Антонио де Солис. История завоевания Мексики (Новой Испании).
Antonio de Solís. Historia de la conquista de México
/Historia de la conquista… de Nueva España/
Índice
Historia de la conquista… de Nueva España
o Libro I
Capítulo I
Motivos que obligan a tener por necesario que se divida en diferentes partes la historia de las Indias para que pueda comprenderse
Capítulo II
Tócanse las razones que han obligado a escribir con separación la historia de la América septentrional o Nueva España
Capítulo III
Refiérense las calamidades que se padecían en España cuando se puso la mano en la conquista de Nueva España
Capítulo IV
Estado en que se hallaban los reinos distantes y las islas de la América que ya se llamaban Indias occidentales
Capítulo V
Cesan las calamidades de la monarquía con la venida del rey don Carlos: dase principio en este tiempo a la conquista de Nueva España
Capítulo VI
Entrada que hizo Juan de Grijalva en el río de Tabasco. Sucesos de ella
Capítulo VII
Prosigue Juan de Grijalva su navegación, y entra en el río de Banderas, donde se halló la primera noticia del rey de Méjico, Motezuma
Capítulo VIII
Prosigue Juan de Grijalva su descubrimiento hasta costear la provincia de Panuco. Sucesos del río de Canoas, y resolución de volverse a la Isla de Cuba
Capítulo IX
Dificultades que se ofrecieron en la elección de cabo para la nueva armada, y quién era Hernán Cortés, que últimamente la llevó a su cargo
Capítulo X
Tratan los émulos de Cortés vivamente de descomponerle con Diego Velázquez: no lo consiguen, y sale con la armada del puerto de Santiago
Capítulo XI
Pasa Cortés con la armada a la villa de la Trinidad, donde la refuerza con número considerable de gente; consiguen sus émulos la desconfianza de Velázquez, que hace vivas diligencias para detenerle
Capítulo XII
Pasa Hernán Cortés desde la Trinidad a La Habana, donde consigue el último refuerzo de la armada, y padece segunda persecución de Diego Velázquez
Capítulo XIII
Resuélvese Hernán Cortés a no dejarse atropellar de Diego Velázquez; motivos justos de esta resolución y lo demás que pasó hasta que llegó el tiempo de partir de La Habana
Capítulo XIV
Distribuye Cortés los cargos de su armada; parte de La Habana y llega a la isla de Cozumel donde pasa muestra y anima a sus soldados a la empresa
Capítulo XV
Pacifica Hernán Cortés los isleños de Cozumel, hace amistad con el cacique, derriba los ídolos, da principio a la introducción del Evangelio y procura cobrar unos españoles que estaban prisioneros en Yucatán
Capítulo XVI
Prosigue Hernán Cortés su viaje, y se halla obligado por un accidente a volver a la misma isla; recoge con esta detención a Jerónimo de Aguilar, que estaba cautivo en Yucatán, y se da cuenta de su cautiverio
Capítulo XVII
Prosigue Hernán Cortés su navegación, y llega al río de Grijalva, donde halla resistencia en los indios, y pelea con ellos en el mismo río y en la desembarcación
Capítulo XVIII
Ganan los españoles a Tabasco; salen después doscientos hombres a reconocer la tierra, los cuales vuelven rechazados de los indios, mostrando su valor en la resistencia y en la retirada
Capítulo XIX
Pelean los españoles con un ejército poderoso de los indios de Tabasco y su comarca; descríbese su modo de guerrear y cómo quedó por Hernán Cortés la victoria
Capítulo XX
Efectúase la paz con el cacique de Tabasco, y celebrándose en esta provincia la festividad del Domingo de Ramos, se vuelven a embarcar los españoles para continuar su viaje
Capítulo XXI
Prosigue Hernán Cortés su viaje; llegan los bajeles a San Juan de Ulúa; salta la gente en tierra y reciben embajada de los gobernadores de Motezuma; dase noticia de quién era doña Marina
o Libro II
Capítulo I
Vienen el general Teutile y el gobernador Pilpatoe a visitar a Cortés en nombre de Motezuma. Dase cuenta de lo que pasó con ellos y con los pintores que andaban dibujando el ejército de los españoles
Capítulo II
Vuelve la respuesta de Motezuma con un presente de mucha riqueza; pero negada la licencia que se pedía para ir a Méjico
Capítulo III
Dase cuenta de lo mal que se recibió en Méjico la porfía de Cortés, de quién era Motezuma, la grandeza de su imperio, y el estado en que se hallaba su monarquía cuando llegaron los españoles
Capítulo IV
Refiérense diferentes prodigios y señales que se vieron en Méjico antes de que llegase Cortés, de que aprendieron los indios que se acercaba la ruina de aquel imperio
Capítulo V
Vuelve Francisco de Montejo con noticia del lugar de Quiabislan: llegan los embajadores de Motezuma y se despiden con desabrimiento: muévense algunos rumores entre los soldados, y Hernán Cortés usa de artificio para sosegarlos
Capítulo VI
Publícase la jornada para la isla de Cuba: claman los soldados que tenía prevenidos Cortés: solicita su amistad el cacique de Zempoala; y últimamente hace la población
Capítulo VII
Renuncia Hernán Cortés, en el primer ayuntamiento que se hizo en la Vera-Cruz, el título de capitán general que tenía por Diego Velázquez: vuélvenle a elegir la villa y el pueblo
Capítulo VIII
Marchan los españoles, y parte la armada de vuelta de Quiabislan: entran de paso en Zempoala, donde les hace buena acogida el cacique, y se toma nueva noticia de las tiranías de Motezuma
Capítulo IX
Prosiguen los españoles su marcha desde Zempoala a Quiabislan: refiérese lo que pasó en la entrada de esta villa, donde se halla nueva noticia de la inquietud de aquellas provincias, y se prenden seis ministros de Motezuma
Capítulo X
Vienen a dar la obediencia y ofrecerse a Cortés los caciques de la serranía: edifícase y pónese en defensa la villa de la Vera-Cruz, donde llegan nuevos embajadores de Motezuma
Capítulo XI
Mueven los zempoales con engaño las armas de Hernán Cortés contra los de Zimpacingo sus enemigos: hácelos amigos, y deja reducida aquella tierra
Capítulo XII
Vuelven los españoles a Zempoala, donde se consigue el derribar los ídolos con alguna resistencia de los indios, y queda hecho templo de Nuestra Señora el principal de sus adoratorios
Capítulo XIII
Vuelve el ejército a la Vera-Cruz; despáchanse comisarios al rey con noticia de lo que se había obrado; sosiégase otra sedición con el castigo de algunos delincuentes, y Hernán Cortés ejecuta la resolución de dar al través con la armada
Capítulo XIV
Dispuesta la jornada llega noticia de que andaban navíos en la costa; parte Cortés a la Vera-Cruz, y prende siete soldados de la armada de Francisco de Garay; dase principio a la marcha, y penetrada con mucho trabajo la sierra, entra el ejército en la provincia de Zocothlan
Capítulo XV
Visita segunda vez el cacique de Zocothlan a Cortés: pondera mucho las grandezas de Motezuma; resuélvese el viaje por Tlascala, de cuya provincia y forma de gobierno se halla noticia en Xacacingo
Capítulo XVI
Parten los cuatro enviados de Cortés a Tlascala: dase noticia del traje y estilo con que se daban las embajadas en aquella tierra, y de lo que discurrió la república sobre el punto de admitir de paz a los españoles
Capítulo XVII
Determinan los españoles acercarse a Tlascala, teniendo a mala señal la detención de sus mensajeros: pelean con un grueso de cinco mil indios que los esperaban emboscados, y después con todo el poder de la república
Capítulo XVIII
Rehácese el ejército de Tlascala: vuelven a segunda batalla con mayores fuerzas, y quedan rotos y desbaratados por el valor de los españoles y por otro nuevo accidente que los puso en desconcierto
Capítulo XIX
Sosiega Hernán Cortés la nueva turbación de su gente; los de Tlascala tienen por encantadores a los españoles; consultan sus adivinos, y por su consejo los asaltan de noche en su cuartel
Capítulo XX
Manda el senado a su general que suspenda la guerra, y él no quiere obedecer; antes trata de dar nuevo asalto al cuartel de los españoles: conócense, y castíganse sus espías, y dase principio a las pláticas de la paz
Capítulo XXI
Vienen al cuartel nuevos embajadores de Motezuma para embarazar la paz de Tlascala: persevera el senado en pedirla, y toma el mismo Xicotencal a su cuenta esta negociación
o Libro III
Capítulo I
Dase noticia del viaje que hicieron a España los enviados de Cortés, y de las contradicciones y embarazos que retardaron su despacho
Capítulo II
Procura Motezuma desviar la paz de Tlascala: vienen los de aquella república a continuar su instancia, y Hernán Cortés ejecuta su marcha y hace su entrada en la ciudad
Capítulo III
Descríbese la ciudad de Tlascala: quéjanse los senadores de que anduviesen armados los españoles sintiendo su desconfianza; y Cortés los satisface y procura reducir a que dejen la idolatría
Capítulo IV
Despacha Hernán Cortés los embajadores de Motezuma: reconoce Diego de Ordaz el volcán de Popocatepec, y se resuelve la jornada por Cholula
Capítulo V
Hállanse nuevos indicios del trato doble de Cholula: marcha el ejército la vuelta de aquella ciudad, reforzado con algunas capitanías de Tlascala
Capítulo VI
Entran los españoles en Cholula, donde procuran engañarlos con hacerles en lo exterior buena acogida: descúbrese la traición que tenían prevenida, y se dispone su castigo
Capítulo VII
Castígase la traición de Cholula: vuélvese a reducir y pacificar la ciudad, y se hacen amigos los de esta nación con los tlascaltecas
Capítulo VIII
Parten los españoles de Cholula: ofréceseles nueva dificultad en la montaña de Chalco, y Motezuma procura detenerlos por medio de sus nigrománticos
Capítulo IX
Viene al cuartel a visitar a Cortés de parte de Motezuma el señor de Tezcuco, su sobrino: continúase la marcha y se hace alto en Quitlavaca, dentro ya de la laguna de Méjico
Capítulo X
Pasa el ejército a Iztacpalapa, donde se dispone la entrada de Méjico: refiérese la grandeza con que salió Motezuma a recibir a los españoles
Capítulo XI
Viene Motezuma el mismo día por la tarde a visitar a Cortés en su alojamiento: refiérese la oración que hizo antes de oír la embajada, y la respuesta de Cortés
Capítulo XII
Visita Cortés a Motezuma en su palacio, cuya grandeza y aparato se describe; y se da noticia de lo que pasó en esta conferencia, y en otras que se tuvieron después sobre la religión
Capítulo XIII
Descríbese la ciudad de Méjico, su temperamento y situación, el mercado de Tlatelulco y el mayor de sus templos, dedicado al dios de la guerra
Capítulo XIV
Descríbense diferentes casas que tenía Motezuma para su divertimiento, sus armerías, sus jardines y sus quintas, con otros edificios notables que había dentro y fuera de la ciudad
Capítulo XV
Dase noticia de la ostentación y puntualidad con que se hacía servir Motezuma en su palacio; del gasto de su mesa, de sus audiencias, y otras particularidades de su economía y divertimientos
Capítulo XVI
Dase noticia de las grandes riquezas de Motezuma, del estilo con que se administraba la hacienda y se cuidaba de la justicia, con otras particularidades del gobierno político y militar de los mejicanos
Capítulo XVII
Dase noticia del estilo con que se medían y computaban en aquella tierra los meses y los años; de sus festividades, matrimonios, y otros ritos y costumbres dignas de consideración
Capítulo XVIII
Continúa Motezuma sus agasajos y dádivas a los españoles: llegan cartas de la Vera-Cruz con noticia de la batalla en que murió Juan de Escalante, y con este motivo se resuelve la prisión de Motezuma
Capítulo XIX
Ejecútase la prisión de Motezuma: dase noticia del modo como se dispuso y como se recibió entre sus vasallos
Capítulo XX
Cómo se portaba en la prisión Motezuma con los suyos y con los españoles: traen preso a Qualpopoca, y Cortés le hace castigar con pena de muerte, mandando echar unos grillos a Motezuma mientras se ejecutaba la sentencia
o Libro IV
Capítulo I
Permítese a Motezuma que se deje ver en público saliendo a sus templos y recreaciones: trata Cortés de algunas prevenciones que tuvo por necesarias, y se duda que intentasen los españoles por esta sazón derribar los ídolos de Méjico
Capítulo II
Descúbrese una conspiración que se iba disponiendo contra los españoles, ordenada por el rey de Tezcuco; y Motezuma, parte con su industria, y parte por las advertencias de Cortés, la sosiega castigando al que la fomentaba
Capítulo III
Resuelve Motezuma despachar a Cortés respondiendo a su embajada: junta sus nobles, y dispone que sea reconocido el rey de España por sucesor de aquel imperio, determinando que se le dé la obediencia y pague tributo como a descendiente de su conquistador
Capítulo IV
Entra en poder de Hernán Cortés el oro y joyas que se juntaron de aquellos presentes: dícele Motezuma con resolución que trate de su jornada, y él procura dilatarla sin replicarle; al mismo tiempo que se tiene aviso de que han llegado navíos españoles a la costa
Capítulo V
Refiérense las nuevas prevenciones que hizo Diego Velázquez para destruir a Hernán Cortés: el ejército y armada que envió contra él a cargo de Pánfilo de Narbáez; su arribo a las costas de Nueva España; y su primer intento de reducir a los españoles de la Vera-Cruz
Capítulo VI
Discurso y prevenciones de Hernán Cortés en orden a excusar el rompimiento: introduce tratados de paz; no los admite Narbáez; antes publica la guerra, y prende al licenciado Lucas Vázquez de Ayllón
Capítulo VII
Persevera Motezuma en su buen ánimo para con los españoles de Cortés, y se tiene por improbable la mudanza que atribuyen algunos a diligencias de Narbáez; resuelve Cortés su jornada, y la ejecuta dejando en Méjico parte de su gente
Capítulo VIII
Marcha Hernán Cortés la vuelta de Zempoala y, sin conseguir la gente que tenía prevenida en Tlascala, continúa su viaje hasta Matalequita, donde vuelve a las pláticas de paz, y con nueva irritación rompe la guerra
Capítulo IX
Prosigue su marcha Hernán Cortés hasta una legua de Zempoala; sale con su ejército en campaña Pánfilo de Narbáez; sobreviene una tempestad y se retira; con cuya noticia resuelve Cortés acometerle en su alojamiento
Capítulo X
Llega Hernán Cortés a Zempoala, donde halla resistencia; consigue con las armas la victoria; prende a Narbáez, cuyo ejército se reduce a servir debajo de su mano
Capítulo XI
Pone Cortés en obediencia la caballería de Narbáez que andaba en la campaña; recibe noticia de que habían tomado las armas los mejicanos contra los españoles que dejó en aquella corte; marcha luego con su ejército, y entra en ella sin oposición
Capítulo XII
Dase noticia de los motivos que tuvieron los mejicanos para tomar las armas; sale Diego de Ordaz con algunas compañías a reconocer la ciudad; da en una celada, y Hernán Cortés resuelve la guerra
Capítulo XIII
Intentan los mejicanos asaltar el cuartel y son rechazados; hace dos salidas contra ellos Hernán Cortés; y, aunque ambas veces fueron vencidos y desbaratados, queda con alguna desconfianza de reducirlos
Capítulo XIV
Propone a Cortés Motezuma que se retire, y él le ofrece que se retirará luego que dejen las armas sus vasallos; vuelven éstos a intentar nuevo asalto; habla con ellos Motezuma desde la muralla, y queda herido, perdiendo las esperanzas de reducirlos
Capítulo XV
Muere Motezuma sin querer reducirse a recibir el bautismo; envía Cortés el cuerpo a la ciudad; celebran sus exequias los mejicanos; y se descubren las cualidades que concurrieron en su persona
Capítulo XVI
Vuelven los mejicanos a sitiar el alojamiento de los españoles; hace Cortés nueva salida; gana un adoratorio que habían ocupado y los rompe, haciendo mayor daño en la ciudad, y deseando escarmentarlos para retirarse
Capítulo XVII
Proponen los mejicanos la paz con ánimo de sitiar por hambre a los españoles; conócese la intención del tratado; junta Hernán Cortés sus capitanes, y se resuelve salir de Méjico aquella misma noche
Capítulo XVIII
Marcha el ejército recatadamente, y al entrar en la calzada le descubren y acometen los indios con todo el grueso por agua y tierra; peléase largo rato, y últimamente se consigue con dificultad y considerable pérdida, hasta salir al paraje de Tácuba
Capítulo XIX
Marcha Hernán Cortés la vuelta de Tlascala; síguenle algunas tropas de los lugares vecinos, hasta que uniéndose con los mejicanos acometen al ejército, y le obligan a tomar el abrigo de un adoratorio
Capítulo XX
Continúan su retirada los españoles, padeciendo de ella grandes trabajos y dificultades, hasta que llegando al valle de Otumba, queda vencido y deshecho en batalla campal todo el poder mejicano
o Libro V
Capítulo I
Entra el ejército en los términos de Tlascala, y alojado en Gualipar, visitan a Cortés los caciques y senadores; celébrase con fiestas públicas la entrada en la ciudad, y se halla el afecto de aquella gente asegurado con nuevas experiencias
Capítulo II
Llegan noticias de que se había levantado la provincia de Tepeaca; vienen embajadores de Méjico y Tlascala; y se descubre una conspiración que intentaba Xicotencal el mozo contra los españoles
Capítulo III
Ejecútase la entrada en la provincia de Tepeaca; y vencidos los rebeldes que aguardaron en campaña con la asistencia de los mejicanos, se ocupa la ciudad, donde se levanta una fortaleza con el nombre de Segura de la Frontera
Capítulo IV
Envía Hernán Cortés diferentes capitanes a reducir o castigar los pueblos inobedientes, y va personalmente a la ciudad de Guacachula contra un ejército mejicano que vino a defender su frontera
Capítulo V
Procura Hernán Cortés adelantar algunas prevenciones de que necesitaba para la empresa de Méjico; hállase casualmente con un socorro de españoles; vuelve a Tlascalteca y halla muerto a Magiscatzin
Capítulo VI
Llegan al ejército nuevos socorros de soldados españoles; retíranse a Cuba los de Narbáez que instaron por su licencia; forma Hernán Cortés segunda relación de su jornada, y despacha nuevos comisarios al emperador
Capítulo VII
Llegan a España los precursores de Hernán Cortés y pasan a Medellín, donde estuvieron retirados, hasta que mejorando las cosas de Castilla volvieron a la corte, y consiguieron la recusación del obispo de Burgos
Capítulo VIII
Prosíguese hasta su conclusión la materia del capítulo precedente
Capítulo IX
Recibe Cortés nuevo socorro de gente y municiones; pasa muestra el ejército de los españoles, y a su imitación el de los confederados; publícanse algunas ordenanzas militares, y se da principio a la marcha con ánimo de ocupar a Tezcuco
Capítulo X
Marcha el ejército no sin vencer algunas dificultades; previénese de una embajada cautelosa el rey de Tezcuco, de cuya respuesta, por los mismos términos, resulta el conseguirse la entrada en aquella ciudad sin resistencia
Capítulo XI
Alojado el ejército en Tezcuco, vienen los nobles a tomar servicio en él; restituye Cortés aquel reino al legítimo sucesor, dejando al tirano sin esperanza de restablecerse
Capítulo XII
Bautízase con pública solemnidad el nuevo rey de Tezcuco; y sale con parte de su ejército Hernán Cortés a ocupar la ciudad de Iztapalapa, donde necesitó de toda su advertencia para no caer en una celada que le tenían prevenida los mejicanos
Capítulo XIII
Piden socorro a Cortés las provincias de Chalco y Otumba contra los mejicanos: encarga esta facción a Gonzalo de Sandoval y a Francisco de Lugo, los cuales rompen al enemigo, trayendo algunos prisioneros de cuenta, por cuyo medio requiere con la paz al emperador mejicano
Capítulo XIV
Conduce los bergantines a Tezcuco Gonzalo de Sandoval; y entre tanto que se dispone su apresto y última formación, sale Cortés a reconocer con parte del ejército las riberas de la laguna
Capítulo XV
Marcha Hernán Cortés a Yaltocan, donde halla resistencia; y vencida esta dificultad, pasa con su ejército a Tácuba; y después de romper a los mejicanos en diferentes combates, resuelve y ejecuta su retirada
Capítulo XVI
Viene a Tezcuco nuevo socorro de españoles; sale Gonzalo de Sandoval al socorro de Chalco; rompe dos veces a los mejicanos en campaña, y gana por fuerza de armas a Guastepeque y a Capistlan
Capítulo XVII
Hace nueva salida Hernán Cortés para reconocer la laguna por la parte de Suchimilco; y en el camino tiene dos combates peligrosos con los enemigos que halló fortificados en las sierras de Guastepeque
Capítulo XVIII
Pasa el ejército a Quatlabaca, donde se rompió de nuevo a los mejicanos; y después a Suchimilco, donde se venció mayor dificultad, y se vio Hernán Cortés en contingencia de perderse
Capítulo XIX
Remédiase con el castigo de un soldado español la conjuración de algunos españoles que intentaron matar a Hernán Cortés; y con la muerte de Xicotencal un movimiento sedicioso de algunos tlascaltecas
Capítulo XX
Échanse al agua los bergantines; y dividido el ejército de tierra en tres partes, para que al mismo tiempo se acometiese por Tácuba, Iztapalapa y Cuyoacan, avanza Hernán Cortés por la laguna, y rompe una gran flota de canoas mejicanas
Capítulo XXI
Pasa Hernán Cortés a reconocer los trozos de su ejército en las tres calzadas de Cuyoacan, Iztapalapa y Tácuba, y en todas fue necesario el socorro de los bergantines; deja cuatro a Gonzalo de Sandoval, cuatro a Pedro de Alvarado, y él se recoge a Cuyoacan con los cinco restantes
Capítulo XXII
Sírvense de varios ardides los mejicanos para su defensa: emboscan sus canoas contra los bergantines; y Hernán Cortés padece una rota de consideración, volviendo cargado a Cuyoacan
Capítulo XXIII
Celebran los mejicanos su victoria con el sacrificio de los españoles: atemoriza Guatimozin a los confederados, y consigue que desamparen muchos a Cortés; pero vuelven al ejército en mayor número, y se resuelve a tomar puestos dentro de la ciudad
Capítulo XXIV
Hácense las tres entradas a un tiempo, y en pocos días se incorpora todo el ejército en el Tlateluco; retírase Guatimozin al barrio más distante de la ciudad, y los mejicanos se valen de algunos esfuerzos y cautelas para divertir a los españoles
Capítulo XXV
Intentan los mejicanos retirarse por la laguna: pelean sus canoas con los bergantines para facilitar el escape de Guatimozin; y finalmente se consigue su prisión y se rinde la ciudad
Libro I
Capítulo I
Motivos que obligan a tener por necesario que se divida en diferentes partes la historia de las Indias para que pueda comprenderse
Duró algunos días en nuestra inclinación el intento de continuar la historia general de las Indias occidentales que dejó el cronista Antonio de Herrera en el año de 1554 de la reparación humana. Y perseverando en este animoso dictamen, lo que tardó en descubrirse la dificultad, hemos leído con diligente observación lo que antes y después de sus Décadas escribieron de aquellos descubrimientos y conquistas diferentes plumas naturales y extranjeras; pero como las regiones del aquel nuevo mundo son tan distantes de nuestro hemisferio, hallamos en los autores extranjeros grande osadía y no menor malignidad para inventar lo que quisieron contra nuestra nación, gastando libros enteros en culpar lo que erraron algunos para deslucir lo que acertaron todos; y en los naturales poca uniformidad y concordia en la narración de los sucesos: conociéndose en esta diversidad de noticias aquel peligro ordinario de la verdad, que suele desfigurarse cuando viene de lejos, degenerando de su ingenuidad todo aquello que se aparta de su origen.
La obligación de redargüir a los primeros, y el deseo de conciliar a los segundos, nos ha detenido en buscar papeles y esperar relaciones que den fundamento y razón a nuestros escritos: trabajo deslucido, pues sin dejarse ver del mundo consume oscuramente el tiempo y el cuidado; pero trabajo necesario, pues ha de salir de esta confusión y mezcla de noticias pura y sencilla la verdad, que es el alma de la historia: siendo este cuidado en los escritores semejante al de los arquitectos que amontonan primero que fabriquen, y forman después la ejecución de sus ideas del embrión de los materiales, sacando poco a poco de entre el polvo y la confusión de la oficina la hermosura y la proporción del edificio.
Pero llegando a lo estrecho de la pluma con mejores noticias, hallamos en la historia general tanta multitud de cabos pendientes, que nos pareció poco menos que imposible (culpa será de nuestra comprensión) el atarlos sin confundirlos. Consta la historia de las Indias de tres acciones grandes que pueden competir con las mayores que han visto los siglos: porque los hechos de Cristóbal Colón en su admirable navegación y en las primeras empresas de aquel nuevo mundo; lo que obró Hernán Cortés con el consejo y con las armas en la conquista de Nueva España, cuyas vastas regiones duran todavía en la incertidumbre de sus términos; y lo que se debió a Francisco Pizarro, y trabajaron los que le sucedieron en sojuzgar aquel dilatadísimo imperio de la América meridional, teatro de varias tragedias y extraordinarias novedades, son tres argumentos de historias grandes, compuestas de aquellas ilustres hazañas y admirables accidentes de ambas fortunas que dan materia digna a los anales, agradable alimento a la memoria, y útiles ejemplos al entendimiento y al valor de los hombres. Pero en la historia general de las Indias, como se hallan mezclados entre sí los tres argumentos, y cualquiera de ellos con infinidad de empresas menores, no es fácil reducirlos al contexto de una sola narración, ni guardar la serie de los tiempos sin interrumpir y despedazar muchas veces lo principal con lo accesorio.
Quieren los maestros del arte que en las transiciones de la historia (así llaman al paso que se hace de unos sucesos a otros) se guarde tal conformidad de las partes con el todo, que ni se haga monstruoso el cuerpo de la historia con la demasía de los miembros, ni deje de tener los que son necesarios para conseguir la hermosura de la variedad; pero deben estar, según su doctrina, tan unidos entre sí, que ni se vean las ataduras, ni sea tanta la diferencia de las cosas, que se deje conocer la desemejanza o sentir la confusión. Y este primor de entretejer los sucesos sin que parezcan los unos digresiones de los otros, es la mayor dificultad de los historiadores; porque si se dan muchas señas del suceso que se dejó atrasado, cuando le vuelve a recoger la narración se incurre en el inconveniente de la repetición y de la prolijidad; y si se dan pocas se tropieza en la oscuridad y en la desunión: vicios que se deben huir con igual cuidado porque destruyen los demás aciertos del escritor.
Ese peligro común de todas las historias generales es mayor y casi imposible de vencer en la nuestra; porque las Indias occidentales se componen de dos monarquías muy dilatadas, y éstas de infinidad de provincias y de innumerables islas, dentro de cuyos límites mandaban diferentes régulos o caciques: unos dependientes y tributarios de los dos emperadores de Méjico y el Perú; y otros que amparados en la distancia se defendían de la sujeción. Todas estas provincias o reinos pequeños eran diferentes conquistas con diferentes conquistadores. Traíanse entre las manos muchas empresas a un tiempo; salían a ellas diversos capitanes de mucho valor, pero de pocas señas: llevaban a su cargo unas tropas de soldados que se llamaban ejércitos y no sin ninguna propiedad por lo que intentaban y por lo que conseguían: peleábase en estas expediciones con unos príncipes y en unas provincias y lugares de nombres exquisitos, no sólo dificultosos a la memoria sino a la pronunciación; de que nacía el ser frecuentes y oscuras las transiciones, y el peligrar en su abundancia la narración: hallándose el historiador obligado a dejar y recoger muchas veces los sucesos menores, y el lector a volver sobre los que dejó pendientes, o a tener en pesado ejercicio la memoria.
No negamos que Antonio de Herrera, escritor diligente (a quien no sólo procuraremos seguir, pero querríamos imitar), trabajó con acierto una vez elegido el empeño de la historia general; pero no hallamos en sus Décadas todo aquel desahogo y claridad de que necesitan para comprenderse; ni podía dársele mayor habiendo de acudir con la pluma a tanta muchedumbre de acaecimientos, dejándolos y volviendo a ellos según el arbitrio del tiempo y sin pisar alguna vez la línea de los años.
Capítulo II
Tócanse las razones que han obligado a escribir con separación la historia de la América septentrional o Nueva España
Nuestro intento es sacar de este laberinto y poner fuera de esta oscuridad a la historia de Nueva España para poder escribirla separadamente, franqueándola (si cupiere tanto en nuestra cortedad) de modo que en lo admirable de ella se deje hallar sin violencia la suspensión, y en lo útil se logre sin desabrimiento la enseñanza. Y nos hallamos obligados a elegir este de los tres argumentos que propusimos; porque los hechos de Cristóbal Colón, y las primeras conquistas de las islas y el Darien, como no tuvieron otros sucesos en que mezclarse, están escritas con felicidad y bastante distinción en la primera y segunda década de Antonio de Herrera; y la historia del Perú anda separada en los dos tomos que escribió Garcilaso Inga, tan puntual en las noticias y tan suave y ameno en el estilo (según la elegancia de su tiempo) que culparíamos de ambicioso al que intentase mejorarle, alabando mucho al que supiese imitarle para proseguirle. Pero la Nueva España, o está sin historia que merezca este nombre, o necesita de ponerse en defensa contra las plumas que se encargaron de su posteridad.
Escribióla primero Francisco López de Gómara con poco examen y puntualidad, porque dice lo que oyó, y lo afirma con sobrada credulidad, fiándose tanto de sus oídos como pudiera de sus ojos, sin hallar dificultad en lo inverosímil, ni resistencia en lo imposible.
Siguióle en el tiempo y en alguna parte de sus noticias Antonio de Herrera, y a éste Bartolomé Leonardo de Argensola, incurriendo en la misma desunión y con menor disculpa; porque nos dejó los primeros sucesos de esta conquista entretejidos y mezclados en sus Anales de Aragón, tratándolos como accesorios, y traídos de lejos al propósito de su argumento. Escribió lo mismo que halló en Antonio de Herrera con mejor carácter, pero tan interrumpido y ofuscado con la mezcla de otros acaecimientos, que se disminuye en las digresiones lo heroico del asunto, o no se conoce su grandeza como se mira de muchas veces.
Salió después una historia particular de Nueva España, obra póstuma de Bernal Díaz del Castillo, que sacó a luz un religioso de la Orden de Nuestra Señora de la Merced, habiéndola hallado manuscrita en la librería de un ministro grande y erudito, donde estuvo muchos años retirada, quizá por los inconvenientes que al tiempo que se imprimió se perdonaron o no se conocieron. Pasa hoy por historia verdadera ayudándose del mismo desaliño y poco adorno de su estilo para parecerse a la verdad y acreditar con algunos la sinceridad del escritor, pero aunque le asiste la circunstancia de haber visto lo que escribió, se conoce de su misma obra que no tuvo la vista libre de pasiones, para que fuese bien gobernada la pluma: muéstrase tan satisfecho de su ingenuidad, como quejoso de su fortuna: andan entre sus renglones muy descubiertas la envidia y la ambición; y paran muchas veces estos afectos destemplados en quejas contra Hernán Cortés, principal héroe de esta historia, procurando penetrar sus designios para deslucir y enmendar sus consejos, y diciendo muchas veces como infalible no lo que ordenaba y disponía su capitán, sino lo que murmuraban los soldados; en cuya república hay tanto vulgo como en las demás; siendo en todas de igual peligro, que se permita el discurrir a los que nacieron para obedecer.
Por cuyos motivos nos hallamos obligados a entrar en este argumento, procurando desagraviarle de los embarazos que se encuentran en su contexto, y de las ofensas que ha padecido su verdad. Valdrémonos de los mismos autores que dejamos referidos en todo aquello que no hubiere fundamento para desviarnos de lo que escribieron; y nos serviremos de otras relaciones y papeles particulares que hemos juntado para ir formando, con elección desapasionada, de lo más fidedigno nuestra narración, sin referir de propósito lo que se debe suponer o se halla repetido, ni gastar el tiempo en las circunstancias menudas que, o manchan el papel con lo indecente, o le llenan de lo menos digno, atendiendo más al volumen que a la grandeza de la historia. Pero antes de llegar a lo inmediato de nuestro empeño, será bien que digamos en qué postura se hallaban las cosas de España cuando se dio principio a la conquista de aquel nuevo mundo, para que se vea su principio primero que su aumento; y sirva esta noticia de fundamento al edificio que emprendemos.
Capítulo III
Refiérense las calamidades que se padecían en España cuando se puso la mano en la conquista de Nueva España
Corría el año de mil y quinientos y diez y siete, digno de particular memoria en esta monarquía, no menos por sus turbaciones, que por sus felicidades. Hallábase a la sazón España combatida por todas partes de tumultos, discordias y parcialidades, congojada su quietud con los males internos que amenazaban su ruina; y durando en su fidelidad más como reprimida de su propia obligación, que como enfrenada y obediente a las riendas del gobierno; y al mismo tiempo se andaba disponiendo en las Indias occidentales su mayor prosperidad con el descubrimiento de otra Nueva España, en que no sólo se dilatasen sus términos, sino se renovase y duplicase su nombre: así juegan con el mundo la fortuna y el tiempo; y así se suceden o se mezclan con perpetua alteración los bienes y los males.
Murió en los principios del año antecedente el rey don Fernando el Católico; y desvaneciendo con la falta de su artífice las líneas que tenía tiradas para la conservación y acrecentamiento de sus estados, se fue conociendo poco a poco en la turbación y desconcierto de las cosas públicas la gran pérdida que hicieron estos reinos; al modo que suele rastrearse por el tamaño de los efectos la grandeza de las causas.
Quedó la suma del gobierno a cargo del cardenal arzobispo de Toledo, don fray Francisco Jiménez de Cisneros, varón de espíritu resuelto, de superior capacidad, de corazón magnánimo, y en el mismo grado religioso, prudente y sufrido: juntándose en él sin embarazarse con su diversidad, estas virtudes morales y aquellos atributos heroicos; pero tan amigo de los aciertos, y tan activo en la justificación de sus dictámenes, que perdía muchas veces lo conveniente por esforzar lo mejor; y no bastaba su celo a corregir los ánimos inquietos tanto como a irritarlos su integridad.
La reina doña Juana, hija de los reyes don Fernando y doña Isabel, a quien tocaba legítimamente la sucesión del reino, se hallaba en Tordesillas, retirada de la comunicación humana, por aquel accidente lastimoso que destempló la armonía de su entendimiento; y del sobrado aprender, la trujo a no discurrir, o a discurrir desconcertadamente en lo que aprendía.
El príncipe don Carlos, primero de este nombre en España, y quinto en el imperio de Alemania, a quien anticipó la corona el impedimento de su madre, residía en Flandes; y su poca edad, que no llegaba a los diez y siete años, el no haberse criado en estos reinos, y las noticias que en ellos había de cuán apoderados estaban los ministros flamencos de la primera inclinación de su adolescencia, eran unas circunstancias melancólicas que le hacían poco deseado aún de los que le esperaban como necesario.
El infante don Fernando, su hermano, se hallaba, aunque de menos años, no sin alguna madurez, desabrido de que el rey don Fernando, su abuelo, no le dejase en su último testamento nombrado por principal gobernador de estos reinos, como lo estuvo en el antecedente que se otorgó en Burgos; y aunque se esforzaba a contenerse dentro de su propia obligación, ponderaba muchas veces y oía ponderar lo mismo a los que le asistían, que el no nombrarle pudiera pasar por disfavor hecho a su poca edad, pero que el excluirle después de nombrado, era otro género de inconfidencia que tocaba en ofensa de su persona y dignidad: con que se vino a declarar por mal satisfecho del nuevo gobierno; siendo sumamente peligroso para descontento, porque andaban los ánimos inquietos, y por su afabilidad, y ser nacido y criado en Castilla, tenía de su parte la inclinación del pueblo, que, dado el caso de la turbación, como se recelaba, le había de seguir, sirviéndose para sus violencias del movimiento natural.
Sobrevino a este embarazo otro de no menor cuerpo en la estimación del cardenal; porque el deán de Lobaina Adriano Florencio, que fue después sumo Pontífice, sexto de este nombre, había venido desde Flandes con título y apariencias de embajador al rey don Fernando; y luego que sucedió su muerte, manifestó los poderes que tenía ocultos del príncipe don Carlos, para que en llegando este caso tomase posesión del reino en su nombre, y se encargase de su gobierno; de que resultó una controversia muy reñida, sobre si este poder había de prevalecer y ser de mejor calidad que el que tenía el cardenal. En cuyo punto discurrían los políticos de aquel tiempo con poco recato, y no sin alguna irreverencia, vistiéndose en todos el discurso de el color de la intención. Decían los apasionados de la novedad que el cardenal era gobernador nombrado por otro gobernador; pues el rey don Fernando sólo tenía este título en Castilla después que murió la reina doña Isabel. Replicaban otros de no menor atrevimiento, porque caminaban a la exclusión de entrambos, que el nombramiento de Adriano padecía el mismo defecto; porque el príncipe don Carlos, aunque estaba asistido de la prerrogativa de heredero del reino, sólo podía viviendo la reina doña Juana, su madre, usar de la facultad de gobernador, de la misma suerte que la tuvo su abuelo: con que dejaban a los dos príncipes incapaces de poder comunicar a sus magistrados aquella suprema potestad que falta en el gobernador, por ser inseparable de la persona del rey.
Pero reconociendo los dos gobernadores que estas disputas se iban encendiendo, con ofensa de la majestad y de su misma jurisdicción, trataron de unirse en el gobierno: sana determinación si se conformaran los genios; pero discordaban o se compadecían mal la entereza del cardenal con la mansedumbre de Adriano: inclinado el uno a no sufrir compañero en sus resoluciones, y acompañándolas el otro con poca actividad y sin noticia de las leyes y costumbres de la nación. Produjo este imperio dividido la misma división en los súbditos; con que andaba parcial la obediencia y desunido el poder, obrando esta diferencia de impulsos en la república lo que obrarían en la nave dos timones, que aun en tiempo de bonanza formarían de su propio movimiento la tempestad.
Conociéronse muy presto los efectos de esta mala constitución, destemplándose enteramente los humores mal corregidos de que abundaba la república. Mandó el cardenal (y necesitó de poca persuasión para que viniese en ello su compañero) que se armasen las ciudades y villas del reino, y que cada una tuviese alistada su milicia, ejercitando la gente en el manejo de las armas y en la obediencia de sus cabos; para cuyo fin señaló sueldos a los capitanes, y concedió exenciones a los soldados. Dicen unos que miró a su propia seguridad, y otros que a tener un nervio de gente con que reprimir el orgullo de los grandes: pero la experiencia mostró brevemente que en aquella sazón no era conveniente este movimiento, porque los grandes y señores heredados (brazo dificultoso de moderar en tiempos tan revueltos) se dieron por ofendidos de que se armasen los pueblos, creyendo que no carecía de algún fundamento la voz que había corrido de que los gobernadores querían examinar con esta fuerza reservada el origen de sus señoríos y el fundamento de sus alcabalas. Y en los mismos pueblos se experimentaron diferentes efectos, porque algunas ciudades alistaron su gente, hicieron sus alardes, y formaron su escuela militar: pero en otras se miraron estos remedos de la guerra como pensión de la libertad y como peligros de la paz, siendo en unas y otras igual el inconveniente de la novedad; porque las ciudades que se dispusieron a obedecer, supieron la fuerza que tenían para resistir; y las que resistieron se hallaron con la que habían menester, para llevarse tras sí a las obedientes y ponerlo todo en confusión.
Capítulo IV
Estado en que se hallaban los reinos distantes y las islas de la América que ya se llamaban Indias occidentales
No padecían en este tiempo menos que Castilla los demás dominios de la corona de España, donde apenas hubo piedra que no se moviese, ni parte donde no se temiese con alguna razón el desconcierto de todo el edificio.
Andalucía, se hallaba oprimida y asustada con la guerra civil que ocasionó don Pedro Girón, hijo del conde de Ureña, para ocupar los estados del duque de Medina Sidonia, cuya sucesión pretendía por doña Mencía de Guzmán su mujer; poniendo en el juicio de las armas la interpretación de su derecho, y autorizando la violencia con el nombre de la justicia.
En Navarra se volvieron a encender impetuosamente aquellas dos parcialidades beamontesa y agramontesa, que hicieron insigne su nombre a costa de su patria. Los beamonteses, que seguían la voz del rey de Castilla, trataban como defensa de la razón la ofensa de sus enemigos. Y los agramonteses, que, muerto Juan de Labrit y la reina doña Catalina, aclamaban al príncipe de Bearne su hijo, fundaban su atrevimiento en las amenazas de Francia; siendo unos y otros dificultosos de reducir, porque andaba en ambos partidos el odio envuelto en apariencias de fidelidad; y mal colocado el nombre del rey, servía de pretexto a la venganza y a la sedición.
En Aragón se movieron cuestiones poco seguras sobre el gobierno de la corona, que por el testamento del rey don Fernando quedó encargado al arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón su hijo, a quien se opuso, no sin alguna tenacidad, el justicia don Juan de Lanuza, con dictamen, o verdadero o afectado, de que no convenía para la quietud de aquel reino que residiese la potestad absoluta en persona de tan altos pensamientos: de cuyo principio resultaron otras disputas, que corrían entre los nobles como sutilezas de la fidelidad, y pasando a la rudeza del pueblo, se convirtieron en peligros de la obediencia y de la sujeción.
Cataluña y Valencia se abrasaban en la natural inclemencia de sus bandos; que no contentos con la jurisdicción de la campaña, se apoderaban de los pueblos menores, y se hacían temer de las ciudades, con tal insolencia y seguridad, que turbado el orden de la república se escondían los magistrados y se celebraba la atrocidad tratándose como hazañas los delitos, y como fama la miserable posteridad de los delincuentes.
En Nápoles se oyeron con aplauso las primeras aclamaciones de la reina doña Juana y el príncipe don Carlos; pero entre ellas mismas se esparció una voz sediciosa de incierto origen, aunque de conocida malignidad.
Decíase que el rey don Fernando dejaba nombrado por heredero de aquel reino al duque de Calabria, detenido entonces en el castillo de Játiva. Y esta voz que se desestimó dignamente a los principios, bajó como despreciada a los oídos del vulgo, donde corrió algunos días con recato de murmuración, hasta que tomando cuerpo en el misterio con que se fomentaba, vino a romper en alarido popular y en tumulto declarado, que puso en congoja más que vulgar a la nobleza, y a todos los que tenían la parte de la razón y de la verdad.
En Sicilia también tomó el pueblo las armas contra el virrey don Hugo de Moncada con tanto arrojamiento, que le obligó a dejar el reino en manos de la plebe, cuyas inquietudes llegaron a echar más hondas raíces que las de Nápoles, porque las fomentaban algunos nobles, tomando por pretexto el bien público, que es el primer sobrescrito de las sediciones, y por instrumento al pueblo, para ejecutar sus venganzas, y pasar con el pensamiento a los mayores precipicios de la ambición.
No por distantes se libraron las Indias de la mala constitución del tiempo, que a fuer de influencia universal alcanzó también a las partes más remotas de la monarquía. Reducíase entonces todo lo conquistado de aquel nuevo mundo a las cuatro islas de Santo Domingo, Cuba, San Juan de Puerto Rico y Jamaica, y a una pequeña parte de tierra firme que se había poblado en el Darien, a la entrada del golfo de Uraba, de cuyos términos constaba lo que se comprendía en este nombre de las Indias occidentales. Llamáronlas así los primeros conquistadores, sólo porque se parecían aquellas regiones en la riqueza y en la distancia a las orientales que tomaron este nombre del río Indo que las baña. Lo demás de aquel imperio consistía no tanto en la verdad, como en las esperanzas que se habían concebido de diferentes descubrimientos y entradas que hicieron nuestros capitanes con varios sucesos, y con mayor peligro que utilidad: pero en aquello poco que se poseía, estaba tan olvidado el valor de los primeros conquistadores, y tan arraigada en los ánimos la codicia, que sólo se trataba de enriquecer, rompiendo con la conciencia y con la reputación: dos frenos sin cuyas riendas queda el hombre a solas con su naturaleza, y tan indómito y feroz en ella como los brutos más enemigos del hombre. Ya sólo venían de aquellas partes lamentos y querellas de lo que allí se padecía: el celo de la religión y la causa pública cedían enteramente su lugar al interés y al antojo de los particulares, y al mismo paso se iban acabando aquellos pobres indios que gemían debajo del peso, anhelando por el oro para la avaricia ajena, obligados a buscar con el sudor de su rostro lo mismo que despreciaban, y a pagar con su esclavitud la ingrata fertilidad de su patria.
Pusieron en gran cuidado estos desórdenes al rey don Fernando, y particularmente la defensa y conversión de los indios, que fue siempre la principal atención de nuestros reyes, para cuyo fin formó instrucciones, promulgó leyes y aplicó diferentes medios que perdían la fuerza en la distancia; al modo que la flecha se deja caer a vista del blanco, cuando se aparta sobradamente del brazo que la encamina. Pero sobreviniendo la muerte del rey antes que se lograse el fruto de sus diligencias, entró el cardenal con grandes veras en la sucesión de este cuidado, deseando poner de una vez en razón aquel gobierno; para cuyo efecto se valió de cuatro religiosos de la Orden de San Jerónimo, enviándolos con título de visitadores, y de un ministro de su elección que los acompañase, con despachos de juez de residencia, para que unidas estas dos jurisdicciones lo comprendiesen todo; pero apenas llegaron a las islas, cuando hallaron desarmada toda la severidad de sus instrucciones, con la diferencia que hay entre la práctica y la especulación; y obraron poco más que conocer y experimentar el daño de aquella república, poniéndose de peor condición la enfermedad con la poca eficacia del remedio.
Capítulo V
Cesan las calamidades de la monarquía con la venida del rey don Carlos: dase principio en este tiempo a la conquista de Nueva España
Este estado tenían las cosas de la monarquía cuando entró en la posesión de ella el rey don Carlos, que llegó a España por septiembre de este año, con cuya venida empezó a serenar la tempestad y se fue a poco introduciendo el sosiego, como influido de la presencia del rey, sea por virtud oculta de la corona, o porque asiste Dios con igual providencia tanto a la majestad del que gobierna, como a la obligación o al temor natural del que obedece. Sintiéronse los primeros efectos de esta felicidad en Castilla, cuya quietud se fue comunicando a los demás reinos de España, y pasó a los dominios de afuera, como suele en el cuerpo humano distribuirse el calor natural, saliendo del corazón en beneficio de los miembros más distantes. Llegaron brevemente a las islas de la América las influencias del nuevo rey, obrando en ellas su nombre tanto como en España su presencia. Dispusiéronse los ánimos a mayores empresas, creció el esfuerzo en los soldados, y se puso la mano en las primeras operaciones que precedieron a la conquista de Nueva España, cuyo imperio tenía el cielo destinado para engrandecer los principios de este augusto monarca.
Gobernaba entonces la isla de Cuba el capitán Diego Velázquez, que pasó a ella como teniente del segundo almirante de las Indias don Diego Colón, con tan buena fortuna que se le debió toda su conquista y la mayor parte de su población. Había en aquella isla (por ser la más occidental de las descubiertas, y más vecina al continente de la América septentrional) grandes noticias de otras tierras no muy distantes, que se dudaba si eran islas, pero se hablaba en sus riquezas con la misma certidumbre que si se hubieran visto, fuese por lo que prometían las experiencias de lo descubierto hasta entonces, o por lo poco que tienen que andar las prosperidades en nuestra aprensión para pasar de imaginadas a creídas.
Creció por este tiempo la noticia y la opinión de aquella tierra con lo que referían de ella los soldados que acompañaron a Francisco Fernández de Córdoba en el descubrimiento de Yucatán, península situada en los confines de Nueva España, y aunque fue poco dichosa esta jornada, y no se pudo lograr entonces la conquista porque murieron valerosamente en ella el capitán y la mayor parte de su gente, se logró por lo menos la evidencia de aquellas regiones, y los soldados que iban llegando a esta sazón, aunque heridos y derrotados, traían tan poco escarmentado el valor, que entre los mismos encarecimientos de lo que habían padecido se les conocía el ánimo de volver a la empresa, y le infundían en los demás españoles de la isla, no tanto con la voz y con el ejemplo, como con mostrar algunas joyuelas de oro que traían de la tierra descubierta, bajo de ley y en corta cantidad, pero de tan crecidos quilates en la ponderación y en el aplauso, que se empezaron todos a prometer grandes riquezas de aquella conquista, volviendo a levantar sus fábricas la imaginación, fundadas ya sobre esta verdad de los ojos.
Algunos escritores no quieren pasar este primer oro o metal con mezcla del que vino entonces de Yucatán: fúndanse en que no le hay en aquella provincia, o en lo poco que es menester para contradecir a quien no se defiende. Nosotros seguimos a los que escriben lo que vieron, sin hallar gran dificultad en que pudiese venir el oro de otra parte a Yucatán, pues no es lo mismo producirle que tenerle. Y el no haberse hallado, según lo refieren, sino en los adoratorios de aquellos indios, es circunstancia que da a entender que le estimaban como exquisito, pues le aplicaban solamente al culto de sus dioses y a los instrumentos de su adoración.
Viendo, pues, Diego Velázquez tan bien acreditado con todos el nombre de Yucatán, empezó a entrar en pensamientos de mayor jerarquía, como quien se hallaba embarazado con reconocer por superioridad en aquel gobierno al almirante Diego Colón: dependencia que consistía ya más en el nombre que en la sustancia, pero que a vista de su condición y de sus buenos sucesos le hacía interior disonancia, y tenía como desairada su felicidad. Trató con este fin de que se volviese a intentar aquel descubrimiento, y concibiendo nuevas esperanzas del fervor con que se le ofrecían los soldados, se publicó la jornada, se alistó la gente, y se previnieron tres bajeles y un bergantín con todo lo necesario para la facción y para el sustento de la gente. Nombró por cabo principal de la empresa a Juan de Grijalva, pariente suyo, y por capitanes a Pedro de Alvarado, Francisco Montejo y Alonso Dávila, sujetos de calidad conocida, y más conocidos en aquellas islas por su valor y proceder: segunda y mayor nobleza de los hombres. Pero aunque se juntaron con facilidad hasta doscientos cincuenta soldados, incluyéndose en este número los pilotos y marineros, y andaban todos solícitos contra la dilación, procurando tener parte en adelantar el viaje, tardaron finalmente en hacerse a la mar hasta el ocho de abril del año siguiente de mil quinientos dieciocho.
Iban con ánimo de seguir la misma derrota de la jornada antecedente, pero decayendo algunos grados por el impulso de las corrientes, dieron en la isla de Cozumel, primer descubrimiento de este viaje, donde se repararon sin contradicción de los naturales. Y volviendo a su navegación cobraron el rumbo, y se hallaron en pocos días a la vista de Yucatán, en cuya demanda doblaron la punta de Cotoche por lo más oriental de aquella provincia, y dando las proas al Poniente, y el costado izquierdo a la tierra, la fueron costeando hasta que arribaron al paraje de Potonchan, o Champoton, donde fue desbaratado Francisco Fernández de Córdoba, cuya venganza aún más que su necesidad los obligó a saltar en tierra, y dejando vencidos y amedrentados aquellos indios, determinaron seguir su descubrimiento.
Navegaron de común acuerdo la vuelta del Poniente sin apartarse de la tierra más de lo que hubieron menester para no peligrar en ella, y fueron descubriendo en una costa muy dilatada y al parecer deliciosa, diferentes poblaciones con edificios de piedra, que hicieron novedad, y que a vista del alborozo con que se iban observando parecían grandes ciudades. Señalábanse con la mano las torres y capiteles que se fingían con el deseo, creciendo esta vez los objetos en la distancia; y porque alguno de los soldados dijo entonces que aquella tierra era semejante a la de España, agradó tanto a los oyentes esta comparación, y quedó tan impresa en la memoria de todos, que no se halla otro principio de haber quedado aquellas regiones con el nombre de Nueva España: palabras dichas casualmente con fortuna de repetidas, sin que se halle la propiedad o la gracia de que se valieron para cautivar la memoria de los hombres.
Capítulo VI
Entrada que hizo Juan de Grijalva en el río de Tabasco. Sucesos de ella
Siguieron la costa nuestros bajeles hasta llegar al paraje donde se derrama por dos bocas en el mar el río Tabasco, uno de los navegables que dan el tributo de sus aguas el golfo mejicano. Llamóse desde aquel descubrimiento río de Grijalva; pero dejó su nombre a la provincia que baña su corriente, situada en el principio de Nueva España, entre Yucatán y Guazacoalco. Descubríanse por aquella parte grandes arboledas y tantas poblaciones en las dos riberas, que no sin esperanza de algún progreso considerable resolvió Juan de Grijalva, con aplauso de los suyos, entrar por el río a reconocer la tierra, y hallando con la sonda en la mano, que sólo podía servirse para este intento de los dos navíos menores, embarcó en ellos la gente de guerra, y dejó sobre las áncoras con parte de la marinería los otros dos bajeles.
Empezaban a vencer no sin dificultad el impulso de la corriente, cuando reconocieron a poca distancia considerable número de canoas guarnecidas de indios armados, y en la tierra algunas cuadrillas inquietas que al parecer intimaban la guerra, y con las voces y los movimientos que ya se distinguían, daban a entender la dificultad de la entrada: ademanes que suele producir el temor en los que desean apartar el peligro con la amenaza. Pero los nuestros, enseñados a mayores intentos, se fueron acercando en buena orden hasta ponerse en paraje de ofender y ser ofendidos. Mandó el general que ninguno disparase ni hiciese demostración que no fuese pacífica; y a ellos les debió ordenar lo mismo su admiración, porque extrañando la fábrica de las naves, y la diferencia de los hombres y de los trajes, quedaron sin movimiento, impedidas violentamente las manos en la suspensión natural de los ojos. Sirvióse Juan de Grijalva de esta oportuna y casual diversión del enemigo para saltar en tierra: siguióle parte de su gente con más diligencia que peligro: púsola en escuadrón, arbolóse la bandera real, y hechas aquellas ordinarias solemnidades, que siendo poco más que ceremonias se llamaban actos de posesión, trató de que entendiesen aquellos indios que venía de paz y sin ánimo de ofenderlos. Llevaron este mensaje dos indios muchachos que se hicieron prisioneros en la primera entrada de Yucatán, y tomaron en el bautismo los nombres de Julián y Melchor. Entendían aquella lengua de Tabasco por ser semejante a la de su patria, y habían aprendido la nuestra, de manera que se daban a entender con alguna dificultad, pero donde se hablaba por señas se tenía por elocuencia su corta explicación.
Resultó de esta embajada el acercarse con recatada osadía hasta treinta indios en cuatro canoas. Eran las canoas unas embarcaciones que formaban de los troncos de sus árboles, labrando en ellos el vaso y la quilla con tal disposición, que cada tronco era un bajel, y los había capaces de quince y de veinte hombres: tal es la corpulencia de aquellos árboles, y tal la fecundidad de la tierra que los produce. Saludáronse unos y otros cortésmente, y Juan de Grijalva, después de asegurarlos con algunas dádivas, les hizo un breve razonamiento, dándoles a entender por medio de sus intérpretes cómo él y todos aquellos soldados eran vasallos de un poderoso monarca, que tenía su imperio donde sale el sol, en cuyo nombre venían a ofrecerles la paz y grandes felicidades si trataban de reducirse a su obediencia. Oyeron esta proposición con señales de atención desabrida; y no es de omitir la natural discreción de uno de aquellos bárbaros que poniendo silencio a los demás, respondió a Grijalva con entereza y resolución: «que no le parecía buen género de paz la que se quería introducir, envuelta en la sujeción y en el vasallaje; ni podía dejar de extrañar como cosa intempestiva el hablarles en nuevo señor hasta saber si estaban descontentos con el que tenían; pero que en el punto de la paz o la guerra, pues allí no había otro en qué discurrir, hablarían con sus mayores y volverían con la respuesta».
Despidiéronse con esta resolución, y quedaron los nuestros igualmente admirados que cuidadosos; mezclándose el gusto de haber hallado indios de más razón y mejor discurso con la imaginación de que serían más dificultosos de vencer, pues sabrían pelear los que discurrir; o por lo menos se debía temer otro género de valor en otro género de entendimiento: siendo cierto que en la guerra pelea más la cabeza que las manos. Pero estas consideraciones del peligro en que discurrían variadamente los capitanes y los soldados, pasaban como avisos de la prudencia que no tocaban o tocaban poco en la región del ánimo. Desengañáronse brevemente, porque volvieron los mismos indios con señales de paz, diciendo: «que sus caciques la admitían, no porque temiesen la guerra, ni porque fuesen tan fáciles de vencer como los de Yucatán (cuyo suceso había llegado ya a su noticia), sino porque dejando los nuestros en su arbitrio la paz o la guerra, se hallaban obligados a elegir lo mejor». Y en señas de la nueva amistad que venían a establecer, trajeron un regalo abundante de bastimentos y frutos de la tierra. Llegó poco después el cacique principal con moderado acompañamiento de gente desarmada, dando a entender la confianza que hacía de sus huéspedes, y que venía seguro en su propia sinceridad. Recibióle Grijalva con demostraciones de agrado y cortesía; y él correspondió con otro género de sumisiones a su modo en que no dejaba de reconocerse alguna gravedad afectada o verdadera; y después de los primeros cumplimientos, mandó que llegasen sus criados con otro presente que traían de diversas alhajas de más artificio que valor, plumajes de varios colores, ropas sutiles de algodón, y algunas figuras de animales para su adorno, hechas de oro sencillo y ligero, o formadas de madera primorosamente con engastes y láminas de oro sobrepuesto. Y sin esperar el agradecimiento de Grijalva, le dio a entender el cacique por medio de los intérpretes: «que su fin era la paz, y el intento de aquel regalo despedir a los huéspedes para poder mantenerla». Respondióle: «que hacía toda estimación de su liberalidad, y que su ánimo era pasar adelante sin detenerse ni hacerles disgusto»; resolución a que se hallaba inclinado, parte por corresponder generosamente a la confianza y buen término de aquella gente, y parte por la conveniencia de tener retirada, y dejar amigos a las espaldas para cualquier accidente que se le ofreciesen; y así se despidió y volvió a embarcar, regalando primero al cacique y a sus criados con algunas bujerías de Castilla, que siendo de cortísimo valor llevaban el precio en la novedad: menos lo extrañarán hoy los españoles hechos a comprar como diamantes los vidrios extranjeros.
Antonio de Herrera y los que le siguen, o los que escribieron después, afirman que este cacique presentó a Grijalva unas armas de oro fino con todas las piezas de que se compone un cumplido arnés, que le armó con ellas diestramente, y que le vinieron tan bien como si se hubieran hecho a su medida; circunstancias notables para omitidas por los autores más antiguos. Pudo tomarlo de Francisco López de Gómara, a quien suele refutar en otras noticias; pero Bernal Díaz del Castillo que se halló presente, y Gonzalo Fernández de Oviedo, que escribió por aquel tiempo en las islas de Santo Domingo, no hacen mención de estas armas, refiriéndose menudamente todas las alhajas que se trajeron de Tabasco. Quede a discreción del lector la fe que se debe a estos autores, y séanos permitido el referirlo sin hacer desvío a la razón de dudarlo.
Capítulo VII
Prosigue Juan de Grijalva su navegación, y entra en el río de Banderas, donde se halló la primera noticia del rey de Méjico, Motezuma
Prosiguieron su viaje Grijalva y sus compañeros por la misma derrota, descubriendo nuevas tierras y poblaciones sin suceso memorable, hasta que llegaron a un río que llamaron de Banderas, porque en su margen y por la costa vecina a él andaban muchos indios con banderas blancas pendientes de sus astas; y en el modo de tremolarlas, acompañado con las señas, voces y movimientos que se distinguían, daban a entender que estaban de paz, y que llamaban al parecer más que despedían a los pasajeros. Ordenó Grijalva que el capitán Francisco de Montejo se adelantase con alguna gente repartida en dos bajeles, para reconocer la entrada y examinar el intento de aquellos indios; el cual hallando buen surgidero, y poco que recelar en el modo de la gente, avisó a los demás que podían acercarse. Desembarcaron todos, y fueron recibidos con grande admiración y agasajo de los indios; entre cuyo numeroso concurso se adelantaron tres, que en el adorno parecían los principales de la tierra; y deteniéndose lo que hubieron menester para observar en el respeto de los otros cuál era el superior, se fueron derechos a Grijalva haciéndole grandes reverencias, y él los recibió con igual demostración. No entendían aquella lengua nuestros intérpretes, y así se redujeron los cumplimientos a señas de urbanidad, ayudadas con algunas palabras de más sonido que significación.
Ofrecióse luego a la vista un banquete que tenían prevenido de mucha diferencia de manjares, puestos o arrojados sobre algunas esteras de palma que ocupaban las sombras de los árboles: rústica y desaliñada opulencia; pero nada ingrata al apetito de los soldados: después de cuyo refresco mandaron los tres indios a su gente que manifestase algunas piezas de oro que tenían reservadas; y en el modo de mostrarlas y de tenerlas se conoció que no trataban de presentarlas, sino de comprar con ellas la mercadería de nuestras naves, cuya fama había llegado ya a su noticia. Pusiéronse luego en feria aquellas sartas de vidrio, peines, cuchillos y otros instrumentos de hierro y de alquimia, que en aquella tierra podían llamarse joyas de mucho precio; pues el engaño con que se codiciaban era ya verdad en lo que valían. Fuéronse trocando estas bujerías a diferentes alhajas y preseas de oro no de muchos quilates, pero en tanta abundancia, que en seis días que se detuvieron aquí los españoles, importaron los rescates más de quince mil pesos.
No sabemos con qué propiedad se dio el nombre de rescates a este género de permutaciones, ni por qué se llamó rescatado el oro que en la verdad pasaba a mayor cautiverio, y estaba con más libertad donde le estimaban menos; pero usaremos de este mismo término por hallarle introducido en nuestras historias, y primero en las de la India oriental; puesto que en los modos de hablar con que se explican las cosas, no se debe buscar tanto la razón como el uso: que según el sentir de Horacio, es árbitro legítimo de los aciertos de la lengua, y pone o quita como quiere aquella congruencia que halla el oído entre las voces y lo que significan.
Viendo, pues, Juan de Grijalva que habían cesado ya los rescates, y que las naves estaban con algún peligro descubiertas a la travesía de los nortes, se despidió de aquella gente, dejándola gustosa y agradecida; y trató de volver a su descubrimiento, llevando entendido a fuerza de preguntas y señas, que aquellos tres indios principales eran súbditos de un monarca que llamaban Motezuma; que las tierras en que dominaba eran muchas y muy abundantes de oro y de otras riquezas, y que habían venido de orden suya a examinar pacíficamente el intento de nuestra gente, cuya vecindad le tenía al parecer cuidadoso. A otras noticias se alargaron los escritores; pero no parece posible que se adquiriesen entonces, ni fue poco percibir esto, donde se hablaba con las manos y se entendía con los ojos, que reemplazaban el oficio de la lengua y de los oídos.
Prosiguieron su navegación sin perder la tierra de vista; y dejando atrás dos o tres islas de poco nombre, hicieron pie en una que llamaron de Sacrificios; porque entrando a reconocer unos edificios de cal y canto que sobresalían a los demás, hallaron en ellos diferentes ídolos de horrible figura, y más horrible culto; pues cerca de las gradas donde estaban colocados había seis o siete cadáveres de hombres recién sacrificados hechos pedazos y abiertas las entrañas; miserable espectáculo que dejó a nuestra gente suspensa y atemorizada, vacilando entre contrarios afectos, pues se compadecía el corazón de lo que se irritaba el entendimiento.
Detuviéronse poco en esta isla, porque los habitadores de ella andaban amedrentados; con que no rendían considerable fruto los rescates; y así pasaron a otra que estaba poco apartada de la tierra firme, y en tal disposición, que entre ella y la costa se halló paraje capaz y abrigado para la seguridad de las naves. Llamáronla isla de San Juan por haber llegado a ella el día del Bautista, y por tener su nombre el general, en que andaría la devoción mezclada con la lisonja; y un indio que señalando con la mano hacia la tierra firme, y dando a entender que la nombraba, repetía mal pronunciada la voz culúa, culúa, dio la ocasión del sobrenombre con que la diferenciaron de San Juan de Puerto-Rico, llamándola San Juan de Ulúa, isla pequeña de más arena que terreno; cuya campaña tenía sobre las aguas tan moderada superioridad, que algunas veces se dejaba dominar de las inundaciones del mar; pero de estos humildes principios pasó después a ser el puerto más frecuentado y más insigne de la Nueva España en todo lo que mira al mar del Norte.
Aquí se detuvieron algunos días, porque los indios de la tierra cercana acudían con algunas piezas de oro, creyendo que engañaban con trocarle a cuentas de vidrio. Y viendo Juan de Grijalva que su instrucción era limitada, para que sólo descubriese y rescatase sin hacer población, cuyo intento se le prohibía expresamente, trató de dar cuenta a Diego Velázquez de las grandes tierras que había descubierto, para que en caso de resolver que se poblase en ellas, le enviase la orden, y le socorriese con alguna gente y otros pertrechos de que necesitaba. Despachó con esta noticia al capitán Pedro de Alvarado en uno de los cuatro navíos, entregándole todo el oro y las demás alhajas que hasta entonces se habían adquirido, para que con la muestra de aquellas riquezas fuese mejor recibida su embajada, y se facilitase la proposición de poblar a que estuvo siempre inclinado por más que lo niegue Francisco López de Gómara que le culpa en esto de pusilánime.
Capítulo VIII
Prosigue Juan de Grijalva su descubrimiento hasta costear la provincia de Panuco. Sucesos del río de Canoas, y resolución de volverse a la Isla de Cuba
Apenas tomó Pedro de Alvarado la vuelta de Cuba, cuando partieron los demás navíos de San Juan de Ulúa en seguimiento de su derrota; y dejándose guiar de la tierra, fueron volviendo con ella hacia la parte del Septentrión, llevando en la vista las dos sierras de Tuspa y de Tusta, que corren largo trecho entre el mar y la provincia de Tlascala; después de cuya travesía entraron en la ribera de Panuco, última región de Nueva España, por la parte que mira al golfo mejicano, y surgieron en el río de Canoas, que tomó entonces este nombre, porque a poco rato que se detuvieron en reconocerle, fueron asaltados de diez y seis canoas armadas y guarnecidas de indios guerreros, que ayudados de la corriente embistieron al navío que gobernaba Alfonso Dávila; y disparando sobre él la lluvia impetuosa de sus flechas, intentaron llevársele, y tuvieron cortada una de las amarras: bárbara resolución, que si la hubiera favorecido el suceso, pudiera merecer el nombre de hazaña; pero acudieron luego al socorro los otros dos navíos, y la gente que se arrojó apresuradamente en los bateles, cargando sobre las canoas con tanto ardor, que sin que se conociese el tiempo que hubo entre el embestir y el vencer, quedaron algunas de ellas echadas a pique, muertos muchos indios y puestos en fuga los que fueron más avisados en conocer el peligro o más diligentes en apartarse de él.
No pareció conveniente seguir esta victoria por el poco fruto que se podía esperar de gente fugitiva y escarmentada; y así levantaron las áncoras y prosiguieron su viaje hasta que llegaron a un promontorio o punta de tierra introducida en la jurisdicción del mar, que al parecer se enfurecía con ella sobre cobrar lo usurpado, y estaba en continua inquietud porfiando con la resistencia de los peñascos. Grandes diligencias se hicieron para doblar este cabo; pero siempre retrocedían las naves al arbitrio del agua no sin peligro de zozobrar o embestir con la tierra; cuyo accidente dio ocasión a los pilotos para que hiciesen sus protestas, y a la gente para que las prosiguiese con repetidos clamores: melancólica ya de tan prolija navegación, y más discursiva en la aprensión de los riesgos. Pero Juan de Grijalva, hombre en quien se daban las manos la prudencia y el valor, convocó a los pilotos y a los capitanes para que se discurriese en lo que se debía obrar según el estado en que se hallaban. Consideróse en esta junta la dificultad de pasar adelante y la incertidumbre de la vuelta: que una de las naves venía maltratada y necesitaba de repararse; que los bastimentos empezaban a padecer corrupción; que la gente venía desabrida y fatigada; y que el intento de poblar tenía contra sí la instrucción de Diego Velázquez, y la poca seguridad de poderlo conseguir sin el socorro que habían pedido; y últimamente se resolvió, sin controversia, que se tomase la vuelta de Cuba, para rehacerse de los medios con que se debía emprender tercera vez aquella grande facción que dejaban imperfecta. Ejecutóse luego esta resolución, y volviendo las naves a desandar los rumbos que habían traído, y a reconocer otros parajes de la misma costa con poca detención y alguna utilidad en los rescates, arribaron últimamente al puerto de Santiago de Cuba en quince de noviembre de mil y quinientos y diez y ocho.
Había llegado pocos días antes al mismo puerto Pedro de Alvarado, y fue muy bien recibido del gobernador Diego Velázquez, que celebró con increíble alborozo la noticia de aquellas grandes tierras que se habían descubierto; y sobre todo los quince mil pesos de oro que apoyaban su relación sin necesitar de su encarecimiento.
Miraba el gobernador aquellas riquezas, y no acertando a creer a sus ojos, volvía a socorrerse de los oídos, preguntando segunda y tercera vez a Pedro de Alvarado lo que le había referido, y hallando novedad en lo mismo que acababa de oír, como el músico que se deleita en las cláusulas repetidas. No tardó mucho este alborozo en descubrir sus quilates, mezclándose con el desabrimiento; porque luego empezó a sentir con impaciencia que Juan de Grijalva no hubiese fundado alguna población en aquellas tierras donde le hicieron buena acogida: y aunque Pedro de Alvarado intentaba disculparle, fue de los que sintieron que se debía poblar en el río de Banderas; y siempre se dice flojamente lo que se procura esforzar contra el propio dictamen. Acusábale Diego Velázquez de poco resuelto; y enojándose con su elección, confesaba la culpa de haberle enviado, proponiendo encargar aquella facción a persona de mayor actividad, sin reparar en el desaire de su pariente, a quien debía aquella misma felicidad que ponderaba; pero lo primero que hace la fortuna en los ambiciosos, es cautivar la razón para que no se ponga de parte del agradecimiento. Ya nada le hacía fuerza, sino el conseguir apriesa y a cualquiera costa toda la prosperidad que se prometía de aquel descubrimiento, elevando a grandes cosas la imaginación, y llegando con las esperanzas adonde no llegaba con los deseos.
Trató luego de prevenir los medios para la nueva conquista, acreditándola con el nombre de Nueva España, que daba grande recomendación y sonido a la empresa. Comunicó su resolución a los religiosos de San Jerónimo, que residían en la isla de Santo Domingo, con palabras que se inclinaban más a pedir aprobación que licencia; y envió persona a la corte con larga relación y encarecidas señas de lo descubierto, y un memorial en que no iban oscurecidos de mal ponderados sus servicios; por cuya recompensa pedía algunas mercedes, y el titulo de adelantado de las tierras que conquistase.
Ya tenía comprados algunos bajeles y empezado el apresto de nueva armada, cuando llegó Juan de Grijalva, y le halló tan irritado como pudiera esperarle agradecido. Reprendióle con aspereza y publicidad, y él desayudaba con su modestia sus disculpas, aunque le puso delante de los ojos su misma instrucción, en que le ordenaba que no se detuviese a poblar; pero estaba ya tan fuera de los términos razonables con la novedad de sus pensamientos, que confesaba la orden, y trataba como delito la obediencia.
Capítulo IX
Dificultades que se ofrecieron en la elección de cabo para la nueva armada, y quién era Hernán Cortés, que últimamente la llevó a su cargo
Pero conociendo entonces Diego Velázquez cuánto importa la celeridad en las resoluciones, y que si se deja perder el tiempo suele desazonarse la ocasión, ordenó luego que se diese carena a los cuatro bajeles que sirvieron en la jornada de Grijalva; con los cuales, y con los que se habían comprado, se juntaron diez de ochenta hasta cien toneladas: y caminando al mismo paso en el cuidado de armarlos, pertrecharlos y bastecerlos, se halló brevemente indeciso y receloso en la dificultad de nombrar cabo que los gobernase. Era su intento buscar persona tan resuelta que supiese desembarazarse de las dificultades, y tomar partido con los accidentes; pero tan apagada, que no supiese dar unos celos, ni tener otra ambición que de la gloria ajena. La cual, en su modo de discurrir, era lo mismo que buscar un hombre de mucho corazón y de poco espíritu; pero no siendo fáciles de juntar estos extremos, tardó la resolución algunos días. La gente se inclinaba a Juan de Grijalva, y la voz común suele hacer justicia en sus elecciones, porque le asistían sus buenas partes, lo que había trabajado en aquel descubrimiento, y la noticia con que se hallaba de la navegación y de la tierra.
Salieron a la pretensión Antonio y Bernardino Velázquez, parientes más cercanos del gobernador, Baltasar Bermúdez, Vasco Porcallo, y otros caballeros que había en aquella isla capaces de aspirar a mayores empleos; y cada uno discurrió en éste como si estuviera sola su razón: que ordinariamente quien dilata la provisión de los cargos, convida pretendientes, y parece que trata de atesorar quejosos.
Pero Diego Velázquez duraba en su irresolución, hallando en unos que temer, y en otros que desear; hasta que aconsejándose con Amador de Lariz, contador del rey, y con Andrés de Duero, su secretario, que eran toda su confianza, y conocían su condición, le propusieron a Hernán Cortés, grande amigo de los dos, alabándole con moderación por no hacer sospechoso el consejo: y dando a entender que hablaban por el acierto de la elección más que por la conveniencia de su amigo. Fue bien oída la proposición, y ellos se contentaron con verle inclinado, dándole tiempo para que lo meditase y volviese persuadido a la plática, o mejor dispuesto para dejarse persuadir.
Pero antes que pasemos adelante, será bien que digamos quién era Hernán Cortés, y por cuántos rodeos vino a ser de su valor y de su entendimiento aquella grande obra de la conquista de Nueva España, que puso en sus manos la felicidad de su destino: llamamos destino, hablando cristianamente, aquella soberana y altísima disposición de la primera causa que deja obrar a las segundas, como dependientes suyas y medianeras de la naturaleza, en orden a que suceda con la elección del hombre, lo que permite o lo que ordena Dios. Nació en Medellín, villa de Extremadura, hijo de Martín Cortés de Monroy y doña Catalina Pizarro Altamirano, cuyos apellidos no sólo dicen, sino encarecen lo ilustre de su sangre. Diose a las letras en su primera edad, y cursó en Salamanca dos años, que le bastaron para conocer que iba contra su natural, y que no convenía con la viveza de su espíritu aquella diligencia perezosa de los estudios. Volvió a su casa resuelto a seguir la guerra; y sus padres le encaminaron a la de Italia, que entonces era la de más pundonor, por estar calificada con el nombre del Gran Capitán; pero al tiempo de embarcarse le sobrevino una enfermedad que le duró muchos días, de cuyo accidente resultó el hallarse obligado a mudar de intento aunque no de profesión. Inclinóse a pasar a las Indias, que como entonces duraba su conquista, se apetecían con el valor más que con la codicia. Ejecutó su pasaje con gusto de sus padres el año de mil quinientos y cuatro, y llevó cartas de recomendación para don Nicolás de Obando, comendador mayor de la Orden de Alcántara, que era su deudo y gobernaba en esta sazón la isla de Santo Domingo. Luego que llegó a ella y se dio a conocer, halló grande agasajo y estimación en todos, y tan agradable acogida en el gobernador, que le admitió desde luego entre los suyos, y ofreció cuidar de sus aumentos con particular aplicación. Pero no bastaron estos favores para divertir su inclinación, porque se hallaba tan violento en la ociosidad de aquella isla, ya pacificada y poseída sin contradicción de sus naturales, que pidió licencia para empezar a servir en la de Cuba, donde se traían por entonces las armas en las manos: y haciendo este viaje con beneplácito de su pariente, trató de acreditar en las ocasiones de aquella guerra su valor y su obediencia, que son los primeros rudimentos de esta facultad. Consiguió brevemente la opinión de valeroso, y tardó poco más en darse a conocer su entendimiento; porque sabiendo adelantarse entre los soldados, sabía también dificultar y resolver entre los capitanes.
Era mozo de gentil presencia y agradable rostro; y sobre estas recomendaciones comunes de la naturaleza, tenía otras de su propio natural que le hacían amable porque hablaba bien de los ausentes; era festivo y discreto en las conversaciones, y partía con sus compañeros cuanto adquiría con tal generosidad, que sabía ganar amigos sin buscar agradecidos. Casó en aquella isla con doña Catalina Suárez Pacheco, doncella noble y recatada; sobre cuyo galanteo tuvo muchos embarazos, en que se mezcló Diego Velázquez, y le tuvo preso hasta que ajustado el casamiento fue su padrino, y quedaron tan amigos que se trataban con familiaridad; y le dio brevemente repartimiento de indios y la vara de alcalde en la misma villa de Santiago: ocupación que servían entonces las personas de más cuenta, y que solía andar entre los conquistadores más calificados.
En este paraje se hallaba Hernán Cortés, cuando Amador de Lariz y Andrés de Duero le propusieron para la conquista de Nueva España; y fue con tanta destreza, que cuando volvieron a verse con Diego Velázquez, prevenidos de nuevas razones para esforzar su intento, le hallaron declarado por Hernán Cortés, y tan discursivo en las conveniencias de fiarle aquella empresa, que se les convirtió en lisonja la persuasión que llevaban meditada, y trataron sólo de obligarle con asentir a lo mismo que deseaban. Discurrióse en la conveniencia de que se hiciese luego el nombramiento para desarmar de una vez a los pretendientes; y no se descuidó Andrés de Duero en pasar por diligencia de su profesión la brevedad del despacho, cuya sustancia fue: «que Diego Velázquez, como gobernador de la isla de Cuba, y promovedor de los descubrimientos de Yucatán y Nueva España, nombraba a Hernán Cortés por capitán general de la armada, y tierras descubiertas y que se descubriesen», con todas aquellas extensiones de jurisdicción y cláusulas honoríficas que la amistad del secretario puede ingerir, como primores de la formalidad.
Capítulo X
Tratan los émulos de Cortés vivamente de descomponerle con Diego Velázquez: no lo consiguen, y sale con la armada del puerto de Santiago
Aceptó Cortés el nuevo cargo con todo rendimiento y estimación, agradeciendo entonces la confianza que se hacía de su persona, con las mismas veras que sintió después la desconfianza. Publicóse, y fue bien recibida entre los que deseaban el acierto, pero murmurada de los que deseaban el cargo: entre los cuales sacaron la cara con mayor osadía los parientes de Diego Velázquez, que hicieron grandes esfuerzos para desconfiarle de Hernán Cortés. Decíanle: «que fiaba mucho de un hombre poco arraigado en su obligación; que si volvía los ojos a su modo de obrar y discurrir, le hallaría de ánimo poco seguro, porque no solían andar juntas su intención y sus palabras; que su agrado y liberalidad tenían mucho de astucia, y le hacían sospechoso a los que no se gobiernan por las apariencias de la virtud; porque cuidaba demasiadamente de ganar voluntades; y los amigos cuando son muchos suelen abultar como parciales; que se acordase de que le tuvo preso y disgustado, y que pocas veces salen buenos los confidentes que se hacen de los quejosos; porque en las heridas del ánimo quedan cicatrices como en las demás, y suelen éstas acordar la ofensa cuando se mira como posible la venganza». A que añadían otras razones de más ruido que sustancia, sin acertar con el camino de la sinceridad, porque querían parecer celosos para disimular que lo estaban.
Cuentan que saliendo un día a pasearse Diego Velázquez con Hernán Cortés y con sus parientes y amigos, le dijo un loco gracioso, de cuyos delirios gustaba: «buena la has hecho, amigo Diego; presto será menester otra armada para salir a caza de Cortés». Y hay quien lo refiera como vaticinio, ponderando lo que suelen acertar los locos, y la impresión que hizo esta profecía (así se resuelven a llamarla) en el ánimo de Diego Velázquez. Dejemos a los filósofos el discurrir sobre si cabe el acierto de las cosas futuras entre los errores de la imaginación, o si es posible a la destemplanza del juicio el encontrar con la adivinación: que ellos gastarán el ingenio en fingir habilidades a la melancolía, y nosotros creeremos que lo dijo el loco porque le impusieron en ello los émulos de Cortés, y que andaba pobre de medios la malicia, cuando se llegaba a socorrer de la locura.
Pero Diego Velázquez mantuvo a rostro firme su resolución, y Hernán Cortés trató de ganar el tiempo en sus prevenciones. Fue la primera arbolar su estandarte, poniendo en él por empresa la señal de la cruz con una letra latina, cuya versión era: sigamos la cruz, que en esta señal venceremos. Dejóse ver con galas de soldado que parecían bien en su talle, y venían mejor a su inclinación; empezó a gastar liberalmente el caudal con que se hallaba, y el dinero que pudo juntar entre sus amigos en comprar vituallas y prevenirse de armas y municiones para ayudar al apresto de la armada, cuidando al mismo tiempo de atraer y ganar la gente que le había de seguir; en que fue menester poca diligencia, porque el ruido de las cajas tenían sus ecos en el nombre de la empresa y en la fama del capitán. Alistáronse en pocos días trescientos soldados, y entre ellos sentaron plaza Diego de Ordaz, criado principal del gobernador, Francisco de Morla, Bernal Díaz del Castillo, escritor de nuestra historia, y otros hidalgos que se irán nombrando en su lugar.
Llegó el tiempo de la partida, y se ordenó a la gente con bando público que se embarcase, lo cual se ejecutó de día concurriendo todo el pueblo; y aquella misma noche fue Hernán Cortés acompañado de sus amigos a la casa del gobernador, donde se despidieron los dos dándose los brazos y las manos con amigable sinceridad; y la mañana siguiente le acompañó Diego Velázquez hasta la marina, y asistió a la embarcación: circunstancias menores que hacen poco en la narración, y se pudieran omitir si no fueran necesarias para borrar la temprana ingratitud con que manchan a Cortés los que dicen que salió del pueblo alzado con la armada. Así lo refieren Antonio de Herrera y todos los que le trasladan, afirmando con poca razón que en el medio silencio de la noche convocó a los soldados por sus casas, y se embarcó furtivamente con ellos; y que saliendo al amanecer Diego Velázquez en seguimiento de esta novedad, se acercó a él en un barco guarnecido de gente armada, y le dio a entender con despego y libertad su inobediencia. Nosotros seguimos a Bernal Díaz del Castillo, que dice lo que vio, y lo más semejante a la verdad; pues no cabe en humano discurso que un hombre tan avisado como Hernán Cortés, cuando tuviera entonces esta resolución, se adelantase a desconfiar descubiertamente a Diego Velázquez hasta salir de su jurisdicción, pues había de tocar con la armada en otros lugares de la misma isla, para recoger bastimentos y la gente que le aguardaba en ellos: ni cuando diéramos en su entendimiento y sagacidad esta inadvertencia, parece creíble que en un lugar de tan corta población como era entonces la villa de Santiago, se pudiesen embarcar trescientos hombres llamados de noche por sus casas, y entre ellos Diego de Ordaz y otros familiares del gobernador, sin que hubiese uno entre tantos que le avisase de aquella novedad, o despertasen los que observaban sus acciones al ruido de tanta conmoción: admirable silencio en los unos, y extraordinario descuido en los otros. No negaremos que Hernán Cortés se apartó de la obediencia de Diego Velázquez, pero fue después, y con la causa que veremos.
Capítulo XI
Pasa Cortés con la armada a la villa de la Trinidad, donde la refuerza con número considerable de gente; consiguen sus émulos la desconfianza de Velázquez, que hace vivas diligencias para detenerle
Partió la armada del puerto de Santiago de Cuba el dieciocho de noviembre del año mil quinientos y diez y ocho, y costeando la isla por la banda del Norte hacia el Oriente, llegó en pocos días a la villa de la Trinidad, donde tenía Cortés algunos amigos que le hicieron grata acogida. Publicó luego su jornada, y se ofrecieron a seguirle en ella Juan de Escalante, Pedro Sánchez Farfán, Gonzalo Mejía, y otras personas principales de aquella población. Llegaron poco después en su seguimiento Pedro de Alvarado y Alonso Dávila, que fueron capitanes en la entrada de Juan de Grijalva, y cuatro hermanos de Pedro de Alvarado, que se llamaban Gonzalo, Jorge, Gómez y Juan de Alvarado. Pasó la noticia a la villa de Sancti Spíritus, que estaba poco distante de la Trinidad, y de ella vinieron con el mismo intento de seguir a Cortés, Alonso Hernández Portocarrero, Gonzalo de Sandoval, Rodrigo Rangel, Juan Velázquez de León, pariente del gobernador, y otras personas de calidad, cuyos nombres tendrán mejor lugar cuando se refieran sus hazañas. Con este refuerzo de gente noble, y con otros cien soldados que se juntaron de ambas poblaciones, iba tomando considerable cuerpo la armada, y al mismo tiempo se compraban bastimentos, municiones, armas y algunos caballos, ayudando todos a Cortés con su caudal y con sus diligencias, porque sabía granjear los ánimos con el agrado y con las esperanzas, y ser superior sin dejar de ser compañero.
Pero apenas volvió las espaldas al puerto de Santiago, cuando sus émulos empezaron a levantar la voz contra él, hablando ya en su inobediencia con aquel atrevimiento cobarde que suele facilitar los cargos del ausente. Oyólos Diego Velázquez, y aunque fue con desagrado, reconocieron en su ánimo una seguridad inclinada al recelo, y fácil de llevar hacia la desconfianza; para cuyo fin se ayudaron de un viejo que llamaban Juan Millán, hombre que sin dejar de ser ignorante profesaba la astrología; loco de otro género, y locura de otra especie. Éste, inducido de los demás, le dijo con grandes prevenciones del secreto algunas palabras misteriosas de la incierta seguridad de aquella armada, dándole a entender que hablaban en su lengua las estrellas; y aunque Diego Velázquez tenía entendimiento para conocer la vanidad de estos pronósticos, pudo tanto el hablarle a propósito de lo que temía, que el despreciar al astrólogo fue principio de creer a los demás.
De tan débiles principios como éstos nació la primera resolución que tomó Diego Velázquez de romper con Hernán Cortés, quitándole el gobierno de la armada. Despachó luego dos correos a la villa de la Trinidad, con cartas para todos sus confidentes, y una orden expresa para que Francisco Verdugo, su cuñado, que entonces era su alcalde mayor en aquella villa, le desposeyese judicialmente de la capitanía general; suponiendo que ya estaba revocado el título con que la servía, y nombraba persona en su lugar. Llegó brevemente a noticia de Cortés este contratiempo, y sin rendir el ánimo a la dificultad del remedio, se dejó ver de sus amigos y soldados para saber cómo tomaban el agravio de su capitán, y conocer si podía fiarse de su razón en el juicio que hacían de ella los demás. Hallólos a todos no sólo de su parte, sino resueltos a defenderle de semejante injuria, sin negarse al último empeño de las armas. Y aunque Diego de Ordaz y Juan Velázquez de León estuvieron algo remisos, como más dependientes del gobernador, se redujeron fácilmente a lo que no pudieran resistir; con cuya seguridad pasó después a verse con el alcalde mayor, sabiendo ya lo que llevaba en su queja. Ponderóle cuánto aventuraba en ponerse de parte de aquella sin razón, disgustando a tanta gente principal como le seguía, y cuánto se podía temer la irritación de los soldados, cuya voluntad había granjeado para servir mejor con ellos a Diego Velázquez, y le embarazaba ya para poder obedecerle; hablando en uno y otro con un género de resolución que sin dejar de ser modestia, estaba lejos de parecer humildad o falta de espíritu. Conoció Francisco Verdugo la razón que le asistía, y poco inclinado por su misma generosidad a ser instrumento de semejante violencia, le ofreció no solamente suspender la orden, sino replicar a ella y escribir a Diego Velázquez para que desistiese de aquella resolución, ya que no era practicable por el disgusto de los soldados, ni se podría ejecutar sin graves inconvenientes. Ofrecieron lo mismo Diego de Ordaz, y los demás que tenían con él alguna autoridad, cuyo medio se ejecutó luego, y Hernán Cortés le escribió también, doliéndose amigablemente de su desconfianza, sin ponderar su desaire ni olvidar el rendimiento, como quien se hallaba obligado a quejarse, y deseaba no tener razón de parecer quejoso, ni ponerse en términos de agraviado.
Capítulo XII
Pasa Hernán Cortés desde la Trinidad a La Habana, donde consigue el último refuerzo de la armada, y padece segunda persecución de Diego Velázquez
Hecha esta diligencia, que pareció entonces bastante para sosegar el ánimo de Diego Velázquez, trató Hernán Cortés de proseguir su navegación, y enviando por tierra a Pedro de Alvarado con parte de los soldados, para que cuidase de conducir los caballos y hacer alguna gente en las estancias del camino, partió con la armada al puerto de La Habana, último paraje de aquella isla, por donde empieza lo más occidental de ella a dejarse ver del Septentrión. Salieron los navíos de la Trinidad con viento favorable, pero sobreviniendo la noche se desviaron de la capitana donde iba Cortés, sin observar cómo debían su derrota, ni echarle menos, hasta que la luz del día les puso a la vista el error de sus pilotos; y empeñados ya en proseguirle continuaron su viaje, y llegaron al puerto donde saltó la gente a tierra. Hospedóla con agasajo y liberalidad Pedro de Barba, que a la sazón era gobernador de La Habana por Diego Velázquez; y andaban todos pesarosos de no haber esperado a su capitán o vuelto en su demanda, sin pasar entonces con el discurso a más que provenir sus disculpas para cuando llegase.
Pero viendo que tardaba más de lo que parecía posible, sin haberle sucedido algún fracaso, empezaron a inquietarse divididos en varias opiniones: porque unos clamaban que volviesen dos o tres bajeles a buscarle por las islas de aquella vecindad; otros proponían que se nombrase gobernador en su ausencia, y algunos tenían por intempestiva o sospechosa esta proposición; y como no había quien mandase, resolvían todos, y ninguno ejecutaba. El que más insistía en la opinión de que se nombrase gobernador era Diego de Ordaz, que como primero en la confianza de Diego Velázquez, quería preferir a todos, y hallarse con el ínterin para estar más cerca de la propiedad, pero después de siete días que duraron estas diferencias, llegó a salvamento Hernán Cortés con su capitana.
Fue la causa de su detención, que aquella noche navegando la armada sobre unos bajos, que están entre el puerto de la Trinidad y el cabo de San Antón, poco distantes de la isla de Pinos, tocó en ellos la capitana, como navío de mayor porte, y quedó encallada en la arena, de suerte que estuvo a pique de zozobrar: accidente de gran cuidado, en que se empezó a descubrir y acreditar el espíritu y la actividad de Cortés; porque animando a todos a vista del peligro, supo templar la diligencia con el sosiego, y obrar lo que convenía sin detenerse ni apresurarse. Su primer cuidado fue que se echase el esquife a la mar, y luego ordenó que en él se fuese transportando la carga del navío a una isleta o arrecife de arena que estaba a la vista, por cuyo medio le aligeró hasta que pudo nadar sobre los bajíos, y sacándole después al agua, volvió a cobrar la carga, y prosiguió su derrota; habiendo gastado en esta obra los días de su detención, y salido de aquel aprieto con tanto crédito como felicidad.
Alojóle Pedro de Barba en su misma casa, y fue notable la aclamación con que le recibió la gente, cuyo número empezó luego a crecer, alistándose por sus soldados algunos vecinos de La Habana, y entre ellos Francisco de Montejo, que fue después adelantado de Yucatán, Diego de Soto el de Toro, Garci Caro, Juan Sedeño, y otras personas de calidad y acomodadas que autorizaron la empresa, y ayudaron con sus haciendas al último apresto de la armada. Gastáronse en estas prevenciones algunos días; pero no sabía Cortés perder el tiempo que se detenía: y así ordenó que se sacase a tierra la artillería, que se limpiasen y probasen las piezas, observando los artilleros el alcance de las balas, y por haber en aquella tierra copia de algodón, mandó hacer cantidad de armas defensivas de unos colchados en forma de casacas, que llamaban escaupiles; invención de la necesidad, que aprobó después la experiencia, dando a conocer que un poco de algodón flojamente punteado y sujeto entre dos lienzos, era mejor defensa que el acero para resistir a las flechas y dardos arrojadizos de que usaban los indios, porque perdían la fuerza entre la misma flojedad del reparo y quedaban sin actividad para ofender a otro con la resulta del golpe.
Al mismo tiempo hacía que los soldados se habilitasen en el uso de los arcabuces y las ballestas, y se enseñasen a manejar la pica, a formar y desfilar un escuadrón, a dar una carga y a ocupar un puesto, adiestrándolos él mismo con la voz y con el ejemplo en estos ensayos o rudimentos del arte militar, como lo observaban los antiguos capitanes, que fingían las batallas y los asaltos para enseñar a los bisoños la verdad de la guerra; cuya disciplina, practicada cuidadosamente en el tiempo de la paz, tuvo tanta estimación entre los romanos, que de este ejercicio tomaron el nombre los ejércitos.
Al mismo paso y con el mismo fervor, se iba caminando en las demás prevenciones, pero cuando estaban todos más gustosos con la vecindad del día señalado para la partida, llegó a La Habana Gaspar de Garnica, criado de Diego Velázquez, con nuevos despachos para Pedro de Barba, en que le ordenaba, sin dejarle arbitrio, que quitase luego la armada a Cortés, y se le enviase preso con toda seguridad: ponderándole cuán irritado quedaba con Francisco Verdugo porque le dejó pasar de la Trinidad, y dándole a entender con este enojo lo que aventuraba en no obedecerle con mayor resolución. Escribió también a Diego de Ordaz y Juan Velázquez de León, que asistiesen a Pedro de Barba en la ejecución de esta orden. Pero no faltó quien avisase a Cortés con el mismo Garnica de todo lo que pasaba, exhortándole a que mirase por sí, pues el que le hizo el beneficio de fiarle aquella empresa, trataba de quitársela con tanto desdoro suyo, y le libraba del riesgo de ingrato, arrojándole violentamente de la obligación en que le había puesto.
Capítulo XIII
Resuélvese Hernán Cortés a no dejarse atropellar de Diego Velázquez; motivos justos de esta resolución y lo demás que pasó hasta que llegó el tiempo de partir de La Habana
Aunque Hernán Cortés era hombre de gran corazón, no pudo dejar de sobresaltarse con esta noticia, que traía de más sensible todo aquello que tuvo de menos esperada; porque estaba creyendo que Diego Velázquez se habría dado por satisfecho con lo que le escribieron y aseguraron todos en respuesta de la primera orden que llegó a la villa de la Trinidad. Pero viendo que esta nueva orden venía ya con señales de obstinación irremediable, empezó a discurrir con menos templanza en el modo de volver por sí. Considerábase por una parte aplaudido y aclamado de todos los que le seguían, y por otra abatido y condenado a una prisión como delincuente. Reconocía que Diego Velázquez tenía empleado algún dinero en la primera formación de aquella armada, pero que también era suya y de sus amigos la mayor parte del gasto, y todo el nervio de la gente. Revolvía en su imaginación todas las circunstancias de su agravio, y poniendo los ojos en los desaires que había sufrido hasta entonces, se volvía contra sí, llegando a enojarse con su paciencia, y no sin alguna causa, porque esta virtud se deja irritar y afligir dentro de los límites de la razón, pero en pasando de ellos, declina en bajeza de ánimo y en falta de sentido. Congojábale también el mal logro de aquella empresa, que se perdería enteramente si él volviese las espaldas, y sobre todo le apretaba en lo más vivo del corazón el ver aventurada su honra, cuyos riesgos, en quien sabe lo que vale, tienen el primer lugar en la defensa natural.
Sobre estos discursos, a este tiempo, y con esta irritación, tomó Hernán Cortés la primera resolución de romper con Diego Velázquez; de que se convence lo poco que le favoreció Antonio de Herrera, poniendo este rompimiento en la ciudad de Santiago, y en un hombre acabado de obligar. Estamos a lo que refiere Bernal Díaz del Castillo en esta noticia, y no es el autor más favorable, porque Gonzalo Fernández de Oviedo asienta que se mantuvo en la dependencia del gobernador Diego Velázquez, hasta que ya dentro de Nueva España llegó el caso de obrar por sí, dando cuenta al emperador de los primeros sucesos de su conquista.
No parezca digresión ajena del asunto el habernos detenido en preservar de estos primeros deslucimientos a nuestro Hernán Cortés. Tan lejos tenemos las causas de la lisonja en lo que defendemos, como las del odio en lo que impugnamos: pero cuando la verdad abre camino para desagraviar los principios de un hombre que supo hacerse tan grande con sus obras, debemos seguir sus pasos, y complacernos de que sea lo más cierto lo que está mejor a su fama.
Bien conocemos que no debe callar en la historia lo que se tuviese por culpable, ni emitir lo que fuere digno de reprensión, pues sirven tanto en ella los ejemplos que hacen aborrecible el vicio, como los que persuaden a la imitación de la virtud: pero esto de inquirir lo peor de las acciones, y referir como verdad lo que se imaginó, es mala inclinación del ingenio, y culpa conocida en algunos escritores que leyeron a Cornelio Tácito, con ambición de imitar lo inimitable, y se persuaden a que le deben el espíritu en lo que malician o interpretan con menos artificio que veneno.
Volviendo, pues, a nuestra narración, resuelto ya Hernán Cortés a que no le convenía disimular su queja, ni era tiempo de consejos, medios que ordinariamente son enemigos de las resoluciones grandes, trató de mirar por sí, usando de la fuerza con que se hallaba según la hubiese menester, y antes que Pedro de Barba se determinase a publicar la orden que tenía contra él, puso toda su diligencia en apartar de La Habana a Diego de Ordaz, de quien se recelaba más, después que supo los intentos que tuvo de hacerse nombrar por gobernador en su ausencia: y así le ordenó que se embarcase luego en uno de los bajeles y fuese a Guanicanico, población situada de la otra parte del cabo de San Antón, para recoger unos bastimentos que se habían encaminado por aquel paraje mientras él llegaba con el resto de la armada, y asistiendo a la ejecución de esta orden con sosegada actividad, se halló brevemente desembarazado del sujeto que podía hacerle alguna oposición, y pasó a verse con Juan Velázquez de León, a quien redujo fácilmente a su partido, porque estaba algo desabrido con su pariente, y era hombre de más docilidad y menos artificio que Diego de Ordaz.
Con estas prevenciones se dejó ver de sus soldados, publicando la nueva persecución de que estaba amenazado; corrió la voz y vinieron todos a ofrecérsele, conformes en la resolución de asistirle aunque diferentes en el modo de darse a entender: porque los nobles manifestaban su ánimo como efecto natural de su obligación, pero los demás tomaron su causa con sobrado fervor, rompiendo en voces descompuestas, que llegaron a poner en cuidado al mismo que favorecían, verificándose en su inquietud y en sus amenazas lo que suele perder la razón cuando se deja tratar de la muchedumbre.
Pero antes que tomase cuerpo este primer movimiento de la gente, conociendo Pedro de Barba lo que aventuraba en la dilación, buscó a Hernán Cortés, y entró desarmando todo aquel aparato con decir a voces que no trataba de poner en ejecución la orden de Diego Velázquez, ni quería que por su mano se obrase una sinrazón tan conocida; con que se convirtieron las amenazas en aplausos, y aseguró luego la sinceridad de su ánimo, despachando públicamente a Gaspar de Garnica con una carta para Diego Velázquez, en que le decía que ya no era tiempo de detener a Cortés, porque se hallaba con mucha gente para dejarse maltratar, o reducirse a obedecer; y le ponderaba, no sin encarecimiento, la inquietud que ocasionó su orden en aquellos soldados, y el peligro en que se vio aquel pueblo de alguna turbación, concluyendo la carta con aconsejarle que llevase a Cortés por el camino de la confianza, cobrando el beneficio pasado con nuevos beneficios; y se aventurase a fiar de su agradecimiento, lo que ya no se podía esperar de la persuasión ni de la fuerza.
Hecha esta diligencia, se puso todo el cuidado en abreviar la partida, y fue necesario para sosegar la gente, que mal hallada, al parecer, sin la cólera que había concebido, volvía nuevamente a inquietarse con una voz que corrió, de que Diego Velázquez trataba de venir a ejecutar personalmente aquella violencia, como dicen que lo tuvo resuelto, pero aventurara mucho, y no lo hubiera conseguido, porque suele ser flaco argumento el de la autoridad para disputar con los que tienen la razón y la fuerza de su parte.
Capítulo XIV
Distribuye Cortés los cargos de su armada; parte de La Habana y llega a la isla de Cozumel donde pasa muestra y anima a sus soldados a la empresa
Habíase agregado un bergantín de mediano porte a los diez bajeles que estaban prevenidos, y así formó Cortés de su gente once compañías, dando una a cada bajel, para cuyo gobierno nombró por capitanes a Juan Velázquez de León, Alonso Hernández Portocarrero, Francisco de Montejo, Cristóbal de Olid, Juan de Escalante, Francisco de Morla, Pedro de Alvarado, Francisco Saucedo y Diego de Ordaz, que no le apartó para olvidarle, ni se resolvió a tenerle ocioso dejándole desobligado: y reservando para sí el gobierno de la capitana, encargó el bergantín a Ginés de Nortes. Dio también el cuidado de la artillería a Francisco de Orozco, soldado de reputación en las guerras de Italia, y el cargo de piloto mayor a Antón de Alaminos, diestro en aquellos mares, por haber tenido esta misma ocupación en los dos viajes de Francisco Fernández de Córdoba y Juan de Grijalva. Formó sus instrucciones, previniendo con cuidadosa prolijidad las contingencias, y llegado el día de la embarcación, se dijo con solemnidad una misa del Espíritu Santo, que oyeron todos con devoción, poniendo a Dios en el principio para asegurar los progresos de la obra que emprendían; y Hernán Cortés, en el primer acto de su jurisdicción, dio para el regimiento de la armada el nombre de San Pedro, que fue lo mismo que invocarle y reconocerle por patrón de aquella empresa, como lo había sido de todas sus acciones desde sus primeros años. Ordenó luego a Pedro de Alvarado que adelantándose por la banda del Norte, buscase en Guanicanico a Diego de Ordaz, para que juntos le esperasen en el cabo de San Antón, y a los demás que siguiesen la capitana, y en caso que el viento o algún accidente los apartase, tomasen el rumbo de la isla de Cozumel, que descubrió Juan de Grijalva, poco distante de la tierra que buscaban, donde se había de tratar y resolver lo que conviniese para entrar en ella y proseguir el intento de su jornada.
Partieron últimamente del puerto de La Habana en diez de febrero del año de mil quinientos y diez y nueve, favorecidos al principio del viento, pero tardó poco en declararles su inconstancia, porque al caer del sol se levantó un recio temporal que los puso en grande turbación, y al cerrar de la noche fue necesario que los bajeles se apartasen para no ofenderse, y corriesen impetuosamente dejándose llevar del viento, y eligiendo como voluntaria la velocidad que no podían resistir. El navío que gobernaba Francisco de Morla padeció más que todos, porque un embate de mar le llevó de través el timón y le dejó a pique de perderse. Hizo diferentes llamadas con que puso en nuevo cuidado a los compañeros, que atentos al peligro ajeno, sin olvidar el propio, hicieron cuanto les fue posible para mantenerse cerca, forcejeando a veces, y a veces contemporizando con el viento. Cesó la tormenta con la noche, y cuando se pudieron distinguir con la primera luz los bajeles, acudió Cortés y se acercaron todos al que zozobraba, y a costa de alguna detención se remedió el daño que había padecido.
En este tiempo Pedro de Alvarado, que como vimos se adelantó en busca de Diego de Ordaz, se halló con el día arrojado de la tempestad más adentro del golfo que pensaba, porque el mismo cuidado de apartarse de la tierra que iba costeando le obligó a correr sin reserva, tomando como seguridad el peligro menor. Reconoció el piloto por la brújula y carta de marear que habían decaído tanto del rumbo que traían, y se hallaban ya tan distantes del cabo de San Antón, que sería temeridad el volver atrás; y propuso como conveniente el pasar de una vez a la isla de Cozumel. Dejólo a su arbitrio Pedro de Alvarado, acordándole con flojedad la orden que traía de Hernán Cortés, que fue lo mismo que dispensarla; y así continuaron su viaje y surgieron en la isla dos días antes que la armada. Saltaron en tierra con ánimo de alojarse en un pueblo vecino a la costa, que el capitán y algunos de los soldados conocían ya desde el viaje de Juan de Grijalva; pero le hallaron despoblado, porque los indios que le habitaban al reconocer el desembarco de los extranjeros dejaron sus casas, retirándose la tierra adentro con sus pobres alhajas, pequeño estorbo de la fuga.
Era Pedro de Alvarado mozo de espíritu y valor, hecho a obedecer con resolución, pero nuevo en el mandar para tomarla por sí. Engañóse creyendo que mientras llegase la armada sería virtud en un soldado todo lo que no fuese ociosidad, y así ordenó que marchase la gente a reconocer lo interior de la isla, y a poco más de una legua hallaron otro lugar despoblado también, pero no tan desproveído como el primero, porque había en él alguna ropa, gallinas y otros bastimentos que se aplicaron los soldados como bienes sin dueño, o como despojos de la guerra que no había; y entrando en un adoratorio de aquellos sus ídolos abominables, hallaron algunas joyuelas o pendientes que servían a su adorno, y algunos instrumentos del sacrificio hechos de oro con mezcla de cobre, que aun siendo baladí se les hacía ligero: jornada sin utilidad ni consejo, que sólo sirvió de escarmentar a los naturales de la isla y embarazar el intento que se llevaba de pacificarlos. Conoció aunque tarde Pedro de Alvarado que era licencia lo que tuvo por actividad, y así se retiró con su gente al primer alojamiento, haciendo en el camino tres prisioneros, dos indios y una india, desgraciados en huir, que se dieron sin resistencia.
Llegó la armada el día siguiente, habiendo recogido el bajel de Diego de Ordaz, porque Hernán Cortés le avisó desde el cabo de San Antón que viniese a incorporarse con ella, temiendo la contingencia de que se hubiese descaminado con la tempestad Pedro de Alvarado, que le traía cuidadoso; y aunque se alegró interiormente de hallarle ya en salvamento, mandó prender al piloto y reprendió ásperamente al capitán porque no había guardado ni hecho guardar su orden, y por el atrevimiento de hacer entrada en la isla y permitir a sus soldados que saqueasen el lugar donde llegaron: sobre lo cual le dijo algunos pesares en público, y con toda la voz, como quien deseaba que su reprensión fuese doctrina para los demás. Llamó luego a los tres prisioneros, y por medio de Melchor el intérprete (que venía solo en esta jornada porque había muerto su compañero) les dio a entender lo que sentía el mal pasaje que hicieron a su pueblo aquellos soldados, y mandando que se les restituyese el oro y la ropa que ellos mismos eligieron, los puso en libertad y les dio algunas bujerías que llevasen de presente a sus caciques, para que a vista de estas señales de paz perdiesen el miedo que habían concebido.
Alojóse la gente en el puerto más vecino a la costa, y descansó tres días sin pasar adelante por no aumentar la turbación de los isleños. Pasó muestra en escuadrón el ejército, y se hallaron quinientos y ocho soldados, diez y seis caballos, y ciento y nueve entre maestres, pilotos y marineros, sin los dos capellanes el licenciado Juan Díaz y el padre fray Bartolomé de Olmedo, religioso de la orden de Nuestra Señora de la Merced, que asistieron a Cortés hasta el fin de la conquista.
Pasada la muestra volvió a su alojamiento acompañado de los capitanes y soldados más principales, y tomando entre ellos lugar poco diferente los habló en esta sustancia: «Cuando considero, amigos y compañeros míos, cómo nos ha juntado en esta isla nuestra felicidad, cuántos estorbos y persecuciones dejamos atrás, y cómo nos han deshecho las dificultades, conozco la mano de Dios en esta obra que emprendemos, y entiendo que en su altísima providencia es lo mismo favorecer los principios que prometer los sucesos. Su causa nos lleva y la de nuestro rey, que también es suya, a conquistar regiones no conocidas, y ella misma volverá por sí mirando por nosotros. No es mi ánimo facilitaros la empresa que acometemos: combates nos esperan sangrientos, facciones increíbles, batallas desiguales en que habréis menester socorreros de todo vuestro valor; miserias de la necesidad, inclemencias del tiempo y asperezas de la tierra, en que os será necesario el sufrimiento, que es el segundo valor de los hombres, y tan hijo del corazón como el primero: que en la guerra más veces sirve la paciencia que las manos, y quizá por esta razón tuvo Hércules el nombre de invencible, y se llamaron trabajos sus hazañas. Hechos estáis a padecer y hechos a pelear en estas islas que dejáis conquistadas: mayor es nuestra empresa, y debemos ir prevenidos de mayor osadía, que siempre son las dificultades del tamaño de los intentos. La antigüedad pintó en lo más alto de los montes el templo de la fama, y su simulacro en lo más alto del templo; dando a entender que para hallarla, aun después de vencida la cumbre, era menester el trabajo de los ojos. Pocos somos, pero la unión multiplica los ejércitos, y en nuestra conformidad está nuestra mayor fortaleza: uno, amigos, ha de ser el consejo en cuanto se resolviere: una la mano en la ejecución; común la utilidad, y común la gloria en lo que se conquistare. Del valor de cualquiera de nosotros se ha de fabricar y componer la seguridad de todos. Vuestro caudillo soy, y seré el primero en aventurar la vida por el menor de los soldados: más tendréis que obedecer en mi ejemplo que en mis órdenes; y puedo aseguraros de mí que me basta el ánimo a conquistar un mundo entero, y aun me lo promete el corazón con no sé qué movimiento extraordinario, que suele ser el mejor de los presagios. Alto, pues, a convertir en obras las palabras; y no os parezca temeridad esta confianza mía, pues se funda en que os tengo a mí lado, y dejo de fiar de mí todo lo que espero de vosotros.»
Capítulo XV
Pacifica Hernán Cortés los isleños de Cozumel, hace amistad con el cacique, derriba los ídolos, da principio a la introducción del Evangelio y procura cobrar unos españoles que estaban prisioneros en Yucatán
Estaban los indios en pequeñas tropas discurriendo al parecer entre sí, como quien observaba el movimiento, y se animaba en la quietud de nuestra gente. Íbanse acercando los más atrevidos; y como éstos no recibían daño se atrevían los cobardes: con que en breve rato llegaron algunos al cuartel, y hallaron en Cortés y en los demás tan favorable acogida, que convocaron a sus compañeros. Vinieron muchos aquel día, y andaban entre los soldados con alegre familiaridad, tan hallados con sus huéspedes, que apenas se les conocía la admiración: antes se portaban como gente enseñada a tratar con forasteros. Había en esta isla un ídolo muy venerado entre aquellos bárbaros, cuyo nombre tenía inficionada la devoción de diferentes provincias de la tierra firme, que frecuentaban su templo en continuas peregrinaciones: y así estaban los isleños de Cozumel hechos a comerciar con naciones extranjeras de diversos trajes y lenguas; por cuya causa, o no extrañarían la novedad de nuestra gente, o la extrañaban sin encogimiento.
Aquella noche se retiraron todos a sus casas; y el día siguiente vino el cacique principal de la isla a visitar a Cortés con grande aunque deslucido acompañamiento; trayendo él mismo su embajada y su regalo. Recibióle con agasajo y cortesía, y por medio del intérprete le aseguró de su benevolencia, y le ofreció su amistad y la de su gente; a que respondió que la admitía, y que era hombre que la sabría mantener. Oyóse entre los indios que le acompañaban uno, que al parecer repetía mal pronunciado el nombre de Castilla; y Hernán Cortés, en quien nunca el divertimiento llegaba a ser descuido, reparó en ello y mandó al intérprete que averiguase la significación de aquella palabra; cuya advertencia, aunque pareció entonces casual, fue de tanta consideración para facilitar la conquista de Nueva España como veremos después.
Decía el indio que nuestra gente se parecía mucho a unos prisioneros que estaban en Yucatán, naturales de una tierra que se llamaba Castilla; y apenas lo oyó Cortés, cuando resolvió ponerlos en libertad y traerlos a su compañía. Informóse mejor, y hallando que estaban en poder de unos indios principales que residían dos jornadas la tierra adentro de Yucatán, comunicó su intento al cacique para que le dijese si eran indios guerreros los que tenían en su dominio aquellos cristianos, y con qué fuerza se podría conseguir el sacarlos de la esclavitud. Respondióle con pronta y notable advertencia que sería lo más seguro tratar de rescatarlos a trueque de algunas dádivas; porque entrando en guerra se expondría a que matasen los esclavos, y a no quedar airoso con el castigo de sus dueños. Abrazó Hernán Cortés su consejo, admirándose de hallar tan buena política en el cacique, a quien debió de enseñar algo de la razón que llaman de estado aquello poco que tenía de príncipe.
Dispuso luego que Diego de Ordaz pasase con su bajel y con la gente de su cargo a la costa de Yucatán por la parte más vecina a Cozumel, que serían cuatro leguas de travesía, y que echase en tierra los indios que señaló el mismo cacique, para esta diligencia: los cuales llevaron tarta de Cortés para los prisioneros, con algunas bujerías que sirviesen de precio a su rescate; y Diego de Ordaz orden para esperarlos ocho días, en cuyo término ofrecieron los indios volver con la respuesta.
Entretanto Cortés marchó con su gente unida a reconocer la isla, no porque le pareciese necesario ir en defensa, sino porque no se desmandasen los soldados, y recibiesen algún daño los naturales. Decíales: «que aquélla era una pobre gente sin resistencia, cuya sinceridad pedía como deuda el buen tratamiento, y cuya pobreza ataba las manos a la codicia: que de aquel pequeño pedazo de tierra no se había de sacar otra riqueza que la buena fama. Y no penséis, proseguía, que la opinión que aquí se ganare se estrecha a los cortos límites de una isla miserable; pues el concurso de los peregrinos que suelen acudir a ella, como habéis entendido, llevará vuestro nombre a otras regiones, donde habremos menester después el crédito de piadosos y amigos de la razón para facilitar nuestros intentos, y tener menos que pelear donde haya más que adquirir». Con estas y otras amigables pláticas los llevaba contentos y reprimidos. Iban siempre acompañados del cacique y de muchos indios que acudían con bastimentos, y pasaban cuentas de vidrio por buena moneda, creyendo que hacían a los compradores el mismo engaño que padecían.
A poco trecho de la costa se hallaron en el templo de aquel ídolo tan venerado, fábrica de piedra en forma cuadrada, y de no despreciable arquitectura. Era el ídolo de figura humana; pero de horrible aspecto y espantosa fiereza, en que se dejaba conocer la semejanza de su original. Observóse esta misma circunstancia en todos los ídolos que adoraba aquella gentilidad, diferentes en la hechura y en la significación; pero conformes en lo feo y abominable: o acertasen aquellos bárbaros en lo que fingían; o fuese que el demonio se les aparecía como es, y dejaba en su imaginación aquellas especies; con que sería primorosa imitación del artífice la fealdad del simulacro.
Dicen que se llamaba este ídolo Cozumel, y que dio a la isla el nombre que se conserva hoy en ella: mal conservado, si es el mismo que el demonio tomó para sí; falta de advertencia que se ha vinculado en los mapas contra toda razón. Había gran concurso de indios cuando llegaron los españoles; y en medio de ellos estaba un sacerdote que se diferenciaba de los demás en no sé qué ornamento o media vestidura, de que tenía mal cubiertas las carnes: y al parecer los predicaba o inducía con voces y ademanes dignos de risa; porque desvariaba en tono de sermón, y con toda aquella gravedad y ponderación que cabe en un hombre desnudo. Interrumpióle Cortés, y vuelto al cacique le dijo: «que para mantener la amistad que entre los dos tenían asentada, era necesario que dejase la falsa adoración de sus ídolos, y que a su ejemplo hiciesen lo mismo sus vasallos». Y apartándose con él y con el intérprete, le dio a entender su engaño, y la verdad de nuestra religión, con argumentos manuables acomodados a la rudeza de sus oídos; pero tan eficaces, que el indio quedó asombrado sin acertar a responder, como quien tenía entendimiento para conocer su ignorancia. Cobróse y pidió licencia para comunicar aquel negocio a los sacerdotes: porque en puntos de religión les dejaba o les cedía la suprema autoridad. De cuya conferencia resultó el venir aquel venerable predicador acompañado de otros de su profesión, y el dar todos grandes voces que, descifradas por el intérprete, contenían diferentes protestas de parte del cielo contra cualquiera que se atreviese a turbar el culto de sus dioses, intimando que se vería el castigo al mismo instante que se intentase el atrevimiento. Irritóse Cortés de oír semejante amenaza, y los soldados, hechos a observar su semblante, conocieron su determinación y embistieron con el ídolo, arrojándole del altar hecho pedazos, y ejecutando lo mismo con otros ídolos menores que ocupaban diferentes nichos. Quedaron atónitos los indios de ver posible aquel destrozo; y como el cielo se estuvo quedo, y tardó la venganza que esperaban, se fue convirtiendo en desprecio la adoración, y empezaron a correrse de tener dioses tan sufridos: siendo esta vergüenza el primer esfuerzo que hizo la verdad en sus corazones. Corrieron la misma fortuna otros adoratorios; y en el principal de ellos, limpio ya de aquellos fragmentos inmundos, se fabricó un altar y se colocó una imagen de nuestra Señora, fijando a la entrada una cruz grande que labraron con piadosa diligencia los carpinteros de la armada. Díjose misa en aquel altar el día siguiente, y asistieron a ella, mezclados con los españoles, el cacique y mucho número de indios con un silencio que parecía devoción; y pudo ser efecto natural del respeto que infunden aquellas santas ceremonias, o sobrenatural del mismo inefable misterio.
Así ocuparon el tiempo Cortés y sus soldados, hasta que pasados los ocho días que llevó de término Diego de Ordaz para esperar a los españoles que estaban cautivos en Yucatán, volvió a la isla sin traer noticia de ellos ni de los indios que se encargaron de buscarlos. Sintiólo mucho Hernán Cortés; pero en la duda de que le hubiesen engañado aquellos bárbaros por quedarse con los rescates que tanto codiciaban, no quiso detener su viaje ni dar a entender su recelo al cacique; antes se despidió de él con urbanidad y agasajo, encargándole mucho la cruz y aquella santa imagen que dejaba en su poder, cuya veneración fiaba de su amistad, entretanto que mejor instruido pudiese abrazar la verdad con el entendimiento.
Capítulo XVI
Prosigue Hernán Cortés su viaje, y se halla obligado por un accidente a volver a la misma isla; recoge con esta detención a Jerónimo de Aguilar, que estaba cautivo en Yucatán, y se da cuenta de su cautiverio
Volvió Cortés a su navegación con ánimo de seguir el mismo rumbo que abrió Juan de Grijalva, y buscar aquellas tierras de donde le retiró su demasiada obediencia. Iba la armada viento en popa, y todos alegres de verse ya en viaje: pero a pocas horas de prosperidad se hallaron en un accidente que los puso en cuidado. Disparó una pieza el navío de Juan de Escalante; y volviendo todos a mirarle, repararon al principio en que seguía con dificultad, y después en que tomaba la vuelta de la isla. Conoció Hernán Cortés lo que aquellas señas daban a entender; y sin detener en el discurso la resolución, mandó que toda la armada volviese en su seguimiento. Fue bien necesaria la diligencia de Juan de Escalante para escapar el bajel; porque se iba llenando de agua tan irremediablemente, que llegó a la isla en términos de anegarse, aunque tardaron poco los que venían en su socorro. Desembarcó la gente; y acudieron luego a la costa el cacique y algunos de sus indios, que al parecer no dejaban de extrañar con algún recelo la brevedad de la vuelta; pero luego que entendieron la causa ayudaron con alegre solicitud a la descarga del bajel, y asistieron después a los reparos y a la carena de que necesitaba siendo en uno y en otro de mucho servicio sus canoas, y la destreza con que las manejaban.
Entretanto que esto se disponía, fue Hernán Cortés acompañado del cacique y de algunos de sus soldados, a visitar y reconocer el templo y halló la cruz y la imagen de nuestra Señora en el mismo lugar donde quedaron colocadas: notando con gran consuelo suyo algunas señales de veneración que se reconocían en la limpieza y perfumes del templo, y en diferentes flores y ramos con que tenían adornado el altar. Dio las gracias al cacique de que se hubiese tenido en su ausencia aquel cuidado: y él las admitía, y se congratulaba con todos, encareciendo como hazaña de su buen proceder aquellas dos o tres horas de constancia.
Digno es de particular reparo este accidente que detuvo el viaje de Cortés, obligándole a desandar aquellas leguas que había navegado. Algunos sucesos, aunque caben en la posibilidad y en la contingencia, se hacen advertir como algo más que casuales. Quien vio interrumpida la navegación de la armada, y aquel navío que se anegaba, pudo tener este embarazo por una desgracia fácil de suceder; pero quien viere que aquel mismo tiempo que fue necesario para reparar el navío, lo fue también para que llegase a la isla uno de los cautivos cristianos que estaban en Yucatán, y que se hallaba éste con bastante noticia de aquellas lenguas para suplir la falta del intérprete, y que fue después uno de los principales instrumentos de aquella conquista, no se contentará con poner todo este suceso en la jurisdicción de los acasos, ni dejará de buscar, a mayores fines, superior providencia.
Cuatro días tardaron en el aderezo del bajel; y el último de ellos, cuando ya se trataba de la embarcación, se dejó ver a larga distancia una canoa que venía atravesando el golfo de Yucatán en derechura de la isla. Conocióse a breve rato que traía indios armados, y pareció novedad la diligencia con que se aprovechaban de los remos, y se iban acercando a la isla sin recelarse de nuestra armada. Llegó esta novedad a noticia de Hernán Cortés, y ordenó que Andrés de Tapia se alargase con algunos soldados hacia el paraje donde se encaminaba la canoa, y procurase examinar el intento de aquellos indios. Tomó Andrés de Tapia puesto acomodado para no ser descubierto; pero al reconocer que saltaban en tierra con prevención de arcos y flechas, los dejó que se apartasen de la costa, y los embistió con la mar a las espaldas, porque no se le pudiesen escapar. Quisieron huir luego que le descubrieron; pero uno de ellos, sosegando a los demás, se detuvo a tres o cuatro pasos, y dijo en voz alta algunas palabras castellanas, dándose a conocer por el nombre de cristiano. Recibióle Andrés de Tapia con los brazos; y gustoso de su buena suerte le llevó a la presencia de Hernán Cortés acompañado de aquellos indios, que según lo que se conoció después, eran los mensajeros que dejó Diego de Ordaz en la costa de Yucatán. Venía desnudo el cristiano, aunque no sin algún género de ropa que hacía decente la desnudez: ocupado el un hombro con el arco y el carcax, y terciada sobre el otro una manta a manera de capa, en cuyo extremo traía atacadas unas horas de nuestra Señora, que manifestó luego, enseñándolas a todos los españoles, y atribuyendo a su devoción la dicha de verse con los cristianos: tan bozal en las cortesías, que no acertaba a desasirse de la costumbre, ni a formar cláusulas enteras, sin que tropezase la lengua en palabras que no se dejaban entender. Agasajóle mucho Hernán Cortés; y cubriéndole entonces con su mismo capote, se informó por mayor de quién era, y ordenó que le vistiesen y regalasen; celebrando entre todos sus soldados como felicidad suya y de su jornada el haber redimido de aquella esclavitud a un cristiano; que por entonces sólo se habían descubierto los motivos de la piedad.
Llamábase Jerónimo de Aguilar, natural de Écija: estaba ordenado de Evangelio; y según lo que después refirió de su fortuna y sucesos, había estado cerca de ocho años en aquel miserable cautiverio. Padeció naufragio en los bajos que llaman de los Alacranes una carabela en que pasaba del Darien a la isla de Santo Domingo; y escapando en el esquife con otros compañeros, se hallaron todos arrojados del mar en la costa de Yucatán, donde los prendieron y llevaron a una tierra de indios caribes: cuyo cacique mandó apartar luego a los que venían mejor tratados para sacrificarlos a sus ídolos, y celebrar después un banquete con los miserables despojos del sacrificio. Uno de los que se reservaron para otra ocasión (defendidos entonces de su misma flaqueza) fue Jerónimo de Aguilar; pero le prendieron rigurosamente, y le regalaban con igual inhumanidad, pues le iban disponiendo para el segundo banquete. ¡Rara bestialidad, horrible a la naturaleza y a la pluma! Escapó como pudo de una jaula de madera en que le tenían, no tanto porque le pareciese posible salvar la vida, como para buscar otro género de muerte: y caminando algunos días apartado de las poblaciones, sin otro alimento que el que le daban las yerbas del campo, cayó después en manos de unos indios que le presentaron a otro cacique enemigo del primero, a quien hizo menos inhumano la oposición a su contrario, y el deseo de afectar mejores costumbres. Sirvióle algunos años, experimentando en esta nueva esclavitud diferentes fortunas; porque al principio le obligó a trabajar más de lo que alcanzaban sus fuerzas; pero después le hizo mejor tratamiento, pagado al parecer de su obediencia, y particularmente de su honestidad; para cuya experiencia le puso en algunas ocasiones menos decentes en la narración, que admirables en su continencia: que no hay tan bárbaro entendimiento donde no se deje conocer alguna inclinación a las virtudes. Diole ocupación cerca de su persona, y en breves días tuvo su estimación y su confianza.
Muerto este cacique, le dejó recomendado a un hijo suyo, con quien se hizo el mismo lugar, y le favorecieron más las ocasiones de acreditarse; porque le movieron guerra los caciques comarcanos, y en ella se debieron a su valor y consejo diferentes victorias: con que ya tenía el valimiento de su amo y la veneración de todos, hallándose con tanta autoridad, que cuando llegó la carta de Cortés pudo fácilmente disponer su libertad, tratándola como recompensa de sus servicios, y ofrecer como dádiva suya las preseas que se le enviaron para su rescate.
Así lo refería él: y que de los otros españoles que estaban cautivos en aquella tierra, sólo vivía un marinero natural de Palos de Moguer, que se llamaba Gonzalo Guerrero; pero que habiéndole manifestado la carta de Hernán Cortés, y procurado traerle consigo, no lo pudo conseguir porque se hallaba casado con una india bien acomodada, y tenía en ella tres o cuatro hijos, a cuyo amor atribuía su ceguedad: fingiendo estos afectos naturales para no dejar aquella lastimosa comodidad que en sus cortas obligaciones pesaba más que la honra y que la religión. No hallamos que se refiera de otro español en estas conquistas semejante maldad: indigno por cierto de esta memoria que hacemos de su nombre; pero no podemos borrar lo que escribieron otros, ni dejan de tener su enseñanza estas miserias a que está sujeta nuestra naturaleza, pues se conoce por ellas a lo que puede llegar el hombre, si le deja Dios.
Capítulo XVII
Prosigue Hernán Cortés su navegación, y llega al río de Grijalva, donde halla resistencia en los indios, y pelea con ellos en el mismo río y en la desembarcación
Partieron segunda vez de aquella isla en cuatro de marzo del mismo año de mil quinientos diez y nueve; y sin que se les ofreciese acaecimiento digno de memoria, doblaron la punta de Cotoche que, como vimos, está en lo más oriental de Yucatán; y siguiendo la costa llegaron al paraje de Champoton, donde se disputó si convenía salir a tierra: opinión a que se inclinaba Hernán Cortés por castigar en aquellos indios la resistencia que hicieron a Juan de Grijalva, y antes a Francisco Fernández de Córdoba; y algunos soldados de los que se hallaron en ambas ocasiones, fomentaban con espíritu de venganza esta resolución; pero el piloto mayor y los demás de su profesión se opusieron a ella con evidente demostración, porque el viento que favorecía para pasar delante era contrario para acercarse por aquella parte a la tierra; y así continuaron su viaje y llegaron al río de Grijalva, donde hubo menos que discurrir, porque el buen pasaje que hicieron a su armada los indios de Tabasco, y el oro que entonces se llevó de aquella provincia eran dos incentivos poderosos que llamaban los ánimos a la tierra. Y Hernán Cortés condescendió con el voto común de sus soldados, mirando a la conveniencia de conservar aquellos amigos, aunque no pensaba detenerse muchos días en Tabasco, y siempre llevaba la mira en los dominios del príncipe Motezuma, cuyas noticias tuvo Juan de Grijalva en aquella provincia: siendo su dictamen que en este género de conquistas se debía ir primero a la cabeza que a los miembros, para llegar con las fuerzas enteras a lo más dificultoso.
Sirvióse de la experiencia que ya se tenía de aquel paraje para disponer la entrada: y dejando aferrados los navíos de mayor porte, hizo pasar a los que podían navegar por el río, y a los esquifes toda la gente prevenida de sus armas, y empezó a caminar contra la corriente, observando el orden con que gobernó su facción Juan de Grijalva. Reconocieron a breve rato considerable número de canoas de indios armados, que ocupaban las dos riberas al abrigo de diferentes tropas que se descubrían en la tierra. Fuese acercando Hernán Cortés con su fuerza unida, y ordenó que ninguno disparase ni diese a entender que se trataba de ofenderlos: imitando también en esto a Grijalva, como quien deseaba sin vanidad el acierto, y sabía cuanto se aventuraban los que se precian de abrir sendas, y tiran sólo a diferenciarse de sus antecesores. Eran grandes las voces con que los indios procuraban detener a los forasteros; y luego que se pudieron distinguir, se conoció que Jerónimo de Aguilar entendía la lengua de aquella nación, por ser la misma o muy semejante a la que se hablaba en Yucatán; y Hernán Cortés tuvo por obra del cielo el hallarse con intérprete de tanta satisfacción. Dijo Aguilar que las voces que se percibían eran amenazas, y que aquellos indios estaban de guerra; por cuya causa se fue deteniendo Cortés, y le ordenó que se adelantase en uno de los esquifes y los requiriese con la paz, procurando ponerlos en razón. Ejecutólo así, y volvió brevemente con noticia de que era grande el número de indios que estaban prevenidos para defender la entrada del río; tan obstinados en su resolución, que negaron con insolencia los oídos a su embajada. No quisiera Hernán Cortés dar principio en aquella tierra a su conquista, ni embarazar el curso de su navegación; pero considerando que se hallaba ya en el empeño, no le pareció conveniente volver atrás, ni de buena consecuencia el dejar consentido aquel atrevimiento.
Íbase acercando la noche, que en tierra no conocida trae sobre los soldados segunda oscuridad; y así determinó hacer alto para esperar el día: y dando al mayor acierto de la facción aquel tiempo que la dilataba, dispuso que se trajese la artillería de los bajeles mayores, y que se armase toda la gente con aquellos escaupiles o capotes de algodón que resistían a las flechas; y dio las demás órdenes que tuvo por necesarias sin encarecer el riesgo ni desestimarle. Puso gran cuidado en esta primera empresa de su armada, conociendo lo que importa siempre el empezar bien; y particularmente en la guerra, donde los buenos principios sirven al crédito de las armas y al mismo valor de los soldados: siendo como propiedad de la primera ocasión el influir en las que vienen después, o el tener no sé qué fuerza oculta sobre los demás sucesos.
Luego que llegó la mañana se dispusieron los bajeles en forma de media luna que se iba disminuyendo en su mismo tamaño, y remataba en los esquifes: para cuya ordenanza daba sobrado término la grandeza del río, y se prosiguió la entrada con un género de sosiego que iba convidando con la paz; pero a breve rato se descubrieron las canoas de los indios que esperaban en la misma disposición, y con las mismas amenazas que la tarde antes. Ordenó Cortés que ninguno de los suyos se moviese hasta que diesen la carga: diciendo a todos que allí se debía usar primero de la rodela que de la espada, por ser aquélla una gran guerra cuya justicia consistía en la provocación; y deseoso de hacer algo más por la razón para tenerla de su parte, dispuso que se adelantase Aguilar segunda vez, y los volviese a requerir con la paz, dándoles a entender que aquella armada era de amigos que sólo entraban a tratar de su bien en fe de la confederación que tenían hecha con Juan de Grijalva; y que el no admitirlos sería faltar a ella, y ocasionarlos a que se abriesen el paso con las armas, quedando por su cuenta el daño que recibiesen.
Respondieron a este segundo requerimiento con hacer la seña de embestir, y se fueron mejorando ayudados de la corriente, hasta que puestos en distancia proporcionada con el alcance de sus flechas, dispararon a un tiempo tanta multitud de ellas desde las canoas, y desde la margen más vecina del río, que anduvo algo apresurada en los españoles la necesidad de cubrirse y cuidar de su defensa; pero recibida la primera carga, conforme a la orden que llevaban, usaron luego de sus armas, y de sus esfuerzos con tanta diligencia, que los indios de las canoas desembarazaron el paso puestos en confusión, arrojándose muchos al agua con el espanto que concibieron del mismo daño que conocían en los suyos. Prosiguieron nuestros bajeles su entrada sin otra oposición: y acostándose a la ribera sobre el lado izquierdo, trataron de salir a tierra; pero en paraje tan pantanoso y cubierto de maleza, que se vieron en segundo conflicto; porque los indios que estaban emboscados, y los que escaparon del río, se unieron a repetir sus cargas con nueva obstinación; cuyas flechas, dardos y piedras hacían mayor la dificultad del pantano. Pero Hernán Cortés fue doblando su gente sin dejar de pelear, en tal disposición, que las hileras que formaba detenían el ímpetu de los indios, y cubrían a los menos diligentes en la desembarcación.
Formado su escuadrón a vista de los enemigos, cuyo número crecía por instantes, ordenó al capitán Alonso Dávila que con cien soldados se adelantase por el bosque a ocupar la villa principal de aquella provincia, que también se llamaba Tabasco, y distaba poco de aquel paraje, según las noticias que se tenían de la primera entrada. Cerró luego con la multitud enemiga, y la fue retirando con igual ardimiento que dificultad; porque se peleaba muchas veces con el lodo a la rodilla: y se refiere de Hernán Cortés, que forcejeando para vencer aquel impedimento, perdió en el lodo uno de los zapatos, y peleó mucho rato con el pie descalzo sin conocer la falta ni el desabrigo: generoso divertimiento, dejar de estar en sí para estar mejor en lo que hacía.
Vencido el pantano se conoció flaqueza en los indios, que en un instante desaparecieron entre la maleza, parte atemorizados de verse ya sin las ventajas del terreno, y parte cuidadosos de acudir a Tabasco: de cuyo riesgo tuvieron noticia por haberse descubierto la marcha de Alonso Dávila; como se verificó después en la multitud de gente que acudió a la defensa de aquella población.
Teníanla fortificada con un género de muralla que usaban casi en todas las Indias, hecha de troncos robustos de árboles fijos en la tierra, al modo de nuestras estacadas; pero apretados entre sí con tal disposición, que las junturas les servían de troneras para despedir sus flechas. Era el recinto de figura redonda, sin traveses ni otras defensas; y al cerrarse el círculo dejaba hecha la entrada, cruzando por algún espacio las dos líneas que componían una calle angosta en forma de caracol, donde acomodaban dos o tres garitas o castillejos de madera que estrechaban el paso, y servían de ordinario a sus centinelas: bastante fortaleza para las armas de aquel nuevo mundo, donde no se entendían, con feliz ignorancia, las artes de la guerra, ni aquellas ofensas y reparos que enseñó la malicia y aprendió la necesidad de los hombres.
Capítulo XVIII
Ganan los españoles a Tabasco; salen después doscientos hombres a reconocer la tierra, los cuales vuelven rechazados de los indios, mostrando su valor en la resistencia y en la retirada
A esta villa, corte de aquella provincia, y de esta suerte fortificada, llegó Hernán Cortés algo antes que Alonso Dávila, a quien detuvieron otros pantanos y lagunas, donde le llevó engañosamente el camino; y sin dar tiempo a los indios para que se reparasen, ni a los suyos para que discurriesen en la dificultad, incorporó con su gente los cien hombres que venían de refresco: y repartiendo algunos instrumentos que parecieron necesarios para deshacer la estacada, dio la señal de acometer, deteniéndose a decir solamente: «aquel pueblo, amigos, ha de ser esta noche nuestro alojamiento: en él se han retraído los mismos que acabáis de vencer en la campaña. Esa frágil muralla que los defiende, sirve más a su temor que a su seguridad. Vamos, pues, a seguir la victoria comenzada, antes que pierdan estos bárbaros la costumbre de huir, o sirva nuestra detención a su atrevimiento». Esto acabó de pronunciar con la espada en la mano; y diciendo lo demás con el ejemplo, se adelantó a todos, infundiendo en todos el deseo de adelantarse.
Embistieron a un tiempo con igual resolución; y desviando con las rodelas y con las espadas la lluvia de flechas que cegaba el camino, se hallaron brevemente al pie de aquella rústica fortificación que cercaba al lugar. Sirvieron entonces sus mismas troneras a los arcabuces y ballestas de nuestra gente, con que se apartó el enemigo, y tuvieron lugar los que no peleaban de echar en tierra parte de la estacada. No hubo dificultad en la entrada, porque los indios se retiraron a lo interior de la villa; pero a pocos pasos se reconoció que tenían atajadas las calles con otras estacadas del mismo género, donde iban haciendo rostro y dando sus cargas, aunque con poco efecto, porque se embarazaban en su muchedumbre; y los que se retiraban huyendo de un reparo en otro, desordenaban a los que acometían.
Había en el centro de la villa una gran plaza donde los indios hicieron el último esfuerzo; pero a breve resistencia volvieron las espaldas, desamparando el lugar, y corriendo atropelladamente a los bosques. No quiso Hernán Cortés seguir el alcance, por dar tiempo a sus soldados para que descansasen, y a los fugitivos para que se inclinasen a la paz, dejándose aconsejar de su escarmiento.
Quedó entonces Tabasco por los españoles: población grande y con todas las prevenciones de puesta en defensa, porque habían retirado sus familias y haciendas, y tenían hecha su provisión de bastimentos, con que faltó el pillaje a la codicia; pero se halló lo que pedía la necesidad. Quedaron heridos catorce o quince de nuestros soldados, y con ellos nuestro historiador Bernal Díaz del Castillo: sigámosle también en lo que dice de sí, pues no se puede negar que fue valiente soldado, y en el estilo de su historia se conoce que se explicaba mejor con la espada. Murieron de los indios considerable número, y no se averiguó el de sus heridos porque cuidaban mucho de retirarlos; teniendo a gran primor en su milicia que el enemigo no se alegrase de ver el daño que recibían.
Aquella noche se alojó nuestro ejército en tres adoratorios que estaban dentro de la misma plaza donde sucedió el último combate; y Hernán Cortés echó su ronda y distribuyó sus centinelas, tan cuidadoso y tan desvelado como si estuviera en la frente de un ejército enemigo y veterano: que nunca sobran en la guerra estas prevenciones, donde suelen nacer de la seguridad los mayores peligros, y sirve tanto el recelo como el valor de los capitanes.
Hallóse con el día la campaña desierta, y al parecer segura, porque en todo lo que alcanzaba la vista y oído, ni había señal, ni se percibía rumor del enemigo: reconociéronse, y se hallaron con la misma soledad de los bosques vecinos al cuartel; pero no se resolvió Hernán Cortés a desampararle, ni dejó de tener por sospechosa tanta quietud; entrando en mayor cuidado cuando supo que el intérprete Melchor, que vino de la isla de Cuba, se había escapado aquella misma noche, dejando pendientes de un árbol los vestidos de cristiano: cuyos informes podían hacer daño entre aquellos bárbaros, como se verificó después, siendo él quien los indujo a que prosiguiesen la guerra, dándoles a entender el corto número de nuestros soldados, y que no eran inmortales como creían, ni rayos las armas de fuego que manejaban; cuya aprensión los tenía en términos de rogar con la paz. Pero no tardó mucho en pagar su delito, pues aquellos mismos que tomaron las armas a su persuasión, hallándose vencidos segunda vez, se vengaron de su consejo, sacrificándole miserablemente a sus ídolos.
Resolvió Hernán Cortés en esta incertidumbre de indicios, que Pedro de Alvarado y Francisco de Lugo, cada uno con cien hombres, marchasen por dos sendas que se descubrían algo distantes a reconocer la tierra y que si hallasen gente de guerra, procurasen retirarse al cuartel, sin entrar en empeño superior a sus fuerzas. Ejecutóse luego esta resolución; y Francisco de Lugo, a poco más de una hora de marcha, dio en una emboscada de innumerables indios que le acometieron por todas partes, cargándole con tanta ferocidad, que se halló necesitado a formar de sus cien hombres un escuadroncillo pequeño con cuatro frentes, donde peleaban todos a un tiempo, y no había parte que no fuese vanguardia. Crecía el número de los enemigos y la fatiga de los españoles, cuando permitió Dios que Pedro de Alvarado, a quien iba apartando de su compañero la misma senda que seguía, encontrase con unos pantanos que le obligaron a torcer el camino, poniéndole este accidente en paraje donde pudo oír las respuestas de los arcabuces: con cuyo aviso aceleró la marcha, dejándose llevar del rumor de la batalla, y llegó a descubrir los escuadrones del enemigo a tiempo que los nuestros andaban forcejeando con la última necesidad. Acercóse cuanto pudo, amparado entre la maleza de un bosque, y avisando a Cortés de aquella novedad, con un indio de Cuba que venía en su compañía, puso en orden su gente, y cerró con el escuadrón de su banda tan determinadamente, que los indios, atemorizados del repentino asalto, le abrieron la entrada, huyendo a diversas partes, sin darle lugar para que los rompiese.
Respiraron con este socorro los soldados de Francisco de Lugo y luego que los capitanes tuvieron unida su gente y dobladas sus hileras, embistieron con otro escuadrón que cerraba el camino del cuartel, para ponerse en disposición de ejecutar la orden que tenían de retirarse.
Hallaron resistencia; pero últimamente se abrieron el paso con la espada, y empezaron su marcha, siempre combatidos y alguna vez atropellados. Peleaban los unos mientras los otros se mejoraban: y siempre que alargaban el paso para ganar algún pedazo de tierra, cargaba sobre todos el grueso de los enemigos, sin hallar a quien ofender cuando volvían el rostro; porque se retiraban con la misma velocidad que acometían, moviéndose a una parte y otra estas avenidas de gente, con aquel ímpetu al parecer que obedecen las olas del mar a la oposición de los vientos.
Tres cuartos de legua habrían caminado los españoles, teniendo siempre en ejercicio las armas y el cuidado, cuando se dejó ver a poca distancia Hernán Cortés, que con el aviso que tuvo de Pedro de Alvarado, venía marchando al socorro de estas dos compañías con todo el resto de la gente: y luego que le descubrieron los indios se detuvieron, dejando alejar a los que le perseguían, y estuvieron un rato a la vista, dando a entender que amenazaban o que no temían; aunque después se fueron deshaciendo en varias tropas, y dejaron a sus enemigos la campaña. Pero Hernán Cortés se volvió a su cuartel sin entrar en mayor empeño; porque instaba la necesidad de que curasen los que venían heridos, que fueron once de ambas compañías, de los cuales murieron dos; que en esta guerra era número de mayor sonido, y se ponderó entre todos como pérdida que hizo costosa la jornada.
Capítulo XIX
Pelean los españoles con un ejército poderoso de los indios de Tabasco y su comarca; descríbese su modo de guerrear y cómo quedó por Hernán Cortés la victoria
Hiciéronse en esta ocasión algunos prisioneros: y Hernán Cortés ordenó que Jerónimo de Aguilar los fuese examinando separadamente, para saber en qué fundaban su obstinación aquellos indios, y con qué fuerza se hallaban para mantenerla. Respondieron con alguna variedad de las circunstancias; pero concordaron en decir que estaban convocados todos los caciques de la comarca para asistir a los de Tabasco; y que el día siguiente había de juntar un ejército poderoso para acabar con los españoles, de cuya prevención era un pequeño trozo el que peleó con Francisco de Lugo y Pedro de Alvarado. Pusieron en algún cuidado a Hernán Cortés estas noticias; y sin dudar en lo que convenía, resolvió preguntarlo a sus capitanes, y obrar con su consejo lo que se había de ejecutar con sus manos. Propúsoles «la dificultad en que se hallaban, el corto número de su gente, y la prevención grande que tenían hecha los indios para deshacerlos», sin encubrirles circunstancia alguna de lo que decían los prisioneros. Y pasó después a considerar por otra parte «el empeño de sus armas, poniéndoles delante de su mismo valor la desnudez y flaqueza de sus contrarios, y la facilidad con que los habían vencido en Tabasco y en la desembarcación». Y sobre todo cargó la consideración «en la mala consecuencia de volver las espaldas a la amenaza de aquellos bárbaros, cuya jactancia podría llevar la voz a la misma tierra donde caminaban: siendo de tanto peso este descrédito, que en su modo de entender, o se debía dejar enteramente la empresa de Nueva España, o no pasar de allí sin que se consiguiese la paz o la sujeción de aquella provincia; pero que este dictamen suyo se quedaba en términos de proposición, porque su ánimo era ejecutar lo que tuviesen por mejor».
Bien sabían todos que no era afectada en él esta docilidad, porque se preciaba mucho de amigo del consejo, y de conocer el acierto aunque le hallase en opinión ajena: siendo ésta una de sus mejores propiedades, y bastante argumento de su prudencia; pues no sobresale tanto el entendimiento en la razón que forma como en la que reconoce. Votaron con esta seguridad, y concordaron todos en que ya no era practicable el salir de aquella tierra sin que sus habitadores quedasen reducidos o castigados; con que pasó Cortés a las prevenciones de su empresa. Hizo luego que se llevasen los heridos a los bajeles, que se sacasen a la tierra los caballos, y que se previniese la artillería, y estuviese todo a punto para la mañana siguiente, que fue día de la Anunciación de Nuestra Señora: memorable hasta hoy en aquella tierra por el suceso de esta batalla.
Luego que amaneció dispuso que oyese misa toda la gente: y encargando el gobierno de la infantería a Diego de Ordaz, montaron a caballo él y los demás capitanes, y empezaron su marcha al paso de la artillería, que caminaba con dificultad por ser la tierra pantanosa y quebrada. Fuéronse acercando al paraje donde, según las noticias de los prisioneros, se había de juntar la gente del enemigo; y no hallaron persona de quien poder informarse, hasta que llegando cerca de un lugar que llamaban Cinthla, poco menos de una legua del cuartel, descubrieron a larga distancia un ejército de indios tan numeroso y tan dilatado que no se le hallaba el término con lo que alcanzaba la vista.
Describiremos cómo venían, y su modo de guerrear, cuya noticia servirá para las demás ocasiones de esta conquista, por ser uno en casi todas las naciones de Nueva España el arte de la guerra. Eran arcos y flechas la mayor parte de sus armas: sujetaban el arco con nervios de animales, o correas torcidas de piel de venado; y en las flechas suplían la falta del hierro con puntas de hueso y espinas de pescados. Usaban también un género de dardos, que jugaban o despedían según la necesidad, y unas espadas largas, que esgrimían a dos manos, al modo que se manejan nuestros montantes, hechas de madera, en que ingerían, para formar el corte, agudos pedernales. Servíanse de algunas mazas de pesado golpe, con puntas de pedernal en los extremos, que encargaban a los más robustos: y había indios pedreros, que revolvían y disparaban sus hondas con igual pujanza que destreza. Las armas defensivas, de que usaban solamente los capitanes y personas de cuenta, eran colchados de algodón mal aplicados al pecho; petos y rodelas de tabla o conchas de tortuga, guarnecidas con láminas del metal que alcanzaban; y en algunos era el oro lo que en nosotros el hierro. Los demás venían desnudos, y todos afeados con varias tintas y colores, de que se pintaban el cuerpo y el rostro: gala militar de que usaban, creyendo que se hacían horribles a sus enemigos, y sirviéndose de la fealdad para la fiereza, como se cuenta de los arios de la Germania: por cuya costumbre, semejante a la de estos indios, dice Tácito, que son los ojos los primeros que se han de vencer en las batallas. Ceñían las cabezas con unas como coronas, hechas de diversas plumas levantadas en alto; persuadidos también a que el penacho los hacía mayores y daba cuerpo a sus ejércitos. Tenían sus instrumentos y toques de guerra, con que se entendían y animaban en las ocasiones: flautas de gruesas cañas, caracoles marítimos, y un género de cajas que labraban de troncos huecos y adelgazados por el cóncavo, hasta que respondiesen a la baqueta con el sonido: desapacible música, que debía de ajustarse con la desproporción de sus ánimos.
Formaban sus escuadrones amontonando más que distribuyendo la gente, y dejaban algunas tropas de retén que socorriesen a los que peligraban. Embestían con ferocidad, espantosos en el estruendo con que peleaban, porque daban grandes alaridos y voces para amedrentar al enemigo: costumbre que refieren algunos entre las barbaridades y rudezas de aquellos indios, sin reparar en que la tuvieron diferentes naciones de la antigüedad, y no la despreciaron los romanos, pues Julio César alaba los clamores de sus soldados, culpando el silencio en los de Pompeyo; y Catón el mayor solía decir que debía más victorias a las voces que a las espadas: creyendo unos y otros que se formaba el grito del soldado en el aliento del corazón. No disputamos sobre el acierto de esta costumbre; sólo decimos que no era tan bárbara en los indios que no tuviese algunos ejemplares. Componíanse aquellos ejércitos de la gente natural, y diferentes tropas auxiliares de las provincias comarcanas, que acudían a sus confederados, conducidas por sus caciques, o por algún indio principal de su parentela, y se dividían en compañías, cuyos capitanes guiaban; pero apenas gobernaban su gente, porque en llegando la ocasión mandaba la ira, y a veces el miedo: batallas de muchedumbre, donde se llegaba con igual ímpetu al acometimiento que a la fuga.
De este género era la milicia de los indios, y con este género de aparato se iba acercando poco a poco a nuestros españoles aquel ejército, o aquella inundación de gente, que venía al parecer, anegando la campaña. Reconoció Hernán Cortés la dificultad en que se hallaba, pero no desconfió del suceso, antes animó con alegre semblante a sus soldados, y poniéndolos al abrigo de una eminencia que les guardaba las espaldas, y la artillería en sitio que pudiese hacer operación, se emboscó con sus quince caballos, alargándose entre la maleza, para salir de través cuando lo dictase la ocasión. Llegó el ejército de los indios a distancia proporcionada, y dando primero la carga de sus flechas, embistieron con el escuadrón de los españoles tan impetuosamente y tan de tropel, que no bastando los arcabuces y las ballestas a detenerlos, se llegó brevemente a las espadas. Era grande el estrago que se hacía en ellos: y la artillería, como venían tan cerrados, derribaba tropas enteras; pero estaban tan obstinados y tan en sí, que en pasando la bala se volvían a cerrar, y encubrían a su modo el daño que padecían, levantando el grito, y arrojando al aire puñados de tierra, para que no se viesen los que caían, ni se pudiesen percibir sus lamentos.
Acudía Diego de Ordaz a todas partes, haciendo el oficio de capitán sin olvidar el de soldado, pero como eran, tantos los enemigos, no se hacía poco en resistir, y ya se empezaba a conocer la desigualdad de las fuerzas, cuando Hernán Cortés, que no pudo acudir antes al socorro de los suyos por haber dado en unas acequias, salió a la campaña, y embistió con todo aquel ejército, rompiendo por lo más denso de los escuadrones, y haciéndose tanto lugar con sus caballos, que los indios heridos y atropellados cuidaban sólo de apartarse de ellos, y arrojaban las armas para huir, tratándolas ya como impedimento de su ligereza.
Conoció Diego de Ordaz que había llegado el socorro que esperaba, por la flaqueza de la vanguardia enemiga, que empezó a remolinar con la turbación que tenían a las espaldas, y sin perder tiempo avanzó con su infantería, cargando a los que le oprimían con tanta resolución que los obligó a ceder, y fue ganando la tierra que perdían, hasta que llegó al paraje que tenían despejado Hernán Cortés y sus capitanes. Uniéronse todos para hacer el último esfuerzo, y fue necesario alargar el paso, porque los indios se iban retirando con diligencia, aunque caminaban haciendo cara, y no dejaban de pelear a lo largo con las armas arrojadizas: en cuya forma de apartarse, y excusar concertadamente el combate, perseveraron hasta que estrechándose el alcance, y viéndose otra vez acometidos, volvieron las espaldas, y se declaró en fuga la retirada.
Mandó Hernán Cortés que hiciese alto su gente, sin permitir que se ensangrentase más la victoria: sólo dispuso que se trajesen algunos prisioneros, porque pensaba servirse de ellos para volver a las pláticas de la paz, único fin de aquella guerra, que se miraba sólo como circunstancia del intento principal. Quedaron muertos en la campaña más de ochocientos indios, y fue grande el número de los heridos. De los muertos murieron dos soldados, y salieron heridos setenta.
Constaba el ejército enemigo de cuarenta mil hombres, según lo que hallamos escrito; que aunque bárbaros y desnudos, como ponderan algunos extranjeros, tenían manos para ofender, y cuando les faltase el valor, que es propio de los hombres, no les faltaría la ferocidad de que son capaces los brutos.
Fue la facción de Tabasco, diga lo que quisiere la envidia, verdaderamente digna de la demostración que se hizo después, edificando en memoria de ella y del día en que sucedió, un templo con la advocación de nuestra Señora de la Victoria, y dando el mismo nombre a la primera villa que se pobló de españoles en esta provincia. Débese atribuir al valor de los soldados la mayor parte del suceso, pues suplieron la desigualdad del número con la constancia y con la resolución; aunque tuvieron de su parte la ventaja de pelear bien ordenados contra un ejército sin disciplina. Hizo Hernán Cortés posible la victoria rompiendo con sus caballos la batalla del ejército enemigo: acción en que lucieron igualmente las manos y el consejo del capitán, siendo tanto el discurrirlo antes, como el ejecutarlo después; y no se puede negar que tuvieron su parte los mismos caballos, cuya novedad atemorizó totalmente a los indios, porque no los habían visto hasta entonces, y aprendieron con el primer asombro que eran monstruos feroces, compuestos de hombre y bruto, al modo que, con menor disculpa, creyó la otra gentilidad sus centauros.
Algunos escriben que anduvo en esta batalla el apóstol Santiago peleando en un caballo blanco por sus españoles, y añaden que Hernán Cortés, fiado en su devoción, aplicaba este socorro al apóstol San Pedro, pero Bernal Díaz del Castillo niega con aseveración este milagro, diciendo que ni le vio, ni oyó hablar en él a sus compañeros. Exceso es de la piedad el atribuir al cielo estas cosas que suceden contra la esperanza o fuera de la opinión: a que confesamos poca inclinación, y que en cualquier acontecimiento extraordinario dejamos voluntariamente su primera instancia a las causas naturales; pero es cierto que los que leyeren la historia de las Indias, hallarán muchas verdades que parecen encarecimientos, y muchos sucesos que para hacerse creíbles fue necesario tenerlos por milagrosos.
Capítulo XX
Efectúase la paz con el cacique de Tabasco, y celebrándose en esta provincia la festividad del Domingo de Ramos, se vuelven a embarcar los españoles para continuar su viaje
El día siguiente mandó Hernán Cortés que se trajesen a su presencia los prisioneros, entre los cuales había dos o tres capitanes. Venían temerosos, creyendo hallar en el vencedor la misma crueldad que usaban ellos con sus rendidos; pero Hernán Cortés los recibió con grande benignidad, y animándoles con el semblante y con los brazos, los puso en libertad, dándoles algunas bujerías, y diciéndoles solamente: «que él sabía vencer, y sabría perdonar».
Pudo tanto esta piadosa demostración, que dentro de pocas horas vinieron al cuartel algunos indios cargados de maíz, gallinas y otros bastimentos, para facilitar con este regalo la paz, que venían a proponer de parte del cacique principal de Tabasco. Era gente vulgar y deslucida la que traía esta embajada; reparo que hizo Jerónimo de Aguilar, por ser estilo de aquella tierra el enviar a semejantes funciones indios principales con el mejor adorno de sus galas. Y aunque Hernán Cortés deseaba la paz, no quiso admitirla sin que viniese la proposición como debía; antes mandó que los despidiesen, y sin dejarse ver respondió al cacique por medio del intérprete: «que si deseaba su amistad, enviase personas de más razón y más decentes a solicitarla». Siendo de opinión, que no se debía dispensar en estas exterioridades de que se compone la autoridad, ni sufrir inadvertencias en el respeto del que viene a rogar, porque en este género de negocios suele andar el modo muy cerca de la sustancia.
Enmendó el cacique su falta de reparo, enviando el día después treinta indios de mayor porte, con aquellos adornos de plumas y pendientes, a que se reducía toda su ostentación. Traían éstos su acompañamiento de indios cargados con otro regalo del mismo género, pero más abundante. Admitiólos Hernán Cortés a su presencia asistido de todos sus capitanes, afectando alguna gravedad y entereza, porque le pareció conveniente suspender en aquel acto su agrado natural. Llegaron con grandes sumisiones; y hecha la ceremonia de incensarle con unos braserillos en que se administraba el humo del anime copal y otros perfumes, obsequio de que usaban en las ocasiones de su mayor veneración, propusieron su embajada, que empezó en disculpas frívolas de la guerra pasada, y paró en pedir rendidamente la paz. Respondió Hernán Cortés ponderando su irritación, para que se hiciese más estimable lo que concedía a vista de las ofensas que olvidaba; y últimamente se asentó la paz con grande aplauso de los embajadores, que se retiraron muy contentos, y fácilmente enriquecidos con aquellas preseas baladíes de que hacían tanta estimación.
Vino después el cacique a visitar a Cortés con todo el séquito de sus capitanes y aliados, y con un presente de ropas de algodón, plumas de varios colores, y algunas piezas de oro bajo de más artificio que valor. Manifestó luego su regalo como quien obligaba para ser admitido, y ponía la liberalidad al principio del rendimiento. Agasajóle mucho Hernán Cortés; y la visita fue toda cumplimientos y seguridades de la nueva amistad, dadas y recibidas por medio del intérprete con igual correspondencia. Hacían el mismo agasajo los capitanes españoles a los indios principales del acompañamiento; y andaba entre unos y otros la paz alegrando los semblantes, y supliendo con los brazos los defectos de la lengua.
Despidióse el cacique, dejando aplazada sesión para otro día; y dio a entender su confianza y sinceridad con mandar a sus vasallos que volviesen luego a poblar el lugar de Tabasco y llevasen consigo sus familias para que asistiesen al servicio de los españoles.
El día siguiente volvió al cuartel con el mismo acompañamiento y con veinte indias bien adornadas a la usanza de su tierra, las cuales dijo traía de presente a Cortés para que en viaje cuidasen de su regalo y el de sus compañeros, por ser diestras en acomodar al apetito la variedad de sus manjares, y en hacer el pan de maíz, cuya fábrica era desde su principio ministerio de mujeres.
Molían éstas el grano entre dos piedras, al modo de las que nos dio a conocer el uso del chocolate, y hecho harina lo reducían a masa, sin necesitar de levadura, y lo tendían o amoldaban sobre unos instrumentos como torteras de barro, de que se valían para darle en el fuego la última sazón: siendo éste el pan, de cuya abundancia proveyó Dios aquel nuevo mundo para suplir la falta del trigo, y un género de mantenimiento agradable al paladar sin ofensa del estómago. Venía con estas mujeres una india principal de buen talle y más que ordinaria hermosura, que recibió después con el bautismo el nombre de Marina, y fue tan necesaria en la conquista como veremos en su lugar.
Apartóse Hernán Cortés con el cacique y con los principales de su séquito, y les hizo un razonamiento con la voz de su intérprete, dándoles a entender: «como era vasallo y ministro de un poderoso monarca, y que su intento era hacerlos felices poniéndolos en la obediencia de su príncipe; reducirlos a la verdadera religión, y destruir los errores de su idolatría». Esforzó estas dos proposiciones con su natural elocuencia y con su autoridad, de modo que los indios quedaron persuadidos, o por lo menos inclinados a la razón. Su respuesta fue: «que tendrían a gran conveniencia suya el obedecer a un monarca, cuyo poder y grandeza se dejaba conocer en el valor de tales vasallos». Pero en el punto de la religión anduvieron más detenidos.
Hacíales fuerza el ver deshecho su ejército por tan pocos españoles, para dudar si estaban asistidos de algún Dios superior a los suyos; pero no se resolvían a confesarlo, ni en admitir entonces la duda hicieron poco por la verdad.
Instaban los pilotos en que se abreviase la partida, porque según sus observaciones, se aventuraba la armada en la detención. Y aunque Hernán Cortés sentía el apartarse de aquella gente hasta dejarla mejor instruida, se halló obligado a tratar del viaje. Y por venir cerca el Domingo de Ramos, señaló este día para la embarcación, disponiendo que se celebrase primero su festividad, según el rito de la Iglesia, observantísimo siempre en estas piedades religiosas; para cuyo efecto se fabricó un altar en el campo, y se cubrió de una enramada en forma de capilla, rústico, pero decente edificio, que tuvo la felicidad de segundo templo en Nueva España, y al mismo tiempo se iban embarcando bastimentos y caminando en las demás prevenciones del viaje. Ayudaban a todo los indios con oficiosa actividad, y el cacique asistía a Cortés con sus capitanes, durando todos en su veneración y convidando siempre con su obediencia, de cuya ocasión se valieron algunas veces el padre fray Bartolomé de Olmedo y el licenciado Juan Díaz para intentar reducirlos al camino de la verdad, prosiguiendo los buenos principios que dio Cortés a esta plática, y aprovechándose de los deseos de acertar que manifestaron en su respuesta: pero sólo encontraban en ellos una docilidad de rendidos, más inclinada a recibir otro Dios, que a dejar alguno de los suyos. Oían con agrado, y deseaban al parecer hacerse capaces de lo que oían, pero apenas se hallaba la razón admitida de la voluntad, cuando volvía arrojada del entendimiento. Lo más que pudieron conseguir entonces los dos sacerdotes fue dejarlos bien dispuestos, y conocer que pedía más tiempo la obra de habilitar su rudeza, para entenderse mejor con su ceguedad.
El domingo por la mañana acudieron innumerables indios de toda aquella comarca a ver la fiesta de los cristianos, y hecha la bendición de los ramos con la solemnidad que se acostumbra, se distribuyeron entre los soldados, y se ordenó la procesión, a que asistieron todos con igual modestia y devoción: digno espectáculo de mejor concurso, y que tendría algo de mayor realce a vista de aquella infidelidad, como sobresale o resalta la luz en la oposición de las sombras, pero no dejó de influir algún género de edificación en los mismos infieles, pues decían a voces, según lo refirió después Aguilar: «gran Dios debe ser éste a quien se rinden tanto unos hombres tan valerosos». Erraban el motivo, y sentían la verdad.
Acabada la misa, se despidió Cortés del cacique y de todos los indios principales, y volviendo a renovar la paz con mayores ofertas y demostraciones de amistad, ejecutó su embarcación, dejando aquella gente, en cuanto al rey, más obediente que sujeta, y en cuanto a la religión, con aquella parte de salud, que consiste en desear o no resistir el remedio.
Capítulo XXI
Prosigue Hernán Cortés su viaje; llegan los bajeles a San Juan de Ulúa; salta la gente en tierra y reciben embajada de los gobernadores de Motezuma; dase noticia de quién era doña Marina
El lunes siguiente al Domingo de Ramos se hicieron a la vela nuestros españoles, y siguiendo la costa con las proas al Poniente, dieron vista a la provincia de Guazacoalco, y reconocieron, sin detenerse en el río de Banderas, la isla de Sacrificios y los demás parajes que descubrió y desamparó Juan de Grijalva, cuyos sucesos iban refiriendo con presunción de noticiosos los soldados que le acompañaron; y Cortés aprendiendo en la infelicidad de aquella jornada lo que debía enmendar en la suya, con aquel género de prudencia que se aprovecha del error ajeno. Llegaron finalmente a San Juan de Ulúa el Jueves Santo a mediodía, y apenas aferraron las naves entre la isla y la tierra buscando el resguardo de los nortes, cuando vieron salir de la costa más vecina dos canoas grandes que en aquella se llamaban piraguas, y en ellas algunos indios que se fueron acercando con poco recelo a la armada, y daban a entender con esta seguridad y con algunos ademanes, que venían de paz y con necesidad de ser oídos.
Puestos a poca distancia de la capitana empezaron a hablar en otro idioma diferente, que no entendió Jerónimo de Aguilar; y fue grande la confusión en que se halló Hernán Cortés, sintiendo como estorbo capital de sus intentos el hallarse sin intérprete cuando más le había menester; pero no tardó el cielo en socorrer esta necesidad (grande artífice de traer como casuales las obras de su providencia). Hallábase cerca de los dos aquella india que llamaremos ya doña Marina, y conociendo en los semblantes de entrambos lo que discurrían o lo que ignoraban, dijo en lengua de Yucatán a Jerónimo de Aguilar, que aquellos indios hablaban la mejicana, y pedían audiencia al capitán de parte del gobernador de aquella provincia. Mandó con esta noticia Hernán Cortés que subiesen a su navío, y cobrándose del cuidado que venía de su mano la felicidad de hallarse ya con instrumento, tan fuera de su esperanza, para darse a entender en aquella tierra tan deseada.
Era doña Marina, según Bernal Díaz del Castillo, hija de un cacique de Guazacoalco, una de las provincias sujetas al rey de Méjico, que partía sus términos con la de Tabasco, y por ciertos accidentes de su fortuna, que refieren con variedad los autores, fue transportada en sus primeros años a Xicalango, plaza fuerte que se conservaba entonces en los confines de Yucatán, con presidio mejicano. Aquí se crió pobremente, desmentida en paños vulgares su nobleza, hasta que declinando más su fortuna vino a ser, por venta o por despojo de guerra, esclava del cacique de Tabasco, cuya liberalidad la puso en el dominio de Cortés. Hablábase en Guazacoalco y en Xicalango el idioma general de Méjico, y en Tabasco el de Yucatán, que sabía Jerónimo de Aguilar, con que se hallaba doña Marina capaz de ambas lenguas, y decía a los indios en la mejicana lo que Aguilar a ella en la de Yucatán, durando Hernán Cortés en este rodeo de hablar con dos intérpretes hasta que doña Marina aprendió la castellana, en que tardó pocos días, porque tenía rara viveza de espíritu y algunos dotes naturales que acordaban la calidad de su nacimiento. Antonio de Herrera dice que fue natural de Xalisco, trayéndola desde muy lejos a Tabasco, pues está Xalisco sobre el otro mar, en lo último de la Nueva Galicia. Pudo hallarlo así en Francisco López de Gómara, pero no sabemos por qué se aparta en esto y en otras noticias más sustanciales de Bernal Díaz del Castillo, cuya obra manuscrita tuvo a la mano, pues le sigue y le cita en muchas partes de su historia. Fue siempre doña Marina fidelísima intérprete de Hernán Cortés, y él la estrechó en esta confidencia por términos menos decentes que debiera, pues tuvo en ella un hijo que se llamó don Martín Cortés, y se puso el hábito de Santiago, calificando la nobleza de su madre: reprensible medio de asegurarla en su fidelidad, que dicen algunos tuvo parte de política; pero nosotros creeríamos antes que fue desacierto de una pasión mal corregida, y que no es nuevo en el mundo el llamarse razón de estado la flaqueza de la razón.
Lo que dijeron aquellos indios cuando llegaron a la presencia de Cortés fue: «que Pilpatoe y Teutile, gobernador el uno, y el otro capitán general de aquella provincia por el grande emperador Motezuma, los enviaban a saber del capitán de aquella con qué intento había surgido en sus costas, y a ofrecerle el socorro y la asistencia de que necesitase para continuar su viaje». Hernán Cortés los agasajó mucho, dioles algunas bujerías, hizo que los regalasen con manjares y vino de Castilla; y teniéndolos antes obligados que atentos les respondió: «que su venida era tratar, sin género de hostilidad, materias muy importantes a su príncipe y a toda su monarquía, para cuyo efecto se vería con sus gobernadores, y esperaba hallar en ellos la buena acogida que el año antes experimentaron los de su nación». Y tomando algunas noticias por mayor de la grandeza de Motezuma, de sus riquezas y forma de gobierno, los despidió contentos y asegurados.
El día siguiente, Viernes Santo, por la mañana, desembarcaron todos en la playa más vecina, y mandó Cortés que se sacasen a tierra los caballos y la artillería, y que los soldados repartidos en tropas hiciesen fajina sin descuidarse con las avenidas, y fabricasen número suficiente de barracas en que defenderse del sol, que ardía con bastante fuerza. Plantóse la artillería en parte que mandase la campaña, y tardaron poco en hallarse todos debajo de cubierto, porque acudieron al trabajo muchos indios que envió Teutile con bastimentos y orden para que ayudasen en aquella obra; los cuales fueron de grande alivio, porque traían sus instrumentos de pedernal con que cortaban las estacas y fijándolas en tierra, entretejían con ellas ramos y hojas de palma, formando las paredes y el techo con presteza y facilidad: maestros en este género de arquitectura que usaban en muchas partes para sus habitaciones, y menos bárbaros en medir sus edificios con la necesidad de la naturaleza que los que fabrican grandes palacios para que viva estrechamente su vanidad. Traían también algunas mantas de algodón que acomodaron sobre las barracas principales para que estuviesen más defendidas del sol; y en la mejor de ellas ordenó Hernán Cortés que se levantase un altar, sobre cuyos adornos se colocó una imagen de nuestra Señora, y se puso una cruz grande a la entrada: prevención para celebrar la Pascua, y primera atención de Cortés en que andaba siempre su cuidado compitiendo con el de los sacerdotes. Bernal Díaz del Castillo asienta que se dijo misa en este mismo altar el mismo día de la desembarcación, no creemos que el padre fray Bartolomé de Olmedo y el licenciado Juan Díaz ignorasen que no se podía decir en Viernes Santo. Fíase muchas veces de su memoria con sobrada celeridad; pero más se debe extrañar que le siga, o casi le traslade en esto Antonio de Herrera: sería en ambos inadvertencia, cuyo reparo nos obliga menos a la corrección ajena que a temer, para nuestra enseñanza, las facilidades de la pluma.
Súpose de aquellos indios que el general Teutile se hallaba con número considerable de gente militar, y andaba introduciendo con las armas el dominio de Motezuma en unos lugares recién conquistados de aquel paraje, cuyo gobierno político estaba a cargo de Pilpatoe; y la demostración de enviar bastimentos, y aquellos paisanos que ayudasen en la obra de las barracas tuvo, según lo que se pudo colegir, algo de artificio, porque se hallaban asombrados y recelosos de haber entendido el suceso de Tabasco, cuya noticia se había divulgado ya por todo el contorno, y considerándose con menores fuerzas, se valieron de aquellos presentes y socorros para obligar a los que no podían resistir: diligencias del temor que suele hacer liberales a los que no se atreven a ser enemigos.
Libro II
Capítulo I
Vienen el general Teutile y el gobernador Pilpatoe a visitar a Cortés en nombre de Motezuma. Dase cuenta de lo que pasó con ellos y con los pintores que andaban dibujando el ejército de los españoles
Pasáronse aquella noche y el día siguiente con más sosiego que descuido, acudiendo siempre algunos indios al trabajo del alojamiento, y a traer víveres a trueco de bujerías, sin que hubiese novedad, hasta que el primer día de la Pascua por la mañana vinieron Teutile y Pilpatoe con grande acompañamiento a visitar a Cortés, que los recibió con igual aparato, adornándose del respeto de sus capitanes y soldados, porque le pareció conveniente crecer en la autoridad para tratar con ministros de mayor príncipe. Pasadas las primeras cortesías y cumplimientos, en que cedieron los indios, y Cortés procuró templar la severidad con el agrado, los llevó consigo a la barraca mayor, que tenía veces de templo, por ser ya hora de los divinos oficios, haciendo que Aguilar y doña Marina les dijesen, que antes de proponerles el fin de su jornada quería cumplir con su religión, y encomendar al Dios de sus dioses el acierto de su proposición.
Celebróse luego la misa con toda la solemnidad que fue posible; cantóla fray Bartolomé de Olmedo, y la oficiaron el licenciado Juan Díaz, Jerónimo de Aguilar y algunos soldados que entendían el canto de la iglesia; asistiendo a todos aquellos indios con un género de asombro que, siendo efecto de la novedad, imitaba la devoción. Volvieron luego a la barraca de Cortés y comieron con él los dos gobernadores, poniéndose igual cuidado en el regalo y en la ostentación.
Acabado el banquete llamó Hernán Cortés a sus intérpretes, y no sin alguna entereza dijo: «Que su venida era tratar con el emperador Motezuma de parte de don Carlos de Austria, monarca del Oriente, materias de gran consideración, convenientes no sólo a su persona y estados, sino al bien de todos sus vasallos, para cuya introducción necesitaba de llegar a su real presencia, y esperaba ser admitido a ella con toda la benignidad y atención que se debía a la misma grandeza del rey que le enviaba.» Torcieron el semblante ambos gobernadores a esta proposición, oyéndola al parecer con desagrado, y antes de responder a ella mandó Teutile que trajesen a la barraca un regalo que tenía prevenido, y fueron entrando en ella hasta veinte o treinta indios cargados de bastimentos, ropas sutiles de algodón, plumas de varios colores, y una caja grande en que venían diferentes piezas de oro primorosamente labradas. Hizo su presente con despejo y urbanidad, y después de verle admitido y celebrado, se volvió a Cortés, y por medio de los mismos intérpretes le dijo: «que recibiese aquella pequeña demostración con que le agasajaban dos esclavos de Motezuma, que tenía orden para regalar a los extranjeros que llegasen a sus costas, pero que tratasen luego de proseguir su viaje, llevando entendido que el hablar a su príncipe era negocio muy arduo, y que no andaban menos liberales en darle de presente aquel desengaño, antes que experimentase la dificultad de su pretensión».
Replicóle Cortés con algún enfado: «que los reyes nunca negaban los oídos a las embajadas de otros reyes, ni sus ministros podían, sin consulta suya, tomar sobre sí tan atrevida resolución: que lo que en este caso les tocaba era avisar a Motezuma de su venida, para cuya diligencia les daría tiempo; pero que le avisasen también de que venía resuelto a verle, y con ánimo determinado de no salir de su tierra llevando desairada la representación de su rey». Puso en tanto cuidado a los indios esta animosa determinación de Cortés, que no se atrevieron a replicarle, antes le pidieron encarecidamente que no se moviese de aquel alojamiento hasta que llegase la respuesta de Motezuma, ofreciendo asistirle con todo lo que hubiese menester para el sustento de sus soldados.
Andaban a este tiempo algunos pintores mejicanos, que vinieron entre el acompañamiento de los dos gobernadores, copiando con gran diligencia sobre lienzos de algodón, que traían prevenidos y emprimados para este ministerio, las naves, los soldados, las armas, la artillería y los caballos, con todo lo demás que se hacía reparable a sus ojos, de cuya variedad de objeto formaban diferentes países de no despreciable dibujo y colorido.
Nuestro Bernal Díaz se alarga demasiado en la habilidad de estos pintores, pues dice que retrataron a todos los capitanes, y que iban muy parecidos los retratos. Pase por encarecimiento menos parecido a la verdad; porque dado que poseyesen con fundamento el arte de la pintura, tuvieron poco tiempo para detenerse a las prolijidades o primores de la imitación.
Hacíanse estas pinturas de orden de Teutile para avisar con ellas a Motezuma de aquella novedad, y a fin de facilitar su inteligencia iban poniendo a trechos algunos caracteres, con que al parecer explicaban y daban significación a lo pintado. Era éste su modo de escribir, porque no alcanzaron el uso de las letras, ni supieron fingir aquellas señales o elementos que inventaron otras naciones para retratar las sílabas y hacer visibles las palabras, pero se daban a entender con los pinceles, significando las cosas materiales con sus propias imágenes, y lo demás con números y señales significativas; en tal disposición, que el número, la letra y la figura formaban concepto, y daban entera la razón: primoroso artificio, de que se infiere su capacidad semejante a los jeroglíficos que practicaron los egipcios, siendo en ellos ostentación del ingenio lo que en estos indios estilo familiar, de que usaron con tanta destreza y felicidad los mejicanos, que tenían libros enteros de este género de caracteres y figuras legibles, en que conservaban la memoria de sus antigüedades, y daban a la posteridad los anales de sus reyes.
Llegó a noticia de Cortés la obra en que se ocupaban estos pintores, y salió a verlos no sin alguna admiración de su habilidad, pero advertido de que se iba dibujando en aquellos lienzos la consulta que Teutile formaba para que supiese Motezuma su proposición y las fuerzas con que se hallaba para mantenerla, reparó con la viveza de su ingenio, en que estaban con poca acción y movimiento aquellas imágenes mudas para que se entendiese por ellas el valor de sus soldados, y así resolvió ponerlos en ejercicio para dar mayor actividad o representación a la pintura.
Mandó con este fin que se tomasen las armas; puso en escuadrón toda su gente, hizo que se previniese la artillería, y diciendo a Teutile y a Pilpatoe que los quería festejar a la usanza de su tierra, montó a caballo con sus capitanes. Corriéronse primero algunas parejas, y después se formó una escaramuza con sus ademanes de guerra; en cuya novedad estuvieron los indios como embelesados y fuera de sí, porque reparando en la ferocidad obediente de aquellos brutos, pasaban a considerar algo más que natural en los hombres que los manejaban. Respondieron luego a una seña de Cortés los arcabuces, y poco después la artillería; creciendo al paso que se repetía y se aumentaba el estruendo, la turbación y el asombro de aquella gente, con tan varios efectos que unos se dejaron caer en tierra, otros empezaron a huir, y los más advertidos afectaban la admiración para disimular el miedo.
Asegurólos Hernán Cortés, dándoles a entender que entre los españoles eran así las fiestas militares, como quien deseaba hacer formidables las veras con el horror de los entretenimientos, y se reconoció luego que los pintores andaban inventando nuevas efigies y caracteres con que suplir lo que faltaba en sus lienzos. Dibujaban unos la gente armada y puesta en escuadrón; otros los caballos en su ejercicio y movimiento; figuraban con la llama y el humo el oficio de la artillería, y pintaban hasta el estruendo con la semejanza del rayo, sin omitir alguna de aquellas circunstancias espantosas que hablaban más derechamente con el cuidado de su rey.
Entretanto Cortés se volvió a su barraca con los gobernadores, y después de agasajarlos con algunas joyuelas de Castilla, dispuso un presente de varias preseas que remitiesen de su parte a Motezuma; para cuyo regalo se escogieron diferentes curiosidades del vidrio menos baladí o más resplandeciente, a que se añadió una camisa de Holanda, una gorra de terciopelo carmesí, adornada con una medalla de oro en que estaba la imagen de San Jorge, y una silla labrada de taracea, en que debieron de hacer tanto reparo los indios que se tuvo por alhaja de emperador. Con esta corta demostración de su liberalidad, que entre aquella gente pareció magnificencia, suavizó Hernán Cortés la dureza de su pretensión y despidió a los dos gobernadores igualmente agradecidos y cuidadosos.
Capítulo II
Vuelve la respuesta de Motezuma con un presente de mucha riqueza; pero negada la licencia que se pedía para ir a Méjico
Hicieron alto los indios a poca distancia del cuartel, y entraron al parecer en consulta sobre lo que debían obrar; porque resultó de esta detención el quedarse Pilpatoe a la mira de lo que obraban los españoles, para cuyo efecto, determinado el sitio, se formaron diferentes barracas, y en breves horas amaneció fundado un lugar en la campaña de considerable población. Prevínose luego Pilpatoe contra el reparo que podía causar esta novedad, avisando a Hernán Cortés que se quedaba en aquel paraje para cuidar de su regalo, y asistir mejor a las provisiones de su ejército; y aunque se conoció el artificio de este mensaje, porque su fin principal era estar a la vista del ejército y velar sobre sus movimientos, se les dejó el uso de su disimulación, sacando fruto del mismo pretexto, porque acudían con todo lo necesario, y los traía más puntuales y cuidadosos el recelo de que se llegase a entender su desconfianza.
Teutile pasó al lugar de su alojamiento, y despachó a Motezuma el aviso de lo que pasaba en aquella costa, remitiéndole con toda diligencia los lienzos que se pintaron de su orden y el regalo de Cortés. Tenían para este efecto los reyes de Méjico grande prevención de correos distribuidos por todos los caminos principales del reino, a cuyo ministerio aplicaban los indios más veloces, y los criaban cuidadosamente desde niños, señalando premios del erario público a favor de los que llegasen primero al sitio destinado; y el padre José de Acosta, fiel observador de las costumbres de aquella gente, dice que la escuela principal donde se agilitaban estos indios corredores, era el primer adoratorio de Méjico, donde estaba el ídolo sobre ciento veinte gradas de piedra, y ganaban el premio los que llegaban primero a sus pies. Notable ejercicio para enseñado en el templo; y sería ésta la menor indecencia de aquella miserable palestra. Mudábanse estos correos de lugar en lugar, como los caballos de nuestras postas, y hacían mayor diligencia, porque se iban sucediendo unos a otros antes de fatigarse: con que duraba sin cesar el primer ímpetu de la carrera.
En la historia general hallamos referido que llevó sus despachos y pinturas el mismo Teutile, y que volvió en siete días con la respuesta: sobrada ligereza para un general. No parece verosímil, habiendo sesenta leguas por el camino más breve desde Méjico a San Juan de Ulúa; ni se puede creer fácilmente que viniese a esta función el embajador mejicano, que nuestro Bernal Díaz llama Quintalbor, o los cien indios nobles con que le acompaña el rector de Villahermosa, pero esto hace poco en la sustancia. La respuesta llegó en siete días, número en que concuerdan todos, y Teutile vino con ella al cuartel de los españoles. Traía delante de sí un presente de Motezuma, que ocupaba los hombros de cien indios de carga; y antes de dar su embajada, hizo que se tendiesen sobre la tierra unas esteras de palma, que llamaban petates, y que sobre ellas se fuesen acomodando y poniendo, como en aparador, las alhajas de que se componía el presente.
Venían diferentes ropas de algodón tan delgadas y bien tejidas, que necesitaban del tacto para diferenciarse de la seda; cantidad de penachos, y otras curiosidades de pluma, cuya hermosa y natural variedad de colores, buscados en las aves exquisitas que produce aquella tierra, sobreponían y mezclaban con admirable prolijidad, distribuyendo los matices, y sirviéndose del claro y oscuro tan acertadamente, que sin necesitar de los colores artificiales ni valerse del pincel, llegaban a formar pintura, y se atrevían a la imitación del natural. Sacaron después muchas armas, arcos, flechas y rodelas de maderas extraordinarias. Dos láminas muy grandes de hechura circular, la una de oro, que mostraba entre sus relieves la imagen del Sol, y la otra de plata, en que venía figurada la Luna, y últimamente cantidad considerable de joyas y piezas de oro con alguna pedrería, collares, sortijas, y pendientes a su modo, y otros adornos de mayor peso en figuras de aves y animales, tan primorosamente labrados, que a vista del precio se dejaba reparar el artificio.
Luego que Teutile tuvo a la vista de los españoles toda esta riqueza, se volvió a Cortés, y haciendo seña a los intérpretes, le dijo: «que el grande emperador Motezuma le enviaba aquellas alhajas en agradecimiento de su regalo, y en fe de lo que estimaba la amistad de su rey, pero que no tenía por conveniente, ni entonces era posible según el estado presente de sus cosas, el conceder su beneplácito a la permisión que pedía para pasar a su corte». Cuya repulsa procuró Teutile honestar, fingiendo asperezas en el camino, indios indómitos, que tomarían las armas para embarazar el paso, y otras dificultades que traían muy descubierta la intención, y daban a entender con algún misterio, que había razón particular, y era ésta la que veremos después, para que Motezuma no se dejase ver de los españoles.
Agradeció Cortés el presente con palabras de toda veneración, y respondió a Teutile: «que no era su intento faltar a la obediencia de Motezuma, pero que tampoco le sería posible retroceder contra el decoro de su rey, ni dejar de persistir en su demanda con todo el empeño a que obligaba la reputación de una corona venerada y atendida entre los mayores príncipes de la Tierra». Discurriendo en este punto con tanta viveza y resolución, que los indios no se atrevieron a replicarle, antes le ofrecieron hacer segunda instancia a Motezuma: y él los despidió con otro regalo como el primero, dándoles a entender que esperaría sin moverse de aquel lugar la respuesta de su rey, pero que sentiría mucho que tardase, y hallarse obligado a solicitarla desde más cerca.
Admiró a todos los españoles el presente de Motezuma, pero no todos hicieron igual concepto de aquellas opulencias; antes discurrían con variedad, y porfiaban entre sí, no sin presunción de lo que discurrían. Unos entraban en esperanzas de mejor fortuna, prometiéndose grandes progresos de tan favorables principios; otros ponderaban la grandeza del presente, para colegir de ella el poder de Motezuma, y pasar con el discurso a la dificultad de la empresa; muchos acusaban absolutamente como temeridad el intentar con tan poca gente obra tan grande, y los más defendían el valor y la constancia de su capitán, dando por hecha la conquista, y entendiendo cada uno aquella prosperidad, según el afecto que predominaba en su ánimo: porfías y corrillos de soldados, donde se conoce mejor que en otras partes lo que puede el corazón con el entendimiento. Pero Hernán Cortés los dejaba discurrir sin manifestar su dictamen, hasta aconsejarse con el tiempo, y para no tener ociosa la gente, que es el mejor camino de tenerla menos discursiva, ordenó que saliesen dos bajeles a reconocer la costa y a buscar algún puerto o ensenada de mejor abrigo para la armada, que en aquel paraje estaba con poco resguardo contra los vientos septentrionales, y algún pedazo de tierra menos estéril donde acomodar el alojamiento, entretanto que llegase la respuesta de Motezuma, tomando pretexto de lo que padecía la gente en aquellos arenales, donde hería y reverberaba el sol con doblada fuerza, y había otra persecución de mosquitos que hacían menos tolerables las horas del descanso. Nombró por cabo de esta jornada al capitán Francisco de Montejo, y eligió los soldados que le habían de acompañar, entresacando los que se inclinaban menos a su opinión. Ordenóle que se alargase cuanto pudiese por el mismo rumbo que llevó el año antes en compañía de Grijalva, y que trajese observadas las poblaciones que se descubriesen desde la costa, sin salir a reconocerlas, señalándole diez días de término para la vuelta, por cuyo medio dispuso lo que parecía conveniente: dio que hacer a los inquietos, y entretuvo a los demás con la esperanza del alivio, quedando cuidadoso y desvelado entre la grandeza del intento y la cortedad de los medios, pero resuelto a mantenerse hasta ver todo el fondo a la dificultad, y tan dueño de sí, que desmentía la batalla interior con el sosiego y alegría del semblante.
Capítulo III
Dase cuenta de lo mal que se recibió en Méjico la porfía de Cortés, de quién era Motezuma, la grandeza de su imperio, y el estado en que se hallaba su monarquía cuando llegaron los españoles
Causó grande turbación en Méjico la segunda instancia de Cortés. Enojóse Motezuma, y propuso con el primer ímpetu acabar de una vez con aquellos extranjeros que se atrevían a porfiar contra su resolución; pero entrando después en mayor consideración, se cayó de ánimo, y ocupó el lugar de la ira la tristeza y la confusión. Llamó luego a sus ministros y parientes; hiciéronse misteriosas juntas; acudióse a los templos con públicos sacrificios; y el pueblo empezó a desconsolarse de ver tan cuidadoso a su rey, y tan asustados a los que tenían por su cuenta el gobierno: de que resultó el hablarse con poca reserva en la ruina de aquel imperio, y en las señales y presagios de que estaba según sus tradiciones amenazado. Pero ya parece necesario que averigüemos quién era Motezuma; qué estado tenía en esta sazón su monarquía; y por qué razón se asustaron tanto él y sus vasallos con la venida de los españoles.
Hallábase entonces en su mayor aumento el imperio de Méjico, cuyo dominio reconocían casi todas las provincias y regiones que se habían descubierto en la América septentrional, gobernadas entonces por él y por otros régulos o caciques tributarios suyos. Corría su longitud de Oriente a Poniente más de quinientas leguas; y su latitud de Norte a Sur llegaba por algunas partes a doscientas: tierra poblada, rica y abundante. Por el Oriente partía sus límites con el mar Atlántico, que hoy se llama del Norte, y discurría sobre sus aguas aquel largo espacio que hay desde Panuco a Yucatán. Por el Occidente tocaba con el otro mar, registrando el Océano Asiático, o sea el golfo de Anián, desde el cabo de Mendocino hasta los extremos de la Nueva Galicia. Por la parte del Mediodía se dilataba más, corriendo sobre el mar del Sur desde Acapulco a Guatemala, y llegaba a introducirse por Nicaragua en aquel istmo o estrecho de tierra que divide y engarza las dos Américas. Por la banda del Norte se alargaba hacia la parte de Panuco hasta comprender aquella provincia; pero se dejaba estrechar considerablemente de los montes o serranías que ocupaban los chichimecas y otomíes, gente bárbara sin república ni policía, que habitaba en las cavernas de la tierra, o en las quiebras de los peñascos, sustentándose de la caza y frutas de árboles silvestres; pero tan diestros en el uso de sus flechas, y en servirse de las asperezas y ventajas de la montaña, que resistieron varias veces a todo el poder mejicano, enemigos de la sujeción, que se contentaban con no dejarse vencer, y aspiraban sólo a conservar entre las fieras su libertad.
Creció este imperio de humildes principios a tan desmesurada grandeza en poco más de ciento y treinta años: porque los mejicanos, nación belicosa por naturaleza, se fueron haciendo lugar con las armas entre las demás naciones que poblaban aquella parte del mundo. Obedecieron primero a un capitán valeroso que los hizo soldados, y les dio a conocer la gloria militar: después eligieron rey, dando el supremo dominio al que tenía mayor crédito de valiente, porque no conocían otra virtud que la fortaleza, y si conocían otras, eran inferiores en su estimación. Observaron siempre esta costumbre de elegir por su rey al mayor soldado, sin atender a la sucesión, aunque en igualdad de hazañas prefería la sangre real; y la guerra que hacían los reyes, iba poco a poco ensanchando la monarquía. Tuvieron al principio de su parte la justicia de las armas, porque la opresión de sus confinantes los puso en términos de inculpable defensa, y el cielo favoreció su causa con los primeros sucesos; pero creciendo después el poder perdió la razón y se hizo tiranía.
Veremos los progresos de esta nación y sus grandes conquistas cuando hablemos de la serie de sus reyes, y esté menos pendiente la narración principal. Fue el undécimo de ellos, según lo pintaban sus anales, Motezuma, segundo de este nombre, varón señalado y venerable entre los mejicanos aun antes de reinar.
Era de la sangre real, y en su juventud siguió la guerra, donde se acreditó de valeroso y esforzado capitán con diferentes hazañas que le dieron grande opinión. Volvió a la corte algo elevado con estas lisonjas de la fama; y viéndose aplaudido y estimado como el primero de su nación, entró en esperanzas de empuñar el cetro en la primera elección: tratándose en lo interior de su ánimo como quien empezaba a coronarse con los pensamientos de la corona.
Puso luego toda su felicidad en ir ganando voluntades, a cuyo fin se sirvió de algunas artes de política: ciencia que no todas veces se desdeña de andar entre los bárbaros, y que antes suele hacerlos, cuando la razón que llaman de estado se apodera de la razón natural. Afectaba grande obediencia y veneración a su rey, y extraordinaria modestia y compostura en sus acciones y palabras: cuidando tanto de la gravedad y entereza del semblante, que solían decir los indios que le venía bien el nombre de Motezuma, que en su lengua significa príncipe sañudo, aunque procuraba templar esta severidad forzando el agrado con la liberalidad.
Acreditábase también de muy observante en el culto de su religión: poderoso medio para cautivar a los que se gobiernan por lo exterior; y con este fin labró en el templo más frecuentado un apartamiento a manera de tribuna, donde se recogía muy a la vista de todos, y se estaba muchas horas entregado a la devoción del aura popular, o colocando entre sus dioses el ídolo de su ambición.
Hízose tan venerable con este género de exterioridades, que cuando llegó el caso de morir el rey su antecesor, le dieron su voto sin controversia todos los electores, y le admitió el pueblo con grande aclamación. Tuvo sus ademanes de resistencia, dejándose buscar para lo que deseaba, y dio su aceptación con especies de repugnancia: pero apenas ocupó la silla imperial cuando cesó aquel artificio en que traía violentado su natural, y se fueron conociendo los vicios que andaban encubiertos con nombre de virtudes.
La primera acción en que manifestó su altivez fue despedir toda la familia real, que hasta él se componía de gente mediana y plebeya; y con pretexto de mayor decencia, se hizo servir de los nobles hasta en los ministerios menos decentes de su casa. Dejábase ver pocas veces de sus vasallos, y solamente lo muy necesario de sus ministros y criados, tomando el retiro y la melancolía como parte de la majestad. Para los que conseguían el llegar a su presencia inventó nuevas reverencias y ceremonias, extendiendo el respeto hasta los confines de la adoración. Persuadióse a que podía mandar en la libertad y en la vida de sus vasallos, y ejecutó grandes crueldades para persuadirlo a los demás.
Impuso nuevos tributos sin pública necesidad, que se repartían por cabezas entre aquella inmensidad de súbditos; y con tanto rigor, que hasta los pobres mendigos reconocían miserablemente el vasallaje, trayendo a sus erarios algunas cosas viles, que se recibían, y se arrojaban en su presencia.
Consiguió con estas violencias que le temiesen sus pueblos; pero como suelen andar juntos el temor y el aborrecimiento, se le rebelaron algunas provincias, a cuya sujeción salió personalmente, por ser tan celoso de su autoridad, que se ajustaba mal a que mandase otro en sus ejércitos; aunque no se le puede negar que tenía inclinación y espíritu militar. Sólo resistieron a su poder y se mantuvieron en su rebeldía las provincias de Mechoacán, Tlascala y Tepeaca; y solía decir él, que no las sojuzgaba porque había menester aquellos enemigos para proveerse de cautivos que aplicar a los sacrificios de sus dioses: tirano hasta en lo que sufría, o en lo que dejaba de castigar.
Había reinado catorce años cuando llegó a sus costas Hernán Cortés, y el último de ellos fue todo presagios y portentos de grande horror y admiración, ordenados o permitidos por el cielo para quebrantar aquellos ánimos feroces, y hacer menos imposible a los españoles aquella grande obra que con medios tan desiguales iba disponiendo y encaminando su providencia.
Capítulo IV
Refiérense diferentes prodigios y señales que se vieron en Méjico antes de que llegase Cortés, de que aprendieron los indios que se acercaba la ruina de aquel imperio
Sabido quién era Motezuma y el estado y grandeza de su imperio, resta inquirir los motivos en que se fundaron este príncipe y sus ministros para resistir porfiadamente a la instancia de Hernán Cortés: primera diligencia del demonio, y primera dificultad de la empresa. Luego que se tuvo en Méjico noticia de los españoles, cuando el año antes arribó a sus costas Juan de Grijalva, empezaron a verse en aquella tierra diferentes prodigios y señales de grande asombro, que pusieron a Motezuma en una como certidumbre de que se acercaba la ruina de su imperio, y a todos sus vasallos en igual confusión y desaliento.
Duró muchos días un cometa espantoso, de forma piramidal, que descubriéndose a la media noche, caminaba lentamente hasta lo más alto del cielo donde se deshacía con la presencia del sol.
Viose después en medio del día salir por el Poniente otro cometa o exalación a manera de una serpiente de fuego con tres cabezas, que corría velocísimamente hasta desaparecer por el horizonte contrapuesto, arrojando infinidad de centellas que se desvanecían en el aire.
La gran laguna de Méjico rompió sus márgenes, y salió impetuosamente a inundar la tierra, llevándose tras sí algunos edificios con un género de ondas que parecían herbores, sin que hubiese avenida o temporal a que atribuir este movimiento de las aguas. Encendióse de sí mismo uno de sus templos; y sin que se hallase el origen o la causa del incendio, ni medio con que apagarle, se vieron arder hasta las piedras…, y quedó todo reducido a poco más que ceniza. Oyéronse en el aire por diferentes partes voces lastimosas que pronosticaban el fin de aquella monarquía; y sonaba repetidamente el mismo vaticinio en las respuestas de los ídolos, pronunciando en ellos el demonio lo que pudo conjeturar de las causas naturales que andaban movidas; o lo que entendería quizá el autor de la naturaleza, que algunas veces le atormenta con hacerle instrumento de la verdad. Trajéronse a la presencia del rey diferentes monstruos de horrible y nunca vista deformidad, y denotaban grandes infortunios; que a su parecer contenían significación, y si se llamaron monstruos de lo que demuestran, como lo creyó la antigüedad que los puso este nombre, no era mucho que se tuviesen por presagios entre aquella gente bárbara, donde andaban juntas la ignorancia y la superstición.
Dos casos muy notables refieren las historias que acabaron de turbar el ánimo de Motezuma, y no son para omitidos, puesto que no los desestiman el padre José de Acosta, Juan Botero y otros escritores de juicio y autoridad. Cogieron unos pescadores cerca de la laguna de Méjico un pájaro monstruoso de extraordinaria hechura y tamaño, y dando estimación a la novedad, se le presentaron al rey. Era horrible su deformidad, y tenía sobre la cabeza una lámina resplandeciente a manera de espejo, donde reverberaba el sol con un género de luz maligna y melancólica. Reparó en ella Motezuma, y acercándose a reconocerla mejor, vio dentro una representación de la noche, entre cuya oscuridad se descubrían algunos espacios de cielo estrellado, tan distintamente figurados, que volvió los ojos al sol como quien no acababa de creer el día; y al ponerlos segunda vez en el espejo, halló en lugar de la noche otro mayor asombro, porque se le ofreció a la vista un ejército de gente armada que venía de la parte del Oriente haciendo grande estrago en los de su nación. Llamó a sus agoreros y sacerdotes para consultarles este prodigio, y el ave estuvo inmóvil hasta que muchos de ellos hicieron la misma experiencia; pero luego se les fue, o se les deshizo entre las manos, dejándoles otro agüero en el asombro de la fuga.
Pocos días después vino al palacio un labrador, tenido en opinión de hombre sencillo, que solicitó con porfiadas y misteriosas instancias la audiencia del rey. Fue introducido a su presencia después de varias consultas; y hechas sus humillaciones sin género de turbación ni encogimiento, le dijo en su idioma rústico pero con un género de libertad y elocuencia que daba a entender algún furor más que natural, o que no eran suyas sus palabras: «Ayer tarde, señor, estando en mi heredad ocupado en el beneficio de la tierra, vi un águila de extraordinaria grandeza que se abatió impetuosamente sobre mí, y arrebatándome entre sus garras, me llevó largo trecho por el aire hasta ponerme cerca de una gruta espaciosa, donde estaba un hombre con vestiduras reales durmiendo entre diversas flores y perfumes, con un pebete encendido en la mano. Acerquéme algo más y vi una imagen tuya, o fuese tu misma persona, que no sabré afirmarlo, aunque a mi parecer tenía libres los sentidos. Quise retirarme atemorizado y respetivo; pero una voz impetuosa me detuvo y me sobresaltó de nuevo, mandándome que te quitase el pebete de la mano, y le aplicase a una parte del muslo que tenías descubierta: rehusé cuanto pude el cometer semejante maldad; pero la misma voz, con horrible superioridad, me violentó a que obedeciese. Yo mismo, señor, sin poder resistir, hecho entonces del temor el atrevimiento, te apliqué el pebete encendido sobre el muslo, y tú sufriste el cauterio sin despertar ni hacer movimiento. Creyera que estabas muerto, si no se diera a conocer la vida en la misma quietud de tu respiración, declarándose el sosiego en falta de sentido; y luego me dijo aquella voz que al parecer se formaba en el viento: así duerme tu rey, entregado a sus delicias y vanidades, cuando tiene sobre sí el enojo de los dioses, y tantos enemigos que vienen de la otra parte del mundo a destruir su monarquía y su religión. Dirásle que despierte a remediar si puede las miserias y calamidades que le amenazan: y apenas pronunció esta razón que traigo impresa en la memoria, cuando me prendió el águila entre sus garras y me puso en mi heredad sin ofenderme. Yo cumplo así lo que me ordenan los dioses: despierta, señor, que los tiene irritados tu soberbia y tu crueldad. Despierta, digo otra vez, o mira cómo duermes, pues no te recuerdan los cauterios de tu conciencia; ni ya puedes ignorar que los clamores de tus pueblos llegaron al cielo primero que a tus oídos.»
Éstas o semejantes palabras dijo el villano, o el espíritu que hablaba en él, y volvió las espaldas con tanto denuedo, que nadie se atrevió a detenerle. Iba Motezuma con el primer movimiento de su ferocidad a mandar que le matasen, y le detuvo un nuevo dolor que sintió en el muslo, donde halló y reconocieron todos estampada la señal del fuego, cuya pavorosa demostración le dejó atemorizado y discursivo; pero con resolución de castigar al villano, sacrificándole a la aplacación de sus dioses: avisos o amonestaciones motivadas por el demonio que traían consigo el vicio de su origen, sirviendo más a la ira y a la obstinación, que al conocimiento de la culpa.
En ambos acontecimientos pudo tener alguna parte la credulidad de aquellos bárbaros, de cuya relación lo entendieron así los españoles. Dejamos su recurso a la verdad; pero no tenemos por inverosímil que el demonio se valiese de semejantes artificios para irritar a Motezuma contra los españoles y poner estorbos a la introducción del Evangelio: pues es cierto que pudo (suponiendo la permisión divina en el uso de su ciencia) fingir o fabricar estos fantasmas y apariciones monstruosas, o bien formarse aquellos cuerpos visibles, condensado el aire con la mezcla de otros elementos, o lo que más veces sucede, viciando los sentidos y engañando la imaginación, de que tenemos algunos ejemplos en las sobradas letras, que hacen creíbles los que se hallan del mismo género en las historias profanas.
Estas y otras señales portentosas que se vieron en Méjico y en diferentes partes del imperio, tenían tan abatido el ánimo de Motezuma, y tan asustados a los prudentes de su consejo, que cuando llegó la segunda embajada de Cortés, creyeron que tenían sobre sí toda la calamidad y ruina de que estaban amenazados.
Fueron largas las conferencias, y varios los pareceres. Unos se inclinaban a que viniendo aquella gente armada y forastera en tiempo de tantos prodigios, debía ser tratada como enemiga; porque el admitirla o el fiarse de ella, sería oponerse a la voluntad de sus dioses, que enviaban delante del golpe aquellos avisos para que procurasen evitarle. Otros andaban más detenidos o temerosos, y procuraban excusar el rompimiento, encareciendo el valor de los extranjeros, el rigor de sus armas y la ferocidad de los caballos; y trayendo a la memoria el estrago y mortandad que hicieron en Tabasco, de cuya guerra tuvieron luego noticia: y aunque no se persuadían a que fuesen inmortales, como lo publicaba el temor de aquellos vencidos, no acertaban a considerarlos como animales de su especie, ni dejaban de hallar en ellos alguna semejanza de sus dioses, por el manejo de los rayos con que a su parecer peleaban, y por el predominio con que se hacían obedecer de aquellos brutos que entendían sus órdenes y militaban de su parte.
Oyólos Motezuma; y mediando entre ambas opiniones, determinó que se negase a Cortés con toda resolución la licencia que pedía para venir a su corte, mandándole que desembarazase luego aquellas costas, y enviándole otro regalo como el antecedente para obligarle a obedecer. Pero que si esto no bastase a detenerle, se discurriría en los medios violentos, juntando un ejército poderoso, de tal calidad, que no se pudiese temer otro suceso como el de Tabasco; pues no se debía desestimar el corto número de aquellos extranjeros, en cuyas armas prodigiosas y valor extraordinario se conocían tantas ventajas, particularmente cuando llegaban a sus costas en tiempo tan calamitoso, y de tantas señales espantosas, que al parecer encarecían sus fuerzas, pues llegaban a merecer el cuidado y la prevención de sus dioses.
Capítulo V
Vuelve Francisco de Montejo con noticia del lugar de Quiabislan: llegan los embajadores de Motezuma y se despiden con desabrimiento: muévense algunos rumores entre los soldados, y Hernán Cortés usa de artificio para sosegarlos
Mientras duraban en la corte de Motezuma estos discursos melancólicos, trataba Hernán Cortés de adquirir noticias de la tierra, de ganar las voluntades de los indios que acudían al cuartel y de animar a sus soldados, procurando infundir en ellos aquellas grandes esperanzas que le anunciaba su corazón. Volvió de su viaje Francisco de Montejo, habiendo seguido la costa por espacio de algunas leguas la vuelta del Norte, y descubierto una población que se llamaba Quiabislan, situada en tierra fértil y cultivada, cerca de un paraje o ensenada bastantemente capaz, donde al parecer de los pilotos podían surgir los navíos, y mantenerse al abrigo de unos grandes peñascos en que desarmaba la fuerza de los vientos. Distaba este lugar de San Juan de Ulúa como doce leguas, y Hernán Cortés empezó a mirarle como sitio acomodado para mudar a él su alojamiento; pero antes que lo resolviese llegó la respuesta de Motezuma.
Vinieron Teutile y los cabos principales de sus tropas con aquellos braserillos de copal, y después de andar un rato envueltas en humo las cortesías, hizo demostración del presente, que fue algo menor; pero del mismo género de alhajas y piezas de oro que vinieron con la primera embajada: sólo traía de particular cuatro piedras verdes, al modo de esmeraldas, que llamaban chalcuítes; y dijo Teutile a Cortés con gran ponderación, que las enviaba Motezuma señaladamente para el rey de los españoles, por ser joyas de inestimable valor: encarecimiento de que se pudo hacer poco aprecio donde tenía el vidrio tanta estimación.
La embajada fue resuelta y desabrida, y el fin de ella despedir a los huéspedes, sin dejarles arbitrio para replicar. Era cerca de la noche, y al empezar su respuesta Hernán Cortés, hicieron en la barraca que servía de iglesia la señal del Ave María. Púsose de rodillas a rezarla, y a su imitación todos los que le asistían, de cuyo silencio y devoción quedaron admirados los indios; y Teutile preguntó a doña Marina la significación de aquella ceremonia. Entendiólo Cortés, y tuvo por conveniente que con ocasión de satisfacer a su curiosidad se les hablase algo en la religión. Tomó la mano el padre fray Bartolomé de Olmedo, y procuró ajustarse a su ceguedad, dándoles alguna escasa luz de los misterios de nuestra fe. Hizo lo que pudo su elocuencia para que entendiesen que sólo había un Dios, principio y fin de todas las cosas, y que en sus ídolos adoraban al demonio, enemigo mortal del género humano, vistiendo esta proposición con algunas razones fáciles de comprender, que escuchaban los indios con un género de atención, como que sentían la fuerza de la verdad. Y Hernán Cortés se valió de este principio para volver a su respuesta, diciendo a Teutile: «que uno de los puntos de su embajada, y el principal motivo que tenía su rey para proponer su amistad a Motezuma, era la obligación con que deben los príncipes cristianos oponerse a los errores de la idolatría, y lo que deseaba instruirle para que conociese la verdad, y ayudarle a salir de aquella esclavitud del demonio, tirano invisible de todos sus reinos, que en lo esencial le tenía sujeto y avasallado, aunque en lo exterior fuese tan poderoso monarca. Y que viniendo él de tierras tan distantes a negocios de semejante calidad, y en nombre de otro rey más poderoso, no podría dejar de hacer nuevos esfuerzos, y perseverar en sus instancias hasta conseguir que se le oyese, pues venía de paz como lo daba a entender el corto número de su gente, de cuya limitada prevención no se podían recelar mayores intentos».
Apenas oyó Teutile esta resolución de Cortés, cuando se levantó apresuradamente, y con un género de impaciencia entre cólera y turbación, le dijo: «que el gran Motezuma había usado hasta entonces de su benignidad, tratándole como a huésped; pero que determinándose a replicarle, sería suya la culpa si se hallase tratado como enemigo». Y sin esperar otra razón ni despedirse, volvió las espaldas, y partió de su presencia con paso acelerado, siguiéndole Pilpatoe y los demás que le acompañaban. Quedó Hernán Cortés algo embarazado al ver semejante resolución; pero tan en sí que volviendo a los suyos más inclinado a la risa que a la suspensión, les dijo: «veremos en qué para este desafío; que ya sabemos cómo pelean sus ejércitos, y las más veces son diligencias del temor las amenazas». Y entretanto que se recogía el presente, prosiguió dando a entender: «que no conseguirían aquellos bárbaros el comprar a tan corto precio la retirada de un ejército español, porque aquellas riquezas se debían mirar como dádivas fuera de tiempo, que traían más de flaquezas que de liberalidad». Así procuraba lograr las ocasiones de alentar a los suyos, y aquella noche, aunque no parecía verosímil que los mejicanos tuviesen prevenido ejército con que asaltar el cuartel, se doblaron las guardias, y se miró como contingente lo posible: que nunca sobra el cuidado en los capitanes, y muchas veces suele parecer ocioso, y salir necesario.
Luego que llegó el día se ofreció novedad considerable que ocasionó alguna turbación; porque se habían retirado la tierra adentro los indios que poblaban las barracas de Pilpatoe, y no parecía un hombre por toda la campaña. Faltaron también los que solían acudir, con bastimentos de las poblaciones comarcanas; y estos principios de necesidad, temida más que tolerada, bastaron para que se empezasen a desazonar algunos soldados, mirando como desacierto el detenerse a poblar en aquella tierra; de cuya murmuración se valieron para levantar la voz algunos parciales de Diego Velázquez, diciendo con menos recato en las conversaciones: «que Hernán Cortés quería perderlos, y pasar con su ambición adonde no alcanzaban sus fuerzas; que nadie podría excusar de temeridad el intento de mantenerse con tan poca gente en los dominios de un príncipe tan poderoso; y que ya era necesario que clamasen todos sobre volver a la isla de Cuba, para que se recibiesen la armada y el ejército, y se tomase aquella empresa con mayor fundamento».
Entendiólo Hernán Cortés, y valiéndose de sus amigos y confidentes, procuró examinar de qué opinión estaba el resto principal de su gente, y halló que tenía de su parte a los más y a los mejores, sobre cuya seguridad se dejó hallar de los malcontentos. Hablóle en nombre de todos Diego de Ordaz, y no sin alguna destemplanza, en que se dejaba conocer su pasión, le dijo: «que la gente del ejército estaba sumamente desconsolada, y en términos de romper el freno de la obediencia porque había llegado a entender que se trataba de proseguir aquella empresa; y que no se le podía negar la razón, porque ni el número de los soldados ni el estado de los bajeles, ni los bastimentos de reserva, ni las demás prevenciones tenían proporción con el intento de conquistar un imperio tan dilatado y tan poderoso; que nadie estaba tan mal consigo que se quisiese perder por capricho ajeno; y que ya era menester que tratase de dar la vuelta a la isla de Cuba, para que Diego Velázquez reforzase su armada, y tomase aquel empeño con mejor acuerdo y con mayores fuerzas».
Oyóle Hernán Cortés sin darse por ofendido, como pudiera, de la proposición y del estilo de ella; antes le respondió, sosegada la voz y el semblante: «que estimaba su advertencia, porque no sabía la desazón de los soldados; antes creía que estaban contentos y animosos, porque en aquella jornada no se podían quejar de la fortuna si no los tenía cansados la felicidad; pues un viaje tan sin zozobras, lisonjeado del mar y de los vientos; unos sucesos como los pudo fingir el deseo; tan conocidos favores del cielo en Cozumel; una victoria en Tabasco, y en aquella tierra tanto regalo y prosperidad, no eran antecedentes de que se debía inferir semejante desaliento, ni era de mucho garbo el desistir antes de ver la cara del peligro; particularmente cuando las dificultades solían parecer mayores desde lejos, y deshacerse luego en las manos los encarecimientos de la imaginación; pero que si la gente estaba ya tan desconfiada y temerosa como decía, sería locura fiarse de ella para una empresa tan dificultosa, y que así trataría luego de tomar la vuelta de la isla de Cuba, como se lo proponían; confesando que no le hacía tanta fuerza el ver esta opinión en el vulgo de los soldados, como el hallarla asegurada en el consejo de sus amigos». Con estas y otras palabras de este género, desarmó por entonces la intención de aquellos parciales inquietos, sin dejarles que desear hasta que llegase el tiempo de su desengaño; y con esta disimulación artificiosa, primor algunas veces permitido a la prudencia, dio a entender que cedía para dar mayores fuerzas a su resolución.
Capítulo VI
Publícase la jornada para la isla de Cuba: claman los soldados que tenía prevenidos Cortés: solicita su amistad el cacique de Zempoala; y últimamente hace la población
Poco rato después que se apartaron de Hernán Cortés Diego de Ordaz y los demás de su séquito, hizo que se publicase la jornada para la isla de Cuba, distribuyendo las órdenes para que se embarcasen los capitanes con sus compañías en los mismos bajeles de su cargo, y estuviesen a punto de partir el día siguiente al amanecer; pero no se divulgó bien entre los soldados esta resolución, cuando se conmovieron los que estaban prevenidos, diciendo a voces: «que Hernán Cortés los había llevado engañados, dándoles a entender que iban a poblar en aquella tierra, y que no querían salir de ella, ni volver a la isla de Cuba; a que añadían, que si él estaba en dictamen de retirarse, podría ejecutarlo con los que se ajustasen a seguirle; que a ellos no les faltaría alguno de aquellos caballeros que se encargase de su gobierno». Creció tanto y tan bien adornado este clamor, que se llevó tras sí a muchos de los que entraron violentos o persuadidos en la contraria facción; y fue menester que los mismos amigos de Cortés que movieron a los unos, apaciguasen a los otros. Alabaron su determinación, ofrecieron que hablarían a Cortés para que suspendiese la ejecución del viaje; y antes que se entibiase aquel reciente fervor de los ánimos, partieron a buscarle asistidos de mucha gente, «en cuya presencia le dijeron, levantando la voz: que el ejército estaba en términos de amotinarse sobre aquella novedad: quejáronse, o hicieron que se quejaban, de que hubiese tomado semejante resolución sin el consejo de sus capitanes: ponderábanle, como desaire indigno de españoles, el dejar aquella empresa en los primeros rumores de la dificultad, y el volver las espaldas antes de sacar la espada. Traíanle a la memoria lo que sucedió a Juan de Grijalva; pues todo el enojo de Diego Velázquez fue porque no hizo alguna población en la tierra que descubrió y se mantuvo en ella, por cuya resolución le trató de pusilánime y le quitó el gobierno de la armada». Y últimamente le dijeron lo que él mismo había dictado; y él lo escuchó como noticia en que hallaba novedad, y dejándose rogar y persuadir, hizo lo que deseaba, y dio a entender que se reducía. Respondióles: «que estaba mal informado, porque algunos de los más interesados en el acierto de aquella facción (y no los nombró por dar mayor misterio a su razón) le habían asegurado que toda la gente clamaba desconsoladamente sobre dejar aquella tierra y volverse a la isla de Cuba; y que de la misma suerte que tomó aquella resolución contra su dictamen, por complacer a sus soldados, se quedaría con mayor satisfacción suya, cuando los hallaba en opinión más conveniente al servicio de su rey, y a la obligación de buenos españoles; pero que tuviesen entendido que no quería soldados sin voluntad, ni era la guerra ejercicio de forzados; que cualquiera que tuviese por bien el retirarse a la isla de Cuba, podría ejecutarlo sin embarazo; y que desde luego mandaría prevenir embarcación y bastimentos para el viaje de todos los que no se ajustasen a seguir voluntariamente su fortuna». Tuvo grande aplauso esta resolución: oyóse aclamado el nombre de Cortés; llenóse el aire de voces y de sombreros, al modo que suelen explicar su contento los soldados; unos se alegraban porque lo sentían así; y otros por no diferenciarse de los que sentían lo mejor. Ninguno se atrevió por entonces a contradecir la población, ni los mismos que tomaron la voz de los malcontentos acertaban a volver por sí; pero Hernán Cortés oyó sus disculpas sin apurarlas, y guardó su queja para mejor ocasión.
Sucedió a este tiempo, que estando de centinela en una de las avenidas Bernal Díaz del Castillo y otro soldado, vieron asomar por el paraje más vecino a la playa cinco indios que venían caminando hacia el cuartel; y pareciéndoles poco número para poner en arma al ejército, los dejaron acercar. Detuviéronse a poca distancia, y dieron a entender con las señas, que venían de paz, y que traían embajada para el general de aquel ejército. Llevólos consigo Bernal Díaz, dejando a su compañero en el mismo sitio, para que cuidase de observar si los seguían algunas tropas. Recibiólos Hernán Cortés con toda gratitud, y mandando que los regalasen antes de oírlos, reparó en que parecían de otra nación, porque se diferenciaban de los mejicanos en el traje, aunque traían como ellos penetradas las orejas y el labio inferior de gruesos zarcillos y pendientes, que aun siendo de oro los afeaban. La lengua también sonaba con otro género de pronunciación, hasta que viniendo Aguilar y doña Marina, se conoció que hablaban en idioma diferente, y se tuvo a dicha que uno de ellos entendiese y pronunciase dificultosamente la lengua mejicana, por cuyo medio, no sin algún embarazo, se averiguó que los enviaba el señor de Zempoala, provincia poco distante para que visitasen de su parte al caudillo de aquella gente valerosa; porque habían llegado a sus oídos las maravillas que obraron sus armas en la provincia de Tabasco; y por ser príncipe guerrero y amigo de hombres valerosos deseaba su amistad, ponderando mucho la estimación que hacía su dueño de los grandes soldados, como quien procuraba que no se atribuyese al miedo lo que tenía mejor sonido en la inclinación.
Admitió Hernán Cortés con toda estimación la buena correspondencia y amistad que le proponían de parte de su cacique, teniendo a favor del cielo el recibir esta embajada en tiempo que estaba despedido y receloso de los mejicanos: celebrándola más cuando entendió que la provincia de Zempoala estaba en el paso de aquel lugar que descubrió desde la costa Francisco de Montejo, donde pensaba entonces mudar su alojamiento. Hizo algunas preguntas a los indios para informarse de la intención y fuerzas de aquel cacique; y una de ellas fue ¿cómo estando tan vecinos habían tardado tanto en venir con aquella proposición? A que respondieron, que no podían concurrir los de Zempoala donde asistían los mejicanos, cuyas crueldades se sufrían mal entre los de su nación.
No le sonó mal esta noticia a Hernán Cortés, y apurándola con alguna curiosidad, vino a entender que Motezuma era príncipe violento y aborrecible por su soberbia y tiranías, que tenía muchos de sus pueblos más atemorizados que sujetos, y que había por aquel paraje algunas provincias que deseaban sacudir el yugo de su dominio; con que se le hizo menos formidable su poder, y ocurrieron a su imaginación varias especies de ardides y caminos de aumentar su ejército, que le animaban confusamente. Lo primero que se le ofreció fue ponerse de parte de aquellos afligidos, y que no sería dificultoso ni fuera de razón el formar partido contra un tirano entre sus mismos rebeldes. Así lo discurrió entonces, y así le sucedió después, verificándose con otro ejemplo en la ruina de aquel imperio tan poderoso, que la mayor fuerza de los reyes consiste en el amor de sus vasallos. Despachó luego a los indios con algunas dádivas en señal de benevolencia, y les ofreció que iría brevemente a visitar a su dueño para establecer su amistad, y estar a su lado en cuanto necesitase de su asistencia.
Era su intento pasar por aquella provincia, y reconocer a Quiabislan, donde pensaba fundar su primera población, por los buenos informes que tenía de su fertilidad; pero le importaba para otros fines que iba madurando, adelantar la formación de su república en aquellas mismas barracas, suponiendo que se había de mudar la situación del pueblo a parte menos desacomodada. Comunicó su resolución a los capitanes de su confidencia; y suavizada por este medio la proposición, se convocó la gente para nombrar los ministros de gobierno, en cuya breve conferencia prevalecieron los que sabían el ánimo de Cortés, y salieron por alcaldes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo; por regidores Alonso Dávila, Pedro y Alonso de Alvarado, y Gonzalo de Sandoval; y por alguacil mayor y procurador general Juan de Escalante y Francisco Álvarez Chico. Nombróse también el escribano de ayuntamiento, con otros ministros inferiores; y hecho el juramento ordinario de guardar razón y justicia según su obligación, al mayor servicio de Dios y del rey, tomaron su posesión con la solemnidad que se acostumbra, y comenzaron a ejercer sus oficios, dando a la nueva población el nombre de la Villa Rica de la Vera-Cruz, cuyo título conservó después en la parte donde quedó situada, llamándola Villa Rica, en memoria del oro que se vio en aquella tierra, y de la Vera-Cruz, en reconocimiento de haber saltado en ella el viernes de la Cruz.
Asistió Hernán Cortés a estas funciones como uno de aquella república, haciendo por entonces persona de particular entre los demás vecinos; y aunque no podía fácilmente apartar de sí aquel género de superioridad, que suele consistir en la veneración ajena, procuraba autorizar con su respeto aquellos nuevos ministros, para introducir la obediencia en los demás, cuya modestia tenía en el fondo alguna razón de estado, porque le importaba la autoridad de aquel ayuntamiento, y la dependencia de aquellos súbditos, para que el brazo de la justicia y la voz del pueblo llenasen los vacíos de la jurisdicción militar, que residía en él por delegación de Diego Velázquez, y a la verdad estaba revocada, y se mantenía sobre flacos cimientos para entrar con ella en una empresa tan dificultosa: defecto que le traía cuidadoso, porque andaba disimulando entre los que le obedecían, y le embarazaba en su misma resolución para hacerse obedecer.
Capítulo VII
Renuncia Hernán Cortés, en el primer ayuntamiento que se hizo en la Vera-Cruz, el título de capitán general que tenía por Diego Velázquez: vuélvenle a elegir la villa y el pueblo
El día siguiente por la mañana se juntó el ayuntamiento, con pretexto de tratar algunos puntos concernientes a la conservación y aumento de aquella población, y poco después pidió licencia Hernán Cortés para entrar en él a proponer un negocio del mismo intento. Pusiéronse en pie los capitulares para recibirle, y él haciendo reverencia a la villa, pasó a tomar el asiento inmediato al primer regidor, y habló en esta sustancia, o poco diferente.
«Ya, señores, por la misericordia de Dios, tenemos en este consistorio representada la persona de nuestro rey, a quien debemos descubrir nuestros corazones, y decir sin artificio la verdad, que es el vasallaje en que más le reconocemos los hombres de bien. Yo vengo a vuestra presencia, como si llegara a la suya, sin otro fin que el de su servicio, en cuyo celo me permitiréis la ambición de no confesarme vuestro inferior. Discurriendo estáis en los medios de establecer esta nueva república; dichosa ya de estar pendiente de vuestra dirección. No será fuera de propósito que oigáis de mí lo que tengo premeditado y resuelto, para que no caminéis sobre algún presupuesto menos seguro, cuya falta os obligue a nuevo discurso y nueva resolución. Esta villa, que empieza hoy a crecer al abrigo de vuestro gobierno, se ha fundado en tierra no conocida y de grande población, donde se han visto ya señales de resistencia bastantes para creer que nos hallamos en una empresa dificultosa, donde necesitaremos igualmente del consejo y de las manos; y donde muchas veces habrá de proseguir la fuerza lo que empezare y no consiguiere la prudencia. No es tiempo de máximas políticas, ni de consejos desarmados. Vuestro primer cuidado debe atender a la conservación de este ejército que os sirve de muralla, y mi primera obligación es advertiros que no está hoy como debe, para fiarle nuestra seguridad y nuestras esperanzas. Bien sabemos que yo no gobierno el ejército, sin otro título que un nombramiento de Diego Velázquez, que fue con poca intermisión escrito y revocado. Dejo aparte la sinrazón de su desconfianza, por ser de otro propósito, pero no puedo negar que la jurisdicción militar, de que tanto necesitamos, se conserva hoy en mí contra la voluntad de su dueño, y se funda en un título violento, que trae consigo mal disimulada la flaqueza de su origen. No ignoran este defecto los soldados, ni yo tengo tan humilde el espíritu, que quiera mandarlos con autoridad escrupulosa; ni es el empeño en que nos hallamos para entrar en él con un ejército que se mantiene más en la costumbre de obedecer, que en la razón de la obediencia. A vosotros, señores, toca el remedio de este inconveniente; y el ayuntamiento, en quien reside hoy la representación de nuestro rey, puede en su real nombre proveer el gobierno de sus armas, eligiendo persona en quien no concurran estas nulidades. Muchos sujetos hay en el ejército capaces de esta ocupación, y en cualquiera que tenga otro género de autoridad, o que la reciba de vuestra mano, estará mejor empleado. Yo desisto desde luego del derecho que pudo comunicarme la posesión, y renuncio en vuestras manos el título que me puso en ella, para que discurráis con todo el arbitrio en vuestra elección, y puedo aseguraros, que toda mi ambición se reduce al acierto de nuestra empresa; y que sabré, sin violentarme, acomodar la pica en la mano que deja el bastón; que si en la guerra se aprende el mandar obedeciendo, también hay casos en que el haber mandado enseña a obedecer.»
Dicho esto arrojó sobre la mesa el título de Diego Velázquez, besó el bastón, y dejándole entregado a los alcaldes, se retiró a su barraca. No debía de llevar inquieto el ánimo con la incertidumbre del suceso, porque tenía dispuestas las cosas de manera, que aventuró poco en esta resolución; pero no carece de alabanza la hidalguía del reparo, y el arte con que apartó de sí la debilidad o menos decencia de su autoridad. Los capitulares se detuvieron poco en su elección, porque algunos tendrían meditado lo que habían de proponer, y otros no hallarían qué replicar. Votaron todos que se admitiese la dejación de Cortés; pero que se le debía obligar a que tomase de nuevo a su cargo el gobierno del ejército, dándole su título la villa en nombre del rey, por el tiempo y en el ínterin que su majestad otra cosa ordenase; y resolvieron que se comunicase al pueblo la nueva elección, para ver cómo se recibía, o porque no se dudaba de su beneplácito. Convocóse la gente a voz de pregonero, y publicada la renunciación de Cortés y el acuerdo del ayuntamiento, se oyó el aplauso que se esperaba o el que se había prevenido. Fueron grandes las aclamaciones y el regocijo de la gente: unos vitoreaban al ayuntamiento por su buena elección; otros pedían a Cortés, como si se le negaran; y si algunos eran de contrario sentir, o fingían contento a voces, o cuidaban de que no se hiciese reparar el silencio. Hecha esta diligencia partieron los alcaldes y regidores llevando tras sí la mayor parte de aquellos soldados, que ya representaban el pueblo, a la barraca de Hernán Cortés, y le dijeron o notificaron que la Villa Rica de la Vera-Cruz, en nombre del rey don Carlos, y con sabiduría y aprobación de sus vecinos en consejo abierto, le había elegido y nombrado por gobernador del ejército de Nueva España; y en caso necesario le requería y ordenaba que se encargase de esta ocupación, por ser así conveniente al bien público de la villa y al mayor servicio de su majestad.
Aceptó Hernán Cortés con grande urbanidad y estimación el nuevo cargo, que así le llamaba, para diferenciarle hasta en el nombre del que había renunciado; y empezó a gobernar la milicia con otro género de seguridad interior, que hacía sus efectos en la obediencia de los soldados.
Sintieron esta novedad con grande imprudencia los dependientes de Diego Velázquez, porque no se ajustaron a disimular su pasión, ni supieron ceder a la corriente cuando no la podían contrastar. Procuraban desautorizar al ayuntamiento, y desacreditar a Cortés, culpando su ambición, y hablando con desprecio de los engañados que no la conocían. Y como la murmuración tiene oculto el veneno, y no sé qué dominio sobre la inclinación de los oídos, se hacía lugar en las conversaciones; y no faltaba quien la escuchase y procurase adelantar. Hizo lo que pudo Hernán Cortés para remediar en los principios este inconveniente, no sin recelo de que se llevase tras sí a los inquietos, o perturbase a los fáciles de inquietar. Tenía ya experimentado el poco fruto de su paciencia, y que los medios suaves le producían contrarios efectos, poniendo el daño de por calidad; y así determinó valerse del rigor, que suele ser más poderoso con los atrevidos. Mandó que se hiciesen algunas prisiones, y que públicamente fuesen llevados a la armada y puestos en cadena Diego de Ordaz, Pedro Escudero y Juan Velázquez de León. Puso grande terror en el ejército esta demostración, y él trataba de aumentarle, diciendo con entereza y resolución, que los prendía por sediciosos y turbadores de la quietud pública; y que había de proceder contra ellos hasta que pagasen con la cabeza su obstinación: en cuya severidad, o verdadera o afectada, se mantuvo algunos días, sin llegar a lo estrecho de la justicia; porque deseaba más su enmienda que su castigo. Estuvieron al principio sin comunicación, pero después se la concedió dando a entender que la toleraba; y se valió mañosamente de esta permisión para introducir algunos de sus confidentes, que procurasen reducirlos y ponerlos en razón, como lo consiguió con el tiempo, dejándose desenojar tan autorizadamente, que los hizo sus amigos, y estuvieron a su lado en todos los accidentes que se le ofrecieron después.
Capítulo VIII
Marchan los españoles, y parte la armada de vuelta de Quiabislan: entran de paso en Zempoala, donde les hace buena acogida el cacique, y se toma nueva noticia de las tiranías de Motezuma
Luego que se ejecutaron estas prisiones, salió Pedro de Alvarado con cien hombres a reconocer la tierra y traer algunas vituallas, porque ya se hacía sentir la falta de los indios que proveían el ejército. Ordenósele que no hiciese hostilidad, ni llegase a las armas sin necesidad, en que le pusiesen la defensa o la provocación; y tuvo suerte de ejecutarlo así con poca diligencia, porque a breve distancia se halló en unos pueblos o caseríos, cuyos moradores le dejaron libre la entrada huyendo a los bosques. Reconociéronse las casas, que estaban desiertas de gente, pero bien proveídas de maíz, gallinas y otros bastimentos; y sin hacer daño en los edificios ni en las alhajas, tomaron los soldados lo que habían menester, como adquirido con el derecho de la necesidad, y volvieron al cuartel cargados y contentos.
Dispuso luego su marcha Hernán Cortés como lo tenía resuelto, y partieron los bajeles a la ensenada de Quiabislan, y él siguió por tierra el camino Zempoala, dando el costado derecho a la costa; y echó sus batidores delante que reconociesen la campaña, previniendo advertidamente los accidentes que se podían ofrecer, en tierra donde fuera descuido la seguridad.
Halláronse a pocas horas sobre el río de Zempoala, en cuya vecindad se situó después la villa de la Vera-Cruz, y porque iba profundo, fue necesario recoger algunas canoas y embarcaciones de pescadores que hallaron en la orilla, donde pasó la gente, dejando nadar a los caballos. Vencida esta dificultad, llegaron a unos pueblos del distrito de Zempoala, según se averiguó después, y no se tuvo a buena señal el hallarlos desamparados, no sólo de los indios, sino de sus alhajas y mantenimientos, con indicios de fuga prevenida y cuidadosa: sólo dejaron en sus adoratorios diferentes ídolos, varios instrumentos o cuchillos de pedernal, y arrojados por el suelo algunos despojos miserables de víctimas humanas, que hicieron a un tiempo lástima y horror.
Aquí fue donde se vieron la primera vez, no sin admiración, los libros mejicanos, de que dejamos hecha mención.
Había tres o cuatro en los adoratorios, que debían de contener los ritos de su religión, y eran de una membrana larga o lienzo barnizado, que plegaban en iguales dobleces, de modo que cada doblez formaba una hoja, y todos juntos componían el volumen; parecidos a los nuestros por la vista exterior, y por el texto escritos o dibujados con aquel género de imágenes y cifras que dieron a conocer los pintores de Teutile.
Alojóse luego el ejército en las mejores casas, y se pasó la noche no sin alguna incomodidad, prevenidas las armas, y con centinelas a lo largo, en cuyo desvelo sosegaban los demás.
El día siguiente se volvió a la marcha en la misma ordenanza por el camino más hollado que declinaba la vuelta del Poniente, con algún desvío de la costa; y en toda la mañana no se halló persona de quien tomar lengua, ni más que una soledad sospechosa, cuyo silencio les hacía ruido en la imaginación y en el cuidado. Hasta que entrando en unos pocos prados de grande amenidad, se descubrieron doce indios, que venían en busca de Hernán Cortés con un regalo de gallinas y pan de maíz que le enviaba el cacique de Zempoala, pidiéndole con encarecimiento que no dejase de llegar a su pueblo, donde tenía prevenido alojamiento para su gente, y sería regalado con mayor liberalidad. Súpose de estos indios, que el lugar donde residía su cacique distaba un sol de aquel paraje, que en su lengua era lo mismo que un día de marcha; porque no conocían la división de las leguas, y medían la distancia con los soles, contando el tiempo, y no los pasos del camino. Despachó Cortés a seis indios con grande estimación del regalo y de la oferta, quedándose con los otros seis para que le guiasen, y para hacerles algunas preguntas; porque no acababa de reducirse a la sinceridad de este agasajo, que no esperado parecía poco seguro.
Aquella noche se hizo alto en un pueblo de corta vecindad, cuyos moradores anduvieron solícitos en el hospedaje de los españoles, y al parecer poco recelosos; de cuya quietud se conjeturaba que estarían de paz los de su nación, y no se engañó la esperanza, aunque suele consolarse con facilidad. A la mañana se movió el ejército con la frente a Zempoala, dejándose llevar de los guías con la cautela y prevención conveniente. Y al declinar el día, estando ya cerca del pueblo, vinieron veinte indios al recibimiento de Cortés, galanes a su modo; y hechas sus ceremonias, dijeron: «que no salía con ellos su cacique por estar impedido; y así los enviaba para que cumpliesen por él con aquella demostración, quedando con mucho deseo de conocer a tan valerosos huéspedes, y recibir con su amistad a los que ya tenía en su inclinación».
Era lugar de grande población y de hermosa vista, situado entre dos ríos que fertilizaban la campaña, bajando de lo alto de unas sierras poco distantes, de frondosa y apacible aspereza: los edificios eran de piedra, cubiertos o adornados con un género de cal muy blanca y resplandeciente, de agradables y suntuosos lejos; tanto que uno de los batidores que iban delante volvió aceleradamente, diciendo a voces que las paredes eran de plata, de cuyo engaño se hizo grande fiesta en el ejército, y pudo ser que lo creyesen entonces los que después se burlaban de su credulidad.
Estaban las plazas y las calles ocupadas de innumerable pueblo, que concurrió a ver la entrada, sin armas que pudiesen dar cuidado ni otro rumor que el de la muchedumbre. Salió el cacique a la puerta de su palacio, y era su impedimento una gordura monstruosa que le oprimía y le desfiguraba. Fuese acercando con dificultad, apoyado en los brazos de algunos indios nobles, que al parecer le daban todo el movimiento. Su traje, sobre cuerpo desnudo, una manta de fino algodón, enriquecida con varias joyas y pendientes, de que traía también empedradas las orejas y los labios: príncipe de rara hechura, en quien hacían notable consonancia el peso y la gravedad. Fue necesario que Cortés detuviese la risa de los soldados; y porque tenía que reprimir en sí, dio la orden con forzada severidad; pero luego que empezó el cacique su razonamiento, recibiendo con los brazos a Cortés, y agasajando a los demás capitanes, dio a conocer su buena razón, y ganó por el oído la estimación de los ojos. Habló concertadamente, y cortó la plática de los cumplimientos con despejo y discreción, diciendo a Cortés que se retirase a descansar del camino y alojar su gente, que después le visitaría en su cuartel, para que hablasen más despacio en los intereses comunes.
Tenían prevenido el alojamiento en unos patios de grandes aposentos, donde pudieron acomodarse todos con bastante desahogo, y fueron asistidos con abundancia de cuanto hubieron menester. Envió después el cacique a prevenir su visita con un regalo de alhajas de oro y otras curiosidades, que valdrían hasta dos mil pesos, y vino a poco rato con lucido acompañamiento en unas andas que traían sobre sus hombros los más principales de su familia, y tendrían entonces esta dignidad los más robustos. Salió Cortés a recibirle asistido de sus capitanes, y dándole la puerta y el lugar, se retiró con él y con sus intérpretes, porque le pareció conveniente hablarle sin testigos. Y después de hacerle aquella oración acostumbrada sobre el intento de su venida, la grandeza de su rey y los errores de la idolatría, pasé a decirle: «que uno de los fines de aquel ejército valeroso era deshacer agravios, castigar violencias y ponerse de parte de la justicia y de la razón», tocando este punto advertidamente, porque deseaba introducirle poco a poco en la queja de Motezuma, y ver, según las premisas que traía, lo que podía fiar de su indignación. Conocióse luego en la variación del semblante que se le había tocado en la herida, y antes de resolverse a la respuesta empezó a suspirar como quien sentía la dificultad de quejarse; pero después venció la pasión, y prorrumpiendo en lamentos de su infelicidad le dijo: «que todos los caciques de aquella comarca se hallaban en miserable y vergonzosa esclavitud, gimiendo entre las violencias y tiranías de Motezuma, sin fuerzas para volver por sí, ni espíritu para discurrir en el remedio: que se hacía servir y adorar de sus vasallos como uno de sus dioses, y quería que se venerasen sus violencias y sin razones como decretos celestiales; pero que no era su ánimo proponerle que se aventurase a favorecerlos, porque Motezuma tenía mucho poder y muchas fuerzas para que se resolviese, con tan poca obligación, a declararse por su enemigo; ni sería en él buena urbanidad pretender su benevolencia, vendiendo a tan costoso precio tan corto servicio».
Procuró Hernán Cortés consolarle, dándole a entender: «que temería poco las fuerzas de Motezuma, porque las suyas tenían al cielo de su parte y natural predominio contra los tiranos; pero que necesitaba de pasar luego a Quiabislan, donde le hallarían los oprimidos y menesterosos, que teniendo la razón de su parte necesitasen de sus armas; cuya noticia podría comunicar a sus amigos y confederados, asegurando a todos que Motezuma dejaría de ofenderlos, o no lo podría conseguir mientras él asistiese a su defensa». Con esto se despidieron los dos, y Hernán Cortés trató luego de su marcha, dejando ganada la voluntad de este cacique, y celebrando para consigo la mejoría de sus intentos, que por aquellos lejos o espacios de la imaginación iban pareciendo posibles.
Capítulo IX
Prosiguen los españoles su marcha desde Zempoala a Quiabislan: refiérese lo que pasó en la entrada de esta villa, donde se halla nueva noticia de la inquietud de aquellas provincias, y se prenden seis ministros de Motezuma
Al tiempo de partir el ejército se hallaron prevenidos cuatrocientos indios de carga para que llevasen las valijas y los bastimentos, y ayudasen a conducir la artillería, que fue grande alivio para los soldados; y se ponderaba como atención extraordinaria del cacique, hasta que se supo de doña Marina que entre aquellos señores de vasallos era estilo corriente asistir a los ejércitos de sus aliados con este género de bagajes humanos, que en su lengua se llamaban Tamenes, y tenían por oficio el caminar de cinco a seis leguas con dos o tres arrobas de peso. Era la tierra que se iba descubriendo amena y deliciosa, parte ocupada con la población natural de grandes arboledas, y parte fertilizada con el beneficio de las semillas, a cuya vista caminaban nuestros españoles alegres y divertidos, celebrando la dicha de pisar una campaña tan abundante. Halláronse al caer del sol cerca de un lugarcillo despoblado, donde se hizo mansión por excusar el inconveniente de entrar de noche en Quiabislan, adonde llegaron el día siguiente a las diez de la mañana.
Descubríanse a largo trecho sus edificios sobre una eminencia de peñascos, que al parecer servían de muralla: sitio fuerte por naturaleza, de surtidas estrechas y pendientes, que se hallaron sin resistencia y se penetraron con dificultad. Habíanse retirado el cacique y los vecinos para averiguar desde lejos la intención de nuestra gente, y el ejército fue ocupando la villa sin hallar persona de quien informarse, hasta que llegando a una plaza donde tenían sus adoratorios, le salieron al encuentro catorce o quince indios de traje más que plebeyo, con grande prevención de reverencias y perfumes, y anduvieron un rato afectando cortesía y seguridad, o procurando esconder el temor en el respeto: afectos parecidos y fáciles de equivocar. Animólos Hernán Cortés, tratándolos con mucho agrado, y les dio algunas cuentas de vidrio azules y verdes; moneda que por sus efectos se estimaba ya entre los mismos que la conocían, con cuyo agasajo se cobraron del susto que disimulaban, y dieron a entender: «que su cacique se había retirado advertidamente por no llamar la guerra con ponerse en defensa, ni aventurar su persona, fiándose de gente armada que no conocía; y que con este ejemplo no fue posible impedir la fuga de los vecinos menos obligados a esperar el riesgo: acción a que se habían ofrecido ellos como personas de más porte y mayor osadía; pero que en sabiendo todos la benignidad de tan honrados huéspedes volverían a poblar sus casas, y tendrían amucha felicidad el servirlos y obedecerlos». Asegurólos de nuevo Hernán Cortés, y luego que partieron con esta noticia, encargó mucho a sus soldados el buen pasaje de los indios, cuya confianza se conoció tan presto, que aquella misma noche vinieron algunas familias, y en breve tiempo estuvo el lugar con todos sus moradores.
Entró después el cacique, trayendo al de Zempoala por su padrino, ambos en sus andas o literas sobre hombros humanos. Disculpó el de Zempoala, no sin alguna discreción, a su vecino, y a pocos lances se introdujeron ellos mismos en las quejas de Motezuma, refiriendo con impaciencia, y algunas veces con lágrimas, sus tiranías y crueldades, la congoja de sus pueblos y la desesperación de sus nobles, a que añadió el de Zempoala por última ponderación: «es tan soberbio y tan feroz este monstruo, que sobre apurarnos y empobrecernos con sus tributos, formando sus riquezas de nuestras calamidades, quiere también mandar en la honra de sus vasallos, quitándonos violentamente las hijas y las mujeres para manchar con nuestra sangre las aras de sus dioses, después de sacrificarlas a otros usos más crueles de menos honestos».
Procuró Hernán Cortés alentarlos y disponerlos para entrar en su confederación; pero al mismo tiempo que trataba de inquirir sus fuerzas y el número de gente que tomaría las armas en defensa de la libertad, llegaron dos o tres indios muy sobresaltados, y hablando con ellos al oído los pusieron en tanta confusión que se levantaron perdido el ánimo y el color, y se fueron a paso largo sin despedirse ni acabar la razón. Súpose luego la causa de su turbación, porque se vieron pasar por el mismo cuartel de los españoles seis ministros o comisarios reales de aquellos que andaban por el reino cobrando y recogiendo los tributos de Motezuma. Venían adornados con mucha pompa de plumas y pendientes de oro, sobre delgado y limpio algodón, y con bastante número de criados o ministros inferiores, que moviendo, según la necesidad, unos abanicos grandes hechos de la misma pluma, les comunicaban el aire o la sombra con oficiosa inquietud. Salió Cortés a la puerta con sus capitanes, y ellos pasaron sin hacerle cortesía, vario el semblante entre la indignación y el desprecio; de cuya soberbia quedaron con algún remordimiento los soldados, y partieran a castigarla si él no los reprimiera, contentándose por entonces con enviar a doña Marina con guardia suficiente para que se informase de lo que obraban.
Entendióse por este medio que asentada su audiencia en la casa de la villa, hicieron llamar a los caciques, y los reprendieron públicamente con grande aspereza el atrevimiento de haber admitido en sus pueblos una gente forastera enemiga de su rey; y que además del servicio ordinario a que estaban obligados, les pedían veinte indios para sacrificar a sus dioses en satisfacción y enmienda de semejante delito.
Llamó Hernán Cortés a los dos caciques, enviando algunos soldados que sin hacer ruido los trajesen a su presencia, y dándoles a entender que penetraba lo más oculto de sus intentos, para autorizar con este misterio su proposición, les dijo: «que ya sabía la violencia de aquellos comisarios, y que sin otra culpa que haber admitido su ejército trataban de imponerles nuevos tributos de sangre humana: que ya no era tiempo de semejantes abominaciones, ni él permitiría que a sus ojos se ejecutase tan horrible precepto; antes les ordenaba precisamente que, juntando su gente, fuesen luego a prenderlos, y dejasen a cuenta de sus armas la defensa de lo que obrasen por su consejo».
Deteníanse los caciques, rehusando entrar en ejecución tan violenta, como envilecidos con la costumbre de sufrir el dolor y respetar el azote; pero Hernán Cortés repitió su orden con tanta resolución, que pasaron luego a ejecutarla, y con grande aplauso de los indios fueron puestos aquellos bárbaros en un género de cepos que usaban en sus cárceles muy desacomodados, porque prendían el delincuente por la garganta, obligando los hombros a forcejear con el peso para el desahogo de la respiración. Eran dignas de risa las demostraciones de entereza y rectitud con que volvieron los caciques a dar cuenta de su hazaña, porque trataban de ajusticiarlos aquel mismo día, según la pena que señalaban sus leyes contra los traidores; y viendo que no se les permitía tanto, pedían licencia para sacrificarlos a sus dioses como por vía de menor atrocidad.
Asegurada la prisión con guardia bastante de soldados españoles, se retiró Hernán Cortés a su alojamiento, y entró en consulta consigo sobre lo que debía obrar para salir del empeño en que se hallaba de amparar y defender aquellos caciques del daño que les amenazaba por haberle obedecido; pero no quisiera desconfiar enteramente a Motezuma, ni dejar de tenerle pendiente y cuidadoso. Hacíale disonancia el tomar las armas para defender la razón escrupulosa de unos vasallos quejosos de su rey, dejando sin nueva provocación o mejor pretexto el camino de la paz. Y por otra parte consideraba como punto necesario el mantener aquel partido que se iba formando por si llegase el caso de haberle menester. Tuvo finalmente por lo más acertado cumplir con Motezuma, sacando mérito de suspender los efectos de aquel desacato, y dándose a entender que por lo menos cumpliría consigo en no fomentar la sedición, ni servirse de ella hasta la última necesidad. Lo que resultó de esta conferencia interior, que le tuvo algunas horas desvelado, fue mandar a la media noche que le trajesen dos de los prisioneros con todo recato, y recibiéndolos benignamente les dijo, como quien no quería que le atribuyesen lo que habían padecido, que los llamaba para ponerlos en libertad, y que en fe de que la recibían únicamente de su mano, podrían asegurar a su príncipe: «que con toda brevedad procuraría enviarle los otros compañeros suyos que quedaban en poder de los caciques; para cuya enmienda y reducción obraría lo que fuese de su mayor servicio, porque deseaba la paz, y merecerle con su respeto y atenciones toda la gratitud que se le debía por embajador y ministro de mayor príncipe». No se atrevían los indios a ponerse en camino, temiendo que los matasen o volviesen a prender en el paso, y fue menester asegurarlos con alguna escolta de soldados españoles que los guiasen a la vecina ensenada donde se hallaban los bajeles, con orden para que en uno de los esquifes los sacasen de los términos de Zempoala.
Vinieron a la mañana los caciques muy sobresaltados y pesarosos de que se hubiesen escapado los dos prisioneros, y Hernán Cortés recibió la noticia con señas de novedad y sentimiento, culpándolos de poco vigilantes, y con este motivo mandó en su presencia que los otros fuesen llevados a la armada, como quien tomaba por suya la importancia de aquella prisión, y secretamente ordenó a los cabos marítimos que los tratasen bien, teniéndolos contentos y seguros; con lo cual dejó confiados a los caciques sin olvidar la satisfacción de Motezuma, cuyo poder tan ponderado y temido entre aquellos indios, le tenía cuidadoso; y así procuraba ocurrir a todo, conservando aquel partido sin empeñarse demasiado en él, ni perder de vista los accidentes que le podrían poner en obligación de abrazarle: grande artífice de medir lo que disponía con lo que recelaba, y prudente capitán el que sabe caminar en alcance de las contingencias, y madrugar con el discurso para quitar la fuerza o la novedad a los sucesos.
Capítulo X
Vienen a dar la obediencia y ofrecerse a Cortés los caciques de la serranía: edifícase y pónese en defensa la villa de la Vera-Cruz, donde llegan nuevos embajadores de Motezuma
Divulgóse por aquellos contornos la benignidad y agradable trato de los españoles, y los dos caciques de Zempoala y Quiabislan avisaron a sus amigos y confederados de la felicidad en que se hallaban libres de tributos, y afianzada su libertad con el amparo de una gente invencible que entendía los pensamientos de los hombres, y que parecía de superior naturaleza; con que pasó la palabra, y fue, como suele, adquiriendo fuerzas la fama, en cuyo lenguaje tiene sus adicciones la verdad o se confunde con el encarecimiento. Ya se decía públicamente por aquellos pueblos que habitaban sus dioses en Quiabislan, vibrando rayos contra Motezuma, y duró algunos días esta credulidad entre los indios, cuya engañada veneración facilitó mucho los principios de aquella conquista; pero no se apartaban totalmente de la verdad en mirar como enviados del cielo a los que por decreto y ordenación suya venían a ser instrumentos de su salud: aprensión de su rudeza, en que pudo mezclarse alguna luz superior dispensada en favor de su misma sinceridad.
Creció tanto esta opinión de los españoles, y suena tan bien el nombre de la libertad a los oprimidos, que en pocos días vinieron a Quiabislan más de treinta caciques, dueños de la montaña que estaba a la vista, donde había numerosas poblaciones de unos indios que llamaban totonaques, gente rústica, de diferente lengua y costumbres, pero robusta y no sin presunción de valiente. Dieron todos la obediencia, ofrecieron sus huestes, y en la forma que se les propuso juraron fidelidad y vasallaje al señor de los españoles, de que se recibió auto solemne ante el escribano del ayuntamiento. Dice Antonio de Herrera que pasaría de cien mil hombres la gente de armas que ofrecieron estos caciques: no la contó Bernal Díaz del Castillo, ni llegó el caso de alistarla: sería grande el número por ser muchos los pueblos, y fáciles de mover contra Motezuma, particularmente cuando la serranía constaba de indios belicosos, recién sujetos o mal conquistados.
Hecho este género de confederación, se retiraron los caciques a sus casas, prontos a obedecer lo que se les ordenase; y Hernán Cortés trató de dar asiento a la Villa Rica de la Vera-Cruz, que hasta entonces se movía con el ejército, aunque observaba sus distinciones de república. Eligióse el sitio en lo llano, entre la mar y Quiabislan, media legua de esta población, tierra que convidaba con su fertilidad; abundante de agua y copiosa de árboles, cuya vecindad facilitaba el corte de madera para los edificios. Abriéronse las zanjas, empezando por el templo: repartiéronse los oficiales carpinteros y albañiles que venían con plaza de soldados, y ayudando los indios de Zempoala y Quiabislan con igual maña y actividad, se fueron levantando las casas de humilde arquitectura que miraban más al cubierto que a la comodidad. Formóse luego el recinto de la muralla con sus traveses de tapia corpulenta; bastante reparo contra las armas de los indios; y en que aquella tierra tuvo alguna propiedad el nombre que se le dio de fortaleza. Asistían a la obra con la mano y con el hombro los soldados principales del ejército; y trabajaba como todos Hernán Cortés, pendiente al parecer de su tarea, o no contento con aquella escasa diligencia que basta en el superior para el ejemplo.
Entretanto llegaron a Méjico los primeros avisos de que estaban los españoles en Zempoala, admitidos por aquel cacique, hombre a su parecer de fidelidad sospechosa, y de vecinos poco seguros; cuya noticia irritó de suerte a Motezuma, que propuso juntar sus fuerzas y salir personalmente a castigar este delito de los zempoales, y poner debajo del yugo a las demás naciones de la serranía; prendiendo vivos a los españoles destinados ya en su imaginación para un solemne sacrificio de sus dioses.
Pero al mismo tiempo que se empezaban a disponer las grandes prevenciones de esta jornada, llegaron a Méjico los dos indios que despachó Cortés desde Quiabislan, y refirieron el suceso de su prisión, y que debían su libertad al caudillo de los extranjeros, y el haberlos puesto en camino para que le representasen cuánto deseaba la paz, y cuán lejos estaba su ánimo de hacerle algún deservicio; encareciendo su benignidad y mansedumbre con tanta ponderación, que pudiera conocerse de las alabanzas que daban a Cortés el miedo que tuvieron a los caciques.
Mudaron semblante las cosas con esta novedad: mitigóse la ira de Motezuma, cesaron las prevenciones de la guerra, y se volvió a tentar el camino del ruego, procurando desviar el intento de Cortés con nueva embajada y regalo, a cuyo temperamento se inclinó con facilidad; porque en medio de su irritación y soberbia no podía olvidar las señales del cielo, y las respuestas de sus ídolos que miraba como agüeros de su jornada, o por lo menos le obligaban a la dilación del rompimiento, procurando entenderse con su temor; de manera que los hombres le tuviesen por prudencia, y los dioses por obsequio.
Llegó esta embajada cuando se hallaba perfeccionando la nueva población y fortaleza de la Vera-Cruz. Vinieron con ella dos mancebos de poca edad sobrinos de Motezuma, asistidos de cuatro caciques ancianos que los encaminaban como consejeros, y los autorizaban con su respeto. Era lucido el acompañamiento, y traían un regalo de oro, pluma y algodón que valdría dos mil pesos. El razonamiento de los embajadores fue: «Que el grande emperador Motezuma, habiendo entendido la inobediencia de aquellos caciques, y el atrevimiento de prender y maltratar a sus ministros, tenía prevenido un ejército poderoso para venir personalmente a castigarlos, y lo había suspendido por no hallarse obligado a romper con los españoles, cuya amistad deseaba, y a cuyo capitán debía estimar y agradecer la atención de enviarle aquellos dos criados suyos, sacándolos de prisión tan rigurosa. Pero que después de quedar con toda confianza de que obraría lo mismo en la libertad de sus compañeros, no podía dejar de quejarse amigablemente de que un hombre tan valeroso y tan puesto en razón se acomodase a vivir entre sus rebeldes, haciéndolos más insolentes con la sombra de sus armas, y siendo poco menos que aprobar la traición el dar atrevimiento a los traidores; por cuya consideración le pedía que se apartase luego de aquella tierra para que pudiera entrar en ella su castigo sin ofensa de su amistad; y con el mismo buen corazón le amonestaba que no tratase de pasar a su corte, por ser grandes los estorbos y peligros de esta jornada.» En cuya ponderación se alargaron con misteriosa prolijidad, por ser ésta la particular advertencia de su instrucción.
Hernán Cortés recibió la embajada y el regalo con respeto y estimación; y antes de dar su respuesta, mandó que entrasen los cuatro ministros presos que hizo traer de la armada prevenidamente: y captando la benevolencia de los embajadores, con la acción de entregárselos bien tratados y agradecidos, les dijo en sustancia: «que el error de los caciques de Zempoala y Quiabislan quedaba enmendado con la restitución de aquellos ministros, y él muy gustoso de acreditar con ella su atención, y dar a Motezuma esta señal de su obediencia: que no dejaba de conocer y confesar el atrevimiento de la prisión, aunque pudiera disculparle con el exceso de los mismos ministros: pues no contentos con los tributos debidos a su corona, pedían con propia autoridad veinte indios de muerte para sus sacrificios: dura proposición, y abuso que no podían tolerar los españoles por ser hijos de otra religión más amiga de la piedad y de la naturaleza: que él se hallaba obligado de aquellos caciques, porque le admitieron y albergaron en sus tierras, cuando sus gobernadores Teutile y Pilpatoe le abandonaron desabridamente, faltando a la hospitalidad y al derecho de las gentes: acción que se obraría sin su orden, y le sería desagradable; o por lo menos él lo debía entender así, porque mirando a la paz, deseaba enflaquecer la razón de su queja; que aquella tierra ni la serranía de los totonaques, no se moverían en deservicio suyo, ni él se lo permitiría, porque los cacique estaban a su devoción, y no saldrían de sus órdenes, por cuyo motivo se hallaba en obligación de interceder por ellos para que se les perdonase la resistencia que hicieron a sus ministros por la acción de haber admitido y alejado su ejército; y que en lo demás sólo podía responder, que cuando consiguiese la dicha de acercarse a sus pies, se conocería la importancia de su embajada: sin que le hiciese fuerza los estorbos y peligros que le representaban, porque los españoles no conocían al temor; antes se azoraban y encendían con los impedimentos, como enseñados a grandes peligros y hechos a buscar la gloria entre las dificultades».
Con esta breve y resuelta oración en que se debe notar la constancia de Hernán Cortés, y el arte con que procuraba dar estimación a sus intentos, respondió a los embajadores que partieron muy agasajados y ricos de bujerías castellanas; llevando para su rey en forma de presente otra magnificencia del mismo género.
Reconocióse que iban cuidadosos de no haber conseguido que se retirase aquel ejército, a cuyo punto caminaban todas las líneas de su negociación. Ganóse mucho crédito con esta embajada entre aquellas naciones, porque se confirmaron en la opinión de que venía en la persona de Hernán Cortés alguna deidad, y no de las menos poderosas; pues Motezuma, cuya soberbia se desdeñaba de doblar la rodilla en la presencia de sus dioses, le buscaba con aquel rendimiento, y solicitaba su amistad con dádivas que a su parecer serían poco menos que sacrificios: de cuya notable aprensión resultó que perdiesen mucha parte del miedo que tenían a su rey, entregándose con mayor sujeción a la obediencia de los españoles. Y hasta la desproporción de semejante delirio fue menester para que una obra tan admirable como la que se intentaba con fuerzas tan limitadas, se fuese haciendo posible con estas permisiones del Altísimo sin dejarla toda en términos de milagro, o en descrédito de temeridad.
Capítulo XI
Mueven los zempoales con engaño las armas de Hernán Cortés contra los de Zimpacingo sus enemigos: hácelos amigos, y deja reducida aquella tierra
Poco después vino a la Vera-Cruz el cacique de Zempoala en compañía de algunos indios principales que traía como testigos de su proposición; y dijo a Hernán Cortés, que ya llegaba el caso de amparar y defender su tierra; porque unas tropas de gente mejicana habían hecho pie en Zimpacingo, lugar fuerte que distaría de allí poco menos de dos soles, y salían a correr la campaña, destruyendo los sembrados, y haciendo en su distrito algunas hostilidades con que al parecer daban principio a su venganza. Hallábase Hernán Cortés empeñado en favorecer a los zempoales para mantener el crédito de sus ofertas: parecióle que no sería bien dejar consentido a sus ojos aquel atrevimiento de los mejicanos; y que en caso de ser algunas tropas avanzadas del ejército de Motezuma, convendría enviarlas escarmentadas; para que desanimasen a los de su nación; a cuyo efecto determinó salir personalmente a esta facción; entrando en el empeño con alguna ligereza, porque no conocía los engaños y mentiras de aquella gente (vicio capital entre los indios), y se dejó llevar de lo verosímil con poco examen de la verdad. Ofrecióles que saldría luego con su ejército a castigar aquellos enemigos que turbaban la quietud de sus aliados, y mandando que le previniesen indios de carga para el bagaje y la artillería, dispuso brevemente su archa, y partió la vuelta de Zimpacingo con cuatrocientos soldados, dejando a los demás en el presidio de la Vera-Cruz.
Al pasar por Zempoala halló dos mil indios de guerra que le tenía prevenidos el cacique para que sirviesen debajo de su mano en esta jornada, divididos en cuatro escuadrones o capitanías, con sus cabos, insignias y armas a la usanza de su milicia. Agradecióle mucho Hernán Cortés la providencia de este socorro; y aunque le dio a entender que no necesitaba de aquellos soldados suyos para una empresa de tan poco cuidado, los dejó ir por lo que sucediese, como quien se lo permitía para darles parte en la gloria del suceso.
Aquella noche se alojaron en unas estancias tres leguas de Zimpacingo, y otro día a poco más de las tres de la tarde se descubrió esta población en lo alto de una colina, ramo de la sierra entre grandes peñas que escondían parte de los edificios, y amenazaban desde lejos con la dificultad del camino. Empezaron los españoles a vencer la aspereza del monte, no sin trabajo considerable, porque recelosos de dar en alguna emboscada, se iban doblando y desfilando a voluntad del terreno; pero los zempoales, o más diestros, o menos embarazados en lo estrecho de las sendas, se adelantaron con un género de ímpetu que parecía valor, siendo venganza y latrocinio. Hallóse obligado Hernán Cortés a mandar que hiciesen alto, a tiempo que estaban ya dentro del pueblo tropas de su vanguardia.
Fue prosiguiendo la marcha sin resistencia; y cuando ya se trataba de asaltar la villa por diferentes partes, salieron de ella ocho sacerdotes ancianos que buscaban al capitán de aquel ejército, a cuya presencia llegaron haciendo grandes sumisiones y pronunciando algunas palabras humildes y asustadas que sin necesitar de los intérpretes, sonaban a rendimiento. Era su traje o su ornamento unas mantas negras, cuyos extremos llegaban al suelo, y por la parte superior se recogían y plegaban al cuello, dejando suelto un pedazo en forma de capilla con que abrigaban la cabeza, largo hasta los hombros el cabello, salpicado y endurecido con la sangre humana de los sacrificios, cuyas manchas conservaban supersticiosamente en el rostro y en las manos, porque no les era lícito lavarse: propios ministros de dioses inmundos, cuya torpeza se dejaba conocer en estas y otras deformidades.
Dieron principio a su oración, preguntando a Cortés: «¿por qué resistencia, o por qué delito merecían los pobres habitadores de aquel pueblo inocente la indignación o el castigo de una gente conocida ya por su clemencia en aquellos contornos?» Respondióles: «que no trataba de ofender a los vecinos del pueblo, sino de castigar a los mejicanos que se albergaban en él y salían a infestar las tierras de sus amigos».
A que replicaron: «que la gente de guerra mejicana que asistía de guarnición en Zimpacingo, se había retirado, huyendo la tierra adentro luego que se divulgó la prisión de los ministros de Motezuma, ejecutada en Quiabislan; y que si venía contra ellos por influencia o sugestión de aquellos indios que le acompañaban, tuviese entendido que los zempoales eran sus enemigos, y que le traían engañado, fingiendo aquellas correrías de los mejicanos para destruirlos y hacerle instrumento de su venganza».
Averiguóse fácilmente con la turbación y frívolas disculpas de los mismos cabos zempoales que decían verdad estos sacerdotes; y Hernán Cortés sintió el engaño como desaire de sus armas, enojado a un tiempo con la malicia de los indios, y con su propia sinceridad; pero acudiendo con el discurso a lo que más importaba en aquel caso, mandó prontamente que los capitanes Cristóbal de Olid y Pedro de Alvarado fuesen con sus compañías a recoger los indios que se adelantaron a entrar en el pueblo, los cuales andaban ya cebados en el pillaje, y tenían hecha considerable presa de ropa y alhajas y maniatados algunos prisioneros. Fueron traídos al ejército, cargados afrentosamente de su mismo robo, y venían en su alcance los miserables despojados clamando por su hacienda; para cuya satisfacción y consuelo mandó Hernán Cortés que se desatasen los prisioneros, y que la ropa se entregase a los sacerdotes para que la restituyesen a sus dueños. Y llamando a los capitanes y cabos de los zempoales, reprendió públicamente su atrevimiento con palabras de grande indignación, dándoles a entender que habían incurrido en pena de muerte por el delito de obligarle a mover el ejército para conseguir su venganza: y haciéndose rogar de los capitanes españoles que tenía prevenidos para que le templasen y detuviesen, les concedió el perdón por aquella vez, encareciendo la hazaña de su mansedumbre; aunque a la verdad no se atrevió por entonces a castigarlos con el rigor que merecían, pareciéndole que entre aquellos nuevos amigos tenía sus inconvenientes la satisfacción de la justicia, o peligraban menos los excesos de la clemencia.
Hecha esta demostración que le dio crédito con ambas naciones, ordenó que los zempoales se acuartelasen fuera del poblado, y él entró con sus españoles en el lugar, donde tuvo aplausos de libertador, y le visitaron luego en su alojamiento el cacique de Zimpacingo y otros del contorno, los cuales convidaron con su amistad y su obediencia, reconociendo por su rey al príncipe de los españoles, amado ya con fervorosa emulación en aquella tierra, donde le iba ganando súbditos cierto género de razón que les suministraba entonces el aborrecimiento de Motezuma.
Trató después de ajustar las disensiones que traían entre sí aquellos indios con los de Zempoala, cuyo principio fue sobre división de términos y celos de jurisdicción que anduvo primero entre los caciques, y ya se había hecho rencor de los vecinos, viviendo unos y otros en continua hostilidad, para cuyo efecto dio forma en la composición de sus diferencias; y tomando a su cuenta el beneplácito del señor de Zempoala, consiguió el hacerlos amigos, y tomó la vuelta de la Vera-Cruz, dejando adelantado su partido con la obediencia de nuevos caciques, y apagada la enemistad de sus parciales, cuya desunión pudiera embarazarle para servirse de ellos: con que sacó utilidad, y halló conveniencia en el mismo desacierto de su jornada; siendo este fruto que suelen producir los errores, uno de los desengaños de la prudencia humana, cuyas disposiciones se quedan las más veces en la primera región de las cosas.
Capítulo XII
Vuelven los españoles a Zempoala, donde se consigue el derribar los ídolos con alguna resistencia de los indios, y queda hecho templo de Nuestra Señora el principal de sus adoratorios
Estaba el cacique de Zempoala esperando a Cortés en una casería poco distante de su pueblo con grande prevención de vituallas y manjares, para dar un refresco a su gente; pero muy avergonzado y pesaroso de que se hubiese descubierto su engaño. Quiso disculparse, y Hernán Cortés no se lo permitió diciéndole que ya venía desenojado, y que sólo deseaba la enmienda, única satisfacción de los delitos perdonados. Pasaron luego al lugar donde le tenía prevenido segundo presente de ocho doncellas, vistosamente adornadas: era la una sobrina suya, y la traía destinada para que Hernán Cortés le honrase recibiéndola por su mujer; y las otras para que las repartiese a sus capitanes como le pareciese, haciendo este ofrecimiento como quien deseaba estrechar su amistad con los vínculos de la sangre. Respondióle que estimaba mucho aquella demostración de su voluntad y de su ánimo; pero que no era lícito a los españoles el admitir mujeres de otra religión, por cuya causa suspendía el recibirlas hasta que fuesen cristianas. Y con esta ocasión le apretó de nuevo en que dejase la idolatría, porque no podía ser buen amigo suyo quien se quedaba su contrario en lo más esencial; y como le tenía por hombre de razón, entró con alguna confianza en el intento de convencerle y reducirle; pero él estuvo tan lejos de abrir los ojos, o sentir la fuerza de la verdad, que fiado en la presunción de su entendimiento, quiso argumentar en defensa de sus dioses, y Hernán Cortés se enfadó con él, dejándose llevar del celo de la religión, y le volvió las espaldas con algún desabrimiento.
Ocurrió en esta sazón una de las festividades más solemnes de sus ídolos; y los zempoales se juntaron, no sin algún recato de los españoles, en el principal de sus adoratorios, donde se celebró un sacrificio de sangre humana, cuya horrible función se ejecutaba por mano de los sacerdotes con las ceremonias que veremos en su lugar. Vendíanse después a pedazos aquellas víctimas infelices, y se compraban y apetecían como sagrados manjares: bestialidad abominable en la gula, y peor en la devoción. Vieron parte de este destrozo algunos españoles que vinieron a Cortés con la noticia de su escándalo; y fue tan grande su irritación, que se le conoció luego en el semblante la piadosa turbación de su ánimo. Cesaron a vista de mayor causa los motivos que obligaron a conservar aquellos confederados; y como tiene también sus primeros ímpetus la ira cuando se acompaña con la razón, prorrumpió en amenazas, mandando que tomasen las armas sus soldados, y que le llamasen al cacique y a los demás indios principales que solían asistirle; y luego que llegaron a su presencia, marchó con ellos al adoratorio, llevando en orden su gente.
Salieron a la puerta de él los sacerdotes que estaban ya recelosos del suceso, y a grandes voces empezaron a convocar el pueblo en defensa de sus dioses; a cuyo tiempo se dejaron ver algunas tropas de indios armados, que según se entendió después, habían prevenido los mismos sacerdotes, porque temieron alguna violencia, dando por descubierto el sacrificio que tanto aborrecían los españoles. Era de alguna consideración el número de la gente que iba ocupando las bocas de las calles; pero Hernán Cortés, poco embarazado en estos accidentes, mandó que doña Marina dijese en voz alta, que a la primera flecha que disparasen, haría degollar al cacique y a los demás zempoales que tenía en su poder, y después daría permisión a sus soldados para que castigasen a sangre y fuego aquel atrevimiento. Temblaron los indios al terror de semejante amenaza; y temblando como todos el cacique, mandó a grandes voces que dejasen las armas y se retirasen, cuyo precepto se ejecutó apresuradamente, conociéndose en la prontitud con que desaparecieron lo que deseaba su temor parecer obediencia.
Quedóse Hernán Cortés con el cacique y con los de su séquito, y llamando a los sacerdotes, oró contra la idolatría con más que militar elocuencia: «animólos para que no le oyesen atemorizados: procuró servirse de los términos suaves, y que callase la violencia donde hablaba la razón; lastimóse con ellos del engaño en que vivían; quejóse de que siendo sus amigos, no le diesen crédito en lo que más les importaba; ponderóles lo que deseaba su bien, y de las caricias que hablan con el corazón, pasó a los motivos que hablaban con el entendimiento; hízoles manifiesta demostración de sus errores; púsoles delante, casi en forma visible, la verdad; y últimamente les dijo que venía resuelto a destruir aquellos simulacros del demonio y que esta obra le sería más acepta, si ellos mismos la ejecutasen por sus manos»: a cuyo intento los persuadía y animaba para que subiesen por las gradas del templo a derribar los ídolos; pero ellos se contristaron de manera con esta proposición, que sólo respondían con el llanto y el gemido, hasta que arrojándose en tierra, dijeron a grandes voces que primero se dejarían hacer pedazos, que poner las manos en sus dioses. No quiso Hernán Cortés empeñarse demasiado en esta circunstancia que tanto resistían; y así mandó que sus soldados lo ejecutasen; por cuya diligencia fueron arrojados desde lo alto de las gradas, y llegaron al pavimento hechos pedazos el ídolo principal y sus colaterales, seguidos y atropellados de sus mismas aras, y de los instrumentos detestables de su adoración. Fue grande la conmoción y el asombro de los indios: mirábanse unos a otros como echando menos el castigo del cielo, y a breve rato sucedió lo mismo que en Cozumel; porque viendo a sus dioses en aquel abatimiento, sin poder ni actividad para vengarse, les perdieron el miedo, y conocieron su flaqueza: al modo que suele conocer el mundo los engaños de su adoración en la ruina de sus poderosos.
Quedaron con esta experiencia los zempoales más fáciles a la persuasión, y más atentos a la obediencia de los españoles; porque si antes los miraban como sujetos de superior naturaleza, ya se hallaban obligados a confesar que podían más que sus dioses. Hernán Cortés, conociendo lo que había crecido con ellos su autoridad, les mandó que limpiasen el templo, cuya orden se ejecutó con tanto fervor y alegría, que afectando su desengaño, arrojaban al fuego los fragmentos de sus ídolos. Ordenó luego el cacique a sus arquitectos que rozasen las paredes, borrando las manchas de sangre humana que se conservaban como adorno. Blanqueáronse después con una capa de aquel yeso resplandeciente que usaban en sus edificios, y se fabricó un altar, donde se colocó una imagen de nuestra Señora, con algunos adornos de flores y luces; y el día siguiente se celebró el santo sacrificio de la misa con la mayor solemnidad que fue posible a vista de muchos indios que asistían a la novedad, más admirados que atentos, aunque algunos doblaban la rodilla, y procuraban remedar la devoción de los españoles.
No hubo lugar entonces de instruirlos con fundamento en los principios de la religión, porque pedía más espacio su rudeza; y Hernán Cortés llevaba intento de empezar también su conquista espiritual desde la corte de Motezuma; pero quedaron inclinados al desprecio de sus ídolos, y dispuestos a la veneración de aquella santa imagen, ofreciendo que la tendrían por su abogada, para que los favoreciese el Dios de los cristianos; cuyo poder reconocían ya por los efectos, y por algunas vislumbres de la luz natural, bastantes siempre a conocer lo mejor, y a sentir la fuerza de los auxilios con que asiste Dios a todos los racionales.
Y no es de omitir la piadosa resolución de un soldado anciano que se quedó solo entre aquella gente mal reducida, para cuidar del culto de la imagen, coronando su vejez con este santo ministerio; llamábase Juan de Torres, natural de la ciudad de Córdoba. Acción verdaderamente digna de andar con el nombre de su dueño, y virtud de soldado en que hubo mucha parte de valor.
Capítulo XIII
Vuelve el ejército a la Vera-Cruz; despáchanse comisarios al rey con noticia de lo que se había obrado; sosiégase otra sedición con el castigo de algunos delincuentes, y Hernán Cortés ejecuta la resolución de dar al través con la armada
Partieron luego los españoles de Zempoala, cuya población se llamó unos días la Nueva Sevilla, y cuando llegaron a la Vera-Cruz, acababa de arribar al paraje donde estaba surta la armada, un bajel de poco porte que venía de la isla de Cuba, a cargo del capitán Francisco de Saucedo, natural de Medina de Rioseco, a quien acompañaba el capitán Luis Marín, que lo fue después en la conquista de Méjico, y traían diez soldados, un caballo y una yegua, que en aquella ocurrencia se tuvo a socorro considerable. Omitieron nuestros escritores el intento de su viaje; y en esta duda parece lo más verosímil que saliesen de Cuba con ánimo de buscar a Cortés para seguir su fortuna: a que persuade la misma facilidad con que se incorporaron en su ejército. Súpose por este medio que el gobernador Diego Velázquez quedaba nuevamente encendido en sus amenazas contra Hernán Cortés, porque se hallaba con título de adelantado de aquella isla, y con despachos reales para descubrir y poblar, obtenidos por la negociación de un capellán suyo que había despachado a la corte para esta y otras pretensiones, cuya merced le tenía inexorable o persuadido a que su mayor autoridad era nueva razón de su queja.
Pero Hernán Cortés, empeñado ya en mayores pensamientos, trató esta noticia como negocio indiferente, aunque le apresuró algo en la resolución de dar cuenta al rey de su persona: para cuyo efecto dispuso que la Vera-Cruz, en nombre de villa, formase una carta, poniendo a los pies de su majestad aquella nueva república, y refiriendo por menor los sucesos de la jornada; las provincias que estaban ya reducidas a su obediencia; la riqueza, fertilidad y abundancia de aquel nuevo mundo; lo que se había conseguido en favor de la religión, y lo que se iba disponiendo en orden a reconocer lo interior del imperio de Motezuma. Pidió encarecidamente a los capitulares del ayuntamiento, que sin omitir las violencias intentadas por Diego Velázquez y su poca razón, ponderasen mucho el valor y constancia de aquellos españoles, y les dejó el campo abierto para que hablasen de su persona como cada uno sintiese. No sería modestia, sino fiar de su mérito más que de sus palabras, y desear que se alargasen ellos con mejor tinta en sus alabanzas, que a nadie suenan mal sus mismas acciones bien ponderadas, y más en esta profesión militar, donde se usan unas virtudes poco desengañadas, que se pagan de su mismo nombre.
La carta se escribió en forma conveniente, cuya conclusión fue pedir a su majestad que le enviase el nombramiento de capitán general de aquella empresa, revalidando el que tenía de la villa y ejército sin dependencia de Diego Velázquez; y él escribió en la misma sustancia, hablando con más fundamento en las esperanzas que tenía de traer aquel imperio a la obediencia de su majestad, y en lo que iba disponiendo para contrastar el poder de Motezuma con su misma tiranía.
Formados los despachos, se cometió a los capitanes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo esta legacía; y se dispuso que llevasen al rey todo el oro y alhajas de precio y curiosidad que se habían adquirido, así de los presentes de Motezuma, como de los rescates y dádivas de los otros caciques, cediendo su parte los oficiales y soldados, para que fuese más cuantioso el regalo: llevaron también algunos indios que se ofrecieron voluntarios a este viaje; primicias de aquellos nuevos vasallos que se iban conquistando; y Hernán Cortés envió regalo aparte para su padre Martín Cortés: digno cuidado entre las demás atenciones suyas. Fletóse luego el mejor navío de la armada; encargóse el regimiento de la navegación al piloto mayor Antón de Alaminos; y cuando llegó el día señalado para la embarcación, se encomendó al favor divino el acierto del viaje con una misa solemne del Espíritu Santo; y con este feliz auspicio se hicieron a la vela en diez y seis de julio de mil quinientos diez y nueve, con orden precisa de seguir su derrota la vuelta de España, procurando tomar el canal de Bahama, sin tocar en la isla de Cuba, donde se debían recelar como peligro evidente las asechanzas de Diego Velázquez.
En el tiempo que se andaban tratando las prevenciones de esta jornada, se inquietaron nuevamente algunos soldados y marineros, gente de pocas obligaciones, tratando de escaparse para dar aviso a Diego Velázquez de los despachos y riquezas que se remitían al rey en nombre de Cortés: y era su ánimo adelantarse con esta noticia, para que pudiese ocupar los pasos y apresar el navío, a cuyo fin tenían ya ganados los marineros de otro, y prevenido en él todo lo necesario para su viaje; pero la misma noche de la fuga se arrepintió uno de los conjurados que se llamaba Bernardino de Coria. Iba con los demás a embarcarse, y conociendo desde más cerca la fealdad de su delito, se apartó cautelosamente de sus compañeros, y vino con el aviso a Cortés. Tratóse luego del remedio, y se dispuso con tanto secreto y diligencia, que fueron aprehendidos todos los cómplices en el mismo bajel sin que pudiesen negar la culpa que cometían. Y Hernán Cortés la tuvo por digna de castigo ejemplar, desconfiando ya de su misma benignidad. Sustancióse en breve la causa, y se dio pena de muerte a dos de los soldados que fueron promovedores del trato, y de azotes a otros dos que tuvieron contra sí la reincidencia; los demás se perdonaron como persuadidos o engañados: pretexto de que se valió Cortés para no deshacerse de todos los culpados; aunque ordenó también que al marinero principal del navío destinado para la fuga, se le cortase uno de los pies. Sentencia extraordinaria, y en aquella ocasión conveniente, para que no se olvidase con el tiempo la culpa que mereció tan severo castigo: materia en que necesita de los ojos la memoria, porque retiene con dificultad las especies que duelen a la imaginación.
Bernal Díaz del Castillo, y a su imitación Antonio de Herrera, dicen que tuvo la culpa en este delito el licenciado Juan Díaz, y que por el respeto del sacerdocio no se hizo con él la demostración que merecía. Pudiera valerle contra sus plumas esta inmunidad, particularmente cuando es cierto que en una carta que escribió Hernán Cortés al emperador en treinta de octubre de mil quinientos veinte, cuyo contexto debemos a Juan Bautista Ramusio en sus navegaciones, no hace mención de este sacerdote, aunque nombra todos los cómplices de la misma sedición; o no sería verdad el delito que se le imputa, o tendremos para no creerlo la razón que él tuvo para callarlo.
El día que se ejecutó la sentencia se fue Cortés con algunos de sus amigos a Zempoala, donde le asaltaron varios pensamientos. Púsole en gran cuidado el atrevimiento de estos soldados: mirábale