Алонсо де Гонгора Мармолехо. История Чили со времен открытия и до 1575 года. Alonso de Góngora Marmolejo. Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año 1575

Алонсо де Гонгора Мармолехо. История Чили со времен открытия и до 1575 года.

Alonso de Góngora Marmolejo. Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año 1575.

/compuesta por el capitán Alonso de Góngora Marmolejo/

Índice

Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año 1575
o Capítulo I
Que trata de la descrición y tierra de Chile desde el valle de Copiadó, ques al principio y entrada, hasta la ciudad de Castro, último del reino
o Capítulo II
De cómo el adelantado don Diego de Almagro vino al descubrimiento de Chile y por dónde se descubrió
o Capítulo III
De cómo Pedro de Valdivia salió del Pirú a la conquista de Chile por tierra: y la causa que a ello le movió
o Capítulo IV
De cómo Pedro de Valdivia pobló la ciudad de Santiago y los indios vinieron sobre los españoles y lo demás que acaeció. Está poblada la ciudad de Santiago en treinta y tres grados
o Capítulo V
De cómo Pedro de Valdivia envió al Pirú al capitán Alonso de Monroy por gente y de lo que sucedió
o Capítulo VI
De las cosas que hizo Valdivia después que llegó el capitán Alonso de Monroy a Santiago
o Capítulo VII
De las cosas que acaecieron en Chile después que Valdivia salió del reino
o Capítulo VIII
De las cosas que hizo Villagra después que quedó por capitán de Valdivia, y de la muerte de Pedro Sancho
o Capítulo IX
De cómo volviendo Valdivia a Chile por gobernador, el capitán Pedro de Hinojosa le volvió preso del camino por orden del presidente Gasca
o Capítulo X
De cómo Valdivia salió de Santiago a conquistar la tierra de Arauco y de la batalla que los indios le dieron en el valle de Andalien
o Capítulo XI
De cómo Valdivia pobló la ciudad de la Concepción y de cómo los indios vinieron a pelear con él y los desbarató. Está esta ciudad poblada en treinta grados y medio
o Capítulo XII
De cómo Valdivia mandó a Jerónimo de Alderete fuese a descubrir la provincia de Arauco, y cómo Valdivia pobló la ciudad imperial en 38 grados
o Capítulo XIII
De cómo Valdivia salió de la Concepción para ir a poblar la ciudad de Valdivia y ciudad rica y de lo que le acaeció a Francisco de Villagra en el Pirú hasta que vino a Chile
o Capítulo XIV
De cómo se le alzó la tierra a Valdivia y la causa que para ello hubo; y de cómo saliendo a la pacificación le dieron los indios una gran batalla en que lo mataron a él y cuantos con él iban
o Capítulo XV
De las cosas que acaescieron en Chile después de la muerte de Valdivia
o Capítulo XVI
De las cosas que hizo Francisco de Villagra después que supo la muerte de Valdivia, y de cómo yéndola a castigar lo desbarataron los indios
o Capítulo XVII
De cómo Francisco de Villagra despobló la ciudad de la Concepción y las causas que lo movieron
o Capítulo XVIII
De las cosas que hizo Villagra después que despobló la Concepción y llegó a Santiago
o Capítulo XIX
De las cosas que hizo Villagra después de ido el navío a los reyes, y de lo que se proveyó
o Capítulo XX
De las cosas que acaecieron en este tiempo en la ciudad Imperial y ciudad de Valdivia
o Capítulo XXI
De lo que acaeció en la ciudad de Santiago después que Villagra dejó el cargo de capitán general
o Capítulo XXII
De cómo vino de el audiencia de los reyes proveído Villagra por corregidor de todo el reino, y de lo que hizo
o Capítulo XXIII
De cómo don García de Mendoza entró en Chile y, rescebido por gobernador, las cosas que hizo
o Capítulo XXIV
De cómo don García de Mendoza llegó a el puerto de la Concepción, y de lo que acaeció hasta que llegaron los de a caballo por tierra
o Capítulo XXV
De cómo don García ordenó compañías de a pie y de a caballo, y de la orden que tuvo para pasar el río Biobio y la batalla que los indios le dieron
o Capítulo XXVI
De cómo salió el campo de Arauco para ir a Tucapel, y de la batalla que le dieron los indios en Millarapue
o Capítulo XXVII
De cómo don García de Mendoza pobló la ciudad de Cañete, y de lo que allí le sucedió
o Capítulo XXVIII
De cómo don García salió de Cañete para ir a poblar en lo que Valdivia, había descubierto, y de lo que acaeció en Cañete al capitán reinoso
o Capítulo XXIX
De como don García fue a poblar la ciudad de Osorno, y de lo demás que hizo [en] aquella jornada
o Capítulo XXX
De cómo don García llegó a Cañete y de las cosas que hizo, y de cómo desbarató el fuerte que los indios tenían hecho en Quiapo, y del castigo que en ellos hizo
o Capítulo XXXI
De las cosas que hizo don garcía llegado a la concepción
o Capítulo XXXII
De cómo don García se fué a la ciudad de Santiago, donde tuvo nueva de la muerte de su padre el Marqués de Cañete, y la oración que hizo al pueblo cuando se quiso ir
o Capítulo XXXIII
De cómo Francisco de Villagra vino por gobernador a Chile y del rescebimiento que se le hizo en la ciudad de Santiago, y de lo que él hizo después
o Capítulo XXXIV
De cómo Francisco de Villagra salió a la primavera de la ciudad de Santiago para ir a la de Cañete por la provincia de arauco, y de lo que hizo
o Capítulo XXXV
De cómo Francisco de Villagra llegó a la ciudad de Valdivia, e yendo a la concepción por la mar con viento contrario fué a la nueva Galicia, y de las cosas que le acaescieron
o Capítulo XXXVI
De cómo Francisco de Villagra envió su hijo Pedro de Villagra a desbaratar un fuerte en compañía del licenciado Altamirano, que era su maestre de campo, y de lo que en la jornada le sucedió
o Capítulo XXXVII
De lo que hizo Francisco de Villagra después que tuvo nueva de la pérdida de Mareguano
o Capítulo XXXVIII
De cómo se alborotaron los indios de toda la provincia viendo despoblada aquella ciudad, y de cómo fueron sobre la ciudad de Angol y los desbarató don Miguel de Velasco
o Capítulo XXXIX
De cómo todos los caciques y señores principales de toda la provincia se conjuraron y vinieron sobre la casa fuerte de Arauco, y lo que subcedió
o Capítulo XL
De cómo los indios de toda la provincia se juntaron y vinieron a poner cerco a los cristianos que estaban en el fuerte de Arauco, y de lo que sucedió
o Capítulo XLI
De cómo Francisco de Villagra envió a castigar la muerte de Bernardo de Huete, y de cómo queriendo Martín de Peñalosa y Francisco Talaverano salir del reino fueron muertos por justicia
o Capítulo XLII
De la muerte de Francisco de Villagra y de la manera que murió
o Capítulo XLIII
De las cosas que hizo Pedro de Villagra después que fué rescebido al gobierno
o Capítulo XLIV
De cómo el gobernador Pedro de Villagra envió al capitán Lorenzo Bernal en el galeón del rey a hacer gente a la ciudad de Valdivia en compañía del capitán Gabriel de Villagra, y de lo que hicieron
o Capítulo XLV
De cómo llegó el capitán Juan Pérez de Zurita a la ciudad de Angol, y viniendo a la Concepción con cuarenta soldados, fué desbaratado por Millalelmo, valiente indio y plático de guerra
o Capítulo XLVI
De cómo se juntaron los indios de la comarca de Angol y vinieron sobre la ciudad por tres partes, y fueron desbaratados por el capitán Lorenzo Bernal
o Capítulo XLVII
De cómo los indios de la comarca y término de la Concepción vinieron a ponelle cerco estando el gobernador Pedro de Villagra en ella, y de las cosas que acaescieron
o Capítulo XLVIII
De las cosas que hizo el gobernador Pedro de Villagra después de levantado el cerco de la Concepción, y de lo que sucedió al capitán Gabriel de Villagra queriendo ir a la ciudad de Valdivia
o Capítulo XLIX
De lo que hizo Pedro de Villagra aquel invierno en Santiago, y de cómo al verano salió a hacer la guerra, y de lo que le sucedió
o Capítulo L
De cómo yendo Loble a socorrer los indios que estaban en el fuerte se encontró en el llano con Pedro de Villagra, y lo que acaesció
o Capítulo LI
De cómo estando el gobernador Pedro de Villagra en la ciudad de Santiago, llegó al puerto el capitán Costilla con docientos hombres y tres piezas de artillería que el licenciado Castro, gobernador del Pirú, enviaba a Chile, y de lo demás que acaesció
o Capítulo LII
De lo que hizo el gobernador Rodrigo de Quiroga después que fué rescebido al gobierno
o Capítulo LIII
De cómo el gobernador Rodrigo de Quiroga hizo consulta de guerra con todos los capitanes que llevaba en su campo por dónde se entraría a hacer la guerra a Arauco y a Tucapel, y de lo que se acordó
o Capítulo LIV
De cómo yendo el gobernador Rodrigo de Quiroga para entrar en Arauco por la montaña de Talcamanida pelearon los indios con él, y de lo demás que sucedió
o Capítulo LV
De cómo el gobernador Rodrigo de Quiroga salió de la ciudad de Cañete a hacer la guerra y atraer de paz la provincia de Arauco, y de lo que hizo
o Capítulo LVI
De cómo el gobernador Rodrigo de Quiroga salió de la ciudad de Cañete con ciento y cincuenta hombres de a caballo a correr la provincia, y de cómo los indios vinieron sobre la ciudad y de lo que acaesció
o Capítulo LVII
De cómo el maestro de Campo pasó a invernar de la otra parte de Arauco sobre Tavolevo, y de lo que hizo
o Capítulo LVIII
De cómo el general Martín Ruiz de Gamboa, por orden del gobernador Rodrigo de Quiroga, fué a poblar la ciudad de Castro y de lo que hizo. Está esta ciudad poblada en cuarenta y tres grados
o Capítulo LIX
De cómo los oidores llegaron a la Concepción y asentaron el audiencia, y de las cosas que hicieron
o Capítulo LX
De cómo los oidores dieron provisión de general a don Miguel de Velasco y le encargaron la guerra, y de lo que hizo
o Capítulo LXI
De las cosas que acaescieron después que el general don Miguel recibió la gente que le enviaron los oidores, y de lo que hizo aquel verano
o Capítulo LXII
De cómo llegó el doctor Saravia al reino de Chile y del rescebimiento que se le hizo en la ciudad de Santiago
o Capítulo LXIII
De cómo el gobernador Saravia salió de Santiago para ir a la Concepción, y de cómo nombró por su general a don Miguel de Velasco, y de las cosas que acaescieron
o Capítulo LXIV
De cómo el gobernador Saravia hizo consulta de guerra con los capitanes que llevaba, y la plática que propuso por dónde se acertaría mejor a hacer, y de lo que se proveyó
o Capítulo LXV
De cómo el gobernador Saravia envió al general don Miguel a deshacer una junta de indios, y cómo después de venido le mandó ir a deshacer el fuerte de Catiray, y donde lo desbarataron, y lo demás que acaeció
o Capítulo LXVI
De lo que hizo el gobernador Saravia después de la pérdida de Catiray
o Capítulo LXVII
De lo que hizo el general Martín Ruiz de Gamboa después que llegó a Cañete, y de lo que le sucedió
o Capítulo LXVIII
De cómo Martín Ruiz salió a buscar bastimento para sustentarse en la ciudad, y de lo que le sucedió
o Capítulo LXIX
De las cosas que acaescieron en la ciudad de Cañete después del suceso de Payllataro
o Capítulo LXX
De las cosas que pasaron entre el gobernador y general Martín Ruiz después que llegó Saravia a la Concepción, y de cómo se despobló la ciudad de Cañete
o Capítulo LXXI
De lo que hizo el gobernador Saravia después que despobló la ciudad de Cañete y casa fuerte de Arauco, y de lo demás que acaesció
o Capítulo LXXII
De las cosas que acaescieron en la Concepción después que el gobernador Saravia se fue a Santiago
o Capítulo LXXIII
De cómo llegó a Santiago don Miguel de Velasco con docientos hombres que le dió el visorrey don Francisco de Toledo para socorrer a Chile, y de lo que hizo
o Capítulo LXXIV
De lo que hizo el gobernador Saravia después que envió a don Miguel de Velasco al socorro de Angol, y de lo que acaesció a don Miguel en Puren
o Capítulo LXXV
De lo que hizo el gobernador Saravia después que tuvo nueva del suceso de Puren
o Capítulo LXXVI
De lo que hizo el gobernador Saravia después que se concertó con los vecinos de Valdivia
o Capítulo LXXVII
De cómo el licenciado Juan de Torres de Vera fué a castigar un motín que se hacía en la ciudad de Valdivia, y de lo que acaesció en la ciudad de Osorno en aquel tiempo
o Capítulo LXXVIII
De lo que acaesció en Chile hasta que el gobernador Saravia dejó el gobierno y entró en la ciudad de Santiago el licenciado Gonzalo Calderón

Historia de todas las cosas que han acaecido en el reino de Chile y de los que lo han gobernado. Vicios y virtudes que han tenido desde el año de 1536 que lo descubrió el Adelantado don Diego de Almagro hasta el año de 1575 que lo gobierna el doctor Saravia, compuesta por el capitán Alonso de Góngora Marmolejo, natural de la villa de Carmona, dirigida al ilustrísimo señor licenciado don Juan de Ovando, presidente del Real Consejo de las Indias por su majestad del rey don Felipe nuestro Señor.

Ilustrísimo señor:
Si los acaecimientos grandes y hechos de hombres valerosos no anduvieran escriptos, de tantos como han acaecido por el mundo, bien se cree, ilustrísimo señor, que de muy poco dello tuviéramos noticia, si algunas personas virtuosas no hubieran tomado trabajo de los escrebir. ¿Quién tuviera noticia de los griegos acabo de tantos años, estando sus ciudades antiguas y valerosas por tierra y que casi no hay memoria dellas, mas de sólo las ruinas que dan a entender haber sido algo? Si tenemos entera plática de los grandes fechos de sus fundadores y valerosos capitanes, de que tan llenos están los libros de todas naciones, la causa, a lo que dice Salustio, autor grave, ha sido: en aquel tiempo, como se preciaban tanto de la virtud como hombres sabios, entendiendo que con la vida todo se acababa, procuraron escrebir todas las cosas que en su tiempo acaecían; de condición que aun casi menudencia alguna no dejaron, como parece por libros que de apotegmas andan intitulados y otros al mesmo propósito. Pues si V.ª S.ª vuelve los ojos a mirar y considerar los hechos de los romanos, en tanto tuvieron a los extranjeros que los escrebían, como a los mesmos ciudadanos que los obraban. Bien se entiende que los que a ellos les acaecían por el mundo, no sólo los hacían romanos, pues es cierto que en sus legiones llevaban muchos de otras naciones; defraudando la gloria para sí, no atribuyendo ninguna a los demás, dejaron la causa tan confusa, que lo que hallamos escripto aquello damos crédito: y como eran honradores de los que escrebían, halláronlos tales, que con su elocuencia mucha levantaron sus hechos en tanta manera, que las demás naciones los tienen por espejo y dechado; y si a otros honraron en casos grandes fué para más gloria suya, que al cabo ellos los vencieron y triunfaron de sus reinos. Y ansí pareciéndome que los muchos, trabajos e infortunios que en este reino de Chile de tantos años como ha que se descubrió han acaecido, más que en ninguna parte otra de las Indias, por ser la gente que en él hay tan belicosa, y que ninguno hasta hoy había querido tomar este trabajo en prosa, quise tomallo yo; aunque don Alonso de Arcila, caballero que en este reino estuvo poco tiempo en compañía de don García de Mendoza, escrebió algunas coses acaecidas en su Araucana, intitulando su obra el nombre de la provincia de Arauco; y por no ser tan copiosa cuanto fuera necesario para tener noticia de todas las cosas del reino, aunque por buen estilo, quise tomallo desde el principio hasta el día de hoy, no dejando cosa alguna que no fuese a todos notoria; aunque bien sé que dello como los demás escriptores no saco más de mi desvelamiento, solicitud y cuidado de recopilar lo pasado y presente por la mejor orden a mi posible; porque la malicia el día de hoy es mayor que nunca ha sido, y si algo ven mal ordenado, en aquello hacen pie y de lo de más murmuran, no teniendo atención, que no hace poco el que da lo que tiene. Mas como mi fin y deseo no sea cumplir con los tales detractadores, entiendo quel que fuere virtuoso lo bueno loará, y lo que no estuviere tal, enmendará. Con esta intinción quise llegar mi obra al cabo, entendiendo, muchos se holgarán de saber en el cabo del mundo gente desnuda, bárbara y sin armas sea tan belicosa, ardidosa y arriscada por la defensión de su tierra, como es la de esta provincia, y por darle el talento que merece, acordé este mi trabajo derigillo a V.ª S.ª para que debajo de su protección y amparo pueda pasar seguro por cualquier parte, tomándolo por bien empleado, pues es para dar a V.ª S.ª algún rato de entretenimiento en el tiempo desocupado que tuviere, porque de tierra tan ignota y que tantos años ha que la guerra en ella dura, se holgara. V.ª S.ª lo reciba como de servidor y aficionado, cuya ilustrísima persona Dios sea servido guardar por largos y bienaventurados tiempos con acrecentamiento de mayor estado como V.ª S.ª Ilustrísimo señor, verdadero servidor de V.ª S.ª ALONSO DE GÓNGORA MARMOLEJO.

Capítulo I

Que trata de la descrición y tierra de Chile desde el valle de Copiadó, ques al principio y entrada, hasta la ciudad de Castro, último del reino

Es el reino de Chile y la tierra de la manera de una vaina despada, angosta y larga. Tiene por la una parte la mar del Sur, y por la otra la Cordillera Nevada que lo va prolongando todo él; y habrá en esta distancia de la mar a la Cordillera, por unas partes diez y seis leguas, y por otras diez y ocho, y veinte por lo más largo y anal poco mía o menos. La Cordillera está nevada todo el año, y es tan brava a la aparencia de la vista, como lo es la que pasa y divide a Italia de la Francia y a Alemania de la Italia, y hay por ella valles que se pasan a sus tiempos de la otra parte, y anal la andan los naturales en sus contractaciones, y españoles la han pasado algunas veces para tomar plática de la tierra. Esta distancia que hay desde la mar del Sur a la Cordillera está poblada de indios, en unas partes más y en otras menos, conforme a la condición y dispusición de la tierra. Hay desde el valle de Copiapó hasta la ciudad de Castro trecientas leguas, todo poblado de naturales, y en esta longitud diez ciudades pobladas de españoles. La gente de este reino, es belicosa conforme a la costelación de cada ciudad en donde está poblada. Hay muchas minas de oro ricas por toda la tierra, y es la gente della de mucho trabajo, buen servicio y entendimiento, aunque bárbaros. Tiene muchos ríos, que corren desde la Cordillera Nevada a entrar en la mar del Sur, de mucha agua, en los cuales no se halla oro, mas hállase en otros ríos menores, en donde se saca. Son las mejores aguas que se cree haber en el mundo y más sanos; y es la tierra de tan buenos aires y tan sanos, que no se ha visto enfermar nadie por ellos. En unas partes llueve mucho los inviernos y en otras poco, conforme a los grados en que está la tal tierra; porque en trecientas leguas es cierto ha de hacer diferencia en unas partes más que en otras. Hay así mesmo por la Cordillera muchos volcanes por toda ella que echan fuego de sí de ordinario, y más en el invierno que en el verano, y muchos lagos al pie de los tales volcanes, y cerca dellos muchos metales de cobre, plomo, hierro, bronce, en grandísima cantidad. En unas partes se cría la comida, que son simenteras en el campo, con agua que sacan de los ríos y la llevan por acequias a regar sus heredades, como es en Santiago y ciudad de la Serena; en las demás del reino críase con agua llovediza. Es en parte tierra llana y en parte doblada de valles y cerros ásperos, aunque muy fructíferos, y es la gente muy suelta. Andan vestidos con unas camisas sin mangas y algunos traen zaragüeles: traen el cabello cortado por debajo de la oreja y por cima de los ojos. Es gente bien agestada, por la mayor parte blanca, bien dispuestos, amigos en gran manera de seguir la guerra y defender su tierra, para lo cual han grandísima obediencia a sus mayores, y tienen por orden cuando quieren pelear, y saben que extraños entran en sus tierras, ponelles en el camino ramos de un árbol, que los españoles llaman canela, y en ellos atravesadas flechas untadas con sangre; y cuando quieren servir y estar a lo que les mandaren, les ponen en el camino ramos de arrayán, dando por allí a entender la voluntad que tienen. Nunca jamás han peleado con españoles, que han sido infinitas veces, que primero no lo hagan saber y envíen a decir. Son grandes enemigos de españoles y de toda gente extranjera, y entre sí la gente más bien partida que hasta hoy se ha visto en las Indias. Cógese mucho trigo, cebada y todas las demás legumbres d’España se dan muy bien: danse las frutas y los árboles della mejor que en España; porques cosa de admiración la mucha fruta que produce, en especial en estas dos ciudades ques donde dicho tengo que se da en tanta abundancia; porque en las demás del reino, conforme al temple que tienen dan lo que se planta. Críanse buenos caballos, mucho ganado de toda suerte, lanas muchas y muy buenas colores para tinta. La mar y la costa della tiene grandes pesquerías, buenos puertos para navegantes. Córrese toda la costa del reino de Chile norte y sur, los cuales dos vientos reinan todo el año, aunque algunas veces hace viento poniente que llaman en el reino travesía: éste viene tan pocas veces, aunque esas veces trae grandísimo ímpetu e braveza. No se conosce otro viento que traiga fuerza, si no son los dichos. Hay muchas perdices en grande abundancia y muy buenos halcones de caza, y otras muchas cosas buenas queste reino en sí tiene, las cuales la guerra ordinaria no ha dado lugar a descubrir. Esta tierra, a la mucha fama que tenía de oro, la salió a descubrir el Adelantado don Diego de Almagro desde el Pirú por la orden que adelante se dirá.

Capítulo II

De cómo el adelantado don Diego de Almagro vino al descubrimiento de Chile y por dónde se descubrió

Después de haber descubierto el Pirú don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro, habiendo hallado grandes riquezas de oro y plata, cuanto en otra parte del mundo jamás se vieron, teniendo noticia que los Ingas, señores que a los indios mandaban, tenían sus capitanes en Chile después de haber subjetado aquella provincia, y que les enviaban mucho oro todos los años por la orden que les daban, pareciéndoles, como en el Pirú habían hallado tanta abundancia de riqueza y en tan principal tierra, que lo mesmo habría en Chile; y como el mandar no sufre igual, acordó don Diego de Almagro con sus amigos, y en conformidad de Francisco Pizarro, venir a descubrir a Chile. Poniéndolo por obra salió con cuatrocientos hombres bien aderezados año de 1536, quedando por señor en el Pirú Francisco Pizarro. Con buenas guías para su camino y jornada que traía, reparado de todo lo necesario, e informado que si venía por Atacama hasta llegar a Copiapó había de pasar forzosamente ochenta leguas de despoblado falto de yerba, y de agua, si no era en unos pozos pequeños, que llaman jagüeyes, de agua salobre y mala, por conservar los caballos, que tenían mucho precio en aquel tiempo, dejó este camino y vino por el que los Ingas tenían por los Diaguitas; donde llegado a la provincia de Tupisa topó con un capitán del Inga que le llevaba doscientos mill pesos en tejos de oro con una teta por marca en cada un tejo, los quales tomó, y prosiguió su camino hasta el paraje de Copiapó y de allí atravesó la Cordillera Nevada por el mejor camino que había, donde repentinamente y acaso le sobrevino una tempestad de frío y aire envuelto con nieve; no teniendo donde abrigarse, perecieron más de ochocientas personas que llevaba de servicio, indios del Pirú, sin podellos favorecer. Con esta pérdida y la de muchos caballos llegó al valle de Copiapó, que por mal que le fuera, en el despoblado no le dijera peor: allí halló un muy fresco río y en abundancia refresco para todos.
Después de haber descansado y reformado los caballos que llevaban muy flacos, siendo informado de la tierra, habiendo hablado a los principales que entre los indios había, de que este valle estaba bien poblado, fué descubriendo la provincia hasta que llegó al valle de Aconcagua, donde le acaeció una cosa notable; y fué que habiendo don Diego de Almagro y Pizarro poblado Lima en el valle de Jauja, un soldado que se llamaba Pedro Calvo y por otro nombre Barrientos, hizo cierto hurto por el qual le mandaron cortar las orejas por justicia como a ladrón. Viéndose corrido y así afrentado desamparó el campo y se metió la tierra adentro con intención de no parecer más entre gente española. Este soldado, de pueblo en pueblo, vino a parar al reino de Chile y para venir jornada tan larga pidió favor a los indios; entendiendo por las razones que les daba la causa de su peregrinación, le favorescieron y dieron guías que lo llevaron en hamacas a sus hombros hasta ponelle en el valle de Aconcagua, donde al tiempo que llegó estaban dos caciques señores principales enemistados, y como topó con el uno dellos, que fué al que los indios que lo llevaban le guiaron, haciéndole su amigo, maravillado en gran manera de que un tal hombre viniese a su tierra, honróle mucho a su usanza. Pedro Calvo paresciéndole que sus hados le habían traído a parte donde fuese honrado y tenido en mucho, entendiendo que en algún principio bueno consistía su felicidad y que era camino aquel para servir a Dios, persuadió al cacique diese fin a sus enojos con guerra y que él le ayudaría, porque los españoles, de donde él venía, eran invencibles y que ningunas naciones podían sustentarse contra ellos, dándole a entender que en el nombre de Jesucristo le daría la vitoria en las manos y venganza de sus enemigos. Atraído a lo que el español le dijo, luego le encomendó todas sus cosas y mandó a sus súbditos le obedeciesen. Puesto en nombre de capitán y tan servido, procuró de hacer guerra tomando la causa por suya: luego corrió la tierra al contrario provocándole saliese a la defensa; y tales ardides tuvo y tan buena orden de español, que en un día desbarató a su enemigo en batalla que con él hubo, y fué luego su reputación tanta que en mucha parte del reino se estendió la fama. Su contrario buscó favores, por que quedó muy derribado y falto de gente, y habiéndolos hallado volvió con toda la fuerza que pudo juntar a hacer guerra al español, el cual tuvo tales mañas en ella, que después de haberle debelado en muchas escaramuzas, un día le dió batalla y lo desbarató matándole mucha gente, de lo cual quedó casi con nombre de señor y ansí como a tal le obedecían todos los indios y principales.
Estando en esta prosperidad que tengo dicho, llegó don Diego de Almagro a este valle: Pedro Calvo lo salió a recibir, que como fué conoscido quedó él y todos admirados de caso tan extraño. Habiéndole honrado y fecho mucha merced lo llevó consigo; dél se informó de todo lo adelante y de la gente que había en el reino, y qué metales y riquezas tenía la tierra en sí. Habiendo tornado relación verdadera llegó con su campo, que era muy vistoso y de muchos caballeros y hombres nobles muy principales, al llano y asiento donde agora está poblada la ciudad de Santiago. En su comarca y en todos los valles por donde pasaba hablaba amorosamente a los señores y principales, informándose de la tierra, hasta que entendió que la noticia y relación que en el Pirú le habían dado no era así. Sus amigos le importunaban sobre volverse, diciéndole que la buena tierra quedaba atrás y que no había otro Pirú en el mundo; con todo esto, como hombre constante, quiso primero saber los secreptos que en la tierra había y ver todo lo que pudiese.
Con esta orden caminó adelante Gómez de Alvarado con orden suya con docientos hombres, unas veces peleando con los indios y otras sirviéndole; llegó hasta el río de Maule cuarenta leguas de donde don Diego de Almagro quedaba, donde supo que lo de adelante era muy poblado de gente y mucho ganado. Por lo ver pasó el río sin peligro en balsas de carrizo, aunques grande y corre impetuoso, y ansí llegó cinco jornadas a un río grande que se llama Itata, donde hay repartimientos de indios que agora sirven a la ciudad de la Concepción. Allí se juntaron grande número de naturales comarcanos a aquel territorio para pelear con él. Después de haberlos desbaratado, como gente que venía sin orden ni escuadrón, sino tendidos por aquella campaña rasa, que son grandes los llanos que por allí hay, después de haber castigado y muerto muchos indios, informándose de lo de adelante que era de la manera de aquello, viendo ser gente desnuda y que encima de la tierra no había oro ni plata como en el Pirú, acordó de volverse a él, y así de conformidad se volvieron todos, no por el camino que habían venido, sino por el despoblado de Copiapó, por respeto de no volver a pasar la Cordillera Nevada, donde tan mal les había sucedido. Aunque con mucho trabajo después de haber pasado el despoblado y llegados a Atacama, puestos en tierra del Pirú se fueron a Cuzco, donde en ida y vuelta anduvieron más de mill leguas de camino. Llegado, esparció la nueva de Chile por el Pirú, diciendo si no dejara atrás aquella tierra, poblara a Chile; y que después del Pirú era reino principal. Esta nueva levantó a muchos el deseo venir a Chile, viéndose en el Pirú sin remedio.

Capítulo III

De cómo Pedro de Valdivia salió del Pirú a la conquista de Chile por tierra: y la causa que a ello le movió

Después que don Diego de Almagro llegó al Pirú, como hemos dicho, se movieron diferencias y discordias entre él y el marqués Francisco Pizarro sobre la partición de aquel reino, como hombres que de conformidad y compañía lo habían descubierto y poblado. Vino en tanto rompimiento, que los amigos de Francisco Pizarro mataron a don Diego de Almagro; el cómo y de la manera que fué no estoy obligado a escrebillo, pues no lo tomé a mi cargo sino las cosas y casos de guerra que han acaecido en este reino de Chile. Entre los que más prenda metieron fué Pedro de Valdivia a quien Francisco Pizarro había dado cargo de maestro de campo, así por ser de su tierra de Extremadura como por tener práctica de guerra de cristianos, la cual había adquirido y seguido en tiempo del marqués de Pescara en la compañía del capitán Herrera, natural de Valladolid, sobre la diferencia y competencia que se tuvo con el rey Francisco de Francia sobre el Estado de Milán. Y ansí, después de sosegadas las discordias del Pirú, pareciéndole a Valdivia, aunque Francisco Pizarro le diese de comer como en efeto se lo daba, no había de ser más de un vecino particular, como hombre que tenía los pensamientos grandes, hallando aparejo para que hubiese efeto su pretensión por la obligación en que le había puesto, trató con Francisco Pizarro, que como su capitán y en nombre suyo le enviase con gente a poblar la tierra de Chile; entendiendo que puesto en ella cualquiera que al Pirú viniese le conformaría el gobierno de aquel reino, o todo faltando, lo negociaría con su Magestad. Francisco Pizarro le quiso pagar y agradecer lo que había servido en el Pirú; pues lo que le pedía no era cosa que a él paraba perjuicio, antes acrecentaba su imperio, le respondió y dijo: que se holgaba dalle contento en todo lo que él quisiere. Concertados desta manera, le dió comisión para que como su capitán hiciese gente y se fuese cuando quisiese.
Valdivia juntó en breves días ciento y setenta hombres bien aderezados, pertrechados de armas y otras cosas convinientes para la impresa que traía. Se puso en camino y proveyéndose de ganados y yeguas para la ampliación de la tierra, y prosiguiendo su jornada llegó al valle de Atacama, ques a la entrada del despoblado, y deteniéndose allí algunos días para proveerse de matalotaje con que pasar aquellas ochenta leguas de arenales, un soldado de poco ánimo arrepintiéndose de haber venido en aquella jornada, comenzó a tratar de secreto con otros amigos que tenía se volviesen al Pirú, pues estaban tan a la puerta dél. Esta plática Valdivia la vino a saber, e informado de la verdad, lo mandó luego ahorcar; y hablando a los demás no derribasen sus ánimos, sino que tuviesen constancia, y pues llevaban una empresa tan principal donde todos serían remediados, no se aniquilase ninguno en hacer semejante torpeza. Después de haberse proveído de bastimento para el camino, entró por el despoblado sin acaecerle cosa que notable fuese; llegó al valle de Copiapó y desde allí, prosiguiendo su camino, reconosciendo la tierra y la dispusición que tenía, entró en el valle y llano de Mapocho, acariciando los principales que de camino le salían a ver, buscando dónde hacer asiento y poblar para desde allí descubrir y visitar la provincia; y siendo informado que en ninguna otra parte hallaría tan buen sitio como en donde estaba después de haber visto lo demás, pareciéndole ser lo mejor, hizo asiento y pobló donde agora es Santiago. Luego trazó la ciudad y repartió solares en que hiciesen casas algunos caballeros que consigo llevaba y otros soldados de menor condición, dándoles indios a todos los más, conforme a la posibilidad de la tierra. Estando ocupado en dar traza y buena orden, así en lo presente como en lo de adelante, acaeció lo que muchas veces se ve en semejantes jornadas, que algunos soldados, amigos de novedades, intentaron y comenzaron a tratar con otros de su condición, palabras que provocaban a alboroto y motín, diciendo: que habían venido engañados a mala tierra; que mejor les sería volverse al Pirú, que no estar esperando cosa incierta, pues no vían muestra de riqueza encima de la tierra, y que no era cosa justa a hombres de bien, por hacer señor a Valdivia, pasar ellos tantos trabajos y necescidades como por delante tenían. A esta plática tomó la mano un caballero de Córdoba que se llamaba don Martín de Solier, tratando con un Pastrana de Sevilla y con otros, que Valdivia era un soldado cudicioso de mando y que por mandar había aborrecido al Pirú, donde el marqués le daba de comer y no lo había querido, y que agora que los tenía dentro en Chile era cierto serían forzados a todo lo que quisiese hacer dellos sin ser parte para volverse, y que era de hombres cuerdos y prudentes mirar con tiempo lo de adelante y reparallo, antes que quiriendo no pudiesen; y que aunque les había dicho que lo haría muy bien con todos, le tenían por hombre de fe incierta y después haría a su voluntad como le pareciese. Estas cosas que se andaban tratando no pudieron ser tan secreptas que Valdivia no lo viniese a saber, y hecha bien la información halló que era necesario hacer castigo dellos; porque habiéndoles dado la pena que la guerra en tal caso por sus leyes determina, los demás quedarían quitados de semejantes liviandades, no sólo para no ejecutallas, mas ni aun para tratallas; y así los mandó prender, y porque no le rogasen ni importunasen por su salud, mandó a Luis de Toledo, alguacil mayor del campo, que luego los ahorcase y con ellos a otros cuantos que eran culpables, y mandó luego juntar todo el campo, donde les hizo una orasción a costumbre de guerra, los dejó y quedaron todos sosegados. Allí les amonestó se apartasen de semejantes tratos y pláticas tan dañosas, pues dellas no podían resultar menos que semejantes castigos. Quedó Valdivia con este castigo que hizo tan temido y reputado por hombre de guerra, que todos en general y en particular tenían cuenta en dalle contento y serville en todo lo que quería, y así por esta orden tuvieron de allí adelante.

Capítulo IV

De cómo Pedro de Valdivia pobló la ciudad de Santiago y los indios vinieron sobre los españoles y lo demás que acaeció. Está poblada la ciudad de Santiago en treinta y tres grados

Después que Valdivia llegó al llano de Mapocho, visto el sitio y buena apariencia de la tierra y fertilidad del campo y aparejo bueno que había para poblar, mejor que en otra parte alguna, pobló una ciudad. Como tengo dicho, púsole por nombre Santiago, tomándolo por abogado como a patrón d’España para en los casos de guerra que contra los indios esperaba tener de cada día. Después desta ciudad poblada, los naturales de su comarca [que] eran muchos, pareciéndoles que se querían perpetuar haciendo casas para su morada, viendo que eran terribles vecinos, cudiciosos de sus haciendas y muy mandones, conjuraron todos los principales cada uno con sus súbditos para en un día señalado matallos o hacer lo que pudiesen tentando su fortuna. Y acaeció, para que su intención hubiese efeto, que Valdivia había salido de la ciudad a buscar bastimento con parte de la gente que tenía para el sustento del pueblo, que por ser muchos pasaban nescesidad por falta della y por que tuvo nueva quél valle de Cachapoal era fértil, abundoso de maíces, fué allá ques dos jornadas de caballo; y como quedaron pocos, entendieron los indios que mejor conyuntura no podían tener para el buen efeto de lo que deseaban. Teniendo aviso por sus espías, vinieron sobre la ciudad, apellidándose unos a otros, pareciéndoles que para acaballo no habían más de poner por obra el comienzo y que en él consistía su libertad. Con ímpetu bravo arremetieron por el pueblo quemando algunas casas, mostrando su braveza. Los españoles, que entendieron su venida, se juntaron con el servicio extranjero que del Pirú habían traído, a unos paredones, tomándolos por defensa y reparo, y de allí salían a pelear con los indios los que más bien armados y mejores caballos tenían, unas veces ganando y otras perdiendo. Los indios los apretaron de tal manera que, aunque los desbarataban los españoles, se volvían a rehacer y así les ganaron toda la ciudad, si no fué solamente el poco sitio donde estaban; y una vez que con buena determinasción se metieron entre los indios por los romper del todo, les mataron dos soldados que habían peleado bien, y faltándoles socorro, los hicieron pedazos en la plaza, que era donde se peleaba; con esta suerte se mostraron más bravos que de antes. Alonso de Monróy, a quien Valdivia había dejado encomendada la ciudad, le envió a dar aviso haciéndole saber el aprieto en que estaba. Con presteza no creíble vino luego, aunque no tan secreto que los indios lo supiesen primero que llegase. Considerando que, pues no los habían podido desbaratar hasta allí, menos lo harían viniéndoles socorro, y que les habían muerto trecientos indios y peleaban tan valientemente, viendo [los] golpes de lanzas y cuchilladas que les daban tan bravas, en especial un clérigo natural de Sanlúcar, llamado Lobo, que ansí andaba entre ellos como lobo entre pobres ovejas, con este temor alzaron el campo y se volvieron a sus tierras, habiendo primero tractado entre sí dar muestra de paz para su reparo y que después harían como el tiempo les dijese.
Valdivia, llegado a la ciudad, fué rescebido alegremente, y comenzó a dar orden cómo sosegar a los indios y por mañas traellos a su amistad y servicio, prometiéndoles perdón de lo pasado, si en ellos había enmienda. Dijéronle los señores principales que no sólo le servirían, sino que le darían un atambor lleno de oro, y que para ello enviase algunos cristianos que lo recibiesen, que ellos tenían las minas en su tierra y le querían hacer aquel servicio; y como era costumbre entre todos ellos sacar oro para el tributo que pagaban a los Ingas, creyó que lo hicieran así como se lo habían dicho. Dándoles crédito y entendiendo que habría efeto, envió al capitán Gonzalo de los Ríos, que era su mayordomo, con doce hombres, mandándole que rescibiese el oro y diese orden como se hiciese un barco grande para enviar al Pirú por gente de que tenía necesidad, y para el efeto envió con él carpinteros hombres pláticos de hacer navíos, considerando que enviar al Pirú por tierra era jornada dura y habían de pasar por entre gente de guerra tantas leguas de camino y que por la mar costa a costa se iba con más seguridad y brevedad. Pues llegados que fueron al valle de Guillota, pidióles el capitán indios para cortar madera de que se hiciesen tablas pata el barco; diéronselos cautelosamente muchos más de los que pidió por descuidallo, y así mesmo comenzaron a sacar el oro de que había abundancia en las minas; y un día que los vieron descuidados, vino el señor principal del valle con unos granos de oro gruesos como nueces al capitán Gonzalo de los Ríos, dejando toda su gente emboscada junto a ellos, y le dijo: «Señor, toma este oro, que como éste te daremos breve lo que prometimos a Valdivia.» Gonzalo de los Ríos tomó el oro y estándolo mirando, el indio alargó la mano y sacándole el espada de la cinta le tiró una estocada con ella y dió voces llamando su gente. Salieron de sobresalto contra todos ellos con tanto ímpetu, que aunque estuvieran sobre aviso los mataran todos, como los mataron, dándoles tantos flechazos por el cuerpo, teniéndolos cercados, que los pobres españoles, viéndose en tanta nescesidad, pelearon desesperadamente sin que quedase ninguno dellos a vida, si no fué el capitán Gonzalo de los Ríos y un negro, que acertaron a tener los caballos ensillados cuando oyeron salir los indios de la emboscada; y como el indio le sacó al capitán la espada de la cinta, huyeron a los caballos y llegaron a la ciudad de Santiago diez y seis leguas de camino en un día, donde Valdivia fué avisado de lo subcedido.
Luego salió de la ciudad con cuarenta hombres y llegado al valle halló algunos indios que tenían de su servicio los españoles que habían sido muertos, y algunos anaconas del Pirú que se habían escondido. Después de haberlos recogido, reconosciendo el sitio y postura del valle, entendió era nescesario para subjetar aquellos indios hacer un fuerte y que en él estuviese guarnición de ordinario. Visto el lugar conviniente trazó una casa, y con toda la diligencia posible, unos cortando madera y otros haciendo adobes sin hacer diferencia de personas, los más caballeros y gente principal eran los primeros que se cargaban de lo que convenía; y como cosa en que consistía su remedio, fué en breve tiempo acabada de poner en defensa, para que con seguridad pudiese estar en ella la gente que bastase, y por otra parte dando orden en hacer sementeras de maíz y quitar a los indios que no hiciesen las suyas, proveyendo en sacar oro con el servicio que tenía, como hombre prudente en una cosa proveyó muchas, pues con facilidad todo se podía hacer. Los indios, visto la orden que los cristianos tenían y que de tiempo a tiempo se mudaban, unos iban a la ciudad y otros venían, y que ellos no podían sembrar ni salir al valle, comenzaron a venir de paz y servir. Viendo que a los que venían no se les hacía daño alguno, antes los recibían bien, estendida la voz, venían muchos de cada día. De esta manera se fué aumentando aquel valle, y desde aquel otros comarcanos, de lo cual fué instrumento el fuerte que se hizo en él; pues habiendo proveído en acreditar la tierra con buena parte de oro que había sacado, le paresció ser ya acertado enviar al Pirú alguna muestra. Tratando en ello, halló algunos caballeros con voluntad de serville en aquella jornada de Valdivia: con promesas que les hizo se concertó con el capitán Alonso de Monroy y Pedro de Miranda, que después fué vecino en la ciudad de Santiago, y otros cuatro soldados fuesen con la nueva de la tierra de Chile e informasen en el Pirú al que gobernase aquel reino.

Capítulo V

De cómo Pedro de Valdivia envió al Pirú al capitán Alonso de Monroy por gente y de lo que sucedió

Después que Valdivia vió el mucho oro que de las minas sacaban y entendió que en general era así y que los indios alzados venían a darle paz, pareciéndole se hallaba con poca gente para asentar la provincia quiso inviar personas al reino del Pirú que diesen razón de lo mucho que serían aprovechados los que viniesen, dándoles a entender la grosedad grande quel reino tenía de naturales, ansí como de oro: y para que hubiese buen efeto envió al capitán Alonso de Monroy que era caballero, y en el Pirú conoscido, de buen crédito, hombre de verdad y buen entendimiento, y con él a Pedro de Miranda con otros cuatro soldados en su compañía, por que mejor y con más seguridad pudiesen pasar ayudándose unos a otros. Y para que en el Pirú les diesen crédito ser la tierra de Chile próspera, mandó que todos hiciesen los estribos de las sillas, guarniciones despadas, todo de oro, con otras cosas en que lo podían llevar sin nenguna pesadumbre para jornada tan larga. Con esta orden salieron de Santiago después de despedirse de sus amigos, caminando con cuidado, recatándose siempre de los indios, que aunque algunos estaban de paz, era cautelosa. Llegaron al valle de Copiapó, que está de la ciudad de Santiago ciento y veinte leguas, donde queriendo proveerse de algún matalotaje para el despoblado, fueron salteados de los indios; peleando con ellos, sin dejallos subir a caballo ni dalles lugar para ello, mataron a los cuatro, y al capitán Monroy y Pedro de Miranda prendieron y los llevaron presos a un ayuntamiento de principales que estaban bebiendo a su usanza, donde llegados los indios regocijaron más su conversación con ellos.
Fué Dios servido que sin pensarlo y acaso vió allí Pedro de Miranda una flauta, la cual tomó y comenzó a tocar, que lo sabía hacer. Como los principales indios lo vieron, dióles tanto contento la voz y música della, que le rogaron los vezasse a tañer, y no lo matarían. Él, como hombre sagaz, viendo que no le iba menos que la vida, les dijo que lo haría y les mostraría muy bien; mas que les rogaba que al capitán Monroy no lo matasen que era su amigo y le quería mucho. Fué tanto lo que persuadió a aquellos principales con la flauta, que condecendieron a su petición, remedando en parte a Orfeo, cuando fué en busca de su mujer al infierno. Dijéronle que por su amor lo harían, mas que Monroy les había de servir de caballerizo y mostralles a andar a caballo, quedando con esta orden. Desde allí adelante les pusieron guardias por que no se les huyesen: ellos entre sí siempre comunicaban en su libertad y cómo se huirían. Sacando los principales al campo los hacían subir a caballo y les decían cómo y de la manera que se habían de poner, de que recibían grandísimo placer en saber manejar sus caballos, tocar la flauta, que todo lo tomaban bien. Un día después de haber entre sí comunicado la orden que tendrían para libertarse, escondieron dentro de los borceguíes cada uno un cuchillo bien amolado, que otras armas no las podían llevar a causa que siendo vistas se las quitaran o los mataran sospechando dellos mal. Aquel día, viendo tiempo cual siempre estuvieron esperando, salieron al campo al ejercicio ordinario, y viendo oportunidad para su desinio, arremetieron a los principales, que eran dos. Estando todos cuatro a caballo les dieron de puñaladas, de manera que dejándolos mal heridos, fueron de presto al alojamiento donde vivían, tomando algunas armas, que por respeto de dejar los principales heridos en el campo lo pudieron hacer. Los indios viendo a sus señores a la muerte, procurándoles algún remedio, pudo Monroy irse a su salvo y por que no quedase cosa que les dañase atrás, mandaron a Barrientos que estaba allí con ellos subiese a caballo. El cual Barrientos (por otro nombre se llamaba Gasco) estaba entre los indios preso muchos días había, no pudiendo hacer otra cosa, aunque se quisiera quedar allí, porque lo mataran, y con lo que repentinamente pudieron haber porque les convenía ansí, antes que los indios se juntasen, se metieron por el despoblado: cosa de grandísimo temor pensar de caminar ochenta leguas de arenales sin llevar que comer para ellos ni para los caballos; donde les acaeció, como dicen, de ordinario a los hombres que con ánimo valeroso se determinan a cosas grandes, cuando son justas Dios les favoresce. Porque yendo tristes y desconsolados, faltos de toda cosa, les deparó su suerte en el despoblado un carnero cargado de maíz que les pareció ser milago. Teniendo el carnero en su poder, repartieron el maíz entre ellos lo que bastaba para el camino; lo demás dieron a sus caballos, y con los tasajos que del carnero hicieron, tuvieron matalotaje con que llegaron a Atacama. Allí hallaron comida la que hubieron menester, deteniéndose poco por respeto de que no les acaesciese otro revés de fortuna, y pasaron adelante su camino.
Entrando por la tierra de Pirú, supieron cómo don Diego de Almagro, hijo del Adelantado, era muerto, y también el marqués Francisco Pizarro, y q’ue gobernaba el reino del Pirú el licenciado Vaca de Castro. Con esta nueva, yendo en su busca, lo fueron a hallar en el río de Calcas cerca de Guamanga, donde fueron dél bien recebidos, dándole cuenta de su peregrinación. Fué grandemente tratado ser viaje próspero para los que quisiesen ir a él, por ser grande la voz que dió en el campo los estribos de oro que llevaban viéndolos presentes en obra tosca; juntamente con lo que decían, y los presentes vían, les levantaron los ánimos tratando de cosas de Chile. Vaca de Castro desde algunos días les dió setenta hombres bien aderezados con que se volviesen, y no le dió más porque en aquel tiempo había acabado de ganar la batalla de Chupas y estaba sospechoso de la gente que tenía. Con este número, Alonso de Monroy se volvió a Chile proveyéndose en Atacama para pasar el despoblado; llegó a Copiapó, donde en aquel valle siendo conoscido, los principales señores lo vinieron a ver y le dieron los estribos de oro que habían quitado a sus compañeros, cuando los mataron. Dióles a entender que de allí adelante fuesen buenos y mirasen que los cristianos habían de permanecer: no quisiesen perder sus vidas bestialmente, sino conservarse con ellos en amistad. Pasando adelante su camino llegaron a Santiago, donde fué en general bien rescebido.

Capítulo VI

De las cosas que hizo Valdivia después que llegó el capitán Alonso de Monroy a Santiago

Llegado Alonso de Monroy con la gente que le dió Vaca de Castro, Valdivia envió luego a conquistar los valles comarcanos y traellos de paz; y porque el valle de Chile era mejor y más bien poblado que otro ninguno, lo tomó para sí, y también por que en sus tierras tenían minas ricas de oro. Habiendo tomado relación y memoria de todos los indios que en la comarca de Santiago había, considerando quel valle de Copiapó y el del Guaco y Limari con otros a ellos comarcanos era imposible servir a Santiago por la mucha distancia que había, mandó al capitán Francisco de Aguirre que con los soldados que le señalaba fuese a poblar donde agora es la ciudad de la Serena; que ya de aquel asiento tenía plática quando por allí pasó que venía del Pirú. Teniendo atención a lo arriba dicho, yendo su jornada llegó al valle de Chile. Hallando buen servicio en los naturales hizo alto algunos días, refrescando los caballos, que en aquel tiempo eran tenidos en mucho, por que valía un caballo mill ducados y otros dos mill y así a este precio. Francisco de Aguirre tuvo noticia que algunos indios servían mal y persuadían a otros a no servir en el mesmo valle; parescióle sería bien hacer algún castigo en algunos que por no servir estaban huídos, poniendo temor a los demás, de manera que se asentasen mejor por tener, como tienen todos los indios en general en este reino de Chile, condición de villanos. Pues para el efeto dicho salió una noche al cuarto del alba y dió en la parte que estaban recogidos; tomó algunos y mucha chusma de muchachos y mujeres. Con toda la presa se volvió a su alojamiento, haciéndolo saber a Valdivia: creyó que por allí ganaría más gracia con él, y subcedióle al contrario, que como lo supo se indinó de tal manera, que le mandó dejase la jornada y se viniese con la gente que llevaba. Llegado a Santiago, después de haber dado su descargo, pasando algunos días que no se trataba más en ir a poblar a aquella ciudad, un caballero, llamado Juan Bohón de nombre, le pidió a Valdivia por merced le diese aquella impresa, y Valdivia se la concedió; Juan Bohón con la gente que Francisco de Aguirre había llevado se partió. Llegado a la Serena, viendo el asiento ser tal y tan a propósito, pobló conforme a la orden que llevaba y le puso nombre la Serena, que por nombre de los indios se llamaba y llama el asiento Coquimbo. Está esta ciudad en 29 grados y tres tercios; y para mejor cumplir con lo que a su cargo había tomado, anduvo conquistando algunos valles trayéndolos de paz.
En este tiempo, Valdivia, viendo que en los términos de Santiago no tenía indios para cumplir con todos los que consigo tenía, por que había tomado para sí la mejor y mayor parte de los valles, quiso dalles contento sabiendo que muchos estaban sin él, y para el efeto apercibió ochenta hombres, diciéndoles era informado que la tierra de adelante era mejor que la de Santiago, más poblada y rica, y que dello estaba cierto: que tenía voluntad para que entendiesen ser ansí dalle una vista y verían que había gente en la provincia para dar indios a muchos más cristianos de los que al presente tenía. Todos alegres, con deseo de verlo, salieron con él. Pasado el río de Maule, que está treinta leguas de Santiago, yendo la tierra adentro, informándose de los caciques cómo se llamaban y las tierras que tenían, llegó al río de Itata, que estaba bien poblado: corre este río por tierra llana fructífera. Muy contentos todos, viendo la buena dispusición que iba descubriendo la tierra, y por la información que tomaban y lo que vían y entendían era mejor lo de adelante, iban descubriendo en lo que hasta allí habían visto y así llegaron al asiento donde agora está poblada la ciudad de la Concepción. Viendo el sitio que para poblar allí tenía, con un buen puerto para navíos, pasó adelante a ver el río de Biobio, que es mayor que ninguno otro del reino, y parece mucho mayor por extenderse en tierra llana a la entrada de la mar, bien poblado de gente. Habiendo tomado plática de todo lo de adelante, antes que los indios se acabasen de juntar para pelear con él, y siendo informado le tomaban los pasos, acordó retirarse con tanta presteza, que dando muestra de hacer dormida, dejando fuegos encendidos, se retiró de noche hasta salir a lo llano, y de allí se volvió a Santiago. Después de haber reposado algunos días repartió de los caciques indios que traía por memoria, y dió algunos de los que fueron con él.
Todos en general, como vieron la grosedad de la tierra, daban a entender [que] la falta que tenía Valdivia era de gente para poblar lo de adelante. Ocupado en mandar conquistar y asentar los términos de Santiago, puesto en quietud lo más y mejor de la comarca, como era astuto, pensó una cautela para hacer lo que tanto había que tenía en su pecho determinado, y fué que en público y en secreto trataba de enviar al Pirú por gente a Francisco de Villagra y a Jerónimo de Alderete, hombres principales que después ambos fueron gobernadores, diciendo que les daría dineros que llevasen y poder para que les obligasen, dando esta orden que a todos parecía bien, rogando a algunos de los que al Pirú querían ir allá, les ayudasen y acreditasen en lo que pudiesen. Muchos con licencia que tenían y Valdivia les había dado para ir al Pirú, juntamente con algunos mercaderes que estaban de partida, como hombre que pensaba hacer lo que hizo, amigablemente daba licencia a todos los que la querían, diciendo que con la voz del oro que llevaban vernía mucha más gente del Pirú de cada día. Estando el navío en el puerto, que está diez y seis leguas de la ciudad, comenzaron a irse algunos y entre ellos otros soldados que habían adquirido algún oro en las minas, cada uno con su servicio; y de algunas cabras que habían traído, que valían cada una cien pesos y más, y otros ganados, desvelándose los pobres en juntar algún dinero para irse a sus tierras.
Estando todos en la mar con sus amigos para embarcarse llegó Pedro de Valdivia, sin haber comunicado cosa alguna de su desinio con nadie, mas de con pura sagacidad y astucia para hacer lo que hizo después de haber llegado, diciendo que venía a despachallos y escrebir al rey y a otras personas favoresciesen las cosas de Chile. Comiendo y holgándose todos los pasajeros, esperando el irse a embarcar, los descuidó en buena conversación y mandó a los marineros de secreto le trajesen el batel y le diesen aviso Ellos lo hicieron así; porque en aquel tiempo Valdivia era temido de todos en general por su mucho rigor, no osaron hacer menos de como les fué mandado, sabiendo ahorcaba a los hombres fácilmente, y que más a manera de tirano eran sus cosas de lo que decirse podría. Valdivia, como tenía tanta isperiencia del mundo, parecíale que mientras no tuviese mejor título del que tenía para que no se le atreviesen, era necessario hacello así: de manera que dándole aviso estaba el barco en la playa, salió disimuladamente hacia la mar y se metió en él y mandó le llevasen al navío donde todos los que estaban en tierra tenían su oro, número de noventa mill pesos. Luego mandó el barco a tierra y que se embarcasen Jerónimo de Alderete y los capitanes Juan Jufre, Diego García de Cáceres, Diego Oro, Juan de Cárdenas, don Antonio Beltrán, Alvar Martínez, Vicencio de Monte. Llegados al navío mandó levantar las áncoras y dar la vela navegando hacia el Pirú.
Los que quedaban en tierra y vían que les llevaba su oro, bien sentiréis lo que podían decir: eran tantos los vituperios y maldiciones, que ponían temor a los oyentes. Habiéndoles dejado orden que respetasen y tuviesen a Francisco de Villagra por su teniente, consolándolos que él volvería breve con gente para ampliar el reino y que de sus haciendas pagasen el oro que llevaba, a cada uno conforme a lo que pareciese por el registro. Los pobres que quedaron en el puerto animándose unos con otros, se volvieron a Santiago visto que otra cosa no podían hacer. Un trompeta que allí estaba llamado Alonso de Torres, que después fué vecino en la Serena, viendo el navío ir a la vela, comenzó a tocar su trompeta diciendo: «Cata el lobo do va Juanica, cata el lobo do va…», de que los presentes, aunque tristes y quejosos no pudieron dejar de reír, y en el instante dió con la trompeta en una piedra donde la hizo pedazos; y así llegaron a Santiago, entre ellos un soldado llamado de nombre Francisco Pinel a quien Valdivia había llevado tres mill pesos en el navío a vueltas de lo demás: anduvo más tiempo de un año imaginativo y pensoso por su dinero, hasta que Valdivia volvió al gobierno de Chile; habiéndole pedido le pagase, como no se lo dió entreteniéndolo con palabras, hasta que un día lo despidió mal de sí, el pobre de poco ánimo, desesperado, se ahorcó.

Capítulo VII

De las cosas que acaecieron en Chile después que Valdivia salió del reino

Volviendo al capitán Joan Bohón, que había ido a poblar la ciudad de la Serena, después de haber traído de paz los repartimientos que junto al pueblo estaban. Salido Valdivia del reino con la buena suerte que había hecho, quiso el capitán Joan Bohón ir a sentar el valle de Copiapó, por tener seguro y abierto aquel camino para los que del reino del Pirú viniesen a Chile; porque aquellos indios como gente tan belicosa hacían suerte en algunos que por allí pasaban. Llegado a aqueste valle le salieron a servir de paz cautelosamente, y una mañana, como capitán bisoño y mal plático de guerra, imprudente de lo que convenía a su seguridad, no teniendo guardia que le segurase el campo, los indios dieron en él y antes que se pudiesen juntar para pelear y defenderse, con grandísima braveza los mataron todos, no escapando ninguno dellos, que eran treinta y dos soldados: sólo a Johan Bohón prendieron y atadas las manos con una cruz que él solía traer en un bastón, diciendo que con aquélla en la mano trairía de paz todo el reino de Chile, le trajeron por todo el valle triunfando dél y de su miseria, al qual dieron muerte tan cruel, que usando de muchas maneras de crueldades a lo último le ahorcaron. Algunos quisieron decir habiéndolo visto ahorcado, y por plática entre los indios, que tenía cruces señaladas en las espaldas y en los pechos; pudo ser, como era buen cristiano, fuese Dios servido que la cruz que él traía en la mano, siendo como debía de ser su intención buena, se mostrase en su cuerpo para felicidad de su ánima. Sabido en la ciudad de la Serena, los que en ella habían quedado miraron por sí viviendo recatados con los naturales y dieron aviso a la ciudad de Santiago. Respondióles Francisco de Villagra mirasen por su pueblo, que al presente no tenía gente que podelles enviar o que hiciesen lo que les paresciere: no se quisieron ir a Santiago con la pretensión que tenían de ser vecinos en aquella ciudad, paresciéndoles podrían sustentarse por haber pocos indios en aquella comarca.

Capítulo VIII

De las cosas que hizo Villagra después que quedó por capitán de Valdivia, y de la muerte de Pedro Sancho

Quedando Francisco de Villagra en la ciudad de Sanctiago por capitán de Valdivia, como a persona que lo tenía por amigo y fiaba dél toda cosa, estando en el mando y cargo acaeció que un hidalgo principal casado en Toledo, llamado de nombre Pedro Sancho de la Hoz había llegado poco había de España, al cual el emperador don Carlos le había hecho merced de la gobernación que alcanzase desde el estrecho de Magallanes abajo trecientas leguas la costa de Chile hacia lo que Valdivia tenía poblado; y aunque traía la provisión y merced que le fué fecha, no osó ponerse al gobierno por temor que tuvo de Valdivia; mas después que Valdivia fué ido al Pirú y ausente del reino, comenzó a tratar que pues era ido y se creía no volvería más a Chile, teniendo él por cédula la gobernación, más justo era gobernarla él que otro alguno. Estas cosas las comunicaba con sus amigos y aquéllos las trataban con otros, por donde se vino a saber, que aunque en público las dijera parescieran bien; pues la merced y título que tenía era el verdadero; mas estaban las cosas en Chile tan vedriosas en aquel tiempo, que Villagra, pareciéndole que [le] darían el cargo y gobierno del reino, como lo supo, comenzó a guardarse recatándose de allí adelante, diciendo lo querían matar y alzarse contra él, lo cual se dijo entre algunos que para salir con ello era menester matallo, porque después no habría impedimento alguno. Informado Villagra de sus amigos, hizo información contra él por escripto, y a su parescer hallándolo culpable lo mandó prender y luego cortalle la cabeza, cosa de grande crueldad. Muerto Pedro Sancho, quedó Villagra en quietud, sustentando lo que Valdivia le había dejado a su cargo. Hízose bien quisto con muchos; ganándoles la voluntad, grangeándolos, trató y puso en efeto una gran cautela debajo de amistad bien debida a Valdivia, que la ambición y deseo de mando le hizo poner por obra: que mandó y dió orden en hacer dos probanzas, la una en favor de Valdivia y la otra en contra, y hechas, que halló testigos para todo, mandó hacer una fragata, y en ella envió al Pirú algunos que con Valdivia estaban mal y tenían quejas dél; para que allá hiciesen como que les paresciese, y con ellos envió a Pedro de Villagra, que después fué gobernador, el cual decía llevaba las probanzas consigo envueltas en gran maldad, para si hallase a Valdivia mal puesto con el que gobernaba al Pirú le ayudase a derribar con la que llevase contra él; y si lo hallase bien puesto, lo pidiese en nombre del reino y presentase en su favor la otra probanza: todo esto lo vino después a saber Valdivia y dello resultó a Villagra mucho daño y desasosiego. Siéndole, pues, a Valdivia el tiempo favorable, llegó al puerto de Arica, donde supo que el licenciado Gasca estaba en Lima, y los poderes grandes que traía del emperador don Carlos, y cómo Gonzalo Pizarro tenía el reino tiranizado, aunque esto ya él lo sabía antes que saliese de Chile por cartas que de Pizarro había tenido, el secreto de las cuales reservó para sí. De allí hizo vela a los Reyes: llegado al puerto, supo que el licenciado Gasca iba caminando en busca de Gonzalo Pizarro hacia el valle de Jaquijaguana. Tomando cabalgaduras par él y sus criados y amigos se dió tanta priesa que lo alcanzó breve. Viéndose con él fué bien recebido y le hizo mucha honra y merced en tratamiento; y como Valdivia era conoscido y tenido por hombre de guerra, el licenciado Gasca le rogó que mandase en todo lo que viese que al servicio de su Majestad convenía, porque él en su nombre se lo mandaba y en el suyo se lo pedía por merced, pues había coyontura que tanto efeto podía hacer su venida; y ansí Valdivia sin cargo alguno, sino como hombre privado, andaba en el campo y mandaba todo lo que a él le parescía que convenía; y subcediendo lo que todos saben, sabida la historia por parte del rey, hallándose Valdivia en su acompañamiento, siéndole conforme a su disinio favorable la suerte y pretensión que tenía. Estando bien puesto con el licenciado Gasca, vueltos que fueron a Lima, comenzó a tratar en sus negocios pidiéndole la gobernación de Chile, tratándose tan lustrosamente y con tanta generosidad, que todo lo que decía y hacía era al licenciado Gasca muy acepto y le parescía bien, teniéndole por muy hombre. Supo negociar tan bien, que con algunas personas principales que le ayudaban alcanzó la merced que él pretendía por palabra.

Capítulo IX

De cómo volviendo Valdivia a Chile por gobernador, el capitán Pedro de Hinojosa le volvió preso del camino por orden del presidente Gasca

Después que Valdivia hubo alcanzado la merced que pretendía, pidió licencia al licenciado Gasca para irse, el cual se la dió con provisión y título de gobernador; ansí mismo le dió algunos desterrados que iban del Pirú para Castilla que los llevase a Chile, y otros que estaban en la cárcel que habían sido secuaces de Gonzalo Pizarro, teniéndolos para castigar, Valdivia los pidió al licencado Gasca le hiciese de ellos merced; el cual se la concedió, pues iban a servir al rey y en tierra nueva, comutándoles la pena en aquel nombre de destierro. Siguiendo su camino llegó a Arica, donde estándose proveyendo de algunas cosas para su viaje, formaron delante del presidente muchas quejas de él: éstas por cartas que enviaron a Arequipa y de otras partes diciendo que iba amotinado y en deservicio de el rey; porque los que iban con él robaban a los indios por donde pasaban y los metían en colleras, y que a los españoles que topaban por el camino les quitaban sus haciendas, los cuales males los hacía Valdivia todos, pues los consentía. Esto indinó en tanta manera al presidente Gasca, que mandó luego al capitán Pedro de Hinojosa, general que había sido en el Pirú en servicio del rey contra Gonzalo Pizarro, fuese tras de él y donde lo alcanzase lo volviese preso. Hinojosa tomó veinte soldados arcabuceros, y se dió tanta priesa a caminar, que antes que Valdivia saliese de Arica lo alcanzó, y con todo buen término le dió a entender su venida y de lo que el presidente le mandaba. Valdivia le dijo que mucho enhora buena se hiciese ansí; aunque algunos soldados amigos y criados que allí consigo tenía le dijeron que si quería lo defenderían y se irían su jornada. A éstos reprehendió gravemente y proveyó que sus criados caminasen a Chile, y la gente que estaba en camino con los capitanes que la llevaban a su cargo continuasen su viaje y él se volvió preso a Lima con Hinojosa.
Antes que llegase en la corte del presidente había varios pareceres, y unos decían que volvería, otros que no, antes se afirmaban que como era hombre de guerra y había recebido aquella befa lo quería apostar, y que fácilmente lo podría hacer, pues llevaba gente consigo y se le llegarían otros muchos. Tratándose de ordinario en esto, llegó nueva de cómo venía Hinojosa y Valdivia con él, de que el presidente Gasca, viendo aquel nublado deshecho, rescibió grandísimo placer en haber sucedido bien caso tan dudoso; mandó que le diesen cárcel conforme a su persona. Desde a pocos días, conocida su humildad, de la cual no le hacían sus émulos y que era mentira lo que de él se había dicho, teniendo tan buenos amigos y terceros, en especial un caballero de el hábito de Santiago llamado Alonso de Alvarado, mariscal de el Pirú, que había venido con el presidente Gasca de Castilla y servido a su Majestad en aquella guerra, tuvo tan buenos medios en negosciar, que breve le fué concedida licencia para irse.
En este tiempo parece andaba la fortuna jugando con Valdivia por las muchas contrariedades que de ordinario se le ofrecían; porque estándose aprestando para su viaje llegaron a la ciudad de los Reyes los que iban en la fragata contra él. Puestos delante del licenciado Gasca formaron su querella, diciendo de Valdivia muchos males: respondióles que diesen información de lo que decían, y como eran hombres mal pláticos de negocios, quejándose los treinta hombres que iban, entendiendo que cuanto más fuesen las quejas más hacían en su caso, siendo ellos propios los que habían de atestiguar contra él. Habiendo todos quejado no tuvieron con quien probar lo que decían; porque el que llevaba las probanzas como lo vido bien puesto, conforme a la orden que tenía, no las quiso presentar, porque no se entendiese le abonaba en lo que podía. Viéndose engañados, y que no podían hacer el efeto que deseaban, ni dar la información que les pedían y que volvía por gobernador, procuraron reconciliarse con él. Valdivia les prometió pagar todo el dinero que había tomado, y que les daría de comer, que es dalles repartimientos de indios, a todos, y que fuesen amigos de allí adelante. Confirmados en amistad, le dió el presidente Gasca una galera que había hecho en Panamá para venir en ella a Lima cuando vino de Castilla, la qual Valdivia deshizo en Chile porque de armada no la podía sustentar, y le dió ansí mesmo un navío en que se embarcó, que por quitar el decir a sus enemigos no quiso ir por tierra.
Navegando con buen tiempo llegó a la ciudad de la Serena, y mandó salir en tierra algunos hombres que fuesen a la ciudad y diesen aviso al pueblo de su llegada. Estos soldados llegaron a la ciudad y no hallaron gente alguna, que pocos días había los indios comarcanos, pareciéndoles que también eran ellos hombres como los de Copiapó, se concertaron todos y una mañana al amanecer entraron en la ciudad, repartidos por su orden tantos a cada uno, fueron a sus casas como hombres que las sabían bien, dando en general una grita. Los españoles que salieron a ella, antes que se juntasen ni aprovechasen de cosa alguna en su defensa, los mataron todos, no escapando más de un pobre hombre metido en un horno. Este llevó la nueva a Santiago, escondiéndose de día y caminando de noche. Visto por Valdivia que no tenía a qué detenerse allí, navegó al puerto de Santiago. Llegado, envió a hacer saber estaba allí, y viniéronle a ver los amigos que en la ciudad tenía. En este mismo tiempo, entre la gente que venía por tierra cuando Valdivia volvió preso de Arica, dos capitanes que venían por orden suya, sobre el mandar y otras cosas que se ofrecieron, vinieron en discordia, llamado el uno Juan Jufre y el otro Francisco de Ulloa, en que el capitán Juan Jufre se adelantó y prendió al capitán Francisco de Ulloa, y descompuesto de la gente lo trajo consigo. Después entre ellos hubo largo pleito hasta que vino por gobernador de Chile don García de Mendoza, que conociendo de la causa fué condenado el capitán Juan Jufre por el licenciado Hernando de Santillán que volviese a Ulloa cierta cantidad de dineros en recompensa de las cosas que le tomaron los soldados que consigo llevaba. Siendo todos llegados a Santiago, Valdivia se comenzó a aderezar para ir a conquistar la tierra de Arauco.

Capítulo X

De cómo Valdivia salió de Santiago a conquistar la tierra de Arauco y de la batalla que los indios le dieron en el valle de Andalien

Viéndose Pedro de Valdivia en Chile rescibido por gobernador en nombre del rey y con gente la que había menester y deseado para ampliar el reino, procuró de los que le eran enemigos hacerlos amigos y los amigos confirmallos más en amistad, dando orden cómo pagar el oro que les había tomado cuando se fué al Pirú y de proveer algunos soldados de armas y caballos para salir a la conquista. Como hombre que tenía grande esperiencia de cargos y cosas de guerra, para que en lo de adelante y presente no tuviese de quien recatarse ni de quien tener sospecha que, contra él podría hacer movimiento alguno en el reino y que convenía ansí; aprovechándose de la discreción que tenía, llamó un día a Francisco de Villagra, a quien había dejado por su teniente, y le dijo que lo mucho que le debía no se lo podía pagar en tiempo alguno con lo que en Chile podía hacer por él: conforme a su deseo, quél pretendía enviallo al Pirú para que hiciese gente toda la que pudiese, y que con ella tomase el camino de Yunguyo que era la noticia que se había publicado y el capitán Diego Rojas había llevado, que era la mejor jornada que podía llevar: que él esperaba en Dios hacello señor por aquel camino tan noble, y que para ello hallaría propicio al licenciado Gasca. Villagra estuvo dudando entre sí y algo temeroso, porque [de] enviallo Valdivia al Pirú entendía le pedirían la muerte de Pedro Sancho, a quien había cortado la cabeza; mas viendo que no podía hacer otra cosa, se conformó con su voluntad, aunque contra la suya; y ansí para su reparo como hombre que de ello iba temeroso, llevó la información que había hecho contra Pedro Sancho, porque si allá le pidiesen [cuenta] tuviese con qué repararse. Decían que apartar Valdivia a Villagra de sí no era por amor que le tuviese, ni de hacello señor como él decía; sino porque supo que en su ausencia no le había sido amigo, y en sus cosas no había estado bien con ellas, y que por este camino, apartándolo de sí, daría olvido a la venganza, que cierto Valdivia, después que tuvo la gobernación por el rey, mudó mucho en costumbre y condición, aplicándose en muchas cosas a la virtud. Villagra hizo su camino al Pirú, donde le sucedió como adelante se dirá.
Andando Valdivia dando orden para su partida con mucho contento, quiso un día hacer mal a caballo en la plaza de Santiago; de su mohina cayó el caballo con él. Tomándole una pierna debajo se le quebró, por cuyo respeto se detuvo en salir a la jornada que tenía tan a la mano; no embargante este suceso adverso, proveyó luego que un capitán llamado Francisco de Aguirre, hombre principal, fuese con gente a poblar la ciudad de la Serena y castigar la muerte del capitán Juan Bohón. Habiéndole señalado los que con él habían de ir, se partió con ánimo determinado de dar buena cuenta de lo que llevaba a su cargo, y lo hizo ansí porque como hombre que lo entendía hizo luego que llegó un fuerte torreado y bien cercado, donde con seguridad estaban de ordinario. Puesto bien en defensa, dejando los soldados que le pareció bastaban a guardallo, con los demás salió a correr los valles, castigando los culpables en las muertes pasadas. Asentó todo el término de aquella ciudad ganando en ello mucha reputación y gloria, por ser cosa importante tener seguro aquel paso para los que venían por tierra del Pirú, que como pasaban sin contraste alguno levantaron el nombre de Aguirre en gran manera. En este tiempo siendo Valdivio sano de la pierna que tenía quebrada, salió de Santiago con ciento y setenta hombres muy bien aderezados y armados por el camino de los llanos; llegó al río de Biobio, teniendo con los naturales muchos recuentros y desbaratándolos muchas veces. Yendo por su ribera caminando un atambor que llevaba en su campo, quiso apartarse a buscar dónde podía hacer presa de algún ganado, y de su suerte dió en unos indios emboscados que esperaban tomar algún soldado desmandado: éstos dieron en él, y antes que pudiese ser socorrido, fué muerto. Pues caminando Valdivia el río abajo, vino a dar en otro río que se llama Andalien.
Los indios en este tiempo no dormían, antes viendo cuan cerca estaba su cativerio y servidumbre, se convocaron y hicieron junta por sus mensajeros de toda la más gente que pudieron; que como pasó el río de Maule e iba caminando, por momentos tenían nueva de lo que hacía y a dónde durmía, hasta que pasó en este valle de Andalien, que para pelear con él otra cosa no esperaban más de velle parar en alguna parte para trocar lo que les convenía; y ansí habiendo hecho alto una noche, se determinaron de pelear creyendo que de noche se turbarían los caballos, y los soldados, si algún descuido tuviesen, los tomarían en las camas. Puestos en orden, al cuarto de la modorra, ques a la media noche, se llegaron a los cristianos. Las centinelas que estaban velando, como los sintieron, tocaron arma y se fueron recogiendo hacia el campo; porque los indios iban sobre ellos por todas partes con grande número de flechas que sobre ellos llovía a manera de granizo, y con muchas lanzas y macanas grandes (que es tan larga una macana como una lanza jineta, y en el lugar donde ha de tener el hierro tiene una vuelta de la misma madera gruesa a manera de codo, el brazo encogido, con éstas dan grandes golpes), y porras tan largas como las macanas y en el remate traen la porra, que es tan gruesa como una bola grande de jugar a los bolos. Los cristianos viéndose acometidos por todas partes, que sospechosos de lo que podía ser estaban armados y muy en orden para lo que les sucediese, luego que se tocó a el arma se juntaron; y como los indios con ánimo de tornallos desapercebidos se metieron tanto, fué un hermoso recuentro y batalla para de noche, porque oír a los indios la orden que tenían en acaudillarse y llamarse con un cuerno (por él entendían lo que habían de hacer), y cómo sus capitanes los animaban y las muchas cosas que les decían. Y como la noche era serena y quieta, poníanse gran temor los unos a los otros. Por parte de los cristianos era brava cosa oír el estruendo de los caballos, el gran sonido de las trompetas, las voces que Valdivia les daba animándolos rompiesen en los indios; parecía que allí se les acababa el mundo. Andaban los indios tan cerrados y tan bien ordenados, que no podían los españoles entrar en ellos, porque en llegando el caballo, aunque los llevaban bien armados, dábanles con las porras tales golpes en las cabezas, que los hacían volver atrás empinándose, sin que los pudiesen más volver a los indios; por otra parte, eran tantas las flechas que tiraban, que casi todos los tenían heridos, y con tanta determinación los apretaban, que les iban ganando el campo; y aunque Pedro de Valdivia peleaba bien armado con un coselete de infante y su caballo con buenas cubiertas, no pudo hacer que los indios se rompiesen. Viendo que se perdían, para animar a los que peleaban a pie, que eran soldados de su guardia, mandó se apeasen algunos hombres principales, pues por defeto de los cabellos no podían llegar a pelear como querían. Luego se apeó Francisco de Riberos, Juan Godíñez y Gregorio de Castanieda, hombres valientes y conocidos; viendo apear a éstos, se apearon otros muchos con sus lanzas y dargas, y algunos arcabuces pocos que les ayudaron; y con mandar Valdivia juntamente con esto los acometiesen treinta soldados por las espaldas, los apretaron de tanta manera, que viéndose los indios cercados por todas partes y el ánima de los cristianos en crecimiento, y que les faltaba munición de flechas, careciendo de otras armas, habiendo hecho todo lo que en sí pudieron; siendo muertos tantos, que viendo los montones entre sí de cuerpos muertos, desmayaron en tal manera, que volviendo las espaldas comenzaron a huir cada uno donde le deparó su suerte. Ya comenzaba a amanecer cuando los españoles les tuvieron esta vitoria. Las yanaconas de Santiago que Valdivia tenía consigo pare servicio de el campo, que hasta aquel punto por orden de Valdivia habían estado quedos, conociendo que iban los indios desbaratados, salieron todos, número de trecientos yanaconas, matando con grandísima crueldad cuantos hallaban, que como iban derribados los ánimos y sin armas con que defenderse, mataron infinito número de ellos. Murieron en esta batalla más número de tres mill indios; de los cristianos no murió más de uno, que por desgracia un soldado, tirando a los enemigos, como era de noche, le dió un arcabuzazo por las espaldas de que murió. Era este soldado tan alto, que su mucha estatura lo mató, porque fué la herida en lo que sobraba de los hombros arriba. De todos los demás españoles, de los capitanes y soldados, no quedó ninguno que no saliese herido; de condición que si otra batalla les dieran los desbarataran, según quedaron temerosos y mal tratados ellos y los caballos. Valdivia retiró luego su campo de allí y se vino a la costa y puerto de la Concepción, sitio que ya lo había reconocido, llamado por nombre de indios Penco; allí asentó su campo para proveer lo que le convenía.

Capítulo XI

De cómo Valdivia pobló la ciudad de la Concepción y de cómo los indios vinieron a pelear con él y los desbarató. Está esta ciudad poblada en treinta grados y medio

Habida esta vitoria Valdivia con tanta felicidad, otro día luego retiró su campo porque el hedor de los muertos no le inficionase la gente, y también por buscar asiento conviniente donde poblar. Habiendo visto mucha parte de la comarca, no hallando otra tan a propósito como la de Penco, por tener buen puerto en una bahía grande, después de bien reconocido, trazó y pobló la ciudad de la Concepción. Dió solares a los soldados que allí habían de ser vecinos, y tomando para sí una cuadra, dió orden cómo hacer un fuerte torreado donde pudiesen estar seguros, velándose de noche y de día a las puertas de él. Y para hacello era necesario que los propios soldados ellos mesmos se cargasen de piedras y hiciesen los adobes y los acarreasen a los hombros; con esta orden lo hicieron en breve. En este tiempo los indios naturales de aquella comarca, aunque habían sido desbaratados en la batalla que a Valdivia habían dado de noche, no por eso desmayaron cosa alguna para dejar de probar otra vez su suerte y ventura. Con deseo de venganza y por echar de sus tierras tan grandes enemigos y tan aborrecidos de ellos, buscaron favores de toda la provincia, enviando mensajeros hombres pláticos y belicosos a hablar con los señores más lejanos, diciéndoles que el danio todo era general, y que tanta parte les cabría a ellos como a los demás, pues era gente que a todos igualaban en el servicio; porque era cierto les habían de hacer casas, sacalles el oro, dalles sus hijos y hijas que les sirviesen, hacelles las simenteras, y que el ganado que entre ellos había también lo tenían por suyo; de manera que no reservando cosa alguna estaban muy cerca de perder su libertad: que se juntasen y peleasen con los cristianos hasta echallos de sus tierras y de toda la provincia. Tales cosas les dijeron y tanto hicieron, que de conformidad se juntaron más número de cincuenta mill indios. Habiéndose reparado de armas, repartido capitanes que los acaudillasen y señalado el día que se habían de mostrar sobre la ciudad, comunicándose por sus mensajeros, aquel día entre ellos concertado, antes del medio día se mostraron por los altos sobre la ciudad y de allí vinieron abajando hacia el pueblo por tres partes, en tanta cantidad que cubrían el campo, con infinitos géneros de armas y muchas cornetas y cuernos grandes y otros infinitos instrumentos de guerra usados entre ellos.
Valdivia mandó tocar arma y que todos estuviesen a punto para hacer lo que por su consejo y acuerdo se determinase. Hubo varios pareceres entre sus capitanes, como suele acaecer en semejantes casos de guerra: unos decían que el primer ímpetu lo debrían de esperar dentro en el fuerte, y después hacer como mejor viesen que les convenía; otros decían que no, sino (fue luego antes que más se les llegasen habían de salir, y pelear con el escuadrón más cercano, antes que todos se hiciesen un cuerpo y llegasen todos juntos; porque si con aquél les iba bien, los demás no osarían llegar, y si lo desbarataban como creían, los demás no osarían pelear: que era bestial cosa esperar que unos bárbaros llegasen a ponelles cerco, pues era cierto que les habían de faltar todas cosas y que los indios viéndolos encerrados tomarían ánimo y de cada día se les juntarían más; sino que luego peleasen no dándoles lugar a juntarse. De este parecer fué Valdivia y lo tuvo por el mejor. Luego mandó a Jerónimo de Alderete y a Pedro de Villagra que con cincuenta soldados a caballo rompiesen con el escuadrón que más cerca les venía. Estando él presente les salieron luego al encuentro, y acertaron de su ventura y suerte que aquellos indios con quien iban a pelear eran reliquias de los que habían desbaratado cuando pelearon de noche en Andalien, porque los demás escuadrones, tratado entre ellos, les habían dado este lugar, diciéndoles que ellos habían de trabar primero batalla con los cristianos, y con esta orden venían delante. Llegados que fueron los capitanes cerca de el escuadrón, todos los demás indios mirando tan bravo espectáculo, porque como no habían visto cristianos a caballo hasta aquel tiempo, y los vían armados, relumbrando los hierros de las lanzas y las cotas, embrazadas sus dargas, era bravo el miedo que tenían, aunque después acá han ido en tanto crecimiento de guerra con el ordinario uso que se dan hoy los indios por [causa de] los cristianos en esta tierra, menos de lo que en aquel tiempo se daban los cristianos por ellos. Villagra y Alderete, apellidando el nombre de Santiago, puestos en ala, con grandísima determinación rompieron con todos los soldados que llevaban, donde pareció una cosa digna de memoria, y fué, a lo que después se supo por dicho de los indios, no pudiendo sufrir tan bravo acontecimiento, como vieron venir a los cristianos con aquella determinación tan grande contra ellos, no teniendo ánimo para pelear, siendo número de más de quince mill indios, volvieron las espaldas a huir: los demás escuadrones como vieron huir a éste hicieron lo mesmo, retirándose en su orden. Decían después que los cristianos no los habían rompido, sino una mujer de Castilla y un hombre en un caballo blanco los habían desbaratado: que ésta fué una terrible vista para ellos que en gran manera los cegaba. Esto se publicó; después, diciéndoles otros indios cómo los habían desbaratado tan pocos cristianos, daban este descargo; y es de creer ansí, porque aquel día vinieron sobre la ciudad más número de cincuenta mill indios, por donde parece ser creedero fué Dios servido los cristianos no se perdiesen y que los quiso socorrer con su misericordia, pues de la entrada que entonces hicieron ha resultado en este reino muchas ciudades pobladas y muchas iglesias donde se predica el Evangelio, y monasterios de religiosos que hacen con su dotrina mucho fruto entre los naturales, y grande número de indios que son cristianos y viven casados debajo de el matrimonio de la iglesia. Habiendo seguido el alcance, mandó Valdivia que se recogiesen al fuerte, porque era este hombre tan ajeno de toda crueldad en caso de matar indios, que fué mucha parte para su perdición la clemencia que con ellos tenía, como adelante se dirá.
Luego desde a pocos días, llegó al puerto de aquella ciudad un barco en que iba don Rodrigo González, primero obispo de Chile, con mucho refresco y medicinas para curar los heridos; que teniendo nueva en la ciudad de Santiago de la batalla que Valdivia tuvo en Andalien, como celoso de la Iglesia de Jesucristo y por su aumento, vino a hallarse allí.
Luego mandó Valdivia a sus capitanes saliesen por la provincia a traella de paz, lo cual se hizo fácilmente. Vinieron muchos naturales a servir y de cada día venían más, viendo que no les aprovechaban las armas, dejándolas olvidar hasta conocer qué orden les convenía tener para volvellas a tomar.

Capítulo XII

De cómo Valdivia mandó a Jerónimo de Alderete fuese a descubrir la provincia de Arauco, y cómo Valdivia pobló la ciudad imperial en 38 grados

Después de haber traído de paz muchos repartimientos en la ciudad de la Concepción, mandó Valdivia al capitán Jerónimo de Alderete que con ochenta soldados a caballo fuese a descubrir la provincia de Arauco, que es lo más principal de todo el reino y de más gente. Pasé el río de Biobio, questá dos leguas de la ciudad y es río muy furioso a sus tiempos, y algunas veces se pasa de verano por algunos vados por respeto de ir muy tendido. Llegado a Arauco, que es dos jornadas de la Concepción, vido tantos pueblos de naturales y tan poblada la provincia, que no osé pasar adelante más de ver el principio; aunque los indios principales le salieron todos de paz, e informándose de lo de adelante entendió era más poblado de lo que allí parecía, y ansí se volvió sin entrar más en la tierra adentro, como hombre que tenía plática de guerra. Vuelto a la Concepción dió razón a Valdivia de lo que había visto. Luego le mandó que por el camino de la sierra la tierra adentro, a la ligera con las lanzas en las manos viese lo que había. Fué hasta el río de Cayten por tierra tan poblada como la de Arauco treinta y seis leguas de camino, todos muy regocijados y alegres; se volvió desde allí a la Concepción. Con esta nueva salió Valdivia con ciento y veinte soldados a caballo (si no eran algunos de su guardia que no alcanzaban a tener caballos por respeto de el valor grande que tenían) con ánimo de poblar una ciudad, y para ver mejor en dónde, fué por el camino de la costa, reconociendo si había algún puesto que bueno fuese; porque como era hombre que había andado por el mundo, sabía la ventaja que tenían las tales ciudades pobladas en costa de mar a las de la tierra adentro; y ansí iba buscando asiento hasta que llegó al río de Tirua, que está treinta leguas poco menos de la Concepción. Allí quiso poblar, y siendo informado de los naturales que era anegadizo en tiempo de invierno, aunque había juntado mucho bastimento, mudó de parecer. Queriendo pasar el río, buscando vado para ir adelante, un soldado llamado Higueras, hombre gran nadador, con una buena yegua que tenía, valiente y de buena determinación, se metió por el río: buscando vado confiado en su nadar y en el caballo que llevaba, cayó en un raudal desechándolo la yegua de sí; no pareció más. Valdivia bajó con su campo a la boca del río donde entra en la mar, y pasó de la otra banda yendo adelante: todos los naturales le venían a ver y servir. Desde a dos días llegó al río de Cayten, que corre por tierra fertilísima y de mucha gente. Junto a este río pobló una ciudad en una punta que hacía en donde se juntaba con otro río menor, y le puso nombre Imperial, porque en las casas que los indios tenían había en unos palos grandes que subían desde el suelo encima a lo alto de las casas una braza y más en el remate de la misma madera, en cada uno una águila con dos cabezas. Tomándola por buen pronóstico de imperio, le puso aquel nombre de Imperial, y porque entraba el invierno le pareció volverse a la Concepción a causa de ser puerto de mar tendría allí algunos navíos del Pirú-y por saber de Santiago. Dejando por su teniente a Pedro de Villagra, hombre fuerte y plático de guerra de indios y arriscado en ella, con mucha cordura le mandó se informase de lo de adelante y mirase por lo presente, y reparase aquel asiento con hacelle un fuerte para su defensa. Proveyendo todo lo que convenía, se partió para la Concepción solamente con sus criados, por dejar más número de gente en aquella ciudad, diciendo a todos en general volvería a la primavera a repartilles los indios todos que en los términos de aquella ciudad había, y descubrir y poblar lo de adelante.

Capítulo XIII

De cómo Valdivia salió de la Concepción para ir a poblar la ciudad de Valdivia y ciudad rica y de lo que le acaeció a Francisco de Villagra en el Pirú hasta que vino a Chile

Después que Francisco de Villagra llegó al Pirú, como muchas veces acaescer suele, donde creyó que fortuna le fuera contraria ansí por la muerte de Pedro Sancho como por ir pobre, le fué tan favorable, que halló tanta voluntad en el presidente Gasca, que demás de dalle licencia para hacer la gente que pudiese, se holgó mucho con su llegado: y en lo de Pedro Sancho no mostró haber sido mal hecho, antes lo tuvo por muy loable; y como en aquel tiempo las disensiones que en el Pirú había habido aún no estaban acabadas de sosegar, rescibió contento, porque le pareció saldrían, muchos soldados con él que pretendían desasosegar el reino, y otros que estaban descontentos por no habelles dado de comer, que es indios en repartimiento, y él se quitaría de importunidades. Villagra, como era hombre de buenas palabras, aunque mal mañoso, halló mercaderes que levantándoles los ánimos con las cosas muchas que de Yunguyo les decía y a otros oían, viendo la comisión que de el presidente Gasca tenía, por tener buen lugar par de él, le ayudaron muchos con sus haciendas. Luego se subió al Cuzco y de allí a los Charcas, donde hizo pie para hacer la gente.
Juntáronsele en dos meses docientos hombres, y entre ellos algunos mercaderes que vinieron con él, de manera que donde entendió que todo le faltara, todo le sobró, porque juntó número de más de cien mill pesos. De ellos repartía con algunos soldados que no tenían con qué aderezarse, los cuales le hacían obligaciones por lo que les daba, y porque no paresciese que los recebía para nunca los pagar, también él hacía obligaciones a los que se lo prestaban, aunque después ni ellos se lo pagaron a él ni él a los que se los prestaron. Viéndose con doscientos y veinte hombres, hizo su maestro de campo al capitán Alonso de Reinoso, natural de la villa de Maqueda, hombre de mucha espirencia de guerra y de buen entendimiento. Hizo su camino la vuelta de los Juries, que agora se va poblando de cristianos; no quiso parar en ellos aunque era tierra viciosa de cocas y de mucha gente, por la grande nueva que llevaba de Yunguyo. Pasó por la provincia de largo, donde le acaeció que un hijodalgo llamado Juan Martínez de Prado, hombre principal y que en el Pirú había servido a su Majestad, le pidió al licenciado Gases le diese facultad para que con la gente que juntar pudiese, fuese a poblar fuera del reino a donde le paresciese. Tenida esta licencia, con cien hombres que juntó entró por los Juries y pobló una ciudad a la entrada: púsole nombre Santiago de el Estero, por estar poblada junto a un río pequeño que pasa por ella que hoy permanece y será buena ciudad por la noble comarca que tiene.
Estando en ella pasó Francisco Villagra con su campo, veinte leguas apartado. Juan Martínez de Prado que lo supo por la nueva que los indios le dieron, no sabiendo qué número de gente llevaba, creyendo ser menos salió con treinta hombres en su busca, diciendo dar una noche en él y quitalle la gente que llevaba, que estaba desproveído y falto de ella para poblar su provincia. Ateniéndose que en aquel tiempo las más veces se determinaba la justicia por las armas, llegado a donde Villagra estaba alojado su campo, a la media noche las centinelas que velaban tocaron arma, diciendo: «Arma de cristianos.» Se recogieron al campo, y los que venían con Juan Martínez de Prado juntamente con ellos, los unos dando arma y los otros con tropel de caballos, diciendo: «¿Adónde está Villagra? Rendir, caballeros.» Todos alborotados en caso tan repentino, se comenzaron a juntar en cuadrillas, y algunos mostrando flaqueza y falta de ánimo, se rindieron; que después entre ellos se trataba. Villagra estaba debajo de un árbol donde tenía su pabellón, y si acertaran a dar en él antes que se le llegaran soldados, acabara una cosa grande para él en aquella tierra. Armándose Villagra con los que le acudieron, se estuvo quedo por entender bien la gente que era. En este inter llegó el capitán Guerra con la espada desnuda, preguntando: «¿Dónde está Villagra, que había prometido prendello?» Villagra le dijo qué quería, que él era. Llegándose a él, le dijo: «Sea preso vuestra merced.» Villagra le asió de la guarnición de la espada, tirando con fuerza se la sacó de la mano y dándole algunas cuchilladas los que con él estaban, que por venir armado no le hirieron, se les huyó de las manos. Juan Martínez de Prado, siendo informado la gente que allí había, parescióle que si esperaba a el día, todos se habían de perder: recogió su gente y por el camino que habían venido se volvió, no habiendo hecho más efeto que se ha dicho: que si viniera con cincuenta soldados hacía una hermosa suerte.
Llegado el día, Villagra recogió su campo dejando el servicio y tiendas con los bagajes que llevaba; casi con cien hombres a la ligera fué en su seguimiento y aquel día entró en la ciudad de el Estero, en donde Juan Martínez de Prado estaba, el cual, como le vido venir, salió luego a recibirlo y llegando a él se hincó de rodillas y como hombre rendido le entregó su espada: Villagra como era hombre noble y amigo de gloria, lo abrazó y trató muy bien. Después de haber rescebido su disculpa, capitulé con él que por estar aquella ciudad en la gobernación de Pedro de Valdivia, poblada como parecía por los grados en que estaba contando la latitud, le dejaba en ella para que en nombre de Valdivia la tuviese y le reconociese por su gobernador.» Acetada esta condición y capítulo, tomado de él juramento, aunque después no lo cumplió, le dejó allí algunos soldados que se quisieron quedar, y otros que se quisieron ir con él los llevó consigo.
Yendo su camino de Yunguyo, dejando los Juries atrás con esperanza de hallar aquella tierra tan rica, habiendo caminado de una provincia en otra, llegó al valle de Cuyo, donde agora están pobladas la ciudad de Mendoza y la ciudad de San Juan. Estándose regocijándose todos juntos, en su alojamiento acertó a quemarse una casa, y tras de aquella otra, y ansí se quemó todo el campo con algunos caballos y casi todos los pertrechos que traían con las demás ropas de vestir. Quedando tan desbaratados, acordaron, pues estaban en el paraje de Chile y tan faltos de todas cosas, mudar de rota y venirse a donde Valdivia estaba. Pasando la Cordillera Nevada llegaron a Santiago, aunque contra la voluntad de muchos hombres nobles que en su campo traía.
En este tiempo Valdivia, llegada la primavera, juntó toda la más gente que pudo para ir a poblar una ciudad o más, conforme a cómo respondiese lo de adelante, antes que Villagra entrase en Chile, de el qual tenía nueva venía por de la otra parte de la Cordillera caminando con docientos soldados bien aderezados, gente muy lustrosa, a fin, a lo que después el mesmo dijo, de dar repartimientos de indios a los que le habían ayudado a ganar y descubrir el reino, porque después los que con Villagra viniesen no quisiesen entrar tan a la parte que le obligasen a dalles de comer en lo que él había descubierto. Con esta orden salió para Arauco, que era por allí el camino, y por Tucapel llegó a la ciudad Imperial, donde le fué hecho un recebimiento ordenado por un hidalgo, su amigo, llamado Andrés de Escobar (hombre de mucha virtud y discreción, a quien Valdivia había dado de comer y héchole vecino de aquella ciudad), a manera de triunfo muy solene, que dió gran contento a todos y más a Valdivia, que en los pensamientos que tenía todo le parecía que le estaba corto, según estaba puesto en nombre de señoría. Después de ser ansí festejado, deteniéndose pocos días en aquella ciudad, mandó apercibir la gente que le pareció bastaba para ir con él dejándola reparada; porque en los naturales no hubiese algún movimiento, pasó el río de Cayten, y descubriendo la tierra de adelante llegó a otro río llamado Tolten, río grande. Después de habello pasado en balsas de carrizo, los caballos a nado, caminó hacia la Sierra Nevada. Informándose de lo que había en aquella provincia, llegó a un valle que hace camino para pasar la Cordillera de la otra banda, y aunque tuvo por plática de los indios ser mejor tierra y más bien poblada que en donde estaba, dejó de ir allá, porque muchas veces semejantes relaciones salen inciertas, y en este caso los indios mienten mucho. E informado que cerca de adonde estaba había unas minas ricas de plata, de donde los naturales sacaban y labraban plata, diciéndole que se las mostrarían, envió al capitán Alderete con diez soldados a pie. Llegados a donde decían que estaban, o fué que se arrepintieron, o fué mentira (que a lo que adelante se vido, lo hicieron por sacar a Valdivia de sus tierras). Alderete se volvió sin hacer más efeto de lo dicho. Luego levantó Valdivia su campo, y perlongando la Cordillera Nevada, atravesando unos montes, vino a dar a un valle bien poblado llamado Marequina. En este valle tuvo nueva de Villagra y que llegaba desde a pocos días allí; que como entró en Chile y tuvo nueva que Valdivia había salido de la Concepción a descubrir lo de adelante, vino en su busca con ocho soldados a la ligera.
Llegó desde a diez días, Valdivia lo rescibió a él y a los que con él venían amorosamente. Después de haber estado allí tres días le mandó volver, y que la gente que había traído la recogiese y viniese con ella a donde él estuviese, porque iba a poblar una ciudad, y que en ella daría de comer a todos los que lo hubiesen merecido; y que en lo que a él tocaba, entendía hacelle mayor señor que lo era el marqués de Astorga, su amo.
Ido Villagra, envió luego al capitán Alderete con cuarenta soldados, todos a caballo, que le descubriese la costa de la mar de el Sur. En este tiempo los indios que ya estaban juntos esperando coyuntura que en su favor fuese para pelear, la hallaron entonces. Como vieron que un capitán había salido con gente y que era la mitad menos, informados por sus espías, vinieron sobre el campo; y si como tuvieron ánimo para intentallo y llegallo hasta allí, lo tuvieran para pelear, se creyó hicieran una buena suerte; mas fueron tan ruines, que siendo descubiertos y tocada arma en el campo, hasta seis soldados que se hallaron prestos a caballo, acudiendo a donde el arma se había dado, y viendo los indios, rompieron con ellos y con tan buena determinación, que el grande miedo que tenían les hizo volver las espaldas sin pelear, tan temerosos, que soltando las armas se echaron a un río desde una barranca alta. Allí se ahogaron muchos, porque como caían unos sobre otros y era raudal, quedando desatinados, se ahogaban. Desde a dos días llegó el capitán Alderete con nueva de haber visto buena tierra y bien poblada en algunas partes. Luego partió Valdivia en busca de algún asiento donde poblar. Yendo caminando llegó a un río mayor que ninguno de los que hasta allí habían visto. Después de informado que a la entrada de la mar era mucho mayor, porque entraban en él otros ríos grandes y porque sobrevinieron algunos temporales de muchas aguas, se detuvo la Pascua de Navidad en su ribera, y desde allí envió Alderete con treinta soldados que viese la disposición de la tierra, el río abajo. Llegó a un valle grande, bien poblado de naturales y cercado entre dos ríos, por cuyo respeto no pudo pasar adelante. Desde allí se volvió y dió aviso a Valdivia que luego partió con su campo. Llegado a aquel valle llamado Guadalauquén, mandó hacer balsas para pasar de la otra banda. Este río no corre furioso, sino manso, por su mucha hondura, y ansí lo pasó sin peligro alguno. En su ribera de la otra parte halló un asiento bueno y muy a propósito para poblar una ciudad, que era la pretensión que Valdivia llevaba. Desde aquel asiento mandó algunos hombres de la mar fuesen con algunas canoas el río abajo hasta la boca de la mar y viesen ni tenía puerto para navíos. Desde a cuatro días vinieron con nueva que tenía buen puerto y tan bueno como lo había en el mundo. Luego Valdivia pobló en aquel mismo lugar donde estaba, y púsole nombre la ciudad de Valdivia. Está poblada en treinta y nueve grados y medio; y porque de él quedase aquella memoria, quiso remedar a los antiguos que tenían aquella orden cuando alguna ciudad poblaban. Luego mandó alzar árbol de justicia, nombré por alcaldes que la administrasen a Francisco de Godoy, natural de Córdoba, y a Nieto de Gaete, de Zalamea natural, en Extremadura; hizo regidores conforme a la costumbre de indios, y dió solares en que hiciesen casas los que allí habían de ser vecinos, y envió a Alderete con cincuenta soldados a ver la tierra de adelante; y porque tuvo nueva que Villagra estaba en el valle de Marequina, ocho leguas de la ciudad de Valdivia que acababa de poblar, no fué personalmente a esta jornada, a lo que él mesmo dijo.
Villagra llegó desde a poco con ciento y treinta soldados, de ellos muchos hijosdalgo y muy nobles, y que a su majestad han servido mucho y muy bien. El capitán Alderete llegó al mismo tiempo con buena nueva de la tierra de adelante. Valdivia mandó apercibir ciento y cincuenta soldados para illa a ver; y porque envió a Alderete a poblar una ciudad en el valle de los Poelches, que es donde le dijeron que estaban las minas de plata, trazando en su pecho, que si era verdad el tiempo las descubriría y se ennoblecería el reino, llevó consigo a Villagra.
En este tiempo algunos soldados quisieron revolver a Valdivia con Villagra, diciendo traía determinado de matallo, que mirase por sí. Estos estaban desgustosos de Villagra de el tiempo que con él anduvieron, y ansí querían sacar, como dicen, la culebra con mano ajena; mas Valdivia despreciándolo todo con su mucho valor y sagacidad, lo trató con el mesmo Villagra, quedando conformes y amigos. Le dió de repartimiento más número de treinta mill indios, diez leguas de la ciudad Imperial, y dejando allí por su teniente al licenciado Altamirano, hombre principal, natural de Huete, se fué a ver lo que Alderete había descubierto. Llegando cuarenta leguas adelante de la ciudad de Valdivia, que había acabado de poblar, halló por delante un gran lago que nacía en la Cordillera Nevada e iba a entrar en la mar del Sur, tan ancho que le pareció era menester hacer bergantines para podello pasar; aunque después acá se ha pasado infinitas veces, los caballos nadando hasta la otra banda, y los españoles metidos en canoas, remando, llevan los caballos de cabestro y ansí lo pasan hoy. Pues Valdivia, poniéndole por nombre el lago de Valdivia, se volvió desde allí, que cierto todo el fin y deseo que tenía era acercarse al estrecho de Magallanes.
Llegado de vuelta a la ciudad de Valdivia, hizo repartimiento de indios en general a todos, rogándoles y pidiéndoles por merced en una oración que hizo el pueblo, respetasen y tuviesen por su capitán al licenciado Altamirano, de cuya prudencia estaba confiado los tendría en justicia, y que él volvería presto a repartilles todos los indios que habían de servir aquella ciudad: que en el entretanto se visitasen todos para no dar cosa que incierta fuese a ninguno. Dejándolos con esta orden se fué a la ciudad Imperial, que era camino para la Concepción, lugar que había escogido para su vivienda, por estar en mitad del reino. Llegado a la Imperial, halló algunos soldados antiguos que estaban quejosos de él, porque en el repartimiento que les había hecho de aquella ciudad no les había dado lo que pretendían. Después de habellos contentado con palabras a unos, y a otros con obras, que todo tenía Valdivia cuando él quería, se fué a la Concepción.

Capítulo XIV

De cómo se le alzó la tierra a Valdivia y la causa que para ello hubo; y de cómo saliendo a la pacificación le dieron los indios una gran batalla en que lo mataron a él y cuantos con él iban

Después que Pedro de Valdivia hubo poblado la ciudad que de su nombre se llamó Valdivia, vuelto a la Concepción, estuvo allí el invierno, y el verano siguiente se fué a la ciudad de Santiago, dejando dada orden que le hiciesen sus casas con mucho cuidado, grandes y suntuosas, de manera que cuando volviese las hallase acabadas.
Llegado a Santiago, vendió los indios que tenía en su cabeza en aquella ciudad desde que la pobló, a quien más dinero le dió por ellos; pareciéndole que como eran conquistadores no era venta, sino ayuda que les hacía para sustentar el reino. Juntando la mayor suma de pesos de oro que pudo, con ellos y con lo que Alderete juntó de sus indios, envió a España al mesmo Alderete con más de treinta mill pesos, y con orden que le negociase con el rey don Felipe la gobernación por su vida, y título de Señor con perpetuidad de indios: y que después de sus días pudiese nombrar persona que le sucediese en el gobierno.
Despachado Alderete a España, llegó a la ciudad de Santiago don Martín de Avendaño con una compañía de gente y los capitanes Gaspar de Villarroel y Altomirano, cada uno con una compañía de soldados; que el visorrey, don Antonio de Mendoza, que gobernaba el Pirú, entendiendo la necesidad de gente que Valdivia tenía, prestó consentimiento para que de aquel reino la tal gente se sacase, y por supremo en el mando hasta llegar a donde Valdiva estaba, a don Martín de Avendaño: llegados a la ciudad de Santiago, Valdivia los salió a rescebir. Después de haberse visto, y hécholes mucha merced en tratamiento y palabras amigables, desque hubieron descansando, holgándose en aquella ciudad por algunos avisos que tuvo en que le significaban cuan necesaria era su persona en aquella ciudad para el reparo de ella y proveimiento de las demás nuevamente pobladas, se partió. Y llegado que fué a la Concepción, quiso luego pagar al mariscal Alonso de Alvarado lo que por él había hecho cuando con el presidente Gasca hizo sus negocios (por ser don Martín cuñado suyo, casado Alonso de Alvarado con su hermana, persona principal), dándole un repartimiento de indios en la ciudad Rica. Habiendo ido con sus criados a tomar la posesión y ver la disposición de la tierra, habiéndola visto, quisiera que Valdivia le diera más número de indios y en mejor parte, porque algo de ello era en monte, y los soldados que los poseían se quejaban unos a otros, diciendo habían ellos ganado indios y tomado tantos trabajos para que después en remate de ellos los diese Valdivia a don Martín ni a otro ninguno, quitándosolos a ellos: que si era en obligación al mariscal y quería hacer por sus cosas, que le diese de sus haciendas o de los indios que tenía en su cabeza, y no de lo que ellos poseían y habían ganado. Don Martín, como era caballero y oía estas cosas que decían y aun delante de él, pesábale que se les quitasen aquellos indios a los que los tenían para dárselos a él, viendo que los habían merecido y trabajado, y que tenían razón, aunque en número eran más de dos mill indios. Sobre esto volvió a verse con Valdivia y tratar de sus negocios, sobre los cuales se desavinieron. Don Martín le pidió licencia para irse al Pirú; diósela alegremente, porque en aquel tiempo Valdivia, como se vía tan señor, toda cosa despreciaba. Por respeto de don Martín se fueron número de más de treinta soldados que después le hicieron harta falta.
Desde a poco pareciéndole, según era mucha la gente que en la provincia había, era necesario para tenella sujeta hacer algunas casas fuertes y tener en ellas guarnición de soldados, porque si los indios se quisiesen alzar no lo pudiesen hacer tan fácilmente, remedando a los romanos cuando se hicieron señores de España (que por los muchos castillos que hicieron en la provincia se llamó después Castilla), y como hombre que tenía los pensamientos tan altos, pareciéndole que fortuna le era en gran manera favorable, mandó que se aderezasen dos navíos con mucho bastimento y doblados marineros, y rogó a Francisco de Ulloa, caballero natural de Cáceres, que había sido su capitán, los llevase a su cargo y le descubriese el estrecho de Magallanes para tratarse por aquel camino con España y no por el Pirú; porque, demás de no ser mandado por el Audiencia que en el Pirú residía, como escueza tanto en los hombres poderosos ser a otros sujetos, y por tener las mercaderías en extremo más baratas, lo envió a la ciudad de Valdivia, que está de el estrecho de Magallanes docientas y cincuenta leguas de navegación. De allí salió proveído bastantemente de matalotaje y gente. Hízose a la vela desde aquella ciudad, e yendo en su demanda llegó a un estrecho de mar que rompía la Cordillera Nevada y pasaba de la otra banda: entró por ella reconociendo si era el estrecho o no. Pareciéndole había hecho mucho, sin ver la mar de el Norte se volvió con sólo traer razón de haber visto y corrido la costa y reconocer los puertos que tenía, para poder a otro tiempo hacer mejor efeto para lo que adelante se quisiese hacer.
Mandó Valdivia ansí mesmo en este tiempo a Villagra, porque no le quedase cosa alguna por hacer, que con ochenta soldados a caballo fuese de la otra parte de la Cordillera Nevada y le descubriese la mar de el Norte; porque si Francisco de Ulloa, a quien había enviado por la mar, no acertase por aquella vía o por estotra, tuviese razón de ella, y que fuese por la ciudad Rica, que era la mejor entrada que la Cordillera tenía. Decíase que más lo hacía Valdivia por apartallo de sí que no por el descubrimiento; porque como Villagra había traído a Chile docientos hombres, tan principal gente, y le eran amigos otros muchos, quería apartallo y tenerlo lejos de sí.
Yendo Villagra su camino, que no osaba desgustar en cosa alguna a Valdivia, pasó la Cordillera por buen camino. Siguiendo su viaje, llegó a un río grande que hacía unos despeñaderos grandes e iba hondo de tal condición que, siguiendo sus riberas muchas jornadas, y no hallando por dónde podello pasar, topó con un fuerte donde estaban recogidos hasta veinte poelches. Después de habellos llamado de paz, visto que no querían entendelle y se daban poco por lo que les decía, lo mandó combatir, e que se entrase por podellos castigar como a contumaces y malos. Pues yendo hacia él doce soldados disparando algunos arcabuces, los indios se defendieron de tal suerte, que peleando con ellos y con los demás que les fueron de socorro, mataron cuatro soldados; aunque después lo ganaron y se castigaron algunos. Yendo Villagra su camino llegó a un valle bien poblado de indios veinte leguas de Valdivia, llamado Maguey: desde allí se fué a la Concepción, no habiendo hecho más efeto en su jornada.
En este tiempo Valdivia para más sujetar los indios que no se le alzasen, pareciédole que en la comarca de Angol sería bien poblar una ciudad por estar entre la Concepción e Imperial, mandó que los vecinos en cuya comarca estuviesen sus repartimientos fuesen a vivir allí: con esta orden fueron algunos y comenzaron a hacer sus casas. Mandó también algunos hombres pláticos de sacar oro y de conocer la tierra donde se cría, que lo buscasen con yanaconas que lo habían sacado en las minas de Santiago. Estos entraron la tierra adentro y hallaron algunos ríos que lo tenían, en especial entre la Concepción e Imperial: dando tan buena muestra, sacaron en breves días mucho en que había granos tan grandes como nueces y como almendras. Desque le trajeron la muestra de ello mandó a sus criados que con la más gente que pudiesen lo sacasen, y que para ello los señores principales que a él servían lo mandarían a sus súbditos. También en aquel tiempo, junto a la ciudad de la Concepción, se hallaron otras minas muy ricas, que en las unas y otras traía ochocientos indios sacando oro; y para seguridad de los españoles que en las minas andaban, mandó hacer un fuerte, donde pudiesen estar seguros. Estando en esta prosperidad grande, le trajeron una batea grande llena de oro. Es batea un palo redondo, cavado el fondo de él, de manera que viene a quedar como una fuente de plata, ansí grande aunque más honda: con éstas sacan el oro en las Indias. Este oro le sacaron sus indios en breves días. Valdivia habiéndolo visto no dijo más, según me dijeron los que se hallaron presentes, de estas palabras: «Desde agora comienzo a ser señor.» Sin dar gracias al Criador de todo aquello, que cierto no es creedero un hombre dé tan buen entendimiento dejase de dar gracias a Dios, pues de un escudero había levantando tanto que era señor.
En este tiempo los indios, viendo cómo los trabajaban en hacer casas y simenteras con sacar oro, cosas que no estaban a ello vezados, pareciéndoles trabajos grandes y para ellos insufribles, trataron secretamente de se alzar, y después de haberlo tratado y comunicado entre sí, resumidos en que se hiciese, pues sabían cierto que si les decía mal, queriendo volver a servir Valdivia les había de perdonar lo pasado, y que para ello tenían delante el perdón que hizo a los indios de Quiapo y de Quedico, que están en el puerto de el Carnero, cuando mataron los cristianos que desembarcaron en su tierra tres años había. Y fué que Valdivia, estando en la Concepción falto de bastimento, envió al capitán Bautista de Pastene, natural de Génova, con dos navíos que los cargase de maíz por la costa en las partes o parte que le pareciese. Llegado a este puerto de el Carnero, echó veinte soldados en tierra para ver si tenían las casas comarcanas a la mar algún maíz que poder embarcar. Los indios, queriendo defender sus haciendas, se juntaron en un momento mucho número de ellos con sus armas y vinieron sobre los cristianos, los cuales comenzaron a pelear tirándoles arcabuzazos, y los indios muchas flechas. Fuéronse encendiendo en tanta manera, que se vinieron a revolver unos con otros a las manos; y como venían más y más indios, los que peleaban, acrecentando ánimo, apretaban a los cristianos de tal manera, que le convino al capitán Bautista, con ánimo de ginovés de que tanto abonda aquella nación belicosa en cosas navales, acudir en su favor y retirallos. Con harto trabajo los hizo embarcar, quedando muertos seis soldados. Que es esto lo que los indios decían que Valdivia les había perdonado.
Para hacer lo arriba dicho, tomó la mano la provincia de Tucapel, que es la gente más belicosa de todos ellos. Estos un día acordaron de matar la guarnición de cristianos que en la casa fuerte tenían, y para hacello se determinaron, cargados de yerba como otras veces habían ido, llevar sus armas secretas entre ella metidas, y que con este ardid descuidarían a los cristianos y entenderían que iban a servir como de ordinario lo hacían; y dentro en el fuerte, echando la yerba, tomarían las armas, y que ansí los matarían repentinamente. En el fuerte estaban seis soldados bien aderezados de armas, caballos y con cuidado, porque entendiendo que los indios traían trato de alzarse, el que estaba por capitán, que era un soldado antiguo llamado Martín de Ariza, mandó prender los señores prencipales de aquella comarca en quien tenían más sospecha y ponellos en prisiones: era Martín de Ariza vizcaíno de nación. Los indios, viendo a sus caciques presos, diéronse más priesa a poner en efeto lo concertado; y un día, luego después de haberse conformado, vinieron cargados de yerba: los cristianos los dejaron entrar, como siempre lo hacían, dentro del fuerte. Echando la yerba en tierra, tomaron las armas y arremeten a los cristianos, que, aunque no estaban bien aderezados, con sus espadas y dargas se defendieron por estar todos juntos y ser el lugar estrecho; y también los indios no eran más de hasta ciento, por venir más disimulados: echáronlos fuera a cuchilladas, dejando algunos muertos, y ellos también heridos.
Como los indios vieron descubierta su rebelión, juntáronse con otros muchos que venían detrás de ellos a ver cómo les sucedía, y esperaron a los cristianos fuera en el campo. El capitán Martín de Ariza salió a ellos con otros tres soldados a caballo y los desbarató muchas veces, quedando ellos tan mal heridos que luego dieron orden cómo irse antes que los indios viniesen de propósito a ponelles cerco, no esperando socorro tan breve; aunque Valdivia le había escrito que sería con él tal día señalado, no lo quiso llegar a prueba de si sería ansí o no, no queriendo poner su vida en condición de perderse. Y ansí no pudiendo sufrillo en su ánimo, aquella noche desamparó el fuerte y con una barreta de hierro mató los caciques que tenía en prisión. Desde allí se fué a la casa de Puren, que era otro fuerte y estaba de allí ocho leguas. A los que estaban en su defensa dió aviso de lo que le había acaecido en Tucapel para que estuviesen recatados de allí adelante.
En estos mismos días, Valdivia salió de la Concepción con cuarenta soldados, los más de ellos capitanes, muy en orden; no llevó más número de gente porque en aquel tiempo eran los indios tenidos en poco, como gente que no sabía pelear ni aun tenían ánimo para ello; mas después que conocieron los caballos y trataron a los cristianos, supieron defender sus tierras. Valdivia fué al asiento de minas donde sacaban el oro, dejando reparado aquel sitio y dado orden que un vecino de la Concepción llamado Diego Díaz, natural de Sanlúcar, pusiese en defensa todo lo que entendiese que para buena seguridad convenía. Atravesó de allí y se fué a Arauco, donde tenía otra casa fuerte. Siendo allí informado de lo de Tucapel, partió luego con treinta y seis soldados; no llevó más porque había escrito a la ciudad Imperial que para tal día se juntasen con él en la casa de Tucapel veinte hombres principales, y de su letra todos señalados, que si quisiera llevar mucha gente, en el reino tenía mucha con que pudiera ir al seguro; mas cuando las cosas están ordenadas por el Divino juez, no se puede ir contra ellas, y ansí es de entender que quiso a Valdivia castigallo por sus culpas y vivienda pública dando mal ejemplo a todos con una mujer de Castilla siempre amancebado. Dejados estos secretos para el juez justo que lo sabe, él fué camino de Tucapel, confiado en su ventura y buenos sucesos; los indios, como tuvieron plática de su venida se juntaron grandísimo número de ellos como a cosa que tanto les iba, y hechos grandes escuadrones fueron sobre el fuerte de Tucapel y lo quemaron. Estando todos juntos tratando qué orden tendrían para pelear con Valdivia, se levantó de entre ellos un yanacona llamado Alonso, que había sido criado de Valdivia y le había servido de mozo de caballos, y les dijo, le escuchasen, que les quería hablar y decir cosas que les convenía. Estando atentos a lo que decía, en voz alta les comenzó a decir que los cristrianos eran mortales como ellos y los caballos también, y se cansaban cuando hacía calor más que en otro tiempo alguno; que si ellos querían pelear bien no dudasen sino que los desbaratarían, y echarían de sí el yugo de servidumbre tan áspero, y que entendiesen que no era nada lo que al presente servían y trabajaban en comparación de lo mucho que habían de trabajar ellos y sus hijos y mujeres; que quisiesen más como hombres morir una muerte noble defendiendo sus casas, que no vivir siempre muriendo, y que si querían estar por lo que él les dijese, que les daría orden cómo habían de pelear y de lo que habían de hacer para desbaratallos. Los indios principales, que son entre ellos los señores, le dijeron que en todo guardarían cualquier preceto de guerra que les diese. Luego les mandó que en una loma rasa que había cerca de la casa fuerte de Tucapel, el río enmedio, allí se juntasen y le esperasen dejándole llegar sin mostrársele hasta que estuviese con ellos; y entonces tomando las armas le defendiesen el camino poniéndosele delante un escuadrón, y que los demás escuadrones estuviesen a la mira esperando el suceso de aquel que peleaba: y que cuando aquél se viese rompido, se echase a las laderas, que era en donde los caballos no podían ser bien manejados, y saliese luego otro escuadrón a pelear y tras de aquél otro: que Valdivia no pensasen que era más de un hombre como los demás, y que aunque quisiese pasar adelante no lo osarían hacer sin desbaratarlos primero, de temor que perderían la ropa que llevaban que era para los cristianos grande afrenta; y demás de lo dicho, se había de poner un otro escuadrón junto al río por donde habían de pasar, que también los tendría suspensos viendo tanta gente delante: y que estando los caballos muy sudados, de que él tenía plática, arremeterían cerrados en su escuadrón con los cristianos, el cual tiempo y aviso él lo daría en voz alta que lo entendiesen todos; y que con esta orden no dudasen sino que los desbaratarían; mas que era menester para buen efeto dar aviso a todos los indios de la comarca que como viesen a Valdivia ir caminando que viniesen tras él a tomarle los pasos por donde había de volver desbaratado. Los indios lo hicieron ansí y despacharon mensajeros por toda la provincia que acudiesen con sus armas tras de Valdivia, y en pasando tomasen luego el paso; y ansí en todas las partes que era paso dificultoso lo fortificaban con gente, dándoles por aviso que en viendo un humo que en tal parte se haría, entenderían por él que estaban peleando.
Con esta orden que les dió este yanacona, que no debía de ser sino demonio contrario y enemigo a la próspera fortuna que Valdivia había tenido, quedaron tan animados los indios con la oración que les hizo este demonio, que puestos en sus escuadrones más número de cincuenta mill indios y más, a lo que después se supo, fueron a el lugar que les estaba señalado, siendo el camino aquel por donde Valdivia venía.
Envió cuatro corredores delante que le descubriesen el campo y camino. Ellos se adelantaron tanto, que sin entendello Valdivia ni oillo, por la mala orden que llevaron en su caminar, no como hombres pláticos de guerra, cayeron en una emboscada. Llegados a ella los dejaron entrar, y luego que se les mostraron, como los tenían en medio cercados por todas partes, los hicieron pedazos, y al uno de ellos cortaron el brazo y se lo echaron a Valdivia en el camino por donde había de pasar, con su manga de jubón y camisa. El cual llegado allí, visto el brazo un yanacona que había criado y era ya hombre, llamado Agustinillo, le dijo muchas veces que se volviese y mirase que llevaba poca gente; porque este yanacona entendía la lengua de aquellos indios mejor que otro alguno, diciéndole: «Señor, acuérdate de la noche que peleaste en Andalien.» Mas Valdivia, como era hombre de grande ánimo, lo despreció todo.
Yendo adelante llegó a vista de la casa fuerte de Tucapel, que desamparó. Martín de Ariza, siendo aquél el día que le había avisado sería allí con él. Vídola estar humeando, que aún no era acabada de quemar. Dende a poco llegó donde los indios estaban encubiertos con unos pajonales grandes, porque no los viesen hasta llegar a ellos. Allí se le mostraron todos con grandísimo alarido y sonido de muchas cornetas, puestos los escuadrones a manera de batalla. Valdivia recogió su gente a un altillo parando en él el bagaje; repartió los soldados en tres cuadrillas, y mandó a la una que rompiese con los indios, los cuales, cerrados, con sus caballos puestos en ala, rompieron y anduvieron peleando, hiriendo y matando indios y rescibiendo muchas heridas. Los demás escuadrones se estaban quedos guardando la orden que les estaba dada, y después de haberse cansado el escuadrón que peleaba, se retiró a una ladera, y salió otro escuadrón a pelear con la misma orden que el primero, al cual mandó Valdivia saliese otra cuadrilla: salieron y pelearon mucho. Viendo que no podía hacer el efeto que deseaba, dejando por guarda de el bagaje diez hombres, rompió él mesmo con veinte y seis buenos soldados que le quedaban, que cierto Valdivia era buen soldado y de buena determinación, con grande ánimo. Después de haber peleado y echado los indios por las laderas, viendo que no los podía acabar de romper, y que otros escuadrones venían de nuevo, y los indios con quien peleaban se animaban más y volvían a pelear, y que tanta gente por momentos se descubría, arremetió con todos los que con él estaban y peleó hasta que le mataron tres hombres. Entonces mandó tocar a recoger las trompetas. Juntos todos les dijo: «Caballeros, ¿qué haremos?« El capitán Altamirano, natural de Medellín, hombre bravo y arrebatado, le respondió. «¡Qué quiere vuestra señoría que hagamos sino que peleemos y muramos!» Aunque Valdivia conocía su perdición, y vía que si perseveraba todos se habían de perder, como los vido tan animosos volvió a romper. Viendo que le iba peor, acordó retirarse dejándoles el bagaje en las manos: entendiendo que por respeto de roballo, ocupados cada uno por haber su parte, se podría él salvar sin que le siguiesen los enemigos. Como tenía plática de guerra parecióle que estaba en razón lo que decía: mas los indios con la orden que el yanacona Alonso en aquel punto les dió, mandándoles que todos juntos cerrasen con los cristianos, porque ya los caballos estaban cansados con el calor grande que hacía, y que todos estaban heridos, con brevedad los desbaratarían y tomarían a las manos: que no les diese lugar se alentasen. Esto les dijo en voz alta que todos lo oyeron y entendieron. Con aquella orden arremetieron a los cristianos con brava determinación, donde después de haber muerto infinito número de indios, y ser algunos de ellos muy heridos y otros muertos, no pudiendo sufrir el ímpetu de aquellos bárbaros volvieron las espaldas por el camino que habían traído creyendo que pudieran llegar a Arauco; mas no le sucedió a Valdivia como él pensaba, porque los indios le habían tomado todos los pasos por donde habían de volver y las ciénagas que habían de pasar, que donde quiera que llegaba lo hallaba cerrado y puestos los indios a la defensa; y si dejaban el camino y se apartaban dél era peor, porque los caballos, como iban cansados, los indios que los seguían, viéndolos embarazados buscando caminos, los alcanzaban cobrando más ánimo del que llevaban, los derribaban de los caballos a lanzadas; porque los indios que habían peleado, aunque les dejó el bagaje, no se ocuparon en él, mas de dejar algunos principales con orden que lo guardasen y recogiesen el servicio que los cristianos traían; y los más ligeros fueron siguiendo el alcance por la orden arriba dicha, los iban alcanzando y matando. Valdivia, como llevaba tan buen caballo, pudo pasar algo más adelante, siguiéndole un capellán que consigo traía, clérigo llamado el padre Pozo. Llegado a una ciénaga, atolló el caballo con él. Acudieron los indios que la estaban guardando, y como estaba en aquella necesidad fatigado, lo derribaron de el caballo a lanzadas y golpes de macanas. Teniéndolo en su poder lo desarmaron y desnudaron en carnes, y ataron las manos con unos bejucos, y ansí atado lo llevaron a pie casi media legua sin quitalle la celada borgoñona que llevaba, que aunque lo probaron muchas veces no acertaron a quitársela; y como era hombre gordo y no podía andar tanto como querían, llevábanlo algunas veces arrastrando, diciéndole muchos vituperios y burlando de él hasta un bebedero, donde llegados con él se juntaron todos los indios y repartieron toda la ropa y despojo por su orden entre los señores, y al yanacona Alonso, que después se llamó Lautaro, y salió en ser belicoso más que indio, porque les dió la orden de pelear, le dieron la parte que él quiso tomar. Allí le trajeron a Valdivia su yanacona Agustinillo, el cual le quitó la celada. Viéndose con lengua les comenzó a hablar, diciéndoles que les sacaría los cristianos de el reino y despoblaría las ciudades y daría dos mill ovejas si le daban la vida. Los indios, para dalle a entender que no querían concierto alguno, le hicieron al yanacona pedazos delante de él. Viendo el padre Pozo que no aprovechaban amonestaciones con aquellos bárbaros, hizo de dos pajas que par de sí halló una cruz, y persuadiéndole a bien morir, diciéndole muchas cosas de buen cristiano, pidiendo a Dios misericordia de sus culpas. Mientras en esto estaban, hicieron los indios un fuego delante de él, y con una cáscara de almejas de la mar, que ellos llaman pello en su lengua, le cortaron los lagartos de los brazos desde el codo a la muñeca; teniendo espadas, dagas y cuchillos con que podello hacer, no quisieron por dalle mayor martirio, y los comieron asados en su presencia. Hechos otros muchos vituperios lo mataron a él y al capellán, y la cabeza pusieron en una lanza juntamente con las demás de los cristianos, que no les escapó ninguno.
Este fué el fin que tuvo Pedro de Valdivia, hombre valeroso y bien afortunado hasta aquel punto. ¡Grandes secretos de Dios que debe considerar el cristiano! Un hombre como éste, tan obedecido, tan temido, tan señor y respetado, morir una muerte tan cruel a manos de bárbaros. Por donde cada cristiano ha de entender que aquel estado que Dios le da es el mejor; y si no le levanta más es para más bien suyo, porque muchas veces vemos procurar los hombres ambiciosos cargos grandes por muchas maneras y rodeos, haciendo ancha la conciencia para alcanzarlos; y es Dios servido que después de habellos alcanzado los vengan a perder con ignominia y gran castigo hecho en sus personas, como a Valdivia le acaeció cuando tomó el oro en el navío y se fué con él al Pirú, que fué Dios servido y permitió que por aquel camino que quiso ser señor, por aquel perdiese la vida y estado.
Era Valdivia, cuando murió, de edad de cincuenta y seis años, natural de un lugar de Extremadura pequeño, llamado Castuera, hombre de buena estatura, de rostro alegre, la cabeza grande conforme al cuerpo, que se había hecho gordo, espaldudo, ancho de pecho, hombre de buen entendimiento, aunque de palabras no bien limadas, liberal, y hacía mercedes graciosamente. Después que fué señor rescebía gran contento en dar lo que tenía: era generoso en todas sus cosas, amigo de andar bien vestido y lustroso, y de los hombres que lo andaban, y de comer y beber bien; afable y humano con todos; mas tenía dos cosas con que oscurecía todas estas virtudes: que aborrecía a los hombres nobles, y de ordinario estaba amancebado con una mujer española, a lo cual fué dado.
El cómo murió y de la manera que dicho tengo, yo me informé de un principal y señor del valle de Chile en Santiago, que se llamaba don Alonso y servía a Valdivia de guardarropa, que hablaba en lengua española, y de mucha razón, que estuvo presente a todo, y escapó en hábito de indio de guerra sin ser conocido, y aquella noche llegó a la casa fuerte de Arauco y dió nueva de todo lo sucedido a los que en ella estaban, los cuales se fueron a la Concepción, que estaba de allí nueve leguas, antes que los indios les cerrasen el camino.
Capítulo XV

De las cosas que acaescieron en Chile después de la muerte de Valdivia

Llegada a la ciudad Imperial la carta que Valdivia escrebía a Pedro de Villagra, que era su teniente, le enviase veinte hombres, y algunos de ellos señalados en su letra, los apercibió, y con mucha presteza partieron de aquella ciudad. Siendo llegados a la casa fuerte de Puren, que está doce leguas de la Imperial, hallaron a Martín de Ariza que había llegado de Tucapel desbaratado, o por mejor decir desanimado: de él se informaron cómo y de la manera que dejaba el fuerte que a su cargo tenía. Después de haber entendido que la provincia de Tucapel estaba alzada, hubo varios pareceres entre los que iban si entrarían o no. En este caso dudoso estuvieron dos días; al fin de ellos, como eran hombres tan valientes y que tantas veces habían peleado con indios y siempre de ellos habían tenido victoria, se determinaron de entrar en demanda de Valdivia, queriendo dalle a entender a lo mucho que se habían aventurado y en lo más que se aventurarían en caso que le pudiesen servir. Con esta orden salieron de el fuerte de Puren catorce hombres de los veinte, porque los demás por justas ocupaciones se quedaron allí. Estos catorce soldados caminaron hasta llegar a vista de la casa fuerte de Tucapel, que era una jornada de caballo de donde habían partido. Los indios que tenían aviso de la muerte de Valdivia, los dejaban pasar viendo que iban perdidos, y luego que pasaban les cerraban el paso esperándoles la vuelta. Yendo su camino, llegaron a un alto desde el cual vieron venir hacia ellos un escuadrón de indios, que llegando cerca les decían: «Cristianos, ¿a dónde vais, que a vuestro gobernador ya lo hemos muerto?» No dándoles crédito, como muchas veces mienten, pasaron adelante peleando con ellos. Luego desde a poco toparon con otro escuadrón que venía de hallarse en la muerte de Valdivia, diciéndoles lo mismo que el primero les había dicho; y viendo que traían algunas lanzas de Castilla y ropa de cristianos, diéronles crédito, que a lo que después se supo había dos días que era muerto Valdivia, que fueron los que se detuvieron en el fuerte de Puren, que a no detenerse llegaban a tiempo que Valdivia andaba peleando con los indios; y no desamparando Martín de Ariza la casa fuera posible que pervertidos los indios con tantos socorros le sucediera mejor, en cuanto a los juicios que en aquel tiempo se echaban; mas el que ordena todas las cosas prósperas y adversas, que es nuestro Dios, permitió que fuese ansí, como arriba se ha dicho. Volviendo a los catorce soldados, viendo la determinación que los indios traían a pelear con ellos, como hombres que no llevaban bagajes más de sus armas a la ligera, pelearon un grande rato, y viendo que mostraban otro brío y determinación de la que solían tener, y que muchos otros se les llegaban diciéndoles: «No penséis sustentaros contra nosotros, que como hemos muerto al gobernador os mataremos.» Los cristianos, entendiendo lo que decían, se recogieron, y todos juntos hechos un cuerpo se retiraron por el camino que habían venido. Los indios, cantando victoria, los iban siguiendo, y para más desanimallos y dar a entender a los comarcanos que andaban peleando, ponen fuego a los campos que estaban llenos de yerba seca, como era en mitad del estío, que por esta señal de humo se entienden en gran manera. Vueltos por el camino hacia Puren, en las partes que había estrechura hallaban el camino cerrado y los enemigos a la defensa; que de necesidad les convenía pelear para pasar adelante o morir allí, pues que no podían volver atrás. Habiéndoles muerto un soldado en una ladera a la retirada, que se le vino la silla a la barriga del caballo por llevar la cincha floja, encarnizados con esto iban con más braveza siguiéndolos. Los caballos ya no tenían el aliento que al principio, porque habían andado siete leguas y peleado mucho; con el calor del sol iban muy sudados y cansados. Desde a poco, a la pasada de una puente, mataron a Pedro Niño, soldado de buena determinación, y Pedro Cortés, valiente soldado y de grandes fuerzas, que no le aprovecharon; no contentos con esto, iban en seguimiento de los demás. Desde a poco, en un paso, el postrero de los que allí adelante había, derribaron de los caballos otros tres soldados, y entre los demás alanceados y heridos escaparon siete de catorce, el uno de ellos tan mal tratado de heridas y golpes en la cabeza, que llegado a la ciudad Imperial y puesto en cura perdió la vista de ambos ojos, y desde a pocos días murió: era natural de Córdoba, llamado Andrés Hernández de Córdoba, caballero conocido. Allí le acaeció a un soldado llamado Juan Morán de la Cerda, natural de Guillena, en la ribera del Guadalquivir, junto a Alcalá de el Río, una cosa dina de escrebilla, y fué que, andando peleando, le dió un indio una lanzada en un ojo que se lo sacó del casco y lo llevaba colgando sobre el rostro; y porque le impedía al pelear y rescebía pesadumbre traello colgando, asiéndolo con su mano propia lo arrancó y echó de sí; y hizo tan buenas cosas peleando, que los indios cuando le vían venir tanto era el miedo que le tenían, que apartándose le daban lugar para que pasase; este soldado tan valiente escapó con el ojo menos. En este postrero recuentro ya venía la noche, y entre los soldados que allí derribaron, uno de ellos, natural de Almagro, llamado de su nombre Juan Gómez, hombre de grandes fuerzas y buenas partes, a quien llevaban los catorce por su capitán, con la escuridad de la noche que era vecina se metió por un monte; estando escondido, que ya no había grita entre los indios como de antes, y que por respeto de un aguacero grande que vino en aquella coyuntura se habían retirado a unas casas que estaban en medio de el camino, que por no mojarse habían dejado de seguir el alcance. Juan Gómez, vista tan buena ocasión para su remedio, salió al camino, yendo por él sin espada, ni daga, ni otra arma alguna, que todo lo había perdido peleando; se descalzó unas botas por respeto de la huella, que fuera posible por ella sacarle de rastro, e yendo descalzo iba al seguro. Ansí topó con un indio, el qual le habló como llegó a él en su lengua, creyendo era otro indio como él: Juan Gómez, como sabía la lengua, le respondió en ella; descuidado con esta respuesta no se apartó del camino, antes se llegaron juntos. Como Juan Gómez le vido solo, pareciéndole que habiéndole el indio conocido daría aviso a los de guerra, que estaban cerca, y viéndole un cuchillo que en una mano llevaba, arremetió con él, quitándole el cuchillo lo mató; que aunque dió muchas voces no fué oído. Luego, con su cuchillo en la mano, pasó su camino por las casas donde se habían metido los indios que pelearon, huyendo del agua que llovía, con muchos fuegos, y los caballos que habían ganado atados a las puertas. Yendo adelante poco camino, se metió en el monte, y allí estuvo escondido, porque venía el día, hasta reconocer lo que haría. Sus compañeros llegaron a la casa de Puren dando nueva de su jornada y dónde les habían muerto sus amigos, y que no dudaban sino que Valdivia era muerto. Entró tanto temor en ellos, que luego quisieran desamparar aquella fuerza: dejáronlo de hacer por parecelles que estando en tierra llana era flaqueza sin ver más, aunque no tardó mucho; que luego aquel día, como se supo la muerte de Valdivia, los indios de la comarca tomaron las armas, conociendo el temor que tenían los que en la casa estaban; los cuales, compelidos de necesidad ocho soldados que se hallaron en ella, salieron a pelear, y entre ellos un arcabucero llamado Diego García, herrero de su oficio, valiente hombre; éste dió orden con dos mantas de cuero de lobo que para ello hizo con algunos agujeros, para tirar con tres arcabuces que tenían, y los de a caballo detrás, fuesen a desbaratar los indios. Con este ardid de guerra fueron contra un escuadrón que enfrente de la casa estaba esperando que saliesen a pelear. Los indios les tiraban muchas flechas, aunque no se osaban llegar a ellos, por no entender qué era aquello que detrás de los cueros vían venir, y los caballos detrás que los hacían fuertes, por este respeto se estaban en su orden. Los soldados, con los tres arcabuces que teñían, puestos cerca, como tiraban a montón, derribaban muchos. Viendo que los mataban, no teniendo ánimo para cerrar con los de las mantas, comenzaron a remolinar, dando demostración [de] huir de los arcabuces. Los de caballo, conociendo el temor que tenían, rompieron por ellos, alanceando algunos, los desbarataron y dejaron ir, sin seguir el alcance por no apartarse de el fuerte. Vueltos a él, dieron orden cómo irse a la Imperial, porque los que allí llegaron desbaratados, como no eran más de seis que quedaron de los catorce que fueron: Andrés Fernández de Córdoba, Gregorio de Castañeda, Martín de Peñalosa, Gonzalo Hernández, Juan Morán, Sebastián de Vergara, estaban tan mal heridos, que luego que allí llegaron, se fueron y dieron aviso a Pedro de Villagra de lo sucedido en su jornada, el cual, como hombre de guerra, envió doce hombres a socorrer el fuerte de Puren. Los que iban, llevaban por su capitán a don Pedro de Avendaño, hombre en gran manera belicoso y amigo de guerra. Por mucha priesa que se dió en caminar, topó en el camino a los que iban de Puren, que habían desamparado el fuerte; y por dar razón de ello lo quiso él mismo ir a ver si era lo que decían de los muchos indios que habían muerto y estar todo alzado. Llegado don Pedro a la casa vido muchos indios que estaban en ella, todos con sus armas; éstos en viéndolo se juntaron creyendo pelearía. De esta ida resultó que Juan Gómez de Almagro no viniese a manos de aquellos bárbaros, el cual metido en el monte reconoció con el día que estaba cerca del fuerte de Puren; como hombre que había andado muchas veces aquel camino, determinó irse él encubriéndose por los trigos grandes que había en aquel camino por donde había de ir: siendo como eran muy altos, podía ir por ellos sin que le viesen. Yendo así caminando vido venir hacia sí un principal, hijo del cacique y señor de todo el valle. Juan Gómez, cuando lo vido y vió que el indio lo había visto, porque no se alborotase, lo llamó por su nombre que se llegase a él, y se quitó un sayete de terciopelo morado con unos botones de oro y se lo dió, el cual tomó el indio de buena gana; diciéndole no dijese que le había visto, le esperaría allí que le trajese algo de comer, porque tenía hambre; el indio le dijo que sí traería y volvería luego, que le esperase allí y no tuviese miedo. Juan Gómez rescibió gran contento viendo que lo había engañado y que no era cosa fiarse de él; fuese hacia donde vido un poco de monte y debajo el hueco de un árbol que estaba caído de tiempo atrás y que era cenagoso lo de alrededor, mirando bien no pareciese su huella, se escondió dentro en aquel hueco. Esperando la noche quiso su ventura que un soldado de don Pedro se apartó de los demás que iban juntos. Como lo halló menos mandó que lo fuesen a buscar; los que lo buscaban dieron algunas voces, a las cuales Juan Gómez, que estaba debajo del hueco del árbol, que las oyó, salió a ellas, e yendo hacia la parte que las había oído vido un soldado a caballo, que como lo vió se vino luego a él; éste le tornó a las ancas y lo llevó a donde su capitán estaba, que se holgó en gran manera por haber sido instrumento para escapar a un soldado tan valiente y tan principal; fuese luego a la Imperial con su gente. Los que estaban haciendo sus casas en Angol, como supieron la muerte de Valdivia retiráronse unos a la Imperial; otros, a la Concepción. Los que estaban en las minas sacando oro fueron luego avisados por los que de Arauco habían ido, que fueron los primeros que llevaron la nueva. Desta manera se recogieron las guarniciones que tenía Valdivia en los fuertes.

Capítulo XVI

De las cosas que hizo Francisco de Villagra después que supo la muerte de Valdivia, y de cómo yéndola a castigar lo desbarataron los indios

Luego que Pedro de Villagra tuvo por cierta la muerte de Valdivia, envió un hombre a caballo por la posta que diese aviso a las justicias de la ciudad de Valdivia del suceso, y avisasen a Francisco de Villagra para que como principal persona viniese a poner el remedio que convenía. Con esta nueva salió de la Imperial Gaspar Viera, y se dió tanta priesa a caminar, que en un día anduvo veinte y cuatro leguas de mal camino. Llegado con la nueva a la justicia despachó luego otro que fuese en busca de Villagra y le avisase de todo. Hallóle que andaba con cuarenta soldados visitando la comarca de la ciudad que después don García le puso por nombre Osorno, para poblar en la parte que les pareciese un pueblo, por comisión que Valdivia le había dado; pues eran sus amigos todos y él los conocía, que poblase y repartiese como él quisiese, con tal que de los indios que les diese fuesen por confirmación suya. Andando Villagra ocupado en esto, llegó la nueva. Luego mandó llamar a todos los que con él estaban; sin saber ninguno lo que de nuevo había, les dijo cómo Valdivia era muerto y de la manera que murió, y de cómo le enviaban a llamar de la Imperial para que tomase a su cargo la defensa del reino; que él se quería partir luego a reparar las ciudades pobladas, y sobre todo la Concepción, que tendría más necesidad; y que si, lo que Dios no quisiese, Valdivia era muerto, quél sirviría a su magestad hasta que otra cosa le mandase, y pues eran sus amigos, les rogaba cada uno hiciese lo mismo, y que si era vivo, justo era todos le fuesen a servir y ayudar en la necesidad presente. Respondiéronle que hiciese su voluntad, que a todos hallaría propicios para lo que quisiese hacer.
Luego se partió para la ciudad de Valdivia, por el mes de hebrero de el año de mill quinientos cincuenta y cuatro años. Allí fué rescebido con grande amor de todos, que era en aquel tiempo Villagra bien quisto y amado en general, sólo por buenas palabras y honra, y era amigo de hombres nobles; con estas solas partes atraía los hombres a si, aunque después que fué gobernador por el rey se mudó de costumbres y condición. Luego, otro día, en su cabildo Cristóbal de Quiñones, que había sido escribano en Potosí y al presente era justicia en Valdivia, hombre de negocios, dió orden cómo lo rescibiesen por justicia mayor y capitán general hasta tanto que su majestad otra cosa proveyere, y esto condicionalmente si Valdivia era muerto.
Villagra hizo reseña de toda la gente que había en aquella ciudad y halló ciento y cuarenta soldados bien en orden; de éstos dejó sesenta que le pareció bastante para su defensa, y llevó consigo ochenta; con ellos se partió otro día a la Imperial. Fué en ella rescebido con alegría increíble. Tenía Villagra en aquella ciudad sus casas y repartimiento de indios, que le andaban sacando oro en un cerro más de quinientos juntos. Estos como tuvieron nueva por sus vecinos de la muerte de Valdivia, luego se alzaron, y de los almocafres con que sacaban el oro hicieron hierros de lanzas, y toda la provincia hizo lo mismo. Villagra a todo esto tuvo buen ánimo pareciéndole que castigando a los que a Valdivia habían muerto, lo demás todo se allanaría breve.
Después de haber sido rescebido conforme al rescebimiento de Valdivia, les dejó a Pedro de Villagra por su teniente, lo que en Valdivia no quiso hacer sino a los alcaldes ordinarios. Después de haber dado orden con que Pedro de Villagra quedó contento, los dejó alegres y se partió con presteza a la ciudad de la Concepción.
Yendo por sus términos caminando, no halló repartimiento alguno que le saliese a servir, todos los indios alzados. Llegado a la Concepción halló el pueblo muy triste y con mucho temor; con su llegada se alegraron, y lo rescibieron por su capitán general. Luego comenzó a proveer todo lo que convenía para salir al castigo de la muerte de Valdivia: hizo pertrechos de armas y aderezó soldados de lo que cada uno tenía necesidad, y hecha reseña de toda la gente del pueblo, halló que tenía doscientos y treinta hombres, todos hombres de guerra; de éstos sacó ciento y setenta, los más bien aderezados y encabalgados, dejándoles al capitán Gabriel de Villagra, deudo suyo, por su teniente y capitán para las cosas de guerra que se les ofreciesen. Proveído esto envió a Santiago testimonios de cómo era rescebido en las demás ciudades por justicia mayor, para que conforme, a ellos le rescibiesen. El cabildo y vecinos no lo quisieron hacer, porque Valdivia había nombrado en un testamento que hallaron cerrado a Francisco de Aguirre que gobernase después de sus días por virtud de una provisión que tenía de el audiencia de los Reyes para que pudiese nombrar a quien le pareciese hasta tanto que su majestad proveyese, y como Valdivia había nombrado a Francisco de Aguirre no quisieron recebir a Villagra, antes enviaron a llamar Aguirre que estaba en los Juries: porque Juan Martínez de Prado, a quien Villagra había dejado en Santiago del Estero, poblado en nombre de Valdivia, no reconociéndole superioridad alguna como hombre mal agradecido y perjuro, envió Valdivia a Francisco de Aguirre que se lo enviase preso y quedase él en el gobierno de aquella provincia, la cual apartaba de su gobernación y le hacía merced del gobierno de ella, y para que mejor pudiese sustentarse y ser proveído de cosas de la mar, le daba la ciudad de Coquimbo, que él había poblado, y la juntaba con lo demás con tanto que lo negociase con el Rey; con esta merced le envió muy contento. Llegado a los Juries, que también se llamaba Tucumá, prendió luego a Francisco Martínez de Prado y lo envió a la Concepción, donde Valdivia estaba, y él se quedó conforme a la orden que llevaba gobernando aquella provincia; al cual los vecinos de Santiago enviaron a llamar como se ha dicho.
Volviendo a Villagra, concertada su gente, nombró por su maestro de campo al capitán Alonso de Reinoso, que lo había sido en su compañía cuando de el Pirú partió hasta que entró en Chile, hombre de grande práctica de guerra y de mucha espirencia por ser muy antiguo en las Indias y haber tenido siempre cargos. Llegado, pues, al río de Biobio, pasó su campo por una barca. Puesto de la otra parte, con muchos indios que llevaba por amigos de los repartimientos que estaban de paz, llevando su maestro de campo el avanguardia, llegó a un valle que se llama Andalican. Haciendo allí dormida, salió el maestro de campo a cortalles las simenteras y arrancalles los maíces destruyéndoles todo lo sembrado. Otro día luego partió el campo de Andalican y llegó a otro valle que se llama Chivilinguo, donde después de haber asentado para hacer dormida, salió el maestro de campo a cortalles los maíces destruyendo todo el valle. Los indios en este tiempo de creer es que no estaban descuidados, que por espías que tenían en la Concepción sabían por momentos todo lo que hacían y el día que habían de pasar el río; los cuales se hablaron por sus mensajeros tratando de pelear y defenderse; pues vían que estaban culpables; pues era cierto que la muerte de Valdivia la habían que querer vengar, pues iba por todos, que todos saliesen a la defensa, y pues habían como hombres abierto camino para su libertad, que se juntasen y gozasen de una gran victoria, y que demás della los cristianos traían buenas capas y mucha ropa, muchas armas y caballos, que todo se lo quitarían; y pues sabían que habían de entrar por el camino de Arauco se juntasen en aquel valle, donde ellos pondrían bastimento para todos los que viniesen a hallarse en la guerra. Con esta plática, después de habella comunicado entre sí los señores principales de el valle de Arauco, enviaron indios pláticos que lo tratasen en su nombre por toda la provincia con esta voz de guerra.
Persuadidos todos los comarcanos y aquéllos persuadiendo a otros, se juntaron en el valle gente inumerable. Viéndose los principales juntos, señalaron capitanes menores dándoles número de gente a cada uno y por principal de todos al señor de Arauco llamado Peteguelen, y acordaron de esperar a Villagra en una cuesta grande que hace al asomada del valle, un pequeño río en medio de Arauco y de la cuesta, la cual cuesta está llana en lo alto della y se pueden bien manejar caballos. Y porque detrás desta cuesta hacia la Concepción había otra áspera de monte y despeniaderos grandes hacia la mar que batía al pie della, pusieron un escuadrón grande, para que después de rotos, como cosa que en su pecho tenían ganada, yendo los caballos y cristianos todos cansados cerrándoles allí el paso los despeñarían y matarían. Y que un principal del valle llamado Llanganabal juntase todas las mujeres y muchachos con varas largas a manera de lanzas y se representase con ellos en una loma poco apartado de los cristianos, una quebrada en medio, que no los pudiesen reconocer, y que cuando comenzasen a y pelear y hiciesen muestra caminando que les iban a tomar las espaldas, que sería grande ayuda para desanimallos: y que enviasen avisar a los barqueros de Biobio que luego como pasasen los cristianos echasen a fondo la barca, y todas las demás cosas en que pudiesen pasar que las quitasen; y que los indios que habían de pelear se estuviesen quedos. Después de todas estas prevenciones dieron orden a los capitanes que no acometiesen a los cristianos hasta que fuesen descubiertos. En aquel tiempo había en la cuesta grandes pajonales que entre ellos podían estar secretos hasta que llegasen muy cerca. De esta manera y con esta orden se fueron a poner en el puesto. Villagra, después que hubo cortado las simenteras deste valle, sin hacer diligencia de hombre de guerra, aunque lo entendía, y con habérselo dicho su maestro de campo, por lo cual después nunca se llevaron bien, que él quería ir a descubrir el campo adelante hasta el valle y entrada de Arauco y ver de qué manera estaba el camino; que no lo tenía por buena señal no haber visto indios, ni haber podido tomar lengua de cómo estaban e informarse de lo que les convenía hacer, Villagra lo estorbó diciendo que no había necesidad de ello. Puestas sus centinelas para seguridad de el campo, durmieron aquella noche allí, estando los indios menos de media milla de ellos sin hacer muestra ninguna de haber gente. Otro día como fué amanecido tocaron las trompetas a partir. Puestos en sus caballos, cargados los bagajes tomó el maestro de campo la vanguardia, la cuesta arriba; llegó al llano donde los indios estaban, los cuales estuvieron quedos hasta que un perro les comenzó a ladrar; mirando hacia donde el perro ladraba, se levantaron y dieron una grande grita a su usanza atronando aquellos valles. Reinoso, viéndose con ellos a las manos, mandó subir el artillería y asestalla a un escuadrón que más cerca estaba; que aunque los indios se le mostraron no se movieron de su lugar. Los cristianos que a caballo estaban, rompieron con ellos y los echaron por una ladera abajo. En esto tuvo tiempo Villagra de subir con toda la gente, y juntos ciento y sesenta hombres bien armados pelearon con gran determinación, y el mismo Villagra le convino pelear y quitó del poder de los indios algunos cristianos que estaban en necesidad y perdidos, animando a los demás y llamando por sus nombres a cada uno, para que la vergüenza les hiciese ser más valientes y pelear mejor, y ansí los rompió muchas veces. Mas los indios como tenían plática de guardar aquella orden, se echaban por las laderas de la cuesta, y como los caballos llegados allí volvían, salían tras ellos a manera de juego de cañas, habiendo muerto muchos indios se retiraron a su artillería. Fué cosa de ver una cuadrilla de soldados que peleaban a pie por no tener caballos que fuesen para pelear: éstos acometían a los indios y hacían muy buenas suertes en ellos, y se retiraban cuando les convenía, con buena orden. Villagra volvió a romper con los indios, en cuya presencia un soldado llamado Cardeñoso, queriendo en público mostrar su determinación y ánino, se arrojó solo en un escuadrón de muchos indios; peleando lo derribaron de el caballo, y en presencia de todos lo hicieron pedazos sin podello socorrer. ¡Cosa de gran temor, cómo quiso este hombre, desesperado acometer una cosa tan grande! Que cierto es de creer si todos tuvieran su ánimo hubieran la vitoria.
Para esta batalla hicieron los indios una invención de guerra diabólica, que fué en unas varas largas como una lanza, ataban a ellas desde poco más de la mitad un bejuco torcido, que sobraba de la vara una braza y más; esta cuerda que sobraba era un lazo que estaba abierto, y de aquellos lazos llevaban los indios de grandes fuerzas cada uno uno. Estos hicieron mucho daño, porque como andaban envueltos con los cristianos, tenían ojo en el que más cerca llegaba, y echábanle el lazo por la cabeza que colaba a el cuerpo y tiraba tan valientemente con otros que andaban juntos para efeto de ayudalles, que lo sacaban de la silla dando con él en tierra e lo mataban a lanzadas y golpes de porras que traían. Y ansí en una arremitida que hizo Villagra, lo sacó un indio de el caballo, y si no fuera tan bien socorrido, lo mataran. Algunos indios se ocuparon en tomar el caballo y se lo llevaban a meterlo en su escuadrón; mas cargaron tantos soldados sobre ellos, que se lo quitaron y volvió a subir en él; y en otra arremetida que hizo, le dieron un golpe de macana en el rostro que lo desatinaron. Después de habelles cansado los caballos por el mucho tiempo que habían peleado, Llonganabal, capitán de las mujeres y muchachos, comenzó a caminar haciendo muestra que iba a tomalles por las espaldas. Villagra se recogió a su artillería y mandó les tirasen algunas pelotas, entre tanto que se alentaban los caballos; y conociendo que el escuadrón que estaba de la otra parte de la quebrada iba caminando a sus espaldas, que era el camino que con el campo había traído, entró en consejo de guerra tratando qué se podría hacer para no perderse. Estando en esta plática con algunos hombres principales, los indios se sentaron y descansaron comiendo de lo que allí les traían sus mujeres. Habiendo descansado un poco se levantaron tan determinadamente, que posponiendo todo peligro y temor, cerraron con los cristianos de tal manera que les hicieron volver las espaldas. Los que peleaban a pie, que eran doce soldados, desamparados de los de a caballo los hicieron pedazos, si no fueron algunos que acertaron a tomar caballos para huir; y ansí todos juntos bajaron la cuesta. Los indios les ganaron el artillería y toda la ropa que llevaban, siguiéndolos en el alcance hasta la otra cuesta que habían dejado a sus espaldas, donde hallaron un grande escuadrón con muchos lazos, lanzas e otros muchos géneros de armas, esperándolos en gran manera animosos. Como los vían venir desbaratados, llegados allí, como el camino era estrecho por donde habían de bajar, que aunque había dos caminos ambos eran malos, allí al bajar los apretaron de manera que por pasar los un delante de los otros se embarazaban por respeto de illos alanceando y matando; y como los apretaban tanto, viéndose morir sin poder pelear, por bajar a lo llano se echaron por la ladera abajo, camino de peñas y malo para bajar a pie cuanto más a caballo; por allí abajo iban los caballos despeñándose, que era grande lástima para los que vían ansí ir; ellos por una parte y sus amos por otra llegaban abajo. Los indios, como eran muchos, estaban repartidos a todos los pasos donde podían hacer daño. Como llegaban al pie de la cuesta aturdidos y desatinados-¡tanto puede el miedo en caso semejante!-, con grandísima crueldad los mataban sin se defender, donde les fuera mejor morir peleando como murió Cardeñoso, que para ser tanto número era muerte incierta, que no huyendo entre gente tan cruel que a ninguno tomaron vivo.
Desde allí, como hombres desbaratados, cada uno huyó por donde pudo, camino de la Concepción, sin tener cuenta con su capitán ni su capitán con ellos, ¡tanto iban de medrosos!; y fué su mohina tanta, que parecía fortuna hadada que a Villagra seguía y favorecedora de los indios, que por donde quieran que iban hallaban cerrados los caminos con madera y gente a la defensa puesta: en aquellos pasos mataron muchos cristianos y otros que por cansárseles los caballos murieron a manos de los enemigos que los iban siguiendo. No había amigo que favoreciese a otro; y por no dejar sin gloria a quien lo merece ni es justo en toda suerte de virtud, diré lo que acaeció a un soldado llamado Diego Cano, natural de Málaga, y fué que andando Villagra peleando en la cuesta antes que lo desbaratasen los indios, andaba un indio sobresaliente tan desvergonçado y tan valiente que con su ánimo y determinación mucha causaba en los suyos acrecentamiento de ánimo por muchas suertes que hacía. Villagra, viéndolo y no lo pudiendo sufrir, llamó a este soldado Diego Cano, y le dijo: «Señor Diego Cano, alancéeme aquel indio.» Diego Cano le respondió: «Señor general, vuesa merced me manda que pierda mi vida entre estos indios, mas por la profesión y hábito que he hecho de buen soldado, la aventuraré a perder, pues tan en público vuesa merced me manda»; y puestos los ojos en el indio que andaba con una lanza peleando, y animando a los suyos, como lo vido un poco apartado de su escuadrón en un caballo que traía bien arrendado y buen caballo, conforme a su ánimo que era de buen soldado, cerré con él: el indio se vió embarazado y turbado, que ni se reportó para pelear ni para retirarse, con una demostración de querer huir. Diego Cano llegó a él, que ya se iba recogiendo hacia los suyos que venían en su defensa a paso largo, y dentro en sus amigos que le defendían con muchas lanzas, le dió una lanzada que le atravesó todo el cuerpo con grande parte de la lanza de la otra banda; y salió herido, aunque de las heridas no murió por las buenas armas que llevaba.
Pues volviendo a Villagra veinte hombres que iban par de él, viendo la desvergüenza que traían hasta treinta indios que lo iban siguiendo por tierra llana, les dijo: «Caballeros, vuelvan a lancear aquellos indios.» Ninguno se atrevió volver el rostro hacia ellos por que llevaban los caballos tan cansados y encalmados, que no se podían aprovechar de ellos, si no era para andar, y poco a poco, su camino. Iba entre estos caballeros un soldado portugués de nación, natural de la isla de la Madera; este soldado con una yegua ligera en que iba revolvió a los indios, y con determinación, en efeto, de valiente hombre lanceó dos indios; los demás pararon allí no osando pasar adelante; que en este lance y buena suerte que hizo este soldado demás de merecerlo, escaparon de ser muertos algunos que allí iban desanimados y perdidos. Poco más adelante hallaron indios al paso de una puente que la defendían algunos por estar el camino estrecho de peñas y monte; mataron al capitán Maldonado sin que ningún amigo suyo lo socorriese, pudiéndolo hacer no siendo diez indios los que la guardaban; que como gente vencida no tenía cada uno tino más que a salvar su vida. Murieron ochenta y seis soldados, principal gente que habían ayudado a ganar y poblar todo el reino, y entre ellos muchos hijosdalgos conocidos, como el capitán Sancino, Hernando de Alvarado, Morgobejo, Alonso de Zamora, Alvar Martínez, Diego de Vega, el capitán Maldonado, Francisco Garcés, que por la prolijidad no pongo los demás. De esta pérdida daban la culpa a Villagra diciendo que estaba obligado a recoger su gente aunque iban huyendo, pues eran en número ochenta hombres: mejor pasaran los pasos que les tenían tomados todos juntos, que no tan divididos y sin orden. Villagra se disculpaba diciendo que le convenía llegar al paso de el río antes que los enemigos lo tomasen, porque si llegaban primero que no él era imposible escapar ninguno, y que a esta causa no se podía detener. Caminando todo lo que pudo y sin orden llegó al río al anochecer y a una hora de noche los más tardíos. Fué Dios servido que aunque los indios habían quemado la barca no miraron en unas canoas que tenían de su servicio, que son unos maderos grandes cavados por de dentro a manera de artesa, y en aquel hueco que en sí tienen pasan los ríos por grandes que sean; destas canoas hallaron cuatro en que comenzaron a pasar dándose tan buena maña-¡cuánto puede el miedo en casos semejantes!-, que cuando amaneció ya estaban de la otra parte casi todos sin peligrar ninguno: que fué caso harto dichoso, porque si aquella noche cuando estaban pasando les acometieran cien indios, creyendo que eran más y venían en su alcance, se perdieran todos. Aquel día llegaron a la Concepción tan maltratados que en general les tenían lástima.

Capítulo XVII

De cómo Francisco de Villagra despobló la ciudad de la Concepción y las causas que lo movieron

Llegado Francisco de Villagra a la Concepción con ochenta soldados que llevaba maltratados y heridos, hizo una oración al pueblo, diciéndoles el suceso que había tenido y cómo era imposible sustentarse contra los indios según estaban vitoriosos; mas que no embargante haber rescebido aquel infortunio, creyesen de él que no faltaría allí en público: que todos se animasen y aderezasen con sus armas defender la ciudad, que a lo que él creía convenía ansí, porque era de entender con una vitoria tan grande habían de venir sobre ella.
Mandó luego hacer reseña de toda la gente que había en el pueblo después de los que con él escaparon. Habiéndolos visto a todos y que eran hombres mal armados y de caballos peor aderezados, y el mismo Villagra que lo había todo de reparar, hacía esto con tanta tibieza que por ella se entendía las pláticas secretas que de ordinario traía con su maestre de campo Gabriel de Villagra, a quien había dejado por su teniente, las cuales fueron de allí a poco descubiertas, y para más poner en efeto su intención, porque supo que en Santiago no le habían querido recebir, antes habían enviado a llamar a Francisco de Aguirre, se dijo haber salido de su casa una nueva falsa, diciendo, muchos escuadrones de indios pasaban el río de Biobio, la cual extendida por el pueblo, y siendo el miedo que tenían grande por las muertes que habían visto, no esperando si era verdad o no, comenzó el pueblo a levantar una plática de hombres desanimados diciendo que por la salud y conservar sus vidas, todo se había de posponer, y que si se perdiese lo que tenían, era nada en comparación de lo que se ganaba guardándose para otro tiempo mejor, y al presente irse a Santiago, desamparando aquella ciudad: y como estas razones salían de hombres medrosos, encarecían su perdición conforme a sus ánimos e inficionaban a otros muchos; aunque los que eran hombres discretos entendían que todo aquello debía salir de el capitán que lo mandaba, pareciéndoles que aunque quisiesen con palabras y obras irse a la mano no habían de ser parte. Conformábanse con los demás y vían que Villagra no hacía diligencia alguna, ni recogía bastimento ni reparaba parte alguna donde se recogiesen, ni proveía de enviar las mujeres a Santiago juntamente con la chusma, que era lo que un hombre de guerra había de hacer, porque con este reparo y proveimiento sustentaba su presunción, esperando lo que fortuna de él quisiera hacer y no desamparar una ciudad con tanta flaqueza sin ver lanza de enemigo enhiesta sobre ella, a fin de irse a rescebir a la ciudad de Santiago, como lo hizo antes que Francisco de Aguirre viniese a tomar el gobierno. Todas estas cosas trataban después los vecinos de aquella ciudad estando en Santiago, viéndose fuera de sus casas donde tan principal remedio tenían, andando por las ajenas, pues extendido el miedo por la ciudad, comenzaron algunos hombres y mujeres a irse por el camino de Santiago unos tras otros; los que tenían caballos cargaban lo que podían en ellos, y los que no los tenían iban a pie.
Sabido esto, Villagra, para que a él no le parase perjuicio en algún tiempo, mandó al capitán Gabriel de Villagra fuese al camino por donde iban, y ahorcase a todos los que se fuesen, el cual le envió a decir eran muchos los que se iban, mandase lo que fuese servido. Villagra, con esta nueva, juntó a los del cabildo y les dijo que ya vían cómo desamparaban la ciudad, derribados los ánimos; que él tenía por cierto por lo que había visto no se habían de poder sustentar, si de propósito los indios venían sobre ellos; que le parecía mejor, antes que sin orden se fuesen una noche donde en los unos o en los otros sobreviniese algún caso adverso, sería mejor irse todos: los del cabildo le ayudaron a la voluntad que tenía. Luego se puso por obra, que fué gran lástima ver las mujeres a pie ir pasando los ríos descalzas, aunque entre ellas hubo una tan valerosa que con ánimo más de hombre que de mujer, con un montante en las manos se puso en la plaza de aquella ciudad diciéndoles en general muchos oprobios y palabras de mucho valor; y tales que movieran el ánimo a cualquier hombre amigo de gloria o de virtud. Mas Villagra no curó de ello, aunque en su presencia le dijo: «Señor general, pues vuestra merced quiere nuestra destrucción sin tener respeto a lo mucho que perdemos todos en general, si esta despoblada es por algún provecho particular que a vuestra merced resulta, váyase vuesa merced en hora buena, que las mujeres sustentaremos nuestras casas y haciendas, y no dejarnos ansí ir perdidas a las ajenas, sin ver por qué, mas de por una nueva que se ha echado por el pueblo, que debe haber salido de algún hombrecillo sin ánimo, y no quiera vuesa merced hacernos en general tan mala obra.» Villagra, como estaba inclinado a irse, aprovechó poco todo lo que esta señora, llamada doña Mencia de los Nidos, dijo, natural de Extremadura, de un pueblo llamado Cáceres; que si esta matrona fuera en tiempo que Roma mandaba el inundo y le acaeciera caso semejante, le hicieran templo donde fuera venerada para siempre. Pues volviendo a los que iban caminando por tierra, dejando la ropa en sus casas perdidas a quien la quisiere tomar, y en la casa de Valdivia la tapicería colgada y las camas de campo armadas, con grande cantidad de ropa y muchas mercaderías y herramientas, todo perdido, que ponía gran tristeza en general a todos ver la destrucción que por aquella ciudad vino. Un vecino acertó a hallarse fuera en su repartimiento, éste llegó a la ciudad, como fué despoblada, que aún no sabía su perdición, y desde un alto vido andar los indios robando y saqueando lo que hallaban, quemando las casas. Visto su daño, tomó el camino de Santiago que llevaba Villagra. El cual despobló aquella ciudad por la orden que se ha dicho, habiendo cuatro años que la había poblado Valdivia con mucho trabajo año de 1550. Fué en Santiago rescebido con grande descontentamiento de el pueblo.

Capítulo XVIII

De las cosas que hizo Villagra después que despobló la Concepción y llegó a Santiago

Después de llegado Villagra a la ciudad de Santiago, juntó los de el cabildo y les pidió le rescibiesen como lo habían hecho las demás ciudades de el reino. Respondiéronle que Pedro de Valdivia había nombrado a Francisco de Aguirre por su sucesor y no a él; y que por este respeto en cumplimiento de lo que el rey mandaba, no había lugar a rescebirle. Volvióles a decir con algunos que le ayudaban y eran hombres principales sustentando su porte, que después de haber hecho Valdivia el testamento por donde nombraba a Francisco de Aguirre, hizo otro en que anulaba aquél, y que de ello daría fe su secretario Cárdenas, que era el escribano ante quien se hizo, en el cual nombraba a Francisco de Villagra en el gobierno de el reino, y que este testamento Valdivia lo había llevado consigo en un cofre pequeño, en donde tenía sus escrituras, y que a esta causa no parecía. Algunos hombres de ropa larga decían que aunque el nombrado fuese Aguirre, no había lugar cumplirlo, por cuanto estaba fuera de el reino y Villagra rescebido en la mayor parte de él. Anduvieron en estas pláticas algunos días, hasta que le pidieron parecer de letrados, y para determinallo se juntaron el licenciado de las Peñas natural de Salamanca, y el licenciado Altamirano, natural de Huete, a los cuales encomendaron determinasen este negocio. Villagra en cabildo, tratando de lo que convenía a su rescebimiento, estando en ello acudieron sus amigos armados a la puerta de el ayuntamiento con palabras bravas y fieros que hacían; poniéndoles temor lo rescibieron contra su voluntad y por fuerza como hombre poderoso.
En este tiempo, Francisco de Aguirre, como tuvo nueva de la muerte de Valdivia, partió de los Juries, y en llegando a Coquimbo envió a los del cabildo de Santiago, que pues él era legítimo gobernador y sucesor en el gobierno por nombramiento de Valdivia, lo rescibiesen por gobernador, llamándose señoría. Villagra, porque no se le metiese en Santiago, envió al camino quince soldados amigos suyos que estuviesen en guarnición corriendo los valles y rompiendo los caminos, poniendo espías en la parte que les pareciese para que no pudiesen pasar cartas sin que las tomasen y se las enviasen; y si alguna gente viniese de Coquimbo, a quien llaman también la Serena, le diesen aviso. Francisco de Aguirre, teniendo plática de esta prevención, puso ansí mesmo otra guarnición cerca de donde la tenía puesta Villagra, con la misma orden. Villagra se hallaba en aquel tiempo con doscientos hombres bien aderezados, que a muchos de ellos había hecho amigos con esperanza que les daría de comer, que es dalles indios de repartimiento, en la ciudad de Valdivia; porque el gobernador Valdivia no había repartido aquella ciudad, donde había para todo; y como el interés atrae así las voluntades, los tuvo a todos por su parte. Aunque en Santiago, Aguirre tenía principales amigos, estaba tan apoderado Villagra de todo, que no le podían favorecer más de con el deseo.
Andando todos revueltos y desasosegados con aquella manera de discordia, trataron los de el cabildo con Villagra y oficiales de el rey, que para quitar de sí una confusión tan grande, que los dos letrados arriba nombrados, pues en el reino no había otros bien informados de la causa, diesen parecer cuál de los dos, Villagra o Aguirre, era legítimo gobernador; y que este parecer aprobarían por apartarse de tomar las armas, cosa tan dañosa para todo el reino; y que los pareceres se enviasen a la audiencia de los Reyes, para que en ella, vistos por aquellos señores, proveyesen lo que más conviniese al servicio de su magestad. Tratado con ellos en su acuerdo el licenciado Altamirano, dijo que por servir al rey y por la paz de el reino, él daría su parecer. El licenciado Peñas dijo que no daría parecer alguno si no se lo pagaban, y que en tal caso él lo estudiaría; y porque hubiese efeto, le dieron luego en oro cuatro mill pesos, que son casi seis mill ducados; y para el efeto los mandaron meter en un navío, que estaba surto en el puerto, y que se hiciese en ellos a la vela dentro en el golfo, porque no dijesen que estaban oprimidos. Estos caballeros letrados dieron de parecer que Villagra debía gobernar y no Aguirre, por razones que para ello dieron, al dicho de hombres discretos no bastantes, pues era cierto que Aguirre tenía por el título de el testamento de Valdivia mejor derecho. Con este parecer volvió el navío al puerto y traído a la ciudad de Santiago, después de haberlo visto en su ayuntamiento, quedaron de guardallo hasta que de la audiencia de los Reyes viniese proveído lo mejor. Ya descansando algún tanto los unos y los otros, retiraron las guarniciones que tenían puestas. En el mismo navío enviaron a informar a la audiencia de los Reyes de el estado de Chile, pidiendo que su alteza proveyese.

Capítulo XIX

De las cosas que hizo Villagra después de ido el navío a los reyes, y de lo que se proveyó

Cuando Villagra vido alguna manera de quietud entre sus amigos y enemigos por el parecer que los dos letrados habían dado, quedando que aquello se guardase, trató de enviar un hombre por su parte que hiciese sus negocios e informase a los oidores cuánto convenía al bien de el reino que lo gobernase él, y fué un amigo suyo, oficial del rey, llamado Arnao Cegarra, natural de Sevilla. Con tres mill pesos que le dió le envió en el navío que estaba de partida para los Reyes; y en el entre tanto, con la gente que tenía, quiso dar socorro a las ciudades Imperial y Valdivia, porque la ciudad Rica, como tuvo nueva de la pérdida de Villagra, se retiró a la Imperial, despoblando aquella ciudad; y para mejor hacer esta jornada, a muchos de los que con él habían de ir, que estaban sirviendo a otros en la ciudad de Santiago, los casó con algunas huérfanas y les dió indios. Usando de una cautela diabólica, como antes lo debía tener pensado, hizo una exclamación diciendo que los repartimientos que daba y había dado en sí, fuese ninguna la data para que la persona que en nombre del rey viniese a el gobierno lo pudiese repartir y dar como le pareciese; diciendo que compelido de necesidad lo había hecho para poder sustentar el reino, lo cual de otra manera a su parecer era imposible; aunque después andando el tiempo se arrepintió, porque don García de Mendoza, estando en el gobierno de Chile, por esta exclamación que había hecho Villagra, lo repartió y dió como él quiso y se han quedado con ello y quedarán para siempre conforme a la orden que se tiene en Indias. Y para más grangear las voluntades a los que consigo había de llevar, abrió la caja del rey y sacó de ella diez y seis mill pesos: éstos repartió entre los soldados que mas necesidad tenían, aderezándose para este efeto.
Año de 1555 años por el mes de enero salió de la ciudad de Santiago con ciento y sesenta hombres camino de la Imperial con gran cuidado, como por tierra tan poblada y de guerra. Llegó a la ciudad sin que supiesen de él ni él de ellos, si estaban poblados o no, hasta que entraron por las puertas. Fué grande el alegría que rescibieron cuando fueron vistos y se presentaron en la plaza. Luego dieron aviso a la ciudad de Valdivia cómo habían llegado allí, y envió Villagra por su teniente al licenciado Altamirano con algunos soldados que había dado indios en ella.
Después de haber agradecido a Pedro de Villagra el trabajo que había tenido y regocijádose con juegos de cañas, que a ninguno pareció bien, salió descansando pocos días con número de cien hombres, se fué al asiento que había tenido la ciudad de Angol, haciendo por aquellos llanos la guerra, quitando a los indios las simenteras hasta que llegó el otoño, que como esperaba nuevas de el Pirú, envió seis soldados que llegasen a los términos de Santiago y le trajesen nueva de lo que había; y en el entre tanto andaba hollando aquella comarca sin hacer fruto alguno, a causa de estar los indios tan vitoriosos y soberbios que toda cosa despreciaban. Vinieron los mensajeros sin nueva alguna más de que todo estaba como lo había dejado. Viendo que entraba el invierno y que no hacía allí efeto alguno, se fué a Santiago con sesenta sodados, sus amigos.
Llegado a los Poromacaes, ques una provincia en mitad de el camino, supo que el mensajero que había enviado a los Reyes era venido, y que aquellos señores mandaban por el bien de el reino, y porque ansí convenía por evitar pasiones entre sus vasallos, que Villagra y Aguirre, ambos capitanes, licenciasen luego la gente que tenían y se fuesen a sus casas, y no se ocupasen más en tener gente alguna a su cargo ni hiciesen retención de cargo alguno en sí, y que daban por ningunos los nombramientos hechos por los cabildos y por su gobernador Valdivia, y que los alcaldes ordinarios cada uno en su jurisdicción administrase justicia. Luego que Villagra lo supo, mandó quitar el estandarte, y a los que iban con él les dijo que él había de obedecer lo que su rey mandaba; que les rogaba cada uno se fuese a donde quisiese; quedándose con sus criados, se fué a Santiago. Francisco de Aguirre, cuando supo que le querían notificar la provisión, respondió al que la traía antes que se la notificase, que fuese a notificarla a Francisco de Villagra y no a él, aunque después la obedeció y hizo lo mismo que Villagra.
Antes que estas cosas sucedieran, tuvo Villagra una diligencia por donde vino después a ser gobernador; y fué que hizo una probanza como él la quiso ordenar, y con cartas de los cabildos envió a España a un hidalgo llamado Gaspar Orense, natural de Burgos, en que le pedían por gobernador, que lo negociase con el rey don Felipe, y para su costo le dió seis mill pesos en oro que gastase. Con este recaudo navegó la vuelta a España, y diciéndole mal el viaje se ahogó a vista de Arenas Gordas, que es cerca de Sanlúcar; algunas cartas salieron a tierra; y como la pérdida fué grande, y el armada llevaba gran cantidad de plata y oro, acudieron allí algunos mercaderes, y entre otras muchas cartas que salieron a tierra mojadas y perdidas, hallaron aquéllas: éstas fueron a manos de un deudo de Villagra, hermano de su mujer, clérigo de misa, llamado licenciado Agustín de Cisneros, el cual procuró favores de algunos grandes, y fué a negociar con su majestad, que estaba en Inglaterra, la gobernación; de manera que abrió la puerta para que adelante cuatro años el rey se la diese por aquí vino a ser gobernador, como adelante se dirá. Pues volviendo a la provisión que de el Audiencia de los Reyes se trajo a Chile, presentada en la ciudad de Santiago la llevaron a la de Valdivia. Los que en ella estaban se holgaron con el buen proveimiento a causa que tenían a Villagra por hombre mohino, y que se le hacían mal las cosas de guerra.

Capítulo XX

De las cosas que acaecieron en este tiempo en la ciudad Imperial y ciudad de Valdivia

Como tuvieron nueva los naturales de todo el reino de la pérdida de Villagra y despoblada de la Concepción, en general se alzaron todos; y como eran tantos los que había en los términos de la Imperial, Pedro de Villagra tuvo temor no viniesen a ponelle cerco por respeto de el mucho bastimento que había en el campo, aunque en aquella coyuntura se halló con buenos soldados y caballos, mas todo era nada si los indios con ánimo de hombres, como habían hecho lo demás, quisieran hacer aquella jornada: y por creballes esta voluntad entendió era necesario hacelles la guerra en sus casas, porque no tuviesen tiempo de venir a las de la ciudad. Anímabale mucho para poderse sustentar ver se llegaba el invierno, y para ponelles temor y dalles a entender que no sólo tenía ánimo para sustentar el pueblo, mas aún para destruillos, salió de la ciudad no para hacer parada, sino correr la tierra, quemándoles las casas con la comida que dentro en ellas tenían, y a los indios que tomaban los alanceaban: tan encarnizados andaban que a ninguno perdonaban la vida. En este tiempo tenían unos perros valientes cebados en indios-¡cosa de grande crueldad!-que los despedazaban bravamente: hacíales la guerra la más cruel que se había hecho. De esta manera desbarató algunos fuertes que los indios hicieron para defenderse, entrándolos por fuerza, peleando; de tal manera los mataban, que viendo su destruición andaban huyendo, que no sabían en dónde se meter ni qué hacer: y una vez que se metieron en una isla que había dentro de una laguna, repartimiento de Pedro de Olmos de Aguilera, vecino de la Imperial, tomándola para su reparo, entró Pedro de Villagra en ella con muchos indios que llevaba por amigos y perros, los cuales mataron tantos indios, que con los abogados pasaron de mill personas a lo que después se supo; que parecía su pretensión era destruillos, y que no quedase indio vivo para estar ellos seguros. Por la orden dicha les hizo la guerra aquel verano; y el invierno, retirado a la ciudad, salían con cuadrillas y les hacía el daño posible, andando fuera diez días más o menos, como la suerte se le ofrecía hasta que llegó el verano.
Los indios, como les habían quemado sus casas y los bastimentos que tenían, y ellos andaban en borracheras y banquetes, después de haber gastado lo que quedádoles había, cuando vino el tiempo de la simentera no tuvieron qué sembrar, y si algo tenían no osaban de temor que los tomarían labrando la tierra. Juntóseles otro gran mal con éste, que entrando la primavera les dió en general una enfermedad de pestilencia que ellos llamaban chavalongo, que en nuestra lengua quiere decir dolor de cabeza, que en dándoles los derribaba, y como los tomaba sin casas y sin bastimentos, murieron tantos millares que quedó despoblada la mayor parte de la provincia; que donde había un millón de indios no quedaron seis mil: tantos fueron los muertos que no parecía por todos aquellos campos persona alguna, y en repartimiento que había más de doce mill indios no quedaron treinta. Vínoles otro mal allende de éste, que los que escapaban que eran pocos, teniendo algunas fuerzas, como no tenían qué comer, se comían los unos a los otros, ¡cosa de grande admiración!, que la madre mataba al hijo y se lo comía, y el hermano al hermano; y algunos hacían tasajos y les daban un hervor en algunas ollas con agua de arrayhan, y después puestos al sol y secos los comían, y decían hallarse bien de aquella manera. Andaban los indios en aquel tiempo tan cebados en carne humana, que traían la color del rostro tan amarilla, que por ella eran luego conocidos. Algunos indios de junto a la ciudad y a la costa de la mar, con el pescado y marisco se sustentaron, aunque no dejó de alcanzalles parte; y otros que tenían amistad en la ciudad con los cristianos y servicio, con la limosna que les daban, pidiéndolo ellos por amor de Dios, con una cruz en las manos que la necesidad y el tiempo les dió a entender que les convenía ansí-se sustentaban y vivieron muchos.
En la ciudad de Valdivia se alzaron ansí mismo los naturales de ella; hízoles la guerra el licenciado Altamirano un año que la tuvo a su cargo, desbaratándoles muchos bucaranes, haciendo en ellos gran castigo. Estos indios, por respeto de tener montes en sus términos donde se recogían, no hubo tantas muertes como en la ciudad Imperial, aunque en ellos hubo la pestilencia que en los demás. Quedó Altamirano, por la buena orden que tuvo en las cosas de guerra, reputado por buen capitán para podelle encargar cosas grandes.
Estando la guerra de estas ciudades en este paso, llegó la provisión de el Audiencia de los Reyes a quien el reino de Chile estaba en aquel tiempo sujeto, en que mandaba los alcaldes administrasen justicia cada uno en su jurisdicción, y que ponían la tierra en aquel ser y punto que estaba cuando Valdivia murió. Con este proveimiento los alcaldes tomaron toda cosa a su cargo. Sucedió una cosa en aquel tiempo que por ser notable la quiero escrebir. Cuando se alzaron los indios de la ciudad de Valdivia tomaron una mujer negra de un vecino llamado Esteban de Guevara; esta negra llevaron a la ribera de un río y la ataron de pies y manos; tendida a lo largo le echaban cántaros de agua encima y con arena le fregaban con toda el aspereza a ellos posible, creyendo que la color que tenía no era natural, sino compuesta; y desque vieron que no podían quitalle aquella color negra, la mataron, desollándola como gente tan cruel; y el pellejo lleno de paja traían por la provincia. Todo lo dicho acaeció en estas ciudades dichas año de 1556 años, que después acá ha hecho y hace grande lástima ver aquellos hermosos campos fértiles y frutíferos, despoblados. ¡Plega a Dios sea servido que en su santísimo nombre y servicio se pueblen de cristianos dando gracias a su Criador!

Capítulo XXI

De lo que acaeció en la ciudad de Santiago después que Villagra dejó el cargo de capitán general

Entendido por los vecinos de la Concepción que los señores de la Audiencia de los Reyes mandaban volviesen a poblar aquella ciudad, y que las justicias de la ciudad de Santiago les diesen todo el favor y auxilio necesario, viéndose por casas ajenas, acordándose que en las suyas eran servidos y estaban sin necesidad, para ponello en efeto se comenzaron aderezar y con ellos algunos soldados que quisieron ir en su compañía a los cuales les ayudaron con dineros, porque yendo más gente, más efeto tendría su jornada. Los oficiales de el rey que en Santiago residían les prestaron ocho mill pesos obligándose por ellos al rey. Con esta ayuda y con lo que ellos pudieron juntar, se hallaron setenta hombres bien aderezados, y para mejor efeto, llevaron un navío con las cosas pesadas de su servicio y bastimentos.
Puestos en camino a la ligera, llegaron a la Concepción y reconocieron sitio en donde hacer un fuerte pareciéndoles estaba a propósito un lugar alto que señoreaba el pueblo y eran casas de un vecino llamado Diego Díaz; lo repararon luego, y en él todos juntos residían. Los indios de la comarca les salieron a dar la paz y servilles de todo lo que les mandaban hasta tiempo de dos meses. En este tiempo, reconocido el número de gente que era y la defensa que tenían, se concertaron servilles muy mejor para descuidallos. El capitán que tenían era un hidalgo llamado Juan de Alvarado, montañés, a quien Villagra había dado un repartimiento de indios en aquella ciudad: teníanle por su capitán para las cosas de guerra, que en lo demás los alcaldes conforme a la provisión que tenían hacían justicia; porque yendo caminando un soldado pobre con otro como él se revolvieron con un soldado principal y le dieron ciertas lanzadas que de ellas sanó breve; con el primer ímpetu el uno de los alcaldes llamado Francisco de Castañeda, prendió al uno de ellos, el más culpable y lo mandó luego ahorcar.
El capitán Alvarado después que hizo asiento en la parte dicha, salió a visitar los repartimientos con quince hombres. Los indios todos conforme a lo que entre ellos estaba concertado, le sirvieron y dijeron harían lo que les mandase; y ansí vinieron a la Concepción a ver a sus amos y servilles debajo de la cautela que tenían ordenada, la cual el capitán no entendió por no tener tanta plática de guerra, aunque la había seguido con Villagra. Vuelto, pues, a la Concepción, un día víspera de Santa Lucía por la mañana, año de 1556, que para aquel día y tiempo por la orden de la luna (que es la cuenta que ellos tienen, a tantos de creciente o a tantos de menguante, por ella se entienden), se juntaron todos los indios de guerra comarcanos y otros muchos con ellos. Hablados y repartido capitanes, como cosa que ya tenían en sus pechos concebida la vitoria, se mostraron por una loma rasa bajando hacia la ciudad doce mill indios y más con muchas varas largas y gruesas como la pierna: con ellas hicieron luego un fuerte en donde estar reparados; hincándolas en tierra atravesaban otras entre aquéllas, y con muchos garrotes tan largos como el brazo y menores, que de ellos trajeron muchas cargas, y con sus lanzas largas y arcos y grande cantidad de flechas, armados con unos pedazos de cuero de lobo marino cudrio y grueso, que a manera de coracinas les defendía el hueco del cuerpo; y platicado entre sí de la manera que pelearían, tomaron esta orden: que hecha la palizada, cuando los cristianos viniesen a romper en ellos, pues eran tan pocos, disparasen los garrotes a las caras de los caballos, arrojadizos, y que siendo, como eran, muchos, dándoles tanta lluvia de palos en las caras y cabezas, harían mucho efeto para que no osasen llegar a ellos: que ésta era toda la fuerza que los cristianos tenían; y que si los caballos viniesen tan armados que no tuviesen temor a los muchos garrotejos que les tirarían y los rompiesen, se recogerían a la palizada que tenían hecha, pues detrás della tenían una quebrada, que aunque era pequeña los hacía fuertes, y que desta manera comenzarían su pelea, pues era cierto que los cristianos, en viéndolos, habían de salir a pelear con ellos, y que si los desbaratasen en la primera refriega, tuviesen entendido que en ninguna parte otra tendrían defensa; y si no los desbarataban, como entendían, por lo menos los dejarían medrosos, y los caballos con temor para no osar llegar más a ellos; y pues les tenían tomados los caminos, diciéndoles mal, los acabarían en ellos de matar; y que si iban al navío que en el puerto tenían, por lo menos les habían de dejar los caballos y ropas. Esta plática y orden de guerra tuvieron, sin haber hombre señalado entre ellos más de su behetría, a manera de república, porque estos indios, si tuvieran señor a quien obedecer, en general fuera conquista muy trabajosa. Los cristianos, después de haberlos reconocido, tratan la orden que tendrán para pelear y defender todo lo que tenían en tierra: unos contradecían a otros, porque decían que el servicio de mujeres, que son indias de la provincia, y algunos yanaconas con las ropas, se fuesen al navío; otros que no porque los indios no se animasen y lo tomasen, como eran tan supersticiosos, por buen pronóstico de fortuna, sino que se apeasen parte de ellos para pelear, pues estaban en tierra llana; y que si los indios se recogiesen a la palizada que tenían hecha, con los arcabuces los desbaratarían, y los que tenían buenos caballos rompiesen todos a un tiempo, teniendo cuidado de socorrer a los de a pie. De esta manera fué el capitán Alvarado hacia los enemigos, en una loma sin monte, junto a la ciudad, los cuales, llegando a romper, dispararon en ellos una gran tempestad de garrotejos; dándoles por las caras y cabezas de los caballos los hacían remolinar, y si algunos pasaban adelante, les ponían las lanzas a su defensa, y por los dos lados de la palizada. En este tiempo que peleaban salieron dos mangas de muchos indios con muchas lanzas; éstos derribaron cuatro cristianos, y entre ellos a Pedro Gómez de las Montañas, buen soldado; sin que se los pudiesen quitar, los hicieron pedazos. Los cristianos de a pie pelearon con la frente de la palizada, y los indios que la estaban defendiendo que no llegasen a entralles, hirieron a Francisco Peña, valiente soldado, de dos lanzadas en la cara, y dándoles otras muchas heridas. Con los cuatro cristianos que habían muerto cobraron tanto ánimo, que sin hacer caudal de el fuerte que tenían, salieron de tropel y los llevaron a espaldas vueltas hasta metellos en el fuerte que tenían hecho. Reconociendo que les tenían miedo, viendo como ya huían al navío, los acometieron dentro de su propio fuerte, en la cual entrada pelearon y les mataron muchos indios, derribándolos con las lanza, a los que intentaban entrar. Estaba entre los cristianos un clérigo, natural de Lepe, llamado Hernando de Abrigo, valiente hombre, junto con un soldado de Medellín llamado Hernando Ortiz; para animar a los demás salieron de el fuerte con intención de trabar nueva pelea con los indios; a estos dos hombres valientes les tomaron la puerta, cercados por todas partes peleando; después de haber muerto muchos indios, los mataron a lanzadas. Viendo los demás que no podían dejar de perderse, salieron de conformidad por una ladera abajo hacia la mar, y los que estaban a pie, lo mismo; los indios los fueron siguiendo hasta el llano de la mar, que más adelante no osaron, por ser tierra llana y parte que no tenían defensa para caballos, aunque de los que iban a pie mataron seis cristianos al pasar de un río pequeño que allí había. Francisco Peña, natural de Valdepeñas, como estaba tan mal herido de las lanzadas que en la palizada le habían dado, se fué al navío; pudo llegar a tiempo que le tomaron en el batel. Diego Cano, natural de Madrigal, quiso irse el navío; cuando llegó a la playa vido el batel que iba a lo largo; después de haberlo llamado, como vido que no quería volver, porque iba muy cargado, pareciéndole que más seguro camino era para salvar su vida aquél, dió al caballo de las espuelas y se metió por la mar adelante nadando tras de el barco: ¡tanto puede hacer el miedo en casos semejantes! Los del batel, cuando le vieron venir, porque no se perdiese, le esperaron y tomaron consigo; el caballo, desechado su señor de sí, se volvió a tierra y siguió a los cristianos que huían. Los indios siguieron a los demás hasta metellos en el camino de Santiago; allí los dejaron por volver a gozar del despojo, entendiendo que los que estaban a la guarda del camino los acabarían de matar. Los que iban huyendo, en sólo aquello pláticos, tomaron otro camino por la costa de la mar que no era tan usado, aunque también lo hallaron cerrado: cortando los árboles grandes que junto a él estaban, éstos cayendo en medio lo cerraban de tal manera que no podían pasar; allí los hallaban con sus lanzas a la defensa. Ayudóles mucho ir todos juntos para pasar estos pasos, que aunque mataron algunos, los mataran a todos.
De esta desdicha y mala orden decían en Santiago se tenían ellos la culpa, y les fué bien merecida la pena, querer poblar una ciudad setenta hombres, que ciento y treinta la habían despoblado, sin tener fuerte bastante, careciendo de artillería y arcabuceo; y cierto el suceso que tuvieron, en la ciudad de Santiago por algunos hombres que lo entendían les fué dicho, consideradas todas las cosas, que se habían de perder. Murieron en este recuentro y alcance diez y nueve soldados; los demás que escaparon llegaron a Santiago como gente desbaratada. Los que estaban en el navío, vista su perdición, hicieron vela y se fueron al puerto de Valparaíso, donde habían partido. Decían que Villagra no mostró pesarle de este desbarato, diciendo que él despobló teniendo tino a lo de adelante, porque de él dependía todo, y por no perder más de lo perdido se retiró con tiempo, antes que, queriendo, no pudiese.

Capítulo XXII

De cómo vino de el audiencia de los reyes proveído Villagra por corregidor de todo el reino, y de lo que hizo

Como fueron llegados los vecinos de la Concepción a la ciudad de Santiago tan desbaratados y perdidos, llegó luego desde a poco un mercader llamado Rodrigo Volante que venia de el Pirú. Este trajo a Villagra una provisión de el Audiencia de los Reyes, en que aquellos señores le nombraban por corregidor de todo el reino. Recibióse en el cabildo conforme a la orden que se tenía, y a su proveimiento tuvo ansí mesmo nueva del mercader cómo su magestad había proveído en España a Jerónimo de Alderete por gobernador, sabida la muerte de Valdivia, y héchole mucha merced, en que le había dado un hábito de Santiago y título de Adelantado, lo qual Villagra no podía disimular sin que diese a entender el desgusto que rescebía, porque esperaba que Gaspar Orense le negociaría la gobernación para él, como atrás se dijo.
Estando en Santiago tratando en esta cosas y otras, los indios de Arauco, viendo los buenos sucesos que habían tenido en la guerra, se levantó entre ellos un indio llamado Lautaro, mancebo belicoso. Este, ensoberbecido con otros como él, se juntaron número de trescientos indios e, informados de la disposición de la tierra, sabiendo por mensajeros la voluntad que tenían los indios de Santiago para alzarse, tomaron aquel camino con intención de hacer mal a cristianos en todo lo que pudiesen. Caminando cada día se le juntaban más, entendida la demanda que llevaba; y teniendo plática que en el río de Maule sacaban oro algunos cristianos, bien descuidados, llegaron una noche sobre ellos y al amanecer dieron en el asiento que tenían. Levantando una grita como lo suelen hacer, los mineros salieron huyendo; de éstos mataron dos, los demás se escaparon por el monte; los muertos no eran hombres de cuenta. Tornaron algunas mujeres indias de la tierra que tenían de su servicio y toda la herramienta con que sacaban el oro. Con esta presa, el Lautaro, como era ladino en su lengua, hizo una oración a los indios que allí estaban, enviándolos por mensajeros a sus caciques que de su parte les dijesen él había venido a aquella provincia para quitallos del trabajo en que estaban: que les rogaba se viniesen a él llamando a sus comarcanos, porque tenía deseo de les hablar a todos juntos y tratar en cosas de su libertad.
Llegada y extendida la nueva por la provincia, vinieron muchos principales e indios a ver gentes que tan grandes vitorias habían tenido de cristianos. Estando todos juntos, el Lautaro tocó la trompeta que traía de las que en la guerra había ganado; después de habella tocado subió en su caballo, y puesto en medio de todos, porque le pudiesen mejor ver y oír, les comenzó a hacer una oración con palabras recias y bravas, poniéndoles por delante la miseria y cativerio que tenían, y que él, movido de lástima, había salido de su tierra a procuralles libertad; y pues vían cuán oprimidos estaban, tornasen las armas y se juntasen todos, que con la orden que él les daría no dudasen de pelear, porque convenía ansí para alcanzar su deseo, y que echarían a los cristianos de toda su tierra, pues ellos eran hombres y tenían tan grandes cuerpos como otros indios cualesquiera. Con sus pies y manos libres, ¿en qué les podían ellos hacer ventaja, pues todos eran tinos y parientes antiguos? Y que bien habían sabido las muchas vitorias que los indios de Arauco habían tenido de cristianos, y cómo se habían libertado con las armas, que les rogaba las tomasen y enviasen mensajeros los unos a los otros para que todos con una voluntad tomasen aquella guerra. Los indios, animados con esta plática que les hizo el Lautaro, le dieron por respuesta que en todo lo que les mandase le obedecerían y harían su voluntad y le agradecían mucho el trabajo que había tomado por su remedio.
Luego el Lautaro tomó plática de la tierra, y reconociendo la disposición que en sí tenía, llegó a un llano donde les mandó, por ser lugar conveniente, que con las herramientas que tenían hiciesen un foso conforme al lugar que les señalaba, cercado de hoyos grandes a manera de sepulturas, para que los caballos no pudiesen llegar a él; y ansí mesmo les dió orden que trajesen bastimentos para todos, repartiéndolo entre los señores principales por su orden; y como era hombre de guerra, les dijo que no tuviesen duda, sino que los cristianos en sabiendo que estaban allí, habían de venir a pelear con ellos, y que peleando a su ventaja, como las demás veces lo habían hecho, tendrían cierta la vitoria; diciéndoles que los cristianos, aunque eran valientes, no sabían pelear ni tenían orden de guerra, y que andaban tan cargados de armas que a pie luego eran perdidos; que la fuerza que tenían era los caballos, y que para pelear con ellos en aquel fuerte, de necesidad los habían de desamparar y pelear a pie.
Francisco de Villagra tuvo luego nueva de lo que el Lautaro hacía, que parecía los indios le tenían tan ganada su fortuna, que lo venían a buscar, y para reparo de lo que podían hacer, envió a Diego Cano con veinte hombres a caballo. Los indios pelearon con él al paso de una ciénaga en un monte y le mataron un soldado. Diego Cano se retiró a mejor puesto; los indios desollaron el muerto y, lleno el pellejo de paja, lo colgaron en el camino, de un árbol.
Estendida esta nueva por la provincia, tomaron más reputación. Villagra que lo supo, envió al capitán Pedro de Villagra que en la ciudad Imperial había sido su teniente, hombre plático de guerra, porque se venía alzando la provincia, con treinta y cuatro soldados. El Lautaro, como tuvo la nueva, se recogió a su fuerte, y mandó que no les estorbasen el caminar, sino que los dejasen llegar a donde él estaba, y que cuando tocase la trompeta saliesen a pelear por las partes que les señalaba, y cuando la volviese a tocar, se retirasen. Con esta orden esperó lo que Pedro de Villagra haría; el cual llegó y se puso a caballo con toda su gente en un alto junto al fuerte, y mandó a quince soldados se apeasen y llegasen a reconocer de la manera que estaba; con éstos se apearon otros que no se quisieron quedar a caballo. Los indios los dejaron llegar y desque estuvieron junto al fuerte, tocando su trompeta salieron por dos partes, como les estaba señalado; tomándolos en medio pelearon lanza a lanza; los cristianos mataron algunos con los arcabuces. Allí fué cosa de ver un soldado esclavón de nación pelear tan bravamente, que al indio que con su espada alcanzaba lo cortaba de tal manera, que si le daba por la mitad de el cuerpo lo cortaba todo, y al respeto por cualquiera otra parte, llamado de nombre Andrea, valentísimo hombre; de tal manera peleaba que aunque quebró su espada, no osaban los indios llegar a él: ¡tanto temor le tenían!
Viendo Pedro de Villagra que no se hacía efeto y que le herían la gente, los comenzó a retirar. Los indios, que serían número de seiscientos, vinieron tras ellos con tanta determinación que a un soldado natural de Zamora, llamado Bernardino de Ocampo, que había peleado con una espada y rodela valientemente, teniendo ojo en él-llevaba su rodela a las espaldas, porque le guardase aquel lugar de las flechas-un indio le alcanzó y le asió de la rodela con tanta fuerza que quebrantó la correa con que iba asida, la sacó y se la llevó. Pedro de Villagra se retiró tanto como un tiro de arcabuz, que era ya tarde; y otro día con nueva orden volver a pelear. El Lautaro, conociendo que estaba allí perdido, se salió aquella noche del fuerte y se fué al río de Maule, diciendo que él había visto la dispusición de la tierra y que era a propósito para hacer la guerra por ser abundosa de bastimentos; animando a los principales dijesen que compelidos no habían podido hacer menos, porque el Lautaro no los destruyese.
Pedro de Villagra fué luego por la mañana a ver el fuerte. No los hallando en él, se informó iban la vuelta de Maule y no los podían alcanzar, porque iban para su seguridad por el camino de el monte y malos pasos para caballos. Se volvió a la dormida; después de haber hablado a algunos principales, se fué a Santiago. En la cual jornada, entre los émulos que tenía, perdió de reputación en que estaba de hombre de guerra.
Francisco de Villagra luego a la primavera, como vido que no había movimiento alguno en los términos de Santiago, se determinó ir a la ciudad de la Serena, porque de aquella ciudad por muchas cartas le enviaban a llamar, diciéndole que para la quietud de el pueblo convenía residiese algunos días allí. Villagra, a lo que se entendía de él, lo deseaba, porque Aguirre era hombre bravo y de grande ánimo, y le pesaba mucho sufrir mayor; por este respeto se fué a Copayapó para estarse en aquel valle mientras Villagra tuviese mando. Villagra salió de Santiago con treinta soldados, sus amigos; aunque en el camino tuvo algunas armas, diciendo Francisco de Aguirre venía a meterse en la Serena antes que él entrase-que todo fué echadizo-supo cierto estaba en el valle de Copayapó. Llegado que fué al pueblo, le envió a rogar viniese a su casa, porque de su estada allí tanto tiempo los indios eran vejados, y que por el bien de ellos y descargo de su conciencia estaba obligado a decírselo. Aguirre, como en su pecho tenía determinado de no verse con hombre que tan odioso era para él su nombre, lo entretenía con razones aparentes en su descargo. Viendo que en tres meses que había estado en el pueblo no podía persuadirle viniese a él, se determinó personalmente ir allá, y si lo esperara en Copayapó castigallo por justicia, porque tenía consigo gente la que había menester, y más la voz del rey que llevaba. Por otra parte, si Aguirre no lo esperaba, y se retiraba a los Diaguitas o Juries, era imposible venir a sus manos.
En este tiempo que trataba de la partida, llegó por el despoblado un soldado, que lo enviaba el marqués de Cañete, visorrey del Pirú, en que les hacía saber la muerte de Jerónimo de Alderete, y que en esta ausencia había proveído por gobernador de Chile a don García de Mendoza, su hijo. Aguirre rescibió la carta de el marqués, y escribió a Villagra diciéndole mirase cómo eran tratados, porque en el sobre escrito decía: «Muy noble señor.» Villagra calló al sobre escrito de su carta, diciendo que de cualquier manera que el señor visorrey le tratase era mucha merced que le hacía, y ansí salió a rescebir al mensajero una milla de la ciudad con trompetas; y después de ser informado de todo lo demás que quiso, le mandó dar quinientos pesos en un pedazo de oro; y porque estaba un navío en el puerto de aquella ciudad y de partida para el Pirú, no quiso ir a la ciudad de Santiago, sino volverse al Pirú, pues llevaba respuesta de su embajada. Villagra escribió al visorrey, y a don García, su hijo, y se volvió a Santiago con la gente que tenía y con los que le quisieron seguir. Subió a la ciudad Imperial para dar nueva de lo proveído para Chile.
Después de haber caminado cien leguas y llegado y tratado lo que el visorrey le escrebía, y proveído tenientes de corregidor para en cosas de justicia sobre los alcaldes, se volvió por el camino que había llevado hasta el río de Maule. Pasando su camino por los Promacaes topó con el capitán Juan Godíñez, que iba con veinte hombres en busca de Lautaro, porque este indio, llegado que fué a su tierra, dió nueva de la fertilidad de Santiago y de la voluntad que había hallado en los indios para echar de su tierra a los cristianos; con esta nueva se le juntaron muchos indios valientes y briosos, con los cuales dió vuelta a los términos de Santiago y desasosegaba aquella provincia.
Pues como se topó Villagra con Juan Godíñez, después de informado de la tierra que Lautaro tenía y donde al presente estaba, caminaron juntos a dar sobre él, con guías que los llevaron por buen camino toda la noche, y a la que amanecía llegaron a un carrizal, donde estaba con sus indios bien descuidado y durmiendo, porque fué tanta la presteza que llevaron caminando, que el Lautaro no pudo tener aviso. Luego se apearon cincuenta soldados con los indios que llevaban por amigos, y dieron en ellos. Los de guerra tomaron las armas para pelear; hallándose cercados de cristianos pelearon con grande determinación, dando y rescibiendo muchas heridas. El Lautaro quiso salir de una choza pequeña donde estaba durmiendo, y fué su suerte que un soldado, hallándose cerca sin lo conocer, le atravesó el espada por el cuerpo. Los indios, viéndose sin capitán ni trompeta que los acaudillase, pelearon tan valientemente sin quererse rendir, que un soldado, hombre noble, llamado Juan de Villagra, queriendo temerariamente entrar en ello al pasar de una ciénaga, confiado en un buen caballo que llevaba, fué muerto en presencia y a vista de muchos que aunque quisieron dalle socorro no lo pudieron. Murieron en este asalto más de trescientos indios, sin otros muchos rendidos y castigados.
Quedando aquella provincia castigada y puesta en quietud se fué a Santiago, donde estando bien descuidado oyendo misa en San Francisco, le llegó una carta en que por ella le decía un estanciero que residía cerca de Santiago, había llegado a su asiento un capitán con muchos soldados, y que traían arcabuces y otras muchas armas, y que decían [que] don García de Mendoza quedaba en la ciudad de la Serena. Luego tras esta carta llegó a la ciudad de Santiago Juan Ramón, que venía por maestro de campo, y traía consigo treinta hombres, con orden de recebirse en nombre de don García en aquella ciudad. Fuése apear a las casas de Villagra, y envió a San Francisco a un hidalgo llamado Vicencio de Monte, natural de Milán, a quien Valdivia había hecho vecino en la Concepción. Este entró en la iglesia, y después de habelle saludado, le dijo que el capitán Juan Ramón sería breve allí, dejándolo en sus casas que son mañas secretas que muchos hombres tienen. Después que oyó misa se fué a su casa, en donde le estaban esperando; llegado a la puerta le salió a recebir Juan Ramón, y le dijo traía orden de don García de Mendoza que su merced mandase juntar el cabildo, y todos juntos verían los poderes que de el marqués de Cañete, visorrey del Pirú, traía, y los que su hijo don García había dado de gobernador de Chile. Juntos en cabildo rescibieron a Juan Ramón en nombre de don García, por poder suyo. Luego que fué rescebido prendió a Villagra, y le puso guardas porque no hablase con él ninguna persona; y otro día, luego por la mañana, lo llevó a la mar y embarcó en un navío que para el efeto don García desde la Serena había enviado, y lo entregó al maestre, que se hizo a la vela con él. De esta manera acabó Villagra su representación de fortuna, tan contraria cuanto le había sido favorable para traelle siempre en cargos honrosos.

Capítulo XXIII

De cómo don García de Mendoza entró en Chile y, rescebido por gobernador, las cosas que hizo

Llegado Jerónimo de Alderete a España en nombre de Pedro de Valdivia para negociar con su majestad, le fué necesario pasar a Ingalaterra, porque el Emperador don Carlos había renunciado todos sus reinos en el serenísimo príncipe don Felipe, su hijo, y retirado en un monasterio de religiosos, no entendía cosa alguna, ni en proveimiento de ninguna suerte; por donde le convino Alderete irse a ver con el rey, que a causa de se haber casado con la reina de Ingalaterra estaba en aquel reino. Llegado allá, e informado el rey de su venida, desde a pocos días le hizo merced dalle a Valdivia la gobernación por su vida, y más, que le sucediese la persona que él nombrase; con este despacho se partió de Ingalaterra. Entrando por Francia le alcanzó un correo, que le hizo Eraso, secretario del rey, en que le decía que por cartas había el rey sabido era Valdivia muerto; que le parecía se debía volver a hacer sus negocios, porque el secretario Eraso, siendo informado que la tierra de Chile tenía mucho oro debajo de tierra, hizo una compañía con Alderete, en que ponía Eraso ciertos esclavos para labrar las minas, y Alderete lo demás, con un tesorero que desde allá venía para el efeto de tener cuenta con lo que de las minas se sacase; viendo que el tiempo le ordenaba por la muerte de Valdivia reformalla mejor, dió aviso. Alderete, con esta nueva, volvió a Londres, donde el rey estaba; con buenos terceros que tuvo, y por crédito que el rey tenía de su persona, le hizo merced dalle la gobernación de Chile, ansí como la tenía Valdivia, y más un hábito de Santiago y título de Adelantado; con esta merced se partió de España para Chile. Llegado a Panamá, que es y ha sido sepoltura de cristianos, enfermó de calenturas, y apretándole la enfermedad, murió.
En este tiempo el marqués de Cañete venía proveído por visorrey de el Pirú y capitán general. Llegado a la ciudad de los Reyes, y rescebido por el Audiencia que en ella reside, desde a pocos días muchos hombres principales, vecinos de Chile, que estaban esperando Alderete, le fueron a besar las manos, informándole de el estado de Chile y la grosedad de la tierra; le suplicaron y pidieron por merced les diese a don García, su hijo, por gobernador. El marqués, después de haberlo pensado, se determinó enviarlo, porque gobernando el padre el Pirú y el hijo a Chile, de gente, armas y lo demás necesario, lo proveería; y para que hubiese buen efeto tener de paz el reino, y por poner a su hijo en buen lugar, teniendo atención a lo de adelante, porque siendo, como era, mancebo, tenía aparejo desde aquel puesto para grandes efetos. El marqués, como era hombre prudente, considerado todo lo proveyó, y para que viniese conforme a la calidad del padre y presunción suya, mandó hacer gente en Lima, y rogando a otros personalmente que ayudasen a don García en aquella jornada, entendiendo que al marqués daban contento, muchos hombres nobles se ofrecieron irle a servir: algunos por culpa que sentían en sí de las rebeliones pasadas quisieron tenelle propicio, y muchos hidalgos que habían venido de Castilla con Alderete. Y para mejor efeto, el marqués, como era generoso y liberal, gastó de la hacienda de el rey número de cien mill pesos, que dió en socorros y ayudas a muchos soldados que con don García venían. Juntó el marqués para la jornada trecientos hombres, y con tres navíos bien aderezados de artillería, arcabuces y mucha munición de guerra, lo envió que gobernase el reino de Chile, y acompañado de religiosos, hombres de buena vida y ejemplo, salió a la vela de el puerto, de los Reyes, año de 1557. Con buen tiempo que tuvo llegó en tres meses a la ciudad de la Serena; fué rescebido con grande alegría de el pueblo. Estando allí le llegaron procuradores de Santiago pidiéndole por merced quisiese entrar en aquella ciudad; rescibiólos amorosamente, y los despachó diciendo que él venía a poblar la ciudad de la Concepción, por cuyo respeto no pensaba entrar en Santiago por entonces; que rescebía su voluntad y se lo agradecía mucho.
Tratando con Francisco de Aguirre, en cuya casa posaba, de algunas cosas de el reino, entendió de él no estaba bien en amistad con Villagra, y que era cierto las revueltas que en el Pirú había habido, las más habían sido por no ponelles remedio breve. Quiso atajar lo que algunos le decían podía ser; siendo como eran hombres poderosos, y tenían muchos amigos, era bien quitalles la ocasión y enviallos al Pirú, mientras a la tierra de Chile se hacía la guerra y la ponía de paz. Con este acuerdo envió a la ciudad de Santiago, llegado que fué a la Serena, embarcasen a Villagra y lo enviasen a donde él estaba. Preso Villagra, como atrás dijimos, lo llevaron en un navío. Entrando por el puerto, comenzó a hacer salva con el artillería que llevaba, y un galeón que estaba surto en el mesmo puerto, respondió a la selva con el artillería que tenía. Don García mandó ir a ver qué era: supo traían preso a Villagra. Holgándose infinito, lo mandó visitar de su parte, y que lo pasasen a otro navío, en donde estaba Francisco de Aguirre preso, y escribiendo al marqués, su padre, los entregó a un hijodalgo, natural de Bormes, en Alemaña, llamado Pedro Lisperguer, que los llevase a su cargo, el cual se hizo con ellos a la vela y fué al Pirú, donde los entregó al marqués de Cañete, que los rescibió con mucho amor y mucho honor, y porque iban pobres les mandó dar dineros que gastasen de presente, dándoles esperanza de hacelles mucha merced; se andaban en su corte, como ellos querían, hasta que desde a dos años Aguirre se volvió a Chile con licencia que le dió el marqués.

Capítulo XXIV

De cómo don García de Mendoza llegó a el puerto de la Concepción, y de lo que acaeció hasta que llegaron los de a caballo por tierra

Siendo rescebido don García por gobernador, como atrás se ha dicho, después que envió a Villagra y Aguirre al Pirú, se hizo a la vela de el puerto de la Serena para la Concepción, enviando primero al capitán Juan Ramón que diese orden en llevar los soldados, y vecinos que le habían de ayudar en la guerra presente a la primavera: y para que tuviesen buen aviamiento, envió con él a Jerónimo de Villegas, que traía comisión de contador de cuentas, para que en la caja del rey se pagasen las libranzas que don García diese, y con orden que tomase la ropa que le pareciese nescesaria para proveer soldados, que era informado estaban pobres y desnudos. Con esta orden de ropa y armas, estando en ello ocupado, llegó don Luis de Toledo por tierra con número de gente que por traer caballos de el Pirú se había puesto en aquel camino con título de coronel para en todas las cosas de guerra. Don García llegó al puerto de la Concepción con dos navíos, y hasta ver y reconocer la tierra tomó puerto en una isla que hace en mitad de la bahía, por no tener caballos que le descubriesen y asegurasen la campaña. En esta isla estuvo cuarenta días con docientos hombres, sustentándose de ración que les mandaba dar del matalotaje que traía. Desde allí envió algunos capitanes con un barco reconociesen lugar donde se pudiese hacer un fuerte cerca de la mar en parte segura para podellos proveer de el armada.
Estando en esta obra ocupado, llegó un navío de Santiago con mucho bastimento que aquella ciudad le enviaba, parte de ello en servicio y parte comprado con la hacienda de el rey. Los que fueron en el barco hallaron en una punta sobre la mar sitio que para fortaleza con poco trabajo se ponía en mucha defensa; con esta nueva mandó venir allí los navíos y salir la gente en tierra; con herramientas que traían lo comenzaron a hacer, y tanta priesa se dieron que en seis días lo tenían acabado.
Todos recogidos dentro de él con sus tiendas y pabellones, daba contento a la vista, fortificándolo de cada día más, puesto en buena defensa con sus piezas de artillería asestadas al campo y esperando a los capitanes que por tierra venían con la gente de caballo, haciéndosele a don García cada día un año.
Acaeció que los indios, como hombres que tantas victorias de cristianos habían tenido, se juntaron y trataron qué orden tendrían para pelear, pareciéndoles que era nueva manera de guerra aquella que traían, estando dentro del fuerte, velándose de noche y no entrándoles la tierra adentro; enviaron algunos indios sueltos que de noche reconociesen el fuerte, pues por falta de caballos lo podían bien hacer y llegar sin temor alguno. Sabiendo de sus amigos y parientes que venía por tierra caminando mucha gente de caballo, aunque no sabían el número cierto más de que eran muchos, se determinaron antes que llegasen pelear con los que en el fuerte estaban. Con esta determinación en quince de agosto año de 1557, una mañana a las diez de el día parecieron en una loma rasa grande número de indios juntos. Los cristianos, visto que eran muchos, dando arma se recogieron todos. Como no tenían caballos que los reconociesen, hasta ver qué era su disinio se estuvieron quedos. Los indios comenzaron a caminar hacia la trinchea número de tres mill, que no esperaron se juntasen más; como hombres que venían a cosa ganada, porque les cupiese más parte de el despojo, no esperaron más gente. Don García mandó que ningún arcabucero tirase, ni pieza de artillería disparase hasta que él lo mandase; con esta orden esperaron qué harían. Los indios llegaron a la trinchea sin temor alguno jugando de sus flechas; los soldados dispararon en ellos gran tempestad de arcabuzazos, de que mataron muchos. No por esto desmayaron, antes saltando la trinchea llegaron a pelear pie a pie con los que dentro estaban. Allí se vido un indio valiente hombre, dejar su pica de las manos y asir a un soldado llamado Martín de Erbira, natural de Olvera, de la pica que en sus manos tenía, y tirando della con brava fuerza, se la sacó y llevó. Otros indios valientes que quisieron entrar dentro de el fuerte, fueron muertos, y viendo cómo los mataban con los arcabuces y que no les podían entrar, se retiraron, donde a la retirada con el artillería gruesa mataron muchos. Viendo el daño que habían rescebido, se apartaron de allí y procuraron ver si los podrían tomar fuera del fuerte antes que llegasen los de a caballo; y para este efecto les pusieron emboscadas, y como vieron el mucho recato y cuidado con que de ordinario se guardaban, no trataron más de venir sobre ellos, ni parecer hasta tomar plática de lo que harían. Comunicándolo con sus amigos, pues iba por todos, se metieron la tierra adentro.
Como don García había peleado con los indios dentro de el fuerte, y se vía allí encerrado rescibiendo pena con la tardanza de los de a caballo que por tierra venían, y mohino por haberle dicho algunos que cerca de él andaban en privanza, que lo hacían mal sabiendo que su gobernador estaba tanto tiempo había metido en un fuerte estarse ellos en Santiago sirviendo damas -que de estos hombres siempre se hallan tales amigos de ganar y grangear por allí la gracia que no son para ganar de otra manera-, le indinaron de tal suerte que les escribió al camino desfavorable, dándoles mucha reprehensión, mandando al capitán Juan Ramón, que traía a su cargo la gente, no le viese, aunque después lo rescibió en su gracia, porque en este tiempo don García estaba tan altivo como no tenía mayor ni igual. Libremente disponía en todas las cosas como le parecía, porque en el tratamiento de su persona, casa, criados y guardia de alabarderos estaba igual al marqués su padre; y como era mancebo de veinte años, con la calor de la sangre levantaba los pensamientos a cosas grandes.
Llegados los de a caballo a quince de setiembre del año de 1557, se olvidó lo pasado y salieron todos a alojarse al campo. Repartidos cuarteles era hermosa cosa ver tanta gente junta, que hasta entonces no se había visto en Chile.

Capítulo XXV

De cómo don García ordenó compañías de a pie y de a caballo, y de la orden que tuvo para pasar el río Biobio y la batalla que los indios le dieron

Pues como llegó la gente que se esperaba, desde a pocos días mandó don García hacer correrías por el campo de a cuatro y seis leguas, tomando plática de la tierra; y para que con mejor orden se hiciese, tomó muestra de toda la gente que tenía, y halló por todos quinientos soldados. Hizo luego compañías de a pie, señalando a cada una el número de soldados que había de tener; después de habelles dado banderas les mandó tuviesen cuenta con ellas, y que entendiesen que los que había señalado por soldados en ellas, aunque tuviesen buenos caballos, habían de pelear a pie siempre que se ofreciese, y hacer la guardia con todo lo demás que se ofreciese, y repartió la gente de caballo, y ansí mesmo les dió estandartes que llevasen, y sennialó estandarte general con las armas reales, y para sí tomó una compañía de arcabuceros y lanzas, y les señaló un soldado antiguo a quien respetasen y tuviesen por su capitán, como a su persona. Hechas estas prevenciones, mandó que Francisco de Ulloa capitán de caballos, con su compañía fuese a echar de la otra parte de Biobio tres hombres camino de la Imperial, doce leguas de la Concepción, con una carta suya a aquellas ciudades, para que entendiesen estaba de camino para entrar a hacer la guerra a Arauco: que les rogaba con la más gente que pudiesen le viniesen ayudar, y que para tal día señalado estuviesen al paso del río por donde lo había de pasar.
Prevenido esto, mandó al capitán Bautista de Pastene, hombre plático de la mar, que lo tomase a su cargo, y que con los carpinteros que en el campo se hallaban hiciese una barca llana con su puerta, que cupiese seis caballos, en que pasar el río de Biobio, lo cual hizo con mucha brevedad, que para este efeto se traían los materiales de atrás, y toda cosa prevenida. Estando en este proveimiento llegó el obispo don Rodrigo González con doce caballos muy buenos de rienda, con sus mozos que los curaban, y por la mar un navío cargado de bastimento. Todo lo cual dió graciosamente a don García sin ninguna pretensión ni interés, que fué señalado servicio en el tiempo en que estaba, como hombre tan celoso de nuestra religión católica; y viendo a don García puesto en aquel camino y jornada tan santa, le quiso ayudar con su hacienda y renta para que mejor eleto tuviese su deseo. Pues volviendo a don García, en el inter que se hacía la barca maridaba reconocer y ver si las simenteras que los indios tenían estaban de sazón para poder campear tanta gente. Sabiendo que las cebadas estaban maduras y otras cosas de comer que les ayudaban para campear, mandó que la harca y los bateles de navíos que allí estaban se llevasen por la mar al río de Biobio, y que en donde el río entra en la mar esperasen; y para seguridad de los barcos envió algunos arcabuceros. Luego partió con su campo aquella jornada y se puso en su ribera, y porque era aquél el tiempo y día que habían sennialado a los de la Imperial, envió un capitán de caballos que fuese en su demanda asegurando los pasos. Dos leguas de el campo topó con ellos: venían sesenta hombres bien aderezados, valientes soldados y muy ejercitados en la guerra. Todos juntos se volvieron al río, en donde don García estaba dando orden en el pasar de la gente que en la barca y bateles pasaban a mucha priesa con oficiales de el campo que solicitaban el pasaje, y anal con brevedad se pasó todo el servicio y caballos, mudando los remeros, que de cansados no podían más. Y un hombre extranjero que había trabajado mucho, natural de la isla de Lipar, frontero de Nápoles, estando el pobre cansado, se escondió para tomar algún reposo y comer; don García lo mandó con mucha diligencia buscar, y luego que pareció lo mandó ahorcar. Sin admitirle descargo alguno, mandaba se pusiese en efeto, y porque no había árbol en la parte en donde estaba para ahorcallo, era tanta la cólera que tenía, que sacando su espada mesma de la cinta, la arrojó al alguacil para que con ella le cortase la cabeza. A este tiempo llegaron unos religiosos frailes que en su campo llevaba, éstos lo amansaron, y el pobre hombre volvió a remar.
Teniendo, pues, su campo de la otra parte del río, mandó al capitán Reinoso como a hombre que sabía la tierra, fuese a descubrir el campo por donde había de caminar otro día. Reinoso fué con su compañía hasta la entrada de Andelican, tierra de los indios que habían desbaratado a Villagra. Don García mejoró su campo una legua de allí para ponerse en parte que tuviese pasto para los caballos y servicio para el campo. Yendo Reinoso descubriendo su camino, llegó a un fuerte que los indios tenían hecho en una loma, por donde había de pasar, con su trinchea. Reinoso, reconociendo que estaban allí perdidos viniendo sobre ellos un campo tan grande, mostrando tener temor, y para más animallos a que no desamparasen el fuerte que tenían, con apariencia de miedo, volvió las espaldas el camino que había traído para dar aviso en el campo. Los indios, como le vieron volver, sin consideración alguna salen todos juntos una ladera abajo en su seguimiento, hasta llegar al llano, número de ocho mill indios. Reinoso, como traía poca gente, aunque la tierra era llana, se iba retirando y envió un soldado que diese aviso en el campo. Don García envió a su maestro de campo con sesenta arcabuceros a caballo, y entre ellos algunas lanzas, para que les diese socorro y no peleasen, sino que todos juntos se retirasen hacia el campo y le diesen aviso el número de la gente que era y la tierra que traían.
Juan Ramón, usando oficio de soldado más que de capitán, no guardó la orden que llevaba, antes trabó batalla con los indios, andando envuelto con ellos; mataron algunos y quedaron de los cristianos también heridos, haciendo de ordinario arremetidas dentro en los indios, que como era tierra llana y venían en seguimiento de caballos no podían venir juntos; derribaron algunos de los caballeros a lanzadas, que ponían éstos a los demás en mucha necesidad por socorrellos. Un soldado natural de Sevilla, llamado Hernán Pérez, se arrojó entre muchos indios por alcanzar uno en quien había puesto los ojos; diéronle muchas lanzadas, y si no le socorrieran Diego de Aranda y Campofrío de Carvajal con otro, lo mataran allí; mal herido él y su caballo escapó de no ser muerto con los demás que le fueron a socorrer, por acudir tantos soldados valientes en su favor, y ansí peleando los trajeron tres leguas de camino llano hasta ponerse a vista de el campo. Don García los esperaba con orden de guerra, la infantería a los lados de la caballería y sacada una manga de arcabuceros que peleasen en la parte que pareciese convenir más. Los indios, como llegaron a vista del campo y vieron tanto estandarte y banderas, viéndose perdidos se llegaron a una ciénaga, y en ella se hicieron fuertes, porque el lugar lo era de suyo para gente desnuda, que si aquel día alguno de los capitanes diera aviso a don García conforme a la orden que llevaban, se hiciera una suerte que no escapara indio ninguno, y ansí se fueron por la ciénaga sin que se les hiciese mal. Otro día después de bien informado de lo hecho el día de atrás, estando el campo asentado en donde los indios habían tenido el fuerte, se movió plática de lo pasado. El capitán Reinoso decía que Juan Ramón como maestro de campo tenía el mando, y que él tenía de dar aviso, pues él no era allí más de un soldado: que lo que a su cargo había llevado lo había hecho y avisado de todo lo que convenía: que su maestro de campo, si había querido pelear y no avisalle, ¿qué culpa tenía él de ello? Don García, después de haberles oído y enojado con las disculpas que daban, les dijo que no había ninguno dellos que tuviese plática de guerra a las veras, sino al poco más o menos, y que vía y sabía que no entendían la guerra, por lo que dellos había visto, más que su pantuflo. Entre los presentes tenido fué por blasfemia grande para un mancebo reptar capitanes viejos y que tantas veces habían peleado con indios, venciendo y siendo vencidos por hombres tan torpes de entendimiento. Fué causa lo que aquel día dijo para que desde allí adelante en los ánimos de los hombres antiguos fuese malquisto. Don García, como era hombre de buen entendimiento y tenía el supremo mando, arrojábase con libertad a lo que quería, de lo cual era causa su edad.
Desde allí se partió para Arauco y envió escolta de caballo delante que le descubriese la cuesta grande donde habían desbaratado a Villagra. Llegado aquel día al llano se regocijaron todos con una hermosa escaramuza de caballo y de a pie, y para más buena orden en esta jornada, llevaba un navío por la costa surgendo por las jornadas que el campo hacía, y [para] proveelle de lo que hubiese menester. Allí mandó se sacase algún bastimento para proveer el servicio de el campo, que iba falto de ello, y al maestre de el navío mandó se fuese de allí para su seguridad a una isla que estaba cerca y de buen puerto, llamada de Santa María.

Capítulo XXVI

De cómo salió el campo de Arauco para ir a Tucapel, y de la batalla que le dieron los indios en Millarapue

Llegado que fué don García al valle de Arauco, estuvo dos días en él y envió en ellos a su maestro de campo que reconociese sitio donde se pudiese mudar de allí. Trájole relación que de la otra parte del río que pasa por este valle estaba un llano muy a propósito, porque tenía cerca todas las cosas de que tenía necesidad. Otro día levantó el campo y se fué [a] aquel asiento: desde allí envió a correr y descobrir el camino de adelante y tomar plática de los indios, que por no parecer ninguno era señal debían de estar juntos. Arnao Cegarra, que era contador del rey, natural de Sevilla, fué con una compañía de caballo esta jornada. Queriendo don García guiarse más por calidad que por plática de guerra, pues era cierto Arnao Cegarra no tenía ninguna, y ansí no llevando su gente recogida para lo que le sucediese, un soldado entró por el monte tras de unos indios, que como le vieron solo revolvieron sobre él, y peleando lo mataron, después de haberlo buscado, que lo vinieron a hallar despojado de las armas y vestidos, lo cargaron en un caballo y llevaron al campo a enterrar. Don García, desgustoso por la mala orden que se había tenido, dió una reprehensión al que los llevaba a su cargo, y no le encomendó cosa otra alguna.
Después de esto envió al capitán Rodrigo de Quiroga que tomase lengua de un fuerte, en donde le decían estar juntos los indios esperándole. Yendo su camino, llegó a un paso cerrado con muchos árboles grandes cortados, que junto al camino los había criado naturaleza; estos árboles cayendo cerraban el camino, de suerte que no se podía pasar por él si no era quitando aquel impedimento; y para habello de quitar había de ser el trabajo mayor, porque era mucha la longitud, y los indios pretendían ocupallos en aquella obra para pelear con ellos en aquel monte, teniéndolos encerrados en él. Después que hubo reconocido lo que convenía, se volvió y dijo a don García era trabajoso llevar el campo por aquel camino. Por este respeto acordó en su consejo de guerra llevarlo por la tierra llana entre la costa de la mar y el camino cerrado; pues había caminos muchos y buenos que iban perlongando la tierra, el viaje que se llevaba, sin rodeo alguno; cuanto más que aunque lo hubiera se tenía por mejor.
Echado bando para partir, las espías que estaban dentro de el campo dieron luego aviso el camino que llevaba. Siendo informados, y pareciéndoles que de temor había dejado de ir el camino de el fuerte por no pelear con ellos, se determinaron aquella noche ir, y al amanecer pelear con él en donde estaba antes que saliese a mejor tierra, porque la de Millarapue, que ansí se llamaba donde tenía don García el campo asentado, por ser, como era, tierra doblada de valles y cerros, aunque pequennios, era mucho a su propósito, y que tendrían ventaja a los caballos. Con esta determinación salieron de el fuerte repartidos por tres partes, teniéndole en poco a causa de las muchas vitorias y buenos sucesos de atrás; los tenían tan soberbios, que sin consideración alguna, sino como hombres temerarios, la siguiente mañana al amanecer vinieron sobre el campo: traían por su capitán mayor a Queupulican, hombre de grandes fuerzas y muy cruel. Luego que fueron descubiertos de las centinelas, que aún no se habían retirado, tocaron arma. Los indios, oyendo una trompeta que se tocó en el campo, entendiendo por ella eran descubiertos, dieron una grande grita, a la cual despertó todo el campo: tomando las armas esperaron la orden que se les daba. Los indios caminaron hasta ponerse a tiro de mosquete, allí hicieron alto por dos partes que venían caminando, los unos a vista de los otros; y cuando los unos hicieron alto, los otros pararon y se estuvieron quedos. Representada la batalla, llamando a los cristianos a ella, el otro escuadrón que venía por las espaldas tardó tanto, que no llegó a tiempo de pelear. Don García mandó cargar el artillería, que eran cuatro piezas de campo que estaban puestas en un alto y señoreaban los indios bien al descubierto: dejó por guarda de el campo una compañía de infantería, de que era capitán un caballero de Plasencia, llamado don Alonso Pachecol y proveyó que dos compañías de caballo y una de infantería se pusiesen al encuentro de los indios, y que no peleasen si no les compeliese necesidad, hasta que él lo mandase. Ellos, no teniendo sufrimiento para guardar la orden que les fué dada, rompieron con los indios, y anduvieron peleando de tal suerte, que dos soldados que entraron en ellos los derribaron de los caballos: socorriólos el capitán Rodrigo de Quiroga con algunos infantes y gente de caballo. Los indios les tenían ventaja, porque se peleaba en poco llano y muchas laderas, y en saliendo de el llano que tenían no los podían enojar, si no eran los infantes, que hicieron mucho efeto, porque andando peleando iban siempre ganando con ellos. El otro escuadrón, que estaba a la mira, mejor ordenado, cerrado con sus capitanes delante poniéndolos en orden, atados unos rabos de zorra a la cinta por la parte trasera, que les colgaba a manera de cola de lobo, por braveza entre ellos usada: éstos traen los más señalados y valientes.
Acaeció una cosa entonces, que por ser dina de memoria la escribo, para que entienda el que esto leyere y considere cuán valientes hombres son estos bárbaros, y cuán bien defienden su tierra. Unos corredores le trajeron a don García un indio, al qual mandó que le cortasen las manos por las muñecas; ansí castigado lo envió a donde los señores principales estaban, y que les dijese si le venían a servir les guardaría la paz, y si no lo querían hacer que a todos había de poner de aquella manera. Ellos, tomando por instrumento o castigo hecho en el indio para su disinio, hablaron su gente, y para ello tomó la mano el Queupulican, como después se supo por cierto, y les dijo como ya vían los cristianos estaban dentro en sus casas, y que éstos eran los mesmos que otras veces habían desbaratado, y que agora, porque se vían muchos juntos, los enviaban amenazas; que todos peleasen animosamente, teniendo tino a la vitoria, de la cual todos quedarían ricos, pues era cierto traían grande cantidad de ropas, caballos y otras muchas preseas de que habían de estar muy regocijados, pues les cabría tanta parte de el despojo a todos en general, y que si lo que él no creía, le sucediese mal, no tuviesen temor de dar otra y otra batalla, hasta morir todos: y que cuánto mejor les era morir peleando valientemente, que no verse como aquel indio cortadas las manos: y para más animallos andaba el indio las manos cortadas por el escuadrón diciendo a todos su mal.
En este punto y de la manera dicha estaban los indios en su escuadrón representada la batalla, y entre ellos el indio sin manos diciéndoles en voz alta que peleasen, no se viesen como él. Los indios, viendo que a sus compañeros hasta entonces no les iba mal, sino que peleaban bien, estaban parados esperando a los cristianos que iban poco a poco a ellos. Comenzó a jugar la artillería tan bien que, metiendo las pelotas en la multitud, hicieron grande estrago y pusieron mayor temor, porque yo vide una pelota (que me hallé presente y peleé en todo lo más de lo contenido en este libro) que yendo algo alta, primero que dió en los enemigos llevó por delante grande número de picas que las tenían enhiestas, haciéndoselas pedazos, y sacándoselas de las manos los dejaban con espanto de caso tan nuevo para ellos, porque aunque otras veces habían peleado contra artillería, era pequeña y no había hecho en ellos tanto daño. Don García llevó por delante dos compañías de arcabuceros con grande determinación, disparando en el escuadrón sus arcabuces, derribando muchos a causa de tomallos juntos: y viendo tres estandartes de a caballo que venían a romper con ellos y el artillería que no cesaba, no pudiendo sufrir su perdición volvieron las espaldas, los de a caballo entre ellos alanceando muchos; y por estar cerca una quebrada grande y honda escaparon los más echándose por ella: allí los mataban los soldados de a pie a estocadas y lanzadas: muchos se rindieron, que pasada aquella furia escaparon las vidas con pequeño castigo. El otro escuadrón que peleaba con el capitán Rodrigo de Quiroga, como vido su daño tan al ojo, por no pasar por donde sus amigos y compañeros huyeron y por ser el sitio donde se peleaba áspero, murieron pocos.
Tomáronse entre todos sietecientos indios a prisión, sin más de otros tantos que murieron peleando. Serían los indios que vinieron aquella mañana, a lo que ellos dijeron, diez mill indios, aunque todos no llegaron a pelear por la tardanza que tuvo el postrero escuadrón. Tomáronse prisioneros diez caciques, señores principales, que hacían oficio de capitán: Queupulican, capitán mayor, huyó. A estos principales, don García los mandó ahorcar todos. Allí se vido un cacique, hombre belicoso y señor principal, que en tiempo de Valdivia había servido bien, indio de buen entendimiento, después de haber procurado que lo diesen la vida, no pudiéndolo alcanzar, aunque muchos lo procuraron por ser tan conocido. Este, viendo que a los demás habían ahorcado, rogó mucho al alguacil que lo ahorcase encima de todos en el más alto ramo que el árbol tenía, porque los indios que por allí pasasen viesen había muerto por la defensión de su tierra.
De los cristianos no murió ninguno; hubo muchos heridos aunque no de heridas peligrosas; tomáronse armas, cosa increíble.

Capítulo XXVII

De cómo don García de Mendoza pobló la ciudad de Cañete, y de lo que allí le sucedió

Después que don García desbarató los indios en Millarapue, y hecho castigo en los que se tomaron a prisión, partió con su campo la vuelta de Tucapel, unas veces por buen camino y otras por malo, tal cual las guías que le llevaban le decían. Llegó en tres jornadas a la casa fuerte que Valdivia en su tiempo allí tenía, que della no parecía más de sólo las ruinas. Después que asentó su campo, envió otro día desde aquel asiento a recoger y buscar bastimento por compañías. Los indios de aquella provincia, cuando vieron que había hecho asiento, por guardar sus bastimentos y tenellos secretos, quemaron todas sus casas, que era en donde los tenían debajo de tierra, escondiéndolos en unos silos, pareciéndoles como el fuego de la casa caía encima, quedaba el silo guardado. Era gran lástima ver arder tantas casas voluntariamente, puesto el fuego por los propios cuyas eran, que para de indios eran muy buenas. Los cristianos apartaban las cenizas después de muerto el fuego, y sacaban de los silos todo lo que hallaban, y ansí se trajo al campo mucho trigo, maíz y cebada.
Los indios, como vieron tanto cristiano, servicio y caballos, y sabían que con grande crueldad los habían muerto y castigado dos veces que peleado habían, no osaron por entonces probar ventura: y ansí se subieron a la montaña, como tierra áspera, con sus mujeres e hijos, esperando ver si los cristianos se dividían para tomar conforme al tiempo el consejo, y ansí se estuvieron a la mira.
Don García mandó, para seguridad de la gente que allí había, de dejar se hiciese un muro que cercase el sitio que la casa fuerte antiguamente tenía en frente de una loma rasa que hacía de una esquina a otra de el mesmo fuerte, porque lo demás de suyo estaba bien fortificado, con un foso grande y peinado. Repartidos los cuarteles, señaló a cada una compañía lo que había de hacer. Hízose esta obra con tanta brevedad, que no es creedero decillo, porque sacar la piedra y traella a los hombros, hacer la mezcla y asentallo, todo fué acabado en tres días, con dos torres grandes, en que estaban a las esquinas de el fuerte cuatro piezas de artillería. Puesto en esta defensa, envió algunas compañías a correr y tomar plática de los indios, si querían venir de paz o de como se sentían, porque ningún indio quiso venir a serville, de que se entendía su pertinacia.
A este efeto fué el capitán Rodrigo de Quiroga con una compañía de caballo a correr el campo. Los indios, que desde lo alto lo vieron con poca gente, y que no eran más de cuarenta de caballo, dieron aviso a los demás que por allí estaban juntos, y con grande ánimo bajan a pelear con el número de mill indios, mostrándosele por delante, y para el efeto suyo dejándole pasar una quebrada de mal camino y despeñadero, diciendo que si los desbarataban, cincuenta indios que tornasen el alto les defenderían el paso y allí los matarían todos. Traían los indios en este tiempo para defenderse de los arcabuces unos tablones tan anchos como un pavés, y de grosor de cuatro dedos, y los que estas armas traían se ponían en el avanguardia, cerrados con esta pavesada para recebir el primer ímpetu de la arcabucería, y ansí se vinieron poco a poco hacia los cristianos. El capitán Rodrigo de Quiroga juntó su gente, y les dijo que no podían dejar de pelear, porque si se retiraban y hallaban tomado el paso se habían de perder: que era mejor, pues estaban en tierra llana, romper con aquellos indios con determinación de hombres, pues no les iba menos que las vidas; porque, demás de la flaqueza que se hacía en no pelear, no había camino por donde pudiesen volver que no estuviese cerrado, y que desbaratándolos todos lo hallarían abierto. Luego hizo de la gente que llevaba dos cuadrillas: puestos en ala, rompió con ellos, y aunque los caballos entraron por ellos, y atropellaron muchos y alancearon otros, no por eso dejaron los indios de pelear, alanceando muchos soldados y caballos, aunque los llevaban bien armados de cueros cudrios, no dividiéndose los cristianos, sino siempre juntos y cerrados. Después de haber peleado un buen rato, desbarataron los indios, con muerte de muchos de ellos.
De allí se volvió Rodrigo de Quiroga al campo, y dió nueva a don García del suceso que había tenido. Entendiendo por él no tenían voluntad de venir de paz, envió al capitán Francisco de Ulloa al puerto de Labapi, que le mandase traer del navío que allí estaba surto, algunas cosas para proveimiento de el campo, y mandó al capitán Bautista de Pastene, natural de Génova, fuese en su compañía y reconociese por la costa si había algún río que tuviese puerto para escala de navíos, o de otra manera puerto alguno. Caminando con cincuenta hombres bien descuidado seis leguas del campo, dió en una junta de gente que estaban retirados en una quebrada de muchos pangües entre unos grandes cerros junto a la mar, que por ser menguante andaban todos buscando marisco, donde había muchos caciques, mujeres y muchachos, más de seiscientas personas, porque los indios, como gente de guerra, dejando sus mujeres y Dios en guarda con estos principales, andaban ellos en frontera de los cristianos: tomaron de estas piezas todas las que pudieron llevar, y vuelto Francisco de Ulloa al campo, hecho su viaje, unos religiosos frailes recogieron muchos de ellos; con éstos enviaron a llamar los principales viniesen a dar la paz, dándoles a entender su aprovechamiento. Vinieron algunos a servir, aunque fingido y falso todavía tuvo mucho tiempo.
En estos días don García mandó a Jerónimo de Villegas que con ciento y cincuenta hombres que le señalaba se partiese a poblar la ciudad de la Concepción y alzase árbol de justicia en nombre de el rey y hiciese alcaldes y regidores como a él le pareciese. Villegas fué por el camino que había llevado don García, y porque tuvo nueva que los indios le esperaban en la cuesta grande que es al asomada de Arauco, con parecer de algunos que se lo aconsejaron tomó otro camino dando lado a los indios, por el cual fué a salir al río de Biobio: pasándolo en balsas y canoas llegó la Concepción y pobló luego aquella ciudad, dándole el nombre que de antes tenía en cinco días del mes de enero de 1558 años. Procuró luego traer su comarca de paz y hacer casas y simenteras, plantar viñas y otros árboles de frutas que hoy la adornan y enoblecen mucho. Después que hubo despachado esta gente, personalmente comenzó a buscar sitio donde poblar una ciudad, porque en la parte en donde estaba no era lugar conviniente, y por ser gente tan belicosa la de aquella comarca, ques lo más de todo el reino. Halló un llano ribera de un fresco río, cerca de el monte, pareciéndole buen puesto, pobló una ciudad y púsole nombre Cañete de la Frontera; y desde allí se quiso luego ir a la Imperial para desde allí ir a poblar otra ciudad en lo que Valdivia había descubierto y descubrir lo demás que pudiese, teniendo puesto el pensamiento no sólo en hacer lo posible, mas en dejar gloria y fama. Envió al capitán Diego García de Cáceres a la ciudad de Valdivia para que teniendo el pueblo a su cargo despachase con brevedad un navío cargado de trigo para el proveimiento de aquella ciudad nuevamente poblada; porque tuviesen los vecinos que en ella había nombrado con qué hacer sus simenteras, y mandó al maestre llevase el navío [a] aquel puerto para rescebir la carga. Y porque no le quedase nada por hacer, envió a la ciudad Imperial un capitán con sesenta hombres a caballo, y con comisión a los oficiales de el rey, que de las deudas de diezmos que a su majestad eran debidas, le proveyesen en descuento de ellas de ganado para repartillo en los vecinos que en aquella ciudad dejaba, obligándose a la deuda cada uno de lo que le cupiese, y que para tal día estuviese en la casa fuerte que había sido en Puren. Volvieron al mesmo tiempo con dos mill cabezas de ganado la vuelta de Tucapel. Don García envió al capitán Alonso de Reinoso con cincuenta soldados, los más de ellos arcabuceros, que estuviesen en Puren aquel día que los que venían de la Imperial habían de llegar.
Los indios de la provincia por sus espías fueron avisados que los cristianos iban por aquel ganado: pareciéndoles que en el camino podían hacer suerte en ellos, se hablaron y juntaron por sus mensajeros grandísimo número de ellos, y concertándose que en una quebrada que hace el camino estrecho, porque se juntan dos cerros grandes y lo dejan de tal manera que sólo dos hombres juntos a caballo pueden caminar por él, y por la parte de arriba hace un andén, que desde él se descubre el camino, que allí los esperasen, y entrando los cristianos en la quebrada y angostura que un escuadrón se le representase en una plaza pequeña que al remate de la quebrada estaba, y peleando con ellos les defendiese el pasar adelante, y que otro escuadrón pelease con la retaguardia, y que teniéndolos ansí pervertidos, compelidos acudir a tantas partes, los que estaban en lo alto con grande número de piedras disparasen en ellos con grande fuerza sus tiros, y que desta manera era cierto los desbaratarían y tomarían todo el ganado y muchas capas buenas, caballos y armas. Animados con esta orden, se juntaron en la quebrada donde habían de pelear, poniendo en lo alto grandísimo número de piedras en montones. El capitán Reinoso, cuando iba a Puren a rescebir a los que de la Imperial venían con el ganado, pasó por allí. Estando los indios mirándole sin se mover por no ser sentido, pareciéndoles que pues les tenían tomado el sitio y tan bien puestos que no dudaban la vitoria, los dejaron. Llegado aquel día a Puren, el mismo día llegaron los que venían con el ganado. Otro día siguiente tomaron su camino bien embarazados, porque demás del ganado traían muchas cargas de refresco. Llegados a la quebrada los dejaron entrar hasta que llegaron al cabo: allí los hallaron con sus lanzas y muchos arcos puestos a la defensa; los que iban delante tocaron arma y comenzaron a pelear con los arcabuces; los que iban de rezaga hicieron lo mismo. Los indios que estaban en lo alto, viéndolos que estaban en aquella confusión parados, dispararon en ellos grandísima tempestad de piedras grandes, que los golpes de ellas los desatinaban. Los cristianos con los arcabuces disparaban en los indios los tiros que podían; los demás peleaban con lanzas y dargas a pie, porque a caballo no era posible, siendo lugar tan angosto; de esta manera pelearon un rato: el ganado y todas las cargas estaban recogidas en la mesma quebrada, que no podían volver atrás ni pasar adelante. Estando en este aprieto, no sabiendo qué se hacer, a causa de tenelle los indios tanta ventaja y pelear a su salvo, el capitán Reinoso, buscando si habría camino para subir a lo alto, halló una senda mal usada; subió por ella a caballo, y detrás de él, otros soldados; subiendo a lo alto se hallaron una montañuela que señoreaba el andén, puesto que los indios tenían que aunque era más fuerte para el efeto de tirar las piedras, no era tan a propósito, porque estaba más lejos que el que tenían. Tomado, Reinoso mandó disparar los arcabuces: los indios que estaban en lo bajo como los oyeron y vieron que les tenían tomado aquel alto que los señoreaba, conocieron que si perseveraban se perderían, porque comenzaban a tiralles a terrero y morían muchos; dejando las arrijas, comenzaron a huir. Tomáronse algunos a prisión; los demás no se pudieron seguir por ser la montaña áspera. Saliéndoles a bien este recuentro, hicieron su camino maravillados de el ardid que los indios habían tenido. De los cristianos pocos fueron heridos y muchos maltratados de las piedras. Otro día llegaron al campo; don García les salió a rescebir y hizo al capitán Reinoso muchos favores.
Luego un soldado, pareciéndole que don García no había tenido buena orden en el repartir de los indios, y que en el tratamiento de los hombres estaba áspero, teniendo en poco a los antiguos que allí estaban, despreciándolos en sus palabras, sabiendo que en su retraimiento triscaba de ellos, le escribió una carta y la echó en su aposento. Leída por él, rescibió tanto enojo, que luego mandó con mucha cólera se supiese cuya era la letra; y porque un día antes el capitán Juan de Alvarado, pidiéndole que le diese de comer y le hiciese merced [le dijo], lo tratase bien de palabra cuando él negociase, porque le llamaba de vos, diciéndole que era hijodalgo, por estas palabras creyó don García que era el que le había echado la carta: sin más averiguación lo mandó prender y desterrar de el reino, y esto fué lo que más se pudo negociar con él a contemplación de principales personas que se lo rogaron.
Luego mandó se juntasen todos los que andaban en el campo, que les quería hablar; puesto en frente de los que cupieron en el aposento, les dijo entendiesen de él, que a los caballeros que del Pirú había traído consigo no los había de engañar, y que les había de dar de comer en lo que hubiese, porque en Chile no hallaba cuatro hombres que se les conociese padre, y que si Valdivia los engañó, o Villagra, que engañados se quedasen; y en el cabo de su plática, les dijo: «¿En qué se andan aquí estos hijos de las putas?» Fueron palabras que, volviendo con ellas las espaldas los dejó tan lastimados, y hicieron tanta impresión en los ánimos de los que las oyeron, estando delante muchos hombres nobles que habían ayudado a ganar aquel reino y sustentallo. Desde aquel día le tomaron tanto odio, y estuvieron tan mal con él, que jamás los pudo hacer amigos en lo secreto, ¡tanto mal le querían! Después se ofrecieron algunas cosas que en ellas se lo daban a entender, y ansí cuando salió de Chile, como le querían mal, se holgaban de vello ir pobre y mal quisto. Luego, desde a poco, vino Villagra por gobernador, y en la residencia que le mandó tomar dijeron contra él tantas cosas, que por ellas en el Consejo real le pusieron mal: por donde ninguno, por poderoso que sea, trate mal a ningún pequeño ni a otro ninguno, porque si es de ánimo noble tiene tino a vengarse por su persona, y si es bajo, de la manera que puede.

Capítulo XXVIII

De cómo don García salió de Cañete para ir a poblar en lo que Valdivia, había descubierto, y de lo que acaeció en Cañete al capitán reinoso

Después que hubo don García repartido la provincia de Tucapel y dado indios a las personas que le pareció, quiso ir a poblar una ciudad en lo que estaba descubierto, que agora es Osorno llamada; y para este efeto habló a los que allí quedaban, rogándoles rescibiesen con buen ánimo su ausencia, que él volvería breve a dalles de comer en la parte que más aprovechados fuesen, y porque muchos quedaban de mala gana, les habló de la manera dicha, que allí les dejaba al capitán Reinoso, que le respetasen como a su persona; finalmente, quél tendría de todos cuidado. Dejada esta orden, llevó consigo ciento y cincuenta soldados.
Reinoso, como hombre que pretendía tener buen lugar par de don García, procuró por mañas atraer los indios de paz, aunque bien entendía que de la manera que la daban era fingida; no embargante entendello, la rescebía, dando a entender que a los Principios convenía rescebilla de cualquier manera que la diesen, hasta que poco a poco fuesen perdiendo el temor. Luego comenzaron a venir algunos más para reconocer qué tanta gente quedaba en el fuerte, y la orden que se tenía en la vela, qué para servir, y ver qué manera tendrían para probar la mano: y vínoles como lo deseaban, porque un yanacona que estaba allí, había servido mucho tiempo a cristianos, y tenía grande plática de mañas y tratos de indios: era indio discreto, llamado Andresico, que mandaba otros muchos yanaconas que estaban allí con él. Yendo este yanacona por leña al monte se topó con un indio que servía a los cristianos que estaban en el fuerte, y era de los indios de guerra: tratando con él, le dijo muchas cosas para sacalle lo que tenía en su pecho. Estando ambos solos, y viendo el indio de guerra las razones que le daba, entendió eran verdaderas, porque le decía había muchos años que servía a cristianos trayendo leña y yerba a sus hombros, haciéndoles simenteras y cogiéndolas, y en todo lo demás que le mandaban, y que de ellos no había rescebido obra buena ninguna, sino por momentos llamándole perro y otros vituperios peores; afirmando les deseaba todo mal y daño, y que tenía gran tino a venganza; que le rogaba, viéndose con sus caciques, les dijese deseaba hablar con ellos en secreto algunas cosas que convenían a su bien. El indio, como aquello entendió, le dijo que muy junto allí estaban, porque esperando coyuntura no se habían apartado; que él iría a hablalles, y que otro día el mesmo indio iría al fuerte a hablar con él de parte de los señores principales, y le llevaría algo en señal de que entendiese era ansí; desta manera se despidieron. El indio fué luego a los principales y les contó cómo había hablado con el yanacona, y lo que habían concertado, de que se holgaron en gran manera, pareciéndoles tenían abierto el camino que deseaban. Luego, otro día, enviaron con el mesmo indio de presente un cesto de chaquira, que cabría un celemín, que es entre los indios tenida en más que entre los cristianos el oro, y que esta chaquira diese al yanacona en nombre de los principales, y que dijese lo esperaban en cierta parte, cerca de allí, para tratar con él en aquellas cosas que les había enviado a decir. Andresico, después que hubo hablado con el indio, entró en el fuerte y lo contó al capitán Reinoso, el cual le mandó lo tratase de manera que los engañase y pudiese castigar. El yanacona, teniendo la voluntad de el capitán, trató consigo la orden que tendría para mejor efeto, si pasase adelante el trato que traían. Y fué ansí, que luego llegó el indio con el presente que de parte de los principales le traía, él lo rescibió alegremente y le dió de comer en su casa y trató muy bien: mandóle se fuese y le esperase a la entrada de el monte, que él iría solo, porque los cristianos, como malos, no sospechasen algo. El indio se fué, y el yanacona, dando aviso al capitán, se fué tras él llevando en la mano una hacha de cortar leña para más disimular su cautela; en llegando al monte salió el indio a él y le llevó a donde estaban juntos los de guerra. Los principales, como le vieron solo y tan bien aderezado, por le honrar a su usanza dejaron la gente y le salieron a rescebir dándole el parabién de su venida; y después de habérselo agradescido mucho, le dijeron qué orden tendrían para matar los cristianos; pues él trataba de ordinario con ellos, se lo dijese, que en todo harían lo que él ordenase, y obedecerían como a su capitán, de más de que le darían grandes dones. Andresico, como era astuto, les dijo que luego otro día, pues estaban juntos, le parecía se podría hacer, y que no dudasen en ello, porque los cristianos de noche dormían armados y se velaban siempre en su ordinario, y que de día desnudos estaban en las camas durmiendo, y sus yanaconas les llevaban los caballos a dar agua al río, y por el calor grande que hacía los estaban lavando, descuidados de toda cosa por estar en aquel llano: que a aquella hora era lo mejor acometellos y tomallos ansí de la manera que había dicho, y que para que entendiesen que era como decía, luego otro día al mediodía fuese allá un principal con un cesto de fruta, que él lo estaría esperando junto a su casa, que era el camino por donde había de pasar; y que les rogaba, porque no tenía cosa alguna que podelles dar, al señor de Tucapel que entre ellos estaba, rescebiese de él aquella hacha que entre los indios es tenida en mucho. Él quedó muy contento, creyendo que era ansí como el yanacona le había dicho, rescibiendo su hacha. Se fué y contó al capitán Reinoso; le dijo lo hiciese como lo tenía concertado. Luego otro día a la hora que estaba sennialada vino el principal con la frutilla, halló al yanacona que lo estaba esperando; después de rescebido, lo llevó a su casa y dió de comer y beber. Después que hubo descansado un poco, lo metió dentro de el fuerte para que viese cómo era de la manera que les había dicho.
Este mismo día llegó don Miguel de Velasco, a quien don García había enviado desde la Imperial con sesenta hombres por el camino de la costa que fuese llamando aquellos indios de paz hasta la ciudad de Cañete, para que los naturales entendiesen que en parte alguna no tenían seguridad si no era dando la paz.
Los indios, aunque vieron que era llegada tanta gente no por eso dejaron de poner en efeto lo que tenían determinado. Reinoso mandó que no pareciese ningún cristiano, sino que se recogiesen en sus estancias. El yanacona entró con el principal en el fuerte, y se lo anduvo mostrando, y que mirase los caballos estaban en el río, que por respeto de la mucha calor los refrescaban y algunos cristianos pocos que parecían estaban jugando; y para más quitalle de sospecha, concertó con él que por dos puertas que el fuerte tenía, por ambas le acometiesen y entrasen con buen ánimo, que a todos tomarían en las camas. El principal se fué luego con la nueva a los demás que le esperaban, e informados partieron con una priesa increíble, pareciéndoles en ella consistía todo su bien, como de cierto fuera ansí, si no hubiera cautela. Vinieron con tanta determinación, que llegaron junto al fuerte y algunos quisieron entrar en él por la puerta principal; mas como era cosa ordenada ansí, estaban los más de los soldados a caballo, la artillería cargada, los arcabuceros de mampuesto dieron una gran ruciada de pelotas en los pobres que venían engañados, y el artillería que se disparó en ellos con grande crueldad; luego salieron los de caballo alanceando tantos que movía a lástima ver aquel campo con tantos muertos. Los yanaconas y negros, como a gente rendida, mataban muchos. Escapáronse los que tuvieron buenos pies ligeros; tomáronse muchos a prisión, que después por justicia se castigaron, y con el artillería atados y puestos en hilera los mataban, ¡tan enemistados estaban con estos indios! Habiendo Reinoso dado orden y consentido en este castigo que para su ánimo no sería muy seguro.
Quedaron tan temerosos, que nunca más hubo junta para pelear, antes andaban en borracheras unos con otros, y de una que tuvo plática estaba bebiendo mucha gente, envió una noche lluviendo y con gran tempestad al capitán don Pedro de Avendaño con cincuenta soldados; dió en ellos sin ser sentido, por respeto del mucho llover, a la que amanecía. Mataron algunos y otros hubieron prisioneros, y entre ellos un principal señor de Pilmayquen, que era en donde estaban bebiendo, llamado Queupulican, hombre valiente y membrudo, a quien los indios temían mucho, porque de mas de ser guerrero era muy cruel con los que no querían andar en la guerra y seguir su voluntad. Este indio traído delante de Reinoso, entre otras razones dijo que le daría el espada y celada de Valdivia y una cadena de oro con un crucifijo que en su poder tenía, que él se lo había quitado cuando lo mató, y le serviría perpetuamente bien; y que viéndole servir a él, toda la provincia haría lo mesmo. Reinoso le mandó que trajese lo que había dicho y que trayéndolo tendría crédito con él para lo demás que decía. El Queupulican le trajo en largas algunos días enviando mensajeros por ello: visto que era entretenimiento y mentira, pretendiendo soltarse, mandó a Cristóbal de Arévalo, alguacil de el campo, que lo empalase y ansí murió. Este es aquel Queupulican que don Alonso de Arcila en su Araucana tanto levanta sus cosas. Muerto este indio belicoso, comenzó a venir de paz la demás parte que no la había querido dar, aunque mala y no verdadera, sino cautelosa y fingida, porque son los más belicosos indios y guerreros que se han visto en todas las Indias, y que no pueden acabar consigo a tener quietud, sino morir o libertarse.

Capítulo XXIX

De como don García fue a poblar la ciudad de Osorno, y de lo demás que hizo [en] aquella jornada

Después que don García llegó a la ciudad Imperial, descansando cuatro días, partió a la ciudad de Valdivia, y porque le dijeron que ir por la Ciudad Rica rodeaba camino, atravesó los montes de Guanchuala para ir por el valle de Marequina. Los vecinos de Valdivia que lo supieron salieron a este valle a serville, que es término de su ciudad.
En el mesmo valle, estando dos vecinos haciendo una casa junto al camino para su aposento, los indios trataron entre sí de matallos: pues estaban descuidados, lo podían hacer; pues determinados, andando el uno de los cristianos mandándoles lo que habían de hacer, un indio se llegó a él con una hacha por detrás y le dió un golpe en la cabeza que lo derribó; luego dieron una grita y van a donde estaba su compañero descuidado de lo que habían hecho, aunque cuando oyó la grita bien entendió lo que había; mas considerando que no se podía escapar peleó como valiente hombre: el uno era natural de Génova y el otro de Portugal. Desde a dos días, don García llegó a este valle y mandó que castigasen los matadores y los demás que habían consentido en la muerte, y se fué desde allí a Valdivia y luego pasó a poblar en donde tenía determinado, con docientos hombres que llevaba y se le habían juntado. Atravesando por los llanos llegó al asiento donde agora está poblada la ciudad de Osorno.
Después de visto el sitio ser bueno, pasó adelante antes que el verano se le acabase, tomando el camino por más arriba que lo llevó Valdivia cuando fué aquella jornada: pasó el lago que se llamó de Valdivia por un río que nacía en las cabezadas de él, y caminó por aquellos montes mal camino de tremedales, que se mancaban los caballos de el mucho atollar entre las raíces de los árboles. Más adelante llegó a un brazo de mar grande: viendo que no lo podía pasar, envió al licenciado Altamirano [que] con algunas piraguas fuese por la costa de la otra banda, prolongando la tierra cuatro días de ida, y que donde les tomase el cuarto día se volviesen y le trajesen relación de lo que había. Vueltos, le dieron razón era un arcipiélago grande de islas montosas, aunque bien poblado de naturales, y que parecía la contratación de indios ser toda la más por la mar. Y como entraba el invierno, viendo que no había por dónde pasar ni ir adelante, se volvió al lugar y asiento donde había de poblar. En la ribera de un buen río trazó el pueblo, y dió solares a los que allí habían de ser vecinos; dejando alcaldes y regidores se vino a la ciudad de Valdivia, y les envió por capitán al licenciado Alonso Ortiz, natural de Medellín. En llegando a Valdivia, hizo repartimiento de todos los indios que en aquella ciudad había, que por la exclamación que había hecho Villagra lo halló todo vaco, y los dió a quien quiso. Hecho esto se fué a la Imperial por tener allí el invierno, a causa de estar cerca de Cañete, donde había dejado al capitán Reinoso, y de podelle proveer de gente. Aquel invierno desde la Imperial a Cañete se andaba el camino con alguna seguridad por los muchos castigos que se habían hecho, aunque dieron los indios en una invención de guerra dañosa, que hacían hoyos secretos, grandes y cuadrados en mitad de los caminos, y en ellos hincaban varas, tostadas las puntas y muy agudas, tan gruesas como astas de dardos, y cubrían estos hoyos por cima de tal manera que se mataban muchos caballos dentro de ellos, metiéndose aquellas astas por las tripas, y hubo grandes castigos para quitalles que no lo hiciesen, empalando dentro en los hoyos los indios que se tomaban en aquella comarca.
Don García, estando en este tiempo en la ciudad Imperial regocijándose en juegos de cañas y correr sortija con otras maneras de regocijo, quiso un día salir de máscara disfrazado a correr ciertas lanzas en una sortija por una puerta falsa que tenía en su posada, acompañado de muchos hombres principales que iban delante, y más cerca de su persona don Alonso de Arzila, el que hizo el Araucana, y Pedro Dolmos de Aguilera, natural de Córdoba. Un otro caballero llamado don Juan de Pineda, natural de Sevilla, se metió en medio de ambos; don Alonso, que le vido venía a entrar entre ellos, revolvióse hacia él echando mano a su espada; don Juan hizo lo mesmo. Don García, que vido aquella desenvoltura, tomó una maza que llevaba colgando del arzón de la silla, y arremetiendo el caballo hacia don Alonso, como contra hombre que lo había revuelto, le dió un gran golpe de maza en un hombro, y tras de aquél, otro. Ellos huyeron a la iglesia de Nuestra Señora, y se metieron dentro. Luego mandó que los sacasen y cortasen las cabezas al pie de la horca, y para el efeto se trujo un repostero y escalera para ponelles las cabezas en lo alto de la horca; y él se fué a su posada y mandó cerrar las puertas, dejando comisión a don Luis de Toledo que los castigase; mas en aquella hora muchas damas que en aquella ciudad había, queriendo estorbar el castigo, o que no fuese con tanto rigor, quitándole alguna parte del enojo, con algunos hombres de autoridad entraron por una ventana en su casa, y se lo pidieron por merced. Condecendiendo a ruego, los mandó desterrar de todo el reino. Luego le llegaron mensajeros de la ciudad de Cañete, que le certificaban aquella provincia daba muestra de querer pelear, y cuan necesaria era su persona para con fuerza de gente castigallos, porque hacían fuertes donde meterse.

Capítulo XXX

De cómo don García llegó a Cañete y de las cosas que hizo, y de cómo desbarató el fuerte que los indios tenían hecho en Quiapo, y del castigo que en ellos hizo

Teniendo don García nueva cuánto convenía su persona en la provincia de Arauco y Tucapel, por algunos movimientos que entre los indios había, a causa que el capitán Reinoso, dejado el fuerte, se salió con la gente que tenía a poblar la ciudad y que cada uno de los vecinos edificase en su solar y hiciese casas en que viviese, puestos en esta obra, viendo los indios que estaban en parte donde les pudiesen hacer algún daño, trataron una noche dar en ellos, porque estando sin fuerte como estaban harían alguna suerte, que era lo que siempre habían pretendido, tener algún suceso bueno para levantar a los demás, tomando todos más ánimo para lo de adelante. Con esta determinación se juntó mucho número de indios junto al asiento de el pueblo para hacer su efeto cuando les pareciese. Reinoso, que tuvo plática de lo que trataban, mandó luego recoger a todos los vecinos y soldados que estuviesen juntos para toda hora que se les ofreciese caso repentino, y mandó juntar alguna piedra y hacer con ella una pared de altura hasta los pechos por la frente, y por los lados mandó hincar varas gruesas en la tierra con otras atravesadas y atadas. Con esta prevención le pareció estaba al seguro, y despachó dos mensajeros haciendo saber a don García todo lo que se hacía ansí por su parte como por la contraria. Don García envió luego a don Luis de Toledo con cincuenta hombres a caballo muy a la ligera. Llegó a tiempo, que aquella noche se esperaba pelear. Con este socorro ceso fortificar el sitio, y por los indios entendido mudaron propósito.
Desde a tres días llegó don García con docientos hombres, y mandó luego trazar cuatro solares en cuadro, y con dos pares de tapiales la mandó cercar, y con tanta presteza que en quince días estaba esta obra acabada de dos tapias en alto, con dos torres altas de adobes que señoreaban el campo y el fuerte, puestas dos piezas de artillería en cada una. Andando en esta obra, un día en público se comenzaron de alzar los indios, que cierto dió pena a todos ver que de nuevo se había de volver a hacer la guerra. Los indios se juntaron en el fuerte que habían hecho en Quiapo más número de ocho mill indios para pelear en él, porque, demás de los que estaban dentro en el fuerte, eran muchos los que con las armas en las manos estaban esperando el suceso que tendrían para dar ellos por un lado en los cristianos o en los bagajes, como mejor les pareciese. Don García, después de haber acabado la fuerza que hacía, dejó en ella al capitán Juan de Riba Martín, de las montañas de Burgos, hidalgo noble, y setenta soldados con él, y no le dejó más porque, estando en tan buen fuerte, bastaban para sustentallo hasta quél hubiese hollado la comarca y desbaratado los indios que le estaban esperando en el camino, para el cual efeto le era necesario llevar fuerza de gente, y que siendo tiempo, él le proveería de la que hubiese menester.
Llevando consigo al capitán Reinoso por su maestro de campo, y con trecientos hombres bien aderezados de armas y caballos, con dos piezas de campo, se partió la vuelta de Quiapo, que era en donde los indios le esperaban. Todos los demás comarcanos se fueron detrás de él a hallarse en aquella junta donde esperaban una gran vitoria. Llegó don García en dos jornadas, y otro día luego por la mañana los fué a reconocer. Después que vió el sitio que tenían trató cómo desbaratallos, y para el efeto repartió por cuarteles la gente y mandó asestar el artillería contra los indios y palos que tenían por delante, y luego los comenzó de batir. Los indios, cuando se disparaba el artillería, se echaban en tierra, y después de pasadas las pelotas, tomaban las armas guardando su puesto. Tenían ansí mesmo por delante de el fuerte muchos hoyos en que cayesen los que quisiesen entrar a ellos. Los cristianos se llegaron disparando sus arcabuces y lanza a lanza peleaban por entrar; los indios les defendían la entrada: ¡era hermosa cosa de ver! Don García mandó que por las espaldas fuese una cuadrilla de arcabuceros y con ellos algunos soldados de lanzas y dargas para que mejor se bandeasen unos a otros. Estos llegados pasaron una ciénaga pequeña que hacía junto al fuerte y llegaron a la palizada sin que fuesen vistos, ni los indios mirasen en ellos: como estaban revueltos peleando y con tanto sonido de arcabuces y los dos tiros de campo que los ensordecían, pudieron quitar dos anaderos y por aquel hueco que hacía de puerta entró delante un soldado llamado Francisco Peña, y tras de él, Hernando de Paredes y Gonzalo Hernández Buenosaños, con los demás que tras de ellos iban disparando en los indios los arcabuces, los cuales, como volvieron las caras, viendo a los cristianos junto a sí, y que los demás con quien estaban peleando los apretaban mucho, viéndose perdidos, se arrojaron por una quebrada de cañas que junto al fuerte estaba, sennialada entre ellos para si les decía mal retirarse por ella. Los cristianos, como entraron apresuradamente, mataron muchos y tomaron a prisión muchos más, porque los que mandó matar el maestro de campo por justicia, como hombre que conocía sus maldades, pasaron de sietecientos. Fué tan grande este castigo y puso tanto temor en toda la provincia, que los que se habían alzado vinieron a servir de allí adelante.
Hecho esto, don García pasó a Arauco, sin haber indio que más osase pelear con él ni con capitán suyo, porque en ventura deste mozo sucede bien todo lo que manda. Esta plática en general traían los indios entre sí, porque en aquel tiempo don García era mancebo desbarbado. Llegado a Arauco, le vinieron algunos principales de paz: éstos a entender qué hallaban en él, sospechosos de sus culpas, venían a tentar para obrar adelante conforme a lo que de presente hallaban. Allí dejó al capitán Reinoso para que acabase de asentar aquel valle y le hiciese una casa en el sitio y lugar donde Valdivia la había tenido, y él se fué a la Concepción.
Capítulo XXXI

De las cosas que hizo don garcía llegado a la concepción

Después de haber tenido don García tan buen suceso en guerra y paz, y reparado las ciudades de el reino de gente, armas y municiones, se fué a la Concepción por respeto de estar en mitad de el reino para los negocios que se ofreciesen, ansí de guerar como de gobierno. llegado [a] aquella ciudad envió sus capitanes [a] acabar de asentar sus términos, y trató con los vecinos se proveyesen de herramientas y bastimentos con que el verano adelante todos sacasen oro para acreditar aquel pueblo y reparar las necesidades, pues estaban tan pobres. Venida la primavera, como estaban pertrechados, cada uno comenzó con los más indios que pudo, haciendo asiento en lugar que con alguna seguridad pudiesen los cristianos estar a manera de fuerte, siete leguas de la Concepción; día sennialado para todos se comenzó tomando minas por orden. Traía don García por sus criados sacando oro seiscientos indios; que dando las minas buenas muestras se aprovechaban en general vecinos y soldados, y los que a las minas iban sacaron aquel año mucho oro, con que se proveyeron para adelante de ganados, ropas y otras cosas de que tenían necesidad para sus personas, y a la voz de el oro acudieron mercaderes con sus haciendas. Usó don García aquel año de mucha generosidad con pobres casados y con algunos soldados y criados que le servían, de hacelles dar todo el oro que en las minas le sacaban de domingo a domingo, repartiendo las semanas a cada tino conforme a su necesidad y merecer; que cierto, aunque otras cosas tuvo de mancebo, siempre resplandeció en él mucha virtud: desta manera repartía el oro que le sacaban, aprovechándose él poco, si no era de la gloria que rescebía en dallo.
Desde la Concepción proveía [a] Arauco y a Cañete de gente siempre que le avisaron tenían della necesidad, y envió al capitán don Pedro de Avendaño con cuarenta soldados a caballo que anduviesen en la comarca de Cañete asentando los indios que estaban poblados en la sierra y castigando a los de guerra. Era don Pedro hombre cruel con los indios; rescebía gran contento, [en] matallos, y él mesmo con su espada los hacía pedazos; de que le tenían gran temor en toda la provincia, y esta crueldad le causó la muerte, como adelante se dirá, porque unos indios conjuraron contra él y lo mataron.
Estando de paz en este tiempo, algunos soldados, desgustosos de don García por no habelles dado de comer, siendo como eran antiguos, entendiendo de él los tenía en poco, por huir de su presencia se iban a Santiago, ciudad la más principal del reino, y desde allí algunos dellos derramaban cartas con nuevas falsas, como le parecía a cada uno echallas. El licenciado Santillán, a quien don García había traído de Chile para las cosas de justicia, residía en Santiago, al cual le pareció era bien aclarallo: hallando culpable, por la información que hizo, a un soldado llamado Ibarra, lo ahorcó. Fué parte este castigo para que de allí adelante no se echasen más nuevas en aquella ciudad, aunque en la de Valdivia se extendió nueva que Villagra venía por gobernador, de que muchos vecinos y otras personas se holgaron. Estos, partiendo con la primera nueva, como hombres torpes, aquella noche que de ello tuvieron plática salieron de sus casas con hachas de carrizo: regocijados anduvieron por la ciudad mostrando el placer que tenían; y como al que manda no se le asconde cosa alguna, mandó [D. García] al capitán Gaspar de la Barrera fuese por ellos y se los trajese a donde él estaba; llegados, los envió con Francisco Vásquez de Eslava los entregase en la ciudad de Cañete, como a hombre de confianza, al capitán que allí estaba, para que sustentasen aquella ciudad algún tiempo. En estos días, don Pedro haciendo la guerra, se asentaron muchos indios, de que resultó venir los demás a dar la paz.
Don García, para dar más calor a la guerra, y que todo estuviese bien asentado, después de haber estado el invierno en la Concepción, el verano adelante se fué a la casa de Arauco, que ya estaba acabada y tenía aposentos para poder estar en ella. Puesto allí con sus criados y amigos, los vecinos de Tucapel anduvieron buscando oro aquel verano en sus términos para no illo a sacar a otra parte, de que hallaron grande muestra en muchas partes. También mandó a don Miguel de Velasco que con cuarenta soldados fuese a poblar la ciudad de Angol, que en tiempo de Valdivia había sido poblada en aquel mismo sitio y lugar, y que los vecinos que estaban en Concepción, Tucapel e Imperial fuesen a residir a ella, pues tenían los indios en su comarca. Hubo tanto efeto que asentada la tierra, será esta ciudad muy principal en el reino para en guerra y paz, porque tiene todas las partes buenas que una ciudad para ennoblecerse debe tener.
También envió por vía de ruego al padre sochantre Molina, antiguo en las Indias, hombre de buena vida, que predicase y amonestase aquellos indios a vivir en la fe de Jesucristo, o por lo menos que guardasen la ley natural, lo cual no hacían, antes cada uno tenían todas las mujeres que podían sustentar. Hizo este padre mucho fruto, porque rescibieron agua de Espíritu Santo infinidad de niños, muchachos y mujeres que por la mala orden de algunos gobernadores, y por pecados de el reino, todo se ha perdido.

Capítulo XXXII

De cómo don García se fué a la ciudad de Santiago, donde tuvo nueva de la muerte de su padre el Marqués de Cañete, y la oración que hizo al pueblo cuando se quiso ir

Estando de paz toda la provincia que tantos años había estado de guerra, don García, como hombre que ya en su pecho tenía concebido irse de el reino, quiso ir a la ciudad de Santiago. Habiendo poco más de tres años que gobernaba a Chile, conocía la pobreza de la tierra, constándole que el hombre que lo gobernase no tenía necesidad de tanta casa como él tenía, sino dos pajes y un mozo de espuelas, porque en aquel tiempo en todo el reino no se sacaba oro si no era en las ciudades Santiago y Serena (después acá se ha ennoblecido el reino por el mucho oro que se ha sacado y sacan de ordinario, y se sacara de cada día más, si las guerras no lo hubieran estorbado); por este respeto despidió alabarderos y criados, que aunque tenía veinte mill pesos de salario no los cobraba, que no había tanto dinero en las cajas del rey que se pudiese pagar: quedando tan a la ligera, que después de haber repartido sus caballos y algunas preseas en amigos y en otros aficionados, mandó juntar el pueblo en las casas de su morada, en una sala grande. Les habló desta manera; destocándose comenzó a decilles: «El marqués mi padre me envió a este reino como a gobierno que estaba a su cargo, hasta que su majestad otra cosa mandase, y por más serville me quise ocupar, como vuestras mercedes han visto, en paz y en guerra, en todo aquello que en general se ha ofrecido, gastando mi edad en cosas virtuosas, como es poblar ciudades, quietar esta provincia. Siendo Dios servido, conforme a un deseo, darme buenos sucesos para ampliar este reino, pues de mis trabajos ha resultado tener vuesas mercedes remedio en sus casas y principio para ser ricos, de que yo me huelgo infinito, aunque no saco desto barato, sino haber gastado lo que traje del Pirú mío, y lo que mi padre me dió, que con ello, y con lo que después me envió, pudiera ser rico: me huelgo en gran manera salir de Chile pobre, pues todos vieron la casa que traje cuando en este reino entré, y la que agora tengo; y saber que no lo he vendido, sino que lo he dado, y mucha parte dello gastado para sustentarme; y que vine mozo, y agora parezco diez años de más edad de la que tengo; y es cierto que si a Chile pobre hubiera venido, y me estuviera en el Pirú, tuviera más de doscientos mill pesos, con que pudiera en Castilla comprar más de diez mill ducados de renta. Esto creo bien lo conoscerán todos ser ansí, pues en verdad que pueden vuesas merecedes creer que siento tanto salir de esta ciudad, como cuando salí de casa de mi padre para venir al Pirú, por tener conoscidos a todos, unos por amigos y a otros por aficionados; quisiera no ir a Santiago, mas conviéneme desde más cerca tratar y comunicar con mi padre dé orden en mi remedio con su majestad, pues le ha servido como todos han visto. Es el mandar tan envidioso de suyo, y todo gobierno presente tan odioso, que aunque en esta tierra tengo muchos amigos, sé que tengo más enemigos; pero con verdad ninguno dellos dirá que me he hecho rico en Chile; a mí ni a mis criados he enriquecido, antes algunos amigos míos, por seguirme, gastaron sus haciendas, y se han quedado sin ellas, y yo no he podido dalles otras, ni tengo de qué recompensalles como yo quisiera.» Y en lo último les dijo: «Enternéscome tanto, que no puedo decir la que quisiera.» Volviendo las espaldas con buen comedimiento, los dejó y se metió en su aposento. Fué cosa de notar que los que estaban presentes hubo pocos que no arrasasen los ojos de agua, aunque muchos estaban mal con él, porque en el repartimiento que hizo de los indios tuvo más cuenta con los que consigo trajo del Pirú que con los antiguos que en el reino había; como era cierto habían servido mucho al rey, dejó a muchos dellos necesitados, sin remedio, e ansí lo están el día de hoy: de esto se quejaban dél, y deseaban velle fuera del reino, porque su nombre en aquel tiempo les era odioso.
Desde a dos días después de haber repartido su recámara entre algunos vecinos y amigos, se fué a Santiago, donde fué bien rescebido, por saber había mudado mucho en condición y aspereza, que si don García no entrara en Chile tan altivo despreciando los hombres, y tuviera alguna afabilidad y llaneza, fuera en gran manera bien quisto; y ansí en Santiago le querían mucho. Desde a poco le llegó nueva el marqués su padre era muerto, y que venía por gobernador de Chile Villagra, a quien había enviado preso cuando entró en el gobierno; luego se retiró a un monasterio de la Orden de Sant Francisco, que parescía había adivinado lo que había de pasar por él, y mandó a un navío pequeño que se halló en el puerto de Santiago fuese a la Ligua, que es un río entre la ciudad de la Serena y el puerto de Valparaíso, veinte e dos leguas de Santiago; allí se embarcó con dos criados para el Pirú. Poco antes de su partida fué Dios servido se descubriesen las minas de Chuapa, cosa riquísima de oro, y las minas de Valdivia, por extremo ricas, que dellas unas y otras se ha sacado en catorce años grandísimo número de pesos de oro.
Era don García cuando vino al gobierno de Chile de veinte años; gobernó cuatro años bien y con buena fortuna; tenía buena estatura, blanco, y las barbas que le salían negras, los ojos grandes; bien hablado, y se preciaba dello; honesto en su vivir, porque para la edad que tenía nunca se le sintió flaqueza en vicio de mujeres; era amigo de visitar pocas, y no tan de ordinario que se le echase de ver. Trajo consigo algunos hombres principales y viejos, a los cuales se sabía que el mismo don García corregía de algunos vicios, que era mucho para tan poca edad no caer él en ellos. Dejó por su teniente de todo el reino al capitán Rodrigo de Quiroga, para que como su persona lo tuviese en justicia.
En el cual tiempo, los indios de Puren estaban conjurados, y tenían determinado de matar al capitán don Pedro de Avendaño, para el cual efeto acordaron venille a servir en las cosas que él mandase. Don Pedro les mandó hacer la sementera de trigo, y que algunos dellos se ocupasen en cortar tablas para una casa que quería hacer. Estando con tres amigos españoles en las casas de los indios, vinieron un día al poco más de mediodía con las tablas. Don Pedro estaba durmiendo cuando los indios llegaron; al ruido se levantó a ver qué era. Los indios descargaron las tablas que traían a los hombros; mostrando venían cansados le preguntaron si eran buenas. Don Pedro se abajó a ver el grueso que tenían. Un indio, que para ello estaba apercebido, con una hacha que tenía en las manos, en abajándose, le dió un golpe en la cabeza, y tras aquél, otro, y dando una grande grita dieron en los otros que con él estaban, e saliendo a ella los mataron todos. Un criado que don Pedro allí tenía mancebo, valiente hombre llamado Pedro Paguete, vizcaíno, que muchas veces se había visto en la guerra con indios, andaba cavando para sembrar; como sintió la revuelta, entendiendo lo que era, quiso huir; no le dieron lugar, porque los indios lo cercaron. Peleó valientemente con todos ellos, mató muchos; mas como era solo y no tuvo socorro y los enemigos muchos, lo mataron. Luego, se estendió la nueva por la comarca: sabido en la ciudad de Angol, que estaba cerca, dieron aviso al capitán Rodrigo de Quiroga que asistía en la Concepción. Fué cosa que no se puede decir la presteza que tuvo en irlo a castigar con ser en mitad del invierno; llegó a Puren, donde lo habían muerto, y envió desde allí a la ciudad Imperial que le viniesen a ayudar [a] aquel castigo algunos vecinos y soldados: vinieron muchos, porque era y fué siempre muy bien quisto en general. Castigó muchos indios de los culpables, y porque se habían retirado los demás a una ciénaga grande que hacía dos leguas de longitud y era menester con muchos indios amigos y más número de gente hacelles la guerra para llegallos a lo último, teniendo nueva que en la ciudad de Santiago esperaban a Villagra, que venía por gobernador, se volvió a la Concepción y de allí se fué a la de Santiago a rescebir la voluntad del rey.

Capítulo XXXIII

De cómo Francisco de Villagra vino por gobernador a Chile y del rescebimiento que se le hizo en la ciudad de Santiago, y de lo que él hizo después

Gobernando el reino del Pirú el marqués de Cañete como visorrey que el emperador don Carlos había proveído, el rey don Felipe, después que heredó todos los reinos que su invitísimo padre tenía, por causas que le movieron, proveyó al reino del Pirú nuevo gobierno, y así mesmo al gobierno de Chile a Francisco de Villagra sacando dél a don García de Mendoza, hijo del marqués de Cañete, que gobernaba al Pirú, por noticia que de Villagra tenía y cartas que había rescebido de los cabildos y ciudades del reino en que lo enviaban a pedir cuando envió a Gaspar Orense a España a hacer sus negocios con el rey, queriendo hacelles merced con este proveimiento. Vino un sacerdote deudo suyo, hombre principal, llamado Agustín de Cisneros, que mucho lo había solicitado en corte. Partió de Castilla trayendo consigo la mujer de Villagra y algunas deudas otras; se embarcó en Sanlúcar. Llegado a Nombre de Dios halló buen aviamiento para la otra mar del Sur hasta que llegó al puerto de los Reyes, donde Villagra estaba; allí le dió los despachos que de la gobernación le traía. Luego se comenzó [a] aprestar para venir a Chile, y en el entre tanto envió un criado suyo con un traslado de su provisión para que constase la merced que su majestad le había hecho. Llegado que fué, algunos que con Villagra estaban bien y otros que con don García habían estado mal, se regocijaron y holgaron, aunque después que tuvo el gobierno en sí comenzaron a sentir su daño por la mala maña que se daba, que ser capitán o ser gobernador va mucho de lo uno a lo otro. Villagra, para tan gran cosa como le había llegado, hallábase pobre de dineros; mas como tenía tan buena mano en buscarlos procurándolos con el crédito del gobierno y la gran fama que tenía aquella provincia de minas ricas de oro, halló más de los que hubo menester que le prestaron a pagar en Chile, y algunos de los que se los dieron se vinieron con él, creyendo que de más de cobrallos les hiciera alguna merced en aquel reino, y fué Dios servido que el uno dellos murió a manos de indios muerte muy cruel, y el otro vivió pocos días pobre, pudiendo vivir en el Pirú ricos.
Aderezado Villagra, se embarcó con su casa y algunos soldados que con él quisieron venir; navegando con buen tiempo llegó a la ciudad de la Serena, llamada Coquimbo por otro nombre, ques a la entrada del reino; desde allí se vino por tierra a la ciudad de Santiago, donde le estaban esperando de todo el reino muchos vecinos y hombres principales. La justicia y regimiento le tenían aparejado un recebimiento, el mejor que ellos pudieron, conforme a su posible. En la calle principal, por donde había de entrar, hicieron unas puertas grandes, a manera de puertas de ciudad, con un chapitel alto encima, y en él puestas muchas figuras que lo adornaban; y la calle toldada de tapicería, con muchos arcos triunfales, hasta la iglesia; por todos ellos muchas letras y epítetos que le levantaban en gran manera, dándole muchos nombres de honor; y una compañía de infantería, gente muy lustrosa y muy bien aderezada, y por capitán della el licenciado Altamirano, y otra compañía de caballo con lanzas y dargas, y más de mill indios, los más dellas libres, con las mejores ropas que pudieron haber todos. En orden de guerra les salieron a rescibir al campo, fuera de la ciudad, a la puerta de la cual quedaba el cabildo esperándole, con una mesa puesta delante de la puerta de la parte de afuera, cubierta de terciopelo carmesí, y baja a manera de sitial, con un libro misal encima para tomalle juramento, como es costumbre a los príncipes, que cierto, porque me hallé presente, toda la honra que le pudieron dar le dieron. De esta manera llegó a la puerta de la ciudad, encima de un macho negro, pequeño más que el ordinario, con una guarnición de terciopelo negro dorada, y una ropa francesa de terciopelo negro aforrada de martas; lo metieron en la ciudad como a hombre que querían mucho, y le habían tenido por amigo mucho tiempo. Después de las cerimonias del juramento lo llevaron a la iglesia debajo de un palio de damasco azul, llevándole dos alcaldes el macho por la rienda, y desde allí a casa del capitán Juan Jufre, que era su posada. Y habiendo sido informado Villagra que había nescesidad de gente en la Concepción y Tucapel, [y que] a causa de la muerte de don Pedro de Avendaño se alborotaba la provincia, envió al capitán Reinoso con comisión que castigase y quietase aquellos indios, y le avisase de todo lo que entendiese que convenía a la quietud de la provincia.
Los indios, cuando supieron que Villagra venía por gobernador, se alegraron, diciendo que con él siempre les había ido bien, que querían tomar las armas y pelear, pues don García era ido, que les parecía se había de acordar de cuando lo desbarataron en la cuesta de Arauco, y había de querer vengar tantos cristianos como allí murieron; y pues le tenían por hombre que por la guerra no se le hacían bien sus cosas, que se juntasen todos y a un tiempo se alzasen y declarasen por enemigos, como lo hicieron. Francisco de Villagra, después que desembarcó en la Serena, parescía venir prenosticando al reino mal agüero, y que de su venida les había de venir mucho mal en general a todos, porque en desembarcando se inficionó el aire de tal manera, que dió en los indios una enfermedad de viruelas, tan malas, que murieron muchos de toda suerte, que fué una pestilencia muy dañosa, y por ella decían los indios de guerra, que Villagra no pudiendo sustentarse contra ellos, como hechicero había traído aquella enfermedad para matarlos, de que cierto murieron muchos de los de guerra y de paz.

Capítulo XXXIV

De cómo Francisco de Villagra salió a la primavera de la ciudad de Santiago para ir a la de Cañete por la provincia de arauco, y de lo que hizo

Después que fué informado Villagra de la alteración que los indios tenían con su venida, para dalles algún estorbo y ponelles temor, envió al capitán Reinoso, como atrás dije, y desde a poco envió a tu hijo Pedro de Villagra, mancebo de buena esperanza por las partes que tenía de virtud, con cuarenta soldados bien aderezados a caballo, que fuese a Tucapel, y en compañía de Reinoso hiciese la guerra por la orden que le diese, al cual obedeciese en todo lo que le ordenase. Ido Pedro de Villagra, desde a pocos días se partió su padre a la Concepción, y de allí, pasando el río de Biobio, entró en Arauco, que estaba de paz, hablando y sosegando a los principales para que no entendiesen traía la voluntad que les habían dicho; llevando en su compañía un religioso fraile de la Orden de Santo Domingo, llamado fray Gil de Ávila, llegó a Cañete, que es en la provincia de Tucapel. Los indios se estuvieron a la mira, sin declararse, sino algunos que vivían en la montaña, hasta ver lo que el tiempo les decía que hiciesen; y fué para ellos, conforme a su disinio, tan provechosa la ida de fray Gil, aunque más dañosa para su quietud y caso presente, porque Reinoso, cuando allí llegó, quiso con su buen entendimiento asentar los indios poniéndoles temor con las armas, y regalándolos por otra parte con amonestaciones de palabras, con las cuales hizo poca impresión en ellos, antes viendo que si algunos indios se tomaban en la guerra de los que no querían servir, después de haberles hecho una oración, los enviaba por mensajeros, puesto caso que los más repartimientos estaban de paz. Estos, viendo que ellos servían y los trabajaban, y que los que estaban de guerra se holgaban y no los castigaban, decían que por lo que vían presente entendían era en daño de los indios que a los cristianos eran amigos, y en provecho de los que les eran enemigos: con esta plática se alzaron todos, sin quedar indio ninguno de paz en aquella provincia. Juntásele a Villagra para no acertar a hacer la guerra, que fray Gil, en las oraciones que hacía a los soldados, les decía se iban al infierno si mataban indios, y que estaban obligados a pagar todo el daño que hiciesen y todo lo que comiesen, porque los indios defendían causa justa, que era su libertad, casas y haciendas; porque Valdivia no había entrado a la conquista como lo manda la Iglesia, amonestando y requiriendo con palabras y obras a los naturales; en lo cual se engañaba como hombre que no lo vido, mas de que como era de buen entendimiento, encima de una obra de causa formaba lo que quería; porque yo me hallé presente con Valdivia al descubrimiento y conquista, en la qual hacía todo lo que era en sí como cristiano. Volviendo a fray Gil, eran sus palabras dichas con tanta fuerza, que hacían grande impresión en los ánimos de los capitanes y soldados, y acaesció vez que Villagra estaba hablando algunos soldados que hiciesen lo que sus capitanes les mandasen, y alanceasen a los indios todos que pudiesen, fray Gil les decía que los que quisiesen irse al infierno lo hiciesen ansí era una grandísima confusión ver estas cosas y que Villagra no las remediase, y ansí se hacía la guerra perezosamente. Los vecinos de Cañete le importunaban se fuese de aquella ciudad y les dejase gente para hacer la guerra: que no le podían sustentar de bastimentos, y los descargase en alguna parte. Villagra les dejó a su hijo Pedro de Villagra, y con él al capitán Reinoso, con ciento y veinte hombres de guerra, fuera de los que sustentaban la ciudad, y él se fué a la ciudad de los Infantes, que estaba diez leguas de Cañete. Estando allí pocos días se partió a la Imperial; parando en ella poco, pasó a la Ciudad Rica, que estaba cerca de las minas de Valdivia, muy ricas de oro. En aquel tiempo había Francisco de Villagra desde la ciudad de Santiago enviado delante al licenciado Altamirano con comisión suya fuese a las minas, y que, como Justicia, tuviese cuenta con todos los que andaban sacando oro, y que cada noche rescibiese el oro que sacasen y lo metiese en un cofre, teniendo cuenta de quién y cuyo era, para que cada uno hubiese lo que fuese suyo. Querían decir que Villagra hacía aquella diligencia para después, en montón, hacer dello servicio a su majestad; otros decían cosas diferentes destas; mas el juez reto, que es Dios, lo desbarató todo de como él lo tenía pensado, porque dió tantas viruelas a los indios que lo sacaban, y morían tantos de aquella pestilencia, que algunos religiosos, poniéndoselo por cargo, mandáse dejase de sacar, y lo sacado se acudiese a cuyo era. También le sucedió en este tiempo que estando en la Ciudad Rica la pascua de navidad del año de sesenta y tres que enfermó de mal de ijada, con algunas calenturas de que pensó morir, y de un mal que le dió en los empeines de los pies de tan terrible dolor, que no podía andar a pie ni a caballo. Estando en mejor disposición, en convalecencia, aunque poco, por algunas cartas que tuvo de la Concepción, en que en efeto le afeaban el irse a las ciudades de paz dejando lo de guerra tan mal reparado, y que los soldados que habían quedado en Tucapel pedían licencia para irse de la guerra, diciendo que Villagra iba con ánimo de repartir los indios y dallos a quien a él le paresciese, dejándolos a ellos olvidados. Entendiendo que sería posible su ausencia causar alguna desenvoltura entre ellos, se puso en una silla, en hombros de indios se hizo llevar a la Imperial, y desde allí a la ciudad de los Infantes: hizo algún efeto su vuelta, no para que los indios por ella diesen muestra de venir de paz, sino para que los soldados que en la guerra andaban hiciesen con mejor voluntad lo que les fuese mandado; antes los indios trataban venir sobre la ciudad y quemar las casas en que vivía. Villagra, como se vido tan enfermo, quiso ponerse en cura: aderezado un aposento, tomó la zarzaparrilla, y estuvo en la cama dos meses; mejoró algo, y porque entraba el invierno, dejando contentos con palabras a muchos, llevando consigo a otros se fué a la Imperial, en donde llegó por legado de la ciudad de Santiago el capitán Bautista de Pastene, pidiéndole en nombre de aquella ciudad les enviase por su teniente a Pedro de Villagra, su hijo, por respeto de no llevarse bien con el capitán Juan Jufre, a quien había dejado por su justicia mayor: Villagra lo hizo ansí, como se le pidió. Pasando las aguas del invierno se fué a la ciudad de Valdivia, diciendo era tiempo de venir navíos del Pirú, y que quería hallarse allí por causas que convenían al bien del reino, y al verano bajar a la Concepción por la mar y llevar la gente que pudiese.

Capítulo XXXV

De cómo Francisco de Villagra llegó a la ciudad de Valdivia, e yendo a la concepción por la mar con viento contrario fué a la nueva Galicia, y de las cosas que le acaescieron

Habiendo pasado las aguas del invierno, Villagra se puso en camino para ir a la de Valdivia. Los vecinos de aquella ciudad estaban temerosos si les removería los indios que tenían o no, y con este temor se desvelaron en hacelle el mejor rescebimiento que pudieron con gente de a pie y de caballo, a uso de guerra, y le enviaron un barco al camino bien esquilado, con mucho refresco, para que en el barco viniese por el río que pasa junto a las casas de la ciudad, grande y de mucha hondura, y a la boca de este río, porque hace una isla que lo divide en dos partes, atravesaron un navío sobre áncoras con mucha artillería que le hiciese salva quando llegase. Después de rescebido con esta orden le llevaron a su posada, donde le fatigó, el dolor de los pies en gran manera, por cuyo respeto de ordinario se estaba en la cama, y allí negociaban los que tenían negocios; cuando se sentía en mejor disposición, que se levantaba, estaba en una silla, y ansí ya enfermo, ya mejor, pasó aquel invierno, y a la primavera por el mes de otubre, que por aquel tiempo entra el verano en el reino de Chile, fletó un navío a costa del rey, y embarcando en él treinta caballos y cuarenta soldados salió del puerto de Valdivia a la mar año de sesenta y tres, diciendo al piloto navegase a donde el tiempo le quisiese llevar, aunque no tan confiado de su ventura como Otaviano César, porque Villagra siempre fué mohino en las cosas de guerra, pues saliendo a la mar con buen tiempo para su viaje, revolvió tramontana. Corriendo el navío con el temporal fué a parar al arcipiélago de Chilué, provincia de la Nueva Galicia que después se llamó ansí.
Villagra, antes de su viaje, había enviado un bergantín que lo descubriese, qué tierra tenía aquella costa hacia el estrecho de Magallanes; cuando vino le trajo nueva era tierra poblada y fértil, y ansí le tomó deseo de la ver, y para este efeto mandó al piloto navegase a donde el tiempo le quisiese llevar. Entrando entre tantas islas el maestre surgió y amarré el navío a su usanza. Villagra mandó sacar los caballos en tierra, y que algunos soldados fuesen la tierra adentro a caballo por mejor ver y reconoscer qué disposición tenía, qué gente había en ella. Trajéronle nueva que era bien poblada, y parescía fértil de simenteras. Estando en tierra en frente de donde estaba surto el navío, no conosciendo el piloto, ni teniendo plática de lo que por aquella costa menguaba la mar, un día descuidado menguó tanto con el retirarse las aguas vivas, que el navío, puesta la quilla en tierra, cayayó de lado; con el golpe que dió, y otros que le daba la mar, se abrió por algunas partes. Socorriéronlo con grande diligencia; viendo que estaban en una isla que si el navío se perdía se habían de perder o pasar mucho trabajo sus vidas, lo remediaron con estantes hasta que la mar volvió a crecer; luego lo metieron a lo largo donde estuviese seguro de otro semejante acaescimiento. Los indios de la isla, viendo que estaban de asiento, tratar de se juntar, y una noche dan en ellos diciendo no se les podían escapar, porque estaban en tierra y no había dónde huir, aunque quisiesen. Con este acuerdo se juntaron mill indios, y una noche, a la que amanecía, dan en Villagra y los que con él estaban, que no les sintieron hasta que andaban envueltos a las manos con ellos, dando de palos a los cristianos y caballos y a la tienda en que Villagra estaba; que si como eran indios hisoños fueran pláticos, ninguno dellos quedara que no mataran, y a Villagra con ellos. Algunos soldados, aunque estaban desnudos, subieron en sus caballos en cerro, y entraron por los indios, y con otros que iban armados y bien en su orden los desbarataron, porque los indios, como gente mal plática, no sabían jugar de lanza, y ansí mataron algunos y otros tomaron a prisión. Para informarse de la tierra y del número que eran, destos llevó Villagra algunos consigo, que luego le hizo buen tiempo y se embarcó con todos los caballos y gente y con él navegó hasta la playa de Arauco, donde desembarcó y se fué a la casa fuerte que allí estaba. Sabiendo que era llegado, le vinieron a ver de la Concepción y de Cañete algunos amigos suyos, principalmente Pedro de Villagra, al cual hizo su tiniente general de todo el reino para las cosas de guerra.
Estando en esto, los indios andaban haciendo fuertes donde pelear a su ventaja hasta hacer alguna suerte en los cristianos. Queriéndolo remediar de la Concepción, enviaron a Francisco de Castañeda con treinta soldados que deshiciese un fuerte que comenzaban a hacer, antes que lo pusiesen en mejor defensa. Llegado a él peleó con los indios, y de tal manera tuvo la vitoria que los enemigos se volvieron a él y desde allí trataron mejorarse en otro sitio cerca de aquel. Villagra, informado por cartas que tuvo de la Concepción y de la ciudad de Angol, para dar el remedio que convenía, mandó a su hijo Pedro de Villagra, que ya era vuelto de Santiago, donde su padre lo había enviado a ser justicia, se aderezase con sus amigos y se fuese a juntar con el capitán Arias Pardo, a quien había dado comisión cuando se embarcó en Valdivia para que hiciese gente en aquellas ciudades y viniese con ella a Angol y que de allí le avisase. Siendo informado, le escribió viniese a juntarse con Pedro de Villagra, y a Pedro de Villagra mandó se juntase con él, porque sabía había muchos indios juntos.
Con esta orden se vieron y concertaron cómo pelear con los enemigos, pues era monte la parte en donde estaban y a caballo no se podía hacer efeto alguno, y así acordaron de se apear todos y pelear a piel pues el fuerte no estaba aún acabado de hacer. Con esta determinación se fueron hacia los indios cincuenta soldados disparando los arcabuces en la multitud, y los indios grandísima lluvia de flechas en los cristianos. Arias Pardo iba delante embrazado de una rodela y un dardo en la mano, con buena determinación y desenvoltura, caminando hacia los enemigos: llegando cerca dellos en caso pensado y no repentino, sino con determinación acordada, de pelear, se le heló la sangre de todo un lado, de condición que le privó el calor natural y quedó pasmado de manera que no se pudo mover más; los demás pelearon con tanta determinación que ganaron el fuerte: echando a los indios dél, mataron algunos y otros tomaron prisioneros. De allí se fueron todos al río de Biobio para enviar por el río a Arias Pardo a la ciudad de la Concepción, a causa de que no podía caminar a caballo, ni era posible de la manera que quedó, que aunque se puso en cura en el Pirú y en este reino, no pudo sanar; los soldados salieron todos cincuenta tan mal feridos en el rostro y en lo que llevaban descubierto sin armas [que] unos se volvieron a la Concepción, de donde habían partido para aquella jornada, y otros a Arauco, donde Villagra estaba.

Capítulo XXXVI

De cómo Francisco de Villagra envió su hijo Pedro de Villagra a desbaratar un fuerte en compañía del licenciado Altamirano, que era su maestre de campo, y de lo que en la jornada le sucedió

Después de haber sucedido lo dicho, viendo los indios que los cristianos les iban a buscar dentro en los fuertes que hacían, acordaron de hacer uno muy de propósito donde se pudiesen juntar en mucha cantidad y pelear a su ventaja. Para este efeto, tratado y comunicado entre ellos, como en todo lo que hacen no hay señor principal a quien respetar, sino behetrias, escogieron en conformidad de todos el propio lugar y sitio donde habían peleado con Arias Pardo y Pedro de Villagra, que aunque no estaba acabado de hacer cuando pelearon, tenían entendido que puesto en defensa era el lugar a propósito por el mucho efeto que en él habían fecho; y ansí luego lo cercaron por la frente y lados de hoyos grandes, a manera de sepolturas en mucha cantidad y junto a la palizada del mismo fuerte, que era de maderos gruesos, una trinchea que lo hacía más fuerte, teniendo las espaldas a una quebrada de mucho monte desembarazada la entrada, para si les dijese mal irse por ella sin que les pudiesen matar gente alguna, y con orden de no salir a los cristianos fuera del fuerte, sino estarse dentro dél y dejallos llegar hasta los hoyos que tenían, cubiertos con paja y tierra, tan sutilmente tapados que era imposible dejar de engañar a quien no lo sabía. Hubo muchos principales que se hallaron en esta junta con sus indios, y todos de conformidad metían el calor y prenda que podían. Hecho el fuerte, tratan con los señores de Arauco que den dello noticia a Villagra, los cuales también eran en ello como los otros, aunque como gente cautelosa los cubrían, dando a entender no sabían más de lo que les decían.
En este tiempo, Villagra estaba en la cama enfermo, e informándose muchas veces del propósito que los indios tenían por un principal del valle de Arauco, llamado Colocolo, [que] siempre fué hasta que murió amigo de cristianos, le dijo que los indios habían hecho el fuerte, y en qué parte y cómo había en él mucha gente y que deseaban pelear. Entendióse que echaban esta nueva para más atraer la voluntad de Villagra a la suya, diciendo que ya eran dos veces desbaratados, y que si aquella los desbarataban no pelearían más, sino que darían la paz y servirían como les mandasen. Villagra, bien informado del caso, envió a llamar a su maestro de campo, que andaba haciendo la guerra en la comarca de Tucapel, y al capitán Gómez de Lagos, que ansí mesmo mandaba una cuadrilla de soldados en la misma provincia. Llegados donde estaba con la gente que tenían, les dijo era informado que los indios habían hecho un fuerte: que le parescía se debían aderezar para ir a desbaratallo, y que entendía, por lo que era informado, que en aquel buen suceso se acababa la guerra, según los propios indios le habían dicho: ellos se adereszaron de lo que les faltaba para caso semejante. El gobernador mandó a su hijo Pedro de Villagra, mancebo de mucha virtud, se juntase con él, por cuyo respeto fueron algunos soldados, sus amigos, y de la Concepción vinieron otros, que como era cosa tan señalada quisieron hallarse en ella. El maestre de campo bien quisiera que Villagra no le encargara cosa donde aunque le sucediese bien no se ganaba en ello nada, y si se perdía aventuraba perder mucho; mas como estaba subjeto a voluntad ajena no pudo hacer menos, y ansí con ánimo de hacer lo que el tiempo y la nescesidad presente le dijese, partió de la casa fuerte de Arauco con noventa soldados valientes, tanto que su mucha temeridad fué parte para su pérdida, y con quinientos indios por amigos con arcos y flechas; fué camino de Mareguano, que ansí se llamaba la tierra donde los enemigos esperaban camino de Arauco, hasta allí de seis leguas, y habiendo llegado cerca el maestro de campo, hizo dormida en un valle que estaba una legua de los enemigos, por descansar los caballos y gente para que con más asiento otro día se hiciese lo que entre todos se determinase. Luego como amanesció hizo cuadrillas de la gente que llevaba y dió una a Pedro de Villagra de veinte y cinco soldados, y tomó otra para sí del mismo número, y dió otra al capitán Gómez de Lagos; y al capitán Pedro Pantoja con cierta gente que le señaló mandó estuviese a caballo para favorescer a los de a pie si fuese nescesario. Ansí mesmo mandó al capitán Lagos que con seis soldados fuese delante de todos, y reconosciendo el camino llegase hasta el fuerte si le dejasen caminar, y reconoscido le diese aviso; con esta orden caminó delante del campo.
Los indios ya tenían nueva que venían, y del número que eran, y dónde habían dormido, los cuales acordaron no salilles al camino, sino dejalles llegar, y ansí estuvieron quedos; aunque eran muchos y podían pelear en el monte y mal camino, no lo quisieron hacer, sino más a su ventaja: por este respeto no paresció ninguno. Era cosa de ver los soldados que iban en la compañía de Pedro de Villagra; como eran mozos gallardos y briosos [y] no se habían visto en semejantes recuentros ni peleas, iban diciendo deseaban en gran manera [que] los indios se esperasen en el fuerte para mostrar el valor de sus personas, teniéndolos en tan poco que creían en su ventura no les habían de esperar; otros, que tenían más plática de guerra, decían que no los querían ver ni venir con ellos a las manos, y que pluguiese a Dios hubiesen desamparado el fuerte [y] no hallasen indio en él: que esto decían por espiriencia de haber otras veces peleado con indios en fuertes, donde tan a su ventaja pelean, y que era bestialidad de capitanes mal pláticos, pudiendo pelear en tierra llana, o a lo menos en no tan mala, venillos a buscar detrás de maderos puestos en los cerros, donde se aventuraba a perder y no ganar. Yendo en esta conversación les interrumpió el capitán Lagos, que llegó diciendo: «Ahí están los indios.» Algunos se regocijaron, y a otros les pesó, porque entendían que había de restutar daño en general. Luego el maestre de campo dijo que le parescía no se debía de pelear, sino reconocer el sitio y de la manera que estaban, para ordenar lo que conviniese; tuvo muchas contradicciones de mancebos que con Pedro de Villagra iban, diciendo que a pelear venían y que aquello era lo que convenía. El maestre de campo, aunque conoscía y entendía era caso temerario el que se intentaba, eran tantas cosas las que a sus oídos le decían, que aunque quisiera, puesto en donde estaba se cree era imposible obedecelle; por otra parte, vía que Pedro de Villagra estaba haciendo cierta oración a sus amigos, diciendo que les rogaba en aquel caso presente tuviesen cuenta con su persona y no permitiesen fuese hollado de sus enemigos, antes se holgaría lo hollasen sus amigos, dándoles a entender que, aunque él se perdiese, tuviesen tino a la vitoria pasando por cima dél adelante, remedando a lo que dijo el marqués de Pescara a sus amigos en la batalla que tuvo con Bartolomé de Alviano, junto a Vicencia, porque se holgaba mucho de leer en aquel libro como hombre tan virtuoso, y ansí tomó dél lo dicho. El maestre de campo, visto la determinación de todos, puestas las cuadrillas en su orden, los capitanes delante, va caminando poco a poco hacia el fuerte. Los indios los dejaron llegar, estando puestos detrás de su trinchea con lanzas largas, esperando que llegasen a los hoyos que tenían cubiertos. Este caballero iba delante animando su gente a pelear; sin ver el engaño, cayó en un hoyo hecho a manera de sepoltura, tan hondo como una estatura de un hombre, y tras él cayeron muchos en otros hoyos, de tal suerte, que como los indios les tiraban muchas flechas y los alcanzaban con las lanzas, no podían ser bien socorridos. Pedro de Villagra cayó en otro hoyo, y antes que sus amigos, le pudiesen socorrer le dieron una lanzada por la boca, de suerte que le hicieron pedazos las ternillas del rostro, y echaba de sí tanta sangre, que poniéndolo en un caballo no se supo tener; desvanecida la vista, juntamente con la muerte, que le llegaba cerca, cayó del caballo, y allí murió sin podello más socorrer, porque sus amigos, que eran los que más braveaban cuando venían caminando en otros hoyos junto a él los habían muerto. El maestro de campo no tuvo quien le estorbase, y ansí salió sin ayuda de ninguno, porque los que con él iban, como pasaron delante más cerca del fuerte, y cayeron en otros hoyos, los indios se ocuparon con ellos, los cuales, viendo el buen suceso que tenían, salen del fuerte por dos partes, y cercan los cristianos de tal manera, que como vieron a unos muertos y otros heridos, con grandísimo ánimo pelean. Los cristianos se comenzaron a retirar hacia sus caballos; los indios los aprietan de tal manera, que a lanzadas mataron muchos, y a manos tomaron algunos, aunque luego los mataban. Los que pudieron subir en sus caballos, sin esperar uno a otro, como gente vencida y desbaratada, huían unos por el camino de la Concepción y otros por el camino de Angol, que era una ciudad poblada ocho leguas de allí, y no por el camino de Arauco. Los indios los fueron siguiendo dos leguas, en cuyo alcance mataron algunos en los malos pasos que había de camino estrecho, y otros que se despeñaban sus caballos con ellos. Hubo grandes flaquezas en algunos, y como acaescer suele, en otros hubo buen acuerdo y ánimo reposado para favorescer a los que tenían nescesidad. Iban tan desanimados, que poniéndose delante en un paso estrecho, lugar casi seguro, porque esperasen a los que atrás venían y recogidos juntos caminasen a su salvo, Antonio González, vecino de Santiago, natural de Constantina, y Gaspar de Villarroel, vecino de Osorno, natural de Ponferrada, en Galicia, con las espadas desnudas, no los podían detener. El capitán Pedro Pantoja, con la gente que tenía a caballo, siguió el camino que los demás. Luis González residente en la Concepción, hallándose a caballo desbaratado como los demás, conosció a Francisco de Ortigosa, secretario que había sido de don García de Mendoza, ir a pie y perdido; llegándose a él con ánimo de buen soldado, le dijo subiese a las ancas de su caballo, que con ayuda de Dios le sacaría de la nescesidad en que estaba, y ansí escapó este hombre noble en tiempo donde ningún amigo se acordaba de otro; que fué hecho de soldado valiente: era Ortigosa, natural de Madrid. Murieron en este recuentro cuarenta y dos soldados valientes, y entre ellos Andrea Esclavón, valentísimo hombre, y Francisco Osorio, fijodalgo de Salamanca; Francisco de Zúñiga, de Sevilla; don Pedro de Guzmán, caballero noble de Sevilla; Rodrigo de Escobar, de Medina de Rioseco, y otros muchos que dejo por evitar prolijidad.

Capítulo XXXVII

De lo que hizo Francisco de Villagra después que tuvo nueva de la pérdida de Mareguano

En el tiempo que Villagra estuvo en la ciudad de Angol, proveyó por capitán para hacer la guerra en las partes que a él le paresciese que convenía a Lorenzo Bernal, con comisión que le dió bastante para el efeto, por ser soldado valiente, de buena determinación y que entendía las cautelas y maldades de los indios, y amigo de andar en la guerra, cosa que en aquel tiempo muchos soldados se apartaban della. Estaba en Puren castigando aquellos indios, cuando desbarataron en Mareguano al licenciado Altamirano y mataron a Pedro de Villagra; del cual supe yo después que estando durmiendo aquella noche que fué el desbarato, se le representó lo que había sido, y estando entre sí con aquella sospecha, tuvo nueva por la mañana que le enviaron de la ciudad de Angol de lo sucedido en Mareguano. Costándole que estaba aquella ciudad con gente para poderse defender, siendo capitán en ella don Miguel de Velasco, con cuarenta soldados que consigo tenía se partió para Arauco, donde Villagra estaba, entendiendo que los indios, con la vitoria fresca, habían de ir sobre él, y avisar de camino a la ciudad de Lañete que estuviesen sobre aviso por tener poca gente para su defensa. Yendo su camino avisó de lo sucedido en Cañete, deteniéndose allí poco: cuanto descansaron los caballos se fué a donde Villagra estaba enfermo en la cama, que a lo que dijo después cuando le dijeron estaba allí Lorenzo Bernal, entendió no era por bien su venida; viéndose con él en su cámara, le dijo: «Vuestra señoría dé gracias a Dios por todo lo que hace: Pedro de Villagra es muerto, y todos los que iban con él, desbaratados.» Diciéndole esto volvió el rostro hacia la pared, no habló palabra alguna hasta en poco, que mandó a todos se saliesen fuera y le dejasen solo.
Otro día llegó allí un navío que venía de la ciudad de Valdivia e iba a la Concepción, y por estar allí Villagra surgió en la playa de Arauco aunque es peligrosa para navíos. Villagra envió luego a mandar al maestre, que era un hidalgo natural de Génova, llamado Justiniano, no se hiciese a la vela hasta que se lo mandase, y ansí estuvo allí a ventura de lo que le sucediese. Villagra, después de haber, platicado en su acuerdo que la ciudad de Cañete no se podía sustentar ni él le podía dar socorro alguno, que era bien despoblalla y las mujeres y chusma embarcalla en aquel navío y llevallos todos a la Concepción, y con la gente que en aquella ciudad había reparar otras cosas que al presente importaban. Con este acuerdo envió a un caballero de Sevilla, llamado Arnao Zegarra, con un mandamiento suyo, que despoblase aquella ciudad y trajese consigo toda la gente. Presentada en el cabildo la comisión que llevaba, poniéndoles delante el peligro en que estaban, diciéndoles que era muerto Pedro de Villagra y desbaratado el campo, y que si los indios venían sobre ellos era imposible dejarse de perder, a causa de no tener gente que pudiese socorrellos, después de habelle oído, tuvo algunas contradicciones al parecer justas, diciendo estaban poblados en tierra llana y tenían mucha munición y artillería gruesa que alcanzaba de lejos y buen fuerte que no querían despoblar; mas acordándose que por descuido y mala orden de un soldado que se durmió en la vela, que por su honor no digo quién es, o según otros decían haber ido a visitar ciertos amores que tenía, entraron los indios en la ciudad y llevaron un caballo con mucho ganado de cabras y puercos, los cuales no fueron sentidos ni echados menos, hasta el día que el capitán Juan de Lasarte tenía a su cargo la ciudad, natural de Toledo; como lo entendió por la mañana, salió con doce soldados; siguiendo el rastro fuélos a alcanzar en unas montañas ásperas. Los indios, conosciendo que le tenían ventaja en la parte que estaban, los esperaron allí. Juan de Lasarte, como era hombre valiente, con gran determinación en el caso presente, no mirando la ventaja que le tenían, quiso pelear por quitalles el ganado. Los indios, conosciendo tener lo que deseaban, dejaron la presa y vinieron sobre él; después de haber peleado y hecho todo lo que conforme a lugar pudieron, habiendo muerto algunos indios, viéndose acometidos por las espaldas de otros que los seguían, les fué necesario romper por ellos y volver a la ciudad; que fuera mejor habello hecho antes que no aventurarse a perder por una loca osadía. Habiéndosele al capitán cansado el caballo, lo mataron los indios a lanzadas, y con él otros cinco soldados; y a Rebolledo que tomaron a prisión, que se les rindió, lo vendieron por una oveja, y después él se libertó como adelante se dirá, estando en poder de un principal en la isla de Mocha; y porque en otra refriega cerca de allí habían muerto a Rodrigo Palos y a Sancho Jufre, hijodalgo de Medina de Ríoseco, pesando todas estas estas cosas, se conformaron en despoblar la ciudad. Todos juntos, hombres y mujeres, niños y servicio, que era lástima de ver, llegaron al valle de Arsuco. Villagra los mandó embarcar en el navío que estaba en la playa, y otro día se embarcó él con dos criados para irse a la Concepción; y porque Pedro de Villagra había llegado allí a darle el pésame de la muerte de su hijo, y que era hombre de guerra, le rogó y mandó como a su general se quedase en aquella fuerza con ciento y diez hombres, a los cuales mandó le obedesciesen y hiciesen todo lo que les mandase; y porque se entienda quiénes eran, para lo que se ofreciese adelante, quise ponerlos aquí: Pedro de Villagra, Lorenzo Bernal, Gaspar de la Barrera, Francisco Vaca, Alonso de Alvarado, Alonso Campofrío, Sancho Medrano, Alonso Chacón Andicano, Agustín de Ahumada, Antonio de Lastur, don Francisco Ponce, Francisco de Godoy, Hernán Pérez, Francisco de Arredondo, don Gaspar de Salazar, Francisco Gómez Ronquillo, Pedro Beltrán, Gonzalo Pérez, Juan de Almonacid, Juan Garcés de Bobadilla, Gabriel Gutiérrez, Lorenzo Pacho, Juan de Ahumada, Bartolomé Juárez, Juan Salvador, Francisco de Niebla Bahurto, Pero Fernández de Córdoba, Gómez de León, Francisco Lorenzo, Baltasar de Castro, Juan Rieros, don Juan Enríquez, Lope Ruiz de Gamboa, Juan de Córdoba, Cabral Guisado, Juan de la Cueva, Cortés de Ojeda, Gonzalo Fernández Bermejo, Jacome Pastén, Villalobos: todos los cuales se hallaron en el cerco, defendieron aquella fuerza peleando infinitas veces, como adelante se dirá.

Capítulo XXXVIII

De cómo se alborotaron los indios de toda la provincia viendo despoblada aquella ciudad, y de cómo fueron sobre la ciudad de Angol y los desbarató don Miguel de Velasco

Los indios de la provincia de Arauco, como vieron que Francisco de Villagra se había embarcado para ir a la Concepción, despoblada la ciudad de Cañete, entendieron que lo hacía con temor de no perderse; tratan con los demás comarcanos que no dejen perder tiempo tan oportuno como el que tenían, y que todos tomasen las armas y viniesen sobre la casa fuerte de Arauco, y la combatiesen hasta tomarla por fuerza o por asidio; y para este efeto hicieron junta y llamamiento general de toda la provincia, y para hacello con mejor orden rogaron a Colocolo se encargase del mando y cargo de la guerra. Era este Colocolo cacique principal y señor de muchos indios cerca del valle de Arauco; y para el efeto, hicieron derrama a su usanza de mucha chaquira y ropa, que es el oro que entre ellos anda, y desto le dieron por su trabajo y en nombre de todos paga y salario. En las juntas se conformaron con el parescer que este indio les dió, que era hombre de buen entendimiento, cuerdo, y pensaba las cosas de guerra bien; el cual les dijo que convenía dar aviso a los indios comarcanos a la ciudad de Angol, que juntos con algunos capitanes que les enviaban, el día que les paresciese diesen repentinamente sobre el pueblo; y que cuando no saliesen con la victoria, por lo menos serían parte para despoblar aquella ciudad y desechar aquella pesadumbre, y que despoblado Angol, o muertos, como creían, los cristianos que estaban a su defensa, no dudasen sino que los que estaban en la casa fuerte de Arauco serían todos perdidos, porque cuando todo les dijese mal, lo cual no creían, les tomarían los pasos, y que ellos propios se consumirían de hambre, faltos de toda cosa, porque comida no la tenían dentro del fuerte y serían parte para salilla a buscar.
Resumidos en este acuerdo, despacharon indios pláticos que hablasen a los principales de Angol y les dijesen la voluntad que tenían acerca de su voluntad, y de cómo se condolían de sus trabajos. Puesta esta plática en la junta que hicieron, acordaron que para un día señalado todos estuviesen juntos en el valle de Chipimo, que está de la ciudad poco más de dos leguas, y que allí, por ser montaña, estarían al seguro y encubiertos para lo que querían hacer. Juntos cantidad de seis mill indios, lucida gente, con buenas lanzas, arcos y flechas, soberbios en gran manera, en mitad del día se representaron contra la ciudad, pudiendo venir al amanecer, hora competente para su disinio, que aquella hora estando como estaban descuidados de caso semejante los tomaran en sus camas, a causa de ser la ciudad en la parte que estaba poblada cercada de ríos y barrancas, tan aparejado todo a su propósito, que ni los vieran ni sintieran hasta que estuvieran en sus casas; mas fué Dios servido no lo alcanzasen, porque no se perdiese tanto niño y mujer. El capitán, don Miguel, como los vido venir tan al descubierto, mandó recoger las mujeres y muchachos en dos casas que estaban cercadas de pared, que para caso repentino como aquél bastaba, hasta ver cómo subcedía, pues forzosamente habían de pelear; dejó con ellos algunos soldados por guarda con el capitán Juan Barahona y salió con veinte hombres, los menos dellos, bien en orden, porque había enviado al capitán Francisco de Ulloa con quince soldados que tomase plática de cómo estaban los indios y de lo que intentaban hacer; por otra parte, envió a Juan Morán, vecino de aquella ciudad, con ocho soldados a lo mismo. En esta coyuntura acertaron los indios a venir sobre Angol no hallándose don Miguel con más gente de estos veinte hombres, los seis eran arcabuceros y catorce de a caballo. Los indios venían por tres partes; el un escuadrón grande venía por el llano derecho al pueblo, confiado en la gente que traía; el otro escuadrón venía el río arriba, trayendo por su defensa las barrancas. Viéndose don Miguel tan falto de gente determinó con los veinte hombres que llevaba pelear con el escuadrón mayor, pues en aquél estaba toda la fuerza que los indios traían: puesta una pieza de artillería a tiro y asestada en parte que podía al descubierto jugar en los indios, les comenzó a tirar algunas pelotas y mandó apear los arcabuceros para mejor y más certero pudiesen tirar: los llevó por delante con orden que no disparasen todos juntos, sino uno a uno, y que cuando uno tirase el otro cargase y que ansí se esperasen, de manera que no dejasen siempre de tirar para cerrar con ellos, porque a causa del miedo que teñían cuando algún arcabuz se disparaba se bajaban todos, y como no dejaban de jugar los pocos arcabuces que llevaban teníalos destinados a causa de ser los arcabuceros pláticos y tan diestros en manejar los arcabuces y tan certeros en los tiros que hacían. Eran los arcabuceros Juan González Ayala, Francisco Gómez, Miguel de Candia, Juan de Leiva, Martín de Ariza, Juan Vázquez; y de a caballo Juan Bernal de Mercado, Diego Barahona, Miguel Sánchez, Pedro Cortés, Cristóbal de Olivera, Baltasar Pérez, Sebastián del Hoyo y un clérigo que iba con un crucifijo en la mano, llamado Mancio González, animándolos y rogando a Dios les diese vitoria. Los indios, considerando que la parte en donde estaban era tierra llana y que los caballos les tenían ventaja, comenzaron a juntarse a manera de hombres que demostraban tener miedo. Conoscido esto por el capitán don Miguel, después de haberles dado una rociada con todos los arcabuces juntos, rompió con los catorce hombres que tenía a caballo por ellos, entrando en el escuadrón; un indio, rostro a rostro, le dió al caballo en que iba una lanzada por los pechos que le metió más de una braza de lanza por el cuerpo, y él se vido perdido, si no se defendiera con su espada peleando valientemente, Juan Bernal de Mercado, queriendo remedar en valentía a Lorenzo Bernal, su hermano, encendido en una virtuosa envidia y mostrar ser merecedor de tal hermano, en un buen caballo en que iba, para que tuviesen cuenta con él le puso un pretal de cascabeles, y andando con esta furia peleando lo esperó un indio con una lanza; errándole el golpe del cuerpo le acertó por un muslo y le pasó más de la mitad de la lanza a la otra parte; el caballo con la furia que llevaba le sacó la lanza al indio de las menos, y llegó luego a un amigo suyo que se la sacase. Pareciéndole que tardaba en obra de médico, él mesmo tirando por el asta, la sacó por el regatón y no por el fierro que hizo la herida y después peleó a gran condición de perderse por la mucha sangre que le iba de la herida. Los demás soldados, revueltos con los indios, pelearon de manera que les ficieron volver las espaldas huyendo hacia el río en cuya defensa por las barrancas se pudieron ir retirando haciéndose fuertes en toda parte para no rescebir más daño. El otro escuadrón que venía a entrar en el pueblo les salieron a la defensa tres soldados con los yanaconas de servicio que había en la ciudad: éstos peleaban con hondas y piedras, no para más efeto de entretenellos, no se metiesen en la ciudad, hasta ver cómo les sucedía al capitán don Miguel con el escuadrón que peleaba. Allí se vido una mujer india que se cargaba de piedras y entre los yanaconas las derramaba para que peleasen con ellas; haciendo oficio de capitán los animaba y volvía por más. Este escuadrón, como vido al otro principal desbaratado y volver las espaldas, hicieron ellos lo mismo: no se pudo dar alcance por respeto del río a donde se echaron; murieron muchos de los arcabuces y pieza de artillería y alanceados de los de a caballo. Antonio González y Francisco de Tapia pelearon tan valientemente, que merecieron aquel día cualquiera merced que su majestad les hiciera. Trataron luego mudar de allí aquella ciudad a otro asiento mejor donde con más seguridad pudiesen estar, porque allí estaban muy a riesgo de semejantes acaescimientos y por ventura de perderse después. Se trataba entre los indios la gran flaqueza que habían tenido siendo los cristianos pocos y ellos muchos salir desbaratados y perdidos; afeándoselo algunos principales daban por descargo no habían podido hacer más, porque una mujer andaba en el aire por cima de ellos que les ponía grandísimo temor y quitaba la vista; y es de creer que la benditísima Reina del cielo los quiso socorrer, que de otra manera era imposible sustentarse, porque las mujeres que en la ciudad había era grandísima lástima verlas llorar, y las voces que daban; llamando a Nuestra Señora, es cierto les quiso favorescer con su misericordia. De allí mudaron luego la ciudad donde hoy está poblada en un llano, dos leguas de donde estaba, ribera de un fresco río llamado Congoya. Esto resultó de aquella jornada que los indios hicieron a esta ciudad.

Capítulo XXXIX

De cómo todos los caciques y señores principales de toda la provincia se conjuraron y vinieron sobre la casa fuerte de Arauco, y lo que subcedió

Después que Francisco de Villagra se embarcó en la playa de Arauco con todos los vecinos y mujeres que de la ciudad de Cañete vinieron dejando despoblada aquella ciudad, que había cinco años poco más que don García de Mendoza la pobló, con mucha costa del rey y trabajo suyo y de todo el reino, los indios, viendo que se les venía a la mano su pretensión como ellos lo deseaban, aunque la jornada que hicieron a Angol no les salió como pensaban, se pontentaron con lo hecho, pues despoblaron la ciudad de donde estaba (lugar dañoso para ellos por respeto de estar tan conjunta a los montes donde ellos se recogían): tratan luego de se juntar e ir sobre la casa fuerte de Arauco, que aunque estaban en ella ciento y quince hombres, los nombres de los cuales dijimos en el capítulo de atrás, los tuvieron en tan poco, que les pareció probar con ellos su ventura; juntáronse todos los principales de la provincia, y con número de veinte mill indios, habiendo lo tratado resumido en que se hiciese la jornada, con orden de guerra dada por su capitán Colocolo, indio de las partes que tengo dichas atrás, una mañana comenzaron a descubrirse a vista del fuerte, con muchas lanzas de Castilla y arcabuces de los que habían ganado en los recuentros que con cristianos habían tenido. Pedro de Villagra, que allí estaba por capitán mayor, mandó que los fuesen a reconoscer. Salió a ello el capitán Lorenzo Bernal con cincuenta soldados a caballo, el cual, viendo los grandes escuadrones que venían caminando, se retiró al fuerte, y dijo a Pedro de Villagra mandase cargar el artillería, porque de las maneras que los indios venían, y los muchos que eran, no era cosa pelear con ellos en campo, pues estaban tan pláticos en menear las armas, sino esperar qué desinio era el que traían, y que después el tiempo les diría lo que habían de hacer. Los indios llegaron a ponerse con sus escuadrones en una loma rasa apartados algo del fuerte; representada la batalla, comezaron a llamar a los cristianos a ella. Los soldados que andaban fuera del fuerte, número de cincuenta, trataron con el capitán Lorenzo Bernal sería bien pelear en aquel llano, donde, si les decía bien, castigaban aquellos bárbaros, y si mal tenían el remedio cerca, pues con el artillería y arcabuces los podían defender. Unos eran de este parecer; otros, más atentamente, decían que no era bien aventurarse en caso semejante por ser pocos: que era mejor conservarse para mejores efetos con prudencia de guerra, procurando con algunas mañas y ardides desbaratallos que no en batalla tan desordenada, pues era cierto los indios estaban en sus tierras, y aunque los desbaratasen muchas veces podían volverse a juntar muy muchos, como dellos conoscían era gente sin temor y morían bestialmente con grande ánimo. Estaba a esta plática presente un valiente soldado, caballero vizcaíno, llamado Lope Ruiz de Gamboa, con ánimo grandísimo de valiente hombre, como en efeto lo era deshaciendo a los indios y animando a los demás que rompiesen con ellos; les dijo que él sería el primero que acometería, que al fin eran indios, que rompiesen con él y no dejasen caer sus ánimos, pues otras cosas mayores habían acabado en el reino de Chile; y para que viesen que hacía lo que decía, les rogaba le socorriesen. Con esta determinación y ánimo se arrojó al escuadrón de los indios, los cuales, viéndole venir, se abrieron y lo dejaron entrar, y el escuadrón se cerró por la frente haciendo defensa a los demás que le quisieron socorrer. Los indios que cerca deste caballero se hallaron en mitad del escuadrón, peleando con él, con macanas grandes y porras le dieron tantos golpes y lanzadas, que lo derribaron del caballo e hicieron pedazos, desmembrándolo todo, sin que se atreviesen a socorrello. Esta arremetida fué sin orden y de sólo su autoridad: digo esto por salvar a los capitanes, que no tuvieron dello culpa. Pedro de Villagra, como vido el suceso de Lope Ruiz, mandó que todos se apeasen y metiesen en el fuerte. Los indios, viendo que los cristianos no quería salir a pelear, determinan quemalles la casa que hacía el fuerte, que eran cuatro lienzos de pared, los tres dellos cubiertos; éstos servían de aposentos a los soldados que estaban en ella; y pudiéronlo muy bien hacer a causa de no estar cubierta con teja, sino paja; y aunque el capitán lo podía haber reparado, no paró en ello, entendiendo no fuera la venida de los indios con tanta brevedad: por este respeto no la había descobijado. Un indio valiente y de buena determinación la quiso quemar, y para ello [puso] a una lanza larga una flecha con fuego atado a ella: este indio, corriendo, dando vueltas porque los arcabuces no tomasen puntería en él, llegó a la casa y metió la flecha entre la paja, que como era la lanza larga pudo alcanzar a ella. Acrecentado el fuego con el aire, levantando grande llama, comenzó a extenderse por la casa adelante: los indios dan grandes gritos con sonido de muchas cornetas y cuernos con que se apellidan. Los cristianos que dentro estaban, como vían tan grande fuego entre ellos, y que era imposible podello apagar, y más los indios a las puertas buscando por dónde entrar a pelear con ellos, y el bramido de los caballos que dentro tenían quemándose, andaban sueltos dándose de coces y bocados, buscando en dónde tener reparo, y el humo tan grande que los cegaba, no sabían qué hacerse; y si los indios con escalas acometieran por dos torres que tenían, o les quemaran las puertas, era cierto que vieran la vitoria de todos ellos, aunque estaban dentro soldados valientes y ejercitados en la guerra. Porque dos indios que llegaron a un cubo, hallándolo solo, que los que estaban a su defensa por respeto del humo lo desampararon, éstos, abriendo la tronera y haciéndola mayor, sacaron una pieza de artillería atada a una soga; ayudándoles otros se la llevaron: los soldados que estaban en lo alto de los cubos los desampararon, que no podían sufrir el mucho humo que los ahogaba. Pedro de Villagra con los demás soldados, fuera de los que guardaban las puertas, andaban atajando el fuego, no se les acabase de quemar todos los cuarteles. Baltasar de Castro, con una hacha, adargándole el capitán Gaspar de la Barrera, andaba cortando las varas del cobertor de la casa para poder atajar el fuego, y eran tantas las flechas que los indios tiraban a los que esto hacían, que levantando los brazos para dar el golpe los herían con las flechas que les tiraban. Un soldado llamado Francisco de Niebla estaba a la guarda de una torre, y aunque los indios estaban por de fuera a la mira, quiso más morir peleando, que como animal morir ahogado en humo; por una ventana hacia la puerta del fuerte se arrojó sin que los indios le enojasen, que no le debieron de ver atentos a otras cosas, que allí lo mataran; mas cuando acertaron a verle ya le abrían la puerta. Don Juan Enríquez estaba en este cubo herido y en la cama, por la cual indisposición de la herida no se pudo levantar ni hubo quien le socorriese; murió ahogado del humo. Los soldados que trabajaban a atajar el fuego cortaron un pedazo de un lienzo con tanta presteza, que comenzó a ir en disminución: sobreviniendo la noche se acabó de matar. Los indios, viendo que no les habían hecho más daño de quemarles la casa, que no fué poco, y mucha parte del bastimento que se les quemó y ahumó, después de haber estado tres días, viendo que no querían salir a pelear, se fueron a sus tierras con intenciones de volver a ponelles cerco después de haber cogido las simenteras que tenían, y no quitarse de sobre ellos hasta verlos todos a las manos. Pedro de Villagra, habiendo visto el rebato pasado, y trance tan a pique de perderse, paresciéndole que no era para él sustentar aquella fuerza, sino para un soldado amigo de ganar reputación y honra, dejó por capitán a Lorenzo Bernal con comisión que todos le obedeciesen, y él, con dos amigos, se metió en un barco y fué a la Concepción, donde el gobernador estaba, que se desgustó mucho con su venida, pesándole hubiese dejado aquella fuerza, a lo cual daba buen descargo, como hombre que en hábito de soldado no pretendía ganar honra de nuevo.

Capítulo XL

De cómo los indios de toda la provincia se juntaron y vinieron a poner cerco a los cristianos que estaban en el fuerte de Arauco, y de lo que sucedió

Después de haberse ido Pedro de Villagra a la Concepción y dejado al capitán Lorenzo Bernal con toda la gente que en el fuerte estaba a su cargo, encomendándole la defensa hasta que Francisco de Villagra les diese orden de lo que habían de hacer, no queriendo hallarse a los casos de guerra forzosos que adelante subcediesen, los indios cogieron sus simenteras y para el tiempo entre ellos concertado se juntaron todos los que de antes habían ido a pelear y con los demás comarcanos y de más lejos, diciéndoles Colocolo, que era su capitán mayor, cuánto ganaban en acabar de echar los cristianos de Arauco, pues ya no tenían parte alguna otra que les diese pesadumbre si no era aquella, y que juntándose era fácil cosa tomallos por hambre no dándoles lugar que recogiesen bastimentos, pues fácilmente les podían quitar el salir a buscallos, ni rescebir los que de la Concepción les enviasen por la mar. Juntáronse para tratar lo que harían muchos principales, y entre ellos Millalelmo, indio de guerra, belicoso: éste dijo que les convenía ir con brevedad a poner el cerco y no dar lugar que se reparasen de cosa alguna, el cual parecer tomaron y juntos número de treinta mill indios, no siendo más de ciento y quince los cristianos que en el fuerte estaban. Los cuales avisados de lo que podía subceder, el capitán Lorenzo Bernal se proveyó y pertrechó de todo lo que para buena defensa convenía; y una mañana a las diez del día vido venir y asomar los escuadrones que sobre ellos venían. Peteguelen, cacique y señor principal del valle de Arauco, sabiendo que los indios de guerra le habían de tener por enemigo, porque siempre les fué sospechoso, con sus mujeres e hijos y algunos amigos se metió en el fuerte. El capitán los recibió amigablemente y dió un cuartel en donde estuviesen como a hombres que siempre habían sido amigos de cristianos. Los escuadrones se venían acercando y delante dellos cantidad de quinientos indios por una loma, adelante de los demás harta distancia. A estos indios salió el capitán Lorenzo Bernal con treinta soldados a caballo: como le vieron venir se hicieron fuertes en unas matas de monte por temor de los arcabuces: paresciéndole que los podía desbaratar y castigallos como a gente tan desenvuelta, envió al fuerte por veinte arcabuceros otros; fuéle respondido que le convenía retirarse antes que le cerrasen el camino, porque muchos escuadrones venían caminando apriesa, y algunos iban a dar socorro aquel con quien quería pelear; que no quisiese por una pequeña suerte y codicia aventurar e perder el todo. Entendido esto, se retiró escaramuzando con otros muchos indios que como a cosa ganada teniéndolos en poco se venían a ellos, hasta que llegó al fuerte. Los enemigos, temiendo el artillería, no se osaron llegar al descubierto donde les alcanzasen, tomaron por reparo una loma que los cubría; detrás de ella se pusieron enfrente del fuerte.
Los cristianos, viéndose cercados y tantos enemigos sobre ellos, y que no eran parte para salir fuera, comenzó el capitán Lorenzo Bernal a tasar la comida, y dar raciones en general de trigo y maíz que en el fuerte había, teniendo gran guardia en el bastimento, y mandó limpiar un pozo que dentro en el patio del fuerte tenía hecho, temiéndose de cerco, y porque tenía el pozo poca agua para tanta gente y bestias, para mejor poderse sustentar ordenó que, cargada el artillería y los arcabuceros en orden para dalles socorro, con las vasijas que tenían saliesen por agua, y la tomasen de una hoya que estaba junto a la trinchea de los indios, porque luego aquella noche que llegaron sacaron trincheas grandes con vueltas torneadas, y tan hondas, que detrás dellas podían estar bien seguros de artillería, ni de otro ningún asalto que no fuese muy a su ventaja; juntamente con esto se velaban con gran cuidado y mudaban los cuartos al sonido de un gran cuerno que para el efeto tocaban, y puestos en orden cincuenta soldados con sus armas para defender a los que habían de tomar el agua, salió el capitán del fuerte caminando; los centinelas dieron arma en el campo, los indios toman las armas, y están quedos esperando ver si iban a pelear o qué camino llevaban. Entendiendo a lo que iban a defendelles el agua, los unos con muchas flechas que parescía llovían sobre ellos; los cristianos a arcabuzazos pelearon hasta haber tomado agua, y al volver con ella, era cosa de ver la flechería que les iban tirando, hiriendo muchos, que como iban a espaldas vueltas los herían en las piernas y al levantar de los pies hirieron a algunos en las plantas y en otras partes. Esto era de ordinario, hasta que viendo que de las veces que salían fuera le herían muchos soldados, y por otra parte los indios se ensuciaban en el agua y echaban en ella cosas muertas porque no la bebiesen, con todo aprovechaba poco, que todavía la bebían, saliendo a su riesgo por ella; entendiendo los indios que dentro del fuerte no la debían tener pues bebían aquella tan mala, con herramientas y palos tostados sacaron un foso desde una quebrada, rompiendo un pedazo de loma que estaba en medio. Con esta diligencia desangraron por allí el charco, de tal manera que no dejaron en él agua ninguna. El capitán Lorenzo Bernal daba y repartía el agua con orden a todos los que en el fuerte estaban: los caballos era lástima de ver, que como no comían se enflaquecieron mucho, sustentándose de alguna paja, dándoles con ella juntamente a beber de dos a dos días; mas como luego reconosció el cerco iba a lo largo, quitó el agua a los caballos, de que se comenzaron a morir muchos; mandábalos desollar, y aprovechándose de alguna carne lo demás se enterraba, y con los cueros daba el capitán orden reparasen las paredes de los cubos, porque no se cayesen a causa de las aguas que entraban del invierno. Era tanta la hambre que los caballos tenían, que muchas veces, y casi de ordinario, los indios tiraban flechas a lo alto, para que al caer dentro en el fuerte hiciesen algún daño; si algunas acertaban a caer entre los caballos o encima dellos, arremetían con gran ímpetu tomando la flecha con los dientes, y como si fuera manojo de yerba se la comían.
Vinieron los indios a poner este cerco en veinte días de mayo del año de mill y quinientos y sesenta y dos años; estuvieron sobre el fuerte cuarenta días de mal tiempo por muchas aguas grandes que hacían, y para sustentarse en el campo y repararse del frío, hicieron muchas casas pequeñas a manera de chozas; yendo el invierno a lo largo tempestuoso, comenzaron a enfermar de cámaras, viéndose así dudosos en lo que harían indeterminables. Francisco de Villagra en la Concepción, por nuevas de indios bien sabía que estaban cercados, mas no tenía cosa cierta de la manera que había sido, o si duraba el cerco.
En este tiempo llegó allí un navío a la Concepción, que venía de la Valdivia, con alguna gente y caballos. El maestre era un hidalgo, natural de Jerez de la Frontera, llamado Bernardo de Huete, hombre rico: éste, por complacer a Villagra y que le dejase ir su viaje, que lo detenía hasta saber de la manera que estaban las cosas de Arauco, se le ofreció que iría en un barco y tomaría lengua cierta de todo. Villagra se lo agradesció, y luego con dos hombres pláticos de la mar y algunos negros que remasen, se embarcó, y por mucho tiempo de norte se fué a la isla de Santa María, que está de Arauco dos leguas, y los indios della de paz, para esperar abonanzase el norte y hacer su viaje al río de Arauco. Bernardo de Huete salió en tierra en tanto que les hacía tiempo; los indios lo sirvieron muy bien en todo lo que les mandaron, y dieron mucho refresco para descuidallos, y otro día al amanacer vinieron por dos partes con sus armas, cercando la casa los mataron a todos tres. Los negros que estaban a la guarda del barco, como oyeron la grita se pusieron con el barco junto a tierra hasta ver si alguno dellos escapaba, y como vieron que debían ser muertos se hicieron a lo largo; porque los indios desde la playa los llamaban en nombre de su amo, entendiendo que era mentira se hicieron a la vela, y fueron a la Concepción dando tan triste nueva. Los indios les cortaron las cabezas y las enviaron a los de guerra, que estaban en el cerco del fuerte, presentadas; los cuales se holgaron en gran manera, y las alzaron aquella noche de unos palos junto a la puerta, y ansí mismo les pusieron un cesto de uvas, diciéndoles que ya no había cristianos en la Concepción, que todos eran muertos, y que ellos no tenían remedio ninguno para escapar las vidas, si no era rendirse entregándoles la fuerza. El capitán Lorenzo Bernal estuvo dudoso, aunque no les dió crédito, diciéndoles que si el gobernador era muerto a él se le daba poco, que él era gobernador y con él habían de pelear. Los indios le dijeron: «No entendáis que por mucho que llueva nos hemos de ir de aquí hasta que os tengamos a todos en nuestro poder, y para mejor hemos de hacer aquí un pueblo; ya sabemos que se os mueren los caballos, y que no tenéis que comer y no os podéis sustentar veinte días.» Y era cierto todo lo que le decían, la misma verdad como si lo vieran. A estas razones que dijo, Pelquinaval, le respondió el capitán Lorenzo Bernal que si quería bastimento se lo daría porque no se fuese: que se holgaba, y en gran manera rescibía mucho contento vello estar al agua y frío, y que los cristianos y su servicio estaban en buena casa, detrás de paredes, al seguro, donde no sentían frío ninguno; y que no entendiesen se habían de ir, aunque ellos se fuesen, porque había de hacer en aquel asiento un pueblo aquel verano. Y acaeció a esta plática que poniéndose un soldado llamado Juan Nieto a palabras con un indio que debía de ser plático en lengua española y le conoscía, siendo el Juan Nieto hombre gordo y basto, no de buen entendimiento, a cierta razón que dijo al indio, le respondió: «¿Y tú, bellacazo, hablas? No tienes vergüenza.» Esto en lengua castellana. Pasados veinte días que estaban cercados, se levantó una plática entre los soldados, diciendo no era bien tener aquellos indios, aunque eran amigos, dentro del fuerte, sino se echasen fuera; pues todos eran unos, se fuesen donde quisiesen; porque tenían dellos sospecha traían plática con los de guerra, dándoles aviso de toda cosa en general, e fué tanta la fuerza que pusieron sus palabras, que el capitán, aunque vió era grande inhumanidad, les mandó se fuesen a donde quisiesen y que no estuviesen allí. Los indios le decían que siempre le habían sido amigos y servido bien, a cuya causa habían pasado muchos trabajos; por qué les querían dar tan mal pago en recompensa, y que si aquello pensaba hacer no los rescibiera al principio, que ellos se fueran a donde pudieran remediar vidas y haciendas, pues era cierto que aquellos indios los habían de matar, o por lo menos roballes quitándoles lo que llevaban; no aprovechó cosa alguna, porque el capitán Lorenzo Bernal estaba inclinado a echarlos del fuerte, y ansí mandó abrir las puertas para que se fuesen. Salieron todos juntos número de treinta principales indios valientes, que habían servido a cristianos muy bien. Los indios de guerra que los vieron salir cargados de sus mujeres e hijos se vinieron a ellos, entendiendo que los cristianos los echaban de su compañía, y con gran crueldad los desvalijaron, sin dejalles cosa alguna encima, y ansí los llevaron a su campo, de los cuales supieron de la manera que estaban, y aunque entendieron estaban faltos de muchas cosas, y que no se podían sustentar mucho tiempo, era tan bravo el invierno, aguaceros y tempestades, que determinaron levantar el cerco, dejándolo para la entrada del verano: con este acuerdo y determinación se fueron una noche a treinta de junio del año de sesenta y dos. Desde a dos días, como no vía el capitán indio alguno ni sonido de cuerno, salió de la casa a reconoscer el campo, halló que habían levantado el cerco, y en algunas casas de las que habían hecho indios enfermos, que por su enfermedad no se habían podido llevar. Destos supieron se habían retirado e ido a sus casas todos los principales indios, dejando aquella guerra para el verano adelante; holgáronse en gran manera, echaron al campo los caballos que tenían, que pasaban de ciento y treinta, los cuales estaban de la hambre tan perdidos que no podían andar, y los cristianos quedaron tan animados para la guerra de adelante, sabiendo que forcible o voluntaria no les había de faltar. En este cerco sirvió a su majestad mucho el muy reverendo fray Antonio Rondón, natural de Jerez de la Frontera, provincial de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes, que ordinariamente les decía misa, confesaba y comulgaba, haciéndoles de ordinario oraciones, persuadiéndoles el servicio de Dios nuestro Señor y la honra de todos ellos, que cierto por su mucho trabajo y solicitud meresció mucho; no solamente como religioso, mas aun como soldado, tomaba las armas todas las veces que se ofrecía para animar a los demás.

Capítulo XLI

De cómo Francisco de Villagra envió a castigar la muerte de Bernardo de Huete, y de cómo queriendo Martín de Peñalosa y Francisco Talaverano salir del reino fueron muertos por justicia

El barco que Bernardo de Huete llevó a la isla de Santa María con los negros que lo remaban, llegó a la Concepción y dió nueva de cómo habían escapado, y de la manera que había sido muerto Bernardo de Huete y los que con él habían ido. Francisco de Villagra rescibió mucho enojo por ver que todo le hacía mal, y para el castigo dello mandó a Pedro de Villagra, su general, fuese aquella jornada y castigase los culpados. Quisiera que el capitán Reinoso fuera a este efeto, y ansí lo trató con él, le haría mucho placer y daba contento en ir aquel castigo. Reinoso le dijo que aquella jornada era de su general y no suya, porque en aquel tiempo en lo secreto no se llevaba bien con Villagra por algunas quejas que dél tenía. Apercibido Pedro de Villagra con cuarenta soldados, se embarcó en un navío que estaba en el puerto de la Concepción: hecho a la vela, llegó a la isla de Sancta María, otro día dió fondo frente del puerto, que es una caleta. pequeña. Los indios estaban reparados de un bastión que habían hecho de piedras y arena, en frente de donde habían de desembcarcar, para desde allí hacer sus tiros el seguro, y desembarcando dar en los cristianos sin que el artillería les hiciese mal; con esta orden esperaron ver lo que hacían. Pedro de Villagra mandó todos tomasen las armas y estuviesen a pique, para que sosegando la mar, que andaba alterada, desembarcasen todos juntos en tres barcos grandes que para el efeto llevaba, de manera que pudiese conseguir buen efeto. Viendo tiempo oportuno y la mar sosegada, antes que la noche viniese mandó meter caballos en los barcos, cada uno conforme al largo que tenía, y meter tres piezas de artillería que tiraban la pelota como un huevo, y trece soldados en cada un barco; e hecho esto fueron remando la vuelta de tierra. Los indios los estaban esperando sin moverse de su fuerte; la mar reventaba en tierra, a cuyo respeto no sosegaban los barcos ni podían hacer puntería para disparar el artillería en el bastión de indios que en él estaban. Puesta la proa en tierra, les era necesario salir o volverse a lo largo, porque los indios les tiraban grande número de flechas y herían algunos. Los cristianos traían los caballos ensillados para salir en ellos: Pedro de Villagra les daba mucha priesa que saltasen al agua los que tenían caballos, que saliesen en ellos, y los que no que se echasen al agua; obedescieron todos, y entre ellos principalmente un hidalgo llamado Juan de Villalobos, de Extremadura, hombre principal y valiente, confiado en un buen caballo que tenía, dándole de las espuelas saltó con él a la mar; bien armado como iba rompió con los indios que estaban a la lengua del agua, los cuales como era sólo, sin repartirse en los demás el ímpetu de los bárbaros por ser el primero, le dieron muchos golpes de macanas y porras que lo derribaron del caballo en la reventazón de la mar; y como de los golpes que le dieron alcanzaron algunos de ellos al caballo, revolvió todo a un tiempo sobre un lado boleándolo: como estaba aturdido, y el agua era mucha, sin poder ser socorrido fué ahogado. Los demás salieron en sus caballos con trabajo, y los de a pie, mojados, el agua a los pechos, como hombres desesperados se fueron a los indios y comenzaron a pelear con ellos. En esto el artillería que en los barcos estaba, hechos un poco a lo largo, comenzaron a disparar algunos tiros que hicieron mucho efeto. Los de a caballo, con favor de los de a pie, entraron por ellos y comenzáronlos a bolear y alancear; viendo que los mataban y que no tenían reparo donde se hacer fuertes, a causa de ser la isla llana y sin montes ni arboledas, se rindieron muchos sabiendo habían de usar con ellos de clemencia. Pedro de Villagra castigó a los rendidos, y mandó que a caballo anduviesen la isla y matasen todos los indios que pudiesen haber; y por respeto del castigo grande que se hizo no se han alzado más, ni se cree alzarán en tiempo alguno. Mandó ansí mismo que todos los que quisiesen llevar muchachos o indias los llevasen para más castigo de aquellos bárbaros, pues estando de paz y sobre seguro, mataron a quien culpa alguna no les tenía. Hecho este castigo, Pedro de Villagra, con mucha prudencia, envió un barco a la casa fuerte de Arauco que diese aviso al capitán Lorenzo Bernal de lo sucedido en la isla de Santa María. En este barco Lorenzo Bernal envió al capijón Hernán Pérez, natural de Sevilla, con una carta a Francisco de Villagra, que estaba en la Concepción, dándole aviso y razón del estado en que estaban las cosas en general, y a Hernán Pérez le encomendó le informase de todo.
Pedro de Villagra se embarcó con toda la gente y que a la Concepción; y el cuerpo muerto de Villalobos, porque tenía muchos deudos en la Concepción, lo mandó meter en una caja y llevarlo para que lo enterrasen en aquella ciudad. Llegó a 1a Concepción día de Corpus Christi: Villagra andaba en la procesión cuando le dijeron que era venido, y aunque informado de lo bien que había castigado la isla, se enojé y no le quiso ver de presente, porque de secreto le había mandado y rogado que, después de hecho aquel castigo, desembarcase en la playa de Arauco, teniendo nueva que el cerco estaba levantado, y con toda la gente se fuese al fuerte y juntase al capitán Lorenzo Bernal consigo, diciendo no querer desamparar aquella fuerza, aunque lo demás hubiese perdido, y desde allí reparar todo lo que había de guerra, y entre hombres que lo entendían trataban era imposible hacello. Mas como muchas veces vemos a los que mandan y tienen el supremo [mando] asentándose en una cosa con granda libertad, según su parescer, sin querer tomarlo de los que lo entienden mejor, que les parece pierden de reputación no salir adelante con ello; mas Pedro de Villagra, como hombre que entendía la guerra y tenla della mucha plática, no lo quiso hacer, sabiendo por espirencia que no convenía al bien del reino lo que el gobernador le mandaba. «¡Qué más quieren los indios-decía Pedro de Villagra-que ver encerrados en un fuerte ciento y cincuenta soldados tan buenos y muchos caballos sin poder salir de allí a hacerles daño, y en el entre tanto con esta seguridad ir sobre las ciudades comarcanas, hallándolas desproveídas de guarnición, entrar por fuerza de armas sin haber quien se lo estorbase!» Por cuya causa, como capitán prudente, dejó de hacer lo que su gobernador le había mandado.
En este tiempo y días, Martín de Peñalosa, soldado antiguo en Chile y hijodalgo, que había ayudado a ganar y descubrir todo el reino con Pedro de Valdivia, viéndose pobre y que no tenía posible para poder sustentarse conforme a su merescer y trabajos, trató de secreto con algunos amigos irse del reino a una noticia que tenía de tierra rica y próspera de oro y gente. Comunicado con Francisco de Talaverano, que era mucho su amigo, comenzaron hacer gente de callada, y para un día señalado que se juntasen entre Valdivia y Osorno, dos ciudades que están cerca una de otra. Para el efeto salió Martín de Peñalosa de la Ciudad Imperial, donde tenía su casa, con cuatro amigos que estaban en el número de ir con él; y como se tenía cuanta con su persona y sospecha en lo que andaba, la justicia de aquella ciudad, hallándolo menos, salió tras dél con doce hombres, aunque no lo pudo alcanzar, y dió aviso a las demás ciudades; Salió de Osorno el capitán Juan de Larreynaga, y de la Ciudad Rica Pedro de Aranda, de la ciudad de Valdivia Juan de Matienzo, en su busca todos juntos con gente armada; y no teniendo rastro ni plática dónde estaba, se volvieron a sus pueblos. Aunque ya había cuando salieron a buscarlo tres días que estaba en la parte donde se habían de juntar, esperando la gente quél había dicho acudirían allí, y acaesció que le faltaron todos, y no vino alguno; como de ordinario se ve en esta tierra de las Indias meter a hombres principales en pelazas y pasiones, y después que los vean metidos en ellas los dejan solos, siendo, a lo que después se supo, muchos. Viendo que no le acudía nadie y le habían dejado solo, dijo a los que con él estaban se fuese cada uno a donde quisiese, que él sabía lo habían de venir buscar; pues no tenían culpa no se quisiesen perder. Hiciéronlo ansí, que se quedó con tres amigos que en amistad tenía prendados; y otros cuatro que se le habían juntado, se fueron donde les paresció. El capitán Juan de Matienzo, natural de las montañas de Burgos, tenía a su cargo la ciudad de Valdivia por Francisco de Villagra; viendo que no parecía ni se tenía rastro alguno, pidió por merced a los demás capitanes que todos se volviesen a sus ciudades, que pues andaba Martín de Peñasola solo, bastaba un alguacil con cinco o seis hombres que lo buscasen, y que a él tocaba proveello, pues estaba en su jurisdición; y siendo buscado por esta orden, lo hallaron en casa de un indio, que se había apeado a comer y dar de comer a su caballo. De sobresalto, Hernando de Alvarado, Martín de Herrera Albornoz, con otros cuatro, lo prendieron allí, y a Francisco de Talaverano con él. Llevólos luego a la ciudad de Valdivia: la justicia los metió en un navío a entrambos, y les dio tormento; confesaron estaban conjurados mucha gente principal para irse del reino. Por su propia confisión, sin más información otra, les mandó cortar las cabezas y ponellas en la horca, diciendo eran amotinadores; la demás información envió a Francisco de Villagra, el cual, como hombre discreto, viendo que entrabanan ello algunos hombres de lustre, mandó no se tratase más, ni se entendiese en ello, por no darles ocasión alguna de envoltura. Desta manera se deshizo un nudo, que cierto si pasara adelante fuera muy dañoso para Chile.

Capítulo XLII

De la muerte de Francisco de Villagra y de la manera que murió

Gobernando el reino de Chile Francisco de Villagra con tantas mohindades, viéndose tan enfermo que no podía andar por los grandes dolores que tenía de ordinario en los pies, quiso ponerse en cura, porque le fatigaban mucho, contra el parecer de los amigos que tenía, a morir o vivir lo que Dios fuese servido hacer dél; encomendándose a un médico que tenía plática de dar unciones con azogue preparado con otras muchas cosas, se puso en sus manos. El médico, llamado bachiller Bazán, lo tomó a su cargo; aderezándole un aposento que estuviese abrigado por ser en mitad del invierno, lo comenzó a curar, estando siempre este médico con él. Como las unciones le provocasen sed, estando el médico un día ausente, pidió a un criado suyo le diese una redoma de agua; no se la queriendo dar, porque la orden que tenía era ansí, no dándosela su criado se la dió un pariente suyo, casado con una hermana de su mujer, llamado Mazo de Alderete, de la cual agua bebió todo lo que quiso. Acabado de beber se sintió mortal, y mandó llamar al médico que le curaba; luego que vino, tomándole el pulso le dijo ordenase su ánima, porque el agua que había bebido le quitaba la vida; hízolo ansí que se confesó y rescibió los sacramentos de la Iglesia. Apretándole la enfermedad, desde a poco hizo testamento, y nombró por gobernador hasta que el rey proveyese a Pedro de Villagra, su general, por virtud de una provisión que tenía del Audiencia de los Reyes, en que por ella le concedía pudiese nombrar persona que estuviese en el gobierno como él propio. Este testamento se metió en la caja del rey, y que allí se guardase, haciendo cargo a los oficiales hasta el fin de su vida. Muerto Villagra, abrieron la caja para ver a quién dejaba nombrado, que no lo había querido decir; hallaron que a Pedro de Villagra dejaba en su lugar. Luego lo recibieron en el cabildo, y dió orden cómo se enterrase en un monasterio de frailes de la Orden de Sant Francisco, en cuyo hábito murió, llevándole delante honradamente su estandarte y guión.
Era Francisco de Villagra cuando murió de edad de cincuenta y seis años, natural de Astorga, hijo de un comendador de la Orden de Sant Juan, llamado Sarria. Su padre no fué casado; su madre era una hijadalgo principal del apellido de Villagra. Gobernó en nombre del rey don Felipe dos años y medio con poca ventura, porque todo se le hacía mal; era de mediana estatura, el rostro redondo con mucha gravedad y autoridad; las barbas, entre rubias; el color del rostro, sanguino; amigo de andar bien vestido y de comer y beber; enemigo de pobres; fué bien quisto antes que fuese gobernador, y mal quisto después que lo fué. Quejábanse dél que hacía, más por sus enemigos a causa de atraellos a sí, que por sus amigos, por cuyo respeto decían era mejor para enemigo que para amigo. Fué vicioso de mujeres y mohino en las cosas de guerra mientras que vivió; sólo en la buena muerte que tuvo fué venturoso; era amigo de lo poco que tenía guardallo; más se holgaba de rescebir que de dar. Murió en la ciudad de la Concepción en quince días del mes de julio de mill y quinientos y sesenta y tres años.

Capítulo XLIII

De las cosas que hizo Pedro de Villagra después que fué rescebido al gobierno

Siendo Pedro de Villagra rescebido por gobernador, conforme al nombramiento que en él hizo Francisco de Villagra, por virtud de la provisión que del Audiencia de los Reyes tenía, envió a la ciudad de Santiago testimonio de su rescebimiento para que rescibiesen por su poder y en su nombre al licenciado Juan de Herrera, natural de Sevilla, que por Francisco de Villagra administraba justicia en aquella ciudad; y paresciéndole, como hombre que a su cargo tenía el gobierno, que estar tanta gente junta y tan buenos soldados en el fuerte de Arauco, sin hacer efeto alguno más de estarse allí metidos, no siendo parte para más de sólo guardar aquella fuerza, y que teniéndolos, consigo con los demás que tenía, hecho de todo un cuerpo, era gran fuerza y podía reparar con ellos la ciudad de Angol y Concepción, y con la demás gente que al verano juntaría podría campear buena traza y orden de guerra, si les saliera ansí. Con este proveimiento envió al capitán Hernán Pérez, hombre de buena reputación y crédito, en una fragata y dos barcos, para que sacase el artillería, municiones y cosas pesadas que por tierra no se pudiesen llevar, e indios que tenían de su servicio, mujeres y muchachos. Con esto proveyó de vino, aceite, conservas y otros regalos para enfermos y heridos. Después de haberlo tratado y comunicado con hombres antiguos que lo entendían, resumido en que era acertado ansí, escribió al capitán Lorenzo Bernal diciendo no le podía dar ningún socorro, y que dello le hacía cierto, para que después no se quejase ni dijese no haber sido advertido: que le parescía se debía de ir con toda la gente y caballos a la ciudad de Angol, y que los que no estuviesen para ir aquella jornada, los enviase por la mar.
Llegado el capitán Hernán Pérez y dadas las cartas, puesta plática por el capitán Lorenzo Bernal en público de lo que les parescía hacer, muchos soldados dijeron que no debían desamparar aquella fuerza, acordándose que habían pasado mucho trabajo en sustentarla; mas entendiendo que no se les podía dar socorro, y que el gobernador que los había de socorrer los desengañaba, se conformaron en que se fuesen a Angol, que aunque Lorenzo Bernal tenía el supremo mando, era tan comedido con los soldados que en su compañía estaban, que ninguna cosa quería hacer sin su parescer y consejo, diciendo que más aventuraba él que ellos, y que tal soldado podía ser diese tan buen parescer que le hiciese ventaja, y que lo que aquel tal dijese fuese lo mejor, que es esta gran prudencia de un capitán. Determinados ir, se mandó meter el artillería en la fragata y algunos soldados enfermos, con las demás cosas que daban pesadumbre llevallas por tierra. Partido el capitán Hernán Pérez en la fragata y barcos a la Concepción aquella noche, siendo primero bien informado del camino, a la segunda vela mandó que todos se pusiesen a caballo, y con grandísimo frío desamparó el fuerte. Los indios estaban siempre tan sobre aviso que luego lo entendieron, como los tenían dentro en sus tierras y a las puertas de sus casas; acudieron luego al fuerte, y como hallaron las puertas abiertas y ninguna persona dentro que lo defendiese, le ponen fuego: el capitán Lorenzo Bernal estaba a dos leguas de allí cuando vido la llama tan grande que salía de la casa. Yendo su camino le amaneció en lo alto de la cordillera; y como había llovido mucho, y era en mitad del invierno, por donde quiera que iba hallaba los esteros y ríos grandes con mucha agua, y al pasar de uno, aunque no muy dificultoso, se le ahogó un soldado llamado Ronquillo, valiente y buen arcabucero. Con este trabajo iba caminando hacia Angol; y llegado a un río grande, que se llama Tavolevo, no lo pudo pasar a vado, que en aquel tiempo no lo tenía; fuéle nescesario hacer balsas para ello. Los indios le venían siguiendo junto a sí muchos, y quisieron llegar a pelear, mas no se atrevieron por el mucho miedo que les habían tomado cuando estaban en el fuerte; con todo, llegaron cerca a reconocellos, y como vieron y conoscieron a los caciques principales de Arauco que con ellos iban, se volvieron sin osarle acometer. Los cristianos pasaron este río con mucho trabajo, y otro día llegaron a la ciudad de Angol, donde fueron bien rescebidos. Descansando poco el capitán Lorenzo Bernal, se partió a la ciudad de la Concepción con cincuenta soldados de los que habían estado con él en el cerco de Arauco. Pedro de Villagra los salió a rescebir muy honrosamente con toda la gente de caballo que en la ciudad había, y una muy graciosa escaramuza de los yanaconas e indios de paz que allí con él estaban.

Capítulo XLIV

De cómo el gobernador Pedro de Villagra envió al capitán Lorenzo Bernal en el galeón del rey a hacer gente a la ciudad de Valdivia en compañía del capitán Gabriel de Villagra, y de lo que hicieron

Despoblada la fuerza de Arauco, Pedro de Villagra, para hacer la guerra contra todos los indios rebelados, el verano siguiente quiso juntar gente de todo el reino, y para el efeto envió al capitán Lorenzo Bernal con un galeón que estaba surto en el puerto de la misma ciudad, que el gobernador Francisco de Villagra había comprado para el rey, y por no molestar los tratantes tomándoles sus navíos de mercancías para el proveimiento del reino en cosas nescesarias que de ordinario la guerra trae consigo. En este navío, como dicho tengo, despachó a Lorenzo Bernal con su poder para que como su persona y en su nombre se rescibiese en aquella ciudad y después de rescebido quedase el licenciado de las Peñas, natural de Salamanca, por su tiniente de gobernador, y envió una provisión al capitán Gabriel de Villagra de su tiniente general en todo el reino y comisión que pudiese hacer gente; y para buen aviamiento della, gastar los pesos de oro que le paresciesen necesarios de la hacienda real. Lorenzo Bernal, llegado a Valdivia, presentó en el cabildo los testimonios que llevaba, fué luego rescebido Pedro de Villagra por gobernador y envió la comisión que llevaba a Gabriel de Villagra, el cual en compañía de Lorenzo Bernal comenzó a hacer gente en las ciudades comarcanos a la de Valdivia, que son: Osorno, Ciudad Imperial y Ciudad Rica; y porque muchos de los soldados y vecinos que habían de ir aquella jornada estaban pobres, fué nescesario ayudalles con algún socorro de ropa para su aviamiento, porque Pedro de Villagra con cient soldados que de la casa de Arauco habían salido y con los que de Valdivia le traerían, con la demás gente que se hallaba, entendía hacer la guerra y conquista. Lorenzo Bernal y Gabriel de Villagra sacaron de aquellas ciudades setenta soldados bien aderezados, gastando al rey de su hacienda diez mill pesos, que son catorce mil ducados y más. Con esta gente se partieron la vuelta de Angol, que era la orden que tenían de Pedro de Villagra, para que desde allí se proveyese en las cosas de guerra, habiendo primero despachado el galeón del rey con mucho bastimento y armas para los que en la ciudad de la Concepción estaban sin ellas. Caminando por tierra de la Imperial llegaron breve Angol, dejando allí la mayor parte de la gente que traían: con treinta soldados se fueron ver con el gobernador, y porque los que en su compañía iban no llevaban ropas de vestir, que la habían dejado por ir a la ligera, temiéndose tener recuentro con indios de guerra. Informado el gobernador mandó al capitán Juan Pérez de Zurita, natural de Córdoba, fuese [a] Angol y trajese de vuelta los soldados que por una memoria le dió a causa que algunos amigos de Villagra le pusieron mal con Lorenzo Bernal: tanto puede la envidia en caso semejante contra hombres de valor, que Pedro de Villagra mostró no estar bien con él. Entendido Lorenzo Bernal le pidió licencia para irse a su casa, y al capitán Gabriel de Villagra mandó fuese a la Ciudad Imperial y desde allí tuviese cuenta con el gobierno de aquellos pueblos.
En este tiempo y días había Pedro de Villagra mandado al capitán Francisco Vaca que con cuarenta soldados saliese de la Concepción y se pusiese en el río de Itata, corriendo aquella comarca, haciendo la guerra de la manera que a él le paresciese hasta traer aquellos indios de paz. Está este río de la ciudad de la Concepción ocho leguas: llegado que fué el capitán Vaca hizo asiento en un llano que le pareció a propósito para caballos y donde podía estar al seguro. Desde allí destruía las simenteras de los indios, llamándolos de paz; mas estaban tan soberbios viendo que todo se les hacía bien, que no pararon en el daño que rescebían, antes trataron de pelear, y para el efeto se juntaron número de tres mill indios; tomando la mano Loble, indio belicoso y valiente, les dijo que les estaba bien pelear con los cristianos en aquel lugar donde estaban, antes que rescibiesen más daño, y que aunque tenían el sitio tan dañoso para ellos, en la muchedumbre se suplía la ventaja que los cristianos les tenían; y ansí juntos fueron caminando a ponerse cerca de los cristianos. El capitán Vaca, como soldado viejo y de tanta plática de guerra, era informado de todo, y dió dello nuevas al gobernador Pedro de Villagra de cómo los indios querían pelear con él, y el número que eran y la gente qué tenía poca, que le enviase socorro. No se lo envió, porque esperaba al capitán Juan Pérez de Zurita, que era ido Angol por cuarenta soldados de los que Lorenzo Bernal había traído: por este respeto no le envió socorro. Los soldados decían que pues no tenía gente para dar batalla que se retirase a la Concepción, y que después saldría con mayor fuerza y podría hacer buen efeto. Estas palabras no le daban gusto, porque decía con los que le eran amigos que si desamparaba el campo era dar a los indios grande ánimo y avilantez para lo de adelante, y que él perdía mucho de reputación: que más quería estar a lo que fortuna determinase probándola en aquella campaña, que a su parecer era a propósito para pelear y ser bien manejados los caballos, y que no veía los indios quisiesen aventurarse a pelear con gente de a caballo en aquel llano. Con este acuerdo estuvo en su campo poniendo mucha guarda en las velas y rondas todos armados esperando lo que harían. Loble, con orden de guerra sus escuadrones juntos al amanecer dió en el campo; los cristianos tocan arma, que ya por el aviso que tenían estaban en orden. El capitán Francisco Vaca ordenada su gente rompió con el escuadrón que más cerca estaba con gran de ánimo, y pasó por ellos hasta el cabo, alanceando y tropellando muchos indios, anduvieron peleando un rato. Los indios derribaron un soldado llamado Giraldo, vecino de la Concepción; de lanzadas que le dieron fué muerto en presencia de los demás que no pudieron darle socorro. El capitán Vaca, aunque peleaba bien y acaudillaba su gente con buen ánimo, no los pudo romper de manera que quedase señor del campo. Los indios tomo eran muchos lo tomaron en medio y a lanzadas le mataron tres soldados; viendo que se perdía, antes que queriendo no pudiese, se retiró con los que le quedaban, dejando a los enemigos el bagaje y todo lo que tenían, que le fuera mejor haberse retirado antes, como se lo decían, que no ponerse tan imprudentemente en caso tan dudoso; y porque entendió el camino de la Concepción estaría tomado por ser montañas y pasar estrechos, se fué camino de la ciudad de Santiago, que estaba sesenta leguas de allí; llegó con los soldados que le quedaron, rotos, maltratados y heridos.

Capítulo XLV

De cómo llegó el capitán Juan Pérez de Zurita a la ciudad de Angol, y viniendo a la Concepción con cuarenta soldados, fué desbaratado por Millalelmo, valiente indio y plático de guerra

Llegado el capitán Zurita a la ciudad de Angol con la orden que Pedro de Villagra le había dado para traer la gente, los apercebió que estuviesen prestos antes que los indios tuviesen aviso de su partida. Había estado en aquella ciudad por capitán de ella don Miguel de Velasco, y por haber dejado el cargo desgustoso del proveimiento que Francisco de Villagra hizo nombrando por su tiniente general a Pedro de Villagra, tuvo nescesidad proveer de nuevo capitán, como cosa tan importante, y ansí proveyó a un hijodalgo, natural de Pamplona, llamado Diego de Carranza. Este, muerto Villagra, dejó el cargo de capitán para irse a España, y ansí quedó la ciudad de Angol sin capitán que la tuviese a su cargo, porque Gabriel de Villagra se había vuelto a su casa a la Ciudad Imperial, y el capitán Lorenzo Bernal, aunque estaba en Angol, no tenía cargo ninguno más que un particular vecino. Los alcaldes ordinarios proveían en lo público lo que se les ofrecía como justicia ordinaria. En este tiempo llegó el capitán Zurita y estando de partida para volverse le dijo Lorenzo Bernal: «Señor capitán, por el camino que vm. ha venido no debe volver; pues hay otros caminos muchos, tome el más seguro, porque creo a lo que soy informado que los indios le esperan a la vuelta.» Juan Pérez de Zurita, como hombre de grande ánimo y que no se había visto en recuentro ninguno con aquellos indios, despreció lo que le fué dicho, y respondió que por el mismo camino había de volver y entrar en la Concepción con todo el fardaje que llevaba; que era flaqueza con tan valientes soldados buscar nuevos y no usados caminos. Con este presupuesto y determinación salió de Angol camino de la Concepción con cuarenta soldados bien aderezados, con mucho cuidado en la vanguardia y retaguardia, repartidos con orden para caminar y pelear si caso le ofresciese no poder hacer menos.
Los indios, con su capitán Millalelmo, teniendo nueva de su venida por los humos que los comarcanos hacían, lo esperó dos leguas de la Concepción a un paso de un río llamado Andalien, con una ciénaga que juntamente con el río los hacía muy fuertes, e no saliéndole bien la batalla que pensaban dar al capitán Zurita, su capitán, que aunque había otros lugares donde poder pelear con astucia de guerra, quisieron descuidallo esperándole más cerca de la Concepción; ansí llegó donde los indios estaban muy alegres, porque desde el alto del monte, habían visto los muchos caballos que traían cargados de fardos y petacas en que llevaban sus ropas. Millalelmo mandó que treinta indios se les mostrasen delante con sus lanzas y arcos y que arremetiendo los cristianos a ellos se retirasen a los árboles y matas de monte comarcano, a no más fin de deshacelles la orden que traían y embarazallos, y habló a sus indios diciéndoles peleasen valientemente, que los cristianos que allí venían era gente nueva en la guerra, y que demás de no tener plática de pelear, en la parte que estaban les tenían gran ventaja: que era imposible tan poca gente podelles resistir, que no les quitasen la ropa que llevaban por lo menos, y que si la quería defender entendía tenellos a todos en su poder como a gente vencida. Los que llevaban el avanguardia desque vieron los indios tocaron arma; Zurita mandó juntar el bagaje para pelear, y pasó adelante a reconoscer qué gente era. Como vió tan pocos indios mandó romper con ellos: los enemigos como tenían el emboscada cerca tuviéronles poco temor, antes se llegaron a pelear con ellos, acometiéndolos y retirándose. Millalelmo, como vido lo que deseaba, salió de la emboscada con tres mill indios dando terrible grita, que como era valle y estrecho atronaba la comarca, tocando grande número de cornetas y una trompeta que había ganado a cristianos. El capitán Zurita, recogida su gente, no desmayó, antes dejando diez soldados que mirasen por el bagaje, rompió con los demás peleando valientemente. Don Pedro de Godoy, natural de Sevilla, quiso mostrarse animando a los demás que hiciesen lo que él hacía; se arrojó entre los indios peleando, socorrióle otro soldado valiente hombre, llamado Rolón: a entrambos derribaron de los caballos y hicieron pedazos, porque estos indios de toda esta provincia en la guerra son cruelísimos; cortáronles las cabezas y puestas en unas lanzas largas fueron dando muestra de su victoria, y como eran muchos, con este principio cobraron tanto ánimo que luego mataron a otro soldado llamado Hinestrosa y a otro llamado Villero, y ansí con ánimo denodado rompieron. El capitán Zurita, que muy bien había peleado acaudillando su gente, hizo todo lo que en semejante caso se podía hacer: vueltas las espaldas le dejaron a Millalelmo y a su gente todo el bagaje que era de mucho precio que en socorro habían rescebido del capitán Gabriel Villagra en la ciudad de Valdivia. El capitán Zurita, viéndose desbaratado y perdido todos los caballos que llevaba de dobladura, por un camino que atravesaba de montes, fué a salir al paraje donde habían desbaratado al capitán Vaca, y no osando ir a la Concepción, se fué a Santiago con la gente que le quedó, pobres y perdidos. El gobernador se disculpaba después diciendo que el capitán Zurita tenía la culpa por no haber querido guardar la orden que le había dado mandándole que por aquel camino no entrase en la Concepción, sino por el camino de Itata, que era el mejor y más seguro.

Capítulo XLVI

De cómo se juntaron los indios de la comarca de Angol y vinieron sobre la ciudad por tres partes, y fueron desbaratados por el capitán Lorenzo Bernal

Después de desbaratado el capitán Zurita, los indios de la provincia, cantando victoria, despachan mensajeros a todos los comarcanos que animasen a los demás principales, para que tornando las armas todos juntos echasen a los cristianos de aquella ciudad, pues en los recuentros que habían tenido siempre habían salido con victoria, y que no dejasen pasar el tiempo conforme a su pretensión tan favorable, éstos, despertando a la voz, hicieron junta a su usanza, que es juntarse en un campo llano, y con gran cantidad de vino que hacen de maíz y de otras legumbres todos juntos beben, y después de haber bien bebido, un principal plático de semejantes oraciones se sube en un madero que para el efeto tienen hincado en medio de todos, y allí les habla poniéndoles por delante sus trabajos y libertad, y la orden que para ello dan los señores principales a quien todos tienen de obedecer: que se animen a tomar las armas, y echen de sí una carga de tanta pesadumbre como de ordinario reciben con los cristianos, gente que nunca descanse de hacelles mal, y acaben de una vez guerra tan pesada e importuna, pues era nescesario ya tener seguridad en sus casas, echállos de la provincia, porque quedándose en ella, en ninguna parte podrían estar; que de día y de noche, lloviendo, con grandes fríos, cuando más descuidados estuviesen los habían de hallar a sus puertas matando sus hijos y mujeres y destruyendo sus haciendas. Esta oración les hace el principal señor si es hombre elocuente, y si no toma la mano por él algún indio otro que los sepa persuadir más o menos conforme a lo que intentan hacer, y como el tiempo lo requiere. Resumidos los indios en que seguirán su voluntad, se apartan luego los señores principales, y sin dejar llegar ningún indio que no sea principal por la orden que tienen de guardar secreto, se reunen en lo que han de hacer; y ansí, después de haberse juntado y tratado como dije, se determinaron ir sobre la ciudad de Angol por tres partes. Llegándose a ella con buena orden de guerra, reparándose por ser tierra llana con fuertes que hacían para no rescebir daño alguno, y desde un fuerte resconocer en dónde harían otro primero que aquel desamparasen, y desta manera ir a ponerse sobre la ciudad todos juntos, y que estando cerca, a la hora que les paresciese, conforme a la plática que de las espías tendrían puestas para el efeto dentro en la ciudad, que les avisarían de todo lo que los cristianos hacían; con este acuerdo, asaltando la ciudad todos a un tiempo, la ganarían tomando la mano. Los principales de Mareguano, juntos cuatro mill indios, vinieron a un estero que estaba de la ciudad dos leguas; allí cortaron madera y se hicieron fuertes con una palizada. Puestos en defensa, enviaron mensajeros por toda la provincia les viniesen a ayudar los demás principales que estaban con ellos acordados.
En este tiempo los vecinos de Angol, como estaban sin capitán, los alcaldes ordinarios, no confiando en su plática de guerra, con todos los principales de la ciudad rogaron al capitán Lorenzo Bernal se encargase de todo, ansí de lo de guerra como de paz y república; el cual, a contemplación de sus amigos, que ansí mesmo se lo pidieron por merced, lo acetó. Fué rescebido en el cabildo, e luego mandó hacer reseña de toda la gente que en la ciudad había, y de las armas que tenían: halló ochenta hombres entre soldados y vecinos, de los cuales tomó cincuenta, y con ellos fué a reconoscer el fuerte que los indios tenían en el estero. Paresciéndole más fuerte de lo que se entendía, contra el parescer de algunos se volvió a la ciudad; los indios, como les vieron ir sin acometelles, tratan que de miedo lo hacía por no osar pelear más. El capitán Bernal, como astuto, entendió que los indios, soberbecidos de no acometelles ni pelear con ellos en el lugar que estaban, habían de salir a buscalle; y como él lo dijo en público, ansí fué, que otro día salieron del fuerte, y se fueron a poner legua y media de la ciudad, ribera de un río grande y de mucha defensa para ellos. El capitán Bernal con treinta hombres los volvió a reconoscer, dejando la ciudad reparada de fuerte y de guardia ordinaria; como vido el sitio que tenían, que era fuerte y muy a su ventaja, se volvió sin hacer más que reconoscer de la manera que estaban. Los indios soberbios, viendo que dos veces que con ellos se habían visto no había osado pelear, dieron aviso a los demás escuadrones que caminasen todo lo que pudiesen, que los cristianos estaban con tanto miedo que no osaban con ellos pelear, y que llegando sobre la ciudad los turbarían de manera que sin perder lanza sería todo suyo. Tan confiados estaban en la vitoria, que las mujeres que en la ciudad había las habían repartido entre los señores principales. Con esta arrogancia y soberbia salieron de allí, y se ponen camino de la ciudad en una loma junto a otro río, donde esperan respuesta de sus amigos.
El capitán Lorenzo Bernal salió de la ciudad con veinte hombres, no para más efeto de reconocellos, y ver de la manera que venían y el sitio que tenían. Llegado a vista le comenzaron a decir muchos oprobios y hacerle amenazas, teniéndole en poco. No parando en ello, reconosció que en la parte que estaban eran perdidos, traté en su pecho dalles allí batalla, y para más certificarse de lo que convenía, mandó a cuatro soldados que vadeasen el río por encima de donde los indios estaban, que de piedras y tierra habían hecho una trinchea, y detrás della estaban reparados. Reconosciendo el río se vadeaba por allí, mandó lo reconosciesen por la porte de abajo; hallaron ansí mesmo tenía vado. Luego envió dos soldados a la ciudad que de su parte dijesen a los alcaldes que con toda brevedad le enviasen treinta soldados con todos los arcabuces, que serían doce, y le trajesen un tiro de campo. Los que en el pueblo estaban decían era mal hecho ponello y aventurarlo a perder todo tan temerariamente, y para que no peleasen le hicieron ciertos requerimientos en nombre del rey. Lorenzo Bernal, entendiendo, como práctico de guerra, que si daba lugar a los demás escuadrones que venían caminando a que llegasen, siendo asaltada la ciudad por tantas partes se perderían, quiso, como prudente, pelear con los pocos antes que esperar se juntasen todos; despachando de sí a los que en aquello hablaban los mandó volver a la ciudad, y él, con número de sesenta soldados, estuvo aquella noche sobre ellos, teniéndolos a manera de cerco, y no peleó antes porque no le había llegado la pieza de campo que esperaba. Teniéndolos desvelados, y catándolo también los cristianos, le llegaron quinientos indios amigos y compañeros para ayudarle en aquel asalto, que ya de antes los tenía prevenidos; gente que, a trueque de aprovecharse, que es robar, hacen la guerra a sus parientes y amigos; éstos repartió y puso por cuarteles. Era cosa de ver el miedo, que tenían los cristianos que en la ciudad habían quedado con las mujeres, porque sabían que si les decía mal eran perdidos; lloraban sus mujeres e hijos vellos en poder de aquellos bárbaros. Los indios [que] estaban en el fuerte bien quisieran aquella noche desamparallo e irse conosciendo que los cristianos esperaban el día para pelear; y que lo que habían visto de vadear el río era para conoscer el sitio y comarca: teniéndolo reconoscido, estaban a lo menos con ellos igual si esperaban que el día les dijese lo que habían de hacer; quejaban de que compañeros porque caminaban con tanta pereza, que bien pudieran haber llegado a la ciudad puestos a vista; siendo acometida, de nescesidad habían ir a socorrella, y que entonces le fueran ellos siguiendo a las colas de los caballos, como a gente vencida; por otra parte, querían salir del fuerte e irse la vuelta del río. Juntos en escuadrón no osaban determinarse a este efeto por ser tierra llana, hasta llegar a él, y vían que los cristianos todos andaban a caballo velándolos, y los indios amigos puestos en el escuadrón hacia la parte del río, que era por donde ellos pensaban ir; desta manera se estuvieron quedos animados por sus capitanes. Después que fué bien de día, puesta la pieza de campo en el lugar que podía hacerles daño, comenzó a jugar algunas pelotas. El capitán Lorenzo Bernal mandé apear a todos, y repartió los cuarteles por donde habían de pelear, y a los indios les dió por orden lo que habían de hacer a vuelta de los cristianos, quedando él a caballo para mejor proveer y mandar lo que convenía. Los cristianos, por la parte que les fué señalado, juntos en dos cuadrillas, comenzaron a disparar sus arcabuces en los enemigos, y los amigos indios muchas flechas, que como eran iguales en armas y lengua, era de oír lo que se decían los unos a los otros, porque los de guerra les decían mirasen eran parientes y amigos, y pues todos eran unos y peleaban por la libertad de todos, que se pasasen a ellos y les favoresciesen contra aquellos perros cristianos, grandes enemigos de todos los indios en general. Los indios amigos les decían eran traidores, salteadores, enemigos comunes, y que por roballos habían venido a su tierra cudiciosos de sus haciendas, sin tener atención a lo que les habían dicho, que allí habían de morir como malos; desta manera peleaban y hablaban. Los cristianos, cubiertos con sus dargas y buenas lanzas, jugaban con los indios bravas lanzadas, mataban algunos, y los indios herían a muchos. Peleóse con grande vocería y grita que los amigos junto con los cristianos daban, y la pieza de artillería que jugaba. Los indios que en el fuerte estaban acaudillándose daban las mesmas voces, de que era grande el estruendo, las trompetas que llevaban a su usanza, que ellos llaman cornetas, y las que los indios de guerra tenían; era cosa de grande levantamiento de ánimo, porque todos ellos, después de haber peleado y hecho todo lo que pudieron, viéndose entrar, y que los cristianos, envueltos con ellos, se aprovechaban de las espadas, que a estocadas mataban muchos, y los indios amigos, siendo iguales a ellos en el traje y armas, sin conocerse, andando envueltos todos juntos, los herían en gran manera, volvieron las espaldas huyendo hacia el río, que estaba cerca: los amigos se ocuparon en tobar el despojo, como hombres que le ayudaron a ganar. El capitán Bernal mandó a los cristianos subiesen a caballo y siguiesen el alcance, los cuales los alcanzaron presto, y como estaban dellos enojados y era tierra llana, tan encarnizados andaban matando y alanceando, que un soldado vecino de la ciudad de Osorno, llamado Francisco Valiente, valiente hombre portugués, yendo tras de una banda de indios alanceando con otros soldados, se arrojaron los indios de una barranca en el río; dando en un raudal grande, andaban nadando por él; este soldado, no teniendo temor a la altura de la barranca, ni el correr del río, se arrojó con su caballo tras ellos, que era cosa de ver cómo andaba nadando con el caballo envuelto con los indios; el espada en la mano salió a la otra ribera libre; en esto llegaron los indios amigos ayudando a los cristianos: mataron tantos, que el río llevaba el agua teñida el tiempo que duró el matar, hasta que el capitán Bernal los mandó retirar, y envió un hombre a la ciudad que llevase la nueva del buen suceso que Dios había sido servido dalles. Tomáronse prisioneros por los amigos y cristianos muchos indios; dellos mandó matar algunos, y castigó a otros cortándoles las manos y los pies. Murieron en este recuentro mill indios, sin muchos que fueron heridos; murió Illangulien, capitán general desta junta; tomáronse algunas cotas de las que ellos habían ganado en otros recuentros a cristianos, muchas lanzas de Castilla, dagas, espadas, capas, sayos y camisas que traían, porque los más destos indios eran los que habían desbaratado al capitán Zurita, y aquellas ropas le habían quitado; de los cristianos no murió ninguno; hubo muchos heridos, aunque iban bien armados. El capitán Bernal, recogida su gente, se fué a la ciudad alegre y vitorioso, dando gracias a Dios por el buen suceso que fué servido darle; todos juntos se fueron apear a la iglesia, ofreciendo a Dios su vitoria. Los que quedaron en la ciudad para guarda della los salieron a rescebir llorando de placer, dándoles muchos loores, como a hombres que con su industria y valor los había libertado de aquel cativerio que esperaban. Los demás indios que venían caminando a ayudar a sus compañeros a mucha priesa, ya cerca de la ciudad, tuvieron nueva eran perdidos; allí donde les tomó la voz se deshicieron, y fué cada uno por donde quiso la vuelta de su tierra. Desta manera se libró la ciudad de aquellos bárbaros que tan determinadamente venían sobre ella.

Capítulo XLVII

De cómo los indios de la comarca y término de la Concepción vinieron a ponelle cerco estando el gobernador Pedro de Villagra en ella, y de las cosas que acaescieron

Habida tan gran vitoria el capitán Lorenzo Bernal, los indios quedaron quebrantados y temerosos, quejándose de sus compañeros porque no llegaron al tiempo concertado; y como quedaban tan lastimados, con deseo de venganza tratan a qué parte irían que pudiesen hacer daño, y resumidos en que la ciudad de la Concepción era cercada de montes ásperos que tenían muchas quebradas para su defensa, allí era bien ir a hacer asalto y destruilla; aunque el gobernador estaba en ella no por eso le daba más fuerza, antes, como tenía tanta gente consigo, más presto acabarían los bastimentos, porque habían cogido poco, y les destruirían todas las heredades. Después de haberse hablado con esta orden, se juntaron de conformidad más número de veinte mill indios, con muchas maneras de armas, lanzas, arcos, flechas, macanas, porras que tienen en el remate una bala gruesa, con que dan terribles golpes, y la macana una vuelta a manera de hoze, porque las hay de muchas maneras: con éstas desbaratan bravamente a los caballos; y espadas engastadas en lanzas largas; y con mucho bagaje de mujeres y muchachos que les traían de comer, comenzaron con buena determinación a caminar la vuelta de la Concepción, trayendo por sus capitanes a Millalelmo y Loble con otros muchos, aunque éstos lo mandaban todo y eran los principales.
Pedro de Villagra tenía plática de todo lo que hacían por algunos indios que les eran amigos y daban aviso: informado de la determinación que tenían, mandó hacer un fuerte junto a la mar, a la orilla de un pequeño río que entra en ella por respeto de tener cerca el agua, que si a tanto llegasen no se la pudiesen quitar. Era el fuerte de doscientos y cincuenta pies en largo, cuadrado de cuatro esquinas: en las dos hizo una torre en cada una, y en lo alto y bajo puso seis piezas de artillería, las cuatro eran piezas de campo y las dos pequeñas; recogiendo las municiones y bastimentos al fuerte, puesto en arma para lo que sucediese, con doscientos soldados entre vecinos de toda suerte, hombres de guerra, mandó recoger cerca del fuerte los que estaban algo apartados, recelándose no fuese caso tan repentino que después no pudiese dalles socorro; pero con esta orden que harían los enemigos, los cuales, informados de todo lo que en la Concepción se hacía, antes que se fortificasen más se presentaron una mañana con grandes escuadrones: vistos, a gran priesa se recogieron al fuerte. Pedro de Villagra mandó que ningún saliese fuera a escaramuzar: los indios que eran amigos de los cristianos, viendo su perdición, con sus mujeres e hijos se arrimaron a las paredes de el fuerte, y otros se ponían junto a ellas en bandas, para que si a tanto mal se viesen vecinos, con el artillería y el arcabucería serían de los cristianos socorridos. Los indios de guerra, con brava determinación, bajan a la ciudad, haciendo paradas, descansando y mirando lo que les convenía. Para salir con tan grande empresa, tomaron para su defensa el río en cuya ribera estaba el fuerte donde los cristianos se recogieron; por ser de barrancas, aunque pequeñas, para pelear con gente de caballo era ventaja para ellos; con esta orden, en tres escuadrones entraron por la ciudad, abrasando todo lo que por delante hallaban, no perdonando cosa alguna hasta que llegaron cerca del fuerte donde Pedro de Villagra estaba, y junto a él saquearon la casa de un mercader, que le paresció, por la vecindad que tenía, estar segura: robáronle lo que en ella había, y corrieron la ciudad quemando todas las casas que pudieron, si no fué algunas, que por estar en parte que con el artillería les podían hacer daño, quedaron en pie. Viendo los indios que los cristianos no salían a pelear ni a estorbar el daño que les hacían, con la presa que habían hecho se volvieron a una montaña pequeña y de razonable subida; allí asentaron su campo, y se fortificaron por todas partes para estar al seguro: desde allí bajaban muchas veces a la ciudad. El gobernador, encerrado en el fuerte con todos los cristianos, mujeres y niños, y muchas piezas de su servicio con los caballos, no cabían en el poco sitio que el fuerte tenía, hasta que retirados los indios salían algunas veces con Pedro de Villagra los soldados que a él le parescía, y con ellos llegaba cerca de la trinchea a donde los indios estaban, los cuales bajaban tras ellos diciéndoles muchas palabras feas a su usanza. Los cristianos se retiraban hasta metellos en lo llano, y allí revolvían algunas veces, escaramuzando mataban algunos y rescebían heridas dellos, y las mujeres estaban puestas en las almenas mirando cómo lo hacían los cristianos y los indios. Hubo entre ellas una señora que dijo a un hidalgo llamado Sebastián de Garnica: «Señor Garnica, tráigame vmd. aquel indio.» Viéndose nombrar en caso semejante, y en público, paresciéndole flaqueza, no ponerse, a todo lo que le pudiese suceder, con grande determinación, en un buen caballo en que se hallaba, se arrojó entre los indios, teniendo cuenta con el indio que le fué dicho, que era señalado; y aunque el indio se defendió y quiso huir, no le dió tiempo para podello hacer, que le tomó por los cabellos, y con las armas que el indio tenía lo trajo a aquella señora que se lo pidió. Todos los días escaramuzaban con los indios; aunque algunas veces, viendo que se les metían en el fuerte, y no lo podían combatir por los muchos arcabuces y artillería, bombas de fuego, alcancías, de que eran informados tenían mucha munición, después de haber estado treinta días sobre la ciudad haciendo todo el daño que pudieron, llegaron dos navíos que de Valdivia venían cargados con trigo y otros bastimentos; entonces paresciéndoles que pues ya tenían tanto socorro como les era venido, y tanta abundancia de toda suerte de bastimento que no los podrían enojar ni hacer más daño, se retiraron con grande alarido de cornetas, cuernos y otras muchas maneras de trompetas que usan, y por ellas se entienden.
Pasóse en este cerco, aunque fué breve tiempo, mucho trabajo por la mayor parte, demás de la hambre, a causa de estar juntos tantas personas en tan pequeño espacio, y muchos caballos, a causa de la inmundicia que hacían: había en la Concepción gran cantidad de perros que tenían los cristianos e indios de su servicio, y cuando se tocaba arma, que era casi de ordinario, aullaban y ladraban en tanta manera que no se podían entender; y para evitar esto, mandó Pedro de Villagra que cualquier soldado o indio que trajese perro muerto le diesen cierta ración de vino o de comida: con esta orden los mataron todos. Fuera mejor dar la tal ración a quien trajera cabeza de algún indio, o presea dél, como hacían los numantinos en aquella guerra tan porfiada que tuvieron con los romanos.

Capítulo XLVIII

De las cosas que hizo el gobernador Pedro de Villagra después de levantado el cerco de la Concepción, y de lo que sucedió al capitán Gabriel de Villagra queriendo ir a la ciudad de Valdivia

En el tiempo que Pedro de Villagra estaba en la Concepción cercado de indios de guerra, el capitán Gabriel de Villagra residía en su casa en la Ciudad Imperial; y como los indios de aquella provincia supieron que los comarcanos de la Concepción habían tomado las armas e ido sobre aquella ciudad, trataron hacer ellos lo mesmo e ir sobre la Imperial. Gabriel de Villagra, como le estaba encomendada aquella ciudad por el gobernador, y las demás a ella comarcanas, que eran otras tres ciudades, como tuvo esta nueva, hallándose con poca gente a causa de andar algunos vecinos y estantes sacando oro en los términos de Valdivia, tuvo nescesidad de ir allá y enviar alguna gente a la Ciudad Imperial para su defensa si caso se ofreciese. Llegado a las minas de la Madre de Dios, que ansí se llamaban, tratándolo con Pedro Guajardo, vecino de Valdivia, y con el padre Diego Jaymes, sacerdote que allí estaba, que sería bien que la ciudad de Valdivia, pues sus términos estaban de paz, consintiese llevar algunas personas a la Imperial por algún tiempo para seguridad de aquella plaza: éstos escribieron al consejo de Valdivia diciendo lo que les había dicho. Como de ordinario acaescer suele, vistas las cartas en su ayuntamiento, salen añidiendo más, diciendo que el capitán Villagra volvía aquella ciudad a llevar gente, y tomar a los mercaderes la ropa que tenían y repartilla entre soldados; y que decía había de llevar treinta hombres para sustentar aquel pueblo: que no era justo perder sus haciendas y casas por sustentar las ajenas, que todos de conformidad le defendiesen la entrada; y como no había más de tres meses que había hecho gente en compañía del capitán Lorenzo Bernal, y las llagas estaban frescas en general diciendo los había agraviado, estaba mal quisto. Los del cabildo, tomando la mano, trajeron a su voluntad a todos los demás, porque es cierto estando los ánimos desdeñados, pequeña ocasión basta para hacellos inclinar a venganza. Luego le escribieron, diciendo habían entendido venía aquella ciudad a hacer gente: que como capitán, ni como soldado, ni de otra manera alguna no viniese a ella, porque le defenderían la entrada. Rescebida esta carta estuvo indeterminable, quisiera venir y castigar una desvergüenza como aquella, mas hallábase sin gente para podello hacer. Por otra parte era informado que toda la ciudad estaba en arma, y que de noche dormían en la plaza todos juntos, y tenían en la iglesia cuerpo de guardia, y que no había ninguno que voluntariamente no tomase las armas, sino eran pocos, y éstos le escrebían no viniese por evitar escándalo, que lo habría, y si se revolvían habría muertes causadas por pequeña ocasión. El licenciado Peñas, que era teniente de gobernador en aquella ciudad, no sólo no lo quiso remediar, mas se supo después que de secreto les daba favor y decía cómo se habían de regir. Quitaron los barcos que en el río tenían y todas las canoas en que pasaban, y para más seguridad pusieron guarnición de soldados y vecinos de la ciudad; hacían estas cosas con tanta calor, que entendido por el capitán Villagra se volvió a la Imperial. Los vecinos de Valdivia, aunque supieron se había vuelto, no dejaron de velar la ciudad y tener espías en los caminos, porque no se les entrase sin sentillo: creían ser ido a la Imperial a rehacerse de gente y volver sobrellos; por cuyo respeto, recelándose, trataron informar al gobernador, que estaba en la Concepción, de lo sucedido, dando colores a su yerro, y para negociallo enviaron a Cristóbal Ramírez, natural de la Bañeza cerca de León, en un navío del rey que estaba en el puerto de aquella ciudad. Embarcando en él trigo, harina, con otros bastimentos, llegó en dos días a la Concepción, e informando a su voluntad, sin haber contraditor alguno, proveyó el gobernador que el capitán Gabriel de Villagra no tuviese entrada en la ciudad de Valdivia en caso ni cosa que se ofreciese de justicia, ni de otra manera, sino el licenciado de las Peñas, como su teniente, y que apartaba la ciudad de Valdivia de su mando, y alzaba el rescebimiento del concejo que en él habían hecho. Con este proveimiento volvió el embajador, de que no rescibieron poca alegría los vecinos de aquella ciudad en haber salido con su intinción, aunque después lo pagaron todo junto.
Pasado esto, y los indios levantado el cerco que sobre la Concepción tenían, Pedro de Villagra determinó irse a la ciudad de Santiago y tener allí el invierno, y al verano, recogida la gente que del capitán Vaca había quedado y la del capitán Zurita, con la demás que podría juntar, volver a la Concepción haciendo la guerra en sus términos el verano siguiente; y encomendando la ciudad al capitán Reinoso, antiguo en las Indias, y prudente en cosas de guerra, por el cuál respeto de entendella tan bien se llevaba mal con el gobernador, porque Reinoso trataba y murmuraba de algunas cosas que había, que se podían hacer mejores, pues tomando a su cargo la defensa de aquella ciudad, el gobernador se embarcó en un navío con cuarenta soldados. En dos días llegó a la ciudad de Santiago, navegación de sesenta leguas: en el puerto le proveyeron caballos en que fuese a la ciudad. En ella fué bien rescebido, que era bien quisto, aunque sin cerimonias de rescibimiento.

Capítulo XLIX

De lo que hizo Pedro de Villagra aquel invierno en Santiago, y de cómo al verano salió a hacer la guerra, y de lo que le sucedió

Estando Pedro de Villagra en la ciudad de Santiago, y empezando año de sesenta y seis, como en ciudad abundante de todas cosas, por ser, como lo es, la más fértil y mejor de las del reino (que ha sido para soldados y gobernadores en el reino de Chile otra Capua, como lo era antiguamente la de Italia, para los capitanes que en ella hacían la guerra, en vicios iguales, con muchos amigos que Pedro de Villagra tenía, y algunos privados, más de lo que le convenía, dándose a buena conversación, comenzó a ponerse mal con algunos vecinos, que en lo secreto no estaban bien con él, y fué la mayor parte del odio que le tomaron, ponerse el gobernador mal con un caballero vizcaíno, llamado Martín Ruiz de Gamboa, hermano de Lope Ruiz de Gamboa, que murió en el cerco de Arauco peleando, como se dijo. A este caballero, por causas bien pequeñas, lo mandó prender y tenerlo con guardas y prisiones, hasta que pasados cuatro meses por sentencia lo dió por libre, el cual estaba casado con una hija del capitán Rodrigo de Quiroga, que cómo era persona tan principal rescebió desgusto del mal término, y de allí adelante en sus cosas no estuvo bien.
Pedro de Villagra comenzó a tratar con los oficiales del rey de los soldados que allí estaban; pasaban mucha pobreza, y para salir a la guerra era menester gastar de la hacienda real cantidad de pesos de oro: estuvieron discordes al principio, aunque después de algunos días, tratándose siempre dello, vinieron en que gastase lo que le pareciese. Hecho acuerdo para el gasto, mandó se tomase ropa de la que tenían los mercaderes, y se librase en la caja del rey, para que allí se hiciese la paga. Juntó entre los soldados que salieron desbaratados, y con los que después vinieron con él, ciento y diez soldados, que para aderezallos gastó más número de veinte mill pesos de la hacienda del rey; y aún no dió socorro a todos, porque a los primeros el licenciado Herrera, que allí era su teniente, les había dado a seiscientos pesos y a sietecientos, con que se ponían galanes y holgaban en buen pueblo, y para ellos bien aparejado, conforme a usanza de soldados. Habiendo gastado Pedro de Villagra con lo que gastó el licenciado Herrera, natural de Sevilla, más número de treinta mill pesos de oro, se estuvo en Santiago, a lo que sus émulos decían, más tiempo mucho de lo que convenía; porque habiendo de partir por otubre para ir a los términos de la Concepción a hacer la guerra, salió de Santiago en fin de enero del año de sesenta y seis, después de hecho repartimiento de indios a los vecinos de Santiago, a cada uno conforme a lo que tenía, que para tal día estuviesen en lugar señalado con sus armas.
Son estos indios amigos muy provechosos para la guerra, porque ayudan en gran manera a los cristianos; de más de que son iguales a los de guerra en deciplina y ligereza, al pasar de los ríos hacen mucho efeto, aderezan los caminos, sirven de gastadores: juntos quinientos indios de estos que tengo dicho, y con los ciento y diez soldados, salió de Santiago camino de la Concepción. Pasado el río de Maule tomó el camino de Reinoguelen, que es una provincia llamada ansí junto a la Sierra Nevada, porque tuvo nueva que aquellos indios con gran desenvoltura habían hecho un fuerte, quellos llaman en su lengua bucara, en tierra llana, ribera de una acequia grande que para ello habían traído. Pedro de Villagra tomaba lengua cada día; sabiendo ser ansí, caminó derecho allá. Los indios habían enviado a llamar todos los comarcanos les viniesen a ayudar, pues los habían pagado a su usanza, y para esta paga habían juntado ochocientos perros y gran cantidad de chaquira; que es unas cuentas de muchas colores, más pequeñas que granos de trigo, horadadas por el medio; las traen al pescuezo en sartas largas, mayormente las mujeres, y con la ropa de vestir que juntaron habían pagado grande número de soldados. Los perros quiérenlos para cazar, y desto se aprovechan dellos, y cuando no son de provecho se los comen. Acudióles mucha gente, eceto Loble, hombre belicoso, que no se pudo juntar con ellos por estar algo apartado, aunque caminó todo lo que pudo. Llegado Pedro de Villagra al fuerte, salieron los indios a escaramuzar con él: algunos, soldados que llevaban caballos bien aderezados y de buena rienda, alancearon algunos, y entrellos Cristóbal de Buiza, buen soldado, confiado en el caballo que llevaba se metió entrellos: cebado en un indio por lo alancear, tropezando el caballo cayó con él, y si no fuera socorrido lo mataran. El caballo tomó un indio, y en presencia de los cristianos subió en él, y lo comenzó a manejar como si fuera jinete andaluz.
Pedro de Villagra asentó su campo cerca del fuerte, y reconoscido ordenó cuadrillas para otro día pelear con ellos, de las cuales dió una a Martín Ruiz de Gamboa, de veinte soldados, y otra a Gómez de Lagos; y al capitán Zurita, Juan de Biedma, Pedro Fernández de Córdoba, les dió cuadrillas del mismo número: a los indios amigos que de Santiago había traído ordenó cómo habían de pelear y por dónde. El fuerte que los indios tenían era entre unos robles altos y gruesos, que había muchos, criados allí por naturaleza; y para más defensa de los arcabuces y artillería, que sabían los cristianos llevaban siempre, tenían atajado un trecho de tierra de hasta docientos pies por la frente, que por un lado de suyo estaba fuerte con un río que les defendía la entrada, y una ciénaga que no se podía andar por ella a caballo ni a pie, si no era gente desnuda; desta manera estaban fortificados. La frente era de un foso lleno de agua, poco más hondo que un estado de hombre: este foso era a manera de albercas de huerta que entre una y otra había una entrada tan ancha como dos pies, de tierra firme, cubierta de agua, por tal manera que no la podían ver si dello no tenían plática; los indios, como la sabían, entraban y salían desenvueltamente.
Otro día por la mañana, el gobernador Pedro de Villagra mandó que todos se apercibiesen para combatir el fuerte, y con la orden ya dicha se llegaron a él. Los indios desque vieron a los cristianos en el foso comenzaron a tirarles mucha flechería; los soldados, arcabuzazos, en que mataban muchos; los indios amigos, muchas flechas, como ellos; los unos por entrar dentro del fuerte, los otros por defendelles la entrada. El capitán Lagos, que iba con una cuadrilla, viendo tanto, número de indios, y que les herían mucha gente, dijo: «Caballeros, retirar, que nos perdemos.» Villagra, que cerca estaba, como lo oyó, respondió: «¿Cómo retirar? Adelante, que todo es nuestro.» Los indios amigos, con las flechas que tiraban, les hacían mucho daño, y habiendo reconoscido la entrada de los andenes que estaban en el foso comenzaron a entrar por ellos. Los enemigos desque los vieron tan juntos, y que peleaban lanza a lanza defendiendo todo lo posible, no pudiendo hacer más, viendo les habían ganado el foso, volvieron las espaldas huyendo. Los amigos los siguieron y mataron muchos, otros tomaron a prisión; el yanacona que tenía el caballo de Buiza, como vido la perdición de los demás, huyó a vista de todos con el caballo: fué tras dél el capitán Alonso Ortiz de Zúñiga con tres soldados, no lo pudo alcanzar ni seguir por respeto de un monte donde se le metió, en el cual se le perdió de vista. Castigó Pedro de Villagra en este fuerte por justicia, fuera de los muertos, más de sietecientos indios.

Capítulo L

De cómo yendo Loble a socorrer los indios que estaban en el fuerte se encontró en el llano con Pedro de Villagra, y lo que acaesció

Después de haber Pedro de Villagra desbaratado el fuerte de Reinoguelen, muerto y castigado por justicia muchos indios, se partió otro día siguiente camino del río de Niviqueten: yendo caminando, tratando en las cosas pasadas, y cómo se había peleado, los corredores que iban delante descubriendo el campo tocaron arma. Cuando se entendió por los que iban atrás, los que tenían plática de guerra temieron; porque haber desbaratado y muerto tanta gente, que bastaba poner miedo a toda la provincia, ver que de nuevo en mitad de un llano los venían a buscar indios de guerra, creyeron debían de ser muchos; y fué que Loble, indio principal entre los de guerra, señor de muchos indios, había prometido a los principales de Reinoguelen les vendría ayudar y en su favor pelear con los cristianos; y por haber Pedro de Villagra con tanta brevedad acometido y desbaratado el fuerte, no tuvo tiempo de poder llegar a tiempo por ser su tierra algo lejos para gente de a pie. Este indio belicoso venía caminando, y los corredores ansí mesmo, los unos contra los otros, sin verse por estar en medio una loma, que aunque rasa y sin monte era alta; por este respeto no se vieron de lejos, hasta que a un tiempo se descubrieron todos, pues iban de lante trecientos indios bien armados. Estos, como vieron a los cristianos tan cerca de sí, no osaron volver atrás: viendo que eran muchos, arrojáronse a una mata grande de monte que hacía ciénaga, y allí se comenzaron a hacer fuertes. Loble venía un poco atrás, y como asomo con una macana grande en las manos, y vió a los cristianos que querían pelear con sus indios, paró, no para volver atrás, sino para llamar su gente se diesen priesa a caminar. Llegados, con todos ellos se metió por los cristianos a socorrer los suyos: junto con ellos eran todos número de mill indios. Puestos en la mata, tomando la ciénaga por fuerte, comenzaron a tirar flechas; los cristianos quisieron entrar a ellos a caballo, y como era lugar cenegoso cayeron los caballos con los primeros atollados en el lodo, por cuya causa les convino apearse y entrar a pie, pues estaban en parte que de otra manera no se podía pelear, teniéndolos en medio cercados por todas partes. Loble, viéndose perdido si peleaba, mandó a un indio hablase alto, porque Pedro de Villagra le oyese, diciendo que quería hablar. Pedro de Villagra se llegó muy cerca; este indio le dijo: «Gobernador, si no nos matas ni castigas, perdonándonos lo pasado y presente, nos rendiremos todos, y te entregaremos las armas, y haremos todo lo que nos mandares.» Prometióselo así como se lo había pedido. Luego salieron, estando todos los cristianos en arma, y los indios amigos que de Santiago había traído, a los cuales pesó mucho del concierto, porque hubieran su parte de la barata y saco: ellos echaron las armas en la parte que les fué señalado, y se sentaron en tierra, esperando la clemencia que con ellos se tendría. Pedro de Villagra llegó a ellos estando a caballo, y mandó que llamasen a Loble, que estaba en medio de todos la cabeza baja por no ser conoscido y corrido del caso presente; no queriendo responder por entender este indio que llamallo en aquel tiempo no era por bien suyo, se estuvo quedo, dando a entender que no estaba allí. Viendo que se negaba, y los indios lo decían ansí no estar entre ellos, mandó a un soldado que lo conoscía bien entrase entre los indios y lo buscase. Luego lo señaló con el dedo, diciendo: «Este es.» Salió del medio de su gente como hombre corrido, aunque bien señalado, por ser indio valiente y membrudo. Pedro de Villagra lo mandó prender, y hizo a los indios, como estaban juntos, un razonamiento breve, en que les dijo como el diablo los traía engañados para que se perdiesen, pues habían visto que en el fuerte había desbaratado a todos los indios de guerra de aquella provincia, y que de lástima, doliéndose dellos, no había querido matar más; y que de presente bien vían estaban allí juntos mill indios enemigos de cristianos, los cuales se enojaban con él, porque no los mataba a todos, pues que en ellos no había enmienda: que mirasen eran menos de cada día por las guerras que traían, y por andar en la guerra se les morían sus hijos y mujeres por no cultivar la tierra y hacer simenteras; que a Loble, aunque le había mandado prender, no era para castigallo; pues les había dado su palabra, estuviesen ciertos la cumpliría; mas que quería traello consigo algunos días para que hablase a los principales se quietasen dejando las armas, y que ellos se acordasen de aquella buena obra que les hacía para servir de allí adelante en lo que les mandase. Un indio en nombre de todos le dió las gracias por ello, prometiéndole se lo agradescer. Luego los envió a sus tierras y siguió el camino que llevaba hasta junto al río de Niviqueten: en un hermoso llano asentó su campo. Estando allí le vinieron a ver de la ciudad de Angol algunos aficionados, que por nueva de indios habían sabido todo lo sucedido; vínole a ver ansí mismo el capitán Lorenzo Bernal, con quien Pedro de Villagra se holgó mucho, y encomendándole la gente que tenía en su campo, se partió a la ciudad de la Concepción llevando consigo treinta soldados para su seguridad. Llegado que fué, proveyó al capitán Gómez de Lagos por su teniente, a causa de no querer el capitán Alonso de Reinoso usar más del cargo. Habiendo estado en aquella ciudad ocho días se volvió al campo, y desde allí, porque entraba el invierno, despachó al capitán Pedro Fernández de Córdoba por su tiniente a la ciudad de Valdivia, con comisión que castigase la desenvoltura que con el capitán Gabriel de Villagra habían tenido cuando le hicieron resistencia; y porque tuvo nescesidad, llevó consigo al capitán Reinoso y Lorenzo Bernal, y dejó en la ciudad de la Concepción la gente que bastaba para su reparo; con esta prevención, se fué a Santiago.
Capítulo LI

De cómo estando el gobernador Pedro de Villagra en la ciudad de Santiago, llegó al puerto el capitán Costilla con docientos hombres y tres piezas de artillería que el licenciado Castro, gobernador del Pirú, enviaba a Chile, y de lo demás que acaesció

En el tiempo questas cosas pasaban en Chile, el licenciado Castro, gobernador del Pirú por muerte del conde de Nieva, su predecesor, bien informado de cuán falto estaba el reino de gente, y la guerra ordinaria que había, como celoso del bien común y por servir al rey, mandó hacer docientos hombres de guerra, en la cual todos ellos aprobaron muy bien; ayudándoles con dineros de la caja real, conforme a su hábito y a la nescesidad que cada uno tenía. Estos soldados, que entre ellos había algunos caballeros y hombres nobles, encomendó y dió cargo al capitán Costilla, vecino de la ciudad del Cuzco en el Pirú, y con provisión secreta le encomendó que llegado al reino de Chile se informase del gobierno que traía Pedro de Villagra, y que si le hallase bien quisto le entregase toda la gente que llevaba, y si le hallase mal puesto la diese al general Rodrigo de Quiroga. Con esta orden y confianza despachó el licenciado Castro al capitán Costilla del puerto de los Reyes. Dijeron algunos que en el armada venían que el licenciado Castro, para el efeto dicho, le dió el nombre de gobernador en blanco, para que, conforme a la instrucción que traía, lo hiciese.
Salió a la vela en dos navíos grandes; en el uno venía su persona, y en el otro un caballero de Burgos llamado Diego Barona; tuvo tan buen tiempo en su navegación, que en tres meses llegó a la ciudad de la Serena. Estuvo allí seis días refrescando la gente, y al seteno se hizo a la vela para el puerto de Valparaíso, que está de la ciudad de Santiago diez y seis leguas, donde descargan los navíos que vienen del Pirú. Allí desembarcó toda la gente y sacó el artillería; alojados con orden se mandaba velar de noche y tener guardia ordinaria de día, como hombre recatado. Habiéndose informado en la ciudad de la Serena del gobierno que traía Pedro de Villagra, le dijeron estaba malquisto en la ciudad de Santiago y en las demás del reino; en Valparaíso, de las personas que se pudo informar, le dijeron lo mismo. Con esta nueva se inclinó dar la gente al general Rodrigo de Quiroga, que estaba en el reino bien quisto, y siempre lo estuvo, por tener de ordinario gran virtud este nobilísimo hombre. Pedro de Villagra, como supo era desembarcado, le escribió dándole el parabién de su venida, y que le hiciese saber la gente que traía, para quién la traía o con qué orden venía; con esta carta escribió [a] algunos caballeros y hombres principales que con él venían ofreciéndoles caballos y servicio, de que venían faltos. El capitán Costilla respondió que la gente traía para dársela como a gobernador del rey; con esto se aseguró algo, aunque con sospecha, porque Costilla se estaba en el puerto sin venir a la ciudad, y sabía Pedro de Villagra se comunicaba con el general Rodrigo de Quiroga y con Martín Ruiz de Gamboa, los cuales le proveían en la mar de bastimento con caballos y carretas para él y toda la gente que traía. Viendo que se tardaba, estuvo indeterminable si iría al puerto o no; resumióse de esperalle en la ciudad; y para más descuidallo decía Costilla a los que le iban a ver que la gente que el presidente Castro le había dado, que era la que él traía de su mano, la tenía de entregar al gobernador Pedro de Villagra, que ansí se lo habían mandado: dando a entender ser ansí, porque al descubierto no le pudieron sacar cosa alguna que paresciese al contrario, ni los que con él venían en toda la jornada tal habían podido alcanzar. Pedro de Villagra, sospechoso por algunas aparencias, sabiendo que breve partiría del puerto, le envió al camino un alcalde ordinario con dos regidores, para que en la parte que le hallasen tratasen con él y exhibiese las provisiones y recaudos que traía del licenciado Castro, gobernador del Pirú, para que conforme a ellas se proveyese lo que más convenía al servicio del rey. El capitán Costilla le respondió, después de habellos oído, que no había nescesidad de aquellas cosas que parescían manera de alboroto, que llegado donde Pedro de Villagra estaba le entregaría la gente. Hallábase cuando esto pasó distante de la ciudad de Santiago seis leguas, y siempre caminando. El alcalde se volvió y dió nueva de lo que con él había pasado y lo que había respondido. El general Rodrigo de Quiroga, con algunos amigos suyos, se estuvo en su casa, y no salía por el pueblo, por cuya causa le dijeron a Pedro de Villagra que habían visto meter armas y arcabuces en su casa. Oído esto, salió con treinta hombres a la plaza, y con ellos fué a la casa del general Rodrigo de Quiroga, y mandó le dijesen estaba allí; los que dentro estaban no le quisieron responder. Pedro de Villagra quiso entrar, defendiéronle la entrada diciendo no estaba en su casa, tuvieron palabras los soldados de una parte a otra. Pedro de Villagra mandó le trajesen dos barriles de pólvora para derriballe la casa: no hubo efeto, porque no se determinaba en lo que hacía y había de hacer sino tarde, y por su mucha tardanza se determinaba mal. Mandó ansí mesmo que le trajesen el estandarte de la ciudad, a quien todos los vecinos y estantes están obligados a acudir; el que lo tenía, que era un regidor, no se lo quiso dar, antes se fué con él a la casa del general. Quiso ansí mesmo mandar repicar la campana, que es con la que se da arma al pueblo; fuéronle a la mano sus amigos, diciéndole que no consistía en fuerza lo que había de hacer, sino en quien mejor papel tuviese, pues por él habían de determinar la justicia de cada uno, y que dado caso que quisiese salir al camino al capitán Costilla con mano armada, le era mucho inferior, porque demás de la gente que traía de los que estaban en la ciudad, habían salido más de treinta hombres e ido a juntarse con él, y que la demás que quedaba era cierto tocando la campana se habían de juntar en la casa de Rodrigo de Quiroga y le habían de acudir todos los más. Por este respeto lo dejó de hacer, y quiso esperar que llegase para saber la certidumbre que traía, aunque desde a poco pidió un caballo, y con algunos amigos se fué a ver con Costilla dos leguas de la ciudad, que se rescibieron bien dándose el bien venido: y tratado de algunas palabras amigables, le dijo que llegado a la ciudad su merced sabría lo que el licenciado Castro mandaba; que no tuviese pena, pues sería breve.
Pedro de Villagra se volvió, y desde a poco entró el capitán Costilla con la gente que traía, todos en escuadrón, con el artillería en batalla y las mechas de los arcabuces encendidas. Con esta orden llegó a la plaza y pidió se juntase el cabildo, verían el recaudo que traía; juntos alcaldes y regidores, presentó un papel en que en él venía nombrado por gobernador del reino de Chile el general Rodrigo de Quiroga. Fuéle respondido mostrase por dónde el licenciado Castro podía proveer gobernador en Chile, porque Pedro de Villagra lo era por el Audiencia de los Reyes. Costilla les respondió que el licenciado Castro daría cuenta al rey de lo que hacía, y que no había nescesidad de más recaudo, sólo aquél. Sobre esto hubo votos en los del cabildo; unos votaron en favor de Pedro de Villagra y otros de Rodrigo de Quiroga: estuvieron indeterminables, que no podían entender cómo el licenciado Castro podía deshacer, sin más razón de aquella Voluntad suya, lo que había hecho toda una Audiencia; mas como vían doscientos hombres en escuadrón puestos en la plaza y los ciento y treinta arcabuceros y la determinación de Costilla, aunque ellos eran amigos de Pedro de Villagra, que era una cautela que los que gobernaban a Chile en aquel tiempo tenían, como hacían las elecciones, procuraban grangear a los del cabildo y tenellos propicios para casos semejantes, viendo que menos no podían hacer, y que todo el pueblo estaba a la parte del general Rodrigo de Quiroga, lo rescibieron por gobernador conforme a su proveimiento, y esto con mucho regocijo, que adelante le salió a todos muy bien, porque fué buen gobernador y de mucha virtud.
Rescebido al gobierno, luego prendió a Pedro de Villagra y lo envió preso al puerto, con orden que le embarcasen en un navío, donde estuvo con guardas más de treinta días, hasta que el capitán Costilla se fué al Pirú y lo llevó consigo, no por delito que había cometido, sino por sacalle del reino, que Pedro de Villagra era vecino del Cuzco, que en aquella ciudad le había dado de comer el marqués de Cañete cuando envió a su hijo don García al gobierno de Chile.
Era Pedro de Villagra natural del Colmenar de Arenas, y cuando gobernó el reino de Chile tenía de edad cincuenta años, bien dispuesto, de buen rostro, cariaguileño, alegre de corazón, amigo de hablar, aficionado a mujeres, por cuya causa fué mal quisto; fué amigo de guardar su hacienda, y de la del rey daba nada; aunque después de un año que fué gobernador, viendo que lo murmuraban generalmente, comenzó a gastar de la hacienda del rey, dando algunos entretenimientos a soldados. Tuvo el tiempo que gobernó buenos y malos sucesos en las cosas de guerra y de gobierno. Gobernó dos años, pocos días más.

Capítulo LII

De lo que hizo el gobernador Rodrigo de Quiroga después que fué rescebido al gobierno

Después de preso Pedro de Villagra y enviado al puerto con guardas que con su persona tuviesen cuenta, el capitán Costilla estuvo en la ciudad de Santiago el tiempo impetuoso de invierno, y a la entrada de primavera se embarcó y fué al Pirú, llevando a Pedro de Villagra en su navío, que después se supo en el Audiencia de los Reyes había puesto demanda al capitán Costilla en que decía estando sirviendo al rey quietamente en el reino de Chile, entró con número de gente armada y le prendió. Este pleito anduvo en el Audiencia, aunque no se determinó: dijéronme que cuando llegó el capitán Costilla al puerto de los Reyes, y se dijo en Lima que Pedro de Villagra venía preso, le dijeren los oidores al licenciado Castro: « ¿Vuestra señoría mandó prender a Pedro de Villagra?», y que les respondió: «Fué trato gallego», porque el licenciado Castro era natural de Galicia.
Rodrigo de Quiroga, teniendo a su cargo el reino, proveyó por su teniente general a Martín Ruiz de Gamboa, hombre suficiente por la plática de guerra que tenía, solícito y de buen entendimiento y discreto, al cual en un navío lo envió a la ciudad de Valdivia, para que de aquella ciudad y las demás a ella conjuntas trajese la más gente que pudiese, porque quería a la entrada del verano hacer la guerra a la provincia de Arauco y poblar la ciudad de Cañete, que Francisco de Villagra había despoblado, dándole comisión para que con los oficiales del rey que allí estaban pudiese hacer acuerdo y gastar de la hacienda real todo lo que le paresciese y tuviese nescesidad. En este mismo tiempo Pedro Fernández de Córdoba fué rescebido en la ciudad de Valdivia por teniente del gobernador, Pedro de Villagra. Estando en su cargo, comenzó a proceder contra el cabildo y pueblo por la resistencia que habían hecho a Gabriel de Villagra, teniendo presos en sus casas a unos y en la cárcel pública a otros, siendo tratados a su parescer ásperamente. Llegó a aquella ciudad un soldado que traía una carta habida en la de la Concepción, la cual decía cómo Rodrigo de Quiroga era rescebido al gobierno y proveía en todas las cosas como gobernador. Esta carta hubo uno de los alcaldes, y con ella aquella noche habló a todos sus amigos, diciéndoles cómo Pedro de Villagra no era gobernador, y pues había nuevo gobierno, le parescía no debían de perder aquella coyuntura, y que por la mañana llamasen al capitán Pedro Fernández de Córdoba, diciéndole habían venido despachos para el cabildo, que su merced se hallase presente, si le paresciese. Resumidos en este acuerdo, por la mañana se juntan en cabildo y se lo envían a decir. Descuidado de aviso cordobés, aunque era de Córdoba, no advertido de lo que le podría resultar, fué al ayuntamiento: estando dentro, le dijeron viese aquella carta, y por ella le constaría que Pedro de Villagra no era gobernador, sino Rodrigo de Quiroga; que su merced debía deponer el cargo. Respondióles que no habiendo más información de aquélla, no era bastante recaudo. Queriéndole quitar la vara, puso mano a su espada, y como estaba en lugar angosto, teniéndole en medio, se abrazaron con él; como eran muchos, quitáronle las armas y la vara, y le pusieron dos pares de grillos y guardas. Él les dijo que le diesen parescer de letrados de que su cargo era espirado, que él lo depondría. Juntáronse para este efeto el licenciado Agustín de Cisneros, natural de Medina de Ríoseco, y el licenciado Molina, de Almagro y el licenciado Peñas, de Salamanca; tratando dello, dijo el licenciado Peñas, porque me hallé yo presente, que no quería dar su parescer si no se lo pagaban. Este fué el que por el parescer que dió entre Francisco de Villagra y Francisco de Aguirre sobre quién debía gobernar, le dieron quatro mill pesos. Con esta respuesta se desavinieron, y quedó para otro día, que no se concertaron más ni se trató de parescer. Desde a tres días, estando todos comiendo, se quitó los grillos, y al pasar por donde estaban los guardas le defendió uno dellos la salida, al cual dió una cuchillada en un brazo; haciéndole lugar se metió en la iglesia. Acudió luego todo el pueblo al repique de una campana, y cercaron la iglesia donde se había metido con un foso y muchos maderos con ímpitu de bárbaros, sin que le pudiesen meter comida ni otra cosa alguna, y una vez que le quiso meter una bota de agua un fraile de la Orden de San Francisco, mirándole si llevaba algo, le hallaron la bota; demás de quitársela, lo echaron de allí. Bien pudieran sacallo de la iglesia si quisieran; dejáronlo de hacer, porque se metieron con él algunos hidalgos sus amigos, y porque no hubiese alguna muerte, queriendo evitar más el daño que el escándalo y alboroto: de esta manera que hemos dicho estuvo dos días. Viendo que se perdían por sed y hambre, acordó darse al vulgo, deponiendo ante todas cosas el cargo de teniente de gobernador: desta manera salió de la iglesia. Depuesto el cargo, se fué a la Ciudad Rica, donde era vecino.
Desde a ocho días siguientes llegó a la ciudad de Valdivia Martín Ruiz de Gamboa, quedando concertado con el gobernador que para tantos días de enero del año de sesenta y seis estuviese con la gente que había de traer en el río de Biobio, abajo de la ciudad de Angol dos leguas. Llegado Martín Ruiz a la ciudad de Valdivia, fué rescebido con infinita alegría, y porque salían de la pelaza en que habían estado con Pedro Fernández de Córdoba, corrieron toros y otros autos de placer.
El general proveyó por la comisión que llevaba tenientes de gobernador en todas las ciudades, y comenzó a hacer gente para acudir con tiempo donde tenía de hallar al gobernador; y para buen aviamiento hizo acuerdo con los oficiales del rey para pagar la ropa que se tomase de los mercaderes. Hizo gasto de quince mill pesos en ropa, caballos y armas, con tanta solicitud, que en cuatro meses se aprestó y salió de la ciudad de Valdivia para la Imperial, que es el camino por donde tenía de ir con ciento y diez hombres bien aderezados de caballos y armas.
El gobernador, después que despachó a su teniente general, como arriba se ha dicho, para su buen aviamiento, proveyó por su maestre de campo al capitán Lorenzo Bernal, teniendo entendido que era hombre que se le podía encomendar mejores cargos, por su buen entendimiento de guerra, comprando caballos de los vecinos de Santiago, en descuento de los pesos de oro que debían al rey, con que aderezar los soldados que trajo el capitán Costilla, que todos venían a pie. Mandó hacer fustes de sillas, muchas celadas y las demás cosas necesarias para la guerra; todo lo cual se hizo con gran presteza, y se proveyeron todos; y para llegar al río de Biobio al tiempo concertado con su general, partió de la ciudad de Santiago con trecientos hombres y ochocientos amigos. El artillería envió por la mar a la ciudad de la Concepción. Por sus jornadas se puso en el río, y otro día, llegó el general con ciento y diez hombres. Pasado el río, que era por donde se tenía de entrar a hacer la guerra, se juntaron los dos campos.

Capítulo LIII

De cómo el gobernador Rodrigo de Quiroga hizo consulta de guerra con todos los capitanes que llevaba en su campo por dónde se entraría a hacer la guerra a Arauco y a Tucapel, y de lo que se acordó

Juntos que fueron los dos campos, el gobernador mandó al maestro de campo que tomase reseña de toda la gente para saber el número que había de hombres que tomasen armas; halló eran por todos cuatrocientos, en que había docientos y sesenta arcabuceros. Luego mandó juntar los capitanes antiguos que venían en su campo, y por honrar algunos hombres principales de los que habían venido con el capitán Costilla, mandó se hallasen presentes. Después de haber hecho compañías de toda la gente de a pie y de a caballo, y señalado los capitanes y el número que cada compañía había de tener, juntos en consulta de guerra trataron algunos que en el fuerte de Catiray, donde habían los indios desbaratado al licenciado Altamirano y muerto a Pedro de Villagra, había mucha junta de gente que los estaban esperando, y que pues tenía el gobernador tanta gente y tan buena con tantos arcabuces, no era bien pasara delante sin desbaratallo, pues era cierto los indios en su religión tenían aquel lugar por adoratorio y cosa invencible por haberles ido siempre allí bien, y que habían de entender que para cristianos no había cosa dificultosa, sino todo llano, y que agora tenía el gobernador aparejo para dárselo a entender, y que un campo tan grande como el que tenía no se juntaba en Chile tan fácilmente; que no se debía perder tan buena ocasión: éstos eran algunos de los capitanes antiguos, y el que más insistía en ello era el capitán Francisco de Ulloa. Otros que más atentamente medían las cosas, decían que no se debía de pelear en fuerte alguno, sino después de bien reconoscido, viendo que estaba puesto en parte cómoda, o a lo menos con el menos riesgo, ya que no con conoscida ventaja, y no torpemente aventurallo a cosa incierta; y que no era de capitanes prudentes juzgar las cosas al más o menos, sino pesadas con gran cordura, pues era cierto que si desbarataban a los indios en el fuerte que tenían, no aventuraban a ganar cosa alguna sino maderos y piedras, detrás de las cuales estaban metidos, porque tenían las espaldas una quebrada grande, y junto a ella otras muchas, que si les decía mal se echaban por ellas, sin perder más gente de la que al primer ímpetu les podían matar, que serían bien pocos por respeto de la defensa grande que tenían. Después de haber tratado el pro y contra sin que se resumiesen en cosa alguna, el maestre de campo fué con cincuenta soldados a reconoscer el fuerte, o de la manera que estaban, y llevó por delante una mujer india con una carta que diese a un mestizo que decían estaba con los indios. Llegó cerca del fuerte sin ver indio alguno; desde allí envió la india con la carta no pasando adelante. Los indios de guerra desde lo alto estaban mirando el camino que llevaba, y no parescieron por dejallo llegar hasta el fuerte sin salir a él; mas desque vieron había parado y no pasaba adelante, salieron de las emboscadas donde estaban metidos más de diez mill indios, y muy desvergonzadamente se vinieron a los cristianos. El maestre de campo mandó se retirasen la cuesta abajo; los indios vinieron tras dél un poco, y viendo que no esperaba, se pararon.
El gobernador volvió a tratar el camino que se llevaría para entrar en Arauco; decíanle que desbaratando aquel fuerte cualquier camino era bueno. El maestro de campo afirmaba no era de tratar en aquello, sino dejallos en su fuerte e irse por la montaña de Talcamavida, que era desembarazada, porque los indios que en el fuerte estaban, viendo que los despreciaban, habían de salir y venillos a buscar, y que él entonces pelearía con ellos de la manera que quisiese; y que si todavía el señor gobernador era de parescer, porque estaba indeterminable, se fuese a combatir, que él se desistía del cargo y pelearía como soldado: decía estas palabras con tanta determinación, por espiriencia que tenía, que movía a los oyentes. El gobernador, como prudente, entendiendo que aquello era lo mejor, mandó se fuese por el camino de Talcamavida.
Los indios de guerra, como eran muchos convocados de todo el reino, viendo que los dejaba, salen del fuerte y se le van a poner delante en una loma por donde había de pasar, y hacen luego un fuerte de poca defensa: puestos en él y al derredor, esperaron. El maestro de campo llevaba el avanguardia con cincuenta hombres; llegado donde los indios estaban, reconosció eran perdidos. Salieron a escaramuzar con él y peleó un rato al principio; luego salió tanta gente en favor de los que escaramuzaban, que le convino retirarse una loma abajo, y tan sin orden, que algunos cayeron de los caballos envueltos con los indios. Despojaron de las armas a Gabriel de Zúñiga, el cual, por el buen socorro que tuvo y buen ánimo para defenderse, no murió. Tomás Pastene cayó el caballo con él, y por el socorro que tuvo del maestro de campo no fué muerto, aunque él se defendió con buen ánimo; el campo se alojó en un llano junto a los indios, lugar conviniente. Luego otro día el maestro de campo con trecientos hombres volvió a combatir con los indios, creyendo los hallara en el fuerte; mas ellos, como hombres de guerra, conosciendo su perdición en la parte que estaban, desmampararon el sitio que tenían: cuando llegó, ya se habían ido. Tuvo algunos émulos que decían lo había hecho no acertadamente, pues como hombre de guerra y tan ejercitado, conosciendo que los indios estaban en parte que se les podía hacer mucho daño, no los había de dejar, sino entretenellos y enviar por gente, porque en aquel suceso bueno se castigaba toda la provincia. El maestro de campo se descargaba diciendo: indios que habían tenido ánimo para desamparar el fuerte en donde primero estaban, y se les habían venido a poner delante, no era de entender habían de huir, sino pelear, pues con él habían escaramuzado y le habían hecho volver las espaldas, que era más acrecentamiento de ánimo para no irse hasta probar su fortuna.»

Capítulo LIV

De cómo yendo el gobernador Rodrigo de Quiroga para entrar en Arauco por la montaña de Talcamanida pelearon los indios con él, y de lo demás que sucedió

Después que los indios desampararon el fuerte, se retiraron a la montaña de Talcamavida, por ser tierra áspera y de muchas quebradas, por donde de nescesidad el campo había de caminar para entrar en Arauco; y como eran muchos, se fortificaron con piedras y maderos, no para pelear dentro de aquel sitio que por fuerte tenían, sino para estar seguros no los tomasen descuidados; y en el entre tanto que el gobernador llegaba a aquel paso, pusieron dos emboscadas dentro del monte para que habiendo el campo pasado hiciesen arremetida en la retaguardia, y que ellos saldrían entonces de su fuerte y se le pondrían delante, para que todos a un tiempo diesen en los cristianos: con esta orden los turbarían y harían alguno suerte con que tomasen ánimo para lo de adelante. Andaban entre estos indios algunos principales hombres de guerra y los más nombrados, entre ellos Llanganaval, señor en el valle de Arauco; Millalelmo, Loble, a quien todos seguían. Dada esta orden, estuvieron en el puesto que les fué señalado, esperando que los cristianos llegasen. El gobernador caminó en batalla con todo el campo; el maestro de campo llevaba el avanguardia. Llegado al fuerte, salen los indios a él y se le ponen delante; los emboscados salen al mesmo tiempo y arremeten a la retaguardia con grande ánimo. El general Martín Ruiz, que la llevaba a su cargo, defendiendo y peleando, mandaba recoger los bagajes: fué la voz de mano en mano que los indios habían desbaratado la retaguardia. El gobernador mandó al maestro de campo que volviese a dalles socorro con algunos arcabuceros. Luego, recogiendo los bagajes y dejando soldados para guarda dellos, con la resta que le quedaba rompió con tanta determinación en los indios que los desbarató y pasó por ellos, alanceando algunos; siguióse el alcance camino de Arauco más de una legua, aunque se hizo poco efeto por ser mala tierra para caballos y muy a propósito de los indios, que como es gente suelta andan desenvueltamente por los cerros como quiera. El maestro de campo llegó a la retaguardia, y recogido, echados los indios por las quebradas, y muertos algunos con los arcabuces, volvió [a] alcanzar al gobernador, que estaba hecho alto, y por ser tarde alojó su campo cerca de allí. Otro día llegó al valle de Chiculingo y cortó las simenteras a los indios.
Desde allí se fué otro día al valle de Arauco, y estuvo algunos días llamando aquellos principales viniesen a darle la paz. Viendo que estaban olvidados de ella, mandó les cortasen los panes que tenían muy buenos. Andando ocupado en cortar estas chacaras de maíz, hubo entre dos soldados cierta diferencia en que el uno dió una cuchillada al otro. Los amigos del que había recibido la cuchillada tomaron las lanzas y le dieron ciertas lanzadas de que murió. El que lo hirió tenía muchos amigos, y por no dar ocasión que hubiese alguna revuelta, mandó el gobernador al maestro de campo lo prendiese y hiciese justicia, la cual, a contemplación de algunos amigos suyos, dilató y quedó sin castigo, aunque después le fué mal agradescido. Desde allí pasó el gobernador a poblar la ciudad que Francisco de Villagra había despoblado, buscando sitio competente cerca de la mar para poderla socorrer con navíos, porque donde la había poblado don García de Mendoza estaba de la mar siete leguas, y si los naturales se rebelaban y quitaban las simenteras, no se podían aprovechar de los bastimentos que por la mar llevasen, a causa de ser lejos, y que yendo por ellos había de ir gente que bastase para su defensa, si indios de guerra saliesen al camino; porque repartidos los que iban y los que quedaban estaban todos en ventura y suerte de perderse. Por este respeto el gobernador, como hombre que tenía tanta plática y espiriencia de guerra, buscó donde poblar aquella ciudad a propósito, y para el efeto que deseaba halló que en el río del Levo había puerto razonable para navíos grandes y muy bueno para pequeños, y en comarca que se podían proveer de lo nescesario, y el río apacible con menguantes y crecientes. Asentó el campo allí para poblar, y quedando a la ligera hacer la guerra a los naturales, trayéndolos de paz, o destruirlos. Luego otro día pobló y le puso el nombre que de antes tenía ansí como don García se lo había puesto, habiendo tres años que Francisco de Villagra la había despoblado por su mala orden de gobierno. Repartidos solares a los vecinos que en ella habían de ser, comenzó a llamar de paz los principales que le viniesen a servir; a esta voz vinieron los comarcanos, y siendo informados otros muchos les perdonaba lo pasado, animáronse para venir a servirle; y dió ansí mesmo orden se hiciese un fuerte cerca del río en parte conviniente, para estar al seguro, con dos torres, donde estaban cuatro piezas de artillería y los españoles recogidos dentro en él. Y porque los vecinos de Santiago habían gastado mucho en aquella jornada, como de ordinario lo han hecho con todos los gobernadores, siguiéndolos y sirviendo al rey, aunque dello nunca fué informado, pues es cierto han merecido mucho, porque el sustento ordinario de todo el reino ha dependido de ellos, rescibiendo soldados en sus casas, curándoles sus enfermedades, dándoles de comer a ellos y a sus criados y caballos, vistiendo a los desnudos, dando caballos a los que estaban a pie, gastando en general sus haciendas sirviendo al rey; que de justicia habían de ser jubilados, lo que no se ha hecho ni hace, sino derramas e pensiones, si en el reino se echan por los gobernadores con las colores que quieren, ellos han sido los primeros que las pagan y lo son en el día de hoy, sin tener atención a lo que tengo dicho, porque en las Indias el rey don Felipe, nuestro señor, no es tan señor dellas como lo son sus gobernadores, que les paresce que el tiempo que gobiernan lo han todo heredado de sus padres. Y es verdad, por la profesión que tengo de cristiano, no me mueve a lo que dicho tengo sino decir verdad. Vuelto al gobernador Rodrigo de Quiroga, por estar lejos de sus casas, que había casi cien leguas de camino, y entraba el invierno, agradesciéndoles lo que en servicio del rey habían hecho, les dió licencia se volviesen; y porque el camino de Ilicura, saliendo por él al valle de Puren, se hacía mucho efeto el hollarlo, y castigar aquellos indios, mandó al maestro de campo que fuese a aquella jornada con ciento y treinta hombres. Entre todos los que habían de ir fueron de los vecinos de Santiago todos los que en el campo andaban y algunos otros de las demás ciudades del reino, con acuerdo que el maestro de campo, como hombre que sabía la tierra, hiciese lo que le paresciese que convenía. Seguiendo su camino, entró por el valle de Ilicura cortando las simenteras a los naturales y quemándoles las casas llenas de comidas, que son legumbres y bastimentos del año de atrás. ¡Gran lástima verlas arder!, sin querer aquellos bárbaros venir de paz, porque estaban de las vitorias pasadas tan altivos, que todo lo despreciaban, dándose poco por su perdición. Desde allí fué al valle de Puren, que es muy fresco en todo tiempo y muy fértil. Los indios, como vieron los españoles dentro de su tierra, desampararon sus casos y se metieron huyendo en una ciénaga grande, que tiene dos leguas de monte y agua, donde se hacen fuertes, y no se les puede entrar si no es muy de propósito, y ha de ser por muchas partes y con posible de gente; por cuyo respeto se queda muchas veces sin castigo este valle.Después de haber destruido todo lo que en él tenían sembrado, el maestro de campo, porque no paresciese no hacer efeto su ida, entró en la ciénaga, que por ser el año seco no era dificultosa la entrada ni andar por ella; tomaron los soldados muchas mujeres y muchachos y algunos indios de guerra que se castigaron, y reservando algunos los envió por mensajeros a llamar los señores principales viniesen a dar la paz. Los indios daban esperanza della, y como no se efetuaba no se les dejaba de hacer la guerra. El invierno venía entrando recio; los vecinos que allí estaban importunaban al maestro de campo los dejase ir a sus casas, diciendo el gobernador les había mandado estuviesen en Puren quince días y no más, que ya eran pasados treinta; pues tenían jornada tan larga y entraba el invierno, no les hiciese mala obra. Queriendo darles contento, pues tan bien lo merecían, los dejó ir y se volvió a la ciudad de Cañete, donde el gobernador estaba, con sesenta hombres, habiendo licenciado otros sesenta entre vecinos y soldados antiguos. Llegado al gobernador, después de haberle dado cuenta de lo hecho, dió orden de ir al valle de Arauco y hacer asiento en él hasta atraer de paz aquellos indios y reedificar el fuerte que despobló Pedro de Villagra.

Capítulo LV

De cómo el gobernador Rodrigo de Quiroga salió de la ciudad de Cañete a hacer la guerra y atraer de paz la provincia de Arauco, y de lo que hizo

Después que el maestro de campo hizo espaldas a los vecinos de Santiago y de las demás ciudades, para que con seguridad fuesen su camino, vuelto a la ciudad de Cañete el gobernador, se ocupó aquel invierno en traer de paz la provincia, guardándola a los principales que la daban, y castigando a los que estaban en rebelión y contumacia. Llegada la primavera, salió con ciento y treinta soldados a la provincia de Arauco, por ser de más gente y lo más poblado de todo el reino. Los indios en esta provincia, por ser fertilísima, a cuya causa cada un indio, teniendo las mujeres que puede sustentar multiplican mucha generación, y como son muchos no pueden vivir quitándoles el valle; los cuales, entendiéndolo ansí, cuando ven pujanza de gente, aprovéchanse del tiempo, y como ven que en saliendo a dar la paz se la tienen de rescebir, vinieron luego disculpándose. El maestre de campo les mandó por orden del gobernador no estuviesen en los montes, sino en sus casas, como lo solían hacer antes que los cristianos entrasen en sus tierras: respondiéronle que lo harían ansí. Luego se llamaron unos a otros, y asentaron en sus casas y haciendas; demás de estos indios vinieron otros muchos, y se abrió camino para ir desde allí a la Concepción por Andelican, que es muy cerca cuando se puede caminar. Arauco, como es la cabeza, todos los demás principales siguiendo su opinión, vino de paz Colocolo, que era el principal capitán de todos, y que sustentó el cerco en la casa de Arauco, estando en ella el maestro de campo; demás déste, vinieron otros muchos.
Gastóse aquel verano en acabar de quietar aquellos indios y hacelles que fuesen a la ciudad de Cañete a servir en aquello que los cristianos los quisiesen ocupar. El gobernador esperaba a su general, que había ido a la ciudad de Santiago para traer indios amigos y ganado, que faltaba bastimento en el campo. Para aquel tiempo concertado, vino y llegó en coyuntura tan buena que las vacas que a cuenta del rey habían traído y carneros eran acabados. Trajo el general con los amigos mill cabezas de puercos, que es el mejor bastimento de todos para en la parte donde estaban, los cuales eran del gobernador de su propia hacienda, que en gastar de la del rey fué tan templado, que antes gastaba de la suya que plado, que antes gastaba de la suya que mandar se gastase algo de lo que al rey pertenescía, si no era en caso forzoso.
Llegado el general, trató el gobernador con él, que con la gente que tenía consigo asentaría lo que estaba de guerra, y acabaría de allanar todo lo demás y ponelle de paz; que le parescía en el reino había muchos soldados que no se habían querido hallar en aquella guerra por respeto de no tener que dalles, a causa de estar todo repartido por los gobernadores pasados; huían de andar en ella, pues no sacaban más del trabajo, y que déstos en las ciudades de Valdivia, Osorno y las demás a ellas comarcanas había muchos, y otros que a la fama acudirían, juntos todos poblaría una ciudad en la provincia de Chile. Habiendo mucho antes desto escrito y enviado comisión al tiniente que en la ciudad de Valdivia tenía, que con toda la diligencia posible hiciese una fragata y que estuviese acabada para Navidad, que es en mitad del estío en el reino de Chile, como lo es en España del invierno, y con comisión que le dió para que de la caja del rey pudiese gastar dos mill pesos para el aviamiento y despacho desta fragata; y de otra que le mandó dar y le andaba sirviendo, y al presente había venido de la ciudad de Valdivia cargada de trigo para que los vecinos hiciesen simenteras, y de otros bastimentos nescesarios para pueblo nuevamente poblado, en la cual fragata mandó embarcar algunas piezas de artillería pequeñas y una pieza de campo de bronce. Con esto se partió a la vela para la ciudad de Valdivia, y al general despachó se fuese para que pudiese hacer su jornada. Antes que entrase el invierno salió de Cañete, camino de la ciudad de Angol, que es una travesía para caminar con seguridad estando la provincia de guerra, por ser despoblado y pocas veces usado de los naturales; el día que salió de la ciudad, los indios comarcanos, como gente que jamás tuvo paz verdadera, sino de traidores, y que siempre esperan coyuntura para hacer maldades, tuvieron aquel día aparejo para matar mucho servicio que iba a herbajar; bien descuidados no llevando escolta que los guardase dieron en ellos y mataron más de cuarenta yanaconas de servicio. Llámanse así porque son indios extranjeros y sueltos que sirven a cristianos y es éste su nombre. Salieron soldados de Cañete al castigo y mandólo el gobernador al maestro de campo, el cual vino y castigó algunos no tanto cuanto su culpa merescía.

Capítulo LVI

De cómo el gobernador Rodrigo de Quiroga salió de la ciudad de Cañete con ciento y cincuenta hombres de a caballo a correr la provincia, y de cómo los indios vinieron sobre la ciudad y de lo que acaesció

El gobernador Rodrigo de Quiroga, con ánimo de sosegar y asentar la provincia de Tucapel y todo lo demás que estaba de guerra, por estar algo apartado servían mal y ponían voluntad de no servir a los que estaban de paz, y hablar a los naturales dándoles a entender se apartasen de cosas pasadas y perseverasen en la amistad que habían dado, no fuese de condición de la que otras veces tan encubiertamente daban; y para poder ir con gente que le pusiese temor y pudiese castigar a los contumaces por haber malos pasos de montañas en muchas partes que había de pasar, llevó ciento y treinta soldados no teniendo aviso de lo que traían los indios encubierto para el tiempo que saliese gente conforme al número que les paresciese ser a propósito para efetuar su intinción, estando de muchos días atrás palabrados y resumidos con espías que de ordinario tenían que les daban aviso de todo lo que se hacía. En tratando el gobernador de hacer la jornada, luego fueron avisados de todo, y como a gente tan inconstante, olvidada de todo bien rescebido, enviaron mensajeros por toda la provincia dando dello aviso, y como tenían los ánimos aparejados para semejantes maldades, con grande secreto se juntaron número de doce mill indios, trayendo por sus capitanes a Millalelmo y Loble, indios belicosos y valientes, con otros muchos hombres principales de guerra. Después de informados que el artillería que los españoles tenían, la mayor parte della habían llevado en la fragata por mar a Valdivia, y que la que quedaba era de poco provecho, porque dos piezas grandes ellos las habían ayudado a embarcar con otras diez pequeñas, y que la que estaba en el fuerte no era de temer, que aun cristianos que la supiesen tirar no los había, y que los más valientes que ellos conoscían eran idos con el gobernador, y los que estaban en el fuerte eran soldados mal pláticos de guerra y para poco; con esta nueva, paresciéndoles que ya lo tenían todo en sus manos, vinieron sobre la ciudad: los yanaconas que de fuera andaban tocaron arma. El capitán Agustín de Ahumada había quedado para tener aquella ciudad a su cargo; como vido los indios que acercándose venían, mandó recoger el ganado y caballos dentro del fuerte y mandó limpiar el foso y reparar los lugares que estaban de poca defensa, lo cual pudieron hacer, aunque el tiempo fué breve por ser pequeño el sitio en que estaban. Los indios iban con grande ánimo a dar asalto al pueblo; el capitán Ahumada mandó cargar el artillería, que aunque habían llevado en la fragata la que el indio dijo, quedaban dos piezas grandes en los dos cubos; en cada uno dellos, una. Estas dos mandó que dos soldados tuviesen cuenta con ellas, no se ocupasen en otra cosa. Los indios venían cerrados en sus escuadrones para batir el fuerte. Un soldado que se llamaba Ortuño, vizcaíno, con cólera de su nación, no pudo esperar con su ánimo que no disparase una pieza de campo que a su cargo tenía, y aunque los indios estaban lejos, hizo tan buena puntería, que dándole fuego dió la pelota junto al escuadrón y de recudida acertó a un indio valiente en la cara que le hizo pedazos la cabeza y murió luego.
Viendo Millalelmo que aquel tiro desde tan lejos había hecho aquel efeto, dijo a la espía: «¿Tú no me dijiste que estos cristianos no tenían artillería? ¿por qué me has engañado?» El indio le respondió: «Lo que yo te dije es la verdad: el artillería que fué en la fragata yo la ayudé a embarcar, que fueron diez tiros pequeños y dos grandes, y que la que quedaba era de poco provecho; bien podía ser tuviesen alguna pieza enterrada que yo no la viese.» El sitio del fuerte estaba en un llano; reconosciendo que habían de ir al descubierto a combatillo, y que con el artillería antes que llegasen los matarían, acordaron de tomar por delante una pared que junto al fuerte estaba para su defensa. Por otra parte, vido Millalelmo que un soldado arcabucero, estando el río en medio, con ser bien ancho derribó un indio muerto, dándole por los pechos la pelota, por donde entendió que acercándose más rescibirían mucho daño; por la cual causa puso su gente repartida, de manera que no pudiese ningún cristiano salir ni entrar, con mucha guardia, teniendo espías que les daban aviso en donde el gobernador estaba; intentaban sacar trincheas por donde se llegasen a combatir el fuerte, tratando qué orden tendrían para salir con su empresa. Sucedió que en el campo del gobernador, como había veinte días que andaba fuera de la ciudad bien descuidado de lo que pasaba, un soldado le pidió licencia, y tras de éste, otros diez: yendo su camino toparon cerca del fuerte muchas mujeres cargadas de vino, y otras que venían. Preguntándoles de dónde venían, responden que de llevar de comer a los indios de guerra que estaban con los cristianos peleando. Con esta nueva tuvieron miedo, y estuvieron en si pasarían adelante o no; al fin parescióle que no habría tanta gente que les estorbase la entrada, porque no sabían de la manera que los indios estaban sitiados. Estos diez soldados, llegando cerca con ánimo de hombres ejercitados en la guerra, los caballos al galope, entraron dando voces, diciendo: «Arma, cristianos, que aquí viene el maestro de campo.» Los indios, como vieron el caso repentino, tocaron arma con sus cuernos, como estaban acostumbrados, y acudieron a tomar las armas. Los españoles, como sabían las entradas del fuerte, pudieron entrar en él pasando por el lugar que los indios dejaron desamparado por respeto de recogerse a su escuadrón, no sabiendo el número de la gente que venía. Los que estaban en el fuerte se pusieron a caballo y salieron fuera, entendiendo que el gobernador venía, mas como se informaron que no era más gente de los diez soldados que habían entrado, y vieron los indios se estaban en su escuadrón quedos, se volvieron al fuerte con más ánimo del que habían tenido.
El maestro de campo dejó al gobernador en un asiento llamado Engolmo, y fué adelante con treinta soldados; preguntando a un indio que topó: «¿Dónde estaban los indios, que no parescen?», respondióle: «Son idos al bucara»; entendió que habían ido a servir, como lo hacen cuando están de paz. Yendo más adelante una legua, llegó a otros pueblos, y como no hallase gente en ellos preguntó a una mujer a dónde estaban los indios, en qué andaban: respondióle eran idos a pelear con los cristianos que estaban en el fuerte; siendo de otros bien informado, halló era verdad. Luego caminó a toda la prisa que pudo hasta donde el gobernador estaba, contándole el caso; aunque el gobernador ya lo sabía, y estaba con cuidado por su tardanza, se partió camino del pueblo al mayor paso que pudo, por llegar a tiempo que pudiese hacer algún efeto. Los indios, como vieron el socorro que había entrado, entendieron que el gobernador lo había enviado adelante como a mensajeros que diesen aviso para que mejor se defendiesen; creyendo que el campo sería breve allí, se dividieron y fué cada uno la vuelta de su tierra; que el gobernador llegara a aquella coyuntura hiciera una grande ejecución de justicia, mas quiso la suerte de los indios que aunque se fueron y levantaron el cerco no fuese sin castigo de algunos, porque el gobernador, que venía caminando con mucho cuidado por la salud de aquella ciudad, llegando cerca topó muchos indios de los de guerra que se volvían a sus casas. Viéndose todos a un tiempo, aunque huyeron, alancearon muchos, y otros que tomaron vivos castigó por justicia. Desde a poco llegó a la ciudad, que estaba cerca, fué bien rescebido; luego mandó hacer la guerra y castigar a todos los que encubiertamente habían consentido en la rebelión; castigáronse algunos, y los demás sosegaron por entonces.

Capítulo LVII

De cómo el maestro de Campo pasó a invernar de la otra parte de Arauco sobre Tavolevo, y de lo que hizo

Llegado el gobernador a la ciudad de Cañete, paresciéndole que sería posible como los indios habían venido sobre aquella ciudad, hubiesen ido ansí mismo sobre la de Angol por estar más desproveída de gente, se informó de algunos principales, los cuales le dijeron la tenían cercada y puesto sitio en tres partes, tan apretada y aparente a los que habían estado en Angol, que creían ser ansí, y que los cristianos se perderían breve. Teniendo esta nueva por verdadera, conforme a lo que en otras cosas había visto, mandó a el maestro de campo fuese a deshacer aquella junta y castigallos, que si no fuese verdad no se perdía cosa alguna en hacer aquel camino, porque a los vecinos animaría y castigaría los indios que pudiese haber, los cuales echaron esta nueva, no para más efeto de pervertirlos, como paresció; porque llegado, halló ser mentira, como de ordinario las tratan, mayormente cuando se ven derribados, y que son inferiores. Pues vuelto el maestro de campo, trató con el gobernador que para acabar de asentar los indios que estaban entre Arauco y la ciudad de Angol de la otra parte de la Cordillera, le parescía ir a invernar en aquella comarca, pues no había otra parte más cómoda para deshacer el desinio de aquellos naturales, viéndose apretados por todas partes. Para hacer esta jornada, con orden del gobernador salió de Arauco con ciento y veinte soldados a caballo. Después que hubo corrido la tierra de Mareguano, que es donde tenían hecho el bucara y fuerte para pelear con el gobernador, estando dentro en él, mandó a los yanaconas quemar mucha parte de la defensa que en él había, y hizo asiento en una tierra llamada Millapoa para desde allí llamar aquellos indios, y castigar en sus personas y haciendas a los que no quisiesen tener quietud. No embargante esta orden, los naturales, aunque le tenían dentro en sus casas, no tuvieron pensamiento de servir, sino andarse por los montes, dándose poco por el frío y temporales del invierno, antes lo desvelaban de cada día con nuevas falsas que echaban en su campo algunos indios que en correrías tomaban, y otros que de maña le venían a ver. A cabo de tres meses que allí estaba con nescesidad generalmente de toda cosa, sin haber hecho más de haber desanimado aquellos indios, los soldados que con el maestro de campo estaban, como hombres que nuevamente habían entrado en la guerra, pasaban mucha nescesidad por falta de servicio: ellos propios, siendo hombres nobles, iban por la yerba y paja para cubrir unas chozas pequeñas en que estaban, y no tenían que comer, ni lo hallaban, y andaban descalzos; importunaban mucho al maestro de campo se volviese a Cañete, donde el gobernador estaba, dejando aquella guerra para el verano adelante, pues del tiempo que allí habían estado ningún provecho dello había resultado. El maestro de campo, entendiendo vendrían de paz se estuvo más tiempo del que los soldados quisieran, porque ya no se hacía tanto fruto que se asentasen aquellos indios, quitábaseles la ocasión de ir ellos mismos a inquietar a otros, por cuya tardanza los soldados comenzaron a tratar mal dél en secreto, con vituperios de palabras; y como a los que mandan ninguna cosa se les esconde, aunque las decían entre ellos y no en público, todo lo sabía, de lo cual nasció una mala voluntad que contra él tomaron. El cual, como hombre que tenía el supremo mando, comportaba con buen ánimo todas aquellas cosas, dándoles las mejores palabras que podía; esta enemistad duró entre estos soldados algunos días, que nunca perdieron el rencor que le tenían, mientras tuvo mando ni aun después. Viendo el maestro de campo cuán desgustosos andaban y que de su estada no sacaba ganancia alguna, y como de ordinario se informaba de lo que los indios hacían y trataban, supo se andaban juntando para pelear con él. Considerando el sitio que tenía para de invierno, aunque era el mejor que había en aquella comarca, era malo, cercado de ciénegas, y sólo una loma por donde podían andar, y ésa angosta y de muchas quebradas. Por no esperar en mal sitio suceso dudoso y con gente descontenta, partió una noche y se vino al valle de Arauco, y fué a tan buena coyuntura que si muy de pensado lo quisiera hacer y tuviera nuevas de Arauco, no le sucediera mejor, porque llegó a tiempo que andaban los principales del valle en banquetes y fiestas tratando de pelear. Con su llegada cesó el bullicio que traían y les habló a todos poniéndoles temor para lo de adelante y presente; diciéndoles volvería breve, se fué a Cañete, donde el gobernador estaba.

Capítulo LVIII

De cómo el general Martín Ruiz de Gamboa, por orden del gobernador Rodrigo de Quiroga, fué a poblar la ciudad de Castro y de lo que hizo. Está esta ciudad poblada en cuarenta y tres grados

El general Martín Ruiz salió de la ciudad de Cañete por orden del gobernador para ir a poblar en lo que se llama Chilue, porque no sólo se contentaba Rodrigo de Quiroga con restaurar lo que Francisco de Villagra había perdido, mas poblar al rey una ciudad nuevamente, reparando lo que tenía presente y acrecentando por sus capitanes lo de lejos, y tan sin costa del rey que se juntaron en breves días en la ciudad de Osorno ciento y diez hombres, que era por donde se había de entrar a hacer la jornada: que como tuvieron nueva iba [a] aquel efeto, acudieron de muchas partes soldados para ir en su compañía. Viendo la orden que tenía y se reparaba para llevar bastimentos y cosas pesadas por la mar, como hombres que sabían cierto iba a poblar, y ansí todos los que quisieron embarcaron sus ropas y las demás cosas que tenían, quedando ellos a la ligera. Antes que pasase el verano salió de Osorno y llevó consigo algunos vecinos de la misma ciudad que tenían sus repartimientos de indios en comarca de la ciudad que iba a poblarse. Estos para que le ayudasen a pasar los caballos y soldados [por] un brazo de mar que divide la tierra firme de Osorno de la isla de Chilue, puestos todos en este desaguadero,que corre la mar por él en sus menguantes y crescientes con más braveza que un río grande por impetuso que venga, y es menester para pasar de un cabo al otro conoscer el tiempo, porque muchas veces se ha visto perder los caballos y meter la corriente a los cristianos dentro en la mar grande y han escapado los que ansí han ido con gran trabajo, porque el pasaje que tienen en unas piraguas hechase de tres tablas y una por plan, y a los lados a cada un lado una, cosidas con cordeles delgados, y en la juntura que hacen las tablas ponen una caña hendida de largo a largo, y debajo della y encima de la costura una cáscara de árbol que se llama maque, muy majada al coser: hace esta cáscara una liga que defiende en gran manera el entrar del agua. Son largas como treinta y cuarenta pies y una vara de ancho, agudas a la popa y proa a manera de lanzadera de tejedor. Destas piraguas, que es el nombre que les tienen puestos los cristianos, que ellas se llaman en nombre de indios dalca, se juntaron cincuenta. Reman a cada una conforme como es, de cinco indios arriba hasta once y doce y más: navegan mucho al remo. En estas piraguas pasó en cuatro días trescientos caballos a nado por la mar adelante hasta llegar a la otra costa, longitud de una legua castellana, y ciento y diez hombres juntamente con los caballos, que fué un hecho temerario, porque de ninguna nación, griegos ni romanos, se halla escrito haber ningún capitán hecho caso semejante. Estando de la otra parte, informado de la dispusición de la tierra, halló que no había camino por donde pudiese llevar el campo, si no era por la costa de la mar, a causa de ser montosa la mayor parte de la isla y llevar muchos caballos de carga. Tuvo muchos inconvinientes para que no hubiese efeto la jornada que llevaba, diciendo echaba a perder el reino, en tiempo que tanta nescesidad tenía de gente no convenía sacar ninguna más. Martín Ruiz, como hombre prudente y que entendía no se movían de celo que tuviesen del reino, sino de envidia, puesto como estaba con la gente junta y a pique de hacer viaje, paresciéndole no estaba bien a su presunción, habiéndolo primero pesado tantas veces y resumido en que se hiciese, caminó la costa de largo ocho días. Al cabo dellos dejó el campo, con orden que caminase detrás dél, y pasó adelante con treinta soldados a caballo, para ver si había lugar conviniente donde asentar el campo, y desde allí buscar sitio para poblar, pues se hallaba en mitad de la isla, y viendo era bien poblada, halló un asiento y por ser tal pobló en él, junto a la mar, ribera de un río, rodeada de hermosas fuentes criadas de naturaleza de muy buena agua, y hermosa campaña abundantemente regalada de muchas pesquerías de toda suerte de pescados; púsole nombre la ciudad de Castro, y a la provincia, Nueva Galicia. Luego se informó de los indios y tomó por memoria los repartimientos que podía dar a soldados que con él habían ido, dejando justicia en nombre del rey. Después de nombrado concejo y puesta horca, se embarcó en un navío del rey y anduvo navegando hasta el arcipiélago, que es de muchas islas, y esta isla grande es la principal de todas ellas: tiene de longitud sesenta leguas, y de latitud seis y ocho, y ansí al poco más o menos. Está apartada de la Cordillera Nevada cuatro leguas, y hay entre la isla y la Cordillera un otro brazo de mar que tiene de ancho dos leguas. Este brazo de mar viene de hacia el estrecho de Magallanes, y rompió por aquella parte de que hizo tantas islas, y salió por estotra, que es por donde Martín Ruiz pasó con las piraguas. Desde allí adelante va la costa hasta el estrecho de Magallanes áspera, aunque de muchos puertos, porque la mar va cerrando siempre con las haldas de la Cordillera Nevada y no hay lugar donde se pueda poblar ningún pueblo otro hasta el estrecho. Pues habiendo navegado por estas islas y tomado plática de todas ellas, echó en tierra al capitán Antonio de Lastur que llamase de paz los principales de una isla grande llamada Quinchao, de muchos naturales, el cual lo hizo tan bien, que trajo la mayor parte dellos consigo a dar la obediencia al general en nombre del rey, y para buen efeto dejó en la ciudad de Castro un capitán que la tuviese a su cargo y mandase visitar aquella provincia, con orden que si lo que él había repartido saliese alguna parte incierta lo remediase con la mejor orden posible, no permitiendo se hiciese agravio ninguno.
Dejada esta orden se vino por la mar alegre en haberle sucedido tan bien su jornada. De allí se partió, aunque con triste nueva, por la muerte de su mujer, moza y rica, que estuvo cerca de tenerle compañía, para irse a ver con el gobernador, y por ser en mitad del invierno y por aquella tierra [que] en aquel tiempo hace bravos temporales de Norte, no pudo navegar y fué a darle cuenta por tierra de lo que había hecho. Llegado a Cañete, donde el gobernador estaba, fué bien rescebido, como hombre que tan buena cuenta había dado de lo que llevó a su cargo. Luego, desde a pocos días, le llegó nueva al gobernador que el rey don Felipe había proveído Audiencia para el reino de Chile, y que eran llegados a la ciudad de la Serena tres navíos, y en ellos venían dos oidores, y que el rey les mandaba asentasen el Audiencia en la ciudad de la Concepción. Con esta nueva dejó al maestro de campo encargada la gente y se vino a la Concepción, y con él el general Martín Ruiz.
Los oidores llegados a la Serena fueron rescebidos por el capitán Álvaro de Mendoza, natural de Extremadura, por tiniente de gobernador, con muchas invenciones que mandó se hiciesen para alegrallos. Después de haber descansado pocos días del trabajo de la mar y rescebido algunos caballeros de los que vinieron a Chile con Costilla, que estaban quejosos del maestro de campo por causas que, aunque fueran verdaderas, eran bien livianas, dándoles buena esperanza a todos, se vinieron en sus navíos al puerto de Valparaíso, que es escala de la ciudad de Santiago, y fueron visitados de todos los nobles que en la ciudad había, dándoles el parabién de su venida y festejándolos como mejor pudieron, porque Santiago es un pueblo fértil, vicioso de todas cosas, muy bastantemente proveído para la vivienda de toda suerte de hombres. Se holgaron allí; rogándoles y pidiéndoselo por merced en nombre de toda la república fuesen [a] aquella ciudad, no lo quisieron hacer, diciendo no traían orden para parar en pueblo alguno si no era en la Concepción, donde el rey les mandaba asentar su Audiencia. Dijéronles era invierno y por aquella costa reinaba mucho el Norte; que les podía suceder algún caso adverso; no lo quisieron hacer resumidos en su opinión, de que después fueron bien arrepentidos; y porque fueron informados que la ciudad de la Concepción estaba falta de todo bastimento, mandaron embarcar en los tres navíos que traían el más trigo que pudieron y se hicieron a la vela por el mes de julio, año de sesenta y siete.
Navegando con buen tiempo, les dió una tramontana al principio bonancible y de buena navegación, como ella suele venir, y desde a poco embraveciéndose la mar, y el viento tomando fuerzas, sobreviniendo la noche, iban con grandísima tormenta, que aunque iban su derrota, no se entendían ni sabían qué orden tener para sustentarse; y ansí navegando a la ventura, encomendándose a Dios, cesó el Norte y saltó luego en travesía, que es otro viento peor. Este los echó la vuelta de tierra, y como era tan escuro, y la mar andaba hecha fuego, el navío de Marroquí, que era uno de los tres y el mejor dellos, vino con el temporal tan cerca de tierra que sin entenderse el piloto, dió en unas peñas y en el momento fué hecho pedazos. Murieron en él muchos hombres principales y nobles, en especial el capitán Reinoso, que había servido a su majestad mucho en las Indias; Pedro de Obregón, que ansí mismo había servido a su majestad; Gregorio de Castañeda y otros muchos hombres principales, que algunos dellos venían del Pirú de negocios que tenían, y otros se habían embarcado en la Serena y puerto de Valparaíso; sólo escapó un pobre hombre llamado Lorenzo, ginovés, y dos indios que sin saber cómo ni de qué manera se hallaron en tierra, que los echó la mar; no supieron dar otra razón alguna. Los otros dos navíos, al amanescer, se hallaron junto a tierra, y queriendo dar en ella, por escapar las vidas, fué Dios servido, como era de día bonanzó un poco el viento, y con este buen socorro doblaron una punta, y detrás de ella hallaron un puerto que se llama de la Herradura, donde dieron fondo y estuvieron al seguro dos leguas de la Concepción; desde allí se fueron los navíos a Talcaguano, que es el puerto de aquella ciudad. Los oidores se vinieron por tierra; fueron rescebidos con mucha alegría del pueblo. El gobernador les entregó el gobierno del reino y se fué a Santiago, donde tenía su casa.
Era Rodrigo de Quiroga, cuando tomó el gobierno a su cargo, de edad de cincuenta años, natural de Galicia, de un pueblo pequeño llamado Tor, dos leguas de Monforte y diez y seis de Ponferrada; hombre de buena estatura, moreno de rostro, la barba negra, cariaguileño, nobilísimo de condición, muy generoso, amigo de estremo grado de pobres, y ansí Dios le ayudaba en lo que hacía; su casa era hospital y mesón de todos los que la querían, en sus haciendas y posesiones. Se pudo converdad decir dél, lo que decían los griegos de Cimón, aquel valeroso natural de Atenas, hijo del gran Milciades. Costóle tener el gobierno dos años poco más que gobernó, de sus haciendas gastadas y perdidas por su ausencia. Gran cantidad de pesos de oro. Gobernó bien con próspera fortuna sin tenerla adversa, ni salió de la guerra en todo el tiempo que gobernó, antes si alguna cosa se hacía que conviniese al bien público, era el primero que ponía las manos en ella, y ansí se trataba como un soldado particular, teniendo mucha cuenta y muy puesto por delante el gobierno que a su cargo tenía, para que en tiempo alguno no le fuese reputado ni puesto por cargo haber dado ocasión alguna a mal suceso. No se le conosció vicio en ninguna suerte de cosa, ni lo tuvo; tanto fué amigo de la virtud.

Capítulo LIX

De cómo los oidores llegaron a la Concepción y asentaron el audiencia, y de las cosas que hicieron

Ido el gobernador Rodrigo de Quiroga, los oidores asentaron el Audiencia conforme a la orden que de España traían dada por su majestad y Consejo de las Indias; comenzaron a oír de negocios que había muchos, y pleitos de indios, a causa que por estar pobres no podían illos a seguir a la Audiencia de los Reyes, [y] por respeto de las ordinarias guerras no tenían aprovechamiento de sus indios; luego se movieron muchos para venir a la Concepción y pedir lo que cada uno le parescía tenía derecho por título de los gobernadores pasados. Los oidores nombraron luego oficiales de Audiencia y señalaron cárcel, de corte y procuradores para los negociantes que pedir quisiesen, y oían cada día de negocios públicos, y como habían tomado todo el gobierno del reino a su cargo, después que salían de Audiencia se ocupaban de cosas y proveimientos de guerra. Eran estos señores dos, y sin presidente, porque otro oidor que su majestad había proveído juntamente con ellos, llamado licenciado Serra, murió en Tierra-Firme antes de llegar al Pirú; el uno de los dos, natural de Estepa, llamado licenciado Juan de Torres de Vera, y el otro, natural de Montilla, cerca de Córdoba, por nombre licenciado Egas Nenegas: ambos de conformidad tenían el gobierno.
Queriendo sustentar lo que estaba de paz y atraer lo de guerra a quietud, rogaron al general Martín Ruiz de Gamboa, que lo había sido de Rodrigo de Quiroga, se encargase de hacer la guerra a los indios alzados. Hubo demandas y respuestas, porque Martín Ruiz les pedía le diesen provisión bastante para podello hacer, dándole el supremo cargo. Los oidores no estuvieron en se la dar hasta ser informados de lo que convenía al bien público, y ansí se dilató algunos días, hasta que después, por vía de ruego, se fué a encargar de los soldados que andaban con el maestro de campo Lorenzo Bernal y estaban en la ciudad de Cañete; finalmente de todo, escribieron por vía de acuerdo a todo el común lo respetasen y tuviesen por su capitán, como hasta allí lo había sido; con esta orden se partió y llegó a Cañete, mandando en todo lo que entendía que convenía hacerse. El maestro de campo estaba en la casa fuerte de Arauco, que quería venir a verse con los oidores; enviáronle a decir no viniese, sino que se estuviese en la guerra como estaba; y para hacer gente en las ciudades de arriba para que con más posible se pudiese campear al seguro, enviaron al capitán Alonso Ortiz de Uñiga, natural de Sevilla, con provisión, que por la orden que se acostumbraba en el reino y a él le paresciese, hiciese la más gente que pudiese en las ciudades de Valdivia, Osorno, Imperial, Ciudad Rica, y con ella viniese a la Concepción.
Llegado el capitán Alonso Ortiz a la ciudad de Valdivia, presentó en el cabildo la provisión que llevaba y comenzó a apercibir a las personas que podían ir en su compañía; y otros que eran tratantes y hombres que no seguían la guerra, se componían por dineros para con ellos ayudar a los que estaban pobres con que se aderezasen; juntó en breves días sesenta soldados bien aderezados, y a vueltas dellas muchos otros que venían a negocios, y las ciudades por dalles el bien venido, les enviaron procuradores y que demás de la orden que llevaban tratasen cada uno lo que les paresciese conviniente a su república, conforme a la instrucción que para ello les daban. Llegó el capitán Alonso Ortiz a la ciudad de la Concepción con su gente; fué rescebido de los oidores alegremente. Después de haber descansado algunos días del camino, por respeto del servicio que traían y por no haber cosa nueva, a causa que el general Martín Ruiz, estando en la ciudad de Cañete, tuvo nueva: que los indios de aquella provincia hacían un fuerte, dos leguas de aquella ciudad, como gente que no sabía tener quietud, y se juntaba de cada día más número, apercibió ochenta soldados y envió al fuerte de Arauco dar aviso dello al maestro de campo se hallase con él, el cual vino, y con la gente que trajo y la que el general tenía se juntaron ciento y quince soldados. Llegado al fuerte el maestro de campo, reconosció y dijo al general su merced hiciese cuadrillas, porque en todo caso convenía pelear; que el fuerte estaba por acabar, y por aquella parte podrían pelear a mucha ventaja, aunque los indios eran muchos; el fuerte que tenían era una trinchea lunada con dos puntas a manera de luna cuando está de tres días. Estas puntas fenescían en una quebrada muy honda, y por la frente tenían de más de fondo muchas sepolturas hondas del estatura de un hombre, algunas cubiertas de manera que no se conoscían. Ellos estaban detrás de su trinchea número de tres mill indios, y los más cercanos tenían lanzas largas a medida de las sepolturas para que cayendo en ellas los soldados sin salir a ellos, desde lo alto los pudiesen matar con las lanzas. El general ordenó cuadrillas de a quince hombres cada una, porque mejor pudiesen pelear y socorrerse, y las dió [a] algunos soldados que de valientes eran conoscidos: a don Diego de Guzmán, natural de Sevilla, le dió una; y [a] Alonso de Miranda, otra, y a Luis de Villegas, otra. Desta manera repartió todos los soldados, y con algunas alcancías de fuego que hacen entre los indios mucho efeto para desbaratallos; estando juntos, quedó el general a caballo para proveer lo que conviniese, y treinta soldados, consigo con que pudiese socorrer a la salud de los que habían de pelear a pie. El maestro de campo, con algunos amigos, quiso pelear a pie para poder mejor animar y acaudillar su gente; hablándoles primero, au que en breves palabras, les dijo: aquellos indios habían tenido ánimo esperarle allí, confiados en la fuerza que tenían de trinchea y sepolturas hondas; que no desmayasen, pues al fin eran indios, y que peleando con determinación de hombres, como otras veces habían hecho, no le esperarían el primer ímpitu: que les rogaba mirasen y tuviesen cuenta a no se detener en dar socorro a los que cayesen en los hoyos, sino que pasasen adelante, teniendo tino a la vitoria, porque si se paraban a socorrellos eran desbaratados. «¿Qué más quieren los indios-decía el maestro de campo-que vernos olvidados de las armas, socorriendo a los que están caídos en las sepolturas? Saliendo ellos nos han de tomar ocupados en aquella obra; es cierto a su ventaja pelearán con nosotros, como lo han hecho en otras partes, sino que pasemos adelante peleando animosamente, quitaremos a los indios la ocasión de pelear y matar a los que en los hoyos cayeren, y desta manera ellos saldrán sin que les ayude nadie, ni habrá quien se lo estorbe.» Con esta orden fueron caminando hacia el fuerte. Los indios los dejaron llegar; yendo tan cerca dél, que querían intentar a entrallo, cayó un soldado en un hoyo, luego cayeron otros: los indios los alcanzaban y daban de lanzadas; los demás soldados no se quisieron ocupar en dalles socorro, sino, conforme a la orden que tenían, asaltar la trinchea. Con esta determinación les quitaron el poder herir a los que estaban en las sepolturas, que con este beneficio salieron dellas sin peligro. Los cristianos echaban muchas alcancías de fuego entre los indios, y de su suerte y poca plática de guerra no prendía el fuego, porque las tiraban arrojadizas a manera del quien tira piedras, no habiéndolo de hacer así. El maestro de campo, como había reconoscido por dónde se les podía entrar, acometióles por aquella parte, y muchos soldados con él: los indios pelearon defendiendo la entrada. El general Martín Ruiz estaba a caballo, puesto a la frente del fuerte con treinta hombres haciendo rostro a los enemigos, y encomendó al capitán Andicano con quince soldados a caballo tuviese cuenta con una punta que hacía el fuerte para resistir a los enemigos, si por allí quisiese salir alguna manga. El maestro de campo se acostó al remate del fuerte, que era uno de los dos cuernos que acababan en la quebrada; por allí pelearon también y con tanto ánimo lanza a lanza y [a] arcabuzazos, los enemigos gran cantidad de flechas. Estuvo en peso, un rato la batalla haciendo cada una de las partes todo lo que podía; hasta que viendo los indios la determinación grande de los cristianos y que peleaban como hombres desesperados, volvieron las espaldas para huir; y como no lo podían hacer a causa de estar tan apretados, los mataban con las espadas: dándoles por las espaldas los hacían apretar a los que junto con ellos estaban, de manera que el vaivén los hacía desamparar el sitio que tenían. En este medio, un soldado acertó a echar entre ellos una alcancía; ésta prendió de suerte que quemó algunos indios de los que cerca estaban; viendo su muerte y pérdida presente se echaron huyendo por la quebrada que a las espaldas tenían sin que pudiesen los cristianos seguilles el alcance. Murieron pocos indios por respeto de ser mala la tierra para caballos y no podellos seguir. De los cristianos muchos hubo heridos y ninguno muerto. Desde allí anduvo el general Martín Ruiz por la provincia llamando a los naturales le viniesen a servir, los cuales, viendo que no tenían seguridad en parte alguna, porque donde quiera que iban los seguía e perseguía, comenzaron a venir de paz dando algunas desculpas, y como les eran admitidas, venían de cada día más, hasta que les quitó el temor: tratándoles bien por una parte y castigando los malos por otra, se asentaron y servían todos los comarcanos.

Capítulo LX

De cómo los oidores dieron provisión de general a don Miguel de Velasco y le encargaron la guerra, y de lo que hizo

Ya dije atrás cómo algunos soldados que estaban desgustosos del maestro de campo Lorenzo Bernal se quejaron a los oidores de su orden y manera de mandar en la ciudad de la Serena y por el camino, y las quejas que dél dieron: decían que los trataba mal de palabra y que era áspero de condición e insufrible; y como llegaron a la Concepción los soldados que en el campo estaban, entre algunos bulliciosos y amigos de cosas nuevas trataban de escrebir una carta a los oidores quejándose dél, pidiéndoles que le quitasen del cargo que tenía, o les diesen licencia para irse a donde quisiesen; esta carta firmaron muchos persuadidos unos por otros. Visto por aquellos señores, que aunque venían de España y no tenían plática ninguna de cosas de Indias, mayormente de guerra, como hombres discretos lo enviaron a llamar que se viniese a la Concepción. Llegado que fué, desde a pocos días le proveyeron por corregidor en aquella ciudad, queriendo tenerlo cerca de sí para casos repentinos y cosas de guerra; y porque algunos hombres principales que junto a ellos estaban les informaron que el capitán don Miguel de Velasco era hombre que se le podía encomendar cualquiera cosa por importante que fuese, lo proveyeron por capitán general para todos los casos de guerra, y escribieron al general Martín Ruiz el proveimiento que habían hecho. Teniendo todo buen cumplimiento con él, Martín Ruiz le entregó la gente y se vino a la Concepción. Don Miguel llegó a la ciudad de Cañete: usando del cargo y mando, anduvo por la provincia hablando a los principales que sirviesen a los cristianos y estuviesen en sus casas.
En este tiempo saliendo de la ciudad de la Concepción un sacerdote clérigo de misa que iba a la Nueva Galicia, donde era cura y había venido [a] aquella corte, a negocios que tenía, camino de la ciudad Imperial ocho leguas de ella, en una quebrada fué muerto de unos salteadores que lo estaban aguardando, esperando si pasarían cristianos donde pudiesen hacer asalto; y llegando allí cuatro que iban juntos, al clérigo y [a] un amigo suyo que iban delante, los mataron a vista de los otros dos, que como los vieron alancear volvieron hacia la ciudad de Engol huyendo por no podelles dar socorro, que el uno dellos era fraile y el otro estaba enfermo. Llegados a Engol dieron aviso de lo subcedido, luego salió el capitán que allí estaba a castigar los culpados y tomó algunos dellos. Después que mandó enterrar los muertos, envió los malhechores a la Audiencia para que aquellos señores los castigasen, porque en este tiempo estaban en general tan temerosos todos que ningún capitán quería matar indio alguno, sino con amonestaciones y palabras atraellos a quietud, cosa que por ello se les daba poco, porque vían que los oidores trataban los indios, como no los conocían, amorosamente, y decían que el mal tratamiento les hacía querer antes morir en la guerra que servir a los cristianos; lo qual no procedía sino de ser ellos belicosos, como después lo vieron por esperiencia. Estos indios que fueron en la muerte del clérigo no los castigaron, antes los enviaron al general para que los castigase; resultó dello, llegados los indios, que don Miguel, como vido que no los habían querido castigar, los mandó soltar, los quales iban diciendo por donde pasaban que el general don Miguel de miedo no los había osado matar, y que los oidores eran como clérigos, por respeto de vellos andar sin espadas y con ropas largas; esto dañó más la provincia de lo que estaba con esta nueva.
Después que llegó a la Concepción mandaron aquellos señores que todos los que habían venido apercibidos para la guerra saliesen luego de la ciudad y fuesen a Arauco, donde estaba el general, y a los procuradores de las ciudades mandaron ansí mesmo que fuesen con los demás: de que algunos dellos se teman por agraviados, porque como veníanlos oidores de Castilla y tenían poca plática de las cosas de Chile, después que una cosa mandaban se resumían en que no había de haber replicado, sino complirse; porque un hidalgo llamado Santestevan, que vino por procurador de la ciudad de Osorno, siendo apercebido con los demás dió algunas razones en su descargo para no ir, y no siéndole admitidas, dijo al licenciado Egas Venegas: «Entendíamos que vuestras mercedes venían a este reino a desagraviarnos y dolerse de nuestros trabajos», el cual lo mandó llevar al cepo, y ansí por no verse preso fué la jornada. Y otro soldado antiguo y viejo le fué mandado por el licenciado Juan de Torres de Vera que fuese aquella jornada, el cual dijo que no tenía caballo en que ir, y le mandó que fuese a pie o en un barco por la mar. Llamábase Diego de Carmona, y con pena de muerte le mandó notificar saliese luego del pueblo, y fuese en cumplimiento de lo que le mandaba, y ansí fué como pudo. Ya desde entonces començaban a sentir cuánto mejor les iba con los gobernadores que con Audiencia, maldiciendo a los que la habían enviado a pedir. Llegados a Arauco, el general don Miguel los consoló a todos como los conoscía tan atrás, y dió aviso a los oidores, diciendo que muchos soldados que allí estaban pasaban nescesidad, y que con la ordinaria guerra estaban rotos y muy pobres, que era justo se les enviase alguna ropa con que cubrir las carnes; mandaron luego que en dos barcos les llevasen paño, camisas y otras cosas con que se aderezasen y se la repartiese como le paresciese.

Capítulo LXI

De las cosas que acaescieron después que el general don Miguel recibió la gente que le enviaron los oidores, y de lo que hizo aquel verano

Llegada la ropa que don Miguel envió a pedir, la repartió entre algunos soldados que estaban rotos; diciendo a los demás siempre se tendría cuenta con sus nescesidades para remediallas, se partió de Arauco y anduvo toda la provincia asentando como mejor podía los naturales, gente tan malvada y que de ordinario piensan traiciones y se ocupan en ellas. Vuelto al valle de Arauco, porque llegaron a la ciudad de la Concepción algunos vecinos de Santiago y con ellos número de treinta hombres con mucho ganado, los oidores mandaron que con la gente que en aquella ciudad estaba, aunque tenían negocios, se partiesen y juntasen con el general que estaba en Arauco, por respeto del ganado que llevaban. Creyendo los indios saldrían al camino a quitárselo, como otras veces habían hecho, fueron por todos sesenta hombres y llegaron a la cuesta grande: dejando allí a los que iban para andar en la guerra, se volvieron a la Concepción. El general don Miguel vino al río de Biobio para tratar desde allí con los oidores algunas cosas que convenían. Después de haberse comunicado por mensajeros, se volvió al valle de Arauco, que es la fuerza de toda la gente que tiene la provincia, mandando a los indios que trabajasen en la reedificación de la casa que había comenzado el gobernador Rodrigo de Quiroga; y para quitalle de este cuidado proveyeron los oidores a un hijodalgo de Madrid, llamado Gaspar Verdugo, por capitán, y le dieron provisión que dentro en la casa fuerte con él y con los soldados que consigo tuviese no se pudiese entrometer ninguno otro capitán; en el cual tiempo, don Miguel quiso pasar la cordillera de la otra parte a las vertientes de la ciudad de Angol. Está esta cordillera entre Arauco y la tierra de Angol, y es de mucha montaña, y para hacer esta jornada consideró sería bien acertado castigar aquellos indios destruyéndolos, o compelelles a dar la paz; y para mejor efeto mandó que todos los soldados dejasen su ropa en aquel fuerte y ninguno llevase bagaje de ninguna suerte, y ansí la dejaron con personas de su servicio, cada uno que tuviesen cuenta con ella y la guardasen. Hecho esto, se partió con ciento y cuarenta soldados, los sesenta arcabuceros y anduvo de la otra parte de la cordillera más tiempo de dos meses, sin que dello resultase más de gastalles las simenteras y comidas que tenían porque donde paraban, como llevaba muchos caballos y servicio, destruíanlo todo como si jamás nunca se hubieran sembrado. Andando con esta orden haciendo la guerra más días de los que creyeron, parescióles, pues tan presto no habían de volver donde habían dejado su ropa, era bien importunar al general enviase algunos soldados que la trajesen. Siendo persuadido de muchos, envió un soldado llamado Hernando de Alvarado, deudo suyo, con doce hombres. Los indios, cuando le vieron salir del campo y supieron por las espías que dentro dél tenían que iba por la ropa y había de volver por aquel mismo camino, llamaron por mensajeros a los ausentes, diciendo tenían en la mano una suerte provechosa. A esta voz, se juntaron grande número dellos en lo alto de la montaña, esperando quitalles la ropa y las vidas con ella. Hernando de Alvarado, como llegó Arauco, quiso luego partirse con los caballos cargados. El capitán que estaba en el fuerte tenía algunos indios que le eran amigos, y para el efeto pagados que le servían de espías: éstos le dijeron que mucha gente de guerra esperaban a los cristianos en la montaña. Luego que lo supo, informó [a] Alvarado, el cual como hombre impetuoso y que no quería más de su voluntad, no quiso dejar de hacer su camino, diciendo el general estaba cerca, y que para pasar lo alto de la montaña quería apercebir veinte hombres de los que estaban en aquella fuerza. El capitán Verdugo le dijo no se los daría, que era perdellos y poner en condición lo demás. Alvarado quiso mandar a los soldados se aprestasen; ellos le dijeron no lo conoscían por su capitán, sino a Gaspar Verdugo. Desto vinieron a enojarse y tratarse mal de palabras y casi querello poner a las manos. El capitán Verdugo hizo de todo una información y la envió a los oidores, los cuales por su carta le dieron [a] Alvarado cierta corrección, el cual con tan poca gente no se atrevió volver donde el general estaba, que como vido tardaba, informándose de los indios el cómo y dónde estaban, supo esperaban en el camino la ropa que les había de venir, y como allí no se hacía efeto alguno para traer aquellos naturales a la paz, que tan precitos estaban en su opinión, partió con todo el campo. Los indios, cuando vieron su determinación, no quisieron pelear con él, viendo que traía mucha gente, y ansí llegó sin estorbo alguno al valle de Arauco. Haciendo allí estada algunos días por orden de los oidores, dió licencia a los que tenían negocios en la Audiencia, y desde a poco licenció a todos los vecinos que vinieron con el capitán Alonso Ortiz de Uñiga apercebidos para la guerra, quedando los soldados que habían rescebido paga del rey. Entre éstos había muchos hombres nobles que en público delante de otros se quejaban de los oidores, diciendo que el rey los había enviado al reino de Chile a tenello en justicia, y que ésta en los casos que se ofrecían en letigios, era cierto que lo hacían bien y daban la justicia a los que la tenían, mas que en dar los aprovechamientos que había en el reino no guardaban buena orden, porque los daban a sus parientes y a otros que eran de sus tierras, sin debérselo aquel reino, estando tan adelante muchos hidalgos que desde el tiempo de Valdivia habían trabajado mucho y ayudádolo a ganar, y muchas veces aventurado sus vidas sirviendo al rey, y al presente lo andaban, y que la instruición que su magestad les había dado, mandaba en el proveer de los tales cargos tuviesen cuenta con los hombres beneméritos y antiguos y que ellos no lo hacían ansí. Desto todo daban la culpa al licenciado Egas Venegas, que como oídor más antiguo, usando oficio de presidente, dispensaba ansí como tengo dicho. Desto resultó una plática que se estendió por el reino, afeándolo, diciendo era justo apartarse de la guerra, pues los que andaban en ella no sacaban más de trabajos, hambres y muertes, y los provechos daban a quien les parescía, no habiendo nunca andado en ella. Demás desto, venían algunos soldados de el campo con licencia de los oidores, y como no tenían que dar de comer a su servicio, pedíanles algún trigo de lo del rey que tenían a su cargo los oficiales. Y como llegaban a negociar con el licenciado Egas, después de haberlos oído, los enviaba al licenciado Juan de Torres de Vera, que con buen comedimiento los volvía a enviar al licenciado Egas, y en las licencias para algunos soldados que andaban en la guerra era lo mesmo; y como no estaban vezados a negociar por aquella orden con los gobernadores, y que era un hombre solo y andaba de ordinario con ellos, sentían la falta que les hacía y proponían muchos de no andar en el campo, sino apartarse de guerra tan infinita. Y vino después a ser ansí, que aunque les daban socorro, que es paga del rey a docientos pesos y más, no querían rescebillos, y algunos de menor condición se metían en las iglesias y otros se escondían por los montes porque no les compeliesen; que aunque los oidores eran afables y partían lo que tenían amigablemente con quien lo quería, siempre los tuvieron por odiosos y de secreto no estaban con ellos bien.
En esta coyuntura vino el doctor Bravo de Seravia por gobernador del reino y presidente de la Audiencia y voz de capitán general. Llegado a la ciudad de la Serena, que es el primer puerto de Chile, luego se tuvo nueva en la ciudad de Santiago y desde allí hicieron mensajero a la Concepción, de que rescibieron los oidores y todo el reino gran contento y alegría con nueva tan nueva en general, porque los quitaba de trabajo, teniendo a su cargo las cosas de justicia y gobierno, porque no sabían cómo juntar campo el verano siguiente sino con gran pesadumbre, diciendo que un gobernador estiéndese por vía de gobierno a lo que quiere, lo que ellos no podían hacer con tanta libertad: y ansí hicieron alegrías en la Concepción, y los soldados que en la guerra andaban se alegraron mucho, y los demás que estaban por las ciudades del reino se comenzaron, [a] aderezar cada uno conforme a su posible para irle a servir, a causa que el doctor Seravia traía gran fama de hombre prudente, buen cristiano y de mucha discreción. Los oidores, para mejor ayudalle en las cosas de guerra, proveyeron al capitán Gaspar Verdugo, que estaba en el fuerte de Arauco, y le mandaron fuese a las ciudades donde el capitán Alonso Ortiz de Zúñiga había hecho gente el verano de atrás, y que a todos los que dejó apercebidos para la guerra aquel verano los trajese consigo. Para ello le dieron provisión conforme a la orden que se tenía, mandando a los corregidores le ayudasen en todo lo que mandase, para que hubiese buen efeto su pretensión.

Capítulo LXII

De cómo llegó el doctor Saravia al reino de Chile y del rescebimiento que se le hizo en la ciudad de Santiago

Rescebida por el doctor Saravia la provisión que esperaba de gobernador de Chile, puso luego en orden su casa para venir a su gobierno: embarcándose con buen tiempo en el puerto de los Reyes, llegó a la ciudad de Coquimbo, que por otro nombre se llama la Serena. Fué rescebido por el cabildo de aquella ciudad y por el comendador Pedro de Mesa, natural de Córdoba, que era corregidor puesto por el Audiencia, con mucha alegría, aderezando las calles por donde había de pasar conforme a su posible, porque Coquimbo tiene nueve vecinos y no más, a causa de tener pocos indios: que Valdivia cuando pobló aquella ciudad más fué por el puerto que tenía para navíos y por la escala que allí hacían los que viniesen por tierra, que por otro respeto alguno, y por tener aquel paso seguro, teniendo atención a lo de adelante; que a lo que agora vemos no se engañó, porque muchos se han avecindado en ella, y de cada día se va ampliando y es al presente buen pueblo. Después de ser allí bien rescebido en contentamiento del pueblo, trató cómo venir por tierra con su casa, mujer e hijos que consigo traía. El corregidor le proveyó de todo lo nescesario, ansí caballos como refresco, por el camino que tocaba a su juridicción; y ansí, después de haber descansado del trabajo de la mar, desde a pocos días se partió y dejó a su mujer en aquella ciudad para que desde a doce o quince días viniese a Santiago; y para el efeto de venilla sirviendo quedó el capitán Juan Jufre, el cual les ofreció su casa donde posasen. El gobernador lo acetó, y Juan Jufre despachó la aderezasen con todos los aposentos altos, que había muchos. Ansí mesmo, la justicia e regimiento de Santiago, como tuvieron nueva de su venida, enviaron algunos hombres que proveyesen los pueblos por donde había de pasar, de que tuviesen bastimento en abundancia para todos los que viniesen. Hízose ansí, porque la comarca de Santiago es fértil, abundosa de toda recreación; y dentro en la ciudad el capitán Juan Barahona, natural de Burgos, corregidor proveído por el Audiencia, mandó hacer muchos arcos triunfales, aderezando las calles por donde había de pasar con tapicería y otras cosas que les daban mucho lustre; y a la entrada de la calle principal mandó hacer unas puertas grandes a manera de puertas de ciudad, y en lo alto de ellas un chapitel que las hermoseaba mucho, puestas muchas medallas en un lienzo con las figuras de todos los demás gobernadores que habían gobernado a Chile, con muchas letras y epítetos que hacían al propósito; y de fuera de las puertas una mesa baja cubierta de terciopelo carmesí, y encima de una. almohada de terciopelo puesto un libro misal para tomalle juramento. Llegando a vista de la ciudad, le salió a rescebir toda la gente de a caballo, que era mucha, los más en orden de guerra con lanzas y dargas, y muchos indios de los que estaban en el cercuito de Santiago armados a su usanza con muchas maneras de invenciones, lo rescibieron acompañándolo hasta las puertas de la ciudad, donde estaba el capitán con todo el cabildo esperando. Llegado cerca, 1e ofrecieron en nombre de la república un hermoso caballo overo, aderezado a la brida, con una guarnición de terciopelo dorada, el cual rescibió y se puso en él, y llegando a las puertas salió la justicia con todo el cabildo bien aderezados de negro y le dieron el bien venido. Luego le pidió el corregidor en nombre de la ciudad: «V. S. jure poniendo la mano encima de estos evangelios, teniendo el libro abierto, que guardará a esta ciudad todas las libertades, franquezas, exenciones que hasta aquí ha tenido, y por los demás gobernadores antecesores de V. S. le han sido dadas y guardadas.» Dijo a estas palabras que lo juraba ansí. Abrieron luego las puertas de la ciudad y descogeron un palio de damasco azul con muchas franjas de oro que lo hermoseaban, teniéndolo descogido delante de la puerta para metelle dentro dél; pidiéndoselo por merced los alcaldes y regidores, no lo quiso acetar, sino que iría fuera del palio, mostrando mucha humildad. Llegó el corregidor Juan Barahona a tomalle el caballo por la rienda queriéndole servir en caso tan honroso como es costumbre; no lo quiso consentir, dando a entender la llaneza que traía, hasta que siendo importunado lo permitió, mas no quiso entrar debajo del palio, sino ir detrás dél como dos pasos: desta manera lo llevaron a la iglesia mayor y desde allí a su posada. Desde a pocos días entró fray Antonio de San Miguel, obispo de la Imperial y primero consagrado en el reino de Chile: ordenaron vecinos y soldados muchos regocijos de toros, juegos de cañas, regocijándole en todo lo que podían. Desde a quince días llegó su mujer, doña Gerónima de Sotomayor: fué rescebida con mucho regocijo y alegría de todo el pueblo, de lo cual fué y era merecedora por las muchas partes que tenía de virtud.

Capítulo LXIII

De cómo el gobernador Saravia salió de Santiago para ir a la Concepción, y de cómo nombró por su general a don Miguel de Velasco, y de las cosas que acaescieron

Rescebido el gobernador Saravia en la ciudad de Santiago, se entendió el deseo que traía de acabar la guerra que tantos años duraba y tan dañosa era para todo el reino, y como hombre que tenía espirencia de haber visto y leído que muchas veces de soldados sencillos salen avisos discretos e importantes para buen efeto de guerra, trataba y comunicaba de ordinario la orden que tendría para acaballa con brevedad, que esta brevedad en adelante le dañó mucho: su conversación lo más del tiempo ocupaba en esto, y porque juzgó que la hacienda del rey estaba empeñada por el ordinario gasto, pidió a los vecinos de Santiago ayudasen al rey con alguna parte de los tributos que los indios les daban, pues iba por todos el asentar el reino. Comunicado entre ellos, se resumieron darle la octava parte del oro que durante el tiempo de ocho meses que los indios andan en las minas le sacasen, condicionalmente que no llevase a la guerra ningún vecino, ni hijo suyo ni criado que tuviesen en sus haciendas, aunque después que le hubieron hecho obligaciones por ello, no lo cumplió, porque llevó nueve vecinos, de que se quejaban en general; mas como de nescesidad habían de pasar por ello, llevábanlo con buen ánimo. Demás desto, hizo acuerdo con los oficiales del rey para gastar lo que fuese nescesario de la hacienda real y dar socorro [a] algunos soldados que estaban pobres y no tenían posible para poder ir en su compañía. A éstos mandó dar de ropa en las tiendas que los mercaderes tenían puestas a docientos pesos, más y menos conforme a la nescesidad que cada uno tenía, para que se pudiesen aviar y aderezar. Después que hubo cumplido con todos y dádoles armas, caballos y ropas que montó el gasto como poco más de ocho mill pesos, salió de la ciudad de Santiago a la primavera con ciento y diez soldados bien en orden, y dejó su mujer e hijos en casa del general Juan Jufre muy servidos y regalados, como si estuvieran en la suya propia.
El gobernador Saravia entró tan bien puesto en Santiago, que con grande amor le daban los vecinos sus hijos primogénitos que fuesen con él aquella jornada, y por el camino le fueron sirviendo y acariciando, proveyendo a toda la gente que consigo llevaba hasta el río de Maule, que parte términos con la Concepción. Allí, por orden del general Juan Jufre, le proveyó su hijo de muchos caballos cargados de bizcocho y otras maneras de matalotaje para el camino y gastar en la guerra, y ansí mismo de carneros y puercos para su servicio y gasto ordinario; que fué principal presente en grado de amistad. Pasado el río, cambió una jornada con el campo, y otro día llegando al camino que atraviesa de la Concepción y va a Engol, porque tenía pensado ir [a] aquella ciudad a verse con los oidores, encomendó el campo al capitán Diego Barahona, natural de Burgos, y habló a todos que le respetasen por su capitán; tomó el camino de la Concepción y el campo fué camino de Angol.
En la Concepción como supieron su venida, le salieron a rescebir el general don Miguel de Velasco y muchos capitanes otros, e los indios y repartimiento del capitán Diego de Aranda, vecino de aquella ciudad, el cual le hizo allí un espléndido banquete. Siguiendo su camino, acompañado de tan principal gente, tratando en cosas de guerra llegó a la Concepción. Fué rescebido por los oidores y pueblo con mucha alegría, aunque por estar de guerra y los vecinos muy pobres a quien era dado el rescebimiento, no hubo cosa alguna notable. Hospedólo en su casa el licenciado Egas, oidor de aquella Audiencia, con muchos regalos y buena conversación y muy principal mesa, porque era cumplido y generoso en lo que hacía. Estando en tan buena conversación, porque no se le pasase el tiempo conforme al deseo que tría, trató con los capitanes que en aquella ciudad estaban y le habían venido a ver y rescebir, la orden que tendría en hacer la guerra: tomando parescer con todos, y oyendo lo que cada uno decía, se resumió en que el general Martín Ruiz de Gamboa, como hombre tan reputado y que también lo entendía, llevase a su cargo la provincia de Tucapel y Arauco, y con sesenta soldados anduviese por toda ella asentando y castigando a los que hubiese culpable: le dió comisión bastante para todo lo que quisiese hacer, y trató con el general don Miguel que se encargase del campo y de todo lo tocante a la guerra, como lo había hecho hasta allí gobernando, los oidores; no lo quiso acetar escusándose con algunas razones. El gobernador Saravia quiso entonces llevar consigo al maestro de campo Lorenzo Bernal, que lo mandase todo como hombre que tenía plática de guerra y sabía la tierra y conoscía las mañas y cautelas de los indios, finalmente esperiencia civil y militar de lo que convenía. Entendido esto por algunos hidalgos mancebos que junto al gobernador andaban y estaban mal con el maestro de campo del tiempo que con él anduvieron en el campo del gobernador Rodrigo de Quiroga y eran amigos de don Miguel fueron allí, le importunaron que aceptase el cargo, pues era tan honroso, y por no ser del maestro de campo mandados; de esta manera persuadido, lo aceptó. Y conforme a lo que el gobernador tenía de plática mandó al maestro de campo, que en aquel tiempo era corregidor en la Concepción, que con sesenta soldados se pusiese entre los dos ríos, Biobio y Niviqueten, y que el gobernador con lo principal del campo se pondría de la otra banda del río, tomándolo en medio, desharían aquellas ladroneras que los indios tenían, quitándoles el no poder pasar a ninguna parte de nescesidad, viéndose tan apretados habían de servir o quedar destruídos. Esto trató en acuerdo de guerra, y lo puso por obra por la orden dicha, que fué buena si adelante no se desbaratara, porque en aquella sazón tenía encomendada la fuerza de Arauco al capitán Gaspar de la Barrera, natural de Sevilla, con treinta hombres de guerra, y la ciudad de Cañete estaba poblada y la tenía a su cargo el general Martín Ruiz de Gamboa, con sesenta hombres, los treinta dellos para traellos consigo y acudir adonde le paresciese. Algunos hombres que tenían plática de guerra le dijeron al gobernador Saravia que no debía de ir allá, sino estarse en aquella ciudad, y desde allí proveer lo que fuese necesario, pues tenía capitanes tan pláticos que tantos años la habían seguido o quiso venir en ello, diciendo que si se quedaba en aquella ciudad se quedarían muchos soldados antiguos y capitanes que no querrían ser mandados por otros, y que por este respeto de meter más gente en el campo le convenía andar en él, no para más de representar su persona a todos, y que don Miguel hiciese lo que él entendiese que conviniese, pues todo se lo había encargado. Con esta orden salió de la Concepción, y llegando a los Llanos, que es ocho leguas de camino, le salió a ver un indio hermano de Lloble, alcual trató bien y lo envió por mensajero a llamar a su hermano, dándole un anillo que pidió a un soldado que iba con él para que entendiese por aquel anillo que no rescebiría mal alguno y podría venir seguro. Lloble no se fió, porque había pocos días que había muerto por orden suya un soldado llamado Gavilán, que llevaba unas ovejas, y por este respeto estaba temeroso. De allí caminó al río de Biobio y lo pasó en unas balsas de madera, y porque tuvo nueva que la ciudad de Engol estaba desproveída de bastimentos, no quiso entrar en ella, y se fué al estero de Rancheuque, donde tenía su campo asentado. El capitán Diego de Barahona le estaba esperando; fué de todos rescebido con mucho amor por las muestras que daba de humano y afable. El capitán Gaspar Verdugo se juntó en este asiento con el gobernador y sesenta soldados que trajo en su compañía de la ciudad de la Valdivia comarcana: puestos debajo del mando de don Miguel eran doscientos y veinte, todos soldados viejos y de mucha plática de guerra. Luego dió cargo del estandarte real a un caballero de Cáceres llamado don Alonso de Torres, y proveyó a don Gonzalo Mejía por sargento mayor, natural de Sevilla, y quiso ansí mesmo hacer compañías y repartir en ellas la gente, que era la mejor orden de guerra a lo que decían hombres prudentes que en su campo andaban. Fuéle al camino el general y alférez general y sargento mayor, diciendo que no había necesidad para tan poca gente tantos capitanes, no entendiendo que para casos repentinos y aun pensados era muy acertado proveimiento; mas cuando las cosas van guiadas por pasión en todo se yerra.

Capítulo LXIV

De cómo el gobernador Saravia hizo consulta de guerra con los capitanes que llevaba, y la plática que propuso por dónde se acertaría mejor a hacer, y de lo que se proveyó

Puesto el gobernador en el estero de Rancheuque en el mes de diciembre del año de sesenta y ocho, mandó juntar en su tienda todos los capitanes que en su campo llevaba y algunos soldados, que aunque no eran capitanes ni lo habían sido, tenían mucha plática de guerra por haberla usado mucho tiempo. El gobernador les dijo que lo que le paresciese que convenía hacerse por el bien público lo advirtiesen dello, como hombres que tenían plática de toda la tierra: que él había venido del Pirú con voluntad de quitar una guerra tan enojosa y dañosa a todo el reino de tantos años atrás, y que la mesma voluntad tenía al presente: que claramente le dijesen lo que cada uno entendía; que aunque dejó tratado con el general Martín Ruiz de Gamboa y con el maestro de campo Lorenzo Bernal otras cosas, si convenía mudar de parescer lo haría, porque en las cosas de la guerra no se ha de mirar a sustentar una cosa, sino a lo que más conviene. Después de haber tratado en ello, hubo varios paresceres, que unos decían por Puren era lo mejor a causa de estar aquella comarca cerca de la ciudad Imperial y por ser tierra de más tempranas simenteras que otra alguna y más fértil, y estar aquellos indios culpables mucho tiempo había, y que estando el campo puesto en aquel valle aseguraba la ciudad Imperial y el camino real desde Angol a ella, y que aquellos indios habían enviado a decir que querían dar la paz, perdonándoles la muerte de don Pedro, y como era cabeza Puren de lo demás a ello comarcano, sería parte, haciendo aquellos indios amigos, que los otros viniesen con facilidad al servicio, y que comenzándose a enhilar se acababa breve la guerra, porque quando los ánimos están dudosos, pequeña ocasión basta para moverlos a la parte que quieren. Otros decían era mejor comenzar la guerra por donde estaban, conforme a la orden que el gobernador dejaba dada en la Concepción y que no era bien inovar cosa alguna. Después de haberlo tratado, viendo no se conformaban, se resumió en lo que tenía acordado y proveyó fuese su general con cincuenta soldados a caballo a ver y reconoscer la comarca en donde estaba, si había bastimento para sustentar el campo, de trigo, cebada y otras legumbres. Pues yendo a ver y reconoscer la disposición de la tierra, vino otro día y trajo lengua, había mucha comida en la campaña, de la cual bastantemente sería el campo proveído. Comenzó a enviar mensajeros por la provincia llamando de paz a los naturales, los cuales no daban oído a cosa alguna que sonase a paz, antes se convocaron por sus humos y tratos ordinarios de guerra, que por ellos se entienden para pelear juntos. Muchos caciques y hombres principales tratan entre ellos, juntos como estaban, qué orden tendrían para pelear con los cristianos, porque illos a buscar eran muchos y se ponían en sitios a su ventaja, por donde si iban en su demanda se perderían. Resumiéronse en hacer un fuerte dentro del cual se hallaban bien, porque aventuraban a perder poco diciendo si los cristianos quisiesen pelear con ellos, allí pelearían como otras veces lo habían hecho; y si no poco se perdía, pues entre tantos indios era poco el trabajo que podían tener, y que para buen efeto no paresciese indio ninguno por la tierra llana, que viendo los cristianos no parescían, sería posible venillos a buscar. Luego se juntaron por sus mensajeros y escogeron un cerro alto a manera de una bola: en aquél comenzaron a hacer su trinchea y hacer algunas sepolturas, y porque hallaron que tenía piedras y no podían sacar la trinchea como querían, hincaban maderos y entre ellos ponían piedras grandes y otros maderos atravesados. Hecha su albarrada, estuvieron esperando lo que Saravia haría: el cual mandó que con los indios amigos que en su campo traía saliesen soldados por su orden y les cortasen las simenteras, arrancándoles el maiz, papas, frisoles, derribándoles los trigos y cebadas, que tenían muchas y muy buenas, dejando la tierra por donde andaban que parescía no haberse sembrado jamás. Era ésta la más brava guerra que se les podía hacer, y como las simenteras eran muchas para que a menos trabajo se pudiesen destruir, mandó al capitán Alonso Ortiz de Zúñiga fuese a echar cuatro soldados de la otra parte de la cordillera que cae en Arauco, con una carta suya al capitán Gaspar de la Barrera, que tenía a su cargo aquella plaza, que luego apercebiese trecientos indios con sus armas, que para tal día enviaría por ellos, y que él saliese con la gente que le paresciese del fuerte hasta la primera dormida, que allí se toparía con el general que iría a recibillos, para que con más facilidad se destruyesen aquellos indios de guerra, gente tan malvada. Gaspar de la Barrera los apercibió y tuvo juntos para aquel día. En el entre tanto el gobernador Saravia tomó para su consejo de guerra cuatro soldados los que su general le nombró, amigos suyos, diciendo que con ellos podía tratar en general todas las cosas que se ofreciesen tocantes a la guerra a causa que tenían plática y espiriencia militar; aunque después sabido en el campo se murmuraba, diciendo no se tenía atención al bien general, más de sólo amistad privada, y mandaba de allí adelante se procediese en el cortar las simenteras, mudando de cada día el campo por hacelles mayor daño, compeliéndoles a venir de paz; y para ponelles más temor fué informado cerca de allí estaban en un monte juntos muchos muchachos y mujeres con algunos indios que los guardaban, envió al capitán Alonso Ortiz con ochenta soldados una noche. Llegó a la que amanescía donde estaban, y con los indios amigos que llevaba, como gente suelta, tomó mucha chusma con algunos indios de su guarda y grande cantidad de ganado de toda suerte. Vuelto al campo, el gobernador los salió a rescibir e hizo mucha honra de palabra, y lo trajo consigo. Otro día luego quiso ir a ver el fuerte que los indios habían hecho, cuando quisieron pelear con el gobernador Rodrigo de Quiroga, que no le fué poco dañoso, porque a lo que después se entendió, los indios se animaron en su obra viendo al gobernador que lo mandaba todo ir a ver aquel fuerte y que ansí había venido para entender de qué manera estaba, paresciéndoles era camino para llevallo al que los hacían, que aún no le habían acabado. En esto se llegaba el tiempo, que con el capitán Gaspar de la Barrera estaba concertado, para traer los amigos de Arauco por orden del gobernador. Salió el general don Miguel con cien caballos, buenos soldados: llegado al lugar donde se habían de ver todos a un tiempo, durmieron aquella noche juntos. Otro día por la mañana se partieron don Miguel para el campo con trecientos amigos, y Gaspar de la Barrera a la plaza de Arauco. Martín Ruiz de Gamboa, a quien el gobernador Saravia había encomendado la provincia de Arauco y Tucapel, vino allí a verse con él y pedille gente para volver a la provincia y poder castigar a los principales que intentaban novedades y no se hallaba con gente para podello hacer: resultó que de los indios que trajo y plática que él tenía, se supo en el campo el fuerte que los indios hacían. El gobernador, informado de Levolican, por otro nombre don Pedro, indio belicoso, le dijo que era verdad los indios de guerra hacían un fuerte y en la parte que lo hacían, y el gran deseo que tenían de pelear con él. Luego se estendió por el campo la nueva por cierta y Saravia, se inclinó a pelear con ellos en la parte que estuviesen.

Capítulo LXV

De cómo el gobernador Saravia envió al general don Miguel a deshacer una junta de indios, y cómo después de venido le mandó ir a deshacer el fuerte de Catiray, y donde lo desbarataron, y lo demás que acaeció

Teniendo nueva el gobernador Saravia, que cerca de su campo había una junta de indios, no sabiendo para qué efeto, quiso tomar lengua dello, y si se pudiese hacer, dar en ellos una mañana y antes que tuviesen aviso desbaratallos, castigando los que se pudiesen haber. Tratado con don Miguel, se apercibieron cien soldados para a la segunda vela que estuviesen con sus armas en orden. Aquella hora partió don Miguel: caminando todo lo que de la noche quedaba, llegó al amanecer donde los indios estaban en un monte arrimados en una quebrada, que siempre toman por reparo para sus necesidades, que es para caballos gran defensa. Don Miguel se detuvo en hacer cuadrillas de la gente que llevaba para pelear si se ofreciese, y con orden de guerra caminando, cuando llegó no los halló allí; o fué que tuvieron aviso de las espías que tenían secretas en el campo, o que cuando se detuvo en hacer las cuadrillas los indios le vieron, o fueron de sus centinelas descubiertos, halló huella de mucha gente y de haber estado allí algunos días. Oyéronse cornetas, que iban tocando hacia la parte donde el fuerte se hacía, vieron algunos con sus lanzas ir por un camino delante dellos la vuelta del fuerte; no los pudo seguir a unos ni a otros, por ser camino de montaña y muy áspera para caballos, que de ninguna manera se podía caminar si no era a fuerza de gastadores. No habiendo hecho ningún efecto, se volvió al campo e informó al gobernador dello; rescebió desgusto en ver lo poco que se hacía para castigar los indios en las personas, que en las haciendas no se les podía hacer mayor daño del que rescebían. Díjole el gobernador por qué no había seguido el alcance. Don Miguel le respondió que la disposición de la tierra no dió lugar a más, que él iba con ánimo de pelear, si hallara con quien. Saravia le replicó a esto y le dijo que peleara con los árboles; apartáronse desgustosos ambos. El gobernador otro día siguiente mandó juntar su acuerdo de guerra y algunos soldados que habían sido capitanes y tenían plática de la tierra de Chile; con ellos trató era informado los indios hacían un fuerte cerca de allí para pelear con él en aquel lugar que llaman Catiray, donde otras veces habían peleado, teniéndolo por su adoratorio y pronóstico de buena fortuna, entendiendo que allí no les podía faltar; le parescía se debía ver y reconoscer sitio donde se pudiese llevar el campo cerca de donde estaban: que puestos allí se buscarían mañas y ardides cómo desbaratallos y pelear con ellos en aquel asiento donde a su parescer e idolatría tienen cierta la victoria, porque desbaratándolos allí, en una sola batalla se conquistaba lo que estaba de guerra y lo de paz se afirmaba más en amistad, quitándoles su loca imaginación, dándoles a entender que para cristianos no había parte alguna donde pudiesen estar seguros, porque de presente se hallaba con docientos y veinte soldados y dos piezas de artillería, y de los soldados los noventa arcabuceros, con más de seiscientos amigos. Que se debía procurar quitallos de allí con buena orden, lo cual con el ayuda de Dios se haría fácilmente, y que para buen efeto fuesen juntos Martín Ruiz de Gamboa y don Miguel de Velasco con los demás capitanes que en el campo andaban. Pues iba por todos, mirasen por el bien público; y en todo caso les encargaba reconosciesen dónde se podía llevar el campo que estuviese cerca de los enemigos. Todos los de su acuerdo de guerra, viéndole inclinado, se resumieron en que era bien proveído; ansí mandó el gobernador a don Miguel apercibiese la gente que le pareciese bastante, y que si le paresciese, llevase dos piezas de artillería y algunas hachas y azadones para limpiar el camino, pasos estrechos; y para que con más gente se hiciese, escribió al maestro de campo Lorenzo Bernal, que andaba cerca de allí haciendo la guerra con cincuenta caballos, le enviase veinte. Lorenzo Bernal los envió y escribió no mandase hacer aquella jornada, que era informado había mucha gente y no se aventuraba a ganar, y que si todavía era de parescer se hiciese, le diese licencia para irle a servir; el gobernador no le respondió por entonces. Su general don Miguel abominaba aquella jornada y quisiera mucho no hacella, mas no se atrevía [a] declararse con Saravia, porque no le tuviese por hombre que en un negocio importante como era aquél no quería aventurar su persona; y aunque muchos caballeros mancebos que en el campo andaban y eran sus amigos le ponían calor y decían bravezas que habían de hacer, todavía andaba triste y se conoscía dél era jornada aquella contra su voluntad, y que no se hacía por su consejo ni parescer, sino compelido por nescesidad que tenía de sustentar su honra y reputación, diciendo aquellas palabras que dijo Pompeyo en Farsalia, queriendo dar la batalla a César, compelido de algunos caballeros romanos que en su campo andaban, que por ser tan notorias no las trato aquí; y ansí envió de su parte al capitán Alonso Ortiz de Uñiga tratase con el gobernador Saravia no mandase hacer aquella jornada, poniéndole por delante muchas cosas, el cual no sólo no lo quiso hacer, más ni aún oíllo. También desde a poco de la casa del gobernador salió una plática en que decían que los que tenían los cargos hacían la guerra perezosamente y no la querían acabar por estarse en ellos a causa de sus aprovechamientos y de sus amigos; porque sin cargos estarían en sus casas como hombres privados, y con ellos mandaban y eran respetados; y mirando los que esto decían que no hay mayor gloria para el capitán que sigue la milicia que en su tiempo acabar la guerra y que dél quede aquella memoria.
Pues volviendo a don Miguel de Velasco, con ciento y cuarenta soldados salió del campo al cuarto de la luna, con intención de reconoscer el sitio que los indios tenían y ver dónde se podía llegar cerca del fuerte para llevar la resta del campo, y con mejor orden al seguro desbaratar aquellos bárbaros. Mas cuando las cosas están ordenadas por Dios y quiere castigar a los que mandan por sus culpas, ciégales el entendimiento, como acaesció en aquella guerra que tan dañosa fué a todo el reino, porque muchos soldados, hombres prudentes que tenían tino a lo de adelante y andaban en el campo, decían en público era torpeza de capitanes querer pelear con unos indios metidos en un corral cercado de maderos puestos en un cerro, lugar a propósito, donde si les va mal después de haber hecho su posible, tienen a las espaldas la huída y por ella se van retirando, sin que les puedan cercar el sitio que tienen. ¿Qué mejor guerra se les podía hacer ni más cruel que quitalles las simenteras como se las destruían? Y era cierto que entrando el invierno todos perecerían de hambre: pues estaba poblada la ciudad de Cañete y la casa fuerte de Arauco, y al presente todo se hallaba reparado, sin perder un hombre se acabaría de conquistar y castigar lo que estaba de guerra, pues era lo menos de la provincia. Que aquel año con el daño que se les hacía quedaban castigados, y el de adelante se acabaría de asentar todo, haciendo la guerra atentadamente y no con temeridad, pues tenían delante la pérdida de Francisco de Villagra, que por la muerte de su hijo en Mareguano despobló la ciudad de Cañete y estuvo en condición de perder lo demás del reino por una loca osadía, y a él le costó morir de dolor. El indio Levolecan, por nombre de cristiano llamado don Pedro, decía: «¿Qué quieren buscar los cristianos en aquel fuerte que los indios tienen? Pues aunque los desbaraten no pueden tomar ningunos ni castigarlos por respeto de la mala tierra en que están tan a su propósito.» Que él bien sabía que allí no tenían oro ni ropas de precio, sino maderos, piedras, y que déstos no se habían de mantener; que no haciendo cuenta dellos, desampararían el fuerte y vendrían a buscar al gobernador, si con él quisiesen pelear, y que entonces podrían pelear los cristianos, si tanta gana de pelear tenían, porque la guerra que se les hacía era cierto la mejor quitándoles las simenteras: que los indios a ellos comarcanos no les habían de dar de comer de ordinario, si no lo sembraban ellos, y que se les quitaba la oportunidad para todo.» Esta plática andaba por el campo que a todos parescía bien, y decían que hasta aquel indio, con ser enemigo de cristianos y contra su nación, les decía lo que convenía; mas ninguno había en el campo que lo osase tratar con el gobernador Saravia a causa que era tan impaciente en oír lo que no le daba gusto o le era en contrario, que no los quería oír, y ansí le dejaban para que su fortuna hadada hiciese dél lo que tenía determinado; y ansí resumido en que se fuese a hacer el efeto acordado, se pusieron en camino.
Los indios fueron avisados por sus espías, y con la orden que les dió Millalelmo, que aquella noche llegó con su gente de guerra, se estuvieron quedos esperando que llegasen los cristianos. De los indios de Arauco y de su comarca con muchos repartimientos otros que estaban de paz, se juntaron con los de guerra para satisfacer la enemiga que con cristianos tenían. Llanganabal, cacique principal en Arauco con Millalelmo y otros capitanes, mandaron a los indios recogiesen gran cantidad de piedras e hiciesen dellas montones por la frente del fuerte y que dejasen llegar los cristianos a él para poder mejor aprovecharse dellas. El fuerte que tenían era un alto cerro, delante dél hacía un poco llano; por los demás lados al derredor tenían laderas que el f uerte las señoreaba y una quebrada grande y por junto al llano tenía una puerta, por ella entraban los indios y salían. Don Miguel llevaba la vanguardia, y Martín Ruiz la retaguardia. Llegado con el avanguardia a los indios mandó apear los arcabuceros y los demás soldados que le paresció ser hombres sueltos para andar desenvueltamente; por aquella ladera los repartió en cuadrillas y les señaló caudillos a quien acudiesen. Quedó él a caballo con veinte y cuatro soldados, y mandó que los indios amigos de Santiago los llevase a cargo Francisco Jufre, hijo del general Juan Jufre, soldado arcabucero que entendía la lengua, y que con ellos pelease con los que del fuerte habían salido. Estos comenzaron a ir hacia los indios de guerra jugando de sus flechas con tan buena determinación a causa de llevar las espaldas seguras: yendo los cristianos cerca dellos, los llevaron retirando hasta metellos dentro del fuerte. Los soldados que iban a pie llegaron hasta la trinchea que los indios tenían por delante, disparando sus arcabuces. Los enemigos les tiraban gran cantidad de piedras, gruesas como membrillos, y como los tomaban de arriba hacia abajo, e los indios que las tiraban eran escogidos de mucha fuerza, iban con tanta braveza que a los que acertaban, si era en pierna se la quebraban, o brazo, y si en la cabeza, lo desatinaban; finalmente, a una rociada desbarataron los arcabuceros y derribaron muchos. Luego salieron por la puerta del fuerte muchos indios y anduvieron peleando con los cristianos y amigos, aunque no se apartaban de su albarrada. Cermeño, soldado de buena determinación, quiso asaltar la trinchea; poniéndolo en efeto, encima della lo mataron a langadas. Don Miguel envió un capitán con veinte hombres por las espaldas para que por allí acometiese a los indios; éstos subieron en lo alto sin que les sucediese mal: no hicieron efeto alguno, porque a un tiempo ellos llegaban y el trompeta tocaba a retirar. Los indios mataron dos soldados de los que derribaron a pedradas, sin que los pudiesen socorrer, y como reconoscieron que habían herido muchos, y que los caballos no les podían hacer ningún daño a causa que el sitio no era para ellos a propósito, salieron con la orden que sus capitanes en aquella hora les dieron. Todos juntos cerrados con grandísimo ímpetu, les mandaron rompiesen con los cristianos lanza a lanza, pues les tenían ventaja grande que los tomaban de arriba hacia abajo, entendiesen que con sólo el encuentro que les darían, aunque no se aprovechasen de las armas, los llevarían por delante desbaratados, y que los indios amigos que los cristianos tenían no hiciesen cuenta, que más tino tendrían a salvar sus vidas que no a pelear. Con esta orden salieron del fuerte, y de la manera que sus capitanes lo dijeron ansí les sucedió, porque como tenían hollado aquel sitio y la tierra de Catiray es tierra fofa, levantaron tan grande polvo con la arremetida que hicieron, que sin verse los unos a los otros, los llevaron por la cuesta abajo desbaratados. Juan Álvarez de Luna, que llevaba a cargo los veinte hombres que se dijo iba a acometer por las espaldas, viniéndose retirando, dijo a Francisco Benítez, soldado a caballo: «Señor Benítez, v. m. me haga espaldas hasta juntarme con los demás, que me siguen estos indios»; el cual le respondió no era este tiempo de llamar a nadie por su nombre, mas yo lo haré así aunque me pierda; y ansí lo hizo, que sin perderse le favoresció hasta que se puso en seguro. Los cristianos andaban entre los indios y no se vían ni entendían hacia dónde habían de ir; los indios pasaron adelante dejando muchos atrás de los que a pie venían, entrellos Martín Ruiz y don Miguel con la gente que tenían de a caballo. Levantado el polvo, acudieron a socorrer los que venían a pie; favorescieron a muchos que andaban peleando con los indios, mas como eran muchos y los cristianos pocos y los tenían desbaratados, heríanlos a gran ventaja suya. Algunos se metieron en el monte creyendo escapar por allí; otros tomaron a las ancas y algunos las colas de los caballos; los indios les iban siguiendo alanceando a los que alcanzaban, y como el camino era de montaña y había algunos pasos estrechos que los cerraban cañas gruesas, impidíanse los unos a los otros; allí los alcanzaban y daban de lanzadas, quitándoles las lanzas y sacándoles las espadas de la cinta para derriballos de los caballos; los fueron siguiendo hasta que salieron de aquellos pasos, donde los dejaron. Los demás indios se ocuparon en buscar a los que se habían metido en el monte y en hacer pedazos a los que atrás habían quedado. Esta fue la rota que en Catiray los indios dieron al doctor Saravia, hombre amigo de su voluntad y opinión. Murieron de los cristianos cuarenta y dos buenos soldados; hubo muchos heridos, aunque de heridas no peligrosas, y entre los muertos muchos caballeros conoscidos, como Sancho Medrano, natural de Soria; don Alonso de Torres de Cáceres, y don Diego de los Ríos, hijo del capitán Gonzalo de los Ríos; Juan de Pineda, de Sevilla; Alonso Aguirre, de Córdoba, y otros muchos que dejo: todos mancebos de mucha esperanza en virtud y valor, aunque al presente de todo alcanzaban mucha parte. De los amigos no murió ninguno, que como era cuesta abajo llevaban siempre la vanguardia sin que les hiciese daño: defendíanse con sus flechas. El general don Miguel recogió su gente en un arroyo, e hasta que todos llegaron estuvo en él, y de allí se vino al campo desbaratado. A dos horas de noche comenzaron a llegar soldados que venían heridos, éstos dieron nueva de su perdición. El gobernador Saravia la recibió con buen ánimo, y consolaba algunos dellos que venían desbaratados; don Miguel no le fué a ver a su tienda. El gobernador le envió a llamar, entonces vino y entró diciendo: «Mis pecados han sido la causa de mi perdición; pluguiera a Dios que en mí solo se acabara.» Saravia le consoló y mandó que se tuviese cuenta con la vela del campo, porque algunos soldados no de buen ánimo habían cargado sus bagages creyendo irse: los mandó alancear, aunque no tuvo efeto. Con este proveimiento cesó el miedo hasta por la mañana, que mandó retirar su campo a los llanos de Angol.
Muchos daban la culpa de esta pérdida al general don Miguel en haber peleado en parte tan en daño suyo, habiéndolo reconoscido, sino retirarse sin pérdida, pues la verdadera prudencia de un capitán es conoscer el daño que le puede venir para reparallo con tiempo, y con esta prevención triunfa del enemigo, pues tanta espiriencia tenía de la guerra de indios, especialmente en Chile. Don Miguel decía que por su reputación y por satisfacer al gobernador Saravia no pudo hacer menos, casi compelido de muchos caballeros mancebos que consigo llevaba, que éstos, como hombres que no tenían plática de guerra, y estaban en amistad y deudo juntos con el gobernador, por lo que había entendido de atrás, siempre se lo pondrían por cargo.

Capítulo LXVI

De lo que hizo el gobernador Saravia después de la pérdida de Catiray

Otro día por la mañana Saravia mandó retirar el campo a la tierra llana de Angol; dejando a Martín Ruiz de Gamboa de retaguardia, llevó su general al avanguardia, y él se fué en batalla. Llegado al estero de Ranchen que aquella noche hizo dormida en él, y desde a dos horas, a la primera vela los indios de guerra pusieron fuego cerca del campo a una cabaña de yerba seca en una ladera: encendiéndose el fuego se extendió por el campo, comarcano.
Los indios amigos que el gobernador traía consigo y estaban alojados junto al estero, como vieron el fuego, tocaron arma: luego tocó la trompeta, y se puso en arma el campo. Los arcabuceros de a pie con el artillería; los de a caballo acudieron a la tienda del gobernador. Don Miguel los puso en orden de batalla, para pelear si los indios viniesen a ella, cargada la artillería; los amigos todos en escuadrones, esperando lo que sería. El gobernador mandó se fuese a reconoscer: hallaron no haber indios, mas de haber puesto fuego [a] aquel campo: entendiendo esto, cada uno se fué a su tienda, y se doblaron las velas para seguridad.
Otro día por la mañana Saravia hizo consulta de lo que haría: fué tratado se diese aviso al maestro de campo, que andaba cerca de allí, de lo sucedido, y a la ciudad de Angol, y que su señoría apercibiese gente de la que allí había para que luego fuese a dar socorro a la ciudad de Cañete que estaba desproveída de gente, y si los indios iban sobre ella se perderían, y era grande inhumanidad dejallo de hacer. Para quitalles aquella ocasión, y dar aviso al capitán Gaspar de la Barrera mirase por sí, de docientos hombres que el gobernador Saravia tenía consigo, apercibió ciento y cuarenta. Déstos no quería ir ninguno, y decían algunos dellos estar heridos, y otros que no querían ir a Tucapel, que ansí se llama la provincia a donde habían de ir, y estaba de allí diez leguas de camino y no más, sino que Saravia y los de su consejo de guerra, que lo habían perdido contra el parescer de todo el campo, lo fuesen ellos a remediar. Estaban tan desenvueltos con sus palabras, que ninguno quería ir: dábanse poco por amenazas y promesas que el gobernador les hacía, tan remisos estaban en su opinión. El gobernador no sabía qué se hacer ni qué orden tendría: vista la dureza de los soldados, determinó ir en persona aquella jornada. Algunos hombres principales le dijeron no quisiese aventurar su persona de aquela manera, que puesto que allá no sabía cómo le sucedería, mejor le era quedarse en Angol para el reparo de todo lo demás. Viéndolo ansí congojado, el capitán Alonso Ortiz de Zúñiga, don Diego de Guzmán, Alonso de Córdova con otros capitanes que en su campo andaban, se ofrescieron de ir con cualquier capitán que enviarlos quisiese, y muchos otros que en amistad estaban con ellos prendados se ofrescieron a lo mismo: fué parte para que hubiese efeto el ir a socorrer la ciudad de Cañete. Hízose el apercebimiento, quitando a unos y poniendo a otros [hasta el] cumplimiento de ciento veinte hombres a caballo. De allí se fué el gobernador una legua adelante para descuidar a los indios, dándoles a entender se iba a Angol, que estaba de allí dos leguas, por quitalles la ocasión de no esperallos en el camino, que era mucho dello montaña por donde habían de ir. Aquella misma tarde casi al anochecer tocó la trompeta a partir. Fué la partida peor que el principio, porque algunos de los apercebidos hombres bajos y de poca presunción, se escondieron, y otros se huyeron a Angol, y algunos a Santiago: tanto era el temor que tenían de ir a Tucapel; aquella hora hubo algunos soldados antiguos que dando causas para no ir aquella jornada, no le siendo admitidas, decían hacer dejación de todo lo que a su majestad habían servido y trabajado en Chile, para no pretender cosa alguna en el reino de allí adelante de merced que pidiesen, y ansí quedaron sin ir allá los que esto hicieron. Saravia, para más animallos, envió con ellos a su hijo Ramiro Yáñez, mancebo de mucha virtud; el mando sobre todos llevaba el general Martín Ruiz, que por su buena inteligencia, solicitud y cuidado, poniéndose a todo trabajo, hubo efeto [a] animar a los amigos y enemigos para ir a hacer aquel socorro; y como tenía a su cargo aquella provincia por la comisión que había llevado quando desde la Concepción le envió Saravia, érale dado proveer todo lo que le paresciese que convenía. El general don Miguel fué con él; por respeto de llevar más gente quiso tomar su compañía en aquel camino: fueron sus amigos y aficionados a él. A la hora que comenzó [a] anochecer hicieron camino por la montaña hasta el cuarto de la luna, que fatigados de sueño y perdido el camino pararon a la asomada del valle de Cayocupie, cuatro leguas de Cañete. Por la mañana, después de haber castigado unos indios, que disimulados se habían juntado con ellos, y eran espías que los iban a contar y saber el número que eran y el camino que hacían, se partió y llegó a la ciudad, sin que en ella tuviesen nueva de su venida: tan descuidados estaban, que si luego fueran los indios sobre ella, gozaran de otra vitoria mejor que la de Catiray. El gobernador se fué a Engol y mandó recoger los arcabuces que había, y aderezallos de lo que estaban faltos para la nescesidad que dellos se entendía había de haber, y porque le paresció que Cañete estaría en falta de bastimentos, envió a Pedro Guajardo, natural de Córdoba, a la ciudad de Valdivia a los oficiales del rey, que luego cargasen un navío que estaba surto en el río de aquella ciudad con todo el bastimento que pudiesen y lo enviasen a Cañete; y para que si lo que Dios no quisiese, tuviesen dél nescesidad, se aprovechasen como mejor les paresciese. Quedando concertado entre el gobernador y don Miguel que para tal día señalado sería de vuelta y estaría en Angol, y creyese, si para aquel tiempo no venía, era perdido. Llevó a Martín Ruiz por principal cuidado socorrer el fuerte de Arauco y abrir aquel camino para tratarse unos con otros, demás de hacer más cuerpo de gente para sujetar y castigar la provincia.

Capítulo LXVII

De lo que hizo el general Martín Ruiz de Gamboa después que llegó a Cañete, y de lo que le sucedió

Llegado a Cañete Martín Ruiz, fué rescebido de la poca gente que en ella había, conforme a la nescesidad que de su venida tenía para seguridad de sus vidas, mujeres e hijos. Después que hubo descansado algunos días, trató ir al fuerte de Arauco y juntarse con el capitán que allí estaba, para que abierto aquel camino se pudiesen tratar y socorrer unos a otros, pues no había más longitud de ocho leguas, temiéndose que los indios no pusiesen cerco [a] aquella fuerza, que sería posible por falta de bastimento perderse, a causa que no estaban de sazón los que en el campo había, y éstos para habellos de recoger, habían de ser a lanzadas con los que estaban a la defensa y podían perderse. Apercibió cien soldados a la ligera, sin cargas algunas más de sus armas, y algunos caballos que llevaban de respeto para si se ofreciese caso en que los hubiesen menester, hallarlos descansados. Tocando la trompeta a partir, pasaron el río que está junto a la ciudad, y cuando es baja mar puédese pasar a los estribos, y cuando la marca crece no puede vadearse a causa que hinche mucho por allí. Después de pasado hizo dormida [a] dos leguas. Los indios, por orden de Milalelmo y de otros muchos capitanes, después que desbarataron al general don Miguel en Catiray, despacharon mensajeros por toda la provincia, manifestando el buen suceso que habían tenido, y enviaron de presente muchas cabezas de cristianos para que creyesen era ansí como les decían, rogándoles que todos tomasen las armas y no perdiesen tan buena oportunidad como al presente tenían para libertarse; y como todos en general son amigos de novedades, conosciendo el tiempo serles favorable, de conformidad quisieron aprovecharse dél, y ansí se juntaron grande número de indios. Puestos en un lugar llamado Quiapo, tratan era cierto que por plática que tenían de atrás, [que] los cristianos que estaban en Cañete era imposible dejar de salir de allí para ir al fuerte de Arauco a tratarse con los que allí estaban, que les convenía guardar aquel paso, porque no se pudiesen juntar los unos con los otros, y que para el efeto estaba muy a propósito una quebrada grande y montuosa cerca de allí en medio del camino, que era el más derecho para ir a Arauco; y que para saber cuándo saldrían de la ciudad era bien enviar algunos indios pláticos que estuviesen entre el servicio de los cristianos y entendiesen lo que hacían, para dalles aviso de todo. Pues como Martín Ruiz salió de la ciudad, fueron luego avisados por sus espías, cuántos eran y en dónde dormían; aquella misma noche dieron aviso unos a otros, porque estaban repartidos a la guarda de tres caminos que había para que no se les pasase sin sentillos. Los que estaban en las otras guarniciones las dejaron y acudieron a tomalles las espaldas, que era el camino por donde habían de volver por respeto de unas ciénagas que en él había. Martín Ruiz fué caminando sin ver indio alguno: los que llevaban el avanguardia llegaron a la quebrada donde estaban emboscados: cuando los vieron venir cerca, se metieron entre los árboles y matas, y otros que les tomó la voz en lo llano fuera del monte se meten entre unos lampazos: tendidas las armas en tierra se ponían las hojas en la cabeza por no ser descubiertos, y ansí hizo alto la vanguardia hasta que llegasen los capitanes que atrás venían. Con su llegada sucedió juntamente llegar una gran tempestad de agua, y ansí puestos al campo, tratan qué orden tendrían para hacer su jornada. Estando en esto los indios, como los vieron parados y que no pasaban adelante, creyeron que los habían visto y por este respeto no caminaban de temor. Concebida esta imaginación, se salen por muchas partes dando grandísima grita y tocando muchas cornetas. El general Martín Ruiz quedó haciendo rostro a los indios, y trató con don Miguel volverse atrás con veinte hombres a dar orden, con el servicio que llevaban, se aderezasen ciertos pasos cenagosos que atrás quedaban, porque si la necesidad les compeliese a volver por aquel camino, pudiesen salir sin peligro a la tierra llana, y en el entre tanto procuraban cómo poder pasar adelante haciendo su camino peleando con los indios: echarlos de allí desocupando el paso que le tenían tomado como gente plática, dejando las flechas, no haciendo cuenta dellas, habiendo visto por esperiencia el poco efeto que hacían para dañar a los cristianos con ellas por respeto de ir tan armados: estaban todos proveídos de lanzas largas, con las cuales resistían a los caballos y alanceaban a los que en ellos iban. Con la determinación dicha los apretaron en tanta manera, por ser el lugar estrecho y no poder pelear en él a caballo, les hicieron volver las espaldas, y en su alcance fueron hasta pasar los pasos cenagosos que don Miguel había mandado aderezar. Los indios que guardaban los otros caminos, por presto que llegaron, ya habían salido a la tierra llana: por allí los fueron siguiendo, y aunque alguna vez Martín Ruiz revolvía con algunos soldados valientes que consigo llevaba y alanceaba algunos indios que iban desmandados siguiendo el alcance, no por eso dejaban los demás de seguirlos, como lo hicieron, dos leguas de camino, en el cual alcance les tomaron treinta caballos de los que llevaban de rienda, y les mataron algún servicio; y ansí con esta pérdida llegaron al río una hora de noche, que por estar crecido no lo pudieron pasar. Esperando que bajase la marea, estuvieron en su ribera aquella noche faltos de toda cosa y quejosos de su mohindad, diciendo que en ventura de Saravia tenían todos aquellos casos de guerra mohinos y tan adversos. Por la mañana entraron en la ciudad tristes y desconsolados, perdida la esperanza de socorrer a los que estaban en el fuerte de Arauco.

Capítulo LXVIII

De cómo Martín Ruiz salió a buscar bastimento para sustentarse en la ciudad, y de lo que le sucedió

No habiendo hecho ningún efeto la ida de Arauco, el general tuvo nescesidad de salir a buscar bastimento, porque dentro de la ciudad no lo había para tanta gente, pues estaban ya las simenteras de los indios de sazón para podellas coger, mandó que se aprestasen los que quisiesen ir con él. Salieron ochenta soldados a caballo con algunos bagages, y cogieron todo lo que pudieron traer esta vez, y otra que ansí mesmo fueron a buscallo. Los indios, a lo que se entendió, que lo pudieron estorbar, no lo quisieron hacer; por más descuidallos no paresció ninguno en toda la comarca, como gente que andaba a huida, y en una quebrada que estaba dos leguas de Cañete, de muchos maizales, se emboscaron e hicieron allí asiento secreto, esperando si los cristianos venían a coger aquellos maíces, que a su parescer era imposible dejallo de hacer, por ser lo más conjunto que otra parte alguna donde hubiese comidas, que es el nombre que dan a los bastimentos y vituallas en la tierra de Chile. Puestos en aquel lugar, desde él se repartieron en otras dos emboscadas muy a su propósito.
Martín Ruiz salió tercera vez por bastimento, porque como tenían muchos caballos y servicio, gastábase mucho y duraba poco lo que se traía. Apercibió para esta jornada ochenta soldados, y por la plática que tenía de haber muchos maíces en aquella quebrada, fué allá aunque bien recatado de lo que podía ser. Los soldados se dividieron a coger de las simenteras, que había muchas. Martín Ruiz tomó un alto que hacía sobre la quebrada, llamado Payllataro: abajo andaban soldados y servicio cargando los caballos. Los indios, paresciéndole era tiempo, salieron de una emboscada y mostráronse: luego se tocó arma y a recoger. La fuerza de los indios se vinieron a donde Martín Ruiz tenía tomado el alto, con largas lanzas y con tanta determinación, que los cristianos, viéndose repentinamente acometidos, y en lugar mal acomodados para pelear a caballo, sin infantería y contra gente de a pie, por ser valles pequeños y estrechos de barrancas que lo cerraban, tocando la trompeta a recoger se hicieron a lo llano. Los que estaban en lo bajo de la quebrada quisieron subir a lo alto y tomar el camino que llevaban los demás; no lo pudieron hacer, porque los indios estaban a la defensa. Queriendo dalles lado y tomar otro camino, se embarazaron en unas ciénagas pequeñas: no habiendo otro paso puestos allí sino aquél, de nescesidad habían de pasar a su ventura por entre los indios que estaban a pie con sus lanzas en las manos agurdándolos. Al pasar por entre ellos peleando, mataron al capitán Juan de Alvarado, vecino de Osorno, y a Sebastián de Garnica, que poco había el rey don Felipe, por lo que en Chile había servido, le había hecho merced de tres mil pesos en su caja para ayuda de costa, siendo informado los tenía merescidos, los cuales no pudo gozar, y a Francisco López, valiente soldado; hirieron a otros muchos. El servicio que estaba en lo bajo de la quebrada cogiendo los maíces, no teniendo socorro, dieron los indios en ellos y mataron algunos, aunque los más se escondieron por el monte y de noche se fueron a la ciudad; tomaron muchos caballos de carga. Aquel día llegaron todos los que escaparon de esta refriega a la ciudad. Los enemigos, con la fresca victoria, vinieron a ponerse sobre ella quitándoles el poder salir a buscar bastimentos, pues sabían no los tenían y pasaban nescesidad, todo lo cual se escusara si las justicias de Valdivia proveyeran con brevedad el enviar bastimento en el navío que tenían, surto en el río, aunque después se disculpaban con Saravia diciendo habían hecho todo lo posible en el despacho del navío, a causa que el trigo que en él habían de embarcar estaba lejos de la ciudad, no se podía hacer con tanta brevedad como decían.

Capítulo LXIX

De las cosas que acaescieron en la ciudad de Cañete después del suceso de Payllataro

Estando en la nescesidad que hemos dicho la ciudad de Cañete, falta de todas cosas, llegó el navío que venía de Valdivia cargado de trigo y otros muchos bastimentos: fué rescebido con general alegría, como hombres que tan nescesitados estaban y en gran manera faltos de toda suerte de vituallas, y también porque si a tanta nescesidad llegaban, podían enviar a la Concepción las mujeres, niños, con las demás cosas que impidían, y que los soldados a la ligera se irían por tierra, pues eran ciento y cuarenta y estaban bien proveídos de caballos muchos y muy buenos, aunque después no les sucedió tan bien como al principio lo trataban. El general mandó sacar en tierra trigo y tocinos con que se sustentaban de ordinario. El trigo daban a los caballos por tenelles alentados y con fuerza para lo que se les ofreciese.
En este ínterin hubo discordia entre los generales, porque don Miguel quiso irse a ver con Saravia y dalle razón de cómo estaba aquella provincia. Tratándolo con Martín Ruiz, se desavinieron, porque decía no era cosa, estando la provincia tan de guerra, salir gente ninguna; porque de más de dar avilantez a los naturales, los podían matar en el camino, y que se había de entender estarían todos [los pasos] tomados y los indios a la defensa: que demás desto él era allí justicia mayor en general con todos y se había de hacer lo que mandase, porque era lo que más convenía al bien general. Algunos capitanes y soldados que junto a don Miguel andaban, le ponían calor en que se fuese a ver con el gobernador, pues no se había de presumir que Martín Ruiz le había de tener tan oprimido; esto con intención de irse ellos con él. Llegaron estos tratos y palabras a tanto, que fué nescesario entrar de por medio algunos soldados desapasionados y dar traza en el negocio, porque no viniesen en rompimiento. Acordóse que en un barco que había allí de dos que los oidores habían enviado [a] aquella ciudad con refresco desde la Concepción, cuando supieron la nescesidad en que estaban: a estos barcos les dió un temporal de tramontana, como lo hace muchas veces por la costa de Chile, y fué ensoberbeciéndose de tal manera que se perdió el uno, y el otro, viéndose perdido, alijó lo que llevaba, y con esta diligencia escapó. En éste, de conformidad los dos generales, enviaron un hidalgo, llamado Pedro Lisperguer, natural de Bormes en Alemania, hombre plático y de buen entendimiento, por ser amigo de ambas las partes; que por ser extranjero era hombre sin sospecha, y de su persona, noble, criado desde niño en la casa del duque de Feria: por las razones dichas lo enviaron aquellos caballeros, que otros muchos había a quien podello encomendar. Pues llegado a la Concepción, que estaba de allí diez y seis leguas de camino, trató con los oidores, por estar Saravia en la ciudad de Angol y no poder ir allí por respeto de estar aquel camino cerrado de enemigos; díjoles la nescesidad en que aquella ciudad estaba, que sus mercedes proveyesen lo que al servicio del rey les paresciese convenir más, porque los capitanes no se llevaban bien, y sería posible haber alguna pasión entre ellos. Los oidores les escribieron y encomendaron tuviesen conformidad en todo; pues tenían la cosa presente, mirasen lo que más convenía. Luego desde a poco, viendo no era cosa [de] ir gente alguna por tierra desde aquella ciudad [a] Angol, donde Saravia estaba, se concertaron que don Miguel saliese por la mar con veinte hombres, los que él quisiese, para informarle de lo presente y pasado, porque con brevedad enviase a mandar su voluntad. Concertados en la manera dicha, se embarcó don Miguel en una fragata que había llegado de la ciudad de Valdivia con bastimento. En ella navegó a la Concepción, y llegado, se partió desde a dos días a donde Saravia estaba, que se holgó con su venida, porque después que dél se partió nunca más tuvo nueva que cierta fuese hasta que llegó allí; e informado de su general en el peso que quedaba la guerra en aquella provincia, no pudiendo desde allí dalles ningún remedio, sino era con sólo el deseo, mandó apercebir ochenta soldados y vecinos a caballo para irse a la Concepción; que muchos días antes se hubiera ido, si tuviera gente para ir con seguridad, porque se creía [que] los indios le esperaban en el camino, como después se supo por cierto. Pasando el río Biobio por vado, que pocas veces se halla en él por ser río grande e de mucha cresciente de aguas, se ahogó un caballero de Sevilla que servía de sargento mayor, llamado don Gonzalo Mejía, por socorrer una mujer de su servicio que se ahogaba. Desde allí mandó don Miguel ir veinte hombres con un capitán a tomar lengua entre los indios y saber el camino de la manera que estaba, y si se podía caminar con seguridad. Otro día salió a donde el gobernador iba caminando y trajo tres indios; preguntado a cada uno por sí, se afirmaron que Millalelmo con muchos indios de guerra le esperaba en el camino para pelear con él, y que había hecho un fuerte entre dos quebradas a la junta del camino que iba de Santiago y el camino que llevaba, para guardallos ambos sin que se escapase a la Concepción. Con esta nueva estuvo indeterminable por dónde entraría que fuese a menos riesgo. Tratado con sus capitanes, acordaron de llegar más adentro; para informarse mejor púsose siete leguas a la entrada de los montes, en un asiento llamado Quines, y porque no se tomó allí razón de lo que pretendía pasó el río de Itata, camino de Reynoguelen, intento a muchas cosas. Pasado el río, tuvo acuerdo de lo que haría: algunos le decían se fuese al río de Maule, que estaba de allí veinte leguas, y por la mar se iría a la Concepción en una fragata, y que en lo que tocaba al campo se andaría por aquella tierra llana como le paresciese, y a tiempo convenible todos se entrarían una noche en la Concepción, pues no había más de siete leguas de camino. A Saravia le parescía era mucho perder de reputación, y por este respeto no se determinaba en cosa ninguna. Desde allí envió a Juan Álvarez de Luna por los caciques de Reynoguelen para informarse dellos. Venidos otro día, le dijeron el camino estaba seguro, y que ellos no habían entendido que gente de guerra ninguna lo estuviese aguardando, aunque después se supo que mintieron, porque como todos son unos, acuden más a su natural que a la amistad que tienen con cristianos. Saravia volvió desde allí a Quines, donde los indios, que con los de Reynoguelen venían y habían andado muchas veces aquellos caminos, le dijeron que ellos le llevarían por un camino mal usado a dar a la costa de la mar, sin que los enemigos lo entendiesen, y que desde allí entrarían al seguro en la Concepción. Informado bien, se retificaron en que lo harían ansí como decían. Andaba en este tiempo Saravia muy desgustoso y mohino viendo que los caminos se le cerraban y todo se le hacía mal, por donde se conoscía el arrepentimiento que en su ánimo tenía por no haberse desde el principio guiado con prudencia de guerra y parescer de hombres viejos antiguos que la entendían. Pues como fué anochecido, dejando los fuegos encendidos, se partió para la Concepción con las guías que tenía, que le llevaron por buen camino hasta una legua de la ciudad, donde mandó poner en orden la gente que llevaba, y dió su estandarte a un caballero de Sevilla llamado don Diego de Guzmán, que en orden de guerra caminando se fué a la Concepción. Salióle a recebir el Audiencia y todos los demás vecinos y soldados como a gobernador del rey.

Capítulo LXX

De las cosas que pasaron entre el gobernador y general Martín Ruiz después que llegó Saravia a la Concepción, y de cómo se despobló la ciudad de Cañete

Llegado que fué Saravia a la Concepción, lo hospedó en su casa el licenciado Juan de Torres de Vera, oidor en aquella Audiencia, en la cual posada fué regalado y servido los días que en ella estuvo, porque era generoso y muy cumplido Torres de Vera en toda suerte de cosa que hiciese. Luego otro día trató de enviar a Cañete un barco y escrebir a Martín Ruiz se comunicase con Gaspar de la Barrera, que estaba en Arauco, a fin que se abriese aquel camino, y todos juntos pudiesen hacer algún efeto en la provincia. Martín Ruiz le respondió no se podían juntar, ni era posible, porque los indios tenían cerrado el camino, y que no era parte para podello sacar de allí, ni tratarse con él: que su señoría viese lo que era servido hiciese, porque la gente que consigo tenía estaba descontenta, y que los indios de ordinario estaban sobre la ciudad a la mira, esperando saliese gente del pueblo para dar en la parte que les paresciese podían hacer más efeto, y que de su estada allí no resultaba ningún provecho [a] aquella provincia para traer los naturales de paz. Saravia, viendo esta caña, trató con sus amigos lo que podía hacer: desta plática, después de resumido en lo que le paresció para cumplir con los oidores y pueblo, resultó que hizo junta otro día en su casa de los capitanes que en aquella ciudad estaban, y oficiales del rey y señores oidores se hallasen presentes para más autoridad. Propuesta su oración en general, les dijo que Martín Ruiz le había escrito no podía dar socorro a la fuerza de Arauco por efeto de no hallarse con gente; que le parescía, puesto era ansí, se debía dar orden cómo dalle remedio, antes que los indios pusiesen cerco [a] aquella fuerza, porque no les podía dar socorro, ni era posible en el tiempo presente ni aun el año de adelante, pues estando seis leguas dellos Martín Ruiz no lo había podido hacer con ciento y cincuenta soldados que tenía: que les rogaba le diesen su parescer de lo que podía hacer al presente que más acertado fuese, y que si convenía despoblar aquella fuerza se lo dijesen, y la ciudad de Cañete también, y claramente dijese cada uno su parescer de lo que entendía; que él pretendía reparar lo demás, [mal] no se hallaba con gente para podello hacer, y que con la que allí estaba se podía sustentar lo poblado, y que no parasen en decir que era flaqueza despoblar aquella ciudad y fuerza de Arauco, que dello él daría cuenta y descargo al rey.
Los que allí estaban, que eran soldados, le dijeron que en despoblar aquella ciudad no se perdía cosa alguna, pues siempre que hubiese gente se podía volver a poblar, y que era gran costa a la hacienda real sustentar allí docientos hombres de bastimento por la mar y ropa de vestir, sin que de ello resultase ningún aprovechamiento al rey ni a los vecinos de ella, pues no había granjas, ni heredamientos, ni casas que tuviesen edeficios razonables, sino solamente unos paredones mal reparados, y no podían hacer simenteras ni criar ganados: que todo se les había de llevar por la mar a mucha costa, y que sacándolos de allí, con ellos reparaba las demás ciudades que estaban faltas de gente; y que los que estaban en la fuerza de Arauco no hacían ningun efeto que bueno fuese para el reino, más de estarse allí metidos, donde podía ser perderse. Los oidores eran de contrario [parescer], que no quisieran se despoblara aquella fuerza, sino que se sustentara, como ellos lo habían hecho en su tiempo; e pesábales se perdiese.
Oído el parescer de todos, Saravia mandó aderezar una fragata y dos barcos para que fuesen a la isla de Santa María, que está de la playa de Arauco dos leguas, y allí tomasen lengua si estaba cercada aquella fuerza o no, y con una carta suya envió a Juan Álvarez de Luna, con orden que, si no estuviese cercada, viniese de noche a la playa y echase dos indios en tierra que sabían el camino, y pagados, porque con mejor voluntad lo hiciesen, y diese aviso con uno de los barcos a Martín Ruiz, que estaba en Cañete; escribiéndole Saravia que ningún socorro le podía dar, que mirase lo que le convenía hacer, como hombre que lo entendía y tenía la cosa presente, hiciese lo que le pareciese más acertado. Martín Ruiz quisiera que Saravia le mandara despoblar claramente, el cual no le quería decir lo hiciese, porque no paresciese se lo mandaba, sino que él de su autoridad lo hacía. Martín Ruiz le respondió se aclarase su señoría, porque él no se podía sustentar, y que si quería se despoblase aquella ciudad se lo mandase por mandamiento, y si no lo quería hacer, que él de su voluntad se estaría allí todo lo que le sucediese hasta ponerse en lo último, y que le parescía que primero que él saliese, se diese orden en la fuerza de Arauco, porque saliendo de aquella ciudad era cierto los indios habían de ir sobre ella. Esta carta rescibió el gobernador en respuesta de la suya, y decía eran muchas prevenciones las de Martín Ruiz, porque decía no quería hacer cosa que le parase perjuicio adelante. Al capitán Gaspar de la Barrera le escribió que de ninguna manera le podía dar socorro más de aquel que le enviaba con la fragata y barco, ni Martín Ruiz, que estaba en Tucapel, se lo podía dar por tierra; que viese lo que le convenía: no diciéndole que desamparase la fuerza, sino que no le podía socorrer. La fragata y barco llegaron a la playa tres horas de noche; luego echaron en tierra los dos indios: éstos fueron con la carta al fuerte sin hallar estorbo alguno. Llamaron a la puerta, la vela dió aviso, el capitán mandó entrasen y juntos todos los soldados leyó la carta de Saravia. Tratando luego en lo que harían, les pareció no perder tan buena oportunidad como tenían delante, y ansí todos juntos se resumieron de embarcar el artillería, municiones, con el servicio y todo lo demás que tenían, e irse a la Concepción. Por mucha priesa que se dieron, no pudieron despacharse con tanta brevedad que, cuando lo acabaron de llevar a la playa y embarcar, ya era de día. Los indios, cuando reconoscieron que se iban, comenzaron a juntar [se] para pelear con ellos, por ser aquel valle muy poblado de gente. Los soldados, después de embarcada la artillería con lo demás, vieron los indios que se venían acercando a ellos, apellidándose unos a otros. Allí se vió algunos soldados, queriendo embarcarse con más priesa de la que la nescesidad les compelía, dejar sus caballos en la playa con silla y freno sin se lo quitar, que aunque vían a otros más reportados y sin alteración darse maña a lo que tenían presente, no aprovechaban delles más ánimo del que ellos tenían, y ansí se embarcaron treinta y seis soldados que en aquella fuerza estaban. Dejaron sesenta caballos en la playa, muchos dellos muy buenos: levantando velas, se vinieron a la Concepción. Los indios tomaron todos los caballos, y fueron al fuerte a quemallo y ponello por tierra, como lo hicieron; de los caballos los más dellos comieron, algunos dejaron para su servicio. Saravia, después de despoblada aquella fuerza, envió un barco a Martín Ruiz, dándole cuenta dello para que no estuviese atenido a lo que de antes había dicho, volviéndole a decir no le podía socorrer. Martín Ruiz hizo de todo una información, como él la quiso ordenar, aunque al dicho de algunos de quien yo me informé fué verdadera, para su descargo adelante, si en algún tiempo se le pidiese, en la cual se contenían muchas cosas. Comunicándolo con todos los que en la ciudad estaban, y tratando de lo que se podía hacer, se resumieron irse a la Concepción. Mandó luego embarcar las mujeres, niños, con las demás alhajas que cada uno tenía, no dejando en tierra cosa alguna, sino los caballos, que fué harta pérdida, porque quedaron trecientos caballos, los mejores del reino, sueltos por aquel campo: mirando muchos dellos al navío a la vela, hacían grandísima lástima a cuyos eran, pues sabían no habían de haber otros tales como los que dejaban en poder de aquellos bárbaros. Los indios, como los vieron embarcar, vinieron a la ciudad a quemar las casas y derribar los edeficios a vista de los cristianos: ¡tanta era la enemiga que con ellos tenían!; otros fueron a los caballos y tomaban dellos todos los que podían llevar. No sólo tuvieron este suceso adverso, mas al salir a la mar, como el navío iba tan cargado y balumbado, un golpe de mar le echó tan a la costa, que casi acostado del todo estuvo para perderse y por la mucha presteza de los marineros que lo regían, escapó. Después, con buen tiempo, llegó a la Concepción otro día, y queriendo surgir en un río llamado Andalien, que entra en la mar junto a la ciudad, tocó en tierra, y al momento se trastornó y quedó al través, que parescía andaba la fortuna buscando en qué hacer daño al gobernador Saravia, y por su respeto, a todo el reino de Chile, por seguir su opinión, que era amigo della en toda suerte de cosa. Perdiéronse cuatrocientas hanegas de trigo que en él venían para el sustento de aquella ciudad.
Capítulo LXXI

De lo que hizo el gobernador Saravia después que despobló la ciudad de Cañete y casa fuerte de Arauco, y de lo demás que acaesció

Estando Saravia en la Concepción, quitado del cuidado que había tenido de la casa fuerte de Arauco y ciudad de Cañete, por haberlas despoblado, mandó que en una fragata del rey, que en aquella ciudad estaba, se embarcasen las mujeres que de Cañete habían venido, con sus maridos, hijos y familia, porque sustentar tanta gente en la Concepción a costa del rey, que era grande el gasto que se hacía, y ansí mesmo licenció otros soldados para las ciudades que quisieron irse, dejando la que bastaba para el sustento de aquel pueblo. Y porque don Miguel, que había sido su general, se quiso ir al Pirú, trató con él pidiese socorro al visorrey don Francisco de Toledo, que lo gobernaba, informándole la nescesidad que tenía de gente el reino de Chile, y el mucho servicio que al rey se hacía proveer remedio con brevedad; y comunicó con el licenciado Juan de Torres de Vera, natural de la villa de Estepa, que era oidor en aquella Audiencia, se encargase de la guerra como su general, dándole el supremo grado en todo el reino. El licenciado lo acetó, aunque contra el parescer de algunos amigos suyos que le dijeron no lo hiciese, porque el doctor Saravia era mudable e inconstante en las cosas que hacía: que siendo oidor del rey le era mejor estarse en su Audiencia que ocuparse en cosas de guerra, y que demás desto le encomendaba una cosa muy pesada, porque estaba ruinada y perdida mucha parte del reino, sin podello reparar ni tener gente bastante para volvello a restaurar: como cosa perdida, no debía encargarse della, teniendo atención a lo de adelante. El licenciado, como hombre de grande ánimo, entendiendo Saravia tuviera más constancia, no dió oído a lo que le dijeron, paresciéndole que habiendo dado su palabra, no le estaba bien apartarse della; y como por la guerra los hombres que son deseosos de gloria levantan su nombre y fama, y que andando el tiempo lo que estaba de guerra se había de quietar, estuvo en su opinión; y para hacer la guerra el verano adelante, el gobernador le dió comisión que fuese a la ciudad de Santiago y hiciese gente, y de la hacienda real gastase los pesos de oro que le paresciese. Con esta orden se embarcó en un navío pequeño con treinta soldados, dos dellos amigos suyos, y otros que estaban mal en orden para que se aderezasen. Llegado a Santiago, comenzó a hablar y a apercebir las personas que estaban desocupadas para ir en su compañía: dándoles con que se aderezasen, armas, caballos, ropas de vestir, juntó en breve tiempo ciento y diez soldados aquel invierno, y para el aviamiento de todos gastó ocho mil pesos, que es número de diez mil ducados. Salió a la primavera con muchos amigos que de la ciudad de Santiago le dieron los vecinos della. Con esta gente entró por los términos de la Concepción: llamando de paz a los que estaban de guerra y castigando a los rebeldes, anduvo por toda su comarca quitándoles la ocasión de no ir sobre las ciudades Concepción ni Angol, corriéndoles de ordinario sus tierras la mayor parte del verano, hasta que fué Dios servido año de mil y quinientos y sesenta y ocho, miércoles de ceniza, vino repentinamente un temblor de tierra y terremoto en aquella ciudad, tan grande que se cayeron la mayor parte de las casas, y se abrió la tierra por tantas partes que era admirable cosa verlo; de manera que los que andaban por la ciudad no sabían qué se hacer, creyendo que el mundo se acababa, porque vían por las aberturas de la tierra salir grandes borbollones de agua negra y un hedor de azufre pésimo y malo que parescía cosa de infierno; los hombres andaban desatinados, atónitos, hasta que cesó el temblor. Luego vino la mar con tanta soberbia que anegó mucha parte del pueblo, y retirándose más de lo ordinario mucho, volvía con grandísimo ímpetu y braveza a tenderse por la ciudad. Los vecinos y estantes se subían a lo alto del pueblo, desamparando las partes que estaban bajas, creyendo perecer. Los indios de la comarca, entendiendo ser la ciudad perdida, vinieron sobre ella, y como vieron que los cristianos estaban sin peligro, siendo ellos pocos, se volvieron sin intentar cosa alguna. El licenciado tuvo de ello nueva ocho leguas de allí; partió luego a dalles socorro, y se puso dos leguas de la Concepción, que por estar destruida del terremoto no quiso entrar en ella, y desque supo estaban sin peligro, después de haber estado tres días a su reparo, se volvió al río de Niviqueten, ocho leguas de allí, donde anduvo haciendo guerra a los indios alzados, castigando muchos dellos, y de allí pasó a la tierra de las minas, que es donde los vecinos de aquella ciudad sacan el oro, por nombre llamado Gualqui, gente belicosa por la disposición que tienen de cerros y tierra doblada, quebradas cenagosas, que es a su propósito para pelear con gente de caballo a su ventaja; y así anduvo todo aquel verano dando castigo a muchos que lo merescían; a la entrada del invierno se retiró a la Concepción por las tempestades de agua.
El gobernador Saravia, de la madera que las casas tenían hizo un fuerte donde se recogiese el pueblo, si los indios viniesen sobre él, como se creía; hincando las vigas gruesas en tierra, y atravesando ramas de árboles y varas pequeñas entre ellas, distancia de unas a otras de dos pies poco más de grueso, lleno de tierra pisada, quedaba hecha buena defensa. Cercó una cuadra que tenía por frente trecientos pies por cada un lienzo, y dos cubos de madera, que cada uno guardaba los dos lienzos, con tres piezas de artillería en cada uno de los cubos que alcanzaba lejos a la campaña. Hecho este fuerte, y traído por su mandado mucho trigo de las ciudades de Valdivia y Santiago, se embarcó con sus criados, dejando al licenciado Juan de Torres de Vera en aquella ciudad toda cosa a su cargo, con nombre y título de general, se fué a Santiago a esperar allí, si el visorrey don Francisco de Toledo daba socorro de gente a don Miguel de Velasco para proveer de lo que nescesario fuese y volver a hacer la guerra restaurando lo perdido, o si todo faltase, el verano adelante traer alguna gente para reparar las ciudades pobladas, teniendo cuidado por falta, della no tuviese caso adverso.

Capítulo LXXII

De las cosas que acaescieron en la Concepción después que el gobernador Saravia se fue a Santiago

Partiendo Saravia de la Concepción en un navío del rey que en aquella ciudad estaba para irse a Santiago, el licenciado Juan de Torres de Vera, como capitán que tenía a su cargo la guerra, procuraba no sólo sustentar lo poco que estaba de paz, sino atraer lo de guerra, y para este efeto tenía todo el cuidado posible en dar trasnochadas, que cuando más descuidados los indios estaban, los hallaban en sus tierras castigando sus maldades y desvergüenzas, porque queriendo hacer un fuerte cerca de la Concepción, en un asiento llamado Pichituven, para pelear a su ventaja, como lo hacen, fué con tanta presteza a ellos, que antes se acabasen de juntar desbarató los que en el fuerte estaban, castigando algunos que pudo haber; y siendo informado que los indios y principales de Talcaguano, que está ribera del río Biobio, se querían alzar y pasarse con los de guerra de la otra banda, fué una noche sobre ellos, y al amanecer prendió los principales; haciendo castigo de los más culpables, dejó sosegada su comarca. Muchas veces, indios salteadores venían a la Concepción en cuadrillas, como es tierra doblada, a robar caballos y ganados; viendo tiempo para hacer alto, se iban con la presa por los montes. Tocando arma los ganaderos, era cosa increíble cuán de presto acudía al peligro, más como soldado que capitán, por poner en los demás presteza en los casos de guerra que se ofrescen, en los cuales muchas veces se pierden ocasiones y buenas suertes que se harían por acudir a ellos perezosamente, quitándoles siempre el ganado que llevaban, andando desvelado en castigar los indios que venían a la ciudad, casi no parando de noche ni de día; y aun después de dejado el cargo, como adelante se dirá, no podía sufrir con su ánimo rebato alguno que no fuese el primero que se ponía al reparo de lo que podía acaescer.

Capítulo LXXIII

De cómo llegó a Santiago don Miguel de Velasco con docientos hombres que le dió el visorrey don Francisco de Toledo para socorrer a Chile, y de lo que hizo

Llegado don Miguel a la ciudad de los Reyes fué a visitar al visorrey, y después de haber tratado algunas cosas, le dió cuenta del estado del reino, pidiéndole socorro; halló voluntad en él de mandar hacer alguna gente que llevase, pues todo era del rey de España, y en semejantes nescesidades sería servido se ayudasen y socorriesen sus gobernadores. Desde a pocos días mandó el visorrey hacer gente, número de docientos hombres, y con ellos algunos criados suyos que de Castilla habían venido en su casa a la menos costa que al rey pudo hacer; poniendo pinsiones [a] algunos estrangeros de los reinos de España, conforme al caudal y haciendas que tenían, despachó a don Miguel en dos navíos. Proveyóle de armas, pólvora, toda suerte de municiones y cuatro piezas de artillería de campo y se hizo a la vela del puerto de los Reyes, con buen tiempo. Llegó a Chile en tres meses de navegación, que aunque no hay más de quinientas leguas de mar, es el viento siempre tan contrario, que se navega contra el mesmo viento a la bolina, dando un bordo a la mar y otro a la tierra; ansí van ganando el camino. Llegado al puerto de la Serena, dió aviso al gobernador Saravia, que estaba en Santiago, de su llegada y la gente que traía. Saravia mandó comprar caballos de la hacienda del rey para aderezallos y salir con brevedad a hacer la guerra, cobrando la perdida reputación con el nuevo socorro. Estando en esto, llegó con la gente en los dos navíos al puerto de Santiago; de allí se vino con toda la gente que traía a la ciudad, dejando el artillería que la llevasen por mar a la Concepción. Puestos en Santiago por el mes de setiembre del año de setenta, el gobernador les dió caballos y mandó hacer muchos fustes de sillas para ellos; y para aprestarse con brevedad envió a su hijo Ramiro Yáñez y al capitán Gaspar de la Barrera con comisión a las ciudades Valdivia, Osorno, Ciudad Rica Imperial, Ciudad de Castro, que hiciesen la más gente que pudiesen, y que para el aviamiento pudiese gastar de la hacienda del rey lo que le paresciese.
En este tiempo, de la ciudad de Angol salieron entre vecinos y soldados doce hombres para ir a la Imperial, que está de Angol diez y ocho leguas, y como hombres mal pláticos de guerra hicieron dormida seis leguas de Angol, en mitad del camino cerca de unos carrizales. Los indios de guerra tuvieron nueva dellos por sus espías que es imposible quitarles a causa que de ordinario tratan con cristianos y les sirven; siendo avisados, número de quinientos indios con sus lanzas vinieron aquella noche sobre ellos. La centinela que velaba oyó levantarse una perdiz con aquel estruendo y barahunda que ellas suelen, el cual estuvo con cuidado mirando hacia aquella parte; luego desde a poco sintió los enemigos que venían dando arma; por advertir a sus compañeros se retiró. Los indios que venían por dos partes, como gente que les había reconoscido el sitio que tenían, fueron con ellos, tan presto como fué su centinela; con esta presteza los tomaron en las camas descuidados, durmiendo, y los caballos desensillados, y como se levantaban vencidos del sueño, yendo a tomar sus armas, topaban con las de los contrarios, que los alanceaban y mataban. Algunos que sabían la tierra se metieron huyendo por el carrizal que junto a ellos estaba, y como los indios tuvieron tino a robar lo que llevaban y era de noche, pudieron escaparse cuatro soldados que llevaron la nueva de lo sucedido [a] Angol, de donde habían salido. Quedaron muertos ocho, y entre ellos Gregorio de Oña, natural de Burgos, que iba por su capitán: muerte bien empleada si en él solo fuera, porque le dijeron los demás que estuviesen con cuidado y se velasen con sus caballos muy en orden, y que haciendo muestra de dormida allí, pasasen dos leguas adelante y desmentirían a los enemigos, si algunos había e respondió estaban allí tan seguros como en Sevilla, hablando a lo rasgado, que es costumbre de algunos soldados bravos midiendo mal sus razones. Pues como llegaron Angol y dieron nueva de su pérdida, hicieron mensajero a la Concepción. Sabido por el licenciado don Juan de Torres de Vera, fué increíble la presteza que tuvo en ir al socorro con veinte soldados que llevó consigo; siendo veinte leguas de camino, las anduvo en un día natural, pasando dos ríos grandes antes de llegar Angol. Llegado a la ciudad, halló a los vecinos desesperados de su salud, porque con la muerte de los ocho cristianos habían ganado los indios reputación y se juntaban para venir sobre ella. Con su llegada cesó el miedo que tenían, reparando un fuerte que en la ciudad había, velándose con cuidado; recogió algunos vecinos que estaban apartados de los demás, y con la llegada de Luis de Villegas, soldado de buen ánimo y determinación, estando en Valdivia en compañía de Ramir Yáñez y Gaspar de la Barrera, teniendo nueva de lo sucedido, con la gente que pudo haber, se partió en socorro de aquella ciudad. Con su llegada, el general Torres de Vera, viendo que estaba sin peligro con la gente que tenía, se volvió a la Concepción.
Volviendo a Saravia, que en la ciudad de Santiago estaba, paresciéndole Angol tendría nescesidad de gente por la muerte de Gregorio de Oña, rogó a don Miguel se encargase de la guerra como su general, y con la gente que le paresciese fuese [a] Angol [e] hiciese la guerra en aquella provincia, pues sabía y entendía lo que más convenía al bien general, y que como fuese aderezando a los demás, los enviaría tras dél por sus cuadrillas, para que los indios viesen iba mucho campo a hacelles la guerra. Don Miguel le respondió que no quería encargarse más de gente. En esto pasaron algunos días, en los cuales, siendo importunado, acetó el cargo y con cien hombres partió de Santiago para Angol. Estando pocos días, por no hacer costa a los vecinos de aquella ciudad, que estaban pobres, se salió al campo camino de Puren, haciendo la guerra en las partes que le parescía podía hacer alguna suerte en los indios que habían muerto los ocho cristianos poco había.
En estos días, Ramir Yáñez y Gaspar de la Barrera, en las ciudades que fueron a hacer gente, juntaron sesenta hombres bien aderezados de armas y caballos, con el ayuda que les hicieron de la hacienda real, que con la cantidad que ellos gastaron y lo que gastó Saravia en Santiago para aviar los soldados que don Miguel trajo, llegaba a número de veinte mill pesos, que serán veinte y siete mill ducados. Yendo caminando con esta gente, tuvieron nueva que el general don Miguel estaba en Puren haciendo la guerra [a] aquellos indios, y siendo certificados dello, dejaron el camino que llevaban de Angol y se fueron a juntar con él. Después de juntos y rescebidos unos a otros, como acaecer suele en semejantes vistas, trataron de ir al desaguadero de la ciénaga de Puren y dar una vista [a] aquella tierra. Para ello se ofreció un vecino de la Imperial, llamado Juan de Villanueva, el cual dijo sabía toda aquella comarca y la había andado muchas veces. Con tan buena guía partió del campo el capitán Gaspar de la Barrera con cincuenta soldados y llegó con ellos al desaguadero de la ciénaga, donde halló quince o veinte casas y en ellas algunas mujeres que tomaron los soldados que a ellas primero llegaron, y porque había mucho ganado suelto por el campo, con cudicia de hacer presa, se dividieron a muchas partes. Los indios se comenzaron [a] apellidar y juntos hasta cuarenta indios hicieron rostro [a] doce soldados y comenzaron a pelear con ellos, porque dos que se apearon a tomar unas mujeres se les soltaron los caballos y se fueron hacia los indios; queriéndoselos quitar, les mataron otros dos de los que con ellos peleaban, y hirieron otros. En esto se habían ya juntado muchos indios que iban a tomalles el paso del desaguadero. Gaspar de la Barrera y Ramir Yáñez, con los soldados que consigo tenían, les defendían no llegar al paso, porque pudiesen salir los que dentro en la ciénaga de la otra parte del desaguadero estaban: y porque tardaban, los fué a llamar un soldado. Pasados de esta otra banda, venían tras ellos número de mill indios con mucho ánimo, viendo que se les huían; por provocallos a pelear, los cristianos volvían algunas veces sobre ellos y alanceaban algunos. Los indios se recogían a su escuadrón y todos juntos caminaban tras ellos. Luis de Villegas, como era buen soldado y valiente, hizo una arremetida: quiso su poca ventura cayó el caballo con él, y al levantar no se pudo aprovechar del caballo, donde le convino huir a pie de muchos indios que venían sobre él; algunos soldados le daban las ancas de sus caballos; no quiso o no pudo subir a caballo por respeto de una pierna que llevaba maltratada, tornáronlo por delante. Mas los indios, viendo que iba a pie, como gente suelta, los apretaron de tal manera, que dejándolo los de a caballo como hombres temerosos, desamparado si no de su fortuna, aunque él con buen ánimo, que lo tenía de buen soldado, rogándoles que le hiciesen espaldas, no aprovechó, que los indios llegaron a él. Viéndolos tan cerca se paró; poniendo mano a su espada, revolvió sobre ellos como hombre desesperado. Los enemigos, que con lanzas y macanas venían a herille, le dieron tres golpes a la par sobre la cabeza y brazo, que no pudiendo mandar más el espada, en presencia de los de a caballo, con ser muchos dellos sus amigos, lo mataron sin ser socorrido. Los demás soldados, huyendo, llegaron al campo de don Miguel con la pérdida dicha; el cual, otro día, mandó su campo para ponerse más en comarca de Puren y castigar la muerte de este soldado.

Capítulo LXXIV

De lo que hizo el gobernador Saravia después que envió a don Miguel de Velasco al socorro de Angol, y de lo que acaesció a don Miguel en Puren

Después que salió don Miguel de Santiago para socorrer a la ciudad de Angol y hacer la guerra [a] aquellos naturales, Saravia quedó aprestando los demás soldados para enviallos en su seguimiento; y porque la Concepción estaba desproveída de ganado y pasaba nescesidad, mandó al maestro de campo Lorenzo Bernal se aprestase, para que con cincuenta soldados metiese en la Concepción el bestiame de vacas que de la hacienda del rey se habían comprado, y después de habellas entregado en aquella ciudad, se fuese a juntar con don Miguel, quedándose de retaguardia con la resta del campo, para irse después a juntar con ellos. El maestro de campo partió de Santiago; diciéndole bien su jornada, llegó a la Concepción, y de allí salió al campo con ánimo de esperar al gobernador, en los términos de aquella ciudad, que a lo que algunos decían, más era por no se juntar con don Miguel que por hacer en aquel destrito la guerra, a causa de no llevarse bien.
Saravia salió de Santiago por el mes de enero del año de setenta; por sus jornadas llegó a Quines, que es un repartimiento de indios siete leguas de la Concepción. Desde allí escribió al licenciado Juan de Torres de Vera se viniese a ver con él, el cual le respondió le perdonase, que estaba ocupado en negocios de justicia y no podía salir de aquella Audiencia; dando otros descargos, no quiso ir a verse con él a causa que se había visto con don Miguel cuando por allí pasó y supo la comisión que le había dado de su general, sin tener con él cumplimiento alguno como hombre desgustado; siendo, como era, de grande ánimo, rescibió mucha pena en su espíritu. Habiendo antes de esto mandado juntar el cabildo de aquella ciudad, les dijo hacía dejación del cargo que de general había tenido en nombre del gobernador Saravia, y lo deponía en aquel ayuntamiento, despreciando toda cosa, quedando en su pecho quejoso, como se le pareció desde allí adelante; y aunque muchas veces fué importunado por aquella ciudad no los desamparase, no lo quiso hacer, que a lo que después se vido y sucedió a don Miguel en aquella jornada, le estuvo mucho bien el no haberse encargado del campo. Por donde entenderá todo cristiano que el bien o mal que a cada uno sucede es guiado por la voluntad divina, y ansí le sucedió a don Miguel en aquella jornada, porque queriendo ir a castigar la muerte de Luis de Villegas con ciento y treinta soldados, llegó al río de Puren, y hallando sitio a su propósito, como él lo quiso, alojó el campo en un codo que el río hacía, teniendo [a] sus espaldas las barrancas del río, y por los lados ansí mismo lugar bien fuerte para su seguridad, y por la frente tenía la Campaña, que era tierra llana y muy a propósito para pelear a caballo. Estando el campo alojado en la parte dicha, los indios se llamaron y juntaron por sus mensageros número de dos mill indios; muy bien pertrechados de armas que para aquel efeto traían, se llegaron un día cerca del campo, menos de una milla de camino, con ánimo, a lo que después se supo, de pelear aquella noche con los cristianos, dando de sobresalto repentinamente en ellos. Habiendo primero reconocido las barrancas del río, si les iba mal, eran mucha defensa para su salud, y porque la noche les ayudaría alguna parte, acordaron a las dos horas de noche probar su ventura; pues eran tan pocos cristianos y ellos dos mill indios, no dudaban la victoria ser suya. Aunque sin capitanes conoscidos, sino a manera de behetría, con mucha orden se emboscaron con esta determinación esperando la noche. Acaesció que un soldado andaba potreando un caballo, que era nuevo y no estaba bien domado, y como el campo era a su propósito, iba al galope sin saber dónde más desenvolver su caballo, y ansí fué a dar en una quebrada donde los indios estaban, que sería hora de vísperas, por el mes de enero, año de setenta. Cuando los indios lo vieron, creyendo eran muchos cristianos, se levantaron y mostraron: el soldado, cuando los vido, volvió al campo dando arma. Don Miguel mandó apear sesenta soldados, quedando los demás a caballo, y éstos que estuviesen a pie para pelear si conviniese; y mandó al capitán Gaspar de la Barrera que con veinte lanzas fuese a reconoscer los indios que estaban de la otra banda. El río era pequeño, que se podía vadear por muchas partes: pasándolo, llegó a una loma donde estaban parados en su escuadrón, que como los descubrió aquel soldado, luego por orden de Paylacar, señor principal en el valle de Puren, a quien todos ellos respetaban, se pusieron en orden. Viendo que no podían hacer el efeto acordado, que era pelear de noche, se fueron caminando hacia el campo, para ver de qué manera se ponían los cristianos con ellos. La orden que llevaban era un escuadrón cuadrado, con dos cuernos o puntas, que llaman mangas, de a cuatrocientos indios, y algunos sueltos que andaban fuera de orden como les parecía. Gaspar de la Barrera, cuando llegó y vió la orden que traían caminando, trabó con ellos escaramuza y alancearon algunos. Los indios le echaron una manga que les tomase las espaldas, y el escuadrón cerrado iba caminando hacia ellos: los cuales, viendo que unas veces se paraban y otras caminaban, acordaron puestos en ala acometerlos por ver qué ánimo mostraban, con demostración de darles batalla, aunque después acometieron a manera de juego de cañas, porque si se retiraban, era cierto los habían de llevar tras de sí al campo. Con esta orden arremetieron todos juntos, donde un soldado, de nombre Juan de Cabañas, o fué que lo llevó su caballo, o que él quiso pasar adelante más de lo que le convenía, entró en los indios, que con muchas lanzadas y golpes de porras lo derribaron del caballo, y con gran presteza le cortaron la cabeza y pusieron en una lanza; más animosos con esta suerte, iban cerrando en su orden, siguiendo a los cristianos hasta cerca del campo, donde hicieron alto esperando batalla. Vuelto el capitán Gaspar de la Barrera con la gente que había llevado, y los indios tan cerca, mandó don Miguel al artillero asestase una pieza de campo que tenía, aunque pequeña, y jugase en los indios. Con esta pieza les hacía daño algunos tiros, porque los tomaba al descubierto, y los arcabuces ansí mesmo. Los indios tenían tanto aviso para no dar a entender que les mataba gente el artillería, que cuando alguno caía, los que estaban cerca se le ponían delante por no dar ánimo a los cristianos; y viendo que tanta gente les mataban, para repararse del tiro que les hacía más daño, se recogieron a unas matas [que] aunque claras los defendían algo. Don Miguel trató con los capitanes que allí estaban qué orden tendrían. Todos de conformidad le dijeron que pelease; no dejase perder una ocasión tan buena como tenían delante para castigar aquellos bárbaros, y decían que en qué parte podían desear tenellos más a propósito para pelear que en un llano como aquel donde no había monte, ciénaga ni quebrada que los hiciese fuertes, sino sus armas. Viéndolos con esta determinación y que los que esto le decían eran soldados viejos y que otras veces habían peleado con indios, mandó a todos los que tenían caballos para poder pelear, que subiesen a caballo quedando a pie ocho o diez soldados con el artillero que de ordinario tiraba a los indios con la pieza de campo que tenían. Saliendo con esta determinación para pelear en aquel llano, los indios como los vieron venir, que era lo que deseaban sacallos del fuerte que tenían, en orden de guerra se vienen hacia los cristianos, que con grande determinación rompieron con ellos; andando peleando mataron muchos enemigos, los cuales como eran muchos y todos los más con lanzas, que es gran ventaja para pelear contra gente de a caballo, y los caballos desarmados, los apretaron de manera que les convino retirarse al campo, y los indios envueltos con ellos llevándolos desbaratados, entraron todos juntos en el campo. Los soldados, derribados los ánimos y temerosos, sin haber peleado más de solamente la primera arremetida que hicieron, vueltas las espaldas, se dejaban llevar de los enemigos, tan desanimados que aun que su capitán los llamaba [a] que peleasen y se juntasen, no lo quisieron hacer, porque viendo a los indios dentro en el campo y que les andaban saqueando las tiendas y robando sus haciendas, que era ocasión para volver sobre ellos con corage por vengarse del daño rescebido, no lo quisieron hacer, pues era cierto que andando envueltos en el saco, olvidados de las armas y riñendo unos con otros sobre las ropas que tomaban, ocupados en esto, hicieran una suerte de guerra más buena, al cual efeto el miedo no les dió lugar. Don Miguel acudió con diez hombres a socorrer al artillero; cuando llegó, ya lo habían muerto; recogiendo algunos que a pie andaban, tomaron el camino de la ciudad de Angol, que estaba de allí nueve leguas, dejando a los indios todas sus ropas y lo que les había dado Ramir Yáñez, hijo del gobernador Saravia, de socorro en Valdivia y lo que había gastado su padre en Santiago, que todo ello no fué para más de vestir los indios, con muchas camisas, frezadas, jubones, capas y otras muchas galas que traían hechas, muchos caballos y otras cosas de precio. Murieron de los cristianos el artillero y un soldado llamado Juan de Dueñas, que entró en los indios, cuando al principio los fueron a reconoscer. Fué una pérdida la que allí se hizo no vista ni oída en las Indias, porque ella perdieron toda la reputación que entre los indios tenían, teniéndolos en poco de allí adelante: viendo que en un llano los habían desbaratado y quitado sus haciendas, haciéndolos huir afrentosamente, cobraron grandísimo ánimo, porque antes de esto en tierra llana nunca los indios osaron parescer cerca de a donde anduviesen cristianos. Quedaron soberbios, y los españoles, corridos de su flaqueza y poco ánimo, llegaron a Angol aquella noche.

Capítulo LXXV

De lo que hizo el gobernador Saravia después que tuvo nueva del suceso de Puren

Llegado don Miguel [a] Angol, después de desbaratado y dejado en poder de los indios los bagajes que llevaba, con muchas preseas que traían, envió a dar aviso al gobernador Saravia del suceso y pérdida que había tenido al capitán Gaspar de la Barrera, que llegó con la nueva al río Itata, donde halló a Saravia, que iba caminando hacia Angol con cien soldados que consigo llevaba; diciéndole cómo habían sido desbaratados de los indios; y en donde quedó imaginativo pensando lo que haría, determinó a cabo de un rato ir con la gente que llevaba a Angol, donde halló a don Miguel, que le dió razón de su pérdida y juntamente con ella le dejó el cargo de general, diciéndole que su señoría proveyese en aquel cargo a quien fuese servido porque no lo usaría más. El gobernador rescibió este golpe de fortuna con buen ánimo, y rogó al maestro de campo Lorenzo Bernal que se encargase de la gente, pues no había ninguno que fuese supremo en el cargo sobre él, si no era él propio, como gobernador del rey. Lorenzo Bernal le dijo que por servir al rey haría lo que le mandaba, y desde luego comenzó a dar la orden que se había de tener con ella. Salieron de Angol camino de Puren, para dar a entender a los indios que volvían en su busca y pelear con ellos si quisiesen. Con esta deliberación llegó al asiento donde a don Miguel habían desbaratado, y de allí corrían la comare a toda cada día, sin que los indios bajasen a pelear con ellos. En las correrías que hacían tomaban algunos indios y preguntábanles la causa porque no venían a pelear; decían que no osaban, que eran muchos. Estuvo Saravia en aquel asiento de Puren muchos días, hasta que entrando las aguas y el invierno, con docientos soldados que tenía consigo, viendo que no hacía ningún efeto su estada allí, los repartió en las guarniciones de Angol e Imperial y Concepción, ya otros dió licencia para irse a sus casas; y por dejarlo todo en buena orden, dió provisión de general a Lorenzo Bernal para en todas las cosas de guerra, y él se fué a invernar a la ciudad de Valdivia, echando fama que iba doliéndose de los trabajos que los vecinos de aquella ciudad tenían, y a dar algún orden como no fuesen tan vejados en las condenaciones que el licenciado Egas Venegas les hacía en la visita de los indios que por orden del rey hacía en aquella ciudad, queriendo tenellos propicios y atraellos a su voluntad para hacer después con ellos lo que hizo. Pasando por la Imperial y Ciudad Rica, que están en el camino para ir a Valdivia, decía a los vecinos dellas que para su quietud convenía tasarles los indios que cada uno tenía de repartimiento, y que estando tasados, se quitarían de visitas costosas, porque ya que las hubiese, no serían con tanto rigor; y que estando los indios tasados, podían llevar los aprovechamientos sin conciencia; y para que se diese orden en lo que convenía al bien de todos, cada ciudad enviase un procurador o los demás que quisiese a la Valdivia, donde había de estar el invierno, y que juntos los procuradores tratarían del bien común y general.
Entró en Valdivia por el mes de mayo del año de setenta y uno, informándole los vecinos de aquella ciudad de su nescesidad y pobreza que tenían con el ordinario apercebimiento para la guerra, y que con la visita que al presente tenían quedaban del todo gastados, le suplicaban diese orden como en las cobranzas de las condenaciones hubiese alguna espera, porque no tenían de qué podellas pagar. A esto les daba buenas palabras y entretenía, hasta que llegaron los procuradores de las ciudades, y en el entre tanto trataba con el licenciado Egas algunas cosas acerca de las pensiones que los vecinos de aquella ciudad tenían; resultó que mientras andaban en estos conciertos juntos los procuradores en su casa, un día les dijo que el año de adelante no podía juntar campo para hacer la guerra, más de sólo sustentar las guarniciones que estaban en frontera, que les rogaba porque la hacienda del rey estaba gastada y sus cajas empeñadas, y los soldados en el desbarato de Puren habían perdido sus ropas y al presente no tenía posible para podellos adereszar, ayudasen a su majestad con alguna parte del oro que de las minas sacaban, y que en recompensa dello les reservaría sus personas y las de sus hijos y criados, y que si no lo querían hacer, los apercebiría como a él le paresciese para la guerra, y asistir en la parte que más necesidad hubiese. Anduvieron tratando de ello algunos días; unas veces se concertaban y otras se desconcertaba lo hecho, porque los que eran hombres prudentes y de negocios, entendían que lo que hacía Saravia no era por hacer bien a los vecinos de aquella ciudad, sino por su interés, pues era cierto que el año de adelante ni aun el otro no podía juntar campo para hacer la guerra, porque en las ciudades Imperial, Angol y Concepción, que estaban en frontera, había en ellas gente que bastaba para su sustento, y que de nescesidad los había de dejar estar en sus casas, pues no podía hacer guerra con ellos: y que como hombre que tenía tino a lo de adelante, no sabiendo cómo sucederían los tiempos, quería juntar dineros a costa agena, poniéndoles temores, porque un repartimiento de indios que vacó en la ciudad de Osorno en este tiempo lo vendió por dineros, y dellos hizo cargo a un vecino que servía en aquella ciudad al rey en cargo de tesorero, no haciéndole cargo como oficial del rey por bienes que le pertenecían, sino para que acudiese con ellos a quien él mandase, conforme a una obligación que le hizo el que los compró.
Los soldados que con Saravia andaban pretendiendo en nombre del rey les pagase sus servicios, como vieron que vendió estos indios, que es la paga que los gobernadores en Indias dan a los conquistadores, quejábanse unos a otros diciendo que no había que esperar del dotor Saravia, pues vían que vendía el patrimonio real, sino irse del reino o apartarse de los trabajos, por la orden que tenía en su gobierno, que no se desvelaba sino en juntar dineros.
Volviendo a los procuradores, tantas cosas les dijo y tantos temores les puso, que vinieron a darle tres mill y tantos pesos cada un año las tres ciudades, y cierta cantidad de trigo para el sustento de la Concepción. Deste concierto le hicieron obligaciones por dos años, quejándose los pobres vecinos que los hacía pecheros; para lo de adelante, todos los que viniesen al gobierno les habían de pedir lo mismo; mas compelidos de nescesidad le dieron los que él pedía, y también porque les era en extremo aborrescible la guerra muy costosa para todos ellos por ser tan larga.

Capítulo LXXVI

De lo que hizo el gobernador Saravia después que se concertó con los vecinos de Valdivia

Después de concertado Saravia con los vecinos de Valdivia que le darían seis mill pesos por dos años, en cada uno tres mill, y aquellas ciudades porque los reservase de la guerra, como atrás se dijo, para cumplir con ellos en lo de la visita y tasación de los indios que les había prometido, rogó al provincial de los franciscos, llamado fray Juan de Vega, y al vicario general de los dominicos, fray Lope de la Fuente, tomasen a su cargo la visita general de aquellas cuatro ciudades, a causa que, habiendo visto la disposición de los repartimientos en la tasa, que era el tributo que habían de dar a sus encomenderos, se hiciese conforme a conciencia; y pues ellos habían de asistir a la tasación que se haría en la Audiencia, convenía viesen personalmente la calidad de las tierras que los indios tenían. Dada esta orden, les señaló dos vecinos que anduviesen juntamente con ellos, se embarcó en un navío de dos que había mandado cargar de trigo, en aquel invierno que en Valdivia estuvo, obligando la caja del rey a la paga. Se hizo a la vela, llegó a la Concepción en dos días sesenta leguas de costa por el mes de setiembre del año de setenta y uno, donde estuvo el verano. Desde a poco llegó fray Antonio de San Miguel, obispo de la Imperial, y el licenciado Egas, que venían por tierra con muchos caballos y soldados que en su compañía venían todos juntos en la Concepción. Los indios no por eso dejaban de venir a hacer correrías, y de noche andaban en los indios que estaban de paz cerca de la ciudad; salían a quitalles el ganado y presas que de ordinario hacían todo el verano, no dejando de hacer salto en las partes que les parescía ser aprovechados. Saravia escribió a su hijo, que estaba en Santiago, viniese a juntarse con el general Lorenzo Bernal, en donde estuviese con la gente que pudiese traer sin dalles socorro alguno. Juntó entre sus amigos treinta soldados, con ellos vino a Angol; desde allí salían a hacer la guerra por aquella comarca, que más se podía decir destruir la tierra, porque las mujeres y muchachos que tomaban las vendían, y jugaban los soldados unos con otros, que parescía andaba el gobernador Saravia buscando cómo acabar de destruir aquellos pocos indios que en la tierra llana quedaban, pues era cierto que conquistado Arauco aquello luego daba la paz, y en el ínter no podían servir, porque los de guerra de noche venían sobre ellos y los mataban. Estuvo en la Concepción en su Audiencia hasta que llegó el mes de mayo, que se embarcó en un navío que de Valdivia había venido con trigo para el sustento de aquella ciudad, y vino a la de Santiago, donde tenía su mujer y casa.
Los oidores y fiscal que en la Audiencia residían murmuraban de las idas y venidas que hacía, no asistiendo en su cargo de presidente, pues las tomaba por su recreación, quedándose ellos en aquella ciudad faltos de todas cosas a todo lo que les sucediese, como en tierra tan de guerra, porque luego que salió de la Concepción desde a pocos días los indios comarcanos de paz se conjuraron con los de guerra para un día que querían beber y holgarse a su usanza, después de pascua de Espíritu Santo, por fiesta de la pascua, y que aquel día viniesen todos los que pudiesen y se emboscasen junto a la ciudad, y a la hora que les pareciese a propósito de hacer efeto les darían aviso, y todos juntos darían en el pueblo, que estaba descuidado de semejante acaescimiento, y sería posible desbaratallos. Esta conjuración se vino a saber por intercesión de una mujer india que lo descubrió. Luego se hizo información, y halló por ella el capitán Altamira no culpables ciertos principales que haciendo confianza dellos andaban entre los cristianos. Estos que lo habían ordenado, fueron ahorcados, y con ellos otros algunos que entraban a la parte. Los oidores dieron aviso al gobernador Saravia, que envió treinta soldados en buenos caballos desde la ciudad de Santiago con su hijo Ramiro Yáñez, que se dió tanta priesa en caminar que llegó a tiempo de hacer mucho efeto para el sosiego del pueblo. Desde a pocos días volvió a Santiago, donde su padre estaba, a informarle del estado de aquella ciudad, para que fuese su persona o enviase más gente. El gobernador comenzó luego a dar orden cómo sacar de los vecinos de aquella ciudad otra pinsión como de los de las demás ciudades había sacado, y puesta plática que le diesen con qué socorrer a los soldados que en la guerra andaban, y a los que consigo llevaría, como los demás pueblos habían hecho, juntos en su casa lo trató en general; dijeron le que después de haberlo comunicado entre sí, le darían la respuesta. Anduvieron algunos días tratando en ello; al cabo se resumieron en que los dos alcaldes ordinarios, que eran Juan de Cuevas y Pedro Lisperguer, ambos vecinos de aquella ciudad, lo tratasen con Saravia, y que lo que ellos hiciesen, por aquello pasarían todos. Estos le dijeron estaban pobres y adeudados con las ordinarias guerras, por la cual causa no le podían dar lo que pedía, si no fuese que les diesen libramiento para cobrallo de la caja del rey rata por cantidad, como cupiese a cada uno, y que desta manera lo buscarían, aunque fuese tomándolo a censo, mas que se entendiese se lo prestaban, y no en servicio que les hacían de gracia. Desta respuesta se desgustó mucho, y trataba de llevallos consigo a la sustentación de las ciudades pobladas y demás, y que presentasen los títulos que tenían de encomiendas de indios, porque quería saber cómo los poseían y con qué derecho. Los vecinos, viéndose apretados, como les ponía tantas cosas por delante, y que al fin ellos habían de pagar y lastar lo que él había perdido, haciendo cuenta consigo, les paresció que más habían de gastar si los llevaba a la guerra que lo que les pedía, y aflojando los alcaldes de lo que tenían a su cargo, conforme a la orden que les habían dado, y que como era letrado no les pusiese en confusión en algunos repartimientos que tenían, dando la voz al fiscal del rey, vinieron en que le darían dos mil pesos en oro y cincuenta caballos, y más quinientas fanegas de trigo para llevar a la Concepción. Con esta data los dejó en sus casas y mandó cobrar los dineros y caballos, y porque algunos vecinos no tenían el oro para se lo dar de presente, diciéndole se lo darían en ropa en las tiendas de mercaderes que allí había en las cosas que quisiese, pues era para dar a soldados, no lo quiso hacer, sino que se lo diesen en oro. Con este rigor se lo dieron en oro, el cual efeto no podían entender, pues había de dar a los soldados ropas con que se vistiesen y no oro que guardasen. Decían debía de tener tino a lo que de España vendría proveído, porque había escrito a los señores del Consejo de Indias y a su majestad le sacase de aquel cargo, que se hallaba viejo y el reino estaba de guerra; por el cual respeto toda la provincia estaba pobre y no cobraba [el] salario que su majestad le daba; andaba recogiendo dineros para su aprovechamiento, teniendo atención a lo que vendría proveído en la armada que esperaba de Castilla. Después de haber hecho lo que pretendía, se partió para la Concepción, llevando consigo menos gente de la que llevara si quisiera partir con soldados lo que los vecinos de Santiago le dieron.

Capítulo LXXVII

De cómo el licenciado Juan de Torres de Vera fué a castigar un motín que se hacía en la ciudad de Valdivia, y de lo que acaesció en la ciudad de Osorno en aquel tiempo

Como el reino de Chile estaba con tantos trabajos por las ordinarias guerras, y tan pobres en general todos los estantes en él, se levantó el ánimo a un mozo, hijo de india y de español, que éstos por la mayor parte son y han sido mal inclinados, diciendo este soldado (era oficial platero) ser trabajo vivir en tierra de tanta guerra, sino irse della, pues había tan buena noticia de lo de adelante ser tierra rica y noble, y no estar atenidos a tantas vejaciones como de ordinario rescebían de los gobernadores y capitanes; y para ponello en efeto vino a la ciudad de Angol, donde había muchos soldados descontentos, que está cincuenta leguas de Valdivia, donde era casado y tenía su casa. Remedando a lo que en tiempo de las comunidades hizo en Toledo un bonetero, y en Medina del Campo un frenero, por aquí quiso sonar y levantar su nombre. Llegado [a] Angol comenzó a tratar con otros como él salirse del reino, pues en él estaban tan oprimidos, y levantar una persona que los llevase a su cargo. Andando en esta plática, el capitán Lorenzo Bernal lo vino a saber y hizo contra él información y dió aviso con ella a la Audiencia. Aquellos señores mandaron en su acuerdo lo fuese a castigar el licenciado Juan de Torres de Vera, con comisión que para ello le dieron, el cual se embarcó en un navío que estaba en el puerto de aquella ciudad, y de allí fué a la de Valdivia en mitad del invierno con mucho riesgo, por la fortunosa navegación que hay por aquella costa, donde decían se habían de juntar y estaba concertado.
Luego prendió al Juan Fernández, que ansí se llamaba; púsolo a quistión de tormento. Viéndose en tanta nescesidad, por salvar la vida, dijo que otros muchos hombres principales estaban con la misma voluntad, y que por orden suya había ido [a] Angol a saber la voluntad que tenían los soldados que allí estaban. Averiguado y sacado en limpio, se halló no ser ansí, mas de como hombre que se veía perdido procuraba por aquella vía su remedio, creyendo escapar por allí a vueltas dellos, pues no hallando otro alguno culpable sino a él solo que lo tramaba, después de bien informado, lo mandó ahorcar. Hecho este castigo, llegó nueva de la ciudad de Osorno que los vecinos de aquella ciudad, desgustosos con Antonio de Lastur, corregidor que los tenía en justicia, puesto por Saravia, decían algunos que sobre cobrar el salario que tenía de corregidor en descuento de deudas que a su majestad debían; otros decían que por malos tratamientos, que lo uno y lo otro no fué ansí, mas de por pequeñas causas, como hombres soberbios vinieron en rompimiento, de manera que sacando el estandarte que tiene la ciudad para su defensa contra deservidores del rey, apellidando su nombre, le quisieron prender y enviarlo a la Audiencia, diciendo no podían sufrir su aspereza. El corregidor, apellidando el nombre del rey ansí mismo, con algunos que le acudieron, que estuvieron los unos y los otros para darse batalla, y por respeto de algunos religiosos de buena vida se recogieron a sus casas para no tratar en caso de tomar las armas, hasta que Saravia proveyese o los señores de la Real Audiencia. Cuando esto acaesció en la ciudad de Osorno, estaba en la de Valdivia el licenciado Torres de Vera con la comisión que tenía, y por evitar más daño fué a la ciudad de Osorno y procedió contra todos los culpables, castigándolos en dineros. Dejó aquella ciudad quieta para de allí adelante no intentar semejantes alborotos, y llevó consigo presos algunos que más metieron la mano en el escándalo que hubo; con esto quedaron aquellos pueblos sosegados para lo de adelante y presente.
Vuelto a la Concepción y estando en ella, llegó desde a poco nueva de la ciudad de Angol que el general Lorenzo Bernal, con deseo de asentar la comarca de aquel pueblo, tuvo nueva que unos indios comarcanos a él seis leguas de camino estaban juntos bebiendo y holgándose. Mandó al capitán Zárate que con cincuenta soldados les fuese a hacer la guerra, que era informado estaban a su usanza holgándose en regocijo, y que haría en ellos una buena suerte, y que él no iba aquella jornada, que tenía por nueva de indios que en saliendo de la ciudad habían de venir sobre ella, y por este respeto dejaba de ir allá. Llevó consigo los soldados siguientes: coronel Durán, Miguel de Silva, Hernán Pacheco, Gabriel de Gaona, Pedro Plaza, Francisco Hernández Pineda, Hernando Díaz Carvajal, Juan González Orellana, don Beltrán Vergara, Juan de Leiva, Pedro Miguel Castillo, Pedro Méndez, Francisco Sánchez, Villasinda, Barrientos, Fuentes, Correa, Diego Díaz Arboleda y otros hasta cumplimiento de cincuenta. Zárate caminó hasta llegar cerca donde los indios estaban, los cuales se mudaron del puesto que tenían; ansí como venía caminando le dejaron llegar sin salir dél hasta que vieron por las centinelas que tenían ser menos gente, porque a manera de a casa hecha iban sin orden con grande determinación para meter en colleras mujeres y muchachos; que si en alguna parte se pudo decir «cudicia mala rompe el saco», fué aquí, por que los indios les habían cerrado el paso a las espaldas do ellos estaban, y hicieron demostración de les defender el paso del río, entre tanto que los demás les tomaban el alto; y fué así que los desbarataron y mataron catorce hombres buenos soldados. El capitán Zárate, aunque en parte mal cómoda para caballos, arremetió en favor de los que peleaban a pie: su caballo atolló con él en una ciénaga de condición que no podía salir; viéndolo con esta necesidad un indio de los de guerra, saltó con gran ligereza en las ancas de su caballo, y le sacó la daga de la cinta, y con ella le andaba buscando por dónde cortarle la cabeza por detrás, a causa que el gorjal de la cota le cubría el pescuezo. En aquella nescesidad fué socorrido de un soldado llamado Pedro Plaza, que mató [a] el indio que con él estaba a las manos y lo sacó de entre ellos. Los demás soldados estaban tan temorizados, que no pudo con ellos dalles orden, aunque algunos de buen ánimo, como fué Francisco Jufre y otros de su condición, se pusieron a la defensa y defendieron no fuesen muertos más de los que al primer ímpetu murieron. Ansí rotos y perdidos por muchos caminos, se volvieron a Engol. Los indios con esta victoria despacharon por la provincia mensajeros, persuadiendo a los demás tomasen las armas para venir sobre la ciudad, y como es gente tan amiga de cosas nuevas, y que pequeñas ocasiones les levantan los ánimos a lo que quieren hacer dellos sus mayores, se comenzaron a juntar cerca de la ciudad para el efeto dicho. El capitán Lorenzo Bernal mandó a Juan Morán, vecino de aquella ciudad, soldado antiguo y valiente, que con veinte soldados corriese el campo y anduviese los repartimientos de paz, animando a los amigos y castigando a los enemigos como a él le paresciese, porque no entendiesen estaban derribados los ánimos por el caso acaescido al capitán Zárate. Juan Morán, como hombre que entendía la guerra, juntó ciento y cincuenta indios amigos de los cristianos, teniendo aviso que cerca de allí estaba una junta que eran de los que se habían hallado en el desbarato pasado; su gente bien en orden caminó todo lo que pudo por hacer en ellos alguna suerte, y sucedióle conforme a su desino, porque llegó al amanecer con una neblina grande donde estaban juntos, y dió en ellos de tropel. Los indios toman las armas y se apellidan; los cristianos, antes que se juntasen, los rompieron muchas veces, y los indios amigos, con armas iguales como los de guerra, con el favor que llevaban, mataron muchos y les tomaron caballos, cotas, arcabuces, lanzas, armas de todas suertes usadas entre ellos. Con este desbarato se deshizo la junta que hacían para ir sobre la ciudad.
En estos mismos días el general Lorenzo Bernal envió a la Concepción a pedir gente a Saravia, que esperaba vendrían sobre la ciudad. No se la envió, porque tuvo nueva querían ansí mismo venir sobre la Concepción, y estaban juntos y pagados para el mismo efeto. Súpose por un indio que vino a la ciudad a llamar a su madre y sacarla de allí, porque los indios de guerra no la matasen aquella noche que habían de venir sobre el pueblo. A este indio se le dió tormento, y confesó estar cerca de allí ciertos indios emboscados para dar aviso a los demás. Fueron a donde decía, y hallaron unos principales, que traídos a la ciudad dijeron ser verdad; con su declaración los ahorcaron. Luego mandó el gobernador Saravia se recogiesen los del pueblo junto al fuerte. Entendido por los de guerra el aviso que tenían, mudaron de parecer, viendo que todos sus desinos les eran descubiertos.
Acaesció en esta coyuntura que cinco soldados quisieron irse del reino de Chile al Pirú, pues no les daban licencia, y como la libertad sea cosa de tanto precio, posponiendo todo lo que les podía suceder, sabiendo que al fin no se les había de dar la licencia, tomaron un barco grande, y proveídos de lo que habían menester para su jornada, se fueron la vuelta del Pirú, y diéronse tal maña en el navegar, durmiendo cada noche en tierra, que por su mucha pereza no salieron con su pretensión. Hallándolos menos, el gobernador despachó tras dellos por tierra [a] Alonso de Vera, natural de Estepa, y otros soldados, con comisión, si los tomase, hiciese justicia, como a él le paresciese, y si no que diese aviso al capitán Alonso Ortiz de Zúñiga, que tenía a su cargo la ciudad de la Serena. Rescebido el aviso, mandó a los indios comarcanos estuviesen con cuidado para avisarles si viesen el barco por la costa. Desde a poco fué informado iban navegando la costa de largo; entendiendo que el todo consistía en presteza para buen efeto, mandó apercibir ocho soldados, y con ellos se metió en un barco al remo y vela. Caminó tanto, que en breve tiempo los alcanzó y mandó que amainasen; visto que no lo querían hacer, sino remar e irse su camino, mandó a los arcabuceros les tirasen. De los tiros que hicieron mataron un soldado de los que iban en el barco contrario, llamado Juan de Rica; con aquella furia llegaron a embestir, y dieron a un otro soldado una lanzada por un brazo que lo tulleron dél, y saltaron dentro del barco; los demás se rindieron. El capitán se volvió con ellos a la Serena, y de allí los envió presos a la Concepción. Los oidores mandaron al corregidor los castigase, pues estaba a su cargo y el delito habían cometido en su juridición. Sentenciólos por esclavos del rey, y que perpetuamente anduviesen en su servicio; y porque se casaron con unas pobres huérfanas, mandaron aquellos señores les quitasen las argollas de hierro que al pescuezo les habían mandado poner porque fuesen conoscidos. Quedaron los demás con tanto temor, que ninguno otro se huyó de allí adelante de la guerra.

Capítulo LXXVIII

De lo que acaesció en Chile hasta que el gobernador Saravia dejó el gobierno y entró en la ciudad de Santiago el licenciado Gonzalo Calderón

Los indios de la Concepción y los demás a ellos comarcanos, como gente tan inquieta, trataron venir sobre aquella ciudad, y como hombres pláticos ordenaron que un escuadrón viniese por Talcaguano, no para más efeto de pervertirlos, porque acudiendo al reparo por aquella parte, el otro escuadrón entrase por el pueblo haciendo el daño que pudiese, y que si les dijese mal se volverían retirando a las montañas que tienen por tan vecinas y tan cerca del pueblo por la parte de San Francisco.
Casi en este tiempo y días su majestad había desde España enviado a mandar por una provisión, que ninguno de los oidores se ocupasen en negocios de guerra, sino que asistiesen en su Audiencia; no embargante aquel día fué nescesario todos tomasen las armas para pelear y defenderse. El licenciado Torres de Vera, como oyó tocar arma por la parte de San Francisco, y que la mayor parte de los soldados eran idos hacia Talcaguano, a donde primero se había dado el arma, entendiendo lo que podía ser, salió a caballo y se vino a la casa de Saravia, diciendo: «Este día nos obliga a esceder las leyes por la salud y defendernos; pues los indios entran por el pueblo, ¿qué es lo que manda vuestra señoría que se haga?» Saravia, turbado, viendo el caso presente, le dijo que hiciese lo que le paresciese que convenía para defender la ciudad, y ansí se fué con mucha presteza hacia San Francisco por alcanzar los indios en lo llano, antes que tomasen lo alto de la sierra con la presa que llevaban, seguiéndole Martín Ruiz de Gamboa, Gonzalo Mejía, Diego de Aranda, Campofrío, Felipe López de Salazar. Martín Ruiz salió aquel día a pelear sólo por su reputación, a causa que estaba tullido de un brazo; y ansí como estaba, quiso hallarse en semejante acto de guerra, porque los demás viéndole se animasen a hacer lo mismo. Halláronse con él Hernando de Alvarado, Francisco Gutiérrez de Valdivia, Gonzalo Martín, Juan de Córdova el capitán Juan de Torres Navarrete y Antonio de Lastur iban delante escaramuzando y deteniendo los indios. Baltasar de Castro, viendo al licenciado Torres de Vera, que iba sin darga, con buen término de soldado ejercitado en la guerra, conosciendo que iba perdido conforme a su ánimo, le dijo: «Señor general, V. m. resciba este darga, pues va sin ella, que la ha menester este día más que otro ninguno»; y así la rescebió graciosamente, agradeciéndoselo mucho, porque la suya habíala llevado Alonso de Vera, su deudo, que era ido con los demás soldados que fueron a la primera voz que se dió acudiendo a aquella parte donde se entendía que los indios venían. Los que iban delante acometían a los indios por muchas partes deteniéndolos, aunque no osaban meterse entre ellos hasta que llegasen más número de gente. Andando ansí llegó el licenciado Torres de Vera, y con los que consigo llevaba quiso probar a rompellos; aunque iban cerrados se arrojó al escuadrón que llevaban entre dos quebradas por una loma rasa, caminando de suerte que pasando por ellos se halló de la otra parte solo con muchas heridas, que no le siguió ninguno de los que iban con él. Puesto de la otra parte, y que no había otro camino para volverse sino por el mesmo que había llevado, después de haber hecho a los indios muchos acometimientos y que los demás soldados no rompían, viéndose perdido, quiso antes morir como hombre noble que dar nota alguna de sí, y para más animar a los que peleaban, volvió a romper por un lado del escuadrón junto a una quebrada, yendo los indios estrechando el poco llano que había; de suerte que después de haber peleado buen rato, alanceado el caballo, con el ánimo que tenía y buena determinación, lo sacó de la otra parte con muchas heridas. Rompiendo los demás juntamente con él, importunados de su propia vergüenza, viéndole delante, pelearon tan bien que desbarataron los indios y les quitaron toda la presa que llevaban, aunque murieron pocos por la disposición de la tierra ser a su propósito. Salió de aquel reencuentro herido Gonzalo Martín de una lanzada que le pasó la cota y le entró la lanza por el cuerpo, de condición la herida que desde a poco murió; los demás salieron bien heridos. El licenciado Torres de Vera le sacó su caballo hasta la ciudad; llegado a ella murió; que él y la darga que le dió Baltasar de Castro le dieron la vida muchas veces. Los demás capitanes y soldados que allí iban pelearon bien y con mucha reputación, tan atentadamente que conservando su honor, dieron buena nota de sus personas. No por el suceso dicho que los indios perdieron, dejaron de apartarse de su pertinancia y remisión, antes perseveraban en su opinión y de ordinario venían a hacer el mal que podían en aquella ciudad, haciendo cuenta consigo, que si de allí echasen a los españoles quedarían con sosiego en sus tierras, como otras veces habían estado en tiempo de Villagra, hasta que [fué] venido don García de Mendoza, de quien hemos dicho. Pues fué un día para ellos señalado en su junta, que se determinaron ponerse una noche emboscados cerca de la ciudad, y al medio día que estarían descuidados entrarían por ella repentinamente, sin darles lugar a que tomasen armas ni caballos, porque estando cerca, siendo con brevedad asaltados, les tenían ventaja; y quiso su suerte que estando juntos para el efeto dicho, acertaron aquella mañana a ir por fagina Diego de Bustamante y Juan Molines y tucero, todos tres descuidados de la emboscada que delante tenían, y ansí pasaron por ella. Estando de la otra banda parescieron parte de los indios delante, y como no había otro camino alguno por donde volver, sino el mesmo que habían llevado, volviendo atrás salieron los que guardaban la vuelta y pusiéronseles delante. Los soldados con buen ánimo se arrojaron por ellos; los indios los recibieron con tantas lanzadas que sacaron de los caballos a Bustamante y a Juan Molines. Lucero pudo pasar por un lado y llevar la nueva a la Concepción. Tocando arma, salió a la voz della los capitanes Alonso Picado, Diego de Aranda, Pedro Pantoja, Alonso de Alvarado, Juan de Torres Navarrete, Antonio de Lastur; siguiéronles los soldados Alonso de Vera, Juan de Córdova, Hernán Pérez Morales y otros muchos hasta número de treinta, que llegaron donde los indios estaban, que como hicieron aquella suerte, se vinieron caminando hacia la ciudad, que aunque los españoles llegaron a ellos y comenzaron a escaramuzar matando algunos, no por eso dejaron de ir siempre ganando hacia el pueblo hasta que la demás gente llegó, la cual habían enviado a pedir al dotor Saravia, que estaba en la plaza de la ciudad con todo el pueblo; y la primera vez les respondió con Juan de Ocampo San Miguel que se retirasen. Con este recaudo rescibieron desgusto y respondieron les enviase su señoría gente, que no se querían retirar, sino pelear, y ansí les envió socorro. Llegado allá, siendo en número por todos treinta arcabuceros y treinta hombres de lanza y darga, los cercaron al derredor por ser tierra llana, aunque de algunas quebradas pequeñas, apretándoles con arremetidas que hacían y jugando los arcabuces de ordinario, los vinieron a poner espaldas con espaldas, y ansí peleaban; y alguna vez cuando vían poder hacer algún efeto rompían por aquella parte con grande ánimo, despreciando las vidas, teniéndolas en poco. Se apartó un indio de su escuadrón con una macana grande en sus manos, vino sobre Alonso de Vera por le herir encima de la cabeza; habiendo hecho su golpe, desatinado Alonso de Vera, el indio se abrazó con él por sacallo de la silla. Andando ansí asidos llegó Juan de Córdova y le dió una lanzada por las espaldas: el indio, viéndose herido, volvió sobre el que le hirió, dejando el competidor que tenía, y le asió a Juan de Córdova de la lanza, y de tal manera tiró que se la sacó de las manos, y con ella le dió una lanzada al caballo del mesmo Córdova, que cayó luego muerto en una ladera. El capitán Diego de Aranda, que lo vido, vino por socorrerle; el indio, herido como estaba, lo esperó y dió una lanzada al caballo, que ansí mesmo lo derribó muerto; hechas estas dos suertes, con su lanza en las manos se retiró al escuadrón. Pues teniéndolos tan juntos y apretados, como se ha dicho, derribando muchos con los arcabuces, como tiraban a montón, viéndose morir, determinaron antes que se perdiesen del todo, romper por los españoles que delante tenían hacia una barranca. Con esta orden pasaron, quedando muchos de ellos muertos, y muchos que fueron heridos. Halláronse después deste recuentro hasta cien indios muertos en la parte que se había peleado, porque aquella noche habían llevado muchos otros. Dejaron grande cantidad de armas de toda suerte en la barranca de donde se habían despeñado. Desde aquel día, indio de guerra en escuadrón formado nunca más vino sobre la Concepción, si no eran algunos ladroncillos, que éstos de ordinario a hurtar algún caballo venían, o a matar algún yanacona, que es indio de servicio que tienen los españoles.
Ya habrá visto el letor que todos los sucesos de guerra que dejamos atrás han sido todos adversos, pues como de todos ellos llegase a España la nueva y del gobierno que el dotor Saravia traía, su majestad mandó a don Francisco de Toledo, su visorrey, que a aquella sazón gobernaba el Pirú, proveyese de general y maestro de campo que hiciesen la guerra a los naturales rebelados en el reino de Chile, y que los tales que proveyese fuesen de los que en el propio reino asistían y habían seguido la guerra en él. El visorrey, informado de lo que convenía, proveyó por virtud de lo que su majestad mandaba, al gobernador Rodrigo de Quiroga por general, y a Lorenzo Bernal de Mercado por su maestro de campo, y para el efeto envió a Gaspar de Solís, su criado, que viniese por tierra con el proveimiento. Rodrigo de Quiroga no quiso acetar el generalato, diciendo no le estaba bien haber sido gobernador, sin tener supremo alguno, sino sola su voluntad, ser ahora general volviendo atrás y con un gobernador al lado y una Audiencia, que ambas a dos cosas eran suficientes para no poder hacer efeto alguno en la guerra, porque los hombres nobles que habían servido a su majestad decían no les podía hacer ninguna merced mas de sólo darles trabajos de guerra, de lo cual estaban cansados, y los aprovechamientos era cierto los tenía Saravia de proveer en quien le paresciese, como lo hacía; por cuya causa se querían andar con él más que con Rodrigo de Quiroga, y ansí no quiso acetar el cargo de general.
Los oidores, como vieron que su majestad le quitaba el cargo de general, viendo la cédula del visorrey, dieron a ella entendimiento que ansí mesmo le quitaba el gobierno, y juntos en su acuerdo, después de haber tratado dello, mandaron no le tuviesen por gobernador, mas de sólo presidente de la Audiencia. Saravia decía no lo podían hacer, porque el rey no le quitaba mas de sólo el generalato que tenía. Esto aprovechó poco, a causa de estar mal quisto por su mala orden de gobierno, que en general todos se holgaron y por la mayor parte regocijaron. Los oidores pronunciaron un auto en que por él mandaban no lo tuviesen por gobernador, y ansí lo mandaron pregonar en la plaza de la Concepción. El pueblo disparó el artillería, diciendo Te Deum laudamus; después desto ordenaron en su acuerdo, porque no se entendiese era pasión, mas de sólo bien del reino, que todas las cosas estuviesen como en aquella sazón estaban, sin que contra ellas se proveyese cosa alguna de nuevo ni se mudase cargo alguno de los proveídos hasta que el visorrey y Audiencia de las Charcas diese claridad si había lugar o no estar sin el gobierno, para el cual efeto despachó Saravia al mesmo Gaspar de Solis que trajo los despachos del visorrey, y los oidores enviaron por su parte a Diego de Chaves Tablada. Estos mensajeros, llegados a las Charcas y dado sus recaudos, aquellos señores declararon no había lugar [a] entendimiento alguno mas de sólo el generalato, que éste su magestad se lo quitaba, y el gobierno no. Esta respuesta volvió a Chile; rescebida en la Concepción por los oidores, fué admitido a su gobierno; él comenzó a usar por la misma orden que hasta allí había tenido.
En este tiempo su majestad fué informado del licenciado Castro, que había sido gobernador del Pirú y tenía en general plática de todas las Indias, cuánto convenía proveer gobierno para Chile e ansí mesmo quitar el Audiencia que en él estaba siete años había por respeto de la guerra hasta que el reino se quietase, y que de los salarios que llevaban oidores y gobernador con los demás ministros habría que gastar para quietar el reino, pues de él propio salía el dinero para el gasto. Su majestad, informado de lo que más convenía, celoso de las cosas de nuestra religión católica, constándole que los indios rebelados muchos dellos eran cristianos y vivían fuera de nuestra religión, y cuánto convenía quietar aquella provincia, porque lo demás del reino no se dañase, proveyó por gobernador a Rodrigo de Quiroga, que lo había sido antes cuando el Audiencia entró en el reino, como en su lugar lo digimos, y que se quitase el Audiencia. Antes que este proveimiento se supiese, el visorrey, visto que Rodrigo de Quiroga no había querido el cargo, volvió a hacer mensajero a Chile en que con pena se lo mandaba, y envió con la provisión suya el treslado de la cédula que su majestad le envió para el efeto. Rodrigo de Quiroga lo acetó por servir al rey, y luego comenzó como general a hacer gente para que de presidio residiesen en las ciudades de Angol, Imperial, Concepción. Andando ocupado en este proveimiento, en veinte de noviembre de setenta y cuatro años, tuvo nueva cómo su magestad le había hecho la merced que atrás hemos dicho; esta carta le trajo Mendo de Ribera, mancebo gallego, por tierra. Desde a poco vino de las Charcas Francisco de Irrarrazával, que trajo un treslado del original (que su majestad enviaba y estaba en poder del visorrey juntamente con una carta suya en que le decía estaba proveído por gobernador de Chile, y su majestad le hacía merced de un hábito de Santiago y quitaba el Audiencia, con otras muchas mercedes que le hacía, y que para el efeto de tomar visita a presidente y oidores venía desde España el licenciado Gonzalo Calderón, y por su tiniente general en las cosas de justicia. Llegada y publicada esta nueva, fué tanto el contento que en la ciudad de Santiago se rescibió, que andaban los hombres tan regocijados y alegres, que parescía totalmente tener su remedio delante. Era de ver el repique de campanas, mucha gente de a caballo por las calles, damas a las ventanas, que las hay muy hermosas en el reino de Chile, infinitas luminarias, que parescía cosa del cielo; fué luego rescebido al gobierno tomando toda cosa a su cargo. Fué de ver los hombres que andaban por los montes huyendo de la guerra, por no servir a Saravia, venían a ofrecerse que le servirían en todo lo que quisiese mandarles. Saravia, quitado el gobierno, quiso irse a la Concepción [a] asistir en su presidencia, y porque en el río de Maule, que está entre la ciudad de Santiago y Concepción tanto de una como de otra, estaba por orden suya un navío del rey cargado de trigo por el proveimiento de aquella ciudad, quiso irse a embarcar en él por llegar con más brevedad y menos trabajo; cuando llegó a la mitad del camino supo era perdido con cuatrocientas hanegas de trigo que tenía, que los oficiales del rey habían comprado de la hacienda real y por cuenta suya, a causa que habiéndose detenido Saravia en Santiago más tiempo de lo que convenía, con un temporal se perdió. Desde allí se volvió a Santiago y se fué a embarcar en un otro navío que estaba diez y seis leguas de allí en el puerto de Valparaíso, cargado de trigo para el mismo efeto. Que cierto parescía andaba la fortuna persiguiéndole y buscando en qué hacelle mal y por él a todo el reino.
Luego que Saravia salió de Santiago, desde a veinte e seis días, jueves a diez y siete de marzo, a las diez horas del día, año de setenta y cinco, comenzó en la ciudad de Santiago un temblor de tierra al principio fácil con sólo una manera de sentimiento, y desde a poco, no dejando de temblar, tomó tanto ímpetu que traía las casas y edificios con tanta braveza que parescía acabarse todo el pueblo. Fué Dios servido que aunque andaba ansí como se ha dicho no cayó casa ninguna, que las había buenas, y de buenos edificios; abriéronse algunas, haciendo sentimiento de lo que por ellas había pasado. Cesó desde a poco, dando gracias a Dios en general todos por la merced que les había hecho, entendiendo avisos que Dios les enviaba para enmienda de vida.
Y porque yo me ofrescí en el principio desta obra a escrebir todo lo que en este reino acaesciese, así de paz como de guerra, y lo que había acaescido de atrás hasta este año de setenta y cinco, tomando desde que se descubrió, y cumpliendo con lo que prometí, dejo de escrebir lo que adelante sucederá, porque habrá otros de mejor erudición y estilo que suplirán lo que en mí falta; acabo con esta representación de tragedia, pues lo ha sido el dotor Saravia en su tiempo y gobierno, con casos tan adversos como por él han pasado.
Era el dotor Saravia natural de la ciudad de Soria, de edad de setenta y cinco años, de mediana estatura, y no en tanta manera que se echase de ver si no era cuando estaba junto a algunos que fuesen más altos que no él; angosto de sienes; los ojos pequeños y sumidos, la nariz gruesa y roma; el rostro, caído sobre la boca, sumido de pechos, jiboso un poco y mal proporcionado, porque era más largo de la cintura arriba que de allí abajo; polido y aseado en su vestir, amigo de andar limpio y que su casa lo estuviese; discreto y de buen entendimiento, aunque la mucha edad que tenía no le daba lugar a aprovecharse dél; cudicioso en gran manera y amigo de rescebir todo lo que le daban; enemigo en gran manera de dar cosa alguna que tuviese; enemigo de pobres, amigo de hombres bajos de condición, que era [por ello] detractado en todo el reino; y aunque él lo entendía y sabía, no por eso dejaba de darles el mesmo lugar que tenían; amigo de hombres ricos, y por algunos dellos hacía sus negocios, porque de los tales (era presución) rescebía servicios y regalos; sus cargos de corregidores y los demás que tenía que proveer como gobernador los daba a hombres que estaban sin nescesidad. Presumíase lo hacía por entrar a la parte, pues había en el reino muchos caballeros e hijosdalgo que a su majestad habían servido mucho tiempo, a los cuales no daba ningún entretenimiento y dábalo a los que tenían feudo del rey en repartimiento de indios, a éstos aprovechaba, pues en este tiempo dió a Francisco de Lugo, mercader, hombre rico y que al rey jamás había servido en cosas de guerra en Chile, un cargo de protector de los indios con seiscientos pesos de salario, y a un hombre otro que le ayudase le dió docientos, y a un otro que defendiese las causas de los indios en audiencia pública, ciento, de lo que los pobres indios sacaban de las entrañas de la tierra con su trabajo. Este cargo le pidieron muchos soldados, y yo, Alonso de Góngora, fui uno dellos, que desde el tiempo de Valdivia había servido al rey y ayudado a descubrir y ganar este reino, y sustentado hasta el día de esta fecha, y estaba sin remuneración de mis trabajos. Saravia no lo quiso dar a ninguno por no quitar al mercader que lo tenía, antes para dárselo lo quitó a un soldado antiguo que lo tenía y que al rey había servido muy bien y siempre a su costa, llamado Juan Núñez, natural de Torrejón de Velasco. Por estas cosas daba [a] entender Saravia debía de ser con él particionero, y como el reino de Chile estaba tan lejos de España, no podía su majestad ser informado con tanta brevedad como convenía, pasábase por todo, rescibiendo los vasallos del rey tantas vejaciones. Era tanta su miseria y codicia, que mandaba a su mayordomo midiese delante dél cuántos cubiletes de vino cabían en una botija, teniendo cuenta cuánto se gastaba cada día a su mesa, en la cual sólo él bebía vino, aunque valía barato, para saber cuántos días le había de durar; y porque vido un día unas gallinas que comían un poco de trigo que estaba al sol enjugándose para llevarlo a el molino, y era el trigo suyo, las mandó matar; y como después supiese del mayordomo que eran suyas, habiéndolas repartido [a] algunos enfermos, los trató mal de palabra. Decían ansí mismo que no veía, y para el efeto traía un antojo colgado del pescuezo, que cuando quería ver alguna cosa se lo ponía en los ojos, diciendo que de aquella manera vía, y era cierto que sin antojo vía todo lo que un hombre de buena vista podía ver cuando quería, que una sala todo el largo de ella vía a un paje meterse en la faldriquera de las calzas las piernas de un capón, siendo buena distancia, lo cual yo vi y me hallé presente. Tenía una doble condición, que no agradescía cosa que por él se hiciese, y quería que en extremo grado se le agradesciese a él lo que por alguno hacía. Son tantas cosas las que podría escrebir del dotor Saravia, que porque el letor no me tenga por sospechoso, como algunos hombres togatos y torpes podían tenerme, determino no decir más, aunque con verdad había mucho. Y pues he cumplido mi promesa, quisiera que el dejo de este gobernador fuera de hechos valerosos y virtudes encumbradas; mas como no puedo tomar lo que quiero, sino lo que sucesive detrás de los demás gobernadores ha venido y tengo de nescesidad pasar por lo presente, suplico al letor no me culpe el no pasar adelante, porque en sólo esta vida quedo bien fastidiado, que cierto no la escribiera si no me hubiera ofrescido en el principio de mi obra escrebir vicios y virtudes de todos los que han gobernado; y porque me he preciado escrebir verdad, no paro en lo que ninguno detratador puede decir.
Pasadas las cosas dichas en el gobierno de Saravia, y rescebido Rodrigo de Quiroga por gobernador, a dos días de mayo de setenta y cinco años, se tuvo nueva en la ciudad de Santiago era llegado a la Serena un navío en que venía el licenciado Gonzalo Calderón con orden de su majestad para tomar visita a presidente y oidores de la Audiencia que en la ciudad de la Concepción residía y enviarla a España, para que en el real Concejo de las Indias se entendiese de la manera que habían vivido y la orden que habían tenido en las cosas de gobierno y de justicia, y para levantar el Audiencia y cesar negocios, tomándolos todos en sí otorgando las apelaciones para el Audiencia de los Reyes. Llegada la nueva a la ciudad de Santiago, el gobernador Rodrigo de Quiroga le envió al camino a Gregorio Sánchez, natural de Alcalá del Río, hombre principal, que de su parte le visitase y diese el bien venido. En Santiago fué rescebido con mucho contentamiento de todo el pueblo y de muchos hombres principales que le estaban esperando para dalle el bien venido y parabién del cargo que traía y merced que su majestad le había hecho, ordenaron regocijalle con toros y juegos de cañas, y otras muchas maneras de fiesta que se hicieron, porque la Audiencia en aquel tiempo estaba odiosa en general por respeto de la guerra. Luego prosiguió la orden de su visita con hombres principales y desapasionados, porque no se entendiese que negocio tan importante le movía pasión ni otra cosa alguna de las muchas que se suelen poner a jueces semejantes. El licenciado Torres de Vera estaba en Santiago en aquel tiempo, que había acabado de visitar los términos de aquella ciudad, por orden de la Audiencia y por comisión suya, como oidor que en ella residía. Estando de partida para irse a su Audiencia, el licenciado Calderón le mandó notificar en ocho de junio de setenta y cinco años, día lunes, que no usase de ninguna jurisdicción por el camino ni llegado que fuese a la Audiencia, el cual respondió a la notificación que lo oía, y pidió se le diese treslado del auto, con el cual se fué su camino por otra parte. Envió ansí mesmo comisión a Francisco Gutiérrez Valdivia, que era corregidor en la Concepción, y con treslado de lo que su magestad mandaba, que por virtud dello notificase [a] aquellos señores no oyesen de ningunos pleitos ni de otros negocios algunos presidente y oidores; respondieron que obedescían lo que su majestad mandaba y estaban prestos de lo cumplir; y ansí, víspera de San Pedro y San Pablo del mismo año de setenta y cinco, cesaron en su Audiencia, dándose por no jueces para poder oír ni determinar negocio alguno.
Y porque tengo dicho que habrá otros que escriban lo de adelante, acabo con esta mi obra. La gloria de toda ella se dé a Dios todopoderoso, que vive y reina por todos los siglos de los siglos, amén.

Acabóse en la ciudad de Santiago del reino de Chile en diez y seis días del mes de diciembre de mil y quinientos y setenta y cinco años.=Alonso de Góngora.

FIN

KUPRIENKO