Фернан Перес де Олива. История завоевания Новой Испании. Fernán Pérez de Oliva. Historia de la conquista de la Nueva España

Fernán Pérez de Oliva
Historia de la conquista de la Nueva España

Algunas cosas de Hernán Cortés y México

La gran fama de la provincia de Culúa encendía el corazón de Hernán Cortés en voluntad de cosas mayores, viendo que había hallado materia de manifestar su virtud y, aunque la poca compañía y esperanza de socorro le amonestaban dilación, el ardiente deseo de las grandes cosas que había oído y la confianza que con muchas victorias habla ganado no la sufrían. Los que le representaban el gran señorío de Muteczuma para templarlo cebaban su fuego, y los que le amenazaban con peligros le ponían codicia de emplear en ellos su esfuerzo.
Así pues, ayuntados ánimo y fortuna iguales, mandó sacar las naves del agua, porque el temor no tuviese huida ni los amigos de Johan Velázquez osadía de hacer traición alguna, sino que, todos puestos en una fortuna, se ayuntasen en una voluntad y una defensa y en solas las armas pusiesen su esperanza. Después partió con trecientos peones bien armados y quince de caballo y algunos principales de Cempoal con sus compañas, y en la cuarta jornada bajaron a un valle de muchos pueblos, do por mandado de Muteczuma, cuya era esta provincia, que dicen Sienchimalén, fueron tratados de los naturales como amados, no temidos. La salida de este valle es por un puerto muy alto y muy áspero. En su bajada hay otra llanura bien poblada, do es cabeza de cibdad Ceyconacán. Aquí también hallaron mandamiento de Muteczuma para ser bien rescebidos. Después, pasadas tres jornadas de despoblado, do un torbellino y fríos que lo siguieron fatigaron el ejército y mataron algunos de los indios, llegaron a la provincia de Catalmi, do los señores en servicios y presentes mostraron a los nuestros gran voluntad de obedescer el mandamiento de Muteczuma que para esto tenían.
En este valle los de Cempoal dijeron al capitán que debía ir a Tascaltecal, provincia de allí cercana, do hallaría muncho poderío de su ayuda y munchos valientes hombres enemigos de Muteczuma que ayuntaría en su amistad, los cuales estaban en lugar aparejado para dar mantenimientos y ayudar a las victorias y amparar en los peligros. Al contrario decían los de Catalmi cuando sintieron este consejo, que no saliese del señorío de Muteczuma si no quería apartarse de su seguridad y buscar su peligro, y que el nombre de amigo que de su tierra llevaba le haría peligrar entre muchas traiciones que usan los de Tascaltecal. En esta discordia que así aquéllos manifestaban el capitán, entretanto, se esforzaba, esperando que la enemistad de cada parte le sería buen arma para destruir la otra. Y entonces, considerando que había de tomar enemistad con aquéllos en cuyo despojo habría mayor provecho, se partió a Tascaltecal, que era gente menos rica y menos poderosa. Y salieron de su valle por el encuentro de dos muros grandes que cerraban su canal más de cuanto era una salida por entre ellos vuelta. Éstos eran como adarve de aquella provincia toda, do se defendía la entrada a los enemigos.
Fuera de allí era la provincia de Tascaltecal, por do el capitán, con seis de caballo y algunos peones adelantado para asegurar el camino a su gente, halló quince hombres aderezados de guerra, los cuales, defendiéndose, mataron dos caballos y hirieron cinco españoles. A sus voces vinieron cinco mil otros que cerca estaban, mas los nuestros llegaron a tiempo que les defendieron el daño que pudieran hacer, y, muertos sesenta de ellos, los otros huyeron. Luego, los señores de Tascaltecal enviaron mensajeros que dijesen al capitán que aquella no era gente subjecta a su gobierno, sino hombres malos que robando por los campos mantienen su libertad, y que mucho le rogaban que entrase en la tierra, do en sus obras conoscería su voluntad. Empero, el capitán, que temía más las traiciones que confiaba en palabras, tanto despertaba más cuanto más los enemigos procuraban de quitarle el cuidado.
El día siguiente, saliendo el sol, dos mensajeros naturales de Cempoal, que para demandar amistad el capitán había enviado a los señores de Tascaltecal, vinieron heridos, huyendo de la muerte con que dijeron que los seguían. Tras ellos pareció una compaña que, huyendo, puso a los nuestros en codicia de entrar, do se hallaron cercados de cient mil hombres. Allí, peleando hasta cerca de la noche, mostraron bien que vale más la fortaleza que la muchedumbres, matando de los enemigos los que se osaban acercar y defendiendo tan bien sus cuerpos, que ninguno quedó herido. Así los nuestros salieron de la batalla esforzados y temidos, a reparar sus fuerzas con mantenimiento y descanso junto a una torre de ídolos, do paresció al capitán buen lugar para asentar real.
De allí el capitán, por mostrar a los enemigos más deseo de la guerra que temor, el día siguiente con la gente de caballo y cient españoles y setecientos indios quemó seis aldeas y trujo al real presos cuatrocientos hombres. Los enemigos, viendo que no debían dar descanso a gente que tanta priesa se daba a hacer mal, ayuntados en número de ciento cincuenta mil, acometieron el real con tanta gana de vengarse, que no pudieron defenderles la entrada, mas presto les hicieron buscar la salida, peleando con la osadía que antes contra ellos habían ganado. Partida esta batalla, el capitán otro día robó y quemó diez pueblos, y antes que hubiese ayuntamiento de los enemigos que osase defenderlo la gente y el despojo estaba en el real.
Los principales de los enemigos enviaron luego mensajeros con ofrescimiento de amistad y dones con que fuese bien rescebido. El capitán, que siempre estaba igualmente aparejado a guerra y paz, respondió humanamente a su demanda, y por esta seguridad vinieron al real cincuenta de los contrarios, hombres principales, a considerar su sitio y sus partes por do sería mejor acometido. El capitán, avisado de los de Cempoal, hizo a uno confesar con amenazas que Sintengal, capitán de los de Tascaltecal, estaba escondido con mucha gente para tomar los nuestros en el descuido que con sus muestras de amistad pensaban que temían, y que ellos eran venidos a ver el real para después regir la manera del combate, el cual querían que fuese de noche, porque, no viendo nuestras armas, no las temiesen. El capitán, considerando que a los traidores no hay crueles, les mandó a todos cortar las manos y que, puestos en libertad, dijesen a Sintengal que no había noche para sus ojos ni estorbo para
sus armas y que cuando fuese su voluntad se lo mostraría. Pasado el día, Sintengal se acercaba, y el capitán, por no dejar los enemigos llegar al real, do cualquier daño fuera sin reparo, salió con la gente de caballo con tal ímpetu, que los enemigos, no osando ponerse al encuentro, desbaratados huyeron.
En este tiempo vinieron al capitán seis embajadores de Muteczuma bien acompañados, que dijeron así:
«Muteczuma, en estas partes del mundo señor principal, conosciendo en las nuestras de tu gente que a nuestra tierra trujiste el gran poder que debe tener su munchedumbre, nos ha enviado a ofrescerte servicio para tu señor y amistad para ti, de manera que sola tu fama ha hecho lo que no pudieron las armas de munchas gentes. Y, pues antes de acometer ganaste victoria, desde aquí do la alcanzaste la puedes gozar, señalando en nuestras riquezas el tributo que quisieres, por lo cual mucho te rogamos que en nuestra tierra no entres, porque en ella no tenemos mantenimientos ni otros aparejos con que mostrarte nuestra voluntad, ni para entrar en ella hallarás necesidad, si considerar quieres primero cómo obedescemos lo que de lejos por tus mensajero nos mandares».
Dicho esto, dieron al capitán mil pesos de oro y mil vestiduras de algodón, y él, agradesciendo el presente, respondió que su amistad tenía él mucho deseada y que entonces la iba a buscar, si no se la defendiesen con armas, y, en lo demás, que tenía mandamiento del emperador contrario al ruego de Muteczuma, así que, por ser leal capitán, no podía en aquello ser placiente amigo, mas que su ida sería para que con más conoscimiento se ayuntase su amistad y se hiciese más firme, por la cual sería segura su prosperidad; por eso, que no temiese lo que debían desear.
Poco después, el capitán, por confirmar en su presencia la fama que los embajadores habían sentido, salió de noche con la gente de caballo y cient peones y otras compañías de indios a unos pueblos cercanos, do, destruyendo dos menores, llegó a una cibdad de veinte mil casas, en la cual paresciendo de improviso despertó la gente de su reposo a muncha turbación. Los mayores huían y las mujeres y los niños por las calles desnudos lloraban su destruición. El capitán, no queriendo tomar tanta venganza de los enemigos commo la fortuna le ofrescía, esperó que le hablasen. Y, venidos algunos de los principales, le dijeron que las culpas pasadas les perdonase por el servicio que para adelante le prometían, porque ya visto habían que teniéndolo por enemigo aun en las camas no había de dejar las armas y hasta el sueño habían de perder. El capitán, que jamás quiso ofender a hombres vencidos, concedió su demanda, y ellos luego cerca de una fuente dieron al ejército bastante mantenimiento, juzgando al capitán por merescedor de victoria, pues con su bondad los honraba tanto.
Los compañeros en el real, después que fueron recogidos, viendo los gentíos grandes con quien habían de tratar cada día batalla, decían que el capitán tenía más ánimo que esperanza, creyendo que, aunque entera permanesciese siempre la osadía del ejército, al fin, de cansados, serían vencidos. A esta causa algunos rogaban que se tomase, y otros le amonestaban. Mas él, aunque su propósito veía vien combatido de los amigos y enemigos, determinó de no desampararlo. Para lo cual, a su ejército ayuntado habló así:
«Si nuestras victorias hobieran alcanzado nuestros enemigos, no sé qué más espanto os pusieran, pues sin lisión teméis y buscáis de vuestra próspera fortuna, teniendo mejor aparejo para seguirla que para comenzar tovistes. Yo os ruego que me digáis por qué queréis tomar con deshonor a do partistes con honra, o por qué, siendo vencedores, os dais por vencidos del temor. Acordaos, valientes hombres, acordaos que los semejantes a vosotros nunca sanos y enteros desamparan sus empresas, principalmente que el propósito os es fuerza, si miráis que queremos abrir entrada a la sancta fe católica, por do vaya a los templos do en su ofensa los ídolos se adoran. Así que a los demonios malos hacemos guerra, y los ángeles en el cielo desean nuestra victoria. Pues acá en la tierra vosotros veis que gran parte de la honra de España, que en nuestros tiempos es más que todas celebrada, está agora en nuestras manos, y en nuestro esfuerzo la prosperidad de nuestro príncipe. Haced, pues, que el nombre de españoles que tanto amáis lo merezcáis agora, ayudando a aquéllos que la nación de España han esclarecido, y, pues munchos de nuestro naturales por pequeñas empresas entraron en bravas batallas, vosotros mirad qué esfuerzo debéis tener en guerra do la victoria es libertad y riquezas y honra y señorío y, a la fin, triunfo de nuestra religión. Por lo cual, yo os ruego que hagáis de manera que a los jueces de nuestros hechos no hayamos vergüenza ni a los valientes hombres miremos con envidia, considerando en vuestros peligros que no se pierde la vida donde el ánima se gana».
Los compañeros hobieron por buena la amonestación del capitán, y el tiempo les mostró que de la entrada del puerto de sus trabajos se querían tornar, porque Sintengal acompañado con poca gente fue al real y habló al capitán así:
«Estas gentes que en mi gobierno te han hecho guerra hasta agora nunca conoscieron armas que no pudiesen vencer. Por eso, siempre mantuvieron gloria de su libertad, la qual munchos años ha permanescido contra el poderío de Muteczuma y sus antecesores, y por mantenella tenemos tantos enemigos, que todas las salidas de nuestra provincia nos son defendidas, así que, por gozar de la libertad, ni comemos sal ni vestimos algodón ni usamos otras cosas de que nuestra tierra caresce. Mas agora, que de todas maneras habemos visto que ni tus armas ni tu consejo podemos vencer, harto envejecida la entregamos en tus manos, confiando en tu bondad que mal no la tratarás».
El capitán, según su costumbre, rescibió el amistad y después, rogado de los señores de la provincia, fue a la ciudad principal, do es ayuntamiento de quasi cincuenta mil vecinos, rica y muy proveída. Los principales de ella gobiernan toda la provincia y conservan el buen común.
Después de veinte días que allí estuvo el capitán, los embajadores de Muteczuma, que siempre le habían acompañado, le rogaron que fuese a Churvitecal, cibdad de sus amigos affl vecina, do había mensajeros de su señor que su voluntad le declarasen. Pero los de Tascaltecal le dijeron que los embajadores querían con aquellas palabras llevarlo a meter en una traición le tenían ordenada y ellos conoscida por manifiestas señales. El capitán envió luego a llamar los señores de Churultecal, los cuales, primero no queriendo, otra vez requeridos, vinieron, escusando su tardanza con el peligro de los caminos y, ofresciendo al capitán todo lo que de ellos quería, lo acompañaron. Y a dos leguas de Churultecal el capitán retuvo consigo cinco mil hombres de guerra naturales de Tascaltecal y despidió quasi cient mil otros que lo habían acompañado. Después, los de la cibdad adornaron gran pompa para rescebillo, y en ella los sacerdotes de sus ídolos, vestidos y cantando de la manera que sacrifican. Así aposentaron el capitán en una casa noble, capaz del ejército, do estaba en descanso, mas no en descuido, porque yendo había visto hoyos en los caminos y en las calles nuevos atajos y piedras en las azoteas. Y crescía más cada día su sospecha, porque ciertos mensajeros enviados de Muteczurna no le hablaron, y los de la cibdad no lo acataban ni lo proveían como a persona que quisiesen contentar.
En este tiempo, una indice que era intérprete delcapitán supo de otra natural, con quien tenía familiaridad, que la cibdad estaba vacía de la gente que no podía tornar armas y lo que podría ser a los enemigos despojo, y que cerca había mucha gente que por mandado de Muteczuma eran venidos a matar los nuetros. Esto sabiendo el capitán, confirmado por la confesión de un natural, llamó los principales a oír cosas de su provecho y en el ayuntamiento los mandó atar luego. Un escopeta dio señal a los nuestros de lo que había de hacer, y ellos, hiriendo con gran denuedo en los enemigos, en poco tiempo mataron más de tres mil y hicieron que los otros desamparasen la cibdad. El capitán habló a los presos y, mostrándoles su yerro en sus prisión y en la destrución de la cibdad, soltó dos que recogiesen el pueblo y después los otros que lo confirmasen en voluntad de obedescer.
Esta cibdad es asentada en llano, poblada de cuarenta mil casas y hermosa de edificios, mandada y gobernada por sus principales. En ella estuvo el capitán veinte días, reparando el daño de la guerra y esperando mensajeros que había enviado a Muteczuma quejándose de la traición que siguiendo sus promesas había hallado. Con éstos envió Muteczuma al capitán diez platos de oro y mil y quinientas vestiduras de algodón, escusándose con ignorancia de las otras cosas y rogándole que no cobdiciase tanto la esterilidad de su tierra, do se hallaría en necesidad de mantenimientos. Mas el capitán, esperando que, si prendiese a Muteczuma con él, tendría presas las voluntades de todos sus vasallos, le negaba su demanda. Y él le envió luego gente que le acompañase por un camino que el capitán no quiso llevar, amonestado con sospecha de traiciones que podían ejecutarse entre munchos pasos malos que tenía. Así fue por otro que dos españoles habían descubierto queriendo ver una boca de fuego por do salen nubes de humo tan espeso y tan impetuoso, que ningún viento lo disipa ni lo aparta de su derecho movimiento. Y siendo en un aposento entre unas sierras nevadas, un hermano de Muteczurna le llevó tres mil pesos de oro, y éste le rogó que, allí mandando lo que fuese su voluntad, no pasase adelante, no entendiendo que con tales presentes le encendían su voluntad de no tomar atrás. Mas aquí y doquier que adelante fue bien aposentado le acometieron con traiciones, que él, bien proveyendo, desconcertó, hasta que por muchas nobles cibdades llegó a Temixtitán, cabeza de aquel señorío, do era la casa real de Muteczuma.
Los que le salían a rescebir mostraban en su ornamento la riqueza de la cibdad y en señal de cortesía tocaban la tierra con la mano y besábanla después. Muteczuma venía tras éstos por una calle, sustentados los brazos sobre los hombres de dos hombres principales, y doscientos otros por acatamiento descalzos lo acompañaban en dos órdenes puestos. El capitán dio a Muteczuma un collar de piedras falsas, y él, con voluntad de imitar nuestras costumbres, dio al capitán otro de ricas piezas de oro. De ahí, partiendo Muteczuma su honor por igual con el capitán, lo llevó a un rico aposento, do con él pudo colocar todo su ejército, y allí le hizo presente de cinco mil vestiduras de algodón y cosas de oro y plata que pasaban a toda la esperanza que los nuestro habían tenido. Y después le dijo así:
«La invidia de mis enemigos me ha hecho mala fama y peligrosa, que habréis oído por la tierra do venís. Ellos dicen que mis casas son de oro, do me hago acatar commo dios. Las casas bien veis que son de piedra, y mi cuerpo palpable de carne mortal como los vuestros. Mi estado es grande, y sus riquezas me dan bastante poderío pra defenderlo, pero no quiero tomar armas contra la amonestación que con él me dejaron mis mayores por herencia, los cuales así nos informaron que de oriente vinieron muchas gentes en obediencia de un señor. Éste los dejó aquí y llevó su fe y prometimiento que siempre los hallaría aparejados a su voluntad, más, tornando, ni lo obedescieron ni acataron como habían prometido. Él los ameñazó para todos los siglos venideros, y nosotros siempre habemos temido su venganza, la cual creo ciertamente que tú veniste a tomar, según el camino que trujiste y el poderío que nos cuentas del señor que te envía, principalmente que, tan apartado, nadie podría de nosotros tener conoscimiento y memoria, sino quien fuese ofendido. Así, que ni tú has menester armas ni yo defensa, porque no es a mí grave ni vergonzoso restituir con justicia lo que tantos tiempos habemos ocupado con injuria. Agora, pues, repose tu corazón sobre esta obediencia y tu cuerpo en esta casa, do serás bien servido».

Llegado habemos donde Cortés hubo mucha gloria con guerra y gran prosperidad de paz. Bueno, pues, será señalar el lugar de sus victorias y mostrar el premio de ellas. México es provincia cercada de sierras, y su llanura, que es quasi de veinte leguas, ocupan dos lagunas. El agua de la una es dulce, y en la otra es salada. Por una parte las divide poca tierra, y por otra las ayunta un estrecho por do las agua saladas salen y se retraen, con crecimiento y menguanza que la luna en ellas hace, do paresce que con el mar tienen ayuntamiento de cavernas de la tierra. En estas lagunas hay muchas cibdades nobles, que en acales o barcos de un leño se conversan. Temixtitán tiene sitio en el agua salada y entrada de diversas partes por cuatro calzadas anchas de quasi cuarenta pies y luengas de dos leguas. Por los lados de una hay dos canales; la una vierte agua dulce en la cibdad, y la otra está vacía, para hacer el mismo servicio cuando por limpieza o reparo de la que antes sirvió fuera menester. La población es tan grande como para ser cabeza entre tantas nobles cibdades pertenescia. Las calles son luengas y los asientos de las casas en dos derechas rayas; el suelo, en muchas partes cubierto, y descubierto en otras para el uso de los acales o canoas. Las atraviesas de las agua se pasanpor puentes de madera, que se pueden quitar cuando por defensa es menester. Quasi todos losseñores de la provincia tenían allícasas nobles, do era costumbre estar según el repartimiento delpríncipe cierta parte del año para hacer corte.
Templos había muchos sumptuosos. El mayor es cercado de muro muy alto, con espacio bastante a quinientos moradores. Hay en él quarenta torres altísimas, que son enterramiento de señores. En ellas y en los edificios bajos había munchos ídolos de la estatura de un hombre, amasados de harina de sus simientes con sangre de corazones humanos que de sus cuerpos viviendo sacaban. A éstos tenían repartido el poderío de Dios, creyendo que unos eran poderosos de dar salud, otros, mantenimientos, y otros, victorias. Los sacerdotes vestían negra túnica; el cabello lo peinaban o lo cortaban. Tenían moradas en los templos, do no entraban mujeres, por conservación de su castidad, y ciertos mantenimientos les eran defendidos. En esta religión entraban los hijos de los señores cuando eran de edad de acostumbrarse y dejábanla con el matrimonio. Los sacrificios se hacían en sangre humana, y los sacerdotes eran los verdugos. Unos tenían el miserable cuerpo, y otros le abrían el pecho de un golpe y por la herida sacaban el corazón y, asido en sus raíces, lo punzaban y comprimían la sangre contra la cara del ídolo, afirmando entretanto con fuerza los otros mienbros, que hacían crueles denuedos de muerte. La sangre de los niños tenían por más pura y agradable, y a esta causa sacrificaban munchos, a los cuales valía más cualquier duro género de muerte que vida para tales costumbres.
Cada arte tenía sitio determinado en la cibdad, y todos hacían en la plaza feria, do por su grandeza había para muchas gentes contratación. En ella había asiento de doce jueces, que con su setencia quitaban las porfías y con su castigo, los malhechores. Medida usaban, peso no había, y la moneda era un fruto como almendras que ellos comen. Tenían libros con señales de las cosas que se habían de tener en memoria, mas no conformaban por letras la voz con la escriptura.
Muteczuma en esta cibdad hacía grandes muestras de grandeza y en su estilo representaba bien su gran señorío. Vestía ropas de mucho valor y comía de muchos señores acompañado en vasos preciosos, y ninguna cosa usaba dos veces. Su asiento era en cojín, y su movimiento, en andas. Por do pasaba el pueblo se tendía en tierra, y los señores que le hablaban llegaban a él descalzos y las cabezas inclinadas, porque era entre ellos gran desacatamiento mirarle la cara. Tenía para sus deleites todas las maneras de hombres que por error de natura son admirables y, con ellos, leones y tigres y otras bestias feroces y aves de diversos géneros. En su tesoro había imágenes de oro y plata de todas las cosas vivas, tan semejantes que en parescer ellas no les faltaba sino el movimiento. Con estas cosas, paz en casa, munchas victorias fuera y tanta obediencia cuanta demandaba, ninguna cosa tenían él ni sus familiares que debiesen desear, sino la salud del alma.

Cortés, viendo el gran poderío de Muteczuma, procuraba con prudencia conservarse do el esfuerzo lo había llevado. Mas, porque en la fortuna no hay reposo, previendo la mudanza que podía hacer, mandó a los artífices poner en el agua cuatro bergantines bien proveídos para cualquier uso que fuera menester, y, puestas compañías cerca del palacio de Muteczuma para seguridad del acometimiento que quería hacer, entró adó él estaba. Allí Muteczuma, entre las primeras cortesías, dio una hija suya al capitán, y a los compañeros otros señores dieron las suyas, do bien mostraban qué confianza debrían los amigos tener de ellos. Esto hecho, mandó Cortés que allí se interpretase una carta en que el capitán de la Vera Cruz así le escribía:
«Qualpopoca, señor de Nautecal, fingiendo amistad, demandó cuatro españoles para capitular. Los dos de ellos mató, y los dos, huyendo de la muerte, me lo vinieron a decir. En venganza de éstos le destruí su cibdad, y de los presos supe que por mandado de Mutezcuma se había así hecho. Este aviso y esta lumbre envío para quitar las tinieblas de traiciones en que andamos peligrando».
Muteczuma muy turbado entendía estas palabras, y Cortes, prometiéndole que muy entero le guardaría su poderío, le rogó que consigo fuese a su aposento, porque estando juntos mejor se justificaría, donde en el acuerdo manifestaría lo que hiciese en su favor y disimularían lo que fuese menester. Muteczuma, viendo que se lo rogaba quien entonces le podía hacer fuerza, envió por los avisados, y él entró en unas andas, las cuales sustentaban principales señores sobre los hombros desnudos, con no menos lágrimas que si lo llevaran a la sepultura. Así lo dejaron en el aposento y poder delcapitán, do le guardó el prometimiento de su antigua autoridad que antes le había hecho.
Pues, siendo el capitán así apoderado en aquella gran cibdad, según es costumbre de buenos cristianos, queriendo que su victoria sirviese a la sancta fe católica, derrocó los ídolos y limpió sus oratorios de la sangre que en ellos vertida estaba, y en sus asientos puso imágenes de los sanctos en señal de triunfo. Muteczuma y los otros naturales, que la esperanza del bien tenían puesta en el servicio de estos ídolos y el temor del mal en su ofensa, acusaron gravemente el atrevimiento delcapitán, amenazándolo con hambre y pestilencia y otros daños, que aquellos ídolos en su venganza enviarían. Él oyó sus palabras riyendo, y severamente les dijo así:
«Si en servicio de estos ídolos hobiésedes seguido la verdad, conosceríades que vuestros enemigos son los que aman vuestra sangre. Mas, commo quiera que andáis en las tinieblas do os han puesto munchos adversarios secretos que tiene el género humano, acatáis aquéllos de quien creéis que en vuestra muerte se delectan. Considerad, yo os ruego, pues vosotros con vuestras manos mezclastes su materia, partiendo corazones humanos sobre la harina de vuestra simientes, que estos vuestros dioses son hechos de polvo y crueldad, las cuales partes no merescen sino menosprecio y aborrescimiento. El verdadero Dios, que con su lumbre los cristianos conoscen, no demanda la sangre de los corazones, sino la limpieza de ellos. Éste es todopoderoso, universal y perdurable, que ama la mansedumbre y aborresce la crueldad. Su pura substancia invisible y incomprehensible nadie se la dio, antes él con sus manos fabricó el mundo y sobre las estrellas puso su tronco, acompañado no de sangre vertida por manos de los que le sirven, sino de ángeles bienaventurados y ánimas de hombres buenos que en él tienen gloria para siempre. Este señor soberano nos amonesta siempre costumbres con que la natura humana sea tratada mansamente. Su ley de servirlo es muy pura y muy fácil; su galardón, muy grande; su castigo, grave pena; su misericordia, siempre aparejada; su justicia, cierta. Él es el que mueve el mar, el que los cielos rodea, el que rige los vientos. Él envía los nublados, él aclara los tiempos, él da salud a quien le place y victoria a quien la meresce. Él tiene para todo bastante y durable poderío. A éste, si vosotros amáis, no destruiréis sus criaturas, que para su servicio él hizo, antes conservaréis en salud los otros hombres cornmo vuestra misma carne, y unos a otros os desearéis el bien que cada uno para sí querría, y sentiréis en vuestros pechos asentados otros espíritus más claros y más placientes, que os conserven en limpieza y os recreen en esperanza. De estas cosas os dirán más bastantemente los sacerdotes cristianos. De mí sabréis que en servicio de este verdadero Dios andan mis armas, y con su favor son tan poderosas, y ellas siempre seguirán las vidas de sus enemigos».
Estas cosas oyeron todos muy atentos y muy maravillados y a ellas respondieron que de todo habían menester nueva información para renovar el estado de sus antepasados, que por olvido tenían ya corrompido y que aparejados estaban a oír y cumplir aquellas cosas.
Poco después Qualpopoca fue traído con un hijo suyo y quince de sus principales, y por traidores quemados en lugar público. Munchos vituperaron este hecho delcapitán, mas no quien miraba que castigando una traición refrenaban munchas, y que le convenía poner más fuerza contra aquellas armas que más guerra le hacían; principalmente, que, siendo tan pocos los españoles, si la sangre de cada uno no hobiera de costar munchas cabezas de los enemigos, presto fueran reducidos a no nada.
Después de así amonestadas las consciencias de todos y sus consejos secretos, el capitán mandó visitar todas las provincias de aquel señorio, y aun que había en todos lugares de sacar oro.
En una de ellas por mandado de Muteczuma se hizo una casa de españoles rica y bien adomada, porque allí decían que había abundancia de oro, si abundancia puede haber para tanta sed.
Después de esto, queriendo el capitán saber dónde las naves ternían más cercano y más seguro acogimiento, los naturales le representaron en un paño la costa, por la cual guiados fueron algunos de los nuestros a la provincia de Guacalcalco, do, tentando un río de ella, hallaron por muncho espacio bastante hondura para las naves. Los españoles tomaron aquí asiento para un pueblo, y Tuchintecla, señor de la provincia, lo mandó edificar por ganar gracia de ellos. Entretanto, muchos príncipes de las otras provincias enviaban dones y obediencia al capitán, y él, agradesciéndolos y ofresciendo su vida y sus armas a la amistad que de él querían, se mostraba no menos oportuno para usar de la prosperidad que para ganarla.
Así, todos los que sabiamente deseaban bien para sus casas querían más experimentar la bondad del capitán que sus armas, sino Cacamazín, señor de Haculuacán, que, habiéndose primero ofrescido al servicio del emperador, viendo que por semejante beneficio Muteczuma estaba preso, se rebeló. Éste fue rogado y después amonestado, más nunca con palabras vencido. Pues viendo el capitán que se movía persona principal, con quien sus enemigos ternían osadía y ayuntamiento, demandó remedio de Muteczuma que no fuese con armas ni con sangre. Él lo encomendó a hombres de industria familiares de Cacamazín, los cuales lo llamaron a consejo a Tezcuco, su principal cibdad, que está asentada en la laguna salada, y el ayuntamiento se hizo en una casa asentada sobre pasadizos que las canoas por debajo tenían. Allí Cacamazín fue preso y sacado de entre el amparo de su gente por una descendida que a las canoas tenían hecha, en que lo llevaron a Temixtitán.
Muteczuma en este tiempo, viendo el poderío que los nuestros habían alcanzado con armas y consejo, no quiso que le quedase nada en que le pudiesen hacer fuerza, y, así, a sus vasallos principales ayuntados dijo estas postreras palabras de señor:
«Bien sabéis, mis vasallos muy amados y leales, que el señor que a vuestros antepasados trujo a esta tierra, por cuya buena obra vosotros gozáis de ella, después que, partido de ellos, tornó a llevarlos o regirlos, presos ya del amor y la costumbre de la tierra, no quisieron seguillo y, olvidados del bien que por él tenían, no quisieron obedescerlo. Él los amenazó con venganza y se fue al oriente, de do siempre la temimos. Después vosotros escogistes príncipes de quien yo soy descendiente, los cuales y yo por amonestación de ellos regimos este señorío con victoria de los enemigos y paz de los pueblos naturales y mucha honra vuestra y libertad, por las cuales buenas obras agora os demando que a los descendientes de aquel señor antiguo, cuyo es este capitán, traspaséis de mí toda obediencia y deseo de merescer sirviendo. Ellos son vuestros señores naturales. Yo occupé su silla en esta tierra no como debida, sino como vacía. Agora quiero hacer con ellos, commo buen vasallo, lo que siempre deseé que vosotros hiciésedes comigo: dejarles he libre el derecho de su señorío, el cual me place que hallaran no menos adornado y próspero que si ellos lo hubieran regido. Y a vosotros quiero mandar agora la postrera cosa para poner fin a mi autoridad: que a este señor que con justicia os demanda paguéis con servicios y lealtad el desacatamiento de vuestros mayores. Y de mí no toméis la pena que en vuestras lágrimas mostráis, que mayor bien es ser leal que ningún señorío».
Aquellos señores luego hicieron homenaje, turbado con mil sollozos y lágrimas, en manos del capitán, y él les demandó señal del nuevo servicio y, ellos idos, enviaron de diversas partes quasi trecientos mil pesos de oro y quinientos marcos de plata y cosas ricas del uso común.

Diego Velázquez, gobernador de Cuba, mutado a venganza de la ingratitud con que le parescía que Hernán Cortés oprimía su autoridad, ayuntó en diez y ocho navíos ochenta hombres de caballo y ochenta escopeteros y veinte ballesteros y cuatrocientos otros españoles, con muncha artillería y algunos naturales de la isla, so el gobierno de Pánfilo de Narváez, capitán. Estas gentes se partieron a prender o matar a Hernán Cortés y haber el despojo de sus trabajos, contra la amonestación del Consejo de la isla Española. Y llegados a Yucatán, Pánfilo de Narváez procuró de ayuntar a sí las compañías de los españoles que en la costa estaban, a los codiciosos prometiendo y a los cobardes amenazando y a los soberbios adulando y incitando otros semejantes vicios, porque no tenía confianza que por los caminos de virtud podría traerlos a su voluntad. Mas la memoria de las buenas obras rescebidas de Cortés, que contra estas astucias peleaba, defendió en este combate la lealtad de todos los que estaban en la Vera Cruz. Enviaron primero presos a Cortés tres mensajeros de Narváez, de los cuales supo la nueva ejercitación de armas de la fortuna le traía. Luego de otros supo que Narváez se nombraba gobernador y había mudado a su volunta los naturales de Cempoal, y que aparejaba guerra para los españoles que se le quisiesen defender.
Cortés, viendo que este fuego no se podría atajar sino con armas, dejó en Temixtitán bien proveída la fortaleza de gente y a Muteczuma de amonestaciones, y llevó consigo solos setenta compañeros, temiendo menos el peligro de su persona que la pérdida de lo ganado. Y así acompañado, halló en Churultecal a Johan Velázquez, uno de los capitanes de la costa, que se venía a ayuntar con él. Entre tanto, Narváez envió a Muteczuma mensajeros secretos que le prometiesen libertad y que sacarla consigo todos los españoles de aquella tierra, si ayuda le diese contra Hernán Cortés, al cual decían que venía a castigar por sus maleficios. Muteczuma le dio buena esperanza y confirmóla con dones. Así Narváez, creyendo que Cortés se daría por vencido de tantas adversidades, le amonestaba que se fuese de la tierra, y porque el amor de las riquezas no le fuese impedimento le daba naves y seguridad en que las llevase. Cortés a esto respondía que no había cosa por que dejase la tierra, sino por mandamiento del emperador, el cual Narváez no traía, que con las armas que la ganó a muchas gentes la entendía de defender a pocas, y que, si la fortuna le viniese al revés de su confianza, que muy bien estaría su sepultura do habían sido sus victorias; pero que se ayuntasen cada uno con diez compañeros en lugar seguro, donde de estas cosas hablando por ventura se ofrescería manera de concordia. Narváez otorgó la habla, y a sus compañeros amonestó que en el mayor sosiego de este ayuntamiento acometiesen los adversarios, de manera que fuesen antes heridos que se aprovechasen de las armas, y dos de ellos peleasen con el capitán y los otros en ofensa de los compañeros.
Esta traición manifestó uno de los que de parte de Narváez trataban el concierto, por lo cual luego Cortés envió adelante a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con ochenta hombres, y él lo seguía con ciento setenta. Así iban a Cempoal, do Pánfilo estaba aposentado. El cual, avisado de su venida, les salió a defender la entrada, mas, estando entonces Cortés más apartado que pensó hallarlo, tomó a bien armar su aposento de gente y artillería. Cortés entre tanto, no siendo visto, seguía su buena
oportunidad por las tinieblas de la noche, la cual lo encubrió hasta que se mostró dentro en el aposento de Narváez, do en el primer acometimiento ganó el artillería antes que los enemigos la alumbrasen. Detrás de ella estaba la puerta de una torre, que era estancia de Narváez. Por ella entró Gonzalo de Sandoval, el cual, hallando buena defensa en Narváez y sus compañeros, les acometió con fuego, y por miedo de él se dieron presos. Entre tanto, Cortés defendía la entrada al socorro amenazando con el artillería, así que, con muerte de dos hombres que solos cayeron, hubo la victoria y perdió la invidia de sus adversarios y quitó los peligros en que así partidos andaban los españoles. Y luego, con perdón general, fuera del cual quedó Narváez, de dos ejércitos contrarios hizo uno muy conforme.

Toda la costa estaba en sosiego, y los españoles en firme voluntad de obedescer a Hernán Cortés, cuando de Temixtitán le vinieron nuevas que los naturales de la tierra habían cercado la fortaleza de la cibdad y combatiéndola con tanta fuerza, que la hobieran ganado si Muteczuma, mandándoles tener sosiego, no la hobiera defendido. Empero, que el cerco aún no era alzado, y los bergantines en que los nuestros tenían esperanza eran ya quemados, por lo cual de su presencia todos tenían muncho deseo y necesidad. El capitán, ayuntados quinientos peones y setenta de caballo y con el artillería que había ganado, fue a Temixtitán, y en el poco rescebimiento que en el camino le hicieron conosció la mala voluntad que en la tierra tenían. En Temixtitán no menos vio grandes señales de nueva guerra, habiendo pocas gentes en las calles y algunas puentes alzadas. Y así llegaron a la fortaleza, do los compañeros con muncha necesidad lo deseaban, y, allí todos ayuntados, confirmaron el esperanza de vivir y permanescer, que ya quasi era perdida.
El día siguiente un mensajero que el capitán enviaba a la Vera Cruz con grandes voces demandando socorro y armas tornó a la fortaleza herido. Tras éste vinieron grandes compañas de gentes que cercaron la fortaleza y ocuparon las calles y todos los lugares cercanos de do podían ofender. A ellos salió Cortés por una parte con alguna gente, y docientos hombres por otra, pero, muertos cuatro y heridos munchos sin poderse defender de las piedras que de munchas azoteas les echaban, tornaron a la fortaleza. Cortés fue allí tan mal herido en la mano izquierda, que más no la pudo usar, pero bien se puede contar esta lisión entre sus buenas fortunas, porque mostró después en los grandes peligros que ha vencido que do munchas manos eran menester una le ha bastado, según ha sido grande su esfuerzo y su industria.
Pues, retraídos así a la fortaleza, eran de tal manera combatidos, que ninguna parte dentro había descubierta que llena no estuviese de saetas y piedras que los enemigos echaban. Después, con fuego que por una parte encendieron, abrieron entrada, la cual, proveída luego de artillería y gente armada, la hallaron más defendida que primero. Así que hallaban a los nuestro tanto más fuertes cuanto más eran ofendidos, y duró su porfía cuanto el día les duró. La noche gastaron los nuestros en dormir a veces y a veces reparar los daños de la fortaleza y aparejar las armas y ayuntar las compañías y ordenar la defensa y acometimientos, según era creíble que el día siguiente lo habrían menester. Y no en balde lo hicieron, porque, luego que los enemigos tuvieron luz, se mostraron tantos, que el peligro del día pasado parescía pequeño a comparación del que había de ser entonces. El artillería derrocaba munchos, mas ellos, con ganas de su libertad, menospreciaban el peligro y encubrían el daño, ayuntándose de ambos lados en los espacios que vacíos quedaban. El capitán con parte de la gente de la fortaleza los acometió, y, aunque según el tiempo y las fuerzas mataron y hirieron más que paresce creíble, a comparación de los que vivos quedaban y ganosos de tomar venganza, habían hecho quasi nada. Así que, estando ya de los nuestros muchos heridos y todos cansados, con necesidad de reposo se recogieron en la fortaleza.
La noche y el día siguiente gastaron en hacer reparos de madera con que, cubiertos, pudiesen salir seguros de la piedras que de los altos les echaban, entre tanto mantenían recio combate. Muteczuma, que en la fortaleza preso estaba, salió a un miradero para amansar aquel furor con su palabra y su presencia, pero, antes de entendido, con una piedra uno de los suyos lo hirió en la cabeza de tal manera, que ni le dejó habla ni vida más de tres días. Los que le servían lo sacaron de la fortaleza muerto en los hombros, con tales palabras y tales ojos commo a tal fortuna pertenescían. Así el miserable Muteczuma, que ni en paz ni en guerra halló remedio, juntamente salió de la vida y la prisión, desposeído y lastimado en su presencia con la sangre de los suyos y a la fin muerto por aquellas manos que antes le servían. Y así pasa por medio de aquellas grandes compañas, de nadie temido ni acatado, hecho grande ejemplo de fortuna para aquéllos que tienen por segura su prosperidad, no podiendo saber de dó les verná el peligro.
Este día los capitanes de los enemigos ofrescieron a Cortés salida segura, si quisiese dejar la tierra, con amonestación de duras guerras si así no lo hiciese. Pero Cortés, no queriendo perder sus trabajos pasados, les negó su demanda. Así perseverando Cortés, salió el día siguiente el alba con las defensas que de madera había hecho, y, acometiendo las azoteas que cerca de una puente estaban y probando con escalas la subida, los enemigos derrocaron tantas piedras, que a los nuestros desbarataron los reparos de madera que llevaban y los cansaron de tal manera, que, siendo uno muerto y munchos heridos, quasi al mediodía tornaron a la fortaleza, cerca de la cual estaba la principal torre del templo mayor, do subieron quasi quinientos hombres, personas principales que quisieron encargarse de la empresa y, proveídos de mantenimientos y piedras y lanzas, en sus puntas enjeridos agudos pedernales, hacían muncho daño en la fortaleza.
Éstos fueron munchas veces acometidos y siempre vencedores, porque muncho los ayudaba la dificultad de la subida, que era muy áspera, hasta que Cortés, atada la rodela al brazo izquierdo, porque no lo podía asir con la mano, probó la subida. Él no menos resistencia halló que los otros, pero, commo quiera que llevaba más industria y más ánimo, pudo subir a lo alto y hacer seguro el camino a los que lo seguían. Así creciendo el esfuerzo con la victoria, hicieron que los que defendían saltasen de lo alto a unos miraderos que la torre rodeaban. Y, por el angostura de ellos, munchos erraron el salto y caían entre las armas de los nuestros, que el pie de la torre tenían ya cercado. Los que arriba quedaban, después combatidos con mucha fuerza que para ello fue menester, murieron todos.
Luego Cortés mandó quemar todas las torres de do semejante peligro pudiese rescebir y, tomado a la fortaleza otra vez, donde antes, habló a los capitanes de los enemigos, mostrándoles en los daños pasados los peligros de adelante. Ellos respondieron:
«Nuestros daños y peligros tenemos bien conoscidos, pero menos temidos que deseada la muerte de vosotros, los cuales bien sabemos que tenéis poca provisión y menos esperanza de haberla. Así que, haciendo guerra nosotros fuera y la hambre dentro, podremos quitaros este vuestro esfuerzo maravilloso que así os defiende. Y si tenéis por vana esta nuestra esperanza, mirad por otra parte de ese alto donde estáis todas las calles y azoteas y otros lugares descubiertos tan llenos de gentes, que, aunque la muerte de cada uno de vosotros nos haya de costar munchos millares de almas, fenesceréis todos, y, aunque sean vuestras fuerzas grandes, siendo cada hora de nuevo acometidos, a la fin, cansados de matar, seréis vencidos sin tener huida, porque vuestros barcos quemamos y rompimos las calzadas. Pues en nuestra mudanza ninguna esperanza tengáis, porque más queremos ser muertos de vosotros que mandados».
Cortés, viéndose tan mal amenazado y tan de veras, con las mismas palabras con que los enemigos le querían dar desmayo encendía él su muncho esfuerzo y ganas. Y, teniendo de la vida poco cuidado y de la honra muncho, esa noche mandó reparar las defensas de madera que antes los enemigos le desconcertaron, y él, acompañado de la gente que más sana estaba, salió de la fortaleza sin estar los enemigos para tal acometimiento proveídos y quemó muchas casas fuertes, de do, peleando de día, le solían hacer daño. Y tornando a la fortaleza ya con gana de desamparar la cibdad y obedescer a su fortuna, que le había puesto en necesidad de hacello así o matar tantas gentes commo allí se habían ayuntado, para la cual obra ningunas fuerzas, ni armas, ni crueldad parescían bastantes, hubo información que una de las calzadas que eran salidas de la cibdad aún estaba sana. Para ir a ella se habían de pasar ocho puentes. A éstas fue Cortés al alba y, con gran fuerza y peligro peleando, ganó las cuatro y quemó todas las casas que hasta la postrera había, de do tomó madera para cegarlas con adobes de ciertas albarradas que para defenderlas los enemigos habían hecho. En ellas puso gente que bastase a guardarlas».

KUPRIENKO