Хосе Кардьель. Миссии в Парагвае. José Cardiel. LAS MISIONES DE PARAGUAY.

Хосе Кардьель. Миссии в Парагвае.
José Cardiel. LAS MISIONES DE PARAGUAY.

INDICE

Introducción
1803. NOTICIAS DE LOS CAMPOS DE BUENOS AIRES
Y MONTEVIDEO PARA SU ARREGLO
Cap. 1. Del principio, progresos y último estado de la
población de Montevideo y de la cría de su ganado.
De los desórdenes y males en que abunda la campa
ña y de su origen y medio de precaverlos; de la ne-
gociación de sus cueros y de las ventajas que sacaría
de esta reforma el Estado, la iglesia, el comercio etc.
Cap. II. Del principio, progreso y último estado de la
cría de ganado vacuno en los campos de Montevi-
deo, y de la amenidad de su terreno
Cap. III. De los desórdenes y males de que abunda la
campaña de Montevideo y del principio y último es-
tado de la negociación de cueros
Cap. IV. De las providencias generales con que pue-
den precaverse los desórdenes indicados
Cap. V. De los provechos que resultarían al Estado de
poner en orden la población de la campaña
Cap. VI. Del provecho temporal que resultaría a la
iglesia y a sus ministros (y a S.M. en el ramo de los
reales novenos) de la población de la campaña
Cap. VII. Del interés del R. Herario en que se pueble
y reforme la Campaña
Cap. VIII. Del actual estado del comercio de España
con Buenos Aires: de los perjuicios que experimen-
ta; de la causa que los produce; y de las disposicio-
nes que requiere su adelantamiento y reforma

Introducción

1803

NOTICIAS DE LOS CAMPOS DE BUENOS AIRES
Y MONTEVIDEO PARA SU ARREGLO

Excelentísimo señor:

El gobierno de las Provincias del Rio de la Plata del que Vuestra Excelencia va a encargarse de orden de Su Majestad comprende un territorio tan dilatado que deja atrás en extensión el imperio de los tártaros y el de los chinos en el Asia; dentro de este continente va Vuestra Excelencia a ser la imagen y el lugarteniente del soberano que lo envía, un plenipotenciario del que lo ha elegido y un apoderado especial de la majestad para obrar a favor de aquel estado, todo lo que ordenaría el monarca hallándose presente, a reserva de algunas cosas que están vedadas a los virreyes. Va Vuestra Excelencia a habitar y mandar una porción del Nuevo Mundo donde todo es nuevo por comparación con España. Lo es el clima, los frutos de la tierra, las costumbres, la legislación la forma de gobierno; y en parajes, es nuevo el traje, el idioma, el modo de vivir; y hasta el mismo sustento. Va Vuestra Excelencia a encargarse del mando de una nueva región, civilizada y católica en mucha parte; pero silvestre y feroz en otra.

De una provincia poblada a trechos pero desierta y desamparada en su mayor ámbito. Rica sin cotejo con ninguna de la América; pero capaz. de producir nuevas ganancias infinitamente mayores. De un comercio activo y pasivo, en que giran con doce a trece millones de pesos en plata, oro y frutos de Europa y del país todos los años; pero decaído y debilitado, que necesita para volver a su vigor de ser puesto sobre una nueva planta. De un erario real, empeñado y recargado de peticiones que ejecuta el celo de Vuestra Excelencia a promover sus ingresos y a disminuir sus salidas. De un puerto de mar, que es la garganta de todo el continente de la América meridional el objeto de la codicia de los extranjeros y ocasionado a sus invasiones por la escasa defensa de las muchas playas y calas que cuenta por una y otra banda del Río de la Plata y sobre la costa patagónica. Finalmente va Vuestra Excelencia a gobernar una provincia vecina y confinante a una colonia extranjera, que hace más de un siglo que se está entrando en nuestro terreno sin que la inmensidad de lo usurpado haya satisfecho sus deseos; una colonia con cuyo soberano mantiene el nuestro una amistad, vinculada por el parentesco, y con quien siempre trae pleito sobre límites de las respectivas posesiones. Una colonia que ha obligado muchas veces a poner en las armas la decisión de aquel antiguo pleito, después de ver desagra[da]da y atropellada la razón con que se ha seguido; una colonia que ha arrastrado por si una porción considerable de la mayor de nuestras riquezas, y que por la frecuencia de sus hostilidades, nos haya puesto en precisión de guarnecer nuestra frontera por un cordón de guardias, y de fortalezas. Una colonia de amigos y parientes a quienes sin embargo de esta alianza necesitamos tratar como a enemigos y como a extraños.
Esta riquísima provincia de que va a ser Vuestra Excelencia gobernador, virrey y capitán general se halla partida en dos porciones por el caudaloso Río de la Plata, uno de los más famosos del mundo; navegable hasta el puerto de Montevideo para embarcaciones de todas partes y hasta Buenos Aires por medio de lanchones, o zumacas, y desde aquí hasta el Paraguay en otros barcos menores que lanchas aunque planos de quilla como éstas por razón del poco fondo, y muchos barcos de que se ha cubierto el río de algunos años a esta parte.
La ciudad de Montevideo la encuentra Vuestra Excelencia situada a la banda del norte de este mismo río a los 34 grados, 55 minutos, 4 segundos de latitud y 321,55 y 46 de longitud, y a la parte del sur la ciudad de Buenos Aires sobre los 34 grados y 35 minutos y a los 319 de longitud habiendo sido siempre el asiento y residencia de sus gobernadores y de la real audiencia pretorial que se estableció en ella según reza y tuvo su primer despacho el día 9 de abril del año de 85 siendo su primer virrey el marqués de Loreto.
La internación del Río de la Plata por medio de este continente a el paso que divide en dos partes el territorio de aquel virreinato pone a cada lado de estas penínsulas uno de los ramos de su mayor riqueza. A la mano derecha del que se desembarca halla una península prolongada hasta el Marañón, provincia de las Amazonas, en que se le ofrece a la vista un espacio de más de cuatrocientas leguas de terreno sujeto a la corona de Castilla; bordeado del mar por la parte oriental hasta el río Grande de San Pedro; por el sur del Río de la Plata; por el oeste del río Paraná, y por el norte del río de la Madera y tierras de la región de las Amazonas. Esta dilatadísima península encierra el criadero de ganado vacuno, cuyas pieles dan materia a nuestro comercio para una de las más vastas negociaciones de América, pero allí mismo tiene Vuestra Excelencia el cuidado de un vecino extranjero que vela incesantemente por caer de sorpresa sobre este llano y robarlo; y vea aquí Vuestra Excelencia uno de los mayores cargos que han de traer despierta su atención.
A la mano izquierda de Montevideo y a la banda del sur del Río de la Plata a distancia de cuarenta leguas está la ciudad de Buenos Aires levantada sobre una barranca frontera al este, fundada y poblada por el adelantado don Pedro Mendoza en el año 1535, después de descubierta, recorrida y tomada su posesión por Sebastián Gaboto de nación veneciano, desde el año de 1496 y sucesivamente por los españoles Juan Díaz de Solís y Vicente Yañez Pinzón por los años de 1508 y 1515 sin contradicción ni concurrencia de ninguna otra nación que pudiese pretender parte de este descubrimiento. Su límite por las partes del norte es la provincia de Puno sobre la sierra del Perú, última de las nueve que tiene Vuestra Excelencia a su cargo; contándose desde la capital hasta aquella como setecientas leguas de camino, harto molesto y arriesgado. Dentro de este continente encuentra Vuestra Excelencia las minas más nombradas de oro y plata que encierra esta parte de la América. Tiene Vuestra Excelencia bajo su mando el incomparable cerro de Potosí y su casa de moneda que labra de cuatro a cinco millones y medio de pesos fuertes de oro todos los años. Pero tiene Vuestra Excelencia repartidos por todo este continente a lo largo y a lo ancho hasta las costas del Mar del Sur indios infieles; y convertidos en abundancia innumerables que ofrecen motivo al que gobierna para una continua vigilancia, sin que los unos ni los otros dejen sosegar al jefe porque ambos insultan la comarca cuando menos se piensa; y aunque por esta razón no se puede confiar de ninguno ofrecen mayor cuidado los negritos ya porque los guardias avanzados sobre los campos de las Pampas han bastado a contener sus correrías, a excepción de una, u otra salida poco considerable, y ya porque la grande distancia en que están de nosotros y la falta de armas de fuego les imposibilita los deseos de hacer excursiones a nuestras estancias. No así los indios catecúmenos; porque habitan en medio de nosotros, poseyendo las entradas y las salidas de toda la tierra, armas blancas y de fuego, caballos, ganados y licores con que embriagarse; tienen todas las oportunidades necesarias para tomarnos de sorpresa y asaltarnos dentro de nuestras mismas casas. Así se vió en Arequipa, en el Cuzco, la Paz, Cochabamba, Chiquisaca, y otras provincias del Perú de que aún penden autos sin resolución en el superior gobierno de Buenos Aires desde el año 84, cometidos por una real audiencia del de 93 al oidor de aquella real audiencia don Francisco Garasa para su final determinación.
A la parte occidental de Buenos Aires tiene Vuestra Excelencia bajo su mando el territorio conocido por las Pampas el cual se extiende por un espacio de trescientas leguas hasta la falda de la cordillera de Chile, llamado de los Ancles del Perú en que nuevamente se han descubierto los minerales; uno de oro de muy baja ley, en el término de la ciudad de San Luís de la Punta, provincia de Córdoba del Tucumán a doscientas cincuenta leguas de Buenos Aires; y otro de plata rica en la jurisdicción de la ciudad de Mendoza en paraje desierto, árido y muy bajo, cuyas calidades y la falta de fomento hacen de menos aprovechamiento un mineral celebrado de todos por su abundancia.
De todas estas riquezas y vasallos va a ser Vuestra Excelencia el ecónomo y el tutor, todos han de acudir a Vuestra Excelencia por justicia y por amparo en paz y en guerra. La policía, los abastos, la quietud y el buen orden corre a cargo de Vuestra Excelencia y ellos serían obligados a venerar y obedecer en la persona de Vuestra Excelencia la imagen, y el poder de la soberanía. E1 erario real se encierra bajo de dos llaves de que tiene la una Vuestra Excelencia por si solo, y la otra la junta Superior de Real Hacienda de que es Vuestra Excelencia el presidente.
Tantos encargos, comisiones y confianzas del monarca presentarán (a Vuestra Excelencia) a manos llenas las ocasiones de ensalzar su mérito y de hacerse más acreedor a la benevolencia y liberalidad del señor de la heredad que le envía a que trabaje en ella. Pero como todos los contentos de la tierra se resienten de insipidez y de amargura se verá obligado Vuestra Excelencia a alternar con el desvelo y con la continua tarea, la satisfacción de verse mandando en jefe la más opulenta y más amplia provincia de todo el orbe.
Vuestra Excelencia considerará que tiene a un lado de este territorio una península tan amena dilatada y poderosa que basta bien cuidada a dar renta a dos príncipes coronados, Vuestra Excelencia se habrá de gloriar de ser el jefe, e1 caudillo, el padre y el superintendente de este tesoro y de estos vasallos, Vuestra Excelencia tendrá el placer más inocente cuando por su vigilancia y felices pensamientos, consiga establecer la agricultura en aquel campo, afianzar la cría de ganado vacuno, mejorar el comercio de cueros, desterrar la ociosidad, perseguir los facinerosos, introducir la política, frontificar (sic) las fronteras, levantar pueblos, formar regimientos, y plantar la religión. Pero Vuestra Excelencia se hallará obligado a traer continuamente la guerra declarada a unos vecinos extranjeros, que sin cesar se han de estar oponiendo al logro de unas ideas que les roba la ocasión de que nos estén robando lo que es nuestro. A unos vecinos acostumbrados a estar tanteando la bondad y la magnificencia del monarca español con la esperanza de que ha de hallar en estas virtudes el partido que pretenden, sin razón y sin justicia. A unos vecinos que no teniendo que perder sobre aquel terreno, siempre adelantan en lo que acometen, y después de haberse señoreado, aunque precariamente, de una porción, la más hermosa de nuestros campos, aspiran sin embargo a echarnos de su posesión sin que les obligue la liberalidad, ni los contenga la falta de la justicia.
La facilidad de nuestros naturales en prestarse a esta especie de comercio, tiene la mitad del influjo en el origen de este daño; y esto quiere decir, que en aquellos en quienes debía descargar Vuestra Excelencia una parte de sus cuidados, tiene un cuidado más; que donde sólo debía tener un solo enemigo, hay dos que se compiten en fuertes; que habiendo de contar Vuestra Excelencia con todos los vasallos de la corona para que le ayudasen a defenderse de aquel contrario, ve desertársele sus mismas tropas y pasarse a los enemigos; y cuando estos ofendiendo por si sólo serían fáciles de rendir, se hacen casi invencibles obrando de acuerdo con los nuestros. En una palabra, tiene Vuestra Excelencia a su cargo una ciudad de dos puertas a las cuales necesita guardar con la misma vigilancia; una de extracción por donde salen nuestros frutos; otra de internación por donde nos vienen. Por tanto, es menester acotar nuestro campo de modo que ni se huya ni se nos robe el ganado, o sus pieles; y fortificar la frontera en términos que no se nos introduzcan contrabando.
Ambos fraudes son antiguos y muy frecuentes en nuestra campaña; y para exterminar un mal tan arraigado y tan lucroso para sus autores, es menester mucho tesón, pero no es imposible el intento.
Hablaremos de esto y de todos los puntos del gobierno respectivo a la banda del norte de Buenos Aires; y después pasaremos al continente del sur, haciendo así dos partes del asunto en este papel; que miren a las dos porciones austral y meridional del territorio que va a gobernar Vuestra Excelencia.

División de la obra

En la primera parte expondremos el principio, los progresos y último estado de la población de Montevideo y de la crianza de su ganado; los desórdenes y males en que abunda; las causas de estos, y el medio eficaz de precaverlos; las ventajas que del arreglo de aquellos campos puede prometerse con seguridad, el estado, las iglesias, el comercio, la real hacienda, la población, la industria, la agricultura y toda la nación en general.
En la segunda demostraremos con relación al comercio y minerías, a los indios y sus tributos, a la quietud de aquellas provincias y a su más acendrado gobierno en particular, los excesos y perjuicios que tenemos notados en estos puntos; y especificaremos los medios de reformar que deben practicarse para mejorar la constitución de aquel pedazo de tierra tan rico y dilatado que no lo tiene igual ningún monarca ni necesita el de España otro padrino; ni para ser el mayor y el más poderoso del orbe.

Motivos para escribir

No todo lo que pretendemos exponer a Vuestra Excelencia está en su mano el practicarlo; muchos artículos de los que tenemos meditados, necesitan de orden expresa de Su Majestad para ponerse por obra; pero siendo del cargo de Vuestra Excelencia consultar a la real persona cualquiera en que convenga alterar lo que está dispuesto o prevenir de nuevo alguna providencia, será muy propio de su obligación representar a Su Majestad lo que encuentre digno de su real noticia entre los puntos que se toquen en este papel; y adelantando Vuestra Excelencia sus reflexiones, y añadiéndole sus propias experiencias reducirá a demostración lo que este papel le representa en su bosquejo. Y ve aquí Vuestra Excelencia el único motivo que hemos tenido para ornar este memorial. E1 acopiar las observaciones que hemos hecho en el discurso de ocho años que servimos a Su Majestad sobre esta América en dos empleos que han podido instruirnos de los dos ramos principales de la riqueza de este reino y de los modos de conservarla y aumentarla; sin que nos mueva otro interés a tomar la pluma sobre tantas y tan árduas materias y en propias y ya ajenas de nuestra profesión, y todas desiguales a nuestras fuerzas, que un efecto de la honorosa ambición de saber y de ser útiles al rey, y a la patria. Y aunque para lograrlo mejor pudiéramos dirigir este trabajo a la misma real persona, o sacarlo a luz por medio de la prensa, consideramos tan distante esta obrilla de ser elevada a los pies de Su Majestad o de salir al público en caracteres de moldes, que para animarnos a ponerla en manos de Vuestra Excelencia hemos resuelto ocultar el nombre de su autor.

Nos creemos muy lejos de merecer aplausos ni ganar opinión de sabios por Linos apuntamientos de puro hecho que serían fáciles a cualesquiera de menos obligaciones que las que nosotros tenemos de saber discurrir. El concepto que hemos hecho de este papel no se extiende a más que a inclinarnos a creer que no es obra inútil para Vuestra Excelencia a quien la dirigimos; y que algunos de los pensamientos que contiene podrán merecer la aprobación de Su Majestad ilustrándolos y afinándolos Vuestra Excelencia. No por esto creemos haber adelantado cosa alguna sobre la que Vuestra Excelencia tiene sabido de muchos años a esta parte; y solo pensamos que el provecho que podía sacar Vuestra Excelencia de este trabajo será el refrescar la memoria de sus antiguas meditaciones y el poder mejorarlas fácilmente hallándolas en orden y colocadas con método y encadenamiento. Los materiales de la obra son los mismos que Vuestra Excelencia tiene acopiados desde mucho tiempo; y sólo es nuestro el trabajo de la colocación de estos mismos materiales en proporción y simetría; y a la manera que los que se emplean en levantar un edificio, recorrer nueva forma en la construcción, sin que por esto muden de esencia, así nosotros sin adelantar con alguna a lo que Vuestra Excelencia tiene meditado le hemos dado una planta que costea a Vuestra Excelencia el trabajo de recogerlos cuando quiera servirse de ellos. Este es el único valor que consideramos a esta obra en la estimación de Vuestra Excelencia, juzgamos que no ha de ver con desagrado un trabajo de muchos meses en quien los ha hurtado al descanso para darlos a este afán, sin tener obligación de tomarse esta tarea, y sin buscar más gloria ni ganancia que el aprovechar a la patria con aquello poco que valgan sus vigilias.

CAPITULO I

Del principio, progresos y último estado de la población de
Montevideo y de la cría de su ganado. De los desórdenes y
males en que abunda la campaña y de su origen y medio
de precaverlos; de la negociación de sus cueros y de las
ventajas que sacaría de esta reforma el Estado, la iglesia,
comercio etc.

Desde el año de 1508 en que a consecuencia de la bula de Alejandro sexto de 4 de mayo de 539, y de la concordia firmada en Tordesillas en 7 de junio de 94 por los reyes católicos y por don Juan el segundo de Portugal, tomaron solemne posesión de todas las tierras que baña el Río de la Plata Juan Díaz de Solís y Vicente Yañez Pinzón por la corona de Castilla estuvo sin poblarse la ciudad hasta el año 1535 en que pasó con este encargo al adelantado don Pedro de Mendoza. Muy desde los principios de esta empresa se echó de ver que faltaban en su continente los precisos utensilios de leña, carbón, maderas y ganados, y éste los hizo escoger para proveerle en lo primero y para la cría en lo segundo. La banda septentrional del Río de la Plata. Abstuviéronse con este objeto de formar allí poblaciones extendidas que pudiesen ahuyentar la cría del ganado, y emprendieron en el año de 1554 hacer conducir de España ganado vacuno que alimentándose de aquellos copiosos pastos, y vagando con libertad y quietud por tan inmensos terrenos se propagase hasta dar abasto con sus pieles al comercio de cueros de toda la Europa, y levantar un ramo de comercio activo que diese de donde subsistir a aquellos nuevos pobladores.
El ganado navegó con efectos a Montevideo; y habiéndosele agregado otra porción que se condujo de la provincia de los Charcas vieron logrados su proyectos los vecinos de Buenos Aires: Fueron tan abundantes las crías de aquellos animales, sobre un espacio de tierra inmensurable cubierta de pastos, y penetrada de agua por todas partes, que en breve se vió habitada de vecinos la ribera del río, inducidos del interés de los cueros y de las faenas de salazón, grasa y sebo, con que entablaron otros tantos ramos de comercio. El cabildo de Buenos Aires fundó una renta a favor de sus propios en las licencias que concedía a sus vecinos para pasar a la otra banda a hacer matanzas de ganado; siendo ésta en aquellos tiempos más sencillos la única formalidad con que se entraba a la campaña a disfrutar de su riqueza; pero ya fuese porque en una época tan coetánea al descubrimiento de la América, no había suficiente número de embarcaciones a que dar salida a todos los cueros posibles de faenar, o ya porque si se verificaban, o supercrecían las porciones del ganado a su mortandad, o ya más bien porque las matanzas se hiciesen con discreción y con medida reservando a las vacas, y el terneraje para que no se aniquilase la especie, era tanta su abundancia que llenó el campo de animales, inundaban hasta las mismas orillas del mar hacia los puertos de Montevideo, Maldonado, los Castillos y costas fronteras a la laguna Merín.
La fama de este tesoro sugirió a las potencias extranjeras la codicia de una cosecha tan abundante en su especie, como lucrativa en su comercio; y sin respetos a tratados ni a leyes se dejaron ver hacia aquellas partes embarcaciones llenas de ingleses y holandeses con la mira de saquear el campo, valiéndose para este arreglo de la distancia de Buenos Aires, donde residía el gobernador, y de la falta de naves para seguir y castigar unos ejércitos ladrones. Sin embargo luego que tenía noticias de alguno de estos desembarcos el gobernador de Buenos Aires despachaba tropa por tierra, y obligaba con las armas a que se retirasen los piratas, y dejaba limpio el campo.
No podían ser los que más durmiesen los vasallos de la corona de Portugal, que dominaban el Brasil, y veían desde sus posesiones la abundante producción de las nuestras; y aunque se contentaron al principio con algunas correrías a la ligera, de que salieron escarmentados siempre, la misma indefensión de las riberas de aquellos campos, y la inmediación del Brasil, los determinó de tentar nuestras fuerzas, situándose de improviso en la costa septentrional de Buenos Aires en frente de la isla de San Gabriel, con no menor proyecto que el de tomar posesión de aquel continente y guarnecerlo a satisfacción levantando una especie de fortaleza, que denominaron colina del Sacramento.
Con efecto salió por mar del Río [de] Janeiro en fines del año de 679 el gobernador de aquella plaza Manuel Lobo, comboyado de diferentes embarcaciones, cargadas de tropas, artillería, municiones de guerra, y de artífices, y operarios, que llenase el objeto de la expedición, y desembarcando en la orilla opuesta a Buenos Aires, se establecieron en ella furtivamente en principio del año de 680, turbando de este modo inaudito y clandestino, la quieta posesión de un príncipe amigo, que la tenía desde el año de 496, y habitada de sus vasallos, de más de siglo y medio antes de aquella invasión.
Desde esta fecha podemos asegurar a Vuestra Excelencia que se halla pensionada la nación española, a estar con las armas en las manos contra sus amigos y vecinos los portugueses, sin que los enlaces por sangre de estas dos coronas hayan logrado poner la paz entre ellas. Ciento y catorce años de guerra (más o menos declarada) pero siempre perjudicial a la España, contamos hasta hoy desde aquella época, sin haber adelantado otra cosa que reforzar a nuestro contrario por medio de unas cesiones muy considerables que ha sabido negociar en los apuntes y tratados a que repetidas veces hemos venido, huyendo de un rompimiento; y cuando uno solo habría sido suficiente a reconquistar nuestras posiciones usurpadas por aquellos, y a descartarnos de un vecino, muy antiguo y muy interesado de estarnos incomodando hemos estado sobrellevándolo el espacio de ciento catorce años para que la larga posesión en que los ha tolerado el sufrimiento los haya hecho entrar en presunción de señores.
Sería interminable este papel si hubiésemos de dar aquí la historia de todas las hostilidades, insultos, deprecaciones y guerras vivas que hemos sostenido a los portugueses por desposeernos de aquel territorio; y cuando nos fuese posible numerar los rompimientos a que nos han obligado, y las diferentes conferencias y tratados a que nos hemos reducido, ya en Badajoz, y Velez, ya en Paris, ya en Utrech, y ya en la misma corte de Roma, nunca podríamos calcular las invasiones hechas en nuestro campo, ni los robos ejecutados en nuestro ganado.
El tratado provisional del 7 de mayo de 681 fue el primer armisticio en que se convinieron las dos potencias, de resultas de haber demolido y tomado por asalto el gobernador de Buenos Aires, don José Garro, la colonia de Sacramento, y hecho prisioneros de guerra a los portugueses que la de-fendían el 7 de agosto del mismo año de 680 en que habían pasado a establecerla. Pero esta primera composición efectos de una guerra sangrienta sobre la colonia, fue también un título de adquisición a favor de los portugueses, que los puso en derecho de ir ganando dominio sobre nuestros campos. Una nación expulsada de esta manera y hecha prisionera en los habitantes de aquella fortaleza, logró merecer de la magnanimidad del monarca español que quedase depositada en sus manos la colonia de que fueron arrojados y que pudiesen hacer reparos de tierra para cubrir su artillería, y abrigar sus personas, sin perjuicio ni alteración de los derechos de posesión y propiedad de una y otra corona, y con calidad de que los vecinos de Buenos Aires habían de tener el uso y aprovechamiento del sitio, labores de sus ganados, madera, caza, pesca, y carbón como antes de que en él se hiciesen la población de la colonia, y conviniendo de ambas potencias en nombrar comisarios en el término de dos meses que determinasen dentro de tres la controversia suscitada, y el de hacer de ocurrirse a Su Santidad en caso de discordia dentro de un año, quedó acabada la primera guerra al año siguiente de haberse comenzado.
Veinticuatro años hicieron durar los portugueses en sus manos un depósito que según lo convenido debió durar cinco meses; porque temiéndose de la decisión del Sumo Pontífice (a quien ocurrió la corte de España) después de haber tenido sus conferencias los dos comisarios nombrados, sin haber concluido cosa alguna jamás, quiso la corona de Portugal disputar persona que representase en Roma sus derechos, y dejó pasar el año prefijado para la decisión de la discordia, frustrando sin temor la expectativa de nuestra nación, y la interposición de Su Santidad.
A1 cabo de los 24 años de aquel depósito, sin esperanzas de que la corona de Portugal descendiese a ninguna avenencia pacífica, viéndola repetir sus entradas por los campos litigiosos, y violando cubiertamente los tratados de alianza, fue preciso declararle la guerra en el año de 1704, y habiéndose verificado ésta con la felicidad acostumbrada de nación a nación, quedó luego al siguiente año del 705, conquistada de nuevo la colonia del Sacramento, siendo gobernador de Buenos Aires don Alonso Valdés.
A los once años de esta conquista, y de tener a nuestro mando la colonia, volvió tercera vez al de Portugal por el tratado de paces de Utrech celebrado entre ambas potencias el año de 715.
Por este tratado la majestad del señor don Felipe quinto cedió, e hizo donación formal de la misma colonia a S.M.F. para poner término a la contienda y no diferir la conclusión de la paz general tan deseada; bien entendido que para el artículo séptimo se reservó la España la retrocesión de la colonia por medio de un equivalente que debería ofrecer al Portugal dentro de año y medio; y a consecuencia de este convenio quedó la colonia por la corte de Lisboa con el territorio que la correspondía (que era el alcance del tiro de cañón) y se hizo entrega de ella por el gobernador de Buenos Aires, don Baltasar García Ros, al maestre de campo portugués, Manuel González Barbosa, el 11 de noviembre de 1716.
A1 protesto de la entrega de la colonia con el territorio de su pertenencia, promovieron los portugueses una cuestión sobre los límites de aquella plaza que duró dieciocho años; en los cuales sin embargo de las guardias y continua vigilancia de los gobernadores de Buenos Aires disfrutaron el campo a su salvo hasta [que] la repetición de insultos, la frecuencia de los robos y las manifiestas hostilidades que sufrió la nación de aquellos extranjeros en su misma casa, obligó a don Miguel de Salcedo, que a la sazón gobernaba Buenos Aires, a poner sitio formal a la colonia el año de 35; el cual redujo después a estrechísimo bloqueo, contentándose con haber restaurado los terrenos usurpados en aquellas comarcas, y con estorbar las correrías con que habían ahuyentado el ganado y destruido las haciendas y domicilios de los españoles.
Había llegado a tanto el despotismo de los portugueses a la sombra de la cesión de la colonia, aunque con el pacto de retrocesión, que no satisfechos de disfrutar bajo este velo un reino de doscientas leguas hacia la tierra adentro, y de más de cien por el margen septentrional del Río de la Plata hasta el cabo de Santa María, pretendieron tomar la entrada del río y cerrar el paso de toda esta América a sus mismos conquistadores estableciéndose en Montevideo y fortificándolo a la defensiva; y llevándolo a efecto este pensamiento con el mayor denuedo en el año de 723, después de haber sido desalojados en el de 20 del mismo Montevideo por el gobernador de Buenos Aires, despacharon a este puerto un navío de guerra con tropa y artillería, y ejecutaron su desembarco y dieron principio a la fortificación de aquella plaza con toda la libertad propia del que edifica en un solar de su dominio privativo…
E1 gobernador de Buenos Aires, don Bruno Zavala… la convirtió luego en confusión y tropel aquella tranquilidad; porque habiendo hecho juntar las fuerzas posibles para sitiar por mar y tierra y desalojar a aquellos intrusos, temieron la oposición de aquel militar, y tomaron a partido el salir huyendo en un navío de guerra con toda su tropa y artillería y abandonando el puerto a la sordina sin habernos hecho quemar nuestra pólvora.
Ya no era posible a la nación española mantener por más tiempo la defensa de aquella importantísima provincia sin otras murallas que las de la alianza y buena fe que le tenía ofrecida la corte de Lisboa. Esta tentativa hecha sobre Montevideo por medio de un navío de guerra con el proyecto formado de fortificar y apropiarse los puertos de Montevideo y Maldonado, tan indisputables a la corona de Castilla, obligaron a acelerar la ejecución de las reales cédulas de 13 de noviembre de 1717, 27 de enero de 720, 18 de marzo de 724 reducidas a dar hora a los gobernadores de Buenos Aires que sin perder tiempo y del mejor modo que les fuera posible fortificasen los puertos de Montevideo y Maldonado y para que la población de ellos y de toda la tierra intermedia asegurase nuestros campos de los continuos asaltos de portugueses se condujo a ellos porción de pobladores de las islas Canarias que verificaron su entrada en Montevideo el año de 26.
Estas familias y las de aquellos hacendados o faeneros de cueros que con este objeto se habían establecido entre Maldonado y Montevideo, fueron los fundadores de la población de aquellos dos puertos, y tierras intermedias; y ellos y los españoles y portugueses , que se han avecindado sobre aquel continente, han multiplicado tanto los linajes de sesenta años a esta parte, que no cabiendo en Montevideo se han situado de puertas afuera de la ciudad, haciendo en su campo bajo el título de ranchos, una población que ocupa la legua del ejido, que ya no puede subsistir sin párrocos, y sin justicias.
Lo mismo se observa en la parte de campaña que corre desde Montevideo al río Negro por un espacio de ochenta leguas. Este terreno se halla igualmente cubierto de habitantes que a ciertas distancias han levantado algunos pueblecitos bajo la dirección de un párroco; y hasta hoy se cuentan los curatos de Las Piedras, Canelones, San José, el Rosario, San Carlos, las Víboras, el Espinillo, y Santo Domingo Soriano. La restante costa del Río de la Plata desde Montevideo hasta el cabo de Santa María que componen treinta leguas de extensión está igualmente poblada de habitantes aunque en menos número, y no tiene más curatos que el de Maldonado, y el Pueblo Nuevo de las Minas. E1 Centro de esta tierra incluida entre la costa del mar por el oriente, la del Río de la Plata por el sur, y la del Uruguay por el occidente que contiene un espacio de cien leguas de longitud de este a oeste, y doscientas de latitud, desde Montevideo para el norte hasta la altura de la isla de Santa Catalina sólo está habitada de estancieros, y peones de campo, sin que haya iglesias ni pueblos.
Sobre la costa occidental del Uruguay entre este río, y e1 de Paraná corre un jirón de tierra estrecho que mide sesenta leguas por la parte que es más ancho, y su largo tomado desde Corrientes hasta la altura de Santo Domingo Soriano es de ciento cincuenta. Esta lengua de tierra se halla poblada del mismo modo que la antecedente; y tampoco tiene iglesias, ni pueblos a excepción de el Gualeguay y Corrientes, que distan las mismas ciento cincuenta leguas; de suerte que desde las orillas del Paraná hasta la costa del mar, y río Grande de San Pedro (que es lo más ancho de aquel continente) en que se miden cerca de ciento cincuenta leguas, y desde la ciudad de Montevideo hasta la altura de Santa Catalina que encierra cerca de doscientas leguas todo está habitado de gente blanca, criolla y europea; con la diferencia de que sólo la orilla del Río de la Plata contiene pueblos con parroquias o capillas.
No es posible individualizar el número de almas que se encierran en este espacioso ámbito porque aún la población de la capital de Buenos Aires se ignora todavía y aún incluso hacer un sólo cálculo sería aventurar mucho el acierto; no obstante, en asegurar a Vuestra Excelencia que no bajan de dos mil habitantes los que viven entre las costas de los ríos Uruguay, Paraná, la Plata, y Grande de San Pedro hasta los pueblos de Misiones, no se arriesga nada, porque en el año de 53, en que toda esta tierra estaba desierta y apenas había otras estancias que las de los canarios pobladores, constaban los treinta pueblos de Misiones de 95.884 vivientes; y por lo menos, que pueda regularse a la campaña es otro tanto de lo que contenían los pueblos de misiones hace ahora cuarenta años.
E1 límite de toda ella por el ángulo del norte al este está todavía en litigio entre España y Portugal. Desde la laguna de los Patos hacia el noreste siguiendo la costa del mar hasta el Brasil se mira como de esta nación, y nada disputamos sobre este terreno, sin embargo de haber sido descubierto por nosotros y tomado posesión de él la corona de Castilla en fines del siglo XV. La Laguna de los Patos o el río Grande de San Pedro lo tomó don Pedro Ceballos el año de 62, y en el de 77 la isla de Santa Catalina pero habiéndose devuelto una y otra posesión a los portugueses sólo versa la disputa sobre la extensión o el término de esta tierra por su faz occidental considerando en medio de las líneas que deben demarcar las respectivas pertenencias de las dos coronas un espacio de tierra neutral.
Pero no habiéndose podido fijar esta línea todavía, después de diez años que están trabajando en su arreglo tres partidas de comisarios españoles, al cargo de otros tantos oficiales de marina de acuerdo con los comisarios portugueses diputados al mismo fin por su corona, no podemos contar por ahora con otro límite cierto que con el de los terrenos neutrales de las dos coronas; y con este motivo son más frecuentes los robos y los contrabandos y debe andar más solícita la atención del que gobierna.

CAPITULO II

Del principio, progreso y último estado de la cría de ganado
vacuno en los campos de Montevideo, y de la amenidad
de su terreno.

Sobre el diseño histórico y topográfico que dejamos hecho, y con la idea que tenemos dada de la población de esta península, vendremos sin confusión a tratar de sus producciones, tomando la materia desde su origen hasta su actual estado.
Ya dijimos al número de este memorial que observando los primeros pobladores de Buenos Aires la prodigiosa amenidad de los campos septentrionales del Río de la Plata, y su inmensa extensión que los hacía aparentar para la cría de ganado vacuno que abasteciendo de carnes la provincia la enriqueciere con el comercio de sus cueros, emprendieron hacer conducir de España porción de vacas y toros verificando su desembarco en el año de 1554, y que en el de 80 del mismo siglo trajeron otro repuesto de la misma especie de la provincia de los Charcas. La multiplicación de este ganado por medio de unos pastos sustanciosos y de unas aguas cristalinas, en un tiempo en que no era perseguido de nadie, y vagaba sosegado por aquellas soledades introdujo en aquella tierra el comercio de los cueros con la Europa, donde ha escaseado siempre la cría de estos animales; y corriendo este ramo de industria en aquellos tiempos sin más reglamento ni ordenanza que la de la buena fe, no constaba de otro requisito la matanza de las reses, que de una licencia que concedía a los trajinantes el cabildo de Buenos Aires, bajo la pensión, a favor de sus propios, de una tercera parte de todo lo que faenasen sus vecinos. Como esta operación aunque muy sencilla, necesita de muchas manos, pues se ejerce con animales indómitos, fue consecuencia del proyecto, levantar unas chozas en la campaña donde se alojasen los operarios y custodiasen sus bastimentos. Desde estas rancherías salían los de cada cuadrilla a las rinconadas donde más cargaba el ganado, y le iban dando muerte en el número que tenían por suficiente; y como el ganado abundaba, y tenía poca estimación, no internaron a la campaña los pronombres mío y tuyo; y habría sido un tributo penoso en aquellos tiempos haber dado a los hombres un dominio especial sobre el ganado, teniéndolo todos al acerbo en común, sin los gastos y cuidados que cuesta mantener lo que se posee en particular. Todos eran matadores o tratantes en corambre y ninguno era estanciero; y no habiendo población formal en toda la campaña, ni capillas, ni curas, ni justicias, sólo se mantenían allí los primeros traficantes el tiempo muy preciso para sus faenas, tratando esta ocupación del modo que una cacería de fieras en que nunca se emplea más que un corto número de días.
El padrastro de un mal vecino como el portugués que ya con presunciones de señor y ya con estratagemas de salteador, robaba los ganados y turbaba el goce a sus poseedores, era un continuo obstáculo a la población; que daba más alientos para la guerra que para levantar edificios, y fundar estancias en un país siempre saqueado. Por esto, pues, fue ninguno o fue muy raro el vecino que levantó estancia antes del año de 26 de este siglo en que se establecieron en Montevideo los pobladores de Canarias, luego que se abrieron las zanjas a Montevideo y se guarneció ese recinto con una muralla de piedra, y se edificó la ciudadela con su rebelión, fosos, cortinas, puentes y minas coronada de fuego por todos sus flancos, se erigió iglesia matriz y un convento de observantes de San Francisco, y últimamente, después que el gobernador Salcedo reconquistó de los portugueses en el año de 35 los terrenos usurpados, y los redujo a contenerse dentro del tiro de cañón ya empezaron a respirar los españoles y tomaron aliento para domiciliarse en aquellos campos con la intención de poblar estancias y amasar ganado para cueros.
A los principios de esta nueva obra se observó por todos los criadores un mismo sistema y una propia moderación y buen orden en la matanza del ganado. Los pobladores de Canarias emprendieron las primeras crías en estancias que sólo contaban de media legua de frente y una y media de fondo; y recogiendo en este terreno el ganado de su cabida, lo traían a rodeo, pastoreando y manso, matando para cueros el que no servía para el procreo, y equilibrando las matanzas con las pariciones. Lo mismo ejecutaban los demás estancieros vecinos de Buenos Aires que pasaron con ese fin a la otra banda aunque en número muy corto y a estas pocas manos estuvo reducida la cría de ganado vacuno los primeros treinta años de la fundación de Montevideo.
Los indios de Misiones, establecidos a una y otra banda del río Uruguay, dieron en perseguir estos ganados; y lo hicieron con tal tesón que consiguieron despoblar las estancias, tirando para sus campos la mayor parte, ahuyentando otra para la sierra y matando el terneraje que no podía seguir a las madres. Tanta fue la persecución y estrago que ocasionaron estas correrías, que para la manutención del ejército español que partió a las misiones del Uruguay por los años de 54 y 55 al mando del general don José de Andonaegui, necesitó costear el rey la conducción de ganado vacuno y caballada de los pueblos de Misiones y de los campos de Buenos Aires porque no se hallaban en la otra banda del río cerca ni lejos de su costa ganado con que abastecer un ejército de mil quinientos hombres que eran las plazas de que se componía; y habiéndose enflaquecido con el demasiado cansancio se vió obligado el general a recurrir a los padres jesuitas rectores de las misiones pidiéndoles socorro de ganado, y se lo remitió con efecto de los del pueblo de San Miguel. Todo el ganado estaba recogido entonces en los campos de Misiones, o fugitivo por las serranías y costas del mar; y acaso no se hubiera vuelto a poblar la campaña si aquel mismo ganado que abandonó por flaco nuestro ejército por el mes de febrero del año siguiente de 55 en número de mil doscientas cabezas, entre los ríos Negro y Uruguay, no se hubiese propagado maravillosamente a beneficio de aquellos pastos, y de la delicadeza de las aguas.
Cuando ya aquellas 1200 reses se habían multiplicado extraordinariamente y bastaban para poblar grandes estancias, corriendo el año de 1760 lanzó de sus estancias a los portugueses don Pedro Ceballos y quedaron por aquellos campos todos los ganados de que estaban en posesión, haciendo retirar a los portugueses al recinto de la colonia, formando un cordón que los encerraba dentro del tiro de cañón; y todas las estancias que se hallaban disfrutando en los arroyos de San Juan y del Rosario, y sus campos intermedios, quedaron desiertos absolutamente y su ganado en libertad de vagar a su salvo por toda la comarca.
A los siete años de este despojo aconteció la general expulsión de los padres de la Compañía, a una sazón en que estaban llenas de ganado las estancias que poseían en la otra banda del Río de la Plata y habiendo sido como indispensable a la larga distancia en que se hallaban de Buenos Aires, que no se hubiese guardado esta hacienda con la vigilancia que su riqueza merecía, vino a alzarse aquel ganado con el abandono en que cayó y perdida la querencia de sus estancias, se derramó por toda la campaña y cobró su natural ferocidad como es propio de los brutos.
Estos tres acaecimientos sobrevenidos en el espacio de doce años desde el de 755 en que el ejército español del mando de Andonaegui hizo suelta de aquellas mil doscientas reses, hasta el de 767 en que salieron de América los padres jesuitas, restituyeron mejorada al campo su abundancia primitiva; y como los robos de los indios cesaron en parte con la copiosa procreación de las que se habían llevado de nuestras estancias tuvieron las que entraron de nuevo toda la proporción necesaria para crecer y multiplicar hasta volver a inundar la campiña.
Casi al mismo tiempo que lamentaban su ruina los vecinos de Montevideo de mano de los indios, se expidió en San Lorenzo el Real con fecha de 15 de octubre de 754 la real cédula que da la forma en las ventas y composiciones de tierras realengas, con derogación de la de 24 de noviembre de 1735, en la parte que obligaba a los compradores de aquellos dominios a acudir precisamente a la real persona a impetrar su confirmación dentro de cierto término y bajo la pena de su perdimiento, como todo el contexto de aquella soberana disposición se encamina a proteger a los poseedores de tierras realengas, ya indultando a los usurpadores por medio de una moderada composición, ya ofreciendo por precios equitativos la venta, ya relevando a los compradores de ocurrir a la corte por confirmación, y ya diputando en las provincias y partidos jueces subdelegados de los virreyes que hiciesen las tales ventas y composiciones, fue consiguiente necesario de esta suprema providencia que los vecinos de Buenos Aires excediesen a todos en el empeño de hacerse de tierras realengas a poco costo, a un tiempo en que empezaba a repoblarse la campaña y estaban refrenados los insultos de los portugueses.
No pudo llegar a mejor ocasión la real cédula citada, ni podía haberse proyectado una providencia más eficaz a reglar los campos de Montevideo, que la de repartirlos entre sus vecinos y levantar en cada estancia una atalaya o una guardia de todo el ganado de nuestra pertenencia. Y animados con esta providencia a tomar asiento en la campaña, se vio irse poblando de estancias sucesivamente, con especialidad desde el año de 60, en que fueron arrojados de las suyas los portugueses, y expuestos sus ganados al pillaje de los vencedores.
Desde aquella fecha se debe contar la antigüedad de la población de la campaña sobre el territorio de la jurisdicción de Montevideo, que principia en el arroyo de Cofré y corre por la costa del Río de la Plata hasta el cerro Pan de Azúcar, volviendo para el norte por la falda de la cuchilla grande a buscar las aguas del río Yi hasta regresar al arroyo de Cofré, de donde arranca su origen.
Este territorio, cuyo frente es de casi cincuenta leguas, y su fondo de treinta y cinco hacen mil setecientas cincuenta superficiales, o cuadradas, está poblado de estancias desde aquella fecha, y sus dueños marcan y crian a rodeo la mayor parte de sus ganados especialmente los que son menos ricos; y del mismo modo están poblados los campos de la costa meridional del río Negro, y la oriental del Paraná desde San Salvador hasta el arroyo Cofré, que es el término de la jurisdicción de Montevideo por el oeste.
E1 restante territorio que corre a la parte ulterior del río Yi hacia el Grande de San Pedro ha estado considerado como de los indios de Misiones; pero ni lo han poblado jamás, ni les ha sido hecha formal adjudicación; y además de ser un terreno dilatadísimo, dista más de ciento veinte leguas de los pueblos de Misiones, tomado desde el Yi; y por falta de población por esta parte ha sido siempre el teatro de la guerra entre españoles, indios, y portugueses a causa de que casi todo el ganado que se cría en este campo, entre los ríos Uruguay y San Pedro, es silvestre, o cimarrón, sin marca ni rodeo, y el que tiene más dueños con todo de no pertenecer a ningún particular.
Por este orden y por estos medios vino a repoblarse la campaña de Montevideo hasta ponerse sobre el pie de cuatro millones de cabezas de ganado vacuno que se computa por los inteligentes existen en ello todos los años, reemplazando el millón y medio de mortandad con otro tanto que se cría cada año, y si el abuso que hicieron los vecinos de Montevideo de la franquicia de tomar tierras que les concedió la cédula del año de 54 no se hubiera corregido o evitado, es bien cierto que habían duplicado las crías de su ganado y los portugueses del río Grande habrían hallado cerradas las puertas a los latrocinios; pero este ramo de patrimonio nacional se ha gobernado desde sus principios bajo una buena fe, ajena de la prudencia que a fuerza de males de años y de guerras nos han dado a conocer nuestro error. La misma inmensidad del terreno que poseemos, su imponderable feracidad, la fecundidad de nuestro ganado, la mediación del Río de la Plata entre el gobernador y las tierras repartidas, las graves atenciones de estos ministros contra los portugueses, la falta de salida a los cueros por defecto de buques, y las sugestiones maliciosas de los que teniendo mayores luces en la materia, tenían demasiado interés en conservarla en su oscuridad, fueron entonces y han sido hasta nuestros días las causas del abuso que se ha hecho de este tesoro que depositó Dios en la nación.
La inmensidad de los terrenos ha sido siempre un estorbo a los gobernadores de Buenos Aires para recorrerlo personalmente y saber por los ojos lo que era, y lo que valía aquella campaña. E1 poco provecho que se saca de aquel suelo por su nimia fertilidad, y por no tener salida, hacía mirar con menos aprecio del que era justo un manantial de riqueza como el de la cría del ganado; y las resultas de esta mal formada idea fueron y son hasta el día el desprenderse de este terreno por un pequeño interés en favor del primero que lo pretende.
Esta facilidad convidó a los particulares a hacerse dueños de la comarca partiéndola en trozos de ciento, doscientas, trescientas y hasta quinientas leguas cuadradas porque, consiguiéndose un terreno de este tamaño por un puñado de pesos, ninguno se acortaba en pedir leguas en el país donde no tienen más estimación que los palmos en España; y como los gobernadores no sabían apreciar aquel mineral, ni conocían el daño que hacían estas desmesuradas concesiones, nada ha sido más fácil en todo tiempo que hacerse los particulares de un terreno mayor que una provincia.
Esto ha sido, y es tan común en Montevideo que no necesita pruebas; pero citaremos tres ejemplares de otros tantos sujetos, los más conocidos de aquella provincia.
Desde el arroyo de Solís Chico, en la costa del mar, hasta el cerro de Pan de Azúcar posee don Juan Antonio Aedo un terreno de sobresaliente calidad de ciento cincuenta leguas cuadradas, cuya población consiste en un solo rancho.
Don Fernando Martínez compró a Su Majestad en solos setecientos pesos un terreno de doscientas cincuenta leguas superficiales.
Doña María Gabriela de Alzaibar heredó de un su tío suyo las de San José que se contienen entre Santa Lucía y el río Negro, y comprenden quinientas leguas de área de la más apreciable estimación puestas en rinconadas (que es lo que más vale) y le costaron a su primitivo dueño … pesos; y toda la población de esta provincia está reducida a tres ranchos con una docena de negros o peones.
Fuera de estos tres hacendados, son bien conocidos por su grande extensión las estancias de don Juan Francisco de Zúñiga, las de don Manuel Durán, las de don José Joaquín de Viana, las de los Olimares, y otras muchas que tienen abarcada casi toda la jurisdicción del gobierno de Montevideo, a reserva de unos cortos retazos en que están acomodados los pobres, y que de ordinario son campos abiertos, donde no entra ganado de fuera como sucede en las rinconadas, que por esto son más estimadas.
Como todo este gran terreno está contenido dentro de la zona templada, desde la altura de los 35 grados hasta los 27 de latitud austral, y es copioso en lluvias, frecuentado de los vientos de la mar, sembrado de ríos y arroyos de agua dulce por todas partes, y despoblado de habitantes de fijo domicilio, encuentran los ganados todas las proporciones más adaptables a su propagación y aumento. El agua nunca puede escasearseles lejos; y aunque algunos años se padece falta de pastos por causa de las secas, ocurren a las orillas donde la humedad del terreno mantiene siempre algún pasto y en acabando uno pasan a otro, y de río en río, y de arroyo en arroyo (que nunca están más de tres leguas uno de otro) buscan el sustento mientras vienen las lluvias. El sosiego que es tan apetecido del ganado vacuno, y tan conveniente para su multiplicación abunda en la campaña, siempre que no hay correrías. E1 terreno es amplísimo, cortado a trechos por montes, lagunas, arroyos, islas, potreros, rinconadas y ríos, lo más a propósito qué se puede apetecer para el procreo del ganado; y así es que se produce todos los años un tercio del número existente, que asciende a un millón de animales por ser tres los que se consideran en la campaña; y este mismo millón es el que navega para España hechos cueros de diez años a esta fecha. Lo más particular de este terreno es que la aptitud que tiene para el procreo de ganado vacuno se le encuentra para el caballar y lanar; y lo mismo para la cría de granos y para el plantío de árboles y arbustos, con todo de que ni se cuida ni se beneficia. El ganado caballar es una producción que se da naturalmente sin obra ni auxilio de la diligencia. En la del vacuno se suele poner algún trabajo; porque hay hacendados que cuidan del suyo herrándolo, pastoreándolo, amansándolo y haciéndole tomar querencia por el interés del cuero, pero del caballar apenas se hace caso. En teniendo el preciso para las faenas de campaña, se debe matar el sobrante porque aniquila el pasto y hace falta para las toradas. Su precio es tan escaso que no pasa de dos pesos, y para que llegue a cuatro es menester que sea caballo manso, nuevo y de buen bajo. El ganado lanar procrea con la misma abundancia, y no se ven inundados de él los campos, porque no se dedican a su cría. De la carne de la oveja no se hace alimento, como ni de la cabra. De su leche no se hacen quesos. De la lana no hay más consumo que para colchones. Suele venderse la arroba hasta por diez reales. Las embarcaciones que pasan a Montevideo son pocas para conducir un millón de cueros que traen todos los años; y el flete de este efecto es de los más altos, y su cargío de los menos voluminosos; al paso que el de la lana lo es en demasía y con poca cantidad se llena una bodega dejando a la embarcación sin peso suficiente; y acostumbradas aquellas gentes a tratar en cueros, carne, sebo y grasa, toda otra industria les es extraña y repugnante a pesar de las proporciones con que les brinda para todo aquel terreno. Para el comercio de las lanas tienen dos ventajas que no las numera España entre las suyas, que son las de tener sierras y cañadas para trashumar el ganado en las estaciones del año sin tener que hacer grandes jornadas; y abundantes aguas y prados para lavar las lanas y secarlas con aseo.
La cosecha de los granos es tan propia de aquellas campiñas que ninguna de las de Andalucía les lleva ventaja. Ordinariamente se recogen… fanegas por cada una de las que se siembran; y no se le da otro beneficio a la tierra que el del arado, y su calidad no es inferior al mejor de España.
Tal es de pingüe y liberal la tierra que puso Dios en nuestro poder bajo aquel hemisferio; pero a despecho de tantos ramos de riquezas se puede asegurar que sus habitantes son los más pobres del mundo, porque el abuso que hacen de esta misma feracidad, y la falta de un sistema bien combinado, para su administración, vuelve inútiles los conatos de la naturaleza por hacerles ricos. Todo proviene de que la policía tiene abandonada la campaña al arbitrio y codicia de sus poseedores; y nunca se ha tratado de reglar la propiedad y el usufructo de tan preciosas heredades por un nivel justo, pendiente de la autoridad pública, a quien está confiada la balanza de las rentas del Estado. Pero esta materia, como de la mayor importancia, necesita tratarse a propósito.

CAPITULO III

De los desórdenes y males de que abunda la campaña de
Montevideo y del principio y último estado de la
negociación de cueros

Así como faltan voces a los prácticos de este precioso continente para explicar la belleza y la suficiencia de que Dios lo dotó, sucede igualmente que no se encuentra con los hipérboles para hacer una pintura que se merece con propiedad el destrozo, el mal uso y el infeliz estado de aquellos campos, la incuria y avaricia con que ha sido mirado de unos y tratado de otros.
Más de una vez hemos oído decir a hombres de juicio hartos de correr toda la Europa, que sólo el paraíso terrenal excedería en hermosura y fecundidad la tierra meridional de nuestra América; y describiéndola en un bosquejo, dicen que son un espacio sin medida de valles amenísimos, intercalados de elevaciones agradables que despidiendo las aguas al llano, forman un número sin cuento de arroyos, lagunas y ríos caudalosos que corren a todos vientos, los cuales quebrando y visitando la tierra en sus entrañas la fecundan con sus jugos haciéndola producir robustos pastos, aromas, hierbas, flores y medicinales, que al paso que recrean la vista y el olfato convida al hombre al trabajo de la agricultura con seguridad de que no sería burlada su fatiga. Pero hablando estos mismos prácticos de los desórdenes de la campaña, no encuentran con las palabras que han de expresar su concepto. Saben explicarnos los portentos de la naturaleza y no saben definir la injusticia de los hombres sobre un lugar de creación, donde todos sus objetos deben levantarle el corazón hacia el Hacedor de todos ellos.
En cuatro clases de personas se puede dividir la población que cubre nuestras campañas; la de vecinos hacendados dueños de estancias, la de jornaleros, trabajadores o peones de campo conocidos por gauchos o changadores; la de indios de Misiones; y la de portugueses.
La clase de hacendados estancieros es de dos especies: o ricos o pobres. Llamamos ricos a los que poseen una estancia más o menos poblada de ochenta a cien leguas, y pobres a los que sólo manejan una suerte o casco de estancia de ocho a diez leguas cuadradas. Y unos y otros se hallan situados en la mayor parte dentro de la jurisdicción del gobierno de Montevideo, que como ya dijimos comprende un espacio de treinta y cinco leguas de fondo y sesenta de frente.
Los gauchos son también de dos: o de meros jornaleros que sirven al que los alquila, o de changadores, que viven del contrabando y de robar ganado y hacen faenas por un precio en que se conciertan con el hacendado que los solicita. Y ambos viven sin domicilio agregados a las estancias, o en el centro de la tierra persiguiendo ganado.
Los indios guaraníes de los treinta pueblos de Misiones son igualmente de dos especies: unos que habitan el campo de la banda oriental del Uruguay, reducidos a diecisiete pueblos bajo el mando de un gobernador militar, y sujetos en lo espiritual al reverendo obispo de Buenos Aires, y otros que residen en la banda occidental del mismo río en trece pueblos, con subordinación al mismo gobernador y al reverendo obispo del Paraguay; todos los cuales mantienen estancias de ganado y negocian sus efectos de comunidad por medio de un administrador que reside en Buenos Aires.
Los portugueses confinantes a nuestras posesiones, o son dueños de estancias a donde conducen el ganado que extraen del territorio español, o son salteadores que se introducen en él a hacer faenas de cueros y negociar con contrabandos.
Nuestros estancieros ocupan el terreno que deslindan la costa del mar por el oriente, y el Río de la Plata, y el Yi por el norte y mediodía.
Los indios guaraníes, poblados a las orillas del Uruguay a la altura de 27 o 28 grados, ocupan el territorio que se halla al noreste de Montevideo hacia el Paraná.
Los portugueses están poblados sobre el ángulo del este al norte, principiando desde el rio Grande y San Pedro.
El límite de la pertenencia de las dos naciones está en litigio, como ya dijimos; y ala sombra del pleito han logrado poblarse los portugueses en nuestro terreno, y corren nuestro campo, y amparan a los españoles que se refugian en los de ellos de la persecución de las guardias y de los ministros del resguardo.
La laguna Merín, situada a diez leguas de la costa del mar, tiene un desaguadero que a distancia de veinte leguas le da comunicación con el río Grande de San Pedro, o laguna de los Patos; en la cual va a desaguar el río Yacuy y por él se navega en canoas hasta las inmediaciones de los pueblos de San Miguel, San Juan y San Lorenzo de los indios guaraníes; por donde todo el campo es una correspondencia o una continuación del dominio español y portugués para cuya custodia y defensa nunca está de más la vigilancia por mucha que se emplee.
E1 centro de toda esta gran península la ocupa el ganado vacuno y caballar, objeto del interés de las dos naciones, y el cabo de la codicia de hacendados, gauchos, indios y portugueses. Todos tiran a este blanco; todos viven del comercio de este fruto; y a todos mantiene en aquellas soledades el provecho que sacan de un solo animal; pero cada cual agencia este usufructo de distinto modo; empecemos por nosotros y confesemos nuestra culpa que así acusaremos la ajena con menos impropiedad.

Del ganado de rodeo

Nuestra campaña da de comer a cuatro clases de gente española: hacendados pobres, hacendados ricos, gauchos y changadores. El pobre vive sujeto al fruto de dos o tres mil cabezas de ganado, que es el que cabe en un casco de estancia de dos o tres leguas; y para que no se le pierda ni roben le pone su marca, lo amansa y lo trae a rodeo con sus peones, a quienes paga un jornal de ocho y diez pesos mensuales. De la cría de cada año hace capar los novillos de que no necesita para padres; y dejando de estos los que ha menester hasta que son viejos, mata únicamente la vaca estéril, y el novillo gordo haciendo de su ganado tres partes: una de toros para casta; otra de vacas y terneras; y otra de novillos para su sustento y para su comercio. Este novillo deja cuatro ganancias al labrador por medio de la operación que le hace infecundo: porque engorda y sazona su carne para el paladar, y sirve de alimento a pobres y ricos con ahorro del gasto del tocino; da su cuero, y da una porción de injundia y de gordura, de la cual se hace una manteca (llamada grasa) con la que se condimenta toda la comida y da sebo para el alumbrado; de manera que el novillo capado ofrece a aquellos naturales todo lo que en España el cerdo y la vaca y además la piel y el sebo; y donde Dios no puso montes de encina para la cría del ganado de cerda, proveyó de otro que suple por aquel y le aventaja.
La carne de este novillo se cura al viento, que llaman charquear, y dura sin corromperse mucho tiempo. Se atocina con salmuera y se mantiene tres o cuatro años de un gusto y frescura mejor que la de Europa; y excede a ésta en que se sala sin hueso, y por esta sola calidad se puede pagar un veinticinco por ciento más cara que la del norte. Pero el comercio de esta carne salada es muy escaso, y ahora está en sus principios. Don Francisco de Medina fue el primero que emprendió negociar estas carnes con La Habana donde se usa para dar de comer a los negros de los ingenios.
Después le siguieron dos catalanes, don Miguel y don Manuel Solsona. Luego don Miguel Rían remitiéndola a España, y a imitación de éstos van inclinándose algunos otros, a que si se diese fomento sucedería levantarse un ramo de comercio de tantas utilidades que merecía no haber llegado tan tarde a nuestra noticia.
Además de los provechos dichos consigue el estanciero que pastorea su ganado otros tres muy considerables. Primero, el aquerenciar su ganado y que nunca se le huya, o que vuelva a su estancia si alguna vez se deserta. Segundo, tenerlo defendido de los perros carnívoros que cubren la campaña, y juntándose en número de doscientos y trescientos, se arrojan a una vacada y destrozan el terneraje sin más estímulo que el de la antipatía que tienen a este animal del que apenas comen. Tercero, verlo multiplicarse todos los años o una mitad, un tercio del que cría en su rodeo.
E1 ganado silvestre o cimarrón que vaga libremente por el campo no da más utilidad que el cuero. Su carne es flaca e insípida, de la que sólo comen los perros y las gaviotas. No se le encuentra grasa ni sebo, ni sirve para hacer charque. No tiene querencia a ningún suelo. Está expuesto a la voracidad de los perros, y no se multiplica la mitad que el pastoreado. Un novillo castrado no tiene cosa inútil, y un toro silvestre no da más que la piel; y de ésta a la de aquel hay la diferencia que la del novillo cebado es de mucho más que la del novillo entero, y como de este comercio se hace por libras, deja a las veces más utilidad un cuero de aquellos que dos de estos. Los hay hasta de ochenta libras, aunque son raros; no son pocos los de setenta, abundan los de cincuenta a sesenta y son común los de cuarenta en comparación del otro. El de pastoreo es demasiado penoso y de mucho costo. Para traer tres mil reses a rodeo para hacer capar los novillos y sacar grasa y sebo son menester muchos peones; y después de este gasto no se pueden hacer más cueros al año que los que quepan en la cría del año, y esto no puede ser mucho. Es menester velar sobre los perros carniceros y matar la yeguada y caballada silvestre para que aquellos no devoren el ganado ni estos acaben los pastos. En suma para las faenas de salazón de carnes, sebo y grasa, es necesaria mucha aplicación y mucha vigilancia.
Todo es al contrario en la negociación del ganado cimarrón. No se necesita de peones asalariados, ni de matar perros, ni de perseguir caballadas, ni de arriesgar dinero alguno. Basta tener una rinconada del campo, un cajón, o un terreno encerrado entre dos arroyos, con un mal rancho pajizo. El ganado silvestre que anda vagando todo el campo ha de caer algún día en esta rinconada buscando pasto o aguada. Luego que está dentro ha perdido su natural libertad según el fuero de campaña, y se ha hecho del señor del suelo; y donde el incauto animal entró conducido por la hambre, o de la sed, halló con su muerte sin que le valgan las armas con que lo proveyó la naturaleza; porque él sería atacado por las espaldas y se hallaría desjarretado improvisamente, y se rendirá al hombre a quien Dios sujetó todas las cosas criadas.
Para verificar esta adquisición ha inventado la malicia dos especies de contrato: uno es de arrendamiento y otro que se puede llamar de compra y venta, aunque más es innominado.
El primero se ejecuta alquilando peones que entran a este coto lleno ya de ganado a matar, desollar, estaquillar, y desgarrar el cuero; y el segundo ajustándose con un changador en el precio de cada cuero que presente faenando, siendo de su cuenta pagar a los peones y buscar el ganado donde lo encuentre. De cualquier modo que esto se ejecute, es una operación bien sencilla para el estanciero; en el primer caso no tiene más que hacer que poner un sobrestante en su estancia que alquile los peones y les pague su jornal; y en el segundo tiene menos, porque sin moverse de su casa le traen a ella seis y ocho mil cueros, o los hace conducir desde el campo a la ciudad, los encierra, paga su ajuste al changador, y está el negocio concluido. De ambos modos concurre como parte esencial el nombre del estanciero porque sin este frontispicio no pueden caminar por la campaña, ni entrar a Montevideo, ni embarcarse para Buenos Aires, caerían precisamente en pena de comiso; pero en llevando el sobreescrito del hacendado a quien se supone pertenecer estos cueros trashumantes ya van libres hasta llegar al Báltico sin que nadie les pueda embarazar el paso. Para esto sirve la estancia; ella es como lazo, la red o señuelo donde se atrampan los animales; y ella franquea el pasaporte con que hace girar esta hacienda. Mientras mayor es la estancia más coge; y mientras menos gente, y menos ganado manso hay en ella, más entra el de cimarrón; y mientras el hacendado pobre vela de noche alrededor de su ganado, mientras trabaja en perseguir perros y caballos, mientras marca y castra los novillos a fuerza de jornales, el hacendado rico pasa en blanda cama sosegado, guardando el tesoro que ha ido sacando de su estancia.
Lo célebre de esto, o hablando a lo cristiano, lo doloroso y digno de llorar, de este comercio, es que está canonizado de justo por una moral de campaña tan legítima como su fuero. En el caso del primer contrato, dice el hacendado que las reses que manda matar a los peones son aquellas que se han hecho suyas por el ingreso de ellas a los pastos, y aguadas de su peculiar dominio o por una subrogación del que fue suyo en algún tiempo y se le huyó después; y que en el segundo no hace más que comprar por el precio a que se concierta con el vendedor, lo que éste le ofrece en venta, sin que deba ser de su cuenta el modo con que lo ha adquirido. El changador halla también su texto en el mismo Alcorán; dice, que él no ha hecho otra cosa con el toro que lo que hace el cazador con el jabalí o el pescador con el pez; matar una fiera indómita que no tiene más dueño que el que la aprehende, o enganchar un animal que no pertenece a nadie y sobre estos absurdos dogmas descansa la más vasta negociación que se hace en toda la América por criollos y europeos.
La ganancia que ha dejado aquella a los que la han ejercitado, ha sido muy considerable en todos tiempos. Cuando supongamos que les haya costado cuatro reales el cuero faenado, y otros cuatro su conducción a Montevideo, (que es lo más a que pueden haber ascendido las dos partidas) y lo vemos vendía a dieciseis reales (que es lo menos que vale la pesada de cuarenta libras en tiempo de paz) ha sido la ganancia del hacendado un ciento por ciento. En el año de 92 y 93 se vendían con ruegos a veinte y veintiún reales y aunque declarada la guerra con la Francia, bajaron hasta doce reales siempre les quedaba de provecho un cincuenta por ciento que no hay negociación de comercio que lo rinda en el día; y por la misma causa ha sido ésta la que más y más aprisa ha hecho ricos a los individuos de su tráfico, mezclándose con el contrabando con quien siempre tiene compañía. Pero hay otra inteligencia en este manejo que deja una segunda ganancia nada inferior a la primera. Consiste en pagar al changador con géneros o cueros el valor de los que entrega al hacendado. Cuando se le paga en géneros, visto está que se le darán sin ganancia; pero cuando es en los mismos cueros crece aquella un poco más, porque se le paga con su mismo trabajo sin desembolsar un solo real.
Se le piden al changador seis mil cueros (por ejemplo) y el mata siete mil; entran éstos en Montevideo bajo el título de ser pertenecientes al hacendado don N …. y después que se han conducido a casa de éste, aparta mil para el changador y le quedan seis mil libres. Viene a hacerse un contrato de compañía en el que el nombre del hacendado hace el fondo de la negociación, y el latrocinio del changador la industria, sin que ninguno aventure nada; de suerte que si el changador, así como hace de su cuenta esta faena conduce también de la suya la corambre a Montevideo, el hacendado se halla con seis mil cueros a la puerta de su casa sin haber arriesgado un peso, y sin haber tenido un pequeño cuidado.
Coteje ahora Vuestra Excelencia una negociación con otra, y verá cuanta es la diferencia en el lucro entre la del pobre y la del rico; aquel está gastando su dinero todo el año en pastorear, herrar, y capar su ganado, lo trae expuesto a que una epidemia o una seca se lo aniquile, no puede faenar la corambre que se le antoje, sino la proporcionada el número de los novillos que le nacen; contribuye de diez a uno a la iglesia, y en nada gana sin riesgo y sin pensión. Pero el hacendado rico se lo encuentra todo hecho sin gastos. El ganado de que ha de hacer sus cueros procrea y crece para él sin saber dónde ni cuando cae bajo su cuchilla todo el que quiere que muera, sin sujeción apariciones, mata ocho, diez o doce mil a costa de dar su parte al changador; no paga diezmo de este ganado, ni de su cuero y gana en todo sin peligros ni gabelas. Vea, pues, Vuestra Excelencia si tendrá apasionados este modo de hacer caudal.
En lo mismo que dejamos dicho encuentra Vuestra Excelencia los motivos que concurren en los hacendados para no errar el ganado, para no traerle a rodeo, para no hacerlo capar, para no matar perros, y para no pensar en salazones de carne. Aquí tiene Vuestra Excelencia la causa de que nunca se hayan obedecido los bandos y las órdenes que a este fin se han promulgado en todo tiempo. Estos reglamentos del mejor gobierno que han dictado siempre los jefes que han precedido a Vuestra Excelencia son utilísimos para el hacendado pobre, para el hacendado verdadero; mas son perjudiciales para los ricos de la campaña que ni lo son hacendados ni quieren serlo; lo que quieren es el título de hacendados, y que el oficio y la tarea quede al pobre. El hacendado de puro nombre no ve nunca la campaña ni pierde la comodidad de su casa; a sus puertas le conducen los cueros, que él hace gala de ignorar cómo se faenan. Estos mecanismos son del hacendado pobre; y el rico es un comerciante acomodado que se debe ejercitar en embarcar el cuero, y tomar en efecto de mercaderías el valor de su producido en España. Sólo es hacendado en la apariencia, esto es para no tener que comprar el cuero al que lo cría o rodea, sino dar orden que le maten el que se acoja a su estancia o el que vague por los montes.
Si estos estancieros, de puro título, hubiesen de cumplir con los reglamentos políticos que dejamos dicho, habrían de abandonar el comercio, porque casi son incompatibles estas dos profesiones. Las del campo, y las de escritorio requieren cada una toda la atención y la vigilancia del que ha de ejercitarla. Ni el comerciante es para andar a caballo todo el año velando su ganado y los que lo guardan, ni el rústico hacendado es al propósito para empresas mercantiles y expediciones ultramarinas. Más adelante demostraremos mejor esta verdad, y ahora diremos, que si el comerciante se hubiese de arreglar, como estanciero, a los bandos de buen gobierno, lo perdería todo, porque tendría que abandonar el comercio, retirarse al campo y dedicarse al pastoreo, yerra, castración y paga del diezmo de que ahora está relevado. Se privaría de matar cuanto ganado quisiese, porque para no esquilmar su estancia, se vería precisado a nivelar la salida con la entrada. No lo embarcaría de su cuenta, sino lo vendería al factor o comerciante que va de España a Buenos Aires para trocar por cueros su factura. No se embolsaría del tanto por ciento de encomienda que hoy reserva, y la llevaría en aquel caso el comerciante encargado de hacer a España la remesa del cuero; y en una palabra, no ganaría a dos manos, esto es como estanciero y como comerciante; sino con la de hacendado solamente; y no daría ocasión a que el hacendado y el comerciante se pierdan sin remedio donde aquel se enriquece con exceso. Ya nos vendría tiempo de explicar como es que el comerciante de Europa se ha arruinado de resultas de este monopolio. Pues para no soltar el hilo es menester seguir hablando sobre la rúbrica de este capítulo. Decíamos que el verdadero hacendado, o el hacendado pobre (que todo es uno) no pueden medrar jamás mientras no se extinga aquella unión de oficios, y que cada cual observe sus linderos. El pobre por lo común solo es dueño de un corto terreno donde no puede criar más que un número escaso de animales. Para la custodia, yerra, y conservación de este ganado necesita de muchos peones a quienes ha de pagar con plata en mano. Las faenas de cueros, las salazones, la grasa, y sebo son costosas y no siempre puede costearlas. Una tempestad, una vaca, una epidemia, un asalto de los perros, una huida, y muchos robos son males inevitables que incesantemente le están desmedrando su hacienda. Logra al fin venderla en el campo, o en Montevideo, pero sus gastos y sus pérdidas le dejan por saldo de cuentas al cabo del año un diez, o un quince por ciento de ganancia sobre un capital de dos mil pesos negociados, que apenas le sufragan para la mantención de su familia; y nunca puede salir de este estado aunque trabaje el día con la noche.
Como este hacendado no puede enviar a Europa de cuenta propia los cueros de su cosecha, ni esperar para su venta a ciertas estaciones oportunas, como hace el rico, o el granjero, se contenta con una ganancia más pequeña con tal que se le pague de contado el día que entra en la plaza adonde vende; al paso mismo que el hacendado rico que nada ha gastado en pastoreos ni en cosa alguna, encierra sus cueros hasta el tiempo de que han tomado un gran valor y gana a veces un ciento por ciento; todo es ganancia para el rico, y todo es afán y contratiempo para el pobre.
Por todos estos motivos de conveniencia se apetece una estancia grande, y se cuida de poblarla. Mientras de mayor extensión es la estancia se halla más distante de todo vecindario que inquiete o espante el ganado; y esto es lo que se requiere para que acuda allí, y caiga en la trampa. En una estancia pequeña, mayormente si está en campo abierto, entra el ganado por casualidad o de paso y no se detiene a pacer o no se encuentra pasto.
En una estancia grande cercada de ríos siempre halla que rumiar a las vertientes de las aguas, y el ganado que entra inmora allí y no tiene como salir en tomándole la espalda. Si encuentra en ella ganado manso, vive, o la abandona bien presto porque no halla pasto; y este es otro motivo para no querer los hacendados tener estancia poblada. Pero lo más es que para hacer cueros no es menester criar animales mientras ellos se produzcan en los montes y haya licencia de matar en vano es el trabajo y el costo de estar manteniendo otros. Esta mecánica exige vivir en el campo; y esto es propio de campestres. Los hacendados y comerciantes viven en las capitales, y nunca alcanzarán los bandos de buen gobierno que deje en su domicilio por cuidar de su ganado.
Lo único que se ha podido conseguir del hacendado rico es que traiga a rodeo un corto número de cabezas para cumplir con la letra de la ley, y burlar mejor su espíritu. Con este aparato de estancia mantiene a salvo el derecho de introducir cueros en la capital, y el de poder matar sin que nadie se le oponga. Todos los dueños de estancias han pretendido fundar que el ganado que hay en la campaña es de ellos en su origen procedente del que lo fue; y al pretexto de haber venido en alguna ocasión mil o dos mil cabezas de ganado (a las que acaso se forzó de intento a que huyesen) se creen con derecho de estar matando mientras haya reses en el campo.
El heredero del estanciero se considera sucesor de este derecho y sus descendientes conservan el mismo, y así hasta lo infinito todos son amos del ganado del campo sin necesidad de criar ni de guardar una res en particular.
Este es el plan de nuestra campaña por lo respectivo a hacendados estancieros, y tal como este es el título por el cual se han pretendido alzar con el señorío de todo el ganado que pasta en un ámbito de cerca de doscientas leguas de frente, y otras tantas de fondo; y mientras Vuestra Excelencia acaba de admitir este desgreño y esta usurpación de un dominio que sólo es de Su Majestad, diremos algo de los changadores y expondremos quienes sean éstos, cual es su ejercicio, y los males que causan en el campo.

De los changadore:su oficio y sus excesos

No usando de marca la mayor parte de los criadores, y siendo común que los ganados se ahuyenten de sus estancias, se confunden unos con otros y andan vagando continuamente el dominio de cada uno, y todos se consideran asistido[s] de una acción para dar muerte a cuanto encuentran por el campo. Por este principio absurdo y monstruoso ha venido el robo de la campaña a ser un título civil de adquirir dominio y a salirse fuera de la jurisdicción de las justicias, y del catálogo de sus delitos; pero se puede decir con verdad que éste es el menor de los que se cometen en el campo porque comparado con los otros que allí se ejecutan viene a ser culpa venial.
El mayor de todos, hablando en un sentido político, es el que ejecutan los changadores, que es lo mismo que decir ladrones de cueros o abijeos, porque su codicia no perdona a ningún cuadrúpedo; pero su objeto principal es el ganado vacuno por el interés del cuero que es el ramo de comercio más general, y fructífero.
Estos hombres se juntan en cuadrillas y armados con un lazo y un cuchillo salen a correr el campo a caballo, y llevando por delante una tropa de ellos con que remudar a los que se cansan, se retiran hacia un paraje de los más escondidos de la campaña conduciendo dentro de un cerco seis u ocho mil cabezas de ganado vivo, al que dan muerte desde el caballo con una media luna de acero engastada en una asta de caña brava con una destreza y brevedad que maravilla a los que no lo han visto; y tendidos sobre el suelo estos ocho o diez mil novillos se echan sobre ellos y los despojan de la piel con una ligereza y perfección que igualmente asombra al que no lo entiende. Pasan después a estanquillar estos cueros en el mismo paraje, los enjuga al sol y el viento, se desgarran por los extremos, se doblan por la mitad, se conducen en carros al lugar donde han de venderse y a los veinte o treinta días de principiada esta faena, ve reducido el changador a dos pesos cada cuero, logrando hacerse de un caudal de seis, ocho o más miles de pesos en el discurso de un mes sin haber empleado más caudal que el de los jornales de peones.
A esta sola diligencia, y a este ruin capital, ha estado reducido el laboreo de los cueros desde que se hizo ramo fuerte de comercio. Antes de esta época se veía el ganado vacuno debajo del tiro de cañón de la ciudadela, y el vecino que necesitaba cueros, salía fuera de la muralla, levantaba un palenque y en veinte días hacía una faena de tres o cuatro mil cueros de aquellos mismo animales que venían a ofrecerse al cuchillo.
Esta admirable facilidad de faenar cueros y de hacerse de una estancia convocó tanta gente a tener parte en los frutos de este suelo, que por necesidad vino a depauperarse y a padecer desórdenes sin número. Mientras el ganado fue común a todos y no pasaban de media legua de frente las estancias, apenas se hizo caso de este ramo de comercio, ni tenían estimación los cueros. Sólo se embarcaban para España ochenta o cien mil cueros al año que había embarcación que los condujese; y se rogaba con ello a los compradores a cuatro y cinco reales por cada uno. Dieron principio los portugueses a desear tener parte en esta mina, y las extracciones se fueron haciendo las querencias con que atrajeron hacia ellos el ganado, la excesiva mortandad de vacas, que se hacía en nuestro campo (sin más interés que el de una legua, o una meollada) y la incuria de nuestros vecinos en amansar aquellos animales, los fue alejando de nosotros, y arrastrando hacia los portugueses que supieron conocer más antes los quilates de esta piedra preciosa de la corona.
Creció entre tanto el precio de los cueros en Europa; y a esta codicia, y a la luz de la enseñanza que nos estaban dando los portugueses, hubieron de abrir los ojos los vecinos del Río de la Plata, y pensaron en formar estancias donde recoger el ganado, criarlo a rodeo, amansarlo, y tenerlo querenciado. El proyecto fue hijo de la necesidad, y por lo mismo el más impropio para el intento; pero se plantificó sin reglas y lo manejó el interés de cada uno, sin que el gobierno tomase la mano en esta importante empresa, ni se nivelase la obra por aquella talla justa y medida que sólo sabe manejar el jefe de la metrópoli. Unos pedían para plantear su estancia dos leguas de terreno; y la angostura del sitio reducía la crianza a un corto número de cabezas que no sufragaba sus gastos. Otros demarcaban un espacio de treinta, cuarenta y cincuenta y hasta sesenta leguas que incapaz de admitir deslindes por su misma grandeza, lo hacía señor de toda la tierra; y no siendo posible de herrar ni sujetar a pastoreo la cabida de tantas leguas se veía obligado a desamparar la cría, y dar a los robos que quisiesen hacerle los demás. Otros escogían terrenos más moderados; [pero] menos a propósito por su temperamento o por su situación a mantener el ganado aquerenciado; y ninguno cuidaba de herrar el que poseía, ni de velar los asaltos de los perros cimarrones. Ningún estanciero sabía lo que poseía ni estaba seguro de su posesión. En el momento en que el ganado de la estancia número uno perdía la costumbre de pastar dentro de su recinto perdía el dueño su dominio; empezaba éste a corresponder al derecho del gremio, o de la comunidad; y luego se hacía de la pertenencia de aquel que la aprehendía, o lo dejaba entrar por su redil.
Un modo de adquirir semejante a los que los romanos conocieron con los nombres de aluvión y ao vi aperta fluminis introdujo en los campos de Montevideo la negligencia de sus habitantes. Pero como el primitivo señor de este ganado fugitivo no juzgaba de su derecho como lo hizo nuestro Justiniano hablando de las palomas en el … Instituta retenía en su ánimo la posesión y de esta derivaba en dominio estable sobre igual cantidad de animales de su especie, parecido al derecho del mutuante en las cosas que constan de peso, número o medida, como si dijéramos que aunque consideraba perdido el dominio de su ganado, y transferido aquel en la comunidad, se suponía revestido de una acción al otro tanto en la misma especie, lo mismo que el que presta una arroba de lana, un caíz de trigo, o una talega de pesos.
Como faltaba una potestad superior que circunscribiese las facultades de este cuerpo, cada individuo se creía en derecho de hacerse justicia en su misma causa; y no estaba distante de defender esta monstruosa regalía con la razón de su brazo; si bien no llegaba el caso de que los miembros de esta sociedad tuviesen que empeñar la cólera en mantener sus pretendidas regalías, porque la ofensa que podía hacerse un vecino a otro, tenía por lícito el agraviado vengarla en cualquiera otro que nunca le hubiese hecho daño; y de este modo, por un tácito consentimiento y recíproca conveniencia de aquella incivil república ascendió el latrocinio a ser un título hábil de dominio, creando una especie de derecho municipal (contrario al natural divino y de gentes), el más original y bárbaro de que han usado los hombres.
Aunque esta corruptela no parece que daba derecho de robar sino a los que tenían estancias pobladas, fue facilísima cosa que a la sombra de estos robadores se entrometiese a usar de esta licencia en una viña sin vallado cualquiera menesteroso tan escaso de fortuna como ancho de conciencia; con que hecha la campaña una plaza desmantelada, rendida al enemigo, y abandonada al pillaje de los vencedores, se ha mirado en ella el robo como fruto de la … como industria, o como premio de una legítima conquista, no haciendo diferencia de este infame delito al saqueo de una ciudad entregada a discreción.
El robo, pues, considerado por estas gentes como una reconquista, o como una represalia de lo que se les ha robado o escapado, vino a perder en la campaña el horror de pecado, y el reato de delito, y convertido en acción justa y en título civil de ganar dominio, ninguno deja de robar cuanto puede. El menor y el mayor; el pobre y el rico; el timorato y el libertino, todos roban y a todos pertenece lo que nace en el campo, bien así como del caudal de un padre difunto, mientras que no se verifica la partición de los bienes patrimoniales, o a manera de un monte público concejil, donde todos los vecinos tienen derecho a tomar leña, sin más costo que el trabajo de romper el árbol.
Era, pues, consiguiente a este abandono que corriendo por toda la tierra la fama de este tesoro, acudiesen gentes de muchas castas a esquilmar esta heredad a la cual tenía derecho todo el que careciese de conciencia. Esta franqueza convidó a los forajidos a tomar posesión de aquel tesoro escondido; y unidos en cuadrilla, levantaron el gremio llamado de changadores, de la palabra changar o carnear; y usando cada uno de la licencia que alcanzaba por su maña, todo el campo era un palenque y todo el suelo una carnicería. Siendo víctima de la codicia cuanto animal vistiese pies sin perdonar edad ni sexo. Moría la vaca vieja con la nueva; moría el novillo y la ternera, y nadie reparaba en el destrozo, aunque advirtiese que sacaba la raíz de la planta que le había de dar el fruto. Unos mataban mil, otros dos mil animales, y todos los que más podían, como que a nadie se le iba a la mano, y mayor era la ganancia mientras fuese mayor la mortandad.
No era posible que los procreos de las madres a quienes indultaba la cuchilla reemplazasen el número infinito de los muertos; con que abundando el cuero en la campaña más de lo que podía el consumo, vino un delito posterior a asociarse con el anterior, y fueron peores los fines que el principio. La necesidad de vender y convertir en plata lo robado sugirió el arbitrio de ofrecerlo a los portugueses, que no lo deseaban menos que los mismos vendedores, y entablando un comercio ilícito y clandestino entre españoles y portugueses, salían por el Brasil tantos o más cueros que por el Río de la Plata, sin los animales que pasaban por sí a servir de padres en las estancias de aquellos fronterizos.
Este desorden continúa en su misma fuerza, y habiéndose publicado después el comercio libre, mejoró tanto esta providencia la causa del changador y el estanciero que no pudieron acertar a desear una conveniencia igual a la que les trajo este estable de comercio. El extraordinario aumento que recibió la negociación de cueros por virtud de aquella libertad presentó al changador y al estanciero la importante comodidad de relevarlos del trabajo de enviar sus cueros a la capital y de rogar al comprador, porque la concurrencia de embarcaciones que llegaban a Montevideo de todos los puestos de España, necesitadas a retornar con cueros, como único ramo de comercio activo que tiene en giro esta provincia, trocó de tal suerte la condición del hacendado, que se vieron solicitados para vender los que en otro tiempo rogaban para que se les comprase. Fue creciendo este comercio, y vino a tal altura con la extremada libertad de despachar registros a Montevideo, que hoy se ocupan muchos hombres en recorrer la campaña, buscando cueros con plata en mano de estancia [en estancia]; y de cien mil que salían para España en cada año (cuando había buques que los condujesen) hoy salen un millón. Poblose el campo con toda clase de gente bandida, y brindándose por un corto interés a traer cueros a millares, conocieron los estancieros hacendados que ya no les era útil criar ganado a rodeo para hacer cueros, y que la mejor estancia era la sierra y el monte por medio de un changador que faene cuantos se les pidan por tres o cuatro reales cada uno; y puesta en este estado la campaña se abandonó la hierra y el rodeo, y todos aspiraron a poseer un buen terreno donde apresar el ganado y hacerse de un título para carnear y meter cueros en Buenos Aires y Montevideo
El gobierno continuó admitiendo las denuncias de tierras y otorgando sus ventas aún a bajo precio, con lo que creciendo más y más el despacho de los cueros creció también el número y el provecho de los changadores.
Hoy son innumerables y acostumbrados a un ejercicio lucrativo y una vida libertina nada es más difícil que el reducirlos a civilidad si no se varían los medios que se han empleado hasta ahora tan inútilmente.
Considérese en primer lugar aquella independencia absoluta en que viven estas gentes de toda humana potestad. E1 changador es un hombre en cuya sola persona está cifrada toda su familia y todas sus obligaciones. Regularmente hablando son solteros y proceden de un regimiento de donde desertaron, de un navío en que navegaron de marineros, o polizones, de una cárcel que quebrantaron, de una partida de contrabandistas, de algún pueblo portugués vayano, o finalmente de los mismos naturales de esta campaña, que vinieron al mundo viendo hacer esta vida a sus padres y vecinos y que no les enseñaron otras.
El changador de este último origen tiene la desgracia sobre las demás que son comunes a sus compañeros de que o conserva todavía el original como que nació o que si por derecha lo lavó en el bautismo, en este único sacramento que ha visto administrar habiendo [sido] para él aquella regeneración sagrada una ceremonia puramente exterior, de cuya virtud no tiene la más remota idea ni más fe sobrenatural que una simple aquiescencia a los misterios de nuestra religión, si los ha oído referir por casualidad o para servirse de ellos en alguna blasfemia.
Este y todos los de la campaña viven sin dar ni recibir un signo de religión como no sea por accidente; lo que produce que unos por sus malas conciencias y otros porque no tienen ninguna todos piensan sobre las leyes espirituales y no observan sus preceptos.
Los temporales miran a la campaña como a un país extranjero a donde no alcanza su potestad, no porque las justicias dejen de castigar al delincuente que aprehenden, sino porque no hay jueces en el campo que celen y persigan a sus habitantes. Esta falta es una de las mayores conveniencias que tiene para semejantes hombres la vida de la campaña, porque viene a convertirse aquel terreno en un asilo de la iniquidad donde cada uno profesa la que más acomoda a su pasión, y todos están seguros del castigo, y viven a salvo de la persecución de las justicias, siendo por lo mismo verosímil que si estos hombres se agavillasen alguna vez con propósito de resistirse sostendrían una defensa vigorosa y costaría mucho llegar a sujetarlos, porque es un linaje de gente que no ha visto la cara al miedo, que tiene por oficio lidiar con fieras bravas, y burlarse de ellas con facilidad, y que estiman sus vidas en muy poco, y quitan las de sus prójimos con la misma serenidad que la de un novillo. Y unos hombres aguerridos en esta clase de combates, y familiarizados con toda especie de efusión de sangre, tienen más de fieros que de valientes, y son más atrevidos que esforzados. Y no habiendo en ellos idea de la eternidad que sea suficiente a hacerles mirar la muerte con otro género de miedo que el carnal y natural a todo viviente, no necesitan los estímulos del honor, ni el apetito de la ambición para sacudir la cobardía.
Libres, pues, e independientes de toda clase de potestad, acomodados a vivir sin casa ni arraigo, acostumbrados a mudar de albergue cada día, surtidos de unos caballos velocísimos, dueños de un terreno que hace horizonte, provistos de carne regalada, vestidos de lo necesario con estar casi desnudos, y sobre todo manejando a su discreción de un tesoro inagotable como es el de los cueros, fácil es de conocer el contento que dará esta vida a los que la disfrutan sin temor de pena alguna. Y propagándose allí la especie humana en abundancia poco inferior a la del ganado, no sería difícil calcular el número de almas que habitarán en estos campos sin conocer a Dios ni servir al rey, y sin amar al prójimo. Este es el origen, la vida y el ejercicio de los changadores. No hay otra [autoridad] que la den [a] éstos los caporales de aquellos; los unos emprenden las faenas, y los otros las ejecutan en calidad de ayudantes. Los changadores faenan para hacer comercio de los cueros con los españoles, o con los portugueses, y el peón trabaja por su jornal.
Y ve aquí Vuestra Excelencia el método con que usan de la campaña las cuatro clases de gente española que la habitan.

De los indios de las misiones

No son los indios guaraníes de los pueblos de Misiones los que menos perjudican la procreación de nuestro ganado. Estos hombres con todo de no tener un interés personal en la negociación de los cueros, por pertenecer a la comunidad el producto de todas sus granjerías, acosan el ganado, y tienen asolado el campo. Sus correrías se terminan a meter en sus estancias y reducir a cueros el que pueden; y como no es de igual robustez todo el ganado cometen la maldad de matar el terneraje que no es capaz de seguir a las madres, y lo mismo los toros que no pueden sujetar por bravos; y arreando para sus pueblos las vacas y los novillos, dejan tendidas por el campo las terneras y los toros . La vaca que se halla inmediata al parto la matan para sacarle el ternerillo, y comérselo de que gustan mucho; y todo el campo que se extiende desde Misiones hasta el río Negro (en que se miden ciento cincuenta leguas lineares) es anfiteatro de esta carnicería.
Consiguieron estas gentes del señor virrey Vertiz en el año de 78 a solicitud del administrador de Misiones don Juan Angel Lazcano una declaración de que todo el ganado de color osco les era perteneciente donde quiera que se hallase, y que el que pastase entre el río Negro y el arroyo del Yi de cualquiera color que fuese les era también correspondiente; y aunque sobre este punto se formó un pleito a que dió principio el cabildo de Montevideo en el año de 81, los indios han estado y están en la posesión de bajar al Yi, y arrastrar con todo el ganado que encuentran, y pasar después a la sierra y hacer lo mismo con el de color osco, y con todo el que se les pone delante.
Los efectos de esta permisión se sintieron inmediatamente en la aduana de Buenos Aires, de donde se empezó a ver salir tanto número de cueros que pone espanto a los inteligentes. En el año de 84 salieron para España un millón y cuatro mil cueros, y en el año de 92 salieron para España por la aduana de Buenos Aires ochocientos veinticinco mil seiscientos nueve cueros y por la aduana de Montevideo trescientos cuarenta y cinco mil novecientos treinta y un cueros, que hacen una partida de un millón ciento setenta y una mil quinientos cuarenta, y suponiéndole gracia que ciento setenta y uno mil quinientos cuarenta fuesen del campo de Buenos Aires, los restantes fueron de la banda de Montevideo, y la mayor parte de las cercanías de Yapeyu, primer pueblo de indios de Misiones. Todos estos cueros son orejanos o silvestres a excepción de un corto número; y aquí tiene Vuestra Excelencia un nuevo gremio de matadores capaz de competir con el de los hacendados y changadores, ocupados todo el año, en esquilmar el campo hasta agotar su riqueza interminable.

De los portugueses del río Grande: sus usurpaciones, trato
y comercio con los changadores

Vengamos por último a los portugueses. Estos usan promiscuamente de los oficios del indio, del de los changadores y del de hacendados, y nos hacen ellos solos tanto daño como los tres unidos. E1 portugués sale a la campiña en cuadrillas de cuarenta o sesenta hombres armados, y emprenden robarnos de uno de dos modos: o repuntando el ganado y metiéndolo por su pie en las posesiones de aquella corona o plantando un palenque y faenando en él los cueros. Este segundo robo es menos frecuente porque tiene algún más riesgo que el primero; y haciéndoles éste más cuenta es al mismo tiempo más perjudicial a nosotros. De ambos modos pierde mucho la nación, pero queda más perjudicada por la saca del ganado vivo. Con éste hace el portugués dos negocios que son el del cuero con las reses que mata y el de la cría de vacas y toros con los que reserva para casta. Introduciendo el ganado vivo en el territorio de Portugal, y faenando allí los cueros ahorran los gastos del porte que son crecidos y están menos expuestos ha ser aprehendidos que inmorando en un lugar el espacio de veinte o treinta días que se necesita para cualquiera faena. Además de esto llevando el ganado vivo adelantan el poblar sus estancias, y ponerse en posesión de una mina que nos era exclusivamente propia. Por tanto, este modo de robarnos es sin comparación más ventajoso a Portugal y menos ominoso a la España.
Esta usurpación principió por ratería y ha terminado en saqueo o pillaje. Antiguamente se hacían estos robos a hurto de nuestras guardias como quien sabía que era delito. Hoy se hacen a cara descubierta y se defiende con la espada. En otro tiempo seguía la huída de estos ladrones a la persecución de nuestras guardias; en el día se le ve venir, y se le espera, se toma campo, se elige puesto, se acomete y se sostiene un combate a vivo fuego hasta que se da el vencido. Esto es común de pocos años a esta parte, y el campo de Montevideo se ve regado frecuentemente de sangre de vasallos de ambos monarcas, y servir de sepultura a estas víctimas de la codicia y del honor respectivamente.
Este es el porte de nuestros vecinos con una nación amiga dominada de un hermano del de aquella; y cuando estos viven en paz podemos con verdad decir que sus vasallos están en guerra continuamente Pero no debemos ocultar a Vuestra Excelencia que no es toda la culpa de los portugueses en los males que su vecindad ocasiona. Cuando nos roban el ganado y se introducen en nuestro campo a fabricar cueros, ellos solos son los delincuentes; pero quizás es más común que nuestros patricios españoles les lleven a sus posesiones el ganado y los cueros, y se traigan en su retorno los efectos de su comercio. Ambos delitos son frecuentes; y no podemos señalar cual es el más usado. Solamente diremos que cuando el portugués viene a robarnos no nos hace más que un agravio; pero cuando los españoles les introducen en su término el ganado o los cueros, sentimos doble pérdida: una en la sustracción de nuestros frutos y otra en la internación de los extranjeros. E1 robo del ganado es una pérdida positiva, pero no pasa de aquí; más la introducción del contrabando nos hace sentir la pérdida del ganado que salió para el Brasil, y la de los efectos de nuestro comercio y rentas reales que destruir [sic] el contrabando. Ninguno de cuantos fraudes se ejercitan contra el real erario es más perjudicial a la corona que el que se hace por nuestros changadores llevando cueros y trayendo géneros, este contrabando es la peor cuchilla de nuestros ganados, y la peor epidemia que puede venir sobre aquel campo. Los hacendados, los perros, y la falta de pastoreo no hacen tanto estrago como el que nos causan los changadores en el comercio con los portugueses. Quizás no valen tanto los robos que estos nos hacen en un año como los que les conducen aquellos en un mes. Los changadores pueden correr con toda libertad nuestra campaña, evacuar sus más ocultos rincones, arrear el ganado y acercarse a los pasos del campo neutral con mucho menos riesgo; y en fuerza de ésta tiene más facilidad de trasladar a los portugueses cincuenta mil cueros que de robarnos ellos cinco mil. Es hecho imposible que ascendiese a cincuenta mil cueros el quinto real pagado a Su Majestad fidelísima en el año de 89 si no hubiesen entrado [mas] toros en aquellos dominios que los que nos robasen los portugueses en el mismo año; cincuenta mil cueros pagados por razón de quinto, requieren una extracción de doscientos cincuenta mil y esta cantidad no puede llevarla al Brasil el robo de los portugueses, ni la crianza en sus estancias que son nuevas, pequeñas y de mal terreno. Solamente por la mano de nuestros changadores pueden entrar al Brasil y salir para Europa un número tan crecido de cueros como el de doscientos cincuenta mil. Pues contemple ahora Vuestra Excelencia que para que el comercio del Brasil se pusiese en estado de registrar para Europa aquella cantidad de cueros es preciso que valiesen otros tantos de nuestra campaña, porque a los doscientos cincuenta mil que salieron registrados se debe agregar los que irían por alto, los apolillados, los muy pequeños, los de mala calidad, y los que se consumen en las mismas faenas; y debiendo computarse por estos datos una saca de medio millón de cueros, fácil será conocer de cuanto mayor bulto es el perjuicio que nos hacen los changadores por el comercio con los portugueses, que los hacendados, los perros y la falta de pastoreo. Doscientos cincuenta mil cueros vendidos por nuestros changadores en un solo peso cada uno han debido producirles en cinco años un millón doscientos cincuenta mil pesos fuertes en efectos de Portugal; y en la misma cantidad debe haberse perjudicado nuestro comercio marítimo y las rentas de la corona. Pero no es esta la cuenta verdadera: para calcular exactamente la entrada de efectos por razón del cambio era menester considerar al cuero un doble valor que el de los ocho reales de plata que le hemos dado, pues vendiéndose en Montevideo desde dieciseis hasta veinte la pesada de cuarenta libras en tiempo de paz no es posible que lo dé por menos de dos pesos a los portugueses el changador, aunque no los conduzca de su cuenta; y vea aquí Vuestra Excelencia otro daño en los de mayor consideración que nos trae el comercio con los portugueses, el aumento de valor que ha dado a nuestro cueros en América la concurrencia de dos consumidores que se compiten por la preferencia de este efecto. Esta concurrencia ha dado a los cueros un aumento de valor que no lo habría logrado siendo una sola la nación que pudiese expenderlos en Europa privativamente. Un comprador escondido que sale a hacer su negocio envuelto en un delito no se halla en estado de regatear demasiado lo que compra delinquiendo; y se ve necesitado a comprar por la ley que le quiera poner el vendedor. Por la misma regla, un vendedor, que traspasando los tratados convencionales de dos coronas, y atropellando las pragmáticas de su nación, se arroja a negociar efectos de recíproco contrabando en una potencia extranjera, teniendo comprador seguro en su mismo país, no vende su contrabando por menos del justo precio y como por otra parte gana mucho en vender al Portugal, porque se exime de que le confisquen sus cueros en Montevideo, y de pagar conducciones y alcabalas, prefiere sin mucha detención a un vasallo de la corte de Lisboa a todos los comerciantes españoles. Si aquel mismo vasallo baja al campo español a buscar los cueros para conducirlos de su cuenta es mayor el interés del changador en vender al portugués; en este caso aunque el negociante español pague el cuero a más alto precio que el extranjero, es preferible para el changador, porque si el cuero que vende es orejano (que es decir sin marca) y lo quiere conducir a Montevideo, necesita manifestar la licencia del superior con que ha hecho sus faenas; y por defecto de ella se expone a que se le decomise. Si vende cuero marcado está expuesto a que su dueño lo reclame y pierda su trabajo. Con el comerciante portugués contrata libre de riesgos; y puede anteponer la venta al portugués con un veinticinco por ciento menos a la del español. E1 portugués por la misma razón puede comprar un cuero un veinticinco por ciento más caro que el español sin dejar de ganar lo mismo, porque no tiene que pagar al ramo de guerra un derecho tan crecido como es dos reales por cuero (que equivale a un veinticinco por ciento) fuera de la alcabala de entrada y la de salida que es un ocho por ciento; y aunque pague en el Brasil el quinto real, que es un veinte por ciento, ahorra un trece con respecto al español.
De suerte que vendiendo el changador sus cueros al portugués un veinticinco por ciento menos que al español, le tiene más cuenta vender a aquel que a éste; y comprando el portugués trece por ciento más caro que el español gana lo mismo o más que éste.
Con que si sucede que el portugués paga mejor al changador, ¿a quién preferirá, al patricio o al extranjero? ¿Quién velará más sobre este negocio? ¿E1 portugués o el español?

Del comercio de los cueros al pelo de los campos
de Montevideo y Buenos Aires que se remiten a los puertos
habilitados de España

Este continuo fraude y aquella concurrencia de dos compradores de un mismo efecto en unos hombres que los han estancado en sus manos, desterró la baratura de este género; y de ocho a nueve reales a que se compran ahora veinte años los que llegasen a cuarenta libras sin hacer cuenta del aumento de éste, pero ha venido a ponerse sobre el pie de otro tanto de su valor; de manera que en tiempo de paz no se puede poner en ningún puerto de España por menos de cuatro pesos la pesada de treinta y cinco libras. Porque el cuero de este peso vale dentro de Buenos Aires dieciseis reales de plata y dos del ramo de guerra, que hacen dieciocho. La alcabala de salida, el embarque, los apaleos, las marcas, el desgarro, y el almacenaje suben de un real, y ya son diecinueve de plata los gastos del cuero hasta dejarlo a bordo. E1 flete rara vez se logra por menos de diecisiete reales y lo común es a veinte, que hacen ocho de plata. Y añadido el costo del alijo, apaleo, separación, almacenaje, seguro, corretaje y comisión de venta, hace subir el cuero a treinta y dos, y este es el precio corriente a que se venden en España a tiempo de paz. Y si alguna vez sube o baja esta balanza siempre corre el fiel en el espacio de veintiocho a treinta y dos reales de plata, que es entre setenta y ocho reales de vellón con muy corta diferencia. Por esta regla de comerciantes que compra cueros en América, con buena conciencia, no gana otra cosa, las más veces, que trasladar su plata a España libre de derechos.
La causa verdadera de este mal es el desorden de los campos de nuestra pertenencia, porque el abandono con que hemos mirado su riqueza a la frente de unos extranjeros vigilantísimos que se han sabido aprovechar de nuestro descuido, ha dado lugar a la perjudicial introducción de los changadores, y ala extracción de nuestros cueros por el Brasil que les ha subido el precio. Este perjuicio ha sido de tanta consideración que (aunque no sería mayor si se ataja en adelante) el daño causado ya no lo enmendará ninguna providencia, porque la abundancia del ganado transmigrado a los portugueses y los procreos de ella es tanta, que pueden ya pasar y negociar cueros en Europa sin que les entre más ganado nuestro; y aunque no conduzcan más que la cuarta parte del que sacamos nosotros todos los años, ya hacen un perjuicio perpetuo a nuestro comercio; perjuicio de tanto mayor tamaño, cuanto es menor el costo que tiene a un portugués poner sus cueros en Europa que a un español los suyos, y sobre todo porque hemos partido con éste uno de los mejores mayorazgos que posee en Indias la nación y disminuido así de las mejores rentas de la corona.
Esta renta es, seguramente, una de las más lucidas y provechosas que disfruta el patrimonio real: ella está libre de pensiones y es toda útil y de efectivo embolso sin cesar de producir hasta que se aniquile el cuero. Este rinde en América un cuatro por ciento de alcabala de entrada; otro cuatro de alcabala de salida; cuatro maravedís por libra en los puestos de España al tiempo del desembarco; nueve reales por cuero a su embarco para el norte; otro tanto o más cuando vuelve a entrar reducido a suela; la alcabala de reventa de esta misma suela; y finalmente la que adeuda en manos del zapatero o talabartero que le da la última forma. De manera que sobre cada cuero que se faena en las provincias del Río de la Plata tiene el erario real siete acciones o derechos siempre que el cuero se reduzca a suela y vuelva a consumirse en España.
Igualmente se pierde en la extracción de los cueros por el Brasil el derecho del ramo de guerra, que es un impuesto destinado a guarnecer los fuertes de la campaña de la costa del sur, en que se pagan de este impuesto todos los años sobre ciento cuarenta y cinco mil pesos; y se atesora en cada uno de los cueros que salen con guía de la aduana de Buenos Aires otra tanta cantidad de la que se consume y a veces mucho más, pues en el años anterior de 92 entraron en [estas] cajas reales de Buenos Aires, por cuenta de este ramo doscientos noventa y nueve mil novecientos cuarenta pesos [y] dos reales y después de satisfechas sus cargas, restaban de existencia atesorada trescientos sesenta y un mil novecientos ochenta y cinco pesos [y] cinco reales y medio; en que además de ahorrar Su Majestad estos ciento cuarenta y cinco mil y más pesos que se causan en la frontera todos los años le sirve continuamente este caudal de un recurso para sus urgencias sin necesidad de pagar interés en que gasta la corona muchos miles [de] pesos. Las cajas de Lima tenían recibido a mutuo el año de 87 dos millones diecisiete mil cuatrocientos catorce pesos, por los cuales pagó en el de 88, sesenta y nueve mil quinientos treinta y seis pesos [y] siete reales; y en fines del año pasado de 92 debía la real haciendo de Buenos Aires al ramo de guerra ciento sesenta y cinco mil treinta pesos [y] seis reales y medio en que ahorra el interés. Lo mismo sucede en Montevideo. Por esta aduana han entrado al ramo de guerra en el año inmediato de 923, ochenta y seis mil cuatrocientos ochenta y dos pesos [y] seis reales y hay atesorado en la caja de este puerto ciento ochenta y dos mil doscientos sesenta y un reales [y] seis pesos; los mismos que le debe la real hacienda sin cargo de premios.
¿Qué otro ramo de comercio rendirá más réditos a la corona ni le ofrecerá mayores socorros? ¿Qué campiña hay tan fértil o que simiente hay tan fecunda que siete veces al año venga con fruto para el labrador? Pues no hay duda que en doce meses de tiempo o poco más adeuda el cuero siete tributos a favor del señor del suelo con tal que los dos viajes que hace el pellejo por el Báltico se logren con prontitud, se consigue que en un año rinda cada uno las siete contribuciones a que está gravado; las tres sobre América en plata fuerte y las cuatro sobre España, siete pagas que juntas forman un crédito a favor del fisco de veintitrés a veinticuatro reales de vellón contra cada cuero que vuelve reducido a suela.
Este millón de cueros trasladado a España surte a la nación de un fondo de cuatro millones de pesos a que ascienden con sus gastos y derechos al tiempo de su entrada; y pagando con ellos al extranjero una parte de lo que nos trae a vender a nuestros puertos deja en el seno de España igual cantidad de plata acuñada que daríamos en su lugar al extranjero si careciésemos de este fruto.
El mismo millón de cueros extraído por Montevideo en nuestros buques de comercio ofrece carga continua a cincuenta o sesenta embarcaciones todos los años, que adeudan por razón de flete otro millón de pesos a favor del gremio de navieros, con mucho fomento de la marina mercante. Deja en Indias un diez por ciento de compra y embarque al comercio de factoría que valen cien mil pesos, haciéndose su remesa por cuenta de vecinos de España.
Finalmente el mismo millón de cueros releva al comercio del gasto de un catorce por ciento que tiene de costos y derechos la plata registrada que viene de Buenos Aires en moneda doble de cordoncillo; y si este millón de cueros se negocia con nuestros factores de primera mano con los hacendados, gana nuestro comercio un cincuenta por ciento más que embolsan hoy los comerciantes de Montevideo y Buenos Aires.
En una palabra, la negociación de cueros produce a Su Majestad un millón de pesos todos los años; otro millón todos los años al gremio de navieros; veinticinco [millones de] pesos al de corredores; más de dos millones y medio al estanciero; medio a la carretería y gastos menores de alma-cenamiento, apaleo y transporte; y provee a la nación de un caudal de cuatro millones de pesos con que paga otra tanta cantidad que recibe en mercaderías extranjeras reteniendo su equivalente en moneda.
¿Qué ramo de comercio se iguala a éste en lo fructífero? ¿Cuál otro se debería celar y fomentar con más empeño? ¿Qué vasallo fiel a Su Majestad podrá dejar de lamentar que los de Portugal nos estén usurpando esta riqueza? ¿Por ventura es mayor o más lucrativa la de las minas de oro y plata que tanto defendemos? No por cierto; es una preocupación el afirmarlo. Los dos objetos de comparación más distantes entre si que se hallan en el comercio son las minas y la negociación de los cueros. Ninguna hay más sencilla ni más barata de cuentas ha descubierto la industria del hombre; y cualquiera otra contratación, o trabajo, de cuantos ha inventado, es más dulce y menos aventurado que el hallazgo de los metales, por esto mismo en el comercio de los cueros se tocan mayores abusos que en el giro de la minería. Su misma dificultad e incertidumbre la hace inaccesible a la mayor parte de los hombres; y esto mismo la resguarda y defiende de las perniciosas introducciones a que está expuesta la otra. La de los cueros se puede decir que se logra casi desde que se emprende y apenas necesita desembolso. Aunque nos propongamos continuar la comparación, poniendo por término de ella una mina tomada en arrendamiento, siempre es incomparable la ventaja que hace una negociación a otra en los medios de sacarles el fruto. Una mina, descubierta ya por otro, da hecho al minero la mitad de su camino; pero la mitad que le resta de andar es de una escabrosidad que hace temblar con su vista. E1 destierro, en que por primer requisito debe penarse todo minero que no quiera perder su capital, transfiriendo su domicilio a un lugar desierto por lo común, estéril con extremo, destemplado con exceso, distante de poblado, y falto de todo humano socorro; la necesidad de vivir sujeto al capricho del indio, obligado a hacer un desagüe costosísimo, a dar un socavón, a padecer continuos robos, a estar abastecido de todo género de herramientas, de materiales, de maderas, de víveres, de ropas, del azogue, de recuas de ingenieros, de mayordomos y últimamente a hacer con su plata amonedada lo que el labrador con su trigo pero con menores esperanzas que éste de volver a coger lo que derrama sin atenciones precisas del minero, sin las cuales le es su mina tan inútil como lo es un solar al que no tiene como edificarlo.
Para acometer una empresa de tantas aventuras son necesarios unos fondos considerables, o que se tienen propios o se buscan a interés. E1 que los tiene suyos tropieza en muchas dificultades para arrojarlo en un mineral. Si su caudal lo ha adquirido con industria, prefiere este camino, que ya lo tiene trillado y conocidas sus ventajas, a entrar por otro a oscuras buscando la luz a costa de desvelos y caídas; y aunque éste le ofrece por término un descanso para siempre y una riqueza desmedida no puede desentenderse de que tiene a la vista muchos compañeros, que por ese mismo camino han dado con el precipicio en que se han despeñado. Tampoco consiente en dejar la comodidad de su casa y familia cuando no le es absolutamente necesaria para mantenerla; y en una palabra haber de entrar gastando sin economía y con probable riesgo de malograr lo que se gaste, desanima demasiado a los que más tienen que perder. Los necesitados de ajeno auxilio que no tienen que aventurar si no sus personas, las exponen de buena voluntad a la codicia de lo más precioso que puso el criador en manos del hombre; pero en los réditos de lo que reciben prestado y en las condiciones, pactos y fianzas con que lo reciben, pagan de su sudor tanto o más que los que les ha anticipado el prestamista. Lo que de esto resulta es que si el minero corresponde a su obligación y paga lo que prometió, no se costea y abandona el tráfico, y si no cumple y hace bancarrota (que es lo común) pierde su capital el comerciante, y queda el descalabro en el comercio. Estos desengaños han enseñado a los hombres a cautelarse de una manera en esta clase de negocios que no necesitan de que se les den leyes por donde ser gobernados. E1 mismo interés de cada uno le ha dictado los artículos a que debe arreglar su negociación, y este género de pragmáticas halla muy escasos los delincuentes. Por lo tanto, es ésta una materia defendida por naturaleza de aquellos desórdenes y abusos a que están ocasionadas las que son más accesibles; y cuando aquellas requieren unos reglamentos que pongan término a la codicia, las otras se rigen bien por los mismos que han de manejarlas.
De la primera de estas dos clases es la cría del ganado vacuno en los campo[s] de Montevideo. A las veces el pasar al gremio de estancieros un vago o un polizón es cosa de una docena de días. En presentándose al gobernador de Montevideo denunciando un terreno baldío desde la línea A a la línea B y pagando su valor (que suele ser de doscientos o trescientos pesos aunque tenga muchas leguas) y metiendo en su recinto quinientas o mil cabezas de ganado, bien orejano, o bien comprados a precio de dos o tres reales cada una, ya se levantó una estancia y hay una más en campaña que mate y robe y venda a los portugueses.
Para changador o faenero se requieren menos diligencias y no se necesita de capital; basta ponerse en el campo y arrimarse a los de aquel oficio para pertenecer luego al gremio y éste más asesino tiene ya nuestro ganado. Con que podemos decir sin temeridad que cada vecino de los de la campaña y cada hacendado comerciante es un enemigo de la felicidad del Estado. Por tanto, no bastan para defender esta riqueza de la codicia de tanto salteador el cuidado ordinario, ni es suficiente el extraordinario con que hemos custodiado el cerro de Potosí; y en medio de esta constante verdad, ha sido la alhaja menos considerada y más expuesta que ha tenido la corona. Mas no consiste todo el desorden de este ramo de comercio en el abuso que hacen de él nuestro faeneros; hay otro desorden inventado de unos catorce o quince años a esta fecha que ocasiona un perjuicio al comercio y a la labranza en particular, que no es de los que menos deben excitar el celo de un político. La negociación de los cueros en el día se halla estancada en menos de veinte o treinta vecinos de aquella América que tiran para sí todo el provecho con daño muy considerable del comercio de España. Este estanco tan injusto como perjudicial estriba en la mezcla de dos oficios de estanciero y comerciante que ha reunido la avaricia en la persona de estos últimos para daño de ambos gremios. Este es un punto de los más claros y probados que contiene este papel, y el menos expuesto a contestaciones.
El comerciante estanciero es siempre un hacendado de la clase de los ricos, que posee un terreno inmenso con título de estancia. A la sombra de este parapeto, introduce sus cueros en Montevideo por uno de los medios que dijimos al número… y con ellos hace uno de dos negocios, o los embarca de su propia cuenta a España, o los vende en el mismo Montevideo a un factor, o a un comerciante español; y de cualquier manera que la ejecute perjudica al común de hacendados pobres y de comerciantes europeos.
El perjuicio del hacendado está muy manifiesto, y ya lo hemos apuntado al número… E1 cuero que conduce a Montevideo el comerciante hacendado es siempre orejano, o de ganado silvestre, que sólo ha costado el porte y la faena; y el cuero del estanciero ha costado a su dueño el gasto de la cría, pastoreo, herraje, diezmos, etc. Y habiendo que vender ambos a un precio le sucede lo que al negociante que lleva efectos por las debidas aduanas a una plaza abastecida por el contrabando, y viéndose obligado a sacrificar su hacienda desmaya en su carrera, y la abandona, o se arrima al contrabando.
El comerciante de Europa que pasa con sus mercaderías a Montevideo en la precisión de retornar su importe en cueros y los halla estancados en manos del comerciante, se ve obligado a comprarlos de éste y se priva de tomarlos de primera mano al estanciero, y éste de venderlos a aquél, y ambos malogran sus ganancias.
Si el comerciante de Montevideo embarca los cueros de su cuenta para España (que es lo más común en el día) hace un perjuicio incomparablemente mayor al que va desde aquí a buscarlos a aquel puerto, porque bien sea que este comerciante de España los compre al estanciero, o bien al comerciante revendedor, siempre los conduce a un precio que apenas le deja ganancia. Para penetrarse de la verdad de esta proposición es menester tener presente lo que dijimos al número… hablando del costo que tiene en España el cuero de treinta y cinco libras; y examinando sus partidas que no bajan de veintiocho a treinta y dos reales [de] pesetas columnarios, o de setenta a ochenta reales [de] vellón que es el corriente a que se vende en España, se viene a conocer que esta negociación no puede dejar provecho positivo al comerciante que compra cueros en Montevideo a dieciseis y dieciocho reales [de] pesetas. El comerciante americano no compra el cuero a dos pesos como el español, sino que lo adquiere por la mitad; y por consiguiente gana un peso en cada uno, vendiéndolos a tres y medio; y como de este precio no suele bajar el cuero, no puede ganar menos que aquella cantidad y puede ganar más si vende de setenta reales para arriba, o si compra por menos de ocho reales de plata. Esto le es muy fácil si hace las faenas de su cuenta en su propia estancia, porque entonces apenas le cuesta dos reales cada cuero en la campaña, y si hace la conducción en carros propios (que es lo ordinario) es pequeñísimo el gasto y no le pasa de tres reales todo el desembolso de cada cuero. Ahorra igualmente este comerciante el gasto de encomienda que paga el vecino de España al encargado de América que le compra y embarca cueros y ejerza también el corretaje donde se haga la contratación por mano de estos mediadores; y estos gastos que cargan sobre el cuero que navega por cuenta de un europeo, hace menor su ganancia en Europa, o acrecienta más su pérdida.
Si no se conociese otro comercio que el de cueros marcados se aplicarían los estancieros a la cría de su ganado, y los comerciantes de Montevideo se verían obligados a desprenderse de sus estancias por ser incompatible este cuidado con la continua ocupación del comercio. Los estancieros entonces bajarían con sus cueros a Montevideo y los venderían de primera mano, y dándolos por menos de dieciseis reales [de] peseta ganarían más que hoy, porque incrementarían sus ventas hasta un millón de cuero, donde en el día apenas venden cien mil y comprando a un mismo precio el americano y el español venderían ambos cargamentos a España por iguales valores; y no que del modo que ahora corre este ramo de comercio, se corrigiese el de América, donde pierde o no gana el de España; y se halla reducida casi toda la corambre a ganado orejano con abandono del ganado de cría, que es el que multiplica la especie y hace feliz al labrador. Este abuso necesita de reforma, y para conseguirla se deberían tomar algunas providencias de que apuntaremos las que hemos meditado.
Para sujetar a este sistema el comercio de los cueros era menester prohibir a los comerciante ganaderos el uso de las dos industrias, dándoles el derecho de elegir la que más le acomodase, y lo más acertado sería volverles el dinero que pagaron por sus terrenos, y obligarlos a vivir en la profesión mercantil, vendiéndose por Su Majestad estos terrenos a los que pudiesen poblarlos y quisiesen vivir de la labranza solamente.
Aún de esta forma ganaría el comerciante americano el importe de la comisión que paga el español, y ganaría también esta misma comisión, porque haciendo dos comercios el americano, uno con su dinero empleándolo en cueros, y otro de comisión con el de vecinos de España, tiene dos ganancias en el ramo de cueros; una la que le produce el ahorro de la comisión que no pagan sus cueros en América y otra la del provecho de la comisión que contribuye el comerciante de Europa por las compras y embarque de los suyos.
Y pues este comercio de comisión es el más lucrativo y ventajoso de cuantos se conocen, por no ser expuesto a pérdidas ni incomodidades, y es propio exclusivamente de los vecinos de Indias, sería muy justo que contentándose con esta ganancia y con el derecho de revender las mercaderías de España, se le prohibiese el remitir los cueros de su propia cuenta a la península, quedando este arbitrio a los comerciante de la metrópoli, en compensativo de la comisión y de las reventas que corresponden a los de las colonias. Esta partición de comercio pondría en igual balanza la condición de éstos y aquéllos sin agravio de ninguno, evitándose que enriqueciesen unos donde otros se pierden, y lográndose que el público estuviese siempre surtido a un precio justo y cómodo de lo que necesita para su consumo.

La confusión o mezcla de todos los comercios posibles en una mano trae una desigualdad muy perjudicial que se patentiza en el ramo de cueros, y comprende a todos los del comercio. E1 vecino de Cádiz que remite una factura a la consignación de uno de Montevideo y le paga su comisión a diez por ciento, debe venderla a la orilla del agua, y comprar allí de primera suerte los frutos en que ha de retornar su dinero. E1 que compra a la orilla del agua debe conducir estos efectos a la interioridad y ganar un tanto por ciento que queda en América con el diez por ciento de comisión a favor de los comerciantes de ella. El caudal del remitente, dueño de la factura que retorna en cueros, adelanta lo que había de ganar un regatón y entran todos los cueros en Cádiz a un mismo precio sin que se pagase unos a otros sus justas ganancias, o que unos ganen algo y otros nada. Esto es lo que debe ser y el modo legítimo de hacer este comercio al igual; pero con la licencia que tienen los de América de remitir cueros, y que se le retornen efectos, sucede que de dos facturas que llegan a Montevideo, la que corresponde al vecino de esta ciudad va libre de comisión, y la que sufre este gasto regresa su valor en cueros comprados al precio ordinario a un comerciante hacendado con un cincuenta por ciento de aumento, y se juntan los vendedores, uno en Indias y otro en España, que han comprado a precios muy diferentes: el uno ha pagado en América un diez por ciento más que el otro por razón de comisión y regresa su producto pensionado en un cincuenta por ciento en que ha comprado más caro que el otro; y este cincuenta y aquel diez de más aumento ocasiona que donde el vecino de América gana un cincuenta por ciento, pierde un diez el de España, vendiendo ambos a un precio.
Esto nace de que se hallan confundidos en un solo individuo tres comercios diferentes, que el buen orden público pide que estén en tres. El comercio de los cueros corresponde al labrador en primera venta para que se aliente a la cría del ganado, y no se aniquile el cimarrón. Negociando unos en éste y otros en aquél, resulta que el labrador no se costea o que si gana alguna cosa gana tres tantos más el que comercia con el cimarrón, con lo cual ha venido la cría de ganado a ser abandonada y a encerrarse en las manos de los comerciantes la provisión del ramo de cueros. Este mismo comerciante embarca aquellos de su cuenta, y los pone en España un cincuenta por ciento más barato que los que conduce el comerciante europeo, con lo cual expele a éste del comercio de cueros, y se reserva para si esta granjería; compra después una factura y la navega libre de comisión, de premio, y del abono de la plata fuerte, y por este orden gana sólo lo que debería partirse entre tres. Gana como hacendado faenando cueros; gana como comerciante de España embarcando aquella de su cuenta y comprando mercaderías en Europa; y gana como comerciante de Indias revendiendo estas mismas mercaderías en la interioridad del reino. Con que engrosándose un sólo individuo, aniquila dos clases del Estado. El labrador debe tener expedito su recurso al comerciante de la Europa para vender sus frutos con más estimación. Este comerciante necesita ser el único que conduzca mercaderías para no verse obligado a malbaratarlas si abunda demasiado el número de vendedores. Y el comerciante de indias deber ser el único que tenga el derecho de revender, o de menudear; y de esta forma comen tres y se fomentan tres gremios.
Un negociante europeo que encuentra medio vacíos los almacenes de Cádiz por mano de una docena de vecinos de América que llegaron a comprar antes que él, compra más caro o recoge el deshecho y ya siente un perjuicio. Llega a la América y le escasean los compradores porque aquellos doce individuos que compraron en Cádiz son otros tantos vendedores. Despacha no obstante sus efectos, aunque se arruine; y cuando va a emplear su importe en cueros le sucede que encuentra estos acopiados en una mano, y se ve obligado a comprar el regato, o a surtirse de un regatón. Regresa a Cádiz y encuentra abastecida la plaza de los mismos efectos que conduce, y lejos de encontrar en España el compensativo que perdía en Indias, redobla allí sus pérdidas. Quiebra de su crédito, se abandona, pierde la sociedad un individuo hay este menos en el comercio, acrecen sus negociaciones a favor del gremio de americanos, y toma nuevo vigor el monopolio.

CAPITULO IV

De las providencias generales con que pueden precaverse
los desórdenes indicados

De la demostración que hemos hecho de los males y desórdenes en que abunda la campaña de Montevideo es muy fácil descender a los remedios, y poniéndose por obra cualquiera de los que tenemos meditados cesarán aquellos, y trascenderá el beneficio al comercio en general, y a todas las clases del Estado, que tienen relación o dependencia de este resorte universal.
Sin otra providencia que la de prohibir a los comerciantes el manejo de las estancias teníamos andado la mitad del camino. Traídas las estancias a manos de labradores, y restituido a éstos el derecho exclusivo de abastecer de cueros a los comerciantes de Europa, encontrarían en esta negociación un lucro sobrado sin necesidad de tocar en el ganado cimarrón. Medio millón de cueros con que proveyese a España el campo de Montevideo por mano de cien hacendados que faenasen a cinco mil cada uno, les dejaba mucha ganancia, aunque no las vendiesen más que a ocho reales, pues no les bajaría en este caso de un cincuenta por ciento; y no pudiendo concurrir el campo de Buenos Aires con otro medio millón, debemos considerar que el de Montevideo habría de poner en la mar las tres cuartas partes del millón, y que éste más ganaría.
Repartidas entre hombres de campo las tierras que hoy poseen los comerciantes, harían aquellos lo que no pueden hacer éstos, que sería poblarlas, habilitarlas, cultivarlas y buscar en ellas por medios lícitos las ganancias que solicitan en el ganado cimarrón; y aunque no se prohibiese la entrada de cueros orejanos, bastaría poner toda la tierra en manos de hombres útiles, criados en la campaña para que ninguno quisiese salir de su casa a buscar en la sierra lo que podía hallar en su estancia; mayormente si para fomentarlos, y hacerles sentir más antes el provecho, se les repartía con el terreno un número de dos a tres mil cabezas que hiciesen casta en el primer año.
La experiencia nos ha enseñado que el que tiene estancia poblada y pastoreada no necesita de otro arbitrio de buscar la vida y así no roba ganado ni se dedica al contrabando; y sólo ejerce estas dos granjerías el que tiene una estancia yerma e inhabitada, sin otro fin que el que le sirva de trampa para la caza del ganado y de pasaporte para introducirlo. E1 que cría su ganado a rodeo cuida de engordarlo, caparlo, y herrarlo, tiene cueros, grasa, sebo y carne fresca o salada para el abasto y comercio, con que le sobra para mantenerse honestamente, y no necesita de robar.
Si las tierras usurpadas por los comerciantes y los ganados silvestres de la campaña se repartiesen a los mismos changadores y peones de campo conseguiríamos hacer un vasallo útil de un ladrón y de un contrabandista; porque teniendo tierras y ganado propio no codiciaría el ajeno a que los conduce hoy su ocio y su necesidad extrema.
La exclusión de los comerciantes del dominio y posesión de los terrenos que manejan con títulos de estancias no es un proyecto de que nos debamos lisonjear. Es la pena que impone la ley de indias a los pobladores que no edifican los solares ni labran las tierras que les han sido repartidas. Sin embargo de esto hay todavía un medio más sencillo de ver logrado nuestro fin sin entrar en discusiones con los hacendados comerciantes; y consiste en gravar con ocho reales a favor del ramo de guerra la entrada del cuero orejano en vez de los dos que pagan hoy unos y otros. Esta resolución nos negociaría inmediatamente la suelta de las estancias que poseen los comerciantes, y pondría en salvo el ganado orejano del lazo, y de la media luna. Luego que ya se pusiese en planta se verían obligados los comerciantes a abandonar unas estancias en que no podían criar ganado manso ni manejar un título para introducir el cimarrón.
Que no criarían ganado manso es cosa efectiva, porque esta ocupación requiere la asistencia personal del dueño, la cual es imposible al comerciante. Pero si a pesar de este grave obstáculo se resolviese a hacer cría mejor para nuestro intento. Lo que no tiene duda es que estando grabado el cuero orejano con ocho reales de entrada estaría bien seguro el silvestre de que ninguno lo tocase, porque este gasto sobre los ordinarios de faena, conducción, alcabala, almacenaje, apaleo y embarque excluye toda ganancia aun cuando se vendiese a dieciocho reales.
Precisando el comerciante a criar o a abandonar la estancia sucedería lo mismo al changador, que abarcaría tierras para criar, o mudaría de oficio, porque no habiendo comercio de ganado orejano faltaría la materia de su oficio; y para que no quedase hecho un vago a vista de su imposibilidad de comprar tierras y ganado sería lo más oportuno repartirle uno y otro de los sobrantes de ambas cosas, en que abunda la campaña.
Tan útil nos parece el pensamiento de repartir toda la campaña en suertes de estancias de a diez o doce leguas cuadradas, y el aplicar a estos nuevos colonos un cierto número de cabezas, que con sólo este arbitrio quedaba defendida la internación de cueros orejanos al Brasil aunque se indultase de todo gravamen. Acomodados estos hombres sobre un terreno de diez o doce leguas y pobladas éstas de dos o tres mil cabezas, que al año siguiente subirían a cuatro mil y a seis mil el subsiguiente mirarían con tanto horror el oficio de ladrones que acaso les sería de tormento y de vergüenza la memoria de haberlo sido. Ninguno habría que quisiese salir de su casa y dejar por un mes al cuidado de su estancia para destrozar reses a beneficio del que mande darles muerte, siendo cierto que ninguno de estos miserables se ha visto con dos camisas, ni hay uno que tenga más fondo que la ropa que trae puesta. Estos infelices han trabajado siempre para otros. Parecidos a los asesinos, nunca han sacado más provecho de su iniquidad que el escaso jornal que han querido darles. Por tanto, hemos oído a muchas personas y tenérnoslo por verdad que atraídos estos pobres de algún interés a mejor vida, dejarían la que hacen tan desastrada, y se tendrían por muy dichosos.
Ellos mismos serían en este caso los más celosos guardas del campo para que no pasase ganado a los portugueses. Pero cuando este rico tesoro no se quisiese fiar a la custodia de los que tantas veces lo han robado, podrán continuar los resguardos con el aumento de las tres guardias a que en el día se les están haciendo casas; y si éstas no bastan con los fuertes de San Miguel, Santa Teresa y Santa Tecla que mucho tiempo hace guarnecen las fronteras, pueden adelantarse hasta seis en los parajes donde otras veces se ha pensado establecerlas. Y para que se excusen éstas y aquéllas, y baste con una o dos, sería buen arbitrio imponer de muerte o a lo menos de diez años de presidio y doscientos azotes al que venda cueros o traspase ganado a cualquiera vasallo de Su Majestad Fidelísima cometiéndose la sustanciación de la causa y la imposición de la pena (por virtud de proceso militar) al jefe del campo a quien se confía su arreglo privativamente.
Una pena de esta gravedad para uno[s] hombres a quienes se quita la tentación de delinquir con quitarles la hambre y la ociosidad y que por otra parte pretenderán borrar la infamia de su antecedente vida, tenemos por muy cierto que baste para la enmienda de los desórdenes pasados, y que no[s] dé en cada delincuente un labrador y un buen vasallo.
Las tierras que se les repartan deben ser las más fronteras a los portugueses por entre las guardias y los fuertes, teniendo por limite el río Yacuy por la parte del norte, y por el occidente y el oriente el Uruguay y la costa del mar. Esta providencia mira a dos fines, uno es que impedido el paso al ganado por las inmediaciones de las fronteras, retroceda y ocupe el centro de donde lo han ahuyentado las correrías de los indios y las de los changadores; y el otro, que habiendo estos nuevos pobladores los terrenos más contiguos a nuestras guardias y fortalezas estén más bien celados y se les olviden hasta los deseos de comunicación con los portugueses.
Las vaquerías de los indios guaraníes deben cesar enteramente y aunque cesarían sin otra providencia que la del gravamen de los ochos reales sobre cada cuero orejano se les debe hacer entender por sus doctrineros, y publicarse por bando que les quedan prohibidas aquellas absolutamente sobre toda especie de ganado, ya sea osco, o ya de cualquiera otro color, bajo la pena de cincuenta azotes y de seis meses de cárcel.
Así pensamos que quedan remediados de una vez, y para siempre, los desórdenes y excesos de los hacendados, changadores, indios y portugueses que tanto daño han hecho al Estado. Pero si nos es lícito decir lo que sentimos, sólo quedan remediados exteriormente al modo que se evitan los delitos de un facineroso encerrándolo en una prisión. Este método no alcanza más que a paliar el mal, dejando en el fondo la raíz de la enfermedad; es parecido al que usa [un] físico en la curación de una llaga cuando por ignorar el arte la cierra en falso, que volviendo abrir su boca necesita tratarse de nuevo, y sanar ante todas cosas el daño de la primera curación. Otro es, a nuestro entender, el remedio que debe emplearse para desvanecer en su origen el principio de tantos males políticos; remedio a cuya eficacia cederán inmediatamente; y que es más sencillo, sólido y conveniente que los que dejamos apuntados, aunque de ambos deberá hacerse uso al mismo tiempo.

Del arbitrio principal que debe plantificarse para la reforma
de los habitantes de la campaña de Montevideo

Una sola providencia es capaz de todo lo que deseamos encontrar por entre una multitud de proyectos y combinaciones siempre inferiores en sus alcances a la malicia humana.
Bastaría a nuestro ver para remedio universal de la campaña en todo el cúmulo de sus males por santificar en ella la religión. La semilla del Evangelio, sembrada en estos campos por medio de una bien entendida política y por unos obreros verdaderamente religiosos, mejoraría o renovaría de tal manera la faz de esta tierra que sería suficiente a civilizar sus habitantes, a subordinarlos, a hacerlos aplicados, y a convertirlos en vasallos útiles, que hiciesen calmar el rigor de las leyes criminales, y excusada la combinación de tantos remedios como hemos apuntado.
Este pensamiento envuelve una verdad sencilla, que desenrollando descubre su grande importancia. La religión pues, la religión cristiana, de que sólo hay en la campaña una noticia, o de que sólo se sabe el nombre, traería al Estado todas las grandes ventajas que se pretenden buscar a mucha costa en los filos de la espada y por las manos de verdugo. La religión católica establecida por los exjesuitas en los treinta pueblos de Misiones, fue la mejor arma que sujetó a unos neófitos que vivían en la infidelidad adorando al sol, o a la luna. Por la disciplina de aquellos misioneros se hallan hoy reducidos aquellos infieles a unos ciudadanos útiles que viven de la labor de sus manos, sin ofender a nadie; humildes y obedientes al que los gobierna; expertos en la agricultura; y lo que es más admirable, maestro[s] en el canto llano, prácticos en la liturgia, diestros en el manejo de instrumentos de cuerda, aire, y tecla; versadísimos en la solfa, hábiles en el pincel, sueltos en el bordado, famosos en el tejido, y en una palabra con una asombrosa disposición a copiar todo cuanto ven, sin más maestro muchas veces que la vista del original que se proponen imitar. Estos ejemplos ofrecen a la evidencia una prueba, la más robusta, intergiversable y sólida de la eficacia de la religión para hacer deponer a los hombres toda especie de ferocidad y domesticar sus espíritus hasta el punto que se estime conve-niente.
Por el contrario, la falta de este freno de seda vuelve indómitos a los racionales, y hace libertinos a los mismos católicos. No sería fácil encontrar paganos, idólatras ni herejes entre los vecinos de nuestra campaña; todos ellos que tienen y confiesan (si se les pregunta) lo que enseña y predica la Santa Iglesia Católica; pero en las costumbres, en las inclinaciones y en el conocimiento del verdadero Dios poquísima será la diferencia, si hay alguna, de estos campesinos con un gentil. No es éste un hipérbole oratorio, ni convenía a la simplicidad de este papel semejantes exageraciones. Es por nuestra desgracia una verdad demasiado notoria. Los homicidios, el incesto, el adulterio y hasta los crímenes nefandos, se cometen en la campaña con la mayor serenidad que lo que cuesta el referirlo. Del hurto y de la embriaguez, se opina y se hace uso como de una acción lícita o indiferente. Los amencebamientos y la permanencia en la mayor excomunión por espacio de diez, quince, veinte y treinta años son noticias muy familiares en los oídos de los confesores. Llegar los hombres a la edad de la adolescencia sin haber recibido más que un solo sacramento, o ninguno es demasiado común. Entrar en la pubertad, así hombres como mujeres, sin saber la oración del Padre Nuestro acontece a la mayor parte de los que nacen en la campaña; robarse los hombres a las mujeres, y traerlas de toldería en toldería por muchos años se oye a cada paso. Sorprender los maridos a sus mujeres in fraganti delito y luego salir demandándolas ante los jueces es cosa que causa admiración a los recién llegados a la América, hasta que la costumbre de oírlo desavenece la novedad.
E1 modo y el motivo de matar a un hombre en la campaña es de las cosas más monstruosas que se oyen en aquellos destinos, y para la cual apenas se atinaría con la causa. Porque se mata a un hombre abriéndolo en canal como a un cerdo; y el fundamento de esta inhumanidad ha sido tan despreciable que a veces no ha sido otro que el antojo de matar. Hemos visto más de un reo que ha dado por razón de un homicidio atroz el deseo de ser ahorcado. E1 uso del cuchillo es irremediable en la campaña; el de la bebida es el más común deleite; la efusión de sangre es el único ejercicio en que se ocupan; temor a la justicia no hay porque tenerlo; a Dios no se le conoce aquí. Con que acostumbrada la vista y las manos de aquellos hombres a ver correr ríos de sangre, a lidiar con fieras, y a vivir entre ellas, se les endurece el corazón, y votan lejos de ellos la humanidad y el amor fraterno, que juzgan de la vida de sus semejantes poco o menos más que de la de un novillo.
¿Qué excesos, pues, no cometerían en el uso de la venus unos hombres que en nada lo parecen, sino en la figura? Unos hombres que no están ligados a sus semejantes por religión, ni por vínculos de carne y sangre en su modo de pensar. ¿Qué pecado habrá que les parezca enorme, si lo pide la sensualidad? Ninguno por cierto, porque donde no hay fe actual, ni temor, ni ley, preciso es que el hombre se embrutezca, y haga obras semejantes a una fiera.
Consiguiente a esto es que el sacramento del matrimonio sea muy poco frecuentado en la campaña; porque entre unas gentes donde el amancebamiento no causa rubor, ni tiene penas temporal y el patrimonio del más acomodado consiste en saber enlazar un toro, o en ser más diestro en robar, claro está que poco anhelo puede haber por subyugarse al matrimonio.
No es menos claro el punto de la educación, costumbre y doctrina de unos hijos nacidos de barraganas, de parientas, de casadas y de unos padres tales cuales quedan dibujados; con que la población al paso que se multiplican los medios para que se aumente no casa lo que correspondía; y la que hay es tan perniciosa y de infecto origen que sería mejor que no la hubiese.
Pero todo esto con ser absolutamente cierto, como lo es y dicho sin ponderación, es cosa que debe causar muy poco espanto al que reflexione la constitución de nuestros campos en los dos sistemas, espiritual y temporal.
Considérese el territorio de que hablamos tomándolo desde Montevideo hacia el norte un espacio de más de cuatrocientas leguas de largo, y de doscientas poco menos de ancho; y asiéntese por supuesto que en todo este océano de tierra no hay quizás una docena de capillas, ni una población formal. Maldonado, las Minas, la Colina, Santo Domingo Soriano, las Víboras, las Piedras, el Rosario, las Corrientes, y Canelones (situados todos a la orilla del agua) son las únicas iglesias que se conocen hasta el Paraguay, a reserva de los pueblos de Misiones. El terreno está poblado de habitantes, con que resulta que a excepción de aquellos pocos que viven vecinos a estas iglesias, los demás tienen la misa a diez, quince, veinte y más leguas de sus casas; y el que la tiene a dos o tres no más casi siempre encuentra en la crudeza del temperamento, y en la frecuencia de los robos un impedimento sino físico, moral y legítimo para excusarse de oírla; de manera que a las veces se pasa el año sin que hayan oído misa los que han deseado oirla; y muchos o todos los de su vida a los que no han hecho esta intención.
Los muertos, si no tienen pertenencias, se entierran donde se puede buenamente y siempre hay que conducirlos en carros por espacio de muchas leguas, si se han de sepultar en sagrado; pero casi siempre sin exequias ni sufragios.
Aun en el mismo puerto de Montevideo con ser tan Populoso, que llegará su población a diez o doce mil almas, es común quedarse sin misa alguna gente por falta de iglesias, pues sólo hay dos muy reducidas, a donde no sin mucha incomodidad oyen misa los que viven más cercanos a ellas de murallas adentro.
En los oratorios privados de la campaña sólo hay misa cuando residen los dueños a quienes se concedieron, y esto no todas veces; con que en una palabra el oir misa en la campaña la gente que la habita es pura casualidad.
¿Pues cuándo cumplirán con el precepto de la confesión y comunión anual unos hombres que rehusan el oir misa en los días de fiesta, y que nunca se congregan a oir la palabra de Dios, ni tienen a quien oírla?
Unas gentes, pues, nacidas, criadas, y avecindadas en parajes donde se ignora hasta el nombre del rey que gobierna; donde no se ve administrar los santos sacramentos; donde no se oye predicar jamás; donde rara vez se encuentra misa; donde el trato es con las fieras; donde apenas se conoce el pan; donde no se sabe lo que quiere decir vigilia; donde apenas se tiene idea de la eternidad, donde oscuramente se sabe lo que es pecado mortal; en una palabra, donde pocos o ningunos saben los primeros rudimentos del catecismo, y ni aun el persignarse; ¿no sería un milagro del Altísimo que floreciese la paz y la justicia? ¿No puede pasar por obra de la Providencia que los hombres no se coman los unos a los otros?
Si el señor no guarda la ciudad, en vano se desvela el que ha de guardarla. Si la religión y la doctrina del Evangelio no se planta primero en esta tierra, jamás llevará frutos de buenas costumbres. Ilumine la fe los entendimientos de tanto miserable, y sus corazones se harán capaces de todos los sentimientos que pretende inspirar la política. Estos son unos hombres casi muertos para la vida espiritual; o unos cuerpos semivivos, que necesitan de piadosos samaritanos que se hagan cargo de curarles sus heridas. Son aquellos difuntos ya corrompidos, a quienes simbolizó Lázaro en el sepulcro, necesitan de Jesucristo que les vuelva la vida. Venga este señor a la campaña y sobrarán los resguardos. Vengan obreros espirituales; venga la Doctrina cristiana; amanezca la luz del evangelio sobre unos ciegos de nacimiento, más infelices que el de Jericó, pues no conocen su ceguera; entren a esta copiosa mies operarios de Jesucristo con las hoces de sus leguas, dando a conocer al que los envía, y venga detrás la política, la justicia, los reglamentos, los ministros del rey, el comercio, la agricultura, la industria, y todo hallará cuartel. Pero principiar por estas lecciones la enseñanza, y olvidarse de aquella disciplina es poner la carreta delante de los bueyes, o querer que lea el que no conoce el alfabeto.
No hay duda que si se entabla alguno de estos proyectos que hemos insinuado, se reformará el estado de la campaña, porque los hombres, y aún los brutos ceden al rigor de los castigos; pero cuando se hayan connaturalizado con el azote, cuando se hayan familiarizado sus ojos con los suplicios, perderá entre ellos el castigo toda su eficacia, y la lástima común vendrá a desarmar el brazo del verdugo. Así se observa que aconteció en Roma en tiempo de sus reyes que del rigor pasó a la indolencia, y de la indolencia a la impunidad; porque a la verdad no es la crueldad de las penas el mayor freno para contener los delitos; antes se ha visto más de una vez que los grandes tormentos, endurecidos los ánimos de los hombres, han perdido la virtud del escarmiento, y los ha hecho más atrevidos. El Montesquieu testifica esta verdad con ejemplares de diversas capitales de Asia y de Europa donde los delitos más atroces se han visto nacer de la acerbidad de las penas. Los robos en despoblado, dice este escritor, que eran tan frecuentes en algunos países que se inventó para desterrarlos el suplicio de la rueda; y que después de algún tiempo se robaba como antes en los caminos. Del Japón refieren los viajeros que se compiten en crueldad de las penas con la atrocidad de los delitos y que no son menos frecuentes que si absolutamente no se castigaran. véase lo que escribe de Turquía el autor de la obra intitulada Legislación Oriental acerca de los panaderos turcos, a los cuales asegura este escritor, en calidad de testigo de vista, que ahorcan casi todas las semanas por lo que rebajan en el pan; y que sin embargo de tan excesivo rigor se tropieza en la calle todos los días los cuerpos de los ahorcados.
Tan verdad como todo esto es que no se halla en la crueldad de los castigos el vínculo de la obediencia, y del buen orden que se desea establecer en una república. Pero cuando hablamos de plantear la subordinación y de introducir la disciplina civil en unos campos abiertos a toda especie de vicios, y de docilitar a unos hombres montaraces que llevan desde la niñez el fuego de sus iniquidades, que no son sensibles a la vergüenza, y por decirlo de una vez, que nada tienen que perder, es empresa de mayor riesgo el arrojarse de un golpe sobre ellos a ponerles la ley, y despojarlos arrebatadamente de la abusiva libertad en que han estado toda su vida. Puede considerarse tan difícil este logro que acaso se haga imposible, y vengan a ser los últimos desaciertos de estos hombres peores que los que se pretenden enmendar.
Por el contrario el fiar a la religión todo el éxito del negocio, no ofrece riesgo el menor. Semejante tentativa no puede dar en ningún tiempo motivos de arrepentimiento, así como no los dió y fue tan eficaz para la conquista de la América de mano de unos infieles; y no es verosímil que hallemos a Dios menos propicio para esta empresa que lo encontramos para aquella.
La predicación del Evangelio puede obrar de muchas maneras la reducción que se pretende de estos forajidos; porque primeramente alumbra el entendimiento y destierra la ignorancia, que es el principio de nuestros desaciertos, y lo fue del deicidio que se ejecutó en Jerusalem; induce al temor de Dios; y dejando aparte otros efectos puramente espirituales, instruyen las leyes del vasallaje, las cuales nos guían a amar al soberano, y a servirlo por amor, a temerlo como a ministro del Altísimo, a observar sus leyes, y para explicarme en la frase de Jesucristo, nos enseña a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Porque siguiendo esta misma parábola, en el campo no se sabe de quien es la imagen de la moneda, esto es, quien es el que nos gobierna, y cuales son sus derechos que le son debidos de justicia que no se le pueden usurpar sin delito. Se puede asegurar sin peligro que de diez vecinos de nuestra campaña, creen los nueve que el contrabando es un acto lícito en el fuero interno, y que no tiene más reato que el de la pena corporal si llega a ser aprendido el contrabandista; y el uno que resta de los diez, no cree positivamente que el contrabando sea pecado; bien que como ya se ha dicho la mayor parte de la gente de la campaña ignora el nombre del soberano reinante con estar tan reciente su exaltación.

El efecto más provechoso a nuestro intento, que viene con la predicación del Evangelio en la campaña, es la reducción o la reunión de familias que se ve en cualquier parte del orbe cristiano luego que se levanta una capilla o una ermita. Así como el agua y los montes atraen las gentes para fundar pueblos y meterse en sociedad, así un altar entre los católicos congrega a los hombres y a las mujeres, y resultan los matrimonios, de donde viene la multiplicación de los linajes. Luego que hay iglesia y hay pastor se congrega el rebaño, se planta la devoción, la virtud, la política, la justicia, y las buenas costumbres, y todo lo que se quiere que haya, en sabiéndolo negociar. De manera que siendo unos mismos los hombres antes y después de reunidos en sociedad empiezan a parecer otros desde que se congregan a vivir en compañía.
Como nada hay más infalible que la religión católica, tampoco hay cosa que sea más amable a los que la mamaron en la cuna; y desde el momento que va entrando por nuestros ojos la luz de las verdades eternas, se va insinuando en nuestros corazones la obediencia a los superiores, y nos va haciendo declinar de nuestro amor a la independencia.
Por lo dicho, estamos bien persuadidos según el carácter flexible de aquellos naturales, que se difundiesen por nuestra campaña unos operarios celosos que misionasen el evangelio por las estancias más pobladas, y se levantasen junto a ellas algunas capillas, regidas por unos párrocos desinteresados y de mucha caridad, que incesantemente trabajasen en administrar el pasto espiritual, en breve sería la campaña un nuevo mundo y una brillante piedra que esmaltase y diese doble precio a la diadema de nuestro soberano.
Las conveniencias que de la planificación de este proyecto sacaría el Estado, la iglesia, el comercio y la real hacienda exceden de lo que se puede explicar, y aún de lo que se puede comprender. Es obra de muchos volúmenes lo que se puede calcular sobre este plan. Entonces se verían logrados sin tropiezo los dos grandes proyectos de la salazón de carnes, y el de la pesca de la ballena, sobre que tanto se ha trabajado inútilmente; proyectos bastantes por sí solos a estimular por la conservación de esta América, cuando no produjesen otros frutos; y cuando no se lograsen éstos, aseguraríamos el comercio exclusivo de los cueros, más pingüe y lucrativo que el beneficio de los ricos minerales.

CAPITULO V

De los provechos que resultarían al Estado de poner en
orden la población de la campaña

No estriba todo el provecho que esperamos extraer de nuestros campos, en la multiplicación del ganado vacuno y en el fomento de los cueros. Estos provechos serán resultas de los planteles que haga la religión. Nosotros aspiramos y principalmente a la extinción de bandidos y forajidos que inundan aquellos campos, a la civilización política y moral de sus habitantes; a la propagación legal de la especie humana; y a la extinción del contrabando. Estos son los objetos que nos hemos propuesto en la curación de aquella Babilonia: objetos dignos de un político cristiano y que a su sombra nos han de nacer los frutos temporales que necesitamos, porque seguramente sabemos que después que los labradores de este gremio sean personas conocidas y morigeradas no vagará por inciertas manos el dominio de la campaña; se tributará a la corona; se acreditará con obras la religión; juntarán a la cría del ganado la cultura de la tierra, se dedicarán a algún ramo de la industria; no acogerán fugitivos; darán consumo a las manufacturas de España, y tropas a nuestro ejército. Con sólo poder extraer de la campaña los hombres precisos para reemplazar los dos regimientos fijos que guarnecen a Buenos Aires haría el Estado una ganancia de consideración. Con tener expedito este recurso, se ahorraría el Estado la pérdida de llevar de España, por los avisos que salen de la Coruña, toda la gente que necesitan aquellos dos regimientos. Este es un perjuicio del mayor gravamen para toda la nación, porque en diez o doce hombres que pierde cada dos meses reclutados por las banderas de estos mismos regimientos en la Coruña, pierde para siempre otros tantos labradores; y pierde más otros tantos matrimonios, que insensiblemente van dejando a la nación exhausta de hombres y sobrada de mujeres sin poder tomar estado que tenemos de experiencia ser absolutamente irreparable,
porque el que una vez fue a Indias trocando el fusil por el arado, no deja aquel para volver a tomar éste. E1 soldado, aunque aprenda subordinación en la milicia, adquiere en ella misma un espíritu de superioridad, y una opinión tan ventajosa de su carrera que desdeña cobrar después la que renunció para vestir el uniforme; y tiene por inferiores así hasta sus mismos hermanos considerándolos como labradores o artesanos. La vida de cuartel, con ser penosa y recogi-da, trae una cierta independencia que no se encuentra en el campo labrando la tierra o pastoreando el ganado. E1 soldado que en su compañía obedecía religiosamente a su cabo, y no hablaba a su sargento con el sombrero en la cabeza, tiene por intolerable volver a caer bajo la patria potestad, o dar en manos de un amo. Sabemos por experiencia que el que pasó a las Indias con este destino, no vuelve más a su casa.
Lo común es reengancharse en la Milicia luego que cumplen su tiempo, o dedicarse a un oficio, o arrendar tierras y hacerse labradores. Tomado una vez el gusto al manejo de la plata fuerte, cuesta mucha repugnancia volver al apocamiento de la calderilla, y a ser criados de un particular. Lisonjea demasiado el no cargar los bolsillos de otra moneda que no sea plata u oro, y el ponerse sobre el pie de adquirir por 200 ó 300 pesos un criado que nos llame señor y a quien creemos tener derecho de vida y muerte y tanto más lisonjera esta vanidad cuanto se ha distado más de poderse conseguir. Conque los soldados que pasan de España a América es más fuerte esta tentación que en los que nacieron con obligaciones dignas de otros empleos. Resulta de esto que una vez licenciados del servicio, y escogido destino en que ocuparse, contraen matrimonio en Indias, y ya perdieron hasta la memoria de España para siempre. La Nación pierde en ellos un labrador tributario, o un artesano industrioso, y la prole que podría originar; y en 60 u 80 hombres que pasan a Montevideo en los correos cada año, se pierden en el discurso de diez, dos regimientos de vasallos, hecha la cuenta por el dado más inferior de los posibles.
Las campañas de Montevideo bien arregladas no sólo podrían excusarnos la extracción de aquellos 60 mozos cada año, sino un regimiento entero en cada decenio, que reemplazase a los que sirven en España: una vez que en el día los dos Fijos que tiene Buenos Aires, apenas cuentan dos criollos por Compañía; y el de Infantería quizá no tiene uno de ciento que no sea gallego.
Esta falta trasciende del mismo modo a la Marina, a las Artes, al tráfico, y a todos los ramos de una monarquía, pero lo principal es la agricultura, porque pudiendo la península pagar con más que con tres millones en vino, aguardiente, lanas y sedas de su cosecha, los 36 que necesitan para su consumo y el de las Américas, evidente cosa es, que mientras menos coseche menos pagará en frutos y más en plata acuñada, y será menos su cosecha, mientras sea menor su población.
El arreglo y la población de los campos de Montevideo era capaz de concurrir de muchos modos a la conservación de nuestra plata y oro acuñado que debe ser todo el grande objeto de un Ministro de Estado. Esta campaña, a quien su creador privilegió tanto en la fecundidad, si se hallase poblada sobre principios de buena policía, daría multiplicados los frutos que hoy rinde silvestres, y los daría de muchas especies. En el día, se reduce toda su producción a un solo efecto, que es el de cueros al pelo; y labrada la tierra como lo harían sus habitantes mejor civilizados, produciría nuevos frutos y propagaría más el ganado. Azúcar, tabaco, algodón, lanas, trigo, lino, hierbas, cáscaras, y gomas, son unos renglones del mayor consumo de Europa que podrían producirse en abundancia sobre aquellas campiñas; con la excelencia de que lo que en otras se puede esperar y no se consigue por sus grandes gastos, allí sucede al contrario: abundan las proporciones, y falta el ánimo para la empresa; sólo se necesita que se dé principio a la obra, que raye la luz y la enseñanza sobre aquellos hombres aletargados; que se les ponga a la vista el tesoro que poseen y que se les den lecciones prácticas del modo de disfrutarlo. El terreno se adquiere a poca costa como ya hemos dicho; el ganado de labor no tiene precio; la carne para el sustento cubre los caminos; pan, ni se apetece, ni se gasta; la hierba mate vale poco y se cría por allí; vino y aguardiente no se da a los jornaleros; el domicilio de todos es un rancho pajizo; el vestuario, sólo es preciso para la honestidad; el agua llovediza es continua, y toda la tierra está cruzada de ríos y arroyos de dulce y cristalina agua; la carretería para los transportes se arma con bueyes; con que los aperos de labor son el más grande desembolso que tienen que hacer aquellos labradores. Pero esto y todo lo demás que hubiesen menester, lo llevaría el comercio hasta las puertas de sus casas, luego que hubiese poblaciones, y el mismo comercio levantaría de aquellas los efectos de sus cosechas, sin que el labrador necesitase desviarse un paso de su hogar.
Lo extraordinario de estos pensamientos, es su extraordinaria facilidad; ser tan correspondientes en la práctica como son vistosos sobre el papel; poder pasar de éste a la existencia física de un ser verdadero, sin que lo embaracen aquellos obstáculos invencibles en que tropiezan siempre las grandes empresas. Nada tiene de áspera, ni de costosa la reforma de aquellos campos. No es necesario abrir canales, allanar montañas, partir cerros, y menos, apurar el erario o pensionar con derramas al vasallo. Todo estriba en enviar un comisionado de talento y de celo, un ministro experto y diligente, autorizado de facultades y sobre todo práctico en las costumbres del país y en el carácter de sus habitantes, para que sepa ajustarse en sus providencias a lo que pide el genio y el temperamento de sus vecinos. Este es el principal fondo que ha de costear la obra: un comisionado de prudencia, de suma actividad, y de una condición blanda y accesible sin bajeza que lleve delante de él la predicación del Evangelio y la enseñanza de la doctrina. Sobre este cimiento se edifica con solidez hasta la altura que se quiere.
Al abrigo de media docena de capillas, regidas por buenos párrocos, se congregarán en breve las familias dándoles en propiedad un solar de competente extensión. Congregadas, oirán con gusto la palabra de Dios, y recibirán su Ley de mano de los misioneros que se destinen a esta obra; y cuando ya se encuentren con una tintura de religión, -cuando estén en costumbre de ver Misa los días de fiesta, de confesar y comulgar, de ofrecer sus votos a Dios, y de dar sepultura a los difuntos, se unirán en matrimonio sin repugnancia, y criarán a sus hijos sobre el pie de civilidad en que viven las demás ciudades de América. Ellos entonces formarán sus cabildos, nombrarán justicias, castigarán los delitos, celarán que no se cometan, guardarán el campo, herrarán el ganado, y se subordinarán a las ordenanzas de policía-, que les dicte el gobernador del campo.
Así se han formado en todos tiempos las mayores ciudades del universo. Así previenen las leyes de indias que se pueblen las villas y los lugares. Así se consigue que se engrandezcan las monarquías; y así por último se logra que no haya vasallo inútil ni perjudicial en una nación.
Este pensamiento de la población de la campaña tiene la prerrogativa de haber de donde se costee sin gravamen por mucho que sea su gasto. ¡Qué pocas veces se presenta a la imaginación de un Ministro de Estado un proyecto interesante y fácil al mismo tiempo; una empresa posible, pero sin costo ni gravamen! Quizás sólo el de la población del Campo de Montevideo reúne estas calidades. Acaso la sabiduría infinita del creador mantuvo oculto este pensamiento hasta nuestros días para enriquecer y dilatar la monarquía española bajo el poder del señor Don Carlos IV. Acaso la incuria con que se ha mirado este punto por tantos años ha podido consistir en estar reservado para confiarse a la diestra mano del Excelentísimo señor Ministro actual del Estado.
El Rey tiene un tesoro inagotable de ganado silvestre que posee en los campos de Montevideo para costear su población y hacer otras empresas. Este ganado alzado o cimarrón de que todos se consideran dueños, sólo pertenece al Rey en propiedad. Todo él es procedido de aquellas 12 cabezas que quedaron por flacas en el año de 55, en la expedición que hizo el marqués de Valdelirios en tiempo que no había ganado en aquellos campos, ni aún para dar de comer al ejército. Es asimismo procedente del que se tomó a los portugueses en el año de 60, cuando fueron arrojados de sus estancias por don Pedro Cevallos, y viene igualmente del que fue de los jesuitas hasta el año de 67, en que fueron expulsados. Este ganado recuperado de su debilidad con el descanso y nutrido de excelentes pastos debió propagarse como es natural, y debió sucesivamente ir creciendo por terceras partes en cada año. De este mismo ganado se poblaron las estancias que se fundaron después de aquella época, y de sus pieles ha salido la cantidad de millones que han navegado a España y han pasado al Brasil y alas estancias portuguesas.
El conocimiento de esta verdad ha obligado en todos tiempos al Cabildo de Montevideo a no pretender otro derecho, a estos ganados que la tercera parte de los que pastasen entre los ríos Yi y Negro; afirmando que la otra tercera parte correspondía a los indios de las misiones, y la otra restante a Su Majestad.
Ya por esta confesión de aquel Cabildo (hecha en acta Capitular de 23 de agosto de 1781 que hemos visto), tiene S.M. una tercera parte indisputable en el ganado cimarrón vagante entre el río Yi y el Negro; y no habiendo usado de ella S.M., ni cesado de extraer ganado los indios y los hacendados, resulta cierto que todo el que se encuentra en el día dentro de aquel ámbito, corresponde a S.M. enteramente por razón de su tercera parte y los procreos de ella.
A los ganados de la sierra y de los demás terrenos realengos de aquel campo, no se atreven a pretender acción los hacendados ni los indios, conque aún cuando no procediesen del que fue de S.M. y se abandonó en los años de 59, 60, y 67, correspondía al fisco real por dos títulos, a saber por dueño del terreno y pastos en que ha nacido y engordado, y por el de bienes mostrencos desamparados y sin dueño.
Fundado así el dominio de S.M. (por unas demostraciones ajenas de contestación, y reconocidas por el Cabildo de Montevideo), nos hallamos con el fondo de caudal que nos da costeada la población y cuantas empresas se quieran levantar; porque aunque se reparta toda la campaña entre cien pobladores, y se den a cada uno 4000 cabezas, restan muchas más en la sierra para gastar en cuanto se quiera; y en matándose con proporción y con medida, nunca puede agotarse, como no se ha agotado en los muchos años que con tanta indolencia y codicia se ha estado sacando a millones.
De dos modos muy sencillos puede aprovecharse S.M. de estos ganados: o reduciéndolos a cueros y haciéndolos vender en Montevideo, o dando por cierto precio licencias de matar a los particulares que las soliciten.
El primer arbitrio es más proficuo al Erario, pero necesita de ministros y operarios que lleven cuenta y que practiquen la faena. E1 segundo, excusa estos gastos, pero no es tan útil; y de uno y de otro modo hay de donde formar un fondo que sufrague todos los gastos de población y erección, fuera de otros muchos ramos de que hablaremos a la oportunidad. Bien entendido, que en cualquiera de aquellos dos casos debe ponerse un Veedor que evite los destrozos del ganado haciendo separar para el cuchillo el toro de edad que no necesita para casta, salvando siempre las crías y las madres.
Que para todas estas grandes incumbencias debe destinarse un Gobernador intendente, tan capaz como pide la materia con residencia fija en la campaña en paraje donde pueda atender a todo, es cosa indispensable; como el que ha de llevar un contador, un tesorero, un secretario, un asesor (que sirva de teniente del Gobernador) y los amanuenses necesarios porque fiar esta obra a ministro que tenga otra ocupación es hacerla inexpedible, y ha de ser también preciso que se le destine un oficial ingeniero que delinee las poblaciones, levante los planos de las iglesias y cabildos, y corra con el gasto de estas obras.
Pero aun cuando hubiesen de costar mucho dinero y no tuviésemos de donde costearlas, es tal la empresa que después de plantificada produce un nuevo caudal para el erario en el crecimiento de las alcabalas, almojarifazgos y reales novenos; caudal de tanto bulto y seguridad, que en solo él se podían librar los primeros gastos de la obra sin ningún riesgo. Ambos fondos tienen la excelencia de ser de perpetua progresión y muy ricos sin tener nada de imaginarios. El del ganado vacuno crece un tercio cada año. El de las alcabalas, almojarifazgos y novenos rinde a proporción de lo que se comercia y siembra. Uno y otro son infalibles en el rédito; y si el ganado admite composición, el otro es incalculable, porque aumentando el comercio con una nueva república de tan dilatada extensión, se criarán nuevos frutos, se incrementarán las extracciones, y dará consumo el campo a un millón de pesos en mercaderías, que o no se embarcan hoy o se malbaratan por sobrantes.
Como el privilegio exclusivo de abastecer las Indias y el de extraer sus frutos en cambio, son dos manantiales perennes de riquezas nada es más útil al Estado que fomentar en aquellas regiones el consumo de los efectos de más comercio y la cría de lo que necesitamos para el nuestro; porque con tal que los españoles sean los únicos que transportan mercaderías a Indias, y que conduzcan sus frutos a España para cambiarlos por las manufacturas extranjeras poco importa que no se aumenten nuestras fábricas.
Un comercio activo y pacífico que nadie venga a fuera a disfrutarlo, debe consistir en que trayéndonos los diez y nueve millones de pesos que necesitamos todos los años para proveer las Indias, y siete para surtir a España de ropas, especería, bacalao, salmón, brea, alquitrán, maderas, mástiles, jarcias, cáñamo, lona, suelas, pipería y nos alcancen las ganancias de aquellos 19 millones negociados en Indias a satisfacer esta deuda sin tener que tocar el capital atesorado.
De los 26 millones de pesos sencillos, sólo paga España tres en los frutos de su cosecha; esto es en vino, aguardiente, lana y sedas; y de los 23 restantes los ha de buscar en indias.
Estas se labran todos los años de 24 a 26 millones de pesos fuertes en esta forma:

En México de 11 a 13: uno en oro y los restantes en plata…………………….12″
En Guatemala de uno a uno y medio de plata ……………………………………….1″
En Santa Fe de uno y medio a dos, y medio oro ……………………………………2″
En Potosí de 4 a… (medio en oro)………………………………………………………..4″
En Lima de 4 a 5 (medio en oro) …………………………………………………………4″
En Chile de 1 a 1 1/2 (oro) ………………………………………………………………….1″

Vienen de América de 9 a 10 millones en frutos de su cosecha, a saber en granos, cochinilla, añil, cacao, azúcar, cueros, tabaco, palos tintes y de construcción, algodón y lanas, conchas hierbas y cáscaras (tintes y medicinales), cobres, piedras preciosas, gomas y vainillas, y en oro y plata se traen a nuestros puertos doce millones de nuestra moneda, o 9 de la América, y en ambos renglones; esto es, en oro, plata y frutos vienen de ellas a la Península de 21 a 22 millones de pesos de 128 cuentas y tres que producen en nuestras cosechas hacen de 24 a 25 con que hasta 26 que entran de afuera nos faltan dos, que han de salir del capital o fondo del comercio.
El extraer de Indias y trasladar a España por la carrera de comercio le da cuanta plata, oro y frutos, produzcan aquellas colonias, para que sobrante de sus ganancias y el valor de los derechos reales se amortice en España; es el blanco del interés a que deben encaminarse las máximas del Estado.
Para el logro de esta importante idea hay muchos recursos, pero dejando los que hacen menos a nuestro intento, es uno de aquellos el dar fomento a la cría de frutos de indias, y al aumento de su vecindario. Una nueva colonia de numerosa población, ocupada en la cría de diferentes producciones y obligada a consumir las del suelo de Europa, ofrece dos granjerías del mayor provecho. Ella aumenta con seguridad el despacho de nuestras mercaderías; y nos proporciona con abundancia y comodidad la extracción de lo que necesita la Europa de la cría de aquel terreno. Todo es ganancia para España; todo cede en beneficio de la nación. Mientras más salida tengan las cargazones de sus naves, más compras al extranjero, y esto más se mejora el comercio de encomienda o factoría y el de corretaje en las plazas de nuestra Península. Duplica el erario Real, la renta de las alcabalas y almojarifazgo de entrada. Da mayor fomento a la navegación, a la marina mercantil, al comercio de fletes; al de seguros, y al de cambio marítimo. Crece el ingreso del fisco en indias a proporción de lo que sube el valor de lo que se transporta. Suben las alcabalas de todo lo que se vende allí en cambio de las mercaderías, y vuelto a retirar para España el producto de lo vendido o cambiado, vuelven a disfrutar sus porciones, respectivas los ramos, de fletes, seguros, premios, corretajes, factorías, etc. Y lo más apreciable de todo es que se logra sacarle a la América todo su sobrante y amortizarlo en España en plata física, sin que la nación esté gastando de su fondo atesorado no dependa la Metrópoli de sus colonias, como está sucediendo, no sin peligro inmediato de que la señora de las provincias llegue a ser tributaria de la que debe ser su vasalla.
Pero no lo hemos dicho todo. El levantar una república de hombres labradores que se dediquen a criar todos los frutos posibles para darlos a los extranjeros en cambio de sus manufacturas, y que quede en la Península la mayor parte del producido de nuestras seis casas de moneda, es un provecho de más importancia que lo que sabemos explicar.
Un solo millón de pesos que se registre de más para las Indias y que se retorne uno y medio de frutos que ahorra la extracción de otro tanto en plata; y ésta que queda en el seno de la nación, da un vigor exquisito a su comercio y aumenta la agricultura en Indias. Y cuando de esto pueda resultar que los extranjeros suban de precio sus manufacturas, más crecerán las alcabalas, más valdrán aquéllas en América y esa más plata le sacaremos.
Los americanos se verán precisados a vendernos más baratos sus frutos desde que estos sean copiosos; y los españoles seremos árbitros en venderles con nuestras ventajas, siendo ellos más a consumir; ellos no sólo se multiplicarán en el número así que sean congregados por familias, sino que se uniformarán en el traje con el común de los americanos españoles y se avergonzarán de andar desnudos. Del vestido honesto y llano, pararán al vistoso y al de moda, y en el discurso de veinte años, vendrán los nuevos colonos de la campaña a equivocarse en el exterior y en las costumbres con el resto de sus compatriotas.
Estos no se diferencian de nosotros en otra cosa que en gastar un lujo más fino o más brillante; y el menos aseo o limpieza a que obliga allí la servidumbre de los esclavos, hace preciso un doble repuesto de ropa, y muebles para sostener la decencia respectiva. Luego que los campestres se civilicen y tornen gusto al provecho de la agricultura, admitirán el traje, y los estilos de las capitales, y así que se identifiquen todos en el vestuario, nacerá la emulación entre unos y otros, y será igual en ambos el buen porte en las personas y el ornato de las casos; al paso en que en el día ni andan vestidos, ni duermen bajo de techado.
Para el logro de esta idea está negociada la mitad con ser de color blanca toda la población que habita en estas campañas y libres de condición. Estas dos calidades le dan reputación de españoles, aunque no lo sean todos; y esta opinión los tiene en la de poder ser iguales a nosotros en todo lo que se alcanza por dinero. Así se ve que el que lo tiene de esta gente viste con aseo y que aspira a presumir de español rancio desde que se ve vestido al uso.
Si la nueva república de que tratamos se hubiese de componer de menos indios, o de las castas serviles, de negros mulatos, zambos y chinos, quizás sería imposible hacerlos vestir a nuestro estilo; porque ellos adoran sus costumbres y gustan poco de imitar a una nación a que no aman. Los segundos caminan por sendas opuestas, como antípodas que son de los primeros; pero como personas miserables, y de la extracción más baja del mundo, nunca pueden remontarse sobre su esfera, y siempre piensan como lo que son. Unos y otros se parecen en el desaseo, y el desaliño en que viven desde que nacen, cierra las puertas al lujo que es el imán del comercio.
Pero una república de gente española brevemente hará un honor de parecerlo. Principiarán por el traje, pasarán al uso de la comida condimentada, levantarán casas y concluirán adornándolas según las fuerzas de sus posibles. E1 comercio aumentará con estas gentes todos sus objetos de negociación. La comida a la española aumentará el consumo de muchos renglones de que no hay noticia en la campaña, o de que sólo se hace un corto uso; tales son los vinos de España, el recoli, el aceite, el vinagre, el azúcar, las menestras, las frutas secas, los medicinales, etc. y al mismo tiempo introducirá el uso del pan, que como no lo gastan no lo siembran, y cosechado en abundancia podría pasar a España en harina para un año escaso, con ahorro de la plata que nos extrae el África en este renglón. Se edificaría la vivienda necesaria en la campaña con respecto a su población; y a la construcción se seguiría el mueblarlas con el menaje que se llevase de España.
Una nación uniformada en el vestido, alimentada a nuestra moda, recogida en casas de ladrillo, instruida en doctrina cristiana, dividida en familias, propagada para el matrimonio, regida por sus jefes, poseedora de un terreno inmenso bueno para criar ganado, excelente para siembra, y a propósito de plantíos, bajo un clima templado a la altura del polo en que está España, y capaz de sus mismas producciones con la ventaja de tener mucha mas cantidad de aguas y abundantísima boyada y caballada para facilitar los transportes, precisamente habría de incitar a aquellos habitantes a labrar sus tierras, a rodear su ganado, a poner ingenios, a salar carnes, a hacer pesca de ballenas, a levantar carretería, a beneficiar el algodón, a criar lanas, y a aprovecharse del tesoro común que brinda aquel terreno.

La dificultad de esta obra sería de grande momento si para establecerla necesitáramos de acopiar familias y transportarlas de un lugar a otro. Esto que fue de tanto embarazo como de costo en la poblaciones de Sierra Morena, haría impracticable en indias el proyecto de que hablamos. En la América escasea como todos saben la gente blanca de humilde condición y ésta vive tan apegada a sus hogares, que no hay necesidad tan extrema, ni conveniencia de tanto tamaño. Idólatras de sus costumbres hasta en lo que entra por los sentidos externos, nada les acomoda sino lo que tienen conocido; y el interés y la curiosidad que a tantos peligros ha arrojado a los hombres, no es tentación suficiente a hacerles perder la posesión de su sosiego. Los indios no reciben estas transmigraciones de lugar a lugar ni las leyes permiten que se ejerciten porque son nocivas a su salud si los temperamentos son diversos. Y el indio no es apto para poblador, no conviene distraerlos del trabajo de las minas. Nuestros españoles europeos apenas alcanzan para cubrir el suelo de la Península; y al fin puestos en Indias son raíces transplantadas que no siempre prevalecen. Así hemos visto que los proyectos de poblar sobre Maldonado y por la costa patagónica con familias europeas, no ha podido tener efecto; y después de privarse la nación del auxilio de aquellas familias han perecido allí las más al rigor de la intemperie o a las penalidades de aquel destierro.
Pero por ventura el pensamiento de poblar el territorio de Montevideo está favorecido de una muchedumbre de personas de ambos sexos de condición libres nacidas, criadas, o vecindadas en aquel continente; o sus inmediaciones, que nada van a experimentar de nuevo con todo que van a renovarse. Allí están y allí se quedan. Ni pierden su patria ni sus familias.
Conservan sus posesiones, y el modo de conservarlas que haya elegido cada uno. Sólo se les va a mandar que se reúnan en sociedad para que se socorran mutuamente que reciban tierras y las labren; que tomen solares y los edifiquen; que recojan su ganado y cuiden de aquerenciarlo y aumentarlo. Nada más se les pide, ni se les debe mandar. Lo demás que se desea nacerá de la misma sociedad sin que se mande. La religión por una parte, y la política por otra, introducirán insensiblemente los matrimonios, la educación, las buenas costumbres, el amor al Soberano, la limpieza, la industria, las artes, la civilidad, y el buen orden. El comercio les llevará telas, dibujos, modas, y finalmente proporcionará salida a lo superfluo de sus cosechas en cambio de los que les sea necesario. Y la religión, la política y el comercio renovarán la faz de aquella tierra y la que hoy es casi desierto, o un bosque de animales vendrá a ser antes de los veinte años una república de innumerables habitantes los que hoy viven por aquellos campos en dispersión y ociosidad, unidos por el matrimonio se convertirán en padres de familia arraigados y trabajadores las mujeres que hoy no tienen más honor que la infamia de concubinato, o el de una pública prostitución encontrarán hombres de bien que las hagan ascender a la honra de esposas; la tierra que hasta hoy mantiene su entereza primitiva, sin que la haya visitado el arado, ni regándola el sudor de sus hijos, abrirá sus senos, y regalará de sus entrañas con los frutos que le pida la necesidad del labrador; la desnudez y el desaseo será un delito tan mal visto entre estos nuevos ciudadanos que hallará el castigo el que lo cometa en la irrisión de sus convecinos el sabroso manjar del pan, el primero y el más preciso de los sustentos del hombre a quien el mismo Dios enseñó el modo con que había de pedirlo cada día, vendrá con el tiempo a mezclarse con el restante alimento, y se desasirán del nimio apego a la carne (medio cruda) de que hacen su única comida; la habitación compuesta en el día de media docena de cueros puestos en pie y atados en unas estacas, se formará de ladrillo y mezcla que pasará en herencia de padres a hijos; las costumbres silvestres y feroces en que por necesidad han vivido aquellos infelices se trocarán en humanas y políticas dando fin a los amancebamientos, incestos, adulterios, robos, muertes, heridas, embriagueces y blasfemias, con que ofenden a Dios, injurian al prójimo y deshonran la naturaleza.
De este modo se han civilizado todas las naciones, se han formado las grandes ciudades, se han domesticado los bárbaros, se han conquistado los infieles y se han vinculado al mundo. De este modo se renovó la Sierra Morena y aquel bosque de fieras, madriguera de ladrones terror de los caminantes, que así juntaba hombres armados para transitarla como si se fuesen a combatir a un campo de batalla, se pobló y se cultivó; y vino a ser el monumento más eterno de la augusta memoria del Señor Don Carlos III. Y nosotros lograríamos esto mismo en los campos de Montevideo, sin necesidad de enviar a Alemania por colonos pobladores, y de enflaquecer el erario. Bien lejos de esto, se incrementarían sus entradas en los ramos de alcabala, almojarifazgos y reales novenos de que vamos a tratar.

CAPITULO VI

Del provecho temporal que resultaría a la iglesia y a sus
ministros (y a S.M. en el ramo de los reales novenos) de la
población de la campaña

Por solo el provecho de fomentar la cría de ganado vacuno y el de precaver que se nos extraiga, muerto o vivo para los portugueses del río Grande, sería de acometer a poblar nuestros campos y domesticar sus habitantes, sacando el gasto del erario. Pero no sólo el Estado, la población, la Real Hacienda, el comercio y la riqueza nacional, los que tienen interés en que se reforme y cultive la campaña. La iglesia es la más perjudicada en que no se lleven a efecto las providencias de reforma que dejamos apuntadas.
No hablamos de la pérdida principal de las almas de los miserables que nacen y mueren en la ignorancia que hemos referido. Tratamos de la pérdida temporal que hace el culto y los ministros del Altar por falta de arreglo en la campaña. Su esterilidad procedida de la incuria de sus habitantes es la causa del desamparo de sacerdotes y ministros en que la hemos considerado; porque si se pudiese esperar de sus cosechas un diezmo razonable con que costear iglesias y Pastores no le faltarían tan absolutamente. Pero es el caso que ni la campaña contribuye lo que debe en justicia, ni rinde lo que pudiera, ni quiere pagar lo que está en costumbre. Explicaremos estas tres proposiciones.
No contribuye lo que debe de justicia, porque el diezmo de los cueros no lo pagan los estancieros de más de sesenta años a esta parte; y aunque se litigó este punto entre el Cabildo Eclesiástico y Secular en Buenos Aires, y obtuvo el primero a su favor sentencia de vista y revista (de que se libró la competente ejecutoria por el Consejo de indias) no se ha resuelto ponerla en ejecución su actual obispo don Manuel de Azamor, bien por un efecto de su carácter que va más allá de los límites de la liberalidad, o bien por no embarcarse en la resistencia que se puede recelar de los hacendados.
No rinde lo que pudiera porque hallándose inculta virgen toda la tierra de la campaña a excepción de alguno cortos retazos hacia las orillas de los ríos, su diezmo es tan escaso que no merece consideración, pues un terreno de tan grande extensión sólo ha rendido en los cuatro últimos años lo que consta de la siguiente nómina.

Año de 1790

En granos …… 8520″2
En ganados de la jurisdicción …………………………………………………………. 1485
Idem de la Campaña ……………………………………………………..468. 6 11, 058, 5
Huertas y aves ……………..385.
Ciudad y ejido ………………………………………………………………………………130.5

Año de 1791

Granos 5443,3
Ganado de la jurisdicción ………………………………………………………………..2187
Idem de la Campaña ………………………………………………..901. 6 1/2 9″ 180″ 4-

Año de 1792

([Granos])………………………………………………………………………………….([5 (//)])
Granos …………………………………………………………………………5999 5.10″558″5
Ganado de la jurisdicción ………………………………………………………………..2875
Huertas y aves………………………………………………………………….320 ([30 578])
Ciudad y ejido………………………………………………………………….. 070 30, 797.6

Año de 1793

Granos…………………………………………………………………………………………7276,4
Ganado de la jurisdicción …………………………………………………………….2047, 4
Idem de la Campaña …………………………………………………………….. 819 10 578
Huertas y aves ………350
Ciudad y ejido ………..85

Finalmente no se quiere pagar en la Campaña lo que está en costumbre; porque este corto rédito que pagan a la iglesia, que tratan en la actualidad reclamarlo ante el Virrey de Buenos Aires pidiendo ser relevados en justicia del pago de este diezmo; poniendo por fundamento que la carga de los partícipes que consiste en la administración de los Sacramentos y en el Pasto Espiritual no lo cumplen en ninguna forma, puesto que ni tienen párroco, ni doctrina, ni misa en todo el año, y a virtud de esta excepción solicitan entrar a litigar en juicio con su obispo la indemnidad del pago de los diezmos, no contentos con que se les haya perdonado el de los cueros de sesenta años, cuyo importe pondría espantos, si se pudiese liquidar. Y unos hombres que en verdad no saben presignarse ni decir el Alabado, hablan con denuedo en puntos de derecho; verificándose en esto lo que dice San Lucas, que los hijos del siglo son más prudentes que los hijos de la luz en lo que mira a sus intereses temporales.
Los totales de la renta de diezmos que acabamos de copiar, manifiestan la extraordinaria feracidad del terreno que los produce; el diezmo del grano de la jurisdicción de Montevideo resulta ser de siete mil pesos al año más abundante, cantidad que equivale a setenta mil de producto y estos setenta mil pesos se pueden estimar en ochenta mil por la costumbre de cobrarse el diezmo por medio de encabezamientos, o de iguales ajustadas a ojo, o por las relaciones de los deudores que nunca pecan de largas. Estos 80 pesos de granos en un país donde el precio regular de la fanega de trigo sólo es de dos pesos en tiempo de cosecha, supone que el acopio de las cosechadas debe ser de cuarenta mil fanegas de medida de aquellas Américas, la cual es un setenta y cinco por ciento mayor que la de España; y las cuarenta mil de la cosecha de Montevideo se dan sobre un pedazo de terreno estrecho y mal cuidado que en nuestra península no alcanzaría quizás a rendir diez mil fanegas de su medida municipal, y en algunas partes se coge este fruto sin haber dado más beneficio a la tierra que el de un par de rejas, y con esta simple operación se retira descuidado el labrador, dejando a cargo de la naturaleza que haga lo que falta, hasta dar las espigas cargadas al tiempo del estío.
Como este fruto no tiene estimación en aquel lugar, ni consumen sus habitantes la cantidad proporcionada a su número, no se dedican a la labranza con aquel ahínco que lo hacen nuestros españoles, o por mejor decir lo hacen con tan ningún empeño ni solicitud que son labradores, y en nada parecen que piensan menos. Bien es cierto que esto no se puede atribuir enteramente a la incuria de aquellos naturales, sino al poco valor que tienen los trigos por falta de salida y de consumo; y el poco provecho que sacan de esta negociación los inclina con preferencia a la cría de ganados, que es sin comparación más lucrativa.
Pero el precio de los trigos crecería allí visiblemente juego que se poblase la campaña y se comenzase a civilizar porque así se mejorasen de costumbres aquellos habitantes, trocadas las suyas por las nuestras darían principio al uso del pan de que ahora no hacen aprecio aunque se les pone en las manos, y haciendo construir molinos de agua o de viento (que para uno, y otro es la situación aparente), reducirían sus granos a harinas y podrían hacer dos comercios ventajosos: uno con España que no siempre cosecha el que necesita, y otro con el Paraguay que no produce este fruto y lo hace conducir de las campiñas de Corrientes. En el día le faltan a Montevideo estos recursos, y no tienen sus trigos otro despacho que el que se consume en la Ciudad y Bahía; con lo que lejos de animarse a la siembra de este efecto, ni aún lo hacen del preciso para la jurisdicción de Montevideo, y necesitan socorrerse de Buenos Aires en algunos años; y como los labradores no lo son de perfección, ni tienen fondos ni quien se los preste, apenas alzan el trigo cuando empiezan a rogar con él, sino es que para poderlo segar han necesitado venderlo en la espiga por un precio ínfimo; y así el poder sacar a la campaña con nombre de diezmos siete mil pesos en producto de los granos, es una partida exorbitante, con todo de no ser ella el diezmo de lo que se podía recoger.
Luego que principiase la campaña a alimentarse de pan en todas sus comidas y se abriese la negociación con el Paraguay y con España, subiría el precio del trigo a cuatro pesos en tiempo de cosecha; y esto sólo bastaría a empeñar a aquellos naturales en una labor de tanta necesidad y donde hoy se cogen cuarenta mil fanegas se cosecharían doscientas mil y cabiendo a él diezmos de veinte mil, bastaría su producto sólo a mantener una catedral en Montevideo que excediese en rentas a las de Buenos Aires, Paraguay, Córdoba, Santa Cruz y otros de aquella América y a muchas de las de España.
E1 Reino de Chile, con ser de mucho menos extensión que el campo de Montevideo produce el trigo de su gasto y negocia con Lima en 200, a 250 mil fanegas todos los años por medio de los barcos de este tráfico; las mismas que cambia por azúcar, mieles, chancacas, cacao de Guayaquil y cascarilla; y aunque lo venden tan barato que a ocasiones no sacan más que cinco reales por cada fanega (puesta en el puerto de Valparaíso distante cuarenta leguas de la capital del Santiago) y lo común es venderlo de 8 a 10 reales con todo, vemos que no abandonan este tráfico bien sea porque en el cambio con aquellos efectos de Lima adelantan algunos intereses, o bien porque la suma feracidad de la tierra, da costeada la cosecha y es ganancia la mayor parte del precio que produce.
Pero los labradores de Montevideo que tienen la bella proporción de despachar sus trigos a España hechos harina, podrán aventajar un 200 por 100 sobre Chile, porque lo venderían a tres pesos en grano, y a cuatro en harina, quedándoles el producto de afrecho que es renglón útil en la América y sin esto le bastaba la provisión del Paraguay para hacer grandes progresos en este tráfico; porque precisamente son puertos de mar los del Paraguay y Montevideo, y por la navegación del Paraná se hace a poca costa la transportación de todo lo que se comercia con Buenos Aires en unos barcos pequeños que llevarían el trigo y las harinas y volverían cargados de los preciosos frutos de tabaco y maderas (en que abunda el Paraguay y hacen un fuerte comercio con Buenos Aires) y hierba mate que tiene el privilegio de ser único en aquel suelo y abastece toda la América meridional.
Hoy no se practica este comercio porque el gremio de labradores de Montevideo está reducido a un corto número de miserables, cuyas cosechas no pasan nunca de cien fanegas de trigo, y para recogerlas necesitan ordinariamente que se les dé el precio en que lo compraban en flor que apenas les alcanza para los gastos. Pero congregarlos todos estos labradores en población, y teniendo quien los socorriese, o formando compañías emprenderían negociaciones ultramarinas, fabricarían molinos y construirían carretas con que transportarían sus granos a poca costa estimulados de la ganancia; y esto mismo animaría a la gente de la campaña a dilatar sus siembras hasta sacarle a la tierra todos los años tanto, o mayor número de fanegas que el que se cosecha en el reino de Chile y de siete mil pesos que contribuyen hoy por diezmo de granos los inmensos campos de Montevideo, se podrían esperar veinte mil al precio de tres pesos cuando menos sin aguardar al invierno para su venta.
El maíz, la cebada, el garbanzo, el arroz, la lenteja, el fríjol, y demás semillas se podrían dar en igual abundancia y negociarse con el mismo provecho, contribuyendo este comercio a fomentar la carretería y la arriería, con lucro manifiesto del diezmo que es casi nada lo que hoy percibe por estos renglones.
Pero la renta más poderosa con que podría contar la iglesia y la que por sí sola bastaría a mantener una catedral con toda decencia sería el ramo del ganado.
De dos especies se hace cría abundante en los campos de Montevideo: vacuno y caballar y en menos porción que éstas el ovejuno y el de cerda. Este diezmo se cobra con separación de términos, unas veces por medio de arrendamientos y otras por administración. El primero de los términos es el que significa en las nóminas que hemos copiado al folio con la expresión de ganado de la jurisdicción y el segundo término explicado con la denominación de ganado de campaña. Aquel término comprende el territorio propio de la jurisdicción del Gobierno de Montevideo a la cual sirve el límite un cerro llamado Pan de Azúcar por el lado del mar, distante de Montevideo como veinticinco leguas, y partiendo de aquí a buscar la orilla del Paraná por una sierra que dicen La Cuchilla Grande, va a dar al arroyo de Cofré, encerrado en su ámbito un espacio de cuarenta leguas. Y el otro término arranca desde la cuchilla citada hasta el río Grande de San Pedro por la banda del mar; y hacia el norte oeste, hasta los pueblos de misiones, y hasta los linderos de la línea divisoria y campos neutrales de las dos coronas.
Siguiendo la cobranza de los diezmos de esta misma división, hallamos en las planillas del Quadriennio que el año que más ha rendido fue el del 1792 en que produjo 1.875 pesos libres; y vemos igualmente que el ganado de la campaña produjo en este mismo año 1.300 pesos habiendo habido algún tiempo en que sólo ha producido 468 pesos o reales. juntando aquellas dos sumas, sacamos que el valor total de lo que ha percibido la Iglesia de Buenos Aires por el diezmo de ganado vacuno, yeguas, lanas y de cerda en el año más florido ha sido el de 3.343 pesos 6 reales libre de gastos pero sujetos a la deducción de los Reales Novena.
Pues esta cantidad de 3.343 pesos 6 reales sería escasa para el Ramo de los Novenos si hubiese buen orden en la campaña; y no sería demasiada para ser el diezmo que se podría recoger. No hay duda, ni es una hipérbole esta proposición. Fácilmente se recogería del diezmo el ganado vivo de las cuatro especies dichas, 33.437 pesos reales que es el diez tanto de aquella cantidad, reduciendo la campaña a un sistema político y cristiano.
Para extraer de la campaña aquella suma no son menester más que 20 novillos que es el diezmo de 200 de cría; y bien fuese que estos novillos se destinasen al abasto, o bien que se redujesen a cueros, dejarían libres de gastos mucho más que 33.437. Conducidos al matadero deja cada novillo diez reales de utilidades cuando menos fuere del cuero; y faenados éstos y vendidos en el campo o embarcados para España, nunca podrían venderse por menos que por otros diez reales libres de gastos; con que deduciéndose veinte reales de cada animal, se sacaba por ellos, mayor cantidad, que la que hemos dicho.
Para tener por posible la cabida de 20 novillos todos los años en el diezmo de Montevideo debemos traer a la memoria lo dicho al número de orden a que los inteligentes en esta materia computan en un millón de animales los multiplicos del ganado vacuno que queda vivo cada año, después de lo que se comen los perros, y son abandonados por sus madres, añadiendo que cesando esta mortandad por medio de las providencias de buen gobierno, se acrecentaría el aumento hasta una mitad. No obstante haciendo nosotros la cuenta con sólo el ganado de rodeo, nos figuramos que de los tres millones de vacas y novillos que se dan a la campaña, sólo se pastorease la mitad, y que ésta produjese de aumento u respectiva tercia parte; y que de ellas solas se pagase el diezmo. Cobrándose únicamente por este pie, fijo y renunciándose el derecho a lo demás, cabían a la iglesia de Buenos Aires cincuenta mil cabezas de ganado todos los años; y dado que perdonase el medio diezmo, le quedaban veinticinco mil por su veintena; y separando 2.784 para los dos Reales Novenos, restaban a la iglesia 22.216, y faenadas, o llevadas al abasto habían de producirle 44.432 pesos y lo que valiese el sebo y la grasa.
Si dejamos correr la pluma por todos los espacios posibles de este dilatado horizonte deduciremos unas sumas que causarán espanto y darán que criticar al que no tenga inteligencia de este océano insondable; verificándose entonces lo que hemos concebido muchas veces y oído repetir a diferentes personas que no se puede creer, ni hacer juicio adecuado de la riqueza de aquellos campos sin pasar a verlo, porque nunca se computa bien su valor por mucho que se diga ¿quién ha de creer que hay estanciero de los campos de Montevideo (a quien conocemos y tratamos) que cubre con ganado propio sesenta leguas lineares de terreno? ¿Cómo se persuadirá quien no lo veo que es dueño en la actualidad de cien mil cabezas de ganado, herrado, amansado, y sujeto a pastoreo? Seguramente no lo creerá nadie. Sin embargo el hecho es verdadero, y toda la América meridional conoce al sujeto que decimos. ¿Pero cómo sería posible que en el año pasado de 1792 hubiese salido para España del puerto de Montevideo un millón ciento setenta y un mil quinientos y cuarenta cueros, sino que se procreasen todos los años este mismo número? ¿Cómo podría ser que los portugueses del Brasil poseyeran hoy tantas estancias pobladas de ganados, si nuestros campos no fuesen tan fértiles en esta especie a pesar de nuestra incuria?

No hay duda que aun sin necesidad de nueva providencia podría exigir la iglesia de Buenos Aires el diezmo de un millón de vacas y novillos si todo tuviese dueño; y sólo el valor de los cien mil animales a que tendría derecho le daría una renta superior a todas las catedrales de las indias. Pero si se entablase la reforma deseada, si cesase el incierto dominio de las cosas de la campaña, si cada hacendado trajese a rodeo el ganado de su propiedad, si se extinguiesen los perros carniceros, y se ahuyentasen los ladrones, podrían llegar estos diezmos a ciento cincuenta mil cabezas de ganado de asta, y su producido daría fondos para enriquecer la catedral de Buenos Aires y dotar otra en Montevideo.
¿Pues qué diremos a vista de esto del diezmo de las otras cuatro especies de ganado, mular, yeguar, lanar y de cerda? Bástenos decir que un caballo amansado de siete cuartas de alzada se compra en el campo por dos pesos y un potro, o yegua al pecho de la madre por medio real; que una oveja cargada de lana vale dos reales, y tres pesos un cerdo galgo. ¿Cuál será pues la abundancia de estas tres especies de animales, que vale menos, un potro, una yegua, y una oveja en Montevideo que un conejo en España?
Compútese sobre estos datos cuanto podría importar a la iglesia el diezmo de los animales de estas cuatro especies y gradúese como se quiera, vendremos a encontrarnos con una suma portentosa de dinero bastante para grandes empresas. A presencia de su alto valor sabríamos discernir de qué bulto ha sido la pérdida que ha hecho la iglesia en el olvido en que ha estado este tesoro. Entonces sabríamos cuanta es la desproporción que dice con la amenidad de aquellos campos la partida de 3.343 pesos ó reales que rindieron los diezmos de todo el ganado en el año anterior de 792. Y sabríamos por último lo que se puede haber sentido, que por la escasez del Noveno de fabrica padesca y esté experimentando la catedral de Buenos Aires la falta de culto, de Ministros y de esplendor con que la hemos visto con espanto.
Imaginemos por un momento que la Campaña de Montevideo ha sido poblada con media docena de lugares en que se han recogido los habitantes que hoy viven sin arraigo; figuremos que sus terrenos se han repartido en pedazos de 8 a 10 leguas con ganado proporcionado a su cabida; que se ha prohibido la extracción de cueros orejanos; que se ha extinguido el oficio de changador; que reina el arreglo, y el buen orden en la cría del ganado; que se han matado los perros cimarrones, las yeguas y caballos baguales, que se ha cultivado y sembrado toda la tierra sobrante a la cría del ganado, y que se ha puesto a la iglesia en posesión de todos sus diezmos. Sobre esta hipótesis, recorramos ligeramente las especies de que podría hacer comercio, y pagar diezmo la campaña, computando sus cantidades y valores por unos datos mínimos, y casi imposibles.
Supongamos primeramente que nacen todos los años en la banda del norte del Río de la Plata dos millones de ganado vacuno; y demos de gracias que muere la mitad; y que la iglesia en vez de cobrar el diezmo entero de este millón existente, reduce su acción al medio diezmo, y cobrar cincuenta mil cabezas de ganado en lugar de cien mil.

Convengamos en que arrienda este
ramo por no ocuparse en faenarlo, y que
no saca más que cuatro reales por cabeza
que son ………25.000 pesos

Que entabla su acción a los cueros en uso
de la ejecutoria que ganó en el Supremo
Consejo, y sólo cobra la veintena. Y pasan
do siempre de un millar los cueros que se
extraen para España en diez años a esta fe
cha, percibe la Iglesia 50 mil cueros por su
medio diezmo y los vende a peso………………………………………….50.000 pesos
75.000

Suma de la bta ……………………………………………………………………………75.000
Que razón del diezmo de mulas, yeguas,
cerdos, ovejas, lanas, queso, y leche, no
sacan más producto que el que le hemos
considerado al ganado vacuno que son 25
y bajemos no obstante a……………………………………………………………….15.000
Que poblada y civilizada la campaña se
introduce en ella el uso del pan, y que se
pone por obra la extracción de harinas
para España, y se cosechan al año cien mil
fanegas de que recoge la iglesia diez mil y
las vende a dos pesos solamente …………………………………………………..20.000

Que el diezmo de cebada, arroz, fríjol,
lenteja, garbanzo, hortaliza, yerbales,
frutas, aves, grasa y sebo que recoge …………………………………………….10.000
Caben al diezmo pesos $ ……………………………………………………………120.000

Aunque esta es en nuestro juicio una mitad escasa de lo que produciría la campaña a la renta del diezmo poblándola y cultivándola, le bajaremos todavía 20 pesos para pagar los dos Reales Novenos, la casa excusada y el 3 p. % de seminario y dejaremos en sólo cien mil pesos el importe de este diezmo.
Ya se ve que esta renta era muy deficiente para erigir una catedral en Montevideo que partiese entre su obispo, y el de Buenos Aires la cura de almas de tan grande territorio y que pudiese ser visitado, que es imposible a uno solo. Pero no consiguiéndose entonces el adelantar las rentas de la Mitra de Buenos Aires que con ser una diócesis inmensa es una de las más pobres de América y de España, sería más aceptado poner una Colegiata al cargo de un abad y doce canónigos, dotándola con el diezmo de la jurisdicción del mismo Montevideo y reservar el restante al obispo y canónigos de Buenos Aires para que se pudiesen aumentar sus prebendas hasta el número de 20 ó 24, del de seis a que están reducidas y poner en ella los capellanes veinteneros, sochantres, seises músicos y maestros de capilla de que carece absolutamente, no sin desdoro y grande mengua del culto divino y de la solemnidad de sus funciones. Con este mismo arbitrio engrosaría el noveno y medio de la fábrica que hoy no llega a dos mil pesos y donde pudiese costear aquella iglesia sus festividades, y reponer sus ornamentos y vasos sagrados, y edificar las torres y portada (que no ha podido levantar todavía y salir de la necesidad en que está que le obliga a pedir de puerta en puerta para el alumbrado del monumento en el Jueves y Viernes santo, y la priva hasta de poder reparar su templo material, que siendo tan nuevo (que se estrenó el día 25 de marzo el año de 91) es muy sensible verlo desmejorado por falta de reparo.
Entonces viendo duplicarse el obispo las rentas de su mitra dejaría quizás de percibir las cuartas episcopales, que en medio de ser limitadas gravan en demasía a los curas de la diócesis por lo tenue de todos los cuartos del obispado de Buenos Aires, empezando por los del sagrario; o en el caso de percibir este sufragio lo dedicarían a costear la visita de aquella región que acaso no ha sido visitada jamás de sus prelados por ser una obra que requiere gastos y años, y pasa de mil leguas las que hay que andar entre ida y vuelta para darla concluida.
Entonces visitando personalmente su obispado los prelados de Buenos Aires, y viendo que copiosa es la mies, y que pocos los operarios, querrían vivir en aquellos desiertos como los primeros obispos, instruyendo, bautizando, confirmando, y administrando toda especie de pasto espiritual a tanto miserable en quien no ha rayado todavía luz de la fe, sin embargo de vivir entre católicos, los cuales permanecen y mueren en la mayor ignorancia de los misterios de la religión, porque no han podido visitarlos sus obispos, ni éstos los conocen, ni ellos a su Pastor.
Establecida una colegiata en Montevideo tendrían los obispos personas suficientes que con más facilidad y menor costo saliesen cada año a visitar un pedazo de campaña, mientras el obispo no lo pudiese hacer por sí. A favor de este pensamiento hace mucho el estarse levantando en Montevideo actualmente una iglesia matriz de tres naves con 75 vs. de fondo y de frente que se halla a punto de cubrir su arco toral. Entonces no sería gravoso a S.M. auxiliar con una parte de estos mismos Novenos Reales al convento de San Francisco de Montevideo para que aumentase el número de sus religiosos con el cargo de tener dos todo el año que anduviesen misionando en los pueblos de nueva fundación y por las estancias de mayor concurso; o podría fundarse en el campo si parecía así más conveniente, un convento de misioneros recoletos, semejantes a los de Chillan, y Ocqba de donde saliesen dos religiosos todo el año a hacer sus excursiones apostólicas, quedando en la casa los bastantes para doctrinar, confesar, y dar ejercicios; y se podría exigir con el mismo cargo en Montevideo un oratorio para Padres de la congregación de San Felipe Neri, a que sobrarían sacerdotes que quisiesen destinarse de los muchos y muy ejemplares que tiene aquel obispo.

Entonces finalmente la parte del Noveno y medio que llevasen los dos hospitales de Buenos Aires y Montevideo daría para el gasto de estas dos Casas de Misericordia, cuya pobreza es tanta que habiendo un hospital en cada una de estas dos ciudades, es lo mismo que si no lo tuviese; porque la estrechez de estas casas y la cortedad de sus entradas no permite que se puedan curar en ellas una sexta parte de los enfermos que necesitan de este refugio; y si el de Montevideo es estrechísimo y pobre, y carece de botica y de enfermeros, no es mejor el de Buenos Aires atendida la mayor concurrencia de enfermos que sobre un pie de población que es indecente a la Nación tenerlas sin este socorro de la humanidad. Pero si los hombres encuentran donde ser cura dos con más o menos asistencia, las mujeres de uno y otro vecindario carecen de aquel recurso. En Montevideo no tienen hospital bueno ni malo; y en Buenos Aires hay con este título una sala con docena y media de camas en las casas de las Huérfanas y aún para mantenerlas no hay fondos y sobran los apuros.
Sin embargo de lo dicho si fuese del agrado de S.M. erigir una catedral en Montevideo hay el arbitrio de partir de norte a sur el territorio de la campaña, y poner a cargo del obispo de Montevideo el terreno oriental hasta el mar, y el occidental al de Buenos Aires, dividiendo en los mismos términos los frutos de ambas diócesis. Porque todo el campo que corre desde la ciudad de Corrientes hasta la colonia del Sacramento, entre el Paraná y el río Negro está más cerca de Buenos Aires que de Montevideo y sería más fácil asistirse y visitarse por aquel prelado que por éste y así se lograría que sin quitar renta a aquella mitra quedase la suficiente para el obispo y doce prebendados en Montevideo; puesto que aunque no produjesen más que cien mil pesos los diezmos de este continente podían aplicarse treinta mil a Buenos Aires y dotarse con setenta mil la nueva catedral; y cuando fuese preciso que S.M. contribuyese a este proyecto con toda la parte de sus dos Novenos y casa excusada en nada se perjudicaba; y en la renta de alcabalas, almojarifazgos y ganado silvestre, iba a ganar mucho más.
Últimamente las premisas (de que hemos hablado y se hallan en costumbre de exigirse en los campos de Montevideo) y las cuartas episcopales que se acrecentarían considerablemente, darían nueva renta a los dos prelados y a sus ministros como que se aumentarían los funerales y todas las obvenciones del altar de que ahora no hay noticia en el campo. Lejos de esto los muertos se quedan insepultos las más veces, o se entierran al pie de un árbol; y no logran de sufragios en particular sino cuando algún pasajero halla alguna osamenta humana sobre la tierra, y la conduce a Montevideo a que se le dé sepultura eclesiástica; y no es por falta de piedad sino por defecto de Iglesia y ministros, pues aquella gente en medio de su rudeza y miseria conociendo que es santa y saludable la oración y el sacrificio por los difuntos, se complacen de oír misa y dar limosnas para que se celebren; sobre que vimos en el año de 92, salir un eclesiástico a la campaña y haberle encargado tantas misas los peones que se restituyó a Buenos Aires en muy pocos días con más de 7.000 pesos $ de limosna; y hemos oído referir a otros sacerdotes que se llenan de júbilo aquellas gentes cuando los ven transitar por el campo, que tienen mucha reverencia a su carácter, que oyen la misa con devoción y que todos solicitan que se les confiese. Pero sobre todo lo que más nos admiró fue haber visto despoblarse la campaña en el año de 92 y bajar a Montevideo con la ocasión de haberse presentado allí una ejemplar señora (que tiene a su cargo la casa de Ejercicios de Buenos Aires) a darlos en aquella ciudad por algún tiempo bajo la dirección del Maestro Provincial Fr. Diego del Toro del orden de la Merced. No cabían en la casa destinada a esta obra los pobres del campo que concurrieron tantas cuantas veces se dieron que pasaron de treinta. Fueron pocos todos los sacerdotes de Montevideo para oír confesiones. Concurrieron a los gastos de la Casa con limosnas increíbles. Rogaban con ahínco a la señora que no se retirase a Buenos Aires. Lloraron su partida, y todavía la solicitan porque se vuelva a Montevideo.
Estas y otras noticias nos tienen persuadidos que no tardará más en domiciliarse y convertirse la gente de la campaña y abandonar los robos del ganado que lo que se tarde en fundarles iglesias y enviarles ministros; y que dándoles pedazos de tierra y algunas cabezas de ganado se acabaría en ellos hasta la memoria de sus pasados delitos. Ello es por cierto cosa dolorosa ver el abandono en que vive aquella gente, y lo pronto que se darían a partido si se les halagase un poco. Ellos no ignoran que la vida que traen es delincuente ante Dios, y los hombres; y como por otra parte no aprovechan el fruto de su trabajo, o a lo menos no les luce, ni les medra, con poco que se les demostrase su rudeza, o sólo con tener cerca de sí personas que los instruyesen y los despertasen, tomarían asiento en poblado y se dejarían de robos y amancebamientos. Es tan inherente esta compasión a todo católico el ver el estado del campo, y el carácter de aquellos habitadores, que si hemos de hablar con verdad, ella ha sido la causa motiva de nuestra determinación a tomar la pluma sobre el asunto de este papel, tan desigual a nuestras fuerzas. Conocemos ser indisputable el beneficio que resultará al Estado, a la iglesia, a la real Hacienda y a todas las órdenes de la Nación de que se planifique la reforma de la campaña, pero preciando antes de católico que de patrióticos, confesamos que el bien espiritual de tantas almas, es lo que más nos ha inducido a escribir, rompiendo por medio de todas nuestras desconfianzas; y sí con efecto fueren parte nuestras tareas de que se verifique la conquista de aquella tierra, nos lisonjearemos de haber hecho un servicio a ambas Majestades.

CAPITULO VII

Del interés del R. Herario en que se pueble y reforme la
Campaña

Resulta tan patente lo dicho hasta aquí el interés que sacaría la Real Hacienda del establecimiento de este proyecto que no se puede hacer una reflexión que no la tenga prevista de antemano el que haya leído lo que queda escrito.
Aquellas siete acciones que según mostramos tiene el Fisco sobre el cuero se menoscabarán considerablemente mientras esté abierta la puerta del Brasil a la extracción de nuestro ganado.
Luego que se junten en Europa dos abastecedores de cueros se han de juntar unos a otros, y ha de bajar de su capital. Estando gravado el cuero español sobre el de Portugal en un 13 % claro está que donde ellos ganen un 6 nosotros perderemos un 13 y si de esto se ha de seguir que abandonemos este ramo de comercio, poco arriesga Portugal en perder toda su ganancia, si logra vernos cederles el campo y arrancarnos esta negociación.
Según el cómputo que hicimos al número salieron de nuestros terrenos 500 cueros vivos o muertos para el Brasil en el año de 89; y de estos navegaron para Europa 250 que adeudaron a favor de S.M.F. 50 cueros por razón de quinto real. Este contrabando ofrece dos perjuicios a nuestro erario: uno el de no cobrarse un millón de pesos que le habrían producido los 500 cueros saliendo por Buenos Aires y navegando al Báltico; y otro, el atrasar para lo sucesivo la extracción por Montevideo todo lo que vayan creciendo las que se hagan por el Brasil. Pero lo más funesto es que tanta podrá ser con el tiempo la baja de los cueros en España que obligue a nuestros comerciantes a dar de mano absolutamente la comunicación con aquella rica provincia. No es éste un vaticinio infausto en que nos hace prorrumpir el entusiasmo o la manía; es una previsión tomada de sus antecedentes que más es ya testimonio de verdad que pronóstico de futuro. Los comerciantes de Cádiz, que en la antecedente época al comercio libre hacían el giro con Buenos Aires conduciendo mercaderías y retornando cueros ganaban en ambos ramos, y esto los alentaba para sus expediciones. En el día está reducido el comercio a que sí adelanta alguna cosa en la negociación del cuero, lo ha atrasado en la venta de sus facturas, o al contrario, y cualquiera cantidad que le concedamos de ganancia en uno y otro ramo 0 en los dos es tan escasa y miserable que ni excita a repetir las expediciones, ni merece la pena del riesgo y la pérdida del tiempo; con que si a este atraso de nuestro comercio se añade el poner en manos de Portugal una mitad o una tercera parte del abasto de los cueros se acabó la correspondencia de España con Buenos Aires y se acabaron las alcabalas y almojarifazgos de este comercio.
Vendrá a sentir nuestro erario dos pérdidas de desmedida grandeza; vendrá a padecer la de un millón de pesos de que está en posesión sobre los cueros, y la de las alcabalas y almojarifazgos que puede adelantar si se puebla la campaña. Esta tierra edificada y arreglada, daría consumo en breve tiempo a un millón de pesos en efectos de ropas y mercería, y ofrecería nuevos frutos de su cosecha que diesen nueva carga a nuestros buques, y nuevos derechos al erario. Pero si continúan abiertos nuestros campos al pillaje de los portugueses y expuesto nuestro ganado a la infidencia de nuestros changadores, no solamente ha de malograr el erario los adelantamientos que le puede proporcionar la población, sino que arrastra todos sus derechos antiguos sobre Buenos Aires, tanto en el ramo de cueros, como en el de mercadería. Si los portugueses aumentan sus estancias, y de ellas y de las nuestras llegan a poner en Europa un millón de cueros se le acabó a España la contratación con Buenos Aires. No sólo no irán las embarcaciones a conducir mercaderías, sino que no querrán conducir cueros. No sólo perderá la Corona lo que hoy percibe sobre los cueros, sino las alcabalas de salida y entrada de las mercaderías que van a Montevideo, y las de las otras que irían si se poblase la campaña. De esto se seguiría la ruina de nuestra corona que no puede mirarse con indiferencia, lo trataremos con alguna prolijidad, demostrando cuál es el estado actual del comercio de España con aquella América, los daños que experimenta, el origen de éstos, y las providencias que podrían restablecerlo.

CAPITULO VIII

Del actual estado del comercio de España con Buenos Aires:
de los perjuicios que experimenta; de la causa que los
produce; y de las disposiciones que, requiere su adelanta
miento y reforma

No podría dejar de ser que el cuerpo del comercio nacional cargase sobre sí todo el perjuicio que resultase del estado del abandono en que hemos tenido la cría de nuestro ganado. Este comercio que no tiene más recurso para emplear su caudal en aquella América, que al ramo de los cueros, había de sentir el mayor quebranto de hallar esta negociación sobre un pie que no le dejase ganancias, o que le hubiese de ocasionar pérdidas. Este cuerpo de comerciantes que emprendía el viaje a Montevideo por el interés del retorno en cueros principalmente no podía menos que aniquilarse, luego que le faltase el lucro que le rendía este ramo. Unas provincias tales como las del Río de la Plata, no tienen más población, ni más ciudades que las de Montevideo, Buenos Aires, (Paraguay), Corrientes, Santa Fe y Córdoba, y todas ellas escasas de vecindario, y a cual más pobres, sin más comercio activo que el de los cueros, tabaco y la yerba mate. Buenos Aires que ha sido siempre la más poblada, y menos pobre refiere su población, sus artes, sus edificios y hasta sus parroquias a la erección de su Virreinato en el año de 77. Las otras ciudades son y han sido siempre infelices; y a pesar de que desde el Paraguay hasta Córdoba se cuentan cerca de 700 leguas, todo es un despoblado, o una población de rancherías y gente campestre, más desnuda que vestida, que sólo usan de ropa de la tierra en lo que permite, o da de sí la cortedad de sus jornales.
De Córdoba para adelante, principian las provincias llamadas del Perú, o la Sierra, país despoblado y rico por la abundancia de sus metales de oro y plata, y que daba mucho consumo a los efectos de nuestro comercio, y mucha ganancia a los europeos, que navegaban a Buenos Aires con facturas surtidas de géneros exquisitos propios del lujo y opulencia de aquellas tierras.
Estas mercaderías conducidas a Buenos Aires se vendían con estimación y al plata de contado por los factores de nuestro comercio al de Buenos Aires, y éstos las revendían con grandes utilidades a las provincias de arriba, unas veces conduciéndolas a sus puertas; y otras vendiéndose en las de los mismos comerciantes, bajando aquéllos a solicitarlas con dinero en mano.
El retorno de estos buques se hacía con cueros al pelo comprados a uno de tres precios: a 6 reales el de 25 libras hasta 30; a 7 reales el de 30 a 35; a 8 reales el de 35 a 40; y a 9 el que pasaba de 40 aunque llegase a 80; y el flete de este mismo cuero no pasaba de 8 reales de vellón. Contaba pues con dos ganancias ciertas el negociante que comerciaba con Buenos Aires, sin embargo de que lo hiciese con plata tomada a 25 ó 30 % además de pagar peso fuerte por sencillo; y lo mismo en la de los cueros que conducía a Cádiz. No tenían estancias los portugueses porque se hallaban desalojados del Río Grande y hasta el año de 1777 en que se apoderaron de él por sorpresa, no proyectaron poblar estancias, ni comenzaron los desórdenes y las fuertes extracciones de nuestro ganado que dejamos referidas.
Siguióse a la pérdida del Río Grande la publicación del comercio libre; y estas dos novedades mudaron enteramente la faz y la constitución de aquel comercio. Con la entrada de los portugueses en el Río Grande, emprendieron plantar estancias en nuestro terreno poblándolas del ganado que nos robaban y saliendo al mismo tiempo providencia del señor Vertiz a favor de los indios guaraníes, se vieron caer sobre el campo tres especies de ladrones a saber portugueses del Río Grande, indios guaraníes y españoles changadores.
Luego que los vecinos de Montevideo abrieron los ojos y vieron que el portugués, el indio y el changador se iban arrebatando una heredad que ellos habían estado en posesión de saquearla por sí solos, pusieron pleito a los indios, y se acordaron que eran estancieros unos hombres que acaso no sabían adónde moraba su Estancia.
Progresaba entretanto el comercio libre con increíble rapidez, y esto que era un estímulo a la codicia para acopiar más y más cueros, apuraba a los portugueses para trasplantar a sus campos a aquella simiente antes que se extinguiese, con lo que mejorado tanto más para el partido de los changadores, consiguieron verse sobre un campo abundantísimo de mies, cercado de dos compradores que a porfía les quitaban el fruto de las manos.
Encarecióse el cuero como era regular, incrementáronse los jornales de la faena, retiróse el ganado de las inmediaciones de Montevideo, creció el valor de los fletes, y sólo se vió envilecerse el delito en aquella revuelta de cosas.
Nació en esta misma época el impuesto del ramo de guerra en Montevideo, donde no se había conocido jamás; se concedieron leguas de tierras por centenares a los denunciantes; hicieron éstos el estanco que hemos dicho de los cueros, y con este monopolio con el gravamen de los dos reales, con el ahínco de los portugueses en poblar estancia con las atroces mortandades de los changadores, con el crecimiento de buques y compradores, con las baquerías de los indios, y con tanta mezcla y confusión de males y desórdenes, subió el valor del cuero hasta 18 y 19 reales, y llegó el del flete a 20 en tiempo de paz y sin cargo de averías. Bajó entretanto el precio de los cueros en España, y debiendo crecer a proporción las ganancias que dejasen las mercaderías en Buenos Aires sucedió tan al contrario que se vieron obligados los cargadores a desprenderse de sus facturas por un 10 y por un 12 por ciento menos del principal con lo que ha sido preciso dar de mano al comercio de Buenos Aires para no ir disminuyendo el fondo atesorado. Cual haya sido el origen de este trastorno, no parece, que no podría negar el que lo examine imparcialmente haber dimanado de la absoluta libertad conque se hace el comercio de Indias desde el año de 78. E1 abuso que ha hecho el comercio de esta libertad, lo ha reducido a la más miserable esclavitud. Esta libertad de comercio sin límite de todas partes, y sin balancear la extracción con el consumo, ha inducido la abundancia de los efectos de, la Europa con vilipendio de su estimación, y ha llevado a las Indias el excesivo precio de sus frutos. Esta libertad ha alterado la balanza en tales términos que en vez de salir para España toda o la mayor cantidad de plata que se labra en sus casas de moneda, se queda rezagada una mitad o dos tercios que no aprovecha para nadie.
Publicóse la paz con Inglaterra en el año de 82 y a los dos años de esta época en que cogió el comercio sus primeros frutos, creció tanto el número de las expediciones, y de los nuevos comerciantes que consiguieron extinguir las utilidades y no escarmentando todavía con la pena de ver sin fruto su trabajo, continuaron sus expediciones hasta encontrar con la pérdida de sus capitales.
No parece sino que se llevaba por objeto hacer mejor la suerte del americano y aniquilar al europeo. El hacendado y el vecino de América vinieron a hallar sus Indias en España, y el español se vió reducido a un sirviente del hacendado y del vecino. EI hacendado vio crecer el valor de su mercancía desde 6 reales a que vendía el cuero ahora 20 as. hasta 18 y 19 reales a que hoy se vende a porfía; y al mismo paso que ha subido la estimación de su hacienda más de un trescientos por ciento han bajado un 30 por ciento los efectos de Europa que necesitan consumir el hacendado y el vecino; de forma que es sin comparación lo que ha mejorado su causa el hacendado con lo que ha desmedrado la suya el comerciante. Este compra caro, y vende barato; aquél al contrario vende caro y compra barato; aquél es solicitado y rogado para que venda dentro de su misma casa; éste sale por la mar a 2 leguas de la suya y galantea al consumidor para que le compre. El uno se vuelve por el mismo camino y por los mismos riesgos con una escasa ganancia, o con una pérdida positiva, y el otro sin haber perdido su descanso se queda en su domicilio con un 200 por cien de ganancia. Las resultas de este trastorno han sido las de dejar de pasar a España una mitad o dos terceras partes de la plata que pasaba en tiempo del antiguo sistema. Porque esta misma cantidad empezaron a valer menos en América las manufacturas, y efectos de la Europa que conducían los vecinos españoles; y quedando rezagado este caudal en poder del vecindario americano hace falta al círculo del comercio y a la contribución de Reales derechos.
Ha resultado que se despoblase más aprisa nuestra Península por que el negociante que había malogrado su expedición o perdido de su capital no volvía más a España acaso sin detenerse en el abandono de su mujer y familia; otros halagados de los mejores arbitrios para negociar que ofrecen los frutos del país mudaron de fijo y dejaron el comercio del mar por el de tierra y se quedaron en aquella banda.
Ha resultado que con la abundancia y la baja estimación de todos los menesteres de la vida subiese el valor de la moneda porque hoy se compra por un signo de plata lo que en otro tiempo costaba dos; y este mayor aumento hace que se solicite o desee menos. La alta y baja de la moneda (que son las dos balanzas que reglan el fiel de la negociación del mineral) es la causa de que suba o baje la saca de los metales y que se disminuyan o incrementen estos importantes trabajos; cuando el comercio está floreciente arrastra para sí la plata en forma de torrente; y cuando desfallece o cae de su estimación se empoza la plata y circula más entre los beneficiadores de este metal. Por consiguiente crece su valor, y cesa la necesidad de solicitarla en las entrañas de su mar.
Ha resultado que el comercio se ha abandonado enteramente porque el abuso que se ha hecho de su libertad lo ha puesto semejante a una viña esquilmada que sólo mantienen sus cepas aquella porción de fruto que le ha dejado el descuido de los obreros, o parecida al haza de trigo recién segada que sólo conserva un corto número de espigas a quienes perdonó por flacas la hoz del segador; y únicamente pasan a negociar a las Indias cuatro pobres mancebos aburridos que o hacen el comercio sobre sus hombros o debajo de un toldo en las plazas; y esta carrera antes la más brillante, han venido a profesarla unos hombres despechados, que por caminos delincuentes y de mala fe pretenden reintegrarse de las ganancias que no les puede dar un comercio paladino. Y lo más cierto es que el comercio de indias ha venido a quedar en manos de los vecinos de América por medio de cuatro factores que nombran a España; y todo el provecho del dominio de las Indias se halla reducido en el día al comercio de fletes y a los derechos reales de aduana. Ya no vemos en el gremio del comercio aquellos hombres sólidos, honrados y económicos que se criaron a nuestros ojos desde la traslación del comercio de Cádiz hasta la extinción de las flotas. Hoy no se ven en el comercio más que jóvenes, sectarios de la vanidad, del lujo que hacen un comercio mendicante o a jornal, pujándose los unos a los otros el precio de estos pequeños acomodos, sin que ninguno adelante otra cosa que lo preciso para su sustento. Unos mozos faltos de arrimo, que se alquilan por un tanto a pasar a las indias, o expender una factura por menor o a capitanear una embarcación. Mozos que por un triste salario se ciñen a pesar y medir detrás de un mostrador. Mozos en fin que nunca pueden salir de la esfera de subalternos, ni arribar a una fortuna brillante e independiente como lo lograron sus antecesores.
Los que han quedado de éstos en Cádiz viven hoy de lo que ganaron, y han dado de mano al trato mercantil por necesidad si ya no es que se avergüenzan de haber sido de este cuerpo en vista de las indecencias y mala fe que se han introducido en el gremio; porque después que se ha franqueado esta carrera a todos los que pretenden entrarse por ella sin que conste de su nacimiento, enseñanza, ni de su peculio por aquellos medios escrupulosos que se hacían por la Casa de Contratación, se ha visto salir desterrada de él la pureza y la verdad que hacía su nervio y caer la negociación sobre unos objetos tan ruines que antes eran vilipendiosos, y considerados como propios de sólo un contramaestre, mayordomo o repostero de navío. Hoy va a Indias un negociante, y planta una tienda de puerta de calle y la llena de sombreritos de mujeres, plumas, polvos, pomadas, abanicos, alfileres, zapatos, aguas de olor, guantes y juguetes; que otros hacen su empleo en ladrillos, loza, platos, lebrillos, ollas, arroz, jarrones, mesas y sillas y hay quien lleve de Barcelona atandes y cabezas de peluca.
A estos renglones está hoy reducido el comercio de las Indias a Montevideo en la mayor parte; a lo cual es consiguiente que las personas que se emplean en este comercio se manejen según lo que manejan; que no haya hombres para una empresa mercantil que falten sujetos con quienes contar en un conflicto público, o haya crédito que es una segunda moneda de comercio, no menos valiosa y fecunda que la acuñada.
En una palabra, el comercio de las Indias se halla reducido en el día a un modo de adquirir poco semejante al de los jornaleros, en que el comerciante sólo se propone sólo para su preciso sustento, sin rehusar a este fin el echar mano de cualquier materia que le produzca, por grosera y mecánica que sea.
¿A quiénes darán fomento ni abrigo unos desdichados comerciantes que apenas bastan para sí? ¿A qué pie de fuerza y de respeto vendrá a parar un comercio en que sólo se emplean unos hombres desdichados o en el que los hombres del mejor cálculo no hallan en qué emplear? Seguramente que siguiendo el comercio este camino que lo lleva al precipicio, no será posible que la España emporio del comercio y que nada tenía que envidiar a ninguna de las plazas fuertes de Europa, vuelva a ver en su seno, a unos comerciantes de la inteligencia, política y vastas ideas de los Landaburus, Uztariz, Sangines y otros de igual fondo.
Lo que hemos visto en los tiempos de la última época ha sido dar en quiebra, innumerables casas fuertes de comercio; usando de una refinada malicia, o apurando el artificio se aspira a sostener un engaño, un clamor general por todas partes que formando un eco uniforme, resuena del mismo modo en Europa que en América; vemos abandonar la carrera del comercio a los hombres más calculistas e industriosos, después que han puesto por obra las más exquisitas diligencias para emplear su dinero con utilidad. Vemos que si la confluencia de mercaderías y mercaderes ha puesto pobres a éstos en fuerzas de su misma muchedumbre, no ha hecho ricos como debía a los dueños de navíos. Parecía que por una razón tomada del contrario sentido, los navieros debían haber medrado mucho en esta época. Diríamos que la abundancia de fletes presentaba a los navieros unas ganancias sin medida; pero no es así; ambos gremios padecen un mismo atraso, uno y otro está abatido. Es verdad que el naviero a los principios adelantó su fortuna y mejoró su causa; pero así que se abastecieron las Américas y cesaron las ganancias del mercader, faltaron los fletes y se acabó el útil del naviero. Estos se acrecentaron en demasía, y era fuerza que unos a otros se quitasen el provecho. La calidad de los efectos no sufragaba para muchos fletes. Un principiante que lleva a América ladrillos, escobas, platos ordinarios, ollas, cazuelas, alcarrasas, vasos de cristal, taburetes de rejilla, mesitas de juego (muebles que no ha habido nunca, ni convenía que hubiese en la América) no puede pagar grandes fletes. Y el naviero que no halla quien le cargue de holandas ni tisúes (que era el cargamento antiguo) necesariamente ha de bajar el flete.
Así se ve con frecuencia ponerse en la mar para Buenos Aires, una fragata de comercio, con 20 ó 24 hombres de tripulación, sin capellán, sin cirujano, sin sangrador, y sin pan fresco por no poderlo costear. No hablamos de los catalanes que éstos rara vez llevan en sus embarcaciones este número de hombres. Hablamos de buques despachados por el comercio de Cádiz o el de Málaga; y de éstos hay muchos cuya tripulación no llega a 25 hombres. Este año de 1794 salió de Montevideo para Málaga el bergantín La Amable María del porte de 150 toneladas con once hombres de tripulación incluso el capitán y un negro esclavo suyo; su carga constaba de cueros que le darían otros tantos pesos en España. A la ida llevó vino, aceite y ladrillos que le producirían y que sacaría su dueño (si es que no perdió) un seis por ciento que es el premio de tierra. Del mismo Málaga salió el bergantín Nuestra Señora de las Mercedes con 8 marineros y tres muchachos, en el año de 93, y en el propio salió de Cádiz la fragata Santa Francisca con un capitán que era al mismo tiempo piloto y maestre, un segundo piloto que hacía de contramaestre, un galafate, un sangrador y once marineros, que repartidos en dos guardias de seis hombres cada una, no bastan para cazar una escota; siendo así que un fragata correo del mismo porte no navega sin 70 ó 80 plazas de roll; ni antes del comercio libre salía ninguna de Cádiz sin este mismo número. A pesar de estos ahorros es un hecho indisputable que apenas se costean los navieros; conque es claro que ambos gremios se han hecho de peor condición, el negociante porque no puede hacer su comercio en ramos valiosos y el dueño de barco porque no encuentra fletes a precios razonables.
Esta misma libertad del comercio ha extinguido aquel lujo opulento que empeñaba a una aplicación constante, y mantenía en verdor el comercio y la minería. Este lujo tan interesante y digno de que lo fomentase la política, lo ha ido desterrando la libertad del comercio, sin que por esto hayan mejorado las costumbres. Ya no se ve en Lima una casa de las modernas cuyo adorno de cuadros, espejos, mesas y arañas sea de plata de martillo, como eran y son todas las que se pusieron hasta ahora veinte años. Ya no se ven aquellos faldellines de tisú en que la flor que más campeaba era el precio de 500 pesos que costaba cada uno. Ya se van escondiendo los encajes finísimos de Flandes, y asomándose en su lugar las gasas francesas de ningún valor ni lucimiento. Ya se han olvidado enteramente las medias de la banda (que se vendían a 25 pesos) y se han subrogado las blancas de Nimes y Cataluña, que se compran por el principal de España a muy corta diferencia. Ya no es de vergüenza para una limeña adornarse la garganta y los dedos con topacios y piedras de Francia, cuando seis y ocho años era un sambenito engalanarse con otra pedrería que riquísimos brillantes. Ya se dejan ver en muchas mesas de las primeras casas platos de pedernal o de media china, y desaparecer la plata que ha sido común en el Perú hasta en las mesas de la gente ordinaria. Ya se ve a menudo deshacerse de sus vajillas de plata las casas del Perú y registrarse para España con destino al pago de la Escritura haciendo el oficio de la moneda. Hasta en el juego de cartas y dados que tan ordinario es en las indias, se conoce una debilidad en los ánimos, que más es hoy negociación del juego que se hace que divertimento.
Era preciso que la constitución del nuevo comercio produjese estos efectos. Por una parte ha impedido que tengan estimación las mercaderías y rindan a su portador una ganancia razonable; y de otra parte ha introducido en aquellos países unos efectos de pura apariencia más baratos y mejores dibujos, y todo en tanta abundancia que se puede decir que toda la ciudad es un almacén, o que faltan almacenes para encerrarse efectos. En el año de 86 tuvieron los alquileres de las casas un aumento considerable porque eran pocas todas ellas para almacenar facturas, o para abrir tiendas de comercio. Entraron, en aquel año en el Callao, nueve embarcaciones mercantes de las del mayor porte, que fueron el Diamante, el Brillante, el Pilar, la Fe, la Caridad, el Aquiles, el Pájaro y la Posta de América. Y en el mismo año y en cada uno fondeaba en el Callao la fragata de guerra de la Compañía de Filipinas con efectos de estas islas hasta en cantidad de 400 ó 500 pesos. Cuando llegaron estos buques estaba la ciudad abarrotada de efectos de los que habían entrado sucesivamente desde el año de 82 en que se publicó la paz con los ingleses; y sola la Compañía de Filipinas tenía en almacenes 2.000.000 pesos en mercaderías.
Las ventas se hacían a paso tan lento que algunos factores europeos hubieron de dejar sus géneros en la aduana para no verse ejecutados al pago de las alcabalas y almojarifazgos; lo que dio motivo al comercio para pedir al superintendente D. Jorge Escobedo que además de los seis meses de espera que está concedida por regla general para el pago de estos Reales Derechos les prorrogase un año; y que por no haber bastado éste le volvieron a pedir otro año. ¿Pero qué se extraña si hubo hombres que después de haber hecho en persona aquella tan penosa y dilatada negociación, en que estuvieron casi perdidas las fragatas Pilar, La Fe, y la Caridad, vendieron sus facturas sobre un diez por ciento menos del principal de España?
No podía quedar duda en la desgracia que corría el comercio en aquella estación, porque además del clamor general en que todos prorrumpían, informaban de esta verdad las tiendas de los mercaderes, cuando se iba a comprar algún renglón, porque tal se trillaba a veces que se tomaba por los mismos reales de vellón que se acababa de comprar en Cádiz; y no era raro comprar por peso fuerte lo que valía en España peso sencillo; de manera que se ganaba más a ocasiones en irse a surtir a los portales de la plaza, que enviando por los efectos a Europa de propia cuenta.
La experiencia y la razón han enseñado en todo tiempo que ni a los americanos conviene, ni a nosotros está bien, que en Indias abunden nuestros efectos, y ande cara la moneda. Las minas trabajan con mucho menos empeño desde que está subido el dinero, y abatido el precio de las mercaderías y los negociantes para haber de regresarse a España, y cubrir sus escrituras, se hallan obligados a malbaratar su hacienda. La misma providencia del todo poderoso que encerró en el centro de estos terrenos los metales de oro, plata, los azogues, y las perlas, está manifestando que conviene escasear allí lo que abunda en nuestros términos, para que venga la balanza a su equilibrio. Desde que las ciudades de indias se hallan surtidas de efectos en la abundancia y baratura que se ha dicho, han descuidado el trabajo de las minas, que era el medio esencial para el trueque de nuestros efectos.
Esto se palpa en indias observando lo que sucede en tiempos de guerra. En el de paz en que todo sobra a precios ínfimos, se vende un par de medias de Nimes, introducidas por alto en cinco pesos o cuatro y medio. Viene una guerra, crece el valor de todos los efectos un ciento por ciento, se ponen las medias blancas a diez pesos y las de la banda hasta treinta y cuatro, se venden más, y se compran con menos regateo que en tiempo de paz. Esta diferencia proviene de que abunda la moneda; de que está bajo su precio; de que las minas se trabajan más, porque hay mayor necesidad de su producto de que todos ganan en su ejercicio, y de que en Indias hay más lujo mientras más cuesta el mantenerlo.
Lo mismo sucede con el juego, con los banquetes, con los saraos, con los espectáculos, y con todo vicio o entretenimiento: En la guerra se juega oro, y en la paz, plata macuquina; y si corriese vellón con él se haría el tanto para el juego. Las partidas de diversión, los paseos al campo, los pasatiempos, se alcanzan unos a otros, y se compiten en suntuosidad; y en tiempo de paz todo es inacción y melancolía. Tan cierto es, que la abundancia del metal que viene con la carestía, da alientos para despreciarlo, y su escasez los quita y suplanta la economía y el ahorro. La razón de esto es muy congruente, y consiste en que cuando abunda todo menos la plata, incrementa su valor, y se teme gastar la que se tiene adquirida; pero cuando abundan las adquisiciones del dinero, su misma abundancia lo envilece y hace que se derrame y corra por las calles. En tiempo de paz en que todo abunda, todo es un lamento, y cada casa una escuela de economía; y en el de guerra todo es lujo, magnificencia, placer, divertimento y profusión. En aquél escasea la moneda, y vale más; en éste se abarata, porque dos signos de ella apenas alcanzan para adquirir lo que se compraba por uno solo.
En los dos siglos y medio que rigió en España el sistema de traer acotado el comercio, y la máxima de sujetar a sus individuos a la matrícula de fondo, se llevaba por máxima fundamental de buen gobierno no introducir en la América la fábrica o el plantío de ninguno de los renglones que pudiesen ir de España. Las Leyes de Indias no permiten dudar de esta verdad; pero contraigámonos por no fastidiar a las que prohiben tan estrechamente el plantío de viñas, olivares, y linares en las indias, cuya prohibición se ha reproducido innumerables veces por las transgresiones que ha tenido. Las leyes que indican esta prohibición se remiten al capítulo de la instrucción de virreyes hecha en el año de 595 por orden del Señor Don Felipe II y esto supone que desde los principios se están dando cédulas y despachos vedando en las Indias la abundancia de ciertos efectos. Por no haberse cumplido estas órdenes, se publicó por la del Señor Don Felipe IV en el año de 628 la Ley 18 del Libro 4 título 17 en que usando de benignidad y clemencia, en vez de proceder, como era justo, contra los dueños de viñas, mandó S.M. que todos los poseedores pagasen cada año a razón de dos por ciento de todo el fruto que sacasen de ellas con tal de que en cuanto a poner otras de nuevo, quedasen en su fuerza y vigor las órdenes y cédulas antiguas que lo prohiben y defienden.
La causa de esta prohibición (que comprende asimismo el plantío de olivares) es demasiado manifiesta; sin embargo habremos de poner aquí la letra de uno de los capítulos de la instrucción del Virrey Don Luis de Velasco en que el Señor Don Felipe II se explica con toda la claridad que pudiéramos desear. Dice así: “En las instrucciones y despachos secretos que se dieron a Don Francisco de Toledo cuando se fue a gobernar al Perú, se le ordenó que tuviese mucho cuidado de no consentir que en aquellos reinos se labrasen paños, ni se pusiesen viñas, por muchas causas de gran consideración; y principalmente porque habiendo allá provisión bastante de estas cosas, no se enflaqueciese el trato y comercio con estos reinos”.
El mismo Soberano en el año siguiente de 596 ordena al virrey de México que informe si han plantado en aquella tierra morales y linares, y no consienta que en esto pasen adelante.
Pero si cabe mayor expresión de los motivos que obligaron a estas providencias, se halla en una cédula del año de 610 dada por el Señor Don Felipe III al Virrey de Lima, marqués de Montesclaros, la que copia en su política el señor Don Juan de Solorzano, oidor a la sazón de aquella Real Audiencia, que se dice así: “Y pues tenéis entendido (habla el Rey) cuanto importa que no se planten viñas en estas provincias, para la dependencia que conviene tengan esos reinos de éstos, y para la contratación y comercio os encargo y mando que tengáis cuidado de hacer ejecutar lo que acerca de lo susodicho está proveído usted”.
Estas leyes envuelven a nuestro parecer los mejores principios de política por donde debieron y deben gobernarse las Américas en todos tiempos. Estos reglamentos, los más sabios que se han escrito (y cuyo tino y rectitud es admirable en todo el código de indias, sin que los siglos posteriores a su data hayan tenido que reformarlo en parte sustancial) dan la balanza en que se ha de ajustar el comercio de la América, mostrando que nada debe abundar en ella que enflaquezca el trato con la España, o que disminuya la dependencia de estos reinos con aquellos. Para este fin se prohiben las fábricas de paños, el cultivo de moreras, la siembra del lino, y el plantío de viñas, y olivares; y se pretende por estos medios que los americanos dependan de los españoles tan precisamente en el uso de las ropas de paño, en el de lienzos finos, en el de las sedas, y en el vino, y el aceite que no puedan adquirirlo por sus propias manos en poca ni en mucha cantidad.
Este anhelo de nuestros soberanos desde la conquista de las indias por hacer depender de nuestro comercio el surtimiento principal de aquellos habitantes, tiene por objeto la utilidad de los españoles, y el animarlos a entrar el peligroso modo de buscar sus aumentos por el comercio de la mar; y prohibiendo unos actos lícitos y buenos por su naturaleza, como son todos los oficios de la agricultura, quisieron obligar a sus vasallos de las Indias a que vistiesen y bebiesen de efectos ultramarinos; considerándolos bien compensados de este gravamen con vivir apartados del fuego de la guerra, con estar exentos de tomar las armas para ella, de sufrir alojamientos y bagages, de pagar pechos, y derramas; y sobre todo con tener en su arbitrio el goce y aprovechamiento del oro, plata y azogue, y los riquísimos ramos de la coca, cacao, azúcar, añil, grana, cascarilla, tabaco, y otros exquisitos con que Dios enriqueció y mejoró aquellas tierras.
Deben, pues los americanos vestir y beber de lo que le presenten nuestras naos, y deben comprarlo con estimación por su mismo bien y el nuestro. Por el suyo, para que no abandonen los ramos de comercio que les están permitidos, y por el nuestro para que no nos sea preciso abandonarlo con más daño de ellos que de nosotros. Pues en efecto, los españoles hemos pasado sin comerciar con las Indias desde la fundación de España hasta el siglo XVI, y nos sería un daño intolerable volvernos a nuestra constitución primera; pero los americanos ni pueden expender sus frutos ni vestir decentemente, si cesa el comercio que les transporta lo uno y lo otro.
Pues si son unas verdades demostradas las que dejamos referidas nada podrá ser más opuesto a las máximas políticas, que tan felizmente han regido por espacio de 300 años, que un linaje de comercio desmedido, arbitrario y fuera de reglas, que ha introducido más abundancias en las indias que la que pudieran haber hecho los plantíos y las fábricas; un comercio que ha enflaquecido nuestro giro hasta el punto de hacernos dependientes de los que siempre lo han estado de nosotros. Esta libertad es la que ha aniquilado la dependencia de utilidad que se propusieron fijar, como fiel de la balanza los Señores Don Felipe II y III, a favor de los negociantes españoles. Esta libertad, según demuestran los efectos, ha causado que aquel privilegio exclusivo de vender en indias, que se inventó para nuestro provecho, se ha convertido en el de ellos, porque por virtud de este franco comercio han recibido los frutos de América una estimación triplicada, que les costea el valor de nuestras mercaderías dejándoles muchas ganancias, y nosotros a quienes debía enriquecer, nos va llevando a nuestro fin a paso redoblado. Esta libertad arrastra las manufacturas de Europa hacia la América, y estanca y detiene en ella la mayor parte de la moneda, dejándonos exhaustos de géneros y enflaquecidos de dinero.
Véase aquí todo lo que podrían conseguir los americanos, si dependiendo nosotros de ellos, viniesen a nuestros puertos cargados de sus cosechas: vendernos caro sus efectos, y llevarse muy barato el paño, el lienzo, la seda, el vino y el aceite. Por esto fue que dijimos en otro lugar, y no podremos menos de repetir que los indianos habían venido a hallar sus Indias en nuestra España; porque en realidad de verdad, nuestros americanos en el día se surten de lo que necesitan y no venden lo superfluo, ganando en uno y en otro; en aquéllo, ahorrando de gastar un ciento por ciento, y en éste vendiéndonos con otra tanta ganancia hecho el cotejo de los precios a que hoy compran y venden con el de ahora 20 años. Esto es puntualmente lo que hacíamos antes los españoles; y éste era el objeto con que viajábamos a las Indias; luego podemos decir con verdad que los americanos tienen sus Indias en la Europa. La diferencia, de este comercio figurado al verdadero, estriba sólo en el modo de hacerlo; en que el figurado necesitaría exponer sus vidas, sus buques y hacienda a los peligros y averías del mar; y haciéndolo del modo que lo practican, negocian, lo mismo con toda seguridad, y transfieren a nosotros el riesgo y el peligro. Con que es evidente, que las Indias, o son ya para los indianos, o las encuentran éstos en las contrataciones que vamos a celebrar con ellos a las puertas de sus casas.
Pues para que no se diga que la sabia máxima de prohibir las siembras y plantíos, que regló nuestro comercio en el reinado del Señor Don Felipe II la ha carcomido el tiempo; y no se añada que las circunstancias y la ilustración de nuestro siglo ha obligado a variar los sistemas y abolir las leyes antiguas, será oportuna noticia la de una Real Orden del año de 84, en que se mandó al superintendente de Real Hacienda de Lima Don Jorge Escobedo, que hiciese cerrar todas las fábricas de sombreros que hubiese en aquel reino, y que recogiese toda la lana de vicuña que encontrase y la enviase a España de cuenta de la Real Hacienda, siendo el objeto de esta providencia que estancada la materia, cesasen luego las manufacturas y no se usase de otras que las que se condujesen por el comercio de España.
Los inconvenientes que se tocaron en el cumplimiento de esta Real disposición fueron tantos a pesar de su debido respecto, se vieron necesitados los fiscales de S.M. Don José Gorvea, y Don Rafael Antonio Viderique a proponer al Virrey Don Teodoro de Croix en respuesta de 12 de febrero de 88, que consultase a S.M. el expediente que se debería tomar en el conflicto de no poder ejecutar sin mucho riesgo aquella soberana disposición; y que entre tanto suspendiese el cumplimiento de la Real Orden y dejase correr las fábricas de vicuña hasta nueva providencia del monarca.
Tales son los inconvenientes que se tocan cuando se trata de arrancar un abuso envejecido: una cosa que hubiera sido fácil de remediar al principio, se hizo irremediable con el tiempo a causa de la compasión que se interpuso de por medio a favor de los fabricantes de esta materia; porque se halló que eran tantos, y tan crecido el caudal que giraba por este ramo de comercio, que temieron los fiscales y el virrey algún daño de peores consecuencias en poner en práctica la Real Orden, y se determinaron para la consulta al Soberano.
Este hecho arroja un convencimiento el más concluyente de que también en nuestros días se ha reconocido el gravísimo inconveniente que trae al comercio la abundancia en indias de cualquier efecto mercantil; pues la Real Orden para el estanco de la lana de vicuña, no tuvo otro objeto que impedir la confluencia de un género de manufactura española con otro de la misma clase fabricado en América; temiendo que esta concurrencia abaratase demasiado el efecto español de su especie, y al cabo viniese a extinguir este ramo de negociación.
Este enflaquecimiento de nuestro comercio, y esta independencia de los americanos, fueron las causas que impulsaron las prohibiciones de siembras y plantíos que publicaron los reyes Felipe II y Felipe III. Y supuesto que esta abundancia es tan perniciosa al Estado, y al comercio, no nos parece que puede haber una providencia que más contribuía a esta detestada abundancia que la libertad del comercio ultramarino. Las fábricas de sombreros que hay en Lima no pueden brotar jamás tanto número de ellos como seis, siete u ocho fragatas que fondean en aquel puerto todos los años. Luego para nivelar la balanza del comercio, no es suficiente el abolir las fábricas ni los plantíos es preciso al mismo tiempo que se ajusten a las remesas a los consumos. Esta no es una proposición de nuestro discurso. Es un dogma de comercio, y es una máxima de Estado que no necesita de pruebas. Sin embargo, por tener su origen en las sabias leyes de Indias (cuyas providencias han hecho el objeto de nuestro estado y siempre lo serán de nuestra admiración y respeto, y de cuantos las lean con atención) citaremos dos de las de este código en que está prevenido con dos siglos de anticipación lo que deseamos ver observado. Una de estas leyes es la 1.ª del libro 8 título 34, expedida en Madrid por la Majestad de Felipe II en 11 de enero de 1593, y refrendada allí mismo por el Señor Felipe IV en diez de febrero de 1635. Porque conviene que se excuse la contratación de las Indias occidentales a la China, y que se modere la de Filipinas por haber crecido mucho con disminución de la de estos reinos, mandamos que ninguna persona trate en las Indias Filipinas; y si lo hiciere, pierda las mercaderías. Mas por hacer merced a aquellos habitantes, tenemos por bien que solos ellos puedan contratar en la Nueva España, con tal condición que remitan sus haciendas con personas de las dichas Islas, y no las puedan enviar por vía de encomienda o en otra forma a los que residieren en la Nueva España, por que excusen los fraudes de consignarlas a otras personas, sino fuere por muerte de las que las condujeren.
La 2.1 ley que dijimos, es la sexta del mismo título libro, que ordena, que el trato y comercio de las Islas Filipinas con la Nueva España no exceda en ninguna forma de la cantidad de 250 en mercaderías, ni el retorno en principal y ganancias en dinero de 500 bajo de ningún título, causa ni razón que para ello se alegue.
Nada es más fácil de ejecutar que la aplicación de estas Leyes al intento de nuestro pensamiento. Ellas nos manifiestan los males que vienen al comercio de que crezca la contratación en demasía y el remedio que debe aplicarse en este caso: prohibirlos a ciertas personas, o circunscribirlo a ciertas manos y limitar a cantidad determinada el valor de las mercaderías que se han de negociar. En tres reinados consecutivos se expidieron estas providencias, y se reencargó su observancia por tres veces en el espacio de 42 años. Y lo mismo se ordenó, por la ley 78 del dicho título y libro por lo respectivo al comercio que se hacía del Perú a Nueva España aunque en la limitada cantidad de 100 ducados; y la razón que da la Ley es porque había crecido con exceso el trato de ropa de China en el Perú con daño del Real servicio, bien y utilidad de la causa pública, y comercio de éstos y aquéllos reinos.
Nació con el descubrimiento de las indias la idea de propagar su comercio a todos o los más puertos de España fundando en esta amplitud, los autores del proyecto la esperanza de mayores remesas, y más crecidos ingresos de plata y frutos de América. Esta ganancia fantástica ha tentado muchas veces a los bien y mal intencionados para desear la extensión del comercio de Indias a todos los puertos de la Península, y pretender desquiciarlo del de Sevilla y Cádiz; recomendando esta franquicia con tachar de estanco el sistema antiguo, apellidarlo injusto, poco lucroso para el Erario, escaso de bajeles y marinería, y atreviéndose a motejar esta restricción del comercio, por perjudicial al fomento de la industria y a la misma población.
Pero jamás han correspondido las pruebas o las tentativas de este sistema a los deseos ni a los prometimientos de sus patronas; y el grande peso de la experiencia ha vuelto a poner al comercio en su centro, haciendo detestable la perniciosa máxima de una libertad ilimitada. Establecido el comercio de Indias en Sevilla y fundada en ella la Casa de Contratación por los Reyes Católicos en el año de 503, se comenzó y se continuó el giro a la América por el río Guadalquivir, sin que otro ningún puerto de España tuviese derecho a despachar registros a aquellas regiones. La codicia, que ha sido fruto de todos los siglos, introdujo y arraigó la idea de la ampliación del comercio; y fue con tanta felicidad que con data de 15 de enero de 529 se despachó Real Cédula, concediendo a algunos puertos de la corona el privilegio de hacer su comercio directo con Indias. Cuarenta y cuatro años solamente pudo sostenerse este proyecto tan decantado; al cabo de ellos, a pesar de sus grandes protectores, fue preciso olvidarlo y detestarlo absolutamente, volviendo a traer el Río de Sevilla la carrera de las Indias, por las dos Reales Cédulas del 1.° y 21 de diciembre de 573, que andan impresas con las Leyes de la recopilación. Los desmedros del Erario, y los desórdenes a que abrió puerta el abuso de esta libertad obligó a cerrar aquella, y a coartar ésta con cabal conocimiento de que ninguna cosa nos arruinaría más pronto que una franqueza de puertos que convidase a comerciar a todo vasallo.
Hasta el año de 717 se hizo el comercio de Indias desde aquel río; y trasladado a Cádiz en fuerza del estorbó que causaba a los barcos de mayor porte la barra de Sanlúcar comenzó a hacerse por flotas y galeones a tiempos reglados, y también por registros sueltos, si la necesidad lo exigía midiendo siempre las licencias en el consumo para que la demasiada concurrencia no causase perjuicio al comerciante. Y para simplificar el mecanismo de embarque y el ajuste de los derechos de la corona, se establecieron en el año de 20 las reglas del Real proyecto, y la cobranza de los derechos por la medida llamada del Palmeo que sin abrir el fardo ni desenrollar sus piezas, ni apreciarlas y reconocerlas en que ahora se consume mucho tiempo, y se ocupan muchas manos, se hacía cuenta de lo que adeudaba cada especie a 1a Real Hacienda con una brevedad prodigiosa, y se ahorraba el comerciante la penosa tarea (a que ahora está sujeto) de empaquetar sus efectos en la casa de la Aduana, donde nunca puede practicarse con el primor y conveniencia que en la casa de comerciante.
Veinte años se expidió el comercio de mar por el reglamento del año de 20, hasta que en el de 40, con motivo de la guerra con la Gran Bretaña, se interrumpió el giro de flotas y galeones, y sólo se despachaban registros sueltos.
Así prosiguió hasta el año de 55 en el cual fue preciso volver a restablecer las flotas para que no se acabase de arruinar. Las contradicciones que sufrió el proyecto de las flotas fueron grandes; y en ellas alcanzaron que desde el año de 48 en que se hizo la paz con los ingleses hasta el de 55, no se despachase ninguna a Nueva España y sólo se girase por registros. Pero esto sólo abasteció con tanta abundancia la América septentrional, que cesando de comprar aquellos comerciantes y malbaratando los nuestros sus facturas sucedieron tantas quiebras en Cádiz, Bilbao, Madrid y Sevilla, que vino a perder el comercio la mitad de sus capitales. A la luz de este desengaño fue preciso abrir los ojos y el mismo Don Julián de Arriaga, que siendo presidente de la contratación, patrocinaba el comercio por registros y se oponía a las flotas, publicó la primera en el año de 55, siendo secretario de Estado.

El sistema de comercio por registros sueltos no permitía balancear el despacho de las mercaderías de Europa con el consumo de América, y sólo aquel exceso de las remesas al necesario, originó el trastorno que experimentó el comercio y que casi lo aniquila. Este exceso no podía ser en mucha cantidad, ni entrar a cotejo con los transportes del libre comercio que se hacen en el día porque un puerto sólo era entonces el habilitado y unos cargadores obligados a exhibir un cierto capital para poder negociar en Indias no podían abarcar un comercio tan vasto como el que hace hoy la mayor parte de los puertos de España e Indias sin sujeción a matrícula de fondo ni a las formalidades de la antigua planta. Sin embargo, aquel surplus que se dejó navegar a las Américas en los quince años de 40 a 55, ocasionó el estrago que hemos dicho: quince años en que se soltó de la mano la balanza, aunque sin abrir la puerta a la libertad, bastaron a inundar las Indias de mercaderías y a estancar allá la plata. ¿Cuál será pues, el que habrán formado quince años de libre comercio, en los cuales ha podido ir a Indias tanta cantidad de efectos en cada uno como pudieron conducir nuestros buques en aquellos 15 años?
Abierto este franco comercio por el año de 78, en caso todos los puertos de España, se abolieron las reglas del Real Proyecto, se extinguieron los derechos de extranjería y de tonelada y el 4 por ciento de guarda costas, y se ordenó un reglamento con un arancel por la entrada y salida de los cargamentos de América que rebajó los derechos de alcabala, y almojarifazgo, introduciendo el aforo en lugar del palmeo.
El plan de este nuevo proyecto, sin duda alguna, mirado sobre el papel, o examinado por el entendimiento sin luces de la práctica es capaz de encantar al hombre más experto. Este vasto y vistoso proyecto presenta por cualquiera de sus aspectos un comercio general y dilatado a todas las provincias de la Península, que brinda a los españoles la conveniencia de transportar a Indias los frutos de su suelo y de traer a las puertas de sus casas el oro y la plata de la América sin perder para estas participaciones del arbitrio de los comerciantes de Cádiz; un proyecto que por medio de su franquicia, y de la minoración de los derechos reales multiplica la extracción de nuestros frutos, y el retorno de los de indias, con notable fomento del comercio de fletes y de la marinería, y con mayor número de embarcaciones mercantiles un proyecto que difunde por todas las provincias de la Nación una mitad o algo más de lo que antes se encerraba en solo Cádiz; un proyecto que con el riego fecundo de los metales debe hacer exceder la industria en todas partes, mejorar las artes, ampliar la agricultura y hacer manar a toda España en abundancia; un proyecto, en fin, que debe hacer huir de nuestro terreno el ocio, y la mendicidad, desbaratar el estanco que se atribuía a Cádiz en perjuicio de las demás provincias de la Península y ponerlas en la dichosa posesión de una riqueza a que tenían igual derecho todos los que merecían depender de un mismo Soberano.
Tales son las ventajas con que convida el plan de libre comercio, en quien hasta el nombre es halagüeño: nombre por cuyo sonido hemos visto arrimarse a muchos al partido de este comercio, sin dar más razón de su opinión que la agradable consonancia de aquel dulce adjetivo. Y tales son de hermosos los lejos de esta pintura, que mirada a cierta distancia es casi imposible que no gane el corazón a cuantos le entreguen los ojos. Pero examinada de cerca, trasladada del papel a las manos, puesta en uso, y empezada a tantear hace ver la experiencia, superior a todo raciocinio, que las ventajas son pintadas, y que ni el Rey ni la Nación ni el comercio, ni las artes han mejorado su causa desde que rige el comercio libre.
Lejos de haber prosperado el comercio y los demás ramos de nuestro terreno, todo ha decaído notablemente. Esta misma libertad tan fértil en conveniencias para nuestra Nación, ha sido la causa del exterminio a que ésta ha sido conducida. La misma libertad que se ha dado para que hayan navíos a Indias desde todos los puertos habitados, ha causado el perjuicio de una concurrencia fuera de los límites convenientes, que así es nociva al cargador español como al americano.
La concurrencia de vendedores, cuando es superior al número de los consumidores necesariamente induce a la baratura y llega hasta el punto de envilecer las mercaderías. Por el contrario, cuando el número de consumidores es superior al de los compradores da una alta estimación a todo lo que se vende, y no es raro que lleguen a medirse las ganancias por la codicia del vendedor. En Indias donde la mayor parte de lo que conducen los cargadores es negociado con dinero a la gruesa, tomado el riesgo para pagar en los puertos del destino es doble el quebranto que ocasiona al cargador hallar provisto el lugar de feria: porque le van corriendo los intereses del dinero hasta que satisface, o le embargan la hacienda y se la vende a un precio ínfimo; y como unos buques se suceden a otros, y nunca se verifica escasez, no queda el arbitrio al cargador de reservar su factura hasta mejor tiempo, porque todos son peores, o porque teme que cesen las modas que se sustituyen continuamente y queden por los suelos dos o tres millones de pesos de una semana a otra.
Síguese a esto la quiebra de unos y otros por el enlace que todos forman entre sí, hasta venir a dar al prestamista que es el tronco o la raíz de todas las progresiones que se van derivando de su dinero; y no pudiendo pasar de aquél, sucede que el daño que cualquiera de las quiebras que acontece entre españoles, disminuye el fondo del comercio, porque no puede verificarse que vaya a dar la falla de uno de nosotros a las potencias extranjeras. La razón es clara, porque saliendo de España en plata y frutos el valor total de lo que recibe de las demás naciones para el abasto de los dos reinos, se pierde después de hecho el trueque alguna parte de este capital, lo pierde nuestro comercio a diferencia de aquellas naciones donde se hace el comercio en comisión, o donde se emplea todo en fomentar las manufacturas del país (como en Francia), pues entrando por este medio en manos de los obreros el dinero que sale de los comerciantes, aunque pierdan éstos las manufacturas que conducen a expender fuera, siempre queda en el seno de la Nación el respectivo fondo en metal, y sólo viene a perder el equivalente en efectos y las ganancias de su transporte. La España lo pierde todo: porque el dinero que dejó por pagar un comerciante a otro, como no viene de Indias, no vuelve a ir, nunca más vuelve al círculo y disminuye el capital en otra tanta suma.
Es nociva la concurrencia dicha al comerciante vecino de Indias, porque receloso de que la sucesiva navegación de tantos buques ha de menester siempre la abundancia en el mismo o mayor pie, teme perder hasta en lo que compra muy barato; y así sólo lo ejecuta de lo más preciso para el despacho diario, queriendo más bien tener su caudal en inacción que exponerlo a una pérdida probable por una ganancia incierta y contingente. De manera que ni al comercio español ni al de América puede ser de provecho una franquicia absoluta e ilimitada que cree más número de comerciantes que el que sufre la población de España y el consumo de las Américas.
Que la Real Hacienda no ha adelantado sus intereses lo demuestra la experiencia y lo persuade la razón. Los derechos no se han multiplicado, antes bien han padecido notable disminución. E1 de toneladas, que formaba un renglón crecido, se ha suprimido enteramente; el de extranjería se ha extinguido; y los restantes han sufrido una considerable rebaja. Los gastos del erario se han aumentado notablemente de resultas del comercio libre; cuando se hacía el de indias en derechura desde Cádiz bastaba un moderado número de empleados en la aduana y en el resguardo; y hoy que se halla disperso aquél en varios puertos; ha sido necesario aumentar considerablemente el número de oficiales, y aún no bastan para dar pronto expediente a la habilitación de un buque por la escrupulosa detención con que han de reconocer y apreciar toda su carga en vez que en lo antiguo la cinta daba sumado el importe de los derechos de cada factura sin necesidad de abrir fardos ni ocupar la mitad de la gente. Los resguardos de los puertos han necesitado proporcionar refuerzo grande de empleados, que hace triplicado el gasto del erario; conque sin haber aumentado la Real Hacienda sus emolumentos, se halla gravada con este exceso de gasto.
La Nación en común no puede haber adelantado mucho con este nuevo proyecto, cuando vemos que ha sido perjudicial al comercio: porque teniendo sus relaciones con este cuerpo todos los ramos de un Estado, necesariamente han de participar de los crecimientos o desmedros que aquél experimente. Veamos en primer lugar si el comercio libre ha adelantado nuestra agricultura.
No dudamos que si la Nación hubiese aumentado sus cosechas, o adelantado su despacho por los auxilios de un comercio franco, le sería muy conveniente esta libertad, y deberíamos sentir que les hubiese estado vedada por espacio de tres siglos. El incremento de nuestras cosechas nos produce el mismo interés que la transportación de los frutos a América; esto es, el ahorrar plata acuñada en la compra de efectos que hemos de tomar de la Europa, Asia y África para nuestro surtimiento y el de las Américas.
Las cosechas de nuestro suelo nos valen todos los años tres millones de pesos en efectivo por otros tantos que vendemos a los extranjeros en vino, aceite, lanas, pasas, almendras, naranjas, sosa, barrilla, etc., a cambio de lo que nos traen a nuestros puertos; y otro millón de pesos que remitimos a la América en estos mismos efectos y se nos retorna en oro o frutos, nos deja en posesión de cuatro millones que deberían pasar a los extranjeros si no tuviésemos esta casta de moneda de subrogar a la acuñada; por lo tanto si el sobrante de nuestra cosecha alcanzase a pagar todo lo que necesitamos de afuera podríamos ahorrar toda la plata y oro que recibimos de las Américas. Pero la libertad del comercio, después de no tener influjo directo en el fomento de la agricultura, ha aminorado mucho la población de España; con lo que lejos de aumentarse la labranza de nuestros campos, nos ha robado una multitud de brazos que tienen atrasada nuestra agricultura en otra tanta cantidad. No hay duda que el comercio libre no ha coadyugado en nada al aumento de nuestras cosechas; las mismas especies y cantidades que se criaban en nuestras campiñas hasta el año de 78, son las que se producen en el día; no se ha adelantado ninguna; y la diferencia de las cosechas actuales a las de ahora 15 años consiste en ser menores las del día por serle igualmente el número de labradores. Pero suponiendo que se diesen en grande abundancia, es evidente, que teniendo asegurada la venta de nuestros frutos a las puertas de nuestra casa sin necesidad de salir con ellos fuera, no podemos comprender en qué aprovecha a la agricultura, que se haya habilitado diferentes puertos, con muchos buques que conduzcan nuestras cosechas a las Indias. Porque si no pretendemos en ganarnos, debemos conocer que lo que tiene cuenta a la nación es comprar de fuera lo menos que sea posible, y permutar mucho. El cambio se hace con efectos de dos naciones en que cada una se desprende del sobrante de su suelo por adquirir lo que no tiene; y las compras se hacen por medio de signos numerarios de plata y oro, que evacuan la España de estos preciosos metales que es su mejor patrimonio. Mientras más despacho tengan nuestras cosechas para Indias, menos porción podremos cambiar con los extranjeros, y más cantidad de plata habremos de ponerle en las manos. Es verdad que conduciendo a indias nuestros frutos, rendirán mayor ganancia y su importe, retornado en moneda o especie, podría vivificar nuestra agricultura; pero esto mismo se consigue por medio de mercaderías. Con ellas se traen frutos y moneda de indias, y no se imposibilita la nación de negociar sus frutos con el extranjero y de conservar el metal que es lo que le interesa.
Si nosotros no tuviésemos modo de dar salida a nuestras producciones, o éstas fuesen mayores que las que se necesitan en Europa, sería un proyecto útil abrir muchos puertos en España que facilitasen el transporte de nuestros frutos o donde lograsen buen despacho; pero sobrándonos compradores y faltándonos qué vender, de nada nos sirve tener puertos y bajeles por donde transmigrar las cosechas de nuestra campiña. Lejos de esto, es cosa bien obvia que mientras más escasean nuestros frutos, recibirán mayor valor en la Península y esto acarreará uno de dos males: o que el extranjero las solicite en nuestros países, o que nos encarezca sus manufacturas.
Por estos principios, si fuese posible vedar absolutamente el embarque de nuestros productos para indias, se llevaría el extranjero aquel millón o millón y medio de frutos que dejamos de embarcar, y la plata que hoy extrae en su lugar, quedaría entera en nuestro círculo. Pero siendo indispensable que la nación entera tenga el derecho de comerciar sus frutos en América siempre será evidente verdad, que mientras más embarque para allá, menos permute acá y por esta regla no se debe prohibir este comercio de Indias a la nación, ni se debe aspirar a que crezca con exceso: y el medio de estos dos extremos es tolerar el comercio de Indias a la Nación pero sin anhelar demasiado en evacuar la España de lo que necesita el extranjero. No obstante, si nosotros no nos engañamos demasiado en nuestros modos de pensar, ha de ser preciso conocer que al labrador español es un arbitrio inútil tener muchos buques que puedan conducir a Indias lo que coseche en su terreno. Son carreras tan opuestas las de arada y las del comercio que ninguno las reúne en su persona ni esperamos ver esta sociedad. E1 verdadero labrador ciñe sus conocimientos y ocupa todo su tiempo en el cultivo de la tierra; y su apego, sus costumbres, su sencillez, y para decirlo de una vez, su rusticidad, lo alejan del bullicio y laberinto de la marina y lo hacen detestar esta carrera.
Ambas profesiones requieren un estudio práctico de sus mecanismos y piden una serie de actos repetidos que enseñen el arte a los que han de destinarse a su ejercicio. Esta doble atención a dos profesiones diversas ni es para todos ni se puede desempeñar sin muchos fondos, éstos escasean tanto en la campaña que nuestros labradores necesitan por lo común que se les anticipe una parte del valor de sus cosechas para poderlas alzar de la tierra. Los más tienen que ocurrir a los Pósitos de sus pueblos a que se les socorra con trigo para sembrar; y casi todos malogran el precio de su sudor por verse obligados a contratar en flor el fruto de sus haciendas, por no poder esperar a venderlo con estimación en el invierno. En Málaga, puerto de mar habilitado, y no de los más famosos de comercio se ve todos los días andar los viñateros y los huerteros de puerta en puerta, brindando con la venta de sus cosechas a un precio inferior por que les presten 200 ó 300 pesos. En tierra adentro abundan estos contratos en todas las estaciones del año; son pocos los que manejan el caudal bastante a preparar la tierra, sembrarla, levantar los frutos, y aguardar a venderlos a su tiempo; por lo mismo son poquísimos los labradores que sean capaces de embarcar de su cuenta lo que cosechan y menos los que quieran destinarse a hacer este comercio. Es empresa demasiado gravosa para un labrador bajar al puerto de embarque con sus frutos, ponerlos en almacén, tratar el flete, correr las aduanas, desembolsar los gastos, embarcar su carga, consignarla en Indias, esperar a su venta, cobrar el retorno y conducirlo a su casa.
Estas son unas operaciones que en primer lugar requieren tiempo, necesitan de instrucción, y exigen gastos no pequeños. A1 labrador es demasiado costoso dejar su casa y numerosa familia por dos o tres meses cada año, y bajar al puerto a negociar las prolijas diligencias de un embarque para Indias. En el momento que se resuelve a desamparar su cortijo y lo entrega a un capataz, empieza a sentir pérdidas y su ausencia por algún tiempo, bastaría para dejarlo arruinado. Las labores del campo necesitan más que otras la presencia del amo y una vigilancia continua. Sus tareas no se expiden sin un número de 30,40 ó 60 operarios, a quienes es preciso celar a toda hora y estarlos proveyendo incesantemente. Cualquier abandono o descuido que se tenga en esto, malogra todo el provecho que se debió esperar. Sin embargo si hubiese un labrador que pudiese sustituir su presencia en el campo con la de una persona de toda la confianza necesaria; y que caminase a la capital una vez en cada año a registrar sus frutos para indias abandonaría este giro brevemente. Este hombre sacado ya del sosiego y de la libertad del campo, trasplantado entre el bullicio de una capital, precisado a tomar alguna parte de su lujo, y obligado a recorrer las oficinas y casas de comercio haciendo contratos marítimos, estaría fuera de su centro, abominaría aquella vida, suspiraría por volverse a su aldea, se confundiría con la muchedumbre de atenciones a que tenía que prestarse, necesitaría valerse de una guía que lo condujese, no sabría ni aún hablar, no entendería los términos de lo que se hablase, preguntaría a todos y al cabo se avergonzaría y se afligiría y partiría aburrido para su casa persuadido a que no era para él entrar ni salir de aquel laberinto. Hombres muy civilizados nacidos no lejos de los puertos, viven sin saber lo que quiere decir policía, avería, baratería, falso flete, registro, marchamo, consulado dos riegos, etc. y generalmente todos los que no han practicado el mecanismo de un embarco o desembarco, se aturden de verse en una aduana y se consideran peregrinos dentro de su misma patria. Pero no es esto lo más; una negociación a Indias, repetida todos los años, no puede entablarse por ninguno sin sentir un escritorio sin valerse de libros y dependientes para anotar con menudencia y separación los costos, las órdenes, y las remesas de lo que va y de lo que viene; y ésto es ya levantar una casa de comercio y abjurar la agricultura y la vida campestre, porque son ocupaciones tan opuestas la labranza y el comercio como el sacerdocio y la milicia.
Cada uno de estos objetos requiere un profesor que se haya educado en la teórica y práctica de su doctrina, que se sujeta de día y de noche a manejar lo que ha aprendido. Aún los que se han ejercitado en una de las dos carreras muchos años, se quedan sin saber más que imitar lo que ven a otros; y mueren infinitos sin haber adelantado un paso sobre lo que han visto practicar. Entre los del comercio son innumerables los que no saben más que comprar y vender (que es oficio de buhoneros) y pasan la vida sin haber hecho un análisis de los efectos que manejan, sin haber apurado un problema de comercio, y acaso se mueren muchos sin haber sabido la esencia de un contrato de fletamientos, las leyes de una compañía, las restricciones de un préstamo a interés, las condiciones de un seguro, las distancias de los lugares, los puertos de mar, los derechos del Soberano, y en una palabra los precisos elementos del arte que ejercitan.
Es verdad que no es absolutamente preciso que un labrador se convierta en comerciante para poder embarcar a Indias los frutos de su cosecha; porque por medio de un comisionista puede expedir este negocio sin moverse de su casa. Esto es así; pero no es más que una cosa posible que pocas veces tendrá efecto. La economía en cualquier clase de tráfico, es el ramo más frondoso y de mejor fruto de que se ha de aprovechar el traficante; sin ella no hay ganancia que pueda vernos medrados; y ella es tan esencial a la industria de un comerciante, que es la maestra de este arte y la depositaria de sus riquezas.
Un ahorro de ciertos gastos menores, una exactísima diligencia, una buena oportunidad, un rasgo de viveza, una cautela, un poco de dolo bueno, hacen a veces todo el lucro de una negociación. Es común en los que labran edificios, venderlos después de acabados por una cuarta o sexta parte menos de su valor legítimo, y ganan no obstante mucha plata. La economía, que es parto de la sagacidad y de la vigilancia del amo, es una ganancia de la mayor consideración, y precisamente ha de carecer de ésta el que negocia por mano de otro. Esta es una verdad experimentada por todas las clases del Estado. Los hombres todos la conocen, y todos sienten no poder ser mayordomos de su propia hacienda y agentes de sus negocios. Pocos ricos serían pobres en este caso, y véase aquí la primera pérdida que sufre un labrador negociando por mano de un tercero. Si después de esto le sucede que su apoderado quiebre, o le usurpe una remesa, ya es perdido para siempre y no recupera aquel quebranto. E1 comerciante verdadero, aunque pierda todo lo que embarca en una expedición o le salga fallida una dependencia trae empleado su caudal en una multitud de empresas que le dejan el todo o parte de lo que perdió en una; y se compensa de ésta con aquélla quizás dentro de un mismo año.
Pero cuando pudiésemos suponer que fuese compatible a un labrador el oficio de comerciante por medio de un comisionado, bastaría para esta clase de comercio que hubiese un puerto a donde enviar sus frutos a embarcar, y le son útiles los que se han abierto en la Península; por que habiendo en todos ellos barcos menores que conduzcan al de Cádiz lo que se cría en todo el reino, poco importa al labrador que Cádiz esté más o menos distante de su hogar, si ha de correr con este encargo un vecino de aquel puerto con título de apoderado.
La habilitación de muchos puertos en España vendría a ser útil al cosechero, si él hubiese de hacer por su misma persona, el comercio directo con las Indias, o si no tuviese derecho de embarcar su cargamento en Cádiz como cualquier comerciante; pero habiendo de negociar sus frutos por medio de comisionistas y teniendo a su favor una orden expresa de S.M. para que se reserve una tercera parte del buque en todas las expediciones o armamentos para los vecinos labradores, es visto que para comerciar con las Indias tienen bastante con un puerto, y le son inútiles los demás habilitados. Para que se perciba mejor esta verdad, tráigase a consideración lo que sucede con los frutos de las ciudades del Puerto de Santa María, Jerez, y Sanlúcar de Barrameda, situados a dos, cuatro y cinco leguas de Cádiz. Véase qué uso han hecho estas tres ciudades (las más fértiles y abundantes en viñas y olivares) del derecho de embarcar sus frutos para Indias desde su descubrimiento; y hallaremos que a excepción de uno u otro labrador, que por vía de ensayo, ha hecho alguna vez una remesa, los demás han reducido su comercio a llevar a Cádiz sus frutos a vender, o a guardarlos en sus almacenes hasta que llegasen a comprarlos a sus puertas los vecinos de aquel comercio. Los que alguna vez se han adelantado a remitir de propia cuenta los frutos de sus cosechas a las indias han sido los primeros que detestaron esta negociación y se recogieron a Cádiz a participar de las ganancias de América por segunda mano. Estas tres ciudades abundan en las proporciones necesarias para conducir sus efectos al embarcadero, a menos costa que todas las demás del reino; todas tres son puertos de mar, o tienen río navegable por donde exportar sus cargamentos, sin necesidad de recuas ni carretas; la que más dista de Cádiz, que es Sanlúcar, apenas cuenta cinco leguas de camino; en el mismo día en que dan a la vela de estos puertos los barcos de su tráfico, pueden transbordar su carga en los buques de comercio; los más de sus labradores son vecinos de conveniencias; tienen corresponsales o parientes en Cádiz; (pueden) enviar sus frutos a Indias a la consignación de un hijo o de un hermano; pueden anticipar sus angustias los costos del embarque; hallan con facilidad dinero a riesgo sobre sus mismos frutos; y a pesar de estas bellas proporciones con que no pueden contar los vecinos de la Mancha, ni los de las Castillas, y menos los montañeses no vizcaínos, es hecho cierto que ninguno comercia en derechura sus efectos en las indias, o que es muy raro el que lo ejecuta. Todos ellos hallan sus Indias en Cádiz. Esta ciudad los habilita con caudal, si lo han menester, para lograr sus cosechas; les compra a plata de contado cuanto conducen a vender en cualquier tiempo del año; salen sus vecinos a buscarlos a sus lagares; y levantan de allí las producciones de la labranza, sin que el cosechero salga de su casa; y éste se contenta con la ganancia que se le pone sobre la mano a pie quieto, y vuelve animoso a labrar su tierra para otro año, dejando al comerciante el aumento de aquella ganancia, en premio de su afán y de su industria, de que no entiende el labrador.
Así se ha gobernado el comercio de Indias (desde) su conquista; y aunque la costumbre de errar no da derecho para persistir en el error, sería aventurado querer desarraigar un sistema tan envejecido, dado caso que fuese errado; pero teniendo ciencia cierta de que en esto no hay error ni engaño y que sólo lo ha habido en figurarse que lo había; cuando hemos visto a tres ciudades de las más ricas de España abjurar la negociación a Indias que les es tan fácil y sobre todo cuando hemos experimentado en los 15 años que tiene de fecha el comercio libre, que no contribuye éste al fomento de la agricultura, ¿qué esperamos para prescribirlo?
La abundancia de puertos habilitados para el comercio de indias no trae otra conveniencia al labrador que la de tener más a mano quien le compre su cosecha; es decir, que si necesita en aquel tiempo enviarla a Cádiz, desde Sevilla, Málaga, Almería, Barcelona, Santander o la Coruña, hoy se excusa este gasto, y tiene dentro de estas mismas plazas negociantes de la carrera que se las compren en sus bodegas. Esto es así; pero este labrador que antes iba a vender a Cádiz lo que hoy vende en Santander, lo vendía en Cádiz con el aumento de precio que le costaba el porte desde Santander a Cádiz, a la manera que el que vende en Indias, carga sobre lo que vale en género al pie de fábrica, los portes, las aduanas, los premios y los riesgos. Si aquel mismo montañés quería vender en su casa, sabía cierto que había de llegar a su puerta el cargador a Indias a comprarle; con que de nada sirve al labrador tener el puerto de embarque a dos leguas de su hacienda. Pero supongamos que ahorra aquellos gastos menores, y busquemos la diferencia del lucro con los precios a que hoy vende, cotejados con los anteriores a que vendía en Cádiz. Sea enhorabuena verdad que hoy ahorre un labrador un 6 por ciento en vender en el puerto de su inmediación; supongamos que en Cádiz no encuentra el compensativo de aquel 6 por 100, sino que ha de vender en ambos puertos a un mismo precio; y veamos sobre esta hipótesis monstruosa que le tiene más cuenta al labrador, vender hoy en su provincia con este 6 por 100 de ahorro, o vender en Cádiz cuando no había comercio libre. Cualquiera que tenga mediana tintura de lo que es aquel comercio, responderá sin detenerse que las ventas de aquella época, donde quiera que se hiciesen ofrecían un 25 por 100 de más ganancia al vendedor que la que hoy se hacen en el lugar de cría. La ganancia no sigue al suelo del contrato, no es parte de Cádiz o de Santander sino del vigor del comercio. E1 buen despacho que tenía en Indias las mercaderías, el alto premio que costaba la moneda, el valor de los fletes, los derechos de toneladas y en una palabra el conjunto de la ordenanza antigua eran las causas eficientes de las ganancias que hallaba el cosechero en Cádiz. Hoy se encuentran los compradores más a mano y éstos hallan la plata al 12 por 100 y aún menos. Entonces corría a 25 y 30 para Nueva España, y cincuenta para Lima; costaba 85 pesos el derecho de cada tonelada en ropas para Veracruz y Guatemala; al derecho de palmeo cinco y medio reales de plata y 10 maravedíes de almirantazgo por cada palmo cúbico de fardo o caja. La nao de construcción extranjera pagaba como por vía de 44 ducados de plata fuerte cada tonelada de ropa. Finalmente se pagaban derechos de visitas, reconocimientos, habilitaciones, licencias y otros comprendidos en el Real proyecto del año de 20 que ascendían a millones de pesos y los lastaba el comercio en Cádiz.
Hoy están abolidos todos estos derechos, y el premio de gruesa corre a un precio ínfimo, nunca visto en el comercio. El ahorro de todos estos gastos, que ha ido quedando en la bolsa de la Nación, debe haber multiplicado sus ganancias; le debe haber enriquecido sobre manera; y de estas grandes ventajas ha de haber participado el labrador. Así pareció que sucedería pero la experiencia ha mostrado lo contrario: ha hecho ver que fueron ilusiones y una sombra, o un fantasma todos los planes de combinación que se levantaron sobre este punto; nos ha patentizado que e1 acercar naves a las puertas de los labradores no es el medio de fomentar las campiñas; que el depósito del comercio de Cádiz ofrecía mejores ventajas; que ni el derecho de toneladas, ni el del palmeo, ni todos los otros de que estaba pensionado el comercio, impedían que el labrador vendiese más y mejor que después de extinguidos aquellos derechos; que el cosechero entonces sacaba el gasto de los portes, el principal y una razonable ganancia; y que ahorrando hoy los costos de aquella conducción, apenas sacaba el capital; con que es claro que el comercio libre de 15 años no ha restablecido la agricultura de nuestra Península, que fue uno de los objetos de su institución. No nos cansemos, los frutos de nuestras campiñas han adelantado cuanto necesitan con tener, como tienen asegurado su despacho dentro de la Europa. No depende su venta de que se naveguen para Indias mientras el fabricante extranjero venda en España sus manufacturas, la España tiene vendidos sus frutos a buen precio. Viniendo a nuestros puertos en derechura 26 millones de pesos en efectos, y vendiéndose estos mismos por el extranjero en Cádiz, la España tendría seguro comprador a 10 millones de pesos si los puede producir su suelo. Como entren aquellos 26 millones y salgan 19 ó 20 para Indias, poco importa al labrador que vayan por la vía de Cádiz solamente o por media docena de puertos. El no sólo venderá bien sus frutos, sino que irán a quitárselos de las manos, del modo que sin mover los cueros de Cádiz, vienen los habitantes del Báltico, y se los llevan; y sin que salgan de sus casas los labradores de Málaga, les sacan de ellas el limón, la naranja, el vino, el aguardiente, la pasa, y la almendra; con que si la España no es capaz de criar la mitad de lo que puede vender para fuera, ¿qué mejores Indias apetece qué falta le hacen los puertos habilitados de América para dar salida a sus frutos?
Que necesita de fomento la campiña española es una verdad infalible; pero que el libre comercio no ha contribuído, ni puede contribuir a su fomento es otra verdad de igual tamaño. La prueba evidente de esta verdad se halla en los precios a que hoy corren en Indias los frutos de España, comparados con los que tuvieron hasta el año siguiente a la declaración de la paz con Inglaterra. Como la publicación del libre comercio, y el rompimiento de guerra con esta potencia fueron sucesos coetáneos, no se empezaron a sentir los efectos de aquella disposición hasta el año de 84 en que las Américas se hallaban provistas y repuestas de la escasez que había inducido aquella guerra. Libre y abierto desde el año de 83 el comercio de las indias por virtud de la paz con los ingleses continuaron sin intermisión nuestros buques, conduciendo frutos y mercadería sobre el pie del nuevo reglamento; esto es, por registros sueltos y sin más pensiones ni gastos que los del almojarifazgo y alcabala por el valor de los aranceles y haciendo las ventas de frutos en las tres especies de aceite, vino y aguardiente, hallaron que la botija de media cuyo precio ordinario había sido de 20 reales de plata o de 16 cuando menos, tenían que rogar con ellos por 10 reales y aun por 8; que la pipa de vino carlón de 6 barriles acostumbrados a venderla por 90 pesos antes del comercio libre, valía en el año de 84 sesenta, que el barril de vino blanco de jerez y Sanlúcar vendido hasta aquella fecha en 22 a 24 pesos quedaba por doce; que el aguardiente prueba de Holanda estimado hasta entonces en precio de treinta y ocho a cuarenta pesos valía en la nueva época veinte y dos; de suerte que a los dos años de estar en ejercicio el libre comercio habían perdido de estimación los vinos de Cataluña un tercio de su valor y los de Andalucía, el aceite y el aguardiente una mitad. Corrieron a estos precios nuestros frutos por tiempo de diez años subiendo o bajando una cosa muy corta; pero en el año de 1794 (en que escribimos) sin embargo de la guerra con la Francia, bajó hasta nueve pesos después del comercio libre, y a 17 el aguardiente que había valido 22; con que sobre la pérdida que habían sufrido estos dos renglones, hasta el año de 84 se les aumentó la de un ciento por ciento al vino de Málaga, y la de cerca de un 25 al aguardiente.
Este es un hecho y evidente en que no hay que poner duda, y de que hemos sido testigos de vista; y supuesta su verdad, dígasenos cuál es la ventaja que ha traído a la agricultura de España el proyecto del comercio libre.
Fuera de esto, el franco comercio no ha servido que amplificar, mejorar, no simplificar nuestra labranza que son los objetos a que se debe encaminar el fomento que se procure lejos de esto ha contribuido a lo contrario. Para amplificar nuestros cultivos, sólo tenemos necesidad de brazos, y éstos los corta el sistema actual del comercio. Son precisos hombres que prolifiquen con abundancia, y el libre comercio nos arrebata los mozos más robustos, y les da mujeres propias en América. Es preciso un auxilio extraordinario, una habilitación, máquinas, dinero, etc. y el comercio que es el cuerpo poderoso de quien se debían esperar estos socorros, no puede con su carga y está exhausto de fuerzas; el libre comercio ha sustraído de la campaña otros tantos jornaleros cuantos marineros ha creado; con que un proyecto que arranca de la nación la flor de la juventud, que quita obreros al campo que dificulta los auxilios, y que extingue las ganancias precisamente ha de aniquilar la agricultura. Resulta de esto, que por no haber vendido para el norte el vino que ha navegado a la América en estos diez años, hemos pagado al extranjero en pesos fuertes y onzas de oro, lo que valdrían estos mismos vinos, cambiados por mercaderías de Europa; y véase aquí una segunda pérdida no menos dolorosa que la de la agricultura. Pero digamos ya alguna cosa de la pérdida que siente hoy nuestra población comparada con la del antiguo sistema.
La misma facilidad con que se entran nuestros patricios a esta carrera, y el lisonjero semblante con que ella se deja ver por donde se nos escapan innumerables mozos, que estarían mejor tirando de un carro, o de una azada, y que acaso no nacieron para otra cosa. E1 Código de Leyes de indias, las ordenanzas de la Audiencia de contratación y las de los consulados, conociendo desde los principios el perjuicio que resultaría al Estado;. y al comercio de que fuese libre a cada uno meterse por las puertas de esta carrera en el día y punto que se le antojase, como se está verificando en el día, prescribieron ciertas formalidades de mucha sustancia para arreglar por ellas esta distinguida república. Las Leyes de Indias miraron a este gremio con todo aquel aprecio a que lo hace acreedor su importancia, y para mantener su esplendor acotaron la entrada a sus alumnos por un conjunto de calidades que hiciesen conocido al pretendiente en nacimiento, costumbres, y fondo de caudal. No parecido decente a nuestros Soberanos depositar una porción de la fe pública que ha de correr por las manos del comerciante en unos hombres de incierto origen de extracción infame, de perversas inclinaciones, y de ningún capital. La averiguación de estas calidades se ejecutaba por los tribunales de la contratación y consulado en contradictorio juicio con el fiscal de aquella Real Audiencia, a vista, ciencia y paciencia de todo el cuerpo de comercio de indias a quien no era fácil se ocultase quien era cada uno. Este mismo comercio, como interesado en que no se le incorporase un hombre desigual que lo afrentase, un miembro podrido que lo inficionase o un casi mendigo que se prostituyese a una sórdida ganancia, era un fiscal de suma rectitud que celaba las puertas de su entrada. E1 examen de aquel tribunal y la vigilancia del comercio formaban un muro de seguridad en que se defendía este gremio de los asaltos de los vagabundos, y reservaba a solos los dignos las prerrogativas de pertenecer a un cuerpo el más antiguo, el más importante y el más poderoso de un Estado. Semejantes requisitos no podían concurrir fácilmente en toda clase de personas y la precisa circunstancia de estar como estancada en el consulado y la contratación, la potestad de admitir en este gremio a los que pretendían ser de su matrícula, facilitaba a este comercio, el poder mantener su decoro, conservar su pureza, y resguardar su propia hacienda. La concurrencia de tantas calidades en los que habían de alistarse en el comercio, hacía que la carrera de las Indias estuviese como adjudicada a un cierto número de jóvenes que se criaban al lado de los ancianos de esta comunidad. Ella les daba su fomento, les enseñaba el arte, y manteniéndolos a su vista sin poder salir al mundo mercantil hasta estar probados en idoneidad y hombría de bien, se podía señalar con el dedo el que no correspondía a su educación. Cada casa de comercio era como un seminario donde se educaban a la par tres o cuatro mozos que con el tiempo habían de subrogar a sus mismos patronos. Estos mismos mozos se tomaban ordinariamente de la familia del que lo recibía en adopción y en su defecto de los paisanos de este protector; y como todas las provincias de España tenían parte en este comercio, estaba como repartido entre todos el derecho de negociar en Indias. Siendo las Andalucías las que llevaban la menor parte.
Estos mozos al paso que recibían de sus patronos una enseñanza cristiana, y que eran criados en grande sujeción y humildad iban tomando escuela teórica y práctica en el comercio. Luego que eran maestros en el arte, y que habían sido probados en fidelidad y hombría de bien les daban sus amos una parte del giro de la casa o los enviaban a Indias con sus facturas, con lo cual se matriculaban en el comercio en clase de factores o en la de cargadores, y comenzaban a manejarse por sí, sin dejar de depender de sus protectores. De este como seminario se componía el cuerpo del comercio en aquella feliz época, y por medio de un sistema tan prudente como bien combinado se lograba saber a punto fijo quién era cada uno, cuál su fondo, sus costumbres, y sus calidades, que no ganasen la carrera del comercio hombres desconocidos, o desvalidos, y cuantos quisiesen hacerse comerciantes; y con esto concurría que todos o los más contaban con un arrimo o respaldo de que poder ayudarse a los principios; y había entre todos una cierta emulación o pundonor que los empeñaba a ser honrados en competencia.
A estos jóvenes así formados estaba como restringido o encomendado el tráfico de las Indias; y hallándose precavido por las Leyes todo lo posible el tránsito a todo el que no manifestase al tribunal licencia expresa de la Real Persona, se conseguía que las que pasaban para allá volvían a España por la misma utilidad que sacaban de su comercio, el deseo de conservar su buena reputación y abrigo que tenían de sus patronos los hacía restituir a sus casas luego que concluían sus negocios; y si se quedaban algunos de los que navegaban de cargadores, siempre era éste un corto número que no podía perjudicar demasiado a la población; pero los que viajaban de factores volvían casi infaliblemente.
El cargador hacía constar su capital en la cantidad que la Ley ordena y haber usado de esta profesión el tiempo que está dispuesto. E1 mozo soltero que viajaba con hacienda propia o el casado que llevaba a su mujer eran los únicos que podían establecerse en Indias. El que iba de factor y e1 casado que dejaba en España a su mujer tenían precisión de regresar a sus casas a los tres años, y para seguridad de este regreso daba fianzas de volver dentro de aquel término, y las justicias de las Indias y los mismos virreyes y oidores tenían a su cargo compeler a los casados a que se retirasen a España a los 32 meses de hallarse en indias a menos que otorgasen fianza en cantidad de mil ducados de llevar a sus mujeres dentro de dos años.
En todo intervenía la casa de contratación, y para cada cargador o factor que se embarcaba, se hacía un expediente con el fiscal del tribunal, y con esto y con las gravísimas penas impuestas por la ley a los transgresores, y a los receptores con los juramentos que se exigían sobre este punto a los capitanes y maestres con las visitas que se pasaban, antes de su salida, y a la vuelta y lo mismo en los puertos de América estaba hecho un como foso profundo que no daba paso para Indias, a los que no pudiesen alcanzar la compuerta y encargada ésta a la vigilancia del presidente y oidores de la contratación sólo veíamos cometerse aquellos fraudes invisibles de que no se exime ningún ordenamiento civil; en prueba de ser mayores los alcances de la malicia que los de la política.
Hoy podemos afirmar que están abatidos todos estos muros, y abiertos y franqueados los pasos para transmigrar a Indias. Es verdad que siempre está viva la Ley que prohibía este tránsito a los que no acreditasen haber embarcado de su cuenta en efectos de mercadería la suma de 52, 941 reales de vellón, pero como faltan las atalayas de unos tribunales como los de consulado y contratación, y son tantas las puertas de salida cuantos son los puertos habilitados para el comercio y tan numerosos los barcos que salen de ellos, resulta que uno con plazas supuestas de tripulación, otros con empréstitos fingidos de mercaderías, otros con el título de factores y otros infinitos en la clase de puros polizontes, o llovidos, es asombroso el número de europeos que se encuentran en la América. Es igualmente verdad que por el Reglamento del comercio libre está mandado que los capitanes de las embarcaciones, otorguen obligación de volver a España los individuos de su tripulación, y que en Indias se practiquen las visitas acostumbradas para aprehender los desertores y hacerlos restituir bajo de partida de registro.
Pero lo que vemos y sabemos, es que vuelve el que quiere y el que no quiere se queda impunemente. Las visitas de arribadas se hacen muy superficialmente y para cubrir en España el cargo de presentar los individuos de la tripulación, se recurre al juez de Arribada o al Comandante de Marina de los Puertos de Indias pidiendo que se llamen por edictos a los desertores. Decrétase así el Memorias, se fijan carteles, y pasado su plazo vuelve el capitán a pedir certificación de esta actuación y con ella obtiene en España que se le cancele su fianza y queda absuelto del cargo.
Resulta de esto, que el comercio de América en primer lugar está todo encerrado en manos de españoles de Castilla. Que las Artes cuentan por lo menos una tercera parte de sus individuos de origen español; que los gremios de sastres, barberos, peluqueros, y zapateros contienen más de una mitad nacidos en España. Que las campañas de Buenos Aires y Montevideo, están pobladas de europeos, fuera de muchos portugueses que hay en ellas; que las pulperías de que hay una en cada bocacalle, están todas en manos de europeos. Que el clero regular y secular encierra en su seno una porción no pequeña de europeos; que los Ministros Eclesiásticos y los empleos de justicia y Real Hacienda, están casi todos en personas enviadas de España. Que los subalternos de estos mismos cuerpos son en mucha parte españoles; que los regimientos fijos casi no tienen un soldado criollo; y en una palabra exceptuando en las ciudades principales de América, el resto se compone en la mayor parte de oriundos de nuestra Península.
Esta abundancia de europeos en las Américas, nos perjudica por dos lados: nos perjudica en el ramo de población, y nos daña en la minoración de los objetos de comercio. Nosotros nos despoblamos, y siendo menos cada día, se trabaja menos el campo y las artes se necesitan más efectos del extranjero, y más moneda para pagarlos; y llevando a Indias nuestros ritos, costumbres, y economías, hemos hecho cesar en ellas aquel lujo exquisito que hacía valer tanto la carga de un navío mercante de los de la antigua época, como ahora vale la de diez, y a proporción de lo que han bajado de calidad los trajes de indias ha desmedrado el comercio y la ganancia.
De toda esta exportación de gente española a aquellas regiones, es como el vehículo: el comercio libre. El los lleva, y el dolor es que no los trae. El los lleva, y los lleva en tal abundancia que ha llegado barco a Montevideo con tanto número de polizones como el de su tripulación y plana mayor; y otros se han visto precisados a arribar a las Canarias para poner en tierra sus polizones por no morir de sed, o hambre en el viaje. Todos se desembarcan francamente en los puertos de su escala; y a vuelta de media docena de años que han vagado por la tierra, o que han servido una pulpería, o hecho el comercio de buhoneros, ya se apellidan comerciantes, y han dado un individuo más al gremio; se avecindan, ponen casa, abren escritorio (sin saber acaso firmar), se llenan de relación, y pasan seguidamente a obtener los empleos de alcaldes y regidores de los ayuntamientos, mereciendo regentar la jurisdicción Real ordinaria, antes acaso de haber perdido el olor al alquitrán. Otros compran algún oficio vendible; otros se casan al abrigo de una pequeña dote; otros se refugian a la Iglesia, y obrando todos según su mala crianza y peor nacimiento, han metido allí su rusticidad en el vestir, y aquella economía y exceso villanesa a que obliga a los españoles el valor de la moneda. Este es el estado y éstos son en la mayor parte los alumnos del comercio de Indias; un comercio pobre y enflaquecido; un comercio entregado en manos de personas que ignoran los elementos de su ejercicio; y que ignora la República cómo se han metido en el comercio unas personas de quien han recibido pocos años antes el calzado, el vestuario, el alimento, la barba, el peinado, o la más íntima servidumbre. Pero si nuestra población y agricultura se encuentran en mucho atraso por el prurito de nuestros españoles de pasar a Indias no es posible que las artes y la industria hayan hecho el mayor progreso después del comercio libre.

En que se examina si el sistema actual del comercio de
Indias ha contribuido, o es capaz contribuir al
restablecimiento de nuestras fábricas

Basta ver el número tan considerable de hombres que se ha desterrado de nuestros talleres y telares por la vía de Indias para conocer que no puede ser muy grande el incremento que hayan recibido nuestras fábricas. Podrán ser que se hayan mejorado alguna cosa en la calidad de sus obras, y que las del día se pagan a menos costo y mayor primor; pero haberse aumentado su número y crecido las labores por influjo especial del sistema de comercio libre, ni se ha verificado ni puede ser. Mientras no logremos este aumento de manufacturas para que podamos ahorrar la compra de las extranjeras, poco o nada nos aprovecha que se hayan abierto muchos puertos al comercio. Toda la idea de lo que escribieron D. Jerónimo de Ustariz, D. Bernardo de Ulloa, D. Miguel de Zabala, D. Pedro Fernández Navarrete, y D. Sancho Moncada, con el deseo de introducir las artes y las fábricas en la Nación, no busca otro objeto que el de excusar por este medio la extracción del oro, y plata a que obliga la necesidad de comprar afuera nuestro vestuario y el de los vecinos de las Indias. Creyendo estos celosos patricios, que siendo esta necesidad el cauce por donde pasa a las demás potencias el metal de nuestras minas, era la mejor compuerta para detenerlo, levantar fábricas y telares que minorasen aquella necesidad. No hay duda que si fuese posible la realización de esta idea, y ella estuviese exenta de inconvenientes nada sería más propio para conservar nuestro caudal que el arbitrio de estos escritores. No se puede dejar de conocer que establecida nuestra independencia en los ramos de comercio pasivo, a que hoy estamos aligados, nuestra plata sería nuestra, y no tendría el extranjero la gloria de disfrutar las Américas por segunda mano. Pero reservando para después el examen de si trae perjuicios este pensamiento, siempre será preciso confesar que 30 españoles que nos haya extraído solamente el libre comercio en los quince años de su fecha; perjudican más a nuestras manufacturas que todo lo que pueden aprovecharle los auxilios del comercio libre.
En este mismo período hemos sostenido tres guerras formidables. La del sito de Gibraltar declarada en el año de 79. La de los indios alzados en Arequipa, Tinta, Azangaro, el Cuzco, Puno, La Paz, Sicasica, la Plata, Oruro, Paxia, Cochabamba, la que actualmente está encendida con la Francia, tres años antes de la primera tuvimos la desgracia de perder en el desembarco sobre Argel, el número de hombres que es bien notorio. En el Puerto de Santa María perecieron muchas almas. Sobre Orán acabamos de sufrir una mortandad horrorosa; y las epidemias, los terremotos, los incendios, las inundaciones y los naufragios nos están disminuyendo la población continuamente. Con que añadiendo a los muertos el número de 30 emigrados a la América en estos quince años, ¿quién se persuadirá que difícil será el probar que esta falta no ha sido capaz de influir mucho en el atraso de nuestras fábricas?
La espantosa mortandad que causaron los indios de Perú en sus diferentes rebeliones fue todo daño para nuestra Península; porque todo el furor de aquella gente tenía por blanco al europeo. De ellos fueron las casas que incendiaron, los bienes que robaron, y la sangre que corrió en arroyos en los pueblos y ciudades de Oruro, Sicasica, Paxia, Tinta y el Cuzco. Los regimientos de Infantería veterana que pasaron de España a Lima y Buenos Aires a sosegar a los rebeldes se quedaron allá tan así enteros que restituidas a España sus banderas, especialmente la de Burgos, Saboya, Soria y Extremadura, fue preciso levantarlos de nuevo con nuevos labradores y artesanos.
Todo ha sido pérdida para la Nación en la última y penúltima década de este siglo. Ninguno ciertamente ha contado tanta mortandad de españoles desde la toma de Granada; y como estas pérdidas no tienen más que reemplazo que por los matrimonios, y éstos se han dificultado por el establecimiento que se ha establecido en la Pragmática Sanción de 23 de marzo del año de 76, ni igualan las entradas a la salida debiendo ser al contrario.
Conocemos desde luego que el comercio libre no sería un establecimiento indiferente al beneficio, o al progreso de la industrias, si esta misma libertad estuviese exenta de inconvenientes; pero la absoluta libertad con que ha corrido, es el mayor obstáculo que se ha opuesto a nuestras fábricas. E1 comercio libre les da vigor, y el mismo comercio se lo quita, y las destruye. Un comercio franco y abierto desde nuestros puertos a los de indias, ofrece dos ventajas al fabricante; preséntale mayor número de compradores a sus manufacturas, a menos costa, y ofrecerle de primera mano el añil, la grana, los palos de tintes, el algodón, la lana, etc. y haciendo de estos dos comercios dos ganancias puede adelantar, y mejorar su giro. El fabricante y el artesano, a diferencia del labrador, habitan las ciudades principales que siempre lo son las de los puertos de mar, y proporcionándoles esta vecindad, amigos y valedores, les da mayor facilidad para hallar quien los habilite, para acercarse a las aduanas para civilizarse interior y exteriormente, para hacer una compañía, y para desprenderse de una porción de sus manufacturas y echarlas a que corran su riesgo por el agua. Pueden cambiar aquéllas por las primeras materias que lleguen de América a sus puertos, y pueden comprarlas al fiado, o al contado, y siempre con alguna conveniencia. Todo esto puede ser así y por lo mismo creemos que si nuestro comercio con las Indias conservase su opulencia y su verdor sería muy útil al fabricante tener cerca de su telar puertos habilitados para el comercio que le condujesen a Indias sus tejidos y les presentasen los materiales en primera mano. Pero si los comerciantes de la mejor práctica, si los más acaudalados, si los que han navegan personalmente con sus efectos, si los que se han criado con este ejercicio y tienen medido el terreno apenas se costean en el día, ¿qué quedará al sencillo fabricante que sin dejar su telar de vista pretende negociar por un factor? Hará una remesa, y ésta será la última. Perderá su capital y no volverá a levantar cabeza. Ganará acaso un tanto por ciento pero tan corto que al pie de fábrica lo habría ganado igual. Un comerciante de profesión, tomará de este mismo fabricante una cantidad de tejidos, y conduciéndolos a Indias de su propia cuenta podrá ganar un 3% donde el fabricante que haga este mismo trato pierda un seis. El comerciante inteligente a diferencia del simple fabricante surte una factura de 50 piezas de principal con efectos de muchas clases y con distintas especies: si pierde en unos, gana en otros; si en una apenas se costea, en otro dobla el capital: si a uno, no encuentra salida lo cambia por otro: si no puede esto le da en pago de una dependencia: y con estas industrias y economías compensa uno u otro quebranto, y trae su balanza al fiel. El fabricante que sólo hace remesa de los efectos de su telar, y que no sale de su casa, carece de todos estos arbitrios, si no consigue hallar la plaza desproveída y necesitada de sus manufacturas, tiene que malbaratarlas; si gana alguna cosa, se le va el provecho en los gastos y desperdicios a que lo sujeta la mano ajena: y para venir al caso de hacer un embarque necesita traer su caudal por las Indias dos o tres años, correr el riesgo de una quiebra, de un naufragio, y buscar dinero a interés mientras le llega su socorro.
Todas estas pensiones tienen que sobrellevar el que negocia en Indias; y si son tolerables a un comerciante, que o las compensa con sus adelantamientos, o sabe el modo de sortearlas para un artista, o un fabricante que sólo entiende de lo que maneja, todo esto es un caos de confusión, y un quebranto irreparable. Por regla general el salir los hombres de su esfera y remontarse a una región no conocida siempre da materia para el arrepentimiento: y como tampoco son iguales los talentos de los hombres, es común que prosperen unos donde otros peligran, por no ser dado a todos el hilo de oro que halla la salida a los laberintos.
Esto es puntualmente lo que sucede en la práctica. Las especulaciones hechas sobre el bufete y delineadas al antojo engañan con facilidad y cuando vamos a tocarlas con la mano para ajustarlas a sus quicios nos damos con el desengaño en los ojos.
Acerquémonos a la prueba, examinemos a nuestros fabricantes, y sepamos de sus bocas por qué no hacen el comercio directo con las indias, y ellos nos repetirán lo que acabamos de escribir. Ellos nos dirán que les bastaría intentarlo para empezar a sentir quebrantos. Dirán que esto es propio de los comerciantes que lo entienden, y que a ellos está bien no salir con sus deseos, fuera de las paredes de sus casas. Quedemos pues de acuerdo en que siendo verdad que el comercio libre podría ser de momento a nuestras fábricas, le es muy perjudicial en su actual constitución, en fuerza de la excesiva confluencia de mercaderes y mercaderías que ha hecho desaparecer toda ganancia, y conozcamos por la verdad que un comercio limitado y restringido como e1 antiguo que dejaba un tercio de ganancia al mercader, es el arbitrio cierto de que florezca la industria y la agricultura; pero debemos creer al mismo tiempo que si las fábricas no han florecido lo que se desea, no es por falta que haya tenido, del libre comercio, sino por embarazos propios del país que no admiten remedio, ni conviene (acaso) que lo tengan. Expondremos con brevedad lo que sepamos decir en esta materia, sometiendo nuestro juicio al que sea más acertado.

Se demuestra que no es posible fabricar en España la mayor
parte de lo que necesita para su consumo y el de las
Américas. Que trae inconvenientes el extender demasiado
nuestras fábricas; y que no son necesarias absolutamente
para la opulencia del comercio y la nación, ni para el
ahorro de nuestra moneda

Los que pretenden fundar en el fomento de nuestras fábricas, la utilidad principal de toda la España parece que levantaron sus cálculos sin computar rigurosamente la porción de obras que podían hacer en cada año nuestros fabricantes artesanos, y sin cabal idea de las causas que se oponen al logro de este proyecto. No parece que tuvieron presente que si la Península fuera capaz de llenar el cargo de 26 millones de piezas que consumimos y negociamos en Indias todos los años sería necesario para sacarlos de la Nación descuidar la agricultura y salir a comprar fuera las materias primeras, que ningún otro suelo de Europa las puede producir tan apreciables ni en tanto número. Parece que no ajustaron debidamente que aunque no aspirásemos a otra cosa que a copiar la mitad de aquellos 26 millones (que es absolutamente imposible) sucedería que consumiéndolos en nuestros telares, vendría a faltarnos materia para hacer el cambio, y pagaríamos en plata los 13 millones que recibiésemos de afuera.
La abundante cría de materias con que hacer un cambio ventajoso con las manufacturas de Europa, es el objeto que debe llevarse la primera atención de nuestro Ministerio; y para obtener esta rica granjería no necesitamos otra cosa que favorecer la agricultura donde se encierran los frutos que nos toman los extranjeros. Toda la nación española aplicada a la labranza y a las fábricas, no es capaz de criar todas las materias de que necesita, ni fabricar todos los géneros que la América consume; porque en primer lugar es limitado su término, y no es a propósito su clima para toda especie de crías. Estos dos obstáculos son invencibles por naturaleza, y han de traer siempre a la España dependiente del extranjero. Tampoco puede la España imitar idénticamente las manufacturas de ciertas provincias extranjeras, como por ejemplo, los lienzos de la Normandía, los tejidos de pelo, las obras de punto, y otros muchos que son de necesidad indispensable. Aunque dentro de la Francia no se puede fabricar lo mismo en un lugar que en otro; y cada uno se reduce a fabricar lo que le es más proporcionado a la calidad y situación de su suelo y cielo. Las fábricas de medias de España nos suministran otro desengaño semejante. Véase lo que se ha trabajado en este ramo por igualarlo con el estado que tiene en Francia, y cotéjense las obras de Nîmes con las nuestras.
Ningún ramo se ha fomentado más que éste de 20 años a esta fecha. E1 es uno de los más fáciles, menos costosos, el más protegido, y el menos dependiente del clima y del terreno. Para empeñar a los fabricantes en su profesión se prohibió la extracción de medias de Francia para el Perú con lo que se aseguró a los fabricantes el pronto y buen despacho de cuanto trabajasen aunque llegasen a hacer 20 docenas cada año. La seda de que usan ambas naciones en sus medias es de una misma cosecha y los telares son iguales. En medio de esto, es infinita la diferencia en el precio, en el lustre y en la duración. En todas tres cosas aventaja la media de Nimes a la de España; la más rica que va alas Indias se compra por tres y medio o cuatro pesos y estas mismo vale dentro de Barcelona la media de primera; en el lustre no hay qué decir porque no hay cotejo, y el más patriota español solicita un par de medias de Francia para el día que pretende ir más decente; y en cuanto a duración todos saben que la media francesa sufre muchos lavados sin perder de su buena vista cuando las catalanas no se mojan una vez sin quedar deslucidas e inservibles. Lo mismo sucede entre los reinos: la Francia jamás ha podido igualar las bayetas, las sargas, los duraix y los demás géneros de pelo y lana, ni las mercerías y quincallerías de Inglaterra. Tampoco esta nación con ser tan émula de la Francia ha podido imitar los géneros de seda ni los de plata tirada en blanco y dorado; y se distinguen notablemente los que se maniobran en una parte de los de otra, aunque se labren en una misma materia y forma. Los sombreros de Marsella se distinguen notablemente de los de Lión; y los de París aventajan considerablemente a los de estas dos fábricas; pero con esta especialidad que los castores de París exceden a los de Lión, y los medios castores y los de tres cuartas de castor de fábrica de Lión exceden en mucho a los de París; de forma que fabricando ambas ciudades un mismo género, cada una excede y es excedida respectivamente en una de las especies de su comercio; y ambas exceden a Marsella en lo mismo en que aquellas son inferiores entre sí; y París, Lión, y Marsella exceden en sus sombreros a los mejores que se fabrican en España.
Habiéndose conducido a España de Inglaterra, Holanda y Francia a expensas del real erario, fabricantes de paños y tejidos de seda, ni unos, ni otros pudieron lograr que se equivocasen con los de sus respectivas provincias, ni que hubiesen adelantado más que de lo que habían adelantado los españoles siendo auxiliados en la misma forma; de donde parece probarse que no sólo está ligada al talento la perfección de ciertas obras, sino que lo está igualmente al clima, o al terreno.
Estas altísimas e inescrutables disposiciones del Hacedor de los hombres encaminadas a vincularlos y apoyarlos mutuamente vuelven inútiles todos los conatos que empleemos en vivir independientes. Pero con sólo suponer que nos son precisos 20 millones de pesos sencillos anualmente para abastecer la América de manufacturas y frutos de las tres partes del mundo hemos de conocer que ni se pueden criar ni maniobrar en este reino, si no se dilatan los términos de su territorio, y se multiplican los obreros y después que tuviésemos uno y otro nos faltaría clima aparente para algunas de las crías y maniobras por no ser el nuestro a propósito para todas.
A esta empresa si llegásemos a intentarla se seguiría necesariamente el abandono de la agricultura, por cuyo medio logramos surtir a los extranjeros de las materias, primeras que ningún otro suelo de Europa puede producirlas semejantes; y por hacernos fabricantes olvidaríamos la labranza, y este olvido nos obligaría a buscar fuera lo que tenemos dentro del reino en más abundancia y valor que ninguna otra nación, y no pudiendo al fin ni imitar exactamente las maniobras, ni criar lo necesario para ellas vendríamos a perder lo que tenemos y poseemos, por quererlo abarcar todo.
Convengamos, pues, en que es una verdad demostrada que no basta la población actual de la Península para la fábrica de 20 millones de efectos; que no es capaz el terreno que ocupamos de criar toda la materia precisa para aquellas labores; que no es posible contrahacer todo lo que se trabaja en las tres partes del mundo y que dejaríamos sin surtimento a estas mismas de lo que necesitan de España y de América si lo consumiésemos nosotros todo; y en esta virtud nos será preciso concluir que el proyecto de independencia en que se quiere poner a la España, es absolutamente impracticable en nuestra constitución actual, y principio capaz de unas revoluciones en toda la Europa que nos obligase a tener siempre las armas en la mano.
Si no tuviésemos otro modo de vivir más seguro que el de la pura maniobra, como sucede a las naciones del Norte, sería bien que nos empeñásemos en ir venciendo las dificultades que arroja aquel proyecto (si es que son superables) y que por buscar nuestro provecho, desatendiésemos sin ofensa el extraño. Pero cuando la sabiduría del todopoderoso, repartiendo entre sus criaturas los bienes de la tierra, hizo a la España el mayorazgo del mundo, y dio a sus habitantes una posesión que hace dependientes de sus producciones a los demás herederos de esta común madre, no vemos a la verdad qué razón justa puede movernos a desear lo que no tenemos con pérdida de lo que poseemos exclusivamente. Sin contar con las Américas que es un segundo mayorazgo que agregó Dios al primero, con sólo nuestro terreno actual, tuvimos lo bastante hasta el siglo XVI para vivir y para costear la conquista de aquel medio globo y las formidables guerras que le precedieron. En el día sin tener que recurrir al arbitrio de las fábricas, con sólo el manejo privativo del comercio de las Indias, nos sobra todo; y seremos los más ricos del mundo si queremos fomentar las crías de que son capaces estos dos reinos. Críese en uno y otro, todo lo que es posible a ambos. Júntense a las lanas de España, los linos, los cáñamos, y el algodón que puede venir de América, límpiese, cárdese, hílese, y désele en España la primera forma (sin que pueda extraerse en otra) y no nos apuremos por las fábricas. E1 fomento de estos dos ramos de cría nos pueden dar unas ganancias indefectibles, y una ocupación continua a todos los vasallos de esta monarquía, sin quitar a otras el útil de la manufactura. Nosotros poseemos el terreno que ha de dar lo que aquellas han de labrar; y nosotros no podemos criar y fabricar a un tiempo. Tenemos asegurada una venta lucrativa de todo cuanto críe la América y la España, aún cuando se acerque a 15 millones de pesos y nosotros poseemos privativamente el derecho de revender con grandes ganancias estas mismas manufacturas extranjeras. Vendiendo nosotros a los extranjeros todo el sobrante de la cría de España y de América, hacemos una ganancia considerable, y podemos dar ocupación a todos nuestros obreros; comprando, o permutando después estas mismas producciones ya labradas, logramos una segunda ganancia; y revendiéndolas en indias conseguimos la tercera. Demás de esto es también de nuestra particular propiedad el ramo de los fletes, el de los seguros, el de la comisión, y el de los premios marítimos, o de gruesa ¿pues qué más necesitamos?

Todos estos lucros deja nuestro mayorazgo sin necesidad de levantar fábricas. Dándose un fomento absoluto al ramo de maniobra es menester desatender los de cría; y vamos a perjudicar a las demás naciones sin que tenga provecho la nuestra. Para impedir que no extraigan las otras potencias el dinero de nuestro cuño, mejor medio, y más seguro es el aumento de las cosechas que el de las fábricas; con darles nuestros frutos ahorramos darles mucha plata, y no les quitamos el que ganen; y con las fábricas (si fuesen posibles todas las necesarias) se quedarían sin tener como adquirir y nada más avanzaríamos. Para evitar no se nos extraigan de España 17 millones de pesos todos los años en parte de pago de los 26 que nos entran en efectos, lo mismo es darles 18 en frutos y ocho en plata, que comprarles ocho a dinero y fabricar nosotros dieciocho; de ambos modos venimos a ahorrar el desembolso efectivo de nueve millones de pesos que es lo que aspiramos, y hay la diferencia de que labrando nosotros y fabricando los extranjeros ganamos unos y otros, y vivimos en paz; y queriendo usurparnos el ramo de fábricas (suponiendo que fuese posible) nosotros lo lucrábamos todo, y ellos se quedaban ociosos para el comercio, y dispuestos a la guerra, y al contrabando.
No hay duda que el medio más sencillo de adelantar nuestros intereses con tranquilidad, y sin agravio de los vecinos, es abundar en primeras materias cangearlas por mercaderías. De la cría de América nos toma el extranjero seis millones de pesos en el día, y del suelo de España saca tres que son los nueve que ahorramos en metal. Si nuestra agricultura se mejorase, y fomentase en los dos reinos les podríamos dar de 5 a 6 millones de frutos de España y de 8 a 9 de los de América; y en vez de retener nueve millones, retendríamos de 13 a 15, que es lo que vamos buscando. Este modo de adquirir, ni es funesto al extranjero ni opuesto a ningún tratado nacional, ni ofensivo del derecho de gentes; y nos produce el interés de dar más fletes a nuestros buques mercantes, más contribución al erario real y más aumento de comisión al ramo de factoría; porque no es lo mismo para estos tres acreedores tratar en plata acuñada que en mercaderías de América, porque el dinero no deja tanto flete al naviero, tantos dineros al Rey, y tanto provecho al factor como el cacao, el añil y los demás frutos de indias , con que si en vez de 6 millones de estos efectos vienen doce a España, mayor será la ganancia del naviero, la del erario, y la de los encomenderos.

Este modo de conservar la moneda en España no se puede negar que está en nuestra mano, sin necesidad de que nos vengan auxilios de fuera. El labrar nuestra tierra y labrarla bien, pende de nosotros solos. Este es un arte en que estamos enseñados, para el cual no habemos menester que se nos traigan dibujos, maestros, ni utensilios. Todo lo tenemos en la península y todo lo poseemos en plenitud. La Europa toda se puede decir que pende de la España para el abasto de aceite, vino lana, y la América consume de la Europa, Asia y África todo el vestuario y alguna parte del alimento por mano de los españoles exclusivamente. Este maravilloso enlace de todos los vivientes del orbe, para su recíproca dependencia, nos enseña a no desear lo que no nos fue concedido en el repartimiento universal, aún cuando nos fuese posible el conseguirlo; y nos estimula al mismo tiempo a mejorar y conservar lo que nos cupo en suerte. La de España fue ventajosa a las de las demás naciones sin género de duda; porque su terreno cría todo lo que necesita para ella, y lo que no tienen las demás. Con que sólo labrar su terreno, hacer permutas con el extranjero, vender en indias, transportar sus frutos, y volver a cambiarlos, logra una riqueza que la releva de mendigar otros arbitrios.
Pero si estos arbitrios a que aspira no son posibles de alcanzar, será doble error el empeñarse en conquistarlos. Si no se necesita para ser rica del recurso de las fábricas, y no le es dado el establecerlas, en vano es su afán por levantarlas. Uno y otro punto lo hemos demostrado a la evidencia mas concediendo de gracia que sea fácil a la nación el imposible de criar y fabricar dentro de su terreno diez millones de piezas ¿cómo será de creer que las naciones vecinas suyas le dejen gozar en paz. esta ganancia? Si faltasen a la Europa y alas otras dos partes del globo 26 millones de pesos que extraen en cambio de sus frutos y manufacturas, y no les quedase más recurso que el comercio interno de unas provincias con otras, las armas o el contrabando habían de resarcirlo de esta pérdida. El contrabando en este caso tendría más acogida que nunca en nuestros puertos; porque siendo el más fuerte estímulo del deseo la prohibición o la dificultad de cualquier logro, todo lo extranjero tendría una doble estimación entre nosotros, a semejanza de lo que sucede con la prohibición de las medias de seda francesas, que por este mero hecho se solicitan más, y se pagan de mejor gana que las de Granada y Cataluña de que se desdeñan hasta las mulatas; y siendo siempre de menos costo, de mejores dibujos y de mayor gusto todo lo que los extranjeros trabajan, fácil es de concebir la competencia que nos haríamos por vestirnos de una tela de fuera del reino aún cuando la tuviésemos en las fábricas del nuestro. Nuestras miras debían ceñirse en esta materia a restablecer o plantificar las fábricas posibles, y que no reciben competencia. Tales son las de lonas y jarcias, la de vidrio y cristal, las de jabón, cera, brea, alquitrán, papel, la imprenta, las armas blancas y de fuego, curtidumbre, peletería, herraje, clavazón, indianas, lienzos caseros, calcetas, pólvora, municiones, fornituras, mantas, sebos, cerveza, sidra, pescados secos, carnes saladas, cintas de hilo, y otras cosas semejantes; sin embargo habremos de decir que aunque esto sea útil y fácil, no nos es necesario para dar ocupación a nuestros compatricios; y cuando nos fuesen necesarias éstas y otras fábricas, haría ineficaces nuestros deseos el decaecimiento a que ha venido el comercio, impelido de su libertad y la despoblación que ha causado y está causando todos los días aquella libertad. Veamos pues cuáles son los verdaderos medios de adelantar las fábricas y la industria nacional.

Expónense los medios más seguros de adelantar nuestras
fábricas y dar ocupación a los vasallos

Si abundase de vasallos nuestra Península, y ninguno que no fuese cargador matriculado en la carrera de Indias, tuviese el recurso de pasar a ellas no sería preciso instigarlos demasiado a que erigiesen fábricas; porque no teniendo de donde subsistir y hallando lucro en esta industria ellas los adoptarían y las fomentarían hasta el pie de aumento en que se vio en el siglo XV. En aquella edad no solamente no había comercio libre, sino que estaban por descubrir las Américas. No sólo no había Américas ni comercio, sino que hablando con rigor se puede decir que no había Francia, ni Holanda, ni Inglaterra, porque estas tres naciones, o no habían dado principio a los tejidos de seda y lana, o necesitaban de mucha reforma, y la España tenía como estancado el ramo de los paños en las fábricas de Segovia, y el de sedas en la Andalucía, hasta fines del siglo pasado. Su adelantamiento era tan considerable que no es mayor el que admiramos hoy en aquellas potencias separadamente. Las guerras de aquella edad con ser tan continuas y encendidas, y tanto fuera como dentro del reino, no embarazaban el progreso a nuestras fábricas; para todo había gente: había para hacer la guerra a los enemigos de la nación, y sobraban para el campo, y para el telar. Nuestra agricultura fue la más floreciente hasta la expulsión de los moriscos en 1613 por Felipe III. Ahora tenemos mejores modelos para todo, variedad de máquinas que facilitan el trabajo, maestros peritísimos en toda clase de artes y de manufacturas, y en medio de esto necesitamos de fuera, el valor de seis millones de pesos para comer y vestir. Nuestra población se ha disminuido, la industria y la aplicación han perdido mucho terreno, y se han subrogado en su lugar, el ocio, el lujo, y la carestía ¿pues cómo negaremos que habiendo de referir a algún principio este trastorno, no ha podido causarlo otro agente que el comercio… las Indias?
No nos cansemos: el descubrimiento de las Américas fue una novedad que trastornó la constitución de toda la Europa, y trocó su faz exterior. E1 hallazgo de aquel medio globo nos robó lo más precioso que poseíamos que era la población. Envileció la moneda cuya escasez y alto valor nos hacía aplicados. Nos obligó a recurrir al extranjero para que nos ayudase a abastecer aquel Nuevo Mundo; y a aprovechándose de por medio de un estudio exquisito en el arte de agradar, y en el de trazar la ilusión de los sentidos; se hizo reconocer por el autor del buen gusto, por el legislador de la moda, por el ministro de la sensualidad, y se alzó con la primacía de abastecer a toda España del vestuario, del menaje, de la mecánica, y de la maquinaria, mientras España yacía como embriagada en el delicioso néctar de las cosechas de sus Indias.
La abundancia de plata y oro, extinguió en nosotros la aplicación y la economía, y dio su lugar a la ambición. Sucedió a ésta el horror a las artes, y a toda obra servil; y en vez de juntar nuestras manos y aprovecharnos de la bella suerte que nos traía aquel descubrimiento, se elevaron nuestros pensamientos a deseos de cosas mayores, y por lisonjear nuestro amor propio y dar pábulo a la vanidad, abandonamos al extranjero la incomparable riqueza del abasto de las Indias. Toda la nación. quiso hacerse comerciante. Las artes y la industria empezaron a tratarse no sólo con desdén sino con menosprecio; cada comerciante que dejaba en su muerte un caudal considerable levantaba una o dos casas en la región de la nobleza; y vinculándolo todo, o parte, o repartiéndolo entre los suyos hacía un cacique en cada heredero; otros tantos salían para siempre con sus hijos y descendientes de la esfera de los gremios; y perdía la nación un operario en cada uno. Las letras y el comercio empezaron a tirar para sí de una porción de hombres que no habiendo habido indias, se habrían recogido a un taller, a un telar, o a una campiña. No podía sufrir nuestro orgullo que de un padre letrado, militar, o comerciante, saliese un hijo menesteral, aunque su abuelo hubiese sido jornalero; con que seguía este hijo la carrera de su padre; y una generación entera que debía haber hecho la primera base del Estado, se elevaba a una de sus más altas columnas.
Este deseo de sobresalir en jerarquía por medio del comercio, lograba una fuerza imperiosa sobre los españoles en una era en que los oficios, las artes, y los gremios, eran considerados no sólo como contrarias a la nobleza, sino como casi incompatibles con el verdadero honor y hombría de bien. Aún hoy que tanto hay escrito, y decidido, a favor de la industria, y de las artes, pocos son los que no las miran con horror si distan mucho de ellas, verificándose en ésto que las impresiones envejecidas de una nación no las extinguen jamás las declaraciones de los tribunales, como vemos que sucede en el hijo legítimo por rescripto del Príncipe, y en el militar que no acepta, un desafío que ambos son reputados por infames, en el concepto vulgar a pesar de que el primero ha sido igualado con los hijos legítimos y el segundo incurre en pena capital y en la de infamia aceptando el reto: A este modo habiéndose puesto en manos de la nación el arbitrio de mejorar de carrera preferiría y preferirá siempre la más ostentosa. Hallaba y halla mucha diferencia en el oído la voz comerciante cotejada con la de tejedor, o fundidor, y linsonjea la avaricia mucho más; y así era que sin embargo de no poder ser más severas las providencias que se contienen en el título de los Pasajeros al libro nueve de las Recopiladas para estorbar el paso a Indias, siempre fue la factura de polizones y llovidos la primera que se embarcaba, con que fue preciso que emigrase la amistad de la nación y que se hiciese inquilina de un hemisferio que por tan exquisitos medios lisonjea las pasiones del corazón.
Los que hoy salen para América no tienen comparación con los que iban hasta el año de 78, y carecen de número los que se transportan con legítimas licencias sin hablar de las islas de Barlovento, ni de toda la América Septentrional, cuya inmediación y abundancia de embarcaciones parece que convida a delinquir, y hablando sólo de Lima, adonde no llegan otros buques que los que despacha el comercio de Cádiz está la tierra llena de europeos hasta los confines de su jurisdicción. En Montevideo y Buenos Aires casi hace lunar el criollo y se pueden señalar todos con el dedo. Las tiendas, los resguardos, las oficinas, las calles y las plazas rebosan en gente de Europa. A excepción de clérigos y frailes y algunas pocas familias el restante vecindario todo es español. Aún los cargos consejiles no salen de mano de éstos. Hay años que en los ayuntamientos de América todos los regidores y los diputados y los alcaldes son europeos.
¿Pues bajo esta forma de gobierno cómo ha de restablecerse la industria, ni florecer el comercio? Los miembros de un Estado piden la misma proporción y tamaño para ser de provecho, que los del cuerpo humano; y yendo a vagar a Indias más hombres que los que sufre nuestra población ¿quién carda, quién teje, y quién sirve la industria y las artes? ¿Si todos son comerciantes y todos tratan de vender, quién compra? y si sobran vendedores y faltan compradores ¿quién ha de poder ganar?
Sea cierto enhorabuena que la despoblación de algunas provincias de España no procedía en el año 24 de este siglo del descubrimiento y posesión de las Indias, como quiere don jerónimo de Uztariz en su Libro de Comercio escrito en aquel año; pero tampoco podrá dejar de ser cierto que treinta mil hombres que se han sacado a la nación en los 15 años de comercio libre, sin contar con los que salieron desde el 24 hasta el 78, hacen una falta notable en el campo que tienen abandonados los telares y los talleres. Menos podrá negarse que otros treinta mil vasallos que podrían haber procreado éstos en dichos 15 años tienen despojado al reino de sesenta mil vivientes capaces de industria y de trabajo. Estos sesenta mil hombres trasladados y avecindados en América consumen cuatro tanto más vestuario que si se hubiesen mantenido en España, y esto más se necesita tomar al extranjero para surtir las Indias. Agréguense a estos sesenta mil habitantes de América los demás que han salido desde el año de 24 hasta el de 78 y resultará que aunque la España tuviese tanta población como la Francia le había de haber hecho falta el total de los embarcados para las Indias; y siguiéndose a esta escasez de operarios el mayor valor de los jornales basta esto para que no se aumenten las fábricas y que sus manufacturas sean siempre más costosas que las extranjeras. Ignoramos que algunas de las potencias del Norte con tener provincias y colonias en las indias y ocupar en ellas muchos miles de vasallos no están despobladas en Europa; pero es hecho constante que nunca llegan a tanto número los que pasan a sus colonias como los que van a las nuestras pues ni tienen tantos puertos de salida como nosotros, ni tantos motivos y objetos de interés a trasladarse a ellas como los españoles; más cuando ellos perdiesen tanta gente como nosotros en estas relaciones no necesitan de ella, lo que España, ni tienen tantos destinos en que repartirla. La Holanda y la Inglaterra son dos potencias mercantes y marítimas de grande nombre pero no son igualmente labradoras. La España necesita de tantos hombres para la mar como para la tierra; es una potencia navegante, y criadora; es asimismo de una fuerza militar terrestre en que ocupa muchos vasallos; es de un dilatado número de eclesiásticos y personas religiosas de uno y otro sexo, de ministros, jueces, abogados, escribanos, agentes, procuradores, guardas, visitadores, tenientes, empleados de Real Hacienda, nobles, mayorazgos, cocheros, lacayos, pajes, gentiles hombres, ayudas de cámara, mayordomos, reposteros, marmitones y otros oficios que casi no se conocen en Holanda, ni Inglaterra, y en que se comprende una mitad del alto y bajo pueblo español, que no sirve para las fábricas, ni para las artes. La Holanda saben todos que es el país más estéril, y reducido de toda la Europa, de muy pocas fuerzas terrestres y de menos estudio y estado eclesiástico: por donde le es más fácil emplear doscientos mil hombres en la navegación que veinte y cinco mil los españoles. La Inglaterra no puede criar en su suelo la mitad de los frutos que España; tampoco tiene estado eclesiástico ni tanta tropa como España, y por esta regla le hace menos falta cincuenta mil hombres que dedique a sus fábricas que diez mil que nosotros empleemos. Cuarenta mil personas calcula don jerónimo Uztariz que se ocupan en España en la cría de ganado lanar estante y trashumante; y no necesitándolos para este destino la Holanda ni la Inglaterra, puede aplicarlos a las armas o a la marinería sin dispendio de su industria: es fuera de disputa que por mucha gente que pasen de estas provincias a sus Indias Orientales y occidentales no puede compararse su número con la que va de España a sus dos Américas, Islas Filipinas y Barlovento. Hay tanta diferencia de una emigración a otra como la que hay en la extensión del suelo de nuestras Américas cotejado con el de las otras dos naciones. Si se hiciese una leva general en nuestras Indias de todos los europeos ociosos o que pasaron sin licencia sería preciso por algunos años que nuestros buques de comercio cesasen de conducir carga y se destinasen al transporte. Si se volviesen a cerrar los puertos habilitados, y viniese el comercio a uno solo, renovándose la vigilancia antigua en que no se embarcase ninguno sin licencia del Rey, o de la casa, señalando penas mayores a los transgresores y encubridores no cabría la nación dentro de sus límites en el período de diez años. En cada vasallo que navega para América pierde el Estado una generación de menestrales, ya sea que se queda allá, o ya que se restituya a España. Del que se queda no hay que tratar; y el que se va y vuelve viene olvidado de sus principios por bajos que hayan sido, y de nada está más distante que de aplicarse a un obrador, o de sentar en él a su hijo. Lo cría entre regalos y abundancias, y lo dedica al comercio, o a la iglesia, o a la profesión de alguna ciencia; sus nietos siguen con mayor empeño este camino; detestan más íntimamente los oficios y las artes liberales, aspiran al escalón de la nobleza, y ya es una injuria acordarles que su abuelo, o bisabuelo fue artesano o menesteral.
Esta es la raíz del mal, y no hay que achacarlo a desidia ni a ineptitud de la nación. La nuestra haría lo que hacen las demás si las imitásemos en las máximas políticas. Lejos la España de deber ser calumniada por torpe o por desaplicada, ella puede gloriarse de haber sido la maestra en los tejidos de seda y lana de quien aprendieron las demás naciones. Es una calumnia atribuirle incapacidad o inaplicación. La abundancia de su patrimonio de que tomó posesión de las Américas la hizo negligente de lo que no creyó necesitar. E1 hallazgo de las minas de plata y oro la hizo desprenderse del tesoro de la labranza y de la manufactura. El comercio con las Indias la hizo cambiar de ideas y trocar de oficio; y la libertad que se concedió a este comercio últimamente acabó de destruir sus intereses verdaderos. Este comercio debe no sólo circunscribirse dentro de sus antiguos muros sino estrecharse con un nuevo foso que lo reduzca a menos espacio que el tubo; debe volver a un solo puerto, y cerrarse todas sus puertas a los que no hagan constar las calidades necesarias para entrar a ejercerlo. Es menester que crezcan en el Estado las clases de artesanos y de obreros, y que se disminuya la de los comerciantes que ha crecido con exceso. Mientras abunden éstos faltarán aquéllos. Interin haya pase franco a las Indias han de escasear los labradores, los fabricantes, los artesanos, y los soldados, y han de sobrar caballeros, letrados y mayorazgos.
Esta misma providencia de acotar el comercio y de equilibrar las clases del Estado daría nuevo aumento a nuestra población si se uniese con el cuidado de no conferir a los españoles muchos de los subalternos que no se hacen incompatibles para su buen servicio en los oriundos de aquellas tierras; como por ejemplo, los de todas las Oficinas de Rentas, Tribunales de Cuentas y Cajas Reales en que se hallan empleados un número considerable de europeos. Lo mismo decimos por lo respectivo a prebendas eclesiásticas en conformidad con las leyes del reino que tanto recomiendan esta preferencia. Todos estos empleos se hallan servidos en el día por naturales de nuestra península, a excepción de una y otra plaza de las inferiores; y los de la primera clase todos han sido nombrados por nuestra corte y remitidos a las indias muchos de ellos con toda su familia a costa de la Real Hacienda. Este método al paso que nos despoja de hombres y de familias enteras, daña igualmente, que a nosotros a la población y al comercio de Indias, porque da ocasión a que no teniendo aquellos vasallos donde acomodarse se refugian a la Iglesia, o que quedándose solteros se arrimen al comercio con lo que crece este miembro del Estado más de lo que pide la estatura del cuerpo, o se reducen por necesidad a una vida ociosa y libertina en daño de la República y de las buenas costumbres.
Creemos del mismo modo que si hecha la leva general en indias, cerrando los puertos, renovadas las leyes prohibitorias del paso a Indias, y diferidos los empleos posibles al común de vecinos criollos, se mitigase el rigor en los matrimonios de los hijos de familia, nos sobraría gente para todo y nuestro campo y nuestra industria se restablecería todo lo que se pretende por el libre comercio. Para acopiar muchos frutos y levantar muchos obradores, son menester muchos hombres; y para tenerlos es necesario ponerlos en libertad de que se casen cuando quieran, y quitarles la libertad de que se deserten para Indias. E1 Proyecto del Comercio Libre y la Pragmática Sanción del año 76 producen efectos contrarios a estas dos máximas; el comercio libre nos quita hombres existentes; y las Pragmáticas de los matrimonios nos niegan los posibles. Treinta y mil hombres que nos figuramos haberse ausentado para Indias de quince años a esta fecha, aunque no le demos más que un hijo a cada uno nos tienen despojados de sesenta mil vivientes de ambos sexos, y de la propagación que nos vendría de estos quince mil jóvenes, si hubiesen nacido en nuestro suelo. Pero este artículo requiere particular discusión por ser de todo conocimiento y muy conexo con nuestro asunto:

Pruébase que el nuevo impedimento indicado a los matrimonios
de los hijos de familia en la Real Pragmática de 2 3 de
Marzo de 1776, disminuye considerablemente y hace
inútiles los esfuerzos de fomentar las fábricas, y la
agricultura

El nuevo impedimento indicado a los matrimonios ha hecho igual o mayor robo a nuestra población. No es posible calcular exactamente la pérdida de gente que hemos padecido en los 17 años anteriores al de 76 en España y en América. Seguramente que este cotejo había de arrojar una diferencia espantosa; pero ya que no podemos saber ni aún formar juicio de lo que esto monte bien podemos afirmar por lo que hemos visto que se han malogrado muchos casamientos. No hablamos de aquellos que han dejado de celebrarse por haberse declarado racional el disenso de los padres; porque éstos han sido muy pocos. Hablamos de aquellos matrimonios que no han tenido efecto por no ver salir a la luz alguna tacha oculta del pretendiente, o por no poner otra mayor o semejante que haga iguales a los consortes en el menor valer. Hablamos de dos contrayentes que ambos, o el uno tiene alguna cosa que se le dispense, pero se ignora en el pueblo de su vecindad. Un desposado que sabe que tiene alguna cosa por dónde lo difamen se ve obligado a sobreseer en su matrimonio, aún cuando el óbice que se ponga no constituya desigualdad en el concepto civil; porque aunque no haya de perder el pleito del disenso va a perder su honor y su opinión.
A estos temores da fundado motivo la falta de un ecuador por donde medir los grados de todas las jerarquías, y poder conocer lo que distancia una entre sí, y cual distancia hace desiguales los consorcios. Como este punto no puede sujetarse a reglas fijas, ni darse una escala en que tenga su lugar cada clase del Estado, fue preciso poner el nivel en las manos de los jueces, y ésto fue lo mismo que dejar pendiente al arbitrio de los litigantes el dictamen de su derecho; porque no habiendo ley que regle estas opiniones, cada padre o pariente hace la suya para resolverse a dar o negar el disenso; y sobre todo la esperanza de que puede adoptar en juicio su modo de pensar, y en la duda de si el contrario querrá intentar un pleito en donde esclarecer su justicia, se opone a un casamiento justo, y acaso sale con su intento.
Pero lo que más embaraza los matrimonios de los hijos de familias es el respeto a sus padres, y el inconveniente de perder su gracia. Deseando siempre éstos lo mejor para sus hijos, y sintiendo, si son buenos, privarse de su compañía pocos son los padres que tienen por condignos a sus yernos, o nueras del matrimonio a que se han ofrecido aquéllos. El amor al hijo, el interés, la ambición, o la codicia, siempre suministran a los padres motivos exquisitos para no apetecer los matrimonios. Todos quisieran ver a sus varones en el altar, y las hembras dentro de una toca. Desde que nacen al mundo les tienen prevenidas vocación para que la adopten en llegando a edad; y pocas son las que buscan los padres por otro camino que el de la iglesia. Pero cuando ya se animan a que sus hijos sean casados quisieran que les diesen la acción de elegir y que los sentimientos del corazón estuviesen presos de la obediencia. Unas veces por la poca edad, otras por defecto de patrimonio, otras por el de dote, y otras por falta de igualdad; que se busca en la balanza del amor propio, nunca es tiempo para los padres de que sus hijos contraigan matrimonio. Cuando aquéllos no tenían recurso para impedir estos contratos, decidía estas disputas el tiempo y la importunación y si ésto no bastaba, ocurría el hijo al Ordinario, y en público o en secreto, y con la voluntad de su padre o sin ella se efectuaban los desposorios, porque no había arbitrio de otra cosa; pero como publicado el nuevo impedimento no pueden los Provisores proceder a casar sin el asenso de los padres no queda más recurso al hijo que entrar en un pleito con su padre. Si esta resolución fuese tan llana para todos, como vemos serlo para algunos pocos o ningunos matrimonios dejarían de celebrarse; pero siendo como indispensable estar ciego de pasión un hijo para animarse a demandar a su padre, para contristarlo públicamente, para traerlo de tribunal en tribunal, para sacar a la plaza sus defectos, para contrarrestar sus ideas, para desmentir sus proposiciones, y lo que es más que todo para afrentar a él mismo. Padre, si lo pide el empeño de la acción, sucede todos los días que se malogran innumerables casamientos por no llegar a este lance.
Dijimos, que suele obligar la tendencia de estos pleitos a que los hijos deshonren a sus padres o sean el instrumento de que otros los afrenten y a la verdad, nada es más cierto ni más común. Los pleitos de disenso son encaminados de parte del disensiente a señalar una calidad infamante que envilezca, o ponga en menos valer al novio en comparación de la novia o al contrario. La contestación de esta demanda de parte del hijo o de su futura esposa debe tirar a resolverla por uno de dos medios; o negando como falsa y calumniosa la vindicación hecha por el actor o contraponiéndole otro vicio igual o mayor que el que se establece en la demanda. Lo más común es servirse de este segundo medio, porque consigue el demandado sostener su buena fama, y vengarse del contrario con sus mismas armas.
A todos estos males debe resolverse un hijo que sale ante las justicias tratando de irracional el disenso de su padre. A lo menos ha de determinarse a salirse de su casa desde que empieza el pleito a perder su gracia, y su sombra y a que aparte de él los ojos. Y si como dijimos poco ha se han visto hijos que cegados de su pasión, han arrastrado a estos inconvenientes, son sinnúmero los que no tienen valor para hacerlo y se olvidan contra su voluntad de una obligación la más grave en que las más veces se han traído los Cielos por testigos; dimanando de esto que lo que fue establecido por el honor y reverencia que los hijos deben a sus padres, da motivo a otras irreverencias mayores que las que se pretendieron evitar. Quizás por esto se reservó la Ley de Partida de indicar por impedimento de los matrimonios de los hijos de familias el disenso de sus padres y se contestó con que se les diese aviso de aquella determinación y que oyesen los hijos su consejo. Tampoco la Iglesia ha tenido a bien establecer este impedimento con todo de tener a su cargo la moral de todos sus hijos. Ella ha tolerado en todos tiempos que se efectúen los casamientos de aquéllos contra la expresa voluntad de sus padres considerando quedar cumplida la obligación de los hijos hacia sus padres, con comunicarles su resolución, y oir su consejo. El total silencio que observó en este punto el Concilio Tridentino, aún cuando llegó a tocar en los matrimonios de los hijos de familia, en el Capítulo Primero de la Sesión 24, es el argumento más robusto de que no juzgó subordinada al arbitrio de los padres la elección de estado en los padres de familia. Y a la verdad que sólo el comedimiento de avisarles y escuchar su consejo parece que debe ser suficiente homenaje a la patria potestad en un punto tan personal como es la elección de estado en que ni la Naturaleza ni la Ley han dado a los padres derecho conocido. Lo contrario parece estar declarado por Dios en el matrimonio de Sansón con su primera y con su segunda mujer. Este hombre consagrado por Dios desde el vientre de su madre, y diputado por el mismo Dios para jefe y caudillo del Pueblo Israelita a quien debía librar del poder de los Filisteos: este segundo Moisés en quien dice la Escritura que habitaba el Espíritu Santo desde su infancia, vio una mujer filistea en la ciudad de Thamnata, a quien luego eligió para esposa; y avisándolo a su padre pidió que la recibiese por mujer suya. E1 padre reprendió en el hijo una determinación que era indecorosa a toda su familia por ser incircuncisos los filisteos, y ser este defecto de alianza y de reconciliación entre Dios y su Pueblo escogido, el mayor vilipendio de las naciones de aquella edad, como lo es en la nuestra no ser regenerados los hombres en Jesucristo por las aguas del Bautismo; y le propuso las hijas de su hermano y todas las de su Pueblo para que escogiese mujer entre ellas.
Sansón oye a su padre y para desbaratar su queja y deshacer el fundamento de su agravio, le da por toda respuesta Haec mihi accipe quia placen oculis meis. Era Sansón a este tiempo mozo de 18 años y dice la Escritura que ya había empezado a estar con él el Espíritu Santo coepitque Spiritus Domini esse cum eis in castris. Dan inter Saráa el Esthaol. Por tanto, no habrá quien se atreva a decir que pudo errar en aquella respuesta, ni habrá quien dude que dejó Dios de bendecir aquellas bodas con haberse celebrado contra la voluntad racional del padre de Sansón. Fuele quitada esta mujer por su suegro que la dio a un amigo de aquél, y casa Sansón segunda vez con otra filistea por nombre Dalila, en cuyo poder murió, y ya para este segundo casamiento, no hace oposición su padre.
Entre los vasallos españoles no se padece el trabajo de que vivan hombres de naciones incircuncisas. No hay moros desde principios del siglo pasado. No hay judíos ni hebreos, ni infieles, ni paganos con cuyos hijos hechos cristianos se pretendan casar los nuestros; y si hay herejes cismáticos o protestantes, son bien conocidos en todas partes, y sus matrimonios con católicos los tiene prohibidos la iglesia sin que preceda su reconciliación o dispensación apostólica con causa grave. No hay negros, ni mulatos, ni zambos, ni mestizos, ni otra casta de sangre infecta cuyos enlaces con los nobles puedan perjudicar notablemente la hidalguía nacional. Los gitanos se han exterminado insensiblemente con las prudentes determinaciones de nuestro Gobierno; con que toda la diferencia de los linajes en nuestra España se halla cifrada en corresponder unos a la clase de pecheros tributarios, y otros a la de ejemplos por razón de su nobleza: esto es a caballeros y a plebeyos, o a personas de buena fama, o a infames, como hijos bastardos, mujeres prostitutas, juglares, toreros, monederos falsos, reos de lesa majestad, usureros, ladrones, homicidas, alevosos, etc. No hay otras diferencias en el Estado de la Monarquía; de manera que exceptuando a los que se han hecho infames por delito voluntario, se reduce a solas cuatro clases la condición de todos los vasallos de la Corona, a saber a nobles y plebeyos, a hijos legítimos, o hijos espúreos: o de otro modo a hombres de buena fama, como el noble, y el plebeyo de buenas costumbres y legítimo nacimiento, u hombres difamados por nuestras leyes patrias como el hijo bastardo, el juglar y los demás que dejamos referidos, sin distinción de nobles, ni plebeyos.
Esta última división del estado de los hombres es universal, que no exceptúa a ninguno, y es la más propia y legítima entre todas, porque contiene en sí a los hidalgos a quienes su delincuente proceder despojó de la nobleza, y los redujo a la abatida condición de infames, y al vasallo pechero de buenas costumbres, a quien su buena fama lo iguala con el ejemplo y con el hidalgo.
Pero como entre estos mismos difamados, sólo los que están por delito de lesa majestad, trasladan la infamia a su generación, y en los otros se extingue con las personas, no parece que hay más caso en que pueda tener lugar la pragmática de los matrimonios, que el de casar una mujer noble con plebeyo, o con hombre infeccionado de infamia perpetua transcendental a sus descendientes.
Fundamos este modo de pensar en el espíritu y la letra de la pragmática que por todo su contexto no señala otra causa impulsiva o eficiente que la de mantener el lustre de las familias, precaviendo aquellos matrimonios que ofendan gravemente su honor o perjudiquen al Estado.
Este es el único caso en que la Pragmática citada tiene por justo y racional el disenso de los padres y tutores, y como sólo los matrimonios de mujer noble con hombre llano, o de mujer plebeya con marido notado de infamia que trascienda de generación en generación, son aptos a producir una sociedad conyugal que ofenda a la familia y perjudique al Estado, no hay otros fuera de estos dos que se hallen comprendidos en la disposición de la Pragmática. Las otras infamias no son eficaces para ocasionar un deshonor grave a la familia del hijo o hija casados: porque no extendiéndose a los hijos las infamias puramente personales de los padres, menos podrán perjudicara los parientes de la mujer por ninguna línea; y no comprendiendo a éstos, ni a aquéllos, no se deberá decir de este matrimonio que ofende gravemente el honor de la familia, ni que perjudica al Estado. Por ejemplo, el casamiento de un hijodalgo con mujer habida fuera de matrimonio entre personas solteras; el casamiento de una mujer con un comediante; o con hombre dado por ladrón por sentencia de juez competente.
El primero de estos ejemplos no puede prestar causa al padre del varón para estorbar el casamiento de su hijo con una mujer de ilegítimo matrimonio; porque el defecto de natales, sólo produce infamia de hecho según Ley de Partida. La infamia de hecho dice otra de las mismas Leyes, que es profazamento, contra la fama de hombre que nace del hecho tan solamente; y la infamia de derecho es la que nace de ley que los da por infamados por los hechos que hacen. De esta segunda especie de infamia se inficiona el juglar o comediante, el alcahuete, el torero, el usurero, el perjuro, la mujer adúltera, y los que hacen pecado contra natura, a todos los cuales declara por infame la Ley aunque no sea dada sentencia contra ellos. Y ala infamia de hecho corresponde el tercer ejemplo de un hombre dado por ladrón. La pena de todos los infamados es por otra Ley de partida no poder ganar de nuevo ninguna dignidad ni honra, y perder las adquiridas; pero ésto es puramente personal que no trasciende a sus hijos ni parientes. Sólo los traidores al Rey conspirados contra su real persona, o contra la Patria, son los delincuentes a quienes la ley condena a perpetua infamia en sí y en sus hijos varones, y nunca puede haber honra de caballería, ni dignidad, ni oficio,ni heredar a sus parientes ni a los extraños. Las mujeres de estos difamados tampoco participan de la desestimación civil de sus maridos. Ellas conservan en medio de sus consorcios el grado de honra con que hayan nacido, y sólo quedan privadas de ganar nueva honra por respecto a sus esposos.
Unos casamientos de los cuales no puede resultar infamia a los hijos de los que contraen no deben quedar expuestos al arbitrio de los padres porque semejantes matrimonios no se pueden apellidar ofensivos gravemente del honor de las familias ni perjudicarles al Estado; y no siendo de esta clase los matrimonios de los hombres difamados o de los que han caído en caso de menor valer, será innegable que ningún padre podrá contradecir un casamiento que produzca desigualdad pero no ofensa ni perjuicio. Si fuese lícito a los padres estorbar un casamiento, sólo porque el novio cometió pecado contra natura, dio dinero a usuras, se perjuró, faltó a su palabra, habrían hallado un recurso demasiado fácil para impedir la mayor parte de los matrimonios; pero aunque esto no debe ser así sucede que por una errada inteligencia de la pragmática citada, y por una falsa idea de los delitos que ofenden los linajes, son siempre de ésta o de menor clase las tachas que se oponen y dan causa a los disensos, según es público y notorio, por donde todos los que se han contradicho, han sido por razón de alguna desigualdad occidental, o imaginaria incapaz de producir ofensa grave ni leve ni perjuicio alguno en el Estado. No obstante esto, hallamos que la oposición hecha por los padres sobre unos tan débiles principios ha sido con tan feliz suceso en algunas ocasiones, que han obtenido providencias favorables siendo lo más doloroso que por respeto a este incierto evento de los pleitos de disenso no se atreven infinitas personas a declararse pretendientes de las que han elegido para consorte temerosos de ser desairados públicamente en virtud de alguna desigualdad superficial.
Volvemos a repetir que no fue éste el fin ni objeto de la Pragmática: pero es indisputable que éste ha sido el efecto de su publicación. Ninguno puede dudarlo: y el que lo ignore, se instruirá a fondo de su certeza en el tomo 7.° de la Práctica Universal de Don Francisco Antonio Elizondo. Esta obra se reduce a proponer y desatar dudas sobre la inteligencia de la Pragmática que por el vario sentido en que se ha tomado ha sido ocasión de que se hayan multiplicado los pleitos y disminuido los matrimonios.
La multiplicación de los pleitos es por sí sola una plaga de las sociedades, y un mal de tanta consecuencia que deja muy atrás al de los matrimonios desiguales que se han pretendido estorbar: pero la multiplicación de unos pleitos en que es casi de esencia el haber de infamarse los litigantes, debe ser mirada como un mal de los más grandes que pueden venir sobre un Estado. No es posible que éste se perjudique tanto por un casamiento desigual, ni por veinte que se efectúen en un año como se perjudica de que una porción de buenos vasallos se estén aniquilado por un punto de honor. Tampoco puede ser que un matrimonio, el más ignominioso ofenda tan gravemente a una familia, como el que todas las de una monarquía tengan derecho de disfamarse en llegándoles su tiempo. Por veinte o por treinta matrimonios gravemente ofensivos que se pudieran haber verificado en estos diez y siete años, con deshonor de otras tantas familias, se han difamado tantas en el reino cuantos expedientes de disenso se han escrito; de suerte que no hemos cambiado de males, sino que hemos multiplicado el mismo que pretendíamos evitar.
Pero lo peor de todo es que se ha venido a crear con la Pragmática una casta de pleitos que no dejan esclarecida las más veces las disputas que contienen. Lo único que se adelanta es que se defina y pase en cosa juzgada que es racional, o irracional el disenso de Juan al matrimonio de su hija Antonia; pero el punto de la cuestión acerca de si Antonia es o no igual a Francisco que la pidió por esposa no se consigue que quede decidido según su mérito. Toda esta opinión pende de la que haga el juez del disenso el cual no tiene otra pauta a que arreglarla que a su modo de pensar, a su inclinación a su genio, a su estado y a su nacimiento. El que sea más propenso a los matrimonios mire a este sacramento como una medicina de la más voraz de las pasiones, y el que lo considere como el freno y el yugo de la juventud para morigerarla en todas partes, se decidirá fácilmente contra el disenso de los padres.
Lo mismo hará el juez de mayores conocimientos políticos y el que cuente menos victoria sobre el enemigo doméstico de toda la naturaleza. Pero el celibato que viva enamorado de la tranquilidad y pureza de este estado y el hidalgo pundoroso y linajudo que pone la felicidad del hombre en haber venido al mundo en una alcurnia esclarecida, creerá que ofende gravemente a toda una familia el que falte en la ejecutoria de buena ortografía.
La obra citada de don Francisco Elizondo trae las pruebas de las tres proporciones que acabamos de asentar esto es que son muchos los pleitos a que abren puerta la pragmática que son muy injuriosos, y que cada caso es un problema de difícil solución. En cuanto a que son muchos los litigios de esta casta lo explica diciendo que son diarios en aquella Real Chancillería y basta ver los muchos de que hace relación su tomo 7.° para conocer que no pondera en decir que son diarios los recursos de este género.
En orden a los vilipendios que irrogan a las familias y a las perplejidades que cansan a los jueces dice a los números 47 y 58 de esta suerte. Las expresiones precisas y literales de la Real Pragmática en orden a cuál se dirá justa y racional causa para disentir los padres al matrimonio de sus hijos poniendo por ejemplar los casos o de ofender este enlace gravemente al honor de las familias o perjudicar al Estado, ocasionan diariamente en el foro empeñadas disputas: opinando unos que cualquier ofensa a la sangre es suficiente para resistir el matrimonio y dudando otros cuándo llegará la injuria a graduarse en la clase de grave para canonizarse en la clase de grave en los tribunales de justicia, sin agravio de las partes.
Examinada por la verdad esta materia no es posible establecer sobre ella regla fija, pendiendo su resolución de la prudencia de los magistrados, considerando éstos el esplendor de cada familia, sus riquezas y costumbres, y otras circunstancias que obliguen a creer no podrá ejecutarse el enlace sin desdoro del que reclama.
Al paso que en esta especie de procesos se producen por las partes todas aquellas causas que les inspira su deseo de obtener decisión favorable, lo ejecutan comúnmente usando de cláusulas injuriosas, valiéndose de expresiones ardientes y estudiando voces depresivas del honor y carácter de las familias colitigantes aún sin necesidad de llegar a este extremo para hacer demostrable su justicia, cuyo desorden en el foro excitó novisimamente a la suprema atención del Consejo por quien se mandó el auto acordado de 1.° de octubre de 1784 que en los despachos que se expidan por aquellas escribanías de cámara se extracten, y pongan en relación sustancial las representaciones, memoriales o pedimentos de las partes omitiendo las expresiones satíricas vehementes, o depresivas de la opinión, o concepto de los jueces u otras personas; pero llega a tanto la preocupación de algunos litigantes, y lo que es más doloroso, de ciertos letrados, que en estas clases de juicios informativos, sumarios y de hecho, han ocurrido, para justificar la cualidad de judaísmo o de infamia de las demás partes de la causa por haber sido procesados o sus padres o abuelos, y juzgados por el Santo Oficio de la Inquisición, a pedir se libre el correspondiente despacho al Tribunal de la Fe a fin de que por sus secretarios se certifique lo que resultase sobre el particular, de que tenemos un ejemplar en el cual el juez inferior defirió aquella instancia; con cuyo motivo traídos los autos a nuestra chancillería por apelación, se revocó el apelado, y devolvieron a la justicia ordinaria para que pusiese providencia definitiva en el proceso, dentro del término de la pragmática, y con arreglo a ella.
Este testimonio de un escrito nacional de los más prolijos, que recogió en esta obra todo lo que había visto y practicado desde el año de 76 hasta el de 89 en que la dio a luz ya como abogado de grandes créditos en Madrid y ya como fiscal de la Chancillería de Granada nos excusa de toda otra prueba o reflexión para dejar acreditadas las tres proposiciones de ser muchos injuriosos y problemáticos los litigantes originados por la Pragmática. No permitir a un padre de familia que de la prueba de la calidad de ludio o de penitenciado que ha opuesto a una familia y que por defecto de prueba se declare irracional el disenso del que puso aquella tacha y se efectúe con ella el casamiento es una pena insoportable; pero que se franquee a las partes todo el auxilio necesario para que prueben a su satisfacción cuantos baldones imputen a una familia parece que trae consigo los más grandes inconvenientes al Estado y al sosiego público. Ambos extremos son tan ominosos que no sabemos por cuál de los dos nos debemos decidir y nos hallamos con el medio. Nos parece muy arriesgado que tenga licencia todo hombre de entrarse a espulgar el linaje de un vecino honrado y de buena fama para buscarle un borrón escondido, o sobredorado que hasta él mismo lo ignora, y que éste se haya de sacar a plaza para dejar tildado aquel hombre y toda su generación con una infamia tan horrible que deja para siempre pintado un sambenito sobre el porte de su casa al que la tradición de padres a hijos lo hace caminar de gente en gente, y de siglo en siglo, sin haber agua que baste a borrarlo de la memoria de sus vecinos.
Pero es igualmente funesto una familia de lustre entregar una hija en matrimonio a un hombre descendiente de moros, judíos o penitenciados, sólo porque en el angostísimo término de ocho días, no puede dar la prueba de aquellas infecciones.
Estas expresiones nos dejan lugar de concluir, que lejos de precaverse por la Pragmática del deshonor de las familias por medio de unos casamientos desiguales, sirve de motivo en muchas ocasiones, para que pierdan el que tenían en e1 concepto público, muchas personas que lo habrían conservado toda su posteridad de donde hemos tomado ocasión de creer que ésta es una materia tan cercada de inconvenientes por todas partes que debe abandonarla la política del arbitrio de los hombres dejando a cada uno que regle a su modo los intereses de su familia, cautelándose con tiempo por medio de una educación cristiana, y de una vigilancia escrupulosa de los males que puede originarle su descuido. La buena crianza de los hijos es la mejor medicina de este mal: en la infancia y en la adolescencia se forma el corazón del hombre, y aquello que se amasa con los humores mientras está blando el cerebro y no han tomado su tono los filamentos de los nervios, se incorpora con nosotros, y nos da una segunda naturaleza. Jamás han pasado por estos bochornos los padres que han criado a sus hijos a su vista en recogimiento y temor de Dios. Estos hijos bien distantes de contristar a sus padres dándoles nueras o yernos que ofendan gravemente el honor de sus familias, no osan entrar en pensamiento de matrimonio sin el beneplácito de sus mayores; y si alguno les dice como Sansón, Haec mihi accipe quia placen oculis meis, este inconveniente no tiene comparación con los que resultan de permitir a todas las clases de una monarquía que se entren por los linajes de sus compatricios a rebuscar una mancha borrada del tiempo para refrescarla en un proceso.
Esto prueba que la ejecución de la Pragmática es ocasión de muchos litigios temerarios y un motivo preciso de que las familias mejor opinadas, si se empeñan en llevar adelante sus ideas, se deshonren mutuamente y se hagan más incansables. Tales como éstas son las que ha ocasionado la Pragmática por no ser susceptible su materia de una declaración absoluta, que fijando las jerarquías y clases del Estado en sus respectivas alturas se tomen por compás los grados de distancia que guardan todas entre sí, y sepan los padres y los jueces cual matrimonio es desigual que ofenda gravemente al honor de las familias y haga perjuicio al Estado, y puedan reglar aquéllos su consentimiento, y éstos su dictamen sin agravio de la justicia.
Las clases de mercaderes, menestrales y artesanos son los que arrojan mayores dudas sobre este punto y los que han dado motivo a una infinidad de opiniones nuevas y diversas en cada caso. Las dos Reales Declaraciones dadas a favor de un pastelero y de un carnicero vecinos de la Andalucía en que por ser nobles de origen, resolvió S.M. que por razón de estos oficios, no habían perdido los derechos de sangre que debían ser siempre permanentes, parece a primera vista que ocurren a todos, y que dejan allanada cualquier dificultad; pero en la práctica de estos casos se suele observar lo contrario. Precisamente las dos Reales Declaraciones citadas, hablan de dos oficios los más vilipendiados que se conocen en la Andalucía. No hay uno, fuera de los de verdugo o pregonero que se tenga por más bajo que el de carnicero y pastelero. E1 torero, el cómico, el bodegonero, el tabernero, el lacayo, el cochero, el corchete, todo es más en Andalucía que un carnicero o pastelero. Se abochornan aquellos naturales de que uno de este oficio les salude en la calle; y un padre de familia que ve a un hijo suyo hablar con uno de estos oficiales, le parece ya se ha prostituído enteramente.
Cualquiera de estos oficiales que pretenda por mujer a una hija de un hombre honrado del estado llano, aunque no llegue a medianas conveniencias, se imagina que hace una ofensa al honor de la familia. Ningún caballero se considera más agraviado casando una hija con un plebeyo, que se cree éste casando su hija con un soldado, un marinero, un pastelero, o un carnicero. Poco o nada consolará a un padre a quien acontezca esta desgracia que su yerno descienda de ilustres progenitores si no tiene otro arbitrio para mantenerse que el pret, la soldada, el horno, o el tablaje. Por el contrario un caballero hidalgo de sangre que vea casada una hija con un hombre del estado llano aunque éste sea un senador y el más consumado literato, se tendrá por ofendido, y creerá que por faltar a su yerno la calidad de noble, ha menguado el decoro de su casa, y ha ofendido gravemente el honor de su familia. De esto resulta que traídos a examen de justicia los enlaces de estas personas, unos gradúan la igualdad de los consortes por el esplendor de las familias, y otros se agarran a la raíz y cierran los ojos a la exterior brillantez. Pretende un ministro del Rey, o un hombre de buena educación y conveniencias pero del estado llano casar con una noble hija de un artesano, y si ambicioso de la gloria de su linaje le niega su hija y se forma pleito de disenso, no hay duda que estando a las dos Reales Declaraciones hechas a favor de los nobles menestrales se deberá declarar por racional el del artesano, y el novio sentirá el mayor sonrojo. Pues sin embargo de ser esto así dice Don Francisco Elizondo en el número 26 que en un caso práctico de su tiempo ocurrido en la ciudad de Granada fue de opinión contraria. Dice que un veinticuatro de su Cabildo, caballero de familia esclarecida pretendió casarse con una noble viuda de un oficial mecánico, hija de un zapatero actual, y que se opuso este escritor en calidad de fiscal de aquella Chancillería al matrimonio sólo porque hallándose el zapatero y el veinticuatro constituidos en diversa graduación, no podían llamarse iguales; y véase aquí cómo las más terminantes declaraciones hechas en esta materia no tienen todo su efecto por el diverso modo de pensar de cada hombre.
Omite decir este autor cuál fue la resolución del tribunal; pero suponiendo que fuese conforme a su dictamen, vendremos a ver que a presencia de dos soberanas disposiciones en que se declaran permanentes los derechos de sangre para siempre, sin que los ofusquen los oficios mecánicos, tiene un tribunal de justicia a una hija noble de un zapatero por desigual a un veinticuatro, y le prohibe el poderse casar. Si la resolución del tribunal fue contraria al dictamen del fiscal, como parece persuadirlo su silencio, se califica en justicia que no ofende a la familia, ni perjudica al Estado un matrimonio que toda la nación reputa por desigual y vergonzoso; y éste es otro escollo para los que han de juzgar de tales pleitos. Si un militar o un magistrado, siendo del estado llano pretende aquel casamiento y es noble el zapatero que ha de ser su suegro se puede oponer y debe ser dado por racional su disenso. De forma que el mismo sujeto a quien S.M. niega su real permiso para casarse con cierta mujer en razón de la jerarquía de su padre es reputado por indigno de aspirar a este mismo matrimonio, si no es noble y se trae la cuestión a tela de juicio. Ambas opiniones parecen arregladas si se miran a primera vista.
La primera recibe su valor de la jerarquía en que se halla constituido el novio, porque sería bien ofensivo del lustre de aquella que entrase a participar de sus honores la hija de un pastelero, carnicero o zapatero por ser mujer de un corregidor, de un alcalde mayor, de un secretario de S.M., de un oidor, etc; y es muy puesto en razón que para no ultrajar el honor de estos cargos cele el Rey que no se unan a personas de la más baja extracción. Pero como quiera que si estos ministros no son hidalgos por sangre, y lo son sus mujeres engendran hijos plebeyos y se mengua en ellos las glorias de las familias, será muy fundado el disenso de los parientes de la novia, y vendremos a parar en que un mismo matrimonio sea indigno con relación a la mujer; y lo sea al mismo tiempo con relación al varón; y que mirando por diversos respectos este casamiento, por la una faz se deshonra el marido contrayéndolo, y por otra, se infama su mujer celebrándolo.
No parece que hay un medio de evitar esta contradicción; y por eso, el mismo Don Francisco Elizondo, que al número 26 de su tomo 7.° nos refiere haberse opuesto al matrimonio del veinticuatro con la hidalga zapatera, dice después al número 48 que aunque no se puede dar regla fija sobre la calificación de la igualdad para aprobar o reprobar en juicio el asenso de los parientes, comprende que será desigual y desdoroso el enlace de un noble con una plebeya, aunque ésta sea rica y aquél pobre o al contrario. Pero considerando el mismo autor que no siempre puede ser ofensivo del honor de las familias el matrimonio del noble con la plebeya modificó su proposición al final del 26 por estas palabras: “Siendo digno de notar aquí que entonces se dirá ofender gravemente un matrimonio al honor de la familia, cuando por aquél se altere o mengüe racional o civilmente la constitución política y clarificada de ésta; lo que no se verifica en el enlace que haga un simple noble con otra del estado general, en quien y su familia concurren tales circunstancias que todas juntas le presenten ciudadano honrado y útil a la sociedad, en que viva, o la hija de familias mayores de 25 años de un cualquier noble, sin más graduación o jerarquía política, con hombre llano, pero ocupado en algún honesto y decente ejercicio”.
Así limita aquella sentencia del 48 el dicho Don Francisco Elizondo; y asentando que ésta sea su última y formal opinión concluiremos de ella que la jerarquía, y no el nacimiento son las reglas por donde se debe medir la igualdad de las personas; y por esta razón, si el veinticuatro de Granada que quiso casar con la zapatera, no hubiese tenido aquel cargo, diremos que no se habría opuesto a su matrimonio nuestro autor; porque entonces quedaba reducido a la clase de un simple noble y ella a la de hija noble de un ciudadano honrado, y útil a la sociedad, pues un zapatero por razón de tal no es una persona vil y es útil a la sociedad. Del mismo modo debemos concluir que si la mujer hubiera sido hija del veinticuatro, y el marido el zapatero, siendo honrado, tampoco se habría opuesto al casamiento. Pero esto envuelve una manifiesta contradicción.
Si consideramos en las personas su calidad jerárquica o su brillo exterior, y no su nacimiento, es decir, si tenemos por buen casamiento, el de una señora esclarecida con un ministro de justicia pero que sean del estado llano en su origen, caemos en el inconveniente de mancillar por este matrimonio la hidalguía de la mujer en su linaje. Así lo dice la Ley 3.ª de la Partida 2 en el título 21 por estas palabras: “Hidalguía es nobleza que viene a los hombres por linaje y por ende deben mucho guardar los que han derecho en ella, que no la dañen ni la mengüen, pues que el linaje hace que la hayan los hombres así como herencia, no debe querer el hidalgo que él haya de ser de tan mala ventura que lo que en los otros se comenzó y heredaron, mengüe o se acabe en él. Pero la mayor parte de la hidalguía ganan los hombres por la honra de los padres que maguer la madre sea villana, y el padre hidalgo, hidalgo es el hijo que de ellos naciere. Más si naciere de hija hidalgo y de villano no tuvieron por derecho que fuese contado por hidalgo”. Y la ley 1.ª de la Partida 7.ª dice lo mismo: “E hidalgo es aquel que es nacido de padre que es hidalgo, quier lo sea la madre, quier no. Esto es porque la nobleza antiguamente hubo comienzo en los varones, o por ende la heredaron los hijosdalgo, y no les impese maguer la madre no sea hidalga”.
A presencia de estas leyes, que son las fundamentales de la nobleza nacional, no podemos componer como tenga por bueno Don Francisco Elizondo el casamiento de la hija de un cualquiera noble con hombre llano de ejercicio honesto. Esta mujer casada va a padecer la mala ventura de acabar o menguar en su persona la nobleza que comenzó y heredó de sus mayores. El padre de esta mujer va a sentir la pérdida por el matrimonio de esta hija, de que sus nietos sean villanos, a despecho de que el yerno tenga la dignidad de virrey. Va a padecer el bochorno de que se amortice para siempre en su generación la honra y la hidalguía que entró en su casa desde ocho a diez siglos anteriores. ¿Pues cómo podrá asentir de buena voluntad a este matrimonio un padre de familia? ¿Ni cómo será posible que se califique de irracional su disenso a un matrimonio que va a dar fin a la hidalguía de su alcurnia para siempre?
Pero si como pretende nuestro escritor no es esta justa causa para contradecir un matrimonio, es fuerza preguntarle qué razón tuvo para opinar que si a que padre de familia no es sólo un simple noble, sino un veinticuatro, un regidor, un coronel o un togado, es ya ilícito y pecaminoso el casamiento de la hija de uno de éstos con hombre del estado llano, pero de ejercicio honesto. A la verdad es demasiado peregrino que se niegue a la nobleza sola un privilegio que se le concede por aquel autor cuando está acompañada de algún cargo honorífico, y es más extraño que la otorgue a la jerarquía sola un privilegio que sólo es propio de la nobleza. Si el hijo de un virrey que suponemos ser del estado llano, no puede engendrar hijos nobles, como el pastelero o carnicero que lo sea, poco aprovechará a su linaje para el punto de hidalguía traer origen de tan elevado padre; y villanos se llamarán sus nietos a despecho de tan encumbrada dignidad.
El honor a que este padre haya arribado nada influye nobleza en la sangre del hijo. La extinción de la nobleza de esta mujer por razón de su matrimonio con un ilustre senador del estado común, es una pérdida digna de sentimiento. En el árbol genealógico de una familia ni tiene lugar la lezna del zapatero ni el bastón del general. Sólo tienen lugar los nobles, y sólo se excluyen los que no lo son; y por lo tanto los hijos del veinticuatro y de la zapatera tendrían su propio lugar en el cuadro de la familia de aquél del mismo modo que si procediesen de un general, y no lo tendrán los descendientes de la mujer noble y de un padre, el más sabio y el más honrado de su siglo si fue villano.
Si consideramos en las personas la calidad de su oriundez, y prescindimos del accidental suceso de la fortuna, que ni da ni quita la hidalguía, no puede haber fundamento para que los parientes de la mujer noble se opongan al matrimonio que ésta intente con hombre del mismo origen, pero de ejercicio pastelero o carnicero, y esto parece que dan a entender las dos declaraciones de S.M. que dejamos citadas en cuanto dicen que los derechos de sangres son siempre permanentes. Pero siendo esto así no podemos entender en qué se fundase el fiscal de la Chancillería de Granada para haberse opuesto al casamiento del veinticuatro con la hija del zapatero, cuando manteniendo indemnes esta mujer los derechos de sangre entre las humillaciones de su constitución, los hijos de su vientre habrían nacido tan nobles como su padre.
De estos argumentos tomamos motivo para persuadirnos que ni las jerarquías ni los oficios mecánicos pueden dar el norte para el asenso de los padres ni por el juicio de los jueces como pretende don Francisco Elizondo. Lejos de esto opinamos que éste sería el camino de que se permitiesen unos casamientos perjudiciales, como el del noble con la plebeya, y que se prohibiesen los que no causan deshonor a las familias como son los de hidalgo con la mujer del estado llano. Pero no por esto creemos podernos lisonjear de que hemos encontrado la clave general que rige sin embarazos la materia. Estamos muy distantes de pensar con esta satisfacción; porque no hemos olvidado los dos aspectos a que puede ser mirado todo matrimonio para no temer el inconveniente de desaprobar unos matrimonios desiguales en la realidad, pero, bien vistos a los ojos del público, ni de aprobar otros que siendo iguales verdaderamente son mirados con horror por toda clase de gentes. Conocemos desde luego, que la doctrina del Elizondo es sin duda la más conveniente, y la que se debería seguir en la práctica, si no cayésemos en la contravención de las Leyes de Partida y en la de las dos Reales Ordenes que el mismo autor nos ha mostrado. A presencia de estas soberanas disposiciones, confesamos que no nos atrevemos jamás a dar por irracional el disenso de un padre noble que rehuse el casamiento de su hija con hombre del estado llano, aunque tenga caudal o sirva un cargo honorífico en la sociedad; pero también nos causa rubor, sentenciar a un hombre de honor, a un buen ciudadano, a un jefe, o a un magistrado, a que no case con la noble que eligió por mujer, sólo porque él no nació noble como ella. Vemos desde luego que es fuerte rigor privar a esta persona de que case a su gusto, y a su futura esposa de que malogre las conveniencias de hacer su matrimonio con un hombre ensalzado; pero esta es la Ley; y así la hallamos escrita, y no somos árbitros sino ministros. La Ley ordena que el que naciere de hija hidalga, o de villano, no sea contado por hidalgo; y no distingue de ricos y pobres, de alta o baja fortuna. La Pragmática sanción dispone que no permitamos aquellos enlaces de que puede ofenderse gravemente el honor de la familia o perjudicarse el Estado; y nada creemos más ofensivo ni más perjudicial que la extinción de la nobleza de una familia en todas sus generaciones casando la noble con el plebeyo. El vulgo aplaudirá este casamiento; y si el novio es rico, si vive o ejerce alguna dignidad; pero la Ley, la nobleza nacional y los hombres de seso lo reprobarán, y al padre que lo consienta, se tendrá por indigno de la nobleza. Por el contrario hallamos que la ley y las novísimas declaraciones de S.M. igualan a todos los nobles de la nación sin hacer diferencia de los encumbrados con los abatidos, ¿pero podemos tolerar, que una noble le de la mano de esposo a un pastelero hidalgo que no tiene para mantener sus obligaciones más recurso que a sus pasteles? Es verdad que los derechos de sangre son siempre permanentes; no hay duda que la prolificación de aquel consorcio resultará noble; que en la genealogía de la familia no saldrá escrito el oficio del padre ¿pero permitiremos que una mujer de distinguido nacimiento se esconda y se sujete a vivir en la trastienda de una pastelería? Esta es la Ley y así se halla escrita con que mientras no se altere ésta, y mientras no se den otras reglas, será preciso que al buen ciudadano, al honrado y rico comerciante, al cortesano más condecorado, y al literato más sabio que pida por justicia la hija de un oficial mecánico, pero noble, se le despida desairado, sólo porque no es hidalgo, pero que al trufamán, al vagamundo, al tahur, al carnicero que goza de aquella calidad le entreguemos por mujer la hija de un ciudadano o de un honrado comerciante, de un cortesano, o de un profundo jurisperito si por desgracia no es hidalgo su padre. No hay arbitrio para lo contrario pero preguntaremos, no obstante: podrá dejar de ser deshonor y grave para toda una familia esclarecida darle un pariente inmediato detrás del mostrador de una pastelería, o sobre el tablaje de una carnicería? A nosotros nos parece que es muy grande a los ojos del mundo. Esto supuesto la falta de nobleza en el varón, y la infamia de derecho que trascienda a los hijos son los únicos casos en que si hay algún principio cierto por dónde gobernar las materias del disenso, podrá ser aquél en que pueden disentir los padres de los matrimonios de sus hijos; y si esto es así deduciremos con legitimidad, que han sido infundados y temerarios casi todos los innumerables pleitos que se han escrito desde el año de 76 para impedir los matrimonios de aquellas personas que no han estado en uno de estos casos. Inferiremos igualmente que todos los matrimonios que se hayan estorbado siendo noble el varón y la mujer plebeya o entre personas de igual cuna sin nota de infamia, han sido mal prohibidos. Y concluiremos por último, que la Pragmática del año de 76, en el modo equivocado en que se ha entendido, ha dado motivo a una infinidad de pleitos excusados en que no se ha esclarecido la verdad, y a que se hayan malogrado muchos matrimonios en perjuicio de la propagación, de la agricultura, y de las fábricas.
Si son legítimas estas ilaciones nos podremos lisonjear de haber probado las tres proposiciones que sentamos al número.. y si esto es así no habrá quien extrañe que tengamos deseo de que se explique o se limite un rescripto que contra la intención de su católico y sabio legislador ha producido tantos males en los ramos de población, labranza y artes, y en la tranquilidad y crédito de muchas familias. Y pues hemos visto que la materia está sembrada de inconvenientes por todas partes, y hemos observado que en vez de dar un asilo inaccesible al honor de las familias por medio de aquella sanción, se han mandado las más bien opinadas y que se ha turbado la paz y el buen orden con tanto pleito antojadizo, sin que las frecuente declaraciones del Monarca hayan podido acotar todas las dudas quisiéramos que se levantase el impedimento establecido a los matrimonios de los hijos de familia, dejando libertad a todos los vasallos de que arreglen este ramo de su peculiar interés bien por el resorte de sus conciencias o por el de sus particulares miras, contentándose el Estado con castigar civilmente al que abuse de aquella libertad en los dos casos expresados.
Quisiéramos no obstante que este derecho no se franquease del mismo modo a los alumnos de los colegios ni a los manteistas de las universidades, mayores o menores de edad. Quisiéramos no sólo no pudiesen celebrar contrato de esponsales mientras se mantienen estudiando en los colegios o universidades con arreglo a la Real Cédula de 28 de octubre de 1784 que así lo tiene previsto, sino que ni aún después de concluída la carrera de sus estudios pudiesen contraer matrimonio con aquellas a quienes hubiesen dado palabra de casamiento estando de alumnos en algún colegio o de cursantes en alguna universidad, para que exhaustos de toda esperanza entonces y en lo sucesivo de contraer matrimonio sin el asenso de sus padres, comunicasen en el otro sexo sin riesgo de que se les distrajese de su carrera.
Pero a las demás clases del Estado desearíamos que se les restituyese su antigua libertad de casarse con las personas que eligiesen; a lo menos, que se franquease esta licencia a los mayores de 25 años, en que se considera al hombre en sazón perfecta de entendimiento; con calidad de que sólo se tuviese por notoriamente desigual y gravemente ofensivo aquel matrimonio por el cual se extinguiese perpetuamente el honor de la familia del varón o de la hembra. Y por cuanto en conformidad de lo que dejamos expuesto desde el número… sólo se verifica aquella pérdida en los dos casos de desposarse la mujer noble con el plebeyo y con hijo de infame por crimen de lesa majestad, los cuales según el decreto de la Ley 2.ª del título 2, en la Partida 7.ª, nunca pueden haber honra de caballería, ni de dignidad, ni de oficio, ni pueden heredar a pariente que hayan, ni a otro extraño que los estableciese por herederos, ni pueden haber las mandas que les fueren hechas, solamente en estos dos casos se tuviese por racional el disenso de los padres, y se aplicasen a los contrayentes las penas de la Pragmática.
El noble aunque tenga la calidad de ilustre, debe casar sin delito con mujer del estado llano porque, no mancha linaje; y generalmente se ha de excluir de pena, y del concepto de injurioso u ofensivo, todo matrimonio que se haga entre personas que no tengan tacha de dignidad o infamia por la Ley o que no quite hidalguía; porque no creemos ser justo que aquél a quién las leyes no tachan ni reprueban lo tache o repruebe el hombre. Y porque no tiene duda que los oficios mecánicos de pastelero, carnicero, curtidor, zurrador, zapatero, herrero, y otros semejantes, aunque no manchen linaje, envilecen las personas, tendríamos por acertado que se prohibiesen los casamientos de estos hombres, siendo nobles con mujeres de la misma calidad, mientras no dejasen sus oficios; so pena de exheredación , y de las demás que designa la Pragmática; dejando en su elección el levantar el taller o sufrir el peso de la Ley.
En el sistema de este reglamento quedan excluidos de poderse casar varones menores de 25 años que no presenten el consentimiento de sus padres; los menores o mayores de esta edad mientras estuvieren estudiando en algún colegio o universidad, y después que hayan salido, con mujer a quien hubiesen dado palabra en aquella situación; las mujeres nobles con hombres del estado llano o con infames de infamia trascendental; y la mujer hidalga, hija de padre constituido en clase o jerarquía, con noble de oficio mecánico, mientras no lo abandone, sujetándose en caso contrario a las penas de la Pragmática.
Todas las demás clases del Estado han de gozar de la misma libertad; y ni a éstos ni a aquéllos se les ha de impedir el que pasen a efectuar sus matrimonios si se quieren sujetar a las penas de la Ley; pero sus parientes han de ser partes formales para presentarse al juez ordinario, a pedir que por haber procedido a casarse sus hijas, parientas o pupilas, siendo nobles con plebeyo o infame, se declare con su citación haber incurrido en el caso de la Pragmática.
No creemos que este modo de pensar sea una producción original que nos deba todo su ser: lo que tenemos entendido es que éste es en su origen el espíritu y mente de la Pragmática a que se han debido arreglar los parientes y tutores para permitir o resistir los matrimonios de sus hijas y pupilas. Pero no negaremos en afirmar que aunque otro hubiese sido el objeto de su sabio legislador, obliga la experiencia de su excito a hacer una declaración o restricción que limite sus efectos a solos los casos expresados. Los acaecimientos de la nación en los 17 años que tiene de fecha aquel diploma han sido funestos. En todo este espacio de tiempo no hemos dejado las armas de las manos y hemos perdido demasiada gente por mortandad y por ausencia a las Indias. Estas pérdidas ejecutan al fomento de la población con una exigencia que no da treguas; ejecuta en unos términos que lejos de ponerse trabas a los matrimonios se deberían favorecer por virtud de algunos auxilios o privilegios que animasen a la juventud a tomar estado sin miedo y sin repugnancia. Una nación que con tanto afán trabaja por hacerse independiente de las demás del mundo, que trata de levantar fábricas de todas clases, que tiene a su cargo un nuevo reino a quien dar de vestir, que posee unas tierras émulos que le quieran usurpar sus derechos, que se ve necesitada a mantener ejércitos y armadas formidables que emplean un crecido número de vasallos en el resguardo de sus costas y reales rentas, que dedica otra gran porción a la carrera de las letras, que tiene abiertos muchos portillos por donde cada día se le desertan sus vecinos, que merece contar entre sus naturales un copioso clero secular y regular, y por último una nación en que se resienten de infecundas las mujeres debe establecer por máxima fundamental de su gobierno el fomento del matrimonio si quiere hacer medrar su población.
Penetrados nosotros del conocimiento de esta verdad y bien ciertos de lo que el nuevo impedimento fijado a los matrimonios ha disminuido su número, nos hemos avanzado a pretender que se explique aquella constitución en términos que descubra su verdadero sentido a todas las clases del Estado. Hemos deseado que se esclarezca una materia que en la incertidumbre de su contexto ha hecho nacer una inmensidad de pleitos, contrarios en la mayor parte a la mente de la Pragmática; y el deseo de ver aniquilada una semilla tan fecunda en pleitos como infecunda en población, nos empeñó en hacer una digresión que acaso peca de larga; pero la firme opinión de que a nosotros más que a otra nación conviene aumentar sus individuos por relación al comercio, nos ha traído a hablar de un reglamento que hemos mirado siempre como un obstáculo el más poderoso a la progresión del linaje humano; y cuando no hayamos acertado a dar en la coyuntura por donde se debe cortar este cáncer, no nos queda duda que hemos apurado nuestros alcances en discurrir lo más conveniente para el restablecimiento de nuestro comercio, cuyo hilo volvemos a recoger para continuar el punto de la industria que soltamos de la mano.

En que continuando la materia de las fábricas de España
se proponen otras providencias que podrían tomarse para
el fomento de aquellas

Decíamos hablando de la industria que ni es posible a la nación fabricar todo lo que necesita para sí y para sus Américas, ni menos criar las materias de que ha de servirse para sus fábricas: que el término de la Península es demasiado reducido para cosechar y fabricar a un tiempo lo que se consume en los dos reinos; que su clima no es propio para todo género de labores; que muchas de ellas son tan inherentes a ciertos terrenos, que no se han podido imitar en ningún otro; que era de grande inconveniente tener ociosos a los extranjeros y no permitirles que nos vendan sus maniobras, ni dejarles que nos compren nuestros frutos; y por último que es muy visible la falta de operarios para cubrir con sus labores la salida de 20 millones de pesos que necesitamos todos los años en ropas de seda, lana, lino, jarcia, suela, quinquillería, cristal, y obras de punto para nuestro gasto y el de América.
En este artículo de la población hemos inmorado más que en otro alguno porque son inútiles todas las medidas que se tomen mientras escaseen los operarios; y para el aumento de éstos, hemos propuesto seis pensamientos: 1.° restringir el comercio a la antigua forma y cerrar el paso a indias con las precauciones más escrupulosas; 2.° conferir los empleos posibles a vecinos de las Américas; 3.° favorecer la cría de frutos de ésta poblando la campaña de Montevideo; 4.° hacer una leva general en indias de casados y de solteros emigrados sin licencia; 5.° equilibrar las clases del Estado de modo que ninguno crezca ni se disminuya más de lo que conviene a su provecho; y por último poner en libertad los matrimonios de los hijos de familias. Estos seis pensamientos nos parecen los más a propósito para conseguir la repoblación de España, que es el cimiento de las fábricas; pero todavía nos ocurren otros dos, de igual eficacia para el fin que deseamos. Uno de éstos sería quitar de la Coruña las banderas de reclutas que tiene allí el Regimiento Fijo de Buenos Aires. Ya hemos dicho que esta práctica nos despoja todos los años de 60 ó 70 mozos los más robustos para el trabajo y los más idóneos para el matrimonio; pero siendo preciso reemplazar aquel regimiento ocurrimos a esta necesidad por medio de un juzgado de policía que cele continuamente los ociosos y vagamundos para destinarlos a las armas. En ninguna parte más que en Indias se debe usar de este arbitrio ni acopiará mayor número de hombres. Una gran parte del vecindario de Buenos Aires y Montevideo, se compone de vagos, de gente ociosa, o de desertores. De ellos se podría reemplazar el Regimiento Fijo y levantar dos más si fuere necesario. Para perseguir a esta gente y limpiar de semejante peste las ciudades de aquella América sería oportuno confiar esta obra al Oidor Juez de Casados, franqueándole los auxilios necesarios, y relevándolo de la asistencia al Tribunal en los días que no se lo permitiese este destino. Encargado este ministro de remitir a España los que pasaron sin licencia y de aplicar los vagos a las armas, sobrarían fabricantes, acá y regimientos allá, y al año de practicarse esta inquisición quedarían ociosos los juzgados porque dejarían de ir polizones, y se aplicarían a oficio los mal entretenidos.
Otro arbitrio de repoblar nuestra Península sería atraer los americanos por medio de regimientos y de colegios que se erigiesen para su acomodo privativamente. Acabamos de ver que la piedad del Rey ha levantado una 2.ª Compañía de Guardias Españolas de Corps y un colegio en Granada con este importante objeto. Es admirable esta providencia, y deben ampliarse los medios de convocar a la Metrópoli. Todos los criollos que apetezcan dejar su patria hasta que nos recobremos de nuestras pérdidas, y venga a su equilibrio la población de ambos hemisferios. No sería difícil en la América meridional, especialmente en Lima encontrar sujetos que se hiciesen cargo de levantar y uniformar a su costa un regimiento veterano para pasar a servir en el Ejército de España. Si se pusiesen en Indias banderas de recluta para los regimientos de la Corona y se galantease a los mozos con algún socorro, o se les ofreciese alguna distinción, no dudamos que se alistasen muchos ya criollos ya europeos. Ni hay que temer que la extracción de gente que hagamos para España perjudique a la población de aquella América, porque arreglada la campaña, excederán los entrantes a los salientes, y conferidos a los criollos los empleos posibles de su patria, y removido el impedimento de la Real Pragmática de 23 de marzo de 76, se animarán a contraer matrimonio y multiplicarán su especie sobre el número de los que salgan para España; y por muchos que vengan a la Península siempre han de quedar allá muchos más.

En que se proponen las fábricas que deben fomentarse en
España con preferencia

La última providencia que se debe tomar para afianzar el entable de nuestras fábricas es la de dar fomento a aquellas que no admiten competencia en su especie, o que por experiencia consta poder labrar de igual bondad y costo que en las provincias extranjeras. Aplicar toda la atención a las manufacturas que tenemos por inimitables, y olvidarnos de las que poseemos perfectamente, es perder lo cierto por lo dudoso, o por lo imposible. Anteponer la fábrica de lo que sólo puede imitarse por medio de unos gastos que no se han de sacar en la venta, a lo que podemos labrar con ganancia conocida, es arruinar al fabricante. Y supuesto que los lienzos finos, los brocados, la galonería de oro y plata, los mues, las gasas, los antolases, los encajes, las blondas, los abanicos, las cintas, las medias, los sombreros, la pedrería, etc. son obras a cuya imitación no hemos podido arribar o que no lo conseguimos a los mismos precios que el extranjero será prudencia cargar la aplicación sobre los ramos de comercio que nos son fáciles y conocidos.
De este género son tantos los que podemos escoger para nuestros operarios que no nos han de alcanzar éstos si los queremos fomentar todos. Tales son las fábricas de lona y jarcia, las de brea y alquitrán, la de toda especie de corambre y curtidumbre, la de cristales, las armas blancas y de fuego, la de balas, municiones y pertrechos, las fornituras de nuestros regimientos, la de alfileres y peines, la de paños de segunda, la de estameñas, y las de lonas y lienzos de estopa y cáñamo, la de clavazón y el herraje, la broncería, el papel, la cera, las carnes saladas, el aceite de ballena, la sidra, la cerveza, el aguardiente, la resolis y otros semejantes que ocupan mucha gente, tienen grande consumo y nos extraen muchos millones de pesos todos los años.
En ninguno de estos ramos de comercio cabe competencia de mucha sustancia; o si cabe, podemos llegar con facilidad a la imitación de los que mejor lo ejecuten. Son también unas manufacturas que hemos citado, que no requieren grandes fondos ni portentosas máquinas para ponerse por obra y llevarse a su perfección. Sólo necesitan de fomento; y aunque para esto contribuye mucho la rebaja de derechos reales, o la absoluta libertad que les ha concedido S.M. por el Reglamento del Libre Comercio en su embarque a Indias, bien experimentado tenemos que no ha bastado este recurso para darles incremento y que tampoco ha sido suficiente a este fin la extinción de los derechos de palmeo y tonelada, ni al acercar y aumentar buques de comercio, ni el abolir la tarifa de los fletes y dejar libre este comercio; luego es una verdad indisputable que se necesita de alguna otra providencia más inmediata para el fomento de estas manufacturas.
Nosotros nos persuadimos que la más eficaz a este intento sería la de prohibir el paso a Indias a estos efectos, siendo extranjeros. Este arbitrio consta del reglamento de libre comercio, haberse tomado ya en favor de las medias y birretes de seda, los sombreros de menos que castor, las cintas de seda, oro y plata; las cotonías de hilo y algodón, pero por desgracia han recaído estas prohibiciones sobre efectos que no han podido imitarse en España, y de esto ha resultado que los que se han fabricado por nosotros no han tenido buen despacho, y los de los extranjeros han doblado su estimación y su consumo. Este desorden ha traído dos males: uno, que se nos haya extraído fuera del reino más cantidad de plata que antes de la prohibición: otro, que así la plata, como el efecto de su procedente, han salido y han entrado sin pagar derechos.
El mismo reglamento de libre comercio deja paso franco a unos renglones de manufactura extranjera que si los prohibiese no habría quien los codiciase, y tendrían salida todos los que se labrasen en España. De esta clase son la almagra, el alquitrán, la brea, el alumbre, el arroz, el atún, el azarcón, botellas vacías, las bujías, candados, cajas, cajetas y cuerdas de instrumentos, cañones de escribir, la carne salada, cera blanca, cola, drogas y medicamentos, esmeriles, espejos, espadas, espadines, espuelas, fideos, frascos, frasqueras, habichuelas, alambre, etc.
Quizás no hay un renglón en todos los de este largo catálogo que no pueda darlo la nación en toda la porción necesaria a Indias y España y tan bueno como el extranjero. Por tanto, si éstos fuesen los prohibidos de pasar a Indias siendo extranjeros habrían tenido sus fábricas mucho incremento en España porque ninguno se expondría a las penas de contrabando por comerciar arroz, cola, botellas, hojas de España, habichuelas, candados, alumbre, frascos, frasqueras, teniéndolos de fábrica española; y la necesidad de estos efectos estimularía el comercio y al artesanado a buscarlos, y a fabricarlos en la cantidad necesaria a España y las Indias. Pero siendo éstos permitidos, y los otros prohibidos, sucede que se despachan con preferencia los extranjeros de la clase de los lícitos y de la de los ilícitos; los unos porque siempre son más baratos, y más curiosos, y los otros porque son incomparablemente mejores.
Entre los renglones extranjeros permitidos de llevar a Indias hay algunos que no debían dejarse embarcar aún siendo de cría o fábrica de España. Tales son el arroz, la harina, las menestras, la cola, los peines, la brea, el alquitrán, las drogas medicinales, la carne salada y otros. De estos efectos debía hacerse en las Indias un comercio activo con España, y prohibirse el pasivo; y luego que se hubiese entablado aquél, debía la España hacer el mismo comercio con la Europa y excluir a los extranjeros de que viniesen a nuestros puertos con semejantes frutos. La América meridional, no sólo puede criar para su consumo y para el nuestro el arroz, la harina, las menestras, etc., sino que tiene para ello la proporción que no logra ningún país de Europa.
Para la cría del arroz no es mejor el reino de Valencia que la campaña de Montevideo, porque toda ella es terreno húmedo, pantanoso y quebrado de ríos y arroyos.
Para la cosecha de granos y menestras quizás no hay en todo Europa suelo más fecundo; sobre que nos remitimos a lo dicho hablando de los diezmos; y si los correos de Buenos Aires empezasen a conducir carga de harina para el abasto de los presidios y hospitales crecería en breve este comercio con mucho provecho de la nación en ambos hemisferios.
La fábrica de la cola debía ser privativa a Montevideo y Buenos Aires exclusivamente. Este efecto se hace de las garras o desperdicios de los cueros, y de ellos van cargados los barcos catalanes sin más costo que alzarlos del suelo; y trasladarlos a Cataluña los retornan convertidos en cola.
Lo mismo decimos de los peines, tinteros, hornillas, cucharas, tenedores, y demás obras de asta, éstas cubrían el campo hasta la época del comercio libre, y desde esta fecha se ha levantado de ellas un ramo de comercio. Para facilitar su transporte a España a menos costa y sin riesgo de que apolillen la carga de cueros, se ha discurrido partir en tres trozos cada asta, abrir a fuego el trozo, reducirlas a planchuelas y encajonarlas; con lo que ha crecido tanto esta industria, que contribuye derechos a la Real Hacienda que da provecho al ganadero, pues se vende hoy a 20 pesos el millar de astas en bruto. El hueso se aprovecha también en peines, hornillas, alfileres y en una palabra no hay cosa inútil en el toro a excepción de la sangre, y no lo sería si quisiesen hacer de ella azul de Prusia.
Las plantas medicinales se dan en aquella América por todo el campo sin que se cultiven y sin que se les haga caso.
La brea, el alquitrán y la carne salada son tres especies que debían estar en el mismo pie que está la cascarilla, la azúcar, el cacao, el añil, y sus semejantes pues del mismo modo que toda la Europa se abastece de estos efectos por nuestra mano, debía surtirse de alquitrán, brea, y carne salada. Todas las potencias marítimas podían venir a nuestros puertos a cargar de estas tres especies y acabarse el comercio activo que hacen con España. Estos ramos podían ser tan privativos de la nación como lo son los cueros. Nuestros buques podrían salir vacíos de Cádiz a buscar carga de estas especies a Montevideo y ganarían más en este comercio que en el día con todo de devengar dos fletes. Ni la Holanda, ni la Inglaterra podrían dar más barato que nosotros estos tres renglones; y fomentarían de tal modo nuestro comercio, y Marina que excederíamos muy pronto a aquellas dos naciones, con todo de ser tan respetables sus flotas y armamentos.
Los ingleses salen a 3.000 leguas de su domicilio a buscar por el mar del sur las ballenas, y el espermacete para volver a Londres el aceite de que han de hacer el alquitrán las Provincias Anceáticas. Se remontan los ingleses en esta navegación hasta la altura del Cabo de Hornos sin temor al escorbuto de que ha sido y está siendo víctima la España desde que se descubrió este viaje. Ellos resisten a los fríos inmensos de aquella región se exponen a caer bajo una banca de nieve, que ha hecho zozobrar armas de un buque español; se arriesgan a ser sumergidos en aquel océano al tiempo de la inmersión de la ballena, se acomodan a sufrir la intolerable hediondez del aceite frito y se sujetan a estar en el mar 10 y 12 meses que se necesitan para esta expedición sin hacer escala en parte alguna, alimentándose de unos víveres desubstanciados o corrompidos. A costa de todas estas incomodidades y desembolsos se adquiere el aceite de ballena; y aunque después de estos trabajos y peligros no pesquen más que dos o tres ballenatos costean la expedición y hallan ganancia competente.
Nosotros tenemos las ballenas tan a la mano en el Puerto de Maldonado, que se pueden harponear a pie firme desde los barcos que están fondeados en aquella bahía. Estos animales avisan de su cercanía por medio de una expulsión de agua que arrojan a lo alto, y por este aviso se puede salir tras ella luego que se les oye con sólo tener prevenidas unas lanchas o canoas de competente esquife para esta operación; y enclavada la ballena se conduce a la playa y se fríe en el campo en sitio ventilado donde no incomode su hedor.
Con tener media docena de buenos harponeros en Maldonado que salgan al mar en otras tantas lanchas, está hecho el mayor gasto de esta negociación; el gasto de freír la ballena es de muy poco momento; la leña abunda en los montes inmediatos; la carne necesita de un caballo el que compra dos reales de ella para poderla conducir a su casa; el pan es excusado y sale poco; el alumbre de sebo es muy barato, y si se quiere de la mesma ballena vale menos; las casas son pajizas; los salarios son de 8 a 10 pesos, los barcos menores para conducir a Montevideo el aceite, están de sobra; a falta de ellos abundan las carretas de bueyes; el camino es llano; la distancia, 30 leguas; y por último enfrente de Maldonado está la isla de Lobos, cubierta de estos anfibios que dan materia con su piel a otro ramo de comercio.
¿Mas quién podrá persuadirse que habitando el centro de esta tierra y la anchura de estos mares, no hemos hecho un barril de aceite para comercio en casi 300 años? Pero no es esto lo raro: lo que admira sobre todo es, que habiéndose levantado ahora años una compañía marítima en Vizcaya para la pesca de la ballena auxiliada y sostenida por la Real Hacienda, sólo ha hecho dos remesas de aceite y esto con mil demoras y dificultades, después de haber perdido dos o tres embarcaciones en el puerto.
Aunque la América meridional carece de pinares cuya resina es uno de los ingredientes que entran en la composición de la brea y del alquitrán pudiera haberlos si se plantasen, pero con trasladar a España el aceite se hacía el mismo comercio y podrían establecerse las fábricas de ambas especies en los reinos de Aragón y Cataluña donde las hubo ya a principios de este siglo, y particularmente en los montes de Tortosa, a las orillas del Ebro que son abundantísimas de pinos, y esta sola negociación dejaría en España grande cantidad de dinero que hoy pasa al norte en pago de estos efectos; y fabricándolo abundante de modo que tuviese para su gasto y para vender a otras naciones sería inmensa su ganancia.
El ramo de las carnes saladas podría ser tan privativo de España por medio de los vecinos de Montevideo y Buenos Aires, que sin necesidad de prohibir la entrada de la del norte, vendría a quedar excluida enteramente; y sería fácil que llegásemos en breve tiempo al caso de que las mismas provincias del norte, que hoy nos abastecen se proveyesen de este efecto en nuestros puertos. Toda la carne de toro y de novillo que se desuella en los campos de aquellas dos ciudades para el comercio de los cueros queda tendida por el suelo a merced de los perros. La salazón de esta carne es obra muy sencilla y acomodada a hombres de cualquier edad y especie. Su costo consiste en el precio de la sal, y ésta se conduce a Montevideo de la costa de Patagones sin más valor que el trabajo de alzarla y embarcarla, lo que hace que se venda por mayor en aquel puerto a… pesos la arroba; y empleándose… en cada una de carne se puede dar éste en América a 10 reales de plata con moderada ganancia del estanciero, porque al paso que éste sala carne, hace otros cuatro comercios que son el del cuero, el del sebo, el de la grasa y el del charque; y hace cinco, si tiene quien le compre las astas; con que con poco que gane en la salazón de una carne que había de quedar tendida por el campo emprende gustoso este comercio.
El flete de esta carne para La Habana se ha estado haciendo desde Montevideo por 12 hasta 16 reales de plata cada quintal, viaje redondo, y pudiéndose hacer para España por este mismo flete, vendría a salir la arroba puesta en Europa inclusa la comisión, el barril, el embarco, almacén y demás gastos menores, a 2 pesos y dado que le costase 50 reales de vellón y que la vendiese a 60 ganaba un 20 por 100. Los consumidores de España vendrían a ganar otro 20 por 100 en plata, y un 25 a lo menos especie, porque la del norte se vende regularmente a con una tercera o cuarta parte del hueso, y la de América es toda pulpa como ya dijimos en otro lugar. El Estado lucraría el ahorro de la plata que extrae de España esta negociación; y lograría el provecho de la que dejaría de salir cambiando la carne sobrante, de su consumo por otros frutos extranjeros. Conduciéndose 20 quintales a España todos los años a precio de 60 reales la arroba, entraban a la Península 180 pesos; y de ellos llevaría 40 al gremio de navieros y los 140000 restantes se compartirían entre hacendados, toneleros, lancheros, peones, etc. y con la ventaja que hace la carne salada de América a la de Europa se solicitaría con preferencia, y cada año se aumentaría su consumo; y en los cinco ramos de aceite de ballena, harina, carne salada, cueros y pieles de lobo se podría hacer un comercio de millones que no se dejan calcular.
Las fábricas de lonas, lonetas y jarcias de que están en posesión la Holanda, la Suiza y otras potencias del Báltico, tenemos en nuestra mano el quitárselas en aquella parte que nos traerá vender a España. E1 cáñamo es una cosecha conocida que se da abundante en la mayor parte de la península a precios muy cómodos. El alquitrán para el servicio de cables y jarcia, podemos tenerlo de nuestra propia cosecha; y la fábrica de lona y jarcia nos es conocida y practicada. En Puerto Real las ha habido de jarcia, y en el reino de Galicia de lona y jarcia, y unas y otras han salido de tan buena calidad como la extranjera, y a precio equitativo. En el reino de Chile se coge muy buen cáñamo, y en Valparaíso y Quillota se trabaja mucha jarcia que se consume en los barcos del tráfico de Lima.

En los campos de Montevideo no se coge porque no se siembra, pero si se sembrara, como la tierra es aparente para toda clase de frutos, se daría abundantísimo; y costando la manutención tan poco, como ya hemos dicho sería fácil entablar allí la siembra y la fábrica de ambas especies.
Pero que sea en América o sea en España es cosa de poco momento. Lo que importa sobremanera es dar principio a uno y otro, y prohibir enseguida el embarque de todos los efectos extranjeros que dejamos citados, y los demás de que seamos capaces con la misma perfección que ellos; compensándoles la exclusión de estas especies con la rehabilitación de las medias y gorros de seda, los listones, las colonias, los sombreros, etc.
Ello es, que ni lo debemos querer todo, ni querer lo que no nos es concedido, ni dejar de querer lo que nos es posible. Estas tres máximas deben dar el norte de nuestras fábricas, y de todos nuestros proyectos. Quererlo todo es imposible y muy arriesgado. Querer lo que no sabemos manejar, es arruinarnos y suplantar al extranjero; y no querer lo que nos es posible, fácil y necesario, es demasiada indolencia. Hemos visto que fabricar de todo lo que otros fabrican, y en la cantidad necesaria a nuestro consumo, es un imposible físico, y principio fecundo de una guerra general; que fabricar medias, sombreros, cinterías, cotonías, y otros efectos, al costo y primor que Inglaterra y Francia, nos está negado; y que fabricar lonas, jarcias, brea, alquitrán, cola, corambre, cristales, papel, armas, fornituras, carne salada y mil otras especies, es posible, fácil, útil y aún necesario en la actual constitución. Luego sin mucho estudio hemos de conocer que ni esto se nos debe traer de fuera, ni nosotros meternos en fabricar lo otro.
Todas las naciones comerciantes observan este sistema. La Francia labra tisues y toda clase de tejidos de seda; fabrica sombreros, medias, paños, bretañas, ruanes, creas, batistas, etc. Inglaterra no conoce estos efectos en sus fábricas, y emplea su industria en bayetas, anascotes, chamelotes, sargas, sempiternas, duroix, y toda especie de quinquillería, herramientas e instrumentos de cirugía y matemática. La Holanda emplea el lino en tejidos más ordinarios como platillas, bramantes, morles, gantes, caserillos, etc. Del cáñamo hace lonas, y lonetas de la lana hace ricos carros, y medios carros de oro, lamparillas y camelotes de lila. La Flandes teje rasolisos, mues y grodetudes. La Ginebra hace galones, puntas y esterillas de plata y oro.
Ni la Italia ha emprendido jamás hacer paños, ni la Francia bayetas, ni la Inglaterra brocados, ni la Holanda tafetanes, ni la Flandes herramientas. Cada nación ha cultivado la industria que ha reconocido propia a su clima y al talento de sus habitantes; y si alguna de ellas ha aspirado a imitar lo que otra fabrica peculiarmente bien presto ha tenido que arrepentirse y desistir del intento.
Nosotros no hemos sido más felices en estas tentativas; y todo lo que tardamos en desengañarnos y abandonar ciertas fábricas a los extranjeros, tardaremos en extinguir el contrabando. Este ilícito trato crece visiblemente con las prohibiciones que se imponen a nuestros efectos cuando recaen éstas sobre manufacturas extranjeras; a nuestros conocimientos, o de inferior gusto a las extranjeras; y éstas logran mayor despacho. Consultemos la experiencia y ella descubrirá la verdad. Búsquense en América medias de seda, listonería, cintería, sombreros, cotonías, papel pintado, hilos finos, pañuelos, etc. de fábrica extranjera y sin embargo de estar prohibidos estos efectos en Indias se encontrarán en todos los almacenes y tiendas. Indáguese el consumo, y se hallará que es incomparable con el que tienen estos mismos efectos siendo de fábrica española.
Cotéjense los precios, y resultará que es mayor el de aquellos de que hay más venta.
Procúrense vinos y aguardientes extranjeros, indianas de algodón, azúcar de Holanda, cerveza, herraje, cintas de hilo, encerados, esterlines, gorros de lana, galonería falsa, etc. y no se hallarán en indias estos efectos de fábrica extranjera. Estos y aquéllos están prohibidos de embarcarse, y los unos abundan sobremanera, y los otros no se encuentran. La causa de esta diferencia consiste, en que nuestros vinos y aguardientes son mejores y más baratos que los extranjeros. Que las indianas de algodón de Barcelona son excelentes; que nuestra azúcar es bastante buena y menos cara que la de Holanda; y por último que la cerveza, el herraje, las cintas de hilo, los encerados, los esterlines, los gorros de lana y la galonería falsa, son renglones que se trabajan en España de la misma calidad y precios que fuera del reino con poca diferencia. Por tanto, no tenemos motivo de desearlos de fábrica extranjera, y no apeteciéndolos el consumidor, no se arriesga el comerciante a embarcarlo de contrabando. Pero como las medias, los listones, las cintas, los sombreros, las cotonías, los papeles pintados, el hilo fino y los pañuelos no igualan con mucho a los extranjeros ni la calidad, ni en el precio, se desean con ansia, se pagan bien, y este interés cohecha a los expendedores y fomenta el contrabando. En una palabra el traer prohibidos unos efectos que no los tenga semejantes la nación trae el perjuicio de que pierda S.M. los derechos que percibiría a su entrada y a su salida si no estuviesen vedados, y que no se consiga el facilitar el despacho de los géneros nacionales, que fue el fin de la prohibición; de donde resulta que la Real Hacienda pierde, que la nación no gana y que el extranjero lo embolsa todo.
La infalible certidumbre de estas tres consecuencias nos pone en estado de desear con anhelo que se alcen enteramente las prohibiciones de efectos que dejamos citados y que se trasladen éstas a los renglones de fábrica española que hemos referido. Pero por cuanto no aplicándose nuestros artesanos a fabricar con abundancia las obras que pretendemos ver prohibidas, suplirán la falta las extranjeras y queda en pie el mismo inconveniente, es indispensable que nuestro ministerio empeñe su autoridad en dar fomento a estas mismas fábricas para que cubran el consumo anual; que se tomen las medidas necesarias para que en el caso de no alcanzar a ésto las fábricas actuales se levanten las suficientes; que todas tengan a mano las primeras materias a precios acomodados; que los jornales de los oficiales sean de calidad que ni dejen de alcanzarles para el sustento, ni excedan de lo justo. Este celo es el eje que da el movimiento a toda esta máquina, y nada es más fácil que este examen a los intendentes de provincia. La autoridad que reúnen estos ministros a los conocimientos de que están poseídos siempre todos los ramos de industria municipal de sus territorios, les da hecha la averiguación y allanados los obstáculos que se opongan a la obra. Poco será lo que se deniegue a sus diligencias, insinuándose con un poco de agrado en los que han de ejecutar el proyecto. Cualquiera persona de más de mediana esfera hace un honor de que el jefe lo ocupa en lo que puede complacerlo. Basta las más veces el entender que se puede congratular al superior para darnos priesa en hacerle aquel obsequio; y no es raro en el mundo que los hombres prevengan y se anticipen con la ejecución a los deseos de benefactores. Enterados los intendentes de que en el desempeño de esta diligencia hacen un servicio positivo al soberano, sobrarán los encarecimientos para hacerles manejar con celo y sagacidad este encargo; y el honor en éstos y la subordinación y el interés en los otros, ejecutará a todos al cumplimiento de lo que se apetece.
Estos dos medios nos parecen ser los únicos de desterrar para siempre el contrabando de las Américas. Luego que puedan comerciarse en ellas francamente las manufacturas extranjeras que hoy son prohibidas, y que estén surtidos nuestros almacenes de las que debemos reservarnos privativamente sobran los resguardos y las guardias en mucha parte; y mientras no se entable este sistema abundará el contrabando aunque se tripliquen los celadores. Hablamos de experiencia; y aunque abundan los sucesos que acreditan que son inútiles las precauciones de los fraudes para que no se nos introduzcan de fuera lo que no tenemos semejante, referiremos un hecho que prueba, por mil, ser más conveniente alzar las prohibiciones de los efectos dichos, que aumentar la guardias y ministros.
Por el mes de febrero de 1793 se presentó en el puerto de Montevideo la fragata de guerra francesa El Dragón de 500 toneladas de porte procedente de las islas de Mauricio al mando del Teniente de navío D. Alexandro Duelos, con pasaporte y cartas credenciales del comandante de aquellas islas para el virrey de Buenos Aires.
Luego que dio fondo en Montevideo pasó a su bordo el Teniente de Comandante Don Manuel Cipriano de Melo por orden del Gobernador de la plaza Don Antonio Olaguer Feliu, a hacerla la visita acostumbrada. Examinó a Duelos en la forma ordinaria, y lo primero que le dijo fue que venía en lastre y que su arribo se dirigía a comprar trigo para el abasto de las islas que padecían una hambre absoluta. Con esta noticia procedió el gobernador a mandar custodiar el buque haciendo poner tropa a su bordo al cargo de un oficial, dos ministros del Resguardo, y la zumaca de rentas a la popa de la fragata con otros dos dependientes con orden de que nada entrase ni saliese de aquella hasta nueva providencia del virrey.
Averigúose después que el buque conducía carga de mercaderías bajo el pretexto de ignorarla al pago del trigo, en seguridad de unas letras de cambio que traía Duclos sobre París en lugar de dinero; y con esta noticia procedió el Gobernador a la aprehensión de la carga y por medio del comandante del resguardo, del administrador de la aduana y del ayudante de la plaza la hizo conducir con tropa a un almacén de los del fuerte en que habita el mismo gobernador y la encerró debajo de cinco llaves que recogieron el gobernador, el comandante de artillería, el administrador, el del resguardo, y el capitán de la fragata.
Así guardadas las mercaderías se corrió un expediente en el Gobierno de Buenos Aires, acerca de si se le había de dar o no a Duclos el trigo que pedía, y resuelto que no podía dársele otro que el preciso para rancho se comunicó la orden al Gobernador de que luego que hubiese embarcado Duclos el trigo que se le permitía hiciese volver a bordo las mercaderías depositadas.
De hecho se abrió el almacén depositario, y bajo la intervención del administrador, comandante, ayudante de plaza y escribano, se trasladó a bordo toda la carga que existía en el almacén manteniendo siempre en la fragata la tropa, los guardas y la zumaca con las mismas órdenes: y de esta forma se concluyó la carga de los efectos el día 5 de junio a la sazón de tener ya a su bordo la fragata la harina, el rancho y aguada, y de estar pronto a zarpar sus anclas.
Debía salir a la mar por esta regla el siguiente día 6; pero ya fuese porque Duclos había extraviado parte de su carga sin haber cobrado su valor o ya porque la tenía contratada toda, o ya, porque no lograra sus ideas si no la dejaba vendida, pasó el día 6 y los restantes hasta el 17 y la fragata se mantuvo anclada al pretexto de un nuevo recurso que hizo Duclos al Virrey.
El 17, por la tarde dio fondo en Montevideo el correo de España con la noticia de estar declarada en nuestra corte la guerra con la Francia; en cuya vista pasó el Gobernador a bordo de la fragata francesa y le mandó sacar el timón cerrando con barras y candados las bocas de escotillas, y sellándolas con lacre, manteniendo siempre la tropa y ministros, y haciendo custodiar los costados de la embarcación con rondas de guardas que cruzaban la bahía toda la noche celando que no se hiciese ningún desembarco y reconociendo los botes o lanchas que intentasen hacer algún movimiento.
Avisado de todo el Virrey de Buenos Aires, aprobó al Gobernador que hubiese tomado el timón a la fragata, y le mandó que recogiese de nuevo toda su carga y la hiciese encerrar en el almacén de la real fortaleza.
El día 28 de junio por la tarde pasó el Gobernador con su ayudante, con el administrador de la Aduana, el comandante del resguardo, el capitán Duclos y el escribano de Real Hacienda, a bordo del francés a dar principio al inventario de la carga; y no creerá el que no lo hubiese visto que jamás se ha hecho a ningún hombre una burla semejante. Abriéronse las bocas de escotilla, bajó el escribano a la bodega a hacer arriba la carga, y fue mandando baúles vacíos hasta el número de 38 o 40, que fue lo único que se halló en toda la fragata, a excepción del rancho y de unas botellas de rapé. En un baúl se halló un carnero muerto, en otro arena, en otro un poco de jarcia, y los demás vacíos. Ni la tropa, ni el comandante, ni el administrador, ni los guardas supieron dar razón de la carga y Duclos se contentó con dar por toda respuesta en el alcázar de su fragata que lo habían robado, y se concluyó la diligencia.
Después de muchos días principió el Gobernador una sumaria en descubrimiento de los autores y cómplices de este contrabando, y mejor recapacitado Duclos inventó el refugio de decir que él no había traído carga alguna en su fragata, y que si tenía dicho lo contrario, había sido por dejar en prenda aquellos baúles vacíos que se hallaron a su bordo, en el caso de que los vendedores del trigo no le quisieren admitir las letras de cambio que llevaba para su pago; y con este miserable artificio o ridículo invento, tan burlesco como el del robo, quedó Duclos y toda su oficialidad paseándose por Montevideo.
La sumaria que actuó el Gobernador constó de más de 40 testigos de gente de tropa, resguardo y comercio, pero por desgracia ningún testigo supo cómo ni cuando se desembarcó este contrabando; y todos los vecinos, que habían sido testigos, lo sabían con puntualidad, y que valía al pie de fábrica de 100 a 150 pesos de plata.
Poco después se supo en toda la ciudad lo que contenía la carga, porque principiaron a verse por las tiendas, por las calles, y en servicio de los vecinos, tantas cosas nunca vistas, de fábrica francesa y chinesca, prohibidas de ir por España y venderse a precios tan moderados, que cuando no se supiese de público su origen, había muy poco que adivinar para aceptarlo.
A la novedad de este escándalo determinó el Virrey emprender una nueva averiguación en el mismo Montevideo cometiéndola al brigadier Don Miguel de Texada, Coronel del Regimiento Fijo de Buenos Aires, la que principió a actuar por el mes de noviembre; pero siempre firmes los delincuentes en la religión del secreto, no adelantó Texada cosa alguna sobre lo hecho por el Gobernador, con lo cual vino a quedar civilmente ignorado un delito el más notorio que tenía tantos testigos como vecinos, y tantos cómplices cuantos compradores.
Hemos citado este ejemplar entre infinitos que podíamos apuntar, por más escandaloso que ninguno y porque en él perdió S.M. no sólo los derechos reales sino el principal en virtud de corresponderle el cargamento de este buque por razón de presa hecha en justa guerra; y también para que se vea que el mejor resguardo de los puertos de Indias es quitar la materia del contrabando, habilitando para el comercio aquellos efectos que siempre y por siempre ha de desear la nación y los ha de adquirir a cualquier costa.
Dilatar el rigor de las leyes prohibitorias de comercio hasta imponer a sus transgresores la pena ordinaria de muerte, es curar un mal con otro mayor; y si no ha de tener efecto esta providencia porque no se pretenda otra cosa que conminar al vasallo para que se aterre con el miedo de la pena en breve vendrá a despreciarse, y continuará el desorden en su misma fuerza. Este es el éxito que han tenido semejantes penas en cuantas ocasiones se han impuesto; y para prueba de esta verdad daremos a la letra lo que escribe don Jerónimo de Ustariz al capítulo 17 de su Teorica y práctica de comercio. “Es constante que la extracción de oro y plata no se impide con pragmáticas y leyes penales, pues aunque algunas del reino incluyen pena de la vida y de la hacienda, con cuyo rigor amenazan las prohibiciones, no se observan ni se pueden observar en España ni en otros reinos, sobre semejantes asuntos, como lo acredita la experiencia de siglos enteros, en cuyo dilatado tiempo ha habido también grandes y muy vigilantes reyes, y celosos ministros que han hecho muchos esfuerzos, para su puntual observancia, y no se ha logrado; lo primero porque es imposible poner puertas al campo en tan dilatadas costas, y fronteras cuyo ámbito pasa de 600 leguas y lo segundo, porque aunque en todas las costas y fronteras se pusiesen guardas y centinelas de vista de día y de noche, repartidos de cien en cien pasos o más próximos, viéndose unos a otros y mudándose cada hora a usanza de ejércitos no sería difícil sobornar a algunos y aún a muchos de ellos para ejecutar las extracciones, como hoy sucede con los guardas de la Real Hacienda y se experimentó en los de 1722 y 1723 con los soldados y paisanos empleados al resguardo de la sanidad; cuya vigilancia, cuando no se burlaba con la maligna destreza, se sobornaba muchas veces con el interés, aunque no podía ser muy crecido, respecto al valor moderado de las cargas que se introducían de azúcar, cacao y otras mercaderías de menor estimación que el dinero aunque la entrada de éstos y otros géneros estaba prohibida también con pena de la vida y de confiscación, cuya pena saben con experiencia que es una ley dura en el amago, y blanda en el impulso pues no la ven practicar. Además de que es de grande dificultad descubrir y convencer a los contraventores; y pues que en siete u ocho siglos no se ha podido conseguir su observancia con la severidad de las leyes muchas veces repetidas y renovadas, no debemos esperar que se logre su cumplimiento en nuestra era sino buscando otros medios más naturales eficaces y seguros, como lo son la buena disposición de los comercios y no pragmáticas, prohibiciones ni guardas, porque siendo muy débil esta providencia, no nos hemos de fiar de ella..
A vista pues del poco fruto que han producido las mayores penas, en el discurso de ocho siglos para exterminar el contrabando, podremos creer que no nos hemos engañado en la opinión de que no son los guardias ni los soldados los que alejan el contrabando de nuestras costas, sino las buenas disposiciones del Gobernador; y pues se debería elegir nuestro pensamiento aún cuando nos trajese algún daño, recibiría mayor realce a presencia del ningún perjuicio que nos origina el permitir el comercio de unos géneros a cambio de prohibir el de otros que se hallan permitidos, y esto no por razón que la de no sernos posible imitar los prohibidos; con que si no vamos a perder cosa alguna en aquel cambio, vamos a conseguir que no haya contrabando parece que no se puede encontrar un medio más provechoso al erario y al comercio que el de permitirle negociar en medias, cintas, y cotonías, y prohibir que lo haga el extranjero en brea, alquitrán, carne salada, etc.
Aunque la confiscación de bienes, por ser pena inferior a la de muerte parece que se podría imponer con menor embarazo y ser más oportuna para la extinción del contrabando, hemos visto que del mismo modo se contraviene una que otra. La ley de la confiscación es una de las más antiguas de nuestros códigos y de todas las naciones, y nunca ha precavido el contrabando. Nosotros tenemos una ordenanza en el artículo 18 del Reglamento de Comercio Libre, que condena al contrabandista del comercio de Indias en la confiscación de cuanto le perteneciere en los buques y sus cargazones, en la pena de cinco años de presidio en uno de los de África, y en la de quedar privado para siempre de hacer el comercio de Indias; y sin embargo de estas formidables penas, no sólo florece el contrabando, sino que se hace a cara descubierta.
En Lima vimos un caso, que por ruidoso y singular, y por haber acontecido entre españoles del comercio de Cádiz y del Perú, lo vamos a referir aquí, apoyando en él la última prueba de la inoficiosidad de las penas para ciertos delitos; y fue, que entraron en Lima el año de 87 que por el mes de junio pasaban de dos mil de docenas las que se hallaban detenidas en la aduana por su administrador. Hízose un expediente separado sobre la partida de medias de cada interesado, y llegaron a 40 o más los procesos que se habían escrito a mediados del año; y viendo que cada barco que llegaba de España ofrecía materia para otros tantos procesos, se formó uno general para tratar a la vez de la averiguación de este asombroso contrabando y del castigo de sus autores. Corrió este expediente sus debidos trámites y substanciado en forma con audiencia del fiscal de Real Hacienda recayó sentencia del superintendente general, declarando haber caído en comiso las dos mil y más docenas de medias, y eximiendo por equidad de esta pena las facturas y a sus dueños de la de presidio y privación de oficio.
Levantó el grito todo el comercio, y después de apelar los comerciantes en particular para la junta Superior de Real Hacienda salió el Consulado a la defensa, querellándose de la sentencia y coadyuvando la pretensión de aquellos individuos.
Sustanciose de nuevo la segunda instancia por el fiscal.
La resolución de S.M. justificó la del fiscal a quien siguió la junta pues su Real Piedad tuvo a bien el aprobarla, y quedó así hecha regla la decisión de un caso particular para todos sus semejantes.
Lo mismo se sirvió ejecutar S.M. en el comiso muy considerable de plata de piña que se aprehendió en Potosí a mediados de este siglo, cuyo caso se tuvo presente, y se alegó por parte del Consulado para la determinación del expediente de las medias; y lo mismo habrá de hacerse siempre que se trate de castigar un fraude general o muy cuantioso, según dijimos que lo había practicado el Señor don Felipe III con el plantío de viñas de América. Por donde se puede venir a conocer que ni la pena de muerte por exorbitante y circunspecta, ni la de confiscación por ruinosa en particular, y perjudicial en común, ha tenido uso en los casos ocurrentes; y con esto ha venido a quedar el contrabando sin el correspondiente castigo, o ha recaído solamente en uno u otro contraventor de que no ha sacado ejemplar el público.
De resultas de esta impunidad gira el contrabando por la misma derrota que el comercio lícito, y abundando en Indias ambos efectos, no medra la manufactura española, y el Rey pierde sus derechos.

Resulta de esto que todo el comercio hace el contrabando; el que es de mala conciencia por codicia, y el que la tiene buena, por no perder su capital. Este mal es uno de los más terribles que ocasiona el demasiado contrabando, porque siendo uno de sus efectos destruir con audiencia del mismo fiscal; y con lo que expuso por escrito y de palabra y alegaron los abogados del comercio, se vio el expediente por el mes de noviembre del dicho año y se revocó el auto del superintendente bajo de ciertas condiciones y calidades, que propuso el fiscal en su respuesta.
No constaba de los expedientes con la debida claridad que las medias fueran extranjeras positivamente, porque uno de los peritos declararon que lo eran, y otros que no. Los vistas de la aduana lo afirmaban, y los comerciantes nombrados por parte de la renta lo negaban pero si fuera lícito juzgar por ciencia privada, las medias se habrían dado por decomiso en la Junta de Apelaciones, no habiendo otros inconvenientes, porque en lo extrajudicial ninguno dudaba que eran de Nimes todas ellas.
Al fin las dio la junta por libres; y si no había de arruinar el comercio de España y Lima era forzoso absolver y consultar a S.M. aún cuando tuviese certeza legal de que eran extranjeros porque en las circunstancias de pasar de dos millones de pesos el valor de las medias y facturas que debían confiscarse, y de llegar a 80 o más individuos los comprendidos en esta negociación, a quienes según la ordenanza se debía condenar a presidio por cinco años, y privar para siempre del comercio, era conforme a derecho que no se podía extender la ley a un caso original no previsto por el legislador y en que este mismo venía a sentir parte de la pena.
Por éste y otros que propuso el fiscal en su citada respuesta tuvo la junta por indispensable la consulta al Soberano, entregando en el ínterin los cargamentos a sus respectivos consignatarios bajo de las fianzas, pagos y gravámenes propuestos al comercio honrado que negocia por el camino de las aduanas, es preciso que deje el comercio, o que haga lo que hacen los demás; con lo que hecho el delito trato común entre los negociantes, pocos o quizás, ninguno hacen reflexión al pecado que envuelve el fraude de usurpar al Rey lo que es del Rey; y por esta regla ni se teme a la pena temporal que no se ejecuta, ni a la espiritual que no se conoce.
Si hemos probado estos asertos, será innegable a todo buen político, que conviene variar la administración de nuestro comercio y que esta variación debe consistir no en aumentar de guardas o celadores ni en darles premio o castigo, sino en aniquilar la materia del contrabando.
Traídos al comercio los efectos extranjeros de actual prohibición, puede aminorarse el número infinito de guardas y ministros que se emplean en los puertos de España y América en que se desperdicia mucho dinero, y se pueden acrecentar los derechos a los géneros de nueva permisión hasta la suma que pagaban antes del comercio libre, dado caso que éste subsista, y no se reviva el Real Proyecto del año de 20; y en vez de un solo 3 por ciento que satisfacen hoy las medias extranjeras que se introducen con nombre de españolas, pagarán un 18; y extrayéndose más plata y más frutos de indias adeudarán mayores derechos y más cantidad de fletes con que el Rey perderá menos y ganará más, entrará más metal en España, vendrán más frutos con que hacer el cambio, y apenas habrá noticia del contrabando.
Dadas estas providencias era necesario remover un inconveniente para que los efectos de fábrica de América no quedasen sin salida por falta de buque, como sucede con frecuencia en Montevideo; porque con ocasión de la abundante carga de cueros que se acopia en aquel puerto, que es la de mejor flete y menos perjudicial a la embarcación, se excusan los capitanes de traer los efectos de cría de aquel suelo, con lo que aplicados los comerciantes y los labradores a sólo el ramo de los cueros, tienen inundada la España de este efecto, y abandonados enteramente los de harina, carne, sebo, etc.
Esto lo hemos visto muchas veces, y más de una hemos oído a los mismos vecinos que dejan de embarcar harinas para España porque los capitanes o no quieren llevarlas o les piden precios excesivos; y como prohibidos de comerciar los efectos extranjeros que hemos citado, era indispensable desatar las trabas a su navegación para que corriesen por todas partes, sería preciso dar disposición para que los frutos de Montevideo tuviesen buque pronto en que navegar a España. Destinar a este flete los correos en vez de el de cueros que conducen a su regreso, sería buena providencia; pero porque los correos fenecen sus viajes en La Coruña, y las ciudades de Cádiz y Málaga son más frecuentadas de buques extranjeros, convendría que hubiese comercio directo con estos dos puertos. Para esto se podría tomar el expediente de que cada embarcación de comercio reservase un cierto número de toneladas para cargar de frutos de fábrica o cría de América, que no fuesen cueros con calidad de que para no traer aquéllos había de tener expreso permiso del juez de arribadas de Montevideo, hecha averiguación de no haber en aquel puerto carga alguna de aquella especia. Lo mismo se conseguiría prohibiendo más extracción de cueros que la de medio millón cada año pues congregándose en Montevideo buques suficientes para más de un millón todos los años, los mismos capitanes serían agentes de los cosecheros, y fabricantes para que les cargasen frutos. De ambos modos se lograría la extracción de éstos, y se adelantaría darle más estimación a los cueros, que a causa de su extremada y nunca vista abundancia.

KUPRIENKO