¿Leyes de la historia?
Tomo II
Alfonso Klauer
Lima, 2003
ÍNDICE / Tomo II
La Quinta Ola: el Imperio Romano
Los “bárbaros”
– Los que huyeron del terror romano
– ¿Viejos destacamentos de frontera?
– ¿Grupos transplantados por los romanos?
– ¿Cuántos se enfrentaron al poder hegemónico?
– Los hunos
La inverosímil Historia tradicional
9) Ningún pueblo ha recuperado la posta
10) Un fenómeno eminentemente “nacional”
11) Vigencia cada vez más corta
El proceso de las grandes olas
Colapso: características y constantes
Las grandes olas: centro y periferia
Independencia respecto del centro
Dependencia y sojuzgamiento
Transferencia de riquezas
Independencia secular: el caso de Estados Unidos
Hegemonías sucesivas: el caso del Perú
Generación de riqueza e inversión
Centralismo y descentralización en la historia
El desafío del multi–etno–lingüismo
La Décima Ola de la historia
La globalización y la factura de la historia
Los caminos del futuro
Condonar deuda e invertir
O soportar la invasión
Gráficos
La Quinta Ola: El Imperio Romano
A modo de ejemplo, una vez más, veamos el caso de lo ocurrido en la Quinta Gran Ola de Occidente: el Imperio Romano.
El Imperio Romano, en varios siglos –y como puede apreciarse en el Gráfico Nº 18–, alcanzó a controlar un vasto territorio en torno a las riberas del Mediterráneo. El pueblo romano, como ningún otro de los vecinos de Grecia, había venido comerciando durante siglos con ésta, el centro de la ola precedente. Como hemos visto antes, al unísono con las mercancías fluía el conocimiento que, entre otras cosas, incluía el idioma del pueblo hegemónico. También en esto puede advertirse que la voluntad de los hombres quedaba virtualmente al margen. O, si se prefiere, los romanos, a su pesar –por lo menos en el caso de la inmensa mayoría que lo hicieron–, se habían visto obligados a aprender el griego, el idioma del pueblo que había estado hegemonizando. Del mismo modo que hoy, muy a su pesar, y aunque no sean concientes de ello o se resistan a admitirlo, millones de hombres y mujeres del mundo entero se ven “obligados” a aprender inglés, el idioma del pueblo hegemónico.
Es una verdad meridiana que los que –conciente o inconcientemente– se resisten a esa descomunal fuerza inercial, quedan virtualmente condenados a quedar a la zaga, en conocimientos, en información, en oportunidades de negocios o de empleo, etc. ¿No serían esas las mismas razones por las cuales muchos romanos habían tenido que aprender a hablar y escribir el griego? Todo parece indicar que sí. De allí que, en el siglo i aC, la mayoría de los romanos cultos –además de latín–, hablaba y escribía en griego . Más todavía –como informa Julio César –, el idioma y la escritura de los griegos se había extendido incluso más allá de la península italiana: los druidas o sacerdotes de los galos utilizaban el alfabeto griego. ¿Será necesario insistir en que para que ello ocurriera con los romanos y los galos, no había sido necesaria una guerra griega de conquista?
El progresivo y lento debilitamiento de la que había sido la Gran Ola Helénica (cuya debacle final fue precipitada por la catastrófica campaña de Alejandro Magno en África y Asia, en el siglo iv aC, y de la que los romanos inadvertidamente resultarían los más beneficiados), permitió que –en términos relativos–, se acrecentaran cada vez más las fuerzas de los pueblos asentados en la península itálica, y en particular del romano. Surge entonces, hacia el siglo iii aC, la ambición de los gobernantes de la denominada República Romana de ampliar sus dominios. Puede afirmarse que, recién en este momento de formación de la nueva ola, entra en juego la voluntad de los hombres, en este caso la de los gobernantes del pueblo que, sin que se lo hubiera propuesto, era ya el principal protagonista de la naciente Quinta Gran Ola de Occidente.
La historiografía tradicional se ha cuidado de ser muy meticulosa en la descripción de las conquistas de éste como de otros imperios en la historia: nombres de territorios y ciudades, fechas de las conquistas, nombres y biografías detalladas de los grandes generales, detalle minucioso de los acontecimientos bélicos, etc. Persiste ostensiblemente, sin embargo, un enorme y grave vacío: mostrar –siquiera a manera de hipótesis– la lógica y racionalidad de la expansión imperial. Ensayaremos pues una versión a este respecto, tratando de responder las siguientes interrogantes: ¿tiene alguna racionalidad el hecho de que la progresión de las conquistas fuera la que se dio y no otra?, y, ¿por qué se conquistaron determinados territorios y no otros?
En la época (siglo iii aC) el pueblo romano estaba constituido por aproximadamente 3 millones de personas. Y su ejército estaba compuesto por más de 290 000 hombres . Era pues, como podemos entrever, una potencia militar; puede suponerse incluso que era, largamente, la más importante de Europa. Mas ello tenía que corresponderse, necesariamente, con un economía muy próspera, quizá también mayor y más dinámica que la de cualquiera de sus vecinos, capaz de generar los enormes excedentes que permitían mantener en el ejército a una población tan numerosa al margen de las actividades productivas. Extrañamente, sin embargo, y para esa fecha, ni la imagen de una potencia militar ni la de una economía grande y sólida son precisamente las que nos muestran la mayor parte de los libros de Historia.
El primer objetivo de los gobernantes y generales romanos fue dominar y consolidarse militarmente en su propio territorio. De allí que era imprescindible conquistar las colonias griegas que subsistían en el extremo sur de la península. La primera victoria internacional de los romanos, se logró en el año 280 aC. Grecia, en profunda crisis, sin reponerse de la catástrofe económico–militar que suscitó la megalomanía de Alejandro Magno, fue incapaz de responder la reivindicación territorial de los romanos. A partir de allí, ¿podían acaso los generales romanos iniciar la expansión imperial en Europa, lanzándose primero hacia el norte o hacia el este, dejando –peligrosa e ingenuamente– en la retaguardia al Imperio Cartaginés, que controlaba Sicilia, Córcega y Cerdeña, ubicadas en las inmediaciones mismas de Roma, y que, por lo demás y sin duda, los romanos consideraban territorio “naturalmente” propio? Ciertamente no.
Liquidar al imperio de Cartago era, inexorablemente pues, el objetivo estratégico más importante de los estrategas romanos. Y procedieron en consecuencia con ello a partir del 264 aC, iniciándose la Primera Guerra Púnica. Es absurdo por eso sostener –como por ejemplo lo hace Barraclough –, que “más por casualidad que por voluntad, los romanos y cartagineses entraron en conflicto…”. La prueba más concluyente de que el principal y estratégico enemigo de Roma era el vecino Imperio Cartaginés, está dada por el hecho de que Roma no emprendió ninguna otra conquista sino hasta derrotar a Cartago, al finalizar la Segunda Guerra Púnica, tras 60 años de enfrentamiento, en el 201 aC.
El Imperio de Cartago, como generalmente sí se admite en los textos de Historia, era, hasta entonces, la mayor potencia económica y militar del Mediterráneo. En virtud de ello, y no por casualidad, Cartago tenía “el monopolio del comercio marítimo en el Mediterráneo occidental” . Es decir, controlaba el destino y los precios de la riquísima producción agrícola del valle del Nilo, pero también la de Mesopotamia. La derrota de Cartago sólo podía llevarla a cabo, pues, una potencia equivalente. ¿Cómo había alcanzado el pueblo romano esa prosperidad económica? ¿Había sido acaso que desde las décadas precedentes el clima era particularmente benéfico con el pueblo romano, permitiéndole excedentes económicos extraordinarios? ¿Qué papel jugó la voluntad del pueblo romano y de la sus dirigentes en la formación de esa sólida y próspera economía que los estaba colocando en el centro de la nueva gran ola de Occidente? Son pues preguntas que aún la ciencia debe responder.
Las que finalmente fueron las muy costosas tres guerras Púnicas, y que enfrentaron durante 120 años a los ejércitos y armadas más poderosas del Mediterráneo de entonces, bien pueden ser consideradas como las “guerras mundiales” de la época. El definitivo y aplastante triunfo sobre Cartago supuso, con el dominio y control romano de los territorios de aquél, el inicio de la formación del Imperio Romano: el pueblo romano dominando el norte de África (en lo que hoy son territorios de Libia, Argelia, Túnez, Marruecos) y el sur de España.
La ola había empezado entonces a expandirse y a arrasar con todo lo que estaba a su paso. ¿Puede alguien sostener que los antecesores de los libios, argelinos, tunecinos, marroquíes y españoles del sur, tenían previsto pasar, violenta e inmediatamente, de la dominación de Cartago a la de Roma? ¿Puede sostenerse que era eso lo que ellos querían y más anhelaban? No. Todo ello sobrevino al margen de su voluntad, contra su voluntad. Una fuerza inexorablemente más fuerte los aplastó y dominó, a partir de ese momento, y por siglos.
Liquidado Cartago, con la retaguardia bien protegida, Roma recién podía emprender la conquista de Europa y del resto del Mediterráneo. A partir de allí, y en poco más de 150 años, el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión, conquistándose el inmenso territorio de decenas de pueblos y naciones. La ola había alcanzado su punto más alto y su más amplia envergadura. ¿Puede sostenerse que estaba en la voluntad de los españoles, franceses, ingleses, belgas, holandeses, alemanes del oeste del Rin, suizos, austriacos, macedonios, griegos, turcos, armenios, sirios, libaneses, palestinos y egipcios, caer bajo la violentísima dominación militar de los italianos? ¿Puede afirmarse que todos ellos “querían” la guerra, que todos ellos ambicionaban ser conquistados?
Pues bien, ¿por qué se conquistaron esos territorios y no otros? Grecia, Yugoslavia, Austria, Suiza, Francia, Bélgica y España, porque –como resulta obvio viendo el mapa–, constituían el entorno inmediato de la península itálica, sus vecinos inmediatos, sus “víctimas naturales”. Francia y España eran, además, despensas agrícolas y ganaderas muy apetecibles y proporcionaron grandes botines y riqueza mineral a los gobernantes romanos. Menor importancia a este respecto tuvieron Inglaterra y Holanda, así como la pequeña franja oeste de Alemania al oeste del Rin, mas todos esos territorios iban a complementar los enormes saqueos que habían decidido emprender los conquistadores. Suiza, que quizá era un territorio económicamente poco apetecible en sí mismo, era, no obstante, el obligado territorio de tránsito de los legiones romanas hacia el oeste (desde Inglaterra hasta España). Y Austria el espacio por donde tenían que trajinar las legiones que se desplazaban al este (Yugoslavia –Macedonia– y Grecia).
El valle del Nilo, a 15 días de navegación desde Roma, era en la época la más grande e inagotable despensa de trigo del planeta, es decir, un codiciadísimo botín. Los territorios de Siria, Líbano e Israel de hoy, tenían gran importancia porque eran el punto de acopio, tanto de la variadísima producción agrícola que se cosechaba en los fértiles valles del Éufrates y el Tigris, como de la producción que procedía de la India y, a través de la “Ruta de la Seda”, la que procedía desde China. Finalmente, Turquía y Armenia, que quizá eran también territorios agrícolamente pobres, tenían, no obstante, una gran importancia estratégica: constituían un tapón contra las siempre peligrosas ambiciones expansionistas de los persas (que los romanos conocían sin duda por la historia de Grecia).
En el siglo ii aC, cuando se iniciaron las grandes conquistas romanas, ¿qué razones podían esgrimir los conquistadores para tan grande avasallamiento? ¿Acaso la de sustituir el “panteísmo inferior” de los “bárbaros” por el “panteísmo superior” de los romanos? ¿Acaso iluminar a los “bárbaros” con la cultura romana? ¿Eran “evangélicas” y “alfabetizadoras” sus razones? No. Todas las “buenas razones” de las conquistas romanas han sido elaboradas y “racionalizadas” después –en los siglos siguientes– por los panegiristas del imperio, que pulularon siempre, sedientos de reconocimiento, en torno al poder de los césares. Dejemos de engañarnos, en el siglo ii aC, los conquistadores romanos, a cuya cabeza estuvieron los sectores dominantes y privilegiados del propio pueblo romano, fueron impelidos, única y exclusivamente, por ambiciones de riqueza, de poder y de “grandeza”, contra las que, en la época, no había cortapisas, ni límites de ningún género, salvo las que definían las propias fuerzas del conquistador, que arrollaban mientras podían.
Rápidamente las ambiciones fueron rindiendo sus frutos. Los “valiosos botines [… y…] la riqueza que manaba de las provincias conquistadas (…) permitió suprimir totalmente los impuestos directos a los ciudadanos romanos” . Es decir, los ciudadanos (esclavistas virtualmente todos), que no eran sino los que conformaban el sector privilegiado de la sociedad romana, dejando de pagar impuestos, automáticamente pasaban a ser más ricos, a expensas de las contribuciones que remitían a Roma poblaciones remotas y desconocidas. Y con las que se financió, además tantas gigantescas construcciones que la economía romana, por sí sola, y durante el mismo período, no hubiera podido solventar: arcos, columnatas, palacios, coliseos, baños recreacionales y banquetes descomunales; un presupuesto militar que a cifras de hoy sin duda tendría magnitudes exorbitantes.
Roma, pues, fue en centro de una cuantiosísima transferencia de riquezas que llegó desde la periferia conquistada. ¿Puede sostenerse que ese sacrificio estaba dentro de los objetivos de los pueblos conquistados? Pero sí puede afirmarse, por el contrario, que ello estaba dentro de las desmedidas ambiciones de los gobernantes y los miembros del sector dominante del pueblo romano.
¿Cómo se explica, finalmente, que el Imperio Romano no fuera aún más grande en territorio, ya sea hacia el norte, o hacia el este y el sur, en incluso hacia el oeste? ¿No fue más allá de los límites alcanzados la ambición de los generales y emperadores romanos? Sin duda la ambición fue mayor. Mas las dimensiones del imperio eran realmente impresionantes en términos de la época, al extremo que muchas veces quedó en evidencia que resultaba difícil y complejo su manejo político, militar y administrativo.
En el mismo sentido, las enormes dimensiones del imperio obligaron a subdivisiones administrativas sucesivas que fueron exacerbando las ambiciones de autonomía de los gobernadores de las provincias del imperio, ambiciones éstas que atentaban contra los intereses del poder imperial central. Por lo demás, tras siglos de repartirse grandes botines, los generales y administradores romanos habían alcanzado enormes riquezas cuyo disfrute –con seguridad– estaba reñido con nuevas y siempre arriesgadas conquistas para las que eran cada vez más renuentes. Pero, además, en el cenit del imperio, los gobernantes y generales romanos debieron tener conciencia del riesgo que representaba el hecho de que, para controlar el enorme territorio, las legiones estaban, cada vez más numerosamente compuestas de soldados de los pueblos conquistados, es decir, de enemigos potenciales, que de soldados romanos. El imperio, pues, pero esta vez a despecho de la ambición romana, había llegado a sus máximas dimensiones posibles, a un límite irrebasable.
En este sentido, sin embargo, una vez más tocó a la naturaleza jugar un papel decisivo. En efecto, no es una simple casualidad que, como hemos mostrado en el mapa, hacia el norte, el límite del imperio haya estado constituido por el Rin y el Danubio. Sin duda, los dos más grandes y caudalosos ríos de Europa Central –pero en particular el Rin, “ancho, impetuoso y profundo”, como reconoció Julio César – resultaron una barrera muy difícil de superar y más aún de dominar. Pero también debe considerarse que, con la tecnología disponible en la época, construir los enormes puentes fluviales y flotas que demandaba controlar esos ríos, resultaba una operación posible pero poco rentable, habida cuenta de los fríos y poco productivos territorios que habitaban los “bárbaros” germanos al este del Rin y al norte del Danubio (húngaros, rumanos y polacos). Cuán poco productivos resultaron a ojos de los romanos los territorios de Europa del Norte, que César, después de construir un sofisticado y costosísimo puente sobre el Rin, luego de permanecer sólo dieciocho días al otro lado del río quemando pueblos y aldeas…
…dio la vuelta (…) y deshizo el puente .
Hacia el este, como está dicho, el Imperio Persa era un enemigo que, además de lejano, y por consiguiente costoso de conquistar, era de cuidado. Tampoco es una simple casualidad, entonces, que, en el siglo iii dC, correspondiera precisamente al Imperio Persa, con invasiones y sucesivas victorias militares, acelerar la debacle del Imperio Romano. Hacia el sur, un obstáculo insalvable –e improductivo objetivo– fue el enorme desierto del Sahara. Y por el oeste, el océano Atlántico fue un gigantesco reto que los marinos romanos virtualmente nunca intentaron superar. El mundo náutico de los romanos, pues, terminaba en Gibraltar. Resultan entonces consistentes y poderosas las razones que permiten entender la extensión y límites del Imperio Romano.
Todo parece indicar entonces –como creemos–, que no ha sido la voluntad del hombre la que definió: a) que un pueblo, como el romano en este caso, se convierta en el centro hegemónico de una ola; b) los límites y la envergadura de la ola; c) que los pueblos que circundaban el centro de la ola cayeran bajo la dominación de la misma, y; d) que los pueblos de la periferia mediata quedaran fuera de ella.
Si durante la expansión de la Quinta Ola la voluntad de los pueblos de Europa, Asia Menor y del norte de África hubiera estado en juego, es decir, si sus intereses y objetivos, deliberados y concientes, hubieran intervenido en la definición de los acontecimientos, el mapa del Imperio Romano habría sido completamente distinto. Habría sido, por ejemplo, uno como el mostramos en el Gráfico Nº 19, o una variante de él.
Un mapa como ése –o cualquier de espíritu equivalente– habría mostrado que, efectivamente, la voluntad de todos los actores en escena había estado presente, con el Grespeto y acatamiento de todas las partes intervinientes. Así, los pueblos que arbitrariamente hemos numerado 1–2–3, habrían puesto de manifiesto que, de modo voluntario, hicieron prevalecer sus propósitos de independencia frente al “Estado X”, adscribiéndose por el contrario a la administración del “Estado Y”. Y los pueblos que hemos identificado de A–B–C, dentro del área de influencia inmediata de éste, pero bajo el arbitrio de su libre voluntad, habrían reclamado y logrado pertenecer a aquél. Dentro del mismo esquema, en el área de influencia del “Estado X”, el pueblo al que hemos denominado 4 se habría mantenido independiente de éste, manifestando simpatías y proclividad de alianza con el “Estado Y”; y el que hemos denominado D, por el contrario, simpatías y proclividad de alianza con el “Estado X”. Y finalmente los territorios definidos como R–S–T se habrían manifestado neutrales, absolutamente independientes.
No obstante, por lo que hoy conocemos de la historia –siendo a estos efectos difícil prescindir de una experiencia tan cercana como la que se vivió durante la Guerra Fría–, no es difícil establecer las siguientes conjeturas: a) el “Estado X” habría ejercido enormes presiones sobre los pueblos 1–2–3 para incorporarlos a sus dominios; y el “Estado Y” habría hecho otro tanto en relación con los pueblos A–B–C; en uno y otro caso los pueblos correspondientes estaban dentro del área “natural” de influencia de cada potencia; b) el “Estado X”, en relación con el pueblo 4, y el “Estado Y”, en relación con los pueblo D, habrían realizado también grandes presiones para someterlos respectivamente a sus dominios. Por ultimo, equidistante de ambos centros de poder, el pueblo S habría soportado amenazas y recibido ofrecimientos de todo género de las potencias rivales.
Para todos sus efectos, el inverosímil caso planteado habría representado a las dos potencias un gasto militar cuantioso y una también muy costosa politica internacional, que en suma les habría minado sensiblemente sus presupuestos de inversión.
No obstante, de haberse mantenido en el tiempo un mapa con la configuración señalada, sí habría quedado demostrada la prevalescencia de la voluntad de todas y cada una de las partes.
Este singular ejercicio, pues, no tiene otro objeto que: a) patentizar que el proceso de expansión y la magnitud alcanzada por cada una de las olas de la historia –cada una con las limitaciones propias de su tiempo–, ha tenido una racionalidad que la historiografía tradicional virtualmente no se ha preocupado en mostrar, y; b) sobre todo, mostrar que, como nos parece cada vez más consistentemente, la voluntad de los pueblos –el del centro de la ola, los que cayeron bajo su hegemonía, y los que quedaron en la periferia– no ha estado en juego. Unos y otros jugaron los roles que las circunstancias, y no ellos mismos, hacían posible.
Ello nos resulta sumamente claro y evidente. No obstante, el enraizado prejuicio de que “cada pueblo es dueño de su propio destino” y, más aún, la absurda hipótesis de que –como regla general– está a disposición de los pueblos “elegir o no la guerra” –y sus consecuencias–, nos obligan a abundar un poco más a fin de contribuir a erradicar esos prejuicios anti–históricos. En efecto, resulta harto evidente que frente a la arrolladora fuerza de los ejércitos imperiales romanos, la inmensa mayoría de los pueblos de la periferia de la península itálica no tuvieron alternativa –o, si se prefiere, no tuvieron “escapatoria”–, y, conquistados, pasaron a formar parte del imperio.
Los “bárbaros”
Como recuerda Asimov , los hoy denominados griegos, desde muy antiguo, dicotómicamente dividieron a los pueblos en dos grupos: de un lado, ellos, los “helenos”, y del otro, “todos los demás”. En otros términos, para ellos sólo había helenos y barbaroi. Y “barbaroi”, por cierto, eran todos aquellos que no hablaban el idioma de los habitantes de la Hélade.
“Barbaroi” –que en castellano pasó a ser “bárbaros”–, eran pues los “extraños” a los helenos, los “extranjeros”, todos los extranjeros. Así, en el tiempo en que en todo el Mediterráneo predominaba la cultura y el imperio faraónico, y la Hélade era aún un territorio primitivo y casi desconocido, para los helenos también eran “bárbaros” los muy prestigiados y hegemónicos egipcios. “Bárbaro”, pues, en sus orígenes, era un gentilicio genérico, un sustantivo, no un adjetivo calificativo.
Pero cuando al cabo de siglos los griegos alcanzaron un gran desarrollo, y se convirtieron en el centro expansivo y modelo de la civilización occidental, los “bárbaros” ya no sólo eran considerados extranjeros, sino, por comparación, también “incivilizados“.
Así, poco a poco el término fue adquiriendo cada vez más connotaciones peyorativas, hasta, finalmente, denotar sólo calificaciones despectivas. Los romanos difundieron y generalizaron aún más el uso del término, consolidando y agravando su agresiva nueva connotación.
Hoy, llevándose al extremo las connotaciones peyorativas del término, entre el común de los pueblos –siguiendo por ejemplo al historiador sueco Carl Grimberg–, ya no se habla sino de “hordas bárbaras” .
La República Romana, antes de erigirse en imperio, estaba pues completamente rodeada de “bárbaros”, de pueblos extranjeros. Con el tiempo, muchos de esos pueblos “bárbaros” fueron conquistados y pasaron entonces a formar parte del imperio. Pero la Historia oficial romana –y con ella la Historia tradicional que se lee y estudia en nuestro tiempo–, se encargaron de que durante la mayor parte del Imperio Romano “los bárbaros salieran completamente de escena”. Y, muy extraña y sospechosamente, se les hizo –y hace– reaparecer de improviso durante la crisis final del imperio. Intentaremos pues llenar el vacío –resolver la inconsistencia de la Historia tradicional–, a fin de descubrir si se encuentra o no relación entre los “bárbaros” que había antes de la formación del imperio y los que “aparecieron” a la caída del mismo. Veamos.
Confrontados ante el expansionismo militar romano, algunos pueblos pudieron elegir, tuvieron alternativa. Mas, en rigor, debe decirse que tuvieron una sola posibilidad: “escapar” del vendaval romano. ¿Cuáles fueron esos pueblos, dónde estaban ubicados, por qué ellos sí pudieron escapar y hacia dónde fueron? Focalicemos entonces un instante nuestra atención en el Gráfico Nº 20 (en la página siguiente).
Como puede apreciarse, los pueblos de la península ibérica y la mayor parte de los pueblos de Francia (Galia), además de no haber podido enfrentar con éxito a los ejércitos romanos, también más allá de su voluntad se vieron impedidos de escapar. No tenían a dónde ir huyendo del vendaval romano. Ciertamente los océanos no eran una alternativa.
Los que huyeron del terror romano
Los anglos, pictos y escotos, para su fortuna, pero no porque la voluntad lo decidiera, asentados en las islas británicas, estaban apenas separados del continente por el estrecho Mar del Norte. Lograron pues trasladarse hasta la margen derecha del Rin. Otros, como los belgas, helvecios y otros pueblos asentados en la margen izquierda del Rin, entre los que también había germanos, tuvieron la también la circunstancial y no deliberada chance de estar próximos para cruzar el río y trasladarse a compartir el frío y poco poblado gran territorio de Europa del Norte con los germanos de la ribera derecha y otros pueblos de la zona. También ello, sin duda, debió ocurrir con los bávaros, los eslavos y otros pueblos de la margen derecha del Danubio, que también se desplazaron a territorio germánico.
Los germanos de Europa del Norte –dijo Julio César–:
…tienen por la mayor gloria (…) que todos sus contornos por muchas leguas estén despoblados .
El casi desocupado territorio se prestaba pues para ser invadido por quienes precipitadamente huían. Pero ¿por qué desocupado territorio? –podemos preguntarnos–. Pues porque el área era agrícolamente muy pobre, comparada por lo menos con el de Francia. El propio Julio César lo expresó en los siguientes términos:
…no tiene que ver el terreno de la Galia con el de Germania.
Pero, así como la agrícola, la producción minera de esos territorios de Europa del Norte tampoco fue ambicionada por los emperadores romanos, que bien sabían que en dichos rincones era escasa.
Todo apunta a pensar pues que la Europa del Norte, a la derecha del Rin y sobre la izquierda del Danubio, fue el territorio de refugio de los pocos pueblos que, estando en las inmediaciones, pudieron llegar hasta allá para –en palabras de Aulo Hircio , romano con el que más–:
…evitar el yugo del imperio.
Y así lo hicieron. En este caso, entonces, también fueron las circunstancias –y no fundamentalmente su voluntad– la que definió la conducta de esos pueblos.
Son sin embargo necesarias algunas precisiones para afianzar el valor de la hipótesis de que Europa del Norte fue una zona de refugio en la que miles y miles de hombres escaparon del yugo romano. Durante el proceso inicial de expansión del Imperio Romano, y desde mucho tiempo atrás, en efecto, los germanos, ambicionando las ricas tierras al oeste o izquierda del Rin, es decir,
…atraídos de la fertilidad del terreno…
–como admite el propio César , sin ambages y en elocuente prueba de cómo tanto los romanos como los no romanos valorizaban la riqueza natural disponible–, cruzaban constantemente el río e invadían las tierras de los galos, belgas y suizos. César
–se dice a sí mismo en sus memorias–:
…es quien, o con su autoridad y el terror de su ejército (…) o en nombre del Pueblo Romano, puede intimidar a los germanos, para que no pase ya más gente los límites del Rin, y librar a toda la Galia de la tiranía de [los germanos]
–e imponer la tiranía romana, hay que agregar–.
Sin duda, y desde siglos atrás, los germanos, huyendo del frío o para aprovisionarse para el invierno, cruzaban el Rin hacia el oeste, saqueando, capturando rehenes y en general aterrorizando a sus víctimas . En algún momento anterior, sin embargo, y muy posiblemente en presencia de clima cálido, como refiere el propio César se había experimentado el proceso contrario: los galos invadían las tierras de los germanos, al otro lado del Rin . Se trataba entonces de pueblos que por centurias se disputaron y guerrearon por los mismos territorios, quizá fundamentalmente en razón de las variantes circunstancias climáticas –tal como a título de hipótesis planteamos en el Gráfico Nº 21–. Mas en el período en que se dieron las avasallantes conquistas militares de Julio César, el predominio militar sobre sus vecinos lo habían estado teniendo los germanos.
Pues bien, durante sus campañas en lo que hoy es territorio de Suiza, Julio César afirmó que –a imitación de viejas prácticas que para su época dio cuenta Herodoto –, miles de hombres, conjuntamente con sus ancianos padres, mujeres e hijos, “huyendo del terror germano”, habían abandonado sus tierras: 36 000 tulingos (o turingios, que no serían otros que los suizo–italianos, de la vecindad del Turín de hoy); 32 000 boyos (o bávaros, que a su vez no serían otros que los suizo–alemanes, de las proximidades de
la Baviera de hoy); así como 273 000 suizos (que bien podemos presumir eran suizo–franceses); y, entre unos y otros, 92 000 adultos en edad de trabajar y guerrear.
…entre todos componían trescientos sesenta y ocho mil,
–anota escrupulosamente el guerrero y cronista romano –. ¿Debemos aceptar al pie de la letra que, como dice César, aquellos hombres tan cuidadosamente censados en verdad huían del terror germano?
De los 368 000 que habían escapado, el conquistador sólo logró hacer regresar a 110 000 –como él mismo admite –. Es decir, a sólo uno de cada tres. En otros términos, siete de cada diez, no regresando a sus tierras, mostraban que, más que a los germanos (a cuyas tierras fueron a parar), temían a los romanos (de cuyas manos escapaban). ¿No ha sido acaso el propio César el que nos ha dicho que se tenía “terror de su ejército“?
Sí, ese terror ya lo habían experimentado los eduos, santones, tolosanos, centrones, gravocelos, caturiges, voconcios, segusianos, ambarros y alóbroges, todos los cuales, además de perder las guerras, además de entregar alimentos y animales a los ejércitos conquistadores, habían tenido que entregarles como rehenes a muchos de sus hijos e hijas.
Como lo reconoce el propio Julio César, muchos de los pueblos con los que guerreaba estaban absolutamente dispuestos a abandonar sus tierras y refugiarse en territorios propios o extraños pero lejanos, en vez de someterse al yugo del conquistador. Llegado el momento, se proveían de harina para tres meses de caminata, prendían fuego a sus comarcas y quemaban el resto de las cosechas y sembríos…
…para que perdida la esperanza de volver a su patria, estuviesen más prontos a todos los trances…
Habrá de ser el mismo César el que nos dé la pauta del destino geográfico de los grupos de boyos que huyeron. En efecto, éstos –antecesores de los suizo–alemanes y de los bávaros de hoy–, que por cierto también eran germanos, atravesando unos el Rin y otros el Danubio, se habrían dirigido al norte de su propio territorio que –como informa César–, limitaba con el de los pueblos noricos , a los que hoy identificamos como “nórdicos”. Por su parte, los grupos de tulingos o turingios –antecesores de los suizo–italianos de hoy–, atravesando también el Rin, se habrían refugiado en una probablemente poco hospitalaria y despoblada selva germana, a la que habrían terminado dando el nombre con la que hasta hoy se le conoce: “Selva de Turingia”.
Por último, puede razonablemente presumirse que similar fue el destino de aquellos grupos a los que César denomina simplemente helvecios y que –por descarte– asumimos que se trata de los antecesores de los suizo–franceses de hoy. Los que fueron recapturados habrían sido aquellos que erróneamente se dirigieron hacia el oeste y el noroeste de su territorio. El resto, la mayoría que exitosamente alcanzó a autoexiliarse, coherentemente con la pauta que ofrece el mismo César, habría pues terminado alojándose en el territorio germano de la Europa del Norte, quizá al cabo de varias etapas, y quizá por diversos caminos. En efecto, César informa de 6 000 helvecios de un cantón suizo que…
…se retiraron hacia el Rin y las fronteras de Germania .
Efectivamente, entonces, los territorios de Europa del Norte, en general, y, dentro de ella, los de los germanos, en particular, habrían servido como una suerte de “refugio universal”. Ésa fue la única área de Europa Occidental que nunca llegaron a conquistar los romanos. Fue pues, a la postre, un refugio seguro.
Es verdad, como ya hemos indicado, que en los escritos de César –y a partir de ellos en la historiografía tradicional–, se insiste bastante en que muchos pueblos, entre los que se encontraban los suizos, galos y belgas, temían y odiaban a los germanos que constantemente los invadían desde el otro lado del Rin. ¿Cómo explicar, entonces, que las “víctimas” de los germanos fueran a refugiarse en el territorio de éstos? Quizá para otras circunstancias sería suficiente –para resolver esa aparente inconsistencia– con recurrir al principio estratégico según el cual “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”. En virtud de ello, ante la ferocidad mostrada por los romanos, muchos de los pueblos que eran enemigos entre sí habrían realizado alianzas para neutralizar o luchar contra el enemigo común o para escapar de él. Sin embargo, no será necesario incurrir en especulaciones gratuitas cuando, una vez más, es el testimonio del propio César el que termina resolviendo la aparente inconsistencia. En efecto, César admite, por ejemplo, que se vio obligado a desplegar grandes esfuerzos…
…para impedir que (…) se coliguen naciones tan poderosas –como los galos, los belgas y los germanos –.
Las referencias de César a este tipo de alianzas tácticas son innumerables y, en general, sus protagonistas estuvieron repartidos en toda Europa, tanto en la continental como en la insular. Así, él mismo informa que los pueblos de Bretaña, antes de que sus ejércitos invadieran la isla, abiertamente habían apoyado a los galos en su lucha contra los romanos .
Ante tan inobjetables evidencias, ¿cómo desconocer, entonces, que, en el contexto de esas alianzas, y sin otra alternativa de por medio, los germanos de la margen derecha del Rin –y de la izquierda del Danubio–, así como los nórdicos, accedieran a acoger en su vasto, despoblado y frío territorio a miles y miles de hombres, mujeres y niños que huían del yugo romano? Si, como puede presumirse, más de 250 000 huyeron durante las campañas de Julio César, ¿cuántos más no habrán hecho lo mismo en los siguientes 300 años del imperio?
César, reiteradamente, nos ofrece la evidencia de pueblos que, ante la ostensible disparidad de fuerzas, huían de la amenaza de los ejércitos romanos y se refugiaban en las entrañas de los bosques, esparciéndose…
…por todas las partes de la selva ; …los vecinos al Océano en los islotes que suelen formar los esteros , etc.
Y más aún, algunos pueblos, no obstante habitar en las tierras orientales del Rin…
…desde que supieron de cierto la venida de los romanos (…) se habían retirado tierra adentro a lo último de sus confines .
En fin, como admite César:
…cada cual se guardaba donde hallaba esperanza de asilo a la vida, o en la hondonada de un valle, o en la espesura de un monte, o entre lagunas [inaccesibles] .
En síntesis, pues –retomando la hipótesis general–, parte de la población de algunos pueblos –como los anglos, sajones, galos, belgas, suizos y otros–, y porque estuvo a su alcance, “eligió la paz”, pero al precio de abandonar sus preciadas tierras ancestrales. Ello sin embargo no fue suficiente para evitar todas las consecuencias de la agresión imperial. En efecto, los millares y millares de hombres que como se ha visto lograron escapar hacia Europa del Norte, ciertamente no fueron conquistados, pero sufrieron, durante siglos, los rigores del destierro. Mas, como si ello no bastara, ese destierro –al propio tiempo forzado y voluntario– ha dado origen –como veremos más adelante–, a gruesas incomprensiones y distorsiones historiográficas.
Pues bien, a diferencia de los que pudieron huir, la mayoría de los pueblos conquistados por los romanos no tuvo alternativa. Tuvieron inexorablemente que resignarse a sufrir el alto precio de la conquista: fue el caso de todos los habitantes de la península ibérica, y de casi todos los galos, rumanos, griegos, armenios, sirios, libaneses, palestinos, israelíes, egipcios, libios, tunecinos, argelinos y marroquíes. Sin haber “elegido la guerra” fueron obligados a sufrirla en todos sus extremos. Amantes de la paz en tanto que –como afirma el propio César– “naturalmente (…) celosos de su libertad y enemigos de la servidumbre”, fueron obligados a la guerra; y –como admitirá en otro momento– fueron obligados a sentir…
…en el alma el haber perdido la soberanía… .
Mal puede entonces seguirse insistiendo, con tanta superficialidad y simplismo, y con tanta irresponsabilidad y desvergüenza, que “todos los pueblos pueden elegir la paz”, o, a la inversa, que “todos pueden elegir la guerra”. Ni una ni la otra dependen sólo de los pueblos y sus gobernantes. Por lo general, como está visto, más que la voluntad de las víctimas pesan las circunstancias en las que se catapulta un pueblo hasta convertirse en conquistador y protagonista de un imperio.
Pues bien, el éxodo –a la vez forzado y voluntario– que hemos analizado extensamente, no fue la única modalidad de destierro que se conoció durante el Imperio Romano. En efecto, como ya habían realizado los imperios de Mesopotamia, Egipto, Grecia, y como también haría siglos más tarde el Imperio Inka en los Andes, los romanos desplazaron grandes contingentes militares a expandir primero el imperio y a cuidar luego las fronteras del mismo a sus cada vez más alejados y remotos confines.
Pero, además, en el contexto de las conquistas imperiales, otra forma de destierro la experimentaron las poblaciones conquistadas que, compulsivamente, fueron desplazadas desde su tierra natal a diversos espacios dentro de los límites del imperio, por lo general a poner en producción tierras eriazas. Esa modalidad la aplicaron sistemáticamente los romanos en Europa. César, sin embargo, alude indirectamente a ella en una sola ocasión, cuando, hablando de los suizos, afirma que…
…estaban ellos prontos a ir y morar
donde [él] lo mandase y tuviese por conveniente .
Bien puede ponerse en duda sin embargo que los suizos y cualquier otro pueblo estuvieran “prontos” a ir donde al conquistador viniera en gana, o, si se prefiere, “voluntariamente dispuestos a desarraigarse de sus tierras”.
A ese respecto, el prestigioso historiador español Rafael Altamira afirma categóricamente que los romanos “cuando hallaban gran resistencia [entre las poblaciones de la península] aplicaban procedimientos duros y crueles, desterrando a
puntos lejanos
grupos enteros de población…” .
No puede soslayarse sin embargo que, en una nueva y deplorable omisión, la historiografía tradicional no haya seguido el rastro de esos desplazamientos forzados, y menos pues se haya señalado los parajes a donde fueron confinados. Ese vacío, ese silencio, ha dado lugar –como trataremos de mostrar– a errores de análisis e interpretación, tan mayúsculos que su corrección podría dar origen a un sensacional vuelco respecto de las más comúnmente aceptadas tesis sobre la “caída del Imperio Romano”.
Pues bien, el Gráfico
Nº 22 muestra, pero ya para el siglo iii dC –constatándose así el vacío al que acabamos de referirnos–, es decir, ya sólo para las postrimerías del imperio, la ubicación de los principales pueblos “bárbaros” de Europa, dentro y fuera del territorio imperial. De él, sin embargo, tras excluir a los pueblos que deliberadamente huyeron del terror romano, deduciremos cuáles habrían sido entonces los herederos de grandes grupos que los romanos arrancaron de sus tierras para transplantarlos en otros y lejanos territorios.
Se reconoce pues a los sajones (1) y a los anglos (2) que, como venimos asumiendo, serían los descendientes de aquellos que, cuatrocientos años antes, habrían fugado de Inglaterra poco antes y/o durante la conquista romana a la isla.
Se identifica también a los francos, en la margen derecha y central del Rin (3), que no serían sino herederos de aquellos grupos de galos y belgas que escaparon de las manos de los ejércitos de César. En la vecindad, en menor número, estaban los burgundios, que no por simple casualidad habían sido también sus vecinos antes de partir: los “borgoñeses”, viejos habitantes de la Borgoña francesa.
Están además los lombardos (4), casi en la cabecera izquierda del Danubio. ¿Cómo y de qué lugar habrían llegado los lombardos? No se nos dice. No obstante, ¿no es acaso Lombardía la amplia zona del norte de Italia a la que pertenece Turín? ¿No resulta entonces consistente asumir que los lombardos no eran sino los descendientes de los tulingos –o, mejor, turingios– que mostró César abandonando sus tierras para escapar del yugo imperial?
Todos los anteriores, pues, pertenecerían –a la luz de la primera hipótesis que venimos planteando sobre este tema–, al conjunto de pueblos en los que una parte significativa de su población, forzada pero también deliberadamente, migró para escapar de las garras del imperio. ¿Formaban también parte de ese conjunto los marcomanos, erulos, jutos y gepidos –a los que Barraclough ubica en uno de sus mapas –? Quizá.
Pero asimismo encontramos a los germanos (5), básicamente en el territorio de lo que es la Alemania actual. Unos, quizá la minoría, habían llegado del otro lado del Rin. Para la inmensa mayoría, sin embargo, ése era su territorio ancestral y del que nunca tuvieron que migrar.
Pero había además dos grupos de ostrogodos
(6), unos en la margen izquierda y central del Danubio, y otros en torno a las nacientes del Vístula. Mas sobre ellos haremos un mayor desarrollo inmediatamente después, porque se trata de un caso sobre el que planteamos una segunda hipótesis.
Y el gráfico muestra por último a los suevos (A) –también llamados cuados y quades , según parece por deformación fonética del nombre–; y a vándalos (B), visigodos (C), avaros (D) y alanos (E). Sus casos ameritan también un mayor desarrollo, en tanto permiten plantear a su vez una tercera y diferente hipótesis.
¿Viejos destacamentos de frontera?
Parte de la Historia tradicional presenta a los ostrogodos posesionados de un “área de buenos pastos” irrigada por generosos ríos rusos –como precisa Barraclough –. La descripción del territorio “ostrogodo” que hace dicho historiador corresponde más bien al territorio de los avaros y alanos. Más adelante, sin embargo, fundamentaremos las razones por las que Barraclough, como muchos otros historiadores habrían caído en ese error.
Ostrogodos
El examen de la información más divulgada permite definir sin embargo que los territorios de los ostrogodos eran los dos que indicamos en el Gráfico Nº 22, es decir, territorios de la Hungría de hoy, al norte del Danubio (6a), y el valle del alto Vístula (6b) –Polonia–, en las proximidades de Cracovia ; ambos en torno a la Dacia, la última gran conquista imperial romana en Europa.
¿Qué sabemos de los ostrogodos que nos permita entender, durante la crisis de colapso del Imperio Romano, su viaje de más de 1 000 – 2 000 kilómetros hasta Roma; su asentamiento definitivo en la península italiana; y el no menos sorprendente hecho de que uno de ellos alcanzara a erigirse en el sucesor del último emperador romano?
Se nos dice, por ejemplo, que a partir del año 370 dC empezaron a huir hacia el oeste huyendo de las invasiones de los hunos. Sabemos también que 80 años después, en el 451 dC, se les vio en el centro de Francia, aliados con los ejércitos romanos y con otros “bárbaros”, pero esta vez derrotando a las temidas huestes de los hunos. Y que cuatro décadas más tarde, en el 493 dC, uno de ellos –Teodorico el Grande– se instaló como rey en la península, en Ravena, 300 kilómetros al noreste de la Roma que habían arrasado los visigodos en el 410 dC y los vándalos en el 455 dC.
¿Por qué el “grupo de ostrogodos” que supuestamente había salido en estampida huyendo de los hunos, abandonando sus ricas tierras paradójicamente terminó afincándose en la pobre y ya derruida Italia tras la derrota de los hunos? ¿Acaso sólo porque idos los vándalos e idos los visigodos había quedado el terreno a su disposición? ¿Qué los atrajo y cautivó de aquella península cuyos campos y ciudades lucían asolados por las secuelas de las pestes, la sequía, la hambruna y una brutal destrucción física en la que todos los protagonistas habían tenido arte y parte? ¿No es razonable presumir que derrotados los hunos que los habían empujado, estaban pues dadas las condiciones para retornar a “sus” tierras de Hungría y de Polonia–? ¿Por qué no lo hicieron? ¿Cómo explicar además su alianza militar con los romanos? Por último, una pregunta clave que, no obstante, está ausente en la mayor parte de los textos: ¿qué idioma hablaban los renombrados ostrogodos? Nada hasta aquí nos permite dar respuestas razonablemente verosímiles a esas interrogantes? Busquemos pues otros derroteros.
Teodorico había nacido en el 455 dC, es decir, el mismo año en que los vándalos saquearon Roma, y cuatro años después que la generación de sus padres había contribuido a derrotar a los hunos en los campos Cataláunicos de Francia. Si –como se afirma–, nació en Hungría, al norte del Danubio, bien pudo ser pues que sus padres no estuvieron como otros ostrogodos en los campos Cataláunicos, o que después de esa epopeya habían retornado a sus ricas tierras húngaras. Pero lo cierto es que el que llegaría a ser el rey de los “godos brillantes” –como los califica Robert López –, recibió luego una esmerada educación en Constantinopla. ¿Fue éste un premio especial por la contribución de los ostrogodos para librar de los hunos al desfalleciente imperio? No, como veremos, hay razones para pensar en otra posibilidad.
Como fuera, el hecho incontrovertible es que Teodorico, y sin duda otros ostrogodos que estaban dentro del área de influencia del Imperio Romano de Oriente, se educaban en Constantinopla. No eran pues extranjeros, ajenos y enemigos declarados del imperio. Los ostrogodos –nos resulta tan evidente– ¡eran súbditos del imperio! De allí que en los campos Cataláunicos, no como aliados –como erróneamente se sigue diciendo en los textos–, sino como parte de lo que iba quedando del ejército imperial, enfrentaron a los genuinos “bárbaros (extranjeros) hunos” –y sus aliados–. El hecho de que fueran súbditos del imperio ayuda a explicar también que, como se sabe, no participaran en los saqueos de Roma.
Teodorico el Grande, “diabólico” para unos, y “héroe sin tacha” para otros de los hombres de su tiempo , –y “gobernante sabio” para algunos historiadores modernos–, emprendió el viaje hacia Italia, cuando frisaba los 40 años de edad, ostentando probablemente poder económico y sin duda al mando de un destacamento militar no despreciable. Su objetivo militar no era destruir el imperio al que pertenecía, sino que tenía los mismos visos de las guerras civiles que en tantas ocasiones habían sacudido al imperio. Su único y muy preciso objetivo era derrocar y sustituir a Odoacro, el militar que acababa de asumir el puesto de “emperador” de un régimen que –en la práctica– ya no imperaba ni en Europa, ni en la península italiana y ni siquiera en Roma. No obstante, todavía resplandecía la estela de prestigio, de poder y de gloria del viejo y poderoso imperio y de los antiguos y omnímodos emperadores. Ello atrajo pues a Teodorico. Pero tuvo que resignarse a “reinar” en Ravena, dado que Roma tenía ya cuatro décadas en ruinas tras los saqueos de los vándalos y visigodos.
Así, la ceguera y la ambición llevaron a Teodorico y a los ostrogodos que lo seguían a un trono sin reino que, sin embargo, coherentemente con el origen de estas gentes, fue legitimado por el emperador del Imperio Romano de Oriente . Esto último también avala la hipótesis del origen no extranjero y la condición no “bárbara” de los ostrogodos.
Teodorico el Grande, desde su trono en Ravena, fue incapaz de empinarse por encima de sus pares. En efecto, no logró su meta de organizar una confederación que coordinara el accionar de los reyes diseminados en lo que había sido el antiguo territorio imperial, desde Alemania hasta el África . Fue incapaz de percibir que ya no había condiciones para restituir el viejo imperio. En fin, sin haber hecho realmente historia, figura en los textos –como tantos otros–, con una talla que, sin duda, no le corresponde.
A los ostrogodos se les viene atribuyendo la formación de un “reino” que ocupaba toda la Italia actual, gran parte de Austria y de Hungría, y todo lo que hoy son Eslovenia, Croacia y Bosnia. Es decir, buena parte del territorio que va de la margen derecha del Danubio hasta el Mediterráneo. ¿No resulta extraño que abandonaran del todo los espacios que se les asigna como lugar de origen? ¿No asoma ya como interpretación la posibilidad de que, a este respecto en la crisis final del imperio hubieran encontrado la oportunidad de abandonar las tierras que nunca consideraron propias, para regresar a las tierras a las que secularmente sentían pertenecer?
¿Eran pues ostrogodos los ostrogodos? Tal parece que no. Tal parece que eran “romanos” o, mejor aún, genéricamente “italianos”. Expliquémonos. Se dice textualmente, por ejemplo, que “el pueblo ostrogodo entero (…) pudo encerrarse durante algunos meses en los muros de Pavia –[al norte de Italia, muy cerca de Milán]– sin desalojar siquiera a los habitantes” . La frase del historiador norteamericano Robert López tiene una expresión absolutamente inverosímil: “el pueblo ostrogodo entero”. Ello es inaceptable si nos atenemos al hecho de que 80 años antes del nacimiento de Teodorico muchos ostrogodos, huyendo de Atila, se dispersaron. Muchos pues no estuvieron en Pavia. Por lo demás, debe pensarse que muchos, entre los que sin duda estaban los campesinos más viejos, decidieran quedarse en Hungría y Polonia que, por lo menos para ellos, ya habían pasado a ser “sus” tierras.
La frase de López, no obstante, ofrece dos pautas muy valiosas. En primer lugar, queda claro que el ejército de ostrogodos que acompañaba a Teodorico, sin ser despreciable, no era tampoco muy numeroso. ¿Cómo si no pudo guarecerse íntegro y durante meses dentro de los muros de Pavia? Siendo así, ¿cómo pudo entonces lograr la “hazaña” de conquistar Roma e Italia? ¿A tanta debilidad habían quedado reducidas las fuerzas del imperio que 40 años antes habían sido capaces de derrotar a los hunos de Atila, a los que más de una vez se ha atribuido el número de 700 000 entre adultos y niños?
La cita del profesor López da pie entonces para, en segundo término, preguntarnos: ¿cómo entender la pacífica convivencia de Teodorico y los suyos con los habitantes de Pavia? Sin duda, por el hecho de que Teodorico –educado por los “romanos” en Constantinopla, recordémoslo–, y todos los que lo acompañaban, hablaban el mismo idioma que sus improvisados anfitriones. Eran pues tan “romanos” o “italianos” como ellos.
¿Quiénes, pues, eran estos ostrogodos –nuestros cada vez más enigmáticos “bárbaros romanos”– contra los que nada ni nadie se interpuso en el camino hacia Roma? Nuestra hipótesis es que los tan nombrados ostrogodos no eran sino herederos de viejas colonias romanas, abandonadas durante siglos, cada vez más a su suerte, y con vínculos cada vez más débiles con el Imperio Romano –que ya para la fecha era el decadente y alicaído Imperio Romano de Occidente–.
Asumamos pues, por un momento, que las dos ubicaciones en las que la historiografía ha ubicado a los ostrogodos correspondían a otros tantos grandes destacamentos desplazados por el imperio para cuidar sus fronteras, en este caso las de Dacia. Y no es arbitrario suponer que ambos fueron grandes destacamentos militares. Al fin y al cabo, tras la derrota de los cartagineses, el gran peligro para los romanos lo constituía el Imperio Persa, que tantos dolores de cabeza había dado a los ejércitos de Grecia, historia que –insistimos– muy bien conocían los estrategas romanos. Es completamente razonable pues que los estrategas romanos siempre tuvieran el temor de un poderoso ataque persa por la retaguardia, que, bordeando el Mar Negro y atravesando Ucrania y Polonia, amenazara muy cerca a Roma. También contra esos ataques sorpresivos y de distante origen estaban curados de espanto los estrategas romanos, a raíz de la increíble incursión cartaginesa que había liderado Aníbal. Éste –como se recuerda–, en vez de enfrentar directamente con su flota a los romanos, trató de sorprenderlos por la retaguardia, y, hasta con elefantes, cruzó Gibraltar, España y Francia llegando a los Alpes. Pero, adicionalmente, también los germanos del norte de Europa constituían un peligro latente contra el imperio, había pues que protegerlo de ellos. E incluso, en tercer lugar, era necesario apostar destacamentos de avanzada, dispuestos siempre para ampliar las conquistas territoriales.
Aceptemos entonces que, durante los primeros siglos de la expansión imperial, los emperadores romanos ubicaron y mantuvieron a dos grandes destacamentos militares en Hungría y en las proximidades de Polonia. ¿En qué fecha ha registrado la historia la conquista de Hungría? Pues en el siglo I aC ¿Y en qué fecha refiere la Historia tradicional que se encontraban los “godos” en el valle del Vístula? Pues también en el siglo I aC. ¿Debemos aceptar que se trata de una simple coincidencia. No, tal parece que las dos distintas denominaciones que estamos utilizando –”destacamentos militares romanos (en Hungría y Polonia)” y “ostrogodos” –, corresponden al mismo grupo humano, rebautizado al cabo de varios siglos.
¿Es difícil imaginar lo que, al cabo de cuatro siglos, había ocurrido con esos destacamentos militares romanos? ¿No estaban acaso compuestos, en todos los casos, por dos tipos de hombres: los que tenían poder y vínculos para, al cabo de un tiempo, lograr el relevo y el retorno a Roma; y las numerosas huestes, civiles y militares, que generación tras generación tuvieron que resignarse a permanecer en el rincón al que habían sido confinados? Es harto comprensible que, sin perder la expectativa del retorno, miles y miles de soldados y trabajadores “romanos”, sin tener otra alternativa e inadvertidamente, fueran progresivamente asimilando la cultura local –usos y costumbres, entonación del idioma, etc.–, que paulatina e imperceptiblemente los iba “desromanizando” cada vez más. No por ello dejaban de considerarse, con orgullo, “romanos”. Tampoco es difícil imaginar que, cuando aparecieron los primeros apremios económicos del imperio –digamos por ejemplo que durante la “sequía de San Cipriano”–, los gobernantes romanos no pusieron como primera de sus prioridades atender los sueldos de quienes estaban en los confines del imperio. Por el contrario, los abandonaron del todo y a su suerte. Pero no por ello éstos dejaban de añorar Roma o de considerarse “romanos” o “italianos”.
Imaginemos, por ejemplo, a un numeroso destacamento desplazado durante el régimen de Augusto a la frontera noreste del imperio, esto es, y por entonces, a un territorio próximo a ése que hoy absurdamente se nombra como “ostrogodo”. Con el tiempo, y las conquistas siguientes, la guarnición fue necesariamente desplazándose cada vez más al norte hasta que llegó al emplazamiento final en que la Historia ubica a los ostrogodos. Pues bien, Teodorico –como estamos asumiendo– y los de su edad, pertenecían, cuando menos, a la vigésima cuarta generación: eran cinco veces tataranietos de los primeros que habían llegado. Pero, además, constituían la décima generación de exiliados cuya economía ya no dependía de Roma sino de ellos mismos que, en su inmensa mayoría, estaban dedicados a la agricultura.
Los había pobres y los había ricos. No es difícil imaginar que, llegado el momento, cuando dejaron de remitirse los sueldos desde Roma, los de más algo rango del abandonado destacamento, se hicieran no sólo de las más ricas tierras, sino también de los campos más grandes y de los más numerosos hatos de ganado. Ellos y sus hijos y sus descendientes eran pues ricos. Pobres, sin duda, eran los descendientes de los soldados. Los ricos, está claro, eran precisamente aquellos que podían mandar a estudiar a sus hijos a Constantinopla, a 1 000 kilómetros de distancia, donde, por su extirpe y pergaminos, eran bien recibidos. En este contexto, coherentemente, aunque sin dejar de llamarnos la atención, durante mucho tiempo se denominó justamente “godo” al rico y poderoso . Tal parece pues que Teodorico era rico y poderoso.
Al cabo de veinticuatro generaciones en el destierro, Teodorico y los suyos habían perdido gran parte de la cultura romana, mas no el idioma. Tampoco la ambición. Y se consideraban “romanos” de alma y corazón, aunque habían perdido hasta el nombre. Ahora se les llamaba “godos” y ostrogodos. Mas, en extrema ausencia de rigor, en la historiografía también se les confunde con los visigodos.
En la hecatombe del imperio, Teodorico encontró la ocasión no sólo de regresar a la península en donde habían nacido sus más remotos antecesores, sino de hacerse del poder, es decir, de lo poco que quedaba de él. Él y sus huestes no fueron obstaculizados a su paso por la península, porque no iban arrasando ni incendiando pueblos. Teodorico y la legión romana que comandaba atravesaron casi toda Italia con un sólo objetivo: destronar al emperador de turno.
En ésta, como en casi todas las guerras civiles romanas, las masas muchas veces sólo participaban como mudos testigos de los acontecimientos. En ésta, no obstante, tuvieron una importantísima participación, que si bien la Historia ha recogido, no les ha reconocido explícitamente el mérito. En efecto, los pobladores de Italia que los veían pasar, en el campo y en las ciudades, aún cuando los escuchaban hablar en su mismo idioma, reconocían en él un acento extraño. Para estos campesinos y ciudadanos pobres que nada tenían de cosmopolitas, también les resultaban extraños los vestidos y costumbres que de desconocidas y lejanas tierras traía esa desconocida legión de romanos enriquecidos. Todos, pues, contribuyeron a bautizarlos definitivamente como ostro (oriente) – godos (ricos): hombres ricos de oriente.
¿Grupos transplantados por los romanos?
De lo que muestra el Gráfico Nº 22 resta pues hablar sobre los vándalos, visigodos, avaros, alanos y suevos que, a decir de la Historia tradicional, conjuntamente con todos los anteriores formarían ese complejo conjunto de “extranjeros” que desde la periferia asolaron al imperio.
Vándalos
¿Cómo y de dónde aparecieron los vándalos, “los más anti–romanos” de los “bárbaros”? Diremos por lo pronto que –como registra el gráfico aludido–, la Historia tradicional los ubica emplazados en la margen izquierda del Danubio, casi al centro del recorrido del río. Y que quizá el más encumbrado de todos ellos llegó a ser Estilicón, uno de los más célebres generales de las postrimerías del imperio, que
llegó a casarse nada menos que con una sobrina del emperador romano Teodosio . ¿Podemos imaginar a un extranjero ignorante, a un “bárbaro”, por lo demás asentado tan lejos de Roma y de Constantinopla, adquiriendo sendos privilegios?
¿Cuándo partieron de “su” tierra para emprender el viaje a su punto de destino? No está claro. Pero sí pues que, además de recorrer gran parte del centro de Europa, y atravesar Francia, España, Marruecos y Argelia, sorprendentemente se instalaron nada menos que en Cartago (hoy Túnez – en el Gráfico Nº 22–) en torno al 435 dC. Con ello –según Grimberg –, quedó fundada la “nueva Cartago”.
¿Cómo entender que un pueblo mediterráneo, intrínsecamente agrícola y ganadero, distante cientos de kilómetros del mar, abandone las fértiles riberas del Danubio y termine al cabo de un prolongado y penoso viaje de casi 6 000 kilómetros instalándose en un territorio que, además de agrícolamente pobre era intrínsecamente marino?
¿Y cómo entender ese sorpresivo calificativo de “el más anti–romano” de los pueblos “bárbaros”? La historiografía tradicional dice que los vándalos
saquearon Roma con brutal salvajismo en el año 455 dC. La ciudad –sostiene Grimberg – “sufrió un saqueo aún más horroroso que el que soportara con los visigodos 45 años antes. Durante dos semanas se desmandaron las insaciables hordas por la ciudad y se llevaron todo cuanto tenía algún valor”.
La campaña fue liderada por Genserico, a la sazón rey de los vándalos, y al que el historiador sueco reputa de origen “germánico” . A raíz de ese terrible episodio de la historia, los vándalos, con su nombre, dieron pues origen a la palabra “vandalismo”? “La nueva Cartago vengaba a la antigua” –dice al respecto sin inmutarse el mismo historiador–. ¿Debemos admitir que aquellos agricultores, los recién llegados habitantes de la nueva Cartago, sólo con respirar el viejo aire de la ciudad adoptaron tan grande odio contra Roma?
¿Y por qué después de la toma y saqueo no se instalaron en o en torno a Roma –como habría sido lo “lógico”–, sino que más bien, cumplido su cometido, volvieron a marcharse?
¿Y cómo llegaron y retornaron de Roma, acaso por tierra? No, Grimberg nos los presenta –a sólo veinte años de haber llegado a Cartago– en “una flota” surcando la desembocadura del Tíber en camino al saqueo de Roma . Así, sin pudor ni empacho alguno, los expertos agricultores y ganaderos del Danubio, resultan “transformados” por el gran historiador sueco, casi de la noche a la mañana, en expertos navegantes. Aunque insólita y extraordinaria, esa tremenda metamorfosis no ha asombrado ni llamado a sospecha a muchos historiadores.
Pues bien, en función al destino al que arribaron, y en función a su ostensible animosidad contra Roma, resulta inevitable que venga a la mente la imagen de los 120 años que –ocho siglos antes– estuvieron cruentamente enfrentados cartagineses y romanos. E inevitable asimismo que la mente evoque que los romanos sellaron su triunfo destruyendo completamente la gran ciudad de Cartago, lo que por cierto no implicó el exterminio de los cartagineses. Cartago –debe por lo demás recordarse–, había sido fundada por los fenicios, así, los habitantes de la ciudad tenían pues la sangre del pueblo fundador.
¿No resulta entonces verosímil que tras esos dramáticos acontecimientos los romanos hubieran obligado a los sobrevivientes de Cartago a desplazarse hasta el Danubio, en la creencia –ciertamente errónea–, de que así borraban del mapa y de la historia al pueblo cartaginés? ¿Y que aquellos que fueron desplazados a la margen derecha del Danubio –o sus descendientes– como muchos otros decidieron escapar del yugo imperial cruzando –todos o gran número de ellos– a la otra orilla del caudaloso río, desde donde a la postre partieron de retorno hacia la tierra de sus padres?
Ninguno de sus avatares, ni los siglos de distancia, habrían de borrar de sus mentes la historia de sus antepasados, es decir su propia historia, que había pasado de boca en boca, generación tras generación. Así, la memoria de Aníbal les resultaba imperecedera; el recuerdo de sus glorias marítimas los jalaba hacia el océano en el que habían protagonizado sus hazañas. A su turno, el recuerdo de la destrucción de Cartago convertía a Roma en el más anhelado objetivo de su venganza. Y la vengaron con procedimientos que –es propio admitirlo– no fueron más bárbaros que los que habían empleado los “cultos” romanos cuando arrasaron Cartago.
Por su parte, ¿quiénes eran y de dónde aparecen los visigodos, alanos, avaros y suevos? ¿Y por qué, ellos también, al cabo de larguísimos recorridos, pudiéndose quedar en cientos de distintos espacios de Europa, por igual la atravesaron íntegramente para, cruzando los Pirineos, establecerse precisa y finalmente en España? ¿Llegaron a España también por accidente? ¿O era ése y no otro el destino que se habían prefijado? ¿Y por qué habrían querido señalar a España como el fin de su marcha?
Para responder a estas interrogantes valdrá la pena volver a tener en mente que los romanos, así como habrían erradicado de sus tierras del norte de África a los cartagineses, definitivamente sí lo hicieron con muchos otros pueblos. Ya vimos que el historiador español Altamira afirma que “los romanos (…)
aplicaban procedimientos duros y crueles, desterrando a
puntos lejanos grupos enteros de población…
Así, entre otros, y durante la conquista de España, los romanos habrían desterrado a remotos parajes del imperio a los fenicio–españoles, esto es, a los herederos de los primeros fenicios que siglos atrás se habían instalado en el sur de la península ibérica, especialmente en torno a Cádiz. Pero también a los destacamentos fenicio–cartagineses que se encontraban en ella en calidad de grupos de ocupación en nombre de Cartago. Y a los griego–catalanes, esto es, a los descendientes de los griegos que también desde siglos antes ocupaban diversos puntos de las costas ibéricas, pero en particular las de Cataluña. Y, ciertamente, a grupos de diversos pueblos cantábricos –gallegos, astures, vascos– del norte de la península Ibérica.
Avaros – Alanos
Pues bien –como se ha visto en el Gráfico Nº 22–, para las postrimerías del Imperio Romano, Barraclough ubica a los avaros físicamente cerca de los alanos, unos y otros a
orillas del Mar Negro, colindantes con las dos más remotas y aisladas colonias del imperio.
Agréguese a la proximidad física entre ellos el hecho de que la similitud lingüística e incluso fonética de ambos nombres es indiscutible. Todo ello da pie para pensar que efectivamente correspondían a un mismo pueblo que, por añadidura fue también genéricamente denominado “godo”.
¿Qué significa “avaro”? Pues no otra cosa que tacaño y usurero, características que, por lo general, también han estado asociados con el “rico y poderoso”, es decir, con el “godo”. Por lo demás, es milenaria la asociación que se ha hecho entre “avaro” y “fenicio“. ¿Se tratará de una simple coincidencia?
¿Y en qué fecha ubica la historiografía a estos avaros / alanos asentados en Escitia –al noreste del Mar Negro y en las riberas del Dniéper–, es decir, en los límites del extremo nororiental del imperio, y a tiro de piedra de los persas –(D) y (E) en el Gráfico Nº 22–? Pues en el siglo ii aC. ¿En qué fecha los romanos invadieron España en su lucha contra Cartago, y empezaron a desterrar a los fenicios –o fenicio–españoles como los hemos denominado antes– radicados en el sur de la península ibérica? Pues también en el siglo ii aC. ¿Tenemos que admitir que se trata también de una simple coincidencia? ¿No serían entonces estos avaros que desde Escitia llegaron a España los descendientes de los fenicios que los romanos derrotaron, conquistaron, esclavizaron y desterraron precisamente de España?
Podría objetarse que no, argumentándose que los avaros de Escitia eran un pueblo libre y vecino y, en consecuencia, ajeno al imperio? Pero serán los propios protagonistas quienes nos aclaren las cosas. Así, Sinesio, romano de la época, escribió:
En toda familia acomodada hay un esclavo escita… .
Los avaros de Escita, pues, no eran extraños al imperio, sino parte de los pueblos conquistados y esclavisados por el poder hegemónico romano.
Pues bien, a la caída del imperio, a la mayor parte de los avaros o alanos, tras su larguísima caminata, no les interesó tanto llegar a España, sino a un rincón muy especial de ella. Así, una vez en la península, la atravesaron íntegra y terminaron refugiándose en el extremo sur, en general, en las proximidades de Gibraltar, el territorio que los romanos denominaron Bética o Baética ; y, en particular, en torno a Cádiz.
Es decir, exactamente al territorio de donde habían sido desterrados los fenicio–españoles. ¿Debemos admitir que esta es sólo una nueva, aunque ya exagerada coincidencia, pero que contribuiría a dar mayor verosimilitud a nuestra hipótesis?
¿No es verosímil –como proponemos–, que estos avaros o alanos del Mar Negro fueron descendientes de los fenicio–españoles que habían sido esclavizados y desterrados de Cádiz por los conquistadores romanos? ¿No habría sido esa una razón absolutamente suficiente para que, llegado el momento, quisieran precisamente regresar a España y dentro de ella a Cádiz, en vez de asentarse en cualquier otro lugar de Europa?
¿Por qué a estos avaros o alanos, genéricamente se les denominó también “godos“? ¿Eran acaso también ricos y poderosos? Sin duda, así como había esclavos pobres entre ellos, había también hombres que habían alcanzado a ser libres, primero, y ricos y poderosos, después.
Muchos de estos avaros o alanos –por cuyas venas corría casi impoluta la sangre fenicia–, en el transcurso de los siglos de exilio habían conseguido hacerse ricos controlando el comercio, como bien les enseñaron sus abuelos, pero esta vez entre los pueblos persas y los del extremo oriental del Imperio Romano, tanto en el Mar Negro como remontando el Danubio.
Coincidentemente, Sinesio habla además de la existencia de escitas “corruptores de la [burocracia]” . ¿Quiénes sino los ricos y poderosos podían corromper a la burocracia romana?
Los romanos que tomaron la decisión de originalmente recluirlos tan lejos, nunca supieron que, además, esas colonias se contarían entre las primeras en enterarse, siglos después, de la presencia de los hunos que, en interminables oleadas de migración, pero también de asalto, llegarían desde el centro del Asia, desde miles de kilómetros de distancia.
Puede presumirse que las familias ricas de escitas –avaros o alanos–, para no ver reeditado en ellos el drama de sus antepasados, salieron en estampida de las tierras que ocupaban, tan rápido como divisaron y soportaron las primeras y multitudinarias avanzadas de hunos. La fuga y tránsito de aquéllos por Europa, que en los siglos de mayor poderío del poder imperial era inimaginable, resultaba en las nuevas circunstancias posible pues el imperio sufría ya los extertores de la muerte, el descontrol sobre el territorio era casi absoluto.
Habiendo partido casi simultáneamente con los visigodos, aunque desde muchísimo más lejos, llegaron a España cinco años antes que éstos, pero casi simultáneamente con el primer contingente de vándalos. No obstante, la conducta de la gran y final oleada de vándalos marcaría la real diferencia con los avaros o alanos que sólo buscaron salvar el pellejo.
La historiografía española afirma que, veinte años después del arribo de los avaros o alanos a España, fueron expulsados de ella por los visigodos en el año 429. Vale la pena tratar de entender esa violenta conducta de los visigodos o, si se prefiere, tamaña animosidad. Pero lo veremos algo más adelante.
De otro lado, ¿no es digna de sospecha la coincidencia de que los vándalos –que presumimos herederos tanto de los cartagineses, o, si se prefiere, de los fenicio–cartagineses de Cartago; como de los fenicio–cartagineses del sur de España–, y los avaros –que a su vez presumimos herederos de los fenicio–españoles del sur de la península ibérica–, llegaran simultáneamente a sus respectivos destinos?
Bien puede suponerse que su común extirpe fenicia hubiera sido la que motivara una buena y fluida comunicación entre ellos, facilitada por el Mar Negro y el Danubio –como claramente se aprecia en el Gráfico Nº 24–.
Debe por último recordarse que los fenicio–españoles, en Cádiz, como los fenicio–cartagineses, en Málaga y Cartagena, compartieron en España un mismo territorio: Andalucía.
¿No resulta sorprendente que, al retornar siglos después, “su nombre (vándalos) –como lo afirma el propio y erudito Grimberg–, parece hallarse en la etilomogía de la voz “Andalucía” (Vandalucía)…” .
¿No resulta absolutamente sugerente que llegaron precisamente con el nombre del territorio al que arribaron? ¿No habría sido más lógico que llegaran con el nombre del territorio de donde venían? ¿Puede todo ello tratarse, también, sólo de simples casualidades? Deja por el contrario de ser una simple casualidad si asumimos que llegaron a Andalucía (Vandalucía) los herederos de muchos de los que habían sido precisamente desterrados de Andalucía.
Visigodos
Los visigodos, por su parte, provenían, según se ha visto –(C) en el Gráfico Nº 22 y como también se aprecia en el Gráfico Nº 24–, de la ribera norte o margen izquierda del Danubio. Y, conforme lo sostiene la historiografía tradicional, en una marcha de miles de kilómetros, atravesaron gran parte del territorio de Europa para establecerse y fundar un “reino” en la península en España.
Dice la historiografía tradicional que –como los vándalos–, los visigodos abandonaron sus tierras en el 370 de nuestra era, presionados por otros “bárbaros” que venían del este huyendo de las huestes de Atila . Y también se nos dice que, ocho años más tarde, en el 378 dC, “doblaron las campanas que anunciaban la muerte del imperio, [las legiones romanas quedaron] aniquiladas por el ataque de la caballería visigoda” .
¿Resiste el más mínimo análisis que un pueblo que huye despavorido fuera capaz de “aniquilar a las legiones romanas”? ¿Por qué los estrategas romanos concentraron su atención en estos prófugos si el gran enemigo, como se nos ha dicho, eran los temibles y numerosísimos hunos? ¿Debemos aceptar que los visigodos eran tan necios de enfrentar a las legiones romanas cuando les pisaban los talones los temidos hunos? ¿Es que no era más sensato desperdigarse por los campos y esconderse en los bosques y lagunas inaccesibles, como lo habían hecho los pueblos durante la cacería de Julio César? ¿No era también más razonable cambiar de rumbo para dar paso a que los romanos se enfrenten directamente y se eliminen con los hunos? Y por último, como más tarde lo harían los ostrogodos, ¿no era más sensato aliarse con los romanos para juntos enfrentar con mayores posibilidades de éxito a los hunos, el enemigo común?
Las cosas se nos complican aún más si –retomando la imagen de los Gráficos Nº 22 y Nº 24–, observamos la ubicación de Adrianópolis, allí donde los visigodos, a pesar de estar supuestamente huyendo en estampida, destrozaron a las legiones romanas. ¿Resiste algún análisis imaginar que Adrianópolis –al sudeste de su punto de partida– estuviera en el camino de su marcha de “huida”? ¿No es evidente más bien que llegar a Adrianópolis constituía un evidente desvío que la historiografía tradicional no tiene cómo –ni ha intentado– explicar?
Treintidós años más tarde, siempre supuestamente en su marcha de huida, se nos presenta a los visigodos, tomándose el no pequeño esfuerzo de desviarse 500 kilómetros
de ida y otros tantos de vuelta, para saquear Roma en el año 410 dC. ¿Eran tan necios de arriesgarse nuevamente, pero esta vez para que la mancha de hunos les tapone la salida hacia el continente y los arroje irremediablemente a que se ahoguen en el Mediterráneo? Pues bien, serán otros datos y otras interrogantes las que nos saquen del atolladero.
Su actuación en la capital del imperio “sacudió al mundo civilizado” –como anota Barraclough –. “Saquearon [Roma] durante tres días y tres noches” –dice esta vez Grimberg –, y agrega que salieron de ella cargando “un inmenso botín y un número incontable de prisioneros”, entre ellos a la hermana del emperador. Cumplido su objetivo, pudiendo quedarse en Roma o en las campiñas de Italia las despreciaron, reiniciando el largo viaje a pie que finalmente los llevó hasta España. ¿Por qué ellos pues también a España?
¿Por qué pudiendo además quedarse en Francia siguieron adelante? ¿Qué los llevó o qué los llevaba hasta España? Y por último, ¿por qué, como lo habían hecho los vándalos, los visigodos en cambio no cruzaron Gribaltar ni siguieron adelante, sino que se estacionaron pues en la península Ibérica?
¿Será que, como hemos supuesto para los avaros o alanos y los vándalos, los visigodos tenían también un objetivo preciso y sólo uno, y que éste fuera precisamente llegar a España y sólo a ella?
El origen de su larga marcha nos da una primera pauta para la respuesta. Y es que el “origen” de los visigodos fue la Dacia romana, esto es, ni más ni menos que Rumania actual. Rumania, como se sabe, es el único pueblo del este de Europa con lengua de origen latino. La historiografía tradicional atribuye esa característica a la colonización romana, desde la conquista de esos territorios y pueblos durante el imperio de Trajano, en el siglo ii dC.
Pero si la colonización romana fuera “la razón” del origen latino del idioma rumano, tanto o más deberían tener esa característica los idiomas de Suiza, Bélgica, de los germanos del oeste del Rin, de los austriacos, eslovenos y croatas, todos los cuales estuvieron –hasta físicamente–, más cerca de la influencia romana que los rumanos, e, incluso, durante un período más prolongado que éstos. Tal parece, pues, que necesitamos una razón más coherente y convincente que ésa. Tratemos de encontrarla.
¿A dónde fueron a parar en los primeros siglos de expansión imperial los conquistados, esclavizados y desterrados griego–catalanes que expulsaron los romanos de sus ricas, pobladas y prósperas viejas colonias del noreste de España (véase el Gráfico Nº 23)?
No es difícil imaginarlos –por ejemplo, e hipotéticamente–, siendo trasladados por oleadas, durante las primeras décadas de expansión imperial, a la Bulgaria de hoy, al sur o margen derecha del Danubio. Tampoco es difícil imaginar que, duros e indóciles como habían sido con sus conquistadores romanos, muchos de ellos atravesaran el Danubio para establecerse en la Dacia, fuera del alcance del yugo imperial.
Allí la masiva presencia peninsular griego–catalana fue sin duda perfilando paulatinamente el carácter latino al idioma del pueblo nativo.
Debe sin embargo tenerse en cuenta otro aspecto importante. Y es que las características de la resistencia peninsular contra los romanos nos permiten imaginar a muchos de los más cultos, prósperos y experimentados griego–catalanes siendo expulsados de sus tierras y llevados a esos pobres, poco poblados y poco desarrollados territorios de Bulgaria, y de donde huyeron hacia los no menos pobres y poco poblados de la vecina Dacia.
Así, su influencia de todo orden en el territorio al que llegaron debió ser relativamente grande, asombrando con sus conocimientos a los nativos. Ello, sin duda, les concedió gran ascendiente. Y esto, a su turno, facilitó la dispersión en ese territorio del “idioma” –o, mejor, de la mezcla de idiomas latinos– que traían.
Cientos y miles de descendientes de esos griego–catalanes habrían ido naciendo, creciendo y multiplicándose en la Dacia, pero conservando en la mente el orgullo y amor por su patria de origen y su profunda identificación como griego–catalanes.
Si grupos enteros de población griego–catalana habían sido expulsados de su tierra en el siglo ii aC, no debió ser insignificante –respecto de la población nativa– el número de los descendientes e hijos mestizos de los migrantes asentados en la Dacia, hacia el siglo ii dC, al cabo de cuatro siglos de estancia, cuando Trajano emprendió la conquista de esos territorios y su incorporación al imperio.
La Dacia (Rumania) fue una de las últimas conquistas imperiales. ¿Por qué la emprendió Trajano y no alguno de sus predecesores? ¿Sería acaso porque Trajano fue el primer hombre que llegó a ser emperador romano habiendo nacido precisamente en España y, sin duda, habiendo aprendido de niño el idioma de los peninsulares?
Es verosímil pues que Trajano hubiera considerado que la avanzada peninsular que de hecho estaba instalada en la Dacia facilitaba enormemente el sometimiento de ese territorio. Y que el idioma común entre él y esa avanzada facilitaba también las cosas. Y no debería extrañarnos que, por iniciativa del propio Trajano, la conquista de la Dacia hubiera reportado grandes beneficios a más de uno de los descendientes de los trasplantados griego–catalanes allí asentados.
¿Qué caractarísticas tuvo la conquista romana de la orilla norte del Danubio –en la Dacia–? No hemos encontrado información pertinente, mas en el contexto que venimos desarrollando, no sería de extrañar que esa conquista romana hubiera tenido, más que militares, ribetes político–administrativos. En todo caso ello puede desprenderse de la siguiente afirmación del historiador español Rafael Altamira: los visigodos vivieron “mucho tiempo en contacto pacífico con los romanos” .
¿Cómo explicar ese “contacto pacífico”? Pues es muy probable que por el hecho de que las presunciones de Trajano fueron acertadas. Esto es, que la comunidad idiomática con la avanzada peninsular asentada en la Dacia ya varios siglos, reportó magníficos resultados de intermediación y entendimiento entre las huestes de Trajano y los habitantes de la Dacia. Así, la animosidad contra los nuevos contingentes romanos, tanto de los nativos originarios, de sus viejos huéspedes descendientes de griego-catalanes y de los comunes hijos mestizos de ambos grupos, quizá ni siquiera existió o, en su defecto, fue menor que la de otros pueblos conquistados.
Sobre las características de la población asentada en la Dacia que encontraron las legiones de Trajano, hay un aspecto complementario en el que generalmente poco se repara, pero que es de enorme importancia. En efecto, después de los enfrentamientos de resistencia durante la conquista de la península Ibérica en el siglo ii aC, y luego de las represalias y genocidios perpetrados por los romanos, no debemos estar muy lejos de la verdad si estimamos que, en su gran mayoría, la población exiliada de griego–catalanes que llegó a la Dacia
estuvo conformada mayoritariamente por mujeres, niños y ancianos. Esa población trasplantada, a la que nos resistimos a imaginar autoextinguiéndose, sólo pudo pervivir mezclando su sangre con la de los nativos de la Dacia.
Así, en el siglo iii dC, es decir, poco antes del inicio de la gran marcha de retorno, ya se habían cumplido cinco siglos de estancia y mestizaje –cultural, étnico e idiomático– en las riberas del Danubio. Habían pues transcurrido venticinco generaciones. Todos los descendientes de los primeros exiliados, sin excepción, habían nacido allí. Todos, sin excepción, eran tataranietos mestizos de pobladores que, a su vez, eran tataranietos de quienes también habían nacido allí. Todos, sin la más mínima duda, tenían en sus venas sangre de la península y sangre del Danubio.
Mas para esa fecha, un siglo hacía ya a su vez que esa mixtura de pobladores de la Dacia alternaba y se mezclaba con los legionarios romanos
que emplazó Trajano en ese territorio. Los mismos que, como hemos presumido para el caso de los ostrogodos, al entrar en crisis el imperio, fueron también abandonados a su suerte, de modo que para supervivir se vieron precisados a integrarse con sus anfitriones de manera aún más intensa.
¿Con qué gentilicio entonces se identificaban? Es decir, ¿cómo se designaban a sí mismos los descendientes de los desterrados originales? ¿Cómo llamaban éstos a los nativos propiamente dichos? ¿Cómo denominaban los nativos a los viejos migrantes y a los legionarios que recientemente habían llegado? Y, finalmente, ¿cómo denominaban todos ellos a sus comunes y mestizos descendientes que muy probablemente eran ya la mayoría dentro del conjunto de la población de la Dacia?
A este propósito, bien vale recordar que así como los cretenses bautizaron a los comerciantes del extremo este del Mediterráneo como “fenicios”, y los romanos rebautizaron con éxito como “griegos” a los helenos, muchos pueblos terminan llamados no como ellos a sí mismos se denominaban, sino tal y como otros los llamaron.
Pues bien, ya no resulta muy riesgoso presumir pues que el gentilicio de los cuatro grupos de la población de la Dacia hacia el siglo iii dC –el anfitrión nativo, los descendientes no mestizos de los viejos inmigrantes, los miembros de los destacamentos militares romanos que ya habían acumulado allí un siglo, y los hijos mestizos de los tres grupos anteriores– terminara siendo virtualmente el mismo. ¿Pero cuál era?
Durante cuatro siglos, antes de la conquista oficial de la Dacia, el nombre que más se repetía en Europa era “romanos“. Así, no es difícil imaginar que los nativos originales de la Dacia identificaran con ese nombre a los desterrados griego–catalanes que habían llegado como inmigrantes e invasores a su territorio: sin duda los veían como “romanos” (pronunciándolo como “rumanos”), por el hecho de haber sido llevados o empujados allí precisamente por los genuinos romanos. Los “dacios”, pues, para denominar de alguna manera a los nativos, creyeron que habían llegado “romanos” y los llamaron así de allí en adelante.
Pero tampoco es difícil imaginar que tras adquirir gran prestigio entre la población nativa, y al cabo de muchas generaciones de tener hijos mestizos con ella, los viejos inmigrantes terminaran por esta vía, sin pretenderlo, endosando a sus hijos mestizos el nombre que a su vez les había sido endosado a ellos. Así, los “invasores” –los herederos de los griego–catalanes–, los “invadidos” –los nativos de la Dacia–, y sus hijos mestizos, quedaron todos convertidos en “romanos“, del que es evidente habría derivado fonéticamente “rumanos“. Y, sin duda, desde la llegada de los legionarios romanos de Trajano el común gentilicio quedó totalmente consagrado.
En todo caso, todavía los lingüistas tienen la palabra: ¿efectivamente “Roma” y “romanos“, dieron origen a “Románia” –como oficialmente y en su propia lengua se llama hoy Rumania–, y a “rumanos” –su gentilicio en castellano–?
Pero también deberán explicar por qué precisamente en idioma catalán –convalidando nuestra hipótesis del origen griego–catalán de los visigodos–, Rumania se escribe “Romania“, esto es, casi exactamente igual pues que en el idioma rumano .
Tratemos de comprender entonces ahora el comportamiento de estos “romanos” – “rumanos”, presuntos descendientes pues de griego-catalanes, y a la postre “visigodos“, que salieron desde el Danubio con destino a España. Y prescindamos por un instante de la idea de que fueron “empujados” por la invasión de los hunos. ¿Qué señas habían recibido para suponer que la hora del retorno había llegado? Ellos, según se nos ha dicho, partieron hacia el año 370 dC (coincidiendo sin embargo con la llegada de las primeras oleadas de hunos a Europa).
Pues bien, en el siglo anterior (en el año 235 aC), el Imperio Persa había invadido el extremo este del imperio y capturado Antioquía (en Siria), saqueando la tercera ciudad en importancia del imperio, y, como está dicho, capturando incluso al propio emperador romano: Valeriano. Sin duda la noticia llegó pronto a oídos de los rumanos / visigodos.
En la década siguiente, estalló la “sequía de San Cipriano” , dejando una estela de hambre y pestes en la península italiana. Huyendo de las pestes y de la hambruna muchos romanos importantes se trasladaron a Bizancio (Constantinopla). También estas noticias pronto llegaron a la Dacia o, si se prefiere, a Rumania.
En la década siguiente –es decir, cuando nadie todavía había oído hablar de los hunos– llegó a los rumanos / visigodos la importantísima noticia de que los francos,
que se habían refugiado al este del Rin, retornando a su territorio ancestral, lo liberaron, independizándose del poder imperial. Para la historiografía tradicional, sin embargo, los francos invadieron el imperio, e ingresaron a Francia para formar “su propio imperio” . Lo definitivo no obstante es que el trascendental episodio ocurrió durante los años 259 y el 269. Y, bien podemos suponer, las noticias potenciaron aún más los ímpetus nacionalistas y revanchistas de los rumanos / visigodos más anti–romanos.
Pocos años más tarde, sin poder resistir las presiones que suscitaba la crisis del imperio, Dioclesiano –bien guarnecido en el sector Oriental– decidió dividir el imperio y ceder la administración de Occidente a Maximiano. Para las primeras décadas del siglo siguiente, ya el centro de gravedad del imperio se había trasladado a Oriente .
Así, Rumania, y otros territorios del entorno inmediato a Constantinopla, empezaron a soportar, a partir del año 330, las cada vez mayores exigencias de la nueva sede imperial. Éstas, ante la gravedad de los acontecimientos, fueron económicas y militares.
Es decir, para controlar las invasiones de los persas, responder a la independencia de Francia, y prevenir otros fenómenos independentistas como ése, era necesario obtener mayores ingresos que permitieran financiar el equipamiento y avituallamiento de los nuevos batallones imperiales que, además de conformarse con levas compulsivas, en gran parte estaban constituidos por costosos mercenarios “bárbaros”. Las urgencias fiscales eran tales que movieron a Constantino el Grande a “robar los tesoros de los templos paganos” y a imponer contribuciones al comercio “que sus recaudadores obtenían a fuerza de latigazos”? .
¿Es acaso difícil imaginar en ese contexto que, quienes como los rumanos / visigodos, estaban más próximos a la nueva sede imperial –más cerca que los húngaros, los croatas y los griegos, por ejemplo–, fueron los más afectados con el rigor de los nuevos impuestos y el rigor de las levas, ordenados desesperadamente por Constantino el Grande? “La explotación a que fueron sometidos por los funcionarios imperiales y por jefes militares romanos les creó una situación insostenible para su orgullo” –afirma en tal sentido un historiador –.
Fritigerno, el rumano / visigodo, rico y poderoso como el Teodorico de sus vecinos los ostrogodos, y el resto de los “magnates visigodos” , habrían pues considerado en el 377 dC que había llegado la hora de alzarse contra el imperio –como 120 años antes lo habían hecho los francos–. Pero para ello debían necesariamente enfrentar y liquidar el poder hegemónico de Constantinopla. Y se dirigieron pues hacia allá. Bajo circunstancias así adquiere entonces sentido que la gran batalla de Adrianópolis (en el año 378 dC), y en la que murió el emperador Valente , se diera precisamente en territorio del aún fuerte Imperio Romano de Oriente, que fallida y infructuosamente había enviado sus ejércitos con el propósito de derrotarlos. Véase una vez más a este respecto el Gráfico Nº 24.
Hay un dato de la historiografía tradicional sobre los visigodos que resulta seriamente inconsistente con su victoria militar del 378 dC, pero más aún con su decisión de rebelión el 377 dC. En efecto, se dice que en el 375 dC, esto es, apenas dos años antes, habían perdido dos sucesivas batallas con los invasores hunos. ¿Podemos imaginarlos recomponiéndose tanto en tan poco tiempo, como para tras ser derrotados por los hunos, liquidar a las legiones romanas? En fin, no tenemos forma de resolver categóricamente tan saltante inconsistencia.
No obstante –y como se verá con mayor detalle más adelante–, habiendo empezado a llegar los hunos tan sólo en el 370 dC, para cinco años más tarde aún constituían un grupo muy reducido incapaz de enfrentar y derrotar a los visigodos. Bien pudo tratarse de acciones de pillaje incontroladas que de manera interesada y tendenciosa fue presentada por la élite visigoda, ya sea para reclamar apoyo de Constantinopla o para tratar de minimizar la presión tributaria de que era objeto de parte del poder imperial.
Cierto y consistente es en cambio que 32 años después de la epopeya de Adrianópolis los rumanos / visigodos llegaron a saquear Roma. Y de Roma pasaron al sur devastando Campania, Apulia y Calabria . Ello significa, sin duda, que después de la batalla de Adrianópolis, triunfantes, con el prestigio de su ejército al tope, retornaron a las riberas de Danubio. Y quizá sólo recién tres décadas después emprendieron la marcha que finalmente los llevó a España. ¿Acaso huyendo de los hunos que habían sido avistados desde el 370 dC y que supuestamente los derrotaron en dos batallas en el 375 dC? Muy poco probable. Porque difícilmente los hábiles estrategas que habían liquidado al ejército romano en Adrianópolis, habrían sido tan ingenuos de, en tan supuestas apremiantes circunstancias, desviarse del camino e ingresar a la península itálica, incluso hasta más al sur que Roma, con el riesgo de ver taponada su salida por los hunos. Todo sugiere pues que los hunos no eran tan temibles y temidos como los pinta la Historia tradicional –y con ella la cinematografía–, ni avanzaban tan rápido como lo insinúan las típicas y consabidas imágenes de hordas al galope.
El viaje desde las riberas del Danubio hasta Roma debió tomar al pueblo y ejército rumano / visigodo no más de dos o tres años. Porque su segundo y más largo tramo, de Roma al noreste de España, apenas les tomó cuatro años. En efecto, llegaron a su destino en el 414 dC –aunque algunas fuentes reportan como fecha el 411 dC –. Pero Alarico, el mayor héroe de su historia, no alcanzó a ver el triunfo final: había muerto en el camino, y fue sucedido por Ataúlfo.
¿Cómo entender finalmente que estos a los que venimos identificando como “rumanos / romanos” terminaran denominados como “visigodos“? ¿Quién, cuándo y por qué les endilgó el nuevo nombre, éste pues con el que han quedado registrados e identificados en los textos de Historia? Habría, por lo menos, dos versiones; o, eventualmente, una sola, siempre que los lingüistas presten su concurso para aclarar el asunto.
En efecto, y en primer lugar, así como la palabra “vándalo” parece estar estrechamente relacionada con [V]Andalucía, también el historiador Grimberg sostiene que el nombre “visi–godos” parece derivarse de “Got–land” o “Gota–launia”, que pertenecen precisa y coincidentemente a la etimología de “Cata–luña”. De ser así, ¿no le resultó a Grimberg extraño y poco consistente que los visigodos llegaran con un nombre que derivaría de su lugar de destino, y no, como sería de esperar, del territorio de procedencia, y del que supuestamente eran originarios, la Dacia romana?
A la luz de nuestra hipótesis, en cambio, nada tendría que sorprender que habiendo sido desterrados de Cataluña, regresaran a ésta con un nombre nacido y emparentado con ella. En apoyo de esta presunción, el propio historiador romano Tácito, muy significativamente apenas en el siglo i dC, denomina “Gotones” a los visigodos . ¿Puede dudarse que este “Got–ones” deriva del catalán “Got–land”? ¿Porque a título de qué Tácito habría redenominado “Gotones” a los visigodos? O, si se prefiere, ¿ por qué hubo de nominar a pobladores del norte del Danubio con una palabra de muy probable origen catalán?
Una segunda posibilidad, que –como veremos– no necesariamente es contradictoria con la primera, resulta de comparar el significado de “ostro–godos” con el de “visi–godos”. En efecto, hay autores que sostienen que “visi–godos” derivaría del germano “west gohts”, como “ostro–godos” del también germano “ost–gohts”. Esto es, pues, significarían en la lengua de los germanos “godos del oeste” y “godos del este”, respectivamente.
Pero si volvemos a reparar en el Gráfico Nº 22, ¿para quiénes resultaban del “oeste” esos “romanos / rumanos / visigodos”? ¿Acaso para los pobladores de la península Itálica, o de Francia o de la península Ibérica? No, para todos éstos esos “godos del oeste” llegaban del este. Resultaban en cambio occidentales para los pobladores y defensores de Constantinopla, en cuyas filas militaban muchísimos soldados germanos. Pero si esta última fuera la explicación, resultaría que los ostrogodos, “godos del este”, estaban aún más al oeste que aquéllos. Esa interpretación no es por tanto válida.
No obstante, esa pista insinúa otra en la que sí tendría completa coherencia la diferenciación este / oeste para ambos tipos de godos, y que permite explicar que quedara consentido el absurdo lógico de llamar del este a quienes estaban al oeste y viceversa. No obstante, diferimos el desarrollo de esa idea para cuando presentemos nuestra interpretación de por qué razones habría en la historiografía tradicional tan grande confusión entre ostrogodos y visigodos, al extremo que se les ubica indistintamente a unos donde estuvieron los otros, ya sea que se les defina y ubique en términos geográficos o políticos o militares.
Pues bien, parece razonable asumir que, a través de un infinitamente reiterado “goths” para referirse a los pobladores de la margen izquierda del Danubio, fueron los germanos quienes finalmente impusieron el “godos”. ¿Mas a título de qué los germanos habrían bautizado por igual como “godos” tanto a quienes se asentaron a la mitad del Danubio, los ostrogodos, como a los que lo hicieron en el bajo Danubio, los visigodos, siendo que todo sugiere que eran pueblos realmente distintos? ¿Quizá por el hecho de que estaban situados muy próximos unos de los otros –como una vez más puede constatarse en el Gráfico Nº 25–? Es en todo caso un argumento plausible.
Pero se estima asimismo que la denominación “visi–godos” derivaría de la también germana expresión “wis–gohts”: “hombres fuertes” . Esta vez, entonces, el “gohts” ya no significaría “godos” sino “fuertes”, que en más de un sentido equivaldría a aquella otra interpretación ya citada en que significa “ricos, poderosos”.
¿Pero qué ocurre si al propio tiempo asumimos que “gohts” y “godo” habrían derivado del originariamente catalán “Got”, como ya se vio? ¿No es lógico imaginar que antes de prevalecer la connotación “ricos o fuertes”, porque quienes se autodenominaban godos llegaron pobres y desterrados al bajo Danubio, prevaleció simplemente su gentilicio “godo”?
¿Y no es lógico también asumir que, en los amplios valles del bajo Danubio muchos visigodos se hicieron ricos antes que ello ocurriera entre los ostrogodos, asentados en valles a mayor altitud y más estrechos, pero que por su cercanía a ambos grupos los germanos los denominaron genéricamente godos, por gentilicio, y al principio; y luego “godos”, como calificativo, y a la postre?
Pero ya vimos que los godos en la Dacia, o del bajo Danubio, habrían adquirido también el gentilicio de rumanos / romanos. ¿Sería ésa acaso la primera ocasión en que un pueblo es objeto al propio tiempo de dos denominaciones (¿acaso no ocurre hoy mismo con los estadounidenses que al propio tiempo son también yanquis; o con los japoneses que al propio tiempo son nipones; o por último como los peruanos, que para mucha gente del mundo somos todos inkas?
En definitiva, nuestros razonamientos permiten concluir que los desterrados griego–catalanes, con su “Got–land” (¿cata–lán?) original, desde el siglo ii aC impusieron el “godos” con el que los siguieron llamando los germanos; pero asimismo asumieron el “romanos / rumanos” durante su larga estancia en la Dacia; y habrían terminado en el siglo iii dC como “godos” (visigodos), pero ya en su connotación de “ricos“, y sin duda “fuertes” tras sus resonante triunfo en Adrianópolis.
Resulta pues altamente verosímil la hipótesis de que los visigodos que llegaron de Rumania a Cataluña eran efectivamente los herederos de los griego–catalanes que fueron desterrados del noreste de España por los romanos.
Suevos
Sólo nos falta revisar entonces el caso de los suevos. Antes de iniciar su larga marcha hacia la península, Grimberg los ubica en el norte de Europa , esto es, al este del Rin, en las proximidades de las fronteras del imperio –(A) en el Gráfico Nº 22–.
En el año 409 dC los suevos
llegaron al norte de España, es decir, a la zona cantábrica. Y de los grupos desterrados de España al inicio de la conquista romana, coincidentemente, sólo nos resta hablar de los gallegos, astures y vascos, es decir, de los pueblos de origen cantábrico. ¿Se tratará también de otra simple casualidad?
En ausencia de mayor información, y esta vez por descarte, nuestra hipótesis es que los suevos no habrían sido entonces sino los descendientes de los gallegos, astures y vascos desarraigados en el siglo ii aC y trasladados por los romanos a las frías llanuras de la margen izquierda del bajo Rin, cerca de su desembocadura al Mar del Norte. Desde allí, coexistiendo con los nativos belgas, muchos habrían huido del poder imperial refugiándose con la mayor parte de los pueblos germanos al otro lado del bajo Rin. Así, en el trance de mayor crisis del Imperio Romano, y agravándola, emprendieron el anhelado retorno a las más hospitalarias tierras de sus antepasados.
Habiendo llegado al norte de España el 409 dC, puede presumirse que partieron del territorio germano a lo sumo cinco años antes, esto es, hacia el 404 dC, cuando se cumplían más de treinta años de la “temida” presencia de los hunos en Europa. Poco convincente viene resultando pues la vieja tesis del pavoroso y precipitado terror que habrían suscitado los invasores asiáticos.
El Gráfico Nº 26 (en la página siguiente) esquematiza nuestra hipótesis de que cuatro de las más importantes migraciones internas que se produjeron a las postrimerías del Imperio Romano, no habrían sido sino el retorno de los herederos a las tierras de sus antepasados en la península Ibérica y Cartago, de donde fueron desterrados a los inicios de la expansión imperial romana.
¿Invasiones “extranjeras” o guerras de liberación?
Si a todos los desterrados de España por los conquistadores romanos: fenicios–españoles, cartago–españoles, griego–catalanes y cantábricos, genéricamente podemos denominarlos españoles , otro tanto debemos decir de sus descendientes que, al cabo de siglos, retornaron a la península: también eran españoles, aún cuando habían nacido fuera y muy lejos de la tierra de la que habían sido expulsados sus padres.
Ellos, nacidos a orillas del Mar Negro, en Rumania, en el Danubio central o en Germania, eran españoles; como Trajano y Séneca fueron romanos, aún cuando habían nacido en España. Cada uno de los pueblos desterrados salió de España con un nombre y, al cabo de siglos, retornó a ella con otro.
En el interín, de boca en boca, generación tras generación, de madres a hijos, todos sin embargo habían mantenido viva su propia historia, sus propios valores, sus aspiraciones, sus metas y objetivos. Que Roma y los historiadores romanos, en función de sus intereses, hayan centrado su atención en sí mismos, sin registrar la historia y lo que ocurría cotidianamente entre los “bárbaros” y lo que pasaba por la mente de éstos, es otro problema.
Más lamentable, sin embargo, es que la Historia moderna –como si de un asunto intrascendente se tratara– haya, en la práctica, obviado que durante el Imperio Romano pueblos enteros fueron movilizados desde sus territorios ancestrales y refundidos en remotos rincones de Europa.
Y que muchos de ellos, voluntariamente, buscaron refugio fuera del alcance de los romanos, prefiriendo el frío, e incluso el hambre, antes que el yugo imperial. Habiéndose descuidado el dato de esas migraciones, y “perdido” el derrotero y el destino forzado de cada uno de esos pueblos, todos, de improviso –tanto los historiadores romanos como los modernos–, se encontraron con “bárbaros” por aquí y por allá.
En ese contexto, todo indica que sistemáticamente se omitió indagar si había alguna racionalidad en el destino por el que optó cada uno de los pueblos “bárbaros”.
Implícitamente se ha dado por sentado que fue simplemente azaroso y arbitrario el hecho de que anglos y sajones terminaran en las islas británicas; ostrogodos y lombardos, en Italia; avaros o alanos, en el sur de España; vándalos, en Cartago; francos, en Francia; suevos, en la Cantabria , y; visigodos, fundamentalmente en el norte y centro de España.
Pues bien, todos ellos se “sumergieron” –utilizando la expresión y el criterio de Toynbee –, mientras pasaba la oleada romana. No desaparecieron. No se extinguieron. Y mantuvieron viva su historia. Y sus expectativas de regresar allí de donde habían venido sus padres. Para cada uno de esos grupos humanos, la del primer origen era “su patria”. No aquella a la que los habían desterrado o empujado los romanos.
¿Puede entonces seguirse diciendo que esos pueblos eran “bárbaros” o “extranjeros” que, llegando desde fuera, asaltaron y asolaron al Imperio Romano? Ciertamente ello es un absurdo: el común denominador es que todos fueron víctimas del expansionismo imperial. Y con el tiempo habrían de cobrarle la factura al agresor. Su actuación final no fue pues la de invasores que agreden. Fue, más bien, la de pueblos conquistados que se rebelaron y liberaron liquidando al imperio que los sojuzgó.
El Imperio Romano no sucumbió pues por la supuesta acción demencial de también supuestas hordas salvajes que llegaron desde el exterior. Sino como resultado de una revuelta generalizada de los pueblos que habían sido afectados o habían estado aplastados y sometidos por el poder hegemónico: españoles, franceses, ingleses, belgas, suizos, germanos, etc., pero también tunecinos, egipcios, libios, jordanos, palestinos, etc.
Pues bien, y para concluir con esta parte, si durante la fase en que todos esos pueblos fueron víctimas del expansionismo imperial no primó su propia voluntad, sino las circunstancias, debe sí considerarse fundamentalmente deliberada su decisión de contribuir a la liquidación del poder imperial. Porque sería absurdo creer que en el complejo conjunto de acciones que adoptaron, apenas la de decidir el punto final de sus correrías fue deliberado y conciente.
Los “godos”
En relación con la historia del Imperio Romano se menciona una notable cantidad de pueblos. Sólo en las crónicas de Julio César se cita a más de una centuria. Sin embargo, y aunque con distinta magnitud demográfica y significación política y económica en la historia del imperio –y diferente grado de reiteración en los textos–, la historiografía moderna, para el territorio europeo por ejemplo, cita cuando menos a los siguientes, que presentamos en orden alfabético:
alanos, alóbroges,
ambarros, anglos, astures, avaros, belgas, catalanes, borgoñones o burgundios boyos o bávaros, bretones o britones, cantábricos, caturiges, centrotes, eduos, escitas, escotos, eslavos, francos, galos, gépidos o gepidos, germanos, godos, gravocelos, griegos, helvecios, hérulos o erulos, hunos, jutos, lombardos, marcomanos, nóricos o nórdicos, ostrogodos, pictos, sármatas, santones, segusianos, suevos o cuados o quades, tolosanos, turingios o tulingos, vándalos, vascos, visigodo y voconcios.
Por cierto, además de “romano“, ningún otro nombre como “bárbaros” es tan frecuentemente recogido en los textos. Y luego, con alguna menor frecuencia, compiten entre sí los de “germanos“, “godos” y “hunos“.
El de “germanos“, y para muchos efectos, terminó siendo una suerte de nombre, etiqueta o marca paraguas. Casi sin mayor esfuerzo de distinción fue aplicado no sólo a los germanos propiamente dichos, sino que sin más se aplicó también a todos los pueblos cuyas patrias se ubicaban al este del Rin y al norte del Danubio. Y, sea por extensión, por dificultad de distinción, por economía de lenguaje, y, para muchos jefes y cronistas romanos, hasta con intención de distorsionar los hechos, fue también endosado a todos aquellos pueblos que por escapar del yugo romano se trasladaron al indicado territorio, más allá de los límites septentrionales del imperio.
El hecho de que llegó a prevalecer el uso de ese nombre o gentilicio paraguas, y la muy lamentable intervención del que a su vez puede denominarse “efecto teléfono malogrado” –en el que la información inicial difiere sustancialmente de la que registra el último oyente–, impide llegar a conocer a ciencia cierta a qué pueblos realmente correspondía el gentilicio germano y a cuáles no. Ambos efectos han tenido la nefasta consecuencia de confundir y lugar a innumerables errores y distorsiones por parte de quienes se han encargado de escribir la Historia.
Si algún caso de confusión hay de magnitudes equivalentes ése es el de “godos“. A muchos pueblos a los que no correspondía les fue endosado el nombre. Pero éste a su vez, como parecen sugerirlo muchos elementos –y como creemos–, en algún momento dejó de ser propiamente un gentilicio para convertirse en realidad de un adjetivo calificativo: “ricos”. Habría pues tenido una evolución como la que a lo largo de siglos había sufrido el gentilicio–sustantivo “bárbaros“, que de significar “extranjeros” pasó a significar “ignorantes, violentos”.
Pero si dentro de ésa, una confusión es particularmente notable en la historiografía tradicional, es la que se da entre ostrogodos y visigodos. Se les ubica indistintamente a unos en el espacio en que estuvieron los otros. Se cita o refiere a unos cuando debería hacerse referencia a los otros, etc. ¿Cómo explicar el embrollo? ¿Hay forma de explicarlo, más allá de cuando se ha dicho hasta aquí? Si, y trataremos de mostrarlo con la ayuda del Gráfico Nº 27 (en la página siguiente).
Ciertamente, desde la ubicación física en la que los pueblos germanos estaban milenariamente asentados, al norte de Europa, en perspectiva físico–espacial, los ostrogodos eran, entre los godos, los “godos del lado derecho”; y los visigodos, los “godos del lado izquierdo”. Para los campesinos y pastores germanos, pues, como se habría dicho en lenguaje técnico, los ostrogodos no eran los “godos del oeste”, sino los del lado “izquierdo”, y los visigodos no eran los “godos del este”, sino los del lado “derecho”. ¿Cómo entonces, a través de los siglos habría quedado sentenciado el absurdo lógico de que quienes estaban al oeste se les terminó denominando “godos del este”, y viceversa, entuerto que sin la más mínima duda carga con gran parte de la responsabilidad de las confusiones entre unos y otros que hasta hoy se dan? Veamos.
Desde tiempos remotos se tiene por sabido que “todo es relativo”, que las cosas dependen de la perspectiva o del cristal o del criterio con que se las mire. Este principio ha de ayudarnos a plantear una hipótesis que pretende entender cómo eventualmente quedó establecida la diferenciación entre Ost / West u Ostro / Visi que distinguió a estos dos pueblos, y que con criterio técnico debió ser exactamente a la inversa. Partiremos sin embargo de las siguientes premisas:
a) En el contexto del proceso de formación del Imperio Romano, los germanos vieron llegar al lado norte del bajo Danubio, a tierras que hoy corresponden a Rumania, primero a aquellos pobladores desarraigados del noreste de España que a sí mismos se identificaban como got–land, que para aquéllos quedó fonéticamente convertido en goths, y que con el tiempo pasó al castellano como godos;
b) Algún tiempo más tarde, al territorio que hoy corresponde a Hungría, y como vecinos pues de los goths, empezaron a establecerse otros cuyo idioma y costumbres, no aparentando para los germanos ser muy distintos a los de los anteriores, resultaron entonces tratados de la misma manera, esto es, también como goths. Antecedentes probados de estas inadvertidas e involuntarias confusiones y errores de generalización hay muchos.
Así, por ejemplo, los primeros conquistadores de México y del Perú, provenientes de una civilización inmensamente más avanzada que la de los pueblos que iban dominando, les costó no obstante décadas distinguir
que éstos en realidad pertenecían a naciones distintas entre sí, y que el lenguaje que hablaban no era uno sólo sino uno distinto por cada nación. Los había entonces, como ejemplo, inkas que hablaban quechua; kollas que hablaban aymara y chimúes que hablaban sec. Pero otro tanto también ocurrió a la inversa. En efecto, a los nativos les costó décadas percibir que unos eran castellanos, otros catalanes y otros por ejemplo italianos, y que en verdad cada uno de esos grupos hablaba un idioma distinto. Si ello ocurrió en el siglo xv, cómo pues no suponer que se dio el mismo fenómeno 1 700 años antes, durante los años de formación del Imperio Romano.
Es decir, desde la perspectiva de los germanos, a ambos grupos, siendo “iguales”, les correspondía pues un solo nombre: goths. Y no habiendo mayores conflictos con ellos, ni un gran intercambio comercial que los obligara a distinguirlos, siguieron por igual llamándolos por siglos con un mismo nombre: goths. Diremos pues que el “error” de no diferenciación quedó instalado porque prevaleció en el fenómeno una perspectiva cultural, antropológica. Esto es, el cristal a través del cual los germanos conceptualmente identificaron como uno a ambos pueblos fue étnico–cultural.
c) Con el transcurrir de los siglos, miles de germanos (pero también de goths), habían pasado a formar parte del imperio, constituyendo por ejemplo el grueso de las tropas. Y, tras la división del poder hegemónico, había quedado consolidado un enorme poder administrativo y militar en Constantinopla. Éste, sin embargo, tenía específicamente como parte de sus responsabilidades el control de los cada vez más poderosos y conflictivos goths, pero de aquellos pues que, al otro lado del Danubio, no pertenecían al imperio y cada vez constituían una amenaza mayor. Así, gran parte del quehacer político, administrativo y militar del poder en Constantinopla, pero también del quehacer comercial, estaba centrado en los cada vez más famosos y preocupantes goths.
Pensando específicamente en las preocupaciones militares, aunque no muy distintas debieron ser las comerciales, cómo diseñar adecuadas estrategias sin distinguir bien el objetivo: a cuál de ambos grupos de goths se iba a atacar, o a la frontera de cuál había que enviar un destacamento de relevo o de refuerzo urgente, debieron ser pues preocupaciones frecuentes. ¿Puede extrañarnos que a la postre fuera el criterio del personal de tropa, prevalecientemente germano, el que terminó por establecer la diferencia entre los goths? No, porque al fin y al cabo, para que las órdenes se cumplieran a cabalidad, no había nada mejor que utilizar el lenguaje, o por lo menos las palabras más relevantes de la orden, en el idioma de quien las iba a ejecutar. Mal puede entonces extrañar que primero los oficiales de más baja graduación, que alternaban diariamente con los soldados germanos, fueran quienes tuvieron que asimilar el lenguaje o por lo menos las palabras más importantes con que se expresaban aquéllos. Y así, a fuerza de reiteración en el tiempo, y porque los oficiales de baja graduación iban ascendiendo, terminaron entonces por prevalecer las expresiones germanas sobre aquellos temas o aspectos vitales, como ése de distinguir bien a unos goths de otros.
d) Pero además, y durante milenios, no hubo expresiones específicas (o términos absolutos) para señalar el “este” ni el “oeste”. La indicación de la ubicación de algo o de algún lugar se hacía con el brazo o la mano correspondiente. “Está a la izquierda”, señalaba con acierto uno. Pero para aquel que estaba al frente todo era a la inversa, de modo que (en términos relativos), para éste el mismo objeto o lugar estaba más bien “a la derecha”. Véase a este respecto el lado izquierdo del Gráfico Nº 28.
Otro tanto ocurría cuando se trataba de señalar alguna ubicación en relación con otras dos. Pero para el caso mejor remitirnos a la ilustración derecha del mismo Gráfico Nº 28.
En efecto pues, desde la perspectiva del observador, en este caso un romano, el territorio que quedaba entre Roma y los Alpes era “Cis-alpino”, y el que quedaba del otro lado, era entonces el “Trans-alpino”. Pero para un observador en el otro territorio las cosas eran también exactamente al revés.
Es decir, ni para la dicotomía “derecha / izquierda”, ni para la “de este lado / del otro lado” habían términos absolutos. Ello sólo apareció en la humanidad tiempo más tarde, cuando se tomó absoluta conciencia de que ese “relativismo” prevaleciente sólo conducía a confusiones que en algunos casos resultaban costosísimas, como cuando se mandaba a un ejército a la izquierda y terminaba yendo a la derecha.
Así apareció la necesidad de crear términos absolutos que para todos, cualquiera sea su posición, tuvieran el mismo significado. Mas en ninguno de los casos señalados hubo realmente creación de nuevas palabras. Sino que un grupo, aquel que por alguna razón prevalecía culturalmente o de otra manera impuso sus propias palabras o sus propios criterios.
Así, a inicios del imperio, los romanos impusieron su criterio en torno a la segunda dicotomía. Y ello sin duda tuvo bastante que ver con el hecho de que su territorio fuera una península. Los asuntos en torno al mar importaban pero no tanto como los referidos a tierra: la riqueza o los principales objetivos y enemigos estaban en tierra, y, fundamentalmente, del otro lado de los Alpes. De ese modo, la que hasta tiempos del conquistador Julio César fue durante siglos una referencia relativa: “a este lado de los Alpes” o “territorio Cis-alpino”, quedó convertida en referencia absoluta, o, si se prefiere, “nombre propio”, invariable cualquiera fuese la posición del observador.
La impuso arbitrariamente el conquistador a costa no sólo de repetirla, sino de sancionar severamente a quien no entendiera que Cisalpino era sólo y nada más que el territorio que quedaba entre Roma y los Alpes, y Transalpino el que, siempre en relación con Roma, quedaba tras los Alpes. Y punto. Aunque para los galos, francos, belgas, suizos, austriacos, germanos y otros pueblos, todo era a la inversa, tuvieron que abandonar sus consuetudinarias referencias relativas y aceptar la imposición de Roma. Asi Cisalpino y Transalpino pasaron a ser absurdos nombres propios, porque significando el primero “a este lado de los Alpes” quedaba al otro lado de los Alpes para aquellos pueblos, y otro tanto pues con Transalpino. Pero todos tuvieron que avenirse a aceptarlos, dado que no había otra alternativa: Roma y sus criterios imperaban.
Todo hace pensar que, en cambio, nunca quisieron, o intentaron o lograron imponer su criterio en torno a lo que quedaba a “la derecha e izquierda de Roma“. Aparentemente esa necesidad objetiva de crear términos absolutos para ese efecto no surgió sino, siglos más tarde, cuando ya no imperaba Roma sino Constantinopla.
Así –tal como se ha sugerido en el Gráfico Nº 27–, todo también indica que para el nuevo centro de poder sus preocupaciones militares y económicas, ya porque allí estaban los más importantes o potenciales enemigos, o porque allí también estaba la mayor fuente de recursos tributarios, eran los territorios de Hungría y Rumania, esto es, los de los dos tipos de godos a los que había que empezar a diferenciar perfectamente a fin de no incurrir en más errores (porque sospechamos de debieron darse muchos y costosos).
Y, como también hemos señalado, todo indica que a la postre fueron los soldados germanos, irónica y paradójicamente los “incivilizados bárbaros”, quienes hicieron prevalecer sus criterios. Y entonces terminó por llamarse “ost”, que se indicaba con la mano “izquierda” a todo lo que quedaba a la “derecha”; y “west”, que se señalaba con la mano “derecha”, a todo cuanto quedaba a la izquieda.
El “ost”, impuesto por los “incivilizados bárbaros” germanos sin saber cómo ni por qué, y muy a pesar de Constantinopla y de Roma, y aceptado por todos sin que siquiera pudieran haberlo imaginado los soberbios romanos, pasó pues como “east” a los sajones y como “este” a todos los pueblos latinos. Y el “west”, pasó idéntico a los sajones y como “gueste”, primero, y “oeste”, después, a los pueblos latinos.
Colón, por ejemplo, llegó a América utilizando el “gueste” reiteradamente en su diario. Así, en una página que no ha merecido mayor comentario de los historiadores, muy sorprendente y sospechosamente ordenó a sus capitanes viajar “siempre hacia el gueste por el paralelo 28°” ¿Cómo podía tener tanta seguridad si supuestamente nunca había estado en el Nuevo Mundo? En fin, bastante hemos escrito sobre la materia en Descubrimiento y Conquista: en las garras del imperio, tomo I.
El hecho de que se impusieran las denominaciones “ost” y “west” mirando desde Constantinopla al norte, resulta indirectamente mostrando cuán poca importancia tenían para el poder imperial allí asentado todos los territorios que quedaban hacia el sur. Porque de haber sido a la inversa el asunto, hoy estaríamos llamando “ost” o “este” a lo que quedando a la izquierda los germanos coherentemente señalaban con la izquierda, y a la inversa. Habría sido en todo caso más sensato el asunto. Así de simple, así de antojadizo y arbitrario.
El Gráfico Nº 29 (en la página siguiente), en el que presentamos los mapas de Alemania y Austria, tiene por objeto mostrar un valioso indicio en aval de nuestra hipótesis. Esto es, que habrían sido los germanos quienes impusieron al mundo dominado por Roma, primero, y a todo el resto, después, su ancestral y milenario criterio con el cual quedaron convertidas en referencias absolutas referencias relativas que tenían originalmente el sentido inverso.
El vecino más germano de Alemania, con el que la une un parentesco milenario, es Austria. Desde la perspectiva de los germanos, como se muestra en el gráfico, Austria queda a la izquierda, su ubicación se señalaba con la mano izquierda y su nombre oficial en idioma germano es precisamente “Osterreich” (imperio del este). Consistentemente, nombres como “Westfalia” o “Westerwald”, y quizá otros, corresponden a territorios del extremo derecho u oeste de Alemania. Y sin duda desde antiguo su ubicación se señalaba con la mano derecha.
Pero de haber prevalecido en tales casos los criterios que surgieron desde el desde Constantinopla por mediación de los germanos, Austria debería llamarse más bien, “Westerreich”; Westfalia, “Ostfalia” y Westerwald, “Osterwald” (y suponemos que así se escribirían).
Esta parece una buena prueba de que estos tres nombres vendrían de muy antiguo, quizá desde antes de la formación del Imperio Romano, cuando las denominaciones se hacían en función a referencias relativas, es decir, desde la perspectiva subjetiva del interesado, independientemente de que para otros resulte un absurdo.
En definitiva, nuestra hipótesis es pues que, en los últimos tiempos del Imperio Romano, y en particular desde la constitución del poder más importante en Constantinopla, habiendo prevalecido vehemente y desesperadamente una perspectiva militar, centrada sobre los territorios de lo que hoy son Hungría y Rumania, habida cuenta de las premisas anotadas, quedó consensualmente sentenciado el absurdo lógico de que se denominara “godos del este”,
ostrogodos, a los que estaban al oeste; y “godos del oeste”, visigodos, a los que estaban al este, como ya se vio en el Gráfico Nº 25.
Partiéndose de un enredo de denominaciones como el señalado, “el teléfono malogrado” funcionaría en los siglos siguientes produciendo enredos y distorsiones todavía mayores. Y es que se fueron acumulando muchas razones para agigantar el desaguisado inicial. Pero quizá cinco causas adicionales son las que más contribuyeron a ello.
La primera fue sin duda la proximidad física entre los dos pueblos. Ella se dio por lo menos entre los siglos I aC y V dC, esto es durante nada menos que 500 a 600 años. Pero si a ello se agrega que, a pesar de la existencia de un área montañosa separándolos –como puede observarse en la parte superior del Gráfico Nº 30–, el Danubio representaba una vía de comunicación sumamente efectiva, las posibilidades de integración entre ambos pueblos fueron pues muy altas. Resulta entonces inimaginable que en todos los órdenes de cosas su intercambio fuera escaso. Al contrario, debe pensarse que fue intensísimo. Ya sea que se piense en el intercambio económico o si se prefiere comercial; o en el intercambio técnico y de conocimientos; o en términos del intercambio cultural y social, y especialmente matrimonial.
En esos seis siglos el mestizaje y proceso de homogenización entre ambos pueblos debió ser entonces enorme. Dando como consecuencia una cada vez menor diferenciación entre los mismos, lo que por cierto no significa que desaparecieran todas las diferencias ni mucho menos. Mas para percibirlas, dado que cada vez eran más sutiles, había que alternar muy frecuentemente con ellos. De lo contrario, en contactos pasajeros o efímeros, cualquier observador creía que ambos grupos no eran sino partes físicamente separadas, aunque no distantes, de un mismo pueblo.
Una segunda causa fue el hecho de que el Imperio Romano, como todos los imperios de la antigüedad, ponía muy serias trabas al libre desplazamiento de los pobladores, por lo menos durante los primeros siglos en que logró mantener un control administrativo y militar muy riguroso sobre los pueblos conquistados. Y, más aún, sobre aquellas poblaciones que, como la de los visigodos, eran el resultado de transplantes demográficos forzados, en los que, en ausencia de rigor, los pobladores tendían a regresar a la tierra de donde habían sido desterrados. O, como venimos presumiendo que era la de los ostrogodos, en el caso de los grandes destacamentos militares acantonados en los puntos más peligrosos de frontera: la posibilidad de sus integrantes de movilizarse fuera del territorio asignado estaba apenas reservada a los jefes de más alta graduación. Los de menor jerarquía bien podían pasar la mayor parte de su vida enclavados en el área a donde fueron enviados desde muy jóvenes.
En esos términos, casi sin movilidad física, sin desplazamientos fuera de su terruño ancestral, la inmensa mayor parte de los pobladores del imperio no conocía sino de cuanto se refería a los integrantes de la comunidad a la que pertenecían. Respecto del resto de pueblos dominados y sojuzgados como ellos, desconocían qué idiomas hablaban, qué costumbres tenian, cómo vestían, cuál era el color de su piel, cómo se denominaban, dónde estaban ubicados, etc.
Con esas restricciones, las posibilidades de distinguir diferencias entre extranjeros eran mínimas cuando no nulas. Y peor todavía cuando las diferencias eran apenas sutiles, casi imperceptibles, o sólo perceptibles por quienes sí habían alternado con frecuencia con poblaciones de varios o muchos pueblos, como ocurría en el caso de los jefes militares y administrativos del imperio, o con los comerciantes internacionales, por ejemplo. Pero éstos numéricamente eran un grupo insignificante. Y si divulgaban sus conocimientos y la información de que disponían, probablemente no rebasaba a su propia esfera familiar.
A los pobladores de la meseta central de España, para imaginar un caso, quizá les resultaba relativamente sencillo concluir que pertenecían a diferentes pueblos gentes que llegaban por ejemplo del norte de África y del extremo norte de Europa. Desde el color de la piel quedaba marcada la diferencia entre unos, otros y el asombrado español que los veía. Pero, a ese mismo poblador ibérico, distinguir entre visitantes que llegaban desde la cuenca central del Danubio, le resultaba casi imposible. Hasta puede pensarse que los veía virtualmente idénticos. Ni el idioma, ni el color de la piel, ni la vestimenta permitía distinguirlos. Le resultaban tanto como mellizos. Así, uno que dijo ser ostrogodo fue tratado al día siguiente como visigodo y viceversa. Y si uno dijo que venía de Hungría y el otro que llegaba de Rumania, el testigo contó a su familia exactamente lo contrario, sin tener la más mínima sospecha de que estaba incurriendo en error.
Una tercera causa, aunque estrechamente relacionada con las dos anteriores, o que abunda en las mismas, era el hecho de que, mirándose un mapa completo del imperio –como el que presentamos en la parte inferior del Gráfico Nº 30–, ostrogodos y visigodos ocupaban apenas una veinteava parte del territorio imperial. De modo tal que muchísima más era la población imperial que desconocía completamente de ellos que aquella que los conocía. ¿Cómo podría pues extrañar que por donde pasaron los confundieron a unos con otros?
¿Y en qué circunstancias fueron vistos y por primera vez tanto unos como otros? Pues nada menos que cuando en el siglo iv pasaron como migrantes. ¿Será necesario insistir en que, en razón de ello, quienes
los vieron pasar no volvieron a verlos jamás? ¿Qué y cuánto tiempo se retiene en la mente un episodio que apenas fue fugaz? Hoy, por cuanto se conoce de las investigaciones en criminalística, se sabe positivamente que son prácticamente inservibles las versiones de testigos incidentales de experiencias efímeras, como aquellas que les ocurrió a millones de europeos que sólo vieron una vez en su vida a visigodos u ostrogos. Ese tipo de testimonios virtualmente nunca expresan a cabalidad el o los sucesos ocurridos, ni con un mínimo de aproximación; y menos pues cuando hay violencia de por medio, en que el bloqueo de la mente es casi completo. Y sí que fueron violentas las circunstancias en que se produjeron y de que estuvieron revestidas las migraciones de los ostrogodos y los visigodos. ¿Cómo entonces no entender que la inmensa mayor parte de las versiones registradas no hayan recogido sino confusiones y datos equivocados, reportándose que estuvieron visigodos allí donde en realidad habían estado ostrogodos y viceversa; o que habían pasado unos cuando en verdad habían pasado los otros, etc.?
Agréguese ahora una cuarta causa: la intensión deliberada de confundir. Ello, sin duda, debió formar parte de la política imperial romana en aquellas circunstancias: formaba parte de las “campañas sico–sociales de la época”. Quitarle los méritos de una acción distinguida a los visigodos, por ejemplo, tenía por objeto desmoralizarlos. Y endosarle los cargos de un atentado o saqueo producido por los ostrogodos tenía también el mismo objetivo. La réplica a esa política no se dejó esperar. Así, concientes de que la confusión era general, cuántas veces los ostrogodos se habrían declarado visigodos, o a la inversa, para al propio tiempo librarse de un cargo y endosárselo al otro grupo.
La Historia en pañales
Por último, y muy lamentablemente, hay pues una quinta causa para la penosa confusión de que hoy están llenos los textos en torno a esos dos pueblos: la evidente carencia de análisis e investigación histórica. Porque la inmensa mayoría de los historiadores que han abordado el estudio y conocimiento sistemático de Historia –y no pues los que repiten las versiones de éstos en la escuela, que no cuentan para estos efectos–, no han hecho casi sino recopilar información, sin procesarla en lo más mínimo; porque han trabajado sin hipótesis, sin ninguna idea o proposición a probar o descartar; sin la razonable suspicacia de prever que mucho de cuanto está escrito no tiene porqué ser verídico; sin la razonable sospecha de que mucho de lo que ha sido despreciado o menospreciado antes bien podría ser relevante; sin preocuparse en establecer relaciones de causa–efecto; etc., etc., etc.
Quizá ningún caso es tan patético como el tratamiento que ha hecho la Historia de las narraciones de Julio César en torno a sus campañas en la guerra de las Galias. El conquistador, motu propio, sin coacción de ningún género ni de nadie, hace confesiones de parte que revelan sin atenuantes la entraña gansteril de sí mismo; la condición de hordas salvajes de sus huestes; el objetivo de rapiña y esclavismo de las conquistas; los deseos y luchas vehementes de los pueblos conquistados o de los que huyen del conquistador sacrificando todo a cambio de su libertad; la descomunal desproporción entre sus fuerzas y las de los pueblos que a pesar de sí mismos caen sojuzgados; en fin, el carácter intrínsecamente destructivo del imperio al que representaba.
Pero, no obstante todo ello, los historiadores, obviando tantos y tan valiosos datos como esos, siguen afirmando en sus textos, cómodos y muy sueltos de huesos, que Julio César es un prohombre de la humanidad y que el imperio que contribuyó a formar ha sido la máxima expresión de desarrollo y evolución de la sociedad humana. Sólo pues puede ser tan “ciego” quien no puede ver las evidencias, porque está involuntariamente ganado por el prejuicio, o quien no quiere admitirlas, porque representaría atentar contra sus propios y mezquinos intereses personales o de grupo. Mas no ha sido precisamente bajo las sombras de los prejuicios y de los intereses terrenales, sino en la luz de la objetividad y del interés trascendente por el conocimiento, que se ha creado y desarrollado la ciencia.
Pero hay algo más. Como nunca hasta ahora ha sido formulada y menos entonces ha quedado aceptada como tal una ley científica en Historia, sigue entonces vigente la prejuiciosa y anti–científica idea de que “no hay ni puede haber leyes en la historia (la experiencia de los pueblos) y la Historia (el registro y expresión científica de esa experiencia)”. Y, entonces, se concluye con soberbia, displicencia, e incluso con necedad y hasta tergiversándose los conceptos: son igualmente válidas y respetables todas las opiniones.
Cómo no distinguir, en efecto, que una cosa es por ejemplo un dato empírico (“los visigodos saquearon Roma…”), y otra, muy distinta, la opinión que se puede o no tener sobre el contenido de ese dato. Sin embargo, con desdén, en muchos casos, y quizá hasta con mala intención, en otros, se confunde el “dato” con la “opinión” sobre él. Ésta puede ser objeto de controversia y hay derecho a una y mil versiones distintas. Pero el dato, en sí mismo, no puede ni debe ser objeto de juicios de valor, ní éticos, ni morales. El “dato” sólo puede ser objeto de aceptación, si se comprueba su veracidad, ya sea de primera mano, o reconociéndola tras mil quinientos años o más de haber sido considerado como falso o haber sido mantenido como relato mítico–novelesco; o de rechazo (debiendo dejar de usarse), si se comprueba su falsedad, ya sea de primera mano o tras mil quinientos años o más de haber sido equívoca o interesadamente considerado como axioma.
Las ciencias se han desarrollado así y no de otro modo. Y la Historia no tiene patente de corso, ni nada que se le parezca, para escapar o pretender seguir escapando a esa norma. La demostración de que un dato es falso y/o de que un análisis es incorrecto y/o de que determinadas conclusiones son inválidas no desgarran las vestiduras de un físico, ni de un químico, ni de ningún científico. Al contrario, los llenan de placer porque aunque sólo de ello y no de un aporte positivo se trate, esas demostraciones representan para la ciencia avances, grandes o pequeños, pero avances al fin.
En relación con datos como el recién planteado, respecto de la conducta de los visigodos en el saqueo de Roma –o de manera equivalente sobre la de los romanos en el saqueo de Cartago, o la de los españoles en el saqueo de Roma en 1527–, hay lugar a muchas y distintas “opiniones“, y a muchas y distintas reacciones. Sobre este último caso, por ejemplo, el Papa Paulo IV, sacudido de ira e indignación contra las huestes de mercenarios de Carlos V dijo (lo que también constituye un “dato“):
herejes (…), malditos de Dios, semen de judíos y de moros, excremento de la humanidad.
Así, relacionando uno y otro dato, y admitiéndolos a ambos como válidos en tanto que previamente se hubiese confirmado su veracidad, un historiador podría llegar a la siguiente conclusión: “aunque francamente heterodoxa y no precisamente serena y menos pues cristiana, la indignación del Papa era ampliamente justificada”.
La inmensa mayoría de los historiadores ha creído cumplir su rol registrando uno y otro y otro dato, y siguiendo adelante. Algunos, muy pocos, fueron dando o adelantando conclusiones (ya categóricas o ya hipotéticas) a partir de los datos: algunas veces acertadas pero también muchas veces disparatadas. Pero, los más, sin concluir nada, ni nuevo ni relevante, han persistido en sus prejuicios a pesar de los datos. Mas por lo general ni éstos ni aquéllos se han planteado la posibilidad de que el o los datos sobre los cuales se hacía o podía hacerse una conclusión eran verdaderos o falsos.
¿Qué pasaría, pongamos por ejemplo, si se probara fehacientemente que no fueron los visigodos quienes saquearon Roma en el 410 dC? ¿O que se probara que no fueron las huestes de Carlos V las que saquearon Roma en 1527? ¿Cómo podría seguirse utilizando esos datos en lo sucesivo –salvo como un buen ejemplo en el estudio de la evolución de la ciencia–? ¿Y cómo podría el historiador seguir manteniendo su conclusión sobre las expresiones del Papa?
Pues bien, una de las grandes rémoras para el progreso de la Historia y su conversión en ciencia, viene siendo el hecho centenariamente acumulado y reiterado de que se sigue dando como absolutamente verídicos muchísimos datos que a la luz de análisis mínimos puede categóricamente concluirse que son falsos. En tal caso, las conclusiones basadas en asumirlo como verdadero resultan erradas. O, en su defecto, tras análisis adecuados, muchos datos resaltan altamente sospechosos de falsedad, en cuyo caso cualquier conclusión basada en ellos es temeraria cuando no antojadiza, y a lo sumo debe tomarse como provisional y hasta el esclarecimiento definitivo.
Más adelante, cuando hablemos de la historia de los hunos en Europa, para patentizar estas últimas reflexiones (ciertamente basadas en cuanto se ha desarrollado del libro hasta aquí), vamos a mostrar cuántos “datos” que se sigue manejando en la historia tradicional del Imperio Romano, siendo absolutamente contradictorios entre sí, permiten concluir que es verdadero uno o su opuesto o ninguno; pero de ninguna manera los dos, como penosamente viene ocurriendo. Y vamos a demostrar cómo muchos historiadores, sin reparar en tamaña barbaridad, siguen manejando los dos datos, con lo que en un párrafo demuestran una cosa y párrafos o páginas o libros después, sin advertirlo, demuestran lo contrario, o cuando menos una proposición distinta.
De persistir ello al infinito, ciertamente la Historia nunca será una ciencia. Pero, felizmente, el riesgo de que ello ocurra es cada vez menor. Y es que si hasta ahora la mayor parte de los historiadores han formado parte de las élites aristocráticas o pequeño burguesas de las sociedades, y en consecuencia han actuado, inconciente o cínicamente con las restricciones ideológicas y anti–científicas que les daba la “educación, ponderación y delicadeza” propias de su extirpe, ello, por fortuna, está cambiando en el mundo.
Pero entre tanto, un mal entendido concepto del decoro y la lealtad profesional, viene centenariamente dando curso a un sistemático silenciamiento de la crítica o de la confrontación profesional (de datos, análisis y conclusiones, no de opiniones), dejándose así pasar ruedas de molino que tanto objetiva como subjetivamente resultan inaceptables. Y entonces por igual están regados y mezclados en los textos datos verídicos con datos falsos, datos consistentes con datos inconsistentes, datos coherentes con datos incoherentes. Y análisis adecuados con otros inadecuados; y pobres con análisis bien desarrollados; y conclusiones acertadas a la par con otras disparatadas, fantasiosas o simplemente erradas.
Si en esos términos hubiese seguido desarrollándose la Matemática, tendría hoy diez o cien valores distintos, pero sólo uno válido, aunque no reconocido por consenso, de modo que se seguirían utilizando indistinta e inútilmente todos los otros. En la Física ocurriría otro tanto con el valor de “g”. En la Química algo similar con la fórmula del agua. En Economía, no se tendría idea de las consecuencias de la emisión de moneda sin respaldo. En Geografía estaríamos más atrás que los griegos del siglo v aC, que sabiendo ya que la Tierra era una esfera, no imaginaron la involución a la que dio origen el oscurantismo medieval, mediante el cual se volvió a la arcaica y mítica creencia de que nuestro globo era un plano. En Biología estaríamos aún como diez siglos antes de que naciera Darwin. Y en la Medicina, para terminar con los ejemplos, se seguiría creyendo que todas las enfermedades son un castigo divino.
En esos términos, seguiríamos sabiendo cómo hacer una rueda, pero sin saber la longitud de la circunferencia de la misma ni su área. No podríamos pues calcular con precisión cuánto material hay que utilizar para fabricar un millar de ellas, ni qué radio sería necesario establecer para recorrer cien metros con sólo veinte vueltas de una rueda. Seguiríamos pues desplazándonos en carretas o quizá sólo a caballo. La aeronáutica aún no existiría y menos pues los vuelos a la Luna. Necesariamente tendríamos que probar todos los líquidos incoloros e inodoros para saber si son agua o veneno. No sabríamos cómo controlar la inflación ni cómo estimular el ahorro. Estaríamos buscando a un vikingo que pruebe que más allá de las Columnas de Hércules hay un continente enorme y riquísimo; y a una reina que finja entregar sus joyas a un genovés que finge que va a conocer el camino que ya conoce hacia las Indias que en vez de especias están llenas de oro. Seguiríamos adorando a un ave fénix que no existe pero maltratando en los zoológicos a los primos hermanos de nuestros primos. Y aún no se conocería vacuna alguna, todos seguiríamos acudiendo a brujos y chamanes, y, en carreta, llevando a enterrar a la mayor parte de nuestros antes de que cumplan cuatro años.
Y si por fortuna todo ello ha sido superado en ésas y las otras ciencias –aún cuando la inmensa mayoría de la población mundial no goza del espectacular avance de la ciencia–, ha sido porque en todas las disciplinas científicas ha prevalecido el conocimiento objetivo por sobre las opiniones de los científicos; se ha ido depurando sin falsos pudores ni condescendencias de salón cortesano la información y el conocimiento, hasta dejar de lado el dato falso, el análisis incorrecto y la conclusión errada; y, en definitiva, se ha ido avanzando de peldaño en peldaño hasta construir grandes y monumentales “edificios de conocimiento”, probado, comprobado e irrefutable.
A esos respectos, pues, la Historia sigue siendo una pre–ciencia. Está en pañales. Aún no “descubre” ni siquiera lo elemental y menos pues sus equivalentes a los valores de y de “g”. ¿Es posible establecer equivalentes en la Historia de la importancia cualitativa que esas dos “constantes” tienen para la Matemática y la Física? Sí. Y déjesenos dar un ejemplo para cada una, a partir de cuanto se ha visto hasta aquí de la historia de la humanidad.
Un equivalente de , podría ser, por ejemplo:
“Los pueblos independientes, a pesar de los errores en que sistemáticamente incurren, tienen una alta predisposición a la inversión y, en consecuencia, tienen la mínima condición para el desarrollo de que adolecen los pueblos dependientes y, más aún, los pueblos sojuzgados”.
Y un equivalente de “g” sería, también por ejemplo:
“Los imperios, intrínsecamente contradictorios como son, tienen dentro de sí mismos el germen de su propia destrucción; antes o después, pero inexorablemente, ello queda a la postre de manifiesto, y terminan así invariablemente cayendo como castillos de naipes, pero con el estruendo que producen dos torres de cien pisos al desplomarse, sin que tenga relevancia alguna si el último de sus grandes emperadores se convierte a la hora undécima a la religión verdadera, o tiene siete esposas, o es dueño de una fortuna petrolera. Los imperios, pues, son finitos. Todos. Sin excepción. Los pueblos en cambio no. Y allí está para demostrarlo el más antiguo de todos. Aquel que fue sede del paraíso terrenal, y hoy, varios miles de años después, por mediación de dos demonios, ha pasado a ser transitoriamente un terrenal infierno.”
Nadie dude de que deliberadamente hemos “aderezado” ambas “leyes de la historia” para que quede en evidencia que mañana habrá bastante más de uno que se fije en esos detalles accesorios, sea porque no alcanza a ver la esencia de la cuestión o porque no quiere verla.
¿Todos “germanos“?
En otro pero complementario orden de cosas –y nuevamente pues en torno al tema central del libro–, todo sugiere que por un grave error de generalización, muchos historiadores siguen considerando germanos –sin que lo fueran– a muchos de los pueblos “bárbaros” que contribuyeron a la debacle del Imperio Romano.
Así, se dice que los visigodos, y en general todos los godos, eran germanos. Hay textos que en referencia a los visigodos expresan por ejemplo que en el 401 dC “un ejército alemán de Europa central atacó y destruyó Roma” . Grimberg incluso afirma que los vándalos estaban “emparentados racial e idiomáticamente con los godos” , esto es, también eran germanos. Y más aún, como se dijo, se afirma que Genserico, el rey vándalo de la nueva Cartago que dirigió el saqueo de Roma, era “rey germánico”. Y en otras fuentes –por lo demás de gran erudición–,
puede leerse que todos los vándalos eran “germánicos” .
¿Resiste el menor análisis que pueblos mediterráneos y de climas de riguroso frío como los germanos, eligieran desplazarse a las costeras y tórridas tierras del norte de África, como ocurrió con los vándalos que refundaron Cartago?
¿Cómo puede sostenerse que había emparentamiento racial e idiomático entre los auténticos germanos (del noreste del Rin y norte de Europa) y pueblos tan distintos como los vándalos, los visigodos y los avaros, que durante más de cinco siglos vivieron distantes cuando no muy distantes de aquéllos?
Puede sostenerse, en cambio, que había emparentamiento étnico–fenotípico e idiomático entre los avaros, vándalos, visigodos y suevos, a pesar de las enormes distancias que los separaban durante el destierro, por el hecho de que todos ellos habrían tenido un origen común: la península Ibérica.
Pero Grimberg, paradójicamente, proponiendo la hipotesis del “emparentamiento racial e idiomático” entre vándalos, visigodos y otros, inadvertidamente contribuye a dar mayor verosimilitud a nuestra hipótesis de que esos pueblos “bárbaros” que llegaron a España, no fueron sino los descendientes de aquellos que habían sido desterrados de ella, de donde venía pues un viejo emparentamiento.
Hunos
Pues bien, sólo nos queda hablar de los hunos, o, si se prefiere, de los hunos de Atila, “el azote de Dios”, aquel que, “por donde pasaba su caballo no volvía a crecer yerba”, virtualmente el único nombre que de ellos que ha quedado instalado en la memoria de la gente.
Se afirma que desde su asiento en Mongolia, en el Asia Central, hacia el siglo iii dC empezaron a migrar hacia el oeste, “probablemente a causa de cambios climáticos” –que, por lo que podrá colegirse, dieron origen a una grave sequía en su territorio–. En efecto, sólo una aguda y repentina carencia de alimentos y pastos los habría obligado a buscar nuevas fuentes de alimentación para sí mismos y, entre sus distintos tipos de rebaños, principalmente para sus hatos de equinos.
Obsérvese que si esa famosa migración se inició en el siglo iii aC, eventualmente fue originada por la misma crisis climática que dio origen a la “sequía de San Cipriano” que –como se ha dicho–, fue reportada en Europa para el mismo siglo. Coincidentemente, para el período 250–300 dC, los especialistas en el Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur han encontrado evidencias de grandes calamidades sufridas por los pueblos de la costa subtropical de América del Sur . Podría haberse tratado pues de uno o varios fenómenos climáticos sucesivos de enorme envergadura, que virtualmente afectaron entonces al mundo entero.
Así, y aunque en esta ocasión de impacto global, una vez más estaríamos pues en presencia de la naturaleza interviniendo decisivamente en alterar la vida interna de los pueblos. Y, por lo menos para el episodio histórico que estamos analizando, además desatando grandes conflictos y convulsiones inter–nacionales, sin que la voluntad de ninguno de los involucrados haya activado el fenómeno detonante, y menos todavía creando las condiciones para que se dé.
Observando el Gráfico Nº 31 queda en evidencia que los hunos habrían recorrido algo más de 10 000 kilómetros –es decir, un cuarto de la esfera terrestre–, hasta llegar a las llanuras húngaras donde establecieron su “sede central” . Ésta, como se apreciará en el Gráfico Nº 32, fue lo que hoy es la ciudad de Szeged, a orillas del Tisza, un afluente del Danubio .
Si como parece, el fenómeno climatológico fue global, puede presumirse entonces que dio origen a otras migraciones, tanto en la misma dirección que tomaron los hunos como en otras. No obstante nunca se ha hablado de este asunto. Ni que otros pueblos situados entre Mongolia y Europa, y en el gigantesco territorio de Rusia principalmente, hayan hecho lo mismo que aquéllos, porque habrían llegado a Europa antes. Y no hay reporte alguno para ninguna de ambas posibilidades. Parecen pues materia de investigaciones pendientes por la Historia.
Barraclough afirma que los hunos
aparecieron en el escenario europeo, y por consiguiente romano, hacia el año 370 dC. Engel, sin embargo, sostiene que “los hunos fueron mencionados después del 376 dC, cuando aparecieron en Crimea” . Hay pues discrepancia cronológica en torno al suceso, pero en todo caso no parece ser muy relevante dentro del conjunto del fenómeno histórico que se precipitó a partir de él.
Pero curiosa y sorprendentemente, entre las versiones tradicionales que prevalecen, no hay en cambio discrepancias respecto del carácter aluvional, guerrero y devastador de los hunos, tanto durante la larguísima travesía como durante su permanencia en Europa. En ese sentido, resultan muy representativas las siguientes afirmaciones de un mismo autor : (a) “por su destreza y disciplina militares, nadie fue capaz de detenerlos”, y; (b) “desplazaron a todos los que encontraron a su paso. Provocaron así una oleada de migraciones, ya que los pueblos huían antes de que llegaran para no encontrarse con ellos” . Su temible fama los precedía –debemos pues entenderlo así–. Pero más aún, dándole énfasis y mayor aclaración a la segunda afirmación, el propio autor usa la analogía de que crearon un “efecto dominó”: la primera ficha terminó derribando a todas y cada una de las que estaban por delante.
Pues bien, para cuando los “temibles” hunos tenían ya un cuarto de siglo en Europa, lo que por cierto no es una exhalación, un testigo presencial, pero extrañamente casi del todo silenciado por la Historia tradicional, el romano Amiano Marcelino, afirmó que en el año 395 dC los hunos eran…
…pastores sin casas ni reyes, dirigidos por jefes de grupo, aparentemente sin un caudillo general”.
¿Cómo se condicen “disciplina militares” con “pastores sin casas ni reyes”? ¿Hay siquiera un mínimo de consistencia entre la muy verosímil afirmación de un testigo presencial (“pastores”) y la casi inverosímil afirmación tradicional (“hordas devastadoras”), y con aquella otra tan divulgada de haber sido “azotes” de Dios?
¿Debemos atribuir a Amiano Marcelino una suerte de periodismo amarillo que buscaba desacreditar o minimizar el peligro militar de los invasores? ¿O no será, más bien –como ya hoy muy seriamente se sospecha de muchas de las distorsiones de la conquista de América, por ejemplo–, que en su caso los cronistas oficiales del imperio exageraron al infinito la peligrosidad de los hunos para justificar la hecatombe que a todas luces sobrevenía o se estaba dando?
Y en relación con la segunda afirmación antes destacada, o, si se prefiere, con el ingenioso argumento de que los hunos habrían desatado un “efecto dominó“: ¿no es lógico concluir que si en rigor se hubiera dado, todos los pueblos del camino entre Mongolia y Hungría habrían terminado llegando despavoridos a Europa antes que los propios hunos que los espantaban? ¿Llegó acaso a Europa algún otro pueblo del Asia Central huyendo del terror huno? No, no llegó ninguno –que se nos haya dicho, por lo menos–. Así las cosas, no puede menos que decirse que, extraña, muy sorprendentemente, sólo llegaron los hunos. ¿Ha intentado la Historia tradicional responder tamaña incógnita?
Con la información de que se dispone, resulta casi imposible responder con certeza cuál habría sido la razón de esa tan remota y única migración desde el Asia a Europa en el siglo iv dC. Porque la sequía que habría dado origen a su partida no explica por qué su destino fue la tan lejana Europa; ni por qué no se quedaron en uno, varios o muchos de los muchísimos valles que había en el camino; y, por último, por qué con ellos no migraron por la misma razón otros entre tantos pueblos que había entre un espacio y otro del globo.
Lo que por ahora podemos conjeturar es que los hunos, en vez de un “efecto dominó”, comportándose como cuña, habrían desplazado hacia los lados, al norte y al sur, a los poblaciones por donde pasaron, tal como hemos sugerido con las flechas correspondientes en el Gráfico Nº 31.
Ello sin embargo no es óbice para hacer también las siguientes presunciones. En primer lugar, es inimaginable que todos los hunos abandonaran Mongolia. ¿Quién que se sepa pobló después ese vasto territorio? Y, en segundo término, es también inimaginable que todos cuantos emigraron lo hicieron en una sola y gigantesca mancha que, como los huracanes, barrió con todo lo que encontró en su camino.
Resulta pues más verosímil imaginar que, más bien, habrían formado una larguísima columna de desplazamiento. Y, así, que los que iban en la avanzada se quedaban en el fértil primer valle al que arribaban –y conste que atravesaron cientos de ríos–, y sólo el resto seguía pues la marcha. El nuevo grupo que asumía la avanzada hacía otro tanto en el valle siguiente y así sucesivamente. En tal virtud, sólo habrían llegado a Europa los últimos que salieron de Mongolia o, en rigor, sólo los herederos de estos últimos. Porque la marcha habría durado tanto como 70 años. Es decir, no llegó vivo a Europa ninguno de los que salieron de Mongolia, sino sus descendientes.
Esa mecánica permite entender que:
(1) en el mejor de los casos, tardando 70 años en realizar su recorrido, habiéndose desplazado con un lento promedio de 2,5 kilómetros por día;
(2) quienes llegaron a Europa llegaron pues también en columna, lo que no necesariamente significa “continua”, porque todo sugiere que fueron llegando por destacamentos, lo que explicaría claramente el sentido de la expresión de Amiano Marcelino de que eran “dirigidos por jefes de grupo”;
(3) permitiría aproximarnos a saber cuán fieros y agresivos pudieron realmente haber sido pues desde el principio, y;
(4) cuántos en realidad finalmente llegaron a invadir el territorio del Imperio Romano.
Pues bien, si la velocidad de desplazamiento fue la que presuntamente hemos indicado, y que correspondería razonablemente con la de un numeroso contingente en el que se trasladan hombres y mujeres, niños y ancianos, a pie y a caballo, y que además de caballos acarreaban a otros muy lentos animales domésticos, y que fue en el camino que nacieron todos los que llegaron, ¿cómo entonces se condicen esos datos con la imagen estereotipada de veloces e indetenibles hordas a caballo? No pues, esa imagen a lo sumo correspondería a una parte de los hombres adultos, los jinetes que venían en la condición de destacamentos militares. Todo el resto, y sus penosas circunstancias, era, como debe comprenderse, el que imponía la lenta velocidad promedio de la marcha.
Así las cosas, y en relación con la segunda observación, más que como un vendaval o un huracán, habrían ido llegando a Europa casi imperceptible pero sistemáticamente, de modo tal que el fenómeno masivo sólo logró percibirse al cabo de décadas. De allí que para el 395 dC, esto es, a 25 años de haber empezado a llegar, Amiano Marcelino apenas los percibía como “pastores sin casas ni reyes…”. Es decir, se habrían aparecido e ido estacionando en la frontera del territorio imperial como en las últimas cinco décadas han ido llegando los migrantes de provincias a las grandes ciudades de los países subdesarrollados, o de éstos a los países del Norte.
En relación con nuestra tercera observación: ¿cuán belicosos y agresivos podían haber sido entonces bajo las condiciones señaladas en el párrafo anterior? Asumiendo por un instante como válida la cifra de 700 000 hunos en Europa –que es la cifra que reporta la historiografía tradicional–, y que tan grande número se acumuló por ejemplo en el lapso de 50 años, habrían ido llegando entonces en contingentes de no más de 14 000 personas en promedio por año. El primer año no habrían llegado entonces más de 3 500 guerreros. ¿Cuán agresivos podrían haber sido así ante las gigantescas y profesionales legiones romanas? ¿No ayuda esto a entender por qué recién al cabo de 60 años de haber iniciado su ingreso al valle del Tisza se reportan los primeros indicios de su peligrosidad, la que, a su turno, correspondería entonces a los herederos de los primeros en llegar?
Por último pues, y en referencia a nuestra cuarta observación: ¿cuántos hunos en verdad habrían terminado asentándose en Europa? ¿Es verosímil la cifra que proporciona la historiografía tradicional? Tal parece que no. Veamos. Si la proporción entre las poblaciones de Europa Occidental y Mongolia (tanto la que hoy se llama Interior, dentro de China, como Exterior, entre China y Rusia) era equivalente a la de hoy –y no hay razón alguna para asumir que fuera sustancialmente distinta–, el total de hunos antes de salir de su tierra no habría sido superior a 850 000 personas.
Así tras 70 años de marcha, en indetenible busca de alimentos, cada vez pues menos nutridos, ¿podemos imaginar que siquiera llegó la mitad de ese número? ¿Y si además aceptamos que miles y miles se fueron estacionando en los cientos de valles que encontraron en su largo recorrido? Con bastante condescendencia podría pues aceptarse que llegaron, a lo sumo 300 000 en total, lo que a su turno daría un promedio anual de sólo 6 000 invasores. En tal virtud, su potencialidad bélica difícilmente superó en el mejor momento el número de 75 000 adultos en capacidad de combatir, aunque entre ellos la inmensa mayoría eran fundamentalmente pastores, y no pues guerreros, y menos entonces profesionales de la guerra.
Así, consistentemente con la tradición de que los Estados, de ayer y hoy, agigantan a sus adversarios para que crezca su gloria, si los vencen, o para justificarse, si resultan derrotados, la historiografía tradicional ha recogido, sin mayor análisis, una cifra cuando menos dos veces más grande que la más probable.
Pues bien, veamos ahora en detalle adónde fue que básicamente se asentaron en Europa los hunos. O, si se prefiere, adónde fueron inicialmente nucleándose y esperando que terminara de llegar el resto de la larga caravana. O, por último, cuál fue ese específico rincón de Europa al que inicialmente invadieron. Como está dicho, “escogieron” las riberas del Tisza, y adoptaron por sede central Szeged, a poco más de 150 kilómetros del Danubio. Véase para este efecto nuestro Gráfico Nº 32 (en la página siguiente).
El gráfico no deja lugar a la más mínima duda: los primeros pobladores estrechamente relacionados con el imperio que fueron afectados por la presencia cada vez más numerosa de los hunos fueron los ostrogodos. ¿Significa eso que, como afirma la Historia tradicional, éstos salieron en estampida desde que vieron llegar a los primeros hunos desde el noreste? No pues, ello resultaría profundamente inconsistente con cuanto hemos detenidamente revisado en los párrafos precedentes.
No se tiene una idea de a cuánto se elevaba la población a la que tradicionalmente se identifica como ostrogoda. Asumamos pues que su número era equiparable al de sus vecinos los visigodos, cuya magnitud –como se razonará más adelante– difícilmente era superior a 120 000 personas. De ser así, buenas razones tenían de sentirse realmente hostilizados y gravemente amenazados, cuando la población que los estaba invadiendo y alternaba con ellos en el mismo territorio había alcanzado por ejemplo a 60 000 hunos. Y esto, tal como hemos analizado antes, no se habría logrado sino al cabo de por lo menos diez años. Recién allí, pues, habrían empezado a evacuar los invadidos e inopinados anfitriones, pero hacia el territorio imperial, y no en estampida sino paulatinamente. ¿Es difícil imaginar que primero lo hicieron los más ricos y poderosos, incómodos y agredidos por la burda conducta y casi primitivas y toscas costumbres de sus también inopinados huéspedes?
Quizá en la década siguiente, tras el crecimiento sostenido de la población invasora –que bien pudo suponerse que no terminaría nunca–, fue incrementándose la tendencia de evacuación de la población ostrogoda, dejando el territorio cada vez más a disposición de los hunos.
No obstante, apenas si estamos en torno al año 395 dC en que Amiano Marcelino los vio todavía como “pastores sin casas y sin reyes”. Es decir, puede sensatamente presumirse que no estaban expulsando a los ostrogodos con el recurso de la violencia sino por el lento y paulatino expediente de una masa que poco a poco los fue perturbando y hostilizando con su abrumadora presencia, y quitándoles la disponibilidad alimenticia y el espacio.
Sólo para cuarenta años más tarde del reporte de Amiano Marcelino se registra que los hunos tuvieron a su primer gran caudillo: Rugila, al que dos años después sucedió su sobrino Atila cuando frisaba 29 años, todos los cuales los había vivido pues en el valle del Tisza, en el que habría llegado a tener una cómoda situación económica, a estar por el hecho de que, según se dice, disponía de un harén numeroso. Y todo ello –insistimos–, a sesenta años de haber empezado a llegar los hunos a las llanuras de Hungría, y cuando ya sumaban entonces tanto como los 300 000 que en total habrían arribado a Europa. Sólo entonces habrían pasado a constituirse en un razonable peligro para el propio poder imperial romano.
¿Cómo concretaron la primera amenaza a éste, y específicamente contra la fracción romana que gobernaba desde Constantinopla, y de la que obtuvieron como “cupo” 300 kilos anuales de oro a partir del 434 dC aproximadamente? No se sabe.
Pero sí se sabe que para esa fecha las fuerzas militares de sus vecinos del Danubio oriental, los visigodos, no sólo ya no estaban allí, sino que ya habían saqueado Roma y llevaban casi treinta años asentados en España. Es muy probable entonces que para la indicada fecha los hunos estuvieran también ocupando gran parte de las tierras de Rumania que habían abandonado los visigodos. El control sobre los dos valles les reportó sin duda una situación económica como la que nunca habían conocido sus antepasados, los rústicos pastores que abandonaron los consuetudinariamente pobles valles de Mongolia.
Quizá rastreándose los orígenes de las palabras Buca–rest y Buda–pest se encuentre que esa similitud, única entre los nombres de las capitales de Europa, tiene su origen en el hecho de que ambos territorios fueron durante buena parte de un siglo ocupados por un mismo pueblo: los hunos –tal como se muestra en el Gráfico Nº 33–.
Hacia el 443 dC las huestes de Atila, tras haber saqueado Belgrado y Sofía, asediaron Constantinopla mas no lograron tomarla. Poco después obtuvieron sin embargo que el “cupo” que debía pagar el poder imperial se elevara a 650 kilos anuales de oro y cobraron 1 800 kilos por moras y “cupos” atrasados .
Si 65 años antes Constantino, para hacer frente a los costos de repeler la amenaza visigoda que terminó liquidando las legiones romanas en Adrianópolis, se había visto precisado a saquear las iglesias, bien podemos imaginar, en las nuevas y aún más apremiantes y comprometedoras circunstancias, qué no habrá hecho el desfalleciente poder de Constantinopla para enfrentar a los hunos y pagar los “cupos” a que se vio obligado.
Como se ha dicho, en el 451 dC las huestes de Atila participaron en la gran batalla de los Campos Cataláunicos, a 130 kilómetros de París. ¿Qué dice pues la Historia tradicional sobre ése que habría sido un episodio fundamental en la vida del deteriorado poder hegemónico romano; en la de los pueblos de Francia que ya se habían liberado de él; en la de los hunos; y en la de un buen número de otros pero menores protagonistas? Veamos. Y para estos efectos el Gráfico Nº 34 habrá de ayudarnos –aunque no tanto como quisiéramos–.
En relación con aspectos relevantes del importante episodio, entre los que iremos numerando las que serán nuestras observaciones, se dice por ejemplo en diversos textos – – – :
Desde hacía una generación (1) la Galia era escenario de la lucha entre los romanos y diversas tribus germánicas (2).
Aecio, el general que lideraba las huestes imperiales, había hecho prodigios (3): mantuvo a los visigodos confinados en el sudoeste, a los burgundios en el sudeste (4), a los francos en el noreste y a los britanos en el noroeste.
Grandes extensiones de la Galia central seguían siendo romanas (5).
Atila y sus hordas de hunos avanzaban hacia Europa Central y la Galia (6).
Y cruzaron el Rin el 451 dC (7).
Ingresando a la Galia aparentemente para atacar a los visigodos del reino de Tolosa (8).
Ahora no era pues con las tribus germánicas que huían de los hunos con los que debían luchar el general Aecio y sus huestes romanas, sino contra los mismos hunos (9).
Atila tenía buenas relaciones con Aecio (10).
Las hordas de los hunos (11) eran en realidad una alianza de tribus en la que estaban, entre otros, los hérulos, los escitas, los sármatas, los gépidos, los boyos, los turingios, (12); pero también los francos (13), los borgoñones (14), los ostrogodos (15) y los alanos (16).
El ejército de los hunos incluía auxiliares de las tribus germánicas (17) conquistadas por ellos (18), sobre todo los ostrogodos (19) – (20) – (21).
Aecio entonces se vio obligado a hacer causa común con los visigodos (22).
Y mantuvo al hijo del rey de los visigodos como rehén para impedir que el viejo godo cambiase repentinamente de opinión con respecto al bando al que le convenía apoyar (23).
Los germanos de la Galia reconocieron el tremendo peligro que se cernía sobre todos, y así francos y burgundios se unieron al ejército imperial (24).
Y además de ellos los alanos (25).
En definitiva, y en cierta medida, fue una batalla de godos contra godos (26).
La batalla se dio en los Campos Cataláunicos de ubicación desconocida (27).
Tras poner en práctica una hábil estrategia, el ejército imperial rodeó e hizo estragos al de los hunos, habiendo podido incluso liquidarlos. Pero Aecio, para evitar que los visigodos se envalentonaran con el triunfo, detuvo el ataque y los despidió a su sede en Tolosa (28).
Con la desaparición de los visigodos, Atila y lo que quedaba de su ejército pudieron escapar (29).
Atila reorganizó su ejército (30) y al año siguiente
invadió Italia
(31).
El avance de Atila hacia Roma no halló oposición (32).
Ni siquiera de parte de las legiones de Aecio (33).
En la península saqueó Aquilea, Padua, Verona, Brescia, Bérgamo y Milán, pero no así a Roma (34).
El conjunto de los “datos” presentados resulta patético. Como si de arqueología se tratara, como si las fuentes escritas aún pues no existieran:
a) Las contradicciones son graves y flagrantes;
b) No menos penosas resultan las imprecisiones y la falta de un mínimo de rigurosidad, así como la falta de un mínimo de coherencia;
c) Los silencios y/o los vacíos, sean deliberados, inadvertidos o irresponsables, resultan insólitos;
d) La ostensible indiferencia de los autores citados en relación con la geografía da cuenta de un estrechísimo criterio para acometer la valoración relativa y la discriminación de la importancia de los datos; para el caso en cuestión, la importancia de la geografía es absoluta, insustituible, y más todavía si se soslayan precisiones relevantes;
e) Resulta lamentablemente obvio que los autores han acometido la confección de sus textos sin ninguna hipótesis de trabajo y que no han sometido los datos al más mínimo análisis.
f) Como resulta igualmente lamentable constatar que de manera casi sistemática el lenguaje y la lógica científica son en muchos casos involuntaria pero hasta siniestramente sustituidos por el discurso y la trama novelesca.
Duros y severos pues todos y cada uno y el conjunto de nuestros juicios. Veamos sin embargo en qué se sustentan. Pues no son en lo más mínimo gratuitos. Y por si fuera todavía necesario repetirlo, nuestro único afán es contribuir a hacer de la Historia algún día una ciencia, y que deje de ser una forma de novela con etiqueta de academicismo. He aquí pues nuestras observaciones y objeciones:
(1) Si la batalla de los Campos Cataláunicos se dio en el 451 dC, una generación atrás nos remonta a lo sumo al 430 dC. Los
francos, sin embargo, se rebelaron contra el imperio a partir del año 259 dC, esto es, casi diez generaciones antes. Diez pues y no una eran ya las generaciones de francos que en su tierra, la Galia, se enfrentaban a las huestes romanas que tenían por objetivo reconquistarlos. Y aunque no se conoce las fechas, puede razonablemente suponerse a partir de su vecindad y parentesco, que también los bretones y burgundios llevaban varias generaciones disputando con las huestes romanas que querían reconquistarlos.
(2) ¿Hay alguna razón objetiva y concluyente que permita afirmar que francos, bretones y burgundios pertenecían al conjunto de las “tribus germánicas“? El hecho de que muchos de los habitantes de esos pueblos habían estado durante años refundidos en territorio germano, huyendo de la agresión romana, no los convertía en germanos. Y mucho menos pues a aquellos que, por amor a su patria, habían regresado y seguían luchando contra los agresores romanos.
(3) ¿Cuáles fueron los “prodigios” militares de Aecio? ¿Mantener “confinados” en sus territorios liberados a los protagonistas de esos procesos de liberación? ¿Asistir casi como mudo testigo al hecho de que el imperio perdiera prácticamente dos tercios de la inmensa y riquísima Galia? ¿Pueden esos considerarse triunfos, y para más señas, “prodigiosos”? Con seguridad que para Aecio no. Pero también con seguridad que para los historia–noveladores sí. Y tan invertida está la Historia tradicional, que el único mérito que objetivamente se puede reconocer a Aecio y sus huestes es haber
impedido que los cuatro grupos liberados que los rodeaban terminaran aplastándolos y poder así ellos lanzarse contra Roma. Pero ése, el mérito de haber cumplido a cabalidad con su objetivo mínimo, no se lo reconocen los historiadores (que describen y describen guerras y batallas sin entender un ápice el fondo y otros aspectos sustantivos que están en juego en ellas).
(4) La expresión “los burgundios en el sudeste”, así, a secas, sin otra referencia complementaria, o un mapa que haga las veces de ésta, remite a cualquier lector al sudeste de Francia, y no pues al sudeste de los territorios liberados. Los burgundios o borgoñeses no eran otros que los habitantes de la Borgoña francesa, que corresponde pues precisamente al sector este del área señalada para ese grupo en el Gráfico Nº 34. El resto corresponde al territorio ocupado por los suizo–franceses, con los que esencialmente constituyen una misma nación: hablan el mismo idioma.
(5) La expresión “grandes extensiones de la Galia central seguían siendo romanas”, si bien es cierta en términos de magnitud geográfica, no es rigurosamente correcta en términos históricos y geo–políticos. Basta comparar los gráficos complementarios en el Gráfico Nº 34, en el que en el de parte superior destacamos que los territorios ostrogodos y visigodos ya estaban bajo control de los hunos, para adquirir conciencia de cuánto y cuán importantes territorios venía perdiendo ya el Imperio Romano, para que quede pues en evidencia que la citada frase no expresa ni la tendencia histórica que se venía experimentando, ni la magnitud de los riesgos que se corría con la batalla.
En términos de tendencia histórica, el poder romano no se preciaba tanto de lo que conservaba del imperio en general, y de la Galia, en particular, de la sólo conservaba parte del área central; sino que más se dolía de haber perdido todo lo que ya había perdido y pugnaba y gastaba por recuperar. Y en la batalla había más riesgo de perder definitivamente toda la Galia, con los devastadores resultados que tendría como efecto demostración, que posibilidades de recuperar algo de lo que ya había perdido.
(6) La expresión “avanzaban hacia Europa Central y la Galia”, siendo también cierta, es de una imprecisión tal que resulta inútil –y hasta puede dar lugar a conclusiones absurdas y descabelladas– si no se le somete a un mínimo de análisis, que es precisamente la adicional grave deficiencia en la que incurre el autor citado.
A este respecto el mismo Gráfico Nº 34 y sus complementarios resultan una buena ayuda para conjeturar los conceptos estratégicos–militares que podían haberse puesto en juego para la batalla. En efecto, ayuda a entender con claridad que no era lo mismo llegar a la Galia desde el territorio al norte del Danubio y este del Rin, esto es, transitando territorios germanos libres de obstáculos militares romanos; que hacerlo por la margen derecha del Danubio, es decir, por el área que el poder hegemónico superviviente aún mantenía bajo control. Ni siquiera el más inepto de los estrategas habría optado por este camino estando libre el otro.
(7) Y la expresión “cruzaron el Rin”, aunque estrictamente complementaria, no ayuda tampoco en lo más mínimo a la aproximación de la estrategia militar que estaba poniendo en práctica el estado mayor de los hunos. Esa imprecisa afirmación puede dejar entrever como posibilidad que se cruzó el río en sus nacientes o en sus partes altas, en cuyo caso habrían llegado a él atravesando el territorio controlado por los romanos. ¿No logran todas esas imprecisiones deslizar subrepticia, aunque quizá inadvertidamente, la idea de que los hunos además de “bárbaros” eran “estúpidos”?
(8) Con la expresión “ingresaron a la Galia aparentemente para atacar a los visigodos” estamos por fin, por primera vez, ante una hipótesis. ¿Lo sabía el historiador que la formuló? Mas resulta que por estar tan mal planteada, es una hipótesis inútil. ¿Qué se quiso significar con “aparentemente”? Hay, por lo menos, dos interpretaciones a la frase, esto es, a lo que el historiador estaba suponiendo bajo la forma de dos hipótesis, dado que sin conocer el objetivo lo presume: hipótesis (a) que los hunos querían atacar a los visigodos, o, alternativamente; hipótesis (b) que los hunos fingían que ese era su objetivo para confundir a los romanos y obligarlos a un mayor fraccionamiento de sus fuerzas, pues en tal caso debían cuidar el territorio burgundio, para evitar que por allí se infiltren luego los hunos hacia Italia; el área próxima al territorio visigodo para impedir el ingreso al mismo; y el área central de la Galia para asegurar uno y otro propósito. ¿Cómo puede acometerse una investigación con dos hipótesis perfectamente opuestas? Con una basta: si se comprueba su certeza, la hipótesis es válida; y si se comprueba su falsedad, es inválida. Apostando en cambio tanto a cara como a sello, se gana siempre, pero nunca se sabrá si se acertó en el pronóstico.
Pues bien, ya veremos que en realidad no había indicio valedero alguno para que un historiador suponga que los hunos querían atacar a los visigodos.
La hipótesis del engaño, por el contrario, tiene más de un asidero. El problema de la Historia tradicional es, no obstante, que con los imprecisos y contradictorios datos que ofrece tampoco se puede afinar la hipótesis para definir a quién y por qué querían engañar: ¿a los francos, a los romanos, a los visigodos?
(9) En la afirmación de que, ante la aproximación de los hunos, los romanos tenían que luchar contra éstos y no ya contra quienes huían de ellos, estamos, por sorprendente que parezca, ante una nueva hipótesis. En efecto, el historiador supone que Aecio y su estado mayor siempre habían estado luchando contra quienes huían de los hunos, y que ahora deben dejar esa tarea para asumir la de enfrentar a los propios hunos. ¿Hay alguna, siquiera una prueba concluyente de que algún pueblo realmente abandonó su territorio por temor a los hunos? No, no hay ninguna. Todas y cada una de las afirmaciones en ese sentido son apriorísticas, prejuiciosas, no tienen ningún correlato empírico, ningún dato certero que las justifique.
Aecio, su estado mayor y sus huestes llevaban años enfrentando a los francos que se habían rebelado e independizado 111 años antes de que los hunos aparecieran por Crimea. Y luego tuvieron que enfrentar a los también independizados burgundios. Y luego con los visigodos que, tras saquear salvajemente Roma, cuatro décadas atrás, habían regresado a la tierra de la que fueron desarraigados sus antepasados. ¿A qué despavorido corredor habían pues enfrentado? A ninguno. Los únicos que han visto oleadas de gentes aterradas han sido los historiadores. Nadie más. Y con ello han montado una de las más fenomenales y fraudulentas ficciones registradas en los textos de Historia, y además casi como verdad inconmovible.
(10) Pero resulta que además se nos ofrece el sorprendente dato de que Aecio “tenía buenas relaciones con Atila”. Es decir, el “prodigioso” combatiente de los aterrados nos es presentado, de improviso, y sin explicación de causa, como amigo del atroz aterrador. ¡Atila y Aecio nos son presentados como “aliados” implícitos, en tanto que supuestamente luchan contra enemigos comunes! ¿Pero cuándo y cómo trabaron relación alguna que por añadidura resultara buena, feliz? Asumiendo sin embargo que el dato fuera cierto, ¿cuál es su relevancia en las circunstancias bajo análisis, ante la inminencia del enfrentamiento militar? ¿Se tiene acaso la secreta esperanza de que uno y otro decidan al final no enfrentarse haciendo prevalecer su amistad; o de que sean mutuamente condescendientes; o que recíprocamente, con brindis generosos de por medio, se confiecen abierta y sinceramente su estrategia y tácticas para convertir la batalla en un juego? ¿A qué pues el dato sin ningún comentario o juicio adicional? ¿Para presumir erudición –de la inútil, por cierto–? Si el pobre dato tiene algún valor es precisamente el de poder demostrar que en efecto, en los textos de Historia tradicional hay una infinidad de datos irrelevantes, inútiles, que ocupan espacio y distraen, ensombrecen el fondo de las cosas, dificultan hasta el cansancio separar el trigo de la paja, etc.
(11) “Las hordas de los hunos“, he ahí el lenguaje novelesco, el lenguaje prejuicioso, subjetivo; el lenguaje que, en vez de esclarecer, sataniza, descalifica. ¿Dónde están y cuáles son las evidencias de que el comportamiento de los hunos fuera más salvaje, sanguinario, expoliador, extorsionador, incendiario y violador que el de los visigodos, o el de los vándalos, o que el de los “cultos y civilizados” romanos? ¿No fueron éstos absolutamente brutales en sus conquistas? ¿Qué si no una mostruosidad fue el saqueo de Cartago? ¿Y qué si no crímenes, traición y cobardía quedan al desnudo en las propias crónicas y confesiones de Julio César? ¿Por qué pues, ante conductas virtualmente idénticas, no se habla de las “hordas romanas”? ¿Y cómo se condice la sistemática estigmatización de los hunos con la siguiente expresión del también historiador Barraclough: “lejos (estuvo Atila) de ser el saqueador sin principios descrito por la leyenda popular” –. ¿Fue pues o no Atila, fueron pues o no los hunos los canallas de la historia? Una de las dos versiones puede ser cierta. Las dos no. Pero la feliz aclaración de Barraclough termina desbarrando aparatosamente: “descrito por la leyenda popular”. ¿Por la leyenda popular? Pero si así está en los textos de Historia, incluso en los más renombrados? ¿No los ha leído Barraclough? ¿O no se ha dado cuenta? ¿Acaso en la monumental obra del célebre historiador sueco Carl Grimberg el tomo 10 no se titula precisamente “hordas bárbaras”?
(12) Amplia alianza la que habían logrado concretar los hunos con hérulos, escitas, sármatas, gépidos, boyos y turingios. Y con este dato recién empezamos a ingresar al asunto de fondo de la batalla, el más importante, pero el único que no ha sido tratado por los historiadores referidos, y parece que por ningún otro por lo menos con un buen grado de verosimilidad y completa objetividad: ¿quiénes realmente se enfrentaron a quiénes y por qué en la batalla de los Campos Cataláunicos?, ésa es pues la esencia, el quid de la cuestión.
¿Es la lista recién presentada la relación correcta y completa de quienes estuvieron en la batalla en contra de las huestes imperiales? Sí, debe aceptarse como correcta, pero sólo como parcialmente correcta, porque no es completa. No obstante sólo podremos completarla más adelante. Entre tanto, ¿qué tienen de común denominador todos los pueblos hasta ahora incluidos? ¿No ayudan a responder también en este caso los Gráficos Nº 22 y Nº 34? ¿No estaban acaso todos esos pueblos asentados fuera del territorio imperial, en el amplio espacio al que genéricamente se está denominando germano? ¿Cómo pues habría podido concretar el pueblo huno esa amplia alianza si no fue pasando por los territorios de todos y cada uno de ellos, convenciéndolos y liderándolos? ¿Nos resulta claro ahora por qué es realmente importante desentrañar cuál fue el camino que tomaron los hunos para llegar al norte de la Galia? Fue pues, con precisión, sin ambages ni ambigüedades, por territorio germano.
Y tuvo un doble propósito estratégico: llegar intactos, sin bajas, al lejano campo de batalla; y aprovechar el tránsito para concretar el más amplio espectro de alianzas posible. ¡Conceptualmente brillante! Sí pues, ya hacía cuatro generaciones que los hunos estaban en Europa, y por lo menos dos controlando completamente los territorios que habían controlado ostrogodos y visigodos. Los simples pastores y guerreros de emboscada, tras 80 años de estadía en Europa, y alternando mucho con ellos, habían aprendido precisamente de los romanos.
(13) ¿Y puede incluirse a los francos
dentro de la vasta alianza que se concretó contra el poder imperial? Sí, claro que sí. ¿De los pueblos asentados en la Galia y liberados del poder imperial, cuál era el más grande y poderoso, el que ocupaba el mayor territorio? ¡Los francos! Eran pues, sin duda alguna, el enemigo más importante de las huestes de Aecio dentro de la Galia. Y, en tal virtud, aliados naturales del frente anti–imperial. Mas como en relación con los francos hay un aspecto de enorme gravitación, terminaremos de desarrollarlo más adelante.
(14) Con los borgoñones o burgundios debe razonarse de igual forma como acaba de hacerse con los francos. Eran pues aliados naturales del frente anti–imperial. Mas el azar habría de jugarles en estas circunstancias una muy mala jugada. En efecto, estaban asentados precisamente en el territorio por donde iban a atravesar las huestes romanas en camino al campo de batalla. Para Aecio le resultaba pues impensable que en el mejor de los casos se mantuvieran tácticamente neutrales. Porque había el gravísimo riesgo de que, una vez quedados en la retaguardia, atacaran con ventaja a las huestes romanas. No hay detalles en la historiografía que permitan dilucidar exactamente qué ocurrió con los burgundios o borgoñeses. Pero siendo un grupo significativamente menos numeroso que los francos, resulta razonable presumir que las huestes romanas obligaron a los burgundios a incorporarse al ejército imperial y quizá hasta fueron destacados a ir a la vanguardia, como carne de cañón. Pero así y todo, ¿podía Aecio garantizar cuán decidida y eficiente iba a ser la participación de éstos en el campo de batalla? ¿No podrían jugar con éxito un rol saboteador?
(15) ¿Puede a la ligera incluirse a los ostrogodos en la lista de los aliados contra el poder imperial? No, ello resulta profundamente inconsistente hasta por tres razones. Ellos, como detenidamente se vio en su momento, sí fueron seriamente perjudicados con la migración de los hunos a Europa: terminaron desplazándolos de su territorio, aunque, como también se vio, no por la fuerza. En segundo lugar, veinte años por lo menos tenían ya los ostrogodos en el territorio de Italia y en las áreas inmediatamente vecinas a Suiza y Austria. Y, en tercer lugar, hemos mostrado largamente que los ostrogodos eran en realidad herederos de viejos contingentes romanos abandonados en los puestos de los confines del norte del imperio, y cuando regresaron a Italia lo hicieron para ocupar el poder y no para liquidarlo. Ninguna de las tres razones avala pues que, en las circunstancias de la batalla de los Campos Cataláunicos estuviesen como aliados, ni siquiera tácticos de los hunos.
(16) Por último, qué decir del caso de los alanos. ¿No será suficiente con recordar que llevaban ya casi cuarenta años en el extremo sur de España, en torno a Cádiz? ¿Cómo entonces imaginar siquiera que participaron en el campo de batalla, si por lo demás sabido es que antes que guerreros eran hábiles comerciantes? No pues, no puede incluírseles en el frente anti–imperial. Mas hay un dato que termina por excluirlos del frente imperial. La historiografía española sostiene en efecto que, veinte años después de su llegada al sur de España, los avaros o alanos fueron expulsados de ella por los visigodos (hacia el norte de África, se entiende) en el año 429. ¿Cómo pues imaginarlos en el frente imperial, defendiendo los intereses del imperio, y estando al propio tiempo en el norte de África y el norte de Francia?
(17) El haber incluido a las “tribus germánicas” en el frente anti–imperial, hace ocioso dilucidar si fueron o no como auxiliares. No, mucho más que como auxiliares de abastecimientos o de carga, debe considerarse que los pueblos germánicos participaron como aliados estratégicos de los hunos.
(18) ¿De dónde sale la especie de que los hunos conquistaron a las “tribus germánicas”? ¿A cuál conquistaron? ¿Dónde está la evidencia? ¿Cuándo lo hicieron? Ésa, entonces, no pasa de ser una afirmación novelesca, reñida con el criterio científico.
(19) Dado que, como para otorgar mayor credibilidad a la afirmación, se especifica que los hunos conquistaron a los ostrogodos, vale pues la pena responder brevemente a ésta que también es una especie de carácter novelesco. ¿Cuándo conquistaron los hunos a los ostrogodos? En este texto hemos mostrado que fueron ocupando su territorio y poco a poco desplazándolos de allí. Pero eso no es conquistarlos. ¿Y entonces, cómo puede alegre e irresponsablemente hacerse una aseveración como ésa?
(20) No deja de llamar la atención el hecho de que ninguno de los historiadores consultados incluya en su lista, en una trinchera o la otra, a los bretones o britanos, los ocupantes del extremo noroccidental de la Galia y vecinos de los francos. ¿Habiéndose liberado del poder romano virtualmente a la sombra o en alianza con los francos, podemos imaginarlos en esta dramática coyuntura en uno u otro lado del campo de batalla. De ningún modo. Neutrales sí pudieron quedar, ellos sí, su emplazamiento era a ese respecto ideal. El único riesto que corrían era el de verse abrupta y desproporcionadamente enfrentados con el ejército imperial si resultaba triunfante en la batalla y llegaba a cobrarles la indiferencia. ¿Corrieron ese riesgo? ¿Estuvieron en el campo de batalla? No se sabe. Y como por sus dimensiones su participación no era decisiva, no tiene sentido conjeturar más sobre su decisión y/o actuación final. Dejémoslo ahí, sin respuesta. Pero sí quede con claridad que resulta inadmisible ubicarlos en contra de los francos y peor aún estando en la retaguardia de éstos.
(21) En definitiva, los razonamientos precedentes permiten afirmar que el frente anti–imperial en los Campos Cataláunicos estuvo conformado por hunos, francos, hérulos, escitas, sármatas, gépidos, boyos, turingios, y seguramente otros muchos pequeños grupos cuyo nombre ha sido omitido en las fuentes por su minúscula importancia militar. Habría eventualmente quedado como neutral el grupo bretón. Y como aliado implícito y pasivo, aunque con grandes posibilidades de actuar como quinta columna de sabotaje al ejército imperial, el pueblo burgundio. En alguna forma lo más relevante de este razonamiento queda expresado en el Gráfico Nº 35.
(22) Frente a un espectro tan amplio, se dice pues con aparente razón que Aecio se vio obligado a hacer causa común con los visigodos. ¿Parece lógico, no es cierto? Pero hay una trampa en el razonamiento. En efecto, Aecio no se alió con los visigodos para incrementar sus fuerzas, sino fundamentalmente para no dejar en la retaguardia a un enemigo potencial que, numeroso y rico como era, podía pues resultar peligrosísimo. Aecio entonces no los llevó como aliados, sino obligándolos, contra su voluntad. ¿Cómo pudo ocurrir?
(23) Pues como lo declara la propia fuente, pero una vez más sin enjuiciar su valioso dato: Aecio tomó en calidad de rehén al heredero del trono visigodo. Fue sin duda suficiente para que el rey dispusiera entonces que su ejército quedara a órdenes de los oficiales romanos. Chantajista y extorsionador pues el general romano. ¿Digno líder de una horda? Sí, seguro que sí. Pero además tomó al rehén porque seriamente sospechaba que si sólo se tejía una alianza militar con los visigodos, había pues el riesgo de que a mitad de camino, o, peor, en plena batalla, el rey cambiara de opinión y convirtiera a su ejército en un devastador enemigo de las huestes romanas, en tanto estaba mezclado con ellas.
(24) ¿Francos y burgundios se habrían unido al ejército imperial? No pues, o estaban en una trinchera o en la otra, pero no en ambas. Y ya hemos asumido cuál habría sido la postura de cada uno de esos pueblos: de ningún modo estaban los francos en el frente imperial; y los burgundios que fueron forzados a ir como parte de él, no se habrían comportado precisamente como los más encarnizados rivales de quienes estaban en la trinchera opuesta.
(25) Siendo que los visigodos, ya en España, alcanzaron a dominar ampliamente sobre los avaros o alanos, y en el entendido de que si hubo expulsión se trató de sólo algunos o pequeños grupos, sí puede presumirse que por lo menos un pequeño contingente joven de éstos fue reclutado como parte del ejército visigodo (¿quizá también a través de extorsiones?) e incluido pues en el frente imperial.
(26) Dice pues uno de nuestros autores referidos que, “en cierta medida, fue una batalla de godos contra godos“. Si pues, si se incluye como germanos a quienes no son germanos, como godos a quienes no son godos, como anti–imperialistas a quienes son imperialistas, y como imperialistas a quienes se oponen a éstos, así pues sí; con esos erróneos datos de origen, y/o con esas equivalentemente erróneas interpretaciones y valoraciones de los datos de origen, ¿puede esperarse una conclusión acertada?
“Una batalla de godos contra godos” no pasa de ser una expresión literaria y quizá hasta una bella expresión en el contexto de una novela de ciencia ficción. ¿No era entonces que, de un lado, el grupo más grande estaba constituido por los hunos, que de godos no tenían nada; y del otro, el ejército imperial, que de godo tampoco tenía un pelo? ¿Siendo así, cuál es pues el sustento empírico de la expresión? ¡Ninguno!, porque la confusión y el enredo mental y documental no es sustento suficiente y mucho menos pues en términos científicos.
La frase de marras cumple, no obstante, un rol muy importante, caro a la historiografía tradicional y más caro aún a la oficial: encubre, mimetiza, deforma la verdad. Sí pues, al sentenciarse “godos contra godos” queda de lado el real trasfondo de la batalla: la lucha anti–imperialista de los pueblos sojuzgados, y de los pueblos dominados, y de los pueblos libres pero gravemente afectados.
Y queda también obviada, soslayada y sin esclarecimiento la cuestión de quiénes fueron los protagonistas principales en las correspondientes estrategias guerreras y en las tácticas de la batalla; y qué era pues lo que finalmente pretendían con ello.
Llenemos entonces nosotros el vacío. De un lado, qué duda pueda caber, fueron protagonistas Aecio y sus huestes imperiales. ¿Y del otro? ¿Los hunos? ¿Pero sólo los hunos? ¿Eventualmente los francos, y sólo ellos, dado que en su territorio habría de librarse la batalla? ¿Quizá ambos? ¿Y quizá hasta en alianza explícita y en consecuencia preconcebida y bien planeada? ¿Hay razones para suponerlo? Sí, varias y poderosas. Mas sorprendentemente no están escritas, no hay testimonio crónico de ello. Pero surgen de la lectura cuidadosa de los hechos, de los resultados definitivos de la batalla, que difieren sensiblemente de lo que expresan los textos de Historia tradicional, como bien veremos a continuación.
Entre tanto, merece la pena hacerse otra aclaración. En relación con los capítulos finales del Imperio Romano, constantemente se cita que de uno y otro lado de los campos de batalla estaban gentes de los mismos pueblos. De allí que se diga eso de “godos contra godos“. Pero en tales casos se obvia un dato de la Historiografía tradicional que a estos respectos es muy importante: en el ejército imperial había miles y miles de soldados de los pueblos conquistados y de los pueblos que, desde la periferia, afluyeron atraídos durante el mejor momento del imperio. ¿Puede en razón de ello sostenerse que quienes estaban reclutados dentro del ejército imperial representaban a sus pueblos y que éstos entonces también luchaban del lado del imperio? Ello equivaldría a decir que Perú, México, Nicaragua y otros países invadieron Irak el 2003, porque en el ejército imperial había soldados nacidos en esos países (cuando bien se sabe que fueron reclutados en la sede del imperio, adonde llegaron atraídos por el esplendor centralista del mismo). Cómo pues no hacer una distinción esclarecedora y tan importante como ésa, que permite obviar el error de seguir hablando de “godos contra godos“.
(27) Dice uno de nuestros autores referidos, que por añadidura es profesor de Historia Antigua en la Universidad de Zaragoza, que la ubicación de los Campos Cataláunicos es desconocida. No, no es desconocida. La hemos encontrado en varias fuentes, y, confirmando la validez del dato (“a 130–140 kms. al este de París“), la hemos encontrado pues, no en uno sino en varios atlas, en varios mapas, y hasta en varios diccionarios. No es pues, ni mucho menos, un dato refundido.
Pero lo más grave del asunto no es constatar que en realidad quien desconoce la ubicación del campo de batalla es el referido profesor de Historia Antigua, y no necesariamente todo el resto de las personas que estudian o conocen del tema, como ocurriría si el dato fuera efectivamente desconocido. Lo más grave es pues que queda en evidencia que el citado profesor de Historia no ha enfrentado el tema en cuestión nunca con ánimo de investigación, con el ánimo de buscar una verdad que hasta hoy permanece oculta. Y que tampoco lo ha enfrentado siquiera con el ánimo de dejar de una vez por todas de repetir y reproducir datos que con una mínima pesquiza se revelan absolutamente falsos e inconsistentes. ¿Y por qué concluimos que no ha hecho ninguno de esos esfuerzos? Porque para el caso que nos ocupa el conocimiento de la geografía juega un papel destacadísimo, aunque sólo fuera en niveles de detalle como los que mostramos en los Gráficos Nº 34 y Nº 35 y habremos de ver en el Gráfico Nº 36. No pues para desentrañar las tácticas militares, que bien tienen tiempo para preocuparse de eso los militares; sino para desentrañar la gran estrategia, que no es ya asunto estricta y exclusivamente militar, sino político e histórico. Y, como se verá, un buen mapa a mano va a permitir mostrar y demostrar que la historia oficial romana ha engañado trastocando virtualmente todo cuanto ocurrió en la realidad. Mas será después. Entre tanto, tratemos de aclarar otros desaguisados.
(28) En efecto, se nos dice que, estando supuestamente ganando la batalla, Aecio, para que no fuera a crecer la soberbia de sus aliados los visigodos con un triunfo rotundo, alteró su estrategia y sus tácticas, y los despidió de regreso a España para que el triunfo sobre los hunos y sus aliados fuera sólo discreto. La supuesta y alegremente aceptada conducta del estratega romano es inverosímil. Pero sólo pues a la luz de un cierto análisis. ¿Tan abrumador era ya el triunfo parcial, como para darse el lujo de prescindir de una parte del ejército en plena batalla? ¿No era ésa la ocasión de liquidar de una vez por todas un peligro tan grande? Pero como el historiador que cita el texto no se ha dado el trabajo de hacer análisis, sino sólo el de trascribir, entonces no solamente no le parece inverosímil, sino que le parece suficientemente rebuzcado como para que el estratega merezca de su parte el calificativo de “intrigante”, que para el caso no es precisamente descalificador, porque en verdad lo que se pretende es rodearlo de un áurea enigmática, inasible, mítica, sobrehumana. Al fin y al cabo la historiografía tradicional se ha encargado de decir que, en razón de todas sus “hazañas”, a Aecio se le considera “el último de los romanos”.
(29) Pues bien, se nos dice que a la postre, en razón de la “intrigante” decisión del “último de los romanos”, desaparecidos los visigodos, los hunos pudieron escapar. Bueno, hasta allí resulta un desenlace insólito pero en definitiva verosímil: a punto de perder la vida no sólo la salvaron sino que hasta lograron escapar. ¿Pero hacia dónde y por dónde? Nadie nos lo dice. ¿Puede dado el vacío conjeturarse? Sí, pero sólo en función de los diversos datos que vienen a continuación.
(30) ¡Atila reorganizó su ejército! Sí pues, es posible. Ha ocurrido tantas veces en la historia de la humanidad, por qué entonces no podría hacer ocurrido con los hunos.
(31) ¡…y al año siguiente invadieron Italia! Esto es, en el 452 dC. ¿Pero cómo, qué recorrido hicieron? Como se muestra en el Gráfico Nº 36 (izq), sólo había dos rutas. Una, de regreso por aquella por donde llegaron a la batalla, pero con el cambio de remontar los Alpes. Y la otra, en dirección sur y luego hacia el sureste, hacia Italia y Roma. La primera estaba sin duda libre, pero casi como que representaba reeditar la hazaña de Aníbal de remontar los Alpes y caer por sorpresa. Era sin duda lenta y fatigante, pero más aún para un ejército diezmado y con miles de heridos. Pero la otra no tenía menos inconvenientes. Estaba ni más ni menos que ocupada por el ejército que los acababa de derrotar. ¿Cómo pues habrían podido pasar por allí?
(32) ¡El avance de Atila hacia Roma no halló oposición! De hecho, si sagaz y audazmente, aunque con un ejército maltrecho, optó por el primer camino, qué oposición iba a encontrar si el mayor destacamento del ejército imperial, feliz con el triunfo, habría quedado estacionado en la Galia, tras errar gravemente al asumir que la fuga de los derrotados hunos era íntegra y definitivamente hacia el este, de regreso a sus territorios de Hungría.
(33) Pero resulta que luego se nos dice que ni siquiera las legiones del victorioso e intrigante “último de los romanos” pudieron detenerlos. Lo cual significa que intentaron detenerlo. Lo cual a su vez sugiere que se cruzaron en el camino (porque de no ser así se estaría admitiendo la insólita tesis de que los hunos iban adelante y los otros persiguiéndolos), que volvieron a enfrentarse y que, entonces, derrotados, no lograron detenerlos.
Así las cosas, o el triunfo de Aecio en la “gran batalla” de los Campos Cataláunicos, no habría sido sino de sabor efímero y de pírricos resultados; o, en su defecto, lo que sería tanto más grave y comprometedor para la historiografía tradicional: quizá no hubo tal triunfo sino en las crónicas, que con tanta o mayor capacidad de manipulación que de intriga habría logrado fraguar Aecio, el “último de los romanos”.
(34) En la península itálica los hunos “habrían” (porque ya hay bastantes razones para empezar a sospechar de toda la información que nos proporciona la Historia tradicional), habrían pues saqueado Milán, Bérgamo, Brescia, Verona y Papua, ciudades que quedan todas precisa y sorprendentemente en el continente y no en la península, como puede apreciarse en el Gráfico Nº 36. Y se dice que también Aquilea, una ciudad en la costa del Adriático. Pero no saquearon Roma. Dícese que atendiendo Atila las razones y ruegos del Papa León I, “el Grande”. ¿Llegaron realmente los hunos a estar en Roma? Porque una fuente no especializada pero razonablemente seria sostiene que “llegó casi hasta las puertas de Roma”. Es decir que ni siquiera a las puertas, sino “casi” a las puertas. ¿Y cuántos kilómetros debe entenderse que es ese “casi”?: diez, cien, doscientos. ¿O sea que el Papa salió al encuentro de Atila, hasta algo más allá de las puertas de Roma? ¿Y si en realidad casi, casi tampoco se entrevistaron, y no hubo ruegos ni nada que se le parezca?
(35) ¿Parecen forzadas y ridículas las preguntas? De hecho lo parecen. Pero lo que ocurre es que sobreviene un dato de singular importancia. Dice en efecto el profesor Fatás, catedrático de Historia de la Universidad de Zaragoza, que “la hambruna y la peste”
sacaron a los hunos de Italia .
Este dato de pestes y hambruna reviste singular importancia. No es pues, ni con mucho, como pasarlo a la ligera. Se habría tratado, cuando menos, de la segunda gran crisis de este género en el imperio. Si la primera de que se tiene algún reporte, la de San Cipriano, a mediados del siglo iii dC, elevó el precio de una medida de trigo de 6 a 200 dracmas, y ya para el 330 dC costaba 2 millones de dracmas –según refiere Barraclough
–, ¿a cuánto más no se habría elevado en la crisis de desabastecimiento y hambruna consecuente en torno al 450 dC?
Si la primera, que tomó al imperio todavía en su máximo poderío, lo afectó tanto que sin duda contribuyó a la rebelión e independencia de los francos, que por su más lejana ubicación respecto del mayor centro de abastecimiento de trigo (Egipto, y véase nuevamente a este propósito el Gráfico Nº 18), debieron estar entre los más perjudicados; y quizá debió influir en las primeras manifestaciones de violencia de los visigodos, coincidentemente en el 251 y 258–259 dC; ¿cuánto más, y lapidariamente debió afectarlo ésta del 450 dC, cuando el imperio realmente agonizaba?
¿Debe cargarse a los hunos también este azote de la naturaleza? ¿No es verosímil que a raíz de la sequía, las creencias populares, tan cargadas de supersticiones y fetichismos, tan alejadas de la verdad científica, relacionaran la sequedad de los pastos con la intencionalmente agigantada presencia de los hunos, y se tejiera así entonces el estigma de que por donde pasaba el caballo de Atila no volvía a crecer la yerba?
En fin, recogiendo el conjunto de los datos y presunciones coherentes: (a) triunfo anti–imperial franco–huno contra las huestes de Aecio; (b) secuencia y ubicación de las ciudades saqueadas; (c) ni ingreso ni saqueo de Roma, y; (d) evacuación forzada por las pestes; el recorrido más probable del ejército huno es pues el que se presenta a la derecha en el Gráfico Nº 36. Más aún, el dato de las pestes ayuda a suponer y entender por qué las derrotadas huestes de Aecio se habrían negado a incursionar en la península en persecución de quienes a todas luces iban a saquear la sacrosanta capital del imperio.
Al año siguiente, el 453 dC, ya de vuelta en su sede de Hungría, Atila volvió a casarse “añadiendo una esposa más a su numeroso harén” , la misma que según se afirma “era hija de un jefe aliado” , germana , para más señas, en el genérico lenguaje de la historiografía tradicional. Pero sorprendentemente se nos dice también que murió en plena celebración de la boda .
Cagliani registra que ya en el año siguiente, en el 454 dC, se agudizaron las divisiones internas que se suscitaron entre los hunos tras la muerte de Atila. Y que así debilitados, ese mismo año fueron derrotados por los germanos, “disolviéndose las hordas”. El profesor Fatás muestra en cambio que las revueltas internas se dieron en el 455 –coincidiendo circunstancialmente con el brutal saqueo vándalo a Roma–. Y que esa división facilitó la derrota de los hunos “frente a una coalición de gépidos, ostrogodos, hérulos y otros pueblos”.
Para aquél, “el peligro había pasado”. Y para éste, el triunfo de la coalición “terminó con los hunos como potencia”. “¡Los hunos como potencia!”. ¿Cuáles de todas las aseveraciones incluidas hasta aquí –en las que hemos recogido gran parte de lo que la Historia tradicional afirma sobre ellos–, permite llegar a la conclusión de que los hunos fueron una “potencia”? Ninguna, pero sí es consistente con la también discutible, endeble y reiterada afirmación de la historiografía tradicional de que los hunos fueron los responsables de desatar las oleadas de invasiones.
Si seguimos manteniendo ese erróneo y anti–histórico criterio, tendríamos que admitir también la especie de que si no llegaban los hunos a Europa, el Imperio Romano se habría mantenido por muchísimo más tiempo, e, incluso, en el delirio, se mantendría aún vigente.
¿Acaso Egipto colapsó por invasiones extranjeras? ¿Acaso Grecia? ¿O el Imperio Español del siglo xix? ¿Acaso la Inglaterra del xix al xx? Pues bien, el Imperio Romano tampoco colapsó por la incursión de los hunos. Recordemos a modo de síntesis acontecimientos que hemos mencionado antes: 1) el imperio ingresó a una etapa de profundas e irreversibles crisis económicas, políticas y sociales en las primeras décadas del siglo iii; 2) la “sequía de San Cipriano” se inició a mediados del mismo siglo iii; 3) las primeras pestes, hambruna y desbocada inflación de que puede hablarse aparecieron como consecuencia de aquélla; 4) la primera invasión persa y destrucción de Antioquia ocurrió antes de que se cumpliera la primera mitad de ese mismo siglo; 4) los francos o “franceses” –o como prefiera llamárseles– se rebelaron contra el imperio a partir del año 259 dC, y las primeras manifestaciones guerreras de los visigodos han sido fechadas en el 251, el 258–259 y en el 269 dC, y, por último; 5) la división del imperio se oficializó en el 284 dC. Todas, pues, antes de que culmine el siglo iii dC. Es decir, cinco de las más importantes causas que ayudan a entender la debacle del Imperio Romano se desencadenaron y desarrollaron entre uno y medio y un siglo antes de la aparición de los hunos
en el escenario –asumiendo que ésta se dio en el año 370 dC–.
Por añadidura, el historiador norteamericano Robert López reporta que, dentro de la jurisdicción del ya oficializado Imperio Romano de Oriente, el emperador Constantino, cuarenta años antes de que aparezcan los hunos, mandaba “encadenar como esclavos a los colonos fugitivos…” .
¿Cuáles podían ser esos colonos que hacia el año 330 dC ya fugaban de sus tierras? Quizá ostrogodos pobres. Quizá vándalos también pobres. Quizá visigodos sin tierra a quienes los visigodos ricos los tenían como colonos trabajando las suyas? E incluso quizá avaros o alanos. ¿Huían pacífica y resignadamente al amparo de las sombras de la noche? ¿No es presumible en aquellas desventuradas circunstancias imaginarlos asaltando y saqueando propiedades, y de allí que la represalia imperial fuera tan enérgica?
¿Pero por qué, además, habríamos de descartar la posibilidad de que también hubiera entre esos colonos fugitivos “romanos” pobres, que los había, y muchos, hartos de la crisis que los obligaba a aportar a sus hijos a los ejércitos de Constantino, o de sus esmirriados bolsillos a las sedientas arcas del emperador, ya a cambio de nada, o, peor aún, a cambio de una situación que preveían cada vez más catastrófica? ¿Cómo descartar pues que Constantino comprobara, con desesperación e ira, que fugaban abandonando sus tierras, tanto “romanos” como “bárbaros” de todas las “tribus” y colores? Pues bien, todo ello, cuarenta años antes de que los hunos asomaran sus narices por Crimea.
Y adicionalmente, ¿puede atribuirse a los hunos la inaudita ceguera de la élite imperial romana, que en el contexto de una crisis generalizada y cada vez más grave, se enfrentaron en suicidas guerras civiles como las que se dieron en el 388 y el 394 dC ; ¿esto es, cincuenta y cuarenta años antes de que se reportaran los que debe suponerse los primeros triunfos de los hunos que dieron origen a que cobraran “cupos” al poder en Constantinopla?
Qué duda cabe, en ese agravado contexto, entonces, y sin remedio, los hunos se constituyeron en una suerte de golpe final para el imperio, en la gota que derramó un vaso que ya estaba repleto. Si los hunos se presentaron en la frontera del territorio imperial en el año 370 dC, su estadía de apenas 80 años, con no más de 40 de acciones de violencia, sólo en las dramáticas y aciagas circunstancias del imperio en que aparecieron y actuaron, puede realmente entenderse como prolongada y definitoria. Pero, categóricamente, nada de ello implica que fueron los responsables de todos los males, de todas las calamidades, y, menos pues, de la debacle del imperio. Esta especie sólo cumple una función, distorsionante y alienante: exculpar al poder imperial de la infinita serie de barbaridades cometidas, que desataron, real y objetivamente, el germen de su propia destrucción.
En cuanto a Atila mismo, a quien se le atribuye haber nacido en torno al año 406 dC , vino entonces al mundo cuando sus padres llevaban ya algo más de tres décadas estacionados en los valles de Hungría, en tierras de los ostrogodos, pero aún eran vistos como rústicos pastores sin casas. No había nacido cuando los visigodos estremecieron al dividido y desfalleciente imperio con su sensacional triunfo militar en Adrianópolis. Y sólo tenía cuatro años cuando los mismos visigodos devastaron Roma en cruento saqueo.
A diferencia de Alarico, Teodorico, Genserico y otros, y a diferencia de Julio César, Nerón, Constantino y otros, tan bárbaros y crueles como pudo ser él, Atila era el único cuyo origen, a pesar de haber nacido e incluso se cree que educado en Constantinopla, podía reputarse absolutamente ajeno a Europa. Era pues el personaje ideal al cual endosarle todos los males, propios y extraños, previos, contemporáneos y posteriores a su propia existencia. Y bien se sabía que, estigmatizado como había quedado, no habría en la faz de la Tierra quien reivindicara con objetividad que lo suyo no fue de ningún modo más dañino que lo de otros, pero, con toda seguridad, sí fue menos agravante que otras de las muchas causas que trajeron abajo al gigante.
Nada lo convierte en un santo digno de devoción de nadie (con escrúpulos y valores), ni siquiera el hecho –más mítico que probado– de haber respetado la integridad de Roma y los también supuestos ruegos del Papa. Pero de allí al “azote de Dios” hay una distancia enorme. Casi podría decirse que Roma –y la Historia tradicional– han hecho de Atila de primero de los malhechores con los que se inauguró esa nefasta prensa amarilla que da a los criminales, hasta el día de hoy, más tribuna y difusión que a hombres y mujeres que realmente serían dignos de ella.
¿Quiénes finalmente derrotaron a Atila y los hunos? ¿Puede aceptarse, como se afirma en la Historia tradicional que fue sólo una coalición de gépidos, ostrogodos, hérulos y otros pueblos, enfrentamiento para el que, dicho sea de paso, no se da la más mínima explicación? ¿Y qué fue de los hunos después de aquello? ¿Desaparecieron del mapa? ¿Habrían marchado de regreso los mismos 10 mil kilómetros por donde vinieron sus antepasados cinco generaciones atrás?
¿Debemos echar por la borda todos y cada uno de los datos que se nos presenta, algunos de los cuales pueden ser objeto de análisis para entender cuál habría podido ser su suerte final? Sí pues, hay elementos suficientes y suficientemente importantes como para asumir que no fueron solamente los hombres (aquella supuesta coalición) quienes al cabo derrotaron (¿y liquidaron?) a los hunos.
En efecto, es muy probable que la naturaleza, como en otros episodios de la historia, haya jugado también un papel decisivo. Los hunos fueron el primer gran pueblo del lejano centro de Asia que tuvo contacto masivo con Occidente. Vinieron hacia él, estacionándose por casi un siglo, y respiraron en Europa el inflamado aire que contenía millones de gérmenes desconocidos para ellos. ¿Con cuántas enfermedades, contra las que no tenían defensas, se encontraron? Nunca hemos leído nada al respecto. Mas no es necesario que se nos diga. La pregunta, bien lo sabe la ciencia y en particular la epidemiología de hoy, tiene una respuesta casi axiomática: con varias y quizá con muchas enfermedades, todas las cuales debieron tener consecuencias diezmantes para los hunos –pero también para los otros, sus “anfitriones” europeos–.
Al desastroso impacto de enfermedades desconocidas probablemente se sumó el efecto del drástico cambio climático –temperaturas y humedades distintas a las que estaban acostumbrados–, pero, sobre todo, las consecuencias del radical cambio de régimen alimentario que tuvieron que soportar en Europa. Esa sumatoria de causas naturales no es en modo alguno despreciable.
Cargado de maledicencia, de morbosa ingenuidad, o lisa y llanamente de puerilidad, cuántas veces se ha repetido que Atila “celebrando su boda (…) cayó hacia atrás debido a su borrachera y, al producirse una hemorragia nasal, se ahogó en su propia sangre al no poder levantarse” . Aceptemos que, producto de una supuesta feroz borrachera, Atila no pudo levantarse. Eso, para hablar también en términos prosaicos, ocurre y ha ocurrido hasta en las “mejores familias”. ¿Acaso la historiografía no nos habla de reyes europeos que igualmente ebrios caían desplomados sin sentido? ¿Pero tenemos que aceptar que, en medio de su boda, rodeado de cientos de familiares, amigos, aliados y admiradores, no hubiera uno, ni siquiera uno, que atinara a levantarlo? Es pedírsenos demasiado. Quizá realmente Atila murió de hemorragia nasal, pero sin duda después de desesperados aunque vanos intentos de sus familiares y amigos.
¿Qué causas dan origen a hemorragias incontrolables como la que habría sufrido Atila –y como él muchos otros hunos–? Entre otras, el envenenamiento. Atila pudo por ejemplo ser envenenado en el tráfago de la fiesta. Si se pudo envenenar a emperadores romanos igual pudieron sus enemigos envenenar a Atila. Por otro lado, la hemofilia, que también produce hemorragias, es no obstante un argumento endeble para este caso: sin duda el rey de los hunos sufrió mil heridas desde niño. Así, alternativa pero también complementariamente al envenenamiento, asoma con verosimilitud la hipótesis del escorbuto, el mismo escorbuto que tanto afectó a los navegantes de Europa siglos después. En efecto, la aguda falta de vitamina C se origina en los drásticos cambios de alimentación en los que deja de ingerirse frutas, entre otras cosas. Pero también la ausencia de otros alimentos a los que estaban acostumbrados pudo afectar pues a los hunos.
Ciertamente no nos preocupa desentrañar las causas de la muerte de Atila. Ello nos tiene sin cuidado. Pero sí es importante, siguiendo la pista de la presumida modalidad de su muerte, tratar de explicar la supuesta pero nunca bien sustentada desaparición de los hunos del escenario de Europa. Sin que estuviera en sus propósitos, contribuyeron significativamente a la caída definitiva del imperio, y a la liberación final de muchos pueblos que habían estado por siglos dominados por los romanos; pero aparentemente desaparecieron, sin pena ni gloria, y con las manos vacías. En definitiva, creemos que la naturaleza, una vez más al margen de la voluntad de los hombres, pudo jugar un rol decisivo en la vida de los hunos, enfermándolos y debilitándolos, ayudando así a minimizar su importancia desde las postrimerías del siglo v. He ahí un reto para la medicina arqueológica.
La reflexión sobre el oscuro y silenciado final de los hunos es válida por el hecho de que ellos, de haber tenido completo éxito, de haber sido realmente una “potencia” como a la ligera se afirma en la Historia tradicional, habrían sido el primer pueblo en la historia de Occidente en posesionarse del territorio de un imperio y sustituirlo, conformando otro y prolongando así el sojuzgamiento de los pueblos que había conquistado el poder romano. Sin embargo, como está dicho, ello no ocurrió. Mas no porque los pueblos uno tras otro, masiva y tercamente lucharan contra la dominación de los hunos. Sino porque éstos, además de las comprensibles luchas fratricidas a la muerte de Atila (como a la muerte de todos los grandes caudillo), habrían perdido toda fuerza y empuje casi diezmados más por azotes de la naturaleza que por armas enemigas.
Pero ello no significa, ni mucho menos, que no quedó huno sobre la tierra. Y resulta igualmente inverosímil imaginar a los sobrevivientes emprender la larga marcha de retorno a Mongolia. Habrá pues que bucear en la historia subsiguiente de Hungría y Rumania –que por cierto no acometeremos aquí–, para ver si se hallan o no más pistas de ellos. Nuestra hipótesis es que sí. Y que siguieron allí hasta quedar total y completamente mezclados y mimetizados con las poblaciones que en esos territorios se asentaron en los siglos siguientes, entre ellos los magiares, a los que extraña, muy extraña y sospechosamente, también se reputa provinieron del Asia. ¿Será difícil probar el emparentamiento de hunos y magiares? ¿No serán éstos herederos de aquéllos? ¿Podrá la medicina moderna –prueba de Adn de por medio– probar o descartar la hipótesis, no vale acaso la pena?
Como fuera, y dado que no correspondió a los hunos, las primeras experiencias de posta entre un imperio y otro, quedaron reservadas para México y los Andes, para diez siglos después, cuando el Imperio Español sustituyó, sin solución de continuidad, al Imperio Azteca, primero, y al Imperio Inka, después, en la dominación sobre un sinnúmero de pueblos mesoamericanos y andinos, respectivamente.
¿Cuántos finalmente se enfrentaron al poder hegemónico?
¿Cuántos fueron los “bárbaros europeos y asiáticos” que contribuyeron a la caída del enorme Imperio Romano? ¿Puede considerarse serio, después del espectacular y sonado triunfo de los visigodos, por ejemplo, que algunos historiadores sigan estimando que la estructura política de los “bárbaros” “apenas [era] más extensa que la de una banda armada” –como de manera inaudita sostiene el historiador norteamericano Robert López –. ¿No ha reparado López en que su insólita y desprevenida afirmación deja en muy mal pie al “grandioso” Imperio Romano? ¿Tan débil era en verdad como para que unas cuantas bandas armadas lo hicieran trastabillar de muerte en el 378 dC, tras la batalla de Adrianópolis?
Asumamos como cierta la versión de ese mismo historiador cuando señala que “los vándalos, al parecer, no rebasaban la cifra de 80 000, incluidos los aliados, las mujeres y los niños” . El problema de esta cita, sin embargo, es que nunca sabremos a quiénes ha incluido el historiador como vándalos –¿sólo a los vándalos o a todos los “bárbaros” que actuaron con vandalismo?– y a quiénes y cuántos como “aliados”.
Engel, por su parte, tampoco es a este respecto más preciso. Hablando de los que llegaron a España dice: “Habían llegado en el 409 desde los Balcanes, en grupos de 150 000 hombres, con los alanos, los vándalos, los quades y los suevos…” . No podemos sumar ambas cifras porque en ambas están incluidos los vándalos.
En relación con los visigodos hay quienes estiman que se trató de un contigente de 200 000 a 250 000 personas . Sin embargo, pareciendo ostensiblemente exagerada en particular esta última cifra , asumamos pues que se trató sólo de 120 000 personas.
Supongamos entonces, para manejarnos sólo con órdenes de magnitud, que entre avaros–alanos, vándalos, quades, suevos y visigodos sumaban 270 000 personas.
¿A cuánto habría ascendido entonces la cifra de todos los “bárbaros” que remecieron Europa continental entre los siglos iii y v dC, si a ese parcial sumamos los sajones, anglos, francos, lombardos, ostrogodos, burgundios, marcomanos, erulos, jutos, gepidos y los hunos? Sólo los hunos contribuyeron a la suma con 300 000
personas, muy difícilmente más. Los ostrogodos que formaron un reino en Italia difícilmente eran un grupo tan pequeño como nos lo presentó López. Los lombardos que terminaron derrotando a los ostrogodos en Italia y formando un nuevo reino en la península tampoco. Los burgundios –o “borgoñeses”– para formar el reino correspondiente, en las actuales Borgoña y Lorena francesas y en los territorios próximos a ella de Alemania y Suiza, no debieron ser tampoco insignificantes numéricamente. Y, menos aún, los francos, que se posesionaron “de la región más vasta y fértil del Occidente”. Los francos –sigue diciendo López– “eran, con mucho, los más poderosos entre los pueblos bárbaros…” .
¿Cuántos, pues, podían sumar entre todos los “bárbaros”? ¿Acaso 1 200 000 personas?
¿Puede frente a esa cifra llegarse a la misma conclusión a la que llegó el historiador norteamericano Robert López para decir: “los bárbaros ¡eran tan poco numerosos!” . ¿Un millón doscientas mil personas puede considerarse un grupo “poco numeroso”? Eventualmente, podría sí admitirse que, en términos proporcionales, constituían un grupo minoritario. Pero si 1 200 000 personas eran objetivamente una mayoría o una minoría, sólo puede definirse sabiendo cuántos habitantes había en toda Europa Occidental por aquel entonces. Es decir, sabiendo qué porcentaje de los habitantes del imperio se movilizó para conmocionarlo y terminar por derruirlo. ¿Es posible estimar esas cifras? Lo intentaremos.
Hay autores que estiman que hacia el siglo v dC la población mundial era de, aproximadamente, 200 millones de personas . Asumiendo –con los riesgos que ello implica–, que las proporciones actuales fueran las mismas que en la antigüedad, la Europa Occidental del siglo v dC tenía, entonces, alrededor de 26 millones de habitantes . Frente a esa cifra, 1 200 000 representa entonces casi el 5 % de la población. ¿Ello es poco o mucho? Ciertamente depende. Si están pacíficamente trabajando sus tierras, puede considerársele “pequeña” y hasta insignificante.
Pero si sólo una cuarta parte de ellos se moviliza por todo el territorio saqueando; asaltando para conseguir alimentos, caballos y carros de transporte; bloqueando caminos y haciendo sabotaje a puentes y obras públicas; enfrentando y derrotando a las desperdigadas huestes imperiales; abandonando las tierras que trabajaban y agudizando con ello la escasez de alimentos; abandonando las minas y con ello saboteando aún más la economía del imperio; etc., entonces debe considerársele una cantidad enorme, desproporcionadamente grande y devastadora.
Basta imaginar qué ocurriría hoy, por ejemplo, en el esplendor y máximo poder del Estados Unidos, si en el preciso momento en que se estuviera combatiendo, contra algún “enemigo” –Irak o el que fuera–, se levantan en hordas de hombres, mujeres y niños, simultáneamente, a todo lo largo y ancho del territorio al norte del río Grande, 4 millones de personas, es decir, 2,5 veces la población de delincuentes que hoy pueblan las cárceles norteamericanas . Los resultados serían, simple y llanamente, terribles, devastadores. ¿Y si a esa convulsión interna se sumara una larga serie de agresiones externas de todo género de motivación y origen geográfico, y disputas dentro de la propia élite hegemónica, y grave crisis económica y profundo malestar al interior de la nación hegemónica, y catástrofes climáticas, etc.?
No es difícil pues concluir que el alzamiento generalizado, escalonado y sistemático, terminó por ser lapidario para el Imperio Romano. Por cierto no murió instantáneamente, como si hubiera recibido un balazo en la sien. Languideciendo fue capaz de algunos estertores. Mas la debacle final fue y era inexorable.
Lecciones de la historia que no muestra la Historia
La grotesca transmutación de “guerras de liberación” por “invasiones extranjeras” es quizá una de las más graves y trascendentales deformaciones y alienaciones que sigue manteniendo la historiografía tradicional. Es sin duda un fiel reflejo de que ella registra, muy a su pesar pero objetivamente, la versión oficial, la versión que interesadamente se construye desde las más altas esferas del poder.
Ninguno de los grandes poderes hegemónicos que han sucedido al Imperio Romano, ni el Carolingio, ni el Imperio Español, el Inglés, el Alemán y el de Estados Unidos, como ninguno de los poderes ideológica o políticamente dependientes de ellos a lo largo de la historia, ha estado dispuesto a aceptar que las guerras de liberación son un “dato de la realidad” y, por sobre todo, una inexorable aunque postrera consecuencia de las nefastas políticas imperialistas. Y que ésta es pues la causa, y aquéllas una pero quizá la más trascendente de sus consecuencias.
Y cuando por ejemplo no ha podido evitarse dar cuenta de algunas guerras de independencia, como la de Estados Unidos, América Latina, o la India, para sólo citar esos casos, se ha recurrido al también grotesco expediente de volver a deformar el fondo de la historia, atribuyéndolas no a una consecuencia inexorable de las agresiones imperialistas de origen y a las que responden, sino a un tardío y renovado afán de libertad e independencia de los pueblos (en estos casos las tesis liberales que surgieron con la Revolución Francesa), o a la presencia de seres excepcionales como Gandhi.
En relación con dichos importantísimos antecedentes históricos, en la Historia tradicional sigue manteniéndose las siguientes alienantes transmutaciones:
a) En el caso del Imperio Romano:
– La causa verdadera: política imperialista; viene siendo sustituida por una causa ficticia: agresión externa.
– La consecuencia verdadera: guerras de liberación; viene siendo sustituida por una racionalización falaz, sin fundamento científico ni testimonio empírico: colapso por haberse cumplido un ciclo natural.
b) En el caso de los Imperios Español e Inglés:
– La causa principal: política imperialista; viene siendo sustituida por una causa secundaria: desarrollo y afianzamiento de la ideología liberal.
– La consecuencia verdadera: guerras de liberación; viene siendo sustituida por recreación ideológica eufemística: procesos de independencia.
La Historia tradicional, que reivindica se le estudie para aprender las lecciones de la historia, se niega pues flagrantemente a sí misma al no mostrar explícita y objetivamente las lecciones de la historia, sino que, por el contrario, las disfraza y maquilla cuando no las oculta.
Si, por el contrario, las lecciones de la historia, y muy especialmente todas cuantas quedan en evidencia tras las experiencias del Imperio Romano, Español e Inglés, hubiesen quedado bien registradas, y tras ello profundamente internalizadas en la conciencia de los pueblos y de sus gobiernos, en nuestra época, por ejemplo, no asistiríamos a nefastas políticas y las brutales agresiones del imperialismo norteamericano que, sin duda, están cavando su propia tumba, y al propio tiempo lanzando al mundo a un proceso de violencia muy difícilmente imaginable.
La inverosímil Historia tradicional
Sentimos obligación de explicar la razón de habernos detenido tanto en el tema anterior. La historia del Imperio Romano es sin duda uno de los capítulos paradigmáticos de la historia de Occidente, pero también de la humanidad. Ha sido, para la historiografía tradicional, el “laboratorio” de ensayo del que surgieron, durante quince siglos, todos axiomas y tesis habidos y por haber –sin que previamente fueran planteados como hipótesis de investigación–. De ese “laboratorio” han emanado pues innumerables “sacrosantas e inmutables aseveraciones”. Mencionemos, a título de recuento parcial, algunas de ellas:
1) La historia la hacen los hombres, esto es, se construye con la participación decidida y voluntaria de los pueblos, pero, muy especialmente, con la decisiva y mesiánica participación de los más lúcidos y preclaros de entre ellos;
2) A la naturaleza –y esta es una ley implícita y complementaria–, virtualmente no le ha correspondido ningún papel en la historia de los hombres;
3) Los imperios han sido y son la más alta, grandiosa y benéfica expresión de la creación humana;
4) Los hombres más lúcidos y preclaros asoman sobre la faz de la Tierra, generalmente, en el contexto de los imperios. Hammnurabi, Nabucodonosor, Ciro el Grande, Darío el Grande, Ramsés, Tutankamon, Pericles, Alejandro el Magno, Julio César, Augusto, Constantino, Carlomagno, Carlos V, Enrique VIII, Pachacútec, etc, se cuentan entre los más representativos;
5) Los imperios, por lo general, no son destruidos ni demolidos por nadie, sino que sucumben por “agotamiento” o por “vejez”, cumplido ya su ciclo vegetativo; en el peor de los casos, sucumben cuando devienen gigantes con pies de barro o castillos de naipes, pero sin que nadie sea responsable de ello, menos aún los emperadores, ni el conjunto del poder hegemónico del que formaban parte;
6) Si, por excepción, la mano y la voluntad del hombre ha intervenido en el colapso de un imperio, ésta ha sido una mano ajena: “bárbaros” que llegaron de la periferia del imperio, por ejemplo;
7) El hombre llano, el hombre pobre, el esclavo, el soldado y el campesino sin nombre, no han jugado un papel relevante en la historia, aunque en conjunto sumaran el 95 % de la población (esta también, por cierto, es una tesis implícita, nunca declarada y menos oficialmente reconocida por la Historia tradicional, pero omnipresente en ella);
8) Las cuestiones demográficas son accesorias e incidentales: los datos demográficos (magnitudes poblacionales, efectos graves de las sequías y hambrunas, y de las guerras) no tienen porqué ocupar espacio en los textos de Historia (tesis implícita);
9) Las cuestiones económicas son un asunto pueril: los datos económicos tampoco deben ocupar espacio en los textos de Historia, y, si es inevitable presentarlos, el purismo exige mostrarlos en su unidad de medida original, dragmas, maravedíes, o lo que corresponda (aunque con el paso del tiempo ya no le signifiquen nada a nadie); por lo demás, todos los gastos imperiales en castillos, arcos de triunfo o palacios, son una admirable y venerable contribución de los imperios a la civilización; su valor, o cuanto se sacrificó construyéndolos, poco importa;
10) Hay hechos y pequeños detalles que no pueden menospreciarse y menos aún obviar: es fundamental insistir en formas, colores y medidas de huacos, pirámides, coliseos, etc.; día, fecha y hora de los acontecimientos, aunque fuera de los menos significativos; en amantes, esposas e hijos espurios; en modas y vestidos de las élites, así como en la cantidad de platos en los banquetes y el tamaño y peso de las espadas, sin olvidar el decorado de las empuñaduras; no debe prescindirse de destacar la sabiduría, devoción y misticismo de los emperadores o reyes, cuando corresponda, o su infinita maldad, las veces que haya que reconocerlo; ni de mostrar la castidad y santidad o, en su defecto, la ingenua coquetería de las princesas.
Quedémonos pues en diez –número que tanto hechiza a los tejedores y aficionados de las leyendas–. Sí, por lo menos con esas diez “leyes inmutables” los historiadores tradicionales, desde Herodoto hasta nuestros días, han construido “su” versión de la historia, mas no una versión científica de “la” historia.
Las diez han sido escrupulosamente aplicadas para mostrar la historia del Imperio Romano. Pero también, hacia atrás, la de Grecia, Egipto y Mesopotamia. Y, hacia adelante, la de los imperios Carolingio, Español, Inglés y Norteamericano. Ello ya era suficientemente grave. Pero más grave aún es que el “modelo” de “análisis e interpretación”, por extensión, en unos casos, y por vulgar copia, en otros, ha sido grotescamente trasplantado y extrapolado, de modo tal que el mismo “modelo” ha sido utilizado para “elaborar” la Historia de México y Perú, de Rumania y Portugal, y quizá también la de Argelia y Siria, o, para abreviar, de prácticamente todos los pueblos de la Tierra. ¿Alguno se salva? ¿Cuál?
No obstante, como ha podido verse en todo cuanto venimos desarrollando hasta aquí, y en lo que vendrá del resto del libro, exactamente a partir de los mismos datos, utilizando la misma información que hasta hoy han presentado los historiadores e historiógrafos, pero dándole a la misma una ponderación más racional y objetiva, y a partir de hipótesis, se logra perfilar una historia distinta, tan distinta que a muchísimos les resultará incomprensible y/o inaceptable. Mas ése ya es otro problema.
El hecho rotundo es que con los mismos datos puede construirse, por lo menos, dos “historias” distintas e incluso opuestas. Ambas no pueden ser falsas. Tampoco verdaderas. Aunque ambas, por lo menos en apariencia, puedan resultar verosímiles. Aún quedan cientos de interrogantes planteadas sin responder. Cientos de preguntas hechas han sido respondidas por nosotros con supuestos. No pasan de ser hipótesis que otros, si aceptan enfrentarlas, podrán terminar otorgándoles validez o desechándolas. De lo único que estamos seguros es que todo ello se despejará mucho más adelante, cuando ya ninguno de nosotros –los de esta generación– estemos presentes.
El objetivo general no puede ser otro que el de sustituir las actuales y falaces “leyes inmutables” de la historia, que carecen absolutamente de toda posibilidad proyectiva, por otras que, con sólido fundamento científico, tengan ese valioso carácter predictivo. De modo tal que la humanidad, premunida de información y conclusiones relevantes, no vea llegar los acontecimientos con sorpresa y espanto, sino sea capaz de prever los acontecimientos “con la misma certeza” con la que hoy somos capaces de predecir que una manzana, inexorablemente, caerá al piso si la soltamos de la mano.
Mientras tanto –porque falta muchísimo para que ello ocurra–, bien podemos decir que si la historiografía fuera más crítica –y más objetiva– ante los acontecimientos, hace buen tiempo que la historia de las “invasiones bárbaras” al Imperio Romano habría adquirido otro discurso. Y de éste, hace tiempo, se hubiera podido obtener otras conclusiones.
Recuérdese, por ejemplo, el siguiente dato. En el siglo xv los “inkas” –sin copiar a los “romanos”, porque nunca supieron de ellos–, impusieron en el territorio andino muchísimas de las mismas prácticas. Hicieron en efecto conquistas crueles, pero también conquistas incruentas. Atormentaron a quienes se resistían y compraron con dádivas a los gobernantes más inescrupulosos y venales de los pueblos que pretendían conquistar. Tomaron rehenes. Reclutaron a hombres jóvenes de los pueblos vencidos y los incorporaron al ejército imperial. Reclutaron a mujeres jóvenes de los pueblos conquistados y se las repartieron entre los conquistadores. Saquearon. Incendiaron y destruyeron pueblos enteros. Trasladaron ingentes riquezas a la capital imperial a la que embellecieron hasta el asombro. Pero además, y en relación con lo que nos ocupa: 1) trasladaron contingentes numerosos de “cusqueños” a culturizar a los pueblos conquistados, y; 2) en represalia, o en función de sus conveniencias económicas, trasladaron pueblos enteros a trabajar en los confines del imperio.
Pues bien, en relación con estas dos últimas experiencias practicadas en los Andes Centrales de América, hay sólidas evidencias –sospechosamente no difundidas y también sospechosamente muy poco valoradas–, de que, durante la crisis final del imperio, desde la captura de Atahualpa, sin excepción, las poblaciones desplazadas regresaron, voluntaria y precipitadamente, a sus tierras de origen. Leamos pues al cronista español Cristóbal de Mena:
…se fue cada uno a su tierra, que por fuerza eran tenidos allí… .
Esta cita es valiosísima . A nuestro juicio, de valor inestimable. Pero ella y su autor han sido excluidos de miles de páginas que recogen textos de los cronistas españoles que se han referido a la conquista del Perú. Pero no sólo eso. Pocos episodios de la historia de la humanidad han recibido tanta atención, de tantos autores, como la caída del Imperio Inka. Mas entre los cientos de textos que a ello se refieren, sólo hemos encontrado uno, sólo uno, que recoge esa extraordinaria evidencia.
Pues bien, ese dato es de valor inestimable por dos razones. En primer lugar, porque sólo él ayuda a explicar, en gran medida, por qué resultó tan fácil a los conquistadores españoles posesionarse de todo el territorio andino: ningún pueblo tuvo interés en defender ni defendió al pueblo inka
que los había sojuzgado casi durante un siglo.
Detengámonos sin embargo un instante en la cita de Cristóbal de Mena, cuyos avatares nos resultan tan parecidos a la menospreciada valiosa información que, oportuna y atinadamente, había entregado en su tiempo San Cipriano en Roma; o Cieza de León, en relación con el Imperio Inka y Tiahuanaco. Como se verá, la hemos dividido en tres ideas.
“…se fue…“. Es decir, se marchó, se marcharon. El sitio donde se encontraban, donde circunstancialmente habían nacido ellos y sus padres, quizá incluso sus abuelos, no era el territorio donde querían estar. Si se había presentado la oportunidad, ¿por qué entonces continuar un segundo más allí?
“…cada uno…“. Esto es, voluntariamente. De improviso se había presentado la ocasión de hacer lo que querían, no lo que el poder hegemónico inka quería que ellos hicieran. Ya sólo era cuestión de seguir la voz de sus conciencias, el grito de su corazón. ¿A dónde pues dirigirse?
“…a su tierra…“. ¿Por qué habría de ser a otro lugar? ¿Estaban acaso de aventura? ¿Tenían acaso opción, conocían acaso otras posibilidades? ¿Algún otro pueblo –pensaron– iba acaso a recibirlos como los recibiría el suyo?
La segunda extraordinaria importancia de la cita es que, de haber sido acogida y correctamente ponderada, y no en cambio despreciada o menospreciada, habría permitido a los historiadores –o por lo menos a los historiadores modernos–, reinterpretar la historia de las “invasiones bárbaras” de Europa. Premunidos del valioso dato, bastaba entonces plantear la siguiente hipótesis: ¿no pudo acaso ocurrir lo mismo, o algo equivalente, en Europa, durante el largo proceso de debable del Imperio Romano? Claro que pudo ocurrir así. El dato, entonces, pasaba a convertirse en una hipótesis valiosa. Era cuestión de confrontarla con los datos disponibles, e incluso buscar otros, para finalmente, si correspondía, descartar la hipótesis, o de lo contrario afinarla y darle validez. En fin, ese es el criterio metodológico con el que hemos trabajado hasta aquí, y con el que seguiremos trabajando lo que resta del texto.
9) Ningún pueblo ha recuperado la posta
La novena e importantísima conclusión que se desprende de la revisión de las grandes olas de la civilización occidental, es que la “posta” nunca ha sido recuperada por el pueblo que la “perdió”. La ola de Mesopotamia cedió su turno a Egipto. La protagonizada por el Imperio Faraónico no fue retomada por Mesopotamia sino tomada por Creta. La que protagonizó ésta no retornó a Egipto; la tomó Grecia. La de ésta no regresó a Creta, marchó hacia Roma. Y así, cumpliéndose invariablemente la misma constante, llegó hasta Estados Unidos, tal como vimos en los Gráficos Nº2, Nº 3 y Nº 4.
Recuérdese que la primera de las constantes que se ha presentado es: la posta siempre la ha tomado uno de los vecinos de aquel que fue el centro de la ola precedente. Pues bien, esa constante también se habría cumplido de haberse dado en la historia de Occidente una secuencia como la que se presenta en el Gráfico Nº 37.
Si ése hubiera sido el caso, el pueblo que fue centro de la segunda ola habría sido también el centro de la cuarta. Y el que fue centro de la quinta habría sido también el centro de la sétima. Es decir, algunos pueblos habrían repetido la experiencia, uno o dos o más períodos después de haber sido los principales protagonistas en anterior ocasión. No ha habido tal. Hasta ahora nunca un pueblo ha repetido la experiencia de volver a ser el centro de una de las grandes olas de la historia de Occidente. Ni los mesopotamios ni los egipcios. Tampoco los cretenses o los griegos. Pero tampoco los romanos. Ni los herederos de Carlomagno, el “sabio, modesto… dueño del mundo, amado del pueblo… cima de Europa… héroe, augusto… piadoso…” rey con el que Francia pasó a convertirse en el centro de la sexta gran ola de Occidente. Ni ninguno de los que vendrían después de todos ellos.
Sin embargo, no parecen haber estado ausentes en la historia intentos deliberados de reedición o, mejor aún, de sustitución. Veamos pues, aunque brevemente, el caso de los ostrogodos y el de los francos. Los ostrogodos, como hemos mostrado e intentado demostrar, no habrían sido sino una fracción de la población romana que, ante la crisis definitiva y debacle de la élite imperial, intentó sustituirla capturando para sí el control del imperio. Teodorico, en efecto, en lo que no fue sino un golpe de Estado, fue capaz de destituir a Odoacro –remedo y sombra de los antiguos y omnipotentes emperadores romanos–, pero fue incapaz de reconstituir el poder imperial.
Mas aún, el que sería uno de los últimos estertores hegemonistas del Imperio Romano de Oriente, liquidó, en el año 553 dC, el poder que tan brevemente pudieron usufructuar los ostrogodos. Mas tampoco pudo sustituirlos. Creó, más bien, las condiciones para que los componentes de otra fracción del hegemónico pueblo peninsular, los lombardos –a los que la historiografía erróneamente tipifica también como “bárbaros” y, peor aún, como germánicos– se afianzaran en el noreste de Italia y constituyeran un nuevo e independiente reino. Los ostrogodos, pues –o los lombardos, si lo hubieran intentado–, no habrían restituido el Imperio Romano: lo habrían prolongado en el tiempo, que no es lo mismo.
Los francos, por su parte, para la fecha a la que nos estamos refiriendo, el siglo v dC, habían acumulado ya doscientos años de haber iniciado la liberación de su territorio de manos romanas. Combinándose sin embargo una verdad con un error, en la Historia tradicional se afirma que eran los “más poderosos entre los pueblos bárbaros” . Y, para el período en cuestión, estaban pues ya afianzados en el control de “su” territorio ancestral, “la región más vasta y fértil del Occidente” –como lo admite Robert López–, lo que objetivamente les confería poderío, pero no eran pues “bárbaros”, no eran ajenos al imperio, su territorio fue conquistado y pasó a formar parte de éste.
La rebelión de los francos está fechada entre los años 259–269 dC. Y en la historiografía tradicional se afirma que invadieron triunfalmente el territorio norte de Francia desde el genéricamente denominado territorio germánico de Europa septentrional. A tenor de la información proporcionada por el propio conquistador Julio César durante la conquista de esos territorios, en el siglo i aC, miles de ocupantes de los mismos fugaron de sus tierras y se refundieron al otro lado del Rin, escapando del yugo romano. ¿Representa eso que fugaron todos? Sólo plantearlo constituiría un absurdo, porque cifras que hemos presentado para los casos de los turingios, boyos o bávaros y helvecios insinúan que ello no fue así. Lo más probable y explicable es pues que fugaron más quienes más cerca estaban de la frontera y, de entre ellos y otros pueblos, quienes más aborrecían caer bajo el sojuzgamiento imperial.
Fugó sin duda entonces –como claramente lo sugerimos en el Gráfico Nº 38 (en la página siguiente)–, sólo una fracción de los francos; y, del sur de su territorio, quizá una fracción todavía menos significativa de los galos, pero cuyas magnitudes y proporciones hoy son imposibles de determinar. Y con ellos, en su momento, fugaron mayores o menores proporciones de todos los otros pueblos que se muestra en el gráfico, y muchos otros de menor significación poblacional que no incluimos en él.
¿A los francos cuyos antepasados del siglo i aC forzadamente se habían desterrado al otro lado del Rin, y que ingresaron en campaña de liberación en el siglo iii dC, puede seguírseles considerando como “bárbaros”, por “incivilizados”, y como “bárbaros” por “extranjeros”?
¿Acaso por el hecho de que al cabo de tres siglos llegaban con costumbres ligera o marcadamente distintas a las del pueblo que sus padres, e incluso con un lenguaje cargado de acento y fonemas germánicos por el hecho de haber estado todo ese tiempo en estrechísima relación con los auténticos germanos? ¿Puede por esto seguírseles considerando germanos? Por analogía, ¿acaso a los criollos –hijos de españoles en América, que al cabo de varias generaciones llegaban por primera vez a España, se les consideraba peruanos o mexicanos? No, eran tratados como “españoles de segunda clase”, pero españoles al fin.
¿Puede imaginarse que estos que llegaron del otro lado del Rin no lo hicieron en alianza, explícita o implícita con miles de sus compatriotas, los también francos que habían permanecido en su territorio ancestral? ¿No fue, también por analogía, el caso de los libertadores de América Meridional, que llegaron desde fuera en alianza con quienes desde dentro pugnaban por el mismo propósito?
Pues bien, sólo porque se dio esa alianza de los francos de afuera con los francos de dentro, y quizá hasta con las poblaciones de galos que estaban más próximas, es que puede entenderse que, cuando todavía el poder hegemónico estaba en su máximo esplendor, pudo concretarse el triunfo de aquéllos. Y mal podría pues extrañar que, dos siglos más tarde, en el 451 dC, fueran también los francos quienes, en alianza con los hunos, vencieran a las huestes romanas en los Campos Cataláunicos.
Clodoveo, el más célebre de los francos –de esta parte de la historia de Francia–, fijó tres décadas más tarde en París la capital del reino. El “buen sentido” que en relación con esta decisión le atribuye más de un autor , tenía sin duda perspectiva geo–estratégica. En efecto, además de corresponder a territorio eminentemente franco, esa decisión debe haber estado inspirada en la necesidad objetiva de alejar físicamente la sede del nuevo poder, tanto como fuera posible, del enemigo estratégico más importante, sin duda el sobreviviente poder romano; así como de sus tradicionales rivales: los germanos, burgundios y visigodos, con quienes, liquidado o minimizado el poder de aquél, reaparecerían más temprano que tarde los conflictos limítrofes ancestrales. De hecho, las fuerzas militares de los francos, en alianza y/o dominando a los galos, vencieron nuevamente a los romanos en el 486 dC; a los germanos, en el 496 dC; a los borgoñeses o burgundios, en el 500 dC, y; a los visigodos en el 507 dC.
Los francos, no sólo constituían el pueblo más numeroso de Europa occidental, sino que –como refiere el historiador Robert López –, eran incluso más numerosos que todos “los otros reinos bárbaros juntos”, y dominaban un vasto y rico territorio, más grande y rico que el de cualquiera de sus contemporáneos europeos. Ello era absolutamente suficiente para asegurar el éxito de su proyecto nacional. Y para convertirse en un pueblo que, al cabo de siglos, pudiera alcanzar hegemonía cultural, económica y tecnológica, sin necesidad de recurrir a la violencia conquistadora.
Mas la impronta que habían dejado los romanos era muy poderosa –aunque, curiosamente, la historiografía no ha insistido en ello como debía–. Más que civilizar, los romanos habían marcado una profunda huella de ambición y gloria fútiles, por lo menos entre los más frívolos de los nuevos reyes. Así, los reyes francos, “se complacían en hacer la guerra (…) como un medio de enriquecerse, [y] no faltaban voces que les inspirasen ambiciones imperiales” . Pero tampoco faltaron manías divinizadoras: el nieto de Clodoveo hizo grabar monedas de oro con su efigie y el título de “augusto” .
Pues bien, aunque Clodoveo, su “augusto nieto” y sus descendientes hubieran logrado su ambición de reconstituir el Imperio Romano, aquél no hubiese sido una reedición del Imperio Romano. Habría sido “otro imperio”, desde el momento mismo que eran otros los principales protagonistas.
Ese “otro imperio”, esa siguiente ola, ya había empezado a formarse, con prescindencia absoluta de la voluntad de los que más tarde serían sus protagonistas centrales. Los eslovenos y croatas, al este; los helvecios
(suizos), al norte; los germanos al sur del Danubio (austriacos), al norte; los germanos propiamente dichos, al oeste y este del Rin; y los galos y francos, al oeste y noroeste, respectivamente; habían sido los vecinos más próximos de la península Itálica que desde Roma había sido el centro de la ola precedente. En principio, pues, cualquiera de esos pueblos estaba en condiciones de ser el centro de la ola siguiente.
Los franceses –francos y galos–, sin embargo, reunían las condiciones objetivas –imprescindibles e insustituibles– que habrían de inclinar la balanza a su favor: eran, de todos ellos, los más numerosos; y poseían, de todos ellos, el territorio agrícola y ganadero más productivo y rico. Por ello, y no por otras razones, los franceses pasarían a ser el centro de la sexta ola de Occidente. Por lo demás, recuérdese que –por propia confesión de Julio César–, ya desde antes de la expansión imperial, en el territorio francés se había asimilado, como entre los propios romanos, el politeísmo religioso que difundió Grecia durante su esplendor, nada menos que ocho siglos antes, lo que por cierto insinuaba un desarrollo de civilización más avanzado.
A la luz de esas condiciones, resultan penosamente superficiales las explicaciones a las que se remontan algunos historiadores para dar cuenta del papel que habrían de cumplir los franceses, a partir del siglo viii, en la historia de Occidente. “Para convertirse en dueños de Occidente –afirma sorprendentemente Robert López– los francos no necesitaban más que volver a encontrar un jefe y aprender de nuevo a obedecer” .
Con ése prejuicioso y apriorístico criterio, si en la vida de la Francia de entonces no se sucedían Pipino el Viejo, Pipino II, “su bastardo” Carlos Martel, Pipino el Breve y, por fin, providencialmente, Carlomagno, seguramente los franceses
seguirían buscando un jefe y sin aprender a obedecer. Y si todos ellos, pero en particular Carlomagno, no hubieran nacido en Francia, sino en Croacia, por ejemplo, aquélla no habría sido centro de un imperio sino ésta. Ese pobre razonamiento se deriva del que –implícitamente– ha aplicado la historiografía para explicar que, si no hubieran nacido Julio César y Augusto en Roma, no hubiera habido Imperio Romano.
En fin, no por éstas últimas, sino por las razones objetivas que hemos expuesto antes –que por cierto conoce pero no pondera adecuadamente la historiografía tradicional–, había llegado la hora de Francia, para alzarse como la sexta ola de Occidente, bajo la forma del Imperio Carolingio. “Carlomagno, rey de los francos, se convertirá en rey de los lombardos por conquista, y patricio de los romanos por designación pontificia (…). Así [se] acumularán las dignidades y los títulos sobre la cabeza de Carlomagno, en un crescendo que llevará a la restauración imperial [en] la Navidad del 799″ –anota con escrupuloso detalle y fruición el historiador norteamericano Robert López –.
Mas, como ya hemos advertido, no se trató –aunque con vehemencia la historiografía persista en repetir y registrar el error– de la restauración del Imperio Romano, ni de su “renovación” –objetivo que se le atribuye al Imperio Carolongio –; sino de otro imperio, aunque algunos actores importantes, como los franceses, los propios romanos, lombardos y otros italianos, y los Papas, aparezcan también en el nuevo guión.
A sangre y fuego el Imperio Romano había dejado, en muchos aspectos, una marca casi indeleble. Así, el nuevo guión recogía muchos pasajes del anterior. En referencia a Carlomagno, oficialmente se decía en su tiempo, y harto de su agrado: “Muy sereno Augusto, coronado por Dios, gran emperador pacífico, que rige el Imperio romano…” . Pero sus contemporáneos críticos, sin embargo, lo habían visto como un “viejo chocho y codicioso” . ¿No asistimos hoy también, al unísono, a las alabanzas más encendidas y a los dicterios más zahirientes en relación con el amo del imperio de nuestro tiempo?
Por su parte, y siempre con el viejo guión en la mano, la Iglesia Romana –aunque algunos siglos más tarde– incluyó a Carlomagno entre los santos católicos . Y por último, leyéndose otra vez la partitura oficial, “la teoría –refiere López para lo que venimos denominando el viejo guión romano– insistía en el hecho de que el Imperio era el guardián de la paz universal” . Carlomagno hizo suya esa teoría. Siglos más tarde también la asumiría Carlos V. Y, por lo que vemos hoy, no sólo no ha dejado de tener vigencia, sino que ni siquiera ha sido alterado el texto de formulación de la peregrina idea.
Lo cierto y definitivo es que, cumpliéndose dos leyes que parecen inexorables, el nuevo centro de la ola de Occidente, no sólo no regresaba a manos de ninguno de los protagonistas anteriores, sino que se alejaba cada vez más de los que habían sido los centros de las olas precedentes –como muy claramente puede volver a verse en el Gráfico Nº 4–.
“El pueblo franco –dice Robert López, profesor de la universidad de Yale– parecía destinado a ejercer la hegemonía del Occidente” . ¿Parecía destinado? ¿Cualesquiera fueran las circunstancias? No, más preciso y adecuado resulta decir: el pueblo francés, en esas y sólo en esas circunstancias, estaba destinado a ejercer, por algún tiempo, la hegemonía de Occidente.
Si, como parece, es una ley inexorable que “ningún pueblo vuelve a retomar la posta”, es decir, el papel de centro de una ola, ¿cuál puede ser entonces el centro de la ola que siga a la presente (recuérdese nuestro Gráfico Nº 6)? De entre los vecinos al actual centro de la ola, la “segunda ley” –intercambio comercial– nos mostró que, en principio, la posta sólo podía ser tomada por Europa Occidental o por el núcleo Japón–China. Ni la “tercera ley” –factores de hegemonía– ni ninguna de las siguientes permite decirnos que alguno entre el resto de vecinos de Estados Unidos –Oceanía y Groenlandia, por su baja población; y América Meridional y África, por su escasísima riqueza relativa actual– está en condiciones de tomar la posta. De cumplirse pues, y adicionalmente, la “novena ley”, ello significa que ni Inglaterra, ni Francia, ni Alemania, ni España, serán el centro de la próxima ola. Sólo queda, entonces, el núcleo Japón–China.
No obstante, es una verdad inobjetable que la existencia, en formación y desarrollo, de la Comunidad Europea, plantea un problema de análisis e interpretación histórica que no tiene precedentes en la historia de la humanidad. ¿Puede en rigor considerársele un ente distinto a Inglaterra, Francia y España, por ejemplo? ¿De ser así, y en tal virtud, sería la Comunidad Europea un nuevo y distinto centro que podría asumir la posta que va dejando e inexorablemente dejará Estados Unidos?
10) Un fenómeno eminentemente “nacional”
La Comunidad Europea es hoy, y por buen tiempo seguirá siendo, un fenómeno fundamentalmente económico y de acuerdos básicamente administrativos. No es una nación. Y difícilmente habrá de intertar serlo, ni siquiera en el mediano plazo. Y menos pues cuando, como está previsto, esté conformada por aún más naciones, todavía menos homogéneas entre sí y con las que las que hoy conforman el núcleo básico de la misma. Entre tanto, ninguno de los idiomas más importantes (alemán, italiano, francés y español, e indirectamente el inglés) puede preverse que prevalezca en ése o incluso en más largo plazo. Ni ninguna de las grandes naciones que la conforman habrá de estar dispuesta a ir perdiendo su propia identidad en aras de asumir una nueva.
Y es que, aunque no ha sido explicitado hasta ahora –pero tal parece que dado el tema y su extraordinaria importancia, es momento de hacerse–, todas las grandes olas de Occidente han sido fundamentalmente fenómenos históricos–culturales en los que una gran nación ha hecho prevalecer su cultura, idioma incluido, al vasto conjunto de naciones a las que impuso su hegemonía. No obstante, y hasta la octava ola por lo menos, ninguna de las naciones hegemónicas fue una unidad etno–histórica completamente homogénea.
Pero puede distinguirse un primer gran período en el que hubo competencia e incluso alternancia en el poder entre los grandes grupos de la nación hegemónica. En Mesopotamia alternaron y compitieron asirios, caldeos–babilonios y sumerios. Y todo indica que, a su turno, en el Bajo, Medio y Alto Egipto alternaron y compitieron grupos que se reconocían distintos entre sí. Poco se conoce a este respecto de Creta, pero si se admite que dominó sobre buena parte de Grecia, la leyenda de Teseo, deja entrever profundas y serias rivalidades entre cretenses y tesalonisenses. En Grecia, además de las rivalidades estentóreas que se dieron entre atenienses y espartanos, se alternaron en el poder con ellos los milesios, tesalonisenses y macedonios.
Recién a partir del Imperio Romano se inaugura la única y absoluta hegemonía de una nación, la romana, del centro–oeste de la península, tanto sobre los otros grupos del mismo territorio, como sobre las demás que fueron conquistadas. En la península Itálica, etruscos, umbríos, sabinos, ecuos, latinos, volscos, samnitas y otros, pero, como después quedaría meridianamente claro, también los lombardos y turingios del área continental, quedaron durante el imperio mimetizados bajo la común etiqueta de “romanos”, en tanto fueron completamente dominados por éstos.
En la ola que tuvo como centro a Francia, aunque bajo la hegemonía de los francos, todavía eran claramente distinguibles de ellos los galos, bretones y borgoñeses, para sólo citar a los más numerosos. En la España imperial nítidamente puede establecerse la diferencia entre los hegemónicos castellanos y quienes como los aragoneses–catalanes, andaluces, gallegos, vascos, además de diversos otros grupos, alternaban con ellos. Inglaterra y Escocia recién constituyeron un solo reino en el siglo xvi, bajo la hegemonía de los ingleses, pero sus diferencias con los irlandeses hasta hoy son ostensibles.
Estados Unidos, que parecería una excepción, realmente no lo es. La comunidad de ancestro anglosajón ha hecho prevalecer largamente sus intereses no sólo sobre la muy numerosa comunidad de ancestro africano, sino sobre múltiples minorías étnicas, nacionales y/o culturales. Recién en la década que se inicia es posible percibir a herederos de la vieja y esclavizada comunidad africana acceder al poder, o por lo menos a la esfera política del mismo. Y no han de tardar en manifestarse las que por ahora son latentes pero sensibles diferencias de la ya enorme comunidad latinoamericana con aquéllas y ésta.
Pues bien, a pesar de la distinción establecida, no hay pues antecedente que permita a estos respectos vislumbrar a la Comunidad Europea como un próximo pero marcadamente multinacional y multilingüístico nuevo centro hegemónico. Por lo demás, con casi 30 millones de inmigrantes, entre africanos, asiáticos y latinoamericanos, Europa tendrá problemas cada vez más difíciles de resolver en relación con su propia y difusa identidad de conjunto. Pero más todavía cuando, a partir del 2004, queden integrados países como Polonia, Eslovaquia, Lituania, Estonia, Chipre y Malta, hasta conformar un total de 25. Además de la buena voluntad, que siendo necesaria nunca es para estos objetos una razón suficiente, ¿qué tienen en común España con Polonia, o Francia con Lituania, o Italia con Estonia, y Alemania con Malta?
Para el núcleo Japón–China debe advertirse otro tanto. El pertenecer a “Oriente” apenas les da un matiz común que difícilmente puede considerarse profundo y consistente. Con distintas culturas, idiomas y escrituras, e ideologías predominantes sustancialmente distintas, quizá más es cuanto los separa que cuanto los une, sin que pueda obviarse las heridas producidas por la cruenta aunque breve conquista japonesa sobre Manchuria. Ni soslayarse que el sub–continente chino encierra en verdad a casi una centuria de nacionalidades. Ni desconocerse cuánto y cómo habrá de jugar Taipei como quinta columna del imperialismo norteamericano.
Así, las cosas, asumiendo que la actual hegemonía tecnológica de Japón sobre los países de Oriente (y muchos de Occidente, claro está), sea desplazada en importancia por las avasalladoras magnitudes que habrá de adquirir el mercado chino –cuyas enormes fronteras con Rusia y la India, y su inmediata vecindad a Japón y otros poblados países de Asia dinamizarán aún más su economía, cuyo mercado natural en pocas décadas estará conformado por 3 500 millones de personas–, puede pues preverse que China será el centro de la próxima, aunque previsiblemente efímera ola de “Occidente”. Y marcadamente entre comillas porque, para entonces, y en el contexto de la Globalización, ya no podrá hacerse más la distinción entre la historia de Occidente y la de Oriente. Por fin serán una.
11) Vigencia cada vez más corta
La que surge como undécima constante puede frasearse de la siguiente manera: en general, cada nueva ola tiene un período de vigencia más corto que la precedente. Las olas de Mesopotamia y Egipto se prolongaron por milenios. Puede decirse que la romana duró siete siglos. La de España, en cambio, escasamente duró tres.
En nuestra época, la ola estadounidense, con sólo un siglo de vigencia, muestra ya síntomas de haber ingresado, sin remedio, aunque con inevitables y sucesivos esfuerzos de renovación y revitalización, a su fase de declinación: pérdida de “liderazgo”, con el cuestionamiento y abierta
crítica a su condición hegemónica y de gendarme de la paz mundial, fenómeno notoriamente acrecentado a consecuencia de la ilegal y desproporcionada agresión a Irak en el 2003). Adicional, y paradójicamente, la “desclasificación” de los documentos de Estado no está haciendo sino destapar una olla que, sin pruebas concluyentes pero sospechas bien fundadas, en todo el mundo se sabía que estaba llena de lacras de todo género que, conocidas hoy, incrementan el descrédito de la potencia.
Hay además una pérdida paulatina de eficiencia y competitividad en importantísimas tecnologías de punta, y competidores cada vez más eficientes y agresivos en industrias gravitantes para la economía estadounidense, de allí que los mecanismos de proteccionismo –antítesis de la ideología liberal de la que cínicamente se declara portaestandarte la potencia– sean cada vez más acusados.
Pero hay también un incremento paulatino de la corrosión social. No es casual que Estados Unidos sea el mayor consumidor de drogas en el planeta y, tanto más grave, el pueblo de más alto consumo per cápita de las mismas. Por lo demás, no deja de ser muy significativo el hecho de que, en 25 años, la población carcelaria de Estados Unidos se haya multiplicado por ocho . A su turno, los casos Watergate e Iran–contras, y las investigaciones sobre la grave crisis bursátil 2000–2003, dejan claramente entrever la insospechada magnitud de un fenómeno de corrupción que necesariamente acarrea graves y deteriorantes consecuencias. Y el affaire Clinton insinúa la penosa prevalecencia de una permisibidad que dista muchísimo de la escrupulosa ética y el puritanismo de los colonos fundadores.
Y, aunque en apariencia resulte paradójico, porque usualmente se cree que potencia al centro hegemónico, la concentración cada vez mayor de migrantes de los pueblos dominados de su entorno, que suman ya 47 millones, no tardará en mostrarse como un fenómeno debilitante y corrosivo.
Todas esas manifestaciones no son sino los prolegómenos de la que viene a ser la fase de estancamiento, y a la que sobrevendrá la del colapso definitivo. Y todo, pues, cuando la ola apenas si ha iniciado su segundo (y último) siglo de vida.
El proceso de las grandes olas
De lo dicho hasta aquí, en una primera aproximación podemos distinguir hasta cuatro fases –como muestra el Gráfico Nº 41–. La primera, a la que estamos denominando de “proyecto nacional”, se caracteriza porque el pueblo que inadvertidamente marcha hacia la cresta de la ola, se desenvuelve pacíficamente dentro de su propio territorio, explotando los recursos que encuentra en él, con miras a la solución de sus problemas materiales y espirituales. Sus aspiraciones u objetivos son eminentemente nacionales.
En el caso de la historia del pueblo romano, esta primera fase corresponde al período de construcción de la República, hasta antes de emprenderse la primera guerra Púnica contra Cartago, que obviamente tenía propósitos imperialistas. En el caso de la historia de Francia, es el período que va desde la reconquista de los francos –recuperando su territorio de manos de Roma–, hasta la aparición de los carolingios es el escenario –de Pipino el Viejo hasta Carlomagno–. Y para terminar con los ejemplos, en el caso de la historia de España, es el período que va desde que los árabes –que invadieron la península en el 718– quedaron confinados al sur de España, hasta 1492, en que se concreta la Reconquista, es decir, la expulsión de los moros y la recuperación completa del territorio.
En la segunda fase, eventualmente impulsado por un inesperado aporte de la naturaleza, o por una ubicación geográfica singularmente importante, por fortuitos descubrimientos tecnológicos, o por una decidida política de inversión y capitalización, etc. –o por varias de estas razones juntas–, el pueblo protagonista empieza a tener un rol destacado en el contexto geográfico en el que está asentado. Se constituye, pues, en importante e insustituible referencia para todos o la mayor parte de sus vecinos inmediatos. Comienza una fase de preeminente dominación cultural (y tecnológica) que usualmente es pacífica, aunque pueden estar presentes las primeras escaramuzas y agresiones militares –pero no así conquistas–, que por lo general son presentadas ante sus contemporáneos y la historia como “respuestas inevitables, justas y necesarias, ante la agresión de terceros”.
Los líderes del pueblo dominante –los de “talante pendenciero”, como lo expresa Baechler–, serán los primeros en incorporar objetivos expansionistas en la lista de sus aspiraciones personales. Los ideólogos y publicistas de turno, serán los encargados de “mostrar” que las aspiraciones de los Faraones, de los Césares, de los Inkas, o de sus Demócratas presidentes, son también las aspiraciones de todo el pueblo en cuestión. El ambiente triunfalista reinante se encargará de que la piedra de molino sea tragada por toda la población o gran parte de ella. Los ejércitos de invasión se van preparando lenta e inexorablemente. Los infantes y los oficiales, o los conquistadores civiles, se relamen imaginando los botines espléndidos que habrán de repartirse, o la gloria que habrá de coronarlos. La historia del pueblo romano, como la del pueblo inka, el español y el estadounidense está plagada de evidencias al respecto. Todos convienen en que el premio de la osadía vendrá después de la aventura militar. Pocos prevén desventuras, pero nadie les hace caso. El desborde está a las puertas.
La tercera fase es ya la del “proyecto imperial”. En el primer momento –y en las primeras olas–, las huestes de la nación hegemónica se lanzan decididas a la conquista militar de sus vecinos. Arrolladoramente van cayendo en sus fauces uno tras otro. El vendaval es indetenible. Los que preveían desventuras son humillados. El “orgullo nacional” se apodera de todos, hasta de los más escépticos. Los botines, cada vez más cuantiosos, se reparten a manos llenas. Hasta los más humildes campesinos de la nación hegemónica reciben joyas, esclavos y mujeres en premio a su participación en las campañas militares. Ellos y sus gobernantes se sienten dueños del mundo. Nada ni nadie les podrá quitar de la mente que, de allí en adelante, y por siempre jamás, el mundo entero –del que ellos siempre son el ombligo– será así y sólo así: con ellos en el centro y en el pináculo de la gloria.
En la ola actual –como en las venideras–, la descomunal expansión del área de influencia de la nación hegemónica no tuvo ni tendrá como adalides a generales –salvo de efímera vigencia–, sino a empresarios, sin los galones ni las charreteras de aquéllos, pero con su misma osadía. El pueblo hegemónico conquista y conquistará mercados hasta límites inimaginables. ¿Acaso, por ejemplo, los pueblos de América –y muy probablemente los de todo el planeta– no viven hoy ya subyugados con las marcas norteamericanas: Ford, Chevrolet, Cadillac, Ibm, General Electric, Kodak, Coca Cola, Pizza Hut, Wrangler, etc.; y, para la ola que está recién empinándose– con las marcas japonesas: Toyota, Nissan, Honda, Mitsubishi, National, Sony, Casio, Nivico, Nec, Fuji, etc.? ¿Creerán también los gobernantes norteamericanos y japoneses –como creyeron Ramsés, Alejandro, César, Carlos V, Enrique VIII, Luis XIV, Napoleón, Pedro El Grande, Hitler– que el mundo es y será siempre así y suyo?
En el segundo momento de la tercera fase se consolidan los imperios. La administración de los grandes espacios conquistados se hace fluida. Los recursos que se extraen a los pueblos conquistados llegan a borbotones a la sede imperial. Se inician entonces las obras faraónicas: los sueños personales más exquisitos de los sátrapas. Se erigen fastuosos jardines colgantes, empinadas torres de babel, inimitables pirámides, bellísimas acrópolis, incomparables coliseos, grandes castillos en inaccesibles peñascos, fantásticas mezquitas, incomparables escoriales, versallescos jardines y arcos de triunfo; también inmensas y hasta el delirio enjoyadas catedrales y san basilios, para agradecer a dios por los grandes e “inmerecidos” triunfos y por las enormes e igualmente inmerecidas recompensas obtenidas; pero también se erigen imponentes teotihuacanes y asombrosos machupicchus, con sus correspondientes pétreos y dorados templos al sol, que también es dios, y que también merece gratitud. O se destinan inconmensurables magnitudes de gasto para que, en la Guerra de las Galaxias, o entre las galaxias, ondeen 51 estrellas y el dios dólar. Los ideólogos y publicistas de la nación hegemónica se encargan de hacer entender a “su” pueblo que todas y cada una de esas obras –de esos incalculables gastos superfluos cuando no improductivos–, son una necesidad y ambición nacional, por “todos” compartida.
Las solitarias voces que reivindican la urgencia de más inversión y menos –del tan desgastante y corrosivo– gasto improductivo, o que reclaman prudencia y no soberbia, son acalladas. Se dice entonces que esos tontos no entienden las cosas, no entienden la historia y, ¡oh herejía!, no confían en la infinita sapiencia del sátrapa, del césar, del rey o la reina, del emperador, del zar, del führer, o, en fin, del mesiánico y republicano líder. Los críticos desfilan entonces a la hoguera o a podrirse en las mazmorras oficiales, o son confinados al silencio aunque estén laureados con el Premio Nobel o vistan purpuradas sotanas. Mas aún, no sólo no se les concede razón alguna, sino que –más de una vez–, contraproducentemente, deben haber inspirado a los gobernantes la necesidad de levantar enormes museos en los cuales almacenar, henchidos de soberbia y orgullo, algunas de las mejores piezas de los botines de guerra. Se erigen así los louvre, los prado, los museos espaciales, etc., que, como el que engalana París, no tiene vergüenza alguna en admitir, explícitamente, que gran parte de la colección son trofeos de guerra.
La nación hegemónica, pues, cae rendida en paroxismo. Se aliena del todo. La corrupción desfachatada y la inmoralidad van progresivamente posicionándose y generalizándose. La sede imperial, además, se va llenando de “bárbaros” curiosos de toda procedencia que llegan atraídos como las moscas al panal. En el relajo y la laxitud, hay tiempo para todo menos para controlar –como se hacía al principio– el inmenso territorio conquistado. Han transcurrido, sin embargo, largas, larguísimas décadas desde que todo comenzó. Ya nadie, incluso, se acuerda quién y cómo empezó todo. Apresuradamente, entonces, hay que hacer el recuento. Así, los escribas oficiales terminan inventando adanes y evas, rómulos y remos, manco cápacs y mama ocllos, etc. Y los magnicidios que siempre han estremecido a la nación hegemónica de turno son siempre presentados como “hechos aislados”, producto de la demencia de locos que nunca faltan. Cuando todo ello ocurre se está pues en presencia del comienzo del fin.
Veamos sin embargo otra de las características de lo que ha ocurrido siempre en el tercer momento –declinación– de la tercera fase –la imperial–, cuando las colonias del pueblo hegemónico habían acumulado ya varias generaciones viviendo en las remotas tierras a las que fueron desplazados para controlar y administrar los pueblos conquistados. Las desplazó Egipto, a Israel y Siria; las desplazó Roma, a Francia, España y a todo el territorio imperial; las desplazó España, a Centro y Sudamérica; las desplazó el Imperio Inka a Ecuador, Chile y el resto del territorio andino. Y las tiene hoy emplazadas por igual la metrópoli en Bolivia, Madagascar y Moldavia, pero también en Irak.
Por obvias e inevitables razones, los jefes de esas colonias hablaron siempre el idioma de la nación hegemónica. Pero, virtualmente, sólo ellos. Sus hijos y sus nietos y las mujeres de éstos, muy probablemente, en cambio, fueron bilingües. No es difícil imaginar, sin embargo, que al cabo de varias generaciones, los descendientes de muchos de ellos hablaran ya sólo el idioma del pueblo al que fueron desterrados. La mayoría de ellos se casó y/o tuvo hijos con mujeres del pueblo dominado. Sus casas y fincas están allí y no en la sede imperial. Conocían más la historia de “ese” pueblo que la “suya”. Vestían y gustaban de los ropajes del pueblo dominado. Comían y disfrutaban de los potajes del pueblo dominado. Cantaban y bailaban como lo hacía el pueblo dominado. Y, muy probablemente, creían en los dioses de aquél, ya no en los suyos. Pero, además, estaban hartos de que –en la sede imperial– se les estigmatizara por no ser de “sangre pura” o, simple y llanamente, por haber nacido en el destierro, durante el destierro de sus padres. En realidad, pues, los más radicales por lo menos, odiaban al imperio y a los gobernantes del imperio. Y estaban dispuestos a rebelarse contra él. Hoy, cada vez con más bochorno, los técnicos y especialistas de la metrópoli piden ser sustituidos por sus pares de las colonias.
De la historia de Roma se lee, por ejemplo: “los ejércitos de las distintas provincias [durante la decadencia imperial] trataron de convertir a sus propios comandantes en emperadores…” . ¿Es acaso necesario buscar más pruebas que certifiquen el contenido de nuestro párrafo anterior? Y en el caso de las guerras de independencia de Norteamérica y Latinoamérica, ¿no fueron acaso “criollos” –muchos de ellos oficiales del ejército imperial, descendientes lejanos de los primeros conquistadores y colonizadores; segregados por el poder imperial por el solo hecho de ser mestizos o de “sangre pura” pero haber nacido en las colonias– los que conformaron la inmensa mayoría de líderes de las mismas?
Es decir, los desatinos y la ceguera del poder imperial, incuban y terminan desarrollando pues sus propias contradicciones. Éstas, sumadas a las que de hecho e irresolublemente existen entre el centro hegemónico y las colonias, terminan haciendo sucumbir a los imperios. Sin remedio. Y sin excepción. Esa es la característica cuarta etapa de las grandes olas de la historia. Y cuando ella ha ingresado a la indetenible vorágine del colapso, otra –como se presenta en el Gráfico Nº 42 (en la página siguiente)–, ya está en proceso de formación.
Se trata pues de un proceso continuo, en el que no hay baches o rupturas; en el que no hay solución de continuidad. Ello no significa que el período de transición entre una y otra ola sea siempre de igual duración.
Colapso: características y constantes
Es oportuno sin embargo preguntarnos, ¿son iguales todos los desenlaces finales? Pues depende. Depende con qué criterio y en qué centremos nuestra atención. Si seguimos fijándonos –como por lo general hace la historiografía tradicional–, en la apariencia de las cosas, sin duda todas las olas terminan de manera distinta: en Mesopotamia sucumbieron los emperadores asirios y babilonios; en Egipto los faraones; en Grecia los “ciudadanos”; en Roma la élite romana y los césares, etc. Todos eran distintos entre sí. ¿Acaso hablaban el mismo idioma? ¿Vestían igual? ¿Residían en el mismo espacio? En apariencia, entonces, todos los desenlaces son distintos.
Mas si nos fijamos en la esencia de los acontecimientos y de los procesos, en todos los desenlaces se repiten las mismas constantes:
1) Los imperios sucumben sin resuelver ninguna contradicción, e incluso tras desarrollar las que al principio de la ola no estaban sino en estado larvario o habían permanecido en estado latente durante un tiempo.
2) Los pueblos que estaban dominados conquistan su libertad, con dosis de violencia distintas en el tiempo pero proporcionales y en función a sus propias circunstancias. Y, en general, en una secuencia que no necesariamente corresponde al orden de prelación en que fueron conquistados, pero en la que por lo general se liberan primero los más grandes o aquellos que están más alejados de la metrópoli hegemónica (francos, para el caso del Imperio Romano; Argentina para el caso del Imperio Español, por ejemplo).
3) Se corta la transferencia de riquezas desde la periferia hacia el centro. Y si no se da, o mientras no se da un nuevo proceso de dominación, las naciones que habían estado sojuzgadas inician un desarrollo creciente. Los dos ejemplos anteriores son igualmente válidos a este respecto. Pero bien vale la pena adicionar aquí el de Estados Unidos a partir de 1776.
Resulta patético, sin embargo, que la historiografía tradicional no haya sido capaz de percibir, o de poner el énfasis suficiente, en aquellas otras similitudes de los procesos de deterioro y colapso, que siendo de apariencia también eran de esencia, y más notoriamente allí donde han sido tan obvias. Veamos sólo dos: la escuela y las calles. En ellas los imperios crían los cuervos que terminan sacándoles los ojos.
4) La “escuela”: en los liceos de Atenas, en efecto y sin duda, aprendieron el griego y recrearon su propio politeísmo los más encumbrados jóvenes de la primigenia élite romana. A su turno, bien se sabe, tocó al poder romano en Constantinopla dar esmerada educación a Teodorico, el rey de los ostrogodos. Pero también a Genserico y Alarico, reyes de los visigodos y vándalos, respectivamente. Y hasta se presume que incluso al propio Atila, “el rey de los hunos“. Y como ellos, a muchos otros que intervinieron directa y decididamente en la caída del Imperio Romano. A su turno, ¿dónde alcanzaron sus más altas calificaciones Bolívar y San Martín? San Martín, a los treinta y cuatro años, regresó de la península como teniente coronel del ejército imperial español . No menos calificado alumno de España fue Simón Bolívar. Como ellos, centenares de revolucionarios independentistas latinoamericanos se educaron en la sede del imperio peninsular. ¿Dónde y por centenares y miles estudian hoy calificados cuadros de Japón, China y la India? ¿Acaso en Paraguay o en Nepal?
5) Las “calles”: ¿y qué mostraban o muestran las calles imperiales? “La riqueza y el prestigio del Imperio romano (…) –se ha dicho– atraían a los pueblos que vivían más allá de sus fronteras” . En rigor, sin embargo, debe decirse: “atraían a los pueblos dominados del imperio”.
Marcial , un romano de origen hispano escribió en el siglo i dC, esto es, cuando el Imperio Romano recién estaba en camino al apogeo:
En Roma, la meditación y el descanso están prohibidos (…) ¿Cómo descansar con los maestros de escuela por la mañana, los panaderos por la noche y los martillazos de los calderos durante todo el día? Aquí un cambista que se entretiene en hacer sonar sobre el sucio mostrador sus monedas (…) A todas horas se oye gritar al náufrago charlatán que lleva colgada del cuello su historia; al judío adoctrinado por su madre en la mendicidad, al mercader que vende pajuelas para las lucernas (…) Las carcajadas de la turba me despiertan y siento que toda Roma se mete dentro de mi cabeza….
Conceptos equivalentes fueron expresados en torno al Cusco, la emblemática capital del Imperio Inka. Así, el cronista Cieza de León expresó:
… la ciudad
también estaba llena de gentes extranjeras…
¿Cuántas de las 40 000 personas que se estima albergaba la sede del Tahuantinsuyo constituían ese conjunto de gentes extranjeras que llenaban la ciudad? La inmensa mayoría habían sido llevados, casi como esclavos, y desde todos los rincones del imperio, para servir a la élite imperial. Sólo el emperador Inka tenía a su disposición 500 servidores . ¿Puede entonces seguirse difundiendo la falsa imagen de “que toda la población de la ciudad pertenecía a la élite” ? El Imperio Inka –insistimos aquí–, tuvo una vigencia de menos de un siglo. Si, como ocurrió con el Romano, se hubiera prolongado por un tiempo significativamente más grande, ¿no es razonable que se hubieran instalado en la ciudad, voluntariamente, atraídos por su encanto, pero también por su mayor disponibilidad de bienes y servicios, otros miles y miles de habitantes del resto del imperio?
¿Es una simple coincidencia que también hoy, millones de latinoamericanos, se agolpen en las calles de Miami y Nueva York, en el este, y de San Francisco y Los Ángeles, en el oeste del territorio de la nación imperial? ¿Es también una simple coincidencia que, como los que llenaron las calles de Roma, éstos también hayan llegado atraídos por las maravillas del centro hegemónico, y porque en él se encuentra una disponibilidad de bienes, servicios y oportunidades que no se da en el área de influencia inmediata del imperio? Habrá quienes sostengan que sólo son coincidencias y casualidades intrascendentes.
A otros, en cambio, esas coincidentes reiteraciones nos resultan serias y claras advertencias. Como claro nos resulta que el renovado complejo romano–carolingio de “gendarme universal”, es una expresión del “dominio creciente sobre los contornos (…), concomitante de la desintegración más que del crecimiento” –como insistimos que expresó Toynbee–.
Mas –asimismo insistimos–, el célebre historiador inglés agregó: “El militarismo [es] un rasgo común del colapso y la desintegración…”. Y no era más que militarista a ultranza la previsión norteamericana de decidir día y hora para sus fulminantes ataques a Irak, en febrero de 1991 y en marzo del 2003; a espaldas del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, contra la abierta opinión de los gobiernos de estados tan grandes como China y Rusia, o Alemania y Francia; y cuando las encuestas de opinión mostraban que, incluso en los países desarrollados, más de la mitad de las poblaciones se oponían a un ataque no aprobado por la comunidad de naciones.
En ausencia de Guerra Fría, y transcurriendo años en que la mayor parte de los países subdesarrollados –porque prevalece la escasez, no así una política anti–armamentista–, han limitado significativamente sus compras de armamentos, es absolutamente comprensible y explicable la angustia y desesperación de los vendedores y fabricantes norteamericanos de armas. ¿Pero se justifica acaso que, a través del gobierno norteamericano, esa angustia se haga extensiva a todos los habitantes del planeta?
Por lo demás, y en otro orden de cosas que también revela descomposición social, ¿qué podrá hacer el ex–presidente Clinton para evitar que la historiografía tradicional –tan afecta a recoger y divulgar veleidades como las de Cleopatra y Calígula–, relate también las penosas circunstancias personales que se ventilaron durante los últimos meses de su gobierno? ¿Y qué decir de la vergonzante, pragmática y oportunista conducta concesiva que a ese respecto mostró la mayor parte del cristiano pueblo norteamericano, simple y llanamente porque atravesaba por una bonanza enceguecedora?
A diferencia de los sátrapas de la vieja Mesopotamia, que sólo estudiaron y conocieron su propia historia, los Bush, Clinton y los anteriores gobernantes norteamericanos han estudiado la que pomposamente se denomina Historia Universal. Lástima, sin embargo, que hayan tenido ante sí aquellas versiones de la historiografía tradicional que no les han mostrado que, tozuda y sistemáticamente, vienen cometiendo los mismos errores que llevaron al colapso a todos los imperios de la humanidad.
La nuestra será la primera generación en la historia del hombre que, concientemente y en todo el planeta, asista como testigo conciente del principio del fin de un imperio. A diferencia de lo que ocurrió con Mesopotamia o Egipto, o con Roma y el Imperio Español, esta vez el colapso no nos tomará por sorpresa. Estamos claramente advertidos de lo que sobrevendrá.
Como ocurrió con todos los anteriores, la muerte no será súbita. Será el resultado de una larga y lenta agonía. Mas el proceso habrá de ser altamente controversial. Cuando para algunos “médicos” el paciente se muestre todavía sano y robusto; para otros la “enfermedad” estará declarada pero afirmarán tener el “remedio”; pero también habrá quienes, finalmente, dirán que la metástasis que verifican es irreversible. Para el actual, como para los precedentes, nadie podrá extender la partida de defunción. ¿Cuándo colapsó Mesopotamia? Es absolutamente imprecisable. ¿Cuándo Egipto, cuándo Creta y cuándo Grecia? Nadie lo sabe. ¿Cuándo murió Roma? ¿Acaso en la “sequía de San Cipriano”? ¿Acaso cuando la liberación de los francos? ¿Quizá cuando Dioclesiano dividió el imperio? ¿Eventualmente cuando los visigodos derrotaron a los romanos en Adrianópolis? ¿Con la invasión de los hunos? ¿Cuándo?
¿Quién y cuándo declarará la “muerte oficial” del imperio norteamericano? ¿Cuándo su volumen comercial con Japón y/o China supere al que tiene con Europa? ¿Cuando una grave sequía o un prolongado y crudo invierno paralicen la producción de su meseta central? ¿Cuando deje de ser el principal proveedor de armas del Tercer Mundo? ¿Cuando unilateralmente declare el cese de la guerra contra las drogas y legalice el consumo de las mismas –como con inusitado coraje postula Milton Friedman ? ¿Cuando las modernas y tecnológicamente avanzadas plantas industriales de Japón y/o China inunden con mejores y más baratos productos los mercados del resto del Asia, América Meridional y África? ¿Cuando deje de ser la superestrella de los juegos olímpicos? ¿Cuando la Organización de Naciones Unidas declare un bloqueo económico contra Estados Unidos por sus reiteradas violaciones a la paz mundial?
¿Acaso cuando, frente al exacerbado proteccionismo industrial, las naciones del Tercer Mundo procuren un intercambio igualitario con otros centros de producción? ¿Cuando la población latina y la población negra sean las mayorías nacionales en Norteamérica? ¿Cuando Estados Unidos llegue a tener un 25 % de su población con menos de diez años de haber ingresado al país? ¿Cuando un descendiente de los esclavos africanos sea elegido presidente de los Estados Unidos? ¿Cuando las transnacionales del nuevo centro hegemónico recluten para sí los mejores cuadros tecnológicos, de finanzas y marketing de las transnacionales norteamericanas? ¿Cuando las transnacionales sino–niponas superen en ventas de productos, servicios y royalties a las norteamericanas? ¿Cuando fruto de la insensatez se precipite una nueva Guerra Fría que obligue a descomunales gastos en armamentismo? ¡Cuándo!
¿En qué orden se presentarán todos o algunos de esos acontecimientos? ¿Será relevante el orden en que se manifiesten? Lo más probable es que no pero, como fuera, lo previsible es que, esta vez, el colapso imperial no será, necesariamente, cruento.
Las grandes olas: centro y periferia
Hasta aquí hemos puesto nuestra atención en el proceso de evolución general de las grandes olas de civilización en función del centro de cada una, esto es, del pueblo o la nación hegemónica. Ciertamente el fenómeno no es similar y ni siquiera equivalente al de los pueblos o naciones de la periferia. Y por ésta habremos de entender, tanto a los pueblos o naciones que, al margen del imperio hegemónico logran mantener una vida independiente, por lo menos en los aspectos más sustantivos –el económico, político y militar, básicamente–; como a aquellos que precisamente resultan conquistados y sojuzgados por el poder imperial.
Independencia respecto del centro
En el período de la hegemonía de Grecia en el Mediterráneo, correspondió al pueblo persa constituirse, desde el 549 aC, en su más importante rival. Darío, Ciro, Jerjes y Artajerjes lideraron el denominado Imperio Aqueménida. Con éste libró Grecia las llamadas Guerras Médicas –guerras con los medos– (por proceder originariamente de Media, los griegos llamaban medos a los persas). El Imperio persa Aqueménida, además de dominar el territorio persa propiamente dicho, incorporó casi toda la Mesopotamia y Egipto. Arrebató a Grecia el control de los territorios de Lidia y Caria (Turquía), terminando de expulsar a la mayor parte de las poblaciones griegas de esa parte del mar Egeo hacia la Grecia continental. E incluso conquistó también las colonias griegas del sur del Mediterráneo (Cyrene y otras), así como las establecidas en las fértiles riberas occidentales del mar Negro (Skudra). Alejandro Magno, en el 330 aC puso fin al imperio persa, conquistándolo aunque por un período efímero.
Durante el Imperio Romano una vez más el pueblo persa se mantuvo en la periferia, fuera del alcance del poder hegemónico de aquél. Así, logrando hacer prevalecer sus intereses, y hegemonizando imperialmente también sobre aquellos de su propio entorno, a partir de Pabek I, que instauró la dinastía Sasánida en el 208 dC, se dio forma en esta ocasión al Imperio persa Sasánida. Ardashir lo sucedió. Y Shapur I, en el 256 dC, fue precisamente aquel que con sus huestes arrebató al poder romano Antioquía, en el extremo oriental del Mediterráneo –(5) en el Gráfico Nº 43 (en la página siguiente)–. Con el asesinato de Yezdegerd III, en el 651 dC, no sólo concluyó la dinastía sino que además colapsó el imperio. Aunque su desarrollo imperial no fue pues muy prolongado, pero sí vasto –como puede apreciarse en el Gráfico Nº 44–, resulta inimaginable de haber sido el persa uno de los pueblos sojuzgados por hegemonía romana.
Dependencia y sojuzgamiento
Durante el propio Imperio Romano, en cambio, tanto Francia como Egipto, para ilustrar sólo estos dos casos, fueron parte de la periferia sojuzgada por el poder hegemónico. El territorio francés, extenso y fértil, era sin embargo típicamente pluri–productor. Virtualmente de ningún producto agropecuario generaba cuantiosos excedentes que pudieran ser remitidos a Roma. Egipto, en cambio, mono–productor por excelencia de trigo, fue no sólo el granero de Roma sino de todo el imperio. Francia, pues, fue sojuzgada; pero Egipto, por añadidura, sufrió un saqueo inmisericorde y devastador. ¿Cómo puede entonces extrañar que aquélla alcanzara su liberación a mediados del siglo iii, y éste no sólo lo alcanzara varios siglos más tarde, sino que, todavía exhausto, cayera fácilmente luego en el 640 dC bajo la dominación árabe?
A su turno, durante el Imperio Español, los pueblos germanos –no obstante que formaron parte del denominado “Sacro Imperio Romano Germánico” con Carlos V a la cabeza–, nunca constituyeron parte de la periferia sojuzgada por aquél. Siguieron pues con independencia el propio curso de su proyecto nacional. Así, a la debacle del Imperio Español, en las primeras décadas del siglo xix, Alemania era ya una potencia económica, militar y cultural.
Y por el contrario, para también en este caso citar sólo dos ejemplos, Argentina y Perú formaron parte de la periferia hegemonizada durante el Imperio Español. El inmenso territorio del extremo sureste de América no fue durante la Colonia generador de una gran riqueza, y menos pues entonces objeto de saqueo y gran violencia. En cambio, con menos de la mital de las dimensiones de aquél, el Perú fue en el mismo período el más grande repositorio de oro y –junto con Bolivia– el segundo más grande productor de plata –después de México–.
Así, a fin de garantizar que llegara a España la ingente cantidad de riqueza que reclamaron las costosísimas campañas militares y el enorme gasto improductivo de Carlos V, Felipe II y quienes los siguieron, los pueblos del Perú y Bolivia fueron virtualmente diezmados para que dieran sus frutos los socavones a 4 000 y 5 000 m.s.n.m. Según nuestras propias estimaciones, además de los 8 millones de personas que murieron a consecuencia de las enfermedades y enfrentamientos, por lo menos un millón de nativos andinos murieron en las minas de plata de Huancavelica y Potosí .
Pero por añadidura, para que la explotación minera fuera más eficiente, de cara a los intereses del poder hegemónico por cierto, las “reducciones de indios” –preludio de los campos nazis de concentración–, obligaron al abandono de millones de hectáreas de andenes de producción agrícola, y fueron dejados a su suerte, hasta la desaparición, todos los caminos y puentes que no tenían significación alguna para extracción minera.
La Colonia significó el más monumental saqueo de riquezas y la destrucción de una infraestructura vial y productiva que había costado milenios de trabajo a cientos de generaciones de hombres y mujeres de los Andes. Pero, por sobre todo, representó la muerte del 90 % de la población andina. ¿Cómo puede extrañar entonces que, al cabo de liberar su propio territorio, fueran tropas argentinas las que llegaron en auxilio del Perú para concretar su independencia?
A la luz de esos “datos de la realidad”, el Gráfico Nº 46 no pretende sino mostrar, de modo abstracto, genérico, todos y cada uno de los casos citados. Así, la evolución de la riqueza acumulada por los poderes imperiales de Roma y España, pero también de Persia cuando fue imperio, estaría representada por la curva correspondiente a las “naciones hegemónicas“. La que resume la evolución de la riqueza acumulada por los pueblos persa (en los períodos en que no fue imperio) y germano, coetáneos pero ajenos a Roma y España, respectivamente, es la de las “naciones independientes“. La historia económica colonial de Francia (durante el Imperio Romano) y de Argentina (durante el Imperio Español), estaría representada por la curva de “naciones sojuzgadas (tipo) “B”. Y la de los pueblos conquistados, destruidos y saqueados, como Egipto y el Perú, durante los imperios Romano y Español, respectivamente, por la curva de “naciones sojuzgadas (tipo) “A”.
Transferencia de riquezas
Las distintas curvas del Gráfico Nº 46 constituyen asimismo, cada una de ellas, una expresión abstracta y genérica de la evolución de los intereses de los pueblos de que se trate: naciones hegemónicas, pueblos independientes, pueblos sojuzgados y pueblos saqueados.
Son pues una sumatoria y síntesis del incremento / decremento del conjunto de sus intereses: patrimoniales (territorio y riquezas naturales, infraestructura de diverso género, atesoramiento en diversas modalidades, etc.); poblacionales (en términos demográficos y de salud física y mental); culturales (variedad y calidad nutricional, variedad y calidad del vestido, desarrollo del idioma, nivel educativo, destrezas y especialización, acumulación de conocimientos, técnicas y experiencia, etc.); defensivos (tanto respecto de la naturaleza como de enemigos reales y potenciales); etc.
Es decir, expresados todos y cada uno de esos intereses en una misma unidad de medida (dracmas, pesetas, libras esterlinas, dólares o soles), la línea representa la evolución de la magnitud que alcanza el valor total a lo largo de su historia o de un período de la misma.
La Historia tradicional hasta ahora no ha enfrentado la evolución de la historia económica de los pueblos en dichos términos. Ella viene enfrentando la historia económica, demográfica y social, en los mismos términos cualitativos con que enfrenta la historia política, religiosa, estética e incluso militar. La abstracción matemática es un recurso de agregación, de análisis y de interpretación que se ha negado ella a sí misma. Pero a ese respecto –y en adición a muchas otras causas–, con mucho más daño para los propios pueblos que para sí: a éstos les ofrece una versión pobre, eufemística e incluso alienante de su historia; y a sí misma se confiere la calidad de inasible, aburrida y superflua.
La Economía por su parte, desde hace 150 años, y con Adam Smith a la cabeza, inició, entre otros temas, el estudio de las causas de la riqueza de las naciones, y dejó definido como un axioma que “el trabajo es fuente de riqueza”. Pero también adelantó conceptos en torno a la importancia suprema de la libertad y la competencia económicas, y del valor de los bienes y servicios en función de la oferta y la demanda.
Pues bien, en nuestro Gráfico Nº 1 habíamos visto que en 1993 el ingreso per capita anual en Norteamérica (EEUU y Canadá) fue 24 400 dólares, y en los tres países andinos centrales de apenas 1 600 dólares. ¿Habrá algún despistado que crea que, en función al axioma de Adam Smith, y en razón de la proporción resultante entre ambas cifras, mientras los norteamericanos trabajan 48 horas por semana, en Ecuador, Perú y Bolivia sólo se trabaja 3, cuando en verdad se trabaja 60? Si nuestra comparación no invalida el axioma de Smith, cuando menos insinúa claramente que el trabajo no es la única fuente de creación de riqueza.
Si nuestros padres fundadores, George Washington y Túpac Amaru, coetáneos ellos, hubiesen tenido un ingreso anual de 0,4 dólares cada uno en 1777, que es casi el año de sus correspondientes gestas, al cabo de los 227 años transcurridos, aquél ganaría hoy los 24 400 dólares por año que ganan sus herederos, y éste los 1 600 que perciben los suyos, si sus incrementos anuales de ingresos hubieran sido de 5,00 y 3,75 %, respectivamente. Esa diferencia de 33 % entre la tasa de incremento anual de los ingresos, no está relacionada ni con la cantidad de trabajo ni con la calidad del mismo, sino con una mayor demanda de empleo. Y esta a su vez se explica, o se debe, a una mayor inversión en la tierra de George que en la de Túpac.
Este es pues el quid de la cuestión: inversión. A mayor inversión en el país, más riqueza en el país. Y, en consecuencia, mayor desarrollo. Lo saben los economistas. ¿Pero lo saben también los historiadores? En todo caso no lo parece, pues las palabras “inversión” y su correspondiente, “desarrollo”, casi no figuran –cuando aparecen–,
en los libros de Historia, por lo menos en aquellos con los cuales se educa a nuestros hijos, esto es, a los pueblos.
Extrañamente, sin embargo, para la mayor parte de los economistas lo opuesto al acerto del párrafo anterior es: a menor inversión, menor riqueza; y, por consiguiente, menor desarrollo. Resulta así que lo que los historiadores desconocen de Economía, es proporcional a lo que los economistas desconocen de Lógica. Porque la antinomia del axioma precedente es: a mayor des–inversión en un país, más pobreza en ese país. Y, en consecuencia, no “sub–desarrollo” (pues tampoco es el opuesto de “desarrollo”), sino, en todo caso, mayor deterioro, mayor regresión, o, si se prefiere, involución económico–material.
No deja de ser sorprendente que muchos y laureados economistas hayan dedicado gran esfuerzo y talento al estudio de la inversión, como razón del desarrollo económico y social. Pero ninguno –que se sepa–, ha centrado su atención en el fenómeno contrario: el de la des–inversión como causa de la pobreza, el atraso y la involución económica y material. No obstante –como veremos algo más adelante–, por sus magnitudes y significación histórica, debería merecer cuando menos tanta atención y estudio como el que se dedica al fenómeno opuesto. Constituiría una grandiosa contribución al conocimiento y comprensión de la historia. Y, en particular, la de todos aquellos pueblos a los que la jerga que imponen las instituciones más representativas, eufemísticamente, denominan “sub–desarrollados”, “del Tercer y Cuarto Mundos”, y, hoy muy de moda, “emergentes” –como si recién estuvieran apareciendo en el escenario mundial, o en la superficie de los océanos del planeta–.
Bien puede sostenerse que, así como la Historia tradicional ha sido fundamentalmente escrita en función de los intereses de los poderes hegemónicos de turno, la Economía –la más difundida por lo menos, y que también llamaremos tradicional–, viene haciendo casi otro tanto. Obviar el estudio de la des–inversión en la historia (y en el presente), es una forma harto eficiente de evadir “temas incómodos”, comprometedores. Sí pues, comprometedores para los poderes hegemónicos de hoy. Pero también para los de ayer, casi todos incluidos en el famoso G8, el grupo de países más poderosos del mundo.
¿Cuándo un ser humano o una familia experimentan des–inversión? Pues cuando no reponen el desgaste de sus activos, de su vivienda o de su automóvil, por ejemplo. Pero también cuando un siniestro, un terremoto o un huracán, también por ejemplo, los priva de ésos u otros activos.
Pero también por cierto cuando son afectados por un robo o un saqueo y no tienen un seguro que les reponga los bienes perdidos. En tal caso, deben nuevamente invertir, los mismos (o mayores) montos, para volver a tener los mismos bienes. Es decir, deben invertir dos veces para tener el mismo activo que tenían antes del siniestro, o, en su defecto, antes del saqueo.
¿No corresponde aplicar la misma lógica y los mismos conceptos para el caso de los pueblos, las naciones, los países? ¿El saqueo de que fueron víctimas algunos o muchos de ellos, en particular cuando fueron sojuzgados por poderes hegemónicos extranjeros, no es una forma de des–inversión, y su consecuencia no es otra que el empobrecimiento?
Bastante se ha estudiado en Economía la diferencia de resultados que obtienen los países cuando realizan mayor o menor inversión. El Gráfico Nº 47 apenas si pretende mostrar al nivel más primario esos conceptos. El “Caso 1” ejemplifica a un país que en un segundo período invierte más que en el precedente. Tiene pues un proceso de inversiones crecientes, sin duda cada vez con mejores resultados. En el “Caso 2”, sin que se dé un proceso de des–inversión, se da en cambio un fenómeno de inversiones decrecientes. No obstante, el activo total sigue creciendo, en tanto pasa de 25 a 40 al cabo del segundo período.
El “Caso 3” es uno de extrema des–inversión. Como consecuencia de pérdidas y siniestros se pierde en el segundo período todo cuanto se tenía en el primero y por añadidura se adquiere deudas. El activo total pasa entonces a ser negativo.
Y a continuación se ilustra el que sería un caso de robo o saqueo. En él, dos pueblos, “A” y “B”, tienen en un período inicial la misma cantidad de activos: 30. Mas, a consecuencia del robo o saqueo de que es víctima “B” de manos de “A”, éste resulta en el segundo período con activos reducidos a 15, en tanto que el otro ve elevar los suyos a 45, sin necesidad de haber invertido, sino simplemente en razón del hurto. Y tal como se pone énfasis en la ilustración, aun cuando la transferencia de riquezas es sólo de 15, la diferencia resultante de activos al finalizar el segundo período es 30. El daño proporcional es pues el doble. Que es, como se expresó en un párrafo anterior, exactamente el caso de cuando una persona o entidad es objeto de un siniestro sin contar con un seguro que le reponga el bien perdido. El robo o saqueo, cuando no hay seguro de por medio, es, sin duda alguna, un caso típico de des–inversión. Y, en consecuencia de daño. Y distancia la riqueza relativa de los protagonistas en exactamente el doble del monto del robo o saqueo.
No tenemos ni remota idea de a cuánto se elevó el saqueo romano a Egipto. Es en todo caso un reto para los economistas. Pero para el caso del territorio Perú–Bolivia, habiendo sido el segundo mayor productor de plata, y el más importante abastecedor de oro durante el Imperio Español, algunas cifras alcanzan un valor escalofriante. Del total conservadoramente estimado de la riqueza minera que fluyó a Europa, pero fundamentalmente a España, entre 1493 y 1800, cuando menos 700 000 millones de dólares de hoy habrían sido llevados de Perú–Bolivia . Al doble de esa monumental cifra pasó a ser entonces la diferencia de riqueza que por el saqueo quedó concretada entre el territorio victimado y el del victimario. No es pues, desde ningún punto de vista, una cifra despreciable, ni un dato que tan olímpicamente pueda ser obviado, como hasta hoy vienen haciendo la Historia y la Economía tradicionales.
Sólo en el fallido rescate del Inka Atahualpa los conquistadores se alzaron con 5,99 toneladas de oro . Asumiendo que sólo un tercio de esa cantidad fue remitida a España, y a través de ella a Europa, ese día el continente recibió 14 veces más de cuanto en promedio venía obteniendo cada año de África, principalmente de Sudán, Guinea y Senegal .
Las magnitudes, qué duda cabe, son de extrema importancia y significación para dar cuenta del empobrecimiento de los pueblos de Perú y Bolivia. No se puede en modo alguno seguirlas soslayando. Y menos todavía si a ellas se agrega el difícilmente estimable valor de tanto como 30 mil kilómetros de vías y 2 millones de hectáreas de andenes que quedaron destruidos y abandonados a consecuencia de la gigantesca mortandad y de la nefasta política de “reducciones” que, por encargo por poder hegemónico, puso en práctica el virrey Toledo que, al decir de la Historia tradicional, “vino a organizar el Perú”, cuando sin ambages debería admitirse que “llegó a destrozarlo”. ¿Cómo no sostener eso cuando además se trae a consideración que, entre ambos territorios, la inversión dejada de realizar –como consecuencia de la tributación dejada de generar– en razón de los 9 millones de personas que murieron, conservadoramente puede estimarse en algo más de 180 000 millones de dólares adicionales .
Sin considerar las implicancias sicológicas de todo orden a que todo ello dio lugar, los casi tres siglos de la Colonia representaron pues para los pueblos de Perú y Bolivia un daño monumental. Un conservador y parcial recuento nos permite mostrar entonces lo siguiente:
– Riqueza mineral extraída 700 000
– Inversión dejada de realizar 186 000
– Destrucción de vías y andenes 103 000
Total (millones de dólares) 989 000
Los casos de los pueblos más nefastamente explotados y más arruinados por los poderes hegemónicos de turno, son sin duda las experiencias más dramáticas de la historia de la civilización. No obstante, y no por una simple casualidad, son los menos estudiados, los menos comprendidos, los más eufemísticamente tratados e intencionalmente más disimulados y distorsionados.
En el caso del Imperio Egipcio fue posiblemente el pueblo nubio, productor minero del Alto Nilo (al sur de Egipto y norte de Sudán). Pero mal podría desestimarse el daño que el mismo imperio infirió a los pueblos del extremo oriental del Mediterráneo, en particular sirios, hebreos y palestinos, que aportaron con miles y miles de esclavos durante centurias. En el caso de Creta habrían sido los pueblos agrícolas de las llanuras de Tesalia. Durante la hegemonía de Grecia lo habrían sido los pueblos de las riberas del Mar Negro, productores de granos. Bajo el Imperio Romano sin duda lo fueron las áreas mineras de la península Ibérica, pero por sobre todo Egipto, el granero del imperio. Para el caso del Imperio Español, como se ha mostrado, lo fueron Perú y Bolivia , que sin duda volvieron a serlo durante la hegemonía del Imperio Inglés, que también saqueó la India y otros espacios del globo. Y no disponemos del número de esclavos que los “colonizadores” extrajeron de África sub–sahariana durante siglos, ni de las riquezas de otro género que de allí también se expoliaron, todo lo cual significó una muy cuantiosa descapitalización para los numerosos pueblos de esa parte del mundo.
Por todas las consideraciones hasta aquí anotadas, ¿no resulta lógico y razonable expresar que, en términos estrictamente económicos, las curvas de evolución de la riqueza de los pueblos hegemónicos y de los pueblos sojuzgados pueden ser presentadas como mostramos en el Gráfico Nº 48 (en la página siguiente)?
¿No es evidente que esa transferencia de riquezas, al propio tiempo da cuenta del empobrecimiento de los pueblos sojuzgados y de la capitalización de los pueblos hegemónicos? ¿Tienen la Historia y la Economía tradicionales algo –sustantivo– que objetar a este razonamiento?
Sería sin embargo una necedad anti–histórica desconocer que en la América nativa, siglos antes de que se produjera el “encuentro de los dos mundos”, ya era harto conocido ese fenómeno de transferencia de riquezas de la periferia dominada en beneficio del centro hegemónico.
Explícitamente y sin ambages, aún se resiste a admitirlo la historiografía tradicional. Pero lo sufrieron los pueblos de los Andes Meridionales que solventaron el desarrollo pétreo de Chavín de Huántar, hacia el siglo x aC; y el de la ciudad Wari, en las inmediaciones de Ayacucho, que en torno al siglo x dC se cree que alcanzó a albergar a 50 mil personas; y por cierto el del Cusco Imperial, en el siglo xv. La capital imperial –expresa con relación a esta última el historiador peruano Luis Lumbreras – “se convirtió en un lugar de leyenda increíble (…). Lleno de palacios suntuosos, templos relucientes con paredes de oro y plata y pedrerías…”. ¿Acaso sólo con la riqueza generada en los 30 000 kilómetros cuadrados del valle del Urubamba?
Otro tanto se dio en Mesoamérica. Ni las pirámides del Antiguo Imperio
Maya, en la península de Yucatán, de los siglos iv a x dC; ni las de Teotihuacán, del Antiguo Imperio Azteca, en México, de los siglos iv a vii dC, podrían explicarse sin una enorme transferencia de riquezas desde los pueblos tributarios sometidos.
Independencia secular: el caso de Estados Unidos
Resultaría inaceptable dar por acabado este análisis sin analizar el que todavía podría considerarse el más extremo y grave de todos los casos: el de los pueblos que sucesivamente han sido objeto de dos e incluso más, y sucesivos, procesos de dominación y expoliación. Es decir, el de aquellos que, sin solución de continuidad, sin respiro, han sufrido daño tras daño, sin tener ocasión de reponerse.
Y es que, por sus diferenciables implicancias económicas, demográficas y sicológicas, no puede considerarse como equivalentes –pues apenas si lo son en apariencia– a casos profundamente distintos como los de Suecia, Estados Unidos, Francia y España, con los de Egipto y el Perú, para sólo citar esos casos.
Suecia, como la propia Alemania –o, mejor, aquella parte de ésta que durante varias décadas del siglo xx fue conocida como Alemania Occidental–, y Japón, entre otros, no han conocido nunca la nefasta experiencia de ser sojuzgados y saqueados por poder imperial alguno. Han acumulado pues, a ese respecto, una ventaja histórica, de siglos y siglos, que hoy nítidamente reflejan sus economías y, en general, su desarrollo material y cultural (incluyendo en esta última ciencia, técnica y tecnología).
Francia sólo ha conocido la experiencia de permanecer tres siglos bajo la hegemonía romana. Pero de esto, y sin volver a tener pues experiencia similar, hacen ya buenos 1 800 años. En este lapso, sin embargo, obtuvo importantes botines en mil guerras, perdió otros tantos en otras tantas, y saqueó impunemente a diversos pueblos de África, Asia y el Caribe.
España, que estuvo casi siete
siglos sojuzgada por el Imperio Romano, poco después vio caer buena parte de su territorio en poder de la hegemonía árabe, en la segunda década del siglo viii dC. La reconquista fue costosamente labrada, pero no puede desdeñarse la colaboración que prestó Francia en algunas oportunidades. A la postre todo el territorio español quedó completamente liberado cuando aún no amanecía en siglo xvi. Mas como en los últimos siglos el dominio árabe había quedado confinado al extremo sur de la península, el resto de España, libre de dominación alguna, fue convirtiéndose no sólo en una potencia económica, sino que sin duda en la más grande e importante del mundo occidental. No es ninguna casualidad que, el mismo año de la liquidación del poder árabe, España pudo lanzarse con extraordinario éxito y magníficos resultados, al “descubrimiento” del Nuevo Mundo , empresa sin duda costosísima, sólo posible de emprender por una gran potencia. Después de la dominación árabe, España no ha vuelto a conocer experiencia alguna de ese género. Lleva pues, cuando menos, 500 años sin transferir riqueza alguna. Y, por el contrario, durante los siglos xvi a xviii, recibió de sus colonias transferencias que largamente le permitieron resarcirse de cuanto perdió frente a Roma y los árabes norafricanos.
Estados Unidos, por su parte, constituye a todas luces una experiencia sui generis en el mundo, quizá sólo comparable a la de Australia. La primera colonia inglesa se estableció en el extremo oeste del Atlántico en 1607. Y hacia 1733, desde Nueva York, por el norte, hasta Carolina del Sur, habían quedado fundadas las que bien se conoce como las “13 Colonias”. Ésa, como mal podría darlo a entender el nombre, no fue una empresa del Imperio Inglés. Sino fundamentalmente el resultado de la inmigración voluntaria de miles de familias británicas, pero mayoritariamente inglesas. No fue pues un traslado forzado de poblaciones conquistadas que, como practicaron el Romano y otros imperios, eran desterradas a los confines del imperio.
No por ello debe desconocerse que Inglaterra hizo efectivo el control político y tributario del nuevo espacio. Mas esto a su vez no implicó que el imperio saqueara
a sus colonias. Pues ninguna de ellas fue víctima de esa experiencia. Sino que más bien tuvieron un desarrollo autónomo muy grande. De allí que, cuando el poder político dominante intentó elevar a niveles exorbitantes los tributos, las colonias iniciaron en 1775 y hasta 1783 las guerras que las condujeron a su completa independencia. Pero ya se vio que con la significativa contribución de fuerzas militares de Francia y España, las potencias rivales de turno. En el ínterin, en 1776, con el liderazgo de George Washington, fue oficialmente declarada la independencia que Inglaterra sólo reconoció en 1783. Y constitucionalmente el Estado Federal quedó formado a partir de 1787.
A partir de allí, desde ese minúsculo rincón que se destaca en el Gráfico Nº 49 (izq.), y en menos de un siglo, los primeros estadounidenses fueron haciéndose del tercer territorio más grande del mundo (después de Canadá y Rusia), pero muy probablemente el potencialmente más rico de todos. Quizá el precio más grande que fue pagado para alcanzar tan caro objetivo, debieron pagarlo los millones de nativos, que virtualmente quedaron exterminados.
En 1804 se iniciaron las primeras expediciones de reconocimiento del oeste, que estuvieron financiadas por el Estado, para entonces dirigido por Thomas Jefferson. Pero también las primeras de múltiples caravanas de colonos en busca de tierras. La fiebre colonizadora desataría otras fiebres. Así, poco más tarde, Estados Unidos compró Luisiana a Francia y Florida a España, pero ya en evidente señal de un poderío económico creciente y grande para entonces.
Hacia 1840, tras varias expediciones de estudio y reconocimiento, diversos libros publicados sobre la riquísima potencialidad del oeste por “conquistar”, además de cientos de crónicas periodísticas sobre la materia, y miles de colonos en el centro y el oeste del territorio convocando a sus familiares y amigos del este, la “fiebre del oro” estaba prácticamente desatada. Pero oficialmente se le reconoce para fines de dicha década.
Y como si su territorio no fuera suficientemente grande, en una nueva señal, pero esta vez de decidido afán de dominio y hegemonía sobre el entorno, Estados Unidos se anexó los riquísimos territorios mexicanos de Alta California, Nuevo México y Texas.
La extraordinaria riqueza que brotaba a manos llenas del oeste resultaba difícil de trasladar hacia los grandes centros poblados del este. En el istmo de Panamá hubo de encontrarse la solución. De ese modo, en 1849, se construyó el primer ferrocarril que unió las costas del Pacífico y el Atlántico, cuando Panamá era territorio colombiano.
Casi inmediatamente después, en 1853 se iniciaron los estudios técnicos del ferrocarril transcontinental, pero en el propio territorio de Estados Unidos. Sus primeros tramos, sin financiación externa, y en una nueva y clara demostración de gran capitalización interna, fueron inaugurándose en los años sucesivos, pero las obras más importantes tuvieron que detenerse.
En efecto, en 1861, y por espacio de cuatro años, los estados del norte, a la postre vencedores, se enfrentaron en guerra civil (la Guerra de Secesión) a los del sur, para imponer la liberación de los esclavos.
Tras ello, y no obstante los indiscutibles costos de la guerra, ya para 1869 había quedado concluida la construcción de la primera línea transcontinental de ferrocarriles. Y para 1893, el gigantesco territorio había quedado enlazado por un total de cinco grandes líneas férreas. Estados Unidos era ya, sin duda alguna, la mayor potencia del mundo. Es decir, sólo contando desde la proclamación de la independencia, 120 años de explotación de su gigantesco y riquísimo territorio agrícola y minero, sin transferir riquezas a ningún poder hegemónico, invirtiéndose pues todos los excedentes generados en el propio suelo, habían sido suficientes para lograr tan espléndido resultado. Mas los afanes hegemónicos competían con el éxito económico como si éste no se hubiera logrado.
De allí que en 1898, tras declarar de hecho la guerra a España, le arrebató los territorios de Puerto Rico y Cuba (transitoriamente), en el Caribe inmediato a sus costas; así como la isla de Hawai, en el centro del Pacífico, y, transitoriamente también, las Filipinas en el extremo occidental del mismo.
Para entonces, la agresiva política expansionista y hegemónica, militar y “diplomática”, iba ya de la mano con el avasallamiento económico. Y es que, por la misma fecha, se estrenaban las primeras empresas transnacionales estadounidenses en América Latina. Éstas, apoyadas descaradamente por el gobierno de Washington DC, y sobornando a los corruptos y políticamente débiles dirigentes de los Estados de esta parte del mundo, empezaron a concretar una monumental transferencia de riquezas desde el infeliz “patio trasero” –despectiva pero muy significativa denominación que textualmente fue acuñada por un funcionario del Departamento de Estado de EEUU –.
En vías de saturación el ferrocarril del istmo de Panamá, con perspectiva estratégica de largo aliento, que por cierto incluía las enormes riquezas que empezaban a brotar de la América Meridional, fue alentada la construcción del canal interoceánico. Para tal efecto, Estados Unidos, desembozadamente, monitoreó el separatismo panameño y corrompió y extorsionó a políticos colombianos hasta lograr el objetivo táctico: la independencia de Panamá, en noviembre de 1903. Con celeridad inusitada, quince días después de la independencia, en ostensible demostración de que todo estaba meticulosamente previsto, se celebró el contrato entre las autoridades panameñas y estadounidenses mediante el cual, la obra en ciernes y la zona del canal, estarían a perpetuidad bajo soberanía y administración estadounidense. Inmediatamente, en 1904, se inició la obra cuya construcción culminó diez años después. Por cierto fue financiada íntegramente con recursos norteamericanos. Fue la obra de ingeniería más grande, costosa y moderna que se hizo en aquellos años en todo el planeta.
Así, para la primera década del siglo xx, Estados Unidos era ya largamente la primera potencia económica, pero también militar del orbe. Su postrera intervención tanto en la Primera como en la Segunda Guerras Mundiales, sin que su territorio continental sufriera ningún tipo de agresión, fue absolutamente decisiva para el triunfo de las potencias europeas sobre el expansionismo alemán. De allí en más, la historia del imperialismo estadounidense es sumamente conocida.
Pero si hay algo que destacar a modo de resumen, es el hecho indiscutible de que Estados Unidos no ha sido nunca víctima de ningún tipo de dominación externa, y menos pues de forma alguna de hegemonía que le signifique sacrificar riquezas a cambio de nada, sufrir daño gratuito. Pero, no obstante, como si esa enorme ventaja no fuera tampoco suficiente, lleva más de dos siglos trasladando a su territorio inmensas riquezas de otros pueblos. Sea como fuerza de trabajo gratuita, a manos de miles de esclavos llevados de África, desde los primeros días de las 13 Colonias originarias. O como riqueza agrícola, minera o petrolera obtenida a precios viles, mediando trampas de toda índole, sobornos cuantiosos, chantajes diversos, e incluso ocupación militar de territorios. ¿Puede seguirse prescindiendo de esas dos poderosísimas razones en la explicación de la descomunal riqueza que exhibe hoy la sede del imperio más poderoso de todos los tiempos?
Hegemonías sucesivas: el caso del Perú
Pues bien, a contrapelo de esa “feliz” historia, hay pues la de otros pueblos que, como los de los Andes, vienen más bien sufriendo una tras otra nefastas hegemonías desde distintos centros de poder en la geografía mundial. Quizá el caso del Perú es uno de los más graves y perjudiciales de todos. A la brutal hegemonía del Imperio Español se sucedió, sin interrupción alguna, la del Imperio Inglés. Y a éste, la del Imperio Estadounidense.
El Perú, teniendo en cuenta las dimensiones de su territorio, ha sido sin duda el país que en términos relativos ha generado mayor riqueza entre los pueblos del mundo. De él han sido extraídas ingentes cantidades de oro, plata, cobre, plomo, zinc y hierro. Pero también cantidades significativas de petróleo. Durante varias décadas fue prácticamente el monoproductor mundial del riquísimo guano de las islas costeras que fertilizó en el siglo xix los campos de Europa y Estados Unidos. Más de 15 millones de toneladas de ese producto fueron llevadas lejos de las áridas tierras de la costa peruana, o de las poco fértiles de la cordillera, que tanto o más la necesitaban que los campos a donde fueron a parar. Su amazonía produjo caucho en grandes cantidades, y hoy produce petróleo. Y el área inmediatamente cercana, en el sur del territorio, está a punto de producir enormes cantidades de gas natural. Del mar ha sido extraída la mayor cantidad de riqueza ictiológica de todo el globo, que en su inmensa mayoría ha sido destinada a la producción de harina de pescado. Sus estrechos y cortos valles costeños han generado sin embargo azúcar y algodón en abundancia. Y, para terminar, aunque incompleto el recuento, la ganadería cordillerana nativa ha producido una gran riqueza de lana.
Los excedentes generados por esa riqueza son inestimables, de magnitudes que rebasan la imaginación más fértil. De haberse tenido un desarrollo autónomo como el de Japón, Alemania o Estados Unidos, los pueblos del Perú tendrían largamente una prosperidad tan grande como aquella de la cual hoy disfrutan los pueblos de los países citados.
Sin embargo, la pobreza y el atraso del Perú van también más allá de donde pueda llegar la imaginación más desmesurada. En nuestro texto Descentralización y Economía damos larga y detallada, aunque tampoco completa, cuenta de ello.
Mal haríamos, sin embargo, en dejar de destacar aquí el también nefasto rol que el poder hegemónico interno ha cumplido en desmedro de los intereses de la inmensa mayoría de los peruanos. En efecto, a diferencia por ejemplo de los virtuosos primeros colonos y revolucionarios estadounidenses, la República Peruana ha sido dirigida desde sus primeros días por herederos de los conquistadores españoles, y en general europeos, que lucían todos sus defectos pero ninguna de sus virtudes. Y quizá la más grande y grave de las diferencias con Washington y sus pares, ha sido el carácter ostensiblemente no nacional e incluso antinacional de la aristocracia peruana que gobernó durante todo el primer siglo de la república. Pero por desgracia la posta la tomaron oligarcas hasta con más defectos y menos virtudes que sus predecesores. Y varias décadas hace que a su turno la posta la sido asumida por tecnócratas que de ello sólo tienen el nombre. Si conocer algo de Economía o de otra profesión liberal les concede ese título, su desempeño revela sin atenuentes que, en todo caso, desconocen lo más importante que se requiere para gobernar en beneficio del país: conocer al propio país e identificarse plenamente con su población. Porque no basta “parecer” peruano para ser auténticamente peruano. Como no basta parecer japonés para ser japonés, o “gringo” para ser norteamericano.
Si pues, a las gravísimas consecuencias de la hegemonía externa asumida sin tregua por España, Inglaterra y Estados Unidos, ha de sumarse entonces, sin ambages, la hegemonía interna asumida, también en posta y también sin tregua, por la aristocracia, la oligarquía y la tecnocracia de hoy.
Con ligereza e irresponsablemente, con profundo desconocimiento de las “leyes de la historia”, que también son de la política, muchas veces de arguye que todo ello ha sido posible porque la población lo ha permitido, porque la población se ha dejado dominar. Pero no, ya se vio hasta el hartazgo que la dominación no es asunto de querer o no, sino el resultado de una correlación de fuerzas objetiva, en la que inexorable e invariablemente cae derrotado o sojuzgado aquel sector con menos fuerzas. Los pueblos del Perú, pues, llevan cinco siglos dominados por fuerzas mucho mayores que las suyas.
Para el caso de los pueblos del Perú, entonces –pero quizá también para otros en distintas latitudes–, es posible expresar la evolución de su historia económica en términos como los que ponemos de manifiesto en el Gráfico Nº 50. Se trata por cierto de cifras gruesas. Lo que en ellas interesa es el orden de magnitud que expresan. La única que ha sido estimada con cálculos actuariales es la que corresponde a la transferencia de riquezas mineras hacia España. Las otras no son sino cifras proporcionales al período de tiempo correspondiente a cada uno de los otros procesos de hegemonía externa. Mas allí están. El reto de demostrar que todavía nos hemos quedado cortos, de lo cual estamos absolutamente seguros, está en manos de los economistas. Tienen la palabra.
Y, como puede apreciarse, incluimos en el grueso recuento una cifra importante –aunque irrisoria si le le compara con las magnitudes con las que se evalúan las cosas en los países desarrollados–, en relación a la riqueza con la que directamente los pueblos del Perú han solventado el nefasto y macromegálico crecimiento de Lima en desmedro de todas y cada una de sus regiones, provincias y distritos. El Perú, sin género alguno de duda –y allí están para demostrarlo nuestros textos al respecto –, es el país más centralizado del mundo: infame y vergonzoso récor. Y ése no es sino otro resultado de la hegemonía tanto externa como interna sobre los pueblos del Perú. De la manera más burda se les ha descapitalizado material, económica y demográficamente.
¿Cómo, pues, no ha de evidenciar el atraso y la pobreza tan clamorosos que ostenta, si lleva quinientos años continuos de descapitalización en beneficio de terceros?
Generación de riqueza e inversión
La teoría económica tradicional, que como insistimos ha estudiado bien la importancia de la inversión para el desarrollo de los pueblos, no viene siendo, ni remotamente, tan enfática como corresponde en relación con un aspecto importantísimo de la misma: la inversión descentralizada. Y la propia Economía no tradicional, de vieja raigambre marxista, tampoco lo ha sido.
Además de todo cuanto ya se ha manifestado, ¿qué revela también la historia de los países hoy desarrollados, que a este respecto es sustancialmente distinta de la historia de los imperios de la antigüedad? Pues simple y sencillamente que la inversión descentralizada es absolutamente fundamental para el desarrollo de los pueblos. Y es que no basta precisar, como hasta hoy se viene haciendo, que es importante la inversión. No, tal como habremos de mostrar en el Gráfico Nº 51, hablar de inversión a secas, y sin mayores detalles, resulta una lección estéril, cuando no mal aprendida (de la historia por lo menos).
La Economía tradicional, básicamente por “acción”, y la no tradicional, fundamentalmente por “omisión”, han partido del supuesto implícito de que las leyes económicas funcionan por igual, cualesquiera sean las características esenciales de una sociedad. Y, en ese sentido, se afirma categóricamente que siempre se cumple el axioma de que “a mayor inversión, mayor desarrollo”. No hay tal. La realidad, tercamente, muestra que ello no es en rigor correcto. Y es que si la inversión no se hace efectiva de manera descentralizada no hay desarrollo.
En el Gráfico Nº 51 expresamente distinguimos entre:
a) Capacidad de generación de excedentes (montos disponibles para gasto y/o inversión);
b) Magnitud invertida de los excedentes generados;
c) Magnitud invertida en el territorio del pueblo que dio origen a los excedentes generados y a la inversión concretada, y;
d) Magnitud invertida descentralizadamente en el territorio del pueblo en cuestión.
Asumiendo que la tierra y los recursos que provee, o puede proveer, y el trabajo realizado para extraerlos, son principalísimos componentes de la capacidad de generación de riqueza (o de excedentes) de que puede disponer un pueblo, el Perú, por ejemplo, es quizá el mejor testimonio de uno cuyo territorio ha sido proverbialmente generoso a ese respecto. Visto está, sin embargo, que ello no ha dado como resultado el desarrollo del Perú.
De las monumentales cifras obtenidas como excedentes de la riqueza extraída del Perú, una parte bastante significativa fue invertida, qué duda cabe. ¿Pero acaso en el territorio peruano, en beneficio de los pueblos del Perú? No, claro que no. En cada circunstancia, como es lógico entender, se invirtió allí donde el poder hegemónico de turno decidia. Durante el Imperio Español, en España, aunque bastante más de cuanto habría querido el propio pueblo español se invirtió fuera de la propia península Ibérica. Durante el Imperio Inglés, ciertamente los excedentes que generó la riqueza guanera y minera peruana se invirtieron básicamente en Inglaterra. Y actualmente, bajo la hegemonía de Estados Unidos, los excedentes de riqueza generados con riqueza peruana, e invertidos, se materializan pues en Estados Unidos, no en el Perú.
No obstante, alguna fracción del total invertido, difícilmente cuantificable –y menos pues sin el concurso de los economistas, peruanos o extranjeros–, ha sido concretada en el territorio peruano. ¿Pero acaso de manera descentralizada? No, también es obvio que no. Muy probablemente más del 90 % de la inversión realizada en el Perú se ha materializado en Lima, o en función de las necesidades de Lima, esto es, en función de los intereses del poder hegemónico interno, que invariablemente ha residido en la capital.
De allí que el Perú exhibe los gravísimos y deteriorantes, y en algunos casos hasta suicidas, índices de centralismo de hoy. Algunos de ellos, sólo pues algunos, quedan presentados en el Gráfico Nº 52 (en la página siguiente).
Centralismo y descentralización en la historia
Los pueblos del Perú, como resulta ostensible, tienen frente a sí un doble reto: descentralizarse y desarrollarse. Es verdad que ése es también un desafío de muchos otros pueblos, en particular los de América Meridional. Pero las cifras que se conoce muestran que para ninguno otro de éstos es tan gigantesca la tarea a emprender. En el Perú se ha llegado a extremos inauditos, insospechados, que no conoce pueblo otro de América Latina; y, como se verá, ni siquiera de África.
Y, es que, hasta donde conocemos, si bien en África algunos pueblos viven masivamente en condiciones infrahumanas, sus niveles de descentralización poblacional constituyen una base o punto de partida objetivamente más ventajoso para
el desarrollo. Compararemos al Perú con cuatro países africanos que tienen prácticamente sus mismas dimensiones, y que sólo por su distribución geográfica constituyen en conjunto una muestra altamente representativa –como puede observarse en el Gráfico Nº 53–.
En Nigeria, en la parte centrooccidental del continente, apenas el 1,5 % de su población vive en Lagos. En Egipto, en el extremo nororiental del continente, aún cuando El Cairo alberga a más de ocho millones de habitantes, la concentración en la capital apenas supera al 16 % del total. En Zaire, el ex Congo belga, en el área ecuatorial del continente, el 7 % de los habitantes está concentrado en Kinshasa. Y en Sudáfrica reside en Pretoria sólo el 2 % de la población (en tanto que en la ciudad más poblada, Johannesburgo, algo menos del 5 %). Esas cifras, comparadas con el 32 % de concentración poblacional en Lima relevan a cualquiera de algún comentario al respecto.
¿Ha sido así siempre ocupado o, todavía mejor, ha estado siempre así desocupado el territorio peruano? Ciertamente no. Los primeros cronistas de la conquista, en las décadas iniciales del siglo xvi, desconociendo cómo fue la remota ocupación poblacional en sus territorios de origen, anotaron asombrados que en el Perú sus pobladores “vivían aislados conforme a sus antiguas costumbres” . Hoy –como hemos advertido en anterior ocasión –, tenemos derecho a interpretar esa expresión en el sentido de que vivían dispersos en el territorio, ocupando y explotando económicamente todo el espacio disponible.
Y es que al momento de la conquista no más del 0,5 % de la población estaba concentrada en el Cusco. Y, más en razón de la catástrofe demográfica que se produjo que en razón a la migración hacia la capital, durante las guerras de independencia la capital albergaba a no más del 5 % de la población peruana. Los censos posteriores fueron dando cuenta de que progresivamente pasó a ser 9, 18, 27 y 32 %.
Así, cualquier matemático o estadístico podría demostrar que hay una altísima correlación entre el progresivo –absoluto y relativo–, deterioro de la economía peruana, y la concentración de la población en la capital, o el abandono de la mayor parte del territorio. Pero con todo cuanto hasta aquí se ha considerado, mal podríamos concordar con que se trata de una “correlación estadística”, sin relación causa–efecto entre uno y otro fenómeno. No, se trata sin duda de una consecuencia inexorable de la pobreza creciente en que han sido sumidas las provincias del Perú a lo largo de los 180 años de historia republicana, secuela pues de la dependencia interna y de la hegemonía externa.
Descuidando la enorme relevancia de la información demográfica, la Historia tradicional no provee de información que permita hacer análisis comparativos certeros. Pero, por ejemplo, para que Roma llegara a concentrar el 5 % de la población del imperio habría tenido entonces una población de por lo menos 1,3 millones de habitantes, y ello resulta a todas luces impensable. Algunos de los principales territorios que estuvieron bajo su compulsiva hegemonía tienen hoy las siguientes concentraciones poblacionales en sus correspondientes capitales o, en los casos que señalamos (*), en sus ciudades más pobladas (en %):
España (Madrid) 10
Francia (París) 16
Italia (Roma) 5
Suiza (* Zurich / Berna) 11
Rumania (Bucarest) 9
Turquía (* Estambul / Ankara) 6
¿Han llegado a esas cifras, acaso al cabo de otros tantos y compulsivos procesos de descentralización? No, bien se sabe que no. Como que tampoco ello ha ocurrido en ninguno de los tres más grandes países de Europa Occidental que se libraron de estar, o de caer, bajo la hegemonía del poder romano, y que hoy exhiben los siguientes porcentajes de concentración poblacional en sus capitales:
Alemania (Berlín) 4
Suecia (Estocolmo) 17
Polonia (Varsovia) 4
La Historia tradicional –bastante bien auxiliada por la novela, hay que admitirlo– ha cargado las tintas en los aspectos épico–románticos del Medioevo. Y, para el mismo período, la historiografía marxista destacó en él la transición entre la esclavitud y el feudalismo. Pero una y otra, a la luz de cuanto se veía en el mundo al momento de hacerse esos estudios, dejaron de relievar el hecho de que, objetivamente, la constitución de los feudos definió en la mayor parte de los territorios de Europa Occidental la consolidación de estructuras económicas y demográficas
no centralizadas, y, por añadidura, bastante bien integradas, más allá de los conflictos que se daban entre los intereses de señores feudales vecinos; o, entre feudos vecinos, para cuando las poblaciones de cada uno se sentían suficientemente identificadas con su propio territorio, y concientes de ser distintas a las poblaciones de las áreas vecinas y más aún de las lejanas.
Todavía hoy se presenta como una “desventaja” o como un handicap el hecho de que, bien entrado el siglo xvi, en lo que hoy es Alemania pugnaban entre sí hasta 200 grupos humanos, en otros tantos medianos y pequeños espacios, que reivindicaban el derecho a manejar con completa autonomía sus asuntos internos. Pues bien, ése y no otra es, fundamentalmente, el sustento objetivo de la extraordinaria capacidad de capitalización y desarrollo de Alemania. Y, en los términos proporcionales que corresponda, de los otros países desarrollados de Europa.
Se sostiene hoy que, entre los países desarrollados de Europa, Francia es aquel con mayor grado de centralismo. Ésa, sin duda a nuestro juicio, es una visión recortada cuando no miope de la realidad. Porque obviamente se está hablando de centralización política, pero de ella, a su vez, en el sentido más restringido de la palabra. ¿Se decide y diseñan en París las escuelas que se construye en Cherbourg, en el extremo noroccidental de Normandía; o los centros médicos que se levantan en Loches, en Orleanais, en el centro del país; o los puentes que se tienden en Les Arcs, en la Provenza, al borde del Mediterráneo? ¿Alguna vez fue así, siquiera en tiempos de Luis xiv? De España se tiene por ejemplo la evidencia de que ni siquiera el poderoso emperador Carlos V pudo –cuando lo intentó–, imponer su criterio en las obras de infraestructura que llevaban a cabo los cabildos o municipios; porque en los de su propia Alemania ni siquiera intentó inmiscuirse.
En general, los países de Europa Occidental –y en más de un sentido también los de Europa Oriental–, son un magnífico ejemplo de ausencia de centralismo económico y demográfico, y de gran autonomía en los asuntos locales, a lo largo de por lo menos los últimos quinientos años. Porque, en el caso de Suiza, bien puede reivindicarse ese extraordinario valor para todos los últimos mil años.
Pero como hoy mismo ocurre con Estados Unidos, todos los imperios han tenido siempre a estos respectos una doble política: el más pleno no centralismo en los asuntos de la sede del imperio; pero, al propio tiempo, el más completo y absurdo centralismo en todos los asuntos de las colonias. Mas quizá ningún área del globo como América Latina ha quedado tan marcada con la impronta centralista que dejaron los virreinatos, y que virtualmente sin excepción se vio reforzada bajo las sucesivas hegemonías de Inglaterra y Estados Unidos.
Pero una vez más aquí tenemos obligación de hacer distinciones esclarecedoras. En efecto, no en todos los espacios coloniales se tuvo el mismo y grande interés en mantener o agudizar el centralismo. Así, el poder hegemónico de España mostró relativa o gran indiferencia frente a los pueblos cuyos territorios no ofrecían una gran riqueza que expoliar. Fue el caso de Argentina, Chile e incluso Colombia. Y ninguno de ellos sufrió tampoco el acoso de la hegemonía inglesa. De allí que lograron consolidar dirigencias nacionales que, de hecho, más que a través de una política conciente y explícita, dieron curso a procesos de crecimiento demográfico y económico que nunca fueron marcadamente centralistas. Los resultados están hoy a la vista: son países significativamente menos centralizados que el Perú, por ejemplo.
Perú y México fueron sede de los virreinatos más grandes y poderosos de América Latina. Este último, sin embargo, es un país significativamente menos centralizado que el primero. ¿Hay razones objetivas que den cuenta de esa diferencia? Sí, en nuestro texto Descubrimiento y Conquista: en las garras del imperio (tomos I y II), hemos desarrollado ampliamente éstas que consideramos razones de gran peso: (a) la ostensible mayor cercanía de México, respecto de España, representó una también bastante más numerosa migración hispana hacia dicho territorio que hacia el Perú; (b) la gran riqueza agrícola mexicana facilitó la formación de poderosos enclaves de poder criollo desperdigados en casi todo el territorio; (c) la mayor migración hispana se dispersó además por casi todo el territorio mexicano, en tanto que la que a su turno fue una menor migración hacia el Perú se concentró fundamentalmente en la costa; (d) el hecho de que las grandes minas de plata de México estaban a no más de 2 mil m.s.n.m. libró a los nativos mexicanos del genocidio en trabajos forzados que se dio en el Perú, y; (e) la magnitud significativamente menos catastrófica de la debacle demográfica en México, aunada a la mayor y más desperdigada presencia de pobladores hispanos, produjo un proceso de mestizaje mucho más notorio que en el Perú. Téngase presente que a finales del siglo xviii, mientras la población en el Perú apenas superaba un millón de habitantes, en México era del orden de seis millones de personas . Por todas esas razones se formó y consolidó en México un poderoso y no centralizado sector criollo y mestizo que incluso hoy aún no existe en el Perú.
Bastan esas razones para explicar que en la historia de México, entre 1808 y 1821, aparecieron en ese territorio figuras con proclamas o incluso cruentas y exitosas rebeliones militares que virtualmente no tienen correspondencia exacta en el Perú: Primo de Verdad, en la ciudad de México, en 1808; Allende, en San Miguel, e Hidalgo, en Querétaro, en 1810; Morelos, en Zitácuaro, en 1813; e Iturbide, en 1821. En el Perú, en cambio, ninguna rebelión interna alcanzó a tener éxito. La independencia sólo pudo lograrse tras la incursión militar de los ejércitos de San Martín y Bolívar, desde Argentina y Venezuela, respectivamente. Y aún cuando en ambos países se habló ya en 1824 de dar paso a la constitución de una República Federal, ese caro objetivo se logró en México ese mismo año, en tanto que en el Perú no sólo no se ha concretado, sino que ha pasado a ser incluso una imagen temida y estigmatizada desde las más altas esferas del poder político centralista.
Así, tras casi dos siglos de una República Unitaria, que no es sino una reconocida pero eufemística etiqueta tras la que se escuda el imperio de Lima, pero más exactamente del poder dominante en la capital, sobre las provincias del Perú, los resultados no pueden ser más pobres y vergonzantes. Un amplísimo desarrollo de ello lo mostramos en nuestro texto Descentralización y Economía. Pero más de una evidencia ha quedado mostrada en los precedentes Gráficos Nº 52 y Nº 53, y ofrecemos otras en el Gráfico Nº 54 (en la página siguiente), cuya elocuencia nos releva de mayor comentario.
El desafío del multi–etno–lingüísmo
El último aspecto sustantivo al que queremos dar atención, es éste al que denominamos, “desafío multi–etno–lingüístico”. Se trata, sin duda, de un problema que es tan complejo como sensible. Sobre todo porque un análisis heterodoxo desata usualmente el subjetivismo, y se cae entonces en la sensiblería, que es al tema, lo que el patrioterismo miope y destructivo al nacionalismo constructivo.
La variedad etno–fenotípica es uno
de los grandes valores de la humanidad. Bien lo saben, a título de ejemplo, alemanes, españoles, ingleses, noruegos y turcos, hablando de Europa. Como lo saben japoneses, coreanos y chinos, en el caso de Asia. O los egipcios, senegaleses y los tanzanios, en África. Pero asimismo los australianos, neozelandeses y tahitianos, en Oceanía.
Y otro tanto debe decirse de la multiplicidad lingüística que hay en ésos y el resto de los países del mundo. Quizá nadie como los políglotas para reivindicar el valor –y la enorme ventaja objetiva– que representa hablar dos, tres, siete e incluso más idiomas. A este respecto quizá más que ningún otro ha sucitado admiración el Papa Juan Pablo II.
Para lo que sigue, ubiquémonos por un instante hacia 1950, finalizada pues la Segunda Guerra Mundial. Hablemos entonces como si estuviéramos en aquellas circunstancias. En tal virtud, bien podemos decir que, en términos porcentuales, quizá ningún país tiene tanto políglota como Suiza. En la zona oeste de ese pequeño, donde mayormente se habla francés, miles de ciudadanos hablan no obstante también alemán y/o el romance suizo (que en realidad está constituido por una variedad grande de dialectos del alemán). En el área sur, donde básicamente se habla italiano, miles de habitantes alternan con él también el alemán y el francés. Y en área norte y nororiental mayoritariamente se habla el alemán y/o el romance. Mucho más de un millón de suizos son bilingües y muchos miles hablan tres de los cuatro o los cuatro idiomas oficiales. Y, sin duda, muchos miles han empezado a hablar y escribir además perfectamente en inglés. En cada una de las áreas señaladas desde centurias atrás la educación es bilingüe o trilingüe. ¿Hay en Suiza algún tipo ostensible de discriminación por el idioma, es decir, por el hecho de hablar en alguna de las lenguas señaladas? ¿Y cuántos tipos étnicos puede indicarse que existen en ese rincón de los Alpes? Suiza es pues un país étnicamente homogéneo en el que, existiendo acusado multilingüismo, no hay sin embargo notorias y menos aún graves discriminaciones en razón del idioma.
Por obvio que parezca, corresponde preguntarse: ¿qué idioma se habla en Alemania? Pues alemán. ¿Y en Francia? Pues francés. ¿Y en Japón? Japonés, claro está. ¿Y cuántos grupos étnicos o fenotípicos puede decirse que hay en cada uno de esos países? Y bueno, simplemente uno en cada uno, de modo que tampoco hay en ello sustento para forma alguna de “discriminación racial”. Éstos, pues, aunque también hay otros más en Europa y Asia, son países etno–lingüísticamente homogéneos.
De los países de Europa Occidental el más complejo a estos respectos es España. Pero sin duda más en términos idiomáticos que étnicos. Obviando la tozudés que a este efecto se dio durante la dictadura franquista, puede no obstante afirmarse que, en Galicia, al extremo noroccidental subsiste orgullosamente y sin discriminación de ninguna índole el gallego. Casi en la vecindad, legítima y tercamente en las Vascongadas se reivindica el idioma vasco. Y en la misma área septentrional de la península, al este, en Cataluña incluso con más fuerza que antes, con singular orgullo y sin discriminación de nadie, se habla el catalán. Mas ninguna de esas comunidades puede negar que son casi totalmente bilingües, en tanto también hablan castellano.
En Norteamérica, en Canadá se habla básicamente dos idiomas, francés e inglés, y gran parte de la población es pues bilingüe. En Estados Unidos, en cambio, más de 95 % de la población habla sólo inglés. Un sinnúmero de pequeñas minorías de migrantes voluntarios se aferra, pero también libremente, a sus propios idiomas. Hay entonces una ostensible prevalecencia del inglés, y la única, notoria y nefasta forma de discriminación, es por el color de la piel, pero básicamente contra los descendientes de los pobladores africanos que fueron llevados como esclavos hasta bien entrado el siglo anterior.
¿Y qué decir de la América que va el río Grande hacia el sur? Costa Rica, como Argentina, Uruguay y Chile, por ejemplo, son países casi exclusivamente monolingües castellanos. Y poblacionalmente predomina notoriamente el fenotipo de ascendencia europea. No se conoce forma de “discriminación racial” alguna. México, como Nicaragua o Guatemala, aunque monolingües hispano parlantes, son de predominancia poblacional mestiza. En Venezuela, como asimismo en casi todos los países del Caribe hispano, alternan en castellano descendientes de europeos y de africanos, con evidentes tratamientos de discriminación hacia estos últimos. En Colombia, en tanto, además de sangre europea y africana hay una población de ancestro nativo muy grande, pero el país entero es prácticamente monolingüe hispano parlante.
En Ecuador una casi insignificante minoría de ascendencia predominantemente española, alterna con población nativa castellana y con población nativa quechua hablante, pero numéricamente minoritaria. En Bolivia, por su parte, aunque también en notoria minoría, la población de ascendencia europea es más diversa, aunque monolingüe castellana. Y alterna discriminatoriamente con grupos mayoritarios de quechua hablantes y aún más numerosos todavía de aymara parlantes.
En el Perú, menos del 5 % de la población es de ascendencia europea, aunque muy diversa. No obstante ser predominantemente de ancestro español, la hay de ascendencia italiana, alemana, francesa e inglesa, y se precia cada grupo de su bilingüismo, pues además del castellano mantiene su lengua materna. En la costa casi el íntegro de la población es mestiza y monolingüe castellana. En el área cordillerana, en cambio, porcentajes muy significativos de la población, especialmente desde el centro al sur, hablan exclusivamente quechua. Y en el área altiplánica se habla también quechua pero mayoritariamente aymara. En ambos casos la lengua ancestral va perdiendo cada vez más su participación porcentual, reservándose el uso de esos idiomas a la población de más edad y de residencia rural y actividad agrícola y pecuaria. Y, en la Amazonía, alta y baja, un sinnúmero de comunidades nativas viven prácticamente aisladas, preservándose en razón de ello sus múltiples y mutuamente ininteligibles dialectos cuando no idiomas realmente distintos.
Como nefasta herencia de la Colonia más prepotente y abusiva que se conoció en América, la “discriminación racial” es absolutamente notoria. El “blanco” o “misti” dominante discrimina al mestizo y, aún más, al “cholo”, esto es, al hombre de ancestro andino castellano parlante; pero también al “indio”, voz cargada de profundo sentido de desprecio con la que puede hacerse referencia al cordillerano o al amazónico. En actitudes y conductas evidentemente aprendidas de los “blancos”–e impuestas a todos los grupos “inferiores” además por la fuerza de los siglos–, el mestizo, a su turno entonces, discrimina y maltrata al “cholo” y al “indio”. Y el “cholo”, claro está, discrimina y maltrata al “indio”. Pero todos a su vez discriminan al “negro” y a las innumerables variantes surgidas de la mezcla de africanos y peruanos (“zambos”, “mulatos”, “sacalaguas”, “cuarterones”, etc.). Y mutuamente todos se segregan con los descendientes de inmigrantes chinos, y con los descendientes de inmigrantes japoneses que a ojos de todos se discriminan también entre sí. Agréguese a esa compleja mixtura las colonias de árabes y judíos y sus descendientes que, además de discriminarse entre sí, discriminan por igual a todos y cada uno de los demás, manteniéndose en terca y obstinada endogamia típicamente “racista”.
El Perú de entonces, pues, con menos de 15 millones de habitantes, tenía problemas y conflictos etno–lingüísticos más acusados y variados que los que se daban en gigantes poblacionales como China, India y Rusia. Se trataba pues, sin ningún género de duda, de la sociedad humana más fragmentada, diversa y dividida del orbe. En ese contexto, hacia 1970 terminó por desaparecer la tercera lengua más hablada del mundo andino prehispánico: el sec o muchik, el idioma de las culturas Moche, Mochica y Chimú. Y, por el camino de aquél, lentamente, pero sin pausa, van cediendo terreno en el habla de la población tanto el quechua como el aymara, aunque más éste que aquél, en razón de que siempre fue también menos significativa la población nativa que lo hablaba. Menospreciados y estigmatizados por todos los demás, los nativos de idiomas ancestrales no han podido dejar de ocultar la vergüenza que se les hace sentir –y sienten– por hablar una lengua “inferior”, un “idioma arcaico”, una “lengua muerta”.
La férrea y destructiva hegemonía colonial española en Lima, impidió que cristalizaran en el seno del Perú personalidades como las de José Gaspar Rodríguez de Francia, Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano López, personalidades insignes de la historia de Paraguay. Allí, contra las políticas decididamente nacionalistas de éstos, fue necesaria la monstruosa Triple Alianza de Brasil, Argentina y Uruguay para acabar con ese insólito experimento que se estuvo dando en aquel mediterráneo y pequeño país sudamericano entre 1814 y 1864. Sin embargo, al precio de perder nada menos que la mitad de su población, Paraguay se alza hasta hoy mismo como el único país del río Grande al Cabo de Hornos, donde por igual, y sin discriminación alguna, los sectores dominantes y dominados de la población orgullosamente hablan tanto en guaraní como en castellano.
Sin esa experiencia, en el Perú fue necesario que transcurrieran 150 años de historia republicana para que, durante el gobierno militar del general Velasco, recién fueran declarados idiomas oficiales el quechua y el aymara. No obstante, y transcurridas ya más de tres décadas, aún nada oficial se realiza en ninguno de esos dos idiomas. Y apenas si se están dando los primeros, tímidos y aún experimentales pasos de educación bilingüe. ¿Pero cuándo? Cuando las poblaciones de ambos idiomas no suman ya sino tres millones de seres. Es decir, cuando el “costo unitario” de dicha educación –por denominarlo de alguna manera–, resulta proporcionalmente estratosférico, dado que ha perdido totalmente “economía de escala”. A este respecto, y para que se tenga una idea objetiva de nuestra afirmación, en esta primera década del siglo xxi, en la India, entre muchos, hay diez idiomas con poblaciones usuarias que superan a toda la población del Perú . Y muy probablemente más ventaja a ese respecto hay todavía en China. Desde nuestra perspectiva, el de la educación bilingüe es un problema que absurdamente, dentro del consabido y “paternalista” centralismo, se está dirigiendo desde Lima, cuando es un problema que deben enfrentar las autoridades regionales.
Pues bien –y como de alguna manera se pretende ilustrar en el Gráfico Nº 55 (en la página siguiente)–, a diferencia de los países etno–lingüísticamente homogéneos, o más o menos homogéneos, ¿qué implica una atomización étnica y lingüística como la que se da en el Perú, y en la que las poblaciones y los idiomas nativos, mayoritariamente segregados y estigmatizados, se baten penosa y lentamente en retirada, en razón de la profunda debilidad social de los grupos étnicos correspondientes? ¿Podría responderse sin explicitarse además que en los espacios de mayoritario ancestro andino, incluso los declaradamente castellanizados, nunca ha existido ni existe tampoco poder económico ni político capaz de oponer una resistencia civil eficaz a la hegemonía del poder dominante en Lima? No pues. De allí que hay que admitir que ambas desventajas –con una misma causa u origen– se suman, representando entonces aún una mayor debilidad, tanto para cada uno de los grupos sociales en cuestión como para el conjunto de todos ellos.
El caso del Perú es sin duda extremo. Pero pone de manifiesto que, de cara al proceso de desarrollo, la heterogeneidad etno–lingüística es una notoria desventaja en tanto que, objetivamente, representa dispersión de fuerzas. Y conste que todavía debería ponerse énfasis suficiente en el hecho de que, dentro de cada grupo, hay comprensibles diversidades ideológicas, religiosas, económicas, etc., que hacen particularmente más atomizado el conjunto y aún más débiles las fuerzas de cada uno de los subgrupos.
Ocurre pues que estamos enfrentando un enorme vacío que a estos respectos se hace cada vez más palpable en la historiografía tradicional. Ésta ha venido tratando a los países casi como conjuntos completamente homogéneos. Baste tener en cuenta que hasta encumbrados pensadores y analistas, como Francis Fukuyama, por ejemplo, han obviado olímpicamente estas consideraciones en sus estudios. Así, omitiéndose una variable fundamental como la composición social (étnica, lingüística, etc.) de la población, las conclusiones respecto de las variables relevantes del desarrollo resultan completamente desacertadas.
Fukuyama, analizando el caso de Japón, puso énfasis en el factor “confianza”. ¿Dudaría alguien que en el caso de Alemania tal razón también ha estado presente en el sostenido esfuerzo del desarrollo? ¿Y que también lo ha estado en los casos de Suiza, y de Suecia, y de Noruega, y de Francia, e incluso de España? ¿No es obvio que la “confianza” no es una variabla independiente sino dependiente? ¿No es obvio que es una resultante de la homogeneidad social, pues invariablemente se confía más en los “iguales a uno” que en los “diferentes a uno”, y más aún cuando hay racismo de por medio?
Sin duda, pues, de la homogeneidad social se deriva la confianza, y, de ésta, una mayor cohesión social y, de ésta, resulta una fuerza social consistente y poderosa. En tanto que, de la heterogeneidad social se derivan sucesivamente una mayor desconfianza, una menor cohesión y una menor fuerza social. ¿Cuesta tras esta reflexión comprender qué grupo alcanzará más rápido y con menos esfuerzo sus metas: el homogéneo o el heterogéneo? ¿Y qué grupo es capaz de soportar más y mayores presiones externas? El Perú, pues, a todos esos respectos, es un país profundamente débil. Y cada uno de los sectores sociales que lo componen lo son aún más.
En razón de todo ello, son lamentables los pazos que se viene dando para enfrentar el enorme desafío de la descentralización política, económica y poblacional del país. Cuando se acometió la tarea de elaborar las leyes pertinentes, nunca fueron convocados los historiadores, pero tampoco los especialistas en geografía. Unos y otros no son convocados en realidad nunca para los grandes debates “nacionales”. ¿Tendrían en verdad algo qué decir? Pero, por cierto, tampoco fueron convocados quienes propugnaban el planteamiento de que el Perú tiene, mucho más que otros países, razones históricas –por lo demás ancestrales–, geográficas, etno–lingüísticas, etc., para ser una República Federal. Y la prensa, que en diversas ocasiones muestra el enorme poder que tiene, en dicha oportunidad, de consuno con las autoridades gubernamentales, tampoco convocó voces distintas. Cuán en evidencia quedó, como queda cotidianamente demostrado, que cuando sus intereses coinciden, poco importan los del resto del país.
Para los especialistas del mundo entero el Perú tiene, precisa e incuestinablemente, todas y cada una de las razones objetivas que justifican la constitución de una República Federal. Así, Gamini Lakshman , afirma que “la existencia de diversidad de idiomas, (…) y culturas es el principal fundamento de la federalización“.
Mas no sólo eso, sino que hay riesgos graves que, por previsibles, urge –de cara a cuanto se ha revisado de la historia de Occidente–, enfrentar a tiempo. Thomas Fleiner advierte en efecto que “los estados fragmentados se enfrentan a problemas casi insolubles al confrontar los conflictos abiertos o latentes, que se originan en la diversidad social”. Pero con igual tino Ronald Watts refiere que “el objetivo de un sistema político federal no es eliminar la diversidad sino aceptar, conciliar y manejar las diversidades sociales…”.
Wole Soyinka , Premio Nobel de Literatura indica que “el ejemplo de Canadá es sumamente útil. Nos permite recordar que no sólo las “tribus” de África son las que requieren una solución a las antinomias muy predecibles de la (…) lengua, la identidad étnica, la cultura…
Esas predecibles antinomias son pues exactamente las que se prevén en el Perú. No las advierten sin embargo los políticos, ni las autoridades, ni los historiadores. Mas, como a su turno trae a colación Pierre Trudeau, ex Primer Ministro de Canadá , “…hay que crear las condiciones en las cuales la fragmentación pase a ser indeseable“. De modo tal que no se reiteren otras experiencias dramáticas como ésta que a continuación nos recuerda Subatra Mitra , “… la existencia de diversidad de idiomas es sin duda la principal explicación del federalismo en Suiza, India; y, por ejemplo, de la independización de Bangladesh…”.
La Décima Ola de la historia
Pues bien, asumamos por un instante que, tras la presente, hacia el 2100 por ejemplo , Occidente experimentará la vigencia de una Décima Ola cuyo centro estará constituido por el núcleo Japón–China. Llegado ese caso, y cuando se analice y se hable de ella, ¿se podrá en tal circunstancia seguir diciéndose que se habla de la historia de Occidente? ¿No estarán ya –quienes estén–, en la inevitable obligación de decir que están hablando, en rigor, de la historia de la humanidad, suma e integración de las historias de Oriente y Occidente? ¿No se estará entonces frente a la “globalización de la historia”? ¿No se tendrá que admitir, a partir de allí, que se habla de una historia globalizada, en la que ya no es posible discriminar Oriente de Occidente?
Cuando ello ocurra, la humanidad habrá ingresado, por fin, pero recién, a la más completa globalización. No ya de las comunicaciones, ni de la economía ni de las finanzas. Sino a la globalización de la humanidad. Y, como hemos dicho bastante más adelante, no nos cabe duda que hacia ella vamos.
Corresponde hacer a esta altura del texto, con todo el material de que se dispone, una nueva y última especulación proyectiva. Desde las primeras décadas del siglo pasado hasta las primeras décadas de éste, el resplandor de Inglaterra iluminaba Occidente. En América Meridional, lentamente se apagaban las últimas luces de España. Casi todos los gobernantes de los pueblos de esta parte del mundo pusieron entonces sus ojos en los potentes reflectores que desde el norte del canal de la Mancha alumbraban hasta la Patagonia. Como la hora cronológica, el porvenir pasaba también por Greenwich. Se concertaron entonces mil y un negocios. En ferrocarriles. En minas. En explotación petrolera. En torno al comercio del guano, del salitre, de lanas. En torno al comercio de esclavos. En relación con bancos y seguros. Esa estrecha alianza económica –se dijo entonces– era garantía de un éxito seguro: progresaríamos y alcanzaríamos el desarrollo. Ello empezó hace más de ciento cincuenta años. Y no progresamos un ápice. ¿Qué ocurrió?
Simple y llanamente que no fuimos los protagonistas. Sólo éramos extras en la escena, y con un libreto pequeñísimo. La estrategia –el guión– había sido diseñado por Inglaterra. Y, como es lógico entender, las fichas habían sido colocadas y movidas por ella, en función de sus intereses y no de los nuestros. Sólo nos quedó ver el desarrollo del juego y esperar los resultados. Y cuando se nos leyó el reporte y balance final, no había quedado nada para nosotros. Se dio mil pretextos y mil explicaciones, pero nada pudo cambiar.
Para entonces, un nuevo y potente faro, estacionado más cerca de nuestras costas, alumbraba ya con tanta o más intensidad. Casi en simultáneo los gobernantes de América Meridional pusieron sus ojos en él. La opinión de los pueblos de esta parte del mundo aún no contaba. ¡Nuestras democracias eran tan incipientes, en unos casos, y tan burdamente enmascaradas, en otros!
Había pues aparecido en el contexto un nuevo socio: Estados Unidos. Se nos dijo que sus inversiones eran la panacea. Que progresaríamos. Que alcanzaríamos el desarrollo. Que los beneficios serían múltiples y se esparcirían en todo el espacio del subcontinente. Se establecieron fábricas aquí y allá. Pero también ensambladoras. Se inauguraron grandes empresas extractivas: de cobre, hierro, petróleo, de estaño y tungsteno, de azúcar y bananos, de cacao y otras frutas. Se establecieron bancos y sucursales. Compañías de seguros. Grandes empresas de comercialización de alimentos, animales y minerales. Y empresas de servicios de todo género.
Medio siglo después, cuando se hizo un primer balance, el saldo a nuestro favor, objetivo y tangible, era paupérrimo. Y el balance documentario que se nos mostró había sido groseramente mutilado. Le faltaban muchas páginas importantes y anexos no menos trascendentales. ¿Por qué, entre miles y miles de investigaciones económicas, profesionales y de grado académico, nunca nadie ha mostrado:
1) A cuánto ascendieron las susodichas inversiones;
2) A cuánto han ascendido las utilidades remitidas luego de recuperada la inversión y, por lo menos;
3) Qué porcentaje de las inversiones totales que necesitan nuestros pueblos para alcanzar el desarrollo –o por lo menos un nivel decoroso de él– está representado por esas benditas inversiones extranjeras? ¿1, 3, 5 %? ¿Cree alguien que más que eso?
Grotesca y deliberadamente se ha omitido presentarnos las cifras que, en su exacta dimensión y proporción, muestren la magnitud real del beneficio y cómo se ha repartido éste entre cada una de las partes. El silencio a este respecto es monumental. ¿Por qué se calla? Pues porque los socios conocen, a ciencia cierta, que los pueblos prácticamente no han obtenido beneficio alguno. El beneficio ha sido acaparado por los socios: inversionistas extranjeros, socios nacionales y gobiernos de turno. Una vez más, pues, se nos había colocado como extras en el escenario. Y, como también es lógico entender, una vez más la estrategia general había sido diseñada por el dueño del faro, en función de sus incuestionables intereses, y no por los dueños del territorio que se alumbraba.
Pues bien, cuáles eran las constantes que se habían repetido en ambas circunstancias. Enumeremos las más saltantes: 1) Aunque en momentos distintos –como es obvio–, uno y otro centro hegemónico estaban en su máximo apogeo (expansión y fuerza) y todas sus iniciativas gozaban de una indiscutible aureola de prestigio; 2) las estrategias de inversión fueron diseñadas en los centros hegemónicos, en función de sus incuestionables intereses y objetivos; 3) nuestros gobernantes, presos de su propia ambición, en el caso de unos, y dando el handicap de una grave miopía, en otros, aceptaron de buen grado colocar a nuestros países como socios minoritarios del negocio; 4) pero, por mediación de los gobernantes, nuestros pueblos fueron testigos mudos e inertes en el escenario, y; 5) ni nuestros gobernantes ni nuestros pueblos tuvieron a mano un esquema histórico y político que mostrara alternativas posibles y estrategias autónomas viables.
¿Qué ocurre hoy que podamos decir que distingue a ésta de aquellas circunstancias? Pues está claro que ahora las cosas asoman de una manera muy distinta. En primer lugar, el centro hegemónico no está más en el apogeo, aunque se empeñe en parecerlo, y en hacer demostraciones de fuerza, que en verdad no son sino de creciente debilidad. Su fuerza política –que hoy es la relevante–, está sensiblemente mermada. Sus iniciativas ya no gozan del prestigio académico y científico incontrastable de antes. La vanguardia tecnológica industrial, que tanto crédito le concedió, ha cedido paso a una importante y sostenida competencia internacional, en mérito al inevitable funcionamiento de los vasos comunicantes. La renovación industrial –como ocurrió con Inglaterra a principios del siglo pasado– le resulta extraordinariamente cara, en particular en relación con sus vecinos de Asia. Y el complejo romano–carolingio de “gendarme universal” lo obliga a distraer gigantescos recursos en armamentismo.
Pero además, por primera vez, y desde tribunas de altísimo prestigio, desde dentro del imperio se alzan voces que abiertamente critican al poder hegemónico en temas, tan caros y sensibles a él, como la guerra contra las drogas y sus consecuencias en países subdesarrollados. “Nuestra política antidrogas –ha dicho Milton Friedman– ha provocado miles de muertes y pérdidas fabulosas en Colombia, Perú y México (…) Todo porque no podemos hacer cumplir las leyes en nuestro propio país. Si lo lográramos, no existiría un mercado de importación (…) Países extranjeros son sufrirían la pérdida de su soberanía (…)”. Y más adelante críticamente se pregunta: “¿acaso puede una política ser moral si conduce a la corrupción generalizada, encarcela a tantos, tiene resultados racistas, destruye nuestros barrios pobres, hace estragos entre la gente débil y acarrea muerte y desintegración en naciones amigas?” . Ni los textos más anti–imperialistas salidos de las canteras del marxismo han sido tan lapidarios. Friedman pues es un “visigodo” de la historia norteamericana. Y Chomsky, cuyas críticas son tanto o más demoledoras y feroces, acaso un “vándalo” en la misma.
La segunda y trascendental diferencia es que los previsibles centros de la Décima Ola aún no resplandecen enceguecedores ni con la capacidad cautivante y de hechizo que los griegos atribuían a los cantos de sirena. No están pues todavía en capacidad de atraer ninguna polilla para que muera en torno a su fuente de luz.
La tercera destacable diferencia es que las democracias de nuestros pueblos son hoy significativamente más desarrolladas que hace medio siglo. Aunque todavía en algunos aspectos y en muchos rincones del hemisferio se muestran realmente incipientes. Nuestros gobernantes ya no son –ni podrán serlo más–, títeres ni tiranos que pueden actuar prescindiendo total y absolutamente de los intereses de nuestros pueblos; aunque todavía existan –y en varios rincones de la América Meridional– algunos que, con insana vocación mesiánica, se pretendan, insustituibles, los únicos capaces de dirigir a sus pueblos a la Tierra Prometida.
Y la cuarta de las fundamentales diferencias es que, en las actuales circunstancias, sí se dispone de un panorama político e histórico que permite, en función de claros y lúcidos elementos de juicio, diseñar estrategias autónomas en las que, por y ante todo –como ya lo hicieron antes todos los pueblos desarrollados– estén los objetivos de nuestros pueblos: paz, libertad, descentralización, desarrollo económico e integración.
Pensando en torno a la América Meridional, ¿qué puede ocurrir entre nosotros en las largas décadas que habrán de transcurrir en el tránsito de la Novena a la Décima Ola de la historia? El Gráfico Nº 56 habrá de ayudarnos a hacer algunas reflexiones.
Se pueden presentar muchos distintos “escenarios”. Imaginemos sin embargo sólo tres en esta ocasión. El primero de ellos sería, por ejemplo, que, no viendo el declive de la Novena Ola –que no por obvia será siempre “vista” y aún menos por todos–, no se perciba tampoco el surgimiento de la siguiente. Quienes en ello estén, no harán nada. O, mejor, seguirán aferrados al centro hegemónico actual; seguirán centrando toda su atención y devoción en él, y, ciertamente, seguirán prestándose a cumplir el necio e infortunado papel de furgón de cola.
En el segundo escenario bien pueden instalarse aquellos que, aceptando a regañadientes o con convicción que declina la Novena Ola, están dispuestos a apostar que ya aparecerá un Kennedy o un Roosevelt o, en el peor de los casos, un Eisenhower que será capaz de revertir la tendencia; o a apostar que, en todo caso, habrá de surgir en Inglaterra una nueva reina Victoria u otra Margaret Thatcher, o en España otro Carlos V, o en Francia otro De Gaulle, o en Alemania un Bismark, etc. A quienes así apuesten, bien puede tomarlos por sorpresa la Décima Ola y, sus herederos, habrán de lamentar que, sin disculpas ni atenuantes, se hubiera perdido tanto tiempo. Porque para ellos, sin pena ni gloria, habrán de haber pasado diez, quince o más décadas.
Desarrollemos entonces el tercer escenario. En él, asumiendo hipótesis razonables, nuestros pueblos –o algunos de ellos– y sus dirigentes, deciden tomar iniciativas. Unos, como los pueblos del Caribe, Venezuela, Brasil, Uruguay, Paraguay y Argentina, es decir, los de la costa Atlántica, porque advertirían que, en las nuevas circunstancias, quedarían en una posición geográfica significativamente desventajosa en relación con el centro de la previsible nueva. Sobre todo si se le compara con la actual, en que están en la misma línea de la costa este de los Estados Unidos (Nueva Orleans, Miami, Washington, Filadelfia, Nueva York, etc.), y de cara y directamente vinculados con Europa.
Y otros, como Colombia (1), Ecuador (2), Perú (3), Bolivia (4) y Chile (5) –en el gráfico–, porque advertirían que, si bien su posición respecto de la costa oeste de Estados Unidos (Los Ángeles, San Francisco, Seattle), y el centro de la nueva ola, no se modifica, serían, en cambio, paso obligado de un muy significativo flujo de mercaderías que, viniendo del núcleo Japón–China, tendrían como destino los países del atlántico sudamericano, pero muy en particular, los mercados de Brasil y Argentina.
La necesidad de la integración física salta entonces a la vista. Pero no con las carreteras y líneas férreas de los actuales estándares tercermundistas. Sino con supercarreteras, veloces trenes y complejas y modernas vías multimodales que permitan que el tránsito de grandes volúmenes hacia Brasil y Argentina, sea más rentable y eficiente que navegar por el Canal de Panamá y más seguro que hacerlo por el estrecho de Magallanes.
Esa necesidad objetiva de integración física de los países del sur, no ha estado nunca en los planes de desarrollo estratégico del centro hegemónico, en tanto a través de sus costas del Pacífico atendía el comercio desde Colombia hasta Chile; y, a través de sus puertos del Atlántico, atendía la demanda desde Venezuela hasta Argentina. Para los tráficos en sentido cruzado, por ejemplo desde Nueva Orleans al Callao (Perú) o de San Francisco a Sao Paulo (Brasil), la metrópoli había construido y controlaba el Canal de Panamá; o usaba sus propias supercarreteras o grandes líneas férreas.
Simón Bolívar avizoró en 1827 la necesidad de construir un canal interoceánico en el istmo de Panamá, a fin de facilitar y dinamizar el tráfico internacional. La idea, pues, fue incubada hace más de 170 años. A la postre, como se vio, fue realizada pero en función del interés de la potencia hegemónica y bajo su control.
¿No resulta harto significativo que en los casi cien años que lleva construido el Canal de Panamá, Estados Unidos haya construido más de un millón y medio de kilómetros de carreteras, entre las que hay más de miles y miles de kilómetros de supercarreteras, y no haya alentado, ni políticamente presionado ni prestado nunca para la construcción de ninguna supercarretera internacional en América del Sur, ni línea férrea o vía multimodal equivalente? ¿Por qué, en cambio –como nos lo ha recordado Friedman–, sí ha presionado y financiado, por ejemplo, la guerra contra las drogas? Es decir, tanto la “ayuda” como el diseño de la infraestructura vial de Sudamérica, han estado en función de los intereses norteamericanos y no en función de los intereses de nuestros pueblos.
¿No resulta también harto significativo que, recién cuando Estados Unidos estuvo magníficamente enlazado de costa a costa, ha estado dispuesto a ceder el control del canal a Panamá? ¿Puede acaso considerarse una casualidad que también ello coincidiera con el hecho de que ya gran parte del tráfico comercial internacional se concreta en grandes cargueros imposibilitados de atravesar el Canal de Panamá?
El Canal de Panamá ha llegado ya a su nivel de saturación. Desde hace un tiempo los buques deben esperar en cola dos y tres días para cruzarlo. Es absolutamente evidente, pues, la necesidad de construir un nuevo canal interoceánico en algún lugar de Centroamérica. De cara a la Décima Ola, ello está en el interés común de Japón, China, los Tigres de Asia, el Caribe, América Meridional Atlántica, África Occidental e incluso Europa. Ellos, en conjunto, deberán financiar la nueva obra. Porque habiendo unido sus costas con grandes supercarreteras, ni el viejo canal ni el nuevo canal están ya en la agenda de los intereses estratégicos de Estados Unidos. Pues bien, si los directamente interesados no hacen causa común, ¿dejaremos también que el destino de esa trascendental obra lo decidan exclusivamente los líderes del próximo centro hegemónico? ¿Dejaremos que ellos decidan si se hace o no? ¿O que ellos decidan unilateralmente cómo, dónde lo hacen y quién habrá de administrarlo?
Además de un nuevo canal interoceánico, de cara a la Décima Ola, es pues incuestionable asumir el sensacional y costoso reto de la integración física de América del Sur. ¿O habremos de esperar que el nuevo centro hegemónico, en función de sus intereses, también decida si se hace o no, o la diseñe arbitraria y unilateralmente? La integración vial, rápida y moderna, entre el Perú y Brasil, por ejemplo, o entre Perú, Bolivia y Paraguay, para citar otro ejemplo, habrá de tener espectaculares y positivas consecuencias en nuestros países. Entre otras, sin duda: a) dinamizará y abaratará, además, el comercio intraregional; b) permitirá ampliar significativamente la frontera agrícola y ganadera e incluso minera, creando polos de desarrollo poblacional y productivo; c) hará competitiva la producción de un sinnúmero de centros que hoy están virtual o casi absolutamente aislados; d) exigirá dar solución a las nuevas demandas de bienes y servicios que se crearían en torno a las grandes rutas y nuevos centros poblados. En definitiva, permitirá progresivamente ir alcanzando la descentralización, que no es sino el objetivo estratégico intermedio que, con más urgencia que ningún otro, deben alcanzar todos nuestros países.
A las puertas de un futuro previsible, puede sostenerse que algunos pueblos, como Perú, Bolivia y Chile, bien podrían reeditar, aunque fuera en parte, la antiquísima experiencia de Creta. Es decir, catapultarse a partir de su ubicación geográfica. Potencialmente somos una bisagra natural entre Oriente y la costa atlántica sudamericana. Debemos ser capaces de concretar esa posibilidad.
Los peruanos, durante más de un siglo y medio, hemos sido sistemáticamente ilusionados, por historiadores, políticos y geopolíticos, con el argumento de nuestra supuesta privilegiada posición estratégica. Nunca hasta hoy, sin embargo, se ha puesto de manifiesto tal privilegio. El Perú, contando sólo desde la Independencia, tiene en su haber casi 200 años de pobreza y atraso. ¿Qué privilegio ha sido ése que no ha rendido nunca ningún beneficio? No podemos seguir engañándonos. La privilegiada estratégica posición geográfica del Perú sólo empezaría realmente a manifestarse –incluso hasta con prescindencia de nuestra voluntad–, si efectivamente ocurriera que la siguiente ola fuera liderada por Japón–China.
En ese contexto, y en relación con la magnitud de la peruana, las importantísimas economías de Brasil y Argentina quedarían muy lejos y de espaldas al centro de la ola. Pero también a espaldas del Perú, Bolivia y Chile. Así, el enorme y creciente tráfico que es posible prever que se dará entre el núcleo Japón–China y el este sudamericano, debe pasar por los países andinos. Con la misma lógica y razón que, ahora mismo, el tráfico comercial Japón–Nueva York, desembarcando en San Francisco, atraviesa íntegramente por tierra el territorio norteamericano, sin pasar por Panamá y, menos aún, por el Estrecho de Magallanes.
Si nuestra supuesta Décima Ola se concreta, y de veras tomamos iniciativas, audaces y oportunas, a las carreteras, autopistas y vías multimodales de integración regional deberán sumarse grandes líneas de transmisión de energía eléctrica, grandes puertos y aeropuertos, inmensas zonas francas, novísima y gran infraestructura hotelera, etc., que ampliarán los beneficios que hemos enumerado antes. Pero si no somos capaces de iniciativas, oportunas y audaces –insistimos–, corremos el riesgo, por ejemplo, de que el nuevo centro hegemónico, en función de sus intereses y objetivos, sólo aliente y financie la construcción de un nuevo canal interoceánico, más grande y más moderno que el actual. Ello resolvería adecuadamente los problemas de los vendedores (Japón, China, los Tigres del Asia, etc.), y también el de los compradores (Brasil y Argentina, básicamente). Pero habríamos perdido, todos nosotros, los países sudamericanos, la extraordinaria oportunidad de, por fin y de una vez por todas, emprender la integración regional y la descentralización física y poblacional de nuestros países.
Es absolutamente evidente que todas estas iniciativas –y cuantas más puedan surgir complementándolas o superándolas–, tienen un costo altísimo, extraordinariamente alto. Nadie, hasta ahora, ha asumido el reto de estimarlo. Mas ya deberíamos estar comenzando a hacerlo. Pero si ese costo es alto, mucho, pero mucho más alto, será el
costo de no tomarlas y dejar de ejecutarlas.
Estamos pues a las puertas de dejar de ser extras en el escenario, para, eventualmente, convertirnos en verdaderos protagonistas. Por lo menos si nos lo proponemos y empezamos a marchar en esa dirección. Por primera vez en nuestras azarosas historias nacionales, estamos por fin a las puertas de diseñar nuestra propia estrategia para nuestro propio futuro, a partir de nuestros propios recursos y de nuestra situación concreta. Y de bailar al son de nuestra música y con nuestros instrumentos. Echemos pues, al “tacho de historia” esas partituras y esos instrumentos que no son nuestros. E invitemos al director de la orquesta –y al que está esperando en la puerta para sucederle– a que se concentren en sus propios asuntos, que con ello ya tienen bastante.
Mas no queremos terminar este capítulo sin traer aquí unas expresiones de Mario Bunge que nos parecen sumamente oportunas: Si los científicos se hubieran asustado de las ideas “inconcebibles”, “irrazonables” o contraintuitivas, no tendríamos hoy mecánica clásica (…), ni teorías de campo, ni teoría de la evolución, todas las cuales fueron rechazadas en su momento por ser antiintuitivas , pero que ahora –como dice el mismo Bunge– son aceptadas por el sentido común. Finalmente diremos también con él: nuestra experiencia debe incluir el reconocimiento de que algunas ideas “insensatas” pueden resultar correctas .
Mas, como ya se dijo, y para empalmar con la idea final a desarrollar, el tránsito hacia la Décima Ola de la historia, cualquiera sea el escenario por el que apostemos los pueblos de América Latina, y de Sudamérica en particular, habrá pues de verificarse en el contexto de la globalización.
LA GLOBALIZACIÓN Y LA FACTURA DE LA HISTORIA
Insistentemente hemos venido insinuando que en la humanidad está tomando forma y definición “una factura”, o mejor, “una gran factura”. A continuación pues, y al respecto, nuestra hipótesis final.
Bien se sabe que la globalización de las comunicaciones va a contribuir a elevar los niveles de información del hombre promedio. Pero también, y correspondientemente, va a acrecentar sus niveles de exigencia al mundo que lo rodea. ¿Representa esto algo respecto de la relación entre conquistadores y conquistados, dominadores y dominados, y respecto del futuro de esas relaciones?
Por supuesto que representa mucho, muchísimo, como pasaremos a ver. La globalización de las comunicaciones permite a dos tercios de la humanidad apreciar de cerca, casi desde dentro, el esplendor de que se enorgullecen Norteamérica y los países desarrollados de Europa. Ese esplendor es –y sirva sólo como analogía– como la bombilla de luz que atrae incesantemente a los insectos. Resulta de veras irresistible. Más aún si ese esplendor nos lo muestran todo el día, todos los días. ¿Cuántos insectos pegados al bombillo terminan por opacar su luz?
Los técnicos de la Onu reiteradamente muestran que en el mundo cada vez se concentra más la riqueza, pero además, cada vez más en el Norte. El 20 % de los habitantes pobres del mundo suman el 1,4 % de los ingresos totales; y el 20% de los más ricos retienen el 85% de los ingresos totales de la humanidad . Y, en el extremo de la concentración, de un lado, y la exclusión, del otro, sólo 360 personas, los hombres más ricos de la Tierra, poseen más bienes que los sumados por el 45% de la población mundial –esto es, por casi 2 700 millones de personas–, conforme lo ha dado a conocer la Onu .
Es como resultado de esa abismal concentración de la riqueza que el Norte asombra al Sur. Tampoco en esto los hombres hemos “inventado” nada nuevo. Hace mil setecientos años ya la Roma de los césares deslumbraba a los “bárbaros” de los pueblos conquistados. Miles y miles de “bárbaros” norafricanos, francos y germanos fueron irremediablemente atraídos por la deslumbrante luz. “La riqueza y el prestigio del Imperio romano (…) atraían a los pueblos que vivían [dentro y] más allá de sus fronteras” –nos recuerda Barraclough –.
Los historiadores han mostrado que en torno a las siete colinas de Roma, poco antes del colapso final, vivían más extranjeros que romanos. Miles de “bárbaros” –entre esclavos, soldados, mercenarios, vendedores ambulantes y desocupados–, atestaban las calles y plazas romanas. La ciudad lucía absolutamente sucia y deteriorada. Miles de “insectos” fueron opacando la luz de la bombilla, hasta que contribuyeron a opacarla del todo. Durante la larga agonía del imperio, los extranjeros residentes en Roma jugaron, inadvertidamente, el papel de un gigantesco Caballo de Troya; pocas veces se ha reparado en ese “detalle”.
Los extranjeros residentes en Roma terminaron por constituirse en las hordas del saqueo final y definitivo. En la Francia de Luis XIV, inmediatamente antes de la Revolución Francesa, París no lucía precisamente mejor que Roma antes de la caída. Los pobres del campo, atraídos por el esplendor de Versalles y los Campos Elíseos, habían también invadido e informalizado la ciudad hasta lo inimaginable.
Hoy, en nuestro siglo, el fenómeno se repite exactamente con las mismas características. En los pueblos subdesarrollados de América Meridional, de Oriente y de África, allí donde se da el denominado “desarrollo desigual y combinado” –gran riqueza en algunas ciudades yuxtapuesta con extrema pobreza en el campo–, se aprecia el fenómeno en toda su intensidad. El esplendor relativo de Río y Sao Paulo, de Santiago y Lima, de El Cairo y Nueva Delhi, ha atraído a millones de hombres y mujeres que se hacinan en los cordones periféricos de esas ciudades –llámense favelas, cayampas o pueblos jóvenes–, atiborrándolas, ensuciándolas, informalizándolas, poniéndolas al borde del colapso –infraestructural y político–social–.
Pero el fenómeno del “desarrollo desigual y combinado”, que los sociólogos y economistas atribuían en exclusividad a los países subdesarrollados del mundo, es, en realidad, ya un fenómeno planetario, es ya parte del proceso general de globalización. Norteamérica y Europa relucen frente a los inquietos y cada vez más exigentes ojos de dos terceras partes de la humanidad. París es a El Cairo, lo que éste a un remoto pueblo agrícola en el Alto Nilo. Londres es a Bombay, lo que ésta al territorio de los gurkas. Madrid a Rabat, como ésta a una tribu berebere. Nueva York a Río, como Río a un pueblo miserable del nordeste brasileño. Miami a Lima, como Lima a los abandonados pueblos del 80 % del territorio peruano, Ucchuraccai incluido, por cierto. Y, para no hacer más larga la lista, Los Ángeles a México DF, como éste a Chiapas.
La diferencia de idiomas ya no es el obstáculo que representaba hasta unas décadas atrás. Los pueblos “sutilmente” dominados han ido aprendiendo el idioma de la metrópoli que los domina. Al fin y al cabo, también en esto la dominación regresa como un bumerán. Las metrópolis han impuesto sus películas, en su idioma. Sus enlatados televisivos, en su idioma. Sus libros, en su idioma. Las etiquetas de sus productos, en su idioma. Los catálogos de sus equipos electrodomésticos e industriales, en su idioma. ¿No esperaban que los pueblos atrasados aprendieran el idioma de la metrópoli para que ésta ampliara su mercado? Pues han terminado por aprender, pero para hablarlo cara a cara, en la metrópoli, con los hombres de la metrópoli. En su fuero interno, las metrópolis dominantes deben estar lamentándose de haber dado ese paso tan trascendental, de tan insospechables consecuencias.
Así, miles y miles de los que antes habían llegado a El Cairo, Bombay, Rabat, Río, Lima o México DF, residen ahora en París, Londres, Madrid, Nueva York, Miami y Los Ángeles. Abandonaron sus tenues bombillas atraídos por más potentes luminarias.
El proceso, sin embargo, todavía está en ciernes. Entre tanto, Norteamérica y Europa inventan cada vez más cortapisas para minimizar o impedir el incesante flujo humano. La suerte, no obstante, ya está echada. La marea será cada vez más fuerte. Y, proporcionalmente, los espigones cada vez más pequeños y débiles. El desborde final se avecina. Hace un siglo podía contarse con los dedos de una mano la cantidad de latinoamericanos que habían emigrado a Estados Unidos. Hoy son ya casi 47 millones. El proceso no tiene vuelta, es inexorable. El Caballo de Troya del Sur ha puesto ya sus poderosas patas en el Norte .
Hoy, ni Estados Unidos ni España ni el resto de Europa Occidental saben cómo miles y miles de “indeseados” han podido filtrarse, con tanta facilidad, a través de sus aparentemente inexpugnables fronteras. Para éstos, como para millones de otros jóvenes, las aparentemente inexpugnables fronteras de occidente son tan difíciles de atravesar como la puerta sin candado de una casa. Y como los hombres aprenden –todos, incluso los de más bajo cociente intelectual–, si antes cien enseñaron a mil a infiltrarse en la fortaleza; hoy esos mil tienen frente a sí a cien mil ávidos alumnos; y éstos aleccionarán a un millón. ¡Oh maravilla de la educación! Las lecciones de infiltración de James Bond han sido maravillosamente aprendidas. ¿Cuántas han sido las exitosísimas películas de Ian Fleming? ¿Cuántas veces han sido repuestas “a pedido del público” y para algarabía de sus productores? ¿Y no querían que la gente aprendiera, al cabo de tanto martillarse la lección?
Alemania por ejemplo, y entre muchos más hombres de muchas otras nacionalidades, alberga ya en su territorio a medio millón de kurdos. Es una cantidad muy grande, ¿verdad? ¿Se presentaron acaso todos juntos un día en la frontera pidiendo autorización para ingresar y gozar del esplendoroso desarrollo alemán? No, por cierto que no. Ellos, como los 16 millones de musulmanes que ya alberga Europa, fueron haciéndolo lentamente, de a pocos, de la misma cínica y sibilina manera como el Norte ha desangrado al Sur. ¿Tiene Alemania acaso frontera con Kurdistán? ¿Por qué se asombra entonces el gobierno de Bonn de que las recientes oleadas de refugiados e inmigrantes kurdos utilicen a otros países de Europa como trampolín para establecerse en Alemania, si ese es el camino natural, si ese es el camino que ya siguieron los primeros quinientos mil? ¿Será acaso suficiente que Italia “asegure sus costas”, como neciamente reclamó en 1998 Klaus Kinkel, ministro de Asuntos Exteriores de Alemania ?
“Europa, la otrora fortaleza medieval que se defendía con cañones, ahora lo hace con leyes que impiden el paso a los supuestos invasores que vienen del hemisferio sur”, nos lo recuerda el doctor Teófilo Altamirano, un especialista en problemas de migración . Las migraciones del Sur han llegado fuertemente atraídas por el espectacular desarrollo del Norte. Pero también para resolver un problema al que el Norte, con sus propias manos, no encontraba solución: ¿quién arregla los jardines, quién lava los platos y limpia los baños; quién hace las composturas de electricidad y gasfitería? ¿Quién limpia las calles? ¡Si supieran los hombres del Norte de hoy, que, por exactamente las mismas razones, se llenaron las calles de Roma hace dos mil años! Y que por exactamente las mismas razones se han llenado de provincianos las calles de Lima, Río, El Cairo, Bombay, Rabat o México DF.
Muy probablemente, a antes de fines del siglo xxi, habrá más latinoamericanos en Estados Unidos que estadounidenses. Y, muy probablemente también, a finales del siglo xxii los norteamericanos de origen sajón serán sólo una pequeña minoría; del mismo modo que hoy son una pequeña minoría los limeños, si se les compara con los inmigrantes provincianos que residen en la capital del Perú. Y el Viejo Mundo rejuvenecerá, con la enorme y quizá también mayoritaria población joven llegada desde el Nuevo Mundo y África.
En fin, resulta clarísimo que la globalización de las comunicaciones está jugando un papel singularmente importante en los actuales episodios de la historia de la humanidad. ¿Y qué decir de la globalización financiera? ¿Neutralizará acaso las consecuencias de la otra?
Al contrario, la globalización financiera está jugando los primeros minutos del mismo partido. Porque la libre circulación –sin fronteras– del capital financiero de los centros hegemónicos del Norte tendrá, como quien no quiere la cosa, devastadoras consecuencias para el propio Norte. Entre otras cosas, por la grotesca e injusta asimetría con que –siempre en ventaja para el Norte– se maneja la globalización financiera: sus capitales multimillonarios, en tiempo real, en el mismo segundo en que se digita la orden, entran o salen de los países más remotos.
Pero el capital –como bien se sabe–, es sólo uno de los factores de la economía. Los otros dos, bien vale recordarlo, son la tierra y el trabajo. La tierra, como se conoce, es inmobiliaria, no mueble, no puede moverse. No se puede trasladar un fértil pedazo de Cañete, en el Perú, a Seatle. Ni un pedazo de Riberao Preto, de Brasil, a Chicago. Ni uno del Chaco paraguayo a Liverpool. No nos extrañe, sin embargo, que en el futuro se logre, cuando menos en lo que a la capa superficial agrícola se refiere.
Pues bien, a diferencia de la tierra, el factor trabajo en cambio es altamente móvil –o potencialmente muy móvil–. Los hombres y las mujeres, la fuerza de trabajo de los pueblos, se desplazan a pie, en auto, en ómnibus, en tren, en barco, en avión. En lo que sea. En inverosímiles balsas construidas con viejas cámaras de avión llegan los cubanos y haitianos a Miami. Sorteando mil y una penurias, miles de mexicanos y todo tipo de otros latinoamericanos atraviesan mensualmente las vigiladísimas fronteras del sur de Estados Unidos. Sin duda, cada vez más –como expresa Javier Iguiñiz– “la fuerza de trabajo está siendo transnacionalizada” .
La globalización financiera no hará otra cosa que legitimar y acelerar el proceso de globalización laboral. En mérito a la libertad de circulación de que gozan los capitales financieros de las grandes metrópolis del Norte, moralmente –por ahora– los hombres y mujeres del Sur tienen el mismo derecho a circular por el mundo. ¿Por qué no? ¿Quién podrá seguir diciendo que no y hasta cuándo?
Porque, recuérdese, también está dicho que la globalización satelital de las comunicaciones agiganta cada vez más las expectativas de la fuerza laboral, es decir, exacerba cada vez más sus exigencias. Con el cine, pero sobre todo con la televisión, “la calidad de vida y el significado de la calidad de vida (…) se universalizan” . Ese mismo rol ayer lo jugaron los transistores. Si los capitales financieros, por derecho propio y porque así lo han decidido con plena autonomía, fluyen sin restricción, los trabajadores del Sur, con el mismo derecho y con la misma autonomía, deben poder fluir también sin restricción. Esa posiblemente es ya la consigna implícita en las mentes de cientos de millones de hombres del Sur.
Pareciera que a los estrategas del Primer Mundo les hace falta recurrir precisamente a la perspectiva estratégica para entender este mundo en el que “todas las incertidumbres y dudas son posibles” –como ha dicho Arturo Uslar Pietri– . ¿Es acaso similar el contexto mundial de hoy en día al de hace 10 años? ¿Puede el mundo de hoy y sus circunstancias –parafraseando a Ortega y Gasset–, entenderse igual al mundo de hace una década? Ciertamente no. El mundo “sin Guerra Fría” es un mundo distinto. El fantasma del comunismo ya no puede argumentarse como se argüía hasta la última década del siglo pasado.
Para los líderes de Occidente resultó relativamente fácil descalificar cualquier exigencia de sus aliados –máxime si provenían de su “patio trasero”–, con el sambenito del comunismo. Virtualmente toda exigencia a Occidente era neutralizada o descalificada con la amenaza de ser declarada una “traición”. Occidente obligaba a sus aliados a cerrar filas y alinearse bajo su estrategia contra la amenaza comunista. Así, las proclamas de Occidente –tan cargadas de soberbia y cinismo –, sobre la victoria completa, decisiva y sin atenuantes sobre el comunismo, deberán pagar también un alto precio: ya no se puede reclamar el cierre de filas contra el enemigo; ya “no hay enemigo”. Van a tener que “inventarlo”. Y tal parece que –con criminal avasallamiento sobre Irak– han empezado a materializar la idea.
En el nuevo contexto, y entre otras, las discrepancias internas de Occidente –las contradicciones Norte–Sur, que se habían mantenido latentes y subalternas– asomarán cada vez con más fuerza, con más convicción. Como bien recuerda Eric Hobsbawn, “el capitalismo todavía genera contradicciones y problemas que no puede resolver” . Así, la de las migraciones Sur–Norte, que fue una de las contradicciones secundarias hasta hace una década, pasará a ser –antes o después– una de las contradicciones principales. Ciertamente no van a tener un desenlace militar. Tendrán un desenlace distinto. Tendrán –como señala descarnadamente Tomás Eloy Martínez–, el rostro “del darwinismo social de los más numerosos” . Serán una nueva –pero “pacífica”– versión del Caballo de Troya.
Así, hacia fines del siglo xxi, Europa lucirá virtualmente asaltada por millones de africanos y asiáticos. Para la misma fecha, Norteamérica deberá haberse acostumbrado a compartir sus parques y sus calles con nuevos millones de africanos, asiáticos y sudamericanos. Japón y los “tigres del Asia”, que aunque por medios pacíficos –a través de la hegemonía tecnológica, la hegemonía comercial y la hegemonía financiera– siguen fiel y disciplinadamente la receta centralista de las metrópolis occidentales, constituyéndose en los principales faros de atracción del Lejano Oriente, deberán albergar en sus reducidísimos espacios a nuevos millones de chinos, vietnamitas, camboyanos, e incluso hindúes. Qué perfectamente encuadra ese panorama con la frase de Uslar Pietri: “La realidad política que ha surgido después de la Guerra Fría está muy lejos de poder alimentar ninguna visión optimista del futuro…” .
El Imperio Romano pagó muy caro la factura que en su momento giraron los pueblos “bárbaros” a los últimos césares. A su turno, Luis XVI pagó con su propia testa una pequeñísima parte de otra terrible factura –y otro pequeño saldito con la de María Antonieta–. Inglaterra, España, Alemania y Holanda, pudieron salvar el territorio y el pellejo porque sus colonias estaban harto distantes de ellas. Pero no pudieron sujetar un minuto más la “posta”. Y como Mesopotamia y Egipto, no volverán a conocer –quizá durante muy buen tiempo– de hegemonías absolutas. Mas el grueso de la factura recién habrán de empezar a pagarla, en casa –en el mismísimo territorio europeo–, a los inmigrantes de sus ex colonias, y a muchos más.
Ningún imperio en la historia de la humanidad ha podido escapar a esa ley. Europa y Norteamérica no serán una excepción. Cierto es que los tiempos no transcurren en vano. Así, en esta ocasión no habrá saqueos, no habrá exterminio, no habrá guillotinamientos. Ocurrirá sí: 1) que sus brillantes ciudades quedarán tan deslucidas como cualquiera de las más “feas” capitales actuales del Tercer Mundo. 2) que europeos y norteamericanos, en minoría numérica dentro de sus propios países, deberán tragarse con sabor a hiel sus últimos arrestos de racismo. Y, 3) que, por fin, deberán aprender a vivir exactamente de sus propios, menguados y deteriorados recursos, habida cuenta de que –a partir de algún momento de la historia venidera– no habrán más las transferencias de capital que hoy les llega desde el Tercer y Cuarto Mundos. ¿Llegará a conocerse ese increíble mundo, tan distinto del actual? ¿Ocurrirá esa “bárbara transición” hacia un mundo nuevo?
Los caminos del futuro
Bien harían los descreídos en recordar a Toffler cuando –aunque en otra dirección– dice: “La mayoría de las personas […] dan por supuesto que el mundo que conocen durará indefinidamente. Les resulta difícil imaginar una forma de vida verdaderamente diferente” . El propio Toffler, sin embargo, haría bien en imaginar ese mundo diferente que nosotros prevemos, y no precisamente porque estemos alimentados –como él dice– “por una continua dieta de malas noticias [ni por] apocalípticos relatos bíblicos” . A Toffler le resulta muy difícil imaginar –para el futuro– al mundo de su Tercera Ola profundamente deteriorado –por lo menos en apariencia–, en relación con el actual.
También a los césares romanos les resultó inimaginable e imprevisible que a su mundo le sucediera otro que sería precisamente manejado por los “bárbaros” que ellos tanto despreciaban. Pero sucedió. Como ocurrió también una “bárbara transición” a la caída de los Luises. Sin duda los acontecimientos dramáticos y caóticos de la Revolución Francesa eran inimaginables en la mente del más imaginativo de los Luises, si es que hubo alguno.
Hoy, no obstante, la “bárbara transición” que nos espera es –con el auxilio de las ciencias sociales–, no sólo imaginable sino también previsible. Si las cosas que hoy hacemos no cambian, es decir, si la relación Norte–Sur no cambia, la “bárbara transición” inexorablemente ocurrirá. Nos guste o no. Tan previsiblemente como la caída de una manzana si la soltamos de la mano. Debemos sí tener la convicción de que la que se aproxima, como las precedentes “bárbaras transiciones”, siendo que será una pesadilla, es un paso necesario e imprescindible en el ascenso hacia la globalización de la humanidad.
¿Qué diferencia hoy, por ejemplo a George W. Bush de Luis XIV? En verdad hay muchas diferencias (pero ninguno de ambos podría sentirse orgullosos de las mismas). Pero queremos referirnos a una en particular. Los Luises de la Francia anterior a la Revolución Francesa no contaban con información que les permitiera avizorar que sus gravísimos errores los conducían inexorablemente al fracaso. Otro tanto había ocurrido antes con los emperadores de Babilonia, con los faraones egipcios, con los césares romanos, e incluso con Carlos V y Enrique VIII. Bush, en cambio, y todos los líderes del poderosísimo Grupo de los Ocho –el famoso “G 8″–, cuentan con suficiente información de advertencia. ¿No quieren hacer caso? Ese ya es otro asunto. ¿Sus analistas estratégicos desechan la hipótesis? Ese también es otro asunto. Allá ellos. Lo cierto es que la situación de los líderes del “G 8” –hoy–, en comparación con la de los Luises –ayer–, puede ser representada como mostramos en el Gráfico Nº 57 (en la página siguiente).
Es decir, mientras que para Luis XIV el futuro de mediano y largo plazo era realmente impredecible; hoy los líderes del “G 8”, no sólo tienen –en términos históricos– un futuro de mediano plazo predecible, sino que, mejor aún, están advertidos de que la transición puede tomar un camino de mucho menor costo, menos traumático.
Aquí, pues, no estamos dando “malas noticias” ni “apocalípticos relatos”. En todo caso, sí estamos mostrando que la historia –el pasado– es bastante más útil de lo que hasta ahora nos ha parecido. La historia es una valiosísima fuente de información. Nos muestra cuán similares son algunas circunstancias actuales con otras precedentes. Y cómo, a partir de la comparación, es harto previsible que los desenlaces que ayer se dieron vuelvan a repetirse, aunque, claro está, con sus matices diferenciales, pero sólo eso, matices.
Muy cercanos están nuestros pronósticos –en relación con la “bárbara transición que se avecina”– de los de aquellos que, como Christopher Hougthon Budd, advierten: “Pronto dejaremos de considerar lejanos o temporales problemas tales como las hambrunas, el desempleo y la especulación –porque pronto serán problemas globales, y no sólo del Tercer Mundo…” .
Ése y no otro, pues, parece ser el escenario del final de la Novena Ola. Que también habrá de corresponder al inicio de la siguiente. Ése, queramos o no admitirlo, nos guste o no nos guste, será recién el inicio del tramo final del proceso de globalización de la humanidad. Las pregonadas globalización de las comunicaciones y la globalización financiera, siendo casi el comienzo, no son, pues, sino pálido reflejo de la meta superior del proceso que lenta pero inexorablemente se desarrolla.
Entretanto, la soberbia del Norte ataca de parálisis y de ceguera cada vez más a sus hombres, cuando como lamentable alternativa no optan por incurrir en más y más graves yerros. Para el ciudadano promedio de Estados Unidos y de Europa Occidental, porque así se lo han dicho reiteradamente sus mentes “más lúcidas”, el desarrollo del Norte era el resultado inexorable y premio justo a su propio y meritorio esfuerzo. Nunca se les dijo que, además de ésa, había otras variables en juego. En ese contexto, y siempre desde la perspectiva del Norte, pero con más desfachatez desde el siglo pasado, el subdesarrollo del Sur era también, correpondientemente, el inexorable resultado y proporcional castigo a nuestros propios errores, cuando no también al hecho de que los nuestros son pueblos “inferiores”. “Mala suerte, pues”, se nos ha dicho con sorna y displicencia una y mil veces.
Mas esas mismas “lúcidas mentes” no han sido capaces de explicarles a los hombres del Norte tres verdades absolutamente simples de entender por cualquier ser humano: 1) Norte y Sur no son compartimentos estancos, hay, por el contrario, una histórica e intensa y constante relación entre uno y otro espacio; 2) toda acción, del género que sea, en la física, en la química o en la sociedad humana, genera una reacción de la misma intensidad pero en sentido contrario, y; 3) el Norte ha tenido y tiene una gravísima responsabilidad en lo que hoy viene ocurriendo en el Sur.
Pues bien, en mérito a ello, cientos de millones de hombres del Sur migran hacia ese otro espacio con el cual hay relación, el Norte. Ésa es la reacción. “Mala suerte, pues”, ¿debería ser entonces también nuestra estúpida conclusión? Y, apuntando a confirmar la validez del tercer aserto, las migraciones del Sur no son erráticas. En su inmensa mayoría las migraciones se orientan a las sedes de las metrópolis que históricamente han hegemonizado en cada uno de los rincones del Sur. Así, los latinoamericanos migran mayoritariamente a Estados Unidos y España, por ejemplo. Hay pues un gran dinamismo y una mayor racionalidad en las relaciones Norte–Sur de lo que hasta ahora han sido capaces de explicar –o de hidalga y explícitamente admitir– las más lúcidas mentes del Norte.
Pero hay otro aspecto de esa realidad que, aunque algo más abstracto, es muy importante que también lo perciban los hombres del Norte. En efecto, cuando una relación es armoniosa, simétrica y constructiva, ambos extremos de la misma se benefician y crecen. Pero cuando es perversa, cuando es inarmónica, asimétrica y destructiva –porque basta que uno de los extremos se vaya destruyendo para que lo sea–, como en el caso de la relación histórica Norte–Sur, genera y desarrolla entonces su propia destrucción, esto es, la destrucción de esa perversa relación. Ésa –como ya se vio bastante atrás–, es una ley inexorable de la vida, y por consiguiente también de la historia humana.
Así, para que ese absurdo no ocurra, instintivamente la vida, la sociedad humana en este caso, más allá de la voluntad individual de los hombres mismos, opta por algo más sano, por algo menos destructivo: romper esa relación perversa, asegurando la pervivencia de las partes, para luego trabarlas en una relación nueva y distinta. En otros términos, si la relación perversa conduce a la muerte, sólo su ruptura garantiza la vida.
Actualmente, como nunca antes en la vida de la humanidad, en el contexto de la globalización de las comunicaciones se vienen difundiendo masivamente documentales maravillosos sobre la vida animal. Hay canales de cable que sólo transmiten eso y nada más que eso. Cuán extraordinario resulta pues observar la relación y el equilibrio entre los predadores y sus víctimas. Los herbívoros no depredan todas las hierbas porque morirían de inanición, y, a su turno, y por la misma razón, los carnívoros tampoco depredan a todos los herbívoros. Y cada especie se reproduce exactamente en la proporción en que lo necesita para asegurar su pervivencia sobre el planeta y sin romper el equilibrio con el resto de las especies. Dejemos volar un instante la imaginación y asumamos que tras una serie de accidentes desaparecen todas las polaridades víctimas–depredadores hasta quedar una y nada más que una: antílopes y chitas. Si ello ocurriera, las propias leyes conocidas de la naturaleza nos advierten el desenlace. Éste no sería precisamente la muerte ulterior de ambas especies. No, la vida se aferra a la vida. Así, contra lo que podríamos imaginar en principio, los antílopes se transformarían en carnívoros, víctimas pero también predadores de sus predadores. Sería pues, sin alternativa, y desgraciadamente, un equilibrio endiablado y hostil, pero que aseguraría, aunque de manera precaria e inestable, la subsistencia de la vida animal.
Bien podemos decir, pues, que, a propósito de esta analogía, la sociedad humana prácticamente se ha conducido hasta esos extremos. Al cabo de mil y una progresivas eliminaciones, si hasta ayer quedaban dos polaridades, Este–Oeste y Norte–Sur, hoy sólo queda una. En ese contexto, ahora cual antílopes carnívoros, a los hombres del Sur sólo les queda una solución para salvar la propia vida: invadir el territorio de sus predadores. Ahí pues, en el Norte, entre los hombres del Norte y los hombres del Sur que viven en el Norte, habrán de diseñarse las modalidades de la nueva y distinta relación, armoniosa, simétrica y constructiva que gobierne la interacción entre los hombres de ambos grandes espacios del globo.
¿Dejaremos que sea un equilibrio endiablado y hostil, precario e inestable? Cuan precisas resultan aquí las palabras que, en medio del tronar de los cañones, durante la Primera Guerra Mundial, escribió en 1915 Teilhard de Chardin: “nos impacientamos de estar en camino hacia algo nuevo, desconocido… Esta es, sin embargo, la ley de todo progreso que necesita pasar por lo inestable, y que puede significar un período muy largo…” . ¿Es ese realmente el único camino en el proceso ascendente de globalización de la humanidad?
¿Es inevitable el colapso de los actuales países desarrollados y el descalabro de sus ciudades? No necesariamente. Debe quedar absolutamente claro que hay una alternativa constructiva. Debe quedar meridianamente claro que hay una forma más razonable, justa y humana de que quienes son los más grandes responsables del subdesarrollo de los pueblos asuman resueltamente y con sensatez su responsabilidad. ¿Cómo? Pues cambiando el rumbo de los acontecimientos. No se trata de girar hacia la derecha ni hacia la izquierda. Se trata, más bien, en adelante, de dejar de marchar hacia el pozo, y lanzar al mundo hacia “arriba”, hacia un estadio superior: en pro de la conciente globalización de la humanidad. ¿Pero cómo hacerlo?
Sólo bastan cuatro palabras para cumplir “la receta”: Condonar deuda e invertir. No se necesita ninguna otra. Así de simple. Así de fácil.
Condonar deuda e invertir
África, Asia y América –Central y Meridional– tienen legítimo derecho a hacer, todos ellos, nuestros mismos cálculos. Comparadas con las cifras que habrán de resultar, las actuales deudas externas del Tercer Mundo son insignificantes. Son irrisorias. Hay, pues, justificación histórica absoluta para la total y definitiva condonación mundial de la deuda externa de todos nuestros países subdesarrollados. Pero muy especialmente, y en primer lugar, la de aquellos que, como Perú y Bolivia, en América; y la de los países de África que fueron interminable cantera de esclavos; han solventado durante siglos gran parte del desarrollo del Norte. Pero dadas las proporciones de las cifras en juego, tal condonación no pasaría de ser, a la postre, sino el arras del contrato, la simbólica cifra que se depositaría en señal de buena fe.
Esta exigencia de condonación histórica tiene tantas o más justificaciones lógicas y morales que las que han esgrimido los países, en especial los países desarrollados, para cobrar compulsiva e implacablemente “reparaciones de guerra”. No obstante, el grueso del pago de la deuda histórica tendría que empezar a pagarse inmediatamente después: con inversión en el Tercer Mundo. Pero no con tramposos cuentagotas, sino en las enormes sumas que demandan los países subdesarrollados para dar trabajo a sus gentes y evitar así que miren –y migren– al Norte como su única tabla de salvación.
Hoy las transnacionales de los países del Norte, después de acuciosos estudios, aplican el famoso “riesgo–país” cada vez que tienen que decidir si invierten o no en un determinado país. Si no se produce el salto hacia arriba que preconizamos, mañana los pueblos del Tercer Mundo analizarán, también detenidamente, el “riesgo–saturación” cada vez que quieran decidir a qué ciudad del Norte quieren migrar. Aquellas que estén completamente saturadas no serán, pues, ningún atractivo. El atractivo irá pasando de las grandes metrópolis a las ciudades medianas y de éstas a los poblados más pequeños.
O soportar la invasión
Es suficiente que en los próximos dos siglos migren del Tercer al Primer Mundo dos mil millones de personas, para que no haya pueblo de Europa, Japón o de los Estados Unidos en que los migrantes pasen a ser la mayoría poblacional decisoria de los asuntos políticos y económicos. El panorama europeo actual, en el que cientos y miles de jóvenes europeos se ven desplazados por “mano de obra barata” proveniente del este europeo y del norte de África, es un pálido –muy pálido– reflejo de lo que acontecerá en las próximas décadas, si no somos capaces de revertir la actual y perversa relación Norte–Sur. ¿Se quiere llegar a esa extrema situación? ¡Vamos entonces a ella! Pero, responsablemente –como corresponde a la mejor tradición cívica del Occidente desarrollado–, es decir, ateniéndose cada cual a las consecuencias.
La única manera sensata de evitar ese extremo –porque alternativamente el exterminio no tendría nada de sensato–, es, pues, lanzarse a la descentralización del mundo, del globo. Esto es, dejar de concentrar las grandes inversiones en los países del Norte y hacerlas en adelante, masiva y prioritariamente, en los países del Sur, en los países del Tercer y del Cuarto Mundos.
Y conste que las exigencias de inversión son gigantescas. Un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo –Bid– sostiene que “las economías de América Latina requieren inversiones de 65 000 millones de dólares al año en infraestructura, para que crezcan a tasas de no menos de 5% anual” . China, por su parte, proponiéndose crecer a una tasa de 8% anual, ha decidido invertir un promedio de 250 000 millones de dólares en cada uno de los tres próximos años. Esto es, en términos relativos a las respectivas poblaciones de cada uno de ambos grandes territorios del planeta, China se ha propuesto un esfuerzo 55% mayor que el que los técnicos de Bid proponen para América Latina. Y es que el reto de crecimiento que la tecnocracia internacional asigna a América Latina “es el mínimo requerido para alcanzar una reducción significativa de la pobreza en el continente, donde un 50% de la población no disfruta plenamente de los servicios públicos esenciales”.
Están absolutamente equivocados los tecnócratas internacionales si creen que, en las próximas décadas, en el contexto de la cada vez más agresiva globalización de las comunicaciones, los habitantes de América Latina, África y Asia van a resignarse a superar la pobreza y van a contentarse con tener los servicios públicos esenciales. Ése no es el reto. El reto para este siglo es que el promedio de ingresos de los pueblos subdesarrollados, todos, se multiplique cinco, diez y veinte veces. Y que el nivel de su desarrollo infraestructural, por lo menos en carreteras, escuelas y hospitales se asemeje al que hoy tiene el promedio de los países de Europa. ¡Hagan esos cálculos! Menuda sorpresa habrán de llevarse cuando constaten que sus actuales cifras son ridículas frente a las exigencias que mañana, de manera radical, firme e incluso agresiva habrán de hacer los pueblos subdesarrollados del mundo.
Así como los países subdesarrollados tienen áreas desarrolladas dentro de su territorio, así el mundo, que tiene también áreas magníficamente desarrolladas, es, en su conjunto, un territorio penosamente subdesarrollado. El secreto, pues, es la descentralización del planeta. Y, la única forma conocida de lograrlo, es que las inversiones masivamente empiecen a concretarse en el Sur. No hay otra alternativa.
Entre tanto, detengámonos un instante a contestar una pregunta que sin
duda asaltará a más de uno: ¿por qué los hijos de hoy –en el Norte– tienen que pagar la factura de lo que ayer cometieron sus padres? Pues por dos razones. En primer lugar, porque los hijos de hoy son quienes están usufructuando el bienestar que les proporciona el resultado de las acciones que hicieron sus padres. Y, en segundo lugar, porque el crimen fue “cometido” por sus países, por sus pueblos, por sus naciones, de modo que tienen que pagarlo esos mismos países, esos mismos pueblos, esas mismas naciones. Y si esta razón no se quiere admitir, una vez más se estaría tirando piedras al tejado de vidrio. ¿Quién podría evitar, entonces, que nuestros pueblos –con el mismo derecho– reivindiquen, por ejemplo, que la deuda externa actual no la debemos pagar nosotros, porque no la hemos contraído nosotros, sino que fue contraída por nuestros padres? Y ya no están vivos para pagarla. Y conste que, como se sabe, la deuda externa actual de nuestros países no es poca cosa. A pesar de los pagos masivos que hemos venido efectuando –837 000 millones de dólares sólo en el período l982–87–, la deuda a 1997 había “crecido hasta situarse en más de 1,4 millones de millones de dólares” .
Michel Camdessus, el conocido y reputadísimo ex Director Gerente del Fondo Monetario Internacional –Fmi–, hizo una “invocación” para que América Latina dé inicio a “una segunda generación de reformas económicas que prioricen el crecimiento social equitativo” . ¿Independientemente de que haya o no descentralización –tanto en los países subdesarrollados como en el conjunto del planeta–, señor Camdessus?
Pero lo más grave de las ideas que se esconden tras la frase del reputado economista francés –que tan importante cargo ha ostentado a nivel mundial–, es que se insinúa –entre líneas, como en otros casos que hemos citado antes– que nadie debe volver la mirada hacia atrás; el pasado ya no importaría; aquí nadie sería responsable de nada; y, lo que es tanto más polémico, América Latina debe entendérselas sola –bastaría, parece decirnos Camdessus, con que emprenda reformas económicas–, sin importar si el Primer Mundo, y Estados Unidos en particular, invierten poco a mucho en estos lares. ¿Será conciente Camdessus de que, bajo ese esquema, ni América Latina ni el resto del mundo subdesarrollado saldrán de la profunda sima en que se encuentran; ni Estados Unidos y Europa podrían evitar que, en tales circunstancias, se les cobre la factura histórica con una marejada humana latina, asiática y africana, cada vez menos tolerante y cada vez más violenta, y con todo lo que tras ella sobrevendría?
A nuestro juicio, es imperativo reiterarlo, la descentralización del planeta no es uno de entre muchos de los cambios que se necesita concretar. La descentralización del planeta, pasando por la reorientación de las grandes inversiones –del Norte hacia el Sur–, y la condonación total de la deuda externa, son las tres más grandes e importantes condiciones, necesarias e insustituibles, para que se pueda concretar, en el largo plazo, el desarrollo del Tercer y Cuarto Mundos y, en consecuencia, un sano y constructivo equilibrio planetario.
En el globo, lenta pero de manera inexorable, felizmente se va alcanzando esta comprensión. Hasta ayer, sólo unos pocos intelectuales hacían mención a la singularísima importancia de la descentralización en el desarrollo de los pueblos. Hoy en cambio es ya un lugar común.
La suerte, pues, está echada. Para salvar su propio pellejo –y por encima de las cabezas de Camdessus, de Bush, de los “chicago boys”, y de cuanto émulo han dejado Margaret Thatcher y Friedrich von Hayek–, el Primer Mundo tendrá que alentar decididamente la descentralización e invertir ingentes recursos en el Tercer Mundo, y sin pedir nada a cambio.
Mal que les pese, esa sería la oportunidad de que los países del Norte, por primera vez en la historia, pasen a actuar, no sólo en función de sus propios y legítimos intereses, sino además también –y si se quiere de carambola– en función de los intereses del resto de la humanidad. Esto es, y en definitiva, por fin en función de los intereses planetarios.
Digámoslo sin ambages, invertir masivamente en el Tercer y Cuarto Mundo va a significar al Primer Mundo pagar un costoso pero buen e inteligente seguro de bienestar, pero también de vida. Ésa y no otra va a ser la forma de evitar que el Norte siga siendo “pacífica” pero inexorablemente invadido por el Sur. En palabras de Federico Mayor Zaragoza –ex Secretario General de la Unesco–, de no producirse cambios drásticos, la actual situación mundial “desembocará en grandes conflagraciones, y en emigraciones masivas, y en ocupación de espacios por la fuerza” .
En síntesis, invertir masivamente en el Sur será también en beneficio directo del propio Norte. Tal y como, de manera a nuestro juicio célebre, editorializó a mediados de mayo de 1997 el New York Times, el diario más importante de los Estados Unidos: “los Estados Unidos deberían inquietarse un poco más por la creciente pobreza de América Latina, no por razones humanitarias sino prácticas” . Pero no por razones tan miopes como la de asegurar el crecimiento de uno de sus más importantes mercados de manufacturas. Sino, en verdad, para asegurar la propia estabilidad político, económica y social del propio gran país del norte. Desde todos los rincones del planeta mentes lúcidas vienen ya reclamando en el mismo sentido. En el Perú, por ejemplo, un prestigiado jurista como Diego García Sayán ha sostenido: “Desde los países desarrollados se debe generar una política de solidaridad incluso en su propio interés, si se quiere frenar las migraciones masivas que pueden tornarse en conflictos inmanejables en las próximas décadas” .
Mas la preocupación sacude también a la propia Europa. El primer ministro italiano, Romano Prodi declaró: “Está claro que nosotros necesitamos establecer una política común Europea (ante la migración) porque es un fenómeno a escala tan grande que los países individuales no pueden enfrentarlo con efectividad por sí solos”. Y más adelante el mismo cable agregó: “varios países europeos expresaron su gran preocupación de que el incontrolado flujo migratorio se convierta en una situación que afecte todo el continente” . La mayor parte de los diarios del mundo y la inmensa mayoría de los políticos aún se dan el lujo de disimular la verdad, cuando no de encubrirla del todo. Así, mientras que para Prodi la migración masiva hacia Europa ya es un problema; otros temen que se convierta en un problema.
Sólo si se produjera el gran cambio, estaríamos iniciando entonces el decidido y pacífico comienzo de la genuina globalización, que no será otra cosa que una nueva etapa en la historia de los pueblos. Parafraseando a Christopher Hill diremos que los habitantes del Tercer Mundo estamos absolutamente seguros de que la historia no se ha acabado . ¡Manos a la obra, entonces! ¿Pero, habrá suficiente lucidez para emprenderla? Sinceramente lo dudamos…, a pesar de que la advertencia es tan clara. Tan meridianamente transparente. Y lo dudamos porque, como recuerda Eloy Martínez, “…las gargantas de los ricos [y de las grandes empresas transnacionales] siempre tienen sed: son insaciables” , tal y como fueron suicidamente insaciables los apetitos de la Roma imperial y de la España imperial. Esa insaciable sed obnubila hasta las mentes de los más perspicaces analistas, y les impide ver que, en efecto, nos precipitamos todos a un abismo oscuro y profundo: la bárbara transición hacia la siguiente ola.
Lo cierto y lamentable es que, a todos estos respectos, la historiografía tradicional tiene una gravísima responsabilidad. Porque mientras los textos los llenemos de datos objetivamente irrelevantes, la historia y la Historia servirán de poco y a muy pocos. Pero ¿y qué de los aciertos que se dieron antes en la historia de la humanidad, para imitarlos y recrearlos; y qué de los gravísimos errores que se cometieron, para procurar no incurrir nuevamente en ellos? Nada, ni una palabra. ¿Y qué de los grandes responsables de algunas previsibles catástrofes, para juzgárseles como corresponde? Menos aún, porque más bien han sido endiosados. ¿Y qué de los grandes malhechores que desde el poder se apropiaron de fortunas incalculables? Menos todavía, porque han sido debidamente colocados en el Altar de los Héroes y descansan en paz en los Panteones de los Próceres.
¿Cómo, pues, una Historia así, atestada de datos generalmente frívolos e inútiles, de deformaciones y de silencios cómplices, puede servir para otra cosa que no sea asegurar que el hombre siga siendo el único animal que se tropieza dos y muchas más veces en la misma piedra? ¿Cómo, por ejemplo, no habrían de repetirse las nefastas relaciones imperiales, si los textos de historia hablan de todo menos de ellas? Y cuando lo hacen, contrariamente a lo ocurrido, son presentadas como valiosísimas. ¿No están llenas las páginas de Historia de elogios al Imperio Romano, al Imperio Inka o al de Carlos V, y ahora al que dirige Bush?
Con palabras de Viviane Forrester, la “educación perversa” es esa que incluye esa versión de la historia con que se envenena y aliena las mentes de los estudiantes del Sur. No obstante, la misma “educación perversa” es ofrecida también a los estudiantes del Norte. También a ellos se les presenta los imperios en un rostro maquilladamente bueno, con un rostro teatralmente limpio.
La frívola, alienante y desorientadora “historia perversa”, impide a los estudiantes del Sur percatarse de las verdaderas razones del atraso de sus pueblos, y, envenenándolos, les mina las posibilidades de luchar en beneficio de su propio progreso. Y, a los estudiantes del Norte de hoy, los enceguece convenciéndolos de las “bondades” de un sistema político–económico que, como a los jóvenes romanos de antaño, habrá de terminar reventándoles en la cara.
Lima, marzo del 2003
GRÁFICOS
1 América: Ingresos per capita (US $)
2 Los centros de las primeras civilizaciones de Occidente
3 ¿Por qué no se dio una secuencia como ésta?
4 Secuencia histórica de los grandes centros de civilización
5 Secuencia histórica de las Grandes Olas de civilización
6 Posibles centros de la Décima Ola
7 Mesopotamia y sus vecinos
8 La primera diáspora de la humanidad
9 Chavín – Egipto
10 Creta: la Tercera Ola
11 Evolución de la experiencia y la riqueza en el tiempo
12 Cultura y experiencia: incrementos crecientes en el tiempo
13 Cultura y experiencia: detalles relevantes
14 Las potencias frente a la Independencia de América
15 Aliados y enemigos
16 ¿Catástrofe en el Pacífico en torno al siglo x?
17 Proclividad imperial al gasto improductivo
18 El Imperio Romano
19 Expansión imperial que habría demostrado presencia de voluntad humana
20 Pueblos que escaparon de las garras del imperio
21 Clima y territorios en disputa
22 Los pueblos “bárbaros” y el Imperio Romano
23 Fenicios, cartagineses, griegos y cantábricos en la península Ibérica
24 Avaros, alanos y vándalos en el Imperio Romano
25 Ostrogodos y visigodos en el Imperio Romano
26 Los pueblos “desterrados” y los pueblos “bárbaros”
27 Ostro–godos / Visi–godos
28 Izquierda / Derecha – Cis / Trans
29 Alemania / Austria
30 Ostrogodos y visigodos en el Imperio Romano
31 El increíble periplo de los hunos
32 Ostrogodos, visigodos y hunos durante el Imperio Romano
33 Budapest – Bucarest
34 El escenario en torno a los Campos Cataláunicos
35 Atila en los Campos Cataláunicos
36 El desenlace de los Campos Cataláunicos
37 Hipotética reedición de los grandes centros de civilización
38 Conquistas romanas en el siglo i aC
39 Los vecinos de la Roma Imperial
40 Rusia – China – India
41 El proceso de las grandes olas
42 La secuencia de las grandes olas
43 Grecia y el Imperio persa Aqueménida
44 El Imperio Romano y el Imperio persa Sasánida
45 La producción andina de plata y su ruta de producción–exportación
46 El centro y la periferia: el caso de la Sétima Ola
47 Mayor / Menos inversión vs. Des–inversión
48 El centro y la periferia: transferencia de riquezas
49 EEUU: las 13 primeras colonias y su territorio actual
50 Dominaciones sucesivas: el dramático caso de los pueblos del Perú
51 Uso y destino de la riqueza generada
52 Síntesis del centralismo peruano
53 Concentración poblacional: Perú vs. 4 países de África
54 Centralismo y subdesarrollo peruano
55 Heterogeneidad vs. homogeneidad etno–lingüística
56 La Décima Ola de la historia
57 Los caminos del futuro
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