Хуан Перес де Монтальбан. Монахиня Альферес. Juan Perez de Montalbаn. LA MONJA ALFÉREZ

Хуан Перес де Монтальбан. Монахиня Альферес.
Juan Perez de Montalbаn. LA MONJA ALFÉREZ

Хуан Перес де Монтальбан. Монахиня Альферес.
Juan Perez de Montalbаn. LA MONJA ALFÉREZ

LA MONJA ALFÉREZ

Personas que hablan en ella:
• Don DIEGO, galán
• Don JUAN
• Catalina de Arauso, Monja Alférez [Alonso de GUZMÁN]
• MACHÍN, su criado, gracioso
• MANUEL de Arauso, soldado
• El ALFÉREZ Nuevo Cid
• EL CASTELLANO del Callao
• TEODORA, dama
• Doña ANA, dama
• INÉS, su criada
• TRISTÁN, criado
• Un SOLDADO
• El VIZCONDE de Zolina
• SEBASTIÁN de Ylumbe, hidalgo
• Un RELIGIOSO
• OCAÑA
• MONROY
• PEROMATO
• MOTRIL
• JARAVA
• Un CRIADO
________________________________________
JORNADA PRIMERA
________________________________________
GUZMÁN y MACHÍN de camino, doña
ANA e INÉS con mantos

ANA: No puedo enfrenar el llanto.
GUZMÁN: No lo hubiera yo emprendido,
mi bien si hubiera entendido
que tú lo sintieras tanto.
Mas ya es hecho; tú, señora,
eres culpada, yo no,
pues que tu amor me ocultó
lo que me descubre ahora.
ANA: El favor más limitado
de una principal mujer,
no basta para prender
la esperanza, y el cuidado.
¿Pude yo, siendo quien soy,
darte señales más claras
de mi amor? ¿Tú estimaras
los favores que te doy,
si te entregase liviana
la posesión de mi pecho?
GUZMÁN: Ya no hay remedio, ya es hecho,
mas alivie, mi doña Ana,
si mi ausencia te lastima,
el mal que sintiendo estás,
ver que dos leguas no más
dista el Callao de Lima.
Y no dará luz la aurora,
jamás al monte, ni prado
sin que a mí me la haya dado
ese sol que el alma adora.
Así desmentir podré
la ausencia que te amenaza,
que supuesto que la plaza
yo de soldado asenté,
y en el puerto he de asistir
las noches que estar de posta
no me toque, por la posta
a verte podré venir.
ANA: Con eso no solamente
se alivian mis sentimientos,
mas es para mis tormentos
el medio más conveniente.
Pues si de las ansias mías
la envidiosa diligencia
tuvo indicios, con tu ausencia
desmentimos las espías.
Que ya sabes que el efecto
de poderte ver, y hablar,
solamente ha de durar
lo que durare el secreto.
Y así de nuevo te pido,
que la palabra me des
de no romperlo, aunque estés
ya celoso, ya ofendido.
GUZMÁN: Y de nuevo te prometo,
que no sepa mi cuidado
de mí, sino este crïado,
que es ejemplo del secreto.
MACHÍN: No viene Machín de casta
que se pierde por hablar,
pues para saber callar,
soy vizcaíno, que basta.
ANA: Pues, Alonso de Guzmán
hace de ti confïanza,
ésa es la mayor probanza
que tus méritos me dan.
Y tú porque la ocasión
jamás pierdas de venir
a verme, sin que inferir
pueda nadie tu afición.
Pues es la curiosidad
tan necia, que te podría
poner una oculta espía,
que al entrar en la ciudad
te siguiese, y nuestro amor
viniera a saberse, quiero
que el caballo más ligero,
que de indiano picador,
agitado excede al viento,
obedezca a tu cuidado,
porque el pedirlo prestado,
no dé indicios de tu intento.

Dale una cadena

Del valor de esta cadena
puedes comprarlo y advierte,
que pues en verte o no verte
está mi gloria, o mi pena.
No haya estorbo que resista
el efecto a mi deseo,
si cuánta hacienda poseo
me ha de costar una vista.
GUZMÁN: ¿Qué diligencia y cuidado
en servirte no pondrá
quien de tu favor está
por mil partes obligado?
Esta cadena recibo
más que por sus eslabones
manifiesten las prisiones
en que enamorado vivo.
Que por comprar el caballo,
que donde es tal el favor,
alas son los pies de amor
para volar a gozallo.
ANA: Adiós, pues, que estoy temiendo
la asechanza cuidadosa
de alguna afición celosa.
GUZMÁN: Aunque de oírlo me ofendo,
trueco a tu opinión, señora,
los sentimientos más graves.
ANA: No hay que advertirte, pues sabes
la seña, ventana, y hora.

Vase

GUZMÁN: ¿Qué dices de mi ventura?
MACHÍN: Que pasa gran tempestad
tu voto de castidad,
entre ocasión, y hermosura.
Pero don Diego tu amigo
viene aquí.
GUZMÁN: Mucho sintiera,
que a doña Ana conociera,
si ahora la vio conmigo.
(Cuando mi pecho le estima, Aparte
de tal suerte que por dar
a sus temores lugar,
gusto de salir de Lima.)

Salen don DIEGO y TRISTÁN

DIEGO: Era ya tiempo de veros,
Guzmán amigo.
GUZMÁN: El buscaros
pudiera escusar, si hallaros
ha de ser para perderos.
DIEGO: ¿Cómo?
GUZMÁN: De Lima me ausento.
DIEGO: ¿Qué dices?
GUZMÁN: Mi natural
inclinación es marcial,
y vivo en la paz violento,
y al Rey me parto a servir
en el puerto.
DIEGO: No me mueve,
ser la distancia tan breve,
a que deje de sentir
la ausencia vuestra, Guzmán.
GUZMÁN: Tantas veces volveré
a veros, cuántas me dé
licencia mi capitán.
DIEGO: Porque podáis acordaros,
y por ser en la milicia
la gala de más codicia,
un penacho quiero daros
excelente, cuyas plumas
en la fineza, y color,
unas son alas de amor,
y otras de Venus espumas.
GUZMÁN: Yo lo estimo, porque veo
que en él, don Diego, me dais
las alas que imagináis
que en vuestra ausencia deseo.
Mas, pues, me le dais por prenda
de memoria, aunque confía
de vuestra amistad la mía,
que el olvido no la ofenda,
os quiero dar unos guantes

Los guantes que GUZMÁN saque puestos sean
bordados extraordinarios

en la hechura, y el olor,
en la materia, y valor,
a los que veis semejantes.
Que cuando no por su extraña
novedad los estiméis,
hacerlo al menos podréis,
por ser hechos en España.
DIEGO: De vos en todo excedido,
y obligado me confieso,
y por venceros en eso,
me quiero dar por vencido.
GUZMÁN: Estos brazos os darán
la respuesta. Adiós, don Diego.

Abrázanse

DIEGO: Adiós, Tristán, lleva luego
aquel penacho a Guzmán.
GUZMÁN: Siglos, Machín, considero
para partir los instantes,
lleva a don Diego los guantes,
que puesto a caballo espero.

Vase

MACHÍN: Yo lo haré, mas si supiera
que tú no habías de rompellos,
por Dios que te hubiera de ellos
cortado una bigotera.

Vase

DIEGO: ¿Qué te detiene, Tristán?
TRISTÁN: Sólo a decirte que vi
mientras hablabas aquí
con Alonso de Guzmán
por esta esquina pasar
hacia la Iglesia mayor
a doña Ana.
DIEGO: Dame, amor,
la ventura en alcanzar,
como el cuidado en seguir.
TRISTÁN: Todo se alcanza obligando.
DIEGO: O he de vivir alcanzando,
o siguiendo he de morir.

Vanse. Sale MIGUEL de Arauso, abriendo una carta, de
soldado en cuerpo, y va dentro de la carta un retrato. Carta.
Sobrescrito. Lee

MIGUEL: Al Alférez Miguel de Arauso, mi hijo,
en el puerto del Callao en los Reinos del
Perú.
Hijo, valga por testamento
esta carta, pues me tiene a las puertas
de la muerte la afrenta que vuestra hermana
Catalina nos ha hecho ausentándose
ocultamente de San Sabastián. No os lo he
escrito antes aunque ha ya trece años, por
escusaros la pena. Mas ahora por haber
entendido que pasó a esos reinos en traje
de varón, por el deseo de su remedio,
atropelló vuestro sentimiento. Su retrato
es el incluso. Si la suerte o la diligencia
la hallare, noble sois, y cuerdo, y sabréis
lo que habéis de hacer. Dios os guarde. De
San Sebastián, a febrero 20 de 1618 años.
Vuestro padre el Capitán Miguel de Arauso.

¿Cómo es posible que haya yo leído
estos renglones sin haber perdido,
si no la vida el seso?
¡Que se arrojase a tan infame exceso,
mujer que nació noble, cielo santo!
Mas si nació mujer, ¿de qué me espanto?
O carta, que el veneno por los ojos
distes al alma en átomos despojos
de mi furor, al viento
informad de mi grave sentimiento.

Rompe la carta

No os pongan las crueldades de mi suerte
o mi vecina, ya forzosa muerte,
en ajeno poder, para que al suelo
sirváis en mi deshonra de libelo:
y tú, retrato, si también del dueño,
que representas por la semejanza
la fealdad, y engaño no te alcanza,
libra mi honor de tan infame empeño,
verdad me informa, porque conocerla
pueda por ti, si acaso llego a verla.
Mas en diverso traje, y las facciones
ya de los años, del calor, y el frío
mudadas, y en américas regiones,
que son tan dilatadas, desvarío
será el querer buscarla,
ni prometerme que podrán hallarla
cuidado, ingenio, o diligencia alguna.
Encomiéndolo al tiempo, y la fortuna.

Sale el ALFÉREZ el Nuevo Cid, GUZMÁN,
MACHÍN y un SOLDADO

ALFÉREZ: Sepa, señor soldado,
que esta fuerza, es fuero ya asentado,
que paguen los bisoños la patente.
GUZMÁN: Pues yo que no lo soy, no solamente
no tengo de pagarla,
mas de quien me la pida, he de cobrarla,
que soy Alonso de Guzmán.
MACHÍN: ¿Qué es esto?
ALFÉREZ: Sabed, Miguel de Arauso, que el soldado
que miráis, más cerril que desbarbado
nos niega la patente.
GUZMÁN: (¡O santo cielo!
Éste es mi hermano.) Aparte
ALFÉREZ: Diga, ¿en qué se fía?
Más barba, amigo, y menos valentía;
sepa que a mí me llaman por mal nombre
el Nuevo Cid, y él es apenas hombre,
porque es razón que note,
que el vigor se deriva del bigote.
GUZMÁN: Pues porque esté el vigor más en su centro
hecho yo los bigotes hacia dentro,
y basta.
MACHÍN: (Aquí entro yo, que ya se enoja, Aparte
y está dos dedos de sacar la hoja.)
Señor, advierte, que ésta es ley que puso
el uso, y no es estafa lo que es uso.

MIGUEL mira asentamente a don Alonso de GUZMÁN

ALFÉREZ: Es cierto, que jamás la cortesía
militar permitió superchería.
GUZMÁN: Por ese estilo sí mostrarles quiero
que estimo la opinión más que el dinero;
todos conmigo comerán mañana.
ALFÉREZ: Con eso a todos por amigos gana.
SOLDADO: Pues eso quédese así, y ahora un rato
al ocio le sirvamos este plato;
¿jugáis, Alonso de Guzmán?

El SOLDADO saca unos naipes

GUZMÁN: A todo;
pero más a los dados me acomodo.
ALFÉREZ: þsanse poco en la región indiana.
GUZMÁN: ¿A qué hemos de jugar?
ALFÉREZ: ¿No es cosa llana,
que en el Perú no saben los tahúres
otro juego mejor que los albures?

Juegan a los naipes sobre un bufete, y MIGUEL aparte
mira atento a GUZMÁN

MACHÍN: Señor soldado, diga por su vida,
¿por acá los que ganan son ingratos?
¿Suelen vender muy caros los baratos?
SOLDADO: Los soldados son gente muy partida.
MACHÍN: Esos son los percances de un crïado,
que está a mirón perpetuo condenado.
MIGUEL: (Dicen que al pastor, cuando ha perdido Aparte
alguna oveja, como está advertido
a buscarla no más, se le semeja
cualquiera voz balido de su oveja.
Que a mí con el cuidado,
que mi perdida hermana me ha causado,
cualquier joven que viere, en quien el sello
no ponga de la edad al rostro el vello,
he de pensar que es ella, y ya el deseo
comienza a ejecutarlo en el que veo,
pues no sólo en la voz, el rostro, y talle
me parece mujer; mas me parece
que las facciones, que su rostro ofrece
las del retrato son, quiero miralle
unas con otras partes confiriendo.
¿Mas qué locura acreditar pretendo?
Si es éste Alonso de Guzmán deshecha
no deja su valor cualquier sospecha.)
GUZMÁN: (Si no es de mi temor esta advertencia, Aparte
suspenso, atento, cuidadoso, y mudo,
me contempla mi hermano, mas no pudo
aunque tenga noticia de mi historia,
conservar de mi rostro su memoria,
las especies después de tanta ausencia;
y más haciendo en mí tal diferencia
la edad, el traje, el brío, y el estado;
en vano me desvela este cuidado.)
MIGUEL: (Si es ella, a recatarse ha de obligarla Aparte
el verme pensativo, descuidarla
disimulando importa, que ocasiones
me darán con el tiempo sus acciones,
yendo con advertencia,
con que de la sospecha haga evidencia.)

Llégase a jugar

ALFÉREZ: Mas al caballo cuatro patacones.
MIGUEL: Conmigo van.
ALFÉREZ: ¡Qué presto vino el siete!
¿Que juegue yo a los naipes? Voto a Cristo.
MIGUEL: So Alférez, ¿no me paga?
ALFÉREZ: Estaba visto.
MIGUEL: No estaba.
ALFÉREZ: Yo lo digo,
y basta.
MIGUEL: ¿Pues conmigo
habla de esta manera?
SOLDADO: No se espante,
que está perdiendo.
MIGUEL: No ha de ser bastante
para que me hable a mí con arrogancia.
ALFÉREZ: Aunque no pierda puedo yo tenerla,
porque yo soy.
MIGUEL: Para conmigo nada.
ALFÉREZ: Yo soy mejor que vos.
GUZMÁN: Mentís, villano.

Dale con la daga en la cabeza GUZMÁN al
ALFÉREZ; sacan todos las espadas

ALFÉREZ: La lengua he de cortaros, y la mano.
MIGUEL: ¿No tengo espada yo, Guzmán? ¿Qué es esto?
¿No veis que es agraviarme
vengarme vos, pudiendo yo vengarme?
GUZMÁN: Hecha donde yo estoy la demasía,
siempre la tomo yo por cuenta mía.
MIGUEL: Esto es hecho, allá va la vizcaína,
que nunca vuelve sin hacer cecina.

Sale el CASTELLANO en cuerpo con
bastón

CASTELLANO: Ah, soldados.
SOLDADO: Éste es el Castellano.
CASTELLANO: Ténganse, o vive Dios.
ALFÉREZ: Obedeceros
es fuerza.
CASTELLANO: Envainen luego los aceros,
y cuéntenme qué es esto.
MIGUEL: Ya no es nada,
sobre palabras desnudé la espada
con el alférez.

Hablan en secreto GUZMÁN y MACHÍN

MACHÍN: Buena la hemos hecho.
GUZMÁN: No pude más, enfurecióme el pecho
la ofensa de mi hermano;
y de la sangre en ímpetu violento
me arrebató el primero movimiento.
CASTELLANO: Siendo así, Nuevo Cid, dadle la mano
que con sacar la espada, habéis quedado
entrambos bien.

Danse las manos el ALFÉREZ y MIGUEL

ALFÉREZ: La mano os doy de amigo.
CASTELLANO: También la habéis de dar a este soldado;
porque si cuando os ofendió, tenía
la daga ya en la mano, caso es llano,
que nadie a su enemigo
agravia con las armas en la mano.

Dale la mano a GUZMÁN

Y si hubo en ello alguna demasía,
eso es lo que ha de obrar mi tercería.
ALFÉREZ: Vos lo mandáis, respondo obedeciendo,
que sois mi superior; (mas yo me entiendo; Aparte
que no estoy obligado
sientiéndome agraviado,
a guardar la amistad que he prometido.)
SOLDADO: Alférez, ¿vais herido?
ALFÉREZ: Pienso que no.
SOLDADO: Debió de dar de llano
como un nabo le parte, si la mano
vuelve de filo; información ha hecho,
que es el lampiño, hombre de pelo en pecho.

Vase

CASTELLANO: Agradézcalo, soldado,
que del Virrey me vino encomendado,
que si no, yo le hiciera
con un trato de cuerda, que supiera
que no se ha de arrojar tan atrevido
a perder a un alférez el respeto,
que aunque no es oficial suyo, en efecto
por el puesto que ocupa le es debido.
Y vos, mancebo, que también inquieto
imitáis vuestro dueño, yo os prometo
si dais otra ocasión que os dé la pena
escarmiento colgado de una almena.

Vase

MACHÍN: Y lo hará, vive Dios, como lo dice,
que no es hombre de burla el Castellano.
¿Qué dices tú, señor?
GUZMÁN: Que ya lo hice,
y que gustosa me quedó la mano
del coscorrón, que le asenté de llano;
pero la noche viene, y el dinero
de la cadena ha dado fin, y quiero
pedir otro socorro a mi doña Ana:
el caballo prevén, que la mañana
nos ha de hallar de vuelta en el castillo.
MACHÍN: Yo voy a prevenillo
alegre, porque ver a Inés deseo,
y triste, porque veo
que me lleva en sus ancas tu caballo:
y es tal la matadura, y tanto el callo,
que tengo ya de sus trotonerías,
que pienso que le llevo yo en las mías.

Vanse

MIGUEL: Si ofrecen los afectos naturales
de la oculta verdad claras señales,
¿qué conjetura, o presunción más llana,
de que es ésta mi hermana,
que el repentino ardor, y ciega furia
con que dio fuego al golpe de mi injuria?
Del natural amor, y sentimiento,
fue aquel involuntario movimiento,
que con la lengua respondió, y la mano,
al soy mejor que vos, mentís villano;
más con otra experiencia
tengo de confirmar por evidencia
mi sospecha, y podré determinarme
sin declarar mi afrenta, a declararme.

Vase. Salen doña ANA e INÉS a la
ventana

ANA: Ya no bastan las prisiones
de mi honor, y de mi fama,
a oprimir la ardiente llama
de mis resueltas pasiones.
Y en esto por cosa llana
tengo, Inés, que ha de afrentarme,
mas en público casarme,
que en secreto ser liviana.
Que si Alonso de Guzmán
es en Lima forastero,
a quien su brazo y acero
solamente nombre dan.
Que su sangre, y nacimiento,
y su calidad se ignora,
cuando mis desdenes llora,
y aspira a mi casamiento,
el noble don Diego en vano,
claro está que era buscar
mi afrenta pública, dar
de esposa a Guzmán la mano;
y así pues muero de amor,
resuelvo comprar la vida
con prenda que no es perdida
mientras se oculta el error.
INÉS: Tanto te he visto penar,
que vence de tu tormento
la piedad al sentimiento
de verte así despeñar.
Y ya que a tan ciego efecto
llegas a determinarte,
confía que he de ayudarte
con lealtad, y con secreto.
ANA: A lo mucho que te quiero
responde tu obligación.
INÉS: Gente viene.
ANA: El corazón
me dice que es el que espero.

Salen GUZMÁN y MACHÍN

MACHÍN: Válgate el diablo el rocín,
y lo que me ha batanado.
GUZMÁN: Tú eres para enamorado
muy delicado, Machín.
Pero ya es hora de ver
a mi querida doña Ana,
quiero hacer a la ventana
la seña.
ANA: No es menester.
GUZMÁN: ¿Aquí estás, hermoso dueño?
Mi cuidado preveniste.
ANA: El pecho, en que amor asiste,
da breve tributo al sueño.
GUZMÁN: Tu desvelo ha adivinado
la necesidad que tengo
de abreviar puntos, que vengo
en confïanza obligado
a que la Aurora ha de hablarme
en mi prisión.
ANA: ¿Estás preso?
GUZMÁN: Hice, señora, un exceso,
que pienso que ha de costarme
cuidado, y desasosiego,
y dinero.
MACHÍN: (Disparó.) Aparte
ANA: Cuánta hacienda tengo yo
tienes por tuya.
MACHÍN: (Dio fuego.) Aparte
GUZMÁN: Pienso que me has de obligar
a ser cobarde con eso,
si en haciendo yo el exceso,
tú, mi bien, lo has de pagar.
ANA: Yo estoy, Guzmán, con temor
de que en la calle te vean,
que hay muchos que la pasean
desvelados de otro amor.
GUZMÁN: ¿Tan presto me despides?
ANA: No despido, antes te pido
que no pongas en olvido
los favores que me pides.
GUZMÁN: Mérito es la cobardía,
siendo tan alta la empresa.
ANA: Sin méritos se confiesa,
quien amando desconfía.
Y yo que conozco en ti
los que bastan a vencerme,
resuelvo que entres a verme
para confesarlo así.
Y para que la ocasión
evite, que puedes dar
en la calle, de infamar
de liviana mi opinión.
GUZMÁN: Favor tan no merecido
ya lo toco, y no lo creo,
que aun ocultando el deseo,
lo acusaba de atrevido.
Sólo temo, hermoso dueño,
tu peligro en mi ventura.
ANA: La obscuridad me asegura,
y a mi padre ocupa el sueño.
Con silencio en paso lento
por tinieblas seguirás
mis plantas, y llegarás
sin peligro a mi aposento.
GUZMÁN: Ya con la gloria que espero,
un punto a mil siglos pasa.
ANA: Voy a disponer la casa,
que matar las luces quiero
para más seguridad.
Aguárdame tú y Machín
a la puerta.

Vanse INÉS y doña ANA

MACHÍN: Aquí dio fin
el voto de castidad.
Por Dios que he de ver ahora
si aguardas dispensación
a oscuras, y en la ocasión,
con quien amas, y te adora.
GUZMÁN: ¿Luego yo me he de poner
en el peligro?
MACHÍN: Pues ya,
cuando la ocasión está
en tus manos, ¿qué has de hacer?
GUZMÁN: El remedio es no aguardarla.
MACHÍN: Es agravio declarado.
GUZMÁN: Con lo mismo que has pensado
que la ofendo, he de obligarla.
MACHÍN: ¿Cómo?
GUZMÁN: El secreto, y recato
es la primer condición,
que ha puesto a mi pretensión;
pues en este breve rato,
que tarda en abrir diré
que vino gente a la calle,
y que yo por no arriesgalle
la opinión, me retiré,
y que mostrando celosa
curiosidad me siguieron,
y alcanzándome quisieron
conocerme, y fue forzosa
mi resistencia, y así
duró la marcial porfía
hasta que la luz del día
nos puso en paz y de aquí
levantaré una pendencia
por celos, con que ni deje
ocasión de que se queje
doña Ana de aquesta ausencia,
ni tenga por mal partido
poderme desenojar.
MACHÍN: Gente viene allí.
GUZMÁN: Ayudar
mis intentos han querido
los cielos con la verdad;
ven.
MACHÍN: Pues por ti pierdo a Inés,
de participantes es
tu voto de castidad.

Vanse. Salen don DIEGO y don JUAN de noche; don
DIEGO saca los guantes de GUZMÁN

JUAN: Parece que se retiran
de la calle con cuidado,
pues recelos os han causado
sepamos por quién suspiran.
DIEGO: Aunque intentemos seguirlos
es imposible alcanzarlos,
y pues los celos es darlos
mucho mejor que perderlos.
Guardemos la puerte y calle
de doña Ana, y ellos vengan;
dado caso que lo tengan
por agravio averigualle.
Pues de creer es que aspiran
si no vuelven a otro amor,
o he de quedar superior,
si ofendidos se retiran.
JUAN: Bien decís.
DIEGO: Don Juan, callad,
que la puerta de doña Ana
siento abrir.
JUAN: No ha sido vana
vuestra sospecha.

Asómase doña ANA al paño, toma
la mano a don DIEGO, y él a don JUAN y van por el teatro
como a oscuras, don DIEGO se quita los guantes y los pone en la
guarnición de la espada

ANA: Llegad,
dadme la mano, y con tiento
seguid mis pasos los dos.
DIEGO: (La que adoro es, vive Dios, Aparte
gozar la ocasión intento.)
JUAN: (¡Notable engaño!) Aparte
DIEGO: (¿Qué dudo? Aparte
Hoy tomo justa venganza,
y amor engañado alcanza,
lo que obligando no pudo.)
JUAN: (La perdida ocasión es Aparte
de los cobardes que huyeron,
y pienso, pues la perdieron,
llevar de barato a Inés.)

Vanse. Salen MIGUEL y TEODORA de ramera en
chinelas

TEODORA: Como te digo engañada
me trae toda la vida,
si ha hecho voto o no ha hecho voto
y de la Apostólica silla
la relajación aguarda,
y dilatando los días,
trae mi deseo engañado,
mi libertad oprimida,
y en tu valor confïada,
que del rigor de su ira
me libres, siendo sagrado
de mi libertad cautiva.
MIGUEL: Yo te lo ofrezco, no temas,
que estando por cuenta mía,
no se atreverá a ofenderte.
TEODORA: Tú, Alférez, le notifica
mi intento, que el fin del caso
quiero aguardar escondida.

Vase

MIGUEL: ¿Qué falta para que entienda
que es mi hermana Catalina,
este fingido Guzmán;
que un mozo a quien solicitan
la ocasión bella mujer,
y la edad más encendida?
Por el voto no es creíble
que a los impulsos resista
de los deleites de Venus;
y más cuando de su vida
en lo demás sus costumbres
de santo no lo acreditan.
Pues si con esto se junta
la natural simpatía
con que mi ofensa sintió,
si el retrato lo confirma,
si Teodora con no estar
de esta sospecha advertida,
dice que no sabe en qué
nuestros rostros simbolizan,
¿qué indicios más evidentes,
qué señales más precisas
para resolverme espero?

Salen GUZMÁN y MACHÍN

GUZMÁN: Pon al caballo la silla
mientras escribo a doña Ana
las ocasiones fingidas
de la que perdí esta noche.
MACHÍN: Entre amores, y mentiras
toca el punto del dinero:
vende caras tus caricias,
ya que me obligas a ser
lanzadera de aquí a Lima.

Vase

MIGUEL: (Ya que a solas ha quedado, Aparte
pues la ocasión me convida,
saldré de esta confusión.)
Guzmán, a buscaros iba.
GUZMÁN: ¿Hay en qué os sirva?
MIGUEL: El Alférez,
que agraviado se imagina,
dice que la mano dio
forzado de quien podía
mandarlo, y las amistades
en tal caso le obligan;
y para satisfacerse
dos a dos nos desafía,
y en el campo nos aguarda.
GUZMÁN: En poco tiene la vida.
Vamos presto, no atribuya
la tardanza a cobardía.
MIGUEL: Seguidme, que no están lejos.
(¿Cómo es posible que viva Aparte
en un pecho mujeril
tan varonil osadía,
si cuantos espada empuñan
en la guerra, y paz afirman
que salir a un desafío
es la mayor valentía?
Mas si cuentan las historias,
ya modernas, y ya antiguas,
tantas matronas jamás
de humanas fuerzas vencidas,
¿que mucho que las iguale
una mujer vizcaína,
engendrada entre las duras
montañas, que el hierro crían?)
GUZMÁN: ¿Dónde están nuestros contrarios,
que largo trecho la vista
del campo raso descubre,
y no parecen.
MIGUEL: Por dicha
no han llegado; el sitio es éste.
GUZMÁN: (Recelos me solicitan Aparte
de algún engañoso intento
de mi hermano, que la misma
conciencia, aunque nadie pudo
de quien soy darle noticia,
en la mayor confïanza
me acusa, y atemoriza.
Pero no he de declararme
aunque me cueste la vida.)
MIGUEL: (Usar quiero de cautela, Aparte
que si no es quien imagina
mi pecho, no me está bien
que sepa la afrenta mía.)
Cansado vengo de andar
por esta playa arenisca.
Asentémonos, pues tarda
el Nuevo Cid.

Siéntase MIGUEL a una parte del teatro y
GUZMÁN a otra lejos de él

GUZMÁN: Poco estima
su opinión, pues tanto tarda.
MIGUEL: (Con cuidado se retira Aparte
de mí. Cierta es mi sospecha.
Su recelo la confirma.)
¿Por qué os asentáis tan lejos?
Que mientras vienen querría,
que vuestra patria, y discurso,
me contáis de vuestra vida.
GUZMÁN: Desde aquí os lo contaré,
que esta peña me convida
con asiento acomodado.
MIGUEL: El rüido, que en la orilla
del mar forma la resaca,
en la peñas combatidas,
nuestras voces desvanece,
y a hablar a gritos obliga
para entendernos; mas yo
quiero que esta cortesía
me debáis.

Levántase, va hacia GUZMÁN y
GUZMÁN se levanta, y empuña la espada

GUZMÁN: Teneos, Alférez.
MIGUEL: ¿Qué hacéis, Guzmán?
GUZMÁN: No prosigan
vuestros pies; no os acerquéis,
porque os quitaré la vida.
MIGUEL: ¿De mí os receláis?
GUZMÁN: Si he hecho
en España, y en las Indias
mil excesos, mil injurias,
y agravios mil, ¿que os admira,
que me recele, de quien
no conozco si podría
tocaros en sangre alguna
persona de mí ofendida?
Y más cuando contra vos
esta sospecha acredita
del Nuevo Cid la tardanza.
¿Que sé yo, si como mira
los escrúpulos del duelo
tan curiosa la malicia
os ofendisteis de mí
cuando pensé que os servía,
vengando en él vuestra injuria;
pues en la pendencia misma
de este sentimiento distes
señales tan conocidas?
MIGUEL: Guzmán, Guzmán, todas esas
son ficciones, que fabrica
para ocultar la verdad
vuestro pecho, que imagina
que la ignoro; hablemos claro.
Yo tengo cierta noticia
de vuestro mentido traje,
de Vizcaya me lo avisan
con señas, y con retratos,
que vuestro engaño averiguan;
aquí los truje, que quiero,
que entre los dos se decida
el remedio con secreto.
Poned en esto la mira,
sin perder tiempo en negar,
lo que a no ser tan precisas
las probanzas que lo muestran,
vuestros temores publican.
GUZMÁN: Ni entiendo vuestros intentos,
ni alcanzo vuestros enigmas.
Mas pues las razones muestran,
que vuestro pecho delira,
quiero dejaros por loco.

Quiere irse, y detiénela

MIGUEL: Vuelve, vuelve, Catalina,
que no te he sacado aquí
para dejar indecisa
la cuestián, yo estoy resuelto
a que de esta playa misma,
sin plazo, ni dilaciones
en un convento de Lima
he de partir a encerrarte,
o he de quitarte la vida,
porque no hagas más afrenta
a la nación vizcaína.
GUZMÁN: (Ya se declaró, perdone Aparte
la sangre, que sólo estriba
en el acero el remedio.)
Sospecho que se os olvidan
las hazañas de este brazo,
pues con tan loca osadía
nombre de mujer me dais;
y si a provocarme a ira,
no bastara la violencia
que pretendéis, bastaría
sólo este agravio a obligarme
a que el fuerte acero esgrima.

Acuchíllanse

Para mostraros que es hombre,
y más que hombre, quien fulmina
rayos, que espantan el cielo,
y que la tierra castigan.
MIGUEL: Tente, tente, que me has muerto.

Cae herido

GUZMÁN: (Ay de mí, ya me lastima Aparte
el amor de hermano.) Ponte
en mis hombros, y a esa ermita
te llevaré a confesar,

Cógele en hombros

que el ser cristiano me obliga
a que con piadoso afecto
el remedio te perciba.
(Del alma; ojalá pudiera Aparte
darle también a la vida.)

FIN DE LA PRIMERA JORNADA
________________________________________
JORNADA SEGUNDA
________________________________________

INÉS con manto, y una carta, y MACHÍN
con botas y espuelas; dale la carta a
MACHÍN

INÉS: Ésta, Machín, es la carta
para tu señor.
MACHÍN: Inés,
sólo falta que me des,
para que aliviado parta,
esos brazos.
INÉS: Yo los doy
con el alma.
MACHÍN: Aprieta más.
INÉS: Al fin, ¿a Chile te vas?
MACHÍN: Al fin, a Chile me voy,
a ser nuevo paladín:
mas tente, que si el amor
no me engaña, es mi señor
el que estoy viendo.

Sale GUZMÁN con un penacho en el sombrero con
plumas blancas y verdes

GUZMÁN: Machín.
MACHÍN: ¿Es posible que te veo,
señor de mi vida?
GUZMÁN: Inés,
¿no me abrazas?
INÉS: Con los pies
satisfaces mi deseo.
A ganar de mi señora
las albricias, voy volando.
GUZMÁN: Espera, Inés, dime cuándo
la podré ver.
INÉS: No hay ahora
quien lo impida, que la muerte
sepulta a su padre ya;
y la suya sólo está
en dilación de verte.
Ven conmigo.

Vase

GUZMÁN: Ya te sigo.
MACHÍN: Una carta te escribía
doña Ana, y hoy me partía
a Chile, a buscar contigo
la vida, o sin ti la muerte.

Dale la carta, y GUZMÁN la abre y lee

GUZMÁN: Yo me confieso obligado
de tu amor.
MACHÍN: Yo lo he quedado
de tu venida a la suerte,
pues que te dije del trote
de un rocín. Mas ya, señor, di,
¿pasan los días por ti?
Con un palmo de bigote
te imaginaba, ¿y te vienes
tras la ausencia de tres años
calvo de barba? ¿Qué baños,
qué ungüentos, qué drogas tienes
para no barbar? Que quiero
verme libre de una vez
de irle a entregar la nuez
cada semana a un barbero.
GUZMÁN: Machín, si tengo de hacello,
procúralo merecer,
porque no lo has de saber
mientras me tratares de ello.
MACHÍN: ¿De modo que lo dirás
si no lo pregunto?
GUZMÁN: Sí.
MACHÍN: Pues digo que desde aquí
no lo pregunto jamás;
pero ya tu hermosa amante
a recibirte se ofrece.

Salen ANA e INÉS. Vala a abrazar
GUZMÁN, y ella lo detiene

GUZMÁN: Si tus abrazos merece,
señora, un amor constante.
ANA: Detente, Guzmán.
GUZMÁN: ¿Qué es esto?
ANA: Solos nos dejad los dos.
INÉS: Vamos, Machín.

Vase

MACHÍN: Vive Dios,
que la larga ausencia ha puesto
muy mal acondicionado
este juro, y no querría,
que tú también, Inés mía,
la finca hubieses mudado.

Vase

GUZMÁN: Ya estamos solos, ¿ahora
podré merecer los brazos,
cuyos amorosos lazos,
firmemente el alma adora,
tras tanta ausencia, doña Ana?
ANA: Escucha primero el daño,
de que fue causa un engaño,
la noche que a la ventana
te hablé, que fue la postrera
de tu vista, y mi contento,
como fue de mi tormento,
y tu agravio la primera:
que puesto que me has escrito
por disculpa, que el respeto
de mi fama, y el secreto
de tu amor, causó el delito
de no aguardar la ocasión
de entrarme a ver, porque había
gente en la calle, y sería
atropellar mi opinión.
Yo, porque no es bien fïar
tan grave paso a un papel,
no quise decirte en él
lo que ahora has de escuchar;
porque el remedio te toca,
como en el caso verás,
que de otra suerte jamás
rompiera el sello a la boca.
GUZMÁN: Señora, el siguiente día
de esa noche, que por ti,
y por tu opinión perdí
la ocasión, que el alma mía
tan largo tiempo ha llorado
salí al campo con Miguel
de Arauso, y riñendo en él
fue el Alférez desdichado
más que yo, pues de una herida
penetrante que le di,
entre la sangre le vi
casi despedir la vida.
De este suceso obligado
me partí solo, y a pie
desde allí, que aun no avisé
a Machín, este crïado,
que es mi compañero fiel
en los bienes, y los daños,
causa de que estos tres años
haya vivido sin él
en Arauco, adonde huyendo
llegué al fin, y no escribí
señora, a Machín, ni a ti
en muchos meses, temiendo
que descubrirme podrían
las cartas, que los discretos
nunca importantes secretos
de frágil nema confían,
hasta que después sabiendo,
que sanando de la herida
Miguel de Arauso, y la vida
de una enfermedad perdiendo,
llegué, doña Ana, a tener
seguridad, y con esto
me dispuse lo más presto,
que pude venirte a ver.
Éstos han sido los pasos
de mi ausencia, y mis enojos
y la gloria de tus ojos
me han impedido estos casos.
Cuenta ahora confïada
los tuyos, pues ofrecida
tengo a tu gusto la vida,
y a tu defensa la espada.

ANA: Después que de la ventana
me aparté, Guzmán, y muertas
las luces, mi casa toda
ocuparon las tinieblas.
A cumplir lo concertado
contigo, volví a la puerta
de la calle, abrí, y dos hombres
hallé parados en ella.
Tú y Machín, érades dos;
¿quien recelarse pudiera,
si en número conforman,
y en aguardarme concuerdan?
Dame la mano, y los dos
me seguid, dije, y apenas
lo pronunciaron mis labios,
cuando tan callados llegan.
Me dan la mano, y me siguen,
que si mil causas tuviera
de recelarme, esto sólo
desmintiera las sospechas.
Mientras las confusas sombras,
hasta mi cuarto penetran;
la obscuridad, y el silencio
sus engaños lisonjean.
A mi retrete llegamos,
cierro muy quedo la puerta,
y el que tengo por mi dueño
dentro conmigo se queda,
dejando al que imaginaba
que era tu crïado, fuera
con Inés, por darla a solas
a nuestro amor más licencia.
El traidor nada cobarde,
las persuasiones empieza,
por las obras, y a las manos
da el oficio de la lengua.
Es verdad que me tenía
el amor tuyo tan ciega,
que fuera en mi rendimiento
fingida la resistencia.
Mas al abrazo primero,
su persona corpulenta,
de la tuya delicada
me ofreció la diferencia;
y para certificarme,
tócole el rostro, y las señas
varoniles, hallo en él,
que tu poca edad te niega.
Entonces, ay desdichada,
cada vez que se me acuerda,
entre nuevas turbaciones,
faltan al pecho las fuerzas,
como a la mísera nave
en la confusa tormenta,
mortal naufragio amenazan,
ya las olas, ya las peñas,
encontrados pareceres
me animan, y me refrenan,
cada vez más afligida,
cada vez menos resuelta.
Si me doy por entendida
del engaño ha de ser fuerza
resistir, aunque aventure
la vida en la resistencia,
que rendirme, confesando
que no le conozco, fuera
consintiendo mi deshonra,
confesarle mi flaqueza.
Si resisto, si doy voces,
si llamo mi padre, es cierta,
como su agravio, mi muerte,
como su culpa, mi afrenta.
Demás que en su edad caduca,
y en sus ya débiles fuerzas,
dos hombres, cuya osadía
se conoce en lo que intentan.
¿Qué muerte no ejecutaran?
Y más donde las tinieblas
facilitan su delito,
y aseguran su defensa.
Al fin tras discursos varios,
si discurre quien se anega,
y camina quien sin luz
tropieza en troncos, y peñas.
Por menor daño tuvieron
mis temores que me hiciera,
no entendida del engaño,
que entendida de la ofensa,
que no pudiendo vengarla,
pierde menos quien se muestra,
ignorante con disculpa,
que sentido con afrenta.
Y así para dar color
de virtud a mi flaqueza,
mintiendo amorosos gustos,
fingiendo palabras tiernas,
y llamándole mi esposo,
legitimé la licencia
de entregarle de mi honor
la posesión que desea.
Mas como aquel que a la orilla
del hondo lago forceja,
con las humicidas aguas
entre la muerte conserva
el cuidado de la vida,
y un junco, o rama pequeña,
ansioso prende, librando
el postrer remedio en ella.
Así yo entre las congojas,
entre las ansias, y penas
de la muerte de mi honor
al agresor de mi afrenta,
para poder conocerlo,
para señal de la deuda,
para testigo del daño,
quitar procuré una prenda.
La turbación, el recato,
y el temor de que entendiera
mi intención, no permitieron
más curiosa diligencia
de la que bastó a quitarle
unos guantes, porque es fuerza
contentarse con la suerte,
donde la elección se niega.
Mas por aumentar mis males
te obligó mi suerte adversa
a ausentarte de este reino
antes que a verme volvieras,
siendo el silencio forzoso
hasta verte, porque fueran
tres siglos de infierno mío
los tres aþos de tu ausencia.

Muéstrale los guantes

Éstos, Guzmán, son los guantes,
si concerlos confiesas,
y del donatario aleve,
a quien los distes te acuerdas;
si no pretendes sufriendo
tan claro agravio, que entienda
que fuiste cómplice injusto
de su engaño, y de mi afrenta
su castigo, mi remedio,
y tu venganza prevenga
tu valor, que nunca supo
sufrir livianas ofensas,
pues fue ladrón de tu gloria,
y causador de mi pena,
y siendo yo tuya, corren
mis agravios por tu cuenta.
GUZMÁN: (Don Diego sin duda fue Aparte
el agresor, bien lo prueban
los guantes, y ser amante
de doña Ana, que ni fuera
de su puerta, y de su calle
a tal hora centinela,
ni emprendiera tal exceso,
sino que amor le tuviera,
y si supo que me hacía
a mí el agravio, me fuerza
más que a remediar el daño,
a vengarme de la ofensa.)
Doña Ana, sola una cosa,
para que el modo resuelva
del remedio, o la venganza,
es forzoso que me adviertas.
¿Nombrásteme aquella noche?
¿El ladrón de tu belleza
pudo entender que era yo
a quien hurtaba tus prendas?
ANA: No me acuerdo, si primero
que el engaño conociera
te nombré, que como estaba
de tan gran traición ajena,
quitó la seguridad
como el cuidado a la lengua,
la atención a la memoria.
Pero después, yo estoy cierta,
de que tu nombre oculté,
y con la misma advertencia,
Inés, en desconociendo
el compañero, refrena
los labios, no sé si fue
de medrosa, o de discreta.
GUZMÁN: Dame los guantes, y fía,
que han de faltar las estrellas
a la noche, luz al sol,
agua al mar, centro a la tierra,
o has de ver, aunque al traidor
el mismo infierno defienda,
su castigo ejecutado,
o tu opinión satisfecha.

Dale los guantes

ANA: Dime, ¿quién es mi enemigo?
GUZMÁN: Primero quiero que sepas
de mi valor el efecto
que el causador de tu afrenta,
porque según lo deseo,
de ti misma se recela
mi pecho, y la confïanza
de este secreto te niega,
porque no llegue primero
que la ejecución, la nueva
de mi enojo, a los oídos
de quien vengarte deseas.
ANA: Prevención es de tu amor,
y de tu valor fineza.
GUZMÁN: Mas debo a la confïanza
con que tu honor me encomiendas.

Vanse y salen don DIEGO y don JUAN

JUAN: Tanto admiro que constante
tres años la hayáis querido,
como que no hayáis podido
descubrir quién fue el amante
que aquella noche esperaba.
DIEGO: Mucho puede en mí el honor,
pues no me vence el amor,
que si primero la amaba,
después acá he enloquecido.
Mas idos con Dios, don Juan,
porque Alonso de Guzmán,
que me dicen que ha venido,
voy a ver.
JUAN: Yo no iré,
por andarme despachando
para España acompañando.

Vase

DIEGO: Esta noche os buscaré.

Sale GUZMÁN con el penacho en el
sombrero

GUZMÁN: Señor don Diego.
DIEGO: ¿Que os veo,
Guzmán?
GUZMÁN: Apenas llegué
cuando os busco.
DIEGO: No podré
significar el deseo
que de veros he tenido.
GUZMÁN: En esta ausencia fïad,
don Diego, de mi amistad,
que lo que más he sentido
es de carecer de vos.
DIEGO: Por más que lo encarezcáis,
sé que a deberme quedáis.
GUZMÁN: Si hemos de apostar los dos
a finezas, yo querría
que me dijérades antes
qué hicisteis de aquellos guantes,
que cuando a servir partía
al punto, por prenda os di
de amistad, y de memoria.
DIEGO: ¿Importa para la historia
que os dé cuenta de ellos?
GUZMÁN: Sí,
que viendo que vuestro pecho
tanto llega a encarecer
su amistad, quiero saber
la estimación que habéis hecho
de mis prendas, pues conmigo
tanto las vuestras valieron,
que ni los años pudieron,
ni del bárbaro enemigo,
la batalla más reñida,
y sangrienta hacer jamás,
que no defendiese más
estas plumas que esta vida.
DIEGO: Si estuviera el defender,
el conservar, y estimar
las vuestras en arriesgar
la vida, podréis creer,
que despreciara la muerte.
Mas como son siempre vanas
las prevenciones humanas
contra el orden de la suerte,
fue la misma estimación
que de los guantes hacía,
pues conmigo los traía
de perderlos la ocasión.
GUZMÁN: Ya por lo menos mostró
el cuidado que he tenido,
don Diego, que os he vencido
en no descuidarme yo.
Pero ya que no podéis
vencido en esto negar,
hay ocasión de cobrar,
en las albricias que deis
por cobraros la opinión
que perdisteis en perderlos.
Ved lo que daréis por ellos,
en hallazgo que estos son:

Muéstraselos

¿conocéislos?
DIEGO: Sí, Guzmán,
que por las señas que ofrecen
son ellos, o lo parecen.
GUZMÁN: Pues ya, Don Diego, que dan
reconocidos, probanza
del suceso que sabéis,
sólo quiero que me deis
de hallazgo la confïanza
de una secreta verdad;
en cuya declaración
mostraréis la estimación
que tenéis de mi amistad.
Supuesto que sé la historia,
pues sé que dónde perdistes
estos guantes, conseguistes
en nombre ajeno la gloria
mayor que el amor alcanza,
dando la noche ocasión
a hurtarle su posesión
por engaño a otra esperanza.
DIEGO: (¿Qué escucho? ¿Que se ha sabido Aparte
por los guantes mi secreto?
Causa de tan grave efecto
indicio tan leve ha sido.
El yerro ha estado en decir
que los perdí, pues con eso
conforma en parte el suceso.
Mas ni pude prevenir
el daño de confesarlo,
ni advertí que los perdí
la noche que cometí
el delito, que a olvidarlo
fueron tres años bastantes
que han pasado.)
GUZMÁN: Si el dudar
es especie de negar:
de tres puntos importantes
quiero, Don Diego, avisaros,
para que os determinéis.
El uno, pues que sabéis
que sé el caso, el recelaros
y negármelo es quitarme
la obligación de callar,
y al contrario, es confiar
de mí el secreto, obligarme
a guardarlo, y de ello os doy
la palabra; lo segundo,
en que con más causa fundo
lo que pidiéndoos estoy,
es que sabe el agraviado
que fuisteis vos el ladrón
de su perdida ocasión;
y que está determinado
a mataros, y no haréis
fácilmente que no goce
la ocasión que él os conoce,
y vos no le conocéis.
Lo tercero, que yo estoy
en el caso de por medio,
y os advertiré el remedio,
porque vuestro amigo soy,
con que os declaréis conmigo,
que en cambio de ello os prometo,
que debajo de secreto
os diré vuestro enemigo.
DIEGO: Lo que referís confieso
que es verdad, que confesarlo
es lo mismo que contarlo,
pues sabéis todo el suceso.
Y así pues de vos me fío,
resta ahora que cumpláis
vuestra palabra, y digáis
quién es el contrario mío,
y el medio que prevenís
para que me aseguréis.
GUZMÁN: El contrario que tenéis
soy yo.
DIEGO: Guzmán, ¿qué decís?
GUZMÁN: Que yo soy a quien hurtaste
la ocasión, yo quien estaba
en la calle, y aguardaba
la gloria que vos gozasteis.
Que advirtiendo que venía
gente entonces, fue en mi amor
retirarme por su honor,
decoro, y no cobardía.
Que la primer condición,
que me puso, y prometí,
cuando el alma le ofrecí,
fue mirar por su opinión.
Y pues sabréis mi valor,
satisfecho puedo estar,
de que no podréis pensar
que lo hice de temor.
Y ya que sabido habéis
que soy yo quien la ha perdido,
el remedio es ser marido
de quien el honor debéis.
DIEGO: Plugiera a Dios que pudiera,
sin que mi opinión manchara,
pues que su deuda pagara,
y mi amor satisfaciera.
Mas admírame, Guzmán,
que en tan poco me tengáis,
que en casarme pretendáis
con quien tuvo otro galán.
GUZMÁN: Si por tener otro amante
honor hubiera perdido,
os hubiera yo ofendido
con demanda semejante.
Mas supuesto que no infama
siendo lícito el favor,
y sólo daña al honor
la ejecución, o la fama,
justa es esta pretensión,
pues que yo en su pensamiento
alcancé sólo el intento,
pero vos la ejecución.
DIEGO: Lícito favor llamáis
el que le determinó
a las obras, y os abrió
como aquí me confesáis,
y probé con la experiencia
la puerta?
GUZMÁN: ¿Si me llamaba
ya su esposo, no le daba
el honor esa licencia?
DIEGO: Sí, mas de eso mismo arguyo
lo que conmigo perdió,
que si a vos, Guzmán, os dio
nombre de marido suyo,
y aquella noche os abría
su casa, con esta fe,
¿cómo me aseguraré
de que otra vez no haría
el mismo amoroso exceso
con vos?
GUZMÁN: Ésa es presunción
bien fundada, y con razó
habéis reparado en eso;
¿mas si os dejo satisfecho
en esa parte seréis
su esposo?
DIEGO: ¿Cómo podéis,
donde en vuestro mismo hecho
vos no valéis por testigo?
GUZMÁN: Pues si es imposible hagamos,
porque el caso resolvamos,
un contrato: yo me obligo
si no os satisfago, a daros
por libre de que os caséis,
con que vos os obliguéis
si os satisfago, a casaros,
con que guardéis un secreto
que de vuestro valor fío,
¿lo guardaréis como mío?
DIEGO: Como quien soy lo prometo.
GUZMÁN: Sabed, pues, don Diego amigo,
que yo soy mujer.
DIEGO: ¿Mujer?
Valor que supo vencer
en campaña al enemigo
tantas veces, que aun excede
el crédito a la opinión,
y esperanza del varón
más valiente, ¿cómo puede
ser hijo del frágil pecho
de una mujeril flaqueza?
Y ya que naturaleza
tan gran milagro haya echo,
¿cómo se pudo encubrir
tanto tiempo, o qué ocasión
en el traje de varón
os ha obligado a servir
en la guerra? Y si adoráis
a doña Ana, ¿he de creer
que amáis siendo mujer,
otra mujer? No queráis
acreditar imposibles.
GUZMÁN: Mi historia, y las ocasiones
de tales transformaciones,
y casos tan increíbles
con atención escuchad,
que en ellas conoceréis
de la novedad que veis
el engaño, o la verdad.
En San Sebastián, que es villa
en la provincia soberbia
vizcaína, la más rica,
a quien el mar lisonjea;
pues que llega a sus murallas
a contribüir las perlas,
si bien de las olas se hacen,
y olas después quedan hechas,
nací, don Diego. Mas ¿cómo
te podrá decir mi lengua,
que nací mujer? Perdone
mi valor tan grave ofensa.
Nací mujer en efecto,
de antigua y noble ascendencia.
Es mi nombre Catalina
Arauso, que mi nobleza
me dio este noble apellido,
bien conocido en mi tierra.
En la edad, pues, si se escucha,
que es cuando la lengua apenas
dicciones distintas forma,
juzgaba naturaleza
violenta en mí, pues desnuda
de la mujeril flaqueza
en acciones varoniles
me ocupaba, haciendo afrenta
a Palas, cuando vio a Venus
pasar los muros de Grecia.
La labor que es ejercicio
de la más noble doncella,
la trocaba por espada,
las cajas y las trompetas
me daban mayores gustos,
que las músicas compuestas.
Pero mis padres mirando
en mi condición tan fiera,
en un convento, que es freno
de semejantes soberbias,
me metieron. Ay, don Diego,
¿quién explicarte pudiera
la rabia, el furor, la ira,
que en mi corazón se engendra
en ocasión semejante?
Mas remito estas certezas
a las violentas acciones
que has visto en mí en esta tierra.
Once meses, y once siglos
pasé allí mi resistencia,
casi a imitación del fuego,
cuando le oprime la tierra.
Mas viendo que se llegaba
la ocasión, en que era fuerza
hacer justa profesión
ayudada de tinieblas,
y femeniles descuidos,
dejé la clausura honesta,
quiero decir el convento,
y penetrando asperezas,
montes descubriendo, y valles,
troqué el vestido, que alientan
las desdichas con venturas,
cuando los males comienzan.
Llegué a la corte, y don Juan
Idiáquez, que entonces era
Presidente, conociendo
mi vizcaína nobleza,
teniéndome por varón,
por paje me admite, a fuerza
de peticiones que hice
para obligar su grandeza.
Supo todo esto mi padre.
Vine a Madrid más resuelta,
y animosa, a Madrid trueco
por Pamplona, ciudad bella.
A Don Carlos de Arellano
serví en ella, mas la ofensa
de un caballero atrevido,
a quien di muerte sangrienta,
me ausentó de ella; partí
a la ciudad a quien besa
el Betis los altos muros,
Sevilla al fin, real palestra
de los que siguen a Marte;
al fin seguí a Marte en ella.
En la Armada me embarqué
indiana, llegué a la tierra
que a España la fertiliza
de oro que cría en sus venas.
Hubo con el araucano
soberbio sangrienta guerra;
halléme en ella, mostré
el valor que en mí se encierra
yo sola en la escaramuza
que vi trabada primera,
maté…, mas esta alabanza
díganlo bocas ajenas,
que yo no te diré más
de que en la ocasión primera
me dio don Diego Sarabia
de sargento la jineta,
y después no pasó mucho,
me honraron con la bandera
que honró a Gonzalo Rodríguez,
muerto a las manos soberbias
de bárbaros araucanos,
puesto que su muerte cuesta
muchas vidas a los indios,
y a mí heridas inmensas,
que en mi pecho, si las miras,
te darán clara evidencia.
Puse en el rostro la mano
de un caballero, y fue fuerza
venirme a Lima, don Diego,
adonde doña Ana bella,
juzgándome por varón,
amor y afición me muestra.
Gocé un año sus favores,
y al cabo de él representa
vuestro amor el sentimiento
y de que yo la adore y quiera.
Dejé a Lima, fuime al Puerto,
para que vos con mi ausencia
gozásedes más favores,
aunque aquella noche mesma
la volví a ver, y esta vista
fue causa que vuestra sea,
con el engaño, don Diego,
que vos sabéis, mas no es ésta
ocasión de dilatar,
lo que mi razón intenta.
A Lima he vuelto obligada
de mi desdichada estrella,
que en impulsos de mi espada
tiene sus acciones puestas.
Tres años ha que este caso
sucedió y ella me ruega,
como a causa de este error,
y principio de esta pena,
que por su honor vuelva, y mire;
aquesta es forzosa deuda
en mí, pues que di ocasión
a que su honor se perdiera.
Vos lo podéis remediar,
y lo habéis de hacer por fuerza
cuando no queráis de grado;
y advertid, que no os parezca
porque soy mujer, don Diego,
que no alcanzaré esta empresa.
Que vive Dios que primero
el Sol dejará a la tierra,
a las arenas el mar,
las aves la región fresca,
la tierra a las verdes plantas,
el fuego su altiva esfera,
que vos podáis eximiros
de pagar tan justa deuda,
pues la razón os obliga
cuando mi valor os ruega.

DIEGO: Yo quedo de verdad tan prodigiosa,
por las señas del rostro satisfecho,
pues ya la barba en él era forzosa,
mas don Juan, secretario de mi pecho,
Inés, criada de doña Ana hermosa,
Machín, privanza vuestra, son del hecho
testigos, y es preciso darles cuenta
de esta verdad para evitar mi afrenta,
si tengo de casarme.
GUZMÁN: No lo niego
y de doña Ana el bien me solicita,
mas publicar que soy mujer, don Diego,
primero moriré que lo permita.
DIEGO: ¿Qué haremos, pues?
GUZMÁN: La llave que os entrego
del secreto guardad, que el tiempo quita
inconvenientes, y el discurso humano
no tiene los remedios en la mano:
dejádmelo pensar, que ya está hecho
lo más pues con mi historia habéis quedado
del honor de doña Ana satisfecho,
y de vuestra sospecha asegurado.
DIEGO: Vuestro secreto morirá en mi pecho,
y de vuestra amistad voy confïado,
que no obligue a doña Ana con mi afrenta.

Vase

GUZMÁN: Su honor, y el vuestro, quedan por mi cuenta.

Sale el ALFÉEREZ de noche

ALFÉREZ: (Él es, y viene solo, pues la suerte Aparte
después de tanto tiempo a su castigo
la ocasión me dispone; con su muerte
mi afrenta vengaré.) Muere, enemigo.

Sacan las espadas, achuchíllanse y
éntranse

GUZMÁN: ¡Ah, vil traidor!
ALFÉREZ: Procura defenderte.
GUZMÁN: ¿Conoces que es Guzmán, el que contigo
mide la espada?
ALFÉREZ: Muerto soy, espera,
déjame confesar antes que muera.

Vase. Salen OCAÑA, MONROY y PEROMATO,
presos

OCAÑA: Cualquiera gallina miente
si lo dice.
MONROY: Yo lo digo;
pero no habla conmigo,
que a los gallinas desmiente,
y sabe que no lo soy.
OCAÑA: Si él lo dice, con él hablo.
MONROY: ¿Ocaña, engáñate el diablo?
¿O estás borracho?
OCAÑA: Monroy,
ni he bebido, ni me engaña.
MONROY: Triste, ¿quieres que te mate?
OCAÑA: ¡Qué gracioso disparate!
MONROY: Alá, doblen por Ocaña.

Achucíllanse con terciados, métese en
el medio PEROMATO sin terciado; [salen] MOTRIL y JARAVA,
presos

MOTRIL: ¿Es posible, que de plano
confesase?
JARAVA: No os espante,
si le hallaron en fragante,
y con la espada en la mano,
desnuda y ensangrentada.
MOTRIL: Si él negara, no muriera,
por más indicios que hubiera.
MONROY: ¿Qué es eso, Motril?
MOTRIL: No es nada.
Mató al Nuevo Cid Guzmán;
prendiéronle, y al momento
sin tocar el instrumento
cantó como un Sacristán.
OCAÑA: Yo apostaré que al pobrete
le dan fuego su recado
que al Virrey tienen cansado
los delitos que comete
y querrá abreviar con él.

Salen don DIEGO y don JUAN

DIEGO: Muerto de pesar, don Juan,
viendo a Alonso de Guzmán
en un trance tan crüel,
que dicen que ha confesado
el delito, y es forzoso
que ser tan escandaloso,
tan inquieto, y arrojado,
provoque la indignación
del Virrey.
JUAN: Airado está,
y en esta ocasión querrá
hacer gran demonstración.

Sale MACHÍN llorando

MACHÍN: ¡Ay, amo de mis entrañas!
¿Cómo es posible, que plugo
a los cielos, que un verdugo
obscurezca tus hazañas?
DIEGO: ¿Qué hay de tu señor, Machín?
MACHÍN: ¡Ay, que el Virrey se ha mostrado
más crüel, más obstinado,
que suele un hombre rüin
agraviado, y con poder.
Según orden de milicia
ha mandado hacer justicia
de él al punto sin querer
admitir suplicación,
y ya se está confesando,
y el pueblo todo aguardando
la afrentosa ejecución.
DIEGO: (Ya es esta ocasión forzosa Aparte
de declarar que es mujer
al Virrey, que es de creer
que por ser tan prodigiosa
le mueva a justa piedad,
y aunque ella no lo confiesa,
diré que es monja profesa,
y pondrá a su potestad
secular impedimento,
pues siéndolo al tribunal
del fuero espiritual,
toca su conocimiento.
Dos justos fines consigo
con este tan fácil medio,
pues que su vida remedio
como verdadero amigo.
Y con esto satisfechos
Machín, Inés y don Juan,
de que es mujer, quedarán
los escrúpulos deshechos,
que impiden, que tan forzosa
deuda le pague a doña Ana,
y su beldad soberana
goce en paz, y unión dichosa.)
Venid conmigo, don Juan.
JUAN: ¿Adónde vais?
DIEGO: A romper
un secreto, que ha de ser
el remedio de Guzmán.

Vanse. [Salen OCAÑA, MACHÍN, MOTRIL y
MONROY]

OCAÑA: En fin quiso de este modo,
Machín, ser más confesor,
que mártir, vuestro señor,
y ha venido a serlo todo.
MACHÍN: Y con obstinado pecho
dice–¡qué tema tan loco!–
que no ha de negar la boca
lo que las manos han hecho.
MOTRIL: Caprichoso disparate.
MONROY: ¿Es por ventura mejor
dar cabriolas?
OCAÑA: No hay valor
como guardar el gaznate.

Salen GUZMÁN, un ALCALDE [y un RELIGIOSO]

ALCALDE: Vístase la ropa, amigo.
GUZMÁN: ¿Qué ropa? Yo soy soldado,
………………..[ -ado]
………………..[ -igo]
y en mi traje han de llevarme.
RELIGIOSO: No mire en puntos, hermano,
que va a morir, y es cristiano.
GUZMÁN: (Pues yo que dejo quitarme Aparte
la vida por no decir,
que soy mujer, ni traer
faldas, había de querer
llevarlas para morir?)
RELIGIOSO: Advierta, que los perdones
del hábito perderá.
GUZMÁN: Misas hay, todo será
un año más de tizones.
RELIGIOSO: ¡Qué terrible obstinación!
GUZMÁN: (Por no parecer mujer, Aparte
todo lo quiero perder
fuera del alma.)

Dentro todos

DENTRO: Perdón,
perdón.
MACHÍN: ¿Que lo dije luego?

Sale don JUAN

JUAN: La sentencia ha suspendido
el Virrey, porque ha sabido
de vuestro amigo don Diego
que sois mujer.
GUZMÁN: ¿Mujer yo?
Miente, mande su excelencia
ejecutar la sentencia,
que don Diego se engañó
por excusarme la muerte.
MACHÍN: ¡Vive Cristo que has de ser,
aunque no quieras mujer,
y líbrate de esa suerte,
que después ello dirá.
RELIGIOSO: Si lo tiene por afrenta,
sin fruto negarlo intenta,
que el caso es público ya.
JUAN: Y de todos viene a ser
el mayor daño morir.
GUZMÁN: ¿Para qué quiero vivir
si saben que soy mujer?

FIN DE LA SEGUNDA JORNADA
________________________________________
JORNADA TERCERA
________________________________________

Sale el VIZCONDE de la Zolina, con hábito de
Alcántara, y don DIEGO

VIZCONDE: Proseguid la relación
de esa mujer prodigiosa.
DIEGO: Después que el Virrey de Lima
la suplicación le otorga,
de la novedad movido,
que le refirió mi boca.
Jurídicas experiencias,
lícitas por ser forzosas,
de que es mujer el Alférez
con evidencia le informan.
Y así mirando su causa
con atención más piadosa
le da plazos en que prueba,
que el Nuevo Cid la provoca
a la pendencia y por ser
justa, y natural la propia
defensa, en la última instancia
la sentencia se revoca.
Restituída a su traje
en las Trinitarias Monjas
la recluyen por la fama
que tiene de religiosa.
Allí violentada juzga
eternidades las horas,
más repugnante que el viento
oprimido de las ondas.
Hasta que vino a romper
las prisiones, la discordia
que sobre elegir prelada,
ira siembra, y bandos forma.
De Isabel de la Artinaga,
por ser vizcaína, toma
por cuenta suya la voz
para elegirla priora.
Era la parcialidad
contraria más poderosa,
y así remite a las manos
lo que no alcanza la boca,
y con un bastón robusto
de tal suerte el viento azota,
que lo que no ablandan ruegos
a duros golpes nogocia.
Ofendidas de su exceso,
y de su furia medrosas,
la expulsión que ella desea
le solicitan las monjas.
Las dos cabezas del reino
secular, y religiosa,
por evitar disensiones
en lo mismo se conforman.
Libre al fin de la clausura
pasar a España, y a Roma
resuelve, a cosas que entiendo
que a la conciencia le importan.
Y al instante que el Callao
daba por el mar la popa,
en calzones, y ropilla
trueca basquiñas, y ropa.
Halla propicio a Neptuno,
llega a la arena española,
que a las colunas de Alcides
cerró el paso, y dio memoria.
Por el hábito indecente
el obispo la aprisiona;
mas informado después
de sus hazañas heroicas,
no sólo no la castiga,
mas antes la galardona,
alentando su jornada
con dineros y con joyas.
Partióse luego de Cádiz
para esta corte, que goza
del sol de la casa de Austria
los rayos, y la corona.
Dícenme que está ya en ella,
búscola, porque me importa
lo que sabéis prosiguiendo
tras de la suya mi historia.
Ya os dije, señor Vizconde
de Zolina, que dos cosas
me obligaron justamente
a que el secreto le rompa.
Una fue librar su vida
de infame suplicio, y otra
dar yo la mano a la dama,
que firme mi pecho adora,
y satisfacer la deuda
de su honor sin mi deshonra,
declarando a los testigos
de su engaño, y de la gloria
que en nombre ajeno alcancé,
que quien sus favores goza
es Guzmán, y publicado
que es mujer, deshace, y borra
las sospechas, que amenazan
murmuración a mis bodas,
sin reparar en deseos
no ejecutados, que pocas
llegan al tálamo honradas,
si los intentos deshonran.
Luego, pues que del teatro
de su tragedia afrentosa,
redimí a la Monja Alférez,
–que así la llaman ahora–
a la dama por quien muero
voy a declarar la historia.
Alegre de poder ya
admitirla por esposa,
ella no menos contenta
pues su honor perdido cobra,
hace gracias al engaño
por quien viene a ser dichosa.
Con esto parto al instante
a dar al Alférez Monja
cuenta de cómo los cielos
nuestros intentos conforman.
Estaba presa y ya en traje
de mujer, y hablando a solas,
le doy alegre la nueva
de mis concertadas bodas.
Mas ella–¿quién tal pensara?–
cuando espero que responda
dándome mil parabienes,
quiere que mis males oiga,
diciéndome estas palabras,
“Ya yo, don Diego, soy otra,
que fui, porque de la muerte
he visto la horrible sombra.
Yo no soy quien de esa dama
perdió la ocasión dichosa,
que por engaño alcanzaste,
otro amante es quien la goza.
Ser conocidos por míos
los guantes, y ser notoria
al mundo mi valentía,
hizo que en mis manos ponga
esa dama su remedio;
era la causa piadosa,
ella mujer, yo mujer,
dádivas quebrantan rocas.
Todo junto me obligó
a que en favor suyo rompa
la ley de vuestra amistad,
y a engañaros me disponga.
Mas ya que os debo la vida,
y arrepentida me exhorta
la confesión a la enmienda,
no es bien que os quite la honra.”
Dijo, y quedó como suele
el sinventura a quien tocan
de Júpiter vengativo
las armas abrasadoras;
como aquél que en peña dura
en un punto se transforma,
si el rostro fatal le enseña
la Gorgona encantadora.
Vuelvo en mí, y multiplicando
al paso de las congojas
las palabras, le pregunto,
si de la verdad me informa.
Afírmase en lo que ha dicho.
A matarla me provoca
mi furor; mas mi valor
por ser mujer la perdona.
Fugitivo parto a España,
jornada que me ocasiona,
y facilita don Juan,
que en aquella misma flota
a intentos suyos partía:
mas ella perdida, y loca,
que el desprecio es el que más
a la mujer enamora,
en demanda de su honor
me sigue más que mi sombra,
que para ser importuna
bástale ser acreedora.
Llego a Madrid, y a Madrid
llega también, y sus obras,
palabras, y pensamientos
de tal suerte se conforman
en quererme, en obligarme,
y en persuadirme, que sola
resistiera a sus combates,
la deidad que honor se nombra,
pasando prolijos días
en batalla tan penosa,
su amor, y mi resistencia.
Encuentro a Machín ahora,
refiéreme lo que yo
ignoraba de esta historia,
después que triste partí
de la América a la Europa.
Díceme que está el Alférez
en la corte ya, y que posa
en casa de un noble hidalgo
su amigo, y compatriota,
cuyo nombre es Sebastián
de Ylumbe, y que su persona,
señor Vizconde, y la vuestra,
solo un espíritu forman.
Y así me quiero valer
de vos con él porque ponga,
y vos en favorecerme
pongáis vuestras fuerzas todas,
intercediendo los dos
para que el Alférez Monja
alumbre con la verdad
mi confusión tenebrosa;
que tan constante porfía,
y tan tiernamente llora
mi triste amante, afirmando
que la Monja Alférez sola
sus favores mereció,
que a las insensibles rocas
persuadirá, cuanto más
a quien como yo la adora.
Muera a piedad mi desdicha,
y al fin dé vuestra persona
la autoridad, que ha de ser
la causa más poderosa.

VIZCONDE: Lo que más con el valor
de un hidalgo pecho alcanza,
es el hacer desconfianza
en negocios del honor.
Y así la podéis tener,
de que para averiguar
la verdad, no he de dejar
piedra alguna por mover.
DIEGO: Pues con esto aseguráis
mis esperanzas.
VIZCONDE: Yo quiero
hablarla a solas primero,
que vos con ella os veáis.
DIEGO: Pues la brevedad señor,
os pido.
VIZCONDE: Bien sé, don Diego,
que no permiten sosiego
puntos de honor, y de amor.

Vanse, y sale GUZMÁN, rompiendo unos naipes,
y MACHÍN

GUZMÁN: ¿Ha sota que juegue yo?
Voto a Dios.
MACHÍN: Vota, y reniega,
la culpa la tiene quien juega,
que la sota, ¿en qué pecó?
GUZMÁN: Ya he perdido, ¿qué he de hacer,
puédolo yo remediar?
MACHÍN: No, pero puedes guardar
lo que queda por perder.

GUZMÁN: Bien dices.
MACHÍN: ¿Pero no sabes
cómo a don Diego he encontrado?
GUZMÁN: ¿A don Diego? ¿Y qué te dijo?
MACHÍN: Que le contase tus casos
desde que él partió de Lima,
hasta que a Madrid llegamos;
y de ellos, y de la casa
en que vives informado,
diciendo que te vería
se despidió.
GUZMÁN: ¿Y del engaño
de doña Ana te habló?
MACHÍN: Yo estaba deseando
por tener nueva de Inés;
mas sabe que soy un mármol
en callar, desde que en Lima,
por haberme tú mandado,
que negase los amores
de doña Ana hallo en mis labios
las costumbres de Vizcaya
en lo duro, y lo cerrado;
y así no toco ese punto.
Mas pues los dos lo tocamos,
si la mudanza de tierras,
y de los tiempos la ha dado
a tus intentos ocultos,
¿no me dirás hasta cuándo
a doña Ana, y a don Diego
has de hacer tan graves daños?
GUZMÁN: Yo me entiendo.
MACHÍN: ¿Qué fin llevas?
GUZMÁN: Yo me entiendo.
MACHÍN: Algún gran caso
sin duda alguna previenes,
pues de mí lo encubres tanto,
que siempre fui del archivo
de tu pecho secretario.
GUZMÁN: Ya digo que yo me entiendo,
ver a don Diego, es el plazo
de declarar la intención
de mi silencio, y mi engaño.
Ten paciencia, y no me apures,
que importa, pues yo lo callo.
MACHÍN: Sebastián de Ylumbe viene.
GUZMÁN: No le digas que he jugado.
MACHÍN: ¿Temes la fraterna?
GUZMÁN: Sí,
que es cuerdo, y tiene a su cargo
mi corrección, y modestia
por cargo del Vicario.
MACHÍN: Por esta vez callaré,
mas si tú juegas, yo canto.

Sale SEBASTIÁN de Ylumbe, y va un CRIADO con
un lío de vestidos de mujer, y pónelos sobre un
bufete
SEBASTIÁN: Deja sobre ese bufete
ese vestido, y volando
parte a casa del Vizconde
de Zolina, y di que aguardo
el coche que le pedí.

Vase el CRIADO

Sabed, Alférez Arauso,
que un consejero real,
a quien la fama ha llevado
nuevas de vos, quiere veros.
GUZMÁN: ¿Que ha de verme? ¿Soy acaso
algún monstruo nunca visto,
o la fiera que inventaron,
que con letras, y con armas
se vio en el reino polaco?
¿No ha visto un hombre sin barbas?
MACHÍN: ¿Hombre? ¿O que tú has olvidado
sin duda el memento mulier
de aquel monjil trinitario,
que te pusieron en Lima?
SEBASTIÁN: Ser una mujer soldado,
y una Monja Alférez es,
el prodigio más extraño,
que en estos tiempos se ha visto,
y al fin en siendo mandato
de un consejero, es forzoso
el obedecerle.
GUZMÁN: Vamos,
que debe de convenir,
pues porfías.
SEBASTIÁN: Aguardaos,
que quiero que vais en traje
de mujer.
MACHÍN: Esto es el diablo.
GUZMÁN: Señor Sebastián de Ylumbe,
sólo el respeto que os guardo
puede hacer que vuestro intento
no castigue por agravio.
SEBASTIÁN: Mirad cuán lejos estaba
de imaginar agraviaros,
ni hallar en vos resistencia,
que sin haber consultado
con vos el intento mío,
de casa de una dama os traigo
este vestido, y previne
un coche para llevaros.
MACHÍN: ¡Ea, Alférez, y Catalina!

Llega MACHÍN con el manteo, y dale
GUZMÁN un golpe

GUZMÁN: Aparta, loco.
MACHÍN: Mal año
para la ama de Alcides.
GUZMÁN: De cólera estoy rabiando.
MACHÍN: Pues a trueco de ir en coche,
hay en Madrid mil barbados,
que se pondrán de botargas.
SEBASTIÁN: Alférez, determinaos,
que esto importa.
GUZMÁN: Si os he dicho,
y os dice mi vida, cuánto
mi propio ser aborrezco.
Si de mis padres, y hermanos
troqué la amada presencia
por el indómito arauco;
si recibí mil heridas,
y si de Miguel de Arauso
mi mismo hermano vertió
la sangre mi airada mano,
si del último suplicio,
viendo ya el lugar infausto,
me dejaba dar la muerte
en un infame teatro,
todo por no publicar
que soy mujer, no es en vano
querer que me vista ahora
de lo que aborrezco tanto?
SEBASTIÁN: Por vuestro gusto habéis hecho
excesos tan mal pensados,
quizá porque no tuvisteis
quién supiese aconsejaros.
Mas ya que yo os aconsejo,
y que el nombre me habéis dado
de amigo, tengo de ver,
si con vos, Alférez, valgo
más que vuestra inclinación,
y si queréis por un rato
de disgusto, que me tenga
por hombre poco avisado
el Oidor si a su presencia,
que ha de respetarse tanto
os llevo en traje indecente.
GUZMÁN: Pues decid, ¿que desacato
se hace a su autoridad,
si ya por ello el Vicario
de Madrid me tuvo presa,
y por haberle informado
de mis hazañas, me dio
por libre?
SEBASTIÁN: Pues publicado
con ello que sois mujer,
¿qué perderéis en mudaros
por dos horas en su traje?
GUZMÁN: Dos horas son dos mil años,
y no quiero parecerlo,
ya que no puedo negarlo.
Demás, que el Oidor querrá
verme en el mismo que traigo:
mas la novedad es ésta
que le obligue a desearlo.
¿Que en el otro qué hay que ver?
¿Es por ventura milagro
ver una mujer vestida
de mujer?
SEBASTIÁN: Sí, cuando ha dado
tanta materia a la fama
con hechos tan señalados,
que ellos, no el disfraz, le mueven
a querer veros, y hablaros.
Esto en efecto ha de ser,
que ya por el mismo caso
que me resistís, celoso
de ver lo poco que valgo
con vos, o he de conseguirlo,
o jamás tengo de hablaros.
MACHÍN: Acabóse, vizcaínos,
testarudos sois entrambos,
ved por cuál ha de quebrar.
Mas tú que estás rehúsando
parecer mujer, y en nada
podrás parecerlo tanto
como en decir tijeretas,
has de ser lo más delgado.
GUZMÁN: Claro está que lo he de ser,
pues un amigo, a quien guardo
tanto respeto, se empeña
tan resuelto, y arrojado.
Dame ese manteo.

Quítase la capa con rabia

SEBASTIÁN: Ahora
me ponéis al rostro un clavo.
MACHÍN: ¡Qué bien haces! No porfíes.
Queda Roque preguntando–
que porque de las mujeres
públicas gustaba tanto–
dijo, por no porfiar.
GUZMÁN: Acaba.
SEBASTIÁN: ¿Quieres acaso
vestirte sobre la espada?
GUZMÁN: Estoy tan acostumbrado.

Quítase la espada y pónese el manteo al
revés

MACHÍN: Acostumbrada.
GUZMÁN: También
lo estoy de tratarme hablando
como varón.
MACHÍN: Ponte ahora
el manteo, que es bizarro.
GUZMÁN: El más bizarro manteo
no iguala al calzán más llano.
MACHÍN: ¿No aciertas la coyuntura?
GUZMÁN: ¿Qué he de acertar? Que los diablos
inventaron estos grillos.
MACHÍN: Vuélvele de este otro lado.
GUZMÁN: Pese a mí, ¿qué he de volver?
¿No ves que me viene largo?
MACHÍN: Pues ponerte los chapines.
GUZMÁN: Chapines, ¿estás borracho?

Suenan dentro cuchilladas

DENTRO: Deténganse, caballeros.
OTRO: ¡Vive Dios, que he de mataros!
GUZMÁN: ¿Qué es aquello?
MACHÍN: Cuchilladas.
GUZMÁN: Pese a las faldas.

Suelta el manteo, coge la espada y desenváinala

MACHÍN: Andarlo.
SEBASTIÁN: Aguardad.
GUZMÁN: ¿Qué he de aguardar?
Todo es cansarme, y cansaros;
lo que no puedo conmigo,
necedad es intentarlo.

Vase

SEBASTIÁN: ¿Dónde vais?
MACHÍN: ¿Eso preguntas
si se están acuchillando,
y no tiene otras cosquillas.

Vase

SEBASTIÁN: El reducirla es en vano,
porque tiene solamente
de mujer lo porfiado.

Vase. Salen don DIEGO, don JUAN, y Doña
ANA

DIEGO: Al vizconde de Zolina,
a quien el Alférez Monja,
quiere en todo hacer lisonja,
porque a ampararle se inclina,
lo mismo le ha respondido.
ANA: ¿Que aún está firme en su engaño?
Que me haga tanto da
o,
sin haberla yo ofendido,
si tan conocida injuria,
sin justa pena dejáis,
cielos, ¿para quién guardáis
los rayos de vuestra furia?
DIEGO: Doña Ana, sin fruto son
tus quejas, yo no he podido
mostrar lo que te he querido
con más clara información,
que haberme determinado
contra escrúpulos de honor,
obligado de tu amor,
y de mi deuda obligado,
a ser tu esposo, si fue
el disfrazado Guzmán
solamente tu galán,
y de la ocasión que hurté
era el dueño, pues podía
perdonar tu liviandad,
por tener seguridad
de que tu intención no había
llegado a la ejecución;
que es cierto que se casaran
muy pocos, si repararan
en delitos de intención.
Mas la Monja, como ves,
lo niega tan en tu daño,
quéjate, pues de su engaño,
si por ventura lo es,
y no de mi buen intento,
que el cielo sabe, señora,
que de tus plantas adora
las huellas mi pensamiento.
Mas fuera gran desvarío,
y tú misma me culparas,
si porque tu honor cobraras,
quIsiera perder el mío,
y el tuyo, que es cierta cosa,
que no tiene una mujer
mayor afrenta que ser
de un hombre afrentado esposa.
ANA: Tú sin duda, arrepentido
de pagar tu obligación
has trazado esta invención,
y tu amistad ha podido
obligarla a que olvidara
de su conciencia el temor,
para quitarme el honor,
negando verdad tan clara;
mas la justicia…
DIEGO: Detente,
que porque de esa sospecha
quedes mi bien satisfecha,
información evidente,
es saber que desde el día
que ser tu amante negó
en Lima, y se retractó
de lo que afirmado había
la Monja Alférez, no vi
jamás su rostro, y responde
lo que te he dicho al Vizconde
de Zolina, y no a mí.
¿Luego indicio es verdadero,
de que no intento engañar,
obligarla a declarar
la verdad con tal tercero?
ANA: ¿Luego tú no la has hablado
en la corte?
DIEGO: Mis enojos,
no han permitido a mis ojos.
ver a quien los ha causado.
Y aunque es verdad que al Vizconde
le pidió que me dijese,
que yo con ella me viese,
y porque entiendo que esconde
algún misterio el deseo
de verme, la quiero hablar,
yo no le pienso tocar
este punto si la veo,
tanto porque es obligarme
de cólera a enloquecer,
y es en efecto mujer
de quien no puedo vengarme,
cuanto porque ella pudiera
sospechar que yo quería
con semejante porfía,
no que la verdad dijera,
sino que o lo fuese, o no,
dijese que era verdad
ser ella, a quien tu beldad
por dueño sólo estimó,
y fuera justa ocasión
de mi infamia esta sospecha.
Y pues quedas satisfecha
con esto de mi intención,
que no publiques te pido
sucesos tan contra ti,
y ten lástima de mí,
que te adoro, y te he perdido.

Vase

ANA: Aguarda, aguarda, don Juan.
JUAN: ¿Qué me mandas?
ANA: Que conmigo
os vengáis, a ser testigo
de lo que el falso Guzmán
me responde en este caso
a mí misma.
JUAN: Justo es
que te sirva.
ANA: El manto, Inés,
que de ofendida me abraso.

Vanse, y sale GUZMÁN con botas, y unos
papeles, y SEBASTIÁN Ylumbe, y
MACHÍN

GUZMÁN: De vos confío el cuidado
de acordar mis pretensiones,
en todas las ocasiones
en el Consejo de Estado.
Éstos los papeles son
de mi servicio, tomad,
y por los ojos pasad
esta certificación,
que entre los demás os dejo,
que de ella os informaréis
de lo que pedir podéis
en recompensa al Consejo.
Lee

SEBASTIÁN: Don Luis de Céspedes Xeria, Gobernador, y
Capitán General de la Provincia de Paraguay, & c.

Certifico a su Majestad, que conozco a Catalina de
Arauso de más de 17 años a esta
parte, que en hábito de hombre, y soldado le
ha servido en Chile más de 17, en las
compañías del Maese de Campo don
Diego Bravo de Sarabia, y del Capitán
Gonzalo Rodríguez: de la cual fue por sus
servicios Alférez, llamándose Alonso
Díaz de Guzmán, y se halló en
todas las ocasiones que se ofrecieron con mucho
valor, y reformada su compañía,
pasó a la del Capitán Guillén
de Casanova, y fue por buen soldado de los
aventajados, sacados para campear desde el Castillo
de Paicabí con el Maese de Campo
Álvaro Núñez de Pineda, y se
halló en muchas batallas, y recibió
muchas heridas, y en particular en la de
Purén, donde llegó a la muerte. Por
lo cual, y por ser digna de que su Majestad le haga
merced, le di la presente, con mi firma, y sello.
En Madrid, a 2 de febrero de 1625.

GUZMÁN: De aquese mismo tenor
son los demás, ésta es
del noble don Juan Cortés
de Monroy, Gobernador
de Veraguas. De don Diego
Flores de León, es ésta,
que en el pecho manifiesta
la Cruz del Patrón Gallego,
Maese de Campo, a quien dan
en las regiones australes,
alabanzas inmortales
sus hechos. Del capitán,
y cabo de compañías,
Francisco de Navarrete,
es aquésta que promete
premio a las hazañas mías,
según las ha exagerado.
Éstas son las que en Madrid
pude juntar, acudid
al Secretario de Estado
que pienso que la hallaréis
atento a mi pretensión.
SEBASTIÁN: ¿A qué remuneración
os inclináis?
GUZMÁN: Si podréis
para Flandes negociar
una ventaja, me holgara
que su Majestad premiara
mis hechos con emplear
en sus servicios estas manos,
que rabian ya por saber,
si pueden también vencer
flamencos como araucanos.
Pero si al fin conquistar
no podéis merced ninguna,
pretended al menos una,
que es muy fácil de alcanzar.
SEBASTIÁN: ¿Cuál es?
GUZMÁN: Que me consienta
andar siempre de varón,
que con esta permisión
quedo pagada, y contenta.
SEBASTIÁN: Pues sin tenerla te pones
en su traje, ¿qué te inquieta?
GUZMÁN: No quiero vivir sujeta
a enfados, y vejaciones.
SEBASTIÁN: Por advertido me doy,
mas trata de prevenirte,
que es hora ya de partirte,
que en casa el Vizconde voy.

Vase, y sale don JUAN, doña ANA, e INÉS
con mantos

JUAN: Aquí está; Alférez Guzmán,
bien debéis a mi deseo
los brazos.
MACHÍN: ¿Qué es lo que veo?
¿Es Inés?
GUZMÁN: Señor don Juan,
¿tenéis salud?
JUAN: Bueno estoy
para serviros.
GUZMÁN: ¿Don Diego?
JUAN: A buscaros vendrá luego.
MACHÍN: Inés, los brazos te doy.
INÉS: ¿Cómo te llegas a mí,
testigo falso?
MACHÍN: Un crïado,
¿qué ha de hacer siendo mandado?
ANA: Guzmán, ¿conoceisme?
GUZMÁN: Sí,
bien te conozco, doña Ana.
ANA: ¿Pues cómo tu falso pecho,
si me conoces, ha hecho
una acción tan inhumana
contra mi honor, y opinión,
negando claras verdades?
¿Por dicha te persüades,
que no hay ley, que no hay razón?
¿Que no hay Dios? ¿Que no hay justicia,
para haber ejecutado?
¿En qué intento te ha obligado
tan detestable malicia?
¿Verdad tan averiguada,
no la dirán los que ves
que la saben? Habla, Inés;
habla, Machín.
MACHÍN: No sé nada.
ANA: ¡Ah, traidor! ¡Falso testigo!
Mal haya yo, que mujer
nací, para no poder
dar a entrambos el castigo.
INÉS: Ahora no me decías
disculpándote, ¿un crïado,
qué ha de hacer siendo mandado?
MACHÍN: No sé nada.
GUZMÁN: Tus porfías,
no han de hacer mudanza en mí,
que aunque tu mal me lastima,
lo mismo que dije en Lima,
te digo, doña Ana, aquí.
ANA: ¿Es posible que de Dios
te puedes tanto olvidar?
JUAN: (¿Quién podrá determinar Aparte
cuál miente aquí de los dos?
Pero don Diego ha llegado.)
MACHÍN: (Gracias a Dios, que esta vez Aparte
se acabará la preñez
de engaño tan dilatado.)
ANA: (Éste es don Diego: ojalá Aparte
vengue este infame pecho
su agravio, y mi deshonor.)
GUZMÁN: (Ya se cumplió mi deseo.) Aparte

Sale don DIEGO

DIEGO: Ya estoy, con ver la ocasión
de tantos daños, ardiendo
en cólera, pero quiso
que fuese mujer el cielo,
porque no pueda vengarme.
Doña Ana está aquí, y me huelgo,
por dejarla satisfecha.
MACHÍN: (El color pierden, ¿qué es esto?) Aparte
DIEGO: Porque me dijo el Vizconde
que tenéis que hablarme, vengo
a hacerlo, Alférez.
GUZMÁN: Sintiera
en el alma irme sin veros.
DIEGO: Hablad, pues que ya os escucho.
GUZMÁN: ¿Tenéis memoria, don Diego,
que para descubriros
que era mujer el secreto
prometisteis como noble?
DIEGO: Sí prometí, bien me acuerdo.
GUZMÁN: ¿Pues cómo lo quebrantastes?
DIEGO: Por daros vida.
GUZMÁN: El celo
de librarme, no era justo
que os obligase a romperlo,
habiéndoos yo prevenido,
que sintiera mucho menos
la muerte, que publicar
que era mujer; y así viendo
que a descrubrirlo os movió
de casaros el deseo,
quise con aquel engaño
impediros el efecto,
y el fruto que conseguir
pensastes de haberlo hecho.
Hasta que viéndome libre
de prisiones, y volviendo
a vestir varonil traje,
y a ceñir marcial acero,
de los agravios, afrentas,
infamias, y vituperios,
que desde entonces acá
he padecido, y padezco,
por haberme vos guardado
la palabra del secreto,
tomará así la venganza,
y os dará justo escarmiento.

Dale a don DIEGO con un bastón, y sacan las
espadas

DIEGO: ¡Ah, vil!
MACHÍN: ¿No lo dije yo?
ANA: ¡Ay de mí!

Métese don JUAN de por medio

JUAN: ¿Qué hacéis, don Diego?
DIEGO: Castigar una mujer
atrevida.
JUAN: Si vos mesmo
decís que es mujer, ¿qué afrenta
una mujer os ha hecho?
GUZMÁN: Mentís, que no soy mujer
mientras empuño este acero,
que ha vencido tantos hombres.
DIEGO: Apartad, don Juan.

Sale el VIZCONDE de Zolina de camino, y
SEBASTIÁN de Ylumbe

VIZCONDE: ¿Qué es esto?
Señor don Diego, aguardad,
¿Sois hombre? ¿Sois caballero?
¿Contra una mujer sacáis
la espada?
DIEGO: En nadie la empleo
mejor que en una mujer,
cuando me pierde el respeto.
VIZCONDE: Acabad, sed más prudente,
que aunque os lo pierda, os advierto,
que si os dais por agraviado,
no quedaréis satisfecho,
aunque la muerte le deis,
que es mujer, y es caso cierto,
que es más afrenta que hazaña
manchar en ella el acero.
GUZMÁN: ¿Que es mujer? ¡Tanta mujer!
Tratadme, Vizconde, menos
de mujer, que perderé
sobre ello, al mundo respeto.
VIZCONDE: Si lo eres, ¿de qué te agravias?
GUZMÁN: Si lo soy, ni lo confieso,
ni quiero sufrir que nadie
me lo llame, y vos, don Diego,
pues padezco estas afrentas
por vos, ni de lo que he hecho
me pesa, ni soy mujer,
si queréis satisfaceros.
SEBASTIÁN: ¡Hay condición tan extraña!
ANA: ¿Qué tigre te dio alimento,
que a la que tanto debes
tantos agravios has hecho,
crüel?
GUZMÁN: Escucha, señora,
que pues mi agradecimiento,
y tu honor pudieron tanto
en mi pecho, que me hicieron,
sólo porque su sospecha
satisfaciese don Diego,
descubrir que era mujer,
cuando estaba tan secreto.
Ahora, puesto, doña Ana,
que es público, y hago menos
y que satisfice ya
mi enojo, y cesa con esto
la ocasión, porque mi engaño
le impidió tu casamiento,
mejor lo confesaré
por dar a tu honor remedio,
y no malograr fineza,
que tan a mi costa he hecho.
Y así, don Diego, ya es justo
restitüir lo que debo
a doña Ana, declarando,
que sólo cupo en su pecho
mi amor, y pues habéis visto
de negároslo el intento,
dadle la mano, que yo,
si acaso consiste en esto,
porque ni vos reparéis
en la ofensa que os he hecho,
ni ella, se case con quien
tenga el menor sentimiento.
Y para que efecto tenga
segunda vez os confieso,
que soy mujer, pues deshago,
y satisfago con esto
vuestro agravio, pues decís,
que soy mujer, es lo mesmo,
que confesar que no pude
agraviaros, ni ofenderos.
Y si esto no os satisface,
haga mi agradecimiento
lo que no hiciera la muerte
en ese invencible pecho,

Arrodíllase

rindiéndome a vuestros pies,
y confesándome en ellos
vencida, y que a merced vuestra
vivo, pues quedáis con esto,
mucho más que con matarme,
ventajoso, y satisfecho.
DIEGO: Levanta, y dame los brazos,
que no solamente quedo
satisfecho, mas vencido,
envidioso del ejemplo,
que de agradecida has dado,
y quisiera yo haber hecho
más esta hazaña, que cuántas
han celebrado los tiempos.
VIZCONDE: Nunca has mostrado el valor
como ahora de tu pecho.
SEBASTIÁN: Más has ganado vencida
de ti misma, que venciendo
ejércitos enemigos.
VIZCONDE: Con aquesto, y pidiendo
perdón, tenga fin aquí
este caso verdadero.
Donde llega la comedia
han llegado los sucesos
que hoy está el Alférez Monja
en Roma, y si casos nuevos
dieren materia a la pluma,
segunda parte os prometo.

FIN DE LA COMEDIA

Хуан Перес де Монтальбан. Монахиня Альферес.
Juan Perez de Montalbаn. LA MONJA ALFÉREZ

KUPRIENKO