planes propuestos en el Consejo en España para terminar las revueltas del Perú.- Es enviado a él Pedro de La Gasca.- Sus primeros actos.- Cartas del rey a Gonzalo Pizarro.- Indecisión del gobernador.
Desde la salida de Núñez Vela el ministerio español no había recibido ninguna noticia del Perú; ignoraba completamente los acontecimientos que allí habían tenido lugar, y la insurrección por las ordenanzas relativas a los indios producida. Sacole de la seguridad en que se hallaba el arribo simultáneo de Álvarez Cueto y Francisco Maldonado, enviados el uno del virrey, el otro de Pizarro, que se presentaron juntos en Valladolid, donde residía entonces la corte. Los despachos que traían eran de naturaleza bastante alarmante para excitar la solicitud de Felipe, que gobernaba en ausencia de su padre, ocupado a la sazón en los asuntos de Alemania. El príncipe convocó a los ministros, al Consejo de Indias y a muchos de los personajes más influyentes de la corte, y sometió a su deliberación las graves cuestiones suscitadas por los hechos que acababan de llegar a su noticia . Era en efecto evidente que el Perú se hallaba en un estado completo de anarquía, y la habilidad con que el enviado de Gonzalo procuraba paliar la conducta de su jefe, no pudo engañar al Consejo sobre la verdadera situación de los asuntos, y sobre la ilegalidad del poder de que se había apoderado Pizarro.
Escandalizáronse todos al saber que la autoridad real había sido tan abiertamente despreciada, y la muerte de Núñez Vela inspiró un sentimiento profundo de horror y de indignación. La rebelión había sido tan osada que parecía que en circunstancias tales no había más remedio que acudir a las medidas fuertes: así pues la mayor parte de los individuos propuso los medios más violentos y más enérgicos. Era de absoluta necesidad poner coto a la licencia que en el Perú reinaba, y no debía esperarse nada de entrar en avenencias con aventureros, que habían dado sobradas pruebas de lo poco que había que fiar en sus protestas. Sólo con la fuerza podía domarse a los rebeldes e imponerles el castigo que merecían. Resolviose en su consecuencia enviar una expedición al Perú. No había que perder tiempo. Desde el momento en que Pizarro y los suyos fuesen declarados traidores y rebeldes a la corona, era preciso proceder con vigor y actividad, y no dejar tiempo al jefe de la rebelión para tomar la iniciativa y proclamarse soberano independiente. No bastaba empero formar esta resolución; era preciso ejecutarla, y España no se hallaba entonces en estado de obrar con la energía necesaria: las arcas del tesoro estaban exhaustas, y los veteranos no podían abandonar a Alemania, donde su presencia era indispensable. Para enviar gente al Perú era pues necesario alistar reclutas, lo que ofrecía graves inconvenientes. Era de temer en efecto que aquellos soldados bisoños, seducidos por la perspectiva de un rico botín y por los atractivos de una vida más independiente, abandonaran sus banderas para pasarse a los rebeldes; a más de que para transportar aquellas fuerzas necesitábase una flota considerable, y la marina de Carlos V no ofrecía bastantes recursos. Tales eran los obstáculos con que para la ejecución del plan se tropezaba; mas aun dado caso que se hubieran podido reunir bastantes hombres y naves, ¡con cuán graves y serias dificultades no hubiera sido preciso luchar al llegar al Perú! Gonzalo podía ponerse en guardia contra los peligros de una invasión la más poderosa: era dueño del mar del Sur; podía cerrar el paso por Nombre de Dios y Panamá; y la experiencia había demostrado ya las dificultades inmensas que se oponían a la marcha de una expedición a Quito. Más aún, y suponiendo vencidos todos estos obstáculos, el ejército, lanzado de esta suerte a una comarca extensísima y desconocida, tendría que combatir con hombres avezados a los sufrimientos y a los peligros, endurecidos en las fatigas, mandados por jefes distinguidos por su valor y por su experiencia en la guerra. Pizarro había recorrido la mayor parte del país, y lo conocía perfectamente; lo que debía darle una inmensa ventaja sobre el general que contra él se mandase. Por último si la expedición fracasaba, sería un golpe mortal para España; Pizarro se vería sólidamente establecido en su autoridad usurpada, dando un pernicioso ejemplo a los jefes de las otras comarcas del Nuevo Mundo, que aprovecharían la primera ocasión que se les ofreciese para hacerse independientes. Estas reflexiones explanadas en el Consejo modificaron la opinión de los más calurosos partidarios de las medidas extremas. Faltaba ensayar el camino de la conciliación: un examen más detenido de los asuntos y algunas conferencias con los enviados convencieron a todos que una marcha menos rigurosa traería mejores resultados. Era evidente, según la conducta observada por Gonzalo, que existía aún en su corazón un sentimiento de respeto y temor a su monarca, puesto que a no tenerlo no se hubiera dado tanta prisa en justificarse con él. Así pues, todo bien considerado era más conveniente recurrir a los artificios de la política que a la fuerza. Aprovechándose de las favorables disposiciones de Pizarro, y concediéndole bastante para demostrarle que el gobierno era moderado e indulgente con él, se podía volverle aún a su deber; o bien podían dispertarse entre sus partidarios los sentimientos de fidelidad, tan naturales a los españoles, y determinarlos a abandonar a un usurpador.
El éxito de esta negociación, tan importante como delicada, dependía enteramente de la habilidad y destreza del que de ella se encargase. El ejemplo de la administración de Núñez Vela era una prueba convincente de que semejante misión no debía confiarse a un hombre de carácter severo e inflexible. Más que talentos militares y un rigor excesivo necesitábanse maneras persuasivas, elocuencia suave, conocimiento de los hombres y una profunda discreción. Después de muchas deliberaciones recayó la elección de los ministros en un hombre que por su vida retirada y por su modesto mérito parecía el menos a propósito para un puesto tan importante. Tal era Pedro de La Gasca, eclesiástico que no tenía más título que el de consejero de la santa Inquisición. El gobierno le había empleado ya en comisiones delicadas, que había desempeñado siempre a satisfacción de todos. Aunque no estaba revestido de ningún cargo público no por esto eran sus talentos menos conocidos y apreciados. Distinguíase por una grande elocuencia y maneras afables; era de carácter apacible sin ser débil, y estaba dotado de una probidad superior a toda sospecha y de una prudencia consumada. La naturaleza empero no había sido con él tan pródiga en las perfecciones del cuerpo, como en las dotes del espíritu, ya que según Gomara, era de escasa estatura y tan mal constituido que parecía de medio cuerpo abajo un gigante, y un enano de la cintura arriba, y que su rostro era tan feo como desproporcionado su cuerpo.
La Gasca no retrocedió ante la honra que se le dispensaba, pero no admitió el título de obispo que se le quiso dar, contentándose con el de presidente de la Audiencia de Lima. He aquí las condiciones que puso a su aceptación, según Garcilaso de la Vega: pidió que se le diese en todo y por todo el mismo poder que tenía su Majestad en las Indias, a fin de que teniendo su autoridad nadie se negase a proporcionarle, en un caso dado, las tropas, caballos, dinero, armas y naves que necesitase; pidió además que fuesen revocadas las ordenanzas; que se concediese una amnistía general para lo pasado; que no se pudiese proceder contra nadie de oficio, ni a petición de ninguna parte contraria, dejando que cada cual gozase en toda seguridad de sus derechos y bienes; que le fuese permitido enviar a España el gobernador, si lo juzgaba a propósito para la tranquilidad del reino; que se le autorizara para sacar del real tesoro todo el dinero que necesitase para pacificar el país, y reducirle a la obediencia por el buen gobierno y la recta administración de justicia; que pudiese disponer, durante su permanencia en el Perú, y en favor de quien quisiese, de todos los departamentos de los indios que estuviesen vacantes, como también de todos los destinos del imperio, y del gobierno de las conquistas hechas y por hacer. A todas estas peticiones añadió por conclusión, «que a él no le habían de dar salario sino una persona, como contador y ministro de su Majestad, que gastase lo que él le mandase y conviniese, y después diese cuenta de ello a los ministros de la hacienda real.» Sin embargo, y como era el único sostén de su familia, pidió que durante su ausencia fuese mantenida por el rey, declarando solemnemente que no quería ni paga ni gratificación de ninguna clase por llenar los deberes de su destino; limitó su acompañamiento al número de criados absolutamente necesario, y partió, dice Robertson, «no llevando consigo más que su sotana y su breviario.»
La Gasca desembarcó en Nombre de Dios el 27 de julio de 1546. Fernando Mejía, que mandaba allí en nombre de Pizarro, estaba al frente de fuerzas considerables, y tenía orden de oponerse a toda invasión hostil; pero la vista de un simple eclesiástico, de edad avanzada, y que no traía consigo ningún soldado no ofrecía ningún motivo de temor, y fuele permitido que desembarcara tranquilamente. Su presencia excitó la burla y el desprecio de los soldados, y hasta hubo, según Fernández, quienes se propasasen a faltarle al respeto. Mas el venerable sacerdote no contestó sino con actos llenos de dulzura y de humildad, lo que hizo que la multitud cambiase de conducta respecto a su persona. En una entrevista secreta que tuvo con Mejía inclinó a este caudillo a secundar las miras de su soberano, y a que le prometiese declararse en su favor cuando fuese ocasión oportuna.
Desde allí trasladose a Panamá, donde se hallaba Hinojosa con una fuerte guarnición, independientemente de la flota que tenía a sus órdenes. Allí recibió una acogida de las más favorables, e Hinojosa se condujo con él con la mayor atención y respeto. La Gasca se anunció como un mensajero de paz, y toda su conducta tendía a probar que lo era. Dijo que estaba encargado por su Majestad de ver cuál era el estado de las cosas en el Perú, no para castigar y ejercer una autoridad hostil, sino para curar los males del país, y tomar las medidas más oportunas para asegurar una pacificación general y el olvido de lo pasado. Añadió que estaba autorizado para revocar las leyes, causa primera de tantas turbulencias, y que el pueblo obtendría la reparación de todos sus agravios y el perdón de todas sus faltas, con tal que volviese a entrar en el orden y se sometiese a las leyes y a la autoridad legítima.
La edad respetable, el carácter oficial y las benévolas maneras de La Gasca dieron gran peso a sus declaraciones, que fueron favorablemente acogidas. Hinojosa y otros jefes distinguidos siguieron el ejemplo de Mejía, de suerte que La Gasca tuvo a su disposición las guarniciones de Nombre de Dios y de Panamá, y toda la flota. Alentado por este feliz comienzo, despachó un enviado al virrey de México, requiriéndole que le prestase su ayuda para el servicio de su Majestad, y envió correos por todo el país para dar a conocer la naturaleza de las funciones que venía a desempeñar. Como repugnaban a su carácter naturalmente bondadoso las medidas violentas, y le horrorizaba la sola idea de derramar sangre quiso, antes de acudir a tan terrible extremo, ensayar los medios de conciliación. Así pues escribió a Pizarro para anunciarle su llegada, los sentimientos que le animaban y el deseo que tenía de que pudiesen trabajar de consuno en secundar las miras de su Majestad. Dentro de aquella carta iba otra escrita por el mismo rey a Pizarro, concebida en los siguientes términos: «Gonzalo Pizarro, por vuestras letras y por otras relaciones he entendido las alteraciones y cosas ocasionadas en esas provincias del Perú después que a ellas llegó Blasco Núñez Vela, nuestro visorrey y los oidores de la Audiencia real que con él fueron, a causa de haber querido poner en ejecución las nuevas leyes y ordenanzas por Nos hechas para el buen gobierno de esas partes y buen tratamiento de los naturales de ellas. Y bien tengo por cierto que en ello vos ni los que os han seguido no habéis tenido intención a nos de servir, sino a excusar la aspereza y el vigor que el dicho visorrey quería usar, sin admitir suplicación alguna; y así estando bien informado de todo, y habiendo oído a Francisco Maldonado lo que de vuestra parte y de los vecinos de esas provincias nos quiso decir, habemos acordado enviar a ellas por nuestro presidente al licenciado de La Gasca, del nuestro consejo de la santa y general Inquisición, al cual habemos dado comisión y poderes para que ponga sosiego y quietud en esa tierra, y provea y ordene en ella lo que viere que conviene al servicio de Dios nuestro Señor y ennoblecimiento de esas provincias, y al beneficio de los pobladores vasallos nuestros que las han ido a poblar, y de los naturales de ellas; por ende yo os encargo y mando que todo lo que de nuestra parte el licenciado os mandare, lo hagáis y cumpláis como si por Nos os fuese mandado, y le dad todo el favor y ayuda que os pidiere y menester hubiere para hacer y cumplir lo que por Nos le ha sido sometido, según y por la orden y de la manera que él de nuestra parte os lo mandare, y de vos confiamos, que yo tengo y tendré memoria de vuestros servicios y de lo que el marqués D. Francisco de Pizarro, vuestro hermano, nos sirvió, para que sus hijos y hermanos reciban merced.
«De Venelo, a 26 días del mes febrero de 1546 años.- YO EL REY.- Por mandado de su Majestad, FRANCISCO DE ERASO.»
En cuanto llegaron a manos de Gonzalo Pizarro las dos cartas llamó a sus amigos, Carvajal y Cepeda, se las leyó y les pidió con alguna inquietud su consejo; tal era la irresolución que en su ánimo habían causado. Carvajal fue el primero en dar su parecer, y dijo que puesto que La Gasca venía como mensajero de paz, que su Majestad le había conferido poderes para revocar las odiosas leyes causantes de los anteriores disturbios, que iban a entrar de nuevo en posesión de los privilegios y de los bienes que se les debía por derecho de conquista, no veía motivo alguno para manifestar al enviado del rey la más ligera muestra de hostilidad; y que opinaba por el contrario que La Gasca debía ser recibido como portador de felices nuevas, y acogido por demostraciones de alegría y de respeto; terminando por proponer que se le saliese al encuentro y se le llevase en triunfo a Lima.
Cepeda, más conocedor de los hombres que su colega, fue de dictamen diametralmente opuesto: hizo presente que era verdad que el enviado hacía magníficas promesas; pero que como no había dado ninguna garantía para su ejecución, podía violarlas a su gusto en cuanto se le ofreciese ocasión de hacerlo; que sería una locura en Pizarro meter en su redil al lobo únicamente porque se presentaba cubierto con piel de oveja; que siendo dueño de todo el país no debía permitir que le impusiesen leyes; y por último que la aparente dulzura de La Gasca no era más que una máscara para ocultar la doblez de sus designios y llegar más fácilmente a su objeto.
Dos pareceres tan opuestos no podían menos de aumentar las dudas de Pizarro, el cual se retiró sintiéndose sin valor para tomar una decisión, si bien se inclinaba al dictamen de Cepeda. Poco tiempo después reunió otro consejo, compuesto de los jefes más distinguidos y de los principales habitantes, que componían juntas ochenta personas. Carvajal y Cepeda expusieron de nuevo delante de aquella reunión las razones que dieran antes a Pizarro; discutiose largo tiempo, y si bien no faltaron quienes se inclinasen al parecer de Cepeda, la mayoría adoptó el de Carvajal, que en realidad era el único que podía salvar a Pizarro. Mas éste no tuvo ni la fuerza de carácter, ni la franqueza necesarias para seguirlo enteramente, y contestó a La Gasca ponderando su fidelidad, los servicios que sus hermanos y él habían hecho al soberano, y quejándose del modo injusto como habían sido recompensados por todos sus trabajos ; citando como prueba de ello la prisión de su hermano Fernando, y el estado de indigencia a que se hallaban reducidos los hijos de don Francisco. Esta mezcla de protestas de fidelidad y de quejas estaba combinada diestramente y de tal suerte, que dejaba las cosas en el estado mismo en que se hallaban. Mas a los que rodeaban a Pizarro no se les ocultaba que, a pesar de sus incertidumbres, hallábase más inclinado a la guerra, y en efecto poco tiempo después dio ya a conocer abiertamente los verdaderos sentimientos de que se hallaba animado. No le movían motivos de interés público, puesto que no dudaba de la sinceridad de La Gasca al prometer la revocación de las leyes que todos odiaban, sino el temor de verse privado de su gobierno, de su autoridad, y acaso de su fortuna. Hizo entonces lo que no había querido hacer un año antes, y no dudó en romper los débiles lazos de dependencia que le unían todavía a la corona de España. Reconocía cuán fundados eran los consejos de Carvajal, cuando le amonestaba que se declarase independiente: y en efecto, en aquella época hubiérase mandado contra él un ejército, a cuyo desembarco le hubiera sido fácil oponerse, al paso que ahora iba a combatir, no contra soldados, sino contra la traición que le envolvía ya por todas partes, y que hasta tomaba asiento a su lado en el consejo.
Capítulo XIV
Preparativos de Pizarro y de La Gasca.- Sale de nuevo a campaña Diego Centeno.- Es derrotado en la batalla de Huarina.- Hermoso rasgo de Carvajal.
En cuanto Pizarro hubo por fin tomado la resolución de impedir por la fuerza de las armas que el presidente estableciese su autoridad en el Perú, reunió a sus principales partidarios y les manifestó sus intenciones. Carvajal declaró terminantemente que había aconsejado hasta entonces una marcha distinta; pero que puesto que el gobernador juzgaba a propósito acudir a las armas, hallábase dispuesto a apoyar a su jefe con su celo y su intrepidez ordinarias. Todos los asistentes prometieron igualmente sus auxilios, y en su consecuencia se expidió una orden a La Gasca para que saliese de Panamá y volviese a España.
Gonzalo Pizarro abandonose entonces a su carácter violento y tiránico, y tomó medidas que nada puede justificar. Envió a España nuevos diputados encargados de disculparle y de pedir para él, en nombre de todos los ayuntamientos del Perú, su gobierno para mientras viviese, como único medio de establecer y conservar allí la tranquilidad. Los mismos diputados dieron a conocer las intenciones de Pizarro al presidente, y le notificaron la orden de salir del Perú. Eran igualmente portadores de instrucciones secretas para Hinojosa, en las cuales Pizarro le autorizaba para que ofreciese a La Gasca un presente de cincuenta mil pesos, si es que quería hacer de buen grado lo que se le pedía, y le ordenaba que se desembarazase de él con el hierro o el veneno en caso de que se resistiera.
El carácter pacífico del presidente y las circunstancias todas relativas a su misión daban lugar a que Pizarro creyese, que si el emperador había elegido a un ministro de paz para hacer una averiguación sobre el estado de los asuntos, no era porque desease sinceramente adoptar medidas de conciliación sino porque le era imposible enviar un ejército suficiente para someter el país. En cuanto a él creíase entonces en la posición más ventajosa: había a la sazón seis mil españoles al menos en el Perú, y todos habían abrazado abiertamente su causa; así pues el ejército de La Gasca no debía inspirarle el menor recelo, y el éxito desgraciado de la misión del presidente debía ser un motivo más para que el gobierno español le concediese lo que deseaba.
La actitud hostil que tomó Pizarro, sin haber sido provocada por ninguna demostración de parte del enviado, perjudicó notablemente su causa. Muchos de sus partidarios, indignados de verle tomar las armas contra su soberano, declararon abiertamente su resolución de sostener la causa de éste. Mejía, Hinojosa y otros muchos, que sólo aguardaban una ocasión oportuna, aprovecharon la que se les ofrecía, y emplearon sus esfuerzos todos para determinar a los que se mostraban aún indecisos a que siguieran su ejemplo. Lorenzo de Aldana fue a reunirse con La Gasca, y habiendo pasado a Túmbez, decidió al comandante de esta plaza y a su guarnición a que se pusiesen a las órdenes del presidente. Otras defecciones hubo del mismo género, de suerte que en el momento en que Gonzalo abrigaba la ilusión de que La Gasca estaba de vuelta para España o había sucumbido víctima de su obstinación, hiriole como un rayo la noticia de que el presidente era dueño de la flota, que se hallaba al frente de las tropas que formaban las guarniciones de las ciudades de la costa, y que se disponía a avanzar hacia el interior, donde el descontento que se manifestaba en diferentes puntos, le brindaba con esperanzas favorables.
Por más que Pizarro no se hallase preparado a tan desastrosas noticias, no se dejó acobardar por ellas, antes sintió rebosarle el corazón de indignación y de despecho. Hizo al momento los mayores preparativos para la guerra, hallose en poco tiempo al frente de mil hombres, todos veteranos y bien equipados. A fin de alcanzar este resultado no retrocedió ante ningún sacrificio, y Zárate pretende que aquel armamento le costó más de quinientos mil escudos. Con tales fuerzas podía ponerse sin temor en campaña; mas antes de dar principio a las hostilidades, quiso cubrir con un barniz de justicia la violencia de su proceder. Estableció en Lima una audiencia, de la cual nombró presidente a Cepeda, que a la sazón le era enteramente adicto. Este tribunal debía fallar acerca la acusación formulada contra La Gasca, Hinojosa y muchos otros, de haber quitado por traición la armada al gobernador y apartado de su deber a sus soldados. Todos los acusados fueron declarados culpables y condenados a muerte. Cepeda firmó la sentencia en seguida, pero los demás jueces se negaron a hacerlo, alegando el carácter sagrado de La Gasca, y temiendo incurrir en la excomunión poniendo su firma a la sentencia. Uno de los individuos del tribunal hizo presente estas razones a Pizarro, y añadió que si llegaba a publicarse aquella sentencia muchos de los comprendidos en ella se hallarían imposibilitados de volver a ellos, si algún día se disgustaban de servir al presidente. Pizarro no se ocupó más en aquel proceso, que no dejó de producir algún resultado, puesto que los aventureros, viendo que habían sido observadas las formas judiciales, se dieron por satisfechos con ello, y creyeron realmente que reuniéndose con Pizarro iban a combatir contra traidores y rebeldes. Concurrieron de todas partes a Lima con gran contentamiento de Pizarro, que se halló al frente de una hueste, que por la numerosa y valiente no había tenido aún igual en el Perú.
Pronto sin embargo empezaron a tomar las cosas un aspecto muy distinto. Perdida por La Gasca toda esperanza de traer a Pizarro a una avenencia, y convencido de la necesidad de emplear la fuerza para ejecutar su comisión, ocupose en reunir un cuerpo de tropas, mandando venir soldados de Nicaragua, Cartagena y otros establecimientos del continente. Reunidos todos esos refuerzos, salió de Panamá para ir a Túmbez, mientras que Aldana, acampado en el valle de Santa, espiaba los movimientos de Pizarro. El presidente veía aumentar todos los días el número de soldados que iban a reunírsele, unos huyendo de las violencias de Gonzalo, otros porque querían aprovecharse de las condiciones ofrecidas en nombre del monarca por su representante. Mas los recelos del gobernador aumentaron mucho más cuando supo que el intrépido Diego Centeno se había puesto nuevamente en campaña. Dijimos más arriba de qué manera este hombre animoso había burlado las persecuciones de Carvajal y refugiádose a una caverna, aguardando la ocasión de prestar nuevos servicios a la causa por la cual con tanto arrojo peleara. Aquella ocasión había llegado.
Un habitante de Arequipa se había levantado con trece hombres en favor de La Gasca, y puesto al frente de esta pequeña partida se fue al lugar donde se habían refugiado muchos de los compañeros de Centeno, los cuales se le reunieron en seguida. El mismo Centeno, sabedor de este movimiento, salió de su escondite y tomó el mando de una cincuentena de soldados mal equipados, pero de un valor a toda prueba. Centeno les propuso marchar sobre Cuzco y apoderarse de esta ciudad por sorpresa. Los soldados aceptaron con entusiasmo este proyecto de ejecución tan difícil como peligroso.
Cuzco estaba defendido por Antonio de Robles, joven e intrépido capitán, y por una guarnición de trescientos cincuenta hombres de tropas regulares. A pesar de esta desigualdad numérica Centeno y sus bravos compañeros se pusieron confiadamente en marcha, cual si fuesen a una victoria cierta. A fin de aumentar sus esperanzas, Centeno dijo a los suyos que sabía de positivo que los habitantes de aquella ciudad se declararían en su favor y que la guarnición seguiría su ejemplo. A pesar de las seguridades que les daba, estaba cierto que los habitantes no harían ninguna demostración en favor suyo hasta haber salido bien con su empeño; y por lo tanto resolvió apoderarse de la plaza por sorpresa y a favor de la noche. El escaso número de sus soldados le permitió avanzar con el mayor secreto hasta las inmediaciones de Cuzco, y a la entrada de la noche puso en planta el ardid que había concebido y fue el siguiente: después de haber mandado quitar las riendas a sus caballos, hizo atar a sus cabezadas y a los arzones de las sillas mechas encendidas, y dio orden a los criados indios que los hicieren correr tanto como pudiesen, a fin de abrirse paso en la ciudad. Antonio de Robles, sabiendo que debía ser atacado, había formado su gente en batalla en la plaza, dando el frente a la única calle por la cual creía que podía Centeno penetrar. En esto los indios se metieron en la ciudad con tanta furia, que rompieron el batallón de Robles, sin que los suyos pudiesen saber contra quiénes peleaban, extrañando no poco el ver los caballos sin sus jinetes. En esto acudieron Centeno y sus soldados por otra calle, y cargaron a Robles por la derecha, disparando sin cesar sus arcabuces y dando fuertes gritos para hacer creer que eran muchos en número. Introdújose el desorden en las filas, los soldados se dispersaron y Centeno se encontró dueño de la ciudad sin derramamiento de sangre. Después de su victoria manifestó una gran moderación, y hasta hubiera perdonado a Robles, que había sido hecho prisionero; mas presentado a Centeno le habló con tanta insolencia, afeando su conducta, que indignado éste le mandó cortar la cabeza. La guarnición de Cuzco se puso casi toda a las órdenes de Centeno, quien se encontró de repente jefe de una partida bastante numerosa para inspirar serias inquietudes a Pizarro.
Encontrábase éste estrechado por tierra y por mar, puesto que Aldana habíase presentado con su flota en la bahía de Lima. Mas no era Gonzalo hombre que se dejase acobardar fácilmente por las vicisitudes de la fortuna. Había estado expuesto por espacio de diez años a tantos peligros, había soportado calamidades tan extraordinarias, que nada era ya capaz de hacer nacer en su alma intrépida el menor sentimiento de alarma o de postración. Como el peligro con que le amenazaba Centeno era el que más convenía alejar, quiso acelerar su marcha contra él a fin de dispersar sus tropas antes de que pudiese reunirse con La Gasca. Por otra parte las deserciones diarias le ponían en la necesidad de vencer a toda costa. Antes de partir exigió de los capitanes, y después de los soldados, el juramento solemne de permanecer hasta la muerte fieles a su estandarte. Los que más resueltos estaban ya a abandonarle fueron los primeros en jurar lo que se les exigía, con cuyo motivo decía el viejo Carvajal: «No se pasará mucho tiempo sin que veáis el caso que se hace de esas promesas, y el cuidado que se tiene en respetar la santidad del juramento.»
Pizarro emprendió su marcha con una rapidez extraordinaria; pero la defección era de cada vez más alarmante. Cada día abandonaba sus filas o un jefe distinguido o una partida de soldados; y lo que más aumentaba su despecho era verse abandonado por muchos de los que habían recibido de él mayores pruebas de cariño. No tardó en encontrarse con Acosta, a quien había mandado adelante. Desanimado y sin fuerzas Acosta se presentó a su comandante en Arequipa, con el escaso número de los que le habían permanecido fieles. Pizarro redobló su vigilancia, sobre todo durante la noche, mas a pesar de sus infatigables esfuerzos, no pudo contener los progresos del mal, y cuando llegó a la vista del enemigo, en las cercanías de Huarina, no tenía más que cuatrocientos soldados. Verdad es que podía mirarles como hombres de lealtad bien probada y contar enteramente con ellos. Eran los más audaces y resueltos de sus partidarios, los cuales conociendo, como él mismo, toda la extensión de su crimen, desesperaban de alcanzar su perdón, y tan sólo podían escapar del castigo con el triunfo.
El enemigo estaba apostado cerca del lago de Titicaca, y Centeno, confiado en la superioridad de sus tropas, dos veces más numerosas que las de Gonzalo, resolvió presentarle la batalla. Antes sin embargo de llegar a las manos, Pizarro quiso ensayar de venir a un acomodamiento. Al hacerlo ni obraba por miedo, ni porque temiese la deserción, puesto que sabía cuán adictos le eran los soldados que le quedaban; movíale tan sólo la esperanza de que atraería a Centeno, por el recuerdo de su antigua amistad, a hacer causa común con él. Escribiole pues recordándole ingeniosamente que habían sido compañeros de armas en empresas tan importantes como gloriosas. Invitole a que no olvidase su antigua amistad, los favores que le debía, el desinterés con que le había en una circunstancia memorable salvado la vida, y rogole por todos estos motivos que consintiese en un arreglo que pusiese término a sus diferencias , sin fiarlas a la suerte de una batalla. Centeno contestó en términos que daban a conocer su moderación y su política. Deseaba tanto como Pizarro, decía, ver terminarse amigablemente la querella que a los españoles dividía, y estaba dispuesto a concurrir a un resultado tan feliz por cuantos medios estuviesen a su alcance; añadía que no había olvidado ni la amistad que en otro tiempo los uniera, ni los favores que le debía; que su mayor deseo era probarle su reconocimiento, y que por lo tanto nada había que no estuviera dispuesto a hacer para servirle, sin menoscabar su honor o faltar a sus deberes para con el rey. Invitábale en su consecuencia a que se pasase a su campo y reconociera la autoridad real; el presidente La Gasca, echando el velo del olvido sobre lo pasado, no se acordaría más que de los grandes servicios prestados por Gonzalo Pizarro; aguardábale un destino honroso, y el mismo Centeno no perdonaría medio alguno para acelerar la negociación.
Esta respuesta estaba muy distante de satisfacer al gobernador: le era imposible aceptar tales condiciones sin empañar su glorioso renombre; hubiérasele acusado de que había tenido miedo a su antagonista. Quedó resuelto el que se diera la batalla; sus oficiales secundaron sus intentos, y marchó hacia Huarina con decisión y valor. Centeno, contando con la victoria, se adelantó a su encuentro; Carvajal, cuyos talentos militares y larga experiencia inspiraban a Pizarro una entera confianza, recibió el encargo de formar su reducida hueste en batalla. Juan de Acosta debía acosar al enemigo con un pequeño destacamento; aquél se puso al frente de la caballería; Pizarro tomó el mando de la infantería; sus principales capitanes, Cepeda, Bachicao y Guevero, tuvo cada uno un puesto importante.
La batalla de Huarina tuvo lugar el 20 de octubre de 1547. Fue el combate más sangriento y decisivo que se había dado hasta entonces en el Perú. Los dos ejércitos, después de haber avanzado el uno contra el otro en el mayor orden, se detuvieron a alguna distancia, como en la incertidumbre de quién debía empezar el ataque. En este momento Pizarro envió al P. Herrera, capellán de su ejército, para conferenciar con Centeno, y requerirle que no se opusiese a su paso, haciéndole responsable de todas las calamidades que sobreviniesen si se obstinaba en rehusarlo. Semejante proposición en aquel momento no podía menos de ser rechazada; creyose que tan sólo el miedo había determinado a Pizarro a dar aquel paso, y Centeno, confiando cada vez más en sus fuerzas, dio la señal del ataque.
Carvajal mandó entonces a Juan de Acosta que comenzara el combate con treinta arcabuceros y que se retirase inmediatamente a fin de que el enemigo le persiguiese. Pasose mucho tiempo antes que la acción se hiciese general; Carvajal se valía de todos los medios imaginables para retardar ese momento, su plan era fatigar al enemigo con repetidas escaramuzas, a fin de agotar las fuerzas de los soldados de Centeno e introducir el desorden en sus filas. Mas Centeno conocía bastante el arte de la guerra para adivinar el objeto de su prudente antagonista, y sabía además cuánta ventaja le daban sus fuerzas superiores en un terreno igual y tan favorable a sus evoluciones; así pues dio orden a su caballería para que cargase con vigor el ala mandada por Pizarro, mientras que la infantería la seguía para secundar sus esfuerzos.
Diose el ataque con un ímpetu extraordinario: la carga fue tan rápida y terrible, que los soldados de Pizarro no pudieron sostener el choque. Quedaron las filas aportilladas y desordenadas, y el general sólo debió la vida al buen temple de su armadura, viéndose obligado a refugiarse en el centro de su infantería. Cepeda fue derribado del caballo y gravemente herido. Empezaban ya a resonar los gritos de victoria en el ejército de Centeno; Pizarro, dando por perdida la jornada, quería lanzarse en medio de las filas enemigas y buscar en ellas una muerte gloriosa; pero Carvajal, con la calma y sangre fría de un veterano, mandó a sus soldados que permaneciesen firmes en su puesto y que hiciesen fuego sin tregua a espaldas del enemigo mientras estaba combatiendo con la otra ala del ejército. A consecuencia de esta hábil maniobra cambió el aspecto del combate. Los arcabuceros, apuntando con un acierto admirable, continuaron hostigando al enemigo, al cual cargó entonces Carvajal con vigor al frente de la caballería. Alentado Pizarro por aquella venturosa diversión hizo nuevos esfuerzos, y la victoria empezó a inclinarse en favor suyo. Fue sin embargo disputada largo tiempo, puesto que los de uno y otro bando peleaban con igual encarnizamiento; hasta que por fin el ejército de Centeno fue derrotado después de haber sufrido una pérdida considerable. Quedaron sobre el campo de batalla trescientos cincuenta de los suyos, entre ellos su segundo comandante y la mayor parte de sus oficiales; el número de los que quedaron fuera de combate fue igual al de los muertos, y de ellos sucumbieron más de ciento a consecuencia de las heridas recibidas. Pizarro perdió también mucha gente con relación al escaso número de sus soldados, pues tuvo cerca un centenar de muertos y muchos heridos.
Los vencedores encontraron en el campo enemigo un rico botín, cuyo valor hace subir Fernández a un millón cuatrocientos mil pesos. Diego Centeno, que hacía algunos meses que estaba enfermo, no pudo tomar parte activa en el combate, y se hizo llevar en una litera. Cuando vio que no quedaba ninguna esperanza, montó en un caballo que llevaba siempre cerca, y huyó a fin de evitar la persecución de Carvajal, cuya obstinación le era harto conocida. No tomó el camino de Cuzco ni el de Arequipa, sino que atravesó los desiertos acompañado de un sacerdote llamado el P. Biscoin, con el cual se trasladó a Lima.
En el decurso de esta historia hemos tenido que referir tantas crueldades con que se deshonraron muchas veces los vencedores, que tenemos ahora un gusto en citar un hecho que hace honor a la generosidad y al agradecimiento de Carvajal, cuyo relato copiamos de la historia de G. de la Vega, quien en su sencillez nos ha dejado cuadros de costumbres sumamente curiosos. «Atrás le dejamos, que iba camino de Arequipa en seguimiento de los que había vencido. Los de aquella ciudad, así de los que escaparon de la batalla de Huarina como de los pocos que en ella vivían, que por todos serían hasta cuarenta hombres, sabiendo que Carvajal iba hacia ellos, huyeron de la ciudad y tomaron el camino de los Reyes por la costa de la mar. Francisco de Carvajal que supo la huida de ellos, luego que entró en la ciudad envió tras ellos a un famoso soldado suyo, con otros veinte y cinco arcabuceros de los que se tenían por discípulos de tal maestro; y él por excelencia los llamaba hijos… y sin que alguno de ellos (los fugitivos) se escapase, los volvieron todos a Arequipa. Entre ellos venía un hombre noble, conquistador de los primeros, y vecino de aquella ciudad, llamado Miguel Cornejo. El cual en años pasados había hecho un regalo y beneficio a Francisco de Carvajal, luego que entró en el Perú antes que tuviera indios ni fama en la tierra. Y fue que caminando Francisco de Carvajal con su mujer D.ª Catalina Leytón y una criada y dos criados que iban a las Charcas llegaron a Arequipa; y como en aquellos tiempos y muchos años después no hubiese mesones de hospedería en todo el Perú, sino que los caminantes se iban a posar a casa de los vecinos naturales de su tierra o de su provincia, que en aquellos tiempos había tanta generosidad en los señores de vasallos de aquella tierra, que bastaba este título para recibirlos en sus casas y hacerles todo buen hospedaje, no solamente días y semanas, sino también meses y años, dándoles de comer y vestir hasta que se habilitaban a ganar de comer por sus personas, ejercitándose en granjerías como todos hacían. Pues como Francisco de Carvajal no tuviese en aquella ciudad pariente, ni amigo, ni conocido donde ir a recogerse, se estuvo mucho espacio, que pasó de tres horas, en un rincón de aquella plaza a caballo con toda su familia. Lo cual notado por Miguel (que miró en ello yendo a la iglesia y volviendo segunda vez a la plaza) se fue a él y le dijo: ¿qué hace vuesa merced aquí, que ha más de tres horas que le vi como ahora está? Carvajal dijo: señor, como no usan mesones en esta tierra, ni yo tengo pariente ni hombre conocido en esta ciudad, no sé dónde irme a posar; y así me estoy aquí. Miguel Cornejo replicó: teniendo yo casa no hay necesidad de mesón para vuesa merced, que mi posada será casa suya, donde le serviremos con todas nuestras fuerzas, como lo verá. Diciendo esto los llevó a su casa y les hizo todo buen hospedaje, y los tuvo en ella hasta que el marqués D. Francisco Pizarro dio un repartimiento de indios a Francisco de Carvajal en aquella ciudad.
«Sabiendo Francisco de Carvajal que entre los que traían presos venía Miguel Cornejo mandó que se los llevasen todos donde él estaba, y habiéndolos reconocido, se apartó con Miguel Cornejo en un aposento a solas, y se le querelló tiernamente diciendo: señor Miguel Cornejo, ¿por tan ingrato y desconocido me tiene vuesa merced, que habiéndome hecho la merced y beneficios que en años pasados en esta misma ciudad me hizo, no esperase de mí que se los había de agradecer y servir en cualquiera ocasión que me hubiese menester?… ¿Tan de poco momento fueron los regalos que vuesa merced nos hizo en su casa, que los había de olvidar en ningún tiempo? Pues para que vuesa merced sepa cuán en la memoria los he traído y traigo siempre, le hago saber que tuve muy larga y cierta noticia de dónde y cómo se escondió Diego Centeno en el repartimiento de vuesa merced, y la quebrada y cueva donde estuvo encerrado, y que los indios de vuesa merced le alimentaban.
«Todo lo cual disimulé por no dar pena a vuesa merced, y por no enemistarle con el gobernador mi señor que le tenía consigo; que bien pudiera yo enviar dos docenas de soldados que fueran divididos por tres o cuatro partes y me trajeran a Diego Centeno, y por vuesa merced le hice aquel beneficio con ser tan mi enemigo… Pues habiendo respetado por vuesa merced a un enemigo tan grande como Diego Centeno, ¿cuánto más respetaré su persona y la de sus amigos y conocidos y a toda esta ciudad por vivir vuesa merced en ella? Cierto no perderé esta queja de vuesa merced mientras viviere; y para que se certifique en lo que he dicho, le doy licencia para que se vaya a su casa y mire por su salud con toda quietud, y asegure a esta ciudad y a todos los que trajo consigo, que por vuesa merced quedan libres y exentos de todo el castigo y pesadumbre que les pudiera hacer.»
La victoria de Huarina cambió por algún tiempo el estado de las cosas; el partido del presidente experimentó a consecuencia de ella un golpe terrible, al paso que se robusteció el de Pizarro. El lustre de aquella hazaña era para imponer admiración e inspirar temores a los que habían abandonado su causa. Muchos consideraron a Pizarro como invencible en el campo de batalla, tanto más cuanto que tenía a su lado a Carvajal, el primer hombre de guerra del Perú. Verificose por consiguiente una reacción en los ánimos, y las filas del gobernador aumentaron con la misma rapidez con que algunos días antes habían disminuido.
Capítulo XV
Situación de los dos partidos.- Batalla de Xaguixaguana.- Caída definitiva de Pizarro y de los suyos.
Entretanto tenían lugar otros acontecimientos en diferentes partes del Perú que compensaban, con no poca ventaja para La Gasca, la brillante victoria de Pizarro en Huarina. Apenas hubo salido éste de Lima para marchar contra Centeno, cuando los habitantes, hasta entonces contenidos por el temor, manifestaron abiertamente sus sentimientos. Estalló un levantamiento, fue enarbolado el estandarte real, y Lorenzo de Aldana tomó posesión de la ciudad. Por el mismo tiempo La Gasca había desembarcado con quinientos hombres en Túmbez. Alentados con su presencia habíanse declarado por el rey todos los países de la costa, y la situación de los partidos había completamente cambiado. Cuzco y las provincias adyacentes estaban en poder de Pizarro, mientras que todo lo restante del imperio desde Quito al Sur reconocía la autoridad del presidente.
La Gasca continuaba dando pruebas de ese espíritu de dulzura y moderación a que tan buenos resultados había debido hasta entonces. Procurando más bien que castigar volver a los extraviados al camino del deber; con más deseos de persuadir que de vencer, parecía en todas las ocasiones poner más confianza en su carácter de ministro de un Dios de paz, que en sus elevadas funciones como delegado de un poderoso monarca. Manifestaba sobre todo un deseo ardiente de terminar la querella sin efusión de sangre. Sin embargo y aunque en toda su conducta demostrase esos sentimientos pacíficos, no descuidaba el tomar sus medidas para hallarse preparado para la guerra, y esas medidas probaban que poseía tantos talentos militares, como virtud y benevolencia. El pueblo empezó a mirar al presidente, no sólo con cariño, sino con esa especie de veneración profunda que todo hombre de un mérito eminente está seguro de inspirar, cuando reúne a él la sencillez de costumbres y una modestia sin afectación. La pequeña estatura de La Gasca, su exterior poco ventajoso, su desprecio por toda clase de pompa fueron olvidados, y no pocos de los que habían intentado atraer el ridículo y el desprecio sobre un magistrado humilde y sin apoyo, como le consideraban a su llegada, cambiaron completamente de sentimientos y le colmaron de manifestaciones de respeto y obediencia.
Viéndose sostenido por la opinión el presidente no vaciló en avanzar hacia el interior del país, y púsose en marcha con dirección al hermoso valle de Jauja, que señaló como punto de reunión de los realistas. Este valle, situado en el camino de Cuzco, convenía admirablemente a sus proyectos, a causa de su posición y su fertilidad. Determinose por muchas consideraciones a permanecer en él largo tiempo: ocupábale constantemente su plan favorito de terminarlo todo por medio de un convenio amistoso, y no perdía la esperanza de lograrlo. Estaba resuelto a probar una nueva tentativa con Pizarro antes de aventurar el éxito de una batalla; por otra parte, y aunque sus tropas manifestaban estar animadas de un gran celo y de las más favorables disposiciones, no podía menos de reconocer que no bastan la adhesión y el valor para alcanzar la victoria, que se necesitaban además la disciplina y los hábitos militares, y que su ejército carecía de estas cualidades. Compuesto en su mayor parte de jóvenes voluntarios y de hombres poco avezados al oficio de las armas, su hueste, aunque conducida por oficiales distinguidos, parecía muy inferior a la de Gonzalo, que se componía de lo más escogido de los veteranos del Perú. Así pues el primer cuidado del presidente fue ejercitar a sus soldados en las maniobras militares, a cuyo efecto se detuvo dos meses en Jauja.
En cuanto Pedro de Valdivia, gobernador de Chile, recibió la noticia de la llegada de La Gasca y de la rebelión de Pizarro, apresurose a prestar su auxilio a la causa real, y llegó por aquellos días con un refuerzo considerable. Su presencia en el campo fue utilísima, puesto que sirvió para disipar los temores que habían nacido en el corazón de los soldados, y que empezaba a desanimarlos, sobre todo después de la desastrosa batalla de Huarina. Los que habían escapado a la matanza de aquella jornada pintaban con tan exagerados colores el valor y la fortuna de Pizarro, y las hazañas de Carvajal, que estos dos nombres habían llegado a ser un objeto de terror para los soldados; mas la llegada de Valdivia logró prevenir los malos efectos que semejante impresión hubiera acabado por producir. La Gasca dio diferentes fiestas militares con el objeto aparente de celebrar la llegada de aquel caudillo, pero en realidad para ocupar a los suyos y no dejarlos en una fatal inacción.
Orgulloso Gonzalo Pizarro con el resultado de la batalla de Huarina, se hallaba poco dispuesto a dar oídos a proposiciones de paz. Mirábase casi como invencible, y hasta tal punto le embriagaba esta ilusión, que no cuidaba de escuchar los consejos de aquellos a quienes mostraba antes más deferencia y respeto. Cepeda, que hasta allí ejerciera sobre él tan grande influencia, no tenía ya ninguna: después de la victoria de Huarina mostrábase tan celoso partidario de la paz, cual lo había sido de la resistencia. Según él las circunstancias eran las más a propósito para entablar negociaciones: la actitud de Pizarro, decía, no podía dar lugar a que se sospechase que cedía al temor al pedir una avenencia, y como por otra parte La Gasca la deseaba ardientemente, podría aquel obtener condiciones que pusiesen su honor a cubierto, y le asegurasen el goce de su fortuna.
El gobernador no hizo el menor caso de las observaciones de Cepeda. Tampoco fue Carvajal más afortunado en las suyas. Este viejo guerrero hallábase también muy dispuesto a escuchar proposiciones de acomodamiento. Esta opinión, que tan en oposición parecía estar con los hábitos de toda su vida y con su carácter, puede explicarse fácilmente. Carvajal, partidario al principio de las medidas más enérgicas, había acabado por reconocer que Pizarro no era a propósito para dirigir la importante y difícil empresa en que se hallaban empeñados. Al desembarcar La Gasca en el Perú había aconsejado la sumisión, porque no veía en Pizarro los talentos y la resolución necesarios para oponer la fuerza abierta a las voluntades de su soberano. Gonzalo, aunque dotado de una intrepidez extraordinaria, carecía de valor político. En rebelión abierta contra su rey, parecía que buscaba engañarse a sí mismo sobre la magnitud de su crimen, y no tenía resolución bastante para arrepentirse de él, ni suficiente fuerza de alma para despreciar sus remordimientos. Esta disposición de espíritu era un manantial de inminentes peligros, y Carvajal, que lo conocía, deseaba seguir la marcha más prudente. A pesar de la victoria de Huarina el ojo previsor del veterano veía de lejos la tempestad que iba a estallar sobre ellos y que era todavía posible desviar; mas viendo que Pizarro cerraba los oídos a los consejos que sus amigos le daban, cesó de hacerle observaciones, aunque con la firme resolución de permanecer fiel a su fortuna hasta la muerte.
Desde entonces empleó toda su actividad en los medios de hacer con buen éxito una guerra que hubiera querido evitar; aconsejó a Pizarro que licenciase a todos los soldados que habían formado parte de la hueste de Centeno, diciendo que no se podía confiar en hombres manchados con el borrón de una derrota; y que en vez de ser útil a la causa, su presencia en el ejército no podía menos de producir los más perniciosos efectos. A este consejo añadía otro, terrible en verdad, pero cuyas consecuencias, si hubiese sido adoptado, hubieran sido eficacísimas. Carvajal sabía que el ejército de La Gasca se componía en su mayor parte de aventureros licenciados, de marinos y de gente de la hez del pueblo. La mayor parte, aunque inflamados en apariencia de un gran celo por la causa que defendían, estaban muy distantes de obrar de buena fe, y tan sólo se habían alistado con la esperanza de un rico botín. Marchaban hacia Cuzco con la esperanza de que el pillaje de esta ciudad les proporcionaría tesoros inmensos. A fin de destruir las esperanzas del enemigo, Carvajal aconsejaba a Pizarro que arruinase a Cuzco, que se sacaran todos los objetos preciosos que se pudiesen, y que se quemase lo restante. Aconsejaba también arrebatar todos los ganados y todos los víveres en los sitios por donde debía pasar el enemigo, a fin de que aquellos hombres indisciplinados e incapaces de soportar las privaciones abandonasen sus banderas.
Pizarro, lleno de confianza en su superioridad, no pudo concebir la urgencia de esta medida y la necesidad de recurrir a tan desastroso expediente. Alegó que abandonar a Cuzco, aunque fuese después de haberlo destruido, y retirarse ante el enemigo, era una maniobra indigna de veteranos acostumbrados a la victoria, y que esto sería demostrar una pusilanimidad indigna de su reputación. Sabiendo que La Gasca había levantado su campo y se dirigía hacia Cuzco, Pizarro encargó a Juan de Acosta que defendiese el paso de Apurimal, río que debía aquél atravesar. Acosta llegó demasiado tarde, y regresó a toda prisa; y entonces Gonzalo hizo marchar su ejército a tomar posiciones en Xaquixaguana a cuatro leguas de aquella ciudad.
Esta resolución fue tomada contra el parecer de Carvajal y de los jefes más experimentados que le hicieron presente, que era mejor esperar tranquilamente al enemigo, que fatigar las tropas con una marcha forzada. Pero Gonzalo y sus jóvenes oficiales, que tenían prisa por combatir, despreciaron aquellos consejos, resultando de ello un descontento que no se había desvanecido aun cuando se estaba ya en presencia del enemigo. Pizarro contaba entre sus filas más de trescientos soldados de Centeno, de cuya fidelidad empezaba él mismo a dudar: era empero demasiado tarde para aprovecharse de los consejos de Carvajal.
Los dos ejércitos presentaban un aspecto singular. En el de Pizarro, compuestos de hombres enriquecidos con los despojos del país más opulento de América, todos los oficiales y hasta los soldados iban vestidos de telas de seda y brocado y cubiertos de bordados de oro y de plata: sus caballos, sus armas, sus banderas estaban adornadas con toda la magnificencia militar.
El ejército de La Gasca no era tan brillante, pero ofrecía un golpe de vista no menos singular. Él mismo, acompañado del arzobispo de Lima, de los obispos de Quito y de Cuzco y de un gran número de eclesiásticos, recorría las filas bendiciendo a sus soldados y exhortándolos a que cumpliesen valerosamente con su deber.
Todo hacía esperar al presidente un feliz remate. Hacía algún tiempo que estaba en inteligencia con el astuto Cepeda, quien le había hecho asegurar por su último emisario que si Pizarro se negaba a entrar en acomodamientos, desertaría con una partida considerable de soldados y reconocería su autoridad.
Por sugestión de Cepeda Gonzalo envió dos sacerdotes al presidente para llevarle sus últimas proposiciones, y requerirle que le manifestase la orden original firmada por el rey que le quitaba el gobierno del Perú, diciendo que entonces se sometería pacíficamente; pero que de lo contrario le hacía responsable de todos los desastres que ocasionara el combate que se iba a dar. Los dos emisarios llevaban además una misión secreta: debían procurar seducir algunos antiguos amigos de Pizarro. Instruido el presidente de esos manejos, los hizo arrestar, manifestando sin embargo mucha blandura en su conducta. Respondió a la intimación de Pizarro en los términos más moderados, conjurándole por última vez que depusiese las armas y no se expusiese a ser considerado como traidor y rebelde. Díjole que estaba facultado para conceder el perdón de las pasadas faltas, y que se lo concedería gustoso a él y a todos sus partidarios si prestaban juramento de fidelidad al rey. Añadió que no quedaba a Pizarro el más ligero pretexto para persistir en la culpable conducta que había seguido, puesto que la revocación de las leyes y de los reglamentos había hecho desaparecer todo motivo de queja en el Perú; concluyendo por instar a Gonzalo a que evitase las espantosas desgracias que iban a caer de una manera tan desastrosa sobre una multitud de sus compañeros, que en vez de ponerse de acuerdo para ayudarse y socorrerse, se disponían a destruirse los unos a los otros.
Este lenguaje lleno de dulzura y de moderación fue acogido por Pizarro con insultante desdén, siendo tal su ceguedad, que encontró las palabras del presidente llenas de arrogancia y no quiso consentir en ningún arreglo. Depúsose por consiguiente toda idea de paz, y los dos ejércitos se prepararon para un combate, que debía ser el último de esta larga lucha.
El 9 de agosto de 1548 al amanecer, Pizarro empezó a formar su hueste en batalla: Carvajal, disgustado de la obstinación del gobernador resignó sus funciones, de cuyo desempeño se encargó Cepeda, y se puso en las filas para combatir como simple oficial. La batalla comenzó por descargas de artillería, que no produjeron ningún efecto. Entonces Cepeda, fingiendo avanzar para hacer un reconocimiento, atravesó el campo de batalla y se pasó al enemigo. La Gasca le esperaba, y le recibió con grandes demostraciones de alegría. Este ejemplo fue tan rápidamente seguido por otros, que se desvanecieron por fin las ilusiones de Gonzalo. Carvajal, que había previsto lo que estaba pasando, repetía cantando en alta voz:
Estos míos cabellicos, madre,
dos a dos me los lleva el aire.
En poco tiempo ni rastro quedó de disciplina, y los soldados empezaron a desbandarse a pesar de los esfuerzos de Pizarro, los unos lanzando las armas, los otros huyendo, y pasándose al enemigo los más. En medio de este contratiempo y viéndose sin esperanza, Pizarro se volvió a un grupo de oficiales que le rodeaba: «¿Qué debemos hacer, señores? exclamó.- Precipitémonos sobre el enemigo, respondió Juan de Acosta con resolución, y muramos como los antiguos romanos.»
Pizarro no tuvo bastante fuerza de espíritu para seguir el consejo de su antiguo compañero. «Puesto que mis soldados, replicó tranquilamente, se pasan al estandarte real, yo seguiré su ejemplo»; y acompañado de Juan de Acosta, de Maldonado y de Guevara, que le fueron fieles hasta el último momento, se entregó al primer oficial del presidente que encontró, y fue inmediatamente conducido a su presencia. Garcilaso de la Vega refiere en estos términos aquella memorable entrevista, cuyos detalles conocía por testigos oculares: «Llegando Gonzalo Pizarro donde el presidente estaba, que lo halló solo con el mariscal, que los demás magnates se habían retirado lejos por no ver al que habían negado y vendido, le hizo su acatamiento a caballo como iba, que no se apeó porque todos estaban en sus caballos, y el presidente hizo lo mismo; y le dijo: si le parecía bien haberse alzado con la tierra del emperador, y héchose gobernador de ella contra la voluntad de su Majestad, y muerto en batalla campal a su visorrey. Respondiole: que él no se había hecho gobernador, sino que los oidores, a pedimento de todas las ciudades de aquel reino se lo habían mandado y dádole provisión para ello en confirmación de la cédula que su Majestad había dado al marqués su hermano, para que nombrase gobernador que lo fuese después de sus días; y que su hermano le había nombrado a él como era público y notorio; y que no era mucho que fuera gobernador de la tierra que ganó; y que lo del visorrey también se lo mandaron los oidores que lo echase del reino, diciendo que así convenía a la paz y quietud de todo aquel imperio y al servicio de su Majestad, y que él no lo había muerto, sino que los agravios y muertes que hizo tan aceleradas y tan sin razón y causa, habían forzado a que los parientes de los muertos las vengasen; y que si dejaran pasar los mensajeros que él enviaba a su Majestad a darle cuenta de los sucesos pasados, su Majestad se diera por muy servido, y proveyera de otra manera , porque todo lo que entonces hizo y ordenó, había sido por persuasión y requerimiento de los vecinos y procuradores de las ciudades de todo aquel reino, y con parecer y consejo de los letrados que en él había.
«Entonces le dijo el presidente que se había mostrado muy ingrato y desconocido a las mercedes que su Majestad había hecho al marqués su hermano, con las cuales los había enriquecido a todos ellos, siendo pobres como lo eran antes, y levantándolos del polvo de la tierra, y que en el descubrimiento de la tierra él no había hecho nada. Gonzalo Pizarro dijo: para descubrir la tierra bastó mi hermano solo, mas para ganarla como la ganamos a nuestra costa y riesgo, fuimos menester todos los cuatro hermanos, y los demás nuestros parientes y amigos. La merced que su Majestad hizo a mi hermano fue solamente el título y nombre de marqués sin darle estado alguno, si no, ¿díganme cuál es? Y no nos levantó del polvo de la tierra, porque desde que los godos entraron en España, somos caballeros hijosdalgo de solar conocido. A los que no son, podrá su Majestad con cargos y oficios levantar del polvo en que están, y si éramos pobres, por eso salimos por el mundo y ganamos este imperio y se lo dimos a su Majestad pudiéndonos quedar con él, como lo han hecho otros que han ganado nuevas tierras.
«Entonces ya enojado el presidente, dijo dos veces en alta voz: quítenmelo de aquí, quítenmelo de aquí, que tan tirano está hoy como ayer. Entonces se lo llevó consigo Diego Centeno, que como se ha dicho, se lo había pedido al presidente.»
Entretanto Carvajal había procurado ponerse en salvo porque sabía que no debía contar con el perdón; y si bien logró, aunque con mucha dificultad, escaparse del campo de batalla, al atravesar un arroyo cuyas orillas eran bastante elevadas, su caballo cayó encima de él. Carvajal, que era muy anciano y gordo, no pudo levantarse, siendo hallado en este estado por varios desertores que formaban parte de su compañía. Aquellos miserables, en vez de socorrer a su jefe, se apoderaron de él con la esperanza de que llevándole al presidente alcanzarían su perdón y una buena recompensa. «A la grita de que llevaban preso a Carvajal se juntaron otros muchos de los del presidente, por ver y conocer un hombre tan famoso como Francisco Carvajal; y en lugar de consolarle en su aflicción, le pegaban las mechas encendidas en el pescuezo, y procuraban meterlas entre la camisa y las carnes. Yendo así vio al capitán Diego Centeno que habiendo puesto a buen recaudo en su tienda a Gonzalo Pizarro, que le dejó encomendado a media docena de amigos suyos, soldados principales que mirasen por él, se volvía al campo, y viendo Carvajal que pasaba Diego Centeno, sin mirar en él le llamó en voz alta y le dijo: señor capitán Diego Centeno, no tenga vuesa merced a pequeño servicio éste que le hago en presentarme a vuesa merced… Diego Centeno volviendo el rostro a él le dijo: que le pesaba mucho de verle en aquel trabajo. Carvajal respondió: yo creo a vuesa merced, que siendo tan caballero y tan cristiano hará como quien es; y no hablemos más en ello, sino que vuesa merced mande que estos gentiles hombres no hagan lo que vienen haciendo, que era lo de las mechas. Viendo algo de ello Diego Centeno, que aun en su presencia se desvergonzaban de hacerlo, porque les parecía que siendo Carvajal tan su enemigo holgaría Diego Centeno de cualquiera mal que le hiciesen, arremetió a ellos y les dio muchos cintarazos, porque todo era gente vil y baja de los marineros y grumetes que iban en aquel ejército, pues hacían obras y cosas tan viles a quien las merecía muy en contra.
«Diego Centeno, habiendo apartado de Carvajal aquella picardía, mandó a dos soldados de los que iban con él que le acompañasen y no consintiesen que se le hiciese maltrato alguno. Yendo todos así tropezaron con el gobernador Pedro de Valdivia, el cual sabiendo que traían a Francisco Carvajal, quiso llevárselo a presentar al presidente por ir ante él con tal prisionero, y se lo pidió a Diego Centeno, el cual se lo dio y le dijo: que habiéndolo presentado se lo enviase a su tienda porque quería ser alcaide de Francisco Carvajal: dijo esto Diego Centeno por parecerle que en cualquiera otra parte que estuviese, no faltarían desvergonzados y descomedidos que le maltratasen por vengarse de algunos agravios recibidos. Pedro de Valdivia lo puso ante el presidente, el cual le reprendió sus tiranías y crueldades, y que las hubiese hecho en deservicio de su rey; a todo lo cual Francisco de Carvajal no respondió palabra, ni hizo semblante de humillarse, ni muestra de escuchar lo que le decían, como que no hablasen con él, antes estuvo mirando a una parte y a otra, con una mirada tan grave y varonil, como que fuera señor de cuantos tenía delante; lo cual visto por el presidente, mandó que lo llevasen de allí, y lo llevaron a la tienda de Diego Centeno, y le pusieron en un toldo de por sí, aparte, donde no se vieron más él y Gonzalo Pizarro.
«A los demás capitanes y oficiales prendieron todos de ellos aquel día, y de ellos otros adelante, que no se escapó ninguno; sólo el capitán Juan de la Torre estuvo escondido en el Cuzco cuatro meses en una choza pajiza de un indio criado suyo, de tal manera, que en todo ese tiempo no se supo de él cosa alguna, como si se le hubiera tragado la tierra, hasta que un español lo descubrió por desgracia, no sabiendo que era él, y lo ahorcaron como a los demás, aunque tarde.»
La batalla de Xaquixaguana, si es que puede dársele este nombre, fue de tan breve duración, que a las diez de la mañana todo estaba tan tranquilo, cual si nada hubiese pasado; jamás acción más decisiva había costado la vida a menos gente; sólo hubo diez hombres muertos del partido de Pizarro, y uno sólo en el ejército del presidente, y aun ése fue víctima de la imprudencia de uno de sus camaradas. La Gasca envió en seguida dos de sus oficiales a Cuzco para llevar la noticia de su victoria e impedir que los fugitivos pillasen la ciudad, como hubieran podido hacerlo; y luego retirose a su tienda, rodeado de los venerables prelados que formaban su consejo, a fin de resolver la conducta que debía seguirse después de aquella memorable jornada.
Capítulo XVI
Muerte de Carvajal y de Gonzalo Pizarro.- Reflexiones acerca las guerras civiles del Perú.- Prudente administración del presidente La Gasca.- Su vuelta a España.- Conclusión.
Satisfecho La Gasca de un triunfo que no había costado sangre, no lo manchó con actos de crueldad: sin embargo el sosiego del Perú y la necesidad de un escarmiento exigían el sacrificio de Gonzalo Pizarro y de algunos de sus principales cómplices. Desde el día siguiente el oidor Cianca y D. Alfonso de Alvarado recibieron el encargo de instruir el proceso, y como los cargos de que se les acusaban estaban completamente probados, fueron condenados a muerte. La conducta de Carvajal durante el tiempo que medió entre la sentencia y su ejecución fue en extremo singular, mostrando una ligereza inconcebible de parte de un hombre de su edad condenado a muerte. Muchas personas fueron a verle en la cárcel, unos por curiosidad y otros por interés. Un comerciante le pidió la restitución de una cantidad considerable de dinero, haciéndole un cuadro patético de los peligros que corría su alma en el otro mundo, si dejaba de pagar sus deudas antes de salir de éste. Carvajal respondió a esta demanda, dirigida a un hombre que no podía disponer de un solo real, diciéndole que tomase la vaina de su espada, que era la única prenda que le quedaba. A otro que se le presentó con otra demanda de la misma clase, contestó: que no se acordaba deber otra deuda, sino medio real a una bodegonera de la puerta del Arenal de Sevilla. Habiéndole notificado la sentencia y todo lo que en ella se contenía, dijo sin alteración ninguna: «¡basta matar!» «Después de medio día, dice Garcilaso de la Vega, el secretario le envió un confesor, que se lo había pedido Carvajal, con el cual estuvo confesándose toda la tarde, que aunque los ministros de la justicia fueron dos o tres veces a dar priesa para ejecutar la sentencia, Carvajal se detuvo todo lo que pudo, por no salir de día, sino de noche. Mas no pudo alcanzar su deseo, porque al oidor Cianca, y al maese de campo Alonso de Alvarado, que eran los jueces, se les hacían días y semanas los momentos. Al fin salió, y a la puerta de la tienda lo metieron en una petaca en lugar de serón y lo cosieron, que no le quedó fuera más de la cabeza, y ataron el serón a dos acémilas, para que lo llevasen arrastrando. A dos o tres pasos, los primeros que las acémilas dieron, dio Carvajal con el rostro en el suelo; y alzando la cabeza como pudo, dijo a los que estaban en derredor: señores, miren vuesas mercedes que soy cristiano. Aún no lo había acabado de decir, cuando lo tenían en brazos levantado del suelo más de treinta soldados principales de los de Diego Centeno. A uno de ellos en particular le oí decir en este paso, que cuando arremetió a tomar el serón pensaba que era de los primeros, y cuando llegó a meter el brazo debajo de él, lo halló todo ocupado, y asió de uno de los brazos que habían llegado antes; y que así lo llevaron en peso hasta el pie de la horca que le tenían hecha. Y que por el camino iba rezando latín; y que por no entender este soldado latín, no sabía lo que rezaba; y que dos clérigos sacerdotes que iban con él le decían de cuando en cuando: encomiéndese vuesa merced a Dios. Carvajal respondió: así lo hago, Señor, y no decía otra palabra. De esta manera llegaron al lugar donde lo ahorcaron, y él recibió la muerte con toda humildad, sin hablar palabra ni hacer ademán alguno.»
Carvajal tenía entonces ochenta y cuatro años de edad. Su larga carrera había sido consagrada a la profesión de las armas, habiendo adquirido un grande conocimiento en el arte de la guerra. Había servido en Italia a las órdenes del Gran Capitán, habiéndose hallado en la batalla de Pavía, donde fue hecho prisionero el rey Francisco I, y en el saco de Roma, al mando del condestable de Borbón. Militó después en México de donde pasó al Perú, siendo de los más famosos y experimentados guerreros que habían pasado a las Indias. Empañó sin embargo esas cualidades con la ferocidad de su carácter; puesto que condenó a muchos a muerte por las faltas más leves, y no pocas veces con un pretexto cualquiera, si es que creía necesario un escarmiento. En lo que atañía a la disciplina militar, llegaba a tal punto la severidad, que había logrado que le temiesen aquellos aventureros acostumbrados a la insubordinación y a la licencia. Su nombre llegó pues a ser un objeto de terror, y si bien su severidad tuvo ventajosos resultados para el ejército en cuanto restableció la disciplina, fue sin embargo causa de muchas deserciones, y su muerte no fue de nadie sentida.
Carvajal no ofrecía en su exterior nada de notable. «Era, dice Zárate, hombre de mediana estatura, muy grueso y colorado, diestro en las cosas de la guerra por el grande uso que de ella tenía. Fue mayor sufridor de trabajos que requería su edad, porque a maravilla se quitaba las armas de día ni de noche, y cuando era necesario tampoco se acostaba ni dormía más de cuanto recostado en una silla se le cansaba la mano en que arrimaba la cabeza. Fue muy amigo del vino; tanto que cuando no hallaba de lo de Castilla bebía aquel brebaje de los indios más que ningún otro español que se haya visto. Fue muy cruel de condición, mató mucha gente por causas livianas, y algunos sin ninguna culpa, salvo por parecerle que convenía así para conservación de la disciplina militar, y a los que mataba era sin tener de ellos ninguna piedad, antes diciéndoles donaires y cosas de burla, mostrándose con ellos muy bien criado y comedido, en forma de irrisión o escarnio. Fue muy mal cristiano, y así lo mostraba de obra y de palabra. Era muy codicioso y robó las haciendas a muchos, tanto que poniéndoles en estrecho de muerte les rescataba las vidas.»
Los principales partidarios de Gonzalo Pizarro sufrieron la misma muerte que Carvajal, siendo víctimas de las circunstancias y de la necesidad, porque el presidente juzgó, y con razón, que unos hombres que habían desempeñado un papel tan activo en la rebelión, no debían ser tratados con la misma indulgencia que rebeldes menos peligrosos y de una clase inferior. Las cabezas de Acosta y de Maldonado fueron expuestas en jaulas de hierro en la plaza pública de Cuzco, y las de otros oficiales enviadas a diferentes ciudades del reino.
He aquí cómo refiere la muerte de Pizarro Garcilaso de la Vega: «Gonzalo Pizarro, el día de su prisión, estuvo en la tienda del capitán Diego Centeno, donde le trataron con el mismo respeto que en su mayor prosperidad y señorío. No quiso comer aquel día aunque se lo pidieron; casi todo él lo gastó en pasearse a solas muy imaginativo; y a buen rato de la noche dijo a Diego Centeno: señor, ¿estamos seguros esta noche? Quiso decir si le matarían aquella noche o aguardarían al día venidero, porque bien entendía Gonzalo Pizarro que las horas eran años para sus contrarios hasta haberle muerto. Diego Centeno, que lo entendió, dijo: vuesa señoría puede dormir seguro, que no hay que imaginar en eso. Ya pasada la media noche se recostó un poco sobre la cama y durmió como una hora: luego volvió a pasearse hasta el día, y con la luz de él pidió confesor, y se detuvo con él hasta medio día… Lo mismo hizo después que comieron los ministros, mas él no quiso comer, que se estuvo a solas hasta que volvió el confesor, y se detuvo en la confesión hasta muy tarde. Los ministros de la justicia yendo y viniendo daban mucha priesa a la ejecución de su muerte. Uno de los más graves, enfadado de la dilación que había, dijo en alta voz: ea ¿no acaban de sacar ya este hombre? Todos los soldados que lo oyeron, se ofendieron de su desacato de tal manera, que le dijeron mil vituperios y afrentas… Poco después salió Gonzalo Pizarro, subió en una mula ensillada que le tenían apercibida; iba cubierto con una capa; y aunque un autor dice, con las manos atadas, no se las ataron; un cabo de una soga echaron sobre el pescuezo de la mula por cumplimiento de la ley. Llevaba en las manos una imagen de nuestra Señora, cuyo devotísimo fue, iba suplicándole por la intercesión de su ánima. A medio camino pidió un crucifijo; un sacerdote, de diez o doce que le iban acompañando, que acertó a llevarlo, se lo dio. Gonzalo Pizarro lo tomó y dio al sacerdote la imagen de nuestra Señora, besando con gran afecto lo último de la ropa de la imagen. Con el crucifijo en las manos, sin quitar los ojos dél, fue hasta el tablado que le tenían hecho para degollarle, do subió; y poniéndose en un canto dél, habló con los que le miraban, que eran todos los del Perú, soldados y vecinos, que no faltaban sino los magnates que le negaron; y aun dellos había algunos disfrazados y rebozados; díjoles en alta voz: señores, bien saben vuesas mercedes que mis hermanos y yo ganamos este imperio: muchos de vuesas mercedes tienen repartimientos de indios, que se los dio el marqués mi hermano: otros muchos los tienen que se los di yo. Sin esto muchos de vuesas mercedes me deben dinero, que se los presté; otros muchos los han recibido de mí, no prestados sino de gracia. Yo muero tan pobre que aun el vestido que tengo puesto es del verdugo que me ha de cortar la cabeza, no tengo con qué hacer bien por mi ánima. Por lo tanto suplico a vuesas mercedes que los que me deben dineros, de los que me deben, y los que no me los deben, de los suyos, me hagan limosna y caridad de todas las misas que pudieren que se digan por mi ánima; que espero en Dios, que por la sangre y pasión de nuestro Señor Jesucristo su hijo, y mediante la limosna que vuesas mercedes me hicieren, se dolerá de mí y me perdonará mis pecados: quédense vuesas mercedes con Dios.
«No había acabado de pedir su limosna cuando se sintió un llanto general con grandes gemidos y sollozos, y muchas lágrimas que derramaron los que oyeron palabras tan lastimeras. Gonzalo Pizarro se hincó de rodillas delante del crucifijo que llevó, que lo pusieron sobre una mesa que había en el tablado. El verdugo, que se decía Juan Enríquez, llegó a ponerle una venda sobre los ojos. Gonzalo Pizarro le dijo: no es menester, déjala. Y cuando vio que sacaba el alfanje para cortarle la cabeza, le dijo: haz bien tu oficio, hermano Juan. Quiso decirle que lo hiciese liberalmente, y no estuviese martirizándole, como acaece muchas veces. El verdugo respondió: yo se lo prometo a vuesa merced. Diciendo esto, con la mano izquierda le alzó la barba, que la tenía larga cerca de un palmo y redonda, que se usaba entonces traerlas sin quitarles nada, y de un revés le cortó la cabeza con tanta facilidad, como si fuera una hoja de lechuga, y se quedó con ella en la mano, y tardó el cuerpo algún espacio en caer al suelo. Así acabó este buen caballero.
«El verdugo como tal, quiso desnudarle por gozar de su despojo; mas Diego Centeno, que había venido a poner en cobro el cuerpo de Gonzalo Pizarro, mandó que no llegase a él, y le prometió una buena suma de dinero por el vestido, y así lo llevaron al Cuzco y lo enterraron con el vestido, porque no hubo quien se ofreciese a darle una mortaja. Enterráronlo en el convento de nuestra Señora de las Mercedes, en la misma capilla donde estaban los don Diegos de Almagro, padre y hijo, porque en todo fuesen iguales y compañeros, así en haber ganado la tierra igualmente como en haber muerto degollados todos tres, y ser los entierros de limosna, y las sepulturas una sola habiendo de ser tres, y aun la tierra parece que les faltó para haberlos de cubrir.
«Fue Gonzalo Pizarro gentilhombre de cuerpo, de muy buen rostro, de próspera salud, gran sufridor de trabajos, como por la historia se habrá visto. Lindo hombre de a caballo, de ambas sillas, diestro arcabucero y ballestero, con un arco de bodoques pintaba lo que quería en la pared. Fue la mejor lanza que ha pasado al Nuevo Mundo, según conclusión de todos los que hablaban de hombres famosos que a él habían ido.
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«Fue de ánimo noble, y claro y limpio, ajeno de malicias, sin cautelas ni dobleces; hombre de verdad, muy confiado de sus amigos o de los que pensaba que lo eran, que fue lo que le destruyó. Y por ser ajeno de astucias, maldades y engaños, dicen los autores que fue de corto entendimiento. No lo tuvo sino muy bueno, y muy inclinado a la virtud y honra. Afable de condición, universalmente bien quisto de amigos y enemigos; en suma tuvo todas las buenas partes que un hombre noble debe tener.
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«Fue Gonzalo buen cristiano, devotísimo de nuestra Señora la virgen María, madre de Dios; y el presidente lo dijo en la carta que le escribió. Jamás le pidieron cosa, diciendo por amor de nuestra Señora, que la negase por muy grave que fuese. Teniendo experiencia de esto Francisco de Carvajal y sus ministros, cuando habían de matar alguno de sus contrarios que lo mereciese, apercibían y proveían con tiempo que no llegase nadie a pedir a Gonzalo Pizarro la vida de aquel tal, porque sabían que pidiéndosela por nuestra Señora, que no se la había de negar aunque fuese quien quisiese. Por sus virtudes morales y hazañas militares fue muy amado de todos; y aunque convino quitarle la vida (dejando aparte el servicio de su Majestad), a todos en general les pesó de su muerte, por sus muchas y buenas partes; y así después jamás oí que nadie hablase mal de él, sino todos bien y con mucho respeto como a superior. Y decir el Palentino que hubo algunos que dieron parecer, e insistieron que se debía hacer cuartos y ponerlos por los caminos del Cuzco, y que el presidente no lo consintió, fue relación falsísima que dieron al autor, porque nunca tal se imaginó.»
Después que quedaron sosegadas las agitaciones del Perú, todos los principales habitantes hicieron celebrar, cada cual en su ciudad, muchas misas por el alma de Gonzalo Pizarro, ya porque las había él pedido por caridad, ya para corresponder a la obligación en que con él estaban, por haber muerto en su común defensa.
Al licenciado Cepeda, que había sido tan culpable por lo menos como Pizarro y Carvajal, se le perdonó la vida a causa del servicio que había prestado al partido real desertando en un momento tan crítico; pero su traición no podía ni atraerle el respeto, ni alcanzarle el honor de una recompensa. Cepeda se había distinguido durante toda su vida por un olvido tal de todos los principios, que su memoria debe ser objeto del más infamante desprecio. Comenzó por hacer traición al virrey Núñez Vela, habiendo contribuido con su influencia y sus esfuerzos a la rebelión de la Audiencia y a las agitaciones que vinieron en pos de ella. Luego entró en negociaciones con Gonzalo Pizarro, haciendo a su vez traición a sus colegas. Después de haber obtenido la confianza de éste y sido elevado a uno de los puestos más eminentes de su gobierno, acabó también por serle traidor para pasarse al partido de La Gasca, a quien había él mismo condenado a muerte poco tiempo antes. Semejante hombre no era tan sólo despreciable; era también peligroso: así que fue enviado preso a España donde acabó miserablemente sus días en el cautiverio.
Tal fue la suerte de los principales compañeros de Gonzalo Pizarro. Al contemplar este cuadro de turbaciones, de excesos de toda especie, de desastres y de suplicios el ánimo se siente sobrecogido de horror a la vez que de admiración. La historia del descubrimiento y de la conquista del Perú, se distingue por un número de violencias mucho mayor que el que pueden registrar en sus páginas los anales de las demás comarcas del Nuevo Mundo: parte empero de la admiración por tales acontecimientos causada, desaparece al examinar las causas que los produjeron; y esto es lo que ha hecho Robertson en el enérgico pasaje que copiamos en su totalidad.
«Si bien los primeros españoles que invadieron el Perú eran hombres de las últimas clases de la sociedad, y aventureros sin fortuna la mayor parte de los que más adelante se unieron a ellos, sin embargo, en todas las partidas de tropa conducidas por los diferentes jefes que se disputaban el mando, no se hallaba un solo hombre que sirviese por la paga. Todo aventurero se consideraba a sí mismo como conquistador, y con derecho por sus servicios a un establecimiento en el país por su valor conquistado. En las querellas entre los jefes cada uno obraba según su propio juicio o sus afecciones, miraba a su general como a su compañero de fortuna, y hubiera creído degradarse recibiendo un sueldo a guisa de mercenario. La mayor parte de sus jefes debía su elevación a su valor y a sus talentos, no a su cuna; y cada uno de sus compañeros de guerra esperaba abrirse por los mismos medios un camino a la riqueza y al poder.
«Mas para levantar esas tropas que servían sin paga necesitábanse gastos inmensos. Entre hombres acostumbrados a repartirse los despojos de un país tan rico, la sed de riquezas era de cada día más ardiente a proporción de que crecía la esperanza del triunfo. Como todos tendían al mismo objeto y hallábanse dominados por la misma pasión, no había más que un medio de ganar a esos hombres y de adherírselos fuertemente.
«Los oficiales que tenían un nombre conocido e influencia, además de la promesa de grandes establecimientos, recibían considerables sumas del jefe con quien se alistaban. A Gonzalo Pizarro le costó quinientos mil pesos levantar una hueste de mil hombres, y La Gasca gastó novecientos mil para formar el ejército que condujo contra los rebeldes. Las concesiones de tierras y de indios que se hacía a los vencedores como una recompensa después de la victoria, eran más exorbitantes todavía. Cepeda, por la habilidad y perfidia que había empleado en persuadir a los oidores de la real Audiencia que sancionasen la usurpación de Pizarro, obtuvo una concesión que le valía cincuenta mil pesos de renta al año. Hinojosa, que fue de los primeros en apartarse de Gonzalo y entregó a su enemigo la flota que decidió del destino del Perú, obtuvo una renta de doscientos mil pesos; y al mismo tiempo que se premiaba a los principales oficiales con una magnificencia más que regia, se recompensaba en igual proporción a los simples soldados.
«Unos cambios tan rápidos de fortuna producían los efectos que era de esperar, y engendraban nuevas necesidades y deseos nuevos. Aquellos veteranos acostumbrados a las mayores fatigas, adquirían durante las temporadas de ocio todos los hábitos de la profesión, y se abandonaban a los excesos todos de la licencia militar. Los unos se entregaban a la más vergonzosa relajación; los otros se daban a un lujo el más dispendioso. El último soldado del Perú se hubiera creído degradado caminando a pie, y a pesar del precio exorbitante a que se vendían los caballos en América, todos en aquella época querían tener uno antes de ponerse en campaña.
«Mas aunque se habían vuelto menos que antes capaces de sobrellevar las fatigas del servicio, despreciaban con la misma intrepidez los peligros y la muerte, y, animados por la esperanza de nuevas recompensas, no dejaban nunca en un día de batalla de desplegar todo su antiguo valor.
«A la par de su intrepidez conservaban su primera ferocidad. En ningún país se ha hecho la guerra civil con el furor que en el Perú. A las pasiones que hacen atroces las querellas entre conciudadanos añadíase allí la de la avaricia, la cual daba a sus enemistades más encono y duración. Como la muerte de un enemigo llevaba consigo la confiscación de sus bienes, no se daba cuartel en los combates. Después de la victoria todo hombre opulento hallábase expuesto a las acusaciones y a los castigos. Pizarro condenó a muerte por las más ligeras sospechas a muchos de los más ricos habitantes del Perú, y Carvajal hizo morir mayor número sin buscar siquiera un pretexto para justificar su crueldad. Perecieron casi tantos hombres a manos del verdugo como en los campos de batalla, y casi todos fueron sentenciados sin formación de proceso (7).
«La violencia con que los partidos opuestos se despedazaban no iba acompañada, como acontece de ordinario, de la fidelidad y la adhesión hacia aquellos con quienes se combatía; los lazos formados por el honor, que son tenidos como sagrados por los soldados, y la lealtad que domina en el carácter español tanto como en el de ninguna otra nación, estaban igualmente olvidados: hacíase la traición sin vergüenza y sin remordimientos. Durante aquellas disensiones apenas hubo en el Perú un solo español que no abandonase el partido que había primero abrazado y que no violase todos sus compromisos. El virrey Núñez Vela fue derribado por la traición de Cepeda y de los otros oidores de la Audiencia real, que sin embargo estaban obligados, por el deber de su destino, a sostener su autoridad. Los instigadores principales y los cómplices de la sublevación de Gonzalo Pizarro fueron los primeros en abandonarle y en someterse a sus enemigos. La flota fue entregada a La Gasca por el hombre que había elegido entre todos sus capitanes para confiarle este mando importante. En la jornada que decidió de su suerte viose a veteranos lanzar sus armas a la vista del enemigo, y abandonar a un jefe que les había conducido tantas veces a la victoria. La historia ofrece pocos ejemplos de un desprecio tan general y tan poco disimulado de los principios del honor, y de las obligaciones que ligan a los hombres entre sí y que constituyen la unión social. Encuéntranse tan sólo tales costumbres en gentes que habitan países apartados del centro de la autoridad, donde sólo débilmente se siente la fuerza de las leyes y del orden, donde la esperanza del lucro no reconoce límites; donde en fin riquezas inmensas pueden hacer olvidar los crímenes por cuyo medio han sido adquiridas. Sólo en semejantes circunstancias es posible encontrar tanta inconstancia, avidez, perfidia y corrupción cual se ve en los conquistadores del Perú.»
Aquí termina, propiamente hablando, la historia de la conquista de esta parte del Nuevo Mundo. Para completarla sin embargo conviene decir en pocas páginas cuál fue la conducta del presidente La Gasca, que fue el que tuvo la gloria de pacificar tan hermoso país.
Después de la muerte de Pizarro los descontentos depusieron en todas partes las armas, y se sometieron sin dificultad al gobierno del presidente. Éste sabía no obstante que existían aún muchos obstáculos para el completo restablecimiento de la tranquilidad; pues estaba muy distante de lisonjearse que unos aventureros violentos, audaces y sin principios, mal avenidos con la obediencia y acostumbrados al desorden, habían de cambiar repentinamente de carácter y convertirse de una vez en súbditos prudentes y sumisos.
A fin de impedir a los aventureros que provocasen nuevas asonadas, empleó un medio que había producido siempre buen efecto, y fue tenerlos constantemente ocupados. Volvió a enviar a Pedro de Valdivia a su gobierno de Chile, para que prosiguiese su conquista, y confió a Diego Centeno una empresa no menos importante, la de reconocer las inmensas regiones situadas a las orillas del río de la Plata. La nombradía de estos dos jefes, la esperanza de adquirir riquezas, y la idea de no estar sometidos a una disciplina severa movieron a todos los aventureros pobres a alistarse en una u otra de aquellas dos expediciones. De esta suerte La Gasca se encontró desembarazado de aquellos atrevidos soldados, que eran para él una continua causa de inquietudes.
Entonces pudo entregarse a una operación mucho más difícil y delicada, cual era la de los repartimientos de las tierras de los indios, que era preciso distribuir entre los vencedores. La muerte o la fuga de los partidarios de Pizarro y la confiscación de sus bienes habían puesto a disposición del presidente más de dos millones de pesos de renta anual. Por grandes que fuesen estas riquezas y por más que La Gasca manifestase un desinterés inaudito, no reservándose nada para él, los pretendientes eran tan numerosos y tan altas las demandas, que parecía imposible satisfacer el amor propio o la codicia de todos.
Para desembarazarse de pretendientes y a fin de poder con más detenimiento examinar la justicia de las diversas solicitudes y satisfacerlas con imparcialidad, el presidente acompañado del arzobispo de Lima y de un solo secretario, se retiró a una aldea, a doce millas de Cuzco. En aquel retiro pasó tres meses, y después de haber hecho su trabajo a paciencia y conciencia suyas, partió para Lima mandando que no se publicase su decreto de repartición hasta algunos días después de su partida, a fin de evitar reclamaciones.
Sucedió en efecto lo que había previsto; la publicación del decreto (24 agosto de 1548) excitó el descontento general. La vanidad, la avaricia, la envidia, cuantas pasiones obran con más vehemencia en el corazón del hombre al ponerse en juego su honor y su interés, todo concurrió a aumentar su explosión: ésta estalló en su consecuencia con todo el furor de la insolencia militar. La Gasca fue blanco de la calumnia, de las amenazas y de las maldiciones: acusósele de ingratitud, de parcialidad y de injusticia. Entre soldados siempre dispuestos a llegar a las manos, tales quejas no podían menos de convertirse en actos de violencia. Renació la costumbre tan común en el Perú de acudir a la sedición y a la revuelta, y los más atrevidos empezaron a buscar un jefe en torno del cual pudiesen agruparse, a fin de obtener por la fuerza de las armas el enderezamiento de lo que llamaban ellos sus agravios.
Afortunadamente La Gasca estaba dotado de una firmeza a toda prueba, y se distinguía por su actividad tanto como por su prudencia. No dejó pasar un instante sin aplicar remedio al mal: la ejecución de un soldado turbulento y el destierro de otros tres restablecieron por el momento la tranquilidad en Cuzco.
El presidente consideró sin embargo que el fuego, más que apagado, estaba tan sólo cubierto, y por lo tanto trabajó con la mayor asiduidad en ablandar a los descontentos, dando a los unos gratificaciones considerables, a otros prometiéndoles repartimientos cuando los hubiese vacantes, acariciándolos y halagándolos a todos. Mas a fin de establecer la tranquilidad pública sobre más sólidas bases, se ocupó en robustecer la autoridad de sus futuros sucesores, organizando una administración regular en todas las partes del imperio.
Introdujo el orden y la sencillez en la percepción de las rentas reales; hizo reglamentos sobre el tratamiento de los indios para ponerlos a cubierto de la opresión, y hacerlos instruir en los principios de nuestra santa religión, sin privar a los españoles del beneficio que pudiesen sacar de sus trabajos.
Después de haber tan gloriosamente desempeñado su misión, La Gasca sintió deseos de volver a su país natal. Su edad, sus enfermedades y los penosos trabajos a que se había entregado le hacían necesario el reposo. En su consecuencia confió el gobierno del Perú a la real Audiencia, y partió para España el 1.º de febrero de 1550. Traía un millón trescientos mil pesos, que ahorró con su economía y buena administración, después de haber atendido largamente a los inmensos gastos que había tenido que hacer para el logro de su cometido; y esta suma fue entregada por entero al real tesoro.
«La Gasca fue recibido en su patria, dice Robertson, con la admiración universal que merecían sus talentos y las virtudes tan puras de que acababa de dar tan brillantes pruebas. Había partido de Europa para calmar una sublevación amenazadora, sin ejército, sin flota, sin dinero, con un tren tan modesto que sólo costó al Estado tres mil ducados el equiparlo. Con su prudencia y habilidad suplió los medios que le faltaban y creó, por decirlo así, instrumentos propios para ejecutar su empresa. Adquirió una fuerza marítima bastante grande para hacerle dueño del mar; puso en pie un cuerpo de tropas capaz de medir sus fuerzas con los veteranos que dominaban en el Perú; triunfó de su jefe, cuyos pasos había seguido hasta entonces la victoria, y estableció en el lugar donde reinaban antes la anarquía y la usurpación, el poder de las leyes y la autoridad del legítimo soberano.
«Mas los elogios dados a sus talentos distan mucho de ser tales cuales los merecen sus virtudes. Después de haber residido en un país donde el cebo de las riquezas había seducido hasta entonces a todos los que habían estado revestidos de alguna autoridad, dejó su puesto delicado sin que hubiese podido sospecharse siquiera de su integridad. Había repartido entre sus compatriotas posesiones de una extensión y de una renta inmensa, mientras que él conservaba su primera pobreza; y al propio tiempo que traía al tesoro real sumas enormes se hallaba en la necesidad de pedir a su soberano que se satisficiesen algunas deudas que había contraído durante su expedición.
«Carlos reconoció un mérito tan superior y tanto desinterés. Dio a La Gasca las mayores muestras de la más distinguida estimación, y le nombró obispo de Palencia, en cuyo honroso puesto pasó este hombre extraordinario el resto de sus días en el retiro y en el ejercicio de todas las virtudes religiosas, respetado de sus compatricios, honrado por su soberano y amado de todos.»
FIN
Notas
1. Jerez lo llama Atabalipa; Zárate y Gomara Atabaliba. (N. del T.)
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2. Dase este nombre a una especie de caracol de figura cilíndrica, el cual horada y penetra la madera tanto que a veces inutiliza la quilla de los navíos. (N. del T.)
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3. Es decir, Almagro.
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4. Pizarro.
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5. Este Atahualpa, nombrado aquí por Robertson, es el mismo inca al cual llaman Jerez, Alabatipa, y Gomera y Zárate, Alabatiba. Nosotros hemos adoptado este nombre, ya que es el que se encuentra en los primitivos historiadores de Indias, por más que tengamos que separarnos en esto del historiador inglés y del autor del compendio que traducimos. (N. del T.)
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6. Jerez fija en 2000 el número de muertos; Garcilaso lo hace subir a 5000, y a 7000 Sancho. Nosotros hemos adoptado un término medio.
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7. Según Herrera durante la sublevación de Gonzalo Pizarro fueron muertos en el campo de batalla setecientos hombres y trescientos ochenta ahorcados o decapitados. Fernández dice que más de trescientos de estos últimos lo fueron por orden de Carvajal.