Эстебан Эчеверриа. Догмат социалиста. Esteban Echeverría. El Dogma Socialista

Эстебан Эчеверриа. “Догмат социалиста” (Esteban Echeverría. El Dogma Socialista)

El Dogma Socialista
Esteban Echeverría
A LA JUVENTUD ARGENTINA

He aquí el mandato de Dios, he aquí el clamor de la patria, he aquí el Sagrado Juramento de la Joven Generación.
Al que adultere con la corrupción, —anatema.
Al que incense la tiranía, o se venda a su oro, —anatema.
Al que traicione los principios de la libertad, del honor y del patriotismo, —anatema.
Al cobarde, al egoísta, al perjuro, —anatema.
Al que vacile en el día grande de los hijos de la patria, —anatema.
Al que mire atrás y sonría cuando suene la trompeta de la regeneración de la patria, —anatema.
He aquí el voto de la nueva Generación, y de las generaciones que vendrán.
Gloria a los que no se desalientan en los conflictos, y tienen confianza en su fortaleza: —de ellos será la victoria.
Gloria a los que no desesperan, tienen fe en el porvenir y en el progreso de la humanidad: —de ellos será el galardón.
Gloria a los que trabajen tenazmente por hacerse dignos hijos de la patria: —de ellos serán las bendiciones de la posteridad.
Gloria a los que no transigen con ninguna especie de tiranía, y sienten latir en su pecho un corazón puro, libre y arrogante.
Gloria a la Juventud Argentina que ambiciona emular las virtudes, y realizar el gran pensamiento de los heroicos padres de la patria: —gloria por siempre y prosperidad.
Buenos Aires, agosto de 1837.
PALABRAS SIMBÓLICAS
1.—Asociación. 2.—Progreso. 3.—Fraternidad. 4.—Igualdad. 5.—Libertad. 6.—Dios, centro y periferia de nuestra creencia religiosa: el cristianismo su ley. 7.—El honor y el sacrificio, móvil y norma de nuestra conducta social. 8.—Adopción de todas las glorias legítimas, tanto individuales como colectivas de la revolución; menosprecio de toda reputación usurpada e ilegítima. 9.—Continuación de las tradiciones progresivas de la Revolución de Mayo. 10.—Independencia de las tradiciones retrógadas que nos subordinan al antiguo régimen. 11.—Emancipación del espíritu americano. 12.—Organización de la patria sobre la base democrática. 13.—Confraternidad de principios. 14.—Fusión de todas las doctrinas progresivas en un centro unitario. 15.—Abnegación de las simpatías que puedan ligarnos a las dos grandes facciones que se han disputado el poderío durante la revolución.
I
1. ASOCIACIÓN
La sociedad es un hecho estampado en las páginas de la historia, y la educación necesaria que la Providencia impuso al hombre para el libre ejercicio y pleno desarrollo de sus facultades, al darle por patrimonio el Universo. —Ella es el vasto teatro en donde su poder se dilata, su inteligencia se nutre, y sucesivamente aparecen los partos de su incansable actividad.
Sin asociación no hay progreso, o más bien ella es la condición forzosa de toda civilización y de todo progreso.
Trabajar para que se difunda y esparza entre todas las clases el espíritu de asociación, será poner las manos en la grande obra del progreso y civilización de nuestra patria.
No puede existir verdadera asociación sino entre iguales. La desigualdad engendra odios y pasiones que ahogan la confraternidad y relajan los vínculos sociales.
Para extender la órbita de la asociación, y al mismo tiempo robustecerla y estrecharla, es preciso nivelar las individualidades sociales, o poner su conato en que se realice la igualdad.
Para que la asociación corresponda ampliamente a sus fines, es necesario organizarla y constituirla de modo que no se choquen ni dañen mutuamente los intereses sociales y los intereses individuales, o combinar entre sí estos dos elementos:—el elemento social y el individual, la patria y la independencia del ciudadano. En la alianza y armonía de estos dos principios estriba todo el problema de la ciencia social.
El derecho del hombre y el derecho de la asociación son igualmente legítimos.
La política debe encaminar sus esfuerzos a asegurar por medio de la asociación a cada ciudadano su libertad y su individualidad.
La sociedad debe poner a cubierto la independencia individual de todos sus miembros, como todas las individualidades están obligadas a concurrir con sus fuerzas al bien de la patria.
La sociedad no debe absorber al ciudadano, o exigirle el sacrificio absoluto de su individualidad. El interés social tampoco permite el predominio exclusivo de los intereses individuales, porque entonces la sociedad se disolvería, no estando sus miembros ligados entre sí por vínculo alguno común .
La voluntad de un pueblo o de una mayoría no puede establecer un derecho atentatorio del derecho individual, porque no hay sobre la tierra autoridad alguna absoluta, porque ninguna es órgano infalible de la justicia suprema, y porque más arriba de las leyes humanas está la ley de la conciencia y de la razón.
Ninguna autoridad legítima impera sino en nombre del derecho, de la justicia y de la verdad. A la voluntad nacional, verdadera conciencia pública, toca interpretar y decidir soberanamente sobre lo justo, lo verdadero y lo obligatorio —he aquí el dominio de la ley positiva. Pero más allá de esa ley, y en otra esfera más alta, existen los derechos del hombre, que, siendo la basa y la condición esencial del orden social, se sobreponen a ella y la dominan.
Ninguna mayoría, ningún partido o asamblea, tiene derecho para establecer una ley que ataque las leyes naturales y los principios conservadores de la sociedad, y que ponga a merced del capricho de un hombre la seguridad, la libertad y la vida de todos.
El pueblo que comete este atentado es insensato o al menos estúpido; porque usa de un derecho que no le pertenece, porque vende lo que no es suyo, —la libertad de los demás; porque se vende a sí mismo, no pudiendo hacerlo, y se constituye esclavo, siendo libre por la ley de Dios y de su naturaleza.
La voluntad de un pueblo jamás podrá sancionar como justo, lo que es esencialmente injusto.
Alegar razones de estado para cohonestar la violación de estos derechos. es introducir el maquiavelismo, y sujetar de hecho a los hombres al desastroso imperio de la fuerza y de la arbitrariedad.
La salud del pueblo no estriba en otra cosa, sino en el religioso e inviolable respeto de los derechos de todos y cada uno de los miembros que lo componen.
Para ejercer derechos sobre sus miembros, la sociedad debe a todos justicia, protección igual, y leyes que aseguren su persona, sus bienes y su libertad. Ella se obliga a ponerlos a cubierto de toda injusticia o violencia; a tener a raya, para que no se dañen sus pasiones recíprocas; a proporcionarles medios de trabajar sin estorbo alguno, en su propio bienestar, sin perjuicio del de los otros; a poner a cada uno bajo la salvaguardia de todos, para que pueda gozar pacíficamente de lo que posee o ha adquirido con su trabajo, su industria o sus talentos.
La potestad social que no hace esto; que en vez de fraternizar, divide; que siembra la desconfianza y el encono; que atiza el espíritu de partido y las venganzas; que fomenta la perfidia, el espionaje y la delación, y tiende a convertir la sociedad en un enjambre de delatores, de verdugos y de víctimas; es una potestad inicua, inmoral y abominable.
La institución del Gobierno no es útil, moral y necesaria, sino en cuanto propende a asegurar a cada ciudadano sus imprescriptibles derechos y principalmente su libertad.
La perfección de la asociación está en razón de la libertad de todos y de cada uno. Para conseguirla es preciso predicar fraternidad, desprendimiento, sacrificio mutuo entre los miembros de una misma familia. Es necesario trabajar para que todas las fuerzas individuales, lejos de aislarse y reconcentrarse en su egoísmo, concurran simultáneamente y colectivamente a un fin único: —al progreso y engrandecimiento de la nación.
El predominio de la individualidad nos ha perdido. Las pasiones egoístas han sembrado la anarquía en el suelo de la libertad, y esterilizado sus frutos: —de aquí resulta el relajamiento de los vínculos sociales: —que el egoísmo está entrañado en todos los corazones y muestra en todas partes, su aspecto deforme y ominoso: —que los corazones no palpitan al son de la mismas palabras, y a la vista de los mismos símbolos: —que las inteligencias no están unidas por una creencia común en la patria, en la igualdad, en la fraternidad y la libertad.
¿Cómo reanimar esta sociedad en disolución? ¿Cómo hacer predominar el elemento sociable del corazón humano, y salvar la patria y la civilización? —El remedio sólo existe en el espíritu de asociación.
Asociación, progreso, libertad, igualdad, fraternidad, términos correlativos de la gran síntesis social y humanitaria: —símbolos divinos del venturoso porvenir de los pueblos y de la humanidad.
La libertad no puede realizarse sino por medio de la igualdad, y la igualdad sin el auxilio de la asociación o del concurso de todas las fuerzas individuales encaminadas a un objeto único, indefinido, —el progreso continuo; —fórmula fundamental de la filosofía del decimonoveno siglo.
Aquella organización social será más perfecta, que ofrezca mayores garantías al desarrollo de la igualdad y de la libertad, y de mayor ensanche al ejercicio libre y armónico de las facultades humanas: —aquel gobierno será mejor, que tenga más analogía con nuestras costumbres y nuestra condición social.
El camino para llegar a la libertad es la igualdad; la igualdad y la libertad son los principios engendradores de la Democracia.
La Democracia es por consiguiente el régimen que nos conviene, y el único realizable entre nosotros.
Preparar los elementos para organizar y constituir la democracia que existe en germen en nuestra sociedad: —he aquí también nuestra misión.
La asociación de la Joven Generación Argentina, representa en su organización provisoria el porvenir de la nación Argentina: —su misión es esencialmente orgánica. Ella procurará derramar su espíritu y su doctrina; —extender el círculo de sus tendencias progresivas; —atraer los ánimos a la grande asociación nacional uniformando las opiniones, y concentrándolas en la patria y en los principios de la igualdad, de la libertad y de la fraternidad de todos los hombres.
Ella trabajará en conciliar y poner en armonía el ciudadano y la patria, el individuo y la asociación; y en preparar los elementos de la organización de la nacionalidad Argentina sobre el principio democrático.
Ella en su institución definitiva, procurará hermanar las dos ideas fundamentales de la época: —patria y humanidad, y hacer que el movimiento progresivo de la nación marche conforme con el movimiento progresivo de la grande asociación humanitaria.
II
2. PROGRESO
“La humanidad es como un hombre que vive siempre, y progresa constantemente”. —Ella con un pie asentado en el presente y otro extendido hacia el porvenir, marcha sin fatigarse, como impelida por el soplo de Dios, en busca del Edén prometido a sus esperanzas.
Cielo, tierra, animalidad, humanidad, el universo entero tiene una vida que se desarrolla y se manifiesta en el tiempo por una serie de generaciones continuas: —esta ley de desarrollo se llama la ley del progreso.
Así como el hombre, los seres orgánicos, y la naturaleza; los pueblos también están en posesión de una vida propia, cuyo desenvolvimiento continuo constituye su progreso; porque la vida no es otra cosa en todo lo creado, que el ejercicio incesante de la actividad.
Todas las asociaciones humanas existen por el progreso y para el progreso, y la civilización misma no es otra cosa que el testimonio indeleble del progreso humanitario.
Todos los conatos del hombre y de la sociedad se encaminan a procurarse el bienestar que apetecen.
El bienestar de un pueblo está en relación, y nace de su progreso.
“Vivir conforme a la ley de su ser, es el bienestar. Sólo por medio del ejercicio libre y armónico de todas sus facultades, pueden los hombres y los pueblos alcanzar la aplicación más extensa de esta ley”.
Un pueblo que no trabaja por mejorar de condición, no obedece a la ley de su ser.
La revolución para nosotros es el progreso. La América, creyendo que podía mejorar de condición se emancipó de la España: desde entonces entró en las vías del progreso.
Progresar es civilizarse, o encaminar la acción de todas sus fuerzas al logro de su bienestar, o en otros términos a la realización de la ley de su ser.
La Europa es el centro de la civilización de los siglos y del progreso humanitario.
La América debe por consiguiente estudiar el movimiento progresivo de la inteligencia europea; pero sin sujetarse ciegamente a sus influencias. El libre examen, y la elección tocan de derecho y son el criterio de una razón ilustrada. Ella debe apropiarse todo lo que pueda contribuir a la satisfacción de sus necesidades: debe, para conocerse y alumbrarse en su carrera, caminar con la antorcha del espíritu humano.
Cada Pueblo tiene su vida y su inteligencia propia. “Del desarrollo y ejercicio de ella, nace su misión especial; la cual concurre al lleno de la misión general de la humanidad. Esta misión constituye la nacionalidad. La nacionalidad es sagrada”.
Un pueblo que esclaviza su inteligencia a la inteligencia de otro pueblo, es estúpido y sacrílego.
Un pueblo que se estaciona y no progresa, no tiene misión alguna, ni llegará jamás a constituir su nacionalidad.
Cuando la inteligencia americana se haya puesto al nivel de la inteligencia europea, brillará el sol de su completa emancipación.
III
3. FRATERNIDAD — 4. IGUALDAD — 5. LIBERTAD
“La fraternidad humana es el amor mutuo, o aquella disposición generosa que inclina al hombre a hacer a los otros lo que quisiera que se hiciese con él”.
Cristo la divinizó con su sangre, y los profetas la santificaron con el martirio.
Pero el hombre entonces era débil, porque vivía para sí y solo consigo. La humanidad o la concordia de la familia humana, concurriendo a idéntico fin, no existía.
Los tiranos y egoístas fácilmente ofuscaron con su soplo mortífero la luz divina de la palabra del Redentor, y pusieron, para reinar, en lucha al padre con el hijo, al hermano con el hermano, la familia con la familia.
Ciego el hombre y amurallado en su yo creyó justo sacrificar a sus pasiones el bienestar de los demás, y los pueblos y los hombres se hicieron guerra y se despedazaron entre sí como fieras.
“Por la ley de Dios y de la humanidad todos los hombres son hermanos. Todo acto de egoísmo es un atentado a la fraternidad humana”.
El egoísmo es la muerte del alma. El egoísta no siente amor, ni caridad, ni simpatía por sus hermanos. Todos sus actos se encaminan a la satisfacción de su yo; todos sus pensamientos y acciones giran en torno de su yo; y el deber, el honor y la justicia son palabras huecas y sin sentido para su espíritu depravado.
El egoísmo se diviniza y hace de su corazón el centro del universo. El egoísmo encarnado son todos los tiranos.
Es del deber de todo hombre que conoce su misión, luchar cuerpo a cuerpo con él hasta aniquilarlo.
La fraternidad es la cadena de oro que debe ligar todos los corazones puros y verdaderamente patriotas: sin esto no hay fuerza, ni unión, ni patria.
Todo acto, toda palabra que tienda a relajar este vínculo, es un atentado contra la patria y la humanidad.
Echemos un velo de olvido sobre los errores de nuestros pasados; el hombre es falible. Pongamos en balanza justa sus obras, y veamos lo que hubiéramos hecho en circunstancias idénticas. Lo que somos y lo que seremos en el porvenir, a ellos se lo debemos. Abramos el santuario de nuestros corazones a los que merecieron bien de la patria y se sacrificaron por ella.
Los egoístas y malvados tendrán su merecido; el juicio de la posteridad los espera.—La divisa de la nueva generación, es fraternidad.
“Por la ley de Dios y de la humanidad, todos los hombres son iguales”. Para que la igualdad se realice, es preciso que los hombres se penetren de sus derechos y obligaciones mutuas.
La Igualdad consiste en que esos derechos y deberes sean igualmente admitidos y declarados por todos, en que nadie pueda substraerse a la acción de la ley que los formula, en que cada hombre participe igualmente del goce proporcional a su inteligencia y trabajo. Todo privilegio es un atentado a la igualdad.
No hay igualdad, donde la clase rica se sobrepone, y tiene más fueros que las otras.
Donde cierta clase monopoliza los destinos públicos.
Donde el influjo y el poder paraliza para los unos la acción de la ley, y para los otros la robustece.
Donde sólo los partidos, no la nación son soberanos.
Donde las contribuciones no están igualmente repartidas, y en proporción a los bienes e industria de cada uno.
Donde la clase pobre sufre sola las cargas sociales más penosas, como la milicia, etc.
Donde el último satélite del poder puede impunemente violar la seguridad y la libertad del ciudadano.
Donde las recompensas y empleos no se dan al mérito probado por hechos.
Donde cada empleado es un mandarín, ante quien debe inclinar la cabeza el ciudadano.
Donde los empleados son agentes serviles del poder, no asalariados y dependientes de la nación.
Donde los partidos otorgan a su antojo títulos y recompensas.
Donde no tienen merecimientos el talento y la probidad, sino la estupidez rastrera y la adulación.
Es también atentatorio a la igualdad, todo privilegio otorgado a corporación civil, militar o religiosa, academia o universidad; toda ley excepcional y de circunstancias.
La sociedad o el poder que la representa, debe a todos sus miembros igual protección, seguridad, libertad: si a unos se la otorga y a otros no, hay desigualdad y tiranía.
La potestad social no es moral ni corresponde a sus fines, si no protege a los débiles, a los pobres y a los menesterosos, es decir, si no emplea los medios que la sociedad ha puesto en su mano, para realizar la igualdad.
La igualdad está en relación con las luces y el bienestar de los ciudadanos.
Ilustrar las masas sobre sus verdaderos derechos y obligaciones, educarlas con el fin de hacerlas capaces de ejercer la ciudadanía y de infundirlas la dignidad de hombres libres, protegerlas y estimularlas para que trabajen y sean industriosas, suministrarles los medios de adquirir bienestar e independencia: —he aquí el modo de elevarlas a la igualdad.
La única jerarquía que debe existir en una sociedad democrática, es aquella que trae su origen de la naturaleza, y es invariable y necesaria como ella.
El dinero jamás podrá ser un título, si no está en manos puras, benéficas y virtuosas. Una alma estúpida y villana, un corazón depravado y egoísta, podrán ser favorecidos de la fortuna; pero ni su oro, ni los inciensos del vulgo vil, les infundirán nunca lo que la naturaleza les negó, —capacidad y virtudes republicanas.
Dios, inteligencia suprema, quiso que para tener el hombre el señorío de la creación y sobreponerse a las demás criaturas, descollase en razón e inteligencia.
La inteligencia, la virtud, la capacidad, el mérito probado: —he aquí las únicas jerarquías de origen natural y divino.
La sociedad no reconoce sino el mérito atestiguado por obras. Ella pregunta al general lleno de títulos y medallas ¿qué victoria útil a la patria habéis ganado? —Al mandatario y al acaudalado ¿qué alivio habéis dado a las miserias y necesidades del pueblo? —Al particular ¿por qué obras habéis merecido respeto y consideración de vuestros conciudadanos y de la humanidad? —Y a todos en suma ¿en qué circunstancias os habéis mostrado capaces, virtuosos y patriotas?
Aquel que nada tiene que responder a estas preguntas, y manifiesta, sin embargo, pretensiones, y ambiciona supremacía, es un insensato que solo merece lástima o menosprecio.
El problema de la igualdad social, está entrañado en este principio —”A cada hombre según su capacidad, a cada hombre según sus obras”.
“Por la ley de Dios y de la humanidad todos los hombres son libres”.
“La libertad es el derecho que cada hombre tiene para emplear sin traba alguna sus facultades en el conseguimiento de su bienestar, y para elegir los medios que puedan servirle a este objeto”.
El libre ejercicio de las facultades individuales, no debe causar extorsión ni violencia a los derechos de otro. No hagas a otro lo que no quieras te sea hecho: —la libertad humana no tiene otros límites.
No hay libertad, donde el hombre no puede cambiar de lugar a su antojo.
Donde no le es permitido disponer del fruto de su industria y de su trabajo.
Donde tiene que hacer al poder el sacrificio de su tiempo y de sus bienes.
Donde puede ser vejado e insultado por los sicarios de un poder arbitrario.
Donde sin haber violado la ley, sin juicio previo ni forma de proceso alguno, puede ser encarcelado o privado del uso de sus facultades físicas o intelectuales.
Donde se le coarta el derecho de publicar de palabra o por escrito sus opiniones.
Donde se le impone una religión y un culto distinto del que su conciencia juzga verdadero.
Donde se le puede arbitrariamente turbar en sus hogares, arrancarle del seno de su familia, y desterrarle fuera de su patria.
Donde su seguridad, su vida y sus bienes, están a merced del capricho de un mandatario.
Donde se le obliga a tomar las armas sin necesidad absoluta, y sin que el interés general lo exija.
Donde se le ponen trabas y condiciones en el ejercicio de una industria cualquiera, como la imprenta.

IV
6. DIOS, CENTRO Y PERIFERIA DE NUESTRA
CREENCIA RELIGIOSA; EL CRISTIANISMO. SU LEY
La religión natural es aquel instinto imperioso que lleva al hombre a tributar homenaje a su Creador.
Las relaciones del hombre con Dios son como las de hijo a padre, de una naturaleza moral. Siendo Dios la fuente pura de nuestra vida y facultades, de nuestras esperanzas y alegrías, nosotros en cambio de estos bienes le presentamos la única ofrenda que pudiera apetecer, el tributo de nuestro corazón.
Pero la religión natural no ha bastado al hombre, porque careciendo de certidumbre, de vida y de sanción, no satisfacía las necesidades de su conciencia; y ha sido necesario que las religiones positivas que apoyan su autoridad sobre hechos históricos, viniesen a proclamar las leyes que deben regir esas relaciones íntimas entre el hombre y su Creador.
La mejor de las religiones positivas es el cristianismo, porque no es otra cosa que la revelación de los instintos morales de la humanidad.
El Evangelio es la ley de Dios, porque es la ley moral de la conciencia y de la razón.
El cristianismo trajo al mundo la fraternidad, la igualdad y la libertad, y rehabilitando al género humano en sus derechos, lo redimió. El cristianismo es esencialmente civilizador y progresivo.
El mundo estaba sumergido en las tinieblas, y el verbo de Cristo lo iluminó, y del caos brotó un mundo. La humanidad era un cadáver, y recibió con su soplo la vida y la resurrección.
El Evangelio es la ley de amor, y como dice el Apóstol Santiago, la ley perfecta, que es la ley de la libertad. El cristianismo debe ser la religión de las democracias.
Examinadlo todo y escoged lo bueno, dice el Evangelio; y así ha proclamado la independencia de la razón y la libertad de conciencia —porque la libertad consiste principalmente en el derecho de examen y de elección.
Toda religión presupone un culto. El culto es la parte visible o la manifestación exterior de la religión, como la palabra es un elemento necesario del pensamiento.
La religión es un pacto tácito entre Dios y la conciencia humana; —ella forma el vínculo espiritual que une a la criatura con su Hacedor. El hombre deberá por consiguiente encaminar su pensamiento a Dios del modo que lo juzgue más conveniente. Dios es el único juez de los actos de su conciencia, y ninguna autoridad terrestre debe usurpar esa prerrogativa divina, ni podrá hacerlo aunque quiera, porque la conciencia es libre.
Reprimida la libertad de conciencia, la voz y las manos ejercerán si se quiere automáticamente, las prácticas de un culto; pero el corazón renegará dentro de sí mismo, y guardará en su santuario inviolable la libertad.
Si la libertad de conciencia es un derecho del individuo, la libertad de cultos es un derecho de las comunidades religiosas.
Reconocida la libertad de conciencia, sería contradictorio no reconocer también la libertad de cultos, la cual no es otra cosa que la aplicación inmediata de aquella.
La profesión de las creencias y los cultos sólo serán libres, cuando no se ponga obstáculo alguno a la predicación de la doctrina de las primeras, ni a la práctica de los segundos, y cuando los individuos de cualquier comunión religiosa sean iguales en derechos civiles y políticos a los demás ciudadanos.
La sociedad religiosa es independiente de la sociedad civil: aquella encamina sus esperanzas a otro mundo, ésta las concentra en la tierra: la misión de la primera es espiritual, la de la segunda temporal. Los tiranos han fraguado de la religión cadenas para el hombre, y de aquí ha nacido la impura liga de poder y el altar.
No incumbe al gobierno reglamentar las creencias, interponiéndose entre Dios y la conciencia humana, sino escudar los principios conservadores de la sociedad, y tener bajo su salvaguardia la moral social.
Si alguna religión o culto tendiesen pública o directamente, por actos o por escritos, a herir la moral social y alterar el orden, será del deber del gobierno obrar activamente para reprimir sus desafueros.
La jurisdicción del gobierno en cuanto a los cultos, deberá ceñirse a velar para que no se dañen entre sí, ni siembren el desorden en la sociedad.
El Estado, como cuerpo político, no puede tener una religión, porque no siendo persona individual, carece de conciencia propia.
El dogma de la religión dominante es además injusto y atentatorio a la igualdad, porque pronuncia excomunión social contra los que no profesan su creencia, y los priva de sus derechos naturales, sin eximirlos de las cargas sociales.
El principio de la libertad de conciencia jamás podrá conciliarse con el dogma de la religión del Estado.
Reconocida la libertad de conciencia, ninguna religión debe declararse dominante, ni patrocinarse por el Estado: todas igualmente deberán ser respetadas y protegidas, mientras su moral sea pura, y su culto no atente al orden social.
La palabra tolerancia, en materia de religión y de cultos, no anuncia sino la ausencia de libertad, y envuelve una injuria contra los derechos de la humanidad. Se tolera lo inhibido, o lo malo; un derecho se reconoce y se proclama. El espíritu humano es una esencia libre; la libertad es un elemento indestructible de su naturaleza, y un don de Dios.
El Sacerdote es ministro del culto: el sacerdocio es un cargo público. La misión del sacerdote es moralizar, predicar fraternidad, caridad, es decir la ley de paz y de amor —la ley de Dios.
El sacerdote que atiza pasiones y provoca venganzas desde la cátedra del Espíritu-Santo, es impío y sacrílego.
Amad a vuestros prójimos como a vosotros mismos: amad a vuestros enemigos, dice Cristo: —he aquí la palabra del Sacerdote.
El sacerdote debe predicar tolerancia, no persecución contra la indiferencia o la impiedad. La fuerza hace hipócritas, no creyentes, y enciende el fanatismo y la guerra.
“¿Cómo tendrán fe en la palabra del sacerdote si él mismo no observa la ley? El que dice que conoce a Dios y no guarda sus mandamientos es mentiroso, y no hay verdad en él”.
“Nosotros no exigimos obediencia ciega, dice San Pablo, nosotros enseñamos, probamos, persuadimos. Fides suadenda non imperanda, repite San Bernardo”.
La misión del Sacerdote es exclusivamente espiritual, porque mezclándose a las pasiones e intereses mundanos, compromete y mancha la santidad de su ministerio, y se acarrea menosprecio y odio en lugar de amor y veneración.
Los vicarios y ministros de Cristo no deben ejercer empleo ni revestir autoridad alguna temporal: —Regnum meum non est de hoc mundo, les ha dicho su divino maestro, y así les ha señalado los límites del gobierno de su Iglesia.
Los eclesiásticos, como miembros del Estado, están bajo su jurisdicción, y no pueden formar un cuerpo privilegiado y distinto en la sociedad. Como los demás ciudadanos estarán sujetos a las mismas cargas y obligaciones, a las mismas leyes civiles y penales, y a las mismas autoridades. —Todos los hombres son iguales; sólo el mérito y la virtud engendran supremacía.
V
7. EL HONOR Y EL SACRIFICIO, MÓVIL Y NORMA
DE NUESTRA CONDUCTA SOCIAL
La moral regla los actos del hombre privado: el honor, los del hombre público.
La moral pertenece al fuero de la conciencia individual, y es la norma de la conducta del hombre con relación a sí mismo, y a sus semejantes. El honor entra en el fuero de la conciencia del hombre social, y es la norma de sus acciones con relación a la sociedad.
Existe cierto desacuerdo entre algunos preceptos evangélicos y la organización actual de las sociedades.
Hay ciertas acciones que la moral aprueba en el hombre privado y reprueba en el hombre público. Es por lo mismo necesario adoptar la palabra honor, la cual vulgarmente se aplica al hombre público que se conduce con honradez y probidad, puesto que ella designa la moralidad en los actos.
El honor y la moral son dos términos idénticos que conducen a idéntico resultado.
La moral será el dogma del cristiano y del hombre privado: el honor, el dogma del ciudadano y del hombre público.
El hombre de honor no traiciona los principios.
El hombre de honor es veraz, no falta a su palabra, no viola la religión del juramento; ama lo verdadero y lo justo; es caritativo y benéfico.
El hombre de honor no prevarica, tiene rectitud y probidad, no vende sus favores cuando se halla elevado en dignidad.
El hombre de honor es buen amigo, no traiciona al enemigo que viene a ponerse bajo su salvaguardia; el hombre de honor es virtuoso, buen patriota y buen ciudadano.
El hombre de honor detesta la tiranía porque tiene fe en los principios, y no es egoísta: la tiranía es el egoísmo encarnado.
El hombre de honor se sacrifica, si es necesario, por la justicia y la libertad.
No hay honor ni virtud sin sacrificio; ni habrá lugar al sacrificio permaneciendo en la inacción.
El que no obra cuando el honor lo llama, no merece el título de hombre.
El que no obra cuando la patria está en peligro, no merece ser hombre ni ciudadano.
La virtud de las virtudes es la acción encaminada al sacrificio.
El sacrificio es aquella disposición generosa del ánimo, que lleva al hombre a consagrar su vida y facultades, ahogando a menudo las sugestiones de su interés personal y de su egoísmo, a la defensa de una causa que considera justa; al logro de un bien común a su patria y a sus semejantes; a cumplir con sus deberes de hombre y de ciudadano siempre y a pesar de todo; y a derramar su sangre si es necesario para desempeñar tan alta y noble misión.
Todo hombre, pues, tiene una misión. Toda misión es obligatoria.
Sólo es digno de alabanza el que conociendo su misión, está siempre dispuesto a sacrificarse por la patria, y por la causa santa de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Sólo es acreedor a gloria, el que trabaja por el progreso y bienestar de la humanidad.
Sólo se granjea respeto y consideraciones, el que cifra su valer en su capacidad y virtudes.
“Sabéis que aquellos que se creen mandar a las gentes, se enseñorean de ellas, y los príncipes de ellas tienen potestad sobre ellas”.
“Mas no es así entre vosotros, antes el que quisiere ser el mayor será vuestro criado”.
“Y el que quisiere ser el primero entre vosotros, será siervo de todos”.
“Porque el hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (S. Mateo. Cap. X. v. 42, 45).
La doctrina de Cristo es la nuestra, porque es la doctrina de salud y redención.
El que quiera sobreponerse, se sacrificará por los demás.
El que quiera ver ensalzado su nombre, buscará por pedestal el corazón de sus conciudadanos.
El que ambicione gloria, la fabricará con la acción intensa de su inteligencia y sus brazos.
La libertad no se adquiere sino a precio de sangre.
“La libertad es el pan que los pueblos deben ganar con el sudor de su rostro” (La-Mennais ).
El egoísmo labra para sí, el sacrificio para los demás.
El sacrificio es el decreto de muerte de las pasiones egoístas. —Ellas han traído la guerra, los desastres y la tiranía al suelo de la patria. Sólo sacrificándolos lograremos redimirla, emular las virtudes de los que le dieron ser, y conquistar nobles lauros.
VI
8. ADOPCIÓN DE TODAS LAS GLORIAS LEGÍTIMAS,
TANTO INDIVIDUALES COMO COLECTIVAS DE LA
REVOLUCIÓN; MENOSPRECIO DE TODA REPUTACIÓN
USURPADA E ILEGÍTIMA
Sentados y reconocidos los antecedentes principios, sólo serán para nosotros glorias legítimas, aquellas que hayan sido adquiridas por la senda del honor; aquellas que no estén manchadas de iniquidad o injusticia; aquellas obtenidas a fuerza de heroísmo, constancia y sacrificios; aquellas que hayan dejado, sea en los campos de batalla, sea en el gabinete, la prensa, o la tribuna, rastros indelebles de su existencia: aquellas, en suma, que pueda sancionar el incorruptible juicio de la filosofía.
Hay grandes diferencias entre gloria y reputación. El que quiere reputación, la consigue. Ella se encuentra en un título, en un grado, en un empleo, en un poco de oro, en un vaivén del acaso, en aventuras personales, en la lengua de los amigos y de la lisonja rastrera.
La reputación es el humo que ambicionan las almas mezquinas y los hombres descorazonados.
Pero la reputación va a parar a menudo a un mismo féretro con el que la poseyó, y en un día se convierte en humo, polvo y nada. En vano grabará la vanidad sobre la lápida que la cubre un nombre. Ese nombre nadie lo conoce, es un enigma que nadie entiende, es algo que fue y dejó de ser, como cualquier animal o planta; sin que se sepa para qué lo vació Dios en el molde del hombre, y estampó en su frente la dignidad de la razón y la inteligencia.
La gloria es distinta. La gloria es como planta perenne, cuyo verdor nunca amarillea. La gloria echa raíces tan profundas, que llegan al corazón de la tierra, y se levanta a las nubes incontrastable como el cedro del Líbano.
La gloria prende y se arraiga en todos los corazones: la gloria es el himno perpetuo de alabanza que consagra un pueblo o la humanidad reconocida al ingenio, a la virtud y al heroísmo.
La gloria es la riqueza del grande hombre adquirida con el sudor de su rostro.
Grande hombre es aquel que, conociendo las necesidades de su tiempo, de su siglo, de su país, y confiando en su fortaleza, se adelanta a satisfacerlas; y a fuerza de tesón y sacrificios, se labra con la espada o la pluma, el pensamiento o la acción, un trono en el corazón de sus conciudadanos o de la humanidad.
Grande hombre, es aquel cuya vida es una serie de hechos y triunfos, de ilusiones y desengaños, de agonías y deleites inefables, por alcanzar el alto bien prometido a sus esperanzas.
Grande hombre, es aquel cuya personalidad, es tan vasta, tan intensa y activa, que abraza en su esfera todas las personalidades humanas, y encierra en sí mismo —en su corazón y cabeza— todos los gérmenes inteligentes y afectivos de la humanidad.
Grande hombre, es aquel que el dedo de Dios señala entre la muchedumbre para levantarse y descollar sobre todos por la omnipotencia de su genio.
El grande hombre puede ser guerrero, estadista, legislador, filósofo, poeta, hombre científico.
Sólo el genio es supremo después de Dios. La supremacía del genio constituye su gloria, y el apoteosis de la razón. El genio es la razón por excelencia.
Toda otra supremacía no es más que vanidad pueril, ignorancia sin seso. Pero desde la altura donde el genio se sienta como soberano, hasta la más ínfima grada de la sociedad, hay mil escalones donde pueden colocarse otras tantas glorias también legítimas, pero más humildes: hay
mil lugares para el hombre de mérito; mil lauros que puede ambicionar la capacidad, la virtud y el heroísmo, con tal que marchen por la senda del honor, y lleven siempre al frente de sus pretensiones, el título legítimo que las sanciona.
Ambición legítima es aquella que se ajusta a la ley, y marcha a sus fines por la senda que ella traza. Toda otra ambición, no es más que el frenesí de las más innobles pasiones, cubierto con la máscara del verdadero mérito.
El que se siente capaz de hacer una cosa, de llevar a cabo una grande empresa, de ocupar un puesto elevado, debe ambicionarlo; pero sin hollar la ley ni la justicia, ni emplear los medios reservados a la incapacidad y la malicia.
La astucia es un instinto que poseen en alto grado los hombres que carecen de inteligencia, y el cual emplean sin rubor para llegar a sus depravados fines.
La virtud y la capacidad marchan a cara descubierta: la hipocresía y la estupidez se la cubren.
No hay gloria individual legítima, sin estas condiciones. —En este crisol pondremos la reputación de nuestras notabilidades revolucionarias; en esta balanza las pesaremos; con esta medida mediremos, y con ella queremos ser medidos.
Hemos entrado recién en la vía del progreso: estamos al principio de un camino que nos proponemos andar; no tenemos ni gloria, ni dignidad, nada poseemos. Cuando hayamos concluido nuestra carrera, estaremos prontos a aparecer ante el tribunal de las generaciones venideras, y a que se pesen nuestras obras en la misma balanza donde nosotros pesaremos las de la generación pasada.
Contados son, en nuestra opinión, los hombres que han merecido la reputación y honores que les ha tributado el entusiasmo de la opinión y de los partidos. Nos reservamos hacer un inventario de sus títulos, y colocarlos en su verdadero pedestal. ¿Dónde irán a parar entonces todas esas reputaciones tradicionales? ¿todos esos grandes hombres raquíticos? ¿todos esos pigmeos que la ignorancia y la vanidad han hecho colosos?
Difícil es discernir el verdadero mérito de los hombres públicos, cuando la opinión general no lo sanciona, sino lo proclaman las pasiones e intereses de sus partidarios. Nosotros que no hemos tenido todavía vida pública ni pertenecido a ningún partido; que no hemos contaminado nuestras almas con las iniquidades ni torpezas de la guerra civil; nosotros somos jueces competentes para conocerlo a fondo y dar a cada cual según sus obras; y lo haremos sin consideraciones ni reticencias.
Todas las naciones tienen sus grandes hombres, símbolos permanentes de su gloria.
La gloria de sus grandes hombres es el patrimonio más querido de las naciones, porque ella representa toda su ilustración y progreso, toda su riqueza intelectual y material, toda su civilización y poderío.
¡Feliz la nación que cuenta entre sus hijos muchos grandes hombres! Nosotros tenemos pocos, pero su gloria constituye el patrimonio de la patria, y no la repudiaremos.
La única gloria que puede legitimar la filosofía en el soldado, es aquella conquistada en los campos de batalla, luchando por la causa de la independencia y la libertad de su patria.
Vosotros, militares que os envanecéis con llevar en vuestros hombros insignias y en vuestro pecho medallas, miradlas bien no estén salpicadas de sangre fratricida; ruborizaos y arrojadlas, si así fuere; vuestra gloria es entonces hija de maldición.
La única gloria que puede legitimar la filosofía en el magistrado, el legislador o el estadista, es aquella que se muestra pura y deja rastros permanentes de sabiduría, de razón e inteligencia.
Vosotros, legisladores, estadistas, magistrados, que os llenáis de orgullo porque os sentasteis en la silla del poder y la turba repitió vuestro nombre, ved primero si fuisteis acreedores a aquella dignidad, y si vuestras obras y pensamientos han sido de alguna utilidad a la patria.
La única gloria que puede legitimar la filosofía, en el pensador, en el literato o el escritor, es aquella que ilustra y civiliza, que extiende la esfera del saber humano y que graba en diamante con el buril del genio sus obras inmortales.
Vosotros, literatos, escritores y pensadores, que os vanagloriáis tanto de vuestro saber y del incienso que os prodiga la ciega muchedumbre, mostradnos los títulos de vuestras obras, los partos de vuestro ingenio, el tesoro de vuestra ciencia y la sabiduría de vuestra doctrina; mostradla pronto, que andamos desvalidos y descaminados por falta de luz; sed caritativos, por Dios, con vuestros hermanos. Miraos bien, no enterréis con vuestro nombre y vuestra fama ese tan decantado tesoro.
Las glorias colectivas de la revolución son aquellas conquistadas por el heroico esfuerzo de la nación en la guerra de la independencia y por los patriotas de mayo y julio: todas ellas son santas y legítimas.
La filosofía sólo puede absolver las batallas emancipadoras, porque de la sangre que derraman brota la libertad, y de las ruinas y cadáveres que siembran, nace la vida y la resurrección de un pueblo.
La guerra civil y la conquista producen solamente la muerte y la tiranía, y son hijas de la abominación. ¡Qué lauro aquel teñido en sangre de hermanos o enrojecido con sangre de oprimidos!
Un pueblo que cuenta glorias legítimas en su historia, es un pueblo grande que tiene porvenir y misión propia.
El pueblo argentino llevó el estandarte de la emancipación política hasta el Ecuador. La iniciativa de la emancipación social le pertenece. Su bandera será el símbolo de dos revoluciones; el Sol de sus armas, el astro regenerador de medio Mundo.
VII
9. CONTINUACION DE LAS TRADICIONES
PROGRESIVAS DE LA REVOLUCION DE MAYO
La revolución americana, como todas las grandes revoluciones del mundo, ocupada exclusivamente en derribar el edificio gótico labrado en siglos de ignorancia por la tiranía y la fuerza, no tuvo tiempo ni reposo bastante para reedificar otro nuevo, pero proclamó, sin embargo, las verdades que el largo y penoso alumbramiento del espíritu humano había producido para que sirviesen de fundamento a la reorganización de las sociedades modernas.
Los revolucionarios de Mayo sabían que la primera exigencia de la América era la independencia de hecho de la metrópoli y que, para fundar la libertad, era preciso emancipar primero la patria.
Absortos en este pensamiento, echaron, sin embargo, una mirada al porvenir y bosquejaron de paso a las generaciones venideras el plan de la obra inmensa de la emancipación Argentina.
En sus decretos y leyes, improvisados en medio de los azares de la lucha y del estrépito de las armas, se hallan consignados los principios eternos que entran en el código de todas las naciones libres.
La libertad individual y de expresar y publicar las ideas sin previa censura. Ellas dicen “que el cuerpo social debe garantizar y afianzar los derechos del hombre, aliviar la miseria y desgracia de los ciudadanos y propender a su prosperidad e instrucción; que la ignorancia es causa de esa inmoralidad que apaga todas las virtudes y produce todos los crímenes; que ningún ciudadano podrá ser penado sin proceso y sentencia legal; que las cárceles son para seguridad, no para castigo de los reos; que el crimen es la infracción de la ley vigente; que todo ciudadano debe sobrellevar cuantos sacrificios demande la patria en sus necesidades y peligros, sin que se exceptúe el de la vida; y que, por su parte, cada ciudadano debe contribuir al sostén y conservación de los derechos de sus conciudadanos y a la felicidad pública; que un habitante de Buenos Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener inspiraciones contra la libertad de su patria; ellas, en fin, declaran que sólo el pueblo es el origen y el creador de todo poder.
¡Bello y magnífico programa! ¡Pero cuán distantes estamos de verlo realizado! Estos principios tan santos no han pasado de las leyes, y han sido como una obra abstracta que no está al alcance del entendimiento común.
A pesar de esto, los legisladores de la revolución hicieron lo que pudieron. Conocieron, sin duda, que la inteligencia del pueblo no estaba en sazón para valorar su importancia; que había en sus sentimientos, en sus costumbres, en su modo de ver y sentir, ciertos instintos reaccionarios contra todo lo nuevo y que no entendía; pero era necesario obrar, y obraron.
Necesitaban del pueblo para despejar de enemigos el campo donde debía germinar la semilla de la libertad y lo declararon soberano sin límites.
No fue extravío de ignorancia, sino necesidad de los tiempos. Era preciso atraer a la nueva causa los votos y los brazos de la muchedumbre, ofreciéndole el cebo de una soberanía omnipotente. Era preciso hacer conocer al esclavo que tenía derechos iguales a los de su señor, y que aquéllos que lo habían oprimido hasta entonces, no eran más que unos tiranuelos que podía aniquilar con el primer amago de su valor; y en vez de decir, la soberanía reside en la razón del pueblo, dijeron: el pueblo es soberano.
Pero, estando de hecho el Pueblo, después de haber pulverizado a los tiranos, en posesión de la soberanía, era difícil ponerle coto. La soberanía era un derecho adquirido a costa de su sangre y de su heroísmo. Los ambiciosos y malvados, para dominar, atizaron a menudo sus instintos retrógrados, y lo arrastraron a hollar las leyes que como soberano había dictado; a derribar gobiernos constituidos, anarquizar y trastornar el orden social y a entregarse sin freno a los caprichos de su voluntad y al desagravio violento de sus antipatías irracionales.
El principio de la omnipotencia de las masas debió producir todos los desastres que ha producido y acabar por la sanción y establecimiento del Despotismo.
Pero ese principio ha sido también fértil en útiles resultados. El Pueblo, antes de la revolución, era algo sin nombre ni influencia; después de la revolución apareció gigante y sofocó en sus brazos al león de España. La turba, el populacho, antes sumergido en la nulidad, en la impotencia, se mostró entonces en la superficie de la sociedad, no como espuma vil, sino como una potestad destinada por la Providencia para dictar la ley y sobreponerse a cualquiera otra potestad terrestre.
La soberanía pasó de los opresores a los oprimidos, de los reyes al pueblo, y nació de repente en las orillas del Plata, la Democracia; y la democracia crecerá: su porvenir es inmenso.
Ese pueblo, deslumbrado hasta aquí por la majestad de su omnipotencia, conocerá vuelto en sí, que no le fue dada por Dios, sino para ejercerla en los límites del derecho como instrumento de bien. Ese pueblo se ilustrará: los principios de la revolución de Mayo penetrarán al cabo hasta su corazón, y llegarán a ser la norma de sus acciones.
He aquí una generación que viene en pos de la generación de Mayo; hija de ella, hereda sus pensamientos y tradiciones; nacida en la aurora de la libertad, busca con ojos inquietos en el cielo oscurecido de la patria, el astro hermoso que resplandeció sobre su cuna.
Ella viene a continuar la obra de sus padres, enriquecida con las lecciones del estudio y de la experiencia.
Ella conoce todo lo que hay de incompleto en esas instituciones, dictadas al acaso en los conflictos de la inexperiencia y de la necesidad, y se prepara a completarlas o perfeccionarlas con el auxilio de la luz y progreso de la ciencia social.
Ella procurará ponerlas en armonía con los adelantos de la razón pública y se esforzará para que lleguen un día a ser el credo político de todas las inteligencias y a tener viva y permanente realidad.

VIII
10. INDEPENDENCIA DE LAS TRADICIONES
RETRÓGRADAS QUE NOS SUBORDINAN
AL ANTIGUO RÉGIMEN
Dos ideas aparecen siempre en el teatro de las revoluciones: la idea estacionaria que quiere el statu quo, y se atiene a las tradiciones del pasado, y la idea reformadora y progresiva; el régimen antiguo y el espíritu moderno. Cada una de estas dos ideas tiene sus representantes y sectarios, y de la antipatía y lucha de ellos, nacen la guerra y los desastres de una revolución.
El triunfo de la revolución es para nosotros el de la idea nueva y progresiva; es el triunfo de la causa santa de la libertad del hombre y de los pueblos. Pero ese triunfo no ha sido completo, porque las dos ideas se hostilizan sordamente todavía; y porque el espíritu nuevo no ha aniquilado completamente al espíritu de las tinieblas.
La generación americana lleva inoculados en su sangre los hábitos y tendencias de otra generación. En su frente se notan, si no el abatimiento del esclavo, las cicatrices recientes de la pasada esclavitud.
Su cuerpo se ha emancipado, pero su inteligencia no.
Se diría que la América revolucionaria, libre ya de las garras del león de España, está sujeta aún a la fascinación de sus miradas y al prestigio de su omnipotencia.
La América independiente, sostiene en signo de vasallaje, los cabos del ropaje imperial de la que fue su Señora, y se adorna con sus apolilladas libreas.
¡Cosa monstruosa! Una virgen llena de vida y robustez, cubierta de andrajosos harapos: —la democracia, engalanada con los blasones de la monarquía, y la empolvada cabellera de la aristocracia: —un siglo nuevo, embutido en otro viejo:—un joven, caminando al paso de la decrepitud: —un cadáver y un vivo, cubiertos de una misma mortaja: —la América revolucionaria, envuelta todavía en los pañales de la que fue su madrastra.
Dos legados funestos de la España traban principalmente el movimiento progresivo de la revolución americana, sus costumbres y su legislación.
Un orden político nuevo, exige nuevos elementos para constituirlo.
Las costumbres de una sociedad fundada sobre la desigualdad de clases, jamás podrán fraternizar con los principios de la igualdad democrática.
La España nos dejó por herencia la rutina, y la rutina no es otra cosa en el orden moral, que la abnegación del derecho de examen y de elección, es decir, el suicidio de la razón; y en el orden físico, seguir la vía trillada, no innovar, hacer siempre las cosas en el mismo molde, ajustarlas a la misma medida; y la democracia exige acción, innovación, ejercicio constante de todas las facultades del hombre, porque el movimiento es la esencia de su vida.
La España nos imbuía en el dogma del respeto ciego a la tradición y a la autoridad infalible de ciertas doctrinas; y la filosofía moderna proclama el dogma de la independencia de la razón y no reconoce otra autoridad que la que ella sanciona, ni otro criterio para decidir sobre principios y doctrinas, que el consentimiento uniforme de la humanidad.
La España nos recomendaba respeto y deferencia a las opiniones de las canas, y las canas podrán ser indicio de vejez, pero no de inteligencia y de razón.
La España nos enseñaba a ser obedientes y supersticiosos, y la democracia nos quiere sumisos a la ley, religiosos y ciudadanos.
La España nos educaba para vasallos y colonos, y la patria exige de nosotros una ilustración conforme a la dignidad de hombres libres.
La España dividía la sociedad en cuerpos, jerarquías, profesiones y gremios y ponía al frente de sus leyes —clero, nobleza, estado llano o turba anónima; y la Democracia, nivelando todas las condiciones, nos dice que no hay más jerarquías que las que establece la ley para el gobierno de la sociedad: que el magistrado fuera del lugar donde ejerce sus funciones, se confunde con los demás ciudadanos: que el sacerdote, el militar, el abogado, el comerciante, el artesano, el rico y el pobre, todos son unos: que el último de la plebe es hombre igual en derechos a los demás, y que lleva impresa en su frente la dignidad de su naturaleza: que sólo la probidad, el talento y el ingenio engendran supremacía: que el que ejerce la más ínfima industria, si tiene capacidad y virtudes, no es menos que el sacerdote, el abogado u otro que emplea sus facultades en cualquiera otra profesión: que no hay profesiones unas más nobles que las otras, porque la nobleza no consiste en vestir hábito talar, o en llevar tal título, sino en las acciones: y que, en suma, en una sociedad democrática sólo son dignos, sabios y virtuosos y acreedores a consideración, los que propenden con sus fuerzas naturales al bien y prosperidad de la patria.
Para destruir estos gérmenes nocivos y emanciparnos completamente de esas tradiciones añejas, necesitamos una reforma radical en nuestras costumbres: tal será la obra de la educación y las leyes.
Una legislación semi-bárbara, dictada en tiempos tenebrosos por el capricho o la voluntad de un hombre, para escuchar los intereses y afianzar el predominio de ciertas clases; una legislación hecha, no para satisfacer las necesidades de nuestra sociedad, sino para robustecer la tiranía de la metrópoli; una legislación destinada a colonos y vasallos, no a ciudadanos; una legislación que eterniza los pleitos y diferencias, causando la ruina de los particulares y del Estado; que abre ancho campo a la mala fe y los abusos; que da margen a las cavilaciones de una jurisprudencia oscura y vacilante, erizada de argucias escolásticas; una legislación, en suma, que no tiene raíz alguna en la inteligencia de la nación, y que mina por el cimiento los principios de la igualdad y la libertad democrática; jamás podrá convenir a la América independiente.
Nuestra legislación debe ser parto de la inteligencia y costumbres de la Nación.
Educar al pueblo, morigerarlo, será el modo de preparar los elementos de una legislación adecuada a nuestro estado social y a nuestras necesidades.
La obra de la legislación es lenta, porque las costumbres no se modifican de un golpe.
Las leyes influyen sobre manera en la mejora de las costumbres. Cuando las leyes son malas, las costumbres se depravan; cuando buenas se mejoran.
Los vicios de un pueblo están casi siempre entrañados en el fondo de su legislación. La América lo atestigua. Las costumbres americanas son hijas de las leyes españolas.
Nuestras leyes positivas deben estar en armonía con los principios de derecho natural. Jus privatum latet sub tutela juris publici. Porque así como la razón es el fundamento de todos los derechos, la ley natural es la regla primitiva y el origen de todas las otras leyes.
Ellas serán personales, o igualmente obligatorias para todos. La fuerza de la ley no consiste sino en que ella recaiga sobre todos.
Ellas fijarán a cada ciudadano los límites de sus respectivos derechos y obligaciones, y les enseñarán lo útil o nocivo a su interés particular y al colectivo de la sociedad.
Si la ley debe ser una para todos, ninguna clase civil, militar o religiosa tendrá leyes especiales, sino que estará sujeta a la ley común.
A la realización de estos principios deben encaminarse las miras de nuestros legisladores.
Un cuerpo completo de leyes americanas, elaborado en vista del progreso gradual de la Democracia, sería el sólido fundamento del edificio grandioso de la emancipación del espíritu americano.
IX
11. EMANCIPACIÓN DEL ESPÍRITU AMERICANO
El gran pensamiento de la revolución no se ha realizado. Somos independientes, pero no libres. Los brazos de la España no nos oprimen; pero sus tradiciones nos abruman. De las entrañas de la anarquía nació la contrarrevolución .
La idea estacionaria, la idea española, saliendo de su tenebrosa guarida, levanta de nuevo triunfante su estólida cabeza, y lanza anatemas contra el espíritu reformador y progresivo.
Pero su triunfo será efímero. Dios ha querido y la historia de la humanidad lo atestigua, que las ideas y los hechos que existieron desaparezcan de la escena del mundo y se engolfen por siempre en el abismo del pasado, como desaparecen una tras otras las generaciones. Dios ha querido que el día de hoy no se parezca al de ayer; que el siglo de ahora no sea una repetición monótona del anterior; que lo que fue no renazca; y que en el mundo moral como en el físico, en la vida del hombre como en la de los pueblos, todo marche y progrese, todo sea actividad incesante y continuo movimiento.
La contrarrevolución no es más que la agonía lenta de un siglo caduco, de las tradiciones retrógradas del antiguo régimen, de unas ideas que tuvieron ya completa vida en la historia. ¿Quién, violando la ley de Dios, podrá reanimar ese espectro que se levanta en sus delirios, envuelto ya en el sudario de la tumba? ¿El esfuerzo impotente de algunos espíritus obcecados? Quimera.
La revolución ruge sordamente en las entrañas de nuestra sociedad. Ella espera para asomar la cabeza, la reaparición del astro regenerador de la patria; ella afila en la oscuridad sus armas, y aguza sus lenguas de fuego en las cárceles donde la oprimen y la ponen mordaza; ella enciende todos los corazones patriotas: ella madura en silencio sus planes reformadores y cobra en el ocio mayor inteligencia y poderío.
La revolución marcha, pero con grillos. A la joven generación toca despedazarlos y conquistar la gloria de la iniciativa en la grande obra de la emancipación del espíritu americano, que se resume en estos dos problemas: emancipación política y emancipación social.
El primero está resuelto, falta que resolver el segundo.
En la emancipación social de la patria está vinculada su libertad.
La emancipación social americana sólo podrá conseguirse, repudiando la herencia que nos dejó la España, y concretando toda la acción de nuestras facultades al fin de constituir la sociabilidad americana.
La sociabilidad de un pueblo se compone de todos los elementos de la civilización: del elemento político, del filosófico, del religioso, del científico, del artístico, del industrial.
La política americana tenderá a organizar la democracia, o en otros términos la igualdad y la libertad, asegurando, por medio de leyes adecuadas, a todos y cada uno de los miembros de la asociación, el más amplio y libre ejercicio de sus facultades naturales. Ella reconocerá el principio de la independencia y soberanía de cada pueblo, trazando con letras de oro en la empinada cresta de los Andes, a la sombra de todos los estandartes americanos, este emblema divino: la nacionalidad es sagrada. Ella fijará las reglas que deben regir sus relaciones entre sí, y con los demás pueblos del mundo.
La Filosofía reconoce a la razón individual como único juez de todo lo que toca al individuo; y a la razón colectiva, o al consensus general, como el árbitro soberano de todo lo que atañe a la sociedad.
La Filosofía en la asociación procurará establecer el pacto de alianza de la razón individual y de la razón colectiva, del ciudadano y de la patria.
La Filosofía ilumina la fe, explica la religión y la subordina también a la ley del progreso.
La Filosofía en la naturaleza inerte, busca la ley de su generación; en la animalidad, la ley del desarrollo de la vida de todos los seres; en la historia, el hilo de la tradición progresiva de cada pueblo y de la humanidad y, por consiguiente, la manifestación de los designios de la Providencia: en el Arte, busca el pensamiento individual y el pensamiento social, los cuales confronta y explica; o en términos metafísicos, la expresión armoniosa de la vida finita y contingente, y de la vida absoluta, infinita, humanitaria.
La Filosofía sujeta a leyes racionales la industria, y el trabajo material del hombre.
La Filosofía, en suma, es la ciencia de la vida en todas sus manifestaciones posibles, desde el mineral a la planta, desde la planta al insecto infusorio, desde el insecto al hombre, desde el hombre a Dios.
La Filosofía es el ojo de la inteligencia examinando e interpretando las leves necesarias que rigen al mundo físico y moral, o al universo.
La Religión es el cimiento moral sobre que descansa la sociedad, el bálsamo divino del corazón, la fuente pura de nuestras esperanzas venideras y la escala mística por donde suben al cielo los pensamientos de la tierra.
La Ciencia enseña al hombre a conocerse a sí mismo, a penetrar los misterios de la naturaleza, a levantar sus pensamientos al Creador, y a encontrar los medios de mejora y perfección individual y social.
El Arte abarca en sus divinas inspiraciones todos los elementos morales y afectivos de la humanidad: lo bueno, lo justo, lo verdadero, lo bello, lo sublime, lo divino; la individualidad y la sociedad, lo finito y lo infinito; el amor, los presentimientos, las visiones del alma, las intuiciones más vagas y misteriosas de la conciencia; todo lo penetra y abarca con su espíritu profético; todo lo mira al través del brillante prisma de su imaginación, lo anima con el soplo de fuego de su palabra generatriz, lo embellece con los lucidos colores de su paleta, y lo traduce en inefables o sublimes harmonías. El canta el heroísmo y la libertad, y solemniza todos los grandes actos, tanto internos como externos de la vida de las naciones.
La Industria pone en manos del hombre los instrumentos para domeñar las fuerzas de la naturaleza, labrarse su bienestar y conquistar el señorío de la creación.
Política, filosofía, ciencia, religión, arte, industria, todo deberá encaminarse a la democracia, ofrecerle su apoyo y cooperar activamente a robustecerla y cimentarla.
En el desarrollo natural, armónico y completo de estos elementos, está enumerado el problema de la emancipación del espíritu americano.
X
12. ORGANIZACIÓN DE LA PATRIA
SOBRE LA BASE DEMOCRÁTICA
La igualdad y la libertad son los dos ejes centrales, o más bien, los dos polos del mundo de la Democracia.
La Democracia parte de un hecho necesario, es decir, la igualdad de clases, y marcha con paso firme hacia la conquista del reino de la libertad más amplia —de la libertad individual, civil y política.
La Democracia no es una forma de gobierno, sino la esencia misma de todos los gobiernos republicanos o instituidos por todos para el bien de la comunidad o de la Asociación.
La Democracia es el régimen de la libertad, fundado sobre la igualdad de clases.
Todas las asociaciones políticas modernas tienden a establecer la igualdad de clases, y puede asegurarse, observando el movimiento progresivo de las naciones europeas y americanas, “que el desenvolvimiento gradual de la igualdad de clases, es una ley de la Providencia, pues reviste sus principales caracteres; es universal, durable, se substrae de día en día al poder humano, y todos los acontecimientos y todos los hombres conspiran sin saberlo a extenderla y afianzarla” (Alexis de Tocqueville).
La Democracia es el gobierno de las mayorías, o el consentimiento uniforme de la razón de todos, obrando para la creación de la ley, y para decidir soberanamente sobre todo aquello que interesa a la asociación.
Ese consentimiento general y uniforme constituye la soberanía del pueblo.
La Soberanía del Pueblo es ilimitada en todo lo que pertenece a la sociedad: en la política, en la filosofía, en la religión; pero el pueblo no es soberano de lo que toca al individuo: de su conciencia, de su propiedad, de su vida y su libertad.
La asociación se ha establecido para el bien de todos; ella es el fondo común de todos los intereses individuales, o el símbolo animado de la fuerza e inteligencia de cada uno.
El fin de la asociación es organizar la democracia, y asegurar a todos y cada uno de los miembros asociados, la más amplia y libre fruición de sus derechos naturales; el más amplio y libre ejercicio de sus facultades.
Luego el pueblo soberano o la mayoría no puede violar esos derechos individuales, coartar el ejercicio de esas facultades, que son a un tiempo el origen, el vínculo, la condición y el fin de la Asociación.
Desde el momento que las viola, el pacto está roto, la asociación se disuelve, y cada uno será dueño absoluto de su voluntad y sus acciones, y de cifrar su derecho en su fortaleza.
Resulta de aquí, que el límite de la razón colectiva es el derecho; y el límite de la razón individual, la soberanía de la razón del pueblo.
El derecho del hombre es anterior al derecho de la asociación. El individuo por la ley de Dios y de la humanidad es dueño exclusivo de su vida, de su propiedad, de su conciencia y su libertad: su vida es un don de Dios; su propiedad, el sudor de su rostro; su conciencia, el ojo de su alma y el juez íntimo de sus actos; su libertad, la condición necesaria para el desarrollo de las facultades que Dios le dio con el fin de que viviese feliz, la esencia misma de su vida, puesto que la vida sin libertad es muerte.
El derecho de la asociación está por consiguiente circunscrito en la órbita de los derechos individuales.
El soberano, el pueblo, la mayoría dictan la ley social y positiva con el objeto de afianzar y sancionar la ley primitiva, la ley natural del individuo. Así es que, lejos de abnegar el hombre al entrar en sociedad una parte de su libertad y sus derechos, se ha reunido al contrario a los demás, y formado la asociación, con el fin de asegurarlos y extenderlos.
Si la ley positiva del soberano se ajusta a la ley natural, su derecho es legítimo y todos deben prestarle obediencia, so pena de ser castigados como infractores; si la viola, es ilegítima y tiránica, y nadie está obligado a obedecerla.
El derecho de resistencia del individuo contra las decisiones tiránicas del pueblo soberano o de la mayoría, es por consiguiente legítimo, como lo es el derecho de repeler la fuerza con la fuerza, y de matar al ladrón o al asesino, que atente a nuestra propiedad o nuestra vida, puesto que nace de las condiciones mismas del pacto social.
La soberanía del pueblo es ilimitada en cuanto respecta al derecho del hombre: —Primer principio.
La soberanía del pueblo es absoluta en cuanto tiene por norma la razón: —Segundo principio.
La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La voluntad, es ciega, caprichosa, irracional: la voluntad quiere; la razón examina, pesa y se decide.
De aquí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional de la comunidad social.
La parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento uniforme del pueblo racional.
La democracia, pues, no el despotismo absoluto de las masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón.
La soberanía es el acto más grande y solemne de la razón de un pueblo libre. ¿Cómo podrán concurrir a este acto los que no conocen su importancia? ¿Los que por su falta de luces son incapaces de discernir el bien del mal en materia de negocios públicos? ¿Los que, como ignorantes que son de lo que podría convenir, no tienen opinión propia, y están por consiguiente expuestos a ceder a las sugestiones de los mal intencionados? ¿Los que por su voto imprudente podrían comprometer la libertad de la patria y la existencia de la sociedad? ¿Cómo podrá, digo, ver el ciego, caminar el tullido, articular el mudo, es decir, concurrir a los actos soberanos el que no tiene capacidad ni independencia?
Otra condición del ejercicio de la soberanía es la industria. El holgazán, el vagabundo, el que no tiene oficio tampoco puede hacer parte del soberano; porque, no estando ligado por interés alguno a la sociedad, dará fácilmente su voto por oro o amenazas.
Aquel cuyo bienestar depende de la voluntad de otro, y no goza de independencia personal, menos podrá entrar al goce de la soberanía; porque difícilmente sacrificará su interés a la independencia de su razón.
El tutelaje del ignorante, del vagabundo, del que no goza de independencia personal, es por consiguiente necesario. La ley no les veda ejercer por sí derechos soberanos, sino mientras permanezcan en minoridad: no los despoja de ellos, sino les impone una condición para poseerlos—la condición de emanciparse.
Pero el pueblo, las masas, no tienen siempre en sus manos los medios de conseguir su emancipación. La sociedad o el gobierno que la representa debe ponerlos a su alcance.
El fomentará la industria, destruirá las leyes fiscales que traban su desarrollo, no la sobrecargará de impuestos, y dejará que ejerza libre y soberanamente su actividad.
El esparcirá la luz de todos los ámbitos de la sociedad, y tenderá su mano benéfica a los pobres y desvalidos. El procurará elevar a la clase proletaria al nivel de las otras clases, emancipando primero su cuerpo, con el fin de emancipar después su razón.
Para emancipar las masas ignorantes y abrirles el camino de la soberanía, es preciso educarlas. Las masas no tienen sino instintos: son más sensibles que racionales; quieren el bien y no saben dónde se halla; desean ser libres, y no conocen la senda de la libertad.
La educación de las masas debe ser sistemada.
La religión, moralizándolas, fecundará en su corazón los gérmenes de las buenas costumbres.
La instrucción elemental las pondrá en estado de adquirir mayores luces, y de llegar un día a penetrarse de los derechos y deberes que les impone la ciudadanía.
Las masas ignorantes, sin embargo, aunque privadas temporariamente del ejercicio de los derechos de la soberanía o de la libertad política, están en pleno goce de su libertad individual: como los de todos los miembros de la asociación, sus derechos naturales son inviolables: la libertad civil también como a todos las escuda: la misma ley civil, penal y constitucional, dictadas por el soberano, protege su vida, su propiedad, su conciencia y su libertad; las llama a juicio cuando delinquen, las condena o las absuelve.
Ellas no pueden asistir a la confección de la ley que formula los derechos y deberes de los miembros asociados, mientras permanezcan en tutela y minoridad; pero esa misma ley les da medios de emanciparse, y las tiene entretanto bajo su protección y salvaguardia.
La democracia camina al nivelamiento de las condiciones, a la igualdad de clases.
La igualdad de clases envuelve la libertad individual, la libertad civil y la libertad política. Cuando todos los miembros de la asociación estén en posesión plena y absoluta de estas libertades y ejerzan de mancomún la soberanía, la democracia se habrá definitivamente constituido sobre la base incontrastable de la igualdad de clases: —Tercer principio.
Hemos desentrañado el espíritu de la democracia, y trazado los límites de la soberanía del pueblo. Pasemos a indagar cómo obra el soberano, o en otros términos, qué forma aparente, visible, imprime a sus decisiones: cómo organiza el gobierno de la democracia.
El soberano para la confección de la ley delega sus poderes, reservándose la sanción de ella.
El delegado representa los intereses y la razón del soberano.
El legislador ejerce una soberanía limitada y temporaria; su norma es la razón.
El legislador dicta la ley orgánica, y formula en ella los derechos y deberes del ciudadano y las condiciones del pacto de asociación.
Divide la potestad social en tres grandes poderes, a quienes traza sus límites y atribuciones, los cuales constituyen la unidad simbólica de la soberanía democrática.
El legislativo representa la razón del pueblo, el judicial su justicia, el ejecutivo su acción o voluntad: el primero labra la ley, el segundo la aplica, el tercero la ejecuta: aquel vota las erogaciones e impuestos y es órgano inmediato de los deseos y necesidades del pueblo; este es órgano de la justicia social, manifestada en las leyes; el último, administrador y gestor infatigable de los intereses sociales.
Estos tres poderes son a la verdad independientes; pero, lejos de aislarse y condenarse a la inmovilidad, oponiéndose resistencias mutuas, para mantener cierto quimérico equilibrio, se encaminarán armónicos, por distintas vías, a un fin único —el progreso social. —Su fuerza será la resultante de las tres fuerzas reunidas, sus voluntades se reasumirán en una voluntad; y así como la razón, el sentimiento y la voluntad constituyen la unidad moral del individuo, los tres poderes formarán la unidad generatriz de la democracia, o el órgano legítimo de la soberanía, destinado a fallar sin apelación sobre todas las cuestiones que interesen a la Asociación.
Las condiciones del pacto están escritas; la piedra angular del edificio social, puesta; el gobierno organizado y animado por el espíritu de la ley fundamental. El legislador la presenta al pueblo: el pueblo la aprueba, si ella es el símbolo vivo de su razón.
La obra del legislador constituyente está concluida.
Si la ley orgánica no es la expresión de la razón pública proclamada por sus legítimos representantes; si estos no han hablado en esa ley de los intereses y opiniones de sus poderdantes; si no han procurado interpretar su pensamiento; o en otros términos, si los legisladores, desconociendo su misión y las exigencias vitales del pueblo que representan, se han puesto como miserables plagiarios a copiar de aquí y de allí artículos de constituciones de otros países, en lugar de hacer una que tenga raíces vivas en la conciencia popular, su obra será un monstruo abortado, un cuerpo sin vida, una ley efímera y sin acción, que jamás podrá sancionar el criterio público.
El legislador habrá traicionado la confianza de su poderdante, el legislador será un imbécil.
Si al contrario la obra del legislador satisface plenamente la razón pública, su obra es grande, su creación sublime y semejante a la de Dios.
Entonces ni el pueblo, ni el legislador, ni ninguna potestad social, podrá llevar su mano sacrílega a ese santuario, donde está trazada con letras divinas la ley suprema e inviolable; la ley de las leyes, que todos y cada uno ha reconocido, proclamado y jurado ante Dios y los hombres respetar.
La soberanía, por decirlo así, se ha encarnado en esa ley: allí está la razón y el consentimiento del pueblo; allí está el orden, la justicia y la libertad; allí está la salvaguardia de la democracia.
Podrá esta ley ser revisada, mejorada con el tiempo y ajustada a los progresos de la razón pública, por una asamblea elegida ad hoc por el soberano; pero entre tanto no llega esa época que ella misma señala; su poder es omnipotente; su voluntad domina todas las voluntades; su razón se sobrepone a todas las razones.
Ninguna mayoría, ningún partido, ninguna asamblea podrá atentar a ella, so pena de ser usurpadora y tiránica.
Esa ley sirve de piedra de toque a todas las otras leyes; su luz las ilumina, y todos los pensamientos y acciones del cuerpo social y de los poderes constituidos, nacen de ella y vienen a converger a su centro. Ella es la fuerza motriz que da impulso, y en torno de la cual gravitan, como los astros en torno del sol, todas las fuerzas parciales que componen el mundo de la Democracia.
Constituida así la democracia, la soberanía del pueblo parte de ese punto, y empieza a ejercer su acción incesante e ilimitada; pero girando siempre en la órbita que la ley orgánica le traza; su derecho no va más allá.
Ella por medio de sus representantes, hace y deshace leyes, innova cada día, lleva su actividad por todas partes, e imprime un movimiento incesante, una transformación progresiva a la máquina social.
Cada acto de su voluntad es una nueva creación; cada decisión de su razón, un progreso.
Política, religión, filosofía, arte, industria; todo lo examina, lo elabora, lo sujeta a su voto supremo y lo sanciona: —la voz del pueblo es la voz de Dios.
De lo dicho deduciremos, que si el pueblo no tiene luces ni moralidad; que si los gérmenes de una constitución no están, por decirlo así, diseminados en sus costumbres, en sus sentimientos, en sus recuerdos, en sus tradiciones, la obra de organizarlos es irrealizable; que el legislador no es llamado a crear una ley orgánica, o aclimatar en el suyo las de otros países, sino a conocer los instintos, necesidades, intereses, todo lo que forma la vida intelectual, moral y física del pueblo que representa, y a proclamarlos y formularlos en una ley; y que sólo pueden y deben ser legisladores aquellos que reúnan a la más alta capacidad y acrisolada virtud, el conocimiento más completo del espíritu y exigencias de la nación.
De aquí nace también, que si el legislador tiene conciencia de su deber, antes de indagar cuál forma gubernativa sería preferible, debe averiguar si el pueblo se halla en estado de regirse por una constitución; y dado este caso, ofrecerle, no la mejor y más perfecta en teoría, sino aquella que se adapte a su condición.
He dado a los atenienses, decía Solon, no las mejores leyes, sino las que se hallan en estado de recibir.
De aquí se infiere, que cuando la razón pública no está sazonada, el legislador constituyente no tiene misión alguna, y no pudiendo llevar conciencia de su dignidad, ni de la importancia del papel que representa, figura en una farsa que él mismo no entiende, y dicta o copia leyes con el mismo desembarazo que haría escritos en su bufete, o reglaría las cuentas de su negocio.
De aquí, en suma, deduciremos la necesidad de preparar al legislador, antes de encomendarle la obra de una constitución.
El legislador no podrá estar preparado si el pueblo no lo está. ¿Cómo logrará el legislador obrar el bien, si el pueblo lo desconoce?, ¿si no aprecia las ventajas de la libertad?, ¿si prefiere la inercia a la actividad?, ¿sus hábitos, a la innovaciones?, ¿lo que conoce y palpa, a lo que no conoce y mira remoto?
Es indispensable por lo mismo para preparar al pueblo y al legislador, elaborar primero la materia de la ley, es decir, difundir las ideas que deberán encarnarse en los legisladores y realizarse en las leyes, hacerlas circular, vulgarizarlas, incorporarlas al espíritu público.
Es preciso, en una palabra, ilustrar la razón del pueblo y del legislador sobre las cuestiones políticas, antes de entrar a constituir la nación.
Sólo con esta condición lograremos lo que deseamos todos ahincadamente, que aparezca el legislador futuro, o una representación nacional capaz de comprender y remediar los males que sufre la sociedad, de satisfacer sus votos, y de echar el fundamento de un orden social incontrastable y permanente.
Mientras el espíritu público no haya adquirido la madurez necesaria, las constituciones no harán más que dar pábulo a la anarquía, y fomentar en los ánimos el menosprecio de toda ley, de toda justicia y de los principios más sagrados.
Siendo la democracia el gobierno del pueblo por sí mismo, exige la acción constante de todas las facultades del hombre, y no podrá cimentarse sino con el auxilio de las luces y de la moralidad.
Ella, partiendo del principio de la igualdad de clases, procura que se arraigue en las ideas, costumbres y sentimientos del pueblo, y elabora sus leyes e instituciones de modo que tiendan a extender y afianzar su predominio.
A llenar las miras de la democracia, deben dirigirse todos los esfuerzos de nuestros gobiernos y de nuestros legisladores.
La Asociación de la joven generación Argentina cree, que la democracia existe en germen en nuestra sociedad; su misión es predicarla, difundir su espíritu y consagrar la acción de sus facultades a fin de que un día llegue a constituirse en la República.
Ella no ignora cuantos obstáculos le opondrán, ciertos resabios aristocráticos, ciertas tradiciones retrógradas, las leyes, la falta de luces y de moralidad.
Ella sabe que la obra de organizar la democracia no es de un día; que las constituciones no se improvisan; que la libertad no se funda sino sobre el cimiento de las luces y las costumbres; que una sociedad no se ilustra y moraliza de un golpe; que la razón de un pueblo que aspira a ser libre, no se sazona sino con el tiempo: pero, teniendo fe en el porvenir, y creyendo que las altas miras de la revolución no fueron solamente derribar el orden social antiguo, sino también reedificar otro nuevo, trabajará con todo el lleno de sus facultades a fin de que las generaciones venideras, recogiendo el fruto de su labor, tengan en sus manos mayores elementos que nosotros para organizar y constituir la sociedad argentina sobre la base incontrastable de la igualdad y la libertad democrática.
XI
13. CONFRATERNIDAD DE PRINCIPIOS
Uno de los muchos obstáculos que hoy día se oponen y por largo tiempo se opondrán a la reorganización de nuestra sociedad, es la anarquía que reina en todos los corazones e inteligencias; la falta de creencias comunes, capaces de formar, robustecer e infundir irresistible prepotencia al espíritu público. No existe ningún fundamento sólido sobre el cual pueda apoyarse la razón de cada uno, ninguna norma, ninguna doctrina, ningún principio de vida que atraiga, reúna y anime los miembros divididos del cuerpo social. —No hay bálsamo alguno que calme los corazones lacerados, ningún remedio a la inquietud y desazón de los ánimos, ninguna luz que guíe a los hijos de la patria en el abismo espantoso donde los ha sumergido el desenfreno de las pasiones y los atentados de la tiranía.
Cada uno, amurallado en su egoísmo, ve pasar con estúpida sonrisa el carro triunfante del Despotismo por sobre las glorias y trofeos de la patria, por sobre la sangre y cadáveres de sus hermanos, por sobre las leyes y derechos de la nación. Cada uno oye en silencio los gritos y aclamaciones de la turba que, en signo de vasallaje, marcha en pos de sus huellas, celebrando su omnipotencia y sus hazañas.
¿Qué origen dar a ese marasmo del espíritu público?, ¿a esa atrofia de tanto noble corazón? ¿Cómo explicar ese fenómeno moral que se reproduce siempre en todas las grandes crisis sociales, después de los desastres, convulsiones y delirios de la guerra civil? —Es que toda grande excitación enerva; que tras la fiebre y el delirio, viene el abatimiento y el colapso; y que, en el frenesí de las pasiones políticas, pierden los pueblos como los hombres, aquella primitiva virilidad de sus potencias, aquella virginidad de su corazón, aquel fuego y energía de su robusta adolescencia. —Es que los desengaños han venido a entibiar las esperanzas; que ese intenso afanar y esa lucha prolongada para cimentar la libertad, han sido estériles e ineficaces; que los principios y las doctrinas no han producido fruto alguno; y que la fe de todos los hombres, de todos los patriotas, ha venido a guarecer su impotencia en el abrigo desierto del escepticismo y de la duda, después de haber visto a la anarquía y al despotismo disputarse encarnizados el tesoro recogido por su constancia y su heroísmo.
Felizmente no están sujetos los pueblos a esa ley de aniquilamiento fatal que extingue poco a poco la vida y las esperanzas del hombre. El individuo desaparece, pero quedan sus obras. Cada generación que nace de las entrañas del no ser trae nueva sangre, infunde nueva vida al cuerpo social. Se diría que la carne del hombre es de la tierra, pero su espíritu de la humanidad. Cada generación hereda el espíritu vital de la generación que devoró la tumba. Con cada generación retoña el árbol de esperanza del porvenir progresivo de los pueblos y de la humanidad.
Esa facultad de comunicación perpetua entre hombre y hombre, entre generación y generación; esa encarnación continua del espíritu de una generación en otra, es lo que constituye la vida y la esencia de las sociedades. No son ellas simplemente una aglomeración de hombres, sino que forman un cuerpo homogéneo y animado de una vida peculiar, que resulta de la relación mutua de los hombres entre sí, y de unas generaciones con otras.
La generación nueva no está enervada; ella empieza a vivir, y trae en su seno toda la energía, deseos y esperanzas de un joven adolescente; pero sufre el mismo dolor que todos, y se halla envuelta en la misma atmósfera tenebrosa; lleva en su corazón la anarquía, y en su inteligencia el caos y lucha de contrarios elementos.
¿Y qué otra cosa podría heredar? Nacida en la borrasca, creciendo en las tempestades y no divisando en el mar de tinieblas que la circundaba, una antorcha que la encaminase al puerto de consuelo y salvación, su espíritu debió sufrir agitaciones intensas y buscar donde lo hallase, el alimento necesario a su actividad.
La Patria no existía, ni la libertad tampoco. ¿Qué es la vida sin patria ni libertad? debió decirse. —Faltóle un móvil a sus acciones, un símbolo a su fe, un blanco a sus esperanzas, un apoyo a su inteligencia; y vacilaron, se chocaron y corrieron en dirección opuesta sus pensamientos por el campo ilimitado de la especulación y la duda, de la incertidumbre y la verdad.
Para salir de este caos, necesitamos una luz que nos guíe, una creencia que nos anime, una religión que nos consuele, una base moral, un criterium común de certidumbre que sirva de fundamento a la labor de todas las inteligencias, y a la reorganización de la patria y de la sociedad.
Esa piedra fundamental, ese punto de arranque y reunión, son los principios.
Política, ciencia, religión, arte, industria, todo existe en germen en nuestra sociedad; pero como en el caos los primitivos elementos de la creación. Hay, si se quiere, en ella muchas ideas; pero no un sistema de doctrinas políticas, filosóficas, artísticas, no una verdadera ciencia; porque la ciencia no consiste en almacenar muchas ideas, sino en que estas sean sanas y sistemadas, y constituyan por decirlo así, un dogma religioso para el que las profesa.
Nuestra cultura intelectual exige por lo mismo un desenvolvimiento armónico, una marcha uniforme, una elaboración peculiar, que tienda a la difusión de los principios sanos, a la uniformidad de las creencias, a disipar la anarquía de los espíritus, a vulgarizar y poner en circulación las doctrinas progresivas, a calmar tantas angustias y agitaciones, y a satisfacer las necesidades más vitales de nuestra sociedad.
La confraternidad de principios producirá la unión y fraternidad de todos los miembros de la familia argentina, y concentrará sus anhelos en el solo objeto de la libertad y engrandecimiento de la Patria.
XII
14. FUSIÓN DE TODAS LAS DOCTRINAS
PROGRESIVAS EN UN CENTRO UNITARIO
No pretendemos transar con lo bueno y lo malo, o hacer una amalgama impura de elementos heterogéneos. Nuestra filosofía no es la de la impotencia.
Queremos sí formular un sistema de creencias comunes y de principios luminosos, que nos sirvan de guía en la carrera que emprendemos.
Nuestra filosofía lleva por divisa: progreso indefinido.
Los símbolos de nuestra fe son: fraternidad, igualdad, libertad, asociación.
Caminamos a la Democracia. —Organizar la asociación de modo que por una serie de progresos llegue a la igualdad y la libertad, o a la democracia: —he aquí nuestra idea fundamental.
Nuestro punto de arranque y reunión será la democracia.
Política, filosofía, religión, arte, ciencia, industria; toda la labor inteligente y material deberá encaminarse a fundar el imperio de la democracia.
Política que tenga otra mira, no la queremos.
Filosofía que no coopere a su desarrollo, la desechamos.
Religión que no la sancione y la predique, no es la nuestra.
Arte que no se anime de su espíritu, y no sea la expresión de la vida del individuo y de la sociedad, será infecundo.
Ciencia que no la ilumine, inoportuna.
Industria que no tienda a emancipar las masas, y elevarlas a la igualdad, sino a concentrar la riqueza en pocas manos, la abominamos.
Para conseguir la realización completa de la igualdad de clases, y la emancipación de las masas, es necesario: —”que todas las instituciones sociales se dirijan al fin de la mejora intelectual, física y moral de la clase más numerosa y más pobre”.
“La sociedad, o el poder que la representa, debe a todos sus miembros instrucción, y tiene a su cargo el progreso de la razón pública”.
El fin de la política es organizar la asociación sobre la base democrática.
Para alcanzar ese fin, elaborar primero la materia de la ley, o en otros términos, preparar al pueblo y al legislador, antes de formar el congreso futuro que debe constituir la democracia.
El derecho del hombre es anterior al de la asociación.
El derecho del hombre es tan legítimo como el derecho de la asociación.
Alianza y armonía del ciudadano y la patria, del individuo y de la sociedad.
La soberanía sólo reside en la razón colectiva del Pueblo. El sufragio universal es absurdo.
No es nuestra la fórmula de los ultra-demócratas franceses: todo para el Pueblo y por el Pueblo; sino la siguiente: todo para el Pueblo, y por la razón del Pueblo.
El gobierno representativo es el instrumento necesario del progreso, y la forma perfectible, pero indestructible de la Democracia.
Queremos una política, una religión, una filosofía, una ciencia, un arte, una industria que concurran simultáneamente a idéntica solución moral: —que proclamen y difundan verdades enlazadas entre sí, las cuales se dirijan a establecer la armonía de los corazones e inteligencias, o la unión estrecha de todos los miembros de la familia argentina.
La democracia es la unidad central que nosotros buscamos por medio de la fusión de todas las doctrinas progresivas: ella será el foco hacia donde convergerán todas nuestras tareas y pensamientos.
Sólo serán progresivas para nosotros, todas aquellas doctrinas que, teniendo en vista el porvenir, procuren dar impulso al desenvolvimiento gradual de la igualdad de clases, y que estén siempre a la vanguardia de la marcha ascendente del espíritu humano.
Pediremos luces a la inteligencia europea, pero con ciertas condiciones.
El mundo de nuestra vida intelectual será a la vez nacional y humanitario: tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones; y el otro en las entrañas de nuestra sociedad.
Nuestra labor será doble: estudiar y aplicar, acopiar semilla y sembrarla; conocer las necesidades de la nación, y contribuir con nuestras fuerzas al desarrollo normal de su vida, y al logro de sus gloriosos destinos.
Todo lo que indique adelanto, todo lo que haya legítimo en los intereses y doctrinas de las facciones de la revolución, lo adoptaremos.
Las glorias de la nación y de nuestras notabilidades revolucionarias nos tocan por herencia, pues forman la espléndida corona de nuestra Patria: no seremos ingratos ni traidores.
No pretendemos emanciparnos de las tradiciones progresivas de la revolución; somos, al contrario, sus continuadores, porque tal es la misión que nos ha cabido en herencia. Queremos ser dignos hijos de nuestros heroicos padres.
El pensamiento de Mayo es el nuestro: ambicionamos verlo realizado completamente, sea cual fuere el éxito de nuestros esfuerzos y esperanzas, sea cual fuere el destino que nos aguarde. En vano la tiranía, la fuerza bruta y las preocupaciones nos harán guerra y nos opondrán obstáculos invencibles; nada será capaz de desalentarnos: la fe que nos anima es incontrastable. Dios, la patria, el grito de nuestra conciencia y de nuestra razón nos imponen el deber de consagrar nuestras fuerzas, y derramar, si fuere necesario, nuestra sangre por la santa causa de la igualdad y de la libertad democrática, y por la emancipación completa de la tierra en que nacimos.
Vamos a sacrificar la vida que nos queda en beneficio de las generaciones venideras. Si triunfamos, ellas bendecirán nuestros nombres: si perecemos antes de tiempo, darán una lágrima a nuestras malogradas pero nobles intenciones, y continuarán la obra que iniciamos, si escuchan como nosotros la voz de la patria y obedecen la ley de la Providencia.
Trabajar por el progreso y emancipación completa de nuestra patria, será poner las manos en la grande y magnífica obra de la revolución, y emular las virtudes de los que la concibieron.
XIII
15. Abnegación de las simpatías que puedan ligarnos
a las dos grandes facciones que se han disputado
el poderío durante la revolución *
[*Nota del autor: Esta palabra simbólica era la décima en su orden primitivo de colocación; pero habiéndose suspendido su explicación en Buenos Aires el año 37 por motivos especiales, se halló por conveniente verificarla en Montevideo y salió colocada al fin del dogma. Como en su redacción se hace referencia a la que antecede, la hemos dejado así traspuesta, suponiendo notarán fácilmente los lectores que el párrafo anterior debe ser el último, porque resume toda la doctrina.]
El último resultado de la fusión doctrinaria, formulada en el precedente párrafo, es una fusión política y social.
Armonía en los intereses, armonía en las opiniones, en las localidades, en los hombres, en el presente, en el pasado de nuestra vida política.
Para ello una general amnistía para todos los extravíos precedentes; una ley de olvido conteniendo todos los momentos, todos los sucesos, todos los caracteres históricos de la revolución americana.
La revolución de Mayo, se dividió al nacer, y ha continuado dividida hasta los actuales días: armada de sus dos manos, como la revolución francesa, con la una de ellas ha llevado adelante la conquista de la libertad, en tanto que con la otra, no ha cesado de despedazar su propio seno: doble lucha de anarquía y de independencia, de gloria y de mengua, que ha hecho a la vez feliz y desgraciado el país, que ha ilustrado y empañado nuestra revolución, nuestros hombres y nuestras cosas.
La anarquía del presente, es hija de la anarquía del pasado: tenemos odios que no son nuestros, antipatías que nosotros hemos heredado. Conviene interrumpir esta sucesión funesta, que hará eterna nuestra anarquía. Que un triple cordón sanitario sea levantado entre ambas generaciones, al través de los rencores que ha dividido los tiempos que nos han visto crecer. Es menester llevar la paz a la historia, para radicarla en el presente, que es hijo del pasado, y el porvenir, que es hijo del presente.
Facción Morenista, facción Saavedrista, facción Rivadavista, facción Rosista, son para nosotros voces sin inteligencia; no conocemos partidos personales; no nos adherimos a los hombres: somos secuaces de principios. No conocemos hombre malo al frente de los principios de progreso y libertad. Para nosotros la revolución es una e indivisible. Los que la han ayudado son dignos de gloria; los que la han empañado, de desprecio. Olvidamos no obstante las faltas de los unos para no pensar más que en la gloria de los otros.
Todos nuestros hombres, todos nuestros momentos, todos nuestros sucesos presentan dos faces: una de gloria, otra de palidez. La juventud se ha colocado cara a cara con la gloria de sus padres, y ha dejado sus flaquezas en la noche del olvido.
Vivamos alerta con los juicios de nuestros padres acerca de nuestros padres. Han estado divididos, y en el calor de la pelea más de una vez se han visto con los ojos del odio, se han pintado con los colores del desprecio. A dar ascenso a sus palabras, todos ellos han sido un puñado de bribones. A creer en lo que vemos, ellos han sido una generación de gigantes, pues que tenemos un mundo salido de sus manos. Ahí están los hechos, ahí están los resultados, ahí está la historia: sobre estos fundamentos incorruptibles debe ser organizada toda reputación, todo título, todo juicio histórico. No tenemos que invocar testimonios sospechosos, tradiciones apasionadas y parciales. Somos la posteridad de nuestros padres; a nosotros compete el juicio de su vida. Nosotros le pronunciaremos en vista del proceso veraz de la historia y de los monumentos. Cada vez, pues, que uno de nuestros padres levante la voz para murmurar de los de su época, implorémosle el silencio. Ellos no son jueces competentes los unos de los otros.
Cada libro, cada memoria, cada página salida de su pluma, refiriéndose a los hombres y los hechos de la revolución americana, deben ser leídos por nosotros con la más escrupulosa circunspección, sino queremos exponernos a pagar alguna vez los sinsabores gloriosos de toda una existencia con la moneda amarga de la ingratitud y del olvido.
Todos los periodos, todos los hombres, todos los partidos comprendidos en el espacio de la revolución, han hecho bienes y males a la causa del progreso americano. Excusamos, sin legitimar todos estos males; reconocemos y adoptamos todos estos bienes. —Ningún periodo, ningún hombre, ningún partido, tendrá que acusarnos de haberle desheredado del justo tributo de nuestro reconocimiento.
Todos los argentinos son unos en nuestro corazón, sean cuales fueren su nacimiento, su color, su condición, su escarapela, su edad, su profesión, su clase. Nosotros no conocemos más que una sola facción, la patria más que un solo color, el de mayo, más que una sola época, los treinta años de revolución republicana. Desde la altura de estos supremos datos, nosotros no sabemos que son unitarios y federales, colorados y celestes, plebeyos y decentes, viejos y jóvenes, porteños y provincianos, año 10 y año 20, año 24 y año 30: divisiones mezquinas que vemos desaparecer como el humo, delante de las tres unidades del pueblo, de la bandera, y de la historia de los argentinos. No tenemos más regla para liquidar el valor de los tiempos, de los hombres y de los hechos, que la magnitud de los monumentos que nos han dejado. Es nuestra regla en esto como en todo: a cada época, a cada hombre, a cada suceso, según su capacidad; a cada capacidad, según sus obras.
Hemos visto luchar dos principios, en toda la época de la revolución, y permanecer hasta hoy indecisa la victoria. Esto nos ha hecho creer que sus fuerzas son iguales, y que su presencia simultánea en la organización argentina, es de una necesidad y correlación inevitables. Hemos inventariado el caudal respectivo de poder de ambos principios unitario y federativo, y hemos obtenido estos resultados:
ANTECEDENTES UNITARIOS
Coloniales
La unidad política. La unidad civil. La unidad judiciaria. La unidad territorial. La unidad financiera. La unidad administrativa. La unidad religiosa. La unidad de idioma. La unidad de origen. La unidad de costumbres.
Revolucionarios
La unidad de creencias y principios Republicanos.
La unidad de formas representativas.
La unidad de sacrificios en la guerra de emancipación.
La unidad de conducta y de acción en dicha empresa.
Los distintos aspectos de unidad interrumpidos; congresos, presidencias directorios generales que con intermitencias más o menos largas se han dejado ver durante la revolución.
La unidad diplomática, externa o internacional. La unidad de glorias. La unidad de bandera. La unidad de armas. La unidad de reputación exterior.
Unidad tácita, instintiva, que se revela cada vez que se dice sin pensarlo: República Argentina, territorio argentino, nación argentina, patria argentina, pueblo argentino, familia argentina, y no Santiagueña, y no cordobesa, y no Porteña. La palabra misma argentino es un antecedente unitario.
ANTEDECENTES FEDERATIVOS
Las diversidades, las rivalidades provinciales, sembradas sistemáticamente por la tiranía colonial, y renovadas por la demagogia republicana.
Los largos interregnos de aislamiento y de absoluta independencia provincial durante la revolución.
Las especialidades provinciales, provenientes del suelo y del clima, de que se siguen otras en el carácter, en los hábitos, en el acento, en los productos de la industria y del suelo.
Las distancias enormes y costosas que las separa unas de otras.
La falta de caminos, de canales, de medios de organizar un sistema regular de comunicación y transporte.
Las largas tradiciones municipales.
Las habitudes ya adquiridas de legislaciones y gobiernos provinciales.
La posición actual de los gobiernos locales en las manos de las provincias.
La soberanía parcial que la revolución de mayo atribuyó a cada una de las provincias, y que hasta hoy les ha sido contestada.
La imposibilidad de reducir las provincias y sus gobiernos al despojo espontáneo de un depósito, que, conservado un día, no se abandona nunca, —el poder de la propia dirección, —la libertad.
Las susceptibilidades, los subsidios del amor propio provincial.
Los celos eternos por las ventajas de la provincia capital.
De donde nosotros hemos debido concluir la necesidad de una total abnegación, no personal, sino política, de toda simpatía que pudiera ligarnos a las tendencias exclusivas de cualquiera de los dos principios, lejos de pedir la guerra, buscan ya, fatigados de lucha, una fusión armónica, sobre la cual descansen inalterables las libertades de cada provincia, y las prerrogativas de toda la nación: solución inevitable y única que resulta toda de la aplicación a los dos grandes términos del problema argentino, la Nación y la Provincia; de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste como lo hemos dicho en otra parte, en la armonización de la individualidad con la generalidad, o en otros términos, de la libertad con la asociación.
Esta solución, no sólo es una demanda visible de la situación normal de las cosas argentinas, sino también una necesidad política y parlamentaria, vista la situación de los espíritus; porque de ningún modo mejor que en la armonía de los dos principios rivales, podrían encontrar una paz legítima y gloriosa los hombres que han estado divididos en los dos partidos Unitario y Federal.

KUPRIENKO