Хосе Эчегарай. Смерть на губах.
José Echegaray. La muerte en los labios
Драма в трех действиях и в прозе
Drama en tres actos y en prosa
REPARTO
PERSONAJES
ACTORES
MARGARITA
Sra. Mendoza Tenorio.
BERTA
– Calderón.
MIGUEL SERVET
Sr. Jiménez.
CONRADO
– Calvo (Rafael).
WALTER
– Vico.
JACOBO
– Calvo (Ricardo).
NICOLÁS
– Calvo (J.).
Soldados y Esbirros.
La escena pasa en Ginebra, año 1553, que fue el del suplicio de Miguel Servet.
A LA MEMORIA DE DON GREGORIO DE LAS POZAS.
Acto primero
La escena representa una sala modesta, pero no pobre. A la derecha, dos puertas; se llega a
la del segundo término por dos o tres escalones. A la izquierda, primer término, un balcón. En el fondo, otra puerta. En primer término, a la izquierda, una mesa y un sillón; a la derecha, otro sillón. Los términos derecha e izquierda refiérense al espectador.
ESCENA I
MARGARITA, sola.
MARGARITA.-(Asomada al balcón; luego, se retira.) El sol desciende; la tarde acaba; cada vez parecen más oscuras las aguas del lago y menos transparente el azul del cielo. ¡Otro día sin verle! ¡Ah Conrado, mucha crueldad es la tuya si en ti consiste la tardanza!, y si en él no consiste, ¿por qué, Dios mío, no escuchas mi ruego? ¡Era yo tan feliz a su lado! ¡Qué alegría cuando llegaba el domingo y escapábamos de Ginebra, después de oír misa en la capilla secreta de Roger, y él, y yo, con Berta y con Jacobo, íbamos por esos campos a los valles, a las lomas; donde no hay ni odios, ni luchas, ni salmos que hielan, ni pregones que espantan, ni calvinistas de traje oscuro y rostro sombrío! ¡Desde que se marchó Conrado me parece haber caído en un abismo sin aire y sin luz! Y luego ese Walter…, ¡que recobre la salud, Dios mío, y que nos deje!… ¡Que huya, que huya de esta casa ese infame calvinista!
ESCENA II
MARGARITA y BERTA, por la derecha, primer término.
MARGARITA.-¡Ah!… ¡Berta!… Ven, acércate. ¿Por qué no te acercas?
BERTA.-(Desde la puerta, levantando el tapiz y en voz baja.) ¿Estás sola, Margarita?
MARGARITA.-Sola estoy; no temas.
BERTA.-(Acercándose poco a poco con precaución, y después de mirar a la segunda puerta del mismo lado.) Pero él…. ¿no vendrá?
MARGARITA.-¿Hablas de Walter?
BERTA.-Calla, no pronuncies su nombre. Sí, de él te hablaba.
MARGARITA.-Pues nunca viene a esta sala de propio impulso, y cuando hasta ella, por acaso, acompaña a Jacobo, ya se le oye bajar la escalera, que su paso lento y firme hace crujir la vetusta armazón.
BERTA.-Es que si yo lo viese, si clavase en mí su mirada… ¡Margarita, hija mía, yo creo que me moriría de espanto!
MARGARITA.-Para tal espanto no hay causa, ni hay razón. Más que a ti me repugna ese feroz hereje, ese calvinista cruel, que en Francia y en Alemania fue azote de católicos, que con sangre de nuestros hermanos está manchado, y que es, aquí en Ginebra, gran consejero de Calvino; pero entre la repugnancia y el espanto hay buen trecho que andar, mi pobre Berta.
BERTA.-Ya; a ti ningún mal puede hacerte; antes debe estarte agradecido, si de agradecimiento es capaz Walter; pero a mí… es distinto.
MARGARITA.-¿Por qué, Berta? (Con interés.) ¿Le conociste en otro tiempo?
BERTA.-(Pensativa.) Acaso. ¡Ah!… ¡Suceden cosas, tan extrañas!
MARGARITA.-Tú me ocultas algún secreto, madre mía. En las dos semanas que Walter está en mi casa ni una vez has querido verle, y huyes cuando él se acerca, como huirías de la muerte.
BERTA.-Esa es la palabra; como huiría de la muerte.
MARGARITA.-Te ruego que me expliques tu conducta, y callas y lloras.
BERTA.-¿Qué otra cosa he de hacer?
MARGARITA.-Insisto, y huyes también de mí. ¡De mí, que te quiero como si fueses mi madre!
BERTA.-No; de ti no, hija mía, mi querida Margarita. Tú eres muy buena y muy hermosa. Hermosa como las madonas que veíamos en Italia; buena como los ángeles que tiene Dios en el cielo.
MARGARITA.-No me adules así, que tal adulación como ésta dejes tiene de blasfemia.
BERTA.-No fuera maravilla que a blasfemia sonase; ¡quién no blasfema teniendo cerca a Walter!
MARGARITA.- ¡Otra vez!
BERTA.-¡Sí, otra vez! ¡Ah Margarita!, ¿por qué le admitiste en tu casa?
MARGARITA.-Por Dios, madre, ¿qué querías que hiciese? Horrible paroxismo le acomete al pasar por delante de ella y cae desplomado a sus mismos umbrales; ayuda nos piden Calvino y Nicolás, que con él venían; baja Jacobo con nosotros y declara con la autoridad de su ciencia y la energía de su carácter que en esta casa ha de quedarse Walter si ha de salvarle la vida…, y aquí se queda, y aquí le tenemos.
BERTA.-Mal hecho.
MARGARITA.-Pero en aquel estado, ¿había de cerrarle mi puerta?
BERTA.-Si la peste negra llamase a ella, aun viniendo en compañía de Calvino, que sí vendría, ¿le abrirías la de tu casa?
MARGARITA.-¡Oh Berta, no me digas cosa tal! Walter es hereje, es infame, es maldito; pero con ser todo eso es criatura de Dios, y yo no podía rechazar su cuerpo inanimado, ni negar a su alma, con una hora de vida para ese cuerpo, el arrepentimiento y la salvación tal vez.
BERTA.-¡Ojalá no te pese!
MARGARITA.-Haga yo lo que deba, y haga después Dios su voluntad soberana. Esto me enseñó mi santa madre.
BERTA.-Eres un ángel; pero los ángeles no son para esta tierra de herejes. Hija mía, Conrado volverá pronto, y cuando vuelva…
MARGARITA.-¡Seré su esposa!
BERTA.-¿Y dejaremos Ginebra para siempre?
MARGARITA.-Para siempre, los tres. ¡Aragón me espera con la casa solariega de mis padres, el cielo de mi patria con su alegre azul!
BERTA.-¡Cuándo llegará ese día!… Pero…, oye…. una trompeta lejana…, es un pregón…
MARGARITA.-(Asomándose al balconcillo.) Sí. ¡Allá, en la orilla del lago…. un sonido estridente… tortura y dolor anuncia!… ¡Pero escucha, aquí en la plaza…, otro pregonero!… Allí lejos le veo…, mantellina negra pende de su metálica trompeta…; con roncos y destemplados sones llama a la gente…; eso no anuncia tortura: ¡Anuncia suplicio!… ¡Dios mío!
BERTA.-¿Qué dice?
MARGARITA.-Nada se oye, está muy lejos.
ESCENA III
MARGARITA, BERTA y JACOBO, por el fondo.
BERTA.-(Retirándose de la ventana.) ¿Quién es?… ¡Ah, eres tú!
MARGARITA.-(Yendo a su encuentro.) ¡Jacobo!… ¡Cuánto me alegro que vengas!….
JACOBO.-¿Qué hacíais ahí, imprudentes? ¿No sabéis que Calvino es inflexible y severo? Que ante su moral implacable el amor a la luz es tanto como el amor a las tinieblas; y la dicha; cosa muy parecida al mar; y el lujo, un, crimen; y la alegría un ultraje a Dios. ¡Mujeres a la ventana y quizá con la sonrisa en los labios! ¿De qué servirá que los ministros, del culto reglamenten las costumbres; que la Inquisición suiza clave su mirada inquieta y vigilante en el hogar doméstico, si la primera mozuela de lindo palmito, que espere a su adorado, ha de osar echarse a los abiertos balcones prendida y adornada con la luz del sol sobre la frente? (Todo esto dicho con ironía, pero con ironía triste.)
MARGARITA.-Note burles, Jacobo.
JACOBO.-¡Burlarme! ¡Burlarme de Calvino, el rey pontífice, y de sus batallones de emigrados franceses! ¡Yo, un. pobre español!, ¡un médico que ¡ni cree en Dios ni en el diablo!
MARGARITA.-¡Jacobo!
JACOBO.-Walter no me oye y vosotras no me denunciaréis. Yo, el entusiasta admirador de Lucrecio, el discípulo de Miguel Servet, ¿tomar a risa a caos protestantes suizos? ¡Buena me esperaba a mí, donde han sucumbido los primeros patriotas ginebrinos, aquellos ilustres vencedores de la casa de Saboya! Preguntad al consejero Pedro Ameaux si no tuvo que ir descalzo, y con enorme blandón en la mano, en retractación y penitencia de no sé qué palabras poco respetuosas para Calvino. Que os cuente Francisco Fabre qué tal lo pasó en el calabozo por negarse a ser capitán de arcabuceros. Que os refiera Bosec adónde tuvo que ir por el nefando crimen de defender el libre albedrío contra la predestinación. Que os diga Perrín, con ser todo un presidente del Consejo ginebrino, si por haber puesto la cara fosca al amo y señor espiritual de toda esta gente, no vio citada ante el Consistorio a su propia mujer, bajo la infamante acusación de vida escandalosa. ¿Os parece poco? Pues no diré más; pero como remate y coronamiento a toda esta máquina de tiranía calvinista, alzad el tajo en que puso la cabeza el desgraciado Pedro Gruet, y preguntad de paso a los muros de la sala de tormento si conservan memoria de cuántos gritos le arrancó el dolor; y si por acaso no os contestasen, más allá del lago, a la vuelta de una verde loma, y al pie de un sauce, encontraréis bajo tierra un tronco humano sin cabeza y una cabeza sin tronco, que quizá recuerden lo que la insensible piedra haya olvidado o por dura de condición o por sobra de costumbre.
MARGARITA.-Basta, Jacobo.
JACOBO.-Pues el crimen de Gruet no fue otro que el de atacar por escrito las censuras del Consistorio.
MARGARITA.-Todos esos que has citado eran grandes personajes; de nosotros, gente humilde, ¿quién se acuerda?
JACOBO.-Tan humilde como tú es Juana, y, sin embargo, el Consejo…
MARGARITA.-¡Ah!… ¡Juana!…, ¿decidieron ya?… ¡Habla!
BERTA.-¡No!… ¡Escucha!… ¡Él!
MARGARITA.-Sí; Walter.
BERTA.-(Dirigiéndose a la derecha.) Pues no ha de verme…
JACOBO.-¿Adónde vas?… ¡Berta!… ¿Por qué huyes despavorida como si viniese el Anticristo?
BERTA.-¡Porque él viene! (Sale apresuradamente.)
JACOBO.-Siempre lo mismo; el seso perdió tu pobre nodriza.
MARGARITA.-Silencio.
ESCENA IV
MARGARITA, JACOBO y WALTER, por la derecha, segundo término.
WALTER.-(Deteniéndose un momento después de bajar los escalones y dirigiéndose a JACOBO; mientras, MARGARITA se sienta junto a la mesa y se ocupa de sus labores.) Tarde vienes.
JACOBO.-Tarde vengo, cuando nadie me necesita; a punto llegué, cuando llegué para salvarte.
WALTER.-Pues te equivocas, que hoy necesitaba de ti.
JACOBO.-¿Quién? ¿El corazón o la cabeza?
WALTER.-El corazón va bien; hace muchos años que no lo siento.
JACOBO.-Lo creo.
WALTER.-La cabeza es la que va mal. Llevo en ella algo que gira; no parece sino que traigo dentro una picota y que a su alrededor van dando vueltas una docena de herejes.
JACOBO.-Ya se cansarán.
WALTER.-De sufrirlos lo estoy yo; conque dame de esa medicina prodigiosa que entre tú y el diablo inventasteis, y que me deja más sosegado que una plática de Calvino o que una noche de buen sueño. (Se sienta en el sillón de la derecha.)
JACOBO.-No puede ser.
WALTER.-Puede ser, pues yo lo quiero.
JACOBO.-(Con ironía.) Pues yo no, y de tu cuerpo respondo al Consistorio y a las cuatro iglesias de Berna, Zurich, Schaffhausen y Basilea; conque ya ves.
WALTER.-¿Pero hay razón?
JACOBO.-Y buena: que la droga es endiablada, como tú dices, y aunque es segura, a ella sólo ha de acudirse en casos muy extremos. (En este punto se oye, pero no muy cerca, la trompeta de un pregón.)
MARGARITA.-Otra vez el pregón. (Acercándose a la ventana.) Sí; en la plaza. Me asomaré al balconcillo de la escalinata. ¡Dios mío, pobre Juana! (Sale por el fondo.)
ESCENA V
WALTER y JACOBO.
WALTER.-Tendré paciencia; eres mal cristiano, pero buen médico.
JACOBO.-Discípulo de Servet.
WALTER.-¡Que Dios confunda!… ¡O que Dios ponga en mis manos, que como en ellas caiga, ya le confundiré yo!
JACOBO.-Pues a la obra, Walter, porque cerca anda.
WALTER.-¿Quién?
JACOBO.-¿Quién ha de ser? El «malvado español», como dice Zuinglio.
WALTER.-(Levantándose con ímpetu.) ¿Qué?… ¿En Ginebra?… ¡Servet!… ¿Servet ha venido?
JACOBO.-Así lo anuncia un pregón que oí sobre el puente.
WALTER.-¡Al fin!… ¡Ah!… ¡Justicia de Dios!… Pero ¿es verdad?
JACOBO.-Al menos lo suponen los síndicos.
WALTER.-Sí; lo será. Él es osado, y el abismo atrae.
JACOBO.-(Hablando lentamente, con tono irónico y como en forma de pregón.) Pues requeridos los dichos síndicos por Calvino, en forma de acusación contra el hereje, «mandan y ordenan a todos los ciudadanos libres de nuestra libre ciudad de Ginebra que lo denuncien y entreguen», bajo las penas de costumbre y otras nuevas y severísimas que lo especial del caso exige. Así gritaba allá arriba, cuando pasé, un enorme jayán de destemplada voz, entre cuatro suizos con picas, dos trompeteros con sendas dalmáticas y buen golpe de gente, que, desocupada o bobalicona, a escuchar el pregón acudía de todas las callejas.
WALTER.-Así; bien hacen; darle caza. ¡Y después, el suplicio, la hoguera, con él su infame libro, y sobre aquella frente que inspiró Satanás, una buena corona de paja empapada de azufre! Esto, no más, hay que prevenir para ese infame discípulo de Maniqueo.
JACOBO.-¡Pobre maestro, quién te trajo a esta ciudad de Ginebra!
WALTER.-La voluntad de Dios, que antes de nacer nos marca a todos camino, y derrotero, y término. Santificada sea hoy, como siempre, y hoy más que nunca, pues nos manda a Servet y a su Restitución del cristianismo, ese libro abominable de que ayer me hablabas con entusiasmo mal contenido.
JACOBO.-Pero que, por mi desgracia, jamás leí.
WALTER.-Por tu buena fortuna, dirás mejor; que si en tus manos estuviese, no habrían de servirte ni tu ciencia, ni la salud que me has dado, ni todas tus artes, porque a la más negra mazmorra del Consistorio ibas a dar con tus huesos.
JACOBO.-Nunca me forjé grandes ilusiones sobre tu gratitud, Walter.
WALTER.-La gratitud es crimen cuando ataja el camino de la justicia.
JACOBO.-Pues no hablemos de gratitud, hablemos de justicia; y en ley de justicia te digo que fueras injusto porque si en mi poder cayese el tal libro, infame o sublime, que poco me importa lo que sea, yo te juro que no habría de engolfarme ni en sus metafísicas, que han trastornado el seso a mi pobre maestro, ni en sus, teologías, que le van aparejando una buena hoguera de leña verde; y que dando de mano a Plotino y Porfirio, al mismo Hermes Trismegisto y al mismísimo Zoroastro, sólo habrían de buscar mis ojos «una página»… No, «dos páginas», que serán gloria eterna para el aragonés. Dos páginas, repito, que no lograríais quemar, aunque en el brasero amontonaseis más leña que leña hay en todos los bosques de vuestras montañas helvéticas; aunque sobre la llama soplaseis, para avivarla, más odios que odios hay en vuestros corazones, y eso que cuento con el de Calvino; aunque levantaseis más fuego en la hoguera, entre católicos, luteranos y calvinistas, que fuego venís encendiendo hace veinte años en estas maltrechas y peor aconsejadas tierras, por campos, ciudades, plazuelas y encrucijadas.
WALTER.-¿Dos páginas dices?
JACOBO.-No más.
WALTER.-¿Hay encanto o brujería en ellas?
JACOBO.-Y no flojo encanto, ni brujería de baja ralea, sino de lo más exquisito y alambicado de la quiromancía.
WALTER.-¿Dan muerte?
JACOBO.-Dan vida y dan gloria; y a la postre, inmortalidad.
WALTER.-¿A quien las lee?
JACOBO.-¡No; a ése danle sólo placer singularísimo, y unas así como lucecillas por dentro de ese hueso redondo que se llama cráneo.
WALTER.-Pues ¿a quién dan inmortalidad?
JACOBO.-A quien las escribió.
WALTER.-¿A Servet?
JACOBO.-Ni más ni menos; a Miguel Servet, aragonés de origen, vecino que fue de Villanueva, perturbador contumaz de iglesias protestantes, escándalo de católicos y enemigo a muerte de Calvino.
WALTER.-Pues entrégame al autor de esas páginas con las dos famosas que dices, y vuelve en busca de esa inmortalidad de que hablabas cuando yo te avise.
JACOBO.-Por el desgraciado Servet temería la prueba: por ellas no.
WALTER.-¿De qué tratan?
JACOBO.-De un gran misterio.
WALTER.-¿De la Santísima Trinidad?
JACOBO.-No acertaste.
WALTER.-¿Del verbo increado?
JACOBO.-Menos aún.
WALTER.-¿De la gracia? ¿Del bautismo?
JACOBO.-Aunque te rompas el tuyo, ni por gracia das con ello.
WALTER.-¿No es nada de eso?
JACOBO.-Nada de eso, mi sublime teólogo.
WALTER.-¿Pues de qué tratan?
JACOBO.-De una quisicosa que se llama, o pudiera llamarse, «la circulación de la sangre». ¿Sabes tú lo que eso significa?
WALTER.-Sangre he visto correr, y mucha.
JACOBO.-Y aun has ayudado a que corriese. ¿No es así, Walter?
WALTER.-A veces; siempre que lo exigió la religión; cuando lo apeteció la venganza.
JACOBO.-«Correr» no es «circular»; es lo contrario.
WALTER.-¿Pues por dónde circula?
JACOBO.-A lo que yo comprendo, por dentro de toda tu máquina; ahora mismo y aprisa, por tu cerebro, en esa danza de picota de que hace poco te doliste.
WALTER.-Embustes o hechicerías. Si son engaños, como presumo, buen embaucador es tu maestro; si fuesen verdades, como supones, ¿de qué las sabe él? ¿Ni quién se las dijo? ¿Ni cómo descubrió lo que Aristóteles ignoraba? Pacto con algún espíritu de las tinieblas tendrá, y bastará esta prueba, si otras no hubiere, de que practica magias y hechizos y artes abominables.
JACOBO.-Será lo que quieras, pero media vida diera yo por leer ese pasaje de su libro.
WALTER.-Y como a leer el libro de Servet te dieses, de la otra media vida yo me encargaba.
JACOBO.-Gracias, Walter; pero no aspiro a la gloria de Pedro Gruet, ni apetezco lo que a la pobre Juana habéis preparado.
WALTER.-¿Fallaron los síndicos?
JACOBO.-¿No has oído unas trompetas destempladas y lúgubres?
WALTER.-Sí. ¿Acaso eran…?
ESCENA VI
WALTER, JACOBO y MARGARITA, por el fondo.
MARGARITA.-¡Dios mío!… ¡Dios mío!… ¡Walter!…
WALTER.-¿Qué ocurre, Margarita?
JACOBO.-Pálido está tu rostro; lágrimas lo inundan. ¿Qué tienes?
MARGARITA.-¿No habéis oído?
JACOBO.-Sí; el pregón.
MARGARITA.-(Sollozando.) ¡Juana!… ¡A muerte!… ¿En la hoguera?… ¡En esta misma plaza!… ¡Ah Walter, no es posible! ¡No seréis tan crueles!
WALTER.-Mal nombre pones a nuestra justicia.
MARGARITA.-¡Justicia! No lo es; no puede serlo. Juana es inocente; lo juro. ¡Ella hechicerías! ¡Virgen santísima! ¡Es tan buena! ¡La quería yo tanto! ¡Cuántas veces esta primavera pasada nos sentábamos juntas en el jardín, al lado del rosal!
JACOBO.-Lo abrasó el sol de este verano. ¡Mal presagio! Si el fuego del cielo lo convirtió en marchito ramaje, cuenta no quiera el ramaje convertirse en fuego.
MARGARITA.-No, Jacobo, no digas eso; no es posible. Walter no lo consentirá. ¿Verdad que no lo consentirás? Y tú lo puedes todo con Calvino. Oye, Walter: yo te recogí en mi casa cuando a su puerta caíste sin aliento; yo te velé muchas noches; sequé tu frente empapada de sudor; humedecí tus secos labios. Oye, Walter: yo no te conocía antes; si algo sentí al verte, fue miedo, y, sin embargo, recé por ti, lloré por ti. ¡Ya ves que he sido buena, muy buena, contigo!
WALTER.-Dios lo quiso; Él dispuso que lo fueses; no reclames para ti méritos que no son tuyos.
MARGARITA.-¡Walter!
WALTER.-Eso no quita para que, en lo humano, yo te agradezca el esmero con que me cuidaste. Pero si por gracia de Dios este compasiva, porque Dios retiró de ella tu mano, fue Juana culpable, y no han de valerle tus merecimientos, cuando ni aun para ti son tuyos.
MARGARITA.-Eso que dices…
WALTER.-Basta; tu ruego me golpea en el cráneo como una maza de plomo. Calvino sabe lo que hace; hay mucho que corregir; la debilidad es un crimen, y la mujer fue siempre para el pecado tentación y apetito. (Alejándose de ella con enojo.)
MARGARITA.-¡Walter! ¡Por Dios santo, no me rechaces!
WALTER.-¿Y por qué no he de rechazarte? ¿Crees tú que si tú misma cayeses mañana en el abismo de la culpa yo te ampararía? Mira, Calvino explica esto bien. El libre albedrío no existe; quien delinque, delinque por voluntad divina; su crimen es sello de infamia y muerte que Dios pone: sobre él; es el dedo del Altísimo que le señala, y que claramente ordena su castigo. ¿Y no habíamos de castigar nosotros? Predestinados al bien o al mal nacemos todos, recoja cada cual lo suyo.
MARGARITA.-(Con exaltación.) ¡Ah! ¡Esa doctrina es impía, es execrable, es falsa! ¡Yo, yo, que soy una pobre mujer, digo que es falsa!
WALTER.-(Con voz amenazadora.) ¡Margarita!…
JACOBO.-¡Margarita!… (Conteniéndola.)
MARGARITA.-(A JACOBO.) ¡Dejame!
WALTER.-¡Desdichada!
JACOBO.-(Señalando hacia la puerta del fondo.) Silencio.
ESCENA VII
MARGARITA, WALTER, JACOBO y NICOLÁS LAFONTAINE, por el fondo.
WALTER.-Nicolás, bien venido.
NICOLÁS.-Walter, bien hallado.
WALTER.-(A MARGARITA, en voz baja.) No quiero recordar lo que has dicho, y con no recordarlo, si mucho hiciste por mí, no hago yo menos en tu favor.
NICOLÁS.-(A WALTER.) Ni cuando argumentabas en el Consistorio te vi color más encendido.
WALTER.-La frente me arde; me hierve el pecho; no estoy bueno, Nicolás.
NICOLÁS.-Y aun así, argumentabas cuando llegué.
WALTER.-La santa doctrina ha de sustentarse hasta en la hora de la muerte.
NICOLÁS.-¿Era contra Jacobo?
JACOBO.-¡Dios me libre!
NICOLÁS.-Entonces…, si no eres tú… Que…, ¿sería? (Señalando a MARGARITA.)
WALTER.-Dudas, que yo quise resolver, sometió a mi experiencia.
NICOLÁS.-Consulta te traigo también, Walter; pero de mayores alturas viene.
WALTER.-¿Es de Calvino?
NICOLÁS.-Precisamente.
WALTER.-Honor y grande sería para mí, si en estas materias cupiesen vanidades humanas. Discutiremos. (Pequeña pausa.) ¿Y se trata…?
NICOLÁS.-De Servet y de su proceso.
WALTER.-¿Dieron con el malvado español?
NICOLÁS.-Todavía no; pero se dará con él.
WALTER.-¿De suerte que Calvino por anticipado se ocupa…?
NICOLÁS.-De su acusación ante el Consejo. Yo la sostendré como parte criminal; el hermano de Calvino será mi fiador; los puntos teológicos vienen en ese papel.
WALTER.-¿Cuántos son?
NICOLÁS.-Treinta y ocho.
WALTER.-Con uno me basta para encender su pira en esa plaza.
JACOBO.-(Aparte, a MARGARITA.) Y con los restantes a mí para encender la suya en el infierno.
WALTER.-¿Los principales?
NICOLÁS.-Son éstos. Se le acusa de negar la Trinidad santísima, la divinidad de Cristo y la inmortalidad del alma. En fin, aquí están todos. (Mostrando un papel.)
WALTER.-Pues ven, ven; ahora mismo quiero verlos. (Dirigiéndose a la puerta de la escalerilla.)
NICOLÁS.-Sin embargo…, si tu cuerpo anda débil…
WALTER.-Mi voluntad es fuerte. (Sigue marchando; NICOLÁS le sigue.)
JACOBO.-(Desde su puesto y riendo irónicamente.) ¿Tu voluntad, Walter? ¿De voluntad hablas? ¿Luego con libre albedrío te supones? ¡Como yo fuera miembro del Consistorio o del pequeño Consejo, sin una buena acusación de hereje no te escapabas de mis manos!
WALTER.-(Desde lo alto de la escalerilla y ya junto a la puerta, pero volviéndose a JACOBO, que está siempre en primer término.) ¡Pues a ello, y a ver cómo prueba algo contra mí el médico famoso de los filtros endiablados!
JACOBO.-Que tú aprovechas.
WALTER.-Pero que tú fabricas.
JACOBO.-¿Quién es más culpable?
WALTER.-El que lo es por oficio.
JACOBO.-Que da la vida.
WALTER.-Pues más dijera yo que va la muerte conmigo. (Salen él y NICOLÁS.)
ESCENA VIII
MARGARITA y JACOBO.
JACOBO.-Y en eso acierta.
MARGARITA.-¿De modo que Walter…?
JACOBO.-Lleva la condenación en el alma, según tú dices; y la muerte en el cuerpo, según digo yo. De lo tuyo nada sé; de lo mío respondo por ante Hipócrates y Galeno y la Universidad de París.
MARGARITA.-¿Pues cómo?
JACOBO.-Del primer ataque le salvó mi famoso filtro, como él dice; vendrá el segundo muy pronto, y aún le sacaremos a tierra de vivos; pero ¡qué poco durará después! Días, horas, quizá instantes.
MARGARITA.-Sea de él lo que Dios disponga; pero…, ¡ah, mi pobre Juana!
ESCENA IX
MARGARITA, JACOBO y BERTA, por la derecha, primer término.
BERTA.-(Avanzando la cabeza poco a poco, mirando a todas partes y entrando después con grandes demostraciones de alegría.) ¡Margarita!… ¿No está?… ¿Verdad que no está?… ¡Ay, Dios mío!
JACOBO.-Marchóse a sus alturas. Entra sin empacho, y acaba de una vez con tus aspavientos y conturbaciones, que vas estando temosa con el tal Walter.
BERTA.-¡Margarita!… ¡Si supieses!… ¡Estaba yo en el jardín, y por entre los mal unidos tablones de la empalizada me llamaron!… Me llamaron…. y voy… (Dirigiéndose al fondo.)
MARGARITA.-(Deteniéndola.) Pero ¿quién era?
BERTA.-«¡Berta!-dijo alguien-. Corre, ve y abre… ¡Pronto!»
MARGARITA.-Pero ¿quién era?
BERTA.-(Abrazando a MARGARITA.) ¡Quién ha de ser cuando pongo tanto afán en obedecerle! (Se separa presurosa de MARGARITA, y se va hacia la puerta del fondo.)
MARGARITA.-(Yendo tras ella.) ¡Conrado!
BERTA.-¡Ese!… ¡Ese!… ¡Mi Conrado! (Sale presurosa.)
MARGARITA.-¡Gracias, Dios mío!
ESCENA X
MARGARITA y JACOBO.
JACOBO.-¡Ya era tiempo! Y ahora lo que importa es no perderlo más. Mañana doy por bueno a Walter, ¡que es dar!, y os deja libres; rociáis la casa con agua bendita, como primera precaución; os encomendáis a Dios misericordioso, como quien afronta mortal empresa, y os casáis en la capilla de Roger antes del tercero día. Con lo cual y con despediros de vuestro buen Jacobo, sin dar más espacio al diablo, ¡a España!, que ancha es Ginebra por hoy para calvinistas; y para suizos, Suiza; pero no para españoles, cristianos viejos y católicos de los de ¡Roma y el Apóstol!
ESCENA XI
MARGARITA, JACOBO, CONRADO y BERTA. Los dos últimos, por el fondo; CONRADO, con gran apresuramiento y ansiedad.
CONRADO.-¡Margarita! (Corriendo hacia ella.)
MARGARITA.-¡Conrado!… ¡Al fin!… ¡Para siempre! (Yendo a su encuentro.)
CONRADO.-Para siempre, ¡amor mío!… ¡Jacobo!… (Tendiéndole la mano.) Pero ¡oye!… (Volviéndose hacia MARGARITA.)
MARGARITA.-¿Qué tienes, Conrado? ¡Algo más que el contento de verme hay en ti!
CONRADO.-¡Hay alegría; pero hay angustia horrible también!
MARGARITA.-¿Por qué o por quién?
CONRADO.-Por un hombre…
MARGARITA.-Sigue.
CONRADO.-¡A quien en otro tiempo llamaba padre; por un español que salvó mi vida; por el ser más perseguido y desdichado que conozco; por el alma más noble que existe!
JACOBO.-(Aparte, como adivinando algo.) ¡Ah!… ¿Qué dice?…
MARGARITA.-¿Y en peligro está?
CONRADO.-¡De muerte!
MARGARITA.-(Diciéndole con ademán enérgico que se vaya.) ¡Pues a salvarle!
CONRADO.-Tú lo puedes.
MARGARITA.-Que es poder tú. Di cómo.
CONRADO.-Abriéndole la puerta de tu casa.
MARGARITA.-¿No es tuya más que mía?
CONRADO.-¡Casa! ¡Ah, yo no la tengo! Cuarto mezquino de mísero estudiante, que con otros divido; a tenerlo no le trajera a la tuya.
MARGARITA.-¡Calla, cruel! ¡Que hasta hoy jamás me ofendiste!
CONRADO.-¿Luego consientes?
MARGARITA.-¿Por qué tardas en ir a buscarle?
CONRADO.-Abajo espera.
MARGARITA.-¡Pues pronto!
CONRADO.-(Estrechándole la mano.) Gracias, Margarita.
MARGARITA.-¡Conrado!
CONRADO.-Se llama…
MARGARITA.-¡Qué importa! ¡Ve!
CONRADO.-Sí; los instantes son siglos. (Sale apresuradamente.)
ESCENA XII
MARGARITA, JACOBO y BERTA. MARGARITA corre a la puerta de la escalerilla y la cierra y la asegura. Después, viene al primer término.
BERTA.-(A JACOBO.) ¿Quién será?… ¡Margarita y yo oímos dos pregones desde el balconcillo de la escalinata: uno, el de Juana; otro, el de Miguel Servet!… ¡Si fuese!…
JACOBO.-¡Si fuese! ¡Dios mío, qué idea!
BERTA.-(A MARGARITA.) ¿Qué has hecho?
MARGARITA.-Cerrar aquella puerta. Y ahora, prepara el pabellón del jardín para ese desdichado. Nadie ha de verlo, nadie, y Walter menos que nadie.
BERTA.-Margarita, los impulsos más generosos son a veces los más imprudentes. ¿Sabes lo que vas a hacer?
ESCENA XIII
MARGARITA, BERTA, CONRADO y SERVET; los dos últimos, por el fondo.
MARGARITA.-Sí, madre; cumplir mi obligación.
CONRADO.-(A SERVET, desde que entran.) ¡Ésa…, ésa es mi Margarita!…
JACOBO.-¡Él!… ¡Servet!…
BERTA.-(A MARGARITA.)¡El proscrito!… ¡El hereje!
MARGARITA.-(A BERTA.) Lo sabía. (Adelantando unos pasos hacia SERVET.) Señor… (Todo esto, rápido.)
SERVET.-Conrado lo ha querido; fuerzas me faltaban, y cedí a su ruego. Pero al verte, niña angelical, vacilo entre dos contrarios impulsos: el de la gratitud me lleva a tus plantas; el del remordimiento me arroja otra vez a esa triste plazoleta, en donde me recogió Conrado, y que fue reposo de un instante en esta eterna calle de mi amargura.
MARGARITA.-No harás eso, si de algo sirve mi súplica.
JACOBO.-(Adelantándose.) Eso harás, si algo vale para Miguel Servet el leal consejo de un compatriota, de un amigo, de discípulo.
SERVET.-¡Ah!… ¡Jacobo!… ¡Mi buen Jacobo! (Se abrazan.)
JACOBO.-Sí, tu buen Jacobo, que te dice: huye de esta casa; quiso salvarte, y al abismo te arroja. (Señalando a CONRADO.)
CONRADO.-¡Yo!… ¡Al abismo! ¿De qué modo?
JACOBO.-Trayéndole a donde está Walter.
CONRADO.-¡Walter aquí!
JACOBO.-Y por si él no bastase, arriba tienes a Nicolás Lafontaine.
CONRADO.-¡Ira de Dios!… (A SERVET.) ¡Huyamos!
SERVET.-¡Sea! Pero dejadme, dejadme solo; me fatiga esta lucha. Yo mismo me entregaré al primer esbirro que encuentre, diciéndole: «Yo soy Miguel Servet y éste es mi libro; no nos busquéis más, que al triunfo o al martirio venimos los dos.» (Dice esto mostrando un libro bajo la ropilla y hablando con exaltación.)
CONRADO.-No; eso, no. Pero ven por allí. (Señalando hacia el fondo.)
MARGARITA.-Eso, tampoco; por allá, al pabellón del jardín. (Señalando la primera puerta de la derecha.) ¿Dónde más seguro que en la misma casa que ocupa Walter? ¿Quién ha de buscarle en ella?
CONRADO.-Es cierto.
JACOBO.-En eso, bien mirado, razón tienes.
MARGARITA.-Walter, ya restablecido por completo, saldrá mañana; tú me lo asegurabas ha poco. (A JACOBO.) Y después nos queda la buena sombra de su mala sombra que sólo por obra de Dios pudo convertirse en algo bueno cosa tan funesta. Creedme, tan seguro estará aquí Miguel Servet como jamás estuvo en parte alguna.
CONRADO.-¡Oh Margarita, si no fuese mi amor adoración fervorosa para el alma que Dios puso en ti, orgullo sería sin límites por el peregrino ingenio que le plugo darte! Ya lo veis; todos perdemos el juicio y el sentido, menos ella, y la mejor prueba de juicio y de sentido que nos resta por dar, creedme a mí también, es obedecerla ciegamente. Al pabellón del jardín.
JACOBO.-Pues sea, que a discreción nadie le gana, y me doy por vencido. (Con rapidez, como todo lo que sigue.)
BERTA.-(Aparte.) ¡Dios mío! ¡Ese hombre en nuestra casa!
MARGARITA.-(A SERVET.) Ven.
CONRADO.-Sí, Servet, vamos.
JACOBO.-Y pronto, porque si bajan…
MARGARITA.-No temas; cerré aquella puerta, y, además, se les oye venir.
CONRADO.-(Invitando a SERVET.) No obstante…
SERVET.-Un momento. Bien pensado, yo no puedo, pobre niña, aceptar tu sacrificio. ¿Qué culpa tienes tú de que yo quisiese luchar con Calvino? ¿Ni menos aún de que el infame, ¡él, un protestante!…. me delatara a la Inquisición católica de Francia en el Delfinado? ¿Por qué has de pagar tú, Margarita, mis imprudencias o sus crímenes? A Miguel Servet, la hoguera ginebrina, si éste es su destino; a su verdugo, el fuego eterno de los réprobos; a vosotros, el amor, la felicidad, la vida. (Dirigiéndose a CONRADO y a MARGARITA.) Adiós; Él os bendiga, por el bien que me habéis hecho. (Quiere salir, pero CONRADO y MARGARITA le detienen.)
MARGARITA.-No, Servet. Conrado te debe la vida, ¿no es cierto?
SERVET.-A mí, no; a Dios.
CONRADO.-Y a la ciencia y a la caridad que Dios puso en ti.
MARGARITA.-(Con entusiasmo.) Pues si él vive por ti, no sería mucho, aunque los dos te diésemos la vida que te debemos.
CONRADO.-(A MARGARITA, con ansia.) ¡No; calla! ¿Morir tú? ¡No; eso, no! Pero ¿quién habla de morir? ¿Qué mezquinos alientos tenéis? ¿No está enfrente el lago? ¿No hay barcas que lo crucen? ¡Pues dentro de dos o tres días, a Zurich, y eres libre, y Calvino se abrasa de ira en su propio fuego, por no lograr abrasarte en el de sus hogueras!
SERVET.-(Tristemente; luego, con animación) ¡No me persuadas, Conrado! ¡No hay para mí paz, ni descanso, ni albergue seguro en ningún rincón del globo! Me odian por igual católicos y protestantes; malvado español, me llaman todos. Alemania, y Francia, y Suiza, condenan mis obras a una voz, lo mismo la Geografía de Tolomeo, que la Biblia, anotada, que La restitución del Cristianismo. Sentencias de muerte llueven sobre mí, como fuego del cielo; oía esta tarde pregonar mi cuerpo, y aún zumbaba en mis oídos el lúgubre vocear del pregonero de Lyón.
CONRADO.-¡Servet, mi buen amigo!…
SERVET.-¡Sí; bien trataban a tu buen amigo en el Delfinado!
CONRADO.-Por Dios, Servet, habla más bajo y calma tu delirio.
JACOBO.-(Queriendo llevarle.) Adentro, Servet, que ya más tarde nos contarás tu historia.
SERVET.-No; es inútil. Saldré de esta casa, volveré a la hospedería de la Rosa, y que Dios disponga de mí lo que sea servido. ¡Ah! ¡Si yo os digo que Miguel Servet nació para consumirse en las llamas, qué mucho que entregue esta carne miserable a las de una hoguera, si las de la ciencia han abrasado todo mi pensamiento, si las del amor divino han inflamado, sublimándolo, mi espíritu (Animándose por grados, a pesar de las muchas protestas de todos, y reuniéndolos a su alrededor.) ¡Por eso, por eso me odia Calvino! ¿No lo sabíais? No soy yo, es este libro la causa de su inquina. La restitución del Cristianismo, ¡esto, esto es lo que le muerde en las entrañas, y por esto le asaltan a una, como tres furias, la envidia, la rabia, y la impotencia!
JACOBO.-Basta, por Dios santo.
SERVET.-(Exaltándose cada vez más.) No, si no le temo; llegué a Ginebra y fui el mismo día al templo donde predicaba.
CONRADO.-¡Insensato!
SERVET.-¡No! ¡Calvino, él, él el insensato! Espíritu frío, seco, estrecho, jamás sintió sobre su frente, en las largas hozas de la silenciosa noche, el beso místico de su Dios, ¡y yo sí! El misterio de la Trinidad, el más profundo de cuantos rodean la esencia eterna del solo Dios, ante cuya grandeza me humillo, fue para él, como para todos, misterio incomprensible, símbolo vacío, cancerbero espantable, como yo le digo aquí. (Golpeando el libro.) Algo, en suma, que no está hecho para espaciarse por su frente, más estrecha y más oscura que correaje pastor luterano. En cambio, mi Dios no ha tenido para mí ni sombras ni misterios, y lo siento todo luz en mi alma, toda fuego.
CONRADO.-En él acabarás, si no atajas los insensatos vuelos de tu fantasía.
JACOBO.-Ven, Servet; Walter y Nicolás pueden sorprendernos.
MARGARITA.-¡Sí, por Dios!
BERTA.-(A parte.) ¡Ah, este hombre ha de perdernos al perderse! (Dicen lo que precede afanándose todos, menos BERTA, que está en acecho alrededor de SERVET.)
SERVET.-(Como volviendo en sí.) Perdonad; tenéis razón. Pero ¡hace tanto que no puedo contar a nadie estas cosas!… Adiós, niña; no quiero trocar tus bodas en funerales; sé feliz. Adiós, Conrado; eres digno de ella. Adiós, Jacobo; en tu frente hay luz, y fuego en tu alma. ¡Adelante!… Adiós, amigos míos; dejadme salir.
CONRADO.-Pero ¿tú imaginas que yo he de permitirlo?
MARGARITA.-No, Servet; no es posible.
CONRADO.-Aunque tengamos que atarte como a un loco, aquí te quedas.
JACOBO.-Y, bien mirado, quedarás, maestro, como lo que eres.
SERVET.-(Sigue andando.) ¡Sois muy buenos!… Pero es preciso.
CONRADO.-(Poniéndose delante.) ¡No!
MARGARITA.-¡Servet!…
JACOBO.-¡Oh! ¡No le detengáis! ¡Sí él lo quiere! Corre, corre al abismo; entrégate a Calvino, entrégale ese libro, ¡y ya verás cómo no sólo tu cuerpo, sino tu nombre, tu gloria, tus portentosas creaciones, tus admirables descubrimientos, todo es humo, que un instante se mece sobre esa colina, que por algo se llama el Campo del Verdugo, y que luego la brisa del lago se lleva a sus montañas para siempre! ¿Quién fue Servet? Un insensato o un brujo, a quien quemaron en Ginebra. Sigue, maestro, sigue.
SERVET.-(Que, al oír las primeras palabras de JACOBO, se detuvo y escuchó atentamente, se va acercando al proscenio poco a poco.) ¡No!… ¡Mi libro, no! (Apretándolo contra su pecho.) En eso, verdad dices. Sólo quedan dos ejemplares en el mundo de toda la edición de Baltasar Arnollet y de Guillermo Gueroult. ¡Los demás los han quemado! ¡Los han destruido! ¡Ya no son! Pero ¿comprendes tú esto? ¡Infames! ¡Impíos! ¡Malvados!… Toma, Jacobo; toma, hijo mío; guárdalo, ¡es mi alma, mi alma entera, abrasada en el amor de Cristo, lo que aquí te entrego!
JACOBO.-¿A mí?… ¡A mí tu libro!… ¡Ah!… ¡Sí!… (Con loca alegría. Desde este momento, él también se exalta y aparece tan loco como Servet.) ¡Sí, maestro, dame!… ¡Ah…. por fin! ¡Por fin lo tengo.
SERVET.-Tú lo pondrás a salvo, ¿no es verdad?
JACOBO.-(Apretándolo contra su pecho.) Antes perderé mi vida que perderlo. Aquí está el gran misterio. ¿No está aquí? (Los dos, separándose de los demás personajes, van a colocarse a la izquierda, cerca de la mesa, y allí hablan en voz no muy alta, pero con exaltación mal contenida. Quedan, pues, divididos en dos grupos: a la izquierda, SERVET y JACOBO; a la derecha, MARGARITA, BERTA y CONRADO.)
SERVET.-¿El del hombre-Dios? Sí; ahí está.
JACOBO.-No es eso.
SERVET.-¡Ah!, ¿el del Dios trino? También está.
JACOBO.-No, maestro; tu gran descubrimiento, tu gloria imperecedera, tu adivinación maravillosa.
SERVET.-¿Cuál mayor gloria, ni maravilla mayor que las dichas, ni quién, antes que yo, las pudo comprender?
JACOBO.-No hablo de esas teologías, Servet.
SERVET.-¡Ah! Tú vuelas firme, pero no tan alto. El de la Encarnación. Por él me preguntas.
JACOBO.-Más bajo aún, pero más firme.
SERVET.-Pues no sé.
JACOBO.-Maestro, el misterio de la vida humana: ¡el de la circulación de la sangre!
SERVET.-(Con desdén.) Ya…, ¡era eso! Sí, ahí está. Pero ¿qué importa ni qué vale, pobre Jacobo? (Entre tanto, hablan en voz baja, dando muestras de impaciencia y señalando hacia ellos, MARGARITA, BERTA y CONRADO. En el calor de la conversación, y como buscando algún pasaje, pone JACOBO el libro sobre la mesa y lo abre y examina, discutiendo con SERVET.)
BERTA.-¡Ah, qué tiempos y qué hombres, y cómo desprecian la vida cuando se enfrascan en sus sueños y delirios!… ¡Su vida… y la de los demás!…
CONRADO.-(Dirigiéndose a JACOBO.) Loco estás tú también, Jacobo, tanto como tu maestro; con su teología, él; tú, con tu ciencia, y sobre ambos van a caer Walter y Nicolás, que será dar que reír al diablo y dar nuevos huéspedes a los calabozos del Consistorio.
JACOBO.-(Como volviendo en sí.) Bien dices. Sigue a Conrado. (A SERVET, dejando abierto el libro sobre la mesa.)
CONRADO.-Ven conmigo.
SERVET.-No; he de ir solo y por allí. (Se dirige al fondo; en la puerta le detiene CONRADO.)
JACOBO.-(Se aproxima al grupo que en el fondo forman SERVET y CONRADO.) ¡Ah, maldita obstinación, y qué cara has de pagarla!
CONRADO.-Que no pasas. ¡Ni Aragón y Navarra juntos han de ganarme en terquedad!
SERVET.-¡Conrado!
MARGARITA.-(Acercándose a la segunda puerta de la derecha y prestando oído.) ¡Pronto! Creo que bajan; hay tiempo, pero el preciso no más.
BERTA.-¡Sí, ya viene; por Dios y su Santísima Madre, huid!
SERVET.-Adiós, ¡adiós para siempre! (Los personajes están colocados en el orden siguiente: MARGARITA y BERTA, a la derecha, segundo término; la primera ha subido los escalones y está junto a la puerta; la segunda, al pie de la escalera. SERVET, CONRADO y JACOBO, en el fondo; SERVET, pugnando por salir; los otros dos, cerrándole el paso. En todos, profunda ansiedad; hablan en voz muy baja y con rapidez.)
CONRADO.-¡Pues, no pasas, aunque todos nos perdamos contigo!
MARGARITA.-¡Pronto!… ¡Pronto!
JACOBO.-¡Por ella al menos!
BERTA.-(Huye de la escalerilla y viene a colocarse en la puerta del primer término, disponiéndose a salir.) ¡Aquí están!
WALTER.-(Golpeando.) ¿Quién cerró?… ¡Eh!… ¡Margarita!
SERVET.-(Dirigiéndose a la derecha.) ¡Ah!…. pues bien…, por ella…. ¡pero mañana!
BERTA.-(Llamándole desde la puerta.) ¡Venid!
JACOBO.-(Acompañándole desde la puerta del fondo hasta la primera de la derecha. El mismo movimiento hace CONRADO.) Sí…. pronto…
WALTER.-(Golpeando la puerta.) ¡Margarita!… ¡Jacobo!…
SERVET.-¡Ira de Dios!… ¡Esa es la que caerá sobre ti!… (Deteniéndose un instante. BERTA y SERVET salen por la derecha.)
CONRADO.-¡Gracias al Cielo!
MARGARITA.-(Disponiéndose a abrir la puerta.) ¿Ya? (Preguntando a JACOBO.)
JACOBO.-Sí. (Después de pronunciar esta palabra, y mientras MARGARITA abre la puerta, recuerda que el libro quedó sobre la mesa, y se precipita a recogerlo.) ¡Ah! (Dirigiéndose a la mesa.)
ESCENA XIV
MARGARITA, CONRADO, JACOBO, WALTER y NICOLÁS. La colocación y movimiento
de los personajes son los siguientes: MARGARITA, cuando JACOBO dice que sí, abre la puerta, baja los escalones y se retira a un lado. WALTER y LAFONTAINE aparecen en ese momento, y queda WALTER dominando la escena desde lo alto de la pequeña escalera. CONRADO, en la puerta de la derecha. JACOBO se ha precipitado para coger el libro de sobre la mesa, pero ya WALTER está en lo alto de la escalerilla y sorprende este primer impulso. Empieza a anochecer: poca luz en la escena.
WALTER.-(A JACOBO, deteniéndole con el ademán y hablando con enojo.) ¿Por qué huías? ¿Qué llevas ahí? ¿Quién cerró la puerta? ¿Somos fieras para enjaularnos de este modo? (Bajando los escalones y avanzando. NICOLÁS le sigue.) Y tú, Margarita, ¿es así cómo honras y respetas a tus huéspedes? ¡Hola, hola!… ¿Aumentó el ilustre senado? ¿Quién es aquél? (Señalando a CONRADO.) ¿No contestáis?
JACOBO.-Ni huía, ni sé quién os enjauló, como tú dices. Y si de enjaular se tratase, ten por cierto que no sois vosotros quienes más lo merecen. En cuanto a lo que llevo en este libro, pregúntaselo a la droga endiablada que te dio la vida, que de él ha salido.
NICOLÁS.-(A WALTER, en voz baja.) Serenidad finge y muy oscuro está para verle el rostro, pero no sé qué turbación hay en su acento.
WALTER.-(A MARGARITA.) Y tú, ¿nada dices?
MARGARITA.-Digo que mía fue la inadvertencia, señor…. y has de perdonarme… Por lo demás, conversábamos cuando llegasteis…, y nada oímos… Y ése…. ése… es mi prometido.
WALTER.-Muchas cosas pregunté, y en montón y sin orden van llegando las respuestas. ¿Dices que tu prometido es aquél?
MARGARITA.-Sí, señor.
WALTER.-(A CONRADO, que permanece en la primera puerta derecha.) ¿Suiza por patria?
CONRADO.-No; España.
WALTER.-¿Castellano?
CONRADO.-Aragonés.
WALTER.-¿Tu nombre?
CONRADO.-Conrado.
WALTER.-¿Conrado? ¡Ah, Conrado!… Sí; ¿por qué no? (Pequeña pausa. Los personajes están en el orden siguiente, de izquierda a derecha: JACOBO, NICOLÁS, WALTER, MARGARITA, CONRADO. NICOLÁS observa con curiosidad a JACOBO, que se muestra un tanto inquieto.) Casi con enojo me hablas, y, sin embargo, me agrada tu voz. Hay en ella no sé qué que me complace y me regocija. El espíritu de gracia debe de estar contigo. Sigue, di más; ya te oigo.
JACOBO.-Dios os guarde. (Haciendo un movimiento para salir.)
WALTER.-Espera, te necesito; mi cabeza va cada vez peor; pero no me interrumpas. Ven, Conrado, quiero ver tu rostro, y en esta sala ya no hay luz. Acerquémonos a esa ventana y aprovechemos la última claridad del crepúsculo. (Le lleva a la ventana.)
NICOLÁS.-(Aparte, y observando a JACOBO y su libro.) Yo conozco otro libro muy parecido a ése. De las prensas lionesas…, o algo así…, ha salido; no hay más. Sabueso soy de herejías, y cuando este médico lo guarda y lo acaricia, no hay que decir si merecerá un buen rescoldo. (Se acerca más a JACOBO; éste se retira, le alcanza, sin embargo, y hablan en voz baja, señalando el libro.)
WALTER.-El mismo noble reposo que hay en tu voz, hay en tu mirada, mancebo. Pero aguarda…; no hay duda…; sí…. yo te he visto otra vez.
CONRADO.-¿A mí?
WALTER.-Ciertamente.
CONRADO.-¿En dónde?
WALTER.-Junto al lago.
CONRADO.-¿Cuándo?
WALTER.-Una tarde.
CONRADO.-No lo recuerdo.
WALTER.-Yo, sí; escucha. (Viene con CONRADO al primer término MARGARITA se acerca; los tres forman un grupo. Otro grupo, JACOBO y NICOLÁS. El Primer grupo, hacia la derecha; el segundo, algo retirado, pero hacia la izquierda.) Salía enojado del Consistorio, esa tarde que te digo, por no sé qué disputa teológica; abrasaba mi frente; mis labios estaban secos, irresistibles impulsos de destrucción se agitaban en el fondo de mi ser. Llegué junto al lago, caí sobre una piedra que de banco servía; en un grueso tronco apoyé la espalda, sobre su ruda corteza mi sien para contener sus latidos, y cerré los ojos. ¿Dormir?, creo que no, ¿Pasó mucho tiempo?, no lo sé. ¿Logré descansar?, eso sí; descansó mi cuerpo y descansó mi espíritu. Sobre mi abrasado rostro sentía la fresca brisa del lago, los tibios rayos del sol poniente, no sé qué efluvios dulces, consolados y amorosos, como los de otros tiempos que ya pasaron. Abrí los ojos y tú estabas cerca y me mirabas distraído; pero no eras nota discordante en toda aquella armonía; antes bien, en la primera vaguedad del despertar, porque ahora creo que había dormido, me figuré que luz y calor, y brisa y efluvios emanaban de un solo foco, y que ese foco de misteriosa calma… eras tú… ¡Pero bravas cosas te estoy diciendo, y bueno es que Walter ande al fin de sus años con mimos y lagoterías!
CONRADO.-No tienes en verdad esa fama.
WALTER.-Ni tampoco la apetezco. Todo ello es que yo conozco y distingo al primer golpe de vista los réprobos y los elegidos, y conocí que eras uno de los últimos. Mancebo, sé feliz. (Volviéndose.) ¿Y tú, qué haces, Nicolás, que no llevas mis notas a Calvino? (Los personajes quedan de izquierda a derecha, en el orden siguiente: JACOBO, NICOLÁS, WALTER, CONRADO y MARGARITA; los tres primeros, hacia el segundo término; los dos últimos, en el primero.)
NICOLÁS.-Disputaba con Jacobo.
WALTER.-¿Sobre qué?
NICOLÁS.-Asegurábale yo que ese libro no es de prensa lícita y conocida.
WALTER.-¿Y él?
NICOLÁS.-Lo negaba.
WALTER.-¿Y acabasteis la disputa?
NICOLÁS.-No acabó, que antes se encrespaba cuando tú nos interrumpiste, y a punto estábamos, de ponerle yo cien coronas de oro contra un maravedí de Castilla.
WALTER.-¿Y aceptó él?
NICOLÁS.-No quiso.
WALTER.-Pues pronto se desvanece la duda en viendo el libro.
JACOBO.-¿Dudas? Yo no las tengo.
NICOLÁS.-Pero yo sí.
JACOBO.-Pues buen provecho te hagan, que con ellas te dejo. (Al decir esto pasa delante de NICOLÁS y quiere salir.)
WALTER.-Mal corazón y buena descortesía. (Deteniéndole.)
JACOBO.-Él responde de ella.(Golpeándose el pecho.)
MARGARITA.-(En voz baja, a CONRADO.) ¡Dios mío!
CONRADO.-(Lo mismo, a MARGARITA.) Silencio.
WALTER.-Dame ese nido de víboras. (Extendiendo el brazo. CONRADO deja a MARGARITA y va a colocarse al lado de JACOBO.)
JACOBO.-Lo mío es mío, y nadie pone en ello mano sin que yo se la taladre con este hierro. (Golpeando el puñal.)
WALTER.-Nadie que no tenga derecho, pero ése lo tiene.
NICOLÁS.-Y por tenerlo… (Intenta coger el libro. JACOBO retrocede hacia la derecha y queda junto a WALTER: con una mano, como para huir de NICOLÁS, retira el libro, que de este modo queda al alcance de WALTER, con la otra coge el puñal y hace frente a LAFONTAINE.)
JACOBO.-¡Ni tú ni el mismo Calvino!
WALTER.-Pues, en su nombre te lo arranco! (Le quita el libro.)
JACOBO.-¡Miserable! (Puñal en mano se arroja sobre WALTER. CONRADO le contiene: después los dos vienen al primer término y con MARGARITA forman un grupo. Los gritos que siguen casi simultáneos.)
CONRADO.-¡Jacobo!
MARGARITA.-¡No!
WALTER.-(A NICOLÁS, que se dirige a él, dándole el libro.) Toma y mira.(NICOLÁS, mirando el libro junto a la ventana; delante y como defendiéndole, WALTER; más allá, formando un grupo, JACOBO, CONRADO y MARGARITA.)
MARGARITA.-(Aparte.) ¡Dios mío!
CONRADO.-(Aparte, a JACOBO.) Calma…. calma, Jacobo.
JACOBO.-¡Déjame, déjame, Conrado!… ¡Yo basto para los dos!… ¡Ese libro es mío!… ¡Es mío!
WALTER.-(A NICOLÁS.) ¿Qué es ello: árabe o turco?
NICOLÁS.-Espera…. ¡por Cristo!… ¡No!… ¡Me engaña el deseo!
WALTER.-¿Qué ves?
NICOLÁS.-Detén a ese hombre.
JACOBO.-(Recobrando la serenidad.) No huía.
WALTER.-(A NICOLÁS.) ¿Qué libro es ése?
JACOBO.-El de Servet. Yo te lo digo antes que él te lo diga.
WALTER.-No es cierto.
NICOLÁS-Lo es.
WALTER.-(Poniéndole la mano en el hombro.) ¡Ah!… En nombre del Consistorio, eres mío.
JACOBO.-No es maravilla que ha tiempo di mi alma al diablo.
CONRADO.-¡Walter!, él te salvó.
WALTER.-De salvarle trato.
MARGARITA.-¡Te dio la vida!
WALTER.-¡La del cuerpo y la del alma voy a procurarle! (Volviéndose a NICOLÁS.) Avisa a Calvino: vuelve con gente; yo entre tanto de él respondo, y bien pronto ha de ver la cristiandad regocijada cómo Ginebra reprime herejías, consume réprobos y aplica la ley del Dios de las justicias a los impíos que hicieron rebosar la copa de sus misericordias.
TELÓN
La muerte en los labios
José Echegaray
Acto segundo
La misma decoración del anterior.
ESCENA I
MARGARITA y CONRADO.
MARGARITA.-¿No quieres que hable a Walter, que le pida, que le ruegue por Jacobo?
CONRADO.-No.
MARGARITA.-Tú has de ver cómo es preciso.
CONRADO.-Y si el caso llega, tú has de ver cómo es inútil. (Pausa.)
MARGARITA.-¿Qué tienes, Conrado? No me miras, tu voz es áspera: hay sombras en tu frente y relámpagos en tus ojos, signos ciertos de que en tu alma ruge la tempestad.
CONRADO.-¿Qué tengo? Y tú me lo preguntas? ¡Ah!, Margarita, recuerda nuestra infancia y mira nuestro presente. ¡Entonces todo nos acercaba, hasta la muerte; hoy todo nos separa, hasta el deber! Mueren mis padres asesinados en las primeras luchas religiosas de Alemania, según dice Berta, y ella por caridad y amor me recoge. ¿No es esto empezar la vida por manera bien triste? Pues no tanto, porque viuda tu madre, sin amigos y en tierra extraña, y pobre y sola mi nodriza, bien pronto la común desgracia la unió bajo el mismo techo, y la miseria y la muerte, con ser ángeles de sombra, estrecharon en dulcísimo abrazo a los dos niños. ¡Y cómo nos queríamos, aun antes de saber lo que era cariño! ¡Y cómo te amé cuando supe lo que era amar!
MARGARITA.-¡Conrado!
CONRADO.-¡Hoy Jacobo en peligro, en peligro Servet, cómo pensar en bodas ni en amores!… ¡Lo que yo te decía: hoy hasta el deber, hasta la amistad nos separa! ¡Por qué habremos venido a Ginebra!
MARGARITA.-Eramos pobres; mi madre tenía que recoger la herencia de su hermano… ¡Ya ves!…
CONRADO.-Sí, ya veo que hubo razón; pero así es la vida: lo que parece más razonable es no pocas veces suprema insensatez. ¿Cuándo podremos huir de esta casa?
MARGARITA.-¡Ingrato!, ¡llorando la abandonaré yo! ¡Aquí murió mi madre!, ¡aquí me amaste!
CONRADO.-¡Ah!, sí. ¿Lo recuerdas, Margarita? Era una noche; tu madre y Berta trabajaban allí, junto a tosca mesa en que ahumaba más que lucía mezquina lámpara. ¡Pobres ancianas! Así las vi al entrar, porque yo no estaba.
MARGARITA.-Es verdad.
CONRADO.-Tú habías abierto aquella ventana; en pie, detrás de sus cristales, esperabas a que yo viniese; y un rayo de luna formaba plateado nimbo alrededor de tus rubios cabellos, Margarita. ¡Qué extraño, Margarita!, ¡qué extraño! Vivir juntos dieciocho años; primero, niños; luego, yo mozo, tú ángel; al fin, hombre yo, tú ángel siempre. Mezclar risas y lágrimas, placeres y penas; tenerte mil veces en mis brazos; quererte con toda el alma y no haberte dicho nunca: «¡Te amo, Margarita!» Y tú tampoco.
MARGARITA.-Tampoco yo, Conrado.
CONRADO.-Y aquella noche, sin estar juntos, tú en la ventana, yo en la calle, y al mirarte, decir: «¡Qué hermosa es, Dios mío!» Y pensar de repente: «Pero ¡si yo amo a Margarita!»
MARGARITA.-Y abrir yo los cristales y gritarte: «¡Conrado!»
CONRADO.-Sí, pero aquel grito era decirme: «¡Te amo!»
MARGARITA.-Eso era.
CONRADO.-Así es que yo te contesté: «¡Yo también, Margarita!»
MARGARITA.-Y yo te comprendí, ¡cómo no!
CONRADO.-No, si las palabras son inútiles cuando las almas se comprenden. ¡Ah! ¡Dios mío, cómo subí! ¡No era subir, era remontarme a un cielo!
MARGARITA.-¡Y cómo te esperaba yo!
CONRADO.-¿Te acuerdas? Entré, y sin decirnos nada nos cogimos de las manos, y nos acercamos a las pobres ancianas. Te arrodillaste tú, llorando, y ocultaste el rostro en el seno de tu madre, y yo dije: «Nos amamos; has de ser mi esposa; me muero sin ella.»
MARGARITA.-«Y yo no puedo vivir sin él», repetí yo, como si mi voz fuese un eco de la tuya.
CONRADO.-Y lo era.
MARGARITA.-Sí.
CONRADO.-Y las pobres mujeres… ¿Te acuerdas?… ¡Primero, qué sorpresa; después, qué alegría; al fin, qué crueldad! «Bien, será tuya -dijo tu madre-; pero, hasta entonces…, ya ves, hijo mío…, no podéis vivir juntos.» De manera que nos separamos y fuime con Jacobo. ¡Nuestro primer grito de amor fue nuestra primera separación!
MARGARITA.-Es verdad.
CONRADO.-Pero, en fin, ¡iba a ser tan corta! ¡Ya las lámparas del desposorio eran estrellas en el cielo de mi esperanza… cuando murió tu madre!
MARGARITA.-¡Pobre madre mía!
CONRADO.-¡Trocáronse las bodas en funerales!
MARGARITA.-¡Ah, Conrado, en aquellos días de llanto pensé a veces que os había perdido a los dos!
CONRADO.-Pasa un año; clarean los enlutados ropajes; vuelven fugitivas sonrisas a tus labios… ¡A mí para siempre! ¿Quien podrá separarnos? ¡Ah, la fatalidad terca y traidora! Tengo que ir a Zurich para recoger los dispersos restos de tu herencia! ¡Separarnos de nuevo!
MARGARITA.-¡Oh! ¡Esta vez por breves días!
CONRADO.-Eso creía yo; pero ¿cómo pensar en dichas ni en venturas mientras peligre la vida de Jacobo?
MARGARITA.-¿Temes acaso?…
CONRADO.-¡Sí; todo lo temo del furor de esos calvinistas! ¡Ay del noble aragonés si cae en poder de Calvino! ¡Ay de Jacobo, que ya cayó! ¡Ay de ti, si supieran que en tu casa está el blasfemo, el hereje, el demoníaco, el hombre del cancerbero! Margarita, Margarita, para un ser como tú, los calabozos del Consistorio, negros y fríos, son la muerte; la muerte son los garfios del tormento. ¿Y quién sabe? Estos herejes son feroces; por causas fútiles han sacrificado a ilustres patricios… ¡Y pensar que es por mí!… ¡Por mí!… ¡Que yo le traje!… ¡Que yo traje a Servet!..
MARGARITA.-¡Calla!… ¡Calla!…
CONRADO.-¡No!
MARGARITA.-¡Servet!… (Señalando hacia la derecha.)
CONRADO.-Servet… (Mirando hacia el mismo lado.)
ESCENA II
Dichos y SERVET; éste por la derecha, primer término.
SERVET.-(Deteniéndose un momento.) ¡Ah la juventud, el amor! Sentimiento divino sería el amor si no existiese el «amor divino». Cuando un rayo de sol desciende de allá arriba, y viene a iluminar el perfumado cáliz de flor entreabierta, ¿no es verdad, Margarita; no es verdad, Conrado, que causa enojo la torpe y oscura nube que en los aires se interpone y truca la claridad de los cielos en sombra y tristeza? Vuestro amor es el cáliz; la dicha, su radiante luz; este proscrito, la negra nube. Pero no os enojéis conmigo; viento de tempestad me trajo, viento de tempestad me llevará muy pronto.
MARGARITA.-¡Causarnos enojos tu presencia!… ¡Servet!
CONRADO.-Mal nos juzgas si tales cosas piensas. Importa, sí, que huyas de Ginebra, pero no por nosotros; por ti.
SERVET.-No es posible.
CONRADO.-Lo es. Tengo ya barca fuerte, ligera y segura; hombre tengo también; ahí enfrente te esperan cuando la noche llegue, y con Dios por guía y tu noble aliento, ver puedes el nuevo sol desde la otra orilla del lago.
SERVET.-Te repito que es imposible.
CONRADO.-Pero ¿por qué?
MARGARITA.-¿Por qué razón?
SERVET.-Porque no he de salir de Ginebra.
CONRADO.-Pero ¡aquí te espera la muerte!
SERVET.-Es posible; no es segura.
MARGARITA.-¿Tienes alguna esperanza?
SERVET.-La de vencer a Calvino.
CONRADO.-¡Ah, siempre esa idea!
SERVET.-En disputa teológica tendría que probarme que soy hereje, y no es fácil probar lo que no es. (Animándose por grados.) ¡Allí tendría que convencerme Calvino de todas las cosas horribles y execrables de que me acusa! ¡Qué! ¡Si no sabéis lo que ese impío dice de mí!
CONRADO.-Eso te da la medida de su odio.
SERVET.-Eso sí: su odio. ¡Pues no supone que yo niego la inmortalidad del alma! ¡Cuando no hay crimen mayor que éste, porque para todos los demás hay esperanza y para un tal crimen no puede haberla! (Exaltándose por grados.) Quien tal cree, ni cree que hay Dios, ni justicia, ni resurrección, ni Jesucristo, ni Santas Escrituras, ni nada, sino que todo es tinieblas y muerte. Así, con estas mismas palabras, lo diré yo, y quedará escrito, y se oirá en los siglos venideros. ¡Si yo hubiese pensado o impreso tales abominaciones, inficionando con pestilencia semejante los aires y las almas, yo mismo me condenaría antes que me condenase Calvino! ¡Ah! Que yo me vea ante él, y ya me oiréis decirle: «¡Mientes, mientes, mientes sin pudor, embrollón infame. Simón el Mago, endemoniado furioso!…» No; no es posible que yo no convenciera a los demás, ya que a él por hereje y empedernido no pudiese.
MARGARITA.-(Dejándose llevar por la exaltación de SERVET.) ¡Le oyes, Conrado! Su alma es fuerte, su fe profunda. ¿Quién sabe?
CONRADO.-¡Esas ideas, ese furor por la controversia, le perderán! ¡El fuego de su fe le abrasa!
SERVET.-¡Eso sí; el fuego de mi fe!
CONRADO.-¡No comprende que está solo!
SERVET.-Eso no: Miguel Servet no está solo, ¡porque Dios está con él!
CONRADO.-¡Vives en otro mundo!
SERVET.-Mejor que éste.
CONRADO.-Pero en éste vive Calvino, y por eso no le conoces.
SERVET.-Porque le conozco estoy dispuesto a todo.
CONRADO.-Perecerás en la lucha.
SERVET.-Seré inmortal en el martirio.
CONRADO.-¡La pierde al perderte! (Señalando a MARGARITA.)
SERVET.-¿Perder a Margarita? ¡No! Saldré esta noche, como deseas.
CONRADO.-(Con alegría.) ¡Ah!
SERVET.-Pero no para alejarme de Ginebra, sino para entregarme a Calvino.
CONRADO.-¡Tu!…
MARGARITA.-Pero ¿qué dices?
SERVET.-¿Qué os admira? El pobre Jacobo está en poder del Consistorio por culpa mía, y es preciso que yo le salve.
CONRADO.-Salvarle, sí; pero ¿de qué manera?
SERVET.-Ofreciendo a Walter que yo mismo me entregaré a su amo y señor si dan libertad a mi pobre discípulo.
CONRADO.-Pero ¿tú has hecho…?
SERVET.-Lo que digo.
CONRADO.-¿Cómo?
SERVET..-Escribiendo a Walter.
MARGARITA.-¡Ah!… ¿Y Berta?
SERVET.-Fue a buscar a un hombre que entregase mi carta.
MARGARITA.-¿Te convences de que es preciso que yo le hable? (A CONRADO.)
CONRADO.-No me convenzo; pero cedo a la fatalidad, que a todos nos arrastra no sé adónde.
SERVET.-¿También tenéis un proyecto?
CONRADO.-Que hará inútil el tuyo, o es Walter el más infame de los seres.
MARGARITA.-(A CONRADO.) Pues ve pronto.
CONRADO.-Yo no sé resistir a tus súplicas, Margarita. Iré, aunque algo me dice aquí (Golpeándose el pecho.) que mal consejo me das.
MARGARITA.-Conrado…
CONRADO.-No temas; allá voy. (Se dirige a la puerta del fondo; luego vuelve.) Pero si nada consigo, te prevengo, Servet, que en cuanto cierre la noche te ato como a un demente que eres, te meto en la barca que dispuse, empuño los remos, y entre el barquero y yo nos llevamos por ese tranquilo lago, como a cualquier pobre diablo, al más sublime, pero al más desatentado filósofo de la cristiandad; el más noble, pero al más testarudo aragonés. (Se dirige resueltamente al fondo.) ¡Adiós!
SERVET.-¡Pobre Conrado! ¡Qué bueno, pero qué niño!
ESCENA III
MARGARITA, CONRADO, SERVET y BERTA, por el fondo.
BERTA.-(Deteniendo a CONRADO en la puerta.) ¿Adónde vas, hijo mío?
CONRADO.-A donde Margarita quiere que vaya: a ver a Walter.
BERTA.-¡Tú! ¿A ver a ese hombre? No, pues no has de ir.
CONRADO.-¡Ah mi buena Berta!… ¡Déjame!
BERTA.-No.
MARGARITA.-(Acercándose a los dos.) Es preciso, madre.
CONRADO.-Presto vuelvo, no temas; al fin y al cabo, Walter no es un basilisco que mate con la vista.
BERTA.-¡Lo es! ¡No vayas! ¡Yo te lo ruego, hijo mío!
CONRADO.-¡Perdona, Berta!… ¿No ves que Margarita lo desea? (Desprendiéndose de su nodriza.)
BERTA.-¡Hijo!…
MARGARITA.-(Conteniendo a BERTA.) ¡Por Dios, Berta!
CONRADO.-(Desde fuera ya.) ¡Adiós!
ESCENA IV
MARGARITA, BERTA y SERVET.
BERTA.-(Queriendo seguir a CONRADO; MARGARITA la contiene.) ¡Conrado!… ¡Hijo mío!… ¡Ah, no me oye! ¡Así van los que van al abismo de su perdición!… ¡Insensato!.. ¡Insensato! (BERTA y MARGARITA vienen al primer término.)
MARGARITA.-Pero ¿qué daño puede resultar a Conrado de ver a Walter?
BERTA.-De ver a Walter, ninguno; de que Walter le vea, mayor daño del que tú imaginas.
MARGARITA.-(Con extrañeza.) ¿Por qué?
BERTA.-¿Por qué? No preguntes la razón de las cosas; son porque son.
SERVET.-(A BERTA.) ¿Llevaste la carta?
BERTA.-¡Yo… no! Pero busqué quien la llevase.
SERVET.-¿De suerte que ya estará…?
BERTA.-En su poder.
SERVET.-Así sea.
BERTA.-Así será, si ha de ser causa de desdichas, que entre Walter y el mal hay atracción irresistible. (Se sientan todos; junto a la mesa, MARGARITA y BERTA se ocupan de sus labores. En el sillón del lado opuesto, SERVET.)
SERVET.-Mucho le odias, y sentimiento poco cristiano es ése.
BERTA.-Menos cristiano es él.
MARGARITA.-Le conoció en otro tiempo, presenció las hazañas y sólo el nombre de Walter horroriza a mi pobre Berta.
SERVET.-(A BERTA.) ¿Le conociste?
BERTA.-Sí.
SERVET.-¿En dónde?
BERTA.-En Alemania.
SERVET.-¿En qué ciudad de Alemania?
BERTA.-En Witemberg.
SERVET.-¿Era ya reformista?
BERTA.-Y verdugo de católicos. Más de una vez la sangre de nuestros hermanos saltó a su frente, y el humo del incendio tiznó su rostro, y del rasgado paño del altar hizo dogales. Fue en los campos soldado de la herejía; cabeza de motín en las ciudades; asaltó iglesias como lobo carnicero en desamparado aprisco, y blandió su brazo enorme martillo de herrero contra las sagradas imágenes, agudo puñal de Italia contra mujeres y niños.
MARGARITA.-¡Jesús, Berta! No es posible. En esa pintura hay exageración. Perversa es su índole, pero en todo hay límites, hasta en el mal.
BERTA.-Pues eso decían.
SERVET.-Sin duda sus enemigos.
BERTA.-Que para el caso lo eran todos, porque todos repetían el mismo son.
MARGARITA.-No, Berta, Satán existe, pero en sus infernales antros.
BERTA.-Y a veces también bajo forma humana; esto se sabe, y el que lo niegue poco aprendió de magias y de hechicerías.
MARGARITA.-¡Dios nos libre!
SERVET.-En suma, tú sólo conoces las maldades de Walter por cuentos de viejas y por inquinas de católicos. Yo le conozco más y mejor, ¡que por experiencia hablo!, y con todo, no le creo tan malo.
BERTA.-(Exaltándose.) Por experiencia hablo yo también.
SERVET.-¿Tú? (Mirándola fijamente; MARGARITA suspende su labor.)
BERTA.-Sí.
SERVET.-¿Tú le has visto asaltar templos?
BERTA.-¡Pues no! Y profanar altares.
SERVET.-¿Tú le has visto matar?
BERTA.-(Exaltándose más.) ¡Matar mujeres!… ¡Y niños!… No; eso no; matar niños no le he visto, pero es muy capaz.
MARGARITA.-Cuenta, madre; cuéntanos la historia de Walter. No sé por qué, pero quiero saber quién es Walter.
BERTA.-¿Quién es? Ya lo sabes, por desgracia; y si no, pregúntaselo al desdichado Jacobo.
MARGARITA.-Pues bien: si sé quién es, quiero saber quién fue.
BERTA.-Un ciudadano de Witemberg; esposo de la mujer más buena y más hermosa de la Sajonia, y padre de un ángel que por no tener alas no pudo volar al cielo.
SERVET.-¿Le amaba Walter?
BERTA.-¿A quién?
SERVET.-A su hijo.
BERTA.-No; él jamás amó. Le miraba, sí, horas enteras sin fruncir el entrecejo ni apretar los dientes, que esto era en él el límite supremo de la ternura; pero nada más.
SERVET.-¿Ni un beso siquiera?
BERTA.-¿Un beso? Tampoco; nunca… Sí, una vez; yo creo que entre sueños, por distraído, más que por amante.
MARGARITA.-Vamos, Berta, eso ya no es justicia.
BERTA.-Te diré cómo fue. (Pausa. MARGARITA y SERVET escuchan con interés marcado.) Era la caída de la tarde. Walter salió al jardín y dejóse caer en un banco de piedra; el niño jugaba entre las flores; le vio su padre y le llamó, y hacia él fuese el pequeñuelo. Púsole al fin sobre sus rodillas, le miró largo rato y cerró los ojos. No sé cuánto tiempo pudo pasar; ello es que el niño permaneció inmóvil. Despertó Walter, le contempló con afán, le apretó entre sus brazos, y entonces…, entonces fue cuando le dio un beso. Aquel grupo, iluminado por el sol poniente, parecióme que era Satanás y un ángel besándose en un rayo de luz.
SERVET.-Todo lo que quieras, pero le besó.
BERTA.-Fue maldad, no amor; y la prueba es que el niño, que al principio reía, al fin se echó a llorar, y yo tuve que ir a quitárselo a su padre.
SERVET.-(Con extrañeza.) ¡Tú!
MARGARITA. (Ídem.) ¡Tú!
BERTA.-Yo…, que casualmente estaba allí; éramos muy amigas la nodriza del niño y yo… ¿Qué hay en esto que os extrañe? (Turbada.)
SERVET.-Bien mirado, nada. Pero decías que habíasle visto asaltar templos, romper imágenes y matar mujeres, y nos encontramos con que hasta ahora sólo le has visto dar un beso a un niño.
BERTA.-Y también… «¡lo otro!».
MARGARITA.-(Con cierta impaciencia.) Pues di, acaba; ¿cómo fue?, ¿cuándo?, ¿por qué?
SERVET.-Si en ello no hay misterio…
BERTA.-¿Misterio?… ¡No! ¡No creáis!… El hecho fue público…
SERVET.-Pues dinos lo que sepas.
BERTA.-(Fingiendo indiferencia.) Pues lo diré; sí, lo diré. Fue el caso que la pobre mujer de Walter era católica, y católica la nodriza del niño…, aquella amiga mía.
SERVET.-¿Pero Walter?…
BERTA.-¡Lo ignoraba!… ¡Ya lo creo que lo ignoraba!
SERVET.-Y bien…
BERTA.-Pues llegó un domingo. Walter había ido de expedición; luego se supo cuál era. Conque no le esperábamos; mal hace quien no cuenta con él. Las luces de la mañana blanqueaban el horizonte, cuando la pobre Dorotea, y el niño, y yo…. y, además, por supuesto, la nodriza…. nos deslizamos por las oscuras y revueltas callejas hasta llegar a casa de don Gonzalo, un buen hidalgo español que tenía capilla secreta, y sacerdote católico y licencia de Roma. Entramos y empezó al punto el santo sacrificio de la misa, que sacrificio fue al cabo. ¡Dios mío, veinte años han pasado y aún me parece que veo aquella escena, tan en paz al principio, tan horrible al fin! (Se levanta agitada; MARGARITA y SERVET se levantan al mismo tiempo y se acercan a ella con afán.)
MARGARITA.-Sigue.
SERVET.-¿Y qué más?
BERTA.-(Como evocando recuerdos.) Dorotea de rodillas; de rodillas yo, empeñada en que el niño doblase las suyas. ¡Pobre pequeñuelo!, me miraba, sonreía y vuelta a levantarse. Don Gonzalo, junto al altar; a su alrededor, la servidumbre, algunas velas encendidas, mucha sombra en los muros, por una claraboya del techo un rayo del alma; el sacerdote, sus cabellos blancos, una campanilla que a intervalos suena débilmente; una pequeña nube de incienso que parece que sube por el rayo de luz ¡Qué dulzura, qué calma, qué inefable misterio!… (Pequeña pausa.)
MARGARITA.-¿Y después?
SERVET.-¿Y luego?
BERTA.-¡De repente un grito de dolor allá fuera!, ¡otro grito allí mismo junto a mí!, ¡luteranos que entran!, ¡brazos que golpean!, ¡un hombre que hiere a Dorotea en la garganta! ¡Era Walter! «Hijo mío!», grité yo, y me abracé al niño… No, dejadme…, los veo aún… ¡Dorotea!… ¡Walter!…
MARGARITA.-¿Y el niño?
BERTA.-¡Yo le salvé, yo; con él huí, con mi Conrado!…
MARGARITA.-¿Qué?
SERVET.-¿Qué has dicho?
MARGARITA.-¿Se llamaba?… ¿Dices que se llamaba?…
SERVET.-Que se llamaba Conrado, ¡eso te hemos oído!
BERTA.-(Retrocediendo hacia la derecha.) Y bien…. ¿Por qué no?
SERVET.-¡Berta!
MARGARITA.-Madre, una idea horrible se aferra a mi cerebro.
BERTA.-¡Quiero irme de aquí! ¡Estos recuerdos me enloquecen!
SERVET.-¡Acaba!…
MARGARITA.-¡Por Dios santo, dilo todo!…, ¡todo!…
BERTA.-(Siempre retrocediendo, MARGARITA y SERVET la siguen.) Es inútil…, no diré más. Dejadme paso…, paso…
SERVET.-¡Hablarás!
MARGARITA.-¡Berta!… ¡Berta!… ¡Has de hablar!…
BERTA.-¡No!… ¡No!… ¡Apartaos!…
WALTER.-(Desde fuera.) Espera, Lafontaine
BERTA.-¡Su voz!… ¡Que no me vea!…
MARGARITA.-¡Madre mía!
BERTA.-Pues si lo soy, no quieras matarme (Se desprende de ambos y huye por la derecha, primer término.)
ESCENA V
SERVET y MARGARITA.
SERVET.-Esa mujer no lo dice todo.
MARGARITA.-Pues ha de decirlo.
SERVET.-(Dirigiéndose a la derecha.) ¡Yo la obligaré!
MARGARITA-(Yendo tras él, deteniéndole y hablando en voz baja.) ¿Será cierto?
SERVET.-¿Qué?
MARGARITA.-Lo que estoy pensando.
SERVET.-¿Y cuál es tu idea?
MARGARITA.-La tuya.
SERVET.-¿Tú crees?
MARGARITA.-No temas; ¡no lo digas!… Vete…Arranca de sus tercos labios ese secreto… Pronto…, ya vienen…
SERVET.-No temas; yo sabré la verdad. (Sale por la derecha.)
MARGARITA.-¡Dios mío!… ¡No; imposible!
ESCENA VI
MARGARITA y CONRADO, por el fondo.
MARGARITA.-(Retrocediendo con espanto.) ¡Él!… ¡Él!…
CONRADO.-¡Margarita!… ¡Margarita…, ¿por qué huyes de mí?
MARGARITA.-¡Huir!.. ¡Huir de ti!… ¡No, jamás! (Corre a su encuentro.)
CONRADO.-Fue tu primer impulso.
MARGARITA.-¡No!… ¡No!… ¡Digo que no! (Distraída y contestando a su propio pensamiento.)
CONRADO.-¿Por qué no me miras? ¿Por qué ocultas el rostro entre las manos?
MARGARITA.-¡Creí que venía Walter!… ¡Pero no es Walter! ¡Tú no eres Walter!… ¿Verdad que no?… ¡Di que no, Conrado!
CONRADO.-Sí…
MARGARITA.-¿Qué?…
CONRADO.-Que sí, que ahí viene. Cediendo a tu ruego, y con galantería que es en él raro prodigio, empeñóse en venir; pero al entrar se ha encontrado a Lafontaine, y hablando quedan mientras yo te aviso. Pero ¿por qué me miras de ese modo, Margarita? ¡En tus, dilatadas pupilas más hay espanto que amor!
MARGARITA.-(Aparte, después de escucharle atentamente y sonriendo con alegría.) ¡Ah, su voz, qué dulce suena para mí! ¡No es la de Walter! (Alto.) Mírame, mírame, Conrado.
CONRADO.-¿Que te mire? ¡Sí, te miraré y me miraré en tus ojos! ¡Ah Margarita! ¡Allá en su fondo veo reproducida mi propia imagen…, pero muy pequeña, como se ven los objetos cuando están muy lejos o muy arriba!… ¡Qué mucho si va subiendo por el cielo de tu alma!
MARGARITA.-(A parte, como antes.) ¡Ah su mirada!… ¡Cuánta luz!… ¡No, no es la de Walter!
CONRADO.-¿Qué tienes, Margarita?
MARGARITA.-¿Qué sientes por ese hombre…, por Walter?
CONRADO.-Odio.
MARGARITA.-¿Profundo?
CONRADO.-¡Implacable!
MARGARITA.-¿A qué llega?
CONRADO.-¡A desear su muerte! (Con voz terrible y mirada sombría.)
MARGARITA.-(A parte, con espanto y separándose de CONRADO.) ¡Ah, como Walter! ¡Así habla, así mira!
CONRADO.-(Siguiéndola.) ¡Margarita!
MARGARITA-(Rechazándole.) ¡Calla, insensato!
CONRADO.-¿Por qué me rechazas?
MARGARITA.-¿Sangre en tus manos?… ¡No! ¡Me das horror!
CONRADO.-(Con expresión de horrible angustia.) ¿Ya no me amas?…
MARGARITA.-¡Ah, no amarte!… (Da un grito, se precipita a él y le abraza con transporte.) ¡No amarte yo! ¿Quién lo ha pensado?… ¿Quién lo ha dicho?… ¡Insensato!… ¡Ahora sí que eres insensato!… ¡Yo te amaría aunque fueses el más infame de los hombres, aunque me odiases, aunque en tus venas hubiese sangre de Walter!… ¿Puedo amarte más?
CONRADO.-¡Así, Margarita, así!…
WALTER.-(Desde dentro.) ¡Margarita!
MARGARITA.-(Desprendiéndose de CONRADO.) ¡Él!… ¡No!… ¡Ahora no!
CONRADO.-Espera…
MARGARITA.-En este momento… no se lo digo… Después…, muy pronto…, volveré… ¡Adiós!
CONRADO.-¡Margarita!…
MARGARITA.-(Ya en la misma puerta de la derecha.) ¡Te amaré siempre…, siempre, Conrado!
CONRADO.-¡Ah mi amor! (Con expresión de dicha.)
ESCENA VII
CONRADO, WALTER y LAFONTAINE, por el fondo los dos últimos.
WALTER.-(Deteniéndose un momento en la puerta.) ¿Y Margarita?
CONRADO.-Pronto vendrá. A prevenirla voy. Perdona si te dejo.
WALTER.-¿Por qué tanta prisa? Yo no la tengo y no me desagrada platicar contigo. (Aparte, a NICOLÁS.) Parece mozo de valía.
NICOLÁS.-(Aparte, a WALTER.) Lo será sin duda, pero no sé en qué lo conoces ni qué muestras dio de ello. (Aparte.) Mal anda la cabeza de Walter.
WALTER.-(Aparte, a NICOLÁS.) Eso se conoce en todo. (Aparte.) Este Lafontaine es un pobre mentecato; pero Calvino se empeña en hacerle un personaje. (En voz alta, a CONRADO.) ¿Eres ginebrino?
CONRADO.-Ya me lo preguntaste en otra ocasión, y en ella contesté.
WALTER.-Cierto. ¿Y tus padres?
CONRADO.-Murieron cuando yo era muy niño, y de ellos sólo sé lo que me ha referido mi nodriza.
WALTER.-¿Tienes parentesco con Jacobo?
CONRADO.-No, somos amigos; pero tan amigos, que por hermano le tengo.
WALTER.-Mal amigo y amistad peligrosa. Supongo que no serás como ese infeliz, todo un desaforado hereje y un empedernido ateo. No lo seas, muchacho, no lo seas. (Con vivo interés.)
CONRADO.-Ni soy hereje ni soy ateo, a Dios gracias; pero tampoco eres tú mi confesor ni la confesión forma parte de la doctrina de tu maestro.
NICOLÁS.-(En tono de amenaza.) Sin ser confesor pudiera ser juez.
CONRADO.-(Con fiereza.) ¿Y quién el reo?
NICOLÁS.-Tú, por ejemplo.
CONRADO.-¡Vive Dios!
WALTER.-No, Conrado; yo no soy tu juez, no le hagas, caso. Lafontaine no sabe lo que se dice. Calvino piensa por él de ordinario y él perdió la costumbre por inútil.
NICOLÁS.-¡Walter, cuenta con los insultos, que no he de sufrirlo!
WALTER.-Ni Walter sufre réplicas de nadie, ni siquiera de ti.
NICOLÁS.-Las sufre de ése. (Señalando a CONRADO.)
WALTER.-¿De ése?… Bueno; pues será capricho, y mis caprichos hay que respetarlos porque llevan consigo razón que los abona y los mantiene. (Golpeando en el puño de la espada.)
CONRADO.-Mucho tarda Margarita. Permíteme…
WALTER.-Como te plazca.
CONRADO-En breve estaremos aquí los dos.
WALTER.-Bueno; ve allá, Conrado. (Sale CONRADO por la derecha, primer término.)
ESCENA VIII
WALTER y LAFONTAINE.
WALTER.-(Se deja caer como fatigado en el sillón próximo a la mesa y se queda pensativo. Aparte.) ¡Conrado!… ¡Conrado!… ¡Su nombre!… ¿Y qué? Un sonido igual a otro sonido, no más. Sombra vana de algo que ya no es.
NICOLÁS.-¿Sabes lo que pienso?
WALTER.-Lo sabré si lo dices, que en adivinarlo no he de poner empeño.
NICOLÁS.-Que no eres, el mismo hombre que antes.
WALTER.-Gasta el día sus horas de luz y de calor, y en negra y fría noche viene a dar al fin. Derrocha el torrente sus aguas invernales, y queda seco y pedregoso en el estío. Desmorónanse las montañas lentamente, y al mar van los escombros de sus cúspides. ¿Qué mucho que yo pase, y me desmorone, y me derrumbe? Si eso no más discurriste, no has de heredar a Calvino en aquella su incomparable sabiduría para interpretar santas escrituras.
NICOLÁS.-Palabras nunca te faltan.
WALTER.-Ni obras me faltaron jamás.
NICOLÁS.-Hasta hoy.
WALTER.-Ni hoy siquiera.
NICOLÁS.-Cierto será, pero no se conoce.
WALTER.-¿Pues qué hice?
NICOLÁS.-Dejar de hacer.
WALTER.-Sepa yo lo que ha sido.
NICOLÁS.-Pues ahí es nada. Casi a la mano tenemos a Servet, y te opones al último esfuerzo que nos resta para dar con ese desapoderado herético, lepra de la religión en el mundo y quizá conspirador en Ginebra.
WALTER.-Si tan a vuestro alcance está, tended la mano.
NICOLÁS.-En sabiendo dónde se oculta.
WALTER.-¡Ah! Pues en no sabiéndolo no hay por qué alardear de victoria.
NICOLÁS.-Pues hay para qué, porque hay medio de conseguirla.
WALTER.-¿Cuál?
NICOLÁS.-El que tú sabes. (Con misterio y en voz baja.) Aquí encontramos a Jacobo con el libro de la mentira y de la blasfemia de ese teólogo de Barrabás.
WALTER.-Y a pesar de que yo le era deudor de la vida, yo mismo le entregué al Consejo, que quién sabe si fue entregarle a la muerte; él mitigó los dolores de mi cuerpo y yo di tortura al suyo. Si esto no es celo religioso, descontentadizos sois, a fe mía.
NICOLÁS.-Tortura que fue inútil, porque no habló.
WALTER.-O tan bajo que no lo oísteis.
NICOLÁS.-(Con interés.) ¿Y tú?
WALTER.-Algo. Una palabra de que os daré cuenta a su tiempo.
NICOLÁS.-Y entre tanto…, ¿por qué no apoderarnos de Margarita y de Conrado? Cómplices son, no hay duda.
WALTER.-Cuando no haya otro medió se hará lo que dices.
NICOLÁS.-Tu terquedad es por ese mancebo, que metiósete en el corazón como diablillo travieso por boca entreabierta de vieja bobalicona.
WALTER.-Mi terquedad… Mi terquedad… Yo sé lo que hago.
NICOLÁS.-Pero…
WALTER.-(Levantándose y cogiéndole por un brazo.) Oye y no seas botoso. Mañana, no más tarde que al rayar el día, antes que comience la ejecución, a la cual he de asistir, ven a buscarme y yo te diré dónde se oculta Servet, quiénes son sus cómplices, cuáles los altos personajes que le protegen; todo. Déjame unas horas no más; después pregunta, que como me quede una centella de vida, yo te contestaré.
NICOLÁS.-¡Al fin vuelves a ser lo que fuiste!
WALTER.-Espera. Supón que yo muero antes.
NICOLÁS.-¡Walter!… ¡Por Dios!… ¡Qué idea!
WALTER.-Lo supongo, no lo afirmo; caso posible, no seguro. Mi vida va tambaleándose como libertino beodo al salir de desenfrenada orgía, y de un instante a otro puede caer. Algo, que será la sangre, si Jacobo acierta, y que si no será el dogal que la muerte va tanteando sobre mi cuerpo antes de echarlo a mi garganta, siento bullir por mi piel. En fin, oye y no me distraigas. Si yo muriese, no ha de decirse que por tema mío el español se escapó de Ginebra, y este pliego os da el medio de echarle mano. (Entregándole un papel.)
NICOLÁS.-¿Este pliego?
WALTER.-Es una carta de Servet.
NICOLÁS.-¿De Servet? ¿Sabes lo que dice?
WALTER.-Acabo de recibirla. Promete entregarse si dais libertad a Jacobo.
NICOLÁS.-(Después de leer.) Promete entregarse. ¿Pero se entregará?
WALTER.-¡Oh, Servet es aragonés y el orgullo le pierde! No faltaría a su palabra así tuviese que ir al infierno a cumplírsela al diablo.
NICOLÁS.-Bien dices. Seguro le tenemos. Todo debe esperarse de su valor o de su soberbia. ¿pues no osó el mismo día de su llegada a Ginebra ir por la tarde al templo en que predicaba Calvino? ¡Será nuestro, será nuestro!
WALTER.-Pero sólo acudís a ese recurso, en el caso de que yo muera, que, como Dios me conserve la vida, yo cogeré a la fiera en su cubil y al lobo con la manada.
NICOLÁS.-Fía en mi palabra, Walter.
WALTER.-En ella fío, aunque no tanto como en la de Servet, que eres tú tan humilde como él es vanidoso. (Con ironía.)
NICOLÁS.-¡Walter!…
WALTER.-Y mira… (Como dudando.) Una vez el hereje en vuestro poder… ¡Qué diablo!… Os dais por contentos… Y a los demás… ¿Eh? ¿Me comprendes?… No quiero que resulte de todo ello daño ni aun amenaza para Conrado.
NICOLÁS.-¿Lo ves? ¿Ves, Walter, lo que te decía? ¡Hechizos te ha dado el tal mozo!
WALTER.-¿Hechizos?… ¡Imbécil! (Cogiéndole por un brazo con furia.) Yo tuve un hijo… Se llamaba Conrado…, y ese nombre…, ese nombre… ¿Qué te importa lo que ese nombre sea para mí?… ¿Qué? ¿Que esto es capricho? ¿Que es delirio?… ¡Porque debilidad no es!… Pues sea delirio o capricho, ¡hay que respetarlo! ¡Hay que respetarlo…, Nicolás!…
NICOLÁS.-¡Basta, Walter!… (Procurando desprenderse.) ¡Basta! ¡Será como deseas! ¡Tu rostro se inyecta de sangre! ¡Tus ojos saltan de las órbitas! ¡Tu mano es una tenaza!… ¡Oh, no temas!… Además, ese caso ¡no es probable…, y mañana…
WALTER.-Te lo diré todo. Ahora mándame a Jacobo; se entiende, bien guardado. Quiero interrogarle aquí, delante de Margarita.
NICOLÁS.-Aquí te lo enviaré. Adiós, Walter. Buen ánimo. (Con tono sumiso.)
WALTER.-(Cayendo en el sillón.) Adiós.
NICOLÁS.-(Aparte, cerca de la puerta del fondo y volviéndose para mirar a WALTER.) Oportuno está en lo de llamar a Jacobo. Como el paroxismo no llegue antes…
WALTER.-(Volviendo la cabeza.) ¿No te vas?
NICOLÁS.-Sí, al momento. Adiós… Adiós… (Sale por el fondo.)
ESCENA IX
WALTER; después, MARGARITA y CONRADO, por la derecha.
WALTER.-Mayor impertinente no vi jamás. Ocurrencia fue la de Calvino convertir a este pobre diablo en teólogo.
CONRADO.-Walter…
WALTER.-¡Ah! ¿Sois vosotros?… Ven tú, Margarita; más cerca. Deseabas verme y aquí estoy.
CONRADO.-No temas, Margarita. Habla; Walter lo desea. (MARGARITA muestra profunda agitación y huye instintivamente de WALTER cuando CONRADO la lleva hacia él.)
WALTER.-Ya espero, ya oigo. ¿Nada dices? ¿Por qué con espantados ojos nos miras, alternativamente a Conrado y a mí? ¿Qué buscas en nosotros?
CONRADO.-(A parte.) Valor, Margarita. A tu lado estoy. Tú lo deseaste.
WALTER.-¡Por la gran bestia de la Apocalipsis, que eres estatua más que mujer!
MARGARITA.-(Avanzando.) ¡Walter!…
WALTER.-¿Qué vas a pedirme?
MARGARITA.-¡La vida, la libertad de Jacobo!
WALTER.-En tus manos están.
MARGARITA.-¿Yo puedo?
WALTER.-Salvarle.
MARGARITA.-¿Cómo?
WALTER.-Pronunciando una palabra.
MARGARITA.-¿Cuál? ¿Qué quieres que diga? (Acercándose a él con afán y esperanza.)
WALTER.-(Después de una pausa y mirándola fijamente.) ¿Dónde está Servet?
MARGARITA.-(Retrocediendo.) ¡Walter!…
CONRADO.-(Lo mismo.) ¡Esa pregunta!
WALTER.-Por menos que por el desatentado aragonés no soltamos a ese sabio sin seso, que se nos vino a la llama como atolondrada mariposa.
MARGARITA.-¡Pero yo!…
CONRADO.-¿Cómo quieres que Margarita?…
WALTER.-¡Ea! Es inútil fingir. Escucha. (A MARGARITA.) Jacobo fue interrogado; no quiso contestar. Convirtióse la pregunta en «cuestión», ¿comprendes? (Con sonrisa cruel.) Allá se le calzaron unos borceguíes que le venían estrechos y diósele por añadidura un buen trato de cuerda; ello es que al cabo de un rato púsose pálido como doncella melindrosa, dobló la cabeza y perdió el sentido. Pero antes dijo quedo, muy quedo, a pesar suyo, y sin conciencia de lo que decía… ¡Yo le creí más fuerte! Pues dijo esto: «¡No temas, Margarita, no temas!» Yo mismo le oí las palabras que acabo de repetirte.
CONRADO.-¡Ah!
MARGARITA.-(Acercándose a CONRADO.) ¡Conrado!…
CONRADO.-¡Y los demás oyeron!…
WALTER.-Nadie más que yo, porque en aquel momento me inclinaba sobre él para animarle y convencerle. ¡Oh! Yo no le quiero mal. Es un atolondrado, pero hace famosos filtros.
CONRADO.-(Con afán.) Nadie le oyó; pero tú, después, habrás repetido sus palabras.
WALTER.-Aquí por vez primera.
CONRADO.-(Aparte, retrocediendo unos pasos y con terrible explosión de alegría.) ¡Pues cuenta con que lo has dicho por última vez! (La situación de los personajes es como sigue: WALTER, en pie; junto a él, MARGARITA; CONRADO algunos pasos más atrás, apretando el puño de su espada y como en acecho. Esta última actitud, con las variantes necesarias, se conserva hasta el fin del acto.)
WALTER.-(Cogiendo a MARGARITA por una mano y atrayéndola.) Escucha y vamos claramente al asunto. Que Servet está en Ginebra, no admite duda; el mismo Calvino le vio en el templo. Que no vino a tu casa es evidente, porque yo estaba en ella. Que tú sabes dónde se oculta, no hay para qué negarlo, porque Jacobo lo confesó, de suerte que son inútiles tus aspavientos y melindres. A no ser tú mi enfermera, tu casa mi asilo y Conrado el nombre de aquél, ya estaríais los dos ante los síndicos; pero yo con la edad voy haciéndome blando de corazón y me he propuesto salvaros. Me dices dónde está Servet, y por tan gran servicio a la causa de Dios, razón será perdonaros los demás pecadillos.
MARGARITA.-No puedo, Walter. Si no lo sé, ¿cómo adivinarlo? Si lo supiese, ¿cómo venderle?
CONRADO.-(Aparte, con expresión de orgullo.) ¡Ah mi Margarita!
WALTER.-¡Cuenta que no le salvas! De todas las maneras, el hereje estará mañana en mi poder.
MARGARITA.-Pues ¿qué falta te hace entonces mi delación?
CONRADO.-(Aparte.) ¡Inútiles son tus teologías de infamias! ¡Ya lo ves!
WALTER.-Ya te lo he dicho: quiero cazar a la fiera y descubrir la guarida.
MARGARITA.-De achaques de montería, Walter, yo no entiendo; allá tú y Calvino.
WALTER.-(Con expresión de ira.) ¡Margarita!…
CONRADO.-(Aparte.) Suplica, convence, amenaza, que yo estoy en esta puerta y en mi cinto la espada, y ya mi mano la busca con caricias de muerte.
WALTER.-¡Te cuesta la vida!
MARGARITA.-¿Qué importa?
WALTER.-¡Y la vida de Conrado!
MARGARITA.-(Con espanto.) ¡Eso, no!
WALTER.-¡Eso, sí!
MARGARITA.-(Volviéndose a CONRADO) ¡El no quería tampoco!
CONRADO.-(Animándola desde lejos.) ¡No, mi Margarita!… ¡Así!… ¡Así!…
WALTER.-(A MARGARITA.) ¡Mira que acaban las súplicas y que comienza el mandato!…
MARGARITA.-¡Mira que acaba el terror y que comienza el desprecio!
CONRADO.-(Aparte.) ¡Mira Walter, que acabas tú y que comienzo yo!
WALTER.-(Acercándose a MARGARITA.) ¿Dónde está Servet?
MARGARITA.-Sin duda en sitio seguro, pues no le encuentras.
WALTER.-(Acercándose más.) ¿Dónde está, pregunto?
MARGARITA.-Pregúntaselo a tus esbirros.
WALTER.-¿Te niegas a contestarme?
MARGARITA.-Sí.
WALTER.-Pues ven; ven a donde preguntan cuerdas de cáñamo, tenazas de hierro y cuñas que con tan irresistible persuasión se insinúan, que no hay modo de que una delicada doncella como tú las desoiga y desaire. (La coge por un brazo y la lleva hacia el fondo.)
MARGARITA.-(Resistiéndose.) ¡No, déjame! ¿Adónde me llevas?
WALTER.-Ya lo verás.
MARGARITA.-¡Conrado! ¡Conrado!
CONRADO.-(Cubriendo la puerta con su cuerpo.) ¡Aquí estoy, Margarita! ¡Aquí estoy, Walter!
WALTER.-¡Paso!
CONRADO.-¡Atrás, miserable!
WALTER.-(Soltando a MARGARITA y retrocediendo hacia la derecha.) ¡Conrado!…
CONRADO.-Cuando tanto te dejé atormentarla es porque estaba saboreando mi venganza, y por el deseo de que fuese mayor, ¡calvinista del infierno!, quería que creciese tu crimen. Cuando consentí que hablaras y hablaras es porque ibas a callar para siempre. ¡Cuando no te partí el corazón es porque no lo tienes; pero tienes garganta, que por ella vomitaste, entre roncos alientos, el veneno y la hiel de tu alma, y a segar tu garganta voy con el filo de este hierro (Desnudando la espada), aunque tenga después que ir en peregrinación a Toledo a comprar otra hoja limpia, por si la magia negra y Lucifer, tu deudo, te lograran resucitar!
MARGARITA.-(Abrazándose a él.) ¡No!… ¡Conrado!… ¡Por Dios!… ¡Calla!… ¡Calla!
WALTER.-(Oprimiéndose la cabeza entre las manos.) ¿Qué ha dicho?… ¿Qué ha dicho?… ¡Él!… ¡Ah! Por ningún ser humano he sentido, mancebo loco, la insensata simpatía que por ti. Algo al verte se me aferró a este corazón que me niegas, y del que reniego yo también, porque siempre en la vida quiso dar muestras de sí, dio muestras de torpe y pazguato; pero no importa; cariño, simpatía o locura, fuéronse ya de mi pecho, y pues de resucitados hablas, oye lo que te digo.
CONRADO.-Sí; ya te oigo, habla. (MARGARITA siempre a su lado, conteniéndole.)
WALTER-Si mi propio padre volviese a la vida y me dijese lo que tú me has dicho; si la mujer a quien amé tornase a mis brazos y en sueños murmurara; si el Conrado que perdí, él, mi hijo, no un Conrado cualquiera como tú, sino mi propia sangre, niño aún, sin comprender lo que decía, lo repitiese… padre, mujer o niño, fueran bien pronto ante mí lo que lo que vas a ser tú, miserable: ¡tierra inerte, polvo frío, cuerpo yerto!
CONRADO.-¡Pues prueba!
WALTER.-¡Mira si pruebo!… (Desnuda la espada y se arroja sobre él.)
MARGARITA.-¡No!… ¡No!… (Abrazándose a CONRADO.)
CONRADO.-(Rechazándola.) ¡Aparta si no quieres mi muerte!
MARGARITA.-(Cogiéndole el brazo.) ¡Walter!
WALTER.-(Desprendiéndose de ella.) ¡Suelta!…
CONRADO.-(Riñe con furor.) ¡Al fin!
WALTER.-(Ídem.) ¡El tuyo!
MARGARITA.-¡Conrado!… ¡Walter!… ¡Socorro!… ¡Socorro!… ¡A mí! (Dice esto dirigiéndose a la derecha, primer término, y llegando a la misma puerta, mientras CONRADO y WALTER riñen con encarnizamiento en el fondo.)
CONRADO-¡Ah!
WALTER.-¡Ves!…
CONRADO.-¡No!… ¡Toma!…
WALTER.-¡Nada!… ¡Ésta!…
CONRADO.-¡Tampoco!… (Todo esto muy rápido, al compás de las estocadas, y al mismo tiempo que MARGARITA llama en su auxilio.)
ESCENA X
MARGARITA, WALTER, CONRADO, SERVET y BERTA. Los dos últimos, por la derecha.
BERTA queda detrás del tapiz que cubre la puerta, pero de suerte que el espectador la vea. SERVET avanza hasta colocarse entre CONRADO y WALTER. MARGARITA corre a buscar a CONRADO, y ambos quedan junto a la puerta del fondo.
SERVET.-¡Insensatos!
WALTER.-¡Ah!… ¡No!… ¡Mentira!…¡Servet!
SERVET.-Sí, yo; Miguel Servet.
WALTER.-(Próximo al paroxismo.) ¡Al fin!… ¡Ahora… todos…, todos míos!
CONRADO.-¡Todos tuyos si pasases esta puerta, pero no la pasarás!
WALTER.-(Con expresión salvaje.) ¿Que no?
CONRADO.-¡O saldrás como entraste la vez primera…: sin vida!
WALTER.-Sin vida ¡tú! (Quiere precipitarse sobre CONRADO. SERVET le detiene y sujeta.)
SERVET.-No será.
WALTER.-(Ya ciego de cólera y próximo al paroxismo, habla con cierta torpeza y confusión en las ideas.) ¿Que no voy a hundir esta espada en aquel pecho? ¿Eso dices tú?
SERVET.-Eso digo: que no puedes.
WALTER.-¿Por qué?…, ¿porque la sangre me ahoga?, ¿porque me ahoga la alegría? Ya lo sé. ¡Siento un nudo aquí! (Llevándose la mano a la garganta.) ¡Y aquí como el golpe de un martillo! (Indicando el cráneo.) Pero no importa…, me queda vida aún para arrancarle la suya. Suelta…, suelta…, que después vendrás tú…
SERVET.-No es por eso.
WALTER.-¿Pues por qué?
SERVET.-(Llevándole al extremo de la derecha, junto a la primera puerta y hablándose en voz baja. La puerta queda a su espalda y por ella asoma BERTA con precaución, procurando escucharlos. MARGARITA y CONRADO, en el fondo, formando un grupo.) Porque aquel Conrado…
WALTER.-¿Qué?
SERVET.-(Al oído.) ¡Es tu Conrado!
WALTER.-(En voz muy baja.) ¿Cómo?…, no te comprendo…, ¡mi Conrado!…
SERVET.-¡Sí, el que perdiste en Witemberg aquella mañana!… ¡Tu hijo, tu Conrado, tu sangre!…
WALTER.-¡Él!… ¡Mientes!…, ¡hereje del infierno!…, ¡mientes!
SERVET.-¡Mira!… (Da un paso atrás, coge a BERTA, la obliga a salir por completo y se la presenta.)
BERTA.-¡No!…, ¡por Dios!…, ¡déjame!…
SERVET.-¿La conoces?…
WALTER.-(Después de mirarla.) ¡Berta!…
BERTA.-¡Walter!
WALTER.-(Cogiéndola con ansia y señalando a CONRADO.) ¿Él?…
BERTA.-¡Sí!…, ¡pero no me mates! (Arrodillándose.)
WALTER.-¡Ah!…, ¡él!… ¡Jesús!… (Da unos pasos como para ir a CONRADO, y cae sin sentido en el centro del escenario.)
ESCENA XI
MARGARITA, BERTA, CONRADO, SERVET, WALTER y JACOBO. Este último, por el
fondo, andando difícilmente y apoyándose en el quicio de la puerta. BERTA se levanta y se separa hacia la derecha.
MARGARITA.-¡Jacobo!
CONRADO.-¡Jacobo! (Casi simultáneos.)
SERVET.-A tiempo llegas; salva la vida de ese hombre.
JACOBO.-.¿La vida de ese hombre? (Con acento rencoroso.)
CONRADO.-¡Sí, para que yo le dé muerte!
SERVET.-No, para cumplir tu deber.
JACOBO.-¡Servet!
SERVET.-¡Yo lo mando!… No; Dios lo manda. Obedece, obedece, Jacobo. (CONRADO y MARGARITA se han corrido hacia la izquierda; en pie, en la puerta del fondo, JACOBO, que después avanza apoyado en SERVET; BERTA, a la derecha, en el centro y en tierra, WALTER, junto a WALTER, en pie y dominando con su ademán, SERVET.)
TELÓN
Acto tercero
La escena representa otra sala de la casa de Margarita, distinta de la de los actos anteriores.
En el fondo, a la izquierda del espectador, un lecho con grandes cortinas oscuras medio corridas. En el lecho, Walter, sin sentido. Siempre en el fondo, y en el centro, una puerta. A la derecha, pero en el mismo lienzo, una ventana con reja dando al jardín. A la izquierda, en primer término, una ventana con hojas de cristal; el lecho debe estar muy próximo a dicha ventana, para que de este modo se halle lo más inmediato que sea posible al proscenio. A la derecha, en primer término, una puerta; además, una mesa, un sillón y, sobre la mesa, una lámpara encendida. Junto al lecho, otro sillón. Es de noche; grandes sombras por todas partes; aspecto humilde, pero no pobre; carácter sombrío en el conjunto del cuadro.
ESCENA I
MARGARITA, CONRADO, SERVET, JACOBO y WALTER, sin sentido, en el lecho, medio
oculto por el cortinaje; junto al lecho, SERVET y JACOBO; éste, sentado en el sillón; aquél, en pie a la Cabecera. CONRADO, en el sillón de la mesa y con la cabeza entre las manos; a su lado, y en pie o sentada, MARGARITA.
SERVET.-La crisis se aproxima; marcha la sangre más violenta cada vez; el calor crece y crece la calentura; su corazón golpea contra mi mano, como su mano golpearía contra mi corazón a estar Walter en su sentido y tenerme a su alcance… (Con la mano puesta sobre el corazón de WALTER.)
JACOBO.-Contrastes de la vida y caprichos de la suerte: ¡sobre un tal corazón mano como la tuya! Quita, quita; que juntas no están bien cosas que tan poco se parecen.
SERVET.-¡Calla; escucha, escucha cuán angustiosa es su respiración! Conrado, ¿qué hora será?
CONRADO.-El reloj del Consistorio dio las cuatro y la corneja graznó tres veces. (Dice esto levantando la cabeza, luego vuelve a inclinarla.)
SERVET.-Al amanecer será la crisis, cuando la sombra y la luz luchan en Oriente, sobre ese lecho de muerte y la vida se disputarán su presa.
JACOBO.-Buena presa, y segura.
SERVET.-No es segura por hoy, aunque mañana tal vez lo sea.
JACOBO.-Días, horas de diferencia, poco importa.
SERVET.-Importa mucho un solo instante de vida, y yo te digo que por esta vez entre los dos le salvaremos.
CONRADO.-(Levantando la cabeza.) ¿Le salvaréis?
SERVET.-Sí.
JACOBO.-Capaces somos: él, de puro bueno; yo, de puro imbécil.
SERVET.-No te comprendo.
JACOBO.-Gracias a Dios, maestro, que di con algo que tú no comprendieses. Pero déjame descansar, que el tormento que Walter permitió que me dieran metióseme en los huesos y aún me muerde en ellos. (Se apoya aún más sobre el lecho.)
MARGARITA.-¡Pobre Jacobo!
CONRADO.-(Aparte.) ¡Ay Margarita!
SERVET.-(A JACOBO.) ¿Qué le diste en la pasada crisis?
JACOBO.-(Levantando la cabeza.) ¿En cuál?
SERVET.-En aquella en que tú le salvaste.
JACOBO.-¡Ah!, sí. Pues debí darle una buena mixtura italiana de esas que no dejan sombra de vida ni rastro de muerte; pero inspiréme, maestro, en tus lecciones y en tu ciencia, y además en un cierto libro árabe que ya te mostraré, si escapamos con vida de entre las manos de ese muerto, y compuse esta droga (Sacando del pecho un frasquito.) que por digna de figurar la tengo en tu célebre tratado, ya sabes cuál; no el de las teologías, sino aquel otro en que tan reciamente la emprendes con Averroes.
¡Pero que no puedes estar en paz con nadie!
SERVET.-(Que ha estado examinando el frasco sin atender a JACOBO.) ¿Y su efecto?
JACOBO.-Fue admirable y fue inmediato.
SERVET.-¿Bastará con esto? (Devolviendole el frasco.)
JACOBO.-La cantidad precisa. Ni gota más ni gota menos.
SERVET.-¿Y el instante?
JACOBO.-El de la crisis.
SERVET.-Pues esperemos. (Quedan ambos como estaban: SERVET, observando a WALTER; JACOBO, en el sillón. Pequeña pausa.)
CONRADO.-¡Margarita!
MARGARITA.-¡Conrado!
CONRADO.-¿Ves aquel hombre tendido en aquel lecho? ¿Ves aquel cuerpo inerte, sin memoria, sin pensamiento, sin duda casi? Pues ahí está nuestro destino. ¡Una palabra de Walter es tu muerte, pero no la pronunciará aunque tenga yo que clavarle en la garganta mi puñal hasta el pomo!
MARGARITA.-No digas eso, Conrado, que mayor muerte y más cruel que todas las que pueda darme el odio de aquel hombre me da tu amor cuando tales pensamientos acoge y en ellos se recrea.
CONRADO.-¿Recrearme en ellos? No. ¡Ellos están mordiendo mi cerebro como impalpables monstruos; ellos se enroscan en mi corazón y entre mi sangre se deslizan como víboras; en ellos agonizo cuando su sombra se extiende sobre mi conciencia. Y sin embargo…, ¿qué pecado habría en ello?
MARGARITA.-¡Calla, por Dios Santo!… ¡No sabes lo que dices!
CONRADO.-(Con misterio.) ¡Sí, lo sé todo!
MARGARITA.-(Con asombro,) ¡Que lo sabes todo!
CONRADO.-Sí.
MARGARITA.-Pero ¿qué?, pero ¿qué?
CONRADO.-Aquella escena fue muy extraña, ¿no es verdad? ¡Cuando le dijo Servet al oído… no sé qué…, y él me miró…, y reconoció a Berta…, y luego vino a tierra desplomado!
MARGARITA.-¿Y tú?
CONRADO.-Yo al fin arranqué el secreto a mi nodriza.
MARGARITA.-¡Ah!
CONRADO.-Al menos, creo haberlo adivinado.
MARGARITA.-¿Y qué adivinaste?
CONRADO.-¡Que aquel hombre…, aquel Walter…, hirió a mi madre!…, ¡quiso darle muerte!… Eso dice Berta…, pero ¿quién sabe?…, ¡quizá no lo dice todo: tal vez murió a sus manos!… ¡Ah!…, y me niegas el derecho… (Echando mano al puñal y levantándose.)
MARGARITA.-¡No, Conrado!… ¡No!…, ¡eso no! ¡Por mí!…, ¡por mí! (Conteniéndole; CONRADO vuelve a caer en el sillón.)
CONRADO.-Bueno; ya sé que no. Pero ¿por qué no? ¿Ese hombre es algo mío? ¿Es siquiera un hombre? Aquella masa que apenas alienta tras aquel cortinaje, ¿qué es, Margarita? Pregúntaselo a Jacobo. Un puñado de tierra que hoy se mueve por virtud de la calentura, y que mañana será polvo, y aguaceros y viento se llevarán; una lámpara que se extingue, que ya sólo tiene un punto de luz y que muy en breve será eterna sombra. Pues lo que ha de ser mañana sea esta noche, ¡y te salvo!
MARGARITA.-Jacobo, no dice verdad; quien dice verdad es Servet. Ni aquello, como tú supones es tierra, que se deshace, ni lámpara que se extingue, ni sombra en la sombra. Es un hombre, un hombre infame, es cierto; un monstruo, tal me parece; pero por cuanto sea monstruo e infame, no deja de tener un alma, que puede salvarse por el arrepentimiento, y no hay arrepentimiento humano sin vida humana.
CONRADO.-¿Un alma dices que tiene? Pues digna del infierno será. Conque le damos lo que merece.
MARGARITA.-Pero no querrás que lo merezcan las nuestras: tu alma y la mía, que es donde pusimos nuestro amor. Conrado, vuelve en ti; sé lo que siempre fuiste: modelo de nobleza y de hidalguía; cumple como caballero y como cristiano, que eso eres, y así te quiero, y no por las sombras, sino por los resplandores de tu espíritu, me enamoraste.
CONRADO.-Eres un ángel, pero yo soy un hombre enamorado, a quien de entre los brazos quieren arrancarle su amor; conque no es mucho que se trueque en fiera, fiera digna de aquélla.
MARGARITA.-¿Un ángel yo? No, Conrado, no lo creas. Pobre pecadora soy, mujer que te ama, criatura que empieza a vivir y a quien encanta la vida. ¡La vida contigo, con mi Conrado! ¡Ah! ¡Si tú supieras cómo la deseo! ¡Con qué suprema angustia me aferro al borde del abismo para no caer! ¡Cómo tengo que ahogar en mi garganta gritos de desesperación para no desesperarte más! Mira: si aquel hombre estuviese en pie, fuerte y amenazador, la espada en la mano, el fuego de Satanás en los ojos…, y sobre todo, ¡si no fuese lo que es!
CONRADO.-¿Si no fuese lo que es? No te comprendo. Si no lo fuese no sería Walter.
MARGARITA.-(Conteniéndose.) Pues por eso lo digo.
CONRADO.-Y bien…
MARGARITA.-Pues si no fuera… Walter, y pudiera defenderse, y quisiera perdemos, yo te gritaría: «¡Adelante, mi Conrado, mi bravo esposo! ¡A él! ¡Hiere, mata, sálvame, sálvanos!» Ya ves que para ser ángel, como afirmas, de sobra me dejo llevar por la ira y la pasión.
CONRADO.-Hay ángeles de consuelo, pero los hay también de justicia, y aun de celestes venganzas, y como tú quisieras serlo, yo me encargaría de ellas.
MARGARITA.-¿En un hombre vencido y moribundo? ¡Noble hazaña!
CONRADO.-Eso ata mis manos y desata el infierno en mi corazón.
MARGARITA.-¡Y además…, en mi propia casa está! ¡Ah, Conrado!
CONRADO.-Sagrada es para mí como la bóveda del santuario.
MARGARITA.-¿Luego sagrada será para él?
CONRADO.-(Con nobleza y resignación.) Lo será, Margarita.
MARGARITA.-Así te amo; así eres mi Conrado. Lo demás, ¿qué importa? Vivamos juntos, o hiéranos la muerte a la vez.
CONRADO.-¡Morir tú, mi Margarita! ¡No, eso no; mil veces no! ¡Lucharé como bueno, mientras pueda; como si en mí llevase sangre de Walter, si él me obliga; como infame, si no hay otro medio y con infamias logro tu salvación! Esto ha de ser.
MARGARITA.-¡Conrado!
CONRADO.-¡Ah! ¿Por qué hablaste de morir? ¿No sabes que esa idea me enloquece?
MARGARITA.-Calma tus temores. ¿Quién sabe lo que sucederá?
CONRADO.-(Levantándose con ímpetu.) Espera. (Dirigiéndose a SERVET.) ¡Servet!
SERVET.-(Sin separarse del lecho.)¿Qué me quieres?
CONRADO.-¿Vais a salvar a ese hombre?
SERVET.-Con la ayuda de Dios y con la de un maravilloso elixir que Jacobo ha compuesto, así lo espero.
CONRADO.-Y recobrará los sentidos, y despertará su memoria, y se desatará su lengua, ¿no es eso?
SERVET.-Sí.
CONRADO.-¿Cuándo?
SERVET.-Al amanecer; dentro de una hora.
CONRADO.-Y al volver a sentir, lo primero que sentirá será odio.
SERVET.-Fue su costumbre.
CONRADO.-Y al recordar de nuevo, recordará que en esta casa estabas.
SERVET.-Fue su última idea; será la primera.
CONRADO.-Y cuando la palabra acuda a sus labios, estará Lafontaine junto a su lecho, y la primera que pronuncie será para entregarte a Calvino.
SERVET.-Al mar va el río; a su destino el hombre; a donde Dios disponga iré yo.
CONRADO.-¿Y a pesar de todo quieres salvarle?
SERVET.-Quiero cumplir mi deber.
CONRADO.-Pues cúmplelo, que voy a cumplir el mío. (Dice esto dirigiéndose a la puerta del fondo.)
MARGARITA.-¿Adónde vas?
SERVET.-¿Adónde vas, Conrado?
CONRADO.-Pronto lo sabréis. ¡Por ahora lo que importa que sepáis, si es que no lo sabíais, es que Margarita es mi vida, mi fe, mi cielo, mi todo! ¡Que esa frente limpia y pura no fue modelada para el dolor, ni el dolor ha de empañarla mientras yo pueda atajarlo con mi pecho o con mis brazos! ¡Que esos ojos serenos y radiantes no se encendieron para anegar su luz en lágrimas, en tanto que yo pueda secarlas, aunque para buscar calor que se las seque tenga que incendiar a Ginebra! ¡Que ese corazón de mi Margarita sólo ha de palpitar entre mis brazos y de amor, no entre las correas del potro ni entre los garfios del tormento, aunque tenga yo que dar al tormento y al potro hasta la última fibra de mi carne, hasta la última astilla de mis huesos! [¡Que ese divino cuerpo no salió de las manos de su Hacedor para consumirse como seco sarmiento en las hogueras calvinistas, aunque haya de consumirse en el eterno fuego el alma que Dios me dio!] Ya lo sabes tú, Walter; ¡no es tuya esta mujer! ¡No lo será! ¡Antes que lo fuese…! (Desnuda el puñal y lo levanta en alto, pero sin acercarse ni mostrar intención de herir.)
MARGARITA.-¡No Conrado!… ¡Quita ese hierro!
SERVET.-¡Insensato! ¡No lo digas ni lo pienses!
CONRADO.-No temáis; todavía no. Hay otros medios. Cuando se agoten… ¡Ah!… Cuando se agoten no os pongáis entre ese hombre y yo. Dejadme; adiós. (Sale por el fondo precipitadamente.)
SERVET.-¡Loco está!
JACOBO.-¿Tú y yo lo estamos menos, por ventura? ¡Tú con tus teologías y misterios! ¡Yo, con mis ciencias! ¡Con su amor él! ¡Bah! ¡Todo es uno, y quién sabe si todo es nada!
ESCENA II
MARGARITA, WALTER, SERVET y JACOBO.
MARGARITA.-(Acercándose a SERVET; ambos vienen al proscenio.) ¿Qué intentará?
SERVET.-No lo sé; la fiebre y la desesperación son malos consejeros.
MARGARITA.-Mira, Servet; por horrible que sea, es preciso declararle la verdad para impedirle algo más horrible.
SERVET.-Dudé hasta ahora; pero creo que tienes razón.
JACOBO.-[Y ahora dudo yo de que la tengáis y conservéis vosotros.
MARGARITA.-Le va en ello a Conrado la salvación del alma.
JACOBO.-A que acabe de perderla le ayudáis, si de ella algo le queda por perder, que no debe ser mucho, según las cosas que le oí.
MARGARITA.-No, Jacobo. Te engañas: el delirio habla en él, no la voluntad.
JACOBO.-Lenguaraz y atrevido es él de ordinario; y ella, como al sexo conviene, callada, modesta y tímida. ¡Ay, si el delirio se apodera de Conrado!
SERVET.-(Señalando hacia el fondo.) ¡Silencio!
MARGARITA.-Él vuelve. (Pausa. Los tres se aproximan a la puerta del fondo. CONRADO pasa rápidamente de izquierda a derecha. Sólo se le ve un instante cruzar por fuera.)
SERVET.-No; pasa, corre, huye. Pero ¿de quién?
JACOBO.-(Con amargura.) De sí mismo, sin duda. Así vamos todos; pero nos alcanzamos al fin.
SERVET.-(Mirando por la ventana enrejada.) Del portalón venía, al parecer; y ahora creo que por el jardín cruza.
MARGARITA.-(A SERVET.) ¡Dios mío, como un insensato iba! ¿Le viste?
SERVET.–Di más bien como una fiera enjaulada que se revuelve y busca salida.
JACOBO.-Eso; al fin disteis con ello. Como fiera enjaulada que busca por donde escapar. ¡Pobre Conrado! Mitad león, mitad niño: maridaje imposible.
MARGARITA.-(A JACOBO.) Pero ¿qué pretende, ya que tú lo has adivinado?
JACOBO.-¿No te lo dijo él mismo? Salvarte.
MARGARITA.-¿De qué manera?
JACOBO.-Él te lo explicará, que aquí llega.
ESCENA III
MARGARITA, SERVET, JACOBO, WALTER y CONRADO.
CONRADO.-(Entrando con ímpetu por la derecha.) ¡Tampoco por el jardín. ¡Tampoco!
MARGARITA.-¡Conrado!
CONRADO.-Dejadme; dejadme. A ver…, a ver…, esa ventana no es muy alta… (Precipitándose a la ventana de la izquierda y mirando por ella.) ¡Ah! ¡Todo oscuro!… No; en aquel ángulo una luz; alrededor unos bultos negros… Servet, Jacobo, aquí… (Los dos y MARGARITA se acercan.) Decidme: ¿Qué veis? ¿Qué sombras son aquéllas?
SERVET.-[Mi vista es poco penetrante, Conrado; un punto de luz veo, pero no más.
JACOBO.-Con claridad ves, según dices, entre los resplandores del cielo; pero torpe eres, en efecto, para las sombras de este bajo y miserable mundo. Déjame a mí.
CONRADO.-Sí; mira, mira bien.]
JACOBO.-¡Ah! ¡Ya distingo!
CONRADO.-¿Qué?
JACOBO.-Una linterna y unos hombres. Acertaste, Conrado.
CONRADO.-¿Qué hombres son?
JACOBO.-Soldados del Consejo y esbirros del Consistorio; los que me trajeron y me custodian, y la guardia de honor de Walter. Orden les dieron delante de mí de no dejar salir a nadie de esta casa.
CONRADO.-¡Condenación!
MARGARITA.-Calma, Conrado.
SERVET.-Valor, hijo mío.
CONRADO.-¡Por todas partes lo mismo! ¡Centinelas a la entrada; y alrededor del jardín, espías; y esbirros y soldados al pie de este muro, y aquí ella y él (Señalando a MARGARITA y a WALTER.) ¡No…, no…; es inútil que me revuelva!… ¡No hay salida!
JACOBO.-Pues ¿qué pensabas, pobre mozo? ¿Que no tenías más que coger en tus brazos a Margarita, huir con ella por el muelle, meterte en la barca que preparaste y apretar los remos? ¡Ah! ¡Las cosas del mundo no se arreglan a gusto de las víctimas! Eso que el maestro llama el deber cuesta más caro. La fatalidad os envuelve en círculo de hierro: tú y Walter estáis frente a frente, y entre vosotros, Margarita. ¡Huir! ¡Qué cómodo sería huir! Pero no es posible. ¡Luchar! ¡Cuánto cuesta! pero es preciso. [Pregúntale a Servet, y él te dirá que esas luchas mortales que en el fondo del alma riñen deberes y pasiones, tu Hacedor las permite; que cuando en el mar invisible del pensamiento la tempestad se desata, es que ha pasado el espíritu de Dios sobre sus aguas.]
CONRADO.-Pues bien, la lucha; yo la acepto.
SERVET.-A ella, sí; pero aún no; no estás en tu razón.
CONRADO.-Ni quiero, estarlo; momentos hay en que la razón sobra, Servet. ¡Mira allá en Oriente la luz del día! ¡Luz maldita! No vacilaré, no. ¡Hiero!… ¡Mato!… ¡Silencio eterno! (Señalando hacia el lecho.) ¡Llegan!… ¡Me entrego!… ¡Yo el asesino!… ¡Al suplicio!… ¡Vosotros huís!… ¡Ella se salva!… ¡Que Dios me juzgue!
SERVET.-¡No! ¡Jamás! (Los dos se aproximan con ansiedad.)
MARGARITA.-¡Jamás, Conrado!
CONRADO.-¡Oh, no temáis! ¡Esperaré, esperaré justicias de la tierra, si las hay! ¡Prodigios del cielo, si el cielo me los concede! ¡La muerte de ese hombre, si ella bien a bien llega! ¡Pero cuando Lafontaine se aproxime y Walter abra sus labios, ese puñal será justicia, y será prodigio, y será muerte!
SERVET.-¡Antes a mí!
MARGARITA.-¡A mí antes! (CONRADO, en pie y sombrío, les hace señal de que esperen.)
ESCENA IV
MARGARITA, CONRADO, SERVET, JACOBO, WALTER y BERTA, por el fondo.
BERTA.-Conrado…, Margarita…
SERVET.-[¿Qué quieres, Berta?
BERTA.-¿Yo? Nada. No puede querer quien no tiene voluntad, y la perdí ha tiempo, que a conservarla no estaríamos ya en Ginebra.]
SERVET.-¿A quién buscas?
BERTA.-A Conrado o a Margarita, para ver qué ordenan, y si doy o no paso franco a ese hombre.
CONRADO.-¿Y quién es ese hombre? ¿Quién pretende entrar en esta casa?
BERTA.-¿No lo ha dicho? Pues el hombre es Galifa.
CONRADO.-[Jamás le conocí.
BERTA.-Pues ya le conoceremos todos, a lo que yo presumo, como ha de conocerle la pobre Juana cuando asome el día.
MARGARITA.-¡Ah!… ¡Juana!
BERTA.-Pues un hombre que cuando anda por el mundo algún hereje como tú, o alguna hechicera como Juana, o algún insensato como cualquiera de nosotros, va y toma, y clava de punta en el centro de la plaza de Champel un buen pilar, bien recto y bien alto, y bien provisto de sólida cadena. Y a su alrededor prepara, a modo de plataforma o pira, un gran montón de haces de leña y ramaje, y sarmiento, si los hay; y cuando todo está dispuesto y a punto, crúzase de brazos y espera.]
CONRADO.-Pero ¿a qué viene ese hombre?
BERTA.-A cumplir su obligación, como que es él quien coge la tea y prende fuego a los haces; primero de cara al reo, y luego todo alrededor.
CONRADO.-Pero ¿qué pretendes?
BERTA.-Pues echó ayer la vista Galifa, por entre la tablas que cercan el jardín, a las secas ramas de unos rosales marchitos, y entre sacados a la plaza o ir a la orilla del lago a cortar la leña que le falta, prefiere su pereza lo primero, y a nuestra puerta acude, pidiéndonos auxilio, como a buenos calvinistas que supone que somos, para la obra piadosa que trae entre manos desde medianoche, y ha de terminar antes que se anuncie la alborada.
MARGARITA.-¡Calla, Berta, calla! ¡Eso es horrible!
BERTA.-Pues óyele a él, y te dirá que es obra de caridad. La leña que tiene abajo es verde y arde mal, y hace humo, ¡mucho humo y poco fuego! ¡Ca, si a veces dura más de dos horas! Esa será buena, decía Galifa, para un cierto español a quien van dando caza; a ése sí, porque es duro y terco y gran hereje.
JACOBO.-Basta, Berta. (SERVET deja caer la cabeza sobre el pecho y queda sombrío.)
BERTA.-No, si él lo dice. A ése, aunque nos dé para comprar leña seca un magnífico collar que es fama que siempre lleva, porque los de allá, los de tierra de moros, son muy ostentosos; a ése, la otra, la que dura. ¡Pero a Juana, decía casi enternecido, si la vi ayer, si es tallo de lirio, hoja de azucena, botón de rosa! Con la primera llamarada de ese rosal no tenemos mujer, y sin penar, sin sufrir, yo te lo fío.
CONRADO.-¡Ah, mi Margarita! (Como amparándola.)]
JACOBO.-¡Ah, Servet!… ¡Haz que no sean las palabras de Berta la fúnebre profecía de su suerte! (Acercándose a él y estrechándole la mano. Dos grupos: CONRADO en lino, protegiendo a MARGARITA; en otro, JACOBO, como suplicando a SERVET, en medio, BERTA.)
SERVET.-¡Y bien!…, si lo fuesen…, si lo fuesen…, el eterno Dios recibiría mi espíritu! ¡El Hijo de Dios eterno tendría compasión de mí! ¡Ni Calvino ni Farel oirían en esas dos horas que me prometen más que este grito que arranca de lo profundo de mi alma! ¡Ellos, Hijo Eterno de Dios! ¡Yo, Hijo de Dios eterno! [¡No hay dolor que me doblegue, ni tormento que me humille, ni hay llama tan viva como viva es mi creencia.] Pero tú no comprendes estas cosas, buena anciana; no hablemos más de ello.
CONRADO.-Cierra la puerta y mándale al infierno. (Se sienta a la mesa y queda pensativo.)
JACOBO.-Al infierno ya se irá él; la puerta no se la cierres. Y en cuanto a dejarle vocear, mira que es peligroso encender riñas y alentar gritos delante de esta casa.
MARGARITA.-Bien dices, Jacobo; pero lo que ese hombre pretende es horrible. No, no será. Sin embargo, no le irritemos.
BERTA.-En que hemos de pechar para su hoguera está empeñado.
MARGARITA.-Me espanta ese hombre… No importa… Yo iré. Ven. tú, Berta; las dos hemos de convencerle. (Aparte, a SERVET.) Entre tanto…, tú y Jacobo…, ¿me comprendes? (Señalando a CONRADO.)
SERVET.-(Aparte, a MARGARITA.) Sí, todo; la verdad.
MARGARITA.-(Aparte, a SERVET.) Dios os inspire. (A BERTA.) Vamos. (Aparte.) ¡Conrado!… ¡Ah mi Conrado!… (Alto. A BERTA.) Ven, ven tú.
BERTA.-Será inútil.
MARGARITA.-¿Quién sabe?… ¡Dios mío, Dios mío, dadme fuerzas! (Salen MARGARITA y BERTA.)
ESCENA V
CONRADO, SERVET, JACOBO y WALTER. JACOBO se aproxima a la ventana, abre las hojas de cristal y queda en ella hasta que el diálogo indique que debe separarse.
JACOBO.-(Aparte.) Yo creo que la fiebre de Walter se ha pasado a mis venas.
SERVET.-(Acercándose.) ¡Conrado!… ¿Qué pensamientos son los tuyos?
CONRADO.-No lo sé. Mis ideas se confunden, mi cabeza vacila; no distingo el bien del mal. ¡Ah mi buen amigo, mi salvador, aconséjame! (Levantándose.)
SERVET.-¿Quieres mi consejo?
CONRADO.-Sí, lo deseo; y además tu amparo y tu ayuda.
SERVET.-Pues oye. (Pequeña pausa.)Margarita es sagrada para ti, ¿no es cierto?
CONRADO.-¡Sí lo es! ¡Dios mío!
SERVET.-Y bien; más sagrado es para ti Walter. (Pequeña pausa. CONRADO le mira con asombro. Esta escena queda encomendada al talento del actor.)
CONRADO.- ¡Él!… ¡Walter!… ¡Más que Margarita!
SERVET.-Sí.
CONRADO.-(Después de meditar un momento.) Ya; porque es débil, porque no puede defénderse, porque el sagrado de la hospitalidad le escuda. ¿No es por eso?
SERVET.-¡Por todo eso, y por algo más que todo eso! (Nueva pausa. Nuevo asombro de CONRADO, que mira fijamente a SERVET.)
CONRADO.-No te comprendo.
SERVET.-Yo te digo que entre tu vida y la vida de ese hombre, la vida de ese hombre es primero.
CONRADO.-Tan poco vale la mía, que no se la disputo.
SERVET.-Yo agrego que entre él y yo… Ya ves, que yo te salvé la vida, que te quiero como a un hijo, que de tu lealtad estoy confiado… (Dice esto acercándose a él y cogiéndole la mano con efusión.)
CONRADO.-¿Y qué?
SERVET.-¡Que él es para ti más que tu salvador y tu maestro!
CONRADO.-(Separa su mano y retrocede unos pasos hacia la ventana, donde se apoya JACOBO.) Tan generoso fuiste siempre de tu sangre y de tu vida, que no es mucho que ni a un ser tan miserable como ese que empieza a retorcerse sobre el lecho se la disputes.
SERVET.-¡Ah! No me comprendes aún; pero tienes el instinto del peligro y huyes. (Acercándose a él.)
CONRADO.-Es verdad, no te comprendo; pero es inútil que sigas. (Le mira con recelo y retrocede aún más, hasta acercarse a JACOBO.) ¿Para qué?
SERVET.-Para que acabes de comprender.
CONRADO.-(A JACOBO, en voz baja y señalándole a SERVET.) ¿Le oyes, Jacobo? Ha perdido el juicio, ¿verdad?
JACOBO.-(Aparte, a CONRADO.) Quizá tengas razón. Y mira él es terco en sus locuras, le conozco. Por eso no procuraré atajarle.
SERVET.-(Trayéndole al centro.) Escucha esto no más. Por salvar la vida de Walter, si es preciso debes sacrificar la de Margarita.
CONRADO-¡Yo!… ¡La vida de Margarita!… ¡Por la de Walter! ¡Ella por él…, por él! ¡Y tú lo dices!… ¡Y tú lo piensas!… ¡Ah maestro! Yo te venero, yo te admiro; a donde sube tu inteligencia soberana jamás logró, ¡ni cómo era posible!, remontarse la mía; pero…, perdóname, maestro… ¡En todo lo que dices, en todo lo que escribes, en cuanto piensas, hay algo que maravilla, que ofusca, que confunde, que espanta, que enloquece!… Yo ofenderte no quisiera… Yo te respeto, yo te amo… Pero maestro, maestro…, ¡vive Dios, que ahora comprendo lo que dicen de ti! (Durante este parlamento se separa JACOBO de la ventana.)
SERVET.-(Herido en lo vivo y sin poder contenerse.) ¡Dicen lo que dicen con la misma razón que lo dices tú! ¡Les hablo de Dios Padre, eterno Padre de todos, y no me entienden!… (Aparte y con enojo.) ¡Les hablo del suyo, y no me entienden tampoco! (Pausa.)
CONRADO.-Servet, me pesa si te ofendí; olvida mis palabras.
SERVET.-No, no me ofendiste; pero dejemos esto y volvamos a lo tuyo.
CONRADO.-Terco eres.
SERVET.-Dime. Desde que Walter te vio, ¿no pudiste observar que era para ti lo que no era para los demás?
CONRADO.-¿Yo?… No.
SERVET.-Pues todos lo observaron.
CONRADO.-Sí, me lo dijeron; pero la explicación es fácil.
SERVET.-(Con interés.) ¿A ver cuál?
CONRADO.-Walter tuvo un hijo.
SERVET.-(Con afán.) ¡Sí!
CONRADO.-Que llevaba mi mismo nombre.
SERVET.-(También con afán.) ¡Eso!
CONRADO.-Un hijo a quien perdió.
SERVET.-(Como siempre, y con creciente interés.) ¡Es verdad!
CONRADO.-A quien dicen que, por furor religioso, él, por su propia mano… (Imitando con el ademán un golpe.)
SERVET.-(Con energía.) ¡Eso sí que no es verdad!
CONRADO.-¿Y qué me importa?…
SERVET.-(Acercándose a él y cogiéndole por un brazo.) ¡Insensato!… ¡Ven!…
CONRADO.-¡No!… ¡Suelta!… ¿Adónde?… ¡Servet!… ¡Suelta!
SERVET.-(Llevándole al lecho.) ¡Mira!… ¡Mira!…
CONRADO.-Sí…
SERVET.-¡Es Walter!
CONRADO.-Sí…
SERVET.-¡El dolor ha purificado su rostro; el odio, los malos pensamientos, el espíritu de muerte, han ennegrecido y torturado el tuyo; y él que sube y tú que desciendes, os encontráis en el camino!
CONRADO.-¡Yo!… ¿Con Walter?
SERVET.-Sí, mira bien.
CONRADO.-¡Ya veo; pero suelta!
SERVET.-Recoge ese rostro en tu memoria; grábalo en ella; retenlo un instante no más… Y ahora sígueme…
CONRADO.-¿Adónde?… ¿Adónde me llevas?… (Resistiéndose.)
SERVET.-(Aproximándose con CONRADO a la ventana, que, como se ha dicho; debe estar cerca del lecho y con la hoja de cristal abierta. Todos los movimientos y accidentes de esta escena quedan encomendados al talento de los actores.) ¡La alborada comienza; cárdena viene, y triste ilumina tu frente! El cristal de esa ventana no es mal espejo… ¡Mírate en él, Conrado, y recuerda el pálido rostro de aquel hombre que muere!
CONRADO.-¡Maldición!… ¡Su rostro, sí!… ¡En la sombra que tras el cristal se extiende!…
SERVET.-¡Pues el tuyo es!
CONRADO.-(Aferrándose con las manos a su cara, como si pugnase por arrancar sus propias facciones.) ¡Ah!… ¡Mentira!…
SERVET.-¡Ley es de naturaleza, luego es ley de verdad!
CONRADO.-¿Qué ley es ésa?
SERVET.-¡La de la sangre!
CONRADO.-¡La mía será que me ahoga!
SERVET.-¡O la suya, que iguales son, y juntas estuvieron!
CONRADO.-¿Qué?… ¡Iguales!… ¡Juntas!… ¡Yo!… ¡Él!… ¡Ese hombre!… ¡No!… ¡Di que no!
SERVET.-¿Por qué he de mentir?
CONRADO.-¡Porque mientes!… ¡Porque mientes!… ¡Porque eres un impostor! ¡Un impostor! ¡Lo eres!… ¡Lo eres!… ¡El mundo entero vocea!… ¡Calvino dice la verdad!… ¡Decir tú… que él…, él! ¡Si no te creo…, si no creo nada…, si no creo a nadie!… ¡Jesús! ¡Jesús!… ¡Dios mío! ¡Dios mío, ten compasión de mí! (Cae de rodillas junto al lecho y oculta el rostro entre los paños del mismo.)
SERVET.-(Contemplando a CONRADO.) ¡Desdichado!
JACOBO.-Ya conseguiste tu objeto.
SERVET.-Todavía no. Ahora lucha; luego vencerá.
JACOBO.-¿Quién vencerá?
SERVET.-El deber.
JACOBO.-¿Y qué es el deber? Tú lo entiendes a tu manera, y a la mía lo entiendo yo.
SERVET.-Pero él es uno, como uno es Dios, como una es su ley.
JACOBO.-Único eres, Servet, en esto de sutilezas.
MARGARITA.-(Desde dentro.) ¡Conrado!… ¡Conrado!…
CONRADO.-¡Margarita!… ¡Ah!… ¡Ella me llama!… ¡Sí, voy! (En este momento, por automática agitación, WALTER extiende el brazo y sujeta a CONRADO; éste hace un movimiento para levantarse, pero cae al suelo.) ¡No!… ¡No puedo!… ¡Su mano me oprime y me retiene!… Pero ¿no lo oís?… ¡Es su voz! (A SERVET y JACOBO. Ambos se acercan a la ventana del fondo.)
JACOBO.-Sí… Mira, Servet, ¿ves aquella luz?… Allá van.
SERVET.-Sí, los veo. Un hombre con una antorcha va por entre las sombras del jardín…, y de trecho en trecho se para, buscando secos ramajes… Es Galifa. A una mujer se lleva consigo a la fuerza… ¡Qué hermosa es!… ¡Qué espanto y qué dolor se adivinan en ella!… ¡Es Margarita! Se los ve… Desaparecen… Tornan a aparecer… ¡Grupo fantástico: verdugo y ángel, seguid vuestro camino! ¡Furor religioso, tienes forma de sayón! ¡Piedad cristiana, tienes forma de mujer!… ¡Id!… ¡Id!… ¡Cruzad las sombras, pechad para la hoguera! ¡La tea que ha de prenderla os guía!… ¡Inútil resistir, pobre Margarita! ¡Hoy es él más fuerte que tú! ¡Pero llora, llora, sigue llorando! ¡Tú le vencerás!
MARGARITA.-¡Conrado!…
CONRADO.-(Poniéndose en pie.) ¡Ah!… ¡Ella otra vez!… (Señalando hacia la ventana de la izquierda.) ¡Y el día que se acerca!… (Señalando el lecho.) ¡Y la muerte que llega!… (Señalando hacia el jardín.) ¡Y aquel hombre que ya puso sus infames manos sobre mi adorada Margarita! ¡Y yo aquí, sin pensamiento, sin voluntad! ¡Yo debo hacer algo! ¿Verdad que sí? Pero ¿qué debo hacer? Si arrojando sombras encima de aquel cielo pudiese apagar la luz del día y hacer que no llegase nunca…, ¡qué feliz si dándole mi vida lograse salvar a ese que muere… Pero había de quedar en perpetuo sueño… ¡Vivir, sí; despertar, no! ¡Ah, entonces, qué ventura! Si de algún modo pudiese yo sacar a Margarita de este abismo y transponer aquel anfiteatro de montañas, o sobre las alas de los arcángeles, o prestándome Satanás sus negras alas…, ¡qué dicha, qué dicha suprema! Dime tú, Servet; tú, que todo lo sabes: ¿qué debo hacer para conseguir todo esto? Tú…, mi único amigo…, mi maestro…, mi verdadero padre…, no me abandones.
SERVET.-Valor. Siempre hay un medio de vencer a la desgracia.
CONRADO.-(Con afán.) ¿Un medio?
SERVET.-Sí.
JACOBO.-Pues entonces hay dos.
CONRADO.-¿Dos?… Pues hablad. (A SERVET.) Tú primero. ¿Cuál es?
SERVET.-Mirar a tu conciencia; leer lo que en ella ha escrito Dios, cumplirlo, y basta. Con ello toda desdicha queda deshecha, toda mala fortuna queda vencida, toda sombra es ya luz.
CONRADO.-Pero así, ¿impediré… que él… hable? (Señalando a WALTER.)
SERVET.-No lo espero.
CONRADO.-¿Y entonces tampoco salvaré a Margarita?… ¡Di!… ¡Responde!
SERVET.-¡De furores humanos…, quizá no!
CONRADO.-(A SERVET.) ¿Pues entonces de qué sirve lo que dices? Habla tú, Jacobo.
SERVET.-¡Jacobo, piensa lo que vas a decir!
CONRADO.-¿Es algo para salvar a Margarita?
JACOBO.-Sí.
CONRADO.-¡Pues habla y no pienses en lo que digas!
JACOBO.-[Oye y resuelve este problema. Que ya la muerte vino a buscar sus víctimas no cabe duda, pues por algo penetró en la casa y llevóse a la fuerza a Margarita a buscar leña seca maese Galifa, el gran purificador de almas y de cuerpos en esta libre ciudad de Ginebra.
CONRADO.-¡Sigue!… ¡Acaba!… ¡Acaba, por Dios santo!…
JACOBO.-Hay tiempo. El instante supremo de la crisis se aproxima, pero aún no estamos en ella; ya llegará a punto, que en estos casos la luz y la muerte van a la par.
CONRADO.-¡No importa! Acaba.]
JACOBO.-Pues sea. Si Walter habla, Servet y Margarita…
CONRADO.-¡Caen en el abismo! ¡Lo sé! ¡Crimen de herejía y complicidad con herejes!… ¡Ah mi Margarita!
JACOBO.-¡Si Walter enmudece…, él… es el único que cae en el abismo!
CONRADO.-¡Él!… ¡En el abismo!… ¡Dios mío! (Retrocediendo.)
JACOBO.-¡Oh, no temas! Puedes salvarle. Yo le salvé con este filtro que él llama diabólico: tal es de maravilloso. Toma. Toma, Conrado… (Dándole el frasco del filtro.) ¡Ahí tienes hielo para su fiebre, aire para su pecho, reposo para su angustia, calma para su dolor, gotas de vida para su sangre!
SERVET.-¡Sí, Conrado! ¡Con lo que aquí resta puedes darle la vida!
JACOBO.-Pero por breve espacio: unos días, unas horas, tal vez no más que el tiempo necesario para que pronuncie al oído de Lafontaine esta palabra: «¡Margarita»
SERVET.-(A JACOBO.) ¡Satanás te inspira! ¡La tentación eres! (A CONRADO.) ¡No le oigas, hijo mío!
JACOBO.-¿Yo? La vida de su padre le entrego en ese filtro; pero una duda se agita en mi conciencia, y yo os digo: «En sus labios está la muerte. ¿Hay que sellarlos?» Resolved vosotros; que resuelva él. Y ahora, ¿me comprendes, Conrado?
CONRADO.-¡Sí, te comprendo! ¡Muerte para mi padre o muerte para mi amor y muerte para Servet! ¡Mira si te he comprendido!
JACOBO.-¡Al final.. ¡Eso!… Pues decídete, que ya es tiempo.
CONRADO.-¡Dejadme!… ¡Dejadme pensar!… (A JACOBO.) De modo que si lo que tú me has dicho tantas veces es cierto; si el hombre es tierra, y la tierra, se deshace en polvo, y al deshacerse, alma, conciencia, memoria y voluntad se desvanecen también en la nada, como relámpagos que en noche tempestuosa brillan un punto, y luego del negro caos se borran… ¡Oh, entonces! ¡Entonces sacrificar a una hora de vida para ese hombre manchado de sangre dos existencias enteras, nobles y puras, la de Margarita y la de Servet, es delito monstruoso, es inconcebible demencia, es repugnante crimen!
SERVET.-No, Conrado, no es eso.
CONRADO.-Eso es, si no hay más vida que la vida de aquí. Si sólo estas vidas que vemos han de comprarse y medirse, más son dos existencias enteras consagradas al bien, a la verdad, al amor, que el rápido centellear de un punto de existencia, toda odio, y sangre, y muerte. ¡No, Servet, contra esto no hay razones, ni valen palabras, ni prosperan argucias!
SERVET.-Pero, desdichado, ¿tú lo crees?
CONRADO.-Yo creo que si al otro lado del sepulcro no hay más que silencio y negrura, y el mar vacío de una eternidad inmóvil, el arrepentimiento postrero es estéril para el pecador; aquel hombre está juzgado; tú eres un pobre demente al exigirnos sacrificios en nombre de la salvación; y yo, que llevo su sangre, daré pruebas de cordura cruzándome de brazos al pie de su lecho, espiando impasible su agonía, abriendo de par en par esa ventana para que se marche al espacio su último suspiro, y haciendo pedazos contra el suelo este imprudente cristal, que vida nos brinda cuando deseamos muerte, ¡De la tierra vengo, ella es mi madre, sólo con ella tengo deberes, y así los cumplo. (Haciendo ademán de arrojar el frasco, pero no más que el ademán.)
SERVET.-(Sujetándole el brazo.) ¡Conrado!
CONRADO.-¡Si todo esto es verdad, aparta, aparta, Servet, que Jacobo tiene razón!
JACOBO.-(Acercándose a CONRADO.) Tú lo has dicho.
CONRADO.-(A JACOBO.) Pero ¡ay si no la tienes! (Señalando a SERVET.) ¡Si aquél acierta! Si en ese cuerpo que se agita hay un alma, y esa alma me pide a mí, a su hijo, una hora de memoria para recordar, una hora de conciencia plena para arrepentirse, una hora de voluntad para querer el bien; y yo, por dichas transitorias, por pasiones humanas, por dos vidas terrenas, que compradas con lo infinito son dos puntos, lo que me pide le niego, y ciño con mis crispados dedos este frío cristal, como pudiera ceñir y apretar su helada garganta, y le dejo morir, y le dejo caer en el abismo… ¡Ah!, entonces, Jacobo…, el insensato eres tú, la víctima es él y el criminal soy yo!… ¡Y mis días serán días de horribles remordimientos; y mis noches, noches de infernales torturas; y mi agonía, la agonía del parricida!… ¡No!… ¡Más!… ¡Mucho más!… ¡Más que parricida de un cuerpo! ¡Parricida de un alma!… ¡Ah, tú no sabes lo que es esto, tú no crees en ella!
JACOBO.-Pues escoge; pero pronto, porque la claridad aumenta, la aurora refleja sus tintas rosadas sobre el lago, la crisis llega, y esa respiración que oyes es el eco profundo de la lucha entre la vida y la muerte.
SERVET.-Sí, Conrado. Por última vez, piensa y decide.
CONRADO.-¡Pensar!… ¡No quiero pensar!… ¡Me volvería loco!… ¡No quiero oír más que un grito que resuena aquí dentro! (Golpeándose el pecho.) ¡Seré imbécil! ¡Seré insensato! (A JACOBO.) ¡Lo que tú quieras! ¡Todo eso que yo decía antes!… ¡Pero es mi padre! ¡He de salvarle!… (Acercándose al lecho.) ¡Qué angustia en su rostro! ¡Qué dolorosa contracción en sus labios! ¡Qué sudor frío en su frente!… ¡Déjame, Jacobo! ¡Déjame tú!… ¡Te digo que voy a salvarle! (Precipitándose sobre el lecho.)
SERVET.-(Acompañándole con afán.) ¡Ah!… ¡Al fin!… ¡Sí, pronto!
MARGARITA.-(Desde dentro.) ¡Conrado!… ¡A mí!… ¡Socorro!
CONRADO.-(Deteniéndose.) ¡Ah!… ¡No quiero que muera Margarita! ¡Aparta tú, Servet!… ¡Déjame solo! (Se separa del lecho; en este momento entra MARGARITA.)
ESCENA VI
CONRADO, SERVET, JACOBO, WALTER y MARGARITA.
MARGARITA.-(Entra por la derecha, dando señales de espanto) ¡Conrado!… ¡Conrado!… ¡Dios mío!
CONRADO.-(Corriendo a su encuentro.) ¡Margarita!
MARGARITA.-¡Sálvame!… ¡Sálvame!… ¡Aquel hombre!… ¡Ah! ¡Si le oyeras qué cosas tan horribles dice!… ¡Sus manos sobre mí!… ¡Eran tenazas!… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… ¡Huyamos, huyamos de Ginebra!… ¡La muerte está aquí!… No, ¿verdad que no? ¡Tú no querrás que muera tu pobre Margarita!… ¡La muerte, Conrado! ¡La muerte!… ¡Ampárame en tus brazos!
SERVET.-La muerte, sí; pero en aquel lecho. ¡Walter muere!
MARGARITA.-(Mirando hacia el lecho, pero sin separarse de CONRADO.) ¡Ah!…
SERVET.-Y Conrado, en ese cristal que oprime, tiene su vida.
MARGARITA.-Pues bien…
SERVET.-¡Pues duda!
MARGARITA.-¿Por qué?
SERVET.-¡Por ti!… ¡Por tu amor!
MARGARITA.-¡Dios mío!
SERVET.-¡Sálvale!… ¡Sálvale tú!… ¡En esa duda está la verdadera muerte! ¡Adiós! ¡Adiós, hija mía!… (A JACOBO, cogiéndole con autoridad e imperio por el brazo.) ¡Ahora ven!
JACOBO.-(Aparte, a SERVET.) ¡Con ella le dejas!… Con ella, que es crédula, que es débil…
SERVET.-¡Crédula!… ¡Débil!… ¡Sublime digo yo!
JACOBO.-Sublime será, pero mujer al fin.
SERVET.-¡Por eso confío!
JACOBO.-Por eso temo.
SERVET.-[Vamos. (Llevándole hacia la derecha mientras dura el último diálogo.)
JACOBO.-¡Te pierdes y la pierdes! (Llegando a la puerta.)
SERVET.-Que salvo lo que más importa, eso creo.]
JACOBO.-¡Margarita, piensa en tu amor!
SERVET.-¡Margarita, piensa en Conrado! (Salen SERVET y JACOBO por la derecha.)
ESCENA VII
CONRADO, MARGARITA y WALTER. MARGARITA y CONRADO, estrechamente
unidos, en primer término. WALTER comienza a agitarse en el lecho, pero sin exageración: movimientos débiles y como angustiosos. La última vez que se acercó CONRADO descorrió las cortinas, y se ve por entero el cuerpo del moribundo. Comienza a amanecer; la luz de la mesa palidece, y los primeros albores del día penetran débilmente por las dos ventanas. Por la del jardín se ve el follaje. Toda esta escena, en voz un tanto apagada y, por decirlo así, íntima.
MARGARITA.-¡Conrado!…
CONRADO.-¡Margarita!…
MARGARITA.-Mira…, ¡es tu padre! ¡Ese hombre que muere es tu padre!
CONRADO.-Lo sé.
MARGARITA.-Pues vamos… Acércate a su lecho… Te espera.
CONRADO.-¿Y tú?
MARGARITA.-Contigo: siempre juntos. Contigo iría hasta el crimen, ¡cómo no he de ir allí…, a salvar a tu padre! (Dan unos pasos, estrechamente unidos, hacia WALTER; después se detiene CONRADO.)
CONRADO.-Pero ¿y nuestro amor y nuestra dicha, Margarita?
MARGARITA.-Si le dejásemos morir…, ¿podríamos ser dichosos con ese recuerdo?
CONRADO.-No.
MARGARITA.-Pues ya ves que es preciso. (Siguen adelantando hacia el lecho.)
CONRADO.-Tú lo quieres: sea. Pero oye: si tú mueres, ¡yo muero también!
MARGARITA.-Eso sí. ¡Cómo vivir sin tu Margarita!… ¡Pero pronto…, pronto!
CONRADO.-(Queriendo darte el frasco.) Toma.
MARGARITA.-(Dulcemente.) No, tú; has de ser tú.
CONRADO.-Sí…, yo…, ¡ah padre mío! ¡Padre mío!
MARGARITA.-(Levantando la cabeza de WALTER.) Yo le sostengo. Así…, pronto… ¡Sudor de agonía empapa su frente!… ¡Pronto, por Dios!…
CONRADO.-¡El corazón me salta…, mi mano tiembla…, no veo!… ¡Ah, sus labios… áridos están!… ¡Al fin!… (Dándole el filtro.) Déjale que repose. (MARGARITA deja caer la cabeza de WALTER.) ¡Dios mío, cómo pude dudar!… ¡Bendita seas!… (Cogiendo entre las suyas las manos de MARGARITA y besándolas con efusión.)
MARGARITA.-¡Ya estoy tranquila; ya no me espanta aquel hombre; aquí siento un consuelo!… (Poniéndose la mano sobre el corazón.)
CONRADO.-Yo también, Margarita.
MARGARITA.-Conrado…
CONRADO.-¿Quién sabe? Quizá seremos dichosos.
MARGARITA.-¿Por qué no?… Él te amaba… Yo le salvé…
CONRADO.-¡Ni aunque tuviera entrañas de tigre!
MARGARITA.-¡Cómo!, ¿si es tu sangre?
CONRADO.-¡No; no es posible!
MARGARITA.-Yo creo que pronto volverá en sí; estas crisis son en él muy rápidas. Así fue la primera.
CONRADO.-(Acercándose aún más al lecho y juntando las manos.) ¡Dios mío! ¡Dios mío!… ¡Si recobrase pronto el sentido…,yo le suplicaría tanto!… Padre óyeme ¿me oyes? ¡Soy yo, padre!…
MARGARITA.-Escucha…, ruido en la plaza… (Se precipita a la ventana.)
CONRADO.-(Sin atender a MARGARITA observa con creciente angustia a su padre.) ¡Sus labios se agitan!… ¡Creo que vuelve en sí!… ¡Se abren sus ojos!… ¡Padre, mírame!… Quiero hablarte antes que llegue Lafontaine…, antes…, ¿me comprendes?
MARGARITA.-Lafontaine con soldados del Consistorio… ¿Por qué viene esa gente?… ¡Ah, la ejecución de Juana!
CONRADO.-(Con desesperación, cogiendo las manos de WALTER y besándolas.) ¡Por Dios…, por el amor que me tienes…, por la memoria de mi madre!… ¿Me oyes, me conoces…, me oyes?
MARGARITA.-(Echándose sobre el barandal con ansiedad y como para ver mejor.) ¡Nicolás llama…, Berta abre la puerta…, ya sube… Jesús nos valga! (Se retira con espanto de la ventana y viene vacilante al centro del proscenio.)
CONRADO.-(Abrazando a su padre con frenesí.) ¡Luz, ven a sus ojos!… ¡Pensamiento, más aprisa!… ¡Vida, acude a mi padre!… (Separándose de su padre con la expresión trágica y desesperada que su talento inspire al actor.) ¡Ah, mi castigo! De mala gana te traje, ¡oh vida!, y de mala gana vienes.
MARGARITA.-(Prestando oído.) ¡Ya está ahí!…
CONRADO.-(Lo mismo. WALTER procurando incorporarse en el lecho.) ¡Sí!… ¡Condenación…, ya es tarde!
MARGARITA.-(Abrazándose a él.) ¡Conrado!
CONRADO.-(Lo mismo.) ¡Mi Margarita!
ESCENA VIII
MARGARITA, CONRADO, WALTER y NICOLÁS LAFONTAINE. MARGARITA y
CONRADO, a la derecha formando un grupo. LAFONTAINE entra por el fondo; quedan fuera los esbirros. WALTER, incorporado en el lecho y mirando con vaguedad a todas partes. El volver en sí WALTER y todas las escenas siguientes quedan encomendadas a la inspiración del actor.
NICOLÁS.-(A CONRADO y MARGARITA.) ¿Y Walter?
CONRADO.-Allí está.
NICOLÁS.-¿Volvió en sí?
CONRADO.-Mírale.
NICOLÁS.-(Aproximándose.) ¡Ah, mi bravo compañero! Por segunda vez escapas de la muerte; eres duro como coleto de hugonote. ¿Te acuerdas de la palabra que me diste? ¡Eh!… No te oigo. ¿Qué dices?… ¿Te acuerdas?
WALTER.-Sí.
NICOLÁS.-Al cabo desatóse tu lengua; eres buen calvinista. Tratándose del servicio de Dios no hay quien pueda contigo.
WALTER.-Sí, eso.
NICOLÁS.-Y urge mucho, porque si se nos escapa Servet…
WALTER.-(Animándose al oír este nombre.) ¡No!… ¡Servet, no!…
NICOLÁS.-Pues dime dónde se oculta.
WALTER.-(Procurando recordar.) Espera…
NICOLÁS.-¡Ah! ¿Se te olvidó?
WALTER.-¡No!… ¡No!… ¡Aquí está! (Golpeándose la frente.)
NICOLÁS.-¡Sí, brava jornada!… Ahí, su imagen. ¡Pero él…, él… ¡Su cuerpo infame, su alma maldita!
WALTER.-¡Aquí también!… ¡Pero… no encuentro la palabra…, la palabra!… (CONRADO y MARGARITA siguen este diálogo con profunda ansiedad y se van acercando al lecho de WALTER.) ¡Ah, por fin! (Reparando en MARGARITA y extendiendo el brazo hacia ella.) Sí…, ella… ella… (A LAFONTAINE.) ¿Lo ves?
NICOLÁS.-¿Ella lo sabe?… ¿Es eso?
WALTER.-¡Eso es, sí!… Pero no es eso… Más… Más… ¡La palabra! (Buscando la palabra que le falta y sin encontrarla; MARGARITA retrocede y se ampara en CONRADO instintivamente.)
NICOLÁS.-(A MARGARITA.) ¿Por qué palideces?… ¿Por qué tiemblas?… ¿Por qué te ocultas?
WALTER.-(Con explosión de alegría.) ¡Ah!… ¡Al fin!… Eso: ¡ocultar!… ¡Ella, ella le oculta! ¡Yo lo decía!
NICOLÁS.-¿En esta casa?
WALTER.-Sí.
NICOLÁS.-¿Será verdad?
WALTER.-¡Sí!… ¡Lo digo yo!… ¿Qué?… ¿Dudas?
NICOLÁS.-¿Qué es dudar?… ¡Por él voy!… (Asomándose a la puerta.) ¡Adentro la gente!… ¡Aquí está Servet!… ¡Orden del Consistorio!… ¡Buscad! (Pasan por el corredor soldados con antorchas; otros quedan en la puerta del fondo.) Gracias, Walter. Siempre el mismo. (A MARGARITA). ¡Y tú, encubridora de herejes, eres mía!
CONRADO.-(Poniéndose delante de MARGARITA.) ¿Tuya?… ¡Prueba, prueba, cobarde!…
NICOLÁS.-¡Ella y tú!… ¡Hola! ¡Aquí! (Llamando a los soldados o esbirros que quedan en la puerta. Estos le obedecen y entran.)
CONRADO.-¡Padre!… ¡Padre mío!… ¡Por cuanto hayas amado! ¡Por la vida que me diste! ¡Por el Dios en quien creas! ¡Sálvala! (Dice esto extendiendo los brazos hacia su padre, pero sin abandonar a MARGARITA protegiéndola siempre de LAFONTAINE y de sus hombres, que están en la puerta en ademán de arrojarse sobre ella.)
WALTER.-(Procurando incorporarse aún más en el lecho.) ¡Ese!… ¿Quién es ése?… ¡Su voz!… ¡Espera, a ése no! (Dirigiéndose a LAFONTAINE.) ¡Conrado!…
CONRADO.-¡Sí!… ¡Yo!… ¡Tu hijo!…
WALTER.-¡Ah!… ¡Mi hijo!… ¡No le toquéis!… ¡Lo prohíbo!… ¡Yo mando!… ¡Yo soy quien manda!…
NICOLÁS.-No le hagáis caso: delira. ¡Adelante: los dos! (Dice esto dirigiéndose a su gente y señalando a CONRADO y MARGARITA.) ¡A mí, Servet! (Sale por el fondo.)
CONRADO.-¡Y vosotros a mí! (Coge la espada, que estará sobre la mesa; tira de ésta hacia la derecha, como para hacer una barricada o defensa; se coloca detrás y cubre con su cuerpo a MARGARITA. La luz cae, se apaga y queda la escena a oscuras; sólo la ilumina la claridad del alba, que penetra por la ventana del jardín.)
ESCENA IX
MARGARITA, CONRADO, WALTER y SOLDADOS. Los SOLDADOS se precipitan sobre
CONRADO y éste los recibe a estocadas, sin dejar que se acerquen a MARGARITA; lucha violenta. WALTER se retuerce desesperado sobre el lecho.
MARGARITA.-¡Protégele, Virgen santa!
CONRADO.-¡Rayo y sangre!… (Estos dos gritos y el último de CONRADO en la escena anterior, muy rápidos, casi simultáneos.)
WALTER.-(Queriendo arrojarse del lecho.) ¡Así!… ¡Firme en la canalla!… ¡Espera!… ¡Ya voy!… (Mientras dice esto logra saltar del lecho, pero cae a tierra; se levanta, vacila, vuelve a caer; todo esto queda encomendado al actor.) ¡Mi espada!… ¡Ira del cielo, mi espada!… ¡Así!… ¡Así!…
CONRADO.-(Llevado de su ímpetu, sale de detrás de la mesa y hace retroceder al pronto a los soldados. Después le rodean y le hieren.) ¡Ah!… (Cayendo en tierra.)
WALTER.-(Al verle caer se pone en pie agarrándose a la cama y da un grito terrible.) ¡Miserables! (Los soldados se detienen y se separan de CONRADO. MARGARITA se precipita sobre él y le abraza.)
MARGARITA.-¡Conrado!
UN SOLDADO.-¡Ella!
LOS DEMÁS.-¡Sí!… ¡Ella! (Se precipitan sobre MARGARITA y procuran arrancarla de CONRADO.)
CONRADO.-¡Margarita!… ¡No!… ¡No!… ¡Es mía!… ¡Ah!
MARGARITA.-¡Dejadme!… ¡Dejadme!… ¡Conrado!… ¡No!… ¡Soy suya! ¡Conrado! (Simultáneo. Lucha rápida para arrancar a MARGARITA de los brazos de CONRADO; al fin lo consiguen, y CONRADO queda en tierra mientras se llevan a su amada. Ya en la puerta, casi fuera.) ¡Adiós!… ¡Te amo!… ¡Te amo!…
CONRADO.-¡Ella!… ¡Ella!… ¡Ya no está!… ¡Margarita!… ¡Margarita!…
ESCENA X
CONRADO y WALTER. La escena, casi a oscuras, sin más luz que la pálida del amanecer que penetra por las ventanas.
WALTER.-(Buscando por la sala, da al fin con el cuerpo de CONRADO.) ¡Conrado!… ¡No he podido!… ¡No tenía mi espada!… ¿Qué es esto?… ¡Sangre!… ¡Sangre!… ¡Hijo mío!…
CONRADO.-¡Salva a Margarita!… ¡Y te perdono… y te amo!… ¡Pero has de salvarla!…
WALTER.-¡Sí!… ¡Sí!… ¡Pero tú!… ¡Yo no quiero que mueras!
CONRADO.-¡No!… ¡Ella!… ¡Ella!…
WALTER.-¡Tú primero! ¡Cuánta sangre! ¡Socorro! ¡Es mi hijo!… ¡Aquí todos!… ¡Conrado!… ¡Tú mismo oprime tus heridas!… ¡Son muchas!… ¡Todas…, yo no puedo!… ¡No puedo!… (Procurando atajar la sangre con sus manos.) ¡Socorro!…¡Se escapa la sangre por entre mis dedos!… ¡Vertí tanta y no puedo atajar la de un hombre!… ¡Socorro!… ¡Hijo mío!… ¡Socorro!
ESCENA XI
WALTER, CONRADO, SERVET, JACOBO, dos SOLDADOS con hachones. Los dos
últimos, entre los soldados, por la derecha, primer término. La única luz, la rojiza de las hachas; al final de la escena, el resplandor de la hoguera, que se ve por la ventana de la derecha.
WALTER.-¡Servet!… ¡Se muere! ¡Es mi Conrado!…
SERVET.-¡Ah!… ¡Conrado!…
JACOBO.-¡Infeliz!…
CONRADO.-¡Padre!… ¡Ella!… ¡Sálvala!… ¡Y te amaré!… ¡Cuánto te amaré!… ¡Margarita!… ¡Padre!… ¡Adiós!… (Cae muerto.)
WALTER.-(Arrodillado junto al cadáver de CONRADO y volviéndose hacia SERVET.) ¡Pronto!… ¡Su vida!… ¡Dame su vida!…
SERVET.-¡Imposible!…
WALTER.-¿Qué dices?… ¿Que ha muerto?… ¡Impostor!…, ¡siempre impostor!
JACOBO.-Mira esa sangre; ésa es tu obra. (A SERVET.)
SERVET.-(A JACOBO.) ¡Mientes! Mira esas lágrimas; son las primeras: ¡mi obra es ésa! (Dice esto señalando a WALTER, que está de rodillas junto a CONRADO, a quien iluminan los hachones.) ¡Adiós Conrado!… ¡Adiós, hijo mío! (Se dirige con JACOBO hacia el fondo, entre los dos soldados; WALTER, siempre de rodillas, los sigue con la vista. Este es el momento en que por la ventana se ve el resplandor de la hoguera.)
WALTER.-¡Y nos dejas!… ¡Y le abandonas!… ¿Adónde vas, Servet?
SERVET.-¡A luchar!… ¡A morir!… ¡Gloria a Calvino! (Salen por el fondo.)
ESCENA XII
CONRADO, muerto; WALTER, de rodillas junto a él. La escena, a oscuras. El resplandor de la hoguera, en la ventana izquierda, iluminando el grupo.
WALTER.-¡Solos!… ¡Nos dejan solos!… ¡No importa, yo salvaré tu vida!… ¡Qué frío está!… ¡Siempre está frío!… ¡Ah! ¡Mis besos le darán calor! (Se detiene con horror al ir a besarle.) ¡Pero no…, no puede ser!… ¡Yo hablé… y le maté al hablar!… ¡Mis labios no pueden tocarle!… ¡No!… ¡En mis labios está la muerte! (Queda de rodillas junto a CONRADO, queriendo besarle y sin atreverse.)
FIN DE «LA MUERTE EN LOS LABIOS»
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